Tras la boda de su hija Katerina, el comisario Kostas Jaritos decide tomarse unos días de descanso y viajar con Adrianí, su temperamental mujer, a Estambul, ciudad estrechamente relacionada con la historia de Grecia. Así pues, mezclado con cientos de turistas, Jaritos se lanza a admirar iglesias, mezquitas y palacios mientras degusta la gastronomía del lugar y discute no sólo con su mujer sino también con los miembros del grupo con el que viaja. Sin embargo, todo se tuerce cuando algo aparentemente tan nimio como la desaparición de una anciana en un pueblo de Grecia se convierte de pronto en un caso de asesinato, pues informan a Jaritos de que han encontrado muerto a un pariente de esa anciana… y de que ésta se dirige a Estambul. Jaritos tendrá que trabajar codo con codo con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo que protagonizaron en 1955, permanecen en la ciudad.

Petros Márkaris

Muerte en Estambul

Nº 6 Serie Comisario Kostas Jaritos

En memoria

de la verdadera María Jámbena,

que nos crió.

Agradecimientos

Quisiera darle las gracias a mi amiga Alki Zei, por una historia que me contó hace tiempo. También a mi amigo el doctor Hasmet Pamuk, por sus utilísimas informaciones sobre Kerasunda y la región del Mar Negro.

Agradezco a mi amigo el actor Ieroklis Mijailidis su consejo para el último capítulo de la novela. Y, finalmente, quiero darle las gracias al escritor Stamatis E. Dagdelenis por permitirme utilizar su apellido en la novela.

…mucho me han asediado desde mi juventud,

pero no pudieron vencerme.

Sobre mi espalda araron los labradores

trazando largos surcos.

Salmo 129

Capítulo 1

La Virgen me contempla desde las alturas con expresión severa, casi reprensora. Eso me parece, aunque podría ser mi impresión o un exaltado complejo grecocristiano. ¿Por qué iba a fijarse en mí la madre de Dios?

Ella contempla a su rebaño, que se apelotona en el pórtico inmenso. Y por pura casualidad me encuentro yo entre ellos, con mi esposa y un hatajo de turistas atenienses.

– El mosaico de la Virgen con el Niño data del 867 y es el más antiguo de cuantos se conservan. -La voz de la guía turística me devuelve al presente-. Fue elaborado hacia el final del periodo iconoclasta.

– Gracias, Señor, por haberme permitido verlo -susurra a mi lado Adrianí y se santigua mientras concluye-: Santa María, madre de Dios, escucha mi plegaria. -Yo sé por qué reza, pero prefiero no remover el asunto.

– La altura de la cúpula de Santa Sofía es de cincuenta y cinco metros con sesenta centímetros -suena de nuevo la voz de la guía-. Su diámetro de norte a sur es algo más corto que el diámetro de este a oeste. Allí donde se puede apreciar el texto árabe, en torno a los radios más pequeños, estaba el mosaico del Pantocrátor. El texto árabe, añadido en el siglo XVIII, corresponde al primer versículo del Corán.

En la gran cúpula central, desde el punto que señala la guía, los mosaicos se expanden en franjas que terminan delante de pequeñas ventanas iluminadas por el sol.

– ¿Crees que, si rascamos los garabatos, asomará Cristo debajo? Sería divertido -dice Stelaras, y su risa chabacana resuena por la nave mientras su madre le sisea «¡chitón!» al oído.

– No es seguro que aparezca el Pantocrátor -explica la guía-. Muchos arqueólogos y conservadores sostienen que gran parte del mosaico se destruyó.

– A la vuelta de los siglos todo será nuestro de nuevo [1], pero ¿qué habrá quedado que pueda ser recuperado? -comenta Despotópulos con pesadumbre.

Finjo estar embobado con la grandeza del lugar y me alejo del grupo con la mirada perdida en el entorno, porque Despotópulos, general de una división acorazada en la reserva, es amante de la sagrada alianza entre las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad. Por eso, cada vez que lo acomete la exaltación patriótica me pregunta lo mismo: «¿Usted qué opina, comisario?». Y yo tengo que aguantarme las ganas de contestar que, puesto que los albaneses conquistaron Atenas cuando llegaron a miles tras la caída del régimen comunista, ya es hora de que nosotros reconquistemos Constantinopla [2], a modo de intercambio de poblaciones a la inversa.

Retrocedo desde el pórtico hasta la puerta imperial, para poder contemplar la iglesia en toda su magnitud. Es curioso, da la impresión de que Santa Sofía hubiera sido construida de tal modo que uno siempre tiene que mirar hacia el cielo, nunca hacia los infiernos. Por más que uno intente fijar la vista en lo bajo y terrenal, ella insiste en deslizarse hacia lo alto, hacia las columnas, las galerías del gineceo, las cúpulas y las ventanas que, selectivamente, iluminan el pórtico con algunas pinceladas de claroscuro. Sin duda, esto tiene que ver con el sobrecogimiento que produce el templo. Por otra parte, todo lo hermoso de la iglesia se encuentra en lo alto y hay que levantar la cabeza para admirarlo. Busco a alguien que mire hacia abajo o a su alrededor, y no encuentro a nadie.

Recorro la iglesia en círculo para admirarla en toda su inmensidad y estudiar la iluminación. Me pisa los talones un batiburrillo de lenguas: inglés, francés, alemán, griego, italiano, turco. Cierro los ojos porque me ciegan los flashes de un grupo de japoneses que se fotografían unos a otros alegremente, mientras, a mi lado, unos monjes embutidos en hábitos color marrón oscuro, con capuchas y unas cruces enormes, escuchan las explicaciones en lengua eslava de un sacerdote.

Adrianí me hace gestos desde lejos para que me reúna con ellos. Obedezco sin demasiado entusiasmo, porque me gusta pasear a mi aire y la cháchara informativa de la guía turística, más que ilustrarme, me confunde.

– Ven, subimos al gineceo -me dice Adrianí pasando la mano por debajo de mi brazo, como en las procesiones de Semana Santa.

– El ala noroeste, que conduce al gineceo y a la sala de consejos del Santo Sínodo, fue construida en el siglo VI -prosigue la guía.

Subimos por un pasillo enlosado, una rampa en zigzag parecida a un callejón cubierto. En cada recodo, un ventanuco cuadrado ilumina el pasillo lo necesario para que uno no se rompa la crisma.

– ¡Deja ya el móvil, hijo mío, te vas a caer! -riñe la señora Stefanaku a su hijo.

– Quiero ver si en esta mazmorra hay cobertura.

– ¡Arranca ya, Stelaras, a ver si avanzamos! -interviene su padre, el señor Stefanakos [3].

Stelaras, el retoño del matrimonio Stefanakos, tiene quince años, una edad en la que el propio Marlon Brando era torpe y desgarbado. Su madre le llama Stelios, pero su padre, por razones inexplicables, prefiere el aumentativo Stelaras al diminutivo Stelakos.

– ¿Por aquí subía el emperador montado en su caballo? -pregunta la señora Pajaturidu a la guía.

– No, por aquí subía la emperatriz para asistir a la santa liturgia -puntualiza la guía, que va delante-. El emperador se quedaba abajo, en el pórtico.

– ¿Está segura?

La guía se detiene y le sonríe.

– Encontrará el protocolo en muchos libros. En ninguna parte se dice que el emperador subiera al gineceo montado a caballo.

La señora Pajaturidu se agacha y susurra al oído de Adrianí:

– ¿De dónde han sacado a esa ignorante? No sabe de qué habla. El Seisdedos [4] subía por aquí a caballo. Está comprobado.

En cuanto salimos del pasillo estrecho y mal iluminado, nos recibe la luz procedente de las amplias ventanas. Ventanas a la derecha, columnas a la izquierda y, en el centro, un ancho corredor con suelo de mármol.

– Desde aquí la emperatriz seguía la santa liturgia. -La guía señala a la izquierda, hacia el punto donde se erigía el trono de la emperatriz.

Por primera vez miro al revés, de arriba abajo, y me pregunto si alguna vez se llenaba Santa Sofía. ¿Cuántos fieles tenían que acudir los domingos y días festivos para que pareciera decorosamente llena? Salvo que fuera una especie de templo oficial, únicamente destinado a las ceremonias de los cortesanos y de la jerarquía eclesiástica. Mi sospecha cobra cuerpo cuando entramos en la sala donde se reunía el Santo Sínodo. Si, en efecto, se reunía aquí, es lógico pensar que se trataba de una especie de sede oficial y no de una iglesia para los fieles. Desde luego, todo esto me lo estoy inventando, porque mi relación con la Iglesia no va más allá de ir a la misa de Resurrección, a la misa por la festividad de algún santo patrón, adonde solía llevarme mi madre a rastras, y a la misa dominical cuando iba a la Academia de Policía.

Ante el mosaico que representa a la Virgen con el Niño, entre Juan Comneno y la emperatriz Irene, se encuentra el grupo de japoneses, que prosigue sus trabajos forzados fotográficos. Una joven japonesa, entusiasmada por su ocurrencia, se planta delante mismo de la Virgen para ser retratada entre Comneno e Irene. Con esta pose parecerá que tenga dos cabezas, me digo, la suya y la del niño Jesús. Pero eso no parece disuadir al fotógrafo del grupo, que pide a los demás que se incorporen al cuadro.

– Pero ¿qué hacen? ¿Ocupan el lugar de la Virgen? ¡Que Dios nos ampare! -exclama Adrianí al tiempo que se santigua.

– No pida demasiado, señora Jaritu -interviene la señora Despotopulu en tono condescendiente-. ¿Qué espera? ¿Respeto de los paganos?

– Esos son budistas -la corrige la señora Pajaturidu.

– Los budistas también son paganos. ¡Veneran la estatua de Buda!

Me dispongo a alejarme cuando me aborda Despotópulos, que, misteriosamente, siempre consigue estar cerca de mí.

– Todo esto es impresionante, pero Bizancio es un cuerpo extraño, nada que ver con Grecia.

– ¿Por qué? -me sorprendo.

– Grecia es la cuna de la civilización occidental. Esto, en cambio, es Oriente. Salvo por la religión ortodoxa, Bizancio siempre ha estado más cerca de los turcos que de nosotros, los griegos.

– Entonces, ¿por qué quiere usted reconquistar Constantinopla?

– Porque, estratégicamente hablando, el espacio natural para la expansión de Grecia se encuentra en Oriente. En Occidente no hay espacio vital para nosotros. Alejandro Magno fue el primero en darse cuenta -explica el estratega jubilado.

Adrianí me inmoviliza agarrándome del brazo y deja que el resto de la manada se nos adelante.

– Son buena gente -dice cuando los demás ya no pueden oírla-. Pero a veces resultan insoportables.

– No te quejes. Te sugerí que viniéramos solos pero no quisiste.

– ¡Con el Mirafiori! -grita casi, indignada-. ¡Hacer el viaje desde Atenas con el Mirafiori! Sólo conozco a un policía que no tiene sentido del peligro, ¡y resulta que es mi marido!

Me deja plantado y se acerca al grupo. Se me ocurre que, lo que mal empieza, no como un plan sino como una huida, mal sigue.

Capítulo 2

El que soltó aquel inimitable «los pecados de los padres los pagarán los hijos» seguro que no tuvo descendencia. Porque miro a mi alrededor y no veo a un solo padre que maltrate a su hijo. La mayoría los viste con lo más chic del mercado; hasta aquellos que no disfrutan de los ingresos necesarios encuentran una imitación convincente para no causar problemas psicológicos a sus vástagos; además, les procuran clases de inglés, de francés, de alemán y de recuperación de todo, y cuando por fin aprueban los exámenes de ingreso en la universidad les compran un coche, porque, si no, «el niño tiene que tomar dos autobuses para llegar a la facultad». Y aunque consideremos que todo esto son errores educativos, y, por lo tanto, «pecados», desde luego, los padres de la actualidad no atormentan a sus hijos.

Digo todo esto porque puedo afirmar con orgullo que yo no he cometido esos pecados. Katerina fue a clases de recuperación el tiempo necesario, ni un minuto más. Su inglés fue por mucho tiempo un inglés de bachillerato y ni siquiera ahora dispone de otro medio de transporte que no sea el autobús.

Pero ¿qué ocurre cuando las decisiones de los hijos atormentan a los padres? Nada dice al respecto el desconocido crítico de los progenitores. Porque, aunque Katerina hiciera su doctorado sin pedirnos apenas nada y viviendo de manera espartana, sus decisiones caían sobre nuestras cabezas como rayos en cielo despejado. Nos quería, se preocupaba por nosotros, cuidaba de nosotros, pero ella fue siempre el centro de las decisiones, y nosotros, los destinatarios de sus peroratas. En segundo de bachillerato nos anunció que estudiaría Derecho. Cuando se licenció y yo empecé a preguntar a amigos y conocidos dónde encontrar un bufete de prestigio para que ella hiciera las prácticas, nos comunicó que quería doctorarse. Durante todos esos años, su propósito declarado era convertirse en juez, pero cuando terminó el doctorado nos hizo saber que pensaba quedarse junto a su profesor, para seguir una carrera académica. Al final, optó por entrar en la fiscalía. Sin embargo, mientras hacía sus prácticas en un conocido bufete de abogados, descubrió de pronto las virtudes de la abogacía y decidió campar por ese terreno.

Los que me conocen saben muy bien que mi gran sueño era ser el padre orgulloso de una fiscal. Puede que mi deseo fuera una obsesión paterna. Pero, aunque alguien calificara mi obsesión de «pecado», a Katerina jamás se la impuse. Muy al contrario, cuando nos comunicó su decisión final pensé que quizás una carrera de letrada fuera más realista que las tareas enmohecidas de los juzgados, y que mi sueño de verla condenar a criminales detenidos por mí resultaba más bien imposible, porque yo no pertenezco al cuerpo de delitos fiscales y ella se pasaría media vida procesando cheques sin fondo y tarjetas de crédito impagadas.

A mi actitud de no imponer nada contribuyó sustancialmente la alegría de Adrianí cuando supo que su hija había optado definitivamente por la abogacía. Como esposa de un policía, laboralmente hablando, no le hace ninguna gracia el paquete «Ministerio del Interior-Ministerio de Justicia». En su opinión, ya que Katerina decidió estudiar Derecho y, en consecuencia, pasar su vida laboral entre ladrones, estafadores y criminales, era mejor estar del lado de los delincuentes que del Estado, porque resulta mucho más lucrativo liberar a criminales que detenerlos, cosa que todavía no me cabe en la cabeza.

Todos esos cambios, variaciones, marchas atrás y alteraciones tuvieron un final feliz cuando Katerina nos anunció que Fanis y ella habían decidido casarse. Adrianí saltaba de alegría.

– ¡Por fin, hija mía! Me has quitado un peso de encima. ¡Una pareja tan bien avenida sin pasar por la iglesia!

– Por la iglesia es un decir -replicó Katerina riendo.

– ¿Cómo que «un decir»? -se extrañó Adrianí-. Las bodas se hacen con cura y padrinos.

– En nuestro caso, será con unos testigos. Nos casaremos por lo civil.

El jarro de agua fría dejó helada a Adrianí, que tardó unos cinco minutos en recuperar su temperatura normal. Empezó entonces a enumerarle a Katerina los inconvenientes del matrimonio civil, que eran de naturaleza material, emocional y familiar. Arrancó con los argumentos materiales.

– Poca gente va a las bodas civiles, recibiréis muchos menos regalos. ¿Cómo vais a montar vuestra casa sin regalos?

– Da igual, porque seguiremos viviendo en el apartamento de Fanis. Yo todavía estoy haciendo las prácticas y tenemos que pasar con un solo sueldo. No podemos cambiar de casa. Si no cabemos ni nosotros, ¿dónde vamos a meter los regalos?

A continuación, Adrianí esgrimió el argumento de que las bodas celebradas en la iglesia acababan menos en divorcio.

– ¿Cómo se casa la mayoría de la gente, por la Iglesia o por lo civil? -preguntó Katerina.

– Por la Iglesia, naturalmente.

– Entonces, la mayoría de los divorcios son de gente casada por la Iglesia.

Adrianí, viendo que tampoco este argumento tenía éxito, pasó a lo sentimental. Preguntó a Katerina si se le había ocurrido que privaría a su padre y a su madre de la alegría de verla como una novia.

– También en el ayuntamiento seré una novia. Sea por lo civil, sea por la Iglesia, una novia es una novia.

– ¿Una novia que no viste de blanco? -se escandalizó Adrianí, incrédula.

– ¡Mamá, eso es precisamente lo que no soporto!

– ¿Qué es lo que no soportas? ¡Explícamelo de una vez para que lo entienda!

– ¡El vestido de novia, el velo, el ramo, las peladillas! Sí, iremos al ayuntamiento para oficializar nuestra relación, ¡pero sin la hipocresía de los vestidos y las peladillas, que se supone que inauguran nuestra vida en común cuando ya llevamos dos años viviendo juntos!

– ¿Olvidas que tu padre es policía? ¿Cómo les explicará a sus compañeros que su hija prefiere el matrimonio civil al eclesiástico? Me parece que no piensas en absoluto en tu padre, Katerina.

Mi hija hizo lo que hace siempre que Adrianí esgrime mi profesión como último argumento. Se volvió y me lo preguntó a la cara:

– ¿Eso te supone un problema, papá?

Entonces sentí por primera vez el gran anhelo de conducirla hasta el altar. Tal vez Katerina tuviera razón. Quizás esta tradición haya quedado deslucida con el paso de los años; es de esa época en que las muchachas se quedaban en casa con sus madres hasta que el padre las entregaba a su futuro esposo y nuevo señor. Puede que haya asistido a tantas bodas donde alguno de mis compañeros entregaba a su hija, generalmente a un colega más joven, que daba por sentado que en mi caso sucedería lo mismo. Sea como sea, sentí que se me caía el alma a los pies, porque vi que, después de despedirme del sueño de ver a mi hija convertida en fiscal, ahora tenía que despedirme de ese otro sueño. Fue una de las raras ocasiones en que la ira se apoderó de mí.

– Dime una cosa, Katerina: ¿cuántas veces has venido a mi despacho?

Ella me miró sorprendida.

– Yo qué sé. Muchas.

– ¿Y nunca te has fijado en lo que cuelga de la pared detrás de mi escritorio?

– Un crucifijo.

– ¿Cuántas veces has entrado en una sala de tribunal?

– Vale, ya lo he pillado. También allí hay una cruz.

– Y aunque Jesucristo cuelgue a diario por encima de la cabeza de tu padre, y aunque tú, en tu profesión, te lo encuentres cada día delante, ¿sigues insistiendo en que te casarás por lo civil y no por la Iglesia?

Por lo general, cuando pide mi opinión está segura de antemano de que le daré la razón o de que contestaré con evasivas que enfurecerán a Adrianí, no a ella. En esta ocasión, mi respuesta la había confundido y parecía buscar una salida.

– Papá, entiendo tu problema, pero podemos arreglarlo -dijo al final.

– ¿Cómo? ¿Se te ocurre alguna solución?

– Podemos decir que la boda tendrá lugar en Estambul, que nosotros deseábamos casarnos allí. Tus compañeros sabrán apreciarlo.

No sé qué me entristeció más. Si su opinión despectiva de mis colegas, como si fueran todos como Despotópulos y deliraran con reconquistar la ciudad, o su empecinamiento y falta de flexibilidad. Lo segundo resultaba mucho más preocupante, por motivos no sólo profesionales, sino también personales. En lo profesional, Katerina había decidido ser abogada, y la rigidez de principios y posiciones éticas supone para los abogados el camino sin retorno que conduce al fracaso. La inflexibilidad es buena para los fiscales, pero, por desgracia, Katerina había renunciado a la única profesión que comulgaba con su naturaleza. En todos los años que llevo trabajando en la policía, he conocido a abogados engreídos, descarados, chanchulleros y lameculos, pero nunca, ni por casualidad, he conocido a un abogado inflexible.

La otra cosa que me atormentaba era la sospecha de que hubiera heredado la inflexibilidad de mí. Durante toda mi vida profesional he hecho lo que me ha dado la gana, directa o indirectamente, sin preocuparme por mi seguridad física. Eso lo he pagado muy caro, y aún más caro lo habría pagado si no hubiera tenido encima de mi cabeza a Guikas, que en parte me ha protegido, y no por tenerme especial simpatía, sino porque yo le saco las castañas del fuego y me necesita.

Ahora que descubría esa misma rigidez en mi hija, recordaba lo que yo había tenido que soportar y me entraba la fiebre cuartana -como decía mi madre, que en paz descanse-, acompañada de un hondo sentimiento de culpa, porque era evidente que Katerina había heredado su defecto de mí.

– ¿Y qué opinan los padres de Fanis de todo esto? -quiso saber Adrianí.

Katerina se encogió de hombros.

– No lo sé. Yo me he encargado de hablar con vosotros, y Fanis, con los suyos. Aunque ellos no tienen este problema. Nos casemos donde nos casemos, Fanis llevará el mismo traje.

Por desgracia, a su falta de flexibilidad se añadía la estimación equivocada de las cosas. Porque los padres de Fanis montaron en cólera cuando supieron que la boda no se celebraría por la Iglesia y, como era natural, culparon a Katerina. No sé si Fanis les dijo que así lo deseaba ella, pero, aunque no se lo dijera, Pródromos y Sebastí consideraron que Katerina tenía la obligación de insistir en que se casaran por la Iglesia, ya que era ella quien iba a vestirse de novia.

De modo que la boda en el ayuntamiento se convirtió en un velatorio. Nosotros, negros por la tristeza y la amargura, los padres de Fanis, todo el día de morros, y Katerina, sin haber comprendido todavía los efectos que habían causado su empecinamiento y muy confusa. Al final de la ceremonia, Pródromos y Sebastí rozaron la mejilla de Katerina lo imprescindible para dar la impresión de que la besaban. La misma frialdad mostraron hacia nosotros. A duras penas pronunciaron un «que nuestros hijos sean muy felices», como si se les hubiera escapado a su pesar. Obviamente, nos consideraban responsables de no haber enseñado a nuestra hija a respetar determinados valores y tradiciones. Hasta parecían extrañarse de que yo, un policía, hubiera inculcado a mi hija unos principios tan relajados y poco respetuosos con la tradición. Katerina se había convertido en la oveja negra, y nosotros, en los pastores malos.

A mí todo eso me resbalaba, y me importaba un pito el mal humor de mis consuegros, pero a Adrianí le dolió. Como si no tuviera bastante con el matrimonio por lo civil, la ofensa de los consuegros la hundió en la miseria. Dejó de comer, dejó de hablar, dejó de llamar a Katerina por teléfono y, cuando nos llamaba ella, no quería ponerse. Después de la boda cayó en luto riguroso.

Entonces recordé lo que me dijo Katerina acerca de Estambul. La boda no se celebraría allí, pero nosotros podíamos hacer un viajecito y, de este modo, alejarnos de la crisis. Cuando se lo propuse a Adrianí, temí que se cerrara en banda y me dijera que no, pero ella me miró y susurró incrédula:

– ¿Crees que nos sentará bien?

Fue muy fácil convencerla de que sí. Sólo se opuso a mi ocurrencia de hacer el viaje por carretera con el Mirafiori.

– Entonces prefiero quedarme aquí -declaró categóricamente-. Ya tengo suficiente con haberme quedado tirada con la boda de mi hija. No soportaría quedarme tirada con tu trasto.

Así que acabamos en un autocar admirando las bellezas de esta ciudad. El primer día visitamos la iglesia de San Salvador; el segundo, la Mezquita Azul y el acueducto bizantino; ayer, la sede ecuménica del Patriarcado y la iglesia de la Virgen de Blaquerna; y, hoy, Santa Sofía.

Ahora, mientras recuerdo todo aquello, regresamos de Santa Sofía. Miro por la ventanilla mientras escucho a nuestra guía, que dice que en estos momentos atravesamos el puente de Atatürk, el segundo que comunica a la ciudad por encima del Cuerno de Oro. El primer puente, y también el más antiguo, es el del barrio de Gálata.

Adrianí va sentada en el asiento de atrás, junto a la señora Murátoglu, que es el miembro más simpático del grupo. Nació aquí, pero su familia abandonó la ciudad inmediatamente después de los sucesos de septiembre [5] y desde entonces vive en Atenas. Cada dos años, no obstante, se apunta a un viaje turístico y regresa para «venerar la tierra patria». «Algunos van en peregrinación a Jerusalén, otros a La Meca, y yo vengo aquí», explica riéndose.

A Adrianí le cae muy bien y siempre busca su compañía, porque «la señora Murátoglu tiene nivel: se nota en su forma de vestir, en sus modales, en todo», dice. Desde que llegamos aquí, el humor de Adrianí es cambiante, aunque logra distraerse, sobre todo cuando visitamos los monumentos y se deja llevar por el ambiente. Pero en cuanto volvemos a encontrarnos a solas en la habitación del hotel, vuelve a deprimirse. Al mismo tiempo, la embarga el temor de contagiarme su melancolía y, para entretenerse y olvidar, me propone que salgamos a la calle.

El autocar ha cruzado ya el puente y enfila una calle empinada, flanqueada a la izquierda por unos astilleros. Contemplo desde lo alto el Cuerno de Oro, y las gasolineras, las barcazas y los miles de coches que recorren el paseo marítimo, por donde ayer fuimos a la sede del Patriarcado.

– Aquel paseo marítimo no existía en los viejos tiempos -le dice la señora Murátoglu a Adrianí-. Para ir al Patriarcado o a Balatás, tenías que subir a unos barquitos lentísimos que hacían escala en todos los embarcaderos. Los barquitos parecían de juguete y el trayecto resultaba divertido. Además, en aquella época la gente no tenía las prisas que tenemos hoy.

Miro las mezquitas de la otra orilla, que parecen alineadas y equidistantes, hasta que desaparecen de mi vista cuando llegamos a un bulevar ancho, impersonal y sin ningún interés, donde viejas casas de dos plantas coexisten con modernas construcciones baratas que albergan tiendas variopintas y dispuestas sin orden alguno: una tienda de ultramarinos, un comercio de recambios de coches; al lado, una tienda de alfombras y jarapas; más allá, otra de ropa interior y, aquí y allá, en medio de todo eso, unos bares que venden refrescos, tostadas y zumos de fruta.

– Estamos en el bulevar de Tarlábasi, que era uno de los barrios más abigarrados de la ciudad -nos informa la guía-. Aquí vivían griegos, turcos, armenios y algunos judíos.

– ¿Es aquí donde se encuentra Beyoglu? -pregunta el estratega jubilado.

– Beyoglu es el nombre turco, mi general -explica la señora Murátoglu-. Los griegos siempre lo llamamos Pera. La Grande Rue d'Opéra, así lo llamaban no sólo los griegos, sino también los franceses. Recuérdelo porque, cuando haya reconquistado Constantinopla, tendrá que restablecer los viejos nombres y no los sabrá.

Se produce un silencio y nadie tiene nada que añadir. Miro por el espejo retrovisor a la guía turística, que es de Estambul. Ha bajado el micro, contempla la calle y sonríe.

El autocar desemboca en la plaza Taksim y enfila la calle donde se encuentra nuestro hotel.

Capítulo 3

La señora Murátoglu nos ha traído a un restaurante que se llama Imbros y cuyo propietario, como no podía ser de otro modo, es natural de esa isla. Nos sentamos al aire libre, en una calle larga que parece muy estrecha, porque en el centro se juntan las mesas de los restaurantes y los bares de ambos lados. Para llegar aquí hemos recorrido una calle atestada de puestos donde fríen mejillones, luego hemos seguido recto por otra calle también atestada de establecimientos de mejillones, aunque esta vez rellenos, y un poco más abajo empezaron a acariciar nuestro olfato olores a especias, a embutidos, a albóndigas picantes y mújoles, que colgaban en las tiendas de alimentos como cuelgan las uvas de la parra. No sé qué recordaré más cuando volvamos a Atenas: Santa Sofía, el Bósforo o los olores de Estambul.

– Pero, bueno, ¿es que los turcos no se hartan nunca de comer? -pregunta Adrianí a la señora Murátoglu, sorprendida.

– No lo crea. No comen mucho. Nosotros, los griegos, comemos el doble -suena a nuestras espaldas la voz del restaurador imbrio, a quien la señora Murátoglu nos presentó como Sotiris.

– Pero ¿qué me está diciendo? -protesta Adrianí-. Vayas donde vayas, la mitad de los establecimientos son restaurantes.

– Los turcos no son esclavos de la comida, son esclavos de los sabores, madam -la instruye el imbrio-. A los turcos les gusta rodearse de una decena de platos, para pasar horas enteras picando. Yo, la verdad, prefiero a los griegos.

– ¿Por qué? -quiero saber.

– Porque son insaciables y, por lo tanto, más fáciles de satisfacer. Les echas una zapatilla asada sobre la mesa, quizás una musaka, y en menos de una hora han terminado y te dejan en paz. Con los turcos pasas horas yendo y viniendo con los platos y las bandejas.

Dicho esto, se acerca a la mesa de al lado para saludar a un tipo que ronda los sesenta y cinco y está cenando solo. Se ve que se conocen, porque el imbrio se sienta frente a él y empiezan a charlar.

La señora Murátoglu menea la cabeza mientras observa al dueño del restaurante.

– Si supiera cuántos restaurantes griegos había en Pera, comisario… -se dirige a mí-. Y no sólo en Pera, sino también en las islas, en el barrio de Arnavutkóy, en Zerapiá. Ahora sólo queda el de Sotiris, otro establecimiento en Zerapiá y un tercero en la isla de Prínkipos.

– ¿Por qué? ¿Los dueños los vendieron? -pregunta Adrianí.

– Algunos vendieron, otros murieron y sus hijos no quisieron seguir, prefirieron irse a Grecia…

Para mi gran alivio, la señora Murátoglu sigue charlando con Adrianí, quien, como fiel súbdita de la televisión, adora las historias, especialmente las más tristes. Yo, por el contrario, detesto visceralmente las glorias pasadas que se cuentan con dolor. Recorro con la mirada las mesas alineadas a lo largo de la calle. Están todas llenas, los comensales beben y conversan, aunque produciendo la mitad del ruido que en cualquier taberna ateniense, donde generalmente no te enteras de lo que dice tu acompañante.

Aquí todos conversan en tono moderado; tanto es así que, cuando suena mi móvil, lo oigo. Lo saco del bolsillo y, por enésima vez, compruebo que me he equivocado, no es el mío, cosa que me ocurre sin falta un par de veces al día. Tengo la impresión de que suena y lo saco del bolsillo, sólo para descubrir que me equivocaba. Soy consciente de que vivo con la esperanza de recibir una llamada de Katerina, pero cada vez me quedo frustrado. Desde que llegamos aquí, no ha habido ningún contacto; ni nosotros la llamamos, ni ella nos llama a nosotros. La última vez que hablamos fue cuando le comunicamos que veníamos aquí de viaje, la víspera misma de nuestra partida. La idea de decírselo en el último momento fue de Adrianí, que cuando enfila el camino de la amargura, no lo abandona ni aunque el agua le llegue al cuello. Quería que Katerina se diera cuenta de que nos marchábamos para olvidar. Ella captó el mensaje, incluso nos deseó buen viaje, pero no se ofreció a acompañarnos al aeropuerto.

Aquella despedida envolvió nuestra relación con nuevas capas de aire frío, y a mí, con la ansiedad de no saber qué ocurriría al día siguiente, de ahí que el móvil suene en mi imaginación a cada momento. Adrianí se ha fijado en mi nueva relación con el móvil, y la observa con atención, pero no hace ningún comentario.

Aparto la mirada para evitar la suya y veo que el sesentón se ha levantado y se está acercando a nuestra mesa. Se detiene junto a la señora Murátoglu y se nos queda mirando mientras nosotros esperamos que se presente. Sin embargo, no lo hace, y pasa directamente a las preguntas:

– Perdonen, ¿son ustedes de Grecia?

Es la manera más fácil de entablar conversación, preguntándote lo obvio. Parece que a la señora Murátoglu se le ocurre lo mismo, porque responde en tono ligeramente irónico:

– Sí, señor. ¿Y usted?

El hombre pasa por alto la pregunta de la señora Murátoglu y prosigue amablemente con las suyas.

– Lamento interrumpirles la cena, pero ¿podrían decirme si han venido en avión o en autocar?

– En avión desde Atenas -le ilumina la señora Stefanaku.

– ¿Y dónde se alojan, si me permiten la pregunta?

– En el hotel Eresin, en Taksim -remata la señora Murátoglu el informe.

– De modo que no ha podido venir con ustedes ni haberse alojado en un hotel… -masculla el sesentón, más para sí mismo que para nosotros.

– Perdón, pero ¿por qué quiere saberlo? -intervengo en un tono algo abrupto, ya que, como madero, estoy acostumbrado a hacer preguntas, no a contestarlas. Por si acaso, le informo de que soy policía.

– Quería saber si ha viajado con ustedes una anciana dama, pero es imposible que ella haya venido en avión desde Atenas.

Seguramente viajó en autocar desde Tesalónica. -Acto seguido, añade un «muchas gracias y perdonen la interrupción» y vuelve a su mesa.

Nos miramos y tratamos de recordar, sobre todo por deferencia hacia ese hombre, pues estamos seguros de que en el grupo no hay ninguna anciana. La señora Murátoglu se vuelve hacia su mesa y le responde:

– No, no recuerdo a ninguna viajera con esa descripción. Mi edad, desde luego, concuerda, pero lo de dama… -añade en broma.

Cuando volvemos a salir a «Pera», como dice la señora Murátoglu, sin usar la palabra «calle», es casi medianoche, pero el tráfico sigue igual que cuando bajamos, a las ocho de la tarde. La muchedumbre todavía entra y sale de las tiendas, que siguen abiertas, como también las librerías, las tiendas de discos y de ropa.

– Pero ¡qué mar de gente hay aquí! -exclama Adrianí y añade una de las frases que forman parte de su repertorio habitual-: ¡La marcha de los diez mil! [6]

Esa marea de gente que inunda la calle principal de Pera a las doce y cinco de la noche no la encuentras ni en las calles más céntricas de Atenas, como la avenida Panepistimíu o la plaza de Omonia, en hora punta. El gentío cubre todo lo ancho de la calle peatonal y reduce la visibilidad a las espaldas de los que van justo delante. Al menos diez personas por segundo desembocan a la vía peatonal desde las calles adyacentes, tantas que no caben en las cafeterías ni en los bares.

– ¿Siempre ha sido así? -pregunta Adrianí a la señora Murátoglu.

Ella sonríe.

– Cuando nosotros nos marchamos, la ciudad sólo tenía un millón de habitantes, señora Jaritu. Ahora oficialmente tiene catorce, extraoficialmente dieciséis y, sottovoce, diecisiete. Pero es aquí donde siempre ha latido el corazón de la ciudad. Tanto entonces como ahora.

– ¿Ustedes venían a menudo? -inquiere Adrianí.

– Nosotros vivíamos en Ferikioy, al otro lado de Taksim, cerca de Tatavla. Aunque siempre veníamos a comprar a Pera. -Echa una ojeada a su alrededor y añade con cierta amargura-: Ahora ha venido a menos, porque cada barrio tiene su propia zona comercial. Igual que en Atenas.

Uno de cada dos establecimientos, a derecha e izquierda, es de comida. No es que en Grecia sea distinto, pero aquí no se trata de puestos de suvlakis y comida rápida. Todos son restaurantes de autoservicio, con los platos expuestos en mostradores y, detrás, hombres con delantales de un blanco resplandeciente y gorros de cocinero.

Veo que Adrianí se acerca al mostrador de uno de esos establecimientos. En un primer momento se me ocurre que quiere entrar para rematar su cena, ya que perdió el poco apetito que tenía cuando me vio sacar el móvil, pero se queda de pie delante del escaparate, inspeccionando las comidas. Observa las bandejas de guisos, la variedad de albóndigas, los arroces y las carnes, mira los kebab, cerca de la pared, y es incapaz de apartar la vista.

– ¿Le gusta cocinar, señora Jaritu? -pregunta la señora Murátoglu.

– ¿Cómo lo sabe?

– Por su forma de mirar. Con ojo de experta. -Hace una pequeña pausa y añade indecisa-: Y con un poco de envidia.

La señora Murátoglu lo ha dicho en tono muy amistoso y sin malicia, pero yo creo que Adrianí se cabreará y me dispongo a aplacarla, para que no se estropee la relación con la única persona con la que últimamente nos llevamos bien. Adrianí, sin embargo, me pilla por sorpresa y responde a la señora Murátoglu con una sonrisa:

– Todas las buenas cocineras tienen envidia, señora Murátoglu, y me gusta la riqueza de estos platos y que te entran por los ojos.

Seguimos remontando Pera en dirección a la plaza Taksim, y en repetidas ocasiones tenemos que abrirnos camino entre la muchedumbre.

– Sus colegas, señor comisario -susurra la señora Murátoglu señalándome una bocacalle a nuestra izquierda.

Veo que un pelotón de polis, provistos de cascos, escudos y porras, han cerrado la calle de lado a lado, listos para intervenir a la mínima provocación. Pienso en lo que nos dirían a nosotros, al ministro del Interior y al Gobierno entero, si cada noche apostáramos un pelotón antidisturbios en la calle Sandarosa o en Jarilau Trikupi. Nos llovería la gama completa de adjetivos, desde el cariñoso «pasma» hasta el despectivo «fascistas» y el grito de guerra «Estado policial».

– ¿Están aquí todas las noches o es que hoy ocurre algo especial? -pregunto a la señora Murátoglu.

– Yo no paso por aquí todas las noches, como usted bien sabe. Pero los he visto siempre que he pasado.

En la plaza Taksim, el gentío se dispersa gracias a su extensión, exactamente como ocurre en la plaza de Sintagma. Cruzamos la plaza y torcemos a la izquierda para ir al hotel Eresin, donde nos alojamos.

La prioridad de acceso al cuarto de baño fue establecida entre Adrianí y yo ya en el primer mes de nuestro matrimonio. Primero voy yo, que soy más rápido, y luego Adrianí, que de este modo dispone de tiempo ilimitado. Hasta tal punto estamos sintonizados que muchas veces sabe en qué momento voy a salir y me espera de pie delante de la puerta.

Esta noche hace lo mismo, pero, antes de entrar, se detiene en el umbral y me mira.

– Sigues comiéndote el coco con nuestra hija, ¿no? -dice.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso a ti no te pasa lo mismo?

Parece pensárselo y no contesta enseguida.

– A mí lo que me reconcome es su terquedad -dice al final.

– ¿Qué terquedad?

– Vamos, no te hagas el tonto. Su terquedad en amargarnos a todos, a nosotros, a Fanis y a los consuegros, sólo para salirse con la suya. Y de acuerdo, aceptemos que a mí no me tiene consideración. Aceptemos que tampoco pensó en ti, a quien se supone que adora, y que ahora sigue sin llamar por teléfono porque es terca como una muía. Pero te diré una cosa. Si tan terca es que no la aguantan ni sus padres, ¿cómo va a soportarla Fanis? No te extrañes si dentro de tres años se divorcian. Y reza para que no hayan tenido un niño entretanto, porque ahora está de moda: primero tienen un niño, luego se divorcian y luego endilgan el pequeño a la abuela para que lo críe.

– No llames al mal tiempo -grito, casi enfadado-. ¡Acaba de casarse!

– Esa manera de casarse no cuenta, aunque, por desgracia, también requiere un divorcio. -Cuando Adrianí está enfadada de veras, te deja sin palabras cada vez que te atreves a abrir la boca.

– También nosotros podríamos llamarla por teléfono y poner fin a este voto de silencio.

– ¿Cómo quieres que hable con ella cuando hasta me da vergüenza hablar con los consuegros, que con razón la tratan como la tratan?

– Podría hablar yo con ella. -Me arrepiento enseguida de lo que he dicho, porque sé el chaparrón que se me viene encima, y no me equivoco.

– Claro, ¡tu hijita y tú! -grita Adrianí fuera de sí-. Siempre estáis conchabados, yo siempre quedo fuera. Y cada vez que me he atrevido a presionarla, para enseñarle un par de cosas útiles, tú has salido en su defensa. Primero en el colegio, luego en la universidad, después durante el doctorado. Si me hubieras dejado enseñarle lo que toda mujer debe saber, sea ama de casa, abogada o ministra, no habríamos llegado a este punto. Porque ahora la que lo paga, y sin tener ninguna culpa, soy yo. Tú te lo has buscado.

Nos hemos dejado llevar y gritamos como si estuviéramos en casa, hasta que alguien empieza a dar golpes en la pared para que nos callemos. Lo hacemos a la vez y nos miramos aterrorizados. Adrianí se mete presurosa en el baño, como si quisiera esconderse de unas invisibles miradas despectivas. Yo me meto en la cama, me vuelvo de costado y fijo la mirada en la ventana que tengo delante. Es la postura que presagia otra noche de vigilia.

Capítulo 4

En los ritos eclesiásticos, toda vigilia siempre va acompañada de su liturgia; entre nosotros, por el contrario, transcurre en silencio. Por la mañana nos despertamos sin cruzar palabra, nos vestimos sin cruzar palabra y Adrianí bajó a desayunar sin cruzar palabra. Yo consideré la posibilidad de quedarme en la habitación y pedir al servicio que me subiera un café, para librarme de la cara larga de mi mujer y de la gula adormilada de los demás viajeros, que vuelven a sus mesas con la pirámide de Keops en los platos.

Recordé, sin embargo, que de ese modo perdería un placer matinal que había reencontrado después de muchos años. El desayuno del hotel no incluía cruasanes. En cuanto lo descubrí, suspiré con alivio. Al menos me olvidaría del cruasán que me tomo cada mañana en la oficina. Sí había, en cambio, roscas de pan, y eso me recordaba los viejos tiempos, cuando almorzábamos roscas de pan en la comisaría, las abríamos y las rellenábamos con una fina loncha de queso. Entusiasmado, aquí desayuno todas las mañanas una rosca de pan con queso, y hoy tampoco pensaba renunciar a ese placer. Además, no iba a permitir que Adrianí me dejara encerrado en la habitación por culpa de la debilidad que siento por mi hija.

No obstante, no me senté a la misma mesa que ella. No lo hice para demostrarle que le guardaba rencor, sino para que los demás no vieran que no nos hablábamos. Se trata de un acuerdo implícito entre ambos, y siempre entra en vigor sin que jamás lo hayamos verbalizado. Si nos peleamos cuando estamos con otra gente, cada uno va por su lado, procuramos no interponernos uno en el camino del otro y fingimos que no pasa nada.

Fue así como acabé en la mesa de la familia Stefanakos, con el hijo analizando detalladamente los pros y los contras de todos los modelos de móviles que se encuentran en el mercado desde detrás de la pirámide de su plato y el padre contándonos orgulloso sus encontronazos con la «pasma» cuando era estudiante en la época de la dictadura. La alternativa habría sido sentarme a la mesa de Petrópulos. Él había sido director de una oficina de la Seguridad Social, y su mujer, directora de una oficina de Hacienda, y ambos son sosos por deformación profesional, una sosería que perdura más allá de la jubilación.

En el autocar, busco un asiento de los de atrás; consigo uno bastante alejado y trato de distraerme admirando por la ventanilla las vistas del Bósforo. En línea paralela a la nuestra navega un enorme petrolero y, a su lado, un ferry. Parecen un elefante y un ratón, porque el ferry apenas alcanza a ocultar el nombre de la compañía del petrolero. A la izquierda descubro dos mansiones de madera, ambas blancas como la nieve; una tiene terrazas y pequeños balcones, y la otra, una galería exterior y ventanas en fila; entre las dos se agobia una casa de doble planta, como si la hubieran arrancado de Atenas para trasplantarla aquí. Enfrente, la costa asiática está urbanizada como un autobús en hora punta: las casas, unas encima de otras, parecen empujarse para abrirse camino. Un enorme edificio con pinta de cuartel militar sobresale en primera línea de mar, solitario e imponente, sin que nadie se haya atrevido a construir a su lado. Mientras cruzamos el primer puente del Bósforo, oigo junto a mí la voz del estratega jubilado.

– Los Estrechos, las Termópilas de nuestros tiempos -explica-. El que guarda los Estrechos es el afortunado. Recuerda a Leónidas: «Defended las Termópilas». Fue el primero en decirlo.

No le contesto. Mantengo la mirada fija en el Bósforo, con la esperanza de contagiarle mi mutismo para que cierre el pico y se deje hechizar por las vistas. Por desgracia, él sólo piensa en asuntos estratégicos.

– Si quiere saber mi opinión, todo el valor estratégico de Turquía se concentra aquí. No está en la frontera norte, con el oso soviético, ni en la meridional, con el islam. Los Estrechos… Si fueran nuestros, los estadounidenses nos harían reverencias.

– ¿Me permite una pregunta, mi general? ¿Tiene ojos para otra cosa que no sean los puntos estratégicos donde desplegaremos nuestras fuerzas?

Me mira y deja transcurrir un momento de silencio.

– Lo hago para no oxidarme -me explica con voz tranquila-. Desde el día de mi jubilación, gasto mis dotes estratégicas en las partidas de biriba [7]. -Mira hacia la parte delantera del autocar, donde su mujer está hablando por el móvil-. ¿Ve a mi mujer? ¿Sabe cuántas llamadas ha hecho desde esta mañana?

– ¿Cómo voy a saberlo?

– Al menos diez. ¿Y sabe para qué llama? Para saber si su perrita sufre, pues la ha dejado sola. -Hace una pausa, pero, al ver que no le contesto, continúa dando un suspiro-: El problema de Urania, mi mujer, es que soñaba con ser la esposa de Lord Mountbatten y acabó casándose con un soldado. ¿Se imagina cómo es la convivencia entre un soldado y una mujer que se cree una Lady, comisario? La perrita la acerca un poco a Mountbatten.

No sé qué decirle, aunque, desde luego, ahora me resulta menos antipático. Por suerte, Adrianí nunca se ha engañado a sí misma, siempre ha sabido quién soy: «Rostas Jaritos, madero griego». Y no sólo ha sabido conciliarse con esa verdad, sino que se enorgullece de mí.

Cuando nos detenemos en un café con vistas al Bósforo donde, según nos explican, sirven el mejor té de la ciudad, me acerco a Adrianí y le susurro al oído:

– Hemos destrozado a la familia. -Se lo digo medio en broma aunque, en el fondo, temo que sea cierto.

Me mira sorprendida y luego busca una mesa vacía donde podamos hablar.

– ¿Cómo se te ocurre? -pregunta-. A veces tienes unas ideas…

– ¿Qué quieres que te diga? No nos hablamos con Katerina, ella mantiene las distancias y ahora nosotros hasta hemos dejado de darnos los buenos días… La familia en liquidación. ¿Me equivoco?

Ella no me responde enseguida, sino que suelta un suspiro que podría interpretarse como un asentimiento.

– También es posible que el error sea nuestro. Quizás hubiese sido mejor dejar de lado los cabreos y no haberle llevado la contraria.

– Fue más por torpeza. Katerina no nos tiene acostumbrados a las disputas y no supimos cómo reaccionar.

– La culpa fue mía, sobre todo. Fui demasiado lejos. -Calla un momento, como si necesitara reflexionar, y concluye de forma definitiva-: Aunque lo hice más por los consuegros. No quería que le echaran a Katerina en cara el no haberse casado por la Iglesia. Ni a ella ni a nosotros. Es buena gente, pero un poco provinciana, qué quieres que te diga, tienen otros principios.

Estoy en un tris de soltarle que nosotros tampoco somos precisamente cosmopolitas -ella es de Siátista y yo de un pueblo de Kónitsa-, pero se me adelanta, como si me hubiera leído el pensamiento:

– Nosotros nos marchamos, pero ellos se quedaron. Somos distintos, lo mires como lo mires. Además, estabas tú por medio. ¿Qué ibas a decirles a tus colegas? ¿Y a Guikas?… -Luego me pregunta sin ambages-: ¿Crees que debería bajarme del burro y llamarla?

– No, no, olvídate. Hasta ahora nunca le hemos dejado a ella la iniciativa. Hagámoslo de una vez. A fin de cuentas, un poco de distancia nos vendrá bien a todos. Veremos con claridad en qué nos hemos equivocado.

Estamos a punto de levantarnos cuando se nos acerca la señora Murátoglu.

– ¿Saben cómo tomaban antiguamente el té los turcos? -pregunta.

– Pues no.

– Colóquese un terrón de azúcar debajo de la lengua, comisario.

Normalmente, odio los experimentos por deformación profesional, porque cada vez que nombran a un ministro nuevo, éste nos convierte en cobayas y acabamos tirándonos de los pelos. Sin embargo, no quiero disgustar a la señora Murátoglu y obedezco.

– Tome ahora un sorbo de té. -Percibo el suave endulzamiento del té-. Así tomaban también el rakí. No con cubitos de hielo, como si fuera whisky adulterado, sino primero un sorbo de rakí puro y luego un sorbo de agua. A los griegos y a los turcos de antaño les agradaba degustar primero un sabor puro y adulterarlo después.

Cuando volvemos al hotel, a primera hora de la tarde, tengo la intención de dormir un par de horitas antes de la salida nocturna, pero el joven recepcionista me quita las ganas.

– Tiene visita.

Me vuelvo, convencido de que voy a encontrarme con algún colega, pero para mi gran sorpresa veo al tipo que nos abordó anoche en el restaurante.

– Buenas tardes. ¿Se acuerda de mí?

– ¡Cómo no! Nos vimos anoche en el restaurante.

Una vez aclarado dónde nos conocimos, él calla y me mira turbado.

– Tengo un problema muy grave y necesito su ayuda -dice con recelo.

– ¿Qué ayuda le puede ofrecer un policía griego que ha venido a hacer turismo?

– Si pudiéramos sentarnos en alguna parte, se lo explicaría.

Hago señas a Adrianí, que me espera junto al ascensor, para que suba sola a la habitación, y sigo al amable extraño hasta el bar.

– En primer lugar, permítame que me presente. Me llamo Markos Vasiliadis y soy escritor. Mi familia era de esta ciudad. Aquí pasé mi infancia, aquí fui al colegio. Cuando éramos pequeños, teníamos en casa una mujer que nos crió a mi hermana y a mí. Se llama María Jambu o Jámbena, como solían llamarla en Constantinopla. Anoche quise averiguar si ella había viajado con ustedes.

– Lo recuerdo.

– María vive con su hermano menor en un pueblo en las afueras de Drama, en Grecia. Su familia era del Mar Negro. Últimamente, ella decía que quería volver a ver Constantinopla por última vez. -Hace una pequeña pausa, por si quiero hacerle alguna pregunta. Al ver que no, prosigue con su relato-: María es muy mayor. Debe de rondar los noventa, si no los ha cumplido ya. Desde luego, es de constitución fuerte; aun así, el viaje sería cansado para una mujer de su edad. Yo intenté disuadirla, pero es muy terca.

– E hizo el viaje.

– Exacto. Salió de Tesalónica en autocar. Después le perdimos el rastro. No sabemos si ha llegado aquí, no sabemos dónde se aloja, no sabemos nada. Temo que le haya ocurrido algo malo.

– ¿Cuándo salió de Tesalónica?

Vasiliadis hace un gesto para indicar que lo ignora.

– No lo sé con exactitud. Hablamos por teléfono por última vez hace una semana. Supongo que debió de partir inmediatamente después.

– ¿Tenía que ponerse en contacto con usted?

– Esto es lo que más me preocupa. Ella tiene mi número de móvil y le dije que me llamara. No lo ha hecho, ni una sola vez.

– ¿Ha hablado con su hermano?

Vasiliadis levanta las manos.

– Lo he intentado repetidamente, pero nadie contesta al teléfono.

Se produce una pausa que nos da la oportunidad de contemplarnos en silencio. Obviamente, Vasiliadis espera que le sugiera una solución o que emprenda alguna acción, pero yo no tengo ganas. Una cosa es ir de vacaciones a la fuerza y otra, muy distinta, interrumpirlas voluntariamente.

– Acudí a la policía, pero no mostraron ningún interés -prosigue Vasiliadis-. Me dijeron que era muy pronto para empezar a buscarla, que debía pasar un tiempo antes de que puedan darla por desaparecida. Por supuesto, el hecho de que yo no sea pariente de María influyó negativamente y me miraron con suspicacia.

Empiezo a sospechar lo que quiere pedirme y la idea no me gusta en absoluto.

– ¿Qué desea de mí, señor Vasiliadis?

– Que me acompañe a la policía. Quizá cuando sepan que usted es un colega de Grecia y que muestra interés por una griega, tengan a bien hacer algo.

– Pero usted sin duda comprende que no estoy aquí en misión oficial.

– Por eso me he dirigido a usted. Para que les pida un favor extraoficialmente.

No veo nada claro que mi mediación surta algún efecto. ¿Qué podría decirles a los polis turcos? Tenían razón en lo que contestaron a Vasiliadis. En Grecia le habríamos dicho lo mismo. ¿Qué más podría pedirles? ¿Que recorran una ciudad de quince millones de habitantes buscando a una tal María de noventa abriles? Llego a la conclusión de que debemos empezar por otro lado.

– Déjeme hablar primero con la comisaría de Drama, para que se pongan en contacto con su hermano. Después ya veremos. ¿Sabe cómo se llama el hermano?

– Yorgos Adámoglu, me parece; le llamaban Yannis. Adámoglu, desde luego. Del apellido estoy seguro.

– ¿Y su pueblo?

– Está en las afueras de Drama. No sé si es un pueblo o, simplemente, un barrio periférico.

Durante un mes, Stéfanos Polizos, el jefe de la policía de Drama, y yo trabajamos juntos en el Departamento Anticorrupción y manteníamos una buena relación. Le llamo con el móvil y le cuento la historia.

– ¿Podrías enviar a uno de tus hombres a hablar con el hermano? -pregunto al poco-. Quizás él sepa algo.

Tras un silencio se oye la voz de Polizos:

– No hace falta que envíe a nadie. Ya hemos estado allí.

– ¿También otros han denunciado la desaparición de María Jambu? -me inquieto.

– Avisaron de que de la casa salía un fuerte hedor. Entramos y encontramos a Ioannis Adámoglu muerto desde hacía seis días.

– ¿Cómo murió?

– Según el informe forense, por envenenamiento con pesticida. Todavía no sabemos si lo ingirió voluntariamente o lo envenenaron.

– ¿Y su hermana?

– Desaparecida. No hay ni rastro de ella.

– ¿Cabe la posibilidad de que también a ella la envenenaran?

– Pinta que no. Si hubieran comido juntos, la habríamos encontrado en la casa. De haber muerto más tarde, estaría en algún hospital. En todo caso, la estamos buscando.

El escritor Markos Vasiliadis me mira estupefacto.

Capítulo 5

– How do you know? -me pregunta el policía turco.

Ronda los treinta y cinco, es de constitución atlética y tiene una expresión irónica que me pone de los nervios, porque detecto la arrogancia de la potencia periférica, Turquía, ante la pobre y pequeña Grecia. Evidentemente, estas cosas sólo nos enorgullecen o nos ofenden a los que vamos de uniforme: los maderos y los militares. Porque, por lo demás, Grecia ahora pertenece a la Unión Europea y Turquía es el pariente pobre de Oriente, que llama inútilmente a nuestras puertas.

El poli se llama Murat No-sé-qué. El nombre, Murat, es fácil y se me queda grabado enseguida. El No-sé-qué resulta más complicado y se me ha olvidado. Además, no hablamos directamente, con excepción de la frasecita en inglés que me acaba de soltar, sino con la ayuda de un intérprete, el escritor Markos Vasiliadis. En realidad, podríamos entendernos bastante bien con el inglés macarrónico que hablamos los dos, pero tanto los turcos como los griegos somos propensos a la indolencia y optamos por la solución más cómoda.

– ¿Cómo saben que la tal María Jambu está en Turquía? -Vasiliadis traduce la pregunta de Murat.

– Lo sabemos. Preguntamos en todas las agencias de viajes de Tesalónica. Sabemos con qué agencia viajó y cuándo salió. Si partió de Tesalónica con destino a Estambul, es imposible que haya ido a parar a Bulgaria. Además, basta con revisar los documentos de entrada en la frontera para averiguarlo.

El poli, cuando habla, se dirige a Vasiliadis, aunque de vez en cuando me echa ojeadas furtivas.

– Dice el teniente -me traduce Vasiliadis- que, según parece, todavía no existen pruebas fidedignas de que se haya cometido un asesinato.

– Dile al teniente que el forense encontró restos de pesticida en el cadáver del hermano. En los pueblos y zonas agrícolas, nueve de cada diez mujeres matan a sus maridos, a sus suegros y a sus hermanos con pesticida. Hace unos años una mujer exterminó a una familia entera con pesticida metido en una tarta de San Fanurio.

– Lo siento, comisario, no sé cómo decirle esto.

– ¿El qué?

– Lo de la tarta de San Fanurio.

– Llámala tarta a secas, llámala bollo, llámala como te dé la gana. No tiene importancia.

El teniente escucha la traducción de Vasiliadis y luego se dirige a mí:

– I want an international arrest warrant -me dice en inglés, más para librarse de mí que porque lo hayamos convencido.

– Hasta ahora creía que policías cabezones como éste sólo existían en Grecia -digo a Vasiliadis. Luego me dirijo a Murat-: Si quieres una orden internacional de arresto, la tendrás -mascullo en inglés y me levanto.

Murat No-sé-qué me tiende la mano, se la estrecho y salimos de su despacho.

Vasiliadis da unos pasos, se apoya en la pared de la Jefatura y cierra los ojos.

– Me parece increíble -murmura.

– ¿El qué?

– Hablar de María como si fuera una asesina cualquiera.

– A eso apuntan todos los indicios.

– ¿De veras cree, señor comisario, que imitó a la mujer de la tarta de San Fanurio y mató a su hermano con pesticida?

– Es posible que hubiera leído la noticia en el periódico y la recordara.

– No es posible, María es analfabeta.

– Pudo verlo en la televisión. ¿No tenían televisión en casa?

Se produce una pequeña pausa y luego Vasiliadis responde, aturdido:

– No lo sé. Nunca he estado en su casa. Yo vivo en Atenas. -Esto último suena a excusa pero no lo es.

– ¿Qué me está diciendo, señor Vasiliadis? ¿Que le preocupa la suerte de María ahora que está aquí, pero que no había ido a verla ni una sola vez cuando vivía en Drama?

– Sí fui una vez, pero…

– ¿Pero?

– …no congenié con su hermano. Era un hombre bruto, agresivo, que se llevaba mal con todos sus vecinos y estaba querellado con la mitad de ellos.

De sus palabras empiezo a deducir cosas.

– ¿Tampoco se llevaba bien con su hermana?

Él deja la pregunta en el aire.

– Creo que será justo que le cuente la historia de María desde el principio -dice-. Sentémonos en algún lugar, porque llevará su tiempo.

Tanta prisa tiene de contarme la historia que me mete en la primera pastelería que encontramos en el camino. Pasando por delante del escaparate veo una variedad interminable de pasteles. Me propongo no dejarme llevar y mantenerme fiel a mi café, aunque ya sé que voy a sucumbir.

– ¿Qué quiere tomar? -pregunta Vasiliadis.

– Como me ha traído aquí, pues un pastel. ¿Qué otra cosa podría tomar? -respondo, tratando de cargarle la culpa de mi transgresión.

Pido un ekmek con dos capas de ekmek y una de nata, como lo toman aquí, y no con una capa de ekmek y una de helado, como lo tomamos en Grecia, mientras que Vasiliadis limita su apetito a un airani [8]Espera discretamente que disfrute de mi dulce, pero yo he decidido prolongar el placer al máximo. De manera que separo las dos capas, coloco la nata en medio, la vuelvo a cubrir con la segunda capa de ekmek y convierto el dulce en un sándwich.

Vasiliadis, que ha observado todo el ritual, se echa a reír.

– Me parece que usted tiene una vena oriental y no lo sabe, señor comisario.

Lo mismo pienso yo porque, además de mi debilidad por los suvlakis, ahora descubro otra por los dulces orientales. Indico a Vasiliadis con un ademán que ya puede empezar a contarme su historia y él inspira profundamente.

– María debió de nacer hacia 1915. Al menos, eso decía ella. Su familia abandonó la región del Mar Negro y se estableció aquí en 1922. La familia la constituían María, su madre y su tío, el hermano de su padre. Su padre había muerto en Eskişehir mientras luchaba con el ejército griego. Tenían la esperanza de que les consideraran miembros de la minoría griega de Constantinopla para, así, poder quedarse en la ciudad. Aquí la madre de María se casó con su cuñado. De aquel matrimonio nació Yannis, su hermano. Un buen día, el tío de María cogió a su familia, es decir, a su mujer y a su hijo, y se marcharon a Grecia.

– ¿Y María?

– La dejaron con la familia del padre, una tía y su hija que vivían en el barrio de Fanar. Le prometieron que, una vez que se establecieran en Grecia, vendrían para llevársela con ellos, pero eso nunca sucedió. La prima y la tía la recibieron a regañadientes, porque la cría resultaba una carga. Cuando comprendieron que su familia no tenía intención de llevársela a Grecia, decidieron deshacerse de ella y la pusieron a trabajar a los doce años. María solía decir que para ella fue una liberación, porque las tías la trataban mucho peor que sus patrones. La última familia en la que trabajó fue la nuestra, y pasó muchos años con nosotros. Ya le he dicho que nos crió, especialmente a mi hermana.

– ¿Y cómo acabó en Drama? -pregunto al tiempo que pido un té para completar mi giro a Oriente.

Vasiliadis suspira profundamente y parece que le resulta difícil continuar.

– Mis padres fueron de los últimos en abandonar esta ciudad. Antes de marcharse le buscaron una plaza en el geriátrico de Baluklís. -Calla y parece buscar las palabras adecuadas-. Al principio, mis padres tuvieron que vivir conmigo, en mi piso de Atenas. Y los pisos de Atenas no son tan espaciosos como las casas de aquí. Temieron que María se viera obligada a dormir en un camastro en la sala de estar y pensaron que en el geriátrico estaría mejor. Pasado un año, la llamó su hermano y le propuso que fuera a vivir con él.

– ¿Habían tenido algún contacto anteriormente?

– Ninguno. Ni con su hermano ni con su madre. Su familia la había abandonado.

– ¿Y a qué se debía el interés repentino del hermano?

– Sólo puedo conjeturar. Según me contó María, su hermano permanecía soltero y había vivido siempre con la madre. Cuando la madre murió, el hermano se quedó solo y necesitaba a alguien que cuidara de él. Pensó que María no tenía a nadie en el mundo y que, por lo tanto, no podría volver aquí y la tendría a su merced.

– No contó con el veneno.

Vasiliadis levanta las manos en señal de impotencia pero no dice nada. Si yo no fuera policía, diría que el solterón tuvo su merecido. Sin embargo, hay una pregunta a la que no podemos responder con presunciones. ¿Por qué regresó María Jambu a Estambul? Podría haberse quedado en el pueblo de Drama, contar cualquier mentira para explicar la muerte de su hermano y librarse de las consecuencias. A los noventa, te libras de la cárcel de todas formas. Pero no lo hizo. Se sacó el pasaporte, compró un billete de autocar y vino a esta ciudad, donde logró desaparecer sin dejar rastro. Todo eso me da mala espina, aunque no sabría decir por qué.

En cuanto llego al hotel, llamo a Guikas por teléfono y le cuento la historia.

– Muy bien, mañana mismo tendrán la orden de arresto a través del consulado griego -me dice-. Enviaremos, además, otro documento, dirigido a la policía turca, solicitando que te acepten como representante de la policía griega.

Tardo casi un minuto en digerir lo que me acaba de decir y, aun así, conservo una mínima esperanza de haberle entendido mal.

– ¿Qué quiere decir? -pregunto.

– Que te quedarás allí hasta que se aclare esta historia, Rostas.

– Señor director…

– Escúchame. No me fío ni un pelo de los turcos y no sé qué líos podrían montar a nuestras espaldas. Imagínate: una asesina de noventa años oriunda de la costa del Mar Negro… Pueden convertirla en cualquier cosa, desde espía a víctima de los griegos. Si mañana la cosa se tuerce, nuestros nacionalistas empezarán a gritar que los turcos nos han colado otra y no sabremos dónde escondernos. Por eso quiero que te quedes ahí y me avises a tiempo si ves algo sospechoso.

No podría decir que me lo esté pasando mal en este viaje, teniendo en cuenta las circunstancias, pero no me entusiasma en absoluto la idea de quedarme indefinidamente. Ahora que toda la familia tenemos los nervios hechos trizas, no quisiera estar mucho tiempo lejos de Atenas. Por otro lado, comprendo los temores de Guikas, aunque no los comparto. ¿Qué jugo pueden sacar los turcos de una nonagenaria que ha matado a su hermano en las afueras de Drama? Si hubiera alguna orden de arresto pendiente contra ella en Turquía, lo entendería, aunque, incluso en esas circunstancias, sería competencia del consulado. No obstante, aún nos quedan cinco días en Estambul y puedo ocuparme del asunto en mis ratos libres.

– Necesito que me envíe copia de las declaraciones que la policía de Drama tomó a los vecinos -le digo a Guikas.

– Dame un número de fax y las tendrás mañana.

Le doy el fax del hotel, que encuentro en un folleto informativo con los datos telefónicos, y cuelgo el auricular.

Adrianí, que se está preparando para nuestra salida nocturna, me mira con suspicacia en cuanto cuelgo y me veo obligado a explicarle lo sucedido.

– Rostas, quien con perros se acuesta, con pulgas se levanta, como decía mi pobre padre. -Ya me ha soltado uno de sus proverbios.

Además, me pregunto por qué mete a su padre, que era empleado del Departamento de Depósitos y Préstamos, con asuntos de perros, pero, en fin, qué se le va a hacer.

– Estás de vacaciones -añade-, no tienes por qué inmiscuirte. En todo caso, yo no pienso modificar mis planes por tu culpa.

Con esta declaración pone punto final a nuestra breve conversación. Y me deja para bajar al vestíbulo del hotel.

Capítulo 6

Una de cal y otra de arena, así es la vida. Ayer Guikas me tiró la cal y hoy viene la arena para cambiar mi suerte. El ferry surca el mar sereno y nos devuelve a Estambul después de nuestra visita a las islas Prínkipos. Y cuando hablo de las islas no me refiero a las cuatro del grupo, sino a una sola, la propia Prínkipos. Las demás las vimos de lejos, cuando el barco pasó por delante o mientras atracaba en la «escala», como la llama la señora Murátoglu.

Todos deseábamos visitar Jalki y la Escuela de Teología, pero estaba cerrada. Así que terminamos en Prínkipos y, en calesas, dimos la «vuelta pequeña» a la isla, según nos explicó la señora Murátoglu, que conocía la historia de cada mansión de madera, de todos los viejos propietarios griegos y de algunos armenios y judíos. Nosotros nos comimos montones de fondos de la Unión Europea y no fuimos capaces de crear un mísero registro de la propiedad, mientras que la señora Murátoglu se sabe de memoria a quién pertenecen las fincas de los griegos de aquí.

Mi móvil suena en cuanto atracamos en Proti, la isla más cercana a Estambul. Leo en la pantalla el número de Katerina y me entra el pánico. ¿Cómo debo hablarle? Todas las opciones están abiertas, como se suele decir, desde un seco «dime» o «te escucho» hasta el más tierno «¿cómo estás, hija mía?». Resuelvo el dilema recurriendo a una expresión neutra, que podría utilizar tanto con mi mujer como con mi hija o incluso con algún colega que no veo desde hace tiempo:

– ¡Vaya, qué sorpresa!

Veo que Adrianí me mira extrañada y me alejo hacia la popa del barco, para poder hablar tranquilamente, libre de su mirada inquisidora.

– ¿Qué tal, papá? ¿Cómo va el viaje?

Su voz suena apagada, monótona, sin su vitalidad de siempre. La pregunta, sin embargo, me da la oportunidad de contestarle en plan turista y me aferro a ella. Empiezo a hablarle de nuestra estancia, de las excursiones, los monumentos, Santa Sofía, San Salvador, la Mezquita Azul y el recorrido por las islas Prínkipos. Al final, mis postales telefónicas decaen y me quedo sin existencias. El otro extremo de la línea permanece un rato en silencio hasta que vuelve a sonar la voz de Katerina:

– La he cagado, ¿verdad?

La pregunta es tan inesperada que me quedo sin palabras y recurro al clásico:

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos, papá, sabes muy bien lo que quiero decir. ¡La he cagado! -repite, como si necesitara oírlo una vez más-. ¿Qué habría pasado si hubiera llevado un vestido de novia y un velo? ¡Nada en absoluto! Lo único que he conseguido es ponerme a malas contigo, con mamá y con mis suegros. Y vale, vosotros sois mis padres, pero mis suegros no me dan más que los buenos días, y a regañadientes. Y lo peor es que están cabreados también con Fanis, porque piensan que debió hacer valer su hombría para arrastrarme a la iglesia en contra de mi voluntad. Y todo eso por no querer aguantar media hora de pie en la iglesia e intercambiar coronas nupciales. ¡No entiendo qué me pasa a veces, que me pongo como una mula!

La noto tan agobiada que mi enfado se convierte en preocupación.

– ¿Qué opina Fanis de todo esto? -pregunto. Cuando las cosas se ponen feas, yo también recurro al hombre.

– Fanis es médico, papá. Como profesional y como persona. Siempre busca el remedio apropiado, se trate de una cardiopatía o de un problema familiar.

– ¿Y lo ha encontrado?

– Propuso que nos volviéramos a casar. Esta vez por la Iglesia.

Es la solución en la que nadie había pensado. Dos ceremonias: la primera, para que Katerina esté contenta; la segunda, para que estemos contentos los demás. A pesar de todo, intento no alegrarme antes de tiempo.

– ¿Y tú qué dices? -pregunto con recelo.

– Yo sólo quiero que termine el mal rollo. No puedo dormir, no tengo ganas de trabajar. En el despacho se preguntan qué me pasa. Ya se está rumoreando que no me llevo bien con Fanis. Que haya una segunda boda, que mis suegros inviten a su familia, mamá a la suya, tú a tus colegas, y acabemos con esto.

– ¿Y para cuándo esa boda?

– Por eso te he llamado. Te lo cuento a ti pero para los demás será una sorpresa. No le digas nada a mamá. Cuando volváis a Atenas encontraréis la invitación en casa.

Colgamos después de intercambiar abrazos telefónicos y yo me quedo mirando la estela que dejan las hélices del barco y la isla de Proti, que hemos dejado atrás. Mi pensamiento vuela al caso que me ha encargado Guikas. Si se prolonga demasiado, corro el riesgo de perderme la boda de mi hija. Se me ocurre advertir a Katerina que esperen hasta que pueda aclarar el caso, pero enseguida descarto la idea. En última instancia, puedo llamar a Guikas y pedirle que me sustituya otro para que yo pueda ir a la boda. La otra duda es si debo hablar con Adrianí, siquiera a escondidas de Katerina. Sé que me comerán los remordimientos si la dejo sufrir cuando podría librarla de su tormento.

Con estos pensamientos vuelvo a mi asiento. Adrianí hace un gesto que significa: «¿Qué pasa?». Con ademanes le respondo que no pasa nada y miro hacia el otro lado, para poner fin a aquel diálogo de sordomudos. Mi mirada cae sobre un rompeolas que termina en un faro.

– ¿Qué faro es ése? -pregunto a la señora Murátoglu.

– Es la linterna -responde ella con una risa-. Así lo llamábamos nosotros. Es señal de que nos acercamos a Estambul.

La señora Murátoglu interrumpe sus explicaciones porque se nos acerca la señora Petropulu. Ésta da un empujón a Adrianí con un seco «¿me permite?» con la intención de hacerse un lugar junto a la señora Murátoglu, y Adrianí aprovecha la ocasión para sentarse a mi lado.

– ¿Quién llamaba? -pregunta-. ¿Guikas otra vez dándote la lata?

– Era Katerina.

La expresión de Adrianí cambia radicalmente. Abre los ojos como platos y apenas logra mantener la voz baja:

– Dime, dime. ¿Qué ha dicho?

Me vuelvo y la traspaso con la mirada.

– Te lo diré pero, si me delatas a Katerina, no volveré a dirigirte la palabra. Ni aunque me cocines tomates rellenos.

– Te lo juro por nuestra hija. Venga, cuéntamelo.

Le hago un informe completo, de aquellos que sólo en ocasiones excepcionales entrego a Guikas. Cuando termino, ella se santigua. Dos mujeres turcas con pañuelos y abrigos largos la miran extrañadas. Una de ellas menea la cabeza con una sonrisa y alza la mirada al cielo.

– Contrólate, no estamos en Atenas -la prevengo, por si acaso.

– Mañana por la mañana iré a la iglesia de la Santísima Trinidad de Pera para encender una vela -dice y, acto seguido, se echa a llorar.

Ahora la miran sorprendidas no sólo las turcas con pañuelo sino también todos los demás, la señora Murátoglu incluida. Menos mal que la señora Petropulu había vuelto a su asiento.

– ¿Sucede algo malo? -se inquieta la señora Murátoglu.

– No, señora Murátoglu, son lágrimas de alegría. Nuestra hija se va a casar -responde Adrianí.

– Pero, bueno, ¿no me habían dicho que ya se había casado? -se extraña.

– Sí, pero ahora han decidido casarse también por la Iglesia.

La señora Murátoglu se echa a reír.

– ¿No tendrán raíces en Constantinopla sin saberlo? -pregunta.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque nosotros, en Constantinopla, siempre nos casamos dos veces. Aquí la boda civil no es optativa sino obligatoria. De modo que primero nos casamos en el registro civil y luego en la iglesia. Si pregunta a alguien que sólo se ha casado en el registro, le dirá «sólo por lo civil». Si, en cambio, se ha casado también por la Iglesia, le dirá «sí, estoy casado». El matrimonio no se considera completo hasta que se han realizado ambas ceremonias.

– ¡Desde luego! ¿No acabamos de acordar que mantendrías el secreto? -regaño a Adrianí para pararle los pies.

– En primer lugar, estamos en Constantinopla y, en segundo lugar, sólo se lo he dicho a la señora Murátoglu. Esto no cuenta -me replica con descaro.

En el hotel me esperan cuatro faxes. Uno con las declaraciones que los vecinos de María Jambu prestaron en la comisaría de Drama. Otro con el informe forense. El tercero contiene el informe de la policía científica, mientras que el cuarto corresponde al documento oficial que solicita de la policía de Constantinopla que me acepte como contacto con las autoridades turcas mientras duren las investigaciones. Una nota manuscrita de Guikas en el fax con las declaraciones me informa de que los documentos restantes han sido traducidos y enviados por vía oficial a la Jefatura de Estambul.

Pido un café en el bar y me siento a leer los documentos. El informe del forense es aburrido, como siempre. Lo leo en diagonal hasta asegurarme de que la víctima, loannis Adámoglu, había sido hallada en la cocina de su domicilio con restos de pesticida en el estómago y en la sangre.

Los de la científica creen que Adámoglu se arrastró hasta la cocina, tal vez para beber agua, y que murió delante del fregadero. Aparte de eso, el único dato interesante es que encontraron dos bandejas en la cocina. Una contenía restos de una empanada de puerros, la otra, una empanada de queso [9] de la que sólo faltaban dos trozos. También hallaron restos de tirópita en un plato en el fregadero. La empanada de puerros estaba limpia; la de queso, por el contrario, contenía pesticida suficiente para matar a un elefante.

La imagen que se desprende de las declaraciones de los vecinos concuerda con la que me describió Vasiliadis. Todos coinciden en que Yannis Adámoglu era un tipo malvado y agresivo, que discutía con todo el mundo y había llevado a los tribunales a media Drama. «Era capaz de denunciarte por desperfectos causados a propiedad ajena sólo porque uno había llamado a su timbre por error», declaraba un vecino. Y una mujer contestaba así a la pregunta de si Adámoglu tenía enemigos: «No tenía otra cosa». La respuesta más serena aunque, a la vez, la más clarificadora, la daba el alcalde: «Aquí todos provenimos del Mar Negro y cada cual lleva su cruz, grande o pequeña. Por eso nos ayudamos los unos a los otros. Pero Adámoglu era un cabrón».

Todo lo malo que los vecinos achacan a Yannis Adámoglu se torna bueno cuando hablan de María, su hermana. La impresión general que dejan las declaraciones es que se trataba de una mujer amable, que mantenía buenas relaciones con todos los vecinos y siempre estaba dispuesta a echar una mano. Todos coincidían en que su hermano la trataba fatal, y algunos llegaban al extremo de afirmar que la pegaba pero que María lo soportaba todo estoicamente y en silencio. «Jamás abría la boca para quejarse, nunca daba pie a habladurías», declaraba una vecina. «Cargaba sola con todo.»

«Un día le pregunté por qué había venido a vivir con su hermano. ¿No habría sido mejor que se quedara donde estaba?», declaraba otra vecina. María le respondió con resignación: «Mi vida ha sido siempre así, señora Dímitra. Siempre de mal en peor».

María tenía fama de preparar unas empanadas deliciosas. «Si hubiera querido dejar plantado a su hermano e irse a trabajar a un restaurante, se habría ahorrado sufrimientos y habría ganado algo de dinero», comentaba otra vecina.

Aparte de las declaraciones, de las que ya me había formado una idea gracias al relato de Vasiliadis, el fax contiene dos datos interesantes. El primero, que María Jambu no dijo a nadie que pensaba ir a Estambul. Dijo que iba a visitar a unos conocidos de Estambul que estaban de viaje en Tesalónica. Parece ser que Vasiliadis era el único a quien confió la verdad. El otro dato, aún más interesante, era que sólo había sacado un billete de ida.

Llamo por teléfono a Markos Vasiliadis y le pido que se pase por el hotel. No sólo para informarlo, sino también para saber qué opina de todo esto. Cuando termina de leer las declaraciones, su café sigue intacto en la taza mientras que yo me he tomado tres.

Levanta la cabeza y me mira. No sabe qué decir y, como haría cualquiera, recurre a lo más anodino:

– Es cierto que sus empanadas eran deliciosas -dice-. Y le gustaba dárselas a probar a los vecinos. A veces, mi madre le decía riendo: «Basta, María. Guarda un poco para nosotros». -Calla porque necesita tiempo para digerir la amarga verdad. Hace un último esfuerzo desesperado-. ¿Seguro que lo mató María? ¿No pudo ser otra persona? Él tenía enemigos por todas partes.

– Tiene razón, pero todo indica que fue su hermana.

– Hay dos cosas que no entiendo. Primero: ¿por qué preparó dos empanadas?

– No estoy seguro, aunque lo imagino. Si ella sabía que a su hermano le encantaba la empanada de puerros, podía estar segura de que primero comería ésa y luego la de queso, que contenía el veneno. Eso le daba tiempo para estar lejos cuando su hermano muriera.

– ¿Y cómo sabía que se la comería?

Me echo a reír.

– Vamos, señor Vasiliadis. Los hombres como Yannis Adámoglu, que son tacaños y no saben cocinar, se comerían hasta la última miga que hay en casa antes de gastar dinero para comer fuera.

– Tiene razón. Mi otra pregunta es: ¿por qué sacó sólo un billete de ida?

– Porque no pensaba volver.

Desde que había leído lo del billete de ida, me preocupaba tener que dejarlo todo en manos de la policía turca y limitarme a desempeñar un papel secundario. Pero esto no hace falta que lo comente.

– Eso de la empanada de puerros es simbólico -dice Vasiliadis.

– ¿Por qué?

– María nos había dicho un montón de veces que, antes de abandonar el Mar Negro, su madre había preparado dos empanadas, una de puerros y otra de queso, para que la familia tuviera qué comer en el camino.

Capítulo 7

– ¿Habrá manera de cambiar mi billete de avión para volver antes a Atenas? -pregunta Adrianí durante el desayuno.

– ¿Por qué?

Me clava una mirada de madre que regaña a un hijo tonto.

– Por la boda, Rostas. Tenemos que comprar el traje de novia, un vestido para después de la ceremonia, zapatos y un montón de detalles más. ¿Cómo va a apañarse sola Katerina? No tiene ni idea de esas cosas.

Procuro mantener la calma, porque estoy desayunando mi deliciosa rosca de pan con queso y no quiero que se me indigeste.

– ¿Cómo vas a volver antes a Atenas? -pregunto con calma-. Para empezar, el cambio del billete nos costará un pastón. Y si vuelves antes, Katerina sabrá enseguida que te lo he contado todo.

– Tranquilo, que ya he pensado en todo. Le diré que tuve que volver porque me sentaba mal la comida. Y como tú tenías que encargarte de una investigación, no tenía ganas de quedarme sola en la ciudad, sufriendo.

Tras tantos años de matrimonio, nunca he podido averiguar si es sincera conmigo o si también a mí me suelta las mentiras que con tanta maña idea para los demás. Supongo que me quedaré con la duda porque, cuando se trata de Adrianí, es imposible distinguir entre la verdad y la ficción.

Me maldigo por dentro por haberle revelado la buena noticia en lugar de dejarla sufrir y así poder estar tranquilo. También es cierto que, si la hubiera dejado sufrir, ella me habría atormentado a mí también. Intento no alzar la voz y limitarme a esgrimir argumentos lógicos.

– No sé nada de billetes de avión, pero supongo que, si cambiamos tu pasaje de turista a normal, sería como sacar un billete nuevo y nos costará un ojo de la cara.

– No cuesta nada preguntar.

– No, pero te repito que no me parece bien que vuelvas -prosigo con la misma paciencia-. No será fácil que Katerina se trague la mentira. Sabrá que te conté el secreto, y una de dos: o se entristecerá o se pondrá furiosa. Y nosotros no queremos ni una cosa ni la otra, ahora que tenemos todas las razones del mundo para estar contentos. Quédate aquí y disfrutemos del resto del viaje.

Ella me devuelve una sonrisa irónica.

– ¿Cómo vamos a disfrutar si tú trabajarás y yo tendré que pasar el día con los demás, que, excepto la señora Murátoglu, me caen fatal?

– Exageras. No tengo que hacer gran cosa. Sólo sacar la nariz de vez en cuando.

– Tan optimista como siempre -continúa Adrianí sin perder la sonrisa-. Ya verás como te equivocas y yo tengo razón.

Será que mi mujer tiene poderes de adivinación o que su maldición ha surtido efecto, porque en cuanto salimos del comedor, veo al teniente Murat levantarse como propulsado por un resorte del sillón donde estaba sentado y echar a andar hacia mí.

– Me dijeron que usted estaba desayunando y no he querido molestarle -me dice en inglés.

– What is it? -pregunto.

Se pone un poco tenso antes de contestar.

– ¿Podría acompañarme a Jefatura?

– ¿La han encontrado? -pregunto aliviado, pensando que podré disfrutar del resto de mis vacaciones y, al mismo tiempo, cerrarle la boca a Adrianí.

– No, pero hemos encontrado un cadáver -responde Murat.

– ¿Qué cadáver?

– An old woman. Una vieja. Vivía sola en Bakirkóy.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? -insisto, resistiéndome a aceptar lo inevitable.

– La vieja era griega. Y el forense halló en su estómago restos de empanada con pesticida.

Está claro que nadie puede eludir su destino.

– Espere un momento, hablaré con mi mujer y nos vamos.

Adrianí se ha trasladado a la mesa de la señora Murátoglu, junto con los Despotópulos y los Stefanakos. Está claro que lee en mi expresión que me han pillado, porque hace un gesto de asentimiento en señal de haber comprendido.

– Tengo que ir hasta la Jefatura de policía. No tardaré -explico para empañar un poco su triunfo.

– Ni que fuera vidente -comenta ella con ironía.

– Te llamaré por teléfono -digo a toda prisa para acabar con sus quejas.

– Que tengas un buen día -añade ya a mis espaldas.

Murat, que me espera de pie en recepción, se apresura hacia la salida en cuanto me ve. Junto a la acera hay un coche patrulla.

– Who found the old lady? -pregunto.

– Una vecina… Hacía tres días que la víctima no sacaba la nariz por la ventana. La mujer, preocupada, llamó a la policía.

– ¿Es allí donde vamos?

– First we go to headquarters. Antes pasaremos por Jefatura. Tenemos que aclarar algunos detalles.

No sé qué hay que aclarar, pero como no tengo ganas de averiguarlo, centro mi atención en el camino. Hacemos el mismo recorrido que a la vuelta de Santa Sofía, aunque a la inversa.

– ¿Vamos a Santa Sofía? -pregunto a Murat.

– No, Santa Sofía está en el otro extremo. Nosotros vamos a Fátij.

– Es que cruzamos el mismo puente.

Él se echa a reír.

– La mitad del tráfico entre las dos partes de Estambul pasa por este puente.

Comprendo que no nos dirigimos a Santa Sofía cuando, pasado el puente, no torcemos a la izquierda sino que seguimos recto. Poco a poco, empiezo a entender las contradicciones viarias de Estambul. La ciudad dispone de enormes bulevares flanqueados de pequeños comercios, unos puestos que recuerdan a las pequeñas tiendas de juguetes y objetos de feria que existían junto al Ágora antigua de Atenas, al principio de la calle Ermú, antes de convertirse en zona peatonal con ocasión de los Juegos Olímpicos.

Ya me había fijado ayer, cuando remontábamos esta avenida desde Tarlábaşi en dirección a Taksim, y vuelvo a constatarlo ahora. Una avenida grandiosa con tiendas pequeñas y baratas en las que se vende todo lo imaginable: objetos de plástico, ropa, quincalla, calcetines, ropa interior y productos higiénicos, todos mezclados y expuestos en fila. La imagen resulta deprimente, como también la imagen opuesta que ofrece Atenas: callejuelas estrechas entre altos bloques de edificios que parecen a punto de caer y aplastarte.

– What's the name of the street? -pregunto a Murat.

– Bulevar Atatürk.

Si estuviéramos en Grecia, se llamaría Bulevar de Eleuterio Venizelos, pienso. No sé en lo demás, pero, al menos en esto, somos igualitos. Estampamos los nombres de Atatürk o de Venizelos en cualquier calle o pasaje que se nos ponga por delante, sea una avenida, un callejón o un camino de cabras.

Murat tuerce a la derecha y enfilamos una avenida aún más ancha.

– This is Adnan Menderes Boulevard -me informa-. Los tuyos le recuerdan muy bien. Your people.

– ¿Quiénes son los míos?

– Los griegos. Era primer ministro cuando los sucesos de septiembre.

– Los sucesos fueron orquestados -preciso, mosqueado, porque presenta las cosas como a él le conviene-. Él provocó los sucesos, él puso la bomba en casa de Atatürk en Tesalónica.

– En cualquier caso, nosotros le ahorcamos.

– Y después le dedicasteis una avenida.

– Así le pisoteamos -responde Murat riéndose.

La conversación se interrumpe porque hemos llegado a Jefatura. Murat deja el coche en el aparcamiento y subimos en ascensor hasta la cuarta planta. En cuanto salimos al pasillo tengo la sensación de encontrarme delante de mi propio despacho.

Las mismas caras, el mismo trajín en los pasillos. Cuando me cruzo con un extranjero que va esposado, a punto estoy de decirle «buenos días» en albanés o en otro idioma. De repente, recuerdo a mi amigo Zisis, que, de vez en cuando, me decía con desdén: «Todos los opresores tienen la misma cara, y todos los edificios construidos bajo su mandato, el mismo estilo». Miro a mi alrededor y me muerdo la lengua para no tener que darle la razón.

Murat entra en una sala de espera. Susurra algo a un policía de paisano. Éste se pone de pie y, al tiempo que me da la mano, me suelta la frase que conocen la mitad de los griegos:

– Hoş geldiniz, bien venido.

Le respondo con otra frase que también conocen la mitad de los griegos:

– Hoş bulduk, bien hallado.

Es la primera vez que veo a Murat partirse de risa. Mientras, abre otra puerta y se hace a un lado para dejarme pasar. En el despacho, que se parece a los nuestros en que resulta menos angosto que la sala de espera, está sentado un hombre cincuentón que se levanta de un salto y me da un cálido apretón de manos mientras me dice:

– Welcome, welcome!

Murat me lo presenta como el general de brigada Kerim Ozbek, subdirector de Seguridad. Su inglés es deficiente aunque, desde luego, mejor que el mío.

– Mr. Sağlam has explained the situation to you.

Así ya me parece más fácil pronunciar el apellido de Murat. En cuanto a las explicaciones, más bien fui yo quien se las dio a Murat, aunque él no quiso creerme.

– Yes -contesto expeditivo al subdirector para evitar enemistarnos ya en el primer encuentro.

– Usted comprende que se encuentra aquí como contacto de la policía griega con la turca, ya que hubo un asesinato previo en Grecia y buscamos al mismo asesino.

– I understand -respondo en voz bien alta mientras añado para mis adentros: «No soy idiota».

– Good. Por lo tanto, usted puede participar en las investigaciones aunque no puede intervenir de ningún modo, si no es con la conformidad o previa petición del señor Sağlam. Agreed?

– Okey -respondo.

– Okey -repite el general de brigada mientras yo intuyo que acabaré buscando una aguja en un pajar pero, para colmo, atado de pies y manos.

Capítulo 8

Nos encontramos en el paseo marítimo, el mismo que habíamos enfilado para entrar en la ciudad aunque, en esta ocasión, en dirección opuesta, hacia el aeropuerto. A mi izquierda, el mar de Mármara aparece y desaparece de mi vista entre murallas bizantinas, enormes centros comerciales, parques con viejos y jóvenes que pescan con caña desde los pretiles, viejecitas sentadas en los bancos y niños que juegan. Cuando el mar aparece, veo los barcos de pasajeros, pintados de un blanco niveo, que pasan rozando la bocana del puerto en medio de barcazas, pequeños transbordadores y barquitos turísticos.

A mi derecha se alinean una serie de tabernas parecidas a nuestros merenderos: construcciones de vidrio y contrachapado o fórmica pintados. Las mesas, tanto las de dentro como las de fuera, están dispuestas sin ton ni son. La única diferencia es que los turcos siguen utilizando manteles mientras que nosotros pasamos del papel manteca al papel gofrado.

– Veo que también vosotros tenéis tabernas por todas partes -comento a Murat.

– Esto es Kúmkapi. La lonja del pescado está cerca y se encuentran buenas piezas. -Se vuelve para mirarme-. Do you speak German? -pregunta inesperadamente.

– No. El inglés es la única lengua extranjera que hablo. -«Hablar» es una afirmación muy optimista.

– Lástima. Sería más fácil entendernos en alemán.

– ¿Hablas alemán? -me intereso al tiempo que me pregunto si la policía turca está tan avanzada.

– Yo nací en Alemania. En Esslingen, cerca de Stuttgart. Tengo dos nacionalidades, la turca y la alemana. Empecé a trabajar en la policía alemana, pero después vine a Turquía y busqué un puesto en la policía de Estambul.

– ¿Por qué te fuiste de Alemania? ¿El trabajo es mejor aquí?

– Aquí se cobra menos pero, en cambio, es más fácil ascender. Aunque no me fui por eso.

– ¿Entonces?

– Por razones familiares -responde vagamente y tuerce a la derecha.

Dejamos atrás los cuatro carriles del paseo marítimo y nos adentramos en una calleja de medio carril, por la que hasta un ciclomotor circularía con dificultad.

– Eres un gran conductor -le digo a Murat admirado al verlo deslizarse como un felino por los callejones.

Murat se ríe.

– Los trucos los aprendí aquí. Si me hubiera metido en un callejón como éste en Alemania, el coche ya estaría en el taller.

De repente descubro la diferencia entre Atenas y Constantinopla. En Atenas hay pocos monumentos visibles. La Acrópolis, el templo de Zeus Olímpico, el Ágora o, un poco más allá, el templo del cabo Sunio. Todos los demás están enterrados, sea bajo tierra, sea en las mazmorras de los museos. Aquí, en cambio, todo está a la vista, como si los que pasaron por esta ciudad lo hubieran abandonado todo de repente; luego vinieron otros, que también lo dejaron todo abandonado, y por suerte a nadie se le ocurrió poner un poco de orden. Sales de Santa Sofía y cruzas barrios llenos de casuchas baratas y tiendas al borde de la quiebra. Un poco más allá se encuentra la iglesia de San Salvador de Jora, donde está el único Cristo cabreado que he visto en mi vida; los que piden ayuda al «buen Jesús», que se den antes un paseo por esa iglesia. Cuando bajas a Pera, caminas entre parejas que van cogidas de la mano, pero en cuanto sales de San Salvador te topas con mujeres de negro y tapadas hasta los ojos, que arrastran a sus hijos de la mano. La Mezquita Azul está flanqueada por enormes hoteles que parecen salidos de Hollywood y luego entras en el palacio de Topkapi y te sientes tan pequeño como Alí Bajá delante de la Sublime Puerta. Te detienes en la costa del

Cuerno de Oro y, entre las casas medio derruidas, tu mirada descubre la torre veneciana de Gálata, admiras las viejas mansiones de Prínkipos, regresas por la tarde a la ciudad y, de repente, te encuentras en un enorme centro comercial pero, en cuanto sales, puedes toparte con barrios enteros de chabolas y comercios de mala muerte. En Atenas, a cada golpe de piqueta salen antigüedades. Aquí, si das golpes de piqueta, corres el riesgo de derruir media ciudad.

Murat aparca el coche patrulla delante de tres casas de madera. Al lado, una vivienda humilde de dos pisos, como las que se encuentran junto al Agora, construidas en los años sesenta. La primera de las tres casas es la más imponente y la más deteriorada, casi una ruina. Las otras dos, más pequeñas, han sido restauradas y parecen hermanas gemelas que visten ropas idénticas. La ruina tiene un balcón y tres ventanas, y un tejado en mansarda con desván, aunque alguien reforzó la planta baja con paredes de ladrillo y ahora parece que la construcción de madera fue añadida posteriormente.

Un policía está apostado delante de la casa. Se cuadra para saludar a Murat, le abre la puerta del coche y le sigue al interior de la casa. Yo entro el último, seguramente para hacerme a la idea de que éste es mi lugar en el caso de María Jambu.

Salta a la vista que el ladrillo no es más que un envoltorio, porque el interior de la casa es de madera. Murat me indica con un gesto que debemos empezar por la primera planta. Subimos por una escalera de madera que da a una sala de estar espaciosa y llena de muebles antiguos que ya no tienen ningún valor, porque han recibido las mismas atenciones que la casa. La diferencia es que, aquí, en lugar de un envoltorio de ladrillo, hay una alfombra agujereada encima del sofá y mantas encima de las butacas de madera esculpida. En el centro de la mesa se extiende un bordado antiguo, de aquellos que admira Adrianí.

Murat lo recorre todo con mirada indiferente y abre una puerta lateral que da al dormitorio. Una vieja cama de hierro forjado, de las que tienen adornos labrados en el cabezal y en los pies, se encuentra pegada a la pared junto a la ventana. Está cubierta con una colcha de punto de la que faltan las borlas. Junto a la cama hay una mesilla de madera de antes de la guerra y una lámpara también pasada de moda.

– Cuando la policía abrió la puerta, encontró el cadáver tendido en la cama. Llevaba una bata y calcetines, de modo que suponemos que murió mientras dormía. El forense calcula que falleció entre la tarde y el anochecer.

– ¿Cuántos días llevaba muerta?

– Todavía no tenemos el informe de la autopsia, pero, a primera vista, el forense calcula que unas cuarenta y ocho horas. Hallamos pesticida en los restos de una empanada en la cocina, igual que vosotros. Parece que se encontró mal y subió con esfuerzo al dormitorio para acostarse, porque encontramos una de sus zapatillas en la escalera. La otra aún la llevaba puesta.

– Me gustaría echar un vistazo a la cocina.

– Vamos -responde Murat, que no pone ninguna traba y me precede por la escalera.

La cocina es espaciosa y da a la fachada posterior de la casa. La nevera debe de ser de los años cincuenta. Ahora entiendo por qué Murat estaba tan dispuesto a traerme aquí. Se nota que después del levantamiento del cadáver vino la mujer de la limpieza y lo limpió todo a fondo, incluso la cocina de gas.

– What was her name? -pregunto a Murat.

Él saca una libreta del bolsillo y la hojea.

– Kallopi Adámoglu.

Ahora ya no cabe la menor duda de que la asesina es María Jambu. Kallopi Adámoglu debía de ser de la familia, una de las parientas que se hicieron cargo de ella cuando abandonaron a María, y la puso a trabajar por cuenta ajena. Por eso volvió a la ciudad. Espero que la vieja Adámoglu fuera la única razón de su regreso y no aparezcan otras por el camino.

Aquí no hay nada que ver. Salgo de la cocina y entro en una extraña habitación que tiene dos niveles. En el primer nivel sólo hay un rincón entre dos ventanas; luego subes tres escalones y llegas al segundo nivel, que también tiene dos ventanas. La estancia está vacía, con excepción de un viejo sofá y dos butacas. El sofá está colocado debajo de las ventanas, y las butacas, frente a él, mirándolo.

– ¿Qué tal si hablamos con la vecina? -propongo a Murat-. Tal vez nos cuente algo.

– Ya hablé con ella ayer. -Saca de nuevo la libreta y pasa las hojas-. Nos dijo que Kallopi Adámoglu solía sentarse aquí, junto a la ventana, y charlaban casi cada día. Cuando pasaron varios días sin verla, pensó que podría estar enferma y vino a llamar a la puerta, pero no le abrió. Preguntó a los vecinos y al tendero, pero ellos tampoco la habían visto. Entonces acudió a la policía. Vino una patrulla, abrieron la puerta y encontraron el cadáver.

– ¿Nadie vio a María Jambu entrar o salir de la casa?

Murat vuelve a consultar su libreta mágica.

– La vecina las vio a las dos desde lejos, estaban sentadas junto a la ventana y charlaban. Le llamó la atención, porque Adámoglu nunca recibía visitas. Siempre decía que no le quedaba nadie. La vecina quería preguntarle al respecto, pero ya no la volvió a ver con vida.

– ¿No habló con nadie más en el vecindario?

– Ya preguntamos a los demás vecinos, al tendero, al verdulero y, un poco más allá, al farmacéutico. No había comentado nada a nadie.

– Quizá Kallopi Adámoglu o María Jambu compraron los ingredientes de la empanada de queso en alguna tienda de ultramarinos de la zona.

– El tendero del barrio recuerda que Kallopi Adámoglu compró hojaldre y huevos.

Por lo tanto, María Jambu sólo trajo consigo el pesticida. La empanada la preparó aquí.

Me pregunto si merece la pena perderme la visita guiada del palacio imperial otomano Dolmabahçe para seguir la visita guiada del escenario del crimen. Si tuviera elección, preferiría mil veces el palacio de Dolmabahçe, donde deben de encontrarse ahora Adrianí, la señora Murátoglu y los demás miembros del grupo.

– ¿La vecina es turca? -pregunto a Murat.

– Sí.

– ¿Y los demás? El tendero, el verdulero, el farmacéutico…

– Todos son turcos.

– ¿Hay otros griegos en el barrio?

– Not Greeks, not Yunán -me corrige-. They are not Greeks. You are Greek. They are Rum.

– De acuerdo, rum [10]. ¿Hay otros rum en el barrio?

Me mira extrañado.

– ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene?

– Porque es posible que ella le contara a uno de sus compatriotas lo que no quiso contarles a los turcos.

Murat me mira pensativo.

– Tienes razón, no se me había ocurrido -admite, molesto de que lo haya pillado en falta. Se acerca al policía e intercambian algunas palabras-. El único rum es el guarda de la escuela primaria. La escuela cerró hace años, pero queda un viejo portero que cuida de las instalaciones.

– ¿No podríamos hacerle algunas preguntas?

– Vamos, no está lejos. -Se detiene y me mira-. Las preguntas las haré yo -puntualiza-. Y no empecéis a hablar en griego entre vosotros.

– De acuerdo, ya me lo advirtió mi superior y me lo reiteró el tuyo. Los interrogatorios los hacéis vosotros. No hace falta que me lo recuerdes, como un reloj que suena cada media hora.

– Okey, okey, don't be angry -contesta y me da una palmadita en la espalda.

Pero yo ya estoy mosqueado.

Capítulo 9

– La escuela primaria de los rum está en la avenida principal -explica Murat. Y añade riendo-: Como ves, los rum eran ricos, elegían los mejores colegios, las mejores casas, las mejores residencias de verano.

Puede que tenga razón, pero el barrio es antiguo y lo que antaño era la avenida principal es hoy una calle estrecha donde los coches se atascan y los conductores se insultan y pitan con el mismo odio que en Atenas.

La escuela, un edificio de dos plantas, es de madera, tiene un frontón triangular y tejas, y está pintada de un blanco impecable. La planta superior dispone del inevitable balcón que lucen todos los edificios de madera de la ciudad. Delante de la ventana central ondea la bandera turca. La verja de la entrada está cerrada y reforzada desde dentro con una plancha metálica, para evitar las miradas indiscretas de los transeúntes.

Murat deja atrás la entrada y aparca delante de una tienda de frutos secos. Un poco más allá, delante de otra tienda que vende sábanas y toallas, dos tipos juegan al tavli [11]Lo único agradable en esta calle inhóspita son las dos acacias gigantescas que crecen en el patio de la escuela.

Murat llama al timbre, pero nadie se toma la molestia de abrir. Vuelve a intentarlo, aunque, transcurrido un tiempo razonable de espera, el resultado es el mismo. El agente que nos acompaña se acerca a Murat y le susurra algo al tiempo que señala la esquina de la calle.

– This way -me dice Murat y se adelanta.

Entramos en un callejón estrecho y, a mano derecha, encontramos otra puerta de hierro, también cerrada a cal y canto. En esta ocasión Murat golpea la plancha de hierro con el puño. Le responde el mismo silencio que en la verja principal, pero ahora Murat sigue golpeando. Su insistencia surte efecto, porque en el interior se oye una voz hablando en turco al tiempo que alguien empieza a girar la llave en la cerradura. Por una rendija asoma la cabeza de un hombre septuagenario que nos mira con extrañeza. De la respuesta de Murat a la pregunta que le hace el viejo sólo entiendo la palabra pólice. El resto se me escapa, aunque parece haber sido bastante convincente, porque el viejo se aparta y nos deja pasar.

El patio da la sensación de pertenecer a una residencia de verano en pleno invierno, parecida a las que vimos en Prínkipos. Porque está desierto pero, también, muy bien cuidado, dividido en parterres cubiertos de césped donde han plantado árboles pequeños, arbustos y gran variedad de plantas. Los caminos están pavimentados con baldosas de dos colores dispuestas simétricamente: tres filas de losetas de color gris, tres filas de losetas de color ocre.

Vuelvo a la puerta, donde Murat sigue hablando con el guarda. Al ver que me acerco, me lanza una mirada de advertencia: teme que empiece a hablar con el viejo y, además, en griego.

Me alejo antes de enfurecerme y no poder controlar mis reacciones. La escuela está recién pintada, impecable. Subo los escalones de piedra, lo único que presenta signos de deterioro. La puerta blanca de la entrada está abierta; no así una segunda puerta, interior. Miro a través del cristal. Todo está limpio y ordenado, como si el centro estuviera esperando la llegada de los alumnos, pero no hay alumnos por ninguna parte y la escuela es como un espejismo, o como un edificio que han restaurado antes de ponerlo en venta para conseguir un precio más alto.

– ¿Qué has averiguado? -pregunto a Murat ya en el camino de regreso.

Se encoge de hombros.

– Nothing much -responde-. Nada importante. El guarda conocía a Kallopi Adámoglu, como todos los vecinos, porque era la última descendiente de una vieja familia. Pero no se relacionaba con ella. Cuando la veía, sólo le daba los buenos días.

– ¿Había oído hablar de la visita que recibió Kallopi Adámoglu?

– No. Dice que raras veces sale de la escuela y no se entera de lo que pasa en el barrio.

– ¿Tú le crees?

Murat vuelve a encogerse de hombros.

– Bakirkóy es grande, la gente no se encuentra a diario. Y los ancianos no salen mucho de casa. -Tras una pausa, añade-: También es posible que sepa algo y no quiera hablar de ello.

– ¿Por qué? ¿Crees que podría estar encubriendo a alguien?

– No, pero así nos complica la vida y se venga, a su manera, de la policía.

Sé por experiencia que tiene razón y me callo. Opto por concentrarme en el trayecto que he llegado a conocer mejor: el puente de Atatürk, a continuación la cuesta y luego la avenida Tarlábasj, que conduce a nuestro hotel. Incluso estando de vacaciones he conseguido caer en la rutina, pienso, aunque la rutina también tiene sus ventajas: me ayuda a concentrarme en mis reflexiones. Nada tiene sentido en este caso: ni el profile de la asesina, como diría Guikas; ni el interés del escritor en la mujer que lo crió hace sesenta años y a quien no ha visto en varias décadas; ni la actitud de Murat hacia mí. Algo no encaja, pero no logro identificarlo. Tampoco puedo descartar que todo eso se deba a mi desgana. Al fin y al cabo, la transición de turista a madero no resulta fácil. Lo que yo quisiera es conocer a fondo la ciudad, ahora que nuestra relación con Katerina se ha arreglado y podemos hacer el papel de turistas despreocupados. En estos momentos, hasta Despotópulos, el estratega jubilado, me cae bien.

– What is the next step? -pregunto a Murat al llegar al hotel-. ¿Cuál es el siguiente paso?

– Te avisaré cuando tenga noticias -me contesta mientras saca del bolsillo su libreta y anota un número de teléfono-. Éste es mi número de móvil -dice-. Si quieres cualquier cosa, puedes llamarme a la hora que sea. -Hace una pausa antes de añadir-: No sólo por asuntos profesionales, también por asuntos personales, relacionados con tu estancia en Estambul. Si tienes cualquier problema, llámame y lo solucionaré.

En otras palabras, si quieres meter las narices en la investigación, no te lo permitiré, pero si quieres un favor personal, lo haré con mucho gusto. A veces tengo la impresión de no haber salido de Grecia.

Miro el papelito con el número del móvil de Murat y, de repente, mi mente se despeja y veo con total claridad la táctica que emplean conmigo el policía turco y su superior. Me arrastrarán de testigo en testigo, de entrevista en entrevista, Murat hablará exclusivamente en turco y no me permitirá hacer preguntas en griego. A la tercera entrevista, me hartaré y les dejaré en paz, que me informen cuando les dé la gana y me cuenten lo que se les antoje. Pensándolo bien, no sé por qué no me gusta esta táctica. ¿No es lo que quiero, volver a ser un turista más? Ahora que me sirven la posibilidad en bandeja, ¿por qué me resisto? Porque me niego a que me tomen el pelo, pienso. Eso fastidia hasta a un turista.

El joven de recepción me dice que mis amigos aún no han vuelto. Llamo por teléfono a Vasiliadis y le sugiero que nos veamos.

– ¿Hay novedades? -pregunta, inquieto.

– Tal como están las cosas, rece para que haya novedades. De momento, sólo hay cadáveres.

Ya es la una de la tarde y él me cita en un restaurante que se llama Hajji Abdul o algo parecido.

– Lo encontrará fácilmente -dice Vasiliadis-. Bajando hacia Pera, verá una mezquita a la derecha. Tome por la bocacalle y verá el restaurante un poco más abajo, a la izquierda.

Recuerdo vagamente haber visto una mezquita mientras caminábamos por Pera. Me dispongo a disfrutar de un paseo en solitario después de tantas visitas a los monumentos con el resto del rebaño. Cruzo la plaza Taksim y me zambullo en la marea humana de Pera. Es extraño. Normalmente, el gentío que sube es más o menos igual al gentío que baja. Sin embargo, en todo momento tengo la sensación de que la gente se me echará encima y de que he de estar preparado para saltar a un lado.

Encuentro la mezquita a la derecha mientras me cruzo con una manifestación, que sólo reconozco como tal por las pancartas y las consignas. Por lo demás, apenas la componen unas cincuenta personas. Corean las consignas con gran pasión, tratando de parecer que son cien, pero todos sus esfuerzos son vanos, la gente pasa olímpicamente. Vaya ridículo, pienso. Además de ser cuatro gatos, se manifiestan en una calle peatonal, ni siquiera tienen la satisfacción de cortar el tráfico. Si nosotros sugiriéramos a nuestros estudiantes, sindicalistas o jubilados que se manifiesten en la calle peatonal de Eolu, se nos comerían vivos.

Vasiliadis me ve entrar en el restaurante, que resulta llamarse Hajji Abdulá, y se pone de pie. Pienso que viene a saludarme pero me equivoco.

– Venga, elijamos antes la comida y luego hablamos tranquilamente -dice y me conduce hasta un aparador donde numerosos platos están expuestos como piezas en un museo. La verdad es que, se trate de frutas en una verdulería, de platos en un aparador o de piezas en un museo, cuando los turcos exhiben algo te ves obligado a detenerte para mirarlo. Yo me detengo delante de los guisos más aceitosos y no puedo apartar la vista.

– ¿Le apetece uno? -pregunta Vasiliadis, que se ha fijado en mis titubeos.

– Sí, aunque no sé cuál elegir.

– ¿Me permite que elija por usted? -se ofrece y, acto seguido, le dice algo en turco al camarero que está esperando para tomar nota.

– ¿Buenas o malas noticias? -pregunta en cuanto nos sentamos.

– Malas. ¿Conoce usted a una tal Kallopi Adámoglu?

Vasiliadis reflexiona.

– Pues no, el nombre no me dice nada.

– Ha sido asesinada en su casa de Bakirkóy.

– ¿En Makrojori? -pregunta sorprendido, no con ánimo de corregirme sino porque el topónimo griego le resulta más familiar-. ¿Y cómo sabe que la asesinó María? Pudo ser cualquiera, un ladrón, algún vecino que quería quedarse con su casa, o incluso los fascistas de los Lobos Grises.

– ¿Desde cuándo los Lobos Grises matan con pesticida?

No le hacen falta más explicaciones.

– ¿También con pesticida? -se pregunta en voz alta.

– Por eso me avisó la policía turca. El pesticida no es un arma habitual, como las pistolas y los cuchillos de cocina. Sólo se emplea en las zonas rurales de Grecia, y quizá también en lugares como Sicilia, no lo sé. Además, en Grecia se utiliza cada vez menos y sólo lo hacen los viejos, como es el caso de María.

El camarero deposita delante de mí una bandeja con una gran variedad de alimentos, desde ocras y judías verdes hasta alcachofas y hojas de col rellenas, todo bien aceitoso.

– Pero ¿qué ha hecho? ¿Quién puede comerse todo esto? -me quejo a Vasiliadis, aunque sé muy bien que yo sí puedo comérmelo.

– No es mucho, y la cocina turca es muy ligera. -De pronto se inquieta-: ¿No le importa que no estén calientes?

– ¿Por qué me iba a importar?

– Porque en Grecia confunden los guisos con la sopa de verduras. Han pasado cuarenta años y todavía no he logrado entender por qué los griegos comen estos guisos calientes. Tampoco me he podido acostumbrar a ello. En pleno verano pides un guiso refrescante y su versión griega te abrasa el estómago.

Sigue un silencio bastante prolongado, mientras yo trato de regresar de los placenteros territorios de la gastronomía a la prosaica realidad. Por fortuna, también Vasiliadis está disfrutando de su plato de cordero con arroz y mi voracidad pasa inadvertida.

– ¿No le suena de nada Makrojori? ¿María nunca le habló de ese lugar?

– Ella no -dice tras reflexionar-, pero recuerdo que mi madre nos decía que María tenía en Makrojori unas tías, o algo así. Había cortado toda relación con ellas, no se daban ni los buenos días. -Menea la cabeza disgustado-. Por desgracia, mi madre ya no vive. Ella conocía bien la historia de María.

– Quizá le contó más cosas; ya las irá recordando poco a poco.

– No, señor comisario. Ellas hablaban de sus cosas, pero a mí no me las contaban. Todas las tardes, a las seis, mi madre, María y la señora Jariklia se sentaban en el murete o en el diván y se contaban historias. Podían empezar hablando del hojaldre que preparaba la vecina de enfrente y terminar con los primos de María en Makrojori o los padres de Jariklia en el Mar Negro. O pasaba un transeúnte y ellas empezaban a cuchichear sobre él y terminaban hablando de Capadocia. -Suelta un suspiro y menea la cabeza-. A veces pienso que fueron aquellas historias de mi madre, de María y de la señora Jariklia las que me convirtieron en escritor. Comparados con esas historias, los cuentos para niños son muy aburridos.

– Si se acuerda de algo, llámeme.

– Por supuesto, aunque no me parece probable.

Sin embargo, yo albergo una brizna de esperanza de averiguar algo más. Y con este pensamiento tranquilizador me concentro en mis guisos.

Capítulo 10

Están todos sentados en la cafetería del hotel, enzarzados en una discusión subida de tono. El orador principal es el estratega jubilado, que intenta empañar el entusiasmo de los demás respecto al palacio de Dolmabahçe.

– Yo no he dicho que no me guste -se justifica-. Pero no se puede comparar con las obras de Von Gärtner.

– ¿Y ése quién es? -pregunta la señora Stefanaku.

– Friedrich von Gártner fue el arquitecto que construyó el palacio de Otón, el actual Parlamento de Grecia -explica Despotópulos-. ¿Y quién construyó el Dolmabahçe? Un par de arquitectos armenios. ¿Habéis oído hablar de algún armenio famoso en toda la historia de la arquitectura?

– Pero qué lujos -interviene la señora Stefanaku con ánimo conciliador-. Y esa escalera de cristal… ¡Virgen Santa! ¡Una se imagina a Sofía Vembo bajándola mientras canta su célebre Invierno!

– ¡Claro! -exclama su marido-. Es que estamos hablando del Imperio otomano. Ellos, junto con los ingleses y los franceses, han expoliado el mundo entero.

– ¿Acaso cree que la escalera fue robada? -pregunta la señora Murátoglu con ironía.

– La escalera quizá no, pero el cristal, seguro.

– En todo caso, la araña de cristal del salón principal no fue robada -explica la señora Murátoglu-. Fue un regalo de la reina Victoria al sultán.

El señor Stefanakos le dirige una mirada envenenada.

– Vosotros, los griegos de aquí, tenéis muchos motivos para defender al sultán. Con esa actitud de «cuando riegas la planta, bebe también la maceta», comisteis con cubiertos de oro durante cuatrocientos años.

La señora Murátoglu se levanta como movida por un resorte y, con un seco «si me disculpáis», pasa por delante de mí como un vendaval y se detiene en recepción. Adrianí sigue a la señora Murátoglu con la mirada y, sin querer, entro yo en su campo de visión. Se dispone a acercarse a mí, preguntando «¿ya has vuelto?», pero yo salgo corriendo detrás de la señora Murátoglu y la alcanzo en el momento en que recoge la llave de su habitación.

– ¿Puedo pedirle un favor? -le pregunto.

Me mira sorprendida, con la mente en otra parte.

– ¿Ha oído la conversación? -pregunta a su vez.

– Del Parlamento griego en adelante.

– ¿Sabe una cosa, señor comisario? Ustedes los griegos ya no son esclavos de los otomanos. Ya no les pagan impuestos, no tienen a Alí Bajá por encima de sus cabezas ni los persigue Ibrahim Bajá. ¿No le parece que ya es hora de superar el complejo que tienen de siervos? Nosotros hemos sufrido mucho en esta tierra y los turcos nos daban miedo, porque nunca sabíamos qué nos traería el día de mañana. Pero no estábamos acomplejados frente a ellos. Les temíamos, sí, pero erguíamos la cabeza. -Respira profundamente, como si se hubiera quitado un peso de encima.

– ¿Puedo pedirle un favor? -repito, con la esperanza de tener más suerte esta vez.

– Lo que quiera -responde, como si no me hubiera oído antes.

– Tengo que ir a la escuela griega de Bakirkóy. ¿Le importaría acompañarme? No conozco el camino y no podría comunicarme con el taxista.

– Con mucho gusto.

– Según el programa, toca una excursión por la parte asiática -protesta Adrianí que, entretanto, se nos ha acercado.

– He visto la otra costa miles de veces, no me pierdo nada especial -dice la señora Murátoglu, subiendo de golpe varios puestos en mi escala de simpatía.

– Perdona, Kostas, ¿no te basta con haber llevado tus asuntos profesionales al viaje, que ahora pretendes ponerte pesado con nuestros compañeros?

Me habla en el idioma refinado de las novelas rosa, que domina a la perfección, pero lo que no dice con la lengua lo dice con la mirada, que destila ira, acritud y maldiciones varias.

– En estas circunstancias, iría a cualquier parte, señora Jaritu. Para estar lejos de ellos. -Señala con un ademán la cafetería-. En lugar de visitar la parte asiática, veréis Makrojori, un barrio griego muy antiguo.

– ¿No era en Makrojori donde vivía Loxandra [12]?

– Precisamente.

– Entonces, iré sin falta -declara Adrianí y vuelve apresurada a la cafetería para buscar su bolso.

– Lo ha hecho muy bien -felicito a la señora Murátoglu.

– Lo primero que aprendíamos en esta ciudad, señor comisario, era a apagar los fuegos. De cara a la galería, teníamos que aparecer siempre unidos y hermanados aunque por debajo bulleran los odios, los celos, los enconos y toda la maldad que pueda imaginar.

Volvemos a enfilar el paseo marítimo en dirección al aeropuerto. Si Guikas me pregunta qué es lo que mejor recuerdo de la ciudad, me temo que le hablaré de este recorrido, que es como considerar que lo más destacado de Atenas es la Vía Ática en dirección al Estadio Olímpico. Me siento junto al taxista, mientras Adrianí y la señora Murátoglu conversan en voz baja en el asiento de atrás.

El taxi abandona el paseo marítimo para adentrarse por las callejas de la ciudad vieja.

– Acabamos de entrar en Makrojori -explica la señora Murátoglu, y enseguida obliga al taxista a detenerse cada dos por tres para preguntar a los transeúntes dónde está la escuela. La mayoría la miran con cara de no entender nada, algunos levantan las manos en señal de ignorancia y otro nos manda en una dirección equivocada-. Todos estos son recién llegados -aclara la señora Murátoglu-. Vienen de lo más profundo de la Anatolia y lo único que conocen es el trayecto de su casa a la tienda de la esquina. Son capaces de pasar todos los días por delante de la escuela sin saberlo. -Al final, una mujer de mediana edad que resulta ser armenia desata el nudo gordiano y nos explica cómo llegar allí.

Encontramos la puerta de hierro cerrada, igual que esta mañana. Sigo el ejemplo de Murat y la golpeo con la palma de la mano. El ruido resuena por toda la calle y los transeúntes se detienen y nos miran con curiosidad. Pasan unos tres minutos antes de oír el sonido de la llave girando lentamente en la cerradura. Una de las hojas de la puerta se entreabre y asoma el mismo rostro envejecido, que nos contempla con la misma mirada de suspicacia.

La señora Murátoglu reúne toda la dulzura de la que es capaz.

– Buenas tardes. A este señor le gustaría hablar un poco con usted.

El viejo la mira. Por el tono de su voz, sabe que ella es de Constantinopla. Luego se vuelve hacia mí y empieza a decirme algo en turco.

– El señor es griego, no habla turco -le explica la señora Murátoglu.

El portero se calla, mirándome con recelo.

– ¿No ha estado usted aquí esta mañana con el comisen? -pregunta al fin.

– Sí, soy policía griego y colaboro con las autoridades turcas. Estamos buscando a una griega que mató a su hermano en Grecia y luego vino aquí. Nos tememos que asesinó también a Kallopi Adámoglu.

El portero me mira pensativo e indeciso. Luego abre del todo la hoja de la puerta.

– Pasen -nos dice.

– Vosotros hablad de lo vuestro. La señora Jaritu y yo daremos un paseo y le enseñaré Makrojori.

Dejo que la señora Murátoglu se lleve a Adrianí de visita turística y entro en el patio de la escuela. La puerta se cierra detrás de mí. El guarda se adelanta y me conduce a la portería. Es un cuartito en el que apenas cabe un banco, un par de sillas y, más al fondo, una mesa plegable con un hornillo de gas.

– ¿Un café? -me ofrece.

– No, gracias. Quiero que me diga lo que le ha dicho usted esta mañana al policía turco. Él ya me lo ha contado, pero prefiero oírlo directamente de usted.

– No es así. Usted quiere oír lo que no le dije al comiseri.

– ¿Hay cosas que no le dijo? -pregunto, aunque, en el fondo, por eso he vuelto aquí.

– Al policía no le dije nada. Jamás le diría nada a un polizonte turco. ¿Acaso nos han hecho algún bien para que, encima, les ayudemos? A fin de cuentas, el que mató a Kallopi Adámoglu es un benefactor.

Si Murat tuviera dos dedos de frente, me habría permitido interrogarlo. Pero Murat no se fía de mí y el portero no se fía de él.

– ¿Conocía bien a Kallopi Adámoglu? -pregunto al portero.

– Vivo en Makrojori desde hace mucho tiempo. No siempre he trabajado como supervisor de niños. Y digo «supervisor» porque suena mejor. En realidad, soy kapuç, portero, como dicen ustedes.

Aspira profundamente y menea la cabeza, como si todo este asunto le resultara muy confuso. Comprendo que debo armarme de paciencia, porque primero me contará su historia y luego pasará al tema de Kallopi Adámoglu.

– De mi padre heredé una carpintería. Cuando los sucesos de septiembre, me la destrozaron. No la vuelvo a montar, pensé, para que vuelvan a destrozármela. Vendí la carpintería, vendí también la casa y me fui a Atenas. Mientras buscaba dónde meter mi dinero y en qué trabajar, apareció un pariente lejano y me dijo: «¿Por qué dejas quieto tu dinero? ¿Por qué no lo inviertes para que vaya creciendo mientras decides en qué trabajar? Sacarás el doble de intereses que en el banco». Me gustó la idea. Le confié una parte del dinero, le confié otra y el capital aumentó. Le confié una tercera parte, pero el hombre «tiró el balón».

– ¿Qué quiere decir que «tiró el balón»?

– Que…, ¿cómo lo dicen ustedes?…, se arruinó y yo lo perdí todo. Apenas me quedaba dinero para el pasaje de vuelta. Fui al registro de la comunidad, me declaré insolvente y me dieron este puesto de supervisor de niños. Después se marcharon todos y me convertí también en sacristán de la iglesia. -Suspira y menea la cabeza-. Así fue.

– ¿Y dónde entra Adámoglu en todo esto?

– Cuando en el 64 los nuestros vendieron y se marcharon, Fofó, la madre de Kallopi Adámoglu, compró todo lo que pudo. Compraba a precio de saldo. En esa época era difícil sacar dinero de Turquía, y la gente vendía sus casas y sus comercios por una miseria con tal de cobrar en dracmas. Cuando le preguntaban: «¿Qué vas a hacer con todas esas propiedades?», ella respondía: «Mejor tenerlas yo que los turcos». Después del 89, cuando empezaron a llegar los musulmanes de Bosnia, de Azerbaiyán y de Turkmenistán, y buscaron un techo donde cobijarse, ella les vendió las casas por el doble y aun el triple del precio de compra. Cuando ella murió, su hija siguió en el «negocio». Se forraron.

– ¿Sigue en pie ese café? -Por un lado, me apetece el café. Por otro, quiero alejar sus pensamientos del pasado y devolverlos al presente.

Él se levanta con un «claro» y se acerca al hornillo de gas.

– ¿Tenía usted trato con Kallopi Adámoglu? -pregunto mientras él sigue agachado sobre el hornillo-. ¿Se veían a menudo?

– Cada dos domingos en la iglesia. -Suelta un suspiro y echa café y azúcar en el cacito-. Antiguamente, durante la misa, se llenaba la iglesia y la mitad del patio. Ahora el sacerdote viene cada dos domingos, porque sólo quedamos cinco: yo, que hago de sacristán, Iliadi, una anciana que unas temporadas vive aquí y otras con su hija, en Tatavla, un matrimonio de sirios y, hasta su muerte, Kallopi Adámoglu. -Trae el café y lo deja encima del banco-. Kallopi Adámoglu y su madre desplumaron a los griegos y luego desplumaron a los muhacir, los turcos procedentes de los Balcanes, pero no faltaban a la iglesia.

– ¿La oyó hablar de algún pariente o de alguna conocida que vino de Grecia?

– Sí, de una mujer que era pariente suya, creo.

– ¿Se lo dijo ella?

– Bueno, oí cómo ella se lo comentaba al sacerdote. Le daba miedo que la mujer se sintiera demasiado a gusto y no quisiera marcharse. Del resto me enteré por Iliadi, la otra anciana.

– ¿Qué le contó Iliadi?

– Que era una prima lejana, de la familia de su madre, a la que no había visto en casi cincuenta años. A Iliadi le sonaba eso, que era una prima, pero como a mí el tema no me interesaba, no hice preguntas.

– ¿Dónde puedo encontrar a Iliadi?

– Vive dos calles más abajo, aunque quizás esté en casa de su hija. Venga, le acompaño.

Salimos a la calle y el portero cierra con llave la puerta de hierro. La calle es una fila de bloques de pisos baratos, pintados de colores chillones: rosa, amarillo canario y ocre. Al llegar a la esquina, el portero tuerce a la derecha y nos internamos por una calle idéntica a la anterior.

– Antes, aquí todas las casas eran de madera y la mayoría pertenecían a los nuestros -me explica.

– ¿Qué ocurrió? ¿Las demolieron?

– Las quemaron. Como ahora está prohibido demoler casas de madera, las queman para luego construir estas que ves.

La casa de Iliadi es la única de madera que queda en toda la calle. Está encogida entre una construcción de cuatro plantas y un gran bloque de pisos, ambos pintados en diversos tonos de rosa. Llamamos con el picaporte de hierro, pero, para mi mala fortuna, nadie nos abre.

– No sabrá usted dónde vive la hija de Iliadi, ¿no? -pregunto al portero.

– No sé dónde vive, pero será fácil averiguarlo. Vaya a la parroquia de San Demetrio, en Kurtulúş, y pregunte. Seguro que lo saben. Quedamos tan pocos que en la iglesia nos conocen a todos. Quizá porque nos cuenta cada día para ver si falta alguna cabeza.

Cuando regresamos a la escuela, Adrianí y la señora Murátoglu aún no han aparecido. Me apetece otro café, pero me da vergüenza pedirlo.

Capítulo 11

En el taxi, camino de Kurtulúş, y pese a que me he tomado tres cafés, intento recuperarme de los excesos de ayer. Anoche se cumplió por fin el deseo general de ver un espectáculo que incluyera la danza del vientre. En vano quiso disuadirnos la señora Murátoglu, diciéndonos que la danza del vientre se había convertido en una atracción turística más, como los locales de música veraniegos del barrio ateniense de Plaka. Sus objeciones acabaron en la cuneta, y nosotros, en un club nocturno donde la cena fue, según los estándares turcos, deplorable, y las bailarinas, según los estándares internacionales, unos bombones.

La velada se inauguró con las quejas de Despotópulos, que encontraba los precios exagerados y la comida malísima, aunque la señora Murátoglu le paró los pies recordándole que en Atenas se ofrece la misma combinación de precios inflados y platos pésimos. Las quejas terminaron de golpe en cuanto hizo su aparición la primera bailarina. Con la segunda, Stefanakos se puso de pie y empezó a marcar el ritmo batiendo palmas. Cuando la bailarina se retiró, la señora Petropulu se apresuró a sustituirla para no dejar la pista vacía, ya que la música seguía sonando. Su baile tenía tanto que ver con la danza del vientre como Misirlú [13]con El Cairo, aunque eso no impidió al grupo acompañarla batiendo palmas ni al señor Stefanakos saltar a la pista para marcarse un karsilamás, un baile tradicional griego de origen turco.

La apoteosis llegó cuando, tras la retirada de la tercera bailarina, además del matrimonio Stefanakos, la Petropulu y la Despotopulu, se levantó el estratega en persona y bailó con la misma pasión que sin duda ponía cuando bailaba el tradicional kalamatianós en la caserna. El local entero se levantó para jalearles, a excepción de Adrianí, que aplaudía sin moverse del asiento, y de la señora Murátoglu, que sólo les ovacionaba al final de cada pieza. Yo me limité a batir palmas de forma más visual que auditiva.

La señora Stefanaku propuso volver al hotel andando, para «tomar un poco el aire». El aire resultó ser un pretexto para no ensuciar el taxi, porque cuando nos acercábamos a Taksim se adentró en una calleja mal iluminada y vomitó hasta la primera papilla. Despotópulos llevaba a su mujer del brazo con firmeza, tal vez para evitar que se cayera redonda al suelo. La única que no mostraba signos de desfallecimiento era la señora Murátoglu, a pesar de su edad, quizá porque estaba acostumbrada al rakí desde joven y su cuerpo no se resentía.

Los cafés de la mañana no han cumplido su función y me cuesta mantener los ojos abiertos. El tráfico lentísimo es como una nana que empeora aún más mi situación.

El taxi abandona la calle ancha que pasa por delante del Hilton y gira a la izquierda, enfilando una calle empinada que me recuerda un poco a Tarlábaşi. Unos metros más arriba, el taxista tuerce de nuevo a la izquierda para tomar una avenida estrecha y larga, que hace tiempo debió de estar flanqueada por bloques de pisos de los años treinta y cuarenta, a juzgar por los restos. La mayoría han sido demolidos y en su lugar se alzan unos anodinos bloques de pisos con mosaicos en las fachadas.

– Kurtulúş! -anuncia el conductor señalando vagamente los alrededores.

Comprendo que hemos llegado a Tatavla, ya que la señora Murátoglu me explicó que ahora turcos y griegos lo llaman Kurtulúş

El taxi me deja ante la entrada de San Demetrio, que limita con la plaza de donde salen algunos autobuses. El patio está cuidado y decorado con parterres como los que había en la escuela de Makrojori, sólo que aquí los cuidados van acompañados de algunos signos de vida. Dos viejecitas charlan sentadas en un poyo mientras un hombre cuarentón barre el suelo del patio.

– ¿Dónde podría encontrar al señor Anestidis? -le pregunto.

El hombre deja de barrer y me mira con cara de estar haciendo francos esfuerzos por comprenderme.

– ¿Anestidis? -Ahora ha entendido el nombre, porque se lo he repetido solo, y me indica por gestos que le siga.

Me conduce al fondo del patio y me hace pasar a la oficina de la parroquia, que recuerda los despachos de los abogados eminentes de Atenas de los años cincuenta. Anestidis es un cincuentón regordete y calvo. En una silla, frente a él, está sentada una mujer que ronda los sesenta, no lleva maquillaje y tiene el pelo gris.

– Comisario Jaritos, de Atenas -me presento-. Le llamé por teléfono.

– Mucho gusto. Le presento a la señora Iliadi.

La aludida se levanta y me estrecha la mano mientras dice amablemente:

– Mucho gusto, señor comisario. -Las formalidades de la presentación no me impiden fijarme en la extraña mirada que me dirige mientras trata de adivinar qué quiere de ella un poli griego.

– ¿Dónde podemos hablar? -le pregunto al tiempo que procuro tranquilizarla-: No la entretendré mucho.

Las dos viejecitas se han ido y el cuarentón sigue barriendo. Nos sentamos en unas sillas delante de la oficina de la parroquia.

Iliadi va directa al grano:

– Quiere hablar de Kallopi Adámoglu, ¿no es así?

– ¿Cómo lo sabe? -me sorprendo.

– Vamos, señor comisario. Aunque esta ciudad tenga diecisiete millones de habitantes, nosotros apenas sumamos dos mil almas. Uno no puede rascarse la nariz sin que el resto no lo sepa. -Hace una pequeña pausa y aclara-: Me llamó el señor Panayotis, el portero de la escuela.

– El señor Panayotis ya me habló de Kallopi Adámoglu, pero quisiera conocer también la opinión de usted.

Se encoge de hombros.

– No creo poder decirle nada que no sepa ya. El cerebro era la madre, Fofo. Consiguió enriquecerse haciendo lo que nosotros, los griegos de aquí, sabemos hacer mejor que nadie y, desde luego, mejor que los turcos.

– ¿Y qué es?

– Comprar barato y vender caro. Eso hicieron ellas, primero la madre y luego la hija. -Quiero intervenir pero se me adelanta-: Ya sé, le han dicho que ellas se aprovecharon de los que tuvieron que vender en el 64 para irse a Grecia. Si empezamos a calcular quién se aprovechó de quién en momentos de necesidad, encontraremos muchos casos. Al fin y al cabo, aquellos que vendían, siquiera por una miseria, estaban entusiasmados por poder llevarse algo de dinero a Grecia. Si no recibieron ni la mitad del valor de sus casas, ellos también tienen la culpa, por querer marcharse a toda prisa. Así pues, no carguemos el mochuelo sólo a las personas avaras como Kallopi Adámoglu.

– Es decir, que no está usted de acuerdo con el señor Panayotis.

La mujer calla y luego dice en plan sabelotodo:

– El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra, señor comisario. Las Adámoglu no pensaban abandonar la ciudad. Por lo tanto, aumentaron su fortuna. ¿Quién puede reprochárselo?

– Por lo que vi en la casa, sin embargo, Kallopi Adámoglu no vivía lujosamente.

Por primera vez la veo reír.

– Las Adámoglu eran medio pontias, de la región del Mar Negro, y medio karamanlíes [14]. A los karamanlíes no les gusta alardear de sus riquezas. Si hubiera visto a las Adámoglu por la calle, habría dicho que vestían de la Beneficencia de Makrojori. Los judíos fueron los primeros maestros aquí. Y los karamanlíes son los judíos de la ortodoxia. -Hace una pequeña pausa y añade-: Ahora los nuevos ricos presumen de sus fortunas, pero, en aquellos tiempos, a los nuevos ricos se los miraba por encima del hombro.

– ¿Qué opina usted de Kallopi Adámoglu? Es obvio que no está de acuerdo con el señor Panayotis.

– El señor Panayotis cree enarbolar las banderas de sus compatriotas, como el resto de los griegos. Yo no tengo cabida en esa sociedad.

– ¿Por qué? -pregunto sorprendido.

Me mira a los ojos y me contesta, casi provocativa:

– Porque mi hija se casó con un turco, señor comisario. Anna es contable en una empresa para la que su marido trabaja de abogado. Allí lo conoció. -Enmudece unos segundos, probablemente para observar mi reacción, aunque a mí el problema de la boda de su hija me trae totalmente sin cuidado. Bastante tengo con los problemas de la boda de la mía. Al ver que callo, la mujer prosigue-: Casi me vuelvo loca cuando me lo dijo. Grité, le supliqué, pero Anna hizo oídos sordos. «Le quiero y me casaré con él», dijo y así lo hizo.

Hace una nueva pausa mientras yo intento encontrar la manera de volver al tema de Kallopi Adámoglu y de María Jambu. Después de mi encuentro con el señor Panayotis, mi charla con Iliadi me confirma que conversar con los griegos de esta ciudad implica siempre un retroceso. Primero te llevan al pasado y luego a lo que les aflige, el presente.

– Erol, mi yerno, es un buen chico, señor comisario, no me puedo quejar -prosigue Iliadi-. Quiere a mi hija, es un buen padre. Aquí en la parroquia lo conocen, porque viene con Anna y los niños los sábados de Resurrección. Lleva una vela, choca huevos [15], y hasta aprendió a entonar el «Cristo resucitó». Hace todo lo que puede para que mi hija no pierda sus raíces ni se sienta desairada. Celebramos juntos nuestra Pascua y el bayram musulmán. Fingimos que todo esto es normal, aunque de normal no tiene nada. Pero, no sé, quizá mi hija tenga razón cuando dice: «Despierta, mamá, el ideal de Grecia ha muerto, sólo falta que lo enterremos». Si está en lo cierto, todo eso sí es normal y más vale que lo acepte.

– ¿No tiene otros hijos?

– Un hijo que trabaja de ingeniero civil en Atenas. Cuando su hermana se casó con un turco, dejó de hablarnos. -Mi táctica da resultado, porque la mujer suspira profundamente y dice-: Me he dejado llevar y le estoy mareando con mis cosas, usted quería hacerme unas preguntas.

– Quería saber si ha oído hablar de una sobrina que vino a visitar recientemente a Kallopi Adámoglu.

– Una prima -rectifica Iliadi-. Era sobrina de Fofó Adámoglu.

– ¿La conoce? -pregunto con esperanzas renovadas.

– No, aunque conozco más o menos la historia. El apellido de soltera de Fofo era Lasaridu y la familia provenía del Mar Negro. Adámoglu era su apellido de casada. Tenían unos parientes en el Mar Negro, que se fueron cuando la gran huida y vivieron unos años en Constantinopla. La prima de Kallopi pertenecía a esa familia. Cuando se marcharon a Grecia, dejaron a la pequeña aquí. Luego ella también desapareció. Casi todo esto lo sé por habérselo oído contar a mi madre. Pero si me pregunta cómo se llamaba la prima, no sabría decírselo.

– ¿No se llamaría María?

– No sé…, es posible.

– ¿Sabe si Kallopi Adámoglu tenía otros parientes?

Reflexiona unos segundos.

– Recuerdo que, en una ocasión, me dijo que tenía una prima por parte materna que vivía en Fanar, aunque no sé cómo se llama ni dónde vive.

No creo que averigüe nada más. Me levanto para marcharme. Apenas son las once de la mañana y hoy tocaba visitar la costa asiática del Bósforo. Debe de ser una excursión interesante, y quizá llegue a tiempo.

– Gracias, me ha sido de gran ayuda -digo a Iliadi.

– De nada, señor comisario. Y perdone que le haya cansado con mis cosas.

– No me ha cansado en absoluto -respondo y es la verdad, aunque estaría más seguro de alcanzar al grupo si la conversación hubiera sido más breve.

Llamo a Adrianí al móvil y le pregunto dónde están.

– Esa Stefanaku siempre se retrasa -me responde indignada-.

En este instante subimos al autocar. ¡Pero si la Stefanaku trabaja en un banco! ¿Me puedes explicar cómo demonios consigue estar en su despacho a las ocho?

– Tomaré un taxi y quizás os alcance en algún lugar. ¿Dónde podríais esperarme?

– Un momento, se lo preguntaré al conductor.

Se produce una breve pausa y luego se pone al móvil la señora Murátoglu:

– Le esperaremos en la parada que haremos en Skutari, señor comisario. Diga al taxista «Üsküdar, Iskelé». Él sabrá dónde ir.

Subo al taxi y le doy la dirección al conductor. Mi «Iskelé» suena correcto, el «Üsküdar», un poco tronado, aunque el taxista dice tamam, de acuerdo, por lo que deduzco que me ha entendido.

Intento poner en orden todo lo que he averiguado a trompicones -y a espaldas de Murat- entre ayer y hoy. María Jambu envenena a su hermano con pesticida en Drama y llega aquí antes de que la policía se entere del crimen. Aquí, al principio se pierden sus huellas, pero reaparecen dejando tras de sí una nueva víctima, su prima, Kallopi Adámoglu, a quien asesina de la misma manera que a su hermano. Dos crímenes idénticos perpetrados contra dos parientes de primero y segundo grado. ¿Por qué? ¿Por odio? A primera vista, eso parece en el caso del hermano. Todos los testigos coinciden en que la maltrataba, de modo que se vengó. Pero ¿por qué Kallopi Adámoglu? ¿Qué odio y qué deseos de venganza siguen vivos después de tantos años?

La otra pregunta tiene que ver con los dos asesinatos. Si sigue asesinando de la misma manera, tendríamos, por así decirlo, su firma. El pesticida es la única arma que sabe manejar y, por lo tanto, seguirá matando con él, a no ser que tengamos suerte y decida dejar de matar tras este segundo asesinato.

Más importante es averiguar dónde vive. ¿Tiene todavía contactos o conocidos una anciana que regresa después de tantos años a una ciudad donde los griegos tachan a diario nombres de la lista? Lo que Murat debería hacer es redactar una lista de todos los griegos de Estambul y empezar a visitarlos uno por uno. Son menos de dos mil, la mayoría debe de tener familia, ¿qué costaría investigarles?

Esto me lleva a la pregunta de qué cosas debo contarle a Murat. Para empezar, no puedo hablarle de mi segunda visita a la escuela de Makrojori, porque se pondrá furioso y se cerrará en banda, con la aprobación, además, de su superior. Y si no le hablo de eso, ¿cómo mencionar a Iliadi? Lo primero que me preguntará es cómo me enteré de su existencia.

Salgo de mis cavilaciones y veo que cruzamos el primer puente sobre el Bósforo. Hay atasco y el taxi avanza con lentitud. Debajo de nosotros transitan barcos blancos como la nieve y ferrys. Más adelante, en la costa asiática, los coches esperan pacientemente bajo el sol a que mejore el tráfico.

Llamo a Murat por el móvil.

– ¿Llamas para contarme lo que has averiguado?

Enseguida me saltan todas las alarmas. ¿Será posible que me esté siguiendo?, pienso, pero decido hacerme el tonto.

– ¿Que qué he averiguado? -pregunto a mi vez en un tono de lo más inocente.

– Me refiero a qué te ha dicho el escritor ese que nos metió en el lío.

– ¿Me estás siguiendo? -grito por el móvil, convencido de que lo hace.

Le oigo carcajearse.

– Si te siguiera, ¿crees que te lo diría? ¿Así os enseñan a hacer seguimientos en la Academia de Policía de Atenas?

Me daría de cabezazos contra la ventanilla del taxi, por gilipollas, al tiempo que me pregunto cuántas veces la suspicacia mutua entre griegos y turcos conduce a idioteces como ésta.

– Estaba seguro de que, tras nuestra visita a Bakirkóy, llamarías al escritor para informarle o él te llamaría para preguntar. Por eso pregunto si has averiguado algo nuevo.

Muy bien pensado, me digo, y se me ocurre que no hay mal que por bien no venga. La tontería que acabo de cometer me da una idea: atribuir todo lo averiguado a Vasiliadis y ocultarle mis otras fuentes de información. Para mayor seguridad, llamaré a Vasiliadis y le pondré al día, por si Murat decide verificar mis palabras.

Mientras le cuento todo lo que sé, otra idea empieza a cobrar forma en mi mente y me levanta el ánimo. De repente, sé cómo averiguar algo más sobre la otra prima de Kallopi Adámoglu.

– ¿Cuándo acabará el forense la autopsia del cadáver de Kallopi Adámoglu? -pregunto.

– No lo sé, pero puedo preguntarlo.

– Hazlo y dímelo, porque quiero llamar a la iglesia para ver cuándo se celebrará el funeral.

– ¿Qué sacarás con eso? -pregunta él.

– ¿No lo entiendes? Si Kallopi Adámoglu tenía algún pariente, irá al funeral -le explico, satisfecho de que él no hubiera pensado en esto; así me tomo mi pequeña venganza.

– Tienes razón. Me enteraré e iremos al funeral.

– «Iremos» no, iré yo solo -declaro categóricamente.

Ahora es Murat quien muestra suspicacia.

– ¿Por qué? Me parecía que las cosas estaban claras.

– Ni los parientes ni los conocidos hablarán en pleno duelo con un policía turco. Yo soy de su misma religión, soy griego, les será más fácil sincerarse conmigo.

Murat piensa un poco y luego acepta.

– Okey, tienes razón. Pero te ruego que esto quede entre nosotros. Si llega a oídos de mi jefe, empezará a darme la lata y no habrá quien se lo haga entender.

– No te preocupes -le tranquilizo-. Y tienes mi palabra de que te contaré todo lo que averigüe.

El taxi ya ha cruzado el puente y enfila una curva que desciende hacia la costa.

Capítulo 12

Guikas, que me llama mientras regresamos de Beykoz a Skutari, echa a perder mis ensoñaciones con el Bósforo.

– ¿Alguna novedad? -pregunta.

Le informo sucintamente de las investigaciones realizadas con Murat y de las investigaciones realizadas en solitario, a espaldas de Murat.

– Es decir, que hasta el momento han aparecido dos cadáveres, ambos griegos ortodoxos -recapitula.

– Exactamente.

– ¿Y a qué conclusión has llegado?

– El móvil del primer asesinato está claro: ella quería vengarse de su hermano. Y a eso apuntan también los indicios del segundo crimen. Todos los testigos coinciden en que María Jambu no se llevaba bien con la familia Adámoglu. Al parecer les guardaba rencor, y se desquitó con la única superviviente -digo, y pienso en la pregunta que realmente me atormenta-: Pero, para mí, ése no es el problema.

– ¿Entonces?

– ¿Dónde se esconde la vieja? En primer lugar, ya no quedan tantos griegos aquí, y en segundo lugar, ¿cuántos amigos han podido quedarle de los tiempos en que vivía en la ciudad? La mayoría de sus conocidos tienen que haber muerto o viven en Grecia. Lo lógico sería que ya la hubiéramos localizado. Sin embargo, sigue desplazándose como un fantasma.

– ¿Habéis mirado en los hoteles?

No sé si dice estas cosas porque está apolillado en un despacho o porque piensa que acabo de licenciarme de la Academia de Policía.

– Fue lo primero que investigó la policía local -contesto con calma-. Naturalmente, no encontraron nada. ¿La imagina matando para volver luego a dormir a su hotel?

– ¿Qué dice tu colega turco?

– Quedamos en que redactaría una lista de las familias griegas de la ciudad y las interrogaría, por si se esconde en alguna de sus casas.

– ¿Cómo te llevas con el turco?

– Mantenemos la distancia de seguridad.

– Reza para que no nos veamos implicados más allá de lo conveniente.

– No creo que este caso sea tan importante -respondo convencido.

– También las cucarachas son pequeñas, pero al verlas se te revuelve el estómago -comenta Guikas en un raro alarde filosófico.

Corto la comunicación y me dedico a contemplar el paisaje. La señora Murátoglu tenía razón cuando afirmaba que la costa asiática es la más bonita. Porque aquí quedan bastantes callejones con casas de madera pintadas de colores: marrón, azul cielo o amarillo. En la acera de la derecha se alinean casas de madera bien conservadas; en la izquierda, bloques de tres y cuatro pisos. Es como si ocuparan posiciones de combate enfrentadas, como las tropas en los viejos tiempos. Se me cae el alma a los pies porque, como auténtico griego, sé por experiencia que el cemento siempre gana esa batalla.

El autocar se detiene delante de un gran café a orillas del mar. Hace sol y la gente ocupa las mesas con vistas al Bósforo.

– Nos encontramos en Kanlica -nos anuncia la guía turística-. Esta zona es famosa por su yogur. Pararemos aquí media hora para que lo probéis.

– El yogur de Kanlica era algo muy exclusivo. Ahora lo encuentras en todos los supermercados -comenta la señora Murátoglu, la especialista en todo lo relacionado con la ciudad.

A mí, el yogur ni me gusta ni me disgusta, sólo me apetece cuando estoy enfermo. Pero me pone de los nervios esta rutina turística que consiste en viajar una hora en el autocar, pasar dos horas visitando el lugar que sea y terminar en un local para tomar yogur, un té o comer. Lo único que me diferencia de los turistas japoneses o coreanos es que yo no llevo cámara fotográfica ni videocámara, ni poso para que retraten mi sonrisa ensayada.

A Adrianí no le da tiempo a comentar la calidad del yogur, como suele hacer con todas las tapas, platos y postres que nos sirven. Tiene que dejar la cucharilla porque suena su móvil. Mira el número de quien llama y se pone de pie de un salto.

– Es Katerina -susurra y se encamina a toda prisa hacia el autocar, para poder hablar a solas y sin que la molesten.

De repente, sin ton ni son, me invade una gran inquietud; tal vez se deba al hecho de encontrarnos lejos y de que a cada llamada se me disparan todas las alarmas. Parece que estoy equivocado, porque Adrianí vuelve enseguida con una amplia sonrisa en la cara.

– Te manda muchos besos.

– ¿Y qué más?

– Me ha contado lo de la boda, yo he fingido no saber nada y ella se ha echado a reír. «Vamos, mamá», ha dicho, «estoy convencida de que papá te lo ha contado todo.» Yo he insistido: «Te aseguro, hija mía, que no es así». «Déjate de cuentos», me ha dicho. «Vosotros dos no tenéis secretos. Si alguna vez os engañáis, lo confesáis al instante.»

– ¿Y qué quería?

– Decirnos que se han puesto de acuerdo con los consuegros y que la boda se celebrará dentro de tres semanas. Me ha preguntado si teníamos alguna objeción y le he dicho que no. -Calla y me mira-. Bueno, no te lo he consultado, pero imagino que tú tampoco la tienes.

– Claro que no.

– Le he dicho que nosotros volvemos en un par de días y que estaré allí para ayudarla. Me ha contestado que no necesita ayuda, que todo está arreglado. -Hace una pequeña pausa antes de añadir con recelo-: Y luego ha dicho algo que me ha dolido.

– ¿El qué?

– Que, como nos lo estamos pasando tan bien aquí, nos quedemos más tiempo. Que ella no tiene ninguna prisa en vernos.

– ¿Y eso te ha dolido? -pregunto extrañado.

– ¿No lo entiendes? Lo ha dicho como si quisiera quitarme de en medio.

Dejo correr el tema porque conozco la susceptibilidad de mi mujer y sus rarezas, pero se me quedan grabadas las palabras de Katerina referentes al regreso inminente del grupo a Atenas. Dentro de un par de días tendremos que despedirnos y yo me quedaré aquí, solo y abandonado, lidiando con Murat y con su superior, el general de brigada.

– Lo que sugiere Katerina no es tan descabellado -digo a Adrianí.

Ella me mira con sorpresa.

– ¿Qué quieres decir?

– Podríamos quedarnos unos días más. En cualquier caso, yo ahora no puedo irme, estoy metido de lleno en el caso de María Jambu. ¿Por qué no te quedas tú también? Aún faltan tres semanas para la boda. Además, cuando lleguemos a Atenas, nos lo encontraremos todo hecho. No sería mala idea pasar una semanita de vacaciones tú y yo solos, sin el rebaño.

– ¿Y los billetes? ¿No decías que cambiar un billete es como sacar otro nuevo?

– Cuando te lo dije nos sentíamos muy deprimidos. Ahora estamos bien. El mal humor nos vuelve tacaños; el buen humor, desprendidos. Es así.

Adrianí me mira pensativa y concluye:

– ¿Sabes qué te digo? Que no es mala idea. Además, así tendré tiempo para comprarle algunas cosas a Katerina, aquí todo es más barato.

– Pero con mesura -replico, y a punto estoy de enfadarme conmigo mismo por no haber pensado en los gastos de la boda.

– ¿Me tienes por una manirrota, Kostas?

La respuesta apropiada sería «nunca se sabe», pero prefiero contestar:

– No, sólo lo he dicho por si acaso -lo cual es una advertencia, pero más suave.

– No era para tanto -comenta el señor Despotópulos, dos mesas más allá-. La señora Murátoglu tenía razón. No sé cómo era hace años, pero un yogur como éste, y aun diez veces mejor, lo encuentras en cualquier pueblo del Parnaso o de Pendeli.

– Por fin somos mejores en algo -apostilla el señor Stefanakos-. Hasta ahora, esta ciudad tenía todo lo bueno, y nosotros, todo lo malo.

La señora Murátoglu se da cuenta de que la pulla va dirigida a ella, pero se hace la sorda.

Capítulo 13

A Murat se le ocurrió llamarme ayer a las diez de la noche, mientras cenábamos pastel de Kayseri, croquetas de queso y albóndigas de mejillones en Kuyú, un restaurante griego en el barrio de Zerapiá.

– Esta mañana han recogido el cadáver de Kallopi Adámoglu del depósito -me informó.

– And you are telling me this now? -Debí de rugir sin darme cuenta, porque medio local se volvió para mirarme estupefacto y Adrianí se santiguó alzando la vista al techo. Pero yo me mosqueé: estaba convencido de que Murat tardó tanto en avisarme porque tramaba algo.

– Lo siento, pero acaban de decírmelo -prosiguió-. El forense le pidió a su ayudante que me llamara, pero a éste se le olvidó. Se ha acordado mientras veía la Liga de Campeones en televisión.

Mis sospechas se desvanecieron al instante, porque pensé que lo mismo podría haberle ocurrido al ayudante de Stavrópulos, y decidí dar por zanjada la discusión.

– ¿Sabes quién ha ido a recoger el cadáver?

– No. Se lo he preguntado al ayudante, pero no lo recordaba. Te lo diré mañana a primera hora.

No sé qué significa a primera hora, pero son ya las nueve de la mañana y estoy desayunando mi rosca de pan con queso, regándola con pequeños sorbos de café, mientras consulto una y otra vez mi reloj.

Dos mesas más allá, Adrianí y la señora Murátoglu celebran una miniconferencia para decidir qué cosas debemos ver sin falta durante los días extra que nos quedaremos en la ciudad. Yo propuse que comunicáramos al grupo que pensábamos prolongar nuestras vacaciones, pero Adrianí me paró los pies.

– ¿Estás loco? ¿Quieres que nos endilguen las listas de todo lo que no han podido comprar para que se lo llevemos nosotros? Ni hablar. Y menos ahora que nuestra hija va a casarse y tenemos que dar prioridad a nuestras propias necesidades.

Lo primero no se me había ocurrido y felicito a Adrianí para mis adentros por su previsión. Lo segundo, en cambio, es ya la segunda vez que lo dice y empiezo a temer seriamente que me arrastrará de compras por toda la ciudad. A punto estoy de acercarme a su mesa para lanzar algún misil de advertencia cuando me detiene el sonido de mi móvil.

– The name of the relative who took the body is Efterpi Lasaridu -dice Murat, anunciándome el nombre de la pariente que recogió a Kallopi Adámoglu de la morgue. Efterpi Lasaridu debe de ser una pariente por parte de la madre, cuyo apellido de soltera era Lasaridu.

Le pregunto si la mujer ha dejado alguna dirección y Murat silabea el nombre de una calle en el barrio de Fanar, que yo transcribo más o menos así: «Cimen sokak». Claro que no sé si está bien escrito, no pondría la mano en el fuego.

– Ya me dirás dónde y cuándo tendrá lugar el funeral -concluye Murat.

– ¿No hablamos ya de eso? -le digo irritado.

– No me has entendido, no pretendo ir al funeral. Pero he de saberlo, por si me pregunta el chief.

Y te plantarás en el funeral con la excusa de cumplir órdenes del chief, me digo.

– Te lo diré en cuanto lo sepa. Eso si no se ha celebrado ya: me has informado de todo con tanto retraso…

– ¿Tan rápido celebráis vosotros los funerales? -se extraña.

– Wake up, apenas son dos mil personas. No tienen nada mejor que hacer. Hasta los entierros son un pretexto para reunirse y matar el aburrimiento.

Corto la comunicación dudando si debo ir al funeral o pasar de la ceremonia e ir a visitar a Efterpi Lasaridu a su casa. La segunda opción tiene la ventaja de evitarme sorpresas desagradables.

Si Murat quiere ir al entierro, lo hará, de eso no cabe duda. Por otra parte, el funeral me brindaría la posibilidad de encontrar a otro familiar o conocido, además del sacerdote, y averiguar algo que pudiera resultarme útil.

Decido acudir al funeral y, como siempre, solicito la ayuda de la señora Murátoglu.

– ¿Puedo molestarla? ¿Podría usted buscar el número de teléfono de la escuela de Makrojori?

– ¿Quiere hablar con el portero?

– Quiero saber cuándo se celebrará el funeral. El señor Panayotis, además de portero de la escuela, es sacristán de la iglesia.

– Ya entiendo -me responde y se levanta para buscar la información.

No tarda más de dos minutos en encontrar el número. Lo marca y me pasa el móvil. Tras la tercera llamada, se oye el grave «¿diga?» de Panayotis.

– Señor Panayotis, soy el policía de Atenas, hablamos ayer. Por casualidad, ¿no sabrá usted cuándo es el funeral de Kallopi Adámoglu?

– ¡No me hables! Escasea la gente y escasean los muertos, pero escasean también los sacerdotes. Llamé por teléfono al que celebra las misas aquí, en Makrojori. «Antes del domingo, imposible», me dice. «Padre, que apestará», protesto, «ya lleva tres días muerta.» En fin, la cuestión es que pudo hacer un hueco para este mediodía y el funeral será a las doce.

– ¿Cómo puedo localizar la iglesia?

– ¿Cómo piensas venir?

– En taxi.

– Es muy fácil. Dile al conductor: «Rum kil…» -y pronuncia una palabra que no entiendo-. Ojo, tienes que decir «Rum», porque también hay una iglesia armenia en Makrojori.

De la explicación deduzco que se refiere a una iglesia y recurro de nuevo a la ayuda de la señora Murátoglu.

– ¿Cómo se dice «iglesia griega» en turco?

– Rum kiliserí. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque he de ir a un funeral que se celebra en la iglesia griega de Makrojori.

Adrianí, estupefacta, pronuncia el nombre del Altísimo, como siempre que pierde la paciencia conmigo.

– ¡Que Dios nos ampare! En Atenas no vas nunca a los funerales. ¿Esta ciudad te ha abierto el apetito? No sabía que los funerales de esta ciudad formaran parte de los espectáculos turísticos.

– Voy en misión oficial.

– ¿En misión oficial? ¿Te has traído el uniforme?

Con mucho gusto le diría un par de cositas acerca de su ingratitud por olvidar que le ofrezco días de vacaciones extra, pero me callo para no discutir delante de la señora Murátoglu. Parece que ésta entiende lo que ocurre, porque, un poco azorada, empieza a rebuscar en su bolso. Por fin saca un bolígrafo, anota algo en una servilleta y me la da.

– Dele esto al taxista y, preguntando por el camino, le llevará a la iglesia -dice.

Aprecio el esfuerzo de la señora Murátoglu por calmar los ánimos, pero ella no sabe que Adrianí jamás te deja KO. Va atacándote durante diez asaltos y te elimina a base de pequeños golpes certeros.

– ¿No habíamos quedado en ir a ocuparnos de los billetes?

– Iremos por la tarde, en cuanto vuelva.

– Para entonces, las agencias de viaje ya habrán cerrado.

– Podemos ir juntas, señora Jaritu -la tranquiliza la señora Murátoglu-. Déjenos su billete -me dice.

– Lo tengo yo -masculla Adrianí disgustada, porque la mujer le ha estropeado la escena.

Tomo al vuelo esta oportunidad para poner fin a la discusión y alejarme de la zona de hostilidades. Salgo del hotel y me dirijo a Taksim, porque allí se suelen encontrar taxis libres. Ha empezado a lloviznar y los transeúntes se apresuran para no mojarse. Empujo y me empujan, choco con ellos y ellos conmigo sin que nadie le dé importancia, porque es imposible transitar por las calles de esta ciudad sin empujones ni colisiones.

Me detengo delante de un puesto de roscas de pan en la esquina, bajo un edificio de tres plantas que da a la plaza, porque me he fijado en que aquí hay siempre taxis. El conductor me saluda en turco; no sé si me ha dado la bienvenida o si me ha mandado a paseo, pero opto por pensar lo primero. Le planto delante de las narices la servilleta con la dirección que ha anotado la señora Murátoglu.

– Bakirkóy, ha?

– Yes -respondo, y nuestra conversación concluye con éxito, aunque tengo mis reservas. A ver si me va a descargar delante de la primera iglesia que encontremos en el camino…

Tras tantas idas y venidas por la ciudad, el recorrido me dejaría totalmente indiferente si, poco después de cruzar el puente de Atatürk, no nos metiéramos en un embotellamiento kilométrico. El taxista pierde la paciencia a los diez minutos, grita y agita los brazos con indignación detrás del parabrisas, al tiempo que se vuelve hacia mí y me dice cosas en turco. Ya sabe que no entiendo ni patata, pero su intención es desahogarse, no hacerse entender. De repente, se abren las puertas de dos coches, salen de dentro un taxista y un cincuentón, y empiezan a pelearse.

– No probkm, no problem -dice mi taxista en tono tranquilizador mirándome por el espejo retrovisor. La pelea lo ha calmado, quizá porque presiente que pronto llegará la ambulancia o un coche patrulla y los agentes despejarán el camino.

Todo igualito que en Grecia, pienso, con la excepción del coche patrulla, que llega en tiempo récord. Dos colegas de uniforme agarran a los contendientes, los meten a empujones en sus coches respectivos y despejan la calzada lo suficiente para que puedan aparcar junto a la acera y tomarles los datos. Uno de los agentes les toma declaración mientras el otro se agota dándole al silbato, con un resultado que otra vez recuerda los estándares griegos: tarda media hora en despejar el tráfico mientras yo llego a la pesimista conclusión de que me perderé el funeral y tendré que ir a Fanar.

Señalo mi reloj al taxista y, por gestos, le doy a entender que tengo prisa. Él señala lo que ocurre más allá del parabrisas y levanta las manos en un ademán de desesperación, aunque al instante se le ocurre la misma solución que a cualquier taxista griego. Empieza a enfilar calles y callejuelas, a tomar las curvas cerradas y a pitar como un demonio a los hombres y vehículos que tienen la desgracia de interponerse en su camino.

Completamente desorientado, me confío a mi buena suerte cuando, de pronto, se alza delante de nosotros una iglesia. Tomo una buena bocanada de aire, pero el conductor me corta la respiración a la mitad.

– This Ermeni kilis -dice-. Rum… -y hace el gesto internacional que significa «un poco más abajo». Y en efecto, tuerce por algunos callejones más y, como por milagro, nos encontramos delante de la iglesia de Makrojori.

– Thank you -le digo al taxista, y redondeo el precio de la carrera con una propina.

La iglesia es grande e imponente, como todas las de la vieja capital bizantina. El funeral, que ya ha empezado, sólo se reconoce como tal por la presencia del féretro. Por lo demás, distingo a un joven sacerdote, ayudado por un único cantor, y a una mujer mayor vestida de negro junto al ataúd. El resto de la iglesia está vacía y, como resultado, los salmos dan contra las paredes y reverberan con ecos parecidos a los de un coro.

El señor Panayotis, que está de pie junto a la puerta, me llama con un gesto de la cabeza cuando me ve entrar. Me acerco a él y le susurro al oído:

– ¿Qué debo hacer para hablar con la señora Lasaridu?

– Espere que termine el funeral y se lo digo.

Efterpi Lasaridu detecta mi presencia cuando, en cierto momento, aparta la mirada del féretro y me mira con curiosidad. Seguramente intenta recordar si soy un familiar o un conocido, pero no saca nada en limpio y su mirada retorna al ataúd.

Espero con paciencia a que el sacerdote entone el «dar el último abrazo» para que Efterpi Lasaridu bese el icono del féretro y los porteadores se lo lleven. Me dispongo a seguirlo cuando veo que el señor Panayotis se acerca a Efterpi Lasaridu y le susurra algo. Ella me lanza otra mirada y le contesta en susurros. El féretro se aleja mientras el señor Panayotis vuelve a mi lado.

– Ha dicho que espere aquí. Vendrá después del entierro, no tardará.

– ¿No podemos hablar en el bar? -sugiero para ganar tiempo.

El hombre se ríe.

– ¿En el bar? ¿Qué va a hacer la pobre en el bar? ¿Tomarse el café sola [16]?

Salgo de la iglesia y me siento en el patio, al sol. Por suerte, el señor Panayotis aparece poco después con el «café del consuelo», aunque no haya bar. Lo tomo a sorbitos, para que dure hasta que llegue Efterpi Lasaridu. El patio está bien cuidado, como el de la iglesia de San Demetrio, aunque aquí Panayotis cierra la verja de hierro en cuanto la comitiva fúnebre abandona el recinto.

– ¿Tienen siempre la puerta cerrada? -pregunto.

– Sí, sólo la abrimos cuando hay misa. Y para las bodas, funerales y misas de conmemoración…

– San Demetrio de Kurtulús, está siempre abierto.

Él menea la cabeza con tristeza.

– Esto es Makrojori, las almas se cuentan con los dedos de una mano. No es como Tatavla, Pera o el barrio de Arnavutkóy, donde aún viven bastantes griegos. -Suena el timbre de la entrada y el viejo añade con convicción-: Ahí viene Efterpi.

La mujer enlutada se detiene junto a la entrada y me mira con timidez. No sabe qué debe hacer, de modo que me pongo de pie y me acerco a ella.

– Señora Lasaridu, soy comisario de la policía de Atenas y quisiera que me diera alguna información sobre Kallopi Adámoglu y María Jambu.

Ella sigue indecisa, como si se lo estuviera pensando, y luego va a sentarse al banco donde yo había estado tomando el café.

– ¿Es verdad? -me pregunta cuando me siento a su lado.

– ¿El qué?

– Que la mató María.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– El turco del depósito de cadáveres. «La mató una de las vuestras, una de Grecia», dijo y se rió con malicia. -De pronto, se cubre la cara con las manos-. María se alojaba en mi casa hasta que, un día, me dijo que pasaría unos días en casa de Kallopi…

– ¿Estuvo en su casa? ¿Cuándo?

– Hace dos semanas. Una mañana llamaron al timbre y me la encontré en la puerta. En cuanto la vi, la reconocí. «¿Puedo quedarme unos días?», me pidió. Yo di saltos de alegría. Verá, vivo sola y a veces paso días sin hablar con nadie. -Espera unos segundos antes de continuar-: Cuando me dijo que iría a casa de Kallopi, me extrañó, porque nunca se llevaron bien. Luego pensé que el tiempo lo cura todo. Pero ella tenía sus propios planes. -Calla de nuevo y me mira-: ¿Cómo la mató?

– Con una tirópita de queso envenenada.

La mujer empieza a santiguarse y a mascullar:

– Que Dios nos ampare, que Dios nos ampare cuando llegue su reino. Mañana mismo iré a Santa Blaquerna a dar las gracias y a hacer una ofrenda.

– ¿Por qué?

– Porque también a mí me cocinó una empanada. Y estaba para chuparse los dedos. «Benditas sean tus manos, María», le dije. «No has perdido tu buena mano para la cocina.» Ella preparaba siempre unas empanadas de queso riquísimas. -Vuelve a santiguarse-. Mi ángel de la guarda me salvó la vida.

– Parece que Kallopi no tenía un ángel de la guarda.

Se vuelve y me mira con expresión endurecida.

– Que Dios me perdone, porque la acaban de enterrar, pero Kallopi tenía que caer bajo una de las muchas maldiciones que pendían sobre su cabeza.

– ¿Qué maldiciones? -pregunto casi con indiferencia aunque sé muy bien qué me contestará.

– Ella y su madre eran tacañas, y avaras, no habrían regalado ni incienso a un ángel. Eran parientes mías por parte de mi padre, de apellido Lasaridu, pero nunca tuvimos mucho trato. «Las ovejas negras», así las llamaba mi madre, que en paz descanse. Todas las familias tienen su oveja negra. La nuestra tenía dos. -Suspira y menea la cabeza-. Aunque la haya matado María, no seré yo quien se lo eche en cara. -Se vuelve para mirarme-: No se imagina cuánto sufrió por culpa de ellas. -Me lo imagino pero la dejo continuar, por si revela algo nuevo-. La obligaron a trabajar fuera de casa a pesar de no tener necesidad, porque eran una familia adinerada. Luego iban a cobrar el dinero que le correspondía a ella. De vez en cuando venía a verme y me contaba sus penas. A mí me quería, porque la escuchaba e intentaba consolarla. No llegó a tiempo para matar a la madre, pero se vengó con la hija.

– Usted se apellida Lasaridu, Kallopi se llamaba Adámoglu. ¿De dónde viene el apellido Jambu?

– De su marido.

– ¿Estuvo casada?

– Sí, ¿no lo sabía?

– No. -¿Cómo demonios iba a saberlo si no tenía acceso a su «expediente»?

– Otra historia dolorosa. Por aquel entonces, María trabajaba para una familia procedente de Europa occidental, los Kalomeri. Anastasis Jambos era albañil. Fue a arreglar algo en casa de los Kalomeri y allí lo conoció María. Se enamoró locamente de él. Cuando el hombre pasaba por delante de la casa, ella tiraba a su paso latas vacías y verduras para llamar su atención. Todos le decían que el hombre no valía nada, pero la había cegado el amor y acabó casándose con él. Anastasis era buen albañil, pero indolente y, además, borrachín. Cada noche le daba a la botella. Cuando se despertaba por la mañana, se echaba a llorar, juraba que no volvería a beber, pero por la noche volvía siempre a casa con una buena curda. Al final, su hígado se resintió. Tampoco entonces dejó de beber. María bebía con él cada noche, para intentar que se emborrachara un poco menos. Al final, Anastasis Jambos murió y la dejó en la calle. María volvió a trabajar. Era lo único que tenía: era buena cocinera, lo dejaba todo como los chorros del oro, y quienes la conocían la querían mucho.

– ¿Tenía familia su marido?

– Anastasis tenía una hermana, Safó. Pero ella y María no se llevaban nada bien.

– ¿Los problemas habituales entre esposa y cuñada o algo más?

– No, no, nada que ver -responde la mujer con una risa-. María la odiaba porque Safó nunca hablaba bien de su hermano. Lo llamaba desastrado y gandul. Hablaba de él sin tapujos delante de María. «¿Cómo puedes querer a ese perdido?», le decía. «Tú te deslomas para que él se quede con el jornal y se lo gaste en bebida. Dale una patada y que se vaya al diablo.» A la cuñada no le faltaba razón, pero a María la cegaba el amor y no quería saber nada. Imagínate, cuando Anastasis murió, Safó fue al funeral y María no la dejó entrar en la iglesia.

– ¿Sabe si Safó vive todavía?

Me mira como si, de repente, estuviera harta de mí.

– Pide demasiado, señor comisario. Somos dos mil personas dispersas por toda la ciudad. ¿Y quiere que le diga si Safó vive aún? Doy gracias a Dios de seguir viva yo misma.

– ¿Sabe dónde vivía? -prosigo sin pestañear.

– En Hamalbaçi. Vaya a la Virgen de Pera, seguro que ellos la tienen en sus listas.

Me levanto para darle las gracias. Ella me tiende la mano y dice:

– El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra, señor comisario.

Lo mismo me dijo Iliadi, aunque refiriéndose a las Adámoglu. Al parecer, este refrán es muy popular entre los griegos de aquí.

Capítulo 14

Con todas las compras desparramadas por los sillones, el vestíbulo del hotel se parece a la sala de espera de Guikas el 23 de diciembre, cuando los regalos se amontonan en filas y Kula tiene que deslizarse como un felino para pasar entre ellos. Aquí no hay filas, la sala parece más bien un bazar o una casa en un día de mudanza, porque cada uno de los miembros del grupo quiere enseñar sus compras a todos los demás. La diferencia consiste en que en la sala de espera de Guikas predominan las cestas llenas de bebidas y, en algunos casos, algún jarrón o estuche con objetos de escritorio. Aquí, en cambio, predominan los artículos de piel, seguidos por las joyas de oro y los fulares de todo tipo; cierran el muestrario ceniceros de toda clase, lámparas para la terraza, cojines bordados y platos decorativos para colgar en la pared. Los dos jóvenes recepcionistas observan la escena con una sonrisa irónica mientras los extranjeros que entran y salen del hotel nos miran como nosotros miramos a los refugiados pontios, los griegos procedentes de la orilla meridional del Mar Negro, en los mercadillos.

La voz de Murat, que acaba de llamarme por el móvil, me saca de este ambiente de feria.

– Any news? -pregunta.

Le resumo mi conversación con Efterpi Lasaridu sin ocultarle nada.

– El chief quiere vernos. Enviaré un coche a buscarte.

Busco a Adrianí y la encuentro sentada a una mesita con la señora Murátoglu y otra mujer de mediana edad, a la que veo por primera vez. La señora Murátoglu, inclinada sobre un trozo de papel, está a todas luces tomando notas de las impresiones que las mujeres intercambian en voz baja.

– Te presento a la señora Kurtidu -dice Adrianí señalando a la desconocida-. Es muy amiga de la señora Murátoglu y ha aceptado ser nuestra guía ahora que nos quedamos solos.

Para guardar las formas, suelto un «mucho gusto, es muy amable», al tiempo que me pregunto para qué necesitamos una guía durante el resto de nuestra estancia aquí. Enseguida caigo en la cuenta de que Adrianí, muy previsora ella, ha tomado medidas para no aburrirse cuando yo esté ocupado en la investigación.

Despotópulos, de pie y con las manos en los bolsillos, supervisa la escena del bazar desde cierta distancia.

– Veo que la situación le interesa, mi general -digo a propósito para picarle.

– Este espectáculo me trae viejos recuerdos, comisario.

– ¿De otros viajes?

– No. De mis días como agregado militar en la embajada griega de Londres durante el segundo gobierno de Karamanlís. Cada mañana salía de casa acompañado por mi esposa. Yo me dirigía a la embajada y ella iba de compras. Cada tarde, al volver a casa, me encontraba con esta misma feria, aunque en proporciones algo menores.

– ¿Y no consiguió ponerle freno?

– Las cosas son difíciles cuando no tienes hijos, amigo mío. No puedes esgrimir como argumento los estudios del hijo ni el piso para cuando se case la hija. Tienes un buen trabajo, un buen sueldo y una jubilación asegurada… En suma, tienes la vejez solucionada. ¿Cómo poner freno al despilfarro cuando tu mujer no tiene hijos que criar y, además, está en Londres más sola que la una? Por desgracia, para las mujeres el remedio más eficaz contra la soledad son las compras. -Me mira como si dudara en confiarme algo-. Me han dicho que ustedes prolongarán su estancia en Constantinopla -dice al final.

– Sí, nos quedaremos unos días más.

– ¿Por trabajo?

– En parte.

Echa un vistazo a su alrededor, observa al camarero, que sirve café a Stefanaku, y a la joven de recepción, que sigue charlando con su compañero.

– Salgamos y se lo explicaré -propone.

No sé por qué lo considera estrictamente confidencial, pero no hago comentarios y le sigo fuera del hotel. Es un día soleado, el hotel se encuentra en una calle peatonal y será agradable dar un paseo.

– ¿Colaboras con un policía turco? -pregunta el estratega jubilado.

– Sí, con un teniente. Bueno, colaborar es un decir. Ellos llevan la investigación. Yo actúo medio de observador, medio de contacto con la policía griega.

– ¿Y cómo nos hemos visto los griegos envueltos en eso?

– Aportamos la asesina. Una vieja que roza los noventa mató a su hermano en Drama y a su prima aquí. Con pesticida.

– ¿Y por qué se inmiscuye la policía turca?

– La asesina está aquí y aquí se cometió el segundo asesinato.

Calla por un momento y me mira.

– Mucho ojo con los turcos. Fingirán ser tus amigos, tus colegas, pero tú mantente alerta, ya sabes, «desconfía de los helenos portadores de regalos» y acuérdate del caballo de Troya. Son capaces de jugártela de la manera más inesperada.

A pesar de mi propia suspicacia ante Murat y su superior, el general de brigada Kerim Ozbek, me resulta difícil imaginármelos como helenos y más difícil todavía haciéndome regalos, de modo que empiezo a contrariarme mientras me pregunto qué me saca más de quicio: el patriotismo del general, que saca a relucir a la menor oportunidad, o el hecho de que me considere un novato necesitado de consejos y al que, encima, tutea. Decido dejarlo correr para no disgustarnos el último día, e intento restar importancia a mi participación en la investigación.

– No se preocupe, es un caso corriente. No afecta a las relaciones grecoturcas, ni a la cuestión del mar Egeo ni a la de Chipre. Colaboramos con la policía turca como un gesto de cortesía, para mostrar nuestro interés.

– No los conoces bien -insiste-. Hacen lo que pueden para liarte y dejarte indefenso. Cuando hacíamos maniobras militares conjuntas, cambiaban continuamente sus planes sin previo aviso, para desconcertarnos y obligarnos a cometer errores. Nos quejábamos a los americanos, pero ellos nos tranquilizaban con un never mind y dejaban que los turcos siguieran con sus jueguecitos. Por eso te lo advierto: cada cosa que te digan la has de sopesar dos veces.

Por suerte, veo que el coche patrulla dobla la esquina y se detiene delante del hotel. Mediante gestos le pido al conductor que me espere. No quiero mostrarme descortés con Despotópulos, aunque me parezca improbable que sus advertencias me sean de utilidad.

– Gracias, mi general, me ha abierto usted los ojos -digo tratando de no parecer irónico-. Sólo tengo una duda: ¿por qué me ha hecho salir del hotel para contarme todo esto?

Se inclina hacia mí y me dice en tono confidencial:

– Porque todos esos saben griego y se hacen los tontos para, así, poder espiarnos.

No hago comentarios y me acerco a Adrianí para decirle que estaré fuera una horita, más o menos. Seguro que será más, pero el poco rato prometido y el diminutivo me protegerán de las réplicas envenenadas. Para mi sorpresa, mi mujer contesta con un «vale» a secas y sin levantar la cabeza del papel lleno de cosas anotadas; las otras dos ni siquiera se vuelven para mirarme.

El agente me abre la puerta del coche patrulla y me hace ocupar el asiento oficial, en diagonal con respecto al conductor. Luego recorre la calle de siempre en dirección al puente de Atatürk. Pienso que pronto me sentiré como si tuviera que fichar en el otro extremo del puente y me dispongo a contemplar otra vez ese espectáculo tan familiar, pero el conductor pone la sirena y pisa el acelerador, obviamente para evitar al embotellamiento. Coches y autobuses se detienen o nos dejan paso al instante, cosa que se supone que ocurre también en Grecia; sin embargo, los conductores griegos pasan de esta norma, y hasta de la poli.

– Mister Murat is waiting for me? -pregunto al conductor, más que nada por decir algo.

Me responde con un «Efendim?», o sea, «¿Señor?», y ahí termina la conversación.

Menos mal que la sirena nos deja sordos; además, en menos de diez minutos llegamos a la Jefatura de policía.

Murat se pone de pie cuando me ve entrar.

– Come, the cbief is waiting -dice.

A diferencia de mi primera visita, hoy circula por los pasillos de Jefatura cinco veces más gente que en la nuestra, aunque hay días en que la Jefatura de Alexandras parece un manicomio. Aquí te cierran el camino policías de paisano que pasan arrastrando a un asiático esposado, o tipos que salen de sus despachos y se te caen encima, o tropiezas con los pies de los que están sentados en los bancos del pasillo esperando pacientemente su turno para entrar o para que se los lleven.

– ¿Vuestras comisarías también son así? -pregunta Murat.

– Generalmente, son más tranquilas.

– Esto es un desmadre. En Ankara, unos cerebros decidieron crear una web para facilitar la comunicación entre todos, pero yo, hasta el momento, no he visto ningún avance.

– ¿Por qué?

Murat se echa a reír.

– Look around -dice-. Mira a tu alrededor y dime quién usaría Internet para comunicarse.

Quiero decir algo amable, pero no se me ocurre. Murat se da cuenta de mi incomodidad y me da una palmadita amistosa en la espalda.

– No need to answer. No hace falta que me contestes.

En la sala de espera del subdirector de Seguridad, el mismo agente me recibe con el mismo apretón de manos y su «hoş geldiniz». Murat abre la puerta y me deja pasar primero.

El subdirector me tiende la mano y me invita a tomar asiento frente al escritorio. Murat se sienta frente a mí. Es como si me encontrara en el despacho de Guikas, sólo que a éste le han cambiado la cara. Menos mal que el subdirector me saca de mis macabros pensamientos.

– El señor Sağlam me ha informado de su conversación con la pariente de… -se le ha olvidado el nombre, pero es un hombre previsor, porque ha tomado notas-, de María Jambu -concluye después de consultar el papel.

Calla y me mira, pero yo prefiero asentir con la cabeza. Murat, como los subordinados de otras épocas, al menos para los parámetros griegos, espera a que termine su superior antes de tomar la palabra.

– Hemos solicitado a todas las comisarías que nos envíen una relación de los griegos que residen en su zona, aunque, para ser sincero, no espero grandes resultados.

– Jambu visita a sus víctimas, pasa unos días con ellas, las envenena y luego se dirige a la casa de la siguiente víctima -le explico-. Lógicamente, en algún momento los márgenes de hospitalidad se estrecharán y no encontrará fácilmente casas que la acojan.

– This woman knows Istambul very well -interviene Murat-. Esta mujer conoce muy bien Estambul. Al menos, el Estambul de sus tiempos. No necesita que la acoja una familia. Puede alojarse en otros sitios.

– ¿Dónde?

El subdirector se vuelve hacia Murat y le dice algo en turco. Luego vuelve a dirigirse a mí:

– Hay muchas casas abandonadas pertenecientes a ciudadanos griegos que fueron expulsados tras el episodio de Chipre, en 1964. Las viviendas son aún propiedad de sus dueños y el Estado turco no puede requisarlas. En su mayoría son viejas casas de madera que se están viniendo abajo sin que nadie pueda tocarlas.

– ¿Y cree que se aloja en una de ellas? -me sorprendo.

– No estamos seguros, pero cabe esa posibilidad. Desde luego, sabe dónde vivían los griegos y puede encontrar las casas.

En cierta manera, esa idea me parece cogida por los pelos.

– Excuse me, chief -ledigo-. Pero la verían los vecinos, alguien avisaría a la policía…

Se ríe.

– No olvide que ronda los noventa. ¿Quién sospecharía de ella? -Se pone serio para añadir-: Lo más probable es que la anciana les inspire lástima y le lleven un plato de comida.

– ¿No podríamos localizar estas casas?

– Imposible -interviene Murat-. Nos llevaría por lo menos tres meses, y tampoco es seguro que las localicemos todas. Lo más fácil será dar con las personas que la conocen.

– ¿Y cómo vamos a encontrarlas en una ciudad de quince millones de habitantes? -me asombro.

– Sin duda es gente de su misma edad -explica el subdirector-. La mayoría debe de estar en el geriátrico.

– Y sólo hay un geriátrico griego -añade Murat-. El de Baluklís. Tenemos que empezar por allí.

– Por eso le hemos hecho venir -suelta por fin el subdirector-. Queremos que vaya al geriátrico de Baluklís. Si nos presentamos nosotros, no sacaremos nada en limpio. Hablarán más libremente con usted.

Si estuviera aquí Despotópulos, se le dispararían todas las alarmas, me digo. Pensaría que le tienden una trampa. Yo, por el contrario, recuerdo de repente que Vasiliadis me dijo que María Jambu había trabajado una temporada en el geriátrico de Baluklís y a punto estoy de abofetearme. A pesar de todo, no creo que nuestra prioridad sea el geriátrico, sino otra cosa.

– Tiene razón -contesto al subdirector-. Aunque yo propongo que busquemos primero la casa de su cuñada. En el tiempo que tardamos en llegar a Baluklís, María Jambu podría matarla.

– No perdamos tiempo -responde él-. Usted irá a Baluklís, es urgente. De la cuñada nos encargamos nosotros, aunque no creo que podamos localizarla fácilmente.

– ¿Qué te ha dicho cuando te ha hablado en turco? -pregunto a Murat cuando salimos del despacho del subdirector.

– Me ha dicho que yo soy alemán y no conozco bien la minoría griega. Que le dejara hablar a él.

– En todo caso, entre vosotros la jerarquía se respeta más que en Grecia. He visto que esperabas a que terminara de hablar.

Murat se echa a reír.

– No sabes cuánto me costó acostumbrarme. En Alemania todo el mundo puede opinar libremente. Aquí tu superior tiene prioridad.

Menos mal que Guikas no está aquí: si estuviera, se le pondrían los dientes largos.

Capítulo 15

En la recepción del hotel, el mercadillo navideño ha concluido. La ropa, las joyas y los pañuelos vuelven a estar en las bolsas, los viajeros se han retirado y la recepción ha recuperado su aspecto habitual, con el poco tránsito característico de la hora.

– Your wife is in the roof garden of the Marmara Hotel -me dice la muchacha de la recepción, que está siempre sonriente y a la que ahora me une una relación de simpatía, por otra parte mutua.

– Where is the Marmara Hotel?

– The big hotel on the Taksim Square -me explica, y recuerdo el gran hotel que veo delante de mí cada vez que salgo a la plaza.

Es un día gris y las calles están mojadas aunque no llueve. Una vez en el hotel, tengo que pasar por un control de seguridad antes de poder entrar. Subo a la última planta y me encuentro a las tres damas tomando café con el Bósforo tendido a sus pies.

– Ven a disfrutar de las vistas -me llama Adrianí.

– ¿Cómo no habéis ido con el resto del grupo?

– Se empecinaron en hacer algunas compras adicionales y no teníamos ganas.

– Además, intentan conseguirlo todo a un tercio de su precio, porque alguien les dijo que deben regatear, ¡y a mí se me cae la cara de vergüenza! -remata la señora Murátoglu.

Pido un café dulce ma non troppo, que el camarero trae en bandeja de bronce, y me lo sirve con el cacito y con una solemnidad digna de las recepciones del presidente de la República. Esta amabilidad y atención de los turcos repercutirá sin duda negativamente en mi rutina: cuando vuelva a Atenas, ¡cualquiera se conforma con el cruasán envuelto en celofán y el café griego ma non troppo que sirven en el bar!

Sé que debo ir al geriátrico de Baluklís, pero no me resulta fácil abandonar las vistas ni despachar el café con un par de sorbos, como hago muchas veces en casa para no llegar tarde al trabajo. Aquí me encuentro en una situación ambigua, medio de servicio, medio de vacaciones, de manera que puedo optar por lo segundo.

El deseo de las tres damas de visitar las iglesias del Bósforo, una propuesta de la señora Kurtidu, me devuelve al camino del deber.

– ¿Viene con nosotras para admirar nuestras iglesias, antaño atestadas de gente y ahora cerradas a cal y canto? -me invita la señora Kurtidu.

– Las acompañaría con mucho gusto, pero debo ir al geriátrico de Baluklís.

Uno de los placeres de este viaje consiste en poder dejar a Adrianí boquiabierta cada dos por tres, lo cual -y no exagero- es un espectáculo digno de verse. Eso ocurre ahora. Me mira con expresión que oscila entre la duda de haberme entendido mal y la preocupación por si he perdido ya del todo la chaveta.

– ¿Al geriátrico? -se extraña-. ¿Qué tienes que hacer tú en el geriátrico?

– No voy a reservarme una plaza, sino a recabar información sobre el caso de María Jambu. Y quería pedirle que me indicara cómo llegar allí -digo a la señora Kurtidu.

– Puedo llevarle, si lo desea. -Se vuelve hacia Adrianí y hacia la señora Murátoglu-. ¿Me permiten una propuesta?

– Con toda libertad, querida Aleka -responde la señora Murátoglu-. Desde que te conozco, siempre tienes una propuesta en la manga, por si acaso.

– Hoy podríamos visitar el Centro Filantrópico de la comunidad griega, y mañana, las iglesias.

A mí su propuesta me conviene, y mucho, pero silbo mirando hacia otro lado, porque, si Adrianí se da cuenta, es capaz de oponerse sólo para estropearme los planes.

– Una idea estupenda, le gustará mucho, señora Jaritu -afirma la señora Murátoglu, y corta la posible negativa de Adrianí.

– Esperadme en la entrada, voy a sacar el coche del aparcamiento -dice la señora Kurtidu.

Delante del hotel, el portero corre a abrir las puertas de todos los coches que llegan. Se ha formado una cola de automóviles, pero ninguno de sus ocupantes abre la puerta para bajar. Todos esperan pacientemente, como si obedecieran a una norma que prohíbe bajarse del coche antes de que el portero les abra la puerta. Contemplo la escena fascinado cuando, de pronto, veo que la señora Kurtidu nos hace señas desde el interior de un Mercedes de color beige.

El portero se apresura a abrir ambas puertas. La señora Murátoglu y la señora Kurtidu insisten al unísono en que ocupe el asiento del copiloto.

– Vaya, ¡coche nuevo! ¿Cuándo lo has comprado? -le pregunta la señora Murátoglu.

– Mi hijo lo ha traído de Alemania. Aún lleva la matrícula alemana. -Me mira de soslayo y sonríe-. Es la moda, señor comisario. Hacer alarde del dinero y la opulencia.

– ¿Antes no era así?

– ¿Bromea? Después del varliki, lo enterrábamos en lo más profundo, para que los turcos no se dieran cuenta, por si se les abría el apetito.

– ¿Qué es el varliki? -quiere saber Adrianí.

– El impuesto sobre el patrimonio que impuso el primer ministro Inónü en 1942, en plena guerra, para desplumar a las minorías -explica la señora Murátoglu-. A los que no podían pagar, les expropiaban, les confiscaban los bienes y luego enviaban a los hombres a trabajos forzados.

– ¿Y por qué no lo ocultan ahora? -pregunta Adrianí.

– Porque quedamos tan pocos que no nos tienen en cuenta y nos dejan en paz. ¿A quién le importan dos mil personas en una población de diecisiete millones?

– No somos ni dos mil, hinchamos la cifra -comenta la señora Murátoglu.

– ¿Qué importa eso, Meropi? Lo que importa es quiénes quedamos.

– ¿Y quiénes quedan?

La señora Kurtidu me dirige otra mirada de reojo, esta vez severa.

– Los pobres de necesidad, los que no pueden marcharse porque no tienen ni para el billete del autocar que les llevaría a Grecia, y los muy ricos, que tampoco pueden marcharse porque tendrían que dejar atrás demasiadas cosas. Nosotros mandamos al extranjero a nuestro hijo, que estudió ingeniería en Aquisgrán y ahora tiene su propia empresa en Frankfurt; también enviamos fuera a nuestra hija, que se casó con un canadiense y ahora vive en Toronto, pero las casas, los pisos y el trabajo no podemos mandarlos fuera. Así que nos quedamos para ocuparnos de todo.

– Lo han hecho por el bien de sus hijos -afirma Adrianí categóricamente y con convicción maternal.

– Nuestros hijos lo venderán todo al mejor postor, porque el piso en Cihangir, las dos tiendas, una en Pera y otra en Ayazpaşa, y la casa de veraneo en Antígona no significan nada para ellos. Para nosotros, dentro de esas casas caminan todavía nuestros padres, nuestros abuelos, allí nos prometimos, allí nos casamos…

– Vamos, Aleka, no te pongas tan dramática -interviene la señora Murátoglu con una indignación difícil de ocultar-. Vosotros no os fuisteis porque tu marido no quiso. Un año decía: «Nos quedamos un poco más, el negocio no va bien», el otro no conseguía un buen precio para los inmuebles. Los años pasaron y se marcharon todos menos vosotros.

– Vosotros, Meropi, sólo teníais que vender un piso en Elmandag. Un piso bonito y espacioso, no digo que no, pero sólo uno. Después lo invertisteis en un piso en Kalamaki, cerca de Atenas. ¿Cómo querías que Pandelís hiciera frente a los gastos de dos hijos en el extranjero si hubiéramos vendido a cualquier precio y nos hubiésemos marchado a toda prisa?

– Todo esto es cierto y, a la vez, no lo es -contesta Meropi Murátoglu tras una breve reflexión-. Porque hay una explicación más sencilla.

– ¿Y cuál es? -pregunta la señora Kurtidu.

– Que vuestras raíces aquí eran más profundas. Nosotros pudimos irnos sin mirar atrás. Para vosotros, Costantinopla está por encima de todo.

Veo que la señora Kurtidu pierde por un momento el control del Mercedes y está a punto de chocar con el taxi que circula a nuestro lado, un Fiat destartalado de fabricación turca, el equivalente de mi Mirafiori. Reacciono por instinto y giro el volante bruscamente a la derecha, mientras el taxista baja la ventanilla y empieza a despotricar contra la conductora.

La señora Kurtidu logra acercar el Mercedes a la acera, para el motor, se deja caer sobre el volante y se deshace en sollozos. Nos la quedamos mirando estupefactos.

– Aleka, ¿qué te pasa? -pregunta la señora Murátoglu, pero no obtiene respuesta.

Parece que el taxista que la acaba de insultar ha visto la escena en el retrovisor, porque estaciona delante de nosotros, abre la puerta del taxi y se acerca a nosotros. Se dirige a la señora Kurtidu en tono agitado y manifiestamente consternado, pero la única palabra que distingo es «ablá» y no sé qué significa.

La señora Kurtidu le responde con un «yok, yok» y con un «teşekkür», que ya he aprendido que significa «gracias». El taxista se aleja mientras la señora Murátoglu repite la pregunta:

– Aleka, ¿qué te pasa?

La señora Kurtidu se enjuga las lágrimas y trata de serenarse.

– Perdón, os he asustado, pero tus palabras me conmocionaron. -Se vuelve hacia mí-. Meropi tiene razón. Yo no puedo irme. Zeodosis, mi marido, ha pensado muchas veces en venderlo todo y marcharnos, pero yo me opongo. Voy una vez al año a ver a mis hijos. En Toronto hiela, en Frankfurt el tiempo siempre llora. También esta ciudad es húmeda y lluviosa, me dirán. Es cierto pero la lluvia la favorece, la vuelve más hermosa. -Hace una pequeña pausa y detecta la extrañeza en nuestros ojos-. Es distinto. Tengo la sensación de que, si deseo ir a otra ciudad para establecerme allí de forma permanente, caeré muerta nada más salir del aeropuerto. -Arranca el motor del Mercedes y se aleja lentamente de la acera.

– Oiga, ¿qué le ha dicho el taxista? -pregunta Adrianí.

– Primero me ha insultado, me ha llamado cegata y vejestorio, me ha dicho que, si no fuera una mujer, ya me habría roto la cara. Luego, cuando ha visto que me detenía y me echaba a llorar, ha venido corriendo para pedirme perdón, me ha preguntado qué me pasaba, si podía ayudarme. Verán, esta ciudad es así, los turcos son así. En momentos como éste, te enamoran con su comportamiento.

– Oye, Aleka, ¿dónde estamos? Es la primera vez que paso por aquí -dice la señora Murátoglu, obviamente para apartarnos del territorio resbaladizo y cambiar de tema.

– Pensé seguir la ronda de Ayvansaray y tomar el camino de Topkapi-Edirnekapi, para evitar el tráfico que suele haber en Fatih -explica la señora Kurtidu, visiblemente aliviada de poder hablar de otra cosa.

No sé si ha acertado, pero hasta ahora hemos avanzado a paso de tortuga. Intento recordar cómo fue las últimas dos veces que fui a Jefatura, y llego a la conclusión de que fue igual.

– Además, así el comisario y Adrianí harán un poco de turismo -añade la señora Murátoglu.

– Depende de lo que llames turismo -responde la señora Kurtidu-. En los viejos tiempos, en estos arrabales vivían los titzanides y las tsarsafludas.

– Perdone, pero ¿podría poner algún subtítulo? -pregunta Adrianí, acostumbrada a las series extranjeras que ve en la tele.

– Los titzanides pertenecen a una herejía, aunque nosotros llamábamos así a todos los fanáticos religiosos -explica la señora Murátoglu-. Las tsarsafludas eran las mujeres que llevaban tsarsafi, es decir, un pañuelo negro en la cabeza. Pero no tome estos nombres al pie de la letra. Los griegos de aquí llamaban titzanides y tsarsafludas a los pobres de la ciudad. A los pobres que no encajaban en ninguna de estas categorías los llamaban katsívelos.

De repente, la calle se despeja como por arte de magia. La señora Kurtidu pisa el acelerador y el Mercedes se lanza imparable hacia delante.

Capítulo 16

Me encuentro en un saloncito anodino e impersonal. Frente a mí están sentados dos viejecitos vestidos como gemelos o como internos de un orfanato de los de antes: la misma camisa blanca a rayas azules, el mismo pantalón gris claro con tirantes, pantuflas del mismo color. Sólo se les distingue por las caras. Jarálambos, o, mejor dicho, el señor Jarálambos Sefertzidis, ha perdido todos sus dientes y da la impresión de sentirse aliviado por ello.

– Sólo como sopas y yogures y, de vez en cuando, algún puré -me explica el señor Sefertzidis-. En invierno, me trituran las frutas con la batidora. En verano, algo consigo chupando sandía y, sobre todo, higos.

– Porque eres tozudo y no quieres ponerte dientes -interviene Sotiris (o, mejor dicho, el señor Sotiris Kerémoglu), cuya dentadura, aunque postiza, está entera y él sonríe de oreja a oreja para demostrarlo. Lleva gafas con montura negra de hueso, que le cubren media cara y le dan un aire a Onassis.

– Lambis [17], aquí donde lo ve, es el cabezota más grande del mundo. Un testarudo, como decís en Grecia. Si le dices «blanco», él contesta «negro». Si le dices «negro», él contesta «blanco», es así de tozudo. Dios me ha castigado con esta cruz en mi vejez.

El desdentado se ríe por lo bajo y con malicia mientras repite «si en el fondo te gusta» varias veces, hasta que se cansa y lo deja. Me gustaría que dejaran sus pullas por un rato para poder obtener algunas respuestas sensatas, pero me temo que mis esfuerzos sean en vano. Ya les he preguntado dos veces si conocen a María Jambu, pero ellos se me van por las ramas. Preferiría estar recorriendo la ciudad en el Mercedes de la señora Kurtidu. Sin embargo, no puedo reprimir mi conciencia profesional y les formulo la pregunta por última vez.

– ¿Uno de ustedes o algún otro interno del geriátrico conoce a una tal María Jambu? Era de Estambul y, antes de partir para Grecia, pasó una temporada aquí. Durante los últimos años estuvo viviendo con su hermano en Drama. Debe de tener la edad de ustedes, quizás un poco mayor.

– Ahora sí que te has pasado -dice Kerémoglu con sus gafas tipo Onassis-. No hay nadie mayor que nosotros. Somos las antiguallas del lugar.

– De acuerdo, retiro lo dicho -respondo haciendo acopio de paciencia-. ¿Conocían a María Jambu?

– Jámbena. Nosotros la llamamos Jámbena -farfulla el desdentado Sefertzidis.

– ¿La conocen?

– Cómo no. Estuvo aquí anteayer -declara Kerémoglu.

– ¿Dónde? ¿En el geriátrico?

– Sí, vino a ver a su cuñada, Safó.

– ¿La hermana de su marido?

– Para ser su cuñada, tenía que ser la hermana de su marido, ¿qué, si no? ¿En Grecia lo decís de otra manera? -se extraña Sefertzidis.

Me trago con mucho gusto la idiotez de mi pregunta y la ironía de Sefertzidis, porque delante de mí se abren nuevos horizontes.

– ¿Su cuñada vive aquí?

– Sí, aquí al lado -toma la palabra Kerémoglu-. La mitad vivimos aquí y la otra mitad, al lado. Aunque, poco a poco, todos acabaremos allí.

– ¿Qué hay al lado? ¿Un pabellón nuevo?

– No, las tumbas.

– ¿Ha muerto? -Ya está. Se ha roto el último eslabón que podría conducirme a María Jambu, me digo.

– Hace un año -puntualiza Kerémoglu.

– La pobre desgraciada -apostilla Sefertzidis.

Kerémoglu a punto está de abalanzarse contra él.

– ¿Por qué desgraciada? -se enfurece-. Ninguno de nosotros es desgraciado. Infelices, tal vez sí; abandonados, también; pero desgraciados, nunca. La gente que alcanza nuestra edad no es desgraciada. -Se vuelve hacia mí-: Éste llama desgraciado a todo el mundo. Si mañana gana la lotería el miserable de Usúnoglu, que no habla con nadie y, si le diriges la palabra, te llama de todo, éste diría enseguida «pobre desgraciado». Usúnoglu, un desgraciado. ¿Te das cuenta?

– Murió de disentería -afirma Sefertzidis haciendo caso omiso al otro-. Se deshidrató. Ya verás como yo también me moriré de lo mismo. Porque hago de vientre cinco veces al día.

– Porque no quieres llevar dentadura y sólo tomas sopas y yogures. Los médicos insisten en que debes comer alimentos sólidos, pero tú, a lo tuyo… -De nuevo se dirige a mí-: Siempre hace lo que le da la gana. Poco falta para que se recete sus propias medicinas.

– ¿Cuándo estuvo aquí María Jambu? -pregunto, porque sé que con la decepción que me ha embargado, corro el riesgo de perder el control de la situación.

– El martes, anteayer -dice Sefertzidis-. La verdad es que se disgustó mucho cuando supo que Safó había muerto. «No he llegado a tiempo», decía.

¿A tiempo de qué?, ¿de matarla también a ella? ¿Se le fue antes de poder envenenarla? Algo no encaja. La imagen que me he hecho de la viejecita, aunque sea hipotética, no corresponde a la de una asesina desalmada.

– Safó se hubiera alegrado de verla -dice Kerémoglu-. Siempre hablaba de ella. Aunque parece que no se llevaban bien, según Safó. «A mí no me ha querido nunca nadie, porque no me gustaba fingir», nos decía Safó. «Siempre he soltado la verdad a la cara de todos. También al inútil de mi hermano, que se despertaba, trabajaba y dormía con la botella de dúsiko bajo el brazo, y luego se ensañaba con mi cuñada. "Déjale, loca", le decía yo a María, "o él acabará contigo. Sea con su mala baba o con sus borracheras." Lo único bueno de todo aquello fue que, cuando empezó a pegar a su mujer, dejó de pegarme a mí. A María la cegaba el amor y ni siquiera me dejó entrar en la iglesia cuando enterraron a mi hermano.» Y siempre terminaba diciendo: «No le guardo rencor. El Señor atonta a los que buscan su propia perdición».

– ¿Qué es el dúsiko? -pregunto a Kerémoglu cuando se le agota el aluvión de palabras, porque es la primera vez que oigo hablar de esta bebida.

– El rakí -me explica-. Los turcos lo llaman rakí. Vosotros lo llamáis ouzo y nosotros, dúsiko.

No sé cuándo estaba en lo cierto Safó, si entonces o ahora. ¿La atontó a María el Señor cuando conoció a Anastasis Jambos o ahora, cuando ha decidido vengarse a un paso de la tumba? Al menos he averiguado algo: la cuñada no guardaba rencor a María Jambu, aunque ésta la hubiera tratado pésimamente. Se me ocurre que la frase «no he llegado a tiempo» podría significar que deseaba pedirle perdón.

– ¿Conocían a María Jambu de antes o la vieron por primera vez cuando vino a visitar a Safó?

– Era la primera vez que la veía -asegura Kerémoglu.

– Yo ya la conocía -responde Sefertzidis-. Claro que no la reconocí enseguida, habían pasado muchos años, pero, cuando preguntó por Safó, y antes de decirle que había muerto, le pregunté quién era. Y entonces me dijo su nombre.

– ¿De qué la conocía usted?

– Cuando los sucesos de septiembre, los míos eran vecinos de la familia donde trabajaba ella. Los patrones de María vinieron a esconderse en nuestra casa, porque en nuestro apartamento sólo había griegos y armenios. Entonces la conocí.

– Incluso a mí, que no la conocía, su visita me benefició -interviene Kerémoglu-. Porque traía una tirópita para Safó y nos la repartimos. Hasta el desdentado de Jarálambos comió. Y qué tirópita, estaba deliciosa.

Los miro atentamente para asegurarme de que siguen vivos.

– ¿No les pasó nada después de comer la empanada? -pregunto para cerciorarme.

– ¿Qué nos iba a pasar? -se extraña Sefertzidis-. Acabamos de decírselo, estaba para chuparse los dedos. La comimos en lugar del trigo hervido [18] para que a Safó le fueran perdonados los pecados.

María necesita el perdón de sus pecados mucho más que Safó, aunque ellos no lo saben. A primera vista, no parece que les haya pasado nada, porque estos vejestorios habrían caído redondos. La empanada de queso no contenía veneno, como tampoco lo contenía la empanada de Efterpi Lasaridu. No obstante, decido no arriesgarme y preguntar al médico, para asegurarme de que realmente no hubo víctimas.

– ¿Dónde puedo encontrar al médico? -pregunto.

– A estas horas, sólo en el hospital -me informa Kerémoglu.

– Gracias, me han ayudado mucho. Puede que vuelva si necesito más información.

– Aquí estaremos -afirma Kerémoglu.

– Y no le hemos ofrecido nada al pobre hombre -Sefertzidis cae en la cuenta demasiado tarde.

– Pues haberle invitado. ¿Por qué no le has invitado? -pregunta el otro con cara de pocos amigos.

– Aún no ha llegado mi paga de Sidney y voy un poco justo -explica Sefertzidis. Luego se vuelve hacia mí-: Tengo una hija en Australia. Nunca ha venido a verme pero me manda dinero.

– ¡Serás ingrato! -estalla Kerémoglu-. La pobre Ioanna te estuvo rogando que fueras con ella. Tú te empecinaste en quedarte aquí. Y ahora la calumnias, ¡menudo necio!

Me despido a toda prisa y me dirijo al hospital, con la esperanza de encontrar algún médico que me confirme que los viejos no tuvieron ni el menor síntoma de intoxicación después de comerse la empanada de queso.

En el pasillo me topo con una mujer de mediana edad, una auxiliar.

– ¿No sabrá por casualidad qué médico estuvo de guardia en el geriátrico el martes? -le pregunto.

– Un momento, consultaré a las enfermeras. -Vuelve un minuto después y me dice que fue el doctor Remzí-. Pregunte por él en el hospital.

Cuando me dispongo a salir, me llama Adrianí por el móvil para decirme que la señora Kurtidu les está enseñando el hospital.

– Esperadme, voy para allá.

Ya en el hospital, abordo a la primera enfermera con la que me cruzo en el pasillo.

– Perdone, ¿dónde puedo localizar al doctor Remzí?

– Pregunte en la oficina -responde indicándome una puerta.

En el despacho de los médicos hay cuatro hombres y una mujer, todos con bata blanca. Están charlando.

– Perdonen, ¿el doctor Remzí?

Intercambian unas palabras en turco y luego uno de los médicos me dice en un griego macarrónico:

– Doctor Remzí patología. Planta arriba.

Presiento que encontrar al doctor Remzí se convertirá en una pequeña odisea pero, por suerte, en el pasillo me topo con mi trío.

– ¡Ríete tú del Hospital General de Atenas! -exclama Adrianí, impresionada con la visita-. Vale la pena ver este hospital. Te quedarás boquiabierto.

– Por el momento, me conformo con dar con la sección de patología. ¿Usted podría indicarme dónde está? -pregunto a la señora Kurtidu-. Me han dicho que arriba, pero no sé dónde exactamente. Busco a un médico que se llama Remzí.

– Está en la primera planta. Venga conmigo.

Subimos con la señora Kurtidu a la planta superior. Ella va en busca de una enfermera. Por fin, encontramos al doctor Remzí en una de las salas. Está inclinado sobre una paciente y le habla. Esperamos en la puerta a que termine y luego la señora Kurtidu se le acerca. Le dice algo señalándome y lo conduce hasta donde yo estoy.

– Pregúntele si hubo algún caso de intoxicación el martes por la tarde en el geriátrico -le pido.

El médico me mira extrañado. Luego se encoge de hombros y responde a la señora Kurtidu con un monosílabo, que ella traduce con un «no» a secas.

– ¿Y algún trastorno digestivo?

La respuesta vuelve a ser negativa y yo, aunque no me apetece nada, me veo obligado a explicarme mejor.

– El martes fue al geriátrico una anciana que llevaba una empanada de queso para una tal Safó Jambu. Según me han contado, Safó había fallecido y la mujer repartió la empanada entre los demás internos. Necesito saber si alguno de los que probaron la empanada cayó enfermo.

Espero con paciencia a que la señora Kurtidu traduzca mis palabras. El médico la escucha con atención y luego le responde escuetamente, si bien con una sonrisa.

– Dice que la única enferma a la que vio ese día en el geriátrico fue la mujer que llevaba la empanada.

– ¿Tendría la amabilidad de describirla?

El médico reflexiona un momento y luego me responde a través de la señora Kurtidu:

– Bajita, encorvada, con cabello blanco y ralo, labios carnosos y un poco de bigote… Respiraba con dificultad, sobre todo después de un acceso de tos. Cuando eso pasó, caminaba arrastrando los pies.

No creo que pueda decirme nada más y le doy las gracias. Perdido en mis cavilaciones, regreso como un autómata con la señora Kurtidu al punto donde nos esperan Adrianí y la señora Murátoglu.

No tengo prisa en ordenar mis pensamientos, porque la charla de las tres mujeres sin duda me va a distraer y perderé el hilo. Opto por dejarlo para más adelante, aunque me gustaría echar un vistazo a la tumba de Safó.

– ¿Podríamos ir al cementerio? -pregunto a la señora Kurtidu-. Quisiera ver la tumba de Safó Jambu.

En su mirada aflora otra vez la extrañeza, pero se muestra discreta y no me pregunta por qué.

– Yo le llevo, no está lejos.

Cuando entramos los cuatro en el cementerio, parece que vayamos a visitar a un familiar difunto. La señora Kurtidu consulta al portero y nos conduce directamente a la tumba de Safó Jambu.

Es una tumba sencilla, con una cruz y la inscripción de su nombre y las fechas de nacimiento y muerte. Sobre la lápida hay un ramo de claveles que todavía no se han marchitado del todo. Una cosa está clara, me digo. María vino para pedirle perdón a su cuñada, porque había sido injusta con ella, y le llevaba una empanada de queso sin veneno. Como no pudo entregársela, llevó flores a su tumba.

– ¿No hay médicos griegos en Baluklís? -pregunto a la señora Kurtidu cuando volvemos al Mercedes.

– Hay un par, pero la mayoría son turcos.

– ¿Por qué? ¿No hay médicos griegos suficientes? ¿O permiten que la mayoría sean turcos para que éstos no se enfaden ni tomen medidas contra el hospital?

Ella estaba a punto de arrancar el motor, pero se detiene y me mira.

– Usted, precisamente, no debería hacer esta pregunta, señor comisario.

– ¿Por qué? -insisto.

– Por culpa de lo de Chipre se fueron los médicos, los ingenieros, todos los científicos. Sólo se quedaron los abogados, porque las fortunas de los griegos de aquí aún les dan de comer. -Intenta reprimir su enfado, casi a punto de estallar-. Ustedes, los de Grecia, miraban a otro lado cuando nos desplumaron. Gritaban que Chipre era griega y nos abandonaron en manos de los turcos. Al final, ustedes se quedaron con la mitad de la isla. Si fuera Chipre entera, podría decir que valió la pena. Pero ¿era justo que nos desheredaran por media isla? «Nosotros somos collateral damage, mamá», dice mi hija, que vive en Canadá y ha olvidado su griego. Pregunté a mi hijo qué significa collateral damage y me dijo: daños colaterales. Qué daños colaterales ni qué niño muerto: ¡un bocadillo, eso es lo que hicieron con nosotros! Una loncha delgada de salami entre los turcos, por un lado, y ustedes, los griegos, por el otro. Entre los dos, nos han emparedado. -Deja de hablar pero no aparta de mí su mirada acerada-. ¿Sabe qué pienso, señor comisario? Si los turcos supieran lo poco que los griegos de aquí les importamos a ustedes, no nos habrían tocado ni un pelo. Porque habrían caído en la cuenta de no merecía la pena quedar mal sólo para llamar a la puerta de unos sordos.

Ha terminado y vuelve a centrar su atención en el coche. Enciende el motor y el Mercedes arranca en medio de un silencio sepulcral.

Capítulo 17

Como mínimo, empieza a perfilarse el plan de María Jambu, sus móviles están cada vez más claros, siguen una lógica. Primero mata a su hermano en Drama. Después viene a esta ciudad, se dirige hacia Makrojori y despacha a su prima, Kallopi Adámoglu. En ambas ocasiones, el móvil y el modus operandi son los mismos. El móvil es la venganza: su hermano la maltrataba, como todos afirman, desde el día en que María fue a vivir con él. La familia Adámoglu la había maltratado y explotado cuando era joven. En ambos casos, utilizó veneno que vertió en sendas empanadas de queso. En cambio, a Efterpi Lasaridu, la prima de Kallopi Adámoglu, y a su cuñada, Safó Jambu, les preparó empanadas sin pesticida. En el caso de Efterpi Lasaridu, hay una explicación. La propia Efterpi Lasaridu me dijo que María la quería y que mantenían relaciones de amistad. En el caso de la cuñada, no obstante, hay tres testigos que aseguran que las relaciones entre María y Safó no eran buenas: Efterpi Lasaridu, que lo sabe de primera mano, y los dos viejecitos, que se lo habían oído decir a Safó. Aun así, María no sólo le llevó una empanada de queso sin veneno sino también flores para su tumba. Ambos gestos significan que reconoció que había sido injusta con Safó en los viejos tiempos, por causa de su marido, y que ahora acudía, después de tantos años, para hacer las paces. Aquel «no he llegado a tiempo» quiere decir, por lo tanto, que no llegó a tiempo para pedirle perdón.

Todo eso apunta a que su intención es saldar cuentas. María empezó en Drama y vino a esta ciudad para completar el trabajo. A los que la habían hecho sufrir les lleva una empanada de queso cargada con pesticida y los manda al otro barrio. En cambio, a los que la trataron bien les lleva una empanada sin veneno hecha con sus propias manos, cosa que, según también afirman todos, no es nada desdeñable, porque sus empanadas de queso son deliciosas. Si, además, el doctor Remzí está en lo cierto y María está tan enferma como él afirma, lo que sucede es que María está arreglando sus asuntos antes de morir.

Aquí, sin embargo, surgen un par de interrogantes que precisan respuestas. Empecemos por el más fácil: primero, hasta qué punto está enferma y, segundo, si ella lo sabía cuando viajó a Turquía. Si lo sabía, significa que en Grecia debió de examinarla un médico, y tenemos que localizarlo para averiguar si está realmente enferma y de qué gravedad. El segundo interrogante es más difícil de contestar. María prepara empanadas de queso a punta pala y va repartiéndolas por ahí. Muy bien, pero ¿dónde las prepara? Se necesita hojaldre e ingredientes especiales, además de un horno donde cocerlas. Lo sé por Adrianí, porque la observo algunas veces cuando las hace, aunque la especialidad de mi mujer es la empanada de puerros. ¿Dónde encontró una mujer como María Jambu un refugio provisto de lo necesario para cocinar empanadas de queso? Claro que podría llevarlas a cocer a la panadería del barrio. Si esta costumbre persiste en Grecia, no veo por qué no puede persistir también aquí. Aun así, ¿dónde ha encontrado una casa provista de los utensilios de cocina necesarios?

Mientras pienso en el paso que he de dar a continuación, suena el móvil y resulta que es Katerina.

– Todo está listo, papá -anuncia-. La boda será dentro de dos semanas a partir del domingo. Hoy mismo encargamos las peladillas.

Se la oye contenta, aunque no sé si se trata de auténtica alegría o del alivio de haberse quitado un peso de encima.

– ¿Has comprado ya el vestido? -pregunto.

– Es lo único que dejo para cuando vuelva mamá. Para librarme de sus quejas -concluye mi hija.

– En cualquier caso, yo no le diré nada.

– ¿Por qué no?

– Porque es capaz de subir al primer avión que salga para Atenas o de comprarte el vestido de novia aquí. En este caso, estás apañada.

Katerina se echa a reír.

– Exageras, como siempre. De acuerdo, la llamaré y le diré que he elegido tres modelos y que la espero para decidir cuál de los tres comprar.

– Siempre encuentras una solución conciliadora. No en vano estudiaste Derecho.

De repente, ella me pregunta como si se le acabara de ocurrir:

– ¿Qué tal vosotros?

– Tu madre, estupendo. Yo, no tanto.

– ¿Por qué?

– Porque estoy liado con un caso que no me deja tiempo para ver la ciudad ni para divertirme.

– No me das pena -contesta ella seriamente-. Tú te lo buscas. Trabajas incluso en vacaciones y luego te quejas. Mamá tiene razón.

Cambio de tema, como siempre que quiero mostrar mi disgusto.

– ¿Está ahí Fanis?

– Sí. ¿Quieres hablar con él?

– Si es posible…

Al cabo de unos segundos oigo la voz de mi yerno.

– ¿Puedes explicarme por qué la gente se mete en ceremoniales complicados como las bodas? -me suelta de buenas a primeras-. Te dejan sin blanca y, además, hecho polvo.

– Ni idea. Han pasado tantos años desde que me casé, que lo he borrado de mi memoria. Yo quería preguntarte otra cosa.

– Te escucho.

Le doy toda la información que tengo de la visita de María Jambu a Baluklís y, para acabar, le digo lo que opina el médico que la vio en el geriátrico.

– ¿Qué le pasa, en tu opinión? -pregunto al final.

– Puede ser cualquier cosa, desde una tos crónica por culpa del tabaco hasta una tuberculosis o un cáncer de pulmón. ¿Dijo algo más el médico del hospital?

– Que quería hacerle una radiografía pero la señora Jambu desapareció. Así que no sabe nada más.

– Tiene razón.

– ¿Y el hecho de arrastrar los pies?

– Puede ser algo degenerativo, pero eso no se debe necesariamente a una enfermedad. Podría ser cosa de la edad avanzada.

Su argumento es lógico, pero no me ayuda en absoluto.

– En otras palabras, me estás diciendo que debemos investigar todos los hospitales del norte de Grecia, por si la trataron en alguno de ellos -concluyo desanimado.

– Yo empezaría por los centros de oncología y luego investigaría el resto. -Calla por un instante y luego añade, indeciso-: Por lo que me describes, corresponde más a un cáncer de pulmón. A eso se refería el médico turco cuando te dijo que estaba muy enferma.

Algo es algo, me digo después de colgar el teléfono. Al menos puedo decirle a Guikas qué debe hacer exactamente. Si le pides cosas vagas e imprecisas, pierde los papeles y empieza a gritar de pura angustia. Lleva tantos años pegado a la silla de su despacho, gastando neuronas en chanchullos e intrigas, que ha olvidado que es policía y se imagina que trabaja de relaciones públicas.

– ¿Alguna novedad? -pregunta Guikas inquieto.

No sé por qué pero, siempre que le telefoneo para informarle, espera que le dé malas noticias.

– Hay una buena noticia, y es que no ha habido nuevas víctimas. Al contrario, a las dos familiares que fue a visitar les llevó empanadas de queso sin veneno.

– ¿Qué conclusión sacas de esto?

– Que vino aquí para saldar cuentas. Mata a unos y se despide de otros. A eso apuntan también las sospechas de un médico que la vio en el geriátrico y al que le dio la impresión de que María Jambu estaba muy enferma. Quiso hacerle una radiografía pero ella puso pies en polvorosa. Y aquí empiezan las malas noticias. Tenemos que investigar todos los centros oncológicos del norte de Grecia por si le hicieron análisis o, incluso, si la sometieron a alguna terapia.

– ¿Por qué sólo los oncológicos?

– Esos para empezar, porque todo apunta a que padece cáncer de pulmón.

Se produce una pequeña pausa y luego Guikas me dice:

– ¿Por qué no hablas directamente con tus ayudantes? Al fin y al cabo, yo tendré que encargárselo a ellos. Para ir a Tesalónica no hace falta coger un atajo por Londres. La línea recta nos ahorra esfuerzos.

No le basta con que le lleven el bocado a la boca, quiere que se lo den masticado, como diría mi pobre madre, que en paz descanse. No obstante, se me ocurre que me entenderé mejor con mis ayudantes, a los que puedo echar una bronca si viene al caso, y me veré libre de los métodos y maneras de Guikas, a quien no puedo insultar ni criticar con mala saña.

– Quiero que empieces por las unidades de oncología -digo a Vlasópulos, que es quien ha contestado al teléfono-. Esto, a la fuerza, limita nuestra investigación en Tesalónica. No creo que los hospitales públicos provinciales cuenten con departamento de oncología, y me parece improbable que María Jambu bajara a Atenas.

Él me promete investigarlo enseguida y yo rezo por que María Jambu acudiera a un médico. De otro modo, quizá nos quedemos sin respuestas, aunque todavía no sé cómo podría afectar eso a nuestra investigación.

Decido poner fin a mi jornada laboral y bajo a recepción, donde está reunido el grupo entero de viajeros para celebrar la cena de despedida. Los encuentro discutiendo, como siempre. La mitad quiere ir al Bósforo, y la otra mitad no quiere alejarse de Pera, porque mañana vuelan a primera hora y han de madrugar.

Los únicos que no participan en el jaleo son Adrianí, la señora Murátoglu y Despotópulos.

– ¿Qué ocurre, mi general? -le pregunto.

– Nos falta un plan estratégico, querido comisario. Por desgracia, me temo que la cena será infame, porque no somos capaces de actuar razonablemente.

– ¿Por qué no se encarga usted de imponer el orden? Usted sabe de planes estratégicos.

– Yo ya estoy retirado, comisario. He perdido mi autoridad y no me obedece ni la perrita de mi mujer. Cuando la saco a pasear, mea donde le da la gana.

– ¿Me permite una sugerencia? ¿Por qué no lo dejamos en manos de la señora Murátoglu? Es la única que conoce bien la ciudad.

– Una idea excelente -dice Despotópulos y se pone en pie de un salto-. ¡Silencio, por favor! Cederemos el mando a la señora Murátoglu. Es la única que conoce bien el terreno.

– ¿Desde cuándo la señora Murátoglu nos hace de sargento? -gruñe el señor Stefanakos lo bastante alto para que le oigan los demás.

La señora Murátoglu, que prefiere no replicar para no echar más leña al fuego, pasa a la acción.

– Propongo que vayamos al pasaje Jristakis. Ahí se reúnen tradicionalmente los bebedores de la ciudad. Ahora, desde luego, se ha vuelto un poco turístico, pero la comida sigue siendo buena. Además, está cerca y podemos ir andando.

Todos están de acuerdo: la mitad, porque querían ir a un lugar cercano, y la otra mitad, porque ya quieren dejar de discutir e ir a cenar.

A diez metros del hotel, Adrianí me agarra del brazo y me lleva a un lado.

– Me ha llamado Katerina. Está todo listo -anuncia encantada-. La boda se celebrará dentro de dos domingos, o sea, que tenemos tiempo de sobra. Ha elegido tres trajes de novia pero esperará que yo vuelva a Atenas para decidir cuál de los tres comprará finalmente.

– Ha hecho bien en no precipitarse -comento muy serio-. En estas cosas es mejor pedir una segunda opinión.

Ella me da una palmadita en el brazo.

– Todo irá bien -me dice en tono tranquilizador, obviamente satisfecha con mi respuesta.

Atravesamos la mitad de Pera y entramos en el pasaje Jristakis. Las tabernas se suceden a ambos lados del pasaje mientras que una comitiva de camareros nos reciben con reverencias y con la intención de atraernos hacia el local que representan.

– Oye, Stelaras, con todas estas cortesías y ceremonias que nos dedican los turcos, cuesta entender por qué nos tuvieron subyugados durante cuatrocientos años -comenta Stefanakos a su hijo y, con auténtica extrañeza, añade-: ¿Tan gilipollas somos los griegos?

Capítulo 18

Anoche celebramos la cena de despedida y esta mañana nos levantamos al alba para despedirnos del grupo. Yo propuse que les deseáramos buen viaje ya por la noche, antes de acostarnos, pero Adrianí cumple el protocolo con una devoción que admiraría hasta la piadosa reina Federica.

– Pero ¿qué dices? ¿Dejaremos que se vayan sin decirles adiós? Es verdad que a veces nos han puesto de los nervios, pero hemos pasado diez días con ellos, no lo olvides.

– Si exceptuamos a la señora Murátoglu, que ya es tu amiga del alma, a los demás es muy probable que no volvamos a verlos en la vida. ¿Qué sentido tiene levantarnos tan temprano?

– ¿Por qué temprano? El vuelo sale a las diez de la mañana.

– Piensa que han de estar en el aeropuerto tres horas antes, para hacer una incursión por las tiendas libres de impuestos.

Adrianí me clava esa mirada suya desdeñosa que sólo utiliza en ocasiones especiales, cuando quiere herir mi orgullo profesional.

– Claro, tú sólo te levantas temprano cuando ha habido un asesinato.

Lo único bueno de despertar al alba es la rosca de pan del desayuno. Aún está calentita y crujiente. No sé, quizás haya sido siempre así, o quizá yo haya cambiado con los años, pero últimamente descubro que disfruto más de las cosas cuando estoy solo que cuando estoy acompañado. Por eso, cuando el estratega jubilado se acerca a mi mesa y se sienta sin haber sido invitado, me pongo de mala uva.

– Ha llegado el momento de la despedida, querido comisario

– anuncia con ese tono suyo formal tan pasado de moda-. Y quisiera decirte que me he alegrado mucho de conocerte.

– Lo mismo digo, mi general.

– Tu compañía ha sido para mí una nota refrescante en un entorno dominado por las mujeres. Claro está, me dirás que hoy en día las mujeres predominan en todos los entornos, con la excepción de algunas profesiones, como las nuestras, que todavía resisten. Aunque sólo es cuestión de tiempo -concluye, fatalista.

– ¿Eso le molesta?

– La mujer y el hombre representan dos polos opuestos, comisario. La mujer mantiene el orden dentro de la casa con disciplina incomparable, pero en cuanto sale del hogar, se convierte en el prototipo de la desorganización, la arbitrariedad y el «todo vale». La experiencia de estos diez días de viaje me lo confirma. El hombre, por el contrario, es organizado y ordenado fuera de casa, pero incapaz de prepararse un café dentro de ella, y muchas veces ni siquiera sabe dónde están sus calzoncillos. -Suspira y menea la cabeza-. Los contrarios siempre se atraen sexualmente, para pasar el resto de sus vidas desgastándose el uno al otro, querido amigo.

Siento la apremiante necesidad de manifestar mi desacuerdo, no sólo por una cuestión de principios, sino esencialmente porque, a pesar de mis peleas con Adrianí, no creo que convivamos para desgastarnos mutuamente. Es cierto que ambos nos tomamos de vez en cuando nuestras pequeñas venganzas, pero la venganza conlleva cierta dosis de placer, mientras que el desgaste resulta aburrido, por no decir otra cosa más malsonante.

– Mi experiencia es un tanto distinta, mi general -contesto con toda la amabilidad de la que soy capaz.

– Me lo imagino. ¿Es por tu trabajo?

– ¿Qué pinta en esto mi trabajo?

– ¿Cuántas horas pasas cada día de servicio, querido amigo?

– Depende. Si tengo una investigación entre manos, puedo volver a casa a medianoche o, incluso, dormir fuera de casa. Y en los días de rutina no vuelvo antes de las seis o las siete de la tarde.

– ¿Lo ves? Lo mismo me pasaba a mí cuando estaba en activo. Llegaba tarde por la noche o me pasaba varios días seguidos fuera, en una misión o de maniobras. Sólo ahora empiezo a saborear las relaciones basadas en el desgaste. -Suspira de nuevo y menea la cabeza-. La jubilación es como un paro con privilegios, querido comisario. Te compensa mucho más que un subsidio de paro, especialmente en mi caso. En cambio, tienes que enfrentarte a las mismas frustraciones, la misma irritación y, en parte, las mismas humillaciones que un parado.

Veo que los demás se levantan de sus mesas y se dirigen a recepción. Me levanto yo también, para aprovechar la oportunidad y poner fin a la conversación.

Despotópulos me tiende la mano.

– Me he alegrado sinceramente de conocerte, querido comisario. Echaré de menos tu compañía -repite. Saca una tarjeta de la cartera y me la ofrece-. Toma mi tarjeta. Ahí están los números de mi teléfono fijo y del móvil. Si tienes problemas con los turcos, llámame y te ayudaré. Te aseguro que pocos los conocen tan bien como yo. Por lo demás, cuando quieras, ya sabes, te invito a un café en Atenas.

Me limito a darle las gracias sin entusiasmo ni comentarios, aunque con una sonrisa imperceptible, y lo sigo hasta la recepción. Cuando llegamos, Despotópulos oye a su mujer decir lo alegre que está porque muy pronto volverá a ver a Bichita, su perrita.

– Tantos días en el hotel canino…, ¡estará agobiada, mi cariñín!

Despotópulos me mira de soslayo y menea la cabeza ante el destino que le espera.

– ¿Qué te he dicho? -susurra.

Stefanakos es el primero en acercárseme.

– Que sea leve, comisario. Para ser policía, te enrollas muy bien -añade, esperando que le agradezca el cumplido, pero yo me limito a darle un apretón de manos.

Le sigue su hijo, que me suelta un «adiós» indiferente y deposita su mano fláccida en la mía, esperando que se la estreche yo para ahorrarle el esfuerzo. Menos mal que enseguida se acerca la señora Murátoglu y me da un abrazo.

– Permítame que le dé un beso -dice y me estampa un beso en la mejilla-. Les envidio -añade-. Con mucho gusto me quedaría a pasar unos días más con ustedes. Pero tal como han venido las cosas…

– Gajes del oficio.

Adrianí se acerca y ambas mujeres se funden en un fuerte abrazo.

– Le pediré que te llame por teléfono -dice Adrianí en voz baja.

– Ya la llamaré yo, no me cuesta nada.

– No, no. Yo me ocupo.

De los retazos de su conversación deduzco que Adrianí ha cargado a la señora Murátoglu con algo para Katerina y, como de costumbre, lo ha hecho a mis espaldas. A punto estoy de intervenir cuando me detienen los dos azotes principales de todo ciudadano griego: la Seguridad Social y Hacienda, es decir, Petrópulos y su mujer. Él me saluda desde lejos mientras que la señora Petropulu me manda besitos. El estratega espera a que su mujer suba al autocar y se siente junto a la señora Stefanaku, y luego sube él y se sienta solo, tres filas más atrás. Entretanto, la señora Murátoglu ha subido al autocar y Adrianí se ha acercado a su ventanilla y le habla por señas, de manera que aplazo mi intervención hasta que el autocar haya partido.

Decido volver al comedor para disfrutar de un segundo café con rosca de pan y queso. En el momento en que me siento a la mesa suena mi móvil. Veo en la pantalla el número de Murat y me enfado conmigo mismo por haberme olvidado de informarle de mis pesquisas en el geriátrico y en el hospital de Baluklís.

– I was going to call yon -digo, tratando de escabullirme con el típico «ahora iba a llamarte». Antes de darle tiempo a que empiece a quejarse, le bombardeo con la información que he reunido: los dos viejos, la muerte de la cuñada, la empanada de queso y el doctor Remzí-. El médico está prácticamente convencido de que María Jambu está gravemente enferma. -Sigue un silencio de varios segundos-. Are you there? -pregunto, pues da la impresión de que se ha cortado la comunicación.

– Yes -responde Murat-. No sé si María Jambu está muy enferma, pero antes de morir ella, mueren otros.

Pese a que enseguida comprendo a qué se refiere, pregunto, a pesar de todo:

– ¿Qué quieres decir?

– Creo que tenemos una nueva víctima. Y esta vez es un turco.

– ¿Lo crees? -pregunto con cierta esperanza-. ¿No estás seguro?

– Acaban de avisarme. Pero la descripción que me han dado los agentes del coche patrulla no me gusta en absoluto.

– ¿Por qué?

– Lo han encontrado muerto en la taza del retrete. Había vomitado en el suelo. Olía tan mal que uno de los agentes no ha podido contenerse y ha vomitado también.

– ¿Por eso te han avisado?

– Sí. Di instrucciones de que me llamasen a la menor sospecha de envenenamiento.

– De acuerdo, pero ¿por qué mataría a un turco? Hasta ahora ha matado a su hermano y a su prima, ambos parientes cercanos. No creo que tuviera ningún pariente turco.

– Es cierto, pero aquí hay algo que no me gusta. There is something that I don't like. -Titubea un momento y luego me pregunta-: ¿Vienes a echar un vistazo?

– Voy.

– Pasaré a recogerte en un coche patrulla.

Empiezo a comer mi segunda rosca de pan sin preocuparme demasiado. ¿Qué tiene que ver María Jambu con los turcos? De momento, nada indica que hubiera trabajado en hogares turcos. Además, quizás el hombre se intoxicara con la comida, o quizá lo matara otra persona. En estos casos, se corre el riesgo de endosarle al asesino incluso crímenes que no ha cometido, por aquello de «ahora que tenemos al cura, enterremos a unos cuantos». En cualquier caso, me alegro de que Murat me llamara por teléfono antes de ir a ver a la víctima. Podría significar que confía un poco más en mí y que nuestra relación ha dado un paso hacia la colaboración. También podría significar otra cosa: que empieza a asustarle el giro que están dando los acontecimientos. Esta segunda posibilidad también me satisface: cuando empiezas a asustarte, siempre buscas a alguien que te ayude. Lo único desagradable será la cara que pondrá Adrianí cuando sepa que la dejaré sola ya el primer día.

Mi mujer entra en el comedor en el momento en que me termino la rosca de pan y paso al café.

– Ah, ¿estás aquí? ¡Y yo buscándote en la habitación!

– Me acaba de llamar el policía turco. Parece que ha habido una nueva víctima y tengo que ir -le digo con recelo y me apresuro a adelantarme a su reacción-: Perdona que me vaya el primer día que nos quedamos solos. Procuraré volver lo antes que pueda.

Para mi gran sorpresa, me contesta tan fresca:

– No te preocupes, he quedado con la señora Kurtidu. Pasará a recogerme.

Lástima que no esté aquí el estratega, sin duda tendría que retirar sus teorías sobre la desorganización de las mujeres fuera de casa, pienso. Adrianí es una fanática del dicho «los precavidos cocinan antes de tener hambre». Esto tiene consecuencias estupendas en la cocina, pero resulta irritante cuando descubres que el otro siempre va un paso por delante.

– Lástima, me perderé un bonito recorrido turístico -respondo cabizbajo.

– Qué va, seguramente iremos de compras.

– ¿Por qué tanta prisa? No es el último día.

– No son compras para mí, sino para Katerina. Es una gran oportunidad de comprarle algunas cosas a buen precio. En Atenas todo es carísimo.

– Y las cosas que le entregaste a la señora Murátoglu, ¿eso no eran compras?

– Eran unas toallas de baño -contesta, sin extrañarse de que lo hubiera adivinado.

– ¿Cargaste a la señora Murátoglu con toallas de baño?

– ¿Pero tú sabes de qué estamos hablando? De toallas de Prusa. Tanto la señora Murátoglu como la señora Kurtidu me dijeron que son las mejores, y tienen razón. Las tocas y es como acariciar terciopelo.

– De acuerdo, pero ¿tenías que cargárselas a la señora Murátoglu?

– Ella misma se ofreció a llevarlas. Dijo que era una oportunidad de conocer a Katerina y me convenció.

– Espero que no compres aquí el vestido de novia -le digo, medio en serio, medio en broma.

Adrianí me mira como si hubiera soltado un desatino y se santigua.

– Pero ¿de qué hablas? ¿Olvidas que lo compraré con Katerina cuando volvamos a Atenas?

La confirmación me tranquiliza y me termino el café en paz antes de dirigirme a recepción para esperar a Murat y el coche patrulla.

Capítulo 19

El coche atraviesa una zona que me es conocida: la avenida que conduce a Kurtulús y San Demetrio, allí donde me reuní con la señora Iliadi. A las ocho y media de la mañana, el tráfico más denso baja, es decir, se dirige a Taksim. En nuestra dirección, la circulación está por debajo de los niveles de Atenas.

Para ser sincero, voy al escenario del crimen por deber profesional y no porque crea que encontraremos algo que pueda imputarse a María Jambu. Si la víctima fuera un griego, no me cabría la menor duda de que ella lo ha asesinado. Dado que la víctima es un turco, el asesinato -si es que se trata de un asesinato- apunta en otra dirección. Lo más probable, tratándose de un octogenario viudo y desgraciado, es que sufriera una intoxicación alimentaría o que lo despachara algún familiar para quedarse con su casa, su negocio o su dinero.

Llegamos a la altura del desvío a Kurtulúş, pero pasamos de largo y nos adentramos en otro barrio, de mayor nivel social y económico. Los bloques de pisos son más nuevos que los de Taksim, construcciones de más calidad, y las tiendas están decoradas con gusto y venden productos más caros.

– Where are we? -pregunto a Murat.

– This is Osmanbey -responde, y siente la obligación de explicarme-: Este barrio es más nuevo que Pera y Taksim. Solía ser más caro, ahora se ha degradado un poco. Nosotros nos dirigimos a otro barrio, construido en el mismo periodo pero en el que vive la burguesía acomodada.

– ¿Cómo se llama?

– Nişántaşi.

– Es decir, que la víctima, si fue asesinada, debía de ser un hombre rico.

– Tenía una gran tienda de ropa para señora y caballero en Pera. Luego abrió otra en Ankara y una tercera en Esmirna. Ahora pertenecen a sus hijos. Cada vez que uno de sus hijos terminaba el colegio, el padre le abría una tienda, cada una en una ciudad distinta.

– ¿Por qué?

Murat se encoge de hombros con indiferencia.

– Para que no vivan todos en la misma ciudad y se peleen. Los hijos con el padre, las esposas con el suegro y todos entre sí… Es razonable. Dispersas a la familia en tres ciudades distintas y se acabaron los problemas.

Doscientos metros más adelante, la avenida se divide en dos y el coche patrulla toma por la derecha. Un poco más abajo, tuerce a la derecha de nuevo. Las casas mejoran a ojos vistas. Me encuentro en una zona habitada sin duda por una clase media próspera.

Murat estaciona delante de un bloque de pisos con una amplia entrada y espejos en el vestíbulo. Delante de nosotros hay aparcado otro coche patrulla, además de una furgoneta de la Brigada Científica y de una ambulancia. Un agente monta guardia en la puerta. Los demás están repantigados en los coches, ya que no ha acudido ningún curioso que les obligue a bajar para alejarlo de la zona.

Los ocupantes del coche patrulla saltan a la calle en cuanto ven a Murat. Yo espero discretamente, junto a la puerta del copiloto, a que termine de hablar con ellos y me informe. Uno de los agentes le señala a Murat la tercera planta. Él me indica desde lejos que le siga. Subimos por las escaleras, porque el edificio no tiene ascensor.

– Está en el tercero -me confirma Murat-. Di orden de que no lo trasladaran para poder echarle un vistazo.

El olor ya nos alcanza en la primera planta. En la segunda se abre bruscamente la puerta de uno de los tres pisos y una cincuentona, impecablemente vestida y maquillada, empieza a despotricar contra Murat, mientras éste intenta conservar la calma y los buenos modales. De su boca sale miel; de sus ojos, maldiciones.

– ¿Qué te decía esa mujer? -pregunto cuando reanudamos el ascenso hacia el tercer piso.

– Me ha preguntado cuándo pensábamos retirar el cadáver, porque los nuestros han abierto las ventanas del patio de luces y ellos no pueden aguantar en casa de la peste. -Añade-: Fue el hedor lo que les puso en alerta.

Cuando llegamos a la tercera planta me cubro la nariz con el pañuelo, en un intento de minimizar el olor a putrefacto que me quema las fosas nasales. La puerta se abre a la primera llamada de Murat. En el umbral aparece un tipo con bata verde que nos entrega un par de mascarillas de cirujano. En cuanto pongo el pie en el piso, se me ocurre que, además de la mascarilla, necesito con urgencia colonia. Enseguida compruebo que, a pesar de que todas las ventanas del piso están abiertas, el hedor es tan intenso que me escuecen los ojos y me entran ganas de vomitar.

El tipo del Departamento Forense, el de la bata verde, nos conduce al cuarto de baño. Un hombre mayor, entre los setenta y los ochenta, está sentado en la taza del retrete con los pantalones bajados. Su cuerpo está vencido a un costado y apoya la cabeza en los azulejos de la pared. Su camisa a cuadros está cubierta de vómitos, que forman una especie de reguero y llegan al suelo. Sus ojos, abiertos como platos, miran hacia el pasillo y el único signo de vida que ha quedado es una expresión de dolor infinito. Este hombre sufrió muchísimo antes de morir, pienso, y salgo del baño porque me resulta imposible aguantar la pestilencia. Decido echar un vistazo al resto del piso, básicamente para engañarme a mí mismo diciéndome que estoy en acto de servicio y no perdiendo el tiempo.

A primera vista, el piso es amplio y se divide en dos partes comunicadas por un pasillo. En la parte delantera, un espacioso salón y, al lado, un comedor. En la parte trasera, tres dormitorios. Uno de ellos era el de la víctima. El segundo, a todas luces no utilizado, contiene una cama de matrimonio y parece un cuarto de invitados. El tercero debía de servir de cuarto trastero, porque está lleno de muebles viejos, ropa todavía envuelta en las fundas de plástico de la tintorería y cajas de cartón llenas de documentos y papelajos.

Me llama la atención el contraste entre el salón y el comedor. El salón está decorado con muebles modernos: sillones de estructura metálica, un sofá que podría encontrarse perfectamente en el despacho de algún alto ejecutivo, y mesitas de cristal. Las plantas de interior empiezan a encorvarse porque, evidentemente, hace días que nadie se ha tomado la molestia de regarlas.

El comedor, en cambio, es de la década de los cincuenta, con mesa y sillas de nogal y patas de madera tallada en forma de cabeza de león. Contra la pared hay un aparador de tres piezas, primo hermano del aparador que tenía en su comedor mi madrina solterona, hija de un importante abogado. En el salón, los cristales de la ventana brillan a la luz del sol. En el comedor, los muebles brillan de tanto encerarlos. Por lo demás, se diría que pasar del salón al comedor es como pasar de Occidente a Oriente. Sólo puedo suponer que la víctima se quedó con el comedor de sus padres como recuerdo.

Dejo las estancias de delante y me dirijo a la cocina. Se me han adelantado los agentes de la Brigada Científica, que ya están registrando los armarios y los cajones. Un hombre de unos treinta y cinco años, de estatura mediana, cuerpo esbelto y gran bigote, registra la nevera. Me acerco y echo un vistazo. En el cajón de las verduras hay tomates, pimientos, pepinos y naranjas. En el estante de encima del cajón hay manzanas y peras, otras dos bolsas con fruta y algunos yogures. En el estante superior veo un envoltorio de aluminio medio abierto y, en su interior, la mitad de una empanada de queso. Aquí se esfuma toda mi esperanza de que la víctima hubiera sufrido una intoxicación. El tipo de la Científica me ve la cara y se encoge de hombros en señal de impotencia.

Murat entra en la cocina y mira también en el interior de la nevera.

– No hace falta esperar el informe forense -me dice-. I don't think that we have to wait for the post mortem.

– ¿Cómo se llamaba? -pregunto por pura curiosidad, ya que no me toca a mí abrirle ningún expediente.

– Kemal… -y, de apellido, algo terminado en «oglu».

– ¿Alguien vio entrar a la vieja?

– No.

– ¿El edificio tiene portero?

– Sí, pero se ausenta a menudo porque hace recados para los vecinos.

Es muy posible que María Jambu se apostara delante del bloque esperando que saliera el portero para escurrirse en el interior.

– ¿La víctima vivía sola?

– Sí. Cuidaba de él una azerbaiyana que tenía unos días de permiso para ir a visitar a su familia.

– Entonces, ¿quién le abrió la puerta?

Murat se encoge de hombros.

– La víctima, supongo.

Yo tampoco encuentro una explicación mejor, aunque tengo mis dudas. Por muy ciega que sea la suerte, hasta la ceguera tiene sus límites. ¿Cómo sabía María Jambu dónde vivía ese tal Kemal y cómo encontró la casa después de tantos años? ¿No tuvo que llamar a otras puertas, no preguntó, nadie la vio? Y la cuestión más importante: ¿por qué ha matado a un turco? ¿Sería un pariente? No puedo descartarlo por completo, pero me parece poco verosímil. Todo esto aumenta mi sensación de estar persiguiendo a un fantasma: no sabemos dónde vive ni cuándo ni dónde hará su aparición.

– ¿Habéis avisado a la familia? -pregunto a Murat.

– Todavía no. Hemos preferido terminar aquí antes de avisarles, para evitar los llantos, los gritos y el jaleo.

Nosotros habríamos hecho lo mismo. Siempre es mejor visitar a los parientes en su casa o, en última instancia, convocarles en la comisaría. De todas formas, al final no les queda más remedio que ir al depósito para identificar el cadáver.

– ¿Habéis averiguado qué clase de persona era? ¿Tenía amigos, enemigos?

– De las primeras investigaciones realizadas por la comisaría de la zona se deduce que era un hombre apacible, caía simpático a los mayores y los niños le adoraban. Le llamaban «abuelo», porque jugaba con ellos y les daba chocolatinas y caramelos. Todos los vecinos coinciden en eso.

Mientras yo me pregunto por qué demonios María Jambu asesinó a un pacífico viejecito, suena el móvil de Murat. Él escucha sin decir nada, me mira y asiente con la cabeza.

– Ya sabemos cómo llegó la empanada de queso. María Jambu no la trajo aquí. La llevó a la tienda de la víctima.

– Y Kemal se la llevó a casa para tener la cena asegurada un par de días.

– Exacto.

Tal vez sea exacto, pero seguimos sin respuesta a la pregunta: ¿por qué ha matado a un turco? No obstante, no cabe duda de que debía de conocerlo bien para llevarle una empanada de queso a la tienda.

– Hazme un favor, pero ocúpate tú personalmente. Pregunta con discreción a los vecinos si ese Kemal se relacionaba con griegos.

Murat me capta enseguida.

– Te extraña que la víctima fuera un turco.

– Lo has adivinado. Yo te espero abajo -le digo-. No puedo soportar más esta peste.

Bajo los escalones de dos en dos para alejarme cuanto antes del foco de infección mientras Murat empieza a llamar a los timbres.

En la calle, los dos policías del coche patrulla fuman en la acera mientras charlan en voz baja. Me saludan con un movimiento de cabeza. Uno de ellos me abre la puerta trasera del coche para que pueda sentarme, pero le indico con un gesto que prefiero caminar.

Empiezo a pasear a lo largo de la acera. Aquí las tiendas son más elegantes que en Pera. Cuento dos tiendas de telefonía móvil, dos de ropa -una de prendas masculinas y la otra de prendas femeninas- y un establecimiento que vende televisores, cámaras fotográficas y ordenadores. Las tiendas de telefonía móvil y aparatos electrónicos son clavadas a las nuestras. Las de ropa recuerdan a nuestra céntrica calle Ermú en los años setenta, antes de que le hicieran sombra los centros comerciales de la periferia. Los transeúntes, en cambio, me interesan más. Visten todos ropa cara y algunas mujeres complementan su atuendo a la última moda con un perrito, como la grieguísima esposa de nuestro estratega jubilado. Escasean los pañuelos en la cabeza y, en general, la zona nada tiene que ver con la avenida que recorremos cuando cruzamos el puente de Atatürk hacia Taksim, esa que nunca recuerdo su nombre.

Veo que Murat sale del edificio y regreso a mi punto de partida. De su expresión deduzco que no ha conseguido nada y él me lo confirma.

– Nadie sabe si Erdémoglu se relacionaba con griegos. Raras veces recibía visitas. Cuando las familias de sus hijos venían a la ciudad, se alojaban en su casa.

No tengo nada que comentar, no esperaba oír otra cosa. La idea de que la víctima tuviera parientes griegos y éstos fueran, a su vez, parientes de María Jambu es tan inverosímil que sólo se podría sostener como explicación desesperada.

Subimos de nuevo al coche patrulla.

– Vamos a la tienda -me dice Murat-, a ver si los empleados pueden darnos alguna información útil.

– ¿Qué vas a hacer con la familia? -pregunto.

– Se hará cargo uno de mis ayudantes, se le dan bien estas cosas. Tiene una cara que siempre da la impresión de haber llorado. Muy apropiada para dar el pésame a los familiares.

Capítulo 20

Dejamos atrás los barrios altos y regresamos a territorios geográficos y sociales que me son más familiares. Al llegar a la plaza Taksim, espero que Murat tuerza a la derecha, pero él la cruza sin inmutarse y enfila la calle Pera.

– Oye, ¿no es una calle peatonal? -pregunto, confuso.

Murat no puede evitar reírse.

– Es peatonal para todos menos para los coches de la policía.

– Y para el tranvía.

Él sigue riéndose, casi feliz.

– Cada vez que mi padre viene de vacaciones a Estambul, sube al tranvía y se planta en la parte delantera, junto al conductor.

– ¿Él es de aquí?

– Claro que no -responde sorprendido.

Me preocupa que mi pregunta le haya ofendido, pero él se apresura a explicarse.

– La gente que ha nacido y ha crecido en Estambul no emigra fácilmente. Mi familia procede de un pueblo de Sivas, en el este, y ha pasado por una doble emigración. Mi abuelo tenía cinco hijos y no salía adelante, así que trajo a su familia a Estambul. Entonces, en los pueblos, se decía que el suelo y las piedras de Estambul eran de oro, y mi abuelo lo creyó. Mi padre todavía era pequeño y le encantaba subir al tranvía y quedarse junto al conductor. Mi abuelo primero y mi padre después comprendieron que las calles de Estambul eran de losas y asfalto, como las de cualquier otra ciudad. Total que mi padre acabó siendo obrero en Alemania. Ahora está jubilado y vive en Bochum, pero, cada vez que viene a vernos, sube al tranvía. -Estaciona el coche enfrente de la iglesia católica-. Hemos llegado.

La tienda de Kemal Erdémoglu es grande y ocupa dos plantas, aunque basta echar una ojeada al escaparate para ver que dista mucho de las tiendas de lujo del barrio en que vivía. No hay un único aparador, sino que está dividido en tres: uno a la derecha, otro central y otro a la izquierda. En los dos aparadores de los extremos se expone moda femenina, mientras que en el central, masculina.

Murat se adelanta y yo le sigo. La dependienta apostada junto a la puerta me confunde con un turista y enseguida se me acerca con un «Yes, please?». Murat le dice algo con una cara de madero muy seria y ella se aleja de mí con una mirada que oscila entre el respeto y el temor. De ello deduzco que debe de haberme presentado como policía y me parece apropiado pegarme a su lado. El único dependiente varón engancha con celo una nota manuscrita a la entrada del establecimiento y luego cierra con llave desde dentro. Imagino que la nota dice: CERRADO POR DEFUNCIÓN.

Murat elige la primera planta, seguramente para estar más tranquilo, y decide interrogar primero a las mujeres. Más de lo mismo, me digo. Empieza por las mujeres, en parte, porque son más sinceras y, en parte, porque soportan menos la presión. De sus gestos deduzco que ninguna de las empleadas alega ignorancia. Todas tienen algo que decir y en muchas ocasiones se interrumpen mutuamente para corregir o añadir algún dato.

En menos de diez minutos llego a la conclusión de que no tiene ningún sentido observar las expresiones y los gestos de los testigos y me centro, como se dice ahora, en la mercancía. Se me ocurre que podría comprarle algo a Katerina, pero descubro con gran sorpresa que no tengo ni puñetera idea de lo que le gusta. Siempre que hemos tenido que comprarle algo se ha encargado Adrianí, que no consideró importante pedirme mi opinión. Decido dejarlo correr, porque me arriesgo a comprarle algo que acabará enterrado en lo más profundo de su armario.

Murat ha terminado de interrogar al personal y pasa por mi lado con un «Let'sgo». Bajo las escaleras detrás de él y espero a que el dependiente abra la puerta, para que podamos salir a la calle.

– La vieja vino hace cinco días por la tarde. La descripción encaja con la que te dio el médico de Baluklís. Extenuada, arrastraba un poco los pies y tenía accesos de tos. Preguntó si el señor Erdémoglu estaba en la tienda. El señor Erdémoglu había salido un momento y ella dijo que lo esperaría. Llevaba una bolsa de plástico en las manos.

– La empanada de queso.

– Evidentemente.

– ¿Se fijaron si en la bolsa figuraba algún nombre o una dirección?

Murat me mira desconcertado por un instante.

– No se me había ocurrido. Voy a preguntar.

Vuelve a la tienda y llama al cristal de la puerta. Dice algo a la empleada que le abre. Ella se vuelve y habla con alguien en el interior del comercio. Pasan un par de minutos y Murat regresa junto al coche patrulla.

– Sólo recuerdan que ponía «supermercado» en turco.

– Esto no quiere decir nada. Hoy en día hay supermercados por todas partes.

– Aquí, no. En los barrios más humildes la gente hace sus compras en el… -busca la palabra inglesa, no la encuentra y usa la turca-, en el bakkal.

– En el bakáliko -confirmo yo en griego y nos reímos.

– Compran en el bakkal porque allí todavía les fían. Si María Jambu llevaba la empanada de queso en una bolsa de supermercado, quiere decir que no se aloja en un barrio pobre.

– Salvo que encontrara la bolsa por casualidad.

– Es posible, aunque las mujeres suelen guardar las bolsas de las compras.

– Y al final, ¿se encontró con Kemal, o dejó la empanada y se fue?

– Se encontraron. Cuando Kemal Erdémoglu volvió, ella seguía esperándolo. Al principio no la reconoció. Entonces la mujer mencionó a un tal Lefteris, y Kemal Erdémoglu se acordó, aunque no está claro si de Lefteris o de la propia María Jambu. Del primero, seguramente.

– ¿Se quedó mucho rato?

– Apenas cinco minutos. Tras intercambiar unas palabras de pie, ella le entregó la empanada y se marchó.

– Pero, bueno, cuando al día siguiente Kemal no apareció en la tienda, ¿a los empleados no se les ocurrió llamar a su casa?

– Les había dicho que tenía intención de visitar a su hijo en Ankara y no se preocuparon.

Me estrujo los sesos para recordar si en el curso de la investigación me había topado con algún Lefteris. Rebusco en mi memoria y enseguida concluyo que es la primera vez que oigo este nombre. Por si acaso, pregunto a Murat si le suena.

– Do you remember the name Lefteris from somewhere?

Él niega con la cabeza.

– No, I heard it for the first time.

– Tenemos que averiguar quién es ese Lefteris, y sólo hay una posibilidad.

– ¿Cuál?

– Volver a Baluklís. Tal vez los dos viejos del geriátrico lo conozcan o al menos hayan oído hablar de él. Conocen a casi todos los griegos.

Murat no dice nada; se limita a poner el motor en marcha y a activar la sirena. Tuerce a la derecha por una calleja que desciende y por la que apenas pueden pasar dos coches; baja el cristal de la ventanilla y empieza a gritar a coches y peatones que se aparten. Los coches suben a la acera y los peatones se dispersan alarmados. La calle se despeja y yo descubro entristecido que, en esta ciudad, llevan a la policía en palmitas mientras que en Atenas le echan los perros. Pronto aparece el Cuerno de Oro y me doy cuenta de que volvemos a territorio conocido, cosa que queda confirmada enseguida cuando empezamos a bajar hacia el puente de Atatürk.

– Oye, ¿vayas donde vayas tienes que pasar por este puente? -pregunto.

– Casi -contesta entre risas-. Seguiremos el paseo marítimo del Cuerno hasta la Ronda. El trayecto es un poco más largo, pero así circularemos por los bulevares y evitaremos las callejuelas y los atascos.

Tiene razón, el tráfico en el paseo marítimo es tolerable.

Con la sirena a todo volumen y las luces destellando, lo recorremos en un abrir y cerrar de ojos. Cae una llovizna templada, de esas que envuelven a la ciudad en una especie de bruma transparente.

Aparcamos delante del geriátrico y encontramos la puerta cerrada. Murat me cede la iniciativa. Eso me hace sentir mejor, porque intuyo que por fin hemos hallado el modo de colaborar sin recelar el uno del otro. Llamo a la puerta y me abre un tipo de piel negruzca que no es el portero que había en mi anterior visita.

– ¿Qué desea? -dice en griego pero con acento extranjero.

– Quisiera hablar con los señores Kerémoglu y Sefertzidis. Estuve aquí hace dos días.

– Ahora no hora visita -responde él, ahora ya en un griego macarrónico-. Tú vuelves a la tarde.

– Soy policía de Atenas y necesito hacerles algunas preguntas.

– A la tarde -repite él y a punto está de darme con la puerta en las narices, pero logro meter el pie en la abertura.

– Avisa al encargado -insisto al tiempo que me pregunto si sabrá qué significa «encargado».

– A la tarde, digo. ¿Eres sordo?

De repente, Murat se le planta delante y empieza a bombardearle en turco. Mientras le habla en tono vehemente, una expresión de miedo se va apoderando de las facciones del portero hasta que, al final, pronuncia esa frase que he oído miles de veces desde que puse el pie en Constantinopla: «bir dakika», que mi facilidad innata para los idiomas me dicta que corresponde a nuestro «un momento».

– ¿Qué le has dicho? -pregunto a Murat cuando desaparece el portero.

– Le he dicho que le llevaré a comisaría en el coche patrulla y empezaré a investigarle. Y que calcule que pasará un par de días en el calabozo, hasta que termine mis averiguaciones. Y si no están todos sus asuntos en orden, que se prepare para lo peor.

El que aparece a continuación no es el portero sino el secretario que me recibió en mi anterior visita y me condujo hasta los dos ancianos.

– Buenos días, señor comisario -me dice y saluda a Murat en turco.

Le pregunto si puedo volver a hablar con Kerémoglu y Sefertzidis y me responde que probablemente estén en el salón.

– A esta hora suelen jugar al tavli. Vengan, les llevaré.

– ¡No es posible! ¡Dos dobles seguidos no es posible! -La voz cabreada de Kerémoglu llega a nuestros oídos ya antes de entrar en la sala de juegos. Le encontramos de pie, gesticulando fuera de sí-. ¡No juego más! ¡Nunca volveré a jugar contigo! ¡Tú cargas los dados! ¡Eres un ladrón y un tramposo!

– El pan nuestro de cada día -me susurra al oído el secretario.

Kerémoglu se dispone a marcharse, mientras Sefertzidis se ríe hasta con los bigotes y los dientes inexistentes.

– Como sabes que vas a perder y estás cagado de miedo, te largas a medio juego -le dice.

– ¿Puedo interrumpirles un momento? -pregunto.

– A mí no me importa en absoluto -responde Kerémoglu-. A él seguro que sí, por una vez en la vida que iba a ganar… -Y vuelve a sentarse en la silla.

– Bienvenido, comisario -me saluda Sefertzidis sin hacer caso de su amigo irreconciliable-. No te vayas cuando terminemos. Quédate para ver la paliza que le voy a dar.

No me dejo enredar en su juego y voy directo al grano:

– ¿Alguna vez oyeron ustedes a María o a Safó, la cuñada, hablar de un tal Lefteris?

Los viejos se miran.

– ¿Tú has oído hablar de algún Lefteris? -pregunta Kerémoglu a Sefertzidis.

– Del mismo que tú.

– ¿Quién es? -pregunto yo ansioso.

– Lefter Kiutsukandoyadis -anuncia Sefertzidis con énfasis-. El mejor futbolista de la comunidad griega. Se hacía con el balón en una portería, lo bajaba hasta la otra y marcaba gol. Cuando conseguía la pelota, no había quien se la quitara.

– Driblaba como nadie -añade Kerémoglu-. Volvía locos a los del otro equipo. Era de Prínkipos, pero jugaba en el Fenerbahçe. Recuerdo que por aquel entonces también el Beşiktaş tenía un gran jugador, se llamaba Sevket. Cuando veía los regateos de Lefteris, se ponía verde de envidia, porque él no era capaz de hacer lo mismo que hacía el griego.

Murat no entiende lo que dicen los dos viejecitos, pero oye los nombres de Lefteris, de Sevket y de los equipos de fútbol y me mira extrañado. Imito su extrañeza con un gesto de desconcierto y vuelvo a los viejos.

– Escuchen, yo me refiero a otro Lefteris. No al futbolista, sino a alguien que conociera a María Jambu o a su cuñada Safó.

Se miran de nuevo y se encogen de hombros.

– Nunca las oímos hablar de ningún Lefteris, ni a Safó ni a María cuando estuvo aquí.

Ya está todo dicho. Indico a Murat que nos podemos ir.

– ¿Adónde vas, komiser bey? ¿No quieres ver la paliza que le voy a dar a éste? -atrona Sefertzidis a mis espaldas, pero no le hago caso y me dirijo a la salida, con Murat pisándome los talones. Parece que, sin darnos cuenta, hemos desarrollado una pauta de comportamiento: cuando él interroga, es el primero en dirigirse a la salida. Cuando lo hago yo, me sigue de cerca.

– What mas this with Lefteris, Fenerbahçe y Beşiktaş? -se extraña.

– Yo les preguntaba por el Lefteris al que María mencionó y ellos me hablaban del futbolista -le explico.

– En sus tiempos fue una leyenda, lo sé por mi padre.

Sería una leyenda, pero a mí tanto me da. Lo que yo quiero es encontrar la manera de reunir información sobre el otro Lefteris. Mientras María despachaba a los miembros de su familia, su móvil estaba claro. Ahora, con el asesinato del turco, el caso se complica aún más. Tenemos que dar con ese Lefteris a toda costa, a ver si nos ayuda a comprender por qué María mató a Kemal. Por otra parte, es muy posible que el tal Lefteris esté muerto o que no se encuentre aquí sino en Grecia.

– ¿Cuál es el siguiente paso? -pregunta Murat, que, obviamente, piensa en lo mismo.

– Localizar al dichoso Lefteris.

– ¿Crees que será fácil?

– No, pero nos queda una esperanza. Publicar la foto de María Jambu en los periódicos de aquí, y también en los de Grecia. Es la única manera de recabar más información. Puede que así averigüemos dónde vive.

Murat me mira de reojo.

– ¿Seguro que dará resultado?

– ¿Se te ocurre otra cosa mejor? -contesto irritado, porque he notado un retintín de superioridad en su voz.

– Si publicamos la fotografía de una griega que, además, proviene del Mar Negro, y decimos que ya ha matado a dos personas en Estambul y que una de sus víctimas fue un turco, mañana mismo todos los griegos estarán en el punto de mira. Les insultarán, les agredirán y nadie saldrá a defenderles. Hasta a nosotros nos parecerá lógica la indignación de la gente y haremos la vista gorda.

No me esperaba este argumento y, sin querer, suelto una grosería:

– ¿Desde cuándo te preocupa la integridad física de los griegos?

Murat no responde enseguida. Deja el carril por el que iba y aparca en doble fila.

– I am a child of the Turkish minority in Germany -explica-. Soy hijo de la minoría turca en Alemania. Cada vez que un turco mataba, robaba o agredía a alguien, le cargaban las culpas a la comunidad entera, porque los alemanes creen que somos todos iguales. Llegaba a la comisaría por la mañana y lo primero que me decían era: «¿Has visto lo que han hecho los tuyos otra vez?». -Hace una pausa antes de continuar-: Los turcos de Turquía no lo entienden. Creen que viven todavía en los viejos tiempos, cuando las minorías les suponían una carga, y olvidan que ahora también nosotros tenemos nuestras propias minorías en otros países. En Alemania, en Austria, en Inglaterra… Y que compartimos la suerte de todas las demás minorías.

Intento tomarlo a broma.

– Estás exagerando un poco, pero vale. Dejémoslo correr.

Pese a que sólo lo he dicho para tranquilizarle, él se enfada aún más.

– Tú también perteneces a una mayoría y no puedes entender lo que significa formar parte de una minoría -me espeta-. No puedes entender la inseguridad, el miedo que sientes en lo más profundo, el odio que puede estallar con el menor pretexto. Ninguna mayoría ha comprendido jamás a las minorías. Yo comprendo a los griegos mejor que tú.

Esto me sienta como una bofetada.

– A mí no me vengas con ésas -replico furioso-. Sé muy bien cómo llegaron a Grecia los griegos de Constantinopla. -Como estoy cabreado, me olvido de decir «Estambul» y utilizo el «Constantinopla» de los griegos ortodoxos-. En el 22 con el intercambio de poblaciones, en el 55 con los sucesos de septiembre, en el 64 con lo de Chipre. No necesito que me des lecciones.

Murat se da cuenta de que estoy enfadado y que más le vale callar. Pone el coche en marcha lentamente y pasa al carril central.

– Lo siento, he perdido los papeles -dice al cabo de un rato.

– No importa, me hago cargo.

– ¿Me harás el honor de venir a cenar a casa con tu mujer?

La invitación, que me pilla por sorpresa, me desconcierta. No obstante, consigo reaccionar rápido.

– El honor es mío. Iremos con mucho gusto.

Ahora que se ha restablecido la paz entre nosotros, vuelvo al tema de la investigación para relajarnos.

– ¿Qué hacemos? -pregunto-. ¿Cuál será el siguiente paso?

– Me pondré en contacto con la familia de Kemal Erdémoglu. Puede que ellos sepan algo del tal Lefteris. Tú mira si puedes averiguar algo a través de los griegos.

– De acuerdo.

Cuando llegamos al hotel saca su tarjeta y me la tiende.

– Aquí está mi dirección. Vivo en Láleli. El taxista encontrará la casa sin dificultades. Os esperamos mañana para cenar.

Antes de bajar del coche nos estrechamos las manos, aunque no sé muy bien qué significa este gesto: ¿la paz o una simple tregua?

Capítulo 21

De todo hay en la viña del Señor. Mujeres con abrigos largos hasta el tobillo y pañuelos que les cubren la cara hasta las cejas, turistas con pantalones cortos y cara de aleladas, legiones de hombres, unos con corbata, otros con cazadora y aun otros con barba y gorro de lana… Vendedores y tenderos que vienen corriendo y te agarran de la manga. Y mercancías por todas partes: encima de los estantes, apiladas en el suelo, arriba y abajo, dentro de las tiendas y fuera de ellas, dispersas en los escaparates, amontonadas en la calle o colgadas de la pared como si fueran ristras de ajos o animales descuartizados.

Nos encontramos en el Kapalí Carşí, el Gran Bazar, el recinto cerrado que alberga el mercado central de la ciudad, y me siento completamente perdido. Las tiendas son un batiburrillo de todo lo que te puedes imaginar: tres joyerías seguidas y, a su lado, una tienda que vende cerámica y platos decorativos con inscripciones en árabe. En la contigua, venden camisetas, camisas y chilabas en cantidad suficiente como para vestir a todas las fuerzas de la OTAN en Bosnia y Kosovo, seguida por una cristalería que exhibe vasos de agua, vasitos de té, copas de vino y garrafas de toda clase, pero también collares y cuentas de vidrio.

Nos ha traído la señora Kurtidu, porque Adrianí quería comprar algo para Katerina: batas, camisones, pantuflas y calcetines altos de lana, que nuestra hija suele llevar en casa o cuando se pone vaqueros. Cuando le he dicho que todo esto lo encontraría también en Atenas, su reacción ha sido fulminante, tipo GEO o Brigada Antidisturbios:

– ¿A este precio, Kostas? ¿Cuánto hace que no vas de compras? Además, es una oportunidad para comprarle alguna prenda de cuero a Fanis. No estaría bien volver con las manos vacías. Si lo encontramos a un precio razonable, claro -concluye con cara de hacer hincapié en lo obvio.

A mí, sin embargo, el precio razonable me da que pensar, porque, como todo el mundo sabe, lo razonable es subjetivo y lo que es razonable para Adrianí podría ser una locura para mí.

– ¿También venden iconos? -se extraña Adrianí y se detiene delante de una pared cubierta de vírgenes y jesusitos.

– ¿Le sorprende? -pregunta la señora Kurtidu.

– ¡Cómo no me va a sorprender que vendan iconos en un país musulmán! ¿No tienen miedo?

– ¿Miedo de qué?

Adrianí le dirige una mirada significativa.

– Pues… no sé.

La señora Kurtidu se echa a reír.

– ¿Ha estado en la isla de Prínkipos, señora Jaritu?

– Claro, el tercer día del viaje.

– ¿Subieron a San Jorge Kudunás?

– No, por desgracia -responde Adrianí entre dientes-. La mitad de nuestro grupo se puso de morros cuando supieron que tendríamos que subir andando. Nos limitamos a dar la «vuelta pequeña» a la isla.

– Si hubieran subido al monasterio, seguramente habrían visto a musulmanes rezando en la iglesia. Cuando les vi por primera vez me sorprendí y pregunté al sacerdote por qué los musulmanes rezaban en una iglesia ortodoxa. «Buscan la manera de curarse de su pobreza, hija mía», me dijo él; «la fe es como una medicina. Igual que vas de un hospital a otro para curarte de una enfermedad, vas de un templo a otro para rogar a Dios que te libre de la pobreza.» Lo mismo hace este hombre aquí. Con tal de ganar cuatro chavos más, vende vírgenes y hasta vendería budas si se terciara.

Hemos llegado a una encrucijada. Tenemos delante tres callejones.

– Vamos a la izquierda -dice la señora Kurtidu-. Por ahí están las telas y vestidos buenos.

Un vendedor que nos ha oído hablar en griego recibe a

Adrianí con un «señora, señora, buenos días» y trata de camelarla con su griego macarrónico, hasta que la señora Kurtidu lo abronca en turco y él se retira apresuradamente.

– Jamás se muestre interesada en comprar, señora Jaritu -aconseja la señora Kurtidu a Adrianí-. Ha de decir que pasaba por aquí y ha entrado a curiosear. Y ha de fingir que está perdiendo el tiempo con tanta antigualla. Ellos enseguida empezarán a ofrecerle descuentos para hacerle cambiar de opinión, y usted empezará a regatear a partir de un precio ya rebajado.

La calleja es estrecha y empinada. A diferencia de Atenas, donde los coches aparcan a ambos lados de la calle y dejan un carril estrecho al tráfico, aquí aparcan telas, zapatos y narguiles, que apenas dejan margen para que pasemos. Las dos señoras van delante, se detienen en las tiendas, examinan las prendas una a una, regatean y luego dejan a los vendedores plantados y se dirigen al siguiente comercio. En cuanto a mí, tengo la sensación de estar ausente, en parte porque me veo inmerso en un mar de gente y en parte porque las dos señoras no me hacen ni puñetero caso. Quiero convencerme a mí mismo de que lo hago por Katerina, de que yo también deseaba una boda por la Iglesia y que, por tanto, no debo quejarme, pero el aburrimiento y la sensación de inutilidad persisten.

Mi presencia se vuelve más patente y necesaria cuando le toca el turno a la cazadora de cuero de Fanis.

– Los artículos de calidad no están por este lado. Tenemos que salir y volver a entrar por otra puerta -dice la señora Kurtidu y cambia de rumbo.

A decir verdad, no veo la diferencia entre una puerta y otra, tengo la impresión de dar un rodeo y volver a la misma entrada. Las tiendas se me antojan todas iguales, como las callejas de aquí, con sus losas siempre húmedas. Al final, somos víctimas de un abordaje que me convence de que estamos frente a otra entrada: un par de pasos antes del arco que al parecer va a introducirnos en el recinto, de pronto surge de los callejones sin salida adyacentes un ejército de niños que nos rodea y empieza a empujarnos, no hacia el arco sino en dirección a unos escalones de piedra, a la izquierda.

– Come, mister! Nice leather jacket!

– ¡Venir, señor, buen cosa de cuero!

Un tercero debe de hablar en alemán, porque capto las palabras «Herr» y «Komm!». En un visto y no visto, nos arrastran escalones arriba mientras repiten sin cesar: «leather, leather», como si nos jalearan para que alcanzásemos la fuente bendita.

– ¡Malditos crios! -grita la señora Kurtidu y empieza a regañarles en turco, demasiado tarde, según se demuestra, porque ya hemos entrado en un patio interior lleno de tiendas que venden prendas de cuero de toda clase. Miramos a nuestro alrededor y la chiquillería ha desaparecido.

– ¿Dónde se han metido? -se sorprende Adrianí.

– Han ido a buscar más clientes -explica la señora Kurtidu-. Cobran por traernos hasta aquí, del resto se encargan los comerciantes. Su misión es atraernos al interior de las tiendas.

Y, ciertamente, todos los comerciantes han salido a las puertas de sus establecimientos para darnos la bienvenida. La señora Kurtidu y Adrianí inspeccionan el primer escaparate, echan una mirada pasajera y se dirigen a la siguiente tienda, indiferentes a las reverencias de los tenderos, que casi rozan el suelo con la cabeza.

De pie en el centro del patio, intento matar mi aburrimiento y mi nerviosismo, porque la inspección visual de escaparates, el cuero y las compras me dejan indiferente, como también este patio interior, que no forma parte de los monumentos dignos de ver en la ciudad.

Adrianí y la señora Kurtidu deciden, por fin, a cuál de las tiendas otorgarán sus favores y entran para inspeccionar los artículos de cuero, una inspección táctil en esta ocasión. Yo insisto en quedarme en el centro del patio. Se me ocurre dejarlas y dar un paseo, pero temo perderme en los pasajes y callejones, que me parecen todos idénticos. En cualquier caso, la posibilidad de alejarme queda descartada cuando Adrianí me llama para que entre en la tienda.

Me recibe con una cazadora de cuero en las manos y me la tiende.

– Vamos, póntela.

– Déjame, no pienso comprar ninguna cazadora -le digo irritado.

– No es para ti. Es para Fanis, tenéis la misma talla. -Me pruebo la cazadora al tiempo que me doy cuenta del error que he cometido al no escaparme a tiempo.

– Fanis es un poco más corpulento. Necesitará una talla más -dice Adrianí a la señora Kurtidu mientras me quita la cazadora y me hace probar otra.

Pienso que he alcanzado el estatus de parado privilegiado mucho antes que Despotópulos, ya que las dos me están utilizando como maniquí de escaparate y la humillación ha llegado antes que la jubilación. Es la primera vez en todo el viaje que desearía estar en Atenas, donde Adrianí va de compras sola y me deja en paz.

De pronto, en medio de estos pensamientos, mi mente se despeja y sé dónde hay una mínima esperanza de obtener información sobre el tal Lefteris: no de los viejos de Baluklís, sino de Efterpi Lasaridu, la prima de María Jambu. Si María ha hablado con alguien, por fuerza ha sido con Efterpi Lasaridu, porque mantenían una buena relación y confiaba en ella. La humillación y la vergüenza se esfuman y yo me quedo sobre ascuas, pero Adrianí y la señora Kurtidu están en otro mundo y les importa un pito mi estado de ánimo.

– ¿Cuánto vale? -pregunta Adrianí.

La señora Kurtidu traduce la pregunta al comerciante. Escucha la respuesta, suelta un largo e iracundo «Neeeeee?» y dice a Adrianí:

– ¡Vámonos! -Sale melodramáticamente de la tienda y nos obliga a seguirla.

El tendero corre detrás de nosotros, pregunta algo a la señora Kurtidu, ella le responde, él levanta los brazos como si le hubieran dicho algo espantoso y vuelve a la tienda.

– ¿Cuánto pide? -quiere saber Adrianí.

– Doscientos euros -responde la señora Kurtidu.

La extrañeza de Adrianí aumenta.

– No es mucho. En Atenas, una cazadora como ésa no la compras por menos de trescientos euros y sería de peor calidad.

– Olvídese de Atenas, estamos en Estambul. Le he dicho que, si nos la deja por cien, la compramos.

Adrianí la mira estupefacta.

– ¿Sabe?, la cazadora me gusta, no quisiera perder la oportunidad de comprarla -dice un tanto molesta.

– No se preocupe, la conseguirá. Vámonos, verá como viene corriendo.

Cuando alcanzamos los escalones de piedra me vuelvo y veo que el tendero se nos acerca como un bólido. Dice algo a la señora Kurtidu en tono de disculpa, ella responde con un «yok olmaz» categórico y vuelve a hacer amago de marcharse. El comerciante la detiene de nuevo y le ofrece un último precio, acompañado de un gesto que significa «hasta aquí y al diablo con todo».

– Nos la deja por ciento cincuenta euros, pero ustedes no se muestren satisfechos -nos pide.

– ¿Por qué no hemos de mostrarnos satisfechos? ¿Piensa tratar de conseguirla aún más barata? -pregunto.

– No, pero no sería apropiado. Se dará cuenta de que le hemos engañado y se sentirá ofendido.

Ya está, me digo. Todo lo que hemos leído en la prensa en los últimos años sobre el management, la estrategia de mercado, los targets y los groups, ellos lo han tirado a la basura y prefieren la táctica probada del «explótame, que me va la marcha».

– Mi madre me enseñó a regatear -nos explica la señora Kurtidu cuando, por fin, salimos de la tienda con la cazadora de Fanis en una bolsa de plástico-. Siempre que veníamos de compras al Çarşí, ella proponía la mitad del precio que ofrecía el vendedor. Él empezaba a protestar: «Pero ¿qué dice?, es imposible, no cubro ni el precio de coste». «Si no quieres, yo no te obligo», respondía mi madre y se iba. Al final, acordaban un precio intermedio. Al principio yo pasaba vergüenza. «Pero, mamá, hacemos el ridículo», le decía. «Harás el ridículo si lo compras al precio que él te pide. Pensará que eres una tasralú.» Tasralú significa provinciana. Al final, yo también aprendí. Aunque has de tener cuidado, no mostrarles que los tomas por idiotas porque se ofenden. Y ahora voy a enseñaros el Bedesteni, donde está el viejo Çarşí.

A mí se me ha metido en la cabeza la idea de hablar con Efterpi Lasaridu, y el viejo Çarşí me la suda.

– ¿El Fanar queda lejos de aquí? -pregunto a la señora Kurtidu.

– ¿Por qué?

– Porque tengo que hacerle algunas preguntas a una prima de María Jambu.

– Mañana -interviene Adrianí con decisión-. Que espere, nadie te está persiguiendo. Ahora vamos al viejo Çarşí y luego hemos invitado a la señora Kurtidu a comer.

– No es necesario. Si el señor comisario tiene trabajo, lo dejamos para otro día -responde la señora Kurtidu en tono conciliador.

– Pero qué dice. ¡Si ya está decidido! Además, señora Kurtidu, su compañía es muy agradable -concluye Adrianí.

No puedo negar que también a mí me resulta agradable la compañía de la señora Kurtidu, de modo que cierro el pico.

Capítulo 22

Ayer, en cuanto pudimos librarnos de las compras en Kapalí Çarşí, llamé a Murat y le conté mi idea de hablar con Efterpi Lasaridu. Enseguida estuvo de acuerdo, y hasta se ofreció a enviarme a la mañana siguiente un coche patrulla que me llevara a la casa de la mujer.

– Don't worry. Tomaré un taxi -le dije, porque aún estaba bajo los efectos de nuestra reconciliación y no quería molestarle.

– You don't know Fener -respondió con una risa-. Está lleno de callejuelas que parecen idénticas. Te perderás.

Para ser sincero, ahora me felicito por haber aceptado el coche patrulla, porque todavía noto los efectos de la cena de anoche con la señora Kurtidu, que nos llevó a una taberna muy pija especializada en pescado, llamada Efzalía, que se encuentra en el barrio de Arnavutkóy. La comida, por un lado, y, por otro, el rakí, que tuve ocasión de comprobar que casa muy bien con el pescado, me llevaron a cometer desmanes gastronómicos bajo la mirada despreciativa de Adrianí, que picotea de todos los platos pero come como un gorrión.

– Come usted igual que las mujeres de Constantinopla, señora Jaritu -le dijo la señora Kurtidu con admiración en cierto momento.

– ¿Por qué? -se picó Adrianí.

– Porque prueba sin comer mucho. Así lo hacemos nosotros. Cuando tenemos invitados para comer, servimos diez o quince platos y pasamos horas picoteando. Al final de la comida, la mayoría de los platos siguen medio llenos.

– Verá, yo disfruto más así -respondió Adrianí tratando de disimular su satisfacción por el cumplido-. Lo heredé de mi padre, que en paz descanse. Siempre protestaba a gritos cuando mi madre le llenaba el plato.

Parece haber olvidado que su padre gritaba a su madre desde el «buenos días».

– ¿Sabe cómo se reconoce aquí al buen bebedor, señor comisario? Por las horas que es capaz de mantener «con vida» una botella de rakí acompañada de tapas, una tajada de melón, un pepino cortado en cuatro y un trozo de queso fresco. Cuanto más tarda en apurar la botella, mejor bebedor es.

A mí los picoteos y los quince platos que quedan medio llenos no me dicen nada. Yo quiero un plato colme, como hacía mi madre, que me ponía delante un plato a rebosar de alubias, patatas guisadas o espinacas con arroz, y se santiguaba en señal de agradecimiento cuando su vástago se levantaba de la mesa saciado y no hambriento, como le ocurría a ella durante la Ocupación alemana.

Al acabar, cuando pedimos la cuenta, la señora Kurtidu nos anunció que ya había pagado, cosa que provocó enérgicas protestas de Adrianí y mías.

– ¡Esto no puede ser! ¡Si queríamos invitarla nosotros! -exclamó Adrianí-. Ha obrado sin consultarnos, señora Kurtidu.

– Vamos. Yo debería haberles invitado a cenar en casa, pero Zeodosis está en Frankfurt, visitando a nuestro hijo, y no acabo de acostumbrarme a organizar cenas sin él.

Miro por la ventanilla del coche patrulla la neblina que cubre la ciudad. Pasamos por delante de una taberna de pescado alojada en un edificio de tres plantas y, un poco más abajo, dejamos el paseo marítimo del Cuerno de Oro y torcemos a la izquierda. Enseguida queda clarísimo que Murat tenía razón. Nos adentramos en unos callejones donde las casas son todas iguales, viejas, hermosas y a punto de desmoronarse. A veces esta ciudad me recuerda una mansión señorial restaurada por fuera, con exteriores impresionantes e interiores en ruinas. El colega conductor recorre dos callejones tan estrechos como un camino de cabras, desemboca en un tercero, ancho como un paso de carros, deja atrás una mezquita y se detiene un poco más allá.

– Çimen sokak -dice y señala el rótulo de la calle.

El número 5, la casa de Efterpi Lasaridu, está dos puertas más adelante. Es una construcción de dos plantas, de color pistacho intenso y con macetas en las ventanas de la primera planta. Aunque Efterpi Lasaridu se sorprende al verme, no olvida mostrarse cortés, algo característico de esta ciudad.

– Bienvenido, señor comisario.

– ¿Podría hablar con usted?

– Desde luego. -Y añade con cierta amargura-: A mi edad y en el lugar donde vivo, cualquier visita hace compañía.

Me hace pasar a un recibidor con paredes de piedra, con una puerta a la izquierda y otra, más pequeña, a la derecha. Abre la puerta de la izquierda y entramos en un saloncito que parece de otra época; la anciana debe de haberla heredado de su abuela. Bajo la ventana hay un diván cubierto con una gruesa colcha de punto. En el centro hay una mesa redonda de madera y, a su alrededor, cuatro sillas de madera pintadas de negro, con asientos de mimbre. Junto a sendas paredes, dos sillones de respaldo de madera y con los apoyabrazos cubiertos con bordados.

– ¿Me aceptará un café?

– Con mucho gusto.

Me siento en el diván para esperar el café mientras miro por la ventana el coche patrulla, que arranca lentamente y tuerce a la derecha. Esta calle se halla en el escalafón más bajo del deterioro. La casa de enfrente, también de dos plantas, es más grande que la de Efterpi Lasaridu; tiene cuatro ventanas por piso y un balcón, como casi todas las viejas casas de madera, pero da la sensación de que, si alguien camina por el primer piso, el edificio se vendrá abajo como bajo los efectos de un terremoto de siete grados en la escala de Richter. Y, sin embargo, parece estar habitada, porque han tendido una colada en el balcón de la primera planta. Abajo, sentada en los escalones de la entrada, una mujer gorda con un pañuelo en la cabeza limpia judías verdes, mientras tres chiquillos chapotean en las aguas embarradas.

– Todo Fanar era así en los viejos tiempos -oigo que dice Efterpi Lasaridu y me vuelvo-. Como la casa de los Mijailidis, ahí enfrente. Ahora sólo quedan ruinas. En parte, porque nosotros lo abandonamos todo y nos fuimos, y en parte porque los turcos quisieron apoderarse de Fanar y nos mandaron a toda esa gentuza. Ahora, ya ve, sólo hay ruinas.

Me sirve el café en una pequeña bandeja de plata, junto con un dulce que conozco bien, parecido a la mermelada, en un platillo y un vaso de agua. De repente recuerdo que, cuando fui con mis padres a pedir a Adrianí en matrimonio, su madre nos sirvió café con un dulce de higo, como ahora. No sé cómo catalogar el dulce que me sirve Efterpi Lasaridu: si como una tradición que se mantiene viva o como la inercia enmohecida que parece afligir a toda la ciudad.

Efterpi Lasaridu se sienta frente a mí, apoya el codo en la mesa y espera. Yo tomo primero un sorbo de café y luego empiezo con las preguntas:

– ¿Recuerda si María le habló alguna vez de un tal Lefteris?

– ¿Lefteris? No, es la primera vez que oigo ese nombre. -Escarba en su memoria a ver si da con un filón de recuerdos-. En nuestros tiempos vivía en Trebisonda un Elefterios Sandaltzidis, pero lo mataron los tsetes, los comandos guerrilleros turcos, porque trabajaba para los griegos. No conozco a ningún otro Lefteris. -En ese instante se le ocurre la pregunta ineludible-: ¿Qué tiene que ver ese Lefteris con María?

– Hace dos días María mató a un turco.

– ¿A un turco? -repite la señora Lasaridu y se santigua.

– Pues sí. Con una empanada envenenada, igual que a su hermano y a Kallopi Adámoglu. Antes de entregarle la empanada le habló de ese tal Lefteris. Intentamos averiguar quién era ese hombre y cuál era su relación con María.

La mujer da la impresión de no entenderme, de encontrarse totalmente perdida.

– Un turco…, Lefteris… -farfulla. De pronto parece haber tenido una idea genial-: ¿No se habrá vuelto loca, señor comisario?

– No podría afirmarlo con seguridad. En todo caso, nadie de los que la han visto tuvo esa impresión. Usted tampoco.

No hace ningún comentario porque ya se le ha ocurrido otra cosa.

– ¿Y Safó? -pregunta inquieta-. ¿Sabe si fue a ver a Safó?

– Lo hizo, pero su cuñada había muerto hacía un año. En el geriátrico de Baluklís. -La señora Lasaridu vuelve a santiguarse, aliviada-. Aunque no tenía intención de matarla. La empanada que le llevaba no estaba envenenada. Se la comieron un par de viejecitos y la encontraron deliciosa. Además, le llevó flores a la tumba.

Efterpi Lasaridu menea la cabeza con gesto fatalista.

– Al final, se dio cuenta de que Safó quería ayudarla -murmura y llega a la sencilla conclusión-: De modo que no está loca.

Cae el silencio entre nosotros y pienso que ha llegado el momento de marcharme; no creo que Efterpi Lasaridu pueda arrojar luz sobre el misterio. Aquí se pierden las huellas hasta que se produzca el siguiente asesinato, me digo, salvo que haya suerte y no mate a otro. Me tomo el dulce para no hacerle un feo y me dispongo a levantarme cuando la mujer me detiene con una pregunta:

– Ese turco a quien mató, ¿cómo se llamaba?

Saco del bolsillo el trozo de papel donde había anotado el nombre para no olvidarlo.

– Kemal Erdémoglu.

– ¿Dónde vivía?

– En un barrio frente a Tatavla, más o menos, aunque un poco más abajo. El nombre empieza por Ni…

– Nişántaşi.

– Exacto.

Reflexiona de nuevo.

– No recuerdo que María hubiera trabajado en casa de unos turcos. Por mucho que lo intente, no lo recuerdo. ¿A qué se dedicaba ese Erdémoglu?

– Tenía una tienda de ropa en Pera.

– ¿En qué parte de Pera? -pregunta ella con obvio interés.

– Frente a la iglesia católica.

– ¿San Antonio?

– Sí.

Ni siquiera delante de unos iconos se habría santiguado tantas veces Efterpi Lasaridu.

– O sea, que se trata de aquel Lefteris… -murmura.

– ¿Lo conoce? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

– Ya no vive, señor comisario. Murió hace tiempo.

– ¿Entonces?

Veo que se dispone a contarme la historia.

– Cuando los sucesos de septiembre, en 1955, María trabajaba en casa de los Meletópulos. Lefteris Meletópulos tenía una tienda de ropa frente a San Antonio. Aquella noche de septiembre la destrozaron. Entraron violentamente en la tienda, se entregaron al pillaje y le robaron toda la mercancía. Por la mañana, Lefteris Meletópulos no encontró más que un montón de ruinas. Ese Kemal Erdémoglu que dice era el dueño de la tienda de al lado, que vendía ropa de mujer. Lefteris Meletópulos mantenía una buena relación con él. «Buenos días, komşú», es decir, «buenos días, vecino». «¿Cómo estás, komçú?» A veces tomaban un té juntos. Cuando uno tenía un vecino turco, siempre procuraba estar a buenas con él, por si acaso. Lefteris Meletópulos no sabía qué hacer. ¿Volver a abrir la tienda o cerrarla para siempre? Entonces apareció Kemal Erdémoglu y le propuso comprársela. No ofrecía ni la mitad de lo que valía, pero Lefteris Meletópulos ya estaba harto y se la vendió. «Será mejor abrir una tiendecita en Tatavla o en Ferikóy para no provocarles», le dijo a su mujer. No había pasado un mes desde que abrió la tienda nueva en Ferikóy cuando apareció de pronto un komiseri que Lefteris conocía de Pera. «Lefteris», le dijo, «voy a enseñarte una cosa, pero no digas que lo sabes por mí, porque será mi ruina.» Y sacó unas fotografías. Eran fotos de los sucesos de septiembre y en ellas se veía cómo Kemal Erdémoglu destrozaba la tienda de Lefteris Meletópulos. ¿Comprende usted? Primero le destrozó la tienda y luego se la compró. Lefteris no se atrevió a ir a hablar con él. ¿Qué podría decirle? No podía demostrar nada. El komiseri se llevó las fotografías. Sólo se lo contó a su mujer. Dos días después sufrió una embolia cerebral y se le quedó paralizado el lado derecho del cuerpo. Su mujer cerró la tienda porque no podía ocuparse de ella. Lo vendió todo y malvivieron de lo que sacaron de la venta. ¿Y qué decir de María? Se marchó sin cobrar siquiera la mensualidad. «¿Qué voy a cobrar?», comentaba. «Ellos no tienen ni para comer. Sería una vergüenza, después de comer de su pan tantos años.» Ésta es la historia de Lefteris, señor comisario.

De nuevo impera el silencio. Efterpi Lasaridu me ha contado todo lo que sabía y está cansada. Yo ya entiendo por qué María mató a Kemal Erdémoglu y no tengo más preguntas.

– Ha reabierto las viejas cuentas -murmura Efterpi Lasaridu al poco-. Ha reabierto las viejas cuentas y que Dios nos ayude.

Ha dicho lo justo: que Dios nos ayude. Porque si empieza a matar turcos, el caso se complica.

– Señora Lasaridu, ¿sabe si María conocía a otros turcos? -pregunto en un intento desesperado de recabar más información.

– Seguramente sí, pero ¿cómo voy a acordarme, señor comisario? Me han contado tantas cosas a lo largo de los años, ¿cómo va a recordarlas todas una vieja como yo?

Tiene razón, pero no pienso desistir tan fácilmente.

– Escuche, intente recordar lo que pueda, lo que le venga a la cabeza, anótelo en un papel y llámeme por teléfono. Estoy en el hotel Eresin, habitación 302, y éste es el teléfono del hotel.

Lo anoto en mi tarjeta, que dejo a su lado encima de la mesa. No es que albergue muchas esperanzas, pero tampoco se me ocurre nada mejor. Me levanto para irme y Efterpi Lasaridu me acompaña hasta la puerta.

El coche patrulla ha desaparecido. Empiezo a temer que ha habido un malentendido y que el conductor pensaba que tenía que dejarme en casa de Efterpi Lasaridu e irse. Estoy a punto de llamar a Murat cuando el coche asoma por la esquina. El conductor dibuja un círculo con el dedo, para darme a entender que no ha podido aparcar y estaba dando vueltas.

Enfilamos el paseo marítimo cuando me suena el móvil. Es Guikas, que me hace la pregunta de siempre:

– ¿Alguna novedad?

Le hago un informe resumido y él replica, como si estuviera conchabado con Efterpi Lasaridu:

– Ha reabierto las viejas cuentas y la cosa pinta mal. ¿Cuánto crees que durará esta historia?

La sangre se me sube a la cabeza de repente, como ocurre siempre que hablo con él.

– No sé cuánto durará -grito fuera de mis casillas-. Sólo sé que no puedo quedarme aquí indefinidamente. Tengo que volver a Atenas dentro de una semana. Mi hija se casa y ni puedo posponer la boda ni puedo decirle que llegará al altar del brazo de un guardia de seguridad porque estoy persiguiendo a la tal María Jambu.

Se produce un breve silencio y luego Guikas reconoce con voz apesadumbrada:

– Tienes razón, Kostas. Estás metido en un lío. Pero tú ya has encontrado el modo de trabajar con la policía turca, sabes lo que ha pasado y te manejas mejor. El momentum está de tu parte. Si envío a alguien para que te sustituya, mucho me temo que meterá la pata. -Y añade, como si quisiera echarme las culpas a mí, según su costumbre-: Pero es que eres un cenizo, Kostas. Siempre te tocan los casos enrevesados. Lo llevas en la sangre.

A ver si cuando regrese a Atenas me acuerdo de buscar en el diccionario esa palabreja que me ha soltado, momentum, me digo mientras atravesamos por enésima vez el puente de Atatürk.

Capítulo 23

Son las ocho y media de la tarde y nos dirigimos a casa de Murat, en Láleli. He rogado a mi contacto especial en recepción que me buscara un taxista que hablara un mínimo de inglés. Ha conseguido a uno que responde a todas mis preguntas con el típico: «Yes, yes, no problem…», algo que me suena a «no te preocupes, todo está bajo control», lo cual me preocupa, y muchísimo. Tengo miedo de acabar en tierras lejanas y desconocidas, y tener que llamar a Murat al móvil.

Adrianí va sentada a mi lado envarada, callada y con la vista fija más allá del parabrisas. Cuando le comenté que nos había invitado Murat, se disgustó al instante:

– ¿Qué tengo que ver yo con todo eso, Kostas? No hablo ni turco ni inglés, ellos no hablan griego, ¿cómo vamos a entendernos? Vosotros hablaréis de lo vuestro y yo me quedaré en un rincón admirando las lámparas.

A punto estuve de darle la razón y de ir solo a la cena, pero la presencia de la señora Kurtidu evitó que cometiera tamaña grosería.

– Perdone que me meta, pero eso no estaría bien, señora Jaritu. Los turcos son muy hospitalarios, les ofenderá si no va. Si invitan a un matrimonio y sólo acude el hombre, consideran que la mujer les desprecia.

Su argumento convenció a Adrianí, que decidió acompañarme, aunque sin poner ninguna pasión en la tarea. No la culpo, a mí tampoco me entusiasma la idea de pasar la velada hablando en inglés con un matrimonio desconocido.

El taxi baja por la calle que va de Taksim al Bósforo, tuerce a la derecha y sigue la costa asiática. Apenas empiezo a orientarme cuando distingo a lo lejos el puente de Gálata y la mezquita que se yergue en el otro extremo. El taxi cruza el puente y enfila el paseo marítimo que lleva al aeropuerto. Dejamos atrás los merenderos y el parque junto al mar, y llego a la conclusión de que Murat debe de vivir cerca de Makrojori.

Ya es de noche, los barcos navegan con todas las luces encendidas y uno tiene la impresión de que las luces viajan sobre el mar mientras la costa de enfrente, también iluminada, permanece inmóvil. El espectáculo no dura mucho porque, un poco más abajo, el conductor dobla a la derecha y enfila una calle empinada.

– ¿Dónde estamos? -pregunta Adrianí.

– No tengo ni idea. Pensaba que nos dirigíamos a Makrojori, pero me equivocaba.

En todo caso, el taxi circula por grandes avenidas y evita las calles estrechas, cosa que me confirma que vamos bien y no nos perderemos.

– Láleli -dice el taxista y se adentra en una avenida todavía más ancha.

A primera vista, este distrito es más nuevo que Pera y que los barrios adyacentes a Taksim. Los bloques de pisos más viejos parecen ser de los años cincuenta, aunque la mayoría son mucho más recientes. El taxi tuerce a la derecha y se detiene delante del número 12. Consulto el número en la dirección que me había anotado Murat y veo que el taxista no se ha equivocado.

Es un edificio de seis plantas, con dos ventanas grandes en cada piso. Busco el nombre de Murat Sağlam en el portero automático. Lo encuentro. Debajo del nombre figura el número 4 y, al lado, la palabra «kat». Llamo al timbre y la puerta se abre enseguida.

Murat nos recibe en camisa y chaqueta de lana. Me arrepiento de llevar traje y corbata, aunque pienso que nos encontramos en un país extranjero y un toque de formalidad, seguramente, será un punto a nuestro favor.

– My wife -digo a Murat y le presento a Adrianí.

Murat le dice «welcome» en inglés, ella responde «mucho gusto» en griego y así concluyen los saludos y las presentaciones. Murat nos conduce al interior de la casa mientras yo me pregunto cuándo nos presentará a su mujer. Mi duda se resuelve al entrar en el salón.

Allí nos está esperando una belleza de treinta y tantos, morena, esbelta, de estatura media y ojos negros como el azabache y un poco rasgados. Cuando sonríe, como en el momento de recibirnos, en sus mejillas se dibujan dos hoyuelos. La única nota discordante es el pañuelo que le cubre la cabeza. Un pañuelo de seda, desde luego, muy bonito, que envuelve su cabello con buen gusto…, pero un pañuelo al fin y al cabo.

– He de pedirte que no le des la mano a mi mujer -me susurra Murat al oído-. Su religión lo prohíbe.

– Good evening, I'm Nermin -se presenta ella y le da la mano a Adrianí, mientras se inclina un poco ante mí y me dice en turco: «Hoş geldiniz». Ya desde estas primeras palabras me doy cuenta de que su inglés está a años luz del mío y del de su marido, cosa que queda confirmada cuando entramos en las formalidades: ¿les gusta Estambul?, ¿dónde han estado?, ¿han visitado las islas de Prínkipos y los museos?…

Pese a su evidente incomodidad, Adrianí lleva una sonrisa permanente en la boca, como quien lleva un corsé cuando le duelen las lumbares. Comprendo que el peso de la conversación recaerá sobre mí, aunque sólo en lo que se refiere a la representación griega. Por lo demás, Nermin domina la conversación mientras yo me limito a traducir unas pocas palabras a Adrianí y ella, a su vez, se limita a asentir con la cabeza.

En cuestión de minutos me entero de que la mujer, tras la carrera, estudió un máster en computer graphics en Alemania y que es jefa del departamento de informática de una gran empresa, y que los sueldos aquí no son tan buenos como en Alemania pero que las posibilidades de ascenso son mucho mayores. Todo esto nos lo cuenta aunque apenas nos conocemos y con gran soltura, y yo observo a Murat de reojo. Debe de saberse la historia de su mujer de memoria pero, aun así, la escucha con interés y orgullo contenido. Seguramente se debe a su procedencia alemana, porque los polis griegos, como los turcos, me imagino, se enorgullecerían de las habilidades culinarias de su mujer pero no de sus estudios.

Al cabo de media hora, Nermín se levanta y nos invita a pasar al comedor. Me llama la atención que, en las casas de esta ciudad, el comedor está todavía separado del salón, mientras que en Grecia lo suprimimos hace años. Otra cosa que me sorprende es la decoración moderna del piso, el aluminio, el plexiglás y las lámparas de moda, que tal vez correspondan a los gustos de una experta en informática, pero poco tienen que ver con un madero y una esposa tocada con pañuelo.

La mesa, con capacidad para seis personas, está puesta para cuatro. El primer plato es, teniendo en cuenta las costumbres locales, una sorpresa: salmón con espárragos. En la mesa hay vino blanco y cerveza.

– What would you like to drink? -me pregunta Murat-. Wine or beer?

Yo opto por el vino mientras Adrianí prefiere la cerveza, igual que Murat. Nermín toma cerveza sin alcohol.

– Mi mujer no toma alcohol. Su religión lo prohíbe -me explica Murat.

– No importa. Mejor para su salud. -Por segunda vez constato que habla de la religión de su mujer en tercera persona, como si no fuera también la de él.

– Le llama la atención mi pañuelo e intenta disimularlo, am I right? -me pregunta Nermín con una sonrisa-. Mejor dicho, se está preguntando cómo es posible que lleve pañuelo una mujer que ha estudiado computer graphics en Alemania, que habla alemán e inglés y trabaja en una gran empresa.

Me ha pillado in fraganti y no sé qué decirle. Tampoco traduzco sus palabras a Adrianí, que me observa con curiosidad, para no ponerla también en un brete. Murat es mi salvación:

– ¿Entiendes ahora por qué te hablé de las minorías el otro día? El pañuelo de mi mujer fue la causa que nos obligó a abandonar Alemania. Una tarde apareció en casa con la cabeza cubierta y anunció que en lo sucesivo llevaría siempre pañuelo. No daba crédito a mis ojos, no sabía qué decir. Nermín jamás había sido religiosa. ¿Qué le había entrado, así, de repente? Intenté razonar con ella, conseguir que cambiara de opinión, pero se mostró inflexible. «Es mi cabeza, y yo decido si quiero cubrírmela o no», me dijo. «No tengo que rendir cuentas a nadie.» ¿Sabes lo que significaba para mí aquello? ¿Un miembro de la policía alemana casado con una mujer que lleva pañuelo? En Alemania suelen echarles la culpa al padre o al marido. Este reprime a su mujer, la obliga a llevar pañuelo. ¿Cómo podría convencerles de que era decisión de Nermín y que yo no podía obligarla a quitárselo? Todo lo contrario, tenía que respetar su deseo de hacer lo que quisiera. Así hemos vivido siempre: respetando mutuamente nuestros derechos. Somos una pareja turca con principios alemanes. Una noche, al salir del cine, nos topamos con un compañero de la comisaría. Al día siguiente ya me miraban todos como un bicho raro. Uno me preguntó en tono irónico si pensaba dejarme crecer la barba. Comprendí que debía cambiar de profesión o abandonar Alemania. Nermín y yo lo hablamos y nos decantamos por lo segundo.

Siento una incomodidad que es toda mía, mejor dicho, mía y de Adrianí, a quien voy traduciendo lo más importante. Nermín nos observa y parece divertirse.

– No nos importa hablar del tema abiertamente con los amigos -explica la mujer-. Además, fue por culpa de una griega que me puse el pañuelo.

– ¿De una griega? -pregunta Adrianí sorprendida.

– Pues, sí. Esperen un momento, traigo el segundo plato y se lo cuento. -Indica a Murat que la acompañe y nos dejan solos unos minutos.

– ¿A ti te molesta que Nermín lleve pañuelo? -pregunto a Adrianí.

– ¿Por qué me ha de molestar? ¿Acaso tu madre no llevaba pañuelo en el pueblo? La mía, desde luego, sí.

La pareja aparece con dos bandejas. Una de ellas contiene un redondo de ternera, y la otra, patatas con algo parecido a col lombarda. Nermín nos sirve los platos.

– En mi primer trabajo tenía una colega griega -dice cuando termina de servir y se sienta-. Hija de gastarbeiters, obreros extranjeros contratados allá por los años sesenta, nacida en Alemania. Un día, mientras comíamos juntas, me contó una historia. Su abuela, una refugiada política, había vivido muchos años en Moscú. Un día acudió a su casa una vecina rusa, alarmada y llorando. Cuando le preguntó qué le pasaba, ella respondió: «Ha ocurrido algo muy malo. Mi hijo, Sergei, se ha bautizado. ¿Sabes qué significa esto? No podrá estudiar, no podrá encontrar un buen trabajo, vivirá como un paria en la Unión Soviética. ¿Y sabes qué es lo peor? Que no lo ha hecho porque sea creyente, sino por oposición al régimen». Después de escuchar aquella historia, cuando salí del trabajo por la tarde fui a comprar un pañuelo y me lo puse. Desde entonces, no me lo he quitado nunca. No me preguntéis si lo llevo por convicción o por oposición, porque no lo sé. En todo caso, ya no tiene ninguna importancia.

– Si a los alemanes les hubiera contado la historia de Sergei, habrían exclamado que el chico hizo muy bien en oponerse -dice Murat-. Pero a mí y a Nermín, que llevaba pañuelo, nos miraban con recelo.

Se impone el silencio y los cuatro nos concentramos en la comida. Es sabrosa pero no es la comida a la que nos hemos acostumbrado desde que llegamos a la ciudad. Parece que Adrianí llega a la misma conclusión, porque pregunta a Nermín con mi mediación:

– La comida está deliciosa, señora Nermín, pero no se parece en nada a los platos típicos de aquí.

Nermín se ríe.

– No se parece porque no es comida turca, Mrs. Jaritos. Es alemana. Redondo de ternera con patatas saladas y col lombarda. A Murat le gusta mucho la cocina alemana. Porque nació y creció en Alemania. Yo fui allí cuando tenía siete años. -Hace una pausa antes de añadir con cierta amargura-: Yo aprendí de los alemanes hasta su cocina. Los alemanes no aprendieron nada de mí.

– Por eso digo que las minorías están siempre bajo sospecha y siempre tienen la culpa -interpone Murat-. Por eso te dije que comprendo mejor a los griegos. Porque he pasado por esto.

Aquí pasa lo mismo que en Grecia. Las historias tristes caldean la atmósfera. Muy a mi pesar, a Adrianí se le desata la lengua y yo tengo que hacer las veces de intérprete. Pregunta a Nermín si tienen hijos y, al recibir una respuesta negativa, empieza a hablarle de Katerina, de Fanis y de la inminente boda.

Pienso que, si nos quedamos aquí un par de semanas más, mi mayor provecho de este viaje será que acabaré hablando un inglés de Oxford.

Sólo hacia el final de la velada logro informar a Murat de mi visita a Efterpi Lasaridu. Me escucha y menea la cabeza.

– Al menos, ahora ya sabemos por qué lo mató, aunque no podemos hacer nada -responde.

Cuando nos levantamos para irnos, Murat insiste en llevarnos al hotel con su coche, un Opel Corsa de fabricación alemana. Lógico.

Capítulo 24

La manera más segura de que me estropeen el día es que el teléfono me pille recién levantado y con legañas todavía en los ojos. Aun cuando la llamada sea agradable, el cabreo me dura el día entero. Vlasópulos y Dermitzakis, mis ayudantes en Jefatura, ya lo saben y, cuando me ven irrumpir en el despacho con cara de pocos amigos, preguntan: «¿Le ha despertado el teléfono, señor comisario?».

La llamada matutina se produjo a las ocho, mientras me afeitaba, y era de Guikas.

– Quería decirte que he ordenado que te abonen los dos billetes de vuelta, el tuyo y el de tu mujer. Además de los gastos de hotel de tu mujer mientras estéis ahí.

Calla y aguarda mi reacción. Los dos sabemos que su repentina generosidad se debe a mi estallido de ayer y tiene como objetivo aplacarme, para que él gane algo de tiempo y tranquilidad. Al mismo tiempo, no obstante, espera que le agradezca el gesto, ya que ha convertido nuestro viaje de placer en una misión policial y nos ahorra gastos.

– Bueno, algo es algo -contesto con desgana, para demostrarle que se lo agradezco, pero que no es como para hacerle un icono.

– ¿Cuándo es la boda de Katerina?

– Este domingo no, el siguiente. ¿No ha recibido la invitación?

– La tendrá Kula. -Se produce una pequeña pausa y luego Guikas prosigue en un tono más formal-: Claro que hay otra solución.

– ¿Cuál?

– Que vengas a Atenas para la boda de tu hija y luego regreses a Estambul para seguir con la investigación.

Sé muy bien que esto es una amenaza, indirecta pero eficaz: si no te gusta, señor mío, ven a Atenas el sábado y vuélvete allí el lunes. «Palabras hueras», como diría mi madrina solterona, porque, si no logramos resolver el caso en los próximos días, mi presencia aquí será inútil. ¿Durante cuánto tiempo podré seguir persiguiendo a María Jambu? Tarde o temprano Murat tendrá que continuar solo y, cuando atrape a la asesina, si es que la atrapa, nuestro consulado se ocupará del resto. En resumen, lo único positivo es que la policía griega se hace cargo de los gastos adicionales de nuestro viaje; no hay mal que por bien no venga.

– Esperemos a ver qué ocurre y ya volveremos a hablar dentro de unos días -le digo, dejándolo en suspense.

Bajo a desayunar oscilando entre el buen humor por la oferta de Guikas y el mal humor por la llamada temprana. Sigo fiel a la rosca de pan con queso acompañada del consabido café dulce ma non troppo, aunque me siento un poco raro desde que se fueron los demás viajeros de nuestro grupo. Me siento frente a Adrianí y desayunamos en silencio, mientras a nuestros oídos llega un batiburrillo de turco, francés, alemán y un poco de ruso.

Le comento la llamada de Guikas y su ofrecimiento de hacerse cargo de nuestros gastos.

– Así que eres una invitada de la policía griega -concluyo con una sonrisa.

– Pues toma nota -es su concisa respuesta.

– ¿Yo? ¿Tomar nota de qué?

– De que no tienes fe en tu valía, Kostas. En cuanto te plantas, Guikas cede, porque sabe que te necesita. Y tú no sabes sacarle partido, porque no confías en ti mismo.

A punto estoy de cabrearme otra vez, porque acaba de mandar a paseo mi buen humor y me ha dejado con la irritación. Sé muy bien que Guikas me necesita, pero yo le necesito a él otro tanto: si las cosas se tuercen y me destinan a otro departamento, no veo nada claro que el nuevo director me dé carta blanca, como hace Guikas. De acuerdo, quizá lo haga porque le conviene, pero ¿quién me asegura de que mi nuevo director sabrá también qué le conviene? Por eso Guikas y yo nos entendemos tan bien, porque sabemos, a pesar de nuestras quejas, que la necesidad es mutua y no un camino de dirección única.

– Perdonen, ¿son griegos?

La que pregunta es una cincuentona rolliza que lleva vaqueros, una blusa de color rojo, zapatillas deportivas plateadas y un alijo de joyas en los diez dedos de las manos.

– Sí -responde Adrianí.

– ¿Hace tiempo que están aquí?

– Casi dos semanas.

– Siento molestarles, pero ¿no habrán descubierto alguna tienda con prendas de cuero de calidad? -Al ver que su pregunta nos sorprende, nos da las explicaciones pertinentes-: Nosotros llegamos ayer en autocar desde Tesalónica y una visita a las tiendas de cuero forma parte del programa de actividades, pero, como comprenderán, los guías turísticos cobran comisiones y no sé adónde piensan llevarnos. Por eso se me ha ocurrido que quizás ustedes…

– No sé qué decirle -duda Adrianí-. Nosotros compramos una cazadora de cuero para nuestro yerno, pero nos llevó a la tienda una amiga y no sabría decirle cómo llegar.

– Quizá su amiga…

– Es una pena, pero ya está en Atenas. Volvió antes que nosotros -la interrumpe Adrianí, que sabe proteger a sus fuentes.

– Ya entiendo. Gracias de todos modos… -La mujer vuelve a su mesa con la decepción impresa en la cara e informa al resto de sus acompañantes-. De todas formas, yo voy a buscar por mi cuenta. No permitiré que ese estafador me tome el pelo -exclama una voz femenina iracunda.

– Pero, dime, ¿vienen aquí sólo para comprar prendas de cuero? -me asombro.

– Es más habitual que venir para buscar asesinos -dice ella para provocarme.

– Mister Jaritos, a visitor is waiting for you in the lobby.

Me levanto pensando que se trata de Murat y me preparo para recibir malas noticias.

– ¿Tengo que recordarte que en unos minutos vendrá la señora Kurtidu para que demos la vuelta al Bósforo en barco?

No le hago caso y me dirijo al vestíbulo. Busco a Murat y me topo con Efterpi Lasaridu. Está sentada en el borde de uno de los sillones frente a la recepción, lleva zapatos planos y medias negras, y mantiene las piernas muy juntas de la rodilla para abajo.

– Señora Lasaridu, ¿qué la trae por aquí? -pregunto sorprendido.

La mujer se apoya en los brazos del sillón y se pone de pie con movimientos torpes.

– He recordado algo, pero no quise decírselo por teléfono. ¿Sabe?, no acabo de acostumbrarme al teléfono y, cuando la conversación es larga, pierdo el hilo -se disculpa.

– Vamos a hablar aquí, estaremos más tranquilos.

La conduzco a la cafetería, que se encuentra junto al vestíbulo. Me imagino que, si ha venido hasta aquí, tiene algo importante que contarme y recupero el buen humor.

– ¿Puedo invitarla a algo?

– No, no, no se moleste. Tomé un té antes de venir. -No insisto, y dejo que se tome su tiempo para ordenar sus pensamientos-. ¿Sabe?, desde que me dijo que tratara de recordar, me devano los sesos para recordar una historia que María me contó sobre el varliki.

– ¿El varliki? ¿Se refiere al impuesto sobre el patrimonio? -pregunto.

– Sí, al impuesto que Inönü impuso a las minorías en el año 42. -La explicación no me aclara mucho y espero que ella prosiga-. Por aquel entonces, María trabajaba en casa de los Dágdelen. El señor Dágdelen no pudo pagar el impuesto y le hicieron jatzitzi.

– Disculpe, señora Lasaridu. ¿Qué es el jatzitzi? -Primero el varliki y ahora el jatzitzi. Es la primera vez desde que pusimos los pies en esta ciudad que lamento no disponer de un buen diccionario turco-griego. Quién sabe, tal vez compre uno antes de que nos marchemos.

– ¿Cómo lo llaman ustedes? -Efterpi Lasaridu se esfuerza por explicármelo-. Es lo que pasa cuando no puedes pagar y te lo quitan todo.

– ¿Un embargo?

– Eso, un embargo. Si no podías pagar, primero te embargaban los bienes y luego subastaban tus pertenencias dentro de tu propia casa. Entonces venían los turcos y las compraban por una miseria delante de tus propias narices. Dágdelen no podía pagar el impuesto y se lo subastaron todo. Eso tenía algo que ver con los turcos que vivían en la casa de al lado, aunque no recuerdo qué.

– ¿Recuerda dónde vivían?

– En Cihangir, pero no sé exactamente dónde. Recuerdo que María me decía: «Voy a Cihangir…». -Hace verdaderos esfuerzos, aunque vanos, por recordar-. Es la vejez, señor comisario. Mi cabeza está hueca, ya no sirve para nada.

– Está bien, señora Lasaridu, no se esfuerce. Pediré a la policía turca que investigue y lo averiguaremos. -Claro que las probabilidades de descubrir algo, después de tantos años, son casi nulas, pero todo es así de precario en este caso.

Me levanto para indicarle que hemos terminado y para no fatigarla más. Efterpi Lasaridu, sin embargo, permanece sentada y sigue reflexionando.

– Un momento, acabo de acordarme de algo. En la Semana Santa del 51 o del 52, no estoy segura, María y yo celebramos la resurrección del Señor juntas en la iglesia de la Santísima Trinidad y después, en lugar de ir a Pera, fuimos hacia Siráselvi, para bajar por Defterdar hasta Tophane, y en la primera calle, pasado el hospital alemán, María me dijo: «Aquí vivían los Dágdelen, en la otra esquina». Era la primera callejuela a la izquierda, la recuerdo como si la tuviera delante. -Respira hondo y sigue rememorando-: Lo que no puedo recordar es qué tenía que ver la familia turca que vivía en el piso contiguo. María me lo dijo, señor comisario, pero ya no me acuerdo -se disculpa, como un niño que teme que le pongan mala nota.

– No importa, ya me ha ayudado muchísimo.

«No importa» es un decir, porque lo más probable es que aquellos turcos compraran los bienes de los Dágdelen a precio de saldo y que María les guarde rencor, como en el caso de Kemal Erdémoglu. Al menos, ahora que sabemos dónde vivían antaño, quizá podamos localizarlos. Claro que la historia se remonta a muchos años atrás, al año 1942, pero el que abre el libro de las viejas cuentas pendientes no tiene más que pasar las páginas.

Me acerco a recepción y les pido que llamen un taxi para que lleve a Efterpi Lasaridu a Fanar, y que lo carguen a mi cuenta.

– No es necesario, señor comisario -protesta ella cuando se lo digo-. Puedo tomar el autobús. Hay muchos autobuses de Taksim a Fanar.

La muchacha de recepción sale de detrás del mostrador, la coge del brazo y, diciéndole algo que termina con «hanum efendi» la acompaña fuera del hotel y la conduce hasta un taxi.

Llamo enseguida a Murat y le cuento las novedades.

– This is great! -exclama-. You did a wonderful job. Has hecho un trabajo estupendo. No te preocupes, ya les encontraremos.

– Espero encontrarles vivos y no ya cadáveres.

– Esto ya no puedo garantizarlo. Te llamaré en cuanto sepa algo.

– De acuerdo. Y dale recuerdos a tu mujer.

Murat cuelga el teléfono con un «de tu parte» y me devuelve la cortesía. Efterpi Lasaridu ya se ha ido y la recepcionista ha vuelto a su puesto. Le lanzo un «thank you» y vuelvo al comedor.

La señora Kurtidu y Adrianí están esperándome para salir. En la mesa de al lado, el grupo de Tesalónica no se pone de acuerdo sobre el itinerario que seguirán. La escena me recuerda las discusiones de Stefanaku y Despotópulos con la señora Murátoglu.

Capítulo 25

Estamos sentados en cubierta, al sol, y sopla una brisa ligera que huele a mar y a petróleo. Las dos señoras me tienen atrapado entre ambas y charlan por encima de mi tórax. Con mucho gusto las haría sentar juntas y me iría unos cuantos asientos más allá para poder concentrarme en mis pensamientos, pero las damas son de la vieja escuela y siempre colocan al hombre en el centro.

No puedo apartar de mi mente a los vecinos de los Dágdelen. No sé si viven o están muertos, no sé dónde se encuentran ni si María consiguió localizarlos. Murat no me ha llamado y es lógico que yo esté sobre ascuas. Si no se produce otro asesinato, regresaremos a Atenas dentro de pocos días. Pero si María nos tiene reservadas nuevas sorpresas, Guikas no tardará en reaccionar; ya me veo viajando a Atenas para la boda de Katerina y regresando aquí al día siguiente.

Intento apartar estos desagradables pensamientos de mi mente y disfrutar de la travesía por el Bósforo. El barco sigue un curso zigzagueante y se acerca a las costas europea y asiática alternativamente, mientras se abre camino entre barcazas, pequeñas embarcaciones de recreo y grandes cargueros, incluso entre algunos petroleros. En cada muelle hay una construcción de madera, algo parecido a una sala de espera, que es como una casita en medio del mar. Estas construcciones deben de ser muy viejas, pero las han pintado con colores chillones, entre los que predomina la gran debilidad de los pintores turcos de brocha gorda, el color verde pistacho.

– En los viejos tiempos, cuando aún no existían los puentes sobre el Bósforo, todo el tráfico entre ambas costas se hacía en barco -explica la señora Kurtidu-. Si querías ir a la costa asiática, a Moda, Üsküdar o Kuzguncuk, tenías que coger un barco. Los barcos que cruzaban el Bósforo eran más pequeños, pintados todos de negro y con unas chimeneas enormes. Los puentes han facilitado la circulación, no lo niego, pero era más romántico hacer el trayecto en barco -dice la señora Kurtidu con una sonrisa-. Y no hay que olvidar las pandillas de amigos. Eran grupos de hombres que coincidían a diario en el mismo trayecto. Desaparecidos los barcos, se acabaron también las pandillas.

El barco se acerca a la costa oriental, cerca de un castillo que es más pequeño que el castillo bizantino de enfrente. A lo lejos se distingue la abertura del Bósforo hacia el Mar Negro.

Cuando suena mi móvil estoy tan convencido de que me llama Murat que ni siquiera miro la pantalla para comprobar el número. Aprieto el botón con un «yes».

– ¿Es usted, señor comisario? -pregunta una voz en griego.

Esta vez respondo con un «sí» que no sé si denota alivio o decepción.

– Soy Markos Vasiliadis, le llamo desde Atenas. Espero no molestarle.

Me alejo de Adrianí y de la señora Kurtidu para poder hablar tranquilo.

– No me molesta, señor Vasiliadis.

– Llamaba para preguntarle si hay noticias.

– Las hay y no son agradables. -Y le cuento a grandes rasgos todo lo que ha ocurrido desde nuestro último encuentro.

– ¿Y todavía no la han localizado?

– Por desgracia, no. En este momento, estamos buscando a esa familia turca a fin de prevenir males mayores.

Me da las gracias entre suspiros y cuelga el teléfono, mientras yo me acerco de nuevo a mis dos acompañantes.

– Estamos invitados mañana por la noche -me dice Adrianí-. La señora Kurtidu nos invita a cenar a su casa.

– No quisiéramos molestarla -me apresuro a decir para guardar las apariencias.

– No es ninguna molestia. Zeodosis, mi marido, volvió ayer de

Alemania y nos encantará cenar con ustedes, así él también podrá conocerles. Vendrán también unos amigos.

– No se olvide de darnos la dirección -le recuerda Adrianí.

– No es necesario. Zeodosis pasará a recogerles cuando salga del trabajo. ¿Les parece bien a las ocho?

– Estupendo -asegura Adrianí.

El barco ya ha emprendido el camino de regreso. Avanza lentamente a lo largo de la costa, entre barcas pesqueras con pescadores que pescan de dos en dos. Un poco más abajo se acerca al castillo grande de la costa europea.

La llamada de Murat llega, por fin, cuando nos acercamos al barrio de Arnavutkóy y ya puedo distinguir desde el barco la taberna Efzalía, donde cenamos días atrás.

– Any news? -pregunto sin molestarme en disimular mi angustia.

– No news, good news -responde él riéndose.

– ¿Qué significa esto? ¿Todavía no les habéis localizado?

– Les localizamos. Se trata de la familia Taifur. Ya no viven en Cihangir, sino lejos del centro, en un distrito que se llama Eséntepe.

– ¿Y?

– Parece que no ha pasado nada. Preguntamos en la comisaría del distrito, pero no les constaba ninguna denuncia. Por lo tanto, hemos de suponer que María no se acercó a ellos o que todavía no los ha localizado. En todo caso, ordené a la policía local que vigilara el edificio discretamente y que, si aparece una vieja que obedece a la descripción de María Jambu, la detengan enseguida.

– Entonces, aún no has hablado con la familia.

– No. Pensaba ir a verles contigo. Aunque me has contado lo que te dijo la griega, prefiero que estés presente, porque conoces la historia mejor que yo y tal vez repares en algo que a mí pudiera pasárseme por alto. ¿Dónde estás ahora?

– Dando una vuelta por el Bósforo. -Miro hacia la orilla, en busca del rótulo más próximo al barco-. Nos encontramos en un lugar que se llama Arnavutkóy y nos dirigimos de vuelta al puerto.

– Muy bien, voy hacia el muelle con un coche patrulla. Si llegas antes que yo, espérame.

Vuelvo aliviado a mi asiento. Ahora que estoy más tranquilo, puedo disfrutar de las vistas y la brisa del mar, aunque sólo sea en el viaje de regreso.

Capítulo 26

Hago de nuevo el trayecto del Bósforo, esta vez por tierra, siguiendo la costa occidental y en un coche patrulla. Dejamos atrás el embarcadero de donde parten los catamaranes, pasamos de largo el palacio de Dolmabahçe y llegamos a otro, un palacio más pequeño convertido en hotel de gran lujo, sobre todo para empresarios, que son los sultanes de la nueva era.

– Si se produce otro asesinato, tenemos que publicar, como dije, la fotografía de María Jambu en los periódicos, aunque sea arriesgado para la población griega, como dices tú.

Murat se vuelve y me mira.

– Esta mujer es un fantasma. No se puede reconocer a un fantasma en las fotografías.

Da un volantazo a la izquierda para entrar en un ancho bulevar que asciende. A ambos lados de la avenida se alzan bloques de pisos, algunos nuevos y otros que ya tienen sus añitos. Hay bastante circulación, pero el bulevar es traffic-friendly, como se dice ahora, y me ahorro los improperios.

– En la época de mi padre, aquí sólo había descampados -me explica Murat-. Yo conocí la zona como es ahora, pero mi padre la conocía de hace años. Cuando viene a Estambul, siempre quiere que le traiga aquí. Aparco junto a la acera, él baja del coche, mira a su alrededor y habla solo: «¡Alá, Alá, mira cómo han cambiado los eriales!». Aunque ya haya venido diez veces, todavía no lo ha asimilado.

A medida que ascendemos, los edificios ganan en altura y en anchura. Una vez en la cima, el coche patrulla tuerce a la izquierda y enfila otro ancho bulevar.

– Estamos en la Ronda -explica Murat-. Si seguimos adelante, volveremos a Şişli, la parte vieja de Estambul.

Pero no seguimos hacia la parte vieja. Torcemos a la derecha y tomamos por una calle más angosta. Murat conduce lentamente, para leer los números de las casas, hasta que aparca delante de la que buscamos. Llama al timbre del piso en el que se lee «Taifur». A la pregunta que le hacen a través del interfono responde secamente «police» y la puerta se abre enseguida.

– Está en la quinta planta -me dice Murat.

Nos abre una señora en esa franja de edad imprecisa, entre los cincuenta y los sesenta. Lo de «señora» es por su forma de vestir, sencilla aunque elegante, y por su cara sin maquillar, sus uñas sin pintar y su mirada, que impone respeto y descarta ponerse en plan poli duro.

Murat se somete sin dudar a las circunstancias y le explica cortésmente el motivo de nuestra presencia. Al principio da la impresión de que el nombre de María Jambu no le dice nada, pero, de pronto, la mujer lo recuerda y, mientras exclama: «¡Ah, sí, María!», nos invita a entrar en el apartamento. Murat y yo nos miramos y él asiente satisfecho: todo indica que María ha pasado por aquí sin dejar sorpresas desagradables.

La mujer nos conduce a una sala de estar dividida en dos: una parte con decoración moderna y otra antigua. La parte moderna contiene un sofá y dos sillones de piel, mientras que la antigua, otro sofá y un par de butacas de madera torneada y pintada de negro.

Nos invita a sentarnos en la parte moderna de la sala; Murat y yo nos acomodamos en los sillones, y ella, en el sofá. Murat empieza a interrogarle en turco, la señora le contesta también en turco y yo me dispongo a interpretar otra vez el papel de la maceta decorativa, que Murat riega de vez en cuando con alguna que otra explicación. Por suerte, a la señora, refinada e inteligente, le incomoda verme sentado ahí, en el sillón, fingiendo observar el entorno, de modo que se dirige a mí.

– I'm Selma Taifur and l'm a professor of English literature at the University of Istanbul -se presenta, en un inglés tan impecable que casi se me traba la lengua. Y sigue sorprendiéndome con una pregunta-: ¿Qué tal Samos? -Al ver que no puedo responderle, porque hace más de veinte años que no me preocupa el estado de salud de esa isla, prosigue-: El pasado septiembre asistí a un congreso que se celebró en Samos. ¡Qué isla tan preciosa! Me gustó tanto que mi marido y yo hemos decidido ir allí de vacaciones el próximo verano.

A continuación pregunta algo a Murat en turco, él le contesta y Selmá se dirige de nuevo a mí:

– El señor Sağlam me dice que ésta es una visita extraoficial. Por tanto, será mejor que hablemos en inglés, para que usted también nos entienda. -Hace una pausa para ordenar sus pensamientos y empieza-: Una tarde, hará unos diez días, llamaron a la puerta. Yo misma abrí y me encontré delante de una mujer muy anciana y muy abatida. Me preguntó si se encontraba aquí Madame Eminé. Eminé es el nombre de mi madre. Le dije que sí, que estaba en casa, y preguntó si podía verla. «Dígale a la señora Eminé que soy María, la de Zoé y Minás», añadió. Aunque esos nombres no me decían nada, hablé con mi madre. Y ella recordó que, cuando nuestra familia vivía en Cihangir, en la casa de unos vecinos trabajaba una muchacha llamada María. -Enmudece bruscamente y parece titubear-. Es una larga historia -dice al final-. Será mejor que se la cuente mi madre. Yo apenas la sé.

– No quisiéramos molestar a su madre. Nos la puede contar usted -interviene Murat, que, por un lado, se imagina que la madre de Selmá Taifur debe de ser muy anciana y, por otro, ha decidido comportarse como un santo.

– Mi madre -replica Selmá riéndose- está en una edad en la que sólo le divierten las viejas historias, señor Sağlam. Aprovecha la menor oportunidad para relatarnos anécdotas que nadie ha vivido y nadie recuerda. Para ella no es ninguna molestia sino, al contrario, un gran placer. -Y se levanta para ir a buscar a su madre.

– Hasta aquí, vamos bien -me dice Murat satisfecho.

– Sí, presiento que oiremos algo muy agradable.

– ¿Por qué? -pregunta sorprendido.

– Porque, al parecer, no se ha cometido otro asesinato. Y, tratándose de María, ésa es una buena noticia.

Interrumpimos la conversación cuando, acompañada de Selmá Taifur, aparece en la puerta de la sala una mujer que ronda los ochenta años. Lleva bastón y tiene el pelo blanco, recogido en un moño. Camina con cierta dificultad, aunque va erguida y viste con elegancia, como si acabara de llegar de la calle.

– Mi madre, Eminé Kaplán -nos la presenta su hija.

La anciana se sienta en el sofá y apoya el bastón a su lado. Poco después aparece una criada llevando una bandeja con una tetera y varias tazas. Aguardo con paciencia a que concluya la ceremonia de servir el té y la señora Eminé tome la palabra. A partir de ese momento, la conversación transcurre en dos planos: el original en turco y la traducción, a cargo de Selmá, en inglés.

– Cuando su hija Selmá le dijo el nombre de María, ¿recordó enseguida de quién se trataba? -pregunta Murat a Eminé.

– Lo recordé cuando oí los nombres de Zoé y Minás. Eran vecinos nuestros cuando vivíamos en la calle Güneşlí, en Cihangir. María era su criada. Entonces era joven, quizá diez años mayor que yo. Todos la querían, no sólo sus amos, sino también mi madre. Ya entonces preparaba unas empanadas deliciosas. Mi madre, que también hacía hojaldre, solía tomarle el pelo: «María, hoy mi empanada será mejor que la tuya», le decía. María se reía. «La suya siempre es más sabrosa, Melek hanum», respondía, sólo para ser amable. Porque la empanada de María, es verdad, era siempre la más sabrosa.

– ¿Sabe por qué se fue de aquella casa?

– Porque la familia se arruinó con el varliki. No puedo recordar cómo se llamaban. Dag… no sé qué, me parece. Nosotros les conocíamos como Monsieur Minás y Madame Zoé. Así se hacía entonces. Los turcos se llamaban hanum y bey o efendi, pero a los miembros de las minorías les llamaban Madame y Monsieur. Con el varliki, gravaron a Monsieur Minás con un impuesto escandaloso, que de ningún modo podía pagar. Les embargaron el piso, y al matrimonio sólo les quedaba esperar cuándo sacarían sus pertenencias en subasta pública. -Reflexiona un momento y añade-: No sé si fue a finales del 42 o a principios del 43. Quizá fue en el 43, porque ese año, según contaba mi madre, empezaron las subastas.

Enmudece, se apoya en el respaldo del sofá y se lleva la mano a la frente, como si fuera a contar una gran desgracia que hubiera ocurrido ayer mismo. Su hija la mira preocupada, pero Eminé la tranquiliza.

– El alguacil les avisó el día antes de la subasta. Madame Zoé lloraba y se golpeaba el pecho. «Que me lleven también a mí, que me vendan, a ver si cubrimos la deuda», gritaba. Monsieur Minás se quedó con ella en casa, pero no conseguía calmarla. Deambulaba por la casa como un fantasma. En un momento dado, mi madre irrumpió en el piso y empezó a recoger dos grandes alfombras que tenían, una en el salón y la otra en el comedor. Madame Zoé, al verla afanarse de ese modo, le dijo: «¡Llévatelas, Melek hanum, llévatelas! ¡Mejor tú que unos desconocidos!». Mi madre dejó las alfombras, se acercó a ella y empezó a zarandearla para hacerla reaccionar: «Zoé, son alfombras de Esparta, hechas a mano. Valen una pequeña fortuna. Me las llevaré y las esconderé. Esconderé también tus joyas. Así al menos tendréis algo para volver a empezar. ¡Que no os lo quiten todo!». -Eminé se vuelve hacia su hija-: Tu abuelo se había marchado por la mañana, no soportaba aquello -le dice-. «No quiero verlo», declaró. -Ahora se dirige a Murat y a mí-: Así eran las cosas entonces. Sólo los hombres tenían derecho a largarse. Las mujeres no podíamos huir. -Aspira profundamente y prosigue-: Cuando llegó el alguacil con los que pujarían en la subasta, mi madre se llevó a Zoé y a Minás a nuestro piso, para evitarles el mal trago. Si no recuerdo mal, sólo María fue testigo de la subasta. Yo me había acurrucado en un rincón y observaba los sucesos asustada, sin comprender lo que ocurría. Madame Zoé sollozaba en silencio, Monsieur Minás tenía la mirada clavada en el suelo. En cuanto a mi madre, caminaba arriba y abajo murmurando sin cesar: «Es un crimen, es una vergüenza».

La oigo repetir una y otra vez las palabras ayipgunak, ayipgunak, pero no logro distinguir qué significan. Pero no importa, da la impresión de que lo que cuenta es la combinación de ambas.

– Cuando, al cabo de unas horas, se marchó el bailío con los compradores, Madame Zoé y Monsieur Minás entraron en su apartamento para ver qué les habían dejado -prosigue Eminé-. Una mesa de madera, cuatro sillas, la cama de matrimonio y las paredes desnudas, eso es todo lo que quedaba. Zoé se volvió hacia su marido: «No se han llevado nada, sólo hemos hecho un giotsi, ¿verdad, Minás?, sólo hemos hecho una mudanza», dijo y cayó desmayada. -Se dirige de nuevo a su hija-: Tu abuela, mujer previsora, llevaba un frasco de colonia e intentó reanimarla. A mí me mandó a buscar a un médico griego que vivía unas casas más abajo. Llegó el médico y le puso a Madame Zoé una inyección para dormirla.

Interrumpe su relato para asir su bastón, como si se hubiera fatigado y necesitara apoyarse en algo. Después se dirige a Murat y a mí:

– Mientras sucedía todo aquello, María no abrió la boca. Se metió en la cocina y empezó a preparar cafés para mi madre, Monsieur Minás y el médico, que se habían quedado charlando. Y luego se arremangó y se puso a preparar una empanada de queso para todos.

Ha terminado la historia y suspira profundamente. Murat me mira y menea la cabeza, como si quisiera recordarme lo que me dijo cuando discutimos el otro día, a propósito de lo duro que es pertenecer a una minoría.

– It was a terrible time -apostilla Selmá-. Fueron tiempos terribles. Y cuando se está librando una gran guerra, a nadie le importan las pequeñas batallas.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -inquiero a Eminé por mediación de su hija-. Cuando María vino a verla, ¿les trajo alguna cosa o vino con las manos vacías?

– Nos traía una empanada de queso -contesta la anciana-. «Por el alma de tu madre, que era una buena persona», me dijo, «y para que veas que mis empanadas siguen siendo deliciosas.» Puedo asegurarle que era aún más sabrosa que las que preparaba de joven, benditas sean sus manos. -Calla por un momento y luego añade con cierto titubeo-: Traía algo más. «Esto es para ti», me dijo. «Lo he llevado encima todos estos años, pero ahora quiero que lo tengas tú, para que me recuerdes.»

– ¿Y qué era? -inquiere Murat.

Eminé se dirige a su hija:

– Está en mi mesilla de noche, junto a la cama.

Selmá sale de la estancia y vuelve mientras Murat conversa en turco con Eminé. Lleva una fotografía en las manos. Solícita, se la entrega a su madre, que, a su vez, se la da a Murat. Me levanto y me acerco a él. Es la foto de un viejo barco con una chimenea muy alta. Está atracado en un muelle y numerosas barcas lo rodean por la proa. El mar está tranquilo y en la costa que aparece al fondo se distinguen las casas cercanas a la orilla. El barco se recorta sobre una colina cubierta de pinos. Me cuesta distinguir el nombre del barco: Neveser. Podría ser el que trajo a la familia de María del Mar Negro a Constantinopla, me digo. Ha llevado consigo la foto del barco toda la vida y ahora se la ha entregado a Eminé, porque sabe que se acerca su fin. Pero ¿dónde estará ese puerto del Mar Negro?

– ¿Le importaría prestárnosla para hacer una copia? -pregunta Murat a Eminé-. Se la devolveré mañana.

– Por supuesto -accede Eminé sin dudarlo.

Su hija, sin embargo, se muestra más recelosa.

– Perdonen que me entrometa, pero ¿qué pasa con María? ¿Por qué la buscan? -pregunta a Murat.

– Ha desaparecido e intentamos localizarla. Es muy mayor y, según todos los indicios, está enferma.

Selmá expresa su conformidad al instante.

– Tiene razón. Yo la vi muy decaída.

No tenemos más preguntas y nos ponemos de pie. Nos despedimos de Eminé Kaplán y su hija nos acompaña a la puerta.

– ¿Me permite una última pregunta? -digo a Selmá cuando estamos ya a punto de irnos-. ¿Cómo les encontró María después de tantos años?

– Fue a preguntar a la casa donde vivíamos antes. Nosotros nos marchamos de Cihangir por mamá. Sufre del corazón y el aire aquí es más limpio. Sin embargo, mamá no quiso que vendiéramos la casa de Cihangir. «No pienso vender la casa de mis padres, la casa donde yo nací», nos dijo. Así que la alquilamos, para que ella tenga unos ingresos propios y se sienta más independiente.

– It's unbelievable -dice Murat ya en la planta baja-. Es increíble, esa mujer, María, piensa como nosotros. También nosotros interrogamos a los inquilinos para saber dónde encontrar a la familia Taifur.

– ¿Qué opinas del barco?

– Lo más probable es que se trate del barco que la trajo del Mar Negro a Estambul. Es su única pertenencia y se la ha legado a Eminé.

– ¿Te suena de algo el puerto que aparece en la fotografía?

– Pues no. La foto es muy vieja y yo no conozco Turquía tan bien. Aunque no será difícil identificarlo.

Subimos al coche patrulla para emprender el trayecto de vuelta. Antes de arrancar el motor, Murat se vuelve y me mira:

– Ve a Atenas para la boda de tu hija -dice-. Aquí ya no puedes hacer nada. No es seguro que encontremos a María Jambu con vida y, aunque lo consigamos, dudo que viva hasta el juicio.

Capítulo 27

– Papá, no quiero presionaros, pero ¿cuándo pensáis volver? Sólo quedan diez días para la boda. ¿Tan bonita es esa ciudad que no podéis abandonarla?

– No es la belleza de la ciudad, hija mía. Ando muy liado con el caso de esa mujer. Como dice mi colega turco, estamos persiguiendo a un fantasma.

– Lo entiendo. ¿No deberíamos entonces aplazar la boda?

– Ni se te ocurra. Este fin de semana estaremos en Atenas. Tendremos una semana entera por delante.

– Vale, pero estoy esperando a mamá para comprar el traje de novia. Y no es muy probable que encuentre mi talla exacta. Habrá que hacerle algunos arreglos, y no sé si habrá tiempo suficiente.

– ¿Por qué no lo compras tú sola?

– ¿Olvidas que prometí a mamá que lo haríamos juntas?

– No lo olvido. Puedes decirle a tu madre que has encontrado una oferta a mitad de precio, que es el último traje y que, si no lo compras ya, lo perderás y tendrás que pagar el doble.

Se ha producido una pausa.

– Papá, ¿te parece bien conspirar contra mamá y confabularnos a sus espaldas?

– No, no me parece nada bien; es más, me da vergüenza. Pero la única manera de ganar a tu madre es jugando con dos barajas.

Katerina se ha echado a reír.

– De acuerdo, me has convencido.

Esta conversación ha tenido lugar por la mañana, después del desayuno. Luego Adrianí y yo hemos ido a la agencia de viajes para comprar los billetes de vuelta. Había plazas en el vuelo nocturno del sábado, pero Adrianí las rechazó sin contemplaciones.

– No quiero viajar de noche. Quiero mirar por la ventanilla y ver las nubes y la tierra allí abajo, no la negra oscuridad.

Lo malo era que los vuelos del domingo estaban completos. En consecuencia, teníamos que esperar hasta el lunes. Cuando le dije que así perdíamos un día entero, Adrianí se volvió y me miró enfadada.

– Hemos perdido una semana entera por tu culpa, ¿y ahora te preocupa que perdamos un día por mí?

Lo dicho: a Adrianí sólo se la puede ganar jugando con dos barajas. Llamé a Murat para informarle de nuestros planes. Él no tenía nada nuevo que contarme, de modo que ahora estamos sentados en la recepción, Adrianí con una caja de dulces en el regazo, esperando la llegada de Zeodosis Kurtidis.

No sé si nos ha reconocido por nuestra actitud de espera, ya que la zona de recepción es únicamente de tránsito, o por la caja de dulces. En cualquier caso, el hombre ha entrado en el hotel a las ocho en punto y ha venido derecho hacia nosotros.

– Si no me equivoco, ustedes son los señores Jaritos -dice-. Yo soy Zeodosis Kurtidis.

El marido de la señora Kurtidu ronda los sesenta, es grueso, lleva traje y corbata y está casi calvo. El poco pelo que le queda ha encontrado refugio en las inmediaciones de sus sienes. Da la impresión de haber vivido siempre bien, al estilo de esos que tuvieron una infancia regalada y, de adultos, les fue aún mejor.

– Vivimos en Maçka, no está lejos -nos dice cuando subimos a su BMW-. Se encuentra en la colina desde la que se domina el palacio de Dolmabahçe.

El piso debe de ser enorme, porque el amplio vestíbulo da acceso a dos estancias contiguas, el salón y el comedor. Ambos espacios juntos deben de equivaler a un apartamento de setenta metros cuadrados. Adrianí mira a su alrededor impresionada. En esta ciudad sin duda ha habido tragedias, me digo, pero también hay comodidades. Al final, la señora Murátoglu tenía razón. Todos los que querían evitar las tragedias se fueron; todos los que preferían comodidades se quedaron.

Aleka Kurtidu nos recibe con un «bienvenidos» y una gran sonrisa. Acepta los dulces con el típico «no era necesario» y nos acompaña para hacer las presentaciones de rigor. El salón no tiene la sencillez de la sala de los Taifur. También está decorado con buen gusto pero no le faltan los objetos de plata en el aparador, sendos ribetes dorados en el respaldo del sofá y los dos sillones, ni una incrustación circular dorada en cada una de las patas de la mesa.

Aleka nos presenta a un matrimonio de su misma edad, que ocupa los dos extremos del sofá.

– El señor y la señora Meimároglu. -Nos decimos «mucho gusto» y nuestra anfitriona nos acerca a una pareja joven que, seguramente, no ha alcanzado la treintena.

– Y aquí están nuestros recién casados -anuncia orgullosa-. Eleni y Jaris Dikmén. Eleni y Jaris son amigos de Marika, mi hija. Marika tenía muchas ganas de venir a la boda pero, por desgracia, no pudo. -Eleni se levanta y me saluda efusivamente. El «mucho gusto» que profiere Jaris ha sonado como Murat hablando en griego.

La última parada de la ronda de presentaciones se hace delante de una mujer de cincuenta y tantos, que está sentada sola en un sillón y fuma como un carretero.

– No te molestes en presentarnos, Aleka. Ya me presento yo -le dice a la anfitriona antes de volverse hacia nosotros.

– Ioanna Sarátsoglu, profesora de lengua y literatura en el colegio Zappio -dice y enciende otro cigarrillo.

La mesa luce un mantel blanco almidonado, platos de porcelana, tres copas distintas de cristal, cubertería de plata y servilleteros también de plata con iniciales grabadas, algo que en Atenas sólo vería si me invitaran a cenar con el presidente de la República, lo cual se me antoja harto improbable. Los hombres nos alternamos en los asientos con las mujeres y a mí me toca junto a la profesora de lengua y literatura.

De repente me acuerdo del cumplido de la señora Kurtidu a propósito de los hábitos de Adrianí en la mesa y constato que, en efecto, sobre la mesa han desplegado una decena de platos distintos, unos calientes y otros fríos. Lo que nosotros llamamos «bufé» es aquí una cena en toda regla, y la diferencia es enorme. Porque, en un bufé, en tu plato se acumula una pirámide de manjares, mientras que aquí vas picando bocadito a bocadito. Los invitados se deshacen en alabanzas hacia el arte culinario de la señora Kurtidu, aunque el elogio más encantador se lo hace Adrianí.

– Después de tantos días en esta ciudad, pensando que probábamos la cocina local, Aleka -la tutea-, sólo ahora me doy cuenta de lo que realmente significa comer en Estambul.

La señora Kurtidu se lo agradece emocionada, aunque no puede apreciar el calibre del elogio, pues no sabe qué parca es Adrianí a la hora de alabar la cocina de los demás.

A partir de este momento, la conversación toma un derrotero que no puedo seguir: gira en torno a las parroquias, las iglesias, el Patriarcado, el hospital y el geriátrico de Baluklís, el Zografio, el Zappio y la Gran Escuela de la Nación. Seis de los comensales hablan exclusivamente de temas personales, dos -Adrianí y yo- no se enteran de nada y comen porque no tienen nada mejor que hacer, y la señora Sarátsoglu no muestra el menor interés en participar en las conversaciones.

– Nos hemos liado a hablar de nuestras cosas y les hemos dejado al margen -se disculpa la señora Sarátsoglu en un momento dado.

– No se preocupe, es lógico -le respondo, aunque empiezo a sentirme doblemente harto: de comer y de aburrirme.

– ¿Sabe?, cuando me he presentado no he sido muy precisa. He sido profesora de lengua y literatura en el colegio Zappio, pero ya no lo soy. Este año me he jubilado.

– ¿Lo lamenta? -pregunto, porque esto podría explicar su incesante manera de fumar, que ni siquiera interrumpe en la mesa.

– Sí y no. Sí, porque el Zappio era mi vida y ahora no sé qué hacer para llenar mi tiempo. Y no, no lo lamento, porque estos últimos años me había hartado de enseñar las obras de Palamás, Venesis y Kavafis a niños que a duras penas saben cuatro frases en griego. -Instantes después formula la inevitable pregunta-: ¿Tienen hijos, señor comisario?

– Una hija. Estudió Derecho en Tesalónica y ahora está haciendo las prácticas en Atenas.

– ¿Estudió griego antiguo?

– No. Cuando Katerina fue al instituto, habían eliminado el griego antiguo de los planes de estudios.

– A veces pienso que daría igual si enseñara mi materia en griego antiguo. Lo expliques como lo expliques, los niños tienen las mismas dificultades. Últimamente, tenía la sensación de impartir clases en un colegio extranjero. En el Saint Benoit, en el Colegio Alemán o en el Notre Dame de Sion. Los niños de nuestra escuela aprenden la gramática griega, hablan griego en clase cuando es necesario, pero cuando vuelven a casa hablan su lengua, el árabe. Igual que los alumnos de los colegios extranjeros.

– ¿No hay niños griegos en las escuelas?

– Sí hay. Como hay niños franceses en el Saint Benoit y alemanes en el Colegio Alemán. Pero son una minoría.

La cena ha terminado y nos dirigimos al salón para tomar el café. Sigo a la señora Sarátsoglu y me siento a su lado. En primer lugar, porque de repente me cae muy bien y, en segundo lugar, porque los demás seguirán hablando de sus cosas y me sentiré marginado.

– Eso también forma parte de la lucha -dice Sarátsoglu.

Pienso en lo obvio.

– ¿La lucha por la supervivencia?

– De una lucha abocada a la derrota, señor comisario. Por eso hacemos lo imposible para que no termine. Mientras sigamos luchando, aplazamos la derrota. -De repente se da cuenta de que se está poniendo pesada e intenta cambiar de tema-: Pero no quiero cansarle hablándole de mis problemas. No me lo tenga en cuenta. Creo que aún no me he acostumbrado a la jubilación. -Entonces me acuerdo de Despotópulos, que decía que la jubilación es una forma de paro privilegiado-. ¿Y ustedes por qué han venido? ¿De vacaciones? -pregunta la mujer.

– Ésa era nuestra intención, pero las cosas tomaron otro rumbo.

– ¿Alguna desgracia?

– No, es sólo que el viaje turístico se ha convertido en profesional. -Ni yo mismo sé por qué me siento tan a gusto con la señora Sarátsoglu. Quizá porque ella ha sido la primera en sincerarse y se ha ganado mi confianza. Quizá se deba a mi inseguridad, porque esta ciudad no es Atenas, los rum no son griegos y Murat no es Guikas. O quizá porque fuma como un carretero y me recuerda los buenos tiempos que nunca volverán, y más teniendo en cuenta que mi hija se casa con mi cardiólogo.

– Estamos buscando a una mujer, una tal María Jambu -le digo-. Vino de Drama, está muy enferma, según parece, y ha vuelto para saldar viejas cuentas antes de morir. Empezó con su hermano, a quien envenenó en Drama. Aquí ajustó cuentas con una prima suya, un ciudadano turco y una familia también turca.

– ¿Me está diciendo que mató a su hermano y luego vino aquí para seguir matando? -La mirada de la señora Sarátsoglu contiene partes iguales de asombro y de horror.

– No exactamente. A unos los mata y a otros los recompensa por el bien que le hicieron. -Y empiezo a contarle la historia que, la víspera, me relató la vecina turca de Minás y Zoé.

Ella me escucha pacientemente hasta el final.

– La vecina le contó la verdad -dice cuando termino-. Así sucedieron las cosas. A Zoé se le humedecían los ojos cada vez que oía el nombre de Melek Kaplán.

La miro atónito.

– ¿Usted conocía a los Dágdelen? -pregunto estupefacto.

La señora Sarátsoglu se echa a reír y señala a la pareja de recién casados.

– ¿Ve a esos tortolitos? Están juntos desde niños. Nuestros hijos crecen como si fueran hermanos y acaban casándose, ¿y usted me pregunta si conocía a Zoé y a Minás? -Nada puedo contestar a eso. Sarátsoglu lo sabe y me sonríe-: Zoé era tía mía, hermana de mi madre -me explica-. Y le diré que la vecina turca desconocía un detalle. No sólo se salvaron las alfombras y las joyas. Minás tenía una casa, que pudo poner a nombre de su hermana en cuanto se implantó el varliki y antes de que el hacha de la ley cayera sobre él. Cuando lo perdieron todo, se mudaron a esa casa y, poco a poco, volvieron a reconstruir sus vidas. Por desgracia, cuando ocurrieron los sucesos de septiembre recibió un nuevo golpe y entonces ya no le quedaron más fuerzas. Lo vendió todo y se fueron, aunque no a Grecia, sino a Canadá. A mí me lo contó todo mi madre, que, mientras vivió, mantuvo correspondencia con Zoé.

– ¿Y la casa que puso a nombre de su hermana?

– Minás no la vendió, se la dejó a su hermana. Pero ésta hace años que falleció. Minás y Zoé no tenían hijos. Supongo que la herencia pasa a los familiares más cercanos. Quién sabe, quizá yo esté entre ellos -concluye con una sonrisa picara-. Por otro lado, ¿qué sacaría? La casa debe de estar en ruinas y se necesitaría una fortuna para restaurarla.

– ¿Sabe dónde está la casa?

– En Psomaziá.

– ¿Cómo llaman los turcos a Psomaziá? -pregunto, porque ya sé que los griegos de aquí y los turcos emplean nombres distintos para un mismo barrio.

– Samatia.

– ¿Cree que María podía conocer la existencia de esa casa?

– Es muy probable. Aquéllos fueron tiempos revueltos, y la gente, mientras lloraba y se golpeaba el pecho, hablaba de todo a gritos.

De repente, sé dónde puede estar escondida María: en la casa abandonada de la hermana de Minás. Mi descubrimiento, sin embargo, en lugar de procurarme alegría y alivio, me pone en un nuevo dilema. ¿Se lo cuento a Murat o finjo no haber visto nada, no haber oído nada, no saber nada?

Si me callo, el lunes subiré al avión con Adrianí y llegaré a Atenas a tiempo para la boda de mi hija. Si hablo, tendré que seguir con el caso, cosa que no sé dónde nos puede conducir.

El dilema me sigue atormentando en el coche de los Dikmén, que nos acompañan al hotel. Al final, el gilipollas honesto que llevo dentro prevalece y llamo por teléfono a Murat mientras Adrianí está en el baño, porque si me ve telefoneando, pondrá el grito en el cielo.

Oigo el evet soñoliento de Murat.

– Did I wake you? -le pregunto.

– Sí, me has despertado, pero supongo que será por algo importante.

Le cuento toda la historia que he sabido de boca de la señora Sarátsoglu.

– María podría esconderse en casa de la hermana de Minás Dágdelen.

– Estaré en el hotel a las ocho de la mañana -dice.

Ya he colgado el teléfono cuando Adrianí sale del baño. Después, ella duerme el sueño de los justos, y yo, el sueño angustiado de los pecadores.

Capítulo 28

Tengo una piedra en el estómago, una piedra tan pesada como la que se atan al cuello los que quieren morir ahogados. Mi estómago tocó fondo anoche, con el banquete en casa de los Kurtidis. La indigestión me hizo pasar una noche de perros, durante la cual yo gruñía de dolor y Adrianí protestaba porque no la dejaba dormir.

– ¡Pero qué gula la tuya, hombre! -exclamó indignada allá a la hora del alba-. Aquí has de picotear, no devorar como si fuera tu última cena.

– ¿Y tú qué sabes de cómo hay que comer aquí? ¿Naciste en Tatavla, en Prínkipos, en Moda o en Arnavutkóy y no me lo has dicho? -Me asombra haber recordado a la primera los nombres de todos estos barrios y suburbios de la ciudad, aunque bien es cierto que la ira es el mejor acicate para la memoria, al contrario que la confusión, que la disipa.

Ahora voy sentado al lado de Murat y no dejo de bostezar en cada semáforo, mientras él me lanza miradas de soslayo.

– ¿Te he obligado a despertarte demasiado temprano? -pregunta al final.

– En absoluto, porque no he dormido. Anoche nos invitaron a cenar y comí demasiado.

Murat se carcajea.

– ¿Por qué crees que prefiero las comidas alemanas? Porque nunca te incitan a atiborrarte.

El coche bordea la costa, siguiendo el consabido trayecto hacia el aeropuerto. Circular por esta ciudad es sencillo mientras te ciñes a las arterias principales. Las dificultades empiezan cuando sales de las avenidas para entrar en los callejones. Allí la has liado, y no hay mapa ni brújula que te asista.

Murat tuerce a la derecha y enfila una calle separada del paseo marítimo por una franja poblada de árboles altos, una mezcla de zona de descanso y parque infantil. Las casas del otro lado de la calle presentan una imagen multicolor; cada casa, un color distinto. Esto me despeja, a diferencia de la monotonía del mar, que me adormecía mientras circulábamos por el paseo marítimo. Lo curioso de los barrios pobres de esta ciudad es que son baratos pero coloridos, no como los nuestros, que son baratos y grises.

Murat tuerce de nuevo a la derecha y, un poco más adelante, nos encontramos ante un gran hospital. Aledaña a éste, sube una calle con bloques de pisos de mal gusto a la izquierda y unos cuantos árboles a la derecha, que seguramente pertenecen al jardín del hospital. Murat para el coche y me mira.

– Hasta aquí hemos llegado bien. ¿Sabes cómo hemos de continuar?

– Sugiero que vayamos primero a la iglesia. Allí conocerán la casa de los Dágdelen, si aún sigue en pie.

La iglesia se encuentra en una calle céntrica y, junto con el patio que la rodea, ocupa una gran extensión. La entrada principal está cerrada y tenemos que rodear la manzana hasta encontrar una verja, que también está cerrada. Murat llama al timbre. Pronto se oye una llave que chirría en una cerradura muy antigua y la pesada verja se entreabre. Aparece un hombre de tez oscura, padre de alguna de las alumnas de Sarátsoglu, que nos observa con suspicacia. Dejo que hable con él Murat; creo que a mí me resultaría difícil hacerme entender. Como todo el mundo aquí, también este hombre se muestra mejor dispuesto en cuanto oye la palabra mágica: «pólice». Más allá de su actitud solícita, sin embargo, todo en él indica ignorancia. Al final, le dice algo a Murat y abre la verja de par en par.

– ¿Qué ocurre? -pregunto al ver que Murat echa una mirada amenazadora al portero.

– Me ha hecho perder el tiempo -explica él-. Es sirio, no conoce a nadie, pero se las da de patrón y me ha estado ocultando que en la iglesia hay un sacerdote que, con toda probabilidad, sabrá más que él.

El hombre nos conduce a una estancia muy exigua, donde apenas cabe un gran escritorio de madera y dos sencillas sillas metálicas para las visitas. Un sacerdote cuarentón, delgado y con la barba cuidada se levanta de detrás del escritorio para recibirnos.

– Your turn -me susurra Murat-. Tu turno.

El portero sirio, sin embargo, no está dispuesto a ceder el protagonismo a nadie. Empieza a contárselo todo al sacerdote, en turco y de un tirón.

Intervengo con un: «Escuche, padre», porque el sirio me está poniendo de los nervios, ya bastante maltrechos por culpa de mi dolor de estómago y la falta de sueño.

– No le molestaremos mucho. Sólo quisiéramos hacerle dos preguntas, pero que son muy urgentes. ¿Ha visto o ha oído hablar de una griega que haya llegado recientemente a Psomaziá?

– Amigo mío, hace ya diez años que los griegos abandonaron Psomaziá. Aún quedan algunas familias armenias, pero griegas, ninguna. Yo vengo a la iglesia más para ocuparme de algunos trámites burocráticos que para oficiar liturgias.

– Muchas gracias. Y ahora la segunda pregunta. ¿Sabe dónde se encuentra la casa de una tal Dágdelen?

– ¿De Ekaterini Dágdelen? Claro que lo sé. Ekaterini murió hace diez años. Yo mismo oficié el funeral. Acababa de ser ordenado. Vengan, les indicaré dónde está la casa, no queda lejos de aquí.

Se pone de pie. El sirio hace ademán de seguirle, pero el sacerdote le indica que se quede. Salimos los tres a la calle y él señala una casa de madera en la acera de enfrente, en la siguiente manzana. Es una ruina de tres plantas, semioculta entre dos construcciones baratas de hormigón. En la planta baja hay tres ventanas; en la primera, dos ventanas y una especie de jaula que hace las veces de balcón; en la segunda, de nuevo tres ventanas.

– Permítame una pregunta más, padre. Si alguien se hubiera instalado últimamente en la casa de Ekaterini Dágdelen, ¿avisarían los vecinos, por ejemplo, a usted, o a la policía? -Noto que me mira extrañado-. Sé que mi pregunta puede parecer rara, pero no se preocupe. Sólo deme una respuesta.

– ¿Quién iba a avisar, y a quién? A este barrio llegan a diario familias de Anatolia, de Turkmenistán y de Azerbaiyán. ¿Quién se va a fijar en una cara nueva cuando todas lo son?

Cruzamos la calle y nos aproximamos a la casa de Ekaterini Dágdelen. Pese a que la puerta está cerrada, basta que Murat le dé un empujoncito para que se abra sin dificultad.

El hedor lo invade todo. Nos miramos sabiendo lo que nos espera: otro cadáver. Muy cerca de la entrada arranca una escalera que conduce a las plantas superiores. En la primera, a la izquierda, hay una puerta cerrada, mientras que al fondo veo una segunda puerta, abierta ésta, a través de la cual se divisa una cocina. Entramos primero allí. Está reluciente, como si la hubieran limpiado a conciencia el día anterior. Murat abre uno de los armarios.

– Tenías razón, vive aquí -dice y saca del armario una caja de hojaldre para empanadas, una botella de aceite y un trozo de queso feta envuelto en papel manteca.

– ¿Nada más? -le pregunto.

– Nada más.

– Hemos llegado tarde, ya se ha ido.

– ¿Cómo lo sabes? -se sorprende Murat.

– Falta el veneno. Se lo ha llevado.

– No te precipites. Quizá lo encontremos en otra parte.

Es posible, aunque mi intuición me dice que no encontraremos ni el veneno ni a María.

Antaño, la estancia debió de hacer las veces de salón. Ahora sólo queda una mesa y dos sillas desvencijadas. Si había otros muebles, cosa muy probable, alguien supo aprovecharse de la falta de herederos.

En la segunda planta sólo hay un dormitorio. La cama de matrimonio es de hierro. El colchón está cubierto con una manta, extendida con el esmero que pondría un ama de casa.

– Dormía aquí -afirma Murat.

Estoy de acuerdo, pero otra cosa atrae mi atención. En la pared, junto a la cama, hay una estantería con dos viejos iconos.

En uno apenas se distingue la figura de la Virgen con el niño; el otro debe de ser de algún santo. En los iconos se apoyan cuatro fotografías. En una de ellas aparece una pareja que sonríe a la cámara; en las otras tres, se ven dos mujeres y un hombre, fotografiados por separado. Dos de las fotos, la de la pareja y la de una de las mujeres, están apoyadas en el icono de la Virgen. Las otras dos, la foto del hombre y de la otra mujer, se apoyan en el icono del santo. Delante de todas ellas arde un candil.

– ¿Quiénes serán? ¿Tienes alguna idea? -pregunta Murat.

– No, las caras no me suenan de nada.

El cadáver está en la tercera planta. Es una mujer de edad avanzada, bien conservada y bien vestida. Lo de bien vestida es más bien una suposición, ya que el vómito se ha secado sobre la blusa y la cubre por completo. La misma imagen que la de Kemal Erdémoglu. La mujer está tendida en un diván, delante de las ventanas de la tercera planta, que dan al patio de la iglesia. Miro a mi alrededor y, sobre la mesa solitaria que ocupa el centro de la habitación, no hay restos de empanada de queso, ningún plato. La casa brilla como una patena.

– Limpió la casa -observa Murat como si le costara creérselo.

– Es lo que hizo toda su vida. Dejar la casa limpia antes de irse.

Murat no se ocupa en absoluto de la víctima. Saca el móvil y empieza a hacer llamadas. No hace falta que se lo pregunte, sé que llama a la Brigada Científica y al Departamento Forense.

De repente empieza a invadirme el pánico. Este asesinato trastocará mis planes por completo; quizá no pueda irme de la ciudad, ni siquiera sólo para la boda. Mi primera desazón es por Katerina, que se llevará un disgusto, y la segunda por Adrianí, que se pondrá furiosa. Y aquí no hay baraja marcada que valga: se la ha llevado María Jambu.

Quizá se deba al pánico, que me impulsa a buscar desesperadamente una solución, pero lo cierto es que mi mente empieza a despejarse.

– Quiero que hagas venir a Efterpi Lasaridu -digo a Murat, al tiempo que saco mi libreta del bolsillo-. Vive en Çimen sokak, en Fanar. El conductor del coche patrulla que me llevó el otro día sabe dónde está la casa.

Murat me mira dubitativo, pero no me lo discute. Saca de nuevo el móvil mientras también yo busco el mío para llamar a Adrianí:

– Necesito el número del móvil de la señora Kurtidu.

– ¿Para qué?

– No es momento de hacer preguntas -la corto-. Tenemos otra víctima y vamos contrarreloj. Dame el número de la señora Kurtidu.

Adrianí comprende que no debe insistir y me da el número.

Intento ocultar mi desasosiego y mostrarme cortés:

– Señora Kurtidu, ¿sería tan amable de darme el teléfono de Ioanna Sarátsoglu?

– Ya vi que anoche charlaban muy animadamente -me dice ella con su habitual jovialidad-. Ioanna es una excelente persona. Fue profesora de mi hija, Marika.

A punto estoy de decirle que no busco novia, pero me reprimo y rápidamente llamo a la señora Sarátsoglu.

– Señora Sarátsoglu, necesito que me haga un favor. Quiero que venga a Psomaziá, a la casa de Ekaterini Dágdelen. Está enfrente de la iglesia. Es una casa de tres plantas, prácticamente en ruinas. ¿Mando un coche patrulla a buscarla?

– No se moleste, iré en mi coche -contesta tras reflexionar unos instantes.

– ¿Te importaría decirme cuál es tu plan? -pregunta Murat.

– Si María tenía las fotografías junto a los iconos y el candil, sin duda se trata de personas queridas para ella. Es posible que Efterpi Lasaridu y una profesora que conocí anoche puedan identificarlas.

– De acuerdo, pero ahora tengo que salir de aquí, porque voy a vomitar.

En el instante en que nos disponemos a abandonar la habitación, me fijo en un documento impreso en turco que se encuentra encima de la mesa.

– ¿Qué es esto? -pregunto a Murat.

Él le echa un rápido vistazo sin tocarlo.

– Es un formulario de cesión de poderes para un abogado -responde.

– O sea, que la víctima debía de ser abogada.

– Sí, y María la atrajo hasta esta casa con el pretexto de querer encargarle la venta del inmueble. La envenenó en la planta superior, para que no tuviera fuerzas para bajar las escaleras y pedir ayuda.

A mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, no les irían mal unas cuantas lecciones de Murat. Si lo tuviera en mi departamento, no quedaría crimen sin resolver.

– Tenías razón, María Jambu se ha ido -dice Murat cuando ya estamos en la calle, al fin lejos de la pestilencia-. No hemos encontrado ni el veneno ni su maleta.

A los diez minutos se plantan ante nosotros la furgoneta de la Brigada Científica y la ambulancia, acompañadas de un coche patrulla. El forense llega por separado, en su propio coche. Murat les da instrucciones y desaparecen en el interior de la casa. Los policías intentan alejar a los curiosos, que se han olido el espectáculo y acuden como moscas. Entre ellos, el sacerdote, que sale de la iglesia y se me acerca.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta inquieto.

– Ya lo sabrá mañana.

Me mira extrañado pero no insiste. Cruza la calle para volver a la iglesia.

Efterpi Lasaridu es la primera en llegar. Lo hace en un coche patrulla; el conductor, amablemente, le abre la puerta y la ayuda a bajar. En cuanto me ve, corre hacia mí.

– ¿Ha muerto alguien más? -pregunta acongojada.

Sé que la voy a obligar a contemplar un espectáculo espeluznante; será un duro golpe, teniendo en cuenta su edad.

– Señora Lasaridu, procure mantener la calma -le advierto-. Lo que va a ver no es agradable. Aunque voy a decirle una cosa: puedo equivocarme, pero creo que usted no conocía a la víctima. Antes, sin embargo, quisiera mostrarle otra cosa.

La guío hasta el interior de la casa y la ayudo a subir las escaleras. Murat nos sigue. Cuando alcanzamos el primer piso y abro la puerta, Efterpi Lasaridu, temiendo lo peor, cierra los ojos. Al abrirlos y ver que allí no hay nada, se tranquiliza.

– ¿Reconoce a alguna de las personas que aparecen en las fotos?

La anciana las mira con atención.

– Éste es Lefteris -dice; se refiere a Lefteris Meletópulos-. A la mujer no la conozco, pero debe de ser su esposa. Las edades concuerdan. -Entonces se fija en la fotografía de la otra mujer-. Y ésta es Safó, su cuñada. -Se santigua y murmura-: Que Dios nos ampare.

– Ahora debe mostrarse fuerte, señora Lasaridu -le digo y la acompaño al piso superior.

Cuando ve el cadáver tendido en el diván, se tapa la boca con ambas manos para ahogar un grito. Sólo consigue farfullar:

– ¿Cómo has podido, María? ¿Cómo has podido?

– ¿Conoce a la víctima? -pregunto.

La expresión de la anciana cambia bruscamente.

– ¿Y quién no conocía a esta serpiente en Constantinopla, señor comisario? Media ciudad la maldecía y le deseaba que enfermara de cáncer, pero se adelantó la mano de María.

La tomo del brazo y la saco de la habitación.

– ¿Quién era? -pregunto.

– Felicidad Aslanidu, abogada. Felicidad para sí misma, desgracia para los demás -concluye.

– ¿Qué tenía que ver María con ella?

– María, nada. Que yo sepa, fue Lefteris quien tuvo tratos con la abogada. El turco la contrató para que convenciera a Lefteris de que le vendiera el negocio. Dicen las malas lenguas que la mitad del dinero que se ahorró el turco al comprar la tienda fue para Aslanidu.

– ¿Hay pruebas de eso?

– ¿Pruebas? -exclama la señora Lasaridu fuera de sí-. ¿Pruebas? Esa mujer engañó a la mitad de los griegos que huyeron. Caía sobre ellos como un cuervo, se los camelaba, «no sabes cómo te entiendo», «haré todo lo que esté en mi mano», y vendía sus casas y sus negocios a sus clientes por una porquería. Sólo dejaba tras de sí lamentos y desolación. -Toma aliento y prosigue con más calma-: María me contó que, cuando se descubrió la patraña y Lefteris sufrió la embolia, su mujer fue a ver a la abogada y le preguntó cómo había podido cometer semejante canallada. Felicidad Aslanidu le gritó: «¡Encima que os ayudé, vienes a pedirme cuentas!», y la echó de su despacho. Entonces apenas empezaba a ejercer. Imagínese con qué dineros amasó su fortuna.

Me dispongo a ayudarla a bajar las escaleras cuando Murat nos detiene.

– ¿Puedo hacerle yo también una pregunta? -dice y saca del bolsillo la fotografía que me había dado Eminé-. Pregúntale si reconoce este lugar.

La señora Lasaridu mira la fotografía y dice enseguida:

– Es Giresun -afirma.

– Teşekkür ederitn, Madame -dice Murat y le da una palmadita en la espalda-. Sagol -añade.

No sé qué le ha dicho, aunque supongo que ha empleado un superlativo de teşekkür, que quiere decir «gracias».

– ¿María era de Giresun? -pregunto a Efterpi Lasaridu.

– Sí, pero la familia vivía en Trebisonda. Lambros, su padre, trabajaba en las empresas de Konstantinidis; no sé si habrá oído hablar de él, era el comerciante y banquero más rico de Giresun. Lambros ocupaba un cargo importante y todos le tenían en gran estima. Pero se obcecó en la idea de liberar la región del Mar Negro y huyó a las montañas. Claro que la culpa fue también de Konstantinidis, que le hablaba de la «República del Mar Negro». Antes de ir a la guerra mandó a su mujer y a María a casa de su hermano, que vivía en Giresun. De allí vinieron a esta ciudad.

– ¿Recuerda dónde vivían?

– Cerca del castillo, no sé exactamente dónde.

Ya nos lo ha contado todo, y la ayudo a bajar lentamente las escaleras. En la calle la espera el coche patrulla para llevarla de vuelta a su casa.

– Muchas gracias, señora Lasaridu, nos ha sido de gran ayuda -le digo mientras la ayudo a subir al coche.

– Que el buen Dios se apiade de María, señor comisario. Que el buen Dios la perdone. Aunque haya matado, no ha cometido ninguna injusticia -son sus palabras de despedida.

En el mismo momento en que la señora Lasaridu se va, llega la señora Sarátsoglu. Se olvida de saludarme y, yendo al grano, me pregunta qué ocurre.

– Tengo que enseñarle algo que no le gustará, señora Sarátsoglu, pero es necesario que lo vea.

Está claro que viene mentalizada, porque no hace ningún comentario y me sigue en silencio hasta la primera planta. En cuanto ve las fotografías en la estantería, exclama:

– La pareja de la foto son Zoé y Minás. A los demás no los conozco. -Se vuelve y me mira extrañada-: ¿María tenía esta foto? ¿De dónde la sacó, señor comisario?

– No tengo la menor idea, pero la llevaba consigo.

Su reacción al ver el cadáver de Felicidad Aslanidu se parece mucho a la de Efterpi Lasaridu, tal vez un poco más contenida. Sólo cuando salimos de la habitación se permite dar rienda suelta a sus sentimientos:

– ¡Hizo muy bien! Que Dios me perdone, pero ¡María hizo muy bien! -Se dirige a mí, porque siente la necesidad de explicar su reacción-: Soy una mujer instruida, señor comisario, soy profesora, he enseñado a alumnos y a alumnas durante años. Y no creo en la venganza personal, pero sí en la justicia divina.

– No hace falta que me acompañes a Giresun -dice Murat-. Ya has hecho todo lo que estaba en tu mano.

No le falta razón, pero yo quiero ir, a pesar de todo. No porque crea que mi colega turco me la jugará, como pensaría Guikas, ni porque tema que los turcos me darán una puñalada trapera en el último momento, como habría pensado Despotópulos. Sencillamente, quiero conocer a esa mujer que enciende candiles en una planta y asesina en la de arriba.

Capítulo 29

En lugar de volar a Atenas, subo a un avión que se dirige a Trebisonda. Y lo cierto es que, antes de abrocharme el cinturón de seguridad por culpa de unas perturbaciones atmosféricas, ya había tenido que ponérmelo en el hotel por culpa de las perturbaciones de Adrianí.

– ¡Desde luego, tú ya no tienes remedio! -estalló cuando le dije que pensaba ir a Giresun-. Pasas de todo, de tu hija, de Fanis, de tus consuegros y hasta de mí. No piensas más que en esa tal María. Si hubiera sabido que ocurriría esto, te habría propuesto ir de vacaciones al Amazonas.

Intenté tranquilizarla sin perder la calma, porque me sabía culpable.

– No te preocupes. Como muy tarde, estaré de vuelta el domingo a última hora, quizás antes.

– Ése es problema tuyo. Que sepas que el lunes por la mañana yo subiré al avión de Olympic y volveré a Atenas. Que lo haga sola o acompañada, eso ya depende de ti.

Así zanjó toda posibilidad de seguir discutiendo. Y no me deseó un buen viaje a Trebisonda.

A pesar de las turbulencias familiares, tuve tiempo de avisar a Markos Vasiliadis, no sin antes ponerme de acuerdo con Murat.

– María Jambu necesitará ayuda -le dije-. Si la detenemos, alguien tendrá que buscarle un abogado y cuidar de ella en la cárcel. Y si muere, alguien deberá ocuparse del funeral. Efterpi Lasaridu no está en condiciones.

Así que Markos Vasiliadis está sentado dos filas más adelante que nosotros y mira por la ventanilla del avión. A mi lado, Murat ha cerrado los ojos y da la impresión de estar dormido. Yo ni puedo mirar por la ventanilla, ya que ocupo el asiento del pasillo, ni puedo conciliar el sueño, porque, a pesar de mis promesas a Adrianí, tengo miedo de no llegar a tiempo para la boda de Katerina.

Murat entreabre los ojos y me sonríe.

– No me gustan los aviones -confiesa-. No me siento seguro en las alturas, por eso trato de dormir.

Por suerte, no llevamos equipaje y nos encaminamos directamente a la salida. Yo sólo llevo el neceser con la maquinilla de afeitar y el cepillo de dientes, más que nada para convencer a Adrianí de que el viaje durará poco. Ella, no obstante, me lanzó una mirada llena de desdén y dijo:

– Camisas y ropa interior se pueden comprar hasta en Bangladesh. ¡Imagínate en Trebisonda!

En la salida nos espera un oficial de alta graduación, uniformado, que saluda a Murat y me estrecha la mano, pero ignora por completo a Vasiliadis. Tras el «mucho gusto» inicial, entabla conversación con Murat.

– Hemos localizado el autobús -nos informa mientras nos dirigimos al coche patrulla-. La mujer viajó de noche, y llegó hace tres días directamente a Giresun. No pasó por Trabzon -dice, empleando el nombre turco de Trebisonda-. La policía de Giresun está intentando localizarla. Espero tener noticias antes de que lleguéis allí.

El oficial se despide de nosotros y nos deja en manos del conductor del coche patrulla. Salimos a una avenida, tan impersonal e indistinta como todas las avenidas que comunican a las ciudades con los aeropuertos. Conforme nos acercamos a la ciudad, sin embargo, empiezan a alzarse a ambos lados bloques de ocho y de diez pisos, tan coloridos como los de Estambul, aunque aquí no predomina el verde pistacho sino el color teja oscuro.

Los tres miramos por las ventanillas, cada uno por razones distintas. Murat, llevado por la curiosidad del recién llegado, puesto que no conoce la zona. Vasiliadis, para no pensar en lo que le espera cuando se encuentre con María. Y yo, para olvidarme de Adrianí y de la posibilidad de no asistir a la boda de mi hija..

– Supongamos que la encontramos. ¿Qué hacemos después? -pregunto a Murat para romper el silencio.

– No nos precipitemos en tomar decisiones. Encontrémosla primero.

El coche patrulla tuerce a la derecha y enfila una avenida que corre paralela a la orilla del mar. El cielo está encapotado, y el mar, negrísimo y agitado.

– Por el color del mar, diría que se va a estropear el tiempo -le digo ingenuamente a Murat.

Él se echa a reír y traduce mi comentario al conductor, que también se ríe con ganas.

– ¿Sabes por qué lo llaman Mar Negro? -me pregunta Murat.

– No. Nosotros lo llamamos Pontos Euxinos.

– Lo llaman Mar Negro porque está negro como la pez.

– Antiguamente lo llamaban Negro, Euxino, que significa «acogedor», para halagarlo, apelar a su misericordia y serenarlo -explica Vasiliadis.

– Es posible, aunque en la actualidad conviene que esté negro -replica Murat.

– ¿Cómo es eso?

– Porque así no se nota la suciedad. Cinco países distintos lo utilizan como vertedero. A los cinco les conviene, y por eso no se ponen de acuerdo en limpiarlo. -Hace una pequeña pausa y me dice, más calmado-: No me hagas caso. Yo soy de Alemania, es decir, un inadaptado.

Aún avanzamos por la avenida cuando el tráfico se vuelve más lento y Murat indica al conductor que active la sirena. Turismos y camiones se hacen a un lado para dejarnos pasar. El conductor le dice algo a Murat y éste me lo traduce:

– No tardaremos en llegar, máximo una hora.

La zona, densamente poblada, recuerda las costas de Creta. Atravesamos pueblos y pequeñas ciudades. El verde impera por todas partes, aunque los cipreses de antaño han cedido el protagonismo a los bloques de diez pisos, pintados con el característico rojo teja de la zona. El rojo mira al verde desde lo alto.

– ¡Ya la tenemos! -anuncia Murat con alegría después de hablar por el móvil-. Vive en un barrio que se llama Zeytinlik.

– «Olivar» en griego -me explica Vasiliadis.

– Los que viven en la casa avisaron a la policía local. Así la localizamos.

– ¿Eso hacen aquí? ¿Avisan a la policía cuando llega a su casa un desconocido? -le pregunto a Murat, asombrado-. Nosotros sólo lo hacíamos durante la dictadura.

– También aquí la costumbre empezó durante la dictadura de Evrén, como la llaman. Esta zona padeció mucho en la época de Evrén y no han olvidado el terror. La gente prefiere dormir tranquila.

A un lado el mar, al otro bosques de avellanos. Dos kilómetros más adelante se abre ante nosotros una ciudad costera asentada en una bahía. Frente al puerto hay un islote, parecido a las islas Zodorú, en Creta, aunque éste es muy verde. Una bandada de gaviotas sobrevuela el islote trazando círculos. El cielo sigue plomizo, y el mar, tempestuoso.

– Hemos llegado -dice el conductor a Murat, y señala una colina un poco más adelante.

Mientras subimos la colina, diviso, en lo alto, el castillo de la ciudad. Antes de llegar al castillo, el coche patrulla tuerce hacia el sureste y prosigue el ascenso. En ese barrio predominan las casas antiguas de dos y tres plantas. Deben de haberlas declarado de interés cultural, porque están bien cuidadas y el color rojo teja brilla por su ausencia.

El coche patrulla se detiene en una curva y el conductor señala una casa de dos plantas, situada un poco más arriba. Bajamos del coche para proseguir a pie. El conductor se dispone a acompañarnos, pero Murat le ordena que nos espere junto al coche.

La casa, a todas luces restaurada, está bien conservada. Todo indica que nos esperan, porque la puerta se entreabre enseguida. En el umbral aparece una mujer que debe de rondar los sesenta, con la cabeza cubierta con un pañuelo. Murat le dirige un par de palabras y ella abre la puerta de par en par, diciéndonos hoş geldiniz a cada uno por separado.

El vestíbulo, cuadrado y espacioso, tiene el suelo de baldosas. A la mesa está sentado un hombre con cabello y bigote blancos que, o bien es mayor que la mujer, o bien lo ha vapuleado más la vida. También el hombre nos da la bienvenida y luego empieza a hablar con Murat. Como no quiero interrumpir la conversación, pido a Vasiliadis que me la traduzca.

– María llamó a la puerta en torno al mediodía -empieza Vasiliadis-. Cuando le abrieron, dijo que ésta era la casa donde había nacido y preguntó si le permitirían verla. La dejaron pasar. Ella entró y empezó a observar a su alrededor. «Nosotros no teníamos mesa en el recibidor», les dijo, «y aquí había un aparador con un espejo.» Aquello convenció al matrimonio de que, efectivamente, había sido su casa. -Vasiliadis interrumpe la traducción para oír lo que dice la mujer-. Nos llevará arriba, para ver a María -concluye.

La mujer nos conduce por una escalera de madera al piso superior y abre una de las dos puertas que dan al pasillo. En la habitación sólo hay una cama. Por lo demás, la estancia está vacía. En la cama está tendida una mujer con el cabello blanco, labios carnosos y vello sobre el labio. Está en los huesos, y las mejillas, hundidas, se le han pegado a las encías.

Oigo la voz de la hanum que habla con Vasiliadis y con Murat, pero yo no puedo apartar la vista de María. Mira la pared de enfrente con ojos extraviados. Cuando entramos en la habitación, se volvió y nos lanzó una mirada de indiferencia, para después fijar la vista en la pared, como si nuestra presencia allí no fuera con ella.

– Subió al primer piso como si estuviera escalando una montaña -Vasiliadis reemprende la traducción de las palabras de la hanum-. Abrió enseguida la puerta de esta habitación y dijo: «Éste era mi dormitorio, aquí dormía yo». Se tendió en la cama como si fuera suya todavía y desde entonces ya no se ha levantado. El matrimonio se dio cuenta de que estaba muy enferma, se asustaron y llamaron al médico. Éste dijo que tenían que trasladarla al hospital enseguida para hacerle unos análisis, pero María no quiso y a los propietarios de la casa les pareció una falta de hospitalidad insistir. Se limitaron a avisar a la policía, por si a la mujer le sucedía algo y para no verse envueltos en problemas.

Vasiliadis concluye la traducción, se acerca a María y le dice con ternura:

– María, soy Markos, Maricos Vasiliadis. ¿Te acuerdas de mí?

– Tres días, cielo y mar -dice María, y no está claro si le responde a él o si su mente viaja por otros mundos-. Tres días, cielo y mar.

– Dice la hanum que no deja de murmurar esta frase y otras, todas incomprensibles -me explica Vasiliadis-. Cuando le hablan no contesta, sólo repite esas frases. -Hace una pequeña pausa antes de añadir-: Sé de qué habla. También nos lo decía a nosotros. Se refiere a su viaje de Giresun a Estambul. Durante tres días no veía más que cielo y mar.

– María, un trozo grande no, también han de comer los demás -dice. De repente la ahoga la tos y su cuerpo enclenque empieza a sacudirse. No tose con mucha fuerza, pero no porque el acceso de tos sea más débil, sino porque no le quedan energías ni para eso-. ¡María, quita las manos de la empanada! ¡María, quita las manos de la empanada! -repite una y otra vez entrecortadamente. Y luego un nuevo acceso de tos.

– ¿Qué dice? -pregunta Murat, que está a mi lado.

– Según Vasiliadis, describe su viaje de Giresun a Estambul. Duró tres días y tres noches. Parece ser que su madre había preparado una empanada de queso para que tuvieran algo que comer en el barco.

Murat me escucha y menea la cabeza.

– Ahora sabemos por qué hizo de la tirópita un arma a la vez que un regalo -dice y sale de la habitación.

– María, un trozo grande no, también han de comer los demás.

Vasiliadis se acerca a la cama, toma la mano de la mujer y lo intenta de nuevo:

– María, soy Markos.

– Tres días, cielo y mar.

– Sí, lo sé. Viajaste tres días y tres noches de Giresun a Estambul. Yo soy Markos, Markos Vasiliadis. ¿Me reconoces, María?

Ella vuelve la mirada sin mover la cabeza y dice:

– Comeré tu caca. Beberé tu pipí.

Vasiliadis se cubre el rostro con las manos y se echa a llorar.

– Es lo que le decía a mi hermana cuando le cambiaba los pañales -dice-. Le besaba las manitas y le decía: «Comeré tu caca. Beberé tu pipí».

Intenta contener las lágrimas, pero no lo consigue. La hanum observa a María y menea la cabeza, como hacen las mujeres cuando se sienten impotentes ante la desgracia.

– ¿Cómo es posible que lo recuerde todo? -me pregunta Vasiliadis-. La travesía por el Mar Negro, lo que le decía a mi hermana cuando era un bebé… Todo.

Le doy una palmadita amistosa en la espalda, sin añadir ningún comentario. No quiero decirle que podría ser el último destello de luz antes de la muerte. Mi padre no se enteraba de nada hacia el final de su vida. Le pedía agua a mi madre y, después de bebería, la insultaba porque no le daba agua. Pocas horas antes de su muerte, se acordó de la guerra civil, de las batallas en Vitsi y en Grammos, y empezó a contar guerrilleros.

La hanum se acerca a Murat, que está de pie junto a mí, y le dice algo.

– ¿Qué te ha dicho? -le pregunto.

– Dice que, si lo preferimos, ella y su marido podrían ir a pasar unos días a casa de su hija, en Tirébolu, para que María se sienta completamente en casa, ya que no quiere ir al hospital. Vasiliadis puede quedarse también para cuidar de ella.

– No, no. Será mejor llevarla al hospital -interviene Vasiliadis, que ha oído las palabras de la hanum.

Murat lo toma del brazo y lo conduce fuera de la habitación. Me quedo a solas con María. Ella mantiene la mirada perdida siempre fija en la pared. La observo y me pregunto de dónde ha sacado fuerzas este cuerpo esquelético para matar a cuatro personas, preparar empanadas de queso, recorrer Constantinopla de arriba abajo e ir siempre un paso por delante de nosotros. Es como si hubiera calculado sus fuerzas al milímetro, para que la pudieran llevar hasta su cama, donde por fin podría venirse abajo.

– ¡María, quita las manos de la empanada! ¡María, quita las manos de la empanada!

Murat y Vasiliadis vuelven a entrar en la habitación.

– De acuerdo, me quedaré en Giresun, en un hotel -dice Vasiliadis-. Pero que esta gente no se vaya de su casa, bastantes sacrificios han hecho ya.

No hago ningún comentario. Comprendo que Murat lo ha convencido de que reconsidere su decisión. Echo una última mirada a María, a la que vuelve a sacudir la tos, y salgo del dormitorio.

– ¿Qué le has dicho a Vasiliadis? -pregunto a Murat.

– Le he preguntado si había pensado bien la opción del hospital. Le he dicho que allí María dormirá y despertará con un policía en la habitación, apostado para vigilarla. ¿Y cómo la tratarán los médicos y las enfermeras cuando sepan lo que ha hecho? ¿Es ésa la mejor manera de pasar los últimos días de su vida?

– Y, sin embargo, sería lo correcto. -Al instante me maldigo por pronunciar estas palabras, mientras me pregunto si no lo habré dicho a propósito para ver la reacción de Murat, porque todavía noto sobre mí la mirada de Guikas y de Despotópulos -pero que se vayan ambos a la mierda-, o para sacudirme la responsabilidad con el «tú lo has dicho».

Murat me mira. Aunque para sus adentros me mande al infierno, no se le nota.

– He hablado con el médico -prosigue tranquilamente-. Opina que el cáncer está generalizado. Por eso no insistió en los análisis y el TAC. Consideró que le acarrearían un sufrimiento gratuito. Además, estas pruebas no se pueden realizar aquí, tendrían que trasladarla al hospital de Trabzon. -Al poco añade, decidido-: Vámonos de aquí. Algunas cosas es mejor no verlas. Dentro de unas horas, dentro de unos días como mucho, estará en manos de Dios. Él la juzgará.

– Discúlpame, no quería ofenderte -le digo-. Sencillamente, no quería que tuvieras problemas por mi culpa. ¿Qué le dirás mañana a tu jefe?

– Lo mismo que le dirás tú al tuyo. Que llegamos tarde y la encontramos muerta. Lo he arreglado con el médico, que expedirá el certificado de defunción con fecha de hoy. ¿Por qué crees que no permití que nos acompañara el conductor?

Dejamos a Vasiliadis con María y bajamos hacia el coche patrulla. Intento borrar de mi mente la imagen de María y sustituirla con la de Katerina y Fanis. Por fin, mientras el coche baja hacia el puerto, lo consigo.

Capítulo 30

Cruzamos por última vez el puente de Atatürk. El taxi lo recorre y luego tuerce a la izquierda. Me oriento mejor que la mayoría de los turistas gracias al aprendizaje forzoso que me impuso María Jambu, por eso sé que nos dirigimos al paseo marítimo y que pasaremos por delante del Mercado Egipcio. Son las siete y media de la mañana y, por primera vez, se abre ante mis ojos otra Constantinopla, ahora con sus pequeños comercios cerrados y las persianas bajadas, con edificaciones de planta única apiñadas, descuidadas y con la pintura desconchada. A lo largo de la avenida, los vendedores ocupan las aceras para vender salepi y roscas de pan crujientes, como en Tesalónica.

Instantes antes de mi partida, descubro que parte de la belleza de la ciudad procede de su pulso, de esa fiebre que sube cada mañana y desciende a última hora de la noche. Esa fiebre oculta gran parte de su fealdad; la febrilidad te distrae y no te fijas en ella. Ahora que las calles están vacías y no hay hombres ni vehículos que actúen como rompeolas visuales, queda al descubierto su aspecto mísero.

En cuanto el taxi toma el desvío hacia el aeropuerto, la miseria da paso a los grandes centros comerciales del paseo marítimo, a las murallas bizantinas y al mar. Echo una última ojeada a los barcos que entran y salen del puerto, a la costa asiática, al otro lado, y al enorme petrolero que avanza lentamente delante de ella.

Adrianí mira a través del parabrisas mientras, con la mano izquierda, aprieta las asas de un bolso. Es un bolso de viaje que ha superado los límites de la gordura y está a punto de reventar. La vi llenarlo con pasión castigadora en el hotel, pero opté por hacer la vista gorda, para no abandonar la ciudad enfurruñados.

– Te preocupaste y te quejaste en vano -le digo-. Como ves, salimos según lo previsto.

– Gracias a la vela que encendí en la iglesia de la Santísima Trinidad cuando me dejaste plantada para ir al Mar Negro -replica ella con frialdad.

– Hiciste bien. Pero, con vela en la Santísima Trinidad o sin ella, tampoco yo pensaba perder este vuelo.

Mi mujer se vuelve y me dirige una mirada de soslayo.

– Te creo, pero me quejo por si acaso; así sé que he cumplido con mi deber y tengo la conciencia tranquila.

Bueno, me digo, al menos ahora sé que me grita por deber y no debo tomármelo demasiado en serio.

El control de equipajes en la entrada del aeropuerto nos lleva un cuarto de hora, porque obligan a Adrianí a abrir el bolso de viaje. Los polis proceden a vaciarlo por completo y registran todo su contenido sin encontrar nada sospechoso. Adrianí tarda diez minutos más en volver a apelotonar en su interior todo lo que había, y bajo una gran tensión, porque los demás pasajeros no dejan de empujar nuestro equipaje para poder colocar el suyo. Al final le echo una mano mientras despotrico contra nadie en particular.

– Si me hubieras dicho que te llevarías media ciudad, hubiese pedido que nos cedieran un cuarto especial para el registro -le digo cuando terminamos.

Ella me taladra con una mirada gélida, pero evita echar más leña al fuego. Cuando nos acercamos al check-in de las líneas Olympic, se detiene y me mira con sorpresa.

– Tu colega y su mujer han venido a despedirnos -susurra-. No sé qué decir, no me lo esperaba. ¡Qué amables!

Confieso que yo también estoy sorprendido. Anoche Murat y yo nos despedimos, intercambiamos nuestros números de móvil y le di recuerdos para su mujer. Y ahora les veo esperándonos junto al check-in para desearnos buen viaje.

– Ayer nos dijimos goodbye -digo a Murat mientras le estrecho la mano.

– Yes, but Nermin wanted to say goodbye too.

Nermín abraza primero a Adrianí y luego se me acerca. Recuerdo que, la noche en que fuimos a cenar a su casa, Murat me advirtió que no le diera la mano y me limito a hacer una pequeña reverencia. Nermín me la devuelve y Murat me da un paquete que llevaba en la mano.

– What is this? -pregunto extrañado.

– Es para su hija -explica Nermín-. Un regalo de boda. A wedding gift.

– Es una alfombra hecha a mano -añade Murat-. La puede colgar en la pared o ponerla en el suelo.

– Para que su hija tenga algo de Estambul en su nueva casa -concluye Nermín-. Y para que, cada vez que ustedes vean la alfombra, recuerden su primer viaje a Estambul, asociado para siempre al feliz acontecimiento de la boda.

– Muchísimas gracias -dice Adrianí emocionada.

Las mujeres vuelven a abrazarse y esta vez se besan mientras yo me encargo de los agradecimientos entre hombres.

– Llevan veinte kilos de sobrepeso -anuncia la empleada de Olympic cuando nos llega el turno en el check-in-. Puedo pasar por alto cinco kilos, pero más, no. ¿No pueden quitar algo para aligerar el equipaje?

Busco a Adrianí por si se le ocurre algo, pero ella ha recurrido a Nermín para zafarse de la bronca y habla con ella por gestos.

– Es imposible quitar quince kilos, a no ser que los abandone aquí -digo a la empleada.

– Entonces tiene que pagar el sobrepeso.

– ¿Dónde se paga?

– En la ventanilla de Olympic.

– What is it? -pregunta Murat cuando ve que me alejo del check-in.

– I have to pay for overweight.

Él me detiene y se acerca a la empleada. Se inclina y le susurra algo al oído. La mujer observa primero a Murat y luego a mí y me dice:

– Pasen, haremos una excepción en su caso.

– ¿Qué le has dicho? -pregunto mientras nos alejamos de la zona de facturación.

Murat se echa a reír.

– Aquí la policía es como una tarjeta de crédito. Abre todas las puertas. Aunque al final tienes que pagar los intereses. -Mira a Adrianí, que sigue hablando por señas con Nermín-. Mañana estaré aquí otra vez -dice-. Nermín se va a Alemania para ver a su familia. -Suelta un suspiro y continúa-: Cada vez que se va de viaje, sea por trabajo o para ver a los suyos, yo echo de menos Alemania.

– ¿Por qué? -me sorprendo.

– Porque en Alemania la soledad es más llevadera. En Turquía, las familias son grandes y viven juntas. A tu alrededor siempre oyes ruido, gente que habla, niños que lloran, madres que les regañan, y eso hace la soledad todavía más insoportable. En Alemania, en cambio, son muchos los que viven solos, los ves a tu alrededor continuamente, y eso te consuela, porque sientes que no eres el único.

Adrianí, cargada con el bolso de viaje, y yo, con la alfombra bajo el brazo, llegamos al control de pasaportes y nos disponemos a decir adiós.

– You are always welcome to stay with us. We have a bigjlat -dice Nermín.

– Diles que ellos también serán bienvenidos en nuestra casa si vienen a Atenas, cuando quieran y durante el tiempo que quieran -responde con vehemencia Adrianí cuando le traduzco la invitación.

La despedida trae nuevos abrazos. Murat me estampa un beso en la mejilla.

– De parte de Nermín -me explica con una sonrisa-. Ella no puede besarte en público y me ha pedido que lo haga yo.

Se me ocurre que es bonito recibir un beso de una mujer tan bella, aunque sea a través de su marido. Agitamos las manos por última vez antes de dirigirnos al control de equipaje de mano.

– Les has invitado a casa, pero ¿dónde van a dormir? -pregunto a Adrianí mientras esperamos nuestro turno.

– En la habitación de Katerina. Está vacía.

Esta vez el bolso de viaje pasa el control sin que lo abran.

– ¿Puedes explicarme por qué lo abrieron en la entrada y aquí no? -pregunta Adrianí.

– No lo sé. Lo que sí sé es que el sobrepeso que llevas ha podido costamos un ojo de la cara. Menos mal que ha intervenido Murat para arreglarlo.

– Todo se arregla cuando hay buena voluntad. -Ya me ha soltado uno de esos aforismos suyos que me sacan de quicio.

Mientras el avión despega, Adrianí se santigua y yo miro por la ventanilla. Constantinopla se extiende debajo de nosotros casi sin freno, el mar es su única contención. Intento identificar algún monumento, alguna zona que haya recorrido durante estos días, pero es inútil, todo se me antoja muy parecido. El avión toma altura y mi mente va alejándose poco a poco de la ciudad, mientras pienso que dentro de una hora y diez minutos abrazaremos a Katerina y a Fanis. Me acomodo en el asiento, me relajo y cierro los ojos.

¿Y María? ¿Seguirá aún viva?

Petros Márkaris

***