Con la resolución del último caso en el que estuvo implicado, el comisario Anders Knutas se siente deprimido y agobiado. Espera ansioso la llegada de las vacaciones de verano para pasar unos días con su familia. Pero antes debe ocuparse de un nuevo caso.

Un grupo de arqueólogos está excavando en un viejo poblado vikingo de Gotland, pero ignoran que un grave peligro se cierne sobre ellos. Todo empieza con el descubrimiento, por parte de dos niñas, del cadáver decapitado de un caballo en un prado cerca de su casa. Parece que el criminal, obedeciendo a un antiguo rito vikingo, ha torturado al animal antes de llevarse su cabeza y su sangre. El caso se complica peligrosamente cuando la holandesa Martina Flochten, una de las estudiantes del grupo de arqueología, desaparece sin dejar rastro y es hallada asesinada unos días más tarde. Posteriormente un importante político de la isla, Gunnar Ambjörnsson, encuentra en la caseta de su jardín una cabeza de caballo y Anders Knutas y su equipo se preguntan si será la próxima víctima.

Una vez más, Anders Knutas y el periodista Johan Berg, que ahora vive en la isla y espera el nacimiento de su hija, necesitarán todo su valor e inteligencia para resolver este cruel caso con ecos de cultos ancestrales.

Mari Jungstedt

Nadie Lo Conoce

Anders Knutas, 3

© 2005, Mary Jungstedt

Título original: Den inre kretsen

Traducido por Gemma Pecharroman Miguel

A mis queridos hijos Rebecka Jungstedt

y Sebastian Jungstedt

***

Equinocio de primavera

Sábado 20 de Marzo

De lejos sólo se apreciaba un débil resplandor. Igors Bleidelis lo descubrió con los prismáticos cuando el buque de carga estonio pasó el malecón al salir del puerto de Visby. Se encontraba en la cubierta de babor, el crepúsculo había caído sobre el puerto desierto y empezaban a encenderse las frías luces de las farolas de la terminal.

El barco dejaba atrás la ciudad medieval con sus típicas casas de comerciantes, la muralla de seis metros de altura y la torre negra de la catedral que se alzaba hacia el cielo. Alrededor del puerto los edificios parecían vacíos; las ventanas, negros ojos ciegos en las fachadas. Sólo un reducido número de botes de pesca se mecía agitadamente junto a los muelles.

Casi todos los restaurantes permanecían cerrados en esta época del año. No se veía un alma por las calles, Igors divisó algún que otro coche que bajaba en dirección al puerto. Tan viva como parecía la ciudad en verano, y en invierno estaba muerta.

Igors Bleidelis tiritaba de frío dentro del impermeable. Le moqueaba la nariz. El aire era frío y cortante, y soplaba viento, como siempre. Las ganas de fumar lo habían obligado a salir a la cubierta. Encontró algo de resguardo detrás de la chimenea y sacó el paquete arrugado del bolsillo superior. Tras varios intentos consiguió encender el cigarrillo. El viento le helaba el rostro y el frío penetraba despiadadamente a través del cuello del impermeable.

Añoraba una cama caliente y el dulce abrazo de su esposa. Había pasado diez días lejos de casa, pero le parecía mucho más tiempo.

Alzó los prismáticos para contemplar la costa. El acantilado se precipitaba en picado hacia el mar. Fuera del puerto, por este lado de la isla, había muy pocas casas. Deslizó los prismáticos hacia arriba siguiendo la pared rocosa. La isla ofrecía un aspecto yermo e inhóspito desde el lugar donde él se encontraba.

Enseguida se hizo de noche. Lanzó la colilla por la borda y se disponía a volver dentro cuando, de pronto, el resplandor se volvió más fuerte. Se divisaban llamas sobre una roca que se adentraba en el mar.

Igors se detuvo y levantó los prismáticos otra vez. Enfocó lo mejor que pudo. En lo alto de la roca, las llamas de un fuego se elevaban hacia el cielo oscuro. Parecía una hoguera de la noche de Walpurgis [1] en pleno mes de marzo. Supuso que las siluetas que se movían alrededor de la pira eran personas y parecía que llevaban antorchas en las manos. Las figuras se movían acompasadamente siguiendo una pauta definida. Alguien alzó un objeto en el aire y lo arrojó a las llamas. Desde la distancia a la que estaba no pudo distinguir nada más. El barco se alejó enseguida y el resplandor del fuego desapareció de su horizonte.

Igors Bleidelis bajó los prismáticos y lanzó una última mirada hacia el acantilado, antes de abrir la puerta del camarote y entrar al calor.

Lunes 28 de Junio

A los pies de la iglesia de Fröjel se extendían como alfombras amarillas y verdes los campos de colza y de cereales que descendían hasta el mar. A un lado de los cultivos se distinguía a un grupo abigarrado de personas excavando. A intervalos regulares asomaba alguna cabeza por encima de los sembrados, cuando alguien se ponía de pie para estirar las doloridas articulaciones o cambiar de postura. Una visera blanca, un sombrero de paja, un pañuelo de pirata, una melena que su propietaria se había recogido sobre la cabeza para intentar mitigar el calor antes de dejarla caer de nuevo sobre los hombros. Más allá de las espaldas dobladas se divisaban las resplandecientes aguas del mar Báltico como un prometedor fondo azul. Los abejorros y las avispas zumbaban entre las amapolas de color rojo pálido, la avena se mecía con suavidad cuando soplaba alguna ligera brisa. Por lo demás, el aire estaba en calma. Un anticiclón procedente de Rusia se había desplazado hasta Gotland y llevaba una semana instalado sobre la isla.

Una veintena de estudiantes de arqueología trabajaban metódicamente desenterrando lo que mil años antes había sido un puerto vikingo. Era un trabajo duro que requería paciencia.

La holandesa Martina Flochten estaba en cuclillas dentro de su cuadrícula raspando con el cincel entre las piedras y la tierra. Trabajaba afanosamente pero con precaución para no dañar los posibles hallazgos con la pequeña herramienta. De cuando en cuando recogía alguna piedra y la depositaba en el cubo de plástico negro que tenía al lado.

Ahora empezaba lo divertido. Tras dos semanas de excavaciones infructuosas, desde hacía unos días su esfuerzo se estaba viendo al fin recompensado. Había encontrado varias monedas de plata y perlas de cristal. El hecho de tener entre sus manos objetos que no había tocado nadie desde los siglos IX o X le causaba siempre una impresión igual de fuerte. Dejaba volar su fantasía tratando de imaginar cómo habrían vivido en aquel lugar: ¿Qué mujer habría llevado aquellas perlas? ¿Quién sería y qué pensamientos habrían rondado por su cabeza?

Martina Flochten era una de las estudiantes extranjeras matriculadas en el curso. Casi la mitad de los alumnos procedían de otros países; había dos americanos, una mujer británica, un francés, un canadiense de origen indio, un par de alemanes y un australiano, Steven. Este curso formaba parte de su vuelta al mundo; Steven viajaba por todo el globo visitando lugares interesantes desde el punto de vista arqueológico. Evidentemente, su padre era rico, de manera que podía hacer lo que quisiera. Martina estudiaba arqueología en la Universidad de Rotterdam y allí había oído hablar de los cursos de metodología de campo que organizaba la de Visby. Los diez créditos del curso podía convalidarlos luego en sus estudios en Holanda. Además, Martina era medio sueca. Su madre era de Gotland, pero la familia había vivido en Holanda desde que ella nació. Por supuesto, solían visitar la isla durante las vacaciones, incluso después de la muerte de su madre en un accidente de tráfico hacía unos años, pero la posibilidad de quedarse en Gotland durante un período más largo y dedicarse a lo que más le gustaba fue una oportunidad que no quiso dejar escapar.

Hasta ahora, el curso había superado todas sus expectativas. Los participantes lo pasaban bien juntos, la mayoría eran de su edad, rondaban los veinte años, otros eran mayores: uno de los americanos, Bruce, tenía cincuenta años, e iba un poco a su aire. Les había contado que trabajaba como informático, pero que la arqueología era su gran pasión. A la mujer británica, que parecía un poco rara, Martina le calculaba unos cuarenta años.

A Martina le gustaba esa mezcla de lugareños y extranjeros. El ambiente dentro del grupo era escandaloso, pero cordial. A menudo, cuando los estudiantes bromeaban entre ellos a propósito de sus diferentes técnicas de excavación o de lo mal repartida que estaba la suerte a la hora de hacer algún hallazgo importante, el eco de sus risas resonaba por los alrededores. La pobre Katja, procedente de Gotemburgo, hasta ahora no había extraído más que huesos de animales, que había a montones. Al parecer su cuadrícula no contenía nada interesante, pero el trabajo había que hacerlo igual. Así que allí estaba ella sudando la gota gorda un día tras otro sin encontrar nada de valor. Martina esperaba que Katja pudiera probar suerte pronto en otra cuadrícula.

El curso de excavación había comenzado con dos semanas de clases teóricas en las aulas de la Universidad de Visby y continuaba luego con ocho semanas de excavación en Fröjel, en la costa oeste de Gotland. Teniendo en cuenta que Martina estaba muy interesada en el período vikingo, el curso no podía ser mejor. Probablemente, toda la zona que se extendía a su alrededor había estado poblada en aquella época. Aquí, en diferentes excavaciones, se habían encontrado restos que iban desde el principio del período vikingo en el siglo IX hasta su decadencia, alrededor del año 1100. La parte del yacimiento en la que trabajaban los participantes en el curso incluía un puerto, un asentamiento y varios enterramientos. Probablemente había sido también un importante enclave comercial, a juzgar por todas las pesas y las monedas de plata que habían aparecido.

De repente Steven, que estaba en cuclillas en la cuadrícula de al lado, gritó y todos corrieron hacia allí. Estaba limpiando el esqueleto de un hombre y había descubierto sobre el cuello un trozo de lo que él creía que era una fíbula de bronce. Staffan Mellgren, el profesor que dirigía las excavaciones, se deslizó con precaución dentro de la cuadrícula y tomó un cepillo pequeño que había en un cubo junto con otros utensilios. Retiró con cuidado los restos de tierra y al cabo de unos minutos consiguió sacar la fíbula entera. Los estudiantes, reunidos alrededor del hueco, observaban fascinados cómo poco a poco iba saliendo a la luz la fíbula perfectamente conservada. El entusiasmo del profesor se extendió entre los alumnos.

– ¡Fantástico! -exclamó-. Está muy bien conservada, el alfiler está intacto y ¿podéis ver aquí la decoración?

Mellgren tomó un pincel aún más pequeño y con pasadas suaves limpió los restos de tierra. Señaló con el mango la parte superior de la fíbula.

– Lo que veis aquí sujetaba la camisa manteniéndola en su sitio. Era la prenda más fina que llevaba en contacto con el cuerpo. Si tenemos suerte, seguro que lleva también una fíbula más grande en el hombro. Sólo hay que seguir buscando.

Asintió con la cabeza para animar a Steven, que se mostró orgulloso y contento.

– Trabaja con mucho cuidado y procura no ponerte demasiado cerca del esqueleto. Puede que haya más.

Los demás volvieron al trabajo con renovadas fuerzas. La idea de encontrar pronto algo digno de mención les daba energía. También Martina siguió excavando. Al cabo de un rato llegó el momento de ir a vaciar el cubo y se dirigió a una de las grandes cribas alineadas en el borde del área de excavación. Vació con cuidado el contenido del recipiente sobre la criba, que consistía en un cajón cuadrado de madera con una fina red de hierro en el fondo. El cajón estaba montado sobre un rodillo de hierro que facilitaba el movimiento de la criba. La chica agarró las asas de madera que había a ambos lados y la movió con fuerza para que cayera la tierra y la arena. Era un trabajo duro y después de agitar la criba durante unos minutos sudaba a mares. Una vez cribado lo peor, observó detenidamente los restos que habían quedado en la criba para no tirar nada de valor. Primero descubrió un hueso de animal, y luego otro. Había también un objeto pequeño de metal, probablemente un clavo.

No podían tirar nada, tenían que guardar y documentar todo meticulosamente puesto que, después de ellos, nadie podría excavar ya ese yacimiento. Cuando se excavaba un terreno, éste quedaba «destruido» para siempre, por eso recaía sobre los arqueólogos la responsabilidad de conservar todo cuanto pudiera tener valor para explicar cómo vivían las personas en aquel lugar.

Martina tuvo que tomarse unos minutos de descanso. Tenía sed y fue a buscar la botella de agua que guardaba en la mochila. Se sentó sobre una caja de madera, a la que le habían dado la vuelta, se masajeó los hombros lo mejor que pudo y observó a los otros mientras recuperaba el aliento. Sus compañeros de curso trabajaban concentrados, de rodillas, en cuclillas o tumbados en el borde de su cuadrícula, buscando incansablemente en la tierra oscura.

Advirtió las miradas de Mark, pero fingió no darse cuenta. Su corazón pertenecía a otra persona y no quería que se hiciera ilusiones. Eran buenos amigos y eso era suficiente para ella.

Jonas, un chico muy simpático del sur de Suecia que lucía un aro en la oreja y un pañuelo pirata en la cabeza, observó que se estaba masajeando.

– ¿Te duele? ¿Quieres que te dé un masaje?

– Sí, gracias -respondió Martina chapurreando un poco en sueco. Hablaba sólo un poco la difícil lengua de su madre y quería practicar, aunque todos sus compañeros hablaban inglés con soltura.

Jonas era uno de sus mejores amigos dentro del grupo y lo pasaban muy bien juntos. Martina le agradeció el detalle, aunque suponía que no lo hacía sólo por simple consideración hacia ella. Las atenciones que recibía por parte de algunos hombres del grupo eran agradables, pero, en realidad, la traían sin cuidado.

Miércoles 30 de Junio

Conducía la furgoneta roja por el camino de grava tan deprisa que el polvo se arremolinaba a su paso. Era muy temprano, alrededor de las dos de la madrugada, y los primeros rayos del sol asomaban en el horizonte. El campo dormía, hasta las vacas tenían los ojos cerrados tumbadas unas junto a otras en los prados que iba dejando atrás. La única señal de vida la ponía algún que otro conejo saltando por los campos. Iba fumando y escuchando la radio. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan satisfecho.

En el estrecho camino de grava sólo había espacio para un vehículo. Aquí y allá, la calzada se ensanchaba para permitir el cruce con coches que vinieran en dirección contraria, las señales de tráfico azules con una «M» pintada en blanco indicaban dónde estaban. Maldita la falta que hacían. Aquí no se cruzaban nunca dos automóviles. Su granja estaba al final del camino, no se podía ir más allá. No recordaba que hubieran recibido nunca una visita. Eso era algo sobre lo que no reflexionó nunca en su infancia, seguramente porque creía que todos vivían más o menos como ellos. Aquélla era la realidad que conocía, a la que se amoldó.

Cada vez que aparecía la casa de su infancia tras el último recodo del camino, surgía, como por ensalmo, un acceso del antiguo pánico: sentía una presión en el pecho, los músculos se le tensaban y le costaba respirar. Los síntomas remitían enseguida. Se preguntaba cuándo lo superaría. Era como si el cuerpo, después de todos aquellos años, aún reaccionara por su cuenta, sin que él interviniera. Más o menos como cuando tenía una erección, aunque no sabía por qué.

La granja albergaba una vivienda de madera pintada de amarillo, que en su día fue suntuosa, pero que ahora tenía la pintura desconchada. A un lado de la casa había un viejo establo y al otro un pajar más pequeño. Los restos del estercolero, en la parte trasera, recordaban los años en que habían tenido animales en la granja. Los prados de los alrededores estaban ahora vacíos, las últimas cabezas de ganado se vendieron el año anterior, tras la muerte de sus padres.

Aparcó detrás del pajar, una precaución innecesaria en realidad, pero ya era una antigua costumbre. Abrió la puerta trasera, cogió el saco y cruzó deprisa el patio. La puerta del establo chirrió; allí dentro olía a cerrado. Del techo colgaban gruesas telarañas junto a tiras adhesivas cubiertas de motas negras, moscas muertas hacía mucho tiempo.

El viejo frigorífico seguía en su sitio, aunque llevaba mucho tiempo en desuso. Lo había enchufado unos días antes y se había asegurado de que todavía funcionaba.

Cuando abrió la puerta lo golpeó el aire frío. El saco cabía sin problemas, cerró enseguida la puerta y fregó cuidadosamente la nevera por fuera con jabón y una bayeta húmeda. Nunca había estado así de limpia. Después recogió el fardo junto con la ropa y la bayeta, y lo metió todo en una bolsa de plástico.

En la parte trasera cavó un profundo agujero en la tierra e introdujo la bolsa dentro de él. Volvió a rellenar bien el hoyo y lo cubrió con paja y ramas. Nada en el terreno revelaba el escondite.

Quedaba el coche. Fue a buscar la manguera y tardó más de una hora en dejarlo limpio, tanto por dentro como por fuera. Al final, retiró la matrícula falsa y la sustituyó por la de verdad. Nadie podría decir que no era meticuloso.

Después entró en la casa y se preparó el desayuno.

Sobre los prados, aún húmedos por el rocío de la noche, se elevaba una fría niebla, que se deslizaba lentamente entre los campos de cereales y los prados. Planeaba sobre los cañaverales, donde un par de cisnes se ampiaban con esmero su plumaje blanco. Algunas golondrinas de mar graznaban sobre la bahía y los botes se mecían suavemente en el agua al lado de las boyas. Abajo, en la orilla, las deslustradas casetas de los pescadores estaban abandonadas.

Era una mañana singularmente bella. Una de esas mañanas de verano para grabar en la memoria y rememorarla cuando el invierno desplegara su negra capa sobre Gotland.

Agnes, una niña de doce años, se había despertado más temprano que de costumbre. No eran aún las ocho y media cuando llamó a su hermana pequeña, que todavía medio dormida se dejó convencer para ir a darse un baño antes del desayuno. Su abuela, que estaba sentada en la escalera de entrada tomando café mientras leía el periódico, les dijo adiós con la mano cuando las chicas se alejaron pedaleando con las toallas en el portaequipajes. El camino de grava discurría paralelo al mar unos cientos de metros por encima de la playa. Tenían que recorrer alrededor de un kilómetro en bicicleta para llegar al sitio donde podían girar para bajar hasta la zona de baño.

Agnes pedaleaba un trecho por delante de su hermana, aunque podrían haber ido la una al lado de la otra. El tráfico en ese camino era inexistente, incluso en pleno verano. Agnes quería ir siempre un poco adelantada. Había arrancado una brizna de hierba de la orilla del camino e iba chupándola, le gustaba el sabor de la savia fresca.

El camino discurría al principio a través del bosque, luego el paisaje se abría ante ellas. Campos de cultivo y prados se alternaban hasta la orilla del mar, visible a lo largo de casi todo el recorrido. Había varias granjas a lo largo de la calzada, con caballos, vacas y ovejas pastando. Tras pasar la última casa de piedra que se alzaba junto al camino, pedalearon bordeando un extenso prado antes de girar para descender hasta la playa. En esta época del año, los caballos, tres ponis de Gotland y un caballo noruego, se pasaban todo el día pastando fuera, igual que las lanudas ovejas de la isla. Los carneros, con sus característicos cuernos retorcidos en forma de rosca a ambos lados de la cabeza, eran imponentes. Los animales pertenecían a un granjero, quien a veces les permitía montar los ponis. Tenía una hija unos años mayor que ellas y ésta solía dejar que la acompañaran a dar un paseo a caballo. Agnes y Sofie visitaban a menudo a sus abuelos maternos. Aquí, en Petesviken, al suroeste de Gotland, pasaban la mayor parte de las vacaciones de verano, mientras sus padres se quedaban en Visby, donde residían, trabajando.

– Espera, vamos a ver a los caballos -propuso Agnes deteniéndose junto a la cerca.

Chasqueó la lengua y silbó, lo cual dio resultado al instante. Los animales dejaron de pastar, alzaron la cabeza y trotaron hacia las niñas.

El carnero más grande empezó a balar. Lo siguió otro, hasta que todos se incorporaron al coro. Al momento todos los animales se apretujaron contra la valla en busca de un bocado apetitoso. Las dos hermanas se estiraron para acariciarlos desde fuera. No se atrevían a entrar dentro del cercado cuando estaban solas.

– ¿Dónde está Pontus?

Agnes lo buscó por el prado. Sólo había tres caballos. Su favorito, un poni castrado pinto con manchas negras y blancas, no estaba.

– Tal vez esté entre los árboles -sugirió Sofie señalando la estrecha franja boscosa que se dibujaba como una cinta de color verde oscuro en medio del prado.

Las chicas lo llamaron y esperaron unos minutos, pero el poni no apareció.

– Déjalo -dijo Sofie-. Vamos a bañarnos.

– Qué raro que no venga. -Agnes arrugó la frente preocupada-. Con lo cariñoso que es. -Recorrió con la mirada la ladera, el abrevadero, las piedras de sal y los árboles más alejados.

– Bah, olvídalo, estará tumbado, durmiendo -insistió Sofie dando un empujón a su hermana-. Eras tú la que quería ir a bañarse ¿no? Pues vamos.

Sofie se montó en la bicicleta.

– Hay algo que no va bien. Al menos deberíamos poder ver dónde está Pontus.

– Seguro que lo han metido dentro. Puede que Veronica vaya a salir a dar un paseo a caballo.

– ¿Y si está enfermo, tumbado en algún sitio, y no se puede levantar, qué? A lo mejor se ha roto una pata o algo. Tenemos que ir a mirar.

– Qué pesada eres. Podemos ir a saludarlo al volver.

Pese a que los caballos eran mansos y no muy grandes, Sofie los tenía cierto respeto y no quería entrar en el prado. El caballo noruego era grande y fuerte y no parecía de fiar; una vez le había dado una coz. Los carneros también le inspiraban un poco de miedo con aquellos cuernos tan grandes.

Agnes no hizo ningún caso de las protestas de su hermana, sino que abrió la verja y entró en el prado.

– Yo no pienso dejar tirado a Pontus -gritó enojada.

Sofie se quejó en voz alta para manifestar su disconformidad. Se bajó de la bici de mala gana y siguió a su hermana.

– Pues ya puedes ir tú delante -refunfuñó.

Agnes daba palmadas y voceaba para espantar a los animales, que se alejaron cada uno por un lado. Sofie se mantenía cerca de su hermana mayor y miraba asustada a su alrededor. La hierba alta les hacía cosquillas y les arañaba las pantorrillas. Iban en silencio. El poni no aparecía por ningún sitio.

Cuando llegaron a la zona arbolada sin haber descubierto nada extraño, Agnes se encaramó a la valla del otro lado del prado para tener una vista más amplia.

– Mira -gritó señalando con el dedo.

Un poco más allá, en la linde del bosque, vio a Pontus tendido de costado, parecía que dormía. Una bandada de cuervos revoloteaba y graznaba en lo alto.

– Ahí está. ¡Dormido como un tronco!

Impaciente, se echó a correr hacia el caballo.

– Bueno, pues entonces vámonos. No le pasa nada. No querrás que vayamos hasta allí, ¿no? -protestó Sofie.

La visibilidad estaba parcialmente reducida. El caballo no se movía del sitio.

Lo único que se oía eran los estridentes graznidos de los cuervos. A Agnes, que iba delante, le dio tiempo a pensar que era extraño que en aquel lugar hubiera tantos cuervos. Cuando llegó, se paró tan en seco que su hermana se le echó encima.

Pontus yacía sobre la hierba y su pelaje lucía al sol. La vista hubiera podido tranquilizarlas de no haber sido por una cosa: en el lugar donde debería estar la cabeza no había nada. Le habían cortado el cuello. Todo lo que ellas vieron fue un enorme agujero ensangrentado y una nube de moscas que zumbaban alrededor de la abertura carnosa.

Agnes oyó un sonido sordo a sus espaldas. Su hermana se había desmayado.

Tras aparcar su viejo Mercedes junto a la comisaría de policía, Anders Knutas, el comisario de la Brigada de Homicidios, descubrió molesto que las manchas de sudor ya se le habían extendido por debajo de los sobacos. Era uno de esos pocos días del año en que se echaba dolorosamente en falta que el viejo coche no tuviera aire acondicionado y Line, su mujer, tendría nuevos argumentos para abogar por la compra de un automóvil nuevo.

Un día normal no se le habría ocurrido coger el coche para ir al trabajo, su casa estaba nada más pasar la Puerta Sur, a un kilómetro escaso de su despacho. Knutas llevaba veinticinco años trabajando en la comisaría de Visby y se podían contar fácilmente los días que no había ido caminando a trabajar. A veces se detenía junto a la piscina de Solbergabadet y entraba para nadar uno o dos kilómetros. El verano no era una excepción. Iba a cumplir los cincuenta en agosto y los últimos años, en cuanto dejaba de hacer ejercicio, lo notaba inmediatamente. Había estado toda su vida más o menos delgado y no quería cambiar. Sólo que ahora le costaba un esfuerzo algo mayor. La natación lo mantenía en forma y lo ayudaba a pensar. Cuanto más complicado era el caso que tenía entre manos, con mayor frecuencia visitaba la piscina. Ahora hacía tiempo que no iba y no sabía si eso era bueno o malo.

Ese último día de junio la familia había planeado viajar hasta la casa de veraneo en Lickershamn para cortar el césped y regar. Knutas había pensado salir pronto del trabajo e ir a buscar a su mujer al hospital cuando ella terminara su jornada laboral en el servicio de Obstetricia. Para su gran sorpresa, los gemelos Petra y Nils, que pronto cumplirían trece años, y que últimamente preferían estar con sus amigos, habían accedido a acompañarlos.

Nada más cruzar la puerta de entrada lo envolvió el aire frío. En los pasillos de la Brigada de Homicidios reinaba el silencio. Las vacaciones habían empezado, y eso se notaba.

La colaboradora más cercana de Knutas, la inspectora Karin Jacobsson, estaba en su despacho hablando por teléfono cuando el comisario pasó por delante. Knutas y Karin habían trabajado juntos durante quince años y se conocían bien desde un punto de vista profesional. En lo referido a su vida privada, Karin era bastante más reservada.

Tenía treinta y ocho años y estaba soltera, Knutas al menos nunca le había oído hablar de ningún novio. Vivía sola con una cacatúa blanca en un piso en Visby y su tiempo libre lo dedicaba sobre todo a jugar al fútbol. En ese momento gesticulaba con los brazos mientras hablaba con voz alta e insistente. Era morena y de baja estatura, sus ojos castaños eran cálidos y despiertos, y tenía los incisivos muy separados. Su humor podía cambiar radicalmente y no se esforzaba demasiado por controlar su irascible temperamento. Era una nota de color y un manojo de energía, sus gestos enérgicos contrastaban intensamente con el nada sugerente fondo de persianas bajadas y estanterías pintadas de gris.

Knutas se sentó en su silla y empezó a examinar el correo que se había acumulado en los últimos días. Entre las anodinas cartas de las autoridades, encontró una colorida postal de Grecia. La fotografía representaba un típico plato griego: brocheta de pollo con un cuenco de tzatziki y una botella de vino sobre una mesa redonda. Al fondo se vislumbraba una puesta de sol y la luz centelleaba en una de las dos copas de vino dispuestas sobre la mesa pintada de azul.

El texto decía:

Por lo menos no es una cabeza asada de cordero con puré de nabos, ¿no te parece, Knutas? Estoy pasando un par de semanas en Naxos haraganeando. Espero que estés bien y tal vez pronto tengamos ocasión de volver a vernos.

Martin.

Knutas no pudo evitar sonreír. Muy propio de Martin Kihlgård enviar una postal con comida. El investigador de la policía criminal, que estaba continuamente comiendo, era el mayor tragaldabas que Knutas había conocido en su vida. Habían trabajado juntos unas cuantas veces en la investigación de diferentes casos de asesinato en los que Knutas había solicitado refuerzos a la policía.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una llamada en la puerta. Al instante entró en su despacho su colega, el inspector Thomas Wittberg, veinte años más joven que él. Wittberg se negaba a cortarse la rubia melena, pese a las constantes bromas que le gastaban sus compañeros. Una ceñida camiseta blanca realzaba su bronceado torso, entrenado con regularidad en el gimnasio de las dependencias policiales. Wittberg tenía un gran atractivo y sabía sacarle partido entre las veraneantes tan pronto como empezaba la temporada turística. El joven inspector solía bromear con que su objetivo era conocer mujeres de todas las regiones suecas, desde Laponia hasta Escania. Knutas no dudaba ni por un momento de que su colega lo conseguiría. Por lo que él sabía, Wittberg no había mantenido nunca una relación que durara más de unas semanas. Todos los veranos llamaban mujeres al trabajo preguntando por él, y algunas se presentaban sin avisar para verlo.

Incluso en el trabajo, aprovechó su éxito con las mujeres para ayudar a la policía a avanzar en numerosas investigaciones. Thomas Wittberg había ascendido rápidamente de agente del orden hasta la Brigada de Homicidios, pasando por la Brigada Antidisturbios, y desde hacía un par de años era miembro indispensable del equipo de investigación de Knutas. En este momento sus penetrantes ojos azules mostraban con toda claridad que había ocurrido algo especial.

– Escucha esto -soltó dejándose caer en la silla que tenía Knutas para las visitas con un papel en la mano. Knutas alcanzó a ver que estaba cubierto de anotaciones con la ilegible letra de Wittberg.

– Han encontrado un caballo degollado en un prado de Petesviken. Lo descubrieron esta mañana dos niñas.

– ¡Qué barbaridad!

– A eso de las nueve, cuando se dirigían a la playa con sus bicicletas para darse un baño, las chicas descubrieron que faltaba uno de los caballos y lo hallaron tendido en el prado decapitado.

– ¿Estás seguro de que no se han inventado toda esa historia?

– Su abuelo y el dueño fueron con ellas a comprobarlo. Han llamado hace un momento.

– ¿De qué tipo de caballo se trata y quién es el dueño?

– Un poni normal. El dueño es un granjero, Jörgen Larsson. La familia tiene cuatro caballos de monta, los otros tres seguían en el prado.

– ¿Y no han sufrido ningún daño?

– Parece que no.

Knutas meneó la cabeza.

– Qué raro.

– Hay algo más -apuntó Wittberg.

– ¿Qué?

– No sólo le han cortado la cabeza, sino que, además, ésta no aparece. El granjero la ha buscado por todas partes pero no ha logrado encontrarla. En cualquier caso, no se halla cerca del cuerpo.

– ¿Quieres decir que el autor se ha llevado la cabeza?

– Eso es lo que parece.

– ¿Has hablado tú mismo con el campesino?

– No, la información me la ha proporcionado el oficial de guardia.

– Espero que no ande ahora dando vueltas por el prado y destruya un montón de pruebas -refunfuñó Knutas al tiempo que alargaba la mano para coger la chaqueta-. Vamos enseguida.

Unos minutos después, Knutas, Wittberg y el técnico de la policía, Erik Sohlman, se dirigían hacia el sur en un coche de la policía. Sohlman era uno de los colaboradores a quien mayor aprecio tenía Knutas, aparte de Karin. Sus dos colegas preferidos tenían en común el temperamento y el interés por el fútbol, pero Sohlman, a diferencia de Karin, estaba casado y tenía dos niños pequeños.

– Menuda historia -exclamó el técnico retirándose los rizos pelirrojos de la frente-. Me pregunto si el culpable es un maltratador de animales psicópata o si habrá alguna otra cosa detrás.

Knutas murmuró algo inaudible como respuesta.

– ¿Os acordáis de aquel caballo que se desbocó durante una carrera en el hipódromo de Skrubbs y se salió de la pista? -preguntó Wittberg incorporándose desde el asiento trasero-. El piloto se cayó del sulky y el caballo se largó. Creo recordar que nos pasamos una semana buscándolo.

– Ah, sí, aquel que luego apareció muerto en el bosque en Follingbo -replicó Knutas-. El sulky se quedó encajado entre dos árboles y el caballo murió de deshidratación.

– ¡Joder! -se estremeció Sohlman-. Menuda escena.

Siguieron en silencio por la carretera que conducía hasta la costa dejando atrás Klintehamn, Fröjel y la pequeña aldea de Sproge con su bella iglesia blanca. Luego abandonaron la calzada y entraron en un camino cubierto de grava, una recta larga que llegaba hasta el mar flanqueada a ambos lados por un bosquecillo de pinos y abetos. Enseguida llegaron a Petesviken. Había varias granjas alineadas, con vistas al mar. En los prados pastaba el ganado, todo parecía de lo más apacible e idílico.

En la granja de Jörgen Larsson había un viejo camión aparcado en el patio delante de la casa junto a un Opel más moderno. Había unas cuantas jaulas para conejos colocadas en el césped y un perro salió a su encuentro moviendo alegremente el rabo. Un hombre vestido con un mono azul y gorra salía del zaguán cuando el coche entró en el patio. El hombre se quitó la gorra a la vieja usanza al saludar a los tres policías.

– Jörgen Larsson. Vamos directamente, ¿no? Bueno, esto es una locura, parece mentira una cosa así, mi hija está terriblemente disgustada. Era su poni, y ya sabéis la relación que tienen las chicas de su edad con sus caballos. Pontus lo era todo para la pobre chica y no para de llorar. No entiendo cómo alguien puede hacer una cosa así, es absolutamente incomprensible.

El granjero hablaba por los codos y ninguno de los policías tuvo tiempo de contestar antes de que el hombre estuviera cruzando ya el patio en dirección al prado.

– Sí, tanto mi mujer como los chicos están realmente disgustados, es un auténtico caos. Es como si estuvieran en estado de shock.

– Claro -asintió Knutas-, lo comprendo.

– Y Pontus, ¿sabe?, tenía algo especial -continuó Jörgen Larsson-. Los chiquillos podían montarlo siempre que querían, y podían hacer con él lo que se les antojara, ya lo creo. Sería difícil encontrar un caballo más manso, era casi demasiado bueno, ¿comprende? Cuando eran más pequeños se colgaban de él, le arrancaban las crines y le tiraban de la cola y eso, y él se dejaba. Sí, y no era joven precisamente, tenía quince años, así que antes o después debería haber ido al matadero, pero podría haber aguantado unos años más, me parece a mí, en vez de terminar de esta manera. Nunca habría podido imaginarme una cosa así.

– No -logró decir Knutas-. ¿Sabe…?

– Ah, sí, compré ese caballo cuando nació nuestro primer hijo, pensé que le gustaría montar a caballo, ya sabe. Aquí en el campo no tenemos muchas más distracciones que los animales y, claro, tenemos también una perra, a propósito, ha tenido varios cachorros, y casi siempre tenemos gatitos; esta gata irá ya por la cuarta o quinta camada, así que tendremos que llevarla a que le hagan un apaño, bueno, ya sabe lo que quiero decir. Tenemos también conejos, que han tenido crías. Sí, bueno, los chicos no tienen mucho más con lo que entretenerse y, además, les gustan los animales y ayudan de buena gana con las vacas y los terneros y, claro, uno tiene que estar agradecido de que sea así, de que les guste.

– Pero… -intentó Knutas.

El granjero no se dio por enterado y continuó hablando.

– El mayor tiene dieciséis años y ya trabaja como un hombre cuando vuelve de la escuela. Todos los días, ya lo creo, seguro como un amén en la iglesia. Tenemos cuarenta vacas lecheras y veinticinco terneros. Mi hermano y su mujer trabajan también en la granja, la administramos juntos. Ellos viven al otro lado, donde habéis cogido el desvío. Tienen tres hijos, así que están al completo, y lo llevamos todo a medias. Ahora están de vacaciones, en Mallorca, pero vuelven mañana y no los he llamado para contarles esta desgracia. Sólo van a preocuparse sin necesidad, mejor esperar. Pero esto es muy desagradable, nunca he visto nada igual.

Knutas miraba fijamente a Jörgen Larsson, el cual, sin apenas recuperar el aliento, continuó hablando sin parar. Habían llegado hasta la alambrada y el granjero señaló con su dedazo hacia el bosquecillo.

– El caballo está ahí fuera sin cabeza. Sí, nunca había visto nada tan horrible. A ese cabrón le tiene que haber costado Dios y ayuda arrancársela, no sé si la habrá serrado o cortado con un hacha o cómo lo habrá hecho.

– ¿Dónde están los otros caballos? -dijo Knutas alzando la voz para detener la incontrolable verborrea del campesino.

– Sí, los hemos metido dentro. Puede que intentara hacerles daño a ellos también, ¿quién sabe? Aunque por lo que hemos podido apreciar no tienen ninguna lesión. Las ovejas las hemos dejado fuera -añadió Jörgen Larsson justificándose-, parece que no les hizo nada.

Knutas había desistido de intentar preguntar al granjero y permanecía callado. Tendría que esperar.

Jörgen Larsson quitó la aldabilla y apartó con decisión a las ovejas que se agolpaban a su alrededor.

Los policías trataron de seguir las zancadas del campesino a través del prado.

En el lugar donde yacía el caballo, una bandada de cuervos graznaba sobre el cadáver.

En medio de la bucólica estampa estival del prado, la pendiente tapizada de verde y el mar que centelleaba en la ensenada, yacía un poni musculoso, con el vientre orondo y la cola tupida, pero el cuello acababa en una enorme herida sanguinolenta.

– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -estalló Knutas.

Por primera vez el granjero se quedó sin palabras.

Para Johan Berg, reportero de televisión, la actualidad informativa de aquel miércoles por la mañana parecía cualquier cosa menos buena. No pasaba nada en absoluto. Se hallaba sentado frente a la polvorienta mesa de trabajo en la pequeña redacción local que la Televisión Sueca tenía en el centro de Visby. Había hojeado los periódicos de la mañana y había escuchado las noticias locales, y se quedó asombrado al comprobar cómo las redacciones conseguían llenar páginas y emisiones, pese a que no contenían ni pizca de novedades informativas. Había hablado con Pia Lilja, la fotógrafa de Gotland con la que trabajaba durante el verano, y le había dicho que podía llegar más tarde. Era absurdo que ambos estuvieran allí sentados como dos pasmarotes.

Se puso a repasar desanimado los papeles y las actas municipales de los últimos días con la vaga esperanza de encontrar algo. El encargo que el redactor jefe, Max Grenfors, le había hecho aquella mañana desde la redacción central en Estocolmo se le antojaba totalmente imposible, encontrar una noticia y preparar un reportaje para la emisión de la tarde. «Preferiblemente, algo con lo que podamos abrir la emisión. Andamos mal de contenidos y necesitamos una crónica tuya.» ¿No había oído antes el mismo rollo?

Johan llevaba doce años trabajando como periodista de sucesos en las noticias regionales de SVT, la televisión pública sueca. Noticias Regionales cubría la actualidad informativa de las provincias de Estocolmo, Uppsala y Gotland. De este modo, Johan tenía encomendada la información local de la isla de Gotland, y ahí entraba todo: desde unas vacas perdidas hasta el incendio en una escuela pasando por la saturación del servicio de urgencias del hospital. Antes el seguimiento informativo se hacía desde Estocolmo, pero la SVT había decidido, a modo de prueba, restablecer la redacción local durante el verano y Johan había conseguido el trabajo de corresponsal. Llevaba ya dos meses viviendo en la isla y no lo cambiaría por ningún lugar del mundo. El amor lo había conducido hasta aquí y, pese a que aún quedaban muchos obstáculos que salvar, estaba firmemente convencido de que Emma Winarve, la profesora del barrio de Roma, y él acabarían viviendo juntos. Se conocieron y se enamoraron cuando Johan estaba cubriendo la información de un asesinato. Emma estaba casada y tenía dos hijos cuando iniciaron su relación. Ahora acababa de divorciarse y estaba esperando la llegada del hijo de ambos de un día para otro. El hijo de ella y de él.

A Johan aún le costaba hacerse a la idea de que iba a ser padre. Era algo demasiado grande, demasiado intangible. Emma, para gran decepción suya, quiso esperar antes de irse a vivir juntos, dejar pasar el tiempo, como ella decía. Sus hijos Sara y Filip eran todavía muy pequeños. Había que darles tiempo para que pudieran adaptarse a la nueva situación: vivir ahora la mitad del tiempo en casa de su padre y la otra mitad en casa de su madre, que iban a tener un hermanito. Emma quería tomarse las cosas con calma y Johan, como tantas otras veces antes, tuvo que armarse de paciencia. A veces le parecía que hasta ahora toda su relación se basaba en que él la esperara a ella.

En su fuero interno estaba convencido de que avanzaban en la dirección correcta, de que al final acabarían juntos. Lo había creído todo el tiempo y ahora no estaba menos convencido de ello. Emma había decidido tener un hijo suyo, eso era suficiente para él. De momento.

En lo referente a su situación laboral en Gotland, había muchas cosas que le gustaban: la libertad, su colaboración con Pia funcionaba bien, y era agradable librarse de sentir el aliento del redactor jefe en la nuca, si bien, a veces, experimentaba la misma presión pese a que la distancia era grande. Por supuesto, echaba de menos los trabajos importantes relacionados con la delincuencia en Estocolmo, así como su piso y a sus amigos, pero el nuevo rumbo que había tomado su vida hacía que Gotland fuera el lugar donde prefería estar.

Trabajar en una redacción local con un equipo pequeño también tenía muchas ventajas. Disponía de un amplio margen para organizar su trabajo y hallaba una enorme satisfacción en poder decidir él mismo su jornada laboral. Pia y él procuraban hacer un reportaje cada día y eso era suficiente. Ellos se organizaban a su manera. Y mientras enviaran reportajes aceptables y medianamente interesantes, la redacción central estaría satisfecha.

Justo en ese momento estaban pensando en hacer una serie de reportajes sobre los elevados precios de la vivienda. A Johan le sorprendía que hubiera gente que pagara varios millones de coronas por una casita en Visby dentro del recinto amurallado, y que el precio que había que desembolsar por un piso fuera comparable al de los barrios más lujosos de Estocolmo. Por muy atractivo que resultase el centro medieval de Visby existían enormes diferencias en cuanto a la oferta de servicios, trabajo y diversión. Además, a Visby sólo se podía llegar en barco o en avión. Se preguntaba quiénes eran esas dos mil personas adineradas que vivían dentro de la zona amurallada y podían permitirse pagar esos precios exorbitantes, al menos para un isleño medio. Los propios residentes, con salarios normales, no podían ni soñar con vivir en el centro, a no ser que hubiesen heredado una vivienda.

Johan había estado destinado en Gotland desde el 1 de mayo y hasta ahora no le habían faltado ideas para sus reportajes. El desempleo era un gran problema en la isla. A lo largo de los últimos años varias empresas grandes habían reducido sus plantillas o habían echado definitivamente el cierre. Algunas habían trasladado su producción fuera de Gotland. El último golpe duro fue la decisión del Gobierno de desmantelar la P18, la antigua base militar, medida que formaba parte de la gran ola de recortes en defensa que asolaba el país.

Pero ahora, Pia y él llevaban varios días sin que se les ocurriera ningún tema para un reportaje y Johan sentía claramente la presión de Grenfors desde Estocolmo.

Cuando sonó el teléfono, lo cogió sin mucho entusiasmo.

Era su colega, la fotógrafa, y por el tono de voz parecía impaciente. Se dio cuenta de que mientras hablaba iba conduciendo.

– Oye, han encontrado un caballo degollado en un prado.

Pia tenía por costumbre saltarse las frases de saludo, que a ella le parecían innecesarias, sobre todo si tenía prisa y algo importante que decir.

– ¿Cuándo?

– Esta mañana. Lo encontraron dos niñas en un prado cerca de Petesviken, ¿sabes dónde está?

– Ni idea.

– Está al sur de Gotland, en la costa oeste, a unos sesenta kilómetros de Visby.

– ¿Cómo te has enterado?

– Tengo una amiga que vive allí. Me ha llamado.

– ¿Quién es el dueño del caballo?

– Una familia de granjeros normal y corriente.

Será mejor que salgamos enseguida. ¿Cuánto tardas en llegar aquí?

– Estoy delante de la oficina.

Johan colgó el teléfono y marcó inmediatamente el número directo del comisario Knutas. No obtuvo respuesta y en la centralita le comunicaron que la Brigada de Homicidios estaría ocupada toda la mañana.

Aquello parecía una locura, un caballo degollado, pero era precisamente lo que necesitaba. Cogió deprisa y corriendo un bloc y un bolígrafo, y cerró la puerta de la redacción. Decidió esperar antes de llamar a Grenfors, disfrutaba cuando dejaba en ascuas al jefe.

Estaba sentado en la cocina y pensaba que era increíble cómo podía cambiar el aspecto de una habitación dependiendo de quiénes se encontrasen en ella y de lo que acontecía allí. La tristeza que irradiaban antes las paredes y el sentimiento de culpa y vergüenza que caían desde el techo encima de su cabeza habían desaparecido. Antes los muros se estrechaban amenazadores cuando estaba sentado en su sitio de siempre. La comida que había en la mesa no le proporcionaba ninguna alegría, ningún placer, sino que se agrandaba en la boca hasta el punto de que le costaba tragarla. Un plato de angustia oculto bajo la salsa de la carne.

Ahora era diferente, podía hacer lo que quisiera. Se había preparado un desayuno consistente, el esfuerzo realizado por la mañana exigía un desayuno en condiciones.

En el plato, delante de él, había tres gruesas rebanadas de pan blanco tostadas, con rodajas de salchichas de Falun y huevos nadando en la grasa. Lo aderezó todo con un buen chorretón de kétchup, sal y pimienta. El gato maullaba ansioso y se frotaba contra sus piernas. Le tiró una rodaja de salchicha.

El reloj que había en la pared marcaba las diez menos cuarto. A través del polvoriento cristal de la ventana contempló cómo brillaba el sol fuera en el patio. Comió con apetito y bebió leche fría. Cuando terminó apartó el plato y eructó sonoramente. Se recostó en el respaldo de la silla y cogió un pellizco de rapé.

Estaba cansado, le dolían los brazos. Aquello había sido más complicado de lo que había calculado. Por un momento casi creyó que no iba a ser capaz de hacerlo. Pero al final lo había conseguido. El trabajo posterior le había llevado su tiempo, pero ya estaba listo.

Se levantó y recogió el plato, retiró escrupulosamente los restos de comida bajo el grifo y lo fregó.

De pronto se sintió muy cansado, tenía que acostarse. Abrió la puerta al gato y éste desapareció sin hacer ruido. Luego subió la desvencijada escalera que conducía al piso de arriba y entró en la habitación que estaba al fondo. Nunca había sido reparada tras el incendio. Las manchas de hollín seguían en las paredes e incluso los restos carbonizados de la cama quemada estaban amontonados en un rincón. Le pareció que aún podía percibir un ligero olor al humo del fuego. Quizá fueran figuraciones suyas. En el suelo había un viejo colchón en el cual se acostó. Se sentía bien en aquel cuarto, lo invadió un sosiego que no solía encontrar en otros sitios, y se durmió plácidamente.

Knutas no dejaba nunca de sorprenderse de la rapidez con la que se extendía una noticia. Lo habían llamado periodistas, tanto de la radio local como de la televisión y de los periódicos, y querían saber lo que había ocurrido. En Gotland, un caballo degollado era una noticia importante. Sabía por experiencia que nada conmovía tanto a la gente como el maltrato a los animales.

No había acabado de pensarlo cuando ya tenía al otro lado del hilo telefónico a la organización Amigos de los Animales, y seguro que llamarían también otras asociaciones defensoras de los derechos de los animales. El portavoz de la policía, Lars Norrby, estaba de vacaciones, así que Knutas tenía que ocuparse él solo de los periodistas. Redactó una nota de prensa escueta y ordenó a la centralita que no le pasaran llamadas en las próximas horas.

De vuelta en la comisaría después de la excursión matutina a Petesviken, se compró un bocadillo en el expendedor automático de la cafetería; ya podía olvidarse del almuerzo. Knutas había convocado a sus colaboradores más próximos para una reunión a la una. Gracias a que ahora contaban con dos técnicos en la Brigada de Homicidios, Sohlman, tras examinar el lugar del crimen, podría regresar a tiempo para participar en la reunión.

Se juntaron en una sala amplia y luminosa con una gran mesa en el centro. Hacía poco que habían renovado las dependencias policiales y el nuevo mobiliario era sencillo, de estilo escandinavo. Knutas se sentía mejor con los viejos muebles de pino raídos. De todos modos, las vistas eran las mismas, a través de las ventanas panorámicas se podía contemplar el aparcamiento del supermercado Coop Forum, la muralla y el mar.

– Se ha cometido una auténtica atrocidad -comenzó Knutas, y contó a sus compañeros la escena que habían contemplado en Petesviken-. Hemos acordonado el prado y la zona colindante -prosiguió-. Un camino rural atraviesa el prado y allí estamos buscando las posibles huellas de algún vehículo. Si el autor o los autores de esto se han llevado la cabeza del caballo, es de suponer que han utilizado un coche. En estos momentos nuestros hombres están interrogando a los vecinos y a la gente que vive en los alrededores, así que ya veremos lo que averiguamos a lo largo del día.

– ¿Cómo han matado al caballo? -preguntó Karin.

– Eso podrá explicarlo mejor Erik -respondió Knutas volviéndose hacia el técnico.

– Vamos a ver unas imágenes del caballo. Prepárate, Karin -advirtió Sohlman-, pueden resultar bastante desagradables.

Se dirigió precisamente a ella, no porque fuera la más sensible ante la presencia de sangre, sino porque le gustaban mucho los animales.

El técnico empezó a proyectar las imágenes del maltrecho cuerpo del caballo.

– Como podéis ver, le han cercenado el cuello, o mejor dicho, se lo han cortado con un cuchillo o con un hacha. El veterinario, Ake Tornsjö, ya ha examinado al caballo y va a realizar un reconocimiento más a fondo, pero nos ha explicado cómo cree que han sucedido los hechos. Según él, el autor del crimen, si es que es obra de una persona, seguramente dejó primero inconsciente al caballo golpeándolo con fuerza en la frente, probablemente con un martillo, un mazo o un hacha. Luego, cuando el caballo se cayó desplomado, sirviéndose de un cuchillo grande, tipo machete, le cortó el cuello, y eso es lo que ha matado al caballo, o sea, la pérdida de sangre. Para separar la cabeza de las vértebras, las ha destrozado. Hemos encontrado restos de huesos machacados y me atrevería a aventurar que se usó un hacha. Las marcas halladas en el suelo apuntan a que el caballo permaneció un tiempo con vida después del primer golpe. Estuvo aquí tendido y pataleando en su agonía, aplastó la hierba y removió la tierra. La zona alrededor del cuello aparece desgarrada y llena de salpicaduras, lo cual indica que al autor le llevó su tiempo; tenía muy bien planeado cómo iba a hacerlo, pero carece de conocimientos profundos acerca de la anatomía de un caballo.

– Qué bien, entonces podemos descartar a todos los veterinarios -rezongó Wittberg.

– Hay una cosa que no me cuadra -continuó Sohlman sin inmutarse-. Al cortar la arteria carótida, el caballo debería haber perdido una enorme cantidad de sangre. Y, ciertamente, se puede observar que la sangre ha corrido por el cuello y el cuerpo del animal, pero en el suelo sólo aparece un charquito insignificante. Casi nada. Y aunque la sangre se haya filtrado en la tierra, el charco debería ser mayor.

Los demás miraron desconcertados al técnico.

– ¿Cómo se explica eso? -quiso saber Karin.

– Lo único que se me ocurre es que el autor del crimen ha recogido la sangre.

– ¿Por qué iba a querer hacer una cosa así? -replicó Wittberg.

– No tengo ni la más remota idea. -Sohlman, pensativo, se pasó la mano por la barbilla-. El dueño del caballo lo vio por última vez ayer por la noche a eso de las once. El veterinario opina que llevaba por lo menos cinco o seis horas muerto cuando lo encontraron las niñas, por lo que la fechoría se produjo probablemente hacia la medianoche o en las horas siguientes. El prado y la zona colindante están siendo rastreados con perros para tratar de localizar la cabeza; hasta el momento no ha dado ningún resultado. Hemos ampliado la zona de búsqueda.

Karin hizo una mueca.

– Qué repulsivo. Así pues, el autor del crimen se ha llevado la cabeza y la sangre -afirmó-. ¿Qué sabemos del caballo?

Knutas miró sus papeles.

– Un poni de quince años, castrado, así pues, un capón. Un caballo manso y servicial del que la policía no tenía noticias hasta ahora.

Wittberg sonrió burlón. A Karin no le hizo tanta gracia.

– ¿Y el dueño?

– Se llama Jörgen Larsson, casado y con tres hijos. Se hizo cargo de la granja hace diez años y la lleva a medias con su hermano. Se trata de una explotación familiar, los padres siguen viviendo en uno de los edificios aledaños. La granja es bastante grande, tienen cuarenta vacas y un montón de terneros. No parece que haya cosas raras en la familia, se han dedicado a las tareas agrícolas tranquilamente durante mucho tiempo. Ni Jörgen Larsson ni ningún otro miembro de la familia aparecen en el registro de delincuentes.

– El veterinario cree que la persona que ha perpetrado el crimen ha crecido en una granja o ha tenido anteriormente contacto con el matadero o el sacrificio de animales -aclaró Sohlman-. Asegura que una cosa así no la hace uno por las buenas. Requiere tanto una planificación detallada como valor y resolución, además de unos buenos músculos. Para dejar inconsciente a un caballo, hay que golpearlo con fuerza y, por supuesto, saber dónde hay que propinarle el golpe. El cerebro está alojado en la parte alta de la frente. En opinión de Åke Tornsjö, el autor debe de haber participado anteriormente en algo así.

Todos los asistentes, sentados alrededor de la mesa, escuchaban con interés.

– ¿Ha recibido anteriormente el granjero, o cualquier otro miembro de la familia, alguna amenaza? -preguntó Wittberg cuando Sohlman terminó su explicación.

– No, que nosotros sepamos, no.

– Cabe preguntarse si va dirigido contra el granjero directamente o si se trata de un loco al que le dio por emprenderla con un animal -apuntó Karin.

– ¿No puede tratarse de una gamberrada de críos?

Fue Wittberg quien lanzó la pregunta.

– ¿Con un cuchillo de matarife, un hacha y un medio para transportar la cabeza? -replicó Karin-. No me lo creo. En cambio, lo que me pregunto es qué enfermos psiquiátricos conocidos andan sueltos.

– Ya lo hemos comprobado -contestó Knutas-. ¿Os acordáis de Gustav Persson? ¿Aquel que iba merodeando por los prados y les ponía clavos en los cascos a los caballos? Les clavaba sólo un trozo pequeño y luego, cuando el caballo apoyaba el casco en el suelo, el clavo se iba introduciendo cada vez más. No se contentaba con uno, sino que le clavaba varios, de manera que el caballo al final no podía mantenerse en pie. El tipo tuvo en jaque a la policía durante varias semanas antes de que lo detuvieran. Para entonces ya había conseguido lastimar a una decena de animales. Luego tenemos a Bingeby-Anna. Mataba a todos los gatos que veía y los colgaba en lo alto de la tapia.

– Pero esa mujer es pequeñísima y muy delgada -intervino Karin-. No habría sido capaz de hacer algo así, al menos ella sola. Yo soy un elefante a su lado, no pesará más de cuarenta kilos.

Knutas enarcó las cejas ante semejante exageración. La propia Karin era delgada y sólo medía alrededor de un metro sesenta.

– Yo no creo en absoluto que se trate del acto impulsivo de un enfermo psíquico -protestó Wittberg-. El golpe estaba demasiado bien planeado. Llevar a cabo semejante fechoría, en una noche clara de verano, con gente y casas cerca, como dice Sohlman, exige una planificación previa muy precisa. A mí no me cabe en la cabeza cómo fue capaz, el riesgo de que alguien lo viera era muy grande. El camino que va hasta el prado pasa justo por delante de las granjas, es casi como conducir directamente a través de sus patios. Cualquier persona que se hubiera despertado, habría podido ver y oír el coche.

– Sí, claro, pero hemos descubierto que se puede acceder al prado desde el otro lado -dijo Sohlman, y proyectó en la pantalla un mapa de la zona-. Aquí termina la carretera y se divide en dos ramales al llegar a Petesviken. En lugar de tomar la pista de la derecha y conducir por delante de las casas, se puede coger la de la izquierda. Un trecho más allá hay un camino rural que cruza los campos rodeando toda la zona y pasa, por el otro lado, junto al prado. Si el agresor eligió esta ruta, de lo cual estoy convencido, evitó que lo vieran desde las viviendas y pudo llegar y salir tranquilamente del prado sin arriesgarse a que lo descubrieran, porque desde las granjas de Petesviken no se ven los coches que transitan por ese camino. Hemos echado un vistazo y ahora vamos a analizar las roderas de los vehículos, pero será complicado porque el terreno está muy seco.

– Bien -afirmó Knutas-. Nosotros estamos interrogando a los vecinos y al resto de la gente que se mueve por esa zona, así que vamos a ver si conseguimos averiguar algo. El autor del delito debía tener un coche. Llevaba hacha y cuchillo, quizá otras herramientas y una cabeza de caballo con la que cargar.

– Y probablemente estaba cubierto de sangre -agregó Sohlman.

– Quizá se dio un baño para lavarse, el mar está justo al lado -aventuró Karin.

– ¿No sería un poco temerario? -intervino Wittberg mirándola escéptico-. ¿Iba a darse un baño con el riesgo evidente de que alguien lo descubriera? Aunque el crimen se llevara a cabo después de las once. En estas noches claras de verano la gente se baña a cualquier hora. Especialmente ahora que ha hecho tanto calor.

– Por otro lado, esa zona está relativamente aislada -intervino Knutas-. Por allí sólo se moverán las tres o cuatro familias que viven en las granjas y, quizá, alguna que otra persona de las casas que hay al final de la carretera. No es precisamente un lugar por el que uno va a darse una vuelta. Bueno, tendremos que investigar más el pasado de la familia que vive en la granja. El caso, o guarda relación con el hecho de que el animal al que han matado sea efectivamente de Larsson, o eso ha sido una casualidad. Sea como fuere, tenemos que examinar todas las posibilidades.

– ¿Crees que el culpable es algún miembro de la familia? -preguntó Karin-. ¿La mujer que se venga del marido o viceversa?

– Parece algo rebuscado -convino Knutas-. Hay que estar muy mal de la cabeza para cometer un crimen de este tipo. Pero no podemos descartarlo, ya nos hemos quedado estupefactos otras veces. Tenemos que volver a hablar con el granjero. Habla hasta por los codos, pero sólo hemos estado allí un momento. Creo que alguien debería volver allí. Hay que interrogar lo antes posible a las niñas que encontraron el caballo.

– Yo puedo ir ahora mismo. -Wittberg ya estaba a punto de levantarse.

– Te acompaño -dijo Karin-. Si no mandas otra cosa.

– Podéis ir los dos -respondió Knutas-. Yo me quedo aquí para atender a la prensa.

Martina Flochten pasó por la reducida habitación y cogió a toda prisa la bolsa de aseo y la toalla. Iba a darse una ducha rápida y a cambiarse de ropa. Los alumnos que participaban en el curso tenían la tarde libre porque un profesor de arqueología americano iba a dar una conferencia en la Universidad de Visby. La prisa de Martina obedecía a otras razones muy diferentes, aunque sus compañeros de curso lo ignoraban.

Sólo iban a aprovechar la ocasión. Tenía tantas ganas de verlo que su corazón enardecido latía con fuerza.

A su novio holandés lo tenía olvidado. La llamaba al móvil cada vez con más frecuencia. Cuanto menos respondía ella, más insistía él. Una tarde que se dejó el teléfono en el cuarto, había realizado veintiocho llamadas. Aquello era una locura y se había sentido incómoda con Eva, su compañera de habitación, que aquella tarde se había quedado en casa, acostada y tratando de leer. Martina había pensado romper la relación cuando volviera a casa, no era capaz de hacerlo por teléfono. No le parecía decente.

Su padre también había llamado. Llegaría a Gotland la semana siguiente, tenía negocios en Visby y pensaba matar dos pájaros de un tiro. Quizá estuviera preocupado por ella. Martina mantenía una relación muy estrecha con su padre, aunque pensara que éste adoptaba en ocasiones una actitud demasiado protectora. Y la verdad es que le había dado motivos para preocuparse muchas veces. Martina era ambiciosa y aplicada, y llevaba muy bien sus estudios, pero en su tiempo libre no se quedaba atrás a la hora de ir de juerga y había muchas fiestas en los círculos estudiantiles de la Universidad de Rotterdam. Había probado algunas drogas, pero sólo las blandas.

A Martina se le despertó el interés por la arqueología cuando vio un programa de televisión sobre una excavación en Perú. Le impresionó el trabajo paciente y metódico de los arqueólogos y todo lo que la tierra podía contar.

Cuando empezó a estudiar la asignatura, enseguida le fascinó la época vikinga. Leyó todo lo que encontró acerca del modo de vida de los vikingos. Le atrajo su religión, basada en la creencia de varios dioses de la mitología nórdica, y le parecieron fascinantes no sólo sus naves y viajes de saqueo por el mundo, sino también el importante comercio que mantenían, en particular en Gotland.

Aquel curso había avivado definitivamente el interés de Martina y ya había decidido que cuando finalizara sus estudios de arqueología se especializaría en el tema y lo haría en la Universidad de Visby.

Cuando terminó de arreglarse, los demás ya estaban en el autobús que los llevaría a la conferencia. La joven salió y les dijo que no se sentía bien y que se iba a quedar en el albergue. Eva se mostró apenada, habían planeado ir a tomar unas cervezas después de la conferencia, ya que estaban en la ciudad.

Cuando arrancó el autobús, Martina entró corriendo, cogió el bolso y se echó una última ojeada ante el espejo. Tenía buen aspecto, el sol de la isla le había dado un bonito tono a su piel y su larga melena parecía más rubia de lo habitual.

Él quería que se encontraran en el puerto. Con pasos rápidos y anhelantes cruzó el puente de madera que había detrás del albergue y que conducía a la zona portuaria.

Petesviken estaba a una considerable distancia de Visby, en la costa suroeste de Gotland. Pia y Johan dejaron la ciudad a toda velocidad y Pia, que iba al volante, señaló con la cabeza el cartel que indicaba la salida hacia Högklint cuando la dejaron atrás.

– A propósito del recalentamiento del mercado inmobiliario, podríamos hacer una pieza. A veces me parece que ha vuelto la histeria del ladrillo de los años ochenta. ¿Has oído hablar del hotel de lujo que van a construir ahí?

– Sí, claro, hemos hecho varios reportajes sobre ello. Sólo están esperando la aprobación del pleno del ayuntamiento ahora en otoño para empezar, ¿no?

– Así es. Las obras comenzarán seguramente antes de que termine el año. Va a ser un gran complejo en el que habrá suites, apartamentos multipropiedad, restaurantes de lujo y locales nocturnos. Cinco estrellas.

– Cabe preguntarse si realmente hay demanda para ello.

– Por supuesto que la hay. La península está llena de enamorados de Gotland. Románticos que estuvieron aquí de vacaciones cuando eran más jóvenes y quieren volver con la familia para revivir sus vivencias en la isla de una forma más cómoda. Y en este país no falta gente con dinero.

– Eso al menos creará puestos de trabajo, aunque me imagino que también habrá quienes estén en contra. Högklint es un parque natural, ¿no?

– No van a construir justo en la línea de costa, no pueden hacerlo, evidentemente. Sin embargo, es increíble pero parece que el proyecto de construcción va a salir adelante. Las protestas más enérgicas proceden, claro está, de quienes viven allí, se suelen organizar acaloradas discusiones sólo por el hecho de que alguien quiera pintar una puerta de otro color. Por lo demás, los más críticos son los ecologistas, defensores de la flora y la fauna de los espacios naturales. Durante la primavera muchas aves anidan arriba en los acantilados de Högklint y, desde luego, es uno de los miradores de la isla desde donde se pueden contemplar las vistas más bellas. Además, yo creo que son muchos los que piensan que este lado de Visby ya está suficientemente explotado con el balneario de Kneippbyn y todo lo demás.

– ¿No era extranjero el propietario? -preguntó Johan.

– Creo que es un consorcio en el que participa el ayuntamiento y algunos hombres de negocios extranjeros.

– Tendremos que investigar más ese tema cuando tengamos tiempo. Indiscutiblemente se merece un reportaje más amplio.

Cuarenta y cinco minutos después se encontraban en Petesviken.

El prado estaba acordonado y vigilado por policías uniformados apostados junto a la verja. Ninguno de ellos quiso responder a las preguntas de Johan sobre el caballo degollado, y le indicaron que se pusiera en contacto con Knutas.

Pia se puso enseguida en marcha con la cámara, cosa que no sorprendió a Johan. Aquella chica tenía carácter. Le cayó bien desde el primer día, nada más conocerla en la redacción. Parecía muy espabilada, llevaba el cabello negro, corto y despuntado, un aro en la nariz y los ojos castaños intensamente maquillados. Lo saludó sin más preámbulos y enseguida empezó a aportar sus propias ideas. Aquello fue un buen presagio para el resto del verano. Pia había nacido y crecido en Visby, y conocía Gotland como la palma de su mano. Gracias a su extensa familia tenía parientes y amigos repartidos por varios lugares de la isla. Tenía nada menos que seis hermanos y todos se habían quedado a vivir en Gotland con sus respectivas familias, así que su red de contactos era enorme. Desde un punto de vista profesional, puede que no sacara las imágenes tan buenas a las que él estaba acostumbrado, pero tomaba muchas y a menudo desde ángulos interesantes. Si conservaba el entusiasmo y su desbordante dinamismo, con el tiempo llegaría a ser una excelente fotógrafa. Era joven, ambiciosa y estaba decidida a conseguir un empleo fijo en Estocolmo, en alguna de las grandes cadenas de televisión. De momento, no había trabajado más que un año y ya había conseguido que le dieran una suplencia larga en la Televisión Sueca, lo cual no era nada desdeñable. Ahora había desaparecido tras un recodo.

A Johan le dieron ganas de deslizarse por debajo del cordón policial en la zona más alejada, pero sabía que si lo descubrían habría quemado sus naves frente a la policía y, definitivamente, no podía correr ese riesgo. Era consciente de que sus jefes en Estocolmo estaban sopesando la posibilidad de volver a contar con un corresponsal fijo en Gotland y de que el resultado de su trabajo a lo largo del verano iba a pesar mucho en esa decisión. No había nada que Johan desease más que poder quedarse.

Buscó a Pia, pero era como si se la hubiera tragado la tierra. Increíble, sobre todo por lo grande y pesada que era la cámara de televisión, nada con lo que se pudiera andar por ahí como si tal cosa. Johan empezó a caminar a lo largo del cercado.

El prado era grande y no podía ver dónde terminaba, se lo impedía la zona arbolada. Siguió con la vista el lindero del bosque y de pronto vio a Pia. Se había metido dentro del área acordonada y estaba tomando una vista panorámica del prado. Al principio se cabreó, aquello le costaría a él un disgusto si llegaba a emitirse por televisión, pero enseguida reconsideró su postura. La joven estaba haciendo su trabajo lo mejor posible con el fin de obtener buenas imágenes. Así era precisamente como a él le gustaba que trabajara un fotógrafo. El peligro de hacerse demasiado amigo de la policía era que uno empezaba a tener demasiada consideración hacia ellos. Se invertía el objetivo de procurar lo mejor desde el punto de vista del espectador por el de mantener unas buenas relaciones con las fuerzas del orden. Y él, definitivamente, no quería caer en eso. Era consciente de que debía ir con cuidado. La súbita irritación inicial se transformó en gratitud. Pia era una fotógrafa increíblemente buena.

Cuando ella terminó de hacer su trabajo, se pasaron por las granjas cercanas. Nadie quiso prestarse para una entrevista. Johan sospechó que habían recibido órdenes de la policía. Justo cuando estaban a punto de darse por vencidos, y se disponían a marcharse de allí, apareció un chaval de unos diez u once años andando por el camino. Johan bajó el cristal de la ventanilla.

– Hola, me llamo Johan y ésta es Pia. Trabajamos para la televisión y hemos estado tomando unas imágenes del prado donde mataron al caballo. ¿Has oído lo que ha pasado?

– Claro, yo vivo allí -contestó el chico señalando con la cabeza el camino que tenía detrás.

– ¿Conoces a las niñas que lo encontraron?

– Un poco, aunque no viven aquí, sólo están de vacaciones en casa de sus abuelos.

– ¿Sabes dónde viven?

– Sí, está cerca. Puedo deciros dónde es.

El chaval declinó el ofrecimiento de Johan para que subiera al coche. Fue andando delante por el camino y ellos condujeron despacio detrás de él.

Enseguida llegaron a la casa de los abuelos.

Un seto bien cortado rodeaba la casa y fuera había dos niñas sentadas en una piedra grande balanceando las piernas.

Johan se presentó primero y luego a Pia, que llegó al momento.

– No podemos hablar con periodistas -dijo Agnes-. Eso ha dicho el abuelo.

– ¿Qué hacéis aquí sentadas? -preguntó Johan sin inmutarse.

– Nada en especial. Habíamos pensado coger flores para papá y mamá. Vendrán esta tarde.

– ¡Qué bien! -exclamó Pia tomando parte en la conversación-. Después de que haya pasado una cosa tan horrible. No me cabe en la cabeza que alguien haga eso a un caballo. ¡Un animal inocente! Y he oído que era muy bueno y muy cariñoso.

– Era el poni más bonito del mundo. El más cariñoso.

A Agnes se le ahogó la voz.

– ¿Cómo se llamaba?

– Pontus -dijeron las chiquillas a coro.

– Vamos a hacer todo lo que podamos para que la policía detenga al que ha hecho esto, os lo prometo -continuó Pia-. ¿Fue muy duro cuando lo encontrasteis?

– Fue repugnante -aseguró Agnes-. No tenía cabeza.

– Ojalá no hubiéramos entrado nunca en el prado -añadió Sofie.

– No, espera un momento. Míralo así: vosotras fuisteis las primeras que entrasteis y ha estado muy bien que lo hicierais, porque si no habría pasado mucho más tiempo antes de que Pontus… ¿se llamaba así?

Las chicas asintieron

– Si no habría pasado mucho más tiempo antes de que encontraran a Pontus. Y para la policía es muy importante investigar estas cosas lo antes posible.

Agnes miró asombrada a Pia.

– Sí, claro, no lo habíamos pensado de esa manera -dijo aliviada. También Sofie parecía más alegre.

Johan reflexionó unos segundos acerca de si era correcto interrogar a las chiquillas, que aparentaban unos once o doce años, sin el consentimiento de sus padres. Siempre era especialmente respetuoso en lo referente a entrevistar a niños. Este era un caso dudoso. Optó por dejar que Pia continuara y discutir el tema después.

– Nuestro trabajo, el mío y el de Johan -prosiguió Pia en tono apacible-, es hacer reportajes en la televisión cuando ocurren cosas así. Y nosotros queremos informar a los espectadores, pero, por supuesto, no obligamos a nadie a que salga en la tele. Aunque lo mejor es que los testigos presenciales describan lo que ha sucedido, porque eso puede ayudar a que otras personas que sepan algo se pongan en contacto con la policía. Creemos que si quienes están sentados delante del televisor os ven a vosotras dos contando cómo encontrasteis a Pontus, se interesarán más que si es sólo Johan el que habla. Se involucrarán más, sencillamente.

Las dos chicas escuchaban atentas.

– Por eso queremos saber si podemos haceros algunas preguntas acerca de lo que ha ocurrido esta mañana. Yo grabo y Johan hace las preguntas, y si no podéis contestar, o si os parece que es muy duro, pues entonces lo dejamos. La decisión es vuestra. Después cortamos la entrevista, así que no pasa nada si algo sale mal. ¿De acuerdo?

Sofie le dio un codazo a Agnes en el costado y le susurró algo al oído.

– Es que no nos dejan.

– No, pero me da igual -dijo Agnes con decisión y se bajó de la piedra-. Sí, está bien.

Cuando Johan y Pia se fueron de allí, llevaban grabada una entrevista con las dos chiquillas en la que contaban lo que habían visto. Las niñas revelaron también que el caballo no sólo había sido degollado, sino que, además, la cabeza había desaparecido sin dejar rastro.

En el viaje de vuelta, Johan se quedó observando a Pia, que era quien conducía.

– No te sorprendas si nos cae una buena por esto.

– ¿Qué quieres decir?

– La policía se va a cabrear. No es que me preocupe especialmente, sólo te aviso.

– No sé de qué me hablas. -Pia lanzó a Johan una mirada indignada-. Nosotros hacemos nuestro trabajo, nada más. No hay que exagerar, se trata de un caballo, por favor, no de una persona asesinada.

– Cierto, pero lo de entrevistar a niños es un tema muy delicado.

– Si les hubiéramos entrevistado cuando su madre acababa de morir, entendería tu razonamiento -replicó Pia cada vez más enfadada.

– No me malinterpretes -protestó Johan-. Lo único que digo es que hay que ser muy prudente a la hora de entrevistar a menores. Como periodistas tenemos una enorme responsabilidad.

– No es culpa nuestra que la gente quiera hablar. No hemos obligado a nadie. Además, hemos conseguido detalles que no conocíamos gracias a que hemos hablado con las niñas, lo de que ha desaparecido la cabeza del poni.

Pia bajó el cristal de la ventanilla y tiró el rapé. Luego subió el volumen de la música con gesto ostensible. La discusión, evidentemente, había terminado. Pia era inteligente y osada, pero, teniendo en cuenta que estaba empezando, quizá debería ser más humilde. Johan presentía que su colega llegaría a ser en el futuro una fotógrafa de las que dejan huella. Para bien y para mal.

Emma Winarve estaba recostada en la hamaca del jardín de su casa en el barrio de Roma con unos cojines en la espalda. Trataba de encontrar una postura lo más cómoda posible. En su avanzado estado de gestación no era tan fácil. Tenía calor y se sentía sudorosa todo el tiempo, pese a que se pasaba el día a la sombra. El anticiclón de la última semana no había hecho más que empeorar su ánimo. Ahora se sentía gorda y deforme, aunque pesaba mucho menos que en sus anteriores embarazos. Hasta ahora, sólo había engordado doce kilos, lo cual iba en línea con todo lo demás. Esta vez era distinto. Los anteriores habían sido niños deseados y no había dudado de que fuera a seguir adelante con aquellos embarazos. Este niño que ahora crecía en su útero podía haber terminado legrado como una masa sanguinolenta, mientras hubo tiempo para ello. Ahora, lógicamente, se alegraba de que no hubiera sido así. Aún le quedaban dos semanas para dar a luz, si todo iba como estaba planeado.

Los niños y ella acababan de saborear una ensalada de frutas, hecha con melón, kiwi, piña y carambolas. Las frutas tropicales nunca le sabían tan buenas como cuando estaba embarazada.

Se quedó observando a Sara y a Filip, que estaban distraídos jugando al croquet en el césped. Acababan de terminar el primero y el segundo curso respectivamente y ya se habían visto obligados a vivir un divorcio.

A veces sentía grandes remordimientos, pero al mismo tiempo pensaba que no podía haber actuado de otra manera. Solía consolarse con la idea de que, al menos, no eran los únicos. Casi la mitad de sus compañeros de clase eran hijos de padres separados.

El verano anterior conoció a Johan Berg y se enamoró perdidamente de él. Emma, que jamás se imaginó de sí misma que pudiera ser infiel. Al principio le echó la culpa a la conmoción y a la desesperación que supuso para ella el asesinato de Helena, su mejor amiga. Helena fue la primera víctima de un asesino en serie, y Johan, uno de los periodistas que entrevistó a Emma en calidad de amiga de la víctima.

Por entonces había empezado a abrigar serias dudas con respecto a su matrimonio. Los sentimientos que Johan despertó en ella eran nuevos, nunca había sentido nada parecido. Intentó varias veces romper con él y volvió con Olle, que la perdonó a pesar de todo.

En una de las ocasionales recaídas que tuvo después, en las que se veía con Johan en secreto, se quedó embarazada. Su primera reacción fue abortar. Cuando se lo contó a Olle, él estuvo dispuesto incluso a hacer borrón y cuenta nueva en lo referido a su reiterada infidelidad, pero puso como condición para salvar su matrimonio que abortara. Emma pidió hora para la intervención y rompió su relación con Johan de una vez por todas.

La familia celebraba unida una Navidad tranquila y agradable. Los niños estaban encantados porque todo volvía a ser como antes y Emma había recibido un cachorrillo, que llevaba tiempo deseando, como regalo de Navidad de su marido.

Entonces, sin previo aviso, Johan se presentó en su casa, en el barrio de Roma, y puso todo patas arriba. Cuando Emma vio a los dos hombres de su vida juntos, la situación se reveló bajo una luz nueva y esclarecedora. Comprendió de inmediato por qué le había costado tanto romper su relación con Johan. Sencillamente, porque estaba enamorada de él. La relación con Olle se había terminado y era demasiado tarde para tratar de arreglarlo.

Dos días más tarde llamó a Johan y le contó que pensaba tener aquel niño.

Ahora estaba allí sentada, recién divorciada, con dos hijos a los que tenía en casa cada dos semanas y un tercero de camino. Que hubiera decidido tener aquel bebé no significaba automáticamente que ella y Johan fueran a formar una familia, algo con lo que él al parecer había contado. Johan estaba deseando irse a vivir con ellos y convertirse inmediatamente en el padrastro de Sara y de Filip, pero Emma necesitaba tiempo. Aún no se sentía, ni mucho menos, preparada para lanzarse a formar una nueva constelación familiar. Cómo se las iba a arreglar para hacerse cargo ella sola del bebé, era algo que ya resolvería más tarde.

Se pasó la mano sobre la tela de algodón amarillo del vestido. Tenía los pechos grandes y pesados, preparados ya para la tarea venidera, las piernas medio dormidas. La circulación, que de mala pasaba a pésima cuando estaba embarazada, al menos era algo que ya había sufrido en sus embarazos anteriores. Parecía como si la sangre se quedara estancada en el cuerpo, estaba pálida y tenía los dedos de los pies y de las manos fríos, y el hecho de que se sintiera tan pesada y tan torpe no ayudaba a mejorar las cosas. Emma estaba acostumbrada a entrenar al menos tres veces a la semana. Era una fumadora empedernida, pero dejó de fumar en cuanto supo que estaba embarazada, igual que las otras dos veces. No lo echaba de menos en absoluto, pero suponía que volvería a empezar otra vez en cuanto dejara de amamantar.

Su consumo de tabaco estaba directamente relacionado con la cantidad de problemas que surgían en su vida. Cuantos más problemas tenía, más fumaba, así de sencillo. Debía encontrar algún consuelo cuando la vida se volvía dura. Es imposible prever cómo se va a superar un divorcio, y ella se había visto obligada a experimentarlo en toda su crudeza.

Que la relación con Olle iba a resultar difícil era algo para lo que estaba preparada, pero nunca se había imaginado que todo acabara siendo tan insidioso, duro y mezquino. Todas aquellas broncas agotadoras, y su mentalidad de víctima, habían estado a punto de hundirla durante la primavera.

Era un milagro que hubiera conseguido mantenerse alejada del tabaco.

El tema de la vivienda, no obstante, habían conseguido solucionarlo bastante bien. Olle había adquirido un piso grande en el centro de Roma y vivía a poca distancia de la casa. Habían acordado que tendrían los niños una semana cada uno, al menos al principio, para no estar mucho tiempo sin ellos, luego ya irían viendo. Los niños decidirían. Con todo, Olle fue lo suficientemente maduro como para comportarse de una manera sensata y evitar así que los pequeños sufrieran más de lo necesario.

Alzó la vista del crucigrama en el que había tenido clavada la vista mientras las letras se mezclaban hasta convertirse en una masa indescifrable. Sara y Filip estaban enfrascados en su juego de croquet. No se habían peleado ni una sola vez. Era una consecuencia inesperada tras todo lo que había sucedido; los niños estaban ahora más calmados. Era como si se hubieran vuelto más responsables, cuando todo a su alrededor se resquebrajaba, ya no disponían de tanto margen para las peleas. El sentimiento de culpabilidad la rozó de nuevo. El divorcio había sido culpa suya. Eso era lo que pensaba toda la familia, incluidos sus padres, aunque no se lo dijeran a la cara.

Emma se lo explicó a los niños lo mejor que pudo, sin tratar de disculparse, pero ¿era suficiente? ¿Lo entenderían alguna vez?

Contempló sus tersos rostros. Sara, de cabello más oscuro y penetrantes ojos castaños, era bulliciosa pero ordenada. Hablaba a voces con su hermano pequeño, concentrado en hacer pasar la bola por los aros centrales. Filip tenía la piel y el cabello más claros, y era un bromista, el granuja de la familia.

Se preguntaba si sería capaz de querer tan incondicionalmente a ese hijo que estaba en camino.

El despacho de Knutas se encontraba en el segundo piso del edificio de la comisaría. Era amplio y luminoso, con paredes de color arena y muebles claros de abedul. La excepción era su antigua y desgastada silla de roble con el asiento de piel suave. Había sido incapaz de desprenderse de ella el año anterior cuando renovaron el edificio de la comisaría y cambiaron todo el mobiliario. A lo largo de los años, sentado en aquella silla había conseguido encajar muchos rompecabezas. Temía que en una silla nueva, aunque fuera más cómoda para su espalda, no pudiera pensar igual de bien.

Se balanceó despacio hacia delante y hacia atrás, mientras pensaba en lo que había sucedido con el poni degollado. Los delitos contra los animales eran muy raros en Gotland. Sin duda se producían negligencias, gente que dejaba de alimentar a los animales o no mantenía limpias las jaulas o los boxes, pero ahora se trataba de algo muy distinto. Tal vez, de un loco que disfrutaba torturando a los animales, ya se había enfrentado alguna vez a algún caso semejante, pero no de este calibre. Quizá mataron al caballo en un acceso de ira. En ese caso, ¿contra quién iba dirigida esa rabia?

Al mismo tiempo, todo parecía planeado fríamente. El crimen se había cometido a una hora en la que la gente estaba acostada y dormida, pero cuando ya había la claridad suficiente. Según el granjero, el autor debió de echar comida al resto de los animales para asegurarse de poder llevar a cabo su fechoría sin problemas. Eso le permitió matar al caballo de un golpe y mutilarlo tranquilamente. La pregunta era para qué se había llevado la cabeza el malhechor. No sería para pescar anguilas, como Knutas había visto en una película hacía mucho tiempo.

Sacó la pipa, la llenó con esmero y le dio una bocanada sin encenderla. Era lo que solía hacer cuando tenía que pensar. La encendía pocas veces, además, no se podía fumar en el interior del edificio. Con un suave giro de la silla tuvo ante sus ojos la vista del aparcamiento del centro comercial Coop Forum completamente lleno. Tras las fiestas del solsticio de verano la temporada turística había empezado en serio. La isla tenía 58.000 habitantes, pero durante los meses de verano la población se incrementaba con otras 800.000 personas. A mediados de agosto terminaba la temporada con la misma rapidez que había comenzado.

Les había pedido a Wittberg y a Karin que por la tarde investigaran más detenidamente el pasado del dueño. Los técnicos, con Sohlman a la cabeza, se hallaban en el lugar de los hechos y estaban en marcha los interrogatorios con los vecinos y demás personas de quienes pudiera sospecharse que habían visto algo.

Lo llamó Line y, por la voz, parecía estresada. Llegaría tarde, estaba en medio de un parto. Knutas le respondió que él también estaba muy ocupado.

La mujer de Knutas era danesa. Trabajaba como matrona en el hospital de Visby; de un tiempo a esta parte, las isleñas parían como nunca antes. Un nuevo baby boom parecía recorrer la isla. Line llevaba varias semanas haciendo horas extras y aquello no tenía pinta de acabar. Él y los mellizos tenían que arreglárselas lo mejor que podían. No es que eso supusiera ningún problema, los chicos ya sabían hacer solos la mayor parte de las cosas. Hasta ahora, Petra y Nils habían dedicado sus vacaciones de verano a ir a la playa y a jugar al fútbol, y no tenían nada en contra de que les diera dinero para ir a comprarse una pizza o una hamburguesa, en vez de comer las sencillas comidas que preparaba su padre. El colmo fue cuando una vez más les sirvió lo que él presentaba, todo ufano, como «macarrones y queso especialidad de papá», un plato insípido, baboso y, para remate, con los bordes quemados.

Para Knutas la primavera había sido relativamente tranquila. Se había sentido deprimido durante algún tiempo, tras un caso de asesinato que despertó mucha expectación, sobre una joven desaparecida que más tarde descubrieron muerta. Aquel caso le había calado hondo y se había sentido involucrado a un nivel muy personal. En qué medida eso había influido en su modo de pensar, era algo imposible de saber, pero temía que su juicio hubiera flaqueado. En ese caso había contribuido a la muerte de la chica. Fue duro cargar con aquellos remordimientos.

En algún momento pensó que iba a caer en una profunda depresión. El insomnio era la señal más evidente, que se sintiera a menudo desanimado y apático tampoco era propio de él. De repente se le puso tan mal genio que, en comparación, los gritos de Line parecían chillidos de rata. Se encolerizaba por cualquier cosa insignificante y cuando el resto de los miembros de la familia reaccionaban ante lo absurdo de su enfado, se sentía humillado y ofendido. Como un pobre mártir. Al final, Line lo acompañó a un psicólogo. Por primera vez en su vida, Knutas solicitó la ayuda de un profesional para resolver sus problemas personales. Nunca había pensado que lo haría. Tenía muy pocas expectativas, pero se quedó sorprendido. La psicóloga estaba allí para atenderlo y se dedicaba sólo a él, lo escuchaba sin darle consejos ni juzgarlo. Escuchaba lo que él decía y de vez en cuando le hacía preguntas que le sugerían nuevas formas de pensar. A través de aquella terapia llegó a conocerse mejor a sí mismo y a conocer mejor su forma de relacionarse con los demás, los remordimientos fueron desapareciendo poco a poco. En realidad, era ahora cuando había empezado a sentirse mejor.

El teléfono volvió a sonar e interrumpió sus pensamientos. Desde la centralita le preguntaron si podía recibir a un equipo de la Televisión Sueca. Knutas aceptó con un suspiro. Mantenía una relación ambivalente con Johan Berg. La terquedad del periodista podía sacar de quicio al comisario, aunque tenía que reconocer que Berg era un buen profesional. A menudo, conseguía averiguar cosas por su cuenta y, además, tenía una endiablada capacidad para conseguir que la gente, incluido el propio comisario, le revelara más cosas de lo que en principio había pensado contarle.

Johan parecía agobiado cuando asomó por el pasillo, tendría prisa para sus emisiones. Llevaba el flequillo negro pegado a la frente y la camisa de algodón arrugada y con manchas. A Knutas se le ocurrió que probablemente ya habría estado en Petesviken y seguro que venía directamente de allí. Ojalá que no hubiera conseguido entrevistar a nadie. Knutas no quería decirle nada al respecto, pues no tenía ningún derecho a inmiscuirse en el trabajo de los periodistas. Su labor consistía en recabar información, pero la responsabilidad de Knutas era que ésta no se filtrara. Se preparó para responder a preguntas molestas y notó cómo se le tensaban las mandíbulas antes incluso de comenzar la entrevista.

Acompañaba a Johan esa fotógrafa nueva de aspecto punki con el pelo negro disparado en todas las direcciones. También llevaba un aro en la nariz.

Pia no se conformó con hacer la entrevista en el pasillo, sino que los convenció para que salieran a un balcón construido cuando renovaron la comisaría. Quería conseguir que Knutas hablara del espantoso crimen con el paradisiaco verdor estival, la muralla y el mar de fondo. Típico de la gente de la tele, sólo pensaban en sus fotos.

Johan formuló primero las preguntas habituales acerca de lo que había sucedido y luego, como cabía esperar, llegó una pregunta inesperada, o tal vez no del todo.

– ¿Habéis encontrado la cabeza?

Knutas apretó los dientes sin contestar. La policía había tomado la decisión de mantener en secreto que la cabeza había desaparecido. Las personas que lo sabían habían recibido órdenes estrictas de no hablar de ello.

– ¿Te preguntaba que si habíais encontrado la cabeza? -repitió Johan impertérrito.

– No voy a hablar de eso -respondió Knutas irritado.

– Sé, de una fuente segura, que no ha aparecido -aseguró Johan-. ¿No me lo puedes confirmar?

De la indignación que sintió, a Knutas se le puso la cara roja como la grana. Comprendió que la policía ya no tenía nada que ganar negándolo.

– No, no hemos encontrado la cabeza -reconoció dejando escapar un suspiro de resignación.

– ¿Tenéis alguna hipótesis de adonde puede haber ido a parar?

– No.

– Es decir, ¿que el autor del crimen se la ha llevado?

– Probablemente.

– ¿Qué puede significar eso?

– Imposible saberlo en estos momentos.

– ¿Para qué crees que quiere la cabeza la persona o las personas que lo hayan hecho?

– Esa es una cuestión sobre la que sólo cabe especular y en la policía no nos dedicamos a eso. Lo que tenemos que hacer ahora es detener al culpable.

– ¿Cuál ha sido tu reacción personal ante lo sucedido?

– Me parece que es terrible que alguien pueda hacerle una cosa así a un animal. La policía, lógicamente, considera los hechos muy graves y vamos a dedicar todos los recursos disponibles para hallar al o a los culpables. Queremos rogar a los ciudadanos que, si han visto u oído algo que pueda estar relacionado con el crimen, se pongan en contacto con la policía.

Knutas dio la entrevista por finalizada.

Tenía calor y estaba indignado. Aunque sabía que no iba a conseguir nada, trató de convencer a Johan para que no incluyera en su reportaje el detalle de que la cabeza había desaparecido. Como era de suponer, el periodista se mostró inflexible y objetó que aquella información era tan importante para los ciudadanos que tenían que emitirla.

Cuando Pia y Johan regresaron a la redacción disponían de muy poco tiempo para editar el reportaje si querían llegar al informativo de la tarde. Se sentaron juntos en la única sala de montaje que había. Johan llamó a Grenfors, a quien le pareció bien que hubieran entrevistado a las niñas. Eran lo suficientemente mayores y él era de la opinión de Pia, estaban hablando de un caballo. Por otro lado, Grenfors no destacaba en la redacción por pertenecer al grupo de los más prudentes.

– Sólo espero que nadie más haya conseguido enterarse de que ha desaparecido la cabeza -murmuró Pia mientras tecleaba concentrada. Disponían de treinta minutos antes de que comenzara el primer avance de Noticias Regionales, y le habían prometido al redactor jefe preparar una entradilla de al menos minuto y medio. Terminaron de editarla a las seis menos diez y enviaron el archivo digital a la redacción central de Estocolmo por correo electrónico.

Después de la emisión llamó Grenfors.

– Buen trabajo -elogió-. Estupendo que consiguieras entrevistar a las niñas, han estado la mar de bien y creo que no las ha entrevistado nadie más.

– No, por lo que sé, sólo han accedido a hablar con nosotros.

– Oye, ¿cómo conseguiste que lo hicieran?

– Eso ha sido mérito de Pia -respondió Johan-. Logró convencerlas.

– ¿No me digas? -Grenfors parecía sorprendido-. Dile que lo ha hecho asombrosamente bien. ¿Cómo vais a continuar mañana?

Johan se imaginó a su jefe columpiándose en su silla frente a la mesa de la redacción de Noticias Regionales en el edificio de la televisión, en el barrio de Gärdet en Estocolmo. Un cincuentón alto, asiduo al gimnasio, con el cabello teñido y obsesionado con dar la talla.

Algo que, en opinión de Johan, últimamente se le había exacerbado. Grenfors se había vuelto cada vez más quisquilloso. Su preocupación por que las crónicas no llegaran a tiempo se manifestaba de varias formas: continuas llamadas para preguntar cómo iba el trabajo, largas discusiones sobre cómo había que hacer el reportaje y, cada dos por tres, el redactor jefe llamaba directamente a las personas con las que ya habían quedado para hacerles una entrevista con el fin de asegurarse de que no se iban a echar atrás.

La verdad es que Grenfors siempre había sido algo entrometido, pero nunca como ahora. Johan se preguntaba si obedecería a la creciente presión y los márgenes cada vez más estrechos de la redacción. Los recortes afectaban a los informativos a intervalos regulares, reducían cada vez más la plantilla, menos empleados tenían que hacer cada vez más reportajes a costa de presionar a sus colaboradores y empeorar la calidad.

Esa era una de las ventajas de trabajar en Gotland: no tener que soportar el continuo desasosiego del redactor jefe. Ahora, al menos, lo mantenía a distancia.

Jueves 1 de Julio

Como Knutas se había temido, la noticia de que el caballo había aparecido degollado desató una fuerte reacción.

Desde que llegó al trabajo a las siete y media, el teléfono no había dejado de sonar. Tras la difusión de la noticia en los medios, y siguiendo la senda abierta por los periodistas, llegaron las reacciones de los políticos locales, de la gente del mundo de los caballos, de los defensores de los animales, de los vegetarianos y de la gente de a pie. Todos exigían la detención inmediata del desalmado que había cometido aquel crimen.

Cuando Knutas entró en la sala de reuniones, cada uno de los miembros del equipo encargado de la investigación que asistían a la reunión de las ocho hojeaban los periódicos de la mañana.

Lars Norrby había vuelto tras pasar dos semanas de vacaciones en Canarias. Había llegado tarde a casa la noche anterior y estaba sentado con la cabeza hundida en el periódico. El portavoz de la policía era alto y moreno, y ahora, además, lucía un favorecedor bronceado. Había trabajado en la policía de Visby tanto tiempo como Knutas y era su lugarteniente. Norrby era flemático, pero meticuloso y de fiar. No era un hombre de sorpresas, con él Knutas siempre sabía a qué atenerse.

Abrieron la reunión con una discusión acerca de lo que habían publicado los medios locales.

– Es increíble que las niñas aparecieran en televisión -señaló Karin-. Con lo claro que les explicamos que no debían conceder ninguna entrevista.

– Ese Johan Berg de Noticias Regionales es un cerdo, manipular a los niños de esa manera… -soltó Wittberg-. Qué cabrón.

– No podemos impedir que la gente, sean niños o adultos, hable con la prensa si quiere -afirmó Knutas-. Además, eso no tiene por qué ser sólo negativo. Que las chiquillas aceptaran salir en la entrevista puede ayudar a que recibamos algún que otro soplo. Y lo necesitamos, no es mucho lo que tenemos hasta ahora. Peor es que haya salido a la luz pública que falta la cabeza del caballo, eso dará lugar a un montón de especulaciones.

Sohlman parecía cansado, probablemente había estado trabajando hasta tarde la noche anterior.

– Hemos examinado las roderas de los coches más a fondo y podemos distinguir las huellas de dos vehículos diferentes. Las unas, fáciles de identificar, corresponden al coche del granjero; hemos comparado la profundidad del dibujo de los neumáticos y no hay ninguna duda. En cuanto a las otras, es más complicado. Los neumáticos son anchos y con el dibujo bastante gastado, podrían ser de un camión pequeño o de una camioneta. Pero también podrían ser, por ejemplo, de una furgoneta.

– ¿Y algún otro rastro? -preguntó Karin.

– Hemos recogido bastantes cosas: bolsas de plástico, palitos de helado, colillas, alguna que otra botella, nada particularmente interesente.

– Deberíamos ir a hablar con otros propietarios de caballos de esa zona para averiguar si a ellos les ha sucedido algo sospechoso -propuso Karin-. A veces no queda más remedio que ir a hablar con la gente.

– Lo que no sé es cuántos medios debemos destinar a un caso así -comentó Knutas-. A pesar de todo, sólo se trata de un animal.

– ¿Cómo que sólo? Es un caso espantoso de maltrato animal -replicó Karin indignada-. ¿Vamos a dejar de investigarlo sólo porque la víctima no sea una persona?

– Alguien que actúa de esa manera contra un animal seguro que también puede ser peligroso para las personas -añadió Wittberg.

– De momento la televisión ha conseguido asustar de verdad a la gente tras el reportaje de ayer. El público exige que hagamos todo lo que podamos para encontrar al que mató al caballo. El teléfono no deja de sonar. Me imagino que vamos a tener que dedicar tantas horas a tranquilizar a la gente escandalizada como las que dediquemos a la propia investigación. En cualquier caso, nosotros también tenemos que hablar de este degüello. ¿Qué clase de persona puede hacer una cosa así?

Knutas deslizó la mirada sobre sus colegas.

– Yo creo que parece como si alguien quisiera vengarse personalmente del granjero. O, tal vez, de la mujer o, ¿por qué no?, del hijo mayor… -Norrby, pensativo, se frotó de nuevo la barbilla bien rasurada-. Lo que está claro es que se trata de una amenaza, una vendetta grotesca.

– También puede ser que tenga que ver con lo que faltaba en el prado, es decir, la cabeza -observó Knutas-. ¿Para qué quiere el criminal la cabeza? Quizá deberíamos empezar tirando de ese extremo del ovillo. ¿No pensará lucirla como un trofeo y colocarla encima de la chimenea como si fuera una cabeza de alce? Alguien que no guarda la menor relación con la familia Larsson, podría tener motivos para sentir miedo.

– Esto me suena a El padrino -afirmó Karin-. ¿Os acordáis del tipo al que le metieron una cabeza de caballo en la cama?

Alrededor de la mesa sus compañeros hicieron muecas de asco.

– Tal vez se ha desarrollado en secreto una mafia de Gotland allá abajo en el sur -bromeó Norrby-. Como en Sicilia.

– Sí, hay varias similitudes entre Gotland y Sicilia -añadió Knutas-. Tenemos muchas ovejas. Y algunos borregos.

Viernes 2 de Julio

El avión aterrizó en el aeropuerto de vuelos nacionales de Bromma en Estocolmo pasadas las tres de la tarde. El hombre que llevaba una bolsa de deporte azul oscuro se levantó en cuanto el avión se detuvo. Llevaba gafas ahumadas y una gorra calada profundamente en la cabeza. Por suerte, había tenido dos asientos para él y así evitó el riesgo de que alguien intentase entablar conversación. La azafata debió de notar su antipatía, porque sólo se acercó para ofrecerle discretamente café en una ocasión, después lo dejó en paz. Cuando el taxi se estaba acercando a Estocolmo, se le escapó un suspiro silencioso de expectación. Tenía muchas esperanzas puestas en aquel encuentro.

Le pidió al taxista que se detuviera unas calles antes de llegar a la dirección a la que se dirigía. No podía dejar ninguna huella de su paso por allí. Estocolmo vibraba bajo el calor en pleno verano y las aceras estaban llenas de terrazas donde la gente disfrutaba de un café con leche o de una copa de vino. El agua brillaba abajo, junto a la calle Strandvägen; en los muelles había viejos barcos de vela amarrados al lado de vistosas lanchas motoras y los transbordadores que salían constantemente para transportar a los habitantes de Estocolmo y a los turistas hasta el archipiélago.

Nunca se había sentido cómodo en la capital, pero un día como aquel, incluso él podía entender por qué a ciertas personas les gustaba Estocolmo. En el barrio donde se encontraba, la gente iba bien vestida y no vio a casi nadie sin sus preceptivas gafas de sol. Sonrió burlón, típico de la gente de ciudad. Como si ante el más mínimo contacto con la naturaleza tuvieran que protegerse, equiparse.

Él era un extraño en la ciudad, un forastero. Le costaba comprender que aquellas personas bien vestidas que caminaban deprisa a su alrededor por la calle fueran realmente sus compatriotas. Aquí todos sabían adonde iban.

Aquel ritmo acelerado lo ponía nervioso, todo tenía que ir más y más rápido. Cuando se detuvo en un quiosco para comprar una caja de rapé, mientras rebuscaba en el bolsillo para pagar el importe exacto, advirtió la impaciencia de la dependienta detrás de la caja y cómo crecía la cola detrás de él.

La casa estaba en una de las zonas más elegantes y los árboles que bordeaban la calle ofrecían un marco imponente. Se había aprendido el código de memoria y la puerta de roble macizo se deslizó con una suavidad que lo sorprendió. Dentro, en la escalera estaba todo en silencio. Del techo colgaba una araña de cristal y sobre el suelo había una gruesa alfombra roja que se prolongaba escaleras arriba. La altura del techo era impresionante. La sobria suntuosidad y el silencio amortiguado lo hicieron dudar. Se quedó un rato de pie mirando fijamente los nombres que aparecían en el elegante panel colgado en la pared: Von Rosen, Gyllenstierna, Bauerbusch…

De pronto se sintió como un muchacho apocado. Experimentó la misma sensación de humillación y de falta de dignidad que había sufrido de pequeño. Él no pertenecía a aquel mundo, era como un gato entre los armiños, no estaba a la altura, no era lo suficientemente refinado como para estar en aquel maravilloso y fascinante portal de mármol junto a las distinguidas personas que vivían detrás de aquellas puertas oscurecidas con barniz. Estuvo un rato luchando consigo mismo. No podía darse la vuelta y salir de nuevo a la calle después de hacer un viaje tan largo. Tenía que serenarse y armarse de valor. Lo había hecho antes. Se sentó en el escalón de abajo, apoyó la cabeza en las manos y cerró con fuerza los ojos. Trató de concentrarse, aunque al mismo tiempo le preocupaba que entrara alguien en el portal. Finalmente consiguió levantarse.

Decidió subir las escaleras hasta el cuarto piso, aunque había ascensor. Nunca había podido soportar los ascensores. Se detuvo delante de la puerta para recuperar el aliento. Fijó su mirada en la reluciente placa de latón con el nombre grabado en elegantes letras. Se sintió otra vez inseguro. Se habían visto antes, por supuesto, pero no aquí. Apenas se conocían. ¿Y si el hombre que lo esperaba no estaba solo? Con los dedos temblorosos consiguió sacar un pañuelo del bolsillo interior. No se oía ningún ruido en los pisos de los vecinos. Ninguna señal de vida.

El malestar volvió a apoderarse de él y aumentó rápidamente, se le nubló la vista. «Otra vez no», pensó.

Las sobrias paredes se contraían a su alrededor, se acercaban. En la cabeza los pensamientos se le dispararon en todas las direcciones. No lo superaría, tenía que dar la vuelta. Las puertas eran enemigos, se alzaban como muros que lo dejaban fuera, no querían acogerlo dentro. Era como si la maceta de cerámica de la ventana, con una vistosa azalea blanca, lo observara con ironía: «Tú aquí no tienes nada que hacer, vuelve al corral del que has salido».

Se quedó como paralizado y se concentró en la respiración, intentando acompasar los latidos del corazón. Había sufrido trastornos de pánico desde que era pequeño. Se iba a marchar, acababa de decidirlo. Pero primero debía recobrar las fuerzas, concentrarse para no desmayarse. Estaría bueno. Que lo encontraran aquí, tirado en el suelo. Menuda impresión.

Desde abajo oyó cómo se abría y volvía a cerrarse la puerta del portal. Esperó angustiado. La casa tenía cinco pisos y él se encontraba en el cuarto. Con un poco de mala suerte el que acababa de entrar iría al quinto.

De pronto oyó pasos en la escalera. Si la persona que subía iba hasta el cuarto o hasta el quinto, se encontrarían inevitablemente. Los pasos se oían cada vez más nítidos, en cualquier momento iba a aparecer alguien por las escaleras y él quería evitar a toda costa que lo vieran allí. Se secó rápidamente el sudor de la frente y respiró profundamente. Tenía que entrar ya, obligarse a actuar con normalidad. Resuelto, llamó al timbre.

Las salas de la maternidad eran todas parecidas. Emma se preguntaba si había sido en esa sala donde había dado a luz a Sara y a Filip. Habían pasado casi diez años desde entonces. A ella le pareció una eternidad, mientras unos brazos expertos la trasladaban a una camilla de partos. Ya había dilatado siete centímetros y todo ocurrió deprisa. La matrona era joven e iba vestida de blanco, tenía unos ojos bondadosos y el cabello rubio recogido en un moño. Mientras registraba las contracciones en la curva, le acariciaba el brazo a Emma para tranquilizarla.

– Te vamos a tumbar aquí ahora mismo, no falta mucho. Enseguida habrás dilatado del todo.

El dolor aparecía como un corrimiento de tierras e iba cobrando fuerza gradualmente, se le nublaba la vista cuando estallaba en fuegos artificiales de dolor para luego ir desapareciendo poco a poco. Una pequeña pausa para respirar antes de que se le echara encima la siguiente contracción. Iban y venían, como las olas al otro lado de la ventana.

Aunque Johan se encontraba a tan sólo cinco minutos del hospital, Emma no lo había llamado cuando empezó a dilatar, tal como le había prometido. Era todo tan complicado que se había convencido a sí misma de que lo mejor sería dar a luz sola, pero ahora se arrepentía. Que Johan era el padre de su hijo era un hecho irrevocable, ¿por qué no dejar que la apoyara ahora? Su orgullo rayaba con la terquedad de una mula. Aquí estaba ella abandonada a su dolor y todo por su culpa. Había tomado la decisión de no permitir que él estuviera presente y compartiera con ella aquel momento. Habría podido cogerle la mano, tranquilizarla y masajearle la dolorida espalda.

Respiraba siguiendo las pautas que le habían enseñado en el curso de preparación cuando estaba embarazada de Sara. Qué diferencia. Olle y ella estaban tan felices entonces. Su rostro le cruzó por la mente. Habían practicado juntos la respiración, se habían preparado durante varias semanas para superar el dolor de las contracciones y Emma le había enseñado cómo quería que le diera el masaje.

– Es sólo cuestión de minutos -dijo la enfermera con delicadeza humedeciéndole a Emma la frente sudorosa con un paño.

– Quiero que venga Johan -gimoteó Emma-. El padre.

– Bien. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

– Llámalo al móvil, por favor.

La joven comprendió la situación y salió corriendo. Volvió enseguida con un teléfono inalámbrico en la mano. Emma le dio el número.

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando se abrió la puerta y vio aparecer la cara de Johan, tenso y preocupado. Él le cogió la mano.

– ¿Qué tal?

– Perdona -le dijo antes de que le viniera una contracción aún más fuerte que le impidió seguir la conversación. Le apretó la mano con todas sus fuerzas. «Me voy a morir, -pensó-. Me muero.»

– Ya has dilatado del todo -explicó la comadrona-. Ahora respira, respira. No puedes empezar a empujar aún.

Emma respiraba como un perro sediento. Los dolores del parto la desgarraban, obligándola a rendirse. Tuvo que esforzarse al máximo para no ceder.

– No empujes -repitió la comadrona.

En una neblina Emma vio cómo entraba el ginecólogo y se sentaba allí abajo entre sus piernas abiertas. Ella tenía una sábana colocada encima, que le libraba, al menos, de tener que verlo. Había pensado dar a luz de pie o, al menos, en cuclillas. Menuda broma. No le quedaban fuerzas en las piernas.

De vez en cuando, en medio de aquel estado de aturdimiento, Emma reparaba en la presencia de Johan a su lado, en la mano que le cogía la suya.

Perdió la noción del tiempo y del espacio, oía su propia respiración histérica, sólo eso podía evitar que empujara. De pronto fue como si saliera despedido todo lo que podía expulsar su cuerpo. Comprendió vagamente que se lo había hecho encima, sin inmutarse lo más mínimo. Aquello era una cuestión de vida o muerte.

– No empujes, no empujes.

Las insistentes palabras de la comadrona le resonaban en los oídos.

Emma escuchó de pronto una voz que le pareció conocida. Había entrado otra comadrona en la sala. Reconoció su acento danés de los partos anteriores.

– Ahora vamos a hacerlo de esta forma.

Emma dejó de preocuparse de lo que pasaba a su alrededor, había caído en una especie de vacío en el que no sentía ningún dolor. Puede que fuera lo mejor morir aquí y ahora. Aquel pensamiento fue como una liberación.

Nunca se está tan cerca de la muerte como cuando se da vida, pensó.

Aquella noche hacía un calor excepcional. El aire era pesado y la ventilación en aquel edificio, de más de cien años, prácticamente inexistente. El albergue juvenil de Warfsholm recordaba a las casas de los mayoristas del siglo XIX, pero originalmente se construyó como balneario. Estaba retirado, justo al lado del agua, y constituía un anexo del edificio principal, que incluía hotel y restaurante. Se encontraba situado en el cabo, unos cientos de metros más allá.

Delante del albergue se extendía un césped bien cortado, con algunos muebles de jardín, un pequeño aparcamiento y un bosque de enebros de casi dos metros de altura que crecía formando una especie de laberinto antes de que los cañaverales y el agua tomaran el relevo. Por la parte de atrás se alzaba sobre el agua un puente de madera de casi doscientos cincuenta metros de longitud que conducía hasta el puerto y la carretera que iba al centro comarcal de Klintehamn.

A aquella hora reinaban el silencio y la tranquilidad.

Los huéspedes habían estado al fresco hasta tarde disfrutando de la calidez de la noche, pero ya se habían ido todos a la cama. El alumbrado exterior iluminaba los alrededores del edificio. No es que hiciera falta, en esta época del año las noches eran claras, nunca oscurecía del todo.

El pasillo de la planta baja estaba desierto. Las puertas de las habitaciones estaban decoradas con sencillos letreros pintados a mano: «Grotlingbo», «Hablingbo», «Havdhem»…, cada una bautizada con el nombre de una parroquia de Gotland. Las puertas estaban cerradas y a través de las sólidas paredes no se oía ni un ruido.

Martina Flochten sudaba en su cama. Dormía en bragas, había sacado el edredón de la funda y había abierto la ventana de par en par, pero no ayudaba mucho. Eva parecía que dormía profundamente al otro lado de la angosta habitación.

Algo había despertado a Martina. Quizá el calor. Permanecía quieta escuchando la acompasada respiración de su compañera. Ojalá pudiera dormir así. Tenía sed y ganas de hacer pis, así que al final renunció a la esperanza de quedarse dormida. Se levantó de la cama dando un suspiro, se puso una camiseta encima y miró por la ventana. Las copas de los árboles, el césped y, más allá, los cañaverales al borde del agua estaban sumidos en una vaga neblina. El sol descansaba por debajo del horizonte, pero la luz se negaba a desaparecer del todo.

Reinaba el silencio, a esas horas no se oía ni a las gaviotas. Una mirada al reloj digital de la mesa la informó de que eran las dos menos diez.

Fue al servicio que estaba en el centro del pasillo y luego subió con sigilo la estrecha escalera de caracol que conducía a la cocina y se sirvió un vaso de agua, abrió el congelador y sacó unos cubitos que dejó caer en el vaso con un discreto tintineo. Abrió todas las ventanas y las dejó entreabiertas para dejar que entrara el aire fresco de la noche. Parecía increíble que se encontrara en latitudes tan septentrionales.

Con el vaso de agua en la mano y un cigarrillo, que robó de uno de los paquetes que había en la encimera de la cocina, salió y se sentó en la desvencijada escalera de madera.

La enmarañada y frondosa vegetación estival era hermosa bajo la luz de la noche. La verdad es que había llegado a enamorarse de Gotland.

La madre de Martina abandonó la isla cuando tenía dieciocho años para trabajar de niñera en Rotterdam, en casa de una familia. El plan era quedarse en Holanda un año, pero entonces conoció al padre de Martina, que estaba estudiando arquitectura. Se casaron y después no pasó mucho tiempo antes de que nacieran Martina y su hermano.

La familia solía venir todos los años a la isla de vacaciones y se alojaban en casa de sus abuelos maternos en Hemse o en un hotel de la ciudad. Sus abuelos habían muerto hacía mucho tiempo y la madre de Martina falleció en un accidente de coche cuando ésta tenía dieciocho años. No obstante, el resto de la familia seguía viniendo a Gotland todos los años.

Y ahora ella estaba más enamorada que nunca. Un mes antes ni siquiera conocía su existencia y ahora le parecía que él era el aire que respiraba.

Un susurro procedente del bosquecillo que había al lado del albergue interrumpió sus pensamientos. Bajó la mano en la que tenía el cigarrillo y miró hacia allí. Todo estaba en silencio otra vez. Sería un erizo, siempre salen por la noche. Entonces se oyó el chasquido de una rama. ¿Había alguien por allí? Recorrió con la mirada el césped uniforme que se extendía delante de la casa, la mesa y los bancos, el parque infantil, el tendedero de la ropa, donde sólo colgaba una toalla de baño de rayas azules y blancas, y los enebros que se alzaban solitarios alineados como si fueran soldados. De golpe, la calma y el silencio parecían amenazantes.

Apagó el cigarrillo y se quedó sentada un momento, aguzando el oído, pero volvía a reinar el silencio. Quizá eran figuraciones suyas, no estaba acostumbrada a aquellas noches claras, mágicas. Como tampoco estaba acostumbrada a estar sola. «Qué tonta, -pensó-. Estoy en Suecia, aquí no hay nada que temer.»

Presionó la manilla y la pesada puerta se abrió con un chirrido.

Oyó otra vez aquel susurro pero no le prestó atención ni se giró para ver de dónde procedía el ruido.

Sábado 3 de Julio

La luz de la mañana se filtraba a través de las ligeras cortinas. Todo estaba en silencio. Johan estaba sentado en un sillón al lado de la ventana con su hija recién nacida en brazos. La niña descansaba como un rollito en la suave mantita de algodón en la que la habían envuelto. Tenía la carita sonrosada, los ojos cerrados y la boca entreabierta.

Le parecía que la niña respiraba muy deprisa, el corazón latía en su pecho como el de un pajarillo. La sostenía sin moverla, sintiendo el calor y el peso de su cuerpo, no se cansaba de mirarla.

No sabía cuánto tiempo llevaba sentado en la misma postura sin dejar de contemplarla. Hacía un buen rato que se le habían dormido las piernas. Era incomprensible que aquella personita que tenía en brazos fuera su hija. Que fuera a llamarlo papá.

Emma estaba acostada de lado en la cama y dormía, tenía el rostro relajado y sereno. Tantos dolores como había soportado hacía sólo unas horas… Trató de ayudarla lo mejor que pudo. Nunca habría podido imaginarse lo portentoso que podía ser dar a luz. En mitad del parto, cuando le cogía la mano a Emma, mientras la comadrona le decía lo que tenía que hacer y controlaba el alumbramiento, se emocionó por la grandeza del momento. Emma daba vida con su cuerpo, de él iba a salir otra persona que continuaría el ciclo. Eran las leyes de la naturaleza. Nunca se había sentido tan cerca de la vida. Y, sin embargo, aquello era verdaderamente una lucha a vida o muerte.

Hubo un momento en que se le pusieron los pelos de punta. Tuvo miedo de que Emma fuera a morir, pareció que perdía el conocimiento y el gesto preocupado de la comadrona no auguraba nada bueno. El problema era que un pliegue de la vagina se había inflamado y dificultaba la salida del bebé. Por eso no podía empujar, aunque ya había dilatado del todo, porque entonces el pliegue se hinchaba y cerraba aún más el paso. Eso había complicado el parto, hasta que apareció Line, la mujer de Knutas, y consiguió apartar el pliegue.

Después todo fue bien y la niña no tardó ni un minuto en nacer. En el momento en que el bebé rompió a llorar, Emma se relajó. Lo primero que hizo Johan fue darle un beso. La admiración que sentía por ella en aquellos momentos nunca iba a sentirla por ninguna otra persona.

Johan volvió a mirar a su hija. A la niña le tembló la barbilla y extendió la manita con aquellos dedos pequeñitos como si fueran rayos del sol y luego la volvió a cerrar. Él sabía ya que la iba a querer toda la vida, pasara lo que pasase.

El sábado por la mañana, cuando cogió el desvío que conducía hasta Lickershamn, Knutas soltó un suspiro de alivio. Un fin de semana en la casa de veraneo era justo lo que necesitaba después de haberse pasado la semana dando vueltas y sudando en un Visby abarrotado de gente.

Su casa de veraneo sólo estaba a veinticinco kilómetros de la ciudad pero, cuando estaba allí, se sentía lejos de la rutina diaria. De camino hacia Lickershamn había una zona de rocas erosionadas, llamadas raukar, donde solía detenerse. El conjunto estaba formado por una decena de raukar grandes y varios más pequeños, algunos tenían seis o siete metros de altura y buena parte de ellos estaban cubiertos por la flor simbólica de Gotland, la hiedra. Un cartel informativo de la diputación provincial explicaba que los raukar fueron esculpidos por el mar de Litorina, hace siete mil años. A Knutas le impresionaban esas concreciones rocosas, parecían una especie de esculturas de piedra torpemente talladas, y su proceso de formación era igual de impresionante.

La roca madre de Gotland estaba compuesta en su mayor parte por arrecifes de coral que se formaron en un mar tropical hace cuatrocientos millones de años. Entre los arrecifes había estratos de rocas calizas y cuando se retiraron los hielos que cubrieron Gotland durante la última glaciación, hace diez mil años, comenzó el levantamiento isostático. En el litoral las olas erosionaron el suelo rocoso. Las rocas calizas resistieron mejor el empuje de las olas que los sedimentos circundantes y permanecieron en pie como pilares aislados.

Al rauk más impresionante lo llamaban «Jungfrun», la Virgen, y sobresalía en un promontorio a veintiséis metros sobre el nivel del mar, justo en la entrada al puerto. Con sus doce metros de altura «Jungfrun» era el rauk más alto de Gotland y, con ello, una seña de identidad para Lickershamn. El lugar era un remanso de paz con unas cuantas casas alrededor de la pequeña cala y dos espigones donde estaban amarrados los barcos de pesca y los de recreo.

La casa de veraneo de la familia se encontraba a un kilómetro de allí. Era una casa de piedra caliza revocada, de dos plantas, con los marcos de las ventanas, los de las puertas y las esquinas en color vino. El paisaje de alrededor era árido, con pinos y enebros bajos y retorcidos. El terreno estaba rodeado por una cerca de piedra. Piedras había en abundancia en esta parte de Gotland. A la franja costera desde Lummelunda hasta Fårösund, ya en el norte de la isla, se la conoce como la Costa de Piedra.

Petra y Nils los habían acompañado de mala gana. Knutas tuvo que convencerlos con la promesa de que por la tarde saldrían con la barca a pescar. Line bajó del coche y lanzó una exclamación de satisfacción.

– ¡Oh! ¡Qué maravilla! -exclamó y respiró profundamente-. Aspirad el aire. Mirad el mar.

Todos ayudaron a meter en casa las bolsas con la comida. Line y los niños estaban ansiosos por bajar a darse un baño, mientras que Knutas decidió quedarse en casa y cortar el césped, aunque el verano había sido tan seco que casi no hacía falta.

En casa, en la ciudad, era sobre todo Line quien se ocupaba del jardín. La diferencia aquí en el campo era que él podía hacerlo en paz. Todo estaba en silencio y no venía ningún vecino a molestar. Al abrir la puerta de la caseta de las herramientas, lo golpeó el aire húmedo. Sacó con dificultad el pesado cortacésped y le puso gasolina. Arrancó obediente al segundo intento.

Le gustaba dar una vuelta tras otra, escuchando el ruido del motor, sin pensar en nada en especial. Todos oían el estrépito del motor y evitaban molestarlo mientras hacía su tarea. Por eso no se daba prisa, al contrario, siempre lo cortaba escrupulosamente.

La casa estaba apartada, fuera del alcance de la vista de los vecinos. En la parte de atrás, al otro lado de la cerca había una pequeña cala resguardada que sólo utilizaban ellos, algunos vecinos y algún que otro turista extraviado. La playa grande de Lickershamn estaba lo suficientemente lejos como para que no los molestaran los bañistas, y lo suficientemente cerca como para que los chicos, si querían, pudieran ir solos hasta allí. A Knutas le parecía que la situación era perfecta. Cuando terminó estaba empapado de sudor, aunque en realidad no había supuesto un gran esfuerzo físico, pues el cortacésped prácticamente iba solo.

Se puso rápidamente el bañador, agarró una toalla y bajó a la playa, donde el resto de las toallas y los albornoces de la familia estaban tirados en un montón de cualquier manera. Se rio para sus adentros observándolos mientras entraba en el agua chapoteando.

Line tenía su cabello pelirrojo y rizado recogido encima de la cabeza con un pasador. Llevaba puesto un bañador muy vistoso, de color azul claro con pequeños y grandes lunares rojos en distintas tonalidades. Tenía la piel clara y cubierta de pecas. A menudo se quejaba de que estaba demasiado gorda, y una vez él se había tomado en serio su monserga de que quería adelgazar; un error que no volvería a cometer jamás. Por su cumpleaños le compró un equipo para entrenar en casa, una tarjeta para acudir a un gimnasio y un bono de sesiones en una clínica de adelgazamiento. Decir que su mujer no agradeció el regalo sería quedarse corto.

Después de quince años juntos Knutas aún podía quedarse maravillado al mirarla y pensar que era su mujer. La amaba y amaba su entusiasmo. Limpiaba la casa y preparaba la comida con la misma pasión; con Line todo era mucho y a lo grande. Fuentes grandes, gestos amplios, mucho jaleo. Se la veía y se la oía, se hacía notar. Como ahora, mientras chapoteaba dando vueltas en el agua.

Tras el baño tomaron café en la terraza.

Cuando Knutas vio a su mujer quitarse los zuecos y empezar a mover los pies con coquetería, observó que le habían salido pecas hasta en los empeines, habitualmente blancos. Line entornó los ojos hacia el sol y él tomó la decisión de no hablar del trabajo durante todo el fin de semana.

El olor a carne picada condimentada con especias picantes que salía de la cocina se esparcía por todos los rincones. Ese día los estudiantes de arqueología preparaban juntos la cena. En la cocina el chili con carne hervía a fuego lento en una olla enorme y todos colaboraban.

El menú era sencillo para que les diera tiempo a llegar al concierto de Eldkvarn, que se iba a celebrar a las nueve en el escenario al aire libre que tenía el hotel.

A Martina, que estaba junto a la encimera pelando cebollas con Steven y Eva, le lloraban los ojos, y no era sólo por la cebolla. Tras tomarse unos chupitos de tequila, todos estaban animados y se reían a carcajadas de los chistes malos de los demás.

Los veinte estudiantes que se alojaban en el albergue ocupaban toda la cocina. El resto de los huéspedes que asomaban la nariz por la escalera de caracol advertían inmediatamente que era mejor esperar. Estaban poniendo las tres mesas y la mesilla, que había en uno de los rincones, estaba llena de vasos y botellas. Alguien había traído un radiocasete. Se notaba que el volumen estaba puesto demasiado alto para la potencia de aquel viejo aparato y el sonido empezaba a distorsionarse. El calor había hecho que alguien abriera todas las ventanas y el jolgorio se oía desde lejos.

Martina vestía pantalones vaqueros de talle bajo y camiseta negra. Llevaba la melena rubia suelta. Se maquillaba poco, sabía perfectamente que no lo necesitaba. Un poco de rímel y brillo de labios, nada más. Estaba deseando verlo, no creía que ninguno de los compañeros del grupo sospechara lo que había entre ellos. A veces coqueteaba con otros sólo por el placer de hacerlo rabiar y ver su frustración. En el yacimiento los dos disimulaban y se lanzaban miradas a escondidas. Alguna que otra vez él le rozaba el brazo o la pierna.

– ¿Me puedes ayudar a probarlo? -Eva le dio un codazo en un costado y le acercó una cuchara-. ¿Tiene suficiente picante?

– Un poco más -contestó Martina y le puso más guindilla-. La comida tiene que estar picante.

La tarde del concierto no pudo ser más maravillosa. El globo del sol al rojo vivo se mecía en la línea del horizonte y cubría el mar con una alfombra de destellos. En el sitio donde se iba a celebrar el concierto flotaba en el aire un olor a cordero recién asado procedente del restaurante, y el público se fue concentrando delante del escenario. Los niños correteaban y jugaban entre las mantas, algunos se daban un baño en el agua resplandeciente. Un grupo de motoristas ya maduritos se habían sentado con una cerveza en la mano para disfrutar de la música. Los acordes suaves de Eldkvarn, su mezcla de pop-rock, enganchó al público e hizo que la mayoría, poco a poco, se pusiera a bailar.

Martina disfrutó de los vapores de la embriaguez y del baile, después de haberse pasado todo el día trabajando en la excavación. Se sentía más que satisfecha. Cuando estaban a punto de recoger las cosas al final de la jornada, había encontrado una moneda árabe de plata, fechada en el año 1012. Todos la felicitaron y ella se sintió tentada de dejar caer la moneda dentro de su bolsillo y guardársela para enseñársela a su padre. Sin embargo, tuvo que conformarse con contemplar un rato en la mano su moneda de la época vikinga.

La suave y áspera voz del cantante pronunciaba letras de canciones que ella no entendía, aunque se esforzó e intentó captar algo más que simples palabras sueltas. Pero enseguida desistió y se dedicó a escuchar la música y a bailar con los demás.

A lo largo de la noche miró de vez en cuando a ver si aparecía. Creyó distinguir su cara varias veces, pero al instante se daba cuenta, abatida, de que se había equivocado. Se preguntaba por qué no venía. Jonas la sacó de sus cavilaciones invitándola a una cerveza bien fría que aceptó agradecida.

Unas horas más tarde se encontraba sentada entre Mark y Jonas y se dio cuenta de que había bebido demasiado. Unos cuantos amigos del grupo se habían reunido en la terraza del hotel para continuar la fiesta con los moteros. La noche era cálida aunque ya era casi la una. Martina había perdido la esperanza de que apareciera. Al menos podría haber llamado. Buscó el móvil en el bolso, sólo para descubrir que no estaba allí. Pero la borrachera hizo que no le diera mayor importancia. Se le habría caído en la hierba en algún sitio, después lo buscaría. Apuró su vaso y se levantó para ir al servicio, que estaba al doblar la esquina, junto a la puerta principal.

Tenía ganas de fumar, pero se les había acabado el tabaco y en el bar no vendían. En la habitación tenía un cartón entero y decidió ir a buscar un paquete.

Al salir del servicio continuó hacia el albergue y oyó cómo se divertían despreocupados en la terraza, alguien punteaba una guitarra.

Cuando entró en el camino que discurría paralelo al mar, se dio cuenta de lo solitario que estaba todo a su alrededor. Antes no se había fijado en que no había ninguna casa por allí. La soledad se volvió ahora palpable. Arboles y arbustos bordeaban el camino y en la oscuridad se oía una orquesta invisible de grillos.

Al otro lado del agua chirriaban las máquinas que trabajaban por la noche en el puerto. Un camión cargado de troncos abandonó el muelle y pasó junto al generador blanco, cuyas aspas se movían indecisas con la suave brisa. Una grúa gigantesca con unas garras enormes se alzaba en el aire como un monstruo. Al parecer, la actividad en el puerto no paraba nunca.

La vegetación se espesaba más adelante. Los sauces que crecían a ambos lados no habían sido podados, sus ramas curvadas caían sobre el sendero extendiéndose las unas hacia las otras como en un efusivo abrazo amoroso. Formaban un túnel natural que en la soledad de la noche daba miedo. Martina se había despejado con el paseo y ahora se arrepentía de haber ido sola.

Se giró pero vio que la distancia para volver con los demás era mayor que la que había hasta su habitación. Era mejor continuar. Y además, tenía muchas ganas de fumar. Aceleró el paso e intentó lo mejor que pudo quitarse de encima esa sensación de desasosiego.

Cuando había avanzado un trecho bajo el túnel formado por los árboles, descubrió, unos treinta metros más adelante, una sombra que se recortaba contra la luz de la salida. El miedo se apoderó de ella y sus pensamientos de repente se volvieron claros y fríos. La figura avanzaba hacia ella y estaba cada vez más cerca.

Martina dominó su primer impulso de volverse. Entornó los ojos para ver mejor. Al principio no estaba segura de si se trataba de un hombre o de una mujer. Todo lo que pudo apreciar fue una silueta oscura, que llevaba cazadora y pantalón negro y una gorra en la cabeza.

No se oían los pasos, aquí el suelo estaba más húmedo.

En cuanto se dio cuenta de que quien venía hacia ella era un hombre, se sintió aterrorizada.

El tipo caminaba con la cabeza agachada y la visera le ocultaba la cara.

Martina siguió caminando inconscientemente, como si no hubiera marcha atrás, nada que hacer. Los pensamientos revoloteaban por su cabeza como gorriones asustados. ¿Qué hacía él allí, en mitad de la noche? Hacía ya un rato que el concierto había terminado. La invadió el pánico y fue incapaz de reaccionar. Siguió hacia delante como un robot dirigido inexorablemente hacia su destrucción.

No se atrevía a levantar la vista para verle la cara ahora que estaban tan cerca. El instante en el que se cruzaron, a ella se le paró la respiración. El hombre pasó a unos centímetros de su brazo, casi rozándola. Martina percibió un olor acre, algo enmohecido, que no pudo identificar.

Se quedó casi sorprendida cuando él pasó a su lado sin que sucediera nada.La distancia iba aumentando entre ellos metro a metro, el desconocido proseguía su camino al mismo paso, alejándose cada vez más. Tímidamente se atrevió a respirar.

Al momento se sintió avergonzada, era absurdo cómo podía llegar a asustarse ella sola. Por favor, un pobre hombre inocente que tal vez trabajaba en el hotel y regresaba a su casa. A veces los hombres le daban pena porque sólo por el hecho de ser hombres sobre ellos caían todo tipo de sospechas.

El sendero se ensanchó y vio la luz de la puerta de entrada del albergue. El alivio la hizo sentirse algo aturdida. Aquel tipo no era peligroso, eran figuraciones suyas. «De todas formas, hoy ya no voy a salir», pensó. Ahora lo único que estaba deseando era llegar a la seguridad de su cama.

No advirtió que el hombre con el que se acababa de cruzar se había dado la vuelta hasta que fue demasiado tarde.

Domingo 4 de Julio

Eva se despertó porque en la habitación hacía un calor insoportable. Haciendo un esfuerzo se puso boca abajo y se colocó la almohada encima de la cabeza para evitar la luz inmisericorde. El dolor estaba alojado en algún rincón detrás de los ojos y era persistente. ¿Cuánto tiempo había dormido? Era domingo y no tenían que ir a excavar, gracias a Dios. Tenía el estómago revuelto y eso le recordó que había bebido más de la cuenta. A juzgar por los rayos del sol debían de ser las doce por lo menos. Miró con los ojos entornados la cama de Martina. Estaba vacía, exactamente igual que cuando Eva llegó a casa de madrugada.

Bostezó, se levantó y salió al pasillo para ducharse. Al volver descubrió que sólo eran las diez.

La noche anterior, a Mark y a Jonas les costó disimular su decepción cuando se dieron cuenta de que Martina no iba a volver tras su visita a los lavabos. Era evidente que los dos querían liarse con ella. Eva, como ellos, supuso que Martina habría ido a acostarse. Desde luego estaba de todo menos sobria. Pero evidentemente no era eso lo que había sucedido. Se habría ido con alguien.

Eva se quedó mirando por la ventana como si Martina fuera a aparecer allí caminando por el sendero. Fue a la cocina, sacó las cosas del desayuno y puso una cafetera bien cargada. Al poco tiempo apareció Jonas y se sentó a su lado con una taza de café y un par de tostadas. Charlaron de la noche anterior y no pasó mucho tiempo antes de que Jonas preguntara dónde estaba Martina.

– Pues la verdad es que no sé dónde esta. En cualquier caso, no ha dormido en casa esta noche.

Que se fastidiara. A ella no le caía bien Jonas, era un tipo engreído y testarudo, no le vendría mal sufrir un poco.

– ¿No ha dormido aquí? -Se quedó inmóvil con la taza en la mano.

– No, su cama está sin deshacer -le informó Eva con mal disimulado regodeo.

– Pero entonces puede que le haya pasado algo.

– Ah, déjalo. Habrá dormido en casa de algún chico que ha conocido, lógicamente; en el concierto había unos cuantos que, al parecer, querían ligar con ella. ¿No viste a ese tipo de Estocolmo, alto y rubio, con el que estuvo bailando? Seguro que está con él, le parecía que estaba buenísimo.

Jonas palideció.

– Pero puede ser un tío asqueroso, no sabemos nada de él. ¿Vive aquí?

– Pero, por favor, encanto, no nació ayer. Martina sabe cuidarse, es una persona adulta, ¡por Dios! Además, no tengo ni idea de dónde vive.

Eva volvió a concentrarse tan tranquila en su yogur.

Los participantes en el curso se reunieron el domingo por la tarde para jugar un partido de voleibol y para entonces Martina todavía no había aparecido. Eva había intentado llamarla al móvil varias veces pero sin obtener respuesta. Al menos, podría llamar, pensó enojada. En realidad, no conocía mucho a Martina, sólo habían vivido juntas unas pocas semanas. Cierto que lo habían pasado muy bien juntas, tanto en las excavaciones como en su tiempo libre, pero, en realidad, no sabía mucho de ella. Al parecer, a los demás no les resultaba extraño que aún no hubiera vuelto.

Eva intentó librarse de su creciente preocupación, quizá fuera ridícula. Sin embargo, no pudo evitar empezar a preguntarse en serio si le habría pasado algo a su amiga. El hecho de que Jonas y Mark rondaran todo el tiempo a su alrededor preguntándole dónde podía estar Martina, no contribuía precisamente a tranquilizarla.

Lunes 5 de Julio

Cuando a la mañana siguiente Martina todavía no había vuelto, Eva decidió llamar a Staffan Mellgren, el encargado de las excavaciones, aunque no eran más que las seis. No se preocupó de si iba a despertarlo. Se había pasado buena parte de la noche en vela presa de una inquietud cada vez mayor. Staffan contestó adormilado después de diez tonos. Se despabiló rápidamente al oír que una de sus estudiantes había desaparecido.

– ¿Ha estado fuera desde el sábado por la noche? -preguntó Staffan indignado.

– Sí.

Eva se arrepintió de no haberlo llamado antes.

– Fuimos al concierto y luego unos cuantos nos quedamos en la terraza del hotel. Martina fue al servicio y después no volvió. Pensamos que se habría ido a la cama.

– ¿Qué hora era entonces?

– La una quizá, o las dos. No miré el reloj.

– ¿Qué hicisteis los demás?

– Nos quedamos charlando.

– ¿No fue nadie a ver dónde estaba cuando os disteis cuenta de que no volvía?

– No.

– ¿Cuánto tiempo os quedasteis allí después de que ella se marchara?

– Una hora, quizá dos.

– ¿La ha visto alguno de vosotros después?

– No, al menos ninguno de los que estuvimos allí sentados.

– Entonces, ¿Martina no se ha puesto en contacto con vosotros desde entonces?

– No.

– ¿Estás segura de que lleva dos noches sin dormir en su cama?

– Sí, claro -respondió Eva con voz un poco temblorosa. Ya no pudo contener más las lágrimas. Se asustó al ver lo preocupado que parecía. La reacción del profesor confirmaba sus presentimientos, había motivos para inquietarse.

– Tenemos que llamar a la policía. No queda más remedio.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente. Tiene que haber pasado algo, si no habría llamado. ¿Has preguntado en la recepción? -No.

– Hazlo, mientras tanto, yo llamaré a la policía.

Le temblaban las piernas cuando echó a correr hacia la recepción, que se encontraba en el edificio principal. La recepcionista sabía quién era Martina, pero no la había visto últimamente. Se ofreció amablemente a preguntar por ella a lo largo de la mañana al resto del personal. Eva se dejó caer en una silla. Marcó el número del teléfono móvil de su amiga, pero ya no le respondió el buzón de voz, sino una voz inexpresiva que le comunicaba: «El número marcado no está disponible en estos momentos».

Knutas y Karin decidieron desplazarse hasta Warfsholm, puesto que Martina Flochten llevaba desaparecida más de un día y al parecer nadie sabía dónde se encontraba. No se había puesto en contacto ni con su familia ni con su novio en Holanda.

No tenían nada mejor que hacer. Había empezado la sequía estival y la investigación del caballo degollado estaba en un punto muerto. Seguía siendo un misterio quién era el autor del crimen y dónde se hallaba la cabeza desaparecida.

Primero comprobaron en la recepción si las cosas de valor de Martina seguían en su sitio. Se guardaban en la caja de seguridad del edificio principal. Todo estaba allí: el pasaporte, la tarjeta Visa y los resguardos de los seguros. Por lo tanto, no había salido del país, al menos no voluntariamente.

En las escaleras del edificio principal se encontraron con Eva Svensson, su compañera de habitación. Tenía el cabello color ceniza, cortado a la altura de los hombros y llevaba una camiseta blanca de algodón, falda y sandalias. Mientras los guiaba hasta el albergue, hablaron de Martina.

– ¿Tiene novio? -preguntó Karin.

– Está saliendo con un chico en Holanda o por lo menos estaba saliendo con él cuando vino. En realidad creo que ha conocido a algún otro, aquí, en Gotland.

– ¿Por qué crees eso?

– Ha salido mucho y a veces se va sin dar explicaciones.

– ¿Entonces no es extraño que haya desaparecido ahora?

– La diferencia es que ahora no llama. Siempre suele hacerlo.

– ¿Conoces bien a Martina?

Knutas observaba con atención a la joven.

– No demasiado. Congeniamos desde el primer momento y al principio nos lo pasamos muy bien. El curso empezó con dos semanas de clases teóricas en la Universidad de Visby y entonces estábamos en la ciudad todo el tiempo. Luego Martina empezó a largarse sola por las tardes. La segunda semana apenas le vi el pelo.

– ¿En Visby también vivíais juntas?

– No, cada una teníamos una habitación en una residencia de estudiantes, por eso no estábamos tan al tanto de dónde estaba la otra. Y desde que llegamos aquí, a Warfsholm, ha salido muchas veces sola. Ha puesto la excusa de que tenía que hacer varios recados o de que quería meditar, pero no me lo creo. No es de ésas.

– ¿Había pasado fuera alguna noche entera antes?

– La semana pasada pasó una noche fuera. Me dijo que iba a ver a unos amigos de su familia en Visby. Claro que ellos suelen venir aquí en vacaciones.

– ¿Sabes quiénes son? ¿Los amigos?

– No, la verdad es que no se lo pregunté y tampoco me lo dijo. Como no soy de aquí, tampoco habría sabido quiénes eran.

– ¿Y no puede haber ocurrido eso ahora, que esté en casa de unos amigos, sencillamente?

– No lo creo. Habría llamado.

– Si tiene algún novio aquí, ¿quién podría ser? -preguntó Karin.

– Ni idea, la verdad. He tratado de descubrir a lo largo del curso si había algo entre ella y alguien del grupo, pero es muy difícil confirmarlo porque habla y bromea con todos.

– ¿Por qué no se lo has preguntado?

– Lo he intentado, pero en cuanto hago la más mínima alusión cambia inmediatamente de tema.

– ¿A quién podría haber conocido, aparte de los compañeros de curso? Vivís bastante aislados, ¿no?

– Sí, pero hay más huéspedes en el hotel y en el camping que hay cerca de aquí. Y también puede tratarse de alguien a quien conociera anteriormente en Visby.

Cuando cruzaron la puerta de entrada del albergue advirtieron inmediatamente que se encontraban en un edificio antiguo, aunque lo habían renovado. En el vestíbulo había colgado un tablón de anuncios con las instrucciones acerca de todo, desde fiestas hasta salidas para pescar o las normas para utilizar el lavadero. Desde el piso de arriba llegaba un olor a pan tostado y el sonido amortiguado de voces. La habitación que ocupaban Eva y Martina estaba en la planta baja, casi al final del pasillo. Era estrecha y alargada, con una ventana en una de las paredes. Había una sencilla litera de hierro a cada lado y apenas había espacio para pasar entre ellas. En una de las paredes había un lavabo encastrado con un espejo encima. Todos los rincones estaban abarrotados de cosas; en la amplia repisa de la ventana había un radiocasete junto con botes de laca, neceseres de maquillaje, perfumes, pintauñas, bolsas de patatas fritas y varios CD. La ropa estaba tirada o colgaba de las barras de las camas de arriba. Algunos libros de la época de los vikingos revelaban que las responsables de que aquello estuviera manga por hombro eran estudiantes de arqueología. Knutas desistió en el umbral de la puerta, cuando vio el desorden, y dejó que Karin registrara sola la habitación. De todas formas, los dos no cabían.

Se sentó fuera, encendió la pipa en contra de su costumbre e hizo unas cuantas llamadas para asegurarse de que habían empezado a acordonar la zona. Habló con Erik Sohlman, quien prefería esperar un poco antes de hacer un examen técnico de la habitación. Todavía no tenían ninguna prueba de que se hubiera cometido un delito.

Mientras tanto, Karin fue registrando el cuarto sola. Eva le había explicado cuál era el lado de Martina y Karin empezó a revisar sus cosas metódicamente. Allí estaba el neceser, con el cepillo de dientes y un blister de píldoras anticonceptivas que revelaba que Martina no había tomado ninguna píldora desde el viernes, es decir, desde el 2 de julio, unos días antes. Si se hubiera marchado voluntariamente, se habría llevado el neceser, pensó Karin, y abrió la maleta que había debajo de la cama. Además de ropa, dentro había unos cuantos libros, un cartón de tabaco empezado y accesorios de maquillaje. En un compartimento halló una fotografía de un chico joven con el pelo moreno y los ojos castaños. Karin dio la vuelta a la foto pero no había nada escrito en la parte de atrás.

Se guardó la foto para poder preguntarle después a Eva y echó un vistazo a su alrededor. En aquella angosta habitación no había mucho más que revisar, aparte de la cama, claro. Retiró con cuidado el edredón de florecillas. Algo crujió y debajo de la almohada encontró una página arrancada de un periódico. Se sentó en el borde de la cama y extendió la página doblada. Era un artículo del periódico Gotlands Allehanda que había publicado un reportaje sobre el primer curso de excavación arqueológica del verano. El artículo explicaba a qué se iban a dedicar los alumnos y de dónde eran. Una fotografía mostraba a Staffan Mellgren, el responsable del curso, y a algunos alumnos trabajando en el yacimiento. Karin examinó sorprendida el artículo. ¿Por qué lo guardaba Martina debajo de la almohada?

Ahí es donde suelen guardarse los objetos que uno aprecia o la foto de algún ser amado, quizá en secreto.

Staffan Mellgren sonreía a la cámara, a los demás se los veía al fondo. Debía de doblarle la edad a Martina. Karin sabía que Mellgren estaba casado y tenía hijos. Era una persona conocida en Gotland por su trabajo en la universidad y por las excavaciones arqueológicas. ¿Habría algo entre ellos? ¿Tendría él algo que ver con la desaparición de la chica?

Se apresuró a salir de allí para ir en busca de Knutas.

A Johan lo despertó un ruido al otro lado de la ventana. Haciendo un esfuerzo, se levantó de la cama y abrió las cortinas.

En la pastelería de enfrente estaban sirviendo el pedido del día. El camión de la panadería estaba aparcado en mitad de la estrecha callejuela y el conductor sacaba cajas y las cargaba en un carro. El pastelero lo recogió y desapareció con gran estrépito por la puerta trasera. Eso significaba que no eran más que las seis. Volvió a la cama lanzando un bufido y se cubrió la cabeza con el edredón. El pan llegaba a las seis los días laborables y los festivos a las ocho, a estas alturas Johan ya estaba al tanto de los horarios. De haber sabido de antemano que este acto de terrorismo iba a tener lugar todas las mañanas, habría exigido a la Televisión Sueca que le buscara otro piso.

Envuelto en el edredón empezó a pensar en Emma y en su hija recién nacida. Durante el fin de semana había estado allí prácticamente todo el tiempo. No le permitieron quedarse a dormir puesto que estaban al completo y Emma tenía que compartir habitación con otras dos mujeres que acababan de ser madres.

El parto era el momento más grande de su vida hasta ese momento. La experiencia de convertirse en padre fue más conmovedora de lo que él podía imaginar.

Su madre y su hermano pequeño habían llegado el sábado en avión desde Estocolmo. Estaba loca de contenta por convertirse en abuela. Aquélla era su primera nieta. Desde la muerte del padre de Johan, dos años antes, su vida se había vuelto más solitaria. Johan siempre había mantenido una relación muy estrecha con su madre y sabía que, ahora que trabajaba en Gotland, lo echaba de menos. En calidad de hermano mayor, en muchos aspectos había reemplazado a su padre desde que éste falleció.

Comprendió que con el niño todo iba a ser diferente. A partir de ahora su nueva familia tenía que ser lo primero. De pronto se había convertido en padre de familia y eso implicaba una nueva responsabilidad. La idea lo atraía y lo asustaba al mismo tiempo.

La redacción de Estocolmo había enviado flores, pero Grenfors contaba con que Johan empezara a trabajar justo después del fin de semana. Estaba destinado en la isla y habían acordado que Johan tendría que esperar al otoño para cogerse los días libres por paternidad que le correspondían. Ahora se arrepentía. Sólo deseaba estar al lado de su nueva familia.

El sonido insistente del móvil interrumpió sus reflexiones. Tenía que cambiar la señal de llamada, se dijo mientras se levantaba y buscaba el aparato en el montón de ropa que había encima de la silla. Ahora estaba más pendiente del teléfono que antes. Podía ser Emma.

Quien llamaba era Niklas Appelqvist, uno de los pocos amigos que Johan tenía en Gotland. Aunque Niklas era diez años más joven que él, habían congeniado, en parte porque a ambos les gustaba el rock de los años sesenta. Conoció al joven estudiante de arqueología el año anterior en relación con el seguimiento de un asesinato. Niklas vivía al lado de un fotógrafo de prensa jubilado al que hallaron muerto en el sótano y había ayudado a Johan durante la investigación del caso con datos interesantes. Cuando Johan se trasladó a vivir a la isla empezaron a verse.

– Hola, ¿qué tal?

– De puta madre -soltó, carraspeó y sobreponiéndose al cansancio se sentó en la cama-. El viernes fui padre.

– ¿Qué fuerte, no me digas? ¡Enhorabuena! ¿Niño o niña?

– Una niña -dijo Johan, sonriendo.

– ¿Fue todo bien?

– Hubo un momento bastante dramático, pero al final logró salir. Es preciosa, pesó 3,7 kilos y midió 51 centímetros.

– ¡Qué bien! ¿Cómo está Emma?

– Bien, pero algo cansada, claro.

– Esto hay que celebrarlo -Niklas parecía entusiasmado-. Te invito a una cerveza esta tarde.

– Gracias, pero no puede ser. Tengo que ir a buscar a Emma y a la niña a la maternidad. Tendrá que ser otro día.

– Está bien. Oye, he oído una cosa que igual puede interesarte.

– ¿Ah, sí?

– Ha desaparecido una estudiante de arqueología. Participa en el curso de excavación que organiza la universidad. Hay gente de todo el mundo que viene a excavar durante el verano.

– ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?

– Desde el sábado por la noche. En el albergue de Warfsholm, que es donde se aloja, están bastante preocupados. Al parecer desapareció el sábado después del concierto de Eldkvarn y desde entonces nadie la ha visto. Conozco a una chica que colabora en ese curso y acaba de contármelo.

– ¿Recibes visitas tan temprano?

– Digamos que mejor tan tarde.

– ¿Cómo se llama?

– ¿La chica que ha desaparecido o la que ha venido a visitarme?

– La que ha desaparecido, claro.

– Martina no sé qué.

Johan lo oyó hablar con alguien al otro lado de la línea.

– Martina Flochten. Es holandesa.

– Flochten -repitió Johan-. ¿Cuántos años tiene?

– Bastante joven, veintipocos.

– Está bien, muchas gracias.

Joder, qué inoportuno. Lo que más deseaba era ir a ver a Emma y al bebé, pero era el único reportero de televisión en la isla. Había que comprobar lo de la desaparición, aunque el asunto parecía bastante flojo. Llamó al hospital y, según la enfermera que atendió el teléfono, Emma y la niña se encontraban bien y ambas dormían en ese momento. Tenían que quedarse en la maternidad más tiempo del previsto porque habían surgido algunos problemas a la hora de dar el pecho a la niña.

La angustia debió de notársele en la voz, porque la enfermera le aseguró que era normal y que no tenía que preocuparse por ello. La lactancia seguro que funcionaría con normalidad dentro de unos días. Johan se preguntó si su vida iba a ser así ahora que era padre. Una preocupación constante por todo.

Eran las nueve menos cuarto. Llamó a Knutas pero le informaron de que el comisario estaría ocupado toda la mañana y ningún otro agente podía ni quería hacer declaraciones acerca de la chica desaparecida. Se duchó, se afeitó, se tomó un café y un bocadillo, y luego llamó a Pia. Pasaría a buscarlo un cuarto de hora más tarde. Decidieron salir inmediatamente hacia el hotel y el albergue juvenil de Warfsholm.

El hotel consistía en un edifico de madera amarillo de principios del siglo pasado, con una hermosa torre, y estaba situado en un saliente al borde del mar. A uno de los lados del edificio se extendía una playa de arena paradisiaca y más allá se divisaba la reserva de aves de Vivesholm, una lengua de tierra que se adentraba directamente en el mar. Hacia el otro lado se encontraba el puerto, cuyos silos y generadores constituían un acusado contraste con el mar.

Cuando Johan y Pia se bajaron del coche en el aparcamiento descubrieron un vehículo de la policía y dos agentes que caminaban por la playa y hablaban con las familias. Bajaron hasta la playa y admiraron la vista de las islas Stora y Lilla Karlsö, conocidas como las islas de los pájaros.

– ¿Qué es eso? -preguntó Johan señalando algo que sobresalía por encima del agua justo después de la bocana del puerto.

– Son los restos de un buque de carga que se llamaba Benguela que naufragó ahí mismo. Hará por lo menos veinte años de aquello.

– ¿Qué ocurrió?

– Venía de Södertälje y se dirigía a Klintehamn. El accidente fue en invierno, creo que de madrugada, había niebla y fuertes vientos y encalló de tal manera que no consiguieron sacarlo a flote.

– ¿Qué pasó con la tripulación?

– Creo que se salvaron todos, la verdad.

– ¿Por qué no lo han remolcado nunca?

– Hubo algún agujero legal debido al cual no se pudieron exigir responsabilidades de ello a la compañía naviera y el dueño alegó que no tenía dinero para remolcar el barco. Por eso se quedó ahí.

– Increíble. -Johan meneó la cabeza.

– ¿A que sí? Antes se veía más. Se estará oxidando del todo, seguro que no tardará mucho en desaparecer por completo bajo la superficie.

Dejaron tranquilos de momento a los policías y subieron hasta la entrada del hotel, donde habían concertado una cita con la dueña, Kerstin Bodin.

Era una mujer enjuta, de cabello moreno, que les sonrió amablemente, aunque se la veía cansada.

Se sentaron en la terraza de la cafetería con vistas al puerto. Pia no podía estarse quieta y desapareció con la cámara.

– Es tan desagradable -dijo Kerstin-. Claro, no es seguro que le haya sucedido nada malo, pero figúrense. Yo estoy aterrada de que puedan encontrarla ahogada por aquí en el agua -añadió-. ¿Quién sabe?, por lo visto estaba bastante bebida cuando se marchó.

– ¿Conoce usted a Martina?

– Hablamos bastante. Tengo más relación con ella que con muchos otros. Es muy agradable, una chica abierta y alegre, además su madre era de Gotland y Martina ha estado en la isla muchas veces.

– ¿De dónde era su madre?

– De Hemse. Tanto su madre como los abuelos han muerto y Martina me ha dicho que no tiene otros familiares en la isla. Pero ella suele venir aquí todos los años a pasar alguna semana de vacaciones.

– ¿Sabe dónde suele alojarse cuando está aquí?

– Creo que la familia casi siempre se hospeda en el Hotel Wisby, por lo visto suelen reservar allí una suite especial. Me ha contado que su padre conoce al dueño.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama el dueño, o la dueña? -añadió Johan inmediatamente al darse cuenta de que estaba sentado delante de la propietaria de un hotel.

Kerstin sonrió discretamente.

– Se llama Jacob Dahlén. Estábamos en la misma clase en primaria.

– Puede que Martina esté allí.

– No lo creo -respondió Kerstin meneando la cabeza-. En ese caso, ¿por qué no ha llamado? Tiene que darse cuenta de lo preocupados que estamos todos.

– Sí, eso es verdad -reconoció Johan.

La relación con el dueño del hotel de Visby parecía interesante, lo investigaría después.

Kerstin sacó su teléfono móvil del bolsillo superior de su blusa y marcó un número. Cuando obtuvo respuesta, se levantó y se alejó hacia la valla que rodeaba la terraza, dio un salto y se sentó a hablar. Allí sentada y balanceando las piernas, parecía una niña pequeña. Johan al instante empezó a pensar en su hija recién nacida. Dentro de unos años podría sentarse así. Kerstin regresó a la mesa.

– Jacob Dahlén no sabe nada -anunció-. Se ha quedado sorprendido, me ha dicho que ni siquiera sabía que Martina se encontraba aquí, en Gotland.

La fotografía, que aparecía en la página del periódico que Karin encontró debajo de la almohada, hizo que decidieran bajar hasta Fröjel, que se encontraba a menos de diez kilómetros de Warfsholm, para hablar con Staffan Mellgren, el responsable de la excavación.

Al llegar a la iglesia, Knutas se desvió de la carretera principal y aparcó delante de la antigua escuela. El edificio lo ocupaban ahora un café y un pequeño local de exposiciones donde se mostraban las excavaciones arqueológicas.

Un sendero bajaba hasta la zona donde estaban excavando y cuando se acercaron vieron a Staffan Mellgren moviéndose entre sus alumnos mientras ellos trabajaban. El terreno estaba dividido en rectángulos de unos decímetros de profundidad. En algunos hoyos se veían restos de esqueletos así como otros objetos que a ellos les resultaba difícil identificar. En el centro había una mesa alargada con bolsas de plástico marcadas con diferentes etiquetas, archivadores y planos. Mellgren se había detenido allí y estaba anotando algo en un archivador. Levantó la vista cuando ellos lo saludaron, era un hombre alto, de constitución atlética, con el cabello castaño oscuro algo entrecano. Rondaría los cuarenta, supuso Karin. Con los ojos castaños y expresivos, tenía muy buena presencia, constató la subinspectora, más atractivo que en las fotos que había visto.

– Nos gustaría hablar un momento con usted acerca de la desaparición de Martina Flochten -comenzó Knutas.

– Sí, claro, un momento -se disculpó. Se volvió hacia una chica joven que estaba en el hoyo de al lado, le preguntó algo que ellos no oyeron y dibujó unos garabatos ininteligibles en un archivador.

En la mesa había objetos en bolsas de plástico, trozos de huesos y herramientas. Karin exclamó entusiasmada cuando encontró una bolsa con un adorno de plata y otra con una moneda de plata.

– ¿Qué hacen con todo esto? -dijo Karin dirigiéndose a Mellgren, que ahora parecía haber acabado con las anotaciones.

– Todos los objetos que hallamos quedan documentados. -Hizo un gesto envolvente dirigiéndose a la zona que había detrás de ellos-. Esas celdillas se llaman cuadrículas. Dividimos el terreno para facilitar tanto la excavación como la documentación del mismo. Los objetos que encontramos se introducen en una bolsa en la que escribimos exactamente dónde y cuándo se extrajo, en qué cuadrícula y a qué profundidad. Al terminar la jornada de trabajo lo guardamos todo en esos carros que pasaron al venir aquí. Después el material se lleva a nuestros locales en la universidad, donde se clasifica y se estudia y, al final, acaba en el almacén de Fornsalen, la Sala de Arte Antiguo del Museo de Arqueología.

– ¿Podemos sentarnos a hablar en algún sitio? -preguntó Knutas.

– Sí, claro.

Mellgren los condujo a una de las esquinas del yacimiento, donde había una mesa de plástico y unas sillas.

– ¿Cuánto tiempo lleváis excavando aquí? -preguntó Knutas cuando se sentaron.

– ¿Quiere decir ahora, en este curso? Íbamos a empezar nuestra tercera semana de excavaciones.

– ¿Entonces ya habéis tenido tiempo de conoceros bastante bien?

– Ya lo creo, la relación ha sido bastante intensa durante este tiempo.

– ¿Por las tardes también?

– No siempre, pero por la tarde hay bastantes conferencias y otras actividades. Y, además, a veces cenamos juntos. La responsabilidad como encargado no termina cuando finaliza la jornada de trabajo.

Mellgren sonrió ligeramente.

– ¿Qué opinión tienes de Martina?

El responsable de las excavaciones se puso serio de nuevo.

– Para lo joven que es, está muy preparada y es sorprendente cuánto sabe de la época vikinga en particular. Además, es despierta y entusiasta y contagia ese entusiasmo a los demás, así que es realmente una suerte contar con ella.

– ¿Qué piensa de su desaparición? -preguntó Karin.

– Es incomprensible. Estoy seguro de que si se encontrase bien habría llamado. Temo que le haya ocurrido algo. No sé cuánto tiempo podremos seguir excavando si no aparece pronto. Su desaparición nos ha provocado a todos un profundo desasosiego.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

Knutas miró atentamente al encargado de la excavación.

– El sábado pasado, cuando terminamos la jornada de trabajo. Se marchó a casa en el autobús con el resto de los alumnos, como suelen hacer todos los días.

– ¿A qué hora?

– Serían las cuatro, creo. Iban a ir todos juntos a ese concierto por la noche y parecían muy animados cuando salieron de aquí.

– Pero ¿usted no fue al concierto?

– No. Pasé la tarde en casa con la familia.

– Ya, ya.

Knutas hizo una anotación en su libreta.

– ¿Puede describirme su relación con Martina?

– Es buena. Como he dicho, se porta estupendamente.

– Pero ¿no hay entre vosotros una relación más personal?

– No creo que pueda llamarse así.

Karin sacó del bolso el recorte de periódico.

– He encontrado esto en la cama de Martina debajo de su almohada.

Mellgren observó el artículo, pero su rostro permaneció inexpresivo.

– ¿Y qué quieren que les diga?

– ¿Por qué motivo cree que guarda una foto suya debajo de la almohada? -interpeló Knutas.

– Ni idea. Además, el artículo no habla sólo de mí, sino de lo que hacemos durante el curso.

– ¿Cree que es su pasión por el trabajo arqueológico lo que la ha llevado a guardar una fotografía de la excavación debajo de la almohada?

La voz de Knutas sonó bastante irónica. Mellgren se encogió de hombros.

– ¿Qué sé yo? No conozco a mis alumnos hasta ese extremo.

– ¿Es decir, que no mantiene una relación más personal con Martina? Porque sería fácil creerlo a la vista de esto.

– En absoluto, como podréis entender. Estoy casado y tengo cuatro hijos. Por otra parte, lógicamente tampoco puedo relacionarme con los alumnos de esa manera.

Karin utilizó otra táctica.

– ¿Y no podría ser que Martina esté enamorada de usted?

– La verdad, no lo creo.

– ¿Ha notado alguna insinuación?

– No.

– ¿Quizá la ha felicitado por su trabajo y ella lo ha malinterpretado?

– Sí, claro, es posible, en cualquier caso, nada de lo que yo haya sido consciente.

– ¿Ha ocurrido algo entre vosotros?

– ¿Cómo ocurrido?

– Sí, que si ha habido algo entre vosotros.

– No, y ahora ya está bien.

Mellgren estaba a punto de levantarse, pero Knutas lo cogió del brazo para calmarlo.

– ¿Habéis discutido o habéis tenido alguna riña?

– Por favor, basta ya. Con Martina tengo la misma relación que con el resto del grupo. Ni más ni menos.

– ¿Algún otro, entonces? -preguntó Karin para rebajar un poco la tensión-. ¿Sabe si sale con alguien del grupo?

– No estoy al tanto de las relaciones que mantienen entre ellos.

– ¿No ha observado si ha discutido con alguien?

– No, Martina estaba tan contenta como de costumbre la última vez que la vi. En estos momentos sólo espero que aparezca cuanto antes.

Karin advirtió que no iban a llegar más lejos y cambió de tema. Le había picado de veras la curiosidad y quería saber qué era lo que ocurría a su alrededor.

– ¿Puede comentarnos algo sobre este sitio y sobre la excavación?

Mellgren suspiró y se volvió a recostar en la silla como para recuperarse del reciente ataque. Pareció darse cuenta de que el interés de Karin era auténtico, porque cuando empezó a hablar tenía un brillo nuevo en los ojos.

– Estos campos que veis alrededor, que a simple vista parecen simples prados y tierras de cultivo, ocultan un asentamiento de la época vikinga cuya extensión, según nuestros cálculos, es de unos cien mil metros cuadrados. El área, por lo tanto, es enorme. Las excavaciones comenzaron a finales de los años ochenta y hasta ahora sólo hemos investigado una pequeña parte.

– ¿Cómo supisteis al principio que era interesante excavar aquí? -quiso saber Karin.

– Por varias razones. Un campesino que estaba sembrando descubrió algo que brillaba en la tierra. Era un brazalete del siglo X. Además, la localización de la iglesia despertó el interés de los arqueólogos. -Señaló en dirección a la hermosa iglesia de Fröjel revocada en blanco y construida en un altozano-. No se construyó en el centro del municipio como otras iglesias, sino en las afueras del pueblo de Fröjel, junto al mar. Eso dio que pensar a los arqueólogos y llegaron a la conclusión de que probablemente estuviera relacionado con la existencia, ahí abajo, de un puerto con mucha actividad y afluencia de gente. Por eso se erigió la iglesia en las proximidades. Por el color de la tierra también se puede ver dónde han vivido personas y animales. Es rica en fosfato y eso hace que la tierra presente un color más oscuro. Tras el hallazgo del brazalete en el campo de labranza, iniciamos el proceso de prospección de la zona que llevó a que descubriéramos rastros de un enclave comercial con asentamientos permanentes, como los de Birka en una de las islas del lago Mälaren, más o menos. Hemos encontrado restos de casas, varias zonas de enterramientos, piedras con dibujos, monedas, utensilios y adornos. Desde que empezamos a cavar hemos hallado un total de treinta y cinco mil objetos.

Karin silbó.

– ¿De qué época es todo eso? -preguntó Knutas.

– Sobre todo de la época vikinga, es decir, desde el año 850 hasta el 1050 aproximadamente, pero hemos encontrado también objetos del siglo VII y del siglo XII, así que en total se trata de un período de quinientos años.

– ¿Cómo sabéis dónde debéis excavar?

– Cuando empezamos a excavar delimitamos una zona concreta que nos parecía interesante. Después la dividimos en diferentes cuadrículas de veinte metros cuadrados cada una, como podéis ver aquí.

Las cuadrículas estaban separadas con una cuerda.

– A cada alumno se le van dando unas cuadrículas y luego cavamos hasta llegar a los veinticinco o treinta centímetros de profundidad. Es lo que se necesita para alcanzar el lugar donde podemos hacer algún hallazgo, todo lo que hay encima normalmente ha quedado destruido por la agricultura, por ejemplo, el uso del arado. Cuando excavamos un poco más abajo levantamos la tierra con mucho cuidado, centímetro a centímetro, para minimizar el riesgo de estropear algo. Hemos tardado dos semanas en profundizar hasta el nivel donde puede resultar interesante.

– No tenía ni idea de que encontrabais tantas cosas -dijo Karin con entusiasmo-. Por supuesto, he leído y oído hablar de las excavaciones, pero sólo ahora he comprendido la importancia de las mismas.

– ¡Dios mío! -se lamentó Mellgren y miró complacido a Karin-. En ningún lugar del mundo se han hallado, por ejemplo, tantas monedas de la época vikinga como aquí en Gotland. La isla se encontraba en el centro de la ruta comercial entre Rusia y el continente, y sus habitantes eran expertos en el intercambio de productos de diferentes zonas.

– ¿Con qué productos comerciaban? -preguntó Karin.

El rostro de Knutas estaba empezando a tener una expresión tensa. No estaban allí para tragarse una clase de arqueología, sino para recopilar datos que pudieran ayudarlos a encontrar a Martina Flochten. Resuelto, se alejó de ellos para hacerse por sí mismo una idea de la zona. Karin parecía completamente embelesada con Mellgren y no se perdía una palabra de lo que decía. No sabía Knutas que a Karin le interesara tanto la historia. Otro aspecto de ella que desconocía.

Se sentó en un banco que estaba al lado de las excavaciones. Debajo se abría una cuadrícula con un esqueleto al descubierto.

Era inconcebible pensar que estaba sentado contemplando el esqueleto de una persona que no había visto la luz del sol desde hacía mil años. ¿Cuántas personas habrían pasado por esos campos desde entonces? Todo aquello no dejaba de causarle cierta fascinación también a él.

Así pues, hacía unos días Martina estaba allí escarbando con los demás. Por todos los santos del cielo, ¿dónde se habría ido? ¿Se habría suicidado? Parecía altamente improbable, ya que por lo visto era muy alegre, al menos ésa era la imagen que daba. ¿Habría sufrido algún accidente? Por lo que decían estaba bebida, ¿no se habría caído al agua sin más? De momento sólo habían buscado en tierra. Quizá fuera así de sencillo.

Knutas decidió dar órdenes para que un equipo de buzos se pusiera en marcha al día siguiente si Martina aún no había aparecido.

En el coche, de regreso a la comisaría, Karin estaba pletórica.

– Fíjate qué maravilla, qué cosas encuentran, es increíble. He podido tener en mis manos un dije de ámbar del siglo X, ¿puedes imaginártelo? En mi próxima vida voy a ser arqueóloga, sin duda.

– Por un momento creí que nos íbamos a quedar allí todo el día -murmuró Knutas-. Y tengo el estómago vacío. ¿Tú no necesitas comer nunca?

– No seas tan gruñón. Me pareció que era tremendamente interesante. Compraremos algo por el camino. ¿Qué opinas de Mellgren y de su relación con Martina?

– Creo que parece sincero. No creo que fuera a liarse con una alumna. No sólo se juega su matrimonio, que no es poco, sino que arriesga toda su carrera profesional.

– Quizá está cansado de su trabajo -sugirió Karin en un tono imparcial-. Puede que sea una forma de autodestrucción, que muy bien podría ser inconsciente. Quizá en el fondo lo que quiere es que todo se vaya al garete.

– Otra posibilidad es que se haya enamorado perdidamente -apuntó Knutas, más dado al romanticismo que su colega.

– Por supuesto -sonrió Karin-. Pero lo uno no excluye lo otro.

Una vez en la comisaría les salió al encuentro Lars Norrby:

– He hablado con un testigo que ha contado algo intere sante.

– Lo hablamos en mi despacho -dijo Knutas.

Se sentaron en el pequeño tresillo que tenía en uno de los rincones de la habitación.

– Ha llamado un hombre. Un día que se dirigía hacia el Hotel Warfsholm en bicicleta, bueno iba allí a cenar, parece ser que suele ir todos los lunes, o sea, que esto sucedió un lunes, vio de pronto a Martina venir hacia él andando por el camino. La ha descrito con todo lujo de detalles, parecía muy seguro de que era ella.

– ¿Sí?

Knutas parecía impaciente.

– Ella venía andando por el borde del camino, el hombre dice que cree que iba por el lado izquierdo de la calzada, pero no estaba seguro del todo. Iba vestida con una falda azul, eso lo recordaba perfectamente, pero no se acordaba de lo que llevaba puesto en la parte de arriba.

– Vete al grano -gruñó Knutas.

La minuciosidad de Norrby y su propensión a relatar detalles insignificantes podían sacarlo de quicio. Su colega lo miró ofendido.

– Bien. El caso es que ella se subió a un coche aparcado justo en la entrada de la pista de minigolf.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de que la persona a la que vio era Martina?

– Al parecer, sus compañeros del curso de arqueología han ido por los alrededores mostrando fotos de ella. Bueno, a lo mejor sólo era una foto.

– ¿Ah, sí? ¿Realizan su propio trabajo de investigación?

– Exacto, y ahora ha dado resultado.

– ¿Vio quién iba en el coche? -preguntó Karin.

– Cree que era un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años, quizá mayor. Llevaba gafas de sol oscuras, así que no se le veía bien. No estaba seguro del color del cabello, pero no creía que fuera rubio. Más bien tirando a castaño.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace una semana. El lunes pasado, a eso de las cinco o cinco y media.

– Martina lleva desaparecida sólo tres días -replicó Karin.

– Sí, pero puede ser interesante de todos modos -protestó Norrby-. Evidentemente alguien ha estado esperándola junto al camino.

– Cabe preguntarse por qué no condujo hasta el aparcamiento del hotel. Al parecer no quería que lo vieran -dijo Knutas.

– Eso induce a pensar que Martina mantenía una relación en secreto -concluyó Karin-, y una suposición no muy cualificada es que él esté implicado en su desaparición. Tanto si se fue con él voluntariamente como si no.

– De todos modos no puede haber sido de forma voluntaria -objetó Norrby-. ¿Por qué no ha llamado?

– Todo apunta a que se la han llevado en contra de su voluntad -reconoció Knutas-. Sólo podemos esperar que no haya sido víctima de algo aún peor. ¿Qué tipo de coche era?

– El testigo no entiende nada de coches y ni siquiera tiene permiso de conducir. Todo cuanto dice es que era azul, un turismo normal y que no parecía nuevo.

Karin se volvió hacia Knutas.

– ¿De qué color es el coche de Mellgren?

– Ni idea, pero lo averiguaremos enseguida.

– ¿La ha visto en más ocasiones?

– No, sólo esa vez.

– ¿En qué dirección se fueron?

– El coche desapareció en dirección a la carretera principal.

– ¿No se quedaría con el número de la matrícula?

– No. -A Norrby se le escapó una pequeña sonrisa-. No hemos tenido tanta suerte.

– Quiero hablar cuanto antes con el testigo.

– Vive y trabaja en Klintehamn, así que está cerca.

– Bien.

Sonó el teléfono y Knutas lo descolgó. Se escuchaba un ruido de fondo y le llevó varios segundos entender que se trataba del padre de Martina Flochten. Chapurreando en inglés Knutas hizo lo que pudo para responder a las preguntas del preocupado padre. Quedaron en verse al día siguiente, cuando Patrick Flochten llegara a Gotland para participar en la búsqueda de su hija.

La manilla de la puerta estaba bloqueada cuando trató de entrar, entonces sacó la llave y abrió. Todo presentaba el mismo aspecto que cuando vivían sus padres: la cómoda de la entrada estaba ahora tan reluciente como entonces, en la pared el reloj de la cocina marcaba el paso del tiempo con el mismo sonido acompasado, los platos chinos de la pared seguían allí colgados como lo habían hecho siempre, incluso el rollo de papel de cocina que había encima de la mesa era el mismo. Entró en la sala de estar y la contempló en silencio. Se diferenciaba de otras salas de estar suecas, fundamentalmente, porque faltaba un sofá. Todas las demás lo tenían, pero en su casa nunca había habido uno. Un sofá era algo para estar juntos, sentarse y relajarse delante del televisor. Aquí no lo había porque eso era imposible. En un sofá se corría el riesgo de sentarse uno muy cerca de los otros, de rozarse, y eso era pecado. Casi todo lo divertido era pecado: no tenían televisor porque era pecado; nunca escuchaban música en la radio porque era pecado; los tebeos y los juegos de mesa eran pecado, así como reírse en domingo. Bien mirado, el riesgo de que alguien riera en casa un domingo no era grande; en general no había muchas posibilidades de que alguien riera. No podía recordar haber visto sonreír a su padre o a su madre una sola vez. La casa estaba marcada por el silencio y la austeridad, la oración, la severidad y los castigos.

Le había llevado tiempo armarse de valor para regresar allí, pero cada vez que lo hacía, creía desprenderse de una pequeña parte de la culpa y la vergüenza que había sentido desde la infancia. La influencia de los padres se iba borrando poco a poco.

La idea se le había ocurrido unos meses antes. Significaría la traición definitiva a sus padres, el hecho de que fueran a celebrar sus reuniones aquí. Ésta era la primera vez y se sentía expectante. Lo había planeado todo hasta el más mínimo detalle. Entró en la habitación contigua y abrió el gran armario, sacó las figuras una tras otra sujetándolas con sumo cuidado, antes de alinearlas sobre la mesa de la sala de estar. Aquí iba a suceder, justo aquí y no en ningún otro lugar. Cuando estuvo listo se calzó los zuecos de madera y salió. En el establo había una puerta que conducía a un trastero. Allí estaba el recipiente. Lo cogió y lo llevó con cuidado, puesto que su contenido era de gran valor. Ahora iba a ser de utilidad y la próxima vez sería aún mejor.

Se puso al lado de la ventana y miró fuera. El sol del atardecer teñía el cielo de rojo y hacía tanto calor que podrían realizar algunos actos en el exterior. No importaba, no los vería nadie, nadie descubriría lo que hacían.

El ruido de un motor interrumpió sus reflexiones y al momento apareció tras el recodo un coche conocido. Qué bien que fuera él precisamente el primero en llegar, así quizá tuvieran tiempo de hablar y de solucionar algunos asuntos. Ultimamente habían surgido entre ellos divergencias de opinión y esas discrepancias eran cada día más profundas, lo cual le molestaba. Ahora, cuando habían llegado tan lejos, no quería que se fastidiara todo.

La lucha por el poder entre ellos se había prolongado durante mucho tiempo y debía terminar. Se estaban acercando a un punto en el que todo aquello era insostenible. Siempre pensó que compartían un mismo objetivo, pero últimamente se había visto forzado a pensar que no era así. Esperaba que la desgana del otro se debiera a cosas que a la larga no tuvieran mayor importancia. Que él podría convencerlo de que sólo había un camino y que la rueda ya había empezado a girar, estaban en marcha y no había vuelta atrás.

Martes 6 de Julio

El día siguiente fue el primer día nublado en al menos dos semanas. Como de costumbre, Knutas llegó temprano al trabajo, no eran más que las siete y cuarto cuando subió las escaleras de entrada de la comisaría y saludó al policía que estaba de guardia. Conversaron un momento como hacían habitualmente antes de que Knutas prosiguiera su camino hasta la Brigada de Homicidios, en el segundo piso. Se puso una taza de café y hojeó los periódicos locales.

No pasó mucho tiempo antes de que Karin, que también era madrugadora, asomara la cabeza.

– Buenos días -saludó-. ¿Quieres un café?

– No, gracias, ya he tomado uno.

Parecía cansada.

– ¿Estás bien?

Knutas la miró algo inquieto.

– Sí, gracias. Apenas he pegado ojo esta noche.

– ¿Te has pasado la noche pensando en Martina Flochten?

– Eso también -cortó ella y tomó un sorbo. Cuando no quería que siguiera preguntándole algo, tenía una pasmosa habilidad para hacérselo entender.

– ¿Se te ha ocurrido algo? -le preguntó desviando el tema.

– Pues no. He estado dándole vueltas a lo de ese coche.

– ¿Y?

– Al parecer, ella se montó en el coche voluntariamente, se había citado con ese desconocido, así que tiene que haberlo conocido aquí en Gotland. Pero ¿por qué tanto secreto? Es cierto que tiene novio, pero está en Rotterdam, así que si quería divertirse un poco aquí, de todos modos él no se iba a enterar.

– ¿Adónde quieres llegar?

– Algo raro tiene que haber con ese hombre con el que se veía. Si mantienen o mantenían una relación amorosa, ¿por qué andar con tapujos? Hay dos razones para que anduvieran ocultándolo. O bien está casado o bien tiene algún otro problema, como que sea profesor o tenga algo que ver con el curso, lo cual hace que el hecho de que estén juntos sea un tema delicado.

– O ambas cosas -sugirió Knutas.

– En efecto. Staffan Mellgren es el primero en quien se me ocurre pensar. Aunque también podría ser algún otro. He comprobado el color de su coche y no es azul sino gris metalizado. O ha utilizado el automóvil de otra persona o, sencillamente, no es él con quien se ha estado viendo Martina. Durante dos semanas asistieron a clases teóricas en Visby antes de empezar con las excavaciones propiamente dichas. A lo largo de ese tiempo tuvieron varios profesores. A eso hay que añadir que, al parecer, salieron de fiesta casi todas las noches, por lo que Martina tuvo muchas posibilidades de conocer a alguien.

»Otra cosa que me parece extraña es que no se haya puesto en contacto con Jacob Dahlén, amigo de la familia y dueño del Hotel Wisby. La dueña del Warfsholm, Kerstin Bodin, dijo que Dahlén era amigo de la familia. La familia de Martina solía venir aquí una vez al año y siempre se alojaban en su hotel. Por supuesto, será sobre todo amigo de su padre, pero aun así, ¿no es un poco raro que no haya pasado por allí a saludarlo al menos? Ya lleva en la isla más de cuatro semanas y, de ellas, dos en Visby. ¿Por qué no se ha puesto en contacto con él? El hotel está en el centro, cielo santo, a tiro de piedra de la universidad.

– ¿Has hablado con Jacob Dahlén?

– Sólo por teléfono. Está de viaje.

– Tal vez haya tenido intención de ponerse en contacto con él, pero aún no lo ha hecho. Ya sabes lo que ocurre cuando estás en un lugar donde conoces a alguien superficialmente. El curso dura hasta mediados de agosto, pensará que dispone de tiempo más que suficiente para ir a saludarlo.

– Sí, claro -reconoció Karin-, quizá sea así.

– Otra cosa, ¿dónde se alojó en Visby durante las semanas que duraron las clases teóricas?

– En el mismo sitio que los demás, en la residencia para estudiantes de la calle Mejerigatan.

– Tendremos que ir allí y hablar con los inquilinos, y también con el casero. Alguien puede haber visto algo. Voy a encargarme de que lo hagan -dijo Knutas, y cogió el teléfono.

Patrick Flochten era un hombre alto y fuerte de pelo castaño oscuro y rebelde. A juzgar por el color de su rostro, en Holanda también había hecho buen tiempo. Llevaba unas gafas con la montura negra que parecían caras e iba vestido con un traje claro de lino. Tenía las manos sudorosas y expresión tensa cuando saludó y se sentó en el sofá de las visitas en el despacho de Knutas.

– Lógicamente su hermano y yo estamos muy preocupados. Ahora quiero que me cuente todo lo que sucedió cuando mi hija desapareció -dijo en un inglés perfecto-. Everything!

Knutas, cuyo inglés no era ni mucho menos suficiente para realizar un interrogatorio, ya había previsto el problema. Por eso le había pedido a Karin que estuviera presente. Ella empezó a contar lo que la policía sabía hasta ese momento acerca de la desaparición, mientras no paraba de preguntarse por qué aquel hombre que tenía enfrente le resultaba familiar. Quizá sólo fuera por el parecido que había entre su hija y él, a juzgar por las fotos que había visto de Martina.

– Conozco Warfsholm, he estado en el hotel con los niños y hemos comido allí varias veces cuando veraneábamos en Gotland. ¿Cómo pudo desaparecer de allí sin que nadie la viera? Pero si está lleno de casitas de veraneo y hay gente por todas partes. Además, con lo claras que son aquí las noches, ni siquiera llega a hacerse oscuro.

– Martina dejó a los demás de madrugada. A esas horas los huéspedes estaban durmiendo. Fue al baño a eso de la una y a esa hora, en principio, todos los que habían asistido al concierto ya se habían ido a casa. Los pocos que quedaban despiertos eran los que estaban en el bar.

– ¿Y nadie vio nada?

– Pues, por desgracia, parece que no. El dispositivo de búsqueda está en marcha, por supuesto. Estamos buscando tanto con perros como con helicópteros. A lo largo del día vamos a organizar también partidas para rastrear la zona. El perímetro de búsqueda se va ampliando gradualmente.

Karin decidió conscientemente no mencionar a los buzos. Parecía demasiado desagradable, como si ya hubieran renunciado a la esperanza de encontrar a Martina con vida.

– ¿Podría haber viajado a la península?

– Nada hace suponer que haya abandonado la isla. Hemos comprobado las listas de pasajeros tanto de las compañías aéreas como de las navieras. En cualquier caso, no ha viajado con su nombre. La recepción del hotel guarda las cosas de valor de quienes participan en el curso y no falta nada, ni el pasaporte, ni la tarjeta Visa, ni el dinero en efectivo que había depositado allí.

Patrick Flochten miraba desesperado a los dos policías.

– Parece como si dieran por sentado que ha sido víctima de algún delito.

Karin y Knutas se miraron.

– No debemos precipitarnos ahora y pensar en lo peor -lo animó Karin-. Ignoramos lo que ha pasado, a veces la gente desaparece de la manera más extraña y luego reaparece sin que haya sucedido nada realmente dramático. Puede muy bien ocurrir eso también en este caso. No debemos olvidar que Martina sólo lleva desaparecida unos días. ¿Quién sabe? Tal vez se haya enamorado perdidamente o algo así. Vamos a actuar con calma. Ante todo vamos a concentrarnos en encontrarla lo antes posible. ¿Desapareció Martina alguna vez antes sin avisar?

Patrick Flochten se quedó pensativo.

– Bueno, claro. En la adolescencia tuvo temporadas algo rebeldes, y claro, alguna vez no volvió a casa por la noche pero no así, durante varios días. Y con los años se ha ido calmando.

– ¿Consume drogas?

– De ser así, lo habría notado. Quizá las haya probado alguna vez, no lo puedo asegurar, pero jamás ha consumido drogas en el sentido que yo creo que usted pregunta.

– ¿Ningún otro problema de adicción o enfermedades?

– No.

– ¿Cómo es su relación con el novio?

– Buena, por lo que sé. Llevan juntos más de un año y creo que parece una pareja estable. Él es bastante mayor.

– ¿Le ha contado si ha conocido a algún hombre últimamente?

– No, ¿por qué tendría que haberlo hecho?

– Varios hechos inducen a pensar que mantiene una nueva relación. Un testigo ha declarado también que estaba enamorada de alguien.

– ¿Ah, sí? Qué raro. Suele ser abierta para estas cosas. No hay ningún secreto entre nosotros.

El gesto de Patrick Flochten se volvió circunspecto.

– Sabemos que suelen venir aquí de vacaciones y que se alojan casi siempre en el Hotel Wisby, ¿es cierto?

– Sí. Conozco al dueño, Jacob Dahlén, desde hace mucho tiempo. Nos conocimos por asuntos de negocios y además somos amigos desde hace muchos años.

A Patrick Flochten se le inundaron los ojos de lágrimas como si recordara de repente que su hija había desaparecido.

Se quedaron un momento en silencio.

– ¿A qué se dedica?

– Soy arquitecto. Tengo un estudio de arquitectura en Rotterdam junto con otro socio. También tenemos algunos negocios inmobiliarios, entre ellos uno aquí en Gotland.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál?

– Nuestra empresa participó en la realización del proyecto de la cooperativa de viviendas en Södervärn y estamos comprometidos en la construcción del gran proyecto hotelero.

– ¿El de Högklint?

– Sí, ése. He diseñado el hotel y participamos también en la financiación del proyecto.

De repente, Karin recordó dónde había visto antes a Patrick Flochten. Un periódico local había publicado un reportaje sobre ese proyecto y presentaba al arquitecto con su nombre y su foto. Ahora recordaba que incluso se nombraba a sus hijos.También habían escrito que su difunta esposa era natural de Gotland.

– ¿Así que va a trabajar bastante aquí?

– Eso espero.

– Pero ¿ya ha estado muchas veces aquí anteriormente?

– Sí, el último año he pasado mucho tiempo en Visby.

A Patrick Flochten se le apagó la voz y ocultó el rostro entre las manos.

– Tal vez sea suficiente por ahora -interrumpió Knutas-. ¿Hay alguna cosa más que quiera saber?

– Sí -respondió el hombre casi sin voz-. ¿Dónde puedo empezar a buscar?

Cuando Emma se despertó por la mañana le llevó un rato comprender que se encontraba de vuelta en casa después de dar a luz. El dolor vaginal le recordó por lo que había pasado. Los rayos del sol que se filtraban a través de las cortinas se posaban en la cara de la recién nacida, que yacía como una persona en miniatura entre las esponjosas almohadas y el edredón. Emma se volvió de lado y puso la mano con delicadeza sobre el pequeño hombro cubierto de pelusilla de la niña, que asomaba por debajo de la camiseta de punto.

Tenía la cara enrojecida, y Emma trató de encontrar en su semblante rasgos de ella misma o de Johan, que estaba a punto de pasar por su casa antes de ir al trabajo. Ella quería y no quería verlo.

El silencio en la casa era palpable y le transmitía una sensación de irrealidad. Un día normal habría estado muy liada con los niños y el perro, pero ahora los lazos con el pasado estaban rotos, las costumbres ya no existían. Era aterrador no saber qué le depararía el futuro. No se había acostumbrado aún a que Sara y Filip vivieran también en otro sitio. Los echaba de menos y no quería esperar dos días para verlos, que era lo que habían acordado. Luego se irían quince días de vacaciones al extranjero con su padre.

Su divorcio había sido mucho peor de lo que habría podido imaginarse. El hecho de que al final decidiera tener el niño, a pesar de que Olle y ella acababan de decidir que harían un esfuerzo por salvar su matrimonio, al principio lo puso furioso. Con el tiempo se fue dando cuenta de que no le quedaba más remedio que aceptar su decisión, aunque eso suponía admitir que el divorcio era algo inevitable. Rellenaron papeles como dos autómatas y solucionaron los asuntos prácticos; él se trasladó a un piso y, ¡zas!, de la noche a la mañana se encontró viviendo sola en aquella casa grande, y con los niños, cada dos semanas.

A medida que le fue creciendo la barriga, Olle se fue volviendo más molesto. Cualquier cosa insignificante se convertía en un problema. Desde cómo iban a repartir las vacaciones de Semana Santa hasta quién debía comprarle zapatos nuevos a Sara o llevar a Filip al fútbol. Todo tenía que ser discutido hasta el absurdo. Era como si quisiera castigarla. Emma leía en sus ojos las acusaciones y el orgullo herido.

Al principio trató de hacerse el fuerte. Había que solucionar asuntos prácticos de la manera menos dura, como si intentara aliviar los efectos del divorcio cuando se encontró ante un hecho consumado. Pero una vez que organizaron y solucionaron la mayoría de los problemas, y cuando el tren empezaba a rodar en una nueva dirección, afloraron todos sus sentimientos. Para hacer frente a su propia angustia, la cargó a ella con la culpa y la responsabilidad. Se negó a hacerse cargo del cachorro que le había regalado como parte del plan para arreglar su matrimonio. Por suerte, una amiga se había ocupado de él mientras Emma estuvo en la maternidad.

No tenía ningún plan para el verano. Los niños pasarían unas semanas con ella más adelante, pero antes iban a viajar al extranjero con su padre. Olle había alquilado con un amigo, también separado y con niños, una casa en Italia durante dos semanas. Tenían pensado ir en avión hasta Niza, alquilar un coche y vivir en un pueblo italiano de montaña. Ya podían habérsele ocurrido estas cosas tan divertidas cuando estábamos casados -pensó con envidia-, pero no, aprovecha ahora para ser creativo y ocurrente.

Johan había comentado que quería hacer un viaje con ella al extranjero. Pero pensó que eso ahora era imposible.

A través de la ventana del dormitorio lo vio en el jardín subiendo la vereda de la entrada. Llevaba en las manos una bolsa de papel y un ramo de flores. La descubrió en la ventana y sonrió y la saludó con la mano.

Quizá no resultara tan extraño que no fuera capaz de lanzarse a vivir de nuevo en pareja con Johan. En ese momento arraigó en ella aquel pensamiento consolador y notó cómo se volvía más ligero el saco de culpas que llevaba sobre los hombros. «Cada cosa a su tiempo», pensó, «de una en una».

Johan había avisado a Pia de que llegaría más tarde al trabajo. No había nada especial en marcha y deseaba dar un paseo con Emma y su bebé recién nacido. Cruzaron la verja y continuaron directamente por la calle de la urbanización. La zona era tranquila, sin apenas tráfico. Lo cual no impedía que Johan mirara varias veces a ambos lados cada vez que debían cruzar una calle, antes de que se atreviera a franquearla con el cochecito. Para Emma no era la primera vez e iba bastante más tranquila.

– ¿No te parece raro pasear por aquí conmigo y un coche de bebé? -preguntó él-. Quiero decir, que por aquí habéis paseado Olle y tú con los niños todos estos años, habéis estado en el parque infantil, habéis ido a buscar y a dejar a los niños a la guardería y os habéis relacionado con otros padres que viven por aquí.

– No, realmente no. -Emma lo miró sorprendida como si no hubiera caído en la cuenta de que éste era el territorio de Olle y de ella.

Caminaron un rato en silencio. Johan estaba pletórico con la nueva situación y no sentía ninguna necesidad de hablar.

La tarde anterior había ido a buscar a Emma y a su hija al hospital para llevarlas a casa y había sido tremendamente duro verse obligado a abandonarlas. Emma no quería que se quedara a dormir en casa. Aún era demasiado pronto, le dijo cuando protestó. No pudo evitar sentirse herido. Todavía no había pasado ninguna noche en la casa de Roma. Esa era una de las barreras que deseaba superar, uno de los obstáculos que Emma había levantado y que frustraban la posibilidad de seguir consolidando su relación.

Continuaron paseando por la urbanización. Era bueno para el bebé salir y respirar un poco de aire fresco. Era la primera vez que salía. Parecía tan pequeña allí tumbada bajo la mantita de algodón. Llevaba la cabeza cubierta con un gorro de algodón color turquesa, aunque la temperatura rayaba los veinticinco grados. Su pelo moreno asomaba por debajo del gorro. Cuando Johan introdujo la cabeza en el cochecito y posó la mejilla sobre su cuerpecillo notó lo rápida y ligera que era su respiración.

Observó que Emma estaba cansada. Su rostro era tan bello; las mejillas altas, los ojos oscuros y las cejas tan bien definidas de las que él estaba prendado. Ahora tenía el cutis más pálido y las mejillas más redondeadas que de costumbre. A él le gustaba, dulcificaba sus rasgos.

Estaba enamorado de ella antes de que tuvieran una hija y ahora, después de dar a luz, su amor había crecido hasta un extremo doloroso.

Habían pasado por períodos en los que él sentía que había un equilibrio entre ellos, que ambos se querían con la misma intensidad, que también el objetivo de Emma era que pudieran estar juntos de verdad. Ahora se sentía en desventaja. Emma no quería tenerlo en la casa. Todavía no, decía. Los niños debían acostumbrarse, habían sucedido muchas cosas nuevas para ellos, con la llegada de un nuevo hermano y todo lo demás. Se veían cuando podían, es decir, cuando Sara y Filip estaban en casa de su padre. Nada era como él había deseado.

Había aguardado ilusionado la llegada del bebé para hacerse cargo de Emma y de la niña y disfrutar junto a ellas, sin más. Qué equivocado estaba. Que Emma hubiera decidido seguir adelante con el embarazo no significaba que estuviera dispuesta a considerar que ambos formaran una pareja sólida. No podía iniciar así, sin más, una nueva relación, le había explicado. Habían sucedido tantas cosas durante el último año que toda su vida estaba patas arriba. Necesitaba tiempo para asimilarlo y adaptarse. Para cortar todas las amarras con el pasado.

Ahora estaba allí caminando junto a él y, pese a todo, parecía bastante contenta. Johan se detuvo y le acarició la mejilla.

– Te quiero -le dijo, y sintió que era absolutamente cierto.

Emma apartó la mirada sin decir nada. Antes solía responder lo mismo, o al menos algo parecido.

Siguieron caminando hacia el polideportivo mientras charlaban un poco de todo, pero especialmente del bebé y del nombre que le iban a poner. Johan quería que se llamara Natalie, mientras que Emma prefería ponerle Elin.

– ¡Pero si tiene cara de Natalie! -exclamó Johan-. Con el pelo moreno y los ojos castaños. Un poco exótico. Seguro que será guapísima, con nosotros como padres… -añadió bromeando-. Imagínate una chica guapa con una larga melena morena que se llame Natalie.

Emma no pudo contener la risa.

– Ahora, sí. Ahora tiene el pelo y los ojos oscuros. Pero puede que luego tenga el cabello color centeno y los ojos azules, y entonces no le irá tan bien.

– ¡Ah!, eso qué importa, es un nombre bonito.

– Desde luego, pero soy alérgica a bautizar a los niños con nombres tan internacionales como sea posible, como Nicole, Angelique o Yvette. Vivimos en Suecia, no en Francia.

– Ahora te estás pasando de estricta, ¿no? ¿Sabes que uno de cada cinco suecos tiene raíces extranjeras? Suecia ya no es sólo la patria de la gente de tez pálida, con pan de centeno, danzas folclóricas y polcas suecas, es multicultural. Aunque reconozco que al parecer ese proceso va más lento aquí en Gotland -dijo y le dio un codazo en el costado para chincharla.

– De todas formas, Elin me parece más bonito -insistió Emma.

Johan volvió a detenerse y le cogió la cara entre sus manos.

– Si ése es el nombre que te gusta, entonces se llamará Elin, con tal de que estés contenta.

– Pero quiero que a ti también te guste.

– Me gusta, te lo prometo. Me hace muy feliz tener contigo una hija que se llame Elin, créeme.

Miércoles 7 de Julio

Los padres de Kalle Östlund habían comprado en los años cincuenta una casa de veraneo en Björkhaga, justo al norte de Klintehamn. Su familia fue una de las primeras en trasladarse a la pequeña urbanización vacacional. La mayoría de las viviendas estaban ocupadas por isleños: algunos que se habían ido a vivir a la península y querían conservar su casita, y otros que vivían en Visby y apreciaban las ventajas de tener una propiedad en el campo a apenas unas decenas de kilómetros de distancia. El lugar era apacible la mayor parte del año. En verano, cuando los turistas llegaban hasta aquí para pasear hasta el promontorio de Vivesholm y admirar la abundante variedad de aves, se animaba algo más. También era un lugar concurrido donde disfrutar de la puesta del sol, cuando todo el cielo se teñía de rojo y se divisaba mar abierto a ambos lados. Incluso a Kalle le parecía grandioso, aunque había presenciado el espectáculo miles de veces desde allí. Para él no existía lugar más hermoso en la tierra. Le gustaba pescar y aquella mañana iba a salir a recoger las redes esperando que estuvieran llenas de platijas.

Había puesto el despertador a las cinco y Birgitta, su mujer, dormía profundamente cuando se levantó, pero la perra estaba alegre y despejada. Lisa, su perra de aguas italiana, era un torbellino que quería acompañarlo a todas partes y él se lo consentía. El animal empezó a brincar alrededor de sus piernas en cuanto hizo intención de salir.

Abrió la gran verja que daba al promontorio, donde las vacas pastaban la hierba estival. El cielo era de un azul intenso y las nubes algodonosas que se veían sobre las casetas de los pescadores, allá en Kovik, al otro lado de la ensenada, parecían inofensivas. El color claro del camino de grava que conducía hasta la punta del promontorio ponía de manifiesto la composición calcárea del terreno. La naturaleza presentaba un aspecto yermo, la vegetación era baja y estaba compuesta sobre todo por matorrales de enebro y flores de tallo corto.

En aquellos momentos los campos de la franja costera estaban cubiertos de clavelinas de mar en flor que parecían bolitas de color rosa.

Había cogido la correa de Lisa por precaución, pero la dejó correr suelta cuesta abajo de camino al bote. El período de anidación de las aves ya había pasado, por lo que no encontraría ningún huevo. En las rocas anidaba una gran variedad de especies, como garzas, cormoranes grandes y varios tipos de charranes y gaviotas.

Cuando había recorrido la mitad de la pendiente en dirección al mar, Lisa percibió la presencia de un gazapo que salió corriendo en dirección contraria. Kalle divisó al conejillo, que corría desesperadamente, con la perra ladrando como loca pisándole los talones. La llamó varias veces, pero estaba demasiado ocupada con su caza para hacerle caso. Meneó la cabeza y continuó. Ya volvería cuando se cansara. Mientras preparaba el bote, echó de vez en cuando una ojeada hacia arriba y la llamó, sin que Lisa diera señales de vida.

Kalle decidió esperar, se sentó en una piedra y sacó la caja de rapé Ettan. Se colocó un buen pellizco bajo el labio. De cuando en cuando oía el murmullo de las aves entre la hierba y en los arbustos, o las carreras de los conejos que entraban y salían de sus cuevas. Un par de tarros blancos con sus característicos picos rojos nadaban en la orilla. En el bosquecillo que cubría el centro del promontorio había a veces vacas pastando, pero hoy estaban en el extremo del cabo. Lo cual era una suerte, porque, con lo juguetona que parecía hoy Lisa, igual le daba por perseguir también a las vacas. Y podía acabar recibiendo una coz que la dejara en el sitio.

Cuando hubo pasado un cuarto de hora largo sin que la perra apareciera, decidió ir a buscarla. Estaba enojado, si no la encontraba pronto se iba a hacer demasiado tarde. Volvió a cruzar el prado, las escaleras que se abrían en medio de la valla que rodeaba el bosque y se introdujo entre los árboles. Entonces oyó ladrar a Lisa. Tenía que haberse adentrado un buen trecho, puesto que antes no la había oído. En la zona cercada quedaban restos de un foso de los tiempos en que Vivesholm fue un puerto importante y hubo allí una muralla defensiva.

La arboleda se iba volviendo cada vez más frondosa, pasó junto a la vieja e inestable torre de madera usada como observatorio de aves que estaba en la linde del bosque. Más allá el terreno se iba volviendo pantanoso, hasta que el mar tomaba el relevo. Desde allí se podía divisar el Hotel Warfsholm, que en línea recta no quedaba muy lejos. Los ladridos se oían cada vez más claros, la perra debía de encontrarse ahora muy cerca. Entonces divisó entre los árboles algo de color champán y allí estaba Lisa, ladrando como una loca hacia lo alto de un pino. ¿Qué demonios sería eso que le parecía tan interesante?

Unos metros más allá se detuvo en seco. Durante varios segundos escalofriantes tuvo que esforzarse para comprender qué era lo que estaba viendo. Era incapaz de asimilar la visión de la joven que colgaba balanceándose libremente a merced del viento, desnuda, con una soga alrededor del cuello. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y la melena larga y rubia le caía sobre la cara. Lo primero que pensó es que se trataba de un trágico suicidio. Lo invadió un profundo malestar y se vio obligado a sentarse en el suelo. Entonces fue cuando vio que la mujer estaba cubierta de sangre. Alguien le había abierto con un cuchillo el bajo vientre de lado a lado.

Una hora después Knutas tomaba el camino de grava que discurría entre las casitas de veraneo y bajaba hasta el mar y Vivesholm. Lo acompañaban Karin Jacobsson y Erik Sohlman. Antes de ponerse en camino, Knutas consiguió ponerse en contacto con el forense, que tomaría un avión desde la península unas horas más tarde.

Junto a la verja se encontraba un hombre de unos sesenta y cinco años. Vestía pantalones cortos y un jersey, y sujetaba con la correa a un perro de pelo claro y rizado. Aparcaron al lado de la verja y caminaron por la hierba que crecía junto al camino de grava hasta el extremo del promontorio para no destruir las posibles huellas de ruedas de coches. Kalle Ostlund levantó la mano y señaló.

– Tuvo que llegar por ese recodo -apuntó-. De lo contrario lo habrían visto desde las casas que están más cerca del mar.

Siguieron al hombre hasta una pequeña zona boscosa y continuaron por un sendero de tierra muy trillado que discurría paralelo al antiguo foso. Aquí y allá crecían endrinos y escaramujos.

El viento estaba casi totalmente en calma y todo lo que se oía eran los graznidos de las aves sobre el mar. No vieron el cuerpo hasta que no lo tuvieron justo delante de los ojos.

En el aire, rodeada de la exuberante vegetación estival, colgaba una joven. El pelo le caía sobre el rostro y el delicado cuerpo que colgaba sin vida de una soga era de un rosa resplandeciente. Sobre el terso vientre alguien le había realizado un corte de varios centímetros de longitud, de donde había manado la sangre deslizándose sobre los genitales y las piernas.

El contraste entre su juventud y belleza y la violencia a la que había sido sometida era brutal.

Los policías observaron el cuerpo en silencio.

– Sí, así fue como la encontré -dijo finalmente Kalle Ostlund.

– ¿Y no ha abandonado el lugar desde entonces? -le preguntó Knutas.

– No, llamé a mi mujer, pero no me atreví a irme de aquí.

– ¿Vio u oyó algo cuando venía hacia aquí?

– No, iba yo solo. Con Lisa -añadió Kalle acariciando a la perra.

Knutas llamó a los agentes que se habían sumado a ellos y habían empezado a colocar las cintas de plástico.

– Vamos a acordonar esta zona. Quiero que algunos empecéis a llamar a las casas de los vecinos inmediatamente. ¿Dónde están los perros?

– Están de camino -respondió Karin.

– Bien, no hay tiempo que perder. Usted, por el momento, puede irse a su casa -le dijo al señor de la perra-. Pero quédese allí, dentro de un rato quiero hablar con usted y con su mujer.

– Sólo puede tratarse de Martina Flochten -afirmó Karin-. Coinciden tanto la edad como el aspecto físico.

– Sí, es ella, sin duda -reconoció Knutas.

– ¡Maldita sea! ¿Con qué loco se habrá topado? -exclamó con vehemencia Sohlman-. ¿Por qué colgar a una persona a la que ya has matado?

– ¿O para qué apuñalar a una persona a la que ya has ahorcado? -replicó Karin.

Knutas se movió despacio alrededor del cuerpo observándolo desde todos los ángulos. Martina parecía una muñeca escalofriante. Tenía la cara enrojecida, como si hubiera realizado un esfuerzo, los ojos abiertos, pero apagados, sin brillo. Los labios de color marrón oscuro y la piel enrojecida, las pantorrillas y los pies tirando a violáceo.

En el corte de la parte inferior del vientre había moscas y a Knutas se le revolvió el estómago al ver que se habían formado pequeñas larvas en la herida.

– Me pregunto si llevará aquí colgada desde el sábado -susurró Karin tras el pañuelo que mantenía apretado contra la boca.

– Veamos, ¿qué día es hoy? Miércoles. Si la mataron el sábado por la noche, ya han pasado casi cuatro días -dijo Sohlman-. Es posible.

– Tendrá que seguir colgada hasta que llegue el forense -afirmó Knutas-. Quiero que la vea tal como está.

Junto a la verja ya se habían dado cita los curiosos. Knutas evitó responder a sus preguntas al pasar junto a ellos.

Condujeron directamente de vuelta a la comisaría.

Se hallaba en el interior del bosque, recostado contra la gruesa corteza del árbol. Tenía los ojos cerrados, y escuchaba. El murmullo de los árboles, una piña que caía al suelo con un ligero golpe sordo, una corneja que graznaba. Aquí dentro, en las sombras, los olores eran muy intensos: resina, pinochas, tierra, arándanos. Dobló las piernas lentamente y deslizó la espalda contra el tronco del árbol hasta quedar sentado. Las rugosidades del árbol no le molestaron. Canturreaba para sí mismo en voz baja y monótona. Fue cayendo lentamente en el estado al que aspiraba, en éxtasis. Se fundió con el árbol y su alma permanecería allí mientras él proyectaba su conciencia en otra cosa.

Ese tránsito era importante para él, necesario en realidad para que pudiera cumplir su cometido.

El árbol y él se convirtieron en un solo ser. Ahora no existía ninguna limitación, en absoluto. Había entrado en otra realidad. El entorno le era indiferente. Aquello que antes lo angustiaba ya no tenía ninguna importancia. Se había liberado de los problemas diarios, triviales, todo lo relacionado con las personas. Ya no debía preocuparse de ellas porque había sellado otra alianza que nada tenía que ver con las relaciones humanas. Era como si hubieran caído los muros, se hubieran removido los obstáculos y el camino se abriera ante él recto y claramente señalizado. Comprendió que poseía fuerzas poco comunes.

De pronto se rompió una rama y apareció una zorra entre la maleza. Se sentó como un gato enfrente de él y se acicaló tranquilamente. De cuando en cuando alzaba la cabeza y lo observaba un momento. Luego, cuando se adentró de nuevo en el bosque, pasó casi rozándolo como si nada. Aspiró profundamente.

Era la prueba definitiva de que lo había conseguido…

El teléfono sonaba ininterrumpidamente cuando Knutas regresó a su despacho y estuvo todo el tiempo ocupado respondiendo a las preguntas de los medios acerca de la muerte de Martina Flochten. Al final se vio obligado a pedir a la centralita que no le pasaran más llamadas. Necesitaba concentrarse en su trabajo.

Decidieron convocar una rueda de prensa por la tarde. Lars Norrby se ofreció a prepararla en lugar de participar en la reunión del grupo que dirigía la investigación.

Knutas había llamado al fiscal, que se sentó a su lado en la sala de reuniones. Birger Smittenberg era un fiscal jefe con gran experiencia que trabajaba en el juzgado de Gotland desde hacía muchos años. Con el tiempo, entre Knutas y él había ido creciendo una confianza sólida e inquebrantable. Tenían una larga lista de investigaciones a sus espaldas. Smittenberg había nacido en Estocolmo, pero se casó con una cantante de Gotland a finales de los años setenta. Estaba profundamente comprometido con su trabajo y participaba en las reuniones siempre que podía.

– Como todos sabéis, Martina Flochten, la joven holandesa de veintiún años originaria de Rotterdam, ha sido hallada muerta en Vivesholm -comenzó Knutas-. La encontró esta mañana, a las cinco y media, el dueño de una de las casas de veraneo que hay en la zona, un tal Kalle Östlund. No cabe ninguna duda de que ha sido asesinada y Erik va a describirnos inmediatamente las lesiones que presenta. El forense está de camino desde Estocolmo y hoy mismo examinará el cuerpo en el lugar donde fue encontrado. Se ha acordonado la zona vallada y en estos momentos se está peinando con patrullas de perros policía. También estamos buscando huellas en los alrededores de Warfsholm lo mejor que podemos, porque no nos es posible pedir que cierren todo el recinto. Creo que de momento eso es todo.

Hizo una señal con la cabeza a Sohlman, quien se levantó y se colocó junto al ordenador. Proyectó una vista aérea de la zona en la pantalla blanca que ocupaba la pared frontal de la sala.

– Esto es Vivesholm. Los terrenos son de propiedad privada y su dueño es un granjero que suelta a sus vacas a pastar por allí, pero están abiertos al público y hay mucha gente que acude para observar las aves o para contemplar las vistas.

– También está de moda entre los surfistas -intervino Thomas Wittberg-. Yo mismo he estado allí practicando windsurf en varias ocasiones, es un sitio muy chulo.

– Fuera, en el promontorio, hay una pequeña área boscosa que está cercada con una valla. Allí hay otra torre para la observación de aves.

Sohlman proyectó otra imagen.

– Aquí dentro es donde se halló el cadáver de Martina Flochten colgando de un árbol. En principio, sólo entran allí el granjero y algún que otro amante de las aves que quiere conseguir un mejor punto de observación desde la torre. Por eso no es raro que hayan pasado varios días antes de que se encontrara el cuerpo. Vamos a ver las lesiones que presenta. Este asesinato es algo fuera de lo normal.

Algunos se estremecieron en sus sillas cuando apareció una fotografía de Martina.

– Lo insólito es que al parecer la han asesinado de varias maneras -continuó Sohlman pensativo-. La víctima ha sido estrangulada y apuñalada. Mi experiencia me dice que el asesino primero la colgó de la soga y luego la apuñaló. El propio aspecto de la incisión indica que con toda probabilidad fue realizada cuando la víctima ya estaba muerta. Puesto que el cuerpo no presenta otras lesiones, todo parece indicar que el agresor la pudo seccionar con toda tranquilidad, por decirlo de alguna manera. La joven no ha opuesto resistencia. Además hay otra cosa.

Sohlman hizo una pausa retórica y miró atentamente a sus colegas.

– Tampoco es seguro que muriera ahorcada. Algunas señales inducen a pensar que ya estaba muerta cuando la colgaron del árbol.

– ¿Qué señales? -preguntó Knutas asombrado.

– Como he dicho, esto son sólo suposiciones, el análisis cien por cien fiable se lo dejo con gusto al forense. Pero he presenciado otros casos de personas que se han suicidado colgándose de una soga y, por lo tanto, han muerto al dar una patada a la silla o a lo que tuvieran debajo y la cuerda los ha estrangulado. El muerto presenta ciertas lesiones especiales. Se trata de moratones en el surco de la soga alrededor del cuello y hemorragias en la base de la musculatura próxima a la clavícula. Esos signos de vitalidad, que así se llaman, son fáciles de descubrir, cuando se tiene experiencia se ven inmediatamente. Martina no presenta tales señales. Hay algo que no encaja.

Karin miró sorprendida al perito.

– Eso significaría, por tanto, que el asesino no se ha contentado con matar a Martina de una manera sino de varias, de las cuales la horca y el corte en el vientre son dos. ¿Qué fue entonces lo primero que acabó con su vida?

Siguió un silencio tenso. Wittberg fue el primero en tomar la palabra.

– Una cosa es que un asesino utilice una violencia extrema, por ejemplo cuando tras un apuñalamiento continúa dándole tajos sin sentido aunque la víctima ya esté muerta, o le dispara una cantidad de tiros innecesaria. Eso es algo que sucede en un acceso de furia, si el asesino está bajo el efecto de las drogas o si se ha vuelto loco sencillamente. Pero en este caso parece que se trata de algo diferente.

– Parece un asesinato ritual -balbució Knutas mientras observaba las fotos.

– Sí -convino Birger Smittenberg-. El agresor debió de tomarse su tiempo para tranquilizarse entre los diferentes pasos.

– ¿Y el motivo? -dijo Karin pensativa-. Tenía un propósito manifiesto al asesinarla de varias formas. Eso simboliza algo. La forma de actuar se asemeja de alguna manera a una práctica ritual, como dice Anders. Además, cabe preguntarse también por qué está desnuda y qué significa eso.

– No hay ningún signo externo de agresión sexual, pero la autopsia demostrará si la violaron. Aunque está claro que el hecho de que no tenga nada de ropa hace pensar en un móvil sexual.

– ¿Qué huellas habéis encontrado? -preguntó Wittberg.

– Hasta ahora, no muchas -respondió Sohlman-. Estamos recorriendo todo el cabo que, como sabéis, es bastante grande.

– Seguimos interrogando a todos los vecinos -intervino Knutas-. Esperemos que aporten algo.

– ¿Cuántas casas hay ahí abajo? -preguntó Smittenberg.

– Alrededor de veinte.

– ¿La muerte se produjo en el lugar donde ha aparecido?

– No lo sabemos aún -dijo Sohlman-. Yo no he visto rastro de lucha por los alrededores, aunque, por otra parte, tampoco hemos tenido tiempo de inspeccionarlo detenidamente. El forense tiene que examinar el cadáver antes de que podamos mover el cuerpo. Teniendo en cuenta que ya ha comenzado el proceso de descomposición, calculo que llevará muerta dos o tres días. De momento, no puedo ser más preciso, pero es probable que fuera asesinada en la noche del sábado al domingo. Es casi imposible adentrarse en la zona boscosa con un vehículo, así que, si la asesinó primero en otro lugar, probablemente tuvo que cargar con ella. Son doscientos metros por lo menos con ella a cuestas, lo cual significa que tendremos que vérnoslas con un tipo forzudo. Martina no era precisamente pequeña, era alta y musculosa.

– Eso me lleva a pensar en el caballo degollado en Petesviken -dijo Karin-. Si existe alguna relación. Aquello también parecía un ritual.

– Trataremos lógicamente de investigar las similitudes entre ambos casos -señaló Knutas-. Tenemos que averiguar más cosas del pasado de Martina Flochten. ¿Quién era? ¿Qué hizo las semanas anteriores a su muerte? ¿Pasó algo raro? ¿Cambió su forma de comportarse? ¿Y cómo era realmente como persona? ¿Puedes ocuparte de ello, Karin?

– Claro.

– También es importante que hablemos enseguida con todos y cada uno de los propietarios de las casas próximas a Vivesholm y, en particular, con los huéspedes que se alojaron en el hotel durante el fin de semana. Thomas, tú puedes hacerte cargo de eso. Hay que interrogar también a todos los arqueólogos, tanto a los alumnos que participan en el curso como a los profesores y al personal de la universidad. Además, me aterra pensar que los medios de comunicación se enteren de esta connotación ritual, no digáis nada de ello, a nadie. A nadie, ¿entendido?

Knutas miró seriamente a sus colegas sentados alrededor de la mesa.

– Si esto sale de aquí estamos perdidos. Entonces tendremos a los periodistas detrás de nosotros todo el santo día. Se levantó.

– Esta tarde a las cuatro daremos una rueda de prensa, Lars y yo nos ocuparemos de ella.

Staffan Mellgren parecía desolado cuando Knutas bajó a recibirlo a la recepción. Tenía el rostro demacrado y los ojos enrojecidos y brillantes. Todo él rezumaba nerviosismo y llevaba la ropa tan arrugada que podría pensarse que había dormido con ella puesta. Subieron hasta el despacho de Knutas, donde pudieron sentarse tranquilos. Mellgren rehusó la taza de café que le ofreció el comisario.

– ¿Qué tal está? -le preguntó Knutas cuando se sentaron en su despacho, el uno enfrente del otro.

– Es horrible lo que le ha pasado a Martina, no lo puedo entender.

– Me gustaría que empezáramos hablando otra vez de ese grupo de estudiantes. Por lo que sabemos Martina era bastante popular. ¿Había alguien con quien no se llevara bien?

Mellgren negó con la cabeza.

– ¿Está seguro de que no estaba liada con alguien?

– No, al menos que yo sepa.

– ¿Sabe si a alguno de los alumnos le gustaba especialmente Martina, o quizá, incluso, estaba enamorado de ella?

– Tanto, no -respondió dubitativo-. Pero hay dos chicos que le prestaban mucha atención.

– ¿Quiénes son?

– Jonas, es un chico sueco, de Skåne, que no tendrá más de veinte años. Mark es americano, algo mayor, unos veinticinco años, le echaría yo. Los dos hacen muy buenas migas, Mark y Jonas, quiero decir. Son inseparables, parecen uña y carne.

– ¿De qué forma mostraban su interés por ella?

– Bah, mariposeaban a su alrededor, a los dos les gustaba hablar y bromear con Martina.

– ¿Daba la impresión de que uno estuviera más colado que otro?

– No, no lo puedo afirmar, creo que la cosa estaba bastante igualada.

– ¿Su interés era correspondido?

– Creo que a ella le parecían agradables y divertidos como amigos, nada más.

– ¿Cómo sabe eso?

– Sólo es una impresión.

– ¿Esos dos chicos viven también en Warfsholm?

– Sí.

– ¿Ha notado si alguna persona rara ha merodeado por las inmediaciones de la excavación?

– Sólo lo normal, o sea, gente a la que conocemos o alguno de los vecinos que se detiene al pasar y hablamos un momento. Varias veces a la semana llegan pequeños grupos de turistas, pero normalmente se mantienen a una distancia discreta.

– Como responsable del curso, ¿tiene alguna idea de quién puede haber asesinado a Martina?

– No.

– Ya le he preguntado esto antes, pero tengo que volver a preguntárselo, ¿cómo era vuestra relación?

– Era una alumna que me gustaba y a la que apreciaba, como alumna -puntualizó Mellgren alzando la voz-. Naturalmente no había nada entre nosotros. Eso ya os lo he dicho.

– ¿Dónde estuvo el sábado por la noche?

– Salí a tomar una cerveza.

– ¿Solo?

– Sí.

– ¿Y dónde?

– Primero en Donners Brunn y luego en Munkkällaren.

– ¿Se encontró con algún conocido?

– Siempre se encuentra uno con algún conocido.

– ¿A qué hora volvió a casa?

– Eso no lo sé, no miré el reloj.

– Podrá decir si eran las nueve de la noche o las tres de la madrugada -prorrumpió Knutas impaciente.

Estaba empezando a sentirse bastante irritado y se preguntaba para sus adentros qué hacía un hombre casado y con cuatro hijos solo en la ciudad un sábado por la noche. ¿Por qué no estaba en casa con su familia, si no había quedado con nadie?

– Serían casi las tres.

– ¿Qué tal funciona su matrimonio?

La respuesta se hizo esperar. Los músculos de su mandíbula se contrajeron.

– Perdone la pregunta, pero tengo que hacérsela -añadió Knutas mirándolo fijamente.

– Susanna y yo estamos felizmente casados. ¿Ha dicho ella otra cosa?

Knutas levantó la mano negando con un gesto la pregunta.

– En absoluto. Sólo preguntaba.

La sala donde se iba a celebrar la rueda de prensa era un hervidero de murmullos. Los periodistas estaban tomando asiento en las hileras de sillas y montando los micrófonos en la tarima que había delante. Se encontraban allí tanto los medios locales como los de ámbito nacional. Como la policía hasta ahora no había querido hacer ninguna declaración, el interés ante lo que pudieran llegar a conocer acerca del asesinato de la joven estudiante de arqueología era enorme.

El murmullo se apagó inmediatamente cuando Anders Knutas y Lars Norrby ocuparon sus asientos.

– Bienvenidos a esta rueda de prensa -comenzó Knutas-. La mujer que llevaba desaparecida desde el sábado por la noche, Martina Flochten, nacida en 1983, ha aparecido muerta en Vivesholm. Está muy cerca de Klintehamn, unos treinta kilómetros al sur de Visby, en la costa oeste. No cabe ninguna duda de que ha sido asesinada.

Echó una ojeada a sus papeles.

– El cuerpo fue hallado a las cinco y cuarenta y cinco por una persona que se encontraba dando un paseo por la zona. Algunos de vosotros quizá sepáis ya que Martina nació y creció en Holanda, pero su madre era de Hemse, aquí en Gotland. Murió hace unos años. Martina ha vivido en Holanda toda su vida y llegó aquí a principios de junio para participar en un curso de excavación arqueológica que organiza la universidad. Llevaba ya un mes en Gotland cuando desapareció en Warfsholm la noche del 3 de julio después de un concierto. Queda abierto el turno de preguntas.

– ¿Puede decirnos cómo fue asesinada?

– No.

– ¿Por qué?

– Para no entorpecer la investigación.

– ¿Se ha utilizado algún arma?

– Sí, pero es todo cuanto voy a decir sobre ese asunto.

– ¿Ha sido agredida sexualmente?

– Eso no lo sabremos hasta que los forenses hayan examinado el cuerpo.

– ¿Cuándo será eso?

– Un forense ha reconocido hoy el cuerpo en el lugar donde fue hallado. Esta tarde será conducido a la Unidad del Instituto Forense de Solna. En los próximos días conoceremos el resultado de la autopsia.

– ¿Se sabe cuánto tiempo llevaba muerta?

– Aún no, habrá que esperar a la autopsia.

– De todos modos, algo podréis decir sobre el tiempo que llevaba muerta cuando fue encontrada. ¿Estamos hablando de una hora o desde que desapareció?

– Todo lo que puedo decir es que probablemente llevara muerta como mínimo un día.

– ¿Ha habido uno o varios autores?

– Eso no lo sabemos por el momento.

– ¿Eso quiere decir que pueden haber sido varios?

– Sí, claro.

– ¿Tenéis algún sospechoso?

– En estos momentos, no.

– ¿Hay algún testigo?

– La policía ha hablado a lo largo del día con los vecinos y estamos cotejando sus testimonios.

– Martina Flochten era medio sueca y su madre era de Gotland. ¿Qué importancia puede tener eso?

– Como es lógico trabajamos en un frente amplio y seguimos todas las posibles pistas.

– ¿Tenía familiares aquí en Gotland?

– No. Los únicos familiares eran los abuelos maternos, que también fallecieron hace bastantes años.

– ¿Está acordonada la zona?

– Está acordonada la parte del bosque donde apareció el cuerpo.

– ¿Cuánto tiempo permanecerá acordonada?

– Hasta que termine la inspección técnica.

– ¿Mantenía algún contacto con la isla?

– Solía venir aquí de vacaciones una vez al año.

– ¿Qué posibles motivos pueden haber causado el asesinato?

– Es demasiado pronto para especular ahora acerca de los motivos -cortó Knutas.

– ¿Martina Flochten era conocida por la policía holandesa o sueca?

– Por lo que sabemos, no.

– Como se sabe, llevaba varios días desaparecida, ¿por qué la policía no ha registrado antes Vivesholm estando, como está, tan cerca de Warfsholm?

– No hemos visto ninguna razón para hacerlo. La policía debe rastrear las zonas de una en una, empezando por aquella donde la persona desaparecida haya sido vista por última vez y luego, a partir de ese lugar, se va ampliando gradualmente el círculo.

– ¿Tenéis alguna otra pista del asesino?

– Un criminal siempre deja pistas, no puedo detallar cuáles son para no entorpecer la investigación.

– ¿Qué está haciendo ahora la policía?

– Como ya he dicho, trabajamos intensamente con los interrogatorios y las declaraciones de los testigos. La policía agradece cualquier tipo de información, tanto de quienes asistieron a Warfsholm la noche en que tuvo lugar el concierto de Eldkvarn como de aquellos que quizá hayan visto a Martina en compañía de alguna persona que pueda resultar de interés para la investigación. Queremos pedir la colaboración de la gente, cualquier aportación puede resultar de capital importancia en esta fase inicial.

Knutas se levantó para indicar que la rueda de prensa había finalizado. Ignoró la tromba de preguntas que cayeron sobre él. Varios periodistas lo rodearon para intentar entrevistarlo a solas.

Una hora después el espectáculo por fin había concluido y Knutas se refugió en su despacho. Siempre le había parecido complicado el trato con la prensa en estos casos importantes. Había que conseguir un equilibrio entre contar lo suficiente y no dar demasiados detalles para no perjudicar la investigación.

Cuando entró en su despacho, llamó el forense, que había terminado el reconocimiento del cadáver en el lugar donde fue hallado.

– Debo decir que nunca he visto nada parecido, nos enfrentamos a un asesino anómalo de verdad.

– De eso ya nos habíamos percatado.

– Sólo he hecho un reconocimiento preliminar y no se pueden extraer conclusiones firmes, pero sí que se pueden deducir algunas cosas.

– Veamos.

– Me inclino a pensar que lleva muerta por lo menos tres o cuatro días.

– ¿Se puede concluir, por tanto, que la asesinaron la misma noche que desapareció?

– Es altamente probable. Ha sido sometida a varios tipos de violencia y hasta que no se le practique la autopsia no puedo estar absolutamente seguro de qué fue lo que le causó la muerte. A juzgar por las lesiones, yo diría que no murió por el corte en el vientre.

– Eso era lo que sospechaba Sohlman también.

– Por el contrario hay signos de que puede haber muerto ahogada.

– ¿Ah, sí?

– He encontrado restos de espumarajos alrededor de la boca que recuerdan a la clara de huevo batida intensamente. Cuando se sumerge a la víctima se produce una especie de espuma en la tráquea. Además, también tiene restos de algas y de arena en el pelo y debajo de las uñas, lo que indica que el agresor le sujetó la cabeza bajo el agua en la orilla de la playa. Al oponer resistencia clavó las uñas en el fondo, de ahí los restos. También presenta marcas de arañazos donde la agarraron, en la parte posterior de la cabeza y en los brazos. He encontrado arena y cieno del fondo en la boca, y en los ojos tiene muchos puntitos rojos que le pueden haber salido al intentar resistirse o por la falta de oxígeno. Como ya he dicho, no me atrevo aún a pronunciarme definitivamente sobre la causa de la muerte, pero según todos los indicios estaba muerta antes de que fuera colgada de la soga. Así pues, lo más probable es que el asesino primero la ahogara sumergiéndole la cabeza en aguas poco profundas. Con casi completa seguridad debió de ahogarla en otro lugar. Luego trasladó el cuerpo a Vivesholm.

– ¿Por qué piensas que la asesinaron en otro lugar?

– Pues sencillamente porque en Vivesholm no hay esa clase de arena.

– ¿La mataron en una playa entonces?

– No necesariamente, pero el fondo era arenoso. En el promontorio de las aves, donde fue encontrada, el fondo es sobre todo rocoso. Habría tenido otras lesiones en las manos si la hubiera ahogado allí.

– Entiendo.

Knutas tomó notas diligentemente. Quedó impresionado ante la cantidad de información que podía obtener un forense de un cadáver.

– Lo que me pregunto es cómo pudo el asesino colgar el cuerpo, tuvo que izarla de alguna manera, no puede haberlo hecho él solo -continuó el médico-. La chica pesará unos sesenta o sesenta y cinco kilos, y tantos kilos de peso muerto son difíciles, por no decir casi imposibles, de levantar uno solo.

– ¿Crees que fue más de uno?

– O eso o se trata de un hombre fuerte físicamente y con un ingenioso método para colgar.

El forense se aclaró la garganta.

– Hay otra cosa que me desconcierta. Se trata del corte que tiene en la tripa y la sangre que sale de él.

– ¿A qué te refieres?

– El corte parece lo suficientemente profundo como para haber seccionado la arteria aorta, lo cual supone la pérdida de gran cantidad de sangre. La acumulación de sangre en el suelo debajo del cuerpo debería ser mayor. Podría pensarse que el asesino ha recogido parte de la sangre.

– ¿Estás seguro? Sohlman hizo hace poco la misma observación en otro caso. ¿Habrás oído hablar del caballo degollado hace poco más de una semana?

– Sí, claro.

– Allí el agresor había hecho lo mismo.

– Eso no lo había oído.

El forense parecía sorprendido.

– No, pero eso fue lo que ocurrió. En opinión del veterinario que reconoció al caballo, habían recogido la sangre. ¿Cuándo podremos tener un informe preliminar de la autopsia?

– El cuerpo va ahora camino del laboratorio del Instituto Forense. Voy a intentar que la autopsia completa esté lista enseguida. Mañana por la tarde te enviaré por fax un informe preliminar.

– Sería estupendo -dijo Knutas agradecido-. Otra cosa, ¿has podido ver si hay signos de violencia sexual?

– No presenta ningún daño externo que apunte en esa dirección. Espero que mañana podamos saber si la violaron.

Knutas le dio las gracias y colgó el auricular. Se retrepó en la silla. Un criminal que mata caballos y mujeres y les saca la sangre. Un asesino ritual.

Se le partía el corazón al pensar en Martina Flochten. Tenía toda la vida por delante. Una estudiante interesada en la arqueología que había venido a Gotland para colaborar en la excavación de los tesoros culturales de la isla. Y aquí había encontrado su cruel destino.

Patrick Flochten se derrumbó cuando la policía le comunicó la muerte de su hija. Knutas pensaba visitarlo a lo largo del día y se estremecía al pensar en ese encuentro. Ocuparse de los familiares era una de las cosas más duras de su trabajo, jamás se acostumbraría. Y lo peor de todo era cuando se trataba de personas jóvenes.

Ya se habían empezado a investigar las posibles relaciones entre el caballo degollado y el asesinato de Martina. Cabía preguntarse qué clase de persona sería la que andaba extrayendo la sangre a sus víctimas.

La policía debía empezar por indagar en el círculo de personas próximas a Martina, en el cual incluía los alumnos que participaban en el curso y los profesores que había tenido. Knutas había revisado la lista de los estudiantes y en su mayoría se trataba de personas jóvenes, casi tantos extranjeros como suecos.

Comprobó los nombres de cada uno junto con la dirección y la fecha de nacimiento. Casi todos estaban entre los veinte y los veinticinco, con algunas excepciones. Una joven de Gotemburgo sólo tenía diecinueve, la mujer británica, cuarenta y uno, y uno de los americanos tenía ni más ni menos que cincuenta y tres. Giró lentamente la silla.

¿Qué personas habían estado cerca de Martina durante el tiempo que estuvo aquí? Sus compañeros de curso, los profesores, el personal del Hotel Warfsholm y el del albergue. Apenas tuvo tiempo de conocer a mucha gente. Por ahí era por donde debían comenzar. Ir descartando uno tras otro lo antes posible, así como averiguar a quién había conocido en Visby durante las dos semanas de clases teóricas. Knutas suspiró. Era consciente de que tendría que posponer las proyectadas vacaciones. Seguro que Line ya se lo había imaginado. Sabía que a ella le resultaba difícil cambiar sus vacaciones, así que los niños y ella tendrían que hacer solos el viaje que tenían planeado a Dinamarca. Él se podría reunir con ellos después, si el caso se resolvía pronto. Aunque en aquel momento parecía sumamente complicado, siempre se podía confiar en un milagro.

Lo mejor sería ponerse en contacto cuanto antes con la Policía Nacional, iban a necesitar su ayuda. Se acordó de Kihlgård. Aunque el comisario de la Policía Nacional tenía sus defectos, a estas alturas se conocían ya tan bien el uno al otro que trabajar con él sería seguramente lo más sencillo. Levantó el auricular y marcó el número directo de Martin Kihlgård. El alivio que sintió al oír la voz de su colega en el otro extremo del auricular lo sorprendió.

La gente que pasaba junto al edificio no sospechaba nada. Presentaba el mismo aspecto sombrío que cualquier otro almacén de chapa gris con unas cuantas plazas para aparcar delante de la anodina entrada. Nadie podía imaginarse que aquellas paredes albergaban en su interior tesoros fabulosos, que habían permanecido enterrados y olvidados durante miles de años y que habían sido utilizados por los hombres en otro tiempo, en otra vida. Una existencia esencialmente distinta de todo lo que conocen hoy las personas.

Solía ir allí al caer la tarde, cuando estaba seguro de que todos los empleados se habían ido a casa. Entonces tenía todo el espacio para él. Cada vez que abría la puerta y entraba en la primera sala lo envolvía la misma espiritualidad.

Aquí podía pasarse horas enteras dando vueltas por los pasillos. Deslizar aquí o allá alguno de los grandes estantes del archivo, sacar algo al azar, un hueso de animal, una perla, una punta de lanza o un clavo. No importaba lo que fuera. Para él ningún hallazgo arqueológico tenía más valor que otro. A veces permanecía sentado en el suelo con uno o varios objetos en las manos. Todo desaparecía a su alredor y los tesoros que sujetaba en la mano se convertían en lo esencial. Le hablaban, le susurraban. Le parecía oír voces, ecos del pasado. Siempre se repetía la misma experiencia mágica. En ocasiones había tratado de alcanzar en casa ese estado, pero nunca funcionó. Este lugar tenía algo especial, quizá porque almacenaba tanta historia de épocas tan antiguas.

Estaba seguro de que existían espíritus que habitaban en las cosas. Aquí dentro sentía también el contacto con dioses que lo escuchaban y oía sus voces. Le decían lo que tenía que hacer, lo confortaban y lo apoyaban cuando lo necesitaba, y no dudaban en elogiarlo cuando había hecho algo que era de su agrado. Ellos lo guiaban; no sabía cómo podría arreglárselas sin su ayuda. Le decían lo que querían para sí mismos y de qué cosas creían que podía adueñarse. Accedía complacido a sus deseos y prometieron recompensarlo cuando llegara el momento. Era una relación bidireccional, basada en la reciprocidad, dar y recibir, como en cualquier relación humana.

Algunos de esos objetos los guardaba en casa y otros los vendía. Era una necesidad. Tenía una responsabilidad y no dudaba en asumirla. Todas las piezas ocultas que extraían de la tierra le pertenecían a él y a los suyos, eso era algo de lo que estaba cada vez más convencido. Era preferible que se hiciera él cargo de aquellos hallazgos arqueológicos a que acabaran en la vitrina de algún museo de Estocolmo. Si tenían que desaparecer de la isla, por qué no iba a poder decidir él a dónde irían a parar. Pasó con fruición las yemas de los dedos a lo largo de las estanterías de los pasillos. Estaban primorosamente marcadas con pegatinas y numeradas, pero rara vez entraba allí alguien para comprobar si las cajas contenían realmente lo que ponía en la etiqueta. Por eso podía continuar sin que nadie lo notara. Había empezado por cosas pequeñas hacía varios años y después continuó. Éste era su mundo y nadie podría arrebatárselo. Jamás lo permitiría.

Por primera vez en su vida sentía que realmente tenía algo importante que hacer, una tarea que se tomaba con la mayor seriedad.

La Brigada de Homicidios había tomado la decisión de interrogar a todos los alumnos y profesores aquella misma tarde y se los repartieron entre ellos. Karin y Knutas se ocuparon de uno de los estudiantes con el que Martina había mantenido una relación más estrecha, el americano Mark Feathers. También les cayó en el lote uno de los profesores, Aron Bjarke.

La larga jornada de trabajo se acercaba a su fin y Knutas se sentía verdaderamente cansado. El interrogatorio de Bjarke lo dirigió Knutas y Karin asistió como testigo. No pudo evitar que se le escapara un bostezo cuando ocuparon sus asientos en la sala de interrogatorios. Se disculpó inmediatamente.

Bjarke, profesor de reconstrucción del medio y análisis de fosfatos, fue uno de los docentes que dieron el curso de introducción durante las dos semanas de clases teóricas. Era un hombre de mediana edad, alto y delgado, de cabello rubio oscuro y facciones delicadas. De no ser por la frente demasiado despejada, aparentaba menos años de los cuarenta y tres que en realidad tenía. Llevaba una barba bien arreglada y sus ojos eran verdes con pestañas densas y rizadas.

– ¿Qué sabe de Martina Flochten? -comenzó Knutas.

– Debo reconocer que no mucho. Era una chica guapa y simpática que ciertamente mostraba mucho interés por la época vikinga. Me dio la impresión de que sabía más que la mayoría de sus compañeros, sobre todo parecía muy motivada.

Si el profesor no hubiera hablado con un acento de Gotland tan marcado, Knutas habría jurado que era peninsular. Había algo ligeramente elegante en su estilo y en su manera de vestir, pantalones bien planchados y americana, propio de la gente de la gran ciudad. Por alguna extraña razón, su acento y su manera de hablar no encajaban con su aspecto. Al mismo tiempo, había algo apacible en su actitud. Miraba amablemente a Knutas mientras esperaba la siguiente pregunta.

– ¿Tenía algún trato personal con ella fuera de clase?

– No, Martina y yo solos, no. Pero con todo el grupo nos vimos varias veces, cenamos en casa de otro profesor, salimos a tomar una cerveza y fuimos al parque de Almedalen a jugar al kubb. Pero entonces, como digo, íbamos todos juntos.

– ¿Estuvo en Warfsholm el sábado por la noche?

– No, apenas he visto a los estudiantes desde que se fueron a Fröjel y empezaron con las excavaciones.

– ¿Dónde pasó el sábado por la noche?

El discreto profesor se quedó extrañado ante la pregunta.

– ¿Soy sospechoso?

– En absoluto. Es una pregunta rutinaria que hacemos a todos los interrogados -explicó Knutas-. ¿Qué hizo el sábado por la noche?

– Nada especial. Estuve en casa viendo la tele.

– ¿Solo?

– Sí.

– ¿Vive solo?

– Sí.

– ¿Tiene hijos?

– No, de momento no.

– ¿Estuvo en casa toda la noche?

– Sí. Estuve levantado hasta tarde, me acostaría a eso de las doce. Es lo que suelo hacer.

– ¿Observó si Martina mantenía alguna relación íntima con alguien del curso o con alguno de los profesores?

Aron Bjarke pareció incómodo de pronto.

– Bueno, es complicado hablar de esas cosas. Porque nunca se sabe. Uno puede imaginarse cosas que luego tal vez no sean ciertas. Preferiría no comentar nada de eso – explicó poniendo cara de circunstancias.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Karin desde su rincón.

– Yo creo que a Martina le gustaba bastante flirtear y hacerse la interesante con los hombres. Era muy evidente. Y ellos se volvían locos.

– ¿Había alguien que mostrara un interés especial por ella?

– Ah, no sé -respondió vacilante-. Había una persona que en mi opinión tal vez le dedicaba demasiada atención, pero puedo estar equivocado, naturalmente.

– ¿Y quién era?

Aron Bjarke se retorció en la silla.

– Es embarazoso, porque se trata de un profesor. De hecho, estoy hablando del responsable de las excavaciones, Staffan Mellgren.

– ¿Ah, sí?

– Aunque también hay que tener en cuenta que de vez en cuando tiene aventuras amorosas con estudiantes jóvenes y guapas. Es terrible tener que decirlo, pero le cuesta no meter las manos en la masa. Vamos, que no es la primera vez que se muestra obsequioso con una estudiante, por decirlo de alguna manera.

El hombre que tenían enfrente se inclinó hacia delante y bajó la voz.

– Staffan Mellgren es un salido, un semental. Lo sabe todo el mundo. Desde que se casó, no le habrá sido fiel a su mujer ni una semana entera. Y como prefiere -aquí Bjarke levantó ambas manos y dibujó unas comillas en el aire- la carne tierna, la mayor parte de las veces se trata de estudiantes que admiran a su profesor y por eso se convierten en conquistas fáciles para él.

Desde luego Aron Bjarke no se andaba con rodeos. La franqueza del profesor dejó perplejos a los dos policías. Knutas se espabiló.

– ¿Está diciendo completamente en serio que Mellgren ha mantenido con anterioridad relaciones con estudiantes?

– Sí, claro, es el pan nuestro de cada día. Sería una cosa rara que Staffan diera alguna vez un curso sin enrollarse como mínimo con una de las estudiantes.

– ¿Cuánto tiempo lleva actuando de esta manera?

– Diez años como mínimo.

– ¿La señora Mellgren está al tanto de sus infidelidades?

– Me cuesta creer que aceptara una cosa así.

– Parece que conoce a Mellgren bastante bien.

– Llevamos más de quince años trabajando juntos.

– ¿Cómo ha conseguido mantener en secreto sus aventuras amorosas durante tantos años?

– Susanna y él viven vidas diferentes. Ella está en casa con los niños y se ocupa de la casa y de la granja. A él su trabajo le lleva mucho tiempo. No creo que se vean mucho.

– En el comportamiento de Mellgren con Martina, ¿qué fue lo que le llamó la atención?

– No puedo asegurar que hubiera algo entre ellos. No nos vimos muchas veces todos juntos. Yo tenía mis clases y entonces él no estaba presente. Pero al empezar el curso, cuando todos estaban en Visby, tuvimos una serie de actividades en común. Y digamos que como ya he visto tantas veces a Staffan en acción, pues noto enseguida cuándo está tratando de ligar.

– ¿Cómo lo hace?

– Bueno, lo de siempre. Se ríe y bromea mucho con la que en ese momento le interesa, la mira mucho tiempo sin decir nada. Sus viejos trucos son tan obvios que resulta ridículo.

– Parece usted bastante seguro.

– Se puede expresar así: una joven ha sido asesinada, lo cual, por supuesto, es una cosa terriblemente seria. Quede claro que no quiero señalar a nadie ni aseverar cosas que puedan hacer que esa persona resulte sospechosa a ojos de la policía. Para hacerlo, comprendo que tendría que estar totalmente seguro de lo que afirmo. Lo que puedo decir es que él, sin duda, estaba tratando de ligar con Martina Flochten. Si fue correspondido o no, de eso no sé nada. Después de las semanas de clases teóricas el curso se trasladó a Fröjel y no he vuelto a ver a Martina desde entonces.

Karin y Knutas hicieron una pausa para tomar un café antes de que llegara la hora del siguiente interrogatorio. Ambos sentían claramente que necesitaban una pausa después de la conversación con Aron Bjarke.

En los pasillos se cruzaban los estudiantes que participaban en el curso y los profesores de la universidad que entraban y salían de las salas de interrogatorios. Había muchas personas a las que era preciso descartar cuanto antes.

– Después de lo que ha contado el profesor, va a ser muy interesante saber lo que han dado de sí los demás interrogatorios -comentó Karin mientras esperaban frente a la máquina de café a que se llenaran sus tazas-. ¿Te ha parecido creíble?

– ¿Quién sabe?, pero es innegable que no tiene pelos en la lengua. Lo cual siempre me resulta sospechoso.

– Y eso ¿por qué? Creía que te gustaba la sinceridad -dijo Karin sonriendo.

El interrogatorio con el alumno americano, Mark Feathers, lo dirigió Karin, el inglés de Knutas, una vez más, resultaba insuficiente.

A primera vista a ella le pareció que Mark Feathers tenía el aspecto del típico chico americano: cabello corto, amplias bermudas y una camiseta arrugada y demasiado grande que le colgaba por fuera. En los pies llevaba un par de calcetines de tenis con el borde azul y las zapatillas de deporte de rigor. Era grande y musculoso, de expresión agresiva, y recordaba más a un jugador de béisbol que a alguien que se dedica pacientemente a las excavaciones arqueológicas.

Parecía alterado.

– No puedo comprender que esté muerta. Esto es una locura. ¿Qué ha hecho con ella ese cabrón?

Mark Feathers hablaba con voz alta y contundente, y miraba a Karin con agresividad.

– Lo siento, pero no puedo revelar cómo ha muerto Martina.

– ¿La han violado? ¿Se trata de un asesinato de carácter sexual?

– No, creemos que no, aunque es demasiado pronto para afirmarlo con total seguridad.

– Si agarro a esa bestia…

Apretó el puño en un gesto amenazador.

– Comprendemos que estés conmocionado, pero tendrás que tranquilizarte -le advirtió Karin-. Lo importante ahora es que obtengamos la mayor información posible de Martina y de lo que hizo los últimos días antes de su desaparición. ¿Puedes ayudarnos?

– Sí, claro -contestó algo más dócil.

– ¿Cómo describirías a Martina?

– Lista, divertida, guapa, especialista en todo lo relacionado con la época vikinga, era la que más sabía de todos. Estaba llena de energía, bueno, seguro que era la que más trabajaba de todos nosotros. Pero sobre todo era estupenda, como amiga.

– ¿Era coqueta o provocativa en su manera de comportarse?

Mark tardó un poco en responder.

– Yo no diría eso. Era alegre y abierta, pero provocativa… no.

– ¿Notaste últimamente algún cambio en su manera de actuar?

– No. Estaba como siempre.

– ¿No ocurrió nada especial el tiempo anterior a su desaparición?

El joven negó con la cabeza.

– ¿Sabes si tenía algún novio aquí?

– No estoy seguro, pero creo que sí.

– ¿Por qué lo crees?

Mark miró circunspecto a los dos policías.

– Jonas y yo dormimos en la habitación que está al lado de la de Martina y Eva. Todos los días, al terminar los trabajos de excavación, un autobús nos lleva de vuelta a Warfsholm. Después de trabajar ocho o nueve horas bajo el calor y en medio de toda esa suciedad, todos estamos realmente deseosos de darnos una ducha y cambiarnos. Sin embargo, con frecuencia Martina se largaba en cuanto llegábamos al albergue.

– ¿Adónde?

– Ni idea.

– ¿Viste en qué dirección iba?

– Sí. El autobús nos llevaba hasta la misma puerta del albergue y todos entrábamos corriendo para llegar los primeros a las duchas. Al principio no reparé en que Martina no entraba con nosotros; tardé unos días en descubrirlo. En vez de eso se dirigía al hotel.

– ¿Le preguntaste adónde iba?

– Una vez. Me dijo que fue a comprarse un helado. Hay un puesto de helados al lado del restaurante.

– ¿Solía marcharse sola?

– Nunca vi que fuera acompañada.

– ¿Y crees que se encontraba con alguien?

– Sí, porque luego volvía al albergue siempre a la misma hora, unas dos horas más tarde.

– ¿Hablaste de esto con los demás?

– Con Jonas, claro, mi compañero de habitación. Nadie le prestaba tanta atención a Martina como él.

– ¿A qué te refieres?

– Estaba enamorado de Martina, aunque es algo de lo que no le gusta hablar.

– ¿Hay alguien más que esté al tanto de ello?

– Por supuesto, era muy evidente.

– ¿Y Martina le correspondía?

Mark negó con la cabeza.

– No, no tenía ninguna posibilidad.

Karin decidió cambiar de tema.

– ¿Es la primera vez que vienes a Suecia?

– ¿Por qué me pregunta eso?

– ¿Y por qué no debería preguntártelo?

– ¡Bah!, no sé, me parece que no viene a cuento.

– ¿Qué tal si me respondieras?

– Sí, la verdad es que he estado aquí antes.

– ¿Cuándo?

– Estuve en Gotland el año pasado y el anterior.

– ¿Y eso?

– La primera vez estuve aquí con un amigo que tenía una novia de Gotland. Se conocieron cuando ella estuvo en Estados Unidos en un programa de intercambio universitario. Yo lo acompañé y nos lo pasamos tan bien que quise repetir. Cuando le tocó volver otra vez aquí, me vine con él.

– ¿No resulta muy caro para un estudiante viajar hasta aquí?

– Lo pagan mis padres -dijo Mark sin inmutarse.

– ¿Desde cuándo estudias arqueología?

– Con intermitencias, desde hace tres años.

– ¿Qué es eso de con intermitencias?

– He hecho un poco de todo, he viajado, navegado en un velero… También participo en bastantes competiciones de windsurf.

De ahí esos músculos y el aspecto deportivo, pensó Karin.

– ¿Has hecho amigos durante tus viajes a Gotland?

– Sí, claro que he conocido a gente. Pero la que uno conoce durante el verano en las playas y en los bares normalmente no es de aquí, así que no se puede decir que haya conocido a muchos isleños.

– ¿Puedes nombrar a alguno?

– Claro, unos que viven en Visby.

Karin anotó sus nombres y números de teléfono.

– ¿Cuánto tiempo has pensado quedarte esta vez?

– El curso dura hasta mediados de agosto, después me quedaré un par de semanas más.

– ¿Dónde te vas a alojar?

– Tengo amigos en Visby.

– ¿Estos de los que me has dado el número de teléfono?

– Sí, voy a vivir en casa de Niklas Appelqvist.

– ¿Conociste a Martina en tus anteriores estancias en Gotland?

– No.

– ¿Qué hiciste la noche en que ella desapareció?

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Es una pregunta rutinaria.

– Después del concierto estuve tomando cervezas con el resto del grupo en la terraza del hotel. Martina también estuvo.

– ¿Hasta cuándo estuviste allí?

– Como los demás, hasta las tres o las cuatro. Después nos fuimos a la cama. Jonas y yo compartimos habitación, así que estuvimos juntos todo el tiempo.

– ¿Es decir, que él puede confirmar que estuviste con él toda la tarde y toda la noche?

– Por supuesto. Lo mismo que yo puedo responder por él.

Jueves 8 de Julio

Al día siguiente llegó Martin Kihlgård acompañado por una colega de la Policía Nacional. Agneta Larsvik era especialista en psiquiatría y la habían llamado para que los ayudara a interpretar las circunstancias especiales que rodeaban aquel asesinato, sobre todo la forma de actuar.

Kihlgård fue recibido con cálidas aclamaciones y palmadas en la espalda cuando apareció en los pasillos de la Brigada de Homicidios; el alegre comisario se había hecho muy popular en Visby en sus anteriores visitas, en las que había ayudado a Knutas en algunas investigaciones de casos de asesinato. Karin, en particular, parecía encantada de verlo.

– ¡Qué sorpresa! -exclamó en cuanto apareció en el vano de la puerta. Se lanzó a sus brazos y desapareció totalmente envuelta por su imponente corpachón.

– ¡Jesús, qué recibimiento! -respondió satisfecho-. ¿Cómo van las cosas aquí en el campo?

– Así, así, gracias, aquí pasa una cosa rara tras otra -dijo Karin-. Vamos a tener una reunión enseguida y así te enterarás de más cosas.

– Ya me he enterado de bastantes. Parece jodidamente desagradable.

– Realmente lo es. Ven a saludar a Anders, creo que está ahí dentro.

Cogió a su corpulento colega del brazo y se dirigió con él al despacho del jefe.

– Hola, Knutte. -El rostro de Kihlgård se iluminó con una cordial sonrisa en cuanto vio a Knutas detrás del escritorio.

Knutas le estrechó la mano y puso buena cara. Martin Kihlgård era la única persona a la que se le había ocurrido llamarlo por ese detestable apodo.

Su colega, Agneta Larsvik, tenía modales suaves y menos bruscos. Era una mujer morena, alta y delgada, con el pelo recogido en un moño, que respondió al saludo de Knutas con una sonrisa.

Después de charlar un ratito de temas sin importancia, el grupo encargado de la investigación del caso se reunió para informar a sus compañeros de la Policía Nacional de los últimos acontecimientos.

– ¿Os apetece comer algo?

Karin conocía el insaciable apetito de Kihlgård.

– Sí, no estaría mal, ¿no? -contestó volviéndose hacia Agneta Larsvik que, al parecer, se quedó asombrada. Ella hizo ademán de ir a decir algo, pero Karin la interrumpió.

– Voy a pedir unos bocadillos.

– Muchas gracias.

Con expresión satisfecha, Kihlgård consiguió acomodarse en la silla, entre Lars Norrby y Birger Smittenberg. Al momento ya estaban los tres enzarzados en una discusión sobre cuál de las islas griegas era el mejor destino para pasar unos días de vacaciones.

Entró alguien con una bandeja repleta de sándwiches de gambas y una caja de cervezas sin alcohol y agua de Ramlösa. Después aparecieron también en la mesa café y galletas de chocolate. No estaban acostumbrados a semejante derroche. Knutas lanzó una mirada a Karin. Aquí, por lo visto, no se reparaba en gastos con tal de que Kihlgård se sintiera bien recibido.

Observó a sus colegas. Todos charlaban y reían con el simpático comisario de la Policía Nacional impacientes por conocer el último cotilleo de Estocolmo. Siempre pasaba lo mismo. Tan pronto como aparecía Kihlgård las reuniones se convertían en auténticos festines.

Knutas carraspeó en voz alta para captar la atención de sus compañeros y dio la bienvenida a Martin Kihlgård y a Agneta Larsvik. Luego el grupo dedicó más de una hora a repasar la información que los investigadores habían recabado hasta ese momento. Examinaron también los interrogatorios de la tarde anterior. Lo más interesante que habían conseguido era lo que había contado el profesor Aron Bjarke acerca de las infidelidades de Staffan Mellgren. Se pusieron de acuerdo sobre la conveniencia de investigar aquella pista.

Cuando ya casi habían terminado, llamaron a la puerta y entró Erik Sohlman. A juzgar por su gesto tenía algo importante que contar.

– Tengo una cosa que añadir -dijo cuando Knutas terminó de hablar.

– Cuenta.

– Los buzos que han rastreado en las proximidades de Warfsholm han encontrado un anillo que pertenece a Martina.

– ¿Dónde?

– Junto al albergue, en el fondo del agua al borde del cañaveral, es decir, que se encontraba en aguas poco profundas. Se trata de un anillo de plata grande y bastante pesado, con piedras de diferentes colores. Hemos ampliado el cordón policial en esa zona y en estos momentos estamos buscando más rastros. Yo tengo que regresar allí.

– ¿Dónde está el anillo?

– En el laboratorio.

Knutas se retrepó en la silla.

– Eso coincide bastante bien con la hipótesis del forense, según la cual a la chica la ahogaron allí, luego el asesino cargó el cuerpo en un coche y condujo hasta Vivesholm para rematar su obra.

– Es de suponer que sólo mantendría la cabeza de la chica bajo el agua el tiempo necesario -añadió Sohlman-. Tenía arena y algas marinas bajo las uñas que seguramente se le metieron mientras él la sujetaba. El fondo es cenagoso allí también, así que ella debió de hundir los dedos en el fango. Puede que fuera entonces cuando perdió el anillo, que es uno de esos que se aprietan por los extremos y está abierto en el centro.

Una especie de abatimiento cayó sobre la sala. Quizá los mismos pensamientos ocupaban todas las mentes. La imagen de Martina, luchando inútilmente por su vida junto a las cañas, mientras sus compañeros estaban de fiesta a tan solo unos cientos de metros de allí y no tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo.

– Parece planeado -afirmó Kihlgård-. A sangre fría. Tiene que haber calculado la manera de encontrarse con ella a solas, de manera que pudiera perpetrar la agresión. Lo que quiero decir es que nadie va por ahí con un cuchillo, una soga y ese tipo de cosas en el coche si no tiene un motivo.

– Quizá llevaba un tiempo espiándola -sugirió Karin-. No sabemos cuánto tiempo ha estado esperando la ocasión. Tal vez lo único que sucedió es que aquella noche tuvo suerte.

– ¿Estamos seguros de que era justo a Martina a quien acechaba? -preguntó Kihlgård-. ¿Quién nos dice que no buscaba solamente una víctima, la que fuera?

– También puede ser así, desde luego -admitió Knutas.

– Otra cosa que me llama la atención es que perpetrar este crimen tiene que haber llevado tiempo -continuó Kihlgård-. Habrá necesitado dos horas como mínimo para poder hacer todo eso.

– Y luego tenemos ese componente ritual. ¿Qué nos sugiere?

Knutas dirigió la mirada hacia la especialista en psiquiatría.

– Es demasiado pronto para que pueda pronunciarme -dijo Agneta Larsvik-. Quiero ver más fotografías de la víctima y tener más datos, así como dar tiempo a que llegue el informe de la autopsia. Además, quiero ver el lugar del crimen para poder decir algo con seguridad.

– ¿Pero cuál es tu primera reacción? -insistió Karin.

– Lo que vemos aquí -dijo con la mirada puesta en la foto de Martina que ocupaba toda la pantalla- es una expresión de violencia extrema, inverosímil. Esa forma de actuar tan extraña me lleva a pensar en un agresor solitario, gravemente enfermo y con un terrible desprecio hacia las mujeres. Quizá sin experiencias sexuales. El cuchillo en la tripa puede indicar cierta curiosidad por el cuerpo femenino, de la misma manera que hay agresores que introducen objetos en la vagina para examinarla. El hecho de que esté desnuda podría significar algún tipo de conexión sexual, pero como ya he dicho, en estos momentos es imposible sacar conclusiones claras.

– ¿Es una persona sin antecedentes? -preguntó Karin.

– Probablemente no. Me inclinaría a pensar en un criminal joven que ha cometido graves actos violentos con anterioridad, un asesinato tan macabro no se comete la primera vez.

– ¿Por qué piensas que es joven?

– Una persona tan enferma que es capaz de cometer un crimen de este tipo no pasaría desapercibida mucho tiempo entre la gente. Sencillamente, no podría haber llegado a cumplir muchos años sin acabar en la cárcel. Pero recuerda, no es más que una primera impresión.

– ¿Te dice algo el modus operandi? -preguntó Knutas con gesto decidido.

Todas las miradas estaban fijas en Agneta Larsvik.

– El hecho de que el asesino haya colgado el cuerpo puede inducir a pensar que quiere ser visto. Al exponer a su víctima quiere decirnos que es peligroso, algo así como: «¡Mira lo que soy capaz de hacer!». Podría significar que el asesino pretende comunicarnos que es mejor que lo paremos a tiempo, antes de que vuelva a hacer lo mismo de nuevo.

A última hora de la tarde llegó por fax el resultado preliminar de la autopsia desde la Unidad del Instituto Forense de Solna. Knutas pensó con gratitud en el forense, cerró la puerta de su despacho y empezó a hojear los papeles.

Martina había muerto, en efecto, ahogada. Sus pulmones estaban gravemente hinchados, tenía espuma en los bronquios y agua salada en el estómago. Habían encontrado restos de esperma en la vagina, pero no había ninguna lesión que hiciera sospechar la existencia de violencia sexual. Habían enviado una prueba de esperma al Instituto Forense de Linköping. El corte del abdomen era profundo y había afectado a la arteria aorta y al intestino. Tenía una tasa de 1,2 de alcohol en sangre, lo cual indicaba claramente que estaba bajo los efectos de la bebida cuando la asesinaron.

El hallazgo del anillo apuntaba a que el asesinato propiamente dicho había tenido lugar en Warfsholm, en concreto, en la orilla de la playa delante del albergue. No muy lejos de la entrada y del aparcamiento, pero en una zona oculta tras los matorrales de enebro que crecían entre ellos. El asesino probablemente había tenido la audacia de aparcar ahí mismo. Una vez que la hubo asesinado, le resultaría de lo más sencillo llevarla y cargarla en el coche. Los arbustos impedían que alguien lo viera. Luego, sin duda, se dirigió directo a Vivesholm. Debían de ser las dos o las tres de la madrugada. A esas horas los veraneantes dormían profundamente en sus casas.

El asesino tuvo que aparcar el vehículo junto a la valla, lo bastante alejado como para que no se viera desde la verja ni desde las viviendas. Luego sacó el cuerpo y lo trasladó hasta el bosquecillo.

Con toda seguridad había preparado el lugar con anterioridad. Colgar un cadáver era un trabajo duro. Una mujer difícilmente habría tenido fuerzas para hacerlo, al menos ella sola. Pero, claro está, podía tratarse de dos o más agresores.

¿Por qué habría elegido el asesino colgar el cuerpo y hacerlo así más visible y más fácil de descubrir? Eso no sólo aumentaba el riesgo de que lo descubrieran, sino que además se expuso a que lo vieran al llevar a cabo la maniobra. ¿Sería aquello, como pensaba la experta en psiquiatría, una manera de llamar la atención? Knutas albergaba ciertas dudas.

Luego estaba lo del corte en la tripa. En el caso de que no tuviera nada que ver con las teorías de Agneta Larsvik que lo relacionaban con la curiosidad sexual, ¿qué podía significar eso? ¿Quería el criminal humillar a su víctima, era la propia violencia extrema lo que lo excitaba?

En caso contrario, y tal como Knutas lo veía, sólo quedaba otra posibilidad: desangrar el cuerpo, exactamente igual que había sucedido con el caballo. La sangre se utilizaría después para algún fin concreto.

La pregunta era cuál.

Gunnar Ambjörnsson, político socialdemócrata del ayuntamiento, vivía solo. Lo había hecho desde que era mayor de edad y se sentía a gusto así. Poder estar a su aire y no tener que estar constantemente poniéndose de acuerdo con la gente acerca de diferentes cosas, transigir, dar y recibir. Eso ya se había visto obligado a hacerlo demasiadas veces de pequeño con sus cuatro hermanos cuando vivían en un pequeño piso de alquiler en los bloques de viviendas de la calle Irisdalsgatan, en Visby. Siempre había compartido habitación, en el cuarto de estar el sofá delante del televisor estaba continuamente ocupado, se producían apreturas alrededor de la mesa a la hora de comer, nunca había dispuesto de un rincón para él solo. El único lugar donde se podía estar en paz era en el baño y no mucho tiempo.

No se marchó de casa hasta que se fue a estudiar a Gotemburgo. Allí vivía en una residencia de estudiantes y compartía baño y cocina con el resto de los estudiantes de su pasillo, así que tampoco disfrutó de mucha privacidad. Al terminar sus estudios consiguió inmediatamente un empleo fijo en el ayuntamiento de Gotland y allí seguía desde entonces. Encontró un piso en la calle Stenkumla, bien situado, pero no justo en el centro de la ciudad. Era un apartamento de un dormitorio, cuarto de estar y cocina con vistas a la calle. En el tercer piso. Nunca olvidaría la sensación que tuvo al entrar por primera vez en aquel apartamento. Vacío, recién renovado y como nuevo. Recordaba cómo pasó el dedo por los azulejos relucientes del baño, inhaló el olor a pintura en la cocina y admiró las molduras sin marcas de la sala de estar. Disfrutó de la soledad y el orden.

Más tarde se trasladó y desde hacía veinte años vivía en su propia casa, pequeña, con jardín y dentro del recinto amurallado. En Klinten, para más señas, el pintoresco barrio situado en la parte alta de la catedral, que era la zona más atractiva de Visby. Antiguamente había sido una barriada pobre donde se levantaba la horca para que los condenados a muerte se vieran desde toda la localidad y así la población escarmentara en cabeza ajena. La vista era magnífica, con toda la ciudad medieval extendiéndose a sus pies, con sus estrechas callejuelas, sus ruinas y la muralla. Al otro lado de la ciudad se divisaba el mar, como un telón de fondo azul.

Gunnar Ambjörnsson nunca se había casado ni había tenido hijos y a sus sesenta y dos años comprendía que ya no lo iba a hacer. Había habido mujeres en su vida, aunque la cosa nunca había llegado tan lejos como para pensar en vivir juntos. Alguna que otra había tratado de convencerlo, pero siempre se había echado atrás a última hora. Por supuesto que le habían gustado y también había estado enamorado, pero nunca creyó que mereciera la pena renunciar a su soledad.

Desde hacía unos años mantenía una relación con una mujer de Stånga. Berit era profesora. Estaba muy ocupada con su trabajo y la pequeña granja en la que vivía. Nunca renunciaría a su vida en el campo para mudarse a vivir con él en la ciudad, lo cual le parecía estupendo. Cada uno vivía su vida y se veían los fines de semana. Era justo el arreglo que le convenía.

Ahora estaba de vuelta en casa tras haber participado en un torneo de golf en Slite. El golf era una de sus grandes pasiones, después de la política. Era socialdemócrata desde que le salieron los dientes, al haber nacido y haberse criado en una familia obrera de verdad. Era concejal del ayuntamiento y participaba en varias comisiones y consejos de administración. En el verano, que era cuando tenía vacaciones, aprovechaba para viajar. Dentro de unos días uno de esos viajes lo llevaría hasta Marruecos, de la que se había enamorado en la adolescencia y a la que había vuelto con cierta regularidad a lo largo de los años. Viajaba siempre solo, ése era el quid de la cuestión, en su opinión. Así conocía uno a nuevas personas de una manera totalmente diferente a lo que solía ocurrir si se iba acompañado. A Berit no le importaba; estaba muy ocupada con la granja, los animales, los hijos y los nietos.

Consiguió a duras penas pasar con el coche entre las casas pequeñas y bajas y girar hacia la calle Norra Murgatan, que estaba en la parte alta de la zona noreste de la muralla. Detuvo el coche en su aparcamiento privado. Estaba deseando poder darse una ducha y sentarse luego en el jardín con el periódico Aftonbladet y un vasito de whisky. La tarde era cálida y no corría brisa. Echó un vistazo al reloj al salir del vehículo. Las nueve y cuarto y la luz era como en pleno día. El verano sueco era insuperable cuando hacía buen tiempo. Abrió el maletero y sacó la pesada bolsa con los palos de golf. Sacó la llave y abrió la cerradura de la valla de dos metros de altura que protegía su jardín de las miradas de los curiosos. Este estaba formado por algunos arriates de rosas, un recuadro de césped con algunos muebles de jardín y una barbacoa. También había una caseta donde guardaba las herramientas de jardín.

Aquello era un oasis, una especie de paraíso verde en medio de la ciudad. Se había hecho instalar un estanque con una fuente que manaba lenta y armoniosamente.

Cuando cerró la puerta de la cerca, mientras caminaba por el caminito de grava primorosamente rastrillado hasta la entrada, hubo algo que lo hizo detenerse. Se había producido algún cambio desde que abandonó la casa muy temprano esa misma mañana.

Gunnar Ambjörnsson era una persona muy escrupulosa, de costumbres fijas, y hacía las cosas exactamente de la misma manera todos los días. Allí había algo anómalo, pero no conseguía descubrir qué cosa.

Dejó el equipo de golf en el suelo y deslizó la mirada por las rosas trepadoras, de un rojo intenso, de la celosía que separaba el césped de los muebles de jardín, y por la fachada de la casa. El gato negro del vecino estaba hecho un ovillo en la parte superior de la valla que daba a la calle y lo observaba desde su atalaya.

Entonces se dio cuenta de qué era lo que no estaba como siempre. La fuente no funcionaba, no se oía el murmullo del agua. Al principio pensó que debía de ser una avería. Luego observó que el cepillo de barrer no estaba en su sitio habitual, apoyado contra la pared de la casa. Eso confirmaba sus sospechas: alguien había estado allí, sin duda. ¿Habrían entrado ladrones? Se apresuró hacia la puerta y la empujó. No, estaba cerrada y parecía que no había sufrido ningún desperfecto. Abrió a tientas y entró. La vivienda tenía una sola planta, así que no tardó apenas nada en revisarla. Su cuadro original de Peter Dahl colgaba intacto en la pared encima del sofá del cuarto de estar, lo mismo que el aguafuerte de Zorn. Abrió el cajón del chifonier, la cubertería de plata estaba allí, así como la colección de monedas.

Todo parecía intacto. Salió de nuevo, se fijó en el cepillo apoyado contra la pared de la caseta de herramientas. Él nunca solía colocarlo allí. Se acercó con cuidado a la caseta y escuchó si se oía algún ruido. Cabía la posibilidad de que se hubiera escondido alguien allí dentro. El intruso, evidentemente, no tenía ningún interés por la casa. Tal vez la presencia de alguien lo había sorprendido y se había refugiado en la caseta. Dado que siempre cerraba con llave la valla, a veces solía dejar abierta la puerta de la caseta sin echar el cerrojo. Ambjörnsson estaba en tensión y se movía con todo el sigilo que podía. En ese barrio los robos eran extremadamente inusuales, de hecho él no había sido víctima de ninguno durante todos aquellos años. Con tal de que no fuera un drogadicto colgado, uno de esos capaz de cualquier cosa. A veces, cuando hacía buen tiempo, se veía a alguno de ellos bebiendo con los borrachos, sentados en el césped en lo alto de la cuesta de Rackarbacken, junto a la muralla.

Subió con cuidado la escalera, lo suficiente como para poder inclinarse hacia delante y bajar con cautela la manilla. Allí había algo, no le cabía la menor duda, apenas se atrevía a respirar. Ahora era tarde para retroceder.

Al principio, cuando abrió la puerta, no comprendió qué era lo que se le venía encima. Cayó hacia atrás y alcanzó a vislumbrar que lo que se abatía sobre él era algo grande y ensangrentado. Gritó como un loco cuando fijó la vista en los ojos muertos de la cabeza de un caballo.

Se lavó bien las manos. Se las enjabonó y se las restregó con el cepillo duro hasta que la piel le dolió. Luego continuó con los antebrazos hasta sentir el escozor, a fuerza de frotar se hacía heridas que empezaban a sangrar. Para entonces ya no sentía ningún dolor. Salía poca agua del grifo y tampoco llegaba a calentarse del todo. No le importaba, de alguna manera formaba parte del proceso. Caían gotas de sangre en el fregadero y le gustaba ver cómo salpicaban sobre las paredes de acero inoxidable. Luego se frotó el pecho, el abdomen, las piernas y los brazos con la misma rudeza.

Siempre venía aquí. Este lugar era su punto de partida, el centro del círculo, su eje en la vida. Aquí se hallaba el presente estrechando la mano al futuro, mirando cara a cara al pasado. Todo convergía en una unidad. Sólo en esta casa podía sentirse en paz. El punto de inflexión se produjo aquí y podía recordar la fecha exacta. Ahora comprendía que era un elegido, pero también que no lo había sido por casualidad.

Al tomar por fin las riendas de su propia vida, había preparado el camino. Nunca se preguntaría qué fue lo que desencadenó su actuación desde el principio. Tal vez sólo fuera una sensación de hastío, de que ya había tenido más que suficiente. Había dejado de ser una víctima para pasar al ataque. De una vez por todas.

Había algo doloroso y al mismo tiempo liberador en ir haciéndose mayor, las experiencias del pasado acababan dándole a uno alcance y no había manera de escapar. Le iban pisando a uno los talones y echándole su frío aliento en la nuca, hasta que uno las dejaba salir y entonces era como una presa que reventaba. Todos los sufrimientos que había ido acumulando en su interior salieron a la superficie y derribaron el muro defensivo que con tanto esfuerzo había ido levantando desde las primeras humillaciones que sufrió en la infancia. Vivir era sufrir, pero él ya había sufrido lo suficiente. Así que un día, mientras paseaba solo por el bosque, se enfrentó a ellos cara a cara. Le hablaron a través de los pinos, de los enebros y de las matas de arándanos. Pudo oír sus voces susurrantes en las copas de los árboles, en los terrenos pantanosos y en las nubes que cubrían el cielo. Cuando paseaba por la playa oía sus voces lejanas en la espuma blanca de las crestas de las olas y en las dunas de arena.

Le gritó directamente al mar, ahogando el fragor de las olas.

– ¡Os oigo! ¡Os oigo! ¡Estoy aquí, os pertenezco! Soy vuestro eterno servidor, sacrifico mi sangre, mi vida!

Pero le respondieron pronto y claro. No era su sangre lo que querían.

La alarma llegó a la policía a las nueve y cuarto de la tarde. Un alterado Ambjörnsson le refirió de manera entrecortada al policía de guardia lo de la cabeza de caballo en la caseta. Este se puso inmediatamente en contacto con Anders Knutas, quien a su vez llamó a Karin. Puesto que ella vivía cerca de la calle Norra Murgatan, quedaron en verse allí.

Cuando Knutas llegó, su colega ya estaba esperando junto a la valla. Encontraron a Ambjörnsson, a quien Knutas conocía ligeramente, sentado en una silla en el jardín envuelto con una manta. Estaba hablando nerviosamente con una agente. Cuando vio aparecer a Knutas se levantó.

– Anders, esto es una locura. Venid, ya veréis.

Caminó delante de los policías hacia la caseta, en una esquina del jardín.

Karin cogió un pañuelo para estar preparada ante la visión que le aguardaba y se lo apretó contra la boca.

Con todo, se le revolvió el estómago al descubrir lo que se había encontrado Ambjörnsson una hora antes. Una cabeza de caballo hinchada y sanguinolenta clavada en una gruesa estaca de madera apoyada contra la puerta. Habían introducido el palo desde abajo a través de la faringe. Tenía la boca abierta de par en par y los ojos vidriosos miraban fijamente a los dos policías. Pasaron unos segundos sin que ninguno de ellos dijera nada.

– ¿Ves lo que yo veo? -preguntó Knutas con la voz apagada.

Karin asintió despacio detrás de su gran pañuelo. Apenas podía mirar.

– ¿Qué? -Ambjörnsson parecía ahora despavorido.

– ¿Has oído hablar del caballo que apareció degollado a principios del verano?

Ambjörnsson asintió en silencio.

– Esta cabeza -afirmo Knutas- no es del mismo caballo.

Viernes 9 de Julio

Al día siguiente del hallazgo, a las seis y media de la mañana Knutas cerraba la puerta de su casa para dirigirse al trabajo. Había pasado en vela la mayor parte de la noche y a las cinco desistió ya de la posibilidad de conciliar el sueño. Nada más salir fuera se animó. El aire de la mañana era fresco y claro, y la ciudad aún estaba en silencio.

La noche anterior le dieron las once antes de abandonar la casa de Klinten. Ambjörnsson fue trasladado al hospital a regañadientes para que le hicieran una revisión médica. Padecía del corazón desde hacía muchos años y le habían puesto medicación. Posteriormente la policía lo acompañó a la granja de su novia en Stånga. No quisieron permitirle que pasara la noche en su casa solo. La cabeza del caballo clavada en una estaca sólo podía interpretarse como una amenaza.

El ambiente era tenso en la sala de reuniones cuando los miembros de la Brigada de Homicidios ocuparon sus asientos. Flotaba cierta expectación en el aire, sin lugar a dudas lo que había ocurrido se salía de lo corriente.

– Buenos días -saludó Knutas a sus colaboradores y pasó a referir la espeluznante escena vivida la noche anterior en casa del político local Gunnar Ambjörnsson.

Cuando les contó que la cabeza clavada en el extremo del palo no pertenecía al caballo de Petesviken, se hizo un profundo silencio.

– ¿Qué… qué has dicho? -A Martin Kihlgård le costaba articular las palabras.

– Que no es la misma cabeza. La que ha aparecido en casa de Ambjörnsson pertenece a un caballo «media sangre», y el de Petesviken era un poni de Gotland.

– Lo cual significa que en algún lugar hay otro caballo degollado, aquí en Gotland -constató Karin.

– Exactamente -confimó Knutas-. Anoche interrogamos a Ambjörnsson y declaró que no entiende en absoluto de qué se trata. Que él sepa no tiene cuentas pendientes con nadie. Pero creo que debemos interpretarlo como una amenaza, ¿qué opináis?

– Los políticos siempre están amenazados de una u otra manera -resopló Wittberg-. Está más claro que el agua que Ambjörnsson tiene motivos para tener miedo, estamos hablando de métodos al más puro estilo mafioso. Me hace pensar en asuntos de drogas.

– ¿Pero cómo va a estar el comedido Ambjörnsson metido en asuntos de drogas? ¿No crees que estás exagerando un poco?

Karin miró con desconfianza a su colega.

– Eso mismo digo yo. -Norrby meneó la cabeza-. La mafia italiana en Visby. Thomas, has visto demasiadas películas de acción. Esto es Gotland, la vida real.

– El crimen es refinado, en eso estaremos todos de acuerdo -terció Sohlman-. Dejadme que comente los aspectos técnicos. El delincuente introdujo la estaca a través de la faringe del caballo, por debajo del hueso de la mandíbula inferior, y de esa manera la cabeza encajó perfectamente. No necesitó nada más para clavarla, ni cuerdas ni nada por el estilo. El palo estaba dispuesto de manera que cayó hacia delante en los brazos de Ambjörnsson cuando éste abrió la puerta de la caseta. El hombre padece del corazón, es increíble que no le diera un infarto. La cabeza siguió clavada en el palo incluso después de que éste cayera al suelo, lo cual demuestra que el criminal sabía lo que hacía. Llamamos al veterinario Åke Tornsjö, que examinó anoche la cabeza. En su opinión, el caballo probablemente fue decapitado de la misma manera que el que apareció degollado en Petesviken, pero no podrá asegurarlo hasta que no examine el resto del cuerpo. Por desgracia, no tenemos ni idea de dónde se encuentra. En cualquier caso, esta cabeza ha estado congelada y posteriormente la han descongelado antes de colocarla en el palo. Eso se nota porque está hinchada y tiene la carne más suelta de lo que lo habría estado si no hubiera sido así. Lo que resulta imposible de precisar es cuánto tiempo la ha conservado congelada el autor de los hechos, en principio, podríamos estar hablando de un período de tiempo indefinido. Hemos encontrado una serie de huellas en el terreno de Ambjörnsson: pisadas, una colilla que no es suya y un botón que él no reconoce. El césped está pisoteado en algunos sitios, lo cual parece indicar que, con toda probabilidad, el autor anduvo primero buscando el lugar apropiado en donde colocar la cabeza del caballo. Esta, por lo demás, ha sido transportada a la clínica del veterinario para practicarle un reconocimiento más exhaustivo.

– ¿Cómo ha accedido el delincuente al terreno? Lo normal es que allí arriba, en Klinten, las propiedades estén cerradas, ¿no? -preguntó Wittberg.

– Ha forzado la cerradura de la puerta de la valla que da a la calle, lo cual es bastante sencillo. Ambjörnsson ni siquiera lo notó cuando la abrió.

Sohlman retiró su silla de la mesa.

– Si no tenéis más preguntas que hacer, me gustaría volver allí.

– Sí, vete -dijo Knutas.

Sohlman hizo un gesto de despedida con la cabeza y salió apresuradamente.

– Que la cabeza pertenezca a un caballo diferente del que apareció en Petesviken es, por no decir otra cosa, desconcertante. Además, tampoco hemos recibido notificación de que haya desaparecido ningún caballo o de que haya aparecido otro degollado -continuó Knutas-. Por lo que se refiere a Ambjörnsson, es un hombre soltero, nacido en 1942 y sin hijos. En cambio, tiene muchos familiares; un montón de hermanos y sobrinos esparcidos por toda la isla. Los padres fallecieron hace algunos años. No es una persona polémica y, que yo recuerde en este momento, no ha estado involucrado en ninguna bronca política importante, pero lógicamente es algo que debemos investigar. Ahora está en Stånga, en casa de su novia. Resulta que tenía planeado viajar al extranjero y lo cierto es que, si interpretamos lo de la cabeza del caballo como una amenaza, el viaje no puede ser más oportuno. Pasado mañana, es decir, el domingo, viajará a Marruecos, donde pasará tres semanas.

– ¿Lo acompaña su novia? -preguntó Kihlgård.

– No, viajará solo. Al parecer suele hacerlo así.

– ¿Qué tiene Gunnar Ambjörnsson en común con Martina Flochten? Esa es la primera pregunta que debemos plantearnos -dijo Karin-. Primero asesinan a Martina, y su muerte presenta elementos rituales, eso es evidente, y luego, apenas una semana después, aparece una cabeza de caballo clavada en un palo en casa de Gunnar Ambjörnsson. Parece de lo más extraño.

– Sería muy raro que estos sucesos no guardaran relación -afirmó también Wittberg-. Pero lo más horrible es que la cabeza no pertenezca al caballo de Petesviken. Alguien anda por ahí fuera degollando caballos y congelando las cabezas. Alguien que también es un asesino ritual. -Asintió con la cabeza hacia la ventana-. ¿Contra quién va a golpear la próxima vez?

El silencio cayó sobre la sala. El verdor estival al otro lado del cristal ya no parecía tan idílico.

– Bueno -intervino Knutas para disipar un poco el sombrío panorama-. Contamos con el testimonio de un profesor, Aron Bjarke, quien declaró que Staffan Mellgren cortejaba a Martina. Él asegura que Mellgren es un auténtico donjuán, y que anda continuamente ligando con sus jóvenes alumnas, a pesar de que está casado. De hecho, incluso llegó a describir a Mellgren como un auténtico salido.

– Lo raro es que nadie más haya mencionado sus infidelidades -señaló Wittberg.

– Sí, especialmente si, como parece, han sido tan frecuentes. ¿Hay alguien más que pueda confirmar esa información? -quiso saber Kihlgård.

– De momento, no. Pero nunca se sabe, el resto de los profesores quizá quieran protegerlo. En estos momentos, claro está, la situación es delicada, con el asesinato y todo eso.

– ¿Y los demás estudiantes?

– Algunos han dicho que sospechaban que Martina se veía con alguien a escondidas. Sin embargo, nadie sabe con quién. Aún no hemos hablado con el resto de los alumnos de la universidad.

Los que van a clase ahora son los que están haciendo algún curso de verano y por lo tanto no conocen a Mellgren.

– ¿Qué dice el propio Mellgren?

– Lo niega rotundamente, claro.

– ¿Y su mujer?

– Lo mismo. Según ella, no tienen ningún problema matrimonial.

Knutas miró seriamente a sus colaboradores.

– El incidente en casa de Ambjörnsson por nada del mundo puede salir a la luz -dijo con mucho énfasis-. Pasado mañana viajará al extranjero, lo cual, cabe suponer, nos permitirá trabajar con tranquilidad. Según parece, ningún vecino se ha percatado de nada; por suerte, Ambjörnsson tiene un jardín privado. Nosotros también nos esforzamos en actuar con discreción cuando estuvimos allí ayer. Ahora de lo que se trata es de seguir en esa línea. A partir de ahora todas las preguntas relacionadas con la investigación deberán ser remitidas a Lars o a mí.

Tras la reunión Knutas se encerró en su despacho. Sacó la pipa y empezó a llenarla. Necesitaba estar tranquilo para poder concentrarse. La calma que reinaba a principios del verano se había transformado en un caos de sucesos excepcionales y por el momento no podía imaginarse qué relación existía entre ellos. Sólo el hecho de que en Gotland, en algún lugar, había otro caballo que había sido degollado… ¿Por qué no lo había denunciado nadie?

Sintió una necesidad imperiosa de encender la pipa en aquellos momentos, se acercó a la ventana, la abrió de par en par y así lo hizo, a pesar de que estaba prohibido fumar dentro del edificio. Salvo en las salas de interrogatorios, donde se podían hacer excepciones.

Knutas pensó en Ambjörnsson. Un político amable y discreto que vivía una vida tranquila y se las arreglaba solo. ¿Pero qué sabía de él en realidad? Que había sido político en el ayuntamiento durante treinta años. De su vida privada Knutas no sabía nada.

¿La amenaza tendría que ver con su trabajo o con su vida privada? Debían investigar inmediatamente los asuntos políticos que Ambjörnsson tenía entre manos. Tal vez la respuesta se encontrase allí.

Aspiró la pipa y expulsó lentamente el humo a través de las comisuras de los labios. La idea surgió de algún resquicio y de pronto lo vio con absoluta claridad. Existía una relación entre Martina Flochten y Gunnar Ambjörnsson: el prestigioso complejo hotelero que se planeaba construir en las afueras de Visby. El padre de Martina, Patrick Flochten, era uno de los arquitectos y de los accionistas del hasta ahora mayor y más exclusivo complejo hotelero de Gotland. El mismo proyecto de construcción al que la Comisión de Urbanismo había dado luz verde justo antes del verano. Gunnar Ambjörnsson era el presidente de la comisión. Por supuesto, la propuesta debía ser aprobada por el pleno del ayuntamiento y ésta pasaba después a la junta municipal, pero el hecho de que la Comisión de Urbanismo la hubiera aprobado era un requisito para continuar con el proyecto.

Knutas rebuscó en su memoria. Se habían producido una serie de protestas en contra del proyecto de construcción, aunque a él le había dado la impresión de que la mayoría de los isleños estaban a favor. Creía que todos los partidos políticos estaban de acuerdo. ¿Qué grupos cabía suponer que se oponían? Los vecinos que vivían en Högklint, y seguro que los ecologistas y los expertos en geografía cultural, pero ninguno de ellos estaría dispuesto a matar por una cosa así. Knutas no sabía si existía algún yacimiento de interés arqueológico en esa zona. Todos los colectivos que de alguna manera se hubieran involucrado en el proyecto de construcción debían ser investigados, quizá hubiera detractores políticos de los que él no tenía conocimiento. Debía ocuparse inmediatamente de que se investigara el asunto.

La tarde no podía presentarse mejor. Se habían preparado bien. Cada uno sabía lo que tenía que hacer, todo estaba perfectamente estudiado y dispuesto hasta el más mínimo detalle.

Iban a pasar la noche en ese lugar solitario, cerca de los dioses y bajo la protección de las fuerzas de la naturaleza. Cada tronco, cada bloque de piedra y cada arbusto tenían vida y los acompañaría en su ceremonia. Habían levantado carpas y tenían la comida preparada, y dentro de cada uno de ellos crecía la expectación ante lo que les aguardaba.

Los grillos cantaban en los matorrales que bordeaban el angosto sendero que subía hasta la cima. El ascenso fue arduo, la montaña era alta e inaccesible. El grupo de gente formaba una unidad debido a su indumentaria. Todos iban vestidos con mantos largos ajustados a la cintura con cintas negras. Los hombres llevaban la cabeza cubierta con capuchas y las mujeres con pañuelos. Todos avanzaban con la cabeza ligeramente inclinada, tal vez para no tropezar con las raíces de los árboles o para rezar.

Un murmullo ininterrumpido se mezclaba con el tamborileo del hombre que iba en cabeza, el cual portaba un tambor de piel plano en una mano y un palo de madera forrado de cuero en la otra e iba golpeando el tambor a intervalos regulares.

Cuando llegaron al espacio abierto, que era su meta, uno de los hombres se apartó del grupo. Sacó de debajo del sayo un cuerno natural de medio metro de largo, se lo acercó a la boca y sopló directamente hacia el mar. El sonido era monótono y lastimero. Un cuerno con vino pasaba de mano en mano. Con los ojos cerrados y el semblante serio bebieron todos de él y cuando todos lo hubieron hecho arrojaron las últimas gotas a la tierra. El hombre que había tocado el cuerno, que al parecer era el líder, se puso delante de los participantes. Pronunció unas palabras y volvió el rostro hacia el Este al tiempo que sonaban los golpes del tambor. Gritó en mitad de la noche luminosa, y con voz alta y clara invocó a las fuerzas ocultas. Después se volvió sucesivamente hacia el Sur, el Oeste y el Norte mientras seguía hablando. Al terminar se dirigió hacia el centro del círculo, donde habían levantado un altar con las imágenes de los dioses pintadas con sangre.

Los participantes se acercaron uno a uno a la mesa sagrada y depositaron flores, frutas y bolsitas con semillas. Alrededor se habían colocado piedras formando un círculo.

Las personas congregadas dentro del círculo pateaban el suelo y reanudaron el murmullo, que se fue volviendo cada vez más fuerte hasta convertirse casi en un clamor. Algunos de los hombres encendieron un fuego, que enseguida se elevó hacia el cielo.

El percusionista acompañaba con rítmicos golpes de tambor el clamor de los convocados. Alguien acercó al líder un hacha, que blandió ante sí mientras pronunciaba invocaciones. Se levantó una jaula con una gallina blanca y bien cebada a la vista de los asistentes, que la miraron embelesados. Colocaron la gallina en el suelo delante del líder, que alzó el hacha y le cortó la cabeza con un golpe preciso. La sangre salpicó por todas partes, el clamor se fue volviendo cada vez más extático y, el pataleo, más intenso.

Al final el líder se derrumbó. Los golpes de tambor cesaron y las voces enmudecieron. Todo quedó en silencio.

Uno de los participantes abandonó discretamente el grupo. Nadie se percató de que se volvió por el mismo camino por el que había llegado. Se sentó en el coche y se alejó de allí.

Sábado 10 de Julio

Iban a pasar el fin de semana en la casa que los padres de Emma tenían en la isla de Fårö; Elin, Johan y ella solos. Sus padres habían pasado por Roma para despedirse antes de iniciar el largo viaje que tenían por costumbre realizar todos los años. Durante su visita lo único que sintió Emma fue una sensación de vacío. No dieron muestras de sinceridad, únicamente un poco de palabrería insustancial sobre lo adorable que era Elin, y después se marcharon camino del aeropuerto para viajar rumbo a China. Mejor así.

Les había prometido cuidar de la casa y, además, un cambio de aires le sentaría bien. Empezaba a sentirse encerrada en la casa de Roma. Había tantas cosas que le recordaban su vida anterior y, en realidad, no quedaba nada de ella. Las paredes rezumaban Olle y toda la amargura que había surgido durante el último medio año.

A Emma le encantaba la casa de Fårö. Nunca había entendido cómo podían sus padres viajar al extranjero cuando el verano era tan maravilloso en aquella isla.

La carretera que conducía hasta la terminal de los transbordadores, junto al estrecho de Fårösund, discurría entre campos cultivados. Condujeron por carreteras pequeñas a través de las aldeas de Barlingbo y de Ekeby para subir luego hasta Bal y hasta Sute, un núcleo de población más grande, antes de llegar a Fårösund, donde tomaron el transbordador hasta Fårö. La travesía del estrecho se hacía en unos pocos minutos. Elin hizo todo el viaje dormida.

Al abandonar el barco en la otra orilla, Emma experimentó la misma sensación de dicha de siempre. La isla de Fårö era más inhóspita y estaba más azotada por el viento que Gotland, y esa diferencia se percibía al instante. Realizaron la parada de rigor en el supermercado Konsum para comprar fresas frescas y hacer las últimas compras, y de camino hacia Skär se detuvieron también junto a la panadería para comprar sus incomparables bollos de azúcar. Después recorrieron el último trecho en dirección a Norsta Auren, en el extremo más septentrional de Fårö.

La construcción blanca de piedra se encontraba aislada, rodeada por un muro bajo de piedra y abierta al mar. Emma sintió un ligero cosquilleo en el estómago, hacía más de medio año que no había estado allí. La casa, como de costumbre, parecía algo fría cuando entraron. Los suelos de piedra estaban relucientes, sus padres la habían limpiado a fondo. Se sentó en el sillón situado junto a la ventana y dio el pecho a Elin, que se había despertado y había empezado a llorar. Mientras tanto, Johan descargó las cosas del coche. Emma contempló la playa a través de la ventana. Al principio era estrecha, pero después se iba ensanchando. Tenía una gran ventaja, la arena estaba tan compacta que se podía pasear por ella con el cochecito de bebé.

– Luego quizá podríamos dar un paseo por la playa -le gritó a Johan.

– Sí, claro, será estupendo. ¿Quieres beber algo?

– Sí, un vaso de agua, por favor.

Enseguida se presentó en el cuarto de estar con un gran vaso de agua. Johan estaba tan alegre y relajado, se le veía feliz de estar con ella y con su hija. Al parecer era todo lo que necesitaba. ¿Por qué no podía estar ella igual de contenta? Johan canturreaba en la cocina mientras colocaba la compra. Tenía que esforzarse y darle una oportunidad. Después de llevar un rato mamando, las mejillas de Elin se habían vuelto sonrosadas. «Lo haré por ti -pensó-. Y por mí.»

Debido a la nueva situación, la Brigada de Homicidios se encontraba reunida a pesar de que era sábado.

Knutas estaba ansioso por escuchar las conclusiones a las que había llegado Agneta Larsvik, que había dedicado los dos últimos días a analizar cuáles eran, en su opinión, los rasgos que caracterizaban al autor de los hechos.

Acababan de sentarse todos cuando se abrió la puerta y entró Martin Kihlgård, que parecía contento, llevaba el cabello despeinado, y traía dos grandes bolsas de papel en las manos.

– Hola a todos -saludó animado-. He estado en una magnífica fiesta en el restaurante de Hamra y esta mañana, cuando me iba, han insistido en darme algo rico para acompañar el café. ¿Hay café recién hecho?

– No, pero enseguida lo pongo -se ofreció Karin.

– Te ayudo -dijo Martin y ambos salieron de la sala.

Knutas y Norrby se cruzaron un par de miradas. Este Kihlgård siempre tenía que ser el centro de atención. Por otro lado, también contribuía a crear buen ambiente, cosa que Knutas le agradecía, ya que a él eso no se le daba tan bien.

Aguardaron pacientemente hasta que estuvo listo el café. Mientras tanto llegó Thomas Wittberg resacoso con un litro de coca-cola en la mano. A juzgar por su aspecto, también él se había pasado la noche bebiendo. Charlaron un poco sobre el ambiente de fiesta que hubo en la ciudad la noche anterior. Había sido una noche en la que se habían producido más desórdenes de lo normal. El número de turistas, al parecer, aumentaba año tras año, en especial entre los jóvenes, que llegaban a Visby atraídos por el ambiente de ocio nocturno, que en verano era de los mejores del país. Por desgracia, con ellos llegaban también las borracheras, las drogas y las peleas. De todos modos, las personas reunidas alrededor de la mesa tenían cosas más graves de las que hablar y, tan pronto como sirvieron el café y los bollos de canela que había traído Kihlgård, empezaron a repasar en qué punto se hallaba la investigación. Knutas comenzó llamando la atención de todos sobre el hecho de que la construcción del complejo hotelero constituía un punto de conexión entre Martina Flochten y Gunnar Ambjörnsson, para quienes se hubieran perdido los comentarios en los pasillos.

Luego se volvió hacia Wittberg y Karin.

– ¿Qué habéis averiguado?

– No mucho -Wittberg se estiró los rizos rubios-. Ayer Karin y yo nos pasamos todo el día hablando con los manifestantes que están en contra del proyecto y con los políticos con los que pudimos contactar. No fue fácil. Un viernes de julio casi nadie trabaja por la tarde. Indagamos cómo habían ido las protestas, si había habido amenazas y demás. Por supuesto, sin mencionar la cabeza de caballo aparecida en casa de Ambjörnsson -recalcó al advertir el gesto de preocupación de Knutas.

– La oposición parece bastante débil e inoperante -continuó-. No se ha producido ninguna amenaza. Es verdad que ha habido algunas protestas y que en el ayuntamiento se han recibido algunas cartas y eso, pero nada que parezca especialmente grave. Parece poco probable que encontremos el móvil ahí, ¿estás de acuerdo? -dijo mirando a Karin, que asintió con la cabeza.

– ¿Habéis examinado las cartas de protesta que han llegado al ayuntamiento?

– Aún no.

– Hacedlo lo antes posible -conminó Knutas-. ¿Hay algún yacimiento de interés arqueológico en Högklint?

– Al parecer, no. La zona ha sido parcialmente excavada con anterioridad, parece que no hay nada importante, aunque vamos a hablar con más gente.

Wittberg bebió un buen trago de refresco.

– Yo he tenido una conversación muy interesante con Susanna Mellgren -intervino Karin-. Me llamó esta mañana y me contó que lo de la infidelidad de su marido es cierto.

– ¿No me digas? -dijo Knutas sorprendido-. Pero si lo había negado hasta ayer mismo.

– Sí, ya, pero ahora asegura que la infidelidad de su marido se ha prolongado durante varios años, si bien con diferentes mujeres. No obstante, no está segura de que estuviera liado con Martina Flochten, porque cuando está con alguna mujer nueva ella suele notárselo inmediatamente. Asegura que no le importa que se vaya con otras. La verdad es que me dio la impresión de que sigue casada con él porque, de momento, es lo más práctico y ventajoso desde el punto de vista económico. De hecho, está estudiando para sacarse el título de fisioterapeuta y abrir su propia consulta. Si no me equivoco, seguro que piensa separarse en cuanto pueda valerse por sí misma.

Knutas arrugó la frente.

– Tendremos que volver a hablar de ese tema con Mellgren. Y eso que aseguraba que su matrimonio iba bien -masculló e hizo una anotación en sus papeles.

Le pidió a Agneta Larsvik que les refiriera sus impresiones sobre el autor de los hechos. Ella se colocó en el extremo de la mesa.

– Antes de nada quiero subrayar que esto son sólo unas ideas preliminares, no es posible afirmar nada con rotundidad de una manera tan precipitada. Considerad lo que os voy a decir como un tamiz, una hipótesis de trabajo, nada más. Dicho lo cual, casi todo apunta a que tenemos que vérnoslas con una persona con graves trastornos psíquicos. Este asesinato seguramente lo ha llevado a cabo él solo, lo cual presupone que posee una gran fuerza física. Es probable que el autor de los hechos no tuviera ninguna relación directa con Martina Flochten, yo creo que no se conocían. El crimen no parece que vaya dirigido directamente contra ella. En cambio, me parece que el modo de perpetrarlo induce a pensar en alguien que alberga sentimientos de odio y de desprecio contra las personas, en particular contra las mujeres. Hay una especie de simbolismo en ello, su significado exacto es difícil de precisar tras un solo asesinato. Creo que ha intentado humillar a su víctima y causarle la mayor impotencia posible. Con ello, él se convierte en la persona que tiene el poder y ese estado le produce placer. Podemos imaginar que tal vez sufriera malos tratos en su infancia o que se sintiera humillado por uno de sus padres o por ambos, y que ahora quiera vengarse colocando a la víctima en la misma situación de impotencia que sintió él de pequeño. No me sorprendería que mantuviera una relación complicada con su madre.

– ¿Y cómo demonios busca uno una mala relación madre-hijo? -Kihlgård estiró las manos y a punto estuvo de volcar la taza de café de Karin.

Agneta Larsvik sonrió.

– Puede ser útil tenerlo en mente durante los interrogatorios, por ejemplo, si alguien se expresa de forma despectiva contra las mujeres o no mantiene contacto con sus padres, sobre todo con la madre.

– Lo que dices es que quería que la víctima experimentase una sensación de impotencia -intervino Karin-. ¿Por qué iba a continuar torturándola cuando ya estaba muerta? Entonces no podía sentir ya esa vejación.

– Ten en cuenta que estamos hablando de los sentimientos de un asesino, no existe ninguna lógica ni ningún pensamiento racional. Él se encuentra completamente inmerso en un estado emocional que lo lleva a detentar el poder y disfruta tanto de ello que no piensa en otra cosa. Reduce a su víctima a una cosa, un objeto, algo que le sirve de ayuda para entrar en ese estado que se esfuerza por alcanzar. Para él es una forma de mitigar su angustia, al menos de forma momentánea.

– ¿Qué opinas del componente ritual, de que el asesinato fuera parte de un rito? -preguntó Wittberg.

– Una cosa no tiene por qué excluir la otra. Puede tratarse de un fanático que se dedica a algún tipo de práctica ritual vudú.

– ¿Y qué puede significar el hecho de que ella esté desnuda? -quiso saber Knutas.

– La desnudez indica que el crimen tiene un componente sexual, desde luego. Quizá, curiosidad, lo cual induce a pensar que es sexualmente inexperto. También cabe preguntarse qué ha hecho con la ropa, si no habrá detrás algún componente fetichista.

– Igual que con la sangre… ¿para qué demonios la quiere?

– Recoger la sangre derramada puede ser para él una manera de conservar los sentimientos positivos que obtiene. De la misma manera que un asesino en serie suele llevarse algo de sus víctimas, un mechón de pelo, ropa o cualquier otra cosa.

– ¿Un asesino en serie?

Karin parecía aterrada.

– Sí, eso es.

El gesto de Agneta Larsvik era grave.

– Lo primordial, por supuesto, es no aferrarse a ninguna idea preconcebida, pero deberemos tener en cuenta que este asesino puede volver a actuar.

Domingo 11 de Julio

La sala de Arte Antiguo del Museo Provincial de Arqueología de Gotland, en la calle Strandgatan de Visby, estaba desierta aquel domingo por la tarde. El vestíbulo de la entrada parecía fresco en contraste con el calor que hacía fuera, en la calle, y el silencio era total. Sus pisadas retumbaban sobre el suelo de piedra. La chica de la recepción estaba detrás de la ventanilla profundamente enfrascada en la lectura de un libro y al parecer no lo oyó llegar. Se vio obligado a toser un par de veces antes de que ella finalmente alzara la vista detrás de sus gafas de concha. Sus miradas se cruzaron y él sacó la entrada sin pronunciar una palabra. Para salvar las apariencias se dio una vuelta por las salas de piedras rúnicas, tumbas prehistóricas y reconstrucciones de asentamientos de la Edad de Piedra. Al parecer era el único visitante. Un radiante domingo de verano la gente prefería estar en la playa o en su casa de veraneo antes que hacer una visita al museo. El tiempo era muy adecuado para su propósito.

Tomó la escalera de piedra que lo condujo a lo realmente interesante, la sala de los tesoros. Siempre le invadía la tristeza cuando entraba en ella. Allí sólo había una mínima parte de todas las riquezas que se habían extraído del suelo de Gotland, desde que a mediados de los años sesenta comenzaran en serio las excavaciones en la isla. Tesoros de plata, adornos y monedas.

Teniendo en cuenta su superficie, Gotland poseía mayor cantidad de tesoros arqueológicos de la época vikinga que ningún otro lugar del mundo. Allí se habían desenterrado no menos de setecientos tesoros de plata de esa época. El más conocido era el Spillings, el mayor tesoro de plata del mundo perteneciente al período vikingo. Se extrajo en Spillings, en la parroquia de Othem, en Gotland, en 1999. El tesoro pesaba sesenta y siete kilos y contenía, entre otras cosas, 14.300 monedas, casi quinientos brazaletes, veinticinco anillos y varios lingotes de plata.

Algunas de las monedas del tesoro de Spillings eran impresionantes. Sobre todo una moneda conocida como Mosemyntet, o moneda de Moisés, puesta en circulación en el reino Jázaro, que fue el imperio más poderoso de Europa oriental durante los siglos VIII y IX. Mosemyntet constituía la primera pieza arqueológica que relacionaba a los jázaros con el judaismo, lo cual la convertía en una pieza única en el mundo.

Él venía a veces aquí y se pasaba largos ratos sumido en sus fantasías acerca de la moneda, que llevaba la inscripción arábigo-judaica Musa rasul Allah, «Moisés es el emisario de Dios». Los expertos interpretaron la inscripción como judía; ésta aludía al Moisés bíblico que guió la salida de los israelitas de Egipto y recogió las tablas de piedra con los diez mandamientos en el monte Sinaí.

Había oído comentar que el tesoro quizá fuera trasladado al Museo de Historia de Estocolmo, donde podría ser admirado por un público más amplio. Un sacrilegio más.

Se sentó en un banco que había junto a la pared para repasar mentalmente su plan una última vez. Aún no había aparecido ni una sola persona.

A lo largo de las paredes había vitrinas con monedas de plata, árabes, alemanas, irlandesas, bohemias, húngaras, italianas y también suecas.

Pero no eran las monedas lo que a él le interesaba. Durante años había robado monedas de lugares bastante más accesibles que el museo, donde indudablemente el robo de una vitrina se descubriría enseguida.

En esta ocasión su objetivo era bastante más pretencioso y había ido precedido de una estricta planificación. El precio que le habían ofrecido era tan elevado que no pudo resistir la tentación, aunque entrañaba un riesgo.

Para él vender tesoros arqueológicos de Gotland no representaba ningún problema. Ya que de todas formas acabarían en la península, bien podía ganarse un dinerillo con ellos. Así al menos tenía algún control de dónde iban a parar. Y el dinero lo destinaba también a objetivos con los que sus antepasados vikingos habrían estado de acuerdo. De esa manera cerraba el círculo, así era como le gustaba verlo. En el fondo consideraba que esos objetos le pertenecían a él, al menos mucho más de lo que les pertenecían a las autoridades que decidían sacarlos de la isla. Él se quedaba con parte de los objetos, tenía sus favoritos.

En una vitrina de cristal, en el centro de la sala, resplandecía un brazalete de oro puro. Constituía el objeto más grande de oro perteneciente al período vikingo hallado en Gotland y lo habían desenterrado en la parroquia de Sundre. El brazalete estaba realizado en oro de veinticuatro quilates y fechado en torno al año 1000. Los hallazgos de piezas de oro de los tiempos vikingos eran muy escasos y allí se encontraba el mayor tesoro, sólo lo separaba de él una pared de cristal.

Se levantó y se dirigió hacia el hueco de la escalera. Miró hacia abajo, hacia la recepción, la chica de la taquilla seguía leyendo. Echó una ojeada a su reloj de pulsera. Eran las doce. Ahora todos estarían, salvo la recepcionista, almorzando. Eso era lo que había previsto. El riesgo de que lo descubrieran era inexistente y su disfraz hacía que nadie pudiera reconocerlo después. Extremó la concentración, se puso unos guantes finos y dio una vuelta rápida por las salas del piso superior. Ni un alma.

Se oyeron voces procedentes de la planta de entrada; los empleados estaban a punto de salir a almorzar. La puerta exterior se cerró de nuevo. Ahora estaba él solo con la recepcionista.

El museo carecía de cámaras de vigilancia, pero desde hacía unos años estaba provisto de alarma. Se había informado de cómo podía desconectarse, así que ese detalle estaba listo.

Sacó un pequeño destornillador del bolsillo y desmontó la vitrina de su base. Mientras tanto, tenía una oreja pendiente de la escalera, no quería que lo pillaran con las manos en la masa. Luego no tuvo más que levantar la parte superior, depositarla con cuidado en el suelo de piedra y coger el brazalete. Volvió a colocar la vitrina en su sitio y bajó tranquilamente por la escalera. La recepcionista aún seguía con la nariz hundida en el libro. Parecía como si estuviera dormida. Salió al exterior sin que nadie reparara en él y desapareció calle abajo.

Lunes 12 de Julio

El robo en la Sala de Arte Antiguo trajo como consecuencia que Johan se viera obligado a dejar a Emma y a Elin en la isla de Fårö y volver apresuradamente a Visby. Había hecho un reportaje sobre el suceso para la emisión de Noticias Regionales del domingo.

El lunes por la mañana el redactor jefe había dejado claro que quería un seguimiento de la noticia que incluyera la conmoción y las reacciones con el siguiente enfoque: ¿Cómo ha podido ocurrir algo así? Todo listo y empaquetado en su mollera de redactor, pensó Johan sarcástico, aunque estaba de acuerdo en que era razonable que se hiciera un seguimiento de la noticia. A él lo asombraba más el hecho de que el ladrón hubiera podido desconectar la alarma, ¿se trataba de un robo perpetrado desde dentro? Y en ese caso, ¿cuántos robos semejantes se habían llevado a cabo con anterioridad? Había pedido al archivo copias con los recortes de robos de tesoros arqueológicos en Gotland aparecidos en la prensa y las copias habían llegado por fax. La mayoría se refería a personas llegadas del extranjero con detectores de metales que saqueaban los tesoros de plata de la isla.

En un ejemplar del Gotlands Tidningar de hacía seis meses, encontró un artículo que le llamó la atención: «Presunto robo en el almacén del Museo Provincial».

Ninguna de las personas a las que había entrevistado en relación con el robo había mencionado que habían desaparecido objetos en ocasiones anteriores. En realidad el artículo hablaba de los robos en el almacén situado en otra parte de la ciudad y por eso quizá no fuera tan raro que nadie hubiese dicho nada. Lógicamente no querrían dar a los robos más publicidad de la necesaria.

El artículo trataba de la desaparición de varias monedas del almacén donde se guardaban todos los hallazgos arqueológicos que no estaban expuestos. La Sala de Arte Antiguo sólo tenía espacio para mostrar una pequeña parte de todo lo que se desenterraba en la isla. En el artículo entrevistaban a Eskil Rondahl, responsable del depósito, a quien el asunto de la desaparición de las monedas le parecía grave.

Johan buscó el número de teléfono del almacén y le pasaron con Rondahl.

Se escuchó una voz áspera y seca en el otro extremo del hilo.

– ¿Sí?

– Me llamo Johan Berg y llamo de Noticias Regionales, de la Televisión Sueca.

Silencio. Johan continuó:

– Llamo a propósito del artículo publicado en el Gotland-Tidningar hace medio año que trataba del robo de monedas del almacén.

– ¿Ah, sí?

– ¿Lo recuerda? Usted es la persona a quien entrevistaban en el artículo.

– Sí, ya lo sé. Aquel robo quedó resuelto.

– ¿Cómo?

– Resulta que no se había cometido ningún robo. Aparecieron las monedas que faltaban. Habían ido a parar a otro sitio, sencillamente.

– ¿Cómo que habían ido a parar a otro sitio?

– La razón fue un descuido del que me hago responsable. Cuando nos llegan monedas, las depositamos en la sección de seguridad especial, donde guardamos los objetos valiosos y aquellos más susceptibles de ser robados. En ese proceso se extravió un cajón con monedas, pero lo encontramos después. Sí, fue bastante embarazoso para mí, así que es una historia que prefiero olvidar.

– Lo comprendo. ¿Han sufrido otros robos?

– De los que podamos estar seguros, no, pero sí que ocurre a veces que desaparecen cosas.

– Pero ése es un tema serio, la gente no puede ir por ahí robando cosas que tienen mil años de antigüedad, ¿no? ¿Qué piensa la policía de ello?

– No les preocupa especialmente. No hay ningún policía comprometido con el tema de los robos de restos arqueológicos, semejantes asuntos están en la cola de su lista de prioridades -refunfuñó Rondahl-. Y ahora por desgracia no dispongo de más tiempo.

Johan le dio las gracias y colgó el teléfono.

La conversación le había dejado algo desconcertado. ¿Se estaban cometiendo robos sin que nadie se ocupara de ello?

Llamó a la universidad y pidió que le pasaran con un arqueólogo. Sólo pudieron localizar a Aron Bjarke, profesor de teoría. Johan le refirió el artículo que había leído y lo que le había dicho Eskil Rondahl.

Bjarke corroboró en parte la descripción.

– Es posible que se robe algún objeto aislado sin que nadie lo descubra, pero lo peor no es que desaparezcan pequeños objetos aquí y allá. El mayor problema son los buscavidas que vienen hasta Gotland para buscar tesoros de plata. Hace unos años se aprobó una nueva ley para poner fin a los saqueos. En la actualidad está prohibido utilizar detectores de metales en Gotland sin un permiso especial del Gobierno Civil. El año pasado la policía detuvo a dos ingleses sorprendidos con las manos en la masa cuando buscaban tesoros con un detector de metales.

– ¿Adónde van a parar las piezas robadas?

– Hay coleccionistas en todo el mundo dispuestos a pagar sumas considerables por un adorno de plata, por ejemplo, o por una moneda de hace mil años. Por no hablar de todas las maravillosas joyas que encontramos del período vikingo. Es evidente que hay un gran mercado y mucho dinero en juego.

– ¿Se siguen produciendo robos?

– Con toda seguridad, sólo que la policía no se interesa por ellos.

– ¿Puede hablarme de algún caso concreto que conozca?

Bjarke guardó silencio un instante.

– No, la verdad es que no puedo. En este momento, no.

Viernes 23 de Julio

Habían pasado casi dos semanas desde el robo en la Sala de Arte Antiguo. Aún no habían detenido a nadie, ni por el asesinato de Martina, ni por los incidentes con las cabezas de caballo, ni por el robo. Knutas no creía que existiera realmente relación alguna entre los delitos, pero había pedido a la persona que estaba al frente de la investigación del robo que lo mantuviera informado en todo momento de los progresos de las pesquisas. No obstante, todos esos casos tenían una cosa en común: su resolución parecía muy lejana.

Knutas había considerado que no podía viajar a Dinamarca para reunirse con su familia, que pasaba allí las vacaciones, mientras el asesinato de Martina Flochten siguiera sin resolverse. Lo cual no impedía que echara de menos unas vacaciones con golf y pesca y poder sentarse en la terraza con una copa de vino y un buen libro. Estaba agotado y comenzaba a sentirse frustrado de verdad. Nada salía como él esperaba. Cuando apareció la cabeza cortada del caballo en casa de Gunnar Ambjörnsson, pensó que el trabajo de investigación quizá despegaría, pero no había sido así. Line y los niños habían vuelto de las vacaciones, morenos y descansados, sin que él tuviera ninguna noticia alentadora que dar sobre la marcha de la investigación.

El hecho era, en resumidas cuentas, que la policía no había hecho ningún progreso. Los pocos vecinos de Ambjörnsson que se encontraban en casa la tarde en que se produjo el incidente no habían visto ni oído nada, a excepción de una señora mayor que había observado la presencia de un coche desconocido en la calle. De qué marca o qué modelo, eso no lo sabía, sólo que era rojo y grande. Quizá fuera el coche del agresor, una cabeza de caballo no era una cosa con la que uno pudiera ir por ahí dando vueltas a pie. La policía todavía no había recibido ninguna notificación denunciando la desaparición de un caballo o el hallazgo del cuerpo maltratado de un caballo. Knutas se preguntaba cómo era posible. Sólo conocía un lugar donde un caballo podría desaparecer sin que nadie lo descubriera enseguida y ese lugar era la reserva de ponis de Gotland del páramo de Lojsta; la única pega era que la cabeza no pertenecía a esa especie.

La policía no quiso emitir ninguna orden de búsqueda porque en ese caso el incidente habría salido a la luz pública. Una cabeza de caballo clavada en el extremo de una estaca colocada en la puerta de un alto cargo político provocaría sin duda gran inquietud, tanto entre los turistas como entre los residentes. En el peor de los casos podría significar un golpe mortal para la construcción del complejo hotelero. Los capitales extranjeros quizá se retrajeran y Gotland no podía permitirse eso. Knutas se había reunido tanto con el jefe de la policía provincial como con el gobernador civil y con el presidente de la comisión municipal de gobierno, y todos coincidían en que el incidente debía mantenerse en secreto.

Que los medios no se hubieran enterado del asunto era tan sorprendente como providencial. Quizá tuviera que ver con el hecho de que el delito hubiera ocurrido justo en la época veraniega. Muchos de los periodistas locales con amplias redes de contactos estaban de vacaciones y sus puestos los ocupaban sustitutos. Knutas estaba muy impresionado de que todos los implicados hubieran mantenido efectivamente su promesa de no decir nada.

En cambio, con el trabajo de la policía no se sentía tan satisfecho. En lo referido al trágico y brutal asesinato de Martina Flochten se movían todavía a ciegas. La policía había interrogado a los pocos conocidos que la joven tenía en la isla, entre ellos a Jacob Dahlén, el dueño del hotel. Por desgracia sus declaraciones no sirvieron para hacer avanzar la investigación y aseguró que ese verano ni siquiera había visto a Martina.

Tampoco los colegas de la Policía Nacional habían aportado nada particularmente interesante. Agneta Larsvik se había ido a pasar el fin de semana a Estocolmo y Kihlgård, aunque era un tipo competente, en esta ocasión su aportación al trabajo policial había sido, por decirlo suavemente, más limitada que de costumbre. Sin embargo, había conseguido una cosa, animar a Karin. Había estado mucho más contenta desde que él llegó a Gotland. A veces a Knutas le daba por pensar que entre ellos dos había algo, pero seguro que no era más que su sensiblería habitual cuando se trataba de Karin.

Johan y Pia habían preparado una serie de reportajes sobre el recalentamiento del mercado inmobiliario en Visby, que habían sido muy bien acogidos por la redacción de Noticias Regionales en Estocolmo. En pleno verano era difícil encontrar temas interesantes que no trataran del turismo, el ocio nocturno o la calidad de las playas.

En Estocolmo, Grenfors, el redactor jefe, estaba de vacaciones y lo sustituía una reportera que solía incorporarse como redactora cuando era necesario. Por lo general, dejaba a Johan trabajar en paz. Él sólo podría disfrutar de algunos días sueltos libres, puesto que tenía un trabajo temporal de verano en Gotland. Hasta septiembre no podía contar con coger días de vacaciones. Con cautela le había comentado a Emma que sería divertido que pudieran viajar juntos a algún sitio. Ella parecía indecisa. Elin quizá era demasiado pequeña para volar.

En ocasiones Johan estaba sinceramente cansado de Emma; de que no acabara de aceptar que él era su pareja y le permitiera trasladarse a vivir con ella. No es que pensara conformarse con vivir en la casa donde ella y Olle habían creado su vida en común, pero era lo que había para empezar. Por el bien de Sara y de Filip tendría que aceptarlo. Y estaba dispuesto. Pero empezaba a estar harto de la matraca de Emma sobre lo complicada que era su vida. Estaba hasta la coronilla. ¿Y él? Lo había sacrificado todo por ella. Había dejado su trabajo, su piso, sus amigos y toda su vida en Estocolmo para trasladarse a vivir a una isla donde casi no conocía a nadie. Nunca se quejaba. Era como si no hubiera espacio para él.

Al principio le pareció comprensible. Emma estaba en los últimos meses de embarazo y luego llegó el parto, con todo lo que eso implicaba. Pero en algún momento debería estar dispuesta a seguir adelante con su vida y permitirle que ocupara un lugar en ella. Habían discutido la tarde anterior cuando Johan sacó el tema y no habían hablado desde entonces. En ese momento lo que más le apetecía era salir y emborracharse como una cuba.

La llegada de Pia a la redacción interrumpió sus pensamientos.

– Hola.

Dejó la cámara, el trípode y la funda de la cámara.

– ¿Dónde has estado?

– Fuera, grabando algunas escenas estivales estupendas. Me parece que podíamos presentarlas como imágenes finales. Eso siempre es divertido y no tenía otra cosa que hacer. Y a ti tampoco se te ocurren ideas brillantes, que digamos.

Le sonrió provocadora y se sentó frente al ordenador para descargar las fotos.

Johan la observaba mientras trabajaba. Pia era guapa, guapa de verdad. Era como si no la hubiera visto antes. Cierto que para su gusto tenía un perfil demasiado punki, pero era dulce y femenina, y al mismo tiempo sabía lo que quería. Eso era algo que Johan apreciaba. Pia siempre tenía opiniones acerca de lo que ocurría en el mundo. Se implicaba. ¿Cuándo habían discutido últimamente Emma y él sobre algún fenómeno social actual? Y, sobre todo, ¿tenía realmente algún interés en saber lo que pasaba a su alrededor? Hasta entonces ni siquiera se le había ocurrido pensarlo. Trató de recordar cuándo había sido la última vez que habían mantenido una discusión política o habían hablado de algún problema mundial actual. Esa reflexión le dio que pensar. El enamoramiento había eclipsado tantas cosas que ni siquiera estaba seguro de cuáles eran las inclinaciones políticas de Emma.

– Qué callado estás. -Pia giró la cabeza y lo miró-. ¿Qué te pasa?

Johan volvió en sí. Se había sumido en sus cavilaciones y seguro que había permanecido sentado, mirándola con cara de tonto sin darse cuenta.

– ¡Bah, nada! -contestó encogiéndose de hombros, esos nuevos pensamientos lo indignaban y escocían.

– Parece que necesitas animarte. ¿Salimos a tomar una cerveza?

– Estupendo.

Abandonaron la redacción y salieron a una tarde estival propia del Mediterráneo. Eran poco más de las siete y tanto los restaurantes como los bares comenzaban a llenarse de turistas bronceados con ganas de fiesta. Fueron a un bar de Stora Torget y se sentaron en la terraza.

– ¿Qué tal estás, en realidad? -preguntó Pia cuando tuvieron cada uno su cerveza grande, bien fría.

– Bien, creo. Han pasado tantas cosas últimamente que no sé si voy o vengo.

– Ser padre es un enorme desafío, eso está claro -Pia probó un sorbito de cerveza-. Por cierto, ¿por qué no estás esta tarde con Emma y con Elin?

– Emma está en casa con sus otros hijos, Sara y Filip. Han estado de vacaciones con su padre en el extranjero, así que hace tiempo que no se ven. Por eso quería estar a solas con ellos.

– Bueno… Eso es comprensible.

– Sí, pero a veces me parece que no hago más que tener consideración hacia ella y hacia su otra familia.

– ¡Uf, eso debe de ser muy jodido! -reconoció Pia-. Como si no fuera ya lo suficientemente complicado mantener una relación de las llamadas «normales» -dijo alzando los ojos.

– Y tú, ¿qué? ¿Cómo lo llevas? -preguntó Johan con curiosidad. Pia nunca le había contado si tenía novio y a él no se le había ocurrido preguntárselo-. ¿Tienes pareja?

– Pareja, lo que se dice pareja, no. Digamos que tonteo con un chico de vez en cuando, cuando nos va bien.

– ¿Estás hablando de sexo entre amigos?

– No, él me gusta de verdad pero lo nuestro nunca llegará a nada, no sé si me entiendes. Estamos siempre en el mismo punto y así no vamos a ninguna parte.

– Más o menos como Emma y yo, entonces.

– ¡Pero, hombre! ¡Si acabáis de tener una niña!

– Sí, es verdad. Pero por alguna extraña razón me parece que eso no ha significado tanto para la relación en sí. Por raro que pueda sonar. Emma tiene mil argumentos para justificar por qué no quiere que nos mudemos a vivir juntos, por ejemplo.

– Tienes que darle tiempo, estoy segura de que lo entiendes. Su vida ha saltado en pedazos y tiene otros dos hijos en los que pensar. Más el problema de hacer que funcionen las cosas con su ex. No es tan raro que no pueda salir volando. Elin sólo tiene unas semanas, ¿no?

– Sí, claro dijo Johan, sorprendido de que Pía no le hubiera dado la razón.

Con lo bien que le vendría un poco de apoyo en ese momento. Vació la cerveza y se levantó.

– ¿Quieres tomar otra?

– Claro.

La barra estaba abarrotada de gente y la música a tope. Johan disfrutaba de la animación de la ciudad. Visby era un hervidero de gente en verano y de no haber sido por Emma seguro que habría salido todas las noches. Mientras esperaba para pedir recorrió la barra con la vista.

De repente vio a alguien que le resultó conocido. El hombre estaba de espaldas a Johan hablando con una chica guapa y rubia que no podía tener más de veinticinco años. Ella le sonreía y daba sorbitos a un vaso que parecía contener vino espumoso o quizá champán. Al brindar con la joven que lo acompañaba se volvió lo suficiente como para que Johan pudiera verlo de perfil.

Era Staffan Mellgren.

Sábado 24 de Julio

Al día siguiente Staffan Mellgren se quedó bastante tiempo en la zona de excavaciones. La noche anterior se le había hecho tarde. Estaba cansado y con resaca, pero prefería trabajar antes que tener que explicarle a Susanna por qué se había quedado a dormir en la ciudad. Aunque sospechaba que su esposa sabía lo que hacía y que no le preocupaba lo más mínimo si veía a otras mujeres, era como si disfrutara fingiendo lo contrario. Interpretaba el papel de esposa crédula, injustamente tratada, sólo por el placer de verlo sufrir.

En el coche, de camino a casa, llamó a Susanna, quien tras la discusión de rigor aceptó el pretexto de que tenía mucho trabajo extra y, ofendida, le echó en cara que era la tercera vez que no cenaba en casa aquella semana. Él le siguió el juego y le explicó que tenía mucho que hacer durante las excavaciones propiamente dichas del curso. Cosa que por otra parte era totalmente cierta. Y más en esta ocasión, ya que las excavaciones se habían retrasado como consecuencia de la muerte de Martina Flochten y de la conmoción y el ambiente que se había creado entre los estudiantes que participaban en ese curso. Algunos decidieron dejarlo, pero la mayoría seguía, algo por lo cual les estaba muy agradecido. Habían pasado tres semanas desde el asesinato y aún recordaban constantemente lo sucedido. El hecho de que no hubieran detenido a ningún culpable no contribuía precisamente a mejorar la situación. Eso era lo que Mellgren trataba de explicarle a su esposa, pero ella no se tragaba la píldora y lo acusaba de descuidar a su familia. Staffan había perdido ya la cuenta de las veces que se lo había dicho. Se arrepentía más que nada de haberla llamado y trató de ablandarla ofreciéndose a echar de comer a las gallinas cuando llegara a casa.

Vivían en Lärbro, unos treinta kilómetros al norte de Visby, así que aún tenía que conducir un trecho. Puso el volumen del estéreo a tope y disfrutó de la música. Le ayudaba a relajarse.

Se preguntó cuándo desapareció el amor entre ellos. No recordaba cuándo fue la última vez que vio algo de calor en su mirada. Vivía en un frío matrimonio ficticio en el que hacía mucho tiempo que se les atragantó la risa. Quizá fuera inevitable el divorcio, pero él era demasiado cobarde para dar el primer paso.

Lo retenían los niños. Eran tan pequeños todavía, el mayor sólo tenía diez años. No tenía fuerzas ni ganas de romper su matrimonio justo ahora. Eso tendría que esperar. Entre tanto tendría que hacer lo que pudiera para soportarlo. Y eso era lo que hacía.

Cuando giró y entró en el patio todo estaba en silencio. A esas horas los niños estarían acostados. Lo mejor sería ir directamente al gallinero.

Su granja tenía vistas sobre los prados y los campos de cultivo. Contempló la casa de piedra revocada en blanco, las ventanas pintadas de azul con sus cortinas y macetas, y el porche con sus filigranas de madera. A un lado estaba el taller donde su mujer moldeaba sus cacharros de barro, tenía hasta su propio horno. ¡Cuánto la había admirado antes por ello! ¿Cuándo fue la última vez que hablaron de sus tiestos?

El ruinoso establo que habían proyectado pintar durante el verano seguía como estaba. De momento los planes se habían quedado en eso. ¿Para qué iban a pintar? ¿Qué sentido tenía hacerlo? Ninguno.

De pronto lo invadió la melancolía y se sentó en el banco que había fuera del taller de alfarería y apoyó la cabeza entre las manos. Enseguida iría a echar de comer a las gallinas, sólo tenía que sacar fuerzas primero. Habían convertido la mitad del establo en gallinero. Aunque ahora ya diera igual. Al principio, cuando estaban enamorados y dejaron Visby para vivir en el campo, la idea de tener un gallinero les pareció muy romántica a los dos. Después fueron pasando los años, el romanticismo desapareció y las gallinas se quedaron allí.

Sentía cómo se le escapaba la vida mientras él permanecía en el borde mirando. Los días llegaban y se iban sin que ocurriera nada. Su mujer y él continuaban con sus pequeñas discusiones habituales, no tenían ninguna vida sexual y las cosas cotidianas se sucedían unas a otras en una corriente sin fin.

Ahora hacía bastante tiempo que no tenían una bronca de verdad, no les quedaban ganas ni para discutir. Sólo aquella acritud y un creciente distanciamiento. Y no es que él necesitara su cariño. Ya no lo necesitaba.

Se levantó y cruzó lentamente el patio en dirección al gallinero. La noche era hermosa y apacible. El perfume a jazmín procedente de los arbustos que había delante de la casa se mezclaba con el olor a gallinaza.

Las gallinas daban vueltas por el patio picoteando acá y allá con suaves cloqueos. Esta noche estaban más calladas que de costumbre.

De repente advirtió que había algo que asomaba por encima de la puerta abierta del establo. Estaba demasiado lejos para poder ver lo que era, pero allí había algo, eso estaba claro. De vez en cuando se vislumbraba tras el balanceo de las ramas del arce que daba sombra al edificio por ese lado.

Sin saber por qué vaciló y se detuvo. Miró inseguro a su alrededor pero no pudo descubrir a nadie. De golpe se extendió por el patio una atmósfera ominosa.

Cuando se acercó lo suficiente lo invadió el miedo. A primera vista le costó comprender lo que veía. Poco a poco lo vio con claridad y su cerebro captó el sentido.

La presencia de la sanguinolenta cabeza de caballo le produjo un choque al principio, pero no tardó mucho en comprender exactamente qué significaba todo eso.

Domingo 25 de julio

El calor estival hacía que la gente caminara con desidia y que Knutas se tuviera que cambiar de camisa varias veces al día. Sus pensamientos fluían como sirope viscoso, a menudo extraviados, y la solución de la excepcional investigación parecía más lejana que nunca.

Line y los niños estaban en la casa de veraneo, pero no soportaba la idea de estar allí sin hacer nada.

Desde primeros de junio no había llovido ni un solo día, lo cual no contribuía a mejorar su irritación. Estaba de un humor pésimo y, cuando sonó el teléfono, emitió un rugido a modo de saludo.

– Hola, mi nombre es Susanna Mellgren.

– Hola.

– Mi marido, Staffan Mellgren, es el responsable de las excavaciones en Fröjel -explicó la mujer.

– Ah, sí, claro -se apresuró a decir Knutas, que al principio no había caído en la cuenta.

– No quiere que llame, pero creo que debo hacerlo.

– ¿Y eso?

– Ayer por la noche encontramos una cosa muy rara fuera del gallinero.

– ¿Ah, sí?

– Había una cabeza de caballo clavada en el extremo de un palo.

Knutas se espabiló de inmediato.

– Alguien debió de colocarla ahí por la tarde. Staffan la descubrió cuando volvió a casa después del trabajo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Estaba colocada en un palo de madera bastante grueso, en realidad no sé qué tipo de palo es, pero alguien había clavado en el extremo superior la cabeza de un caballo degollado. Un caballo de verdad.

– ¿Dónde se encontraba ese palo?

– Tenemos un viejo establo que usamos en parte como gallinero. Estaba delante de la puerta, apoyado contra la pared, totalmente a la vista.

– ¿Cuándo sucedió eso?

– Ayer por la noche.

– ¿Y no ha llamado hasta ahora?

Knutas miró el reloj. Eran las dos y cuarto.

– Lo siento, pero Staffan no quería contárselo a nadie. Dijo que sólo serviría para asustar a los niños, y que no quería darle mayor importancia. Parece bastante tranquilo, la verdad. Como si no fuera importante. Pero yo considero que es muy desagradable y por eso he pensado que debía ponerme en contacto con la policía, diga lo que diga él.

– Ha hecho usted bien en llamar. ¿Sigue ahí la cabeza de caballo?

– No. Staffan se la llevó de aquí y la tiró en una zanja. No quería que la vieran los niños. Ellos ni se han enterado de lo que ha ocurrido.

– ¿Sabe dónde la ha tirado?

– Sí, de hecho he ido allí a echarle un vistazo. La he cubierto con hierba y ramas para que ningún animal pudiera destruir las huellas.

– Nosotros, por supuesto, debemos ir hasta allí para verla inmediatamente.

– Está bien. Staffan salió esta mañana temprano y dijo que iba a estar fuera todo el día. No quiso decirme adónde iba. Preferiría que no se enterara de que he llamado.

– Lo siento, pero me temo que eso va a ser imposible -respondió Knutas-. Estamos investigando un delito anterior contra un caballo, además del asesinato de la joven que participaba en su curso. Parecen demasiadas casualidades para no relacionar todos estos casos. Espero que lo comprenda.

– Sí, claro -dijo Susanna Mellgren con voz contenida-. ¿Pero qué tiene que ver Staffan con todo eso?

Knutas no contestó a su pregunta.

Knutas, Erik Sohlman y Karin salieron juntos hacia Lärbro.

La granja estaba a un par de kilómetros del pueblo propiamente dicho y contaba con una vivienda, un pequeño cobertizo de madera que al parecer servía de taller y un establo. Veinte gallinas daban vueltas plácidamente alrededor picoteando la hierba seca del verano.

Susanna Mellgren abrió la puerta tras la primera llamada. Era una mujer alta, con el cabello negro y corto, vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta. A Knutas le pareció guapa con aquellos ojos negros y la piel aceitunada. No puede ser cien por cien sueca, alcanzó a pensar antes de que ella le tendiera la mano y lo saludara.

– ¿Puede enseñarnos dónde encontraron la estaca con la cabeza del caballo? -le pidió.

– Claro, síganme.

Caminó delante de ellos hacia el establo. Las gallinas cacareaban y se arremolinaban a su alrededor.

– Fue justo aquí, al lado de la puerta del gallinero -explicó señalando la pared.

– ¿Y no han visto últimamente a ninguna persona desconocida rondando por aquí?

– No, ni Staffan ni yo hemos visto a nadie. He preguntado a los niños, con un poco de habilidad, claro, porque en realidad no saben lo que ha pasado, pero parece que tampoco han visto nada raro. Quien haya colocado la cabeza del caballo tiene que haberlo hecho entre las ocho y las nueve de la noche. Un poco antes de las ocho salí a buscar a los niños, que estaban jugando fuera, y entonces no vi a nadie. Luego, poco después de las nueve, llegó Staffan a casa.

– Bien -dijo Knutas dándole ánimos y lo apuntó en su bloc-. Cuanto menos margen de tiempo haya, más fácil nos resultará a nosotros. Hay algo que quiero pedirle: no le cuente esto a nadie, es importante que no salga a la luz. Sobre todo por los niños.

– Lo comprendo -dijo Susanna Mellgren algo insegura-. Aunque mi madre…

– No importa, siempre y cuando no lo vaya contando por ahí. Bueno, ¿dónde está esa cabeza de caballo?

– Hay que andar un poco -contestó.

– Será mejor que vayamos con el coche, nos llevaremos la cabeza -aclaró Sohlman.

– ¿Ah, sí?

La mujer parecía indecisa y su mirada dejó traslucir una nueva inquietud.

– Sí, claro, hay que examinarla con detenimiento. Al comparar las muestras procedentes de la cabeza con las del cuerpo del caballo degollado, tal vez podamos, en el mejor de los casos, obtener alguna evidencia que nos ayude a resolver el caso -le explicó Sohlman pedagógicamente.

– Antes de marcharnos me gustaría echar un vistazo a su casa. ¿Le importa? -inquirió Knutas.

– No, claro que no.

Susanna Mellgren los guió hasta el interior de la vivienda. Era una casa de estilo tradicional con los suelos tratados con aceites naturales, muebles rústicos y una decoración en la que predominaban los tonos blancos, lo que le daba un aspecto luminoso y hogareño. Los amplios alféizares estaban cubiertos con macetas de barro, con tallas de madera y esculturas de cerámica de diferentes tamaños. Había ropa, pelotas y juguetes esparcidos por todas partes. En la cocina había una señora mayor sentada leyéndole un cuento al niño que tenía en sus rodillas. Levantó la vista y saludó cortésmente a los agentes con una inclinación de cabeza cuando éstos aparecieron en el hueco de la puerta.

– Es mi madre -explicó Susanna-. Ha venido hoy para ayudarme con los niños.

Fueron con dos coches. Karin acompañó a Susanna en el primero y Sohlman y Knutas las siguieron en el otro.

Después de conducir varios kilómetros por la carretera asfaltada que se alejaba de Lärbro torcieron y entraron en un camino rural. Susanna detuvo el vehículo junto a una tierra de cultivo y unos árboles que se alzaban al lado del camino, bordeado por una cuneta.

La mujer bajó a la cuneta y empezó a retirar hierba y ramas.

Knutas y Sohlman no tardaron en seguir sus pasos y ayudarla. Karin prefirió quedarse en el borde del camino mirando. Le costaba mucho soportar la presencia de cuerpos muertos, ya fueran de animales o de personas. Ingenuamente había pensado que con el tiempo llegaría a acostumbrarse, pero aquella aversión más bien había empeorado con los años. Cuanto más veía, más insoportable le parecía.

Cuando la cabeza estuvo al descubierto, salieron de la cuneta y la observaron desde el camino.

– No cabe la menor duda, ¿no os parece? -preguntó Knutas.

– Está claro que se trata de un poni de Gotland y parece que es la cabeza del caballo de Petesviken, no hay duda -afirmó Sohlman.

– Pues está muy bien conservada -farfulló Karin en el pañuelo que tenía apretado contra la boca-. Y no huele mucho, ¿no?

– No, ha estado congelada, como la cabeza que apareció en casa de Ambjörnsson.

Lunes 26 de Julio

El domingo por la tarde Knutas intentó varias veces ponerse en contacto con Mellgren pero no consiguió dar con él. No contestaba al móvil y cuando habló con Susanna Mellgren a última hora de la tarde, seguía sin noticias de su marido.

Todo el asunto era, cuando menos, desconcertante. Mellgren había sufrido la misma experiencia terrorífica que Gunnar Ambjörnsson. Sin embargo, según su mujer, no parecía particularmente preocupado.

Knutas había salido de casa sin desayunar. Tenía prisa por llegar a la comisaría. Ya en el trabajo se sacó una taza de café y un bocadillo de las máquinas expendedoras. Un panecillo de centeno con queso y unos trozos secos de pimiento eran lo único que quedaba. Y había estado allí todo el fin de semana, claro.

Sonó el teléfono de su despacho justo cuando estaba tratando de sacar el bocadillo del estrecho compartimento. Mientras iba por el pasillo para coger el teléfono se le cayó la mitad del café al suelo, soltó una maldición y sólo pidió que no le hubiera salpicado nada en los pantalones.

Era Staffan Mellgren.

– Siento no haber podido llamar antes, pero he estado muy ocupado y se me olvidó el móvil en casa -se disculpó.

– ¿Por qué demonios no dijo nada de la cabeza de caballo?

– Me sentí aterrado, no sabía qué hacer.

– ¿Sabe si hay alguien que quiera hacerle daño?

– No lo creo.

– ¿Ha estado involucrado en alguna pelea o ha discutido con alguien últimamente?

– No.

Así que Mellgren aseguraba ahora que se sintió aterrado. Eso encajaba mal con la versión de su mujer. Sin duda, estaba ocultando algo.

– ¿Es decir, que no tiene ni idea de por qué esa cabeza de caballo acabó en su casa?

– Cierto.

– ¿Me quiere contar la verdadera razón por la que no llamó a la policía cuando descubrió la cabeza del caballo?

– ¡Por Dios! ¿Es que no oye lo que le digo? -bramó Mellgren indignado-. Quedé conmocionado y no supe qué hacer. Entonces recordé que una de mis alumnas había sido asesinada y me pregunté si podía existir alguna relación entre ambas cosas.

– ¿Qué relación podría haber, según usted?

– ¿Cómo cojones quiere que lo sepa?

– Este asunto de la cabeza del caballo no puede, bajo ningún pretexto, salir a la luz pública. ¿Se lo han contado a alguien?

– No, claro que no.

– No se lo digan a nadie, por el amor de Dios, de lo contrario tendrán un periodista detrás de cada arbusto.

– Susanna y yo ya hemos hablado de ello, y los niños no saben nada. Los únicos que lo saben son sus padres y no dirán nada.

– Está bien. Ahora voy a hacerle otra pregunta, y quiero que sea sincero de una vez por todas. ¿Qué relación había realmente entre Martina y usted?

Mellgren suspiró de modo ostensible.

– Ya se lo he dicho, no había nada entre nosotros.

– Ya me ha mentido anteriormente a la cara cuando afirmaba que todo estaba bien entre su mujer y usted -le soltó Knutas irritado-. Su mujer ha confesado sus infidelidades, que continuamente tiene nuevas aventuras. Perdone la franqueza, pero me parece que tiene, por decirlo suavemente, un matrimonio bastante mediocre. ¿Por qué iba a creerlo ahora?

Knutas no obtuvo ninguna respuesta. Mellgren ya había colgado el teléfono.

Knutas abrió la reunión de la Brigada de Homicidios contando lo de la cabeza del caballo en casa de Mellgren.

– ¿Qué es lo que está pasando aquí en realidad? -gritó Kihlgård tan indignado que las migas de pan formaron remolinos. Tenía la boca llena de pan de centeno de Gotland recién salido del horno.

– Sí, parece que esto no hace más que complicarse -suspiró Knutas-. Mellgren encontró la cabeza de caballo clavada en la punta de una estaca al lado del gallinero el sábado por la noche. Nosotros no tuvimos conocimiento de ello hasta ayer por la tarde, cuando llamó su mujer. Al parecer él quería que lo mantuvieran en secreto.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Kihlgård.

– Él me ha dicho que se sintió presa del pánico y no sabía qué hacer. Al mismo tiempo Susanna Mellgren asegura que parecía de lo más tranquilo cuando encontraron la cabeza. Las versiones de ambos son diametralmente opuestas. Hay algo que no encaja, es evidente. Pero ese asunto en concreto de momento lo dejaremos a un lado. Lo que quiero discutir antes de nada es qué significado tiene el hecho de que Mellgren haya sufrido el mismo incidente esperpéntico que Gunnar Ambjörnsson.

– Se trata de una amenaza, igual que la cabeza aparecida en casa de Ambjörnsson -constató Norrby sin más.

– Aunque él, que sepamos, no ha recibido ninguna otra advertencia después -terció Wittberg.

– ¡Qué raro! -exclamó Karin poniendo los ojos en blanco-. Pero si ha estado en el extranjero desde entonces.

– Volverá dentro de una semana -cortó Knutas-. Y la seguridad de estas personas puede estar amenazada. Deberíamos sopesar la conveniencia de ponerles vigilancia.

– ¿Disponemos de recursos para hacerlo? -preguntó Karin arqueando las cejas.

– En realidad, no.

– Pero ¿realmente hay motivos para considerar que Mellgren está amenazado? -objetó Wittberg-. Quizá esté él mismo implicado en esto. ¿Por qué no denunció inmediatamente el incidente? ¿Y por qué se mostró tan frío? Eso, al menos a mí, me resulta sospechoso.

– Absolutamente -afirmó Karin-. Mellgren tiene que tener un muerto en el armario. Disculpa la metáfora.

– Además ha tenido un montón de aventuras. ¿No podría tratarse de alguna amante vengativa?

Kihlgård parecía entusiasmado con su hipótesis conspiratoria.

– ¿Y que también tenía una relación con Ambjörnsson? -replicó Karin-. ¿Estás hablando de una mujer enamorada que en un momento de pasión mata caballos y los degüella para colocar luego las cabezas empaladas en las casas de sus antiguos amantes? No suena muy creíble, la verdad.

Le dio un codazo cariñoso en el costado a su colega.

– No infravalores nunca la fuerza del amor -la pinchó Kihlgård con voz solemne amenazándola con el índice como un predicador mormón.

– Dejaos ahora de tonterías -interrumpió Knutas enojado-. Esto no es el patio de recreo. Tenemos que recabar más información acerca de Mellgren. ¿Quién es en realidad? ¿Qué hace en su tiempo libre? ¿Está metido en política? ¿Qué relación puede haber entre él y Ambjörnsson?

– Sí, merece la pena investigarlo. Quizá se enfrentaron a propósito en alguno de los proyectos urbanísticos. En los proyectos inmobiliarios se suele consultar a los arqueólogos -sugirió Kihlgård.

– Aquí, en Gotland, tienen que hacerlo en casi todas las construcciones -explicó Karin-. La isla está literalmente plagada de tesoros arqueológicos.

– Otra cosa que merece la pena indagar, como bien dice Wittberg, es por qué permaneció indiferente después de descubrir la cabeza de caballo, eso es al menos lo que afirma su mujer -dijo Knutas-. Pero a mí me ha dicho que se sintió presa del pánico, y que por eso no se puso inmediatamente en contacto con la policía.

– Muy extraño -Kihlgård se rascó la cabeza-. Ese tipo miente, está claro.

– Debe de ser un tipo duro de verdad -terció Karin-. Primero su mujer se ve expuesta al espanto de que le coloquen en su casa una cabeza de caballo clavada en una estaca y ¿qué hace su marido? Se larga y la deja sola, aterrada y conmocionada, con los cuatro niños. Y por si no fuera suficiente, ¡se niega a decir adonde va!

– Pasa totalmente de ella, eso es evidente -constató Wittberg.

– Ya habíamos sido capaces de llegar a esa conclusión -dijo Knutas-. Pero ¿adonde fue con tanta prisa?

Elevaba un espejo invisible en la mano en el que veía a sus padres. A veces sus caras desaparecían; hiciera lo que hiciese, no conseguía que volvieran a aparecer. Había sufrido una interferencia.

A primera hora de la tarde, cuando estaba pintando la áspera superficie de la fachada con pasadas rítmicas, y en el aire se respiraba paz y tranquilidad, apareció el hombre por detrás de la fachada lateral de la casa.

No es que aquello fuera ninguna sorpresa para él, esperaba al visitante. El encuentro habría podido acabar en desastre, pero había logrado contener su ira. Habían conversado y estaba enojado porque el intruso había conseguido su propósito de alterarlo.

Cuando se marchó, se sintió destrozado y le llevó un buen rato volver a encontrar un cierto equilibrio. Entonces su convicción se fortaleció y en su imaginación pudo saborear por adelantado la dulzura de la venganza.

Se sentó en el montículo que había formado hacía sólo unas semanas, otro lugar sagrado que le transmitía paz interior.

La tierra ocultaba sus secretos, la verdad palpitaba bajo su superficie pugnando por salir al exterior. Pronto llegaría el momento. El laberinto por el que había peregrinado a lo largo de toda su vida estaba a punto de abrirse. Las esquinas y los recovecos, los desvíos y callejones sin salida, los oscuros escondrijos, todo salía a la luz, se volvía claro y sencillo y le infundía esperanzas en una vida mucho mejor.

Pensó en un poema que había leído en la escuela y que tenía guardado desde entonces. Lo había escrito Carl Jonas Love Almqvist, «No estás solo»: «Si entre mil estrellas sólo una te mira, confia en lo que te dice esa estrella, cree en el brillo de sus ojos…».

A él lo miraron, no sólo una, sino varias.

Justo cuando Knutas estaba empezando a pensar en dejarlo por ese día e irse a casa, llamaron a la puerta. Era Agneta Larsvik. La mujer, habitualmente tan prudente, tenía una expresión de excitación en la mirada y se movía con gestos agitados al sentarse en la silla de las visitas de Knutas.

– Acabo de llegar de la casa de los Mellgren -explicó-. Como ya sabes he pasado el fin de semana en Estocolmo y no he llegado aquí hasta las tres de la tarde. En cualquier caso, he ido hasta la granja que tienen en Lärbro, aunque no había nadie. No conseguía ponerme en contacto ni con Staffan Mellgren ni con su mujer, así que me la jugué, quería ir allí cuanto antes.

Se acercó hacia Knutas.

– Lo de la cabeza de caballo clavada en una estaca es grave, muy grave. Creo que Mellgren necesita protección inmediatamente.

– ¿Por qué?

– La lectura que yo hago de ello es que el autor de los hechos se ha crecido después del primer asesinato y por eso en esta ocasión quiere anunciar su llegada. Ha enviado un aviso. Al mismo tiempo, está tan convencido de que va a cometer el crimen que no importa que la persona esté advertida. Al contrario, eso le hace sentirse más seguro de su éxito. Me atrevería a afirmar que la cabeza de caballo podría significar una amenaza de muerte.

– Pero Martina no recibió ninguna cabeza de caballo antes de que la asesinaran.

– No, así es. Por dos razones. Por una parte, él se ha vuelto más duro y, por otra, porque Martina vivía con otras muchas personas, era más difícil enviarle una a ella personalmente.

– En ese caso, tu análisis significa que Ambjörnsson también está amenazado de muerte.

– Claro. Probablemente la única razón de que no le haya sucedido nada hasta ahora es que está en el extranjero.

– Por suerte no ha salido a la luz pública nada acerca de las cabezas de caballo, al menos no le vamos a conceder esa satisfacción al agresor. Y la que apareció en casa de los Mellgren no lo sabe nadie fuera de aquí.

– Bien. Seguid así. Es importante que no salga en los medios de comunicación, eso sólo lo volvería aún más exaltado.

– ¿Pero me estás diciendo completamente en serio que este hombre va a volver a matar a más gente?

– Eso me temo. Otra cuestión es cuánto tiempo tardará, pero el riesgo de que pronto vuelva a cometer otro asesinato es evidente. Ahora que ha probado esa experiencia querrá repetirla de nuevo.

Al terminar la jornada laboral Mellgren se fue a casa en coche. Su mujer le había dejado un mensaje en el móvil diciéndole que se iba con los niños a Ljugarn, a casa de sus padres. No quería permanecer en la granja después del incidente con la cabeza del caballo.

Pasó por la universidad para buscar algunos papeles en su despacho. El parque de Almedalen, situado al borde del agua, estaba lleno de gente tomando el sol, perros, cochecitos de niños y jóvenes con sus aparatos estereofónicos. Montones de jóvenes se encaminaban a la After Beach que había en la piscina natural de Kallbadhuset. Habían transportado hasta allí arena desde diferentes playas de Gotland y habían construido una playa de arena fina en medio de la ciudad sobre la orilla antes pedregosa. La After Beach de Kallbadhuset era muy popular. Después de escuchar la actuación tomando una cerveza, uno podía continuar de marcha por los bares que había por los alrededores. Casi le entraron ganas de acercarse hasta allí.

La universidad estaba vacía y la recepción cerrada. Recogió sus papeles y cuando se dirigía al coche, pasó a su lado un grupo de jóvenes. Hablaban y se reían, y le pareció que una de las chicas, una guapa rubia, le dirigió una amplia sonrisa. Se detuvo, los siguió con la mirada y vio que entraban en Kallbadhuset. Oyó que en ese momento empezaba la actuación musical. Eso bastó para que se decidiera. Volvió a subir a toda prisa a su despacho. Agarró una toalla y jabón, que guardaba en su armario del despacho, bajó a los vestuarios y se dio una ducha rápida. Se puso un poco de loción para después del afeitado y ropa limpia. Siempre tenía al menos una muda en el trabajo. No era la primera vez que decidía no volver directamente a casa.

De nuevo en la calle, se sintió animado y caminó hasta Kallbadhuset. Es verdad que pasaba de los cuarenta, pero parecía joven para su edad. Era alto, delgado y estaba en buena forma física, y su cabello era tan fuerte y abundante como cuando tenía veinte. Staffan Mellgren aguardaba la noche con expectación.

Knutas había escuchado la opinión de la psiquiatra sobre el peligro que corrían Gunnar Ambjörnsson y Staffan Mellgren con creciente inquietud. Esperaban el regreso de Ambjörnsson a Gotland dentro de una semana. Mientras estuviera en Marruecos no corría ningún peligro. Sin embargo, Mellgren necesitaba protección inmediatamente. Knutas había llamado un par de veces al móvil del responsable de las excavaciones sin obtener respuesta.

Según su esposa, Susanna, que se encontraba en Ljugarn en casa de sus padres, Mellgren habría trabajado como de costumbre en Fröjel y después volvería a casa. Nadie contestaba en el teléfono de la granja, pese a que la jornada laboral debía de haber terminado hacía ya un buen rato.

– ¿Puede ser él el asesino?

La voz de Karin parecía escéptica cuando se subieron al coche para dirigirse a la zona de las excavaciones.

– Me cuesta creerlo, pero ya hemos visto tantas cosas que no me sorprendería -dijo Knutas impasible mientras avanzaba entre los coches de la carretera. En julio el tráfico era denso en la carretera costera entre Klintehamn y Visby.

Martin Kihlgård, que iba en el asiento de atrás, se inclinó hacia delante entre sus dos colegas y les alargó una bolsa de patatas fritas. El coche apestaba a patatas fritas con cebolla. Knutas rechazó ostensiblemente el ofrecimiento y bajó el cristal de la ventanilla, mientras que Karin las aceptó encantada.

– Me cuesta mucho creer que Mellgren sea el asesino, la verdad -masculló entre dos bocados-. Sería bastante torpe quitarle la vida a una de sus alumnas, en especial si resulta que tenía una aventura con ella. Y parece inconcebible que además utilizara su propia estaca para clavar en ella la cabeza del caballo. ¿Y de dónde demonios sacó la primera cabeza de caballo? Sabemos que no se trataba del mismo caballo. ¿No hemos recibido aún ninguna denuncia por la desaparición de algún caballo?

– Ni una siquiera -respondió Knutas secamente-. Y tampoco ha dicho nadie que Mellgren sea el asesino.

– Entonces me apostaría algo a que es su mujer -continuó Kihlgård imperturbable-. Ella ha tenido tanto la oportunidad como motivos. El tipo le era manifiestamente infiel, y podría haber tenido una aventura con Martina Flochten. Sabemos que ella se veía con alguien a escondidas y quizá fue la gota que colmó el vaso. Dios mío, la pobre chica sólo tenía veintiún años. Luego Susanna Mellgren intenta poner en escena lo de la cabeza del caballo para advertir a su marido, para amenazarlo. Si hubiera querido matarlo, ya lo habría hecho. Esto es mucho más refinado. Quiere que él entienda que va en serio. Que si no acaba con sus aventuras amorosas, correrá la misma suerte.

Visiblemente satisfecho de su razonamiento, Kihlgård volvió a echarse hacia atrás y a hundir la mano dentro de la bolsa de patatas.

– ¿Así que crees que Susanna Mellgren piensa volver loco de miedo a su marido si a partir de ahora no se conforma con estar sólo con ella?

Karin parecía escéptica.

– En todo caso, no sería la primera en la historia. A mí me parece que es la única que tiene un motivo evidente.

– Debo reconocer que me cuesta comprender que alguien quisiera quitarle la vida a Martina Flochten. Un drama por celos podría explicar las cosas -convino Knutas-. Pero ¿por qué iba a emplear su mujer un método tan complicado?

– Quizá lo haya hecho para despistar -aventuró Kihlgård-. Hacerlo todo místico, ritual, aunque no tenga nada que ver con ese asunto.

Tomaron el desvío al llegar a la iglesia de Fröjel y condujeron todo el camino cuesta abajo hasta llegar a la zona de las excavaciones. En el último tramo fueron dando tumbos. Aquello se veía demasiado silencioso y vacío. Los carros estaban bien cerrados y todo parecía recogido tras la jornada de trabajo. Algunas cuadrículas estaban cubiertas con plásticos.

– Ajá -soltó Kihlgård-. Pues aquí parece que no está.

Knutas sintió cómo crecía su irritación. «Tenemos que dar con él», pensó. «Enseguida.»

– Vamos a la universidad, puede que esté allí.

Tenía el triste presentimiento de que no había tiempo que perder.

Eran las siete de la tarde cuando Staffan Mellgren abandonó Kallbadhuset para volver a casa. La banda había dejado de tocar y los jóvenes se dirigían hacia los bares de la ciudad. Había optado conscientemente por ser discreto, ya que se encontró con algunos estudiantes de la universidad y éstos, al verlo, lo saludaron. Eso era algo que detestaba de Gotland, que uno no podía ir de incógnito a ningún sitio.

Cogió el coche pese a que había tomado dos cervezas. Condujo hacia las afueras de la ciudad, donde la gente iba paseando hacia los restaurantes y las zonas de ocio nocturnas. La temporada turística estaba en su culmen, Visby era un hervidero de gente y le daba un poco de pena tener que dejar todo aquello y regresar a su casa en el pequeño Lärbro.

El móvil seguía en el asiento del acompañante y vio que había recibido un montón de mensajes, pero no se preocupó de comprobar de quién eran, seguro que eran de Susanna y en aquel momento no podía soportar su preocupación y sus continuas críticas.

Las gallinas cacareaban ruidosamente en el patio de la granja cuando llegó. Sí, claro, tenía que echarles de comer, se le había olvidado hacerlo por la mañana.

En el frigorífico encontró unos tomates que parecían cualquier cosa menos frescos. Servirían para las gallinas. Susanna había dejado en una de las bandejas una caja de helado de plástico con cascaras de huevos, restos de comida y pan duro.

Cogió la caja y se dirigió al viejo establo, que usaba sólo como trastero y en invierno como garaje. Al fondo, en el extremo transversal del edificio, estaba el gallinero. Cuando abrió la puerta fue con cuidado para no pisar a ninguno de los pequeños pollitos amarillos que piaban alrededor de sus piernas. Allí había un alboroto tremendo. Dejó la caja con la comida y llenó el comedero con pienso para las gallinas ponedoras.

De pronto oyó cerrarse la puerta del establo. Estaba en cuclillas, se levantó con cuidado y dejó el saco de pienso a un lado. Las gallinas seguían cacareando y resultaba imposible oír cualquier otra cosa. Se deslizó hasta el hueco de la puerta y miró dentro del propio establo.

Pasó la vista por las paredes desnudas, llenas de cagadas de moscas y de telarañas. Las ventanas estaban tan sucias que la luz de la tarde apenas penetraba. Los viejos pesebres de la cuadra, en desuso desde hacía mucho tiempo, estaban dispuestos en hilera separados por paredes. La puerta debe de haberse cerrado sola -pensó-, pero cuando iba a darse la vuelta descubrió que algo había cambiado. Habían movido de sitio y dado la vuelta a la vieja bañera, que llevaba años boca abajo junto a otros trastos viejos.

Se acercó desconcertado y comprobó, para su asombro, que estaba llena de agua hasta los bordes. No tuvo tiempo de pensar quién habría estado allí o con qué fin se había usado la bañera.

La universidad estaba cerrada y tuvieron que llamar al guardia de seguridad para que les abriera. Aquello estaba muerto, en una calurosa tarde de julio no quedaba allí dentro ni un alma. Subieron por las escaleras hasta el pasillo donde se encontraba el despacho de Mellgren. La puerta estaba cerrada con llave. El vigilante rebuscó en un enorme llavero y abrió la puerta.

El despacho de Mellgren estaba tan vacío como el resto de las salas que habían recorrido. Flotaba en el cuarto un ligero aroma a after shave.

– Es el mismo que suele usar Mellgren -aclaró Karin-. Reconozco el perfume.

Knutas registró enseguida el escritorio pero no pudo encontrar nada de interés. Sobre la silla colgaba una toalla húmeda.

– Eso significa que ha estado aquí -dijo Knutas-. Y se ha duchado. ¿Por qué no fue a casa y se duchó allí?

– Porque iba a dar una vuelta por la ciudad, evidentemente -bromeó Kihlgård-. Querría aprovechar ahora que su mujer está fuera.

– Eso en el caso de que no tuviera otra cosa en mente -respondió Knutas. Marcó el número de teléfono de su casa. Seguían sin responder. Llamó también a Susanna Mellgren, pero su marido todavía no se había puesto en contacto con ella.

– Será mejor que vayamos a comer algo -propuso Kihlgård-. Estoy muerto de hambre.

– ¿Es que no puedes pensar más que en comer? -soltó Knutas-. Voy a Lärbro, ¿me acompañáis o llamo a Wittberg?

Cuando llegaron a la granja había empezado a oscurecer. Se veía luz en todas las ventanas y había un coche aparcado en el patio. La puerta de la calle no estaba cerrada con llave y entraron. La casa tenía las luces encendidas, pero estaba en silencio. Miraron en todas las habitaciones y no les llevó mucho rato comprobar que estaba vacía.

Salieron otra vez al patio y vieron la puerta del establo abierta. Lo único que se oía era el ruido de las gallinas que cloqueaban de vez en cuando.

La cuadra parecía llevar bastante tiempo en desuso. Al fondo había una puerta entreabierta. Dentro había luz. Los tres policías cruzaron una mirada. Se acercaron con sigilo a la puerta. Les golpeó la nariz un virulento olor a orina y amoniaco procedente de lo que debía de ser el gallinero. Cuando cruzaron el umbral se encontraron con un escenario tan inesperado como aterrador.

De un gancho del techo, por encima de las gallinas que dormían perfectamente alineadas en sus palos, colgaba Staffan Mellgren. Estaba desnudo y alguien le había hecho un corte en el vientre del que había manado sangre, pero en el suelo, debajo de él, sólo había un pequeño charco. Knutas se quedó sin aliento. En su mente relampagueó un escenario similar. Martina colgada en medio del verdor estival. Juventud y maldad, muerte repentina. Aquí era la sangre roja contra las plumas blancas.

Todo era una cuestión de contrastes.

Martes 27 de Julio

A la mañana siguiente no faltó nadie a la reunión. Los murmullos cesaron cuando Knutas, con gesto grave, tomó asiento en la cabecera de la mesa. Empezó sirviéndose una taza de café. Comprobó para su satisfacción que era un café bien cargado y le dirigió a Kihlgård una mirada de agradecimiento. Era el único que hacía el café tan fuerte como le gustaba a Knutas. Sin duda iba a necesitarlo, no había dormido mucho aquella noche.

– Como ya sabéis todos, tenemos otro asesinato entre manos -comenzó Knutas-. Ayer por la tarde, cuando Karin, Martin y yo fuimos a buscar a Mellgren a su casa lo encontramos colgado en el gallinero. Se trata sin duda de un asesinato y todo parece indicar que el modus operandi ha sido el mismo que en el caso de Martina Flochten. Hemos acordonado la granja y el cuerpo debe permanecer allí hasta que llegue el forense, que vendrá hoy un poco más tarde. Por suerte, el resto de la familia no se encontraba allí, están pasando unos días en casa de los padres de Susanna Mellgren en Ljugarn y de momento se quedarán allí. Mellgren, como sabéis, tiene cuatro hijos.

Se calló y se volvió hacia Sohlman.

– A falta de resultados técnicos seguros, puesto que ninguna de las pruebas está lista aún, puedo decir que todo apunta a que se trata del mismo asesino que en el caso de Martina -remarcó Sohlman-. Las similitudes no dejan lugar a dudas. Las señales que aparecen en el cuerpo muestran que a Mellgren, igual que a Martina, lo asesinaron antes de colgarlo de la soga y que el corte del vientre fue lo último de todo. Luego probablemente recogió la sangre, hay muy poca en el suelo. El modus operandi, como sabéis, no se ha hecho público, por lo que tampoco puede tratarse de un imitador. Mellgren también estaba desnudo cuando fue descubierto y aún no hemos encontrado su ropa.

– ¿Cómo lo han asesinado? ¿También lo han ahogado? -preguntó Wittberg.

– Eso parece. Había una vieja bañera llena de agua en el establo. El agua se había salido por los bordes y hemos encontrado pelos y sangre dentro de ella. Probablemente el asesino lo ahogó allí metiéndole la cabeza en el agua.

– Eso significa que el asesino tiene que ser un tipo fuerte -apuntó Karin-. Mellgren no era ningún alfeñique.

– A no ser que lo hubieran drogado antes, eso no lo sabemos. O que lo hayan dejado inconsciente de un golpe, aunque no presenta lesiones que induzcan a pensar en eso.

– ¿Cuánto tiempo llevaba muerto cuando lo encontrasteis? -quiso saber Smittenberg.

– Como mucho, una hora. Nuestros colegas debieron de llegar pisándole los talones al asesino.

– ¿Qué huellas habéis encontrado?

– No muchas. Lo más interesante son las huellas del calzado que el asesino ha dejado tras de sí después de pisar la sangre. El suelo es de un cemento bastante liso, así que las pisadas se ven con claridad. Y el número de calzado es interesante, se trata de un par de zuecos de madera del número treinta y nueve o cuarenta, quizá.

Permanecieron unos segundos en silencio.

– ¿Es decir, que también podría tratarse de una mujer? -Karin miró sorprendida a Sohlman.

– Sí, en cualquier caso no podemos descartarlo. Es bastante raro que un hombre tenga los pies tan pequeños, ¿no? Yo, que sólo mido uno setenta y cinco, calzo un cuarenta y dos.

– Yo conozco a un chico que tiene el número treinta y nueve -dijo Wittberg.

– ¿La mujer? -preguntó Kihlgård-. ¿Qué opináis de Susanna Mellgren? Es bastante fuerte. Es decir, musculosa, parece bien entrenada. Quizá podría haberlo hecho ella.

– ¿Y para qué iba a tomarse tantas molestias? -replicó Karin-. ¿Para qué iba a decapitar a los caballos, sacarles la sangre y asesinar de tres formas distintas si en realidad sólo quería acabar con su marido y con su amante?

– Podría ser una manera refinada de despistar -propuso Wittberg.

– ¿Quizá quiera dirigir las sospechas contra alguien que habría podido utilizar métodos similares? -sugirió Kihlgård.

– ¿Qué sabemos de esa familia, en realidad? Sinceramente, creo que no hemos investigado su pasado lo suficiente -dijo Karin-. Desde luego, el de la mujer, no.

– No, no la hemos considerado de especial importancia, a mí me cuesta creer que haya sido capaz de cometer estos crímenes -dijo Knutas-. Si hubiera sido ella quien colocó allí la cabeza del caballo, entonces, ¿por qué iba a llamar a la policía cuando su marido no lo hizo?

Karin se encogió de hombros.

– Para alejar de sí misma las sospechas, claro.

Knutas dirigió la pregunta siguiente a Agneta Larsvik.

– ¿Qué opinas tú del asunto?

– Por lo que he oído, casi todo apunta a que nos enfrentamos al mismo autor, pero preferiría ver a la víctima y el escenario del crimen antes de pronunciarme. El hecho de que aparezca desnudo y de que falte la ropa también apunta en esa dirección. Es muy posible que el autor del crimen guarde la ropa para conservar la sensación que experimentó al asesinar, una especie de fetichismo. Igual que la sangre. Pero hay otro aspecto en el que debemos centrar nuestra atención.

Todos miraron atentamente a la psiquiatra.

– Me pregunto por qué el propio Mellgren no llamó a la policía cuando apareció la cabeza del caballo. Tiene que haber algo detrás. ¿No podría ser que él supiera, o al menos sospechara, quién se la enviaba? Posiblemente creyó que podría arreglarlo él solo hablando con el interesado.

– ¿Y quién podría ser esa persona?

Kihlgård lanzó la pregunta pero no obtuvo respuesta.

Knutas rompió el silencio.

– Susanna Mellgren está citada para un interrogatorio, la veré a las diez. Espero que entonces podamos aclarar alguna cosa. Naturalmente se comprobará su coartada durante la tarde en que se cometió el crimen, y también en la fecha en que Martina Flochten fue asesinada.

– Esto hace que tengamos que ver también el incidente de la cabeza de caballo hallada en casa de Gunnar Ambjörnsson con nuevos ojos. Su vida podría estar en peligro también. ¿Deberíamos ponernos en contacto con él?

– En cualquier caso, deberá llevar protección tan pronto como esté de regreso en la isla -aseguró Knutas malhumorado-. Tendremos que ocuparnos de ir a buscarlo al aeropuerto.

Lo interrumpió la señal de llamada del móvil. Al terminar la conversación miró a sus colegas con gesto grave.

– Ha aparecido el teléfono móvil de Martina Flochten en el Hotel Warfsholm, bajo las tablas de madera de la terraza. Debió de perderlo la noche en que fue asesinada. Se han comprobado las llamadas. Lo último que aparece registrado es un mensaje enviado a su buzón de voz la noche del crimen a las diez y treinta y cinco. ¿Sabéis quién llamaba?

Todos esperaron ansiosos sin decir nada.

– Era Staffan Mellgren.

El asesinato de Staffan Mellgren abrió los informativos de televisión a lo largo de la mañana. La policía había enviado un comunicado de prensa a las doce de la noche en el que informaba del suceso y la redacción de noche del Canal Digital 24 Horas de la Televisión Sueca, rápida como un rayo, envió una unidad móvil de retransmisión para emitir directamente desde la isla en el ferry de las tres, y tres horas más tarde, poco después de las seis, la unidad móvil desembarcaba en el puerto de Visby. En ocasiones como ésta, era esencial cubrir la noticia las veinticuatro horas del día.

A Johan lo había despertado a media noche el redactor del Canal 24 Horas, y cuando Pia y él se reunieron en la redacción con el equipo enviado desde Estocolmo, ya había confirmado la noticia y había conseguido una cita para entrevistar a Knutas delante de la comisaría. En el camión venía, entre otros, el reportero Robert Wiklander, con quien Johan había trabajado anteriormente en Gotland. Robert trabajaba para los informativos Aktuellt y Rapport, y ahora ambos iban a colaborar. Lo acompañaba un cámara, a quien Johan sólo conocía de vista, y también un editor, que se instaló en la redacción para hacerse cargo del trabajo desde allí a lo largo de la mañana, que ya se temían iba a ser muy agitada.

Se repartieron el trabajo entre ellos. Pia se fue hasta la granja de los Mellgren para tomar algunas imágenes, mientras que Johan y Robert se turnaron para intervenir en las emisiones de los informativos en directo, que grababa el cámara llegado de Estocolmo. El que no estaba colaborando directamente en los informativos, trabajaba a toda pastilla para conseguir citas con personas a las que querían entrevistar. Consiguieron que tanto el jefe provincial de la policía como el rector de la universidad y el jefe de la Oficina de Turismo fueran hasta la comisaría para ser entrevistados. En Gotland el mundo de la arqueología había sufrido una conmoción colectiva. Las excavaciones en Fröjel quedaron interrumpidas y nadie creía que volvieran a reanudarse a lo largo de aquel verano. A los participantes en el curso se les prohibió abandonar la isla de momento. Se paralizaron incluso las excavaciones de Eksta, donde se trabajaba para sacar a la luz una zona de enterramientos de la Edad de Bronce. Todos cuantos tuvieran la más mínima relación con la arqueología en Gotland se vieron afectados por lo que de momento se había convertido en un doble asesinato.

El jefe de turismo estaba preocupado, porque un asesinato más asustaría a los turistas y los medios de comunicación especulaban con la posibilidad de que anduviera suelto por la isla un asesino en serie. Una persona que seguiría matando hasta que lo detuvieran. Anders Knutas había pedido refuerzos a la Policía Nacional de Estocolmo y ahora trabajaban una treintena de personas en la investigación.

A las nueve y media de la mañana, cuando terminaron las emisiones de los informativos matutinos, llamaron los redactores desde Estocolmo y elogiaron el buen trabajo periodístico que habían realizado. Al instante llegaron nuevas exigencias. Querían reportajes para la hora del almuerzo, para todas las emisiones de la tarde y una crónica algo más extensa para las emisiones de la noche, tanto para Aktuellt como para Rapport, y a ser posible que fueran variados.

Naturalmente, Max Grenfors, que ya había vuelto de vacaciones, quería dar prioridad a la emisión de Noticias Regionales. Aquello era siempre un dilema. Cada redactor ponía su programa en primer lugar y con tantos informativos y tantos redactores se pasaban el día colgados del teléfono. Como reportero era fácil sentirse dividido. Acordaron que Robert y el cámara de Estocolmo se harían cargo de los informativos de ámbito nacional, y que Johan y Pia se concentrarían en los informativos de Noticias Regionales. Después de esto, el material que recogieran y las entrevistas que hicieran a lo largo del día siempre podían intercambiarlas entre ellos. El editor llegado de Estocolmo se encargaría de montar el material que entraba continuamente en la redacción.

Por la tarde Johan recibió una llamada inesperada. Era de su amigo Niklas Appelqvist, que estudiaba arqueología en la universidad.

– ¿Sabes que corren rumores de que Martina Flochten era la amante de Staffan Mellgren?

– ¿Es verdad?

– Se rumorea en tantos sitios que debe haber algo de cierto.

– ¿Conoces a alguien que pueda corroborarlo?

– Quizá, tendré que comprobarlo. Mellgren era, por lo visto, un auténtico casanova. Ha tenido aventuras con varias alumnas de la universidad, por lo que he oído.

– ¿No me digas? Pero yo no puedo especular con eso en un informativo. Necesito que me lo confirmen dos fuentes independientes. De lo contrario, no puede ser.

– Voy a tratar de conseguir esas fuentes, luego te llamo.

Susanna Mellgren parecía agotada cuando entró en el despacho de Knutas por la mañana. Se sentó con las manos cruzadas recatadamente sobre las rodillas y la mirada baja, como si estuviera a punto de ponerse a rezar.

– La acompaño en el sentimiento -comenzó Knutas.

Ella agachó levemente la cabeza.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a su marido?

– El domingo por la noche, cuando decidí irme a casa de mis padres.

– ¿Por qué?

– Me pareció que era espantoso lo de la cabeza del caballo. No quería exponerme a mí misma ni a los niños a ningún peligro.

– ¿Por qué creyó que sería peligroso quedarse en la casa?

– Parecía como si alguien estuviera amenazándonos. Lo había leído y también había visto el reportaje en televisión, me refiero a lo del caballo decapitado y todo eso…

– ¿Por qué iba a querer alguien amenazarlos?

– Ni idea -respondió meneando la cabeza.

– ¿Y a su marido?

– No sé tampoco por qué querría alguien hacerle daño -respondió sosteniendo la mirada de Knutas-. Que yo sepa no tenía enemigos.

– ¿Cómo se encontraba él aquella noche? ¿Qué ocurrió entre ustedes?

– Como ya he dicho antes, parecía frío e indiferente. Dijo que lo del caballo no era nada por lo que debiéramos preocuparnos.

– ¿Le preguntó por qué no se sentía preocupado?

– Lo intenté, pero sólo se enfureció. Repitió que no era nada que tuviéramos que tomarnos en serio y que haríamos como si nada y seguiríamos como siempre. Estoy convencida de que no me contó la verdad. Al final me enfadé yo, porque tenía miedo más que nada por los niños, pero no quiso saber nada y me aseguró que eso sólo tenía que ver con él. Es decir, que se descubrió a sí mismo, seguro que sabía de qué iba todo.

– ¿Quiere usted decir que sabía quién lo amenazaba?

– Yo creo que sabía quién había colocado la cabeza de caballo y al parecer lo consideraba una amenaza. En cualquier caso, la discusión terminó con que yo recogí nuestras cosas, cogí a los niños y nos fuimos a casa de mis padres. Y ya ve lo que ha pasado: ahora está muerto. Y lo último que hicimos fue discutir. Si no me hubiese ido quizá aún estaría vivo.

Susanna rompió a llorar. Knutas se levantó y le dio una palmadita en el hombro con torpeza. Fue a buscar servilletas y un vaso de agua y aguardó un momento para que Susanna Mellgren pudiera tranquilizarse.

– ¿A qué hora se fueron usted y sus hijos a casa de sus padres el domingo? -continuó con tiento.

– Fue después de que ustedes estuvieran en nuestra casa. Staffan llegó a casa a las siete y nosotros todavía estábamos allí. Nos fuimos a las ocho o una cosa así -contestó y se sonó ruidosamente.

– ¿Qué hicieron cuando llegaron allí?

– Nos instalamos en la casita de invitados que tienen en el jardín. Después vimos un poco la tele y nos acostamos.

– ¿Y al día siguiente?

– Fuimos a la playa y pasamos allí todo el día los niños, mi madre y yo. Hizo un día estupendo.

– ¿Y por la tarde?

– Hicimos una barbacoa, nos sentamos fuera y bebimos un poco de vino. Mis padres y los niños vieron una película después de la cena, no quisieron acompañarme al pub. Actuaba Smaklösa, uno de mis grupos favoritos. Pensé que me vendría bien un poco de distracción después de todo lo que había pasado.

– ¿Así que fue sola?

– Sí.

– ¿Puede alguien confirmar que estuvo allí?

– No lo sé. El camarero, quizá, nos conocemos de vista.

– ¿Sabe cómo se llama?

Susanna Mellgren tuvo que pensar unos segundos.

– Stefan.

– ¿Y de apellido?

La mujer meneó la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo estuvo allí?

– Escuché la actuación del grupo, que duraría unas dos horas, había muy buen ambiente y la gente empezó a pedir canciones. Luego estuve sentada un rato en la terraza tomando una copa de vino, era una tarde muy calurosa y sentí la necesidad de estar sola. Seguro que pasé allí tres horas.

– ¿A qué hora volvió a casa?

– No sé, ¿qué hora sería? Las diez, quizá, las once.

– ¿Volvió sola?

– Sí.

– Esta pregunta tal vez le parezca rara, pero ¿qué número de calzado usa?

Susanna miró sorprendida a Knutas.

– El número treinta y nueve.

Miércoles 28 de Julio

Cuando Knutas se despertó a la mañana siguiente estaba tan ansioso por saber lo que la prensa había conseguido averiguar acerca de la muerte de Mellgren que no pudo dominarse hasta que llegó al trabajo. Rezaba en voz baja para que los medios no se hubieran enterado tampoco en esta ocasión de la existencia de elementos rituales. El teléfono móvil había empezado a sonar la tarde anterior tras la información aparecida en Noticias Regionales, donde Johan Berg informó de que varias fuentes independientes confirmaban la existencia de una relación amorosa entre las dos víctimas. Por puro instinto de supervivencia Knutas apagó el móvil después de la tercera llamada. El portavoz de prensa, Lars Norrby, era el único que tenía la obligación de estar disponible para los medios de comunicación. Knutas había mantenido la tarde anterior una larga conversación con él en la que se pusieron de acuerdo acerca de lo que era oportuno desvelar. La policía, entre otras cosas, no diría nada sobre la posible relación amorosa entre Martina Flochten y Staffan Mellgren. A las seis de la mañana escuchó las noticias financieras de Ekonyheterna, afortunadamente no mencionaron nada de asesinatos rituales ni de la relación entre Mellgren y Martina. Luego se sentó frente al ordenador y ojeó las ediciones nocturnas de los periódicos. Cuando aparecieron en la pantalla las portadas de los diarios de la tarde, suspiró.

Los dos rotativos abrían sus ediciones con dos grandes fotografías, una de Martina Flochten y otra de Staffan Mellgren. En uno de ellos habían pintado un corazón rojo alrededor de las fotografías.

«No puede ser verdad», pensó Knutas y continuó leyendo. Le inquietaron los titulares destacados en negro: «Asesinados por su amor», «La policía sospecha que se trata de un drama pasional», y después los artículos estaban llenos de innumerables especulaciones. Casi todo se basaba en el reportaje ofrecido en Noticias Regionales la tarde anterior. Aquello era una catástrofe para la investigación y se preguntaba para sus adentros quién habría puesto a Johan Berg tras aquella pista. Sin preocuparse de que no eran más que las seis y media de la mañana, marcó el número del reportero.

– ¿Se puede saber lo que estás haciendo? -le preguntó secamente cuando oyó la voz medio dormida de Johan al otro lado.

– ¿Quién eres? -preguntó Johan con insolencia.

– Soy el comisario de la Brigada de Homicidios, Anders Knutas, por si no lo sabes. ¿Se puede saber qué pretendes al desvelar datos tan confidenciales como hiciste en tu reportaje de anoche sin hablar antes conmigo? ¿Es que no te das cuenta de que estás saboteando toda la investigación?

– Es que yo no soy responsable de tu investigación. A mí me confirmaron esa información y es tan interesante que, por supuesto, tenemos que publicarla. Se han producido dos asesinatos en el transcurso de unas semanas y resulta que las víctimas mantenían una relación amorosa en secreto. La gente está muerta de miedo porque el asesino anda suelto, está clarísimo que el asunto despierta un interés tan grande entre los ciudadanos que debemos contarlo.

Johan hablaba con irritación contenida.

– ¿Pero no comprendes que eso afecta a nuestro trabajo? ¿Cómo vamos a poder detener al asesino si la información reservada aparece al momento en los medios de comunicación? Esto no es un juego, ¡estamos hablando de un doble asesinato, en el peor de los casos de un asesino en serie, que anda suelto!

Knutas subía la voz cada vez más.

– Oye, yo sólo hago mi trabajo -lo interrumpió Johan con calma-. No puedo ocultar información importante por consideración a vuestro trabajo de investigación. Tú ocúpate de tus asuntos que ya me ocupo yo de los míos. Lo siento, pero no tengo tiempo para seguir hablando contigo.

Para gran disgusto de Knutas, Johan colgó el teléfono.

Le temblaba el cuerpo después de la conversación. Line bajó del piso de arriba.

– ¿Estás hablando por teléfono tan temprano? -le preguntó al tiempo que le alborotaba el pelo.

– ¡Ese maldito periodista! -exclamó Knutas colgando con violencia el auricular, y fue a buscar la chaqueta, aunque fuera hacía demasiado calor para llevarla.

Line salió a la entrada cuando él estaba a punto de marcharse.

– ¿No vas a tomar el desayuno?

– En sueco se dice desayunar -le contestó irritado-. Lo tomaré en el trabajo. Adiós.

Se marchó sin darle un abrazo.

Era un magnífico día de verano, pero lo único que notó fue cómo el sol le quemaba la espalda. Fue consciente de que iba a estar sudoroso antes de llegar al trabajo y aflojó el paso. Ahora se avergonzaba de su conversación con Johan. Le resultaba embarazoso no haber sido capaz de reaccionar de una forma más sensata. No se reconocía a sí mismo. Quizá fuera la frustración de no avanzar nada lo que le sacaba de quicio. Pero lo cierto era que había cambiado durante el último medio año. El caso del pasado invierno le había pasado factura y le costaba superar lo que le sucedió entonces. Incluso su matrimonio se vio afectado negativamente, aunque Line y él en realidad estaban bien. Knutas la quería y ella no le había dado ningún motivo para que dudara de sus sentimientos hacia él. El comisario estaba descontento consigo mismo. Tenía la sensación de haber dado un paso atrás en su recuperación y eso le preocupaba. Había interrumpido sus visitas a la psicóloga durante el verano, pero pensaba llamarla de todos modos. Si no estaba fuera de vacaciones quizá pudiera darle una cita.

Ahí al menos había realizado un progreso concreto. Ya no le daba vergüenza pedir ayuda.

Cuando llegó a la comisaría los pasillos ya estaban llenos de gente. Habían recibido aún más efectivos de Estocolmo y evidentemente se trataba de un grupo madrugador.

Incluso Kihlgård estaba ya allí. Se hallaba junto a la máquina del café mientras hablaba animadamente con una de las agentes llegadas de la capital. Interrumpió un momento la conversación cuando Knutas apareció por el pasillo.

– Buenos días, Knutte.

Knutas le devolvió el saludo. No tenía ninguna gana de dedicarse a la cháchara insustancial y lo salvó la llegada de Karin.

– Hola -le dijo-. Tengo que hablar contigo.

La agarró con fuerza del brazo. Karin lo miró sorprendida pero se dejó conducir hasta el despacho de Knutas.

– ¿Qué sucede? -le preguntó-. ¿Ha pasado algo?

– No, no, sólo que se ha armado la de Dios es Cristo. ¿Te has enterado de la información filtrada en los medios de comunicación acerca de la aventura amorosa entre Martina Flochten y Staffan Mellgren?

– Pero eso en realidad sólo era una cuestión de tiempo -dijo encogiéndose de hombros.

– ¿Cómo puedes tomarte el asunto tan a la ligera?

A Knutas le costaba contener su irritación.

– Pero Anders, por favor…

Karin lo miró compasivamente.

– ¿Qué importancia tiene, en realidad? Los dos están muertos y no podemos hacer nada. Quizá es tan sencillo como que Susanna Mellgren sea la asesina. Su coartada para la noche en que se produjo el asesinato no es muy consistente. Pasó fuera más de cuatro horas, según sus padres, y el único que puede asegurar que estuvo en el pub es el camarero, ese tal Stefan. ¿Quién sabe si lo que él dice es verdad? Tal vez tienen una aventura o quizá sólo quiera protegerla. Además, su número de calzado coincide con las huellas encontradas en el lugar del crimen. Pero ya la tenemos bajo vigilancia. Igual mete la pata en cualquier momento y entonces queda resuelto el caso.

– Y los caballos, ¿cómo explicas eso?

– Lo ha hecho para despistar, como ya dijimos. De hecho, he conseguido averiguar algo más acerca de Susanna Mellgren.

– Está bien, te escucho -dijo Knutas ya más relajado.

– Cuando era joven trabajó como profesora de equitación. Durante cinco veranos seguidos trabajó en los cursos de verano organizados en las cuadras de Dahlhem e incluso en los cursos que daban durante el otoño. Después lo dejó, hace diez años exactamente. Su hijo mayor tiene diez años, seguro que coinciden las fechas. Probablemente lo dejó cuando se quedó embarazada.

– ¿Qué demuestra eso?

Knutas miró a Karin con desconfianza.

– Nada, sólo que está acostumbrada a manejar caballos y eso no es tan malo a la hora de matar uno.

– No es suficiente.

– Claro que no es suficiente, pero hay otra cosa.

– ¿Ah, sí?

– Susanna Mellgren también ha trabajado temporalmente en un supermercado de ICA. ¿Adivina en qué sección?

Knutas no dijo nada.

– Trabajaba en la charcutería.

– ¿No me digas? Qué interesante. Me pregunto si será suficiente para detenerla.

Karin echó una ojeada al reloj.

– Dentro de cinco minutos tenemos reunión, así que pronto lo sabremos. Si conozco bien a Birger, seguro que ya está aquí.

Jueves 29 de Julio

Birger Smittenberg consideró que no había motivos suficientes para detener a Susanna Mellgren. Sobre todo, porque, tras los interrogatorios a los clientes del pub de Ljugarn, llegaron a la conclusión de que la habían visto allí todo el tiempo durante el cual se cometió el asesinato de su marido. Por lo tanto, tenía coartada, y en realidad Knutas nunca había creído que pudiera ser la asesina. Simplemente el hecho de ser mujer y de carecer de la fuerza física necesaria para levantar a las víctimas de la manera en que se había hecho en ambos casos hacía imposible que fuera la autora. Al menos si había cometido el delito sola.

Eso significaba que la investigación volvía de nuevo a la casilla de salida. La decisión era de esperar, pero a Knutas le causó de todos modos cierta decepción. Habría sido demasiado bueno para ser cierto que el caso se hubiera solucionado con tanta facilidad. Sobre todo porque entonces él habría podido coger sus ansiadas vacaciones. Pero no fue así. El caluroso verano iba desapareciendo fuera de su ventana mientras él seguía sentado en su despacho polvoriento tratando de usar el cerebro.

Quizá había llegado el momento de darle la vuelta a todo, cambiar la perspectiva y el ángulo de observación y mirar las cosas desde otro ángulo.

Que Martina Flochten y Staffan Mellgren habían tenido una aventura amorosa era algo innegable. Susanna Mellgren había reconocido anteriormente que se había dado cuenta de que su marido le era infiel de nuevo, con los años había aprendido a interpretar muy bien las señales. No obstante, aseguraba que ignoraba de qué mujer se trataba. Y Knutas la creía. Lo de las huellas de los zapatos en el gallinero lo explicaba alegando que ella tenía un par de zuecos viejos en el establo que ahora habían desaparecido. Probablemente el asesino se los había calzado para despistar a la policía.

Si la infidelidad de Mellgren no fue el motivo de los asesinatos, entonces ¿cuál fue? ¿Y por qué aquel modo de ejecutarlos tan extraño?

La cuestión era si aquello había terminado ya. Un hecho apuntaba a que el asesino planeaba otro asesinato, la cabeza de caballo aparecida en casa de Gunnar Ambjörnsson. Éste se encontraba todavía en el extranjero, pero se esperaba su regreso el próximo domingo. Knutas tomó la decisión de llamarlo y ponerlo sobre aviso. Buscó el número y se sorprendió al ver la cantidad de cifras que tenía. Ambjörnsson ya les había advertido que sería difícil localizarlo. Les había dejado su número de móvil. No pudo darles el nombre de ningún hotel porque viajaba constantemente. Knutas no consiguió dar con él, sólo recibía una señal corta cuando intentaba marcar el número. Tras varios intentos desistió, probaría suerte más tarde.

Aquella noche Line y él hicieron el amor por primera vez en mucho tiempo. Pese a que su vida sexual solía florecer en el verano, en las últimas semanas el deseo sexual de Knutas había sido casi inexistente. Se había sentido excepcionalmente cansado y cuando Line le preguntaba qué le pasaba, pretextaba que se encontraba agotado por la investigación. En el fondo, sin embargo, padecía una sensación de angustia profunda de la que no conseguía deshacerse. Había tratado de ponerse en contacto con su psicóloga, pero no lo había conseguido, así que tendría que esperar hasta la cita que tenían reservada en agosto. En el día a día funcionaba medianamente bien, pero sin su habitual alegría. Pensaba y se movía como un sonámbulo, como en un sueño en el que uno corre pero las piernas se vuelven pesadas y lentas, y no se llega a ningún sitio. En su vida diaria tenía la misma sensación. No se sentía con fuerzas para hacer nada fuera de lo normal, sólo hacía lo absolutamente necesario. Line también había observado que se había vuelto más callado y más aburrido, según sus palabras. Le había preguntado a veces por qué no podía estar un poco más alegre. Knutas no sabía qué contestar.

Viernes 30 de julio

Era viernes por la noche y Johan y Pia habían finalizado el reportaje de la noche. Johan estaba ansioso por salir de la redacción. Había quedado en casa de Emma y ella le había preguntado si quería quedarse a dormir. ¡Qué pregunta!

La cena la prepararía ella, puesto que él no podía salir de la redacción antes de las siete. Sara y Filip estaban en casa de su padre, lo cual a Johan le pareció bien. No tenían por qué hacer todo a la vez.

Mientras se dirigía en el coche a Roma iba imaginándose cómo sería vivir en el chalé y volver a casa cada día después del trabajo.

A casa con Emma y los niños. Se sorprendió al darse cuenta de lo mucho que le gustaba la idea. Formar parte de una familia. Siempre había vivido solo y era una sensación nueva. Es verdad que había tenido algunas relaciones más duraderas en las que él y su novia habían vivido prácticamente juntos alguna temporada, pero no era lo mismo. Nunca había tenido un hogar con alguien. Y con el bebé parecía que todo se intensificaba. Algo totalmente distinto.

La idea de compartir el día a día con Emma en serio lo atraía más de lo que hubiera podido imaginarse. Oyó cómo sonaban las botellas de vino rodando en el maletero dentro de las bolsas del Systembolaget. Le sonaban las tripas. Se le hacía la boca agua al imaginarse la comida que estaría esperándolo en la mesa cuando llegara. ¡Había echado tanto de menos pasar más tiempo con Emma! Sólo poder dormirse a su lado y despertar juntos…

Inconscientemente pisó el acelerador. Esperaba que Elin estuviera aún despierta y pudiera jugar con ella un rato antes de que se durmiera. Llamó a la puerta con gran expectación y escondió en la espalda las flores que había comprado.

Cuando se abrió la puerta fue como si le dieran una bofetada. No fue Emma quien abrió sino su ex marido con Filip en brazos. El niño lloraba y tosía y tenía la cara amoratada por el esfuerzo.

– Hola, pasa.

– Hola.

Johan entró en el vestíbulo y se sintió como un idiota.

– Por cierto, ¡enhorabuena! ¡Qué guapa es! -Olle hizo un gesto hacia el interior de la casa.

Por un momento Johan no supo a quién se refería, si a Emma o a Elin.

– Gracias.

Apareció Emma en el hueco de la puerta. Le dio un rápido abrazo y le dio a la niña. Johan se sentía como un pez con la boca abierta tratando de atrapar un poco de aire. No entendía nada.

– Oye, todo se ha complicado. Filip tiene un fuerte ataque de difteria y tenemos que ir con él al hospital. No puedo llevarme a Elin. Uno de nosotros tiene que conducir y el otro ayudar a Filip cuando le da uno de esos ataques de tos. Tendrás que quedarte con ella y con Sara. Me he sacado leche, así que hay leche congelada, sólo tienes que descongelarla y calentarla en el microondas. Sara tampoco ha cenado. Te llamaré desde el hospital. Adiós.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Emma, Olle y Filip habían desaparecido ya por el sendero de gravilla. Y allí estaba él de pie mirando atónito cómo desaparecían en el coche tras una brusca arrancada.

En consecuencia, la noche resultó muy diferente de lo que él se había imaginado. En lugar de disfrutar de una cena romántica con Emma y una botella de vino, le habían dejado por primera vez solo con las niñas. Con Elin no había ningún problema, pero de qué demonios hablaba uno con una niña de ocho años, pensó un poco desesperado mientras el estómago le rugía de hambre. Dejó a Elin en el cochecito que había en la entrada, lo cual hizo que la niña empezara inmediatamente a llorar.

– Es sólo un momento, cariño -la consoló al tiempo que notó cómo le empezaba a doler la cabeza.

En el frigorífico encontró una bolsa de plástico con lo que supuso eran pechugas de pollo en adobo con las que no sabía qué hacer. Tampoco había mucho más. Lo mismo en el congelador. ¿Qué iban a cenar? Tenían que comer algo. Sacó un pequeño envase del frigorífico con la leche materna y lo puso a descongelar en el microondas. Llamó a Sara pero ésta no contestó, así que sacó a Elin del cochecito y empezaron a buscarla por la casa. Johan había estado algunas veces con Sara y con Filip, pero siempre ratos cortos y con la presencia de Emma. Esta situación lo había pillado desprevenido y se sentía torpe, y el hecho de que Elin no callara ni un minuto no contribuía a mejorar la situación ni su dolor de cabeza. Para colmo de males el cachorro no paraba de saltar a sus pies y Johan tenía un miedo terrible a tropezar con él y que Elin se le cayera al suelo. En aquel momento tenía el cerebro paralizado, era incapaz de recordar cómo se llamaba el perro.

Finalmente encontró a Sara debajo de la mesa del cuarto de estar.

La niña no había visto que él la había descubierto y durante unos segundos estuvo allí sin saber qué hacer. Luego se agachó de manera que quedó casi tumbado debajo de la mesa con Elin en brazos. El perro se puso tan contento que no cabía en sí de gozo, y entusiasmado los llenó a Elin y a él de lametones. Elin empezó a gritar de nuevo.

– Hola -le dijo a Sara, que se tapaba ostensiblemente los oídos.

¡Menudo comienzo! En realidad, después de un largo día de trabajo, no le quedaban fuerzas para ocuparse de un bebé que no paraba de llorar, de un cachorro histérico y de una niña de ocho años que se cerraba en banda. Además, muerto de hambre. Era una persona que no podía estar mucho tiempo sin comer, porque entonces el nivel de azúcar en sangre le bajaba a los pies y se ponía de muy mal humor.

Sin embargo, ahora era consciente de que él y sus necesidades debían pasar a un segundo plano. Intentó preguntarle a Sara si había alguna pizzeria en Roma. La chiquilla aún tenía las manos apretadas con fuerza contra los oídos. Entonces Johan le colocó al bebé llorando encima de las rodillas y lo soltó. Instintivamente Sara bajó las manos y lo cogió.

– Hola. Tengo hambre -dijo Johan-. Estaba pensando llamar y pedir una pizza. ¿Quieres tú otra?

La chica no contestó.

– ¡Qué bien coges a Elin! -la felicitó-. ¿Estás contenta de haber tenido una hermanita?

La niña lo miró con desconfianza, pero sin decir nada. Johan se puso en pie.

– Bueno, ahora voy a llamar para hacer el pedido. Yo quiero uno de esos deliciosos calzone y una coca-cola grande. ¿Qué te gusta a ti? ¿Una capricciosa?

– No -contestó Sara-. Hawai.

– Entonces pido una para ti. ¿Puedes sostener en brazos a Elin mientras yo llamo?

– De acuerdo.

Sara parecía algo más contenta.

– Bien, pues podemos coger el cochecito e ir a buscar las pizzas -le propuso Johan-. ¿Sabes llevar el cochecito?

– Sí, claro.

– Bien, pues nos llevamos al perro para que él también pueda dar un paseo.

– Ella. Es una perra. Se llama Ester.

– Qué nombre tan bonito -mintió Johan-. Ahora voy a coger yo a Elin, solamente le voy a cambiar el pañal y le voy a dar un poco de biberón antes de salir. Mientras tanto tú puedes poner la mesa, porque yo no sé dónde guardáis los platos y esas cosas. Sólo vengo aquí de visita. ¿Comemos delante de la tele?

– Sí. -A Sara se le iluminó la cara-. Mamá no nos suele dejar nunca -explicó-. Ni papá tampoco.

– Pero por un día podemos hacer una excepción -dijo Johan-. Ahora que sólo estamos tú y yo y Elin.

– Y Ester.

– Sí, claro, Ester también. ¿Sabes si ha comido?

– Sí, mamá le puso comida antes.

– Qué bien. Entonces por lo menos hay alguien con el estómago lleno.

Aparte del leve murmullo del televisor, la casa estaba en silencio cuando Emma entró sigilosamente dos horas más tarde. Al principio se asustó, pero cuando miró hacia el sofá del cuarto de estar se tranquilizó. En el amplio sofá de esquina estaba Johan echado hacia atrás y roncando con la boca abierta. A su lado estaban Sara y Ester, atravesadas de cualquier manera, profundamente dormidas. Y en la cuna, que Johan había colocado a su lado, dormía Elin.

Sábado 31 de julio

Knutas había prometido ir a pasar el día al campo, pero ya a la hora del desayuno se dio cuenta de que no tenía el sosiego necesario para ir allí ni para hacer nada. Hasta ahora la pista del proyecto de construcción del complejo hotelero no había dado ningún resultado. Tanto Karin como Wittberg iban a dedicar el fin de semana a seguir investigando ese asunto, ellos mismos se habían ofrecido para trabajar y Knutas sentía que debía hacer lo mismo. Llamó a Line y se lo explicó. Sus padres habían llegado desde Dinamarca para visitarlos, así que de todos modos tenían la casa llena. Le aseguró que se las podían arreglar bien sin él.

Puso una cafetera extra de café y acarició al gato mientras esperaba a que estuviese listo. Observó con disgusto cómo amarilleaba el césped y se propuso tratar de regarlo por la tarde. En cuanto al caso de Martina Flochten, tenía la impresión de que no habían avanzado gran cosa, al menos de momento. Al día siguiente tenía que hablar con Gunnar Ambjörnsson tan pronto como volviera a casa después de su viaje.

Knutas decidió dejar a un lado todas las posibles conexiones y concentrarse sólo en Staffan Mellgren. Si su mujer no era la autora del asesinato, entonces quizá la relación de Mellgren con Martina no tuviera nada que ver con su muerte. La policía seguramente se había aferrado demasiado a esa pista. El comisario decidió prescindir de las relaciones amorosas de Mellgren en sus próximas pesquisas.

¿Qué más había en la vida de Mellgren para que alguien quisiera matarlo? Debía averiguar más cosas de él. Trató de ponerse en contacto con su mujer a través de varios números de teléfono pero no lo consiguió. Querría que la dejaran en paz después de todo el alboroto. Trataría de hablar con ella después.

En vez de eso, probó con la universidad, pero allí no cogía nadie el teléfono un sábado. Knutas hojeó los papeles que tenía del responsable de las excavaciones y encontró en ellos el número de teléfono del domicilio de Aron Bjarke. Quizá supiera más cosas; de la vida amorosa de Mellgren estaba muy bien informado y era un tipo abierto con el que parecía fácil hablar.

Aron Bjarke estaba en casa. Vivía en el centro, en la calle Skogränd, dentro de la zona amurallada, y decidieron verse allí.

– Voy a poner la cafetera, podemos sentarnos en el jardín -dijo Bjarke. Como si hubieran quedado para tomar un café.

Knutas fue paseando hasta allí. Soplaba una suave brisa, así que el paseo no fue tan insufriblemente caluroso. Dejó la chaqueta en casa. Subió a través de Söderport y continuó por la calle Adelsgatan. Serían las diez pasadas y la mayoría de las tiendas acababan de abrir, de momento las calles estaban casi vacías. Cruzó Stora Torget, donde los dueños de los puestos estaban colocando la mercancía y preparándose para las ventas del día. El contraste con las ruinas de la iglesia Sankta Karin, del siglo XII, que se encontraban al lado era manifiesto.

La casa de Aron Bjarke era pequeña y estaba tan hundida que la puerta estaba completamente torcida. Las ventanas estaban tan bajas que sólo había unos pocos decímetros de altura desde el alféizar hasta la calle, donde habían plantado rosales a lo largo de la fachada. Al profesor de arqueología parecía gustarle la jardinería.

Bjarke abrió la puerta tras la primera llamada, no tenía timbre. Knutas tuvo que agacharse al entrar para no darse en la cabeza. Dentro los techos eran bajos y la casa bastante sombría.

De camino hacia el jardín, en la parte de atrás de la casa, Knutas echó una ojeada curiosa a la cocina. Era luminosa y de estilo rústico, con armarios blancos de madera, una pequeña mesa de alas abatibles y cortinas a cuadros azules y blancos. En el alféizar de las ventanas había varios objetos decorativos colocados en fila. El cuarto de estar tenía también el techo bajo con vigas a la vista y estaba decorado con muebles antiguos.

– Qué bonito lo tiene -comentó Knutas-. ¿Le interesan las antigüedades?

– No mucho, la verdad. La mayoría es heredado.

En la parte trasera había un pequeño jardín, donde se sentaron.

La bandeja con el café ya estaba encima de la mesa y Bjarke lo sirvió sin preguntar si Knutas quería o no. Con el café había servido un platito con galletitas de chocolate.

– En realidad he venido aquí para hablar de Staffan Mellgren -comenzó Knutas.

– ¿Ah, sí? Sí, es terrible lo que ha ocurrido, totalmente incomprensible. Da miedo pensarlo, una alumna y un profesor asesinados, uno se pregunta si será el siguiente. Seguro que es lo que piensan todos, hay mucha preocupación tanto entre los profesores como entre los alumnos de la universidad.

– Lo comprendo -cortó Knutas.

A lo largo de toda la semana habían llamado a la policía personas que estaban preocupadas, desde padres que tenían a sus hijos estudiando en la universidad hasta la Asociación Empresarial, alarmada por la huida del turismo, pasando por todos aquellos relacionados con la universidad, que llamaban al borde de un ataque de nervios para exigir que la policía detuviera inmediatamente al asesino. Era comprensible, por supuesto, pero la policía tenía otras cosas que hacer y no podía funcionar como si fuera la consulta del psicólogo. Suspiró al pensarlo y miró a Aron a los ojos.

– ¿Qué tal lo conocía?

– Bastante bien, he de decir. Trabajamos juntos muchos años. Los últimos cinco años en la universidad y antes en la Universidad Popular de Hemse, que entonces era la responsable de las excavaciones arqueológicas.

– ¿Os veíais también fuera del trabajo?

– No. Como sabe, él tenía familia, cuatro niños y demás, así que llevábamos vidas diferentes.

Aron Bjarke sonrió y se metió una galleta en la boca.

Knutas observó a aquel hombre de mediana edad que tenía enfrente, vestido informalmente con unas bermudas y una camiseta; afable, casi zalamero. Knutas tuvo la impresión de que Bjarke, pese a su trato abierto y cortés, era una persona bastante solitaria. Se sorprendió a sí mismo preguntándose por el hombre que tenía enfrente, aunque era por Staffan Mellgren por quien tenía que preguntar.

– Buen café -dijo para romper el silencio que se había hecho-. La vez anterior nos habló de la vida amorosa de Mellgren y parecía muy bien informado, ¿era de dominio público que tenía aventuras con las alumnas?

– Por desgracia, debo reconocer que había mucha gente que lo sabía, al menos entre los alumnos a los que Mellgren daba clase. Estamos hablando de universitarios y, por lo tanto, de personas adultas. Sé que al rector le parecía inapropiado pero no podía hacer nada. Además, era un tema bastante delicado, Mellgren era una persona muy apreciada y competente, como profesor y como arqueólogo.

– ¿No hubo nadie que se quejara?

– Creo que la gente prefirió hacer la vista gorda. Además estaba casado y Susanna tenía un hijo tras otro… Creo que sus colegas no sabían realmente cómo abordar el asunto.

– ¿Y usted?

– Staffan y yo manteníamos una relación profesional, pero no hablábamos de asuntos personales. Yo tampoco le dije lo que pensaba de su vida. Tal vez no hice bien, ahora que sabemos lo que ha ocurrido.

– ¿A qué se refiere?

– Bueno, supongo que su muerte estará relacionada con sus aventuras amorosas. Al menos eso es lo que se comenta entre los profesores en la universidad.

– ¿Sabe si solía verse con alguien fuera del trabajo?

– No estoy al tanto de ello. No creo que se viera mucho con ningún colega de la universidad. Quizá fuera consciente de que la gente sabía lo que hacía y se avergonzaba. Del resto de las amistades que él y Susanna pudieran tener, de eso no sé nada.

Knutas abandonó la casa de Aron Bjarke igual que entró.

Domingo 1 de Agosto

La llamada llegó justo cuando Knutas se había adormecido en la tumbona del jardín. Por la mañana había estado en la comisaría, pero la investigación no avanzaba. A la hora del almuerzo se dio por vencido y se marchó a casa. Se preparó una tortilla y luego se sentó en la terraza, donde se echó una cabezada. No habría dormido más de cinco minutos cuando sonó el teléfono. Descolgó el teléfono medio dormido.

– Hola, soy Jonnsson, te llamo desde el aeropuerto.

– ¿Sí?

– Oye, que estamos aquí, Ek y yo, para recibir a Gunnar Ambjörnsson. Su novia también está aquí.

– ¿Y?

Knutas mismo se dio cuenta de lo impaciente que sonaba.

– Que no está aquí.

– ¿Qué?

– Que no ha llegado desde Estocolmo en el avión en el que debía llegar.

– ¿Estáis seguros de que no os habéis equivocado?

– Hemos estado aquí los tres, es imposible que haya pasado delante de nosotros sin que lo hayamos visto.

– ¿Sabéis si ha llegado en el avión procedente de Marruecos?

– No lo sabemos, no lo hemos comprobado.

– Pues hacedlo ahora mismo y llamadme inmediatamente cuando sepáis algo.

Knutas se levantó, fue al cuarto de baño y se refrescó la cara con agua fría. ¿Dónde demonios se había metido Ambjörnsson? ¿Habría decidido quedarse en Marruecos?

Cuando volvió a salir, sonó el teléfono. Jonnsson había sido increíblemente rápido.

– Venía a bordo del avión procedente de Marruecos, facturó, pasó el control de pasaportes y mostró su tarjeta de embarque, así que podemos estar absolutamente seguros de que iba en ese avión. Debe de haber desaparecido en el aeropuerto de Arlanda entre la terminal de salidas internacionales y la de salidas nacionales. Al parecer no llegó a facturar en el vuelo para Visby.

– ¿Estás seguro?

– Desde luego, he hablado con el personal del aeropuerto.

– ¿Cómo ha podido desaparecer entre las terminales?

– Cambiaría de planes, son cosas que pueden pasar.

Knutas se retrepó en la silla y empezó a pensar. ¿Habría decidido Gunnar Ambjörnsson de pronto quedarse en Estocolmo?

Desde luego, podía haberlo hecho. Quizá había conocido a alguien en el viaje y por eso había decidido quedarse en la capital. Aunque, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido, era inquietante que aquel hombre hubiese desaparecido.

Knutas marcó el número de teléfono de la policía de Estocolmo.

Lunes 2 de Agosto

El fin de semana había superado todas sus expectativas y hacía mucho tiempo que Johan no se sentía tan bien como el lunes por la mañana cuando se dirigía al trabajo. Emma y él no habían hecho nada especial, habían dado largos paseos, preparado comidas ricas y se habían relajado frente al televisor. Como una familia normal. De lo que más había disfrutado era de haber podido pasar las veinticuatro horas del día con Elin. Despertarse con ella por la mañana, darle de comer, ponerle y quitarle la ropa, cambiarle el pañal. Se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos poder cuidar de su hija y aunque había disfrutado del fin de semana, éste también iba a significar nuevas exigencias por su parte. No iba a aceptar por más tiempo quedar excluido. Si Emma no quería que él se trasladara a vivir con ella tendría que aceptar que se llevara a Elin de vez en cuando.

Una de las razones que contribuyeron a su bienestar después del fin de semana era lo bien que había salido todo con Sara la primera noche. Se reavivaron sus esperanzas de llegar a ser un buen padrastro. Ya estaba pensando en volver a ver a Sara y a Filip.

Como de costumbre, comenzó el día hablando con Grenfors, en Estocolmo, y por una vez el redactor le dijo que si no ocurría nada especial se lo podía tomar con calma.

Johan empezó por limpiar su escritorio, que estaba completamente abarrotado.

Pia aprovechó para irse a lavar el coche y ponerlo en condiciones. Él revisó los montones, tiró la mayoría y guardó lo que era importante en una carpeta. Se veía revolotear el polvo, hacía falta una limpieza a fondo.

Atrajo su mirada un recorte del periódico Gotlands Allehanda que trataba del descarado robo en la Sala de Arte Antiguo dos semanas antes. Los dos asesinatos habían hecho que un gran suceso como aquel robo pasara casi desapercibido.

Johan llamó a la policía, pidió hablar con el responsable de la investigación, le pasaron con un tal Erik Larsson y le planteó el asunto.

– Estamos investigando el robo, pero mentiría si dijera que hemos avanzado en la resolución del caso -dijo un preocupado policía.

– ¿Hay algún sospechoso?

– La verdad es que no.

– ¿Alguna pista?

– Nada que nos haya permitido detener al culpable.

– Este tipo de robos, ¿se han producido anteriormente?

– No, en la Sala de Arte Antiguo, no.

– ¿Qué puede hacer el ladrón con el brazalete de oro que ha robado? Será difícil vender ese tipo de cosas.

– O se queda con ello, cosa poco probable, o lo vende a otras personas. Creemos que se trata de un robo por encargo, es decir, que ya tenía un comprador. Puede tratarse de un coleccionista, quizá extranjero. Sabemos que se venden hallazgos arqueológicos de Gotland en el mercado internacional.

– ¿Cuánto puede valer un brazalete como ése?

– Imposible de decir. Un coleccionista seguramente pagaría casi cualquier suma. En el caso de las monedas se calcula que una moneda poco común y bien conservada de la época vikinga puede valer unas diez mil coronas. Imagínate lo que se puede sacar por un hallazgo de cientos de monedas. Sabemos que quedan tesoros de plata sin desenterrar. En Gotland aún se sigue encontrando, por término medio, un tesoro de plata al año.

– ¿Y por qué se investigan tan poco estos robos? -preguntó Johan asombrado-. ¡Es una locura que desaparezcan de aquí un montón de cosas y que nadie reaccione!

– Claro que perseguimos a quienes roban tesoros arqueológicos, pero es complicado. Y, si te he de ser sincero, creo que hay una cosa que contribuye a la pasividad de la policía, y es que, cuando alguno de estos casos excepcionalmente acaba en los tribunales, los saqueadores son condenados a penas irrisorias. Se les juzga por delitos contra el patrimonio cultural y las penas son tan bajas que a la policía le parece que no vale la pena derrochar un montón de energía para detener a unos delincuentes que, de todos modos, van a volver a estar en la calle al cabo de unos pocos meses.

– ¿Tú eres de la misma opinión?

– Yo no he dicho eso, pero es difícil detener a estos ladrones si no los coges in fraganti.

Johan le dio las gracias y terminó la conversación. El policía le prometió concederle una entrevista en los próximos días. Johan quería informarse más acerca de los robos antes de hacer la entrevista. Llamó a la centralita de la policía y pidió una copia de todas las denuncias presentadas durante el último año que estuvieran relacionadas con el robo de tesoros o restos arqueológicos. La encargada del registro prometió enviarle las denuncias por fax lo antes posible. Creía que no se trataba de más de diez, a lo sumo.

Mientras esperaba puso la cafetera. Pensó en la desidia con que se tomaba la policía estos robos. A él le parecía horrible que los tesoros del patrimonio histórico y cultural se vendieran en un mercado lucrativo y desaparecieran, no sólo fuera de Gotland sino de Suecia.

Cuando el fax empezó a chirriar corrió hasta allí. Sólo había siete denuncias. Incluían el último robo en la sala de Arte Antiguo y el resto eran robos semejantes cometidos en el almacén del museo y en las excavaciones.

Una denuncia atrajo su atención. Había desaparecido una torques de las excavaciones de Fröjel. La denuncia estaba fechada el jueves veintinueve de junio. Se trataba de un collar de ámbar engastado en plata que la denunciante había encontrado en la tierra el día anterior. Esta había metido la joya en una bolsa que se depositó en una caja, en uno de los carros que había a unos metros de la zona de excavación propiamente dicha, donde los arqueólogos guardaban lo que encontraban, un ordenador y material diverso e instrumentos. Cuando la denunciante, al día siguiente, quiso volver a mirar su hallazgo, éste había desaparecido. Nadie pudo explicar cómo era posible. El carro había estado cerrado por la noche y no se apreciaba desperfectos en la cerradura.

La denunciante se llamaba Katja Rönngren. A Johan pareció que le sonaba el nombre y buscó entre sus papeles. Encontró la lista de las personas que habían participado en mismo curso de excavación que Martina y, efectivamente, allí estaba su nombre.

Katja Rönngren era una de las alumnas que había abandonado el curso tras la muerte de Martina.

Vivía en Gotemburgo, y a través del servicio de información telefónica consiguió su número de teléfono; la llamó inmediatamente, se presentó y le explicó el motivo de su llamada.

– Yo soy la madre de Katja, ella no está aquí.

– Es bastante urgente, ¿dónde puedo localizarla?

– Katja está en Gotland.

– Pero ¿no abandonó el curso hace varias semanas?

– Sólo estuvo en casa un par de días. Después volvió para tratar de terminarlo a pesar de todo.

– ¿Ha estado en contacto con ella desde entonces?

– Varias veces. Me dijo que ya no podía quedarse en el albergue porque estaba lleno, así que vive en Visby, en casa de unos amigos. Puede llamarla al móvil, ¿quiere que le dé el número?

Habían comprobado las listas de pasajeros de la compañía naviera Destination Gotland sin ningún resultado. Por lo visto Ambjörnsson no había cambiado de idea y había decidido regresar en barco en vez de hacerlo en un vuelo nacional.

Se habían realizado un gran número de interrogatorios, pero no conducían a ningún sitio. Los compañeros de la Policía Nacional eran expertos de reconocido prestigio, pero tampoco conseguían averiguar nada. Agneta Larsvik se había visto obligada otra vez a hacerse cargo de otro caso en Estocolmo.

Tras la reunión de las ocho, Knutas decidió abandonar la comisaría y lanzarse en solitario tras las huellas del asesino. Comunicó a la centralita que estaría fuera unas horas, se montó en su viejo Mercedes y salió resoplando. El tiempo se había vuelto más inestable. Había llovido por la noche y las capas de nubes se tornaban oscuras y amenazantes en el cielo mientras conducía hacía el sur por la carretera de la costa. Un poco antes de llegar a Klintehamn giró hacia Warfsholm y aparcó junto al hotel. Aquello estaba bastante vacío, sin duda los turistas se habrían acercado a Visby ahora que el tiempo era malo.

Se dirigió a la terraza del hotel y se sentó a la misma mesa a la que se habían sentado Martina y sus amigos un mes antes. Soplaba un aire frío y empezaba a chispear. El agua era gris y desde el puerto llegaba el rugido de las máquinas. Muy lejos del paraíso turístico que le pareció la última vez que estuvo aquí con Karin. Se levantó y observó el camino que conducía al albergue. Probablemente allí se encontró Martina con su asesino. ¿Por qué precisamente allí?

Paseó por el sendero en la misma dirección en la que habría ido Martina, y se paró en mitad del camino, donde los sauces de ambos lados formaban un túnel que protegía del viento y la lluvia. Aquí, en algún sitio, había sido agredida. Luego el asesino debió cruzar el aparcamiento arrastrándola hasta el césped salpicado de enebros y hasta el agua donde apareció el anillo. Knutas siguió el mismo camino que creía había tomado el asesino. La orilla de la playa no se veía desde este lado. Aquí pudo actuar con total tranquilidad. Después de ahogarla tuvo necesariamente que esconder el cuerpo en el coche y marcharse de allí. Knutas se detuvo y observó la zona un momento. ¿Habrían quedado en verse? ¿Guardaba Martina algún secreto que no estuviera relacionado con sus aventuras amorosas? ¿Habría conocido, durante sus anteriores visitas a Suecia, a alguien del que nadie sabía nada?

La Brigada de Homicidios había investigado todas las posibilidades relacionadas con la universidad y con el curso de excavación. Tenía que existir algo más, algo oculto.

La siguiente parada fue en Vivesholm y allí paseó a través del bosque hasta llegar a la torre desde donde observaban a los pájaros. Se detuvo en el lugar donde Martina apareció colgada. Jamás iba a olvidar la escena que vio aquella mañana.

Caminó hasta el extremo del cabo. El paisaje era agreste y árido y le recordaba a los páramos de Irlanda del Norte donde él y su familia habían ido de vacaciones con el coche unos años antes. El viento le obligó a entornar los ojos y la llovizna le mojó la cara cuando levantó el rostro hacia el cielo. El tiempo frío y gris hacía que pareciera otoño. Contempló las casetas de los pescadores en Kovik. La pequeña capilla solitaria que había allí apenas se distinguía con la bruma. El entierro de uno de sus mejores amigos se había oficiado en aquella capilla hacía solo medio año. Era un edificio pequeño de piedra caliza, aislado y con pequeños tragaluces orientados hacia el mar. Allí habían sido enterrados muchos marineros a lo largo de los años.

Algo cobró vida en lo más profundo de su subconsciente mientras estaba allí, en medio de la lluvia y el viento. Reflexionó acerca de lo que había dicho Agneta Larsvik sobre el modus operandi del asesino. De pronto supo exactamente lo que tenía que hacer.

Ratja Rönngren no respondía. Johan le dejó un mensaje pidiéndole que lo llamara lo antes posible.

El periodista se retrepó en la silla y se cruzó las manos detrás de la cabeza. ¿Qué significaba aquello de que Katja había denunciado un robo, que había abandonado el curso y que luego había vuelto? Tal vez no quisiera decir nada. Pero el asunto de los robos lo inquietaba.

Se sentó frente al ordenador y entró en Internet. Buscó al azar varias palabras relacionadas con los tesoros arqueológicos de Gotland. Obtuvo un montón de entradas, aunque la mayor parte las pudo descartar porque no parecían interesantes. De pronto se sobresaltó. Una página web americana se anunciaba como un sitio donde se vendían objetos antiguos procedentes de Gotland. Se ofrecían abiertamente a la venta piezas como utensilios, herramientas, monedas y joyas. Aparecía una dirección de contacto. A Johan se le ocurrió una idea, tecleó un nombre falso y escribió que estaba interesado en la compra de objetos, pidió que le contestaran con rapidez.

Sonó el teléfono. Era Katja Rönngren. Le confirmó que había presentado una denuncia en la policía, pero que luego no había pasado nada más y que no tenía ni idea de quién podía andar detrás de los robos, ni la más mínima sospecha. Sin embargo, le contó que Martina también había descubierto que faltaban algunos objetos que ella había descubierto y que había hablado de poner una denuncia. Katja no sabía si había llegado a hacerla. A ella le había parecido que Martina sospechaba de alguien pero no había querido decirle de quién.

Johan se quedó pensativo después de aquella conversación. Así pues, Martina había estado a punto de presentar una denuncia ante la policía, pero no había llegado a hacerlo. Quizá lo habría hecho si no hubiera muerto asesinada. ¿Podían ser los robos el móvil, alguien que quería seguir robando a costa de lo que fuera, y que había visto peligrar su negocio porque las jóvenes le seguían la pista? En ese caso Katja también estaría amenazada, y supuestamente debería haber sido asesinada antes, dado que ella llegó incluso a poner la denuncia. ¿Y cómo encajaba Staffan Mellgren en todo eso? ¿Estaba involucrado en los saqueos? Johan sospechaba que la respuesta acerca de quién era el asesino podría encontrarse investigando más cómo estaba montado el negocio de los robos. Todo aquello tenía que guardar alguna relación: el golpe en la Sala de Arte Antiguo, los robos en el almacén y los que tenían lugar en las excavaciones, y ahora había descubierto que los objetos se vendían incluso en la red. Para la policía aquello debía de tratarse, sin duda, de una actividad delictiva. ¿Cómo habrían conseguido los norteamericanos hacerse con restos arqueológicos que no fueran robados?

De pronto sonó su ordenador, había recibido un mensaje de correo. Procedente de Estados Unidos.

Volvió a sentarse frente al ordenador para responder al mensaje.

De vuelta en la comisaría Knutas llamó a Agneta Larsvik a Estocolmo. Tuvo suerte y la sorprendió entre dos reuniones.

– Eso del modus operandi… -comenzó Knutas-. ¿Puede tener algo que ver con la religión?

– ¿A qué te refieres?

– Tanto Martina Flochten como Staffan Mellgren estaban interesados en la época vikinga, participaban en las excavaciones de un puerto de ese período cuando fueron asesinados. La religión en aquel tiempo era la creencia en Asatru, ya sabes, los antiguos dioses Thor, Odín y todos esos. Los vikingos hacían sacrificios, ofrendas a las divinidades y esas cosas de las que uno ha oído hablar. Tú dijiste que el modo de actuar era ritual. ¿Podría tener algo que ver con el Asatru, quiero decir, con sus ofrendas a los dioses?

– La verdad es que no lo sé -respondió ella vacilante-. Lo siento pero no estoy muy puesta en ese tema, pero no parece descabellado. ¿Puedes esperar un momento?

– Sí, claro.

Knutas oyó cómo dejaba el auricular y hojeaba papeles al fondo. Unos minutos más tarde volvió a ponerse al teléfono.

– ¿Sigues ahí? Conozco a un profesor de historia de las religiones en la Universidad de Estocolmo especializado en religión y mitología nórdicas antiguas. Se llama Malte Moberg, seguro que él podrá ayudarte.

Knutas apuntó su número de teléfono y en menos de medio minuto ya tenía al profesor de historia de las religiones al otro lado del teléfono. Le contó el motivo de su llamada y le describió escuetamente cómo habían muerto las víctimas.

Malte Moberg hablaba lentamente con voz seca y áspera.

– Hay algo que se llama «la triple muerte», es decir, que uno le quita la vida a su víctima de tres maneras distintas. Se cree que esa forma de matar tiene su origen en la religión de algunas tribus celtas y germánicas, y se utilizó entre el 300 a. de C. y el 300 d. de C. Cuando la víctima era sometida a una triple muerte: por ahorcamiento, apuñalamiento y ahogamiento, se pensaba que cada una se ofrendaba a uno de los tres principales dioses.

La pieza más importante del rompecabezas encajaba. Así de sencillo. Knutas se exaltó tanto que apenas si podía seguir sentado.

– ¿Y qué tiene eso que ver con la antigua religión nórdica? -le preguntó agitado.

– Entre los pueblos del norte, antes de la llegada del cristianismo, el sacrificio era un aspecto central de la religión. En la mitología nórdica el relato de la creación comienza con el sacrificio del gigante Ymer, con cuyo cuerpo se creó el mundo. Odín sacrificó uno de sus ojos para conseguir sabiduría e incluso a sí mismo para desentrañar el secreto de las runas. Normalmente ofrecían comida y bebida a los dioses, pero también animales y, en casos excepcionales, personas. La forma de matar que describe en esos asesinatos se daba también en la antigua religión escandinava. «La triple muerte» es un sacrificio dedicado a Odín, Thor y Frey, es decir, a los tres dioses más poderosos del antiguo panteón nórdico, que era el predominante en la época vikinga. En la mitología nórdica hay tres familias de dioses: Ases, Vanes y Elfos. Los Ases, a los que pertenecen Odín y Thor, se relacionaban sobre todo con el poder y la guerra, y los Vanes, a los que pertenece Frey, con la fertilidad. No sé si está usted versado en mitología nórdica.

– Esas cosas las estudiaba uno en la escuela, pero hace cien años de aquello. Refrésquemelas un poco.

– Odín es el dios más importante, el creador de todo para muchos, el que más poder tenía y mandaba sobre los demás dioses Ases, además de ser la máxima deidad para los hombres. Era el más anciano y el más sabio, y vivía en la fortaleza de Valhalla, que es el dios de la guerra, pero también el de la poesía y es el creador de las runas. Thor es el hijo de Odín y es también dios de la guerra, pero es conocido sobre todo como el dios del trueno. Thor tiene un martillo llamado Mjölner y cuando golpea con él truena y relampaguea. Bueno, seguro que eso le suena. Finalmente, Frey es el principal dios de la fertilidad, también se le rendía culto para obtener una buena cosecha, paz, amor y abundante ganado.

– ¿Y lo de que el asesino ha desangrado a las víctimas, tiene algo que ver con la mitología nórdica?

– Desde luego, la sangre era importante en el rito de las ofrendas. Mataban animales, como por ejemplo cerdos, caballos y toros, y recogían la sangre en cuencos. Una característica del culto a los dioses Ases era que pintaban representaciones de divinidades con sangre.

A Knutas se le escapó un prolongado suspiro.

– Entonces todo coincide -dijo-. El modus operandi, la recogida de la sangre, todo.

Sólo quedaba una cosa por preguntar. Los incidentes con las cabezas de los caballos no habían salido aún en los medios y Knutas le contó a Malte Moberg lo de las dos cabezas de caballo clavadas en estacas y colocadas en las casas de Mellgren y Ambjörnsson.

El auricular se quedó en silencio. Tanto tiempo que Knutas llegó a pensar que se había interrumpido la comunicación. Entonces volvió a oír a Moberg, pero su voz tenía un tono diferente.

– Lo que me está contando se llama nidstång, una cabeza de caballo clavada en una estaca, por lo general de madera, que se coloca en el exterior de la casa de la persona amenazada. Se trata de un rito mágico terriblemente poderoso, una maldición pronunciada contra alguien. Colocarle una nidstång a alguien supone una amenaza grave contra esa persona.

– El responsable de las excavaciones, Staffan Mellgren, fue asesinado dos días después de que se encontrara la nidstång en su casa.

– ¿Y el otro hombre al que le han puesto la nidstång?

– No estamos seguros de dónde se encuentra -respondió Knutas algo críptico.

– ¿No me diga? Si estuviera en su lugar trataría de localizarlo cuanto antes. Por lo demás, les aconsejaría que averiguaran cuanto antes qué personas cercanas a las víctimas están interesadas en el culto a los Ases.

Nada más terminar la conversación con Malte Moberg, Knutas llamó a Susanna Mellgren para preguntarle si su marido había mostrado algún interés por los antiguos dioses vikingos. La respuesta fue negativa, no sabía nada de eso. Reconoció que salía algunas tardes, e incluso festivos, sin que ella supiera muy bien adónde iba, pero dio por supuesto que se veía con otras mujeres.

La misma respuesta obtuvo de la novia de Gunnar Ambjörnsson, según ella, Ambjörnsson era ateo.

Knutas reunió a la Brigada de Homicidios y les refirió su conversación con el profesor de historia de las religiones de Estocolmo.

– ¿Cómo íbamos a imaginarnos que esto tenía que ver con la religión? -exclamó Kihlgård-. ¿Pero quiénes rinden culto a los dioses antiguos? Me parece una cosa muy extraña.

– Pues no es más extraño que creer en Jesús o en Mahoma o en lo que sea -objetó Karin-. A mí el culto a Asatru me interesa, me gusta la idea de que haya varias divinidades y el que las diosas sean tan importantes como los dioses.

– Ahora no nos vamos a dedicar a discutir nuestros puntos de vista en materia de creencias, sino la nueva pista que hemos descubierto, que espero nos conduzca a la resolución del caso -dijo Knutas impaciente-. El asesino se encuentra probablemente aquí en la isla y me sorprendería que actuara solo. Debe de tener al menos un cómplice.

– Como parece que tiene experiencia en matar animales y en manejarlos después de muertos, hemos controlado a todos los empleados de las carnicerías de Gotland y, lamentablemente, no hemos obtenido ningún resultado que parezca interesante -terció Karin-. Tampoco entre los veterinarios y sus ayudantes.

Knutas parecía abatido.

– Bueno, al menos sabemos que el modus operandi del asesino está inspirado en algo que se llama «la triple muerte» y que se practicaba en la antigua tradición nórdica. ¿A quién pueden atraerle semejantes cosas?

– A alguien que esté interesado en las creencias de nuestros antepasados y en mitología nórdica, quizá algún miembro de una asociación dedicada a esas cosas -propuso Kihlgård.

– ¿Qué asociaciones de ese tipo tenemos en Gotland? ¿Alguien lo sabe?

Knutas soltó la pregunta y todos negaron con la cabeza.

– ¿Esto no tendrá nada que ver con la gente que prepara la Semana Medieval? -preguntó Karin-. Hay un montón de personas que están trabajando contrarreloj para tener todo listo para el festival, que se celebra la próxima semana. Pero ellos no estarán interesados en los dioses vikingos, ¿verdad?

– La Edad Media comienza después de la época vikinga, y coincide con la cristianización del Norte. Creo que ocurrió a principios del siglo XII – explicó Knutas-. Pero es posible que las dos estén vinculadas. Debemos empezar por buscar entre los grupos que se dediquen al culto a los dioses Ases, luego alguien podría encargarse de hablar también con los organizadores de la Semana Medieval. Tienen una especie de asociación, ¿no?

– Sí, yo puedo encargarme de eso -se ofreció Karin.

– Te ayudo encantado -dijo Kihlgård-. Parece tremendamente interesante.

– Bien, pero que os ayude más gente. Esta pista debe ser considerada como la más importante, por lo tanto debemos concentrarnos principalmente en ella. Toda esta historia comenzó con el caballo degollado que apareció en junio en Petesviken. Tenemos que buscar a partir de ahí y registrar los movimientos de todas las personas que de alguna manera se han cruzado en nuestra investigación y ver quiénes guardan alguna relación con el culto a los dioses Ases o con la antigua mitología nórdica.

Miércoles 4 de Agosto

El seudónimo era Viking Venture pero Johan comprendió de inmediato que el contacto que había conseguido a través de la web americana era sueco y que posiblemente vivía en Gotland, pese a lo extraño que pudiera parecer que un isleño vendiera tesoros arqueológicos en el mercado estadounidense. Había intercambiado varios mensajes de correo electrónico con Viking Venture y se había hecho pasar por un comprador interesado y dispuesto a pagar bien por objetos de la época vikinga procedentes de Gotland. El contacto le aseguró que podía ofrecerle bastantes piezas singulares que podían interesarle. Johan fingió ser un coleccionista del sur de Suecia y después de intercambiar unos cuantos mensajes consiguió concertar una cita con el tal Viking Venture. Quedaron en verse el sábado siguiente en la pista de hockey sobre hielo en las afueras de Visby.

Johan iba a intentar fotografiar al vendedor con una cámara pequeña que había en la redacción. El miércoles repasó con Pia todos los detalles y acordaron no decir nada a la policía ni a la redacción central en Estocolmo. Este era su proyecto. Johan se sentía animado de verdad.

Emma lo había llamado al trabajo para proponerle que prepararan una cena en su casa el sábado por la noche e invitar a Pia Lilja y a Niklas Appelqvist. Era la primera vez que organizaban juntos una cena, lo interpretó como una indicación más de que Emma empezaba a ceder. Quizá al final acabarían convirtiéndose en una pareja de verdad. La dirección de la Televisión Sueca había decidido mantener el equipo en Gotland durante el otoño a modo de prueba y Pia había conseguido el puesto de fotógrafa. Que Johan siguiera al frente como reportero estaba fuera de toda duda porque él quería ese trabajo y lo hacía bien. Estaba agradecido por poder quedarse en la isla y al menos no tener que preocuparse por eso. Además, tenía derecho a ver a su hija y ése era un derecho al que no pensaba renunciar.

De una cosa estaba seguro. Pasara lo que pasase entre Emma y él, nunca cedería lo más mínimo en lo referente a su derecho a ver a la niña.

Para su satisfacción había notado un cambio en la actitud de Emma hacia él desde que nació Elin. Era más cariñosa, confiaba más en él, se atrevía a mostrar sus flaquezas. Era como si Johan se hubiera vuelto más importante para ella ahora que se había convertido en el padre de su hija. Elin siempre iba a depender de él de una u otra manera. Aquel pensamiento lo agradaba.

Jueves 5 de Agosto

El crucero Nordic Star llegó procedente de Riga, en Letonia, y atracó majestuoso en el muelle once del puerto de Visby aquel jueves por la mañana. La ciudad no podía mostrar un aspecto más bello. El sol coloreaba las fachadas con una luz cálida y dorada, y la temperatura ya había subido a veinte grados. Los turistas americanos, que sólo disponían de un día para descubrir Gotland antes de proseguir su viaje rumbo a Estocolmo, estaban admirados antes de dejar la pasarela. Las torres de la catedral, la muralla y las casas antiguas les fascinaron y en el puerto se respiraba un ambiente de expectación y entusiasmo. Diez relucientes autocares equipados con aire acondicionado estaban aparcados en hilera, preparados para engullir a los cientos de pasajeros que descendían del barco. Los turistas iban ataviados con bermudas, camisetas y gorras, todos con su correspondiente cámara colgada del cuello. La edad media rondaba los cincuenta o sesenta años, pero asomaba alguna que otra pareja joven entre los locuaces turistas. En el muelle los esperaban los guías locales, que se distinguían claramente porque llevaban el chaleco azul de la asociación de guías turísticos. Llenaron enseguida los autocares y uno tras otro abandonaron el puerto, dispuestos a conquistar la isla.

El autocar de Matilda Drakenberg fue uno de los primeros en salir. Los guías habían repartido la vuelta en pequeños grupos para no chocar unos con otros. El autobús de Matilda iba a empezar por los alrededores de la ciudad para después irse desplazando hacia el centro. La primera parada era la reserva natural de Högklint, al sur de Visby, desde donde se contemplaba una vista maravillosa de la ciudad y del mar. Después los esperaba el Jardín Botánico y un paseo por la zona amurallada que terminaba en la Puerta Este, donde los turistas quedaban libres para almorzar e ir de compras por su cuenta hasta que llegara la hora de volver al barco para seguir viaje rumbo a la capital sueca.

Matilda dio la bienvenida a los turistas y antes de que el autocar hubiera tomado la carretera de la costa en dirección a Högklint, ya había empezado a explicarles la historia de Visby. Los grupos de turistas eran tremendamente parecidos, los americanos eran positivos, les gustaba preguntar y quedaban fascinados por todo lo que tuviera más de cien años de antigüedad. Cuando les contó que la muralla fue construida en el siglo XIII se les pusieron los ojos como platos.

El autocar se detuvo lo más cerca posible de Högklint, los americanos no tenían fama de ser aficionados a caminar y algunas personas del grupo eran realmente obesas. Un señor mayor caminaba con un bastón y parecía que le costaba avanzar.

Matilda ya se temía el paseo por las calles empedradas de Visby. Esperó a que todos hubieran llegado y los guió por la pequeña cuesta que conducía al mirador.

Después, cuando Matilda tuvo que contar lo que había visto aquella mañana le costaba recordar en qué orden había sucedido todo. Recordaba con claridad la animada charla del grupo y al hombre de Wisconsin que se había pegado a ella y no paraba de preguntar acerca de todo, desde cuál era el sueldo medio en Suecia hasta dónde había vivido Ingmar Bergman en Gotland, pasando por quién creían los suecos que había matado a Olof Palme. Siempre había alguien así en todos los grupos. Una persona que se pegaba a ella y hacía un montón de preguntas y le absorbía la energía. Al cabo recordaría que había tratado de contestarle con evasivas, explicándole que lo iba a contar luego para todo el grupo para que todos pudieran oírlo. El hombre no cogió la indirecta y continuó preguntando.

El grupo se congregó en lo alto de una roca y disfrutó de la magnífica panorámica sobre Visby y sobre el accidentado litoral. La planicie se encontraba a cincuenta metros sobre el nivel del mar y las paredes rocosas se hundían abruptamente en la espuma de las olas. Aquí el viento soplaba de forma casi constante. Matilda les contó a los turistas que al saliente que había un poco más abajo del precipicio lo llamaban la tumba de las cabras, porque las cabras que conseguían bajar hasta allí para comer su jugosa hierba luego no eran capaces de subir de nuevo y morían de hambre. Algunos turistas desafiaron la empinada escalera y con resultados variables descendieron hasta el lugar donde las cabras encontraban su cruel destino. Otros eligieron una alternativa más cómoda y caminaron hasta un bosquecillo que había hacia el interior, desde donde podían contemplar la vista al abrigo del viento.

De repente se oyó un grito aterrador. Matilda temió por unos segundos que alguien se hubiera caído por el precipicio, pero el alarido procedía del bosque. Corrió hacia allí y la escena que vio no se le iba a olvidar jamás.

De un árbol colgaba el cuerpo desnudo de un hombre, balanceándose sin vida de una soga. Alguien le había cortado en mitad del vientre con un cuchillo y la sangre le había caído por las piernas y había llegado al suelo. Cuando Matilda observó su cara y sus ojos abiertos de par en par, fijos en ella, lo reconoció inmediatamente.

Veinte minutos después de que llegara el aviso a la centralita de policía, Knutas y Karin se bajaban del coche en Högklint. Sin pronunciar palabra se abrieron paso entre el montón de turistas sobresaltados que habían tenido ocasión de participar en una excursión turística fuera de lo común. Los agentes comenzaron a acordonar la zona. Habían llegado varios autocares con turistas, pero se habían encontrado con la policía en el aparcamiento y ésta les había ordenado dar la vuelta y alejarse de allí. No dieron ninguna explicación y los sorprendidos guías y conductores hicieron lo que les dijeron sin recibir respuesta alguna a sus preguntas. Knutas oyó de pasada que alguien hablaba entre dientes de suicidio y la hipótesis no era tan descabellada. Högklint era un lugar frecuentado por los aspirantes a suicidarse.

Cuando llegaron a lo alto se les unieron Sohlman, Wittberg y Kihlgård, que venían detrás. Vieron el cuerpo allí colgado en el aire con el mar resplandeciente y el cielo azul de fondo. Knutas meneaba despacio la cabeza al ir reconociendo cada una de las señales de las anteriores víctimas.

Gunnar Ambjörnsson había vuelto a Gotland.

El asesinato del político socialdemócrata del ayuntamiento de Visby acaparó el jueves el interés informativo de toda Suecia. A la rueda de prensa que la policía había ofrecido por la tarde habían asistido incluso representantes de la prensa noruega, finlandesa y danesa. Dada la gran cantidad de testigos que había esta vez, fue imposible intentar siquiera mantener en secreto las macabras circunstancias que rodeaban el asesinato. Corrían rumores sobre sectas, asesinos en serie y ocultismo, y bombardearon a la policía con preguntas acerca de cómo se habían ejecutado los asesinatos anteriores. La policía reconoció que había ciertas semejanzas, pero no dijo cuáles.

Knutas estaba agotado después de la conferencia de prensa, que había sido la más prolongada de cuantas él había dado. Y no acababa ahí la cosa.

A lo largo de la tarde se había filtrado la noticia de que a Gunnar Ambjörnsson le habían puesto una cabeza de caballo empalada en su casa y cuando se supo que Staffan Mellgren había pasado por la misma experiencia antes de que lo asesinaran, aquello se convirtió en una avalancha en todos los medios de comunicación del país. Periodistas de todos los medios de ámbito nacional cogieron el primer avión con destino a Gotland.

Tras la rueda de prensa, Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios se volvieron inaccesibles ante semejante alud, excepto el abrumado Lars Norrby, que en calidad de portavoz tuvo que hacerles frente. La policía temía que la intensa cobertura mediática pudiera hacer aún más difícil la detención del asesino.

La Brigada de Homicidios, en colaboración con la Policía Nacional, había puesto en marcha un ingente trabajo que incluía el interrogatorio a los manifestantes que estaban en contra del proyecto de construcción hotelera, a las asociaciones de Asatru con contactos en Gotland, a los políticos cercanos a Ambjörnsson y a todos los que, de una u otra manera, pudieran tener algo que ver con el asunto.

Knutas tenía la impresión de que el autor de los delitos estaba cerca de ellos, en parte porque el lugar donde fueron halladas las víctimas y la colocación de las cabezas de caballo demostraba que conocía bien el terreno. Creía que alguien de la península no hubiera elegido esos lugares.

Habían desechado completamente la idea de que el asesino pudiera ser una mujer. Cargar con el cuerpo de Gunnar Ambjörnsson cuesta arriba en Högklint y conseguir además colgar el cadáver de un árbol exigía una fuerza física superior a la normal. Si era cierta la hipótesis de que el autor de los hechos era de Gotland, eso significaba que tenía que haberse desplazado desde la isla hasta Estocolmo como muy tarde el sábado o el domingo por la mañana, para encontrarse con Ambjörnsson cuando llegara en su vuelo de enlace desde París. Se tenían que haber visto de alguna manera en Estocolmo, quizá ya en el aeropuerto. Nada parecía indicar que el encuentro hubiera sido concertado con antelación, puesto que el vuelo de Ambjörnsson procedente de París aterrizaba a las 12:45 y el avión que tenía reservado hasta Gotland salía una hora después. El tiempo justo para buscar el equipaje, pasar el control de pasaportes, dirigirse a la terminal de vuelos nacionales y facturar allí.

Alguien había ido a Estocolmo y probablemente se había encontrado con Ambjörnsson cuando éste bajó del avión. ¿Habría acompañado Ambjörnsson a un desconocido por su propia voluntad sabiendo, como sabía, que estaba amenazado? Difícilmente. Por lo tanto, debía tratarse de alguien a quien él conocía y en quien confiaba. Ese alguien lo convenció para que abandonara el aeropuerto en vez de viajar a casa. ¿Por qué salió del aeropuerto?

Luego, Ambjörnsson llegó a Gotland, vivo o muerto. Si lo habían matado en la península y luego lo habían transportado hasta la isla o si había perdido la vida en Gotland, eso aún no lo sabían. Erik Sohlman dedujo que Ambjörnsson llevaba muerto por lo menos unos días. El forense estaba volando hacia la isla, así que no tardarían mucho en disponer de más detalles.

La policía se había puesto en contacto con los familiares de Ambjörnsson en Estocolmo, pero ninguno de ellos había hablado con él desde hacía mucho tiempo. En Stånga, su novia, presa de la desesperación, estaba hundida y no sabía dónde había podido meterse después de bajar del avión en Arlanda. No se había puesto en contacto con ella desde que aterrizó en Suecia.

Después de que el forense reconociera el cadáver en el lugar donde apareció, el cuerpo sería enviado a la Unidad de Medicina Forense del Hospital de Solna para que le practicaran la autopsia. Knutas ya podía imaginarse lo que diría el informe de la autopsia. Todo indicaba que Ambjörnsson había ido al encuentro del mismo trágico destino que las víctimas anteriores. Varias fuentes le habían confirmado que la teoría de «la triple muerte» era cierta y seguro que la discutirían al día siguiente en los sofás de los programas matutinos.

Con todo, estuvo a punto de atragantarse con el café cuando escuchó en la radio las noticias de Dagens Eko a las cinco menos cuarto de la mañana, donde comentaron ya la simbología del nidstång y de «la triple muerte». Y más sorprendido se quedó aún cuando oyó cómo entrevistaban a Susanna Mellgren. Aquello era imparable. Faltaba por ver cómo afectaba al asesino toda aquella exposición mediática. Quizá se encerrara en su oscura guarida haciendo tiempo hasta que amainara la tormenta.

La policía había recibido ese día la llamada de un estonio, llamado Igors Bleidelis, que trabajaba en un carguero que solía hacer escala en Visby. Había oído hablar de los asesinatos rituales y contó que hacía casi seis meses había observado algo extraño en Högklint. Aseguró haber visto una hoguera y personas con antorchas que se movían en lo alto del acantilado como en una danza ritual. Creía que estaban celebrando algún tipo de ceremonia. Recordaba la fecha: el veinte de marzo. No podía decir nada más. Sólo que le pareció raro y llamaba por si guardaba alguna relación con el asesinato del político que había aparecido en ese mismo lugar.

Karin entró en el despacho de Knutas y éste le preguntó si sabía si el veinte de marzo era alguna fecha especial. Ella hojeó en su agenda.

– En realidad nada especial, aparte de que es el equinoccio de primavera.

Knutas se retrepó en su silla.

– ¿Puede tener algún significado? ¿Algún tipo de rito que se celebre el día del equinoccio? ¿Quiénes conmemoran ese día?

– No tengo ni la menor idea, pero no será tan difícil averiguarlo. ¿No puedes preguntarle a ese experto en religiones si ese día tiene algún significado especial para los que practican la religión vikinga?

Cinco minutos después ya tenía la respuesta de Malte Moberg desde Estocolmo. El equinoccio de primavera era ciertamente uno de los días más importantes del año para los adoradores de los dioses Ases.

– Todas las piezas del rompecabezas encajan en su sitio -dijo Knutas-. Esto es obra de fanáticos religiosos que han ido demasiado lejos. Lo que no puedo precisar es qué motivos podían tener para matar a estas personas.

– Ese estonio puede que viera precisamente a la secta a la que pertenece el asesino y que ha conseguido permanecer tan en secreto que nadie conoce ni siquiera su existencia. De alguna manera sonaba a ocultismo con fuego y gente bailando. La conexión entre Martina Flochten y Gunnar Ambjörnsson ya la tenemos con lo de la construcción del complejo hotelero de Högklint. Y el hecho de que él apareciera muerto allí confirma que esa relación puede significar algo.

– Nos queda Staffan Mellgren. Aparte de que mantuviera una aventura con Martina, tiene que haber algo más.

– ¿Puede haber sido miembro de esa secta?

– Me atrevería a decir que es probable y que ahí es donde vamos a encontrar al asesino.

Sábado 7 de Agosto

Cuando Johan se despertó, al principio no sabía dónde se encontraba. Entonces sintió un cuerpecillo al lado del suyo y comprendió que estaba en casa de Emma y de Elin. Su pequeña dormía pegada a él respirando acompasadamente. Emma también dormía. Las dos yacían de costado con la cara vuelta hacia él y le sorprendió lo mucho que se parecían. El seguimiento informativo a lo largo de los últimos días en relación con el asesinato de Gunnar Ambjörnsson había sido intenso y lo había dejado agotado. Le fastidiaba no haber conseguido antes información sobre las cabezas de caballo cortadas, pero los demás periodistas estaban en la misma situación. Ahí la policía se había mostrado muy hábil. Lo habían hecho bien, la verdad.

Por suerte habían llegado a Gotland varios reporteros de la Televisión Sueca para ayudar en el seguimiento de la noticia. Johan había pedido poder dedicar el fin de semana a su reportaje relacionado con los robos de los tesoros arqueológicos, aunque lo consideraban un tema aparte. Grenfors se había mostrado razonable. Tal vez tuviera algo que ver con los asesinatos.

La cita con el perista se había fijado el día antes de que Ambjörnsson apareciera muerto y Johan no quería perder la oportunidad de encontrarse cara a cara con él.

Puso la cafetera, se duchó y salió a buscar el periódico antes de despertar a Emma con un beso.

– Buenos días. Yo puedo cambiar a Elin. -Se ofreció voluntariamente.

– Gracias -susurró ella, se dio la vuelta y se hundió aún más profundamente bajo el edredón.

De camino al cuarto de baño besó a su hija en las mejillas todavía calientes tras el sueño y le sopló en la nuca. A Johan le parecía muy agradable el momento del cambio de pañales. Entonces hablaba y le hacía carantoñas a Elin mientras dejaba que se le airease un poco el culito.

Cuando terminó de cambiarle el pañal, la levantó y colocó su cuerpecillo bien pegado a él mientras le canturreaba bajito al oído.

Antes de tener a su hija jamás habría podido imaginarse lo divertido que era. La mayoría de las veces de lo que hablaban los padres con hijos pequeños era de lo complicado y estresante que era; noches en vela, cambios de pañales, gritos y cólicos. Claro que comprendía que era diferente cuando uno se hacía cargo de un bebé todo el tiempo, pero Emma decía lo mismo, que Elin era una niña increíblemente buena.

Tomaron el desayuno y leyeron el periódico tranquilamente. No se sabía nada nuevo del asesinato de Ambjörnsson. Según el portavoz de la policía, trabajaban en un frente amplio y estaban realizando indagaciones tanto internas como externas, pero de momento no tenían ningún sospechoso de los crímenes. No obstante, la policía reconocía que partían de la hipótesis de que era el mismo asesino el que estaba detrás de las tres muertes. No quiso confirmar aún si las cabezas de caballo habían aparecido en las casas de las víctimas poco antes de su muerte, ya que la investigación se encontraba en una fase muy delicada.

«En una fase delicada -pensó Johan-. Me pregunto qué significará eso exactamente.»

Después de desayunar acostó a Elin, que se había quedado dormida después de mamar por segunda vez. La niña tenía una cuna al lado de la cama y solía quedarse dormida sin problemas. Johan atrapó a Emma, que sólo llevaba puesta la bata, y la atrajo hacia sí. Miró dentro de sus cálidos ojos, había en ellos algo vulnerable que lo atrajo ardientemente. Así era desde la primera vez que la vio.

Ahora la abrazaba con fuerza y ella se apretaba contra su cuerpo. Sin necesidad de que ella hiciera nada más, supo lo que quería. Su respuesta fue apasionada cuando él la besó. A Johan le daba vueltas la cabeza y se sintió de inmediato enormemente excitado. Cayeron en la cama y se besaron con más pasión que nunca, quizá tuviera que ver con lo mucho que la había echado de menos.

Emma lo buscaba y se agarró a él, apretándose como si estuviera salvándole la vida. Aquella intensidad lo sorprendió y perdió la noción del espacio. Se oyó inmediatamente a sí mismo gimoteando en voz alta y le quitó la bata. Su suave cuerpo, todavía caliente tras el sueño, estaba más redondeado que de costumbre y tenía los pechos llenos de leche. Johan se enterró dentro de ella, hundió los dedos en su carne y le acarició los pechos con los labios. La buscó y entró en ella como si fuera la primera vez y casi perdió el conocimiento cuando los dos alcanzaron el clímax a la vez.

Se había imaginado que ella lo sentiría de una manera distinta, pero en realidad su cuerpo no era tan diferente. Se trataba de otra cosa.

Knutas nunca había visto tantas carreras en los pasillos un sábado. La investigación se había ampliado y todo el mundo estaba trabajando.

Aquel verano era el más deplorable que había pasado en muchos años. No había tenido apenas tiempo de disfrutarlo, sólo se había bañado un par de veces en el mar y se podían contar con los dedos de una mano las veces que la familia había hecho una barbacoa en el jardín, a pesar de que el verano había sido el más hermoso en muchos años.

De todos modos ahora parecía que la investigación empezaba por fin a moverse e indudablemente flotaba en el aire una energía nueva.

Cuando Knutas regresó a su despacho, después del almuerzo, alguien le había dejado encima del escritorio, como él había pedido, las listas de pasajeros de la compañía naviera Destination Gotland. Los agentes ya habían comprobado el viernes esas listas, sin que apareciera en ellas Ambjörnsson ni nadie relacionado con él, pero, para mayor seguridad, Knutas quería revisarlas personalmente. Allí estaban los nombres de los pasajeros de todas las líneas, desde el domingo uno de agosto, fecha en la que se esperaba el regreso de Ambjörnsson de su viaje al extranjero.

Sacó un café de la máquina y se sentó delante de su escritorio para leer las listas.

Pasó la mirada por las líneas con los nombres de las personas que habían viajado desde Nynäshamn a Visby el mismo día en que Ambjörnsson tenía que haber vuelto. No descubrió ningún nombre que le dijera nada.

Por supuesto, Ambjörnsson podía haber viajado con otra identidad, pero ¿por qué? ¿Lo habrían obligado? ¿O lo habría amenazado alguien? Una de las razones que excluía la posibilidad de que hubiera vuelto con vida era el riesgo al que se exponía el agresor. Podía haber llamado la atención y alguien podría haber reconocido a Ambjörnsson. No, eso no era lo que había sucedido. Knutas suspiró y dejó a un lado los papeles.

Habían trasladado el cuerpo a la Unidad de Medicina Forense del Hospital de Solna y el lunes llegaría el resultado preliminar de la autopsia.

Knutas decidió salir a dar un paseo para despejarse las ideas. Hacía una tarde preciosa, había llegado otro anticiclón del este y auguraba una Semana Medieval calurosa. Los actos ya habían empezado abajo, en el centro; se podía oír la voz del presentador desde Strandgärdet y los aplausos del torneo, un combate con caballos al más puro estilo caballeresco. En la Puerta Este actuaba un grupo de juglares y en la calle Hästgatan varias personas que recorrían las callejuelas ataviadas con trajes medievales estuvieron a punto de arrollar a Knutas.

El comisario cruzó Stora Torget y decidió bajar a dar una vuelta a la playa. Por el camino pasó por Skogränd, donde vivía Aron Bjarke. Al llegar junto a la casa del profesor aminoró la marcha y se le ocurrió de pronto la idea de visitarlo. Llamó varias veces a la puerta sin que abriera nadie. Al parecer Bjarke no estaba en casa. Mientras estaba allí delante de la puerta se fijó en un objeto que había en la repisa de la ventana. Entre las macetas y los botes había una figura de madera de un palmo de altura. Se acercó a la ventana para mirarla y se dio cuenta de lo atrevida que era, se trataba de una figura de hombre con un pene en erección exageradamente grande. Knutas estaba seguro de que la había visto antes y trataba febrilmente de recordar dónde, tenía la impresión de que podía ser algo importante. Algo se movía en algún rincón de su cerebro pero se desvanecía igual de rápido.

Volvió a llamar otra vez y esperó un momento, pero dentro parecía todo apagado y en silencio. Volvió a mirar la figura que había en la ventana. La había visto antes en algún sitio.

Johan había concertado la cita con el vendedor desconocido a las cuatro de la tarde. Estuvo inquieto todo el día y habló varias veces con Pia para comprobar que lo tenían todo bajo control. Le había dejado claro al vendedor que no llevaría dinero a este primer encuentro. Por simple precaución. Primero quería ver una muestra de las piezas arqueológicas de Gotland que ofrecía.

La cámara estaba en la redacción. Pia pasaría a buscarla y luego se la llevaría a Johan a Roma para que éste pudiese practicar un poco. Johan no había filmado casi nada antes y necesitaba toda la ayuda posible para que aquello pudiera funcionar. El acuerdo consistía en que si Johan quedaba satisfecho con las piezas, el lunes pagaría al contado.

Contaba con que comprobaran su identidad y había dado un nombre y una dirección falsos. Por suerte, tenía un amigo acaudalado que además pertenecía a la nobleza y era del sur de Suecia; no era la primera vez que utilizaba en el trabajo la identidad de su amigo. Pertenecer a la nobleza y a una de las familias más ricas de Suecia tenía sus ventajas. Ahora se trataba sencillamente de representar bien su papel cuando se encontrara con el perista.

Knutas repasó las listas de pasajeros otra vez antes de irse de la oficina por ese día. A pesar de todo, cabía la posibilidad de que se le hubiera pasado Ambjörnsson. Antes sólo se había fijado en cómo empezaban los apellidos, pero ahora leyó toda la lista siguiendo los nombres con el índice para no pasar nada por alto.

De repente descubrió un nombre conocido. Aron Bjarke. El profesor de arqueología había viajado de Nynäshamn a Visby el lunes dos de agosto. Por lo tanto, Bjarke había estado en Estocolmo justo cuando esperaban que Ambjörnsson regresara de Marruecos.

Knutas buscó con el pulso acelerado los viajeros de Visby a Nynäshamn. Tenía las listas de pasajeros desde el domingo uno de agosto, pero no pudo encontrar en ellas a Bjarke. Llamó a su persona de contacto en la empresa naviera Destination Gotland, la que le había mandado la información, y le pidió que le enviara también las listas de pasajeros del sábado treinta y uno de julio. Era precisamente el día que él había estado tomando café con Bjarke en su jardín, lo cual significaba que éste no podía haber viajado antes.

Las listas llegarían media hora más tarde.

Knutas se retrepó en la silla y esperó mientras los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Aron Bjarke era arqueólogo y profesor de universidad. Por lo tanto, conocía tanto a Martina como a Staffan. Quedaba por saber qué relación había entre él y Ambjörnsson. El correo electrónico de Destination Gotland llegó unos minutos después y enseguida encontró el nombre que buscaba. Bjarke había salido de la isla con el coche el sábado treinta y uno de julio por la tarde. Knutas alzó la vista del ordenador y miró a través de la ventana. Tuvo otra vez la ligera impresión de que se le escapaba algo. Eso lo cabreó.

Pensó qué podría tener en común Aron Bjarke con Gunnar Ambjörnsson. Con Staffan Mellgren existía una relación evidente, ambos enseñaban arqueología y habían sido profesores de Martina Flochten.

Ese pensamiento acababa apenas de atravesar su mente cuando cayó en la cuenta de qué era lo que había pasado por alto, la figura que había en la repisa de la ventana de Aron Bjarke. Recordó ahora lo que representaba: Frey, dios de la fecundidad en la mitología nórdica. De ahí el pene. Knutas había observado que había una figura igual en casa de los Mellgren. Levantó el auricular y ordenó que fueran inmediatamente a buscar aquella figura.

Él no tenía tiempo. Era de suma importancia que localizara a Aron Bjarke.

Johan salió con tiempo antes de su encuentro con el vendedor. Había practicado con la cámara toda la tarde y la llevaba en la cintura, sujeta al cinturón. El problema era que corría el riesgo de que lo reconociera. Se hacía pasar por un noble de Escania, pero a lo mejor el perista lo había visto en la televisión. El rostro de Johan aparecía de vez en cuando en la pantalla cuando hacía reportajes en directo o daba algunas noticias breves.

Decidió disfrazarse con unas grandes gafas de sol y una gorra que ocultaba sus rizos morenos. En el espejo parecía otra persona.

El tráfico en dirección a Visby era denso, iba mucha gente a la ciudad para participar o presenciar alguno de los muchos espectáculos que se organizaban durante el primer día de la Semana Medieval. Había tomado prestado el coche de Emma y llegó a la pista de hockey veinte minutos antes de la hora acordada. Se sentía como un auténtico criminal, cómplice en una transacción delictiva. Sólo de pensarlo se sentía culpable.

Johan se puso nervioso de verdad mientras esperaba y se estremeció cuando poco después pasó a su lado una furgoneta roja. Hizo un movimiento discreto con la mano y puso en marcha la cámara. El hombre que conducía la furgoneta también llevaba gafas oscuras. Tenía barba gris y era ligeramente obeso. Rondaría los cincuenta.

Sin decir nada, abrió la puerta del asiento del acompañante. Con cierta indecisión se sentó en el vehículo.

Se saludaron escuetamente.

– Si lo hacemos con discreción podemos mirar aquí las piezas, pero tenemos que darnos prisa -dijo el hombre con marcado acento de Gotland mientras miraba de reojo a través de la ventanilla y del espejo retrovisor. Parecía agobiado. No parecía el típico delincuente agresivo precisamente. Quizá fuera nuevo en el negocio.

El estafador sacó una caja de herramientas metida entre los asientos. Abrió la caja y extrajo un paño de fieltro enrollado del cual sacó una serie de objetos: un cincel, algunas hojas de hacha, varias monedas de plata, puntas de lanza y una fíbula.

Johan trató de poner cara de entendido y levantó despacio todas y cada una de las piezas.

Niklas le había dado algunos consejos sobre el tipo de comentarios apropiados. El perista lo observaba atentamente.

– Esto es, como ya le dije por teléfono, una muestra. Tengo mucho más, pero no sé lo interesado que estará.

– Ahora que he visto lo que tiene y que se trata de cosas auténticas, puede que le haga un pedido importante -dijo Johan.

– ¿De cuánto estamos hablando?

– Eso no quiero concretarlo ahora. Cada cosa a su tiempo. ¿Cuánto pide por esto?

– ¿Todo?

– Sí.

– Cien mil.

– Eso es demasiado. Le doy cincuenta.

Niklas le había advertido de que el tipo con toda seguridad le pediría un precio exorbitante, aunque sólo fuera para ponerlo a prueba.

– Noventa.

– Puedo estirarme como mucho hasta setenta y cinco mil, sólo para demostrar mis buenas intenciones esta primera vez. En adelante le agradeceré que me ofrezca precios aceptables desde el principio.

– ¿Cuándo me puede dar el dinero?

– El lunes.

– ¿Al contado?

– En eso quedamos, ¿no?

Aron Bjarke no contestaba al teléfono fijo ni al móvil.

Knutas conectó el ordenador y buscó sus datos personales. Nació en el hospital de Visby en 1961, había hecho el bachillerato en el Instituto Säveskolan de Visby y después había estudiado arqueología en la Universidad de Estocolmo. Vivió durante mucho tiempo en Hägersten, una de las barriadas al sur de Estocolmo. Knutas pudo confirmar que Aron no había estado nunca casado ni había vivido con nadie, y que no tenía hijos. Había vuelto a Gotland hacía algunos años y residía desde entonces en Skogränd.

Aron Bjarke tenía un hermano, un hermano mayor que él que se llamaba Eskil Rondahl. Sus padres habían fallecido en un incendio hacía sólo un año. Knutas recordaba bien aquel incendio en Hall. Pudieron apagarlo pronto, pero murieron dos personas. Así pues, se trataba de los padres de Aron. Arrugó la frente sorprendido ante semejante coincidencia. La policía había realizado una minuciosa inspección técnica, pero la causa del incendio nunca logró esclarecerse.

De la información se desprendía que el hermano seguía viviendo en la granja de los padres, en Hall.

Quizá podría encontrar allí a Aron.

La tensión que Johan había experimentado antes de encontrarse con el vendedor desapareció nada más sentarse en el coche. Le temblaban las piernas y se sentía mal. No porque el hombre ofreciera un aspecto especialmente intimidatorio, más bien al contrario.

Por el momento no quería pensar en las posibles consecuencias. Apagó la cámara con la esperanza de que todo hubiera quedado grabado, y se quitó las gafas y la gorra.

Recogió en Gråbo a Niklas, que llevaba dos botellas de buen vino y un ramo de flores para Emma. Johan quedó impresionado, eso no se lo esperaba de su amigo.

Cuando llegaron a casa se encontraron la música bastante alta. Pia y Emma estaban sentadas en el sofá con una copa de vino escuchando a Ebba Grön. Hacía mucho tiempo que no veía a Emma tan animada. Necesitaba distraerse. Quizá su inseguridad con respecto a su relación tuviera que ver con el cansancio.

Johan decidió en aquel momento invitarla a hacer un viaje, tanto si quería como si no. Iba a ser una sorpresa, con el viaje ya reservado. Elin tenía que ir con ellos, por supuesto, pero él se encargaría de ella la mayor parte del tiempo. Emma sólo tendría que darle el pecho.

Cuando vio aparecer a Johan se acercó bailando hasta él con una sonrisa pícara y le dio un beso. Johan pensó que le había leído el pensamiento.

Tras la cena se sentaron en el sofá del cuarto de estar para ver lo que Johan había grabado. La calidad visual dejaba mucho que desear, las imágenes se movían, pero pudieron escuchar con claridad lo que se decía en la cinta.

Johan respiró aliviado cuando constató que el material era lo suficientemente bueno para hacer un reportaje para la televisión. De pronto apareció en la pantalla la cara del vendedor, al principio borrosa y luego con nitidez. Niklas lanzó un gritó.

– ¡Joder! Pero si es el del almacén, Eskil, Eskil algo.

Todos miraron a Niklas sorprendidos.

– Ya me acuerdo, se llama Eskil Rondahl. Trabaja en el almacén de la Sala de Arte Antiguo, lleva allí mucho tiempo. No es tan raro que pueda coger las cosas.

– ¡Anda, claro! -exclamó Johan excitado-. Si incluso lo he entrevistado por teléfono sobre el tema de los robos. ¡Dios mío!, ese viejo tan seco y tan triste. ¿Estás seguro de que es él?

– Claro que lo estoy. Todos los estudiantes de arqueología tienen algunas clases con él. Enseña cómo se conservan y archivan los hallazgos arqueológicos.

– Así que se trata de un trabajo realizado desde dentro. Si él está vendiendo cosas, igual hay allí más gente que lo hace.

– ¡Joder! Esto es totalmente absurdo -exclamó Niklas meneando la cabeza-. Me pregunto cuánto tiempo llevará haciéndolo.

– ¿Qué sabes de él?

– No mucho. Parece una persona anónima, muy reservada. Apenas habla. Un bicho raro, sencillamente.

– ¿Sabes si tiene familia o dónde vive?

– Ni puñetera idea, pero me cuesta mucho creer que tenga una familia.

– Tengo que comprobarlo.

Johan se levantó y se conectó al ordenador que Emma tenía en su estudio. Buscó Eskil Rondahl en el Registro Civil y consiguió su dirección.

– Vive en Hall, eso está al norte, ¿no?

– ¿Cuál es la dirección? -preguntó Niklas, que lo había seguido y estaba detrás de él mirando la pantalla.

– Sólo pone Sigvards, Hall.

– ¿Dónde será? La mayor parte de Hall es una zona protegida junto a «la costa de piedra». Allí no hay apenas nada, es una zona desolada y yerma.

Johan miró el reloj. Eran las nueve y cuarto

– Voy a ir allí.

– ¿Ahora?

Johan anotó los datos de Eskil Rondahl.

– Te acompaño -dijo Niklas con decisión.

– No, es mejor que me acompañe Pia, así podrá filmar en caso de que sea necesario -repuso Johan-. Tú mientras tanto puedes hacer compañía a Emma.

Pia conducía exaltada y superaba con mucho el límite de velocidad. Había bebido poco vino en la cena porque tenía que madrugar al día siguiente y ahora se alegraba de ello. Cruzaron Visby y Lickershamn en dirección norte. Todavía era de día y cuando pasaron Ireviken el paisaje empezó a cambiar. La naturaleza se volvió más árida y, la vegetación, más baja. Por todas partes se veían árboles secos que extendían sus ramas desnudas hacia el cielo. Buscaron un buen rato y preguntando encontraron por fin la granja al final del camino. Había empezado a anochecer y no se atrevieron a conducir hasta la casa. Tan pronto como apareció la granja detrás de un recodo, Pia frenó y dio marcha atrás. Aparcó un poco más arriba, en el bosque.

La granja era inmensa, pero con signos evidentes de que necesitaba una reparación. Para su sorpresa vieron que había cinco o seis coches aparcados en el patio. Al parecer Eskil Rondahl tenía visita. Al fondo se veía una furgoneta roja y un viejo remolque oxidado para transportar caballos. Pia llevaba consigo la cámara pequeña por si tenía ocasión de usarla. En todo caso tendría que ser dentro, fuera estaba ya demasiado oscuro. Se acercaron con cuidado a la casa y la tenían a la vista cuando de repente oyeron el ruido de un motor a sus espaldas. Johan se estremeció, ¿sería otra visita?

Se quedó pasmado cuando vio quién se bajaba del coche. Era Anders Knutas. Venía solo en su propio coche. ¿Estaría también siguiendo la pista de los robos? Johan echó una ojeada rápida al reloj. Eran casi las diez de la noche.

Parecía que Knutas no había descubierto la presencia de Johan y de Pia, que estaban detrás de unos arbustos, y cuando el periodista se acercó a él, se sobresaltó.

– ¿Qué demonios haces aquí?

La pregunta sonó como un bufido. Qué situación tan absurda. Allí estaban, en medio de una reserva protegida, junto a una granja solitaria, de noche y mirándose fijamente como dos tontos.

– ¿Qué haces tú? -le preguntó Johan.

– Eso es cosa mía -cortó Knutas-. ¿Qué es lo que pasa aquí? -preguntó haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los coches aparcados.

– Ni idea, acabamos de llegar.

Pia salió también y saludó a Knutas.

– Ahora tendréis que explicarme qué es lo que hacéis aquí.

Johan le contó de manera sucinta cómo había encontrado la página web americana y su encuentro con el vendedor. Cuando le contó que éste era Eskil Rondahl, Knutas puso los ojos en blanco.

– No está mal.

Por cómo lo dijo parecía impresionado.

– Pero tú has venido aquí por otra cosa, ¿no?

Knutas dudó un momento. Quizá fuera la intimidad de estar ahí en mitad de la oscuridad, quizá fuera porque estaba tan cansado, tan vacío tras los últimos sucesos…; algo hizo que decidiera desvelar el motivo de su presencia.

– Aron Bjarke, que es profesor de la universidad, se encontraba en Estocolmo cuando esperábamos el regreso de Gunnar Ambjörnsson de su viaje al extranjero. No lo habíamos descubierto antes, pero Aron Bjarke y Eskil Rondahl son hermanos. Aron Bjarke se cambió el apellido hace diez años cuando estaba estudiando en Estocolmo. Antes se llamaba Aron Rondahl.

– ¿Sospecháis que Aron es el asesino?

– Sí, y ahora tú has añadido otro aspecto que no conocíamos, lo de los robos. No se puede pedir más, quizá hayamos resuelto también el robo del museo.

Pia le dio un codazo a Johan en el costado.

– Mirad -exclamó-. Parece que van a hacer algo.

En la casa se veía gente dando vueltas. Johan oyó que alguien cerraba la puerta por dentro. «Qué raro -pensó-. Aquí fuera, en el campo, nadie cierra la puerta con llave.»

Con sigilo se deslizaron hacia delante y miraron a través de una ventana. Era la de la cocina, que parecía vieja y mal equipada. Una cocina eléctrica desgastada y un frigorífico pequeño eran los únicos electrodomésticos que había. Se veía una considerable cantidad de cacharros sin fregar, así como vasos y botellas. Johan avanzó sigilosamente pegado a la pared y se agachó para no ser visto. Dobló la esquina de la casa, hizo acopio de valor y se levantó de manera que pudiera ver el interior sin obstáculos.

Era una habitación grande, casi como una sala pero con pocos muebles. Dentro había una decena de personas, hombres y mujeres de distintas edades. Todos iban vestidos con unos ropajes que parecían mantos largos. Lo primero que pensó es que estaban celebrando alguna ceremonia relacionada con la Semana Medieval, pero enseguida comprendió que se trataba de algo distinto. Apareció un hombre, vestido sólo con pantalones cortos. Llevaba un tambor plano revestido de piel, que parecía un pandero, en el cual golpeaba con un palo de madera forrado de cuero en un extremo. Mientras tanto iba cantando una canción monótona que no tenía melodía, consistía sólo en un sonido uniforme. Johan no consiguió entender ninguna palabra, pero tuvo la impresión de que el percusionista estaba pronunciando conjuros o invocando a algún poder superior.

Otro hombre, cuya cara quedaba oculta, se colocó en el centro de la reunión. Los demás formaron un círculo a su alrededor. Este empezó a hablar mientras daba vueltas, y el resto del grupo parecía que respondía. Knutas se situó al lado de Johan.

– ¿Quién es el del tambor? -preguntó Johan en voz baja-. Parece un chamán.

– Sí, pero no sé quién es. Pero fíjate en el del centro, parece el líder. Es Aron Bjarke.

En ese momento, Aron Bjarke miró hacia donde estaban ellos, Johan creyó por un instante que los había descubierto, pero Bjarke siguió, impasible.

Entonces Johan vio a Eskil Rondahl. Estaba en uno de los extremos del grupo, con los ojos cerrados y murmurando igual que los demás. Parecía totalmente cambiado, no se parecía a la persona con la que Johan se había entrevistado aquel mismo día. Como si fuera otra persona. Parecía que estaba en trance y Johan tuvo la sensación de que el percusionista le hacía caer a él y a los demás en una especie de éxtasis.

De pronto entró bailando en la sala una mujer ligera de ropa. Tenía una melena rizada y pelirroja que le llegaba hasta la cintura y, al igual que el chamán, iba casi desnuda. Llevaba alrededor de las caderas un escueto trozo de tela y en la parte superior un top. Bailó alrededor del hombre del tambor moviendo el cabello. En las manos llevaba algo que parecía un cuerno y que se lo ofreció a los que estaban en el círculo para que bebieran.

Cuando todos hubieron bebido trajeron un cuenco. La mujer lo llevaba con cuidado en las manos y Johan y Knutas se echaron instintivamente hacia delante para ver mejor. Se movía con el cuenco hacia delante y hacia atrás, y los participantes miraban como extasiados. Todos miraban hacia el recipiente. En ese momento ella alzó el cuenco ante sí mientras el hombre del tambor lo golpeaba con mayor intensidad y alzaba la voz. El sonido se oía desde fuera, pero seguían sin poder entender lo que decía. Jamás habían visto algo parecido. Entonces la mujer bebió del contenido del cuenco mientras el chamán gritaba. Un líquido de color rojo oscuro se derramó por los lados.

Knutas y Johan cruzaron una mirada de asco.

– Me pregunto qué estarán bebiendo -susurró Johan-. Te apuesto algo a que es sangre.

– No me sorprendería -contestó Knutas y sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta-. Esta gente parece capaz de cualquier cosa.

Avisó al policía de guardia de la comisaría de Visby sin apartar los ojos del espectáculo.

Johan se dio cuenta enseguida de que Pia había desaparecido. Dio un paso hacia atrás y miró alrededor. No se la veía por ningún sitio. Se preocupó y se cabreó, las dos cosas. Aquellas personas no estaban bien de la cabeza. ¿Qué harían si encontraban a Pia fisgando por la ventana con una cámara?

Knutas llamó también a Karin, que se encontraba en Tingstäde en casa de sus padres, no muy lejos de allí. Martin Kihlgård estaba con ella y saldrían inmediatamente hacia allá.

Johan se preguntaba cuál sería el plan de Knutas. ¿Iba a detener a Aron Bjarke? Y en ese caso, ¿con qué cargos? El hecho de que estuviera en Estocolmo al mismo tiempo que Ambjörnsson, no era un motivo suficiente.

En el interior de la casa los demás habían empezado a beber del contenido del cuenco. Después de beber empezaron a dar patadas en el suelo siguiendo un ritmo acompasado.

Uno de los miembros de la secta se apartó del grupo e introdujo algo que parecía una figura pequeña de un dios en el cuenco, para luego levantarla delante de los demás. A Johan le pareció que la figura recordaba a un dios nórdico, quizá Odín o Thor. La figura de la divinidad pasaba de mano en mano y los participantes se pasaban los dedos por el rostro, embadurnándose con el líquido rojo. Aquello parecía macabro.

Johan se inclinó hacia Knutas.

– Parece que tienen para rato. Voy a ver dónde se ha metido Pia. Silba si pasa algo.

Johan dio una vuelta a la casa. Había luz en todas las ventanas de la planta baja, pero el piso de arriba estaba a oscuras. Cruzó el patio y abrió la puerta del establo. Allí dentro estaba oscuro como boca de lobo y olía a humedad y a cerrado. El interruptor de la luz estaba por dentro, después de buscarlo un rato a tientas, lo encontró. Tras un tembloroso parpadeo se encendió un tubo fluorescente en el techo que dio una luz tenue. En un rincón había un montón de escombros y un par de sacos con material aislante.

A lo largo de una de las paredes había un arcón congelador. Observó que estaba en funcionamiento y la curiosidad le llevó a abrirlo. La tapa era grande y costaba levantarla, la palanca estaba algo oxidada. El aire frío le golpeó la cara cuando miró dentro del congelador y todo lo que vio fue unos cuantos envases de plástico cuadrados, totalmente congelados. Levantó uno de los recipientes y quitó el hielo de la tapa. Tenía una etiqueta pegada. Le costó entender lo que ponía, parte del texto escrito con tinta negra se había borrado. Enseguida logró leer las letras suficientes como para poder descifrar lo que decía. Era un nombre conocido: «Mellgren». Instintivamente levantó la vista para comprobar si había alguien cerca viendo lo que hacía. Miró una y otra vez el contenedor de plástico. Parecía que contenía un líquido marrón congelado. Se le revolvió el estómago cuando comprendió que probablemente lo que tenía entre sus manos era la sangre de Mellgren. Levantó otra caja y rascó el hielo, pero lo interrumpió un ruido procedente del exterior.

Miró hacia la puerta del establo y vio que el pomo de la puerta se movía hacia abajo.

Karin y Kihlgård se dirigieron hacia Hall en plena noche de agosto. La carretera se iba estrechando a medida que iban subiendo y sólo se cruzaron con algún coche. Dejaron atrás las salidas hacia Lickershamn y Ireviken, y estuvieron a punto de pasarse la salida que conducía hasta la granja. Karin dio un frenazo y entró por la angosta carretera. Ahora estaba todo oscuro a su alrededor, aquí no se veían farolas ni casas. El monte bajo se volvía cada vez más denso y por todas partes se divisaban árboles muertos con las ramas desnudas, retorcidas.

– ¿Estás segura de que vamos bien? -preguntó Kihlgård inquieto.

– Completamente. He mirado el mapa antes, sólo puede ser esta carretera. Pero he de reconocer que, aunque soy de Gotland, nunca había estado aquí arriba antes.

– Está muy desolado, parece un paisaje fantasmal.

– Sí -aseguró Karin-. Parece totalmente alejado de la civilización.

El coche avanzaba dando tumbos por un terreno cada vez más accidentado y Karin empezaba a preguntarse si llegarían o se quedarían parados en algún sitio. Justo cuando ya empezaba a buscar un lugar donde dar la vuelta, descubrió un automóvil aparcado arriba, en el bosque, y más adelante había otro. Reconoció el viejo Mercedes de Knutas.

Karin aparcó al lado y se deslizaron hacia la granja con el máximo sigilo.

La expresión del rostro de Eskil Rondahl apenas cambió cuando descubrió a Johan con la caja en la mano. Sólo los ojos revelaron un atisbo de sorpresa. Era la segunda vez que se encontraban ese día.

– ¿Qué cojones haces aquí?

– Eso mismo iba a decir yo.

Johan le acercó las cajas.

Rondahl no contestó. Tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo, con torpeza, como si no supiera qué hacer. Se quedaron así un rato, mirándose el uno al otro.

– ¿Quién eres?

– Me llamo Johan Berg y soy periodista.

– ¿En un periódico?

– En la televisión, en Noticias Regionales de la Televisión Sueca.

– ¿Me has estado siguiendo?

Se iba acercando despacio mientras hablaba. Johan dio un paso atrás mirando disimuladamente a los lados. ¿Dónde cojones estaba Knutas? ¿Y Pia?

Rondahl daba vueltas a su alrededor como un animal carnívoro a punto de atacar a su presa.

Johan no sabía qué hacer. La puerta estaba cerrada y no había visto ninguna otra salida. Fuera todo parecía en silencio. Se encontró de pronto en una situación que no controlaba en absoluto. No había contado con acabar poniéndose él mismo en peligro. La imagen de su hija cruzó su mente. Maldijo su propia estupidez. ¿Cómo había podido meterse en aquello sin pensar en las consecuencias? Se trataba de tres asesinatos. Pensó en Emma.

Vio las paredes blancas con el revoque desconchado, los viejos compartimentos donde en su día estuvieron las vacas atadas en hilera, encadenadas sin posibilidad de huir, como él mismo. Observó cómo se le habían nublado los ojos a Rondahl y se dio cuenta de que aquel hombre, que parecía tan discreto, en realidad era peligrosísimo. Estaba cara a cara con el asesino.

Las ventanas estaban oscuras, la negrura de fuera se le metió en el cuerpo, oprimiéndole el corazón y paralizándole el cerebro. Entonces descubrió el resplandor de un cuchillo en la mano de aquel hombre. Al principio creyó que lo había visto mal, pero entonces volvió a brillar. Un terror frío le comprimió el cuello como una cinta. Se quedó petrificado. No conseguía pensar claro. No sabía cuántos segundos o minutos pasó allí inmovilizado. Entonces despertó de su letargo e intentó sin éxito huir hacia la puerta. Al instante tenía al hombre encima de él y sintió un dolor ardiente en el vientre.

Johan se desplomó en el suelo.

Karin y Kihlgård se dirigieron corriendo a la granja y vieron a Knutas pegado a una de las paredes alargadas.

– ¿Qué pasa aquí? -susurró Karin mientras miraba con curiosidad a través de la ventana.

– Están practicando algún rito. Tanto Eskil Rondahl como Aron Bjarke están ahí dentro y Bjarke parece el líder, como veréis. No sé lo que significa, pero parece que están bebiendo sangre.

– ¿Hablas en serio?

Kihlgård se encogió lo mejor que pudo teniendo en cuenta su enorme corpachón.

Knutas empezaba a estar preocupado de verdad. Los refuerzos que había pedido tardaban en llegar y se preguntaba dónde se habían metido Johan y Pia.

– ¿Quién es Rondahl? -preguntó Karin.

Knutas se agachó y buscó con la mirada entre las misteriosas figuras de la sala. No podía ver a Rondahl en ningún sitio. Sin duda había abandonado la sala sin que Knutas se diera cuenta.

– Johan y Pia también han desaparecido -dijo Knutas entre dientes-. Y de eso hace ya un buen rato.

Pia estaba en la postura más incómoda que uno pueda imaginarse. Había encontrado una escalera en el exterior de la casa, había subido al piso de arriba y había localizado una trampilla que logró abrir de manera que podía ver todo el cuarto de estar.

Allí podía tumbarse y filmar sin que nadie la molestara mientras a ninguno de los participantes le diera por alzar la vista y mirar detrás de la araña de cristal que colgaba del techo.

Nunca habría podido imaginarse que las cosas que ocurrían en aquella sala sucedían en la realidad.

Algunos participantes tenían figuras en la mano y las mojaban en cuencos cuyo contenido realmente parecía sangre. Intentó enfocar las esculturas con el zoom para poder distinguir lo que representaban. Una mujer estaba besando su escultura y, para horror de Pia, luego empezó a lamer la sangre con aplicación.

Reconoció a Aron Bjarke, que también actuaba de una manera muy extraña. Tenía el rostro contraído y la mirada fija mientras agitaba las manos en el aire y pronunciaba conjuros que ella no podía entender.

Puso en marcha la cámara con la esperanza de que las imágenes se grabaran con nitidez.

De repente ocurrió algo. Se abrió la puerta y entró el hombre que había abandonado la sala hacía un rato. Parecía alterado. Entonces lo reconoció: era el de la grabación, Eskil Rondahl. Pia observó que tenía sangre en la ropa y en las manos, pero no recordaba si la tenía ya antes de salir de la sala. Podía ser de los cuencos que se habían pasado.

Eskil se acercó a Aron y le susurró algo al oído. La cara de Aron cambió inmediatamente. Se dio media vuelta hacia Eskil y hablaron sin que nadie los oyera. Pia maldijo para sus adentros. Ahora sólo se le veía la espalda.

De pronto vio a través del objetivo de la cámara cómo Aron le decía algo al hombre del tambor y los golpes acompasados cesaron al instante. Uno tras otro los participantes fueron advirtiendo que los sonidos habían cesado y detuvieron sus movimientos mirando sorprendidos a su alrededor. Aron levantó la mano y empezó a hablar. Pia oyó cómo ordenaba a los presentes que se fueran a casa y volvieran al día siguiente por la tarde, cuando se esperaba luna llena, para completar el rito. Si volvían todos entonces podrían experimentar algo extraordinario.

Algunos intentaron preguntar pero Aron alzó la mano y sonrió levemente.

Justo en el momento en que notaron que Eskil Rondahl había desaparecido, éste volvió. Vieron cómo se acercaba a su hermano, cómo Aron se dirigía a los reunidos y cómo entre ellos se produjo cierto desconcierto cuando interrumpieron el rito. Los participantes fueron saliendo uno tras otro de la casa. La luz de la luna obligó a los tres policías a retroceder hasta la esquina de la granja y desde allí les costaba oír lo que decían y ver a los que salían. Ni Knutas ni Karin habían reconocido a nadie de la mística secta, aparte de Aron y Eskil. Como llevaban la cara pintada era difícil distinguir los rasgos.

Knutas volvió a pensar con preocupación en Johan y en Pia. ¿Dónde se habrían metido? Tenía miedo de que les hubiera ocurrido algo.

¿Dónde demonios estaban los coches de la policía?

Decidieron esperar a que se marcharan los invitados para asaltar la granja. Al mismo tiempo que desaparecía el último coche detrás del recodo se abrió la puerta de la casa y salieron los dos hermanos. Cruzaron el patio a toda prisa en dirección al establo, que estaba a oscuras. Con expresión tensa entraron y cerraron bien la puerta. Se encendió la luz.

Knutas sintió una punzada en el estómago y pidió a sus colegas que se dieran prisa. Los tres corrieron hacia el establo. Cuando el comisario miró a través de la ventana, se confirmaron sus temores. Los dos hermanos estaban inclinados sobre alguien tendido en el suelo y Aron tenía un cuchillo en la mano.

El hombre tendido en el suelo era Johan. No pasaron más de unos segundos antes de que Knutas, seguido de sus colegas, irrumpieran en el establo con el arma en la mano.

– ¡Policía! -gritó Knutas-. ¡Manos arriba y suelta el arma!

Aron y Eskil estaban inclinados de espaldas a la puerta y se quedaron congelados en aquella postura.

– ¡Suelta el cuchillo! -repitió Knutas.

Intentó ver si Johan seguía con vida, pero su cuerpo permanecía oculto. Los dos hombres se levantaron lentamente y se dieron la vuelta. Pese a que Knutas había visto a Aron varias veces, casi no pudo reconocerlo. Tenía la cara cambiada, pero Knutas no acababa de comprender de qué manera. Su expresión era diferente, la máscara había caído y a Knutas le sorprendió lo parecidos que eran los dos hermanos.

Aron no hizo aún ningún ademán de soltar el cuchillo. Miró a Knutas con una mirada distraída, como si no estuviera del todo presente en la estancia.

– ¡Suelta el arma! -gritó Knutas por tercera vez.

Sintió la presencia de Karin y de Kihlgård, uno a cada lado, justo detrás de él. Apuntaban con las armas a los hermanos.

Knutas tuvo que hacer un gran esfuerzo por permanecer quieto. Estaban perdiendo un tiempo precioso mientras la vida de Johan, que permanecía inmóvil en el suelo, quizá pendiera de un hilo. «Tenemos que pedir una ambulancia -pensó-, no se vaya a morir aquí».

Poco a poco Aron soltó el cuchillo y éste cayó al suelo con un sonido hueco. Inmediatamente avanzaron los policías y cogieron a los hermanos.

Johan yacía en el suelo, con la cara blanca y los ojos cerrados. Bajo su cuerpo había un gran charco de sangre, que había empapado su ropa.

– Tiene pulso, pero es débil -dijo Karin.

Se abrió la puerta y entró Pia con la cámara en la mano. Cuando vio a Johan, gritó y corrió hacia él.

– Está vivo -dijo Karin-. Pero está gravemente herido.

Domingo 8 de Agosto

Las paredes estaban pintadas en colores suaves, los ruidos sonaban amortiguados. Ella estaba sentada con su bebé en brazos meciéndose en la silla. Habría podido ser un día como otro cualquiera. Estaba amamantando a Elin, la niña succionaba con avidez de su pecho y dejaba que la leche pasara a su cuerpecillo. Emma no podía llorar. Le habría gustado ser capaz de hacerlo pero su inquietud y su desesperación eran secas. Su cuerpo se encontraba en reposo, en el vacío, en espera. Desde que recibió la noticia de que Johan estaba gravemente herido y se debatía entre la vida y la muerte, algo se había petrificado en su interior. Se sentía congelada por dentro y no sabía si se iba a volver a descongelar alguna vez.

Miró a Elin. La sala de espera estaba en silencio. Seguro que ya había salido en las noticias. Que el reportero local de la Televisión Sueca había sido apuñalado por uno de los asesinos detenidos y que estaba siendo operado en el hospital de Visby.

Emma creía que era un castigo por no haber aceptado el amor de Johan. Lo había dejado fuera. Ahora se arrepentía, pero ya no tenía remedio. Los médicos le habían explicado que sufría una hemorragia interna como consecuencia de las puñaladas que había recibido en el vientre. Un equipo de médicos luchaba por salvarle la vida.

Cuando la puerta de cuidados intensivos se abrió, dio un respingo tan brusco que a Elin se le salió el pezón de la boca.

Salió un médico. Emma ya le conocía. Era uno de los que había hablado con ella antes. Era alto y parecía simpático, quizá diez años mayor que ella. La puerta estaba bastante lejos, con lo cual tuvo tiempo de observarlo un rato. Comprendió que venía a hablar con ella. Tenía una forma de caminar informal, calzaba zuecos blancos con el color algo desgastado en las punteras. Observó que llevaba un anillo de casado en el dedo. Del bolsillo de la bata asomaba un bolígrafo. ¿Por qué los médicos siempre llevaban un bolígrafo en el bolsillo? Nunca había visto a ninguno sin él. Estaba bronceado y tenía alrededor de los ojos esas rayas blancas que les salen a la gente de mar cuando se echan a navegar.

La miró, se fue acercando. Sólo estaba a unos metros de ella. No podía desplomarse ahora. Se atrevió a mirarlo a la cara, de cerca.

Brillaba el sol, Elin dormía, al otro lado de la ventana era verano.

El médico parecía amable, pero Emma no pudo leer nada en su cara.

Sólo sintió cómo le cogía la mano.

Viernes 13 de Agosto

No es que Knutas fuera supersticioso, pero la fecha no le pasó inadvertida. Con cierto desánimo comprobó que sus vacaciones comenzaban justo el viernes trece de agosto. Llovía a mares al otro lado de las ventanas de la comisaría. Tenía ante sí cuatro semanas de vacaciones y ya sólo le quedaba recoger el escritorio y reunir los últimos datos de su informe antes de dejar atrás aquella terrible investigación.

El jueves se inició el juicio contra Aron Bjarke y Eskil Rondahl, por el que fueron detenidos acusados del asesinato de Martina Flochten, Staffan Mellgren y Gunnar Ambjörnsson. Se les procesaba también por intento de asesinato, robo, delitos contra la ley de patrimonio nacional, amenazas, encubrimiento y malos tratos contra los animales.

Se creía que Aron era quien había perpetrado los asesinatos, era el más fuerte y el más violento de los dos. Eskil se había encargado de los robos, pero también había ayudado a su hermano en todos los asesinatos.

Los dos hermanos negaron las acusaciones, pero eso era lo de menos. Las pruebas eran consistentes, había tanto testigos como pruebas técnicas. Los recipientes de plástico con sangre que había en el arcón de Eskil Rondahl eran una de ellas, habían encontrado las huellas dactilares de Aron Bjarke tanto en los contenedores como en el congelador. El brazalete que desapareció del Museo de Arqueología fue hallado entre las pertenencias de Eskil Rondahl en la granja de Hall, así como una gran cantidad de objetos de diferentes excavaciones de Gotland que habían desaparecido. Le habían confiscado el ordenador, que contenía información sobre la venta de reliquias arqueológicas. Además, estaba la grabación que Pia había entregado a la policía. En la granja de Hall descubrieron el cuerpo de un caballo semental «media sangre» enterrado debajo de un montículo. El caballo estaba pastando en los pastos de verano de Sudret junto con otros sesenta caballos y por eso no lo habían echado de menos. Lo habían transportado vivo hasta la granja y allí lo habían decapitado. La ropa de las víctimas fue hallada en un baúl cerrado en la habitación incendiada de los padres.

Tras la detención de los dos hermanos en la granja de Hall, se habían descubierto una serie de hechos. Se comprobó que Staffan Mellgren pertenecía al reducido grupo dirigido por Aron Bjarke que practicaba una forma extrema de chamanismo y culto a los dioses Ases. La policía había conseguido a lo largo de la semana ponerse en contacto con los doce miembros. La pequeña asociación sólo existía en la cabeza de sus integrantes: no había ninguna página web, ningún papel ni ningún registro. Quizá por eso habían conseguido mantenerlo en secreto. Se habían dedicado a una forma secreta de adoración a los dioses donde la ofrenda de la sangre de diferentes animales era algo normal. Sin embargo, el resto de los miembros desconocían la existencia de sangre humana. Algunos de ellos sufrieron una fuerte conmoción al enterarse de que quizá habían bebido la sangre de uno de sus antiguos componentes, Staffan Mellgren.

En el interrogatorio se supo que el asesinato de Martina Flochten lo causó supuestamente la polémica por los planes de construcción del complejo hotelero en Högklint, el lugar más sagrado de la secta. Cuando se hizo público el proyecto surgió un conflicto entre el líder, Aron Bjarke, y Staffan Mellgren, que al parecer era el segundo hombre fuerte del grupo.

Bjarke deseaba emplear métodos drásticos para parar el proyecto, algo a lo que Mellgren se opuso con el apoyo del resto de los miembros, lo cual produjo un cisma. Al parecer Bjarke no logró abandonar esa idea, al contrario, se fue reafirmando en ella. Cuando Martina, la hija de Patrik Flochten, inició una relación amorosa con Staffan Mellgren, Bjarke vio la posibilidad de vengarse de los dos.

Knutas había hablado con Agneta Larsvik, quien estaba convencida de que el examen psiquiátrico confirmaría que los dos hermanos padecían un trastorno psíquico grave. Según ella, Aron había manipulado a Eskil para que participara en los asesinatos. Este no habría sido capaz de cometer aquellos crímenes por iniciativa propia. Para la acusación eso no tenía importancia, los dos hermanos debían ser considerados culpables.

En los interrogatorios realizados a lo largo de la semana anterior se había ido esclareciendo la infancia de los hermanos. Ambos habían tenido una niñez difícil, con problemas de adaptación y acoso escolar. Los padres eran profundamente cristianos e impusieron en la casa reglas muy severas para todo. Si alguno de los niños infringía las reglas o cometía algún error, se le castigaba duramente. La violencia física era tan habitual como el maltrato psicológico.

Habían conseguido a duras penas acabar la escuela. A Aron le fue mejor que a Eskil, porque se le daban mejor los estudios y porque era más extrovertido. El hecho de que fuera agraciado lo ayudó más de lo que él mismo suponía. Aron siguió estudiando y se fue a la universidad, a Estocolmo, donde entró en contacto con los seguidores de los antiguos dioses. El interés por la mitología nórdica creció a la par que su interés por la arqueología. Sus creencias se fueron afianzando con los años y durante su estancia en Estocolmo se cambió el apellido por uno con mayores connotaciones nórdicas. Cuando regresó a Gotland encontró algunos correligionarios en la universidad y con el tiempo crearon aquel reducido grupo fanático, que se mantenía completamente alejado de otras asociaciones dedicadas al culto a los dioses nórdicos.

Aron despertó el interés de su hermano mayor por las antiguas divinidades. Su hermano seguía viviendo en la casa paterna, aunque tenía más de cincuenta años. Eskil estaba muy influido por sus padres y seguía absolutamente sujeto a sus normas cuando Aron regresó. A través de su participación en las reuniones del grupo, Eskil inició un proceso de emancipación. A lo largo de todos aquellos años había buscado refugio en los objetos con los que trabajaba y a través de ellos se había puesto en contacto con el mundo de los espíritus. Empezaba a tener problemas para distinguir lo que era real de lo que no lo era. Comenzó a considerar los objetos como de su propiedad. En sus ratos libres, cuando no tenía que ayudar a sus padres en los trabajos de la granja, pasaba muchas horas frente al ordenador y con el tiempo encontró un mercado para sus reliquias arqueológicas. Con el tiempo empezó a vender las piezas y le iba realmente bien. De vez en cuando iba a Estocolmo para reunirse con su contacto. Ganaba bastante dinero con los robos y empleaba el dinero sobre todo en la granja.

Cada uno tenía su propia manera de tapar los agujeros de su infancia, la falta de cariño, apoyo y consuelo paternos. Pero necesitaron algo más para llenar ese doloroso vacío y así fue como empezó todo. Probablemente el incendio en el que murieron los padres fue el factor desencadenante, al menos ésa era la teoría de Knutas.

El fiscal Birger Smittenberg pensaba que había motivos suficientes para reabrir la investigación. A la luz de los actos violentos del verano se podía sospechar que los hermanos también eran los autores del incendio que causó la muerte de sus padres.

Knutas dejó a un lado el último informe. Abandonó las dependencias policiales y se fue caminando bajo la lluvia. Lo esperaba una semana en la casa de veraneo con la familia antes de que sus hijos empezaran las clases. Luego se quedaría solo en la casita, donde se iba a dedicar a trabajos de carpintería y a pescar, eso era lo que más le gustaba. Cuando se encontraba a mitad de camino hacia casa se oscureció el cielo y oyó truenos a lo lejos sobre el mar.

De alguna manera creyó que era lo que necesitaba.

Agradecimientos

Esta historia ha sido inventada en su totalidad. Cualquier parecido entre los personajes de la novela y personas reales es pura casualidad. A veces me he tomado la libertad de cambiar algunas cosas para favorecer la narración de la historia. Por ejemplo, he cerrado la redacción local de la Sveriges Television en Gotland y he trasladado el seguimiento informativo de Gotland a Estocolmo. Dicho sea con todos los respetos para los informativos regionales de la Televisión Sueca, Östnytt, y para el Centro Territorial de Gotland, ubicado en Visby.

Los ambientes se describen en el libro prácticamente como son en la realidad, con algunas pocas excepciones.

Ante todo, quiero darle las gracias a mi marido, el periodista Cenneth Niklasson, por su apoyo, lectura crítica y buenas ideas.

Muchas gracias también a:

Gösta Svensson, antiguo comisario de la policía de Visby, por su inestimable ayuda en lo relativo al trabajo policial.

Olle Hoffman, arqueólogo, por sus ganas de compartir conmigo su fascinante trabajo y sus conocimientos.

Mikaela Säfvenberg, arqueóloga y guía turística.

Martin Csatlos, de la Unidad del Instituto Forense de Solna.

Johan Gardelius y Bo Ekedahl, técnicos criminalistas de la policía de Visby.

Håkan Onsjö, veterinario.

Ulf Asgård, psiquiatra.

Marie y Göthe Modin, directores del Hotel Warfsholm.A mis primeros lectores por sus valiosos comentarios: Lena Allerstam, periodista de la Televisión Sueca, SVT. Bosse Jungstedt, mi hermano, y Kerstin Jungstedt, mi cuñada.

Lilian Andersson, editora de Bonnier Utbildning. Anna-Maja Persson, periodista de la Televisión Sueca, SVT.

A mi editor, Jonas Axelsson, y a mi editora, Ulrika Åkerlund.

Y por último, y muy especialmente, a mis hijos Rebecka y Sebastian por la enorme paciencia que han tenido mientras su madre escribía.

Mari Jungstedt

Mari Jungstedt, nació en Estocolmo en Octubre del 62, y se ha hecho muy popular en Suecia como periodista y por el enorme éxito que han tenido sus novelas policiacas o de misterio en su país y en parte de Europa.

Tras estudiar periodismo, Jungstedt trabajó como reportera en la radio y televisión pública sueca y ejerció labores de presentadora por un tiempo en el canal TV4's de un talk-show diario llamado Förkväll. Después de publicar su tercera novela se dedicó en exclusiva a escribir.

Sus novelas suelen ubicarse en la isla de Gotland, manteniendo los mismo personajes: el periodista metomentodo Johan Berg y el meticuloso detective Anders Knutas. Dos de estas primeras obras fueron adaptadas para ser emitidas en forma de telefilm por la televisión sueca y sus trabajos han sido traducidos a varios idiomas: alemán, inglés, francés y holandés entre otros.

Actualmente, Mari Jungstedt reside en Nacka, cerca de Estocolmo, aunque pasa sus vacaciones junto a su marido e hijos en la isla de Gotland.

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