Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.

Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

Nicci French

Los Muertos No Hablan

Capítulo 1

Hay momentos en los que tu vida cambia; siempre habrá un antes y un después, separados quizá por una llamada a la puerta. Me interrumpieron. Estaba ordenando la casa. Había recogido los periódicos del día anterior, sobres viejos, papeles sueltos, y los había dejado en la cesta junto a la chimenea, para encender el fuego después de la cena. El arroz acababa de empezar a borbotear. Lo primero que pensé fue que sería Greg, que se había olvidado las llaves, pero recordé que eso era imposible porque aquella mañana se había llevado el coche. En cualquier caso, él no habría llamado a la puerta, sino que me habría gritado a través de la ranura del buzón. Tal vez fuera una amiga, quizás un testigo de Jehová o una visita a puerta fría de algún joven desesperado que intentaba vender trapos y pinzas para la ropa. Salí de la cocina, atravesé el vestíbulo, llegué a la puerta de entrada y la abrí; una corriente de aire frío penetró en la casa.

No era Greg, ni una amiga, ni un vecino ni un desconocido que me quisiera vender un libro religioso o artículos domésticos. Me encontré con dos mujeres policía. Una de ellas parecía una estudiante; llevaba un flequillo recto que le cubría las cejas y tenía orejas de soplillo; la otra parecía su profesora, con una mandíbula cuadrada y el cabello canoso y corto, con un corte masculino.

– ¿Sí?

¿Me habían pillado superando el límite de velocidad? ¿Tirando basura en la calle? Pero entonces vi en sus rostros una expresión de incertidumbre, incluso de sorpresa, y sentí en el pecho la primera punzada de aprensión.

– ¿Señora Manning?

– Mi nombre es Eleanor Falkner -respondí-, pero estoy casada con Greg Manning, así que me pueden llamar… -Me interrumpí-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Podemos entrar?

Las hice pasar al saloncito.

– ¿Es usted la esposa del señor Gregory Manning?

– Sí.

Lo escuché todo, me fijé en todo. Vi que la más joven miraba a la más veterana mientras ésta hablaba, y también advertí que tenía una carrera en las medias negras. La boca de la agente de más edad se abría y se cerraba, pero daba la impresión de que no estaba sincronizada con las palabras que pronunciaba, y tuve que hacer un esfuerzo por comprenderlas. El olor del risotto me llegó desde la cocina y recordé que no había apagado el fuego, así que se habría secado y echado a perder. Entonces caí en la cuenta, con un estupor anonadado, de que en realidad no importaba que se hubiera echado a perder: ya no iba a comérselo nadie. Detrás de mí oí que el viento lanzaba unas hojas secas contra el ventanal. En el exterior todo estaba oscuro. Oscuro y frío. Al cabo de unas semanas cambiarían la hora para el horario de invierno. Faltaban un par de meses para Navidad.

– Lo lamento mucho -dijo la agente-, su marido ha sufrido un accidente mortal.

– No lo entiendo.

Pero sí lo entendía. Las palabras eran claras. Accidente mortal. Tuve la sensación de que las piernas ya no me permitirían levantarme.

– ¿Necesita algo? ¿Un vaso de agua, quizá?

– Me estaba diciendo usted…

– El coche de su marido se ha salido de la carretera -anunció lenta y pacientemente.

La boca se le alargaba y se le acortaba.

– ¿Ha muerto?

– Lo lamento mucho -repitió-. La acompaño en el sentimiento.

– El coche se ha incendiado.

Era lo primero que decía la mujer más joven. Tenía un rostro relleno y pálido; se le notaba una leve mancha de rímel debajo de uno de los ojos castaños. Me pareció que llevaba lentillas.

– Señora Falkner, ¿entiende lo que le hemos dicho?

– Sí.

– No iba solo en el coche.

– ¿Perdón?

– Iba con otra persona. Una mujer. Creíamos… bueno, creíamos que tal vez fuera usted.

La miré sin decir nada. ¿Esperaba que yo identificase a esa mujer?

– ¿Sabe quién podría ser?

– Yo estaba preparando la cena. A estas horas él ya tendría que estar en casa.

– Hablo de la acompañante de su marido.

– No lo sé. -Me froté la cara-. ¿No llevaba un bolso ni nada parecido?

– No han podido sacar gran cosa. Por el incendio.

Me llevé la mano al pecho y noté los latidos desbocados de mi corazón.

– ¿Están seguras de que era Greg? Puede tratarse de un error.

– El coche era un Citroen Saxo de color rojo -repuso. Consultó la libreta y leyó la matrícula en voz alta-. ¿Su esposo es el propietario de ese vehículo?

– Sí -respondí. Me costaba hablar de forma inteligible-. A lo mejor era alguien del trabajo. A veces los llevaba a algún sitio cuando iba a ver a un cliente. Tania.

Mientras hablaba, me di cuenta de que no lograba que me importara la posibilidad de que Tania también hubiera muerto. Sabía que, más tarde, eso me haría sentir culpable.

– ¿Tania?

– Tania Lott. De la oficina.

– ¿Tiene el número de teléfono de su casa?

Reflexioné durante un instante. Seguramente estaba en el móvil de Greg, que él se había llevado. Tragué saliva con dificultad.

– Creo que no. Es posible que lo tenga por algún lado. ¿Quieren que lo busque? -Ya lo averiguaremos.

– No quiero que piensen que soy una maleducada, pero ahora les rogaría que se marchasen.

– ¿Tiene alguien a quien llamar? ¿Un familiar o un amigo?

– ¿Qué?

– No debería estar sola.

– Quiero estar sola -les espeté.

– Quizá le haga bien hablar con alguien.

La mujer más joven se sacó un folleto del bolsillo; se lo debía de haber guardado allí antes de salir de comisaría. Todo estaba preparado. Me pregunté cuántas veces harían aquello al cabo del año. Debían de estar acostumbradas a eso, a aparecer en la puerta de las casas, hiciera el tiempo que hiciese, con un gesto de compasión en el rostro.

– Aquí tiene los teléfonos de varios profesionales que pueden ayudarla.

– Gracias.

Cogí el folleto que me tendía y lo dejé sobre la mesa. También me dio una tarjeta.

– Puede encontrarme aquí, si necesita cualquier cosa.

– Gracias.

– ¿Seguro que no quiere nada?

– Sí -respondí, con voz más alta de lo que pretendía-. Perdónenme, pero creo que se me ha evaporado el agua de la olla. Debería ir a echar un vistazo. Saben por dónde salir, ¿verdad?

Abandoné la estancia, dejando allí a las dos mujeres azoradas, y entré en la cocina. Aparté la olla del fuego y removí con una cuchara de madera la amalgama pegajosa del risotto quemado. A Greg le encantaba el risotto; era el primer plato que me había preparado. Risotto con vino tinto y una ensalada verde. De pronto lo vi con nitidez, sentado a la mesa de la cocina con la ropa de estar por casa, sonriéndome y alzando la copa a modo de saludo, y me di la vuelta: pensé que, si era lo bastante rápida, todavía lo encontraría allí.

La acompaño en el sentimiento.

Accidente mortal.

Esta no es mi vida. Hay algo que falla, que no cuadra. Estamos en octubre, hoy es lunes por la tarde. Soy Ellie Falkner, tengo treinta y cuatro años y estoy casada con Greg Manning. Aunque dos agentes de policía acaban de llamar a mi puerta y de decirme que ha muerto, sé que no puede ser cierto porque esas cosas suceden en la vida de los demás, pero no en la mía.

Me senté a la mesa de la cocina y esperé. No sé qué aguardaba; sentir algo, quizá. ¿No lloran las personas cuando muere un ser querido? Gimen y sollozan, las lágrimas les corren por las mejillas. No cabía duda de que Greg era mi amor, mi ser más querido, pero nunca había sentido tan pocas ganas de llorar. Tenía los ojos secos y calientes; me dolía un poco la garganta, como si estuviera incubando un resfriado. También me dolía el estómago; me llevé la mano al vientre unos segundos y cerré los ojos. Había migas del desayuno sobre la mesa. Tostadas con mermelada. Café.

¿Qué había dicho al marcharse? No me acordaba. Había sido una mañana de lunes como cualquier otra, con un cielo gris y charcos en la acera. ¿Cuándo me había besado por última vez? ¿Había sido en la mejilla o en la boca? Esa misma tarde, pocas horas antes, habíamos tenido una estúpida discusión por teléfono motivada por la hora a la que iba a llegar a casa. ¿Habían sido ésas nuestras últimas palabras? ¿Las típicas frases de una riña, antes del gran silencio? Durante un instante ni siquiera pude recordar su rostro, pero entonces lo vi: el cabello rizado y los ojos oscuros, y la forma en que sonríe. Sonreía. Sus manos fuertes y hábiles, su sólida calidez. Tenía que tratarse de un error.

Me puse en pie, descolgué el teléfono de la pared y marqué su número de móvil. Esperé a oír su voz y, al cabo de unos minutos, al no escucharla, colgué con cuidado y apoyé el rostro en la ventana. Había un gato que avanzaba por el muro del jardín con gran delicadeza. Vi que le brillaban los ojos. Lo observé hasta que desapareció.

Con un tenedor, cogí un poco de arroz de la olla y me lo llevé a la boca. No sabía a nada. A lo mejor debía servirme una copa de whisky. Era lo que hacía la gente cuando se encontraba en estado de shock, y suponía que ése era mi caso. Pero me parecía recordar que no teníamos whisky en casa. Abrí el armario de las bebidas y estudié el interior. Había una botella de ginebra llena en sus tres cuartas partes, otra de Pimm's, pero ésa era una bebida para las tardes ociosas y calurosas del verano, para las que en aquel momento aún faltaba mucho, y una botellita de aguardiente. Hice girar el tapón, di un sorbo para probarlo y sentí el hilillo de fuego en la garganta.

Consumido por las llamas. Consumido por las llamas.

Intenté no imaginar su rostro ardiendo ni su cuerpo quemado. Me presioné con las palmas de las manos las órbitas de los ojos, y hasta el menor ruido desapareció. En la casa reinaba un gran silencio. Todos los sonidos procedían del exterior: el viento entre los árboles, los coches al pasar, los portazos, la gente que llevaba a cabo sus actividades cotidianas.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero al fin subí las escaleras, agarrándome a la barandilla y cogiendo fuerzas para pasar de un escalón al siguiente, como una anciana. Me había quedado viuda. ¿Quién me iba a programar el vídeo, quién me iba a ayudar a no acabar el crucigrama de los domingos, quién me iba a dar calor por la noche, a abrazarme y proporcionarme seguridad? Pensé en todo aquello sin sentirlo. Ya en el dormitorio, me quedé inmóvil durante varios minutos, mirando en derredor, y después me dejé caer sobre la cama, en mi lado, cerciorándome de que no invadía el espacio de Greg. Él estaba leyendo un libro de viajes; quería que fuéramos juntos a la India. Según el punto, había llegado más allá de la mitad. Su bata -gris con rayas azules- estaba colgada de un gancho en la puerta. Debajo de la vieja silla de madera se veían unas zapatillas con los talones desgastados, y encima de ella, unos pantalones vaqueros que se había puesto el día anterior junto con un viejo jersey azul. Me acerqué, cogí el jersey y hundí el rostro en aquel conocido olor, parecido al del serrín. Me quité el mío, metí la cabeza por el cuello del suyo y me lo puse. Tenía un agujero en un codo y los puños se estaban deshilachando.

Entré en la pequeña habitación que hay al lado de nuestro dormitorio y que por el momento era una especie de leonera, aunque habíamos planeado reformarla. Estaba llena de cajas de libros y toda clase de objetos que no habíamos llegado a desembalar, aunque hacía más de un año que nos habíamos mudado, y también había una bañera antigua con patas en forma de garra y grifos de latón resquebrajado, que yo había comprado en un anticuario y quería instalar en el cuarto de baño después de restaurarla. Recordé que nos habíamos quedado atascados al subir la bañera por las escaleras, sin poder avanzar ni retroceder y riéndonos sin parar, mientras su madre nos gritaba instrucciones inútiles desde el pasillo.

Su madre. Tenía que llamar a sus padres. Tenía que decirles que su hijo mayor había muerto. Noté que me quedaba sin aliento y tuve que apoyarme en una jamba de la puerta. ¿Cómo se da una noticia así? Volví al dormitorio, me senté de nuevo en la cama y cogí el teléfono de mi mesilla de noche. Tardé un instante en acordarme del número; una vez recordado me costó pulsar las teclas. Los dedos no me respondían.

Esperaba que no contestara su madre, pero lo hizo. Su voz aguda revelaba cierta irritación por recibir una llamada a esas horas.

– Kitty. -Me acerqué mucho el auricular al oído y cerré los ojos-. Soy yo, Ellie. -Ellie, qué…

– Tengo malas noticias -la interrumpí. Y, antes de que ella pudiera tomar aire para hablar, añadí-: Greg ha muerto. -Entonces se produjo un silencio absoluto en el otro extremo, como si hubiera colgado-. ¿Kitty?

– Sí -respondió. Su voz había bajado de volumen; daba la impresión de hallarse muy lejos-. No lo entiendo.

– Greg ha muerto -insistí-. Ha muerto en un accidente de coche. Me acabo de enterar.

– Perdona -me dijo-. ¿Puedes esperar un segundo?

Aguardé; se oyó otra voz en el teléfono, una especie de ladrido hosco y cortante.

– Ellie, soy Paul. ¿Qué ha pasado?

Repetí lo que ya había dicho. Las palabras cada vez parecían menos reales.

Paul Manning soltó una tos breve y nerviosa.

– ¿Dices que ha muerto?

Oí un llanto de fondo.

– Sí.

– Pero sólo tiene treinta y ocho años.

– Ha sido con el coche.

– ¿Un accidente?

– Sí.

– ¿Dónde?

– No lo sé. No recuerdo si me lo han dicho, a lo mejor sí. Me ha costado asimilarlo todo.

Me hizo más preguntas, preguntas detalladas, pero no supe responder a ninguna. Era como si la información pudiera proporcionarle cierta sensación de control.

Después llamé a mis padres. ¿No era eso lo que suponía que debía hacer? Aunque la relación no sea muy estrecha, el orden es ése. Sus padres y luego los míos. Los parientes más cercanos. Pero no respondieron; me acordé de que el lunes era la noche de los concursos en el pub. No iban a volver hasta que cerraran. Apreté la horquilla de colgar y escuché la señal de llamada durante varios segundos. El reloj despertador del lado de la cama de Greg indicaba que eran las 21.13. Faltaban horas para que llegara la mañana. ¿Qué iba a hacer hasta entonces? ¿Debía empezar a llamar a la gente, a darles la noticia en orden de importancia decreciente?

Era lo que se hacía cuando nacía un niño, pero ¿funcionaba igual cuando moría un marido? ¿Y a quién debía contárselo primero? Entonces tuve una idea.

Encontré el número de su casa en la vieja agenda de Greg. El teléfono sonó varias veces; cuatro, cinco, seis. Aquello parecía un juego macabro. Si cogía el teléfono, todavía estaba viva. Si no lo cogía, estaba muerta. O quizás hubiera salido, nada más.

– Hola.

– Oh. -Durante un instante no pude decir nada-. ¿Eres Tania? -pregunté, aunque ya sabía que era ella.

– Sí. ¿Quién es?

– Soy Ellie.

– Hola, Ellie.

Guardó silencio, probablemente esperando que yo dijese algo más. Respiré hondo y volví a pronunciar aquellas palabras sin sentido:

– Greg ha muerto. En un accidente. -Interrumpí las expresiones de horror que me llegaban desde el otro lado de la línea-. Bueno, te he llamado porque pensaba que a lo mejor ibas con él. En el coche.

– ¿Yo?¿Por qué?

– Había otra persona. Una mujer. Y supuse que sería alguien de la oficina, así que creí que…

– ¿Han muerto los dos?

– Sí.

– Cielo santo.

– Ya.

– Ellie, es tremendo. Dios mío, no me hago a la idea. Me he quedado tan…

– ¿Tienes idea de quién podría ser, Tania?

– No.

– ¿No se marchó con alguien? -insistí-. ¿Ni había quedado con nadie?

– No. Se fue a las cinco y media, más o menos. Sólo sé que antes comentó que, por una vez, iba a llegar a casa a una hora decente.

– ¿Dijo si iba a venir directamente a casa?

– Es lo que supuse. Pero, Ellie…

– ¿Qué?

– Eso no tiene por qué significar lo que estás pensando.

– ¿Y qué estoy pensando?

– Nada. Oye, si puedo hacer algo, lo que sea, sólo tienes…

– Gracias -repuse, y le colgué.

¿Qué era lo que estaba pensando? ¿Qué era lo que aquello no significaba? No lo sabía. Sólo sabía que en la calle hacía frío, que el tiempo discurría con gran lentitud y que no podía hacer nada para que avanzara más deprisa. Bajé al piso inferior y me senté en el sofá del salón, con las rodillas metidas en el jersey de Greg. Esperé a que se hiciera de día.

Capítulo 2

El ruido del periódico al caer sobre el suelo y después, al cabo de unos segundos, el de un fajo de correspondencia que atravesaba la ranura del buzón y que caía en el felpudo me recordaron que había un mundo allí fuera, y que quería entrar en mi casa. En breve tendría cosas que hacer, obligaciones que cumplir, responsabilidades, ritos religiosos que observar. Pero antes volví a llamar a Tania.

– Lo siento -le dije-. Quería hablar contigo antes de que te fueras al trabajo.

– Llevo toda la noche pensando en ello -me confesó-. Apenas he dormido. No me lo puedo creer.

– Cuando llegues, ¿puedes mirar con quién tenía que reunirse Greg ayer?

– Estuvo durante todo el día en la oficina; después se marchó a casa.

– A lo mejor se pasó a ver a un cliente a la vuelta, o fue a recoger algo. Si pudieras echar un vistazo a su agenda…

– Lo que quieras, Ellie -dijo Tania-, pero no sé qué tengo que buscar.

– Pregunta a Joe si Greg le comentó algo ayer.

– Joe no vino a la oficina. Tenía una cita.

– Era una mujer.

– Sí, ya lo sé. Haré lo que pueda.

Le di las gracias y colgué. El teléfono sonó enseguida. El padre de Greg tenía varias preguntas que hacerme. Me habló en un tono formal y ensayado, como si las hubiera escrito antes de llamar. No pude responder ninguna de ellas. Ya le había contado todo lo que sabía. Me dijo que Kitty no había dormido en toda la noche, y me pregunté si intentaba dejar claro quién estaba sufriendo más. Cuando la conversación terminó tuve la sensación de haber suspendido un examen. No estaba haciendo lo que se supone que hace una esposa. Una viuda. La palabra casi me hizo reír. No era un término para gente como yo. Le correspondía a ancianas con pañuelos en la cabeza que arrastran carritos de la compra, mujeres que habían previsto la viudedad, que se habían preparado para ella y que la habían aceptado.

Reviví mentalmente el momento en que la agente de policía me había dado la noticia, ese momento de transición. Constituía una línea que dividía mi vida, y después de ella todo sería distinto. No tenía hambre ni sed, pero decidí que debía comer algo. Entré en la cocina y la visión de la cazadora de cuero de Greg, doblada encima de una de las sillas, me produjo un impacto tan fuerte que prácticamente me quedé sin respiración. Solía quejarme de que la dejara ahí. ¿Por qué no la colgaba en una percha, donde no estorbase? Ahora me agaché e intenté percibir su olor en ella. Habría muchos momentos así. Mientras me preparaba el café se sucedieron varios más. El café era brasileño, de la clase que él elegía siempre. La taza que saqué del armario procedía de la tienda de regalos de una central nuclear; Greg la había comprado en plan de broma. Cuando abrí la puerta de la nevera me sobrevino un bombardeo de recuerdos, de cosas que él había comprado, de cosas que yo le había comprado: lo que le gustaba, lo que detestaba.

Me di cuenta de que la casa estaba casi como él la había dejado al marcharse, pero cada vez que yo hacía algo, cada vez que abría una puerta, que utilizaba o movía cualquier cosa, borraba su presencia, lo mataba un poquito más. Por otro lado, ¿qué importancia tenía aquello? Ya estaba muerto. Cogí la cazadora y la colgué de la percha del vestíbulo, aquello que siempre le había insistido que hiciera.

Allí estaba mi móvil, sobre una estantería, y vi que me había llegado un mensaje de texto; era de Greg, y durante un instante tuve la sensación de que alguien me había cogido el corazón con las dos manos y lo había retorcido como si fuera un paño. Con dedos torpes, lo abrí. Me lo había mandado el día anterior, poco después de que me enfadara con él porque se iba a quedar en la oficina más tiempo del prometido, y no era muy largo: «Perdón perdón perdón perdón perdón. Soy un idiota». Me quedé mirando el mensaje y me llevé el móvil a la mejilla, como si aún quedara algo de él en aquel texto y ese algo pudiera entrar en mí.

Cogí el café, su agenda, la mía y un cuaderno, y me puse a pensar en las llamadas que había que hacer. Me acordé de inmediato de la fiesta que habíamos organizado ese año, entre su cumpleaños y el mío. Las mismas agendas, la misma mesa y, en gran medida, el mismo tipo de decisiones. ¿A quién había que invitar sí o sí? ¿A quién nos apetecía? ¿A quién no nos apetecía? Si invitábamos a X, teníamos que invitar a Y. Si invitábamos a A, no podíamos invitar a B.

Tuve la sensación de que la cabeza no me funcionaba bien, de que tenía que anotarlo todo para no olvidar a nadie ni llamar dos veces a la misma persona. Debía intentar contactar con algunos amigos íntimos antes de que salieran a trabajar. Lo primero, sin embargo, era volver a llamar a mis padres; temía esa llamada pero sabía que a esa hora de la mañana los dos estarían en casa.

Respondió mi padre, que llamó inmediatamente a mi madre, y ambos se pusieron al teléfono. Empezaron a hablarme de un amigo de ambos: ¿me acordaba de Tony, al que le acababan de diagnosticar una diabetes debida a que comía demasiado?, ¿verdad que era ridículo, y no era increíble que la gente no pudiese controlarse? Yo intenté interrumpirlos varias veces y al fin conseguí introducir un sonoro «¡Por favor!» entre dos frases, y se lo solté todo.

Se produjo un repentino estallido de emoción y después de preguntas. ¿Cuándo había sucedido? ¿Estaba bien? ¿Necesitaba ayuda? ¿Quería que mi madre viniera enseguida? ¿Quería que vinieran los dos? ¿Se lo había dicho a mi hermana, o lo hacía ella? Y la tía Caroline, ¿debía saberlo? Les respondí que ahora no podía hablar, que les llamaría más tarde, pero que en ese momento tenía llamadas y cosas que hacer. Al colgar el teléfono pensé precisamente en eso. ¿Cuáles eran las cosas que tenía que hacer? Había que firmar el certificado de defunción. Había que leer el testamento. Un funeral. ¿Tenía que encargarme yo o aquello sucedía de forma automática?

Era el turno de hablar con Joe, socio de Greg y su mejor amigo. Pero me saltó el contestador, y no podía soportar la idea de darle la noticia así. Me imaginé su rostro al enterarse, sus ojos azulísimos; él sí sería capaz de derramar las lágrimas que yo todavía parecía incapaz de derramar. Tendría que ser Tania quien se lo contara, y no yo. Pensé que en cualquier caso ella estaría encantada; acababa de entrar en la empresa y adoraba a Joe, como una niña adora a una estrella de cine.

Repasé la agenda de Greg y la mía y confeccioné una lista de cuarenta y tres personas. Era un grupo más reducido que el que había asistido a nuestra fiesta. En esa ocasión habíamos invitado a mucha gente a la que no habíamos visto desde la fiesta del año anterior, a algunos vecinos, a personas con las que cada vez teníamos menos contacto. Estos últimos se enterarían a través de otros, o cuando me llamaran; es posible que algunos no llegaran a saberlo nunca. De vez en cuando se preguntarían qué habría sido de los buenos de Greg y Ellie y pasarían a otro tema.

Cogí el teléfono y empecé a llamar a la gente siguiendo más o menos el orden en que aparecían en mi agenda, y después hice lo mismo con la de Greg. La primera era Gwen Abbott, una de mis amigas de toda la vida, y el último era Ollie Wilkes, el único primo con el que Greg había mantenido un vínculo estrecho. Al hacer esa primera llamada me costó marcar el número por lo mucho que me temblaban las manos. Cuando se lo conté a Gwen y escuché su grito de estupor y de sorpresa sentí que lo revivía todo, aunque ahora era peor, porque el golpe se propinaba sobre la carne ya amoratada y herida. Después de colgar el teléfono me quedé sentada, casi sin resuello, como si estuviera a gran altitud con poco oxígeno. Me vi incapaz de enfrentarme a ello, devolver a pasar por aquel momento, con otras personas, una y otra vez.

Pero poco a poco me fue resultando más fácil. Encontré unas frases hechas que parecían adecuadas y las ensayé antes de llamar. «Hola, soy Ellie. Tengo malas noticias…» Después de unas cuantas veces me tranquilicé bastante. Conseguí llevar las riendas de todas las conversaciones y que no se alargaran mucho. Recurrí a unos cuantos tópicos: «Estoy muy liada»; «Lo siento, todavía no puedo hablar de él»; «Muy amable por tu parte». Lo peor fue decírselo a su mejor amigo, Fergus, que ya quería a Greg mucho antes que yo. Había sido su compañero de footing, su confidente, el hermano que no tuvo, el padrino de su boda. «¿Qué vamos a hacer sin él, Ellie?», me preguntó. Escuché su voz rota y aturdida y pensé: «Yo también me siento así, pero todavía no me he dado cuenta». Me dio la sensación de que mi pena estaba agazapada, escondida para que no la viera, que esperaba para saltar y tenderme una emboscada cuando menos lo esperara.

Mediada la lista llamaron con insistencia a la puerta; la abrí y me encontré con Joe. Llevaba un traje y el característico maletín delgado por el que Greg siempre le tomaba el pelo, diciéndole que estaba vacío y que sólo lo usaba para impresionar. Y, aunque no se le veían cardenales ni heridas, presentaba el aspecto de un hombre que ha participado en una pelea y la ha perdido: tambaleante, pálido y con los ojos vidriosos. Antes de que yo pudiera decir nada, él cruzó el umbral y me rodeó con sus brazos. Sólo pude pensar en lo distinto que era de Greg: más alto y más ancho, y también desprendía un olor distinto, a jabón y cuero.

Sentí unas ganas tremendas de derrumbarme y llorar en sus brazos pero, no sé por qué, no pude. Él sí lloró; las lágrimas le corrieron por el rostro demacrado mientras me contaba lo maravilloso que había sido mi marido, y la suerte que había tenido al conocerme. Me aseguró que, para él, yo era como de la familia, y que debía apoyarme en él durante las semanas que se avecinaban. Me besó en ambas mejillas, me cogió las manos y me dijo muy solemnemente que no tenía por qué ser fuerte. Fregó la sartén en la que se me había quemado el arroz, limpió la mesa de la cocina y me sacó la basura. Incluso empezó a ordenar parte del caos, a recoger montones de papeles y a colocar libros en las estanterías de un modo impulsivo y absolutamente ineficaz, hasta que le pedí que lo dejara. Entonces se marchó y yo continué con lo mío.

Después de darle la noticia a alguien, tachaba su nombre de la hoja. A veces contestaba un niño, o una pareja a la que no conocía, o no lo suficiente. No dejé mensajes, ni siquiera para decir quién había llamado. La parte de la lista correspondiente a la agenda de Greg me resultó más complicada. Cuando llegué a ella la gente ya había empezado a salir hacia el trabajo. No llamé a ningún móvil. Me resultaba insoportable la idea de hablar con gente que iba en el tren, que no podría alzar la voz, que se avergonzaría de sus reacciones delante de desconocidos.

También me retrasé porque el teléfono ya había empezado a sonar. Las personas a las que se lo había contado habían digerido la noticia y se les habían ocurrido cosas que decirme, o preguntas que plantear. Algunos amigos llamaron a otros amigos y estos últimos me llamaron enseguida, y si la línea comunicaba, lo intentaban por el móvil, así que lo apagué. Más tarde vi que, si no me localizaban a través del móvil, me mandaban un correo electrónico. Pero muchos de ellos sí consiguieron localizarme: una condolencia tras otra que parecieron fundirse en un lamento continuo. Después de cada llamada escribía el nombre correspondiente en la parte inferior de la lista, para no volver a llamarlos por equivocación.

Una de esas llamadas no fue de un amigo ni de un familiar, sino de la agente Darby, una de las mujeres que me habían dado la noticia. Me preguntó cómo estaba, y no supe muy bien qué contestar.

– Siento molestarla -se disculpó-, pero ¿le hablé de la identificación del cuerpo?

– No lo recuerdo -repuse.

– Sé que es un mal momento -dijo, y se produjo un silencio.

– Ah. Quiere que identifique el… -Me callé-. A mi marido. Pero usted ha estado aquí. Me lo ha contado. Ya lo sabe.

– Es un trámite necesario -explicó-. Siempre puede designar a otro miembro de la familia. Un hermano, el padre o la madre.

– No -respondí de inmediato. La idea me resultaba inconcebible. Cuando Greg se casó conmigo, se convirtió en algo mío. No iba a permitir que su familia se apoderase de él-. Me encargaré yo. ¿Debería ir hoy mismo?

– Si puede, sí.

– ¿Dónde está?

Oí el crujido de un papel.

– En el depósito del hospital King George V. ¿Lo conoce? ¿La puede llevar alguien?

* * *

Llamé a Gwen y me dijo que me acompañaría, aunque yo sabía que eso le suponía tener que llamar al trabajo y decir que estaba enferma. Me di cuenta de que todavía llevaba la ropa que me había puesto la mañana anterior. Greg me había visto ponérmela. A lo mejor ni se había fijado. Estaba demasiado acostumbrado a mí y, por las mañanas, demasiado ocupado para detenerse a mirarme, pero había pululado a mi alrededor mientras me vestía. Me quité todas las prendas, otra parte de mi vida con Greg que desaparecía, y me metí en la ducha, debajo del chorro de agua muy caliente, con la cabeza levantada y los ojos cerrados. Subí aún más la temperatura del agua, como si abrasándome pudiera dejar de sentir. Me vestí deprisa, me miré en el espejo y vi que iba toda de negro. Me quité el jersey y lo cambié por otro de color teja. Era sombrío, pero al menos no parecía una viuda mediterránea.

Hay personas que saben de manera instintiva cómo adaptarse a tus estados de ánimo. Gwen es así. En cierta ocasión, Greg y yo tuvimos una conversación sobre qué amigos comunes nunca nos irritaban, y el nombre de ella fue el único en el que ambos coincidimos. Ella sabe cuándo debe mostrarse distante y fría, incluso crítica, y cuándo debe acercarse, abrazarte, darte amor y cariño físico. Mary y yo discutimos con frecuencia, pero es que Mary discute casi con todo el mundo, por el mero placer de discutir: le ves un brillo de disensión en la mirada y sabes que le ha sobrevenido uno de esos arrebatos pejigueros, belicosos, emocionalmente inestables, y que no hay nada que hacer: sólo puedes capear el temporal o marcharte. Yo suelo marcharme. Pero a Gwen, con su melena de cabello dorado, sus ojos grises, su ropa discreta, su talante tranquilo y reflexivo, no le gusta levantar la voz. En la universidad la llamaban «la diplomática», un apelativo que reflejaba admiración pero también algo de rencor, porque daba la impresión de que rehuía la cercanía. Pero a mí siempre me ha gustado esa reserva suya: te sentías privilegiada cuando te admitía en su reducido círculo de amigos. Ahora, al abrirle la puerta, no tendió los brazos para invitarme a que me refugiara en ellos, para que llorara y consolarme, sino que me miró con una ternura solemne y me puso una mano en el hombro, pero dejándome decidir si quería derrumbarme o no. Y yo no quería. Yo quería, necesitaba, mantenerme entera.

Durante el trayecto al hospital de King's Cross permaneció en silencio y no me forzó a hablar. Yo contemplaba a los transeúntes por la ventanilla, fascinada de pronto al pensar que la gente estaba haciendo hoy lo que había planeado el día anterior. ¿No se daban cuenta de que todo era temporal? Quizá las cosas parecieran ir bien, pero algún día, mañana o pasado o al cabo de cincuenta años, la pantomima tocaría a su fin.

Llegamos al hospital y descubrimos que teníamos que pagar para aparcar. Me enfadé repentinamente, sin motivo.

– Si estuviéramos en el supermercado, y no en el depósito de cadáveres, sería gratis.

– No te preocupes -dijo Gwen-. Llevo cambio.

– ¿Y las personas que vienen todos los días? -pregunté-. Las que tienen familiares agonizantes.

– Seguramente les harán un descuento -señaló Gwen.

– Lo dudo mucho -repuse, pero me callé, pues me había dado cuenta de que me estaba comportando como la gente a la que veía gritar en la calle, como esas personas que discutían con voces que oían en su cabeza.

Mi impresión del hospital se redujo básicamente a una sucesión de olores. Cerca del mostrador de recepción había una cafetería como las que se encuentran en todos los centros comerciales y las calles importantes. Oí el siseo de los capuchinos cuando les ponían la espuma. También había un restaurante. Mientras avanzábamos, el aroma del beicon frito fue sustituido por el del abrillantador de suelos, el del ambientador, y después por el olor penetrante de los líquidos de limpieza, el ácido fénico y la lejía, que parecían cubrir cierto hedor. Yo no había podido asimilar las instrucciones que nos había dado la recepcionista, pero Gwen me guió por varios pasillos; nos metimos en un ascensor, bajamos a un sótano y llegamos a otro mostrador, que no atendía nadie.

– Seguramente habrá un timbre o algo así -dijo Gwen. No lo había. Torció el gesto-. ¡Hola!

Oímos el sonido de unas pisadas y un hombre salió de un despacho detrás del mostrador. Llevaba un mono verde, como si estuviera atendiendo en una ferretería. Se le veía muy pálido, como si viviera allí, bajo tierra, donde no daba nunca el sol. Se le marcaba mucho la sombra de la barba. Al afeitarse se había dejado una zona con pelo en la parte inferior del mentón. Me acordé de cuando Greg se afeitaba, el modo en que se levantaba la nariz al pasarse la maquinilla por la zona del bigote. El hombre nos dirigió una mirada inquisitiva.

– Mi amiga ha venido a identificar un cadáver. El hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. -Soy el doctor Kyriacou -anunció-. El jefe de admisiones. ¿Es usted un familiar?

– Es mi marido -respondí.

Todavía no estaba preparada para utilizar el pretérito.

– La acompaño en el sentimiento -dijo, y durante un instante, me pareció que era sincero, todo lo sincero que se podía ser cuando se decía lo mismo todos los días, menos los fines de semana y durante las vacaciones.

– ¿Le tengo que dar mi nombre -inquirí-, o el de él?

– El del fallecido -indicó el doctor Kyriacou.

– Se llama Gregory Manning.

Consultó varias carpetas que se amontonaban en una bandeja metálica del mostrador y al fin encontró la que buscaba. La abrió y estudió los papeles del interior. Yo me incliné hacia delante para ver, pero no llegué a distinguir nada.

– ¿Trae alguna identificación? -preguntó-. Lo siento, es una formalidad.

Le tendí mi permiso de conducir. Lo cogió y escribió algo en un impreso. Frunció el ceño.

– El cuerpo de su esposo sufrió graves quemaduras -me previno-. Esto puede resultar muy duro para usted. Pero he de decir que, según mi experiencia, es mejor ver el cadáver que no verlo.

Quise preguntar si aquello era realmente cierto, incluso después de un accidente de avión o cuando a la gente la arrollaba un tren, pero era incapaz de hablar.

– ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Gwen.

De pronto sentí que esa experiencia tenía que ser sólo mía. Negué con la cabeza. Ella se sentó; el doctor Kyriacou me llevó por un pasillo y llegamos a una sala llena de una especie de archivadores con cajones de cuatro metros de profundidad y asas parecidas a las de las neveras antiguas. El echó un vistazo al sujetapapeles que llevaba, se acercó a uno de los cajones y me miró.

– ¿Está usted lista?

Asentí. Abrió la puerta y una corriente de aire frío se extendió por la sala, ya de por sí fría. Extrajo una bandeja. En ella había un cadáver tendido, tapado por una sábana. Sin titubear, levantó una esquina. Yo no pude evitar soltar un grito ahogado porque entonces supe, final e irrevocablemente, que no había habido ningún error y que Greg estaba muerto, mi amor, al que había visto por última vez saliendo a toda prisa de casa con un trozo de tostada entre los dientes, por lo que ni siquiera nos habíamos besado.

Me obligué a mirar de cerca. El fuego le había ennegrecido el rostro, se le había quemado parte del pelo y tenía el cuero cabelludo abrasado. La única herida digna de ese nombre estaba encima de la ceja derecha, donde se veía la marca de un impacto tremendo. Extendí el brazo y le acaricié el cabello; me agaché y lo besé. Se percibía un fuerte olor a quemado.

– Adiós -le susurré-, amor mío.

– ¿Se trata del señor Gregory Manning? -preguntó el doctor Kyriacou.

Asentí.

– Debe decirlo en voz alta -insistió.

– Sí, lo es.

– Gracias -repuso, y anotó algo en el sujetapapeles. El médico me volvió a llevar a donde estaba Gwen y entonces me vino una idea a la cabeza.

– La otra persona que sufrió el accidente… ¿está aquí?

– Sí.

Callé durante un instante. Apenas me atrevía a plantear la pregunta.

– Sabe… ¿sabe cómo se llama?

Él consultó los documentos.

– Ha venido el marido -dijo-. Sí, aquí está. -Miró la tapa de la carpeta-. Milena Livingstone.

– ¿Quién es? -me preguntó Gwen.

– Es la primera vez que oigo ese nombre -respondí.

Capítulo 3

Mi pequeña casa se llenó de gente. También de formularios, de recados, de largas listas con lo que tenía que hacer. Los amigos me preparaban tazas de té y me tendían tostadas que yo intentaba comerme. El teléfono sonaba y sonaba. Gwen y Mary debieron de establecer turnos, porque daba la impresión de que en cuanto una se marchaba llegaba la otra. Mis padres aparecieron con un bizcocho de jengibre algo quemado en un molde que recordaba de mi infancia, y también con sales de baño. Joe trajo whisky. Se sentó en el sofá, meneó la cabeza para expresar incredulidad y me llamó «cariño». Fergus llegó con el rostro lívido por el estupor; me llamó «cielo». Todos intentaban abrazarme. Yo no quería que me abrazaran. Al menos, no quería que me abrazara nadie que no fuera Greg. Esa noche me desperté en medio de un sueño en que él me rodeaba con un cálido abrazo, de esos que me hacían sentir segura, y me quedé tumbada con los ojos secos e irritados, contemplando la oscuridad, consciente del vacío que había en la cama, a mi lado.

No debería haberme preocupado por lo que tenía que hacer, porque en cada etapa había un montón de personas que me iban guiando. Me había convertido en parte de un proceso burocrático y me llevaron de manera sencilla y eficiente hacia la meta: el funeral. Sin embargo, antes de que pudiera celebrarse la ceremonia había que registrar la muerte, y para ello, según me enteré, se debía llevar a cabo una investigación judicial para establecer la causa.

Greg y yo solíamos hablar de la muerte. Un día, después de emborracharnos, rellenamos un cuestionario de internet que te daba la fecha de tu defunción (la mía a los ochenta y ocho años, la de Greg a los ochenta y cinco); entonces ésta parecía quedar en un futuro remotísimo, como si fuera un chiste, algo imposible. Si hubiéramos pensado en ello seriamente, habríamos dado por supuesto que nos alcanzaría cuando fuéramos ancianos, mientras uno de los dos le daba la mano al otro. Pero yo no le había dado la mano, y a su lado estaba otra persona. Milena Livingstone. Le di vueltas al nombre mentalmente. ¿Quién era? ¿Por qué estaba Greg con ella?

– ¿Para qué piensas en ello? -me preguntó mi madre en tono grave.

La eché de casa y di un portazo tan fuerte cuando salió que varios fragmentos de yeso cayeron al suelo.

– ¿Para qué piensas en ello? -me preguntó Gwen; apoyé la cabeza en la mesa, encima de todos los papeles, y respondí que no lo sabía, que no tenía ni idea.

Pero yo conocía a Greg. El nunca habría… No terminé la frase.

* * *

– Háblame de ella.

– ¿De quién?

Joe me miró con un gesto serio y atento.

– De Milena. ¿Quién era?

– Ellie… -Su tono de voz era cordial-. Ya te lo he dicho. No tengo ni idea. No sabía ni que existía.

– ¿No era una dienta?

Joe y Greg eran socios, tenían su propia empresa. Se supone que los contables son hombres grises y enjutos, con traje y gafas, pero eso no se correspondía con ninguno de ellos dos, desde luego. Joe llamaba mucho la atención y tenía carisma. Las mujeres siempre revoloteaban en torno a él; les atraían sus ojos azules, su amplia sonrisa, su actitud extremadamente atenta. Era bastante guapo, pero Greg y yo comentábamos que el verdadero secreto de su encanto residía en su manera de hacer que la gente se sintiera atractiva, especial. Nos sacaba varios años, andaba por los cuarenta y muchos, por lo que era como un tío, o un hermano mucho mayor. Y Greg… bueno, Greg era Greg. Él decía que, si yo hubiera sabido cómo se ganaba la vida, nunca habría accedido a salir con él. Pero era imposible adivinarlo. Nos conocimos en la fiesta del amigo de otro amigo de ambos y, si yo hubiera tenido que aventurar algo, habría supuesto que era director de televisión, escritor, incluso actor o activista profesional. Tenía un aspecto de pillo algo desaliñado; cierto aire soñador, idealista. Yo era la metódica y práctica; él era entusiasta, desorganizado, infantil. Desde luego, no casaba con la idea que yo tenía de un contable.

– No -repuso Joe-. Lo he revisado todo. Dos veces.

– Tiene que haber una explicación.

– ¿No se te ocurre nada?

Esta vez su voz cordial, que me instaba suavemente a reconocer lo evidente, me hizo estremecer.

– Me habría enterado. -Lo miré de hito en hito-. Y tú también te habrías enterado.

Me puso la mano en el hombro.

– Todo el mundo guarda secretos, Ellie. Los dos sabemos lo adorable y maravilloso que era Greg, pero, al fin y al cabo…

– No -le interrumpí-. Es imposible.

* * *

– ¿Quién era Milena? -pregunté a Fergus.

– No tengo ni idea -respondió-. Te juro que nunca me habló de nadie con ese nombre.

– ¿Alguna vez te comentó…? -Vacilé-. ¿Te dijo alguna vez que… bueno, ya sabes…?

– ¿Que tuviera una amante?

Fergus terminó la frase que yo no podía acabar.

– Sí.

– Greg te adoraba.

– Eso no es lo que te he preguntado.

– Nunca me comentó que tuviera una amante. Ni yo sospeché que la tuviera. Jamás.

– ¿Y ahora?

– ¿Ahora?

– ¿Sospechas que podría haberla tenido?

Él se pasó la mano por el rostro.

– ¿Con sinceridad? No lo sé, Ellie. No sé qué decirte. Ya sabes que estuve en su oficina el día en que murió, con él, trabajando con los ordenadores. Parecía totalmente normal. Me habló de ti. No me dijo nada que me pudiera inducir a sospechar. Pero murió en un accidente de coche junto a una mujer desconocida de la que nadie parece saber nada. ¿Qué explicación se te ocurre a ti?

* * *

La investigación judicial debía celebrarse a las diez de la mañana del martes 15 de octubre, en la oficina del juez de instrucción que quedaba al lado de Hackney Road. Yo tenía que asistir; si quería, podía hacer preguntas a los testigos. También podía acudir con amigos o familiares, si así lo deseaba. La sesión estaba abierta al público y a la prensa. Después de la investigación, la muerte de Greg quedaría registrada, yo podría recoger los formularios pertinentes, el E y el F, y fijar una fecha para el funeral.

Le pedí a Gwen que Mary y ella vinieran conmigo. «A no ser que Mary no encuentre a nadie que se quede con el niño», añadí. Mary tenía un hijo pequeño: le faltaba poco para cumplir un año. Hasta la muerte de Greg, las conversaciones entre nosotras habían girado en torno a los pañales, las primeras sonrisas, los problemas de dentición, las grietas en los pezones y los agobiantes placeres de la maternidad.

– Iremos contigo, por supuesto -respondió Gwen-. Te voy a preparar algo de comer.

– No tengo hambre, y no me he quedado inválida. ¿Todo el mundo cree que había otra mujer?

– No lo sé. No tiene importancia. ¿Qué piensas tú?

¿Qué pensaba? Pensaba que no iba a poder sobrevivir sin él, pensaba que me había abandonado, pensaba que me había traicionado. Sabía, desde luego, que no era el caso. Pensaba, cuando me despertaba por la noche, que iba a escuchar su respiración, a mi lado, en la cama; pensaba cientos de veces al día en cosas que quería decirle; pensaba que ya no podía recordar su rostro pero entonces volvía a verlo, burlón y cariñoso, o abrasado en el momento de la muerte. Pensaba que no tendría que haberse alejado de mi lado y que aquello era culpa suya por haber decidido irse con ella, y pensaba, además, que me iba a volver loca si no descubría quién era aquella mujer, pero que, si lo averiguaba, lo más probable era que también me volviese loca. Loca de pena, de rabia o de celos.

* * *

– Me he enterado de que tenía una amante.

La voz de mi hermana Maria tenía un matiz de solemne compasión. Oí el llanto de su hijo pequeño de fondo.

– Me tengo que ir -dije, y colgué dando un fuerte golpe.

Una amante. Al igual que la muerte, las relaciones extraconyugales las sufrían otras personas, no Greg y yo. Milena Livingstone. ¿Cuántos años tenía? ¿Cuál era su aspecto? Lo único que sabía de ella era que estaba casada y que el marido había identificado su cadáver en el mismo depósito en el que se hallaba Greg. Era posible que la hubieran colocado en la bandeja de encima de él. Así en la vida como en la muerte. Me recorrió un potente escalofrío y sentí náuseas; subí al piso superior, donde tenía el portátil, lo encendí y busqué su nombre en Google. No hay muchas Milenas Livingstone por ahí.

Pinché en el primer resultado de la búsqueda y en la pantalla apareció el anuncio de una empresa, aunque al principio no entendí a qué se dedicaba. Decía que te podías olvidar de todo y que ellos se ocupaban hasta del más mínimo detalle. Locales. Comidas. Fui bajando por la página. Parecía una pretenciosa empresa de catering y organización de eventos para personas con mucho dinero y poco tiempo. Un menú de muestra. Sashimi de atún, lubina marinada en jengibre y lima, fondants de chocolate. Ah, sí, y ahí estaban las personas que organizaban aquello, las responsables.

En la pantalla, dos fotografías me mostraban sendas sonrisas. El rostro de la izquierda era pálido y triangular, lucía un corto cabello rubio oscuro con un sofisticado peinado, una nariz recta y una sonrisa recatada. Aquella mujer parecía atractiva, inteligente, con clase. No era ella. No, era la otra, la de la melena cobriza (teñida, pensé con desdén; seguro que se la echa continuamente hacia atrás con una mano llena de anillos; seguro que hace mohines), pómulos marcados, dientes blancos, ojos grises. Así que se trataba de una mujer mayor que yo. Rica, por lo que se veía. Guapa, pero no con esa clase de belleza en la que yo esperaba que Greg, que tanto se había enamorado de mí, se fijase. Milena Livingstone transmitía una sensación de glamour y sofisticación; tenía las cejas depiladas y una sonrisa de complicidad. Seguro que llevaba las uñas largas y pintadas, y las piernas impecablemente depiladas. Una mujer que gusta a los hombres, pensé. Pero no al mío. A Greg no, desde luego. Sentí una oleada de rabia, apagué el ordenador sin consultar más resultados, entré en el dormitorio y me eché boca abajo en mi lado de la cama. En el exterior había oscurecido; las noches se estaban alargando y los días, acortando.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero al fin me levanté y me dirigí al armario. La ropa de Greg colgaba en el lado derecho. No tenía mucha: un traje que habíamos comprado juntos para la boda y que apenas se había puesto desde entonces, un par de chaquetas de sport, varias camisas. ¿Qué llevaba cuando murió? Cerré con fuerza los ojos y me obligué a recordar: pantalones oscuros y una camisa azul claro; encima, su chaqueta preferida. En efecto: su uniforme de contable que no parece un contable.

Empecé a revisar minuciosamente todo lo que había en el armario. Metí la mano en los bolsillos, pero sólo encontré la cuenta de una cena en un restaurante italiano al que habíamos ido dos semanas antes. La recordé: yo estaba enfadada, Greg se había mostrado paciente y optimista. Una octavilla arrugada de un concierto de jazz que nos habían metido bajo el limpiaparabrisas hacía pocos días. Abrí los cajones en los que guardaba las camisetas y la ropa interior, pero no descubrí bragas de encaje de ninguna mujer ni cartas de amor incriminatorias. Nada se salía de lo normal. Todo se salía de lo normal.

Me coloqué delante del espejo, me estudié y me vi con mal aspecto. Me pesé y me di cuenta de que me estaba quedando en los huesos. Me escaldé un huevo, rompí la parte superior e introduje la cuchara en la yema amarilla. Me obligué a comer la mitad pero me entraron tantas ganas de vomitar que tuve que dejarlo. Tenía calambres en el estómago y un dolor de espalda espantoso y familiar, así que me preparé la bañera y me sumergí en ella; entonces sonó el teléfono. Me sentía incapaz de responder y escuché la voz de Mary, que le decía al contestador que al pobre Robin le había subido la fiebre, pero que vendría lo antes posible. Me quedé tendida bajo el agua caliente y cerré los ojos. Al abrirlos, vi que una voluta de sangre roja salía de mi interior, y después otra.

Vaya.

No podría ser, después de todo. En esta ocasión, corno había sucedido a lo largo de tantos meses de intentos y de esperanza y de oraciones, tampoco estaba embarazada y Greg había muerto mientras conducía junto a otra mujer y me había dejado sola y ¿qué diablos iba a hacer yo ahora?

Capítulo 4

Lloviznaba. Gwen y Mary llegaron pronto; yo todavía estaba en bata, intentando decidir qué ponerme. Las dos iban vestidas prácticamente igual, y me di cuenta de que habían escogido el estilo arreglado pero informal, serio pero no triste, que yo andaba buscando. Mary había traído unos pastelitos daneses, calientes y pegajosos dentro de una bolsa de papel. Preparé una cafetera grande. Nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina, mojamos las pastas en la bebida y me acordé de la época en que todas éramos estudiantes, cuando también nos sentábamos en la cocina de la casa que compartimos durante el último año.

– Me alegro muchísimo de que hayáis venido -les dije-. Es muy importante para mí.

– ¿Qué creías? -me contestó Mary con vehemencia. La emoción le arrebolaba el rostro-. ¿Que íbamos a dejar que pasaras sola por esto?

Eso estuvo a punto de hacerme llorar pero me contuve, aunque tenía la sensación de que la pena era como una espina que tenía en la garganta y que se iba soltando poco a poco. Pregunté a Mary cómo estaba su hijo y respondió en tono forzado y tímido, muy distinto del que había empleado hasta entonces, mientras había supuesto con entusiasmo que yo estaría interesada hasta en el mínimo eructo y gorjeo del niño. Yo había entrado en otra dimensión. Nadie podía mantener una conversación normal conmigo, nadie quería contarme sus preocupaciones insignificantes ni sus miedos cotidianos, como habrían hecho una semana antes.

Subí al piso de arriba y elegí la ropa: falda negra, camisa gris de rayas, chaleco de lana negra, botas sin tacón, medias caladas, coleta. Estaba tan nerviosa que necesité tres intentos para pasarme los pendientes por el agujero del lóbulo; las manos me temblaban tanto que se me corrió el lápiz de labios. Tenía la sensación de que me iba a someter a un juicio: pero ¿qué clase de esposa era usted, si su marido estaba con otra mujer? ¿Es usted tan estúpida como para no haberlo sospechado siquiera?

* * *

Cuando llegamos al juzgado de instrucción, un edificio moderno que parecía más una residencia de ancianos que una corte de justicia, la sensación de irrealidad persistió. Al principio no pudimos encontrar la entrada, y empujamos inútilmente unas puertas de cristal que se negaban a ceder, hasta que un policía, al otro lado, nos dijo algo que no pudimos escuchar y nos hizo una seña para indicarnos que lo intentáramos más adelante, en la puerta siguiente. Llegamos a un pasillo por el que se atravesaban varias puertas de vaivén hasta llegar a una sala con diversas filas de sillas delante de una mesa alargada. El aire acondicionado zumbaba con fuerza y, en el techo, los fluorescentes brillaban. Yo esperaba algo imponente, quizá con paneles de madera en las paredes, que transmitiera formalidad, no esa sala ñoña y alegre con persianas de lamas. Sólo el emblema del león y el unicornio, colgado entre las dos ventanas, indicaba que aquello era un tribunal. Ya había allí varias personas, entre ellas un par de hombres de mediana edad vestidos con traje y corbata, con varias carpetas en el regazo, y dos agentes de policía en la segunda fila, tiesos y envarados.

A un lado distinguí una mesa sobre la que habían pegado con cinta adhesiva una hoja de papel rayado, en la que se leía: «PRENSA». Detrás de ella, un joven de semblante aburrido leía un periódico sensacionalista.

Un hombre trajeado de cabellos grises nos impidió el paso. Llevaba bigote y parecía un sargento.

– Lamento molestarlas. ¿Me pueden decir sus nombres, por favor?

– Soy Eleanor Falkner. La mujer de Greg Manning. Éstas son mis amigas.

Él se presentó, dijo que era el ayudante del juez de instrucción y nos señaló unas sillas en la primera fila. Mary se sentó a mi derecha, Gwen a mi izquierda. Una mujer de mediana edad con unos pantalones de color beis y un jersey rojo se dirigió al fondo de la sala y toqueteó un enorme y anticuado magnetófono. Metió varios enchufes en sus tomas y pulsó algunos interruptores. Levantó la cabeza, miró a la sala y nos dirigió una leve sonrisa.

– Todo estará listo para el estreno -declaró.

Y volvió a alejarse a toda prisa, lanzando amplias y cómplices sonrisas a diestro y siniestro, como si nos hubiera contado un chiste buenísimo.

Dos mujeres con idénticos peinados tipo casco y cabello muy rubio se colocaron justo detrás de nosotras; se pusieron a cuchichear y a soltar alguna que otra risita discreta. Pensé que aquello parecía una boda civil. Me sequé las manos en la falda y me recogí unos mechones de pelo invisibles detrás de las orejas.

Cuando iban a dar las diez la puerta volvió a abrirse y entró un grupo de tres personas, al que el ayudante del juez de instrucción mandó sentarse en las sillas de la primera fila, a escasa distancia de donde estábamos nosotras. Eran un hombre maduro de cabello canoso y ondulado que lucía una corbata de seda; una joven esbelta, cuyo cabello claro le caía en ondas por la espalda y cuya nariz aguileña temblaba, y un joven de cabello negro y despeinado, con los cordones desatados y un pendiente en la nariz. Me puse tensa y agarré a Gwen del brazo.

– Son ellos -anuncié entre dientes.

– ¿Quiénes?

– La familia de ella.

Clavé la mirada en el hombre. Al cabo de unos segundos él se dio la vuelta y me miró a los ojos. Tuve otra vez la sensación de estar en una boda: las familias de la novia y del novio que se encuentran en la misma sala con curiosidad y suspicacia. Alguien que estaba cerca de él farfulló algo y él se dio la vuelta. Era su nombre. Hugo. Hugo Livingstone. La sesión se estaba retrasando porque la mujer no conseguía que el magnetófono funcionase. Subió y bajó varias clavijas e incluso le dio un golpe con la mano, pero no sirvió de nada. Detrás de mí, un par de hombres se pusieron en pie y se unieron a ella. Al final utilizaron otro enchufe y las luces del aparato se encendieron. La mujer se puso unos auriculares y se sentó detrás de la máquina, que casi la tapaba por completo. El funcionario judicial nos pidió que nos levantáramos. Yo esperaba ver a un juez con toga y peluca, pero su señoría Gerald Sams era sólo un hombre trajeado que llevaba un fajo de carpetas. Se sentó detrás de la mesa del fondo y empezó a hablarnos en tono tranquilo y reflexivo. Nos presentó sus condolencias a mí, al marido y a los dos hijos de Milena Livingstone.

– Hijastros -espetó uno de ellos en voz baja.

Explicó brevemente el proceso. Aseguró que ciertos detalles podrían resultar perturbadores para los familiares, pero que la investigación judicial solía ser de utilidad para los allegados, pues aclaraba lo que había sucedido y eso podía ayudar a asimilarlo todo. Iba a llamar a varios testigos, pero aquello no era un juicio. Cualquier persona podía hacerles preguntas; no sólo eso, se podía preguntar en cualquier momento. También nos contó que había leído los informes preliminares y que parecía ser un caso sin muchas complicaciones, y prometió que terminaríamos pronto. Preguntó si alguien había acudido con su representante legal. Todos permanecimos en silencio.

Me saqué una libreta y un bolígrafo del bolsillo. La abrí y escribí «Investigación» en la parte superior de una página en blanco. Subrayé la palabra, y después convertí el subrayado en una caja que la rodeaba. También convertí la caja en un objeto tridimensional y sombreé la parte de arriba con trazos cruzados. Entretanto, un agente de policía se había acercado a la mesita y a la silla que presidían la sala y había jurado, sobre una copia desgastada del Nuevo Testamento, decir la verdad. Se trataba de un agente joven y anodino, con el cabello entre castaño y pelirrojo muy pegado al cráneo, pero lo examiné con fascinación y espanto. Era el hombre que había hallado a mi marido.

Consultó su libreta y con una voz extraña y monocorde, como un actor sin talento y poco preparado, explicó de manera titubeante que se había dirigido a la avenida de Portón Way después de que un ciudadano llamara declarando que había visto un incendio.

El juez Sams le pidió que describiera Portón Way. El pareció quedarse perplejo.

– Bueno, no hay mucho que contar -observó-. En esa zona antes había fábricas y almacenes, pero ahora está prácticamente abandonada. Aunque van a rehabilitarla. Quieren construir casas nuevas y bloques de oficinas.

– ¿Suele haber mucho tráfico a esa hora de la tarde? -quiso saber el juez Sams-. Gente que vuelve del trabajo y cosas así.

– No -repuso el agente-. No es un lugar de paso. Durante el día hay algunos obreros de la construcción, pero a esa hora no. A veces hay chicos que han robado un coche y se dan unas vueltas por ahí, pero no vimos a nadie.

– Cuéntenos qué se encontró.

– El fuego ya se había apagado cuando llegamos, pero vimos el humo. El coche se había salido por un terraplén y había volcado. Bajamos con cierta dificultad y enseguida nos dimos cuenta de que había personas dentro, pero resultaba evidente que estaban muertas.

– ¿Evidente?

El agente contrajo el gesto.

– Al principio ni siquiera nos dimos cuenta de que eran dos.

– ¿Y qué hicieron?

– Mi compañero llamó a los bomberos y a una ambulancia. Anduve por las inmediaciones para inspeccionar. No me podía acercar. Aquello seguía caliente.

Hablaba como si se hubiera topado con una fogata incontrolada. El juez Sams tomaba notas en un cuaderno. Cuando terminó, se llevó la punta del bolígrafo a la boca y la mordió con aire pensativo.

– ¿Llegó usted a alguna conclusión sobre lo que había sucedido?

– Estaba claro -respondió el agente-. El conductor perdió el control del coche, que se salió de la calzada, cayó rodando por el terraplén, chocó contra un saliente de cemento y se incendió.

– No -repuso el juez Sams-, me refería más al modo en que sucedió, cómo se descontroló el vehículo.

El agente se quedó pensando un instante.

– Eso también está bastante claro -respondió-. Portón Way describe una línea recta pero de pronto se tuerce en una curva a la derecha. Es una avenida mal iluminada. Si el conductor va algo despistado, si está hablando con el copiloto, por ejemplo, puede no ver la curva, seguir todo recto y adiós muy buenas.

– ¿Y usted cree que fue eso lo que pasó?

– Revisamos a fondo el lugar de los hechos. No se veían huellas de un patinazo, así que suponemos que el coche se salió de la calzada a gran velocidad.

El juez Sams profirió un gruñido, anotó algunas cosas más y preguntó al agente si quería añadir algo. Este consultó sus notas.

– La ambulancia llegó unos minutos después. Se certificó que ambos cuerpos habían muerto en el escenario del accidente, aunque eso ya lo sabíamos.

– ¿Existe alguna pista que indique que había otro vehículo implicado en el siniestro?

– No -respondió el agente-. Si el accidente se hubiera producido por evitar a otro vehículo, habríamos visto huellas de algún patinazo.

El juez Sams miró a los que ocupábamos la primera fila.

– ¿Alguien quiere hacer alguna pregunta después de lo que hemos escuchado?

Yo tenía un sinfín de preguntas en la cabeza, pero no creía que la respuesta a ninguna de ellas apareciese en la libretita negra del agente. Los demás tampoco dijeron nada.

– Gracias -dijo el juez-. Le ruego que se quede unos minutos, por si surge alguna duda.

Él asintió y se dirigió a su silla, varias filas por detrás de la nuestra. Se me ocurrió que, probablemente, aquello suponía para él una mañana libre, un descanso de la oficina y de la obligación de escribir informes.

A continuación, el juez llamó a la doctora Mackay. Apareció una mujer con un traje pantalón y se sentó. Aparentaba unos cincuenta años y tenía un cabello oscuro que parecía teñido. No juró sobre la Biblia, sino que leyó una promesa de un folio. En teoría aquello me parecía bien pero, cuando pronunció las palabras, me sonaron vagas y poco convincentes. Me gustaba más la idea de que, si mentías, un rayo te fulminase y se te castigase en el infierno durante toda la eternidad.

El juez Sams nos volvió a mirar; sobre todo a mí, la apenada viuda, y a él, el apenado viudo.

– La doctora Mackay llevó a cabo el examen post mortem del señor Manning y de la señora Livingstone. Ciertos detalles de su declaración pueden resultarles desagradables. Quizás alguno de ustedes desee abandonar la sala.

Noté que una mano me agarraba uno de los brazos. No me volví para mirar. No quería que nadie se fijara en mí. Me limité a negar con la cabeza.

– Muy bien -prosiguió el juez-. Doctora Mackay, por favor, háganos un resumen de sus conclusiones.

Ésta dejó una carpeta en la mesa que tenía delante y la abrió. Estudió sus notas durante unos instantes y después levantó la vista.

– A pesar del estado de los cadáveres, puede realizar un examen completo. El informe policial aseveraba que ninguno de los dos ocupantes del automóvil llevaba el cinturón de seguridad y las heridas lo confirmaban; quiero decir que confirmaban que las cabezas de ambos salieron disparadas hacia delante y que sufrieron un impacto contra el interior del vehículo. El resultado fue un traumatismo generalizado. Por tanto, se puede decir que la causa de la muerte fue, en ambos casos, la compresión cerebral producida por una fractura hundida del cráneo.

Hubo una pausa mientras el juez Sams tomaba notas.

– Entonces, ¿el incendio no fue uno de los factores de la muerte? -preguntó.

La doctora Mackay me miró de pasada. Detecté un leve gesto de compasión.

– Para mí, ésa era una cuestión muy importante -explicó-. Obviamente, en ambos casos observé una gran destrucción de la piel, del tejido muscular y del subcutáneo. Tomé muestras de sangre tanto del señor Manning como de la señora Livingstone. En ambos casos, la prueba del monóxido de carbono arrojó resultados negativos. -Dirigió la vista hacia donde estábamos-. Eso indica que ninguno de los dos respiraba cuando se declaró el incendio. También examiné las vías respiratorias y los pulmones, sin hallar rastros de carbono. Además, aunque los cuerpos habían sufrido las quemaduras ya mencionadas, no se observaban en ellos las señales de una reacción vital. Si quieren les puedo dar los detalles técnicos pero, por decirlo de un modo resumido, en las zonas quemadas no se detectaban las señales de inflamación que habrían aparecido si hubiera sucedido cuando aún estaban con vida. -Volvió a mirarme-. Quizás a las familias les brinde cierto consuelo saber que las muertes se produjeron de forma totalmente instantánea.

Yo eché un vistazo a Hugo Livingstone. Él no parecía sentirse consolado. Ni siquiera se le veía especialmente compungido. Apretaba un poco los labios, como si estuviera absorto en sus pensamientos.

El juez preguntó a la doctora si había analizado el nivel de alcohol en sangre de Greg. Ella respondió que sí, y que no había hallado nada remarcable. Al decirlo volvió a dirigirme la mirada, como si aquello fuera otra buena noticia, otro alivio para mí. El juez Sams inquirió si alguien quería preguntar algo a la doctora y, de nuevo, se produjo una pausa incómoda.

Yo no quería preguntar nada, pero tenía ganas de decir muchas cosas. De decir que Greg siempre había sido un conductor estupendo. Aunque hubiera estado borracho como una cuba y manteniendo una animada conversación, no se le habría pasado una curva. Se ponía el cinturón incluso cuando el trayecto iba a ser de dos metros. Podría haber declarado todo aquello al tribunal, pero entonces habría sido yo quien hubiera tenido que responder a ciertas preguntas: ¿acaso sabía cómo se comportaba él cuando estaba con esa otra mujer? ¿Acaso había estado enterada de esa otra relación, de esa doble vida? Y, si no me había enterado, ¿de qué valía lo que sabía de él? Me quedé callada.

El juez Sams despidió a la doctora Mackay y ésta regresó a su asiento. Después anunció que ya no iba a llamar a más testigos y preguntó si alguien quería decir algo o plantear alguna cuestión ante el tribunal. Yo miré mi libreta. Sin darme cuenta, había dibujado unas estrellitas en torno a la palabra «Investigación». Después había trazado unos circulitos alrededor de las estrellas, y unos cuadraditos en torno a los círculos. Pero no había tomado ni una sola nota. No tenía preguntas que hacer. Nada que decir.

– Bien -concluyó el juez-. Resulta evidente que no hay confusión posible sobre la identidad de las víctimas; tampoco sobre el lugar y el momento de la muerte. Si nadie presenta objeciones, voy a emitir mi veredicto y a declarar que la muerte de Gregory Wilson Manning y de Milena Livingstone fue accidental. Las muertes pueden quedar registradas y los cadáveres ser entregados para su enterramiento. La confirmación escrita llegará al cabo de uno o dos días. Muchas gracias.

– Se levanta la sesión -declaró el funcionario judicial, y todos nos pusimos en pie.

Os declaro marido y mujer. Puede usted besar a la novia. Todo aquello me resultaba tan familiar. Miré a Gwen, que consiguió esbozar una sonrisa valiente. Pensé que nos tocaba ir a comer para celebrarlo. Salimos y nos quedamos en la acera, bajo la luz del día.

– Bueno -dijo Gwen-, en cierto sentido podría haber sido mucho peor.

Capítulo 5

– Muy bien -dije en voz alta.

Ya había advertido que estaba empezando a hablar sola, como una loca, intentando llenar el silencio de la casa con una voz humana. No me importaba. Tenía un objetivo. Iba a examinar la vida de Greg hasta el último detalle, y a descubrir qué había ocurrido. No se iba a escapar de mí tan fácilmente. Lo iba a encontrar.

Después de la investigación convencí a Gwen y Mary de que se marcharan y les aseguré que sí, que estaba bien, y que no, que no me importaba quedarme sola; en realidad era precisamente lo que deseaba. Gwen quiso saber si iba a volver a trabajar y le respondí que me lo estaba pensando. Sin duda habría sido una buena idea. Habría sido terapéutico. Me dedico a restaurar muebles, desde valiosas antigüedades de encino negro, palisandro o caoba reluciente, hasta algún cachivache sin valor económico pero de un gran valor sentimental. La mesa de la cocina frente a la que ahora estaba sentada la había recogido en un contenedor y la había restaurado; también la cama en la que dormíamos… en la que dormía. Y había restaurado también las estanterías de la pared. Aunque por lo general estaba mal pagado, aunque a veces se trabajaba poco, otras demasiado y otras de forma frenética, ese trabajo me encantaba. Me encantaba el olor de la madera y de la cera, sentir el cincel en la mano. Era mi vía de escape.

Pero no ahora. Empecé por el altillo. Estaba junto al cuarto de baño y daba al jardín, que era pequeño y cuadrado, dominado por el cobertizo destartalado de un extremo en el que guardaba los muebles en los que estaba trabajando. Esa salita era una especie de despacho. Había un archivador lleno de libros de contabilidad, documentos, pólizas de seguros; una estantería en la que prácticamente sólo acumulaba manuales y libros de referencia que utilizaba en mi trabajo, y una mesa que había hallado en la tienda de antigüedades del final de la calle, lijada y encerada y sobre la que descansaba el portátil de Greg. Me senté, levanté la tapa, pulsé la tecla de encendido y vi que los iconos aparecían en la pantalla.

Primero, los correos electrónicos. Antes de empezar, busqué «Milena» y «Livingstone», pero la búsqueda no dio resultados. Me estremecí al ver los mensajes no leídos que habían llegado desde la muerte de Greg. Había unos noventa; la mayoría eran correo basura, y otro lo había mandado Fergus una media hora antes de que yo lo llamara y le diera la noticia. En él le proponía que corrieran juntos un medio maratón ese fin de semana, antes de ver el fútbol. Me mordí el labio y lo borré.

Revisé las cuentas de correo de forma metódica, sin dejarme ninguna. Incluso cuando en el asunto del mensaje se leía «Servicio de atención al cliente» o «70% de descuento por liquidación». Prácticamente ninguno estaba relacionado con el despacho; Greg disponía de una cuenta aparte sólo para eso. Entregas, asuntos domésticos, reservas, confirmaciones de itinerarios de viaje. Algunos eran míos, y ésos también los miré. En ellos se percibía una intimidad espontánea que ahora parecía lejana y desconocida. La muerte había hecho de Greg un extraño; ya no podía asumir que lo sabía todo de él. Había docenas de correos de Fergus: en ellos quedaban para verse, se contaban chismes, se mandaban referencias de páginas web de las que habían hablado o continuaban una conversación. También los había de Joe, claro. Y de otros amigos: James, Ronan, Will, Laura, Sal, Malcolm. Saludos informales y planes para verse. A veces se me mencionaba: recuerdos de Ellie; Ellie se ha torcido el tobillo; Ellie anda un poco de bajón (¿Ah, sí? Yo no me acordaba); Ellie está de viaje y Ellie ha vuelto. Había un par de sus hermanos, Ian y Simon, casi todos sobre algún tema familiar, pero ninguno de su hermana, Kate, ni tampoco de sus padres, que se comunicaban con su hijo mayor llamando los viernes por la tarde, a las seis en punto, y manteniendo una conversación de quince minutos. Artículos de internet. Blogs sobre temas que yo no tenía ni idea que le atraían. Si encontraba cualquier cosa mínimamente interesante o curiosa en los correos que había recibido, pulsaba sobre la flechita que aparecía al lado para ver qué había respondido él. Sus frases solían ser escuetas: siempre decía que era difícil captar el tono de un correo electrónico, que había que tener cuidado con la ironía o el sarcasmo. Se mostraba cauto y parco, incluso conmigo.

Una de las personas con las que se había escrito de forma más regular era una mujer llamada Christine, la ex de un viejo amigo, con la que a veces quedaba; con ella no se mostraba tan cauto. Fui alternando entre los mensajes de ella y los de él. Ella se quejaba de que faltaba poco para su trigésimo sexto cumpleaños, y él le respondía que resultaba más atractiva ahora que cuando se habían conocido. Ella le agradecía que le hubiera arreglado el calentador de agua, y él respondía que se alegraba de haber tenido una excusa para volver a verla. Ella aseguraba que era un hombre estupendo, ¿no lo sabía? Él replicaba que seguramente ella sacaba lo mejor de él. El volvía moreno de las vacaciones; ella estaba radiante después de las suyas. Él parecía cansado: ¿trabajaba demasiado, iba todo bien en casa? Él aseguraba que ella tenía el mismo aspecto lozano de siempre, y que el azul le sentaba bien.

– ¿Iba todo bien en casa, Greg? -Me froté los ojos con ambas manos y contemplé los solícitos mensajes de Christine, las respuestas coquetas y evasivas de él-. Vamos, dímelo.

Pasé a los mensajes enviados, pero esos correos siguieron sin despejar mis dudas. Gracias a ellos me enteré de que había pedido serrín para el jardín, pintura gris para la cocina, cápsulas de Omega 3 para nosotros dos; también un libro de arquitectura y el nuevo CD de los Howling Bells, de los que nunca había oído hablar. A lo mejor se lo había regalado a alguien. ¿A Milena? ¿A Christine? Miré sus archivos de música y ahí estaba, con toda su inocencia.

Bajé al piso inferior. El cielo todavía estaba gris, y dentro de poco oscurecería otra vez. Las hojas empapadas cubrían el césped, y el peral plantado junto al muro del fondo goteaba sin cesar. No había comido nada desde los pastelitos daneses de esa mañana, así que me preparé una tostada con Marmite 1 y una taza de manzanilla, y con ellas volví frente al ordenador. Sonó el teléfono: era Gwen, para pasarme el número de su notario. Yo no recordaba a quién había recurrido Greg cuando habíamos comprado la casa. Ahora tenía que encargarme de un montón de asuntos. Lo anoté en una libreta que encontré en el cajón del escritorio y le prometí llamarla al día siguiente.

Correo basura: ahí sólo encontré diferentes anuncios de Viagra, de Rolex falsos, de increíbles oportunidades de inversión, de préstamos garantizados, de créditos sin garantía y una invitación para un casino online en el que todo el mundo podía ser el rey.

Eliminados. Greg era muy eficiente a la hora de borrar mensajes que ya no necesitaba y, en cualquier caso, sólo quedaban los de las últimas semanas: estaba claro que los más antiguos habían sido borrados a conciencia, perdidos en los misteriosos circuitos del ordenador. Los revisé, obstinada, con la sensación de que no conseguía llegar a ningún sitio y de que estaba perdiendo el tiempo. Vi un recadito extraño de Tania, en el que le decía que no entendía lo que él le preguntaba y que debía hablarlo con Joe.

Cogí el teléfono de nuestro dormitorio -de mi dormitorio- y llamé a Joe a la oficina.

– ¿Sí?

Su voz sonó extrañamente cortante.

– Soy yo. ¿Así es como respondes a los clientes?

– Ah, Ellie. -Su tono se dulcificó-. Tengo un día espantoso. Te iba a llamar esta noche. Cuéntame cómo fue la investigación. ¿Estás…?

– ¿Teníais problemas en la empresa?

1 Pasta obtenida a partir del extracto de levadura, de sabor muy salado y frecuentemente empleada en el Reino Unido para untar en las tostadas. (Esta nota, como las siguientes, es del traductor.)

– ¿A qué te refieres?

Repetí la pregunta y le mencioné el correo que había encontrado en el ordenador de Greg.

– ¿De qué fecha dices que era?

– De hace una semana, más o menos.

Se produjo un silencio.

– Estoy mirando mi cuenta, y no veo ningún mensaje de Greg sobre algo que le preocupase.

– ¿Todo iba bien, entonces?

– Eso depende de cómo lo mires. Si quieres que te caliente la cabeza con los clientes que no pagan a tiempo, que no nos dan toda la información y que después se quejan; con los temas de Hacienda y la pesadilla de la burocracia… Pero eso son sólo los gajes de nuestro oficio, y tú ya tienes suficientes problemas.

– Y cuando Greg se tenía que quedar trabajando hasta tarde en la oficina, ¿no era porque hubiese problemas?

– ¿Solía trabajar hasta tarde? -dijo, con cautela y con un matiz implícito de compasión.

Noté que la sangre teñía mis mejillas.

– Bueno, en los últimos tiempos llegaba tarde a casa. Más de lo habitual, en cualquier caso.

– ¿Parecía estresado?

– No. Vaya, no mucho.

– ¿No mucho?

– La verdad es que estoy haciendo memoria y no dejo de descubrir detalles en los que no me fijé en su momento… o, al menos, creo descubrirlos. Es posible que estuviera un poco inquieto. Pero puede que me lo esté imaginando.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Sabía lo que Joe estaba pensando: que quizá Greg estaba inquieto porque tenía una amante. Esperé a que lo dijera, pero no lo hizo. A lo mejor intentaba no hacerme daño.

– Aunque si hubiera estado preocupado -proseguí-, me lo habría contado. No me habría protegido. Nuestro matrimonio no era así. O eso creía yo. Vivíamos las cosas juntos; las compartíamos.

– Creo que estás en lo cierto -confirmó él-. Greg te lo habría contado.

– ¿Me lo habría contado todo, quieres decir?

Otro silencio.

– Ellie, estoy a punto de terminar. ¿Puedo pasarme por tu casa cuando salga de la oficina? Llevaré una botella de vino y hablaremos de este tema.

– No voy a estar aquí.

* * *

Encontré la dirección en la antigua agenda de Greg y decidí ir andando, pese a que ella vivía en Clerkenwell y lo más probable era que no se encontrara en casa, y pese a que la llovizna de la calle se estaba convirtiendo en un chaparrón. No podía abordar aquello por teléfono.

Al llegar, distinguí que ella se acercaba desde la dirección opuesta y que rebuscaba la llave en el bolso. Llevaba un impermeable con cinturón y un pañuelo en la cabeza, y parecía una estrella de cine de los años cincuenta en una de esas elegantes películas francesas en blanco y negro.

– Hola.

Me coloqué delante de ella, que me miró con ojos entrecerrados y suspicaces; después dio un respingo exagerado.

– ¿Ellie? ¡Dios mío! Iba a llamarte. Lo siento muchísimo. Era un hombre tan maravilloso…

– ¿Puedo pasar?

– Claro. Estás empapada.

Me miré. Todavía llevaba la misma ropa que me había puesto para la investigación judicial y se me había olvidado cubrirme con una chaqueta. Debía de tener un aspecto lastimoso.

Subí las escaleras detrás de Christine y llegué a un espacioso salón con cocina americana. Ella se quitó el impermeable y lo colgó en el respaldo de una silla; luego se desprendió también del pañuelo y sacudió su melena castaña.

– ¿Vives sola? -pregunté.

– Sí, ahora mismo sí -respondió, y me ofreció un té.

– No, gracias.

– ¿Café, un refresco?

– ¿Es ése el calentador de agua que te arregló Greg? El nuestro no consiguió repararlo.

– Lo siento.

Se sentó delante de mí aunque enseguida se levantó y llenó la tetera eléctrica, pero no la encendió. Me miró.

– ¿Has venido por algo en particular?

– Quería preguntarte una cosa.

Su rostro adoptó la entusiasta expresión de ayuda con la que tanto me había familiarizado desde la muerte de mi marido.

– Tú te llevabas muy bien con Greg.

– Sí -confirmó Christine-. Me he quedado destrozada al enterarme.

– ¿Erais íntimos?

– Depende de lo que entiendas por íntimos. Ahora su tono de voz era cauteloso. -He leído los correos electrónicos que os mandabais.

– ¿Ah, sí?

– A él le parecía que el azul te sentaba bien. -Su gesto había cambiado; ya no reflejaba entusiasmo, sino vergüenza. Insistí-: ¿Cuánta intimidad teníais?

– ¿Te refieres a si…?

Se calló.

– Sí.

– Pobrecilla… -me dijo en voz baja.

La miré de hito en hito. Me ruboricé de vergüenza y sentí un gran bochorno. Me agarré a la mesa con las dos manos.

– Entonces, ¿me aseguras que no había nada entre vosotros?

– Sólo éramos amigos.

– ¿Pese a que le decías que era un hombre estupendo y que el bronceado le sentaba muy bien, y le preguntabas cómo iban las cosas en casa, y pese a que él te decía que estabas radiante?

Hubo un silencio muy incómodo, tras el cual ella dijo:

– Eso no significaba nada.

– ¿El nunca intentó que las cosas llegaran a más? Me sentí abyecta; me di asco a mí misma. Me contempló con una compasión que me hizo desear que me tragara la tierra.

– Decían que estaba con otra mujer -me anunció.

– ¿Quién lo decía?

– La gente. Yo no sabía quién era ella. Greg y yo éramos amigos, nada más.

Imaginé a Christine y a otras personas anónimas hablando de Greg y de la mujer del coche. Me invadió una oleada de náuseas.

– Me tengo que ir. No debería haber venido.

– ¿Seguro que no quieres nada?

– No.

– Lo siento. Lo siento por todo.

* * *

La calle estaba oscura, la lluvia seguía cayendo y el viento soplaba con fuerza; paré un taxi y me senté dentro rodeándome con los brazos y sintiéndome fatal. Al llegar a casa me di cuenta de que no me llegaba el dinero para pagar al taxista; entré a toda prisa y volví a salir para pagarle con monedas sueltas que encontré en algunos cajones y bolsillos. Descubrí un billete de cinco libras en la vieja cazadora de cuero de Greg, que seguía colgada en el vestíbulo. ¿Cuándo iba a deshacerme de sus cosas? Me pasó por la cabeza una larga lista de temas pendientes: ponerme en contacto con el abogado, con el banco, con la sociedad de crédito hipotecario, enterarme de cómo andaban nuestros asuntos financieros, nuestra hipoteca, si había seguros de vida, llamar al agente de seguros, organizar el funeral, responder todos los mensajes recibidos los días anteriores, aprender a manejar el vídeo, cancelar la cita que habíamos concertado con la clínica de fertilidad, cambiar el mensaje del contestador, en el que aún aparecía la voz de Greg diciendo hola y que por favor llamaras más tarde porque Greg y Ellie no estaban en casa. Ellie sí estaba, pero Greg no, y nunca más lo estaría. Greg, con esos ojos oscuros y esa amplia sonrisa y esas manos fuertes y cálidas. Muchas veces me daba un masaje en el cuello al final de un día difícil. Me lavaba el pelo y me lo desenredaba. Se mordía el labio inferior cuando leía. Deambulaba desnudo por la casa, desafinando a voz en grito. Me contaba cómo le había ido el día, o eso había creído yo. Me miraba mientras me desvestía, con las manos detrás de la cabeza y un gesto serio en el rostro, esperando. Dormía boca arriba y roncaba levemente. Al despertarse, se daba la vuelta para acercarse a mí y me dedicaba una sonrisa de buenos días mientras yo luchaba por despertarme.

¿A quién más le había dado un masaje en el cuello, a quién más le había lavado el pelo? ¿Quién más se había desvestido para él y se había ido quitando las prendas una a una mientras él las contemplaba con esa mirada que yo pensaba que sólo me dedicaba a mí? ¿Junto a quién había estado tumbado en la cama y había extendido el brazo para tocar y consolar? De pronto me invadieron unos celos tan puros y viscerales que casi parecían un intenso deseo físico, y me quedé sin aliento y temblorosa. Tuve que sentarme en las escaleras durante unos segundos para recobrar el aliento antes de llegar al dormitorio.

Quería darme un baño, pero había olvidado encender el calentador de agua. Me quité la ropa mojada, me puse unos pantalones de correr y un grueso jersey que había sido de Greg y que me quedaba enorme. Una de las mangas estaba deshilachada; me la metí en la boca y la mordí. Él se lo ponía cuando salía a correr en invierno, y todavía olía a él. Bajé al piso inferior y entré en la cocina, sintiendo cierto mareo. Casi esperaba encontrarme con él al lado de los fogones, que todo aquello hubiera sido una pesadilla febril. De la comida nos ocupábamos los dos; cocinábamos juntos. La última había consistido en pasta con salsa de chile, nada especial. Su repertorio se limitaba a unos pocos platos: risotto, guiso de alubias, cordero al estilo marroquí, patatas asadas con nata agria y cebolletas; todo lo preparaba con una concentración extrema, como si fueran experimentos de laboratorio que podían salir muy mal y acarrear consecuencias nefastas.

Me di cuenta de que, desde su muerte, prácticamente sólo había preparado tostadas. Gwen me había hecho una lasaña vegetal, Mary me había traído un filete de salmón y se había quedado mirando mientras yo era incapaz de comérmelo, y Fergus había aparecido con pollo frío y pan de ajo, que seguían, según creía, en la nevera. Annie, mi vecina, me había preparado demasiados bizcochos y sopas, y lo mismo había hecho mi madre. Cocinar para uno resulta triste cuando se está acostumbrado a cocinar para dos. Decidí comer un huevo escalfado. Pensé que los huevos te ayudan a sentirte mejor mientras esperaba que el agua hirviera en el cazo; metí en él un huevo e introduje una rebanada de pan rancio en la tostadora. Tardé unos tres minutos en tener lista esa comida y otros tres en comérmela. ¿Y ahora qué?

Trabajé mucho durante toda la noche; sólo descansé para tomar una taza de té a las diez, un vaso de whisky a medianoche (no sé cómo, después de la muerte de Greg habían aparecido en casa tres botellas; debe de ser la bebida a la que la gente cree que recurre una viuda de luto), y un sándwich de pollo a las dos. Me senté en el salón, volví a revisar sus agendas de direcciones y escribí los nombres que me resultaban desconocidos. Miré todos sus papeles, que estaban bien ordenados por temas y también por fechas. Miré la caja de viejas cartas que había en el cuarto de los trastos que debería haber sido un despacho. Miré sus notas del colegio, sus títulos y sus diplomas, sus álbumes de fotos de la época en que aún no me conocía y antes de que el mundo se volviera digital. De niño había sido dulce, desgarbado, larguirucho; su sonrisa ilusionada no había cambiado. Vacié las cajas en el suelo y repasé el contenido: viejos discos de vinilo, casetes con recopilatorios de música que había grabado de adolescente, libros que no habíamos llegado a colocar en las estanterías, revistas de hacía muchísimos años. Abrí todos los cajones de nuestro dormitorio y revisé su ropa, la doblé bien y la volví a colocar donde estaba porque me di cuenta de que todavía no estaba preparada para regalarla.

Abrí también el armario que había debajo de las escaleras y saqué todos los objetos que contenía: cestas de bicicleta, una raqueta de squash, dos pares de zapatillas de deporte, una vieja tienda de campaña que no habíamos utilizado desde aquel viaje a Escocia en el que había llovido sin parar y en el que habíamos comido fish and chips y escuchado el repiqueteo de la lluvia en la lona. En esa ocasión me había dicho que su hogar estaba allí donde estuviera yo. Los dos habíamos llorado.

A las seis, dado que era demasiado pronto para salir y que ya había inspeccionado toda la casa, empecé a confeccionar la lista de las personas a las que iba a invitar al funeral. Al final me salieron ciento veinte nombres, y me quedé mirándolos desesperada. ¿Cuántas personas cabrían en la capilla del crematorio? ¿Y en la antesala? ¿Tenía que darles de comer y de beber? ¿Debía pedir que leyeran algo o que pronunciaran algún discurso breve? ¿Y la música? ¿Por qué no estaba Greg a mi lado para aconsejarme?

A las ocho me hice un cuenco de gachas -una medida de leche y una de agua, con azúcar de caña generosamente espolvoreado por encima- y una cafetera grande de café bien cargado. Después me lavé y me puse una vieja falda de pana que me llegaba a los tobillos y un jersey azul oscuro, con un agujero en el codo, que Greg me había regalado cuando nos conocimos. Como hacía frío y el cielo estaba encapotado, cogí una trenca y me cubrí el cuello con una bufanda roja. Me había convertido en un fardo de lana y de capas de ropa que picaban.

Kentish Town Road estaba atestada de coches y personas que se dirigían al trabajo. Me subí a un vagón de metro lleno a rebosar que me llevó a Euston, y recorrí a pie la escasa distancia que me separaba del despacho de Greg. Se encontraba en el segundo piso de un bloque de oficinas recién reformado. Se habían mudado allí unos meses antes: al ampliar la empresa se dieron cuenta de que iban a necesitar algo más que tres mesas, tres ordenadores y varios archivadores. Al principio en la empresa sólo trabajaban Joe y Greg; ahora había personas a las que yo no conocía. Necesitaban salas de reunión para recibir a los clientes, cuartos de baño, una máquina de café y un dispensador de agua. Llamé al timbre y Tania me hizo pasar enseguida, me cogió el abrigo y la bufanda, me acercó una silla, me ofreció de manera demasiado obsequiosa un té, un café, galletas, lo que fuera, mientras me contemplaba con sus grandes ojos castaños y movía la cabeza con una mezcla de horror y compasión y su coleta se balanceaba. Parecía un cachorrito, un entusiasta spaniel que intentaba caer bien.

– ¿Está Joe?

– En su oficina. Voy a buscarlo.

En ese instante Joe entró a grandes zancadas, se acercó a mí con los brazos extendidos desde mucho antes de llegar a donde yo estaba, y Tania se esfumó.

– Me tendrías que haber dicho que ibas a venir -me dijo. Entornó los ojos-. Pareces agotada.

– No he dormido en toda la noche. He estado revisando las cosas de Greg.

– ¿Para dejarlo todo solucionado?

– Para intentar saber qué se traía entre manos.

– Ven, cuéntamelo.

Me cogió del brazo y me llevó a su despacho, que en realidad apenas era un pequeño cubículo de cristal. En la pared blanca detrás de su caótico escritorio colgaba una fotografía de su familia: su mujer, Alison, y sus tres hijos, que ya eran adolescentes pero que, en la imagen, todavía eran niños. Alison aparecía detrás de ellos, rodeando aquel grupito con los brazos en un ademán protector. Advertí que los tres niños se parecían un poco a ella y un poco él; sentí una gran congoja y la pena se apoderó de mí.

– No hay nada que contar -anuncié mientras me sentaba en la silla que él me ofrecía-. No he visto nada raro.

Joe frunció el ceño.

– ¿Qué esperabas?

– No lo sé. Por eso buscaba. Tengo que revisar también lo que tenía aquí.

Pareció sorprendido.

– No hay muchos efectos personales. Diría que Tania ya lo ha metido casi todo en cajas. La verdad es que creo que sólo quedan carpetas de clientes y listados de normas gubernamentales.

– Lo que quiero revisar son sus cosas de trabajo. Sus papeles, su diario, sus citas.

– Ya.

Su voz era comprensiva pero también severa, y su mirada me hizo bajar la vista.

– Tiene que haber algo que me demuestre que mantenía una relación con esa tal Milena.

– Ellie…

– Porque lo que es en casa, Joe, no hay nada, nada de nada, que sugiera que tenía una aventura con ella, o con cualquier otra. Tú no tenías ni idea, o eso dices. Fergus tampoco. Nadie sabía nada. Ni yo. Ni siquiera al hacer memoria recuerdo ningún detalle.

Él asintió unas cuantas veces, se levantó y se quedó mirando la sala de detrás. Después se dio la vuelta. En su rostro vi un gesto de educada paciencia que me produjo una gran vergüenza.

– A lo mejor se le daba bien guardar secretos -adujo.

– No se le podía dar tan bien. A Greg, imposible. Era incapaz de mentir. Si hubiera tenido una amante, alguien se habría enterado, se habría dado cuenta. En algún lugar habría aparecido alguna prueba.

– Ellie, ¿no te das cuenta? Hagas lo que hagas, por mucho que busques y rebusques, no podrás demostrar que no tenía una amante.

– Es imposible que no dejara indicios.

– Quizás. A lo mejor desmenuzas hasta el último detalle de su vida, lo investigas todo y acabas descubriendo algo.

– Pues entonces…

– Pero ¿para qué?

– ¿Para qué? Porque debo hacerlo. ¿No lo entiendes? Yo le quería. Y creía que él me quería…

– Te quería.

– Yo lo conocía, Joe. Sabía cómo era nuestra vida. O eso creía. Ahora ha muerto, ha aparecido este misterio, todo el mundo se compadece de mí y pienso en nuestro matrimonio y ya no lo reconozco, no me fío. Es como si se hubieran apagado todas las luces y no pudiera confiar en aquello en que confiaba. Y a él no puedo preguntarle. Me gustaría preguntarle qué diablos pasó. Me cuesta creer que nunca podrá decírmelo, que no podremos hablarlo juntos. Si hubiera muerto y ya está, sin que estuviera implicada otra mujer, por lo menos podría echarlo de menos, recordarlo con cariño y consolarme con lo que compartimos, pero esto lo ha cubierto todo de barro. Ni siquiera puedo llorar su pérdida como es debido. Me siento humillada, avergonzada, atrapada entre demasiadas emociones. Es un desastre. Estoy hecha un desastre.

– Él te quería -repitió Joe. Su voz era suave pero insistente-. Aunque tuviera una amante, te quería muchísimo.

– ¡Entonces crees que la tenía!

– He dicho aunque.

– No quiero ningún aunque.

– Pero lo más probable es que sea lo único que consigas.

– No me resigno.

– Todo el mundo tiene secretos. Todos hacemos cosas que no queremos que se sepan.

– ¿Y tú?

– ¿Yo qué? ¿Si he tenido una amante?

– Sí.

– ¿Por qué ibas a creer mi respuesta? ¿Crees que te lo contaría si la hubiera tenido? Y si fuera así, ¿no resultaría en cierto modo más probable que Greg también la hubiera tenido? Pero si ése no ha sido mi caso, eso no exime a Greg, ¿verdad?

– La has tenido, ¿verdad?

Seguro que sí, pensé. Con tantas mujeres revoloteando a su alrededor… Él me puso una mano en el hombro.

– Ellie, déjalo.

– Lo siento. Pero dime si crees que Greg me estaba siendo infiel.

– ¿Con sinceridad?

– Sí.

– Pues… La verdad es que no lo sé. Pero sí, es posible que sí. También están las circunstancias de la muerte, claro…

– Ya. -Me mordí el labio y me quedé inmóvil durante un rato, recobrando la compostura-. Gracias.

– Ellie.

En su tono había una compasión dolorosa.

– Sigo queriendo revisar sus cosas.

Él se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

– Si es lo que necesitas… No sabíamos que ibas a venir y me temo que está todo un poco desordenado.

No sólo estaba un poco desordenado: aquello era un caos. Había carpetas abiertas en todas las superficies, montones de papeles apilados en la mesa y en el suelo, gruesos libros de contabilidad fuera de las estanterías.

– Lo siento -se disculpó Joe.

Me acomodó frente a la antigua mesa de Greg, con su ordenador delante de mí, y me trajo su agenda electrónica. Tania me acercó carpetas y archivadores y también examiné el contenido. Consulté cuentas, facturas, cartas de clientes, recomendaciones, normas y regulaciones, hileras de cifras, formularios, documentos de autorización, declaraciones del IVA, declaraciones de impuestos, gastos, preguntas sobre fondos de inversiones y poderes notariales. También había pósits de color rosa y amarillo con garabatos de Greg pegados en algunos de los documentos. No entendía nada. No tenía ni idea de lo que buscaba, y no tardé en darme cuenta de que aquello era como intentar descifrar la escritura jeroglífica.

Sentí que me estaba estrujando el cerebro para buscar conexiones que sabía que no iba a hallar. Joe me iba trayendo tazas de café y yo dejaba que se enfriaran. Tania me acercó un bocadillo de queso y tomate y me preguntó si quería que me aclarara algo.

– Sí, una cosa -respondí-. Le mandaste un correo electrónico a Greg, a su cuenta personal, en el que le decías que debía preguntarle a Joe sobre lo que fuera que le preocupaba. ¿Recuerdas de qué se trataba?

Ella arrugó la naricilla y frunció el ceño sin arrugas.

– No -respondió al fin-, así que no debía de ser importante, ¿no? ¿Quieres que consulte el correo que él me envió?

– Si no es mucha molestia…

– A lo mejor lo borré, si el tema ya estaba resuelto.

Lamenté no haber llevado a Fergus: él era una especie de genio de la informática y había realizado varios encargos como autónomo para la empresa. Incluso había estado allí el último día de vida de Greg. Él habría podido orientarme.

Hice una lista de todos los clientes a los que Greg había visitado durante las tres semanas anteriores, con los números de teléfono y las direcciones; me quedé mirando los nombres y empecé a verlos borrosos. Consulté el callejero de Londres y sentí una gran fatiga mental y una frustración desesperante. Cualquier cosa era preferible a no saber. ¿Cómo iba a despedirme de Greg si ya no sabía quién era? ¿Cómo podía recuperarlo?

Capítulo 6

Fue mientras el empleado de la funeraria me detallaba los distintos precios cuando me sumí en una especie de locura. Tuve la sensación, que ya había experimentado de adolescente -seguramente todos los adolescentes la viven-, de que yo era la única persona real del mundo y de que todos los demás eran actores que interpretaban un papel. La funeraria de Kentish Town era como cualquier otro establecimiento de servicios de una calle comercial: una inmobiliaria o una tienda de electrodomésticos. Aunque éste lo habían decorado en tonos grises, el mostrador descansaba sobre unas falsas columnas y había jarrones con lirios blancos, lo que le confería cierto aspecto de mausoleo. De fondo se escuchaba una melodía triste con ciertas resonancias new age en la que se distinguían unas zampoñas. Como era de esperar, el señor Collingwood, el director, llevaba un traje azul marino con un clavel blanco y, como era de esperar, me dijo que me acompañaba en el sentimiento en voz baja mientras colocaba la lista de precios sobre el mostrador y la deslizaba hacia mí.

Con la misma voz apagada me detalló los servicios que ofrecían, cómo recogían y preparaban al difunto, cómo se organizaban las visitas a la capilla ardiente. Me dijo entre susurros que había que tomar ciertas decisiones: ceremonia religiosa o laica, enterramiento, cremación o peticiones especiales, y también estaban los extras. Mientras echaba un vistazo a la parte del folleto dedicada a los ataúdes -aglomerado forrado de plástico, chapa, madera maciza, cartón, sauce trenzado-, empecé a pensar que el señor Collingwood era un actor. Aquello no me produjo rabia ni resentimiento. No quería que se vistiera como un vendedor de helados, ni que me sonriera como si quisiera venderme un coche nuevo. Pero no podía dejar de pensar que eran casi las cuatro y media. Era posible que él hubiera asistido a un funeral esa mañana; debía de haber comido en una de las nuevas cafeterías que se habían abierto en esa calle durante los dos años anteriores. Seguramente habría visto ya al menos a dos personas antes que a mí, y ya no le quedaba mucho para terminar la jornada laboral. A lo mejor estaba pensando en esa tarde, en la cena, en que iba a ver a sus hijos. A lo mejor uno de ellos tenía problemas en el colegio y él debería ayudarlo a hacer los deberes. También podía ser su aniversario de boda, o su cumpleaños, y quizás iba a cenar fuera de casa. Era posible que le hubieran diagnosticado una enfermedad mortal, o que hubiera ganado la lotería, pero ahora interpretaba el papel de empleado de funeraria, con el punto justo de dignidad, competencia y preocupación.

Era imposible que yo le importara. Yo tampoco quería eso. Él no había conocido a Greg ni me conocía a mí, y si yo hubiera sospechado que la muerte de mi marido le inspiraba una emoción real me habría resultado siniestro, como si lo hubiera pillado colándose en mi casa. Estaba actuando, que era lo que tenía que hacer; mientras pasaba atontada las páginas del folleto, me di cuenta de que todas las personas con las que había hablado hasta entonces también estaban actuando. El juez de instrucción se había mostrado respetuoso y serio, pero había terminado a tiempo para ir a comer; cabía la posibilidad de que hubiera acudido directamente a su club y que se hubiera reído del caso ridículo que acababa de ver, aunque también podía haberlo olvidado y haber contado chistes verdes, o haber vuelto solo a su despacho y haberle echado unos tragos a una pequeña botella de whisky guardada en el cajón inferior del escritorio. Daba igual. Al presidir el juicio había desempeñado su papel como juez de instrucción delante de la apenada viuda. Las agentes de policía también se habían comportado como hay que comportarse cuando se le anuncia a una esposa que su marido ha muerto. Si le hubieran devuelto un gato perdido a una niña pequeña habrían dado con el tono adecuado para la situación. El jefe de admisiones del hospital había reaccionado como hay que reaccionar cuando un familiar acude a ver un cuerpo.

No podían limitarse a comportarse siguiendo sus emociones porque era imposible que aún sintieran esas emociones después de haber repetido cien veces los mismos gestos. Pero ¿acaso no merece la centésima familia de dolientes el mismo trato que la primera? En realidad, es más probable que la número cien reciba un trato mejor que la primera. Cuando la emoción es real no puedes controlarla: se desborda y se expresa de forma improcedente. Cuando es real, no te comportas con decoro y solemnidad: sonríes cuando no toca, dices lo que no debes y haces gestos poco apropiados.

Me dije que quizá no sólo eran los médicos, los policías y los empleados de funeraria quienes actuaban. ¿No se podía aplicar aquello también a mis amigos? Pensé en Gwen y Mary. Cuando sucede algo muy gordo, como una muerte, desempeñamos los papeles que conocemos bien. Ambas representaban el de las mejores amigas que prestan apoyo en un momento de crisis, y recurrían al repertorio de expresiones de preocupación, gestos y frases de consuelo: me daban la mano, me acariciaban el antebrazo. A mí me pasaba lo mismo, desde luego. El mío era el papel de protagonista. Esa era otra sensación que casi me volvía loca: sentir que debía mostrarme a través de un papel, que tenía que representar de forma convincente unas emociones que no sentía de veras. No había asumido ese personaje durante los segundos terribles en que me dieron la noticia, en los que debí de actuar fatal, en los que tartamudeé y se me olvidó el texto, en los que estuve más aturdida y conmocionada que apenada. Pero al entrar en la oficina del señor Collingwood había asumido el cómodo papel de viuda, del mismo modo que él había interpretado el de empleado de funeraria. Eso también se aplicaba a mi indumentaria: discreta y seria, pero no negra.

– ¿Traía usted alguna idea, señora Falkner?

El tono de voz seguía siendo apagado, pero ahora él me recordaba que no tenía todo el día. Greg no había dejado testamento, y menos aún instrucciones para un funeral. Morirse no entraba en sus planes. Yo había intentado imaginar qué le habría gustado. «Qué le habría gustado», qué modo tan espantosamente condescendiente de referirse a los muertos, como si hubieran quedado reducidos a caricaturas: Greg habría querido esto, a Greg le habría divertido esto otro. Si él hubiera planeado su funeral, lo más seguro es que se le hubiera ocurrido algo extraño y poco convencional: una pira vikinga, que las cenizas salieran disparadas de un cañón, que el cuerpo fuera arrojado al mar. En ese aspecto, yo no podía competir con él. Para mí las cosas debían ser sencillas.

Tomé las decisiones rápidamente. Cremación. Ceremonia laica. Alguien podía pronunciar unas palabras, podíamos poner algo de música. También estaba la cuestión del ataúd. No dejaban de venirme a la cabeza ideas sin ton ni son. Cuando decidimos casarnos, Greg había insistido en comprarme un anillo de compromiso y habíamos ido a Hartón Garden. Allí descubrí que él era un gran experto en todo tipo de metales, en quilates y gemas. Me enteré de la importancia que revestían ciertos detalles que yo no me había planteado jamás. Estaba segura de que él habría tenido ideas muy claras con respecto al ataúd. Seguramente la procedencia de la caoba era poco fiable. El forro de plástico del más barato con toda probabilidad contribuía al calentamiento global. Quizá lo hacían todas las cremaciones. Él estaba enterado de esos asuntos.

– ¿De verdad compra la gente ataúdes de cartón? -inquirí.

– Desde luego -confirmó el señor Collingwood-. A algunas familias les gusta decorarlos, pintarlos, etcétera. Pueden llegar a tener un aspecto -pareció buscar la palabra adecuada-… notable.

Podría haberme decantado por eso. Incluso podría haber fabricado el ataúd. Ya había hecho casi todo lo que teníamos en casa, o al menos, lo había restaurado.

– Creo que se lo ahorraré a la gente -repuse.

Elegí uno de sauce trenzado, precisamente porque no parecía un ataúd. El señor Collingwood declaró, dando el visto bueno, que lo elegía mucha gente preocupada por el medio ambiente. No sé por qué, aquello me irritó, y de pronto lamenté no haber elegido otro fabricado con residuos peligrosos. Él se disculpó y se retiró a una pequeña oficina de la parte posterior. Escuché el chirrido de una impresora; volvió con un folio, que colocó sobre el mostrador y me acercó.

– Consideramos importante ofrecer un presupuesto por escrito -declaró.

Lo miré y tragué saliva.

– ¡Qué barbaridad! -exclamé-. Lo siento. No sabía que…

Me callé; de pronto sentí vergüenza. Parecía indecente ponerse rácana en un tema así, pero me había quedado atónita. El presupuesto era más elevado que el precio de nuestro coche, que no había resultado especialmente barato. El señor Collingwood permaneció impertérrito: debía de haber presenciado casos mucho peores que el mío. Me aseguró que el funeral podía ser todo lo sencillo que yo quisiera.

Estudié el presupuesto, artículo por artículo.

– ¿Y ustedes se encargan de todo?

El asintió. Respiré profundamente.

– De acuerdo -acepté.

Mi intención era volver directamente a casa. Tenía muchísimas cosas que hacer, muchos recados pendientes, listas y obligaciones. Pero en lugar de eso me metí en la estación de Kentish Town, cogí un metro que iba hacia el sur y me bajé en Kennington. Al salir a la calle tuve la sensación, que siempre me invadía cuando llegaba a la otra orilla del río, de haber emergido en otra ciudad de otro país, aunque el idioma fuera engañosamente parecido, como si hubiera llegado a Nueva York o a Sidney. Sabía que los Livingstone vivían en el número 16 de Dormer Street, así que entré en un quiosco y compré un callejero. Sólo me separaba de la casa un corto paseo a pie, pero en esos pocos minutos abandoné un mundo de altos bloques de pisos y edificios de apartamentos destartalados, y entré en otro de discreta opulencia y fría elegancia.

La vivienda de los Livingstone era enorme y blanca, y estaba algo apartada. Enseguida decidí que no me gustaban el porche con columnas ni la gravilla rastrillada; esa sensación me ayudó a recorrer el corto camino de entrada y a llamar al timbre sin darme tiempo a pensar en lo que estaba haciendo, ni a preparar una explicación. No noté un temblor de angustia en mi interior hasta que oí que unos pasos se aproximaban a la puerta.

– ¿Sí?

¿Por qué había supuesto que sería Hugo Livingstone, el marido de Milena, quien abriría? El joven que se alzaba ante mí era alto y delgado, todo él ángulos y articulaciones. Me pareció que debía de andar por los dieciocho o diecinueve años. Tenía el cabello largo, oscuro, despeinado, y sus ojos eran casi negros. Llevaba unos calzoncillos y una camiseta desgastada; como el día de la investigación, lucía un pendiente en la nariz. Esbocé una sonrisa tímida pero él siguió impidiéndome el paso, con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada inexpresiva y escrutadora.

– ¿Está Hugo Livingstone? -pregunté.

– No.

– Tú eres su hijo, ¿verdad? Te vi en la investigación.

– Sí, soy yo. -Me hizo una reverencia burlona, doblando sus rodillas huesudas por debajo de los calzoncillos; no parecía avergonzado por ir con tan poca ropa, de hecho, me pareció que se recreaba en ello-. Silvio Livingstone.

– ¿Silvio?

– Sí -repuso en tono cortante, como si me retara a hacer alguna observación al respecto.

– Siento lo de tu madre.

– Madrastra.

La forma en que lo dijo reveló un desdén tan evidente que me quedé atónita. Él debió de notar que mi gesto cambiaba, pues me sonrió desafiante.

– Bueno, no importa, lo siento en cualquier caso -insistí-. ¿Sabes cuándo va a…?

– No. Trabaja desde muy temprano hasta muy tarde. -Todo lo que decía estaba impregnado de un deje sarcástico-. Yo soy el único que anda por aquí haciendo el vago.

Resultaba evidente que imitaba a alguien al decir las tres últimas palabras; supuse que a su madrastra.

– Ya. Siento haberte molestado.

– Tú eres la mujer de ese hombre, ¿verdad?

No fingí que no entendía a quién se refería; me limité a asentir.

– ¿Y por qué has venido?

– Me ha parecido que debíamos conocernos. Dadas las circunstancias.

– ¿Quieres pasar?

– Sólo había venido a ver a tu padre.

– Pues no está. -Se encogió de hombros-. ¿Lo sabías?

– ¿El qué?

– Lo de ellos dos.

– No -respondí-. ¿Y tú?

– Lo de tu marido, no.

Por un motivo que no lograba entender, me di cuenta de que me sentía más cómoda con aquel joven, que hacía gala de un sarcasmo tan pronunciado y una timidez tan agresiva, que con cualquier otra persona desde la muerte de Greg.

– He cambiado de opinión -dije-. A no ser que creas que eso pueda molestar a tu padre.

– También es mi casa.

– Bueno, sólo entraré unos minutos. Tal vez podrías prepararme un café.

– Así me puedes preguntar sobre ella, en vez de preguntarle a mi padre. Por lo menos yo seré sincero. No es a mí a quien ha dejado en ridículo.

Me guió a través del vestíbulo y me llevó por un pasillo lleno de fotografías. No eran como las que Greg y yo tenemos -teníamos- en nuestras paredes, collages improvisados de imágenes en las que aparecíamos en diversos momentos de nuestras vidas, sino retratos, cada uno con su marco. Distinguí algunos mientras avanzaba: la vi a ella, la piel blanca contrastando con un vestido largo negro; la volví a ver, con el cabello recogido y una sonrisa indiferente en los labios. La cocina era enorme y los electrodomésticos relucían; por unas puertas dobles que daban al jardín entraba luz a raudales.

– ¿Café solo?

Empezó a llenar el hervidor de agua.

– Con leche -respondí-. Entonces, ¿no sabíais quién era Greg, mi marido?

– ¿Y por qué íbamos a saberlo?

– ¿Qué quieres decir?

– La gracia de una aventura secreta es que sea secreta. -Esa frase estaba empezando a cansarme-. A Milena le gustaban los secretos. -Puso una cucharada de café molido en una cafetera de émbolo-. Ella era especialista en eso: secretos, chismes, rumores.

– Entonces, ¿no os ha sorprendido?

– La verdad es que no. La muerte sí, claro.

– ¿Y a tu padre?

– No lo sé. No se lo he preguntado. Aquí tienes el café. Ponte la leche que quieras.

Vertí un poco de leche y di un sorbo. Estaba tan fuerte que di un respingo.

– Entonces, ¿no estás seguro?

Por primera vez, un destello de interés… no, de intensa curiosidad apareció en su rostro. Entrecerró levemente los ojos.

– Murieron juntos. Eso implica bastante intimidad -observó.

– Sí.

– ¿A qué te refieres, entonces?

– Pues que tal vez no hayáis encontrado nada que demostrase que tu madrastra conocía a Greg.

– No lo he buscado. ¿Por qué iba a hacerlo?

– ¿Y tu padre?

– ¿Mi padre? -Enarcó las cejas con gesto burlón-. Mi padre se ha dedicado a trabajar mucho desde la muerte. Ha estado ocupado.

– Ya.

– Tú seguramente no -me soltó.

– Supongo que no. -Exhalé un suspiro, dejé la taza y me incorporé-. Gracias, Silvio.

Quise ponerle la mano en el hombro, decirle que todo se solucionaría, pero me pareció que no le haría mucha gracia.

– Eres distinta a lo que esperaba -me espetó en la puerta.

– ¿A lo que esperabas de qué?

– De la mujer del amante de mi madrastra.

– Por cómo lo dices parece que te burles de mí.

Se sonrojó repentinamente, y pareció más joven de lo que era.

– No era mi intención -repuso.

Antes de marcharme me vino una idea a la cabeza.

– ¿Qué tal era como madrastra?

Pensé que seguramente se encogería de hombros o diría algo sarcástico, pero se ruborizó y farfulló algo.

– Supongo que no se trataba de una madrastra convencional -aventuré.

– No deberías haber venido -respondió él- No es asunto tuyo.

Cerró de un portazo tan brusco que tuve que retroceder con rapidez para que no me pillara el pie.

Capítulo 7

Había una cosa que sabía que tenía que hacer antes del funeral. Llevaba pensando en ello desde la investigación, imaginando qué aspecto tendría, y en los últimos días incluso había empezado a tener sueños: me despertaba sobresaltada después de una pesadilla en la que veía una profunda zanja en el centro de Londres y el coche rojo de Greg que se precipitaba al fondo, donde comenzaba a arder. Portón Way. Me despertaba viendo su rostro aplastado contra el parabrisas, su boca abierta en un grito de terror. O su cuerpo destrozado junto al de Milena mientras las llamas les envolvían.

Si se lo hubiera pedido a Gwen o Mary, habrían estado más que dispuestas a acompañarme, pero sabía que debía hacerlo sola. Así, el día antes del funeral, mientras debía estar ocupándome de las últimas gestiones, me dirigí al este de Londres. Era una zona de la ciudad que apenas conocía, aunque no estaba lejos de donde vivíamos (de donde vives, me corregí enfadada; ya no podía hablar en plural), pero me equivoqué de trayecto y me bajé en Stratford. Tardé unos veinticinco minutos en llegar a Portón Way y casi me atropellaron cuando crucé las grandes arterias por las que se salía de la parte este de la ciudad. El cielo, que estaba gris al salir de casa esa mañana, había adquirido una ominosa tonalidad entre violeta y marrón; se acercaba una tormenta, y me cayeron algunas gotas en la mejilla. Un fuerte viento soplaba por las calles de Londres, levantaba desperdicios y los últimos vestigios de las hojas otoñales, que formaban remolinos en la acera.

Toda esa área parecía haberse convertido en una zona de obras. Unas grúas enormes se recortaban contra el horizonte y varias franjas de terreno estaban cubiertas de escombros y barro pegajoso, y en ellas se abrían unas grandes zanjas. Distinguí unas casetas prefabricadas detrás de altas vallas, hombres con cascos que manejaban excavadoras, señales luminosas temporales que desviaban el tráfico.

Portón Way, que se extendía al final de una cuesta empinada, era lúgubre, estaba abandonada, llena de almacenes medio destrozados a pedradas, de cascotes de casas viejas que habían sido derruidas y habían quedado reducidas a un montón de ladrillos y de bloques de cemento. Una casa seguía erigiéndose entre esas ruinas, aunque le habían arrancado la ventana de la fachada. Incluso desde la calle se veía el papel pintado y una antigua bañera. Imaginé a las personas que habían vivido ahí, que se habían sentado en esa cocina.

Consulté el mapa y tracé con el dedo el recorrido que Greg había seguido. Qué lugar tan feo, tan lúgubre y gris para tener una cita. Eso sí, con mucha intimidad. Incluso ahora, en plena mañana, no se veía a nadie por allí: parecía que las obras se habían suspendido temporalmente. Mientras me acercaba con dificultad a la esquina fatal se puso a llover, el cielo se abrió y soltó un diluvio: la lluvia me empezó a correr por las mejillas y se me caló toda la chaqueta, muy poco adecuada para ese tiempo. Los bajos de los pantalones no tardaron en empaparse. Los zapatos se me llenaron de agua. El cabello húmedo me azotaba el rostro. Casi no veía el camino.

Pero llegué a la curva pronunciada. Allí era donde había sucedido. Greg no había girado y se había precipitado por el terraplén. Cerré los ojos y los volví a abrir ¿Dónde habría caído exactamente? ¿Quedaría algo del coche? Abandoné la calzada y bajé por la ladera, pero el barro parecía arcilla resbaladiza: me tambaleé, extendí el brazo para no caerme y me rasgué la manga en una zarza tupida. Me oí gemir.

Tuve la sensación de que tardaba muchísimo en alcanzar el fondo; al llegar, estaba toda mojada y cubierta de barro. La frente me escocía; me la toqué y se me manchó de sangre, que se me metió en el ojo y me hizo todavía más difícil ver por dónde iba. Me quité la bufanda y me tapé la herida con ella.

¿Y qué hacía allí, en cualquier caso? ¿Qué esperaba demostrar? ¿Que Greg no habría venido nunca a un lugar así? No habría, pero lo había hecho. ¿Que no habría apartado la vista de la calzada en una curva pronunciada? No habría, pero lo había hecho. ¿Que habría llevado abrochado el cinturón de seguridad? Habría, pero no lo había hecho. ¿Qué esperaba encontrar, sentir? Un modo de… ¿Qué horrible expresión había utilizado el juez de instrucción en la investigación? ¿Asimilarlo todo? Claro que no, pero sabía que debía ir allí, llevar a cabo un ritual que no iba a tener ningún efecto y que no iba a cambiar nada.

Se veía con bastante claridad dónde había caído el coche, aunque hacía mucho que se lo habían llevado, evidentemente Había una franja de tierra abrasada, un pequeño cráter dentro del cráter más grande que era Portón Way. Me introduje en él y me puse en cuclillas. Así que ése era el sitio donde Greg había muerto. Me quedé mirando la hendidura del terreno. Parpadeé para poder ver bajo esa lluvia incesante y me eché el cabello hacia atrás. Unas gotas de sangre se desprendieron de la bufanda que seguía sujetando contra la frente y noté su sabor en la boca, ese regusto metálico. Durante la investigación, la doctora había afirmado que Greg no había sufrido. ¿Había sido consciente, mientras agonizaba, de que aquello era el fin, o había ido todo demasiado rápido incluso para eso? ¿Se había acordado de mí?

Me puse en pie, abatida, mojada y congelada, con los vaqueros pegados a las piernas. Allí no iba a encontrar nada. Me di la vuelta para salir de ese lugar y empecé a subir la ladera. En algún momento advertí que se me había caído la bufanda y al volver la vista atrás lo vi, un destello de color en el suelo embarrado. La sangre me caía por el rostro como si fueran lágrimas; cuando al fin alcancé la estación de metro, me pareció que la gente me miraba raro. No me importó.

Llegué a casa a media tarde; tenía los dedos tan agarrotados que me costó dar la vuelta a la llave en la cerradura.

– ¿Ellie?

Al escuchar la voz di un respingo y me volví.

– Joe, ¿qué haces aquí?

– ¿Tú qué crees? He venido a verte. Pero ¿de dónde diablos sales? Tienes un aspecto… -Se calló y me contempló con una especie de fascinación-. Peculiar -declaró al fin.

– Oh, de ningún lado en particular; es que he salido y ha empezado a llover a cántaros -expliqué sin mucho convencimiento.

No quería hablar de cómo me había ido el día, ni siquiera con Joe.

– Tienes la cara llena de sangre.

– Sí, pero no es nada. Seguramente la lluvia hace que parezca peor de lo que es. ¿Quieres pasar?

– Sólo un ratito.

Conseguí abrir la puerta y entramos al vestíbulo. Me quité las botas llenas de barro, me zafé con dificultad de la chaqueta y me quedé de pie, goteando encima del suelo.

– Toma -me dijo Joe-. No es importante, pero he pensado que la querrías. Estaba en la cocina y no la habíamos visto.

Me había traído la taza preferida de Greg. En ella aparecía una fotografía de él al traspasar la meta del maratón del año anterior, aunque los sucesivos lavados habían desdibujado la imagen. La cogí y miré su sonrisa triunfante y agotada. Después, yo había ido a su encuentro y había abrazado su cuerpo sudoroso y le había besado el rostro sudado y los labios salados.

– También quería saber si puedo hacer algo para el funeral.

– Lo que querías es saber cómo estoy -repliqué.

Él me miró con pena.

– Bueno, salta a la vista lo bien que te estás cuidando. Ve a darte un baño.

– A eso voy.

– Mientras tanto, ¿necesitas algo? ¿Quieres que ponga un poco de orden, que te prepare algo caliente de beber?

– Te lo agradezco, pero no, gracias.

– ¿Ellie?

– ¿Qué?

– ¿Estás bien?

– ¿Eh? Sí. Ya lo sabes.

– Si estás mal, ¿me lo dirás?

– Sí.

Capítulo 8

Mi recuerdo del funeral se reduce a una serie de momentos inconexos, todos malos. Nos habían dicho que teníamos que llegar cinco minutos antes del comienzo, previsto a las once y media, porque había otras ceremonias antes y después. Así que tuvimos que esperar delante del crematorio del norte de Londres a que nos tocara el turno. Nos habíamos reunido un grupo de viejos amigos y familiares, y nos dedicamos a dar vueltas, sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. Advertí que algunas personas se reconocían y se sonreían, pero después se acordaban de que estaban en un funeral y se forzaban a adoptar un gesto triste.

Llegó el coche fúnebre, se abrió la puerta de detrás y apareció el ataúd de mimbre. El señor Collingwood lo llamaba «féretro», como si eso fuera más respetuoso con el muerto. No lo sacaron unos portadores, sino que lo llevaron a la capilla encima de un ridículo carrito que parecía más adecuado para transportar cajas en un supermercado, y que produjo un molesto ruido al pasar por encima de las grietas del pavimento. El señor Collingwood ya me había avisado de que lo iban a utilizar porque la aseguradora les obligaba. Se habían producido casos de lesiones graves en la espalda.

Una mujer de mediana edad, que debía de ser una pariente de Greg, preguntó si debíamos seguirlo.

– Lo van a colocar en su sitio -respondí-. No sé si el grupo anterior a nosotros ha terminado.

Parecía que hubiéramos reservado una pista de tenis. La pariente de Greg, si es que lo era, se quedó a mi lado. No sentí ninguna necesidad de mantener una conversación intrascendente.

– Lo siento mucho -me dijo.

Todavía no había encontrado las palabras para responder cuando la gente me comunicaba lo mucho que lo sentía. «Gracias» no parecía lo más apropiado. A veces farfullaba algo incomprensible. En esta ocasión me limité a asentir con la cabeza.

– Ha debido de ser espantoso -añadió.

– Desde luego -repuse-. Una gran conmoción.

Pero no se marchó.

– Lo que quiero decir -continuó- es que las circunstancias han sido de lo más embarazosas. Para ti debe de ser… bueno, ya me entiendes.

Pensé que sí, que entendía lo que quería decir. Pero de pronto me entraron ganas de fastidiarla.

– No, ¿a qué se refiere?

Pero ella era más dura que yo. No iba a eludir el tema.

– A las circunstancias -insistió-. A la persona con la que murió. Debe de ser terrible.

Me sentí como si tuviera una herida abierta y esa mujer hubiera metido el dedo dentro y estuviera hurgando para ver si yo gritaba o soltaba un alarido. No quería darle ese gusto. No quería darle nada.

– Lo que me entristece es haber perdido a mi marido -le espeté-. Y ya está.

Me alejé de ella y contemplé los jardines. Había arbustos y setos bastante institucionales, como los que se ven en los aparcamientos y en los centros de negocios. El edificio en sí desprendía una sensación de solidez muy de mediados del siglo XX, pero al mismo tiempo resultaba impersonal, un poco a caballo entre una iglesia y un colegio. Pero detrás de él se alzaba una alta chimenea. Eso no podían ocultarlo. De ella salía humo. No creía que fuera Greg. Todavía no.

Ahora ya estaba segura. No es que no lo hubiera sabido antes, pero quizá lo había apartado de mi mente, sobre todo por el funeral. Todos, absolutamente todos, estaban al corriente de que Greg había muerto con otra mujer, y de que eso implicaba que eran amantes. ¿Qué pensarían de mí?

En mi siguiente recuerdo del funeral ya estoy en el interior, en la primera fila, al lado de los padres de Greg. Era consciente de la presencia del grupo de asistentes detrás de mí; me clavaban la mirada en la nuca. Yo les inspiraba pena, pero ¿qué otro sentimiento les producía? ¿Cierta vergüenza, desdén? La pobre Ellie. No sólo se ha quedado viuda, además ha sido humillada, abandonada, su matrimonio ha resultado ser un fraude. ¿Hacían conjeturas sobre nosotros? ¿Había sucedido todo porque Greg era un promiscuo? ¿O porque Ellie había fracasado como esposa?

Tanto su hermano Ian como su hermana Kate me habían llamado para sugerirme cosas sobre el funeral. Al principio eso me había parecido mal. Me sentía posesiva, como si tuviera que defender mi territorio. De repente tuve la sensación de que la ceremonia se convertía en una versión desquiciadora de Desert Island Discs 1, en la que

1 Programa de radio de la BBC en el que los invitados escogen los discos que se llevarían a una isla desierta.

tenía que elegir música y poesías que demostraran lo sensible y lo interesante que había sido Greg, y lo bien que yo lo había comprendido como persona. La idea de escoger poemas pensando en lo que diría a la gente sobre mi buen gusto me pareció tan repulsiva que volví a llamar a Ian y Kate y les pedí que se encargaran ellos.

Ian subió al estrado y leyó una poesía victoriana que supuestamente debía brindar consuelo, pero dejé de escuchar a la mitad. Después el otro hermano, Simon, leyó un pasaje de la Biblia que me sonaba de las asambleas del colegio. Tampoco pude seguirlo. Comprendía las palabras por separado, pero el sentido de las frases se me escapaba mientras las oía. Entonces Kate dijo que iban a poner una canción que había sido muy importante para Greg. Se produjo un silencio que duró demasiado y después un chasquido en unos altavoces de la pared cuando alguien puso en marcha el aparato reproductor; pero empezó a sonar la canción que no era, quizá del funeral posterior o del anterior. Era un baladon que recordaba haber escuchado en una película, una de Kevin Costner. Aquello no tenía nada que ver con Greg; a él le gustaban las canciones ruidosas con guitarras eléctricas tocadas por vejestorios estadounidenses y ex presidiarios, o que al menos lo parecían. Eché un vistazo y vi el gesto de pánico en el rostro de Kate. Resultaba evidente que estaba preguntándose si podía salir disparada, quitar esa horrible canción, encontrar el CD pertinente y ponerlo, y que llegó a la conclusión de que no.

Fue el único momento del funeral que me conmovió. Durante un instante, imaginé claramente lo que habría pasado si Greg hubiera estado ahí, cómo me habría mirado, como nos habríamos esforzado por no reírnos, las risotadas que habríamos soltado después, y cómo ese incidente se habría convertido en un chiste recurrente entre nosotros. Fue lo más cerca que estuve de llorar en todo el día, pero ni siquiera entonces llegué a hacerlo.

Después, mientras salíamos en tropel, nos topamos con otro grupo que iba a entrar, y pensé que, al cabo de una hora, ellos se cruzarían con otro grupo. Estábamos subidos en una cinta transportadora del dolor.

Todos estaban invitados a venir a casa, y allí celebramos la peor fiesta de todos los tiempos. No es que la comida fuera mala, en absoluto. Al principio había planeado ir al supermercado y comprarlo todo hecho, pero después decidí prepararlo yo. Me había pasado toda la tarde anterior haciendo tartaletas con queso de cabra, cebolla roja, tomates cherry, mozzarella y salami. Unté tostaditas. Rellené pimientos rojos y horneé palitos de queso. Compré un kilo de aceitunas con anchoa y guindilla, una caja de vino tinto y otra de blanco. Horneé dos bizcochos. Había café, té, infusiones varias, pero incluso así fue la peor fiesta de todos los tiempos.

En ella se combinaron los elementos de varios tipos de fiestas desastrosas. Para empezar, mucha gente no apareció. Algunos amigos ni siquiera se habían presentado al funeral. Otros no vinieron a casa. Es posible que las circunstancias, la humillación, les hicieran sentirse incómodos. Eso confirió a la reunión una atmósfera de desamparo.

Cuando la gente empezó a llegar me acordé de esas infaustas fiestas de adolescentes en las que los chicos se quedan apiñados en una esquina, soltando risitas entre ellos y mirando a las chicas sin atreverse a hablar con ellas. En la fiesta tuvo lugar una especie de suceso tribal. A lo mejor mi perspectiva estaba distorsionada, pero tuve la sensación de que Greg me había dejado para irse con Milena, y que algunos estaban tomando partido por él.

Gwen y Mary sí vinieron y, evidentemente, se hallaban en mi bando. Me trajeron bebida y comida, no se separaron de mí y no dejaron de darme ánimos en voz baja. Casi parecía que íbamos a dejar los bolsos en el suelo y empezar a bailar en torno a ellos.

Mis padres también aparecieron, viejos y arrugados, y también mi hermana Maria, con un gesto de rabia, como si Greg le hubiera infligido una afrenta personal al morir del modo en que lo había hecho. También vino Fergus, cuyos ojos estaban hinchados por las lágrimas; eso me provocó envidia. Su intención era leer algo en el funeral, pero había desistido en el último momento. Me había dicho que no se sentía capaz. Por lo que me dio a entender Jemma, su embarazadísima mujer, no había parado de sollozar desde el accidente.

Ciertas personas, como Joe y Tania, iban alternando entre un bando y otro, llevando a cabo heroicos y desafortunados intentos de unirlos a ambos. Había grupos formados por los amigos de Greg y otros por los míos, pero todo parecía forzado e incómodo.

Curiosamente, las personas que más consuelo me brindaron no fueron los amigos, ni la familia, por supuesto, sino aquellas a las que no conocía de nada. Vi a un amigo de la escuela primaria cuyo nombre reconocí: era el James con el que Greg había formado pareja en las carreras; también vino un hombre corpulento con cara de sabueso que había sido su profesor de piano en la adolescencia. Se presentaron asimismo varios clientes, que me contaron lo mucho que confiaban en Greg, cuánto dependían de él, lo bien que les caía y cuánto lo iban a echar de menos ahora que había muerto. Fue un gran alivio estar con gente que desconocía las circunstancias de la muerte y que sólo había acudido a dar su último adiós.

– Era un joven encantador -aseveró la señora Sutton, con voz penetrante.

Llevaba un vestido de seda negra y medias con costura, tenía el rostro surcado de arrugas y el cabello plateado recogido en un moño perfecto. Daba la impresión de ser muy anciana y muy rica; su nariz aguileña y su porte erguido parecían de otra época.

– Sí, lo era -convine.

– Me gustaba mucho que viniera a verme. Lo voy a echar de menos.

– Lo siento -dije, de forma un poco estúpida.

– La verdad es que iba a venir a verme el día después de su muerte. Por eso me enteré: cuando no apareció, llamé a la oficina para preguntar dónde estaba. Me llevé una gran impresión. -Me traspasó con la mirada-. Me faltan dos meses para cumplir ochenta y dos años. Parece un error, ¿verdad? Que la gente muera antes de tiempo.

Me quedé sin habla; ella alzó una mano como una garra y la posó levemente sobre la mía.

– La acompaño en el sentimiento, querida -dijo.

Sin embargo, en líneas generales fue una celebración en la que nadie fue capaz de hacer lo que se supone que uno hace en esas celebraciones. Nadie pudo presentar sus condolencias sin parecer avergonzado o morboso; nadie pudo sacar a colación recuerdos sencillos y emotivos del fallecido. Y tampoco se hicieron otras cosas. Algunos picotearon, otros apuraron las copas de vino (la mujer que me había hablado en la puerta del crematorio bebió mucho más de lo que debía, bien por remordimientos, bien como venganza perversa). Y poco a poco se fueron marchando.

Al final, Gwen, Mary y yo nos quedamos con unos cuantos parientes de Greg a los que no conocía: habían pedido un taxi que no llegaba. Se sentaron en el sofá con los vasos vacíos y no quisieron que se los volviera a llenar, ni más comida, porque si no se quedarían sin hambre para la cena. Llamaron varias veces a la empresa de taxis mientras nosotras recogíamos y limpiábamos y después pasábamos la aspiradora en torno a ellos. Al fin se marcharon, mascullando que ya encontrarían uno en la calle, o que cogerían el metro.

Gwen y Mary se quedaron un rato en casa; abrí más vino y les hablé de la mujer de la puerta del crematorio, de lo que me había dicho, y Mary observó:

– Bueno, no tienes por qué negarlo.

Yo le pregunté qué quería decir y ella repuso que yo no tenía que avergonzarme de nada. Los hombres eran unos cabrones. Mis amigas me querían, y me iban a apoyar. Superaría aquello. Por lo que recuerdo, me quedé bastante callada. Me serví una copa de vino tras otra y me las bebí como si me aquejara una sed insaciable. Me preguntaron si quería que se quedasen, y respondí que prefería que se fueran, cosa que hicieron; creo que tomé otra copa de vino, una grande, llena casi hasta el borde, por lo que tuve que sostenerla con las dos manos.

Mi abuelo había muerto cuando yo tenía diez años. Yo no quería ir al funeral, pero mi madre me dijo que a los funerales se iba para despedirse de los fallecidos. Uno pensaba en ellos, lloraba por ellos, se despedía de ellos y después retomaba su vida cotidiana.

Me tumbé en la cama completamente vestida y no supe muy bien si la habitación daba vueltas a mi alrededor o si la cama daba vueltas dentro de la habitación, y tampoco supe si desde un punto de vista profundo y filosófico había alguna diferencia. No obstante, allí tumbada, más borracha de lo que había estado desde mi primer año de universidad, supe que durante todo aquel día no había llorado por Greg y que, sobre todo, no me había despedido de él.

Capítulo 9

En mitad de la noche me incorporé repentinamente en la cama y me esforcé por ver en la oscuridad. No sabía qué hora era. Había apagado el reloj despertador digital porque, durante las semanas anteriores, había empezado a tener miedo de despertarme de madrugada y ponerme a contemplar cómo avanzaba el tiempo. Sólo sabía que estaba oscuro y que algo me había sobresaltado. Una idea que debía de haberse colado en mis sueños. Un recuerdo.

Como la mayoría de parejas, estoy convencida, Greg y yo comentábamos cuáles de nuestros amigos podían ser infieles. Al fin y al cabo, si aproximadamente un tercio de las parejas se engañan, suponíamos que debíamos estar rodeados de personas que mantenían aventuras. Entonces recordé una conversación con tanta nitidez que me pareció que volvía a vivirla: estábamos en la cama, sumergidos en la calidez de debajo del edredón, uno frente al otro en una penumbra veteada de luz; él tenía la mano en mi cadera y yo le apoyaba el pie en la pantorrilla.

– ¿Mis padres? -sugirió él.

– ¡Imposible! -respondí yo entre risas.

– ¿Y los tuyos?

– ¡Qué dices!

– Entonces, ¿quién?

– ¿Fergus y Jemma? -propuso.

– No. Sólo llevan juntos un par de años y él no es de ésos.

– ¿Y cómo son «ésos»? En cualquier caso, no tendría por qué ser él, podría ser ella.

– Demasiados principios morales. Y demasiado embarazada. ¿Qué me dices de Mary y Eric?

– Ella me lo habría contado -respondí con firmeza.

– ¿Seguro? ¿Y si hubiera sido él?

– Eso también me lo habría dicho, desde luego. Y aunque no me lo hubiera contado, yo lo habría sabido.

– ¿Cómo?

– Sabiéndolo. Ella miente muy mal. Le salen manchas en el cuello.

– ¿Y en mi caso? ¿Te darías cuenta?

– Sí. Así que ten cuidado.

– ¿Y cómo lo sabrías?

– Lo notaría.

– Qué boba y confiada eres.

Nos sonreímos, convencidos de nuestra felicidad.

Salí de la cama, metí los pies en las zapatillas, bajé al piso inferior, entré en la cocina, encendí las luces del techo y el resplandor repentino me hizo bizquear. En el reloj de pared vi que eran casi las tres. En la calle soplaba el viento; cuando apoyé la cara en el cristal para distinguir el contorno de los tejados y de las chimeneas, imaginé a todas las personas que había ahí fuera, acompañadas, en la cama, a salvo de todo, calientes y sumergidas en sus sueños. Todavía podía oír la voz de Greg y ver su sonrisa, y el contraste entre el intenso consuelo de ese recuerdo y la oscuridad fría y vacía fue como un golpe en el estómago: los ojos se me empañaron. Nadie nos cuenta lo física que puede ser la pena, cómo te duelen la garganta y los senos, los ganglios, los músculos y los huesos.

Me preparé una taza de chocolate caliente y me la tomé lentamente. El rostro de Greg había desaparecido. Sabía que ya no estaba ahí, que no estaba en ningún sitio. Sus cenizas se hallaban en una cajita cuadrada rodeada por una cinta elástica. Pero sí escuché su voz burlona. «Qué boba y confiada eres», me decía.

* * *

– Fergus.

– ¿Ellie? -Abrió mucho los ojos a causa de la sorpresa. Todavía llevaba la bata de andar por casa, iba sin afeitar y tenía los ojos hinchados de quien se acaba de levantar-. ¿Estás bien?

– ¿Te he despertado?

– ¿Qué ha ocurrido?

– ¿Puedo pasar?

Se hizo a un lado, se anudó la bata con más fuerza y entré a la cocina, en la que tantas veces habíamos estado los cuatro comiendo platos preparados, jugando a las cartas, bebiendo casi hasta el alba. Los restos de la cena seguían sobre la mesa: dos platos apilados, una ensaladera vacía, una botella de vino tinto medio llena. Fergus empezó a recogerlo todo, pero los tenedores se le cayeron al suelo de baldosas con gran estrépito.

– Ya sé que es un poco pronto.

– No pasa nada. ¿Café? ¿Té? ¿Algo de desayuno? ¿Riñones picantes? Es broma. Jemma va a tardar muchísimo en levantarse. Ya está de baja por maternidad.

Al decirlo, vi que la congoja se apoderaba de su rostro: Jemma estaba de baja por maternidad y yo sin hijos, yerma, humillada y sola.

– Un café, por favor. Y una tostada, si puede ser.

– ¿Mermelada, miel?

– Me da igual. Miel.

– Si es que nos queda. No. No tenemos miel. Y sólo hay mermelada de naranja.

– No pasa nada.

– El funeral salió bastante bien -comentó con cautela mientras llenaba el hervidor de agua y metía una rebanada de pan en la tostadora.

– El funeral ha sido una mierda.

Él me sonrió con lástima.

– Nadie sabía qué decirme -proseguí.

– Bueno, al menos ya ha acabado todo.

– No.

Me miró con las cejas arqueadas.

– ¿Qué quieres decir?

– He decidido creerle.

El agua del hervidor empezó a bullir y a lanzar vaharadas al aire. Con gestos metódicos, él echó unas cucharadas de café en la cafetera y después vertió el agua. No me miró a los ojos hasta que me tendió la taza caliente.

– Repite lo que has dicho -me pidió.

– Greg no tenía una amante.

– Ya. -Fergus dejó con cuidado su taza sobre la mesa, produciendo un ruido apagado, y se limpió la boca con el dorso de la mano-. Vale.

– Por un lado es lo que parece, dado que murió con esa otra mujer.

– Sí.

– Pero, por otro, yo confiaba en él.

– Ya.

– Y voy a seguir siéndole fiel. No lo voy a abandonar.

Esperaba que Fergus dijera que estaba muerto, pero no lo hizo.

– Entiendo -observó; volvió a coger la taza y me contempló por encima del borde- Eso está bien, supongo.

– Sí, lo está.

– Quiero decir que está bien si te ayuda a aceptar lo que ha sucedido.

– No.

– ¿No?

– Porque ¿qué es lo que ha sucedido?

Fergus frunció el ceño y se pasó los dedos por el cabello, que se le quedó de punta, cosa que le confirió el aspecto de un payaso triste. Metió el dedo en el café y se lo chupó.

– Ellie, ¿por qué no me cuentas lo que estás pensando? -me pidió al fin.

– Cuando trabajabas con él, en la oficina, ¿viste algún indicio de que tuviera… bueno, otra relación?

– No.

– ¿Nada?

– Nada. Eso no implica que…

Interrumpí lo que ya sabía que iba a decir.

– Oye, Fergus, Greg murió con otra mujer. Pero no era su amante. No lo era. ¿Vale? En ese caso, ¿qué hacían juntos? Ésa es la cuestión, ¿verdad? Para empezar, hay otras posibilidades. -Él me miró sin decir nada-. Lo primero que se me ocurre es que podría haber sido una autoestopista.

Fergus reflexionó durante un instante.

– No quiero ejercer de abogado del diablo, pero esa mujer…

– Milena Livingstone.

– Era empresaria o algo así, ¿no?

– Más o menos.

– ¿Los empresarios suelen hacer autoestop? ¿En pleno Londres?

– A lo mejor la conocía por asuntos de negocios.

– Eso sí.

– Y la estaba llevando a algún sitio.

– Vale.

– Entonces, ¿le crees?

– Ellie, él ya no está aquí para que le creamos o no. Tu marido, mi mejor amigo, el hombre al que los dos queríamos y al que echamos tantísimo de menos, ha muerto. Por eso estás así. Como si al convencerte de que no se estaba tirando a otra mujer pudieras conseguir que reviviese. Si sigues así te vas a volver loca.

– Eso sólo lo piensas porque crees que me equivoco, que me engaño a mí misma, y que Greg me era infiel.

– Nunca vas a descubrir qué pasó -aseveró, cansado.

Debería haber llevado la cuenta de todas las veces que me habían dicho eso.

– Yo confío en él -afirmé-. Con eso me basta. Por cierto, la tostada se está quemando.

* * *

El domingo, mientras comía con Joe, Alison y uno de sus tres vástagos, Becky, que tenía la mirada azul de su padre y la palidez y la timidez de su madre, repetí lo que le había dicho a Fergus. Me resultó más difícil delante de tres personas. Mis palabras parecieron forzadas y demasiado insistentes. Vi que Joe encogía los hombros y también que le lanzaba una mirada de desesperación a Alison antes de volverse hacia mí, con una hoja de lechuga colgándole del tenedor.

– Cielo… -empezó a decirme.

– Ya sé por qué me llamas así -le espeté-. Cielo. Eso quiere decir que me vas a contar, con mucha paciencia, por qué crees que me estoy comportando de un modo terco y autodestructivo. Me vas a decir que nunca descubriré la verdad, que debo aprender a convivir con la incertidumbre y seguir adelante. Y seguramente añadirás que todo esto es una forma de procesar la pérdida.

– En resumidas cuentas, sí. Y que te queremos y estamos dispuestos a ayudarte como sea.

– Becky, ¿puedes poner el hervidor, por favor? -pidió Alison con voz suave-. Yo saco el queso.

– No hace falta que hables con tanto tacto, Alison -le dije con una sonrisa-. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo, y demasiado bien. No pasa nada. Estoy bien. De verdad. Sólo quería que supierais que Greg no me estaba siendo infiel.

– Me alegro.

– Yo me alegraría más si alguien me creyera.

* * *

El hombre se quedó en mi puerta; apenas resultaba visible detrás de la destartalada mecedora que sostenía.

– Soy Terry Long -anunció-. Traigo la silla.

Me miró con cara de expectación.

– Yo no… -empecé a decir.

– Es para mi mujer. Mi regalo de Navidad. Usted me prometió que nos la restauraría. Como ve, está en bastante mal estado. Pero era de su abuelo, así que tiene gran valor sentimental.

– Ha habido un error.

– Pero si la llamé a principios de septiembre, y me dijo que no había ningún problema…

– La situación ha cambiado -repuse-. Ya no voy a aceptar más encargos.

– Pero me había dicho… -Torció el gesto. Dejó la silla en el suelo y ésta se meció levemente entre nosotros, produciendo un chasquido. Uno de los balancines estaba bastante destrozado-. No puede dejar a la gente tirada así como así.

– Lo siento.

– ¿Que lo siente? ¿Y ya está?

– Lo siento mucho. No puedo. De veras que no puedo. Lo siento.

No dejé de repetirlo: lo siento, lo siento, lo siento. Al final se marchó y me dejó la silla rota. Incluso su espalda parecía enfadada.

Cogí la mecedora, cerré la puerta, atravesé la casa y llegué al jardín, donde abrí el cobertizo: la puerta estaba reforzada y le había puesto tres pestillos desde que, un año antes, una banda de jóvenes la forzase y me robase varias herramientas.

En el interior había varias sillas con respaldo de travesaños, un armario de esquina de roble oscuro, un precioso aparador de fresno sin la parte posterior, un arcón tallado con una fea hendidura en la tapa y rayas en los lugares donde habían estado los relieves, y un escritorio georgiano. Estaban esperando a que me ocupase de ellos. Entré sin encender la luz y pasé el dedo por las superficies de madera. Aunque llevaba muchos días sin estar allí, se seguía notando el olor maravilloso del serrín y de la cera. En el suelo había unas virutas caídas al desbastar la madera. Me puse en cuclillas, cogí un trozo de color claro y lo acaricié durante un rato, preguntándome si alguna vez volvería a trabajar allí.

Greg y yo reñíamos por tonterías. A quién le tocaba sacar la basura. Por qué no enjuagaba el lavabo después de afeitarse. Por qué yo no me daba cuenta de lo mucho que lo irritaba cuando me ponía a recoger a su alrededor soltando unos bufidos suficientemente fuertes para que él me oyese. Que me interrumpiera en medio de una frase. Que yo gastase el agua caliente. Discutíamos por ropa que había encogido al lavarla, planes que se venían abajo, pasta demasiado blanda y tostadas quemadas, palabras dichas sin pensar, el desorden o la mala administración. Nunca nos enfrentábamos por asuntos importantes, como Dios, la guerra, el engaño o los celos. No llevábamos juntos tiempo suficiente para haber llegado a ese punto.

* * *

– Entonces, ¿no me crees?

Mary y yo paseábamos por el parque de Hampstead Heath. Hacía frío y el cielo estaba encapotado, y el viento anunciaba lluvia. Íbamos metiendo los pies en montones de hojas húmedas. Ella llevaba a Robin, su hijo de un año, en una mochila portabebés; el niño estaba dormido y su cabeza calva y lisa se mecía sobre el cuello de ella mientras caminábamos. El cuerpo regordete también se balanceaba cada vez que ella daba un paso.

– Yo no he dicho eso exactamente. He dicho que…

– Has dicho que los hombres son unos cabrones.

– Sí.

– ¿Y qué quieres decir con eso?

– Pues que los hombres son unos cabrones. Ellie, la verdad es que Greg era un encanto.

– ¿Pero?

– Pero no era un santo. Casi todos los hombres acaban descarriándose si se les presenta la ocasión.

– ¿Descarriándose? -repetí. Empezaba a enfadarme y a ponerme nerviosa-. ¿Como si fuera una oveja que se aleja del rebaño?

– Es una cuestión de oportunidades, de tentaciones. Seguramente esa Milena dio el primer paso.

– Esa Milena no tenía nada que ver con él. Ni él con ella.

De pronto Mary se detuvo. Tenía las mejillas hinchadas y frías. Por encima de su hombro, Robin abrió unos ojos soñolientos y los volvió a cerrar. Un hilillo de saliva le cayó por el mentón.

– No creerás lo que estás diciendo, ¿verdad? -inquirió-No lo creerás en serio.

– Pues sí. Aunque es evidente que tú no.

– Que no esté de acuerdo contigo no quiere decir que no te apoye. ¿Intentas que todos nos alejemos de ti? Lo que ha pasado es horrible. Espantoso. No sé cómo lo llevaría yo si estuviera en tu situación. Pero escucha una cosa. -Me puso una mano en el brazo-. En parte sí que entiendo por lo que estás pasando. ¿Conoces a Eric? Bueno, claro que lo conoces. ¿Sabes qué pasó justo después de que Robin naciera? Y cuando digo justo después, es justo después. Tres semanas y media, para ser exactos.

Me invadió una sensación de desánimo.

– Se acostó con una compañera de trabajo. Yo estaba atontada, llorosa y cansada, me dolían los pechos, me acababan de quitar los puntos y apenas me podía sentar, mantener relaciones sexuales era impensable: me había convertido en una vaca gorda y estaba ida. Pero me sentía feliz. Me parecía imposible serlo más. Pero no sólo fue una vez, un desliz en una borrachera o algo así: aquello duró semanas. Él llegaba tarde a casa, se duchaba mucho, se mostraba demasiado atento, demasiado irritable. Menudo topicazo, ¿verdad? Cuando lo recuerdo, me sorprende no haberme dado cuenta. Las señales estaban clarísimas. Pero estaba ciega, inmersa en mi burbuja de dicha. Prácticamente tuve que verlos juntos para enterarme.

– ¿Por qué no me lo habías contado antes?

Volví a acordarme de aquella conversación con Greg en la que yo me había empeñado en que, si Eric le hubiera sido infiel a Mary, yo lo habría sabido.

– Porque me sentía humillada. Y estúpida. -Me miró de hito en hito-. Gorda, fea, inútil, avergonzada. Ahora seguramente puedas entender esa sensación, después de lo que te ha pasado. Por eso te lo cuento.

– Mary, lo siento. Ojalá lo hubiéramos hablado antes. Pero no es lo mismo.

– Pero ¿por qué va a ser Greg distinto?

– Él no habría actuado así.

– Eso es lo que yo decía al hablar de Eric.

– Lo intuyo.

– Eres incapaz de enfrentarte a la verdad. Yo soy tu amiga, no lo olvides. Nos podemos decir toda la verdad, aunque duela.

– No me duele, porque no es verdad.

– ¿No se te ha ocurrido que a lo mejor estaba harto de mantener relaciones sexuales para que te quedaras embarazada?

No pude evitarlo: me contraje de dolor, como si Mary me hubiera dado una bofetada.

– Ay, Ellie.

Su gesto se dulcificó; vi que tenía lágrimas en los ojos, aunque no supe si se debían al frío o a la emoción.

* * *

La agente Darby me hizo pasar a una salita. En un jarrón sobre la mesa había unas flores de plástico de color rojo y rosa, y más flores -éstas amarillas, una copia de Los girasoles de Van Gogh- en una imagen enmarcada en la pared. Me senté; ella también tomó asiento delante de mí y entrelazó las manos encima de la mesa. Eran anchas y fuertes, con las uñas mordidas. No llevaba anillos. Le escudriñé el rostro curtido, astuto y reconfortantemente anodino debajo del cabello cortísimo, y me convencí de que era la persona adecuada para contarle aquello. Intercambiamos algunas palabras triviales e hice una pausa.

– No es lo que parece -declaré. Ella se me acercó un poco y me clavó sus ojos grises-. No creo que tuviera una relación con Milena Livingstone -proseguí.

No cambió de expresión. Me siguió mirando, esperando a que siguiera.

– La verdad es que creo que ni siquiera se conocían.

Ella esbozó una sonrisa nerviosa y, cuando habló, lo hizo lenta y claramente, como si yo fuera una niña:

– Iban en el mismo coche.

– Por eso he venido -repliqué-. Es un misterio. Creo que deberían volver a investigarlo.

En medio del silencio oí las voces del pasillo. La agente Darby formó un triángulo con ambas manos y respiró profundamente. Supe lo que iba a decir antes de que lo hiciera.

– Señora Falkner, su marido murió en un accidente de coche.

– No llevaba el cinturón de seguridad, y él siempre se lo ponía. Deben seguir investigando.

– El juez de instrucción llegó a la conclusión de que se trataba de un trágico accidente, y de que no había intervenido otro vehículo. Entiendo que el hecho de que él apareciera al lado de otra mujer resulte perturbador y difícil para usted. El tipo de relación que mantuvieran no afecta a la validez de las pruebas.

– Pero es que no hay ningún tipo de prueba -insistí-. No hay nada que demuestre que él la conocía.

De nuevo, pude predecir lo que iba a decir.

– Si él tenía una amante, que lo mantuviera en secreto no resulta del todo sorprendente.

– Pero le estoy diciendo que no la conocía.

– No. Me está diciendo que usted cree que no la conocía.

– Viene a ser lo mismo.

– Con todos mis respetos, no, no es lo mismo. Lo que usted cree y la verdad no tienen por que coincidir.

– Entonces, ¿va a dejar las cosas como están?

– Sí. Y le recomiendo que haga lo mismo. Tal vez no le vendría mal recurrir a…

– ¿Cree que necesito la ayuda de un profesional para elaborar el duelo?

– Creo que ha sufrido usted una conmoción terrible y que le está costando asumirla.

– Si alguien vuelve a emplear la palabra «asumir», creo que gritaré.

Capítulo 10

Leí los correos electrónicos de Greg tantas veces que casi me los aprendí de memoria. Pensé que podrían ayudarme a entender su estado de ánimo durante los días y semanas anteriores a su muerte. ¿Había un matiz de angustia? ¿De rabia? ¿De aprensión? No encontré nada, y poco a poco se fueron convirtiendo en algo familiar, como esas canciones que escuchas tantas veces que al final ni las oyes. Pero entonces me di cuenta de algo absolutamente obvio, algo que todos los habitantes del mundo civilizado, menos yo, debían de saber ya. En todos los correos aparecía la hora exacta en la que él había pulsado el icono de «Enviar». Esos correos, ya los hubiera mandado desde casa o desde el ordenador de la oficina, constituían una guía bastante precisa de dónde había estado Greg en cada momento.

Al cabo de media hora ya había regresado de la papelería con dos abultadas bolsas. Volqué el contenido sobre la alfombra. Había un rollo grande de cartulinas tamaño poster, reglas, lápices, rotuladores y fluorescentes de distintos colores, y varios cuadernillos de pegatinas: círculos, cuadrados y estrellas. Parecían los materiales necesarios para un trabajo de manualidades de una guardería.

Coloqué cuatro cartulinas en el suelo, formando una fila, y puse encima unos libros gruesos para sujetar las esquinas. Luego, con una regla y un lápiz de dibujo muy fino, empecé a trazar varias cuadrículas: cada una representaba una semana del último mes de vida de Greg. Dibujé siete columnas y luego hice líneas horizontales que las dividían en dos mitades, después en cuatro partes, después en ocho, etcétera, hasta que dentro de cada columna hubo ciento veinte rectángulos: cada uno representaba diez minutos del día, desde las ocho de la mañana hasta medianoche. No me preocupé por las noches, porque todas las del último mes las habíamos pasado juntos.

A partir de mis recuerdos pude tachar tardes enteras en las que sabía que él había estado conmigo. De los fines de semana también hubo días que descarté con un grueso trazo negro: el sábado en que habíamos ido a Brighton en tren, habíamos paseado por la playa, habíamos comido unos espantosos fish and chips, habíamos comprado un libro de poesía de segunda mano y yo me había quedado dormida en su hombro en el viaje de vuelta; el día en que habíamos caminado por la orilla del Regent's Canal, desde Kentish Town hasta llegar al río. En aquellos dos días no había mantenido relaciones sexuales con Milena Livingstone.

Después consulté los correos electrónicos. Greg escribía veinte o treinta al día desde el trabajo, a veces más. Basándome en ellos, puse una O de oficina en las casillas correspondientes de la cartulina. Algunos correos estaban agrupados. El tenía la costumbre de mandar una oleada de mensajes en cuanto llegaba al trabajo, otra justo antes de la una y otra en torno a las cinco, pero había otros dispersos a lo largo del día. Tardé poco más de una hora en terminar con los correos y, una vez concluida la tarea, di un paso atrás y contemplé el resultado. Me gustó ver que gran parte de la tabla estaba sombreada, pero todavía me quedaba mucho por hacer.

Al día siguiente invité a Gwen a casa. Le dije que era urgente, pero ella estaba en el trabajo y no pudo llegar hasta casi las seis. En cuanto se presentó la llevé a la cocina, herví agua y preparé café.

– ¿Quieres una galleta? -le ofrecí-. ¿O un trozo de bizcocho de jengibre? Lo he preparado esta tarde. He estado liada.

Eso pareció divertirla y alarmarla un poco.

– Bizcocho -respondió-. Vale, pero sólo un poco.

Serví el café y le puse el bizcocho en un plato. Yo no tenía hambre. Me habían entrado ganas de cocinar, pero no de comer.

– Bueno, ¿qué tal? -quiso saber ella-. ¿Me has llamado solamente para que probara el bizcocho? Está buenísimo, por cierto.

– Qué bien, coge un poco más. No, no tiene nada que ver con eso. Tómate el café y ahora te lo enseño.

– ¿Qué me vas a enseñar? ¿Qué es esto, una fiesta sorpresa?

– No, qué va -repuse-. Quiero que veas unas cosas. Creo que te va a interesar.

Ella dio unos cuantos sorbos al café y anunció que estaba lista. La conduje por el pasillo y llegamos al salón.

– Ahí está -dije-. ¿Qué te parece?

Ella contempló las cuatro cartulinas, ahora cubiertas de marcas y pegatinas, de formas y colores.

– Muy bonito -repuso-. Pero ¿qué se supone que es?

– Es la vida de Greg durante el mes anterior a su muerte.

– ¿Qué?

Le expliqué que las celdas representaban días, y las horas de esos días. Le hablé de los correos con fecha y hora, de mis recuerdos, le conté que incluso había encontrado facturas de las cafeterías en las que Greg había comido. En todas esas facturas, ya fueran de comida, de gasolina o de artículos de papelería, no sólo aparecía la fecha, sino también la hora exacta, hasta el minuto, en que se había efectuado la compra.

– Y las pegatinas, los círculos amarillos y los cuadrados verdes muestran los momentos en los que sé exactamente dónde estaba Greg. Increíble, ¿verdad?

– Sí, pero…

– Un par de veces por semana iba a ver a algún cliente. He fingido ser su secretaria, he llamado y he dicho que, por cuestiones fiscales, tenía que saber el momento exacto en que se habían celebrado las reuniones. La gente ha colaborado mucho. Esas reuniones las he marcado en azul. Pero aun así me quedaban en blanco los momentos transcurridos entre su salida de la oficina y su llegada a la cita con el cliente. Entonces encontré una página web. Si introduces el código postal de la oficina de Greg y el del cliente, te da la distancia exacta en coche y el tiempo de viaje estimado. Eso lo he marcado en rojo. Evidentemente, circular en coche por Londres durante el día no es una ciencia exacta, pero todo se ajusta bastante bien. He tardado un día y medio, y mira esto.

– ¿El qué?

– ¿Qué ves?

– Muchos colores -respondió Gwen indecisa-. Muchas pegatinas.

– No -repuse-. Lo que importa es lo que no se ve. A lo largo de cuatro semanas, apenas queda un hueco en el que no sepa dónde estaba, o lo que estaba haciendo.

– ¿Y?

– Mira la tabla, Gwen. En ella se ve a Greg trabajando mucho, viajando, comiendo, comprando cosas, yendo al cine conmigo. Pero ¿dónde están los momentos para una aventura? ¿Dónde queda el espacio para verse siquiera con la mujer junto a la que murió?

Se produjo un largo silencio.

– Ellie -empezó a decir-, por Dios…

– No -le interrumpí-. Calla. Escúchame un segundo. He hablado con Mary de esto… no, no de esto -añadí, señalando las tablas-, sino de mis sentimientos respecto a Greg. No me ha apoyado. Incluso se ha enfadado conmigo, como si para ella fuera un insulto que yo no aceptase de forma automática que mi marido tenía una amante y que había sufrido un accidente junto a la mujer a la que amaba de veras.

– Nadie ha dicho eso -repuso Gwen. Miró las cartulinas con un gesto casi de pena-. La verdad es que no sé qué pensar de esto. -Me cogió la mano-. No soy experta en el tema, pero he oído que el duelo tiene sus fases, y que al principio aparecen la rabia y la negación. Es totalmente comprensible que estés enfadada. Creo que el duelo está precisamente para superar eso y acabar aceptando las cosas.

Retiré la mano.

– Ya lo sé. Leí una vez un artículo en el Cosmopolitan sobre eso. ¿Y sabes en qué pensaba mientras hacía todas estas bobadas con pegatinas de colores, mientras llamaba a la gente con excusas falsas? Que todo sería más fácil si encontrara un solo correo borrado, un solo trozo de papel en un bolsillo, que demostrara que Greg tenía una amante. O una sola ocasión en la que no hubiera estado donde tenía que estar, una tarde suelta en la que nadie hubiera sabido dónde se encontraba. Esto no tiene nada que ver con un estado de negación. Si fuera así, me podría enfadar, entristecer, y mi vida proseguiría. Para demostrar que alguien tiene una relación ilícita no hay truco. Se les pilla, aunque sólo sea una vez. Pero ¿cómo se demuestra que alguien es inocente? ¿Se te ocurre algo?

Ella negó con la cabeza.

– No sé -respondió.

– Hay que hacer algo como esto -señalé-. Algo excesivo, obsesivo. Hay que rellenar los huecos, después los huecos entre los huecos, hasta que no queda espacio para esa relación. ¿Sabes que he ido a ver a la policía?

– ¡Ellie, no lo dirás en serio!

– Le conté a una agente que estaba convencida de que mi marido no tenía una amante. Al parecer no me creyó. Tengo la impresión de que ni siquiera le parecía importante que la hubiera tenido o no. El caso estaba cerrado. Ella no quería oír hablar del tema. Pero si enseñara las tablas a la policía, ¿crees que cambiarían las cosas?

Gwen miró las cartulinas durante largo rato, torciendo el gesto.

– ¿Sinceramente?

– Sí.

– Esto es increíble. Inquietante e increíble. No creo que la policía le prestara mucha atención pero, si lo hiciera, es posible que te espetara: «A lo mejor veía a esa mujer mientras hacía otras cosas. A lo mejor se encontraba con ella mientras comía, quizás ella lo acompañaba en coche a las reuniones. O quizá tenga usted razón. A lo mejor no se vieron durante ese mes. Cabe la posibilidad de que ella estuviera de viaje y de que hubieran vuelto a quedar el día del accidente».

Respiré hondo. Mi primer impulso fue enfadarme con Gwen, discutir a gritos con ella y echarla de casa, pero me contuve. Podría haberme seguido la corriente. Pero me había dicho lo que pensaba de verdad.

– Si te hicieran caso -prosiguió-, sería para afirmar que estás ignorando la única prueba que realmente importa, y es que Greg y esa mujer murieron juntos. Y, al final, ¿qué puedes responder a eso?

Reflexioné durante un instante.

– Que ser inocente es duro -repuse-. Y que demostrar tu inocencia es imposible.

Capítulo 11

Antes de llamar al timbre y a la pesada aldaba de latón supe que no había nadie: no había luces en las ventanas, ningún coche en el camino de entrada; la casa tenía aspecto deshabitado. Sin embargo me quedé dando golpes con los pies sobre el suelo debido al frío, esperando para cerciorarme. Abrí el buzón de la puerta y sólo vi el suelo lustroso. Atisbé por la ventana del piso inferior y contemplé el salón pulcro y vacío, la chimenea barrida, la tapa brillante de un piano de cola con fotografías en marcos de plata. Todo estaba demasiado ordenado y perfecto; parecía un escenario más que una casa. Me pregunté qué sentiría Hugo Livingstone en esos momentos. ¿Estaba enfadado, triste, solo? ¿Pensaba en Greg de la misma manera en que yo pensaba en Milena, con odio, celos y estupor? ¿Se acordaba de mi? ¿Sabía algo que yo desconocía?

Esa mañana, mientras me hallaba delante de mi insatisfactorio desayuno de pan algo rancio y unos restos de mermelada de naranja, había decidido que tenía que considerar la cuestión desde el lado opuesto. Había estudiado la vida de Greg y no había encontrado nada, pero ¿y la de Milena? Aunque afirmar que lo había decidido no resulta del todo exacto, porque en realidad lo que había hecho era deambular por la casa, sin tener ni idea de qué hacer con mi vida, cogiendo cosas y dejándolas, abriendo y cerrando la nevera, había recorrido con paso cansino el jardín, que estaba descuidado y lleno de montones de hojas empapadas, había abierto la puerta del cobertizo y mirado los muebles que esperaban a que me ocupara de ellos. Entonces me había puesto el abrigo, me había echado una bufanda al cuello y me había dirigido a la estación de metro, sin siquiera confesarme que iba a volver a casa de los Livingstone y, desde luego, sin saber qué esperaba encontrar en ella. ¿A Silvio, sonriendo con sarcasmo? ¿Una carta de amor, fechada y firmada, de Greg a Milena, con una foto de la pareja, perdidamente enamorados el uno del otro? ¿Al padre, asegurándome que ella nunca había sido amante de Greg y que podía demostrarlo? Pero ¿cómo? Eso era imposible de demostrar.

Ahí estaba yo, en una mañana de noviembre húmeda y gris, mirando las ventanas sin cortinas de la enorme casa, preguntándome abatida qué hacer a continuación. Porque no podía volver a mi casa pequeña y fría y enfrentarme a todo lo que se amontonaba: facturas, cartas, mensajes del contestador, ropa sucia, hojas caídas, sillas rotas, polvo, suciedad y oscuridad. Sin darme apenas cuenta, consulté el mapa y recorrí a pie el kilómetro aproximado que mediaba entre la casa de los Livingstone y la sede de Profesionales de la Fiesta, la empresa de Milena y su socia.

Ya había consultado su página web y sabía que organizaban fiestas en la Torre de Londres y en el zoo, bailes de disfraces, bodas de oro donde todo era dorado, celebraciones de la Noche de Burns1 con haggis2- especialmente ideado para las personas a las que no les gusta el haggis y cenas para tus clientes más preciados con seis elegantes platos. Me acordé de las fiestas que Greg y yo organizábamos: invitas a gente en el último minuto y la apretujas en el salón, les pides que traigan vino, preparas chili con carne y pan de ajo, pones música y a ver qué pasa.

Tulser Road era una tranquila calle residencial a dos pasos del puente de Vauxhall. No parecía un lugar muy propio para una oficina; en efecto, el número once era una casa, igual que los edificios de ambos lados: grande y semiadosada, con un camino lateral que llevaba al jardín, un sótano y tribunas. Sólo había un timbre, y ningún letrero anunciaba que allí se organizaban actos emocionantes y originales, pensados a medida para cada cliente. Pero se veía luz en la ventana del piso inferior; al menos, había alguien. Levanté la mano para llamar al timbre y me vi la alianza de casada. La contemplé durante un instante, casi fríamente, como si hubiera aparecido de pronto. En realidad no me la había quitado desde que Greg -con gran esfuerzo- me la había puesto, venciendo la resistencia del nudillo, en el juzgado. Me había parecido que sería difícil, pero ahora había adelgazado y salió con facilidad. Se había convertido en un objeto; ya no formaba parte de mí. Me lo metí en el bolso y llamé.

La mujer que abrió la puerta era algo mayor de lo que esperaba, alta y esbelta, de piernas largas y pechos sorprendentemente generosos. Tenía el cabello rubio y con mechas; lo llevaba corto, con un peinado chic con pequeños mechones que le enmarcaban el rostro triangular. En su piel pálida empezaban a asomar las arrugas, y lucía unas gafas gruesas y rectangulares. Vestía unos pantalones negros de corte espléndido y una camisa de lino de color azul claro, y llevaba unos pendientes pequeños en las orejas y una cadenita de plata al cuello. Si se había puesto maquillaje, era de los que no se notan. Todo su aspecto desprendía elegancia, un atractivo discreto e inteligente que me gustó de inmediato.

– Hola -dijo-. ¿Le puedo ayudar en algo?

Su voz era suave y grave; sus modales, corteses aunque algo impacientes. En algún lugar de la casa se produjo un gran estrépito, el ruido de algo al caer. Vi que fruncía el ceño y se mordía el labio.

1Fiesta de origen escocés en la que se conmemora al poeta Robert Burns (1759-1796) con una cena.

2Plato escocés que suele prepararse con vísceras de cordero, avena y especias.

– ¿Es ésta la oficina de Profesionales de la Fiesta?

– Efectivamente. ¿Quiere organizar un acto?

– No -aclaré-. He venido por Milena Livingstone.

Abrió los ojos de par en par y realizó un esfuerzo evidente por controlarse. Me recordó a mí misma. Reconocí esa sensación de fastidio al tener que contar la misma historia otra vez.

– ¿Es usted amiga suya? -Sin darme tiempo a responder, añadió-: ¿No se ha enterado?

Hubo una milésima de segundo en la que podía haber dicho que sí, que me había enterado porque el hombre junto al que había muerto era mi marido. Sin embargo algo me contuvo.

– ¿Enterarme de qué? -pregunté.

– Entre un momento. Ah, disculpe, soy Frances Shaw.

Me tendió la mano y se la estreché. Era cálida y firme; me fijé en que tenía las uñas pintadas de un rosa clarísimo. Franqueé el umbral, ella cerró la puerta y me condujo por un pasillo.

– Mejor bajemos a la oficina, si es que se la puede llamar así. Me temo que está todo hecho un caos.

Me llevó al sótano, una sala enorme con una mesa larga en el centro; sobre ella había varios montones desiguales de papeles y archivadores. Vi un sofá cubierto de folletos y una mesa junto a la pared, también llena de pilas de carpetas.

Sonó un teléfono, y una joven con una sombra de ojos dramáticamente oscura y botas de tacones altísimos salió de la estancia adyacente.

– ¿Respondo? -preguntó.

– No, que salte el contestador -respondió Frances-. Una cosa, Beth, lo que sí podrías es prepararnos un par de cafés. Si le apetece uno, claro -añadió, volviéndose hacia mí.

– Un café estaría muy bien.

Me sentía un poco aturdida.

– Siéntese. -Frances recogió los folletos del sofá, los miró con un gesto de impotencia y los dejó en el suelo-. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Milena?

– No quiero que piense que…

El teléfono volvió a sonar y después el móvil, que tenía en la mesa.

– Vaya. Lo siento. Discúlpeme un segundo.

Lo abrió y se dio la vuelta. Oí que farfullaba algo. Del piso de arriba llegaron portazos de un armario y los tacones de Beth se escucharon en el techo. Me senté en el sofá y me quité la chaqueta. Aquella sala caliente y atestada parecía un nido.

Frances cerró el móvil y se sentó a mi lado.

– Me sorprende que no se haya enterado. Lamento tener que comunicarle que Milena ha muerto.

Ésa era mi última oportunidad para decir quién era, pero me callé. No supe muy bien por qué. Quizá me aliviaba convertirme en observadora durante un rato, dejar de ser la víctima.

– ¡Oh! -exclamé tapándome el rostro con las manos, porque no estaba segura de qué gesto adoptar.

– Debe de ser una gran sorpresa para usted.

– No es que fuéramos íntimas exactamente -respondí, cosa que era cierta.

– Ha muerto hace poco en un accidente de coche.

– Qué horror -dije entre dientes.

Tenía la sensación de que era una actriz, de que decía frases a las que no encontraba mucho sentido.

– Ha sido espantoso. Iba con un hombre. -Se produjo un silencio- Una persona de cuya existencia nadie sabía nada.

– Y lo joven que era -observé.

La posibilidad de contar la verdad a Frances se alejó aún más, y después, cuando ella me dijo que el marido y los hijastros de Milena lo estaban llevando todo lo bien que cabía esperar, y yo presenté mis condolencias, esa posibilidad desapareció del todo.

– Por eso me encuentro en medio de este caos.

– Debe de ser difícil para usted -aventuré-. ¿Su relación con ella era muy estrecha?

– Cuando se trabaja con alguien del modo en que nosotras lo hacíamos, lo es por fuerza. -Torció el gesto-. Lo quieras o no. Ella no era precisamente…

Se calló. Cavilé sobre lo que había estado a punto de decir. ¿Qué no era Milena? Quise preguntarle qué tipo de persona era, pero se suponía que yo ya lo sabía. Así que me limité a sonreír y a asentir, como si me hiciera cargo perfectamente.

La puerta se abrió y entró Beth, tambaleante con una bandeja en la que había una cafetera de émbolo, dos tazas, una jarrita de leche, un azucarero y un platito de galletas. Al acercarse tropezó con un archivador y se cayó. Intentó recuperar el equilibrio pero el desastre fue inevitable, como en los segundos posteriores a la voladura de los cimientos de un edificio. Hubo un instante de silencio y después todo se convirtió en ruido y caos. La cafetera impactó contra el parqué, explotó y de ella salieron chorros de café en todas direcciones; la jarra se hizo añicos y un río de leche se escurrió por el suelo en dirección a Frances; las tazas se rompieron al caer y los fragmentos se desperdigaron por la sala; los terrones de azúcar salieron volando, describiendo ángulos sorprendentes.

– ¡Joder! -exclamó Beth desde el suelo-. ¡Joder, joder, joder!

– ¿Te has hecho daño? -le preguntó Frances. No parecía especialmente sorprendida; sólo muy, muy cansada.

– Lo siento -se disculpó Beth, poniéndose en pie con una expresión casi de divertida sorpresa-. Menudo desastre, ¿no?

– Les ayudo -me ofrecí.

– ¡No diga tonterías! -me respondió Frances.

Cogí a Beth del brazo.

– Venga -le dije-, enséñeme dónde están los utensilios de limpieza.

– ¿De verdad? Muy amable por su parte. Hay una mopa en el armario alto de la cocina, papel de cocina en el soporte de pared, y un cepillo y un recogedor bajo el fregadero.

Subimos al piso superior y entramos en la cocina alargada, que olía a café y a pan recién hecho. Cuando volvimos, Frances estaba hablando por teléfono y se quejaba de algo. Al colgar, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– ¿Problemas de trabajo?

Coloqué varios trozos de papel de cocina sobre los charcos de leche y café, y empecé a recoger los fragmentos de vidrio y porcelana y a meterlos en una bolsa. Beth pululaba a mi alrededor sorteando la porcelana rota.

– Lo que me vendría bien -observó Frances- es que el mundo se detuviera durante una semana, más o menos, para que yo pudiera ponerme al día con todo el trabajo atrasado. Milena, que en paz descanse, no era la más organizada de las mujeres. No paro de encontrarme con que había hecho, o se había comprometido, a cosas que no están apuntadas en ninguna parte. Por lo menos -añadió, echando un vistazo a la habitación- no están apuntadas en ningún sitio que yo haya encontrado.

Me observó mientras yo retiraba los terrones de azúcar uno a uno, barría las migas de las galletas, recogía la amalgama de papel de cocina empapado y lo tiraba todo a una bolsa de basura-. No es necesario que haga todo esto.

– Me gusta poner orden -repliqué-. En todo caso, en lo que respecta al trabajo, debería dividirlo en partes. Es imposible resolverlo todo de golpe. Quizá debería contratar a otra persona, al menos temporalmente.

– Yo no puedo asumir más trabajo -observó Beth en tono gruñón.

– No te lo iba a pedir -respondió Frances.

Recogí varios folios del suelo.

– ¿Qué quiere que haga con esto?

– Nada. Usted ya ha hecho bastante. Después me ocuparé de ello.

– Se los puedo colocar en varios montones, si quiere. Se me da muy bien ordenar.

– Sería un abuso por mi parte pedírselo.

– Pero si usted no me lo ha pedido. Yo me he ofrecido. Ahora mismo no tengo nada que hacer. Estoy… -titubeé- sin empleo.

– ¿Y está dispuesta a hacerlo?

Por un instante tuve la impresión de que iba a echarse a llorar o a darme un abrazo.

– Sí, a organizar todo esto. Al fin y al cabo, no habría pasado nada si usted no me hubiera ofrecido un café.

Beth se puso a ir de aquí para allá sin hacer mucho mientras Frances y yo ordenábamos los papeles: locales, empresas de restauración con las que Profesionales de la Fiesta trabajaba, actos que se estaban organizando, presupuestos. En ellos no descubrí nada referente a la vida personal de Milena Livingstone, aunque en algunos aparecía su elegante firma, y Frances me habló de las docenas de cartas de condolencia que había recibido y a las que todavía no había contestado.

Beth preparó café en una jarrita y nos fue trayendo varias tazas con gesto triunfante. Sentí una relajación extraña y absurda, aunque estuviera allí bajo falsos pretextos. Era un alivio ayudar a alguien y no ser yo la persona necesitada. También es posible que me gustara, durante un rato, dejar de ser la viuda apenada y «esposa engañada», la amiga digna de lástima y obsesionada con sus cosas. Cuando me llegó el momento de marcharme, Frances, al parecer algo avergonzada pero también desesperada, me preguntó si, por un casual, podía volver. Respondí, intentando que mis palabras sonaran despreocupadas, que estaría encantada de seguir ayudando, y le propuse ir al día siguiente.

– ¡Estupendo! -exclamó Frances-. Dios mío, qué maravilla. Eres mi salvadora. Estaba a punto de… Oye, espera, ni siquiera sé cómo te llamas.

Y respondí, sin pestañear:

– Gwen. Gwen Abbott.

Capítulo 12

En cuanto llegué a casa busqué el nombre de Gwen en la guía telefónica. No aparecía, seguramente porque es profesora de Matemáticas en un instituto. Si su nombre apareciera en la guía, su teléfono no dejaría de sonar: ¿cuáles son los deberes para mañana? No me sale el problema número tres. ¿Por qué ha suspendido a mi hijo? Y, ahora, desconcertantes mensajes de una empresa de organización de eventos para la que ella no sabía que trabajaba.

Después busqué a Hugo Livingstone y, sin poder contenerme, marqué su número. Después del segundo tono respondió una mujer con un fuerte acento de Europa del Este.

– ¿Dígame?

– Hola, ¿puedo hablar con Hugo Livingstone?

– No está.

– ¿En qué momento podría encontrarlo?

– Va a pasar muchos días fuera. Está en Estados Unidos.

– Ah. Disculpe la molestia.

Metí una patata en el horno, me serví una copa de vino, y después otra, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de hacer. ¿Había cometido un delito? No me lo parecía. Mientras no fuera para perpetrar un fraude o un robo, no me podían detener. ¿Verdad?

¿Estaba mintiendo? Sin duda.

¿Era moralmente incorrecto dar un nombre falso, y que además fuera el nombre de otra persona, de una de mis mejores amigas, para más señas? Aunque tomar prestado un nombre no era como llevarse un jersey sin permiso. No se lo estaba quitando a Gwen. No lo iba a estropear, ni a ensuciar. Había engañado a Frances y a Beth. Pero si les hubiera contado quién era habrían podido pensar que estaba loca. Y entonces surgía esa cuestión…

¿Estaba loca? ¿O sólo había cometido una locura? ¿O las dos cosas? ¿O ninguna de ellas? Si estaba loca, ¿me podía dar cuenta desde dentro, por así decirlo?

Al cabo de una hora, más o menos, saqué la patata asada del horno, la partí, añadí mucha mantequilla y le eché sal y pimienta. Primero me comí el interior blando, luego la piel crujiente. Estaba deliciosa. Sonó el teléfono.

– ¿Se puede saber dónde estás? -me preguntó Mary.

– ¿Por qué lo dices?

– Ibas a venir a cenar.

– ¿Ah, sí?

– Te invité hace varios días. Dijiste que sí.

– ¿Seguro?

– Estamos todos a punto de sentarnos a la mesa.

– ¿Quiénes son todos?

– Somos siete. Bueno, lo seremos cuando llegues.

– Diez minutos -respondí-. Como mucho, quince.

Estaba segurísima de que Mary no me había invitado. Aunque mi vida estaba sumida en tal caos, que mi convencimiento absoluto no implicaba necesariamente que ella no me hubiera invitado. Tanto el cuerpo como la cabeza me pedían a gritos no ir. Lo que me apetecía era un baño, acostarme y dormir profundamente varias horas, sin soñar. Además, ya había comido muy bien y me había tomado varias copas de vino. Solté unas palabrotas obscenas a voz en cuello mientras me duchaba en treinta segundos, me ponía un vestido y me pasaba la mano por el pelo con la esperanza de que pareciera que llevaba un peinado simpático. Cogí el abrigo, salí a toda prisa y paré un taxi al final de la calle.

Mary me saludó con bastante frialdad al abrir la puerta, pero no podía ponerse a echarle gritos a una viuda delante de Eric y de los otros cuatro invitados. Conocía a dos de ellos: Don y Laura eran viejos amigos de Mary, y siempre nos invitaba cuando ellos iban a su casa para que nos hiciéramos amigos; pero, por motivos que no alcanzaba a comprender, eso nunca había sucedido. También estaban Maddie, que trabajaba en la oficina de Mary, y Geoff, quien me contó que había conocido a mis amigos en un viaje de cicloturismo por Sicilia, un par de años antes, y que habían mantenido el contacto. Me pregunté, con un atisbo de resentimiento, si mi amiga ya me estaba intentando emparejar, pero me enfadé enseguida conmigo misma. ¿Qué otra cosa podría hacer Mary? Si hubiera invitado a dos parejas, yo me habría podido molestar por sentirme excluida.

Mientras ella me presentaba, vi que esa congoja que ya me resultaba conocida aparecía en el rostro de todos. Estaba claro que les había puesto al corriente de mi situación. Pero no tardé en tener otras cosas de que preocuparme. Mary anunció que iba a servir la comida y farfulló por lo bajo que se había estropeado toda.

Yo le estaba agradecida, al menos en teoría, por haberme invitado. No debía de ser un plan muy apetecible. Seguramente sabía que yo no iba a ser el alma de la fiesta. Los otros también parecían cortados, quizá porque intentaban evitar cualquier tema que pudiera parecer poco adecuado: muertes, funerales, bodas. Además, ahora yo sabía algunas cosas más sobre la situación del matrimonio de Mary: no podía dejar de mirar a Eric, ni de apartar la vista cuando él me pillaba. Geoff me contó toda una serie de detalles innecesarios de sus vacaciones de cicloturismo del año antes de conocer a Mary y Eric, y aún más detalles innecesarios sobre las vacaciones de cicloturismo que planeaba para ese año.

– ¿Tú montas en bici? -me acabó preguntando.

– No -respondí, cosa que no ayudaba mucho a animar la conversación; al menos, eso pretendía.

Miré a Laura, que se inclinó hacia mí, me cogió de la mano y me preguntó:

– Ellie, ¿cómo te encuentras?

– Bien -repuse-. En fin, todo lo bien que se puede estar en estas circunstancias.

– Sólo quería que supieras que, si hay algo que pueda hacer, no dudes en decírmelo.

Me obligué a responder como se esperaba: se lo agradecí y afirmé que lo que necesitaba no era ayuda, sólo sobrellevarlo y la compañía de los amigos; cuando llegué al final de la frase, no recordaba cómo había empezado. Entretanto, no estaba prestando la atención debida a los platos de Mary. El primero consistía en una serie de entremeses griegos: humus, hojas de parra rellenas de arroz, taramasalata, porciones fritas de queso halloumi, aceitunas con taquitos de queso feta, ensartados con palillos. Todo aquello me habría parecido delicioso si no me hubiera acabado de comer una enorme patata asada con mantequilla. Eric me llenó el plato, como si las raciones dobles supusieran una cura para el dolor. Mordisqueé la comida, la troceé y la removí en el plato, esperando que de esa manera pareciera que estaba comiendo mucho.

La temática griega continuó con el segundo plato. Mary había preparado una sustanciosa musaka, y Eric me sirvió un trozo enorme. Le pedí que me quitara la mitad y dediqué una gran cantidad de esfuerzo, ingenio y ruido de cubiertos a cortar la comida y, de vez en cuando, llevármela a la boca. Puse el mismo empeño en no beberme el vino, porque ya le llevaba tres copas de ventaja a todo el mundo.

También jugueteé con el queso y los panecillos, y Mary acabó por preguntarme si me encontraba bien. Le aseguré que sí y no insistió, seguramente atribuyendo mi falta de apetito a la pena. Pero con el café no me mostré tan reservada. Tomé tres tazas cargadas, después de las cuales las manos me empezaron a temblar y yo a sentirme tremenda e inhumanamente despierta, aunque también cansada.

Al término de la velada rechacé el ofrecimiento de Geoff de llevarme a casa. Quería caminar para despejar la cabeza, y para eliminar el café de mi organismo. Además, me gustaba pasear por la ciudad de noche y necesitaba pensar, darle vueltas a algunas cosas.

Estaba casi decidida a no volver a la oficina de Frances, porque aquello estaba mal en todos los sentidos, pero al recordar la velada en casa de Mary, también advertí que no podía continuar así. Desde fuera, lo más probable era que todo pareciera ir bien, como si yo fuera un robot programado con bastante eficacia para actuar como un ser humano: no había montado una escena, no había llorado, no había avergonzado a nadie. Desde mi punto de vista, desde dentro, era otra historia.

Quizás el hecho de aguantar todo el día y llegar a la noche sin venirme abajo, sin gritar ni montar una escena tremenda, constituía una señal de éxito. Pero no quería una vida así, con esa horrible sensación de disociación, de estar interpretando un papel que no tenía nada que ver conmigo, de haberme convertido en una persona a la que no reconocía. Eso, y no saber la verdad sobre Greg. En principio parecían ser dos cosas distintas, pero en mi cabeza estaban vinculadas. Si descubría que Greg y esa mujer habían sido amantes, o que no, podría comenzar mi nueva vida como una persona de verdad. Si encontraba la carta o el correo electrónico o la postal que demostrara que se había acostado con ella, porque yo había sido demasiado para él, o demasiado poco, me podría enfadar con él y quizá, sólo quizá, perdonarlo.

* * *

Así pues, al día siguiente me puse ropa de oficina, aunque tampoco mucho porque no tenía prendas de ese tipo: uno no se pone de punta en blanco para restaurar muebles en un cobertizo del jardín. Elegí unos pantalones de lona de algodón negro, un jersey fino de color gris claro, me recogí el cabello en un moño desaliñado, me puse pendientes, una cadena de plata al cuello, incluso me di rímel y lápiz de ojos. Ya no era Ellie, sino Gwen: solícita, tranquila, práctica, discreta, de lo más matemática. Saqué la cartera del bolso; si por algún motivo que aún no imaginaba la llegaba a necesitar, fingiría que la había olvidado. Sólo cogí unos cuantos billetes. Revisé minuciosamente todo lo que quedaba en el bolso y saqué lo que pudiera identificarme con mi nombre. Me miré la mano izquierda. No llevaba el anillo de casada.

A las diez y cinco Frances me abrió la puerta con tal sonrisa de bienvenida y alivio que no me quedó otro remedio que sonreír también.

– Pensé que a lo mejor no venías -dijo- Que a lo mejor ayer había alucinado de pura desesperación. Esto parece una zona catastrófica. Yo tengo que trabajar aquí, pero tú no.

– Te echaré una mano un par de días -respondí-. Yo también tengo cosas que hacer y tendré que retomarlas, pero tú estás pasando una mala racha, así que si puedo hacer algo…

– Sí, estoy pasando una mala racha -confirmó Francés-, una racha terrible, y en parte es así de terrible porque no sé qué puedes hacer para ayudar, ni qué se podría hacer en general aparte de prenderle fuego a todo.

– Yo no sé organizar un evento -repuse-, ni trabajar de camarera ni preparar una comida de cinco platos para cuarenta personas, pero si alguien me trae un café, revisaré todos y cada uno de los papeles de esta oficina y los responderé, o me encargaré de ellos, o los meteré en un archivador, o los tiraré. Y después volveré a mi vida normal.

La sonrisa de Frances se convirtió en algo parecido a un gesto de contrariedad.

– ¿Qué he hecho para merecerte? -inquirió.

Sentí un leve atisbo de aprensión. ¿Me estaba exponiendo demasiado?

– Sólo intento tratar a los demás como me gustaría que me trataran a mí -respondí-. ¿Tan raro es?

Ella volvió a sonreír.

– Soy un náufrago al que están acercando a la orilla. Así que… ¿qué más da?

Capítulo 13

Beth llegó justo después de las once. Se disculpó y dijo que la noche anterior había salido hasta tarde, aunque tenía un aspecto completamente fresco y descansado. Vestía de forma impecable, muy distinta a la del día anterior: una falda ajustada gris oscuro con una pequeña abertura por detrás, zapatos con algo de tacón y un chaleco encima de una camisa de un blanco reluciente. Su piel resplandecía, el cabello le caía sobre los hombros. Me hizo sentirme desaliñada, vieja y aburrida. Pareció sorprendida y no del todo contenta de verme.

– ¿Dónde va a trabajar? -preguntó a Frances.

– En ningún sitio fijo -respondí, antes de que Frances pudiera decir nada-. Sólo voy a resolver unas cuantas cosas, sin estorbar a nadie.

– Era por pura curiosidad -añadió Beth.

La interrumpió la alegre melodía de su teléfono móvil. Lo abrió y me dio la espalda; vi que sus medias negras tenían costuras.

Enseguida me resultó evidente que iba a tardar más de un par de días en restablecer el orden en esa oficina. Me sorprendió que Frances hubiera dejado que todo se convirtiera en semejante caos, pues me parecía de esas personas organizadas de un modo tranquilo e intuitivo: las bragas dobladas en el cajón de la ropa interior, las infusiones y las especias colocadas por orden alfabético en la estantería de la cocina, los papeles del seguro y de la inspección técnica del coche archivados en su sitio.

– ¿Se ocupaba Milena de los archivos? -pregunté mientras tomábamos el primer café del día, procedente de una cafetera nueva.

– Ésa sí que es buena -respondió Frances-. No. Milena era la atractiva relaciones públicas de Profesionales de la Fiesta. Su trabajo consistía en camelarse a los clientes, flirtear con los proveedores y tener ideas brillantes.

– ¿Y vosotras?

– Nosotras le sacábamos las castañas del fuego -apuntó Beth desde el otro extremo de la estancia.

– Parece que tenía mucha personalidad -observé.

– Pero eso ya lo sabías, ¿no? -repuso Frances.

– Sí, pero la gente puede comportarse de forma distinta en el trabajo -respondí enseguida, lanzándome improperios mentalmente-. Debéis de echarla de menos.

– Desde luego, ha dejado un vacío -dijo Frances mientras cogía el teléfono y marcaba un número.

Encontré algo de espacio en una mesa de la parte posterior de la oficina, junto a los escalones que llevaban al jardín. Empecé a colocar encima los montones de papeles que había recogido el día anterior. Intenté no hablar durante un rato; me preocupaba volver a ponerme en evidencia. Me sobresaltaba y me inquietaba cada vez que Frances me llamaba Gwen. ¿No se daba cuenta de que yo no era una Gwen temporalmente desempleada, sino una Ellie descontrolada, de que mis pantalones negros, mi jersey gris y mi lápiz de ojos constituían un pobre disfraz? Esperaba que, en cualquier momento, una mano firme se posara en mi hombro.

– ¿Cómo conociste a Milena? -quiso saber Frances.

– ¿Eh? -Me puse a pensar a toda velocidad-. En un acto de recogida de fondos. Para el cáncer de mama -añadí-. Fue aburrido pero me divertí con ella, y seguimos en contacto. Aunque no mucho. No recuerdo cuándo fue la última vez que la vi.

Miré a Frances: por lo visto mis palabras no le parecían inverosímiles.

– Y normalmente ¿a qué te dedicas, Gwen? -volvió a preguntar.

– Doy clases de Matemáticas en un instituto. Igual que la Gwen Abbott de verdad.

– Entonces no me extraña que esto se te dé bien. ¿Y por qué dejaste el trabajo?

– No estoy segura de haberlo dejado de forma permanente. Me he tomado un respiro. Dar clase me gusta, pero estresa mucho. -Frances asintió comprensiva y yo me fui metiendo en el papel: recordé detalles que Gwen me había contado, documentales que había visto en televisión, mi propia época de estudiante, cuando odiaba las Matemáticas-. Soy profesora en un instituto de una zona conflictiva, en… -se me ocurrieron varios sitios, y me quedé con uno que quedaba muy al norte pero todavía dentro de Londres- Leytonstone. A la mitad de los alumnos no les apetece nada estar ahí. Algunos apenas hablan inglés, y necesitan mucho más apoyo del que reciben. En vez de darles clase, lo que hago es intentar mantener el orden. Necesitaba descansar durante unos meses y reflexionar un poco. Si quiero cambiar algo, tiene que ser ahora. A lo mejor me voy de viaje.

– Ah, qué bien -comentó Frances mientras contemplaba un folleto y fruncía la boca-. ¿Adónde?

– A Perú. O a la India; siempre he querido ir ahí.

Sin previo aviso, las lágrimas me asomaron a los ojos. Greg y yo habíamos hablado de ir juntos a la India. Parpadeé con fuerza y metí dos recibos en la carpeta correspondiente.

– ¿Estás casada?

– No. Tuve una relación muy larga, pero no funcionó. -Me encogí de hombros con pesar-. Estoy sin trabajo y sin pareja. Atravieso un raro período de libertad, como ves.

– ¿Has tenido hijos?

– No -respondí con brusquedad. Pero añadí, sin darme cuenta, unas palabras que me pillaron desprevenida-: Siempre he querido ser madre. -Durante un terrible instante me quedé indefensa y volví a ser yo, Ellie, apesadumbrada porque no había podido tener hijos y ahora… Me erguí en la silla y di un carpetazo-. Algún día, quién sabe -añadí, o añadió Gwen con una enérgica alegría.

– Yo nunca he querido tener niños -me confesó Frances-. Siempre te consumen todo tu tiempo, y debe de ser agotador eso de tener que sacrificar tu libertad por el bienestar de otro. He visto cómo mis amigos dejaban de ser gente divertida y desenfadada, y cómo se convertían en personas que hablaban de culitos irritados y empezaban a bostezar a las ocho de la tarde, y decidí que eso no era para mí. Y David estuvo de acuerdo. Le daba gracias al cielo por haber nacido en una época en que se acepta que una mujer reconozca que no tiene instinto maternal. Pero hace unos años empecé a pensar que sería muy bonito cuidar así de alguien. O habría sido, debería decir. Ahora es demasiado tarde. El tiempo pasa… -concluyó, con una risita triste.

Los papeles que revisé esa primera mañana no me proporcionaron mucha información sobre Milena, sólo firmas garabateadas en copias de cartas sobre el precio de los canapés y el alquiler de copas de champán, aunque anoté todas las fechas y los lugares importantes en mi libreta. Decidí coger el toro por los cuernos.

– Una cosa -empecé mientras estábamos tomando otro de los cafés que iban marcando el paso del día-, el hombre aquel junto al que Milena murió… ¿quién era?

Pasé el dedo por el borde de la taza e intenté aparentar despreocupación. ¿Me temblaba la voz?

Frances se encogió de hombros.

– No sé nada de él. Creo que estaba casado. Silvio me ha comentado que vio una vez a la mujer. Daba la impresión de que le había gustado bastante, pero bueno, Silvio es un chico peculiar.

Me ruboricé. ¿Cómo reaccionaría una persona normal? ¿Debía preguntar quién era Silvio? No. Se suponía que yo conocía a Milena.

– ¿Y tú no lo llegaste a ver?

– No sabía ni que existía.

– Qué cosa tan rara.

– La vida de Milena era así.

– ¿Qué quieres decir?

Dejé la taza y moví unos papeles, como si la respuesta no me interesara especialmente.

– Su vida siempre fue un poco complicada. Y misteriosa.

– O sea, que tenía amantes.

Frances se ruborizó, bien por vergüenza, bien por nervios.

– En una palabra, sí.

– Ah, no lo sabía. ¿A su marido no le importaba?

Ella me lanzó una mirada extraña.

– No sé si se llegaba a enterar. La gente ve lo que quiere ver, ¿no?

– Entonces, ¿ella no te contaba sus cosas?

– Sólo cuando quería. Supuse que había conocido a alguien. Se le veía ese brillo en la mirada. -Esbozó una sonrisita pesarosa-. Vas a pensar que no tengo compasión por hablar mal de una muerta.

– Estás hablando con sinceridad. Milena era una mujer complicada. -Me preocupó haber ido demasiado lejos. No quería que Frances pensara que la estaba obligando a hablar mal de su amiga-. Y caótica -añadí, poniéndome en pie y atravesando la sala para coger otro montón de papeles sin ordenar-. Voy a ponerme con esta pila.

– Oye, Gwen…

– ¿Sí?

– Me alegro de que estés aquí.

– Y yo me alegro de estar aquí -repuse, intentando sonreír.

* * *

A la hora de la comida Beth subió a la cocina del piso superior y nos preparó una de esas comidas que siempre he imaginado que comen las mujeres después de ir a la peluquería: ensalada ligera de judías verdes, frijoles blancos y brotes de soja, espolvoreada con semillas sanísimas y aliñada con una vinagreta de limón; al terminar, tenía más hambre que antes.

Mientras respondía las preguntas de Frances me fui enterando de más detalles sobre mi vida en el papel de Gwen: resultó que esta Gwen se había criado en Dorset, que era la menor de cinco hermanos, que había asistido a la Universidad de Leeds, donde había estudiado Matemáticas y Física, que le gustaba la jardinería y que incluso tenía un huerto (¡basta!, me ordené: no sabes nada de huertos), y que su padre había muerto. Mientras me inventaba esa vida sobre la marcha me iba angustiando cada vez más. Habría sido mucho más sencillo ceñirme a mi propia vida, o, al menos, a la de la Gwen real. Ahora debía recordar lo que había contado. Beth no decía nada; se limitaba a mirarme. ¿Había cometido algún fallo? Sólo hacía falta que Beth o Frances conocieran un poco bien Dorset, Leeds o Leytonstone, y ¿quién sabía lo que podía pasar? Al mismo tiempo, construirme esa vida me procuraba una emoción placentera. Siempre había querido ser la más pequeña de una familia numerosa y unida, y no la mayor de una familia reducida y no muy bien avenida; ahora, durante unos días, lo era. A lo mejor me agenciaba un huerto. ¿Por qué no? Todo es posible cuando decides ser otra persona.

* * *

A las cuatro, más o menos, mientras la luz se iba apagando y empezaba a llegar el atardecer, Beth atendió el teléfono y le musitó algo a Frances.

– ¡Qué horror! -exclamó ésta-. Bueno, pues vamos. -Se quedó ensimismada durante un instante y después me miró como si se hubiera olvidado de mi existencia-. Gwen -añadió-, ha surgido un imprevisto. Tenemos que salir. ¿Te importa quedarte montando guardia?

No me importaba montar guardia. Tenía muchas ganas de montar guardia. Esperé a que la puerta de entrada se cerrara y las vi -o al menos la parte inferior de sus cuerpos- pasar junto a la ventana del sótano. Me puse en pie de un salto y empecé a husmear. No sabía qué buscaba, pero sí que seguramente no lo iba a encontrar en las carpetas y los archivadores que estaba revisando. A lo mejor en los cajones del escritorio. Abrí el primero y empecé a hurgar entre los artículos de papelería; sólo encontré sobres, clips, cartuchos de tinta y pósits. Pero en el segundo me topé con dos botellas de vodka, una vacía, la otra por la mitad. Me quedé contemplándolas durante un minuto, las volví a dejar en su sitio y cerré el cajón. Centré mi atención en el ordenador. Lo puse en marcha y esperé a que se abrieran los programas.

Sonó el timbre; di un respingo en la silla, el corazón se me desbocó y la garganta se me secó repentinamente. Apagué el ordenador; vi cómo se cerraba y la pantalla se quedaba en negro. El timbre volvió a sonar. Me pasé la lengua por los labios, me atusé el cabello, adopté un gesto tranquilo e interrogativo, propio de Gwen, y fui a abrir.

El hombre que estaba en la escalera pareció sorprenderse al verme. Era bastante bajo y delgado, casi demacrado, y llevaba un traje gris con una camisa blanca. Tenía las mejillas hundidas, unos ojos grises y sagaces y un cabello castaño que se le estaba empezando a caer.

– ¿Le puedo ayudar en algo? -pregunté.

– ¿Quién es usted?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– ¿Vamos a seguir haciéndonos preguntas? Ahí va otra: ¿está Frances?

– No; soy su ayudante temporal. Me llamo Gwen.

– Johnny. -Me tendió la mano y se la estreché. No me miró a los ojos; dirigió la mirada detrás de mí, como si no creyera que estaba sola-. ¿Se le ha olvidado a Frances que iba a venir?

– Está un poco distraída en general. No tardará en volver.

– Esperaré.

Pasó a mi lado y entró: estaba claro que se sentía a sus anchas en esa oficina.

– ¿Trabaja usted con Frances? -pregunté. -Casi siempre les llevo los temas de comida. -Pues no parece usted cocinero -repliqué. Mis palabras sonaron bastante groseras. Él se miró el traje.

– ¿Cree que miento? Me han ascendido a un puesto de dirección, y por eso le he traído un menú para la semana que viene. ¿Quiere verlo?

– No soy la persona indicada para…

– Bueno, pero ¿trabaja usted aquí o no?

Nos sentamos en el sofá y me enseñó el menú. Me dijo cómo preparar un suflé con antelación; me contó que compraba todos sus ingredientes a proveedores locales; me puso la mano en el brazo; añadió que su restaurante se llamaba Zest, que su plato típico eran las manitas de cerdo rellenas y que debía pasarme por allí pronto; me escuchó con atención cuando respondí; se rió y me miró a los ojos; pronunció mi nombre en cada frase («¿no le parece, Gwen?» y «le voy a decir una cosa, Gwen»). Y Gwen se sonrojó porque era tímida y porque aquello le proporcionaba un placer incómodo y complicado.

Cuando Frances volvió, empapada por la lluvia que había empezado a caer, nos vio en el sofá y nos dirigió una mirada entre divertida y cariñosa.

– Veo que no me habéis echado de menos.

Se quitó el bonito abrigo, lo dejó en el respaldo de una silla y dio a Johnny un beso en cada mejilla.

– Yo siempre te echo de menos -replicó éste-, pero me han tratado muy bien. -Le puso las manos en los hombros, se alejó un poco de ella y la estudió con aire serio-. Frances, pareces exhausta. ¿Te estás cuidando?

– No, pero Gwen sí -respondió ella.

Ambos me sonrieron y me brindaron su aprobación.

* * *

Johnny me dejó en la estación de metro. Tomó mi mano entre las suyas, declaró que conocerme había sido un auténtico placer y que seguro que volveríamos a vernos pronto. Yo mascullé una respuesta y evité su mirada brillante. ¿Por qué tenía que sentirme culpable si un hombre simpático intentaba ligar conmigo, o más bien conmigo fingiendo no ser yo? Al fin y al cabo era una mujer libre, y hacía mucho tiempo que nadie me miraba sin pena o azoramiento. Pero no me sentía libre: tenía la sensación de que todavía mantenía una relación con Greg, y que mostrarme receptiva suponía, de forma algo retorcida, una traición.

Estaba oscuro y lloviznaba mientras iba del metro a casa. Los charcos relucían bajo las farolas. Faltaban pocas semanas para la noche más larga del año; los días se estaban acortando y la Navidad se aproximaba. Habían colocado adornos en los escaparates y colgado luces entre las farolas. Me pregunté, deprimida, qué haría en Navidad. Durante un instante, la idea de despertarme ese día sola en mi enorme cama me hizo soltar un gemido de dolor. Me detuve y me llevé la mano al corazón. Entré en mi calle y vi mi pequeña casa, con las ventanas a oscuras y el jardín delantero empapado y descuidado.

Mientras entraba empezó a sonar el móvil. Vi que la llamada era de Gwen y durante un segundo sentí cierta confusión.

– Llevo todo el día intentando localizarte.

– Lo siento, he estado liada.

– Eso está bien. ¿Se te ha olvidado que quedan pocos días para tu cumpleaños?

– No. La verdad es que no he pensado en ello.

– Estaría bien hacer una fiestecilla y tomar unas copas.

– No lo veo muy claro.

– En tu casa. No tienes que hacer nada, sólo estar ahí. Yo me ocupo del resto. Te limpio la casa después y todo.

– Da la impresión de que ya la has organizado.

– Bueno, no exactamente. Pero ya me he asegurado de que gente como Mary pueda venir.

– ¿Qué es eso de «gente como Mary»? ¿Quién más?

– Pocas personas. Yo, Mary y Eric, Fergus y Jemma, claro, Joe y Alison, Josh y Di. Ya está. Y a quien tú quieras invitar, claro.

– No sé, Gwen.

– Yo preparo unos canapés y Joe se ocupa del vino.

– ¿Y cuándo se supone que es esta fiesta?

– Pasado mañana.

Desistí de protestar.

– Voy a consultar mi agenda -dije irónicamente-, pero estoy bastante segura de que ese día lo tengo libre.

– Estupendo. Pues ya está. Llegaré sobre las cinco, en cuanto salga del instituto, y lo prepararemos todo.

Capítulo 14

Cuando llegué a la oficina, Frances hablaba por teléfono. Me indicó que pasara con gestos enérgicos. Parecía que le estaban soltando toda una perorata.

– Ya -decía ella-. Sí, me hago cargo… Ah, ¿no me diga? ¿No lo habíamos hecho…? ¿Es grave? ¿Qué hacemos entonces…?

Crucé de puntillas la estancia, preparé dos cafés y le tendí uno. Ella hizo muecas como una actriz de cine mudo para darme las gracias y, al mismo tiempo, para expresar frustración y exasperación.

– Sí -prosiguió-. Pero es que estamos atravesando unos momentos difíciles, después de lo que ha pasado… Ya; ¿y no podría explicárselo a ellos? Ah, vale… Sí, de acuerdo…

Al fin colgó. Parecía que iba a echarse a llorar.

– Yo nunca quise ser empresaria -afirmó con un hilillo de voz-. ¿Te he contado que estudié Bellas Artes?

– No.

– Iba a ser pintora. Esa era la idea. Se me daba bien, pero luego resultó que en Inglaterra sólo hay sitio para cuatro pintores al mismo tiempo, y estaba claro que yo no iba a ser uno de ellos.

– ¿Con quién hablabas?

– Con el malvado de nuestro contable -respondió-. Se supone que trabaja para nosotras, y no cobra precisamente poco, pero lo único que hace es gritarme. Es como uno de esos padres que siempre se sienten decepcionados. Según él, nos hemos retrasado con el IVA y eso, al parecer, está muy mal. Yo creía que uno contrataba a un contable precisamente para que se ocupase de esas cosas. Ay, Gwen, odio todo esto. No puedo más.

Recordé una de mis primeras conversaciones con Greg, cuando nos estábamos conociendo y queríamos saber hasta el menor detalle de la vida del otro. Yo me metí con él por ser contable. ¿No se reducía aquello a sumar columnas de números y a rellenar impresos? El se rió. No era así en absoluto, al menos no con los clientes que él tenía. Había que ser un poco psiquiatra y un poco mago, negociador de secuestros y artificiero; lo de los formularios sólo venía al final.

– Beth no está llevando esto nada bien -añadió Frances-. Lo bueno que tiene esa chica, que, por cierto, aún no ha llegado, es que es muy joven, tiene una presencia impecable y rezuma seguridad. La puedes llevar a cualquier sitio y siempre parece muy ocupada, pero cuando termina la jornada no resulta muy fácil saber qué ha hecho exactamente. Los actos sociales se le dan bien. Los clientes están encantados con ella. Los hombres, me refiero. Eso se debe a que tiene veintidós años. Y a sus pechos.

– Los tiene estupendos.

– Ya, pero con los pechos no se soluciona lo del IVA. Y las navidades están al caer. Gwen, ¿seguro que no quieres trabajar aquí? ¿Aunque sea con un contrato de tres meses, hasta que salgamos de ésta?

Negué con la cabeza e intenté recordar lo que Greg decía en situaciones así.

– Lo que realmente necesitas -afirmé- es saber qué terreno pisas ahora mismo. Cuánto debes, cuánto te deben, cuánto tienes y cuáles son tus planes. Eso lo podemos solucionar en un par de días, y entonces se habrán acabado los problemas.

– Yo quería ser artista -protestó Frances-; cuando conocí a Milena, todo iba a ser muy divertido. Nos gustaba asistir a fiestas, nos gustaba organizarías, así que ¿por qué no ganarnos la vida con ello? Y yo podía dedicarme al arte en mis ratos libres. Al final las cosas no salieron así. Ya sabes que el anfitrión nunca se lo pasa bien en su fiesta. Siempre preocupado por que se acaben las bebidas, o por que alguien no se divierta. Aquí estamos siempre así.

– ¿Milena también lo vivía de ese modo?

– No -respondió Frances con una sonrisa triste-. Ella no dejaba que los detalles la deprimieran.

– De los detalles ahora me ocupo yo. Por lo menos, durante los próximos días.

No sé por qué, cuando no es tu vida la implicada, las cosas resultan más fáciles. Durante dos horas, hice lo que Frances pensaba que hacía un contable. No era una cuestión de magia, no utilicé humo ni espejos, ni la astucia. Me limité a apilar los papeles que tenían un aspecto parecido. Elaboré varias listas de citas, que también copié en mi libreta subrepticiamente; comparé las facturas y los extractos bancarios. A las once llegó Beth. Le di una lista de teléfonos para que llamara y comprobase las fechas de entrega. Se quedó tan sorprendida como si le hubiera pedido que desatascase las tuberías. Puso mala cara y miró resentida a Frances, pero hizo lo que le mandé.

Veinte minutos después llegó Johnny; me saludó con un movimiento de cabeza, se sentó al lado de Frances y se puso a hablar de menús. Yo apenas levanté la vista. En ese momento estaba procesando mentalmente mucha información. Si charlaba o pensaba en otra cosa, aunque fuera por un instante, perdería la concentración y tendría que empezar de nuevo.

Mi noción del tiempo era poco precisa, pero al cabo de poco rato noté una presencia a mi lado. Era Johnny.

– Me preocupa un poco pasar por aquí -dijo, indicando los montones de papeles que rodeaban mi silla.

– Pues no pases -le espeté con gesto de pocos amigos: no quería que me distrajese.

– Esto no es…

– Un momento -le pedí, levantando la mano. Apunté una fecha seguida de una cantidad de dinero y después el IVA. Entonces lo miré-: ¿Sí?

– Iba a decir que te ocupas de todas las partes aburridas de este trabajo, pero de ninguna de las divertidas.

Señalé la oficina.

– Por lo visto eso es lo que necesitan -repuse.

– Mi estrategia, en cambio -afirmó él- consiste en ocuparme de lo divertido y dejar que lo aburrido se arregle solo.

– Ése parece el mejor modo de ir a la quiebra.

– Todos los restaurantes acaban yendo a la quiebra.

– Pues eso no parece muy divertido, precisamente.

– Es estupendo -afirmó Johnny, y añadió con aire reflexivo-, incluso cuando se va al garete. Entonces empiezas de nuevo. Todo sigue una especie de ritmo. Aunque lo que realmente quería decir, lo que te quería preguntar… Te acuerdas de que te hablé de mi restaurante, ¿verdad? Bueno, pues si quieres venir para que te enseñe el tipo de comida que hago… Cuando quieras. Hoy o mañana, o cuando sea.

Era guapo con un punto oscuro, y vestía bien; un hombre que se declaraba en bancarrota y que no se venía abajo por eso. Era perfecto, en cierto sentido. Perfecto si yo no hubiera sido yo. Aunque también era cierto que la persona con la que él hablaba, en realidad, no era yo.

– No puedo -respondí-. Ahora no. En este momento de mi vida no estoy para esas cosas.

– Ah, no -insistió, impertérrito-. No te estaba proponiendo una cita. No te estoy dando la brasa. Sólo había pensado, de profesional a profesional, que te resultaría interesante y útil ver la clase de comida que hacemos.

– Lo pensaré -respondí-. Ahora mi vida es un pequeño caos, pero lo pensaré.

En mi trabajo me había acostumbrado a lijar una silla o barnizar un baúl y a tener por toda compañía la radio, a la que prestaba atención de forma intermitente. La oficina de Profesionales de la Fiesta era un espacio casi público en el que la gente entraba y salía, donde se entregaban paquetes y por el que los clientes, o los clientes en potencia, se pasaban. A veces el potencial de esos clientes parecía enormemente difuso. Acabé por pensar que Frances había exagerado la carga que le suponía llevar el papeleo de la empresa. Gran parte de la mañana y de las primeras horas de la tarde se le iban en una serie de largas y bulliciosas conversaciones, tanto por teléfono como en persona.

Algunos clientes también conocían a Beth, y constaté una faceta diferente de ella, un brillo, una especie de seguridad cuando flirteaba con los hombres o cotilleaba con las mujeres. Al escucharla -y era imposible no hacerlo-, advertí que yo había ingresado en un mundo distinto, más rico que el mío, con sus propias reglas, normas y convenciones.

En lo referente a los visitantes, frecuentaban el lugar varias mujeres vestidas con gran elegancia que parecían disponer de mucho tiempo libre. Eso me podría haber producido una punzada de resentimiento, si no hubiera sido yo la que había elegido mi situación. En todo caso, cuanto menos hicieran Frances y Beth, más posibilidades tenía yo de enterarme de algo. Me quedaba en el otro extremo de la sala, dándoles la espalda, con la cabeza entre las manos y tapándome los oídos para poder concentrarme.

Poco después de las tres oí que alguien entraba. Me sorprendió un poco escuchar una voz masculina, me di la vuelta y sufrí un sobresalto.

Era Hugo Livingstone. Un hombre al que sólo había visto una vez, en la investigación judicial. Durante un instante sentí una rabia inútil y ridícula: ¿qué demonios hacía él allí? Me maldije por ser tan tonta. Era el marido de Milena. ¿No era normal que apareciese en la oficina de su mujer muerta? ¿Acaso no había hecho yo lo mismo? Intenté pensar un modo, el que fuera, de marcharme de allí sin que él me viera la cara. Podía salir a gatas, o por la ventana. Pero sabía que no era posible. Sólo le haría falta un vistazo para saberlo. La idea de que me reconociera y de que yo me viera obligada a dar una explicación resultaba tan terrible, que me sentí febril al imaginar la explosión nuclear de vergüenza que supondría el descubrimiento.

Traté de seguir trabajando o, más bien, de dar esa impresión. Me acerqué unos papeles como si los estuviera estudiando con especial atención. Otras personas habían entrado y salido sin reparar en mí. Si me quedaba inmóvil era posible que él se acabara marchando. Intenté enterarme de qué quería, pero hablaba entre dientes y sólo pude distinguir alguna palabra suelta. Con Frances no tenía esos problemas. Escuché expresiones de condolencia y comentarios sobre el caos en que estaba sumida la oficina, y supe lo que iba a pasar.

– Ah, te presento a Gwen -dijo Frances-. Su ayuda ha sido impagable. Apareció de la nada, y ahora nos está ordenando las cosas. ¿Gwen?

Paralizada por el pánico, intenté inventar algo, lo que fuera, para no tener que darme la vuelta. No había ninguna trampilla, ninguna cuerda por la que trepar, pero tenía el móvil en la mesa. Apagado, para que nadie pudiera llamarme. Lo cogí.

– Eso es -dije como si estuviera hablando por él-. ¿Lo podría comprobar? Sí, es urgente. Sí.

Volví la cabeza mínimamente y levanté la mano con un gesto muy parecido al que había visto hacer antes a Frances. Esperaba que se interpretase como un «lo siento, me encantaría presentarme, pero estoy liada con una llamada de teléfono importantísima y me es imposible interrumpirla». Decidí que estaba hablando con un albañil que me hacía unas obras urgentes en el dormitorio, intenté imaginármelo al otro lado de la línea para resultar más convincente. Seguí diciendo que sí y que no, farfullando frases inacabadas. Aunque me estaba acostumbrando a vivir en un mundo de fantasía, y ahora en un mundo de fantasía dentro de otro mundo de fantasía, todo aquello me pareció lamentable y muy poco convincente.

En los silencios que se intercalaban entre mis ridículas palabras intenté distinguir qué decía Frances. Temía que le contara que yo era amiga de Milena y que él se quedara, por mucho tiempo que yo siguiera hablando por el teléfono apagado, para saber de qué la conocía. Pero ella empezó a referirse a personas que no me sonaban de nada; al cabo de unos minutos oí más pisadas y la puerta de entrada se abrió y se cerró. Me obligué a prolongar la conversación un poco más.

– ¿Decidimos los colores cuando nos veamos? -pregunté muy animada y en voz muy alta-. Estupendo. A lo mejor te veo cuando vuelva… Ah, ¿ya te habrás ido? Vale, pues mañana. Hasta luego.

– ¿Va todo bien? -me preguntó Frances mostrando un gesto comprensivo.

– Era el albañil; al menos él asegura serlo -respondí-. Ya sabes cómo son.

Esperaba desesperadamente que, en efecto, Frances supiera cómo eran, porque ya no aguantaba más mentiras. Era mentalmente incapaz de sostener más farsas. Ella asintió con la cabeza. Creo que los detalles de mi vida no le interesaban mucho.

Sí era cierto que me estaba ocupando de los papeles de la empresa. En eso no mentía. Pero, al mismo tiempo, también apuntaba todas las referencias para saber dónde había estado Milena en cada momento. Si comparaba esos datos con la tabla que había confeccionado para Greg, quizás encontrase algún lugar en el que habían estado, o dos recorridos que se cruzaban. No tenía por qué ser una noche en un hotel; podía ser un tren, una gasolinera. Mientras trabajaba decidí pasarme por la papelería al volver a casa para comprar más cartulinas y rotuladores de colores, y elaborar otra tabla para Milena.

Trabajaba con tanta concentración que, cuando escuché que Frances me llamaba, tuve la sensación de que me había quedado dormida y, al despertar, el mundo estaba sumido en la oscuridad.

No estaba sola. A su lado había un hombre alto, distinguido, rico. Me hizo sentirme desaliñada y algo incómoda. Debía de andar por los cincuenta y tantos; su cabello era entrecano y lo tenía plateado en las sienes. Llevaba un abrigo con una bufanda de color azul marino.

– Te presento a Gwen, mi hada madrina -me presentó Frances; de nuevo, tuve que reprimirme para no darme la vuelta y ver dónde estaba Gwen-. Éste es David, mi marido.

Él me dedicó una sonrisa algo socarrona y me tendió la mano. Lucía una manicura impecable, aunque lo cierto era que todo en él era impecable: el cabello, los mocasines de cuero negro. Me estrechó la mano brevemente y con poca fuerza.

– David, tienes que convencer a Gwen de que se quede. Él la observó con frialdad y se encogió levemente de hombros.

– ¿Ve cuánto la valoran? -me preguntó con una voz que conseguía aunar el sarcasmo con la indiferencia.

– Yo me lo tomo como unas vacaciones -señalé.

– Pues qué vacaciones tan curiosas -observó él.

– Es profesora de matemáticas -añadió Frances.

– Ah -dijo él, como si eso lo explicara todo.

– Ya es hora de marcharse -anunció ella-. Pero espera un segundo.

Se dirigió a su mesa y garabateó algo. Volvió y me tendió un cheque.

– No puedo aceptarlo.

– No digas tonterías -insistió ella.

– No, de veras. No puedo.

– Ah, ya. Por la declaración de la renta, ¿verdad? David, ¿me dejas tu cartera, cariño?

Él suspiró y se la dio. Ella rebuscó en el interior, sacó unos billetes y me los tendió. Mi impulso fue rechazarlos, pero pensé que si una persona aparece, trabaja para ti y te organiza la oficina, y después se niega a cobrar, deja de parecer una santa y empieza a resultar inquietante, quizás incluso sospechosa. Cogí el dinero.

– Gracias -dije.

– ¿Vendrás mañana?

– Bueno, mañana sí.

Salimos de allí todos juntos.

– Ya sabes que aquí te queremos todos -añadió Frances.

– No será para tanto -respondí.

– Johnny siente una adoración absoluta por ella -le comentó a su marido, que esbozó una leve sonrisa y se zafó de la mano que ella le posaba en el brazo.

Vi que ella hacía una mueca al advertir esa muestra de desprecio. Me pareció que estaba demasiado pendiente de él, demasiado ansiosa, y que él la trataba con algo cercano al desdén. Noté una punzada de compasión por Frances: una mujer guapa con una vida llena de privilegios, pero que estaba claro que no era feliz.

* * *

La anciana del mostrador de la tienda de Oxfam en Kentish Town Road pareció quedarse perpleja cuando le di los billetes sin comprar nada. Intentó que me llevara un vestido, o al menos un libro, pero no hubo manera de convencerme y al final desistió. Salí con la sensación de haber robado, pero al revés.

Capítulo 15

– ¿Crees que sería una buena idea -pregunté- que repasara los correos electrónicos de Milena, para cerciorarme de que no hay más sorpresas desagradables esperándote?

Frances acababa de enterarse de que a Milena y a ella las esperaban en la mansión de una clienta, en Kingston upon Thames, para planear la futura boda de su hija. Incluso desde el otro extremo de la sala me llegó la bronca de aquella mujer, su voz alta y airada.

– Milena ni siquiera me lo había comentado -se quejó Frances, desanimada, tras terminar la conversación y prometer que acudiría al día siguiente-. Su obligación era apuntarlo todo en la agenda de la oficina.

– ¿Puedo ver esa agenda? Para poder comprobar algunas cosas.

– Sí, claro.

Cogí el libro, grande y de tapas duras, en el que había una página para cada día y que estaba cubierto de borrones, tachones, recordatorios; intenté memorizar las citas para compararlas con la tabla de Greg, pero no tardé en desistir. Las tendría que transcribir más tarde.

A Frances no le pareció mal que revisara los mails de Milena, pero al ordenador sí. Vi que para acceder a su correo electrónico debía introducir una contraseña. Le pregunté a Frances cuál era.

– No tengo ni idea.

– Vaya.

Me quedé mirando la pantalla, frustrada. Tenía el presentimiento de que las respuestas que necesitaba estaban en el interior de esa caja pequeña y fina, y que sólo me hacía falta la llave. Inútilmente, probé con los nombres de sus dos hijastros, sin resultado.

– ¿Alguna sugerencia? -pregunté a Frances.

Ella esbozó un gesto de impotencia.

– Prueba con su apellido de soltera, Furness.

– Nada -declaré al cabo de unos segundos.

– Su cumpleaños: el 20 de abril de 1964.

Así que tenía cuarenta y cuatro años, diez más que yo. Lo tecleé. Nada.

– Hablaba mucho de un perro que había tenido de pequeña.

– ¿Cómo se llamaba?

– Nunca me lo dijo. Oye, ¿y no hay formas de saltarse la contraseña?

No pude evitar sonreír.

– Seguramente, pero si las hay, ¿tú crees que yo las conozco?

– Ah, vaya. Pues tendremos que esperar que no haya más citas a las que no voy a acudir. Mientras tanto, necesito presupuestos para carpas antes de mañana por la mañana.

* * *

Le había dicho a Frances que ese día tenía que salir antes. Incluso así, mientras subía mi calle a toda prisa vi que Gwen ya me esperaba en la puerta con unas cuantas bolsas junto a los pies.

– ¡Feliz cumpleaños! -me dijo besándome en ambas mejillas-. Pero ¿dónde estabas? Pensaba que se te había olvidado, o que te habías arrepentido.

– Tenía que ocuparme de unas gestiones -respondí sin dar detalles.

Ella me miró con curiosidad.

– Sí que te estás poniendo misteriosa.

Me puse nerviosa.

– No era mi intención. Es que he tenido que ocuparme de temas de dinero y cosas así.

Mentira, aunque sí era cierto que debía atender ese tipo de asuntos y que si pensaba en mi situación económica la angustia me atenazaba.

– Pobrecilla -respondió Gwen, muy comprensiva.

– Son cosas que hay que hacer. -Saqué la llave del bolsillo-. Venga, entremos, que hace frío. Ya cojo algunas bolsas. ¿Qué has traído? Creía que venía poca gente.

Entramos en la cocina.

– Sí. Seremos quince, veinte como mucho. -Empezó a vaciar las bolsas sobre la mesa de la cocina-. Humus con pan de pita y guacamole. He comprado aguacates para prepararlo. Tortillas mexicanas con salsa, pistachos. Casi no hay que hacer nada, sólo ponerlo todo en cuencos.

– ¿A qué hora va a llegar todo el mundo?

Me había invadido el pánico. Estaba acostumbrada a formar parte del equipo Ellie-Greg, que se enfrentaban juntos al mundo. Había perdido la capacidad de afrontar las cosas sola, excepto cuando fingía ser otra persona, claro está: en ese caso no tenía grandes problemas.

– Sobre las seis o seis y media.

– ¿Y qué me pongo?

– Tranquilízate. Sólo son tus amigos. Dentro de un rato le echamos un vistazo a tu armario, pero no hay que ponerse de tiros largos. La gente va a venir directamente del trabajo. De hecho no hace falta ni que te cambies si no quieres.

– No -respondí, con una brusquedad que me sorprendió incluso a mí. Pero es que llevaba la ropa de mi papel de Gwen: los mismos pantalones negros, la camisa gris de rayas, un chaleco por encima y unas botas flexibles de ante negro-. Me tengo que cambiar. Con esto me sentiría rara.

– Te he traído una cosa. Un regalo de cumpleaños. -Me tendió un paquetito-. Vamos, ábrelo.

Rasgué el papel de envolver y encontré una cajita. En el interior había un sencillo brazalete de plata.

– Es precioso.

Me lo pasé por la muñeca y alcé el brazo para que Gwen lo admirara. Le cambió el gesto, pero no como yo esperaba.

– Ellie, te has quitado la alianza de boda.

Sentí que un rubor espantoso se extendía por mi rostro y mi cuello mientras me contemplaba el dedo desnudo.

– Sí -dije al fin.

– ¿Es porque…?

– No sé por qué es -respondí-. Lo llevo en el bolso. A lo mejor me lo vuelvo a poner. ¿Me lo pongo?

– Dios mío, Ellie, no sé. Ya hablaremos de ello cuando todos se hayan marchado. Ahora vamos a elegir la ropa.

Estuve titubeando y comiéndome la cabeza delante del espejo hasta que ella me dijo qué ponerme: pantalones vaqueros y una fina camisa blanca que estaba bastante nueva y que nunca me había puesto porque era demasiado bonita, estaba demasiado limpia y reluciente, y la guardaba para una ocasión especial. Me cepillé el pelo y me hice una cola alta.

– ¿Así estoy bien?

– Estás guapísima.

– Qué dices.

– De verdad. Oye, he invitado a Dan. ¿Te importa?

– ¿Quién es Dan?

Ella se ruborizó intensamente.

– Un chico al que he conocido.

– Estupendo. Espero que sepa la suerte que tiene de que le hayas invitado.

Gwen no tenía muy buena suerte con los hombres. Yo le decía siempre que era demasiado buena para ellos y, en cierto sentido, era la verdad. Los hombres, pensé sombríamente, suelen ir detrás de mujeres como Milena, que los tratan mal, que pasan de ellos. Lo que nos pierde es estar demasiado pendientes.

Sonó el timbre.

– ¿Quién será? Ojalá fueran ya las nueve, todos se hubieran marchado y volviéramos a estar solas tú y yo, comentando cómo ha ido. Y hablando de Dan, claro.

– Seguro que es Joe. Me ha dicho que iba a llegar antes con las bebidas.

Efectivamente era Joe, con el coche aparcado junto a la acera y el maletero abierto. Me dio un abrazo tremendo; su barba incipiente me raspó la mejilla y su abrigo me irritó la piel.

– ¿Cómo está la cumpleañera?

– Bien.

– Bueno, todo esto lo dejo en la cocina, ¿no? Doce botellas de champán… más bien de vino espumoso, para ser sincero. Y otras doce de vino tinto.

– Joe, ¡doce botellas!

– Las que sobren te las puedes quedar para otra ocasión. Vamos abriendo una, ¿no?

Quitó el aluminio y el alambre, descorchó una de champán, dejó que saliera la espuma y que después bajara. Sirvió tres copas; las levantamos y brindamos.

– Por nuestra querida Ellie -dijo él.

– Por Ellie -repitió Gwen, mirándome con mucho cariño.

¿Por qué tenía tantas ganas de llorar? ¿Por qué me picaban los ojos y se me taponó la nariz y se me formó un nudo de pena en la garganta?

* * *

La gente empezó a llegar con cuentagotas, y luego de forma continuada; dejaban sus paraguas en el vestíbulo y tiraban los abrigos sobre la barandilla de la escalera y el respaldo del sofá. Mi pequeña casa no tardó en llenarse de gente que ocupaba el salón, la cocina, que se sentaba en las escaleras. Todos trajeron regalos: whisky, galletas, plantas, pendientes, un cuenquito de cerámica. Josh y Di aparecieron con un cohete que instalaron en el jardín, aunque, según las instrucciones, debía lanzarse al menos a cincuenta metros de cualquier edificio.

Éstos son mis amigos, pensé, y ahora mi vida es ésta. Fergus estaba un poco tímido pero muy cariñoso; Joe se mostraba muy extrovertido, abrazaba a la gente y llenaba demasiado las copas de vino. Gwen hablaba con Alison, pero cada pocos minutos miraba furtivamente el reloj porque Dan no había llegado aún. Mary había acorralado a Jemma y le contaba detalles sobre el parto sin escatimar las partes escabrosas y sangrientas. Laurie y Graham jugaban al ajedrez en una esquina. Yo iba de un grupo a otro con una botella en la mano. Así no tenía que quedarme mucho rato con nadie: el tiempo necesario para saludar y dar un beso antes de irme a otro lado. No bebí y no hablé demasiado con ningún invitado, y nadie mencionó a Greg. Él era el fantasma de la casa.

A las siete y media, justo después de que Gwen abriera la puerta y entrara, azorada y arrebolada, con un hombre que supuse que era Dan, Joe dio unos golpecitos con un tenedor en una copa y se subió a una silla bastante inestable, que crujió ominosamente bajo su peso.

– ¡Acercaos! -exclamó.

– ¡Oh, no!

– No te preocupes, Ellie, esto no es un discurso, sólo un brindis.

– Mejor.

– Tú no sabes lo que es un brindis para Joe -me previno Alison, que estaba a mi lado.

– Bueno, lo único que quería decir es que has pasado por un trago espantoso, y sé que hablo en nombre de todos cuando digo que siempre estaremos a tu lado, en los buenos tiempos y en los malos. Feliz cumpleaños, Ellie.

– ¡Feliz cumpleaños! -repitió el confuso coro de voces.

– ¡Que hable! -pidió alguien.

– Pues que… muchas gracias -dije-. A todos.

– Más vino -ordenó Joe.

– ¡Aquí está!

Desde el otro extremo del salón, Fergus descorchó una botella; la espuma se desbordó y cayó sobre la mesita de la ventana.

– Mierda, lo he derramado… Oye, ¿esto qué es?

– Ah -dije, maldiciéndome por no haberlo guardado-. Es… bueno, es una tabla.

Fergus se agachó para observarla mientras secaba el vino con la manga.

– Cuántos colores. ¿Es algo del trabajo?

– No… -titubeé-. De hecho, refleja dónde pasó Greg las últimas semanas de su vida.

– ¿En serio?

– Sí.

– Joder, Ellie. -Parecía haberse quedado atónito-. Qué pasada. Has debido de tardar siglos. Pero ¿para qué?

– Porque…

Me alegré de no haber sacado la tabla de Milena: aún no la había terminado.

– ¿Qué es?

Jemma se había acercado y, al cabo de unos instantes, también la mayoría de invitados del salón.

– ¡Casi no queda ni un minuto sin registrar!

La voz de Josh expresaba asombro o miedo, no sé cuál de las dos cosas.

Respiré profundamente. Eran mis amigos, después de todo, y de pronto me pareció importante realizar una declaración pública.

– Lo he hecho porque quería averiguar cuándo podía haber estado Greg con esa mujer. Y como veis… -señalé la tabla- no tuvo tiempo. Casi no quedan espacios en blanco.

Los miré fijamente. Nadie sonreía ni asentía; todos me contemplaban serios o apurados.

– Así que lo que ocurrió tuvo que ser otra cosa -añadí de forma siniestra, mientras mis palabras atravesaban el silencio-. Algo malo.

– ¿Malo?

– Creo que lo asesinaron.

Se podría haber oído el vuelo de una mosca.

– Te voy a poner un poco de vino -dijo Joe al fin, cogiéndole la botella a Fergus.

– No, gracias. Creéis que estoy loca, ya me doy cuenta.

– ¡No! -protestó Fergus-. Creemos que eres… -me di cuenta de que estaba buscando la palabra adecuada- enormemente leal.

Jemma, a su lado, asintió con vigor.

– He preparado una tarta -intervino Mary para interrumpir ese momento incómodo-. ¿La cortamos ya?

Todos hicieron ruidos de exagerado entusiasmo; soplé la vela simbólica de la tarta de café y nueces y hendí el cuchillo.

– Trae mala suerte que se escuche el ruido que hace en el plato -previno Di, justo cuando el cuchillo chocaba de forma audible con la porcelana.

– Menuda gilipollez -le espetó Joe, mirándola con el ceño fruncido como si fuera una delincuente. Me pasó el brazo por los hombros-. A partir de ahora sólo tendrás buena suerte -me aseguró, y me besó en la coronilla.

– ¿Crees que estoy loca?

– Loca, no. Triste, sí.

– Y que soy un poco aguafiestas.

– Te presento a Dan -dijo Gwen, apareciendo a mi lado-. Dan, ésta es Ellie.

Era un hombre corpulento y tímido, de voz grave y suave. Me cayó bien enseguida cuando advertí cómo miraba a Gwen.

– Joe está a punto de encender el cohete -prosiguió Gwen mientras me cogía del brazo-. Sal a verlo; después mandaré a todo el mundo a casa. ¿Vale?

– Vale -accedí.

De pronto me sentía espantosamente cansada y abatida. Y también sola; más sola, en medio de ese grupo de amigos demasiado animados, de lo que me había sentido cuando no había nadie conmigo.

– Pero yo me quedo y limpio esto. Podemos pedir comida por teléfono, si quieres. Así que por ahora no te acerques a la tarta.

* * *

Ésa fue la mejor parte de la fiesta: después de que todos se hubieran marchado, de lavar las copas, de sacar a la basura las botellas vacías, cuando me quedé delante de la mesa de la cocina con Gwen y su simpático nuevo novio y comimos curry directamente del recipiente de aluminio y ya no tuve que esforzarme más. No hay muchas personas con las que puedas estar en silencio.

En varias ocasiones estuve a punto de decirle a Gwen que me había apropiado de su nombre, que me estaba haciendo pasar por una profesora de matemáticas en paro, reconvertida en secretaria de la socia de la mujer junto a la que Greg había muerto. Pero me callé. Si se lo contaba, pensaría que estaba loca.

Capítulo 16

Después de que Gwen y Dan se marcharan fregué lo que quedaba y saqué una bolsa de basura llena de pestilentes y viscosos restos de la fiesta. Me preparé un té y puse la tele; cuando me acosté ya habían dado las dos. Pero no importaba, porque al día siguiente era sábado. Mi plan, si podía llamarse así, era dormir hasta que me despertara, y luego seguir durmiendo. Sólo quería salir de la cama para comer, y volver después a mi estado de hibernación. Pero mis extraños sueños -grises, violentos, oscuros, lentos- se interrumpieron cuando sonó el timbre. Me puse la bata y bajé las escaleras musitando como una vagabunda. Creía que me iban a pedir que firmara algo, pero me encontré con Fergus.

– ¿Te he despertado?

Aún seguía adormilada.

– ¿Se te ha olvidado algo?

– No, qué va.

– ¿Qué hora es?

– Es la hora de desayunar-repuso, risueño-. ¿Puedo pasar?

Estuve verdaderamente tentada de decir que no y dar un portazo. Pero lo dejé pasar, subí al piso de arriba, me duché y me enfundé las piernas pálidas y cansadas en unos vaqueros. Me puse un jersey viejo de Greg y encontré unas zapatillas al fondo de un armario. Ya se olía el café.

Cuando bajé a la cocina, Fergus había quitado las cosas de la mesa y había colocado tazas y platos.

– He encontrado bollos en el congelador -anunció-. Los estoy descongelando. A no ser que prefieras unos huevos con beicon.

– Ni siquiera quiero un bollo.

– Claro que lo quieres.

Los sacó del microondas, me untó uno con mantequilla y mermelada de frambuesa, lo colocó en un platito y me lo acercó. Sirvió dos cafés, uno para mí y otro para él. Se sentó delante de mí.

– ¿Tan mal estoy? -pregunté.

Él sonrió y le dio un sorbo al café. Yo estaba enfadada, cansada y aturdida, y su insistente alegría resultaba irritante, como la música a un volumen demasiado alto.

– Hemos estado hablando -anunció.

– ¿Quiénes?

– Los sospechosos habituales. Yo he sido el elegido para venir a verte. Bueno, me elegí yo, la verdad.

– Es por lo de la tabla, ¿verdad? Debería haberla metido en un armario.

– No hemos cuidado de ti como debiéramos.

– Todos me cuidáis -repuse-. Habéis venido a mi fiesta de cumpleaños. Me han invitado a cenar. La gente ha aguantado mis accesos de perturbada.

– No estás perturbada.

– Ya, sólo he ido atravesando las fases del duelo: la rabia, la aceptación, la negación. Sobre todo la negación. -Hice una pausa-. ¿Son de veras las fases del duelo, o las fases de la agonía? Da igual. Creo que ya me habéis ayudado bastante. A lo mejor ha llegado el momento de que me ayude yo.

– No puedo aceptar un no por respuesta.

– ¿Quién lo dice?

– Lo digo yo, y lo dicen Gwen y Joe y Mary, y seguro que más gente.

– ¿Esto ha surgido a raíz de la fiesta?

– En parte durante la fiesta. Pero ya llevábamos cierto tiempo hablando por teléfono.

– Pues lo podríais haber comentado conmigo.

– Es lo que estoy haciendo ahora.

– Bueno, ¿y cuál es el plan? ¿Me va a llevar alguien a la playa? ¿Vais a hacer una colecta para que me den un masaje?

– No te pongas sarcástica -repuso Fergus-. Es la forma más fácil de resultar ingeniosa. Ahora mismo el plan es que te comas el bollo y que me enseñes tu casa.

– Ya la conoces.

– Termina el desayuno, por favor.

Mordisqueé el bollo; me sentía como un niño que ha recibido una reprimenda. Estaba seco y costaba tragárselo.

– No necesito ayuda. ¿Por qué iba a necesitarla? Él era vuestro amigo. Lo conocíais desde mucho antes que yo. Su muerte ha debido de ser tan devastadora para vosotros como para mí; quizá peor.

Fergus se quedó pensativo.

– Creo que no volveré a tener otro amigo como él. No podría. Era alguien que me había visto borracho y hacer el ridículo, en mis peores momentos. -Sonrió-. Y también estaban las cosas buenas. Los viajes, las novias… Bueno, seguramente no debería hablar de ello. En cualquier caso, esto no es una competición.

– La que te debería cuidar soy yo a ti.

– Primero, lo más importante -respondió él-. Bueno, ya está, ya has comido suficiente bollo. Vamos arriba.

Mientras subía las escaleras con él, me acordé de pronto de cuando tenía diecisiete años y mi madre entraba en mi habitación.

– La tendrías que haber ordenado -me recriminaba.

– Pero si la he ordenado -me defendía yo.

– Pues no lo parece.

Y así una y otra vez. Tenía la sensación de haber estado días y días ocupándome de todo, revisando las cosas de Greg, ordenando pero, al ver mi dormitorio, la leonera, y el dormitorio de invitados a través de los ojos de Fergus, tuve que reconocer que no lo parecía. Si hay fases en el duelo, también hay fases en el orden. La primera fase es el desorden original. La segunda es decidir hacer algo al respecto. En la tercera se sacan las cosas de los cajones, de los armarios y de las estanterías para ver a qué debes enfrentarte. La cuarta no sabía muy bien en qué consistía, porque todavía no había llegado a ella.

En el dormitorio había ropa de Greg amontonada. El cuarto de invitados era una especie de despacho. Desde allí se disfrutaba de una bonita vista del jardín, hasta el plátano de los vecinos. No habíamos llegado a convertirlo en estudio porque queríamos instalar éste en el cuarto de los trastos, y que el cuarto de invitados fuera la habitación de los niños: íbamos a empapelarlo con un papel estampado con dibujitos de payasos, o algo así. Ese cuarto y el rellano estaban repletos de montañas de carpetas, papeles, archivadores y libros, algunos de los cuales estaban relacionados con el trabajo de Greg.

– No tiene muy buena pinta, ya lo sé -reconocí-. Lo estoy ordenando.

Había muchas cosas que no podía explicar; para empezar, que uno de los motivos por los que no había arreglado la casa era que había estado en Camberwell, poniendo orden en la oficina de Milena Livingstone.

– No te preocupes -me tranquilizó-. Esto ya me lo había contado uno de mis espías.

– ¿Quién? Seguro que ha sido Mary. Aunque llegara a los cien años y dedicara todo mi tiempo a las tareas domésticas, no cumpliría sus exigencias respecto a la limpieza.

– No te lo voy a decir. No puedo desvelar mis fuentes. Lo que sí puedo contarte es el plan.

– ¿El plan?

– ¿Vas a pasar el día en casa?

– No tenía intención de ir a ningún sitio.

– Estupendo. Es posible que recibas algunas visitas.

– ¿De quiénes? ¿Qué van a hacer?

– Ya los reconocerás. Lo que van a hacer básicamente es ayudarte con todo esto. Algunas cosas las harán in situ, por así decirlo, pero tampoco queremos incordiarte. Podemos tirar y organizar lo que haga falta. Si confías en nosotros, claro.

Di un paso adelante, lo abracé y apoyé el rostro en su hombro, como los bebés cuando los cogen en brazos. No le pude ver el gesto, así que a lo mejor puso cara de horror y yo no me enteré, pero noté que me estrechaba entre sus brazos. Me separé de él.

– Eres un cielo -le dije-; todos lo sois. Pero es algo que quiero afrontar sola. Y no sólo eso. Pienso ordenarlo todo, Fergus, eso es evidente. Pero tampoco quiero extirpar quirúrgicamente a Greg de mi vida. Me apetece tener sus cosas por aquí. No necesariamente amontonadas en el suelo. Para poder pasar página no necesito que se lleven todo lo que era suyo y lo tiren a un contenedor.

– Ésa no era la idea. Sólo queremos hacértelo más fácil. Si es una cuestión de intimidad, si no te apetece que andemos hurgando, dilo y no haremos nada.

– No van por ahí los tiros. No es que os quiera ocultar algo. Ya es demasiado tarde para eso. Pero creo que tengo que sobrellevarlo yo sola. Es lo que debo hacer.

– No tienes por qué -repuso-. Déjanos a nosotros. Cuando Jemma acabe dejándome, podrás hacer lo mismo por mí.

Se me pasó una idea espantosa por la cabeza.

– ¿Hay algo que no me estés contando? -inquirí- ¿Creéis que necesito ayuda? Me refiero a ayuda psicológica.

Fergus se rió y negó con la cabeza:

– No, sólo la nuestra. De verdad.

* * *

Que hubieran estado hablando de mí me seguía resultando incómodo, como si hubieran urdido una conspiración en mi contra. Una hora más tarde llegaron Joe, Gwen y Mary con cierto aire azorado. Les dije que me sentía culpable. Estábamos en fin de semana. ¿No tenían citas, gente a la que ver? Me abrazaron y soltaron unos resoplidos como de disculpa. Yo no estaba segura de qué resultaba más difícil: recibir la ayuda o darla. Preparé más café y subimos al piso superior a inspeccionar el caos. Escuché discretos cuchicheos. Joe me dio un codazo amistoso.

– Bueno, no es para tanto. Plantéatelo como si tuvieras que decorar la casa, como si hubiéramos venido a empapelar la pared y a pintar.

– ¿Queréis que os diga lo que es cada cosa?

– Lo que queremos -repuso Gwen- es que te vayas de compras, o a nadar, lo que sea: nosotros lo revisaremos todo; algunas cosas las meteremos en cajas y nos las llevaremos. Al cabo de un par de días las volveremos a traer; para entonces, al menos habremos puesto orden en una parte de tu vida. O eso esperamos.

Reflexioné durante un instante.

– Tengo la sensación de que debería negarme, o estar ofendida, pero la verdad es que me alivia.

– Pues vete -dijo Mary, cosa que hice, aunque antes enrollé la tabla a medio acabar de Milena y me la metí en el bolso.

Hay cosas que ni siquiera los amigos deben saber.

* * *

Me fui a nadar a la piscina municipal, me lavé el pelo en las duchas y me puse ropa limpia. Encontré una cafetería, pedí un té y leí el periódico. Paseé por Kentish Town Road y compré verduras y ensalada. Cuando llegué a casa ya se habían marchado. Al subir al piso de arriba fue como si hubiera ocurrido un milagro. Casi todo había desaparecido; lo que quedaba, estaba perfectamente ordenado en una estantería o en una mesa. Además, alguien debía de haber encontrado la aspiradora, me había hecho la cama y había fregado los cacharros. Lo único que me quedaba por hacer era prepararme una ensalada y después lavar lo que hubiera utilizado, por si acaso alguien volvía a pasar revista.

* * *

Joe llamó a la mañana siguiente. Había examinado las cosas de Greg que quedaban en la oficina; ellos se podían ocupar de casi todo. Los objetos personales me los traería algún día de aquella semana. No había nada urgente. Por la tarde Gwen apareció con un fajo de papeles bajo el brazo, todos relacionados con asuntos domésticos. Los había repasado y organizado, y en un folio me había escrito una lista de tareas: gente a la que había que llamar, facturas que debía pagar, cartas que debía escribir. Al lado de lo urgente me había dibujado una estrella. Estaba siendo para mí la misma Gwen que yo estaba siendo para Frances, pero no se lo podía decir.

No miré el móvil en todo el fin de semana. El domingo por la tarde llamé a Frances y le dije que no podía ir el lunes. No sabía si volvería a aparecer, pero no se lo confesé. El lunes por la mañana me dirigí al taller, puse música barroca y empecé a restaurar la mecedora de aquel hombre. La lijé con muchísimo cuidado, no porque quisiera que el encargo me saliera perfecto, sino porque me tranquilizaba hacer algo tan físico y tan absorbente que no me dejaba pensar en otra cosa. Trabajé de forma casi automática, como en un sueño, y al despertar ahí estaba la silla, acabada e impecable, casi demasiado bonita para separarme de ella.

Entré en casa, llamé al dueño y le dije que al final me había dado tiempo a restaurar la mecedora, que podía recogerla cuando quisiera. Después me di un largo baño y recordé que no había consultado el contestador, como si, temporalmente, hubiera querido aislarme del mundo. Tenía un mensaje de Fergus. Lo llamé.

– ¿Estás en casa? -me preguntó.

– Sí.

– ¿Vas a seguir ahí dentro de diez minutos?

– Sí.

Colgó. Apenas me había vestido cuando sonó el timbre. Era él, pero con un semblante distinto al que presentaba el domingo por la mañana: parecía distraído y no me miró a los ojos. Pasó a mi lado y entró en el salón. Se sentó en el sofá, y yo a su lado. Sin decir nada, se sacó algo del bolsillo y lo colocó en la mesita que teníamos delante. Parecía la carta de una baraja, larga y estrecha.

– Creo que deberías echarle un vistazo a esto.

Capítulo 17

Es curioso las cosas en las que te fijas. La cabeza nunca deja de funcionar. Cuando cogí aquella tarjeta y le di la vuelta me temblaba el pulso, pero no me costó darme cuenta de que era un menú en el que aparecía una fecha: el 12 de septiembre. De primer plato se podía elegir ensalada de nueces con queso de cabra o sopa de berro, y de segundo, lubina con aguaturma asada o cordero gales con puré de patata y verduritas al vapor. De postre, fondant de chocolate o frutas del bosque. Todo eso lo vi mientras leía el descarado mensaje escrito a mano en la parte superior: «Querido G, esta tarde has estado maravilloso. ¡La próxima vez quédate a dormir y te enseñaré posturas nuevas!». No tuve que leer la firma para saber quién lo había redactado: llevaba unos cuantos días viendo esa caligrafía en facturas, tiques, cartas de negocios.

Dejé el menú en la mesa, boca abajo.

– Ellie… -empezó a decir Fergus.

– Un momento.

Me levanté y me dirigí al aparador en el que había guardado la tabla. La saqué, la desdoblé y examiné la cuadrícula del 12 de septiembre. Había una hora y doce minutos en blanco. Al principio pensé que se trataba de una coincidencia increíble, pero enseguida me di cuenta de que no era en absoluto una coincidencia, porque la realidad acaba encajando. Doblé la tabla y la metí de nuevo en el cajón; después me senté al lado de Fergus.

– ¿Dónde estaba? -le pregunté.

Mi voz sonaba bastante tranquila. Las manos ya no me temblaban.

– Dentro de uno de sus libros de atletismo. Los he estado mirando esta tarde. Jemma me había dicho que no quería tantos trastos en casa. Me siento fatal, Ellie. ¿He hecho bien en enseñártelo?

Lo miré de hito en hito, como si intentara verlo a través de la niebla.

– Has hecho muy bien.

– Lo siento mucho, Ellie.

– Gracias -respondí, y entrelacé las manos sobre el regazo. Me miré los dedos y pensé que, después de todo, no iba a volver a ponerme el anillo de casada.

– Ha sido increíble el modo en que has confiado en él.

– Para lo que me ha servido…

– Bueno, al menos ahora ya lo sabes.

– Eso es cierto.

– ¿Quieres que te prepare un café?

– No, gracias. -Parecía tan abatido que me obligué a hacer un esfuerzo-. Esto ha tenido que ser durísimo para ti, Fergus. Pero me alegro de que me lo hayas contado. Habría sido espantoso que te lo callaras. Te lo agradezco.

– Qué tonto fue. Menudo idiota. Pero te quería, Ellie; lo sé. No lo olvides.

– Gracias por decirlo. Ahora, si no te importa, me gustaría estar sola, Fergus.

Se levantó pero yo no me incorporé, y tuvo que agacharse para darme dos besos.

– Te llamaré después -me dijo.

Una vez se hubo marchado seguí en el sofá con las manos enlazadas. No sé cuánto tiempo estuve así, ni en qué pensé. A lo mejor en esas palabras: «Te enseñaré posturas nuevas». ¿Qué clase de nota amorosa era aquella, con esa desvergüenza chabacana y burlona, como si Greg fuera el poni de un circo y ella una maestra de ceremonias con látigo y botas negras? Cerré con fuerza los ojos para dejar de ver la multitud de imágenes que me asaltaban. Es posible que pensara en la forma tan impecable, asombrosa y extraordinaria en que me lo había ocultado todo, como un espía profesional. Es posible que pensara que aquello no tenía sentido, o que, por fin, todo tenía sentido.

Al fin me levanté, volví a sacar la tabla y contemplé la franja horaria que ahora podía rellenar: Greg estaba con Milena. Desdoblé también la cuadrícula de ella, mucho más vacía. En ella tampoco había nada anotado el 12 de septiembre. Bueno. Ella le pedía que, la próxima vez, se quedara a dormir. ¿Lo había hecho? No se me ocurría cuándo podría haber sucedido aquello, pero tampoco veía motivo alguno para que me siguiera importando. Tenía la prueba que había estado esperando y temiendo. Tan claramente como si estuviera delante de mí, oí la voz de Mary: «Ahora puedes pasar página».

Pues vale. Me incorporé súbitamente y subí a nuestro dormitorio; no, a mi dormitorio. Abrí el armario y saqué varias de las camisas de Greg, la mayoría de las cuales se las había regalado yo en el transcurso de los años, y sus chaquetas. Para empezar, eso bastaba. Había pensado en repartirlas entre los amigos, pero ya no me parecía una buena idea. Antes de bajar, cogí su viejo albornoz de detrás de la puerta. Ya no me arrebujaría en él en las noches frías.

En el jardín, hice una pila con todo y le prendí fuego. Yo creía que la ropa ardía bien, pero aquélla no. Casi se había hecho de noche y lloviznaba, lo cual no ayudaba mucho; y el vecino de la derecha, que alguna vez se había quejado del volumen de nuestra música, me miraba con desconfianza mientras echaba los restos de verduras al montón de compost. Entré en el cobertizo, cogí queroseno del primer estante y rocié un poco sobre la pila húmeda. Ni siquiera tuve que utilizar otra cerilla; debía de quedar una ascua encendida entre los pliegues de una chaqueta, porque se produjo una explosión, se oyó un «¡Dios mío!» desde el otro lado de la valla y surgió una tremenda llamarada naranja de varios metros. Olí a quemado y advertí que se me había chamuscado el cabello. ¿A quién le importaba? ¿A quién le importaba lo que pensara el vecino, o su mujer, a la que éste ya había llamado para que presenciase la escena? ¿A quién le importaba que el fuego hubiera empezado a despedir unas acres volutas de humo, que el aire se hubiera llenado de pétalos de ceniza? A mí no. Arrojé al fuego sus preciosos mocasines de piel. Desprendieron un olor espantoso. Mientras los veía ennegrecerse, me vino de pronto la imagen de Greg pasándoles una gamuza, con ese gesto de concentración en su apuesto rostro, y quise abalanzarme a recuperarlos, pero ya era demasiado tarde.

La sensación de júbilo se desvaneció por completo; me sentí vacía, triste, abatida, vencida. Harta de aquel lamentable asunto, de estar enfadada, avergonzada, compungida, sola. De ser yo.

* * *

Quizá por eso regresé a la oficina de Frances a la mañana siguiente. Porque allí, durante un rato, no tenía que ser yo. Podía ser Gwen: práctica, tranquila, con todo bajo control; ayudar a otros a solucionar el desorden de sus vidas. La noche anterior me había acostado temprano, sin cenar y abrazada a una bolsa de agua caliente porque, aunque no hacía demasiado frío, tenía escalofríos y estaba destemplada. Me quedé tumbada, con los ojos como platos, sumida en la oscuridad. Tenía ganas de llorar, del mismo modo en que a veces me acometen las náuseas sin que pueda llegar a vomitar; pero no me salieron las lágrimas, aunque lo intenté. Oí que el teléfono sonaba varias veces y que unas voces dejaban mensajes: Fergus, Gwen, Joe, otra vez Gwen. El rumor debía de haberse extendido. Al cabo de poco tiempo todo el mundo lo sabría.

Tardé mucho en decidir qué ponerme. Me probé faldas, blusas, varios zapatos. Me coloqué delante del espejo, me escudriñé y no me gustó lo que vi. Estaba pálida; tenía ojeras de cansancio; llevaba meses sin cortarme el pelo y éste me caía largo y enmarañado. Me acabé poniendo un vestido de color chocolate que recordaba un poco a un saco plisado, unas medias de canalé y mis únicas botas, aunque uno de los tacones estaba un poco suelto. Para el cuello elegí un colgante de ámbar porque no me lo había regalado Greg, y me recogí el cabello en un moño mal hecho. Me apliqué una discreta sombra de ojos, lápiz de ojos, rímel y brillo labial. Al fin, pasadas las once, mientras un tímido sol salía por detrás de las nubes, decidí que me parecía lo bastante a otra persona para aventurarme a salir de casa.

* * *

Por un momento creí que Frances iba a abrazarme, pero se limitó a posar una mano sobre mi hombro y a esbozar una sonrisa cariñosa y aliviada.

– Hola -dije-. Siento lo de ayer.

– No te preocupes; me alegro de que hoy hayas venido. Vamos abajo. Johnny acaba de prepararnos un café.

– ¿Johnny?

– Sí. Oye, necesito que me hagas un favor. En cualquier caso te va a resultar más interesante que organizar papeles.

– ¿De qué se trata?

Organizar papeles era precisamente lo que quería hacer: todavía no había terminado con Milena Livingstone. Su tabla estaba incompleta. Mis ganas de conocer su vida no se habían evaporado después de ver ese único y escueto mensaje escrito con tanto descuido en el dorso de uno de sus menús. Ahora quería saber por qué, por qué Greg se había enamorado de ella. ¿Qué tenía ella de lo que yo careciese?

– Tengo que salir pitando. -Hizo un ademán impreciso con la mano-. Una crisis. Pero le había prometido a Johnny que iba a probar varios de los platos que me había sugerido, para acabar de decidirme. Puedes ir tú en mi lugar.

– ¿No sería mejor que se ocupara Beth?

Frances torció el gesto.

– Beth todavía no ha llegado. Y, en cualquier caso, no se lo merece.

– Yo no sé nada de comida.

– Pero comes, ¿no?

– Más o menos.

– Pues entonces lo disfrutarás. ¿Tienes hambre?

Intenté recordar la última vez que había ingerido una comida digna de ese nombre.

– Estupendo. Pues ya está -añadió Frances, como si me hubiera leído el pensamiento.

Johnny llegó con el café. Me besó en una mejilla, luego en la otra, y me dijo que estaba muy guapa. Yo farfullé algo; noté la sonrisa de Frances y algo más. ¿Ternura?

* * *

El restaurante de Johnny estaba en el Soho, en una callejuela algo apartada. Me di cuenta de que debía de ser un lugar exclusivo, porque resultaba casi imposible verlo desde la calle. La sala era pequeña, unas diez mesas, y sólo una de ellas seguía libre cuando entramos. Con techos bajos y un papel de pared rojo oscuro, parecía más un domicilio particular que un local público. Se escuchaba el murmullo de las conversaciones, el ruido metálico de los cubiertos sobre la porcelana; los camareros se movían en silencio, se detenían con gran deferencia junto a los comensales, servían en las copas el vino que quedaba en las botellas.

– Qué bonito -comenté.

– Vienen porque lo paga su empresa -me aclaró Johnny con desdén-. Ni siquiera paladean lo que comen. No sé por qué nos molestamos.

– ¿Me siento aquí? -pregunté, señalando la única mesa libre.

El negó con la cabeza, me condujo por una puerta del fondo y de pronto entré en un mundo completamente distinto, un espacio muy iluminado de superficies de acero inoxidable y fogones relucientes. Parecía un laboratorio en el que varios hombres y mujeres con delantales blancos se encorvaban para ver lo que hacían y de vez en cuando daban instrucciones o abrían unos cajones enormes en los que aparecían los ingredientes. Miré en derredor, fascinada. Johnny me sacó un taburete y me mandó sentarme en el extremo de un mostrador.

– Te voy a dar varias cosas para que las pruebes.

– ¿Tengo que elegir el menú a Frances?

– No, ya he decidido yo.

– Entonces, ¿para qué he venido?

– Me ha parecido que estabas triste. Voy a mimarte un poco. Espera. -Desapareció por una pequeña puerta batiente y volvió con un vaso enorme que contenía una cantidad ínfima de un líquido dorado en el fondo-. Primero bebe un poco de esto.

Di un sorbo obedientemente. Sabía dulce, acre, un poco como un albaricoque.

– Ahora, la sopa. ¡Radek, sopa para esta dama!

No me la trajeron en un cuenco, sino en una tacita minúscula, y tenía espuma, como un capuchino. Me la tomé lentamente y la terminé con una cucharilla.

– ¿Qué es?

– ¿Te gusta?

– Está deliciosa.

– Alcachofa.

Toda la comida consistía en porciones diminutas: una brizna de lubina con setas silvestres, un único ravioli sobre un charco de salsa verde en medio de un plato enorme, un centímetro cuadrado de cordero sobre una cucharadita de patatas crujientes, un dedal de budín de arroz con cardamomo. Comí muy lentamente, como si aquello fuera un sueño, mientras, a mi alrededor, el bullicio se iba disipando poco a poco, el restaurante se vaciaba y los escurrideros de la cocina se llenaban de platos y copas limpios. Johnny pululaba a mi alrededor porque esperaba mis elogios. El caos de mi vida había desaparecido: en aquel espacio cálido creí que nunca más me vería obligada a ser Ellie otra vez.

– No había comido así en toda mi vida -afirmé mientras bebía un fuerte café solo con una trufa de chocolate amargo.

– Pero ¿en el buen sentido?

– Me siento mimada.

– Pues era lo que quería. -Me puso la mano en el hombro-. ¿Qué te pasa, Gwen?

Nuestras miradas se encontraron. Durante un instante tuve unas ganas tan locas de contarle le verdad que sentí las palabras en la boca, aguardando a ser pronunciadas. Pero negué con la cabeza mientras le sonreía.

– Todos tenemos días malos -dije-. Tú me has alegrado el mío.

– Era lo que pretendía. -Seguía con la mano sobre mi hombro-. ¿Te puedo hacer una pregunta?

– ¿Qué?

– ¿Estás con alguien?

– Lo estaba -dije-. Durante mucho tiempo. Pero ya no. Se ha acabado para siempre.

Al decirlo me entró una tristeza enorme. Sentí que me envolvían la congoja, el cansancio, la comida, el calor y la admiración de ese amable desconocido.

Dejé que me llevara a casa. No a la mía, desde luego, sino a la suya: un piso cerca del restaurante, al que se llegaba después de dos tramos de escaleras y que daba a un mercado callejero cuyos puestos estaban recogiendo. No me impulsó el deseo sino la necesidad, y una soledad incontestable, abrumadora, monumental que se había apoderado de mí; necesitaba que me abrazaran mientras moría el día, que me dijeran que era guapa. Cerré los ojos e intenté no pensar en el rostro de Greg, intenté no recordar y no comparar.

Después, cuando él trató de abrazarme, de acariciarme el pelo, mi cuerpo se rebeló y no quiso quedarse quieto. Salí de la cama y me vestí dándole la espalda, para no ver cómo me miraba. Una hora después, al abrir la puerta de mi casa, sentí una súbita inquietud, como si mi hogar se hubiera enfadado por lo que había hecho.

Capítulo 18

– ¿Qué tal con Johnny? -me preguntó Frances.

Levanté la vista de unas carpetas y me pregunté si se me notaría el rubor de las mejillas. ¿Se había ido él de la lengua?

– ¿A qué te refieres?

– A la comida -aclaró-. ¿Qué te pareció?

– No estaba mal.

– ¿Que no estaba mal? ¿Nada más?

– Estaba muy buena -rectifiqué-. Estupenda.

– Detalles, detalles -me insistió Frances-. Tengo que saberlo todo.

Sirvió un café para mí y otro para ella; le enumeré todos los platos que Johnny me había servido, describí el aspecto, la textura. A raíz de sus incesantes preguntas tuve que recordar los ingredientes, los acompañamientos, la presentación. Mientras yo hablaba ella se echó hacia delante y separó los labios, como si estuviera probando la comida mentalmente. De pronto la vi como una mujer hambrienta, pero no sólo de comida, sino de intimidad, de cariño.

– Mmmm -soltó cuando hube terminado-. Qué suerte has tenido. ¿Crees que podemos utilizar esos platos?

– A lo mejor son demasiado elaborados.

– Lo elaborado nos viene bien -replicó.

– Johnny no me llegó a enseñar un menú, pero supongo que son caros.

– Pues ahí está la gracia -dijo ella con brusquedad-. ¿No has visto las facturas? En la época en que se reparten los dividendos de las acciones, el problema para la mayoría de nuestros clientes es encontrar cosas lo bastante caras. Y que además lo parezcan sin caer en la vulgaridad. Pero eso ya lo sabes. De quien quería hablar es de Johnny. ¿Lo viste trabajar en la cocina?

– Comí en ella.

– ¿En una primera cita?

– No era precisamente una cita.

– Bueno, lo que quieras. Pero ¿verdad que es maravilloso ver cómo cocina? Recuerdo la primera vez que nos preparó la cena a David y a mí; fue una revelación. Como cuando conoces a alguien, crees que es bastante anodino y luego te enteras de que sabe hacer malabares o trucos de magia. Se le veía en su salsa al trocear la verdura o elegir un trozo de carne. No descubrí cómo era capaz de hacerlo todo con tanta facilidad, como si no prestara atención. Pero sí que la prestaba. Al verlo trabajar, pensé que prefería la comida a la gente.

– Sí, entiendo lo que dices.

– Preparar los platos, probarlos… Creo que lo echa de menos, ahora que se dedica a labores de dirección en vez de estar con las manos en la masa, pringándose los dedos.

– Desde luego.

Intenté pensar una forma de cambiar de tema.

– David es uno de los socios más importantes del restaurante -me contó-. Me temo que es todo un poquito incestuoso.

– ¿Así es como David se gana la vida?

– A veces. Resulta difícil de explicar; creo que ni yo misma lo entiendo. David es un hombre bastante misterioso. -Hizo un pequeño mohín, como si le hubiera venido a la cabeza una idea desagradable. Advertí que entrelazó las manos con tanta fuerza que el grueso anillo de oro se le clavó en el anular-. Compra cosas, las reforma un poco y las vuelve a vender, normalmente a un precio muy superior al que él desembolsó. Y resuelve los problemas de gente que atraviesa un mal momento económico.

– Y ese trabajo ¿cómo se llama?

– Pues no lo sé -respondió entre risas-. Pero con él gana cantidades obscenas de dinero. Al conocerlo viste su mejor cara. Pero no me gustaría estar en una de esas empresas cuando está ocupándose de ellas, quitando los despojos o la grasa, no recuerdo cómo lo llama. En todo caso, gracias a eso obtengo la libertad necesaria para dedicarme a cosas como ésta.

– Así dicho, parece un entretenimiento -observé.

– Según David lo es -respondió con cierto pesar, o esa impresión tuve-. Para mí no. Pero él lo supervisa todo, por si acaso. De hecho, creo que hoy comía con Johnny.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Para hablar de sus asuntos. Pero creo que a él no lo llevará a comer a la cocina.

* * *

Debió de ser una comida muy larga, porque la tarde estaba muy avanzada cuando los dos entraron en la oficina con semblante relajado. No me atreví a mirar a Johnny a los ojos. Pensé que igual se acercaba a besarme o a abrazarme, a hacer algo que pusiera en evidencia lo que había ocurrido, pero ni siquiera me saludó, al menos que yo viera, porque me quedé con la cabeza gacha y fingí estar concentrada. Pero sí oí que hablaba con Frances en voz baja sobre una fiesta inminente. Al mismo tiempo noté otra presencia cerca de mí. Me llegó una vaharada a loción para después del afeitado y alcohol.

– ¿Cómo tomas el café? -me preguntó David.

Me di la vuelta. Llevaba un traje beis confeccionado con un material peculiar que seguramente era difícil de encontrar, caro y muy atrayente.

– Solo y sin azúcar -respondí.

– Ah, pues qué fácil -dijo mientras me tendía la taza que llevaba en la mano.

Esperaba que volviera con los otros, pero se acercó una silla y se sentó a mi lado. Fui dando sorbos al café; él se agachó para observar mi mesa. Cogió un folio. Sólo era una lista de facturas con los detalles de lo que se había recibido y lo que no, lo que se había pagado y lo que no, pero la estudio con mala cara. La dejó en su sitio con un gruñido que no supe interpretar.

– ¿Pasa algo? -inquirí.

– En absoluto -repuso-. Al ver esto, no sé cómo se las han arreglado Frances y Milena. Si sigues así, vas a conseguir que esta empresa empiece a funcionar.

– Sólo estoy poniendo un poco de orden.

Esbozó una sonrisa lánguida.

– El noventa y nueve por ciento de la gestión de una empresa consiste precisamente en eso. -Clavó la vista en su mujer, al otro lado de la estancia, que estaba al lado de Johnny hablando con él-. Aquí estás desaprovechada -prosiguió-. No me vendría mal alguien capaz de trabajar como tú.

– Esta no es mi profesión.

– ¿O sea que quieres volver a dar clase a un grupo de golfos? No creo que te merezcan.

Sentí que debía defender a esos chavales, aunque no existieran, aunque la persona que los defendía tampoco existiese.

– No estoy de acuerdo -repuse.

– ¿Te gusta explicarles logaritmos y trigonometría un año tras otro?

– ¡Pues sí! -respondí con énfasis, rezando por que no me preguntase detalles técnicos.

Sabía sumar, restar, hacer multiplicaciones sencillas y divisiones aún más sencillas, y poco más.

Se pasó los dedos por esa mata de pelo cano como si se tratara de un rasgo arquitectónico del que se enorgullecía en silencio.

– Johnny me ha hablado de ti en la comida. No, no te preocupes -añadió enseguida. Es posible que notara cierta expresión de alarma en mi rostro-. Le has impactado. Dice que se te da muy bien este trabajo y que Frances ha tenido suerte al dar contigo.

No respondí. Como tantas otras conversaciones que mantenía en esa oficina, no quería que se prolongase ni que pasara a cuestiones más personales. Pero sí me preocupó, y tampoco me gustó, que esos dos hombres hablaran de mí durante la comida, como si yo fuera un espécimen de algo. Y tampoco me gustó que Johnny hubiera vuelto a la oficina acompañado de David, como si fueran a examinarme juntos, o para que Johnny pudiera lucir su última conquista.

– Eres un misterio. Eso dice Johnny. Perdemos a Milena de forma repentina y trágica, y de pronto apareces tú, como si fueras un caballero blanco1. Es el destino.

Aproveché la oportunidad para llevar la conversación por otros derroteros.

– Para mí es muy raro. Aquí siento mucho la presencia de Milena, pero también su ausencia. ¿Qué tal te caía?

– Pero tú la conocías, ¿no? -preguntó con voz cortante.

– A fondo, no. ¿Erais íntimos?

Esperaba que él sonriera e hiciera una broma, pero su rostro adoptó un gesto inexpresivo.

– No -repuso-. Yo no diría que fuéramos íntimos.

– Pero tenía mucha personalidad, ¿no?

Se permitió mostrar una sonrisa mínima y muy forzada.

1En el lenguaje financiero, un caballero blanco es el inversor que acude al rescate de una empresa que se ve amenazada por una OPA hostil.

– Para algunas cosas, sí.

– Da la impresión de que no sentías por ella demasiada simpatía.

– La palabra «simpatía» resulta harto insuficiente para hablar de Milena. A la gente le parecía que era atractiva e interesante… o todo lo contrario. -Clavó la mirada en mí-. Me cuesta imaginar que tuvieras una relación con ella, porque eres su polo opuesto.

Y, sin embargo, ella había tenido una relación con mi marido. A lo mejor él buscaba precisamente eso: alguien que se pareciera lo menos posible a mí.

– Vaya, me has hecho cambiar de tema -observó-. Me has obligado a hablar de Milena, y yo quería hablar de ti. A ella le habría encantado. Le gustaba ser el centro de atención. Le habría entusiasmado la idea de que habláramos de ella aunque estuviera muerta y enterrada. O muerta y esparcida, en este caso. Volvamos a ti: lo que Johnny ha dicho es que te tiene en muy alta estima, eso ya lo sabes, pero que le desconciertas. Eres reservada, misteriosa: ésas son las palabras con que te ha descrito.

Intenté obligarme a soltar una carcajada. Sentí que él me estaba poniendo entre la espada y la pared.

– Yo no tengo nada de misterioso -repuse-. Ojalá lo tuviera. Aquí no soy más que una asistenta con ínfulas. Lo único que quería era ayudar a Frances.

– ¿Por qué? -quiso saber David-. ¿Por qué querías ayudarla? ¿Por amor a la humanidad en general? ¿Por vocación religiosa? ¿Estoy ante una buena samaritana?

– No es para tanto. De pequeña me gustaba ordenar mi habitación, formar montones y clasificarlo todo. Al ver el caos que imperaba en esta oficina me entraron ganas de ordenarlo. Cuando termine, retomaré mi vida anterior.

David me lanzó una mirada más penetrante.

– Ya veremos -me previno-. Creo que te resultará más difícil irte de aquí de lo que piensas.

Lo dijo con un tono suave y frío, cosa que me impidió adivinar si me estaba halagando o amenazando. Se alejó e intenté seguir trabajando, pero se sirvió otro café y volvió a mi lado. Revisó los recibos, las cartas y las facturas conmigo, me hizo comentarios y sugerencias. Me ayudó, pero tuve la sensación de que, al mismo tiempo, me estaba sometiendo a un examen que yo no sabía cómo aprobar porque no entendía las preguntas.

Al cabo de unos minutos noté una mano en el hombro y Johnny acercó una silla. Lo saludé con un murmullo sin mirarle a los ojos. No tendría que haberme inquietado por parecer tensa, porque los dos hombres se pusieron a charlar tranquilamente como si yo no estuviera. Hablaron de otro restaurante que querían reformar. Después anduvieron de acá para allá llamando por teléfono, tomando café y parloteando, hasta que dieron las cinco. Cuando me levanté para marcharme, David me preguntó:

– ¿Te apetece venir a tomar una copa con nosotros?

– No puedo -respondí; no di ninguna excusa a propósito, para que no me la pudieran rebatir.

Johnny se acercó a mí.

– Tengo que pasar con el coche hacia donde vas tú. Te puedo llevar.

Me encogí de hombros, salimos a la calle y nos metimos en el coche.

– Me ha parecido que necesitabas que te rescataran de las garras de esos dos.

– Me sé cuidar yo sola -respondí.

– Tienes toda la pinta. -Calló durante un instante-. Pero lo de llevarte lo decía en serio. ¿Dónde vamos? ¿A mi casa o a la tuya? Me gustaría ver dónde vives. Me gustaría conocerte mejor.

La idea de que Johnny husmeara por mi casa para conocerme mejor, para conocer a la Gwen de verdad que en realidad no era Gwen, me resultó insoportable.

– Vamos a tu casa -le dije.

* * *

Me miró mientras me desvestía, como si verme desnuda fuese una manera de descubrir quién era en realidad. Pero incluso sin ropa, incluso cuando estábamos entrelazados en su cama, intenté convencerme de que me encontraba en otro lugar.

Después le di la espalda y noté que me pasaba los dedos por el pelo y por la espalda.

– Esto no significa nada para ti, ¿verdad? -me preguntó.

Me di la vuelta y lo miré. De repente me sentí despiadada y cruel. Llevaba demasiado tiempo inmersa en mis penurias, actuando como si fuera la única persona real y todos los demás fueran actores secundarios de mi drama.

– Lo siento -musité-. Pero… bueno, me has pillado en un mal momento. En el lugar equivocado y en el momento equivocado. El trabajo con Frances iba a ser temporal. Tengo que dejarlo y retomar mi vida.

Johnny alzó la mano y, con el dedo, me recorrió la nariz, la mejilla, un lado de la mandíbula.

– No te entiendo. Si ésta no es tu vida, ¿dónde la tienes?

Se trataba de una pregunta que no podía responder.

– Tengo la impresión de que estoy ocupando el lugar de una muerta, y de que eso no está bien.

– Qué gilipollez.

– Toda la empresa giraba en torno a Milena, la gente no deja de hablar de ella. Tienen que buscarle una sustituta y yo no puedo cumplir ese papel, ni aunque quisiera.

Él soltó una carcajada.

– Quieres decir que tú no eres una persona histriónica y exagerada. No eres patológicamente desordenada. No estás todo el día mirándote el ombligo. No eres una manipuladora. ¿Sabes que decía que era igualita a Julie Delpy, la actriz de cine?

– Creo que he visto alguna peli suya.

– No se parecía en nada, por supuesto. Sólo deseaba ser como esos bohemios franceses. En ti se puede confiar. No eres falsa.

– De fiar. Organizada. Generosa. Encantadora. Deberían darme una medalla de las girl scouts.

– No lo decía en ese sentido.

Me agaché y lo besé, pero sólo en la frente.

– Me tengo que ir.

Salí de la cama y empecé a vestirme de espaldas, para no verlo mientras me observaba.

– Eso sí -añadió-, ella no se marchaba en mitad de la noche.

Me di la vuelta y le lancé una mirada acerada.

– No me digas que… -Aunque sabía que sí, que lo había hecho. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Milena se había metido en las vidas de todos y aún lo seguía haciendo: muerta, tenía la misma influencia que viva- Dime que no.

– ¿Hay algún problema?

– ¿Con Milena?

– Con Milena.

– ¿Por qué no me lo habías dicho?

– ¿El qué?, ¿que tuve una relación con una persona que ya no está entre nosotros, antes de que tú y yo nos conociéramos?

Metí la cabeza por el cuello del jersey.

– Me lo tendrías que haber dicho -insistí.

– Pero ¿en qué habría cambiado las cosas? Fue antes de conocernos -repitió.

Se puso unos vaqueros y una sudadera y bajó conmigo a la calle. Permanecimos en silencio hasta que el taxi llegó; él me abrió la puerta. Mi enfado, aunque fuera injusto, hacía que marcharme me resultara más fácil.

A la mañana siguiente, en cuanto llegué, encendí el ordenador de Milena y abrí el correo. Cuando apareció la ventanita de la contraseña, escribí «juliedelpy». Ya estaba dentro.

Capítulo 19

«¿Ha sido un sueño? ¿Un error? ¿Repetimos? Besos, J.»

Pulsé la flecha semicircular que aparecía al lado del mensaje de Johnny para ver qué había respondido Milena.

«Esta noche, a las once. En tu casa. Enciende la chimenea.»

Al día siguiente: «Te dejaste las medias. ¿No puedes quedarte a dormir la próxima vez?».

A lo que Milena había respondido: «A lo mejor se te ha olvidado que soy una mujer casada».

Dos días después: «Me temo que no puedo salir del restaurante a las diez. ¿Sería posible después? Pienso en ti todo el día. Besos, J.».

Y la respuesta, un escueto «No», a lo que Johnny había dicho: «Vale, vale, entre la crème brûlée y tú, te elijo a ti. A las diez, entonces».

Tres correos a los que ella no había respondido. El primero reflejaba cierta angustia: «¿Por qué no viniste? ¿Se ha enterado él? Respóndeme, por favor». El segundo tenía un tono de súplica: «Milena, por lo menos dime qué está pasando. Estoy de los nervios». El tercero mostraba enfado: «Que te den».

Había docenas de ellos, y los leí todos. La relación había durado semanas. Solían verse a última hora, por la noche, pero a veces encontraban un par de horas durante el día. Se reunían en el piso de Johnny, en casa de Milena cuando Hugo no estaba, unas cuantas veces en un hotel, y en una ocasión, según el encendido relato de Johnny, que leí mientras se me caía la cara de vergüenza, en el asiento posterior del BMW de Milena. Advertí que los correos de Johnny solían expresar emociones -de enamoramiento, de júbilo, de gratitud, de rabia o de despecho-, pero los de Milena eran casi siempre iguales: breves, prácticos, y con frecuencia transmitían órdenes o ultimátums despiadados. Casi nunca mencionaba a su marido y, cuando lo hacía, éste aparecía como un molesto obstáculo; a Johnny le escribía acerca de fechas, horas, lugares, nada más. Él me inspiró pena y bochorno: Milena estaba muy segura del poder que ejercía sobre él, y, cuando él le escribía, no era el hombre socarrón y seguro de sí mismo que yo conocía, sino una persona insegura, necesitada, dolorosamente sumisa. Al final, los mensajes de Johnny degeneraban; insultaba a Milena y la acusaba de tener otros amantes, de engañarlo, se ser fría y calculadora. Ella no se molestó en responderlos.

En el trabajo, ella había sido una persona desorganizada y caótica: no anotaba las citas, los gastos ni los acuerdos formales, y se dejaba llevar por impulsos personales que, muchas veces, ni siquiera contaba a Frances. Sin embargo, sus correos personales estaban diabólicamente ordenados; esa gestión de la traición, de los celos y de las rupturas resultaba casi lúdicamente empresarial. Lo primero que descubrí al acceder a su mundo virtual era que tenía una carpeta especial para los amantes, a la que había puesto el nombre de «Asuntos varios». En ella figuraba Johnny y otro amante del año anterior, al que había conocido porque era cliente suyo. Me sorprendió que casi nunca los llamara por el nombre: no escribía «Querido Johnny» o «Querido Craig».

Poco a poco empezó a nacer en mí cierta admiración rencorosa y espantada hacia aquella mujer que me había quitado al marido: quizá fuera una fría depredadora, pero no se la podía acusar de hipócrita. No hablaba de «hacer el amor», sino de «follar»; no fingía albergar sentimientos que no tenía; nunca empleaba la palabra «amor». Me llamó la atención la aparente ausencia de placer, la enérgica carencia de alegría de esas relaciones. Y había tenido muchas. ¿Cómo lo había conseguido? Tantos tejemanejes, tantos engaños, tantas mentiras que contar, distintas mentiras a distintos hombres… y tener que recordar qué versión de sí misma debía presentar a cada uno de ellos. Sólo de pensarlo me cansaba.

Busqué el nombre de Greg y no me desanimé al no obtener resultados: si algo había descubierto durante las aciagas semanas anteriores, era que el secreto de ambos estaba muy oculto. No me iba a encontrar con él; tendría que descubrirlo con paciencia y astucia. Revisé las conversaciones una a una. Johnny, Craig el cliente, un tal Richard con el que Johnny se había solapado y que había desaparecido sin más. Otra carpeta llevaba el rótulo de «Cuentas»: el corazón me empezó a latir tan deprisa que me llevé la mano al pecho para calmarlo, y me mareé de miedo: casi pensé que estaba a punto de entrar, al fin, en el mundo escondido de mi marido muerto, pero resultó ser sólo lo que ya anunciaba: mensajes cada vez más exasperados del asesor financiero de Milena y Hugo sobre las cuentas de ella, que se hallaban en un estado claramente desastroso. También había varias personas que no firmaban los correos y cuyas direcciones no aclaraban su identidad; pensé que una podía ser de Greg, si hubiera asumido un nombre falso. También estaban las personas a las que ella no había atribuido una carpeta especial, y que aparecían desperdigadas por toda la bandeja de entrada, o cuyos correos se habían movido a la carpeta llamada «Personal», un cajón de sastre donde también se guardaban mensajes de amigos, conocidos y familiares.

– ¿Qué haces?

Me sobresalté. Estaba tan concentrada que no me había percatado de la llegada de Beth. Me sentí como si me hubieran pillado robando en la caja registradora. Cosa que, en cierto sentido, quizás estaba haciendo.

– Revisando unas cosas -respondí.

– ¿Quieres un café?

– Estupendo.

Cuando se marchó, me pregunté si aquello estaba mal. Pues claro que estaba mal. La pregunta era cuánto, y si importaba. Frances era mi jefa, y seguramente me consideraba una amiga. Y ahí estaba yo, mintiendo, husmeando en la oficina, indagando sobre la vida personal de su amiga muerta, como una espía. Al volver, Beth me dio el café pero no se marchó como siempre a pasearse y hablar por teléfono. Se acercó una silla y se sentó a mi lado con la taza entre las manos. Cerré enseguida la ventana del correo electrónico de Milena.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó.

– ¿A qué te refieres? -respondí, obligándome a reír.

– Yo trabajo aquí porque Frances es una vieja amiga de mi madre. No se gana mucho, pero gracias a este trabajo se hacen contactos. Y, para Frances, este sitio es su vida. Pero no entiendo qué sacas tú de esto.

No supe si lo decía con sorna, con curiosidad o con suspicacia. ¿Había detectado algún desliz mío? Intenté cambiar de tema.

– ¿Y Milena? ¿Qué sacaba de esto?

– ¿Por qué preguntas tanto por ella? Parece que estés obsesionada: Milena por aquí, Milena por allá…

– Es raro que ella no esté. Es como ir a ver una obra de teatro en la que falta la protagonista.

– Es curioso. Nunca antes se había muerto nadie que conociera. En la universidad había una chica que se mató en un accidente de coche, pero no éramos amigas. Para Milena trabajé un año; nunca me había encontrado con nadie como ella, y al despertarme por las mañanas me sigo sorprendiendo al recordar que ha muerto.

– Sí, es verdad-coincidí, aunque ya no pensaba en Milena.

Después de terminarnos el café y de que Beth se llevara mi taza, me dije que no debía mirar esos correos, que suponía un riesgo demasiado grande mientras Beth anduviese por allí, pero no pude evitarlo. Giré la pantalla para que ella no pudiera verla y abrí un bloc de notas para que pareciera que hacía cuentas; retomé la tarea con temor y una curiosidad abrumadora.

El primer amante -o el primero que aparecía en la memoria de ese ordenador, dos años y nueve meses antes- era Donald Blanchard, abogado y colega de Hugo, que llamaba «pantera» a Milena y que padecía arrebatos de angustia por estar traicionando a su amigo, amén de a su mujer, cosa que no le había impedido llevarse a Milena a pasar un fin de semana en Venecia.

Pude seguir el desarrollo de una de las relaciones, con un hombre que firmaba los correos con una J, como si leyera una partitura musical. La correspondencia comenzaba, como otras, con los recuerdos de «ayer por la noche» y expresando impaciencia por el próximo encuentro. Aquello no parecían cartas de amor, sino más bien una serie de anotaciones en una agenda: horas y lugares. Después las comunicaciones se volvían más escasas, aunque había un incremento repentino al final, cuando la relación terminaba. El último mensaje consistía en una única y ominosa frase: «Bueno, también puedo llamar por teléfono a tu mujer y punto». Estaba claro que a Milena no le gustaba que la dejaran.

Esa historia coincidía en el tiempo con otra relación más prolongada con Harvey, un norteamericano que pasaba una temporada en Londres. Después se marchó a su país y entró en escena Richard. Durante la época de Richard, Milena tuvo un par de aventuras: una con un hombre mucho más joven que ella, al que llamaba «mi yogurín» y al que dio boleto en cuanto se puso pesado. Tras Richard aparecía Johnny. A continuación, durante el mes crucial antes de que Greg y Milena murieran juntos, sólo se veía a otro actor importante, cuyo nombre no figuraba en los correos: sólo se despedía con un «besos» al final de los mensajes. Anoté su dirección en mi libreta.

Miré la pantalla hasta que me escocieron los ojos. ¿Era Greg ese amante anónimo? Su dirección de Hotmail era «estoypescando» y había docenas de mensajes suyos repartidos a lo largo de tres meses. Eran cartas de amor: hablaba del cabello de Milena, de sus ojos, de sus manos, de la forma en que lo miraba mientras sonreía, de cómo se sentía al verla antes de que ella levantara la cabeza y también lo mirara. Durante un instante tuve que dejar de leer. Se me hizo un nudo en la garganta y se me nubló la vista. Si era Greg, él nunca me había escrito utilizando esas palabras. Y, si era Greg, se dirigía a una Milena a la que nadie más había conocido: una persona más tierna y más adorable que la mujer brillante, deslumbrante y despiadada que todos parecían recordar. Eso, desgraciadamente, tenía sentido: no podía imaginar a Greg manteniendo una relación fría, pero sí enamorándose, y que su amor transformara a una mujer en otra persona, en alguien mejor. Yo siempre había pensado que él había causado ese efecto en mí: había descubierto una versión mía que sólo existía cuando estaba con él, y que había desaparecido con su muerte.

El dolor del pecho fue disminuyendo poco a poco y pude mirar de nuevo la pantalla. Cerré los mensajes de los amantes anónimos y revisé la bandeja de entrada, por si aparecía algo relevante. Vi varios mensajes de un tal S, malhumorados y desabridos. Consulté un par de respuestas de ella y reconocí ese tono zalamero que reservaba para ciertos hombres, muy distinto del estilo más abrupto que adoptaba con Frances, Beth o las clientas. Me pareció que leer el correo de Beth mientras ésta se encontraba en la misma habitación constituía una traición bastante peculiar, pero lo cierto era que me estaba convirtiendo en una experta en traiciones.

Estaba a punto de abrir un mensaje del marido de Milena cuando oí que la puerta de la calle se abría; Frances bajó corriendo las escaleras con el rostro arrebolado.

– ¡Hola! -exclamó; tiró el abrigo en el sofá y se acercó a darme un beso en la mejilla, que me ardía de vergüenza y ansiedad-. Siento haber estado fuera tanto tiempo.

– No pasa nada.

– ¿Qué has estado haciendo?

– Organizando un poco -mascullé.

¿No se daba cuenta de que todo estaba en el mismo sitio que antes de que se marchara, de que no había movido ni había estudiado ni un solo papel?

– Qué bien -dijo-. Pero no trabajes demasiado.

– No, no te preocupes.

Miró a Beth.

– Cielo, ¿nos podrías preparar un té? Ella hizo un mohín, se levantó y salió con una evidente desgana.

Frances se me acercó.

– Me ha venido muy bien tu presencia -me confesó en voz baja-. Esto no te lo había dicho… bueno, no se lo había dicho a nadie, pero tras la muerte de Milena pensé en cerrar la empresa.

– ¿En serio?

– Para serte sincera, ya desde antes las cosas andaban mal. Milena había… -Hizo una pausa-. Bueno, digamos que muchos de los motivos por los que me había metido en esto habían desaparecido.

– ¿Tan mal estaban las cosas antes de su muerte?

Se produjo otro largo silencio, durante el cual su rostro adoptó un gesto de inquietud que no le había visto hasta entonces.

– Bueno, todo eso es agua pasada -declaró al fin-, y no era de eso de lo que quería hablar. Quizás en otra ocasión. Podríamos ir a comer… o a cenar, incluso.

– Me encantaría.

– Da gusto hablar contigo y la verdad es que necesito que me aconsejen. Hay cosas que tengo que decir en voz alta.

No supe cómo reaccionar; tenía la sensación de llevar el engaño grabado en el rostro. Solté un sonido inexpresivo y me quedé mirándome las manos, el dedo sin anillo.

– Lo que iba a decir -prosiguió- es que sé que David ya ha hablado contigo, pero quería preguntarte formalmente si quieres quedarte.

– ¿Aquí? -pregunté, como una tonta.

– Pues ésa era la idea.

– Creo que te he hecho pensar lo que no era -repuse-. Sólo soy una profesora en paro temporal.

– Me gusta tu compañía. La mayoría de la gente me irrita. Tú no.

– Gracias. -No fui capaz de mirarla a los ojos-. Pero no creo que sea posible.

– No me respondas todavía. Piénsalo al menos. ¿Vendrás mañana?

– Tengo que hacer recados.

– Si pudieras sacar una horita por la mañana te lo agradecería. Tengo que salir.

– Vale -accedí-. Pero debería irme. Tengo cosas que hacer.

– Antes de que te marches, creo que debo pagarte los últimos días.

– Después.

– ¡Gwen! Cualquiera diría que estás trabajando gratis.

– No te preocupes; no soy una santa.

– Pues me parece que Johnny piensa que te acercas bastante a la perfección. -Me ardía el rostro. Me escuché musitar algo ininteligible-. No te preocupes. No me ha dicho nada. Es muy discreto. Pero he visto cómo te mira.

– Hasta mañana -conseguí musitar, y salí a todo correr.

* * *

Me dije que no debía volver, pero aquello se había convertido en una adicción. Tenía que regresar, sólo para leer el resto de correos de Milena. Llegué a casa en un estado de gran agitación e inquietud. El contestador parpadeaba, pero no me molesté en escuchar los mensajes. Me preparé una taza de té y me la bebí mientras recorría la casa. Abrí el frigorífico y me tomé uno de los yogures líquidos que Mary me había traído. Me había dicho que era bueno para la digestión; era de coco y vainilla, y el sabor me impregnó la lengua. Salí a mi descuidado jardincito. La oscuridad estaba cayendo y le confería a todo un aire de misterio. Vi montones de hojas empapadas sobre el césped, las ortigas que crecían junto al muro de detrás. En el rosal de la puerta trasera quedaban unas cuantas rosas amarillas. Un mirlo mojadísimo cantaba a pleno pulmón en la penumbra. Recordé que todavía estaba a tiempo de plantar bulbos que germinaran en primavera. El otoño anterior habíamos plantado campanillas de invierno, acónitos, narcisos y tulipanes rojos. A Greg le encantaban los tulipanes; decía que eran las únicas flores cuya muerte resultaba tan hermosa como su nacimiento. Advertí que ya no me costaba pensar en él en pasado. ¿Qué había sucedido? ¿Cuándo se había colado entre las grietas de mi memoria y se había ido a reunir con los demás muertos en los recovecos más recónditos de mi mente?

Entré de nuevo en casa; dispuse las dos tablas sobre la mesa de la cocina y me quedé mirándolas mientras me estrujaba la cabeza sin resultado. Saqué la libreta del bolso y contemplé las dos direcciones. No sabía qué hacer. Sonó el teléfono pero no lo cogí. Esperé a escuchar el mensaje, pero no dejaron ninguno. Volvió a sonar, pero seguí sin contestar. Sonó una tercera vez. Era como jugar a ver quién podía más. Me rendí y lo cogí.

– Sabía que estabas en casa.

Era Fergus.

– Lo siento, estoy cansada.

– Quería invitarte a cenar. Jemma ha metido un pollo en el horno y he encendido la chimenea.

– Ya te he dicho que estoy un poco cansada.

– Si no vienes, meteremos la comida en el coche e iremos nosotros. Y si no nos dejas pasar, cenaremos en tu puerta y te haremos quedar fatal delante de los vecinos.

– Vale, vale, voy.

– ¿Y las gracias?

Solté una carcajada.

– Siento ser tan maleducada. Sí, gracias por invitarme.

* * *

Jemma estaba muy, muy embarazada. Contraía el rostro con mucha frecuencia, cuando el bebé le daba una patada. Me instó a que le pusiera la mano en el vientre, y noté cómo se retorcía. Me contó que el feto tenía hipo todo el rato.

– Hay muchas cosas de las que la gente no habla en mi presencia -protesté después de dos copas de vino.

– ¿Por ejemplo?

Fergus se inclinó para llenarme la copa, pero la tapé con la mano.

– Pues, sin ir más lejos, vosotros no me decís nada del bebé a no ser que insista. Creéis que me puede entristecer por Greg, porque no llegamos a conseguirlo y ahora es demasiado tarde. Y claro que me entristece, pero no se me va a olvidar porque no me lo recordéis. Es mucho mejor decir las cosas; si no, me siento excluida. Mary me lo contaba todo de Robin: los pucheritos, los pañales, cómo le cogía el dedo, y ahora apenas lo menciona. Gwen me explicaba todos los detalles de su vida amorosa. Joe siempre se quejaba de sus catarros o de los clientes ricos e insoportables. Y ya no lo hace.

– Por cierto -respondió Fergus, mirando de reojo a Jemma para obtener su visto bueno-, queríamos pedirte una cosa.

– ¿El qué?

– ¿Te gustaría ser la madrina?

– ¿Su madrina?

– Sí.

– Pero si no creéis en Dios.

– Esa no es la cuestión.

– Y yo tampoco soy creyente.

– ¿Eso es un no?

– ¡Pues claro que me gustaría ser la madrina! Me encantaría. -Me eché a llorar; las lágrimas me corrían por las mejillas y se me metieron en la boca. Me pasé el dorso de la mano por la cara y acerqué la copa para que me pusieran más vino-. Brindo por… como se llame.

– Por como se llame -repitieron.

Fergus se levantó y me abrazó.

– Siento mucho todo lo que ha pasado -me susurró.

Yo me encogí de hombros.

Capítulo 20

Al llegar a casa ya había decidido lo que iba a hacer. Habría sido muy fácil mandar correos electrónicos desde la cuenta de Milena, respondiendo a los mensajes que había recibido de antiguos amantes, pero me parecía demasiado arriesgado. Aunque mantuviera mi anonimato, deducirían que los tenía que haber mandado alguien que conociera su contraseña. Incluso se podía establecer un vínculo con su ordenador, o con su oficina. Lo más seguro era abrirme una cuenta de Hotmail. No tenía ni idea de si era fácil rastrear el origen de un correo electrónico, pero lo más probable era que no me enfrentara a expertos informáticos. Para crear la dirección me limité a pulsar teclas al azar y me salió lo siguiente: j4F93nr4wQ5@hotmail.co.uk. Al rellenar los campos puse que me llamaba J y me apellidaba Smith. Para la contraseña utilicé una secuencia de números y de letras mayúsculas y minúsculas. Cuando terminé me mandé un correo, para ver si funcionaba. Sólo aparecía «J Smith», el asunto, la fecha, la hora y la dirección. Me pareció bastante seguro.

Copié la primera dirección que había obtenido del ordenador de Milena, escribí «Re» en el asunto y, después de reflexionar unos instantes, redacté: «Querido Robin, ARDO EN DESEOS de verte y…». Intenté dar con un nombre plausible. «Petra.» No, era nombre de mascota. Y de destino turístico. «Katya.» Demasiado exótico. Me di cuenta de que se me estaban ocurriendo nombres demasiado similares a Milena. Eché un vistazo a los libros de la estantería. «Richmal.» Ni de coña. «Elizabeth.» ¿Aún había gente que se llamara así? «Eliza. Lizzie. Beth. Bessie.» Todos ridículos. Qué importaba, en cualquier caso. Me quedé con Lizzie. Pero entonces recordé que no podía utilizarlo. El nombre tenía que empezar por J. Pues entonces, Jackie. «Soy Jackie; ha pasado mucho tiempo, ¿no? Llámame en cuanto llegues. Besos, Jackie. PD: Espero que ésta sea tu dirección, y, si no lo es, que me lo diga quien lea esto!!!!»

Lo releí varias veces. Lo envié y desapareció. Escribí el mismo mensaje a la segunda dirección y lo mandé. Pensé en mi infancia; a veces me daba miedo echar una carta al correo porque, cuando la metía por la ranura y la oía caer, cobraba conciencia de que seguía ahí, a pocos centímetros, pero que la había perdido, que ya no podía cambiarla ni tampoco recordar cómo era.

* * *

A la mañana siguiente, cuando llegué a la oficina, Frances estaba hablando por teléfono. Se hallaba inmersa en los preparativos de una fiesta para un bufete de abogados de la City que se iba a celebrar en un antiguo almacén de la orilla del río. Mientras encendía el ordenador de Milena, ella colgó y se me acercó.

– Quieren que sea de temática shakespeariana -anunció-. Ni siquiera sé a qué se refieren.

– ¿Por qué no contratas a varios actores jóvenes? -sugerí- Pueden pasearse con canapés y declamar frases de Shakespeare. En cuanto a la comida… seguro que en sus obras se mencionan algunos platos.

– ¡Es que quieren comida isabelina! ¿Pero qué se creen? Acabo de hablar con una idiota por teléfono y le he preguntado: «¿A qué se refiere con lo de comida isabelina? ¿Carpa? ¿Lucio? ¿Capón?». Y va y me responde: «No, no. Sólo quieren comida normal con un toque isabelino».

En la oficina había estanterías llenas de libros y revistas para crisis como aquélla; Frances empezó a hojearlos y a farfullar un poco para sus adentros y también dirigiéndose a mí. Entré en mi nueva cuenta. Era imposible recordar mi nueva dirección de correo y la contraseña. Tuve que copiarlas minuciosamente del papel en que las había apuntado.

– ¿Qué son exactamente las mollejas? -inquirió Frances-. Unas glándulas o algo así, ¿no?

– No estoy segura de que sean lo más indicado para picotear -observé.

Tuve que esforzarme para no levantar la voz, porque me habían llegado dos nuevos mensajes. El primero era para darme la bienvenida como nueva usuaria. El segundo era de «estoypescando».

Frances avanzó hacia mí mientras leía en voz alta.

– Estofado de liebre -iba diciendo-. Langosta. Esto es imposible. Es como si nos hubieran pedido lengua de alondra.

– Basta con que pongas tapas pequeñas que parezcan de otra época -propuse-. Huevos de codorniz. Trocitos de panceta. Bolas de harina. Vieiras.

Abrí el mensaje.

«¿Quién eres?», preguntaba.

Respondí de inmediato, tecleando a toda velocidad: «Soy Jackie, como puedes ver. ¿Me he equivocado de dirección? ¿Quién eres tú?».

Subrayé y destaqué la última palabra: «¿Quién eres tú?». Lo mandé.

– Pues no es mala idea -convino Frances-. Podemos incluir decoración medieval en los platos. Pergaminos. Ramas de romero. Pequeñas gorgueras. Colgar tapices y guirnaldas de las paredes. Nueces en escabeche -añadió, entusiasmándose con el tema-. Nísperos. Membrillo. El problema es que la gente no sabrá qué son.

– Así los empleados tendrán de qué hablar. En falso inglés isabelino, claro. Dirán «por los clavos de Cristo» y cosas así.

El ordenador de Milena emitió un aviso sonoro. Un mensaje de «estoypescando».

«¿Quién eres?», decía, igual que antes. Volví a contestar.

«No te entiendo -escribí-. ¿No has recibido mi último mensaje? ¿Me he equivocado de dirección? ¿Cómo te llamas?» Lo envié.

Esperé un minuto, dos, pero no hubo respuesta.

Entretanto, Frances se había puesto a hojear otro libro.

– ¿En la época isabelina comían ostras? -preguntó.

– Creo que sí.

– No me fío mucho del marisco. No me conviene intoxicar a una sala llena de abogados.

Me distraje y de pronto oí que Frances alzaba la voz, como si intentara despertarme.

– Lo siento -me disculpé-. No te estaba escuchando. Pensaba en otra cosa.

Me miró preocupada.

– ¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.

– Sí, estoy bien. Un poco cansada, nada más.

Me empezó a dar la lata como si fuera mi abuela. Me tocó la frente con una mano delgada y fría. Me preparó un café e incluso me preguntó si lo quería con un chorrito de brandy.

– Huy, esto podría ser perfecto para el fin de fiesta -declaró-. ¿En la época isabelina existía el café? Brandy seguro que tenían.

Dejé mi mesa a regañadientes y consultamos los libros de cocina para sacar ideas. Consideramos el lenguado rebozado, los chanquetes picantes, las setas con bechamel y las anguilas ahumadas, los tomatitos rellenos de cangrejo y las patatitas rellenas de caviar. Esto último no terminaba de convencer a Frances.

– Tendría que hacerle el pedido a esa horrible Daisy de G and C -adujo-. Y es posible que esto sea demasiado, incluso para ellos. El otro día vi caviar en Fortnum. Un dedal costaba un millón de libras, poco más o menos.

Mientras ella hablaba oí otro sonidito procedente del ordenador de Milena y de pronto sentí como si estuviera en un sueño y las palabras de Frances fueran un ruido de fondo ininteligible. Tuve que obligarme a responder con normalidad mientras ella dejaba los libros de cocina en su sitio y buscaba el catálogo de una exposición en la estantería.

– Un segundito, por favor -me disculpé, y me acerqué al ordenador.

Abrí el nuevo mensaje: «Nadie tiene esta dirección -rezaba- ¿Cómo la has conseguido?».

Me quedé pensando y me obligué a meterme en el personaje de Jackie, una persona que no existía, inventada por otra persona que no existía. «A lo mejor me he equivocado -escribí-. Sólo te preguntaba el nombre para ver si te había confundido con otro. Pero si te supone un problema, no te preocupes.»

Lo mandé y regresé junto a Frances, que había encontrado un viejo catálogo de una exposición de miniaturas isabelinas. Sonrió y me señaló una imagen oval, exquisita y delicada, de una mujer que llevaba un sombrero alto con una pluma blanca de avestruz, una gorguera de encaje, mangas abullonadas y bordadas con hilo de oro y un corpiño rígido y profusamente decorado.

– Se parece algo a ti -afirmó-. Me gustaría verte con esto puesto.

– No tengo la cintura necesaria -repuse.

Ella me evaluó con la mirada, como si fuera un cerdo cuya compra estaba sopesando.

– Sí que la tienes -insistió-. ¿Cómo lo consigues? ¿Ejercicio y una vida sana?

No comer, no dormir y una angustia constante, pensé, aunque me limité a sonreír con lo que esperaba que pareciese un conmovedor recato. Pasamos las páginas de aquel precioso catálogo, deteniéndonos en los hombres con jubón y gorguera, medias y bombachos, en las mujeres con capas y enaguas, corsés y miriñaques.

– Si disfrazamos así a algunos actores -propuso- y les pedimos que se aprendan unas frases, quedará magnífico. Si queremos que sea verdaderamente auténtico, los hombres también tendrían que hacer de mujeres.

– No sé si a los abogados les va a hacer mucha gracia -observé-. Al pedir el toque isabelino seguramente pensaban en unas mozas picantonas repartiendo jarras de cerveza. Para algunas de ellas la velada podría resultar un suplicio.

Frances soltó un bufido.

– Las chicas de la escuela de Arte Dramático a las que recurrimos están curadas de espantos -aseguró-. Ya sabes eso de «si se las hubieran tirado a todas en el jardín», etcétera, etcétera.

Oí otro ruido en el ordenador y me volví a distraer.

– ¿Etcétera qué?

– «No me sorprendería lo más mínimo.»

– ¿Qué?

– Es una cita humorística muy conocida. Te la he chafado. Si se hubieran tirado a todas las chicas en el jardín… Pues eso. No me sorprendería lo más mínimo.

– Ah, sí. Me suena de algo.

– Creo que es de Dorothy Parker.

– Eso. Discúlpame un momento. Me acaban de mandar un mensaje.

Era incapaz de fingir que mantenía una conversación. Fui al ordenador y abrí el correo.

«Siento ser tan paranoico -leí-. Es una cuestión de seguridad. Dame tu teléfono, te llamo y te digo mi nombre.»

Al leer aquello tuve la sensación de que de pronto, y sin previo aviso, estaba mucho más perdida que antes. Me sentí como una persona en un país extranjero que entiende por los pelos las palabras básicas pero que no capta lo que se esconde detrás de ellas, lo que implican, las costumbres que todos dan por sentado. Me resultó difícil, por no decir imposible, valorar el sentido del mensaje, sus implicaciones. ¿Podía pasarle algún número de teléfono a esa persona? ¿Era factible que me llamara y me dijera su nombre, que me enterase de quién era ese amante de Milena?

De repente todo se había convertido en un rompecabezas y yo no disponía de las herramientas necesarias para resolverlo.

¿Cabía la posibilidad de que esa persona creyera que mi mensaje era un error? ¿Sería efectivamente una cuestión de seguridad? ¿Se tomaría la molestia de llamar para aclarar el asunto? La cabeza me funcionaba con lentitud, la tenía abotargada, pero al final, mientras que Frances carraspeaba y me esperaba al otro lado de la sala, decidí que no, que no era posible. Había llegado demasiado lejos. Me había expuesto.

Mi contraseña parecía segura. Desde luego para mí lo era, porque me resultaba imposible recordarla siquiera. No obstante, para cerciorarme del todo, borré todos los mensajes, tanto los que había recibido como los que había guardado, y luego vacié la papelera. Ya no podía borrar nada más; que yo supiera había pulverizado todo rastro que hubiera podido dejar en el ciberespacio.

Volví junto a Frances y seguimos con los planes isabelinos; después salimos a comer y pedimos platos que no podían alejarse más de la cocina de esa época: rodajitas de carpaccio de salmón y montoncitos minúsculos de tallarines picantes. Aunque en realidad, yo no sabía nada de cocina isabelina, aparte de lo que había visto en los dramas históricos de la tele. Igual pedían una exquisita guarnición de brotes de soja junto a las piernas de venado y yo no me había enterado. También nos trajeron una jarrita de sake caliente que Frances se bebió rápida y ávidamente; casi no había tocado la comida y sin embargo pidió una segunda jarra. Me acordé de las botellas de vodka del cajón de su escritorio. Me comentó que estaba pensando en contratar a un bufón de la agencia de actores Comedy Store, y que no sabía si las normas de sanidad y seguridad nos permitirían poner antorchas en las paredes, y que a lo mejor podíamos incluir músicos isabelinos… y ¿cómo era la música isabelina? ¿Servirían las danzas folclóricas inglesas?

– Todo es una cuestión de dinero -observó reflexiva durante la sobremesa, frente a un café-. Si vives en Londres y tienes dinero, puedes conseguir lo que quieras. -Apartó la comida, casi intacta, y añadió-: Menos la felicidad, claro. Ésa es otra historia.

No supe qué decir. En circunstancias normales habría extendido la mano y le habría acariciado el brazo, le habría preguntado a qué se refería, intentado que me contara algo más. Pero aquellas circunstancias no eran normales.

Al buscar apoyo en mí, lo estaba buscando en alguien que no existía y que, además, no iba a permanecer mucho tiempo junto a ella. Así que fruncí el ceño y farfullé algo ininteligible.

– ¿Tú dirías que eres feliz, Gwen? -inquirió, alzando su rostro pálido y delicado.

– Pues la verdad -clavé el tenedor en el último trozo de atún-, es difícil saberlo. Porque ¿qué es la felicidad?

– Yo lo fui -prosiguió-. En otra época parecía algo sencillo. Aunque es posible que en realidad no fuera feliz. Quizá sólo me estuviera divirtiendo. Y no es lo mismo. Creo que era bastante egoísta. No entendía que los actos tienen consecuencias. Cuando Milena y yo nos conocimos, antes de casarnos, éramos un poco como Beth, supongo: salíamos todas las noches, muchos hombres, muchas fiestas, muchas copas. Pero luego todo cambió. Uno recoge lo que siembra, o eso dicen. Ojalá hubiera sabido entonces lo que sembraba. ¿Pedimos un vino dulce?

– Por mí, no. Si bebo durante el día me quedo dormida. Pero pídelo tú si te apetece.

– No, seguramente tengas razón, deberíamos volver al trabajo. Siento ponerme pesada. A veces me siento tan… -Se calló, movió la cabeza como si quisiera despejarse, se volvió a poner las gafas y esbozó una sonrisa pesarosa-. Bueno. Vamos a ocuparnos de los jubones y las calzas.

De nuevo en la oficina, sentí que el ordenador de Milena me atraía como si me unieran a él unos hilos invisibles. Pero esa tarde no lo utilicé. Me dediqué a anotar ideas para la fiesta y convertirlas en una propuesta coherente. Era tan fácil y tan interesante que lamenté que aquello fuera, seguramente, lo último que hacía para Frances Shaw. Terminé el borrador y casi había recogido la mesa cuando llegó David a buscarla. Se le notaba de mal humor y casi ni me miró. Ella me hizo un gesto de disculpa. Yo murmuré una excusa y me marché.

Al llegar a casa, me dirigí corriendo al ordenador sin ni siquiera quitarme la chaqueta. Repetí el tedioso proceso de escribir mi dirección y mi contraseña, copiando los caracteres uno a uno. Había un nuevo mensaje; lo abrí.

Hasta entonces los mensajes habían aparecido encima del anterior, pero ahora los antiguos estaban borrados. En el asunto se leía: «¿Quién eres?», y en el correo se repetían las mismas palabras: «¿Quién eres?».

Capítulo 21

Aunque sabía que no era la mejor de las ideas, había prometido asistir al último evento organizado por Profesionales de la Fiesta ya que Beth se había marchado de puente, cosa que llevaba cierto tiempo planeando. Un fin de semana muy largo al que, en realidad, le faltaba un solo día para ser una semana entera.

– Es sólo para que te hagas una idea más precisa de nuestro trabajo -me había asegurado Frances la tarde anterior-. Prácticamente no tienes que hacer nada. Sólo quedarte al fondo y observar. -Me miró con gesto dubitativo-. Es esa reunión de mujeres empresarias para la que hiciste el presupuesto. Te lo puedes imaginar: un montón de ejecutivas haciendo contactos y hablando mal de los hombres. Por eso estaría bien que… -titubeó.

– ¿Llevara traje de chaqueta?

– Sí, o algo parecido. Gracias, Gwen.

No tenía un traje de chaqueta, ni otras prendas que pudieran combinarse como si lo fueran. Me obligué a salir de la cama y me duché con agua tibia porque el calentador funcionaba de manera misteriosa y esporádica, y no tenía dinero para arreglarlo; en realidad ni siquiera tenía dinero para la compra, pero en ese momento no podía pensar en mi situación económica. Eso tendría que esperar, como todo lo demás: los amigos, un trabajo, una vida de verdad.

Como esperaba, en el armario no había nada a lo que Frances pudiera dar el visto bueno. El único traje era el de color gris verdoso de Greg, el que había llevado en nuestra boda: ni siquiera cuando me dio el arrebato de rabia había sido capaz de quemarlo. Lo saqué y lo examiné. Era precioso, sencillo y ligero. Yo le había ayudado a elegirlo; era la prenda más cara que él o yo habíamos comprado en toda nuestra vida. Lo sujeté frente a mí: me quedaba un poco largo, pero podía subir el dobladillo y utilizar un cinturón. Al probármelo me quedé perpleja: parecía otra persona, con un aspecto desenfadadamente andrógino. Me puse una camisa blanca y añadí un cordón como si fuera una corbata. Un sombrero de fieltro habría dado el toque final, pero no tenía ninguno, así que cogí una gorra de pana de repartidor de periódicos que habíamos encontrado en Brick Lane una mañana de primavera; me recogí el pelo por debajo y me puse unos pendientes. Ahora ya no me parecía a Ellie ni a Gwen: era una persona distinta.

Todavía me quedaba tiempo antes de salir hacia la City; me preparé un café soluble y terminé la última ración de copos de maíz, ya reblandecidos, que Greg tomaba a veces. La luz del contestador parpadeaba, pero decidí no escuchar los mensajes. Ya sabía que la mitad serían de Gwen y Mary: «¿Dónde estás?» y «Llámame en cuanto puedas» y «¿Qué tal va todo?». Después, como una adicta al crack, volví al ordenador y miré el correo que había recibido la noche anterior. No era necesario, desde luego. Seguía constando sólo de esas dos palabras: «¿Quién eres?». No tenía ni idea de qué paso dar a continuación, aunque el sentido común me seguía diciendo que me olvidara de todo aquello, de Frances y de Profesionales de la Fiesta, de husmear, de mi lamentable asunción de otra identidad, que retomara la vida que había abandonado y que intentara construirme un futuro real… Pero sabía muy bien que no iba a hacerlo. Al menos, no todavía. Sin embargo, no se me ocurría cómo descubrir la identidad de «estoypescando». Resultaba evidente que no podía darle mi teléfono, ni el de casa ni el móvil. Y no quería hablar con él, que escuchara mi voz. En cualquier caso, tenía que darle un número para que me llamara.

Le podía pedir a Gwen que hablara con él, fingiendo no ser Gwen, claro, porque Gwen era yo. Descarté la idea porque no quería que ella me dijera -como haría con toda seguridad- que aquello era un error, que estaba mal, que debía desistir. Eso ya lo sabía yo.

Me quedé observando la pantalla hasta que vi borroso. Miré la dirección de Hotmail: j4F93nr4wQ5@hotmail.co.uk. Y entonces se me ocurrió: sólo tenía que repetir lo que ya había hecho con el correo electrónico y comprarme un móvil nuevo, cuyo número sólo daría a «estoypescando». Cuando él llamara yo no lo cogería, pero tendría su número. Al menos eso suponía un avance.

Me dio tiempo a comprar un móvil de prepago y llegar antes de que empezase la comida de mujeres empresarias, que se iba a celebrar en un sótano abovedado del centro de la City, un espacio precioso y tenuemente iluminado, con ladrillos antiguos, fría piedra y ecos apagados. Un fuego ardía en la chimenea de un extremo de la sala, y sobre la mesa descansaban, a la misma distancia unos de otros, unos jarrones con aterciopeladas rosas rojas. Las finas copas de vino -que nadie utilizaba, porque bebían agua con gas- y la cubertería de plata lanzaban destellos. Todo el ambiente resultaba antiguo y masculino. Según me había explicado Frances, ésa era la idea: el lugar tenía que ser como un típico club de hombres del que habían tomado posesión las mujeres. Era muy propio de Frances organizar algo a la vez tan convencional y tan irónico.

Como era de esperar, las mujeres aparecieron luciendo el uniforme de un club. Todas llevaban preciosas chaquetas y faldas y vestidos de color negro, gris y marrón oscuro, con camisas blancas, zapatos elegantes, medias finísimas, el resplandor discreto del oro en las orejas y en los dedos. Bajaron en tropel por la escalera, entregaron al personal abrigos de cachemira, guantes de piel, finos maletines y paraguas plegados, y se quedaron de pie en medio de su opulencia masificada y discretamente ostentosa. Yo me sentí desaliñada, rabiosa, fuera de lugar, como el bufón de una corte. Quería irme a casa, enfundarme mis vaqueros más viejos y ponerme a desbastar madera clara y seca.

Cuando Frances me vio enarcó las cejas.

– Qué guapa estás -me comentó, risueña-. Tienes un estilo muy personal, Gwen.

No supe si era un halago o un insulto solapado.

Aquello casi no podía denominarse trabajo: me dediqué a deambular por la cocina, el ropero y la sala, observándolo todo, cerciorándome de que la comida salía bien y de que los platos llegaban a su debido tiempo. Pero acabé cansada y agobiada; me hacía falta aire fresco, luz natural. Cuando salí a la calle solté un grito ahogado y volví a cruzar el umbral: Joe subía por la acera y se acercaba a mí, con el abrigo revoloteando alrededor de su robusto cuerpo. Llevaba la cartera en la mano y parecía ensimismado; su rostro dejaba traslucir un gesto de enfado. Me sentí como si alguien me hubiera golpeado. Se me secó la boca y el corazón se me salía del pecho. No debía verme, no con el traje de boda de Greg y cuando era Gwen; además, al cabo de unos momentos Frances iba a subir las escaleras, detrás de mí, y a escuchar que él me saludaba y me llamaba Ellie. Me agaché y fingí que me anudaba los zapatos, que no llevaban cordones; cuando alcé la vista él ya había cruzado la calle, aunque todavía pude ver cómo se alejaba aquella figura tan conocida, quizás al encuentro de un cliente al que llevaba las cuentas. Me erguí e intenté recobrar la compostura, porque la conmoción me había producido ciertas náuseas. Me di cuenta de que en cualquier momento mis dos mundos podían encontrarse y venirse abajo.

* * *

Cuando llegué a casa me encontré una nota en el felpudo. «¿Dónde estás, qué haces, por qué no respondes a las llamadas? ¡LLÁMAME YA! Muchos besos, Gwen.»

Aparté el papel con el pie, saqué el teléfono nuevo de la caja y lo enchufé para cargarlo. Abrí la cuenta de Hotmail y tecleé la dirección. «Este es mi teléfono», escribí, y se lo copié. Respiré hondo y lo envié. Desapareció enseguida. Sólo me quedaba esperar.

Ya no podía seguir ignorando los mensajes del contestador: Gwen, Joe, Gwen, Gwen, el director de mi sucursal, Joe, Mary, mi madre dos veces, otra vez Mary, Gwen, Gwen y Gwen, mi hermana, Fergus dos veces, una mujer que llamaba por una cajonera que había que decapar, otra vez el director del banco, alguien que se había equivocado, Gwen, cuya voz sonaba ya angustiada. Sentí una punzada de culpabilidad. La llamaría pronto. Al día siguiente. En cuanto hubiera resuelto esa última cuestión. No podía hablar con nadie antes. Era imposible.

En el preciso instante en que pensaba aquello, el timbre sonó insistentemente. Me levanté a abrir pero me volví a sentar. No: serían Gwen o Mary o Joe o Fergus, y no estaba de humor. Si no respondía se marcharían. Siguieron llamando. ¿Se habían dado cuenta de que yo estaba dentro? Se hizo el silencio.

Suspiré de alivio y me levanté. ¿Ahora qué? Abrí la nevera y contemplé, con el ánimo por los suelos, el espacio blanco. Lo único que había en los estantes era una cuña solitaria de queso endurecido, un paquete de mantequilla caducado y un trozo de chorizo envuelto en plástico. Tuve la inquietante impresión de que no estaba sola. Oí un rumor detrás de mí, procedente del jardín, y, muy lentamente, me di la vuelta. Gwen. Su cara, habitualmente dulce, mostraba una expresión de pocos amigos. A su lado apareció otro rostro, y los dos me miraron desde el exterior. Mary levantó la mano y dio unos golpes secos en el cristal.

– ¡Déjanos pasar! -exclamó.

Abrí la puerta de atrás y me hice a un lado para que entraran.

– ¿A qué estás jugando? -preguntó Gwen entre dientes mientras dejaba en la mesa una enorme bolsa de la compra.

– Pero ¿qué llevas puesto? -añadió Mary.

– ¿No has recibido mis mensajes? ¿Mi nota? ¿No sabes lo preocupados que estábamos todos?

– He estado… ocupada -farfullé.

– ¿Ocupada? Pues mira, resulta que yo también. No puedes desaparecer así como así. ¡Joder! Te imaginaba tirada en una cuneta, o en una bañera con las venas cortadas o algo así. Si no quieres vernos vale, pero al menos dinos que estás bien. Si no te hubiéramos encontrado esta tarde habríamos llamado a la policía.

– Lo siento. Lo he hecho sin pensar.

– ¡Pues tendrías que haber pensado! No tienes excusa. Deberías mostrar un poquito de consideración.

Gwen empezó a sacar artículos de la bolsa. Café molido, leche, galletas de mantequilla, pan integral, una ensalada, zanahorias, una botella de vino, huevos. Enfadada, los fue dejando sobre la mesa con gran estrépito.

– ¿Ese traje era de Greg? -inquirió Mary.

– Sí -respondí escuetamente.

– Te queda muy bien. -Había un deje acusatorio en su voz. Hubieran preferido encontrarme demacrada y con los ojos hinchados por el llanto-. ¿A que sí, Gwen?

– Hmm. ¿Dónde has estado?

– Intentando resolver ciertos temas.

– Menuda respuesta -me espetó Gwen.

– Es verdad -insistí.

Al fin y al cabo, en cierto sentido era verdad.

– ¿Has vuelto a trabajar?

– No exactamente. Un poco.

– Un poco. ¿Te has ocupado de tu situación económica, has ido al banco y a ver al abogado, has estado con sus padres, como dijiste?

– Lo haré en breve.

– Entonces ¿qué temas has resuelto?

– Eh… cosillas.

La evasiva era tan lamentable que me sonrojé hasta la raíz del cabello.

– Ellie, ¿en qué andas metida? -preguntó Gwen.

– No ando metida en nada.

Pero no pude mirarla a los ojos.

– Recuerda que somos tus amigas -intervino Mary.

Se había sentado a la mesa y mordisqueaba distraída una de las zanahorias que Gwen había traído.

El teléfono sonó repentinamente y me puse tensa. Pero sólo era el fijo; esperamos en silencio a que saltara el contestador. Se oyó la voz de Joe: «Ellie, Ellie, cielo. Soy yo. Cógelo». Se produjo una pausa y Joe repitió mi nombre antes de colgar.

– ¿Ves? Otro amigo angustiado.

Durante un instante pensé en contarles todo lo que había hecho. Pero para eso, ¿no tendría también que renunciar a mis subterfugios, a mis mentiras, a mis engaños y a mis obsesiones malsanas?

– Lo siento muchísimo -me disculpé-. De veras. Sé que he actuado de una forma rara, que no he hecho las cosas bien. No lo puedo explicar. He estado muy trastornada. -Me retorcí las manos, los dedos desnudos y sin anillos-. No dejo de pensar que todo se acabará arreglando.

– Hemos venido a ayudarte -aseveró Gwen-. Eso lo sabes. No nos alejes de ti.

– No -respondí.

– Ya que estamos aquí, ¿preparo un té? -propuso Mary-. Un té con galletas; después podemos salir. Esta tarde Eric se ocupa de Robin, así que estoy libre. ¿Qué dices? ¿Una peli y una cena, las tres, como antes?

Lo que me apetecía decir de verdad era que estaba cansada, inquieta, que el corazón me latía en el pecho como si fuera una pelota de goma, y que sólo tenía ganas de esperar al lado del teléfono, pero sus rostros cariñosos y familiares mostraban tanta preocupación que respondí:

– Me parece una idea estupenda.

* * *

Volví a casa justo después de medianoche y corrí a mirar el teléfono nuevo. No había mensajes, pero sí una llamada perdida. Lo cogí. Cuando lo tuve en la mano sentí que sostenía una bomba que podía explotar en cualquier momento. En la cama, con el móvil en la mesilla, a mi lado, noté que me invadían el nerviosismo y el temor; cuando al fin me dormí, caí en un sueño agitado y de imágenes perturbadoras.

* * *

Frances me dio un beso en cada mejilla.

– Me alegro mucho de que hayas venido. Tengo que salir pitando más o menos dentro de una hora y no volveré hasta media tarde. Si pudieras revisar el nuevo catálogo te lo agradecería un montón. Tengo que llevarlo después a la imprenta y está plagado de errores.

– No me importa hacerlo, pero ¿y Beth?

– Ah, se lo puedes enseñar, pero ella no tiene ni idea. En la universidad ha estudiado organización de eventos, lo que quiere decir que es prácticamente analfabeta.

– Vale. Haré lo que pueda.

– Pero primero vamos a tomar un café.

– ¿Lo traigo?

– No, no. Ya me ocupo yo.

Aquel día estaba agitada y parecía incapaz de quedarse quieta: no dejaba de ponerse y quitarse las gafas, de atusarse el cabello.

– ¿Estás bien? -le pregunté.

– ¿Yo? Sí. ¿Por qué lo dices?

– Pareces un poco acelerada.

– Es posible. Estoy pasando una época rara.

– No me extraña.

– Pero me alegro mucho de contar contigo, Gwen. No tengo muchas amigas con las que hablar.

Que me considerara su amiga me produjo una vergüenza enorme. Hundí la cara en la taza para ocultar mi expresión.

– Es curioso, ¿verdad? -prosiguió-. A veces me parece que las mujeres se muestran mucho más competitivas y son más perversas entre ellas que con los hombres. ¿No crees?

Seguramente estaba acordándose de Milena, pero entonces pensé en Gwen y Mary la noche anterior, en su lealtad y ese amor gruñón e inquebrantable, y negué con la cabeza.

– No siempre.

– ¿Tienes amigas íntimas?

– Algunas.

– Qué bien. -Parecía apesadumbrada-. Me alegro. Todos necesitamos amigos. Oye… hay una cosa de la que tengo que hablarte. De lo contrario, esta sensación de culpabilidad y de asco hacia mí misma va a acabar envenenándome por dentro. Me hace falta confesarme.

¿Qué podía decir? Le hice un gesto para que prosiguiese.

– En tus relaciones -comenzó-, ¿has sido siempre fiel?

– Sí -respondí, porque era la verdad.

– Debe de ser una sensación bonita.

Hablaba en una voz tan baja que apenas la oía. Me miró a los ojos durante unos segundos y después apartó la mirada. Se quedó con la vista fija en un punto del que me separaban varios centímetros.

– Cuando me casé -prosiguió- prometí cosas, pero no pensé a fondo en lo que significaban. Y David y yo… bueno, ya nos has visto. No nos va especialmente bien. Todo empezó hace algún tiempo. Él estaba ocupado, yo también, llevábamos vidas separadas… Poco a poco, sin darnos cuenta, nos fuimos alejando. Y yo me empecé a sentir sola, pero de eso tampoco me di cuenta. Sucedió de forma gradual. Un día supe que no era feliz. Mi vida no me gustaba, pero no podía escapar de ella. Entonces… -Hizo una pausa y me miró brevemente-. Joder, qué típico, ¿no? Conocí a un hombre. A un hombre muy especial. Me subió la autoestima. Como si él me hubiera reconocido, como si hubiera visto algo muy valioso detrás de la fachada que yo me había construido. -Se frotó los ojos con un gesto cansado-. Pero fue un desastre -continuó-. No sólo porque yo estuviera casada: durante una época eso no me importó en absoluto. Pero antes, él había estado con Milena.

Conseguí emitir un débil sonido. Tenía el corazón desbocado, y me dolía.

– Sólo había sido una aventurilla, pero ya sabes cómo era ella. No le sentó muy bien que él me prefiriera a mí. Por decirlo suavemente. Me empezó a odiar de veras. Cuando entraba en esta habitación, notaba que ese odio podía abrasarme. -Se estremeció-. Y entonces ella murió.

– Entonces… ¿ella sabía que tenías una relación con ese hombre?

– Ah, claro. Milena siempre lo sabía todo.

– ¿Él también estaba casado?

Apenas reconocí mi voz.

– ¿Tú qué crees, Gwen? Sí, lo estaba.

– ¿Quién era?

Su rostro se endureció.

– Esa no es la cuestión -respondió, casi con repugnancia-. ¿Qué importa eso?

– No quería…

– Ya se ha terminado, eso es lo único que importa. -Soltó una carcajada que se acercaba más al sollozo que a la risa-. Pasó una cosa. Todavía no lo entiendo. Es algo que me atormenta. Por eso se lo tenía que contar a alguien: para no volverme loca.

Se acercó a mí, pero en ese momento llamaron a la puerta. Se enderezó.

– Debe de ser mi taxi. -Me sonrió afligida-. Continuará.

Y tras eso se marchó, no sin antes echarse el bonito abrigo por los hombros, coger el bolso, lanzarme una sonrisa implorante y subir corriendo las escaleras. Oí el portazo en la entrada.

Me quedé inmóvil. Me costaba respirar. Tuve la sensación de que me clavaban unos puñales en el pecho, y la mínima inspiración me dolía. Tardé varios minutos en poder levantarme, pero me quedé allí sin saber qué hacer. La cabeza me daba vueltas. Todo resultaba turbio y confuso.

Pero había ido a trabajar, y eso hice: leí el catálogo a fondo y lo corregí para mandarlo a la imprenta. Cuando Beth llegó se lo di para que le echara un vistazo. Me preocupaba que se hubiera ofendido, pero nunca le molestaba que su carga de trabajo se redujera aún más. Mientras lo hojeaba, hablaba por teléfono y hacía té, yo archivé los pocos recibos y facturas que quedaban, atendí las llamadas e incluso puse un poco de orden. Todo ello con el móvil en el bolsillo, con esa única llamada perdida. Cuanto más trataba de no pensar en ello, menos lo conseguía: a mediodía era lo único que ocupaba mis pensamientos. Aparte del secreto de Frances, el que había estado envenenándola por dentro y que ahora había salido a la luz.

No podía llamar a ese número. ¿Qué iba a decir? Sin embargo, si no llamaba, todo el esfuerzo previo habría sido en vano. Se me ocurrió intentar buscarlo en las diferentes agendas de Milena. Empecé, pero desistí al cabo de poco porque era imposible.

Salí a la charcutería de la misma calle y nos compré algo de comer: paninis rellenos de verduras asadas, pesto verde y mozzarella fundida. Durante el almuerzo, Beth me preguntó por mi vida y no tardó en ponerse a hablar de la suya. Ambas nos sentíamos más cómodas así, y me contó los defectos de su novio actual.

Después estuve revolviendo papeles. Coloqué libros en las estanterías. Me saqué el móvil del bolsillo y lo dejé sobre la mesa. Lo volví a guardar: ojos que no ven, corazón que no siente, me dije con severidad. Hice más café, ahora más fuerte; me lo tomé cuando estaba aún tan caliente que me quemó la lengua y el paladar. Saqué otra vez el móvil y me quedé mirándolo, como si pudiera hablar. Pasé el correo desechado por la trituradora de papel y regué las plantas del alféizar. Cuando Beth se marchó a casa no pude contenerme. Saqué el teléfono, abrí el menú de las llamadas perdidas y pulsé la tecla de llamada, pero colgué de inmediato.

Volví a llamar y esta vez controlé mi nerviosismo. Escuché los tonos; cerré los ojos, tragué saliva e intenté respirar con normalidad a pesar de que la sangre se me agolpaba en las sienes y de que me notaba el latido del corazón en los oídos.

– ¿Dígame? -respondió una voz masculina al otro lado de la línea.

Y ese «dígame» también llegó desde detrás de la puerta.

– ¿Quién…? -empecé a balbucear, aturdida, antes de comprender súbitamente.

Colgué, cerré el móvil, lo dejé en la mesa, se deslizó por la superficie brillante y cayó al suelo con cierto estrépito.

– ¿Dígame? -repitió la voz detrás de la puerta, ahora enfadada-. ¿Quién es? ¿Dígame?

Yo temblaba tanto que apenas podía mantenerme erguida en la silla. La puerta se abrió.

– Hola, Gwen -saludó David mientras se volvía a meter el teléfono en el bolsillo.

Fingí estar tan concentrada en el trabajo que apenas podía hacerle caso. Miré algunos números y subrayé varios de ellos. Tenía el pulso inestable, y el bolígrafo trazó unos garabatos incomprensibles sobre la hoja. David. Así que era él, pensé.

Me veía incapaz de hablar con coherencia. Casi no podía respirar. Pero me obligué a responder, como una persona normal:

– David, ¿cómo estás?

Aunque él me había dirigido la palabra, no pareció oír mi respuesta. Empezó a pasearse, inquieto. Yo me quedé mirando la hoja e intentando asimilar lo que acababa de descubrir. Era tan abrumador que sólo lo podía procesar poco a poco. David era uno de los amantes de Milena. Esos correos tiernos y efusivos eran suyos, aunque normalmente se mostrara tan irónico y tan socarrón. Milena había estado en esa oficina leyendo sus mensajes, escribiéndole, mientras Frances se encontraba a pocos metros. Y él, ¿cómo había sido capaz? ¿Con la amiga y socia de su mujer? ¿Delante de las narices de Frances? ¿Y cómo había sido capaz ella? ¿O tal vez no lo estaba interpretando bien? A lo mejor ésa era precisamente la gracia. Dicen que no tiene sentido apostar pequeñas cantidades de dinero. Tiene que dolerte cuando pierdes. A lo mejor en la infidelidad pasa lo mismo. Cualquiera puede echar una cana al aire en un viaje de negocios, en un congreso en otro país. Lo realmente emocionante es hacerlo como un ilusionista, arriesgándote a que te descubran a cada instante, presenciando la ignorancia de tu víctima.

Al acordarme de los correos de Milena, de lo fríos y manipuladores que eran, pensé que quizá no le interesara tanto el sexo como el poder. Quizás el sexo era para ella la demostración de que podía tener al hombre que quisiera. De que podía vencer a cualquier mujer en cualquier circunstancia. ¿Era capaz Greg de resistirse a eso? ¿Tan distinto era del resto?

Intenté recordar lo que David me había contado de Milena y Frances. En todas esas conversaciones en que yo le había mentido, él también lo había hecho; del mismo modo que había engañado (¿o no?) a Johnny y a Frances. Bueno, en ese caso, no era el único. También estaba Frances con su infidelidad. Se habían engañado el uno al otro.

– ¿Y Frances?

Me sentí como alguien muy, muy borracho que trata de parecer sobrio, y que no sabe si el papel resulta convincente o ridículo.

– No lo sé -respondí, vocalizando cada palabra-. En algún momento de esta tarde ha quedado con los de la imprenta.

– No te preocupes, la localizaré por teléfono.

No podía soportar aquello por más tiempo. Me levanté y cogí la chaqueta. Él me lanzó esa mirada escrutadora que tanto me costaba interpretar.

– No te estoy echando, ¿verdad?

– Tengo una reunión. Debo irme.

– ¿En el instituto?

– No -repuse, pero no di más detalles. No quería arriesgarme a contar más mentiras y que éstas me maniataran-. Dile a Frances que luego la localizaré por teléfono, por favor.

Me dirigí a la puerta. Mientras la abría, David me llamó. ¿Qué pasaba? ¿Había cometido algún fallo?

– Perdona, Gwen, se me había olvidado una cosa.

– ¿El qué?

– ¿Quieres comer mañana con nosotros?

– Claro.

– Va a venir Hugo Livingstone. Nos ha parecido una buena idea que estuvieras tú. Hugo no se ha recuperado después de lo de Milena. Le sentaría bien ver a una amiga.

– Estupendo -acepté con la voz trémula-. Me apetece mucho.

Durante el trayecto de vuelta tuve la impresión de que me había manchado con algo. Había levantado una piedra y había encontrado cosas horribles y viscosas, pero ¿qué sacaba de aquello? ¿De qué me había enterado realmente? En cualquier caso, me sentía contaminada. Al llegar a casa me di una larga ducha para quitarme a Gwen de encima, para zafarme de los engaños y los líos. Me quedé allí hasta que el depósito casi se vació y el agua comenzó a salir tibia. Después me puse unos vaqueros deshilachados y un jersey viejo y con agujeros. Salí al jardín durante un rato y sentí la oscuridad fría en el rostro.

Pensé en llamar a Gwen y proponerle que viniera, pero sabía que esa noche había quedado con Daniel. ¿Mary? Le tocaba cuidar de Robin, y no soportaba tener que darle conversación mientras ella abrazaba aquel cuerpecillo y arrullaba esa cabecita de terciopelo. ¿Fergus? Estaba con Jemma, esperando a que rompiera aguas. ¿Joe? Si lo llamaba, aparecería en un abrir y cerrar de ojos con una botella de whisky y su brusca ternura, me llamaría «cielo» y me haría llorar. Estuve a punto de coger el teléfono, pero entonces me imaginé cómo debían de verme: la pobre Ellie, hundida en la miseria, sola, necesitada, triste, sin pasar página, aferrándose a los demás.

Volví a la cocina y llamé a Profesionales de la Fiesta; sabía que Frances no estaba y que lo único que tenía que hacer era dejar un mensaje diciendo que no iba a regresar, y deseándole lo mejor. Después abrí el cajoncito de la mesa, en el que metía los folletos, octavillas y facturas, y saqué la lista que me habían dado las agentes de policía unas semanas antes, el folleto con los teléfonos de ayuda para las víctimas, los damnificados, los heridos, los afligidos, los desesperados.

Capítulo 22

Judy Cummings era una mujer baja y regordeta que acababa de entrar a la madurez. Tenía una abundante y áspera melena de cabello castaño oscuro con algunos mechones grises, cejas tupidas sobre unos ojos castaños y luminosos, y se arrebujaba en una rebeca larga y gruesa. Me estrechó la mano de forma firme y breve. Yo temía el apretón de manos de una terapeuta especializada en duelos, que durara demasiado y que intentara convertirse en una condolencia, una intimidad falsa que me habría llevado a salir corriendo. Pero se mostró casi distante.

– Siéntate, Ellie -me pidió.

La sala era pequeña y acogedora, y estaba vacía a excepción de tres sillas bajas y una mesita en la que, según advertí, había una discreta caja de pañuelos de papel.

– Gracias. -Me notaba tensa; me costaba hablar-. No tengo ni idea de por qué he venido. No sé qué decir.

– ¿Por qué no empiezas por el principio, y vemos adonde te lleva eso?

Así pues, empecé con la llamada a la puerta de esa tarde de lunes de octubre. No la miré mientras hablaba; me encogí y me tapé los ojos con las manos. No le conté mis labores de detective aficionada, ni mi convencimiento de que Greg no tenía una amante. Sólo le hablé de su muerte: eso consumió todo el tiempo.

– Me siento tan deprimida y vacía -dije al fin-. Ojalá pudiera llorar.

– Seguro que lo acabarás haciendo. -Su voz sonaba ahora más suave, más queda; me parecía que la sala estaba más oscura, como si la luz se hubiera desvanecido durante mi estancia y nos hubiéramos sumido en un mundo crepuscular-. Estás sintiendo muchas cosas, ¿verdad? Pena, rabia, vergüenza, soledad, miedo al futuro.

– Sí.

– Y te ves obligada a mirar el pasado de forma distinta.

– Mi felicidad. Yo creía que era feliz.

– Claro. Estarás dudando también de eso. Pero al venir aquí has dado un paso muy importante en el proceso.

Me quité la mano de la frente y mi mirada se cruzó con la de sus ojos castaños.

– Duele mucho -declaré-, este proceso.

* * *

Concertamos una cita para la semana siguiente, y al salir de su consulta me fui a hacer la compra. Me había prometido empezar a cuidarme. Se habían acabado los armarios vacíos y los picoteos de medianoche, comer de pie queso y puñados de cereales secos. Comidas regulares, un trabajo regular; un trabajo, sobre todo, sin engaños. Metí en el carro pasta, pesto verde, arroz, parmesano, aceite de oliva, seis huevos, latas de sardinas y de atún, lechuga, pepino y un aguacate. Muesli. Pechugas de pollo, filetes de salmón. Es difícil comprar para una sola persona, todo viene en raciones para dos. «Para compartir», rezaba la inscripción del pan sueco que cogí. Esa noche me prepararía una cena sencilla. Me sentaría a comer con una copa de vino. Y de postre -lo apreté para ver si estaba maduro y lo puse en el carro-, un mango. Leería un libro, me acostaría a las once y apagaría la luz.

* * *

Las cosas no salieron así, aunque empecé bien. Escuché el contestador, llamé a los padres de Greg y quedé con ellos el fin de semana siguiente. Miré mi móvil y vi que tenía tres mensajes de voz y dos de texto de Frances. En esencia decían lo mismo. «Te necesito. Beth no está. Me he quedado sola. Vuelve, por favor.» Encendí el nuevo móvil de prepago y vi tres llamadas perdidas de quien ahora sabía que era David. Puse un CD de jazz, fregué los platos que había en el fregadero, mariné una de las pechugas con cilantro y limón y metí la otra en el congelador junto a las rodajas de salmón. Llegué incluso a abrir la botella de vino, a poner en la mesa un plato, un cuchillo y un tenedor, a colocar una sartén encima del fuego para calentar el aceite. Pero me interrumpió el timbre; aparté la sartén y fui a ver quién era.

Al abrir y ver a mi visitante estuve a punto de dar un portazo, pasar la cadena, subir al piso de arriba, taparme con el edredón hasta la cabeza, taparme los oídos con las manos y aislarme del mundo y del caos imperante. Pero mientras lo pensaba seguíamos allí frente a frente, y lo único que pude hacer fue esbozar una sonrisa de boba y esperar que él no notara mi pánico.

– ¡Gwen!

– ¿Johnny?

– No me mires tan sorprendida; ¿creías que te iba a dejar desaparecer sin más? No puedes escapar tan fácilmente.

– Pero ¿cómo has descubierto dónde vivo?

– ¿Te molesta?

– No, aunque no recuerdo habértelo dicho.

– Escuché la dirección que le dabas al taxista aquella noche. ¿No me vas a invitar a pasar?

– Tengo la casa hecha un desastre. Igual deberíamos salir a tomar una copa -propuse, con toda osadía.

– Tú ya has visto cómo vivo yo. Ahora yo voy a ver cómo vives tú -declaró, y franqueó el umbral-. No tiene una pinta tan horrible.

– Estaba a punto de salir.

– Pues a mí me parece -afirmó mientras entraba en la cocina como si estuviera en su propia casa- que te ibas a hacer una cenita estupenda para una sola persona. ¿Nos sirvo vino?

– No -respondí-. Bueno, sí. ¿Por qué no? Media copa.

– Así que te gusta el jazz, ¿eh?

En la mesa había algunos sobres en los que se leía mi nombre: los cogí e hice una bola con ellos en el puño. Ay, Dios mío, y había una foto en la que salíamos Greg y yo pegada con un imán a la nevera. Me acerqué sigilosamente y me coloqué delante. Aunque tampoco importaba que Johnny la viera, ¿no? Me sentía incapaz de pensar. La cabeza me daba vueltas y el sudor me escocía en la frente.

– ¿El jazz? -respondí aturdida-. Sí.

Miré nerviosa en derredor. Había muchas cosas allí que podían delatarme. Por ejemplo, sobre el alféizar, y también metidas en el marco de la ventana, se veían varias postales con mi nombre, incluso con mi nombre y el de Greg. En el suelo, justo detrás del pie izquierdo de Johnny, estaba el trozo de papel que me habían pasado por debajo de la puerta: «¿Dónde estás, qué haces, por qué no me respondes las llamadas? ¡LLÁMAME YA! Muchos besos, Gwen».

De repente sonó el teléfono; si saltaba el contestador, alguien empezaría a decir insistentemente en voz alta: «¡Ellie, Ellie! ¡Cógelo, Ellie!».

– Un segundo -grazné, y salí disparada hacia el vestíbulo para responder.

– ¿Dígame?

Desde donde estaba vi que Johnny escudriñaba la foto de la nevera.

– Ellie, soy yo, Gwen.

– Gwen -repetí, como una idiota. Para enmendar el error lo volví a decir en tono neutro, como si aclarara mi identidad a la persona que me llamaba-. Sí, soy Gwen.

– ¿Qué dices? Pero si Gwen soy yo.

– Ya lo sé.

– ¿Puedo ir a tu casa?

– ¿Qué? ¿Ahora?

– Es que con Daniel… No iba a decirte nada porque tú… bueno, por todo lo que te ha pasado, pero he pensado que no era justo ni para ti ni para mí, porque al fin y al cabo…

– Un segundo. Perdona. Claro que puedes venir, pero dame media hora.

– Si te va mal…

– No. -Coño, ¿ahora Johnny iba a ponerse a mirar las postales?-. Media hora, amiga del alma. Tengo que colgar, hasta ahora.

Colgué bruscamente, pero descolgué el aparato para que no llamara nadie más. Volví a toda prisa a la cocina.

– No puedo quedarme mucho rato -le dije a Johnny, poniéndole la mano en el hombro para que se diera la vuelta y dejase de estudiar las postales del alféizar-. Vamos al salón y te terminas el vino.

– ¿Quién es el tío con el que sales en la foto? -me preguntó mientras nos sentábamos, él en el sofá y yo en la butaca…

Oh, Dios mío, ¡con la cartulina en la mesa, justo delante de él! ¿No la veía? Incluso desde donde yo estaba, el nombre de Milena, en mayúsculas y bien subrayado, destacaba en mi campo de visión.

– Un antiguo conocido.

– Me suena. ¿Puede ser que lo conozca?

– No.

– ¿Él es la razón de que seas tan huidiza?

No tenía sentido marear la perdiz.

– Sí. Lo siento, Johnny. La cosa es que… te lo tendría que haber dicho antes, pero no estoy preparada para meterme en otra relación.

– ¿O sea, que se acabó?

– Sí.

– ¿Crees que puedes actuar así y quedarte tan ancha?

– No era mi intención hacerte daño.

– Pues lo has hecho -me espetó mientras se levantaba.

Ahora se había acercado todavía más a la cartulina. Deseé con todas mis fuerzas que mirara hacia mí y lo hizo, con el resentimiento brillando en sus ojos.

– No voy a volver al trabajo -le anuncié-. Todo ha sido un error. Ya no tendrás que verme.

– Me inspirabas compasión. Parecías muy triste.

– Johnny…

– Creía que yo te gustaba.

– Me gustas.

– Las mujeres fingís muy bien. Como ella. Como Milena.

– Yo no me parezco a ella en nada -repliqué-. Somos polos opuestos.

– También pensé eso cuando te conocí -confesó-. A lo mejor me gustaste por eso; parecías tranquila, cariñosa. Pero me equivoqué. Las dos sois actrices. Las dos representáis un papel. -Lo contemplé; el pánico se apoderó de mí-. He visto cómo actúas al lado de Frances; eres doña Perfecta. Ha acabado confiando en ti y has conseguido que dependa de ti; cree que eres su amiga. A Milena también se le daba bien eso de convertirse en lo que el otro quisiera que fuera. Todo era una careta. Pensabas que habías atisbado a la Milena de verdad pero de pronto te dabas cuenta de que sólo era otra careta. Nunca olvidaré una ocasión en la que la vi hablando con un musulmán muy simpático sobre el ramadán, que había comenzado esa tarde; él le estaba contando que no podía comer después del alba ni antes del ocaso. Ella abordaba el tema con tanta comprensión e inteligencia que me pareció ver una faceta suya que hasta entonces no había descubierto. Pero una hora después, cuando estábamos en mi piso, lanzó una encendida diatriba contra el islam y los musulmanes. Habló con un virulento desdén del hombre con el que había sido tan amable. Aquello fue como ver el interior de su alma.

– Johnny…

– Me dije que debía echarla, que sólo me iba a causar dolor. Aunque no lo hice, claro: se quedó toda la tarde y toda la noche, y le preparé un brunch con huevos Benedict. -Soltó una amarga carcajada-. No hay que creer nunca a una mujer. Sobre todo cuando son agradables contigo.

– Eso no es justo -empecé a decir. Pero no tenía tiempo de discutir con él. Gwen iba a llegar, la Gwen de verdad-. Creo que debes marcharte.

– No me he terminado el vino.

– Debes irte. Lo digo en serio.

– Si quieres te preparo la cena…

– No.

– Estás sola; yo estoy solo; al menos, podemos ofrecernos…

– ¡No! -exclamé-. No he sido justa. No podemos ofrecernos nada.

– Dejas a Frances, me dejas a mí, pasas página. ¿Así de fácil?

– No vayas por ahí -le previne-. No estamos casados. Nos hemos acostado dos veces. Fue un error. Te pido disculpas. Ahora deberías irte.

Dejó la copa encima de la cartulina.

– Muy bien. Muy bien. -Me miró de hito en hito-. No eres como pensaba.

* * *

Tres minutos después de que Johnny se marchara llegó Gwen. Se echó a llorar bajo el umbral y la hice pasar, cerré la puerta y la abracé hasta que los sollozos cesaron.

– Soy una imbécil -dijo.

– ¿Qué ha hecho?

– Nada -y se sorbió la nariz larga y desconsoladamente.

– Pasa y cuéntame en qué consiste ese nada. Voy a preparar la cena, a no ser que ya hayas comido. ¿Quieres vino? Tengo una botella abierta.

– Gracias.

– Dime qué ha pasado.

– Pues que estuvo mucho tiempo con una mujer y luego ella se lió con un amigo suyo y a él le costó muchísimo recuperarse. Ya has visto cómo es: un buenazo. Y resulta que ella lo ha llamado porque la otra relación ha terminado. Y ahora él está con ella, supuestamente consolándola. Creo que ella quiere volver.

– ¿Todo esto te lo ha contado él?

– Lo último no.

– ¿Y él quiere volver con ella?

– Me ha jurado que es a mí a quien quiere. Pero no sé si creerle. Ya sabes la suerte que he tenido con los hombres. ¿Me das un pañuelo de papel?

– Toma. Y aquí está el vino.

– ¿Me estoy comportando como una imbécil?

– No soy quién para decirlo. Pero sí estoy segura de que, si te dejara, el imbécil sería él. Y da la impresión de que está siendo totalmente sincero contigo. Parece que te quiere mucho.

– ¿Tú crees?

– Lo que sé es que me pareció un hombre amable, leal y enamoradísimo.

– Es verdad. Lo siento. No sé por qué me he puesto así. Estaba sola en casa y de repente no he podido soportarlo.

– Lo entiendo.

– Ha sido tan maravilloso volver a tener pareja…

Me abrazó. Brindamos. Preparé el pollo y nos lo partimos, junto con una bolsa de ensalada. Fue una cena más bien escasa para dos mujeres muertas de hambre y emocionalmente agotadas, pero después dimos cuenta del mango y una gran cantidad de bombones de licor; nos sentamos en el sofá, tapadas con el edredón, vimos una peli y llamé a un taxi para que la llevara a casa.

* * *

Me desperté sobresaltada y miré el reloj de la mesilla. Acababan de dar las tres. Debía de haber soñado con Greg, porque no podía quitarme de la cabeza una imagen en la que él lanzaba uvas al aire e intentaba cogerlas con la boca, pero los granos caían rodando por todas partes. A lo mejor tenía que ver con lo que Johnny me había contado sobre el ayuno del ramadán. Era un sueño divertido, y también feliz. Me quedé tumbada en la oscuridad e intenté grabar mentalmente esa imagen.

* * *

Me desperté otra vez a las cinco. Algo me inquietaba, una idea difusa que no acababa de precisar. ¿Era algo que había visto? ¿Algo que alguien había dicho? Justo cuando me rendía y el sueño volvía a apoderarse de mí, lo vi claro.

Me levanté de la cama y me puse la bata. La casa estaba helada. Encendí el ordenador y, cuando se puso en marcha, busqué «ramadán» en Google. Sabía que siempre se celebraba durante el noveno mes del año; ese año había empezado el 12 de septiembre.

¿Cuánto rato me quedé ahí, mirando esa fecha? No lo sé, quizá no fuera tanto. Tuve la sensación de que el tiempo se ralentizaba. Al fin entré en el salón y consulté la tabla. La copa vacía de Johnny seguía encima de ella. La aparté y estudié las cuadrículas. Mi respiración resultaba perfectamente audible en la habitación vacía. Abrí el cajón de mi escritorio y saqué el menú que Fergus me había dado: eché un vistazo a la fecha de la parte superior y al mensaje escrito a toda prisa: «Querido G, esta noche has estado maravilloso. ¡La próxima vez quédate a dormir y te enseñaré posturas nuevas!».

La noche del 12 de septiembre era el único momento en que sabía a ciencia cierta que Greg había estado con Milena. Pero ahora había descubierto que no era así, puesto que en ese momento ella estaba con Johnny.

Capítulo 23

Estuve tentada de cancelar la siguiente cita con la terapeuta. No lo hice, pero al llegar tuve la sensación que estaba engañando a alguien, que era lo mismo que sentía fuera donde fuera e hiciera lo que hiciera. Me invitó a sentarme y ella ocupó la silla que había frente a mí, pero no de un modo inquisitorial.

– Bueno. ¿Cómo te ha ido la semana, Ellie?

Pensé en responder: «Bien» y no ahondar más. Pero entonces decidí que allí, en aquel espacio protegido, podía intentar contar la verdad, aunque no toda, desde luego.

– La semana pasada me dijiste que estaba atravesando un proceso -empecé-. Y creo que he retrocedido un poco. Bueno, muchísimo.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Parecía perpleja.

– La semana pasada me preguntaste si había aceptado que Greg, mi marido, me había sido infiel. Respondí que sí. Para mí fue durísimo dar ese paso. Ahora he dado otro paso difícil, que es dudar de eso. Ya no estoy segura. En realidad, cabe la posibilidad de que no me fuera infiel.

Judy no pareció molestarse. Proseguí antes de que ella pudiera tomar la palabra, porque sabía que aún debía reconocer cosas peores, y que era mejor soltarlas. Mientras tanto, ella me observaba.

– Vengo directamente de la comisaría -declaré-. He llamado para que me recibiera un inspector. Hasta ahora, casi siempre había tratado con una agente. Sospecho que le habían ordenado que me cogiera de la mano y me tranquilizara, como una especie de terapeuta aficionada. En esta ocasión me cercioré de que me concertasen una reunión formal con alguien que tuviera capacidad para tomar decisiones.

»Voy a ser sincera contigo, aunque acabes creyéndome más loca de lo que ya piensas que estoy. -Hice una pausa y esperé que me interrumpiera, que me asegurara que no pensaba que estuviera loca, pero siguió callada, así que continué-: Habría sido mucho más fácil demostrar que Greg había tenido una relación con esa mujer, y lo cierto es que encontré una prueba, o eso había creído. ¿No me vas a preguntar cuál era la prueba?

– No estoy del todo segura de que ésa sea mi función -repuso con aire atónito.

– Era una nota escrita en un menú, el menú de una cita entre dos personas, en la que se hablaba de ese encuentro. Parecía constituir una prueba de que, efectivamente, habían sido amantes, y de que él había conseguido, no sé cómo, ocultármelo. Tendría que haber supuesto un alivio, y quizás así fue. Pero después he descubierto… -Sentí un acceso de terror, como si se hubiera abierto un abismo ante mí, al pensar que iba a contar a Judy los detalles de mi descubrimiento-. No voy a entrar en los pormenores; me limitaré a decir que ahora sé, sin ningún género de duda, que ese día Milena no pudo haberse acostado con mi marido, porque se acostó con otro. Y saber eso me ha planteado un problema… en realidad, dos. El primero es que no puedo olvidarme del tema y pasar página. El segundo es que, al volver a confiar en Greg, obtener una prueba se convierte en algo mucho más difícil e inalcanzable.

Quise ser lo más sincera posible: le conté cómo había elaborado las tablas, que las había comparado y que, esa mañana, las había metido en una carpeta enorme y las había llevado a la comisaría. Me habían conducido a una sala de interrogatorios y yo las había desplegado ante los ojos desconcertados del joven inspector. Le había contado los detalles más importantes mientras él consultaba un informe bastante parco.

– Sabía que no iba a convencerlos -añadí al fin-. ¿Qué es lo que se suele decir? Que para entender a alguien, tienes que estar de acuerdo con él. Para la policía, lo más importante del caso es que está cerrado, que le han dado carpetazo. La verdad no les importa; lo que cuenta son las estadísticas. Si reabrieran el caso y lo resolvieran, tendrían las mismas estadísticas que ahora, pero habrían tenido que trabajar mucho más.

Judy se miró el reloj.

– Lo siento -me disculpé-. ¿Te estoy aburriendo?

– Iba a decir que se nos ha acabado el tiempo. Suelo ser muy estricta con eso. Resulta útil que los pacientes sepan que el tiempo es limitado. Aunque hoy voy a hacer una excepción y vamos a seguir unos minutos. ¿Qué dijo el inspector?

– Muchas cosas, todas negativas. Examinó mis tablas y llamó a otro oficial para que las mirase también, pero no creo que fuera porque le parecieran interesantes o convincentes. Es más probable que lo juzgara todo tan raro que necesitara un testigo para que no pensaran que se lo estaba inventando cuando lo contase en el pub. Me dijo lo que llevo escuchando desde el principio de todo esto. Es decir, que no he demostrado que Greg y Milena no fueran amantes. Sólo he demostrado que no estuvieron juntos en esos días concretos. Que a lo mejor no mantenían ninguna relación, y que si así era, esperaba que eso me brindase cierto consuelo.

»Eso desencadenó una discusión algo acalorada entre nosotros. Le dije que ni siquiera había encontrado pruebas de que se conocieran. Él me respondió que, si nos poníamos así, eso tampoco importaba. Que podían haberse conocido ese día. Que él la podía haber llevado en coche porque sí. Intenté hacerle ver que no daba igual: había una nota escrita por Milena a Greg, que había encontrado entre las cosas de Greg, referente a un encuentro sexual ocurrido en un día en el que era absolutamente imposible que se vieran. ¿Eso también le daba igual?

– ¿Qué te respondió? -preguntó Judy.

– Tú eres la psicóloga.

– Psiquiatra.

– Es lo mismo.

– Continúa.

– Supongo que ya sabes que, cuando una persona ha adoptado una postura determinada en un enfrentamiento, si le presentas pruebas que la contradigan se reafirma aún más en su opinión. No me pudo responder. Al menos con una respuesta coherente. Se limitó a decir que en todos los casos hay detalles que no encajan y que tampoco había que buscarle tres pies al gato. Que no le parecía necesario reabrir el caso; es posible incluso que añadiera que tenía que vivir la vida, o una frase hecha de ésas. Me dejó bien claro que no quería saber nada más de mí ni de mi teoría. Cogí las tablas, me marché y aquí estoy, contándotelo, aunque no espero que muestres más comprensión que el inspector Carter.

– Hay una cosa que no entiendo -observó Judy.

– ¿Qué?

– ¿Cómo confeccionaste la tabla de Milena? Entiendo que te resultara posible reconstruir los movimientos de tu marido, pero ¿cómo has podido hacerlo con una persona a la que no conocías?

Me maldije entre dientes. Mentir era mucho más difícil que contar la sencilla verdad, porque la verdad encajaba de forma automática.

– No era exactamente una tabla -repuse desesperada-. Tenía datos cogidos aquí y allá.

Judy se inclinó un poco hacia mí y adoptó una expresión perspicaz.

– Ellie, ¿hay algo que no me estés contando?

– Nada importante -respondí, con la incómoda sensación de que, al decirlo, la nariz me tendría que haber crecido, como la de Pinocho.

Hubo un silencio durante el cual Judy volvió a mirarse el reloj.

– Me tengo que ir -anuncié.

– ¿Qué dirías si tú fueras yo y te estuvieras escuchando?

– Seguramente creería que estoy loca. Y siempre he odiado mi voz cuando la he escuchado grabada. Desde dentro suena distinta. La verdad es que no me importa convencer a los demás. Sabía que a la policía no le iba a interesar pero, como ciudadana, creía tener la responsabilidad de transmitirles lo que había descubierto. También necesito saber la verdad. No hay más. Es lo único que me importa, o eso creo.

– Ellie, en una ocasión tuve una paciente, una mujer, cuya hija padecía un cáncer, y al cabo de un tiempo murió. Había ciertos indicios de que era posible que los médicos no hubieran detectado los primeros síntomas de la enfermedad. El padre se obsesionó con el tema cuando la niña aún estaba viva. Inició una campaña y emprendió acciones legales, y se enzarzó en una batalla judicial que duró años. Incluso es posible que todavía no se haya dictado sentencia. El hombre se prejubiló. La querella se convirtió en su trabajo. Yo no llegué a conocer los detalles del caso, pero el resultado fue el siguiente: el tiempo que debería haber pasado junto a su hija, cuando cada minuto era un regalo, y después, llorando su muerte, lo ocupó asistiendo a reuniones, presentando documentos y escribiendo cartas. A su mujer le decía que quería que saliera algo bueno de la experiencia de su hija, pero la mujer creía que él buscaba el modo de evitar enfrentarse a lo que había ocurrido, de no vivir el proceso. Se entregaba a un frenesí de actividad para no tener que pararse, pensar y sentir.

– Es posible que sus desvelos hayan cambiado los protocolos y que otros niños se hayan salvado -objeté-. Tú sólo querías que ese hombre dejara el tema para que él y su mujer se sintieran mejor. En todo caso, yo no soy como él. Yo no tengo una hija moribunda a la que atender. Ni una pareja a la que esté descuidando. El único modo en que ahora puedo descuidar a mi marido es dejando que la gente se haga una idea equivocada sobre él, que está muerto y no puede defenderse.

– Si eso es lo que crees, ¿por qué vienes? -inquirió Judy-Ya sabes que yo no soy policía. No puedo valorar las pruebas ni discutir los aspectos legales. Yo ayudo a la gente a curarse, para que no salgan ahí fuera y cometan locuras, para que no tengan que ajustar cuentas ni vengarse de sus enemigos. Sencillamente, para que se permitan ser normales.

– Por eso vine -repuse-. Para no olvidar ciertas cosas. Tú me recuerdas que hay otra forma de vivir. Como una persona que está muy deprimida y que intenta no olvidar que, en el futuro, llegará un momento en que lo verá todo de forma distinta. Llegará un momento en que saldré a comprar zapatos y a tomar copas y a ligar, y en que volveré a ser una buena amiga…

– Por cómo la describes, la normalidad parece frívola.

– No es mi intención. Lo que quiero decir es que venir aquí es como mirar por la ventana un jardín en el que me encantaría estar, y en el que quizás esté algún día. Pero por ahora no me voy a permitir ser normal, más bien al contrario. Me estoy permitiendo ser anormal. Voy a seguir con mis tablas y con mis teorías conspirativas, y no voy a desempeñar el papel de la viuda apenada que se resigna, que se convierte en una persona pasiva y esencialmente invisible.

Judy negó con la cabeza.

– El tema no funciona así. No se trata de un papel que uno elija. No puedes retrasar tu curación como si fueran unas vacaciones en el extranjero.

Reflexioné durante un instante.

– Es posible que en este momento esté de vacaciones -declaré-. Unas vacaciones en las que no tengo que ser normal ni simpática ni lo que los demás quieren que sea.

– Eso se llama duelo.

– No -repuse-. El duelo vendrá después, cuando ya sepa por qué guardo duelo.

Capítulo 24

Sin embargo, había ciertas cosas que no podía retrasar, por muchas ganas que tuviera.

– Me produce pavor -le confesé a Gwen por teléfono antes de salir-. ¿Por qué me da tanto miedo? Casi parece una fobia.

– Pues no vayas. Di que te has puesto enferma.

– Lo mejor será que me lo quite de encima.

Había visto a los padres de Greg en el funeral, y desde entonces había hablado brevemente con ellos dos veces, había borrado varios mensajes suyos del contestador y otros tantos de sus hermanos y de su hermana Kate. Había intentado no pensar en ellos porque sabía que, aunque yo lo estaba pasando mal, ellos seguramente lo estaban pasando peor. Ningún padre debería enterrar a un hijo. Greg era el primogénito. Con independencia de cómo se habían portado con él en vida -el padre lo trataba con condescendencia, se metía con él y se ponía irascible en su presencia, y la madre lo comparaba con sus hermanos, más conservadores y más prósperos-, a su manera lo querían. Y seguramente todo resultaba aún más doloroso debido al hecho de que había muerto antes de que pudieran reconciliarse. Su última conversación (Paul había acusado a Greg de formar parte de esa generación egoísta que ni siquiera daba nietos a sus padres) había sido una discusión acalorada y enconada.

Me esperaban en la estación de Bristol Temple Meads; me subí al asiento trasero del coche y me incliné hacia delante para besarlos y darles las flores que había comprado.

– Llegas un poco tarde -me espetó Paul mientras ponía el coche en marcha y ajustaba el retrovisor: por un instante me encontré mirando directamente sus ojos ligeramente enrojecidos.

– El tren venía con retraso.

– Te habría sido más fácil coger el coche.

– No tengo coche -repliqué.

Las palabras se quedaron flotando en el aire. Yo no tenía coche porque Greg había muerto en él. Con otra mujer.

– Tienes un buen aspecto -comentó Kitty con poco entusiasmo mientras el vehículo se alejaba del bordillo y se unía a la fila que se dirigía a la carretera principal.

– Gracias. -Sabía que no era cierto-. Tú también, Kitty. ¿Qué tal todo?

Ella se dio la vuelta y me dedicó una sonrisa quejumbrosa.

– Tengo la nariz un poco taponada. Creo que estoy incubando un catarro.

– Vaya, lo lamento. Pero me refería a cómo va todo desde la muerte de Greg.

– Ah -repuso, cortada. Paul tosió. Estaba claro que el fallecimiento era un tema tabú-. Pues ha sido duro. Muy duro. Sobre todo por lo de…

Se calló. Los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a atusarse el cabello con nerviosismo.

– ¿Porque murió junto a otra mujer? -insinué.

Paul volvió a toser y anunció:

– Ya hemos llegado a nuestra humilde morada.

La casa estaba escrupulosamente ordenada y llena de las colecciones que habían ido acumulando a lo largo de los años: ositos de peluche en el sofá, dedales en la vitrina, una hilera de esferas de nieve en la repisa, gatos de cristal en la superficie del piano que nadie había tocado desde que Greg se marchó de casa a los dieciocho años. Había fotos en el alféizar, y las miré cuando Kitty fue a buscar la comida.

– ¿Dónde están todas las fotos de Greg? -pregunté a Paul.

Soltó otra tos seca.

– Hemos pensado que igual te gustaría tenerlas. Las he metido en una bolsa para que te las lleves, junto con otras cosas, como sus notas del colegio.

– ¿No las queréis vosotros? Yo pensaba que ahora más que nunca…

– Esto ha sido muy doloroso para su madre -me interrumpió-. Las fotos la entristecen.

Kitty dio una voz desde la cocina para anunciar que la comida estaba lista. Nos sentamos a comer y me obligué a decir lo que había ido a decir:

– Uno de los motivos por los que he venido es que quería daros varias cosas de Greg como recuerdo: a Ian, Simon y Kate, y también a vosotros dos. Son libros, sobre todo algunos que me ha parecido que os gustarían. También hay fotos. Pero si no los queréis…

– Bueno -dijo Paul, guiñándome un ojo-, al menos podemos echarles un vistazo.

– Os he traído la única corbata que tenía.

– Paul es muy puntilloso con las corbatas -aseveró Kitty-. No le gustan las florituras.

– Sólo es un recuerdo.

Estábamos sentados cada uno en un lado de la pequeña mesa, con una ensalada de huevo y curry en el centro, y el cuarto lado -en el que habría estado Greg, con una sonrisa cómplice dedicada a mí- se hallaba vacío. Kitty repartió cuidadosamente la ensalada en tres platos y me puso el mío delante. Sentí su mirada clavada en mí. Ni a Paul ni a ella les había caído nunca muy bien: tenía un trabajo demasiado raro, que no constituía una ocupación seria; me vestía raro; y no les gustaban mis opiniones, cosa que no dejaba de ser curiosa, porque yo no consideraba que tuviera opiniones muy definidas. Pero ahí estaba: la nuera públicamente humillada y trágicamente enviudada.

– Ellie, ¿no tienes hambre? -me preguntó Kitty.

– Está buenísimo. -Mordí el huevo con decisión y tragué haciendo un esfuerzo-Pero quería decir que me parece raro que nunca hayamos hablado de lo ocurrido.

Paul adoptó un gesto sombrío y azorado y se quedó callado.

– Yo no me metía en la vida de Greg -declaró Kitty plácidamente-. Si hubiera acudido a mí y me hubiera contado que no era feliz, le habría escuchado. Al fin y al cabo, soy su madre. Supongo que debía de tener sus motivos para hacer lo que hizo.

– El nuestro era un matrimonio muy feliz -afirmé, apartando el plato.

Los dos se miraron.

– Debe ser duro de sobrellevar -aventuró Kitty.

– No hay nada que sobrellevar -repliqué-. Ése es otro de los motivos por los que he venido. Quería deciros que Greg era un buen hombre. Un marido muy cariñoso. -Consulté el reloj de pared: sólo llevaba allí veinticinco minutos. ¿Cuándo podía marcharme sin quedar fatal?-. Yo confiaba en él. -Enseguida me corregí-: Confío en él.

* * *

– Ha sido horrible -le confesé a Joe, que se había empeñado en salir antes del trabajo para recogerme en la estación y llevarme a casa, aunque habría tardado mucho menos con el metro, y además no quería volver a casa.

El interior del BMW era cálido y lujoso, y me hundí agradecida en el asiento. El sonrió y me puso una mano en la rodilla. Fingí no darme cuenta, y él la apartó para cambiar de marcha.

– No me extraña -dijo-. No te olvides de que yo también los conozco. No sé cómo Greg pudo salir de una familia así. Al menos has cumplido con tu obligación.

– Les he llevado libros que no querían, fotos que me han devuelto y recuerdos que intentaban borrar. Ha sido un suplicio para todos.

– ¿Y a qué te vas a dedicar ahora?

– A hacer cosillas.

– ¿Estás trabajando?

– Un poco -contesté de forma evasiva.

– Me alegro. Tienes que retomar tu vida, Ellie.

– Ya, tienes razón.

– Pareces algo cansada. ¿Estás bien?

– Tengo mis días.

– Si necesitas hablar con alguien…

– Ya he hablado suficiente. No paro de repetir lo mismo una y otra vez. No hay nada que decir que no haya explicado ya.

– ¿Vas bien de dinero?

– ¿Qué?

– Dinero -insistió-. ¿Tienes suficiente?

– Sí, gracias. O eso creo. No lo he revisado todo. Me ha podido la desidia. Greg y yo no ahorrábamos mucho, pero tampoco gastábamos demasiado.

– Te puedo dar un poco. Prestar -añadió, corrigiéndose al instante-. Si tienes problemas de liquidez.

– Te lo agradezco. Pero creo que no me hará falta.

El coche se detuvo delante de mi casa. Me acerqué para darle un beso en la mejilla pero él volvió el rostro y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, me besó en los labios. Me zafé de él.

– ¿Se puede saber qué haces?

– Besarte.

– No hagas el idiota. Eres mi amigo. Eras amigo de Greg. Y estás casado con Alison. No sé en qué líos te metes a sus espaldas. Pero conmigo, no.

– Lo siento, lo siento, lo siento -se disculpó, con un gemido que también tenía algo de carcajada-. No sé qué me ha pasado. Eres una mujer preciosa.

– ¿Y te abalanzas sobre todas las mujeres preciosas?

Él levantó las manos en un gesto burlón de rendición, intentando convertir aquello en una broma.

– Sólo las que me parecen irresistibles.

– Pobre Alison -dije, y vi que un destello de rabia aparecía en su rostro.

– Alison no tiene nada de que quejarse. Nuestro matrimonio es estupendo.

– Voy a olvidar lo que ha sucedido. Pero que no se repita jamás.

– No te preocupes. Lo siento, cielo.

Lo miré como si fuera un espécimen exótico y extraño al que estuviera estudiando.

– ¿Te resulta fácil? -¿El qué?

– Tener una amante y después volver a casa por la noche.

– Así dicho, pareciera que lo hago continuamente.

– ¿Y lo haces?

– ¡Claro que no! Tú me conoces.

– ¿Y ahora? ¿Estás con alguien?

– ¡No!

Pero algo en su voz, en su gesto, me dijo que mentía.

– Venga, Joe. ¿Quién es?

– Nadie.

– Sé que no es cierto. ¿Está casada?

– Mira que eres tozuda. Desde la muerte de Greg ves adulterios y engaños por todas partes.

– ¿Es alguien del trabajo? ¿La conozco? Sí que la conozco, ¿verdad?

– Ellie…

Soltó una risa tímida, como si aquello fuera un chiste buenísimo.

– Dios mío, ya sé quién es.

– No digas tonterías. Te lo estás imaginando todo.

– Es Tania, ¿verdad?

– ¡No!

– ¡Joe!

– Pero no significa nada, te lo aseguro. Ella es tan joven y tan lanzada…

– Por Dios, Joe -le espeté. Noté que la ira se acumulaba en mi interior mientras contemplaba su rostro apuesto y de facciones marcadas, su boca risueña-. Si le doblas la edad.

– A lo mejor ahí está la gracia, Ellie -repuso-. Y a lo mejor deberías dejar de juzgar a todo el mundo.

– Yo no juzgo.

– Sí que lo haces, y entiendo tus motivos.

– No es mi intención. Pero no soportaría que Alison sufriera.

– No va a sufrir, te lo prometo. Y lo de ahora… -señaló el interior del coche, como si el beso aún flotara en el aire- ha sido un error por mi parte. La muerte de Greg me ha dejado un poco aturdido. Perdóname.

* * *

Una vez se hubo marchado entré en casa, pero sólo para dejar la bolsa con las cosas de Greg que había traído de casa de sus padres. Me dirigí al metro mientras los ojos me lloraban por el viento del este. Había decidido pese a todo volver a Profesionales de la Fiesta, y tenía muchas ganas de llegar, aunque no sabía muy bien qué haría allí aparte de seguir fisgando.

Quedaban trece minutos para el siguiente tren, y quise llorar de impaciencia. Me paseé por el andén. Tenía tres nuevas piezas por añadir al Rompecabezas Más Difícil del Mundo: Milena mantenía una relación con el marido de Frances; Johnny había pasado con Milena la única noche en la que yo tenía pruebas de que ella estaba con Greg; el menú con la nota de Milena para Greg que finalmente había descubierto Fergus entre las páginas de un libro era en ese caso…

Me detuve; el cerebro me dolía por el esfuerzo de encajar toda aquella información que amenazaba con salir volando en todas direcciones. ¿En ese caso qué? En ese caso, esa nota era una errata, un desliz, una burla, una pista falsa, un fallo, una contradicción, un engaño, un misterio: algo creado para volverme loca.

Llamé al timbre y, como Frances no abría, entré con la llave que aún tenía. Saludé desde lo alto de las escaleras. La luz del sótano estaba encendida. Sabía que Beth estaba de vacaciones; pensé que Frances andaría por allí, pero no obtuve respuesta. Bajé mientras me zafaba del abrigo y me quitaba la bufanda; los tiré en una butaca al entrar en la sala.

Se veía que Frances había estado allí hacía un rato y que tenía intención de volver. La calefacción estaba encendida y el flexo de su mesa también, aunque en el resto de la habitación reinaba la penumbra, y había una taza al lado de su ordenador, junto al que también había dejado las gafas y varios folletos de agencias de viajes, de papel satinado, con destinos exóticos.

Husmeé incansablemente por todas partes. Saqué libros al azar de las estanterías, abrí los cajones del escritorio y miré el interior: un cajón para los recibos, otro para artículos de papelería, otro para menús viejos, folletos y botellas vacías. Me notaba más inquieta que de costumbre, ahora que sabía que David había mantenido una relación con Milena, y Frances otra con… ¿con quién? Las horribles sospechas me reconcomían, aunque sabía que lo más probable era que fueran infundadas. Frances tenía un marido que la engañaba delante de sus narices con su socia; además, una mujer a la que consideraba su amiga había aparecido ocultando su identidad, se había ganado su confianza y ahora pasaba el rato desenterrando sus secretos más íntimos.

Después me senté delante de la enorme mesa de Milena, encendí la lamparita y el ordenador y tamborileé con los dedos sobre el teclado mientras esperaba a que el sistema se pusiera en marcha. Reinaba un gran silencio. Oía el zumbido de los radiadores y el embate del viento en los cristales. De vez en cuando pasaba un coche o se escuchaba un portazo a lo lejos. Ya había oscurecido bastante, y la sala estaba casi en penumbra, iluminada sólo por los dos haces de luz que proyectaban las lámparas. Me acometió de pronto el impulso abrumador de volver al desorden de mi casa, pero no sola, no en ese presente solitario. Quería estar allí con Greg, con las cortinas echadas, el hervidor de agua encendido, que él cantase a voz en cuello, desafinando, mientras preguntaba qué íbamos a cenar, leer las definiciones de los crucigramas que ninguno de los dos acertábamos, que me abrazase por detrás y me apoyase la barbilla en la coronilla. Mi mundo seguro, por espantoso que fuera el exterior.

Me recorrió un escalofrío; me concentré en la pantalla, escribí la contraseña de Milena y volví a acceder a su caótica vida íntima. Oí unas pisadas en la acera que se acercaban, pero después se alejaron. Un perro ladró. Abrí otra vez los mensajes de David y me quedé con la vista clavada en ellos, como si hubiera un secreto escondido entre líneas.

– Ay, Greg… -me lamenté en voz alta.

Me incliné hacia delante, acerqué la silla a la mesa y apoyé la cabeza en los brazos. Toqué algo sólido con el pie. Me incorporé y volví a apartar la silla. Me agaché un poco para ver qué había ahí debajo.

Una bota en el suelo; pero una bota que no pesaba mucho, ¿verdad? Eran dos, negras, con una elegante puntera puntiaguda y tacones cortos y afilados. Todo empezó a darme vueltas; tuve la sensación de que las paredes se iban a caer sobre mí. Noté un sabor amargo en la boca. Me agaché más. Escuché un gemido, y había salido de mí, pero no reconocí mi voz. Me incorporé; el suelo se movía bajo mis pies, el sudor me corría por la frente y tuve que agarrarme a la mesa para no perder el equilibrio. Entonces la vi. Su cadáver estaba hecho un ovillo debajo del escritorio pero la cabeza le sobresalía, y tenía los ojos clavados en mí. Me eché hacia atrás tambaleando mientras me tapaba la boca con la mano. Cerré los ojos, pero al volver a abrirlos ella seguía ahí. ¿Cómo había podido no verla hasta entonces?

No sé cuánto tiempo me quedé así, casi a punto de vomitar, contemplando esos ojos sin vida. Poco a poco recobré cierta serenidad. Primero debía cerciorarme de que estaba muerta. Sabía que lo estaba -no hace falta estar familiarizado con la muerte para reconocerla-, pero tenía que comprobarlo. Me acuclillé y saqué el cadáver de debajo de la mesa. Pesaba, y costaba moverlo. Le acerqué el oído a la boca y no noté aliento alguno; apliqué el dedo pulgar al lugar en que debería haber pulso y no noté nada. Tenía cardenales en el cuello y los labios algo azulados. Esa imagen me infundió un terror nuevo, aunque ya sabía que aquella muerte no se debía a causas naturales desde el instante en que había visto el cuerpo agazapado debajo de la mesa. Le di un débil masaje en el pecho, consciente de que era inútil. Pero estaba caliente. Debía de haber muerto pocos minutos antes. Le sostuve la cabeza entre las manos y contemplé ese rostro alargado e inteligente, esos ojos ciegos y abiertos. Frances me devolvió la mirada. La preciosa falda de lino se le había subido por encima de la rodilla. Me di cuenta de que esas piernas eran las de una mujer de cierta edad, de que en su rostro había arrugas y surcos que no había advertido hasta ese momento. Vi algunas canas entre las mechas del cabello. Tenía las muñecas finas. De pronto se me ocurrió una cosa: era posible que el asesino siguiera allí. El miedo me dejó helada y me hizo estremecer; las piernas me temblaban, y cuando me levanté apenas me sostenían. Me quedé escuchando. Los radiadores seguían emitiendo un zumbido y oí el ruido lejano de la calle.

Con toda la calma y el silencio de los que fui capaz me puse el abrigo y la bufanda. Crucé la habitación, abrí la puerta de entrada, la cerré quedamente y salí a la calle sin mirar atrás. No sabía muy bien si había gente a mi alrededor. No fui consciente de nadie, y mi apariencia era suficientemente discreta para que nadie me recordara.

Mi primer impulso fue escapar, volver a casa, fingir que no había estado allí. Pero entonces pensé en Frances. ¿Me había asegurado de que, efectivamente, estaba muerta? Me parecía que aquello le había sucedido muchos años atrás a alguien que no era yo. Le había tomado el pulso. Parecía muerta. Pero ¿lo sabía a ciencia cierta? ¿Acaso no había personas a las que habían reanimado mucho después de una muerte aparente? Al doblar en la esquina de Tulser Road para salir a la ajetreada calle principal vi una cabina telefónica que no habían destrozado. Marqué el número gratuito 999. Desde algún rincón de la memoria recordé que las llamadas al 999 se grababan, así que intenté cambiar un poco la voz, que sonara algo apagada. Pedí una ambulancia, dije que había una mujer gravemente herida, quizá muerta, y di la dirección. Cuando la operadora me preguntó el nombre respondí que no se oía bien, que el sonido era malo, y colgué. Antes de llegar al metro me llegó el sonido de la sirena de una ambulancia, aunque no la vi. No sabía si era la que había pedido yo. Londres está lleno de ellas.

Entré en la estación; de repente la mano me empezó a temblar tanto que no pude sacar el abono del bolso; cuando lo conseguí, se me cayó al suelo y tuve que agacharme para recogerlo. Un joven se detuvo para ayudarme y me miró preocupado. Me preguntó si me encontraba bien, pero yo no podía hablar. Debió de pensar que tomaba algún medicamento fuerte. Necesité un esfuerzo sobrehumano para hacer las cosas más sencillas: coger el tren en la dirección adecuada, bajar en mi estación. Mientras tanto no dejaba de repetirme mentalmente, como un tic, como un grifo que gotea, como una ventana que repiquetea: «Francés está muerta, Frances está muerta».

Al llegar a casa subí directamente al piso de arriba, me quité la ropa, la tiré por el suelo y me di un baño. Permanecí allí más de una hora, vaciando el agua cuando se enfriaba y rellenando la bañera con más agua caliente; sólo me sobresalía la cabeza. Si hubiera podido, me habría quedado ahí toda la vida, caliente, mojada y a salvo. Me lavé la cara, el pelo; me corté las uñas de las manos y las de los pies como si me estuviera purificando. Después, a regañadientes, salí y me puse el que se había convertido en mi uniforme doméstico: unos vaqueros viejos, una sudadera amplia y zapatillas.

Me puse a limpiar la casa. Saqué todas las botellas de lejía y desinfectante y abrillantador que tenía en los armarios y estantes. Pasé trapos y cepillos y pulverizadores por todas las superficies. Llené dos bolsas enormes de basura y de cosas que no eran exactamente basura y de cosas que no eran para nada basura pero de las que prefería desprenderme, o de las que podía desprenderme sin que pasara nada. Me acordé de una de mis abuelas -la madre de mi padre-, que, al parecer, se había pasado toda su vida adulta limpiando. Su mera imagen evocaba un olor a ambientador de pino. Para ella, la limpieza era una forma de exhibición, una demostración constante de que tenía el cuarto de baño más reluciente que sus amigas. Para mí era una cuestión de purificar, de podar, de eliminar.

Miré la hora. Acababan de dar las siete. Cuando me hubiera deshecho de diez prendas de ropa, podía tomarme una copa. Fue fácil. Tiré enseguida la ropa que había guardado por motivos sentimentales, porque la había llevado en la adolescencia o en la universidad, o porque me la había regalado un novio o la había comprado en algún lugar concreto, en aquel viaje a Queensland o a Sevilla. Metí todas las prendas en otra bolsa de basura y vi que había cogido más de diez. Veinte, al menos. Me merecía una copa grande como recompensa. Además, si me tomaba una botella de vino entera, podría tirar también el envase.

En la estantería de la cocina tenía ocho botellas. Saqué el vino más añejo. Lo habíamos comprado en Francia un par de años antes; en aquel momento nos había parecido carísimo, unos diez o veinte euros. Era para una ocasión especial que nunca había llegado. Lo abrí y me serví una copa. Lo probé. Noté un regusto amargo. A lo mejor sabía a corcho. Pero a mí me valía. Quizás había que consumirlo con comida. No vi nada muy apropiado, así que preparé unas tostadas con mantequilla. Fui mordisqueando una de ellas mientras apuraba la copa. Miré en el armario y vi una lata de aceitunas que había olvidado. Al abrirla me corté el dedo con la tapa. Me lo envolví con un pañuelo de papel y me serví otra copa. Me comí una aceituna. Cada vez que comía, cada vez que bebía, vaciaba la casa un poco más.

Cuando sonó el timbre no había terminado la segunda copa, sin embargo ya estaba algo mareada. Abrí la puerta. Era Johnny.

– Anda, pasa -le dije sin entusiasmo.

Él entró y, aunque no era la primera vez que estaba allí, miró en derredor como si lo viera todo por primera vez. Cogí la copa.

– Estoy bebiendo vino. ¿Quieres?

– Vale.

Le serví un poco y se lo tendí. Dio un trago y mostró un gesto de aprobación. Cogió la botella y la estudió. Después alzó la vista y me miró a los ojos.

– ¿Te has enterado de lo de Frances?

– ¿Qué ha pasado?

– Ha muerto. La han asesinado. -Calló un instante-. No pareces sorprendida.

– Ya lo sabía.

– ¿Cómo?

– El cadáver lo he encontrado yo -respondí-. He llamado a la ambulancia.

Su perplejidad fue evidente. Dio un paso hacia atrás, como si le hubiera propinado un golpe.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué no estabas ahí cuando llegaron? ¿Por qué no has hablado con la policía?

– Me he venido directamente a casa.

– ¿Por qué?

– No estaba preparada para hablar de ello.

– Oye, las cosas no funcionan así -me espetó-. Si encuentras un cadáver tienes que quedarte en el lugar, hablar con la policía, todo eso.

– Hay demasiadas cosas que explicar.

– ¡No me digas! -Enarcó las cejas; un escalofrío de aprensión me recorrió el cuerpo-. Me ha llamado David. Entre otras cosas, me ha dicho que la policía quiere hablar con todos los implicados. Parece que les está costando localizarte. Para ser una persona que ha estado varias semanas trabajando en la oficina, no has dejado muchas huellas.

– No estaba contratada -aduje.

– Tu dirección no aparece por ninguna parte. Ni tu número de teléfono.

– Mi dirección la tienes tú. ¿Por qué no se la has dado?

Me invadió una repentina sensación de alarma. ¿Me había equivocado en mis conjeturas? ¿Sabía alguien que Johnny me conocía? ¿Lo sabía David?

– ¿Hay alguna razón para que no se la dé?

– No sé -respondí-. No lo tengo claro.

Él torció el gesto.

– No entiendo nada, y tampoco me gusta ni una pizca. Has encontrado el cadáver. ¿Qué problema tienes con contárselo a la policía? ¿No quieres ayudar? ¿Y por qué es tan difícil localizarte? ¿Tienes algo que contarme?

Quizá fue debido al recuerdo del cuerpo de Frances entre mis brazos, al vino o al puro cansancio, pero no fui capaz de seguir urdiendo mentiras, no en ese momento. Respiré hondo antes de hablar, porque sentía que iba a acceder a un mundo distinto y tenía miedo. El pavor me bajó la temperatura del cuerpo.

– No soy Gwen.

– No te entiendo. ¿Qué quieres decir con eso de que tú no eres Gwen?

– Lo que quiero decir es que no me llamo Gwen. Sí que existe una Gwen Abbott, es amiga mía. Yo tomé el nombre prestado. Se lo robé.

– Yo…

Se calló y se quedó boquiabierto, mirándome.

– En realidad me llamo Eleanor. Eleanor Falkner.

– ¿O sea, que has estado mintiendo? ¿Desde el principio?

– Sí.

– Así que cuando nos acostamos y yo dije tu nombre y tú te quedaste… No sé qué decir.

– Lo siento. Se me ha ido de las manos.

Él soltó una carcajada horrible.

– ¿Que se te ha ido de las manos?

– No es lo que piensas.

Se dejó caer en el sofá y derramó un poco de vino. Se sacó un pañuelo del bolsillo e intentó secarlo.

– Lo siento -se disculpó-. Deberías poner un poco de sal.

– Es un sofá viejo y cutre.

– Bueno, Eleanor. -Dijo mi nombre como si no lo hubiera oído nunca antes, como si fuera en otro idioma difícil de pronunciar-. ¿Por qué lo has hecho? ¿O debería llamar directamente a la policía?

Reflexioné durante un instante y después me senté junto a él. Le respondí que podía llamar a la policía si quería, pero que antes… Entonces le conté todo lo que pude, no de forma lineal sino a pinceladas, en desorden, añadiendo detalles y pequeñas explicaciones. Le hablé de Greg. Incluso fui a buscar la foto en la que aparecía con él. Johnny me había visto desnuda, se había acostado conmigo, pero ahora me sentí incluso más desnuda, más expuesta. Le expliqué cuál era mi vínculo con Milena. Al principio me hizo preguntas, pero a medida que yo avanzaba fue quedándose cada vez más silencioso, más sombrío. Cuando terminé se quedó callado largo rato.

– Ni siquiera sé por dónde empezar -declaró-. ¿Cómo has podido hacer algo así? Mentir a tanta gente…

– No lo planeé. Sólo quería ver dónde trabajaba Milena. Me pidieron que me quedara y una cosa llevó a la otra.

– Por poner un ejemplo, casi al azar: me utilizaste para conseguir la contraseña y leer el correo íntimo de Milena, cosas que ella no quería que nadie viera.

– No fue premeditado. Lo nuestro tampoco. Pero ella había muerto junto a mi marido. Necesitaba saber tanto como pudiera.

– Entonces yo no he sido más que un medio para llegar a ese fin. Como la contraseña de Milena, más o menos.

– No -protesté-. No ha sido así. No te he utilizado. Fue sólo algo que sucedió, y yo no lo impedí; aún no sé por qué.

Me miró con una expresión más intensa.

– Entonces, ¿significaba algo para ti? ¿No lo hiciste sólo para conseguir la contraseña?

– ¡Desde luego que no! En cualquier caso, fue un error. Estaba muy triste y confundida; no debería haberme acostado contigo.

– Pero lo hiciste. Y ahora han matado a una persona.

– Sí.

– Y quizá se deba a que tú has aparecido y has empezado a remover ciertos asuntos.

– Ya lo he pensado.

Él dejó la copa, me puso las manos a ambos lados del rostro y las bajó por el cuello. Me obligué a quedarme completamente inmóvil, aunque el terror me recorría todos los poros de la piel.

– ¿Quién crees que la ha matado?

– No lo sé.

– ¿Y si he sido yo?

– ¿Has sido tú?

Apartó una mano de mi cuello y me dio una bofetada tan fuerte que los ojos se me llenaron de lágrimas. Me quedé callada.

– Por mentirme -dijo, y se levantó.

– Espera -le pedí cuando se disponía a irse-. Tengo que enseñarte una cosa.

– ¿Qué?

Me acerqué a la cajonera, abrí un cajón y saqué el menú. Sin decir nada se lo entregué; él lo miró fijamente.

– No entiendo nada -repuso al fin-. ¿Por qué coño tienes tú esto?

– Lo encontraron entre las cosas de Greg. Por eso creí que había tenido una relación con Milena. Incluso aparece la fecha. Pero luego me contaste una cosa y me di cuenta de que el 12 de septiembre tú estabas con ella.

– Es que esto es mío.

– ¿Cómo que es tuyo?

– Me lo mandó a mí.

– Imposible.

– ¿Qué crees, que no me acordaría?

– Pero aquí pone «Querido G».

Él lo estudió durante unos segundos.

– No. Es sólo la terminación de la J; si miras de cerca, puedes ver el trazo que une las dos letras.

– ¿Y por qué estaba entre las cosas de Greg -pregunté con voz apagada-, si te lo había mandado a ti?

– Se lo devolví. Le devolví todas sus cosas cuando me dejó: fui a su casa y se lo tiré encima.

– Entonces lo tenía ella, no tú.

– Pensé que lo habría quemado o algo así.

Me froté el rostro, intentando concentrarme.

– ¿Y cómo llegó desde su casa hasta aquí?

Él se encogió de hombros.

– Ni lo sé ni me importa.

– Es posible que en realidad fuera Frances -afirmé en un tono lúgubre.

– Pero ¿qué coño dices?

– Frances también tenía un amante. A lo mejor…

– No quiero que me cuentes lo que piensas de Frances -respondió, airado-. Ha muerto. Un loco la ha matado. Déjala en paz, ¿vale? Ya te has pasado bastante. Era una buena mujer. Déjala tranquila.

– ¿Vas a llamar a la policía? -inquirí.

– Eso te corresponde a ti, ¿no te parece? Por ahora sólo sienten curiosidad. Dentro de poco empezarán a sospechar. No tardes mucho. Si no, tomaré la decisión por ti.

En cuanto se marchó llamé a Gwen. Ni siquiera saludé.

– ¿Se ha puesto la policía en contacto contigo? -le pregunté.

– ¿Ellie? Sí, me ha llamado un agente. ¿Cómo demonios lo sabes?

– Tengo que hablar contigo.

Capítulo 25

– Me estás tomando el pelo.

Gwen me miró desde el otro lado de la mesa de la cocina. Mientras yo se lo contaba todo, ella se había estado toqueteando el cabello, y ahora tenía varios mechones rubios en punta. Parecía desconcertada y acusadora al mismo tiempo. Tenía los ojos muy abiertos, como un búho.

– No.

– Creo que al final me voy a tomar esa copa.

– ¿Tinto o blanco?

– ¿Whisky?

– Que sea whisky.

– Entonces, durante todo este tiempo…

– Sí.

– Y les dijiste que eras…

– Tú. Sí.

Le serví un generoso vaso de whisky, solo y sin hielo. Dio un gran sorbo y se le empañaron los ojos. Yo me serví otro y sentí su rastro de fuego en la garganta.

– ¿Y no te han pillado?

– No. Hasta ahora.

– Y ahora a esa mujer, a Frances…

– La han asesinado.

– Joder.

– Pues sí.

– Joder, joder, joder.

– ¿No vas a decir nada más que joder?

– No sé. ¿Qué quieres que diga?

– Podrías pegarme un grito. ¿No estás enfadada?

– ¿Enfadada?

Se quedó pensativa mientras daba largos tragos a la copa; la apuró con tanto ahínco que pude percibir el movimiento de su garganta. Ya casi no le quedaba bebida.

– Por haber suplantado tu identidad, por haberte mentido sobre lo que me traía entre manos, por no confiar en ti, por ser tan idiota, por…

– Vale, vale, ya he captado la idea. Oye, ponme otro. -Me tendió el vaso-. No estoy exactamente enfadada, Ellie. No acabo de comprenderlo. Has utilizado mi nombre, te has colado en la empresa de esa pobre señora, has entrado en ordenadores ajenos como si fueras una espía o algo así para descubrir… ¿qué?

– Algo. Lo que fuera. De lo contrario, creía que me iba a volver loca. Y la verdad es que algo descubrí. Me enteré de que el marido de Frances tenía una aventura con Milena y de que había otro hombre, que había pasado con ella la noche en que yo creía que estaba con Greg. También llegó a mis manos el menú con la nota amorosa, aunque resultó ser falsa.

– ¿Eh?

– Que no era para Greg.

– No puedo asimilar todo esto de golpe. O sea, que a esa mujer, a Frances… la han matado.

Asentí mientras intentaba que la imagen de los ojos abiertos y fijos de Frances no volviera a apoderarse de mí.

– Eso es.

– ¿Y supones que ese asesinato guarda alguna relación con lo de Greg?

– No tengo ni idea. Debe de estar relacionado con Milena. Aunque Frances también tenía un amante, pero seguramente eso sea irrelevante. Estoy hecha un lío. No dejan de aparecer engaños por todas partes.

– ¿Corres peligro?

– ¿Yo?

– O yo -aventuró Gwen.

– No, creo que no, pero voy a hablar con la policía. Voy a aclararlo todo.

– ¿Quién más lo sabe?

Noté que el rubor me subía por el cuello y se extendía por mi rostro.

– Un tipo que se llama Johnny.

– ¿Y quién es?

– Una especie de chef.

– ¿Y qué más?

– Fue amante de Milena, uno de tantos.

– ¿Y cómo descubrió que tú no eras yo?

– Me localizó y vino aquí cuando se enteró de lo de Frances. Creo que debería contarte un detalle que he omitido. No es que sea especialmente importante, pero nos hemos liado. Me he acostado con él. Dos veces.

– Ah.

– ¿Qué quieres decir con ese «ah»?

– Cuántos secretos.

Eché más whisky en su vaso y en el mío.

– Me siento bastante aliviada ahora que te lo he contado -confesé después de un momento de silencio.

Gwen abrió la boca para decir algo, pero en ese momento llamaron a la puerta con mucha fuerza. La cabeza me daba vueltas mientras recorría el pasillo para abrir.

Me encontré con Joe, arrebujado en un grueso abrigo y con una amplia sonrisa en el rostro, al que el frío había conferido una tonalidad rosada.

– Te he traído un aparato para hacer remo -me anunció-. Casi no me cabía en el coche.

– ¿Por qué?

– He pensado que te vendría bien, para que hagas ejercicio durante los meses de invierno. No lo he comprado, me lo ha dado un cliente.

Yo no quería un aparato para hacer remo. Y después de nuestro último encuentro, tampoco quería ver a Joe.

– También quería disculparme por… bueno, por lo que pasó. ¿No me vas a invitar a pasar?

– Está Gwen.

El entró de todos modos y se dirigió a la cocina mientras saludaba a Gwen.

– ¡Hola, Joe! -respondió ella.

– Habéis estado bebiendo -observó él, muy animado.

– Tú habrías hecho lo mismo de haber estado en mi lugar.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Se deshizo del abrigo y lo dejó colgado en el respaldo de una silla.

* * *

Puede que Gwen no se enfadara, pero Joe sí. Se puso furioso; se mostró perplejo y dolido. Sus ojos azules echaban chispas y los labios se le quedaron blancos. Dejó el vaso en la mesa con gran estrépito, el whisky se derramó por todas partes y me dijo que había sido pero que muy idiota y además que por qué coño no le había contado en qué andaba metida. ¿Acaso no entendía que Alison y él querían cuidarme? Para él, Greg había sido como un hijo, y yo era como una hija.

– Pero ¿en qué lío te has metido, joder? -exclamó-. ¿Qué coño pretendías?

– No lo sé. Pero no tengo por qué explicártelo.

– Estás mal porque tu marido ha muerto, ¿y qué haces? ¿Lloras y guardas el luto? No. ¿Pones tu vida en orden? No. ¿Hablas del tema con tus amigos? No. ¿Vas a ver a un terapeuta? No.

– Bueno, he estado yendo…

– Te comportas como si fueras más lista que nadie y te entretienes con unas teorías conspirativas de tres al cuarto… Es increíble, Dios mío. ¿De qué te ha servido? Greg sigue muerto. Murió en ese coche junto a esa mujer tan dada a mantener relaciones con hombres casados. ¿Has descubierto alguna trama oscura?

– No.

– Y ahora ha muerto otra persona. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Apoyó la cabeza en ambas manos y respiró profundamente.

– No necesito ayuda. Voy a ir a la policía.

– ¿Todavía no has ido?

– No.

– Te llevaré en coche.

Gwen se levantó y se apoyó con las dos manos en la mesa para no perder el equilibrio.

– Por Dios, tú no puedes conducir -exclamó Joe-. ¿Se puede saber por qué no has ido aún a ver a la policía, Ellie?

– Tenía miedo y estaba aturdida. Ya sé que tendría que haber ido. Es todo muy complicado.

Él se recostó en la silla. Parecía completamente roto, como si se hubiera quedado sin ganas de luchar.

– No sé qué significa todo esto -declaré-. Primero Greg y Milena, después Frances.

– A lo mejor no significa nada; sólo es un galimatías incomprensible.

– Joe, estoy agotada. -Que él estuviera ahí, tan enfadado y asumiendo el papel de padre, me hizo sentirme más joven y más tonta. Se me llenaron los ojos de lágrimas-. A lo mejor por eso no he ido todavía: estoy agotada de tanto pensar.

– Ay, Ell. -Joe se levantó, se acuclilló a mi lado y tomó mis manos entre las suyas-. Cómo no vas a estar cansada. Es mejor que esta noche descanses. Ve mañana. Si quieres te llevo yo.

– ¿Lo harás?

– Sí.

El teléfono volvió a sonar; al principió dejé que saltara el contestador, pero al oír la voz de Fergus corrí a cogerlo.

– ¡Fergus! ¿Ha roto aguas?

– No, no te llamo por eso. Es que he visto una noticia por internet. Una cosa rarísima. Sobre la mujer que iba en el coche con Greg. Resulta que su socia…

– Fergus -lo interrumpí-, tengo algo que contarte…

* * *

Una vez hube terminado de hablar con un aturdido y tartamudeante Fergus, y una vez Joe se hubo marchado, dejando un enorme aparato de remo en medio del salón, Gwen me preguntó:

– ¿Y por qué pensaste que no podías confiar en mí?

Mi amiga estaba en el sofá, sentada sobre las piernas dobladas, desgarbada y relajada, y se movía con cierta falta de coordinación. Daniel iba a venir a recogerla; el coche se lo llevaría al día siguiente, cuando se le hubiera pasado el efecto del whisky.

Titubeé.

– No lo sé muy bien. Seguramente porque no quería que nadie me dijese que lo que hacía era un error. Sabía que estaba mal, que era una estupidez propia incluso de alguien un poco perturbado, bueno, bastante perturbado, pero no pensaba parar. En cualquier caso, lo siento.

– ¿Y ahora?

– Sinceramente, ahora no tengo ni idea de nada. Pero era simpática.

– ¿La mujer a la que han asesinado?

– Sí, Frances. Procedía de un entorno completamente distinto al mío y en circunstancias normales no la habría conocido: era rica, tenía estilo, ironía y esa reserva típica de los ingleses de buena cuna. A pesar de eso, me caía bien. Se portó bien conmigo. Y no entiendo por qué ha muerto. Tampoco entiendo por qué alguien quiere que yo crea que Greg era el amante de Milena. No entiendo nada.

Capítulo 26

No estaba segura de a qué comisaría acudir, aunque sabía que pasaría un mal trago en cualquier caso, y así fue. Fui a ver a la agente Darby porque esperaba que mostrara cierta compasión, ya que me tenía por una viuda afligida. Cuando me saludó advertí en su rostro la expresión de recelo que la gente adopta cuando abren la puerta y se encuentran con alguien que quiere darles un folleto sobre alguna secta. Pero me ofreció asiento y me dio un té. Empecé a explicar el motivo de mi visita; su gesto pasó del recelo a la perplejidad, y de la perplejidad a una aparente sensación de alarma. Me mandó bajar la voz y salió casi corriendo del despacho.

Volvió al cabo de cinco minutos y me pidió que la siguiera. Franqueamos una puerta y llegamos a una sala vacía a excepción de una mesa y de tres sillas de plástico naranja. Me senté y ella se quedó de pie al lado de la puerta, lo que resultaba extraño. Le dije que se podía marchar, pero respondió que no me preocupase. Daba la impresión de que le habían ordenado que no me dejara sola y que no me dijera nada más. Así que yo seguí sentada y ella de pie, y pasamos diez minutos horribles intentando no mirarnos a los ojos hasta que se abrió la puerta y entró un inspector. Lo reconocí: era el inspector Carter, con el que ya había hablado. Ni siquiera tomó asiento.

– La agente Darby me ha dicho que encontró usted el cadáver de Frances Shaw.

– Así es.

– ¿Y avisó a las autoridades?

– Sí.

– De forma anónima.

– Sí.

– ¿Por alguna razón en especial?

– Más o menos.

Alzó la mano para que no siguiera hablando.

– Ésa no es nuestra zona -explicó- Debo llamar a los chicos de Stockwell. Tendrá que esperar un poco más, si no es molestia.

Aquello sólo lo dijo por educación. En realidad yo no tenía elección. La agente Darby me trajo un periódico y otro té, y fui pasando las páginas sin enterarme de nada de lo que leía. Transcurrió casi una hora antes de que llegaran dos inspectores más, un hombre y una mujer, que se sentaron frente a mí. La agente se marchó pero el inspector Carter se quedó a un lado, apoyado en la pared. El hombre anunció que era el inspector jefe Stuart Ramsay, y que su colega era la inspectora Bosworth. Ella abrió un maletín y sacó un aparato voluminoso, que colocó en el centro de la mesa. Introdujo dentro dos casetes y lo encendió. Dijo la fecha, la hora, identificó a todos los presentes y se recostó en la silla.

– La razón de todas estas formalidades -explicó Ramsay- es que usted ya ha realizado algunas declaraciones que podrían implicar que fuera acusada de un delito criminal. Eso, para empezar. Así que es importante que, antes de que siga usted declarando, le notifiquemos que tiene derecho a un abogado. Si no dispone de uno, se lo podemos proporcionar.

– No hace falta.

– ¿Es decir, que no lo quiere?

– Me da igual. No.

– También debe entender que todo lo que diga en ésta y en entrevistas posteriores puede ser utilizado como prueba en un juicio.

– Vale. ¿En qué puedo ayudarlos?

Los dos se miraron como si no supieran qué pensar de mí.

– Pues podría empezar diciéndonos -dijo Ramsay- qué demonios pretendía al abandonar el escenario de un crimen y entorpecer así las pesquisas policiales.

– Es una historia complicada -respondí.

– Pues soy todo oídos -dijo Ramsay.

Me había prometido no omitir nada, no intentar justificarme ni defender mis actos. No estoy acostumbrada a contar historias y empecé por el asesinato, luego fui siguiendo hacia atrás en el tiempo, y también en otras direcciones cuando era necesario, o cuando me acordaba de algo que juzgaba relevante. Cuando les conté que había estado trabajando para Frances con un nombre falso, la inspectora Bosworth se quedó boquiabierta, como si fuera un personaje de una película muda.

– Perdone, no le acabo de entender -me interrumpió-. ¿Lo podría repetir?

– Seguramente lo más fácil será que se lo cuente todo y que después me pregunte lo que quiera.

Él iba a responder pero se calló y me indicó con un ademán que continuara. Mientras relataba los pormenores de la historia, tuve la sensación de que hablaba de las tribulaciones de una persona a la que no conocía demasiado -una prima lejana, o la amiga de un amigo-, que no me importaba demasiado y a la que, desde luego, no entendía. Cuando llegué al asunto de la muerte de Milena en el accidente de coche junto a Greg y les confesé que había leído sus correos electrónicos, y que ella, además, había mantenido una relación con David, el marido de Frances, Ramsay hundió la cabeza entre las manos lentamente. Entonces le dije que Frances me había desvelado que ella también había tenido un amante.

– Pensé, o más bien especulé, que quizás el amante había sido Greg -añadí.

– ¿Qué?

Alzó la cabeza y se me quedó mirando: tenía la mirada vidriosa.

– Ella me contó que aquel hombre, que nunca supe cómo se llamaba, también había estado liado con Milena, y que su relación con él empezó después. Aquello era impropio del Greg que yo conocía, pero a esas alturas estaba tan confundida que no sabía qué pensar de nada.

– No es usted la única -me espetó.

El único detalle que omití deliberadamente fue mi relación sexual, por limitada que hubiera sido, con Johnny. No creo que me preocupase quedar mal. Ya era demasiado tarde para eso. Pero no me parecía un detalle relevante; al menos, así podía ahorrarle a Johnny la atención que eso podía centrar en él.

En todo caso, tampoco me quedé corta en lo referente a revelaciones perjudiciales. Mientras narraba mis intentos por encontrar pruebas de la relación entre Milena y Greg, el inspector Carter me interrumpió:

– Confeccionó unas tablas -anunció.

– ¿Qué? -inquirió Ramsay con voz débil.

– Como las que se hacen para los horarios del colegio, en cartulinas enormes. En ellas establecía las actividades del marido fallecido y de la mujer durante sus últimas semanas de vida.

– Unas tablas -repitió Ramsay, mirándome.

– Tenía que saberlo -aduje-. Necesitaba demostrarme a mí misma, y quizá también al mundo, que efectivamente se conocían, o que tal vez no.

– ¿No le han dicho que demostrar la imposibilidad de algo resulta muy complicado? -me preguntó Ramsay-. Es una especie de consigna policial.

– Me lo han dicho muchas veces -repuse-. No que sea una consigna policial, sino que es complicado.

Se produjo un silencio. Me acerqué al magnetófono para ver si las pequeñas bobinas seguían girando.

– ¿Ha terminado? -inquirió Ramsay.

– Creo que sí. No estoy segura de haberlo contado en orden. Es posible que me haya dejado cosas.

– No sé muy bien por dónde empezar -confesó Ramsay-. Veamos, usted trabajaba para Frances Shaw bajo un nombre falso, y, por tanto, es una de las principales sospechosas de su asesinato. Si no hubiera abandonado el escenario del crimen, el examen forense podría haberla exculpado.

– A lo mejor no -repuse-. La saqué a rastras de donde estaba para ver si seguía con vida. La examiné. No sabía muy bien si podía hacer algo para ayudarla.

– ¡Así que movió el cuerpo! -exclamó él-. Y después no se lo contó a nadie… Todas las pesquisas llevadas a cabo hasta este momento se han basado en una lectura completamente errónea del escenario del crimen.

– Lo siento -me disculpé-. Por eso he decidido ponerme en contacto con ustedes.

– Qué amable -me espetó él-. Pero sigo sin entender una cosa. ¿Por qué se marchó del lugar de los hechos?

– Tenía miedo, estaba aturdida. Pensé que era posible que el asesino siguiera por allí. Y a lo mejor también creía que yo era en parte responsable de su muerte.

– ¿Por qué? -inquirió Ramsay.

– Porque quizás había estado removiendo las cosas. Yo era quien no creía que la muerte de Milena y de Greg hubiera sido un accidente.

– ¿Y se puede saber qué clase de vínculo guarda eso con este asunto? -me preguntó él.

– Pues resulta evidente, ¿no?

– A lo mejor no somos lo bastante listos para entenderlo -repuso-. ¿Me podría explicar por qué resulta tan evidente?

– Milena y mi marido murieron en un accidente de coche, en unas circunstancias que no han sido aclaradas.

– Eso no es cierto -me interrumpió el inspector Carter.

– Y después asesinan a la socia de Milena. Tiene que haber un vínculo.

– ¡Joder! -exclamó Ramsay-. Al principio le he dicho que debía hablar con un abogado, pero lo que de verdad le hace falta es un psiquiatra.

– He recurrido a ayuda profesional; es una especie de terapia para elaborar el duelo.

– Me sorprende que ese hombre no la haya encerrado.

– Es una mujer.

– Me importa una mierda.

– Todos estos detalles no se los he contado a ella. Ramsay levantó las manos en un gesto de exasperación.

– ¿Y qué sentido tiene ir a un psiquiatra si no le cuenta la verdad? Además: si le está mintiendo a su terapeuta, ¿por qué demonios voy a creer que no nos miente ahora?

– Porque sería una mentira bastante tonta, ¿no le parece? -respondí-. No salgo muy bien parada.

– Yo no estoy tan convencido. Muchos polis le estarían poniendo ya las esposas, pero usted conseguiría que la absolviesen por enajenación mental: viuda perturbada que tiene un acceso de locura.

– Se le olvida una cosa -repuse-, y es que nada de eso me importa.

– Que no le importe supone gran parte del problema.

– Lo que quiero decir es que no me importa lo que me pase a mí.

Ramsay se inclinó y apagó el aparato.

– Le digo con toda sinceridad que tengo ganas de enchironarla ahora mismo por habernos tomado el pelo como lo ha hecho. Le puedo asegurar que a los jueces no les gusta que la gente entorpezca las investigaciones. Si la acusamos ahora pasaría seis meses entre rejas, un año si tiene mala suerte con el juez, sólo por no habernos contado antes todo esto. No hace falta que le diga que también nos enfrentamos a otras consideraciones más serias: asesinato, señora Falkner. Asesinato.

En ese momento pensé de pronto que sería un gran alivio que me detuviesen y me acusasen, que me condenaran y me metieran en la cárcel. Eso pondría fin a mi necesidad interminable, inútil y errática de hacer algo. Estaba muy claro que me había equivocado. Había mentido a mucha gente. Y, por encima de todo -o más bien por debajo de todo-, había mentido a Frances. Había traicionado su confianza y ahora ella estaba muerta. Si me hubiera quedado en casa a llorar mi pérdida, como todos me habían aconsejado, y después hubiera vuelto al trabajo, seguramente nada de aquello habría sucedido y quizá, sólo quizá, Frances seguiría viva. Sí que me importaban los delitos que había cometido. Era posible que mis mentiras y mi cobardía hubieran impedido que el asesinato de Frances se esclareciera rápidamente. A lo mejor había destruido alguna prueba esencial. Pero lo que resultaba aún más doloroso era que ella me había considerado su amiga, alguien en quien podía confiar, y todo lo que había creído saber sobre mí era mentira.

– Tiene usted razón -acepté-. Merezco un castigo. No me voy a defender.

– Lo tiene más que merecido, joder -me soltó Ramsay-. Y no nos haga ese papelito ridículo porque no va a funcionar. Es posible que presentemos cargos, y no únicamente por haberse comportado como una idiota. Tengo que consultarlo con ciertas personas. Lo pensaremos. Mientras tanto, denos todas las pruebas de que disponga. La ropa que llevaba puesta sería útil.

– Seguramente la habré lavado.

– No sé por qué no me sorprende.

– ¿Qué llevaba usted una chaqueta o un abrigo? -intervino la inspectora Bosworth, que hasta entonces no había dicho nada.

– Una chaqueta -respondí-. No la he lavado.

– ¿Y zapatos? -añadió.

– Sí; tampoco los he limpiado.

– Cuando vuelva usted a su casa -señaló Ramsay-, un agente la acompañará para llevarse todos los objetos que puedan ser relevantes en la investigación.

– Entonces ¿me puedo marchar?

– Hasta que cambiemos de idea -respondió él-. Aunque antes nos va a hacer la madre de todas las declaraciones.

– ¿No lo he hecho ya?

Él negó con la cabeza.

– Acaba usted de empezar.

– Bueno, la verdad es que supone un alivio -confesé con un suspiro- no ser la única que está llevando a cabo una investigación.

Ramsay me miró, después miró al inspector Carter, y después otra vez a mí.

– ¿Eso era una investigación? Hay que joderse.

Capítulo 27

Las primeras navidades que pasé junto a Greg nos escapamos de nuestras familias y nos fuimos de excursión por el distrito de los Lagos. Supe que estaba enamorada de él -no, que lo amaba-, cuando en la cima del monte Great Gable sacó de la mochila un minúsculo budín de Navidad y se empeñó en que nos lo comiéramos. Lo recuerdo con gran nitidez: el día borrascoso, frío y gris, la roca a la que nos subimos y desde la que se divisaba todo el paisaje vacío, el viento que le metía el cabello en los ojos y le enrojecía las mejillas, las sabrosas migas en mi boca, su mano caliente en mi mano fría, la gratificante sensación de que aquél era mi sitio, de que estaba en casa, aunque nos encontráramos en las montañas y lejos de todo. Pese a todo lo que había sucedido, ese recuerdo seguía intacto, no había perdido su fuerza

Las navidades siguientes las pasamos con Fergus y Jemma; Fergus y yo habíamos guisado un ganso y Greg insistió en preparar lo que él aseguraba que eran unos cócteles de champán sin dejar de cantar a grito pelado ni de llenar la casa con su alegría achispada. El año anterior nos habíamos quedado en casa y plantamos un arbolito en un extremo del jardín que después trasplantamos. Antes aborrecía la Navidad; con Greg había aprendido a disfrutarla. Ahora la volvía a aborrecer. Al cabo de diez días me despertaría sola en aquella casa, que también parecía ir cuesta abajo (la calefacción fallaba, lo que implicaba que casi todos los radiadores estaban muertos y el agua, como mucho, salía tibia; en la nevera no dejaba de formarse hielo, que se extendía en forma de cristalitos por el suelo de la cocina; tenía una ventana rota y no me había decidido a arreglarla; la puerta de un armario se empezaba a salir de los goznes, como si estuviera borracha). Normalmente se me da bien reparar cosas -de los dos, yo siempre había sido la más práctica y eficiente-, pero durante las últimas semanas había sido incapaz de sacar energía para ocuparme de la casa, y había dedicado todas mis dotes organizativas a Frances y a Profesionales de la Fiesta.

Pero ahora iba a organizar mi vida. Eso ya me lo había propuesto antes, pero en esta ocasión iba en serio. Después de varias semanas de claustrofóbica oscuridad y locura, tenía que empezar de cero. Tenía que mirar hacia delante, no hacia atrás, porque lo que había detrás y a mi alrededor era demasiado aterrador e inexplicable. Me lancé a ordenar el caos físico en que se hallaba sumida mi vida. Empezaba todos los días a las seis de la mañana, cuando en la calle todavía reinaba la oscuridad más penetrante. Purgué los radiadores y noté cómo volvían a la vida; llamé a un ingeniero térmico para que cambiara el ventilador del calefactor; arreglé la puerta del armario, descongelé la nevera y quité el hielo acumulado de varios meses; medí la ventana rota y compré un cristal nuevo, que después coloqué sintiéndome de lo más competente. Pinté de blanco las paredes de la cocina y de gris pálido las de mi dormitorio. Compré alfombrillas de baño nuevas.

Tiré todas las latas y botes que habían caducado. Llené la nevera de comida sana, y comía como Dios manda todos los días (para desayunar, yogur, tostadas y mermelada o gachas preparadas con la misma cantidad de leche y agua; para comer, un plato de pasta con aceite de oliva y parmesano o una ensalada; para cenar, pollo o pescado con una copa de vino). Iba a la piscina todas las mañanas y hacía cincuenta largos. Me compré unos vaqueros nuevos y una rebeca gris.

Fui al cine con Gwen y Daniel. Revisé el libro de contabilidad y mandé las facturas que no había cobrado. Hice una lista del trabajo que tenía pendiente y confeccioné un horario que colgué del tablón de la cocina. Puse un radiador eléctrico en el cobertizo y me encerré en él al menos ocho horas todos los días para llegar a las fechas de entrega y compensar las promesas incumplidas de los meses anteriores. Cambié las patas de un aparador estilo reina Ana, lijé y barnicé una mesa de palisandro, puse una tapa nueva a un rayado pupitre escolar que, evidentemente, tenía valor sentimental para el dueño. Incluso publiqué un anuncio en el periódico local para divulgar mis servicios, y me presenté en los establecimientos de las inmediaciones con tarjetas comerciales. Iba de tiendas a última hora y compré un gorrito y un peto minúsculo para mi futura ahijada, y dos bufandas preciosas como regalos de Navidad para Gwen y Mary. Llamé a mis padres para decirles que no pasaría con ellos el día 25, pero que podía ir a verlos el 26. A mi madre le compré un jarrón de cristal y a mi padre, un libro sobre plantas de interior. Mandar felicitaciones navideñas me pareció ya excesivo, y las que me llegaron las dejé en un montón en el alféizar de la cocina para no verme obligada a leer docenas de mensajes de condolencia detrás de imágenes de petirrojos, vírgenes y pavos chistosos.

Tampoco leí el periódico, para no ver ningún artículo sobre Frances. No encendí el televisor por el mismo motivo.

Hice caso omiso del mensaje que Johnny me había dejado en el contestador, y tampoco respondí la larga y colérica carta que me pasó por debajo de la puerta.

Tampoco investigué las llamadas perdidas del móvil, aunque sospechaba que podían ser de David.

Ni volví a la terapeuta, aunque me había dejado muy claro que pensaba que me resultaría útil, incluso necesario.

Tampoco acepté la propuesta de Gwen, Mary, Fergus y Joe de hablar sobre lo que había sucedido, ni les conté con demasiado detalle cómo me había tratado la policía, sobre todo durante la segunda entrevista que había mantenido en Stockwell: la mezcla de incredulidad creciente y rechazo moral. Intenté mirar hacia delante, seguir hacia delante, y el único modo en que sabía hacerlo era poniéndome anteojeras para no ver lo que tenía a los lados y por detrás.

No me permití imaginar a Frances tendida debajo de la mesa con esos ojos ciegos que me contemplaban.

No repetí a todo aquel con quien me cruzaba que Greg no conocía a Milena. Entendí al fin que el pasado era pasado, que no podía aspirar a comprenderlo.

No lloré.

Enrollé las dos tablas formando unos tubos muy finos, los doblé por la mitad y los tiré a la basura, junto a las ralladuras de zanahoria y las bolsas de té. Entregué el menú a la policía, que no pareció muy interesada, ni siquiera cuando señalé que habían alterado la jota para que pareciera una ge.

Por las noches me acostaba tan agotada por la actividad frenética y por todas mis evasiones desesperadas que me quedaba dormida como si me hubieran dado un ladrillazo en la cabeza. Si soñaba, no recuerdo con qué. No estaba precisamente exultante, pero sí centrada, como un soldado que se dirige a una batalla o que huye de ella.

* * *

Un jueves, a media mañana, sonó el teléfono cuando estaba a punto de entrar en el cobertizo. Decidí no cogerlo pero, en cuanto colgaron, empezó a sonar mi móvil. Antes de responder consulté el identificador de llamadas, por si acaso era alguien a quien intentaba borrar de mi mente.

– Hola, Fergus.

Él empezó a hablar atropelladamente. No entendí muchas palabras, pero sí el contenido. Ya era madrina. Al colgar entré en la cocina y me senté un rato. En el exterior, el cielo había adoptado una tenue tonalidad blanca, como si fuera a nevar. La casa estaba en silencio; el día que me esperaba parecía largo y vacío. Me miré las manos, entrelazadas sobre la mesa, y me dije que debía levantarme enseguida, ir al cobertizo, abordar el trabajo que había planeado para ese día. Me pesaban las piernas. Me costó un esfuerzo enorme ponerme en pie.

El teléfono volvió a sonar. Era el inspector jefe Stuart Ramsay -volvió a decir su nombre completo, como si yo hubiera podido olvidarlo-, y me preguntó si podía acercarme a la comisaría.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué ha cambiado? ¿Qué ha sucedido? -Escuché un fuerte resoplido en el otro extremo de la línea, pero antes de que pudiera responder lo interrumpí-: No, no se preocupe. Iré. ¿Cuándo?

– ¿Ahora? ¿Quiere que mande un coche a buscarla?

– No, ya voy yo. Puedo llegar dentro de media hora. ¿Le parece bien?

* * *

Ramsay tenía mi declaración delante de él y parecía cansado. No me ofreció un té y apenas levantó la vista.

– ¿Hay algo que no nos contara en su testimonio? -preguntó al fin.

Repasé mentalmente aquellas largas entrevistas, la de Kentish Town y la de Stockwell. Me había ido por las ramas, me había repetido, había repetido las repeticiones, había divagado y me había ido por la tangente, había incluido información irrelevante. ¿Me había dejado algo?

– Creo que no -declaré al cabo de un rato.

– No se precipite.

– No, no me he precipitado. Creo que se lo conté todo. El removió los papeles y torció el gesto. -Dígame una cosa, por favor: ¿fue usted al lugar donde su marido sufrió el accidente?

– No creo que fuera un accidente.

– Le estoy haciendo una pregunta. Es muy sencilla. ¿Ha estado allí?

– ¿Cómo lo sabe?

Alzó la cabeza y me lanzó una mirada penetrante.

– ¿Acaso no debería saberlo?

– ¿Por qué me lo pregunta ahora?

– Responda a la pregunta.

– Sí, estuve allí.

– ¿Y por qué decidió no contárnoslo?

– No me pareció relevante.

– ¿Esto es suyo?

Sacó una bolsa transparente del cajón y la sostuvo ante mí: mi bufanda.

– Sí.

– Tiene sangre. ¿De quién puede ser?

– Mía.

– ¿Suya?

– Sí. Me corté, la cosa no tiene más misterio. Fui porque quería ver el lugar donde Greg había muerto. Se trató de algo estrictamente personal.

– ¿Cuándo?

– ¿Que cuándo fui?

– Eso es.

– No lo recuerdo exactamente. Fue hace mucho. No, sí lo sé. El día antes del funeral, que se celebró el 24 de octubre, así que debió de ser el 23.

Anotó la fecha y la miró detenidamente.

– ¿Está segura?

– Sí.

– ¿Y fue sola?

– Sí.

– ¿Y le dijo a alguien que iba a ir?

– No. Era algo que tenía que hacer por mí misma.

– ¿Y después le contó a alguien que había ido?

– No, creo que no. No, seguro que no.

– ¿Por qué no?

– Ya le he dicho que se trataba de algo personal.

– Pero tendrá usted amigos íntimos, amigos en los que confía.

– Sí.

– Y aquello debió de ser una experiencia muy emotiva.

– Hacía frío y todo estaba mojado -dije al recordar cómo había resbalado por la pendiente.

– ¿Y no le parece un poco extraño que no le contara a nadie algo así?

– No es extraño. Al día siguiente se celebraba el funeral, tenía muchas cosas en que pensar.

– Ya. Entonces, nadie puede confirmar su versión, ¿no?

– No es una versión, es la verdad. Y no, no hay nadie que la pueda confirmar, pero es que no creo que haga falta confirmarla. ¿Por qué tiene tanta importancia?

En el preciso instante en que pronuncié esas palabras me di cuenta de por qué le atribuía tanta importancia. Abrí la boca, pero no pude decir nada. Me quedé mirándolo fijamente y él me sostuvo la mirada, implacable.

– Es curioso que no lo mencionara -insistió.

Capítulo 28

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Gwen-. Pero ¿a qué juegan?

Intenté que bajara un poco la voz, pero ella no estaba por la labor. Yo acababa de llegar a lo que Fergus había calificado como fiesta de presentación de la niña con un peto minúsculo y un gorrito. Al comprarlos me habían parecido ridículamente pequeños, como si fuera ropa de muñeca, pero cuando miré el interior de la cuna me di cuenta de que eran demasiado grandes.

– Bueno, ya crecerá y le vendrán bien -dije-. Algún día.

– La hemos llamado Ruby -anunció Jemma.

– Qué bien -observé-. Es un nombre precioso.

– La verdad es que parece el nombre de una bailarina de una embarcación fluvial de Nueva Orleans -objetó Fergus.

– No seas bobo -replicó Jemma, que cogió a Ruby y le dijo que no iba a permitir que ese hombre tan malo dijera cosas tan feas de ella.

Hablaba en un tono de voz que nunca le había escuchado a un adulto. Evidentemente, tendría que acostumbrarme a él en el transcurso de los años siguientes. Jemma se empeñó en que yo también cogiera a la niña. Le explicó que yo era su madrina y que teníamos que conocernos enseguida. Con gran sensatez, Ruby dormía profundamente mientras Jemma me enseñaba las diminutas uñas de sus manos y las uñas, igualmente diminutas, de los pies. Entonces se despertó, Jemma la volvió a tomar en sus brazos y consiguió que comiera, cosa que le produjo una gran satisfacción.

Entré en la cocina, donde Gwen preparaba té. Mary había llevado una tarta y estaba sacando platos y tazas sin dejar de vigilar atentamente a Robin, que dormía plácidamente en su sillita para el coche, en la esquina. Hasta entonces había pensado que era minúsculo, pero ahora, comparado con Ruby, el niño resultaba enorme, como hecho a otra escala. Todavía me sentía un poco incómoda con Gwen después de haber suplantado su identidad y demás, pero me sobrepuse y le conté las novedades, como siempre habíamos hecho. Ella se mostró muy sorprendida, pero en ese preciso instante Joe apareció y se unió a nosotras. Aquello parecía la reunión de una sociedad secreta.

– Estoy huyendo de Bebelandia -nos anunció-. No es que no me parezca preciosa. Es muy dulce, ¿verdad?

Todos nos mostramos de acuerdo en ese punto.

– Claro que todos los padres están convencidos de que su hijo es el bebé más guapo del mundo -prosiguió Joe-. Recuerdo que dije algo parecido cuando nació Becky. -Cogió un trozo de tarta antes de que Mary pudiera impedírselo. Dio un mordisco y siguió hablando, mientras las migas le caían por encima-: La diferencia es que, en mi caso, tenía razón.

– Ya -respondió Mary, y me di cuenta de que iba a soltarnos un discurso de por qué Robin era el mejor.

– Volviendo a lo que decíamos -intervino Gwen con gran celeridad-: Ellie tiene que hacer algo para que la policía deje de molestarla.

– ¿Qué se traen ahora entre manos? -preguntó Joe, enarcando las cejas y sonriéndome.

Sin duda intentaba que no me sintiera tan mal por el lío que había ocasionado, y trataba de convertirlo en una especie de broma de la que todos pudiéramos reírnos.

Así que Gwen tuvo que contar a todos y cada uno de los presentes mi último encuentro con la policía. Me produjo cierta vergüenza volver a ser el centro de atención. Habían tenido que mostrarme compasión al quedarme viuda, que escuchar mis peroratas sobre la inocencia de Greg y que encajar mis actividades fraudulentas. Y la protagonista siempre había sido yo; los demás habían desempeñado un papel secundario y sus preocupaciones no habían contado.

– Tendrías que habernos pedido que te acompañáramos -protestó Mary-. No quiero ni pensar en que has ido sola. Ha debido de ser horrible.

– Ya habéis hecho suficiente, todos vosotros. Además, debía enfrentarme a ello sola.

– Lo que me parece un escándalo -intervino Joe- es que consideren sospechoso ir a ver el lugar donde murió tu marido. ¿Cómo no ibas a ir? Habría sido más raro que no lo hubieras hecho.

– ¿De verdad crees que sospechan? -preguntó Gwen-. ¿De qué, por amor de Dios?

– Me da la impresión de que los saco de quicio -respondí mientras miraba a Gwen-. Como a vosotros. En cualquier caso, no me extraña.

Escuché un murmullo unánime y quedo: claro que no les sacaba de quicio, y no tenía de qué preocuparme.

– Una cosa -apuntó Gwen-, ¿no has pensado que igual deberías asesorarte? Legalmente, me refiero.

– ¿Un abogado? -Fergus acababa de entrar en la sala con un plato de galletas-. ¿Para qué?

– Bueno -explicó Gwen lenta y cautelosamente-, si le han preguntado a Ellie si fue a ver el lugar del accidente, y también si la acompañaba alguien que pudiera corroborar sus palabras… -Se volvió hacia mí-. Me resulta espantoso decirlo pero, al fin y al cabo, has sido tú la que ha insistido tanto en que la muerte de Greg no se había producido como ellos creían, que era inexplicable. Y da la impresión de que ellos piensan que…

Pero se calló, incapaz de decirlo en voz alta.

– Que yo estoy involucrada -terminé la frase por ella-. Sí. Que quería vengarme de mi marido y de su supuesta amante… Bueno, ¿me vais a preguntar si tengo coartada?

– No, claro que no -respondió Mary en un tono asombrado.

– Ya, ya sé que nunca llegaréis a ese punto -continué-. Pero tengo una, más o menos. -Intenté recordar aquel día con la mayor precisión posible. La terrible noticia había supuesto un golpe tan devastador que parecía que se había borrado todo lo sucedido con anterioridad. Pero me acordaba-. Había tenido un buen día, por raro que suene. Había estado trabajando en una silla georgiana preciosa. Tardé más de lo que esperaba, así que tuve que coger un taxi para llevarla a la empresa que me había hecho el encargo. Era un bufete de abogados que queda justo al lado de la plaza de Lincoln's Inn Fields. Sé qué hora era puesto que tenía mucha prisa por llegar antes de que cerraran. Creo que faltaban un par de minutos para que dieran las seis. Cuando dejé la silla tuve que firmar un recibo para que quedara constancia de la entrega. En él puse la fecha y la hora. Así que no pude haber estado en el este de Londres manipulando el coche de mi marido, si era eso lo que había que hacer. Ya está. Esos son todos los datos.

Se produjo otro silencio incómodo.

– Pero ¿por qué se han molestado en inspeccionar el lugar del accidente?

– Es verdad -intervino Mary-. Fue un accidente. Estuvimos en la investigación judicial.

– Quién sabe -respondí-. Mis torpezas han causado tantos problemas que la policía ya no sabe qué pensar. No me importa. Para mí el tema está cerrado. Voy a dedicarme a lo que tendría que haber hecho hace mucho: poner mi vida en orden, portarme bien y trabajar en algo útil.

Y eso hice. Al menos, empecé. Ayudé a llevar la tarta al centro de la fiesta en honor a la niña. Cogí a Ruby, que parecía borracha después de la toma, como una anciana alucinada con la mirada perdida y una burbuja de leche en el labio inferior, y la sostuve con mucho miedo de que se me cayera. Le di el meñique para que lo agarrara y le apoyé la cara en mi cuello; olía a serrín y a mostaza. Luego se la pasé a otro para que la arrullara y me marché.

El día anterior, un hombre me había dejado seis sillas de comedor en casa. Llevaban años en su cobertizo y se había olvidado de ellas. ¿Podía arreglarlas? Sí. Podía decapar la superficie utilizando lana de alambre y aguarrás. Podía cambiar los listones rotos y equilibrar las patas para que no bailaran. Podía pedir que tapizaran los asientos, y después lijar y pulir las superficies. Le había presentado un presupuesto con la cantidad necesaria para comprar un coche de segunda mano decente, y le había parecido estupendo. A mí también me había parecido estupendo. Esas sillas me iban a procurar varios días de trabajo complicado, enrevesado, sucio, ruidoso, solitario, precioso, gratificante. Me brindaban la posibilidad de ser feliz. Bueno, quizá no de ser feliz, pero sí de olvidarme de mí misma, un lugar al que huir, o eso pensaba.

* * *

Si hubiera sabido quién era, ni se me habría ocurrido coger el teléfono. Acababa de salir del cobertizo para prepararme un té y me pilló desprevenida. Levanté el auricular de forma automática, sin pensar que podría ser alguien a quien quería evitar; cuando oí su voz me quedé tan atónita que me derramé té hirviendo sobre la muñeca y se me cayó la taza, que se hizo añicos en el suelo. Me quedé mirando el aparato, pensando en colgar y encerrarme en el cobertizo, donde nadie pudiera localizarme.

– Hola.

La voz era fría y monocorde; ni tan siquiera ahora iba a mostrar sus emociones. Lo imaginé al otro lado de la línea: el cabello oscuro con algunas canas, la ropa impecable y las manos cuidadas, ese aire lánguido de regocijo algo desdeñoso y, sobre todo, esa actitud vigilante.

– David -dije al fin, intentando que mí voz sonara como la suya-. ¿Qué quieres?

– Voy a ir al grano. -Soltó una risita que no expresaba ninguna alegría-. Quiero verte.

– ¿Por qué?

– No creo que haga falta preguntarlo. Hay ciertos temas que necesito aclarar.

– No voy a contarte nada que no le haya dicho ya a la policía.

– Pues yo sí quiero decirte ciertas cosas. Y preferiría que no fuera por teléfono.

– No me apetece ir a tu casa.

– Ya me lo imagino. -Al fin percibí un torrente de rabia en su voz-. ¿Voy yo a la tuya?

– No, eso tampoco me apetece.

– Eleanor, tengo una coartada irrefutable. -Pronunció mi nombre con cierto énfasis, para recordarme que había sido una impostora-. Si crees que soy un asesino, no te preocupes por eso.

– No estoy preocupada -repuse, aunque claro que había pensado que él había asesinado a Frances, y no me había resultado difícil visualizar la escena: era un hombre frío, inteligente, despiadado, no un ser indeciso y con conciencia.

Sin embargo, el motivo de que no quisiera invitarlo a casa no era el miedo sino un rechazo instintivo y profundo a la idea de que entrara con sus mocasines lustrosos en mi mundo destartalado e impregnado de la presencia de Greg.

– Podemos vernos en mi club. Hay salas privadas.

– No. En la calle, en un lugar público.

– Muy bien. El puente de Blackfriars. En el extremo norte. Dentro de una hora.

– Está lloviendo -alegué tontamente.

– No me digas. Llevaré un paraguas.

Colgué y puse la muñeca debajo del grifo de agua fría durante varios minutos, hasta que se me quedó insensible. Pensé en quitarme la ropa de trabajo pero no lo hice. Al fin y al cabo, ya no tenía que fingir ser quien no era. Busqué un paraguas en el chiscón de debajo de la escalera pero sólo encontré uno con la varilla rota y que no se abría del todo. No me quedaría más remedio que mojarme.

* * *

Llegué empapada y helada, oliendo a pegamento y con unos pantalones de lona llenos de manchas de pintura debajo de un impermeable que chorreaba. David estaba sequísimo debajo de su paraguas negro y enorme.

Me detuve a cierta distancia de él en la acera desierta y lo saludé con una breve inclinación de cabeza. Su espléndido abrigo de pelo de camello me resultaba familiar, así como los zapatos marrones que brillaban como castañas maduras. No habría podido señalar ningún cambio concreto en su aspecto, pero había algo diferente en él que me sorprendió. Desde la última vez que nos habíamos visto parecía que la piel se le tensaba más sobre los huesos, lo que le confería una expresión contraída y más acentuada.

– No tardaremos mucho -dijo.

Esperé. Era él quien me había llamado para verme, y no iba a ser yo la primera en hablar.

– Mi mujer confiaba en ti -empezó. Yo me quedé callada. No había nada que pudiera responder a eso-. Le caías bien -prosiguió-. Por una vez, demostró muy poco criterio. Un criterio catastrófico.

– Yo no la maté.

Él se encogió de hombros.

– Eso lo tendrá que decidir la policía -declaró con indiferencia.

– ¿Y en ti también confiaba?

– ¿Lo dices por mis infidelidades? Ya sé lo que le has contado a la policía, por supuesto.

– Lo que les conté era cierto: tuviste una aventura con Milena.

También les había explicado que Frances había tenido un amante. ¿Lo sabía David? Contemplé su rostro impenetrable. ¿Acaso estaba al corriente de todo, y por eso Frances había muerto?

– No te caigo bien -continuó David-. Ya lo sé. Después de todo, si dejamos a un lado toda tu historia con Johnny, tú te crees que vives en una novela romántica en la que marido y mujer se casan, son felices y comen perdices, en la que el amor no se consume, en la que es imposible que tu maravilloso marido te engañara porque te quería mucho. ¿Qué te hace pensar que Frances no estaba al corriente de lo mío?

– ¿Lo estaba?

Volvió a encogerse de hombros con desdén.

– No tengo ni idea. Si lo sabía, habría tenido la sensatez de no remover el asunto. Porque era sensata. Nos entendíamos. Hacíamos buena pareja.

– ¿Porque aplicabais lo de «ojos que no ven, corazón que no siente»?

– Es una forma de expresarlo. También se puede decir que no nos inmiscuíamos ni interferíamos en la vida del otro con la idea de que teníamos derecho a saberlo todo de él. Nos tratábamos como adultos. Hay formas mucho peores de llevar un matrimonio.

– ¿Me estás dando a entender que ella habría comprendido lo tuyo con Milena?

– No tienes ningún derecho a preguntarme eso. Eres una desconocida que se coló en nuestra casa y empezó a meter las narices en asuntos que no le incumbían.

– ¿La querías?

Una rabia auténtica apareció en su rostro y, de pronto, salió del círculo de su paraguas y unas grandes gotas de lluvia le cayeron sobre el abrigo.

– ¿Quieres saber lo que sentía? -me espetó, con el rostro a pocos centímetros del mío-. ¿Sigues queriendo descubrir cosas? Frances era una buena mujer y Milena era una zorra. Una zorra despiadada e implacable. Las zorras siempre ganan. Ella jugaba con la gente. Jugó conmigo, me sedujo, me enganchó a ella, me atrajo, y cuando se cansó me dejó tirado. Nunca me quiso. Yo sólo le interesaba porque podía utilizarme para devolvérsela a Frances. Sí, sí. Sé que había otro hombre en la vida de Frances. Después de dejarme, Milena me dijo que yo le había servido para vengarse de mi mujer, porque ella le había quitado a un hombre.

Mientras lo miraba, él pareció venirse abajo. Le temblaron los labios y, durante un instante, creí que iba a echarse a llorar o a pegarme.

– Si te interesa saber quién era él, no lo sé. No lo pregunté. No quise enterarme. Yo no soy como tú. Algunas cosas es mejor que no salgan a la luz. Así es como debe ser: si lo supiéramos todo nos volveríamos locos. Así que no te puedo decir si tu maravilloso marido tuvo algo que ver en todo esto. Ya nadie te lo puede aclarar. Han muerto todas.

Apretó la boca y volvió a refugiarse debajo del paraguas. Nos quedamos mirándonos.

– Me caía muy bien -declaré-. Me sentí muy culpable al engañarla.

– A ella, a mí, a Johnny, a todos.

Volví andando a casa bajo la lluvia, sin apenas fijarme en las luces navideñas ni en las tiendas engalanadas que exhalaban calor por las puertas abiertas, ni en la banda de música que tocaba villancicos en Camden High Street y recaudaba dinero para los ciegos. Los coches y las furgonetas pasaban a mi lado con gran estruendo y me rociaron con el agua de los charcos. David debía de haber quedado conmigo para sondearme, para hostigarme, para jugar conmigo, para asustarme. ¿Se había tratado únicamente de una venganza sádica o de algo más?

* * *

Me senté en el salón y contemplé la chimenea vacía. A Greg le encantaba encender el fuego. Se le daba muy bien, era muy metódico. Nunca utilizaba pastillas, decía que eso era hacer trampas; empezaba con papeles enroscados y después recurría a pequeños trozos de madera. Recordé cómo se arrodillaba y soplaba sobre las ascuas, cómo las obligaba a que se convirtieran en llamas. Yo no había encendido la chimenea desde su muerte y en ese momento pensé en hacerlo, pero me pareció demasiado esfuerzo.

De pronto se me ocurrió una idea tan banal como insidiosa. Intenté apartarla de mi cabeza, puesto que ya había abandonado mis desastrosos intentos de convertirme en detective aficionada, pero no lo conseguí: ¿por qué Greg no había apuntado su reunión con la señora Sutton, la anciana a la que había conocido el día del funeral? Estaba segura de que ella me había dicho que tenía una cita concertada con él para el día después de su muerte, pero no la había visto en su agenda.

Me dije que aquello no tenía importancia, que no significaba nada. Me preparé un té y me lo bebí lentamente, sorbo a sorbo, y después llamé a su oficina.

– ¿Puedo hablar con Joe?

– Me temo que el señor Foreman no está.

– ¿Y Tania?

– Se la paso.

Al cabo de unos segundos escuché su voz.

– ¿Tania? Soy yo, Ellie.

– Ah, Ellie. ¿Cómo estás?

– Bien. Oye, ¿me puedes hacer un favor?

– Claro.

– Necesito el teléfono de una de las dientas de Greg.

– Oh -dijo en tono de duda.

– La conocí en el funeral. Creo que era una tal señora Sutton, no sé cuál era su nombre de pila. Me habló de Greg con mucho cariño y quería preguntarle una cosa.

– Vale. -Se produjo un silencio y luego volvió a oírse su voz-: Su nombre es Marjorie Sutton y vive en Hertfordshire. ¿Tienes algo para apuntar?

* * *

– ¿Dígame?

La voz era seca y clara.

– ¿Puedo hablar con Marjorie Sutton?

– Soy yo. ¿Quién es usted?

– Soy Ellie Falkner, la viuda de Greg Manning.

– Ah, sí. ¿En qué puedo ayudarla?

– Sé que esto puede parecer un poco extraño, pero estoy intentando atar cabos sueltos y quería preguntarle una cosa.

– Diga.

– Usted me dijo que lo vería el día después de su muerte.

– Así es.

– ¿Está segura? Porque en su agenda no aparece ninguna reunión.

– La concertó el día antes. Debió de ser justo antes del accidente. Insistió mucho en venir a verme.

– ¿Sabe cuál era el motivo?

– No, me temo que no. ¿Hay algún problema?

– No -respondí-. Muchas gracias.

Colgué y volví a sentarme en la butaca delante de la chimenea vacía.

Capítulo 29

En cierta ocasión vi un documental en el que aparecía una cría de foca dentro de una pequeña cavidad en la capa de hielo del Ártico. Por encima, en el mundo exterior, la temperatura era de cincuenta grados bajo cero, pero en esa cavidad se estaba caliente, al menos para una cría de foca. También debía de sentirse a salvo. Pero no era así. A kilómetros de distancia, una osa que buscaba desesperadamente alimento para su cachorro había detectado el olor de la cría de foca subterránea y cavaba en la nieve y en el hielo para llegar a ella.

Más o menos así me sentí cuando el inspector jefe Stuart Ramsay vino a verme al cobertizo donde trabajaba. Aquello estaba mal. Precisamente iba a aquel lugar para simular que las personas como él no existían.

– Estaba trabajando -le dije.

– No pasa nada -repuso-. Por mí, continúe.

– Vale.

Seguí lijando mientras él deambulaba por allí, iba cogiendo herramientas y, de tanto en tanto, me miraba con un gesto de perplejidad, como si yo estuviera haciendo algo extremadamente exótico.

– ¿En qué trabaja?

– Es un arcón que Greg y yo encontramos en un contenedor hace meses. Le dije que lo iba a restaurar para que lo pusieran en la oficina. Es muy bonito: mire las tallas de la tapa. Después de su muerte pensé que no merecía la pena, pero ahora he decidido que lo voy a hacer, después de todo. A Joe le gustará.

Ramsay cogió un bote de plástico y olió el contenido. Torció el gesto.

– ¿Esto qué es? -inquirió.

– Es cola -respondí-. Una de esas cosas que los adolescentes esnifan y por las que terminan en el hospital. Dejó el bote.

– Mi abuela detestaba los muebles antiguos. Decía que no le gustaba nada sentarse en la misma silla que había usado un muerto.

– Es una forma de verlo.

– Cuando la gente se casaba, se suponía que tenían que comprar bonitos muebles nuevos. Esa era la tradición de la época. -Se arrodilló delante de una de las sillas que yo había desmontado-. En aquel tiempo algo como esto habría acabado en una hoguera.

– Supongo que no habrá venido para hacerme un encargo -le solté-, así que dígame qué hace aquí.

– Estoy de su parte, señora Falkner. Puede que no lo crea, pero así es.

– No era ésa la impresión que tenía.

– Es que no lo ha puesto fácil para que alguien se ponga de su parte.

– Usted es policía -objeté-. Su función no es ponerse del lado de nadie. Su función es investigar y descubrir la verdad.

Él miró con desconfianza mi mesa de trabajo y después se apoyó en ella, medio sentado.

– En realidad no he venido aquí -dijo. Se miró el reloj-. He acabado de trabajar hace media hora. Estoy volviendo a casa.

– ¿Quiere un té? ¿Una copa?

– Mi mujer ya me espera en casa con una copa. Seguramente un vino blanco frío.

– Qué bien -observé-. Entonces, si no está de servicio…

– Sólo quería avisarla de que las cosas pueden complicarse un poco.

– ¿Por qué quiere avisarme? ¿Y por qué se van a complicar?

– Para mí es evidente que todo es una estupidez. Usted… bueno, cuesta incluso decirlo, pero lo voy a hacer en cualquier caso. Es más que evidente que usted no está implicada en la muerte de su marido, ¿verdad?

Yo había seguido utilizando intermitentemente la lija, pero en ese momento la dejé y me incorporé.

– ¿Espera que le diga que no?

– Usted ha ido por ahí actuando como si fuera sospechosa pero, pese a todo, no tiene sentido.

– No tiene sentido porque no es verdad.

– Nosotros no nos basamos en la verdad. Nos basamos en las pruebas. Aun así… La muerte de su marido se consideró un accidente. Fue usted quien empezó a proclamar a los cuatro vientos que no lo había sido. He intentado convencerme de que esa afirmación era una forma de despistar, de contar la verdad para que pareciera mentira, pero no lo creo. Además, no sólo afirmó que no sabía nada de la infidelidad de su marido, sino que se puso como una… Bueno, no paró de dar la lata con que todo era un error, que no eran amantes. Incluso cuando halló pruebas de lo contrario.

– Pero esas pruebas no son válidas.

– Las pruebas siempre plantean dudas.

– Aquí no hay dudas -repuse-. Imposible.

Él empezó a mecerse encima de la mesa.

– ¿De verdad no sabía nada de esa relación? -preguntó-. Antes de la muerte, me refiero.

– No creo que mantuviera ninguna relación.

– ¿Se pelearon el día en que murió?

– No.

Se levantó, cruzó la estancia y miró por la ventana.

– ¿Hace falta un permiso de obras para construir un cobertizo como éste?

– No.

– Ah, interesante.

– ¿Tiene eso alguna relevancia?

– He estado pensando en comprarme uno. Para poder escaparme de casa. Volviendo a lo que hablábamos, se habrá percatado de que le estoy haciendo estas preguntas de manera informal, de que esto no es una declaración oficial. Si no, habría parecido que intentaba tenderle una trampa.

– ¿Por qué?

– He estado hablando con varias personas. -Se sacó una libreta del bolsillo y echó un vistazo a varias páginas-. Incluyendo a gente de la oficina de su marido. El señor Kelly, por ejemplo, que ese día estaba en el despacho, llevando a cabo una actualización de software. Me contó que a primera hora de la tarde del día de la muerte, oyó que su esposo discutía por teléfono con alguien que el señor Kelly dedujo que era usted. Quizá no lo fuera.

– ¿Fergus ha dicho eso?

– Sí.

– Tiene razón. Era yo.

– Me acaba de decir que no habían discutido.

– No fue una discusión importante.

– ¿Y a qué se debió?

– A una tontería. -Ramsay no dijo nada. Quería que yo siguiera hablando-. Iba a llegar tarde a casa.

– ¿Discutieron por eso?

– Todas nuestras discusiones eran por bobadas. ¡Pero si todavía tengo el mensaje de texto que me mandó después!

Cogí el móvil y busqué uno de los mensajes que había sido incapaz de borrar. Se lo tendí. El sacó con ciertas dificultades del bolsillo de la chaqueta unas gafas para ver de cerca y se las puso.

– «Perdón perdón perdón perdón perdón. Soy un idiota.» Cuántas disculpas. ¿Le importa que me lo lleve?

– Es mi móvil. Lo necesito.

– Se lo devolveremos. Mientras tanto, existen los teléfonos de prepago.

– ¿Para qué lo quiere?

Se metió el aparato en el bolsillo.

– Un cínico aduciría que su marido no explica por qué se disculpa. Podría disculparse por haber sido infiel.

– No lo fue.

– Seguramente no.

– El vino se le estará calentando.

– Yo no soy un cínico -aseguró-. Estoy de su parte. Ya sé que se ha empeñado en parecer culpable, pero no lo ha hecho lo suficientemente bien. El accidente de su marido y de Milena Livingstone… eso no podría haberlo hecho usted sola.

– Sola… ¿por qué?

– No, por nada. Además, ¿con quién iba a hacerlo? También he hablado con el marido de ella. El viudo. La palabra «viudo» no se suele emplear mucho, ¿verdad? Nunca he sabido muy bien por qué. No me pareció una persona capaz de planear un asesinato, sino más bien un hombre tolerante. Ya me entiende.

– Si me está preguntando si yo tampoco creo que él matara a su mujer, así es.

– Ni a su marido.

– Tampoco.

– Pero también está Frances Shaw.

– ¡Yo no maté a Frances!

– Sólo estoy haciendo de abogado del diablo, elaborando la teoría que podría presentar una persona hostil. El hecho de que usted trabajara en la empresa dirigida por la amante de su esposo podría considerarse una coincidencia desafortunada.

– No se trataba de una coincidencia -objeté-. Y ella no era su amante. Yo trabajaba allí para demostrarlo. O para descubrir la verdad.

– La verdad es que resultaría casi imposible…

– ¿El qué?

– Matar a dos personas y que pareciera un accidente.

– Creí que se refería a Frances Shaw.

– Ya llegaremos a Frances. Estaba pensando en el coche. ¿Cómo podría haberlo preparado? ¿Manipulando los frenos, como en las películas?

– ¿Cómo se manipulan los frenos? -pregunté-. En cualquier caso, eso no serviría de nada en Londres. No se puede matar a dos personas que circulan a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora. Al menos, no es un método muy fiable.

– Sí, eso tiene sentido -confirmó Ramsay-. ¿Cómo podría lograrse?

Rompí la promesa que había hecho y me obligué a pensar de nuevo en aquel acontecimiento, como tantas veces había hecho.

– Tendrían que haber estado muertos antes -deduje-. Y después llevarlos en coche a un lugar tranquilo…

– Como Portón Way -apuntó Ramsay.

– Es un sitio perfecto. Allí se puede precipitar el coche por el terraplén, prenderle fuego y marcharse.

– Y asegurarse de que no se dejan huellas. Y que no se le cae a uno nada.

– ¿Cree que me habría dejado la bufanda si hubiera cometido el asesinato?

– Se sorprendería de las cosas que la gente se deja en las escenas del crimen. Dientes postizos. Piernas de madera. Seguro que no hará falta, señora Falkner, pero si se ve obligada a defenderse, yo no insistiría en que el hecho de que usted se dejara pruebas en el lugar de los hechos demuestre que no estuvo allí.

– Pero sí que estuve. Fui después.

– Claro que el caso de Frances Shaw es muy distinto. Se encontraron huellas de su presencia por toda la escena del crimen, incluso en el cadáver.

– Yo trabajaba ahí -argumenté-, y saqué el cadáver de donde se hallaba. Quería cerciorarme de que estaba muerta.

– Para eso están los servicios de emergencia -observó Ramsay-, Para reanimar a las personas que nos pueden parecer totalmente muertos a los civiles como usted y como yo.

– Lo estaba.

– Creo que esa cuestión ya se ha discutido. Lo que estoy diciendo es que no cabe duda de que usted estuvo ahí, aunque abandonara el lugar. Pero mientras que usted sí tenía motivos evidentes para matar a su marido y a la amante de éste, aunque no pudo haber cometido el asesinato, no tenía motivo alguno para matar a Frances Shaw, ¿verdad?

Se produjo un silencio; yo no sabía qué decir. Me pregunté si él disponía de alguna información, si esperaba pillarme otra vez. Si había pruebas que me inculpaban -todavía más-, lo mejor era que las ofreciera yo. Y ése era el momento de darlas. Durante un instante pensé: «¿Por qué no?». Tenía la sensación de que me estaban acorralando, de que todo iba a salir mal. Podía rendirme. ¿Qué pasaba si me culpaban a mí, si me juzgaban y me encarcelaban? ¿Importaba algo? Pero no fui capaz. No se me ocurrieron las palabras con que expresarlo.

– Nos llevábamos bien -dije-. Ella me consideraba su amiga y me sentía culpable por engañarla. Quise contárselo todo, pero…

– Entonces, ¿mantiene la versión de que no sabía nada de la amante de su marido, y que no tenía ningún problema con Frances Shaw?

– Yo no he dicho que no existiera ningún problema.

– Ninguno que pudiera llevar a un acto violento, me refiero.

– Por supuesto que no.

– Pero sí acusa al marido de Frances de haber mantenido una relación con la amante de su esposo.

– Sé que tuvo una relación con ella; y Milena no era la amante de Greg. Y Frances también tuvo una aventura, no lo olvide.

– Ya. -Se frotó un lado de la nariz-. Se da cuenta por qué andamos tan perdidos, ¿verdad? El problema es que nos vemos obligados a demostrar lo que no ha sucedido: que una persona no sabía algo, que tampoco tenía un motivo. No soy lo bastante inteligente para eso. Un cuchillo con sangre y huellas dactilares. Mejor si ha quedado registrado en un circuito cerrado de televisión. Así es como me gustan a mí las cosas. -Miró en derredor-. ¿Fabrica también muebles nuevos?

– Alguna vez, para entretenerme. Son más caros que los muebles antiguos.

Pareció decepcionado.

– Con mi sueldo no me puedo permitir ni unos ni otros. Continuaré yendo a Ikea. -Se calló y pareció recordar algo-. No va á seguir con sus jueguecitos, ¿verdad?

– ¿Qué juegos?

– Suplantar la identidad de otro.

– No.

– Con que lo haya hecho una vez nos basta.

– Tengo una coartada.

– Ah, es verdad. Por lo visto tendremos que investigarla.

Le hablé de la entrega que había realizado el día de la muerte de Greg. Incluso entré en casa, encontré el nombre del bufete de abogados y le escribí la dirección y el teléfono.

– Puede verificarlo usted mismo.

– Eso haré -repuso.

Capítulo 30

La visita del inspector jefe Ramsay, el lunes por la mañana, no se pareció en absoluto a la anterior. Incluso su forma de pulsar el timbre fue distinta, más insistente e inflexible. Lo acompañaba un colega más joven, incómodo en su uniforme nuevo y reluciente, como si Ramsay necesitara a alguien que lo protegiera de cualquier atisbo de flirteo, de informalidad, de trato de favor. No hubo ninguna campechana propuesta de observarme mientras trabajaba. Insistió en pasar al salón, donde me sentí fuera de lugar con la ropa de trabajo polvorienta y maloliente. Lo peor de todo fue su gesto impenetrable, con la mirada casi vidriosa, como si no nos conociéramos, como si me estuviera juzgando por la primera impresión y ésta no fuera favorable. Cuando les ofrecí un té empezó a hablar como si no me hubiera oído.

– He pensado que le interesaría saber una cosa. Mandamos un agente a Pike and Woodhead para que comprobara su coartada. Desgraciadamente, no tenían el resguardo.

Se calló y me miró con una expresión pétrea e insondable, como si esperara que me justificara.

– Lamento que haya perdido el tiempo -me disculpé-. Recuerdo que lo firmé, pero han debido de tirarlo.

– No, no lo tiraron -prosiguió Ramsay-. Pero una persona se nos adelantó, lo pidió y se lo llevó.

– ¿Quién?

– Usted.

Se me nubló la vista momentáneamente y vi unas motitas doradas, como sucede cuando uno mira al sol sin querer. Me vi obligada a sentarme. Me quedé sin habla. Tuve que realizar un esfuerzo ímprobo para decir.

– ¿Por qué afirma usted que fui yo?

– ¿Me lo pregunta en serio? -inquirió Ramsay. Se sacó la libreta-. Nuestro agente ha hablado con un gerente de la oficina. Un tal Hatch. Éste consultó el archivo y vio que el papel no estaba, pero apareció una nota en la que se decía que se lo había llevado la señora Falkner. Usted.

Durante un vertiginoso instante consideré la posibilidad de que realmente me hubiera presentado en la oficina, de que hubiera pedido el documento y de que después hubiera borrado el recuerdo. Quizá la locura consistía en eso. A lo mejor eso lo explicaba todo. Una parte de mi mente había descubierto la infidelidad de Greg, había sido responsable de otras cosas terribles y las había ocultado detrás de una pared mental. ¿Acaso no había oído hablar de ello? ¿De personas que sufrían traumas mentales y que los enterraban para no tener que enfrentarse a las consecuencias? ¿De personas que habían cometido crímenes, que los habían olvidado y que se creían realmente inocentes? Casi habría sido un alivio reconocer esa posibilidad, pero me negué.

– ¿Dónde está? -añadió Ramsay.

– No lo tengo -respondí-. No fui yo.

– No insista -me dijo él. Levantó la mano: las yemas de su índice y de su pulgar casi se tocaban, como si sostuviera una cerilla invisible-. Me falta esto, esto, para detenerla ahora mismo. Señora Falkner, creo que no se hace cargo del lío en el que está metida. Entorpecer las labores judiciales no es como cruzar la calle cuando sale el hombrecito rojo. A los jueces no les hace ni pizca de gracia. Lo consideran una especie de traición y dictan penas de cárcel sorprendentemente largas. ¿Lo entiende?

– No fui yo -insistí.

– Claro que fue usted.

– Se mire como se mire, es algo descabellado -aduje-. Si fui yo, ¿para qué iba a hablarle de ese bufete, a darle la dirección y después a llevarme una prueba antes de que llegaran ustedes?

– Porque en ella no aparecía lo que usted había declarado.

Me callé durante unos segundos, sumida en una gran confusión.

– Pero destruir una prueba no sirve de nada. Sólo empeora el asunto. ¿Por qué haría yo una cosa así? ¿Y encima dando mi nombre?

Ramsay soltó un bufido que casi sonó como una risa, pero adoptó un gesto serio y habló con lentitud y parsimonia.

– Si un jurado supiese todo lo que usted se ha traído entre manos, no creo que les resultase complicado aceptar otro acto de locura.

Nos dijimos unas cuantas cosas más antes de que los dos se marcharan, ninguna de ellas muy agradable. Ramsay me previno de que al cabo de poco tiempo tendría que prestar una declaración cautelar, lo que implicaba que existía la posibilidad de que se formulase de forma inminente una acusación criminal, y que debía acudir con un abogado. Añadió entre dientes que también me someterían a un examen psicológico y que ésa era mi mayor esperanza. Cuando estaban a punto de marcharse me miró con una mezcla de estupefacción y pena.

– Usted me inspiraba lástima -afirmó-, pero no me lo ha puesto nada fácil. No entiendo qué se trae entre manos. Pero andamos detrás de usted. No se cachondee de nosotros.

En cuanto se marcharon, en cuanto el coche se alejó, me cambié y me puse ropa más profesional. Media hora después ya estaba en la oficina de Pike and Woodhead, cuya entrada se encontraba en una callecita, casi un callejón, perpendicular a la plaza de Lincoln's Inn Fields. Detrás de la recepción, nada más franquear la puerta, vi a una mujer de mediana edad. Le pregunté si estaba el señor Hatch.

– ¿Darren? Sí, por ahí anda.

Le pregunté si podía verlo y al cabo de unos minutos apareció él, no tal y como esperaba, con un traje de raya diplomática, sino con vaqueros y una camiseta Fred Perry. Al entregar la silla no le había visto. La había dejado en recepción, había firmado un papel, me había llevado una copia y me había marchado.

– ¿Usted se ocupa de las entregas? -le pregunté.

– ¿Nos ha traído algo?

– Hoy no. Me llamo Eleanor Falkner. Traje una silla hace varias semanas.

Él adoptó un gesto de recelo.

– Esta mañana ha venido un policía para hablar de ese tema.

– Quiero hacer unas comprobaciones.

– ¿Para qué?

– Al realizarla firmé un resguardo. Ellos dicen que después vine a llevármelo. Pero no es así.

El señor Hatch se acercó a un archivador que había junto a la pared y abrió el cajón superior. Sacó una carpeta y la hojeó.

– Aquí tenemos un justificante de todo lo que se ha recogido o entregado. Ya lo tengo. Sólo es una nota que dice: «Resguardo entregado a la señora Falkner».

– ¿Cuándo?

– Parece que ayer.

– Pues no lo entiendo. ¿Quién lo apuntó?

Él lo estudió más de cerca.

– Parece mi letra.

– Entonces, ¿he sido yo la que se ha llevado el justificante?

– Eso pone aquí.

– ¿Y usted no se acuerda de la mujer que se lo llevó?

– Yo me ocupo de organizar las entregas. Veinte, treinta, cuarenta al día. Por eso necesito estos papeles.

– ¿Y por qué dejó que alguien se llevara sin más uno de esos resguardos?

– Porque no era importante. Los justificantes de los documentos sí los guardamos, en el piso de arriba. Aquí está todo lo relacionado con el material de oficina: bolígrafos, tinta para impresora, cosas así. Cada dos meses los tiramos.

– Entonces, ¿cualquiera podría haber entrado, haber pedido el resguardo, y se lo habrían dado?

Volvió a contemplar la carpeta.

– Aquí dice que fue la señora Falkner.

– Sí, pero…

Me callé. Me di cuenta de lo inútil que resultaría seguir insistiendo.

* * *

Ocho horas después, más o menos, estaba borracha. Por la tarde llamé a Gwen y Mary, les dejé sendos mensajes y supuse que estaban ocupadas, de viaje o comprensiblemente hartas de que les contara mis penas. O de que otros se las contaran. Incluso de recordar mi existencia. Pero esa misma tarde Gwen me llamó y me dijo que iban a sacarme de marcha. Un sexto sentido me avisó de forma infalible de que habían estado hablando de mí, de que me habían organizado un plan sin que yo me enterase. Les respondí que eran muy amables pero que era lunes por la noche y que tenían que vivir sus vidas. Gwen replicó que no me andará con bobadas. Que me pusiera un vestido y que me recogerían a las ocho.

Me llevaron a un nuevo bar español de Camden Town en el que tomamos unas tapas con copitas de jerez seco, luego pedimos más tapas y más jerez, y después iniciamos un animado debate sobre nuestras bebidas favoritas. No sé quién mencionó el dry martini y Mary afirmó que había que servirlo con un trocito de cascara de limón y Gwen aseguró que tenía que ser una aceituna. Así que nos bebimos uno con el limón y a continuación otro con la aceituna. Me concedieron el voto de desempate para decidir cuál era el ganador: elegí el de limón y tuvimos que pedir otra ronda para celebrarlo.

Fue en ese momento, mientras daba un sorbito a mi tercer dry martini, cuando Gwen me preguntó cómo estaba. Pese al aturdimiento del alcohol me di cuenta de que ése era el propósito de toda la velada. Los mensajes que les había dejado en el móvil debían de haberles sonado terriblemente afligidos, y habían decidido que tenían que hacer algo.

– Estoy bien -respondí.

– Oye -dijo Mary-, a nosotras nos lo puedes contar. Reflexioné durante un instante y vi las cosas -o quizá fue la ginebra quien lo vio por mí- bajo una nueva luz.

– De verdad -insistí-. Bueno, más o menos. Antes me encontraba mal, pero algo ha cambiado. Lo noto a mi alrededor. Sé que os estáis cansando de la viuda Falkner y de sus interminables relatos de congoja, así que os voy a dar la versión reducida.

Bien, algo reducida. Les conté lo que me había pasado durante los días anteriores con toda la concisión de que fui capaz. Cuando terminé, ellas se miraron con un gesto de alarma y confusión. Apuré la copa.

– Bueno, ¿qué sentido tendría dar a la policía una coartada que yo sabía que era falsa y después eliminar la prueba antes de que pudieran verificarla? ¿Para qué iba a hacer una cosa así? ¿Qué explicación se os ocurre?

Se produjo un silencio.

– Ha debido de producirse algún tipo de confusión -aseguró Gwen.

Empezaba a tener que concentrarme para hablar, y más aún para pensar.

– Intento encontrar una explicación lógica -proseguí-, pero todas las que se me ocurren son absurdas. Por ejemplo, he pensado que a lo mejor una de vosotras se presentó allí para comprobar que la coartada era sólida, le pareció que no y se llevó el recibo para protegerme. Pero vosotras no habéis sido, ¿verdad?

– Claro que no -respondió Mary.

– Deberíamos haber pedido margaritas -observó Gwen-. El Martini es demasiado peligroso.

– Aquí no hay margaritas -repuse-. Los margaritas son mexicanos. Se habrían ofendido.

– Pero el Martini es todavía más extranjero -apostilló Mary.

Salimos del bar cuando ya cerraban y sentí que el aire frío me aclaraba las ideas. Abracé a mis amigas y les di las gracias.

– No crees que la policía vaya a detenerte, ¿verdad? -me preguntó Gwen-. No lo pueden haber dicho en serio.

Me arrebujé en el abrigo para protegerme del frío que soplaba por Camelen High Street. De pronto lo vi todo con claridad.

– No lo sé. Las piezas no parecen encajar del todo. Si yo apareciera muerta de repente y diera la impresión de que me he suicidado, se conformarían con eso. Una viuda rota por el dolor, una asesina culpable que se siente acorralada y que no ha sido capaz de soportar la tensión. Podrían cerrar tres casos al mismo tiempo. Aunque las piezas no encajaran a la perfección, aunque no se explicara todo, bueno, la vida es complicada, ¿no? La policía se conformaría.

– Ellie -me espetó Gwen, horrorizada-, no hables así.

Vi un taxi y alcé el brazo para llamarlo.

– Pero si me pasa algo -insistí- no olvidéis lo que os he dicho, ¿vale?

* * *

Me fui a la cama agotada, pero con los nervios de punta y la cabeza acelerada; sabía que me iba a resultar imposible dormir. Probé todos los trucos que conocía para no pensar que estaba intentando conciliar el sueño, justo para conciliarlo. Me relajé, me concentré, ensayé una respiración regular supuestamente similar a la del sueño, con los ojos cerrados. Los abrí, contemplé la oscuridad y me dije: «Esto es lo que ven los ciegos». Intenté pensar en algo aburrido, intenté pensar en algo interesante. Empecé a preguntarme cómo había sido capaz de dormir en el pasado. ¿Cómo consigues llevar a cabo una acción que no es una acción, sino un dejarse ir? Me empezó a obsesionar la idea de que uno no puede ver cómo se queda dormido, del mismo modo, supuse, que no puedes vivir el momento de tu muerte. Se me ocurrió que debe de haber un estado de sueño previo al sueño en sí, como la anestesia antes de una operación, que impide que te veas quedarte dormido. Pero de ese estado tampoco eres consciente, luego debe de haber otro antes, y otro antes de ése, de modo que dormir resulta imposible.

Como método desquiciado para intentar agotarme y obligarme a sumirme en la inconsciencia emprendí un viaje mental, como si pensar en algo resultara tan cansado como hacerlo en la realidad. Salí de casa, doblé a la izquierda, después otra vez a la izquierda y atravesé el canal; pasé por el mercado de Camden Lock, crucé el parque de Primrose Hill y salí a Regent's Park; bajé por Euston Road y volví a internarme en Somers Town, luego en Camden Town, y volví a casa. Era como un sueño febril, con la diferencia de que estaba despierta y de que yo lo controlaba.

Al principio intenté imaginar un paseo sin más por la ciudad, pero empecé a tener la sensación de que me seguían, aunque no veía quién tenía detrás; no sabía si me acechaba una sola persona o varias, ni siquiera si era una persona o una cosa. Pero sentía que allí había alguien que me era hostil. Repentina, sobrecogedoramente, caí en la cuenta de que nadie me perseguía en ese viaje imaginario. Era yo la que buscaba algo, lo seguía, y me di cuenta de que eras tú. No sólo te buscaba, sino que además empecé a hablar contigo, sin estar segura de que tuviera sentido hablar contigo, de que existieras fuera de mi mente y de la mente de las personas que te conocían. ¿Quedaba algún rastro de ti en la oscuridad más sombría que las tinieblas en que me hallaba? Si no creía que estabas en algún sitio -y no lo creía, no en serio-, era absurdo quedarme ahí, en la negrura, hablando contigo: volviste a convertirte en «él», en Greg, una cosa, algo que había desaparecido para siempre.

Súbitamente, la tentación de rendirme no sólo al sueño sino también a la muerte apareció de forma irresistible: abandonar los ruidos desagradables y las luces brillantes, los golpes, los dolores y los sufrimientos de la vida y entrar en la ausencia, en la nada, unirme a ti, estar contigo, o al menos compartir la nada contigo. Durante un rato, mientras permanecía allí tumbada y escuchaba los ruidos del exterior, mientras contemplaba los haces de luz de los coches que cruzaban el techo, sentí que si me asesinaban me harían un favor.

Me quedé en la cama tranquila e imperturbablemente despierta; debí de pasar horas esperando a que los bordes de las cortinas se iluminaran, y me di cuenta de que el anterior había sido el día más corto del año y que la luz del día aún tardaría bastante en aparecer. Busqué a tientas el reloj en la mesilla de noche y tiré una lámpara. Habían dado las cinco hacía muy poco. Me levanté, me puse unos vaqueros, una camisa, un jersey, otro jersey más grueso por encima, unas botas cómodas, un abrigo voluminoso, como de pescador, y un gorro de lana. Salí de casa y eché a andar, no en la dirección que había seguido en el sueño sino hacia el norte.

¿Recuerdas aquella ocasión en que paseamos por el parque de Hampstead Heath en verano, de noche? Hacía tanto calor que sólo llevábamos una camiseta y no llegó a oscurecer del todo. Desde la cima de Kite Hill contemplamos el resplandor del cielo en el extremo oriental de Londres, los edificios de oficinas de la City y el desperdicio de la iluminación del distrito de Canary Wharf después de medianoche. Vimos sombras y siluetas a nuestro alrededor, pero no nos sentimos amenazados por ellas. Paseaban al igual que nosotros, e incluso algunas personas dormían al raso, por elección o por necesidad.

Al pasar por Kentish Town Road vi a algunos peatones, juerguistas que apuraban la noche o madrugadores que se dirigían al trabajo. Había taxis y furgonetas de reparto y coches, porque el tráfico nunca cesa, apenas se aligera un poco. En cuanto entré en Hampstead Heath sentí la misma seguridad que nos embargó aquel verano. Estaba demasiado oscuro y hacía demasiado frío incluso para los delincuentes y los locos, excepto los locos como yo que sólo buscaban uno de los pocos lugares de Londres en los que se podía huir. Subí la colina para divisar las luces londinenses, lejanas y abstractas y titilantes, como si sobrevolara la ciudad. Ascendí y torcí a la derecha; me interné aún más en el parque por senderos que sólo iluminaba la luna, guiándome por el recuerdo de excursiones que ya había hecho muchas veces. Sentí en las mejillas el aire del amanecer, intenso y agradable.

Al fin me vi rodeada por las tenues formas de los robles pelados. Me detuve y agucé el oído. Ni siquiera se percibía el murmullo de los coches que se escucha por toda la ciudad. Me hallaba en el centro de Londres, pero también en un bosque ancestral tan antiguo como Inglaterra. Miré las ramas. ¿Resultaban algo más nítidas porque el negro del cielo iba dando paso al gris? ¿Se aproximaba el alba? A veces, en mañanas de invierno como ésa, no era fácil distinguirlo.

Empecé a hablar contigo, no porque pensara que estuvieras allí de un modo u otro, ni en el viento que mecía las ramas, sino porque era un lugar en el que habíamos estado juntos y que se había convertido en parte de nosotros. Te conté la historia de mi vida desde tu desaparición. Te hablé de mi extraño comportamiento, de mi locura, de los recelos iniciales hacia ti y después de la confianza en ti. Lo difícil que había sido, el esfuerzo que había supuesto, las ganas que había tenido de rendirme.

Una corriente de aire repentina estremeció las ramas y me pregunté cómo habrías reaccionado de haber estado ahí, si me habrías tomado el pelo o te habrías enfadado o me habrías animado, o si me habrías abrazado sin decir nada. También te hablé de los extraños sucesos que habían ocurrido, de la prueba que se había esfumado. Sé lo que habrías comentado al respecto. Siempre querías saber cómo funcionaban las cosas. Si no lo sabías, lo averiguabas. Incluso en aquella ocasión en que estuvimos en la feria de Hampstead, cuando entablaste una conversación con un siniestro hombre tatuado que operaba uno de los tiovivos para que te enseñara los controles y la maquinaria de debajo. Y mientras te lo contaba me di cuenta de que sabía todo lo que debía saber, aunque me hubiera muerto en aquel instante. Nada importaba ya si yo sabía eso, si podía contártelo.

Miré las ramas. Sí, se distinguían con mayor nitidez recortadas contra aquel cielo grisáceo.

Capítulo 31

Me encontraba en el sofá del salón de Fergus. Jemma había salido de casa por primera vez desde el nacimiento de Ruby para tomar un café con una amiga en la misma calle, a cien metros de distancia, pero me dejó instrucciones suficientes para una semana. Yo traje cruasanes y zumo de naranja recién exprimido para Fergus. Había peleles de bebé en todos los radiadores, tarjetas de felicitación y flores en todas las superficies y un cochecito en una esquina. A mis pies estaba el moisés de Ruby, con un sedoso nidito de mantas de ganchillo, pero yo había cogido a la niña en brazos con la cabecita apoyada en el codo y su pequeño cuerpo muy pegado a mí. Tenía los ojos cerrados y los labios se le hinchaban un poco cada vez que respiraba. Sentí la necesidad de contemplar su arrugado rostro de anciana, de oler su aliento de almizcle, de notar que su mano me agarraba con firmeza el dedo corazón, como si supiera que podía confiar en mí.

Fergus y yo estuvimos charlando sobre las noches sin dormir, las uñas minúsculas, el color de los ojos, las manchas de nacimiento, la forma de su nariz respingona y de sus orejas.

– ¿A quién se parece? -me preguntó él.

– A ti no -respondí, observando sus rasgos-. Pero tiene la nariz y la boca de Jemma.

– Todo el mundo lo dice.

– A lo mejor el mentón es tuyo -observé dubitativa, porque daba la impresión de que él quería que hallara un parecido.

– No. El mentón es el del padre de Jemma -repuso él. Le sonreí: el bueno de Fergus, el mejor amigo de Greg, el padre de mi ahijada.

– Esto era lo que necesitaba -afirmé.

– ¿Estás bien, Ellie? Pareces… no sé, muy pensativa. Un poco apagada.

– No es mi intención. Estoy bien. Cansada. No he dormido mucho. La verdad es que he venido para deciros que creo que voy a marcharme una temporada. He estado un poco desquiciada, ¿verdad? Ya me encuentro más tranquila.

– ¿Sí?

– Eso creo. Son las fases del duelo.

– Si puedo hacer algo…

– Ya lo has hecho.

– Qué época tan espantosa has pasado. Le volví a sonreír y miré al bebé que sostenía en brazos. -Ha aparecido una luz en medio de la oscuridad. Una nueva vida entre tanta muerte.

* * *

No tardaría en oscurecer de nuevo. Tanta oscuridad y tan poca luz. Me dirigí a casa de Gwen y me invitó a pasar. Daniel estaba con ella: llevaba el delantal de rayas de mi amiga y estaba cubierto de harina.

– Ha decidido hacer pasta -anunció Gwen con orgullo.

Fuimos a la cocina. Habia harina en el suelo, en las encimeras y en la mesa. Vi varios cuencos llenos de masa pegajosa en el fregadero y unas perchas de las que pendían unas largas cintas de una sustancia viscosa y que estaban colgadas en los respaldos de varias sillas. Dos enormes olías de agua hervían en los fogones y llenaban de vapor la estancia.

– ¿Quieres comer con nosotros? -inquirió Gwen.

– No. Pero estoy segura de que estará riquísimo.

– Tómate al menos un té.

– Vale, pero después tengo que irme.

– ¿Estás muy liada?

– Mentalmente, sí.

Daniel cogió una cinta flácida de masa y la echó al agua hirviendo.

– Gwen, ¿necesitas el coche?

– Que yo sepa, no. Sólo lo utilizo si no puedo evitarlo. A veces no lo uso durante semanas. Estoy pensando en venderlo.

– Y si lo necesita, puede utilizar el mío -intervino Daniel mientras lanzaba otra cinta a la olla y se echaba hacia atrás al ver que el agua se desbordaba-. Esto no tiene el aspecto que imaginaba. Se están deshaciendo.

– ¿Me lo puedes dejar? Mi seguro me cubre con cualquier coche. Pensaba marcharme.

– ¿Adónde?

– No lo sé. Sólo serán unos días.

– Pero estamos en Navidad.

– Por eso.

– No te vayas sola. Quédate aquí en casa. Parecía a punto de echarse a llorar.

– Eres un cielo, pero necesito irme ya. No estaré fuera mucho tiempo. Seguro que lo entiendes.

– Mientras no olvides que siempre…

– Lo sé. Nunca lo he olvidado.

– Claro que puedes llevarte el coche. Cógelo ahora mismo.

– ¿De verdad?

– Desde luego.

– Lo cuidaré muy bien.

* * *

Volví en el coche de Gwen, lo aparqué frente a la puerta del jardín y entré en la casa, que estaba muy vacía, muy silenciosa, muy triste. Deambulé de un cuarto a otro, pasando el dedo por las estanterías para recoger el polvo. Al regresar de a donde fuera que iba la pondría a la venta.

Me detuve en el gélido salón y corrí las cortinas. Decidí encender la chimenea para animarlo. En la cesta había algunos trozos de madera pequeños y unas bolas de papel muy prietas. Habíamos adquirido la costumbre de hacerlas con sobres usados, cartas desechadas, folios. A Greg le preocupaba que alguien suplantase nuestra identidad y decía que aquello era mejor que comprar una trituradora.

Cogí un saco de carbón del cobertizo y me puse manos a la obra, aunque prácticamente era la primera vez que acometía esa tarea: siempre se había ocupado Greg. Yo me encargaba de la comida y él de la chimenea. Coloqué varios papeles en el hogar, encima de ellos construí una pirámide de leña, encendí una cerilla y acerqué la llama a una de las bolas de papel. La madera seca prendió enseguida e inmediatamente noté el reconfortante calor en el rostro. Me senté con las piernas cruzadas delante del fuego; empecé a tirar bolitas a las llamas y a ver cómo se consumían. Algunas de ellas las alisé y las leí. Los artículos de periódicos de seis meses de antigüedad parecen más interesantes cuando estás a punto de quemarlos. Casi todo eran sobres viejos e inservibles o cartas en las que nos ofrecían préstamos o en las que se nos informaba de que habíamos ganado un premio. Pensé que aquéllos eran los últimos vestigios de la vida cotidiana de Greg que quedaban en casa, esa basura que nos rodea a todos. Estaba a punto de lanzar otra bola a las llamas cuando algo me llamó la atención.

Sólo eran unas letras escritas a mano en el margen de un papel, pero me resultaban familiares y no sabía por qué. Lo alisé y lo extendí.

Aparecía el membrete de la empresa -Gestoría Foreman y Manning- pero, por encima, con aquella caligrafía florida, se leía: «Ya te llamaré para hablar de esto. Milena Livingstone». Debajo del membrete, en otra tinta, había un nombre repetido una y otra vez: «Marjorie Sutton, Marjorie Sutton, Marjorie Sutton…». Unas veinte firmas que llenaban la hoja.

Me senté en el suelo y me quedé mirando de hito en hito lo que tenía entre las manos. ¿Qué significaba aquello? La letra del mensaje era la de Milena. De eso no cabía duda. Después del tiempo que había pasado en su oficina, la conocía tan bien como la mía. Y aparecía en un folio de la oficina de Greg en el que estaba escrito el nombre de ella. Eso era lo que había estado buscando durante tanto tiempo: el vínculo. Pero mi confusión era mayor que nunca. ¿Por qué se repetía tantas veces el nombre de Marjorie Sutton? ¿Y por qué aparecía ahí?

Intenté hacer memoria. Cavilé con tanta intensidad que acabó por dolerme la cabeza. Consulté uno de los periódicos. Llevaba la fecha del día de la muerte de Greg. Sí, eso era. Era el papel sobrante de la limpieza que yo había hecho aquel día, justo antes de que llamaran a la puerta, antes de que me cambiara la vida. Había tenido en mis manos el vínculo entre Greg y Milena el día de su muerte, antes de que me la comunicasen, quizás incluso cuando él aún seguía con vida. Antes de que supiera de la existencia de Marjorie Sutton, de que supiera de la existencia de Milena, de que conociera su letra. Contemplé el papel arrugado. De pronto me pareció algo frágil, como si fuera a deshacerse y ese vínculo fuese a perderse para siempre.

Encontré el número de la señora Sutton y la llamé. Pareció quedarse algo perpleja al volver a tener noticias mías. Me dijo que ya me había contado todo cuanto recordaba.

– ¿Conocía usted a una tal Milena Livingstone?

– No -respondió con convicción.

– ¿Está segura? -insistí-. Lo podría haber olvidado.

– Es un nombre raro, parece extranjero -observó-. Lo recordaría.

Le describí el papel que había encontrado.

– ¿Las firmas eran suyas?

– No veo qué importancia tiene todo esto -respondió, con un deje de impaciencia.

Tuve la sensación de estar hablando con una niña cuya atención costaba mantener.

– Creo que es muy importante -le aseguré-. Se lo entregaré a la policía. Es posible que le hagan preguntas al respecto.

– Desde luego, yo no he firmado ningún papel así.

– La empresa de Greg… Foreman y Manning, me refiero, ¿qué servicios le prestan?

– No sé si eso es asunto suyo.

– Supongo que le llevarán la contabilidad.

– Desde la muerte de mi esposo…

– Oh, lo siento.

– Fue hace doce años, casi trece. Ellos se ocupan de mis asuntos financieros, de aquello de lo que se encargaba mi marido. Yo no sé hacerlo.

– Pero ese papel significa algo -insistí-. Debe de guardar alguna relación con el motivo por el que Greg quería ir a verla.

– No la entiendo.

– ¿Ha tenido usted algún problema con la empresa? ¿Se han comportado de modo extraño? ¿Había surgido algún desacuerdo? ¿Había presentado usted alguna queja?

– No. Señora Falkner, la verdad es que no sé qué busca usted.

– Pero tiene que haber una relación -repetí desesperada-. He encontrado esta hoja y Greg quería verla con urgencia justo antes de morir. Piense, por favor.

– Lo siento. Ya no puedo ayudarla más.

– Pero ¿no ve que…?

Me di cuenta de que hablaba sola. No me lo podía creer. Me había colgado.

Casi como en un sueño, me dirigí a la cocina. Coloqué el papel sobre la mesa. Puse agua a hervir, preparé un café y escudriñé mi hallazgo como si fuera un problema matemático que me revelaría una respuesta si reflexionaba sobre él con suficiente intensidad. Aquellas firmas… Estaba segura de haber visto algo similar, pero no lograba recordar dónde. Era como el fragmento de una historia, e intenté encontrar el lugar en el que encajaba. «Ya te llamaré para hablar de esto. Milena Livingstone.» ¿A ti? ¿A Greg? ¿Milena llamó a Greg? ¿Greg llamó a Marjorie Sutton? ¿Acaso había visto él algo en esa nota que yo no detectaba? ¿Le había contado algo Milena?

Bajé la vista a la taza de café. Estaba vacía. La volví a llenar. Ya no importaba. Se lo llevaría a Ramsay. Ahí estaba el vínculo que había estado buscando. Que los profesionales se ocupasen de él. Encontré un sobre viejo e introduje el papel en su interior. El sobre lo metí en el bolso. Mientras me ponía la chaqueta sonó el timbre. Era Joe. Mi expresión de sorpresa debió de resultar cómica, porque él sonrió.

– ¿Qué haces aquí?

– Estoy preocupado por ti -dijo.

– Todo el mundo está preocupado por mí. Estoy bien.

– Una de nuestras clientas ha llamado a la oficina. Le ha dado un ataque. Dice que la ha llamado una mujer y que le ha hecho unas preguntas muy raras.

– Marjorie Sutton. Pero no te inquietes por mí -respondí; cerré la puerta al salir y me encaminé al coche de Gwen-. Estaba a punto de marcharme.

– Por lo que contaba esa señora, me ha parecido que habías sufrido un colapso nervioso o algo así. No puedes ir por ahí asustando así a las ancianas.

– Necesito aclarar ciertas cosas.

– ¿Qué cosas?

Abrí la puerta del coche.

– Ahora no puedo hablar. Tengo que irme. Otra de mis visitas habituales a la policía.

– ¿Quieres que te acompañe?

– No, no quiero -repuse, aunque luego me corregí-: No, gracias.

– ¿Puedes al menos dejarme en la parada de metro? He dicho al taxi que se fuera.

– Vale. Pero compórtate.

Puse el vehículo en marcha; casi esperaba que Joe me colocara la mano en la rodilla.

– ¿Para qué vas a ir a comisaría?

Le hablé del trozo de papel y le conté dónde lo había encontrado.

– Pero ¿no es un papelucho insignificante?

– Lo es, pero está relacionado con el trabajo de Greg y en él aparece la letra de Milena Livingstone.

– ¿Y eso qué significa?

– No lo sé. Pero siento que es lo que andaba buscando.

Avanzamos en silencio durante un par de minutos y entonces pensé: «Me va a proponer que vayamos a otro sitio». El silencio se prolongó aún un rato.

– Te puedo dejar aquí.

– Seguramente no tendrá importancia, pero ¿quieres que vayamos a la oficina? -sugirió-. Si quieres revisamos la carpeta de la señora Sutton y vemos si esa hoja tuya guarda relación con algún asunto.

– De acuerdo.

– Si no tienes que desviarte demasiado…

– No.

– Así lo sabrás con certeza.

– Es lo único que quiero.

Noté, casi por primera vez, en medio de toda la niebla y la oscuridad, que empezaba a ver con claridad. En realidad Joe no quería ir a la oficina. Pero si proponía otro sitio, yo me daría cuenta de todo. Nos detuvimos delante de un semáforo.

– Por aquí hay un atajo -dijo-. Yo te guío.

– Vale.

– Dobla a la izquierda ahí.

Arranqué el coche; al empezar a moverse, dio una sacudida y se caló.

– Lo siento -le dije-. Llevo sin conducir desde los diecisiete años.

– Puedo cogerlo yo.

– No hace falta.

Conduje como si estuviera hipnotizada, como si otra persona llevara el volante y yo fuera de pasajera y mirara el paisaje con curiosidad. Me fijé en las personas que caminaban por la acera y pensé que ellos y yo éramos distintos, como si yo fuera una visitante de otro planeta y estuviera a punto de marcharme. Eché un vistazo a Joe, que también estudiaba las inmediaciones. Se pasó la mano por el rostro. Parecía cansado. La verdad era que tenía un aspecto agotado. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Había estado demasiado ocupada mirando en la dirección errónea. No tenía miedo. Me invadió una sensación de paz. Quería saber; después de eso, nada me importaba.

– Ahí delante vuelve a girar a la izquierda. Por la segunda.

Es curioso. En Londres, por mucho que reine el bullicio, sólo te separan un par de minutos de algún lugar lúgubre y abandonado.

– Joder, un callejón sin salida -exclamó Joe-. Me he equivocado. Tienes que dar la vuelta. Para aquí.

– Menudo atajo -observé mientras detenía el vehículo.

Ya estaba. Ese era el lugar al que había querido llegar desde el principio. Ahí confluían todos los caminos. Allí terminaban todas las historias. Noté la mano de Joe en la nuca, su caricia suave.

– Esto me recuerda a Portón Way -observé.

– ¿Dónde está eso?

– Ya lo sabes. Donde mataron a Greg.

– No, no lo sé.

Entonces recordé dónde había visto antes esas firmas.

– De pequeña solía jugar a una cosa -proseguí-. Con una amiga. Escribíamos el nombre de la otra y copiábamos su firma. Con la de Marjorie Sutton se podrían hacer muchas cosas. Supongo que no es de esas personas que repasan sus cuentas de forma demasiado exhaustiva. Fuiste tú, ¿verdad?

Joe me miró impávido. Noté que su mano me acariciaba la nuca apenas con las yemas de los dedos.

– Si algo tenía Milena -proseguí- era un olfato especial para detectar los puntos flacos, aquello que podía utilizar. Lo vio, tomó nota de ello, y cuando la dejaste para irte con Frances, lo usó. No me extraña que quisieras limpiarme la casa. Tenías que encontrarlo. Has debido de ponerte histérico. Y cuando Frances lo dedujo… porque debió de hacerlo, de otro modo no la habrías asesinado… ¿Te resultó más fácil la tercera vez?

Él me miró fijamente, pero no dijo nada.

– Sólo quería conocer la verdad -concluí.

– Pues ahora ya la conoces -respondió en voz baja.

– ¿Aquí es donde piensas hacerlo? -le pregunté-. La pobre Ellie. No ha podido resistirlo. Ha sido incapaz de vivir sin su marido. Pero se te olvida una cosa.

– ¿El qué?

– Que nada me importa ya -respondí mientras pisaba el acelerador a fondo.

Los neumáticos chirriaron ruidosamente y el coche salió despedido hacia delante.

En esta ocasión no se me caló. Oí un grito pero no entendí lo que él me decía. En cualquier caso, yo estaba soñando, me encontraba en un coche con el hombre en quien Greg había confiado, al que había querido hasta que dejó de fiarse de él. Sesenta kilómetros por hora. Ochenta. Cien. Nos salimos de la calzada.

Me llegó un alarido y no supe si era el rugido de terror de Joe o una voz en mi cabeza o el sonido de los neumáticos en la áspera calzada; por un momento recordé que el coche que estaba a punto de destrozar era de Gwen, y después todo dejó de ser rápido y ruidoso y violento, y se convirtió en lento, silencioso, tranquilo. Y ya no estábamos en invierno, en un día dominado por la oscuridad y el hielo; hacía buen tiempo. Una tarde estival, fresca, templada, de esas que parecen una bendición, llenas de flores y de pájaros cantando. Y al fin lo vi -ay, había esperado tanto tiempo-: se acercaba a mí atravesando la hierba con una sonrisa indescriptible en el rostro, ese rostro tan querido y tan familiar. La sonrisa que sólo me dedicaba a mí. Cuánto te he echado de menos, le dije, quise decirle. Te he echado de menos una barbaridad. Y quise preguntarle si lo había hecho bien, si estaba orgulloso de mí. Y contarle que lo quería, que lo quería muchísimo. Que nunca dejaría de quererlo.

Al fin me abrazó, me rodeó con su sólida calidez. Y al fin pude cerrar los ojos y descansar, porque había llegado al final, a casa.

Capítulo 32

Estar muerta no resultaba muy agradable, no tanto como debiera. Algunas partes del cuerpo me dolían y otras las notaba pegajosas y otras se me doblaban formando ángulos diversos y algo me tapaba la cara y a mi alrededor había un insistente ruido eléctrico que no cesaba. Lo veía todo borroso y muy lejano, y cada vez se desdibujaba más. Noté algo ahí fuera, unas presencias cerca de mí y unas manos que me tocaban, voces. Me movieron con brusquedad. ¿No sabían que era frágil? ¿Que estaba rota por dentro? Intenté protestar para que me dejaran sola y poder dormir, pero me metieron a la fuerza una cosa por la boca y fui incapaz de hablar. Noté un aire frío en la piel y después volví a estar a cubierto y me siguieron zarandeando. Me gritaron unas palabras al oído y no las reconocí, pero después sí las distinguí. Era mi nombre. ¿Cómo lo sabían? Entonces me sumí en una oscuridad sin miedo ni arrepentimientos. No me dormí: aquello era un estado de inexistencia sin sueños ni pensamientos.

No me desperté de esa nada. Me fui instalando poco a poco en una semiconciencia febril en la que a veces veía rostros a mi alrededor, borrosos y tenues, como la llama de una vela. Algunos los reconocí: Mary, Fergus, Gwen. Intenté pedirle disculpas por lo del coche pero tenía la boca llena de algo y no me salían las palabras. En determinado momento abrí los ojos y vi a un policía encima de mí. Ramsay. Al principio no estaba muy segura de que fuera real. Le farfullé no sé qué; luego se marchó y se me olvidó qué le había dicho.

La señal de mi gradual regreso a la vida, a la realidad, fue que me empezaron a doler casi todas las partes del cuerpo. En ese período en el que aún no distinguía apenas el día de la noche, la vigilia del sueño, apareció un médico que se sentó al lado de mi cama y me dirigió unas palabras lentas y pacientes. Me habló de fracturas y costillas rotas y del bazo perforado y de las operaciones y de una recuperación gradual y de la paciencia y del tesón. Cuando terminó hizo una pausa, como si esperara alguna pregunta por mi parte. Me costó un esfuerzo ímprobo.

– Joe -musité.

– ¿Qué? -preguntó el médico.

– En el coche -insistí.

Su rostro adoptó un gesto de tristeza profesional. Empezó a decir que habían intentado reanimarlo y que desgraciadamente no lo habían conseguido y que habían aguardado a que yo tuviera fuerzas suficientes para sobrellevar la conmoción.

Una mañana noté por primera vez que me despertaba de verdad y que no me quedaba en los márgenes de la conciencia. Al lado de la ventana había un hombre que miraba a través de ella. Sólo alcanzaba a ver su silueta recortada frente a la luminosidad del cielo. Cuando se dio la vuelta y me di cuenta de que era Silvio, la sorpresa fue tan grande que me invadieron el cansancio y el mareo.

– Una vista increíble.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté.

Él se aproximó a la cama.

– Te he traído flores, pero no me dejan meterlas en la habitación. Creen que son peligrosas. No sé si es que transmiten enfermedades o que a las enfermeras les estorban. A lo mejor se las querían llevar ellos.

– Te agradezco la intención.

– Las he regalado, he ido a la tienda de la esquina y he comprado unos arándanos y unas fresas. No sé si te gustan esas cosas.

– Sí.

– Los voy a meter en un cuenco o algo. -Levantó la tapa de un plato que había en la mesilla, junto a la cama-. ¿Esto qué es?

– Creo que mi comida.

– Es una pasta gris.

– Debajo hay algo de pescado.

Noté su peso en la cama cuando se sentó en el borde y me ofreció los arándanos. Cogí un par, me los llevé a la boca y mastiqué: sentí cómo me explotaban en la lengua.

– Buenísimos -declaré.

– Muy sanos -añadió Silvio- No sé quién me dijo que, si comes unos cuantos cada día, nunca tienes cáncer. Ni ninguna enfermedad.

– ¿Me puedes dar un poco de agua? Ahí hay una jarra.

Me la sirvió en un vaso de plástico. Di un par de sorbos. Estaba caliente y sabía a rancio. Pero me la bebí y le devolví el vaso.

– ¿Lo sabes todo? -me preguntó.

– No sé nada.

– ¿Y lo que le ha ocurrido al tipo que iba contigo en el coche?

– Ha muerto.

– La policía dice que has sobrevivido de chiripa. Ha salido en los periódicos. He visto una foto del coche. No sé cómo has podido salir de ésta.

– Yo no salí, me sacaron. ¿Y tú cómo te has enterado de dónde estoy?

– Me he dedicado a lo mismo que tú -adujo-. A ir haciendo de detective.

– Yo no me he dedicado a hacer de detective -protesté-. Casi todo lo que he descubierto ha sido por error.

– Pareces una científica de ésas.

– No sé de qué hablas.

– En el instituto he estudiado Historia de la Ciencia. Hay muchas científicas que investigan y que llevan a cabo experimentos importantes y al final llegan los hombres, realizan el último descubrimiento y se llevan todos los honores.

– ¿Qué descubrimiento?

– Tú has ido por ahí removiendo las cosas y creando problemas.

– Sí, supongo que sí. ¿Y tú?

– ¿Yo?

– ¿Estás bien? -pregunté.

Pareció azorado; se sonrojó, se dio la vuelta y volvió a mirar por la ventana.

– Sí. Eso creo.

– Siento todo lo que ha pasado.

– Gracias -musitó.

– Toma un arándano.

Se metió varios en la boca. Uno se le abrió en el labio, donde le dejó una mancha oscura. Tenía el aspecto de un niño de diez años, enfadado, avergonzado y muy confundido. No cabía duda de que Milena había dejado huella en el mundo que había abandonado.

* * *

El inspector jefe Ramsay vino a verme otra vez:

– Ha tenido suerte de sobrevivir a ese accidente -declaró.

– Eso me han dicho.

– Usted llevaba el cinturón de seguridad -añadió-, pero el señor Foreman no. Supongo que eso implica algún tipo de moraleja.

– Me alegra que se pueda aprender algo. ¿La investigación está cerrada? -Más o menos.

Me obligué a pensar. Tenía la cabeza embotada.

– Debía de tener algún cómplice -dije-. ¿Quién se llevó el recibo del despacho de abogados? La mujer que suplantó mi identidad. Fue Tania, ¿verdad?

– Ya hemos interrogado a la señorita Lucas.

– ¿Ha confesado?

– ¿Confesar? -repitió Ramsay-. Ha reconocido que realizó ciertos encargos que él le encomendó.

– Encargos delictivos.

– Ella afirma que no sospechaba que estuviera cometiendo un delito.

– Pero suplantó mi identidad.

– Insiste en que debe de haberse producido un malentendido.

– Ni de coña -protesté-. Si eran amantes…

Ramsay tosió.

– De eso no tenemos pruebas, aunque tampoco sería relevante. Sólo demostraría que ella acataba sus órdenes ciegamente.

– ¿Ciegamente? -repuse-. ¿Quiere usted decir que es una mujer débil? Es decir, ¿que no la van a acusar de ser cómplice de asesinato, de entorpecer la acción de la justicia?

– Hemos abierto un expediente, pero no estamos seguros de poder conseguir que la declaren culpable.

– ¿Y la empresa?

– Ha sido intervenida y se van a investigar ciertas irregularidades.

– O sea, que Joe robaba a los clientes. Estaba metido hasta el cuello.

– Es una idea con la que trabajamos -concedió Ramsay.

– ¿Y se supone que Tania tampoco estaba al corriente de eso?

Él se encogió de hombros por toda respuesta. Lo cual constituía una respuesta.

– Espero que por lo menos reconozcan que Joe asesinó a Frances.

– Sí, eso sí. Creemos que la señora Shaw sabía, o al menos sospechaba, lo que él había hecho, y que iba a delatarlo.

– Tiene sentido -dije al recordar la agitación de Frances, su sentimiento de culpa, lo poco que le había faltado para confesármelo. Si lo hubiera hecho, ahora no estaría muerta-. Estaba claro que algo la atormentaba.

Ramsay me miró con aire sombrío durante un minuto y después se volvió hacia la ventana. Había una paloma malherida en el otro lado del cristal, y miraba el interior con ojos brillantes.

– ¿Y las muertes de Milena y Greg? -inquirí-. ¿Reconocen también que Joe los mató?

– Hemos vuelto a abrir el caso.

– No parece estarme muy agradecido.

– Su papel en la investigación ha sido un tanto ambiguo -contestó-, aunque, a su debido tiempo…

– ¿Se refería a eso al decir que la investigación no estaba cerrada?

– ¿Eso he dicho?

– Más o menos, ha dicho.

Él se quedó callado; parecía inquieto, incómodo.

– Cuando se produjo este accidente, o poco antes -afirmó-, usted había empezado a albergar sospechas con respecto a la participación del señor Foreman en el caso.

De pronto me sentí amenazada.

– ¿A qué se refiere?

– Lo que quiero decir, señora Falkner -añadió con voz pausada, como si le hablara a un niño- es que parto del supuesto de que usted sospechaba del señor Foreman, que él se dio cuenta de esas sospechas y que quizás hubiera un forcejeo mientras usted conducía. A lo mejor él intentó hacerse con el volante. Y entonces se estrellaron. Por accidente.

Cavilé durante un instante.

– No lo recuerdo. No recuerdo nada del accidente. Se me ha borrado de la memoria. ¿Supone eso un problema?

– En absoluto -respondió el inspector jefe Ramsay-. No se preocupe.

Capítulo 33

Me acerqué andando a casa de Fergus con la caja entre las manos. Era temprano, un amanecer tenue empezaba a distinguirse por encima de los tejados. Incluso ahí, en las calles de Londres, los pájaros cantaban a mi alrededor. En ese momento de la mañana parecía que habían subido el volumen. Vi un mirlo en la rama de un árbol, su cuello palpitante.

Fergus me esperaba. Abrió la puerta antes de que llamara y salió para acompañarme; me dio un beso en ambas mejillas y esbozó una pequeña sonrisa.

– ¿Listo? -pregunté.

– Listo.

No hablamos. Al cabo de unos veinte minutos abandonamos la calle y entramos en Hampstead Heath; avanzamos por los senderos vacíos hasta llegar a la parte silvestre. Dejamos de ver los brillos de la ciudad bajo la tenue luz del sol y de oír el ruido del tráfico. Me acordé de otro amanecer en que había paseado por ahí: era invierno, y había ido sola, a hablar con Greg. Debajo de las ramas de un roble me volví hacia Fergus.

– Todo empezó así -le conté-: sonó el despertador, él pasó el brazo por encima de mi lado de la cama para apagarlo, me dio un beso en la boca y me dijo: «Buenos días, preciosa, ¿has tenido dulces sueños?»; yo farfullé algo ininteligible y él no entendió nada. Se levantó, se puso la bata y me dejó aún algo adormilada. Bajó al piso de abajo, nos preparó el té y me subió el mío en la taza de rayas, cosa que hacía siempre, todas las mañanas. Me contempló con una media sonrisa al tiempo que yo me esforzaba por incorporarme. Se dio una ducha rápida. Mientras se duchaba cantó una canción a voz en cuello, tarareando las partes que no se sabía. Era The Long and Winding Road.

»Por las mañanas siempre íbamos un poco acelerados, y aquélla no fue distinta. Se vistió, se cepilló los dientes, no se molestó en afeitarse y bajó al piso inferior, y yo le seguí, todavía en pijama. Él nunca tenía tiempo de desayunar tranquilamente. Iba de un lado a otro preparando café, leyendo algunos titulares, buscando una carpeta que necesitaba. Entonces llegó el correo. Oímos el ruido que produjo al caer en el suelo y él fue a buscarlo. Lo abrió de pie y fue tirando la propaganda sobre la mesa. Llegó al sobre que contenía las firmas de Marjorie Sutton, o, más bien, los ensayos de Joe. Leyó el mensaje escrito a mano por Milena. No entendió lo que tenía delante; se quedó estupefacto. Dejó el papel en la mesa, junto al resto de correspondencia desechada, porque llegaba tarde y tenía prisa. La última vez que lo vi tenía un trozo de tostada, un poco quemada, entre los labios; salió corriendo por la puerta con las llaves en una mano y el maletín en la otra.

»Se dirigió a la oficina, adonde llegó sobre las nueve. Preparó una cafetera para Tania y para él, después revisó las cartas y el correo electrónico, y respondió a los mensajes. Joe no estaba: le había dejado una nota a Tania diciendo que iba a ver a un cliente. Entonces apareciste tú para ayudar en la instalación del nuevo software. Greg se sentó en la mesa, meciendo las piernas, y te habló del tratamiento de fecundación in vitro al que me iba a someter. Te dijo que estaba seguro de que iba a salir bien. Siempre tan optimista, ¿verdad? Luego tuvo una reunión con una de sus clientas, Angela Crewe, que quería constituir un fondo fiduciario para su nieto. Después hizo cinco llamadas de teléfono, otra cafetera y se comió dos galletas dulces de mantequilla, que eran sus preferidas. Las guardaba en la lata que tenía unos girasoles en la tapa.

«Salió a comer contigo al pequeño restaurante italiano que queda detrás de la oficina, y pidió unos espaguetis con almejas, que no se terminó, y para beber un vaso de agua del grifo, porque acababa de llegar a la conclusión de que el agua embotellada era inmoral. Seguramente te lo contó.

– Efectivamente -confirmó Fergus.

– También hablasteis de vuestros maratones y comparasteis vuestros tiempos. Tú volviste al trabajo; él entró en su despacho y cerró la puerta. Sonó el teléfono; era Milena. Le preguntó si había recibido la carta que contenía la hoja con las firmas y él respondió que sí. Ella dijo que estaba segura de que un hombre inteligente como él debía de haber comprendido lo que aquello suponía y Greg replicó, cortante, que él no funcionaba a base de sospechas ni de suposiciones y colgó.

– ¿Todo eso es verdad? -intervino Fergus.

Empezaba a llover y las gotas me proporcionaron una agradable sensación del frescor en el rostro.

– La mayor parte -le aclaré-. Algunas partes se corresponden con lo que debió de pasar. El resto es lo que imagino por las noches.

»Después de colgar se quedó reflexionando un rato -proseguí-. Entró en el despacho de Joe para preguntarle por el tema, pero éste había salido y no cogía el móvil. Así que pidió la carpeta de Marjorie Sutton y la examinó minuciosamente. Después la llamó y concertó una cita con ella para el día siguiente. Le insistió en que era urgente.

»Luego pensaba volver a casa. Me había prometido que íbamos a tener una tarde para los dos. Yo iba a preparar risotto y él iba a comprar un buen vino tinto. Íbamos a hacer el amor y después a cenar juntos. Sin embargo, cuando se disponía a salir, lo llamó Joe diciéndole que había pasado algo raro con Marjorie Sutton y que tenían que hablar. A Greg lo alivió esa llamada: sin quererlo, las firmas lo habían preocupado. Le dijo a Joe que había intentado ponerse en contacto con él para tratar el tema, pero que lo podían dejar para el día siguiente. Había hecho planes con su mujer. Joe insistió, le aseguró que no tardarían mucho y le preguntó si podía recogerlo en la estación de King's Cross.

»Greg me llamó. Me dijo: "Ellie, sé que te había dicho que iba a llegar pronto, pero me voy a retrasar un poco. Lo siento mucho".

»Yo le respondí: "Joder, Greg, me lo habías prometido",

»Él se disculpó: "Lo sé, lo sé, pero ha surgido una cosa".

»A lo que yo repliqué: "Siempre surge algo".

»Y él finalmente dijo: "Luego te lo explico. Ahora no puedo hablar, Ell".

»Yo debería haberle preguntado si había algún problema, debería haberle dicho que tuviera cuidado, que no importaba que se retrasase, y debería haberle dicho que lo quería mucho, muchísimo. No, no sólo eso, le tendría que haber pedido que volviera a casa inmediatamente, que cancelara la cita que había concertado. Tendría que haber gritado, que haber insistido, que haberle dicho que estaba enfadada y que lo necesitaba. Podría haberlo hecho. Estuve a punto. A partir de ahí empezaría una historia que nunca sucederá y que nunca llegaré a contar, la de una larga vida llena de felicidad. Pero me despedí con mucha frialdad y le colgué, y ésa fue la última vez que oí su voz, con la excepción del contestador. A veces me despierto por la noche y tengo la sensación de que me habla, de que me dice: "Buenos días, preciosa, ¿has tenido dulces sueños?".

»En todo caso, tú oíste la discusión, o al menos su parte, porque entraste en su despacho a la mitad. Él colgó, se volvió hacia ti y te dijo que yo estaba un poco cabreada con él; tú le dijiste que seguro que se me pasaría.

«Volvió a quedarse solo, se sentó en la silla y cruzó las manos por detrás de la cabeza. Eso no lo sé a ciencia cierta, pero lo imagino. Veo con precisión cómo ladeó la cabeza, el pequeño músculo que se le tensaba y destensaba en la mandíbula. Cerró los ojos y pensó en lo alicaída que me sentía por no quedarme embarazada; rápidamente, su enfado desapareció y sólo quedó ternura. Entonces me mandó un mensaje de texto: "Perdón perdón perdón perdón perdón. Soy un idiota".

»Se levantó. Se puso la chaqueta. Metió la cabeza en la oficina de Tania y se despidió hasta el día siguiente. A ti te saludó con la mano mientras salía. Bajó corriendo las escaleras de dos en dos, como siempre. Subió al coche y se dirigió a King's Cross. Cinco minutos: después se iría a casa y apenas se retrasaría.

«Detuvo el vehículo; Joe abrió la puerta del copiloto y entró con una bolsa. Le dijo que tenía que enseñarle una cosa. Greg creía que podía confiar en él, claro. Al fin y al cabo lo quería, lo admiraba y solía pedirle consejo. En muchos aspectos, Joe era la figura paterna que Greg nunca había tenido. Por eso, con toda inocencia, siguió sus instrucciones y pusieron rumbo al este, hacia Stratford, hacia Portón Way. Jamás habría sospechado que sucedería algo extraño. ¿Por qué iba a hacerlo? Le habría resultado inconcebible.

»Greg llevó a Joe a una escombrera en desuso. Estaba oscuro, hacía frío y no había nadie. Le preguntó varias veces qué pasaba, pero sin angustia, sólo con cierta perplejidad, aunque también le pareció gracioso tanto secretismo. Joe, fiel a sí mismo, debió de inventar una excusa plausible mientras iban de camino, con muchos detalles. No importaba. Nadie los comprobaría nunca. Bastaba con que impidieran que Greg recelara.

»Greg detuvo el vehículo cuando Joe se lo pidió. Miró por la ventana, hacia donde su socio le señalaba algo. No lo vio… ¿Qué fue? ¿Una llave inglesa? ¿Una de las herramientas del maletero? El tipo de objeto que se suele describir como contundente. Recibió el golpe justo encima de la ceja, primero uno y luego otro. No se enteró de que Joe era su asesino… Ay, Fergus, espero que no se enterara, que los últimos segundos de su vida no estuvieran envueltos en el terror y la confusión más absolutos. No. No se enteró. Sé que no. Joe fue certero y la muerte se produjo enseguida.

»Joe llevó el coche al lugar en el que había escondido a Milena. Colocó su cadáver en el asiento del copiloto. Desabrochó el cinturón de seguridad de Greg. Soltó el freno de mano y, puesto que había una cuesta, no le costó mucho empujar el vehículo para que cogiera velocidad, se saliera en la curva y se precipitara por el terraplén. Vio cómo caía hasta el fondo. Entonces Joe (que había empezado a llorar, unas lágrimas enormes que le surcaban las mejillas porque siempre fue todo un sentimental, así era él, y a su manera, quería a Greg) bajó por la pendiente entre resbalones, incendió el coche y se apartó un poco mientras las llamas consumían a su socio, a su querido socio y amigo. Es probable que siguiera llorando. Bueno, no. No tenía tiempo para eso. Debía desaparecer antes de que el fuego atrajera a los curiosos. El plan funcionó a la perfección. Dejó allí dos cadáveres, dos completos desconocidos uno junto a otro, como si fueran amantes.

»Y la pregunta es: ¿se marchó a pie? No parece lo más práctico. Habría sido mejor irse en coche.

– ¿En cuál? -inquirió Fergus-. Al de Greg le había prendido fuego.

– Alguien debió de recogerlo.

– ¿Quién?

– Seguro que fue Tania. Aunque ella afirma que no sabía nada de todo este asunto. De todas formas, él la tenía completamente subyugada. Eso cree la policía. Al parecer, así se justifica todo.

No había mirado a Fergus mientras hablaba, pero ahora me volví hacia él. Una única lágrima se deslizaba por su rostro. Alcé el brazo y se la sequé con la yema de un dedo.

Abrí la tapa de la urna; nos acuclillamos debajo del roble y, muy poco a poco, la incliné hasta que las cenizas de Greg cayeron sobre la hierba verde. No nos movimos; Fergus me tendió la mano y yo se la di.

Eras mi mejor amigo, eras lo que más quería en el mundo, mi amor. Una brisa ligera removió el montoncito. El viento y la lluvia no tardarían en esparcirlo. Allí duraría poco.

* * *

Fergus quiso acompañarme a casa pero le dije que ese día prefería estar sola. A veces, cuando estás solo te sientes más acompañado que con gente y, en cualquier caso, tenía el corazón lleno de recuerdos felices.

Emprendí lentamente el camino de regreso en aquella mañana hermosa y azul, con el sol en la nuca; el aire era suave y cálido. La gente discurría a mi lado en dirección a sus destinos. Cuando abrí la puerta de entrada y accedí al vestíbulo estuve a punto de decir en voz alta que había llegado. Fui a la cocina y me quedé envuelta en aquel silencio. Mientras esperaba a que el agua hirviese salí al jardín inundado por el sol. Eché la cabeza hacia atrás, cerré los ojos y vi tu rostro, la sonrisa que sólo me dedicabas a mí. Al volver a abrirlos me di cuenta de que en la hierba había un joven mirlo muerto, a pocos metros, debajo del viejo rosal. Volví a casa y busqué una caja de zapatos vacía. Cogí el pájaro, con el cuerpo empapado y el pico amarillo, lo metí dentro y coloqué la tapa.

No quería tirarlo a la basura para que se lo llevara el camión, así que cavé un hoyo, coloqué allí el minúsculo ataúd, lo tapé y aplasté la tierra para que nadie supiera que allí había algo. Pero yo sí lo sabía; aunque sólo se trataba de un pájaro, me arrodillé, escondí el rostro entre las manos y lloré amargamente, porque se había pasado el invierno cantando maravillosamente y ahora había muerto. Me puse de pie, me limpié la tierra de las manos y entré en casa, y tú seguías sin estar en ella.

Nicci French

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