LAS NUEVAS AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES Es un homenaje de eminentes autores de misterio -Stephen King, John Gardner, Michael Harrison y otros- realizado en el año 1987 con motivo del centenario de la primera aparición pública de Sherlock Holmes en el Beeton’s Christmas Annual de noviembre de 1887, donde se dieron a conocer los hechos y la resolución del misterio conocido como Un Estudio en Escarlata

Martin Harry Greenberg, Carol Lynn Rössel Waugh, John Lutz, Stuart M. Kaminsky, Gary Alan Ruse, Edward D. Hoch, Jon L. Breen, Michael Harrison, Barry Jones, Joyce Harrington, Loren D. Estleman, Michael Gilbert, Dorothy B. Hughes, Peter Lovesey, Lillian de la Torre, Edward Wellen, Stephen King, John Gardner, Enrique Jardiel Poncela

Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes

Colección LOS ARCHIVOS DE BAKER STREET Nº7

Editadas por Martin Harry Greenberg y Carol Lynn Rössel Waugh

Las historias contenidas en este volumen tienen los siguientes copyrights:

Preámbulo © The State of Sir Arthur Conan Doyle

Poema titulado «221B» © Mollie Hardwick 1987

La Máquina Infernal © John Lutz 1987

El Último Brindis © Stuart M. Kaminsky 1987

La Habitación Fantasma © Gary Alan Ruse 1987

El Regreso de la Banda de Lunares © Edward D. Hoch 1987

La Aventura del Incomparable Holmes © Lon L. Breen 1987

Sherlock Holmes y «La Mujer» © Michael Harrison 1987

Las Sombras en el Prado © Barry Jones 1987

La Aventura del Secuestro Gowanus © Joyce Harrington 1987

El Doctor y la Señora Watson en Casa © Loren D. Estleman 1984.

Reimpreso con el permiso del autor.

Los Dos Lacayos © Michael Gilbert 1987

Sherlock Holmes y Muffin © Dorothy B. Hugues 1987

El Curioso Ordenador © Peter Lovesey 1987

La Aventura del Francotirador Persistente © Lillian de la Torre 1987

La Casa que Jack Construyó © Edward Wellen 1987

El Caso del Doctor © Stephen King 1987

Moriarty y el Auténtico Mundo del Hampa© John Gardner 1976.

Reimpreso con el permiso del autor.

Título original: The New Adventures of Sherlock Holmes

Traducción del Inglés: Lorenzo Díaz©

PREÁMBULO

El difunto Sir Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, escribió cuatro novelas y cincuenta y seis relatos cortos sobre el gran detective, empezando con «Un Estudio en Escarlata», que se publicó por primera vez en el Beeton´s Christmas Annual de 1887. Arrasando en popularidad durante toda la década de 1890 y los primeros años del siglo XX, Sherlock Holmes se convirtió rápidamente en el punto de partida de una enorme cantidad de ficción de misterio que vendría después de él, y sigue siendo el ejemplo definitivo con el que se miden hoy en día los demás detectives de la literatura. Esta colección de nuevas historias de Sherlock Holmes, debida a conocidos autores ingleses y americanos de historias de misterio, es un homenaje sin precedentes por parte de los maestros modernos al talento de Sir Arthur, realizado y compilado con la aprobación y el consentimiento de Lady Jean Conan Doyle, hija y heredera de Sir Arthur.

John Lellenberg,

en nombre del patrimonio

de Sir Arthur Conan Doyle.

221 B

(1887-1987)

Nuestra moneda jamás podrá pagar un rescate

para recuperar aquellos años ahora presos del tiempo:

El autobús ruge ahora donde antes el cabriolé

trotaba tras la pista del crimen.

Ya no se oye un Stradivarius

tocado por largos y ágiles dedos

entonando un canto fúnebre por los nefandos planes

frustrados por El desde Baker Street.

¿Podríamos, acaso, con ojo clarividente,

encontrar la puerta recordada con cariño,

ante la que, temblando, se pararon

tantos clientes (hermosos o famosos)?

En este lugar, Roylott, a la fuerza

entró, como un oso salvaje;

en este lugar, los brillantes ojos de Mary Morstan

cayeron presos de la ardiente mirada de Watson.

Si a ese tiempo pudiera haber un viaje

otorgado por la gracia del cielo,

quién no cambiaría esta cansada era

por una noche del ochenta y siete,

en la que, como niebla que atraviesa cristal y cortinas

y se arrastra hasta nosotros suave y gris,

el sabio, inmortal, extraño y certero

Sherlock toca su violín.

MOLLIE HARDWICK

1987

LA MÁQUINA INFERNAL – John Lutz

No es que mi amigo y asociado Sherlock Holmes no supiera tocar en ocasiones espléndidamente el violín, pero en aquel momento la discordante y fluctuante melancolía producida por el estridente instrumento estaba empezando a afectarme los nervios.

– Holmes, ¿debe ser tan repetitivo en la elección de notas? -dije, abandonando la lectura de mi ejemplar del Times.

– Es en esa misma repetición donde espero encontrar alguna semblanza de orden y sentido.

Mantuvo erguido su perfil aguileño, encajó con seguridad el violín bajo su afilada barbilla y continuó emitiendo aquel chirrido, ciertamente de un modo mucho más penetrante que antes.

– ¡Holmes!

– Muy bien, Watson.

Sonrió y devolvió el violín a su estuche. A continuación se desplomó en el sillón que tenía frente a mí, rellenó de tabaco su pipa de arcilla y asumió la actitud de un niño malcriado al que le han quitado un trozo de pastel por motivos disciplinarios. Yo sabía a lo que se dedicaría a continuación, al no encontrar consuelo en el violín, y debo confesar que me sentí culpable por haber sido duro con él.

Cuando actuaba como un cazador en su capacidad de detective consultor, ningún hombre vibraba con más intensidad que Holmes. Pero cuando llevaba varias semanas sin un caso, y no había ninguno a la vista, era como un zombie que se retraía en el aburrimiento. Hacía ya casi un mes desde que concluyó con éxito el caso del sello humedecido dos veces.

Al oír un ruido de pisadas en la escalera al otro lado de la puerta, Holmes movió bruscamente la cabeza a un lado, casi como un pájaro que espera coger a un gusano.

La voz de la señora Hudson llegó hasta nosotros junto con sus pisadas ligeras y medidas. Una voz de hombre respondía a sus comentarios. Ninguna de las voces se oía lo bastante alto como para que pudiera entenderse.

– Visitas, Watson.

En el momento en que Holmes habló llamaron con firmeza a la puerta. Me levanté, crucé la abarrotada habitación y abrí.

– Un tal señor Edgewick quiere ver al señor Holmes -dijo la señora Hudson, retirándose a continuación.

Hice entrar a Edgewick y le rogué que se sentara en la silla donde yo había estado hojeando el Times. Era un hombre alto y bien parecido, entrado en la treintena, que llevaba un traje bien cortado y unas botas lustradas, cuyas suelas estaban manchadas con un barro rojizo. Tenía el cabello rubio y un bigote recortado más rubio aún. Me miró con expresión preocupada.

– ¿Señor Holmes? -me dijo.

– Viene de Northwood -dije, sonriendo-. Está soltero y le preocupa el bienestar de una mujer.

Holmes también sonrió.

– Asombroso, Watson. Por favor, díganos cómo lo ha hecho.

– Desde luego. La arcilla roja de las botas del señor Edgewick se encuentra principalmente en Northwood. No lleva alianza, por lo que no está casado. Y como es un hombre guapo y, obviamente, con preocupaciones personales, hay grandes probabilidades de que haya una joven implicada en todo esto.

La mirada divertida de Holmes se clavó en Edgewick, que parecía confundido por mi agudeza.

– La verdad es que estoy casado -dijo-. Tengo el anillo en el joyero para que le corrijan el tamaño. El asunto que me trae aquí sólo está relacionado indirectamente con una mujer. Y hace años que no voy a Northwood.

– El coche de punto en el que ha venido debió llevar antes un pasajero de Northwood -dijo Holmes-. Con este día tan caluroso, el barro seguramente se secará mientras le espera abajo.

Debo admitir que, al igual que Edgewick, me quedé boquiabierto.

– ¿Cómo ha podido saber que pidió al conductor que le esperara, Holmes? En ningún momento se ha acercado a la ventana.

Holmes hizo un gesto con el dorso de la mano agitando sus largos dedos.

– Si el señor Edgewick no ha estado en Northwood, Watson, el sitio más lógico donde puede haber pisado el barro rojo es en el suelo de un coche de punto.

Edgewick se inclinó hacia adelante, intrigado.

– Pero, ¿cómo ha podido saber, para empezar, que yo llegué en un coche de punto y que le dije al conductor que esperara abajo?

– Por su bastón.

Dejé que mis cejas se alzaran mientras volvía a mirar a Edgewick.

– ¿Qué bastón, Holmes?

– Ese cuyo extremo dejó una huella circular en la bota derecha del señor Edgewick cuando se sentó en la cabina y lo apoyó en ella, como suelen tener por costumbre los hombres que usan bastón. El cuero todavía conserva la impresión y, dado que no lleva el bastón consigo y que sus pisadas al subir la escalera imposibilitan que subiera con él o que lo haya dejado en el vestíbulo, podemos deducir que lo dejó en el coche de punto. Y, como no parece un hombre descuidado o poseedor de una innumerable cantidad de bastones, eso sugiere que ordenó al conductor que le esperase.

Edgewick pareció encantado.

– ¡Ha sido soberbio! ¡Descubrir tanto de un mero par de botas!

– Un juego de salón cuando no se aplica de forma constructiva -interrumpió Holmes. Volvió a sonreír mientras unía las yemas de los dedos y le miraba por encima de ellos. Sus ojos eran ahora inmutables y estaban clavados con fijeza en nuestro invitado-. Y sospecho que le trae algún asunto serio que me permitirá aplicar adecuadamente mis habilidades.

– Oh, sí, así es. Ah, me llamo Wilson Edgewick, señor Holmes.

Holmes hizo un gesto en mi dirección.

– Mi socio, el doctor Watson.

Edgewick asintió con la cabeza.

– Sí, he leído sus relatos sobre algunas de sus aventuras. Por eso creo que podría ayudarme, o más bien ayudar a mi hermano Landen.

Holmes se retrepó en su sillón, entrecerrando los ojos. Yo sabía que cuando asumía esa actitud no era por somnolencia, sino que entonces estaba completamente alerta, convirtiéndose en un receptáculo de cualquier retazo de información que pudiera llegarle, aceptando esto como pertinente, rechazando aquello como irrelevante.

– Háblenos de ello, señor Edgewick -dijo.

Edgewick me miró. Y yo asentí, animándole.

– Mi hermano Landen está comprometido con Millicent Oldsbolt.

– ¿De Municiones Oldsbolt? -preguntó Holmes.

Edgewick asintió, nada sorprendido de que Holmes reconociera el nombre de Oldsbolt. Oldsbolt Limited era un importante proveedor de armas pequeñas para el ejército. De hecho, cuando yo estuve al servicio de la Reina, había disparado cartuchos Oldsbolt con mi revólver del ejército.

– La boda debía celebrarse la próxima primavera -continuó Edgewick-. Cuando Landen, y yo mismo, estuviéramos financieramente acomodados.

– ¿Acomodados en qué? -preguntó Holmes.

– Somos los representantes en Inglaterra de Richard Gatling, inventor del fusil Gatling.

– ¿Qué diablos es eso? -no pude evitar preguntar.

– Es una máquina infernal que utiliza muchos tambores y una sola recámara dijo Holmes-. Los cartuchos entran en la recámara mediante una larga cartuchera, mientras los tambores giran disparándolos uno tras otro en rápida sucesión. El que la maneja sólo tiene que apuntar en la dirección deseada y girar una manivela con una mano, mientras aprieta el gatillo con la otra. Se dice que puede disparar casi cien balas por minuto, y se ha utilizado con gran efectividad en las llanuras de América, en las guerras indias.

– ¡Muy bien, señor Holmes!-dijo Edgewick-. Veo que está muy versado en cuestiones militares.

– Parece un artefacto diabólico -dije, imaginando esos tambores giratorios sembrando muerte entre hombres y bestias.

– Tan diabólico como la guerra en sí -comentó Holmes-. No es ningún juego. Pero, prosiga con su relato, señor Edgewick.

– Landen y yo nos alojamos en la posada La Sota del Rey, en la aldea de Alverston, al norte de Londres, para estar cerca de la mansión Oldsbolt. Verá, queríamos vender el fusil Gatling a sir Clive para que pueda fabricarlo para el ejército británico. El fusil Gatling ha superado todas las pruebas, y sir Clive hizo una oferta que seguro que habría sido aceptada por el fabricante americano.

Holmes frunció los labios pensativamente antes de hablar.

– Está hablando en pasado condicional, señor Edgewick. Como si se hubiera anulado la boda de su hermano. Como si Oldsbolt Limited ya no estuviese interesada en su mortífera arma.

– Ambos planes han recibido un golpe muy severo, señor Holmes. Verá, sir Clive fue asesinado anoche.

Contuve el aliento por la sorpresa, pero Holmes se inclinó hacia delante, profundamente interesado, casi complacido.

– ¡Ah! ¿Asesinado? ¿Cómo?

– Salió muy tarde de la posada, y, volvía a casa, solo en su carruaje, cuando dispararon contra él. Un aldeano le encontró esta mañana, después de haber oído anoche el ruido.

Las fosas nasales de Holmes se contrajeron.

– ¿El ruido?

– Disparos, señor Holmes. Disparos hechos en rápida y rítmica sucesión.

– El fusil Gatling.

– No, no. Eso es lo que dice el jefe de policía de Alverston. Pero el fusil que usamos para fines demostrativos se limpió y no ha vuelto a ser disparado. ¡Lo juro! Naturalmente, tanto la policía local como los habitantes del pueblo piensan que Landen la limpió tras matar a sir Clive.

– ¿Su hermano ha sido arrestado por el asesinato de su futuro suegro? -pregunté asombrado.

– ¡Así es! -dijo Edgewick muy agitado-. Por eso me apresuré a venir aquí en cuanto se lo llevaron detenido. Pensé que sólo el señor Holmes podría subsanar un error semejante.

– ¿Tiene su hermano Landen algún motivo para asesinar al padre de su prometida?

– ¡No! ¡Todo lo contrario! La muerte de sir Clive significa la cancelación de la compra de los derechos de fabricación del fusil Gatling. Igual que de la boda de Landen y Millicent, claro está. Aun así…

Holmes esperó, con el cuerpo completamente rígido.

– Aun así, señor Holmes, el sonido descrito por quienes estaban en la posada no puede ser más que el estrepitoso y mecánico disparar del fusil Gatling.

– Pero usted ha dicho que lo examinó y que no había sido disparado recientemente.

– Oh, podría jurarlo, señor Holmes. De eso puede usted estar seguro. La semana pasada atravesamos el Atlántico con ella y el señor Gatling conoce el paradero de todas sus máquinas. Comprenda, señor, que es una máquina formidable que de caer en malas manos amenazaría la existencia de cualquier nación. Cambiará todo el concepto de la guerra y eso es algo que no debe tomarse a la ligera.

– ¿Cuántos disparos alcanzaron a sir Clive? preguntó Holmes.

– Siete. Todos en el pecho, con balas de gran calibre, como las que dispara el fusil Gatling. El médico del pueblo extrajo las dos balas que no traspasaron a sir Clive, pero se deformaron al tocar hueso y no puede determinarse su calibre exacto.

– Ya veo. Es todo muy interesante.

– ¿Vendrá cuanto antes a Alverston a ver lo que puede hacer por mi hermano, señor Holmes?

– ¿Ha dicho que sir Clive fue alcanzado siete veces, señor Edgewick?

– Así es.

Holmes se levantó de su sillón bruscamente, como propulsado por un muelle.

– Entonces Watson y yo tomaremos el tren de la tarde a Alverston y nos encontraremos con usted en la posada de La Sota del Rey. Ahora, le sugiero que vuelva con su hermano y su prometida, donde sin duda es muy necesitado.

Edgewick sonrió abiertamente de alivio y se levantó.

– Pienso pagarle bien, señor Holmes. Landen y yo no carecemos de medios.

– Y a discutiremos eso más tarde -dijo Holmes, posando una mano en el hombro de Edgewick y acompañándolo a la puerta-. Mientras tanto, dígale a su hermano que no tiene por qué preocuparse, si es inocente, y que muy bien podría vivir más años que el verdugo.

– Se lo diré, señor Holmes. Eso le reconfortará, estoy seguro. Que tengan un buen día. -Salió por la puerta, pero volvió a entrar un momento después-. ¡Gracias, señor Holmes, de mi parte y de la de Landen!

Mi amigo y yo escuchamos cómo sus pisadas bajaban por la escalera. Holmes apartó las cortinas y observó salir a nuestro visitante a Baker Street. Los gritos de los vendedores y el sonido de cascos de caballos entraron en la habitación junto con los penetrantes olores de Londres.

– Un joven extremadamente preocupado, Watson.

– Así es, Holmes.

Se frotó las manos con un regocijo y una animación que habrían resultado imposibles quince minutos antes.

– Debemos hacer las maletas, Watson, si queremos coger el tren de la tarde a Alverston. -Su rostro enjuto adquirió una expresión de gravedad-. Y le sugiero que lleve consigo su revólver de servicio.

Ya había pensado en hacerlo. Cuando a un miembro de la nobleza le disparan siete veces al volver de la posada a su casa, cualquier acto resulta posible, por horrendo que sea.

La posada La Sota del Rey estaba a poca distancia de la estación de tren de Alverston, justo en las afueras del pueblo. Era un edificio construido en la época de los Tudor, rematado por grandes chimeneas de piedra, una a cada extremo de su empinado tejado de pizarra.

Wilson Edgewick no estaba entre la media docena de parroquianos que se sentaban a las pequeñas mesas de madera. Un hombre grueso y de rostro rubicundo, con una delgada mata de cabello color jengibre peinada hacia atrás en su amplia cabeza, servía las bebidas, mientras una mujer rubia de aspecto frágil las llevaba a las mesas cojeando de una pierna.

Yo me encargué de conseguir unas habitaciones adecuadas mientras Holmes examinaba el lugar. En una mesa cercana se sentaba un joven con aire desconsolado, como si hubiera tomado demasiadas copas, En otra mesa había dos veteranos, uno con una bulbosa nariz roja y el otro de rostro afilado y gris, enzarzados en una partida de damas. Tres hombres de edad mediana, de los que trabajan la tierra, ocupaban una tercera mesa e interrumpieron su conversación al vemos.

– Vaya, o mucho me equivoco o usted debe ser el señor Holmes, el famoso detective -dijo el propietario de rubicundo rostro, cuyo nombre era Beech, con cierto tono de respeto mientras estudiaba el libro de registro que yo acababa de firmar. Vapores de alcohol flotaban en su aliento.

– He disfrutado de cierto éxito -admitió Holmes.

– Es usted igual a los dibujos del Daily Telegraph.

– Yo los encuentro muy poco halagadores.

Uno de los nublados ojos de Beech le lagrimeaba y se lo enjugó con el dorso de la mano mientras hablaba.

– No se necesita un detective para saber por qué está usted aquí.

– Muy cierto -repuso Holmes-. Un asunto trágico.

– ¡Eso desde luego! -Su rostro enrojeció más aún, y en su frente empezó a latir descontroladamente una vena. Un brillo de complicidad asomó a sus ojos. Sorbió por la nariz y volvió a secarse el ojo-. Lo oímos todo desde aquí, señor Holmes. Todos en la posada fuimos testigos del crimen.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Holmes muy interesado.

– Estábamos todos aquí anoche, igual que ahora, señor, cuando oímos a esa máquina infernal escupiendo muerte.

– ¿El fusil Gatling?

– Eso es lo que era. -Se inclinó hacia adelante, secándose las fuertes y anchas manos en el manchado delantal-. Fue como una especie de «rat-a-tat-tat-tat» -dijo, escupiendo al describir el repetitivo sonido de los disparos-. Ya habíamos oído disparar a esa máquina y reconocimos enseguida el ruido. En esa dirección. -Agitó una mano hacia el norte-. Al día siguiente, Ingraham Codder tomó el camino del norte para visitar a sir Clive en su mansión, y se encontró el espléndido carruaje de dos caballos que suele utilizar el señor para bajar al pueblo, pero sólo con un caballo sujeto a él. El otro caballo se había soltado de algún modo y estaba a su lado. Sir Clive estaba desplomado en el carruaje, muerto. Lleno de agujeros de bala, señor Holmes. Siete tenía.

– Eso tengo entendido. ¿Hay alguien más aquí que oyera ese «rat-a-tat-tat»?

– Holmes consiguió imitar el ruido de los disparos sin escupir.

– Nosotros tres -dijo uno de los granjeros de la mesa-. Fue tal y como lo ha descrito el señor Beech.

– ¿Y a qué hora fue eso? -preguntó Holmes.

– A las once y media en punto -dijo Beech-. Unos diez minutos después de que el pobre sir Clive se marchara de aquí.

Los parroquianos manifestaron su acuerdo en esto.

El joven que se sentaba solo levantó la cabeza para mirarnos, y me quedé sorprendido al comprobar que no estaba tan afectado por la bebida como su actitud me había hecho suponer. Sus ojos grises se vetan despejados en su enérgico rostro; era de mandíbula firme, con una nariz y unos pómulos enérgicos.

– Ya tienen entre rejas al asesino de sir Clive -dijo-. Al menos, eso dicen.

– Es Robby Smythe -interrumpió Beech-. Está obsesionado con los carros sin caballos. ¿Puede usted imaginar algo semejante?

– ¿Ah, sí? -dijo Holmes.

– Sí, señor. Tengo dos de ellos que estoy perfeccionando y pronto se podrán fabricar y vender en grandes cantidades, señor Holmes. Dentro de diez años, todo el mundo en Inglaterra conducirá uno.

– ¿Todo el mundo? ¡Qué va! -no pude evitar decir.

– Usted no, Watson. Apostaría a que usted no -comentó Holmes riéndose.

– Aquí, el joven Robby tiene especial interés en que se haga justicia -dijo Beech-. Está prometido a Phoebe, la hija menor de sir Clive.

– ¿Lo está todavía?-dijo Holmes-. Entonces, sin duda conocerá a los hermanos Edgewick.

Smythe asintió.

– Conozco a ambos, señor.

– ¿Y usted diría que Landen Edgewick es capaz de un acto así?

Smythe pareció buscar la respuesta en su interior.

– A decir verdad, supongo que en determinadas circunstancias todos somos capaces de matar a un hombre al que odiamos. Pero nadie tenía motivos para odiar a sir Clive. Era un hombre amable y bondadoso, pese a su severidad.

– El caso es que sólo los hermanos Edgewick tenían acceso al fusil Gatling, y además sabían manejarlo -dijo Beech-. Yo estoy con la ley en que el asesino es Landen Edgewick.

– Eso parece -admitió Holmes-. Pero, ¿por qué Landen Edgewick? ¿Dónde estaba su hermano Wilson?

Beech sonrió y volvió a secarse el ojo lloroso.

– En su habitación, al final de esas escaleras, señor Holmes. No pudo tener nada que ver con el asesinato de sir Clive. No tuvo ni el tiempo ni la oportunidad. Yo salí de detrás del mostrador y vi cómo salía de su cuarto justo después de oírse los disparos. Bajó a continuación y se tomó una cerveza de malta. Le dijimos que habíamos oído el fusil, pero se rió y dijo que eso era imposible, que estaba guardado en la casa de carruajes que su hermano y él habían alquilado cerca de la mansión de sir Clive. -Soltó una risotada y se llevó a las caderas sus rubicundos puños-. ¡Guardado, y un cuerno, señor Holmes!

– Muy bien, señor Beech-dijo Holmes-. Me recuerda a mi amigo, el inspector Lestrade de Scotland Yard.

Beech se dirigió con aire bastante complacido a la doncella para que nos condujera a sus mejores habitaciones.

Wilson Edgewick llegó poco después, pareciendo encantado de vemos. Si ello era posible, estaba más preocupado aún por el aprieto de su hermano. Había ido a ver a la prometida de Landen, Millicent Oldsbolt, la hija del hombre supuestamente asesinado por su hermano, y resultaba obvio que la reunión le había trastornado. En esas circunstancias no resultaba muy adecuado celebrar una boda.

Wilson nos explicó que Landen había llegado de Londres dos días antes que él y que fue quien contrató el alojamiento en la posada. Los hermanos habían declinado una invitación para quedarse en la mansión Oldsbolt ya que debían realizar unos últimos preparativos y unos ajustes técnicos de cara a la demostración del fusil Gatling ante sir Clive.

La noche del crimen, contada desde el punto de vista de Wilson, no difería mucho de la descrita por Beech y los parroquianos de la posada, aunque Wilson había estado en su habitación en el momento de los disparos y no los había oído.

– Al día siguiente, cuando se encontró el cuerpo de sir Clive, fui directamente a la casa de carruajes. El fusil Gatling estaba allí, montado en su carromato, y sin haber sido disparado desde la última prueba y limpieza.

– ¿Y le dijo eso a la policía? -preguntó Holmes.

– Lo hice, en cuanto se llevaron a Landen acusado del crimen. El jefe de policía Roberts repuso que había tenido tiempo suficiente para limpiarlo y volver furtivamente a su habitación tras haber disparado a sir Clive. Nadie vio a Landen hasta la mañana siguiente al asesinato, tiempo que él dijo haber pasado durmiendo.

Holmes caminaba lentamente a uno y otro lado, acariciándose la barbilla con la mano.

– ¿Qué vamos a hacer ahora, por el amor de Dios? -barbotó Wilson, incapaz de soportar el silencio.

Holmes se detuvo y le miró.

– Watson y yo desharemos las maletas. Después, usted nos llevará a examinar el escenario del crimen, y a hablar con la familia de la víctima.

El resto de la tarde lo pasamos recolectando retazos de información grandes y pequeños, que significarían poca cosa para cualquiera que no fuese Sherlock Holmes, pero que yo le he visto utilizarlos una y otra vez para echar el nudo corredizo alrededor del cuello de todos aquellos que habían obrado mal. Era un proceso laborioso pero invariablemente efectivo. Abandonamos el camino en dirección a la mansión de sir Clive, pero nuestra primera parada fue donde había sido asesinado.

– Fíjese en esto, Watson-dijo Holmes, saltando fuera del carruaje-. El sendero se inclina hacia abajo al tiempo que efectúa una curva, así que los caballos deben aminorar el paso. Y esa arboleda de ahí es un buen escondite. Es un lugar perfecto para una emboscada.

Tenía razón, claro, como siempre. Pero el resto del terreno que había alrededor del escenario del crimen era casi plano, y cualquier pistolero oculto debía correr el riesgo de que alguien de la vecindad le viera huir una vez cometido el crimen.

Bajé del carruaje y me paré en el camino mientras Holmes se alejaba a examinar la arboleda. Volvió caminando con lentitud, con los ojos clavados en el suelo, parándose una vez para agacharse y pasar sus dedos por la tierra.

– ¿Qué está buscando? -me susurró Wilson Edgewick.

– Si lo supiéramos, no tendría mucho significado para nosotros -le dije.

– ¿Se ha encontrado alguno de los cartuchos usados? -le preguntó Holmes a Edgewick, cuando llegó a nuestra altura. Estaba limpiándose con el pañuelo una mancha oscura de los dedos.

– No, señor Holmes.

– ¿Y los casquillos usados se quedan en la cartuchera de municiones del fusil Gatling en vez de salir expulsados al dispararse?

– Exacto. Las cartucheras se llenan después con nueva munición.

– Ya veo. -Holmes se agachó bruscamente-. Hola. ¿Qué tenemos aquí, Watson?

Retiró algo pequeño y blanco casi de debajo de mí bota. Me incliné para verlo mejor.

– Una pluma, Holmes. Sólo es una pluma blanca.

Él asintió, envolviendo con aire ausente la pluma en su pañuelo para luego guardársela en el bolsillo del chaleco.

– ¿Y aquí es donde se encontró el cuerpo? -dijo, señalando a la cerrada curva del camino.

– A unos treinta metros de aquí -dijo Edgewick-. La versión oficial es que los caballos siguieron trotando después de que sir Clive muriera y soltara las riendas.

– ¿Y qué hay del caballo que se encontró parado a un lado?

– Supongo que estaría mal enganchado y conseguiría soltarse -repuso encogiéndose de hombros-. Pasa a veces.

– Sí, lo sé -dijo Holmes.

Caminó un poco más por los alrededores, mirando al suelo. Edgewick me miró, impaciente por llegar a la casa. Levanté una mano para advertirle que no interrumpiera la meditación de Holmes. Una bandada de reyezuelos abandonó las copas de los árboles, retorciéndose con el viento como si formaran una sola forma oscura.

Tras examinar el escenario del crimen, nos dirigimos a la casa de carruajes para ver el fusil Gatling. Estaba fabricado con acero azul y olía a aceite. Era terriblemente hermoso.

– Esto no debería usarse en la guerra -me oí decir con voz sobrecogida.

– Es tan terrible que quizá acabe eliminando la guerra como posible alternativa y se convierta en un gran instrumento de paz. Es nuestra más ferviente esperanza.

– Un concepto interesante -dijo Holmes. Olfateó los abarrotados tambores y recámaras de la máquina infernal. A continuación, se limpió de los dedos algo de aceite que había recogido del arma, y sonrió-. Creo que aquí ya hemos visto bastante. ¿Podemos ir ya a la mansión?

– Vamos -dijo Edgewick. Parecía tan molesto como impaciente-. Da la impresión de que los progresos serán lentos, y no tan seguros.

– En absoluto -dijo Holmes, acompañándole hasta la puerta y esperando mientras echaba el candado-. Ya he establecido que su hermano es inocente.

Me oí tomar aire.

– ¡Pero, Holmes…!

– No voy a hacer ninguna revelación aún -dijo Holmes, agitando lánguidamente una mano-. Sólo quería aliviar la angustia que nuestro joven amigo siente por su hermano. La explicación todavía está desarrollándose.

Cuando llegamos a la casa fuimos recibidos por Eames, el mayordomo, un hombre enormemente alto pero cadavéricamente delgado, que nos condujo hasta el salón. La habitación ocupaba la mayor parte del ala oeste de la irregular casa cubierta de hiedra, y estaba forrada con paneles de roble y bien amueblada con sillas cómodas, una mesa de juegos, una alfombra persa y un ardiente fuego en una impresionante chimenea de piedra. Unas puertas de cristal se abrían a un amplio césped.

Wilson Edgewick nos presentó. La mujer delicadamente hermosa pero de ojos tristes sentada en la silla de cuero era Millicent, la prometida de Landen. Junto a la ventana había una muchacha pequeña y morena de agradable semblante: Phoebe Oldsbolt, hermana menor de Millicent e interés romántico de Robby Smythe. Robby Smythe estaba sentado cerca de la chimenea de piedra. De pie, muy erguido, junto a un aparador y bebiendo de una copa de vino tinto, estaba un hombre corpulento vestido de tweed que fue presentado como mayor Ardmont, de la Caballería de la Reina.

– Sir Clive era un oficial de caballería retirado, ¿verdad? -preguntó Holmes tras mostrar sus condolencias a las desconsoladas hijas del difunto.

– Sí que lo era -contestó Ardmont-. Conocí a sir Clive en Aldershot hace años, y servimos juntos en Afganistán. Naturalmente, fue cuando éramos mucho más jóvenes. Pero, ahora, al volver de la India retirado, me enteré de que sir Clive había sitio asesinado. Consideré que mi deber era venir aquí y prestar todo el apoyo que me fuese posible.

– Muy atento por su parte -dije yo.

– Tengo entendido que es usted militar, Watson -dijo Ardmont.

Tenía la piel bronceada y unos ojos de cazador de un azul purísimo que se clavaron en mí. Esa mirada me produjo un escalofrío, como si yo fuera su presa.

– Sí -respondí-. He visto algo de acción. Hice el servicio como médico.

– Bien -dijo Ardmont, apartando la mirada-, todos hacemos lo que podemos.

– ¡El doctor Watson y usted deben dejar la posada e instalarse aquí hasta que se resuelva este horrible asunto! -le dijo Millicent a Holmes.

¡Háganlo, por favor! -canturreó su hermana Phoebe. Sus voces eran parecidas, agudas y musicales.

– Me sentiría mucho mejor si estuvieran aquí -dijo Robby Smythe-. Darían protección a las damas. Yo me quedaría, pero eso difícilmente resultaría apropiado.

– Usted vive en la posada, ¿verdad? -preguntó Holmes.

– Sí, pero no sé lo que oyeron esos locos. Yo estaba en mi taller, trabajando en mi automóvil cuando tuvieron lugar los disparos.

Holmes miró al mayor Ardmont, que le devolvió la mirada con esos penetrantes ojos azules.

– Mayor, usted no parece tener edad como para haberse retirado del servicio.

No ha sido por la edad, señor Holmes. He sido licenciado por una vieja herida que me impide montar a caballo.

– Una lástima -dije.

– Tengo entendido que, la noche del crimen, Eames oyó a su padre discutir con Lauden Edgewick -dijo Holmes, mirando a Millicent.

– Es lo que dice Eames, señor Holmes, y estoy segura de que dice la verdad. Pero sé que, a pesar de sus diferencias, Landen nunca habría matado a mi padre… ¡ni a nadie!

Sus ojos bailaban de furia mientras hablaba. Una muchacha con nervio.

– No nos ha contestado, señor Holmes dijo Phoebe Oldsbolt-. ¿Aceptan usted y el doctor Watson nuestra hospitalidad?

– Son muy amables al ofrecerla, pero les aseguro que no será necesaria dijo Holmes, sonriendo y aparentando perderse por un momento en sus propios pensamientos. Entonces asintió, como si hubiera tomado una decisión sobre algo-. Quisiera hablar con Eames, y luego pasar unas horas en el pueblo.

Millicent parecía sorprendida.

– Por supuesto, señor Holmes. Pero insisto en que, por lo menos, el doctor Watson y usted cenen con nosotros esta noche.

Holmes asintió con una ligera reverencia.

– Es una comida que espero con placer, señorita Oldsbolt.

– Igual que yo -añadí, y seguí a Holmes hasta la puerta.

Afuera, Holmes me habló aparte mientras esperábamos a que nos trajeran un coche de caballos.

– Le sugiero que se quede, Watson. Y que se ocupe de que nadie salga de aquí.

– Pero nadie parece tener intención de marcharse, Holmes.

Miró un momento al cielo.

– ¿Ha visto algún ganso salvaje desde que llegamos aquí, Watson?

– Er… pues claro que no, Holmes. En octubre no hay gansos salvajes en esta parte de Inglaterra. Lo sé bien; he cazado en esta región.

– Precisamente, Watson.

– Holmes…

El cochero trajo el coche. Holmes hizo restallar el látigo y se fue. Me quedé mirando la cada vez más pequeña imagen del coche con la delgada y erecta figura del asiento. En el momento en que se perdieron entre la neblina del paisaje, me pareció ver a Holmes inclinándose hacia adelante, obligando a la yegua a ir más rápido.

Más tarde, cuando volvió, y estábamos vistiéndonos para bajar a cenar, le pregunté para qué había ido al pueblo.

– Para hablar con Annie -me dijo, estirando el enjuto cuello y abrochándose el botón superior.

– ¿Annie?

– La camarera de la posada La Sota del Rey, Watson.

– ¿Y sobre qué, Holmes?

– Sobre algo relacionado con sus deberes, Watson.

Una llamada sonó en la puerta, y Eames nos avisó de que la cena estaba lista. Supe que cualquier otra explicación debería esperar al momento en que Holmes decidiera divulgar los hechos del caso.

A la mesa del gran salón comedor estaban sentados los mismos que estaban en él la primera vez que llegamos. La habitación era de techo alto y resultaba algo lúgubre, con grandes ventanales que miraban a un jardín bien cuidado. En una pared colgaban retratos de varios Oldsbolts del pasado. Ninguno de ellos parecía especialmente feliz, quizá debido al triste negocio en que tanto tiempo llevaba metida la familia.

El carnero asado y los vegetales hervidos estaban soberbios, aunque la educada conversación de la cena resultó vulgar y comprensiblemente tensa.

Fue más tarde, en el salón de paredes de roble, mientras disfrutábamos de un oporto, cuando Millicent Oldsbolt dijo:

– ¿Ha hecho progresos en su viaje al pueblo, señor Holmes?

– Oh, sí dijo el mayor Ardmont -, ¿ha descubierto alguna pista sobre la identidad del asesino? Es lo que fue a buscar, ¿verdad?

– No exactamente -dijo Holmes-. Hace tiempo que sé quién mató realmente a sir Clive. Mi viaje al pueblo tuvo como objeto buscar una confirmación.

– ¡Santo Dios!-dijo Ardmont-. ¿Ya lo sabía?

– ¿Y encontró usted esa confirmación? -preguntó Robby Smythe, inclinándose hacia adelante en su silla.

– Así es -dijo Holmes-. Podemos decir que ya he reconstruido el crimen. El criminal esperó a sir Clive en una arboleda cercana, vio cómo se aproximaba su carruaje, y salió de su escondite para que sir Clive lo viera y se detuviera. Disparó contra sir Clive sin mediar aviso, vaciando la pistola para asegurarse de que su presa moría.

– El fusil Gatling, querrá decir -dijo el mayor Ardmont.

– En absoluto. Una pistola del ejército alemán. Para ser precisos, de las que tienen siete balas en el cargador.

– ¡Pero los disparos rápidos que se oyeron en la posada! -exclamó Robby Smythe.

– Enseguida llegaré a eso -dijo Holmes-. El asesino escapó a continuación, pero descubrió que no podría ir muy lejos. Tuvo que deshacer el camino recorriendo a pie toda una milla, coger uno de los caballos del carruaje de sir Clive y utilizarlo para alejarse de la escena del crimen.

Robby Smythe ladeó la cabeza curiosamente.

– ¿Y por qué iba Landen a…?

– Landen no -le interrumpió Holmes-. Otra persona. Cuando oyó a un hombre discutir con sir Clive esa tarde, Eames sólo supuso que era Landen. Landen estaba donde dijo estar en el momento del asesinato, durmiendo en su habitación en la taberna. No volvió a entrar luego por la ventana sin que nadie le viera, como se obstina en afirmar el jefe de policía.

– La teoría del jefe de policía concuerda con los hechos -dijo el mayor Ardmont.

– Pero yo estoy contándole los hechos -replicó Holmes socarronamente.

– Entonces, ¿qué disparos oyeron en la taberna? -preguntó Millicent.

– No oyeron disparos -dijo Holmes-. Oyeron las explosiones continuadas de un motor de combustión interna cuyo amortiguador de sonido había reventado. El conductor del carruaje sin caballos tuvo que pararlo de inmediato, si no quería despertar a todo el mundo en las cercanías, por lo que volvió a la escena del crimen e hizo que el caballo arrastrara el vehículo hasta donde quedase oculto. Luego soltó al animal, sabiendo que volvería al carruaje, o que no pararía hasta la casa.

– Pero, ¿quién…? -Phoebe Oldsbolt no consiguió acabar su pregunta.

Robby Smythe saltó de su silla como un tigre. Arrojó su vaso medio lleno de oporto contra Holmes, que se apartó ágilmente, y cruzó las puertas de cristal, corriendo hacia donde tenía aparcado su carruaje sin caballos, junto al ala oeste de la casa.

– ¡Rápido, Holmes!-grité, sacando mi revólver-. ¡Se escapa!

– No hay necesidad de apresurarse, Watson. Parece ser que las ruedas del señor Smythe son de tipo neumático. Antes de cenar tomé la precaución de soltarles el aire.

– ¿De tipo neumático? -dijo el mayor Ardmont.

– Llenas con una atmósfera bajo presión para que el vehículo pueda desplazarse sobre un colchón de aire, como usted bien sabe, mayor -dijo Holmes.

Enarboló el revólver y corrí hacia las ventanas de cristal. Pude oír pisadas detrás de mí, pero no delante. Recé para que Smythe no hubiera conseguido escapar.

Pero se encontraba forcejeando con una palanca en la parte frontal de un vehículo de aspecto extraño. Su motor renqueaba ahogado pero no conseguía transmitir energía. Cuando me vio, abandonó su carruaje sin caballos y echó a correr. Emprendí la caza y, al darme cuenta de que nunca podría alcanzar a un hombre más joven que yo y en buenas condiciones físicas, disparé al aire.

– ¡Alto, Smythe!

Se volvió y me miró.

– ¡Mostraré la misma piedad que usted tuvo con sir Clive! -grité.

Titubeó, se encogió de hombros, y caminó pesadamente de vuelta a la casa.

– Afortunadamente, el artefacto no arrancó -dije, mientras esperábamos en el salón a que Wilson Edgewick volviera con la policía.

– Tengo entendido que el carruaje sin caballos puede ser conducido con lentitud pese a tener las llantas deshinchadas, pero no si le falta esto -dijo Holmes, exhibiendo lo que parecía un cordón negro y rígido-. Creo que se llama cable del encendido. Preferí quitárselo como precaución añadida.

Todo el mundo parecía muy contento, a excepción de Robby Smythe y Phoebe. Smythe suplicaba con sus ojos a la hija del hombre que había matado, no recibiendo de ella ni tan siquiera una mirada caritativa.

– ¿Cómo ha podido descubrirlo? -preguntó Millicent.

Miraba maravillada a Holmes, con sus delicados rasgos iluminados ahora que volvía a tener su mundo parcialmente enderezado.

Holmes cruzó sus largos brazos y giró sobre los talones mientras yo apuntaba a Smythe con mi revólver.

– Esta tarde, cuando Watson y yo examinamos la escena del crimen, encontré una pluma cerca del terreno donde se descubrió el cuerpo. También descubrí en el camino una sustancia negra y pegajosa.

– ¡Aceite! -exclamé.

– Y mucho más espeso que el utilizado para engrasar el fusil Gatling, como me aseguré más tarde. Entonces estuve razonablemente seguro de que en el crimen se había utilizado un carruaje sin caballos, ya que el terreno había absorbido poco y el aceite era reciente. La máquina debía haber estado ahí recientemente. Cuando Smythe intentaba escapar tras disparar a sir Clive, el aparato amortiguador que debía silenciar el motor de la máquina se apagó, o reventó por la presión, y el tubo de escape de la combustión interna hizo un sonido semejante al rápido tableteo del fusil Gatling. Eso fue lo que indujo a los parroquianos de la posada a pensar que lo que oyeron en el momento del asesinato era el fusil Gatling. En esas condiciones, Smythe no podía conducir la máquina de vuelta a su establo, y no podía silenciarla, así que hizo que uno de los caballos de sir Clive la arrastrara de vuelta. Si la tierra no fuera tan dura, esto habría resultado muy obvio, puede que hasta para el jefe de policía Roberts.

– No es probable -comentó Millicent.

– Fue a Smythe a quien Eames oyó discutir con sir Clive -prosiguió Holmes-. Y el mayor Ardmont, que pertenece al ejército alemán, sabe por qué.

Ardmont asintió lacónicamente.

– ¿Cuándo se dio cuenta de que no pertenezco a su caballería? -preguntó.

– Supe que dijo la verdad en lo referente a pertenecer a la caballería y en lo de que sirvió en un clima soleado, pero la débil huella del casco y el barboquejo en su frente, y su cara quemada por el sol no se corresponde a la del casco de la caballería de la Reina. Sugieren una sombra proyectada por el casco del soldado de caballería alemán. Supongo que su color moreno lo obtuvo sirviendo a su patria en Africa, y no en la India.

– Excelente, señor Holmes -dijo Ardmont, con genuina admiración-. El señor Smythe intentaba convencer a sir Clive para que interesase al ejército británico en su máquina sin caballos, como medio de transporte para la tropa o la artillería. Con un viejo jinete como sir Clive, resultó ser una causa perdida. Smythe contactó con nosotros y me presentó a sir Clive. Le dijo a sir Clive que si los británicos no se interesaban por su máquina, tendría que negociar con nosotros. Y nosotros sí habríamos iniciado las negociaciones, señor Holmes. Los alemanes creemos que en la guerra hay un futuro para el motor de combustión interna.

Resoplé sonoramente, de forma parecida a un caballo. No me importó. La imagen de un millar de hombres enarbolando un sable, avanzando sobre hordas de chisporroteantes maquinitas, me parecía absurda.

– Me temo que sir Clive se dejó llevar por su temperamento -prosiguió Ardmont-. No sólo dio su negativa final a examinar siquiera la idea de la máquina de Smythe, sino que se opuso completamente a tener como yerno a alguien que pudiese negociar algo con nosotros. Posiblemente fuese eso lo que oyó el mayordomo y lo que le hizo pensar que sir Clive hablaba de Landen Edgewick y Millicent, en vez del señor Smythe y Phoebe.

– Entonces usted estaba con sir Clive y Smythe cuando discutieron -dije-, pero permitió que la policía creyese que fue Landen Edgewick quien había mantenido la discusión.

– Exacto -dijo el mayor Ardmont-, Que el señor Smythe escapase del verdugo otorgaría a Alemania la iniciativa sobre una nueva máquina bélica, ¿no cree?

– ¡Es despreciable! -escupí.

– ¿No habría hecho usted lo mismo por su país? -preguntó Ardmont, sonriendo como una calavera.

Preferí no responderle.

– ¿Y la pluma? -dije-. ¿Cuál era la importancia de la pluma, Holmes?

– Era una pluma de ganso -respondió-. De las que se utilizan en las almohadas. Lo sospeché en cuanto pensé que debía haberse empleado una para amortiguar el sonido de los disparos realizados contra sir Clive. Es lo que explica que no se oyeran en la posada.

– ¡Ah! Y entonces fue al pueblo a hablar con Annie…

– Para saber si últimamente había echado de menos alguna almohada en la posada. Y, efectivamente, se había perdido una, la del cuarto de Robby Smythe.

– Un trabajo impresionante, señor Holmes -dijo Ardmont-. Me marcho ya. -Se bebió el resto de su oporto y se movió en dirección a la puerta.

– ¡No deberíamos dejar que se vaya, Holmes!

– El bueno del mayor no ha cometido ningún crimen, Watson. Las leyes inglesas no le obligan a revelar nada si no se le hace una pregunta directa, y me temo que lo que sabía de la discusión no tenía una relación muy precisa con el crimen.

– Muy bien, señor Holmes -dijo Ardmont-. Debió ser usted abogado.

– Afortunadamente para usted, no lo soy -dijo Holmes-, o puede estar seguro de que encontraría alguna forma de verle colgado junto al señor Smythe. Buenas noches, mayor.

Dos días después, Wilson y Landen Edgewick aparecieron en nuestros aposentos de Baker Street para expresamos su agradecimiento con un abultado cheque, una invitación de boda, y fuertes apretones de manos. Dijeron dirigirse a Reading para hacer una demostración del fusil Gatling ante el personal de compras del ejército Británico.

– Les deseamos suerte -yo con un escalofrío premonitorio- y nos despedimos de ellos.

– Espero que nadie compre los derechos de su arma -dije.

– Espera usted en vano -me dijo Holmes, dejándose caer en su sillón y apretando pensativamente la pipa-. Me temo, Watson, que estamos viviendo al filo de una era de ciencia y mecanización que cambiará profundamente tanto la guerra como la paz. No pasará mucho tiempo sin que empecemos a experimentar con la misma base de la materia, y la dediquemos a nuestros fines egoístas. No podemos sentamos y dejar que eso suceda en el resto del mundo, Watson. Inglaterra debe continuar en la vanguardia de la fabricación de armas, para así descorazonar posibles ataques y conservar la paz mediante la fuerza. Muchas armas más como el fusil Gatling, y quizá la guerra se vuelva algo insostenible, convirtiéndose en algo perteneciente a la historia. Créame, viejo amigo, ésta puede llegar a ser una fuerza para la tranquilidad entre las naciones.

Quizá Holmes esté en lo cierto, como suele estarlo de forma casi invariable, pero esa noche, mientras estaba en la cama, a punto de dormirme, nunca me pareció más reconfortante la suave luz de gas y el ruido de cascos de caballos en el empedrado de Baker Street.

EL ÚLTIMO BRINDIS – Stuart M. Kaminsky

Aquella noche Holmes no era el mismo.

Irrumpió por la puerta de nuestras habitaciones en el 221B de Baker Street, del London West, poco antes del amanecer de un día de diario del invierno de 189… Se sentó ante mí sin quitarse el abrigo, en una silla de madera de respaldo recto, y miró a su alrededor como si viera la habitación por primera vez. Debo confesar que me había adormilado en mi butaca leyendo un artículo de The Lancet sobre el tratamiento de las infecciones en heridas de sable. No es que el artículo no consiguiera mantener mi interés, es que había empezado a meditar sobre su contenido mucho después del momento en que habría podido hacer acopio de las fuerzas necesarias para levantarme e ir a acostarme. Recuerdo haberme dicho que me limitaría a cerrar los ojos un momento y que después, más descansado, despertaría para disponerme a pasar una confortable noche de sueño.

Cuando Holmes entró por la puerta, mis ojos se abrieron de pronto y experimenté un momento de confusión.

– Holmes -dije agachándome para recoger el The Lancet del suelo-, le hacía camino de Glasgow, le creía allí a estas horas.

Holmes se sentó en las sombras provocadas por los últimos rescoldos del fuego, que reavivé con el artículo causante de mi trastorno. Juntó las yemas de los dedos ante mi rostro y me miró de una forma que encontré irritante. En la penumbra, su voz sonaba un poco demasiado estudiada, sus rasgos parecían un poco demasiado agudos, como tensados por algún titiritero divino. Mi cara o mis gestos debieron traicionarme.

– ¿Qué sucede, John?-me dijo Holmes-. Parece como si hubiera visto…

– Nada, Holmes. Ha sido una pesadilla. La sorpresa al verle, nada más.

Holmes se levantó bruscamente, se quitó el abrigo y lo dejó caer en la silla.

– Un buen cigarro, John. ¿Qué tal si fumamos en la oscuridad mientras le cuento La singular aventura que empezó esta mañana?

– Bueno… bien -concedí mientras Holmes se acercaba al humidificador.

Estaba en la repisa de la chimenea junto a la correspondencia sin contestar, clavada con una navaja a la madera oscura. Abrió el humidificador y tamborileó con los dedos en la caja vacía.

– Parece que deberemos olvidar el placer del tabaco -dijo cansadamente.

– Una lástima -repuse con un bostezo-. Pero nunca ha dependido mucho de los habanos. Yo le ofrecería un cigarrillo, pero como no le…

– Cierto -asintió volviendo a su sillón, mientras yo me levantaba con cierta languidez-. Quisiera contarle lo principal de mi desventura. Ya sabe que recibí una carta pidiéndome que fuera de inmediato a Glasgow, y que con la carta…

– …había un billete para el tren de la mañana y una suma en metálico -dije, revolviendo por toda la habitación en busca de algo que necesitaba enseñarle con urgencia.

– Setenta libras -dijo-. Una suma algo extraña. Pero la carta era urgente.

– Y el problema que presentaba, bastante intrigante -añadí, encontrando en un cajón cerca de la ventana lo que buscaba.

– Bastante -concedió observando mis movimientos-. Parece algo nervioso, John. ¿Quiere que le prepare un té antes de proseguir? Esto bien puede convertirse en uno de sus más interesantes relatos sobre mis hazañas.

– Lo siento, Holmes -dije volviendo a mi silla con las manos metidas en los bolsillos de mi batín púrpura de Randipur-. Lo siento, pero no ha sobrado nada de la cena, para que usted pueda comer algo. No sabía que volvería. En el aparador queda media docena de huevos, pero sé cómo le desagradan…

Una mirada de claro disgusto acudió a sus afilados rasgos, como si hubiera olido algo asqueroso.

– Puedo pasar sin los residuos de ave de corral -dijo-. ¿Le cuento o no el caso? Debo decir, John, que le noto extrañamente preocupado y yo le suponía ansioso por escuchar este intrincado asunto.

– No tiene ni idea de lo intrigado que estoy por saber cuál ha sido su paradero durante todo el día de hoy -dije sentándome-. Pero quizá deba hacerle antes una pregunta que considero de la mayor importancia.

– Pregunte, mi querido amigo -dijo peinándose hacia atrás el pelo con la palma de la mano.

Me levanté, saqué mi pistola Webley del bolsillo y la apunté directamente a su pecho.

– ¿Quién es usted? -pregunté.

Su rostro estaba iluminado desde abajo por los últimos rescoldos del fuego. El último pedazo de carbón crepitó una y otra vez, pero no aparté la mirada ni titubeé. Esperaba estar mirándole de manera tan ultraterrena como él a mí.

– ¿Que quién soy…? Santo Dios, John, cuánto ha debido beber hoy. Soy Sherlock.

– Sherlock Holmes no se llamaría Sherlock a sí mismo -dije con seguridad-. Sherlock Holmes nunca me llama John. Sherlock Holmes sabe muy bien que los cigarros no se guardan en el humidificador, sino en el cubo del carbón. A Sherlock Holmes le apasionan los huevos. Sherlock Holmes no rechazaría cigarrillos cuando está metido en un caso. De hecho, aceptaría cualquier clase de tabaco.

– Continúe, se lo ruego -dijo el hombre, mirando atentamente mi arma y volviendo a la silla donde había dejado el abrigo.

– Hay poca luz, pero su nariz es un poco demasiado afilada, su cabello un poco demasiado oscuro, sus mejillas una pizca demasiado llenas y hay algo…

– En la forma que hablo y ando -dijo.

– Eso también -concedí echándome hacia atrás-. Tiene usted una semejanza diabólica, lo admito, pero conozco demasiado bien a Holmes y su impostura no me ha engañado. Ahora, dígame lo que ha sido del auténtico Holmes o dispararé contra usted sin dudarlo.

Esperaba muchas cosas; una mentira, una confesión, una advertencia, pero no que hiciese lo que hizo a continuación: se rió. Con una risa profunda, natural. Sus manos dieron un aplauso.

– Se le han escapado varias cosas, Watson -dijo-. Por ejemplo, la mayoría de la gente camina inclinando la cabeza a uno u otro lado dependiendo de la mano que favorezcan en el uso. Es algo casi imperceptible, salvo en los ancianos. Es algo que vemos en los demás, sin damos cuenta de que también está en nosotros. Me he preocupado de fijarme en esas cosas y de ser consciente de ellas. Lo que los demás llaman despreocupadamente instinto, yo sé que es observación inconsciente. Así, aunque no se haya dado cuenta consciente de ello, sabe que yo camino sin inclinar la cabeza en ninguna dirección. Por cierto, es esa inclinación la que hace que los hombres so pierdan en el desierto y caminen en círculo. El diámetro del círculo de un hombre que camina sin rumbo, debería bastar para saber cuál es su edad y altura aproximada, a partir de sus huellas en un desierto o un páramo. Desde luego, yo podría decir si es zurdo o diestro. El general Kitchener…

– Tonterías-dije levantando mi arma-. No conseguirá nada con esas tonterías. ¿Dónde está Holmes?

– También me he puesto alzas en los zapatos para conseguir un cuarto de pulgada sobre mi estatura normal -continuó diciendo, mientras iba hasta la zapatilla persa de la mesa y llenaba la pipa que había sacado del bolsillo con el tabaco que había en su interior-. El arma que sostiene es un modelo 442 de 1872, con un cargador de 2 1/2 pulgadas. No tiene varilla eyectora. Los cartuchos usados se quitan extrayendo el cargador entero; un sistema bastante engorroso que vuelve rutinario el disparar y limpiar el arma. No le agrada la pesadez de limpiar un arma así y, como bien sé, no la ha disparado nunca, y posiblemente ahora mismo ni siquiera esté seguro de que haya un cartucho utilizado en cada recámara. ¿Está satisfecho, Watson?

– En lo más mínimo -dije-. Pero estoy impaciente y preocupado por Holmes.

– Entonces deje que termine con sus últimos temores, amigo mío -dijo y, con esto, se quitó algo del puente de la nariz, se sacó dos pequeñas bolas de la boca, se limpió la cara con un pañuelo que cogió de un bolsillo de su abrigo y se sentó para encender su pipa.

– ¡Holmes!-exclamé-. ¿Qué es todo esto? ¿A qué viene esta extraña charada?

– Aparte el arma, eche unos cuantos carbones al fuego y sirva un poco de té -dijo tranquilamente-. Entonces me explicaré.

Holmes, pues ahora sabía que era Holmes, empezó a sacarse del bolsillo del chaleco un papel cuidadosamente doblado, mientras yo echaba los carbones. Cuando me aparté del fuego, que de pronto crepitó volviendo a la vida, me limpié las manos en el trapo que teníamos junto a la repisa de la chimenea y cogí el papel de su alargada mano.

Un recorte de prensa -dije abriéndolo de espaldas al fuego para poder leerlo a las resucitadas llamas. Me había movido para encender la lámpara de gas, pero Holmes me detuvo.

Holmes aspiró de su pipa y asintió antes do hablar.

– Es un anuncio del The Thespian Chronicle -explicó mirando al fuego en vez de a mí-. ¿Está familiarizado con esa publicación, Watson?

– No puedo decir que lo esté -dije, mientras intentaba leer las pequeñas letras.

– Es una publicación mensual. Cuatro hojas dedicadas principalmente a anuncios para profesionales del teatro, actuaciones musicales, actores en gira, tramoyistas y similares -dijo-. Este anuncio podría habérseme escapado, aunque suelo examinar ocasionalmente la publicación, de no ser por uno de los irregulares de Baker Street, un muchacho bastante despierto llamado Chaplin, cuyos padres se dedican al teatro. El pequeño Charlie tiene buen ojo. Lee lo que se dirige a mi persona.

El anuncio era muy sencillo:

«Se busca, para trabajo de una mañana. Paga excelente. Actor discreto que pueda suplantar a un conocido consultor de Londres. Los aspirantes deberán medir algo más de seis pies, ser delgados, tener ojos penetrantes y una estrecha nariz de halcón. La barbilla deberá ser prominente y cuadrada, que marca al hombre decidido. Presentarse en el 13 de Bellowdnes Road, a las 7 en punto de la mañana del lunes.»

Cuando alcé la vista, Holmes daba una bocanada a su pipa y contemplaba el fuego.

– ¿Y bien? -dije devolviéndole el recorte, que él cogió y devolvió a su bolsillo sin desviar la mirada.

– ¿Qué conclusiones saca del anuncio, Watson?

– ¿Qué conclusiones? Que alguien quiere un actor para montar alguna clase de mascarada, y que supongo que usted quiere que diga que el actor solicitado debe parecérsele.

– Watson, esta descripción está directamente sacada de su primer relato publicado contando mis andanzas. Quienquiera que escribiese esto esperaba que quienes lo contestasen supieran que iban a ser contratados para representar a Sherlock Holmes. El hecho de que mi nombre no se mencione, que la paga sea elevada y que sea un solo trabajo, sugiere…

– …un posible propósito perverso -concluí-. Pero también puede ser para algún tipo de broma, e incluso para una promoción en algún lugar público. Puede ser para muchas cosas.

Puede ser para muchas cosas -concedió Holmes-. Pero si combinamos el anuncio con la carta pidiéndome que acuda con urgencia a un caso en Glasgow, un caso que me habría llevado lejos de Londres*en el momento en que se elegiría mi doble, y durante lodo el día siguiente, cuando, supongo, debían utilizarlo, nos encontraremos con una situación muy prometedora entre manos.

– Prometedora, sí -concedí sentándome en mi butaca para mirarle-. Pero, ¿prometedora de qué?

– Es lo que decidí descubrir-dijo Holmes con el rostro tapado por una bocanada de humo gris claro-. Le dije a usted y a la señora Hudson que me iba a Glasgow. Incluso fui a la estación, subí al tren y viajé hasta la primera parada, por si acaso estaban vigilándome. Entonces, volví a toda prisa para presentarme a la audición para el papel de Sherlock Holmes. Debería añadir que fue el engaño más difícil de mi carrera. He sido muchas cosas, un camarero borracho, un anciano italiano, un clérigo ingenuo, pero ser yo mismo ha sido el desafío definitivo.

– No veo por qué dije-. Simplemente tenía que…

– No hay nada simple en ello -me interrumpió-. Debía suponer que quien quiera que hubiese puesto el anuncio conocería el aspecto que tiene Sherlock Holmes. Probablemente incluso me habría visto, me habría examinado de cerca. Así que debía parecerme a mí, pero sin ser yo mismo. Imagine por un momento, Watson, que debe disfrazarse de John Watson, doctor en medicina. ¿Qué alteraría? ¿Es usted consciente de su forma de caminar? ¿De cómo inclina la cabeza a la derecha cuando está desconcertado, tal y como hace ahora?

Enderecé la cabeza y asentí, dándome cuenta del problema que me planteaba.

– ¿Puede usted alterar su habla ligeramente, pero no demasiado? ¿Y cómo lo alteraría sin dejar de parecerse a usted?

– Encuentro todo esto muy confuso, Holmes -admití-. ¿Por qué no se limitó a ir a esa dirección y enfrentarse a quienquiera que estuviera ahí? Yo le habría acompañado con gusto.

– Y no habríamos descubierto nada-suspiró-. Casi seguro que, cuando hubiéramos cruzado la puerta del inmueble, quienquiera que estuviese ahí tendría una historia preparada que le sirviera de tapadera, quizá muy estúpida, pero no se habría infringido ninguna ley. No, si debía descubrir lo que significaba esto debía interpretar ese papel. Además, las insinuaciones de ilegalidad del anuncio, el hecho de no mencionar mi nombre, y el que se hubieran llevado a cabo esos preparativos para alejarme de Londres, me convencieron de que se preparaba algún delito.

– Así que se puso el disfraz -dije.

– Eso hice -convino Holmes.

– Llegué a Bellowdnes Road justo antes de las siete -continuó Holmes, mirando al luego como si volviera a ver los sucesos de la mañana-. Había dos aspirantes más al papel. El primero resultaba obviamente inadecuado, siendo demasiado alto y no sólo delgado sino tuberculoso. A juzgar por su tos y su abrigo raído, era el más necesitado de empleo de los tres. El otro aspirante se acercaba más a los requisitos, ya que estaba mejor vestido y era de mi altura, pero su nariz nunca valdría…, era demasiado chata, obvia consecuencia de varios años de pugilato profesional. Pateamos el suelo en la fría mañana hasta que se abrió la puerta y una mujer nos hizo pasar, mientras se tapaba el rostro con un mantón, como si padeciera un resfriado.

– Y no era así -dije yo.

– Decididamente no -convino Holmes-. Nos condujo a un austero vestíbulo donde había un hombre sentado tras una mesa. El hombre y la mujer, que nunca se identificaron, nos hicieron preguntas, nos hicieron caminar, despidieron al enflaquecido actor tras darle un soberano por sus molestias, y nos interrogaron bastante minuciosamente al antiguo púgil y a mí. Por unos instantes pareció dentro de lo posible que no me dieran el papel de Sherlock Holmes. El otro hombre era bastante bueno, y yo debía tener cuidado de no traicionarme.

– ¿Qué acabó haciendo que le dieran el papel? -pregunté, asumiendo que Holmes acabó consiguiéndolo.

– Mi poco disimulado interés en hacer lo que hiciera falta, fuese legal o no. Cuando nos preguntaron por nuestro pasado, el púgil pasó a contar sus méritos de buen ciudadano. Yo, en cambio, insinué algún encontronazo con la ley del que prefería no hablar.

– Así que consiguió el papel -dije urgiéndole a continuar.

– Digamos que probé ser el actor más apropiado para el papel -dijo, e hizo una pausa para mirar la cazoleta de su pipa. Afuera, el clop-clop de un coche de caballos a cierta distancia puntuó nuestro silencio.

– Muy bien, Holmes, por el amor de Dios, ¿qué querían de usted, o del intérprete de Sherlock Holmes? -pregunté finalmente. Mi irritación tenía varias causas: la tensión del momento, la tardía hora, un puntazo invernal en mi herida de guerra de la pierna. Arrojé al fuego los restos de mi cigarro, y las anaranjadas llamas lo recogieron.

– Déjeme prepararle algo de té, Watson. Esta noche parece especialmente nervioso -comentó Holmes empezando a levantarse, pero yo le hice un gesto para que volviera a sentarse.

– Limítese a contarme lo que sucedió, y a continuación me iré a la cama.

– A la cama -dijo mirando primero en mi dirección y luego a la ventana, por la que se aproximaba el sonido del coche de caballos-. Me temo que no. Creo que necesitaré su competente ayuda antes de que den las siete. Responderé a su pregunta diciéndole que, cuando el otro actor se marchó, fui interrogado más a fondo sobre mi buena voluntad a la hora de acometer acciones menos que legales, para luego informarme que debía vestirme como Holmes con la ropa que ellos me proporcionarían. Estas mismas que ahora llevo puestas.

– Parecen las que lleva normalmente -admití.

– Esta mañana debía ir a la prisión de Dartmoor, justo antes de las siete, y entregar al preso Malcom Bell un pequeño frasco que llevaría escondido en el dobladillo de mi abrigo. El hombre y la mujer dijeron que, haciéndome pasar por Holmes, los guardias me dejarían entrar a ver a Bell y que Bell estaría esperándome.

– Pero usted es responsable de que Bell esté en Dartmoor y espere a ser ejecutado -dije.

– Justamente. El plan es brillante. ¿Quién mejor para entregar algo a un condenado que la persona que lo puso entre rejas?

– Bell juró matarle -le recordé.

– Sí -acordó Holmes-. Tengo un hambre diabólica. Creo que quedaba algo que sobró de…

Me levanté y fui rápidamente al aparador, donde tenía unos panecillos y una pequeña porción de queso cubiertos por una tela blanca. Llevé la pequeña bandeja a Holmes, que dejó a un lado la pipa y empezó a comer. Continuó hablando entre bocado y bocado.

– La pareja me dijo que mi visita a Bell sería un acto de piedad. Bell sería ahorcado públicamente el miércoles por la mañana, y un hombre con su ego…

– Responsable de la muerte de seis personas -añadí.

– …preferiría frustrar al verdugo -prosiguió Holmes-. Dijeron que el frasco contenía un potente veneno insípido, que sería bienvenido por Bell. Mi paga sería de veinticinco libras en ese momento, y veinticinco más al completar el trabajo. El último pago se realizaría en la misma dirección donde tuvo lugar la audición.

– Ya veo -dije.

– ¿De verdad, Watson? Es capital. A mí me llevó un tiempo verlo.

Al decir esto, Holmes se llevó a la boca un trozo de queso e hizo aparecer mágicamente un pequeño frasco que sostuvo entre los dedos pulgar y medio. A la luz de las bailoteantes llamas, el frasco parecía especialmente amenazador, como si el líquido ambarino de su interior tuviera virulenta vida. Holmes me miró un momento y quitó el corcho del pequeño recipiente de vidrio. Antes de que yo pudiera reaccionar, se llevó el frasco a los labios y bebió su contenido.

Me quedé con la boca abierta y me levanté de la silla.

– ¿Qué clase de locura es ésta, Holmes?

Mi amigo me sonrió, devolvió el corcho a su sitio y me entregó el frasco.

– Watson, hágame el favor de rellenar este frasco con clarete. Quizá todavía nos haga algún servicio.

– Debo decir, Holmes, que ha sido una broma de mal gusto -dije cogiendo el frasco-. Resulta obvio que vació el contenido original y lo reemplazó con algún líquido inofensivo para montar esta escena teatral.

Miré al frasco y a mi amigo, con una expresión que esperaba que fuese el férreo desprecio de un familiar herido en su amor propio.

– No, Watson, se lo aseguro. El líquido que acabo de tragar es el mismo que me entregaron esta mañana ese hombre y esa mujer. Confieso que anteriormente abrí el I rasco para oler y saborear su contenido. Era clarete con algo más de una pizca de quinina.

Fue entonces cuando me di cuenta de que la habitación estaba cada vez más iluminada. El sol estaba saliendo. Caminé, frasco en mano, hasta la mesa que había imito a la ventana, donde reposaba una garrafa de clarete junto a otra garrafa idéntica que contenía jerez.

– ¿Le contrataron por cincuenta libras para entregar una bebida inofensiva a un condenado? -pregunté, mientras llenaba cuidadosamente el frasco.

– No, el coste total asciende a casi un centenar de libras, incluyendo el billete de tren a Glasgow y el anticipo por el misterio que se suponía debía resolver allí.

– Para entregar…

– …a Sherlock Holmes a un hombre que ha jurado matarlo -dijo-. Malcom Bell me ha estudiado bien. Utilizó a sus dos cómplices para atraerme al desafío de hacerme pasar por mí mismo. Sabía que no podría resistirme a ello. Habría vuelto aquí mucho antes, pero busqué primero al chico, a Chaplin, quien admitió prontamente que, aunque me había reconocido en la descripción del anuncio, el recorte llegó a sus manos mediante un actor alto y delgado, con una nariz chata, que comentó en su presencia su intención de presentarse a la audición.

– El hombre que estuvo a punto de conseguir el papel, el púgil -exclamé-. |Qué coincidencia tan extraordinaria!

– ¿Coincidencia? Difícilmente. Charles Chaplin fue elegido para presentarme el cebo. No tengo ninguna duda de que el púgil le siguió hasta nuestras habitaciones para asegurarse de que me entregaba la publicación. De no haberlo hecho, seguramente habrían buscado otro medio, quizá menos sutil, de llamar mi atención sobre el anuncio. Recuerde, Watson, que Bell no ha tenido otra cosa que hacer durante las tres últimas semanas, mientras esperaba a ser ejecutado, salvo planear su venganza. Ahora, ¿puedo sugerirle que cargue su Webley y venga conmigo?

– ¿A Dartmoor? -dije moviéndome para buscar la pistola.

– A Bellowdnes Road -me corrigió-. En cuanto nos ocupemos del caballero alto que debe acechar en alguna parte de la calle para asegurarse de que voy a Dartmoor y que la función sigue su curso.

Menos de quince minutos después, Holmes salía a la calle y se encaminaba a la esquina. Yo le vigilaba desde la ventana a la creciente luz. Holmes iba abrigado para afrontar la fría mañana. Cuando dobló la esquina, una figura salió de un pasaje y se movió en su dirección. Corrí hasta la puerta y bajé a la calle para seguirlo. Recorrimos las calles, formando un extraño trío jugando a seguir al jefe, con Holmes delante. Había poca gente en las calles, encontrándonos sólo con los que acudían a sus trabajos de primera hora de la mañana y con un puñado de repartidores. Por la empedrada calle bajaba el carro de un transportista, llevando carbón, en el momento que Holmes giraba bruscamente en una dirección que, claramente, no le llevaría a Dartmoor. El hombre alto apresuró el paso e hizo lo mismo. Holmes se metió en un callejón cerca de Old Surrey Lane. El hombre que le seguía se esforzó en alcanzarle. Conseguí llegar a la entrada del oscuro callejón sin salida a tiempo de ver cómo Holmes daba media vuelta para enfrentarse al hombre que parecía tenerle atrapado.

– ¿Qué juego es éste? -dijo el hombre con voz que parecía ronca y seca. Avanzó hacia Holmes con gesto amenazador, con la mano derecha muy metida en el bolsillo de su abrigo.

– Atrapar al criminal -respondió Holmes, con piernas separadas y manos en los costados.

El hombre alto rió y continuó avanzando hacia mi amigo. Su mano derecha sacó algo que parecían dos barras de metal.

– Bell se sentirá decepcionado -dijo el hombre-. Quería matarle en persona.

Entré en el callejón y alcé mi Webley, apuntando a la espalda del hombre, que ahora estaba a no más de cuatro pasos de Holmes. Era varias pulgadas más alto que Holmes, también más corpulento, y, además de su experiencia como boxeador, tenía en cada mano lo que podían llegar a ser armas mortíferas. Estaba dispuesto a disparar en cuanto el hombre diera otro paso, pese a la advertencia que me hizo Holmes antes de salir, de que debía actuar con calma. Pero, antes de que pudiera dar ese paso, o de que yo apretara el gatillo, Holmes se lanzó hacia adelante, inclinándose hacia la derecha y propinó dos puñetazos en el cuerpo del hombre, seguidos de sendos directos con la izquierda y la derecha a la cara. Las barras de metal empuñadas por las nudosas manos del hombre resonaron en el empedrado del callejón, mientras éste caía en posición sentada y volvía el rostro en mi dirección con una mirada de completo asombro.

Holmes levantó al sorprendido hombre, lo puso en pie, y sacó unas esposas, que cerró en sus muñecas.

– Una acción muy peligrosa -dije apartando el arma mientras caminaba hacia ellos-. Ya había presenciado antes su habilidad pugilística, pero tuvo suerte de que…

– ¿Suerte, Watson?-dijo dando media vuelta al púgil y empujándolo hacia la salida de la calle-. ¿Cuándo me ha visto usted confiaren la suerte? La derecha de este hombre está muy maltratada, mientras que su izquierda está casi normal, lo cual hace evidente el hecho de que prefiere boxear con la derecha y que, desde luego, golpearía primero con ella. Por tanto, yo me moví a su izquierda. Como puede ver, le han roto varias veces la nariz, lo cual me dijo que no sería especialmente vulnerable a un directo en ella. Por tanto, cuando me moví a su izquierda, le golpeé el riñón y luego el plexo solar, allí donde los pulmones almacenan la mayor parte del aire. Ya estaba indefenso cuando le propiné los siguientes dos golpes a los nervios de la mejilla y el cuello.

– Discúlpeme, Holmes -dije, con algo de sarcasmo, mientras volvíamos a la calle y empezábamos a buscar un policía-. Nunca debí pensar que podría llegar a necesitar mi ayuda.

– Todo lo contrario, Watson. Me quedaba por saber cuál era el arma que llevaba consigo, si es que llevaba alguna. De habernos tenido que enfrentar a armas de fuego, habría agradecido que le disparase certeramente entre los hombros. Soy un observador de la naturaleza humana, un aficionado al campo de la anatomía humana y un detective consultor, pero, desde luego, no soy un inconsciente.

Encontrar un policía y explicarle la situación resultó ser algo más difícil de lo que le habría gustado a Holmes, pero por fin encontramos uno, un viejo amigo a punto de jubilarse que reconoció a Holmes y que se alegró de poder serle útil. Estuvimos ante el edificio de Bellowdnes Road menos de una hora después de dejar el 221B. Holmes parecía animado y despejado pese a no haber dormido en las últimas veinticuatro horas.

– ¿No se habrán ido? -pregunté mientras llegaba a la puerta.

– ¿Por qué iban a hacerlo? No tengo que estar en Dartmoor hasta las siete. Creen haberme engañado y esperarán a recibir la confirmación de mi muerte a manos de Malcom Bell, que debería traerles el caballero que acabamos de entregar a la policía. 1'enga el arma preparada, Watson. El final de este singular caso está próximo.

Probó el tirador de la puerta y, al no poder abrirla, llamó con fuerza. La puerta se abrió casi de inmediato y Holmes entró al interior, empujándola aún más para descubrir a una corpulenta mujer morena vestida de negro.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó ella con indignación.

– Devolver esto -dijo enseñando el frasco.

– Esto no es… -empezó a decir, pero fue interrumpida por una voz de hombre que surgió de las sombras del interior.

– Basta, Rose -dijo el hombre-. Lo sabe.

– Haga el favor de salir a la luz -dije con aplomo, apuntando con mi Webley a la oscuridad e intentando aparentar que podía verlo claramente. Afortunadamente, cojeó hasta la polvorienta penumbra del pequeño umbral.

– Supongo que son parientes de Malcom Bell -dijo Holmes.

– Yo soy su hermana Rose y éste es mi esposo Nicholas -dijo la mujer.

Entonces, de pronto, empezó a derrumbarse y el hombre avanzó para servirle de apoyo.

– Me temo que Malcom Bell va a sufrir una última decepción -dijo Holmes.

Una fría ráfaga de aire me azotó el cuello y seguí a Holmes al interior de la casa, cerrando la puerta con el hombro, sin dejar de apuntar con la pistola.

– No crea-dijo el hombre, llevando a su ahora sollozante esposa hasta una tosca silla de madera-. Rose no llora porque nos haya descubierto. Malcom pensó que usted podría resultar demasiado listo. Ya tenía en su celda un frasco con veneno auténtico, y si usted aparecía por ella, pensaba cambiar los frascos, tanto si podía matarle como si no.

– Para así poder ser acusado de haber introducido el veneno -dijo Holmes-. Malcom Bell habría obtenido el mérito de haberme vencido, tanto si yo sobrevivía como si no. ¿Y si yo no me presentaba?

– Si usted no se presentaba antes de las siete, Malcom, a esa hora en punto, sacaría el frasco de su escondite y lo bebería brindando por usted y por el verdugo. Quizá no pudiera obtener su venganza, pero habría evitado la horca y la justicia de usted.

– Rápido, Watson -dijo Holmes-. La hora.

– Faltan segundos para las siete -dije sacando mi reloj del bolsillo-. No veo que podemos…

– Avíseme cuando sean las siete en punto -repuso Holmes, sacando de su bolsillo el frasco con clarete.

El hombre, la desfallecida mujer y yo, intercambiamos una desconcertada mirada, pero unos diez segundos después dije:

– Están dando las siete.

Holmes alzó el frasco.

– Por un enemigo formidable al que me complace y entristece perder.

Y se bebió el líquido ambarino hasta la última gota.

LA HABITACIÓN FANTASMA – Gary Alan Ruse

El brillante fogonazo del relámpago, seguido a continuación por el seco chasquido del trueno, tuvo lugar cerca, alarmantemente cerca, de las ventanas de nuestro piso en Baker Street, iluminando cortantemente la habitación y haciendo que me sobresaltara. Mi amigo Sherlock Holmes notó mi turbación y dejó que un asomo de sonrisa irrumpiera brevemente en su solemne faz. A continuación, volvió a centrar su atención, engañosamente casual, en el presunto cliente sentado ante nosotros.

Era media mañana de un triste y gris día de primavera, y una lluvia miserable caía en el exterior pareciendo envolver en su húmeda mortaja a todo Londres, quizá a toda Inglaterra. Nuestras lámparas de gas estaban encendidas y un pequeño y alegre fuego ayudaba a disipar la penumbra además de la humedad reinante. Y su cálido brillo resultaba muy favorecedor a nuestra visitante, una joven a quien yo calculé veintitantos años. Era hermosa de una forma serena, y sus modales eran cordiales y femeninos, pese a su postura decorosa y ceñudo semblante. Holmes parecía intrigado por ella, sus ojos avisados la estudiaban con curiosidad analítica, y, también, con lo que me parecía anticipación. Yo no dudaba que esperaba reencontrar la excitación de un caso tras pasar varias semanas de aburrimiento. Pero, ¿qué horribles eventos o actos miserables podían acechar a una joven tan corriente y agradable?

– Le ruego que continúe -le dijo Holmes-. Iba a decimos lo que la trae aquí con un tiempo tan espantoso. Watson, quizá a la señora le gustaría una taza de té.

– Sí, gracias -replicó ella cuando yo me levanté y crucé hasta la mesa donde esperaba una humeante tetera en la bandeja de la señora Hudson.

La joven asintió agradecida al aceptar la taza y le dio un sorbo. Después, pareció prepararse mentalmente para lo que iba a decir.

– Ha sido muy amable aceptando verme, señor Holmes, habiéndole avisado con un poco tiempo.

– En absoluto. Ha venido en buen momento.

– Empezaré diciéndoles que me llamo Grace Farrington, y que necesito su consejo con urgencia. Si parezco titubear al hablar, es sólo por temor a que, cuando le haya contado mi historia, en el peor de los casos me considerará una loca, y en el mejor una necia.

– Entonces no tema por ello. Puede hablar libremente y estar segura de recibir toda nuestra respetuosa atención.

– Quiero que sepa que soy una mujer racional -aseguró-, poco dada a vuelos de la imaginación, o a delirios de ninguna clase. No creo en fantasmas, ni en aparecidos, ni en espiritismos. Pero he visto algo que desafía toda explicación.

Holmes inclinó ligeramente la cabeza, llevándose a los labios sus entrelazados dedos.

– ¿Cuándo y dónde ocurrió ese suceso?

– Hace una semana, bien avanzada la noche, en la mansión de mi tía abuela lady Penélope, viuda del difunto vizconde de Thaxton-replicó-. La mansión está en Surrey, cerca de Woking. Debería explicar antes que el día anterior había vuelto a Inglaterra tras una larga ausencia.

– Sí -dijo Holmes secamente-. Noto que ha estado usted recientemente en la India, con su marido, un oficial del ejército de Su Majestad.

Grace Farrington alzó una delicada ceja en gesto de sorpresa.

– ¡Cielos, señor Holmes! ¿Cómo puede usted saber eso?

– Por mera observación y simple razonamiento deductivo. Su complexión, aunque bella, muestra el vigor de un clima mucho más tropical que el que puede encontrarse en Inglaterra, o en el resto de la Europa del norte, sobre todo tras un largo invierno. Su anillo de boda es amplia prueba de su estado de casada, y me he fijado en que el paraguas que ha traído consigo tiene un mango de madera incrustado en marfil siguiendo una pauta característica de la India. La férula de latón del asa tiene grabada la cimera de un regimiento. Todos los indicios de ser un regalo de despedida para un oficial, o para la esposa de un oficial, y sus modales, su aspecto, su evidente educación, todo, señalan en esa dirección.

– Tiene toda la razón -replicó ella, bajando su taza-. Mi esposo, James, estaba destinado en la India, donde fue capitán del 112 de artillería. Nos conocimos allí, hace catorce meses. Mi padre es el coronel Edward Colebrook, un soldado de carrera. Los últimos tres años los ha pasado destinado en la India, y mi madre y yo le acompañamos allí como hicimos con sus otros destinos.

– ¿Y sus padres siguen allí? -pregunté.

La joven bajó la mirada.

– Mi padre sí. Perdimos a mi madre el pasado verano, durante un brote de cólera.

– Lamentamos oír eso -dijo Holmes con genuina simpatía, pero resultaba claro que quería que prosiguiera-. Dígame, ¿qué es lo que precipitó su regreso a Inglaterra? ¿Un nuevo puesto para su marido?

– No, señor Holmes. Todo lo contrario. Mi marido fue licenciado del servicio al resultar seriamente herido en una pierna durante una rebelión. Salvó con sus actos la vida de varios hombres y es todo un héroe, aunque suele sentirse muy embarazado cuando se le alaba por ello. -Grace Farrington retorcía nerviosamente las puntas de un pañuelo de encaje que tenía entre sus enguantadas manos, mientras sus preocupados ojos se clavaban alternativamente en Holmes y en mí-. En cualquier caso, debió estar convaleciente durante varios meses antes de estar en condiciones de viajar. El viaje de vuelta nos llevó varias semanas más, pero, al menos, teníamos una oferta de un lugar donde vivir y un posible puesto de trabajo.

– ¿Mediante su tía abuela? -preguntó Holmes.

– Sí, así es. Nunca estuve muy próxima a ella, debido a los deberes de mi padre en países lejanos. De hecho, sólo recuerdo haberla visto una o dos veces cuando era pequeña. Pero empezamos a escribirnos casualmente hace unos años y conseguimos desarrollar una espléndida amistad, aunque fuera de una forma tan indirecta. Así que cuando supo que volveríamos a Inglaterra en cuanto mi marido tuviera fuerzas para viajar, se ofreció a alojarnos en su mansión, e incluso insistió en ello. Así que llegamos allí la semana pasada.

– ¡Ah, espléndido! -dijo Holmes alegremente-. Debió de ser una reunión muy esperada.

– Muy esperada, sí. Pero no como la habíamos imaginado. Pues los extraños sucesos que tuvieron lugar empezaron realmente en el momento de nuestra llegada.

– ¿Cómo es eso?

– Todo estaba mal. O eso me pareció a mí. La finca, aunque no grande, me parecía más pequeña aún que en los recuerdos de mi infancia. Y la mansión, un sólido edificio de dos pisos, era tan terriblemente siniestra y amenazadora de aspecto que su mera visión, aquel día gris en que llegamos con nuestro coche, bastó para helarnos la sangre en las venas.

– Quizá fuese que os habíais acostumbrado a vivir en tierras más alegres -no pude resistirme a sugerir-. Volver con un tiempo tan siniestro…

– Lo sé -reconoció ella-. Estoy segura de que hay algo de verdad en lo que dice. Pero eso no era toda la causa. Los terrenos estaban descuidados y en franco deterioro. Y cuando llamamos a la puerta, tuvimos una fría acogida. Nos hizo pasar un joven en la treintena, a quien apenas recordaba como primo lejano. Se llama Jeremy Wollcott, y su expresión al vemos en el umbral, equipaje en mano, fue tan lastimosamente perpleja que, de entrada, creímos habernos equivocado de sitio.

Holmes se levantó bruscamente de su sillón y fue hasta la repisa que había junto al escritorio, para rebuscar en un montón de periódicos, revistas y anotaciones en papel de oficio que había dejado acumularse allí.

– Sí, continúe, señora Farrington.

– Bueno, mi marido y yo nos presentamos y explicamos por qué estábamos allí, Jeremy parecía saber quién era yo, pero durante un momento muy largo se limitó a mirarnos, sin hablar. Por fin extendió una mano para saludamos.

»-Perdónenme -nos dijo a mi marido y a mí-. Es que me sorprendí al verles. Lady Penélope no me dijo que les esperaba, si no lo habría dispuesto todo para su llegada.

»-¿Hay algún problema? -le pregunté-. Si va a resultar un inconveniente que nos quedemos aquí, buscaremos alojamiento en otro sitio.

»Él titubeó por un momento antes de responder.

»-No. Hay sitio para todos y, si lady Penélope les ha invitado, difícilmente podría decirles que se marchen. Pero, lamentablemente, las cosas ya no son como eran. Lady Penélope no se encuentra bien. Su salud es frágil desde hace tiempo, y el devenir de los años no ha sido bondadoso con ella. Yo… sólo quiero prevenirles.

»Eso me resultó muy perturbador, señor Holmes, pues las cartas de mi tía abuela nunca mencionaron que tuviese mala salud. Jeremy me dijo que era demasiado orgullosa para quejarse de esas cosas y, mientras nos conducía a James y a mí hasta el salón, continuó diciéndonos que los asuntos financieros de lady Penélope también iban mal. Habían tenido que despedir a los sirvientes, quedando sólo una mujer que hacía las veces de cocinera y ama de llaves. Supongo que eso explica el estado de la finca.

»Jeremy dijo que se ocuparía de preparar una habitación para nosotros, y fue a contarle nuestra llegada a lady Penélope. Estuvo ausente un largo rato y, cuando volvió, traía a lady Penélope con él.

Las lágrimas inundaron los ojos de Grace Farrington y se las secó con el pañuelo.

– Tenía un aspecto tan patético que… me llegó al corazón. Lady Penélope estaba confinada a una silla de ruedas. Parecía horriblemente vieja, toda gris y arrugada, apenas capaz de mantener erguida la cabeza mientras Jeremy la empujaba al interior de la habitación. El haberla conocido a través de sus cartas y verla por fin en semejantes circunstancias…, bueno, resultaba enormemente triste.

»Sólo sus ojos evidenciaban un destello de vitalidad y agudeza. Llevaba una bata y un manto que le venían grandes a su encogida forma, y un chal sobre los hombros. La pobre mujer llevaba un delgado velo cubriéndole parte de la cara, en un vano intento de ocultar sus muchas arrugas y su escaso color, pero le servía de poco. Cuando nos saludó, su voz ronca y desentonada, apenas era un susurro. Y, lo que es peor aún, no parecía sincera cuando dijo alegrarse de vemos, aunque sus palabras eran la misma esencia de la cordialidad. Y siempre trataba al pobre Jeremy de una forma vejatoria e intimidatoria, sin importarle lo mucho que se esforzara éste, intentando satisfacer hasta el último de sus deseos. Por mucho que me apiadara de ella, me turbaba verla abusar de la devoción que le profesaba mi primo.

En ese momento tuvo lugar en el exterior otro estrépito de relámpagos y truenos, esta vez un poco más lejos. Holmes miró brevemente a uno de los periódicos que había encontrado en el montón, luego volvió a su asiento y centró una vez más toda su atención en Grace Farrington.

– Dígame, ¿cuánto tiempo hacía que recibió la última carta de lady Penélope?

– Yo diría que unos dos meses.

Sherlock Holmes dejó que su mirada vagara en el vacío.

– ¿Dos meses? En dos meses pueden pasar muchas cosas.

– Así es -dije yo-. Y podría añadir que no es infrecuente en personas de la edad y condición de lady Penélope el volverse irascibles con los seres cercanos. He visto muy a menudo cómo pasaba entre mis pacientes más ancianos.

La joven señora Farrington asintió.

– Sí, pero ahora me pregunto si sus cartas, que siempre me parecieron tan dulces y encantadoras, no serían como sus palabras, cordiales pero carentes de sentimientos sinceros. Ni siquiera sé si las escribió ella misma o si sólo las dictó.

Holmes, en su asiento, se inclinó hacia delante y el tono de su voz se volvió algo impaciente.

– Mi querida señora Farrington, me doy perfecta cuenta de que la reunión con su tía abuela fue decepcionante, entristecedora, y que incluso bordeó lo trágico. Pero seguramente no es esto lo que la ha traído aquí.

– ¡Cielos, no, señor Holmes! Sólo precedió al suceso que tanto me asustó. Y ahora que usted conoce las circunstancias, puedo explicarle el resto. -Se inclinó ligeramente hacia adelante, y su expresión se volvió más impaciente y preocupada-. Sucedió la primera noche de nuestra estancia allí. La cena había sido muy tensa para todos, aunque Jeremy intentó animarla iniciando una conversación. Había ido a visitarle un amigo suyo, un tal Lester Thorn, que nos hizo varias preguntas sobre la India, a las cuales respondimos. Pero lady Penélope pidió ser llevada a su habitación casi inmediatamente después de cenar, y mi marido y yo nos retiramos una hora después.

»Aquella noche no hubo tormenta. De hecho, el tiempo parecía estar despejándose. Pero no pude dormir, no sé si por estar en una casa extraña, o por estar demasiado cansada de nuestro viaje. O quizá sólo fuera el incómodo estado de las cosas con que nos habíamos encontrado, pero el caso es que me pasé horas dando vueltas en la cama. Mi querido esposo, Dios le bendiga, estaba profundamente dormido, obteniendo el descanso que tanto necesitaba, pero yo estaba completamente despierta.

»Por fin, a la una de la madrugada, no pude soportarlo más. Me levanté, me puse la bata y las zapatillas y dejé nuestro cuarto lo más silenciosamente que pude. Bajé las escaleras, llevando una vela conmigo para poder ver por dónde iba, y me dirigí al pasillo principal con la intención de llegar a la cocina. Pensé que un poco de leche caliente podría ayudarme a dormir. No pensaba despertar al ama de llaves, ¿sabe? Me lo habría preparado yo sola encantada. Pero nunca llegué allí.

– ¿Qué pasó? -preguntó Holmes.

Grace Farrington palideció visiblemente al recordarlo.

– El pasillo estaba desierto, como era de esperar a esa hora. Pero una de las puertas, a medio camino del largo pasillo, estaba abierta. Una débil luz llenaba el suelo ante él y, a medida que me acercaba a ella, estuve segura de oír extraños sonidos en su interior.

»Continué caminando en silencio, acercándome cada vez más a la puerta abierta. Cuando llegué a ella, vi dos pequeños objetos en el suelo del pasillo, a unas pulgadas del umbral. Me detuve para recogerlo, y la luz de mi vela me dijo lo que eran. Uno era un guante de señora, extrañamente manchado, con pequeñas iniciales bordadas cerca de la muñeca. El otro era un sonajero de bebé. Hizo un pequeño ruido cuando lo recogí. Francamente, señor Holmes, eso me dejó desconcertada, ya que sabía que lady Penélope no tenía hijos y en sus cartas nunca me había mencionado la presencia de niños en la casa.

»Fue entonces cuando un repentino soplo de aire apagó mi vela, sobresaltándome continuó la joven-. Me incorporé bruscamente y me encontré mirando a la habitación ante cuyo umbral estaba. Aunque mi vela se había apagado, no tuve ningún problema para ver lo que había en esa terrible habitación. No había ninguna lámpara encendida, de eso estoy segura. Pero una luz extraña, fría y fantasmal, parecía llenar el lugar. No con luminosidad, sino con un fulgor espectral y ultraterreno.

»Como ya le dije antes, no creo en fantasmas, ¡pero en aquel momento estuve dispuesta a creer en ellos! Ojos brillantes me miraban desde docenas de distintos lugares de la habitación, algunos a bastante altura. Espectros fantasmales parecían agitarse y moverse en aquel escalofriante brillo como si estuviera viviendo un sueño. Allí también había algo más. En una silla había algo, no sabría decir si humano o no, agarrado a una especie de red que lo tenía confinado. ¡Fue realmente horrible!

– ¡Dios mío! -exclamé involuntariamente, atrapado en la vivida narración de Grace Farrington. Pero contuve mi lengua cuando Holmes me clavó una mirada irritada.

– Prosiga, mi querida señora -dijo simplemente-. Tiene nuestra cautivada mención.

– Le confieso libremente, señor Holmes, que en toda mi vida me había sentido tan asustada. Solté inmediatamente el sonajero y el guante, di media vuelta y eché a correr. Lo hice tan bruscamente que perdí una de mis zapatillas en el umbral, pero no me atreví a pararme para recogerla. Subí las escaleras corriendo, tropezando más de una vez en la oscuridad, y encontré el camino de vuelta a nuestro cuarto.

»Cuando llegué a nuestra cama estaba sin aliento, e insegura sobre lo que hacer. Pero no podía soportar quedarme a solas con el miedo, así que desperté a mi marido. Le conté lo que había visto en la habitación cuando estuve segura de que estaba lo bastante despejado para entenderme. Me abrazó e intentó calmarme.

»-Vamos, vamos -me dijo-, no tiembles así. Estoy seguro de que no hay nada de lo que asustarse. Sólo ha sido un mal sueño, nada más.

»-¡Pero si no estaba dormida, James! -insistí-. ¿Cómo podía haber estado soñando?

»No pensaba dejar que me disuadiera de lo que creía haber visto, así que, finalmente, mi marido se puso una bata y cogió su bastón. Encendió una pequeña linterna que cogió de la repisa que había junto a la cama y me acompañó abajo. Créame si le digo que no tenía ningún deseo de volver a encontrarme con esa espantosa habitación, ni siquiera con mi valiente marido a mi lado, pero estaba decidida a probar mi cordura.

»La puerta de la habitación seguía abierta cuando llegamos al pasillo, y mi zapatilla seguía en el suelo, allí donde la había perdido. Como supondrá, me mantuve muy cerca de mi marido mientras nos aproximábamos al umbral. Para mi sorpresa, habían desaparecido el sonajero y el guante. Estoy segura de haberlos soltado en el pasillo, pero ninguna de las dos cosas estaba allí.

»¡Más sorprendente aún fue lo que encontramos dentro de la habitación! Nuestra linterna la iluminaba muy bien. La habitación era un gran salón de techo alto, muy espacioso, con mesas y sillas y espléndidos cuadros en las paredes. En resumen, no se parecía en nada a lo que había visto momentos antes. Habían desaparecido todos los demonios y los ojos amenazadores, los monstruos y el brillo ultraterreno. El mobiliario se alzaba inocentemente donde antes no había nada. Había flores en jarrones de cristal y aparadores. Una preciosa alfombra árabe cubría el suelo.

»Mi sorpresa se convirtió en desazón, señor Holmes. Lo que veían los escépticos ojos de mi marido me convertía en una mentirosa. Nada había que pudiera dar sustancia a mi historia. ¡Nada! Y, para empeorar las cosas, oímos los pasos de Jeremy bajando la escalera, uniéndose a nosotros en el pasillo.

»-¿Sucede alguna cosa, prima? -preguntó Jeremy, frotándose los ojos.

»-Estoy seguro de que nada -le dijo James-. Parece que mi mujer ha tenido un mal sueño. Nada más.

»-¿Un mal sueño? -repuso Jeremy.

»Yo seguía desconcertada, mirando todavía a la habitación.

»Pero…, pero… estoy segura de haber visto algo terrible…, horrible. Estoy segura. Después de todo aquí está mi zapatilla. ¿Cómo puede explicarse eso?

»-Tal vez sea sonambulismo -sugirió Jeremy-. Tengo una hermana que suele salir a caminar en medio de la noche, y…

»-¡No!-interrumpí recuperando mi sentido de la certidumbre-. No, no estaba soñando. Quizá fue la siguiente habitación.

»Sin vergüenza alguna, corrí hasta la siguiente puerta del pasillo y la abrí. Pero sólo era una especie de cuarto del servicio, una habitación muy pequeña. La siguiente puerta era la del comedor. Comprobé todas las puertas de ese lado del pasillo, pero sin resultado. Nunca me sentí más estúpida.

»Y entonces, como si James y mi primo no estuvieran ya bastante molestos conmigo, desperté a lady Penèlope. Nos llamó desde el pequeño estudio que había al otro extremo del pasillo, acondicionado como dormitorio desde que empezó a no poder subir las escaleras. Jeremy entró para atenderla y puedo decir que parecía muy irritada. Me sentía terriblemente mal. Me disculpé, y James y yo volvimos a la cama. Estando próximo el amanecer conseguí dormir unas horas, pero fue un sueño agitado en el mejor de los casos.

Holmes asintió comprensivamente, con mirada alerta.

– ¿Y volvió a la habitación para inspeccionarla a la luz del día?

– Desde luego -replicó ella-. Y mi marido me acompañó, pero, tras lo de la pasada noche, procuramos tener cuidado de no crear demasiado alboroto. Seguía siendo una habitación corriente. La terrible y fantasmal habitación que vi, se había desvanecido sin dejar rastro. James sigue pensando que lo soñé todo. ¡Pero les juro a ustedes que fue real! No lo imaginé.

– Seguramente.

– ¿Le contó a lady Penèlope alguna cosa de lo que vio?

– Oh, no -dijo la señora Farrington-. En esas circunstancias, con su mala salud y todo lo demás, pensé que sería mejor no hacerlo.

– ¿Sucedió algo más que fuera inusual?

– No, señor Holmes. Nada como lo de la primera noche. Pero seguimos viviendo en una atmósfera extraña y opresiva. Y no puedo quitarme la sensación de que algo va terriblemente mal…, que lady Penèlope no nos lo ha contado todo. No puedo evitar preguntarme si no nos habrá traído a su casa con falsos pretextos, aunque no puedo imaginar con qué motivos. Así que cuando supe que Jeremy venía a Londres a hacer un recado para lady Penèlope, le pedí que nos trajera también a mi marido y a mí, con la excusa de hacer algunas compras. Naturalmente, mi intención era la de venir a consultarle. En estos momentos James está visitando a unos antiguos compañeros del ejército, y debo dejarle para reunirme con él.

– ¿Qué clase de recado? -dijo Holmes.

– ¿Cómo?

– Dijo que Jeremy tenía que hacer un recado para lady Penèlope. ¿Sabe de qué unido se trata?

– Oh, sí. Aunque no conozco los pormenores exactos, oí cómo le pedía a Jeremy que hiciera los arreglos pertinentes para que un procurador viniera hoy a la mansión a ultima horade la tarde. Insistió mucho en ello -Grace Farrington se levantó cuando mi compañero se acercó a ella en su caminar de un lado a otro-. ¿Qué debo hacer, tenor? Temo que nunca tendré un momento de descanso si no consigo averiguar la verdad. ¿Cree usted que soy una tonta?

Todo lo contrario -dijo Holmes-. La consideraría tonta si no buscara la verdad. Ahora escúcheme. Lo que debe hacer es lo siguiente… volver con su marido mi y como tenía pensado. No le diga nada sobre esta reunión, ni a él ni a nadie más. Nada. Vuelva a la mansión Thaxton con su primo y siga su rutina acostumbrada. Pero continúe alerta. Mi amigo y yo la visitaremos esta tarde, a eso de las tres, y examinaremos esto de cerca.

La joven sacó de su bolso una hoja de papel doblada y se la entregó a Holmes.

– Me he tomado la libertad de escribir unas indicaciones para que encuentre la mansión, aunque no creo que tenga problemas.

– Excelente.

Holmes cogió la capa y el paraguas de la señora Farrington de la percha donde se habían estado secando al fuego, y sostuvo la capa para que ella se la pusiera. Yo me apresuré a abrir la puerta.

– Muchas gracias -nos dijo Grace Farrington-. Me siento mejor con sólo haber hablado con usted.

– Hasta esta tarde, entonces -dijo Holmes con una cortés reverencia-. Y tenga la total confianza de que llegaremos a la verdad que se oculta tras este misterio.

Ella sonrió por primera vez desde que puso el pie en nuestro piso, finalmente calmada por el encanto y las promesas de mi compañero. Estoy convencido de que si Holmes fuese de temperamento menos analítico y de naturaleza más romántica, habría tenido mujeres de sobra donde escoger, tanto en Inglaterra como en el continente. Pero su fachada profesional desapareció en cuanto la señora Farrington estuvo al otro lado de la puerta y bajando las escaleras.

– ¿«La total confianza», Holmes? -me burlé-. Una promesa aventurada, incluso para usted, teniendo en cuenta la naturaleza del misterio. ¡Fantasmas y demonios y monstruos, por Dios!

La mirada de mi compañero se tomó muy grave.

– Hay muchas clases de monstruos en este mundo, y no todos son sobrenaturales. Dígame, ¿qué opina de la señora Farrington?

– Debo decir que es una joven muy agradable. Inteligente y capaz, si es que mi opinión sirve de algo. Parece muy cuerda, médicamente hablando. A no ser que haya algún problema oculto.

– Estoy de acuerdo. Sus descripciones eran detalladas y claras, y creo que no deben tomarse a la ligera.

Sentí un ligero escalofrío al recordar las palabras de Grace Farrington.

– ¿Cree usted que vio lo que nos describió?

– Estoy seguro de que vio algo -dijo Holmes-. Pero también estoy seguro de que interpretó mal su verdadera naturaleza.

– Desde luego, eso espero. ¿Tiene alguna pista?

– Según lo averiguado ya, a mi mente acuden varias posibilidades. Pero necesito más datos antes de seguir teorizando, algunos de los cuales deben obtenerse aquí, en Londres, y el resto hallarse en la mansión Thaxton. -Holmes cogió su capa y su gorra de viaje; su letargo de las últimas semanas había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos-. ¿Qué me dice, amigo mío? ¿Puedo contar con su ayuda en esas investigaciones?

– ¡Sería un gran placer!

– ¡Pongámonos en marcha entonces, Watson! Empieza el juego.

Cogimos el tren de las 13:45 en la estación de Waterloo, con apenas tiempo para tomar un apresurado almuerzo antes de salir. Sherlock Holmes y yo pasamos varias horas, desde nuestra reunión con la señora Harrington, recorriendo el West End, visitando varias agencias dedicadas a conseguir empleo a criados con buenas credenciales. Mi compañero continuó haciendo sus discretas preguntas hasta que, en el quinto establecimiento que visitamos, encontramos lo que buscaba. La agencia Atwater había representado a los sirvientes despedidos de la mansión Thaxton y, ante el hábil interrogatorio de Holmes, el caballero encargado del establecimiento los recordó a la perfección.

– Fue un triste giro de los acontecimientos, si es que puede llamárseles así, señor nos dijo el encargado, un tal señor Bryswicket-. Llevaban empleados en la mansión desde hacía quince años o más, treinta en el caso del mayordomo. Todos ellos conocieron a lord Henry, que murió hace unos doce años. Casi eran parte de la familia. Pero, con los reveses financieros de lady Penélope, la mayoría de ellos fueron despedidos prácticamente sin aviso previo, y con muy poca compensación.

– Sí -dijo Holmes meneando tristemente la cabeza-. Eso fue hace varios meses, ¿verdad?

– Casi -replicó Bryswicket, pasando una página de sus registros-. Siete semanas para ser exactos. He encontrado empleo para dos de las doncellas y para el jardinero, pero todavía no tengo nada para el mayordomo y la cocinera, o el resto del personal -Bryswicket nos dirigió una mirada esperanzada-. Si alguno de ustedes, caballeros, tuviera libre algún puesto, o conociera a alguien que tuviera…

– Lamentablemente, en este momento no -dijo Holmes-. Pero si sabemos de alguien, no dude de que le pondremos en contacto con usted.

Con esto, le deseamos un buen día al señor Bryswicket. Sólo hicimos una parada más antes de dirigimos a la estación. Mientras esperaba fuera con el carruaje, Holmes entró en una pequeña tienda especializada en libros y revistas usadas. Volvió unos minutos después y nos pusimos en camino. Y así fue cómo nos encontramos a bordo del tren que se dirigía a Wokin. El agradable paisaje de Surrey estaba mojado, pero, como por fin había dejado de llover, el tiempo no era tan inclemente como al inicio de la mañana. Holmes se ocupó un tiempo con unas notas que había tomado y con varias revistas que había comprado, y luego, finalmente, dedicó su atención al paisaje que discurría al otro lado de la ventana.

– Bueno, Holmes, ¿ha sido de alguna utilidad la información obtenida en Atwater's? -le pregunté cuando estuve seguro de no interrumpir sus pensamientos.

– Sí, creo que nos resultará muy útil.

– ¿Confirma lo que nos contó Grace Farrington?

– Eso parece.

– ¿Cree que esos problemas financieros tienen alguna relación con este asunto?

– ¿Cómo cree usted que pueden tenerla, Watson?

– Bueno -dije yo, inseguro de mi teoría, ahora que se me hacía a mí esa pregunta-. Me parece probable que si lady Penélope conocía sus dificultades cuando invitó a los Farrington a vivir con ella, y, de hecho, debía conocerlas, quizá esperase que ellos la ayudasen de algún modo.

– Ellos también parecen estar necesitados de ayuda.

– Quizá lady Penélope quería que realizasen algunas de las tareas de los sirvientes que pensaba despedir. O puede que Grace Farrington vaya a recibir una herencia, de la cual no sabe nada, pero que sería de gran utilidad a lady Penélope. Sería algo semejante a nuestro reciente caso de la hunda de lunares.

– Es una posibilidad -dijo Holmes secamente-, pero sólo una entre muchas. Ya veo que comparte la desconfianza que siente nuestra cliente por la buena lady Penélope.

– Sí, Holmes, creo que sí.

– Bueno, son sentimientos no injustificados, mi buen amigo. ¿Y su teoría respecto a la visión fantasmal…?

– Debo confesar que no la tengo -dije.

Sherlock Holmes se cruzó de brazos y se recostó en el asiento, cerrando los ojos como si fuera a echar una siesta.

– No tema, Watson. Estoy seguro de que las piezas del rompecabezas encajarán a la perfección en cuanto las hayamos reunido todas. Sólo desearía poder recordar lo que leí sobre la muerte de lord Henry. Estoy seguro de que en su momento salió en los periódicos, pero tras doce años no puedo recordarlo. No importa. Dígame, ¿se ha acordado de traer su revólver?

– Sí, por supuesto -miré a mi amigo, cuya expresión se había tomado siniestra-. ¿Cree que llegaremos a necesitarlo?

– Eso queda por ver. Pero puede estar seguro de una cosa: en la mansión Thaxton hay traición en el aire, ¡y muy bien puede ser un asesinato lo que debamos prevenir!

Al tren le llevó casi una hora y, a nuestra llegada a Woking, Holmes alquiló un coche para ir a la mansión, situada a unas buenas cinco millas de la estación. Por tanto, eran casi las tres en punto cuando avistamos la mansión de paredes grises, sobresaliendo alta y siniestra más allá de una arboleda de abetos.

– ¡Conductor!-gritó Holmes de repente-. ¡Aquí está bien! Por favor, déjenos aquí. Estos son los terrenos que debo inspeccionar, y nos ahorraremos una buena caminata bajando en este sitio.

Holmes pagó al hombre y, cuando el carruaje dio media vuelta y se alejó, empecé a andar por el camino. Holmes me hizo un gesto para que me internara en el campo.

– Vamos, Watson. Demos un rodeo y acerquémonos a la casa desde un lateral. De este modo no seremos vistos. Debo inspeccionar algo antes de dar a conocer nuestra presencia y, desde luego, no es una parcela de terreno.

Aprovechamos todo lo posible la protección que nos brindaban los árboles, acercándonos a la mansión Thaxton por su cara este. Sólo estuvimos un breve momento al descubierto, cuando atravesamos un campo de trigo, y, luego, una serie de verjas ornamentales nos protegieron de ser vistos durante el resto del camino hasta la casa. Por una vez. me sentí agradecido por el encapotado cielo. La plana luz gris ayudaba a oscurecer nuestros movimientos.

Cuando llegamos a sus muros, Holmes examinó rápidamente la zona, cogiéndose luego al varaseto que llegaba hasta el tejado de la casa.

– Espere aquí-susurró-. Manténgase fuera de la vista.

– ¡Cielos, Holmes! -protesté, pero ya trepaba por el varaseto como un vivaracho artista circense. Llegó fácilmente hasta la cima y desapareció por el borde del tejado sin apenas mirar atrás y sin hacer más ruido que un rumor de hojas.

Todo estaba silencioso, a excepción de los sonidos del campo. De pronto me sentí terriblemente solo, agazapado allí contra los muros de la mansión Thaxton, esperando no ser visto y preguntándome qué excusa podría dar si alguien me descubría allí. Medio deseé haber acompañado a Holmes, pero una mirada al varaseto que se elevaba sobre mi cabeza me convenció de que mi amigo había tomado la decisión correcta yendo solo. Pasaron minutos largos y tensos. Miré el reloj. Ya eran las tres y cinco. No tenía ninguna duda de que Grace Farrington esperaba impaciente nuestra llegada de un momento a otro. Sólo deseaba que su ansiedad no la delatara, ni a ella ni a nosotros.

Un movimiento captado con el rabillo del ojo llamó mi atención al camino, en el momento en que el sonido de un caballo y un carruaje llegaba a mis oídos. Era un carruaje de aspecto costoso conducido por un joven, que llevaba a un hombre de más edad, y que llegaba de la misma dirección en que habíamos venido nosotros. Mientras observaba desde mi escondite, vi que el carruaje giraba por el camino, y que su destino era esta misma casa junto a cuya pared estaba yo agazapado. Tuve ganas de darle esta noticia a mi amigo. Si tan sólo pudiera hacerlo.

– ¡Holmes! -murmuré para mí-. ¿Dónde estará?

– Más cerca de lo que piensa, Watson -dijo, haciendo que mi cabeza girara bruscamente por la sorpresa, pues Holmes estaba agachado detrás de mí, aunque no le había oído llegar-. Lamento haberle sobresaltado, viejo amigo. La vista es mucho mejor allí arriba y vi llegar al carruaje cuando todavía estaba a media milla. Temí que, al acercarse, pudieran verme bajar por el varaseto, así que bajé por el otro lado y vine hasta aquí por la trasera de la casa.

– ¿Qué descubrió arriba? -pregunté, en cuanto recuperé la calma.

– Algo que confirma una de mis sospechas y arroja un poco de luz sobre este misterio. Y apostaría a que ése es Jeremy Wollcott y el procurador que ha contratado dijo Holmes, gesticulando hacia el carruaje que llegaba-. Vi a ese carruaje llegar a la estación de Woking, justo cuando nosotros salíamos en nuestro vehículo. El procurador debió tomar el mismo tren que nosotros, y Wollcott se reunió allí con él.

– Qué poco oportuno -gruñí.

– ¡Todo lo contrario, es una oportunidad fortuita! Aprovechémosla.

Sherlock Holmes echó a andar, manteniéndose pegado al muro. El carruaje estaba en la parte frontal de la casa, fuera de la vista, así que era improbable que sus ocupantes pudieran vemos. Cuando llegamos a la esquina de la fachada principal, miramos con cuidado y vimos al carruaje con su caballo parados ante la entrada de la mansión, y a los dos hombres desapareciendo en el interior de la casa. La puerta se cerró tras ellos.

Holmes me hizo un gesto para que le siguiera.

– Manténgase bajo el nivel de las ventanas. ¡Todavía no deben vemos! -susurró.

Por pura buena suerte, el caballo era un animal apacible y no se asustó ante la visión de dos forasteros arrastrándose furtivamente por la fachada principal de la casa. Cuando llegamos a la primera ventana, Holmes se detuvo y aventuró una precavida mirada al interior. A continuación me hizo gestos para que siguiese andando. En la siguiente ventana sucedió lo mismo. A continuación estaba la entrada, con su puerta sólidamente construida, y, una vez superados los pocos escalones que conducían a ella,

Holmes se acercó a la tercera ventana de la fachada norte del edificio. Miró al interior por una esquina, y luego me hizo señas para que me uniera a él. Sólo había unos cuantos matojos para ocultarse, pero tendrían que servir.

– Estamos de suerte, Watson -dijo Holmes en voz muy baja-. El salón está al otro lado de la ventana, y toda la casa parece reunida aquí.

Arriesgué una mirada por la ventana, tan precavidamente como Holmes, y confirmé sus palabras. Jeremy Wollcott y el procurador estaban sentados dándonos la espalda, al otro lado de un sofá que había junto a la ventana. Grace Farrington y un hombre que supuse sería su marido estaban sentándose a la derecha, y una mujer con bata de cocinera estaba en pie a la izquierda. Enmarcado por la puerta del salón había otro hombre, empujando al interior de la habitación una forma sentada en una silla de ruedas. Incluso con sólo ese fugaz atisbo, pude darme cuenta de que la descripción que Grace Farrington nos hizo de lady Penèlope no era exagerada. La mujer parecía horriblemente vieja y frágil, y su mirada agitada y rencorosa.

La ventana estaba algo abierta para dejar entrar un poco de aire fresco, permitiendo, además, que las voces de quienes estaban en el interior llegasen a nuestros oídos. Oímos a Jeremy Wollcott presentar al procurador, un tal Joshua Trenton, a lady Penèlope y a los demás de la habitación. El hombre que empujaba la silla resultó ser Lester Thorn, el amigo de Wollcott del que nos había hablado la señora Farrington.

– Aprecio su presteza -dijo lady Penèlope, con voz débil y temblorosa-. ¿Ha traído los papeles?

Por supuesto que sí, señora -fue la respuesta del procurador-. Es un documento tipificado. Lo único que tengo que hacer es rellenar los datos tal y como usted desee, hacer que verifique si están correctos y obtener su firma. Entonces todo estará en orden. Somos afortunados teniendo aquí más testigos de los necesarios.

Dirigí una mirada a Holmes, que seguramente habría notado mi curiosidad y mis sospechas sobre lo que podía ser este documento. Se limitó a llevarse un dedo a los labios indicando silencio, para escuchar más atentamente aún.

– Esto se hace en contra de mi criterio -se oyó decir a Jeremy Wollcott. Era la voz de un hombre joven, clara y fuerte, pero que evidenciaba cierta timidez-. La verdad, no veo cómo…

– ¡Cállate, Jeremy!-cortó lady Penèlope, con voz áspera pese a su debilidad-. Debe hacerse. No…-hizo una pausa, al parecer para tomar aire-…me hago ilusiones sobre mi salud. Tampoco deberías hacértelas tú. Bueno… Es el señor Trenton, ¿verdad? ¿Ha escrito la fecha de hoy en el documento?

– Así es, señoría.

– Muy bien -replicó lady Penèlope-. En cuanto a todos vosotros, quiero que sepáis… -otra pausa para respirar-…que el documento que el señor Trenton está redactando es mi última voluntad y testamento.

Se oyó un pequeño jadeo de Grace Farrington, un pequeño sonido de sorpresa y tristeza. Sospecho que su reacción habría sido menor, de no haber tenido ya los nervios de punta.

– Mi querida niña -dijo lady Penèlope dirigiéndose a ella-. Tu preocupación es conmovedora, pero resérvate tu compasión para los demás. He… he tenido una vida plena, y no me preocupa mucho el no ver muchos más días en esta tierra -hizo una pausa, tosiendo varias veces de forma ahogada y silenciosa. Ahora, señor Trenton, quiero que escriba lo siguiente: Quisiera que, a mi muerte, la mansión Thaxton y sus terrenos, así como los escasos dineros que me quedan en el banco, y toda pertenencia que pueda tener, fueran de una sola persona.

La habitación estaba tan silenciosa que podía oír el rasguear de la pluma del procurador al escribir en el documento.

– ¿Y el beneficiario es…? -dijo Trenton cuando la alcanzó.

Lady Penélope volvió a toser.

– Mi marido y yo nunca fuimos bendecidos con hijos. Por tanto, he decidido dejárselo todo a mi sobrino nieto, Jeremy Wollcott.

– Es un gesto muy bondadoso -protestó débilmente Jeremy-, pero sigo queriendo que lo reconsidere.

La anciana agitó un tembloroso dedo en el aire.

– ¡Tonterías! Ya lo he decidido, Jeremy. Tus padres me eran muy queridos cuando vivían, y les prometí cuidar de ti. Al final ha resultado que has sido tú quien ha cuidado de mí, y es hora de compensarte por las indignidades que has padecido.

Jeremy Wollcott no replicó a esto, y me pregunté si habría dicho a la afligida mujer lo pobres que eran sus finanzas, y lo limitada que sería la recompensa recaudada. Arriesgué otra mirada por la ventana y vi que Grace Farrington parecía tener un aspecto solemne, pero no infeliz con las cláusulas del testamento.

– Ya está terminado -dijo por fin el procurador-. Ahora, señor Wollcott, si tiene usted la bondad de hacer que su tía abuela repase el documento y lo firme, pasaremos a los testigos.

Jeremy Wollcott se levantó y llevó con cierta reticencia el testamento terminado a lady Penélope. La mujer sacó unos impertinentes de su bata y miró el testamento a través de los lentes. Sólo necesitó un momento para quedar satisfecha y, cuando el procurador le dio apresuradamente su pluma, firmó el documento con mano temblorosa. Jeremy se acercó a Grace Farrington y su marido para que firmasen como testigos, y la cocinera y Lester Thorn les siguieron hasta la mesa.

– Creo que ya hemos visto y oído bastante -dijo Sherlock Holmes bruscamente, empujándome hacia la puerta-. ¡Deprisa, Watson! ¡No hay ni un momento que perder!

– Espere, Holmes -tartamudeé, pero mi compañero ya estaba llamando a la puerta con la intensidad de un loco, organizando un horrible escándalo-. ¡No podemos entrar de este modo!

– Hay un tiempo para las precauciones, y un tiempo para los actos valientes. Aquí hay en juego mucho más de lo que piensa. ¡Ahora, sígame!

Apenas había pronunciado esas palabras cuando un alboroto de pasos se acercó a nosotros desde el interior. La puerta se abrió para descubrir a Jeremy Wollcott, con el rostro empalidecido y desconcertado. Lester Thorn y el procurador le seguían a corta distancia.

– ¡El diablo le lleve, señor!-gritó Wollcott-. ¿Qué cree estar haciendo?

– ¡Prevenir una gran injusticia, si aún estamos a tiempo!

Holmes pasó junto al joven sin esperar invitación para entrar y yo le seguí rápidamente al vestíbulo del edificio.

¿Ha firmado ese documento, señora Farrington -preguntó Holmes al ver la mirada de sorpresa de Grace Farrington al otro lado de la abierta puerta del salón.

– Pues no -dijo ella.

– Excelente. Asegúrese de no hacerlo.

¡A ver qué pasa aquí!-protestó Jeremy Wollcott, todavía ante la abierta puerta de la calle-. ¡Cómo se atreve a entrar de esta manera! ¡No tiene ningún derecho!

James Farrington pasó junto a su mujer y avanzó cojeando, apoyándose en su bastón, para unirse a los demás. Aunque sus heridas habían afectado a su fortaleza, resultaba evidente que su espíritu militar seguía intacto.

– Estoy de acuerdo -dijo con voz de mando-. ¡Exijo saber quién es usted y que asunto le trae aquí!

– Es bastante justo, señor. Soy Sherlock Holmes. Mi amigo es el doctor Watson. Y le aseguro que nos mueven los mejores intereses. Además, pretendo servir a los intereses de lady Penèlope.

La anciana entraba en ese momento en el vestíbulo, con la cocinera empujando su silla de ruedas. Miró a Holmes con sus agudos ojos.

– ¡Pero yo no he solicitado su ayuda, señor!

Aunque quizá sea así, estoy aquí y no me iré hasta no haber hecho lo que vine a hacer. -La figura de Holmes, alta y enjuta era una presencia imponente, su expresión férrea y decidida-. Ya están todos aquí. ¡Espléndido! Les convertiré en testigos de algo muy distinto. Ahora síganme todos ustedes, si quieren saber cuál es el asunto que me trac aquí. Señora Farrington… ¿Supongo bien pensando que este es el camino al pasillo en cuestión?

Holmes ya caminaba hacia allí con decisión cuando la joven movió la cabeza asintiendo, Grace Farrington y su marido le siguieron, con los demás pisándole los talones. Yo iba en último lugar, para poder vigilarlos bien y asegurarme de que nadie dejaba el grupo sin ser advertido. Creí ver a Jeremy Wollcott y a Lester Thorn intercambiando una mirada de preocupación, pero no supe decir si se debía a alguna preocupación desconocida o simplemente a la brusca intrusión de Holmes.

Mi compañero nos condujo a paso vivo por el vestíbulo, llevándonos, con las indicaciones de Grace Farrington, hasta un largo pasillo salpicado de puertas. Una alfombra de elaborado dibujo oriental formaba un sendero en medio del corredor, dejando expuesto a los lados el suelo de madera. Caprichosamente situadas a lo largo de las paredes había repisas con jarrones de cerámica o piezas de escultura, además de varias librerías muy altas.

– Ya podemos empezar-dijo Sherlock Holmes cuando nos acercamos a la mitad del pasillo. La señora Farrington llamó mi atención sobre algo inusual que tuvo lugar aquí la semana pasada.

– La verdad, señor Holmes, no me esperaba esto -dijo Grace Farrington, obviamente incómoda-. Pensé que sería una investigación lo más discreta posible.

– Discúlpeme, mi querida señora. Ese era mi deseo, pero ahora la situación exige algo más.

La aguda y temblorosa voz de lady Penèlope se oyó a continuación.

– ¿De qué hablan, Jeremy? No se me ha contado nada.

– No había nada que contar -fue la irritada réplica de Wollcott-. Nada importante. Grace tuvo un mal sueño. Creía que ya estaba aclarado, pero ahora veo que no había dejado de pensaren ello, francamente, Grace, ¡traer a un extraño por algo tan trivial!

– Cuidado con lo que dice, señor -retrucó James Farrington-. Mi mujer nunca haría nada que no considerase necesario.

– ¡Pero aquí no sucedió nada extraordinario! ¡Véanlo ustedes mismos!

Diciendo esto, Jeremy abrió la puerta de la habitación.

La gran habitación que quedaba al descubierto era tal y como la había descrito aquella mañana Grace Farrington: espaciosa, bien decorada con mesas y sillas y aparadores, con una alfombra oriental en el suelo y flores en jarras de cristal. Era una habitación acogedora, con nada que sugiriera visiones aterradoras.

Holmes miró al interior, recorriendo la habitación con la mirada.

– Muy cierto -dijo cuando sus entornados ojos volvieron a clavarse en el grupo que tenía delante-. No hay nada extraordinario aquí. Piense, señora Farrington. Me dijo que bajó las escaleras, encontró abierta la puerta de la habitación y que el guante y el sonajero estaban en el suelo. Cuando su vela se apagó por un soplo de viento, miró a la habitación y vio una escena aterradora. Corrió para buscar a su marido, y luego volvió.

– Sí -dijo ella-. Es correcto, señor Holmes.

– ¿Y cuánto tiempo estuvo usted alejada de este lugar?

– Sólo unos momentos. Estoy segura.

– Quizá le pareciera eso en la excitación del momento, querida señora -le dijo Holmes gentilmente-. Pero, según su propia descripción, tanteó en la oscuridad durante el camino de vuelta. Tuvo que despertar a su marido, contarle lo ocurrido y luego convencerle de ello. En su presente estado no puede moverse muy rápido, y menos en las escaleras. Todo esto llevó su tiempo. De ahí mi argumentación de que usted no volvió hasta transcurridos unos buenos diez minutos desde su primera sorpresa. Tiempo suficiente para llevar a cabo la proeza.

– ¿Proeza? -preguntó James Farrington-. ¿Qué proeza? ¿Y por quién?

– La desaparición de una habitación llena de fantasmas -replicó Sherlock Holmes.

– ¡Esto es absurdo! -exclamó Jeremy Wollcott.

– En absoluto. Nunca dudé de que hubiera una explicación racional a lo que vio la señora Farrington. Y la fecha del suceso, junto a varios hechos aparentemente no relacionados, me llevaron a sospechar cuál era el motivo de todo ello. Mis investigaciones de la mañana, y lo que he descubierto en el tejado, confirmaron mis sospechas.

– ¿En el tejado? -Grace Farrington estaba claramente desconcertada.

– Claraboyas, mi querida señora -le dijo Holmes-. Hay dos de ellas en esta parte de la casa, situadas aproximadamente a unos treinta pies la una de la otra. Una puede verse en el techo de esta habitación, al no tener un segundo piso encima de ella. Pero, ¿dónde está la otra claraboya? ¿En el cuarto del servicio? ¡Me temo que no! ¿En el salón comedor? Demasiado lejos de esta habitación. ¿Dónde está entonces la habitación a la que miré desde el tejado hace unos minutos, y cuyo contenido me hizo recordar la forma en que murió lord Henry hace doce años?

– Entonces, ¿no estaba equivocada? ¿La habitación que vi, existe?

– Puede estar segura do eso, señora Farrington.

Holmes caminó por el pasillo, agachándose mientras se movía para estudiar el suelo. Rascó con la uña en el suelo de madera, junto a una librería, formando una hilera de una sustancia blanca.

– Jabón -anunció-. Y la pared de aquí no está tan ajada como el resto. Venga, Watson, necesitaré su ayuda en esto.

Me moví hasta donde él indicaba, frente a él y al otro lado de la librería. Era reticente a apartar la vista de los demás, aunque fuera sólo por un momento, pero estaba ansioso por conocer la verdad.

– ¡Empuje, Watson! -gritó Holmes.

Sherlock Holmes tiró hacia atrás de la gran librería mientras yo empujaba hacia delante. Al principio se oyó un breve gemido, deslizándose a continuación el mueble sobre el suelo enjabonado. La librería se movió con relativa facilidad, no obstante su peso. La desplazamos hasta una distancia de unos cinco pies. No se necesitaba más.

– ¡Miren! -gritó Grace Farrington.

Señalaba con tanta vindicación como sorpresa, pues ahora quedaba al descubierto una puerta cerrada que había estado oculta detrás de la librería. Holmes se dirigió rápidamente hacia ella, alargando una mano al pestillo.

– ¡Alto!

El furioso grito provenía de lady Penélope, y tenía una fuerza inesperada. Girándome para enfrentarme a ella, vi que la anciana había sacado una pistola de buen tamaño de entre los pliegues de su bata y que apuntaba a Holmes con ella. Se levantó de la silla y dio un paso hacia delante.

– Esto ha ido demasiado lejos, Jeremy. ¡Saben demasiado! -dijo con una voz notablemente diferente a la suya.

– ¡Estúpida! -gritó Wollcott.

Entonces, con una rapidez que nos sorprendió a todos, James Farrington golpeó con su bastón la mano con que lady Penélope sostenía el arma. Ésta cayó al suelo, de donde la recogió Holmes. La anciana se lanzó hacia delante un instante después, intentando escapar, pero tropezó con el borde de su larga bata y cayó virtualmente a mis pies. Saqué mi propio revólver y lo tuve preparado.

Intentando aprovechar la confusión del momento, Jeremy Wollcott y Lester Thorn dieron media vuelta para huir en la dirección opuesta. No habían dado más de dos pasos, cuando Holmes les apuntó con la pistola incautada y se oyó su voz dominante.

– ¡Alto! ¡Alto, o dispararé!

Los dos hombres se detuvieron en seco, pues no podía dudarse de la sinceridad de las palabras de Holmes. Dieron media vuelta de mala gana, derrotados.

Holmes le entregó la pistola a James Farrington.

– Vigílelos, capitán, y también a la cocinera, hasta que estemos seguros de su inocencia. Pero dudo que el señor Trenton sea parte de esto.

El procurador empalideció y se enjugó la frente con un pañuelo.

– Desde luego que no -balbuceó-. ¡No había visto al tal Wollcott ni a lady Penélope antes de hoy!

– En lo que respecta a la última -replicó Holmes-, sigue siendo así.

Holmes fue hasta donde la anciana, o quien simulaba serlo, forcejeaba para levantarse del suelo. Alzando bruscamente a la persona para que diera la cara a los demás, Holmes agarró el velo transparente y el pelo gris que había bajo él y le quitó los dos de un tirón, provocando un grito de sorpresa en Grace Farrington. Bajo la peluca había un pelo cortado a cepillo de un color castaño oscuro, y, cuando Holmes le arrancó las hábilmente colocadas capas de gutapercha y pálido maquillaje, apareció la cara de un delgado joven.

– Este, a no ser que yerre en mi suposición, es un actor principiante llamado Anthony Cleason -anunció Holmes-. Tengo en el bolsillo un programa de una reciente producción teatral llamada «El dilema de la viuda», donde el señor Cleason interpreta el papel de una anciana. El nombre de Lester Thorn también aparece en él. El productor de la obra fue ni más ni menos que Jeremy Wollcott. Su nombre me resultó familiar cuando me lo mencionó usted esta mañana, señora Farrington. Todavía conservo un artículo del Daily Telegraph que habla de una ristra de obras producidas por el señor Wollcott, todas ellas rotundos fracasos. Fue esto, junto con su descripción del inesperado comportamiento de lady Penélope, lo que hizo que me preguntara si su primo no estaría preparando en la mansión Thaxton un drama de un tipo mucho más siniestro.

– Los sirvientes -dije abruptamente.

– Justamente, Watson. Debían ser despedidos, y no por problemas de dinero. Conocían a lady Penélope demasiado bien para no darse cuenta de la impostura. Pero, aunque Wollcott dijo a la señora Farrington que habían conservado a la cocinera, resulta obvio, por lo que supimos en la agencia, que la cocinera también fue despedida y reemplazada por otra. Eso me pareció enormemente sospechoso.

– Pero, ¿qué ha sido de lady Penélope, de la auténtica? -preguntó Grace Farrington angustiada.

– Creo que la respuesta a eso se encuentra aquí -replicó Holmes, moviéndose hacia la puerta antes escondida. Probó el pestillo y descubrió que no estaba echado. Abrió la puerta bruscamente.

– ¡Aquí tiene su habitación fantasma, señora Farrington! -dijo abriendo la puerta de golpe.

La joven contuvo el aliento cuando el interior de la habitación quedó al descubierto; luego frunció el ceño por la curiosidad y se acercó algo más para ver mejor. Cuando sus ojos recorrieron la habitación, una pasmosa revelación sustituyó a su curiosidad.

Sherlock Holmes entró en la habitación antes que ella, sus agudos ojos alertas al peligro.

– ¡Watson! -llamó-. Déme su revólver. ¡Rápido, hombre! Se requieren sus atenciones profesionales.

Me uní a él en la habitación, entregándole el arma al entrar. Holmes señaló un sofá junto a la pared, donde había una forma humana atada y parcialmente tapada por una cortina. Fui hasta ella y descubrí que era una mujer anciana.

– Tenía usted razón, Holmes. Ésta debe de ser la auténtica lady Penélope.

Grace Farrington se acercó más, llevándose la mano a la boca.

– ¿Está…?

– ¿Viva? ¡Sí! -grité-. Tiene pulso, pero parece estar drogada.

– Haga lo que pueda por ella, Watson -dijo Holmes.

Poco puedo hacer en este momento repliqué yo aflojando las cuerdas que la sujetaban a la silla-. Necesita aire fresco.

Holmes fue hasta una segunda puerta que había en una pared y, aunque estaba cerrada, consiguió abrirla a la fuerza. Al otro lado de ésta se veían los estantes del cuarto del servicio y, con las dos puertas abiertas, el aire empezó a correr por la habitación.

La habitación era más pequeña que el gran salón contiguo, pero también ésta tenía la altura de los dos pisos de la mansión. Arriba se veía la claraboya mencionada por Holmes, y la luz que entraba por ella iluminaba una habitación horriblemente abandonada. Había polvo por todas partes, y era obvio que el sitio llevaba muchos años sin ser utilizado. Las altas paredes forradas de madera oscura estaban llenas de trofeos de caza. Desde diversas alturas nos miraban las cabezas disecadas de antílopes y gacelas, de jabalíes y búfalos, con sus ojos de cristal brillando luminosos. Las telarañas que colgaban de las cabezas en espesas masas grises se agitaban mecidas por las corrientes de aire, dando la impresión de formas fantasmales. Las mesas contenían más trofeos un león aquí, un leopardo allí-, también polvorientos y llenos de telarañas. Había sábanas cubriendo sillas y vitrinas y, en un rincón, había un oso polar disecado, alzado sobre los cuartos traseros, con sus pezuñas alargadas de forma amenazadora.

– Ahora lo entiendo -dijo Grace Farrington arrodillándose junto a lady Penélope-. Este lugar es extraño y aterrador incluso a la luz del día. Pero, ¿qué era el brillo fantasmal que vi?

– La fecha es la clave -replicó Holmes-. Hace una semana hubo luna llena, y a la una de la madrugada debía quedar justamente encima de nuestras cabezas. Su fría luz entrando por la claraboya es lo que hizo que esta habitación fuera tan espectral. Las nubes debieron de oscurecer luego la luna, cuando miró en la otra habitación. En todo esto resultó crucial la oportunidad del momento. Si usted hubiera podido dormir y no hubiera bajado esa noche, nunca habría encontrado la puerta abierta y visto todo esto.

– ¿Y por qué estaba la puerta abierta?

– Estoy seguro de que su primo creyó que a esa hora no corría ningún peligro replicó Holmes-. En aquel momento debía estar aquí, en la habitación.

Grace Farrington acarició suavemente la frente de lady Penélope.

– ¿Quiere decir dragándola?

– Quizá, pero es más probable que buscara algo -Holmes se acercó a los aparadores que había junto a la puerta-. Recuerde que encontró ese sonajero y ese guante en el suelo. Eso sugiere una búsqueda apresurada.

– Pero yo no le vi, y no había ninguna lámpara encendida.

Holmes empezó a abrir cajones y a inspeccionar su contenido.

– Debió oírla venir y apagar la lámpara, si es que tenía una encendida. Era demasiado tarde para cerrar la puerta. Lo único que podía hacer era esconderse y ver quién era. Cuando usted se detuvo a recoger las cosas del suelo, aprovechó la oportunidad y apagó su vela, esperando no ser visto. No fue más que un afortunado accidente para él que usted se asustara del extraño aspecto del lugar y de los gemidos de lady Penélope.

– ¡Desde luego que me asusté! -dijo la señora Farrington.

– Enfrentándose al hecho de que usted podía volver en cualquier momento con ayuda, y no queriendo arriesgarse a una investigación más atenta, con el posible descubrimiento de su rehén, pensó en desacreditar su historia. Arrojó el guante y el sonajero al interior de la habitación, con la intención de ocuparse luego de ellos, cerró la puerta y despertó a su amigo actor, que dormía en el estudio. Una simple barra de jabón frotada en el suelo les permitió mover la gran librería con facilidad y en silencio. A continuación abrieron la puerta del salón contiguo y pusieron ahí su zapatilla para crear la ilusión de que era ésa la habitación que había visto. Anthony Cleason volvió al estudio, y su primo se escondió al otro lado de la escalera hasta que usted bajó con su marido. A continuación su primo simuló bajar de las escaleras e inició una conversación inocente. Al parecer también es un buen actor.

Grace Farrington meneó la cabeza con desmayo.

– ¡Y yo ni me di cuenta de que era otra puerta!

– La mayoría de la gente no lo habría hecho. No es de extrañar que el truco de su primo funcionase en una casa desconocida y a oscuras, y tras una experiencia tan aterradora. Seguía pudiendo acceder a la habitación mediante la puerta del cuarto del servicio, así que se limitó a mantener escondida a lady Penélope donde estaba, y seguir adelante con su plan de robarle sus riquezas mediante un testamento falso.

– Pero, Holmes -dije yo-, ¿qué me dice de la firma? Si alguien la comparase con la de un documento o una carta anterior…

– ¿Qué descubriría? ¿La temblorosa escritura de una mujer enferma? ¡Hasta un falsificador mediocre podría salirse con la suya! La clave del plan era dejar bien establecida su precaria salud, y hacer que su suplantador firmara el testamento ante un procurador y unos testigos. Al ser un pariente no mencionado en el testamento, la señora Farrington habría sido un testigo más que convincente, más que comprometido. También la habría convertido en cómplice del crimen, por lo que tuve que detenerla. Estoy seguro de que tenían previsto que la muerte de lady Penélope tuviese lugar poco después, de una forma u otra. Entonces el señor Cleason abandonaría su disfraz y compartiría la mal ganada herencia.

– Señor Holmes -dijo Grace Farrington de pronto-. Ha mencionado la muerte de lord Henry. ¿Sospecha que tampoco fue natural?

– En absoluto, querida señora. Lord Henry murió en un accidente de caza, en Africa, aplastado por un elefante solitario. Lo tenía olvidado hasta que miré por la claraboya y vi esos trofeos. Sospecho que fue por eso por lo que lady Penélope, apenada por la forma en que murió, ordenó cerrar la sala de los trofeos, y que por eso está tan descuidada. Al parecer esta habitación no se utiliza desde entonces, excepto con fines de almacén, hasta que vuestro primo la empleó para sus malvados proyectos. ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí?

Holmes había estado rebuscando en el cajón inferior de la cómoda cercana a la puerta, y ahora sacaba el fruto de su trabajo. Alzó los objetos para que pudiéramos verlos.

– El sonajero, señora Farrington -anunció-. Muy antiguo, a juzgar por su aspecto. Y el guante de mujer. Las manchas que usted mencionó sólo son producto del moho y la decoloración de los años. ¿Supongo bien al decir que son los que encontró aquella noche? Pero, aquí hay algo más que usted no vio. Quizá fuera el objeto de la búsqueda nocturna de su primo.

Holmes sacó una fotografía enmarcada para que pudiéramos verla. Era de dos mujeres muy jóvenes, en pie la una junto a la otra, en un jardín muy bien cuidado. La de la derecha sostenía un bebé en brazos.

– ¿Conoce usted a estas mujeres? -preguntó Holmes.

– ¡Oh, sí!-respondió Grace Farrington-. Estoy segura de que la mujer de la derecha es mi difunta abuela. ¡Qué joven está aquí! El bebé que sostiene debe ser mi madre, pues las ropas que lleva son de niña, y los demás hijos de mi abuela fueron niños.

La otra mujer bien puede ser la propia lady Penélope, Holmes -aventuré mirando a la foto y a la mujer drogada alternativamente-. El parecido es notable, pese a la diferencia de edad.

– Concuerdo con usted, Watson.

– Sí -afirmó la señora Farrington-. Pero no lo entiendo. ¿Qué podía haber en esta foto para provocar tal fascinación en mi primo? ¿Para que tuviera que registrar estos aparadores la misma noche de mi llegada?

Holmes estudió la foto un largo momento y, a continuación, clavó su mirada grave en los delicados rasgos de Grace Farrington.

No tendría sentido aventurar nada -dijo al fin-. En vez de eso, sugiero que los hechos provengan de la propia lady Penélope, cuando esté en condiciones. Doctor, ¿cree que es aconsejable moverla ya?

Volví a examinarla rápidamente y me sentí animado por lo que descubrí.

– Sí, su pulso se vuelve más regular. Creo que está en condiciones de hacerlo.

– Excelente -dijo Holmes, moviéndose hacia el pasillo-. Primero nos ocuparemos de poner a esos truhanes a buen recaudo, y luego improvisaremos una litera para transportar a lady Penélope a unos aposentos más convenientes. Una vez hecho eso, saldré con el procurador. Señor Trenton, necesitaré que dé su testimonio a las autoridades.

Encantado, señor-fue la respuesta del procurador.

Ah, buen muchacho. Capitán, vamos a ocuparnos de sus prisioneros.

Fue unas dos semanas después, con el tiempo notablemente mejorado, cuando Grace Farrington nos visitó nuevamente, esta vez acompañada de su marido. Entregó a Sherlock Holmes un grueso sobre lleno de billetes de banco.

De parte de lady Penélope -dijo-, en agradecimiento por sus extraordinarios servicios.

Holmes lo aceptó con una reverencia.

Es muy amable. Dígame, ¿cómo se encuentra?

Completamente recuperada. Por fortuna, su constitución es fuerte, y no tiene nada que ver con la impresión que quiso darnos mi primo. También es tan dulce y encantadora como me habían hecho creer sus cartas.

¡Maravillosas noticias!

Naturalmente, tampoco tiene problemas económicos, así que hemos vuelto a contratar a los sirvientes, y mi marido está haciendo todo lo que puede para ayudarla a arreglar los terrenos. Lady Penélope insiste en que ahora también es nuestra casa.

Entonces lodo ha salido bien -replicó Holmes. ¿Y le hicieron la pregunta de la foto?

– Así es. Me lo ha contado. Fue toda una revelación -dijo bajando un instante los ojos y sonrojándose-. Tome, señor Holmes. Se lo explica en una carta que me pidió que le entregase. Gracias. ¡Muchas gracias a los dos!

Tras esto, nos dio un abrazo a cada uno, para gran consternación de Holmes. Entonces ella y su marido nos desearon un buen día y abandonaron nuestro piso de Baker Street.

Holmes se sentó con un suspiro en su sillón, abrió la carta y la leyó en silencio durante un largo rato, pese a mi obvio interés. Entonces sonrió.

– ¡Ah! -dijo-. Tal y como sospechaba.

– ¿El qué, Holmes? No me tenga en suspenso.

– Usted notó en la mansión Thaxton que la mujer sin identificar de la vieja foto se parecía a lady Penélope, cosa muy cierta. Pero, al parecer, no notó que también tenía un notable parecido con nuestra cliente, Grace Farrington.

– ¿Con la señora Farrington? Vaya, sí. Supongo que tiene razón.

– Y con buenos motivos. Parece ser que lady Penélope, algunos años antes de casarse con lord Henry, tuvo una breve e infortunada relación con otro hombre. Tuvo un hijo, y como era joven y soltera, y de familia de alcurnia, se dispuso que su hermana adoptara al niño y lo educara como si fuese suyo.

– Entonces, ¿lady Penélope no es la tía abuela de la señora Farrington, sino su abuela?

– Así es -replicó Holmes-. Al parecer Jeremy Wollcott encontró la foto mientras exploraba la sala de trofeos, y le chocó tanto el parecido de la señora Farrington con la joven lady Penélope que tuvo que volver a verla. Irónicamente, eso fue su perdición. -Mi compañero me dirigió entonces una mirada compasiva-. Hay una cosa más. Debido a la naturaleza de esta información, lady Penélope me pide que conservemos todo este asunto en secreto, al menos hasta un previsible futuro.

– ¡Pero, Holmes! -grité-. Ya he pasado al papel todo lo sucedido.

– Vamos, vamos, amigo mío. No podemos hacer más que lo que nos pide.

Yo suspiré profundamente.

– Muy bien. Tiene usted razón, por supuesto. Guardaré el relato con los demás casos de naturaleza delicada, y me limitaré a esperar que vean su publicación en alguna fecha posterior. -Guardé silencio durante un largo momento-. Pero hay algo que sigue preocupándome. El gran temple que tuvieron Wollcott y los demás para continuar con su impostura incluso después de la llegada de los Farrington, e incluso cuando nosotros entramos en escena.

– No tenían otra elección -dijo Sherlock Holmes-. Para entonces ya estaban muy metidos en su plan. Además, mi querido Watson -añadió con un guiño-, ¿cuándo ha visto usted a un actor, sea bueno o malo, que no prefiera tener una audiencia mayor?

EL REGRESO DE LA BANDA DE LUNARESEdward D. Hoch

El mes de abril del 83 siempre será recordado como la época en que mi buen amigo Sherlock Holmes y yo viajamos a Stoke Moran, en Surrey, con motivo de ese caso tan singular y escalofriante que he titulado en alguna parte como «La Aventura de la Banda de Lunares». Hasta ahora nada he escrito sobre los sucesos aún más extraños que conformaron una especie de secuela a aquel notable asunto. Acabaron relacionándonos con un criminal especialmente astuto y despreciable, y con una situación tan peligrosa como la de la memorable noche en que Holmes y yo hicimos guardia en el dormitorio de Helen Stoner en Stoke Moran.

Pero estoy adelantándome a los acontecimientos. El caso empezó realmente en septiembre del 83, unos cinco meses después de la conclusión del asunto de la banda de lunares. Estábamos pasando una temporada tranquila en Baker Street, y Holmes aprovechaba la calma para empezar a trabajar en su monografía sobre orejas humanas. Yo leía el Times de la mañana, cuando llamó la señora Hudson anunciando la llegada de un visitante.

– ¿Hombre o mujer? -preguntó Holmes, alzando la mirada de su manuscrito.

– Un hombre, señor. Alto, con cabellos negros como el carbón y ojos oscuros. Dice que es muy importante.

– Hágale entrar, entonces, señora Hudson.

Ella volvió un momento después con un hombre que era tal y como lo había descrito. Dijo llamarse Henry Dade y aceptó el asiento que le señaló Holmes.

– Gracias por recibirme tan pronto -empezó. En su voz había trazas de algún acento, pero no pude localizarlo-. Es muy importante.

– Ah, señor Dade -dijo Holmes, dando un paso hacia delante con una sonrisa en los labios-. Veo que ha renunciado a la vida errante de un gitano y se ha establecido en el noble comercio de la herrería.

El hombre de cabello negro se echó hacia atrás alarmado.

– ¿Quién le ha dicho que soy un gitano? ¿Ha venido Sarah antes que yo?

– No, no. Me he limitado a observar el agujero casi cerrado que hay en cada lóbulo de sus orejas, donde antes estaban los pendientes. Y su camisa chamuscada por la poca familiaridad con el manejo de los fuelles; la zona chamuscada se detiene abruptamente en el sitio donde la cubriría un mandil de herrero.

– Es usted un mago, señor Holmes. Todo lo que he oído sobre usted es cierto.

– Siéntese y deje que le prepare una taza de café caliente. El aire de estas mañanas de septiembre resulta algo frío. Y le ruego que me cuente la misión que le trae a mi morada.

Henry Dade dirigió una mirada insegura en mi dirección.

– Es de naturaleza confidencial…

– Watson es mi mano derecha. Estaría perdido sin él.

– Muy bien. -Dade aceptó el comentario y se sentó para contar su historia-. Como ya sabe, hace poco que abandoné la vida vagabunda de un gitano para convertirme en herrero, en la aldea de Stoke Moran, al oeste de Surrey…

Las palabras tuvieron un efecto inmediato en Sherlock Holmes.

– ¡Stoke Moran! ¿Era usted el herrero de ese lugar en abril de este año?

– Lo era, señor. Estoy al tanto de sus tratos con el doctor Roylott. Quizá haya oído que tuvimos una disputa la última semana de marzo, poco antes de su visita. Roylott me arrojó a un río por encima del parapeto. Quería haber hecho arrestar al hombre, pero su hijastra, Helen Stoner, me pagó una buena suma para acallar el incidente.

Holmes había llamado a la señora Hudson, y cuando ésta apareció le pidió que trajera café, dirigiéndose a continuación al visitante.

– Dígame, ¿cómo está la señorita Stoner desde los infortunados acontecimientos del pasado abril?

– Está de vacaciones en el sur de Francia, recobrándose de su penosa experiencia.

– ¡Bien, bien! Prosiga, por favor.

– Grimesby Roylott siempre fue un amigo para los gitanos vagabundos y les permitía acampar en sus terrenos. De hecho, de eso discutíamos el día en que me arrojó al río. Mi hermano Ramón se había quedado con la banda de gitanos en las propiedades de Roylott y quería que volviera con ellos. Se oponía a mi matrimonio con Sarah Tinsdale, una joven de la aldea. Decía que yo había traicionado el modo de vida gitano. Ese día acusé a Roylott de envenenar la mente de Ramón contra mí, y me arrojó al agua.

»Como ya sabe, Roylott era propietario de una cheetah y un babuino que vagaban libremente por sus tierras. Tras su muerte el pasado abril, la señorita Stoner decidió disponer de ellos. Mi hermano Ramón le hizo una oferta que ella aceptó. Se llevaría los animales, junto con cualquier otra clase de vida salvaje que pudiera encontrar en la propiedad. La señorita Stoner sólo quería librarse de ellos.

– Prosiga.

– Una de las cosas que mi hermano encontró en el lugar fue un compañero de la temible banda de lunares, la mortífera culebra de los pantanos, causante de los trágicos eventos del pasado abril.

– ¡Es imposible! -exclamé-. Sólo había una serpiente, y vi a Holmes arrojarla personalmente a la caja de hierro. La policía dispuso luego de ella.

– Roylott tenía una segunda serpiente en una jaula de alambre que guardaba en una de las cabañas anexas a la casa. Mi hermano la encontró y se la llevó junto con la cheetah y el babuino. Me temo que ahora pretende utilizarla del mismo modo que Roylott, para causarnos daño a mi esposa o a mí.

– ¿Le ha amenazado?

– Peor aún, ha amenazado a Sarah. Se cruzó con ella en la aldea hace dos días. Llevaba la serpiente consigo, en su carromato, y se la enseñó. Le dio un susto de muerte.

Holmes cogió su pipa y la llenó de tabaco.

– A mí me parece, señor, que su problema concierne a la policía local en vez de a un detective consultor de Londres. No hay ningún misterio que resolver, y no tengo por costumbre proporcionar servicio de guardaespaldas.

– He acudido a usted por el incidente anterior, señor Holmes. Dicen que la culebra de los pantanos es la serpiente más mortífera de la India. Usted se ha enfrentado a una y la ha vencido. Le suplico que nos proteja a Sarah y a mí de la ira de mi hermano.

Casi podía ver la indecisión escrita en la cara de Holmes. La señora Hudson entró en ese momento con un humeante puchero de café y la expresión fue sustituida por su familiar sonrisa.

– Ciertamente puedo hablar con él. Impedir un crimen por adelantado es preferible a resolverlo una vez se ha cometido el acto.

– ¿Entonces vendrá a Stoke Moran?

– Mañana tomaremos el primer tren que salga -prometió Holmes-. Puede reservamos una habitación en el mesón La Corona. Lo recuerdo como un alojamiento suficientemente agradable.

Nuestro visitante se marchó después de tomar el café, y Holmes observó por la ventana cómo se alejaba.

– ¿Qué sucede? -pregunté-. Parece incómodo, Holmes.

– Toda la historia parece rebuscada en extremo, Watson. Esta historia de una segunda serpiente quizá no sea más que un truco gitano de alguna clase.

– ¿Por qué vamos entonces?

Holmes sonrió antes de contestarme.

– Si es una trampa, deseo averiguar cuál es su propósito, y si representa algún peligro para la señorita Stoner cuando vuelva de sus viajes.

Recordando nuestra anterior excursión a Stoke Moran, metí mi revólver en el bolsillo del abrigo cuando salimos por la mañana. Era un húmedo día de otoño, uno de los primeros que seguían a un verano inusualmente agradable. El tren de la estación de Waterloo llegó a su hora y lo tomamos hasta Leatherhead, alquilando un coche en la taberna de la estación, tal y como hicimos en el viaje precedente, casi seis meses antes.

– Esta vez el tiempo no es tan agradable -remarcó Sherlock Holmes-. Pero la primavera siempre alberga más promesas que el otoño. ¡Mire, Watson! ¡Ahí está el campamento gitano!

Estábamos pasando ante el frontón gris y el elevado y puntiagudo tejado de la mansión del difunto Grimesby Roylott, y a lo lejos, casi a la misma distancia en que estaba la arboleda, podía verse el hilillo de humo de un fuego de campamento.

– Cierto. Creo que puedo ver a uno de esos animales, la cheetah, rondando en libertad.

– ¡Conductor, haga el favor de dejarnos aquí! -gritó Holmes.

– Hay una caminata de una milla hasta el pueblo -dijo el conductor de sombrero negro volviéndose hacia nosotros.

– No importa. La recorreremos a pie.

– Es todo recto por este camino.

Holmes le pagó y bajamos del coche, contemplando cómo daba la vuelta para regresar a Leatherhead. Entonces empezamos a caminar por el campo, cruzando la valla que bordeaba el camino y subiendo por la suave cuesta de la colina, en dirección al campamento gitano. Al acercarnos, la cheetah sintió nuestro olor y se agazapó. Durante un tenso momento, mi mano buscó mi revólver en el bolsillo del abrigo, pero entonces apareció un joven gitano, con una colorida camisa, y corrió para coger al animal del cuello.

– Busco a Ramón Dade -dijo Holmes-. Me han dicho que es el propietario de este animal.

– Yo soy Ramón -repuso relajando el cetrino rostro-. ¿Quién le envía aquí?

– Me llamo Sherlock Holmes. Vengo de Londres a petición de su hermano Henry.

– ¡Henry!-casi escupió la palabra-. Ya no es mi hermano. Abandonó su tribu para vivir en la aldea.

– Se ha casado y ahora es herrero.

– Tenemos caballos. Podría haber sido nuestro herrero, pero esa mujer se lo llevó.

– ¿Su esposa Sarah?

– No hablaré de ella.

– Dice que la amenazó con una serpiente y la asustó terriblemente.

– Eso son mentiras.

– Pero usted tiene una serpiente, una compañera de la culebra de los pantanos que mató al doctor Roylott.

– Compré los animales a la señorita Stoner. Una cheetah y un babuino.

– Y una culebra de los pantanos.

– Ella dijo que podía quedarme cualquier otro animal que encontrase en sus propiedades. Su padrastro tenía una segunda serpiente en una jaula en un viejo cobertizo.

– Lléveme a ella-pidió Holmes.

El gitano titubeó. Algunos de los demás miembros del campamento habían interrumpido sus actividades para observar nuestra conversación, y una vez más me alegré de haber traído el revólver conmigo. Pero nadie sacó un cuchillo o cualquier otra arma. Un niño pequeño apareció llevando al babuino de una correa y la situación pareció distenderse en seguida. Quizá me equivocaba al sentirme amenazado por esa gente.

– Puede ver la serpiente, si quiere -decidió Ramón Dade con cierta reticencia-. Venga por aquí.

Le seguimos hasta un cobertizo situado junto al antiguo jardín, ahora cubierto de hierbajos y flores silvestres.

– ¿Conservará la casa la señorita Stoner? -preguntó Holmes.

– No. Le trae demasiados malos recuerdos. Ya la ha puesto en venta. El nuevo propietario querrá echarnos, y tendremos que irnos a otro sitio.

– ¿Por eso le insiste a su hermano para que vuelva, para no tener que separarse?

– Debe elegir entre esa mujer y su pueblo -dijo alzando la aldaba de la puerta de madera.

Le seguimos al interior. El lugar estaba lleno de telarañas y, en la escasa luz, me dio la impresión de que rebosaban arañas. Ese pensamiento me enervó tanto que olvidé que habíamos entrado en este lugar para ver la serpiente más mortífera de la India, una criatura mucho más peligrosa que cualquier araña. Ramón tanteó en un estante buscando una linterna, que encendió a continuación.

– ¡Ahí tiene la banda de lunares! -anunció entonces con voz apagada.

Un resuello escapó de mis labios cuando la luz de la linterna cayó sobre la jaula de alambre. Al principio sólo vi una roca, ligeramente mayor a la cabeza de un hombre, y una rama de árbol. Entonces mis ojos se clavaron en la peculiar banda, la banda de lunares, enroscada alrededor de la roca. Empezó a moverse mientras Holmes y yo la mirábamos.

– ¡Dios mío, Holmes!

– Calma, Watson.

Fue mi primera visión atenta de la criatura cuyo compañero se había llevado dos vidas.

– La culebra de los pantanos -dije con un resuello.

– Un retoño poco conocido de la familia Krait -dijo Holmes, volviéndose al gitano-. Esta criatura debe ser destruida, o al menos confinada en un zoo. Su mordedura causa la muerte en menos de diez segundos. Todas sus vidas corren peligro.

– He estado extrayéndole el veneno -repuso Ramón Dade-. Tendremos que mudamos pronto, y la serpiente viajará con nosotros.

Mientras hablaba, la criatura alzó la cola y su cabeza regordeta se agitó suavemente mientras nos miraba. Retrocedí un paso, temiendo que intentara atacar a través de la rejilla metálica.

Salimos fuera de la cabaña, donde Holmes hizo una última advertencia.

– Deje que su hermano y su esposa vivan en paz -avisó-. Deje de asustarla con la serpiente.

– No tengo hermano, y no asusto a esa mujer.

Mientras Holmes y yo caminábamos de vuelta al camino, observamos que uno de los gitanos nos vigilaba. Me pregunté quién era y si tendría algún interés especial en nuestra visita.

– ¿Y ahora qué, Holmes?

– Tengo que ver a otra persona que quizá arroje alguna luz sobre el asunto. Sarah Dade, la esposa de Henry.

Nuestros alojamientos en el mesón de La Corona, consistentes en un dormitorio y una sala de estar, eran tan buenos como en nuestra primera visita, aunque esta vez la vista de que gozábamos pertenecía a la aldea en sí, en vez de a la casa solariega de los Roylott. Tomamos un almuerzo ligero abajo, en el comedor, donde Holmes preguntó por la dirección de la herrería. Resultó estar en la siguiente manzana, cerca del pequeño riachuelo que dividía la aldea en dos.

– Sin duda éste es el mismo parapeto donde se pelearon el doctor Roylott y Henry Dade -recalcó Holmes cuando pasamos junto a él.

Entró delante en el establecimiento, donde vimos a Dade trabajando con unas herraduras en el yunque. Éste interrumpió su trabajo al vernos, hundiendo el humeante metal en una pileta de agua fría.

– ¡Señor Holmes, doctor Watson! Bienvenidos otra vez a nuestra pequeña aldea. ¿Han tenido un viaje agradable?

Muy agradable -dijo Holmes-. En el camino nos detuvimos en el campamento gitano para hablar con su hermano Ramón.

El cuerpo de Henry Dade se puso rígido.

– ¿Qué ha dicho? ¿Admitió tener la otra serpiente?

– ¡Oh, sí! De hecho nos la enseñó.

– Es, como mínimo, desvergonzado.

– Quisiera hablar con su esposa, si es posible.

– Por supuesto. La llamaré.

Tenían la vivienda en el piso superior, encima de la herrería, y la mujer bajó rápidamente en respuesta a sus llamados. Sarah Dade era una mujer delgada, de cara bonita y manos nerviosas. Su cabello negro estaba recogido en un moño. Llevaba un chal de punto alrededor de los hombros, sobre un vestido marrón oscuro que le llegaba al suelo.

– ¿Es usted el señor Holmes? -preguntó-. Mi marido me ha contado la visita que le hizo.

– Pensé que podríamos hablar sobre su encuentro con su cuñado.

– Ayúdalo en todo lo que puedas -le dijo Henry Dade a su mujer-. Yo estaré arriba, descansando unos instantes. Hacer herraduras es un trabajo agotador.

Sarah Dade sonrió cuando él se retiraba.

– Le gusta echar alguna que otra cabezada. La vida del herrero es para hombres más jóvenes.

– ¿Cuántos años tiene su marido?

– Cumplirá cuarenta y cinco dentro de unos meses. Su hermano Ramón es diez años más joven. Su familia tenía algo de oro, que siempre hereda el hijo mayor, y Henry lo empleó para comprar este establecimiento. A Ramón le molesta que haya abandonado la vida de gitano. Y, más que nada, le molesta que Henry se casara conmigo y utilizara el dinero en comprar este local.

– ¿La ha amenazado?

– En más de una ocasión. Me enseñó esa maldita criatura -sí, maldita por Dios desde el principio de los tiempos-y me dijo que la banda de lunares podría atacamos desde cualquier parte. Me recordó el bastón de Aarón de la biblia, el que se convirtió en una serpiente.

– ¡Holmes! -dije señalando a la calle, donde una figura se movía por la acera contraria.

– ¿Qué pasa, Watson?

– ¡Ese gitano del campamento! Creo que nos ha seguido.

– Es Manuel -dijo Sarah Dade-. Es un débil mental inofensivo. Nos hace recados. No todos los gitanos son nuestros enemigos. Sólo Ramón nos causa problemas.

– Esperemos que nuestra visita de hoy le desanime -dijo Holmes-. Pasaremos la noche en La Corona y mañana volveremos a Londres en el primer tren. Así estaremos cerca por si sucede alguna cosa inusual.

– Suban a ver a Henry antes de irse.

– Muy bien.

La seguimos por la estrecha escalera hasta los aposentos del segundo piso. Abrió la puerta de un confortable saloncito, y pude ver a su marido sentado en una gran butaca, con la cabeza inclinada, aparentemente dormido. Ella caminó hasta él, abrigándose con el chal como si se protegiera de un frío repentino. Se inclinó ante él, lo sacudió y dijo su nombre.

– ¡Henry! El señor Holmes y el doctor Watson se marchan.

– ¿Está bien? -preguntó Holmes, con repentina alarma en la voz.

– ¡Oh, Dios mío!-dijo Sarah retrocediendo, llevándose una mano a la boca-. Está…

Se derrumbó desmayada antes de que yo pudiera llegar a ella. Holmes corrió hasta el hombre de la silla.

– ¡Tenga cuidado, Watson! -advirtió-. No estamos solos en la habitación.

Hice una inspección ocular de todos los rincones, con el revólver en la mano.

– Holmes, ¿quiere decir…?

– Henry Dade ha muerto. En su cuello se ven las punciones gemelas de los colmillos de una serpiente. Es otra vez la banda de lunares.

Ayudé a Sarah a recuperarse con la ayuda de unas sales olorosas, y ella insistió en acudir a la policía, mientras Holmes y yo registrábamos la habitación en busca de la mortífera culebra de los pantanos.

– Quizá haya vaciado sus colmillos, pero aún sigue siendo peligrosa -advirtió Holmes-. Tenga el arma preparada.

– La ventana está cerrada, Holmes. ¿Cómo ha podido entrar en la habitación esa terrible criatura?

– Quizá conozcamos la respuesta cuando la encontremos.

Pero no encontramos a la culebra de los pantanos ni a ninguna otra serpiente en la habitación donde estaba el cuerpo de Henry Dade. Se registró sin resultado cada pulgada de la habitación. Yo tuve especial cuidado con el paragüero, temiendo que uno de los bastones cobrara vida en mi mano como le sucedió a Aarón, pero continuaron siendo de madera.

– No está aquí -dije por fin, tras media hora de búsqueda.

– Estoy de acuerdo, Watson.

Sarah había vuelto con el agente de policía Richards, un corpulento joven con poca experiencia en muertes violentas.

– Tendré que llamar a Scotland Yard -nos dijo-. Aquí no tenemos recursos para investigar un asesinato mediante la mordedura de una serpiente.

– El doctor Roylott… -empecé a decir.

– La investigación oficial dictaminó que el doctor Roylott murió accidentalmente, cuando jugaba con una mascota peligrosa. Pero usted dice que esto es un asesinato.

– La esposa de la víctima dice que lo es -corrigió Holmes-. Yo aún no he concluido mi investigación de los hechos.

– Lo mató su hermano -insistió Sarah Dade-. No hay otra explicación.

– No parece haberla -concordó Holmes-, pero, por favor, dígame cómo se introdujo en la habitación esa mortífera serpiente.

Al bajar, dejé la ventana entornada. Henry debió cerrarla cuando subió a dormir. La serpiente debió entrar por ella y esconderse en alguna parte.

– Pero, ahora, aquí no hay ninguna serpiente -indicó mi amigo. Y, después de ser mordido, su marido no estaba en condiciones de abrirle la puerta o la ventana a la serpiente. Recuerde que el doctor Roylott sólo vivió diez segundos.

– Es verdad -concedió ella-. Dios mío, ¿será posible que Ramón tenga el poder de convertir bastones en serpientes?

– Sea cual sea su poder, necesitamos hablar con él -decidió Holmes-. Y también con ese otro gitano, Manuel. Estaba al otro lado de la calle cuando se cometió la fechoría.

No había ningún médico en la aldea, así que fui yo quien declaró oficialmente muerto a Henry Dade. Aunque tenía poca experiencia con muertes por mordedura de serpiente, los síntomas parecían ser claros. Y, aunque la muerte por mordedura de serpiente no suele ser tan instantánea, sabíamos que era posible por el caso del doctor Roylott.

Cuando Ramón Dade llegó en compañía del agente Richards, se dirigió inmediatamente hacia el cuerpo de su hermano. Cuando se enfrentó a nosotros, tenía lágrimas en los ojos.

– Yo no he hecho esto. La serpiente ha estado todo el día en su jaula de la cabaña.

Sherlock Holmes se acercó a él.

– ¿Niega haber amenazado a la esposa de su hermano con esa serpiente?

– Sí, la amenacé -admitió-. Alejó a Henry de su familia por su oro. Mi hermano nos pertenecía a nosotros, no a ella.

– ¿Qué hay de la serpiente? -le preguntó Holmes al alguacil.

– La tengo en el coche, con su jaula.

– ¿Y el otro gitano, Manuel?

– Está abajo, pero no conseguirá ninguna información de él.

– Veremos -dijo Holmes.

Le seguí abajo para hablar con el gitano llamado Manuel. Cuando le vi de cerca, me impresionó la fea deformidad del hombre. El pobre diablo había sufrido alguna herida en su infancia que le había lesionado el funcionamiento del cerebro. Las pocas palabras que conocía eran puro ruido, apenas identificables por mis oídos.

Manuel -dijo Holmes-. Viniste esta tarde por aquí.

– Sí…

¿Te gustaban Henry y Sarah?

– Sí, gustaban.

– ¿Les hacías recados?

Asintió con la cabeza, sonriendo por haberlo entendido.

¿Y les trajiste hoy una serpiente, la serpiente de los gitanos?

Esto necesitó algo más de reflexión, pero finalmente sacudió la cabeza.

– No, serpiente no.

– ¿Alguna vez has tocado a la serpiente en su caja?

– ¡No, no! Serpiente mala.

Holmes suspiró exasperado e intentó un enfoque diferente.

– ¿Cogió hoy Ramón la serpiente? ¿Le has visto hoy con la serpiente?

Negó con la cabeza, pareciendo asustado.

– Muy bien -decidió Holmes. Aquí no descubriremos nada más. Vamos a mirar al villano en su jaula. Quizá nos diga cómo se cometió el crimen.

Para mí, la culebra de los pantanos tenía el mismo aspecto que unas horas antes. Sus motas pardas me parecieron casi hermosas, y debí recordarme que era una mortífera asesina.

– Tiene casi tres pies de largo, Holmes -observé.

– Casi la longitud de un bastón.

– ¿Otra vez con eso? Ya examinamos los que estaban en el paragüero.

– Sí que lo hicimos. ¿Y no le pareció extraño que un gitano convertido en herrero, un hombre razonablemente vigoroso en la cuarentena, tuviera esos bastones? Desde luego, no los necesitaba para apoyarse en ellos, y no llevaba ninguno ayer en Londres. ¿Qué hacen en su salón? ¿Qué finalidad tienen?

– Holmes, ¡no puede creer que la serpiente estuviese oculta en uno de esos bastones! Y aunque hubiera sido así, ¿cómo consiguió Ramón recuperarla?

– Hablemos con Sarah Dade sobre esta cuestión tan interesante de los bastones superfluos.

Sarah pareció sorprendida ante la pregunta de Holmes, pero la respondió de inmediato.

– Pertenecían al padre del anterior herrero, que murió el año pasado. Cuando el herrero se trasladó, dijo que no le eran de ninguna utilidad y los dejó con nosotros. Me pareció que quedaban bien en el paragüero.

– ¡Qué simple resulta la explicación! -dijo Holmes con una carcajada Watson, deberá recordarme esto la próxima vez que le parezca demasiado pomposo y seguro de mis deducciones.

Se decidió que Sarah Dade pasase la noche en el mesón de La Corona, por si daba la casualidad de que hubiera dos serpientes, una de ellas aún libre y sin descubrir en la vivienda de la herrería. El alguacil había prometido para la mañana siguiente una búsqueda más exhaustiva del mobiliario y los armarios, cuando llegase la gente de Scotland Yard para unirse a la investigación.

Cenamos con Sarah en el mesón, y ella seguía comprensiblemente perturbada polla muerte de su esposo.

– Fui yo quien insistió en que acudiera a usted -le dijo a Holmes- ¡Tenía tanto miedo de que sucediera algo como esto! Ahora ha muerto, y no me queda más que el recuerdo del breve tiempo que pasamos juntos.

– Su asesino será entregado a la justicia -le prometió Holmes.

Yo había supuesto que nos retiraríamos temprano y que pasaríamos una noche tranquila, pero, una vez en nuestras habitaciones, mi amigo empezó a recorrer el cuarto de un lado al otro como un animal enjaulado, sumido en profundos pensamientos. Por fin pareció tomar una decisión.

– Hay cosas que deben hacerse esta noche, Watson. Acompáñeme, y traiga su revólver.

– Holmes…

Pero no me diría nada más y, antes de darme cuenta, estábamos dejando el mesón amparados por la oscuridad, saliendo precavidamente por la puerta de atrás. Nos movimos por callejuelas, llegando a la herrería por su trasera y abriendo en silencio la puerta de atrás.

– Antes, me tomé la libertad de abrir esta puerta -me explicó entre susurros-. Ahora muévase en silencio. Vamos arriba, a la vivienda.

– ¿Cree que la serpiente sigue allí?

– Y a veremos.

Le seguí en la oscuridad, apenas capaz de distinguirle mientras subía lentamente los escalones, probando primero cada uno de ellos para saber si crujían.

– Sáltese éste, Watson -susurró a medio camino-. ¡No haga ningún ruido!

Entramos en el salón donde habían matado a Henry Dade y me hizo señas para que me apostara detrás del sofá.

– Mi revólver, Holmes -dije, ofreciéndoselo.

Lo rechazó con un gesto.

– Manténgalo preparado, Watson, pero no lo utilice a menos que yo se lo diga.

Fue como la noche que pasamos en el dormitorio de la señorita Stoner, una terrible vigilia en la oscuridad, y medio esperaba volver a oír el suave y claro silbido con que Roylott llamaba a la banda de lunares. El tictaqueo del reloj que había en la repisa de la chimenea fue el único sonido que oímos durante largo rato. Una pierna se me acalambró debajo de mí e intenté moverla hasta una posición más cómoda.

En ese instante oímos un crujido en las escaleras. Alguien, algo, se acercaba. Cuando la puerta se abrió lentamente hacia dentro, aferré el revólver con más fuerza. La figura que entró apenas podía discernirse en la oscuridad. Cruzó rápidamente la habitación y pareció arrodillarse junto a una de las sillas.

Fue entonces cuando Holmes actuó. Encendió una cerilla y gritó:

– ¡No se mueva! ¡Somos dos!

La figura se sobresaltó y Holmes saltó hacia adelante, con el brazo derecho alzado como para detener un golpe. La cerilla cayó al suelo y se apagó, volviendo a sumimos en la oscuridad. Oí el forcejeo, la respiración agitada, y corrí con mi arma.

– ¡Holmes! ¿Se encuentra bien?

– Eso creo, Watson, aunque estuvo muy cerca. Encienda otra cerilla, ¿quiere?

Lo hice, y a su brillo vi que tenía a Sarah Dade inmóvil contra el suelo. En su mano derecha, cuidadosamente sujeta por la poderosa garra de Holmes, había un par de agujas hipodérmicas atadas la una a la otra con un cordel.

– Aquí, Watson -jadeó Holmes mientras la mujer forcejeaba por liberarse-. ¡Aquí tiene los colmillos de la banda de lunares, y no son menos mortales que los de verdad!

Sherlock Holmes se explicó, una vez se llamó al agente Richards, y Sarah Dade fue puesta a su custodia.

– Estaba seguro de que vendría esta noche a coger esas agujas. Los hombres de Scotland Yard registrarían el lugar por la mañana, y no podía arriesgarse a que las encontrasen.

– Sigo sin comprenderlo, Holmes -admití-. Henry Dade presentaba todos los síntomas de haber muerto por la mordedura de una serpiente.

– Todo fue un hábil plan para deshacerse de un marido con el que sólo se había casado por su oro. Pese al veredicto de muerte accidental, el crimen del doctor Roylott era muy conocido en la aldea, naturalmente, como también lo era mi papel en la investigación. Cuando Ramón, el hermano de Henry, le enseñó a Sarah la serpiente e hizo algunos comentarios ambiguos, ella decidió interpretarlos como amenazas. Incluso fue aún más lejos, convenciendo a su marido para traerme aquí para protegerlos. Estando nosotros en la escena del crimen, cuando Henry Dade fuera asesinado, seguramente sería considerado otro crimen como los anteriores relacionados con esa mortífera serpiente. Preparó el crimen de tal forma que pareciera imposible que ella lo había cometido.

– ¡Fue imposible, Holmes! -insistí-. Sarah Dade estaba con nosotros en la herrería cuando mataron a su marido.

– Eso me pareció en su momento, Watson. Pero recuerde que Henry subió para dormir un poco, y que incluso parecía dormir cuando entramos en la habitación. Es exactamente lo que hacía, dormir en su sillón, hasta que Sarah acabó con su vida en nuestra presencia, inyectándole veneno en el cuello.

– ¿Quiere decir que vimos cometerse el asesinato?

– Eso me temo, Watson. ¿Recuerda la forma en que se abrigó con el chal? Fue para ocultar las dos agujas que había preparado con anterioridad. Hasta le agitó para cubrir su involuntaria sacudida al inyectarle el veneno. Murió casi al instante, y ella le tapó la cara en esos cruciales segundos. Entonces ya sólo le quedaba deshacerse de las agujas. Simuló desmayarse y, mientras estaba en el suelo, las guardó en la aparte inferior del sillón. Intentaba recuperarlas cuando la sorprendimos.

– ¿Qué había en esas agujas, Holmes?

– El veneno que Ramón Dade ha extraído de los colmillos de la culebra de los pantanos. Recuerde que nos dijo estar haciéndolo para mayor seguridad y, sin duda, también se lo dijo a Sarah cuando le enseñó la serpiente. Estoy seguro de que pagó al tonto de Manuel para que robase el veneno y se lo trajera. Les hacía recados en ocasiones y no se daría cuenta de la importancia de su tarea.

– ¿Cómo supo que era culpable, Holmes?

– Fue más cuestión de saber que la serpiente debía ser inocente. Confió en que la ventana estuviera entreabierta, pero Henry debió cerrarla cuando subió a echarse la siesta. No había manera de que la serpiente hubiera escapado, y no estaba en la habitación cuando la registramos. Las marcas gemelas de su cuello también me resultaron muy sugerentes. Estaban justo donde Sarah se inclinó sobre el hombre dormido. Pero, para estar seguro, necesitaba atraparla cogiendo esas agujas hipodérmicas.

– ¡Podía haberle matado, Holmes!

– Igual que la banda de lunares en nuestra visita anterior.

– La próxima vez que vengamos a Stoke Moran…

Sherlock Holmes me interrumpió con una carcajada.

– Espero, Watson, que ésta sea nuestra última visita. ¡Cojamos el primer tren y volvamos a la paz y la tranquilidad de Londres!

LA AVENTURA DEL INCOMPARABLE HOLMESJon L. Breen

Resulta difícil saber en cuántas ocasiones me ha entregado mi amigo Sherlock Holmes una carta o una tarjeta de visita, o cualquier otro objeto o mensaje, y me ha pedido que lo interpretase. Aunque nunca podía extraer de esos objetos tanta información como él, siempre disfrutaba con ese juego y me hago la ilusión de haber sido capaz, en alguna ocasión, de transmitir algún retazo de información que sirviera de ayuda a mi dotado compañero. En una de mis visitas periódicas a las viejas habitaciones de Baker Street, poco después de que alborease el presente siglo, mi amigo me entregó dos mensajes para mi inspección, y sí que eran singulares.

En los dos casos, el liso papel blanco parecía bastante vulgar, la mano que los escribió, cultivada. Una parecía claramente masculina, y la otra femenina, pero me robaron cualquier posibilidad de vanagloriarme de este descubrimiento porque el contenido de las notas hacía evidente su sexo. La primera decía:

«Sr. Holmes: Necesito desesperadamente su ayuda, pues estoy muy preocupada por mi marido, que últimamente ha estado comportándose de una forma excesivamente extraña. Sale maquillado de día, hasta en lunes. Por favor, dígame cuándo le vendría bien que le llamase.

– (firmado) Señora de Albert Fenner.»

Y la segunda:

«Sr. Holmes: Le pido permiso para consultarle sobre un asunto de lo más misterioso, y que podría beneficiarme grandemente de concluirse con éxito. Debo dejar claro desde el principio que su participación en mi problema tendrá que depender de un pago a la satisfactoria conclusión del mismo. En la actualidad estoy sin empleo (por el sencillo motivo de que el siguiente número resbaló torpemente en el agua y la glicerina), y no podré pagarle a no ser que mi misterio se resuelva.

– Atentamente suyo, Anthony Croydon.»

– ¿Qué conclusiones saca de ellos, Watson? -preguntó mi viejo amigo.

– Son muy crípticos -confesé-. Poco puedo sacar de ellos, pero los dos parecen ofrecer rasgos interesantes, puede que el segundo más que el primero. ¿Cuál de los dos está más dispuesto a aceptar?

– Quizá coja ambos casos, mi querido amigo. De hecho los dos clientes potenciales nos visitarán esta mañana. Se habrá dado cuenta de que ambos asuntos están relacionados.

– La verdad, no puedo decir que sea así.

– Bueno, adelante, Watson, ¿qué puede deducir de las dos cartas? Conoce mis métodos lo suficiente.

– Siento una gran compasión por la autora de la primera carta, pero no creo que un detective consultor sea la persona indicada para ayudarla. Un alienista resultaría más apropiado. Resulta obvio que su marido padece un tipo de perversión sexual muy embarazosa para ser comentada en público. En el ejercicio de mi profesión he conocido hombres que gustan de vestir ropas de mujer, y de pintarse y maquillarse, de una forma que desdeñaría hasta una dama de la calle. Seguramente padecerá de una desviación similar.

– ¿No tiene usted ni idea de la profesión de su marido, Watson?

– No veo ninguna pista al respecto, Holmes. ¿Qué profesión hay segura? «Se tiene trabajo, por la gracia de Dios…» y todo eso.

– ¿Por qué dice la carta «sale maquillado de día»?

– Quizá a ella no le moleste que practique ese fetichismo particular por la noche, o en la intimidad de su casa, pero ahora que lo hace a plena luz del día y posiblemente ante otros, piensa que el asunto se le va algo de las manos.

– Hay implícita una explicación mucho menos retorcida, Watson. No resulta sorprendente que él lleve maquillaje por las noches, o incluso de día cuando no es lunes, porque es actor de profesión.

– Oh, ya veo. Sí, claro, es bastante obvio, ¿no? Y llevará maquillaje en las matinales, pero los teatros de Londres no las celebran en lunes. Pues claro. Pero, entonces, ¿por qué lleva maquillaje los lunes y no se lo dice a su esposa?

Puedo ofrecerle una hipótesis bastante probable, Watson. Está ganándose un dinero extra posando para el cinematógrafo, una ocupación que cualquier actor que se precie de tal querría mantener en secreto, quizá hasta de su mujer. Y sin duda, ahora verá la relación entre la primera nota y la segunda.

– La segunda nota es intrigante, Holmes, pero poco ilustrativa. No puedo imaginar a qué se refiere. «El siguiente número resbaló torpemente en el agua y la glicerina». Es un puro galimatías, en lo que a mí respecta.

– «Número», Watson, es el término empleado en el music-hall para la especialidad característica del que actúa. La actuación del señor Croydon dejó un residuo de agua y glicerina en el suelo, sobre el que resbaló el siguiente artista, poniéndose éste lo bastante furioso, y debiendo tener la influencia suficiente, como para hacer que perdiera su empleo en el teatro.

– Ya veo. Algún número cómico a base de golpes, infiero.

– Creo que no Watson. El cinematógrafo se ha convertido en un número fuerte en los programas de musichall, y la proyección se efectúa desde atrás sobre una pantalla de percal empapada en agua y glicerina. Creo que el «número» del señor Croydon consistía en exhibir imágenes cinematográficas y que, en el momento en cuestión, fue descuidado en el proceso humidificador. Esa es la relación entre las dos cartas.

– Si me pregunta a mí, Holmes, diría que un elemento común, sí, pero difícilmente una relación.

– Tenga en cuenta, entonces, la coincidencia en que las dos llegaran el mismo día, Watson.

Refunfuñé un poco ante eso. No me gustan las coincidencias. Como me recuerda tan a menudo mi agente literario, no sirven para una buena historia. Los editores de las revistas las menosprecian, y a veces la verdad no es defensa suficiente.

– Tengo la esperanza, mi querido amigo, de que no sea ninguna coincidencia en absoluto -dije.

– Muy bien, Watson. Cada día es usted más perspicaz, se lo aseguro. No, no creo que sea una coincidencia.

Holmes se acercó a la ventana y miró a Baker Street.

– Creo que es nuestra visita, Watson -dijo señalando a una joven bien parecida que bajaba de un coche-. Le dije que las once sería una hora oportuna, y es escrupulosamente puntual.

– Admirable en una mujer, Holmes.

– Delata un plan bien meditado, Watson.

El cinismo de mi amigo me molestó, sobre todo cuando la mujer tomó asiento entre el desorden de la sala de estar de mi amigo, mucho más revuelta que en los días en que compartíamos los aposentos. Durante los años en que había estado siguiendo las actividades de mi amigo, había visto suficiente traición en el bello sexo como para embotar la mayor parte de mi credulidad de caballero, pero, seguramente, esta magnífica criatura, de cabello rojo y ojos azules, de rasgos hermosos y formas intachables, no podía tener parte alguna en una conspiración o un plan solapado.

– Señora Fenner, ¿tiene su marido algunas dificultades en su carrera como actor?

– Señor Holmes, es verdad lo que dicen de usted -dijo boquiabierta-. Debe ser usted clarividente.

– ¿Es cierto, entonces, que tiene dificultades en encontrar trabajo?

– Muy cierto. Está muy desalentado al respecto. Pasa todo el día buscando trabajo.

– ¿Y maquillado?

– No resulta fuera de lo normal que los actores salgan maquillados a la calle en pleno día. Es casi como si estuviera desquiciado, aunque, en otros aspectos, se porta como siempre.

– ¿Por qué consulta conmigo a ese respecto, en vez de con un médico de Harley Street? ¿Hay algún motivo para relacionar su conducta con un crimen?

– No, por supuesto que no.

Me pareció que Holmes estaba siendo innecesariamente críptico, cruel incluso. ¿Por qué no revelaba su brillante deducción referente a que posaba para el cinematógrafo? Lo sentí por la encantadora dama, pero contuve mi lengua, sabiendo que mi amigo solía tener motivos para su conducta anormal. Holmes continuó hablando durante varios minutos, haciendo preguntas muy alejadas de lo conversado antes de llegar la dama. Guardó silencio incluso cuando ella mencionó que unos amigos habían visto a su marido en Brighton, ese centro de la producción cinematográfica. De no haber sabido yo que tuvo la respuesta casi de inmediato, habría creído que estaba desconcertado.

– ¿Entonces, no puede darme ninguna ayuda, señor Holmes? -exclamó ella finalmente.

– Quizá un hombre de medicina sería una ayuda mejor, señora Fenner. Quizá el doctor Watson pueda recomendarle algún especialista que…

– ¡Francamente, Holmes! -grité, incapaz de contenerme por más tiempo.

Holmes echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada. La señora Fenner enrojeció y se levantó para irse. La conducta de mi compañero era tan inexplicable como condenablemente grosera. Me deshice en excusas por su comportamiento ante la mujer y la acompañé hasta la puerta, pero algo me dijo que no debía comentarle nada sobre la deducción del cinematógrafo.

– Holmes, ¿cuál es el significado de este ultraje? -grité cuando la señora se hubo ido.

– Mi querido amigo -replicó él conteniendo apenas su regocijo-, es usted todo un feriante. Siempre recuerda sus frases y las recita con convicción. Mientras que yo, siendo un aficionado, me niego a recitar las mías cuando provienen de un texto de escasa calidad.

– No puedo compartir su diversión, Holmes. Esa pobre mujer…

– Esta conversación debe esperar, mi querido amigo. Ya oigo en la escalera los pasos de nuestro segundo visitante.

Anthony Croydon resultó ser un hombre pequeño, de rasgos de comadreja, con los modales y la ropa de un soplón de las carreras de caballos. Prosiguiendo con su perversa pauta, Holmes trató con mucha franqueza a Croydon, contándole de inmediato su deducción sobre el agua y la glicerina, para sorpresa de Croydon, y preguntándole por detalles sobre el asunto que quería consultarle Croydon.

– Señor Holmes, trabajo con el cinematógrafo desde su comercialización en el 96. En marzo de aquel año vi la notable representación que R. W. Paul hizo en el Olympia, e inmediatamente me di cuenta de las posibilidades que tenía el medio, tanto para la diversión como para la enseñanza. Empecé el negocio con un amigo mío que tenía cierta habilidad mecánica. Lo hicimos todo. Iniciamos el negocio justo a tiempo de hacer una película sobre el Derby de Persimmons del 96, y exhibimos la película en musichalls y en todas las ferias del país. Filmamos la Regata Henley y la Carrera de Barcas y el Jubileo del Diamante de Su Majestad, aunque esta vez tuvimos un mal sitio para rodar. Hasta filmamos la guerra Boer.

Dudo que un acontecimiento tan trágico sea algo que pueda tomarse a la ligera di je con algo de severidad, incapaz de guardar silencio por más tiempo. El discurso de Croydon daba la sensación de estar preparado para ser soltado cuando hiciera falta, pero Holmes escuchaba absorto y, al parecer, con respetuosa atención.

– No quería ofender a nadie, doctor -dijo Croydon-. Pero es que no filmamos realmente la guerra, ¿sabe? La recreamos en nuestros estudios, con actores haciendo el papel de soldados. Aunque, debo decir que quedó muy realista, con cartuchos explotando, cuerpos cayendo y todo eso. En fin, como en todos los negocios, éste tiene sus altibajos, y hace ya tiempo que para mí son sólo bajos. Tras ese pequeño incidente que nos alejó de los teatros, el negocio se fue por la alcantarilla en sus tres cuartas partes, y cometí la torpeza de vendérselo a mi socio por una fracción de su valor. Ha montado un estudio propio en Brighton y ha pasado de filmar sucesos de actualidad a rodar películas «hechas», empleando a los mejores actores de Londres. Y yo, me entristece decirlo, me veo en la calle.

– Su discurso sobre el negocio del cinematógrafo resulta muy interesante e instructivo, señor Croydon -dijo Holmes-. Pero no me ha explicado cómo puedo serle de algún servicio. ¿Quizá tiene que ver con recuperar su parte del negocio?

– No, es mucho más importante que eso, señor Holmes. Mucho más. Resulta que, en América, soy el heredero de una fabulosa fortuna, que me ha dejado un excéntrico tío buscador de oro. Me dejó un mapa con la localización de su filón en el Colorado, pero ha desaparecido la mitad del mapa, y estoy convencido de que mi antiguo socio se la ha apropiado.

– Entonces, ¿desea que recupere la otra mitad? -dijo mi amigo completamente serio, mientras miraba fijamente al visitante.

Creo que lancé un resoplido, pero los dos hombres me ignoraron. Seguramente, aquí había un campo mucho más fructífero para la risa que en el apuro de la pobre señora Fenner. ¡Robado la mitad del mapa! Era una historia absurda e improbable. Quise preguntar por qué no el mapa entero, pero Holmes prescindió de este obvio argumento.

– ¿Y dónde está el alojamiento de su socio? -preguntó Holmes.

– Tiene sus habitaciones justo detrás de su estudio. Seguramente tendrá que ir allí, señor Holmes. Quizá con algún disfraz. Tengo entendido que es usted un genio del disfraz.

– Me adula. No, el estudio de su antiguo socio es el último sitio donde debería mirar. Hay algunas cosas que resultan demasiado obvias para que den algún fruto. Dígame, Watson, ¿puede usted acompañarme en un viaje al norte? Me atrevería a decir que, en menos de dos horas, podríamos estar en un carruaje de primera con rumbo a Doncaster.

– ¡Doncaster!-exclamó Croydon-. ¿Qué pinta Doncaster en todo esto?

– Usted estuvo allí mientras trabajaba en el cinematógrafo, ¿verdad?

– Bueno, sí, varias veces, para filmar imágenes de San Leger. Pero…

– ¿Y no fue en Doncaster donde su socio se apropió de la mitad del mapa?

– No, señor. Nunca estuvimos juntos en Doncaster.

– Tal y como esperaba -dijo Holmes-. Entonces debe estar en Doncaster. Y ahora, si usted me perdona, señor Croydon, tenemos trabajo que hacer. Esté seguro de que tendrá su mapa.

Acompañó afuera al desconcertado y aturdido señor Croydon. Cuando el hombre de aspecto de comadreja se fue, Holmes prorrumpió en una risa largo tiempo contenida. Nunca le había visto tan divertido, ni me sentí yo más incapaz de compartir el chiste.

– Entonces, ¿nos vamos a Yorkshire? -pregunté bastante bruscamente una vez remitió el torrente de hilaridad.

– No, no, por supuesto que no, Watson. Y lo que es más, deberíamos evitar Brighton en los días sucesivos. A no ser que tenga usted la secreta aspiración de ver proyectada su figura en una pantalla.

Se dio cuenta de mi confusión y por fin se apiadó de mí.

Mi querido amigo, las deducciones que hice inicialmente sobre los dos mensajes eran precisamente las deducciones que querían que yo hiciera. Es obvio que la dama y el caballero estaban compinchados. De hecho, incluso puede que sean marido y mujer.

– ¡Impensable! -protesté.

– ¿Es más difícil de creer que el mapa del tesoro de Colorado? -preguntó, y pareció a punto de volver a sumirse en la hilaridad. Pero se controló y continuó hablando-. Naturalmente, resulta increíble que la esposa del actor no hubiera pensado en la posibilidad de que su marido apareciera en el cinematógrafo. Y menos cuando se supone que su marido fue visto completamente maquillado en la vecindad de uno de ellos. Además, ¿piensa usted que los actores de cine, al igual que los actores de teatro, van por las calles con el maquillaje puesto? Seguramente se lo aplicarán y se lo quitarán en la escena de sus… ¿de sus delitos?-lanzó una risita-. No, todo fue un montaje, liso, junto con el asunto del medio mapa del tesoro, se suponía que debía atraerme a un estudio de Brighton donde, clandestina o abiertamente, planeaban inmortalizarme en celuloide. Tal vez siguiendo a algún ladrón por las calles. Pero, seguramente, Watson, esa no es forma adecuada de exhibir mis talentos ante el público, por pequeños que éstos sean. Además, no tengo ni la necesidad ni el deseo de más publicidad.

– No he notado que la despreciara en el pasado.

– No, pero puede que mi retiro no esté muy lejos. Aspiro a una vida tranquila escribiendo y dedicándome a la apicultura, y la continuada representación sensacionalista de mis hazañas, ya sea mediante sus relatos bastante coloridos en las revistas, o mediante. Dios no lo quiera, el cinematógrafo, no sería bienvenida. Yo me atrevería a decir que no hemos oído la última palabra de esos avezados camarógrafos, Watson. Quizá lo adecuado sea alejarse unos días de Londres. Pero no a Doncaster, donde, antes de que pasen muchas horas, quizá haya un equipo de cinematografía esperándonos.

Una vez Sherlock Holmes se retiró a su granja de abejas de Sussex Downs, sus visitas a Londres fueron pocas. Por norma, viajaba de incógnito y durante este periodo solía visitarme llevando una gran variedad de diversos y notables disfraces. Su aversión a la publicidad y su insistencia en que ya habían pasado sus días de detective consultor me los expresaba de forma tan intensa que muchas veces me recordaba a la dama que protesta demasiado. Quizá añoraba de verdad los placeres de la caza, especulé yo, y simplemente no quería admitirlo. Y o, desde luego, echaba de menos los viejos tiempos, y mi mujer parecía ser consciente de ello, hasta cuando yo estaba a oscuras en lo referente a las causas de mi desasosiego crónico.

Fue durante uno de esos periodos de desasosiego, varios años después de la aparición en Baker Street de la señora Fenner y el señor Croydon, cuando mi mujer me indujo a visitar un cinematógrafo no muy lejos de nuestra casa para ver una película titulada El triunfo ele Sherlock Holmes.

– Debo confesar que no dejé de refunfuñar camino del «palacio eléctrico», como los llamábamos entonces.

– Probablemente será una tontería detestable -dije-. Si Holmes lo supiera, llevaría a los tribunales a la gente que lo hizo. No tengo ninguna duda.

– Sólo es un entretenimiento inofensivo, John -retrucó ella-. Relájate y disfrútalo. Estoy segura de que Holmes también lo haría.

– Lo dudo mucho -repliqué con una risotada contenida.

Sentado en la oscuridad, mientras la película daba comienzo, consideré las posibilidades de una siesta rápida mientras se proyectaba. Ya había visto antes funciones cinematográficas y, una vez asimilada la maravilla de ver un tren dirigiéndose hacia ti, se te hacen muy evidentes las severas limitaciones de esta gastada novedad.

La escena inicial del silencioso drama que se desarrollaba ante nosotros tenía tres personajes. Una hermosa ingenua con una expresión franca y dulce, un caballero con capa negra y chistera que parecía demasiado afable y obsequioso y que inmediatamente despertó mis sospechas sobre sus auténticas motivaciones, y una encorvada anciana que vendía flores en una esquina de la calle. La realista escena de calle atrajo mi interés más que los actores que estaban en ella, hasta que mi mujer se inclinó para susurrarme algo al oído.

– ¿Alguna de esas personas te resulta familiar? -preguntó.

– ¡Cielos, sí! -dije, dándome cuenta repentinamente.

La indefensa y atractiva jovencita era la mujer que conocí como señora de Albert Fenner. Pero, ¿cómo podía reconocerla mi mujer? Estaba seguro de que ella no la había conocido nunca.

El reconocerla hizo que me tomara un interés más personal en la trama. Resultaba obvio que el caballero de la capa, que aparentaba ser su protector, en realidad estaba conduciéndola a una trampa. Llevaba en el bolsillo una copia del testamento del padre de ella, que examinó cuando la joven se volvió a hablar con la florista, permitiendo hábilmente que la cámara leyera por encima de su hombro que él, su tío, sería el heredero de la fortuna de su padre si ella moría antes de cumplir los veintiún años.

La escena cambió milagrosamente -debía admitir que los individuos de la cámara eran bastante listos- a una pequeña habitación donde el tío se enfrentaba con un revólver a su confiada sobrina. Lo apuntó hacia ella. Sentí el impulso de correr por el patio de butacas hasta la pantalla y ayudarla, pero, naturalmente, me di cuenta de que todo era una representación. Por la ventana de la habitación entró un atractivo joven, obviamente un caballero amigo de la dama, que forcejeó unos momentos con el villano por la posesión del arma. Poco a poco, el hombre más alto venció al más joven, y en la siguiente escena, el muchacho estaba atado a una silla de la habitación, con la chica llorando en un rincón y el villano empuñando aún el arma.

El muchacho habló entonces, y en la pantalla apareció una representación de sus palabras: «No escaparás. He contratado los servicios de Sherlock Holmes».

El villano encontró en esto motivo suficiente para una estruendosa hilaridad. Me retorcí en la silla.

– Me encantaría darle un puñetazo -le dije a mi esposa, pero ella me agarró el brazo. Algunos espectadores que nos rodeaban habían empezado a dirigir molestas miradas en mi dirección. Me recordé a mí mismo que sólo era una película y me calmé.

En la siguiente escena, el malvado tío arrastraba a la fuerza a su sobrina por la calle, pasando junto a la anciana florista.

– ¿No ves a nadie que reconozcas? me preguntó mi esposa.

¡Y asiera! El malvado lío era el hombre que dijo llamarse Anthony Croydon. Debí haberme dado cuenta antes. Pero mi mujer tampoco lo había visto anteriormente.

Aparté por un momento los ojos de la pantalla y miré a su encantador y enigmático perfil. Las mujeres tienen más enigmas para nosotros que los que podría concebir el profesor Moriarty.

El siguiente movimiento del tío fue arrastrar a su reticente pupila hasta la entrada de una estación del subterráneo. Creí saber cuál era su plan: arrojarla al paso del tren simulando un accidente. Justo cuando parecía no haber esperanza de que fuera salvada, la ayuda vino de un lugar inesperado. La anciana florista corría hacia el tío. Aterrorizado, el malvado dejó en el suelo a la joven, ahora desmayada, y huyó. La persecución por las calles de Londres resultaba emocionante, tan emocionante que olvidé por completo mi sorpresa ante las inesperadas proezas atléticas de esa anciana mujer.

Por fin, el malvado tío se vio acorralado, y la persecución terminó con un notable despliegue de puñetazos. En esos momentos, el sombrero y la peluca de la florista se habían perdido ya en la persecución, y quedaba muy claro que era un hombre, lo cual explicaba muchas cosas. La florista era obviamente un boxeador entrenado, un logro, gracias a Dios, conseguido por pocos miembros del bello sexo.

Por fin, la florista volvió su cara a la cámara haciendo que yo recibiera una impresión que me hizo exclamar en voz alta, para irritación de los que me rodeaban.

– ¡Es Holmes!

Creo que mi esposa lo supo todo el tiempo. Seguramente, ella, que conocía a Holmes mucho peor que yo, no habría sido capaz de reconocerle antes que yo a través de uno de sus disfraces. Fue sólo camino de casa cuando me di cuenta de lo inadecuado de la película como crónica de una de sus hazañas. La falta de habla obviaba cualquier posibilidad de desplegar su notable razonamiento deductivo. Y me molestaba bastante que los autores de la película ofrecieran la impresión, con la colaboración de Holmes, de que trabajaba solo, sin la ayuda de un asociado.

Por fin me di cuenta de que los disfraces que Holmes usaba cada vez que me visitaba no estaban conectados con la práctica o la prevención de la profesión de detective, sino más bien con una lucrativa actividad paralela como actor de cine. Ya lucra porque las promesas monetarias fuesen demasiado atractivas para ser ignoradas o por la oportunidad de interpretar diferentes papeles además del propio, Holmes había acabado cediendo a los empresarios del celuloide. Creo que debieron intentar convenid lo muchas veces antes de aquel día que he descrito aquí, explicándose así la risible y desesperada elaboración del esfuerzo que realizaron en esta ocasión. De hecho, la amplitud de todo lo que estaban dispuestos a hacer debió ablandar la resolución de Holmes. En cualquier caso, esta tardía y grata segunda carrera debió ayudar a Holmes a seguir adelante en los años posteriores a Baker Street. Muchas veces me he preguntado cómo la apicultura en Sussex, o incluso escribir un libro sobre la detección del crimen, podían resultar entretenimiento suficiente para un hombre de su enorme intelecto e indudable afición a lo teatral.

SHERLOCK HOLMES Y «LA MUJER» – Michael Harrison

UN INFORME EXPLICATORIO DEL DOCTOR JOHN H. WATSON

Navidad, 1929

La muerte de lady de Bathe acaecida el año que termina, me ha recordado ciertos hechos que, pese a estar destinados a una publicación póstuma o (lo que es más probable) a no publicarse en absoluto, deben quedar consignados de una forma perdurable para todos aquellos que, en años venideros, deseen conocer toda la verdad sobre el singular e imperecedero amor de mi amigo Sherlock Holmes.

Naturalmente, había muchas personas al tanto de lo que sucedía al margen de las noticias publicadas (aunque en ningún modo al margen de su contenido) en periódicos y revistas, que están al corriente desde hace tiempo de que la dama a quien yo llamé «Irene Adler» en Un Escándalo en Bohemia era la conocida (quizá demasiado conocida) amiga íntima de todos los miembros masculinos, tanto jóvenes como de edad madura, pertenecientes a la Familia Real de la época, empezando por su Alteza Real el príncipe de Gales… aunque Su Alteza no fue el primer miembro de la Familia Real en cultivar la amistad de la dama, que en aquella época era esposa del señor Edward Langtry.

Inevitablemente, y del mismo modo en que Holmes conocía la identidad de «Irene Adler», la identidad de su denunciante, la persona a la que yo intenté disfrazar algo jocosamente como «Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel Felstein, y rey hereditario de Bohemia», fue igual e instantáneamente reconocida como la del todavía muy joven príncipe soberano de Bulgaria, Su Alteza Serenísima el príncipe Alejandro de Battenberg. No es un secreto, y ni por asomo me excuso de ello, el que hice todos los esfuerzos posibles para disfrazar las verdaderas identidades de las personas implicadas, cuando ideé una narración supuestamente ficticia para una popular revista mensual. Mirando atrás, me doy cuenta, con algo de diversión, de las claras influencias que tenía yo a la hora de inventar un nombre imaginario tan absurdamente ridículo como «von Ormstein» y demás, para el real príncipe Alejandro, llamado «Sandro» por nuestra Familia Real, de la que era un gran favorito.

Supongo que, reflexionando sobre el éxito como aventurera de la señora de Edward Langtry, née Emile Charlotte Le Bretón, hija del decano de Jersey, acabé pensando en el aún más deslumbrante éxito de otro miembro de esa Frágil Hermandad que era, al mundo Victoriano, lo que la excesivamente pagada estrella hollywoodense es hoy a la actual generación, no objeto de «un insulto o un silbido» sino más bien blanco de admiración, envidia y, dentro de lo que cabe, emulación. La dama a quien debía tener en mente era hija de un sastre de Cologne y de su esposa francesa. Me refiero a la antigua florista de Burdeos, Hortense Schneider.

Qué bien recuerdo el tiempo en que su retrato se veía por todas partes junto al de las cabezas coronadas de Europa, cuando alcanzó el éxito en todo el continente como Grande Duchesse de Gérolstein, en la obra del mismo nombre. El príncipe de Gales era uno de sus numerosos amantes, y recuerdo muy bien una visita que hizo a Paris, justo antes de la derrota de los franceses por los alemanes, en que esta mujer (según pensaba yo) algo vulgar disfrutó de honores casi reales y, ciertamente, esperaba ser tratada (cosa que normalmente sucedía) con la deferencia debida a alguien «cuya soberanía, a diferencia de otros gobernantes, estaba realmente basada en el amor de su pueblo», según apuntó un historiador inglés.

Sí… ahora que reflexiono, debió ser el tremendo coup de théâtre de madame Hortense Schneider lo que me proporcionó el «eco», por llamarlo así, de «Gerolstein»… «Ormstein», porque recuerdo claramente que fue el año que trabé conocimiento con Sherlock Holmes, 1881, cuando leí en The Times la noticia de la despedida del escenario de madame Hortense Schneider y su inmediato matrimonio con el conde Emile de Bionne. (Y con esto basta en cuanto a la carrera de la hija de un sastre de Burdeos… y en cuanto a la lamentable confusión de los moralistas en lo referente al salario del pecado).

En cuanto a esa referencia a «Bohemia» en mi inventado título para el príncipe «Sandro», el nombre -o más bien el concepto- de «Bohemia», de «Bohème» y de «La vie de Bohème», hace ya mucho que es familiar para la gente culta de nuestra nación gracias a la obra de Henri Murger, Scènes de la vie de Bohème, muy popular en su traducción inglesa, y, más recientemente, gracias a Trilby, la tal vez excesivamente romántica novela de Du Maurier sobre la vida artística parisina. Ahora no puedo recordar sin consultar el disco si Puccini nos había dado ya, o no, su espléndida ópera, cuando preparaba Un Escándalo en Bohemia para su publicación en The Strand Magazine, pero, como ya he dicho, el concepto de «Bohemia», con sus connotaciones do romántica liberación de la disciplina y de una seductora e inocente vida despreocupada, estaba ya muy clara en la mente del ciudadano británico. Así que, no debió parecer irrazonable al joven que entonces era yo -no más de cuarenta años, creo recordar, bautizar a un autoindulgente noble extranjero, que nos visitaba para quejarse de la «deshonesta» conducta de su caprichosa amante, con el imaginario, pero creo que no inadecuado, título de «rey de Bohemia».

Luego explicaré la verdadera naturaleza de su queja…

Debo decir que los periódicos británicos no sólo dedicaron un gran espacio a la difunta lady de Bathe en sus columnas necrológicas, sino que, como es tradicional en la mejor clase de periodismo, se abstuvieron discretamente de explicar el origen de su riqueza, conformándose con decir que, en sus años jóvenes, ella y su marido, el señor Edward Langtry, disfrutaron de la amistad de Sus Altezas Reales el príncipe y la princesa de Gales y de otras personas de menor importancia, pero no por ello de escasa eminencia. Todos citaron un comentario de la septuagenaria dama, hecho a un periodista en una entrevista reciente, sobre que le habría gustado volver al escenario, «aunque sólo fuese como figurante en Bulldog Drummond». Las necrológicas no mencionaron a la hija -encantadora, y todavía entre nosotros [1] – que, de ser cierto lo que dicen, tuvo de un miembro de una noble familia alemana, á la main gauche [2], pero sí mencionaron que su viudo, el baronet sir Hugo de Bathe, encargó a un eminente escultor la realización de un busto de «el más puro mármol blanco de Carrara» para su tumba en St. Saviour, Jersey. Se necesita ser periodista para saber lo importantes, o poco importantes, que son los hechos, y cuáles pueden mencionarse sin problemas. De modo que todos los periódicos comentaron que «tan sólo una o dos semanas atrás, lady de Bathe, al parecer en perfecto estado de salud, jugó varios hoyos de golf con su amiga lady Dudley en las canchas de Hythe». Lady Dudley, una cantante de comedias musicales, se ganó al principio de su carrera la amistad del duque más acaudalado de Inglaterra y, por tanto, y a diferencia de lady de Bathe cuando era la señora de Edward Langtry, nunca necesitó echar sus redes de forma tan amplia.

En la muy modificada versión de nuestro encuentro con el príncipe «Sandro» de Battenberg que preparé para The Strand Magazine con el título de Un Escándalo en Bohemia, hice ver que mi amigo, el señor Holmes, poseía considerables conocimientos sobre la dama a quien yo bauticé como «Irene Adler», aunque conocimientos almacenados en sus archivos y no obtenidos personalmente.

La verdad es que el señor Holmes ya conocía a la dama. Y será mejor que a partir de este momento la llame por su verdadero nombre y no vuelva a referirme a ella de otro modo que como la señora de Edward -«Lillie»- Langtry.

No solo la conocía, sino que tuvo tratos profesionales con ella, habiendo «actuado» (como dicen los procuradores) en su beneficio.

Y creo que ahora es el momento de dejar claro qué fue exactamente lo que el príncipe «Sandro», recomendado a Holmes por Su Alteza Real el príncipe de Gales (y que llegó a Baker Street absurdamente «disfrazado», en una de las berlinas de Marlborough House), quería que mi amigo hiciera por él. En el relato ficticio que escribí para The Strand, dije que el príncipe deseaba casarse, y eso era cierto. Pero la dama en cuestión no era la imaginaria «princesa Clotilde Lothman von Saxe-Meningen» (un nombre de mi propia invención), sino la muy real princesa Victoria, hija de Sus Altezas Imperiales el Príncipe Coronado y la Princesa de Alemania, siendo ésta hija de nuestra propia Reina. La propuesta unión matrimonial había sido vehementemente promovida por toda nuestra Familia Real, con la amarga oposición del heredero de Guillermo, heredero del Príncipe Coronado (luego emperador Guillermo II, y en la actualidad, si puede creerse a la prensa, aliviando el tedio de su exilio talando árboles en Doorn, Holanda). Yo escribí que ese «conde von Kramm… etc.» deseaba recuperar la posesión de una foto comprometedora antes de que fuera, o pudiera ser, enviada a la mojigata «princesa Clotilde». En realidad, era algo mucho menos intrínsecamente peligroso y mucho más intrínsecamente valioso, que una fotografía comprometedora. Era una colección muy valiosa de joyas, y no era cicatería por parte del príncipe lo que le hacía estar tan desesperado por recobrar las gemas, sino el muy embarazoso hecho de que las joyas, que incluían un magnífico parure de diamantes de la mejor agua, nunca fueron propiedad del príncipe para poder regalarlas, ya que estaban vinculadas a la Familia y no podían, legalmente hablando, salir de ella, ya fuese mediante venta o regalo.

– Una situación muy delicada -comentó Holmes una vez nos dejó el príncipe, tras describimos su preocupación-, y un bonito, muy bonito, problema, ni más ni menos.

– ¿Está usted seguro de poder persuadir a la señora Langtry de que los devuelva? -pregunté-. Después de todo, como nos dijo el príncipe, el dinero no es problema…

Holmes unió las yemas de los dedos, y sonrió de esa forma enigmática que me decía que me había ocultado algún hecho importante, y que estaba dispuesto a revelarlo.

Y así fue.

– Sin duda, la señora Langtry aceptaría dinero en metálico a cambio de devolver las joyas… -observó- de estar todavía en su poder… Pero, ¡ay! Ya no están en su poder para devolverlas…

– ¡Por los cielos, Holmes! -grité-. ¿Las ha vendido…?

– Peor… mucho peor. Si las hubiese vendido, podría negociar con el comprador… o compradores. No, no las ha vendido. Han sido robadas… y -lanzó una carcajada- de una forma tan simple y hermosa como pocas veces se ha visto en los anales del robo de mayor cuantía.

– ¿Cómo…? -empecé, pero Holmes continuó hablando.

– Todo esto, doctor, se reduce a un asunto de simple, pero casi siempre invariablemente peligrosa, indulgencia. Hasta el más complicado de los casos, por muy complicado que pueda parecer, o llegue a serlo, siempre tendrá su origen en la más sencilla de las causas. Esa es una de las normas invariables de la vida. Esta vez, el origen de lo que seguramente se convertirá en un caso importante, si no complicado, estriba en la muy humana, y perfectamente comprensible, vanidad de la dama. El caso tiene una explicación muy sencilla que…

– Estaré muy interesado en oírla.

– Pues la oirá. Bueno, en primer lugar, los fabricantes del jabón Pear’s preguntaron a la dama (como suele hacerse con otras muchas damas de la clase conocida como «bellezas profesionales», y cuyos retratos fotográficos se ven a centenares en los escaparates de las tiendas) si consentiría en testimoniar las excelencias de su jabón. Por un precio, claro está; la dama rara vez ofrece algún servicio como no sea con la tarifa adecuada. Vea, déjeme mostrarle…

Se levantó del sillón y cruzó la habitación hasta su escritorio de cortina, de cuyos casilleros sobresalían y colgaban papeles de todas clases y tamaños. Pero sólo necesitó un momento de rebuscar en el aparente caos para encontrar lo que buscaba. Luego volvió a su sillón y me entregó algo que, obviamente, era un recorte de periódico. Era el anuncio de jabón Pear’s que había mencionado como origen de todo aquel fastidioso asunto.

– Adelante; léalo -me invitó Holmes cargando su nueva pipa bulldog de brezo blanco comprada esa misma tarde en Fribourg & Treyer, en el Haymarket.

Eso hice. Había mucho de eso que los periodistas llaman «copy» en el relativamente pequeño espacio: referencias a la opinión del profesor sir Erasmus Wilson, «la mayor autoridad inglesa en la piel»; a sus «quince premios internacionales»; que estaba «especialmente preparado para la piel delicada de niños y mujeres»; y mucho, mucho más por el estilo. Y, en la parte inferior del anuncio, en gruesa y florida escritura: «Para las manos y el cutis, lo prefiero a cualquier otro». Había una foto de la dama (me pareció que una no muy atractiva) y en la esquina derecha su afectada firma «personal»: «Lillie Langtry».

Holmes me observaba atentamente mientras leía la propaganda y, cuando vio que terminaba, alargó la mano y me arrebató suavemente el recorte de los dedos.

– ¿Se ha fijado en que está firmado…? Sí, también lo hizo el ladrón -añadió secamente, riéndose a continuación-. No es un problema de tres pipas, doctor. La señorita Langtry depositó lo que calculaba eran unas cuarenta mil libras enjoyas en el Union Bank, en la sucursal de la esquina de Pont Street y Sloane Street. ¿La conoce…? Sí, la que está junto al Cadogan Hotel. [3]

»Bueno, pues «una persona de apariencia respetable» y, entre nosotros, de considerable descaro, se presentó en el banco casi inmediatamente después de la primera aparición de este anuncio en la prensa y presentó una orden, aparentemente firmada por la señora Langtry, solicitando al banco que entregase las joyas al portador de la nota. Desgraciadamente, lo hicieron.

– ¡Sin haber comprobado la validez de la nota con la señora Langtry! ¡Holmes, semejante descuido no es permisible!

– Eso sostiene indignada la señora Langtry. Pero, doctor, yo no estoy tan seguro. En toda falsificación con éxito, la falsificación en sí está cuidadosamente concebida para que, por decirlo así, proporcione su propia e incuestionable autoridad. Añada a eso el aspecto obviamente persuasivo del hombre que presentó la nota, fuese o no el falsificador, y ¿qué tenemos? Naturalmente, los empleados del banco aceptaron la nota como válida. Pero la señora Langtry está decidida a iniciar una demanda, y eso provoca una situación de carácter extremadamente delicado.

– ¿Ha sido requerido por la señora Langtry…?

– He aceptado prestarle toda la ayuda que esté en mi mano. Fui recomendado a la dama por dos personas familiarizadas con mis métodos, siendo la más importante de ellas, un ilustre cliente, con quien la señora Langtry tiene, o tuvo recientemente, una relación íntima más allá de los límites de una amistad convencional, y la otra George Lewis, el llamado abogado de la sociedad, a quien acude la señora Langtry siempre que tiene problemas. Debo decir que el hombre tiene un notable talento para lavar la ropa sucia en privado -concluyó Holmes, con algo de desdén-. Pero, volviendo al asunto de las joyas robadas…

– ¿Cree que el señor Lewis obligará al banco a pagar el valor de las gemas?

– Me temo que sólo la cuarta parte de su valor…

– ¡La cuarta parte! Pero, ¿por qué, Holmes?

– Porque, cuando el banco aceptó guardarlas pidió a un tasador que calculara su valor-respondió secamente-. Y el tasador, que evidentemente sabía mucho de joyas famosas, reconoció las tres cuartas partes de las joyas como alhajas que sólo podían haberse prestado a la señora Langtry, dado que estaban vinculadas. El banco se niega a asumir responsabilidad por joyas que, según sostiene, nunca fueron propiedad legal de la señora Langtry. Acepta asumir una responsabilidad por la cuarta parte del total, o sea, unas diez mil libras, y me temo que Lewis debió conformarse con eso. Así que la señora Langtry recurrió a mí. Las gemas deben ser recuperadas, aunque más por el bien del príncipe que por el de ella. Bueno, usted mismo vio que está desesperado; cómo podría explicar que no están en su poder, si llegan a pedirle que aclare su pérdida.

– ¿Tiene alguna idea de quién puede ser el ladrón?

– Se me ocurren varios delincuentes probables que podrían haber hecho esto. Los medios no dicen nada. Una simple falsificación que podría haber efectuado cualquier escribano de dedos hábiles. El papel donde se escribió la nota no me dice nada, salvo que era papel de escribir con el nombre y la dirección del Hotel Savoy, papel que podría haber cogido cualquier visitante casual. No obstante, hay dos posibles formas de identificarlo: el que supiera que las joyas estaban depositadas en el Union Bank y, por supuesto, la admirable sang-froid del hombre que presentó la nota. Su descripción no sirve para nada: «vestido de forma respetable» sólo significa una camisa almidonada, un abrigo de mañana o una levita y una chistera bien cepillada. Cabello gris, bigote gris… no sacaremos nada por ahí. La esperanza que tengo de recuperar las joyas radica en que, si el ladrón sabía demasiado, debe saber mucho más, ya que puede obtener una cantidad considerablemente mayor pidiendo rescate por las piedras que cortándolas.

Bueno, como ya sabemos, el banco no pagó más que la cuarta parte, lo cual, después de todo, equivale a toda la pérdida de la señora Langtry. Y mi amigo, habiendo localizado al ladrón, sirviéndose de sus métodos, entre aquellos con un conocimiento experto en gemas, y, lo que es más importante aún para un ladrón, de los medios para deshacerse de ellas, volvió al banco e intentó identificar a su ladrón de joyas por lo poco, que no era mucho, que el empleado de banco recordaba del hombre.

Bueno Holmes remarcó a su vuelta de lo que, a simple vista, parecía una visita fútil…

Una y otra vez nos encontramos con la frustrante experiencia de interrogar a testigos que ven, pero no observan. No obstante, creo que el empleado del banco, aunque poco observador, puede habernos proporcionado algún dato valioso. Me dijo que el visitante parecía tener un acento extranjero, ligero, pero desde luego apreciable; y se le ocurrió pensar que el hombre podía ser un americano. De ser así, eso reduce considerablemente el campo de búsqueda. La encuesta no se limitaría sólo al muy reducido campo de profesionales en el robo de joyas.

»Pero hay otro detalle valioso, o al menos a mí me lo parece. Presioné al empleado para que intentase recordar cualquier uso de palabras o sintaxis que le dieran la impresión de que el hombre era extranjero, aparte de su ligero acento. El empleado, rebuscando en la memoria, sólo recordó una expresión inusual. Cuando llevó al hombre la caja con las gemas de la señora Langtry, éste comentó: «¿Cuánto diría usted que cuesta esto?» Esta abrupta forma de expresarse sorprendió al empleado. Me dijo que habría esperado alguna pregunta del tipo «¿Han sido tasadas o valoradas, por un experto?» o algo así. Pero que ese abrupto «¿Cuánto diría usted que cuesta esto?» le chocó por lo raro, y por lo vulgar, ya que desentonaba con la respetable apariencia del hombre.

– ¿Y no tuvo sospechas? ¿Y le entregó las gemas? ¡Es una pena que su extraña forma de expresarse no despertara sus sospechas!

– Bueno, el hecho es que no lo hizo. Pero creo que aquí tenemos una valiosa pista. Dije que el ladrón era un hombre de la mayor sangre fría. Creo que, y dado que a la sangre fría, y según el refrán, hay que añadirle una absoluta desfachatez, el caballero dejó, no su tarjeta de visita, sino… su nombre.

– ¡Su nombre!

– ¿Recuerda el robo del retrato de la duquesa de Devonshire, obra de Gainsborough, en la galería que los señores Agnew’s tienen en Bond Street, acaecida hace doce años (todo esto tenía lugar a primeros de 1888) y, lo que viene más al caso, la osada sencillez con que se llevó a cabo el robo? Agnew’s pagó por ese retrato diez mil guineas en Christie’s, y al descubrir el robo, ofreció mil guineas por su devolución. Nunca fue devuelto.

– ¿Destruido, por ser demasiado peligroso conservarlo?

– No. El peligro sobrevendría cuando el ladrón intentara venderlo. No, doctor, este es un ladrón suficientemente paciente, y suficientemente rico, para conservarlo de cara a un rescate. Estoy casi convencido de que su golpe, debería decir el golpe, en el Union Bank es obra suya; desde luego tiene todas las trazas de su peculiar habilidad. Se especializa en el robo de joyas; nada podría haber superado, tanto en cuidadosa planificación como en temeridad, el robo del «correo del diamante» de la oficina postal de Hatton-Garden una nublada noche de noviembre del año en que nos conocimos, 1881. ¿Recuerda los detalles? Ah, bueno… pues, tras haber estudiado la oficina postal, el ladrón entró en ella a las cinco de la tarde, cuando había dos bolsas de correo certificadas detrás del mostrador, dirigidas a varios comerciantes en diamantes del continente, colgando, ya selladas, de ganchos de hierro. Un hombre bien vestido, seguido por un mensajero del servicio de telégrafos con, creo recordar, rizos rubios asomando bajo la gorra del uniforme, pidió sellos por valor de un shilling. Mientras el ladrón esperaba sus sellos ante el mostrador, el supuesto mensajero, en realidad una joven cómplice, pasó junto a él, bajó las escaleras que conducían al sótano y apagó el gas de la planta principal. Cuando las luces se apagaron, el ladrón rodeó el mostrador, cogió las dos sacas de diamantes y corrió hasta St. Martin’s-le-Grand acompañado por su cómplice, donde les esperaba un coche alquilado. Nunca les cogieron.

»Más atrevido y provechoso aún, ya que obtuvo entre setenta y ochenta mil libras en ese delito, fue su robo del «correo del diamante» de Kimberley, cuando las sacas iban camino de Cape Town: no se descubrió el robo hasta que no abrieron las sacas al final del viaje.

– ¿Le han cogido alguna vez…?

– No. Nunca le han arrestado.

– Pero se sabe que todos esos delitos fueron cometidos por el mismo hombre.

– Porque todos esos delitos estaban «firmados» por él, como lo estaría un libro por su escritor o una pintura por un artista, y desde luego es un artista.

– ¿Se conoce su identidad?

– No. Sólo el nombre por el que es conocido en el mundo del crimen. Quizá sea su verdadero nombre, pero probablemente no sea así. Algunos dicen que es un judío australiano afincado en New York, pero sólo él podría decirnos quién es realmente.

– ¿Y el nombre por el que los criminales… y la policía… le conocen?

Holmes sonrió, me pareció que con algo de tristeza.

– Es el nombre que le dio al empleado del banco.

– ¿Le dio su nombre? No me parece recordarlo…

– Cuando dejó intrigado al empleado utilizando la frase, la palabra «costar», en vez, de «valer» o un término mucho más normal. Sí, doctor, el nombre por el que es conocido en círculos policiales y criminales es el de… Adam Worth [4]. Si algún hombre se mereció alguna vez el apodo de «Napoleón del mundo del crimen» ése es él. Sí… debió pensar que era posible que me llamaran para el asunto del Union Bank, y fue para mí para quien debió «firmar», por así decirlo, su última hazaña. Bueno, ya lo veremos.

»Pero, qué difícil resulta, doctor, no admirar a un hombre que, para devolver al mercado los diamantes de Kimberley, hizo que uno de sus hombres se hiciera pasar por tratante en diamantes de Hatton-Garden y le vendiera los diamantes a algunas de las personas a las que había robado. [5]

Como ya he dicho, el encargo que nos hizo el príncipe Alejandro de Battenberg, a quien yo había presentado algo jocosamente al lector como el absurdo «conde von Kramm, gran duque de Cassel-Felstein… etc.», no era, en ningún modo, la primera vez que la señora «Lillie» Langtry, alias «Irene Adler» en mi relato manipulado, se mezcló en los asuntos de Holmes, y éste, creo, es el sitio adecuado para este informe, que no se publicará hasta la muerte del señor Holmes y la mía (el príncipe Alejandro murió hace muchos años; la señora Langtry -lady de Bathe-, este año que termina), y para maravillarme, como sigo maravillándome, ante la todopoderosa atracción que inspiraba en mi amigo esta mujer en particular, de entre tantas liaisons basadas en relaciones comerciales.

Austero, reservado, incluso casi físicamente introvertido, aunque siempre, naturalmente, con esa cortesía deferente que está muy por encima de las convenciones de la educación formal, la «reacción» de mi amigo (por llamarla de algún modo) ante el forzoso encuentro con una dama de muy fácil virtud, normalmente se habría basado en esa austeridad, esa reserva, ese -sí, debo decirlo- casi puritanismo, de una forma tan obvia que habría resultado imposible que cualquiera lo pasase por alto.

Naturalmente, ni siquiera yo, teniendo la imagen de mi perdida Mary tan presente en mi memoria que todas las mujeres, comparadas con ella, me parecen carentes de importancia (hablo de su belleza), podría atreverme a negar a la señora Langtry mi tributo a su encanto. Vi, mientras estaba sentada en esa chirriante silla de paja junto al brillante fuego (creo recordar que hacía frío aquel marzo de 1888) el modo en que podía dominar, atraer de forma sutil y, debo decir que seducir inevitablemente, no tanto por su encanto físico como por su presencia mental y física. Me resultó curioso que, aunque mi mente me dijese que era una meretriz y una desvergonzada, aunque mi mente jugase con la posibilidad de describirla mediante una palabra mucho más corta, pero todavía bíblica, mi corazón no pudiese aceptar esa evaluación cruel aunque sincera.

Mientras ella hablaba con mi amigo, la estudió, tanto como hombre de medicina como -bueno, déjenme admitirlo en la intimidad de este muy privado informe simple hombre. Le concedí su belleza física: los ojos violetas, el espléndido cabello cobrizo, el intachable cutis (¡que nada debía, según reflexioné luego, al jabón Pear's!) Pero, mientras la miraba disimuladamente, estudiando cada parte de ese cuerpo, esa personalidad que había esclavizado a tantos hombres, me descubrí sorprendiéndome ante la inevitable conclusión de que -sí, en serio-, había algo más masculino que femenino en su complexión, y que, seguramente, tenía un componente en exceso masculino para que ella pudiese afirmar una femineidad completa. Sus hombros eran demasiado anchos para ser femeninos, sus manos eran grandes y (uno diría) fuertes, su mandíbula demasiado firme para la belleza femenina; y, pese a todas esas paradojas físicas, una seguridad que se detenía a muy poca distancia de la arrogancia; una casi arrogancia que se detenía a muy poca distancia de la desfachatez… (No; a diferencia de mi amigo, yo nunca, me alegra decirlo, caí bajo el hechizo de esta muy corrompida paloma, no llegando nunca a ser desleal, no sólo al recuerdo de mi Mary, sino, lo que es más, al maravilloso modelo de femineidad de la que mi amada esposa fue un ejemplo tan resplandeciente). En los cuarenta años posteriores a nuestros primeros tratos con la señora Langtry ha aparecido una nueva palabra, una palabra muy expresiva, que creo que nos ha llegado de América. Esta palabra es «enganchado» [6], y, mirando atrás, no puedo encontrar una mejor forma de expresar la subyugación de mi amigo que diciendo que estaba «enganchado», en todos los aspectos. No puedo explicar por qué esto era así. Los franceses también tienen una palabra que describe la entrega de mi amigo mucho mejor aún que nuestra expresión «completamente atontado» [7]. Los franceses llaman a esta condición de abyecta rendición a una abrumadora impresión emocional, bouleversement, pero mientras le doy la palma a la mot juste de los franceses, acude a mi mente una frase aún mejor, una frase que he oído utilizar a los sirvientes cuando creen estar hablando en privado: «como si se hubiera caído de un pino». ¡Ay! Sólo puedo limitarme a constatar, aunque con el más profundo pesar, que mi pobre amigo estaba como si se hubiera caído de un pino…

Escribiendo esto para mi muy personal constancia, a diez años de «La guerra para acabar con todas las guerras» (¡nunca hemos podido estar más ciegos!), me siento como sir Bedivere, al menos en el sentido de estar «revolviendo muchos recuerdos», y los recuerdos se amontonan en mí, como si se empujasen unos a otros para conseguir prioridad, así que me veo abrumado por una docena de conflictivas y confusas evocaciones.

Frases olvidadas o semirecordadas se amontonan en mi consciencia… son tantas y tan diferentes, originadas todas en las distintas emociones que constituyen una larga, larga experiencia. ¿Por qué, por ejemplo, acude a mi mente la descripción que hizo la duquesa de Orleans -esa duquesa que se casó con el afeminado monsieur, esa malhablada princesa alemana- de madame de Maintenon? «Una mujer de hermosos ojos», creo que fue lo que escribió, «aparentemente modesta, pero de rebelde seno». Desde luego mencionó el «rebelde seno», y ahora que pienso en la hermosa (¡oh, nunca permitan que la llamen «frágil»!) «Lillie», de su demasiado bien desarrollado busto… es el recuerdo de mi femenina Mary lo que me trac a la mente unas palabras escritas por un poeta [8] que murió en la Guerra: «…gentileza, en corazones pacíficos, bajo un cielo inglés…» Sí, los recuerdos del rebelde seno y la gentileza en corazones pacíficos luchan para adquirir preeminencia en mi mente… pero es en la gentileza, más que en la rebeldía, en lo que pienso, mientras concluyo esta parte de mis recuerdos y paso a lo que al señor Phillips Oppenheim, al señor Louis Tracy y a los demás novelistas «sensacionales» les gusta llamar el dénouement de mi relato.

Algún tiempo después del muy difundido robo de las joyas de la señora Langtry en el Union Bank -creo que no debieron pasar más de quince días-, yo estaba una nublada tarde de abril contemplando Baker Street por la ventana, cuando un sonido de cascos de caballos, y un traqueteo y cascabeleo de arneses y arreos, me advirtieron de que una lujosa berlina paraba ante nuestra modesta residencia.

– ¡Hola! -exclamé-. Otro de los carruajes de Marlborough House. ¿Acaso el príncipe vuelve para otra consulta?

– De Marlborough House, sí -dijo Holmes con calma-, pero no creo que sea el príncipe. Creo que esta vez será un visitante distinto.

Y así resultó ser. Era una dama a quien Billy, nuestro «botones», hizo pasar a nuestra sala de estar.

– ¡Señora Langtry! -mi amigo la recibió con calidez nada disimulada, apresurándose a desplazar el sillón de mimbre a una posición más apropiada-. Naturalmente, ya conoce al doctor Watson…

La pequeña inclinación de cabeza de la dama reconoció mi poco importante presencia.

– He leído unos anuncios en el Beeton’s Annual sobre mejoras introducidas recientemente en el hogar -dijo ella, con aparente irrelevancia-. El que atrajo mi atención, señor Holmes, y quizá la suya, es uno sobre un sillón de mimbre que no cruje. Las mismas comodidades del modelo anterior, ¿sabe?, pero ¡cielos, qué alivio en una conversación tranquila!

El doctor Watson ha colaborado con esa revista, señora -dijo mi amigo, imperturbable-. No tengo ninguna duda de que será capaz de localizar el anuncio que menciona y comunicarse con los fabricantes, si lo cree conveniente. Y ahora, ¿en qué puedo servirla, señora?

Como ya he dicho, en aquellos tiempos semejantes damas eran conocidas colectivamente como «bellezas profesionales», considerándose miembro de este grupo mal definido a todas aquellas personas cuyos «retratos» fotográficos solían verse, enmarcados en plata, en los escaparates de las tiendas. (Incluso hoy día habrá muchos que recuerden la curiosa demanda de libelo iniciada por el coronel y la señora Cornwaillis West, a la que se unieron el señor y la señora Langtry, cuyo principal agravio era referente a unas fotografías de ese tipo de la señora West, otra más de las atractivas amigas íntimas del príncipe de Gales.)

Con un aplomo indescriptible, la dama se dispuso a contamos lo que había venido a decir. La patente (y, para mí, muy lamentable) admiración de mi amigo fue aceptada por ella como si le fuera debida, al tiempo que trataba mi evidente desaprobación con semidivertido desdén, pues apenas pude ocultar mis sentimientos. (¿Cómo iba a importarle, y mucho menos molestarle, la opinión de un médico militar con media paga, cuando el príncipe de Gales y tantos otros miembros masculinos de nuestra Familia Real buscaban, y pagaban, sus favores?

– He venido… -empezó, cuando Holmes alzó una mano para interrumpirla.

– Perdóneme, señora, pero creo poder adivinar lo que la trae aquí…

– ¿De verdad puede, señor Holmes?

Hizo la pregunta con una sonrisa en absoluto tímida, aunque fue un Holmes muy serio quien respondió.

– Sí, señora, estoy seguro de que puedo. Su visita tiene relación con las joyas retiradas de su coffre-fort del Union Bank…

– ¿«Retiradas», señor Holmes? Una curiosa expresión, ¿no cree?

– ¿De veras? Le ruego me diga qué expresión habría preferido que usara.

– «Robadas» lo describiría de una forma más breve y concisa, diría yo.

– Y yo también, de ser esa la palabra apropiada. Pero, no importa. Yo aventuraría que viene a devolver las alhajas que el príncipe Alejandro no tenía derecho a regalarle. ¿Estoy en lo correcto…?

– Sí, señor Holmes, está en lo correcto. Las tengo conmigo -y en ese momento dio unas palmadas al bolso marroquí inusualmente grande que llevaba consigo-. Las devuelvo con algunas condiciones, señor Holmes…

– Por supuesto. No esperaba menos. Y, sin duda, las condiciones son de carácter económico.

– Caballeros, ustedes son hombres de honor. ¿No querrán apoderarse por la fuerza de lo que llevo? Por supuesto que no. Bueno, pues, están en venta. Como ya sabrán, el banco se niega a compensarme por lo que según afirma, en su insolencia, nunca fue de mi propiedad, ni tampoco del príncipe Alejandro. Pensé en contratar al señor George Lewis para iniciar una demanda contra el banco… pero, no sé… Una debe tener en cuenta el posible escándalo…

(¡Santo Dios!, pensé yo, ¡no se puede tener más desfachatez!)

– Así es -comentó Holmes con gravedad, juntando las yemas de los dedos-. Creo que usted estima el valor de las gemas, ¿o quizá debo decir su coste?, en unas cuarenta mil libras, y que el banco no piensa compensarla más que con la cuarta parte de la suma, unas ¿diez mil libras? Una decisión, por parte del banco, que la hace perder unas treinta mil libras.

– Sesenta mil libras, señor Holmes… -dijo con calma la mujer.

Mi amigo se frotó la barbilla, y sus ojos se iluminaron.

– ¡Ah! ¡Creo que ya llegamos a lo que los ladrones americanos llaman «el reparto»!

– ¡Señor Holmes! ¡Eso es un insulto!

– ¿Para quién, señora? ¿Para usted o para el señor Adam Worth?

– Me abordó y se ofreció a venderme las joyas Hesse por treinta mil libras, señor Holmes. Naturalmente, me apresuré a aprovechar la oportunidad de recuperar las joyas…

– Dejando al margen el hecho de que, al tratar con un ladrón confeso, es usted culpable no sólo de ocultación de un crimen, sino de encubrimiento de esa felonía…

– ¡Bah! Bobadas, señor Holmes. Parece usted el señor Lewis con sus truquitos legales. En esto hay que ser realistas y afrontar los hechos, señor Holmes, y no ponerse quisquilloso sobre cuestiones puramente teóricas de culpabilidad o inocencia. ¿Está de acuerdo?

– Sí, me temo que lo estoy. ¿Así que el señor Worth pide treinta mil libras por las joyas? Ah, por cierto… ¿le ha pagado ya…?

El hermoso cutis de la dama enrojeció un poco.

– No… bueno, verá, señor Holmes, confía en mí…

Mi amigo se echó hacia atrás, golpeándose las rodillas con ambas manos. Rió tan sonoramente como no le había oído reír antes.

– ¡Discúlpeme, señora, pero esto no tiene precio! Es realmente espléndido -y una vez más volvió a estallar en incontrolada hilaridad. (Ya he reseñado en alguna parte lo sonoramente que podía reírse mi amigo cuando, como gustaban decir los novelistas del pasado siglo, «se provocaban sus facultades risibles».)

Pero, una vez recuperó la compostura, añadió:

– Creo que no me contradecirá si digo que no me llamó sólo para arreglar el pago con el señor Adam Worth. Eso sería llevar el altruismo demasiado lejos para ser… ¿cómo dijo?, ¿ser realistas?… realistas, entonces. Habrá que añadir algo para compensarla a usted, supongo… ¡Ah. ya veo! ¿Y cuál sería esa suma adicional? La que el banco se negó a pagar, naturalmente. Treinta para el señor Worth, y ¿treinta?, sí, treinta para usted. Sesenta mil libras. ¿Y quién, o, más bien, cómo se pagará todo este dinero? ¿Tiene alguna sugerencia?

– Toda la Familia Real -dijo con impaciencia la dama-, empezando por la reina, aprecia mucho a Sandro… al príncipe Alejandro. Desean que se case con esa bobalicona de la princesa Victoria de Prusia…

– Una joven encantadora, señora.

– Sin duda, pero estamos hablando de dinero. Todos los miembros de la Familia contribuirán si les deja bien claro que no aguantaré ninguna tontería. El príncipe de Gules…

– Puedo recordarle, señora, que yo también tengo el privilegio de conocer a Su Alteza Real, y que, según he podido observar, he llegado a la conclusión de que Su Alteza Real siempre consideró más dichoso recibir que dar.

– Eso es muy cierto -dijo la dama de mala gana-. Pero, ¿para qué perder tiempo hablando? Usted puede conseguir el dinero. Confío en usted -dijo, levantándose de nuestro rechinante sillón de mimbre, y cogiendo su gran bolso marroquí. Lo abrió, sacando de su interior una bolsa de gamuza, que vació en la pequeña mesa de nogal-. Cuando mencioné la confianza, usted sonrió, señor Holmes. Pero, aquí está la prueba. Aquí están todas las joyas Hesse que se me han entregado. Cójalas, señor Holmes. Espero recibir su cheque en un futuro no muy lejano -añadió poniéndose los guantes.

Los detalles de cómo se recaudaron las sesenta mil libras del chantaje no necesitan referirse aquí. Baste con decir que mi amigo consiguió el dinero de lo que los abogados llaman «partes interesadas», y que la señora Langtry recibió su cheque.

– Me pregunto si el señor Worth recibirá su cheque con tanta rapidez -dijo Holmes sonriendo, mientras cerraba el sobre con el rescate-. Y ahora Billy ya puede poner esto en el correo y estaré encantado de contarle lo que pienso de este notable caso.

»¿Recuerda que, hace unos años, llamé su atención sobre un relato publicado en una revista americana? The Century, Harper’s Bazaar, The Atlantic Monthly, no recuerdo exactamente cuál, pero, en todo caso, era una revista americana. Un relato memorable. Se titulaba «La dama o el tigre», y era de un escritor llamado Stockton. ¿Lo recuerda? Bien. La originalidad del cuento de Stockton estriba en que, si la mayoría de los otros relatos cuentan, en beneficio del lector, exactamente lo que sucede, Stockton, en su admirable relato breve, invierte completamente la norma, y no sólo no nos cuenta lo que sucede, sino que evita deliberadamente el contárnoslo. Nos deja a nosotros el adivinar cuál fue la elección que hizo la dama.

»Bien, pues ahora tenemos algo semejante. Hemos visto a la dama, hemos escuchado su historia, hemos aceptado sus reprobables condiciones, y aquí está su cheque, listo para ser echado al correo. Normalmente, yo diría que el asunto termina aquí. Pero me ha dejado con una sensación muy incómoda, y muy inusual en mí: la sensación de no saber lo sucedido realmente. Oh, puedo aventurar alguna conjetura…

– Estaría muy interesado en oír sus teorías…

– Las oirá, doctor. Pero el verdadero enigma de este caso, digamos que la base del problema, es la orden escrita al banco para que entregase las joyas al portador de la misma.

– La orden falsificada, con la firma copiada del anuncio de jabón Pear’s.

Holmes se frotó la barbilla, algo que, en él, siempre era signo de profunda concentración.

– Hm. Bueno… ¿Falsificada, dice? Me lo pregunto… -Se sentó y se frotó las delgadas manos-. Meditemos sobre esa orden, alrededor de la cual gira todo este caso. Una orden falsificada, sí. Esa es la versión. Y, aunque los periódicos quizá no lo sepan, el hombre conocido por la policía de varias naciones como «Adam Worth», sea cual sea su verdadero nombre, es un hombre de recursos, osadía y astucia infinitos. Se le considera un falsificador de consumado talento. Es un experto conocedor de piedras preciosas, además de conocer a sus propietarios y dónde las tienen guardadas, supuestamente, a salvo.

»Una vez aceptado todo esto, dirijamos nuestra mente a lo que sabemos, o deberíamos saber, de los bancos y sus métodos.

»Los bancos llevan un registro y un control minucioso de todas las muestras de firmas de sus clientes, y el personal que trata con esos clientes se esfuerza al máximo para familiarizarse con cada firma. No se les engaña fácilmente…

– En este caso, parece que sí lo hicieron…

– Por favor, siga conmigo, doctor. Y dígame, ¿qué podría ser más persuasivo (hablo de una orden para entregar algo al portador), más convincente, más «oficial», digamos, que… (Sí, doctor, veo que empieza seguir el hilo de mis pensamientos)… una orden auténtica? No una falsificación. Sino una orden auténtica, escrita y firmada, no por un «calígrafo» consumado, sino por la persona que se presupone ha escrito la orden.

Una orden que, de ponerse en duda, resultaría completamente verificable mediante el registro de firmas. ¿Me sigue…?

– Sólo con… bueno, Holmes, con… bueno, no con tanta sorpresa como… bueno, consternación. ¿De verdad sigo el hilo de sus pensamientos?

– Y muy bien, diría yo. Y ahora déjeme intentar lo que mi amigo de la Sûreté, monsieur Dubuque, llamaría una reconstrucción del crimen.

»-Empecemos por unos cuantos hechos. Este Adam Worth es un experto en la valoración de joyas, además de en el más hábil robo. Sabe valorarlas y sabe dónde encontrar las joyas más valiosas. Puede estar seguro de que sabía dónde se hallaban las joyas de la señora Langtry, lo que valían y, lo que es más importante, que tarde o temprano tendrá que devolver lo que el príncipe Alejandro no tenía derecho, ni moral ni legal, a regalarle. En este conocimiento hallaremos el móvil de esta conspiración tan ignominiosa, conspiración que, estoy seguro, fue ingeniosamente planeada por el tal «Adam Worth».

– Holmes… ¡por Dios! No puede pensar en una conspiración entre…

– Naturalmente que sí. Entre la señora Langtry y ese Worth. Pero, tal como lo veo yo, el plan lo concibió Worth basándose, inspirándose, en cierta información convenientemente puesta a su alcance. Sabía que la dama andaba escasa, muy escasa, de fondos. Desde luego, podría haber obtenido dinero a cambio de las joyas sobre las que podía efectuar una reclamación legal, pero no podría vender las otras; ni siquiera su osadía llegaría a tanto. Así que, este persuasivo señor Worth sugirió un plan con el que tanto ella como él podrían hacer dinero y, ¡sí!, hasta podrían ganar dinero (y, esto, doctor, debió ser la parte del plan que convenció a la dama) con las joyas que no le pertenecían. Todo lo que se necesitaba era una nota de ella, cuya autenticidad se negaría a posteriori, por supuesto, para hacer que la retirada de las joyas del banco pareciera un robo. Y esto es todo. Ya conoce el resto, doctor…

– No. ¿Qué pasará?

– No le comprendo, doctor. ¿Por qué debería «pasar» algo? ¿Qué puede pasar? El caso está cerrado. La dama y su cómplice tienen el dinero que se han ganado con su esfuerzo, y su príncipe, su «Sandro», quiero decir, ha recuperado las alhajas que sólo habría regalado un payaso enamorado. No -dijo, frotándose las manos con todos los signos de una gran autocomplacencia-. Creo que el asunto ha terminado bien, realmente bien. Y ahora, ¿qué me dice de una cena ligera en Goldini’s? El encargado me ha dicho que tienen un cocinero nuevo, mejor aún que el anterior.

– ¡Pero Holmes!-grité-. Va a… ¡Esto es una conspiración criminal! No puede, simplemente no puede…

– Eso es una redundancia, doctor. Toda conspiración es criminal, al menos según nuestras leyes. Y, ¿qué bien se obtendría de ahondar en el asunto? ¿Le sorprendo? No veo por qué. Hasta usted sabe que yo he cometido más de un delito grave… si es que se ha cometido un delito -añadió, meditativamente-. Pero, sea así o no, ya le he dicho que con esto concluye el asunto.

»Pero, ah, doctor-canturreó, con ojos brillantes-, ¡qué mujer!, ¿eh?, ¡Qué mujer…!

LAS SOMBRAS EN EL PRADOBarry Jones

UNA AVENTURA DE SHERLOCK HOLMES

De todos los casos que se le presentaron a mi amigo Sherlock Holmes durante los dilatados años de nuestra asociación, pocos mostraban rasgos de interés tan siniestros como el relacionado con la pequeña aldea de Buckley-on-Thames. Me refiero, por supuesto, a la misteriosa muerte del joven Peter Wainwright y a las singulares sombras en el prado de la vicaría. Incluso ahora, que han transcurrido tantos años, me doy cuenta de que debe tenerse la mayor delicadeza y discreción a la hora de presentar los hechos al público.

La primera vez que nuestra atención se vio atraída por este asunto fue un 23 de abril de 1884. Holmes y yo habíamos pasado la tarde paseando por Regent’s Park. Los inmensos esfuerzos de mi amigo en beneficio del mayor Prendergast en el escándalo del Tankerville Club habían dejado su férrea constitución fláccida y agotada. Era reconfortante ver cómo el color volvía a sus mejillas y la vieja energía a su zancada. Sus penetrantes ojos examinaban las muchedumbres que, como nosotros, disfrutaban de los primeros rayos de verdadero sol del año.

– Aun así, mi querido Watson -remarcó, apoyándose en su bastón-, nunca podré contemplar una escena como ésta sin los mayores recelos.

– ¿Ah, no?

– Piense en ello. Entre esta vasta concurrencia de humanidad, debe haber incontables individuos cargando en su interior con las tristezas más indecibles. Para esa gente siempre hay una sombra en medio de la luz del sol.

– Eso es llevar el pesimismo misantrópico excesivamente lejos, Holmes pro testé afectuosamente-. Me recuerda una frase atribuida a Thomas Hardy, sobre que nunca podía contemplar las multitudes de Londres sin imaginárselas dentro de un centenar de años, rígidas en sus ataúdes.

– Bueno. Confío en que me exonerará de semejante morbidez, Watson. Pero soy algo discípulo de Aurelius y creo que fue él quien afirmó que la fuente de toda sabiduría reside en la aceptación diaria de los desgarradores contrastes de la vida. Ese pobre hombre, por ejemplo.

Señaló a un desgraciado pedigüeño con el rostro horriblemente desfigurado, que intentaba vender cerillas al final del parque, en Chester Gate.

– Una víctima de las guerras zulúes, como sin duda habrá notado -prosiguió-. Esa cicatriz de assegai en su mejilla y la cinta de los fronterizos de Gales del sur en el bolsillo de la pechera, así lo indica. ¿Quién sabe qué drama personal se encierra en él, Watson? No sólo en la tragedia externa de su ruinoso estado, sino en su profunda pena, en su destrozada autoestima, quizá la pérdida de una esposa, la destrucción de esos dulces y hogareños lazos que hasta yo, que no soy hombre de familia, puedo apreciar. Ahora fíjese en ese guardia, con toda su esplendidez, en azul y oro, que lleva u esa muchacha del brazo. Comprometidos hace poco, a juzgar por el modo en que ella acaricia constantemente ese exquisito zafiro, El tener y no tener, Watson.es una verdad eterna desde tiempo inmemorial. Nunca siento esa verdad más intensamente que en días como éste.

El crepúsculo hacía su aparición cuando llegamos a Baker Street. El farolero ya estaba haciendo su ronda en la esquina con Oxford Street. Se me ocurrió mirar a nuestra ventana y me sorprendí al ver un luminoso recuadro amarillo, ante el que una oscura figura se desplazaba incansablemente de un lado al otro.

– ¡Un cliente, Holmes! -exclamé.

– Y médico, por lo que veo.

Seguí la dirección de su mirada y observé una calesa de médico aparcada fuera. Un par de lámparas sujetas a cada lado del vehículo arrojaban un cálido resplandor rojizo sobre el bordillo.

La señora Hudson nos esperaba en la abierta puerta principal.

– Un anciano caballero desea verle, señor Holmes -gritó-. Lleva arriba dos horas, y está muy alterado, yendo de un lado al otro con su bastón y murmurando para sí. No quiso tomar té, y se niega a irse sin haberle visto antes. Es un alivio que haya vuelto, señor Holmes.

– Creo que reconozco los síntomas, señora Hudson -dijo Sherlock Holmes, tras lanzar una risita-. Vamos, Watson. Veamos lo que tiene que decimos su colega.

Cuando entramos en nuestros aposentos, nos enfrentamos a un par de ojos grises singularmente brillantes, que parpadeaban desde detrás de unos anteojos dorados. El resto del talante de nuestro corpulento visitante estaba enmarcado por un enmarañado y esponjoso cabello blanco, salvo en la parte superior de la cabeza, donde lucía una enrojecida calva. Iba vestido en tweed color bermejo con un chaleco de pana a cuyo través colgaba la cadena de un reloj de oro. Estaba a punto de guardarlo cuando entramos. Había algo del señor Pickwick en su aire serio de cortesía del viejo mundo cuando nos hizo una reverencia, agarrando un grueso bastón.

– Es todo un honor, señor Holmes -dijo con una voz algo aguda-, conocer a un hombre tan ilustre, un honor que… -Nuestro visitante enrojeció hasta las orejas y repitió la reverencia.

– Mi querido señor: dado que evidentemente disfruta de ese honor, tenga por seguro que no tengo intención de privarle del mismo -replicó cortésmente mi amigo-. Siéntese, se lo ruego. ¿Puedo preguntarle a quién tengo el placer de dirigirme?

– Soy el doctor Moore Agar -dijo el viejo caballero-. Y debo pedirle perdón por presentarme ante usted sin previo aviso. Me trae un asunto de suma urgencia, un asunto de lo más inexplicable, señor, que requiere su presencia en Buckley-on-Thames esta misma noche.

Sherlock Holmes, habiéndose puesto ya su batín, encendió un cigarrillo y miró al doctor Agar con divertido interés.

– Tan hermoso retiro rural debe parecerle un bendito alivio tras sus primeros años pasados en Australia, doctor Agar, donde creo que ejerció de maestro de escuela.

Nuestro visitante se quedó boquiabierto.

– ¿Cómo puede usted saber esas cosas, señor Holmes?

– Seguramente, no necesito insultar su inteligencia, mi querido señor, llamando su atención sobre el color apergaminado de su rostro, característico del continente sur. He notado invariablemente que, aunque un hombre haya dejado atrás esas tierras hace muchos años, sigue conservando la marca del fiero sol de las antípodas. Y, por si necesitase alguna prueba más, Watson, fíjese en esa miniatura de plata sujeta a la cadena del reloj del doctor Agar, que representa un bumerang.

– ¿Y qué me dice de lo de ser maestro de escuela, señor Holmes? -el doctor Agar se rascó su calva escarlata con evidente desconcierto-. Es cierto que pasé diez años en la escuela Wallangooba de Victoria. El cómo ha podido adivinarlo es algo que me supera.

– Fíjese en los dedos pulgar e índice de su mano derecha. Conservan la profunda depresión, resultado de muchos años de coger la tiza. Su hombro derecho está más alto que el izquierdo por un motivo similar: el de haberlo ejercitado más que el izquierdo al alzarlo para escribir en la pizarra. En cuanto a que su labor de pedagogo y su experiencia australiana tuvieran lugar al mismo tiempo, pensé que era muy probable que esta ocupación estuviera asociada con sus primeros tiempos, ya que se necesitan muchos años para establecer una consulta médica en este país.

El doctor Moore Agar se enjugó la frente.

– Cielos, eso ha sido muy hábil -declaró-. Le daría escalofríos a cualquiera. Pero qué absurdamente sencillo resulta. Al principio creí que había hecho usted algo realmente inteligente.

Sherlock Holmes bostezó y aplastó el cigarrillo en una taza de té.

– Puede ser usted tan amable como para hacemos saber en qué forma podemos serle de ayuda, doctor Agar -dijo con una cansina mirada en mi dirección. A modo de respuesta, el doctor Agar desplegó un mapa militar, extendiéndolo sobre sus amplias rodillas.

– Esto, caballeros, es un mapa detallado de Berkshire, y aquí está la pequeña aldea de Buckley, a unas diez millas de Maidenhead, con la que nuestra historia está íntimamente relacionada. Es un lugar tranquilo y pintoresco, y mi hogar durante los pasados veinte años. En virtud de la naturaleza de la localidad, la mayoría de mis pacientes son campesinos. La única excepción es el reverendo Joseph Wainwright, que llegó a Buckley hace unos cinco años.

El doctor Agar mordió el extremo de un cigarro y procedió a encenderlo.

– El padre Wainwright, como suele llamársele en la parroquia, es, debo confesar, un personaje siniestro y severo, que ha trabajado en vano para ganarse la popularidad entre sus parroquianos. Pertenece a la iglesia ritualista y sus sermones, en particular, son un escalofriante ejemplo, no sólo de sus inclinaciones eclesiásticas, sino de su formidable personalidad. El fuego del infierno y la condenación surgen cada semana de sus labios. Yo mismo he visto, en dos ocasiones, gente desmayándose en los bancos de la iglesia a causa de su temible oratoria. Pero, aun así, quizá su sombría naturaleza sea disculpable, pues la vida le ha propinado un golpe especialmente amargo.

Para mi sorpresa, nuestro cliente se volvió hacia mí.

El doctor Watson lo comprenderá si me refiero a un estado de agudo y rápido deterioro muscular.

Miré horrorizado al doctor Agar.

– Pero -protesté-, ese hombre no puede ocuparse en ese estado de los asuntos de la parroquia.

– No es al padre Wainwright a quien me refiero, doctor Watson. -El doctor Moore Agar limpió la ceniza del cigarro del mapa que todavía cubría sus rodillas-. Es su hijo Peter, de diez años de edad, quien lleva en cama los últimos cuatro años.

– ¡Qué horror! -exclamé.

– Sí, es un caso muy triste y, como ya sabrá, se puede hacer muy poco para aliviarlo. Es una parálisis incipiente que conlleva un deterioro inevitable y completo de los recursos del cuerpo, y que, eventualmente, causa la muerte. Al pobre Peter, un muchacho brillante por cierto, no le doy más que otros dos años de vida. En la actualidad, todavía puede emplear las manos y caminar ciertas distancias, pero se cansa enseguida y la mayor parte del tiempo lo pasa confinado en su cama, por así decirlo.

»Es el hijo menor del padre Wainwright. El mayor, Jack, cuenta ahora dieciséis años y es un muchacho alto y bien formado. No se podría encontrar un contraste mayor. Va a la escuela Hereward de Reading, y la intención de su madre es que consiga una beca y estudie leyes.

»La señora Wainwright en sí resulta digna de estudio. Hija de un catedrático, conoció a Wainwright cuando era rector cerca de Oxford. Tiene una tremenda fuerza de voluntad y, desde luego, es la fuerza que mueve las ambiciones de Jack. Es ella la que ha intentado varias veces que su esposo se convierta en canónigo, algo que a él le es completamente indiferente. Parece completamente dedicado a la vida de un cura de parroquia. Esta es, pues, la casa de la vicaría de Buckley, una gran mansión, algo siniestra y cubierta de liquen, situada al borde del bosque de Quarry.

– Una casa singular, en verdad -observó con calma mi amigo.

– He trazado un círculo marcando el lugar para usted -explicó nuestro cliente entregando el mapa a Holmes, que procedió a examinarlo atentamente-. Y ahora llego al principio de la extraña, e incluso siniestra, secuencia de acontecimientos que me ha traído esta tarde aquí.

»Debe saber que es mi costumbre visitar al joven Peter un par de tardes por semana. Aunque es poco lo que puedo hacer, considero mi deber el visitarle, llevarle unos cuantos libros (le gusta mucho leer) y pasar un rato charlando con él e intentar subirle la moral. El muchacho está en la parte superior de la casa, en un pequeño ático frente a una ventana con celosía. Fue trasladado allí siguiendo mis instrucciones, al considerar completamente inadecuada la habitación en que estaba confinado desde los inicios de su enfermedad, escondida en la parte de atrás de la casa con una ventana muy pequeña, que le proporcionaba muy poca luz y aire.

»Recuerdo muy bien la tarde que empezó a contarme sus extrañas experiencias.

Había estado leyéndole La Isla del Tesoro, pero resultaba claro que, en esta ocasión, su atención estaba en otra parte. Afuera, empezaba a asomar el crepúsculo. La ventana aún estaba abierta y por ella entraba la húmeda fragancia de los lejanos pastizales. De- pronto, me di cuenta de que el muchacho me había cogido del brazo y me miraba fijamente a la cara con sus grandes ojos oscuros.

»-Doctor Agar-me dijo casi sin aliento-, ¿conoce a un hombre alto con una gran nariz ganchuda y que use chistera?

»Estuve a punto de reírme por la intensidad de su pregunta, pero algo en su voz me contuvo.

»-¿Por qué lo preguntas, Peter? -dije.

»-Porque viene a ese prado todas las tardes y mira mi habitación.

»Debo confesar que me recorrió un escalofrío al oír esas palabras, señor Holmes, pero intenté sonreír alegremente.

»-Vamos, Peter -le dije-. Te pasas aquí todo el día con tus libros y sin duda habrás leído algo en ellos que…

»-Usted cree que me lo estoy imaginando, doctor Agar -me interrumpió cortante-, pero no es así. Ha venido los tres últimos días.

»Le pregunté a qué hora vio a esa persona, y me informó que aparecía sin falta a media tarde. Pero, parece ser, no veía al hombre en sí, sino a su sombra, proyectándose en el prado junto a la casa de verano. Naturalmente, achaqué a su solitaria existencia lo que me decía. Pero, en mi siguiente visita, volvió a mencionar el asunto, esta ve/ con más intensidad. Había vuelto a ver al extraño dos días atrás, y esta vez podía describírmelo con más exactitud.

»-Bueno -le dije algo impaciente-, descríbelo.

»-Es muy alto y lleva un largo sobretodo con el cuello alzado. Tiene las manos en los bolsillos. Lleva una chistera muy alta y tiene una barbilla afilada y la nariz ganchuda.

»-¿Y en qué dirección estaba mirando?

»-Su cara estaba de perfil, pero en un ángulo que daba la sensación de mirar a mi ventana. Había algo espantoso en él, doctor Agar, algo tan siniestro, que no pude soportar seguir mirándolo. Me arrastré hasta mi cama y enterré la cabeza bajo las sábanas. Había desaparecido cuando me atreví a volver a mirar luego, esa misma tarde.

»Llevaba un rato dándole palmaditas en la mano, intentando reconfortarlo a mi pobre manera, y la puerta se abrió de repente y apareció el padre Wainwright. Sus oscuros y severos rasgos se oscurecieron más aún al mirarnos.

»-Así que para esto sirven sus visitas -dijo con voz amenazadora-. Para escuchar las estúpidas ensoñaciones de un niño. Sí, lo he oído, y puedo decirte, muchacho, que si sigues con estas tonterías, volverás al piso de abajo.

»-¡Pero, padre!-protestó el pobre muchacho-. Si tan sólo viniera aquí una tarde para verlo usted mismo… Le juro que…

»-¿Me juras? -El clérigo miró con desdén a su hijo-. ¿Te atreves a referirte a un acto solemne como ése en relación con un asunto tan trivial como éste? -Fue hasta la ventana y la cerró con firmeza-. Creo que sería aconsejable que nos dejase, doctor Agar. Y, ya que está usted aquí, quizá fuese el momento apropiado de decirle que mi esposa y yo preferiríamos que limitase sus visitas a sólo una por semana.

»-¡Mi querido señor…! -protesté.

»-Una vez por semana, doctor. Y considérese tratado de forma muy indulgente. Si estas tonterías continúan, le consideraré personalmente responsable y veré de contratar a otro médico.

»Iba a replicar a esta desagradable e injusta acusación, cuando el muchacho enterró de pronto la cabeza en las almohadas y empezó a llorar de forma convulsiva.

»-Calma, calma, hijo mío. -El clérigo posó una mano en la cabeza de su hijo y la acarició cariñosamente, pues es obvio, señor Holmes, que, a pesar de todo, quiere mucho a Peter-. Intentemos olvidar todo este asunto.

»Fue entonces cuando el muchacho volvió su pálido rostro hacia nosotros, con sus enormes y febriles ojos llenos del mayor terror.

»-¡Usted no lo comprende, padre! -gritó-. No se lo he dicho todo. También la he visto a ella, y a los niños… -las últimas palabras eran casi un chillido.

»Entonces fue cuando le tocó a Wainwright mostrar sus emociones. Adquirió una palidez mortal, se mordió el labio, y se pasó una mano por la frente.

»-¿Qué… qué quieres decir? -tartamudeó.

»-Ayer vi la sombra del hombre, tal y como la había visto en otras ocasiones. Y, entonces, los vi a ellos. Justo delante de él, y mirándole de frente, estaban las sombras de una mujer y dos niños.

»-Descríbelos -dije yo.

»-Ella era corpulenta, y llevaba una especie de abrigo grueso. Resguardaba a dos niños en los pliegues de su abrigo, y los tres parecían mirar fijamente al hombre.

»Pude ver cómo Wainwright daba media vuelta y se tambaleaba hasta la ventana. Se apoyó en el alféizar, y vi que el sudor le surcaba las mejillas. Me ofrecí a ayudarlo, pero me apartó con un gesto.

»-Váyase, Agar, en el nombre de Dios. Déjeme solo.

»Tras eso, me marché con toda la dignidad que me permitían las circunstancias.

»No obstante, mientras me dirigía hacia el camino, me vi invadido de pronto por la sensación de que estaba siendo vigilado. Miré hacia atrás, a las ventanas de la sala de estar y allí, perfectamente visible a través del cristal, estaba el padre Wainwright en persona mirándome fijamente. Un escalofrío me recorrió mientras le contemplaba. Había algo terrible en esos rasgos taciturnos, inamoviblemente fijados en mí.

»Me sentí aliviado de poder volver a casa e intentar olvidar todo el siniestro asunto. Entonces, casualmente, a cosa de las once de esa misma noche, me llamó un paciente de la granja Dean.

»Ya era medianoche cuando volvía a casa y decidí hacerlo por el viejo camino que pasa junto a la vicaría de Buckley, sólo por la sencilla razón de que hacía una noche espléndida y cálida con una brillante luna. Ya imaginará que, cuando pasé ante su puerta, mi mente volvió al extraño asunto que se desarrollaba allí. De pronto, fui consciente de un fuerte olor a quemado proveniente del jardín de la vicaría. Detuve la calesa y rodeé a pie el muro del jardín, que tiene forma de herradura y circunda el lugar, con una puerta de hierro forjado en el centro. Me descubrí subiéndome al tocón de un árbol y mirando sobre el muro. Afortunadamente, elegí un lugar que me proporcionaba una vista muy clara del prado de la parte de atrás de la casa. Todo él, y el gran cedro que lo dominaba, estaba bañado por la luz de la luna. Y allí, junto a las puertas de cristal, vi al reverendo Joseph Wainwright en persona. Parecía estar completamente loco, señor Holmes. Tenía el cabello alborotado y farfullaba algo para sí. Miraba a su alrededor como si fuera un gran mono, moviendo maderos y transportando combustible que arrojaba a un pequeño montón de troncos ardiendo, cuya luz iluminaba sus rasgos de forma chillona. Y vi que sonreía de forma diabólica, murmurando al mismo tiempo “Con esto valdrá. Con esto valdrá”. Al cabo de un rato se alejó y oí cómo se cerraba una puerta.

»Me quedé cierto tiempo indeciso, alarmado por lo que acababa de ver. El espeso humo de la conflagración llenaba el prado y me llegaba a los ojos, haciéndome llorar. Entonces, movido por mi abrumadora curiosidad (yo no soy ningún héroe, señor Holmes), trepé con sigilo sobre el muro y me moví con precaución hasta el fuego. Imagine mis sensaciones cuando vi, con toda claridad, en medio del fuego, una chistera y los humeantes restos de un sobretodo.

Vi cómo Holmes se animaba; sus ojos brillaban por la excitación.

– Di media vuelta y salí corriendo sin más -continuó nuestro cliente-. De alguna forma, no me pregunte cómo, conseguí subirme al muro, rezando desesperadamente para que la aterradora figura del clérigo no apareciera repentinamente. Misericordiosamente, no lo hizo. Hoy, no pudiendo soportarlo más, decidí visitar al único hombre de Inglaterra que podía ser capaz de arrojar alguna luz sobre el asunto.

– Y me alegro mucho de que lo haya hecho así -dijo Holmes encendiendo la pipa y estirando las piernas hacia el hogar-. Dígame, ¿hay entre sus conocidos alguno que se parezca a la figura vista por el muchacho?

– Sin ninguna duda, el padre Wainwright podría parecérsele, de querer posar como esa figura. Tiene la altura necesaria, por ejemplo, y ese aire innegable de misterio y terror que, evidentemente, inspira su figura. Pero, hay varios inconvenientes en esa posibilidad. Verá: Wainwright no usa chistera, lo cual, en todo caso, no le descarta especialmente, y su nariz, aunque es lo bastante afilada, no tiene la prominencia de la del extranjero. Naturalmente, uno puede hacer maravillas con un poco de maquillaje de teatro.

– Cierto. Pero, ¿con qué fin habría de exhibirse de ese modo el reverendo Wainwright? ¿No ha dicho que quiere al muchacho? Entonces no veo para qué querría un amante padre atosigar a su hijo, y más a uno que, además, es un inválido crónico. Dijo que el muchacho fue trasladado a esa habitación siguiendo sus instrucciones. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

– Seis semanas.

– ¿Y nunca habló de incidentes similares hasta que no le trasladaron a esa habitación?

– Así es.

– ¿Dice que hay una casa de verano cerca del lugar donde el muchacho vio la sombra del hombre? ¿La mantienen cerrada?

– Sí, por lo que yo sé.

– ¿Hay una puerta lateral que dé al jardín?

– Sí.

– ¿Puede llegarse a él desde el camino principal?

– Sólo tiene que meterse por un paseo cubierto y entrar en él.

– ¿Está cerrado?

– No.

– ¡Ah! ¡Pues claro! Mi amigo se encogió de hombros-. En vista de su proeza atlética consiguiendo escalar el muro, lo que ha podido hacer un caballero de edad, seguramente podrá emularlo otro hombre. Naturalmente, habrá que establecer el paradero de Wainwright en los momentos en que fue vista la figura. Si puede probarse que en ese instante estaba en la vicaría, o cerca de la misma, eso fortalecería en cierto grado el caso contra él, por muy imponderables que puedan resultarnos sus motivos.

– ¿Y qué se propone hacer ahora, señor Holmes?

– Fumar sobre ello.

– ¿No volverá conmigo esta noche?

– No, creo que éste es un problema de tres pipas. Además, nuestra presencia en su compañía haría peligrar su posición ante los Wainwright, una posición ya bastante amenazada.

Mi amigo se levantó y estrechó la mano de nuestro cliente.

– Esté seguro de que el doctor Watson y yo iremos mañana a ver de cerca este asunto. Mientras tanto, siga manteniéndose alerta y vigilante, doctor Agar, pues mucho me temo que el asunto se precipitará antes de que nos demos cuenta. Le deseo que pase buenas noches.

Una mañana gris y sin sol nos sorprendió en la aldea de Buckley, y Holmes no perdió tiempo en ir a la vicaría. Esta resultó ser un destartalado edificio gótico, que desde el camino quedaba semioculto por una fortaleza de olmos y sicomoros.

Una atmósfera austera y prohibitiva permeaba el edificio cubierto de liquen mientras nos acercábamos a él. Las ventanas con parteluces situadas a ambos lados de la puerta principal estaban ensombrecidas por las ramas de un roble y, mientras una recatada doncella nos conducía a la sala de estar, fui consciente de la atmósfera opresiva que llenaba el lugar, acentuada aún más por el implacable tictaqueo de un reloj de péndulo.

Entramos en una habitación, de cuyas paredes colgaban textos del Viejo Testamento y las terribles ilustraciones de Doré para el Inferno de Dante, y nos vimos ante un hombre alto, de barba espesa, con algo de gitano en sus atezados y oscuros rasgos. Nos contempló con aire imperioso, haciendo girar con la mano la tarjeta de visita de mi amigo.

– ¿Y bien, señor Holmes?

– He venido a petición del doctor Moore Agar, padre Wainwright, por un asunto referente a su hijo Peter, que él considera de la más acuciante urgencia.

El padre Wainwright olisqueó el aire con sardónico desdén.

– Quizá no sepa, señor Holmes, que ya le he expresado al doctor Agar mi resentimiento por lo que considero una intrusión injustificada en nuestros asuntos familiares. Quizá sea el médico de mi hijo, pero ahí terminan sus funciones. Resulta muy reprobable por su parte que intente ir más allá de eso, alentando alertamente las patéticas fantasías de mi hijo, clara consecuencia de la lamentable enfermedad del muchacho y de la soledad a que se ve abocado por su culpa. Bajo esas circunstancias, considero que su presencia aquí carece de toda justificación y debo pedirle que se marche.

La respuesta de Sherlock Holmes fue tomar asiento junto a la ventana.

– Puede estar seguro, padre Wainwright, de que soy consciente de la antipatía que siente por el buen doctor. Por otro lado, y según lo que él me ha contado, tengo entendido que su hijo cree estar siendo objeto de alguna clase de persecución.

– Una persecución imaginaria, señor Holmes, sería una frase más adecuada.

– Bueno, en todo caso es una forma de persecución que está ocasionándole una preocupación considerable. Como mínimo, tengo el deber de asegurarme de que no hay ningún fundamento para sus temores.

El padre Wainwright dio un paso hacia el llamador.

– Puede llamar todo lo que quiera a su doncella -murmuró mi amigo cerrando los ojos y uniendo las yemas de los dedos.

– Es a la policía a quien tengo en mente, señor Holmes.

– No lo dudo. Cuando ésta llegue, mi débil excusa será la de que sólo intento ayudar a un inválido crónico que cree que un grupo de forasteros vigila su habitación. Cuando nos esposen, no tendré más remedio que llamar la atención de los buenos agentes sobre el hecho de que el padre del muchacho se opone por completo a que se le ayude. Y, cuando el doctor Watson y yo seamos conducidos al furgón celular, mi último grito de súplica será una trivial referencia al hecho de que ese mismo padre fue visto a altas horas de la noche, quemando la posible ropa de al menos uno de esos misteriosos intrusos.

La mano de Wainwright se apartó del llamador. Sus oscuros rasgos empalidecieron de forma significativa y se derrumbó en una butaca.

– No sé con quién ha estado hablando, señor Holmes -dijo con voz tembló rosa-, pero lo que yo haga en mi jardín es asunto mío.

– En vista de los recientes sucesos, creo que no. Claro que si prefiere que el asunto pase a otras manos…

– Señor Holmes. -La voz del padre Wainwright parecía ahora estrangulada, al levantarse y empezar a caminar de un lado a otro de la habitación, mientras se mordía el labio-. Es usted una persona discreta, sin duda. Puedo asegurarle que mis actos en el jardín no son fruto de ningún acto criminal por mi parte. Son consecuencia de un asunto privado que no estoy dispuesto a discutir. Naturalmente, he oído hablar de su maravilloso don, por el que, confío, dará gracias todos los días al Hacedor. Tengo entendido que usted es un hombre de sólidos principios. ¿Si le dejo hablar con mi hijo…?

– Puede contar con mi discreción, en caso de que no haya evidencia de algún presunto delito, padre Wainwright.

– Acompáñeme entonces, señor.

Íbamos a seguir al clérigo fuera de la habitación, cuando la puerta se abrió bruscamente y entró una mujer, acompañada de un joven alto de unos dieciséis años, que nos miró con sospecha y de una forma ligeramente hostil.

– ¿Qué significa esto, Joseph? -exclamó la señora Wainwright. Era una mujer enormemente atractiva, de edad mediana, pero que conservaba mucho de lo que debió ser una belleza considerable en su juventud, con sus abundantes cabellos rubios, sus claros ojos violetas y su buena figura-. El niño está enfermo -continuó diciendo, con el pecho subiéndole y bajándole rápidamente por su evidente turbación-. Y creo que también su mente está enferma. ¿Por qué no nos dejan en paz? ¿Es que no hemos sufrido ya bastante sin tener que soportar esas preguntas impertinentes y sin corazón? ¿Es que no basta con saber que nuestro hijo morirá en breve, que tenemos que vivir con eso cada momento de cada día? ¿Acaso usted podría soportarlo? Le pregunto todo lo educadamente que puedo.

Sherlock Holmes hizo una reverencia.

– Comprendo a la perfección sus sentimientos en este infortunado asunto, señora Wainwright -dijo-. Pero tengo la responsabilidad de confirmar o desmentir la validez de la historia de su hijo. Si la encuentro bien fundamentada, el asunto podría resultar muy serio.

El joven que iba vestido con una bata y unas botas de granja manchadas de barro rompió a reír de forma burlona.

– Así que usted es el famoso Sherlock Holmes, señor-declaró-. Nunca supuse que perdería el tiempo en un simple cuento de hadas.

– Guarda silencio, Jack -se interpuso el padre Wainwright.

– No lo haré-. Jack Wainwright intercambió una mirada con su madre, que le rodeó con sus brazos.

– Jack ha estudiado mucho últimamente, señor Holmes. Quiere estudiar leyes cuando se matricule, ¿sabe? Debe perdonarle su temperamento. Todo este asunto está afectando seriamente su concentración. Sería un golpe tremendo para todos si esas tonterías sin sentido de Peter pusieran en peligro el futuro de mi Jack.

– No es más que un cuento de hadas -repitió el joven con desdén-. Conozco a mi hermano. Se pasa el día tumbado y leyendo esas historias de aventuras y todo se le ha subido a la cabeza. Sé que está enfermo, pero no parece darse cuenta de que el resto de la gente -y aquí se señaló el pecho- tiene cosas importantes que hacer. Es un egoísta, ¿verdad, madre?

La señora Wainwright plantó un beso en la mejilla de su hijo y le abrazó.

– Debes ser paciente, Jack -dijo ella-. Estoy segura de que todo esto se le pasará enseguida, es sólo una fase. Lo importante es que consigas esa beca.

– Nada me impedirá conseguirla, madre -aseguró el hijo mirando fijamente a los ojos de ella.

Sherlock Holmes clavó en el muchacho una de sus agudas y penetrantes miradas.

– Veo que has estado trabajando en una granja, Jack -dijo.

– Así es. Limpio los establos y cuido de los caballos en la finca de lord Oxley. Me deja trabajar allí durante las vacaciones.

– Y no crea que mi Jack se conformará con ese humilde empleo, señor Holmes interrumpió cortante la señora Wainwright-. Le aseguro que dentro de diez años será la comidilla de la taberna Lincoln. Recuerde mis palabras.

Concluyó este aserto con otro vehemente abrazo a su hijo, que se sonrojó mirándola con completa devoción.

– Bueno, señor Holmes -dijo la voz del padre Wainwright, que parecía turbado ante semejante despliegue emocional-. Si el doctor Watson y usted quieren seguirme…

Nos encontramos subiendo una estrecha y escarpada escalera. Los mismos textos y dibujos siniestros nos acompañaron hasta que llegamos a una pequeña puerta de roble pulido que el clérigo abrió bruscamente.

Peter Wainwright, recostado en un par de enormes cojines, estaba sentado en la cama con un libro en las manos. He visto mucha gente enferma a lo largo de mi vida, pero muy pocos rostros que ilustraran tan tristemente su estado de salud. La horrible palidez de Peter Wainwright parecía mucho más terrible por sus profundos y hundidos ojos, que brillaban febriles al mirarnos.

– Sherlock Holmes -dijo boquiabierto al serle presentado mi ilustre amigo. Le bombardeó directamente con tantas preguntas que Holmes se vio obligado a posar una mano coercitiva en su brazo.

– Tengo la intención de resolver tu propio misterio, joven Peter -comentó con amabilidad-. Así que quizá mis tediosas hazañas del pasado deban esperar un rato. Cuéntame lo sucedido.

El muchacho recitó, con la admiración brillando en los ojos, todo lo que nos había contado el doctor Agar. Holmes escuchó atentamente como si lo oyera todo por primera vez. El muchacho se inclinó hacia adelante y aferró el brazo de mi amigo.

– Hay algo más, señor Holmes. Algo que usted no sabe, que nadie sabe. Sucedió anoche.

– Vamos, hijo mío. El señor Holmes es un hombre ocupado -interrumpió cortante el clérigo-. ¿Qué locura es ésta?

Peter Wainwright miró larga y penetrantemente a Holmes.

– El hombre del prado -susurró-. Estuvo anoche en esta habitación.

Todos miramos al muchacho con la misma escalofriante sensación de incomprensión y expectativa.

– ¿A qué hora fue eso? -preguntó Holmes.

– No lo sé. Pasada la medianoche. Creo que oí al reloj de la iglesia dar la una. Estaba dando vueltas en la cama, incapaz de dormir, cuando, de pronto, oí cómo giraban el pomo de mi puerta. Estaba aterrado. Pude oír una respiración ronca y pesada. Entonces, la puerta se abrió con un chirrido. Me escondí entre las sábanas. La respiración se hizo más fuerte y cercana. Podía notar junto a mí a quienquiera que fuese. Aparté las sábanas lentamente. La luna brillaba al otro lado de la ventana. En la pared, ante mí, vi la cosa que más temo, la sombra de un hombre alto con chistera y un sobretodo con el cuello alzado. Estaba tan aterrorizado que pude oír en mi cabeza cómo me castañeteaban los dientes. Entonces oí una voz cerca de mí. Estaba tan asustado que no me atreví a darme la vuelta y mirarle, pero oí esa voz.

Hizo una pausa, cogiendo y soltando la sábana, y nos miró como si suplicara nuestra ayuda.

– ¿Y qué dijo la voz? -preguntó Holmes por fin.

– Me dijo: «Peter Wainwright, soy la Muerte. Y pronto vendré a por ti.»

Y, cuando pronunció esas palabras, el infortunado muchacho se volvió y enterró el rostro en las almohadas.

– Vamos, vamos -murmuró Holmes dándole palmadas en el hombro-. No debes tener miedo. Haré todo lo posible por aclararte este asunto. -Se volvió al padre Wainwright, que se agarraba a una esquina del pie de la cama con la cabeza hundida entre los hombros. Debo informarle de que no tengo ni la más mínima duda de que la historia de su hijo es cierta.

– ¿Quiere decir que alguien entró en esta casa sin ser visto, subió estas escaleras, también sin ser visto, y entró en esta habitación?

– ¿Qué otra explicación hay? Dime, Peter, ¿recuerdas cómo era la voz de ese hombre?

– Nunca la olvidaré. Era profunda y áspera, y tenía cierto deje como el de los campesinos.

El efecto que tuvo esta afirmación sobre el padre Wainwright fue devastador. Se puso tan pálido como si hubiera visto un fantasma. Se dominó haciendo un tremendo esfuerzo, pues el sudor brillaba en su frente. Su reacción tampoco pasó desapercibida a mi amigo, que le miró con la mayor curiosidad.

– Le estaría muy agradecido si pudiera dar un paseo por el prado, padre Wainwright -remarcó-. Si no tiene objeción.

El clérigo agitó una mano hacia la puerta.

– Haga lo que deba, señor Holmes -dijo con gravedad.

En cuanto estuvimos fuera, Holmes inició un examen meticuloso del prado. Se tumbó a todo lo largo sobre la hierba. Fue de un lado a otro, con los faldones de su abrigo hinchándose al viento detrás de él, de modo que parecía un extraño animal depredador. Al cabo de largo rato se incorporó, señaló a la vieja casa de verano, remarcó el hecho de que, a juzgar por el estado de la cerradura, era obvio que llevaba cerrada un año por lo menos, y a continuación llamó mi atención hacia una puerta al final del jardín.

– Veamos qué secretos puede contamos. -Una mirada al cierre le bastó para sacar conclusiones, con sus ojos brillantes-. La han puesto recientemente, Watson. Y más allá está la pradera. Y, ah, ese interesante parche de tierra fresca de ahí. Me parece que nuestro trabajo aquí ha concluido por hoy. Y como el sol empieza a declinar, no vale la pena que sigamos investigando entre las sombras.

Volvió a la vicaría con el rostro huraño, se disculpó ante el clérigo por la intrusión y confesó que el caso estaba resultando «difícil».

Pero luego, esa tarde, en el confortable salón de la taberna de la aldea, me contó lo que planeaba para esa misma noche.

Debemos volver a primeras horas de la noche, Watson. El mapa sugiere que podremos venir a pie al prado que hay detrás de la vicaría. He cogido prestada una lámpara de Mine Host y preveo un final interesante para nuestra expedición nocturna. ¿Está usted armado?

– Tengo mi viejo revólver de servicio.

– Entonces téngalo a mano. El reverendo Joseph Wainwright no es un hombre en cuyo temperamento confiaría de querer ponerlo a prueba.

El reloj de la iglesia daba la medianoche cuando por fin dejamos el camino para entrar en un viejo sendero. El cielo que teníamos encima de nosotros era una masa de deshilachadas nubes que atravesaban la faz de la luna. A nuestra derecha estaba el Bosque Quarry, oscuro y amenazador, y en la distancia podía atisbarse la siniestra fachada de la vicaría, que sobresalía entre los árboles. No se veía ninguna luz, y el edificio gótico parecía desprender una ominosa quietud, llena del misterio y el terror que acechaba entre sus paredes cubiertas de liquen.

– El padre Wainwright es un personaje interesante, ¿verdad?-remarcó mi amigo cuando llegamos a la puerta del jardín, manteniéndose cerca de la densa sombra del sicomoro-. ¿No hay nada que le pareciera curioso en su comportamiento?

– ¿Usted cree que conoce la identidad de ese hombre? -susurré-. Yo juraría que sí.

– Sí, eso sugiere su reacción ante la historia del muchacho. Pocas veces he visto tanto miedo en el rostro de un hombre. Aun así, mi querido Watson, seguramente había algo más que miedo.

– ¿Qué quiere decir?

– Culpa. Es obvio que el hombre alberga un doloroso secreto. Y yo diría que en ese secreto hay tanta culpa como remordimiento. Pero, a lo que hemos venido. Páseme esa linterna. -Se arrodilló, iluminando la tierra-. Tal y como sospechaba; alguien ha estado cavando aquí.

Empezó a apartar la tierra suelta con las manos desnudas.

– Si valora su vida, no pierda de vista la vicaría, Watson -murmuró, concentrado en su labor.

Al cabo de un tiempo, lanzó una sonora exclamación de triunfo.

A la luz de la antorcha, vi que había encontrado algo brillante y metálico. Acercándome más, vi que era un reloj de oro con su cadena.

– Fíjese en esto, Watson. -Me señaló una débil inscripción en el reloj-. «A A.H.W. de J.W. 1864.»

– ¡En nombre del cielo! -exclamé-. ¿Qué significa esto?

– Maldad, Watson -replicó con gravedad, guardándose el reloj en el bolsillo y ajustándose el chaleco-. Vámonos. Aquí ya no aprenderemos nada más.

Pero sucedió algo más. Mientras rehacíamos el camino, se me ocurrió mirar atrás, a la vicaria. Quizá fuesen imaginaciones mías, pero habría jurado que, por un momento, una luz brilló en una habitación del piso superior, y que vi claramente recortado contra ella la figura de un hombre alto con chistera que parecía mirar fijamente a la noche. Un momento después, la visión desapareció. Llamé la atención de Holmes al respecto, y nos detuvimos unos minutos a esperar. Pero ya no se veía ninguna luz, y todo estaba tan oscuro y silente como una tumba.

Nos levantamos muy tarde, y nos sentamos a almorzar en el salón de la taberna a una hora bastante avanzada. Holmes parecía sumido en profundos pensamientos. Se sentó junto a la ventana, siendo el mismo retrato del desaliento.

– Tengo una extraña premonición, Watson -dijo-. Va a ocurrir algo. Aunque este asunto es tan extraño, está compuesto de hebras tan diversas, que en esta etapa es imposible determinar qué giro repentino tomarán los acontecimientos.

– ¿Cree que el muchacho está en peligro?

– En un gran peligro. Pero, si pudiéramos identificar ese peligro, este caso dejaría de ser ese problema de connoisseur que sin duda es. De hecho, es uno de los más memorables de mi carrera. Sus sutilezas son mucho más profundas que el mero atisbo de unas sombras en el prado de una vicaría, pero…

Se interrumpió bruscamente. Sus dedos tamborilearon excitados en la mesa.

– ¿Qué pasa, Holmes?

Vi que miraba intensamente por la ventana al patio empedrado. El sol brillaba luminoso, y oía cantar a los pájaros, pero evidentemente la belleza de la tarde se le escapaba a mi amigo.

– El empedrado -murmuró-. ¡Por los cielos, qué ciego he estado! -Se llevó la mano a la cabeza-. Vamos, Watson. ¡Nuestro sitio está con los Wainwrights!

Salimos corriendo al patio y unos minutos después bajábamos el escarpado camino que llevaba a la vicaría. De pronto, llegó a nosotros el sonido de un caballo y un carruaje conducidos a toda velocidad y, un instante después, vimos aparecer al doctor Agar tomando una curva cerrada, el látigo en mano y el rostro distorsionado por el horror. Lanzó un terrible grito al vemos, el látigo cayó de su mano y él mismo se cayó del asiento, cuando tiró de las riendas, y aterrizó entre los setos. El aterrorizado caballo pasó junto a nosotros con gran estruendo, arrastrando su carruaje sin jinete.

– Mi querido señor, ¿qué ha sucedido?

Holmes ayudó al infortunado doctor a ponerse en pie.

– ¡Algo terrible, señor Holmes, una tragedia espantosa!

Sherlock Holmes me mostró una faz cadavérica.

– Díganos, doctor Agar.

– El joven Peter Wainwright ha muerto. Su cuerpo se encontró hace apenas una hora. Se arrojó por la ventana de su habitación.

Las estremecedoras noticias nos sumieron en el silencio por unos momentos. Vi a Holmes cubrirse el rostro y dar una patada al suelo.

– ¡Qué estúpido he sido! -exclamó amargamente- Pero, ¿cómo iba a saber yo el momento exacto, la hora…? Supongo que va por la policía. Entonces, apresúrese. Watson y yo iremos a la vicaría.

– Le indujeron a ello, señor Holmes. Todavía vivía cuando llegué. Me habló.

– Holmes aprestó el oído.

– ¿Y qué es lo que dijo?

– Dijo, muy débilmente, porque sufría mucho por el dolor y estaba muy cerca de su fin: «Fue él, doctor Agar. ¡Vino por mí!» Esas fueron sus últimas palabras.

Holmes me cogió del brazo.

– Vamos, Watson. No hay ningún momento que perder. ¡Ya que no hemos podido salvarlo, al menos podremos vengarlo!

Poco después, nos encontramos una vez más en el siniestro salón. El padre Wainwright estaba sentado con la cara enterrada en sus manos. Rompió en sollozos cuando intentó describir lo sucedido. Fue Jack Wainwright quien nos proporcionó los terribles detalles.

– Peter parecía estar bien cuando fui a verle a la hora del almuerzo, señor Holmes, listaba dibujando y hablaba muy excitado sobre enviar uno de sus dibujos al Festival de Reading. A cosa de las dos estábamos lodos en esta habitación tomando el té. Padre estaba hablando de los arreglos para la Garden Fête de la semana próxima cuando oímos un grito en el piso de arriba. Subimos corriendo. La ventana estaba abierta de par en par… Atine, nuestra doncella, que acababa de subirle el té a Peter, estaba ante ella, señalando hacia abajo casi histérica. Peter estaba en el jardín. I.o llevamos dentro y llamamos al doctor Agar, pero murió al poco de llegar el doctor.

La señora Wainwright, con un pañuelo en sus enrojecidos e hinchados ojos, movió una mano hacia la puerta.

– Si quiere ver a mi hijo, señor Molinos, está en la habitación contigua. ¡Oh, por lo que ha debido pasar para acabar haciendo esto! Debí mostrarme más paciente y comprensiva con él, pese a lo agotador que podía llegar a resultarme; él se merecía que lo hiciera.

Su hijo Jack la rodeó con un brazo.

– Vamos, madre, no se culpe. Hizo por él todo lo que pudo -dijo.

Durante todo este tiempo, el padre Wainwright continuó sentado con la cabeza entre las manos, con las lágrimas surcándole el rostro, en un retrato tan abyecto de dolor paternal que se me encogía el corazón con solo mirarle. Examinamos el cuerpo del infortunado muchacho en una pequeña habitación adjunta, con las persianas a medio recoger. Incluso en la rigidez de la muerte, su rostro tenía una mirada del más absoluto terror, con labios entreabiertos y ojos que miraban fijamente.

Un somero examen por mi parte me reveló que la muerte sobrevino por una fractura doble en el cráneo y en la espina dorsal. No pude hacer menos que reflexionar sobre el abrumador pathos de la muerte. Me pareció un destino particularmente cruel que una vida así, por muy frágil que ésta fuese debido a su mortal enfermedad, terminase de este modo.

Holmes examinó la camisa de la víctima, moteada con manchas bermejas. A continuación salimos afuera y examinamos el jardín, allí donde la señora Wainwright nos indicó que habían encontrado a Peter. Finalmente, subimos arriba, donde Holmes dio comienzo a un examen meticuloso de la habitación del muchacho. Vi cómo cogía algo del suelo, examinándolo con su lupa durante varios minutos, para luego guardar selo en su agenda.

– ¿Qué es eso, Holmes?

– Una brizna de paja, Watson. Ve su importancia, ¿verdad, doctor? Esas curiosas manchas bermejas en la camisa del muchacho son de igual importancia.

En ese momento se me ocurrió mirar por la ventana.

– ¡Holmes!-le aferré del brazo-. ¡Mire!

Claramente definida sobre el prado se veía la sombra de un hombre. Llevaba una chistera y un largo sobretodo, y estaba completamente inmóvil. Parecía mirar fijamente a la habitación de Peter Wainwright. Pude ver con toda claridad la gran nariz ganchuda y la barbilla afilada descritas por el infortunado muchacho. Había algo tan estremecedor y cautivante en esa forma enjuta y espectral, que me encontré mirándola estúpidamente sin oír la voz de mi amigo, mientras me tiraba de la manga.

– El caballero tiene compañía -me indicó.

Miré a la parte derecha del prado, y vi, justo frente al hombre, la sombra de una mujer. Era de estatura mediana, con una especie de capucha echada sobre los hombros. Cogidos a los pliegues de su falda había una pareja de niños, de sexo indeterminado, ya que sus sombras sólo proporcionaban un leve atisbo de su presencia. El sol se puso un instante después y la gente del prado se fue tan silenciosamente como había llegado.

Mi amigo se volvió hacia la puerta.

– Venga Watson. ¡Las sombras del prado ya no nos preocuparán más!

Le seguí al exterior. El prado estaba desierto, a excepción de un par de cuervos. Miré atentamente a nuestro alrededor, pero no pude discernir ni una señal de la presencia de esos misteriosos intrusos.

– ¡Holmes! -exclamé-. Esto es absurdo. Deben estar en alguna parte. ¿Dónde están, en el nombre del cielo?

Su respuesta fue inolvidable.

Alargó su vigoroso brazo, señaló hacia el tejado de la vicaría de Buckley, a su heterogénea colección de altas y melladas chimeneas.

– Allí -dijo con calma.

La policía aún no había llegado cuando nos enfrentamos al reverendo Joseph.Wainwright en el tenebroso salón de aquella casa de mal augurio. El clérigo había recobrado la compostura lo bastante como para mirarnos con cierta severidad.

– Mi hijo ha muerto, señor Holmes. ¿No le basta con eso? ¿Es que no tiene compasión? Le creía un hombre compasivo, pero continuar molestándonos en un momento como éste es contrario a toda decencia.

– Simpatizo con su pena -dijo Holmes alzando una mano en protesta-. Pero deben servirse los intereses de la justicia.

– Sigo sin entenderle. ¿Qué posible bien puede sobrevenir de más indagaciones? Deje a mi pobre hijo descansar en paz.

– Amén -murmuró la señora Wainwright, mientras su hijo mayor la cogía de la mano para reconfortarla.

– Puedo asegurarle que el doctor Watson y yo no deseamos turbar el espíritu de quienes nos han abandonado. Por lo que quizá debamos aclarar lo antes posible lo poco que queda por revelar de este misterio.

Mi amigo sacó del bolsillo el reloj de oro desenterrado la noche anterior y lo puso sobre la mesa. Wainwright quedó boquiabierto al verlo.

– Albert Henry Wainwright -dijo mi amigo en tono sombrío-. Ahorcado en Sheffield en 1868 por el asesinato de su esposa y sus hijos. Este es el secreto que usted y su familia llevan compartiendo tanto tiempo. Cuando descubrí el reloj, que sin duda es un regalo de usted a su infeliz hermano, reconocí las iniciales como pertenecientes al Asesino del Camino del Parque, que es como se le llamó entonces. Fíjese en la dirección del relojero de Sheffield grabada en la parte de atrás.

El padre Wainwright se tambaleó hasta una silla y se sentó en ella, golpeándose la cabeza en un gesto de incontrolable angustia.

– ¿Qué sentido tendrían más engaños, señor Holmes?-dijo por fin-. Usted parece saber tanto.

– No, Joseph, no hablemos de él, te lo suplico -intervino la señora Wainwright, pero el brazo de su esposo la contuvo.

– Hay que afrontarlo, Sarah. Quién sabe si mi hijo seguiría hoy con vida de haber sido honestos con él desde un principio. Sí, señor Holmes, soy el hermano de Albert Wainwright y, aunque le amaba profundamente, su crimen es algo que durante los últimos dieciséis años ha pesado sobre mí como una gran rueda de molino. Nos queríamos mucho y él, con su beca en Oxford y teniendo ante sí su carrera en Bar, era la deslumbrante estrella de nuestra familia. Pero las arduas horas estudiando sus libros de leves dejaron su marea en él. Mientras estudiaba en Oxford, empezó a beber mucho y a pasar las noches en tabernas de baja estola. Fue en uno de esos lugares donde conoció a su mujer, una camarera irlandesa.

»Nunca olvidaré aquella calurosa noche de verano, poco antes de los exámenes, en que acudió a mí para contarme que ella estaba embarazada de su hijo, y que tenía el deber de casarse con ella, por muy vulgar e iletrada que fuera. Las noticias afectaron al corazón de mi padre como si fueran una bala. Murió pocos meses después de eso. Para entonces, Albert había dejado Oxford sin graduarse y sin un solo penique a su nombre. Se convirtió en maestro de gramática en Sheffield, donde intentó vivir, en una chabola de uno de los barrios más miserables de la ciudad, con una mujer cuya perversa lengua e indómitas costumbres le llevaron más allá de toda posible resistencia. Una noche, en que ella volvió a casa en estado de embriaguez con un remendón local, la estranguló en un arrebato de rabia incontrolada, junto a sus dos encantadores hijos, un niño y una niña. Fue un acto indecible, cuyo horror no me ha abandonado nunca y que, de hecho, recuerdo en todo momento.

»Albert me explicó que mató a sus hijos al no poder soportar la idea de encomendárselos a la parroquia, e imaginar la horrenda pobreza y los terribles sufrimientos que les esperaban. Pero, la noche antes de ser ahorcado, con la biblia abierta sobre sus rodillas, me confesó los indescriptibles remordimientos que sentía. «Últimamente pienso menos en esa pobre criatura de Kahtleen que en John y Rose», me dijo. «Todavía veo sus pobres caritas mirándome. Quiere siempre a tus hijos Joseph, quiérelos todos tus días, y que eso consuele en algo mi alma, allí donde quiera que acabe», me suplicó.

El padre Wainwright alzó la cabeza y miró a Holmes.

– «Puedes estar tranquilo respecto a eso, Albert», le dije. Y desde entonces he intentado ser fiel a mi palabra, señor Holmes. Hasta cuando nació Peter, el pobre Peter, y empezó a ser inconfundiblemente obvia la existencia de su fatal enfermedad.

»Ahora piense un momento e imagine lo que yo sentí, una vez nos instalamos aquí e intentamos dejar atrás el pasado, cuando Peter empezó a hablar de esas sombras en el prado. Conciba el horror que empecé a sentir cuando las figuras resultaron asemejarse a las de mi pobre hermano y su esposa e hijos. Fue como si todo aquel terrible drama volviera a representarse ante los ojos de mi hijo.

»Ahora usted sabe que le mantuvimos juiciosamente ignorante del pasado. Sólo Sarah y Jack sabían lo de mi hermano. Fui sintiéndome cada vez más maldito. Creí que toda la terrible verdad quedaría al descubierto. Estaba volviéndome loco. Apenas sabía lo que hacía. Reuní todas las reliquias que conservaba de Albert, la chistera que llevaba siempre, su sobretodo y algunas otras cosas, y las quemé en el jardín. Para no despertar sospechas con otro fuego, enterré su chaleco y su reloj en la pradera. Pensé que, al hacer eso, podría exorcizar su recuerdo, y que las terribles imágenes del prado no volverían a atormentamos más.

»Entonces Peter empezó a hablar de las apariciones a primera hora de la mañana. Hasta el deje rústico que detectó en la voz de su siniestro visitante me recordaba a mi hermano, cuyo acento del este siempre fue más fuerte que el mío. Empecé a creer que estaba realmente hechizado, que quizá mi hermano se había convertido en un espíritu condenado a vagar por la tierra, desprovisto del reposo eterno, y cuya única satisfacción era la de atormentarnos. ¡Que Dios me perdone por pensar así!

Hundió la cabeza en las manos y continuó así sentado, mientras Sherlock Holmes caminaba hasta la ventana, apartaba las pesadas cortinas y miraba al jardín.

– Naturalmente, debió serme obvio desde el principio que esas sombras sólo podían proyectarse desde una gran altura -explicó-. La habitación a la que trasladaron al joven Peter miraba al este, lo que significa que el sol a media tarde, tras superar su meridiano, estaría en la posición adecuada, detrás de la casa, para proyectar las siniestras sombras de las torretas de las chimeneas. Por supuesto, las supuestas sombras de la mujer y los hijos siempre estuvieron ahí; el que pasaran desapercibidas al principio fue a consecuencia del terror del muchacho. Sus ojos estaban clavados en la primera figura que vio, la del hombre. El hecho de que sólo aparecieran en un momento determinado, y que su manifestación coincidiera con el traslado del muchacho a esa parte de la casa, debió alertarme enseguida sobre su probable origen. Pero me distrajo la fisonomía distintiva atribuida a esas figuras. Me di cuenta de mi error cuando detecté unas formas similares en el patio empedrado de la taberna.

»Recordará, Watson, que sólo hay una torreta de chimenea asomando en un lado del tejado, una con un húmero alto de base circular… y que al otro lado hay una torreta, con dos más pequeñas pegadas a él. Las sombras que arrojan esas torretas son extraordinarias por su semejanza humana. Pero puedo aventurarme a asegurar que ese fenómeno pasa invariablemente desapercibido a no ser que se contemple en unas condiciones muy peculiares de soledad y especulación imaginativa semejantes a las que caracterizaban las horas diarias del joven Peter.

– Sí, por supuesto. Tiene razón, señor Holmes -murmuró el padre Wainwright-. Sólo vi lo que vio mi hijo, sólo creí lo que creyó él. Pero, ¡oh, que se quitara la vida por ello!

Holmes puso sobre la mesa una pequeña brizna de paja manchada de barro.

– Lamento estar en desacuerdo con usted, padre Wainwright -dijo-. Su hijo no se quitó la vida.

El clérigo se puso en pie; sus ojos miraban con salvajismo.

– ¿Qué está diciendo, señor Holmes?

– Lo repetiré: Peter Wainwright no murió por su propia mano. -Y a continuación bajó la voz-. Otra mano fue la responsable.

Un tenso silencio siguió a esas palabras.

Vi a la señora Wainwright llevarse la mano al pecho, y su rostro empalideció hasta los labios. El joven Wainwright miró al suelo, mientras el clérigo se mesaba nerviosamente la barba.

– El asesino estaba muy familiarizado con la casa -prosiguió Holmes-. Lo bastante como para vestirse con una chistera y un gabán y aterrorizar al muchacho a primeras horas de la mañana. Sus ojos no le engañaron durante nuestra expedición de anoche, Watson. Sí que vio a este personaje mientras miraba desde una ventana del piso superior. Cuando descubrí la débil evidencia de marcas de dedos de un color bermejo en la camisa del difunto, consecuencia de unas manos que antes estuvieron en contacto reciente con la solución Wilkins, que se usa en el tratamiento de sillas de cuero usadas, y, más aún, cuando descubrí esta paja manchada de un barro con rastros de bosta de caballo, no me llevó mucho tiempo llegar a la conclusión de que la persona relacionada con la muerte de Peter Wainwright estuvo trabajando recientemente en un establo. -Hizo una pausa para señalar dramáticamente a Jack Wainwright-. Ese es el asesino de su hijo, y me resulta muy penoso tener que revelar ese hecho.

Para mi asombro, el joven no aventuró ninguna protesta. En vez de eso miró a mi amigo casi altivamente.

– Sí, yo lo maté. Era una desgracia para nuestras vidas.

– ¡Jack! -La señora Wainwright miró a su hijo sin entender nada.

– Lo hice por usted, madre. ¿No se da cuenta?

Intentó rodearla con sus brazos y besarla, pero ella apartó la cara.

– ¡Pero, madre! -protestó-. Tu vida era miserable por su culpa…, y él… -escupió la última palabra y dirigió una salvaje mirada a su padre-. Quería que fueras libre, madre, y que fueras feliz. ¿Cómo podías llegar a serlo si él no se moría? ¿Qué importancia tiene, si iba a morir de todos modos?

Sólo el incansable tictaqueo del reloj le respondió en la oscura y opresiva habitación.

– Cuando empezó a hablar de las sombras en el prado, me di cuenta de cómo podía silenciarlo para siempre, y de una forma que desconcertaría hasta a las mentes más brillantes. O eso me pareció -se burló mirando a Holmes-. Compré una chistera de segunda mano y cogí prestado uno de sus gabanes, querido padre. Le había oído hablar del tío, y del aspecto que tenía y de cómo hablaba. Peter se lo contaría, y usted mismo creería que la casa estaba encantada. Quería castigarlo duramente, tanto como a Peter. Siempre fue su favorito; yo nunca le he importado nada. Sólo mi madre me quería. Mi querida madre.

La señora Wainwright parecía estar sumida en un trance, su rostro parecía muerto. Su marido meneó la cabeza.

– Intenté ser justo con los dos, Jack -dijo.

– ¡Justo! -Jack Wainwright echó atrás la cabeza y rió con amargura-. En todo caso, hoy llegó mi momento. Me puse la chistera y el gabán y fui a su habitación. ¿Acaso no le había dicho que mi nombre era Muerte y que iría a por él? Casi se desmayó al verme a plena luz del día. Creí que gritaría, así que le tapé la boca con la mano. Le llevé hasta la ventana y le empujé por ella. Sus ojos me suplicaron todo el tiempo que le ayudara. Disfruté con ello. Quería que sufriera. ¿Acaso no había sufrido yo bastante? ¿No había hecho nuestras vidas miserables con su maldita enfermedad? De verdad creo que sus miembros tullidos eran una maldición que se nos impuso por maldades cometidas en el pasado. Tenía que morir. Así que lo solté, con suavidad…, contemplan do cómo caía. Fue todo tan sencillo.

De pronto, Jack Wainwright lanzó una risita histérica. En ese momento se abrió la puerta y la corpulenta figura del Inspector Wylie de la policía de Berkshire llenó el umbral.

Más tarde, a la dorada luz de la tarde, mientras caminábamos por última vez por el prado de la vicaría de Buckley, Holmes me resumió sus últimas impresiones del caso.

– Cuando vinimos aquí, Watson, consideraba altamente improbable que el reve rendo Joseph Wainwright se paseara tan teatralmente por su propio prado. Si, como suponía, las iniciales del reloj se referían al asesino Albert Wainwright, entonces resultaba muy claro cuál era el secreto familiar que quería ocultar el buen clérigo. Toda su conducta apoyaba esta suposición: su reacción ante la descripción que hizo su hijo de la gente del prado, la hoguera del jardín y el subsecuente intento de enterrar el reloj y el chaleco. Y, además, estaba claro que quería al chico, y un amante padre no acosa de esa manera a su retoño. Y el doctor Agar me proporcionó el hecho concluyente de que Wainwright daba misa la tarde en que fueron vistos por primera vez el hombre y su supuesta familia.

– ¿Qué le hizo sospechar del hijo mayor?

– Seguramente recordará su conducta obsesiva para con su madre, y el de ella para con él. Era un amor posesivo de lo más violento. Ambos parecían guardar rencor al padre, y me pareció que de querer liberar el muchacho toda la animosidad que sentía hacia su padre, nunca habría encontrado un método más devastador que el de atacar su punto más vulnerable: la profunda culpabilidad que sentía por su hermano muerto. Los comentarios del joven Peter sobre las sombras le dieron esa oportunidad. ¿Se da cuenta de la astucia diabólica que hay en todo este asunto, Watson? Una vez se aseguró de cuándo aparecían las sombras, empezó a influir en la imaginación del pobre muchacho con la ayuda de sus macabros arreglos. De hecho, la idea de vestirse de ese modo y aparecerse a él fue un golpe de genio.

– De un genio malvado, sin duda.

– Bueno, el arte que se lleva en la sangre puede asumir formas muy extrañas, Watson, como ya le he hecho notar antes. No en vano los Wainwrights están lejanamente emparentados con Daniel Wainwright, el disoluto pintor del siglo XVIII. En el caso de Jack, la herencia creativa se enfocó hacia unos fines más malévolos.

– Pero se necesitaba una gran ingenuidad por parte del clérigo para haberse dejado influenciar así por esas sombras, cuyo origen debió ocurrírsele a él, al llevar tanto tiempo viviendo allí.

– No necesariamente, Watson. ¿Cuántas veces se ha fijado usted en la extraña configuración de las chimeneas de Baker Street? Además, la gente es muy ingenua.

– Hay una cosa que sigue preocupándome. ¿Cómo es que la sombra del hombre tenía esa afilada nariz ganchuda que, al parecer, se asemejaba tanto a la del hermano muerto?

– La albañilería de la chimenea está rota en un lateral y sobresale una piedra de ella.

Mi amigo se volvió y examinó el ancho frontal de la casa, en cuyo tejado se amontonaban las palomas, al cálido sol y quietud de esa tarde de primavera.

– En todo esto hay una curiosa ironía, Watson. Pensar que esas sombras podrían representar tan exactamente un oscuro secreto familiar. Es una lección para todos nosotros; debemos afrontar la verdad que tememos, en vez de intentar reprimirla. Pero, toda la base del caso reside en la curiosa personalidad de la señora Sarah Wainwright.

– ¿Cómo es eso?

– En realidad, Jack estaba actuando de forma inconsciente bajo su penetrante influencia. Sentía que la eliminación del joven Peter le permitiría obtener su amor completa y totalmente, ya que no habría nada que distrajera su atención. El amor posesivo de la mujer por su hijo Jack, en quien prodigaba toda la pasión engendrada por su amargura marital, fue la auténtica fuerza que había tras los actos de su hijo mayor. Sí, mi querido Watson. Usted, que es tan ardiente aficionado al helio sexo, debería recordar en el futuro que, si desea estudiar la personalidad de una mujer, hay que fijarse en sus hijos. Es un axioma que pocas veces me ha fallado. Y ahora, si no le importa, daremos un paseo junto al río. Tengo fuertes deseos de saborear la cerveza local, de la que he oído decir cosas de lo más extravagante. Me he fijado en un encantador local público que sobresale por la ensenada, así que seré más que feliz poniendo el asunto a prueba.

Nota del Autor:

De: Su Último Saludo…

«…doctor Moore Agar… cuya dramática presentación a Holmes quizá cuente algún día…»

– «La Aventura del Pie del Diablo».

LA AVENTURA DEL SECUESTRO GOWANUSJoyce Harrington

Fue una deprimente tarde de enero hace pocos años, mientras yo intentaba, sin mucho resultado, aliviar los síntomas de un reciente resfriado, cuando sonó el teléfono interior y el portero me anunció la llegada de un mensajero con un paquete para mí. Mi primera intención fue la de pedir a Carlos que firmase la entrega. Ya la recogería más tarde, cuando bajara de mi piso en el ático para surtirme de una buena provisión de gotas nasales, pañuelos de papel y limones frescos. Pero las pomposas bufonadas de los culebrones de la tele habían perdido todo interés y la curiosidad se apoderó de mí. Le ordené que hiciera subir al mensajero.

El timbre sonó momentos después. Contesté a la llamada tal y como iba vestido, con una vieja bata de lana y una bufanda envuelta alrededor de la cabeza como si fuese un turbante, para protegerme de las corrientes de aire. El personaje que estaba ante mí en el umbral proporcionaba una visión sorprendente. Era alto, por encima de los seis pies, y estaba completamente vestido con spandex negro, a excepción de un casco negro de motorista y un pasamontañas multicolor que le cubría la cara, revelando sólo un par de grandes y luminosos ojos oscuros, que miraban impasiblemente a los míos desde lo alto, y una ancha y carnosa boca que no dijo una palabra. Llevaba una bolsa de lona negra colgando en cabestrillo de un hombro, y tenía las manos cubiertas por a justados guantes de cuero negro. En una de esas manos, llevaba un sobre marrón que me alargó junto a una hoja de papel y un bolígrafo. Un dedo enguantado señaló la línea sobre la que, sin duda, deseaba que yo firmase.

Lo hice, al tiempo que buscaba en el bolsillo de mi bata un billete de dólar con el que recompensar su labor. Me cogió bolígrafo, papel y billete y, todavía sin decir palabra, galopó hasta el ascensor, donde apretó enérgicamente el botón de llamada y esperó a que subiera, saltando impaciente sobre un pie y sobre el otro mientras la pesada taleguilla rebotaba en su espalda como un maligno jinete enano que obligase a un potro recalcitrante a esforzarse aún más.

Naturalmente, ya había visto a muchos de esos Mercurios sobre dos ruedas recorriendo las calles de la ciudad y, de hecho, más de una vez había escapado por poco de una colisión con alguno que otro de su especie, pero esta era la primera vez que alguien elegía este medio de comunicarse conmigo. Se volvió para mirarme, mientras yo permanecía allí, bastante más desconcertado de lo usual, debido, sin duda, a la congestión de mis senos nasales, y con una voz grave pronunció una sola palabra.

– Irregular.

¡Irregular, efectivamente! Me di cuenta de que yo estaba lejos de ser una figura elegante con mi nariz roja y mi cabeza envuelta en una toalla, pero, ¿qué derecho tenía él a hacer comentarios sobre mi apariencia, sobre lodo habiendo recibido tan generosa gratificación? listaba a punto de protestar vehementemente cuando, a través de mis taponados pasajes nasales, hizo erupción un estornudo de tal magnitud que fui incapaz de hablar durante varios segundos. Cuando se me despejaron los sentidos, tras haber empleado una media docena de pañuelos de papel, el zaguán estaba desierto, las puertas del ascensor cerrándose, y mi visitante desaparecido.

Volví a mi apartamento, dedicando mi atención al sobre que llevaba en la mano. Estaba dirigido a mí con gruesas letras negras que casi desafiaban el ser descifradas, y carecía de remite. El sobre en sí mostraba huellas de mucho uso, arrugado, doblado y con manchas de barro en las junturas. Le di la vuelta y descubrí que la solapa estaba sellada por varias capas de cinta transparente sobre la cual se habían impreso tres claras huellas digitales. Las miré un rato, pero no me dijeron nada, y añoré la vista aguda y la mente rápida de la antigua compañera de mi vida. Pero la polifacética y voluble Diana actriz, pintora, músico, poeta de cierto renombre, cocinera de categoría cordon bleu y cazadora de bestias salvajes, tal y como indica su nombre (pero con una Nikon en vez de con un rifle para elefantes), dentro de sus muchas habilidades- hacía mucho que había dejado nuestros mutuos aposentos en busca, como ella misma dijo, «del secreto de mi existencia».

Habían pasado dos años desde el día de año nuevo de 19__, en que llenó una pequeña mochila con sólo lo imprescindible y se marchó diciendo únicamente «Cuida del apartamento, Watson, amor mío. Volveré».

Por supuesto, le imploré que me permitiera acompañarla en su viaje, pero permaneció inflexible en su negativa. «Es demasiado peligroso, mi querido amigo, y tu disfrutas demasiado de las comodidades de la civilización», fue la única razón que me dio.

Otro hombre podría haberse sentido insultado por semejante comentario sobre su valor y resistencia, pero no yo. Diana podía resultar irritante, pero siempre tenía razón. Mi salud estaba deteriorada por algunas imprudencias juveniles cometidas durante la era de Acuario, cuando abandoné la escuela de medicina para llevar una vida hippy, En aquellos momentos me contentaba quedándome en casa y escribiendo en mi procesador de textos las aventuras de mi querida amiga, tal y como ella me las relató en indolentes tardes veraniegas (y en algunas de las cuales yo había tenido una modesta participación), mientras contemplábamos la gran metrópoli, reclinados en nuestra terraza.

Iba diciendo que habían pasado dos años desde su partida, y en todo ese tiempo no recibí noticia alguna de su paradero. ¿Es de extrañar, entonces, que mirase el enigmático sobre que tenía en las manos con una mezcla de esperanza, temor e insaciable curiosidad? ¿Debía abrirlo y satisfacer rápidamente mi curiosidad? Sí. Mi mano cogió el abrecartas de marfil, recuerdo de La Aventura del Paquidermo Promiscuo, que tenía sobre mi escritorio, pero el temor detuvo mi mano. ¿Qué desagradables milicias podía llegar a contener este paquete? ¿No sería mejor fortificarse contra el abatimiento echando una dosis de brandy en la taza de té recién hecho que todavía humeaba junto a mi poltrona? Fui entonces al aparador a coger la garrafa de curiosa forma, recuerdo del apurado escape de la muerte que tuvo tugaren el caso que yo llamo El Ultimo Aliento del Soplador de Vidrio, y me eché media onza de líquido, cuidadosamente medida, en mi taza de té. Así pertrechado contra el desastre, me senté en la poltrona, me envolví confortablemente en una manta, y de jé que la esperanza llenara al máximo mi pecho.

Por el peso y tamaño del sobre, estaba seguro de que contendría una considerable cantidad de material de lectura. Una vez más examiné los garabatos negros de la dirección, pero no se parecían a ninguna letra que me fuese familiar. Diana escribe con letra clara y firme, con exactitud casi Spenceriana, y desdeña la moderna utilización del rotulador en favor de una antigua estilográfica, muy propensa a manchones y borrones. Por fin, abrí el sobre con dedos temblorosos y saqué su contenido.

Si había esperado un relato escrito, de la propia mano de Diana, contando sus aventuras durante los pasados dos años, junto con una notificación de su inminente llegada, me vi abocado a la decepción. El sobre sólo contenía una revista de esa clase que se dice destinada a la libidinosa juventud y la inmunda vejez. Con un suspiro y una tosecilla (¡Cielos! ¿Acaso mi resfriado amenazaba con invadirme la cavidad torácica?), dejé que la despreciable publicación cayera al suelo y miré por la ventana. Había empezado a caer una lluvia de aguanieve, produciendo en el exterior una helada semioscuridad equiparable a aquella bajo la que desfallecía mi ánimo.

Una broma. Eso era todo lo que podía ser. Pero, ¿quién podía haberse tomado la molestia, y los gastos, de ingeniar tan triste estratagema, que ni siquiera incluía el dudoso placer de ver el efecto que tenía sobre su presunta víctima (yo)? No tenía sentido.

Y, sin embargo, ahí estaba. Miré hacia abajo. La cara y el notable torso de una joven me miraron satinadamente, invitándome a buscar más delicias carnales en las páginas de la publicación. Pero ni siquiera cuando estaba en mi mejor estado de salud y ánimo tenía la costumbre de aliviar mi soledad con representaciones fotográficas de la divina forma de la mujer. Quiero demasiado profundamente a las mujeres para eso, y más a Diana, como para mancillar mi mente o vista teniendo otro trato con esa cosa que no fuera arrojarla al fuego de la chimenea, cuyo escaso montón de brasas me recordó que era el momento de echar otro tronco artificial.

Con esa tarea en mente, hice una bola de papel arrugando el sobre manila que hasta entonces había reposado oblicuamente sobre mis muslos. Para mi sorpresa, noté algo pequeño y duro entre los pliegues de papel. Alisé rápidamente el sobre y metí la mano en el interior. El objeto que saqué me era tan familiar como la palma de la mano sobre la que descansaba. Era un anillo, antiguo, pero de escaso valor para quien no fuese su dueño, quien, en todos los años de nuestra relación, nunca permitió que abandonara su dedo. Era el anillo de Diana, y, aunque ella nunca me contó su historia, sabía que le era más precioso que todo el oro y las joyas de la ciudadela de Harry Winston.

Paseé, desconcertado, la mirada del anillo a la revista que había en el suelo y al sobre que tenía en mi regazo. ¿Qué hacían los tres juntos? ¿Qué sentido tenía este mensaje, que ahora percibía como tal? Me deslicé el anillo en mi dedo meñique para no perderlo (y, a decir verdad, para captar las vibraciones espirituales que pudiera tener de su anterior poseedor) y rompí el sobre por la mitad. Pero, ay, no había nada dentro, y lo dejé a un lado. Cogí entonces la revista, con dedos tan temblorosos como reticentes. La examiné, página a página, obligándome al más minucioso escrutinio de cada una de las lotos, examinando cada una de sus líneas de texto en busca de alguna alteración microscópica que pudiera revelarse como un mensaje de Diana. Incluso me proveí del cristal de aumento que ella había usado con tan asombrosos resultados en La Aventura del Sueño de la Solterona, pero el tiempo que pasé ocupado en ello resultó inútil. No había ningún mensaje que yo pudiera discernir.

Cuando cerré la revista, más desconcertado aún que la primera vez que estuvo en mi mano, el anillo de mi dedo meñique se enganchó en la etiqueta de envío pegada a la cubierta y estuvo a punto de arrancarla. El nombre de la etiqueta me era desconocido, la dirección pertenecía a algún lugar de las entrañas de Brooklyn. ¿Quién era Alfred J. O'Brien de Union Street, y cómo es que tenía el anillo de Diana?

Me di cuenta enseguida de que debía ir allí cuanto antes. Cogí la guía de calles Hagstrom de la estantería y localicé la calle en cuestión, que atravesaba todo Brooklyn, desde los muelles hasta la Grand Army Plaza, en la entrada de Prospect Park. Mi mente me ofreció un vago recuerdo de un arco monumental, entrevisto brevemente varios años atrás, cuando Diana y yo nos dirigíamos al Museo de Brooklyn para colaboraren la búsqueda de un fabuloso artículo, que no estoy autorizado a mentar y que había desaparecido de su colección egipcia. Sólo puedo decir que Diana encontró el artículo desaparecido a los quince minutos de entrar en el museo, ahorrando a su director una indecible vergüenza.

La dirección en cuestión no estaba ni cerca del parque ni cerca del museo, siendo adyacente a una angosta corriente de agua identificada en el mapa como canal Growanus. Es muy cierto eso de que en esta ciudad, favorecida entre las ciudades, uno descubre continuamente nuevos atractivos. No tenía ni idea de que la ciudad de New York albergase algo semejante a un canal, y mientras me vestía para el viaje, mi mente se llenó de góndolas o, al menos, de pequeñas barcas de placer pilotadas por sonrientes barqueros. Quizá Diana había vuelto de sus aventuras y esta era su manera de atraerme a una cita romántica en un lugar idílico, poco conocido por la élite elegante que recorre Manhattan en busca de novedades.

Pensé que el tiempo difícilmente incitaba a un viaje de placer en barca, pero Diana es notablemente impermeable a ese tipo de consideraciones una vez que se ha decidido por un curso de acción. En consecuencia, me envolví en varias capas de ropa de abrigo rematadas por una gabardina muy utilizada en mis tiempos pasados, cuando vagaba solo y sin hogar por las vastas extensiones del continente norteamericano. Completé mi atuendo con unas botas del ejército, muy de moda entre jóvenes y rebeldes. Así vestido, mi resfriado y yo podríamos capear cualquier tempestad que pudiera depararnos el día. Telefoneé al fiel Carlos para que me llamara un taxi.

El taxista, un lascar de piel caoba con el improbable nombre de Rameshwar Das blasonando su permiso de alquiler, gruñó coléricamente al saber nuestro destino, pero cambió rápidamente de tono al ver aparecer un billete de diez dólares reflejado en su retrovisor, del que colgaba una chillona imagen de Kali, la Destructora.

Nos internamos en la mezquina aguanieve y, tras cosa de una hora de vagar por las resbaladizas calles, no parecíamos estar más cerca de nuestro destino que cuando dejamos el familiar vecindario al sur de Central Park. No obstante, el arisco conductor aparcó momentos después ante un edificio abandonado, desprovisto de ventanas, y cuya siniestra fachada color amarillo ocre había sido profusamente decorada con esa peculiar forma artística urbana conocida como grafiti. El edificio parecía ser un almacén, y quizá en otro tiempo fuese el hogar de alguna que otra alegre industria, pero aquel mísero día parecía estar abandonado, con un cierre de metal corrugado bloqueando la entrada a su doble puerta de garaje.

– ¿Es aquí? -inquirí.

El conductor se limitó a encogerse de hombros y señalar significativamente al taxímetro, que marcaba 22,50 dólares. Un pequeño precio si el viaje me traía noticias de Diana, reflexioné.

– ¿Y dónde está el canal? -pregunté, mirando por la ventanilla lateral a un paisaje de rotas calzadas, cubos de basura volcados y automóviles canibalizados. Mi sueño de secretos placeres venecianos se evaporaba en una incómoda sensación de peligros que acechaban detrás de cada una de las puertas que me miraban en esta olvidada calle.

El conductor señaló vagamente en la dirección a la que miraba el taxi. Miré por entre el manchado parabrisas y vi, emergiendo de la penumbra que teníamos ante nosotros, la tracería de hierro de un pequeño puente. El bajo edificio gris, que al parecer era mi destino, se extendía al norte hacia las orillas del canal, si es que había un canal.

Pagué al conductor, añadiendo a la tarifa los prometidos diez dólares, y gateé fuera del taxi hasta quedar expuesto a la helada aguanieve, que, en este desierto vecindario, iba acompañada por un fuerte viento que amenazó con derribarme. Apenas cerré la puerta, el conductor pisó a fondo el acelerador y el taxi se alejó a toda prisa, cruzando el puente y desapareciendo de mi vista. Estaba solo, sin noción alguna sobre la forma de entrar en el edificio o de lo que podría encontrar al otro lado de esas insalubres paredes.

Un examen más atento de la entrada me reveló dos cosas. El cierre de acero estaba asegurado con un pesado candado, y en el muro contiguo había empotrado un timbre corriente. Estaba a punto de llevar mi dedo a él cuando tuve un repentino pensamiento de prevención. De haber alguien en el edificio, él o ella (¿me atrevería a pensar que Diana estaba en el interior, quizá prisionera y esperando a que la rescatara?) no podría abrir el cierre desde dentro, estando además al tanto de mi presencia y pudiendo, mediante alguna otra salida, abandonar el edificio e incluso atacarme por la espalda desbaratando así mi misión.

Miré a uno y otro lado de la desolada calle. A lo lejos, un autobús se arrastraba hacia mí. A pocos metros, un gato muy sucio cruzó bruscamente la calle para refugiarse bajo los restos de un automóvil, del que quedaba poco más que un chasis retorcido. No vi ningún ser humano en la calle, cosa poco sorprendente en vista del tiempo reinante, pero un escalofrío me advirtió que estaba siendo observado. Quizá fuera mi imaginación, pero he aprendido a confiar en esas sensaciones de alarma. Puede que no fuese mas que un ama de casa ociosa, mirando por la ventana de uno de los edificios cercanos, pero quizá fuese algo más hostil. ¿Qué haría Diana en mi lugar?, me pregunté.

Mientras titubeaba, deseando no haberme apresurado tanto en despachar a Rameshwar Das y su taxi, una moto apareció por una esquina cercana, deteniéndose en el bordillo. Su conductor desmontó y aseguró rápidamente la máquina, con un aparato en forma de U, a una farola donde un cartel advertía a los motoristas: «Ni se os ocurra aparcar aquí».

– ¿Por qué has lardado tanto, pavo?-me ladró el motociclista.

Aunque su atuendo se asemejaba al del mensajero que me había entregado el sobre en mi puerta, y su cara se veía tapada por un pasamontañas similar al que añadía unas gafas protectoras de plexiglás, me di cuenta de que no era el mismo individuo. Esta persona era pequeña y ágil, y su voz aguda, casi afeminada en su entonación. Empecé a temer que había caído en alguna clase de trampa o en una conspiración de gamberros motoristas.

Me cogió la mano y empezó a arrastrarme hacia la orilla del canal. Yo me detuve, exigiendo una explicación.

– No hay tiempo -repuso, con voz aflautada-. Tenemos que entrar antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde para qué? -inquirí.

Pero estaba destinado a continuar ignorante. Con fuerza sorprendente para alguien de su tamaño, me obligó a seguirle cuando dobló la esquina del edificio amarillo, y luego por la embarrada orilla del canal. Aunque nos movimos con rapidez, no pude evitar darme cuenta de que las aguas que lamían los muros contenedores de cemento del canal eran de un repugnante tinte verdoso y de que un olor peculiar llenaba el aire helado. Una capa de hielo bajo nuestros pies transformó nuestro rápido avance en extremo peligroso, y a mi mente acudió la imagen fugaz de un chapuzón en las venenosas aguas. Eso a cuenta de lo de las góndolas.

Mi guía me soltó la mano cuando recorrimos todo el lateral del edificio y llegábamos a su trasera y, de alguna parte de su persona, sacó una llave formidable de la clase conocida como Fichet, y la insertó prestamente en una cerradura igualmente formidable de una puerta metálica, enclavada en un nicho de la lisa pared. La puerta se abrió con un crujido, y yo miré por encima de su hombro a la completa oscuridad.

– ¡Adentro! -siseó el motorista, mientras extraía de la bolsa de su espalda una potente linterna con la que procedió a iluminar el interior.

Le seguí intrigado, mirando al sendero de luz en un intento de descubrir los motivos de mi presencia allí. El anillo de mi dedo meñique pareció irradiar cierta cantidad de calor dentro de mi guante, lo cual, para un alma supersticiosa, quizá significase un mensaje de su propietario. Pero me precio de ser una persona práctica, aunque soy muy consciente de que hay fuerzas en el universo de las que nada sabemos, pese a toda nuestra sorprendente tecnología, y me acordé de que ésta era la mano que el joven aferró tan vigorosamente en nuestra travesía por la embarrada orilla del canal. Probablemente el calor que notaba no fuera más que una magulladura dejada por ese apretón. Me lo quité de la cabeza y me concentré en lo que nos rodeaba.

Mi pequeño compañero iba delante, caminando de puntillas, iluminando esto y aquello con su linterna A su luz, capté retazos de un mobiliario lujoso: aquí un vislumbre de una barra de bar con espejo donde filas de botellas, vasos y narguiles esperaban un momento de celebración, allí el brillo apagado de un tapizado de terciopelo rojo alegrado por cojines de intrincado dibujo oriental. Aunque yo también caminaba de puntillas en una imitación inconsciente de mi guía, no había necesidad de tal precaución. Una gruesa alfombra acolchaba cualquier ruido que pudiéramos hacer en nuestro avance.

– ¿Qué es este lugar? -me aventuré a preguntar.

– Guarda silencio-fue la susurrada respuesta-. Pueden haber dejado a alguien de guardia.

Algo había cambiado en su voz. Todavía era aguda e impaciente, y aún conservaba ese irritante tono de mando, pero la elección de palabras ya no era la de un golfillo callejero.

– ¿Quién eres? -exigí-. No daré un paso más hasta que lo sepa.

Mi guía apagó la linterna y nos inundó una completa oscuridad. Pero incluso en esta negrura estigia, yo tenía los sentidos completamente alertas. Oí un chasquido inconfundible y noté contra mi garganta el frío y delgado filo de una navaja.

– Lo sabrás cuando debas -susurró mi compañero-. Esperaba no tener que emplear la fuerza. Va contra mis principios, pero no me dejas otra alternativa. Que me sigas voluntariamente o a punta de navaja es algo que me trae sin cuidado, pero, sígueme o no volverás a ver a tu amiga.

– ¡Diana! -gruñí-. ¡Maldito! ¿Qué es lo que le has hecho? -El dedo que llevaba su anillo me latía dolorosamente, como haciéndose eco de su apuro.

– Cálmate. No está muy lejos. ¿Acaso no fue su mensaje lo que te trajo aquí?

– Sí. El anillo. Pero, ¿cómo sé que me lo envió ella? -Y entonces tuve el temido pensamiento-. Por lo que yo sé, han podido quitárselo de su mano muerta.

– No fue así-me aseguró, añadiendo a modo de explicación-: Soy un Irregular.

– Eso no me dice nada.

– El Servicio de Mensajería de los Irregulares. Uno de los nuestros te entregó el sobre.

– Sí. Pero, ¿qué tiene eso que ver con Diana?

– Nos ayudó una vez, en El Caso de la Bicicleta Explosiva. Siempre estaremos en deuda con ella. ¿No te lo ha contado?

– No -murmuré, algo ofendido por el hecho de que este joven tuviese acceso a una parte de la historia de Diana que me había sido negada-. Pero, ¿dónde está, y por qué estamos en este sitio abandonado de Dios?

– Estamos perdiendo el tiempo. ¿Estás conmigo o no? Quizá se necesiten tus conocimientos médicos.

– Pero no soy médico -protesté-. Nunca terminé mis estudios.

– Sabes lo bastante para ser útil. ¿Me sigues?

Lancé un suspiro. Me pareció que no tenía elección. Era seguir adelante o ser empujado a punta de navaja. Quizá algo peor. Y, como Diana estaba metida de alguna forma en esta aventura, no pensaba avergonzarme ante sus ojos.

– Te seguiré -otorgué.

Un chasquido me dijo que había cerrado la navaja automática. La linterna volvió a emitir su potente rayo de luz y procedimos a recorrer varias habitaciones del achatado edificio, cada una de ellas amueblada de forma más ostentosa que la anterior. Por fin llegamos hasta una puerta de madera, más allá de la cual había una estrecha escalera que se hundía en una negrura aún más densa que la encontrada hasta entonces. Esta escalera estaba desprovista de alfombra, y los escalones crujieron sonoramente al bajarlos. Al final de la misma una puerta de hierro nos bloqueó el paso, pero, una vez más, mi compañero sacó una llave y enseguida la atravesamos, entrando en los sótanos del edificio.

Allí todo era distinto al piso superior. Habían desaparecido todo el lujo y las comodidades, El suelo, de cemento a juzgar por su aspecto y tacto, estaba sucio por décadas de arenisca y grasa. Las paredes rezumaban humedad, y el olor del pútrido canal llenaba el aire de forma penetrante. Allí donde se enfocaba el haz de luz, legiones de cucarachas corrían para escapar de su brillo. Unas telarañas rozaron mi rostro y se pegaron, sofocantes, a mi boca y mi nariz. ¡Que Dios ayudase a Diana si estaba prisionera en esta polvorienta catacumba!

Seguimos caminando por la vasta caverna subterránea, buscando no sabía el qué. De pronto, mi guía lanzó una exclamación apagada y echó a correr. Le seguí todo lo rápidamente que pude, manteniendo los ojos clavados en la enloquecida oscilación del haz de luz. Eso resultó ser un error. Perdí pie y tropecé con algún objeto que había en mi camino. Caí al suelo, dándome de cara con la suciedad. De mi nariz brotó sangre de forma violenta, pero más violenta aún era mi humillación. Me puse de rodillas y busqué en mi bolsillo un pañuelo para restañar la sangre. Fue entonces cuando oí el tono claro y musical de la voz que tanto había añorado los últimos dos años.

– ¡Watson! ¡Ven deprisa! ¡Te necesito!

– ¡Diana! -grité-. ¿Dónde estás?

En ese momento, un sonido semejante a un trueno amortiguado reverberó en todo el edificio.

– ¡Por aquí!-dijo la amada voz-. ¡Aprisa!

Y el haz de la linterna trazó un agitado arco contra el techo en el extremo más alejado del inmenso sótano.

Me puse en pie con cierta inseguridad y me tambaleé hacia la luz, esperando encontrar a mi muy querida amiga necesitada de urgente atención médica, lo cual, quizá, estaba más allá de mis escasas habilidades. Sólo tenía escasos conocimientos de medicina, nebulosamente recordados, y ni siquiera llevaba encima el más elemental botiquín de primeros auxilios. Si le fallaba ahora, nunca podría perdonármelo.

Pero la figura postrada en el hediondo suelo no era la de Diana. Era la de un niño, un muchacho que no contaba más de diez o doce años, que yacía inmóvil como un muerto. Me arrodillé junto a él y le toqué la frente. Estaba caliente y febril al tacto. Miré a mi guía con perplejidad, buscando respuesta a todas las preguntas que se agolpaban en mi cerebro. La sorpresa barrió todas las preguntas. El motorista se había quitado el casco y el pasamontañas y sostenía la linterna de modo que pudiera iluminar completamente sus hasta entonces ocultos rasgos: el cabello dorado, los inteligentes y separados ojos grises, la delicada pero aquilina nariz, la boca decidida que ahora me sonreía con ternura.

– Siento habértela jugado así, viejo amigo. Fue necesario, pero no puedo explicártelo ahora. No hay tiempo. Tenemos que sacar a este niño de aquí antes de que descubran nuestra presencia.

¡Diana! -dije boquiabierto-. Pero, está muy enfermo y parece que se acerca una tormenta. Acabo de oír un trueno.

– Eso no era un trueno. Acaban de alzar el cierre de acero que hay en la entrada de este cubil de secuestradores. Son hombres desesperados. El chico está perdido como nos encuentren. ¿Puedes liberarlo, mientras compruebo nuestro camino de huida?

Diciendo esto, me entregó navaja y linterna y desapareció en la oscuridad.

Cuando dejaron de oírse sus pisadas, me puse a examinar las gruesas cuerdas que sujetaban las manos y los pies del infortunado muchacho, aseguradas a una argolla de hierro firmemente clavada en la pared. Puse la linterna sobre el cuerpo febril del muchacho y corté la cuerda. Diana volvía junto a mí cuando acababa con la última hebra.

– Buen trabajo, Watson -me dijo en un susurro-. Ahora cógelo y vámonos de aquí.

– Me gustaría que no me llamases Watson -me quejé, aunque hice lo que me pedía-. Ya sabes cuánto me molesta.

La verdad es que me llamo Watson, John Conan Watson, para ser exactos. Mis padres eran fervientes seguidores del legendario detective y su fiel cronista. Pero, cansado de las continuas bromas tipo «elemental, mi querido Watson», me cambié legalmente el nombre por el de Moriarty.

– Moriarty es muy redicho -replicó ella- y Watson te sienta bien. Pero no hay tiempo para discusiones inútiles. En el piso de arriba hay media docena de fanáticos sin escrúpulos celebrando el rescate que han obtenido a cambio de devolver sano y salvo al niño. Pero no tienen ninguna intención de devolverlo. Lo han traído hasta aquí desde Nueva Delhi, y el destino que le tienen reservado no es otro que el fondo de ese repugnante canal. En cuanto se hayan envalentonado con la bebida y la droga, bajarán para llevar a cabo sus malvados propósitos.

Una vez más, ella fue delante por el cavernoso espacio subterráneo, conduciéndome hasta una pequeña ventana situada a bastante altura en la pared, y cuyos cristales estaban oscurecidos por generaciones de mugre. Mientras ella forcejeaba por abrir el oxidado cierre, oí cómo se abría con un crujido la puerta de arriba y unos pasos amortiguados empezaban a descender por la escalera. Di unos golpecitos en el hombro de Diana para alertarla del peligro. En ese momento cedió el cierre, y la ventana cuyas bisagras estaban en la parte inferior se abrió con un estallido.

Diana escaló la pared con la agilidad de una cabra montesa y desapareció por la apertura. A continuación alargó los brazos para que le entregara el niño inconsciente Los efluvios del canal llegaron a mi cara, haciéndome estornudar. Las pisadas ya no estaban amortiguadas, y habían echado a correr.

– ¡Esperad, por favor! ¡Voy con vosotros! -gritó de forma apagada una voz ronca. Miré por encima del hombro. En la oscuridad del sótano, iluminado por la escasa luz que entraba por la ventana abierta, vi aparecer la agitada cara de Rameshwar Das. Enseñó una bolsa de plástico.

– He recuperado los dólares -dijo sin aliento-. Me matarán si no huyo.

– Buen trabajo, Das -dijo Diana-. Empezabas a preocuparme. Échale una mano, Watson.

Mientras alzaba al muchacho hacia la ventana abierta, volví a oír el sonido atronador del cierre de acero en la fachada del edificio. Lo habían abierto antes y ahora estaban cerrándolo. No tenía ni idea de lo que podía significar eso, pero no perdí tiempo al cogerme al marco de la ventana y alzarme hasta ella, para salir al barro cubierto de hielo del lateral del edificio. Cuando me puse de rodillas, vi la forma alta y negra del mensajero que había iniciado esta aventura asomar por la esquina del edificio con los brazos levantados en un saludo victorioso.

– ¡La puerta está cerrada! -gritó-. No pueden salir por ahí.

Diana asintió aprobándolo y señaló hacia la puerta abierta. El mensajero buscó en su bolsa de lona y sacó un objeto que reconocí de mis ardientes días como pacifista: un bote de gas lacrimógeno.

– Espera a que todos bajen al sótano. Arrójalo entonces dentro -le instruyó Diana-. Después ve por tu moto y trae a la policía.

Le dejamos y fuimos hasta la trasera del edificio, donde un caballero bajo y rotundo, de encamada tez, terminaba de construir ante la puerta de atrás una barricada consistente en varios colchones viejos y un somier oxidado.

– No aguantará, O’Brien. Lo derribarán enseguida -gritó Diana cuando pasamos corriendo junto a él, con el muchacho inconsciente otra vez en mis brazos,

– Ah, no tema, señora -repuso O’Brien guiñándole un ojo-. Pienso traer mi viejo camión para asegurarlo. Ni se moverá.

– Hazlo rápido entonces -le advirtió Diana-. Los queremos atrapados dentro para cuando llegue la policía.

– Y yo quiero estar muy lejos de aquí para entonces -dijo O’Brien-. Los chicos de azul no sienten ningún aprecio por mí.

Corrió hacia un destartalado camión de remolque aparcado junto al bordillo, mientras nosotros seguíamos a Rameshwar Das hasta su taxi.

El muchacho había estado todo este tiempo inmóvil e inconsciente en mis brazos, pero cuando nos acomodamos en el asiento trasero y Das encendió el motor, sus ojos parpadearon y lanzó un débil gemido.

Estaba sobre nuestros regazos, con su cabeza reposando en el de Diana. Le acarició la frente y lo consoló con una delicadeza asombrosamente maternal.

– Vamos, vamos. Y a estás a salvo -canturreó-. Pronto volverás a estar en casa. Tu padre te espera en el Hotel Plaza.

El conductor del taxi se volvió para miramos.

– ¿Le contarás a Sri Purandar Krishnamurthi mi papel en este asombroso rescate? Quizá me dé una recompensa.

Sus ojos miraron nostálgicos a la bolsa de plástico, que ahora descansaba a salvo en el asiento, a mi lado.

– Todavía no estamos a salvo -le dijo Diana con severidad-, y no lo estaremos si no mantienes la vista en la carretera. -Su tono de voz se suavizó-. Sri Krishnamurthi es un hombre generoso. No dejará de recompensarte. Le contaré el gran peligro que has afrontado para ayudamos a liberar a su hijo.

– Y yo estaré rezando para que Kali aparte su oscuro rostro de tu camino y que Parvat te de muchos hijos.

Tras decir esto, Rameshwar Das dedicó toda su atención a buscar un modo de sacamos de Brooklyn, cantando todo el tiempo una aguda y repetitiva melodía, no desagradable al oído pero que, desde luego, no era el número uno en la lista de grandes éxitos.

Una hora después estábamos todos reunidos alrededor de una mesa de té en una elegante suite del Hotel Plaza. Nuestro anfitrión, un caballero de edad mediana, de aire ascético, con un único distinguido mechón gris hollando su brillante pelo negro, sonreía mientras su muy joven esposa, vestida con un precioso sari verde y oro, lloraba de alegría.

– Si ahora lloras, Anjali -dijo él, reprendiéndola gentilmente-, ¿qué habrías hecho si estas valientes almas no nos hubieran devuelto a nuestro hijo?

– Me habría muerto -dijo simplemente-. Es nuestro único hijo y no podremos tener otros. -Se volvió hacia Diana-. Han hecho un milagro. Por favor no me consideren una grosera si les dejo para ir con mi hijo. Sé que el doctor ha dicho que se recuperará, pero quisiera estar con él cuando abra los ojos, para que así pueda reconocer el rostro de su madre.

Y se fue al dormitorio donde yacía el niño, rodeado de todos los cuidados y comodidades que podía proporcionarle su padre.

– Aún no se ha dado cuenta, y espero que nunca lo haga, de que esta conspiración estaba dirigida contra ella -dijo Purandar Krishnamurthi-. No tenía como objetivo la mera ganancia del dinero del rescate, sino el distraerla de su cruzada contra los asesinos de esposas. En nuestro infortunado país, miles de jóvenes esposas son asesinadas cada año por sus maridos para conseguir sus despreciables dotes. Las dotes son pequeñas y la vida es dura. Si el marido o su familia son ambiciosos, arreglan un «accidente» en la cocina. La joven esposa muere entre llamas, y el marido es libre para casarse otra vez y conseguir otra dote. La policía confiesa estar impotente para impedirlo. Anjali ha denunciado públicamente esta práctica y es la dirigente de un movimiento para proteger a esas pobres mujeres. Su causa es tan justa que le cuesta creer que haya hecho tantos enemigos. Descubrieron que pensaba hacer una aparición en la televisión de aquí, en los Estados Unidos, y esperaban por este medio poner fin a sus planes.

– Creo que hay algo más que eso -dijo Diana-. Es usted un hombre influyente en la política de su país. He oído hablar de usted como de un hombre en alza. También tiene enemigos. Si hubieran tenido éxito en matar a su hijo, Anjali habría sido su siguiente víctima. Habrían preparado su muerte para que pareciera otro de esos asesinatos de esposas. Dirían que la mató porque no podía darle más hijos, El escándalo habría arruinado su carrera. En estos momentos la policía debe haber arrestado ya a los secuestradores, pero sólo son una fracción de las fuerzas que se han aliado en su contra Tenga mucho cuidado durante su visita aquí y cuando vuelva a casa.

– No puedo agradecérselo lo suficiente, señorita Adler -dijo Krishnamurthi, adoptando un tono algo ceremonial-. Si no hubiera dado la casualidad de que aquel aciago día, hace sólo una semana, usted estuviera en la audiencia cuando Anjali recibió la nota de rescate, quizá no habríamos vuelto a ver a nuestro hijo. Quisiera recompensarla por su ingenio y su valor.

Su mano se posó en la bolsa de la compra llena de dinero.

Diana sonrió y agitó su dorada cabeza. Rameshwar Das, al otro lado de la mesa, bebía té y mordisqueaba unas pastas.

– Si debe recompensarse a alguien -dijo Diana-, debe ser a los valientes muchachos que tanto nos ayudaron en esta aventura. El motorista enmascarado del Servicio de Mensajeros Irregulares, Alfred J. O’Brien, vigilante del local donde tenían a su hijo, y Rameshwar Das, que se infiltró en la banda y recuperó el rescate.

– Así será -dijo Krishnamurthi.

– ¡Oh, que inmensa buena fortuna! gritó el conductor del taxi, tragándose una pasta de una sola vez-. Abriré inmediatamente un restaurante. Mi mujer cocinará. Mis hijos serán los camareros. Mis hijas lavarán los platos. Nos volveremos todos ricos.

El Hotel Plaza no estaba muy lejos de nuestro edificio de apartamentos del sur de Central Park y, aunque Rameshwar Das se ofreció a llevamos sin cobrar, preferimos ir caminando. El aguanieve había dejado de caer, dejando la tarde despejada pero todavía fría. Tenía tantas preguntas dando vueltas en mi cerebro que apenas sabía por donde empezar.

– ¿Qué diablos hacías en la India?

– He estado recorriendo el mundo -replicó Diana-. La India sólo fue mi última parada. Y a era hora de que volviese a casa, y habría venido de todas formas aunque no me hubiese encontrado esta aventura que me ha traído hasta aquí.

– ¿Y qué has descubierto? -pregunté a continuación.

– Ah, eso Watson, es tema para otro día. Un día en que el sol brille sobre nuestra terraza y que estemos de humor para contar historias. De momento, sólo puedo decir que lo que sospechaba desde hace tiempo es cierto. Como ya sabes, mi segundo nombre es Irene, y mi abuela era cantante de ópera. Murió joven, pero no sin antes tener un hijo. La identidad del padre de ese niño siempre ha sido un misterio familiar. Se sabe que no era el marido de Irene Adler, ni lo era el rey de Bohemia, como se ha llegado a rumorear. Creo que he resuelto el misterio.

– Pero, ¿quién…?

Habíamos llegado ya a nuestro edificio y el fiel Carlos abrió la puerta, dándonos la bienvenida efusivamente.

– ¡Señorita Adler! -exclamó-. Creía que no volvería a verla. Vino un policía a dejar un mensaje para usted; la espero desde entonces. ¡Bienvenida a casa!

Y tras decir esto, le entregó un sobre cerrado con su nombre escrito garrapateado en él.

– Gracias Carlos -dijo guardándose el sobre en un bolsillo-. Cuando llegue mi equipaje, tendré algo para usted. Un recuerdo de su país.

– ¿También has estado en Ecuador? -exclamé.

– En todo el mundo -repitió ella cansinamente-. Y ahora debo descansar.

Entramos en el ascensor y se dejó caer contra la pared.

– ¿Qué pasa con el mensaje de la policía? -pregunté.

– Puede esperar -murmuró-. Es para decirme lo que ya sé, que la banda de secuestradores ha sido capturada y puesta entre rejas, o para meterme en un caso que no pueden resolver. Lo leeré mañana. Pero esta noche, Watson, amor mío, esta noche tendremos que ponemos al corriente el uno con el otro.

Y, con esto, tuve que contentarme.

EL DOCTOR Y LA SEÑORA WATSON EN CASA – Loren D. Estleman

UNA COMEDIA EN UN SOLO ACTO FICTICIO

AÑO: 1890 y pico.

ESCENA: La sala de estar de JOHN H. y MARY MORSTAN WATSON en su casa de Londres. MARY hace calceta.

MARY: Una del derecho, dos del revés. ¿O es dos del derecho y una del revés? ¿Qué más dará? Desde que esos bufones perdieron el tesoro del Agrá, lo más cerca que he estado de una perla auténtica es con la ocasional ostra en Simpson’s. (Hace un poco más de punto en silencio). Vaya una forma complicada de que una dama victoriana pierda el tiempo. No estaría tan mal si supiera tejer algo más aparte de bufandas. Seguro que si atas por los extremos todas las bufandas que he hecho, darían dos veces la vuelta a Londres. O una vez alrededor del cuello de Mycroft Holmes. Qué aburrido es esto. Sólo se me ocurre una cosa que sea más aburrida que una bufanda.

WATSON: (hablando desde fuera) ¿Mary? Ya estoy en casa.

MARY: Ahí lo tenemos.

(WATSON entra, besa a MARY en la mejilla).

WATSON: Hola, chuletita.

MARY: (sin entusiasmo) Hola, James.

WATSON: John. Me llamo John.

MARY: Ah. Sí, siempre se me olvida.

WATSON: ¿Por qué sigues llamándome James tras tres años de matrimonio?

MARY: ¿Cómo no voy a confundirme? Todo el mundo con el que te relacionas se llama James: James Phillimore, James Mortimer, James Lancaster, los tres hermanos Moriarty…

WATSON: (mirando rápidamente a su alrededor) ¿Moriarty? ¿Dónde? ¿Dónde?

MARY: Oh, cálmate. No está aquí. Te lo juro, tienes una fijación por este pobre hombre tan grave como la de tu amigo Sherlock Holmes.

WATSON: ¿Pobre? ¿El profesor Moriarty? ¿El Napoleón del crimen? ¿El hombre que está detrás de la mitad de los delitos de la ciudad y de casi todo lo que pasa inadvertido en ella?

MARY: Es exactamente lo que quiero decir. ¿Cómo va a llegar a ser un hombre de provecho si lo único que hace todo el mundo es criticarle?

WATSON: (masajeándose las sienes) No empieces Mary. He tenido un día terrible. Resulta mortal estar todo el tiempo entre gente enferma.

MARY: ¿Por qué te hiciste médico entonces?

WATSON: No quedaban plazas en la clase de cerámica. ¿Qué hay de cena?

MARY: Gallineta.

WATSON: Maldición.

MARY: ¿Qué tiene de malo la gallineta?

WATSON: La he tomado de almuerzo.

MARY: Has vuelto a comer con Sherlock Holmes, ¿verdad?

WATSON: ¿Cómo lo has sabido?

MARY: Elemental, mi querido tonelete. La gallineta es lo único que come Holmes.

WATSON: Eso no es verdad. Las pasadas navidades el comisionado Peterson le regaló un ganso.

MARY: Siempre me pareció sospechoso.

WATSON: (pensativo) Sí, se exhibe mucho con su uniforme.

MARY: Hablo de Holmes, no de Peterson.

WATSON: ¡De Holmes! ¿Cómo puedes decir eso del hombre más bueno y más sabio que he conocido? ¿Has olvidado que si no fuera por él, tú y yo nunca nos habríamos conocido?

MARY: (secamente) Eso difícilmente sería un argumento a su favor.

WATSON: Si te aburro, te sugiero que busques un trabajo. Tengo entendido que hay una vacante en Copper Beeches.

MARY: Muy gracioso. ¿En qué está metido ahora el gran detective? ¿En contar semillas de naranja?

WATSON: Está descifrando un palimpsesto, sea lo que sea eso. Y mirando a un montón de bailarines.

MARY: (relamidamente) ¿Qué te decía yo?

WATSON: No, no. Contiene una clave de algún tipo. Tiene algo que ver con un individuo y su esposa en Norfolk. Debo decir que es demasiado complejo para mí.

MARY: El McGuffy's Reader sería demasiado complejo para ti.

WATSON: ¿No es hora de que visites a tu madre?

MARY: Mi madre está muerta. ¿Quién es el que olvida ahora? Hablas igual que escribes.

WATSON: Deja en paz mi forma de escribir. Paga las facturas, ¿no?

MARY: Algo tiene que hacerlo.

WATSON: ¿Qué se supone que quiere decir eso?

MARY: Afrontémoslo, James…

WATSON: John. Me llamo John.

MARY: Lo que sea. La banda de lunares no podría vivir de lo que ganas con esa mísera profesión tuya.

WATSON: Sabías lo que era cuando te casaste conmigo. ¿Quién ha oído hablar de un médico rico?

MARY: A Anstruther le va bien. Le compró un abrigo de pieles a su mujer en su cumpleaños. ¿Y sabes porqué puede permitírselo?

WATSON: No empieces, Mary.

MARY: Puede permitírselo porque no paras de enviarle a tus pacientes para poder irte a hacer Dios sabe qué con tu amigo Sherlock Holmes.

WATSON: Ya empiezas otra vez.

MARY:¿Y cómo te demuestra Holmes su afecto? Tratándote como a un criado. ¿Alguna vez se ha ofrecido a compartir contigo la recompensa por resolver un misterio?

WATSON: ¿Qué me dices del regalo que nos hizo las pasadas navidades?

MARY: ¡Aleluya! Una caja de rapé en oro de seis quilates con una amatista en la tapa. ¡Para que luego hablemos de tu mal gusto!

WATSON: Pues a mí me parece muy bonita. De todos modos, Holmes nunca me insultaría ofreciéndome dinero.

MARY: Podría ser descortés de cuando en cuando.

(Llaman a la puerta.)

WATSON: Ya voy yo. (sale)

MARY: (haciendo punto) Ojalá sea Jack el Destripador haciendo una visita a domicilio.

WATSON: (vuelve, llevando una hoja de papel) Era un mensajero.

MARY: ¿Le has dado propina?

WATSON: No podía. No hay metálico en la casa y me he dejado la libreta de cheques en el escritorio de Holmes.

MARY: Es lo mismo que le dijiste al anterior mensajero. Acabarán dándose cuenta

WATSON: (desdoblando el papel) Es de Holmes.

MARY: Lo que pensaba. Propaganda.

WATSON: Me necesita, Mary. Tiene un caso.

MARY: ¿Cuándo no?

WATSON: Debo ir con él. ¿Dónde está mi fiel revólver?

MARY: En el cajón superior de la cómoda, bajo tus fieles calcetines.

WATSON: Olvídalo. No hay tiempo. Usaré el de Holmes.

MARY: No me digas que ese animal sarnoso ha vuelto a meterse con los Baskerville. ¿Por qué no pueden llamar a la perrera como todo el mundo?

WATSON: Ya te lo explicaré luego, (la besa en la mejilla) No me esperes. Quizá vuelva tarde.

MARY: (con frialdad) ¿Quién es esta vez? ¿Violet Hunter o esa vampiresa de la Ferguson?

WATSON: ¿De qué estás hablando?

MARY: Lo sabes perfectamente. Holmes, ¡ja! La última vez que dijiste que le necesitaba, volviste con un largo cabello castaño en el abrigo.

WATSON: ¡Te dije que era de una mangosta!

MARY: No me importa su nacionalidad. Te dejaré, como no dejes de verte con otras mujeres. ¡Pon eso en tu pipa y ve fumándolo!

WATSON: Luego hablaremos de eso.

MARY: Desde luego que sí. James.

WATSON: John. Me llamo John.

MARY: Lo que sea.

(WATSON sale de escena, MARY sigue haciendo punto durante un momento y luego se incorpora en actitud de escucha. Ya segura de que se ha ido su marido, coge el teléfono y gira la manivela.)

MARY: El profesor Moriarty, por favor, (espera) ¿Hola? ¿Jimmy? Mary. Se ha ido. No, no volverá hasta tarde. ¿Estás libre esta noche? Estupendo. ¿Cómo? (hace una pausa) ¿Una nueva monografía? Sí, tráela de todos modos, (coqueta) Sí, me encantará discutir la dinámica de tu asteroide. Contaré los minutos. Adiós, amor.

(Cuelga el teléfono. TELÓN).

LOS DOS LACAYOS – Michael Gilbert

En el otoño de 1894, como sin duda encontrarán en mi relato del caso sobre el constructor de Norwood, vendí mi pobre consulta médica y volví a vivir con Holmes en nuestras viejas habitaciones de Baker Street. Su sensacional regreso de una muerte supuesta, seguida del juicio del coronel Sebastian Moran por el asesinato del honorable Ronald Adair, había revivido y, de hecho, incrementado su labor hasta el extremo de que pasaba más tiempo fuera que dentro de casa, y me encontré pasando largas horas solo, frente al fuego de la chimenea de nuestra sala de estar.

No era algo que me molestase, y esa tarde en particular el viento convertía la lluvia que caía en la calle en heladas lanzas. La herida recibida en Maiwand catorce años atrás ya estaba curada, por supuesto, pero sigo notando pinchazos cuando el tiempo tiene un carácter especial. Para pasar el rato, cogí un libro de los largos estantes de libros mayores y cuadernos de recortes que se alineaban en la pared junto a la chimenea. Resultó ser una caja hueca en vez de un libro y contener diversos objetos. No estaban colocados en un orden determinado aunque, sin duda, cada uno de ellos significaba algo para Holmes.

Unos gemelos de perlas, un abrecartas con la hoja rota, un mazo de cartas que, al ser examinado, reveló carecer de as de espadas y tener dos ases de bastos. Ninguno me dijo nada hasta que cogí una pequeña caja de cartón que, a juzgar por las polvorientas migajas de su interior, contuvo en el pasado una porción de un pastel de boda, En la tapa se podía leer: «Mary Macalister y sargento Jacob Pearce. Capilla Baptista de Friary Lane. 10 de diciembre de 1886.»

– ¡Cielo santo! ¿Esta boda tuvo lugar hace ocho años? Parece como si fuera ayer -estaba pensando cuando oí los pasos de Holmes en la escalera y le vi entrar, al parecer de muy buen humor.

Parecía que su investigación sobre los documentos del ex presidente Murillo iba muy bien. Miró la caja que yo tenía entre las manos.

– Veo que está usted rememorando uno de sus primeros éxitos -dijo.

– Suyo, Holmes. No mío.

– Todo lo contrario, mí querido amigo. Usted hizo todo el trabajo preliminar. Y estoy seguro de que la señora Pearce supo valorarlo. ¿Acaso no le nombró padrino de su primer hijo y le llamó John por usted?

Fue un día de noviembre de 1882 cuando Mary Macalister vino a nuestras habitaciones de Baker Street. He dicho «vino». Habría sido más exacto decir que fue empujada a ello, porque fue sólo la insistencia de la señora Hudson lo que le hizo subir las escaleras y llegar a nuestra puerta. Era una chica bonita, con un cutis fresco de sonrojadas mejillas. No necesité los poderes deductivos de Holmes para darme cuenta de que venía del campo y que era de origen relativamente humilde. También había estado llorando.

Holmes le hizo pasar con toda cortesía y le pidió que se sentara, y, como parecía abrumada por la situación, fue la señora Hudson quien habló por ella.

– La señorita Macalister es mi sobrina -explicó-. Trabaja en la mansión Corby.

– ¿La casa de sir Rigby Bellairs? -dijo Holmes.

La chica asintió.

– ¿Y qué ha hecho sir Rigby para causarle esa agitación?

– Oh, no, señor. No fue sir Rigby. Fue Terence.

– ¿Terence Black?

– Sí, señor.

– Ya veo -dijo Holmes-. ¿Amigo suyo quizá?

La chica, que parecía a punto de romper a llorar, tragó saliva antes de contestar.

– Estábamos prometidos. La boda iba a celebrarse a fin de mes.

– Entonces, la acompaño en el sentimiento.

– Le dije que si alguien podía hacer algo por ella ese sería usted -dijo la señora Hudson.

Pude leer la indecisión en el rostro de Holmes. Aunque considerado por algunas personas como un misógino desprovisto de sentimientos humanos, la visión de la belleza en apuros siempre le conmovía. Pero yo sabía que, en aquellos momentos, estaba enfrascado en una compleja investigación en la City de Londres. No era el tipo de casos al que daba preferencia, pero en aquellos principios de su carrera no podía permitirse ser demasiado selectivo y ese asunto, en el que estaban mezclados varios miembros de la nobleza y una de las principales firmas financieras de la ciudad, difícilmente podría descuidarse por los apuros de una sirvienta, por muy conmovedora que fuese.

Todos estos pensamientos debieron pasarle por la mente mientras la señora Hudson y la muchacha le observaban ansiosas.

– Le ayudaremos si podemos -dijo finalmente-. No puedo prometer nada personalmente, pero mi colega, el doctor Watson, hará la investigación preliminar para sacar a la luz los hechos omitidos por la prensa del país, y me mantendrá informado de todo.

– Es usted muy amable, señor. Es más de lo que podíamos haber esperado -dijo la señora Hudson antes de que la muchacha pudiera hablar, y suave, pero firmemente, la condujo hasta la puerta bajando a continuación por las escaleras.

– Nuestra casera está convirtiéndose en toda una estratega -dije-. Estoy seguro de que la señorita Macalister habría preferido su atención personal.

– Se subestima usted -dijo Holmes, mirando sus recortes de prensa-. The Globe dio la mejor versión del caso Corby. Lo discutiremos esta tarde y veremos si es posible hacer algo. Mientras tanto, tengo que volver a la City.

«Tragedia en Corby Manar» era la cabecera del artículo. Empezaba con un breve resumen de la carrera de sir Rigby Bellairs y una descripción de la mansión de Corby. No pude evitar reflexionar sobre el hecho de que esos detalles se considerasen más importantes que el destino de la comparativamente menos importante víctima del crimen. Parecía ser que sir Rigby y su esposa fueron despertados, poco después de la una de la mañana del 7 de octubre, por el sonido de un disparo de pistola. Advirtiendo a su mujer que no le siguiera, recorrió el largo pasillo sur que daba acceso a las habitaciones de invitados. En ese momento tenía la casa llena de ellos para una cacería, ya que la finca era famosa tanto por sus perdices como por sus faisanes.

Al dejar su dormitorio, y a tres puertas de distancia de su cuarto, estuvo a punto de caer sobre el cadáver de Terence Black, uno de los lacayos contratados para aumentar el servicio de cara a la ocasión. Black tenía un tiro en el corazón y debía haber muerto instantáneamente.

La habitación ante cuya puerta había caído estaba ocupada por la señora Ruyslander, viuda de Jacob Ruyslander y propietaria de los famosos diamantes Ruyslander. Al no oír ningún sonido en el interior de la habitación, sir Rigby probó la puerta y descubrió, para su sorpresa, que no parecía estar cerrada. Lo primero que vio, al aventurarse en el interior, fue que la ventana estaba abierta y que había una escalera de mano apoyada contra ella. Podía ver su extremo superior sobresaliendo del alféizar. Para entonces ya habían acudido al pasillo varios invitados masculinos junto con el mayordomo, un ex soldado llamado Peterson. Lady Bellairs estaba con ellos. «Vea si puede despertar a la señora Ruyslander», le dijo sir Rigby tras hacerle una seña.

La dama fue hasta la cama y descubrió a la señora Ruyslander tan profundamente dormida, que necesitó un esfuerzo considerable para despertarla. Y cuando por fin se incorporó, parecía demasiado desconcertada para entender lo sucedido. Sir Rigby actuó con admirable decisión. Dejando a su mujer al cargo de la invitada, salió al pasillo, ordenó a Peterson que guardara la puerta del dormitorio, hizo que los demás volvieran a sus habitaciones y envió a un criado a Lewes a por la policía.

A continuación el periódico informaba sobre la encuesta, que tuvo lugar tres «lías después. Se habían destacado varios hechos, todos los cuales parecían apuntar en la misma dirección.

La primera pregunta a responder era, ¿qué hacía Black en el pasillo? El personal del interior de la casa estaba aislado en dos alas; el masculino en el ala oeste, bajo la vigilancia de Peterson, que también dormía allí, y el femenino en el ala este, bajo la vigilancia igualmente atenta del ama de llaves, la señora Barnby. Para llegar de su cuarto al pasillo del ala sur, Black debió bajar por la escalera de atrás hasta la planta baja y luego subir por la escalera principal. Un viaje considerable, y para el que no estaba autorizado.

Finalmente, las pruebas médicas revelaron que se debió administrar un fuerte sedante a la señora Ruyslander. Los testigos recordaron que se había quejado de estar somnolienta casi inmediatamente después de haber tomado la taza de café de después de la cena. Lady Bellairs aportó más evidencias al respecto. Dijo: «No apruebo el hábito de que los caballeros se demoren mucho tiempo en tomarse su oporto. Saben que el café no se servirá hasta que no salgan del comedor, y en esta ocasión se unieron a las señoras casi veinte minutos después de retirarnos de la mesa. Entonces hice una seña a los tres lacayos que esperaban para que sirviesen el café.»

El forense: «¿Recuerda quién le sirvió el café a la señora Ruyslander?»

Respuesta: «Lo recuerdo con claridad. Fue Terence Black.»

La teoría que empezaba a tomar forma era la de que Terence Black, ayudado por un cómplice sin identificar, planeaba robar los diamantes de la señora Ruyslander. Había estropeado la cerradura de su habitación y puesto un sedante en su café. En el último momento debió tener alguna disputa con su cómplice. Este disparó a Black, bajó por la escalera de mano y desapareció.

El juez dictaminó un asesinato cometido por una o varias personas desconocidas. La policía de Lewes llamó a Scotland Yard y la investigación seguía su curso a cargo del inspector Leavenwurth de las Fuerzas Uniformadas y el inspector Blunt de la División de Investigación Criminal.

Al pie del recorte Holmes había escrito: «Leavenworth es un asno pomposo. Blunt es un buen hombre».

Veinticuatro horas después, y a instancias de Holmes, me instalé en Las Armas del Rey, un pequeño pero confortable hostal situado en la calle principal de Corby. Mis instrucciones eran las de contactar con personal de la mansión para ver si podía localizar algún sospechoso dentro o fuera de la casa, y hablar más detenidamente con Mary Macalister.

Estoy seguro de que no nos lo ha contado todo -dijo Holmes-. Si vamos a ayudarle a limpiar el nombre de su prometido, deberá ser franca con nosotros.

Eran sugerencias fáciles de hacer, pero no tan fáciles de llevar a cabo, y debo confesar que hice muy pocos progresos en la primera quincena que pasé allí.

Sabía por los periódicos que muchos de los invitados que estuvieron en la cacería de perdices de octubre habían vuelto para la primera de una serie de batidas de faisanes, planeadas para la segunda semana de diciembre. Esta vez era una partida mucho mayor que la anterior, de unas cuarenta damas y caballeros con sus propios sirvientes, y supuse que el personal de la casa habría aumentado de forma proporcional. Noté que la señora Ruyslander seguía estando entre los huéspedes. Evidentemente, su experiencia anterior no la había alarmado demasiado.

El tamaño e importancia de la asamblea, junto con la alarmante experiencia anterior indujeron a sir Rigby a tomar ciertas precauciones. La casa de la finca y su jardín fueron rodeados por un formidable muro, donde sólo había dos entradas, situadas en los pabellones del sur y del oeste. De día estaban vigiladas por el encargado de cada pabellón y, de noche, las puertas se cerraban y se reforzaban con cadenas. No obstante, si yo no podía entrar, la información sí podía salir. Los sirvientes de la casa podían estar trabajando duramente en el interior, pero los mozos del establo y los jardines tenían más libertad de movimientos y solían ir al bar de Las Armas del Rey. Siendo yo un residente resultaba natural que me dejase caer por allí todas las tardes y escuchara su charla, o que incluso me uniera a ella. Me enorgullezco de decir que mi estancia en el ejército me familiarizó con toda clase de hombres, pero esta vez me resultó muy difícil obtener de ellos algo masque unas cuantas respuestas educadas y nada comprometidas.

La única excepción fue un individuo con cara de rata, al que los demás llamaban Len, que según averigüé, tenía un trabajo temporal en los establos. No parecía muy popular entre los empleados fijos y, por tanto, estaba más que dispuesto a aceptar mis invitaciones a pintas de cerveza y a proporcionarme sus opiniones sobre la vida en general, y de la mansión Corby en particular.

– Una panda de presumidos que no han realizado ni un turno de trabajo honrado en toda su vida -dijo Un amigo mío que consiguió trabajo de lacayo dice que, por la noche, las mujeres bajan de sus habitaciones cubiertas de perlas y diamantes suficientes para mantener a diez familias pobres durante toda una vida.

Le invité a más cerveza y manifesté mi acuerdo sobre que la riqueza de este país estaba dividida de forma injusta. No intentaré reproducir su acento, que era una especie de cockney.

– ¿Y a qué vienen aquí? A disparar a un montón de pájaros que nunca les han hecho daño. Si quieren disparar, que ingresen en el ejército.

Manifesté mi acuerdo, quizá con demasiada fuerza, porque me dijo:

– ¿No será usted un miembro del ejército?

– He tenido alguna experiencia en él -dije-, pero como médico.

– ¿Y qué es lo que hace usted aquí, si no le importa que se lo pregunte?

Me importaba mucho, pero pedí otra pinta para los dos, lo cual pareció satisfacerle. Entonces me vi obligado a escuchar una sarta de faramalla socialista, que a la media hora ya me tenía bastante harto, y me retiré a mi cuarto. Había pensado en escribir un informe a Holmes pero me di cuenta que, por el momento, no tenía nada que informar, y me fui a la cama.

A la mañana siguiente, yo estaba sentado en un banco del exterior de la taberna fumando mi pipa de después del desayuno, cuando oí un estruendo de cascos de caballo bajando por la calle empedrada. Había algo alarmante en ese sonido y, cuando aparté la pipa y me puse en pie, vi aparecer un caballo. Dos cosas me parecieron evidentes. El caballo iba desbocado y su jinete, una niña de once o doce años, era incapaz de hacer nada al respecto.

Cuando el caballo llegó a mi altura, salté hacia adelante y conseguí coger la brilla con una mano y a la muchacha con la otra. El brusco frenazo del caballo, que giró en redondo y se encabritó de forma salvaje, tiró a su jinete. El que yo la tuviese agarrada del brazo frenó su caída, pero no pude evitar que se golpease la cabeza con el bordillo que había frente a la taberna. Afortunadamente, uno de los cantineros vino corriendo y sujetó al caballo, que se tranquilizó en cuanto le trataron con firmeza, y pude atender a la muchacha. Parecía haberse desmayado y había perdido mucha sangre, pero yo tenía suficiente experiencia en heridas de cabeza para saber que la situación no era de gravedad. La llevé al salón de la taberna, la deposité en el sofá y empecé a limpiarla y a vendarla con la ayuda de la patrona. La muchacha abrió los ojos unos minutos después, e intentó incorporarse. La patrona le dijo que siguiera tumbada.

– He mandado a un chico por su padre -dijo-. Enseguida estará aquí.

Apenas dijo eso, el ruido de un coche ligero acercándose a toda velocidad anunció su llegada. En la habitación entró un hombre de cabello entrecano, de más o menos mi edad. Una vez vio que su hija no corría peligro, empezó, como todos los padres, a decirle lo que pensaba de su accidente.

– Deje tranquila a la pobrecilla, señor Pearce -dijo la patrona-. Este es el caballero al que debe agradecer que la cosa no fuera mucho peor.

El señor Pearce me miró por primera vez. El ceño fruncido fue sustituido por una sonrisa.

– Vaya, doctor -dijo-, esto si que es casualidad.

– Sargento Pearce -dije-. Hace años que espero poder volver a verle.

Sam Pearce había sido mi asistente médico y, cuando la fuerza del general Burrows fue desviada a Maiwand y yo me encontraba seriamente herido, me echó a lomos de un caballo y lo guió durante toda la noche hasta Kandahar. En aquellos momentos yo estaba tan aturdido, y luego pasé tanto tiempo en el hospital, que acabé perdiendo contacto con Sam, el cual dejó el ejército para irse a Canadá. Ni siquiera tenía una dirección a donde escribirle y, finalmente, renuncié a encontrarle y darle las gracias.

– ¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es que ha vuelto a Inglaterra?

– Canadá es un país espléndido para un hombre joven, pero, cuando se tiene mi edad, uno nota que su patria le llama. Tengo una bonita cabaña y un buen trabajo en la mansión. Jardinero jefe, con seis hombres bajo mis ordenes. Mi mujer tendrá muchas ganas de conocerle.

Durante todo esto, el apuro de su hija pareció pasar a un segundo plano. Tras una última regañina por montar un caballo que no podía dominar, subimos a su coche y nos dirigimos hacia el pabellón sur de la mansión.

– Este es un viejo amigo -le dijo Pearce al guardián-. No olvides su cara y déjale entrar siempre que quiera.

El guardián me aseguró que gozaba de completa libertad para pasar al recinto. Diez minutos después, nos sentábamos ante un fuego de troncos en la agradable morada de Sam Pearce.

El castillo había caído.

Tomé enseguida la decisión de confiar en Pearce. Tenía una confianza absoluta en mi antiguo ayudante médico. Sólo temía que pudiera incomodarle la idea de que yo hiciera las veces de espía. No debí preocuparme por ello. Su reacción fue de indignación, no contra mí, sino contra el inspector jefe Leavenworth.

– Ese hombre es un imbécil -dijo, haciéndose eco de la opinión de Holmes-. No ve más allá de sus narices. Como había una escalera de mano apoyada contra la ventana que, por cierto, provenía del viñedo, ha llegado a la conclusión de que debía estar implicado uno de mis jardineros. Los conozco desde hace años y le dije que confiaba en ellos tanto como él en sus agentes, e incluso más aún.

– Eso no le gustó nada -dijo la señora Pearce con una sonrisa.

– Le dije que si, como nos habían dicho, los ladrones habían estropeado la cerradura del dormitorio, ¿para qué necesitaban la escalera? Sólo tenían que bajar al piso inferior y salir por la puerta de atrás. Es muy cerrado. La gente a la que debería haber interrogado es al personal de dentro. Sobre todo a los contratados durante la ultima semana. Nadie sabe nada de ellos. Vienen con referencias, pero pueden ser falsificadas.

– Se suponía que Peterson debería controlarlos -dijo su esposa.

– Peterson es un bocazas y un matón.

No es muy popular-concordó su esposa-. La señora Barnby, el ama de llaves y una gran amiga mía, suele hablar a menudo de él.

Y hay una cosa que no se mencionó en la encuesta -dijo Pearce-. Tiene un revólver. Creo que lo trajo consigo cuando dejó el ejército.

– ¿De verdad? -dije. A cada momento se abrían nuevas posibilidades-. Entonces, ¿creen que el cómplice de Terence Black fue uno de los otros lacayos temporales?

– Lo que es yo, nunca creí que Terence tuviera algo que ver -dijo la señora Pearce-. Era un muchacho de lo más bueno que se puede encontrar. A la pobre Mary Macalister casi se le rompe el corazón.

– Si es tan amiga del ama de llaves -dije-, supongo que podría arreglárselas para que dejara a Mary venir aquí a hablar conmigo. Estoy seguro de que hay algo que no nos ha contado.

– Haré que venga mañana a tomar el té -prometió la señora Pearce.

Antes de irme, Pearce me llevó a dar un paseo por los jardines, de los que se sentía justamente orgulloso. En esa época del año no había mucho que ver en los parterres, pero había tres invernaderos y multitud de hileras de campanas y cajoneras. Por fin llegamos al viñedo, que debía ser uno de los mejores del país, con su propio sistema calefactor y un impresionante enramado de parras sujetas a un enrejado. Al salir por el otro lado llegamos al establo, y allí reconocí una figura. Era Len, mi conocido socialista Estaba en animada conversación con un lacayo alto y delgado. Ambos nos daban la espalda, y se me ocurrió pensar que se habían puesto en esa posición para no ser vistos desde el patio del establo.

Al oír nuestras pisadas, Len se dio media vuelta y me reconoció.

– ¿Observando a los grandes y poderosos en su ambiente nativo, doctor? Me dijo.

– Observando los jardines -me limité a decir.

El lacayo aprovechó la ocasión para marcharse.

– Parece que hay un lacayo que no está confinado a los barracones -comenté a Pearce al despedirme.

– Ese individuo alto es una adquisición reciente. Creo haberle visto antes por los establos. Estaría convenciendo a Len para que apueste por él esta tarde en Ludlow.

– Probablemente.

Esa tarde me dispuse a redactar mi primer informe a Holmes. Espero que no fuese un documento excesivamente presuntuoso, pero no podía evitar el sentirme complacido por los progresos obtenidos.

Los periódicos de la mañana llegaban a Corby a las ocho en punto y, tras un tranquilo desayuno, pude leer que las carreras principales de Plumpton y Ludlow habían sido ganadas por extranjeros, y me pregunté si el lacayo alto habría hecho su agosto en alguna de ellas. También estudié un informe, en las páginas de economía, sobre el asunto que ocupaba la atención de Holmes. Estaba escrito con la medida reserva que emplean los periodistas cuando presienten un escándalo inminente, con el temor a dar nombres concretos. Leyendo entre líneas, deduje que el Mayhews Bank, una pequeña pero respetable institución bancaria, tenía graves problemas. Un consorcio de tres eminentes cuentacorrientistas (no se daban nombres) debían al banco una suma considerable de dinero. El préstamo era conjunto y no podía reclamarse sin el consentimiento de los tres hombres. Uno de ellos estaba enfrentado a los otros dos. El problema del banco resultaba claro. Lo último que querría hacer es iniciar una acción legal contra tres clientes importantes. Por otra parte, el banco debía pensar en el interés de los demás cuentacorrientistas. Pronto tendría que tomarse una decisión, según el redactor financiero.

Cuanto más lo estudiaba, menos me parecía un asunto que requiriera el talento de Holmes. Tampoco podía sentir mucha simpatía por cualquiera de las partes en disputa. Los financieros de la City de Londres me parecían tan irresponsables e implacables como los patanes de la frontera del noroeste. Me concentré en mi propio problema. ¿Podría Mary Macalister arrojar alguna luz sobre él cuando nos reuniéramos?

La señora Pearce fue fiel a su palabra y Mary estaba esperándome cuando llegué. Al principio me sentí decepcionado. Estaba dispuesta a hablar en términos generales sobre la vida en la mansión: la bondad de la señora Barnby, la rudeza de Peterson, la cacería que tendría lugar el siguiente lunes… pero eso no era lo que yo quería. Al final me di cuenta de que era la presencia de los Pearce lo que le inhibía. Creo que ellos también se dieron cuenta y, una vez tomamos el té, se fueron con mucho tacto.

Si le cuento una cosa, algo que podría sorprenderle, ¿me hace la solemne promesa de no contárselo a nadie? -me dijo la señorita Macalister en cuanto salieron de la habitación.

– Excepto a Holmes.

– Sí, dígaselo al señor Holmes si debe hacerlo -concedió, aunque me pareció que lamentándolo-. Mi hermana Alice, que también trabaja en la mansión, comparte el dormitorio conmigo. Terence y yo teníamos mucho que hablar sobre nuestra próxima boda, y como no teníamos oportunidad de hacerlo de día, esa noche vino a mi habitación.

No encuentro eso especialmente sorprendente. ¿Cuándo estuvo allí? y, de paso, ¿cómo llegó allí?

Debió esperar a medianoche, cuando la mayoría de la gente estaba en sus habitaciones. Entonces salió con cuidado de las habitaciones del ala oeste, recorrió el pasillo que daba a los dormitorios y subió a nuestra habitación en el ala este. Debimos hablar durante una hora, porque oí al reloj del establo dar la una cuando salía.

– ¿Y pensaba volver por donde había ido?

– Eso supongo.

– Dígame, ¿oyó el sonido de un tiro?

– No, es una casa vieja y las paredes son muy gruesas. No creo que nadie pudiese oír nada proveniente de la parte principal de la casa.

Fue esta respuesta la que me convenció de que la muchacha decía la verdad. Antes de salir de Baker Street, leí todo lo que pude sobre la mansión Corby y, en un libro que cogí de la considerable biblioteca de referencia de Holmes, me informé de un detalle importante. Las alas del edificio se habían añadido al mismo en una fecha posterior a su construcción. Esto quería decir que, en efecto, estaban separadas del cuerpo principal de la casa por una pared doble. Si la señorita Macalister hubiese pretendido oír el disparo minutos después de que la dejara su prometido, en un intento de absolverle de su participación en el robo, habría sospechado que estaba mintiéndome.

Sin embargo eso no exculpaba a su prometido. Según la investigación, sir Rigby fue despertado por el disparo «poco después de la una». Eso implicaba hasta diez o quince minutos después. Si Black hizo los preparativos por adelantado, todavía le quedaba tiempo para reunirse con su cómplice y seguir adelante con el robo.

La señorita Macalister estaba claramente turbada. No podía decirme mucho más, y me fui poco después. Tenía varias líneas que añadir a mi informe y la última recogida de correo salía de Corby a las siete en punto, por lo que, acepté la oferta de Sam Pearce de llevarme al pueblo y sentarme a redactarlas.

Esa misma tarde, mis investigaciones dieron un importante paso adelante. Sucedió de la siguiente forma.

Para las siete menos cuarto ya había terminado mi informe y lo había metido en un sobre, y corrí a la calle principal para ponerlo en el correo. Era una tarde despejada y fría. Para llegar al buzón debía pasar ante una cervecería llamada El Zorro y las Gallinas. No era un local muy atractivo y nunca había entrado en él. Cuando me acercaba, se abrió la puerta del bar y salió un hombre que se alejó calle abajo con paso vigoroso. Sólo había visto su espalda una vez antes, pero pude reconocer al lacayo alto que vi conversando con Len, el mozo de cuadra, hacía dos días. También tuve la sensación de haber visto antes al hombre. Y ahora, fijándome en su enjuta y delgada figura y en su forma de caminar, que casi era un pavoneo, de pronto pude darle un nombre.

Jim el Mosca.

En uno de los primeros casos en que ayudé a Holmes desarticulamos una banda de Camden Town, y el único miembro de esta desagradable fraternidad que escapó a la cárcel, debido a un tecnicismo, fue el ejecutor de todos sus robos, el hombre que subía a la casa y sustraía los diamantes y demás piedras preciosas que tuviera como objetivo.

Como supondrán, yo iba persiguiéndole mientras esos pensamientos acudían a mi mente. Mi presa se movía tan rápida que debía ir al trote para no perderle de vista, y fue todo un alivio cuando se detuvo junto al muro de doce pies de altura del recinto. Para mi sorpresa, pareció escalar el muro como la mosca por la que le apodaban. Cuando llegó arriba, superó el muro y le oí caer al otro lado.

El misterio quedó resuelto en parte cuando llegué al lugar. Descubrí tres cortos pinchos de hierro clavados en el enladrillado, uno a la altura de la rodilla, otro a la altura del hombro y un tercero más arriba. Yo habría tenido grandes dificultades para usar esa escalera tan poco ortodoxa, pero para alguien como Jim era como una puerta abierta.

Mientras caminaba pensativamente de vuelta a mi hotel, el destino me entregó una segunda carta. Mirando por la ventana del bar El Zorro y las Gallinas, vi a Len. Sin duda se había reunido allí con su cómplice, pero en ese momento estaba en animada charla con un hombre de rojo, centroeuropeo supuse, cuyas ropas londinenses parecían curiosamente fuera de lugar en una cervecería.

La trama se complicaba, pero sus contornos empezaban a perfilarse. Lamenté haber enviado ya mi primer informe a Holmes. Tendría que sentarme a escribir otro lo antes posible.

Cuando llegué al hotel descubrí que me esperaba una carta en el casillero. Reconocí la letra angular de Holmes, pero el sobre carecía de sello. Tenía una anotación: «En mano. Urgente». Antes de abrirlo, pregunté al conserje quién lo había traído.

– Un muchacho -respondió.

No supo proporcionarme más descripción que esa. Evidentemente, era un hombre a quien todos los niños pequeños le parecían iguales.

La subí a mi habitación. Sólo contenía media hoja de papel, en la que Holmes había escrito: «Le aconsejo que estudie las orejas de Peterson». Eso era todo.

Bueno, si no tenía otras noticias para mí, yo tenía muchas para él.

«Según lo que he observado», escribí, «y las deducciones hechas a partir de lo observado, he llegado a una firme conclusión sobre lo sucedido el pasado octubre en la mansión Corby y, lo más importante, lo que se planea que suceda allí en un futuro próximo, si no se toman medidas para impedirlo. La clave de ambos casos estriba en un mozo de cuadras contratado de forma temporal llamado Len. Tiene el rostro astuto y la apariencia engañosa que inmediatamente delata su pertenencia a las clases criminales. Estoy seguro de que, cuando su auténtico nombre salga a la luz, se descubrirá que tiene una larga lista de antecedentes. Su objetivo es robar los diamantes de la señora Ruyslander. Es posible que, la primera vez, su cómplice en la casa fuera Terence Black. Hay grandes posibilidades de que, en esta ocasión, su cómplice sea uno de los lacayos temporales. Habiendo visto al último en acción, tanto andando como trepando un muro, he llegado a la conclusión de que es ni más ni menos que Jim el Mosca, un nombre que, estoy seguro, le será familiar.» Sentí algo de malicia al escribir esto. El que Jim escapase a las redes de la ley la vez anterior fue algo que molestó a Holmes.

«Otro posible cómplice sería un caballero extranjero a quien he visto hablando con Len. Sin duda su cometido es el de disponer de los diamantes una vez sean sustraídos. El momento en que esto se llevará a cabo también está claro. El lunes tendrá lugar la primera batida de faisanes. Todos los hombres tomarán parte, y las damas suelen acompañarles en un suntuoso almuerzo al aire libre. Además de asistir al mismo gran parte del personal de la casa, tengo entendido que los empleados del jardín y el establo actuarán como batidores, ya que sin duda les pagarán bien por sus servicios. En resumen, que la casa y los terrenos adyacentes estarán prácticamente desiertos. Estoy seguro de que sus conexiones con Scotland Yard le permitirán preparar un comité de bienvenida adecuado.»

Pensando en la cacería, añadí. «En este asunto estoy actuando de batidor. La policía y usted son los cazadores.»

Comprenderán que me sintiese justamente orgulloso de este informe y que, para que no hubiera ningún retraso, hiciera que uno de los chicos del hotel lo llevase a Lewes al día siguiente, viernes, para que saliera en el primer correo. Holmes lo recibiría la tarde de ese mismo día, lo cual le daba tiempo sobrado para hacer sus preparativos, y para escribirme de paso. En esta ocasión, pensé, seguramente recibiría algo menos seco y más útil que su comunicado previo.

El fin de semana transcurrió con lentitud. La mañana del lunes me levanté temprano. Había llegado el correo y habían puesto las cartas en los casilleros, pero no había nada para mí. El conserje me llamó, cuando me alejaba.

– Llegó esto para usted, doctor. Iba a ponerlo en el casillero.

– ¿Cómo ha llegado aquí?

– En mano, señor. Con el mismo chico.

Decir que me sorprendí sería quedarse corto. No obstante, supuse que la carta me aclararía el misterio. En vez de eso, lo aumentó más aún.

«Es de la mayor importancia que, a la una y media del mediodía, esté en la puerta que lleva a las cocinas», había escrito Holmes. «Por favor, convenza a su amigo Pearce deque le acompañe. Los dos deberán ir armados. Sé que usted lleva consigo su revólver de servicio. Sin duda, Pearce tendrá un arma de caza. Deben llevarlas cargadas. Nos enfrentamos a animales muy peligrosos. Por favor, cuando estén ante la puerta sigan las instrucciones que se les dé.»

A esas alturas ya estaba completamente confundido y pensé que lo único que podía hacer era lo que me decía. Cuando llegué a la cabaña encontré a Pearce disponiéndose a almorzar. Le mostré la carta.

– ¿Supongo bien al asumir que es de su amigo, el señor Holmes? -dijo tras leerla lentamente.

– No hay ninguna duda. No creo que haya ningún hombre capaz de imitar su letra lo bastante bien como para engañarme.

– Parece saber lo que quiere. Será mejor que sigamos sus instrucciones. ¿Nos acompaña a almorzar? Sólo es cuestión de poner un plato más -añadió con esa sonrisa suya que siempre hacía aparición cuando había algo de diversión en perspectiva-. Si vamos a cazar tigres, será mejor hacerlo con el estómago lleno.

Encontré reconfortante la confianza de Pearce en Holmes, e hice justicia al excelente filete de faisán que preparó su mujer. A la una y media me condujo por un camino trasero hasta la puerta de la cocina. Se había puesto un abrigo ligero para ocultar la escopeta que llevaba. Yo llevaba mi fiel revólver en el bolsillo del chaleco, como cada vez que acompañaba a Holmes en los momentos críticos de sus casos, aunque no podía recordar otra ocasión en que tuviera menos idea de por qué lo llevaba o sobre quién debería usarlo.

A lo largo de la mañana habíamos oído el ruido de disparos lejanos, pero ya no se oían y supuse que invitados, batidores y criados se habían enfrascado en una de esas opíparas comidas al aire libre características de estas cacerías. El jardín y los terrenos circundantes estaban desiertos y no pude oír a nadie moviéndose en el interior de la casa. Llegamos a la puerta, y estaba a punto de llamar cuando la abrieron. Había especulado varias veces sobre quién podría aparecer para darme instrucciones. Todas las especulaciones resultaron estar muy descaminadas ya que, al otro lado de la puerta, llevándose un dedo a los labios pidiendo silencio, estaba Len, el mozo de cuadras.

– Espero que los dos vayan armados. Síganme -dijo hablando en voz baja. Confieso que habría dudado de no habernos indicado, diciendo esto, que conocía el contenido de la carta de Holmes. Pero tal como estaban las cosas, hice lo que me dijo.

Recorrimos un largo pasillo situado en el sótano, subimos dos tramos de escaleras y atravesamos una puerta cubierta por un tapete verde que nos condujo hasta lo que supuse sería el pasillo principal de los dormitorios. Había varias puertas a ambos lados del mismo, y pude ver a medio camino del lateral izquierdo una puerta que debía ser aquella ante la que cayó el cuerpo de Terence Black. El silencio era completo.

Len abrió una puerta que había en nuestro extremo del pasillo y nos hizo pasar al interior. Saltaba a las claras que era un dormitorio de caballero. Cuando la puerta estuvo cerrada, me volví furioso hacia él.

– Quizá ahora será tan amable de explicarse.

Se llevó el dedo a los labios, antes de responder en voz muy baja:

– Le ruego que guarde silencio, doctor. Le prometo que no será por mucho tiempo.

Por primera vez, noté en su cara un aire de astucia y determinación que desde luego no estaban allí antes.

– Muy bien. Ya que parecemos estar metidos en la misma representación, sigamos en ella hasta el fin -dije. Y el silencio volvió a reinar tras esto.

El pasillo estaba alfombrado y era muy difícil estar seguros, pero al cabo de unos diez minutos creí oír pasos, dos grupos de pasos, pasando ante nuestra puerta. Luego el sonido de una puerta abriéndose en el pasillo. Tras esto, otra vez silencio.

Len entreabrió entonces un poco la puerta y miró por ella. Yo podía ver el pasillo más allá de su cabeza. La puerta de la habitación, que yo aventuré perteneciente a la señora Ruyslander, se abrió, y Peterson salió de ella, seguido de sir Rigby Bellairs, que llevaba una pequeña caja en las manos. Les vi mirar en nuestra dirección y creí que habían notado nuestra puerta entreabierta, pero, no era a nosotros a quien miraban, sino al lacayo alto que caminaba hacia ellos por el pasillo con paso seguro.

– ¿Qué diablos hace usted aquí, Simpson? -dijo sir Rigby en un tono donde se mezclaban el desconcierto y la furia.

– Estaba echándoles un ojo a los diamantes de la señora Ruyslander -dijo el lacayo-. ¿Adivino al decir que están en esa caja?

Fue sólo cuando habló cuando supe con toda seguridad quién era.

– Supongo que la vez anterior que intentó cometer este robo fue interrumpido por Terence Black -continuó diciendo el lacayo-. Naturalmente, debió silenciarlo. Sí, ya veo que los dos están armados. Lo que no sé es cuál de ustedes utilizó su arma contra el pobre muchacho.

– ¿Acaso importa eso? -repuso sir Rigby con voz espesa-. Parece que la historia se repite. Le encontramos aquí, con los diamantes en su poder…

– No, no -dijo Holmes-. Me temo que esta vez eso no funcionará. Les superamos en número. Permítanme que haga las presentaciones. Me llamo Sherlock Holmes. Este es mi colega, el doctor Watson. Naturalmente, reconocerá al hombre de la escopeta como a su propio jardinero en jefe. Y finalmente, éste es el inspector Leonard Blunt, del Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard.

– Quedan los dos acusados de robo -dijo Blunt, dando un paso al frente-. Y uno de ustedes será, además, acusado de asesinato.

Peterson soltó su pistola. Tras dirigimos una mirada de furia, primero a su compañero y luego a nosotros, sir Rigby le imitó reticente.

Fin todo caso, Peterson, que además de matón era cobarde, proporcionó a la Corona pruebas contra su jefe. Su insistencia en que fue sir Rigby quien mató a Black se vio respaldada por pruebas forenses que demostraron que la bala de su arma coincidía con la del lacayo asesinado. Peterson recibió una breve pero saludable sentencia de cárcel. Sir Rigby fue ahorcado.

Fue un caso interesante dijo Holmes-. Es cierto que yo disponía de algo más de información que usted, pero supe desde el principio quiénes eran los culpables.

Lo que yo sabía, y usted no, era que sir Rigby era uno de los cuentacorrentistas recalcitrantes del Mayhews Bank. Por tanto, estaba al tanto de que andaba desesperadamente escaso de dinero y de que haría cualquier cosa para obtenerlo. El resto estaba en el artículo del periódico. Contenía tres improbabilidades flagrantes. Yo, al igual que usted, había estudiado el excelente artículo sobre la mansión Corby, en el libro de Gillespie sobre «Mansiones Inglesas». Una vez lo hice, me di cuenta de lo improbable que era el que un solo disparo, que, por cierto, no oyó la señorita Macalister pese a estar despierta, despertase a Peterson, que dormía igual de lejos en el otro ala. Y si le despertó, ¿cómo pudo llegar al mismo tiempo que los caballeros que dormían allí? No, no. Estuve seguro desde el principio de su participación en el asunto. La sospecha se convirtió en certeza en cuanto le vi. La curiosa forma de sus orejas me permitió reconocerle como George Peters, un hombre con abundantes antecedentes criminales. Y si él estaba mezclado, seguramente también lo estaría su patrón. El segundo detalle fue el que estropearan la cerradura de la puerta. Habría resultado casi imposible que lo hiciera un lacayo, supervisado y ocupado en sus deberes. En cambio era muy fácil para sir Rigby o su mayordomo. Finalmente estaba el narcótico en el café. Esto exculpaba por completo a Black. Había tres lacayos sirviendo el café, ¿cómo podía estar seguro de que sería él quien sirviera el café a la señora Ruyslander? Aparte de esto, ¿ha meditado usted sobre cómo podría añadirle la droga mientras se lo servía? Seguramente fue obra de lady Bellairs, una vez le sirvieron el café. Supongo que ella estaba metida en el asunto, aunque no podrá probarse nunca. Pero la justicia está servida sin necesidad de buscar un tercer culpable. Supongo que esto aclara los puntos principales.

Yo tenía en mente varias preguntas sin respuesta, pero lo único que se me ocurrió decir fue lo siguiente:

– Tuvo usted mucha suerte en obtener el trabajo.

– En lo más mínimo. Ofrecí mis servicios pidiendo menos del sueldo habitual y pude dar referencias de un juez del tribunal supremo y de un obispo. Blunt siguió una táctica similar. Fuimos recibidos con los brazos abiertos.

– ¿Y por qué se arriesgó a visitar El Zorro y las Gallinas en la aldea de Corby? Seguramente habría podido conversar con seguridad de lo que fuera dentro del recinto.

– Era un riesgo necesario. Tenía que identificar al caballero extranjero para Blunt. Tenía usted razón. Era un famoso tratante en diamantes ilícitos llamado Bemstorff. Nos habría gustado incluirle en la acusación, pero las pruebas en su contra eran muy escasas.

Tenía una última pregunta y, al hacerla, procuré quitar todo reproche de mi voz.

– ¿No podría haberme confiado todo esto un poco antes?

– Mi querido amigo -dijo Holmes-, su convicción de que los delincuentes eran un lacayo y el mozo de los establos, convicción que, por otra parte, pronto llegó a oídos de Peterson mediante la señora Pearce y su amiga la señora Barnby, resultó inapreciable. Eso significaba que los auténticos criminales podían confiarse y seguir adelante con sus planes, cosa que hicieron para su perdición. Por cierto, leí sus dos informes cuando volví a Baker Street -añadió con un guiño-. Los encontré muy ilustrativos.

– Buen Dios -dije recordando mi descripción de «Len»-. Espero que no se los haya mostrado al inspector Blunt.

– Permanecerán completamente confidenciales para nosotros dos dijo Holmes.

No hay mucho más que decir. Un primo heredó la mansión Corby y conservó a la mayor parte del personal, incluyendo a los Pearce y a Mary Macalister. Jacob, el hijo mayor de Pearce, volvió de la guerra y no tardó mucho tiempo en pedir la mano de Mary, celebrándose el matrimonio un frío día de diciembre de 1886. Como ya he escrito antes, ocho años después yo me encontraba en nuestras habitaciones de Baker Street, mirando a unas cuantas migas de un pastel de boda en una pequeña caja blanca, cuando Holmes irrumpió y me sorprendió en ello.

Tengo la sospecha de que siente cierto remordimiento por el engaño a que me sometió en aquel caso tan primerizo. Quizá en aquella etapa de nuestra colaboración aún no había adquirido la confianza en mí que se desarrolló a lo largo de los años. Ya fuese por esta razón, o por alguna otra, Holmes se tomó la inhabitual tarea de explicarme la historia de las reliquias de la caja. Todas eran historias fascinantes, sobre todo la del caso de los gemelos de perlas, que espero poder relatar algún día.

SHERLOCK HOLMES Y MUFFIN – Dorothy B. Hughes

***

I

Aquella mañana de primeros de diciembre, los témpanos colgaban realmente de la pared, tal y como canturreaba Holmes cuando salió de su cuarto y entró en el salón:

Cuando de la pared cuelgan los témpanos y Dick el pastor toca la flauta,

y Tom acarrea la leña…

Un golpe en la puerta del pasillo le interrumpió. Eran las seis y media, hora de nuestro té matutino. Como era Holmes quien estaba más cerca de la puerta, la abrió reanudando su canción.

y la sucia Joan remueve la marmita…

La pinche entró en la habitación, balanceando la pesada bandeja de plata, con sus dos potes de cerámica marrón con la mejor mezcla Jackson para el desayuno inglés, un gran recipiente con agua hirviendo, dos tazas y platillos de cerámica Wedgewood, un cuenco con azúcar y una jarrita con leche, también de Wedgewood, y dos cucharas de plata. La chica se las arregló para depositar con cuidado la bandeja sin derramar nada. A continuación, se enfrentó a Holmes.

– No me llamo Joan -afirmó- y no estoy sucia. Me lavo todas las mañanas y todas las noches, y los sábados me doy un baño completo en la bañera de mi madre. Cada sábado -enfatizó.

Era pequeñita, con no más de diez u once años a juzgar por su aspecto. Llevaba un mandil encima del vestido, evidentemente de la señora Hudson, a juzgar por la forma en que le colgaba hasta los tobillos. Tenía el ratonil pelo castaño cortado como el de un chico, con un corte recto justo encima de las cejas y cuadrado bajo las orejas. Sus ojos eran tan grises como aquella mañana de invierno.

Los pinches duraban poco en la casa de la señora Hudson. Nuestra ejemplar patrona no tenía tan buen corazón con sus sirvientes como con sus inquilinos. Más de una vez había oído cómo reprendía a alguno que otro niño sumido en lágrimas. Los pinches eran el escalafón más bajo de los empleados del hogar y, por tanto, los peor pagados, y ninguno duraba mucho tiempo como empleado de la señora Hudson.

Pero ésta tenía aguante. Y Sherlock Holmes estaba de buen talante, por lo que supuse que tenía un nuevo caso. «Denme problemas, denme trabajo. Aborrezco la inactividad», decía siempre. Sin un problema a mano, se daba a su violín Stradivarius y su solución al siete y medio por ciento.

Aunque sus ojos eran risueños, su rostro permaneció tan grave como su voz.

– ¿Por qué nombre respondes, ya que no es el de sucia Joan?

– Me llamo Muffin [9].

– ¿Muffin?

– Muffin -repitió ella con firmeza, desafiándole a que lo desmintiera.

– Muy bien, señorita Muffin -repuso con una ligera reverencia-. Puede servirme una taza de su excelente té. Primero un poco de leche, luego el té, y, por último, dos cucharadas de azúcar.

Ella dudó, como si su trabajo no fuese servir el té, que no lo era. Yo me había servido ya una taza, con una generosa ración de leche y una cucharada de azúcar, y le daba vueltas y vueltas como me habían enseñado en el internado. Ella siguió sus instrucciones, como si estuviese acostumbrada a hacer ese trabajo extra. Debo decir que sabía cómo hacerlo. Seguramente se lo habría servido a su madre más de una vez.

– ¿Y dónde consiguió usted ese bonito nombre, señorita Muffin? -preguntó Holmes educadamente, mientras se aventuraba a tomar un sorbo de su té hirviendo.

– Mi madre me lo puso -replicó ella-. Una vez antes de nacer yo, consiguió ahorrar un penique de sus gastos y se compró un muffin. Dice que fue lo mejor que había probado en su vida. Y cuando yo nací, me llamó Muffin. -Se dirigió hacia la puerta, mientras decía esto-. Discúlpenme señores, pero me acusarán de tardona si no bajo ya. Luego volveré a por la bandeja.

Y, diciendo esto, desapareció como un rayo.

Holmes se echó a reír cuando se hubo ido.

– Muffin. Porque fue lo mejor que probó nunca. -Entonces su rostro se volvió serio-. Pobre mujer. ¿Cuánto tiempo llevaría esperando para poder gastarse un penique en su deseo? Seguro que la niña nunca ha probado uno.

– No con lo que gana un pinche -concedí sirviéndome más té-. Se ha levantado pronto. ¿Un nuevo caso?

– Eso parece. Ha desaparecido un cofre con joyas que venía de la India en el Príncipe de Poona. Esta mañana me encontraré con el capitán de la nave y los representantes del virrey. Cuando sepa más detalles decidiré si me ocupo o no del caso.

– ¿No serán las gemas del Gaekwar de Baroda? -Había leído sobre su valor en los periódicos de la semana pasada.

– Así es. Seguramente sabrá, por su estancia en la India, que los súbditos del Gaekwar le regalan todos los años su peso en oro y joyas. Sin duda, a eso se debe que su aspecto emule al de un ganso de Estrasburgo a punto de convertirse en el plato fuerte de una comida. -Intercambiamos una sonrisa por haber visto fotografías del actual Gaekwar-. Parece ser que ha decidido convertir parte de su tesoro en pelos, guirnaldas, anillos y cosas así, seguramente como regalo para sus damas y cortesanos favoritos.

– Pero, ¿por qué en Londres? -Los hindúes del este eran conocidos por su talento como lapidarios.

– ¿Por qué? Porque parece ser que, hoy en día, los mejores cortadores de piedras se encuentran en Londres. Al menos eso piensa el Gaekwar. Y se niega a que sus gemas se corten en otro sitio.

Holmes iba vestido bajo su bata, a excepción de la chaqueta. Volvió unos momentos a su cuarto, para salir vestido con sus botas de campo, su sobretodo de Inverness, varias bufandas de lana alrededor del cuello y sus guantes de invierno ribeteados en piel. En la cabeza llevaba un gorro de piel comprado en Rusia con las orejeras bajadas.

Sugerí que, debido al tiempo, cogiera un cabriolé para acudir a la cita. Se burló de mi comentario.

– Lo que necesitan mis pulmones es aire fresco -dijo, marchándose a continuación.

Le envidiaba. Yo seguía estando más o menos confinado a la casa, cuidándome las heridas recibidas durante mis años de servicio en Afganistán. Me senté junto al fuego, acomodándome en una butaca con mi pipa de brezo blanco y el London Times de la mañana. Sherlock afirmaba que el Times sólo lo leían los intelectuales, especie de la que no me considero miembro, pero siempre pensé que era el único periódico que me daba bien las noticias.

Para cuando Muffin reapareció llamando a la puerta, ya me había olvidado de ella.

– La señora Hudson dice que dentro de una hora estará preparado el desayuno, si no le parece muy tarde, y que si bajará usted -dijo sin respirar.

Holmes y yo solíamos tomar el desayuno en el comedor de la planta baja, ya que resulta difícil, aunque no imposible, mantener las tostadas, los huevos y el bacon adecuadamente calientes cuando se transportan en una bandeja a lo largo de los dos tramos de escaleras que van de la cocina al primer piso, donde teníamos nuestras habitaciones.

– Sí, bajaré, y las ocho en punto me parece buena hora. Y, por favor, dígale a la señora Hudson que el señor Holmes no bajará a desayunar ya que ha salido.

No era algo inusual cuando estaba metido en un caso. ¡Había veces en que salía incluso antes del té de la mañana!

– Sí, señor-dijo Muffin.

Estaba llenando la bandeja con los restos de la mañana. Se disponía a llevárselos cuando la retuve.

– Quiero que sepas que el señor Holmes no se refería a ti cuando hablaba de la sucia Joan. Sólo recitaba una de las canciones del señor Will Shakespeare.

Su cara se iluminó.

– Oh. Ya he oído antes alguna. Cuando yo era pequeña, mi mamá me llevó a ver algunas de sus obras en el Liceo. I labia una donde el fantasma de un padre se aparecía a un príncipe llamado Hamlet. Siempre me daba mucho miedo. Y había otra llamada

Noche de Epifanía, donde una chica se hacía pasar por un chico y había dos ancianos caballeros que cantaban y bailaban. Eran muy graciosos.

– ¿Tu madre trabaja en el teatro? -aventuré.

– Oh, no, señor. Fue cuando limpiaba en el Liceo. No está lejos de los muelles, junto al Strand. El ujier le dejaba llevarme si me quedaba sentada en silencio en los escalones. -Agitó la cabeza-. Le aseguro que, por muy joven que fuera yo, estaba mucho más callada que la gente que había en las butacas o en la galería. -Levantó la bandeja, que no resultaba tan pesada con los recipientes vacíos-. Será mejor que me dé prisa antes de que la señora Hudson vuelva a ponerse quisquillosa.

Y se fue.

Esa tarde, junto al fuego, regalé a Holmes más información sobre Muffin. Quedó tan impresionado como yo por el hecho de que conociese a Shakespeare.

– Me pregunto si sabrá leer y escribir -reflexionó.

La educación para la mujer seguía siendo escasa o inexistente, aunque hacía ya varios años que el Parlamento había promulgado la Ley Nacional de Educación. La campaña de John Stuart Mill para la mejora de las escuelas de mujeres, apoyada por las influencias de la señorita Florence Nightingale había sido, en buena medida, la causa de que el Parlamento se hubiera visto obligado a hacer algo. Tanto Holmes como yo éramos defensores convencidos de la educación para todo el mundo.

Aquella noche Holmes no habló de su nuevo caso, salvo para decir que lo había aceptado y que iría a primera hora de la mañana a los muelles. Los muelles habían mejorado mucho para finales del siglo XIX, pero continuaban siendo, en el mejor de los casos, un lugar desagradable y habitualmente peligroso. Holmes no temía internarse en los más tenebrosos callejones. Su enjuto aspecto no revelaba en lo más mínimo su potencia muscular, ni el hecho de que era un boxeador tan bueno como cualquier profesional, manteniéndose en forma con ejercicio y una dieta adecuada. De todos modos, nunca confiaba sólo en la fuerza bruta. El bastón que llevaba estaba lastrado, como podía atestiguar más de un malhechor.

– Esperemos que el cofre no haya caído en manos de un dragador. Resultaría algo difícil recuperarlo entonces.

En su mayoría, los dragadores eran hombres trabajadores y honrados, pertenecientes a las clases más bajas, que buscaban entre los restos a la deriva objetos de posible valor. También tenían el deber de recuperar cuerpos de ahogados en el río. Por estos últimos se les pagaba lo que llamaban «gastos de investigación». Desgraciadamente entre los dragadores decentes solían encontrarse algunos ladrones, que solían estar más activos cuantos más barcos procedentes de la India hubiese anclados en el río.

Desde luego, la rapidez es esencial habiendo diamantes en juego -comentó Holmes, fumando tranquilamente su pipa de después de la cena.

– ¡Diamantes! -no pude evitar exclamar-. ¿Y podrá recuperarlos?

– Eso quiero hacer -dijo Holmes sin un asomo de sonrisa-. Y no pretendo fallar.

II

Muffin no se entretuvo el día siguiente, cuando nos trajo el té de la mañana. Supongo que la señora Hudson le regañó por sus retrasos del día anterior. Holmes tomó el té con su acostumbrada pipa de antes del desayuno, llena como siempre con los restos del día anterior, que dejaba secándose toda la noche en su escritorio. Con ella tomó sus acostumbradas dos tazas de té con dos cucharadas de azúcar, pero sin demorarse a la hora de tomarlas. Se fue enseguida a su habitación para vestirse, impaciente por llegarse a los muelles.

Encendí mi pipa de brezo y me serví una tercera taza. Muffin entró en la habitación sin advertencia alguna, ni siquiera con su habitual llamada a la puerta. Llevaba una bota en cada mano.

– ¿No está el señor Holmes? -preguntó.

– Sí está. En su habitación, vistiéndose.

– Alguien ha dejado sus botas en el cubo de la basura. Fui a vaciar los cestos de la cocina en el cubo y las vi allí encima. El camión de la basura habría pasado esta noche y se las habría llevado al basurero. -Meneó la cabeza-. Si antes no se las quedaba el basurero para venderlas luego.

– ¿Qué es lo que dices? -dijo Holmes desde el umbral de su habitación.

Muffin giró en redondo y las botas cayeron de sus dedos.

– Por Dios, señor Holmes -dijo tragando saliva-. Menudo susto me ha dado. -Lanzó un suspiro-. Le había tomado por un lascar.

Holmes se había ocultado bajo la guisa de uno de esos feroces marinos de las indias occidentales. Una roja cicatriz dividía toda su mejilla izquierda. Su rostro tenía un color tan pardo como el del café. Hasta a mí, un hombre de medicina, y estando tan cerca, me pareció que era una cicatriz auténtica.

– ¿Estás familiarizada con los lascar? -le preguntó Holmes.

– Oh, sí, mi mamá y yo vivimos cerca de los muelles. Mi papá fue marinero hasta que su nave se perdió en el océano Indico, con todos los hombres que había a bordo. Yo nunca le conocí; sólo era un bebé. -Meneó la cabeza alejando los recuerdos y volvió al presente-. Los lascar son malos. Te clavan el cuchillo como quien te dice la hora.

Holmes se volvió entonces a mí.

– Y usted, Watson, ¿me da el visto bueno?

– Ya ha pasado una inspección más severa que la mía. Es más difícil engañar a los niños que a sus mayores. Muffin ha rescatado sus botas del cubo de la basura le expliqué a continuación.

Esta había recogido las botas del suelo y las alzaba hacia él.

Es muy amable preocupándose así por mí, señorita Muffin, pero, he desechado esas botas.

Pero, señor Holmes-protestó ella-. El cuero no está roto. Mire. ¡Y las suelas! Todavía están…

Ya no las necesito -le dijo-. Mi zapatero de Jeremy Street me ha entregado esta semana unas nuevas. Puede devolver esas al cubo de la basura.

– Si usted lo dice. -Se volvió reticente, dispuesta a irse, frotando todavía el cuero con el pulgar. Y entonces se volvió para mirar a Holmes y hacerle una pregunta con voz tímida- ¿Le importa si, en vez de tirarlas a la basura, me las quedo?

Mi amigo se quedó desconcertado por un momento.

– En absoluto, pero me temo que le vendrán demasiado grandes, señorita Muffin.

– Oh, no son para mí, señor. Son para mi mamá. Cuando vuelve de fregar por las noches tiene los pies tan fríos que son como carámbanos de hielo. Y cuando llueve, los zapatos le calan hasta la piel. Tienen las suelas de cartón.

– ¿No serán demasiado grandes para ella? -intervine dubitativo-. El pie de la mujer es diferente al del hombre.

– No con medias viejas nuevas. Bastará con dos pares para llenar el hueco.

– ¿Medias viejas nuevas? -Era una expresión que no conocía.

– Las hacen todas las madres. Quitan la parte usada de las medias y cosen lo que queda. Luego se corta la parte superior de otra media vieja y se cose a la otra para que sea lo bastante larga. Y ya tienes una media vieja nueva.

Una perentoria llamada a la puerta la hizo callar. Era la llamada de la señora Hudson. Sólo entonces me di cuenta de que Sherlock había salido subrepticiamente mientras Muffin y yo hablábamos.

Abrí la puerta a nuestra patrona. Ella me deseó los buenos días y luego miró a Muffin.

– Haces falta abajo.

– Sí, señora -dijo tímidamente la niña, escabullándose fuera de la habitación.

– Siento haberla retenido tanto tiempo ayudándome -dije asumiendo la culpa, y esperando ser así de alguna ayuda para Muffin. Me di cuenta de que, antes de salir, se las había arreglado para ocultar las botas bajo el mandil.

– Cuando necesite ayuda dígamelo, doctor Watson -dijo cortésmente la señora Hudson-. Le enviaré a una de las doncellas.

Tras decir esto, se marchó moviéndose con rapidez. A juzgar por lo abultado de su falda, debía llevar varias enaguas debajo, y al menos una de ellas de tafetán. No tenía ninguna duda de que, a esas alturas, Muffin ya tendría las botas bien ocultas debajo hasta que se marchara por la noche.

Holmes volvió después del anochecer. No había tenido un buen día, a juzgar por su cara adusta, y no le hice preguntas. No comentó sus aventuras del día hasta que no se hubo despojado de todos los vestigios del lascar y no estuvo cómodamente sentado junto al fuego, envuelto en su bata púrpura.

– Los muelles están llenos de lascars, Watson, pero ninguno quiso hablar conmigo aunque hablo varios de sus dialectos. De no ser por ellos el lugar estaría desierto. No he sabido discernir si por miedo a ellos o por órdenes de un tal Jick Tar.

– ¿Jick Tar? -repetí. El nombre no me decía nada.

– O Jicky Tar. Tiene una tienda de efectos navales y parece dirigir el vecindario de forma tan absoluta como un potentado oriental.

Yo continuaba desconcertado.

– ¿No es Jack Tar? ¿Jick Tar?

– Posiblemente antes sería Jack Tar y se cambiaría el nombre al dejar la Royal Navy. No tengo ninguna duda de que tenía buenas y suficientes razones para hacerlo. He descubierto que fue dragador, o que utilizaba ese trabajo de tapadera para sus operaciones. Tengo entendido que perdió una pierna en una de ellas, no pudiendo trabajar desde entonces en el agua, por lo que abrió la tienda. Intenté entrar en ella, pero me echó uno de los matones de la puerta.

– ¿No tendrá que volver?

– Debo hacerlo si quiero recuperar las joyas. Pero iré con otro disfraz.

En ese momento llegó la cena. Cuando me di cuenta de que Holmes no volvería a tiempo de vestirse para bajar al comedor, ordené que nos la subieran. Me alegró ver que, lejos de sumirse en la melancolía, tenía buen apetito. Tras los dulces, abrió una botella de clarete y yo saqué los puros habanos. El revés del día sólo había incrementado el desafío de resolver el caso.

Al día siguiente ya estaba sentado ante la chimenea antes de que yo me levantara de la cama. Por lo que yo sabía, muy bien podía haber pasado la noche allí sentado. Pese a esto, estaba lejos de sentirse descorazonado, cosa que interpreté como un indicio de que había pensado en una o más formas de actuar.

Muffin llegó con la bandeja del té a las seis y media. Parecía preocupada. Tras depositarla en la mesita, se acercó a Holmes.

– Creo que le he perjudicado -dijo temblorosa-. Fue por las botas. Anoche, cuando las llevaba a casa, me encontré con Jacky y el pequeño Jemmy y me acusaron de haberlas robado, y yo les dije que no lo había hecho, que me las había dado el señor Holmes.

Holmes intentó no reírse ante su agitación infantil.

– No tan rápido -suplicó.

Ella respiró profundamente antes de proseguir.

– Dijeron que se lo dirían a Jicky Tar, pero cuando pronuncié el nombre de usted se echaron a correr como conejos. -Volvió a tomar aliento-. Y esta mañana me han seguido. Tengo miedo de que quieran hacerle daño. Y mi mamá estaba tan agradecida por las botas que hasta lloró lágrimas.

– ¿Dónde están esos chicos? -preguntó Holmes.

– Al otro lado de la calle. -Nos condujo hasta los anchos ventanales de la fachada y señaló-. Allí, junto a la segunda casa parda.

Apenas pudimos distinguir en la penumbra de la mañana las formas de dos pequeñas figuras agazapadas en la fría acera.

– ¿Son chicos de Jicky Tar? -preguntó Holmes.

– Oh, no, son «alondras del barro».

Era el nombre que se les daba a los niños miserables que rebuscaban en los lodazales de las orillas del río botellas, trozos de carbón, o cualquier artículo perdido que pudieran vender por unos peniques. Pese a las reformas modernas, aún había demasiados niños callejeros en Londres cuyos padres, incapaces de mantenerlos, los enviaban a la calle a mendigar o a que se las arreglaran por su cuenta.

– Pero Jicky Tar les compra cosas de las que encuentran -prosiguió-. Y tienen miedo de incomodarle.

– Yo me ocuparé de ellos -afirmó Holmes-. Ve a decirle a la señora Hudson que envíe al chico del fuego a hacerme un recado.

El chico del fuego resultó ser un viejo amargado a quien yo no había visto nunca antes, ya que venía a encendemos el fuego de la chimenea antes de que despertáramos. Subió las escaleras y Holmes le recibió ante nuestra puerta.

– Al otro lado de la calle hay dos muchachos. Quiero que me los traiga. Tengo que hablar con ellos.

El hombre dio media vuelta y bajó las escaleras sin decir ni que sí ni que no.

Holmes dejó la puerta entreabierta y vino a la mesa.

– Hoy la sucia Joan ha removido demasiado la marmita.

– Llamaré pidiendo más agua caliente -dije.

– Esta servirá. No hay tiempo para ponerse delicado.

Cuando dijo esto oímos voces abajo, y poco después, la puerta se abrió del todo y un pilluelo envuelto en toda clase de mitones y bufandas se asomó por ella. Tenía el mismo tamaño que Muffin, pero estaba mejor alimentado, con una nariz redonda y redondos ojos azules en una cara redonda. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío.

– Entra muchacho. Eres… -dijo Holmes.

– Jacky, señor. -Su voz estaba ronca por el frío.

– ¿Y dónde está Jemmy?

– Mi hermano está abajo -dijo, gesticulando-. Cuidando la caja.

Holmes contuvo su excitación.

– La caja…

– Es demasiado pesada para llevarla mucho rato.

– ¿Qué hay en la caja? -preguntó Holmes.

– Rocas -dijo el muchacho-. Tan solo rocas.

– ¿Entonces por qué la habéis traído?

El muchacho miró a su alrededor con sospecha, sobre todo a mí.

– ¿Por qué? -repitió Holmes.

– Quiero que usted la vea. Quiero que vea que sólo tiene rocas. No quiero que Jicky Tar diga que la he robado.

– Traedla. ¿Podéis subirla por las escaleras?

– El pequeño Jemmy y yo podemos los dos juntos. Es como la hemos traído por todo Baker Street.

Holmes esperó en el rellano de la escalera, por si la señora Hudson no dejaba a Jacky entrar con Jemmy, pese a que estaba acostumbrada a los extraños visitantes que solía recibir mi amigo. Me moví hasta el umbral de la puerta y miré cómo los dos chicos subían, transportando escalón a escalón una caja de madera, hasta que Holmes la cogió en lo alto de la escalera. El pequeño Jemmy apenas llegaba a Jacky al hombro. No podía tener más de siete u ocho años. Iba envuelto en retales, como Jacky, pero su delgado rostro parecía reseco por el desagradable tiempo. Entramos todos en el salón y Holmes condujo ¡i los muchachos hasta el luego. Depositó la caja en el suelo, ante ellos.

– ¿Queréis abrirla? preguntó.

La caja o cofre parecía estar hecha de buena madera de teca, pero estaba muy maltratada por haber estado sumergida en el agua del río. Tendría la mitad de tamaño que un baúl de viaje de niño. Jacky levantó el pestillo y alzó la tapa. Contenía rocas. Nada más que sucias rocas. Algunas eran pequeñas como una cereza, pero la mayoría eran grandes como ciruelas.

– ¿Qué queréis que haga con esto? -preguntó Holmes a los chicos.

– Lo que quiera -le dijo Jacky-. Pero no le diga a Jicky Tar que se las hemos traído.

– Te da un golpe con ese bastón suyo, te tira al suelo y luego te pisa como a una cucaracha -aventuró temblando el pequeño Jemmy.

– No le diré nada -les aseguró Holmes.

Cuando se marcharon los chicos, cada uno de ellos agarrando una moneda de seis peniques entre sus mitones, Holmes se volvió hacia mí.

– Vamos, Watson. Debemos vestirnos y salir cuanto antes. Le necesitaré como testigo, si esas rocas son lo que creo que son.

– ¿Y nuestro desayuno? -le recordé.

– Desayunaremos después.

No discutí con él. Estuvimos preparados para salir en un tiempo récord. Me adelanté con su bastón mientras él bajaba el cofre. Fui afortunado y pude parar un cocho de punto casi de inmediato.

– A Ironmonger’s Lane -indicó Holmes al conductor.

Holmes se explicó mientras íbamos hacia allá.

– Le llevo el cofre a un tal signor Antonelli, que, según tengo entendido, es el mejor lapidario de Londres. Como sin duda aprendería durante sus años en la India, los hindúes occidentales fueron durante siglos los únicos lapidarios del mundo civilizado, ya que ese país fue la única fuente conocida de diamantes hasta que se descubrieron yacimientos en el Brasil, a primeros del siglo XVIII.

– Así es -recordé-. Las mejores piedras y las más famosas provienen de la zona de Golconda cerca de Hyderabad. El Küh-a-nür, regalo de la India a nuestra corona real, es el diamante más grande que se conoce. En Persia se haya el Daryü-i-Nur, otro de los más grandes. El Nadir Shah se lo llevó allí, junto con todo lo que ahora conocemos como Joyas de la Corona Persa, tras el saqueo de Delhi en 1739. Dicen que las joyas persas superan a todas las demás en cantidad, tamaño y calidad, aunque en las joyas de nuestra corona hay algunas de las gemas más preciadas que se conocen, especialmente sus diamantes. -Golpeé el cofre con la puntera de la bota-. ¿Cree que esas rocas son diamantes?

– Lo creo -replicó Holmes-. Tanto en India como en Brasil, los diamantes se encuentran sólo en depósitos de grava. Como las rocas sedimentarias provienen de depósitos mucho más profundos, resultaba claro que no se originaban ahí, y hasta que no se descubrieron diamantes en Suráfrica, hace menos de veinte años, no se supo que provienen de depósitos de rocas ígneas. En su forma sin cortar, el diamante es indistinguible de cualquier otra roca de un tamaño semejante.

Cuando Holmes investigaba un tema, lo hacía a fondo.

– Los diamantes son carbón puro. Es cierto que hay piedras más pobres con pequeños cristales y minerales empotrados en ellas, pero no se consideran gemas, y se utilizan sólo como polvo de diamante y otros propósitos viles -musitó-. La historia de los diamantes resulta fascinante, Watson. Se sabe que se consideraban piedras preciosas ya en épocas tan antiguas como las del año 300 a.C. Hay documentos donde consta que Alejandro, el griego macedonio que conquistó Persia y añadió «El Grande» a su título cuando se apoderó de todo Oriente Medio, se vestía con diamantes. Su nombre viene del griego, adamas o «invencible».

Resultaba evidente que Holmes había encontrado tiempo para visitar la sala de lectura del Museo Británico, además de todas las ocupaciones en que se hallaba metido.

El diamante es la más dura de las gemas y, por tanto, la más difícil de cortar. Es la única que alcanza un diez en la reciente escala de Mohs, la puntuación más alta. Me resultan especialmente interesantes las distintas formas en que se juzga la belleza de un diamante. En Oriente la belleza radica principalmente en su peso, mientras que en Occidente radica en su forma y color. Los lapidarios hindúes concibieron la talla en forma de rosa, que preserva mejor el peso, pero, les era casi imposible pulir esa talla para sacarle brillo.

»Fue el lapidario veneciano Vicente Peruzzi, a finales del siglo XVII, quien empezó a experimentar con la posibilidad de añadir facetas a la talla. El resultado fue la primera talla brillante. Tallares una ciencia. Peruzzi estudió con lapidarios hindúes, igual que el signor Antonelli. Y por eso estamos aquí-concluyó cuando el coche paró ante una tienda muy vieja de Ironmonger’s Lane.

Holmes se apeó. Mientras él pagaba al cochero, yo arrastré el cofre hasta una parte del suelo del coche que me permitiese levantarlo con más facilidad. A continuación lo bajé a la acera y me encaminé a la puerta de la tienda. En ese momento vi a un hombre acercándose a paso rápido, pese a la rémora de una pata de palo.

– ¡Holmes! -advertí rápidamente.

Se volvió al advertir la alarma en mi voz, identificando también a esa persona como quien debía ser: ni más ni menos que Jicky Tar. Era corpulento, aunque no alto, y su jubón de marino no ocultaba sus abultados músculos. Su rostro era una máscara malévola. Enarbolaba un garrote de punta gruesa, como esos mazos pesados que hacen en el pueblo de Shillelagh.

A Holmes le bastó una mirada para confiarme el cofre. Cogió su bastón, que yo llevaba bajo el brazo, avanzó unos pasos y se detuvo a esperarle. Sólo entonces vi a los dos matones que torcían la esquina siguiendo a Jicky Tar. Uno tenía a Jacky inmovilizado doblándole el brazo, mientras que el otro cerraba sobre el antebrazo de Jemmy una mano que parecía una prensa. Holmes les vio al mismo tiempo que yo.

– ¡Suelten a esos niños! ¡Enseguida! -dijo con voz de trueno.

– No, hasta que no me devuelva lo que es de mi propiedad -gritó Jicky.

Había avanzado hasta situarse a varias yardas de Holmes antes de asumir una postura amenazadora. Resultaba obvio que estaba acostumbrado a peleas callejeras, donde se necesita cierta distancia para mover bien el garrote y poder golpear sin perder nada de impacto.

– ¿Qué propiedad dice que yo tengo y que reclama como suya? -preguntó Holmes.

– La caja -Jicky dedicó una rápida mirada hacia donde yo estaba-. La caja que esos mozalbetes me robaron y que le dieron a usted.

Jacky gritó al oír estas palabras.

– ¡Está mintiendo, señor Holmes! ¡Está mintiendo! No es suya. Es nuestra. La encontramos nosotros, no él.

Jacky se retorcía y forcejeaba para soltarse de su captor, apuntando sus patadas hacia donde mejor le servirían. Una encontró su blanco. El matón aulló, y su garra sobre el muchacho se aflojó un momento. Jacky se apartó y echó a correr por la calzada.

– ¡Se ha escapado, Jicky!-gritó el matón-. ¡El maldito criajo se me ha escapado! Voy a por él.

– ¡No!-ordenó Jicky-. ¡Quédate! Ya le cogeremos luego. No irá lejos. No sin el llorica de su hermanito -repuso, volviendo su atención a Holmes-. ¿Me dará la caja o tendré que quitársela?

– Esto pertenece al Gaekwar de Baroda y pienso.devolvérsela a él -afirmó Holmes con autoridad.

Sin una advertencia de «en guardia», Jicky Tar balanceó el garrote mientras el matón desocupado se acercaba a Holmes. La bien apuntada finta de Holmes a Jicky se convirtió en un golpe a la cabeza del matón, que lo derribó por el suelo. Fue entonces cuando los dos expertos contendientes intercambiaron golpes, maniobrando como espadachines, buscando cada uno desarmar al otro. El matón se puso en pie demasiado pronto y se dispuso a unirse a la refriega. Temí por Holmes, ahora que eran dos contra uno, pero no debí hacerlo. El bastón de Holmes golpeó con envidiable destreza y volvió a arrojar al suelo al matón, alzándose a continuación para desarmar a Jicky Tar. En ese momento se oyó un silbato de policía.

– Es Jacky -gritó Jemmy-. Ha traído a los peelers.

Efectivamente era Jacky, corriendo delante de un bobby mientras otro les seguía soplando su silbato. La policía se encargó enseguida de Tar y sus hombres. El que sujetaba a Jemmy desapareció durante la refriega, soltando al muchacho, que corrió junto a su hermano.

– Lleve a esos hombres ante el inspector Lestrade -le dijo Holmes a los agentes de policía-. Yo me presentaré enseguida para informarle de sus delitos. Y llévese a los niños con usted.

– ¡Carajo! -gritó Jacky, con Jemmy agarrado a él-. ¡Nos ha vendido!

– En absoluto -les dijo Holmes-. No estaréis seguros si volvéis a vuestra casa. Quedaos con la policía hasta que yo llegue, y os encontraré un sitio mejor donde vivir.

Mientras hablaba llegó el coche de la policía, atraído por el silbato. Los villanos fueron encerrados dentro, los muchachos subieron reticentes junto al conductor y el coche se fue por donde había venido. Holmes se sacudió el polvo del abrigo y se enderezó la gorra. A continuación me cogió la caja y procedimos a entraren la tienda del signor Antonelli.

El interior era oscuro y sucio. Consistía en una sola habitación, con un mostrador que separaba la parle frontal de la trasera. Los estantes estaban abarrotados con toda clase de rocas, habiendo varias más en la mesa en diferentes etapas de pulido. El polvo de diamante que se recupera del pulido es la única sustancia lo bastante dura como para proporcionar el acabado necesario de las gemas.

En esa mesa trabajaba un anciano de pelo blanco, con el rostro lleno de cicatrices, sin duda causadas por trozos perdidos de gemas. Su escaso pelo amarillo blancuzco le caía más abajo de las orejas y llevaba unas gafas con cristales de mucho aumento. Si era consciente de la conmoción que había tenido lugar fuera de su tienda, no dio muestras de ello. Ignoró nuestra entrada.

– ¿Es usted el signor Antonelli? -preguntó Holmes tras un momento. La pregunta fue ignorada y Holmes continuó hablando-. Soy Sherlock Holmes, y este es mi amigo el doctor Watson.

El anciano no respondió.

Como el incómodo silencio persistía, Holmes puso el cofre sobre el mostrador y lo abrió. Cogió una de las rocas y la puso ante el señor Antonelli.

– ¿Quiere usted decirme qué es esto?

Antonelli dejó de trabajar y nos miró cansinamente. Cogió la roca de la mano de Holmes.

– Veamos -murmuró.

Observamos mientras llevaba la roca a su mesa de trabajo. Frotó un extremo con instrumentos que carecían de sentido para Holmes y para mí, y poco después volvió al mostrador.

– Es un diamante -aseveró.

– Del cargamento del Príncipe de Poona -le dijo Holmes.

– Estaba esperándolos -murmuró el signor-. Me dijeron que usted me los traería.

– ¿Entonces puedo dejarle el cofre? -Otra vez volvió a no haber respuesta, pero Holmes continuó hablando como si la hubiera habido-. Se lo diré al virrey. Él le informará de los deseos del Gaekwar.

El anciano asintió una vez. Sin dedicamos una palabra de despedida, alzó el cofre como si no pesara más que el hueso de un perro y lo llevó hasta su zona de trabajo. Holmes y yo intercambiamos una mirada de diversión y nos fuimos.

Tuvimos que caminar hasta un vecindario más transitado para poder encontrar un coche de punto.

– Le dejaré en casa -me dijo Holmes-. Puede que la señora Hudson le sirva un desayuno tardío. Al menos le preparará algo que le mantenga hasta la hora del almuerzo.

– ¿Y usted comerá…?

– Más tarde -dijo-. Antes debo ir a Scotland Yard a hablar con Lestrade. Estoy seguro de que a partir de ahora mantendrá controlado a Jicky Tar. También debo buscar un sitio donde esos muchachos estén a salvo. Vinieron a mí con su hallazgo, gracias a Muffin. Yo diría que si hubieran acudido a ese villano, a estas horas las «rocas» habrían sido arrojadas al río.

III

Cuando Holmes volvió ya estaba muy próxima la hora de la cena.

– ¿Querrá tomar ahora su desayuno? -bromeé-. ¿O prefiere esperar a la cena?

– Lestrade y yo almorzamos tras hacer nuestro informe al virrey replicó Holmes-. Esta noche puedo pasar de cena. Tras la comida preparada por el chef del Savoy, la cocina de la señora Hudson no tienta a mi apetito.

– Aunque prepara un abundante desayuno escocés.

– Cierto -concedió mientras se despojaba de su abrigo y su gorra.

– ¿Qué hay de los chicos? -inquirí.

– Los he puesto al cargo de un par de mis Irregulares -respondió con entusiasmo-. Unos jóvenes robustos que no sólo buscarán a Jacky y Jemmy un sitio donde vivir, sino que además les iniciarán en las costumbres de los Irregulares. Volveremos a verlos, no tengo ninguna duda.

– Yo tampoco -asentí.

– Por si le intriga, como a mí me intrigó, cómo pudo Jicky Tar conocer la existencia de la tienda del signor Antonelli, le diré que tenía un confidente en el Ponna que le dijo que el cofre podía ir hacia allí. En cuanto Jicky supo que yo estaba metido en el caso, hizo que me vigilaran. Por eso nos encontramos con ellos. Bien está lo que bien acaba -citó, para sugerir a continuación-: Quizá un poco de amontillado no estaría fuera de lugar.

Fue hasta nuestro aparador, y cogió dos vasos de vino y la botella. Cuando los llenó alcé mi vaso.

– Por otro éxito.

– Esta vez fue pura casualidad -dijo, negándose el mérito.

– Basada en nuestros conocimientos -enmendé.

– Y en una pinche. -Ahora alzó su vaso-. Por nuestra señorita Muffin brindó-. Ya sabe, Watson -dijo, mientras se sentaba-, que no acostumbro a aceptar remuneración por la ayuda que presto a quienes necesitan solucionar sus problemas, pero de cuando en cuando llego a un arreglo. Esta ha sido una de esas ocasiones. El Gaekwar puede permitírselo.

Bebió un sorbo de su jerez.

– He pensado en enviara Muffin a una escuela, a una buena escuela para mujeres. Pero, ¿cómo hacerlo? Resulta bastante obvio que tanto ella como su madre son personas independientes que no aceptarían caridad, ni nada que pudiera oler a eso. Negó con la cabeza-. Y las dos tienen que salir a trabajar para poder vivir.

– Eso parece lo esencial hoy día, tal y como está el coste de la vida comenté.

– He estado meditando este problema. Volvió a llenar los vasos-. He pensado en alguna clase de beca. Una que no sólo cubriera los gastos, y diera lo bastante para pagar por lo menos su alojamiento. De este modo, su madre podría permitirse el que Muffin recibiera las ventajas de la educación. La niña tiene una mente tan brillante y un espíritu tan inusual que sería una pérdida no permitir que se desarrollara. Quizá se convertiría en una maestra.

– O en un científico -sugerí.

– O en un doctor en medicina -contrarrestó él.

– Ese día llegará para todas las mujeres -acordé-. Y no tardará mucho.

– Pero, ¿cómo conseguir esa beca? ¿Y cómo aseguramos de que Muffin hará uso de ella? Es el problema más espinoso que he encontrado.

– Lo resolverá -dije con certeza.

– Debo hacerlo -respondió-. Es, si puedo inventar un refrán, «el premio del que busca».

De abajo nos llegó el primer aviso de la cena. Nos levantamos dispuestos a bajar las escaleras antes de que sonase el segundo. Holmes sonrió al dejar el vaso de vino.

– Se me ha ocurrido hacer de Papá Noel para nuestros jóvenes amigos. Comprar un buen abrigo y un gorro de invierno para Muffin, y lo mismo para los chicos. Quizá hasta un nuevo par de botas para cada uno de ellos.

Se oyó la segunda llamada.

– ¿Cree usted que estaría aceptable, hasta para unos niños muy listos, con una larga barba blanca, un gran abrigo y un gorro rojos?

No respondí. Ante los chicos supuse que podría, pero no ante nuestra Muffin.

EL CURIOSO ORDENADOR – Peter Lovesey

Ya eran las cuatro de la madrugada.

George Harmer, apodado «Atroz», pasaba una noche en blanco en sus habitaciones del Belgravia. Su cerebro llevaba las últimas dos horas trabajando como un teletipo. Estaba desesperado.

Así que se tumbó y se revolvió en la cama, mandó a paseo toda precaución y se volvió hacia la rubia desnuda tumbada a su lado. Era Silicio Lil, una actriz de strip-tease de evidentes encantos que actuaba por las noches en su cadena de nightclubs, y en otros momentos con un acuerdo especial.

– Lil.

Ella apenas se movió.

– Lil.

– Ella se movió apenas.

– Lil, ¿estás despierta?

– Hazte un nudo en ella, Atroz.

– Quiero hablar contigo. Tengo algo…

– ¿Qué? -Alargó el brazo hasta el interruptor de la luz y se sentó-. ¿Qué has dicho?

– …algo en la cabeza. No puedo pensar en otra cosa.

– ¿Es que no te cansas nunca? -Lil apagó la luz y volvió a asumir un estado de sopor-. Lo que necesitas es una ducha fría.

Si alguien hubiera hablado así a Atroz a plena luz del día, no habría durado lo bastante para acabar la frase. Era el jefe indiscutible del crimen organizado de Gran Bretaña. Indiscutible e implacable. Pero a las cuatro de la mañana resultaba patético.

– Lil, sólo quiero que me escuches -dijo con una voz que parecía un triturador de basuras atascado.

– Debes estar desesperado. ¿Qué te pica ahora? -dijo ella, lanzando un suspiro y dándose la vuelta.

– Holmes.

Hubo una pausa.

– ¿Qué te pasa con los Olmos?

– Holmes, Lil, no Olmos.

– ¿De Sherlock?

– Justo.

¿El de la pipa y la lupa? -Lil sonrió para sí en la oscuridad.

– Él exactamente, no. -Atroz volvió a encender la luz, saltó de la cama, conectó la televisión y metió una casete en el vídeo.

– Dame un respiro, Atroz -protestó Lil-. No quiero ver películas policiacas a las cuatro de la madrugada.

– ¡Cállate perra! -dijo Atroz con salvajismo. Estaba recuperando su estado normal de psicópata-. Aquí no sale Peter Cushing. Éste es un vídeo de alto secreto que han robado para mí en Scotland Yard. Se lo están mostrando a todos los jefes de policía del país.

La pantalla de televisión se iluminó. Apareció una cuenta atrás, y a continuación un famoso perfil, con pipa y gorra de caza.

– Eso no es ningún secreto. Está en la estación de metro de Baker Street -comentó Lil.

Atroz la calló con un gruñido.

El título del vídeo apareció sobreimpresionado.

Presentación de Holmes…

Una voz habló en el habitual tono enfático de los documentales.

– Todo el mundo ha oído hablar de Sherlock Holmes, el mejor detective consultor del mundo. Si creemos a sir Arthur Conan Doyle, este célebre detective superaba a todo el mundo de su época, incluida la policía. Llevaba varias cabezas de ventaja a los mejores cerebros de Scotland Yard.

Instantáneas de policías de rostro impasible de la era victoriana aparecían sobre el viejo Scotland Yard. Ante la entraba había un coche de caballos esperando.

– Con la policía moderna pasaría algo muy distinto.

Una imagen del nuevo Scotland Yard, con autobuses y coches pasando ante ella.

– Holmes trabaja para la policía. Holmes es un sistema computerizado que se emplea en investigaciones a gran escala. Home Office Large Major Enquiry System [Sistema Central de Investigaciones del Ministerio del Interior].

Las palabras aparecieron en la pantalla con las iniciales aumentadas al triple de su tamaño.

– Deben estar bromeando -dijo Lil.

– Holmes es el instrumento para la prevención del delito más valioso que ha habido, desde el registro de las huellas dactilares -continuó el narrador-. Holmes irá más allá de las limitaciones de las fuerzas policiales, proporcionando información instantánea sobre personas y vehículos sospechosos. Podrá proporcionar datos sobre, por ejemplo, todos los hombres calvos que tenga en sus archivos con más de cuarenta años y tengan un Rolls-Royce con matrícula D.

– Dios mío, ése eres tú -dijo Lil.

Atroz buscó un cigarro.

La pantalla se llenó con un primer plano del interior de la computadora.

– Holmes es más potente y más flexible que la Computadora Nacional de la Policía -continuó el narrador mientras la cámara se desplazaba por atiborrados paneles lógicos-. Es una forma de enlazar a diferentes equipos que trabajen en investigaciones similares. Holmes puede proporcionar descripciones de las personas interrogadas o vistas, listar sus anteriores convicciones, direcciones, números de teléfono y vehículos. Puede procesar información recibida desde cualquier fuente, ya sea un hecho comprobable o una mera opinión. Ningún miembro de la hermandad criminal podrá dormir tranquilamente ahora que Holmes trabaja para el Yard. ¡El juego ha comenzado!

La pantalla quedó en blanco. Atroz había presionado el bolón de «stop».

– Este es el fin del crimen tal y como lo conocemos -dijo con voz lastrada por la fatalidad.

– ¡Vamos ya! Sólo es una computadora, por el amor del cielo. ¿No te dejarás vencer por un pedazo de hardware, verdad?

– No sólo yo corro peligro -gimió Atroz-, sino el movimiento que represento. El empleo de miles de buenos profesionales. Generaciones de experiencia y duro trabajo. Grandes industrias como la prostitución, las drogas y la pornografía. Ya no hay nada sagrado, Lil. Todos estamos amenazados.

– ¿Y las bailarinas de strip-tease? -preguntó Lil, demostrando algo de preocupación.

– ¿Con Holmes tras la pista? Yo no me preocuparía de si me cogen en bragas.

Lil se estremeció y el movimiento tuvo el efecto de distraer a Atroz. La abrazó de pronto.

– Atroz, amor mío, tienes que pensar en lo importante -dijo Lil con un jadeo.

– Tú eres lo bastante importante para mí -fue su apagada respuesta.

– Eso es sólo una excusa. Debes organizar una reunión secreta de los jefes del crimen de toda Inglaterra y hablarles de Holmes.

Él se apartó de ella.

– No puedo hacer eso. Enloquecerían…

– ¿Y si no se lo dices…?

– Me asarán a fuego lento -admitió Atroz-. Tienes razón, Lil. Tengo que afrontarlo.

– Yo te ayudaré.

– No dejaría que te acercases a ese grupo ni a un kilómetro de distancia.

– No -explicó Lil-. En solucionar lo de Holmes.

– ¿Tú? -se burló-. ¿Qué sabes tú de ordenadores?

Ella sacó el pecho provocativamente.

– ¿Por qué crees que me llaman Silicio Lil?

Atroz sonrió.

– ¿No te parece obvio?

– ¿Estás hablando de mi figura?

– Estoy hablando de cirugía estética.

Ella le dio una bofetada.

– Imbécil. No hay nada falso en ellas. Es silicio, no silicona, ¿entiendes? ¿Nunca has oído hablar de chips de silicio?

– Pues claro Lil.

– ¿Y qué?

Él la miró con la boca abierta. Su cara lo delataba.

– ¿Eres una maniática de los ordenadores?

– En mi tiempo libre. El caso es que tengo unos cuantos contactos muy útiles en el mundo de la electrónica. Dame una semana o dos y puede que te salve los garbanzos, Atroz Harmer.

Y se concertó una reunión en un escondite secreto de la capital, a la que acudieron las máximas autoridades de cada campo: terrorismo, drogas, asalto a mano armada, protección y vicio. Atroz les pasó el vídeo y el aire se llenó de gritos y obscenidades. Maldijeron y juraron durante dos días, y acabaron decidiendo, ya muy entrada la segunda noche, cuál sería la respuesta adecuada del crimen organizado frente a esta vil amenaza a sus mismos cimientos: formar un comité.

Una semana después, cogieron con las manos en la masa a un miembro del comité cuando cavaba un túnel hacia el Banco de Inglaterra, y se corrió la voz de que el responsable había sido Holmes.

– Me están señalando a mí con el dedo -le dijo Atroz a Silicio Lil-. Quieren que se haga algo. ¿Qué voy a hacer?

Ella le sonrió con serenidad.

– No temas, corazón. Si quieren acción, la tendrán. He encontrado al único tipo del mundo que puede ayudarte.

– ¡Gracias a Dios! ¿Quién es?

– Un momento. ¿A mí qué me va en esto?

– ¿Qué tienes en mente, Lil? -dijo Atroz con precaución.

– Una fruslería. Unas vacaciones pagadas de seis meses en el Hotel Palm Beach de Las Bahamas.

– ¿Estás segura de que este tipo podrá acabar con Holmes?

– No hay nada seguro, cariño, pero no encontrarás otro hacker mejor. Es un maestro.

– Me parece bien. Tienes tus vacaciones. Ahora preséntame a ese genio.

El lugar más seguro del mundo para una cita secreta es una estación de metro, así que Atroz y Lil quedaron con el Profesor bajo el reloj de la estación Victoria, ese mismo día.

Para ser sinceros, el Profesor, a simple vista, resultaba decepcionante, por no decir que era una afrenta. Entra en nuestro relato arrastrando unos zapatos decrépitos, y llevando una gabardina raída a la que le faltan los botones, un ajado estuche de violín bajo el brazo y un viejo sombrero hongo en la cabeza. Resulta obvio que es muy viejo, y que es desesperadamente delgado y alto, con hombros redondeados y ojos arrugados y muy hundidos. De su cuello colgaba una nota con las palabras Víctima de Accidente.

– ¡Es un vulgar saltimbanqui! -dijo Atroz disgustado.

– Con una inteligencia extraordinaria-murmuró Lil.

– ¡Es tan viejo como las colinas!

– «…y de allí vendrá mi ayuda» -dijo Lil oportunamente. No era religiosa; alguna antigua compañera de celda escribió el salmo en la puerta de la celda que ocupó la última vez que estuvo en Holloway.

Y el Profesor resultó ser muy útil. Mientras tomaban unas cervezas en el bar de la estación, les mostró la forma en que podría vencerse a Holmes. Con un habla tranquilo y preciso que producía una sensación de sinceridad, dijo que consideraba todo el asunto como un reto intelectual.

– He sitio dolado por la naturaleza con una excepcional, por no decir fenomenal, facilidad para las matemáticas les informó. A los veintiún años escribí un tratado sobre el teorema de los binomios que me proporcionó una gran reputación en toda Europa. Me ofrecieron, y acepté, el sillón de las matemáticas de una importante universidad. Luego tuve que ingresar en el ejército, pero conservé mi dominio del análisis numérico.

– ¿Qué me dice de los ordenadores? -interrumpió Atroz impaciente, El anciano se dispersaba demasiado para su gusto.

El profesor le dirigió una mirada marchita y continuó yéndose por las ramas.

– A los cuarenta años tuve la singular desgracia de sufrir un accidente durante una escalada en Suiza. Pude haber perecido allí, pues la caída era grande y me golpeé con una roca en el descenso, pero caí al agua, y eso me salvó. Fui arrastrado corriente abajo por la fuerza del torrente y depositado en sus bajíos, donde eventualmente me encontró un joven suizo. Pasé varias semanas en coma. Los médicos suizos ya desesperaban de salvarme cuando, una mañana, abrí los ojos y pregunté dónde estaba. Afortunadamente, ninguna de mis facultades resultó dañada y recuperé todas mis capacidades.

– Afortunadamente para nosotros -dijo Lil.

– Si alguna vez llegamos al grano -dijo Atroz.

El anciano pareció sentir que era necesario apresurarse, y dio un salto de varios años.

– Con la aparición de los ordenadores, redescubrí mi viejo talento para el análisis numérico. ¿Está usted familiarizado con la terminología? ¿Ha oído hablar del hacking?

– ¿Es entrar en una computadora? -dijo Atroz con entusiasmo.

– Crudamente expresado, sí. Es una actividad especialmente adecuada a mis actuales habilidades. Ya no soy tan activo físicamente como antes, pero mentalmente estoy tan alerta como siempre. Conectar con los ordenadores es mi principal alegría en la vida. Todavía no se ha inventado el ordenador que esté a prueba de mi ingenio. El Banco de Inglaterra, la Bolsa…

– ¿Ha oído hablar de Holmes? -preguntó Atroz.

– El nombre no me es desconocido -respondió el profesor con una extraña sonrisa.

– El ordenador de la policía… ¿puede incapacitarlo?

– Déme un mes -dijo el profesor, añadiendo, con buen dominio del argot moderno-. Mientras haya pasta delante.

Las semanas siguientes se desarrolló una actividad inusitada. Lil actuaba como compradora del Profesor, y se invirtieron grandes sumas en hardware. Fue tanta la merma en recursos que, para financiar la operación. Atroz tuvo que montar un trabajo de un millón de libras en un banco.

– Debe estar metido en chips hasta las rodillas -comentó Atroz.

– Es un encargo enorme, encanto -le dijo Lil-, pero sus progresos son espectaculares.

Instalaron la maquinaria en una mansión de Surrey propiedad de un falsificador inevitablemente retenido en otra parle, El Profesor trabajo en ese escondite secreto sin ser molestado, salvo por las visitas ocasionales de Lil. Tres semanas después les dijo que había entrado en Holmes.

Atroz no perdió tiempo en convocar a los jefes del hampa para hacerles una demostración. Un mes después de que el Profesor aceptase el encargo, un río de limusinas con cristales oscuros llegó a la mansión de Surrey. Los gánsters y villanos se apresuraron a entrar, parándose incómodos en el barroco vestíbulo de columnas, murmurando obscenidades y dejando caer la ceniza en la alfombra persa.

Atroz les hizo esperar durante veinte minutos antes de hacer su aparición bajando la escalera de mármol. Los recibió solo, para que nadie tuviera dudas sobre quién se llevaría el mérito de vencer a Holmes. Silicio Lil ya estaba camino de las Bahamas, y el Profesor había cobrado y aprendido luego el camino de la puerta. Fue un momento triunfal para Atroz, su confirmación como Padrino del crimen británico.

– Hoy, caballeros, les mostraré que Holmes ya no es ninguna amenaza -anunció-. Acompáñenme.

Les condujo hasta una gran habitación tan abarrotada de computadoras como el último rollo de una película de James Bond.

– Siéntense, por favor -dijo con una voz que vibraba de autoridad-. Debe haber una UDV para cada uno.

Porno Sullivan, el rey del vicio, le dirigió una mirada sucia.

– No he venido aquí para ser insultado.

– Una unidad de vídeo -explicó Atroz-. Una caja con un cristal delante, como una tele, ¿entendido? Ahora, compañeros en el crimen, no toquen todavía los teclados. Lo que tienen al alcance de los dedos es la respuesta del hampa a Holmes. Afrontémoslo, hace un mes estábamos acabados. Holmes iba a ponemos fuera de la circulación para siempre. No dejen que el nombre de Holmes les preocupe; sólo es un ejercicio en relaciones públicas. Se dice que Sherlock Holmes era infalible, pero sólo fue un persona je de ficción. Hay chiflados que creen que existió de verdad y que todavía sigue vivo, retirado en alguna parte de Sussex Downs y dedicado a la apicultura. A estas alturas tendría 130 años. Tengo entendido que la miel es buena para la salud, pero esto es ridículo.

Hizo una pausa para que la audiencia apreciara su ingenio, pero nadie se rió.

– Al grano -urgió Pomo.

Muy bien. Cuando oí hablar de Holmes no me asusté. Resulta que sé algo de ordenadores, caballeros. He estado trabajando en el problema y me alegra poder decirles que lo he conseguido. Lo que tienen delante es nuestro propio ordenador, conectado al circuito privado de Scotland Yard. Lo llamo Moriarty.

– ¿Morri qué?

– Moriarty. El mayor enemigo de Sherlock Holmes.

– El profesor Moriarty, el Napoleón del crimen -dijo Porno, que leyó algo en su juventud-. No es la mejor de las elecciones, Atroz. Acabó mal, ¿no? Se cayó por un risco empujado por Holmes.

Esto causó una fuerte impresión en Atroz. Estaba menos familiarizado con las obras de sir Arthur Conan Doyle de lo que les había hecho creer. Hasta que no lo mencionó Porno, no supo que Moriarty fue un profesor. ¿Sería posible…? Se distrajo un momento pensando en el cartel de Víctima de Accidente que su salvador, el Profesor, llevaba colgado del cuello. Se rehízo enseguida.

– No se preocupen por eso. Este ordenador se llama Moriarty y, ¿quieren saber por qué? Porque son las iniciales de Microcomputer Output Rendered Impotent And Rot The Yard [Microordenador Para Incapacitar Y Fastidiar Al Yard].

Un estallido de aplausos espontáneos saludó este sentimiento popular. Atroz retozó un momento en la aprobación que le rendían antes de seguir hablando.

– Resumiendo, Moriarty nos proporcionará completo acceso a Holmes. Utilizan do la clave de acceso, podremos pedir nuestros propios informes policiales y examinarlos. Y, lo que es mejor aún, podremos alterarlos, borrarlos…

– ¿O endilgárselos a otro capullo? -sugirió Pomo.

– Eso no sería de camaradas, ¿no cree? -repuso Atroz con una mirada irritada Ahora introduciremos la clave y podrán escribir su nombre en el teclado y examinar su expediente.

Todo fue a las mil maravillas. Las exclamaciones y los silbidos que se oyeron a continuación fueron música para los oídos de Atroz. Los delegados eran como niños en la mañana de Navidad. Durante una feliz hora o más, Atroz fue de uno a otro, dando instrucciones y ánimos mientras les enseñaba a hacer ininteligibles sus antecedentes criminales.

Fue «Hash» Brown, el jefazo de las drogas, quien tuvo la caballerosa idea de pedir el expediente de Silicio Lil y borrarlo por ella. Después de todo, no estaba allí para hacerlo en persona.

Tecleó su nombre.

En vez de su dossier criminal, en la pantalla brilló una instrucción cuidadosamente escrita.

LE RUEGO SEA MÁS PRECISO EN LOS DETALLES.

Hash borró la pantalla frunciendo el ceño, y llamó a Atroz.

– ¿Cuál es el nombre completo de Lil?

– Lilian Norton. -Atroz lo deletreó para él.

Esta vez, Hash consiguió lo siguiente:

NORTON, LILIAN

ALIAS SILICIO LIL. NACIDA 1/4/54, EN KNIGHTSBRIDGE. PADRES: JAMES & MARY NORTON. ACTÚA EN NIGHTCLUB & ASOCIADA A GEORGE «ATROZ» HARMER (VER EXPEDIENTE). ANTECEDENTES PENALES: MAYO, 1985, 1 MES, EMBRIAGUEZ Y ESCÁNDALO PÚBLICO; DIC., 1986, 3 MESES, ENCUBRIR A CONOCIDO CRIMINAL. NOTA: SE RUMOREA QUE SU ABUELO FUE HIJO DE GODFREY NORTON & IRENE ADLER. VER: UN ESCÁNDALO EN BOHEMIA.

– ¿Qué es esto de un escándalo en Bohemia? -dijo Hash.

– Es una de las historias de Sherlock Holmes -dijo Porno-. Para Sherlock Holmes ella siempre fue la mujer.

– ¿Quién?

– Irene Adler.

– Déjame ver eso dijo Atroz. Apártate un momento.

Tecleó el nombre de Irene Adler y obtuvo la siguiente respuesta:

VAMOS, WATSON, EL SEXO DÉBIL SIEMPRE FUE SU DEPARTAMENTO.

– ¿Quién diablos es Watson? -preguntó Hash.

Atroz ya estaba tecleando otro mensaje.

¿ESTOY HABLANDO CON EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES?

La respuesta apareció al momento.

UNA VIEJA MÁXIMA MÍA DICE QUE CUANDO HAS ELIMINADO LO IMPOSIBLE, LO QUE QUEDA, POR IMPROBABLE QUE SEA. DEBE SER LA VERDAD.

– Vaya, esto lo supera todo -dijo Atroz.

Todos los demás habían dejado sus consolas para ver lo que pasaba. Miraban fascinados mientras Atroz escribía:

¿ESTÁ TRABAJANDO PARA SCOTLAND YARD?

Holmes respondió:

YO SERÉ MI PROPIA POLICÍA. CUANDO COJA PECES CUANDO ECHE MIS REDES, PERO NO ANTES DE ESO.

– Esto no me gusta -dijo Pomo-. No me gusta nada.

En ese momento la pantalla quedó en blanco, como si la hubieran desconectado. Todas las demás máquinas de la habitación se comportaron del mismo modo.

– Aquí la policía-dijo entonces una voz hablando por un megáfono-. Estamos armados y tenemos el edificio rodeado. Escuchen atentamente nuestras instrucciones.

Atroz corrió hasta la ventana. El camino estaba abarrotado de furgones de la policía. Podía ver a los francotiradores y a los perros. La resistencia era inútil.

Y así fue, en resumen, como acabaron encarcelando a todos los jefes del mundo del hampa. Cuando estaban sentados en el furgón, camino de la comisaría para ser interrogados, Atroz le contó toda la historia a Pomo y le preguntó:

– ¿En qué me equivoqué?

– Confiaste en Lil. Trabajaba para Holmes.

– ¿Para la computadora?

– No, para el tipo que le tiraba los tejos a su bisabuela.

– Vamos, Pomo. Debe haber muerto.

Pomo le dirigió una mirada cansada.

– He estado pensando en ese Profesor tuyo. Holmes era un maestro del disfraz, y tocaba el violín. Se retiró a Sussex que, casualmente, está en línea directa con la Estación Victoria.

Atroz se quedó boquiabierto.

– ¿Sigue con vida? ¿Y metido en ordenadores? ¡Increíble!

– Elemental -dijo Pomo con desmayo.

LA AVENTURA DEL FRANCOTIRADOR PERSISTENTE – Lillian de la Torre

El señor Sherlock Holmes? -preguntó el hombre que había en el umbral.

– A su servicio-replicó Holmes cortésmente-. Pase usted, siéntese y recupere el aliento, que veo que ha venido a toda prisa desde Sussex, donde tiene una considerable caballeriza.

Yo observé al recién llegado con el desconcierto que siempre sentía cuando mi amigo desplegaba sus poderes deductivos. Era un hombre alto, bien parecido, con el semblante rubicundo y franco, porte de un deportista y vestido con ropa de campo. Eso era todo lo que podía ver. Pero ¿de Sussex? ¿A toda prisa? ¿Y tenía caballos?

Nuestro visitante le miró fijamente.

– Notable, señor Holmes. ¿Cómo puede usted saber todo eso? Es completamente cierto.

– Elemental, mi querido señor. En su prisa por venir ha malmetido la parte del billete de vuelta en el bolsillo del chaleco, además de llegar a la ciudad en su ropa de trabajo que, disculpe que se lo mencione, tiene un fuerte aroma a caballo.

Nuestro visitante lanzó una breve carcajada.

– Ya veo. Les ruego que me disculpen por ello. Estaba en la dehesa cuando se me ocurrió de pronto que mi situación era intolerable, y que requería el consejo de un experto. Me apresuré a tomar el primer tren sin parar a cambiarme. Debe usted excusarme.

– Encantado, ya que eso atestigua impaciencia por obtener mis servicios. Puede confiar en el doctor Watson aquí presente como si fuera yo mismo. ¿Cuál es ese problema tan acuciante que tiene?

– Alguien intenta matarme.

– Cielos, ¿quién?

– No tengo ni la menor idea. Ese es el problema.

– Le ruego que nos cuente su historia.

– Soy el mayor Barrett Desmond. Quizá haya oído hablar de mí.

– ¿Acaso debería?

– Así es, si usted fuese aficionado a las apuestas. Crío caballos de carreras en mi finca de Belting Park en South Downs, y mi capón Thunderbolt es el favorito de la Copa de Sussex.

– Le felicito. ¿Cuál es la naturaleza de esos atentados contra su vida, mayor Desmond?

– Disparos, señor Holmes. Por la mañana no puedo sacar mi fusil para cazar conejos sin que alguien me dispare emboscado en la distancia. No puedo sentarme tranquilamente a pasar una tarde en mi estudio sin que alguien me dispare a través de la ventana y la bala me pase diabólicamente cerca. Demasiado cerca para ser un accidente.

– Es alarmante. Seguramente habrá reconocido al tirador.

– Nunca le he visto. Es demasiado escurridizo.

– ¿Cuánto tiempo hace que pasa esto?

– Hace ya una semana.

– ¿Quién, además de usted, está al tanto de esos ataques?

– Los guardabosques, claro. Y supongo que todo el mundo de la casa oiría los disparos. Mi esposa, mi hermana, mi hijastro y la servidumbre.

– ¿Ha informado a la policía local?

– No, señor, no lo he hecho. Me considero lo bastante capaz como para resolver mis propios problemas.

– Pero algo le ha hecho cambiar de idea.

– Otro disparo, señor Holmes. Un disparo silbó junto a mi oído cuando estaba en la dehesa. Vine a verle enseguida.

– ¿Tiene usted un coto?

– Sí señor, tengo faisanes y una manada de ciervos en la finca.

– Entonces tiene cazadores furtivos.

– Claro que tenemos cazadores furtivos. Pero Birkett, mi guardabosque, los mantiene a raya. Y no eran disparos al azar, Holmes, no lo crea, estaban dirigidos contra mí.

– ¿Qué enemigos tiene, mayor Desmond?

– Que yo sepa, señor Holmes, no hay nadie vivo que pueda desearme mal alguno.

– Es obvio que alguien se lo desea -dijo Holmes secamente-. ¿Los corredores de apuestas quizá? Pueden llegar a ser enemigos peligrosos.

– No señor, en absoluto.

– Bueno, entonces, ¿a quién molesta?, ¿a quién grita?, ¿a quién estorba?

– Sólo al coronel Luttridge -dijo Desmond con una sonrisa-, ya que es seguro que mi Rayo vencerá a su Comanche en las carreras.

– ¿Comanche es un caballo americano?

– Así es, señor Holmes, criado en Kentucky, pero, ¿cómo lo ha sabido?

– Comanche es un nombre de indio piel roja. Pero creo que podemos olvidamos de Comanche. Si el coronel tuviera que recurrir a medidas tan extremas dispararía contra el caballo y no contra el propietario. Debemos buscar en otra parte. Perdone mi siguiente pregunta, mayor Desmond, pero debemos examinar todas las posibilidades. Está claro que es usted un hombre de medios. Cui bono? ¿Quién se beneficia con su muerte? ¿Quién es su heredero?

– Oh, señor Holmes, no hay nada de eso. Mi querida esposa es mi única heredera, y es lo suficientemente rica como para no necesitar nada de mí.

– ¿Belting Park es su finca familiar?

– Lo es ahora -dijo el mayor Desmond con orgullo-. Se compró cuando nos casamos hace ocho años en Dublín, donde estaba destinado con los carabineros. Envié mis papeles enseguida, compramos Belting y nos establecimos para criar caballos de carreras, con el éxito que ya conoce. Pero basta ya de preguntas, señor Holmes. ¿Qué me aconseja? Haré lodo lo que usted me diga.

– Datos, datos, mayor Desmond. Sería un error capital proceder sin dalos. Debo visitar Belting Park. Y añadió mirándome- el doctor Watson, que es mi ayudante, deberá acompañarme.

La desconcertada mirada de nuestro cliente se demudó rápidamente en una de placer.

– Espléndido -exclamó-. Había supuesto que un detective consultor sé que daría en casa para ser consultado. Me alegro de haberme equivocado. Los dos serán bienvenidos. ¿Cuándo vendrán ustedes? ¿Ahora?

– Con el primer tren de la mañana.

Al día siguiente nos pusimos en camino. Un elegante coche ligero de conductor uniformado, nos recibió en la parada de Belting, y pudimos cruzar las puertas de Belting Park antes del mediodía.

Mientras nos acercábamos a la mansión, situada al fondo de una larga avenida de limeros, vimos que era una gran casa georgiana, bien proporcionada, de ladrillo rosa veteado. A su espacioso centro se le habían añadido recientemente nuevas dependencias a su izquierda y su derecha, que armonizaban agradablemente con el edificio original.

Nuestro cliente estaba en la puerta para recibirnos y hacernos pasar. Nos condujo por un largo pasillo situado a la derecha del amplio vestíbulo que tenía una elegante escalera curvada.

– En este ala de la casa están mis dominios -dijo-. Esta es mi sala de estar

Miramos la hermosa habitación, con paneles de roble en las paredes, mobiliario masculino y libros de los mejores autores encuadernados en cuero. Todo parecía sin usar.

– Esta es la sala de armas -dijo en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de gabinetes llenos de armas.

– Tiene una buena armería -comentó Holmes-. Debe ser usted todo un cazador.

– Oh, hago lo que puedo -dijo Desmond sin darle importancia-, pero estas no son mis armas de caza. Colecciono armas.

Se demoró para exhibir sus tesoros.

– Este par de pistolas de duelo de aquí pertenecieron al famoso Luchador Fitzgerald. Y éste -dijo señalando a un largo rifle negro de aspecto siniestro es el «viejo rifle extranjero» con que se cometió el asesinato Appin.

– Ah, el Zorro Rojo -dijo Holmes, y su memoria enciclopédica para el crimen proporcionó enseguida los detalles del caso-. Pero eso tuvo lugar durante el reinado de Jorge II. Este arma es de fecha posterior. Es una espingarda afgana, como aquella con la que se topó el doctor Watson, muy a pesar suyo, durante la batalla de Maiwand. Me he preocupado en aprender todo lo posible sobre armas de fuego, un tema sobre el que estoy escribiendo una monografía. Me temo, mayor, que le engañaron cuando compró este fusil considerándolo un arma histórica.

El mayor se encogió de hombros.

– El que te engañen es un riesgo que conlleva la opulencia -apuntó -. Pero puedo permitírmelo.

Se volvió hacia mí, que en ese momento miraba una placa colgada en la pared contigua. Estaba encabezada con un «Tirador del año», seguida de nombres y fechas.

– Sí, doctor Watson -dijo siguiendo mi mirada-, aquí todavía honramos la vieja costumbre local de disparar al blanco el día de medioverano. Pueden competir todos los hombres, pero suelen hacerlo principalmente los guardabosques. Naturalmente, yo no participo.

– ¿Por qué no, mayor?

En respuesta, Desmond señaló la repisa de la chimenea, atiborrada de trofeos de tiro, todos ganados por él.

– Me pregunto -dijo Holmes, mirando el despliegue de copas y placas-, cómo es que no ha acabado usted mismo con ese tirador, dada su habilidad en el tiro al blanco.

– Si tuviera intención de matarlo ya lo habría matado -dijo el mayor siniestramente-. Pero la única intención que tengo es la de hacer que me deje en paz. Es una amenaza para todo ser viviente de la finca, mientras siga disparando de esta forma tan indiscriminada. Pero, acompáñenme, caballeros, quiero que vean lo que hay en la siguiente habitación.

Seguimos a nuestro anfitrión y dejamos la sala de armas. Al final del pasillo había una puerta que daba al exterior, pero nuestro guía se limitó a indicárnosla, para llevamos luego a la última habitación del pasillo. Nos encontramos entonces en otra espaciosa sala, también forrada con paneles de roble. Una gran chimenea con una repisa tallada dominaba la pared del este. Al sur, unas pesadas cortinas escarlata, descorridas, descubrían una hilera de anchas ventanas de guillotina que miraban a un soleado prado. En la pared opuesta, el grueso acolchado de una poltrona Morris prometía lo último en comodidad. La chimenea estaba flanqueada por dos butacas igualmente cómodas, habiendo otra junto a la soleada ventana.

– La sala de estar fue idea de mi mujer -comentó el mayor Desmond con una sonrisa-, pero este es mi auténtico sanctum. Aquí tengo los registros de la cría y los libros que leo.

El gran escritorio de roble estaba situado frente al hogar, y las estanterías que había tras él estaban llenas de volúmenes muy hojeados.

– Y aquí hay más armas -dije, examinando un armarito abierto junto a una ventana.

– Ah, estas son mis auténticas armas, mis rifles de caza favoritos. Este es el que cogí para devolver el fuego de la otra noche.

Dio unas afectuosas palmaditas a un rifle para ciervos del armarito de nogal.

– Ah, sí, la otra noche -dijo Holmes-. Según creí entenderle, el villano le disparó por la ventana abierta. ¿Dónde estaba sentado?

– En la poltrona, estudiando unos documentos. Se me había caído uno y me incliné para recogerlo cuando el silbido del disparo pasó junto a mí.

– ¿Y dónde dio?

– Me temo que estropeó mi sillón favorito -dijo el mayor, indicando un agujero limpio en el acolchado respaldo, justo a la altura de la cabeza.

Holmes sacó al instante su navajita y empezó a hurgar con cuidado en el agujero con la hoja más delgada.

Ya está. -Exhibió el pequeño trozo de plomo en la palma de su mano-. Es una cosa muy fea para que una noche se te clave en la espalda. -Se lo guardó en el bolsillo del chaleco-. Bueno, mayor Desmond, será mejor que eche las persianas cuando anochezca.

Y diciendo eso, cogió súbitamente el rifle del armero y se lo llevó al hombro.

– Tenga cuidado loco, está cargado -gritó el mayor.

– ¿Acostumbra usted a guardar los fusiles cargados? -preguntó Holmes.

– Ahora sí -dijo el mayor con ironía.

– ¿Y usted disparó por la ventana?-interpeló Holmes, llevando el ojo a la mira-. ¿Hacia ese grupo de hayas?

– El disparo parecía provenir de allí.

– ¿Pero no vio a nadie?

– Quien fuera vino y se fue. Bueno, caballeros, he oído que llamaban para el almuerzo. ¿Les parece que vayamos a tomarlo?

Llevamos a cabo las abluciones necesarias y nos dispusimos a bajar. Unas sonoras voces se oyeron a medida que nos acercábamos al rellano.

– ¡Te mantendrás apartado de Sally Parker! -gritó la voz de nuestro anfitrión.

– ¡Hágalo usted! -fue la ruda respuesta de una joven voz.

– ¡No hables así a tu padre! -dijo una dulce voz de mujer.

– ¡No es mi padre!

Empezamos a bajar, teniendo el tacto de hacerlo ruidosamente.

– ¡Ya basta, Denis! -dijo el mayor de forma perentoria-. Adelante, caballeros. Agnes, querida, estos son los amigos que han venido a resolver nuestro problema.

– Sean bienvenidos -dijo ella con su voz musical.

La esposa del mayor era un delicado ejemplar de ese tipo de femineidad que siempre me ha atraído: pequeña pero perfectamente formada, y tan erguida como una vara. Su vestido era de elegante simplicidad, hábilmente ajustado y rematado con un ligero tejido de lana, y sólo adornado con un ancho bolso de terciopelo negro, ricamente ribeteado en azabache y sujeto a su estrecha cintura como un retículo. El verde pálido de su vestido combinaba sutilmente con los brillantes rizos de su pelo cobrizo. Tenía un rostro encantador, una de esas caras felinas con grandes ojos violetas, nariz pequeña y boquita rosada.

– Dejen que les presente a mi hijo, Denis Mullen.

El joven Mullen se parecía a su madre, pero sin nada de su belleza. Tenía penetrantes ojos verdes en un rostro pálido, una mandíbula decidida, y un tupido pelo anaranjado. Nos miró con el ceño fruncido y murmuró algo.

– Ah, ahí se oye el segundo gong -dijo Desmond con cierto alivio-. Por aquí, caballeros.

En el espacioso salón comedor se había dispuesto una mesa para seis. Nos sentamos los cinco y desdoblamos las servilletas damasquinadas. No se hizo ningún comentario sobre la silla vacía.

Ya habíamos acabado con la sopa y estábamos picando remolacha cuando me sobresalté por los gritos de una voz de contralto bastante ronca.

– ¡Vaya, vaya, vaya!

La recién llegada exhibía un rostro bastante ancho, castigado por el tiempo, una figura igualmente ancha, y un atuendo asombroso. Iba vestida como un cochero, con chaleco, chaqueta y polainas a cuadros. Antes de entrar dejó la escopeta junto a la puerta.

– Mi hermana Penélope -dijo el mayor Desmond-. Es uno de mis domadores.

– He soltado a Starfire. -Se sentó y empezó a servirse de la bandeja de plata que llevaba la atractiva doncella-. Uno de estos días Starfire igualará a Thunderbolt, Barry.

– Me alegra que pienses así.

– ¿Entonces no la venderás?

– No seas pesada Penny. Starfire se irá la semana que viene. Está decidido.

– ¡Lo lamentarás! -dijo atacando su filete con sádicos cortes.

– Te presento a nuestros invitados, Penny -dijo el mayor relajando el ambiente-. El señor Holmes y el doctor Watson.

Un ojo hostil nos examinó.

– Los sabuesos detectives de Londres, ¿eh? ¿Han descubierto ya a nuestro enemigo secreto?

– No tengo ningún enemigo secreto, Penny -dijo el mayor molesto.

– Vaya, Barry, ¿has olvidado a ese terrible hombrecillo con pantalones de pastor que gritó tan fuerte y te asustó tanto? El lunes hará una semana.

– No me asustó -dijo el mayor con rigidez.

– Te amenazó de una forma terrible -dijo la señorita Penny-. Dijo que te rompería todos los huesos del cuerpo. Era tan gracioso, Agnes. Debiste oírlo.

La boca felina apretó los labios.

– Le oí, Penny.

El rostro de nuestro anfitrión se endureció.

– Clegg es muy excitable -dijo cortante-, pero no es ningún francotirador.

La señorita Penny lanzó un desagradable resoplido y Holmes cambió de tema.

– Veo que viene de cazar, señorita Penny.

– Tengo que hacerlo -replicó siniestramente-. Los cuervos, ya sabe.

– Mi hermana está peleada con los cuervos -dijo el mayor con una sonrisa-. Cree que tienen algo contra Starfire.

– ¡Ríete todo lo que quieras, Barry, pero ya lo verás!

Holmes volvió a cambiar de tema, dirigiéndose al joven Mullen.

– ¿Y usted, señor Mullen, también dispara?

– No -dijo átonamente el joven.

– No tienes vergüenza -dijo su madre-. Denis tira tan bien como yo, y es casi tan bueno como Barry, pero no suele disparar.

– No me gustan los deportes sangrientos -dijo Denis entre dientes.

– Mire, Holmes -exclamó Desmond con decisión repentina-. Yo soy un hombre de acción. No puedo quedarme sentado esperando a que me disparen.

– ¿Qué más puedes hacer, Barry? -preguntó la señorita Penny.

Te diré lo que puedo hacer. Al anochecer prepararé una trampa con la ayuda de Holmes y su amigo para que se descubra este individuo. ¿Están ustedes conmigo, caballeros?

– Por supuesto, mayor.

– Yo también iré gritó la señorita Penny excitada.

– No, no vendrás, Penny. Esto es peligroso. Te mantendrás al margen.

– ¿Por qué? Te odio, Barry. Crees que las mujeres no sirven para nada. Pues te equivocas. Sé cuidarme sola. Tengo mi rifle.

La señora Desmond le sonrió.

– Tienes razón, Penny. Podemos cuidamos solas.

Puso algo sobre la mesa. Era un juguete de aspecto inocente, una pequeña pistola de reluciente cargador con una brillante empuñadura de madreperla. La manejaba con fría habilidad.

– La llevo encima desde que empezaron los problemas. No tengo miedo -dijo, devolviéndola al bolsillo.

– Sé que no lo tienes, querida -dijo Desmond-, pero el trabajo de esta noche es cosa de hombres.

Se volvió hacia la hermosa doncella, que estaba sirviendo más remolacha.

– Sally, haga el favor de informar a Maggie de que esta noche no cenaremos. Que prepare una merienda abundante para las siete en punto, en la terraza.

La muchacha le dedicó una mirada, hizo una reverencia y desapareció.

– Bueno, Barry -dijo la mujer-. ¿No encuentran ustedes que todo esto es un tema de conversación bastante siniestro?

La tertulia cambió de tema a continuación y, poco después, una vez hicimos justicia a las viandas, nos levantamos todos de la mesa.

– Bueno, mayor -dijo Holmes-, con su permiso iremos a las habitaciones de los criados para averiguar de ellos lo que podamos.

Descubrimos que estas habitaciones de los criados estaban gobernadas con mano de hierro, no por el mayordomo, un muchacho voluntarioso pero algo bisoño llamado Tamms, sino por la rígida ama de llaves, la señora Sattler. Nos informó de que el personal no sabía nada y que, de todos modos, no era asunto suyo. A pesar de eso, el personal nos informó de que sí habían oído los disparos la semana pasada. Sólo un muchacho cockney, encargado de la despensa contribuyó con algo más. Dijo haber oído los disparos de la noche anterior, salido a mirar y avistado al tirador cuando desaparecía.

– Desapareció como un espectro, señor, y me puso los pelos de punta, señor.

No estaba seguro de si era alto o bajo, gordo o delgado, pálido o moreno; sólo estaba seguro de que le había puesto los pelos de punta.

Sólo quedaba la cocinera y Holmes la mandó llamar. Se encontró con un adversario duro.

– Dice que está ocupada, que vaya usted.

Así que fuimos a ver a Maggie a sus dominios. Nos encontramos con una mujercita delgada, de feroces ojos, sentada a una larga mesa untando pan con mantequilla con un cuchillo alarmantemente grande.

– Una merienda -gruñó-. Y yo con un ganso bien gordo recién sacrificado para la cena. Bueno, ¿qué desean ustedes? Siéntense si quieren.

Agitó el cuchillo señalando a un par de sillas de madera.

– Bueno, Maggie… -empezó a decir Holmes, mientras tomaba asiento.

– Llámeme señora Murphy.

Bueno, señora Murphy, estoy Seguro de que querrá ayudar a su buen señor…

– ¿Buen señor? Lo que sí es seguro es que es el señor. Me paga bien, ¿no? Se pasea por la casa como si fuera el dueño de la mansión comprada con el dinero de mi señora, persiguiendo a todas las caras bonitas que ve y apostando en todas las carreras, aunque ella no pueda permitírselo. Le dije que nada bueno saldría de él, yo que estoy con ella desde los tiempos del señor Mullen. ¡Buen señor! ¡Ja! ¡Todos los hombres son unos inútiles!

Cogió el cuchillo y empezó a atacar los pepinos.

– Bueno, señora Murphy, ya sabe que hay alguien que ronda por el lugar e intenta matar al mayor…

– Que le vaya bien -murmuró la señora Murphy a los pepinos.

– Y quisiera preguntarle…

– ¿Preguntarme?-cortó Maggie-. Pregúnteme si yo dispararía contra el mayor. Bueno, señor, pues sí que lo haría, si con eso ayudara a la señora. Pero no serviría de nada, así que no lo hago. Puede usted meter eso en su pipa y fumárselo. Le deseo los buenos días.

Nos retiramos en desbandada.

– Por Dios -dijo mi amigo burlonamente-. ¡Espero que esta buena mujer no sea un ejemplo de lo que nos depara la mujer del futuro!

Dejamos el ala del servicio y nos detuvimos en la puerta trasera para examinar el paisaje. A nuestra derecha había una tentadora terraza, atractivamente amueblada con artículos de mimbre. Más allá se extendía un verde prado y el bosque. El prado se prolongaba ante nosotros, descendiendo hasta la dehesa y los establos situados a lo lejos. A nuestra izquierda estaba el cuidado jardín de la cocina y, más allá, el campo de tiro para el Día de Medio Verano. Se oían disparos provenientes de esa dirección.

– Vamos -dijo Holmes.

Fue delante de mí, caminando a buen ritmo. El campo de tiro resultó ser sólo una extensión de verde césped, con el blanco en un extremo y una línea de fuego ligeramente marcada en el otro. En esa línea estaba el joven Denis Mullen, rifle en mano.

– Bueno, señor Mullen -dijo Holmes acercándose a él-. Parece que, después de todo, sabe disparar.

El joven nos sorprendió con una réplica cortés.

– Sí, señor Holmes, a un blanco. Es algo muy distinto. Me entreno a fondo en ello. La bala está en el centro, acabo de ponerla allí. Podría matar si quisiera, pero no quiero.

– Dígame, señor Mullen, ¿qué sabe usted de los ataques contra el mayor?

La mirada inescrutable volvió a su joven rostro.

– Nada. Siento no poder ayudarle. Discúlpeme, tengo prisa.

La visión de la bonita Sally saliendo por la puerta de atrás explicaba su prisa. Cuando se alejó, Holmes dedicó su atención al blanco, que resultó no ser más que una simple construcción de paja, en la que se habían pintado los círculos concéntricos de una diana, muy salpicada de agujeros de bala. Había una bala en el centro. Atacó el heno con sus fuertes y nervudos dedos, y pronto la sacó, guardándosela en el bolsillo del reloj, pero no desistió hasta encontrar otras balas, que guardó en su chaqueta.

– Bueno. Aquí no podemos averiguar nada más. Vámonos.

Era un perfecto día de verano. Las alondras volaban en el cielo sin nubes, y su invisible piar llegaba a nosotros arrastrado por la brisa.

– No hay duda de que South Downs es el paraíso de Inglaterra -comentó mi compañero-. A veces pienso que es aquí donde elegiré terminar mis días en paz.

– Es sin duda un día celestial -acordé-. Resulta difícil concebir que en este tiempo puedan tener lugar vilezas como la que hemos venido a desentrañar.

– Pero las hay, Watson, y en ninguna parte más que en las extensiones solitarias del campo.

Rodeamos la casa, teniendo como objetivo el grupo de hayas que había en el prado sur, y que habíamos visto desde la ventana del mayor. Al llegar allí, Holmes empezó a examinar el terreno, con los ojos brillantes y las fosas nasales dilatadas como las de un sabueso que está sobre la pista. No teniendo otra cosa que hacer, le imité, pero no vi nada en el abundante césped. Tampoco lo vio él. Al poco rato se unió a mí, a la sombra de las hayas, meneando la cabeza.

– Demasiado buen tiempo. No hay rastros de nuestro amigo. Pero esto… -Su mirada inquisitiva había visto algo en el tronco del árbol-. ¿Qué es esto?

Era un agujero en la rama del árbol. Volvió a hurgar con su navaja de bolsillo, y pronto sacó otro pedazo de plomo, que se metió en el bolsillo del pecho.

En ese momento nos sobresaltamos al oír un disparo, seguido de otro más.

Cuando corrimos apresuradamente a la casa, vimos al mayor aparecer corriendo, fusil en mano, dirigiéndose hacia el bosque. Alteramos nuestro camino y nos encontramos con él en la linde.

– ¡Otro ataque! -gritó cuando nos acercábamos-. Desde aquí, desde aquí me ha disparado antes de desaparecer en el bosque. Vaya, ¿qué es esto?

Había una mancha de sangre en el suelo del bosque.

– ¡Ha herido a su hombre! -grité.

– Me temo que sólo levemente. Corría como un conejo.

– Al menos lo ha herido -dijo Holmes.

Se inclinó, mojando el pañuelo en la mancha del suelo y puso la tela enrojecida en un sobre que cogió de un bolsillo.

– Es usted muy meticuloso -remarcó el mayor-, pero ¿de qué sirve eso? Sabemos que es sangre.

– Como usted dice, soy muy meticuloso.

Volvió a examinar el suelo, pero sin éxito. El escurridizo tirador había desaparecido sin dejar otro rastro de su presencia.

– Bueno, mayor, no puedo hacer más aquí. Propongo que usemos el tiempo que nos queda hasta la merienda para visitar la taberna local.

– Por supuesto -asintió cordialmente el mayor-. Estaré encantado de presentarle a la gente.

– No, señor. Su presencia seguramente cerraría algunas bocas que preferiría que estuvieran abiertas.

Fueron dos afables forasteros con ropas de pana los que se presentaron en La Cabeza del Almirante. Encontramos el local lleno de parroquianos en diversos estados de convivencia. El tabernero era un hombre pequeño, de ojos brillantes como los de una ardilla, que llenó nuestras jarras enérgicamente. Mi amigo bebió la cerveza en silencio, estudiando a los clientes con su aguda mirada y su oído, igualmente agudo, atento a su charla. Hablaban bastante alto. En un rincón había un grupo que celebraba ruidosamente los méritos del gobierno regional. Una voz se alzó furiosa, cerca de nosotros.

– Como el mayor se meta con mi Sally, me lo cargo de un disparo -dijo de forma algo espesa.

Su compañero, un joven delgado y nervudo con ropas de mozo de cuadra, sonrió burlonamente.

– Seguro que fallabas el tiro, Jem.

– En un rifle hay más de un disparo -murmuró el otro, bajando la voz.

– ¿Quién es ese amigo que es tan rápido con su arma? -dijo Holmes casualmente, mirando sobre su cerveza.

El tabernero lanzó una carcajada.

– Habla por hablar. Sally Peter es muy bonita y su padre sospecha de cualquier hombre que le sonría. Es uno de los guardabosques del mayor, y le tiene bastante aprecio cuando está sobrio.

– ¿Y el muchacho que está con él?

– Ned Bickford no es ningún muchacho, sino el jefe de las caballerizas.

– ¿Y a él le gusta su jefe?

– ¿Quién sabe? Es de los que hablan poco. Dicen que le gusta demasiado la señora, pero él no habla del tema.

– ¿Y quién es el amigo que defiende tan ardientemente a Parnell?

El tabernero parlanchín proporcionó voluntariamente más información sobre sus clientes, poro como resultó ser poco significativa, será mejor que aquí la omitamos.

Volvimos a las siete en punto y encontramos a la familia reunida en la terraza para lomar la merienda. La señora Desmond nos dio la bienvenida vestida con una delicada bata de color verde lima. Denis, desdeñoso, nos ignoró. Sólo faltaba la señorita Penny, pero tampoco esta vez nadie hizo comentarios al respecto. La temible señora Murphy había preparado mucho más que emparedados de pepino. Fui capaz de satisfacer pródigamente mi secreta pasión por los dulces, mientras Holmes se dedicaba frugalmente al rosbif frío. El mayor devoraba panecillos, demasiado absorto planeando su trampa para darse cuenta de lo que comía.

– Pero Barry, no creo que venga ya.

– Estaremos listos para cuando lo haga -dijo el mayor-. Estoy cansado de tanta inacción. ¿Han terminado ya, caballeros? Acompáñenme.

Abandoné reticente una tarta de moras a medio comer y les seguí. Cuando rodeamos la casa, dos recién llegados se añadieron en silencio al grupo. Reconocí al corpulento guardabosque Jem Parker. Su compañero alto y de vista aguda resultó ser el jefe de las caballerizas, Wilt Birkett. Pisándoles los talones y de forma menos silenciosa, venía la señorita Penny, pertrechada para disparar contra los cuervos.

– ¡Penny! ¿Dónde has estado?

– Vigilando a Starfire.

– Pues vuelve a eso. Ahora no vamos a disparar contra los cuervos. Hay un asesino suelto. ¡Márchate!

Ella obedeció cabizbaja, arrastrando los pies y con alguna que otra mirada ocasional hacia atrás. Los demás nos encaminamos al sanctum del mayor. Allí, con las cortinas echadas, observamos a Sherlock Holmes preparar con dedos hábiles una escena que atrajera a nuestra presa.

Era como si hiciera una efigie de Guy Fawkes para el cinco de noviembre. Con bastantes cojines metidos dentro de la chaqueta del smoking del mayor, éste parecía encontrarse sentado en la poltrona junto a la ventana, pero con una desconcertante ausencia de cabeza. Esta ausencia fue suplida cuando el mayor proporcionó la chistera que acompañaba al smoking. Entonces nos asignó nuestros respectivos puestos con un susurro de conspirador.

– El señor Holmes cubrirá el prado frontal desde las hayas, ayudado por el doctor Watson. Birkett el ala oeste, en el rosal. Parker, la terraza. Yo me esconderé en la linde del bosque. Así podremos rodearle cuando se presente.

– Y recuerden que no debe hacerse ningún disparo -dijo Holmes-. Tenemos la intención de cogerle por sorpresa.

Ajustó tentadoramente la chistera que asomaba por encima del respaldo de la silla.

– Ya está, esto debería atraerle. -Situó la lámpara para que silueteara la escena, descorriendo las cortinas al crepúsculo cada vez más oscuro-. Vámonos.

En nuestro escondite junto a las hayas había un césped muy cómodo y allí nos sentamos. El estar sentados a nuestro aire, oliendo el jardín de rosas y viendo como salían las estrellas resultaba muy placentero. Sólo faltaba que pudiéramos haber estado fumando. De pronto se oyó un disparo.

Holmes se movió como un ciervo. Todos convergimos en la ventana iluminada. Birkett, Parker, el mayor, Holmes y yo, y la señorita Penny Desmond, arma en mano y con la mirada enloquecida.

– ¿Quién ha hecho ese disparo? -exigió Holmes furioso.

– Fui yo -dijo el mayor tímidamente-. Vi al hombre, y me temo que perdí la cabeza.

– ¡Le ha visto! ¡Espléndido! ¿Quién es?

– Eso no puedo decírselo. Le vi desde mi escondite acercándose a la ventana, pero iba agachado. Entonces se incorporó. Era un hombre corpulento, tan alto como yo, y vi su cara a la luz de la ventana. ¡El hombre es negro, señor Holmes!

– ¡Negro! ¿Hay negros en la vecindad?

– Sólo los encargados de Comanche.

– Bien -dijo Holmes-, le hemos asustado, sea quien sea. Difícilmente volverá sabiendo que le estamos esperando. Les dejo con la cabeza tranquila.

– ¡Nos deja!

– Lamento tener que hacerlo, mayor Desmond. Mañana tengo una cita urgente con un distinguido personaje, cuyo nombre no tengo derecho a revelar. Cuando haya satisfecho su petición, analizaré los datos que he recabado aquí y me comunicaré a continuación con usted.

Procedimos a viajar a Londres en el primer tren, y Holmes tuvo tiempo de sobra para reunirse con su distinguido cliente. Volvió de la reunión sonriendo y meneando la cabeza.

– Era su mujer, por supuesto. Pobre hombre, El asunto se ha interrumpido y se acallará decentemente. Ahora volvamos con mi cliente de Sussex.

Se remangó y se enfrascó con sus tubos de ensayo en su mesita arrasada por los ácidos. Reconocí un precipitado de color rojizo que había en uno de ellos.

– Sí -dijo Holmes, dándose cuenta de mi mirada-. La prueba de sangre de Sherlock Holmes que me vio perfeccionar cuando nos conocimos.

– Pero sabemos que es sangre.

– Ahora lo sabemos con certeza. Quizá esto nos diga mucho más si le hacemos las preguntas adecuadas.

Cuando le vi dejar a un lado los tubos de ensayo y preparar el microscopio, supe que iba a hacerle otro tipo de preguntas a la sangre del furtivo.

La hora de cenar llegó y pasó sin ser notada. Inmerso en el absorbente relato marino de Clark Russell, «El Naufragio del Grosvenor», apenas alcé la mirada cuando dejó a un lado sus diapositivas y sacó su colección de balas. Por fin se echó hacia atrás, con aspecto grave.

– Estamos en aguas profundas, Watson. Debemos volver cuanto antes a Belting Park.

Abrí en un tris nuestra ajada guía Bradshaw.

– No podemos hacerlo, Holmes -dije-. El siguiente tren no sale hasta mañana.

– Me lo temía -dijo Holmes-. Bueno, habrá que esperar lo mejor.

Cogimos el primer tren con tiempo de sobra, encontramos desocupado un cómodo compartimento de primera clase, y nos dispusimos a leer los periódicos de la mañana. Yo fui el primero en abrirlos, y me sorprendí horrorizado.

– Santo Cielo, Holmes -grité-, el persistente francotirador del mayor ha vuelto a atacar, ¡y ha dado en el blanco! El mayor Desmond ha muerto.

Pareció que pasaba un siglo hasta que llegamos a la estación de Belting. Como fuimos los únicos pasajeros en bajar, no fue una gran hazaña deductiva el que se nos acercara un joven de terso cutis para decimos:

– ¿El señor Sherlock Holmes?

Mi compañero asintió con la cabeza.

– Estamos en desventaja, señor.

– Inspector Clempson, encargado del asunto de Belting Park, a su servicio. No se ha tomado mucho tiempo, señor. Envié mi cable en la medianoche de ayer.

– ¡Oh! No he recibido ningún cable. He venido por mi cuenta.

– ¿Esperaba lo sucedido?

– Temía alguna villanía semejante.

– Entonces nos alegrará que nos ayude, señor Holmes. Pero venga, tengo un coche esperando para llevamos a Belting Park.

– Vamos pues. Podrá contarnos los detalles de este trágico asunto mientras vamos hacia allá.

Mientras discurríamos a buen paso por los verdes caminos respirando el fresco aire del verano, escuchamos la historia del inspector.

– Parece ser, caballeros, que la aparición de un hombre negro acechando anoche alarmó a la familia respecto a los caballos…

– ¿Porqué? preguntó Holmes-. Cualquier hombre puede ennegrecerse la cara, y los contrabandistas de la zona suelen hacerlo a menudo.

– Al no ser de aquí no se les ocurrió pensar en eso. Pensaron en los mozos de Comanche, y adoptaron medidas protectoras. Ned Bickford y sus hombres se quedaron a guardar los caballos. Los guardabosques se situaron alrededor de los establos.

– Entonces, ¿se abandonó toda protección a la casa?

– El mayor era una persona valerosa, como lo es la señora Desmond. Estaban impertérritos haciendo cuentas cuando se oyó el disparo. Denis Mullen estaba en el prado y corrió enseguida al interior. Encontró a su padrastro en el suelo, muerto de un disparo en el corazón, y a su madre inconsciente en la poltrona. Llamó a los criados y envió a por mí. Cuando llegué yo, media hora más tarde, descubrí que tenía la situación controlada, con su madre en la cama y el doctor Ledyard en camino, tras haber enviado a buscar a su abogado, un tal señor Needleton de Brighton.

– Puede estar seguro, Holmes, de que interrogué a todos los implicados en el asunto -añadió el inspector inquieto-. Denis Mullen no vio nada pese a estar fuera. La señorita Penny estaba en los establos vigilando a Starfire. Toda la gente que vigilaba en los establos se alarmó mucho por el disparo, pero lo único que hicieron fue redoblar la vigilancia. Parker y Birkett, situados en la periferia, no vieron nada sospechoso. Ya estamos llegando a Belting Park.

Cuando atravesamos la avenida de limeros, un salvaje ulular llenó el aire.

– Santo Cielo, ¿qué ha sido eso? -dije yo-. ¿Un perro?

– El pillaloo, o aullido irlandés -dijo Holmes-. La señora Murphy llora una muerte en la familia, según la costumbre.

La estirada ama de llaves nos admitió de mala gana.

– La señora Desmond está postrada en cama y no puede ver a nadie -dijo fríamente.

– Todavía no necesitamos molestar a la señora Desmond, señora -replicó el inspector-. El señor Holmes desea inspeccionar la escena del crimen.

Al oír la puerta, un hombre alto y delgado, vestido con ropas formales pasadas de moda, apareció en las escaleras.

– ¿Y bien, señora Sattler?

– La policía, señor Needleton.

– Ya era hora. Un asunto terrible, señor. Pensar que cuando estuve aquí hace una semana todo iba bien, y nada se sabía de ese peligroso asesino. Bueno, tengo trabajo que hacer. Le deseo buena caza.

Desapareció antes de que pudiéramos abrir la boca. Holmes se encogió de hombros y se dirigió hacia el sanctum del mayor, seguido por nosotros. Unas manchas de sangre en el suelo, junto al escritorio, indicaban dónde había caído Desmond. Al lado estaba su rifle, cargado y a punto de ser disparado, mudo testimonio de que había muerto defendiéndose de su asesino, aunque fuera en vano.

Holmes lo examinó atentamente.

– ¿La bala, inspector?

– La bala le atravesó el corazón, alojándose en una costilla. Esta mañana hicieron la autopsia y se la extrajeron. Aquí está.

Holmes la cogió, examinándola cuidadosamente con su potente lupa de bolsillo.

– ¿Y el arma?

– No se ha encontrado. Sin duda, el asaltante se la llevó consigo al huir.

– Sin duda. ¿Y las ropas del mayor?

– Las tengo aquí. -El inspector las sacó de un cajón-. Observará que no hay rastros de pólvora.

Holmes las examinó todas, el chaleco de tweed, la camisa y la fina ropa interior de lino. Observó los mortíferos agujeritos de las balas que habían causado la muerte de quien los llevaba.

– Una apertura tan pequeña para que entre la muerte -musitó. Dejó la ropa plegada sobre el escritorio-. Bueno, creo que ya es hora de oír lo que tiene que decimos la señora Desmond. Vamos, Watson. No, inspector, usted no. Trabajo mejor solo.

Encontramos a la dama reclinada en un sofá Recamier de calicó amarillo. Clavó en nosotros sus ojos calmados, pero no dijo nada.

– Señora -dijo Holmes con la gentil gravedad que, en ocasiones semejantes, usaba con el bello sexo-, venimos a ofrecerle nuestras condolencias por su doble pérdida.

Ella se incorporó, abriendo mucho los ojos.

– ¿Mi doble pérdida?

– La trágica pérdida de su marido, señora Desmond, y la aún más trágica pérdida de su hijo, que seguramente acabará ahorcado por su asesinato.

La señora Desmond dedicó a mi compañero una mirada larga y pensativa y se puso en pie.

– Le agradezco lo primero -dijo con calma-. En cuanto a lo segundo, resulta prematuro. Denis nunca será ajusticiado por matar a Barry Desmond. Fui yo quien lo mató.

– Lo sé, señora Desmond -dijo Holmes-, pero quería oírselo decir.

– Bueno, ya lo he dicho. Ahora déjeme sola.

– También sé, señora, que le disparó en defensa propia -dijo Holmes, ignorando su despedida.

Ella le miró cortante.

– ¿Cómo puede usted saber eso?

– Sentémonos y se lo contaré.

Holmes la sentó en el sofá amarillo sin que ofreciera resistencia, y cogió una silla para sentarse junto a ella. Yo me moví para pasar a un discreto segundo plano.

– El mayor Desmond se mostró desde el principio como un cliente extraño, que no mostraba ningún deseo o esperanza de que yo investigase en el lugar del delito. Era inusual, pero en ningún momento se me ocurrió la posibilidad de que un cliente acudiera a mí con el deseo expreso de engañarme. Yo procedí como acostumbraba, viniendo a Belting, recogiendo los datos disponibles y volviendo a Baker Street.

»Soy un detective científico, señora Desmond. Examiné mis datos con tubos de ensayo y un potente microscopio y descubrí una cosa muy extraña. Mi cliente me estaba mintiendo.

– Pues claro que estaba mintiendo. Barry era un mentiroso nato -dijo la señora Desmond amargamente. Pero, ¿cómo lo supo usted?

– El primer indicio fue la sangre que encontramos en el lindero del bosque. Ningún francotirador pudo haber derramado esa sangre. Era sangre de ave, supongo que del ganso recién sacrificado que había en la cocina. Y las balas, señora Desmond, la que se hundió en la poltrona de su marido y la de la haya, disparada por su marido como respuesta al fuego, habían sido disparadas por el mismo arma.

– Yo podía haberle dicho eso. Le vi. La noche que volvió de Londres, yo estaba sentada junto a la ventana y le vi disparar contra la suya, para darse luego media vuelta y disparar al otro lado del prado. Conocía su mente retorcida y supe enseguida que no había ningún francotirador y que estaba planeando alguna cosa, como siempre. ¿El qué? ¿Planeaba matar a alguien y echarle la culpa al tirador furtivo que había inventado? ¿A quién? ¿A mí?

– ¿No informó enseguida al inspector Clempson?

– ¿Y hacer que las murmuraciones y el escándalo se enseñorearan de toda la región? Por supuesto que no. Cogí la vieja pistola que tenía de cuando vivía en Irlanda, para llevarla siempre encima. Debió considerarme usted muy peculiar cuando exhibí mi arma durante el almuerzo y fanfarroneé diciendo que sabía defenderme sola. En realidad estaba diciéndoselo a Barry, pero al final resultó no darse por aludido.

– Cuando comprendí el doble juego de su marido, señora Desmond, me di cuenta de su apuro y me apresuré a volver a Belting. Pero, ay, al desplazar a todos sus hombres a otra parte, aprovechó la oportunidad para volver su arma contra usted.

– Así es, señor Holmes. Pero yo estaba atenta… y disparé primero. Lamento haber tenido que hacerlo, pero no tuve más remedio. Dígame, señor Holmes, ¿cómo estaba usted tan seguro de que fui yo quien disparó contra Barry?

– Usted tenía los medios, el motivo y la oportunidad. La bala, más pequeña que la que se utiliza para cazar ciervos, debía provenir de una pistola como la suya. Cierto que no se encontró la pistola, pero el primer hombre que llegó al escenario del crimen fue su hijo, que debió pensar que lo mejor era ocultarla. El mayor no tenía chaqueta porque debía tener rastros de pólvora, así que supongo que Denis la ocultaría también.

– No sé nada de todo eso. Después de disparar perdí el conocimiento y no sé lo que sucedió hasta que desperté en mi propia cama. Bueno, señor Holmes, ¿qué va a suceder ahora? ¿Va usted a arrestarme?

– No pertenezco oficialmente a la policía, señora Desmond. La investigación oficial determinará lo que sucederá a partir de ahora. Puede estar segura de que, si la juzgan, testificaré diciendo que disparó en defensa propia. Mientras tanto, le aconsejo lo que dice el viejo adagio: Las cosas se arreglan antes cuanto menos cosas se digan.

Tras dejarla, nos despedimos de Belting Park y volvimos a Baker Street y a otras ocupaciones. Atrás quedó el idílico tiempo veraniego. Los siguientes días amanecieron fríos y lluviosos. El segundo día, cuando estábamos sentados ante el fuego después de desayunar, Holmes apartó el periódico.

– La investigación ha terminado y la señora Desmond está libre. No la llamaron a las instrucciones preliminares, y se dice, tanto dentro como fuera del juzgado, que el dictamen será que el mayor fue asesinado por una o varias personas desconocidas. Bueno, en cierto modo, se ha hecho justicia. Fue el peor tipo que he llegado a tener como cliente, y tuvo la desfachatez de hacerme partícipe de su plan criminal. Quería que yo jurase que todo era un plan contra su vida.

– Cuando todo el tiempo era un plan contra su esposa. Pero, ¿por qué, Holmes? ¿Qué motivos tenía?

– ¿Quién conoce la mente de un asesino? Puedo aventurar una conjetura. El dinero. Los presuntos ataques empezaron cuando apareció el procurador. ¿Se habría vuelto su esposa contra él, exasperada por sus constantes apuestas y líos de faldas? ¿Planeaba ella divorciarse de él? ¿Cambiar su testamento? ¿Dejarle todo su dinero a Denis? Fuera cual fuera la amenaza, conocía bien su inflexible naturaleza y que la muerte era la única salida, así que hizo planes para llevarla a cabo con impunidad.

– Pero Holmes, ¡qué tontería cometió llamando a un detective como usted para que examinara sus progresos! Debía estar loco.

– Quizá lo estaba. Quos Deus vult perdere, prius dementat. Pero había un método en su locura. Tenía la impresión de que un detective consultor se quedaba en casa para ser consultado. Él mismo lo dijo. Actuando según esa impresión, pensó que yo sería la elección perfecta para ser embaucado. Cuando descubrió que se equivocaba, puso la mejor cara que pudo y aprovechó la oportunidad para proporcionarme parte de los datos que yo buscaba, falseándolos, claro.

– ¿Y cómo supo que eran falsos? Lo de la sangre, por ejemplo. ¿Con la prueba Sherlock Holmes?

– Con el microscopio, Watson. En una persona humana, los glóbulos rojos son redondos, en un pájaro, elípticos. Verá usted una ilustración de las diferencias en Taylor.

Miré al otro lado de la habitación, a la estantería donde estaban los dos gruesos volúmenes de Jurisprudencia médica.

– Estoy familiarizado con Taylor. Pero Taylor no dice nada sobre la identificación de las balas.

Holmes sonrió.

– ¿Por qué cree que disparé tantas balas en esa pared?

Miré con irritación las iniciales VR, hechas con agujeros de balas, con que Holmes había adornado la pared en uno de sus peculiares arrebatos.

– Para expresar su lealtad por nuestra graciosa soberana Victoria Regina, supongo -dije sardónicamente.

Holmes miró complacido las impecables iniciales.

– Oh, eso fue para exhibir mi puntería. Pero volví a coger las balas y las puse bajo el microscopio. ¡Y todas estaban marcadas de forma idéntica, tal y como había postulado! Observaciones posteriores me confirmaron el hecho de que cada arma imprime sus peculiaridades en toda bala que dispara. Este hallazgo es la base de mi monografía. Todavía no es una ciencia exacta, Watson, pero afortunadamente el fusil del mayor hizo una marca muy particular, tan evidente que pude verla hasta con mi lupa de bolsillo, y supe que el mayor y el francotirador eran la misma persona.

– ¡Qué asesino de mujeres a sangre fría pudo llegar a ser!

– ¡Y qué estúpido al pensar que podría utilizarme a mí!

Encendió una astilla en el fuego y la aplicó a su vieja pipa de arcilla, ennegrecida por el tiempo, sumiéndose luego sonriente en una nube de fragante humo de tabaco.

LA CASA QUE JACK CONSTRUYÓ – Edward Wellen

Debe ir dejando tras de sí el hilo de un ovillo a medida que vaya avanzando, y cuando vuelva encontrará, siguiendo el hilo, el camino que tomó.

Chaucer, La Leyenda de la Buena Mujer.

I

Sí, Watson, enséñemelo. Deje que yo juzgue lo que me conviene o no leer.

Levanté la cabeza sobresaltado: Holmes me había leído la mente.

– ¿Cómo ha podido adivinarlo?

Holmes se sentó en el sillón que había frente a mí, ante el fuego que brillaba acogedor aquel cuatro de noviembre, y frunció el ceño con aire cansado.

– ¿Cuándo aprenderá que yo nunca adivino? Es algo que está tan claro como el asentimiento en su rostro, Watson. Ha escondido el periódico, mientras sopesaba si me dejaba o no me dejaba leer un artículo del Times de hoy.

– ¿Pero cómo lo ha sabido?

– Si pusiera un espejo ante usted, viejo amigo, observaría que tiene la barbilla manchada.

Mi mano se movió hasta la barbilla, como movida por su propia voluntad.

– ¿Cómo puede esto…?

La mano de Holmes se alzó movida por la fuerza de la voluntad de Holmes.

– Tenga paciencia. Me estoy explicando. Algo más negro que gris ha manchado sus dedos, para luego pasar a manchar su barbilla cuando usted se la frotó pensativo. Dado que el origen de las manchas no está en su persona, ¿de dónde han podido salir, entonces? No ha manejado el atizador, aunque el fuego ha sido azuzado y las chispas brotan de él; la frugal distribución de los carbones indica que no fue usted, sino nuestra patrona, quien ha hecho ese trabajo. Y, vista la sequedad de su pluma, tampoco ha sido al escribir. Añadamos a todo esto el hecho de que hay un periódico apresuradamente doblado y metido detrás de usted, privándole de la comodidad y el descanso de su butaca. Ergo, ha estado leyendo una copia fresca del Times, y se ha manchado con tinta de impresión en el proceso al toparse con el asunto que usted desea apartar de mí, y terminando por frotarse la barbilla al meditar en su dilema.

– Extremadamente hábil, Holmes.

– Deductivamente simple, Watson -repuso, alargándome una esbelta mano.

Cogí reticente el periódico secuestrado y se lo pasé a Holmes.

– Es el artículo sobre…

Me acalló levantando su mano libre.

– Sea tan amable de concederme el pequeño placer de descubrir lo que usted preferiría que yo no viera.

Noté cómo me sonrojaba y contuve la lengua mientras él paseaba su mirada por la superficie de letra impresa. Sus ojos lo repasaron todo con rapidez, pero todavía tardó un buen rato antes de decidirse a hablar, y, cuando lo hizo, habló sin alzar la mirada del periódico.

– ¿Cómo supo usted que esto significa que ella está en la ciudad?

Le miré sin habla.

– No se ha equivocado, Watson. «Adele Nerri» es un anagrama evidente de Irene Adler.

Miré el estuche de violín del rincón, y en mi mente se representó la biografía de Irene Adler emparedada entre la vida de un rabino hebreo y la de Ahab, capitán de un infortunado buque ballenero, el Pequod. En mi relato del caso que introdujo a Irene Adler en nuestras vidas, creo que me referí al Capitán Ahab como a un «oficial de la marina, autor de una monografía sobre especies de alta mar». Por supuesto, el rabino era el rabino jefe Nathan Marcys Adler, líder religioso de los judíos ingleses durante el reinado de la reina Victoria.

Parpadeé, recordando vagamente un suelto sobre una tal Mme. Adele Nerri desaparecida de la habitación de su hotel. Forcejeé conmigo mismo un momento antes de ceder.

– No es eso lo que me tenía indeciso, Holmes. Yo me fijé en el que habla sobre el robo de las joyas Zugruh, pensando que atraería su interés, y, la verdad, dudaba que estuviera a la altura de la situación.

Su desconcertada cara se levantó para enfrentarse a mi mirada preocupada.

– ¿Que no estuviera a la altura? Vi la noticia y deseché el caso como indigno de mi atención. Resulta obvio que es algo amañado, un plan para defraudar a la compañía de seguros. ¿Que no estuviera a la altura?

– Si le pusiera un espejo delante, Holmes -dije a la defensiva-, vería por qué pensé, y sigo pensando, que sería muy contraproducente que se concentrara en un caso así en estos momentos. Ha vuelto muy tarde a casa durante toda la semana pasada, no se ha afeitado en tres días y resulta obvio que está a punto de sufrir una crisis nerviosa.

– Tonterías. Estoy tan a tono como mi Strand.

Observé sus enrojecidos ojos y mi alarma por él aumentó rápidamente. Con el tiempo, los errores acaban borrando a la goma de borrar. El luchador contra el crimen se había gastado erradicando el crimen. El mezclarse en un caso relacionado con la mujer, podría significar su fin. ¿Cómo disuadirlo? ¿Sembrando la duda, quizá? ¿No podía ser una simple coincidencia que los dos nombres tuvieran las mismas letras?

– Vamos, vamos, Holmes. ¿I.A.?

– I de aguja, A de pajar. Sonreía de una forma algo tensa pero hablaba en tono confiado. Parezco predestinado a buscar agujas en pajares. Sus ojos se entornaron sumidos en un pensamiento repentino y golpeó la sección del periódico de personas desaparecidas, también conocida como agónica.

El gesto no me sorprendió. Sabía que no se le había perdido nada allí. Era su forma favorita de desviar la atención.

Aun así, no pude evitar hacer la pregunta.

– ¿Qué espera encontrar en las secciones agónicas?

– Llámelas cariátides, Watson. Piense en ellas como si sostuvieran comisas, pues con el tiempo, eso debe convertirse en toda una agonía.

Pareció darse cuenta de que estaba diciendo tonterías porque, de pronto, guardó silencio y sólo unos tics faciales delataron su mente sobrecargada mientras su mirada ardiente recorría la página de periódico. Volvió a alargar un brazo sin alzar la mirada.

– Una pluma, si es usted tan amable.

Cuando la mojé y se la di, marcó varias líneas dispersas por toda la página. Finalmente, me devolvió la pluma y el periódico con gesto apático.

– ¿Para qué hace las marcas y luego deshecha el periódico? -comenté, mirándole con fijeza.

– En su beneficio, Watson. -Se llevó un dedo a la frente; no me desagradó advertir que dejó un manchón en ella-. Lo tengo grabado aquí.

Miré a mí alrededor, la sala de estar familiar, y estudié su mobiliario como por primera vez, decidido a aumentar mis conocimientos de tal modo que nunca volviese a padecer un desdoro semejante respecto a mi capacidad mental. De hecho, ya había empezado, pero no se lo mencioné a Holmes, temiendo su sonrisa de diversión o, lo que era peor, de benevolencia. Cuando me sintiera lo suficientemente seguro de mis progresos y hubiera acumulado en mi mente suficientes datos, le sorprendería con mi hazaña. Hasta entonces, y ni un momento antes, conservaría la calma.

– Suéltelo, Watson. Sufrir en silencio es cultivar el rencor.

Meneé la cabeza y dejé caer la mirada en la página del periódico.

– Sólo me aclaraba la mente para estudiar lo que me ha marcado tan atentamente.

Y, de hecho, cuando lo examiné me perdí en el rompecabezas que proponía. Digo «el», en vez de «los», rompecabezas con toda intención, pues, de alguna forma, todo lo marcado parecía pertenecer a uno solo. Uno sin sentido. En ninguna parte parecía pedirse un rescate, ni siquiera apuntar a un secuestro. Resultaba completamente infructuoso.

Cojamos el primero en el que se fijaron mis ojos:

Héroe de enmohecidas armas, que empapado recorres un camino

encharcado,

escucha como zumba el mosquito de los pantanos, oye tañer al alba.

Aligérate de tu pesada carga,

bebe zicuta, y deja que el mundo siga sin ti.

– ¿«Zicuta»? -murmuré.

– Obviamente una errata poco hábil de «Cicuta» [10], y es igualmente obvio que pretendía llamar la atención de cualquiera que se llamase Sherlock.

– ¿Entonces piensa que esto está dirigido a usted?

– Sé que todos lo están.

– ¿Y qué significa esto?

Holmes se encogió de hombros.

– Si se fija en las palabras yuxtapuestas, es un estudio en sinestesia, si se fija en el contenido, es una invitación a la eutanasia. Debo suicidarme.

Me encrespé.

– ¿Cómo puede el Times imprimir un mensaje tan claramente amenazador?

Holmes sonrió.

– La respuesta es que no lo ha hecho.

Agité el periódico. Si no me vio hacerlo debió notarlo. Lo agité lo bastante como para enviar una brisa de aire hacia Holmes.

– ¿Niega la evidencia?

– Niego que la evidencia sea lo que parece. Creo que si compara esa copia del Times con las copias repartidas a nuestros vecinos, descubrirá que es única en su clase, especialmente impresa para mis ojos.

– Si es así, alguien se ha tomado muchas molestias.

El silencio de Holmes fue un asentimiento.

Dejé el periódico en mi regazo.

– ¿Por qué?

– Esa es la cuestión.

Mi mente se tambaleaba con las posibles ramificaciones del asunto.

– ¿Entonces es posible que Irene Adler no haya desaparecido?

Holmes abrió los ojos para clavarme una ardiente mirada.

– No, me temo que eso es muy cierto. -Respiró profundamente-. Moriarty está utilizándola como cebo.

Pareció prepararse para mi estallido.

– ¿El profesor Moriarty? -Miré a mi alrededor como si el fantasma del Napoleón del crimen fuera a aparecer atravesando las paredes. Me rehíce con un escalofrío-. Ya veo lo que quiere decir. El hombre dejó tras de sí algún tipo de plan criminal y, o bien sus antiguos cómplices lo están llevando a cabo, o lo ha encontrado alguna nueva banda criminal que está siguiendo sus nefandas huellas.

Los ojos de Holmes se clavaron en los míos.

– Dije lo que quería decir y quise decir lo que dije: Esto es obra del propio Moriarty.

– ¡Pero si está muerto!

Las vigorosas manos de Holmes aferraron los brazos del sillón.

– Tanto el mundo como usted creyeron que yo había muerto, pero acabé volviendo de entre los muertos. ¿Acaso no entra en el ámbito de lo posible que Moriarty también sobreviviera? Es algo que vengo sospechando desde hace tiempo, gracias a delitos que llevan su sello inconfundible. Por eso he pasado fuera tantas noches. No dije nada antes por si el mundo me lomaba por loco. -Cerró los ojos-. Y, ahora, este periódico me hace pensar que la presa está cazando al cazador. Quiere librarse de mí por haberle impedido llevar ¡i cabo su golpe más importante.

Nunca había visto a Holmes tan pálido y tembloroso, consumiendo tanta energía como para quemar la carne que envuelve al hueso y la envoltura del nervio. Un poco más y yo mismo me ofrecería a prepararle una dosis. Me encontraba aturdido. O bien la mente de Holmes se había desmoronado o lo que decía era verdad. Cualquiera de las dos alternativas era como una inyección psíquica que bastaba para llenarme de un temor que me dejaba paralizado.

No obstante, Holmes sacó fuerzas de alguna parte de su interior y me hizo un gesto feroz para que siguiera leyendo.

Así lo hice, con una voz todo lo controlada que me era posible.

«Estoy en un aprieto, estoy en una caja,

¿Quién buscaría ahí un zorro?»

Holmes continuaba meditabundo. No dio señal alguna de haberme escuchado, pero yo sabía que ningún sonido, ningún silencio, escapaba a su atención, y continué adelante, tímida pero tenazmente.

«Fila a fila, hilera a hilera,

se mueven los cocodrilos en el bancal.»

Y:

«Ladrando, busco el árbol upas;

Perro ante su amo soy.»

Y:

«Soy el zorro Renard jugando a las tres en raya.

Sigue mi rastro con la punta de tu nariz.»

Holmes seguía sin dar señales de vida. Continué leyendo.

«Marca bien y tendrás más;

siete veces, y siete veces cuatro.»

Y:

«Soy un pecio a la deriva, el regalo de las mareas;

El dorso de mi mano presenta una herida, que no un corte.»

Y:

«Soy el perro que soltaste, el sabueso a quien debes,

Y:

la cadena es al lingote lo que el eslabón a la espuela.»

Y finalmente:

«Me embarco en un barco en el puerto que aquí ves

a medio camino de la línea de NN a EEE.»

Holmes se movió para encender una contemplativa pipa.

Eso me consoló mientras duró, pero me alarmé cuando la terminó y le vi echar los restos al fuego, en vez de guardarlos en la repisa de la chimenea con los demás restos de tabaco y puntas de cigarros para la pipa del desayuno del día siguiente. El siseo y la llamarada del hogar le hicieron ser consciente de su acción y me dirigió una mirada para ver si yo me había dado cuenta. Al ver que así era, me dedicó una sonrisa cansada.

– Diríase que he llegado a la conclusión subconsciente de que no tengo mañana. Pero, le aseguro, viejo amigo, que no es el caso. -Y entonces, como asegurándose, lo repitió-. Ese no es el caso.

– ¿Cuál es el caso, entonces?

– Todavía no sé si esos mensajes de la sección agónica son un encadenamiento de silogismos o si sólo están enlazados non sequitur, pero estoy seguro de que sí están interconectados y relacionados de alguna forma con la desaparición de «Madame Adele Nerri».

– Un nexo común -asentí.

– Sé que cuando se sigue lo bastante lejos dos procesos mentales, acaba encontrándose un punto donde se cruzan. -Señaló con su pipa al periódico de mi regazo-. Eso es una señal de desarrollo. Nos lleva de lo inapreciable a lo apreciable y distinguible. Si las investigaciones no siguieran ese rumbo, viviríamos en un mundo invadido por ostras… lo cual, de por sí, sería un logro notable, pues las ostras carecen de movimiento.

Se llevó la pipa a la boca y chupó con aire ausente la pipa vacía.

No me gustaba el sonido de todo esto. Me refiero al de sus palabras, no al que hacía la pipa. Pero no pude inquietarme mucho tiempo por la repentina transición del aparente sentido al aparente sinsentido. Pareciendo recuperar toda su energía, Holmes se puso en movimiento, dejó a un lado la pipa, se puso en pie y se dirigió a grandes zancadas a su dormitorio. Mientras se vestía para salir, no dejó de hablar, manteniendo un rápido monólogo.

– No oculto mi ignorancia sobre cosmogonía (¿Es cosmogonía o cosmagonía?), pero sí conozco algo sobresaliente respecto al universo: escoria. El universo parece revolverse sobre su propia prodigalidad, o, más eufemísticamente, su propia redundancia. A mí me corresponde la función, autoimpuesta o no, de dar orden al caos. Mientras que la función de Moriarty es la de convertir el orden en anarquía.

Salió de su cuarto abotonándose los pocos botones que quedaban en el más deshilachado y ajado de sus trajes. Su semblante febril me impresionó.

– Holmes, ¿cuándo comió por última vez?

Me miró como si el comer fuera un concepto nuevo para él.

Me acerqué a la mesa del desayuno, levanté la campana y descubrí los platos, asegurándome de que al hacerlo los aromas llegaran a él.

Su boca se agitó más que su nariz. Miró los alimentos sin hambre.

– Necesitará energías -dije.

Holmes se encogió de hombros ante mi insistencia, pero cogió un huevo duro, como buscando contentarme, le echó sal, lo envolvió en una servilleta de papel y se lo guardó en un bolsillo. Vi que en el bolsillo ya llevaba una caja de cerillas y una vela.

También se guardó el revólver, aunque me pareció que sin ninguna gana, como si se armase para una batalla perdida de antemano. Advertí unas pequeñas arrugas de dolor en las comisuras de su boca. El consumo de cocaína produce euforia seguida de depresión, ansiedad y paranoia.

Me dispuse a acompañarle con el corazón apesadumbrado y el escalofrío de una corazonada.

Me dirigió una mirada cortante.

– No necesita el abrigo, Watson.

– Hoy hace frío -dije razonablemente.

Holmes lanzó un resoplido de exasperación.

– No me ha entendido, Watson. Me recuerda al profesor distraído que, al ser invitado por su anfitrión a pasar la noche en casa por la lluvia, se fue a la suya a coger el cepillo de dientes.

Intenté sonreír, pero mi rostro permaneció inmóvil.

– No está lloviendo y ya estoy en casa, y tengo el cepillo de dientes a mano, gracias. -Manifesté mi irritación con un suspiro-. Holmes, creo que está siendo deliberadamente perverso por algún motivo. Me trata como si no me considerara capaz de raciocinio. Ya debería saber que una vez que me pone usted sobre una línea de pensamiento suelo seguirla perfectamente. De hecho, incluso me atrevería a decir que con los años hemos llegado a pensar de forma semejante.

Holmes alzó una holmesiana ceja. Desdeñosa [11] sería la palabra correcta. Los romanos conocían el lenguaje del cuerpo.

– ¿Es ése ahora el caso? Aunque no estuviese adulándose, doctor, hay veces en que uno no puede soportar que otra persona comparta su propio punto de vista.

Su tono era abrumadoramente amable, pero, o quizá por eso mismo, sus palabras me dejaron helado.

– Estoy de acuerdo -dije con rigidez.

– Touché! -dijo con un repentino parpadeo, como si lo hiciera a pesar de sí mismo, arreglándoselas a continuación para fruncir el ceño.

De pronto creí darme cuenta de lo que pretendía, y mi corazón se indignó. Hablé con burlona severidad para suavizar el tono emocional de mi sinceridad.

– Basta ya de rodeos, Holmes. Pretende evitar que le acompañe en una empresa peligrosa. Insisto…

Estaba frotándose un canino con cera negra para hacerlo invisible. Se interrumpió bruscamente y clavó su mirada en mí a través de su lupa. A mi mente acudió el famoso mosaico encontrado en una casa de Pompeya que representa un feroz perro con las palabras de advertencia Cave canem debajo de él.

– ¿Usted insiste? Soy yo soy quien insiste. Si es la única forma de disuadirle, que así sea: No le necesito, Watson.

El nudo que tenía en la garganta me impedía hablar. ¿Me había vuelto un estorbo tan grande? ¿Un obstáculo? Que yo recuerde, fue la primera vez que estuve a punto de odiarle. Sabía que no era dueño de sus actos, pero eso sólo lo explicaba, no lo excusaba.

Hay algo que se llama persistencia watsoniana. Así que continué inmutable mientras Holmes terminaba de arreglarse ensuciándose. Observé cómo miraba por entre las cortinas a la calle, comprobando a continuación que llevaba el revólver y las llaves. Devolví su cortés saludo cuando salió por la puerta. Escuché cómo sus pisadas bajaban la escalera. Esperé a oír cómo se cerraba la puerta de la calle antes de ponerme el abrigo, coger mi bastón más sólido, y seguirle.

Hicimos una larga marcha a paso rápido. Yo permanecí a unas buenas cien yardas de distancia, pero teniéndole siempre a la vista. Se detuvo una vez, ante el monumento al Gran Incendio que se inició a las 14:00 horas del domingo 2 de septiembre de 1666 en la casa de William Farryner, pastelero real, en Pudding Lane. Miró el pedestal fijamente, pero, cuando siguió andando, y yo me detuve donde él, me di cuenta de que no había estudiado la inscripción histórica sino una pintada hecha con carbón. MAE ATIENDE: ENGAÑA POE VASIJA DE BARRO. MAX FERO [MAE HEAR: RUM TERRA COIN. GO COD POE UP. MAX FERO].

El texto estaba claro, tal vez demasiado. ¿Para qué querría un tal Max Fero ordenar tan osadamente a un tal Mae que engañara a un tal Poe, al parecer con una vasija falsa de barro como moneda? El nombre Fero debía ser tan falso como su moneda, pero recordaba la palabra de mis días de colegio. Podía sentir cómo la escribía en el encerado, verla en blanco sobre negro, incluso olería en el flotante polvo de tiza una vez la había borrado. Verbo latino, activo, irregular, significa llevar, traer, transportar. Tiempos principales, fero, ferre, tuli, latum.

Troté discretamente para no perder a la enfermiza figura entre los transeúntes desdentados y de rostro ausente que iban y venían concentrados en sus propios asuntos. Más allá de Guildhall, Cheapside se convierte en Poultry. Holmes me llevó más allá de Pudding Lane, Honey Lane, Milk Street y Bread Street. No se detuvo hasta llegar a Threadneedle Street. Allí, sin mirar a su alrededor, entró en el edificio del 42 1/2. Corrí para cubrir la distancia, pues me di cuenta de que era un edificio de despachos comerciales y quería saber en cuál de ellos había entrado. Fue demasiado rápido, o yo demasiado lento.

Holmes había desaparecido cuando llegué a la entrada y miré al interior. Entré. Había una mesa de conserje pero nadie en el puesto. Estudié el directorio de la pared, pero no encontré ningún nombre que me dijera nada. No había ningún Mae, ni ningún Poe, y, desde luego, ningún Max Fero.

Cualquier movimiento parecía mejor que ninguno, así que recorrí el pasillo escuchando discretamente ante cada puerta, esperando oír la voz de Holmes.

Cuando pasé ante una puerta entreabierta que daba a unas escaleras que conducían al sótano, capté un movimiento con el rabillo del ojo. Agarré con más fuerza el bastón y di media vuelta, pero fue demasiado tarde. La negrura me invadió.

II

Holmes se detuvo a media zancada y soltó la cerilla justo antes de que le quemara el dedo. Se apagó con un hilillo de humo mientras caía al empedrado. En la oscuridad, Holmes se llevó los dedos a las sienes como para recuperar el equilibrio, o reafirmarse contra la debilidad que sentía. Había ido demasiado lejos siguiendo el rastro de Moriarty, estaba demasiado cerca de él, para desfallecer ahora. La voluntad debía dominar a la carne, la piel del zorro ocupar el lugar de la del león.

La técnica respiratoria aprendida en el alto Tíbet debería serle útil allí en el bajo Londres. El aire que obtuvo, en el sótano del 421/2 de Threadneedle, era húmedo y viciado, pero volvió a sentirse en forma.

Sacó del bolsillo la vela y las cerillas. Encendió la vela y miró a su alrededor, a los laberínticos caminos del sótano, antes de aventurarse por el corredor.

El desorden no era desorden, el caos no era caos. Lo que parecían deshechos esperando en un rincón a ser tirados, no eran más que un hábil escondrijo para ácidos, gas de oxígeno y sopletes. Un bote de basura contenía unas gafas oscuras nuevas y unos guantes de trabajo bastante limpios, bajo una desagradable superficie de sucios harapos. Alguien se dedicaba a cortar y fundir metales.

Tap.

Se movió hacia el sonido.

Parecía provenir de una puerta situada pasillo adentro. La puerta tenía un panel de vidrio esmerilado. Tras el cristal se movió una sombra. Cuando Holmes se acercó, la silueta se definió como la figura de un hombre extremadamente alto y delgado, la frente trazaba una curva pronunciada, el rostro inclinado se movía a uno y otro lado sobre unos hombros redondos.

Moriarty.

Holmes se humedeció los dedos, apagó la llama de la vela y se la guardó en un bolsillo. Hasta un sonido tan leve como el de un soplido para apagar una vela podría alertar a su adversario. Se descubrió sacando el revólver y apuntando a la figura.

No era muy deportivo, pero uno no se muestra deportivo ante una cobra y le da una oportunidad.

Cuanto menor fuese la distancia, más certero el disparo, así que dio un silencioso paso más hacia ella. Cuando su peso presionó contra una loseta enclavada en el suelo de tierra, notó que algo se movía bajo sus pies. Y supo, mientras deseaba fútilmente que su pie deshiciera la presión, que había disparado algo en el interior de la habitación. Escuchó un golpe y un zumbido metálico al otro lado de la puerta.

Holmes nunca sabría si habría disparado o no, de no haber puesto en marcha el resorte. Moriarty ya tenía esa oportunidad deportiva que le había negado antes.

Moriarty ni se apartó ni apagó la luz de la habitación. Impávido, el Napoleón del crimen afrontó burlonamente su Waterloo.

Holmes disparó, con pulso firme y una tensa sonrisa.

La silueta giró pero no cayó. En vez de eso le hizo un guiño imposible. A través del mellado recuadro de fragmentos de vidrio que quedaban del panel de cristal, Holmes vio que la silueta no era más que una silueta, una figura de cartón recortada que se balanceaba lentamente colgaba de un cordel que la sujetaba al techo, y el guiño era un guiño producido por la luz de la linterna que había al otro lado, brillando a través del agujero de bala que Holmes le había hecho en la cabeza.

– Vamos, vamos, Holmes, ya sabía que no le sería tan fácil.

La burlona voz de Moriarty.

Holmes sonrió. Había sido tan estúpidamente humano como para clavar su mirada en la figura de cartón, del mismo modo que la audiencia de un ventrílocuo se fija en el muñeco que maneja. Pero, ¿de dónde, sino, podría haber venido su voz? Un examen rápido, pero completo, le reveló que no había nadie en la habitación, ni ningún sitio donde pudiera esconderse. La habitación estaba desprovista de mobiliario a excepción de una mesita que sostenía algo con una extraña forma de cornucopia.

Un gramófono.

De ahí venía la voz. Pero el disco había dejado de girar; la voz se había callado. El gramófono requería un examen más atento, y Holmes dio un paso hacia la linterna que colgaba de la pared.

No tan rápido. ¿Qué trampas podía haber instalado Moriarty entre la puerta y la pared?

Holmes volvió a encender su vela e iluminó el camino más allá de los brillantes trozos de cristal, hasta el interior de la habitación. Cerca de la mesa había un contrapeso. Un sólido cable sostenía el peso dando varias vueltas y formando un nudo.

El cable era un ovillo en el sentido original del término, remontándonos a Teseo e Ireneadler, perdón, Ariadne.

Holmes meneó la cabeza como para despejar un incipiente dolor de cabeza. Hay que seguir el ovillo.

El hilo llevaba, por un lado, del contrapeso a una palanca del gramófono. Por el otro lado, iba del contrapeso a las paredes a través de varias hembrillas, hasta un extremo suelto que reposaba en el suelo. Unas manchas húmedas de barro empapaban el último metro de hilo. Holmes apartó con cuidado las astillas de cristal para descubrir más manchas del mismo barro. Las manchas formaban una débil hilera en el suelo que conducía al umbral. El tirón del contrapeso hizo que el extremo roto del hilo entrara en la habitación, pero Holmes pudo seguir su recorrido bajo el umbral hasta la losa que había pisado.

Retrocedió y procedió a levantar la losa, encontrando lo que esperaba: bajo la losa, en una cavidad trabajosamente tallada, había un cuchillo. En el lecho de tierra se veía el extremo cortado del hilo, todavía anudado a un clavo profundamente hundido. El cuchillo había cortado el hilo, liberando el contrapeso, y éste accionó la palanca que activaba el mecanismo del gramófono.

Holmes devolvió la losa a su sitio y volvió a la habitación. Inspeccionó el gramófono. Una etiqueta con un perro inclinando una oreja hacia el cuerno de un gramófono indicaba que el fabricante era The Gramophone and Typewriter Co (La Voz de su Amo).

La aguja estaba al final del surco cerca del agujero central del disco.

Soy el zorro Renard jugando a las tres en raya.

Sigue mi rastro con la punta de tu nariz.

Holmes devolvió la palanca a su sitio, cogió la manivela para darle cuerda a la máquina, alzó el cuerno para situar la punta de la aguja al principio del disco y luego soltó la palanca para que se pusiera en marcha. Moriarty habló. A través de los duros tonos mecánicos, se distinguía una alegría maníaca.

– Estos gramófonos modernos son un invento notable. Supongo que no habrá tenido ningún problema para poner esta máquina en funcionamiento, dada su capacidad para la observación y la deducción, por no mencionar su familiaridad con las agujas. Sólo tiene que darle cuerda con la manivela, alzar el cuerno para situar la aguja al principio del disco y luego soltar la palanca para que se ponga en marcha.

Holmes miró a su alrededor. ¿Podría Moriarty provocarle así, sin estar en persona para disfrutar de su confusión?

– Oh, sí que estoy aquí, mi querido señor. A usted le corresponde encontrarme -pero quien habló fue la voz grabada.

Si Moriarty estuviese aquí, tendría que estar muy cerca, quizá vigilándole por una mirilla.

El tiempo pasaba con el disco girando sin decir nada. La cornucopia estaba desprovista de otro sonido que no fuera el rozar de la aguja y el zumbido del mecanismo.

Holmes miró la figura recortada que todavía oscilaba a uno y otro lado. Se había agitado movida por una corriente de aire. Examinó el marco de la puerta, tirando en el proceso más pedazos de cristal al suelo. La puerta encajaba perfectamente en el marco, así que la corriente que había antes de que el cristal se rompiera no provenía de allí. Holmes paseó la llama de la vela por toda la base de la pared del fondo. La llama se agitó. Golpeó la pared. No era sólida, pero no veía nada que traicionara una abertura.

– Necesita arrojar más luz sobre el asunto, Holmes.

Holmes aceptó la pista grabada. Dispuesto a apartarse de un salto si hacía falla, utilizó el cañón de su revólver para separar la linterna de su gancho. Notó cómo se ponía en marcha un mecanismo y retrocedió de un salto. El gancho se levantó, libre del peso de la linterna, y toda la pared se deslizó a un lado, duplicando el tamaño de la habitación.

Holmes contempló lo que podría haber sido el pabellón de un hospital.

Había cuatro camas en fila, dos de ellas ocupadas.

– Habrá notado que en ellas hay un hombre y una mujer, inmovilizados por sábanas, que respiran pese a estar inmóviles, y que su respiración delata el sueño pesado de los que han recibido un fuerte sedante. No puede verles las caras por los embarazosos cascos que cubren sus cabezas, así que, le ahorraré la molestia, y a ellos el daño irreparable, de quitarles los cascos antes de que concluya este pequeño experimento, diciéndole que la mujer es Irene Adler, en visita de incógnito a Londres.

Aunque Holmes podía ver poco más que el torso, la figura le era inconfundiblemente familiar, Holmes sintió una mezcla de ira y embrujo.

– ¿Cómo la ha atraído aquí?

– Las mujeres más inteligentes son aquellas que son lo bastante inteligentes como para disimular su inteligencia -elijo el Napoleón del crimen.

– ¿Qué aplicación tiene eso aquí?

– Se dejó atraer a una trampa para ocultar todo lo brillante que es. -La voz grabada adquirió un tono áspero-. ¿Puedo proseguir?

Holmes permaneció en silencio.

– Gracias. El hombre es un idiot savant. No se alarme inútilmente; no es un perturbado mental, sino un deficiente mental. Para compensar su deficiencia, tiene una memoria increíble para los datos y las fechas. También habrá notado que hay cables conectados en serie a la pila voltaica del rincón, y de unos cascos a otros, así como a los cascos que hay en las dos camas desocupadas. A estas alturas irá usted ya por delante de mí. Sí, esos otros dos cascos son para usted y para mí. Yo me uniré a usted en cuanto se haya conectado a la red de pensamientos.

– ¿Cómo puedo estar seguro de que no se limitará a matarme cuando esté indefenso?

– No es lo bastante estúpido para confiar en mi palabra de honor, pero sí lo bastante despiadado para creer en mi egotismo. En las cataratas de Reichenbach fracasé cuando opuse mi fortaleza física a la suya. Pero en ningún momento, ni ahora ni nunca, he titubeado en oponer mi cerebro al suyo. ¿Acaso no me he anticipado a todas sus preguntas? -Una pausa-. ¿Y bien? ¿Teme recoger el guante? Si es así, váyase ahora y no será más que un chucho apaleado con el rabo entre las piernas hasta el fin de sus miserables días.

– Eso no son más que palabras. Insultos. ¿Qué me impide liberar a la mujer y sacarla de aquí?

– Rescataría el cascarón vacío de un ser humano. Si la desconecta a la fuerza, su mente quedará atrapada para siempre en la del idiot savant.

Holmes sintió que se le contraía el rostro.

– Muy bien. Acepto el desafío. Pero, ¿puedo saber al menos qué es lo que me espera'?

– Claro. Por supuesto. -La voz adquirió el tono de un profesor dirigiéndose a su clase-. El aparato pone las mentes enlazadas en fase semántica, en un estado casi telepático. Se encontrará en un mundo extraño y distorsionado, consistente en la mente del idiot savant. Descubrirá que, en ese mundo, la supervivencia mediante el razonamiento es el recurso menos fiable. Si el cerebro normal es como un laberinto, imagine cómo será el de un deficiente. Cuento con su cerebro para que le lleve por mal camino en el del idiot savant. Su objetivo es la habitación que hay en el centro del laberinto. Si consigue llegar, encontrará en ella a la mujer. Descubrir la salida, para la heroína y para usted, será otra labor aún más difícil. Y, mientras tanto, yo estaré supervisándolo todo y desviándole de su camino.

– Y, si le conozco bien, saboteándome.

– Me conoce. Demasiado para su propio bien. Y no me importa decirle que emplearé el nuevo sistema para analizar procesos mentales mediante la asociación de palabras que sostiene Freud…

– Es usted una cobra.

– ¿Y usted una mangosta? Eso no son más que palabras. Insultos. No importa. Usted pregunta lo que considera racional preguntar y yo le respondo que debe esperar lo irracional. ¿Está preparado?

El rostro de Holmes volvió a crisparse.

– Preparado.

– Procedamos entonces. Encontrará un doble interruptor de cuchilla en la pared que hay junto a la pila voltaica. Conecte el interruptor y póngase el casco.

Holmes sacó la vela del bolsillo y utilizó un extremo para mover el interruptor.

La pared se movió detrás de Holmes, aislando una habitación de la otra, y el aire chasqueó y serpenteó con un arco voltaico.

Holmes sonrió con tristeza al ver la muesca en el extremo de la vela. Un examen más cercano del interruptor le reveló una aguja en él, y el olfato le dijo que había sido mojada en veneno.

La voz grabada de Moriarty aumentó de volumen para hacerse oír al otro lado del muro y por encima del chisporroteo del aire.

– Precavido cuando hace falta. Excelente. Yo también soy así.

La mejilla de Holmes se crispó.

– Procedamos de una vez. ¿Importa la cama en que me tumbe o el casco que me ponga?

– En absoluto. Me limito a sugerirle que utilice la de su derecha porque la tiene más cerca.

Holmes se tumbó sin dudarlo en la cama que Moriarty le sugería.

– Abandono cuando hace falta. Excelente. Yo también soy así.

Holmes se puso el casco. El cierre debía ser deliberadamente imperfecto, ya que aún podía oír la voz de Moriarty.

– Que quien entre aquí abandone toda esperanza.

Parece que el pensamiento le hizo gracia porque Moriarty se echó a reír como un loco.

En el último momento, Holmes agarró el casco para quitárselo. Debía haber otra solución que no fuera la completa sumisión al profesor loco. Un gas soporífero inundó el casco. Las manos de Holmes se aflojaron y cayeron.

– Vamos, vamos, Holmes -oyó Holmes muy, muy débilmente-, debió suponer que la cosa no sería tan sencilla.

Y el gramófono se detuvo.

III

Niebla. Niebla mental. Como lana blanca.

Giró lentamente con él cuando se volvió para ver dónde se encontraba. Estaba en medio de una nada gris, bajo una nada gris.

Tap.

Holmes se dispuso a ir hacia el sonido pero no supo averiguar de dónde provenía.

Descubrió que no tenía nada a lo que agarrarse salvo a la nada. A su alrededor se extendía un trecho de desierto, inmaculado. Un cielo así no le ofrecía ninguna guía. Si hubiera al menos unas débiles estrellas, habría tenido alguna orientación.

Al tener ese pensamiento, en el cielo gris brillaron por un momento las letras traspasado en estrelladas letras mayúsculas tipo Hunter.

Sin cerifa, rió con disimulo la mente de alguien.

La constelación mensaje desapareció, dejando sólo el desolado paisaje mental.

Moriarty había dicho que encontraría un laberinto. Moriarty había mentido.

La voz incorpórea de Moriarty habló en el interior de la cabeza de Holmes.

– No mentí. El que sea un laberinto vivo y cambiante, en vez de uno inmóvil, no impide que siga siendo un laberinto. Se dará cuenta de que es un laberinto a medida que vaya moviéndose por él. Las reglas del juego implican que cada decisión que tome creará una bifurcación, que irá creando sus propias paredes, sus propias encrucijadas, sus propios callejones sin salida. Y, naturalmente, también tendrá a los otros para ayudarle a confundirse. Su mente está unida a la de los demás, y sus puntos de vista crearán nuevas pautas. Se ha acostumbrado a su propia singularidad, a su propia individualidad, a su propia soledad, y se verá obligado a estar con los otros, a compartir los pensamientos de otros, a confundirse con esas otras mentes. Y el más significativo de los otros será, por supuesto, su humilde servidor: su Virgilio, su cicerone.

– Que me guiará por mal camino.

– Exacto. No confíe nunca en mí, y menos cuando diga la verdad. Pero, por encima de todo, tenga cuidado con usted mismo, pues le he dejado al descubierto, y la única persona a la que no puede apartar o dejar atrás es a usted mismo.

– Aunque me gustaría librarme de mí -pensó Holmes para sí, con petulancia.

– Puede pensar lo que quiera en su interior, pero su mente es como un libro abierto para mí, para la mujer y para el idiot savant.

– ¡Hará que me sonroje, Moriarty!

Holmes sintió la desnudez de su exposición, más que el calor del sonrojo. Su proceso mental nunca había estado tan al descubierto, sus conjeturas tan expuestas, sus tanteos y errores tan puestos a prueba. Pero, en todo caso, tendría que confiar en que su mente funcionaría en esas condiciones, en que únicamente se concentraría en seguir ovillo tras ovillo en aquel caos primordial.

¿Por dónde empezar? En el principio fue el verbo, la palabra. ¿Qué palabras podrían dar sentido a este aquí y ahora?

Si hubiera habido rocas-palabra habría hecho túmulos-palabra. Si hubiera habido palos-palabra, habría levantado postes de señales. ¿Cómo puede uno abrirse un sendero con fuego en un bosque sin árboles?

A la mente de Holmes, y sin que éste lo pensara, acudió una visión de cenizas en una chimenea familiar, con el fuego encendido, acompañada de un grito ronco y silencioso.

– ¡Obispo Blaise, socórrame!

– San Blaise (o Blasius), martirizado el 3 de febrero del año 316, es el santo patrón de los cardadores.

¿Un dato del idiot savant? ¿Una sugerencia des informadora de Moriarty?

Tampoco debía ser un pensamiento de Irene Adler; no era propio de ella el sentarse a hacer punto. No importaba; Holmes se aferró a la lana. Abre un camino con lana. Deslía una madeja de lógica mental que permita a quien se aventure en el laberinto encontrar el camino de vuelta.

A su mente acudió la primera rima que aprendió, la rima infantil que le leía su niñera una y otra vez porque a él le gustaba tanto, la rima que le enseñó a razonar:

Éste es el granjero que su maíz está sembrando,

que tenía un gallo que cantó cuando hubo alboreado,

que despertó al cura afeitado y tonsurado,

que casó al hombre harapiento y destrozado,

que besó a la doncella en afligido estado,

que ordeñó a la vaca del cuerno doblado,

que coceó al perro,

que preocupaba al gato,

que mató al ratón,

que se comió la cebada,

que había en la casa que Jack construyó.

«La Casa Que Jack Construyó» le había hecho ver que todas las cosas están relacionadas en una cadena de causas y efectos.

– «La Casa Que Jack Construyó» es una rima acumulativa originada, se cree, en el canto hebreo «Had Gadya», Un Único Niño, que relata las aventuras seriadas de niño, gato, perro, bastón, fuego, agua, buey, carnicero, ángel de la muerte «Entonces llegó el Santísimo, bendito sea, y mató al ángel de la muerte, que mató el carnicero, que despedazó al buey, que bebió el agua, que apagó el fuego, que quemó el bastón, que pegó al perro, que mordió al gato, que devoró al niño, que mi padre compró por dos zuzim; un único niño, un único niño». Poema considerado como parábola de varios incidentes de la historia del pueblo judío, que contiene referencias a profecías que aún no se han cumplido.

Holmes miró a su alrededor, a la nada. Era un ático vacío que él debía llenar con el mobiliario que eligiera.

Este es el granjero que su maíz está sembrando. Invocó la figura de George Adkins, trayendo al anciano de su juventud. El viejo George, con su bala de azul claro, con manchas frescas de sangre y barro y briznas de paja pegadas en ella que indicaban que había estado en el establo ayudando a parir; con el brazo dolorosamente doblado, rígido por la bala recibida durante la guerra de la Península, y que le indicaba que llovería en alta mar. George miró desconcertado a su alrededor, evidentemente sin ver nada, nada en absoluto, pero haciendo aquello para lo que nació: sembrar incesantemente el mismo puñado y permanecer quieto en su sitio.

Hecho. Aquí estaría la entrada al laberinto.

Holmes visualizó la entrada como si fuera un templo griego, con cariátides sosteniendo las cornisas. Subió mentalmente los escalones y entró.

La voz mental de Moriarty reverberó en la habitación acolumnada.

– Fila a fila, hilera a hilera, se mueven los cocodrilos en el bancal.

Un pepino moteado monstruosamente grande, de babeantes colmillos y culebreante cola, cobró forma en el veteado suelo de mármol para impedir el paso a Holmes.

La mente del idiot savant habló.

– Cocodrilo. Sofisma presentado como un dilema en el relato del Quintilian’s Institutio Oratoria, referente al cocodrilo que robó un bebé y prometió devolverlo si la madre del niño respondía correctamente a una pregunta. «¿Voy a devolverte el niño o no?» Si la madre decía «Sí», el cocodrilo se quedaba el niño, y la madre habría respondido mal, y si la madre respondía «No» y el cocodrilo devolvía al niño, la madre también habría respondido mal.

El pepino cocodrilema lloró salmuera y lágrimas de vinagre.

Holmes sonrió para su interior, tomándoselo con un grano de sal de duda. Moriarty quería enzarzarle en una disputa verbal.

– Un cocodrilo también es otra cosa -recordó.

– Cocodrilo. Una larga fila de colegialas que salen a dar un paseo.

El gran pepino viviente se fundió en el suelo hasta que sólo se le vieron las ventanas de la nariz, los ojos y parte de su dorso, y pareció un tronco flotante. A continuación, desapareció del todo y ocupó su lugar una fila de colegialas de recatadas blusas.

Tap.

Holmes frunció el ceño mentalmente. ¿De dónde venía ese sonido?… No. Moriarty quería distraerle; ya se preocuparía luego del sonido. En ese momento debía enfrentarse al dilema de este nuevo cocodrilo.

Al principio las colegialas parecieron sonrojarse todas por igual. Entonces se sintió atraído por una del centro. Cuando clavó la mirada en ella, ésta le sacó la lengua. La larga, pálida y fláccida lengua mostraba marcas de dientes a los lados; había rastros de hojas de té secas pegadas a ella. La cara rechoncha tenía la piel clara, aunque un tono amarillo verdoso. A la mente de Holmes acudieron los meses pasados en el Guy’s Teaching Hospital. Miró a la chica clínicamente. No era tan joven. Se había vendado el pecho para aplanarse los senos y parecer más pequeña, una niña más. Pero era una mujer. Los corsés apretados producían ese estado. La enfermedad verde.

– Enfermedad Verde. Clorosis. Enfermedad anémica de las mujeres jóvenes que se caracteriza por un tono de la piel verdoso o gris amarillento, debilidad, palpitaciones, desordenes menstruales, digestión desigual, etc.

– No te olvides de las hojas de té de la lengua. Es pica.

– Pica. Apetito morboso por alimentos extraños o inapropiados, como la arcilla, la tiza, las cenizas, etc. Suele darse en ataques de histeria o estados de preñez.

La niña mujer miró a Holmes. Un dedo de una mano sacó punta a un dedo de la otra mano, señalándole.

¿Qué alegó el cocodrilo? ¿Maldad? ¿Vergüenza? ¿Lo hiciste tú?

Antes de que Holmes pudiera pensar en esto, las chicas del cocodrilo unieron las manos formando una línea y empezaron a pasar bajo los brazos que formaban esa misma línea.

– Enhebrar la aguja [12] -murmuró.

– Thread-needle. Pasimisí. El paseíto. Juego infantil en el que los participantes forman una hilera uniendo las manos y que…

– Sí, sí -pensó impudente Holmes-. Ya he pensado eso. Es en Threadneedle Street en lo que estoy pensando ahora.

– Threadneedle Street. Calle comercial de la ciudad de Londres, situada junto al Banco de Inglaterra.

Banco. Bancal. Cocodrilos en el bancal. Banco de Inglaterra. Holmes sintió que su cerebro empezaba a relacionar las cosas. Los monos de trabajo con las rodilleras manchadas, gastadas y arrugadas. Los guantes de trabajo manchados. El zapapico. Moriarty había estado haciendo un túnel hacia las bóvedas subterráneas del Banco do Inglaterra.

Tap.

Holmes inclinó la cabeza a un lado. Por fin tenía localizado el sonido. Venía de un gabinete acortinado. ¿Había confesionarios en los templos griegos? ¿Y sacristías?

Se dirigió hacia el gabinete.

No tan deprisa. Acuérdate de desenrollar el ovillo mnemotécnico; marca este sitio.

Que tenía un gallo que cantó cuando hubo alboreado. Holmes produjo un oscuro gallo de cornish. Arregló el color del flamígero amanecer, y puso al joven animal sobre un estercolero. También puso una veleta. Los montones de abono huelen más intensa mente antes de llover, y el gallo tenía la cabeza echada hacia atrás para cantar con fuerza «¡Kikiriki!» al enrojecido banco de nubes que había al Este.

Una vez tuvo el cuadro fijado en su sitio, Holmes se dirigió al gabinete y apartó la cortina. Bajo una espita había un cántaro. En la boca del grifo se estaba formando un pico de agua, que aumentó y empezó a caer.

No. No era la imagen correcta para el sonido, que era más un thud que un plop. La gota se detuvo en el aire.

Tap.

Era el sonido correcto, y provenía del otro lado de las dos puertas que había al fondo del gabinete.

La voz mental de Moriarty se dejó oír detrás de la puerta de la izquierda.

– «El Tap es a la cerveza lo que el Pat a la carretilla.» -Entonces la voz pareció pensárselo mejor-. ¿O es «El Tap es a la carretilla lo que el Pat a la cerveza»? [13] Nunca me lo he sabido bien.

No importaba. Cualquiera de las dos versiones dirigía, o desviaba, a Holmes a un pub. Quizá Moriarty se sentía a salvo en ellos; Londres tiene una buena cantidad ele pulís.

Si estoy buscando un Adler, ¿qué mejor sitio que en el Águila?

– ¿Qué me dices de eso? -pensó Holmes para el idiot savant.

– «En media libra de arroz de a dos peniques,

en media libra de melaza.

En eso se va el dinero,

¡Pop! allí va la comadreja

Arriba y abajo, en el camino de la ciudad, dentro y fuera del Aguila.

En eso se va el dinero,

¡Pop! ahí va la comadreja.

El comentario hace referencia al pub El Aguila en Shepherd’s Walk, City Road, Londres. Hacer pop es empeñar algo. El objeto empeñado, la comadreja, puede ser una plancha de sastre, un instrumento para trabajar la piel, o, según la jerga rimada cockney, «weasel and stoat», un coat, un abrigo.»

Era más de lo que Holmes quería saber. No dejó que los datos del idiot savant le distrajeran. No iba tras una comadreja, sino tras un zorro, y no debía olvidarse de desenrollar su ovillo.

Que despertó al cura todo afeitado y tonsurado. Holmes produjo un sacerdote con sobrepelliza como el que debió haber ante el altar de la iglesia de Santa Mónica, con la Biblia abierta, dispuesto a solemnizar un salmo de Salomón.

Un toque de espuma de afeitar en el lóbulo de la oreja derecha y un corte en la mejilla izquierda, cuya hemorragia había detenido (como indicaba el color de la sangre seca) con un trocito de papel (en vez de con alumbre), atestiguaban que el sacerdote se había aseado apresuradamente. Quizá se hubiera despertado con el canto del gallo, pero una mancha de grasa en la manga de la sobrepelliza indicaba que había sido llamado casi enseguida para dar a alguien la extremaunción y que no había tenido oportunidad de afeitarse hasta justo antes de la ceremonia.

– La sobrepelliza resulta superflua cuando no se es eclesiástico -dijo el habla mental de Moriarty, haciendo que Holmes se tambaleara por la mortificación y la sorpresa.

Holmes miró atentamente a la aparición para asegurarse de que era un alzacuello y no un cuello de camisa alzado.

– ¿Quiere decirme que el matrimonio de Irene Adler con Godfrey Norton no fue legal?

– Un matrimonio es un matrimonio -dijo la voz ronca de la mujer, aunque sólo la oyó con los oídos de su mente.

– Gracias -dijo Holmes, encontrando su propia voz sin caja de resonancia. Aunque aplastaban las esperanzas que hasta entonces no se había permitido, las palabras sinceras le devolvieron al sendero correcto. Moriarty había intentado que Holmes se desviara, perdiéndose en lo que podría haber sucedido si aquella boda hubiese sido falsa, una trampa para librarse del Rey de Bohemia y sus acólitos, e Irene libre de casarse con su verdadera media naranja.

Holmes se dominó. Comprobó que el sacerdote afeitado y tonsurado seguía en su sitio, y abrió la puerta de la izquierda para encontrarse en El Aguila.

Y solo, a excepción del hombre jovial que dispensaba bebida. Holmes parecía el primer cliente del día, y cuando pidió y pagó una pinta de cerveza, el cantinero mordió la moneda y la lanzó al aire para probar suerte.

Holmes se retiró al final del mostrador y se apoyó en él, bebiendo lentamente la cerveza. Advirtió con poco entusiasmo que ésta parecía contar con un solo lúpulo en toda la pinta de agua.

– «Ojos y Orejas, Manos y Pies, Tocan Alegres Flauta y Almirez con Gran Entusiasmo Nacido del Histerismo». Una regla mnemotécnica empleada por estudiantes de medicina para recordar los nervios craneales: (1) Olfatorio, (2) Óptico, (3) Motor Ocular Externo, (4) Patheticus, (5) Trigémino, (6) Abductor, (7) Facial, (8) Auditivo, (9) Glosofaríngeo, (10) Espinal, (II) Neumogástrico, (12) Hypogloso. Histerismo, histeria, estado de desorden nervioso, frecuente en estado de paroxismo y que con frecuencia oculta otras enfermedades. Almirez, instrumento…

– ¡Basta ya!

El cantinero, que estaba lavando un vaso, estuvo a punto de dejarlo caer. Pero el idiot savant le había estado llevando por un camino ajardinado muy trillado.

Mientras Holmes le daba vueltas a su aguada bebida, se dio cuenta de que la cebada le decía que el Jack de «La Casa Que Jack Construyó» debía ser John Barleycorn [14]. Bebió un poco y siguió esperando. Esperaba una oportunidad.

– Los griegos representaban a la oportunidad, a la suerte, (Tyche) como a una diosa que tiene unas lujuriosas trenzas por delante, pero es calva por detrás. Si dejas pasar la oportunidad, no podrás volver a cogerla.

Cierto. Y mientras Holmes aceptaba el axioma del idiot savant, en el otro extremo del mostrador le pareció ver una caja con una ventana luminosa en un lateral, o lo que podría ser una brillante pantalla de bailoteantes partículas. La caja zumbaba con tono uniforme como la vibración de una nota de órgano, y en la pantalla aparecieron unas letras fantasmales: TV-TIROS.

– O tío von Bismarck envió una expedición arqueológica a Tiros esperando encontrar la tumba de Federico Barbarroja en el emplazamiento de la catedral de las cruzadas del siglo XII, donde se suponía que reposaban los restos del Emperador, aunque la leyenda sitúa al Emperador en una caverna del Kyffhäuser, donde duerme sentado a una mesa sobre la que ha crecido su barba, esperando el momento de despertar y restaurar el Imperio a su gloria anterior.

Holmes sonrió ante la cita sobre Bismarck del idiot savant. Era una pista falsa. El Emperador iba sin ropa, aunque estuviera apolillado. La caja era una imposibilidad concebida para inmovilizar a Holmes del mismo modo que Barbarroja estaba inmovilizado en la caverna del Kyffhäuser.

– Lo imposible existe -pensó Moriarty dirigiéndose a Holmes-. Puede que exista como ilusión, pero las ilusiones tienen fuerza propia pese a no tener materia. Son como la bola de cristal de Master Renard.

El idiot savant recogió la alusión.

– La bola de cristal de Master Renard, del poema épico medieval de animales (en realidad, una sátira sobre el comportamiento humano de la época), mostraba lo que sucedía en otro lugar, sin que importase lo lejos que estuviera éste, además de proporcionar información sobre cualquier lema que se deseara. Era una maravilla que sólo existía en la mente del tramposo Renard.

– No -dijo Holmes. Y entonces, de mala gana (porque tenía la máxima de no dar ni aceptar un «no» absoluto como respuesta; podía ser «no por ahora», o «no de momento», pero jamás un «no» eterno o un «no» completo), volvió a pensar en Moriarty y en el ambiente que le rodeaba-. No, de momento y por ahora.

Las letras se volvieron nieve, el cristal se oscureció y la caja quedó en silencio. Sin fe ni esperanza, se convirtió en la caja de donativos a la que había estado mirando.

Desvió entonces la mirada para clavarla en la pared y en un grabado de caza con sabuesos de ensangrentadas gargantas dibujados en tonos oscuros, en plena persecución. El local se llenó rápidamente de los escandalosos clientes habituales, que pronto llenaron el aire con su sudor alcohólico y aliento espeso.

Holmes se retiró a una tambaleante silla situada en un rincón y les observó con atención sin mirarles directamente.

Había un hombre con cara de comadreja que no paraba de llevarse la mano al bolsillo del chaleco buscando un reloj que ya no estaba allí. ¡Pop! Empeñado. El hombre estaba sentado, solo, en una mesa para dos, guardando la otra silla pegada a la mesa y curvando un brazo sobre el respaldo.

Ante Holmes había sentado un hombre al que le faltaba un diente, con el rostro congelado en un silencioso grito, como si gritase a una voz interna para que se callara. Holmes compadeció al pobre deshecho, y su silla rechinó en el suelo cuando se incorporó bruscamente al darse cuenta, con doble sorpresa, que estaba mirándose en un espejo.

Un coro de murmullos y un girar de cabezas le hicieron a mirar a la mujer con antifaz. Su porte y la estructura ósea de su rostro hicieron que Holmes pensara en Irene Adler. Sostenía unos impertinentes a la altura de su ojo derecho. Aunque había vulgarizado su aspecto con colorete y sombra de ojos, resultaba evidente que estaba muy por encima del resto de la clientela. Era obvio que había ido allí expresamente, pues se sentó en la mesa del hombre de cara de comadreja. Enseguida se pusieron a discutir en violentos susurros.

Holmes se levantó para renovar su bebida y escuchar cuando pasase junto a ellos. La mujer se puso en pie en el momento que Holmes pasó a su lado. Su silla chocó con Holmes y ella le dedicó una mirada ausente cargada de irritación.

Su contertulio no se había levantado con ella y le hizo una seña con la cabeza para indicarle que se iba a una habitación de la parte de atrás.

El hombre se limpió la espuma del bigote.

– ¿Tardará mucho?

– El tiempo de un beso… disculpe, reverendo, el tiempo de un padrenuestro.

Los caminos de Holmes y la mujer se separaron al acercarse ella a la parte de atrás y él a la barra del bar. Holmes necesitó más tiempo que el de un padrenuestro para llamar la atención del cantinero, y para que éste le sirviera otra jarra, pero la figura enmascarada de los impertinentes volvió a su sitio justo cuando Holmes se disponía a volver al suyo.

Sólo pudo echarla un vistazo, pero fue suficiente. Aunque tenía su misma apariencia, no era Irene Adler. Y el bulto de la nuez bajo el pañuelo del cuello indicaba que no era una mujer.

Cuidado con las pes y las qus, pensó Holmes. Los impertinentes estaban ahora en el ojo izquierdo, formando una q. Las manchas de maquillaje en asa y montura debidas a contactos faciales previos aumentaban la evidencia de que los impertinentes estaban del lado equivocado.

En la silla de Holmes se había sentado un hombre zarrapastroso, pero se sintió agradecido por la excusa que le daba para tener una visión más elevada del lugar. Se apoyó contra la pared y dio un sorbo a su bebida, esta vez más densa, mientras observaba cómo la figura enmascarada volvía a sentarse con el hombre de cara de comadreja. Los ojos del hombre siguieron alguna palabra del hombre enmascarado y un movimiento de los impertinentes. Cuidado con las pes y las qus, volvió a pensar Holmes, esta vez con triste diversión, mientras la otra mano de la figura enmascarada vaciaba un sobrecito de polvo en el vaso del hombre de cara de comadreja.

Holmes le entregó su vaso medio vacío al hombre zarrapastroso, que cogió el vaso medio lleno con una sonrisa abotargada, y, un instante después, estuvo en la mesa, cerrando la garra de hierro de su mano sobre la delgada muñeca, antes de que la figura enmascarada pudiera deshacerse del sobre de papel.

– Muy bien, Holmes -Moriarty soltó los impertinentes y empleó la mano libre para quitarse la máscara y la peluca. Una maligna sonrisa brilló en su cara-. Introduzca la idea del veneno en su mente con los versos de ciego: «Ladrando, busco el árbol Upas; perro ante su amo soy».

– El llamado «mortífero árbol Upas». Antiaris toxicaría, ord. Artocarpeae, árbol afín a la higuera, que tiene una secreción venenosa. La leyenda lo sitúa en el valle envenenado de Java, donde abunda el gas de ácido carbónico perjudicial para todo tipo de vida.

Moriarty prescindió del idiot savant.

– Holmes, debió fijarse más en sus propias pintas y cuartos, que en las de los parroquianos.

Holmes sabía demasiado bien que Moriarty decía la verdad. Intentó aguantar. Perdía visión rápidamente. Estaba debilitándose. Lanzó un jadeo de rabia y un suspiro de desesperación; sus rodillas cedieron bajo él, y cayó formando un montón inerte en el suelo.

– «Perro ante su amo» es una expresión referente a la marejada que hay en el mar antes de que estalle una tormenta.

Y el mar alzó la chalupa a peligrosa altura junto al bergantín. Sobre Holmes cayó un cubo de agua de mar, devolviéndole a la vida y haciendo que se diera cuenta de que estaba siendo reclutado a la fuerza como marinero. Una pesada bota le puso en pie de una patada, y unas manos le empujaron hacia una oscilante escalera de Jacob, aunque la deshilachada cuerda roja hacía que más bien fuese una escalera de Esaú.

– La tradición dice que Jacob usó una piedra roja como almohada cuando soñó con ángeles que subían y bajaban por una escalera que llegaba al cielo (Gen, 28. 11), y que los Tuatha De Danaan llevaron la piedra a Irlanda, dejándola en Tara como Lia Fáil, la Piedra del Destino. Sobre esta piedra se investía a los antiguos reyes irlandeses; Fergus se la llevó consigo a Argyll, en Escocia; después Kenneth MacAlpin, conquistador de los Pictos, se la llevó a Scone en el 843. En 1926, Eduardo I la llevó a Londres, donde, como Piedra de Scone, sostuvo la Silla de St. Edward sobre la que se sentaban nuestros monarcas para ser coronados.

No mires debajo de la emordinalapidaria Lia Fail. Concéntrate en lo crucial, no en lo trivial. Holmes miró a su alrededor mientras subía trabajosamente no al cielo gris sino a bordo del bergantín. Era esencial que fijara su rumbo.

Que casó al hombre harapiento y destrozado.

Produjo un busto de cera sobre un pedestal, pensó en un viejo traje de vestir. Una suave bala de revólver disparada con un rifle de aire comprimido le atravesó la cabeza, pero dejando bastante de los afilados rasgos como para reconocer el parecido con Holmes. Hecho. Bastaba con eso.

Unas gastadas volutas en la proa decían que estaba a bordo del Matilda. De mascarón y obenques colgaban algas con pequeñas ampollas semejantes a bayas como si la nave se hubiera visto atrapada en el mar de los Grazargos…

– Mar de los Sargazos. Situado aproximadamente entre 25° y 31° Norte y entre 40° y 70° Oeste. Es…

– Dije Grazargos. -Holmes no pensaba ceder ante el idiot savant. Este localizó una alusión.

– El Argos, barco en el que navegó Jasón en busca del vellocino de oro, tenía un mascarón de proa parlante tallado en un roble de la arboleda de Dodona, donde sacerdotes y sacerdotisas interpretaban lo que decía el rumor de las hojas.

El olor que traía la marea hizo que Holmes infiriera que estaban echando la corredera hacia el Norte, hacia el banco de arena situado en la desembocadura del Támesis. Un compañero abusón golpeó a Holmes por no hacer nada y le envió a restregar el puente con arena.

– Bajad al piloto -dijo el capitán, que parecía un hombre que pasaría los ojos de los peces con perlas.

El piloto bajó a la chalupa con una sonrisa de Moriarty. El viento había esperado a que la chalupa se alejara para llenar las velas y el bergantín se desplazó hacia el mar, hacia una noche tormentosa.

La noche no supuso ningún respiro para Holmes. Con un vil epíteto para el trabajo hecho por Holmes, el maestre le impuso otra labor.

– Dada la longitud de la nave y la altura del palo mayor, dígame la edad del gato del capitán.

– Tiernos años -respondió Holmes sin pensar.

El entrechocar de las rompientes salvó a Holmes de probar el gato. Todas las manos se apresuraron hacia las velas para impedir que el bergantín se desviara hacia los invisibles arrecifes.

Mientras estaban atareados, Holmes bajó al camarote del capitán sin que le vieran, encendió la lámpara y, a su oscilante luz, estudió el mapa Mercator que había en la mesa. Me embarco en un barco en el puerto que aquí ves / A medio camino de la línea de NN a EEE. Pero, ¿dónde trazar esa línea?

– «En mil cuatrocientos noventa y tres, el papa Alejandro dividió los mares.» El papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) trazó una línea para delimitar el terreno que españoles y portugueses tenían para tomar, saquear y esclavizar el Nuevo Mundo en nombre de Cristo.

Holmes cogió compases que en sus manos se convirtieron en cuernos. Sintió cómo Moriarty luchaba con él para que la mente del idiot savant pasara del embolado papal al del toro irlandés.

– Para ordeñar a un toro irlandés, había a bordo un irlandés furioso; intentó calmarse pensando: «Si sólo soy un pasajero».

Sin dejarse distraer, Holmes trazó una línea que iba de Dublín a Trípoli. De NN a EEE. La línea pasaba por Marsella, más o menos a medio camino.

Holmes cerró la mirilla y volvió al puente. Se arrastró hasta la rueda del timón y se agazapó en las sombras que proyectaba el fanal. Se cogió a un cabo cuando el Matilda cabeceó, agitándose a un lado y a otro. Una débil luz a proa respondía al viento, tambaleándose del mismo modo que el Matilda. El fanal de otro barco.

El capitán aulló al oído del timonel. El viento llevó sus palabras a Holmes.

– Hay mar de sobra mientras la nave siga a sotavento. Síguele.

La rueda del timón crujió y el bergantín tembló por el cambio de rumbo.

– ¡Dinos, mascarón, qué te dicen las inquietas olas! -berreó el capitán.

La piel de Holmes se erizó ante las enloquecidas expectativas del capitán, y se erizó más aún al oír la voz del mascarón. Parecía más la canción de una sirena, o un canto fúnebre, que un habla normal. Al menos no habló en una lengua conocida por Holmes.

El capitán rugió de risa y gritó al vigía, que le respondió con un grito ronco.

– ¡Es el Zorro!

El idiot savant aprovechó el pie.

– El Zorro. Una nave de 170 toneladas, fletada por lady Franklin, bajo el mando del capitán McClintock, con el fin de navegar hacia el Polo Norte para descubrir el destino de sir John Franklin y sus dos naves, el Erebus y el Terror. La tripulación del Zorro encontró, el 6 de mayo de 1859, un túmulo en el que había un documento donde se decía que sir John murió el 11 de junio de 1847, tras descubrir el pasaje al Noroeste que llevaba buscando tanto tiempo.

¿El Zorro? A Holmes no le gustaba el cariz que tomaba el asunto. Soy un pecio a la deriva, el regalo de las mareas / El dorso de mi mano presenta una herida, que no un corte. El ojo de la tormenta se abrió ante él y por él asomó tranquilamente una brillante constelación. Holmes no sabía nada de astronomía, pero el idiot savant reconoció las estrellas.

– Puppis, la proa del Argos, vista desde la latitud sur del caballo; las latitudes del caballo son regiones anticiclónicas situadas a unos 30" Norte y Sur, llamadas así porque los barcos que transportaban caballos a América y las Indias occidentales, cuando se veían inmovilizados por falta de viento, acababan echando a los animales por la borda, por falta de agua. Un anticiclón es…

– Basta.

El Matilda no se dirigía hacia el norte emulando al Zorro, sino al sur, y siguiendo una pista falsa. A su mente acudió la idea de «Plantar un faro»

– Plantar un faro. Un truco de saqueadores consistente en atar un fanal a un caballete y acortar una de sus patas de modo que al arrastrarse se balancee igual que un barco y pueda atraer a los barcos a la costa.

El ojo de la tormenta se cerró y las rompientes resonaron en los oídos de Holmes. Holmes se dirigió al capitán.

– ¡La linterna es un truco de saqueadores! ¡Desvíese!

El capitán apartó a Holmes con un juramento y gritó al maestre para que encadenase al marinero de agua dulce.

Que así sea. Dejaría que el capitán loco y toda su maldita tripulación se enfrentara a su destino. Holmes propinó al maestre un golpe baritsu que noqueó al bruto. Luego, cogió el cuchillo y el pasador del maestre. El pasador mantuvo alejados a los marineros poco voluntariosos que le azuzó el capitán, mientras empleaba el cuchillo para soltar un bote y dejarlo caer al mar. Holmes saltó sobre la borda con el cuchillo entre los dientes, cayó en el bote y se incorporó. Cuando se separaba del Matilda con un remo, empapado, temblando y preguntándose por dónde quedaría Marsella y cuán lejos, le pareció oír la risa de Moriarty. Holmes se quedó inmóvil. Algo blanco y húmedo cayó sobre él.

– Te han engañado -se dijo.

Pero incluso entonces se daba cuenta de que se equivocaba. La húmeda blancura era un trozo de tela desgarrado del mascarón.

Miró hacia arriba, horrorizado. El mascarón de proa no era una proa tallada sino una mujer viva atada al caperol.

Irene Adler.

Holmes se cogió a la cadena del ancla, ató el bote a la cadena, y subió por el pescante. Desde allí alcanzaba a cortar las ataduras de la mujer. Los ojos de ella estaban cerrados y estaba terriblemente fría e inmóvil, pero le pareció que respiraba. La bajó al bote, luego saltó él, a continuación, empujó para separarse del bergantín. Frotó nerviosamente las manos de la mujer, y la llamó por su nombre. Ella gimió cuando ya empezaba a perder las esperanzas, abrió los ojos, le reconoció y sonrió. Los relumbrones de los relámpagos le revelaron los dientes perfectos de una cantante: al expulsar el aire con fuerza había limpiado sus dientes de partículas de comida mucho mejor que el pájaro de un cocodrilo.

Pasaron la noche abrazados y despertaron para encontrarse solos en el mar y navegando a la deriva hacia una isla tropical. Una vez en la playa, encontraron árboles del pan y un riachuelo de agua fresca. Ella le tocó las heridas cuando él tocó las de ella. Allí podrían curarse mutuamente. Sería fácil olvidarse, no solo de Marsella (que, naturalmente, sólo era una pista falsa), sino del mundo.

Holmes miró a Irene a los ojos y se dio cuenta de que también ella lo deseaba.

No. Debía ser fuerte. Moriarty estaba utilizando las artes de Circe. Mientras Holmes retozaba en la fantasía, el mundo real seguía adelante, inexorable.

Holmes marcó el lugar con una imagen de sí mismo, Que besó a la doncella en afligido estado, entonces se apartó de Irene e invocó, Que despertó al sacerdote afeitado y tonsurado.

Y se encontró caminando torpemente sobre sus pies de mar junto al sacerdote con sobrepelliza, entrando en El Águila y pisando su oscilante suelo. Los parroquianos se habían ido, pero el hombre zarrapastroso roncaba en la silla de Holmes.

El cantinero sacó un reloj de oro de debajo de su mandil. Lo abrió y lo cerró de golpe.

– Es la hora, caballeros.

Holmes sintió un escalofrío de comprensión. El tiempo. El tiempo estaba detrás de todas las cosas. El tiempo estaba ante todas las cosas. El tiempo estaba en todas las cosas.

Que tenía un gallo que cantó cuando hubo alboreado. Holmes volvió a estar ante el gabinete. Volvió a atravesar la cortina y a enfrentarse a las dos puertas.

Tap.

Ahora no había error posible. El sonido provenía de la puerta que no había elegido.

Holmes giró el pomo de la puerta. Cerrada. Oyó un jadeo, y luego un ligero movimiento al otro lado. Se dispuso a derribar la puerta. Pero antes la fijaría.

Que ordeñó a la vaca del cuerno doblado.

Holmes convocó una vaca Ayrshire, con sus particulares cuernos largos y curva dos hacia afuera, hacia arriba y hacia atrás, y la hizo ciega de un ojo para explicar por qué el cuerno de ese lado había chocado con un pilar de piedra. El animal movió la cola para espantar una mosca.

El idiot savant intervino:

– «Cuatro espectadores rígidos, cuatro personajes irritados, dos mirones, dos truhanes, y una campana.»

Holmes miró la atareada cola de la vaca que se movía como el badajo de una campana. Estaba enviando un mensaje en morse.

– En el morse de señales, los movimientos a la derecha son puntos, los movimientos a la izquierda rayas, y los movimientos hacia delante son fin de palabra.

HUYE CUANTO ANTES. SE HA DESCUBIERTO TODO.

Era obra de Moriarty. Holmes no se movió. Mejor dicho, dio dos pasos hacia atrás, para lanzarse mejor contra la puerta.

Cuando se lanzó contra ella, divisó el tobillo de una mujer que desaparecía por una puerta en la pared del fondo. La puerta se cerró de un portazo y, a continuación, se oyó el ruido de una llave girando en la cerradura.

Holmes se encontró en un estudio, con estantes y más estantes llenos de carpetas cerradas con cintas rojas y un tembloroso escritorio de caobo. Corrección: caoba. El escritorio dejó de temblar. Sobre él había una máquina de escribir y un bolso de piel de cocodrilo. ¿Habría sido Irene Adler quien escribía en ella? Aunque no lo fuera, pertenecía a ese admirable tipo de mujer moderna que quiere alcanzar su independencia entrando en el mundo del trabajo haciendo de esa labor una profesión.

Porque era una profesional, a juzgar por la limpieza de lo tecleado en el papel que seguía en el rodillo de la máquina, sin tener que buscar las teclas lenta y trabajosamente para pulsarlas después. Había espaciado deliberadamente las pulsaciones para que los sonidos no parecieran los del mecanografiado. Era eso, o que la percepción de Holmes del tiempo estaba desincronizada.

Rápido o lento, el tiempo tenía un ahora. Ahora leyó el mensaje en la hoja de papel de la máquina.

CHAIN:INGOT::LINK:SPUR[CADENA:LINGOTE::ESLABÓN:ESPUELA], De momento, la relación desafiaba toda racionalización. Quitó el papel del carro. Había tres manchas pequeñas en la página como pequeñas huellas de pezuñas: zorro. El juego había empezado de verdad. Examinadas más de cerca, las manchas resultaron ser sorprendentemente regulares:

– “Soy el zorro Renard jugando a las tres en raya…” La clave del porquerizo, conocida también como la clave de los francmasones, sitúa las letras del alfabeto en compartimentos de una figura formada por dos líneas verticales atravesadas por dos líneas horizontales. De este modo:

Por lo que

es FOX [zorro].

Debía haber más papel en el escritorio, con manchas que correspondieran a otros mensajes. No, Moriarty procuraría enmarañarle en el descifrado. Holmes debía mirar a la luz.

Levantó el papel a la luz que se reflejaba débilmente en las losetas de mármol del techo. Buscó la marca de agua: era, apropiadamente, un faro.

– Ma Я co bien y tendré más; Siete veces, y siete veces cuatro.

Holmes reprendió mentalmente al idiot savant.

– Cuidado con las e Я es y las e Я es.

– R es la littera Canina, la letra del perro, debido a que representa el sonido del gruñido. Marcos 7:28 es «y ella respondió y dijo, sí, mi señor, pero los perros se comen las migajas de los niños que caen bajo la mesa». La Я es una letra rusa con un sonido semejante al de ya. Ma Я K es la palabra rusa que designa a un faro.

Holmes vio la luz.,

Hilera a hilera, fila a fila, / se mueven los cocodrilos en el bancal. Ante él se interpuso la visión de la larga fila de colegialas que salían de paseo.

– «Rápido Avanzan Al Vaivén Alumnas Inglesas Virginales». -Las blusas marineras de las colegialas adoptaron el color del arco iris a medida que el idiot savant hablaba-. «Es una regla mnemotécnica pura los colores del espectro: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo y violeta.»

No. Debía concentrarse en que tenía la piel amarillo verdosa. No es virgen.

Ella se echó a llorar. Holmes endureció su corazón y las chicas desaparecieron.

Eran lágrimas de cocodrilo. Dio la vuelta al papel y volvió a meterlo en la máquina. Tecleó seis Aes en una fila, desplazó el carro, tecleó seis Bes, desplazó el carro, y siguió hasta la Z. No se detuvo hasta escribir otros seis grupos de la A a la Z. Ahora la hoja de papel tenía escritos dos grupos de alfabetos de seis filas de letras cada uno. Sacó la hoja de la máquina. Rebuscó en el bolso y el escritorio, y encontró unas tijeras, goma y una hoja de cartón que reforzaba una resma de papel. Pegó la hoja mecanografiada al cartón y cortó los alfabetos de un extremo al otro y de arriba abajo, formando tiras delgadas. Luego, utilizando más cartón para reforzar, enmarcar y unir las tiras movedizas, hizo una regla en la que recortó una ventana de la altura de un alfabeto.

Dispuso las tres primeras columnas para que formaran palabras de tres letras en la línea superior que se veía en la ventana.

YES

ZFT

AGU

BHV

CIW

DJX

EKY

FLZ

GMA

HNB

IOC

JPD

KQE

LRF

MSG

NTH

OUI

PVJ

QWK

RXL

SYM

TZN

UAO

WBP

WOQ

XDR

El afortunado OUI le daba la razón en su búsqueda. Y cuando puso la ventana en CHAIN y LINK y encontró bajo ellas INGOT y SPUR, supo que no podía dar marcha atrás.

– «Estoy en un aprieto, estoy en la caja:

¿Quién buscaría allí un zorro?»

Hizo que en las tiras aparecieran JAMBOX (aprieto y caja, en inglés) en la ventana.

JAMBOX

KBNCPY

LCODQZ

MDPERA

NEQFSB

OFRGTC

PGSHUD

QHTIVE

RIUJWF

SJVKXG

TKWLYH

ULXMZI

VMYNAJ

WNZOBK

XOAPCL

YPBQDM

ZQCREN

ARDSFO

BSETGF

CTFUHQ

DUGVIR

EVHWJS

FWIXKT

GXJYLU

HYKZMV

IZLANW

¿DUGVIR?

– «Cuando Adán ahondó y Eva se echó,

¿Dónde estaba entonces el caballero?»

Pensaba en el paraíso perdido. En Irene y él en la isla tropical…

No. Un vistazo más. ¡Debía volver a intentarlo! ¡Arre!

REN

ARD

Ante esto, Moriarty habló mentalmente con su tono más didáctico.

– Ha sido muy hábil limitando a seis las tiras. Nada que supere las seis tiras de letras tiene muchas probabilidades de llegar a formar lo que yo llamo «una frase semántica». Lo óptimo es la tira de tres letras. Puedo darle la fórmula… Log. de Z ra… -Se interrumpió-. Es algo relacionado con las leyes de la entropía, así que le ahorraré a sus células grises el esfuerzo y el agotamiento.

Moriarty estaba mostrándose vulgar pese a toda su sutileza, y estaba irritado pese a todo su autodominio.

La opinión de Holmes no perturbó al profesor.

– ¿Qué posibilidad hay de generar «palabras» en este universo de letras en que estamos? Cojamos la palabra AND y sus permutaciones:

NAD AND ADN DAN DNA NDA ERH ORB HER KUH RUE ROB

»Éste es el despliegue con más sentido que he conseguido… y para ello he tenido que bucear en el chino y el alemán, con un añadido del francés. Pero, a medida que seguimos avanzando y enriquecemos nuestro habla, más y más huecos aparecen en él No debemos elaborar en exceso la argumentación, y en este fenómeno de la regla deslizante podemos ver la forma en que funciona nuestro universo, nuestras conexiones fortuitas, nuestras constelaciones accidentales, y ahora nuestras conexiones conscientes. Unas criaturas pensantes de otro mundo descubrirían otras relaciones con sentido, encontrarían otros azares. Al principio fue el verbo, la palabra (de hecho podemos decir que todo empezó cuando se pronunció la primera palabra), o sea, crear sentido del ruido, el que naciera vida de la no-vida.

Holmes sólo prestaba atención a medias. Debía fijar este momento, este lugar. Que coceó al perro. Convocó una criatura fosforescente y negra como el carbón, mitad sabueso, mitad mastín, sentada con una oreja curiosamente levantada hacia un gramófono.

Mentalmente sordo a Moriarty, Holmes encontró con su regla los variados ingredientes que componían la pintada de la base del monumento dedicado al Gran Fuego.

MAE HEAR: RUM TERRA COIN. GO COD POE UP. MAX FERO.

Al final, el azaroso mensaje decía:

GUY dawn TO GREENWICH WE SET FEU TO THE BANK. [Guy al alba de Greenwich prenderemos fuego al banco.]

La mente de Holmes se quedó helada. En el mundo real debían ser casi las dos de la mañana del día de Guy Fawkes.

– «Recordar por favor el cinco de noviembre,

día de la traición y la conspiración de la pólvora;

no conozco razón alguna,

por la que aquella conspiración

debería llegar a olvidarse.»

A las dos de la madrugada del 5 de noviembre, el papismo, en la forma de Guy Fawkes, se dispuso a prender fuego a 36 barriles de pólvora metidos a escondidas en la bodega del Parlamento para matar a Jaime I y todos los miembros del parlamento, pero le cogieron a tiempo.

Moriarty planeaba hacer estallar el Banco de Inglaterra en el aniversario de aquel loco. ¿Cuánto dinero esperarían obtener sus cómplices en las humeantes ruinas y llevarse luego en la confusión reinante? Sería mucho más fácil y sencillo, y más provechoso, llevar algo al banco en vez de llevarse los billetes o el oro. Moriarty no debía pensar en llevarse algo sino en dejar algo. No quería ratear letras de cambio sino introducirlas subrepticiamente. Mezclar registros falsos de cuentas entre los restos de archivos y documentos chamuscados, para que pudieran rescatarse con los demás y ser luego satisfechos cuando Moriarty y los suyos se presentasen a cobrar.

Fija esta solución. Que preocupaba al gato. Holmes deseaba convocar a un gato único. Notó por primera vez, con cierta alarma, toda la fuerza del intelecto de Moriarty trabajando contra él. La imagen se desvaneció en cuanto Holmes la formó. Lo único que Holmes consiguió conjurar, logrando que se quedara en su sitio, fue la sonrisa del gato de Cheshire. Luchó para reforzarlo con asociaciones. La sonrisa Cheshire del tiempo. La gravedad es leve para el gatillo conforma aérea. «Gatillo» percutor de un arma… La sonrisa acabó siendo tanto la de Moriarty como la del gato, pero tendría que valer.

Holmes retrocedió hasta que ordeñó a la vaca con el cuerno doblado y volvió a estar ante la puerta rota del estudio. No prestó atención a las señales que veía agitarse por el rabillo del ojo.

Volvió a entrar en la habitación y fue hasta la puerta cerrada de la pared del fondo. Antes de cruzar la puerta, desenrolló el ovillo. Que mató al ratón. Holmes convocó a la rata gigante de Sumatra. Hasta Moriarty se abstuvo de interferir en esta terrible imagen.

Entró en un pasillo que le ofreció dos puertas más. Un letrero con flecha que apuntaba a la puerta más cercana decía: A LA SALIDA. Holmes sonrió sagazmente para sí. Los primos americanos sabían que no existía un animal semejante. Eran como el Robin Hood de Bamum. Se dirigió a la puerta más lejana. El pomo cedió, pero antes de entregarse del todo a esa opción, volvió a desenrollar la madeja. Que se comió la cebada.

La puerta daba a una alacena vacía. Pero, debía ser el sitio indicado. Aquí había habido cebada. La rata gigante de Sumatra, o alguna otra rata, había hecho un agujero en el saco de cebada. Un ladrón se había llevado el saco, dejando tras sí un rastro de cebada derramada, semejante al rastro de pólvora de Guy Fawkes. El rastro llevaba a una ventana abierta. Holmes se asomó por ella y vio el rastro de cebada alejándose.

Subió a la ventana y siguió los granos en parte germinados y en parte secos por una calle empedrada hasta una puerta flanqueada por rosales. Una mirada a través del cristal de la puerta le mostró el interior de un pub. Esta debía ser su marca final.

Que estaba en la casa que Jack construyó. Holmes convocó un cartel de pub donde se veía una botella inclinada de licor de malta con cara y extremidades. Sir John Barleycorn. Holmes estampó letras en el cartel.

ALEGRÍA

SALUD

El pub en sí no era más que una imitación, un mero decorado, como el de la taberna cerca de Newgate que salía en la Ópera del Mendigo de John Gay (¿no había interpretado Irene el papel de Polly Peachum?), y parecía vacío y a oscuras. Llamó, pero no acudió nadie a abrir la puerta. Gritó, pero nadie le respondió. Estaba buscando la llave en los aleros o en la tierra entre los rosales cuando alguien le habló.

– Hola, señor Holmes.

Había oído antes esa voz.

DEJAVU

JED

UVA

Aunque no podía verla en persona, podía verla como era de verdad. Irene Atila Su mente entró en contacto con la de ella. Fueron una.

Sabían que no tenían mucho tiempo. Holmes debía encontrar el camino de vuelta para impedir que hicieran explotar el Banco. Se separaron de momento.

Esta es la casa que Jack construyó.

Esta es la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es la ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Ésta es la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Ésta es la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el hombre harapiento y destrozado que besó a la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el sacerdote afeitado y tonsurado que casó al hombre harapiento y destrozado que besó a la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el…

El hilo se había roto.

El gallo que cantó cuando hubo alboreado no aparecía. El mundo era blancura bajo un cielo blanco. Ante él sólo pasó una cosa: un zorro rojo con grasa y plumas oscuras en la barbilla. A continuación, se desvaneció en la blancura con una sonrisa de Moriarty.

La blancura se comunicó con Holmes. El miró a su alrededor. No parecía haber ninguna parte a la que ir y no parecía haber ninguna parte en la que quedarse.

Pero tenía que actuar. Si no lo hacía, dejaría de existir.

Holmes alargó la mano como si estuviera en otra dimensión. Su mano se cerró sobre algo envuelto y metido en el bolsillo de alguien. Por el tacto supo que era un huevo duro con sal y envuelto en una servilleta.

Se descubrió llamando:

– Doctor Watson, venga aquí. Le necesito.

IV

Me pareció oír una voz familiar llamándome. No pude moverme para obedecerla.

La voz volvió a llamarme, y esta vez supe que era Holmes y que me hablaba en mi mente.

Intenté responder del mismo modo.

– ¡Holmes! ¿Qué está pasando?

– No hay tiempo de explicaciones. ¿Puede sacamos de aquí?

– ¿Dónde es aquí?

– El 421/2 de Threadneedle Street. En un cuarto del sótano.

Entonces recordé el golpe en la cabeza. Mi cabeza me latió ante el recuerdo. Si hubiera estado en pie y con posibilidad de ver, me habría girado en redondo para enfrentarme a mi atacante con los puños dispuestos para el combate, según las reglas del Marqués de Queensbury. Póngase en su marca o vaya contando. Dos Monteros Cazan Venados Blancos.

– ¿Qué diablos significa eso, Watson?

– Es una regla mnemotécnica para los rangos nobiliarios. Duque, Marqués, Conde, Vizconde, Barón.

– ¡Cielos, Watson, no me diga que usted es el idiot savant!

– ¿El qué?

– No hay tiempo. No hay tiempo. Estamos atrapados en un laberinto mental. ¿Conoce usted una forma de salir?

Pues claro que la conocía. ¿Acaso no lo había estudiado? El poeta griego Simónides (500 A.C.) inventó las reglas mnemotécnicas, o asociaciones locales, basándolas en un mapa mental de una casa o una habitación. Elegí el salón del 221 B de Baker Street. Localicé lenguajes y significados de palabras en la correspondencia sin contestar atravesada por un cuchillo en el mismo centro de la repisa de madera. Relacionaba los asuntos militares con el retrato del General Gordon, los asuntos religiosos con el del reverendo Henry Ward Beecher, los asuntos musicales con el estuche de violín, siguiendo así con lodo el resto.

Al parecer, Holmes lo entendió porque me habló con urgencia en la voz.

– Entonces vuelva a la consciencia, viejo amigo, y libérenos a todos.

Eché un vistazo rápido a la sala de estar y abrí la puerta que daba a las escaleras. Me encontré sujeto por unas sábanas, pero encogí el estómago para obtener cierta holgura y pude sacar los brazos retorciéndome y removiéndome. Entonces pude quitarme un monstruoso casco de la cabeza, aunque eso supuso tener que soltar algunos cables que habían estado sujetos a mi cuero cabelludo. Me senté y miré a mi alrededor.

Estaba en una húmeda habitación donde había cuatro camas. Supe que Holmes era quien estaba en una de ellas, aunque el casco no me permitía verle la cabeza. Una mujer, también con casco, estaba en otra cama. Yo estaba en la tercera cama. La cuarta cama estaba vacía, a excepción de un casco sin usar. Unos cables conectaban los cascos unos a otros y a una pila voltaica.

– ¡Deprisa, Watson! -La voz ya no era la voz mental, sino un seco croar, apenas más fuerte que un susurro, y provenía de los labios de Holmes.

Columpié los pies hasta posarlos en el suelo, me puse en pie, y caminé, casi ebriamente, hasta donde estaba Holmes. No estaba atado, pero resultaba evidente que su casco, o las sensaciones de las que el casco era culpable, era el responsable de su inmovilidad. Le solté el casco torpemente y lo aparté arrancando varios cables con el

Holmes abrió los ojos. Nunca le había visto tan fuera de sí. Sus ojos se clavaron en la cuarta cama.

– ¡Moriarty se ha ido! -Su mirada se clavó en la mía-. ¡La hora, Watson, la hora!

Busqué apresuradamente mi reloj.

– Las dos menos cinco, aunque no sé si de la tarde o de la noche.

– ¡Cinco minutos! ¡Tengo cinco minutos para encontrar y desactivar la bomba!

Parecía desprovisto de energías, pero hizo un esfuerzo para sentarse.

Intenté impedirle que se levantara tan pronto, pero me apartó y se puso en pie sin ayuda.

– Atienda a la mujer -dijo señalando a su espalda mientras salía de la habitación tambaleándose.

Fui a atender a la mujer. Seguía estando bajo los efectos del somnífero. Era mejor así. Pobre señora Hudson.

Pobre Holmes, también. Las sábanas de la cuarta cama estaban lisas, sin marca alguna de una forma humana, y desprovistas de calor humano. En las Cataratas de Reichenbach se había enfrentado consigo mismo, había hecho las paces consigo mismo, o, al menos, había sumergido a Moriarty en los más profundos abismos de su mente. Y allí había permanecido Moriarty enterrado, hasta hacía poco, cuando el Moriarty que había en Holmes salió a la superficie para volver a enfrentarse a él una vez más por la posesión de su alma.

Holmes no tenía ningún oponente digno de él, ningún rival para su persona salvo su propia persona. Como había dicho Holmes en «Un Caso de Identidad»: «El que los dos hombres nunca estuvieran juntos, pero que uno apareciera siempre que el otro no estaba presente, resultaba muy sugerente». Y desde «La Aventura de los Planos de Bruce Partington», en que Holmes dijo: «Es una suerte para esta comunidad el que yo no sea un criminal», yo había estado preparándome subconscientemente para lo que había acabado sucediendo.

EL CASO DEL DOCTOR – Stephen King

Creo que sólo hubo una ocasión en la que yo resolviese un crimen antes que mí escasamente imaginativo amigo Sherlock Holmes. Digo creo porque mi memoria empezó a volverse borrosa por los bordes cuando alcancé mi novena década, y ahora que me acerco a la centena, toda ella se ha vuelto decididamente nebulosa. Puede que hubiera otra ocasión, pero no recuerdo si la hubo.

Dudo que alguna vez pueda llegar a olvidar este caso en particular por muy oscuros que puedan volverse mis pensamientos y recuerdos, pero sospecho que no me queda mucho tiempo para seguir escribiendo, así que pensé que debía pasarlo al papel. Dios sabe que ya no puede humillar a Holmes, pues hace ya cuarenta años que está en la tumba. Creo que es tiempo suficiente para haber dejado la historia sin contar. Ni siquiera Lestrade, que solía emplear a menudo a Holmes, aunque nunca sintió especial apego por él, rompió el silencio sobre el caso de lord Hull, aunque, considerando las circunstancias, difícilmente podría haberlo hecho. E incluso dudo que lo hubiera hecho si las circunstancias hubieran sido diferentes. Holmes y él podrían sentir una mutua enemistad, pero Lestrade sentía un respeto peculiar por mi amigo.

¿Por qué lo recuerdo tan claramente? Porque el caso que resolví, y, según creo, el único que yo resolví durante mi larga asociación con Holmes, fue precisamente aquel que Holmes deseaba resolver más que ningún otro.

Hacía una tarde húmeda y deprimente y el reloj acababa de dar la una y media. Holmes estaba sentado junto a la ventana, sosteniendo su violín pero no tocándolo, mirando en silencio a la lluvia. Había ocasiones, sobre todo cuando había dejado atrás sus días de cocainómano, en que Holmes podía ponerse taciturno hasta la displicencia cuando los cielos permanecían insistentemente grises durante una semana o más. y aquel día debía sentirse decepcionado, ya que el barómetro había estado subiendo desde la noche anterior y había predicho confiadamente que, como mucho, el cielo habría despejado para las diez de la mañana. Sin embargo, la bruma que flotaba en el aire cuando desperté se había espesado hasta convertirse en una lluvia continua. Y si había algo que pudiera volverle más taciturno que los largos periodos de lluvia, era el equivocarse.

Se levantó bruscamente, hizo sonar el violín tirando con una uña de una cuerda y sonrió sardónicamente.

– ¡Watson! ¡Fíjese en esa imagen! ¡El sabueso más mojado que habrá visto en su vida!

Era Lestrade, por supuesto, sentado en la trasera de un coche descubierto, con el agua chorreando por entre sus ojos ferozmente inquisitivos. Bajó del coche apenas se detuvo, tirándole una moneda al conductor y dirigiéndose ¡1 continuación hacia el 221B de Baker Street. Iba tan deprisa que pensé que se daría de bruces contra nuestra puerta.

Oí a la señora Hudson quejándose sobre su estado decididamente húmedo y el efecto que tendría en las alfombras tanto de abajo como de arriba. Entonces, Holmes, que puede hacer que Lestrade parezca una tortuga cuando la urgencia le mueve, se asomó a nuestra puerta y gritó hacia abajo.

– Déjele subir, señora Hudson. Pondré un periódico bajo sus botas si se queda mucho tiempo, pero me parece que…

Lestrade ya estaba subiendo las escaleras, dejando que la señora Hudson le reconviniera desde abajo. Estaba acalorado, sus ojos despedían chispas y enseñaba los dientes, decididamente amarilleados por el tabaco, formando una sonrisa lobuna.

– ¡Inspector Lestrade! -exclamó Holmes jovialmente-. ¿Qué le trae por aquí con semejante…?

No fue más allá. Lestrade le interrumpió, jadeante por la subida.

– Creo que los gitanos dicen que los deseos los concede el diablo. Ahora lo creo. Venga cuanto antes si quiere echar un vistazo, Holmes; el cadáver está fresco y los sospechosos en el banquillo.

– ¿De qué se trata?

– De aquello que, en su orgullo, le he oído desear un centenar de veces o más, mi querido amigo. ¡El crimen perfecto en una habitación cerrada!

Ahora eran los ojos de Holmes los que echaban chispas.

– ¿De verdad? ¿Lo dice en serio?

– ¿Acaso me habría arriesgado a coger una pulmonía viniendo hasta aquí en un coche descubierto si no lo estuviera?

Entonces, en la única vez que le oí decirlo (pese a las incontables veces que se le ha atribuido la frase), Holmes se volvió hacia mí y gritó:

– ¡Vamos, Watson! ¡Empieza el juego!

Mientras íbamos de camino a la casa de lord Hull, Lestrade comentó amargamente que Holmes también tenía la suerte del diablo, ya que, aunque Lestrade había pedido al conductor que le esperara y éste se había ido, apenas salimos de nuestros aposentos apareció tranquilamente calle abajo esa exquisita rareza que es un coche de punto desocupado en medio de lo que se había convertido en una lluvia torrencial. Subimos a él y enseguida nos pusimos en camino. Holmes se sentó en el lado de la izquierda, como siempre, con sus ojos examinando incansables lo que le rodeaba, catalogando todo lo que veía, aunque aquel día hubiese muy poco que ver… o, al menos, eso le habría parecido a la gente como yo. No tengo ninguna duda de que cada esquina de calle vacía y cada tienda bañada por la lluvia le decía mucho a Holmes.

Lestrade dirigió al conductor hacia lo que parecía una dirección elegante de Saville Row, y luego preguntó a Holmes si conocía a lord Hull.

– He oído hablar de él -dijo Holmes-, pero nunca tuve la suerte de conocerle. Y ahora parece que nunca la tendré. Naviero, ¿verdad?

– Era naviero, sí, pero tenía la mejor suerte del mundo. Según los que le conocieron (incluyendo a las personas que le eran más próximas y… ¡ejem!… queridas), lord Hull era una persona completamente detestable, y tan molesto como el rompecabezas de un cuento para niños. Al final de su vida se portaba de forma detestable y molesta por el mero hecho de portarse así. El caso es que, a cosa de la una del mediodía, hace… -sacó su grueso reloj de bolsillo-… dos horas y cuarenta minutos, alguien le clavó una daga en la espalda cuando estaba sentado en su estudio, con su testamento en el secante situado ante él.

– Así que -dijo Holmes pensativo, encendiendo la pipa-, usted cree que el estudio de este desagradable lord Hull es la habitación completamente cerrada que llevo esperando toda mi vida, ¿no es así?

Sus ojos miraron con escepticismo a través de la ascendiente vaharada de humo azul.

– Creo que así es -dijo Lestrade con calma.

– Watson y yo ya hemos cavado en pozos parecidos y todavía no hemos encontrado agua -dijo Holmes, y me miró antes de volver a su incesante catalogación de las calles por las que pasábamos-. ¿Se acuerda de la «Banda de Lunares», Watson?

No necesitaba responderle. En ese asunto también hubo una habitación cerrada, cierto, pero también había en ella un tubo de ventilación, una serpiente llena de veneno, y un asesino lo bastante malvado como para permitir que la una entrara en la otra. Fue algo diabólico, pero Holmes comprendió la situación en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Cuáles son los hechos, inspector? -preguntó Holmes.

Lestrade empezó a enumerárnoslos con el tono cortante de los policías entrenados. Lord Albert Hull había sido un tirano en los negocios y un déspota en casa. Su esposa era una mosquita aterrorizada. El hecho de que le hubiera dado tres hijos no parecía haber dulcificado en nada sus sentimientos hacia ella. Ella se había mostrado reticente a hablar de sus relaciones sociales, pero sus hijos no tenían esa reserva: su padre, dijeron, no perdía una oportunidad para meterse con ella, criticarla, o burlarse a su costa… todo esto cuando estaban en presencia de alguien. Cuando estaban solos, prácticamente la ignoraba. Y, a veces, la pegaba, añadió Lestrade.

– El mayor, William, me dijo que ella siempre contaba la misma historia cuando acudía a la mesa con un ojo hinchado o un moratón en la cara: que había olvidado ponerse las gafas y se había dado contra una puerta. «A veces se daba contra una puerta hasta una y dos veces por semana», me dijo William. «No sabía que teníamos tantas puertas en casa».

– ¡Hmmm! ¡Un individuo muy jovial!-dijo Holmes-. ¿Y los hijos nunca intervinieron?

– Ella no lo habría permitido -dijo Lestrade.

– De locos -comenté-. Un hombre que pega a su mujer es una abominación, y una mujer que lo permite es una abominación y una incertidumbre.

– Pero había un método en su locura -dijo Lestrade-. Aunque uno no lo diría al verla, era veinte años más joven que Hull. Él siempre había sido un gran bebedor y un campeón a la hora de comer. A los sesenta años, hace cinco años, contrajo gola y una angina.

– Esperaban a que terminara la tormenta para luego disfrutar del sol -remarcó Holmes.

– Sí -dijo Lestrade-. Se aseguró de que conocieran su fortuna y lo que había previsto en su testamento. Eran poco más que esclavos…

– …y el testamento era como un contrato -murmuró Holmes.

– Exacto. En el momento de su muerte, su valor ascendía a trescientas mil libras. Nunca les pidió que aceptaran su palabra en esto; hacía que su jefe contable pasara por la casa cada quincena a detallarles el balance de la Naviera Hull… aunque sujetaba con firmeza las riendas monetarias.

– ¡Diabólico! -exclamé, pensando en la crueldad de los chicos que a veces se ven en Eastcheap o Piccadilly, chicos que a veces le enseñan un dulce a un perro hambriento para verle agitarse… y luego se lo comen ellos. Unos momentos después descubriría que la comparación era mucho más adecuada de lo que creía.

– A su muerte, lady Rebecca Hull recibiría ciento cincuenta mil libras. William, el mayor, recibiría cincuenta mil; Jory, el segundo, cuarenta mil; y Stephen, el más joven, treinta mil.

– ¿Y las otras treinta mil? -pregunté.

– Siete mil quinientas se van, divididas entre dos, a un hermano que vive en Gales y a una tía que tiene en Britany (ni un centavo para los parientes de ella), cinco mil en diversas donaciones a los sirvientes de la casa de la ciudad y de la finca del campo, y (esto le gustará, Holmes) diez mil libras al Hogar para Gatos Abandonados de la señora Hemphill.

– ¡Está bromeando! -exclamé, pero si Lestrade esperaba una reacción semejante por parte de Holmes, se vio decepcionado. Holmes se limitó a volver a encender su pipa y asentir como si esperase aquello, o algo semejante-. Con la cantidad de bebés que se mueren de hambre en el East End y de huérfanos sin hogar que pierden todos los dientes al cumplir los diez años por trabajar en las fábricas de azufre, va este individuo y le deja diez mil libras a… ¿a un motel para gatos?

– He querido decir exactamente eso -dijo Lestrade, complacido-. Y lo que es más, habría dejado veintisiete veces esa cantidad a los Gatos Abandonados de la señora Hemphill de no ser por lo que sucedió esta mañana, y por quien cometió el crimen.

No pude hacer otra cosa más que quedarme con la boca abierta e intentar multiplicar mentalmente. Mientras yo llegaba a la conclusión de que lord Hull pretendía desheredar tanto a su mujer como a sus hijos en beneficio de un orfanato para felinos, Holmes miraba agriamente a Lestrade y le decía algo que me pareció completamente non sequitur.

– Estornudaré, ¿verdad?

Lestrade sonrió. Era una sonrisa de enorme dulzura.

– Oh, sí, mi querido Holmes. Me temo que estornudará mucho y con intensidad.

Holmes cogió su pipa, que acababa de alcanzar el punto justo de su plena satisfacción (podía adivinarlo por la forma en que se echaba ligeramente hacia atrás en su asiento), la miró un momento, y luego la sacó a la lluvia. Contemplé, más atónito que nunca, cómo la vaciaba de húmedo y humeante tabaco. Si me hubieran dicho en ese momento que sería yo quien resolvería aquel caso, creo que habría sido lo bastante mal educado como para reírme en su cara. En aquel momento ni siquiera sabía en qué consistía el caso, aparte del hecho de que alguien (que cada vez se parecía más a la clase de personas que se merecen estar en el palio de Buckingham Palace para recibir una medalla en lugar de en Old Bailey esperando sentencia) había matado a este despreciable lord Hull antes de que pudiera dejar lo que legítimamente era de su familia a una manada de gatos callejeros.

– ¿Cuántos? -preguntó Holmes.

– Diez -dijo Lestrade.

– Sospechaba que era algo más que esta habitación cerrada suya lo que le traía en un coche descubierto en un día tan húmedo -dijo Holmes con amargura.

– Sospeche lo que quiera -dijo Lestrade alegremente-. Yo debo proseguir, pero puedo dejarle aquí, junto con el buen doctor, si así lo prefiere.

– No importa -repuso Holmes-. ¿Cuándo supo que iba a morir?

– ¿Morir? -dije-. ¿Cómo puede saber que…?

– Es obvio, Watson. Le divertía tenerlos esclavizados mediante su testamento. -Miró a Lestrade-. No tenía ningún acuerdo crediticio, supongo.

Lestrade negó con la cabeza.

– ¿Ni vinculaciones de otra clase?

– Nada.

– ¡Extraordinario! -dije.

– Quería que comprendieran que todo sería de ellos cuando él tuviera la cortesía de morir, Watson -dijo Holmes-, pero nunca tuvo intención de que lo recibieran Se daba cuenta de que estaba muriéndose. Esperó… y entonces les convocó esta mañana Esta mañana, ¿no, inspector?

Lestrade asintió.

– Sí. Les convocó esta mañana y les dijo que había redactado un nuevo testamento donde los desheredaba a todos ellos… excepto a los sirvientes y a los parientes lejanos supongo.

Abrí la boca para hablar, sólo para descubrir que me sentía demasiado ultrajado para decir algo. La imagen que seguía acudiendo a mi mente era la de esos chicos crueles que hacían saltar a los chuchos hambrientos del East End con un trozo de cerdo o un pedazo de la costra de un pastel de carne. Debo añadir que nunca se me ocurrió preguntar si no podría impugnarse un testamento semejante. En la actualidad un hombre tendría que esforzarse mucho para desairar a sus parientes próximos en favor de un hotel para gatos, pero en 1899, la última voluntad de un hombre era la última voluntad de un hombre, y, a no ser que pudiera probarse que había dado muchas muestras de locura, no de excentricidad, sino de clara locura, la ultima voluntad de un hombre, al igual que la de Dios, se cumplía.

– ¿Este nuevo testamento estaba autentificado? -preguntó Holmes, poniendo de inmediato el dedo en un posible agujero de aquel repugnante plan.

– Desde luego -replicó Lestrade-. El abogado de lord Hull y uno de sus ayudantes acudieron ayer a la casa y fueron conducidos a su estudio. Permanecieron en él durante quince minutos. Stephen Hull dice que el abogado elevo la voz en una ocasión para protestar por algo, no supo decirme por qué, y fue silenciado por Hull. Jory, el tercer hijo, estaba en el piso superior, pintando, y lady Hull hablaba por teléfono con un amigo, pero tanto Stephen como William les vieron entrar y salir, William dijo que cuando el abogado y su ayudante se fueron, lo hicieron con la cabeza baja, y aunque William se dirigió a ellos, preguntando al señor Barnes, el abogado, si se encontraba bien, e hizo algún comentario sociable sobre la persistente lluvia, Barnes no le respondió y el ayudante pareció apartar la cara. Era como si estuvieran avergonzados, dijo William.

Bueno, ahí estaba la autentificación. Un aplauso para ese agujero, pensé.

– Ya que estamos en ello, hábleme de los muchachos -dijo Holmes, uniendo sus delgados dedos.

– Como quiera. No hace falta decir que el odio que sentían hacia su padre sólo se veía superado por el desprecio sin barreras que les tenía su padre… aunque la razón de que siguiera despreciando a Stephen es… bueno, no importa. Contaré las cosas por orden.

– Qué amable por su parte, inspector Lestrade -dijo Holmes secamente.

– William tiene treinta y seis años. Si su padre le hubiera dado alguna clase de asignación, supongo que la habría gastado apostando. Como tenía poco o nada, daba largos paseos de día, yendo a las cafeterías de noche, o, cuando tenía un poco más de dinero en el bolsillo, a un casino, donde lo perdería rápidamente jugando a las cartas. No es un hombre agradable, Holmes. Un hombre que no tiene ni finalidad, ni talento, ni hobby ni ambición alguna (salvo la de sobrevivir a su padre), difícilmente sería un hombre agradable. Cuando hablaba con él tuve la extraña idea de que estaba interrogando a una vasija vacía sobre la que se había estampado ligeramente el rostro de lord Hull.

– Una vasija que espera llenarse con el dinero de su padre -comentó Holmes.

– Jory es punto y aparte. Hull se reservaba la mayor parte de su desprecio para Jory, llamándole desde su más tierna infancia con apodos tan atractivos como «cara- pez», «patas de barrilete» o «vientre de comadreja». Desgraciadamente, no es muy difícil comprender esos apodos. Jory Hull no supera los cinco pies de altura, si es que llega a ellos, tiene las piernas arqueadas, es cheposo y posee un semblante notablemente feo. Se parece un poco a ese poeta, el marica.

– ¿Oscar Wilde? -pregunté yo.

Holmes me dirigió una breve mirada de diversión.

– Creo que Lestrade se refiere a Algernon Swinburne -dijo-. El cual creo que es tan marica como usted, Watson.

– Jory Hull nació muerto -dijo Lestrade-. Tras permanecer inmóvil y azul durante todo un minuto, el médico le declaró muerto y tapó su cuerpo informe con una servilleta de papel. Lady Hull, en un arrebato heroico, se incorporó, le quitó la servilleta y mojó las piernas del bebé en el agua caliente que habían llevado para el parto. El bebé empezó a agitarse y a berrear.

Lestrade sonrió y encendió un cigarrillo con una cerilla seguramente hecha por uno de los golfillos en los que había estado pensando.

– El propio Hull, siempre magnánimo, culpaba de sus piernas arqueadas a esta inmersión en agua.

El único comentario de Holmes sobre esta extraordinaria historia (y bastante sospechosa para mi mente de médico) fue el de inferir que Lestrade había conseguido una gran cantidad de información de sus sospechosos en un corto periodo de tiempo.

– Es un aspecto del caso que pensé que le resultaría atractivo, mi querido Holmes -dijo Lestrade cuando entramos en Rollen Row con un giro y una salpicadura-. No necesitan que se les fuerce a hablar; más bien hay que obligarles a callar, han permanecido en silencio demasiado tiempo. Y además está el hecho de la desaparición del nuevo testamento, lie descubierto que el alivio suelta las lenguas más allá de toda mesura.

– ¡Desaparecido! -exclamé, pero Holmes no hizo caso. Preguntó a Lestrade sobre este segundo hijo deforme.

– Por muy feo que sea, creo que si su padre le vituperaba continuamente era porque…

– Porque Jory era el único hijo que no necesitaba depender del dinero de su padre para abrirse camino en el mundo -dijo Holmes, deferente.

– ¡El diablo me valga! ¿Cómo ha sabido eso? -se sobresaltó Lestrade.

– Calificar a un hombre por defectos que todos pueden ver es el acto de un hombre asustado, además de ser alguien vengativo-dijo Holmes-. ¿Qué llave tenía para salir de la celda?

– Como ya le he dicho, pinta -dijo Lestrade.

– ¡Ah!

Jory Hull era, como luego probaron los lienzos que había en los salones de la casa Hull, un pintor muy bueno. No quisiera dar a entender que era un gran pintor, pero los retratos que tenía de su madre y sus hermanos eran lo bastante fieles como para que, años después, cuando vi por primera vez fotos en color, mi mente retrocediera a aquella lluviosa tarde de noviembre de 1899. Y el que tenía de su padre, y que nos mostró después… Puede que Jory se pareciera a Algernon Swinburne, pero su padre, al menos visto a través del ojo y la mano de Jory, me recordaba a un personaje de Oscar Wilde, ese roué casi inmortal de Dorian Gray.

Sus lienzos requerían un trabajo largo y lento, pero era capaz de dibujar con tal rapidez que podía volver una tarde de sábado de hacer retratos en Hyde Park con cuarenta libras en el bolsillo.

– Apuesto a que su padre disfrutaba con esto-dijo Holmes. Buscó inconscientemente su pipa y la devolvió donde estaba-. Su hijo, un par del reino, haciendo retratos a acaudalados turistas americanos y a sus novias como un bohemio francés.

– Le ponía furioso -dijo Lestrade-, pero Jory no renunció a su puesto en Hyde Park… al menos, no hasta que su padre aceptó pasarle una asignación de treinta y cinco libras semanales. Lo consideraba un vil chantaje.

– Mi corazón sangra por él -dije.

– Igual que el mío, Watson -dijo Holmes-. El tercer hijo, Lestrade… Creo que ya hemos llegado a la casa.

Como había dicho Lestrade, seguramente era Stephen Hull quien tenía más motivos para odiar a su padre. A medida que empeoraba su gota y se le nublaba más la cabeza, lord Hull iba pasándole más y más asuntos de la compañía a Stephen, que sólo tenía veintiocho años cuando murió su padre. Las responsabilidades recayeron entonces en Stephen, al igual que la culpa si su última decisión resultaba ser errónea… no recibiendo ninguna ganancia financiera si decidía correctamente.

Al ser el único de sus tres hijos que tenía algún interés en el negocio que había fundado, lord Hull debería haber mirado a su hijo con aprobación. Al ser un hijo que mantenía próspero el negocio de su padre cuando podía haber naufragado por los cada vez mayores problemas físicos y mentales de lord Hull (y todo esto siendo tan sólo un joven) debería haber sido considerado además con amor y gratitud. Sin embargo,

Stephen fue recompensado por su padre con sospechas, celos y la creencia, manifestada cada vez más a menudo, de que su hijo «robaría los peniques de los ojos de un muerto».

– ¡El muy b____________________o! -grité, incapaz de contenerme.

– Salvó el negocio y la fortuna familiar -dijo Holmes, volviendo a unir los dedos-, y su recompensa en el testamento siguió siendo la parte del botín correspondiente al hijo menor. Por cierto, ¿qué disponía el nuevo testamento para la compañía?

– Debía ser entregada al comité directivo de Hull Shipping, Ltd., sin disponer nada para el hijo -dijo Lestrade, y cogió su cigarrillo cuando el caballo enfiló el camino de entrada de una casa que, en ese momento, me pareció extraordinariamente fea, al alzarse de los mortecinos prados en medio de la lluvia-. Pero estando su padre muerto y al no haberse encontrado el nuevo testamento, Stephen Hull recibirá las treinta mil libras. El muchacho no pasará apuros. Tiene lo que los americanos llaman «empuje» y la compañía le aceptará como director gerente. Lo habrían hecho de todos modos, pero ahora será con Stephen Hull imponiendo las condiciones.

– Sí. Empuje. Una buena palabra -comentó Holmes, asomándose a continuación a la lluvia-. ¡Deténgase aquí, conductor! -gritó-. ¡Aún no hemos terminado!

– Lo que usted diga, gobernador -retrucó el conductor-, pero esto está infernalmente húmedo.

– Y usted se irá con bastante en el bolsillo como para hacer que sus entrañas estén tan infernalmente húmedas como su fachada -dijo Holmes, lo cual pareció satisfacer al conductor, que se detuvo a treinta yardas de la puerta.

Escuché como la lluvia repiqueteaba en el techo mientras Holmes reflexionaba antes de hablar.

– El viejo testamento, aquel con el que les amenazaba… ese documento no falta, ¿verdad?

– En absoluto. Estaba en su escritorio, cerca de su cuerpo.

– ¡Cuatro excelentes sospechosos! No hace falta considerar como tales a los sirvientes… o eso parece por ahora. Acabe rápido, Lestrade… Los últimos incidentes, y la habitación cerrada.

Lestrade acabó en menos de diez minutos, consultado sus notas de cuando en cuando. Un mes antes, lord Hull notó un pequeño lunar en su pierna derecha, justo detrás de la rodilla. Se llamó al médico de la familia. Su diagnosis fue gangrena, una consecuencia inusual, pero no rara, de la gota y de la mala circulación. El doctor dijo que tendría que amputarle la pierna, y bastante por encima del lugar de la infección.

Al oír esto, lord Hull se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas. El médico, que esperaba una reacción muy distinta, se quedó sin habla.

– Cuando me metan en mi ataúd, tendré todavía las dos piernas, gracias, matasanos -dijo Hull.

El doctor le dijo que simpatizaba con su deseo de conservar la pierna, pero que sin la amputación moriría en el plazo de seis meses… y que pasaría los dos últimos sumido en intensos dolores. Lord Hull preguntó al doctor cuáles eran sus posibilidades de supervivencia si se sometía a la operación. Lo preguntó riéndose todavía, nos contaba Lestrade, como si fuera el mejor chiste que había oído nunca. Tras varios carraspeos y tosecillas, el doctor dijo que las probabilidades estaban a la par.

– Tonterías dije yo.

– Justo lo que elijo lord Hull -replicó Lestrade-. Pero él empleó un término algo más vulgar.

Hull le dijo al doctor que él mismo había calculado que sus probabilidades no eran mejores que una entre cinco.

– En cuanto al dolor, no creo que llegue tan lejos -continuó diciendo-, mientras haya láudano y una cuchara para removerlo.

Al día siguiente, Hull soltó su desagradable sorpresa: que estaba pensando en cambiar su testamento. Pero, no dijo en qué sentido.

– ¿Oh?-dijo Holmes, mirando a Lestrade desde esos fríos ojos grises que veían tanto-. ¿Y quién se sorprendió por ello?

– Ninguno de ellos, me parece. Pero ya conoce la naturaleza humana, y la forma en que la gente puede llegar a esperar algo pese a no tener ninguna esperanza de obtenerlo.

– Y cómo algunos se preparan para lo peor -comentó Holmes somnoliento.

Aquella misma mañana, lord Hull convocó a su familia en el salón y, cuando estuvo toda reunida, realizó un acto que pocos testadores pueden hacer y que habitual mente corre a cargo de la boca de sus abogados cuando las suyas han quedado silenciadas para siempre. Resumiendo, les leyó su nuevo testamento, dejando el total de su herencia a los volubles mininos de la señora Hemphill. En el silencio que reinó a continuación, se levantó, no sin dificultad, y les obsequió a todos con una sonrisa de calavera. Y, apoyándose en su bastón, realizó la siguiente declaración, que encuentro ahora tan impresionantemente llena de vileza como cuando Lestrade nos la repitió en el interior de aquel coche de caballos.

– ¡Ya está hecho! Todo está bien así, ¿verdad? ¡Sí, muy bien! Me habéis servido fielmente, durante unos cuarenta años, mujer e hijos. Y, ahora, pienso repudiaros con la conciencia más clara y serena imaginable. ¡Pero, animaros, que las cosas podían ser peores! Hubo un tiempo en que los faraones hacían matar a sus mascotas favoritas, principalmente gatos, antes de morir ellos, para que sus mascotas pudieran darles la bienvenida en la otra vida, y poder maltratarlas o acariciarlas, según se le antojase a su amo, para siempre… y para siempre… y para siempre.

Entonces se rió de ellos. Se apoyó en su bastón y su pálida, lívida y moribunda cara lanzó una carcajada, agarrando su nuevo testamento, que todos sabían que había sido firmado ante testigos, con la garra que era su mano.

– Señor, usted podrá ser mi padre y el autor de mi existencia -dijo William, levantándose-, pero también es la criatura más baja que se ha arrastrado por la faz de la tierra desde que la serpiente tentó a Eva en el Jardín del Edén.

– ¡En absoluto!-retrucó el anciano monstruo-. Conozco cuatro más bajas aún. Y ahora, si me perdonáis, tengo que guardar en la caja fuerte unos documentos muy importantes… y quemar en la estufa otros sin valor.

– ¿Seguía teniendo el viejo testamento cuando los reunió? -preguntó Holmes. Parecía más interesado que sorprendido.

– Sí.

– Podía haberlo quemado en cuanto se hubiera firmado y validado el nuevo -musitó Holmes-. Tuvo toda la tarde y la noche del día anterior para hacerlo. Pero no le bastaba con eso, ¿verdad? ¿Qué piensa de eso, Lestrade?

– Que estaba burlándose de ellos. Burlándose de una posibilidad que creía que todos rechazarían.

– Hay otra posibilidad -dijo Holmes-. Habló de suicidio. ¿No sería posible que un hombre así pudiera esgrimir una tentación semejante, sabiendo que si uno de ellos, Stephen parece el más probable a juzgar por lo que usted dice, lo hacía por él, luego le cogerían… y le ahorcarían por ello?

Miré a Holmes con mudo horror.

– No importa -dijo Holmes-. Prosiga.

Los cuatro se quedaron sentados, paralizados y en silencio, mientras el anciano realizaba su lento recorrido pasillo arriba hasta su estudio. No se oía otro sonido salvo el golpear de su bastón, el trabajoso carraspeo de su respiración, el triste miau de queja de un gato en la cocina y el regular latido del reloj de péndulo del salón. Entonces oyeron el chirrido de las bisagras cuando Hull abrió la puerta de su estudio y entró en él.

– ¡Un momento! -dijo Holmes cortante, inclinándose hacia delante-. No le vio entrar nadie, ¿verdad?

– Me temo que no es así, viejo amigo -repuso Lestrade-. Oliver Stanley, ayuda de cámara de lord Hull, había oído el avance de su señor hacia el estudio y salió del vestidor de lord Hull, se asomó a la barandilla de la galena, y llamó para preguntarle si se encontraba bien. Hull alzó la cabeza, y Stanley le vio con tanta claridad como yo le veo ahora a usted, viejo amigo, y respondió que se encontraba en plena forma. Entonces se frotó la nuca, entró en el estudio y cerró la puerta tras de sí. Para cuando llegó a la puerta (el pasillo es bastante largo y debió tardar unos buenos dos minutos en llegar sin ayuda), Stephen se había recuperado del estupor e ido hasta la puerta del salón. Presenció la conversación entre su padre y el ayuda de cámara. Naturalmente, su padre le daba la espalda, pero oyó su voz y describió el mismo gesto: Hull frotándose la nuca.

– ¿Pudieron hablar Stephen Hull y ese Stanley antes de que llegara la policía? -pregunté, creí que con bastante astucia.

– Pues claro que pudieron, y probablemente lo hicieron -dijo Lestrade cansinamente-. Pero no es algo que hayan preparado.

– ¿Está seguro de eso? -preguntó Holmes, aunque no parecía interesado.

– Sí. Creo que Stephen Hull sabría mentir muy bien, pero Stanley lo haría muy mal. Usted sabrá si acepta o no mi opinión profesional, Holmes.

– La acepto.

Lord Hull entró en su estudio, la famosa habitación cerrada, y todos oyeron el ruido de la cerradura cuando echó la llave, la única llave que había de ese sancta sanctorum. Fue seguido de un sonido menos habitual, el del cerrojo asegurando la puerta.

Después, silencio.

Los cuatro, lady Hull y sus hijos, que pronto serían mendigos de sangre azul, se miraron en silencio. El gato volvió a maullar en la cocina y lady Hull dijo en tono distraído que si el ama de llaves no le daba un cuenco con leche tendría que hacerlo ella misma. Añadió que sus maullidos la volverían loca si tenía que escucharlos mucho tiempo más y salió del salón. Los tres hijos se marcharon un momento después, sin intercambiar palabra alguna entre ellos. William fue a su cuarto en el piso superior, Stephen se dirigió hacia la sala de música. Jory fue a sentarse en un banco situado debajo de la escalera, al que, según le dijo a Lestrade, acudía desde su infancia cada vez que estaba triste o tenía asuntos sobre los que le costaba pensar.

Menos de cinco minutos después, surgió un terrible grito del estudio. Stephen salió de la sala de música, donde había estado tocando al azar algunas notas aisladas en el piano. Jory se reunió con él en la puerta. William ya subía las escaleras cuando Stanley, el ayuda de cámara, salió del vestidor de lord Hull y fue hasta la barandilla de la galería por segunda vez. Vio a Stephen Hull derribar la puerta del estudio; vio a William poner el pie en las escaleras y casi caer de cara contra el mármol; vio a lady Hull aparecer por la puerta del comedor con una jarra de leche aún en su mano. Los demás sirvientes llegaron momentos después. Lord Hull estaba derrumbado sobre su escritorio con los tres hijos a su alrededor. Tenía los ojos abiertos. En sus labios había un grito, en sus ojos una mirada de sorpresa. Agarraba con una mano el testamento… el viejo. No había señal alguna del nuevo. Y tenía un puñal clavado en la espalda.

Tras decir esto, Lestrade golpeteó la pared para que el cochero prosiguiera. Entramos entre dos policías de rostro tan inmutable como los centinelas de Buckingham Palace. En la entrada había un vestíbulo muy largo, con el suelo de mármol, de losetas negras y blancas como un tablero de ajedrez. Conducía a una puerta abierta situada al final del mismo, donde había apostados dos policías más. El infame estudio. A la izquierda quedaban las escaleras, a la derecha había dos puertas, supuse que el salón y la sala de música.

– La familia está reunida en el salón -dijo Lestrade.

– Bien -respondió Holmes complacido-. Pero quizá Watson y yo podamos echar antes un vistazo a esta habitación cerrada.

– ¿Debo acompañarles?

– No es necesario -repuso Holmes-. ¿Se han llevado ya el cuerpo?

– No, cuando salí a buscarles, pero a estas alturas ya deben haberlo hecho.

– Muy bien.

Holmes empezó a andar. Yo le seguí. Lestrade le llamó.

Holmes se volvió, con las cejas enarcadas.

– No hay paneles secretos, ni puertas secretas. Acepte mi palabra si quiere.

– Creo que esperaré a que… -empezó a decir Holmes, pero se puso a jadear y a respirar entrecortadamente.

Buscó en su bolsillo, encontró una servilleta de papel, probablemente cogida inconscientemente de la casa de comidas donde cenamos la noche anterior, y estornudó sonoramente en ella. Miré hacia abajo y vi un gran gato vagabundo, tan fuera de lugar en aquel gran vestíbulo como lo habría estado un crío de los que trabajan en las fábricas, frotándose contra las piernas de Holmes. Tenía una de las orejas echada hacia atrás, pegada a cabeza llena de cicatrices. Le faltaba la otra oreja, supuse que la habría perdido hace tiempo en alguna pelea en un callejón.

Holmes estornudó repetidamente y alejó al gato de una patada. El felino se alejó mirando hacia atrás con reproche, en lugar del furioso siseo que habría cabido esperar en semejante veterano. Holmes miró a Lestrade por encima de la servilleta con ojos húmedos y llenos de reproches. Lestrade sonrió sin contenerse en lo más mínimo.

– Diez, Holmes -dijo-. Diez. La casa está llena de felinos. A Hull le encantaban.

Dicho esto, se alejó.

– ¿Desde hace cuánto, viejo amigo? -pregunté.

– Desde siempre -dijo, volviendo a estornudar.

Me siento obligado a añadir que sigo creyendo que la solución al problema de la habitación cerrada habría sido tan rápidamente evidente para Holmes como lo fue para mí, de no haber mediado esta infortunada aflicción. La palabra alergia apenas se conocía en aquellos años, pero ese era, desde luego, su problema.

– ¿Quiere irse? -dije, algo alarmado. Una vez había presenciado un caso de semiasfixia a consecuencia de una aversión semejante a las ovejas.

– Le encantaría -dijo Holmes. No necesitó decirme a quién se refería.

Holmes estornudó una vez más (en su frente, normalmente pálida, apareció una mancha roja) y pasamos entre los policías que había ante la puerta del estudio. Holmes la cerró tras él.

La habitación era alargada y relativamente estrecha. Estaba en el extremo de algo que parecía el ala de una casa, con el cuerpo principal de la misma extendiéndose a ambos lados a partir de una zona situada a unas tres cuartas partes del camino al vestíbulo. Por tanto, había ventanas a ambos lados y la habitación estaba bien iluminada pese al día lluvioso y gris. Había cartas de navegación enmarcadas en casi todas las paredes, pero en una de ellas había un espléndido juego de instrumentos para medir el tiempo atmosférico en una caja de bronce: un anemómetro (supongo que Hull tendría las hélices giratorias instaladas en uno de los tejados), dos termómetros (uno registraba la temperatura del exterior y el otro la del interior), y un barómetro muy similar al que había engañado a Holmes haciéndole creer que por fin se acababa el mal tiempo. Noté que seguía subiendo y miré afuera. La lluvia caía con más fuerza que nunca, subiera o no subiera el barómetro. Creemos saber mucho con todos nuestros instrumentos y aparatos, pero en realidad no sabemos ni la mitad de lo que creemos saber.

Holmes y yo nos volvimos para mirar a la puerta. El cerrojo seguía estando en su sitio, pero doblado hacia el interior. La llave seguía en la cerradura, todavía cerrada.

Los ojos de Holmes, pese a estar llorosos, lo examinaron todo en seguida, anotando, catalogando, archivando.

– Está un poco mejor -observé.

– Sí -dijo, bajando la servilleta y guardándola indiferente en el bolsillo del abrigo-. Podría quererlos mucho, pero parece que no les dejaba entrar aquí. Al menos no habitualmente. ¿Qué opina, Watson?

Aunque mis ojos eran menos rápidos que los suyos, también yo había estado examinando el lugar. Las ventanas dobles estaban cerradas y aseguradas con pequeños cerrojos de bronce. Ninguno de los cristales había sido roto. Los mapas e instrumentos enmarcados estaban entre esas ventanas. Las otras dos paredes, delante y detrás del escritorio que dominaba la habitación, estaban llenas de libros. Había una pequeña estufa de carbón en el extremo sur de la habitación, pero no una chimenea… El asesino no había bajado por la chimenea como San Nicolás, a no ser que hubiera sido lo bastante delgado como para caber por la tubería y llevase puesto un traje de asbestos, ya que la chimenea seguía muy caliente. El extremo norte de la habitación estaba ocupado por una pequeña biblioteca, con dos sillas de respaldo alto y una mesa de café entre ellas. En esa mesa había un montón de libros. El techo estaba enyesado, y el suelo cubierto con una gran alfombra turca. Si el asesino había entrado mediante una trampilla, no tenía ni la menor idea de cómo habría podido salir bajo la alfombra sin deshacerla, ya que no estaba desarreglada en lo más mínimo. Permanecía completamente lisa y la sombra de las patas de la mesa de café caían sobre ella sin una sola ondulación.

– ¿Usted lo cree, Watson? -preguntó Holmes, haciendo que saliera de algo semejante a un trance hipnótico. Había algo… algo en esa mesa de café…

– ¿Creer qué, Holmes?

– Que los cuatro se limitaron a salir del salón en distintas direcciones, cuatro minutos antes del asesinato.

– No lo sé -dije débilmente.

– Yo no lo creo; ni por un mo… -Se interrumpió-. ¡Watson! ¿Se encuentra bien?

– No -dije en un tono que apenas pude oír. Me derrumbé en una de las sillas de la biblioteca. Mi corazón latía demasiado rápido. No parecía recuperar el aliento. Me latía la cabeza, y mis ojos parecían de pronto ser demasiado grandes para sus cuencas. No podía apartarlos de la sombra de las patas de la mesa-. Estoy… Desde luego no… no estoy bien.

En ese momento Lestrade se asomó a la puerta del estudio.

– Si ya ha mirado bastante, Hol… ¿Qué diablos le pasa a Watson?

– Creo que Watson ha resuelto el caso -dijo Holmes con voz calmada y controlada-. ¿No es así, Watson?

Asentí con la cabeza. No el caso entero, pero sí la mayoría. Sabía quién, y sabía cómo.

– ¿Es así siempre, Holmes? -pregunté-. ¿Cuando… lo ve?

– Sí -dijo.

– ¿Watson ha resuelto el caso? -dijo Lestrade impaciente-. ¡Bah! Watson ha ofrecido miles de soluciones a un centenar de casos anteriores a este, Holmes, como muy bien sabe, y todas ellas equivocadas. Recuerdo que este verano…

– Sé más de Watson de lo que usted llegará a saber nunca -dijo Holmes, y esta vez ha acertado. Conozco esa mirada.

Volvió a estornudar; el gato desorejado había entrado en la habitación por la puerta que Lestrade había dejado abierta. Se dirigió directamente hacia Holmes con una expresión en su fea cara que parecía ser afecto.

– Si es así como se siente -dije-. Nunca volveré a envidiarle, Holmes. Mi corazón tendría un infarto.

– Uno se acostumbra a todo -dijo Holmes sin la menor traza de vanidad en la voz-. Suéltelo entonces… ¿o debemos traer aquí a los sospechosos, como en el último capítulo de una novela de detectives?

– ¡No! -grité horrorizado. No había visto a ninguno de ellos y no tenía prisa en hacerlo-. Creo que me basta con enseñarle cómo se hizo. Si sale un momento con el inspector Lestrade…

El gato llegó hasta Holmes y saltó a su regazo, ronroneando como si fuese la criatura más satisfecha de la tierra.

Holmes estalló en una andanada de estornudos. Las manchas rojas de su cara, que habían empezado a desaparecer, enrojecieron de nuevo. Apartó el gato y se puso en pie.

– Sea rápido Watson, para que podamos irnos de este condenado lugar -dijo con voz ahogada, y dejó su perfecta habitación cerrada encogiendo los hombros de forma inhabitual en él, con la cabeza baja y sin mirar hacia atrás una sola vez. Créanme si les digo que parte de mi corazón se fue con él.

Lestrade permaneció inmóvil, recostado contra la puerta; su abrigo mojado goteaba ligeramente. Tenía una detestable sonrisa en los labios.

– ¿Debo coger al nuevo admirador de Holmes, Watson?

– Déjelo aquí, pero cierre la puerta.

– Le apuesto uno de cinco a que está perdiendo su tiempo, compañero -dijo Lestrade, pero vi algo diferente en sus ojos. Si hubiese aceptado la apuesta, habría encontrado una forma de zafarse del compromiso.

– Cierre la puerta -repetí -. No tardaré mucho.

Cerró la puerta. Me quedé solo en el estudio de Hull… a excepción del gato, claro, que ahora estaba sentado en medio de la alfombra, con la cola curvada hasta posarse limpiamente sobre sus patas, vigilándome con sus ojos verdes. Me tanteé los bolsillos y encontré mi propio recuerdo de la cena de la noche anterior. Me temo que los solteros son gente muy poco pulcra, pero había una razón para este pedazo de pan además de mi general negligencia. Casi siempre guardo un corrusco en uno u otro bolsillo, pues me gusta dar de comer a las palomas que aterrizan en la ventana ante la que estaba Holmes cuando llegó Lestrade.

– Minino -dije, y puse el pan bajo la mesa de café; la misma mesa de café a la que lord Hull debía dar la espalda cuando se sentó con sus dos testamentos, el detestable viejo testamento y el nuevo testamento más detestable aún-. Minino-minino-minino.

El gato se levantó y caminó lánguidamente hasta debajo de la mesa para investigar.

Fui hasta la puerta y la abrí.

– ¡Holmes! ¡Lestrade! ¡Rápido!

Entraron en la habitación.

– Quédense ahí -dije, caminando hasta la mesita de café.

Lestrade miró a su alrededor y frunció el ceño al no ver nada. Holmes, por supuesto, empezó a estornudar de nuevo.

– ¿No podemos sacar de aquí a esa cosa detestable? -consiguió decir desde debajo de la servilleta, ya bastante humedecida.

– Por supuesto -dije yo-, pero, ¿dónde está, Holmes?

Una expresión de sorpresa inundó los ojos que miraban por encima de la servilleta. Lestrade giró sobre sí mismo, caminó hacia el escritorio de Hull y miró detrás de él. Holmes sabía que su reacción no habría sido tan violenta si el gato hubiera estado en el otro extremo de la habitación. Se inclinó y miró debajo de la mesa, no viendo más que el espacio vacío y el estante inferior de las dos estanterías de la pared norte de la habitación, y volvió a incorporarse. Si sus ojos no hubieran estado llorando como dos fuentes, habría visto entonces la estratagema; estaba justo encima de ella. Pero al mismo tiempo era diabólicamente buena. El espacio vacío bajo la mesa de café era la obra maestra de Jory Hull.

No… empezó a decir Holmes, y entonces el guio, que encontraba a Holmes mucho más de su agrado que el pan, salió de debajo de la mesa y volvió a enroscarse extasiado en los tobillos del detective. Lestrade estaba otra vez, con nosotros, y abrió tanto los ojos que creí que podían llegar a caérsele. Yo mismo estaba asombrado pese a haberme dado cuenta. El destrozado gato parecía haberse materializado en el aire. La cabeza, el cuerpo, y finalmente la cola con su punta blanca.

Se frotó contra la pierna de Holmes, ronroneando mientras éste estornudaba.

– Ya basta -dije-. Ya has hecho tu trabajo; puedes irte.

Lo cogí, lo llevé hasta la puerta (recibiendo un buen arañazo en pago a mis molestias), y lo eché al vestíbulo con pocos miramientos. Cerré la puerta Iras él.

Holmes se sentó.

– ¡Dios mío! -exclamó con voz nasal y griposa.

Lestrade era incapaz siquiera de hablar. Sus ojos no se habían apartado de la mesa ni de la alfombra turca color rojo que había bajo sus pies, ni del espacio vacío que de alguna forma había dado a luz un gato.

– Debí haberlo visto -murmuraba Holmes-. Sí… pero usted… ¿Cómo se dio cuenta tan rápido?

Noté la débil nota de orgullo herido y molesto en su voz… y lo perdoné.

– Fue eso -dije, señalando las sombras que proyectaban las palas de la mesa.

– ¡Por supuesto! -casi gimió Holmes. Se dio una palmada en la enrojecida frente-. ¡Idiota! ¡Soy un perfecto idiota!

– Tonterías -dije hipócritamente-. Con diez gatos en la casa y uno que parece haberle tomado un afecto especial, sospecho que verá todo por decuplicado.

– ¿Qué pasa con las sombras? -dijo Lestrade, encontrando por fin la voz.

– Enséñeselo, Watson -dijo débilmente Holmes, bajando la servilleta hasta su regazo.

Así que me agaché y cogí una de las sombras del suelo.

Lestrade se sentó en la otra silla, de golpe, como un hombre al que han golpeado inesperadamente.

– No dejaba de mirarlas, ¿sabe? -dije, hablando en un tono que no pude evitar que sonara a disculpa.

Me sonaba mal. A Holmes era a quien le correspondía explicar los quiénes y los cómos. Pero, aunque me daba cuenta de que mi amigo ya lo había comprendido todo, supe que se negaría a hablar en este caso. Y supongo que una parte de mí, esa parle que sabía que probablemente no volvería a tener otra oportunidad de hacer algo así, quería dar las explicaciones. Debo decir que lo del gato había sido un buen golpe. Un mago no lo habría hecho mejor con un conejo y un sombrero de copa.

– Sabía que había algo que no cuadraba, pero me llevó un momento darme cuenta de lo que era. La habitación está extremadamente bien iluminada, pero hoy está lloviendo a cántaros. Si mira a su alrededor verá que ningún objeto de la habitación proyecta una sombra… excepto las patas de esa mesa.

Lestrade profirió un juramento.

Lleva lloviendo casi toda la semana -dije-, pero tanto el barómetro de Holmes como el del difunto lord Hull -y lo señalé indicaban que hoy podía esperarse sol. De hecho, parecía algo seguro. Así que añadió las sombras como último retoque.

– ¿Quién?

– Jory Hull -dijo Holmes en el mismo tono cansado-. ¿Quién sino?

Me agaché y pasé la mano detrás del extremo derecho de la mesa. Desapareció en el aire, del mismo modo en que apareció el gato. Lestrade profirió otro sorprendido juramento. Golpeé la parte de atrás del lienzo pegado a las patas delanteras de la mesa. Los libros y la alfombra se hincharon y arrugaron, y la imagen, que era casi perfecta, se deshizo.

Jory Hull había pintado la nada bajo la mesa de su padre; se había agazapado detrás de la nada cuando su padre entraba en la habitación, cerraba la puerta, y se sentaba ante su escritorio con los dos testamentos, el viejo y el nuevo. Y cuando se levantó de su asiento, salió de detrás de la nada, puñal en mano.

– Es el único que habría podido ejecutar una obra tan realista -dije, pasando esta vez la mano por la superficie del lienzo. Todos pudimos oír el sonido que hizo, como el ronroneo de un gato muy viejo-. El único que pudo hacerla, y el único que pudo esconderse detrás de ella: Jory Hull, que no mide más de cinco pies de alto, es patizambo y jorobado.

»Como dijo Holmes, la sorpresa del nuevo testamento no era ninguna sorpresa. Aunque el anciano hubiera mantenido en secreto la posibilidad de eliminar a sus parientes del testamento, cosa que no hizo, sólo unos estúpidos podrían haber interpretado mal la visita del abogado y, lo que es más importante, de su ayudante. Se necesitan dos testigos para hacer que un testamento sea un documento válido de cara a la cancillería. Lo que Holmes dijo sobre cómo algunos se preparan para lo peor es muy cierto. Un lienzo tan perfecto como este no se hace de la noche a la mañana, y tampoco en un mes. Descubrirá que lo tiene listo, por si acaso necesitaba usarlo, desde hace un año como mínimo…

– O cinco -interpoló Holmes.

Quizás. De todos modos, supongo que Jory adivinó que había llegado el momento cuando Hull anunció ayer que quería ver a toda la familia esta mañana en el salón. Anoche debió venir aquí y montar el lienzo, cuando su padre se fue a la cama. Supongo que entonces pondría las sombras falsas, pero yo en su lugar habría venido aquí esta mañana a echar otra mirada al barómetro, antes de la reunión en el salón, sólo para asegurarme de que seguía subiendo. Imagino que escamotearía la llave del bolsillo de su padre y la devolvería luego, en caso de que la puerta hubiera estado cerrada.

No estaba cerrada -dijo Lestrade con brevedad-. Tenía la norma de cerrarla para que no entraran los gatos, pero rara vez echaba la llave.

En cuanto a las sombras, ya ve que sólo son tiras de fieltro. Tiene buen ojo; tienen la medida que habrían tenido las sombras a las once de esta mañana… si el barómetro hubiera acertado.

– Si esperaba que brillara el sol, ¿por qué se molestó en poner las sombras? gruñó Lestrade-. El sol las habría puesto de todos modos, ¿o es que nunca se ha visto la suya, Watson?

No supe qué decir. Miré a Holmes, que parecía agradecido de tener alguna parte en la solución.

– ¿No se da cuenta? ¡Esa es la mayor ironía de todas! Si el sol hubiera brillado como indicaba el barómetro, el lienzo habría tapado las sombras. Las patas de mesa pintadas no proyectan sombras, como sabe. Ha sido descubierto por sombras en un día que no las hay porque temía ser descubierto al no haberlas en un día que, según indicaba el barómetro de su padre, con casi toda seguridad las habría en el resto de la habitación.

– Sigo sin entender cómo pudo entrar Jory sin que Hull le viera -dijo Lestrade.

– Eso también me desconcertó -dijo Holmes. ¡Mi querido Holmes! Dudo que le hubiera desconcertado ni por un momento, pero eso fue lo que dijo-. ¿Watson?

– El salón donde estaban los cuatro tiene una puerta que comunica con la sala de música, ¿verdad?

– Sí -dijo Lestrade-, y la sala de música comunica con la salita de lady Hull, que es la siguiente que hay si seguimos la progresión hasta la parte de atrás de la casa. Pero desde la salita sólo puede volverse al vestíbulo, doctor Watson. De haber dos puertas que dieran al estudio de Hull, difícilmente habría ido a buscar a Holmes.

Dijo esto último con un tono débil de autojustificación.

– Oh, pero es que volvió al vestíbulo -dije-, aunque su padre no lo vio.

– ¡Estupideces!

– Se lo demostraré -dije, y fui hasta el escritorio donde seguía estando apoyado el bastón del difunto. Lo cogí y les apunté con él-. En el instante que lord Hull dejó el salón, Jory se levantó y echó a correr.

Lestrade dedicó a Holmes una mirada de sorpresa, pero Holmes le dedicó a cambio una irónica y fría. Y debo decir que todavía no comprendía todas las implicaciones de la escena que estaba pintando. Estaba demasiado concentrado en mi recreación, supongo.

– Cruzó la primera puerta, atravesó la sala de música y entró en la salita de lady Hull. Salió al vestíbulo y echó un vistazo. Si la gota de lord Hull había empeorado tanto como para provocarle gangrena, no habría recorrido ni la cuarta parte del vestíbulo, y eso siendo optimistas. Y ahora fíjese en mí, inspector Lestrade, y le mostraré cómo un hombre que ha pasado toda su vida comiendo ricos alimentos y bebiendo licor acaba pagando por ello. Si lo duda, le traeré una docena de enfermos de gota que le mostrarán exactamente lo mismo que voy a mostrarle yo ahora.

Con esto empecé a cojear lentamente por toda la habitación, dirigiéndome hacia ellos y apoyándome con ambas manos en el bastón. Levantaba un pie a bastante altura, lo bajaba, hacía una pausa, y luego arrastraba la otra pierna. Jamás alzaba la mirada. En vez de eso, la clavaba alternativamente en el bastón y en el pie que iba delante.

– Sí -dijo Holmes con calma-. El buen doctor tiene toda la razón, inspector Lestrade. Primero viene la gota, y luego (si el paciente vive lo suficiente, claro está) ese gesto característico de mirar siempre hacia abajo.

– Él también lo sabía -dije-. Lord Hull llevaba cinco años aquejado de una gota que empeoraba día tras día. Jory debió darse cuenta de la forma en que caminaba, siempre mirando al bastón y a sus propios pies. Se asomó a la puerta de la salita, comprobó que estaba a salvo, y se limitó a entraren el estudio. No más de tres segundos si se dio prisa. -Hice un pausa-. El suelo es de mármol, ¿verdad? Debió quitarse los zapatos.

Llevaba zapatillas -dijo Lestrade cortés.

– Ah. Ya veo. Jory ganó el estudio y se escondió detrás de su cuadro. Sacó la daga y esperó. Su padre llegó al final del vestíbulo. Oyó como Stanley llamaba a su padre, y debió de pasar un mal momento entonces. Su padre respondió que estaba bien, entró en la habitación y cerró la puerta.

Los dos me miraban fijamente, y comprendí algo del poder divino que Holmes debía sentir en momentos como ese, contando a otros lo que sólo tú podías saber. Pero debo repetir que no es una sensación que quiera tener muy a menudo. Creo que la necesidad de una sensación así habría corrompido a muchos hombres, hombres con menos entereza moral que la que poseía mi amigo Sherlock Holmes, claro está.

– Jory, el viejo pata de palo, el viejo cheposo, debió encogerse todo lo posible antes de que su padre cerrara la puerta, sabiendo que aquél echaría una buena mirada a su alrededor antes de cerrar y echar el cerrojo. Quizá estuviera gotoso y algo minusválido, pero eso no quiere decir que estuviera ciego.

– Su ayuda de cámara dice que tenía muy buena vista -dijo Lestrade-. Es de las primeras cosas que le pregunté.

– Bravo, inspector -dijo Holmes con suavidad, y el inspector le devolvió una mirada molesta.

– Así que miró a su alrededor-dije, y de pronto pude verlo, y supuse que también eso le pasaba a Holmes; esta reconstrucción que, aunque sólo estaba basada en hechos y deducción, parecía ser como una visión-, y no vio otra cosa aparte del estudio de siempre, vacío excepto por su persona. Es una habitación bastante despejada, sin puertas de armarios, y con ventanas a ambos lados; no tiene rincones oscuros ni siquiera en un día como este. Satisfecho, cerró la puerta, giró la llave y echó el cerrojo. Jory debió oírle cojear hasta su escritorio. Debió oír el pesado golpe y el deshincharse del cojín cuando su padre se sentó. Un hombre con una gota tan avanzada no se sienta, se posiciona sobre un lugar blando para luego dejarse caer. Entonces Jory debió arriesgarse a echar una mirada.

Miré a Holmes.

– Adelante compañero -dijo cálidamente-. Lo está haciendo espléndidamente. De primera.

Me di cuenta de que lo decía en serio. Miles de personas dirán que era frío, y no se equivocarán, pero también tenía un gran corazón. Lo que ocurría sencillamente era que Holmes lo protegía mejor que algunos hombres.

– Gracias. Jory debió ver cómo su padre dejaba a un lado el bastón y ponía los papeles, los dos grupos de papeles, sobre el secante. No mató inmediatamente a su padre, aunque podría haberlo hecho. Eso es lo horrible y patético de este asunto, y por eso no pienso entrar en ese salón en el que están ni por un millar de libras. No entraría a no ser que usted y sus hombres me arrastraran adentro.

– ¿Cómo sabe que no lo hizo inmediatamente? -preguntó Lestrade.

– El grito se oyó por lo menos dos minutos después de que echase la llave y el cerrojo; supongo que tendrá suficientes testimonios como para creerlo, pero no puede haber más de siete pasos entre la puerta y el escritorio. Ni siquiera un hombre en el estado de lord Hull habría tardado más de medio minuto en llegar a él, y otros catorce segundos para rodearlo, llegar a la silla y sentarse. Añada quince segundos para dejar el bastón donde lo encontró usted y dejar los testamentos sobre el secante.

»¿Qué pasó entonces? ¿Qué pasó durante esos últimos dos o tres minutos que debieron parecer, al menos a Jory Hull, interminables? Creo que lord Hull se limitó a quedarse sentado, mirando a uno u otro testamento. Jory debió ser capaz de distinguir con bastante facilidad entre uno y otro; el pergamino viejo debía parecer más antiguo.

»Sabía que su padre pretendía echar uno de ellos a la estufa.

»Creo que esperó a saber cuál de ellos sería.

»Después de todo, había una posibilidad de que su padre sólo estuviera gastándoles una broma cruel a expensas de la familia. Igual quemaba el nuevo y devolvía el viejo a la caja fuerte. Entonces saldría y le diría a su familia que había puesto a salvo el nuevo testamento. ¿Sabe dónde está, Lestrade? ¿La caja fuerte?

– Cinco de los libros de ese estante son falsos -dijo Lestrade brevemente, señalando a una estantería de la biblioteca.

– Entonces habrían quedado satisfechos tanto el hombre como la familia; la familia habría sabido que su bien ganada herencia estaba a salvo, y el anciano se habría ido a la tumba creyendo haber llevado a cabo una de las bromas más crueles de todos los tiempos… y siendo víctima de Dios o de él mismo, pero no de Jory Hull.

Una vez más volvió a cruzarse entre Holmes y Lestrade esa mirada que no comprendí.

– Yo más bien creo que el anciano sólo estaba saboreando el momento, como un hombre saborea durante una tarde la perspectiva de una copa de licor a los postres, o de un dulce, tras un largo periodo de abstinencia. En todo caso, el minuto transcurrió y lord Hull empezó a levantarse… pero con el pergamino más oscuro en la mano, y mirando hacia la estufa en vez de a la caja fuerte. Fueran cuales fueran las esperanzas de Jory, cuando llegó el momento no titubeó. Salió de su escondite, atravesó en un instante la distancia que separaba la mesa café del escritorio y hundió el cuchillo en la espalda de su padre antes de que éste se hubiera levantado del todo.

»Sospecho que la autopsia mostrará que la herida le atraviesa el ventrículo superior llegando al pulmón, lo cual explicaría la cantidad de sangre que expulsó por la boca. También explicaría por qué lord Hull fue capaz de gritar antes de morir, causando la perdición de Jory Hull.

– Explíquese -dijo Lestrade.

– Un asesinato en una habitación cerrada es un mal negocio a no ser que se pretenda hacer pasar un asesinato por un suicidio -dije mirando a Holmes. Él sonrió y asintió ante esta máxima suya-. Lo último que Jory quería es que las cosas tuvieran este aspecto… la habitación cerrada, las ventanas cerradas, el hombre con un puñal clavado que nunca podría haberse clavado él mismo. Creo que nunca previó que su padre moriría lanzando tal alarido. Planeaba apuñalarle, quemar el nuevo testamento, revolver el escritorio, abrir una de las ventanas y escapar por ella. Habría entrado en la casa por otra puerta y ganado su sitio bajo las escaleras. Y luego, cuando por fin se descubriera el cuerpo, habría parecido un robo.

– No para el abogado de Hull -dijo Lestrade.

– Podría haber guardado silencio -dijo Holmes, animándose entonces-. Apostaría a que Jory pretendía abrir una de las ventanas y añadir además un par de huellas. Creo que todos estamos de acuerdo en que habría parecido un crimen sospechosamente conveniente bajo esas circunstancias, pero aunque el abogado hubiese hablado, nunca habría podido probarse nada.

– Lord Hull lo estropeó todo al gritar -dije-, al igual que todas las cosas que había estropeado durante su vida. Toda la casa reaccionó. Jory, seguramente presa del pánico, debió quedarse quieto como un pasmarote.

»Stephen Hull fue quien salvó el día, claro, o al menos la coartada de Jory, según la cual estaba sentado en el banco bajo las escaleras cuando su padre fue asesinado. Corrió hacia el vestíbulo desde la sala de música, derribó la puerta, y debió susurrar a Jory que le acompañara al escritorio enseguida; así parecería que habían entrado jun…

Enmudecí como golpeado por un rayo. Por fin comprendía las miradas que habían intercambiado Holmes y Lestrade. Comprendí que debían haberse dado cuenta, desde el momento en que les mostré el truco del escondrijo, de que no podía haberlo hecho una sola persona. El crimen sí, pero el resto…

– Stephen testificó que Jory y él se encontraron ante la puerta del estudio -dije lentamente-. Que él derribó la puerta y que entraron juntos, descubriendo los dos el cuerpo a la vez. Mintió. Pudo haberlo hecho para proteger a su hermano, pero mentir tan bien cuando uno no sabe lo que ha pasado parece… parece…

– Imposible -apuntó Holmes-, es la palabra que busca, Watson.

– Entonces Jory y Stephen eran cómplices desde el principio -dije-. Lo planearon juntos… ¡y a ojos de la ley ambos son culpables del asesinato de su padre! ¡Dios mío!

– No ambos, mi querido Watson -dijo Holmes con un curioso tono de amabilidad-. Todos ellos.

No pude hacer otra cosa que quedarme con la boca abierta.

Mi amigo asintió.

– Hoy está mostrando una perspicacia notable, Watson. Por una vez en su vida arde con un calor deductivo que, apostaría, no volverá a generar nunca. Me descubro ante usted, mi querido amigo, como lo hago ante cualquier hombre capaz de trascender su habitual naturaleza, sin importar lo brevemente que lo haga. Pero hay un aspecto en el que ha continuado siendo el mismo hombre que siempre ha sido: aunque comprende lo buena que puede llegar a ser la gente, no tiene ni idea de lo negra que puede llegar a ser.

Le miré en silencio, casi con humildad.

– Y no es que aquí haya mucha negrura, si la mitad de lo que he oído sobre lord Hull es cierto -dijo Holmes. Se levantó y empezó a dar vueltas por el estudio, irritado-. ¿Quién testificará que Jory estaba con Stephen cuando derribó la puerta? Jory, por supuesto. Stephen, por supuesto. Pero también tenemos a los otros dos. Uno es William, el tercer hermano. ¿Me equivoco, Lestrade?

– No. Dijo que estaba bajando las escaleras cuando vio entrar a los otros dos juntos. Jory iba delante.

– ¡Qué interesante! -dijo Holmes con ojos brillantes-. Stephen derriba la puerta (cosa muy lógica ya que es el más joven y fuerte), y uno esperaría que el simple impulso hacia delante le hubiera hecho entrar primero en la habitación. Pero William, bajando las escaleras, ve a Jory entrar primero. ¿Cómo es eso, Watson?

Sólo pude negar torpemente con la cabeza.

– Pregúntese en qué testimonio, en qué único testimonio, podemos confiar aquí. La respuesta está en el cuarto testigo, el ayuda de cámara de lord Hull, Oliver Stanley. Se acercó a la barandilla de la galería a tiempo de vera Stephen entraren la habitación, y eso es correcto, ya que Stephen estaba solo cuando entró. Fue William, con mejor ángulo de visión desde las escaleras quien dijo ver a Jory precediendo a Stephen. William dijo eso porque vio a Stanley y supo lo que debía decir. Todo se reduce a lo siguiente, Watson: sabemos que Jory estaba dentro de la habitación. Dado que los dos hermanos testifican que estaba fuera, hay, como mínimo, connivencia. Pero, como usted ha dicho, la ausencia de confusión, la forma en que todos se apoyaron tan eficazmente, sugiere algo más.

– Una conspiración -dije estúpidamente.

– Sí. Pero desgraciadamente para los Hull, eso no es todo. ¿Se acuerda de que le pregunté si creía que los cuatro se limitaron a salir del salón en cuatro direcciones diferentes, sin decir palabra, en el momento que oyeron cerrarse la puerta del estudio?

– Sí. Lo recuerdo.

– Los cuatro. -Miró a Lestrade-. Los cuatro testificaron que fueron los cuatro, ¿verdad?

– Sí.

– Eso incluye a lady Hull. Y sabemos que Jory debió salir corriendo en el momento que su padre dejó la habitación. Sabemos que estaba en el estudio cuando se cerró la puerta, y, aún así, los cuatro, incluyendo a lady Hull, afirman que seguían en el salón cuando oyeron cerrarse la puerta. Muy bien pudieron ser cuatro las manos que empuñaron esa daga, Watson. El asesinato de lord Hull fue un asunto de familia.

Yo estaba demasiado abrumado para decir nada. Miré a Lestrade y vi en su cara una mirada que no le había visto nunca y que no volvería a verle; una especie de seriedad enferma y cansada.

– ¿Qué pueden esperar? -dijo Holmes, casi genial.

– Jory será ahorcado con toda seguridad -dijo Lestrade-. Stephen tendrá cárcel de por vida. Quizá perdonen la vida a William Hull, pero probablemente le condenarán a veinte años en Broadmoor, y siendo tan débil casi seguro que morirá torturado por sus compañeros. La única diferencia entre lo que le espera a Jory y lo que le espera a William es que el fin de Jory será mucho más rápido y piadoso.

Holmes se inclinó y pasó el dedo por el lienzo colocado entre las patas de la mesa café. Hizo ese sonido ronco de ronroneo.

– Lady Hull -continuó Lestrade-, irá durante cinco años a Beechwood Manor, conocida por sus inquilinas como el Palacio de las Carteristas… Pero, conociendo a la señora, me inclino a sospechar que encontrará otra salida. Yo diría que su venerable marido.

– Y todo porque Jory Hull no le apuñaló con limpieza -remarcó Holmes suspirando-. Si el anciano hubiera tenido la simple decencia de morir en silencio, todo habría salido bien. Como dijo Watson, habría salido por la ventana, llevándose el cuadro consigo, por supuesto… por no mencionar las sombras postizas. En vez de eso, despertó a la casa. Todos los sirvientes entraron aquí, lanzando apenadas exclamaciones sobre su señor muerto. La familia sumida en la confusión. ¡Qué mala ha sido su suerte, Lestrade! ¿Estaba muy lejos el agente de policía cuando Stanley le llamó? A menos de cincuenta yardas, supongo.

– Estaba haciendo su ronda -dijo Lestrade-. Su suerte fue mala. Pasaba por aquí, oyó el grito y vino.

– Holmes -dije, sintiéndome mucho más cómodo en mi viejo papel-, ¿cómo supo que había cerca un agente de policía?

– Es la misma simplicidad, Watson. De no ser así, la familia habría alejado a los sirvientes lo bastante como para esconder el lienzo y las sombras.

– Y para quitarle el cerrojo a una ventana como mínimo, supongo -añadió Lestrade con una voz anormalmente reposada.

– Pudieron haberse llevado el lienzo y las sombras -dije de pronto.

Holmes se volvió hacia mí.

– Sí.

Lestrade enarcó las cejas.

– Todo se reducía a una elección -le dije-. Había tiempo suficiente para quemar el nuevo testamento o para deshacerse del escondite portátil… Debieron decidirlo Stephen y Jory, claro, momentos después de que Stephen derribara la puerta. Decidieron o, si ha captado bien el carácter de todos los personajes, Stephen decidió quemar el testamento y esperar lo mejor. Supongo que tuvieron el tiempo justo de meterlo en la estufa.

Lestrade se volvió, la miró, y volvió a enfrentarse con nosotros.

– Sólo un hombre de corazón tan negro como Hull habría tenido fuerzas suficientes para gritar al final -dijo.

– Sólo un hombre de corazón tan negro como Hull habría hecho que un hijo lo matara -añadió Holmes.

Lestrade y él se miraron, y otra vez volvió a existir entre ellos una comunicación perfecta que yo no comprendí.

– ¿Alguna vez lo ha hecho? -preguntó Holmes, como retomando una vieja conversación.

Lestrade meneó la cabeza.

– Una vez estuve condenadamente cerca -dijo-. Había una muchacha implicada que no tenía la culpa en absoluto. Estuve a punto, pero… Esa fue una.

– Y estas son cuatro -dijo Holmes-. Cuatro personas maltratadas por un hombre malvado que, de todos modos, habría muerto dentro de seis meses.

Ahora lo comprendía.

Holmes clavó en mí sus ojos grises.

– ¿Qué dice, Lestrade? Watson ha resuelto este caso, aunque no viera todas sus implicaciones. ¿Dejamos que Watson decida?

Muy bien -dijo Lestrade gruñón-. Pero sea rápido. Quiero salir de esta maldita habitación.

En vez de responder, me incliné, recogí las sombras de fieltro, las enrollé formando una bola y me las metí en el bolsillo del abrigo. Me sentí raro haciendo eso, tanto como cuando estaba con las fiebres que casi me quitaron la vida en la India.

– ¡Bravo, Watson!-dijo Holmes-. ¡Ha resuelto su primer caso y se ha convertido en cómplice de un crimen en el mismo día!, ¡y todo antes de la hora del té!

Y aquí tengo un recuerdo para mí, un Jory Hull original. ¡No creo que esté firmado, pero uno debe sentirse agradecido por todo lo que los dioses tengan a bien enviarle en los días lluviosos!

Y utilizó su navaja de bolsillo para soltar la goma que sujetaba el lienzo a las patas de la mesa. Lo hizo con rapidez, y menos de un minuto después se guardaba una delgada tela en el bolsillo interior de su voluminoso sobretodo.

– Todo esto es un asunto muy sucio -dijo Lestrade, pero avanzó hasta una de las ventanas y, tras titubear un momento, soltó los pestillos que la cerraban y la dejó entreabierta.

– Hay algunos que son más sucios cuando se hacen que cuando se deshacen -comentó Holmes-. Vámonos.

Nos dirigimos hacia la puerta. Lestrade la abrió. Uno de los policías preguntó a Lestrade si había algún progreso.

En otro momento, Lestrade habría dado al hombre una respuesta cortante. Esta vez se limitó a decir:

– Parece ser que fue un intento de robo que acabó en algo peor. Yo me di cuenta enseguida, por supuesto; Holmes un momento después.

– Una pena -comentó el otro agente.

– Sí, una pena -dijo Lestrade-. Pero el grito del anciano hizo huir al ladrón antes de que pudiera llevarse nada. Vamos.

Nos fuimos. La puerta del salón estaba abierta, pero mantuve la cabeza erguida al pasar ante ella. Holmes miró, por supuesto; no había ninguna posibilidad de que no lo hiciera. Está en su personalidad. En cuanto a mí, nunca vi a nadie de la familia. Nunca quise.

Holmes volvía a estornudar. Su amigo se restregaba contra sus piernas, maullando encantado.

– Salgamos de aquí -dijo, saliendo a toda prisa.

Una hora después estábamos de vuelta en el 221B de Baker Street, en las mismas posiciones que ocupábamos cuando llegó Lestrade: Holmes en el asiento junto a la ventana, y yo en el sofá.

– Bueno, Watson -dijo Holmes-, ¿cómo cree que dormirá esta noche?

– De maravilla. ¿Y usted?

– Del mismo modo. Le aseguro que me alegro de estar lejos de esos malditos gatos.

– ¿Cómo cree que dormirá Lestrade?

Holmes me miró y sonrió.

– Esta noche, mal. Puede que mal durante una semana, pero luego se recuperará. Entre sus talentos, Lestrade cuenta con uno muy grande para el olvido creativo.

Eso me hizo reír, y con ganas.

Mire, Watson dijo Holmes. ¡Mire qué paisaje!

Me levanté y fui hasta la ventana, convencido de ver otra vez a Lestrade en un coche de caballos. En vez de eso, vi al sol asomando entre las nubes, bañando a Londres en una gloriosa luz crepuscular.

– Salió después de todo -dijo Holmes-. ¡Espléndido!

Cogió el violín y empezó a tocar, con el sol dándole en la cara. Miré a su barómetro y vi que empezaba a descender. Eso me hizo reír con tanta fuerza que tuve que sentarme. Cuando Holmes me miró y me preguntó qué me hacía tanta gracia, no pude hacer otra cosa que menear la cabeza. Un hombre extraño este Holmes. De todos modos, dudo que lo hubiera entendido.

EPÌLOGO. MORIARTY Y EL AUTENTICO MUNDO DEL HAMPA – John Gardner

Si se menciona el nombre del profesor James Moriarty a cualquiera que haya tenido la más ligera familiaridad con el Sherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle, aparecerán de inmediato una serie de imágenes: la de la figura alta, enjuta y erudita que amenazaba a Holmes en sus aposentos de Baker Street; la pelea en la cornisa de las cataratas del Reichenbach; un vasto ejército de criminales dispuestos a hacer su voluntad; el ruido de cascos de caballos en las calles y el traqueteo de los cabriolés; la luz de gas proyectando siniestras sombras; las nieblas espesas y amarillas, las «particulares de Londres», emergiendo del río; siniestras figuras acechando en callejones y pasajes; robos, asesinatos, chantajes y violencia; la lengua traicionera del confidente, los ágiles dedos del carterista, el gimoteo del mendigo, los halagos de la prostituía… todo ese aura decadente y sucia, aunque atractiva, que tiene el mundo del hampa del siglo diecinueve.

Hay constancia de que el mismo Holmes dijo una vez (en «El Problema final») que «…sus agentes son numerosos y espléndidamente organizados. Digamos que si hay un crimen que cometer, un papel que robar, una casa que debe ser registrada, un hombre que debe desaparecer… se hace llegar la voz al Profesor, se planea el asunto y se lleva a cabo. Si cogen al agente que ha cometido el delito, se consigue dinero para su fianza o para un abogado, pero nunca se coge a la figura central que emplea a ese agente, no tanto como se sospecha de ella.»

Esta descripción tiene un extraño tono moderno. Desde luego, implica que Moriarty debía pasar la mayor parte de su tiempo rodeado por el hampa de su época, hombro con hombro, y dirigiendo a toda la sociedad de villanos que proliferaron durante el siglo.

Aquí tenemos un claro punto de conexión entre este mundo sombrío y el crimen organizado de nuestra época actual, pues el diseminado regimiento de criminales contemporáneos de Moriarty se hacían llamar colectivamente La Familia.

En 1841, un artículo del Tait’s Magazine habla de «La Familia»… el nombre genérico con que se conoce a salteadores, carteristas, jugadores, ladrones de casas et hoc genus omne». En efecto, el término seguía usándose a finales de siglo, y los delincuentes se referían a ellos mismos como a hombres y mujeres de La Familia.

Todos sabemos que, en la actualidad, La Familia, en términos criminales, adquiere unas connotaciones siniestras. Así que el Moriarty de Doyle muy bien pudo ser el equivalente Victoriano al Padrino del siglo veinte. Y, desde luego, su influencia habría alcanzado su momento cumbre en el turbulento vórtice del hampa del siglo diecinueve.

Podemos ver entonces a Moriarty como a un jefe criminal sin escrúpulos, de elevado intelecto y avanzados talentos organizativos; un criminal científico, un hombre decidido a gobernar el universo en el que ha elegido vivir.

¿Qué clase de imperio habría gobernado? ¿Sobre qué clase de súbditos habría reinado?

La imagen que tenemos del hampa de Londres durante la primera mitad del siglo diecinueve es la de una perpetua guerra que se libraba entre las respetables clases media y superior, y una gran horda de delincuentes, la mayoría de los cuales eran técnicos especializados que vivían en las Rookeries: áreas pantanosas, fétidas y superpobladas del perímetro exterior de la metrópolis. Esos parásitos dejaban las Rookeries para perpetrar sus delitos, y luego desaparecían en el laberinto de patios, callejas y bodegas de las apretujadas colmenas infestadas de malhechores, como la del gran Rookery de St. Giles, situada cerca de Holborn (conocida como Holy Land, o Tierra Santa), o el Devil’s Acre, o Acre del Diablo, situada cerca de Pye Street, Westminster; y una docena más, que incluían los terrenos de Whitechapel y Spitalfields, que contenía lugares tan infames como las calles Flower y Dean, además de la calle Dorset, que llegó a considerarse como el vecindario más infame de todo Londres.

Ahora nos parece, mirando desde la perspectiva de esta distancia de ciento y pico años, que había un marcado contraste, casi una frontera, separando el deslumbrante West End de Londres de sus áreas empobrecidas. Pero toda aquella época estuvo marcada por un progreso gradual y masivo. Había grandes cambios que repercutían en todas las capas de la sociedad. La reforma social, penal y legal, con una fuerza policial más efectiva y la construcción de calzadas por los Rookeries… todo jugó un importante papel para que a finales de siglo hubiera disminuido la tasa de criminalidad. Pero el delincuente es de ideas básicamente conservadoras, por muy adepto que sea a renovar sus técnicas, de modo que el mundo del hampa de los años ochenta y noventa seguía apegado a sus antiguas costumbres. Por ello, mientras la sociedad criminal de Londres se iba difuminando más y más a medida que se acercaba el final de siglo, su forma de hacer negocios se alteró poco.

Los peristas receptores de propiedad robada jugaban un papel importante en la vida del hampa. Uno podía deshacerse de casi cualquier cosa mediante los prestamistas, los mercaderes, las hordas de intermediarios y los pocos peristas realmente importantes, que a menudo preparaban o instigaban robos de importancia.

El más pintoresco de los peristas que hicieron su aparición durante la primera mitad del siglo fue el legendario Ikey Solomons, que vivía en una casa situada en pleno Spitalfields, llena de trampas y habitaciones secretas. Con toda seguridad, Solomons debió ser el modelo en que se inspiró Dickens para el Fagin de su «Oliver Twist», y cuando finalmente fue arrestado, la policía cargó dos coches enteros con los bienes robados que requisaron en su casa, y eso durante su primera visita, ya que tuvieron que volver al menos dos veces más antes de vaciar el lugar de todo botín.

Los que trabajaban en colaboración con los peristas eran, por supuesto, los reventadores de cajas fuertes, los cerrajeros y los cacos. Hoy en día operan con tanta habilidad como en el Londres Victoriano, y en la época de Moriarty debían estar muy arriba en la jerarquía criminal. El caco era un operario especialmente hábil, un experto a la hora de elegir el momento de entrar por una ventana abierta, o de dedicarse a «cavar en la zona», o a entrar por las terrazas de las casas hasta llegar al sótano, cogiendo todo lo que hubiera a mano antes de hacer una salida rápida.

En esta misma categoría podría situarse el roncador, que planeaba su trabajo con considerable cuidado, haciéndose pasar por un hombre de negocios respetable, alojándose en buenos hoteles y mezclándose con los demás huéspedes para poder elegir a las mejores víctimas, para luego robarlas mientras duermen… roncando.

Los reventadores de cajas y los cerrajeros debían ser los ladrones más sofisticados, al haber tenido que desarrollar toda una armería de herramientas y aparatos para cortar, que iban desde las llaves maestras al gato de tornillo para abrir las cajas fuertes. A finales de siglo, éstos también eran expertos en la utilización de explosivos y sopletes de oxyacetileno.

Los ladrones de este tipo se tomaban su profesión muy en serio, empleando métodos bastante ingeniosos y una cuidada preparación. Ningún ejemplo lo ilustraría con más claridad que el gran robo del tren de 1855. Posiblemente fue el robo más sensacional del siglo, teniendo un obvio paralelismo con el gran robo del tren de 1963. Robaron casi 12.000 libras en oro y monedas, una suma considerable para aquella época, de un cargamento que viajaba de Londres a París.

Los conspiradores, Pierce y Agar, ambos profesionales, y Tester, un empleado del ferrocarril, pasaron casi un año preparando el delito, realizando grandes esfuerzos para obtener información, sobornar al guardia del tren de pasajeros de Londres a Folkenstone en que se transportaba el oro, y conseguir copias de las llaves que abrían las tres cajas Chubb empleadas en transportarlo.

El delito se llevó a cabo con mucha clase. Pierce y Agar abordaron el tren con bolsas que contenían plomo cosido al forro de unos bolsillos especiales. Gracias al guardia sobornado, ganaron acceso al vagón, abrieron las cajas, cogieron el oro y lo sustituyeron por plomo.

Acabaron cogiendo a los delincuentes de una forma muy clásica. La amante de Agar les delató, sospechando que no iban a darle su parte.

Si los hombres de la era victoriana no estaban a salvo de que les robaran en su propia casa, las calles tampoco estaban carentes de peligros. Había muchos delincuentes trabajando en las calles. La mayoría eran carteristas, un problema todavía de actualidad hoy en día, como lo indican las señales dispuestas en algunos lugares públicos de la ciudad. Resulta muy dudoso que el londinense de la era victoriana necesitase este tipo de advertencias, ya que los pandilleros, descuideros, salteadores y del tirón, acompañados de sus cómplices, se movían entre todo tipo de multitudes, en el metro, en los tranvías y en los omnibuses. Quizá resulte ejemplar, como indicativo de su proliferación, el hecho de que Havelock Ellis en su libro The Criminal, publicado en 1890, ilustrase su capítulo sobre argot criminal con un pasaje que describe los acontecimientos en la vida de un carterista, con las propias palabras del descuidero:

«Iba de garbeo por una calleja de Whitechapel, cuando me cosqué un merlino con un peluco legal. Le choriceé el peluco, que sí era legal, pero me jipió un pasma que me trincó y me echó al tribuna, que me echó seis meses en el Acero. Cuando me largaron intenté dar otro apaño junto a St. Paul, pero me pillaron y me cayeron siete años en el trullo.»

La traducción es la siguiente:

«Cuando iba por una calle de Whitechapel, vi a un borracho que tenía un reloj de oro. Le robé el reloj, que sí era de oro, pero me vio un policía, que me cogió y me llevó ante el juez, que me echó seis meses en la Bastilla [La Casa Correccional, en Coldbath Fields]. Cuando me soltaron intenté robar otro reloj cerca de St. Paul, pero volvieron a cogerme y me sentenciaron a siete años de cárcel.»

Las calles también tenían su buena cantidad de estafadores, muchos de ellos timadores que llevaban a cabo timos sencillos como el de hacer creer que habían encontrado un anillo de oro que vendían por sólo cinco shillings (la cagada del ciervo lo llamaban), o niños que lloraban por una jarra de leche derramada, para quienes los blandos de corazón eran presa fácil. El mendigar se convirtió también en un arte complejo e histriónico.

El robar con amenazas, el atracar, y cualquier forma de asaltar al viandante era un delito corriente en las calles mal iluminadas y, a mediados de siglo, los londinenses que respetaban la ley vivían aterrorizados por los salteadores que asfixiaban a sus víctimas hasta dejarlas inconscientes antes de salir huyendo. Sólo el incremento de los castigos, incluyendo el de los latigazos, junto con un mejor servicio policial y de iluminación callejera, pudo acabar con esta epidemia.

Pero ni siquiera a plena luz del día se estaba a salvo de los salteadores o de los estafadores; fulleros, tramposos, tahúres y petardistas, antecesores de los timadores y engañabobos que pueblan las actuales calles, portales y archivos de la policía.

También había otros delincuentes que llevaban a cabo su oficio a puerta cerrada: los falsificadores de documentos, los falsificadores de moneda, y los redactores, escritores de falsas referencias y testimonios. Su momento cumbre tuvo lugar en tiempos de Moriarty, cuando podía falsificarse cualquier cosa, desde documentos a billetes de banco, pasando por monedas y engarces de joyas, que eran duplicadas en pequeños locales o en talleres bien abastecidos con moldes, prensas, instrumentos de grabador y aparatos de galvanoplastia.

Fuera cual fuera la causa, el vicio siempre ha sido un imán para los criminales, y el Londres Victoriano apestaba a vicio. A mediados de siglo se estimó que había unas 80.000 prostitutas trabajando en la ciudad -dinero para los chulos, los cuidadores y las madames-, y palabras como protección, red y cerdo, no han cambiado de significado con el tiempo. Sin duda, muchas de esas mujeres iban acompañadas de cómplices carteristas y despellejadores, que arrancaban literalmente la ropa del cuerpo de aterrorizados niños; con toda seguridad las mujeres abundarían entre los «palmeros», desvalijadores de tiendas que solían trabajar en parejas; y el «canario» que solía llevar las herramientas del cerrajero, y el botín del robo solía ser una mujer.

Estos eran, pues, los rangos y los ejércitos con quienes, y mediante los cuales, debió trabajar un hombre como James Moriarty.

Con este material a su disposición, resulta fácil imaginar cómo un hombre de la inteligencia y el nivel de James Moriarty podía llegar a moldear hábilmente una comunidad criminal.

Uno puede imaginarle sin problemas, tal y como Holmes comentó en «El Problema Final», sentado «inmóvil, como una araña en el centro de su tela, una tela que tiene un millar de hilos, y él sabe muy bien la forma en que se mueve cada uno de ellos».

SOBRE LOS AUTORES

John L. Breen, nacido en 1943, se inició en el campo de la narrativa de misterio como crítico. Es un admirador de la novela de enigma clásica y la mayoría de sus relatos destacan por su tono humorístico. En 1981 ganó el premio Edgar por su libro Novel Verdicts.

Lillian de la Torre, nacida en 1902, empezó su carrera de escritora publicando relatos en «Ellery Queen’s Mistery Magazine». Le gusta prestar una atención especial a los detalles históricos y escribe basándose en crímenes actuales. Su creación, el doctor Sam Johnson, es una especie de James Boswell del siglo XVIII equivalente a Watson. Considera la novela criminal como algo más que un mero entretenimiento para el lector, y como una forma de explorar la imaginación humana. También es una consumada autora teatral.

Loren D. Estleman, nacido en 1952, es periodista y reportero de televisión. Escribe novelas sherlockianas y novela negra, además de novelas del oeste. Muchos de sus libros se centran en temas modernos como el tráfico de drogas, la prostitución y el racismo. Ha ganado dos premios Golden Spur por sus novelas del oeste y es conocido en el mundo de la novela policiaca por sus misterios de Amos Walker y sus thrillers de Macklin.

John Gardner es inglés y nació en 1926. Además de su reciente, y digno de encomio, esfuerzo para mantener vivo e intacto el mito de 007, es conocido por sus series soberbiamente documentadas del profesor Moriarty, de Boysie Oaks y de Derek Torry. Emplea a Torry como vehículo para hablar de los desagradables efectos colaterales que tiene la violencia.

Michael Gilbert nació en 1912 y es inglés. Es abogado y trabajó una temporada en Oriente Medio como consejero legal del gobierno de Bahrein. Su pasado legal le ha sido muy útil a la hora de elaborar sus intrincados argumentos. Su obra más apreciada es The Crack in the Teacup. También es muy conocido por escribir novelas románticas, novelas sobre procedimientos policiales, novelas de espionaje y obras de teatro (que se han representado en radio y televisión). En 1968 ganó un Edgar y recientemente ha sido nombrado Gran Maestro de los Escritores de Misterio de América.

Joyce Harrington nació en 1930 en New Jersey. Ha publicado en varias ocasiones en el «Ellery Queen’s Mistery Magazine». The Purple Shroud ganó un Edgar por la forma consumada en que manipulaba el suspense hasta crear un terror soterrado.

Michael Harrison es un novelista prolífico, autor de dos importantes estudios: In the Footsteps of Sherlock Holmes, que recreaba el Londres de la era victoriana, y Clarence, una investigación sobre la posible identidad de Jack el Destripador.

Edward D. Hoch nació en Nueva York en 1930. Es uno de los directores de la Mystery Writers of América. Su estilo literario ha sido comparado con el de los crímenes imposibles de John Dickson Carr, sobre todo por su libro The Vanishing of tilma. En 1967 ganó un Edgar por The Oblong Room, cuyo protagonista era el duro pero sensible detective Capitán Leopold.

Dorothy B. Hughes nació en 1904. En los años veinte trabajó de periodista y como crítica de novelas policiacas. El éxito de The So Blue Marble hizo que su protagonista, el inspector Tobin, se convirtiera en un personaje muy popular. Es muy alabada por la forma en que describe el ambiente en sus novelas, especialmente en las que tienen lugar en el sudoeste. The Fallen Sparrow, Ride the Pink Horse y In a Lonely Place han sido llevadas a la pantalla. Ganó un Edgard en 1950 por su obra crítica y un Grand Master en 1978.

Barry Jones es inglés y su debut en este libro es el inicio de lo que promete ser una carrera literaria muy productiva.

Stephen King es el inmensamente popular escritor de obras de suspense y terror, cuyas novelas de ritmo y venta rápidos se centran en personajes bien definidos. Ha escrito en colaboración con Peter Straub novelas de tema fantástico y sobrenatural ambientadas en la época actual. La hora del vampiro y El Resplandor son sus primeros best-sellers y las más recientes, It y Misery, reiteran su popularidad como escritor.

Peter Lovesey nació en Inglaterra en 1936. Es muy conocido por sus personajes del sargento Cribb y el agente Thackeray, protagonistas de todas sus novelas de intrincado argumento. Como en el caso de Lillian de la Torre, también se trata del avatar de un detective histórico, y centra el tema de sus libros en el sistema de clases, las instituciones y las costumbres victorianas. En 1979 ganó el premio de la Crime Writers Association Silver Dagger.

Stuart M. Kaminsky nació en 1934. Sirvió en el ejército americano y luego se convirtió en el Director de la Oficina de Información Pública de la Universidad de Chicago. Además de los misterios de su popular detective Toby Peters, domina el campo de los media, y ha escrito libros, entre otros temas, sobre el proceso de realización de una película, con Clint Eastwood y John Huston.

John Lutz nació en América y trabajó en diversas ocupaciones antes de convertirse en escritor en 1975. Ha escrito más de 100 relatos, la mayoría publicados en el«Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine». Mail Order y Understanding Electricity son considerados sus mejores relatos, y su estilo denota un alto nivel literario.

Gary Alan Ruse nació en 1946. Escribe ciencia ficción y fantasía además de misterio. Sus principales libros son Houndstooth, A Game of Titans y The Gods of Cerus Major.

Edward Wellen es un veterano escritor de misterio que manifiesta su talento satírico en los géneros de ciencia ficción y misterio.

ARCHIVOS DE BAKER STREET

LA MOMIA ANALFABETA DEL CRAIG MUSEUM

EL ANARQUISTA INCOMPRENSIBLE DE PICCADILLY CIRCUS

ENRIQUE JARDIEL PONCELA

© Herederos de Enrique Jardiel Poncela

LA MOMIA ANALFABETA DEI CRAIG MUSEUM – Enrique Jardiel Poncela

PROEMIO

Voy a contar una de las famosas historias en la que el genio de Sherlock Holmes se mostró más esplendoroso.

Tan esplendoroso, que en esta ocasión Holmes no tuvo necesidad de moverse de su pisito de Baker Street para dar con la solución del enigma que le presentó míster Horacio Craig, de Ceilán.

Verán ustedes canela.

HOLMES AVERIGUA QUIÉN ES CRAIG

A las siete en punto de la tarde, cuando los primeros voceadores del Worker se refugiaban en los bares de Upper Tames Street a jugar al marro, Sherlock Holmes me llamó a su habitación.

Comparecí rápidamente suponiendo que sucedía algo grave; y, en efecto, el problema era de alivio: Sherlock se había roto en seis trozos los cordones de sus zapatos.

Durante varios minutos le ayudé a luchar contra el Destino, pero ambos fracasamos visiblemente, y, de no haber acudido la señora Padmore en nuestro auxilio, brindándonos la brillante idea de pegar el zapato al calcetín, es posible que Sherlock no hubiera figurado nunca en el tomo de la H de la Enciclopedia Espasa, donde, como se sabe, no figura.

Se retiraba la señora Padmore hacia el pasillo, cuando se abrió de súbito una de las ventanas y un personaje ignoto irrumpió en la estancia, como irrumpen los clavos en la tela de los pantalones el día que estrenamos traje. Era un caballero de unos cincuenta años bisiestos, con aire de perro de trineo.

Nada más entrar, gritó con voz fuerte y derrumbándose en un sillón:

– ¡Soy Craig!

Y agregó ya más débilmente:

– ¡Soy Craig!

Y dijo, por fin, con acento desfallecido:

– Soy Craig, señor Holmes… Soy Craig, Craig… ¿Sabe usted? Craig…

A continuación se puso amarillo, luego verde, luego morado, y, desplomándose del todo, se desmayó lo mejor que pudo.

Holmes me cogió por un brazo, señaló al visitante, y me dijo gravemente:

– Harry… Este señor es Craig.

Pero la cosa no me extrañó en modo alguno; estaba yo habituado a la continua perspicacia de Sherlock.

TRABAJOS ARQUEOLÓGICOS

El maestro añadió después:

Acércame el tablero de ajedrez, Harry. Vamos a echar una partidita para esperar sin aburrirnos a que vuelva en sí míster Craig.

Obedecí con cierto temblor nervioso, ya que la sangre fría de Sherlock siempre me producía una emoción indescriptible. Jugamos tres partidas, las cuales ganó Holmes como siempre, pues su extraordinaria habilidad manual le permitía cambiar las fichas de casilla cuando le daba la gana, sin que nadie lo advirtiese, y yo me armaba unos líos como para nombrar abogado y pegarme después un tiro, que es lo que hace la gente en esos casos.

Al final de la partida número tres, Craig se decidió, por fin, a volver del desvanecimiento y fue entonces cuando Holmes se sepultó en su diván favorito, cerró los ojos y exclamó:

– Hable usted, míster Craig. Espero el relato de los tremendos acontecimientos que le hacen acudir en mi auxilio.

Y Horacio Craig, con voz de barítono rumano, contó lo siguiente:

– Como usted sabe, señor Holmes, desde los primeros balbuceos infantiles he dedicado mi vida al estudio del arte y de la civilización egipcios. Conozco aquel país mejor que los cocodrilos, y mi entusiasmo de egiptólogo es tan intenso, que me hablan de un faraón nuevo y engordo once kilos. Toda Inglaterra, y casi todo el mundo, conoce al dedillo los viajes que he llevado a cabo por el Bajo Egipto, el Alto Egipto y la provincia de Gerona. He ido desde…

– Suprima los detalles kilométricos y cíñase al asunto -le interrumpió Holmes.

– Dice usted bien; me ceñiré como un Kalasari -replicó Craig-. Pues es el caso que en uno de estos viajes el año de gracia de mil novecientos trece, descubrí al pie de la Esfinge, y según se va a mano derecha, una antiquísima mastaba, y de ella, cual muela putrefacta, extraje una momia magnífica, aunque indudablemente polvorienta. Era, según mis cálculos, la momia de Ramsés Trece, de la veintiuna dinastía, piso segundo. Con la natural alegría y unas parihuelas transporté aquí, a Londres, la momia, y, desde entonces, se halla en la sala sexta del Museo egiptológico que lleva mi nombre.

– El Craig Museum, situado en el treinta y nueve de Wellintong Street -dije yo para que se viera que poseía cierta cultura.

– Eso es -aprobó Craig con un golpe de tos que le obligó a comerse el puro que estaba fumando.

Y así que hubo digerido el puro, continuó.

– Nada anormal ha ocurrido en todos estos años, hasta hace dos meses. Pero desde dos meses a esta parte, señor Holmes, están sucediendo tales cosas, relacionadas con la momia, que no he perdido la razón porque la llevo atada con un bramante.

– ¿Qué cosas son esas? -inquirió Sherlock lanzando una bocanada de humo a veintitrés yardas de distancia.

– Sencillamente: que el espíritu de la momia ronda mi casa; se me aparece poi las noches, toca la Danza macabra en mi piano y hasta se fríe huevos en mi propia cocina. Aun cuando esto es terrible y me obliga a pagar cuentas de gas crecidísimas, no osaría molestar a usted si no fuera porque la momia ha ido más allá…

– ¿Y eso? ¿Es que ha empezado a freírse patatas?

– No, señor Holmes, sino que asesina por las tardes a los conserjes del Musco que se hallan de servicio en la sala sexta.

– ¿Que los asesina? ¿La momia?

– Sí señor. Tiene que ser la momia porque los conserjes fallecen envenenados con el jugo de una planta, la conocida con el nombre de pastichuela romaqueris egipciae, y esta planta sólo crece en Egipto, pues en cualquier otro lugar se lo prohibirían las autoridades. Es necesario que tan terrible situación concluya. Es preciso que usted me ayude a resolver el misterio que…

Holmes hizo un gesto tajante y exclamó:

– Váyase a hacer gimnasia al pasillo con Harry. Necesito meditar. Ya los llamaré cuando haya acabado.

Y sin más explicaciones Sherlock nos dio dos puntapiés, nos echó al pasillo y se sentó a meditar envuelto en humo.

Nosotros le observamos por el ojo de la cerradura, que, por feliz casualidad, atravesaba la puerta de parte a parte.

SHERLOCK LO DESCUBRE TODO

Pasaron seis horas largas como túneles suizos, hasta que oímos una especie de gruñido de foca; era que Sherlock Holmes nos llamaba.

Entramos y el maestro exclamó:

– Todo está ya resuelto. Hoy no necesito moverme de casa para explicar el fenómeno planteado. Vengan ustedes…

Y echó a andar pasillo adelante, seguido por Craig y por mí. Holmes se detuvo de pronto delante de una puerta cerrada que yo mismo ignoraba adonde conducía, abrió la puerta con un abrelatas, según la vieja costumbre de los ladrones de hoteles, y, encendiendo una lámpara eléctrica, entró y nos hizo entrar.

Un cuadro verdaderamente cubista se ofreció a nuestros ojos. La estancia aquella era ni más ni menos un museo arqueológico, Grandes esqueletos, multitud de cacharros y utensilios históricos e infinidad de momias de todas las épocas llenaban los ámbitos.

Los tres esqueletos del almirante Nelson (el esqueleto de Nelson a los once años, a los veinte y a los treinta y dos) constituían por sí solos un tesoro incalculable.

Holmes se detuvo ante una momia egipcia, y habló así:

– Este problema era, al parecer, tan absurdo como la persecución a tiros de un jockey por los muelles del Támesis. Sin embargo, como yo tengo un cerebro maravilloso, unas horas de meditación me han bastado para resolverlo. El misterio está, señor Craig, en que todas las momias, y, por tanto, también la de Ramsés Trece, son analfabetas.

– ¿Analfabetas? -dijo Craig.

– Completamente analfabetas. Verán ustedes…

Y diciendo y haciendo, puso ante el rostro de la momia que teníamos delante un ejemplar abierto del Red Magazine. Efectivamente, la momia no leyó ni una sola línea.

– ¿Se convencen ustedes? -exclamó Holmes triunfalmente-. Las momias son analfabetas. Ahora bien, señor Craig, ¿de qué color son los uniformes que llevan los conserjes de su Museo?

– Negros -repuso Craig.

– Y ¿todavía no adivina? ¿No cae usted en que a todo analfabeto le estorba lo negro? Por eso la momia de usted, analfabeta perdida, mata a los conserjes y seguiría matándolos inexorablemente si todo continuara allí igual. Pero vista usted a los conserjes del Museo de blanco o de color barquillo, y ya verá como nada volverá a suceder. Ni siquiera se le aparecerá a usted el espíritu de la momia, porque no tendrá necesidad de demostrarle a usted su enojo. Y ahora, permítame que me retire a mi despacho, puesto que mis servicios ya no le son necesarios. Tengo que llenar mi estilográfica y el tiempo apremia.

Y Sherlock Holmes se alejó por el pasillo, dejándonos a Craig y a mí conmocionados por la sorpresa y por la admiración.

EL ANARQUISTA INCOMPRENSIBLE DE PICCADILLY CIRCUS – Enrique Jardiel Poncela

PRELIMINARES

Todo Londres se estremeció como un flan el día en que, por sexta vez, una bomba de dinamita estalló en Piccadilly Circus (ya saben ustedes dónde digo: junto a la tienda de afila-lápices que hay en el número 6).

Para que todo Londres se estremeciera como un flan ante el estallido de la sexta bomba de Piccadilly Circus, algo verdaderamente trascendental había sucedido en Piccadilly Circus. Quizá que habían estallado seis bombas en Piccadilly Circus…

Y así era, en efecto. Ahora bien: ¿qué trascendencia, qué gravedad entrañaba, en fin, la sexta explosión de Piccadilly Circus?

Sencillamente, señores: que antes que estallase aquella sexta bomba, habían estallado ya cinco en Piccadilly Circus.

Por eso hemos dicho que era la sexta de Piccadilly Circus.

LO INCOMPRENSIBLE DE LOS ATENTADOS

Contra su costumbre, Sherlock Holmes, que acababa de celebrar con fuegos de artificio y danzas del condado de Kent la muerte de su tía Elizabeth, no quiso mezclarse en aquel asunto.

Estaba enterado de él, naturalmente, como todo habitante de Londres, pero se inhibía de la cuestión, quizá porque se hallaba fatigado de trabajos anteriores, quizá porque a la sazón dedicaba semanas enteras a aprender a tocar en el violín el God Save de King.

Sin embargo, yo, que deseaba conocer su opinión personal, le pinché como si fuera una salchicha:

– ¿Qué opina usted de las explosiones misteriosas de Piccadilly Circus, maestro? -le dije una noche al salir el sol.

– Que hacen bastante ruido -me contestó con su laconismo habitual.

Y me quedé tan espachurrado por el enigma explosivo como antes lo estaba.

En realidad, el affaire era apasionante. Desde el mes anterior (Julio, como César), un anarquista incomprensible consumía sus actividades en colocar bombas en Piccadilly Circus. ¿Ustedes no conocen Piccadilly Circus? ¡Vaya por Dios! ¡Qué difícil es hacer literatura en estas condiciones!

Pues Piccadilly Circus es una plaza como la de la Concordia o como las de Hacienda; una plaza con edificios, faroles, pavimento y todo el restante atrezzo común a las plazas conocidas del lector. Los transeúntes pasan por Piccadilly Circus bajo la denominación de peatones, y la verdad es que nada ofrecería la plaza de particular si no fuera a causa de las explosiones que se sucedían entonces y que no describo por ser demasiado violentas.

Ahora bien: ¿a qué venía aquello? ¿Cuál era el propósito del anarquista?

Ni yo, ni nadie en el Reino Unido, incluidos la India y Afganistán, nos lo explicábamos. Allí no había bancos que asaltar, ni por allí deambulaban personajes políticos cuya muerte pudiera desear un petardista, ni allí, finalmente, se reunían esas ancianas damas que en los balnearios suelen agruparse para hacer crochet y debajo de cuyas sillas todos, alguna vez, hubiéramos deseado poner una bomba.

Por eso, la voz del pueblo había dado a aquel anarquista desconocido el remoquete del Anarquista incomprensible.

Y entre tanto, el suelo de Piccadilly Circus se iba agujereando progresivamente y ya, para pasar de una acera a otra, se alquilaban globitos.

En esta situación nos hallábamos el 3 de Agosto de 1929.

EL LORD MAYOR PIDE AUXILIO

Y fue en aquel mismo día cuando Sherlock Holmes acudió a su palacio llamado por el lord mayor, sir Cachemira Somerset, quien le rogó que tomara cartas en el asunto.

El diálogo entre ambos hombres tuvo una brevedad y un contundismo genuinamente ingleses. Los dos eran tan inteligentes que adivinaban lo que iban a decirse, y tanto por parte del lord como por parte del detective, ninguno se vio en la necesidad de acabar las frases que sucesivamente iban comenzando.

Copio la charla a continuación, por creerla en extremo curiosa:

EL LORD. -Mi admirado Holmes: esto no puede se…

SHERLOCK. -Verdaderamente. Y suponiendo que he sido llamado pa…

EL LORD. -Eso es. Preciso que en el plazo de cin…

SHERLOCK. -Antes de esa fecha habré lo…

EL LORD. -Lo celebraré en nombre de todo Lon…

SHERLOCK. -Sí. La ciudad está ate…

EL LORD. -Con razón, porque esto es im…

SHERLOCK. -De acuerdo. Desde ahora mis…

EL LORD. -¡Ora…!

SHERLOCK.-De nada.

Y Sherlock Holmes abandonó el palacio del lord mayor.

LOS TRES DÍAS DE MEDITACIÓN DE SHERLOCK HOLMES

Entonces sucedió lo que yo estaba harto de saber que sucedía siempre cuando Sherlock se hacía cargo de algún misterio sobre el que tenía que derramar la luz del acetileno de la verdad con el carburo de su talento y el agua de su perspicacia. (¡Ahí va!)

Sherlock Holmes se encerró en su despacho de Baker Street y, allí dentro, se pasó tres días con sus noches meditando.

Sucedía que en tales momentos resultaba peligroso interrumpirle, pues aunque su genio era por todos conceptos bonísimo, me creo en la obligación de confesar que tenía muy mal genio, y en dos ocasiones en que le había cortado su meditación, salí mal parado del trance. La primera me tiró a la cabeza un grupo escultórico de cinco metros de largo por tres de alto que adornaba su mesa de labor. El golpe con esta hermosa obra de arte, original de Rodin, me dejó el cráneo como un Longines, y en adelante sentí muy escasas ganas de volver a interrumpir las meditaciones de Sherlock.

No obstante, la segunda vez que me vi forzado a incurrir en ese error, Holmes hizo conmigo algo mucho peor que la primera y fue que, bajo amenazas de muerte, obligóme a copiar a mano tres veces la Historia de Carlomagno y sus amigos, de Michelet.

¿Extrañará a nadie que en aquella ocasión de las explosiones de Piccadilly Circus yo no perturbase el período meditativo de Sherlock? No; creo que no le extrañará a nadie.

SHERLOCK Y YO, EN ACCIÓN

Al cuarto día, a la hora del afeitado, Sherlock Holmes salió de su despacho envuelto en el humo de la pipa, y, sin más ni más, me trasladó su primer descubrimiento.

– Harry -me dijo en el acto-. He pasado estos tres días ahí dentro disfrazado de anciano profesor de Ciencias Químicas.

– Y, ¿para qué, maestro? -indagué con el asombro cromolitografiado en el semblante.

– ¿Para qué iba a ser? Para averiguar qué explosivo es el utilizado en las bombas de Piccadilly Circus.

– Y, ¿qué explosivo es ese, maestro? -volví a preguntar castañeteando los dientes de emoción.

– Dinamita -contestó Sherlock Holmes.

Muy habituado estaba a sus éxitos, pero confieso que aquello no se parecía a nada de lo que yo había visto a su lado.

Por la tarde, me propuso:

– Harry: vamos a dar un paseo.

Salimos de casa y pascamos por Hyde Park hablando de la guerra anglo-boer. Supe, de labios del maestro, que la guerra se había desarrollado en Africa, que unos contendientes eran boers y otros ingleses y muchos detalles así de interesantes.

Andando andando, llegamos a Piccadilly Circus.

Allí Holmes se detuvo al lado de uno de los fosos abiertos por las bombas y dio un largo silbido metiéndose los dedos en la boca. Pronto se acercó un policeman.

– A la orden, señor Holmes.

– Tráete el objeto señalado en mi carta.

El policeman se fue y volvió en seguida con un violonchelo.

Holmes se arrodilló, colocó el violonchelo en posición de uso y rompió a tocar el Juan José.

Apenas habían pasado siete minutos cuando en una ventana de la casa más próxima apareció el rostro de un hombre con bigote, Sherlock, como si no aguardase más que esta aparición, se levantó de un salto, tiró el violonchelo y le gritó a aquel hombre encañonándole con la pistola:

¡Canalla! ¡Date preso!

El hombre del bigote era el anarquista.

SHERLOCK EXPLICA EL MISTERIO Y SUS TRABAJOS

Al otro día, y delante del lord mayor, Sherlock se explicó así:

Mi trabajo, señores, ha sido sencillo. Un detalle me dio la clave de lo que venía sucediendo en Piccadilly Circus; un detalle en el que nadie había caído, a saber: que en la esquina donde solían estallar las bombas acostumbraba ponerse un mendigo ciego y músico, que interpretaba melodías callejeras en su instrumento. No había una razón que justificase las bombas… Pero ¿acaso, para un vecino amante de la música, no es una razón que puede obligarle a tirar bombas el hecho de tener que oír a diario melodías calle jeras? Comprendiendo que el misterio estaba allí, encargué que me llevaran a Piccadilly un violonchelo, me puse a tocar el Juan José, y, como era de esperar, el anarquista apareció en la ventana rugiendo de coraje… Unos minutos más, y sobre Piccadilly hubiera caído la séptima bomba. Pero yo lo evité deteniendo al anarquista.

Las felicitaciones que recibió Sherlock fueron imponentes.

CONCLUSIÓN

El anarquista, que resultó llamarse Phyleas Chups, dio idéntica versión que Sherlock de sus delitos cuando se halló cara a cara con los severos jueces de las blancas pelucas y el acento gangoso.

Y al final de la última sesión del proceso, del que Phyleas salió absueltísimo, todo el público se puso de su parte.

Y el anarquista fue sacado en hombros.

***