Poul Anderson

Eutopía

—Gifthitnafn!

Las palabras danska surgieron de la radio del coche mientras el zumbido de un jet ahogaba el ruido del motor y los neumáticos.

—¡Identifíquese!

Iason Philippou lanzó una mirada al cielo a través de la burbuja. Vio una franja azul entre las dos dentadas paredes verdes del bosque de pinos que bordeaba la carretera. La luz del sol se reflejaba en los costados de la máquina de matar allá arriba. Lanzó un gemido, viró, y describió un círculo sobre él.

El sudor empezó a manar de sus sobacos y a deslizarse por sus costados. «No debo dejarme dominar por el pánico —pensó en un rincón de su cerebro—. Que Dios me ayude ahora.» Pero era a su entrenamiento al que invocaba. Psicosomático: controla los síntomas, mantén la respiración regular, ordena disminuir el pulso, y el miedo a la muerte se convertirá en algo que podrás manejar. Era joven, y tenía mucho que perder. Pero los filósofos de Eutopía instruían bien a los niños puestos a su cuidado. Tú serás un hombre, le habían dicho, y el orgullo de la humanidad es que no estamos ligados al instinto y a los reflejos; somos libres porque podemos dominarnos.

No podía pasar por un ciudadano normal (no, aquí les decían mootman) de Norlandia. Aun prescindiendo de todo lo demás, su acento helénico era demasiado pronunciado. Pero podía engañar al piloto de allá arriba, aunque fuera solo por unos minutos, haciéndole creer que procedía de algún otro campo de su historia. Hizo que su tono fuera más áspero, para disimular un poco, y asumió la arrogancia esperada.

—¿Quién es usted? ¿Qué es lo que quiere?

—Runolf Einarsson, capitán de la hirda de Ottar Thorkelsson, el Legislador de Norlandia. Persigo a alguien que ha despertado su cólera. Déme su nombre.

«Runolf —pensó Iason—. Oh, sí, te recuerdo muy bien, de tez oscura y alto y esbelto por el lado tyrker de su herencia, pero con los ojos azules procedentes de Thule.» Y una parte distinta de él que estaba a un lado vigilando rectificó: «No, estoy mezclando mis historias. Yo llamo a los autóctonos erythrai, y vosotros llamáis al país de vuestros antepasados europeos Danarik».

—Soy Xipec, un comerciante de Meyaco —dijo.

No disminuyó su marcha. La frontera estaba a unos pocos estadios de distancia, tan furiosamente había conducido durante toda la noche desde que escapara del castillo del Legislador. No había esperado llegar tan lejos, pero cada vuelta de las ruedas lo llevaba más cerca. El bosque se convertía en una mancha borrosa debido a la velocidad.

—Si es así, por supuesto lamento haberle dado el alto —restalló la voz de Runolf—. Llame al Legislador y él enviará rápidamente a la cofradía para defender sus derechos. Pero me veo obligado a pedirle que se detenga y abandone su vehículo, a fin de que pueda enfocar el visor de largo alcance sobre su rostro.

—¿Por qué?

Otro segundo o dos ganados.

—Un visitante de la Madre Patria, Europa, vino a Ernvik. Ottar Thorkelsson lo recibió con los brazos abiertos. En correspondencia, él hizo algo que sólo su muerte puede limpiar. Antes que enfrentarse a Ottar en el Valcampo, robó un coche, del mismo tipo que el suyo, y huyó.

—¿No bastaría llamarle un nithing ante la gente? «¡He aprendido al menos esto de sus bárbaras costumbres, de todos modos!»

—Es extraño que un meyacano diga esto. ¡Deténgase inmediatamente y salga, o abro fuego!

Iason se dio cuenta de que sus dientes estaban tan encajados que le dolían. ¿Cómo por los Hades podía un hombre recordar los centenares de pequeñas regiones, cada una con sus propias costumbres, en que estaba dividido el continente? Westfall era un embrollo más fantástico que toda la Tierra en aquella historia en la que llamaban al lugar América. «Bien —pensó—, ahora descubriremos qué posibilidades hay de que vuelva a oírlo llamar Eutopía de nuevo.»

—Muy bien —dijo—. No me deja usted otra elección. Pero por supuesto exijo una compensación por ese insulto.

Frenó tan lentamente como se atrevió. La carretera era una cinta negra ante él, acuchillando la inmensidad de los árboles. No sabía si estos bosques habrían sido talados alguna vez. Quizá sí, cuando los hombres blancos habían navegado por primera vez cruzando el Pentalime (llamándolo los Cinco Mares) para fundar Ernvik allá donde estaba Duluth en América y Lykopolis en Eutopía. En aquellos días Norlandia se había extendido poderosamente por todo el país de los lagos. Pero luego vinieron las guerras con los dakotas y los magiares, para sentar los límites; y el desarrollo del comercio —últimamente sintéticos— permitió a la gente utilizar el interior del país para la caza que tanto gustaba. Trescientos años podían reestablecer el climax de un bosque.

Se le presentó vividamente ante él la visión de aquella zona tal y como la había conocido en su hogar: ordenados bosquecillos y jardines, poblados planificados por su belleza al mismo tiempo que por su utilidad, esbeltos cuerpos morenos en los campos de atletismo, música a la luz de la luna… Incluso la temible América era más humana que este salvajismo.

Se habían ido, perdidos en las múltiples dimensiones del espa-ciotiempo, y él se había quedado solo y la muerte caminaba por los cielos. «¡Y no te compadezcas, idiota! Guarda tus energías para la supervivencia.»

El coche se detuvo bruscamente en el borde de la carretera. Iason reunió su valor, abrió la portezuela, y saltó.

Quizá la radio tras él lanzó una maldición. El jet hizo un pronunciado viraje y picó como un halcón. Las balas tabalearon a sus talones.

Luego estuvo entre los arboles. Lo cubrieron con un techo de sombras salpicado de manchas de sol. Los troncos se alzaban con una masiva potencia masculina, sus ramas respirando una fragancia que cualquier mujer hubiera envidiado. Las agujas caídas amortiguaban sus pasos, un petirrojo cantó, un ligero viento refrescó sus mejillas. Se plastó contra el abrigo de un tronco y se mantuvo allí inmóvil, respirando pesadamente y sintiendo latir tan fuerte su corazón que ahogaba el siniestro silbido sobre su cabeza.

Finalmente se alejó. Runolf debía de haber sido llamado de vuelta por su señor. Ottar enviaría ahora caballos y perros en su lugar, la única forma de perseguirle. Sin embargo, Iason tenía algunas horas de gracia.

Después de eso… Reviviendo su entrenamiento, se sentó y pensó. Si Sócrates, sintiendo el frío de la cicuta, había sido capaz de dar sabios consejos a los jóvenes de Atenas, Iason Philippou podía ser capaz de examinar sus posibilidades. Porque aún no estaba muerto.

Enumeró sus posesiones. Una pistola del tipo local, de balas; una brújula; un puñado de monedas de oro y plata; una capa que podía convertirse en una manta, sobre las ropas (túnica-pantalones-botas) típicas del centro de Westfall. Y él mismo, el instrumento definitivo. Su cuerpo era alto y musculoso —con los cabellos rubios y la nariz corta, una herencia de sus antepasados galos—, y había sido entrenado por hombres que habían ganado laureles en el Olimpeyón. Su mente, todo su sistema nervioso, estaba más adiestrado aún. Los pedagogos de Eutopía habían hecho que la lógica, la consciencia semántica, la perspectiva, fueran algo tan natural para él como el respirar; su memoria estaba bajo tal control que no necesitaba ningún mapa; pese a un error calamitoso, sabía que estaba entrenado para luchar con las manifestaciones más extrañas del espíritu humano.

Y, sí, por encima de todo lo demás, tenía una razón para vivir. Iba mucho más allá que cualquier deseo ciego de continuar una identidad; era simplemente algo que la molécula de ADN había elaborado a fin de fabricar más moléculas de ADN. Tenía a su amor aguardando su regreso. Tenía su país: Eutopía, la Buena Tierra, que su gente había fundado hacía dos mil años en un nuevo continente, dejando tras ella los odios y los horrores de Europa, llevándose consigo la obra de Aristóteles y escribiendo finalmente en su Syntagma: «La finalidad nacional es alcanzar la cordura universal».

Iason Philippou quería regresar a casa.

Se alzó y echó a andar en dirección al sur.

Estaba en Tetrade, que sus perseguidores llamaban Onsdag. Unas treinta y seis horas más tarde, supo que ya no estaba en Pentade sino cerca de las tierras del ocaso de Thorsdag. Porque andaba tambaleándose a través del bosque, la boca llena de un polvo de momia, el vientre una caverna de vaciedad, las rodillas estremeciéndose bajo él, las moscas zumbando a su alrededor mientras el sudor se secaba sobre su piel, y oyó el distante ladrido de los perros.

Un cuerno respondió, un largo grito de cobre que atravesó las arcadas de hojas. Habían encontrado su rastro, ya no podía despistar a los jinetes, jamás volvería a ver las estrellas.

Una mano cayó sobre su pistola. «Me llevaré a un par de ellos conmigo… No.»

Seguía siendo un heleno, que no mataba innecesariamente, ni siquiera a los bárbaros que pretendían abatirlo porque había infringido uno de sus tabúes.

«Me mantendré bajo un cielo abierto, recibiré sus balas, y me hundiré en la oscuridad recordando Eutopía y a todos mis amigos y aNikimiamor.»

Se dio cuenta vagamente de que había abandonado el bosque de pinos y se encontraba en un segundo bosque de hayas. La luz doraba sus hojas y acariciaba los esbeltos troncos blancos. ¿Y qué era ese gruñido ante él?

Se detuvo. Podía haber todavía alguna posibilidad. Estaba al borde del colapso; pero el organismo posee una reserva a la que el hombre plenamente integrado puede apelar. Eliminó el sonido de los perros de su conciencia, sus dolores y su agotamiento. Inspiró bocanada tras bocanada de aire, todo tranquilidad y pureza, visualizando los átomos de oxígeno que penetraban a través de sus agotados tejidos. Hizo que los latidos de su corazón disminuyeran su ritmo, el pulso se hiciera más pausado; tensó y relajó los músculos hasta que cada uno de ellos funcionó de nuevo suavemente; el dolor dejó de alimentarse de sí mismo y desapareció; la desesperación cedió su lugar a la calma y al cálculo. Siguió adelante.

Las tierras cultivadas se extendían hacia el sur ante él, su joven grano germinando esplendorosamente a la luz de los últimos dorados rayos del sol que le llegaban del oeste. No lejos de él había un grupo de edificios como granjas, largos, bajos, y de techos puntiagudos. El humo de la chimenea manchaba el cielo. Pero sus ojos se fijaron primero en el hombre que estaba cerca de ellos. Estaba cultivando los campos con un tractor. Aunque el motor dieléctrico había sido inventado en este mundo, su uso aún no se había extendido tan al norte, y los humos de la gasolina irritaron el olfato de Iason. Siempre había pensado que aquel hedor era una de las peores abominaciones de América —¡esa porqueriza a la que llamaban Los Ángeles!—, pero ahora le parecía delicioso y vivificante, porque significaba esperanza.

El conductor le vio, se detuvo, y blandió un rifle. Iason avanzó con las palmas de sus manos alzadas, en signo de paz. El conductor se relajó. Era un típico magiar: rechoncho, de pómulos salientes, la barba trenzada, su túnica bordada con vivos colores. «¿Así pues, he cruzado la frontera! —exultó Iason—. ¡Estoy fuera de Norland y en el voivodaío de Dakoty!»

Antes de enviarle ahí, los antropólogos del Instituto de Investigaciones Paracrónicas le habían inculcado naturalmente de forma electroquímica las principales lenguas de Westfall. (Lástima que no hubieran sido más cuidadosos enseñándole las costumbres. Pero había sido reclutado apresuradamente para el puesto de Norlandia tras la muerte accidental de Megasthenes; y se suponía que su experiencia en América le proporcionaba calificaciones especiales para esta historia, que era también no alejandrina; y, en realidad, el objetivo principal de las misiones como aquella era precisamente aprender en qué formas variaban entre sí las sociedades de las distintas Tierras.) Formó las palabras ural-altaicas con facilidad.

—Mis saludos. Vengo como suplicante.

El granjero permanecía sentado inmóvil, tenso, mirándole y escuchando a los perros a lo lejos en el bosque. Su rifle estaba dispuesto.

—¿Eres un fuera de la ley? —preguntó.

—No en este reino, hombre libre. —(De nuevo otro nombre y concepto para «ciudadano».)—. Era un pacífico comerciante de la Madre Patria, visitando al Legislador Ottar Thorkelsson en Ernvik. Su ira cayó sobre mí, tan grande que rompió la sagrada hospitalidad e intentó robarme la vida a mí, su huésped. Ahora sus cazadores están tras mi rastro. Puedes oírles en la lejanía.

—¿Norlandeses? Pero esto es Dakoty.

Iason asintió. Dejó asomar sus dientes en una sonrisa que dividió en dos su sucio y polvoriento rostro.

—Exacto. Han entrado en vuestro país sin siquiera pediros autorización. Si tú no haces nada, entrarán en tus dominios y me matarán, a mí que te pido ayuda.

El granjero sopesó su arma.

—¿Cómo sé que dices la verdad?

—Llévame al voivode —dijo Iason—. Así defenderás a la vez la ley y tu honor. —Muy cuidadosamente, desenfundó su pistola y se la tendió, la culata por delante—. Seré tu deudor eterno.

Duda, miedo e irritación se alternaron en el rostro del hombre sobre el tractor. No tomó el arma. Iason aguardó. «Si le he interpretado bien, he ganado varias horas de vida. Quizá más. Eso dependerá del voivode. Mi única oportunidad es utilizar su propia barbarie… su división en pequeños estados, su loca idea del honor, su fetichismo hacia la propiedad y la intimidad… para sujetarles.»

«Si fracaso, entonces moriré como un hombre civilizado. Eso no podrán quitármelo.»

—Los perros te han olido. Estarán aquí antes de que podamos escapar—dijo el magiar, inquieto.

El alivio hizo tambalearse a Iason. Luchó por dominarse y dijo:

—Podemos hacernos cargo de ellos durante un tiempo. Dame algo de gasolina.

—¡Oh… eso! —El otro hombre se echó a reír, y saltó al suelo—. Bien pensado, extranjero. Y gracias. La vida ha sido muy aburrida por aquí desde hace demasiados años.

Tenía en su vehículo un bidón de carburante de reserva. Lo transportaron durante un considerable trecho a lo largo del camino por el que Iason había venido, regando suelo y árboles. Si eso no desviaba a la jauría, nada lo haría.

—¡Ahora apresúrate! —le urgió el magiar, echando a correr.

Las dependencias de su granja estaban edificadas en torno a un patio abierto. Suaves olores a heno y a ganado brotaban de los establos. Varios niños llegaron corriendo para verles. La mujer les gritó que volvieran dentro, tomó el rifle de su marido y montó guardia en la puerta sin apenas cambiar de expresión.

Su casa era sólida, amplia, estéticamente agradable si uno podía aceptar los tapices chillones y las columnas pintadas. Sobre la chimenea había una hornacina para el altar familiar. Aunque la mayoría de los habitantes de Westfall habían dejado los mitos muy atrás, esos campesinos parecían seguir adorando al Triple Dios Odín-Atila-Manitú. Pero el hombre se dirigió hacia un sofisticado radiófono.

—No tengo ninguna aeronave —dijo—, pero puedo conseguir una.

Iason se sentó para aguardar. Una muchacha se le acercó tímidamente con una jarra de cerveza y una loncha de queso puesta sobre una rebanada de pan moreno.

—Sé nuestro huésped santificado —dijo.

—Que mi sangre sea la vuestra —respondió Iason según la costumbre.

Consiguió tomar la comida y no devorarla como un lobo. El granjero regresó.

—Unos minutos más —dijo—. Soy Arpad, hijo de Kalman.

—Iason Philippou.

Le pareció que sería un error dar un falso nombre. La mano que estrechó era dura y cálida.

—¿Qué es lo que has hecho para caer en desgracia ante el viejo Ottar? —preguntó Arpad.

—Fui engañado —-dijo Iason amargamente—. Viendo lo libres que eran las mujeres no comprometidas…

—Oh, claro. Son unos libidinosos, esos danskar. Casi tan desvergonzados como los tyrkers. —Arpad tomó una pipa y una bolsa de tabaco de un estante—. ¿Fumas?

—No, gracias.

«No nos degradamos con drogas en Eutopía.»

Los perros estaban cerca. Sus ladridos se convirtieron en gañidos desconcertados. Los cuernos resonaron. Arpad cargó su pipa tan fríamente como si aquello fuera una diversión.

—¡Cómo deben de estar maldiciendo! —sonrió—. Tengo que reconocer que los danskar son poetas, incluso en sus maldiciones. Y hombres valientes, lo admito. Fui a sus posesiones hace diez años, cuando el voivode Bela envió a gente a ayudarles tras las inundaciones que sufrieron. Les vi reír mientras luchaban contras las desencadenadas aguas. Y también nos proporcionaron duros momentos durante las viejas guerras.

—¿Crees que habrá nuevamente guerras? —preguntó Iason. Lo que más deseaba era evitar hablar de sus propios problemas. No estaba seguro de cómo podía reaccionar su anfitrión.

—No en Westfall. Hay demasiado trabajo que hacer. Si la sangre joven no se enfría lo suficiente con un duelo de vez en cuando, entonces siempre les queda el recurso de hacerse mercenarios entre los bárbaros al otro lado del mar. O bien los planetas. Mi chico mayor sueña con ir allí.

Iason recordó que varios reinos más al sur estaban reuniendo sus recursos para misiones astronáuticas. Hallándose aproximadamente en el mismo nivel tecnológico que la historia americana, y no necesitando mantener enormes programas militares o sociales, habían instalado una base en la Luna y enviado expediciones a Ares. A su debido tiempo, suponía, conseguirían hacer lo que los helenos habían hecho hacía mil años, convertir Afrodita en una nueva Tierra. (Tero tendrían entonces una auténtica civilización… serían hombres racionales en una sociedad racionalmente planificada? Desanimadamente, lo dudaba.

Un retumbar en el exterior hizo saltar a Arpad sobre sus pies.

—Es tu vehículo —dijo—. Será mejor que te vayas. Caballo Rojo te conducirá a Varady.

—Los danskar llegarán seguramente muy pronto —se preocupó Iason.

—Dejémosles que vengan —se alzó de hombros Arpad—. Avisaré a los vecinos, y ellos no son tan estúpidos como para no saber que voy a hacerlo. Mantendremos un combate dialéctico, y luego les ordenaré que abandonen mis tierras. Adiós, amigo.

—Yo… me gustaría poder pagarte tus bondades.

—¡Bah! Ha sido divertido. Y me has dado también una oportunidad de ser un hombre ante mis hijos.

Iason salió. La aeronave era un helicóptero —aquí aún no habían descubierto la gravítica— pilotado por un joven autóctono taciturno. Explicó que era un criador de ganado, y que llevaba al extranjero menos por hacerle un favor a Arpad que para darles una respuesta a la imprudencia de los norlandeses de entrar en Dakoty sin permiso, Iason se sintió feliz de no tener que entablar una conversación.

El aparato se elevó en vertical. Mientras tomaba rumbo al sur vio racimos de caseríos, la edificación ocasional de algún magnate, y aparte eso tan sólo feraces llanuras ondulantes. La población era mantenida dentro de las posesions familiares, tanto en Westfall como en Eutopía. Pero no porque supieran que los hombres necesitaban espacio y aire puro, pensó Iason. No, actuaban por egoísmo, en bien de la familia materializada. Un padre no deseaba tener que dividir sus posesiones entre varios hijos.

El sol se puso, y una luna casi llena ascendió por el cielo, enorme y del color de una calabaza, desde el horizonte oriental del mundo, Iason se reclinó en su asiento, sintiendo en sus huesos el palpitar del motor, casi saboreando su cansancio, y observó. No era visible el menor signo de la base lunar. Debería regresar a casa antes de poder ver la luna resplandeciendo llena de ciudades.

Y su casa estaba más que infinitamente lejos. Podría viajar hasta la más lejana de aquellas estrellas que empezaban a parpadear contra el crepúsculo púrpura —si fuera posible superar la velocidad de la luz— sin hallar Eutopía. Estaba separada de aquel lugar por las dimensiones y por el destino. Nada excepto los campos de desviación de un paracronión podrían llevarle a través de las líneas del tiempo hasta los suyos.

Pensó en los porqués. Era una especulación vacía, pero su cansado cerebro hallaba alivio en la puerilidad. ¿Por qué había querido Dios que el tiempo pasara y volviera a pasar, enorme, sombrío, albergando universos como los yggdrasil de la leyenda danskar? ¿Era a fin de que el hombre pudiera realizar todas las potencialidades que había en él?

Seguramente no. Muchos de ellos eran un horror absoluto.

Supongamos que Alejandro el Magno no se recuperó de la fiebre que se abatió sobre él en Babilonia. Supongamos que, en vez de ser un hombre moderado que pasó el resto de su larga vida afirmando los cimientos de su imperio… supongamos que simplemente murió.

Bien, esto ocurrió, y probablemente en más historias que en las que no murió. Aquí el imperio se desmoronó en salvajes guerras de sucesión. La Hélade y el Oriente se separaron. La naciente ciencia se sumió en la metafísica, finalmente incluso en el misticismo. Un convulsionado mundo mediterráneo cayó en manos de los romanos: fríos, crueles, sin creatividad, proclamando ser los herederos de la Hélade pese a que habían destruido Corinto. Un profeta judío herético fundó un culto misterioso que cobró raíces por todas partes, porque los hombres desesperaban de sus vidas. Y ese culto ignoraba la palabra tolerancia. Sus sacerdotes negaban todas las manifestaciones de Dios excepto una; talaron los bosquecillos sagrados, retiraron de las casas los humildes ídolos, y martirizaron a los últimos hombres cuyas almas eran libres.

«Oh, sí —pensó Iason—, a su debido tiempo perdieron su poder. La ciencia pudo renacer, casi dos milenios más tarde que entre nosotros. Pero el veneno permanecía: la idea de que el hombre debe conformarse no sólo en su comportamiento sino también en sus creencias. Ahora, en América, a eso le llaman totalitarismo. Y debido a ello, los cohetes nucleares han sido incubados en una pesadilla.

»Odio esta historia, su suciedad, su derroche, su fealdad, sus restricciones, su hipocresía, su locura. Nunca tendré una tarea más dura que cuando tuve que pretender ser un americano a fin de ver desde dentro cómo creían ordenar sus vidas. Pero esta noche… Siento piedad por ti, pobre mundo violado. No sé si desear tu pronta muerte, como probablemente ocurrirá, o esperar que algún día tus descendientes puedan luchar para conseguir lo que nosotros hemos conseguido hace más de una era.

»Tuvieron más suerte aquí, debo admitirlo. El cristianismo cayó ante los asaltos de los árabes, vikingos y magiares. Después, el imperio islámico se suicidó en guerras civiles, y los bárbaros de Europa pudieron abrirse camino a su comodidad. Cuando cruzaron el Atlántico, hace un millar de años, no tenían el poder de cometer genocidio con los nativos; tuvieron que llegar a un acuerdo. No tenían industria, entonces, para destripar el hemisferio; forzosamente se vieron obligados a conquistar esta tierra lentamente, tomándola como un hombre toma a su recién desposada.

»Pero estos enormes bosques sombríos, esas tristes praderas, esos despoblados desiertos y montañas por donde pululan las cabras monteses… todo eso entró en sus almas. Seguirán siendo, inevitablemente y por siempre, unos salvajes.»

Suspiró, se reclinó, e intentó dormir. Niki pobló sus sueños.

Allá donde una catarata señalaba el principio de la navegación de ese gran río conocido variadamente como el Zeus, el Mississippi y el Longflood, un pueblo básicamente agrícola que no había desarrollado el transporte aéreo tanto como en Eutopía edificaría seguramente una ciudad. El comercio y la potencia militar trajeron consigo el gobierno, el arte, la ciencia y la educación. Varady albergaba a unas cien mil personas o así —no existían censos en Westfall—, cuyas casas abocadas hacia el interior rodeaban las torres del castillo del voivode. Despertándose, Iason salió a su balcón y oyó el rumor del tráfico. Más allá de los techos se alzaban las murallas defensivas. Se preguntó si una paz fundada en el equilibrio del poder entre pequeños estados podría durar.

Pero la mañana era demasiado fresca y resplandeciente para tales reflexiones. Allí estaba él, a salvo, limpio y descansado. Había habido poca conversación cuando llegó. Viendo las condiciones del fugitivo que le traían solicitando asilo, Bela Zsolt le había hecho servir la cena y lo había enviado a la cama.

«Pronto conferenciaremos —comprendía Iason—, y tendré que ser muy cuidadoso si quiero seguir viviendo.» Pero la salud que le había sido restituida era tan fuerte que no sentía la necesidad de suprimir las preocupaciones.

Una campanilla sonó en la habitación. Volvió a entrar en la estancia, que era espaciosa y aireada pese a estar demasiado ornamentada. Recordando que la costumbre desaprobaba la desnudez, se envolvió en una ropa de colores chillones con un dibujo en zigzag.

—Sean bienvenidos —dijo en magiar.

La puerta se abrió y una mujer joven entró con su desayuno.

—Buena suerte para ti, oh huésped —dijo con un pronunciado acento; era una tyrker, y llevaba todavía el atuendo bordado y orlado de su pueblo—. ¿Has dormido bien?

—Como Coyote tras una travesura —rió él.

Ella le devolvió la sonrisa, complacida de su alusión, y preparó la mesa. Luego se sentó ante él. Los huéspedes no debían comer solos, Iason encontró el venado más bien fuerte a aquella temprana hora del día, pero el café era delicioso y la muchacha charlaba encantadoramente. Estaba empleada como doncella, le dijo, y así ahorraba dinero para su dote cuando regresara a su país cherokee.

¿Me recibirá el voivode? —preguntó Iason cuando hubieron terminado.

—Te aguarda cuando tú desees. —Sus pestañas aletearon—. Pero no tenemos prisa.

Empezó a soltar su cinturón.

Una hospitalidad tan espléndida debía de ser el resultado de una superposición de costumbres, los hábitos libertinos de los danskar y los aún más libres de los tyrker influenciando a los austeros magiares, Iason se sintió casi como si estuviera en casa, en un mundo donde los individuos daban y recibían mutuamente placer cuando les apetecía. Se sintió tentado… aquella frente amplia y lisa le recordaba a Niki. Pero no. Tenía poco tiempo. A menos que estableciera firmemente su posición antes de que Ottar pensara en llamar a Bela, estaría atrapado.

Se inclinó sobre la mesa y palmeó una pequeña mano.

—Te lo agradezco, encanto —dijo—, pero he hecho votos.

Ella aceptó la respuesta tan naturalmente como había hecho la pregunta. Este mundo, que tenía los medios de unificarse, prefería permanecer deliberadamente separado en fragmentos de culturas separadas. Algo de su alienación volvió a él mientras la contemplaba cimbrearse cruzando la puerta. Porque tan sólo había captado un pequeño destello de libertad. La vida en Westfall seguía siendo un laberinto de tradiciones, modales, leyes y tabúes.

Lo cual había estado a punto de costarle la vida, pensó; y aún podía costársela. ¡Era mejor apresurarse!

Se enfundó rápidamente las ropas que habían dispuesto para él, y buscó su camino por los largos corredores de piedra. Otra sirvienta le dirigió hacia el trono del voivode. Había varias personas aguardando fuera para hacer oír sus quejas o pedir que fueran enjuiciadas sus disputas. Pero cuando se anunció, Iason fue introducido inmediatamente.

La sala en la que entró se hallaba en la parte más antigua del edificio. Columnas de madera cuarteadas por la edad, grotescamente talladas con dioses y héroes, sostenían una techo bajo. Un fuego excavado en el suelo lanzaba volutas de humo hacia un orificio; dentro quedaba el suficiente como para que los ojos de Iason empezaran a escocerle. Hubieran podido proporcionarle muy fácilmente una oficina más moderna a su magistrado en jefe, pensó… pero no; puesto que sus antepasados habían emitido sus juicios en esta perrera, él también debía hacerlo.

La luz que se filtraba por las estrechas ventanas rozaba los angulosos rasgos de Bela y se perdía entre las sombras. El voivode era grueso y de pelo gris; sus facciones hablaban de una considerable mezcla de cromosomas tyrker. Permanecía sentado en un trono de madera, su cuerpo envuelto en una manta, su cabeza llena de cuernos y plumas. Su mano izquierda sostenía un cetro adornado con una cola de caballo, y un sable desnudo estaba apoyado cruzando sus rodillas.

—Bienvenido, Iason Philippou —dijo gravemente. Señaló un taburete—. Siéntate.

—Doy gracias a mi señor.

El eutopiano recordó cómo su propio pueblo había prescindido de los títulos.

—¿Estás preparado para decir la verdad?

—Sí.

—Bien. —Bruscamente su silueta se relajó, cruzó las piernas y extrajo un cigarro de debajo de la manta—. ¿Fumas? ¿No? Bien, yo sí. —Una sonrisa frunció el correoso rostro, llenándolo de arrugas—. Siendo como eres un extranjero, no necesito seguir manteniendo esa maldita ceremonia.

Iason intentó responder de la misma forma.

—Es un alivio. No tenemos mucha en la República Peloponesa.

—Tu país natal, Oeh? He oído que las cosas no van demasiado bien por allí.

—No. Mi patria se está haciendo vieja. Miramos hacia Westfall para nuestro futuro.

—Dijiste la pasada noche que habías venido a Norlandia como comerciante.

—Para negociar un acuerdo comercial. —Iason deseaba mantenerse tan ajustadamente a su historia tapadera como fuera posible. Uno no podía contarles a las distintas historias que los helenos habían inventado el paracronión. Además de cambiar todas las condiciones que deseaban estudiar, sería demasiado cruel dejar que los hombres supieran que otros hombres vivían en la perfección—. Mi país está interesado en comprar madera y pieles.

—Hum. De modo que Ottar te invitó a quedarte a su lado. Puedo comprender por qué. No tenemos muchas ocasiones de recibir a personas procedentes de nuestra Madre Patria. Pero un día quiso arrebatarte tu sangre. ¿Qué ocurrió?

Iason podía haberse refugiado en el derecho a la intimidad, pero eso no hubiera sentado bien. Y una mentira completa sería peligrosa; ante aquel trono, uno estaba automáticamente bajo juramento.

—En una cierta medida, sin lugar a dudas, la falta fue mía —dijo—. Uno de los miembros de su familia, casi adulto, se sintió atraído hacia mí y… llevo mucho tiempo alejado de mi esposa, y todo el mundo me había dicho que los danskar eran partidarios de la libertad antes del matrimonio, y… bien, no quería causar ningún daño. Simplemente alenté… Pero Ottar lo descubrió, y me desafió.

¿Por qué no te enfrentaste a él?

Era inútil decir que un hombre civilizado no se enzarza en una lucha violenta cuando existe alguna otra alternativa.

—Considera, mi señor —dijo Iason—. Si perdía, estaría muerto. Si ganaba, este sería el final del proyecto de mi compañía. Los Ottarson nunca me hubieran perdonado, 6no? Como mínimo, nos hubieran barrido de sus tierras. Y los peloponesos necesitamos esa madera. Pensé que lo mejor que podía hacer era escapar. Más tarde mis asociados podrían desacreditarme ante Norlandia.

—Hummm…, un extraño razonamiento. Pero eres leal, de todos modos. 0Qué quieres de mí?

—Sólo un salvoconducto hasta… Steinvik. —Iason estuvo a punto de decir «Neathenai». Refrenó su vehemencia—. Tenemos un factor allí, y una nave.

Bela lanzó una bocanada de humo por la boca y frunció el ceño a la resplandeciente punta del cigarro.

—Me gustaría saber por qué Ottar se irritó tanto. No parece propio de él. Aunque supongo que cuando la hija de un hombre se halla implicada en el asunto, las cosas resultan algo distintas. —Se inclinó hacia delante—. En lo que a mí respecta —dijo con voz dura—, lo más importante es que esos norlandeses armados cruzaron mis fronteras sin solicitar permiso.

—Una grave violación de vuestros derechos, ciertamente. Bela pronunció una obscenidad de criador de caballos.

—Tú no comprendes. Las fronteras no son sagradas porque Atila lo quiera, digan lo que digan los chamanes. Son sagradas porque son la única forma de mantener la paz. Si no me irrito abiertamente por esta violación, y castigo a Ottar por ella, algún cabezacaliente puede sentirse tentado algún día; y en la actualidad todo el mundo posee armas nucleares.

—¡No deseo ser la causa de ninguna guerra! —exclamó Iason, alarmado—. ¡Antes envíame de vuelta a él!

—Oh, no, no digas tonterías. El castigo de Ottar será que le negaré su venganza, sin tener en cuenta los derechos o errores de tu caso. Tendrá que tragarse eso.

Bela se alzó. Colocó su cigarro en un cenicero, levantó el sable, e inmediatamente pareció transfigurado. Un dios pagano hubiera podido hablar por su boca:

—A partir de ahora, Iason Philippou, tu persona será sagrada en Dakoty. Mientras permanezcas dentro de nuestros límites, el daño que te hagan es como si me lo hicieran a mí, a mi casa y a mi gente. ¡Que los Tres me protejan!

Su autocontrol cedió. Iason se arrodilló y balbuceó su agradecimiento.

—Ya basta —gruñó Bela—. Arreglemos las cosas para tu traslado tan rápido como sea posible. Te enviaré por aire, con un escuadrón militar. Pero, por supuesto, necesitaré el permiso de los reinos que tengas que cruzar. Eso tomará tiempo. Vuelve a tus habitaciones, descansa, te mandaré llamar cuando todo esté preparado.

Iason salió de la estancia, aún estremeciéndose.

Pasó un par de agradables horas vagabundeando por el castillo y sus patios. Los jóvenes de la corte de Bela se sentían ansiosos de exhibirse ante un representante de la Madre Patria. Tuvo que admirar el pintoresquismo de su forma de cabalgar, sus torneos, sus concursos de tiro y sus desafíos intelectuales; algo en su interior se emocionó cuando escuchó los relatos de los viajes por las llanuras y los bosques y por el río hacia la fabulosa metrópoli de Unnborg; el canto de un bardo despertó glorias que emocionaban más profundamente que lo que contaba la historia, llegando hasta los instintos del hombre, el mono asesino.

«Pero estas son precisamente las brillantes tentaciones a las que hemos vuelto la espalda en Eutopía. Porque nosotros negamos que seamos monos. Somos hombres que pueden razonar. En eso reside nuestra humanidad.

»Estoy volviendo a casa. Estoy volviendo a casa. Estoy volviendo a casa.»

Un sirviente palmeó su brazo.

—El voivode desea verte.

Había un asomo de miedo en su voz.

Iason se apresuró a regresar. ¿Qué había ido mal? No fue conducido a la sala con el alto trono. En vez de ello, Bela lo aguardaba en un parapeto. Dos hombres de armas se mantenían firmes tras él, los rostros inexpresivos bajo los emplumados cascos.

El día y la brisa eran una burla en los ojos de Bela. Escupió a los pies de Bela.

—Ottar me ha llamado —dijo.

—Yo… Él ha dicho…

—Y yo que creía que lo único que intentabas era llevarte a una muchacha a la cama. ¡No que pretendieras destruir la casa que te había acogido!

—Mi señor…

—No temas nada. Me has arrancado una promesa. Ahora deberé pasar años intentando compensar a Ottar por haberle defraudado.

—Pero…

«¡Calma! ¡Calma! Tenías que haberte esperado esto.»

—No viajarás en un aparato de guerra. Tendrás tu escolta, sí. Pero la máquina que te lleve será quemada inmediatamente después. Ahora ve a esperar junto a los establos, cerca del montón de estiércol, hasta que estemos dispuestos.

—No pretendía hacer ningún daño —protestó Iason—. Yo no sabía.

—Lleváoslo antes de que lo mate —ordenó Bela.

Steinvik era vieja. Aquellas estrechas calles adoquinadas, aquellas sombrías casas, habían visto las naves dragón. Pero el mismo viento soplaba del Atlántico, salado y fresco, para apartar de Iason los últimos vestigios de aquel dolor que lo había seguido en su viaje hasta allí. Anduvo silbando por entre la multitud.

Un hombre de Westfall, o de América, hubiera vuelto con las orejas gachas. ¿Acaso no había fracasado? ¿ Acaso no tendría que ser reemplazado por alguien cuya historia falsa no mencionara la Hélade? Pero en Eutopía todo se miraba con miradas serenas. Su fracaso era debido a un error honesto: un error que no hubiera cometido si hubiera sido adiestrado más cuidadosamente antes de ser enviado. Uno aprende a través del error.

El recuerdo de la gente de Ernvik y Varady —generosa, alegre, una gente cuya amistad le hubiera gustado poder conservar— le atormentó un poco. Pero también dejó aquello de lado. Eran otros mundos, una infinidad de ellos.

Una enseña crujía al viento. La Hermandad de Hunyadi e Ivar, Armadores. Un buen camuflaje aquel, en una ciudad donde una de cada dos empresas estaba consagrada al mar. Corrió hasta el segundo piso. Los escalones crujieron bajo sus botas.

Abrió la palma de su mano ante un mapa en la pared. Un rastreador oculto identificó sus huellas dactilares, y una puerta oculta se abrió. La habitación al otro lado estaba decorada a la moda local. Pero sus hermosas proporciones hablaban del hogar; y una estatuilla de Niki extendía sus alas sobre una estantería.

«Niki… Niki… ¡Vuelvo a ti!» Su corazón estaba desbocado.

Daimonax Aristides alzó la vista desde su escritorio. A veces Iason se preguntaba si había algo en el mundo que pudiera hacer perder la calma a aquel hombre.

—¡Alegrémonos! —rugió su profunda voz—. ¿Qué es lo que te trae aquí?

—Malas noticias, me temo.

—¿Sí? Tu actitud sugiere que el asunto no es catastrófico. —Daimonax abandonó su silla, se dirigió al gabinete de las bebidas, llenó un par de sencillos y hermosos vasos con vino, y se relajó en un diván—. Ven, cuéntame.

Iason se le unió.

—Sin saberlo —dijo—, violé lo que parece ser un tabú primario. Tuve suerte de salir con vida de ello.

—Oh. —Daimonax se acarició la barba color gris acero—. No es la primera vez que ocurre, y tampoco será la última. Tanteamos nuestro camino hacia el conocimiento, pero la realidad siempre nos sorprenderá… Bien, felicitaciones por salvar la piel. No me hubiera gustado tener que llorarte.

Solemnemente, derramaron una libación antes de beber. El hombre racional reconoce su propia necesidad de ceremonial; Oy por qué no satisfacerla observando los ritos de un antiguo mito? Además, el suelo era a prueba de manchas.

—¿Estás preparado para informar? —preguntó Daimonax.

—Sí. He ordenado los datos en mi cabeza en mi viaje hasta aquí. Daimonax conectó una grabadora, pronunció algunas palabras de catalogación, y dijo:

—Adelante.

Iason se felicitó por haber preparado tan bien su informe: claro, franco y completo. Pero mientras hablaba, pese a su voluntad, sus experiencias volvieron a él, no a su cerebro sino a sus entrañas. Vio las olas brillar en el mayor de los Pentalimne; recorrió los salones del castillo de Ernvik con el orgulloso y maravilloso joven Leif; se enfrentó a un Ottar convertido en animal; huyó de su encierro dominando a un guardia y haciendo una derivación en los controles de un coche con dedos temblorosos; escapó por una carretera desierta y se tambaleó en mitad de un vacío bosque; Bela escupió a sus pies y su triunfo no fue de pronto más que cenizas. Finalmente, no pudo contenerse:

¿Por qué no fui informado? Hubiera tenido más cuidado. Pero ellos decían que eran gente libre y sana, antes del matrimonio al menos. ¿Cómo podía saberlo?

—Fue un olvido —admitió Daimonax—. Pero hemos estado apartados de esto durante tanto tiempo que aún tendemos a dar demasiadas cosas por sabidas.

¿Por qué estamos aquí? ¿Qué es lo que tenemos que aprender de esos bárbaros? Con un infinito que explorar, ¿por qué estamos malgastándonos en el segundo de los mundos más horribles que hemos encontrado?

Daimonax detuvo la grabadora. Durante un rato se produjo un silencio entre los dos hombres. Sonaban ruedas fuera, risas, y las estrofas de una canción penetraron por una ventana; el océano resplandecía bajo el sol poniente.

—¿Tú no lo sabes? —preguntó finalmente Daimonax, con suavidad.

—Bueno… El interés científico, por supuesto… —Iason tragó saliva—. Lo siento. El Instituto trabaja en base a sólidas razones. En la historia americana estamos observando formas en que el hombre puede equivocarse. Esto cuenta también, supongo.

Daimonax agitó la cabeza.

—No.

—¿Qué?

—Estamos aprendiendo algo demasiado precioso como para que lo abandonemos—dijo Daimonax—. La lección es humillante, pero nuestra maravillosa Eutopía necesita algo de humildad. Vosotros no sois conscientes de ello, porque hasta ahora no poseemos todavía datos suficientes como para hacer pública ninguna conclusión. Y además, tú eres nuevo en la profesión, y tu primera misión fue en otro tiempo. Pero entiende, tenemos excelentes razones para creer que Westfall es también el Buen País.

—Imposible —murmuró Iason. Daimonax sonrió y tomó un sorbo de vino.

—Piensa —dijo—. ¿Qué es lo que necesita un hombre? En primer lugar, las necesidades biológicas: comida, abrigo, medicinas, sexo, un entorno sano y razonablemente seguro donde educar a sus hijos. Segundo, la necesidad exclusivamente humana de esforzarse, aprender, crear. Bien, ¿no tienen todas esas cosas aquí?

—Uno podría decir lo mismo de cualquier tribu de la Edad de la Piedra. No puedes igualar el contentamiento con la felicidad.

—Por supuesto que no. ¿Pero no crees que nuestra ordenada, unificada, planificada Eutopía es el país de los borregos? Hemos terminado con todos los conflictos, hasta el conflicto del hombre con su propia alma; hemos dominado los planetas; las estrellas están demasiado distantes; si el Dios no hubiera sido tan bueno como para hacer posible el paracronión, ¿qué nos hubiera quedado?

—¿Quieres decir…? —Iason buscó las palabras. Se recordó a sí mismo que no era sano ampararse en una simple afirmación, por escandalosa que fuera—. ¿Quieres decir que sin lucha, espíritu de clan, supersticiones, rituales y tabúes… el hombre no tiene nada?

—Más o menos sí. La sociedad necesita estructura y significado. Pero la naturaleza no dicta qué estructura ni qué significado. Nuestro racionalismo es una elección irracional. Nuestro alejamiento de todo lo que es puramente animal en nosotros es simplemente otro tabú. Podemos amar a placer, pero no odiar a placer. ¿Somos así más libres que los hombres de Westfall?

—¡Pero seguramente algunas culturas son mejores que otras!

—Nunca he negado eso —dijo Daimonax—. Sólo señalo que cada una de ellas tiene su precio. Nosotros pagamos mucho por lo que disfrutamos en casa. No nos permitimos el menor pensamiento irreflexivo, nada que sea impulsivo. Excluyendo el peligro y las dificultades de la vida, eliminando las distinciones entre los hombres, no dejamos esperanza de victoria. Peor aún, quizá: nos hemos convertido en individualidades puras. No pertenecemos a nadie. Nuestra única obligación es negativa, no forzar a ninguna otra individualidad. El estado, es decir, una organización fabricada artificialmente, un mecanismo sin rostro ni exigencias, se preocupa de todas las necesidades y de todos los conflictos. ¿Dónde está la lealtad hasta la muerte? ¿ Dónde está la intimidad de una vida enteramente compartida? Jugamos en las ceremonias, pero puesto que sabemos que son gestos arbitrarios, ¿cuál es su valor? Puesto que hemos hecho de nuestro mundo uno, ¿dónde están el color y el contraste, dónde el orgullo de ser particularmente nosotros mismos?

»En cambio esa gente de Westfall, con todas sus carencias, saben lo que son, quiénes son, a quién pertenecen y quién les pertenece. La tradición no está enterrada en libros sino que forma parte de la vida; y así sus muertos permanecen con ellos en los recuerdos afectuosos. Sus problemas son reales; en consecuencia, sus éxitos son reales. Creen en sus ritos. La familia, el reino, la raza, es algo por lo que vivir y morir. Utilizan menos sus cerebros, quizá, aunque no estoy seguro de ello, pero utilizan sus nervios, glándulas, músculos, mucho más. De modo que conocen un aspecto de la condición humana que nuestro cuidadoso mundo se ha negado a sí mismo.

»Si han conservado esto mientras creaban una ciencia y una tecnología mecánica, ¿no debemos intentar aprender de ellos?

Iason no supo qué responder.

Finalmente, Daimonax dijo que sería mejor que regresara a Eutopía. Tras unas vacaciones, podría ser reasignado a alguna historia con la que pudiera congeniar más. Se despidieron amigablemente.

El paracronión zumbaba. Las energías pulsaban entre los universos. La puerta se abrió, e Iason la cruzó.

Entró en una columnata barnizada. La blanca Neathenai se extendía graciosa y serena hasta el borde del agua. El hombre que lo recibió era un filósofo. Una túnica decente y unas sandalias estaban preparadas para él. En alguna parte sonaba una lira.

La alegría hizo temblar a Iason. Leif Ottarson desapareció de su memoria. Sólo había sido tentado en su soledad por un ligero parecido con su amor. Ahora estaba en casa. Y Niki lo estaba aguardando. Nikias Demostheneou, el más hermoso y encantador de los muchachos.

FIN