Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

Peter Tremayne

Una Mortaja Para El Arzobispo

2º Sor Fidelma

Yo declaro que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte.

La República, Platón (427-347 a.C.)

Para Peter Haining, que me aconsejó en el bautizo; y también para Mike Ashley, el primer «converso» de sor Fidelma.

Nota Histórica

El escenario de este relato es la Roma de finales de verano del año 664 d.C.

Los lectores que desconozcan este período de la edad oscura han de saber que el concepto de celibato entre los religiosos cristianos, tanto en la Iglesia católica romana como en la que ha sido conocida como la Iglesia celta, distaba mucho de ser universal. Aunque siempre hubo ascetas que sublimaron el amor físico dedicándolo a una deidad, no fue hasta el concilio de Nicea, en el año 325 d.C. que se condenaron los matrimonios entre religiosos, aunque no se prohibieron. El concepto de celibato en la Iglesia romana provenía de las costumbres que practicaban las sacerdotisas paganas de Vesta y los sacerdotes de Diana. En el siglo V, Roma ya había prohibido a los clérigos que tenían el rango de abad y obispo dormir con sus mujeres y, poco después, incluso casarse. Roma intentaba disuadir al clero general de que se casara, pero no estaba prohibido. Es más, sólo la reforma papal de León IX (1049-1054 d.C.) llevó a cabo un intento serio de obligar al clero occidental a aceptar el celibato universal.

En la Iglesia oriental ortodoxa, los sacerdotes con rango inferior a abad y obispo conservaron el derecho a casarse hasta el día de hoy.

La condenación del «pecado de la carne» permaneció ajena a los conceptos de la Iglesia celta mucho tiempo después de que la postura de Roma se convirtiera en dogma. Ambos sexos convivían en abadías y monasterios que se conocían con el nombre de conhospitae, o casas dobles, donde hombres y mujeres vivían y educaban a sus hijos en el servicio de Cristo. Conocer este hecho resulta esencial para entender algunas de las tensiones que surgen en este relato.

Capítulo 1

La noche era cálida y fragante, pero de un perfume tan agobiante como sólo puede serlo una noche de verano romana. El patio del palacio de Letrán, envuelto en la penumbra, se llenaba de los aromas agridulces de las hierbas que crecían en los arriates bien cuidados de los bordes; el olor almizcleño del basilisco y la acritud del romero ascendían, casi sofocantes, en el aire irrespirable. El joven oficial de guardia de los custodes del palacio levantó la mano para enjugarse las gotitas de sudor concentradas en la frente bajo el casco de bronce. Aunque la atmósfera era entonces opresiva, pensó que al cabo de unas pocas horas agradecería la calidez del resistente sagus de lana, que le colgaba suelto de los hombros, pues cuando empezara a amanecer la temperatura descendería de forma repentina.

La única campana de la cercana basílica de san Juan dio las doce de la noche, la hora del ángelus. Al sonar la campana, el joven oficial musitó obedientemente la oración ritual: «Ángelus Domini nuntiavit Mariae… Los ángeles del Señor anunciaron a María…». Murmuró la plegaria de forma automática, sin poner sentimiento en las palabras ni prestar atención al significado de las frases. Tal vez porque su mente no estaba concentrada en la fórmula oyó el ruido.

Por encima del tañido de la única campana y el ruido del chorro de la fuentecita situada en el centro del patio, le llegaba otro sonido a sus oídos. Un rumor de cuero arrastrándose sobre el suelo empedrado. El joven custos frunció el ceño e inclinó la cabeza para identificar de dónde provenía el ruido. Estaba seguro de haber oído unos pasos pesados entre las oscuras sombras al otro extremo del patio.

– ¿Quién anda ahí? -inquirió.

No hubo respuesta.

El oficial de guardia extrajo con cuidado su espada corta de la vaina de cuero, era el gladius de hoja ancha con el que las famosas legiones de Roma, tiempo atrás, habían impuesto su voluntad imperial sobre los pueblos del mundo. Arrugó el entrecejo al pensar algo tan intrascendente. Ahora esta misma espada corta defendía la seguridad del palacio del obispo de Roma, el santo padre de la Iglesia universal de Cristo (Sacrosancta Laternensis ecclesia, omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput).

– ¿Quién anda ahí? Presentaos -volvió a exigir, con una voz que se hizo áspera al dar la orden.

Tampoco hubo respuesta, pero… sí; el oficial oyó unos pies que se arrastraban, luego unos pasos apresurados. Alguien se alejaba del patio, que parecía envuelto en una mortaja, y tomaba una de las callejuelas oscuras. El custos maldijo en silencio la negrura del patio pero, con zancadas rápidas, avanzó por el adoquinado y llegó hasta la entrada de la callejuela. En la penumbra vio una silueta de hombros cargados que se movía con rapidez.

– ¡Alto!

El joven oficial gritó lo más fuerte que pudo.

La figura empezó entonces a correr; sus sandalias planas de cuero golpeaban contra la piedra con sonoridad.

Dejando la dignidad a un lado, el custos empezó a correr calle abajo. Aunque que él era joven y ágil, su presa debía de serlo más, pues cuando el oficial llegó al final de la callejuela no quedaba ya rastro de ella. La callejuela daba a un patio más amplio, que, a diferencia del patio más pequeño de más atrás, estaba bien iluminado con varias antorchas. La razón de ello era simple; este patio estaba rodeado por las estancias de los administradores del palacio papal, en tanto que el pequeño era tan sólo la entrada a los alojamientos de los invitados.

El joven oficial se detuvo, entornó los ojos y examinó el gran rectángulo. En el extremo más alejado, junto a la entrada de uno de los edificios principales, vio a dos de sus compañeros custodes que estaban de guardia. Si los llamaba para pedirles ayuda, pondría en guardia a su presa. Pero no veía a nadie más. Empezó a atravesar el patio con el propósito de preguntar a los otros custodes si habían visto salir a alguien del callejón, cuando lo detuvo un ligero sonido detrás de él, a su izquierda.

Giró en redondo intentando ver algo en la penumbra.

Había una silueta oscura ante una de las puertas que daban al patio.

– Identificaos -ordenó secamente.

La figura se puso tensa y luego dio unos pasos adelante, pero no respondió.

– ¡Adelantaos e identificaos! -gritó el oficial, sosteniendo la espada preparada sobre su peto.

– En el nombre de Dios -dijo resollando una voz melosa-, ¡identificaos vos primero!

Sorprendido por la respuesta, el joven contestó.

– Soy el tesserarius Licinio de los custodes. ¡Ahora identificaos vos!

Licinio no podía evitar sentirse orgulloso de su rango, pues lo acababan de ascender. En el antiguo ejército imperial ese rango correspondía al oficial que recibía de su general la tablilla, o tessera, sobre la que estaba escrita la contraseña del día. Para los custodes del palacio de Letrán, era el rango del oficial de guardia.

– Soy el padre Aon Duine -respondió una voz que tenía el acento ceceante de un extranjero. El hombre dio otro paso adelante de manera que la luz vacilante de una antorcha cercana le iluminó el rostro. Licinio percibió que el hombre era ligeramente regordete y hablaba con el jadeo de alguien que tiene problemas respiratorios, o que acababa de hacer una carrera.

Licinio examinó al hombre con desconfianza y le hizo señas de que se adelantara otro paso para que la luz lo iluminara totalmente. El hermano tenía cara de luna y llevaba la tonsura estrafalaria de los monjes irlandeses, consistente en llevar la parte anterior de la cabeza afeitada, a lo largo de una línea que iba de oreja a oreja, y el cabello largo detrás.

– ¿Hermano «Ayn-Dina»? -dijo, intentando repetir el nombre que le había dado el monje.

El hombre sonrió afirmando amablemente.

– ¿Qué hacéis por aquí a esta hora? -inquirió el joven oficial.

– Aquél es mi despacho, tesserarius -se explicó, señalando el edificio que tenía detrás.

– ¿Habéis estado en el patio pequeño de allá? -preguntó Licinio, alzando su espada en dirección al oscuro callejón.

El monje de cara redonda parpadeó y se mostró sorprendido.

– ¿Por qué habría de haber estado allí?

Licinio suspiró irritado.

– He perseguido a alguien por ese callejón hace tan sólo un momento. ¿Decís que esa persona no erais vos?

El monje negó con la cabeza enérgicamente.

– He estado en mi escritorio hasta que me fui del despacho. Entré en el patio y me abordasteis cuando atravesaba la puerta.

Licinio envainó la espada y, perplejo, se pasó la mano por la frente.

– ¿Y no habéis visto vos a nadie más, a alguien corriendo?

De nuevo el monje movió la cabeza con énfasis para indicar que no.

– Nadie antes de que me llamarais vos para que me identificara.

– Entonces, perdonad hermano, y haced lo que tengáis que hacer.

El monje regordete se detuvo un momento, inclinó la cabeza en señal de gratitud y luego se escabulló por el patio; sus sandalias de cuero golpeaban contra el suelo mientras avanzaba hacia la entrada abovedada que daba a las calles de la ciudad.

Uno de los guardias que estaba en la puerta principal, un decurión, había atravesado el patio para ver qué era aquel ruido.

– ¡Ah, Licinio! Sois vos. ¿Qué pasa?

El tesserarius hizo una mueca mostrando preocupación.

– Había alguien merodeando en el patio pequeño de allá, Marco. Le di el alto y lo perseguí hasta aquí. Pero creo que me ha esquivado.

El decurión llamado Marco se rió en voz baja.

– ¿Por qué razón perseguíais a alguien, Licinio?

¿Qué tiene de extraño que haya alguien en el patio pequeño a esta hora o a cualquier hora?

Licinio miró con acritud a su compañero, sintiendo amargura por el mundo y, en particular, por la guardia que le había tocado aquella noche.

– ¿No lo sabéis? La domus hospitalis, los aposentos de los huéspedes, está situada allí. Y su santidad tiene invitados especiales; obispos y abades de los extraños reinos sajones. Me dijeron que montara una guardia especial, pues al parecer los sajones tienen enemigos en Roma. Me dijeron que interrogara a cualquiera que se comportara de forma sospechosa en las cercanías de los aposentos de los invitados.

Los otros custodes resoplaron desdeñosos.

– Yo creía que los sajones aún eran paganos. -Se detuvo y entonces señaló con la cabeza el sitio por donde había desaparecido el monje-. ¿A quién interrogabais ahora mismo si no era ese sospechoso que decís?

– Un monje irlandés. El hermano «Ayn-dina», según me dijo. Resulta que salía de su despacho, por allí, y yo pensé que tal vez había visto al hombre que yo perseguía. De todas formas, no ha visto a nadie.

El decurión sonrió burlonamente.

– Esa puerta no da a ningún despacho, sino al almacén del sacellarius, el tesorero de su santidad. Lleva cerrada con candado desde hace años y con toda seguridad desde que yo hago guardia aquí.

Echando una mirada sorprendida a su compañero, Licinio agarró la antorcha más cercana, la sacó del soporte de metal y fue hasta la puerta de donde el monje había dicho que salía. Los cerrojos y candados oxidados confirmaron lo que afirmaba el decurión. El tesserarius Licinio renegó en un lenguaje totalmente impropio de un miembro de la guardia del palacio de su santidad.

* * *

El hombre estaba sentado encorvado sobre la mesa de madera, con la cabeza inclinada sobre una hoja de vitela, y tenía la boca apretada formando una línea fina que denotaba concentración. A pesar de la posición de su cuerpo, resultaba obvio que era un hombre alto. Llevaba la cabeza descubierta y se le veía la tonsura de religioso en la coronilla de la cabeza, rodeada de mechones de cabello de un color negro como el azabache, acorde con su piel morena y sus ojos oscuros. Sus rasgos denotaban que había vivido de forma habitual en un clima cálido. Eran finos, con la nariz aguileña y prominente, la propia de un patricio romano. Los pómulos se marcaban claramente bajo la carne hundida. El rostro tenía alguna cicatriz, tal vez un recuerdo de los estragos de la viruela contraída en su niñez. Los labios estrechos tenían un color rojo que parecía casi artificial.

Estaba quieto y en silencio, inclinado sobre su trabajo.

Dejando aparte la tonsura, también su vestimenta revelaba su vocación religiosa. Llevaba la mappula, una tela blanca con fleco, los campagi, unos borceguíes negros, y udones, calcetines blancos, prendas todas estas heredadas de la magistratura imperial del senado romano, y que ahora lo distinguían como miembro con rango superior del clero romano. Mucho más distintivos resultaban la túnica fina de seda escarlata y el ornamentado crucifijo de oro incrustado de piedras preciosas que asimismo proclamaban que era más que un simple clérigo.

El suave tintineo de una campana interrumpió su concentración y levantó la mirada con expresión irritada.

Una puerta se abrió en un extremo del amplio y fresco salón de mármol y entró un joven monje con un hábito marrón burdo y sencillo. El recién llegado cerró cuidadosamente la puerta tras él; luego, cruzando los brazos dentro de las amplias mangas, se dirigió con rapidez hacia la mesa donde estaba sentado el hombre; sus zapatillas planas golpeaban contra el suelo de mosaico del salón y sonaban a hueco mientras él avanzaba, casi como un pato.

– Beneficio tuo -dijo el monje inclinando la cabeza y pronunciando la frase ritual.

El hombre mayor se reclinó y suspiró sin responder; hizo una señal al monje con la mano para que expusiera su asunto.

– Con su permiso, venerable Gelasio, hay una joven hermana en la cámara de fuera que exige ser recibida.

Gelasio levantó las negras cejas en señal de amenaza.

– ¿Exige? ¿Una joven hermana, dice?

– De Irlanda. Ha traído la regla de su monasterio para que el Santo Padre la reciba y bendiga y trae algunos mensajes personales de Ultan de Armagh a Su Santidad.

Gelasio sonrió levemente.

– ¿Así que los irlandeses buscan la bendición de Roma aunque discutan las prácticas romanas? ¿No resulta una curiosa contradicción, hermano Dono?

El monje consiguió encogerse de hombros con los brazos todavía cruzados dentro de sus enormes mangas.

– Yo sé poco de esos lugares lejanos, salvo que creo que la gente sigue la herejía de Pelagio.

Gelasio frunció los labios.

– ¿Y la joven hermana exige…? -volvió a hacer énfasis en la palabra por segunda vez.

– Lleva cinco días esperando que la reciban, venerable Gelasio. El lío burocrático, sin duda.

– Bien, dado que la hermana nos trae noticias del arzobispo de Armagh deberíamos recibirla al momento, sobre todo porque nuestra joven hermana ha hecho un largo camino hasta Roma. Sí, veámosla a ella y a la consueta que trae y oigamos sus argumentos como si el Santo Padre fuera a recibirla. ¿Tiene esta joven hermana un nombre, hermano Dono?

– Ciertamente -contestó el joven monje-. Pero es un nombre peculiar que no logro pronunciar. Se parece a Felicita o Fidelia.

– Cualquiera de ellos puede ser un presagio, ya que Felicitas era la diosa de la buena fortuna en Roma, mientras que Fidelia significa alguien en que se puede confiar, fiel y firme. Dejadla entrar.

El joven monje hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta por el extenso salón en el que sus pasos retumbaban.

Gelasio puso su papeles a un lado y se acomodó en su silla de madera tallada para observar la entrada de la joven extranjera anunciada por su factótum, el hermano Dono.

La puerta se abrió y entró una figura alta vestida de religiosa. El vestido resultaba obviamente extranjero para Roma, observó Gelasio; la camilla de lana sin teñir y la túnica de lino blanco indicaban que quien así vestía era alguien recién llegado al clima cálido de Roma. La mujer atravesó el mosaico del suelo del salón imprimiendo a su paso un garbo juvenil que no cuadraba con el recato que requería el hábito religioso. Pero su forma de aproximarse no resultaba carente de gracia. Gelasio advirtió que aunque era alta, su cuerpo estaba bien proporcionado. Unos mechones rebeldes de cabello pelirrojo surgían de debajo de su tocado. Los ojos oscuros de Gelasio se posaron en los rasgos jóvenes y atractivos de su rostro y quedaron fascinados por el verde brillante de los ojos de la mujer.

Ella se detuvo ante él, con el ceño ligeramente fruncido. Gelasio se quedó sentado en la silla, tendió su mano, en cuyo dedo corazón había un gran anillo de oro con una esmeralda incrustada. La joven dudó y luego tendió su mano derecha y cogió la de Gelasio suavemente, inclinando su cabeza hacia adelante con rigidez.

Gelasio controló su sorpresa. En Roma un miembro de los religiosos se hubiera arrodillado ante él y le hubiera besado el anillo en señal de respeto hacia su alto rango. Esta joven extraña y extranjera simplemente había inclinado la cabeza en reconocimiento de su oficio y no como muestra de humildad. La expresión que mostraba ella era algo forzada, como si quisiera disfrazar su irritación.

– Bienvenida, hermana… ¿Fidelia…? -dijo Gelasio, dudando respecto al nombre.

La expresión de la joven no cambió.

– Soy Fidelma de Kildare, del reino de Irlanda.

Gelasio percibió que la voz de la muchacha era firme y no delataba signo alguno de que se sintiera intimidada ante el esplendor de la estancia que la rodeaba. Era extraño, pensó, que a estos extranjeros les resultara indiferente el poder, la riqueza y la santidad de Roma. Los britanos e irlandeses le recordaban a los estirados galos, de los que sabía por la lectura de César y Tácito. ¿No había sido un rey de los britanos, que Claudio había llevado cautivo a Roma, el que, al ver el esplendoroso poderío, no sólo no se había sentido amedrentado, sino que sencillamente había dicho: «¿Y teniendo todo esto, todavía envidian nuestras casuchas en Britania?». Gelasio era un hombre orgulloso de su pasado de patricio romano y a veces le hubiera gustado nacer en los años dorados del imperio de los primeros césares. Se agitó con incomodidad ante tal pensamiento, que no casaba con la humilde ambición de su fe, y se concentró en la figura que tenía ante sí.

– ¿Sor Fidelma? -repitió el nombre con cuidado.

La joven hizo un gesto con gentileza, en señal de agradecimiento por la correcta pronunciación.

– He venido hasta aquí a petición del arzobispo Ultan de Armagh para traer…

Gelasio levantó una mano para detener la serie de palabras que surgía.

– ¿Es ésta vuestra primera visita a Roma, hermana? -preguntó en voz baja.

Ella hizo una pausa y luego asintió con la cabeza, preguntándose si había cometido algún error de protocolo al dirigirse a este personaje superior de la Iglesia de cuyo nombre el factótum ni siquiera le había informado.

– ¿Cuánto lleváis en nuestra hermosa ciudad?

Gelasio creyó oír que la joven ahogaba un suspiro. Percibió un ligero movimiento, un exagerado palpitar en su pecho.

– Llevo cinco días intentando conseguir una audiencia con el obispo de Roma… Lamento no haber sido informada de vuestro nombre ni de vuestra posición.

Los delgados labios de Gelasio temblaron al esbozar una sonrisa. Admiraba la franqueza de la joven.

– Soy el obispo Gelasio -contestó-. Ocupo el cargo de nomenclator de Su Santidad. Mi función consiste en recibir todas las peticiones del Santo Padre, valorar si es necesario que las vea y ofrecerle mi consejo.

Los ojos de sor Fidelma se iluminaron.

– Ah, ahora entiendo por qué me han traído a vuestra presencia -comentó, y sus hombros cuadrados descendieron ligeramente al relajarse un poco-. Resulta difícil responder adecuadamente cuando nadie le ha informado a una de los usos protocolarios de aquí. Debéis perdonarme si cometo algún error y culpad de ello tan sólo a mi nacimiento en tierra extranjera y a mi educación.

Gelasio inclinó la cabeza con un aire de solemnidad no carente de ironía.

– Bien dicho, hermana. Habláis un latín excelente para alguien que visita por primera vez nuestra ciudad.

– También conozco el griego y sé algo de hebreo. Tengo una cierta facilidad para las lenguas e incluso hablo algo del idioma de los sajones.

Gelasio la miraba fijamente por si estuviera burlándose ligeramente de él. El tono no era jactancioso y Gelasio estaba impresionado por su continua franqueza.

– ¿Y dónde conseguisteis tales conocimientos?

– Estudié el noviciado en Kildare, en la casa que estableció santa Brígida, y luego con Morann en Tara.

Gelasio frunció el ceño sorprendido.

– ¿Habéis estudiado estas lenguas sólo en Irlanda? Bueno, he oído hablar de sus escuelas pero ahora tengo la prueba de su excelencia. Sentaos, hermana, y discutamos el motivo de vuestra visita. El viaje desde Irlanda debe de haber sido largo y lleno de peligros. No lo habréis hecho sola, ¿verdad?

Fidelma echó una mirada alrededor en la dirección que Gelasio le había indicado, vio una sillita de madera cerca de ella y la colocó de cara al obispo. Se sentó y se acomodó antes de responder.

– He hecho el viaje en compañía del hermano Eadulf de Canterbury, que es scriba de Wighard, el arzobispo designado de Canterbury en el reino sajón de Kent.

Gelasio arqueó las cejas irónicamente.

– Por lo que me han dicho, los irlandeses tenéis poco en común con Canterbury, ¿o sois vos uno de los pocos irlandeses que ha aceptado la regla de Roma en lugar de la de Columba?

Fidelma sonrió levemente.

– Yo sigo la regla de Paladio y Patricio que convirtieron nuestra pequeña isla a la fe -dijo con tranquilidad-. He asistido al sínodo de Witebia y llegué a conocer a los delegados sajones. Fue al final del sínodo cuando Deusdedit, el arzobispo de Canterbury, se puso enfermo y murió de la peste amarilla. Wighard, como arzobispo designado, anunció su intención de viajar aquí, a Roma, para recibir la bendición papal de su cargo, y, como Ultan me había ordenado traer aquí la Regula coenobialis Cill Dara, decidí hacer el viaje en compañía del hermano Eadulf, a quien he llegado a conocer y respetar.

– ¿Y qué hacíais vos asistiendo al concilio de Witebia, hermana? Ya he tenido noticia de esa discusión entre los partidarios del uso de las costumbres de Roma y los de los hábitos de sus propias iglesias irlandesas. ¿No ganaron nuestros representantes romanos la discusión y provocaron la retirada de los delegados irlandeses?

Fidelma no hizo caso del tono de burla que mostraba la voz de Gelasio.

– Yo asistí al sínodo para dar consejo legal a los delegados de nuestra Iglesia.

El ceño del obispo se alzó con asombro.

– ¿Estabais allí para dar asesoramiento legal? -preguntó perplejo.

– Yo no sólo soy una religiosa sino que también soy dálaigh del tribunal Brehon de Irlanda…, es decir, soy una abogada versada en el código civil del Senchus Mór y el criminal del Leabhar Acaill por los que se administra justicia en nuestro país.

El rostro de Gelasio reflejaba su incredulidad.

– ¿Así que es costumbre que los reyes de Irlanda permitan a las mujeres ser abogados en sus tribunales de justicia?

Fidelma se encogió de hombros con indiferencia.

– Entre mi gente, la mujer puede ejercer cualquier profesión, incluida la de reinar y la de estar al mando de su gente en una batalla. ¿Quién no ha oído hablar de Macha de las Trenzas Rojas, nuestra gran reina guerrera? Sin embargo, he oído que a las mujeres no se las considera igual en Roma.

– Podéis estar segura de ello -contestó Gelasio con vehemencia.

– ¿Es cierto que ninguna mujer puede aspirar a ninguna de las profesiones liberales de ejercicio público en Roma?

– Por supuesto que no.

– Pues resulta ser una sociedad extraña la que se niega el uso de la mitad de los talentos de su población.

– No más extraño, mi buena hermana, que una sociedad que permite a las mujeres tener una posición igual a la de los hombres. En Roma, observaréis que el padre o marido tiene total control sobre las mujeres de su familia.

Fidelma hizo una mueca sarcástica.

– Resulta asombroso que pueda andar por las calles de esta ciudad sin que me aborden por mi descaro.

– Vuestro hábito es reconocido como la stola matronalis y no sólo podéis visitar lugares públicos de culto, sino también teatros, tiendas y juzgados. Sin embargo, estos privilegios no se conceden a alguien que no lleve el hábito de religiosa o no esté casada. Las doncellas han de permanecer en las proximidades de su hogar. Sin embargo, las mujeres de las clases altas pueden tener influencia en asuntos de negocios, siempre que ello se realice en la privacidad de sus propios palacios y a través de sus maridos o padres.

Fidelma sacudió la cabeza con aire sombrío.

– Entonces ésta es una ciudad triste para las mujeres.

– Es la ciudad de los santos Pedro y Pablo que nos iluminaron en la oscuridad de nuestro paganismo; a Roma le fue confiada la misión de extender esa luz por todo el mundo.

Gelasio hablaba con orgullo, tal vez demasiado, mientras se arrellanaba y estudiaba a la joven. Era un hombre típico de su nación, su ciudad y su clase.

Fidelma no contestó. Era lo bastante diplomática para darse cuenta de cuándo las palabras no conducían más que a puertas cerradas con cerrojo. Unos momentos después fue Gelasio el que continuó la conversación.

– ¿Así que vuestro viaje no tuvo incidentes?

– El viaje desde Marsella fue tranquilo, salvo cuando apareció una vela por el oeste y el capitán casi estrelló el barco contra unas rocas a causa del miedo.

Gelasio se puso serio.

– Debía de ser un barco con algunos de los fanáticos árabes seguidores de Mahoma que han estado haciendo incursiones por todo el Mediterráneo, contra todos los barcos y puertos de nuestro emperador Constancio. Asolan continuamente los puertos del sur. Gracias a Dios que su barco no cayó en sus manos. -Gelasio hizo una pausa para reflexionar un momento antes de continuar-. ¿Y tenéis buen alojamiento en la ciudad?

– Así es, gracias. Me hospedo en un pequeño hostal no lejos de aquí cerca del oratorio de santa Práxedes junto a la vía Merulana.

– Ah, ¿el hostal que regenta el diácono Arsenio y su buena mujer Epifania?

– Exactamente.

– Bien. Ya sé dónde puedo contactar con vos. Ahora examinemos los mensajes que habéis traído de Ultan de Armagh.

La barbilla bien formada de Fidelma se elevó con cierta agresividad.

– Son sólo para los ojos de Su Santidad.

Las cejas de Gelasio se juntaron con preocupación, se quedó mirando los atrevidos ojos verdes que tenía frente a él y entonces pareció que cambiaba de opinión y asentía con la cabeza sonriendo ampliamente.

– Tenéis razón, hermana. Pero la norma aquí es que pasen por mis manos. También he de examinar la regla para que la bendiga el Santo Padre. Está dentro de mis atribuciones examinarla -añadió con énfasis burlón.

Sor Fidelma buscó entre sus ropas y extrajo los rollos de vitela. Se los tendió al obispo. Éste los desenrolló, echando una ojeada a su contenido antes de colocarlos a un lado de la mesa.

– Los leeré tranquilamente y luego le pediré a mi scriptor que los examine. Si todo está bien, puedo arreglar una audiencia con Su Santidad dentro de siete días a partir de hoy.

Vio que los labios de la joven mostraban decepción.

– ¿Antes no? -preguntó la muchacha decepcionada.

– ¿Tenéis prisa por abandonar nuestra hermosa ciudad? -preguntó Gelasio con mofa.

– Mi corazón añora mi país, señor obispo, eso es todo. Llevo ya muchos meses lejos de sus costas.

– Entonces, hija, algunos días más no importan. Hay mucho que ver aquí antes de vuestro regreso, en particular si es vuestro primer peregrinaje a este lugar. Sin duda querréis visitar la colina Vaticana donde se alza la basílica de San Pedro sobre la tumba de ese hombre santo, esa roca santa sobre la que Cristo ordenó que se construyera su Iglesia. En esa misma colina nos enseñan que se apareció Nuestro Señor a Pedro cuando abandonaba la ciudad donde Nerón perseguía a sus hermanos. Allí dio la vuelta Pedro y rehizo sus pasos hacia la ciudad, para ser crucificado con su rebaño, y allí se le enterró.

Fidelma bajó la cabeza para ocultar la irritación que le producía que el obispo la considerara tan ignorante.

– Esperaré entonces vuestro aviso, Gelasio -dijo al tiempo que se levantaba mostrando su deseo de irse.

Ciertamente, Gelasio tuvo que ocultar su sorpresa de nuevo al ver que la joven parecía tan dueña de sí misma, pues él estaba muy acostumbrado a mandar.

– Decidme, Fidelma de Kildare, ¿hay muchas mujeres como vos en vuestro país?

Fidelma frunció el ceño intentando entender el significado de aquellas palabras.

– He conocido a muchos hombres de vuestro país, incluso tenemos a algunos trabajando aquí en el palacio de Letrán, pero mis experiencias con las mujeres de vuestra tierra son limitadas. ¿Son todas tan francas como vos?

Fidelma sonrió.

– Sólo puedo hablar por mí, Gelasio. Pero, como ya os he dicho, en mi tierra una mujer no está supeditada a un hombre. Creemos que nuestro Creador nos hizo iguales. Tal vez, algún día, deberíais viajar a las tierras de Irlanda y conocer sus bellezas y tesoros.

Gelasio rió entre dientes.

– Con gusto lo haría. Con gusto lo haría, aunque me temo que ya son muchos mis años para embarcarme ahora en un viaje arduo. Mientras tanto, espero que disfrutéis de nuestra ciudad. Podéis iros. Deus vobiscum.

Satisfecho por haber conseguido controlar finalmente el final de la entrevista, alcanzó una diminuta campana de plata.

Tendió la mano derecha y una vez más, y para su irritación, Fidelma simplemente se la estrechó e inclinó su cabeza en lugar de besarle el anillo obispal tal como era costumbre en Roma.

La alta muchacha se giró y atravesó la estancia hasta donde estaba el hermano Dono aguantando la puerta.

Capítulo 2

Sor Fidelma atravesó aliviada las ornamentadas puertas de madera tallada que daban al vestíbulo principal del palacio de Letrán, donde todos y cada uno de los obispos de Roma habían sido coronados durante los últimos trescientos cincuenta años. El atrium, o vestíbulo público, era una estructura suntuosa, de ello no había duda. Altas columnas de mármol se elevaban hacia el cielo formando una bóveda arqueada. El suelo era una alfombra de mosaico que se extendía por todas partes, las paredes estaban decoradas con tapices llenos de color y las bóvedas más arriba eran de roble oscurecido y barnizado. Era un lugar adecuado para un príncipe temporal.

Los guardias del palacio, los custodes, situados en cada entrada, vestían la ropa militar de gala con petos bruñidos y cascos con plumas, las espadas cortas envainadas y colgadas atravesadas sobre el pecho; una muestra impresionante de esplendor mundano. Los clérigos se movían de un lado a otro para cumplir misteriosas tareas, y su ropaje sencillo contrastaba de forma curiosa con el de los dignatarios y potentados procedentes de cualquier país imaginable del mundo.

Sor Fidelma se detuvo para captar otra vez aquel espectáculo; durante varias horas la habían hecho esperar entre aquel ruidoso gentío antes de que el hermano Dono la llamara en presencia del obispo Gelasio. Albergaba pocas dudas, ciertamente, de que éste era el lugar de reunión de todos los pueblos del mundo. La corte real de Tara, la sede de los reyes de los cinco reinos de Irlanda, parecía un lugar pintoresco comparado con esta magnificencia. Pero, reflexionó Fidelma al tiempo que empezaba a abrirse paso entre los corrillos de gente hablando, prefería la tranquila dignidad de Tara, su atmósfera sencilla en medio de la serena belleza de la provincia real de Midhe.

Una joven religiosa, que avanzaba a empujones en dirección contraria, chocó con Fidelma.

– Oh, perdonad…

La muchacha levantó la cabeza y se detuvo, nerviosa, al reconocerla.

– ¡Sor Fidelma! No os había visto desde que llegamos a Roma.

La joven religiosa sajona tenía unos veinticinco años, era delgada, con facciones ligeramente melancólicas, y por debajo del tocado le salían mechones desordenados de un cabello castaño claro. Sus ojos eran de un marrón oscuro, pero resultaban poco expresivos y, aunque era de complexión menuda, sus manos eran en cambio fuertes y nervudas, y estaban encallecidas por el duro trabajo. A Fidelma no le había sorprendido que sor Eafa hubiera trabajado en una granja antes de entrar en la vida religiosa. Fidelma le sonrió. Había disfrutado de la compañía de sor Eafa durante la mayor parte del viaje desde el puerto de Marsella a Ostia. La joven hermana formaba parte de un pequeño grupo de peregrinos procedentes del reino de Kent que había venido a presenciar la ordenación de Wighard de Canterbury por el Santo Padre. Fidelma sentía compasión por la joven. Era una chica simple, pero dispuesta, que parecía temer a su propia sombra. La forma de comportarse, la postura torpe, ligeramente encorvada y la manera como siempre se envolvía la cabeza y los hombros con el tocado parecían indicar que deseaba pasar por el mundo desapercibida.

– Buenos días, sor Eafa. ¿Cómo os va?

La joven religiosa hizo un mohín, nerviosa.

– En realidad, me encantaría regresar a Kent. Estar en la ciudad donde Pedro, que caminó y habló con Cristo y que sufrió martirio aquí, es realmente una experiencia conmovedora. Sin embargo… -sacudió la cabeza con inquietud- no me gusta la ciudad. En verdad, hermana, la encuentro bastante amenazadora. Hay demasiada gente, demasiada gente extraña. Preferiría estar en casa.

– Comparto vuestro deseo, hermana -dijo Fidelma, con sinceridad.

Al igual que Eafa, ella también estaba más acostumbrada a la vida rural.

Una mirada ansiosa surgió de repente en los rasgos anodinos de sor Eafa al echar una mirada por detrás del hombro de Fidelma.

– Ahí viene la abadesa Wulfrun. He de ir con ella. La acompaño al Oratorio de los Cuarenta Mártires. Ya hemos estado en la tumba de santa Elena, madre de Constantino, esta mañana. Allí donde vamos la gente ve que somos peregrinas extranjeras e intenta vendernos reliquias santas y recuerdos. Son como pedigüeños que no se pueden hacer a un lado. Mirad esto, hermana.

Señaló un pequeño broche de cobre barato que llevaba prendido en su tocado. Fidelma lo miró de cerca. Montado en el cobre lucía un trozo de vidrio coloreado.

– Dijeron que contenía un cabello de la santa cabeza de Elena y me desprendí de dos sestertius… No conozco el valor de esas monedas. ¿Creéis que es demasiado?

Fidelma se acercó más al broche e hizo una mueca. Sólo veía una hebra de cabello en el vidrio.

– Si, ciertamente, ése era el cabello de la bendita Elena; entonces vale el dinero, pero… -dejó la frase en suspenso y se encogió de hombros.

La joven religiosa sajona parecía abatida.

– ¿Dudáis de que sea auténtico?

– Hay muchos peregrinos en Roma y, tal como habéis dicho, hay mucha gente que se gana la vida vendiéndoles todo tipo de cosas que afirman que son reliquias santas.

Fidelma notó que a Eafa le hubiera gustado hablar más, pero echó otra mirada rápida por encima del hombro de Fidelma e hizo un gesto disculpándose.

– He de irme. La abadesa Wulfrun me ha visto.

La joven de Kent se giró, con la ansiedad aún patente en su rostro, y se abrió camino entre la gente hasta donde estaba una mujer alta con hábito de religiosa, esperando con una expresión austera y de desaprobación en su semblante de ave.

Fidelma experimentó una punzada de tristeza por la joven hermana. Eafa hacía esta peregrinación en compañía de la abadesa Wulfrun. Ambas eran de la abadía de Sheppey pero, tal como le había confesado Eafa, Wulfrun era una princesa real, la hermana de Seaxburgh, reina de Kent, y se aseguraba bien de que todos conocieran su rango.

Probablemente por esto Fidelma había buscado la amistad de la muchacha durante la travesía de Marsella a Ostia, pues Wulfrun trataba a la chica casi como a una esclava. Sin embargo, le había parecido que Eafa tenía más miedo del ofrecimiento de amistad de Fidelma que de su propia soledad. Era reacia a mostrarse amistosa con cualquiera y no se quejaba de la forma autocrática con que la abadesa Wulfrun le mandaba hacer esto o lo otro. Una muchacha extraña y solitaria, pensó Fidelma. Introspectiva, no antisocial, sino simplemente insociable. Por encima del griterío que se alzaba a su alrededor, Fidelma percibía el tono agudo de la voz de la abadesa Wulfrun que le ordenaba a Eafa que le llevara algo. La figura autoritaria de la abadesa se abrió camino a empujones en dirección a las puertas del palacio, como la proa de un barco de guerra rompiendo las aguas tormentosas, con la figura delgada de Eafa balanceándose sobre su estela.

Sor Fidelma esperó un rato hasta que desaparecieron entre la muchedumbre y, con un leve suspiro, atravesó las puertas del palacio para salir a las escaleras de mármol bañadas por el sol que se extendían ante la gran fachada.

El sol romano la envolvió con su calidez, obligándola a detenerse a fin de recobrar el aliento. Después de estar en el fresco interior del gran palacio, entrar en el caluroso día romano era como darse una ducha caliente después de una fría. Parpadeó y respiró hondo.

– ¡Sor Fidelma!

La joven se giró hacia la muchedumbre que ascendía por las escaleras y entrecerró los ojos intentando identificar aquella voz familiar y profunda de barítono. Un joven vestido con unos burdos y sencillos ropajes de lana marrón, con el cabello castaño oscuro rematado con la corona spina propia de la tonsura romana, se destacó del grupo y le hizo una señal con la mano. Era musculoso, con una complexión más de guerrero que de monje; era un hombre bien parecido de su misma edad y altura. Se encontró sondándole ampliamente a modo de saludo, y al mismo tiempo se preguntó para sí por qué le sobrevenía tal placer al volver a verlo.

– ¡Hermano Eadulf!

Eadulf había sido su compañero durante la larga y tediosa travesía desde el reino de Northumbria. Era el secretario e intérprete de Wighard, el arzobispo designado de Canterbury. Se habían hecho amigos durante el concilio en el monasterio de Hilda en Streoneshalh, junto a la ciudad costera de Witebia donde, juntos, habían resuelto el oscuro misterio del asesinato de la abadesa Étain de Kildare. Sus aptitudes se habían complementado, pues Eadulf había sido gerefa hereditario, o magistrado, de Seaxmund's Ham antes de que se convirtiera a la fe gracias a un monje irlandés llamado Fursa, que lo llevó a Durrow, en Irlanda, para su educación religiosa. Eadulf también tenía conocimientos de medicina, pues había estudiado en la gran escuela de medicina de Tuaim Brecain. Luego Eadulf había pasado dos años en Roma y había elegido seguir las enseñanzas romanas, rechazando las reglas de la orden de Columba, antes de regresar a su país natal. Había estado en la abadía de Hilda prestando apoyo a Canterbury y Roma, mientras que Fidelma había viajado allí para apoyar a sus colegas clérigos irlandeses procedentes de Lindisfarne e lona.

Los dos jóvenes religiosos se quedaron mirándose un momento, sonriendo alegremente ante aquel encuentro casual en las escaleras de mármol blanco bañadas por el sol del palacio de Letrán.

– ¿Cómo va vuestra misión en Roma, Fidelma? -preguntó Eadulf-. ¿Habéis visto ya al Santo Padre?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– No. Sólo he visto a un obispo. Uno que dice llamarse nomenclator, que tiene que evaluar mi petición procedente de Kildare y determinar si el Santo Padre tiene que molestarse por ella. Los burócratas que rodean al obispo de Roma no parecen estar siquiera interesados en que le lleve las cartas personales de Ultan de Armagh.

– Parece que no lo aprobáis.

Fidelma resopló en señal de afirmación.

– Yo soy una persona sencilla, Eadulf. Me desagrada toda esta pompa y ceremonia temporales -dijo extendiendo la mano y señalando los ricos edificios eclesiásticos que los rodeaban-. ¿Recordáis las palabras de Mateo? El Señor dijo: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los destruyen, y donde los ladrones horadan los muros y roban…». Estos tesoros mundanos resultan turbadores para la sencillez de nuestra fe.

El hermano Eadulf frunció los labios y sacudió la cabeza en señal de desaprobación, no sin cierta jocosidad. Aunque su expresión era seria, no ocultaba en sus ojos cierto humor tranquilo. Era consciente de que Fidelma tenía una aguda mente escolástica y podía fácilmente citar las Escrituras para imponer sus argumentos.

– Es su historia, la conciencia de su pasado, lo que hace que los romanos conserven tales tesoros, no su valor crematístico o su fe -replicó defendiéndolos-. Si la Iglesia ha de existir en este mundo para preparar a la gente para el siguiente, entonces seguramente ha de estar en este mundo con toda su pompa y circunstancia.

Fidelma discrepó inmediatamente.

– Está claro, como dijo Mateo, que ningún hombre puede servir a dos amos, pues u odiará a uno y amará al otro o si no estará con uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a Mamón. Los que viven en este bello palacio y hacen alarde de grandezas temporales seguro que están anteponiendo Mamón a Dios.

El hermano Eadulf se mostró ligeramente sorprendido.

– Estáis hablando de la casa del Santo Padre. No, Fidelma; es parte del patrimonio de Roma y también del patrimonio cristiano estar en este hermoso palacio. Dondequiera que vayáis en Roma hallaréis en la historia.

Fidelma sonrió burlonamente ante el entusiasmo de Eadulf.

– Cualquier lugar del mundo tiene un recuerdo histórico para alguien -replicó ella secamente-. Yo he estado en la pobre y desnuda colina de Ben Edair, donde el cuerpo sangrante y destrozado por la batalla de Óscar, hijo de Oisín, fue enterrado después de la catastrófica batalla de Gabhra. He visto el túmulo formado con piedras apiladas que se levantó encima de la tumba de la viuda de Óscar, Aidín, después de que muriera de pena al ver el cuerpo de su marido. Un pequeño montón de piedras grises puede evocar una historia tan desgarradora como este gran edificio.

– Pero mirad esto… -Eadulf señaló con entusiasmo intentando abarcar el gran palacio de Letrán y la contigua basílica de san Juan-. Éste es el mismísimo corazón de la cristiandad. El hogar de su jefe temporal durante los últimos trescientos años. Toda esa historia está en cada ladrillo y cada trocito de mosaico.

– Un maravilloso conjunto de edificios, eso lo admito.

Eadulf movió la cabeza ante la falta de reverencia que mostraba la muchacha.

Incluso cuando el emperador Constantino dio el palacio y sus tierras a Melquíades, hace trescientos cincuenta años, para que éste, como obispo de Roma, pudiera erigir una catedral para la ciudad, ya tenía una historia.

Fidelma en silencio se resignó ante el entusiasmo que mostraba el monje.

– Era el palacio de una gran familia patricia de la antigua Roma, los Laterani. En la época en que el malvado emperador Nerón perseguía a los cristianos, hubo una conspiración para asesinarlo. Cayo Calpurnio Piso, que era un cónsul, un gran orador y un personaje rico y popular, estuvo a la cabeza de la conspiración. Pero se descubrió y los conspiradores fueron arrestados y condenados a muerte; otros se vieron obligados a suicidarse antes que enfrentarse a una ejecución, en señal de respeto y deferencia a su posición de patricios.

– Entre ellos estaba Petronio Arbiter, que escribió el Satiricón; el poeta Lucano y el filósofo Séneca, al igual que Piso. Además de estos intelectuales estaba Plautio Laterano, dueño de este palacio. Fue desposeído de esta propiedad y condenado a muerte.

Fidelma echó una mirada a la rica fachada del palacio de Letrán; seguía desaprobando su opulencia.

– Es un edificio bonito -dijo bajito-, pero no tan bello como un valle tranquilo o una gran montaña o una colina azotada por el viento. Eso es auténtica belleza, la belleza de la naturaleza libre de las construcciones mundanas del hombre.

Eadulf la miró afligido.

– No habíais dicho que erais filistea, hermana.

Fidelma alzó las cejas contrariada y sacudió la cabeza en señal de negación.

– No lo soy. Habéis aprovechado los dos años de vuestra vida pasados aquí en Roma adquiriendo conocimientos. Pero al alabar estos edificios habéis olvidado mencionar que el palacio de Letrán original fue destruido y que Melquíades construyó esos edificios sobre sus ruinas. Habéis olvidado decir que estos edificios se han reconstruido dos veces durante los últimos doscientos años, en particular después de que los destruyeran los vándalos hace doscientos años. ¿Así pues, dónde está la continuidad histórica de la que hablabais? Éstos no son más que monumentos temporales.

Eadulf se la quedó mirando sorprendido y disgustado.

– ¿Así que ya conocíais la historia? -preguntó acusador, sin hacer caso de lo que ella había dicho-.

Fidelma se encogió de hombros con gran expresividad.

– Le pregunté a uno de los guardianes de la basílica. Pero como os mostrabais tan deseoso de transmitir vuestros conocimientos… -Fidelma hizo una mueca y luego sonrió en señal de disculpa ante la expresión petulante del joven, se adelantó y le puso la mano sobre su brazo. Una repentina sonrisa de golfillo pícaro iluminó su rostro.

– Venga, hermano Eadulf. Yo simplemente he hecho constar que los templos son catedrales temporales en comparación con la mayor catedral que es la naturaleza, que los hombres a menudo destruyen con sus miserables construcciones. Últimamente me he preguntado cómo debían de ser las siete colinas de esta extraordinaria ciudad antes de que quedaran ocultas bajo los edificios.

La cara del monje sajón seguía mostrando su mal humor.

– No os enfadéis, Eadulf -Fidelma lo engatusaba con expresión contrita, lamentando haber ofendido su ego-. He de ser fiel a mí misma, pero me interesa todo lo que tenéis que explicarme de Roma. Estoy segura de que esta ciudad tiene mucho más que enseñarme. Venga, caminad un rato conmigo y mostradme de lo que sois capaz.

Enfiló las amplias escaleras y se abrió camino entre los mendigos que se apiñaban abajo, que eran contenidos por custodes de rostro severo. Aquellos ojos oscuros en unos rostros esqueléticos los seguían al pasar y unas manos delgadas, huesudas, se tendían mudas y suplicantes. A Fidelma le había costado varios días acostumbrarse a aquello cuando se dirigía desde su alojamiento al ornado palacio del obispo de Roma.

– Ésta es una escena que no veréis en Irlanda -comentó, señalando con la cabeza a los mendigos-. Nuestras leyes prevén el auxilio de los pobres a fin de que no tengan que recurrir a estos medios para mantenerse a ellos y sus familias.

Eadulf callaba, pues sabía, por sus años pasados en Irlanda, que decía la verdad. Las antiguas leyes del Fenechus aplicadas por los Brehons, o jueces de Irlanda, eran, por lo que el sabía, un código gracias al cual los enfermos no temían la enfermedad ni los desposeídos el hambre. La ley los protegía.

– Resulta triste que tantas personas tengan que mendigar para vivir a la sombra de tal riqueza, en particular cuando la opulencia se dedica a un Dios de los pobres -añadió Fidelma-. Esos obispos y clérigos que viven con tal esplendor deberían leer mejor la epístola de Juan en la que dice: «Quien tiene bienes de este mundo, y vea su hermano padecer necesidad y le cierra sus entrañas, ¿de qué manera permanece el amor de Dios en él?». ¿Conocéis ese pasaje, Eadulf?

Eadulf se mordió el labio. Echó una mirada alrededor, preocupado por el tono de voz de la religiosa irlandesa.

– Cuidado, Fidelma -susurró-, si no queréis que os acusen de seguir la herejía de Pelagio.

Fidelma resopló molesta.

– Roma considera que Pelagio es herético no porque se aleje de las enseñanzas de Cristo, sino porque critica a Roma por hacer caso omiso de ellas. Una simple cita de la primera epístola de Juan, capítulo tres, versículo diecisiete. Si esto es herejía entonces sin duda soy hereje, Eadulf.

Se detuvo, rebuscó en su bolsillo y lanzó una moneda a la mano que tendía un muchachito apartado de los otros mendigos y que miraba con ojos de ciego. La mano se cerró al contacto con la moneda y en su cara picada de viruela se esbozó una sonrisita.

– Do el des -sonrió Fidelma, pronunciando la antigua fórmula-. Yo doy, que tú puedes dar.

Siguió caminando, echando miradas a Eadulf, que iba a su lado. Atravesaban un barrio de casuchas, que se extendía en la parte inferior de la colina Esquilina, la más alta y extensa de las siete colinas de Roma con sus cuatro cimas. Fidelma cruzó la

Via Labicana y torció por la amplia Via Merulana que llevaba hasta la cima conocida como el Cispius.

– «Da a quien te pide, y no vuelvas la espalda a quien quiera tomar prestado de ti», citó Fidelma solemnemente a Eadulf, que había observado con desaprobación el gesto caritativo de la monja.

– ¿Pelagio? -preguntó Eadulf, preocupado.

– El evangelio de san Mateo -contestó Fidelma seria-. Capítulo cinco, versículo cuarenta y dos.

Eadulf suspiró profundamente y con inquietud.

– Aquí, mi buen amigo sajón -dijo Fidelma deteniéndose en mitad de un paso y poniéndole una mano sobre el brazo- se ve la naturaleza fundamental de nuestra discusión entre la regla de Roma y la regla que seguimos en Irlanda y, ciertamente, en los reinos de los britanos.

– La decisión de seguir la regla de Roma la tomaron los reinos sajones, Fidelma. No me vais a convertir. Yo no soy más que un simple clérigo y no un teólogo. Por lo que a mí respecta, cuando Oswio de Northumbria tomó la decisión en Streoneshalh de seguir a Roma, ahí se acabó la discusión. No olvidéis que ahora soy el secretario del arzobispo y su intérprete.

Fidelma lo miró divertida y en silencio.

– No temáis, Eadulf. Simplemente estoy bromeando, pues yo todavía no estoy de acuerdo en que Roma tenga razón en todos sus argumentos. Pero, por el bien de nuestra amistad, no volveremos a discutir el tema.

Continuó caminando por la amplia calle con Eadulf junto a ella. A pesar de sus distintas posiciones, Fidelma tenía que admitir que le gustaba estar con Eadulf. Podía tomarle el pelo con sus opiniones opuestas y él siempre caía en la trampa, pero no había enemistad entre ellos.

– Tengo entendido que Wighard ha sido bien recibido por el Santo Padre -comentó al cabo de un rato.

Desde que había llegado a Roma hacía siete días Fidelma apenas había visto a Eadulf. Había oído que Wighard y su séquito habían entrado unos días antes en la ciudad y que los habían invitado a alojarse en el palacio de Letrán en calidad de huéspedes personales del Santo Padre, Vitaliano. Fidelma sospechaba que al obispo de Roma le había encantado la noticia del éxito de Canterbury sobre la facción irlandesa en Streoneshalh.

Al dejar la compañía de Eadulf, al llegar a Roma, a Fidelma le habían recomendado un pequeño hostal en una calle que daba a la Via Merulana, junto al oratorio erigido por Pío I en honor a santa Práxedes. La comunidad del hostal era cambiante, pues estaba formada principalmente por peregrinos cuyos períodos de estancia en la ciudad variaban. La vivienda estaba gobernada por un clérigo galo, un diácono de la Iglesia, Arsenio, y su mujer, la diaconisa, Epifania. Eran una pareja mayor sin hijos, pero eran como un padre y una madre para los visitantes extranjeros, principalmente irlandeses peregrinatio pro Christo, que buscaban alojamiento en su casa.

Durante ya más de una semana lo único que había visto Fidelma de la gran ciudad de Roma era la modesta casa de Arsenio y Epifania y la magnificencia del palacio de Letrán, junto con la más variada pobreza en las calles que separaban ambos edificios.

– El Santo Padre nos ha tratado bien -afirmó Eadulf-. Nos han dado unas habitaciones excelentes en el palacio de Letrán y ya hemos sido recibidos en audiencia. Mañana tendrá lugar un intercambio oficial de presentes, seguido de un banquete. Dentro de catorce días, el Santo Padre ordenará oficialmente a Wighard arzobispo de Canterbury.

– ¿Y entonces iniciaréis el viaje de regreso al reino de Kent?

Eadulf asintió con la cabeza.

– ¿Y vos regresaréis pronto a Irlanda? -preguntó él, mientras dirigía una mirada rápida hacia ella.

Fidelma hizo una mueca.

– Tan pronto como pueda entregar las cartas de Ultan de Armagh y la consueta de mi casa de Kildare sea bendecida. Llevo ya mucho tiempo fuera de Irlanda.

Durante un rato caminaron en silencio. En la calle polvorienta hacía calor a pesar de los cipreses fragantes y resinosos bajo cuya sombra los comerciantes se reunían para comprar y vender sus mercancías. El tráfico arriba y abajo de la Via, una de las calles principales de la ciudad, era continuo. Sin embargo, por encima de todo el bullicio del trasiego, Fidelma oía el chirrido de los grillos, que intentaban mantenerse al fresco bajo el calor sofocante. Sólo cuando una nube atravesó el sol, el extraño ruido cesó de forma repentina. A Fidelma le había llevado su tiempo descubrir el significado de los sonidos.

Las laderas situadas tras la Esquilina eran una zona de pocos habitantes, un área de casas ricas, viñas y jardines. Servio Tulio había construido allí su robledal ornamental, Fagutalis había plantado un hayedo, era el hogar del poeta Virgilio, Nerón había construido su «Casa Dorada» y Pompeyo había planeado su campaña contra Julio César. Eadulf, en los dos años que llevaba en Roma, la había llegado a conocer bastante bien.

– ¿Habéis visto ya muchas cosas de Roma? -preguntó de repente Eadulf, rompiendo el silencio.

– Desde que estoy aquí me esfuerzo en entender por qué una Iglesia de los pobres se engalana con tales riquezas… no -se echó a reír la muchacha mientras veía cómo él fruncía el ceño-, no, no volveré a hablar más de ello. ¿Qué me haríais ver vos?

– Bueno, está la basílica de Pedro en la colina Vaticana, donde está enterrado el gran pescador, el guardián del Reino de los Cielos. Cerca yace también el cuerpo de san Pablo. Pero uno tiene que acercarse a esas tumbas con gran arrepentimiento, pues se dice que les suceden cosas terribles a los hombres y mujeres que se aproximan a ellas sin humildad.

– ¿Qué cosas terribles? -inquirió Fidelma, recelosa.

– Se decía que cuando el obispo Pelagio -no el de la herejía, que nunca fue obispo de Roma, sino el segundo Santo Padre que llevó ese nombre- quiso cambiar las cubiertas de plata que están situadas sobre los cuerpos de Pedro y Pablo, tuvo al acercarse a ellos una aparición que le causó gran terror. El capataz encargado de las mejoras murió en el acto y todos los monjes y sirvientes de la iglesia que vieron los restos murieron en un lapso de diez días. Dicen que fue porque el Santo Padre llevaba el nombre de un hereje y por ello se ha decretado que ningún papa vuelva a llevar el nombre de Pelagio en el futuro.

Fidelma entrecerró los ojos mientras examinaba los agraciados rasgos del monje. ¿Estaba devolviéndole sutilmente la jugada con esa historia?

– Pelagio… -empezó ella, con un tono de voz amenazador, pero de repente Eadulf soltó una carcajada, incapaz de mantener la cara seria.

– Dejémoslo, Fidelma. Pero os juro que la historia es cierta. Hagamos las paces.

Fidelma frunció los labios, molesta, pero luego sus rasgos se relajaron y mostró una sonrisa.

– Dejaremos el peregrinaje a la tumba de san Pedro para otro día -contestó-. La diaconisa de la casa donde me alojo nos llevó a mí y a algunos otros a un lugar donde se dice que estuvo prisionero Pedro. Era asombroso. En la celda había un montón de cadenas y había un clérigo que estaba preparado y listo con una lima que, por un precio increíble, haría limaduras; nos aseguró que ésas eran las cadenas que había llevado Pedro. El peregrinaje santo a Roma parece haberse convertido en un negocio que produce grandes sumas de dinero.

Desde hacía un rato se daba cuenta de que el monje sajón iba echando miradas por encima de su hombro.

– Hermana, hay un monje de rostro redondo y con una tonsura que debe de ser irlandesa o britana que nos está siguiendo. Si miráis rápidamente hacia atrás, a vuestra derecha, lo veréis bajo la sombra de un ciprés al otro lado de la calle. ¿Lo conocéis?

Fidelma se quedó observando a Eadulf sorprendida y luego se giró rápidamente en la dirección que él le había indicado.

Durante un momento sus ojos se encontraron con los ojos castaños sorprendidos y bien abiertos de un hombre de mediana edad. Iba, tal como Eadulf había dicho, con una tonsura que situaba su lugar de origen en Irlanda o Britania, es decir, llevaba afeitada la parte anterior de la cabeza a partir de una línea que iba de oreja a oreja. Llevaba una ropa sencilla y su cara era redonda como un pan. Se quedó paralizado al notar la mirada de Fidelma, el color de su rostro se intensificó, dio un giro repentino y desapareció inmediatamente entre la muchedumbre, por detrás de la fila de cipreses que había en el otro extremo de la calle.

Fidelma se dio la vuelta con expresión preocupada.

– No lo conozco. Sin embargo, parecía ciertamente interesado en mí. ¿Decís que nos estaba siguiendo?

Eadulf asintió rápidamente con la cabeza.

– Lo descubrí en las escaleras del palacio de Letrán. Nos siguió cuando empezamos a ascender por la Via Merulana. Primero pensé que se trataba de una coincidencia. Luego me di cuenta de que cuando nos detuvimos hace un rato, él también lo hizo. ¿Estáis segura de que no lo conocéis?

– Sí. Tal vez es de Irlanda y me oyó hablar. ¿Quizá quería hablar conmigo de casa y no se ha atrevido?

– Puede que sea eso -contestó Eadulf, poco convencido.

– Bueno, ahora ya se ha ido -dijo Fidelma-. Sigamos caminando. ¿De qué estábamos hablando?

Eadulf la imitó con desgana.

– Creo que estabais mostrando vuestro desacuerdo con Roma otra vez, hermana.

Los ojos de Fidelma brillaron.

– Así era -admitió-. Incluso encontré, en la comunidad donde me alojo, que hay libros para guiar a los peregrinos a los lugares de interés donde se pueden encontrar santuarios y catacumbas y en los que se convence a los peregrinos de que se desprendan del dinero que tienen para llevarse reliquias y recuerdos. Hay una guía de ese tipo en la comunidad titulado Notitia Ecclesiarum Urbis Romae…

– Pero es necesario que exista un memorial en el que se relate dónde se hallan los lugares de culto y quién está enterrado en ellos -interrumpió Eadulf protestando.

– ¿También resulta necesario que se cobren grandes sumas a los peregrinos a cambio de proporcionarles ampullae o frascos que pretenden provenir del aceite de las lámparas de las catacumbas y santuarios? -soltó Fidelma-. Me cuesta creer que el aceite de las lámparas de los santuarios de los santos pueda tener poderes milagrosos.

Eadulf dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza con resignación.

– Tal vez deberíamos evitar la visita de tales lugares.

Fidelma se volvió a sentir inmediatamente contrita.

– Una vez más he dejado que mi lengua traicionara mis pensamientos, Eadulf. Perdonadme, por favor.

El sajón intentó mostrar desaprobación. Quería seguir manifestando su malestar pero cuando Fidelma esbozó su sonrisa burlona de pilluela…

– Muy bien. Busquemos algo en lo que podamos estar ambos de acuerdo, Fidelma. Conozco… no lejos de aquí está la iglesia de santa María de las Nieves.

– ¿De las Nieves?

– Por lo que sé, una noche de agosto la Virgen se apareció a Liberio, entonces obispo de Roma, y a un patricio llamado Juan, y les dijo que construyeran una iglesia en la Esquilina, en el lugar donde encontraran un manto de nieve a la mañana siguiente. Efectivamente, hallaron una placa de nieve recubriendo la zona exacta donde se debía construir la iglesia.

– Esas historias se cuentan de muchas iglesias, Eadulf, ¿por qué había de tener ésta mayor interés?

– Esta noche se va a celebrar una misa especial en recuerdo de san Aidán de Lindisfarne, que murió tal día como hoy, hace trece años. Asistirán muchos peregrinos irlandeses y sajones.

– Entonces también iré yo -dijo Fidelma-, pero primero quisiera visitar el Coliseo, Eadulf, para ver dónde encontraron su fin los mártires de la fe.

– Muy bien. Y no volveremos a hablar más de las diferencias entre Roma, Canterbury y Armagh.

– De acuerdo -confirmó Fidelma.

Un poco más lejos, el monje con cara de pan, cuidadosamente oculto entre los cipreses, siguió su caminar por la Via Merulana con los ojos entornados.

Capítulo 3

A Fidelma le pareció que se acababa de quedar dormida cuando su sueño se vio perturbado por una campana que sonaba de forma apremiante. Protestó un poco, se dio media vuelta e intentó seguir durmiendo. Pero la despertó el tintineo continuo de la campana, seguido por el sonido de una voz cáustica en la quietud de la noche. Ella ya había oído los frenéticos movimientos de los hermanos que se despertaban y otras voces que se alzaban exigiendo saber qué era lo que había interrumpido su sueño. Fidelma se encontraba ya totalmente despierta, contemplando la oscuridad de la noche. Se deslizó fuera de la cama, se vistió y estaba a punto de empezar a buscar una vela cuando se oyeron unos tímidos toques en la puerta de su pequeña habitación. Antes de que tuviera tiempo de abrir la boca para contestar, la puerta se abrió y dejó ver, a la luz de la lámpara que quedaba siempre encendida en el pasillo, la figura agitada de la diaconisa Epifania. Se retorcía las manos como si con ello quisiera ocultar su angustia manifiesta.

– ¡Sor Fidelma! -la llamó Epifania con una voz que era un gemido temeroso.

Fidelma permanecía en silencio, examinando la expresión asustada de la mujer.

– Calmaos, Epifania -le ordenó con voz pausada-. ¿Qué pasa?

– Es un oficial de la guardia del palacio de Letrán, los custodes. Exige que vayáis con él.

Fueron muchos los pensamientos que atravesaron la mente de Fidelma en aquel momento: pensamientos causados por el pánico; pensamientos de arrepentimiento por haber accedido a la petición de Ultan de venir a Roma; pensamientos de culpabilidad por sus críticas al Santo Padre y a la mezquindad de los clérigos romanos por hacer pequeñas fortunas a costa de los peregrinos. ¿La había oído alguien y la había denunciado? Entonces hizo un esfuerzo para controlarse interiormente. La expresión de su rostro y el comportamiento externo no habían cambiado.

– ¿Dónde desea que vaya? -preguntó en voz baja-, y, ¿con qué motivo?

Hicieron a la diaconisa a un lado con brusquedad y en la puerta de su cubiculum apareció un joven y apuesto soldado con el uniforme de gala de los custodes. Se la quedó mirando con arrogancia por encima de su cabeza, evitando su mirada. Ella llevaba el tiempo suficiente en Roma para reconocer los emblemas de un tesserarius u oficial de la guardia.

– Tenemos órdenes de llevaros al palacio de Letrán. Ahora mismo, hermana.

La voz del hombre era cortante.

Fidelma consiguió esbozar una sonrisa.

– ¿Con qué motivo?

La expresión del joven permaneció inalterable.

– No he sido informado. Cumplo órdenes.

– ¿Vuestras órdenes me permitirán lavarme la cara y vestirme? -preguntó cono tono inocente.

Los ojos del guardia se posaron de repente en ella y su expresión pétrea se relajó por un momento. Parecía turbado, aunque dudó tan sólo un momento.

– Os esperaremos fuera, hermana -concedió y desapareció con la misma rudeza con la que había aparecido.

Epifania soltó un leve gemido:

– ¿Qué significa esto, hermana? ¿Oh, qué significa?

– No lo sabré hasta que me vista y acompañe a los custodes al palacio -contestó Fidelma, intentando parecer despreocupada para ocultar su propio temor.

La diaconisa parecía confundida, dudó y luego también salió.

Fidelma se sintió por un momento sola y con frío. Luego se giró e hizo el esfuerzo de verter agua en una jofaina. Mecánicamente, empezó su aseo, realizando cada movimiento con lenta parsimonia para calmar su agitación interior.

Diez minutos después, con un aspecto externo sereno y calmado, Fidelma entró en el patio. La diaconisa permanecía junto a la verja y Fidelma se dio cuenta de que los hermanos de la casa miraban nerviosos desde sus habitaciones. Además del joven oficial que había ido a su cubiculum, había otros dos guardias del palacio esperando en el patio.

El joven asintió en señal de aprobación cuando la muchacha apareció y dio un paso al frente.

– Antes de que continuemos, he de preguntaros oficialmente si sois Fidelma de Kildare, del reino de Irlanda.

– Lo soy -respondió Fidelma inclinando ligeramente la cabeza.

– Yo soy el tesserarius Licinio de la guardia del palacio de Letrán, y ejecuto órdenes del Superista, el gobernador militar del palacio de Letrán. Me han mandado que os lleve inmediatamente a la presencia del Superista.

– Entiendo -dijo Fidelma, sin entender realmente-. ¿Se me acusa de algún crimen?

El joven oficial frunció el ceño y consiguió levantar un hombro y dejarlo caer para indicar su ignorancia.

– Una vez más, tan sólo puedo decir que cumplo órdenes, hermana.

– Iré -respondió Fidelma con un suspiro, pues no podía hacer otra cosa en aquellas circunstancias.

La diaconisa abrió la verja, con la cara pálida y los labios temblando.

Fidelma, caminando junto al oficial, la atravesó seguida de los dos guardias, uno de los cuales acababa de encender una antorcha para iluminar su camino por las oscuras calles de la ciudad.

Salvo por el distante gañido de un perro, la ciudad permanecía en silencio. En el aire flotaba una frialdad y sequedad que Fidelma no había notado antes. Hacía frío, aunque no tan glacial como el de las mañanas de su tierra natal, pero suficiente para que agradeciera la calidez de su hábito de lana. Todavía faltaba una hora para que los primeros haces de la luz del amanecer hundieran sus dedos exploradores en la parte oriental del cielo, al otro lado de las distantes colinas. El rítmico y hueco golpear de las suelas de cuero de las sandalias de la muchacha y de las más pesadas caligulae con tacos de los soldados era el único ruido de la calle adoquinada.

Avanzaban sin hablar por la amplia Via Merulana, en dirección sur hacia la elevada y dominante cúpula de la basílica de san Juan, que hacía que el palacio de Letrán pareciera pequeño. No estaba lejos, a menos de mil metros de distancia, o al menos eso era lo que Fidelma había calculado en sus paseos diarios yendo y viniendo del palacio. La entrada estaba iluminada por antorchas temblorosas y los custodes permanecían en guardia, con las espadas envainadas y colocadas atravesadas sobre el pecho, la posición tradicional.

El oficial la condujo escaleras arriba y cruzaron el atrium donde Fidelma había esperado durante tanto tiempo intentando ver al Santo Padre. Inmediatamente atravesaron el vestíbulo y salieron por una puerta lateral, que dio paso a un pasillo desnudo y empedrado, cuyo aspecto lúgubre no entonaba con la riqueza del vestíbulo anterior. Giraron y recorrieron un patio pequeño, en cuyo centro había una fuente ornamentada de la que salía agua, y luego llegaron a una estancia donde esperaban otros dos guardias. El oficial se detuvo y llamó suavemente a la puerta.

Al oír la orden que provenía del interior, el joven abrió la puerta e hizo entrar a Fidelma.

– ¡Fidelma de Kildare! -anunció; luego se retiró cerrando la puerta tras la muchacha.

Fidelma se detuvo junto a la puerta y echó una ojeada alrededor.

Se hallaba en una gran habitación con tapices colgados, pero no tan ricamente amueblada como la estancia en la que se había encontrado con Gelasio. El mobiliario era mínimo y mostraba más utilidad que decorativa opulencia. Ésta era claramente una estancia puramente funcional. La officina estaba bien iluminada y un hombre robusto con cabello cano bien rapado y una mandíbula prominente se adelantó hacia ella para recibirla. Resultaba obvio que se trataba de un militar, a pesar de que no llevaba armadura ni armas.

– ¿Fidelma de Kildare? -la voz del hombre no parecía agresiva, de hecho resultaba más bien ansiosa.

Cuando Fidelma, con recelo, asintió con un movimiento de cabeza, el hombre continuó:

– Soy Marino, el Superista, es decir, el gobernador militar del palacio de Letrán.

Con un gesto de la mano le mostró a la muchacha un amplio hogar en el que chisporroteaba un fuego que caldeaba el helado aire de la madrugada. Había dos sillas dispuestas ante las llamas, y le indicó que se sentara en una mientras él se acomodaba en la otra.

– ¿Obviamente os estaréis preguntando por qué os hemos hecho venir? -hizo que la aseveración pareciera una pregunta y Fidelma contestó con una ligera sonrisa.

– Soy un ser humano, Superista, con curiosidad natural. Pero sin duda me diréis vos el motivo cuando lo creáis apropiado.

Marino se la quedó mirando como si la respuesta le pareciera por un momento divertida, y luego de repente hizo una mueca y volvió a ponerse serio. Sus rasgos reflejaban ansiedad.

– Hablando con sinceridad. Ha surgido un problema que afecta al palacio de Letrán, y es más, a la santa sede de Roma.

Fidelma se reclinó esperando.

– Es un acontecimiento en el que hay mucho en juego, incluyendo la dignidad del cargo del Santo Padre, la seguridad de los reinos sajones y la posibilidad de un conflicto o una guerra entre su país, Irlanda, los sajones y los britanos.

Fidelma se quedó mirando al gobernador militar con un asombro mezclado con algo de desconcierto.

Marino hizo un gesto con su mano como si buscara una explicación en el aire.

– He de hacer una cosa antes de proseguir.

Dudó y se hizo un silencio.

– ¿Qué es? -instó Fidelma al cabo de un rato.

– ¿Podéis decirme dónde estabais alrededor de una hora antes de medianoche?

– Ciertamente -contestó enseguida Fidelma, ocultando su sorpresa-. Fui con el hermano Eadulf, scriptor del arzobispo designado Wighard de Canterbury, a la misa dedicada a la vida y obra de san Aidán de Lindisfarne. Ayer era el aniversario de la muerte de Aidán. La misa se celebró en la iglesia de santa María de las Nieves en la Esquilma.

Marino iba asintiendo con la cabeza como si conociera la respuesta de antemano.

– Respondéis con gran precisión, Fidelma de Kildare.

– En mi tierra, soy abogado del tribunal del Fenechus. La precisión forma parte de mi profesión.

El Superista volvió a asentir, ausente, como si ya supiera que ésa iba a ser la respuesta de la monja a su pregunta implícita.

– ¿Y por qué iban a asistir a una misa por Aidán de Lindisfarne los irlandeses y los sajones, hermana?

– Sencillamente porque Aidán fue un monje irlandés que convirtió a la fe el reino de Northumbria y por ello es venerado tanto por los irlandeses como por los sajones.

– ¿A qué hora empezó la misa?

– A medianoche.

– Pero antes, hermana, ¿dónde estabais el padre Eadulf y vos? -preguntó Marino inclinándose hacia adelante de repente, con su cara y sus ojos penetrantes dirigidos hacia ella.

Fidelma parpadeó.

– El hermano Eadulf y yo habíamos acompañado a un grupo de peregrinos a ver el Coliseo, donde tantos cristianos murieron por la fe en los días de los emperadores paganos de Roma. Contemplamos algunos de los santos sepulcros y luego fuimos a la iglesia donde se estaba celebrando la misa. Éramos en total una docena. Tres monjes northumbrios, incluido el hermano Eadulf, y dos hermanas y cuatro hermanos del monasterio de Columba en Bobbio. También había dos guías del hostal de Práxedes donde me alojo.

Marino iba asintiendo impacientemente.

– ¿Y estuvisteis con el hermano Eadulf hasta después de medianoche?

– Eso he dicho, Superista.

– ¿Y conocéis a un monje irlandés que se llama Ronan Ragallach?

Fidelma negó con la cabeza.

– No he oído ese nombre. ¿Por qué lo preguntáis? Tal vez me diréis ahora qué es lo que ha pasado que os ha hecho llamarme.

Marino suspiró profundamente, haciendo una pausa como para poner en orden sus pensamientos.

– Wighard, el arzobispo designado de Canterbury, que era el que iba a tener la autoridad sobre todos los abades y obispos de los reinos sajones, fue encontrado muerto a medianoche por un decurión de los guardias del palacio. Además, han sido sustraídos de su cámara los inestimables regalos que iba a ofrecer al Santo Padre en la audiencia oficial que debía haber tenido lugar hoy.

Capítulo 4

– ¿Soy sospechosa de tener algo que ver en la muerte de Wighard de Canterbury? -inquirió Fidelma fríamente, después de darse cuenta de la gravedad de la noticia que le había dado el Superista.

Marino parecía triste y extendió las manos, un gesto extraño que implicaba una cierta disculpa.

– Tenía que hacer las preguntas. Mucha gente deseaba la muerte de Wighard, en particular los que se oponían a que Canterbury aceptara la regla de Roma en los reinos sajones.

– En ese caso estamos hablando de muchos miles de personas que hubieran deseado que Canterbury no hubiera tenido éxito en el concilio de Witebia -replicó Fidelma con frialdad.

– Pero no son tantos los que están en Roma y tienen la oportunidad de hacerlo -dijo Marino astutamente.

– ¿Queréis decir que Wighard fue asesinado por alguien opuesto al éxito de Canterbury durante el reciente sínodo en el monasterio de Hilda?

– Todavía no se ha llegado a una conclusión definitiva.

– Entonces, ¿por qué estoy yo aquí?

– Para ayudarnos, sor Fidelma -contestó una voz distinta-. Es decir, si queréis.

Fidelma miró alrededor y se encontró con la figura alta y delgada del obispo Gelasio, que avanzaba arrastrando los pies desde una puerta lateral que había sido tapada con una cortina. Resultaba obvio que había estado escuchando el interrogatorio que le había hecho Marino.

Fidelma se levantó indecisa en deferencia hacia el rango del obispo. Gelasio tendió su mano izquierda. Esta vez Fidelma ni siquiera se molestó en cogerla, sino que cruzó los brazos ante sí e hizo una breve inclinación de reconocimiento. Sus labios apretados formaban una línea delgada. Si estos romanos la iban a acusar de tener alguna responsabilidad en la muerte de Wighard, no sentía ninguna obligación de mostrar obediencia. Gelasio suspiró y tomó la silla que Marino había dejado libre. El gobernador militar del palacio de Letrán se quedó respetuosamente a un lado, a cierta distancia detrás de la silla.

– Haced entrar al monje, Marino -ordenó Gelasio-, y sentaos vos, Fidelma de Kildare.

Fidelma estaba ahora ligeramente desconcertada y se arrellanó en su asiento. Gelasio parecía compartir la ansiedad de Marino y ello se reflejaba en sus rasgos siniestros.

Marino atravesó la estancia hasta la puerta e hizo una señal a alguien que había al otro lado.

Hubo una pausa. Gelasio se quedó contemplando el fuego un rato y luego levantó los ojos hacia el recién llegado que había entrado en la offiána y permanecía esperando pacientemente.

Fidelma se dio la vuelta. Sus ojos se abrieron con sorpresa.

– ¡Hermano Eadulfl

Eadulf sonrió, con gesto un poco cansado, mientras avanzaba con el Superista y se quedaba vacilante ante el obispo Gelasio.

– Sentaos, Eadulf de Canterbury.

Marino había traído otras dos sillas de madera, arrastrándolas sobre el suelo de piedra, y él se sentó en una y Eadulf en la otra.

Fidelma se giró hacia Gelasio con mirada inquisitiva.

El obispo extendió las manos y sonrió para apaciguarla.

– Simplemente habéis confirmado lo que nos ha dicho el hermano sajón Eadulf.

– ¿Entonces…? -empezó Fidelma mostrando perplejidad.

El obispo levantó la mano exigiendo silencio.

– Esta muerte de Wighard es un asunto serio. No hay nadie bajo sospecha. Vos habéis admitido libremente que erais uno de los delegados que estaba en desacuerdo con Canterbury, en el sínodo que tuvo lugar en el monasterio de Hilda. Podíais fácilmente haber querido vengaros de Wighard, quien, como arzobispo designado de Canterbury, había salido vencedor de la discusión.

Como Fidelma exhaló un suspiro de profunda preocupación él continuó rápido.

– Pero el hermano Eadulf nos ha informado del extraordinario servicio que realizasteis durante el debate de Witebia al resolver el asesinato de la abadesa Étain.

Fidelma echó una mirada a Eadulf, que estaba sentado con la mirada baja y sin mostrar expresión alguna en el rostro.

– El servicio lo llevé a cabo en cooperación con el hermano Eadulf, pues sin su ayuda el asunto no hubiera tenido una solución positiva -replicó fríamente.

– Así es -añadió Gelasio-. Pero incluso con la exagerada recomendación que ha hecho el hermano Eadulf de vuestro carácter, uno tenía que asegurarse.

Fidelma volvió a fruncir el ceño.

– ¿Asegurarse de qué? ¿Adónde conduce este interrogatorio?

– Sor Fidelma, cuando nos vimos el otro día mencionasteis que erais un abogado cualificado de los tribunales de vuestro país natal. El hermano Eadulf lo confirmó. Al parecer, tenéis una singular habilidad para resolver misterios.

Fidelma estaba exasperada por la manera pedante en que Gelasio se dirigía a ella. El obispo continuó con cuidado.

– El hecho es que tenéis el talento que el palacio de Letrán necesita urgentemente. Deseamos que vos, sor Fidelma, junto con el hermano Eadulf, aquí presente, hagáis investigaciones para determinar la causa de la muerte de Wighard y descubrir quién ha robado los regalos que había traído con él.

Se hizo un silencio mientras Fidelma asimilaba lo que Gelasio decía. Un pensamiento le vino inmediatamente a la cabeza.

– ¿El palacio de Letrán no tiene un consejero jurídico para llevar a cabo tal investigación? -preguntó lanzando una mirada significativa al gobernador militar.

– Ciertamente. Roma era, aún lo es, la communis patria del mundo legal y político -replicó Marino, con una voz que se debatía entre el resentimiento y el orgullo.

Fidelma casi replica que la ley de Roma nunca se había extendido por su propia tierra, cuyo sistema legal era tan antiguo como el romano, pues se había recopilado en los tiempos del rey Ollamh Fódhla, ocho siglos antes de Cristo. Sin embargo, Fidelma se contuvo.

– La ley en esta ciudad de Roma -explicó Gelasio, más moderado que el Superista- es administrada por el Praetor Urbanus y su personal, que defienden la vigencia de la ley existente. Dado que hay extranjeros implicados, este caso cae dentro de la jurisdicción del Praetor Peregrinus, que es el responsable de todos los asuntos legales en los que se ven afectados los forasteros.

– ¿Entonces por qué necesitáis mi ayuda, dado que mis conocimientos se limitan a las leyes irlandesas, y la del hermano Eadulf, que era un gerefa, un magistrado de los sajones?

Gelasio frunció los labios intentando articular una respuesta prudente.

– Nosotros, en Roma, somos sensibles a las diferencias existentes entre las Iglesias de los irlandeses, britanos y sajones. Somos conscientes de nuestro propio papel en este asunto. Es un asunto político, sor Fidelma. Desde que el obispo irlandés Cummian intentó unir las Iglesias de los irlandeses y britanos con Roma, hace treinta años, nosotros hemos intentado fomentar tal reconciliación. Soy lo bastante viejo para recordar cuántas veces el obispo Honorio y su sucesor, Juan, escribieron a los abades y obispos irlandeses rogándoles que no hicieran más grande el cisma que se había abierto entre nosotros.

– Soy consciente de las diferencias que hay entre los que siguen la regla de Roma, Gelasio, y los que se mantienen fieles a las decisiones originales de nuestro concilio en Irlanda -interrumpió Fidelma-. Pero, ¿dónde nos lleva esto?

Gelasio se mordió el labio, claramente descontento por haber sido interrumpido en la mitad de su argumentación.

– ¿Dónde? -Hizo una pausa como si esperase una respuesta-. El Santo Padre tiene muy presentes estas disensiones, tal como he dicho, y confía en unir las diferentes facciones. La muerte del arzobispo designado de Canterbury, justo después del éxito obtenido por Canterbury al conseguir que los reinos sajones abandonaran la Iglesia irlandesa por Roma, ocurrida mientras el arzobispo permanecía en el propio palacio del obispo de Roma, puede encender un fuego de guerra que asolará las tierras de los sajones y los irlandeses. Este conflicto provocará inevitablemente la intervención de Roma.

Fidelma resopló despreciativa.

– No veo por qué.

Fue Marino, que llevaba callado un rato, el que contestó.

– Os he preguntado si conocíais a un monje llamado Ronan Ragallach.

– No lo he olvidado -replicó Fidelma.

– Él fue quien mató a Wighard.

Fidelma alzó las cejas ligeramente.

– Entonces -preguntó con voz tranquila-, ¿por qué, si este hecho es conocido, nos piden a mí y al hermano Eadulf que investiguemos? Ya tienen al culpable.

Gelasio levantó las manos en señal de impotencia. Resultaba claro que aquella situación no era de su agrado.

– Por política -respondió con seriedad-. Para evitar una guerra. Por eso buscamos vuestra ayuda, Fidelma de Kildare. Wighard era el hombre de Roma. Wighard ha sido asesinado en el mismísimo palacio del Santo Padre. Seguro que surgirán preguntas en los reinos sajones que han acordado aceptar la regla de Roma y mirar a Canterbury como su centro eclesiástico, y que han rechazado a los misioneros de Irlanda. Para contestar esas preguntas, Roma dirá que un monje irlandés mató a Wighard. Los sajones se enfurecerán. ¿Y acaso no dirá Irlanda que tal acusación resulta una explicación muy conveniente después de su derrota, tal vez otra estrategia para desacreditarlos? Puede que los sajones reaccionen contra los clérigos irlandeses que todavía están en sus reinos. A lo mejor los expulsan sin más, pero, a lo peor… -dejó la frase sin acabar-. Es posible que estalle una guerra. Hay muchas posibilidades, ninguna de ellas agradable.

Sor Fidelma lanzó una mirada al rostro preocupado de Gelasio.

Por primera vez examinaba el rostro del obispo Gelasio con detenimiento. Previamente, había catalogado a Gelasio como un hombre de edad, no viejo, pero ciertamente de la edad en que una persona considera que todos los cambios son a peor. Pero ahora era consciente de su vitalidad, de la energía y la emoción que ella sólo esperaba encontrar en alguien joven; era un hombre decidido, carente de la docilidad, paciencia y humildad atribuibles a las edades venerables.

– Vuestras hipótesis son razonables, pero son sólo posibilidades -observó ella.

– Roma está interesada en conseguir que ni siquiera se conviertan en posibilidades. Hemos tenido muchas guerras de aniquilación mutua entre las facciones cristianas. Necesitamos aliados por toda la cristiandad, especialmente ahora que los seguidores de Mahoma asolan el Mediterráneo atacando el comercio y nuestros puertos.

– Voy entendiendo vuestra lógica, Gelasio -respondió Fidelma cuando Gelasio la miró esperando una respuesta.

– Bien. ¿Qué mejor manera para desactivar las animosidades que surgirán que vos, sor Fidelma, una experta en leyes de Irlanda, y el hermano Eadulf aquí presente, un sajón erudito en su propia ley, ambos con la reputación que les ha reportado Witebia, examinarais este caso? Si ambos llegarais a un acuerdo respecto al culpable, ¿quién podría acusaros a ninguno de los dos de parcialidad? Sin embargo, si nosotros los de Roma hiciéramos una aseveración de culpabilidad o inocencia, se nos replicaría que tenemos mucho que ganar al señalar con el dedo acusador a los que están en desacuerdo con nosotros.

Fidelma empezó a captar la sutileza del pensamiento de Gelasio. Ésa era la mente aguda de un político al igual que la de un hombre de Iglesia.

– ¿Ha admitido este Ronan Ragallach que mató a Wighard?

– No -contestó Gelasio con desdén-. Pero la prueba en su contra es abrumadora.

– ¿Así que queréis poder anunciar que este crimen lo han resuelto Eadulf de Canterbury y Fidelma de Kildare de acuerdo y al unísono, para prevenir que surja un posible conflicto?

– Habéis entendido perfectamente, hermana -dijo Gelasio.

Fidelma miró a Eadulf y el monje le respondió con una leve mueca.

– ¿Estáis de acuerdo con esto, Eadulf? -le preguntó.

– Yo fui testigo de cómo resolvió el asesinato de la abadesa Étain. Me he mostrado de acuerdo en ayudarla de la manera que pueda para resolver la muerte de Wighard y así evitar el derramamiento de sangre entre nuestros pueblos.

– ¿Vais a llevar a cabo la tarea, Fidelma de Kildare? -insistió Gelasio.

Fidelma se giró y observó sus rasgos finos, de halcón, y de nuevo volvió a percibir ansiedad en los ojos oscuros del obispo. Frunció los labios con aire reflexivo, preguntándose si lo que le producía tal ansiedad era simplemente temor a un conflicto en el extremo noroeste del mundo. No había que decidir nada. Inclinó la cabeza.

– Muy bien, pero hay condiciones.

– ¿Condiciones? -Marino, al oír la palabra, frunció el ceño con suspicacia.

– ¿Cuáles? -la invitó a continuar Gelasio.

– Unas muy sencillas. Con la primera ya estáis de acuerdo, que el hermano Eadulf sea mi compañero en igualdad de condiciones en esta investigación y nuestras decisiones hayan de ser unánimes. La segunda condición es que hemos de tener total autoridad para el desarrollo de las pesquisas. Podremos interrogar a cualquier persona que consideremos oportuno e ir allí donde sea necesario. Incluso si necesitamos hacer una pregunta al mismísimo Santo Padre. No puede haber ninguna limitación a nuestras pesquisas.

Los finos rasgos de Gelasio se relajaron y dibujaron una sonrisa.

– ¿Sois consciente de que algunas partes de la ciudad, áreas conectadas con la santa sede de Roma, están prohibidas a los clérigos extranjeros?

– Por eso pongo condiciones, Gelasio -replicó Fidelma-. Si voy a llevar a cabo tal investigación y eso me obliga a ir a un lado o a otro, he de estar segura de que tengo la autoridad para andar por ese camino.

– Seguramente no tendréis gran necesidad de ello. Nosotros ya tenemos al culpable. Lo único que habéis de hacer es confirmar su culpabilidad -interrumpió Marino.

– Vuestro culpable se declara inocente -advirtió Fidelma-. Según el derecho del Fenechus de Éireann, un hombre o una mujer son considerados inocentes hasta que se ha demostrado, más allá de toda duda, que son culpables. Yo también consideraré que Ronan Ragallach es inocente hasta que haya probado que es culpable. Si lo que deseáis es que simplemente afirme que él es culpable, entonces yo no puedo llevar a cabo esta investigación.

Gelasio dudó e intercambió una mirada triste con Marino. El Superista de los custodes fruncía el ceño, preocupado.

– Tendréis la autoridad que necesitáis, Fidelma -le concedió Gelasio pasado un momento-. El hermano Eadulf y vos podréis llevar a cabo la investigación de la manera que creáis adecuada. Me aseguraré de que el Praetor Peregrinus es informado. Pero debéis recordar que sólo tenéis que investigar y que no podéis impartir justicia por vuestra cuenta. En lo que respecta a la aplicación de la ley estáis sujetos a los procedimientos judiciales de esta ciudad, bajo la jurisdicción inmediata del Praetor Peregrinus. Marino preparará esa autorización y yo me aseguraré de que la firma el Praetor.

– De acuerdo -aceptó Fidelma.

– ¿Cuándo deseáis empezar?

Fidelma se puso de repente en pie.

– No hay mejor momento que éste.

Todos se incorporaron casi a desgana.

– ¿Cómo vais a proceder? -preguntó Marino en un tono brusco-. Supongo que querréis ver al monje llamado Ronan Ragallach.

– Iré paso a paso -contestó Fidelma, lanzando una mirada a Eadulf-. Primeros visitaremos la domus hospitalis y las estancias de Wighard. ¿Ha examinado algún médico el cadáver?

Fue Gelasio quien respondió.

– El mismo médico del Santo Padre, Cornelio de Alejandría.

– Entonces Cornelio de Alejandría va a ser la primera persona que interroguemos.

Empezó a caminar hacia la puerta, dudó y se volvió hacia Gelasio.

– ¿Me da su permiso, señor obispo?

Gelasio no supo a ciencia cierta si su voz contenía un tono de burla, pero hizo una señal con la mano autorizándola a retirarse. Mientras Eadulf se giraba y se inclinaba sobre la mano del perplejo obispo, rozando con sus labios el anillo del hombre, Fidelma llegaba a la puerta.

– Venga, Eadulf, tenemos mucho que hacer -le urgió en voz baja.

– Os llevaré a las habitaciones de Wighard -se ofreció Marino, acompañándolos.

– No será necesario, Eadulf me guiará. Os agradecería, sin embargo, que nos hicierais las autorizaciones lo antes posible y os asegurarais de que tenemos la aprobación escrita del Praetor Peregrinus antes del ángelus.

Había abierto la puerta y advirtió la presencia del joven oficial de los custodes que la había escoltado desde su alojamiento. Todavía estaba fuera esperando órdenes.

– También -prosiguió Fidelma girándose hacia Marino- quedaría en deuda con usted si pudiera contar con los servicios de uno de sus guardias de palacio, como muestra de mi autoridad. Siempre es mejor tener un símbolo de autoridad inmediatamente reconocible. Este joven serviría.

Marino frunció los labios sin saber si tenía que protestar, pero luego asintió con la cabeza lentamente.

– ¡Tesserarius!

El joven se puso en posición de firmes.

– ¡A vuestras órdenes, Superista!

– Recibiréis órdenes de sor Fidelma o del hermano Eadulf hasta que yo, personalmente, os releve de ese deber. Actúan con mi propia autoridad, la del obispo Gelasio y la del Praetor Peregrinus.

El rostro del joven mostraba una gran sorpresa.

– ¿Superista? -tartamudeó, como si no diera crédito a lo que estaba oyendo.

– ¿Me he expresado con claridad?

El tesserarius se puso rojo y tragó saliva.

– ¡A vuestras órdenes, Superista!

– Bien. Os haré llegar la autorización, sor Fidelma -le aseguró Marino-. No dudéis en hacerme llamar si me necesitáis.

Fidelma, seguida de Eadulf, abandonó la habitación, seguida por el asombrado joven oficial de la guardia.

– ¿Cuáles son vuestras órdenes, hermana? -preguntó el joven cuando entraron en el patio.

El cielo estaba iluminado con las pálidas sombras grises del amanecer y los pájaros empezaban a acompañar con un ruidoso coro de trinos el murmullo del surtidor de la fuente central.

Fidelma se detuvo en mitad de un paso y examinó al joven que la había levantado de la cama con tan rudos modales. A la luz del día todavía parecía ligeramente arrogante, y en la riqueza de su atuendo, aunque era el de gala de la guardia del palacio de Letrán, se percibía por completo el aire de un noble romano. De repente Fidelma sonrió ampliamente.

– ¿Cómo os llamáis, tesserarius?

– Furio Licinio.

– Pertenecéis a una antigua familia patricia de Roma, ¿no es así?

– Por supuesto… sí -contestó el joven frunciendo el ceño y sin captar el sarcasmo latente en las palabras de Fidelma.

La hermana dejó escapar un suspiro.

– Eso está bien. Tal vez necesite a alguien que pueda informarme de las costumbres de esta ciudad y de las del palacio de Letrán. Tenemos a nuestro cargo la investigación de la muerte del arzobispo Wighard.

– Pero si lo hizo un monje irlandés -dijo el joven, perplejo.

– Para nosotros es dudoso -replicó Fidelma secamente-. Pero vos obviamente estáis enterado de la muerte.

El joven lanzó una larga y curiosa mirada a Fidelma y luego se encogió de hombros.

– ¡La mayoría de los guardias lo sabe, hermana! Pero yo sé que el monje irlandés es culpable.

– Parecéis muy seguro, Furio Licinio. ¿Por qué?

– Yo estaba de servicio en el cuarto de la guardia cuando mi compañero, el decurión Marco Narses, entró con el monje irlandés, Ronan Ragallach. El cuerpo de Wighard acababa de ser descubierto y este Ronan fue arrestado cerca de su cámara.

– Eso se consideraría una prueba circunstancial -respondió Fidelma-. Sin embargo vos decís que estáis seguro. ¿Cómo es eso?

– Hace dos noches, yo estaba de guardia en el patio donde están situadas las habitaciones de Wighard. Alguien andaba merodeando por allí a medianoche. Perseguí al individuo y me encontré con este mismo monje irlandés que negó ser la persona a la que yo perseguía. Al hacer eso me mintió. Me dio un nombre falso: hermano «Ayn-dina»…

– ¿Hermano Aon Duine? -preguntó Fidelma, corrigiendo cortésmente la pronunciación, y cuando el tesserarius asintió con la cabeza ella se giró ligeramente para ocultar la sonrisa burlona que se le había dibujado en los labios. Incluso Eadulf, que sabía bastante irlandés, entendía la broma que el joven oficial no captaba.

– Ya veo -dijo ella solemnemente, recobrando la compostura-. Os dijo entonces que era el hermano Nadie, pues eso es lo que significa Aon Duine en mi lengua. ¿Y luego?

– Aseguró que venía de unas habitaciones y luego supe que era tan falso…

– … ¿como su nombre? -preguntó Eadulf con aire de inocencia.

– Cuando me di cuenta de que mentía ya había huido. Por esto estoy convencido de que es culpable.

– ¿Pero culpable de qué? -observó Fidelma-. Todavía hay que demostrar que es culpable de asesinato. Discutiremos eso luego con el monje Ronan Ragallach. Venga, Furio Licinio, llevadme hasta ese médico que examinó el cuerpo de Wighard.

Capítulo 5

Cornelio de Alejandría, el médico personal de Su Santidad, Vitaliano, obispo de Roma, era un hombre bajo y de tez morena. Era un griego alejandrino de cabello negro, con una nariz prominente y bulbosa sobre unos labios delgados. Aunque estaba bien afeitado, una barba incipiente negra-azulada indicaba que necesitaba rasurarse tres veces al día. Tenía los ojos oscuros y penetrantes. Se levantó indeciso cuando Furio Licinio entró en su cámara, seguido de Fidelma y Eadulf.

– ¿Sí, tesserarius? -inquirió con un tono que demostraba su irritación por haber sido molestado.

– ¿Sois vos Cornelio, el médico? -preguntó Fidelma, pasando a hablar en griego con gran facilidad.

Entonces se dio cuenta de que el hermano Eadulf no conocía bien esa lengua y repitió la pregunta en latín.

El alejandrino la examinó con mirada inquisitiva.

– Soy el médico personal del Santo Padre -afirmó-. ¿Quién sois vos?

– Soy Fidelma de Kildare y éste es el hermano Eadulf de Canterbury. El obispo Gelasio nos ha encargado investigar la muerte de Wighard.

El médico resopló irónicamente.

– Poco hay que investigar, hermana. No hay misterios en lo referente a las circunstancias de la muerte de Wighard.

– ¿Entonces vos podéis decirnos cómo murió?

– Estrangulado -fue la respuesta inmediata.

Fidelma recordó su encuentro con Wighard en Witebia cuando él era scriba, secretario del arzobispo Deusdedit.

– Recuerdo que Wighard era un hombre grande. Sólo pudo haberlo estrangulado una persona fuerte.

Cornelio resopló. Al parecer, tenía la molesta costumbre de hacer ruiditos con la nariz, a modo de comentario.

– Os sorprendería, hermana, el poco esfuerzo que requiere estrangular incluso a un hombre corpulento. Una mera compresión de las arterias carótidas y las venas yugulares del cuello impiden la llegada de la sangre al cerebro y producen la pérdida de conocimiento, casi inmediatamente, tal vez en tres segundos como mucho.

– Suponiendo que el sujeto permita que le ejerzan esa presión en el cuello -replicó Fidelma atenta-. ¿Dónde está ahora el cuerpo de Wighard? ¿Todavía en su estancia?

Cornelio negó con la cabeza.

– He hecho que lo llevaran al mortuarium.

– Una pena.

Cornelio frunció los labios disgustado ante esa crítica implícita.

– No hay nada respecto a su muerte que yo no pueda deciros, hermana -dijo él en tono distante.

– Quizá -respondió Fidelma con suavidad-. Mostradnos el cuerpo de Wighard y luego nos explicáis cómo habéis llegado a vuestras conclusiones.

Cornelio dudó, luego se encogió de hombros y a la vez se inclinó a medias, en señal de burla.

– Seguidme -dijo, se dio la vuelta y todos salieron de la habitación. Tras pasar la pequeña puerta se dirigieron hacia una pequeña escalera de caracol construida con piedra.

Descendieron tras él, luego penetraron en un lúgubre pasillo y entraron en una gran habitación con frías losetas de mármol. Había varias mesas que parecían de autopsia, también de mármol, que inmediatamente revelaron para qué servían, pues sobre ellas había cadáveres amortajados, cuerpos cubiertos por lino manchado.

Cornelio se dirigió a uno de ellos, le quitó la tela con indiferencia y la puso a un lado.

– El cuerpo de Wighard -resopló, señalando con la cabeza el cadáver pálido, de rostro céreo.

Fidelma y Eadulf se acercaron a la mesa y miraron, mientras Licinio permanecía quieto y obediente en el fondo de la estancia. En vida, Wighard de Canterbury había sido un hombre alto, de aspecto jovial, con el cabello canoso y rasgos regordetes. Aunque, como Fidelma recordó de su encuentro en Witebia, sus rasgos de querubín ocultaban una mente fría y calculadora y una ambición afilada como una espada. Los ojos en el rostro regordete eran los de un zorro astuto. Sin la tensión muscular que controlara el gesto, la carne pálida se había relajado y le cambiaba la expresión haciéndolo casi irreconocible para quienes lo habían visto en vida.

Fidelma entornó los ojos al observar unas lesiones alrededor del cuello.

Cornelio vio que estaba examinando algo y se avanzó con una sonrisa burlona.

– Como veis, hermana, estrangulación.

– Sin embargo, no ha sido con las manos.

Cornelio arqueó las cejas ante el comentario de Fidelma, sin duda sorprendido por su capacidad de observación.

– No, es cierto. Lo estrangularon con su cordón para la oración.

Los religiosos llevaban unas cuerdas anudadas alrededor de sus hábitos que utilizaban tanto de cinturón como de guía para sus plegarias: cada nudo marcaba el número de oraciones que se tenía que decir a diario.

– La expresión del rostro parece de tranquilidad, como si estuviera simplemente durmiendo -dijo Fidelma-. Hay pocas señales de un final violento.

El médico alejandrino se encogió de hombros.

– Probablemente ya estaba muerto antes de que se diera cuenta. Como os he dicho, no se tarda mucho en conseguir un estado inconsciente, una vez las arterias carótidas están comprimidas… aquí y aquí -indicó en el cuello-. Veréis -empezó a entusiasmarse con el tema, como un profesor que imparte conocimientos a estudiantes inteligentes-, fue el gran médico Galeno de Pérgamo quien identificó estas arterias y mostró que llevaban sangre y no aire tal como se había supuesto siempre hasta entonces. Las llamó carótidas por la palabra griega karotis, que significa «atontar», para indicar que la compresión de estas arterias produce atontamiento…

El hermano Eadulf le lanzó una mirada divertida a Fidelma.

– Yo había oído -intervino el monje- que Herófilo, que fundó una gran escuela de medicina en Alejandría trescientos años antes del nacimiento de Cristo, sostenía que era sangre y no aire lo que pasaba por las arterias, y eso fue cuatro siglos antes de Galeno.

Cornelio se quedó mirando al monje sajón con asombro.

– ¿Sabéis algo de medicina, sajón?

Eadulf hizo una mueca.

– Estudié unos años en Tuaim Brecain, la principal escuela de medicina de Irlanda.

– Ah -asintió Cornelio, satisfecho con la explicación-. Entonces tendréis algún conocimiento. El gran Herófilo ciertamente llegó a esa conclusión, pero fue Galeno el que claramente lo identificó como un hecho y definió la función de las arterias carótidas. Además, el iugulum, que nosotros conocemos como clavícula, da su nombre a varias venas de aquí. Éstas transportan sangre procedente de la cabeza, mientras que las arterias envían sangre en sentido contrario. Todas fueron comprimidas en el caso de Wighard. Yo creo que la muerte debió de ser cosa de segundos.

Mientras él iba hablando, Fidelma examinaba los miembros y manos del cadáver, prestando particular atención a los dedos y las uñas. Finalmente se enderezó.

– ¿Había alguna señal de lucha, Cornelio?

El médico sacudió la cabeza en señal de negación.

– ¿En qué posición yacía el cadáver?

– Que yo recuerde, se encontraba tendido boca abajo en la cama. O mejor, el torso estaba sobre la cama mientras que la parte inferior de las piernas estaba en el suelo, como si hubiera estado arrodillado junto al lecho.

Fidelma exhaló suavemente mientras meditaba.

– Entonces trasladémonos a las habitaciones de Wighard. Resulta esencial que sepa la posición exacta del cuerpo.

Furio Licinio interrumpió la conversación con un carraspeo.

– ¿Debo pedir al decurión Marco Narses que nos acompañe, hermana? Él fue quien encontró el cadáver y también el que capturó al asesino.

Una breve expresión de irritación apareció en la cara de Fidelma.

– Queréis decir que capturó al hermano Ronan -corrigió ella suavemente-. Sí, haced lo necesario para que ese Marco Narses se reúna con nosotros en la habitación de Wighard. Id a buscarlo. Cornelio nos acompañará a la habitación.

El médico la miró fijamente, posiblemente ofendido por la presunción de Fidelma de que él iba a obedecer sus órdenes, pero no protestó.

– Venid por aquí.

Salieron del mortuarium, atravesaron un pequeño patio y siguieron un laberinto de pasillos hasta que llegaron a un patio agradable, dominado por una fuente. Cornelio guió a Fidelma y a Eadulf a través de él hasta entrar en un edificio de tres pisos, donde subieron por una escalera de mármol. Aquello era sin duda la domus hospitalis del palacio de Letrán, el lugar donde se alojaban los invitados especiales que tenía el obispo de Roma. En el tercer piso, Cornelio se detuvo en un pasillo. Un único custos hacía guardia delante de la puerta, pero se apartó ante Cornelio, quien abrió de un empujón la puerta alta y tallada que daba a las habitaciones.

Había una antesala acogedora detrás de la cual se encontraba la habitación del último arzobispo. Era una amplia y elegante cámara con altas ventanas que daban al patio interior soleado.

Cornelio los llevó hasta la habitación.

Fidelma observó que la estancia estaba a la altura de las otras habitaciones del palacio de Letrán en lo concerniente a su opulencia, pues tenía tapices colgados y alfombras esparcidas por el suelo embaldosado. No era como el estrecho cubiculum al que ella estaba acostumbrada. La cama era amplia, con un armazón de madera cuidadosamente tallado con abundantes símbolos religiosos. Aparte de una colcha arrugada, parecía que no se había dormido en la cama o que incluso se hubiera preparado para la noche. La colcha estaba puesta en su sitio, aunque parecía desordenada, como si alguien se hubiera echado en la mitad inferior de la cama.

Cornelio señaló hacia el extremo del lecho.

– Wighard yacía boca abajo, atravesado, en la parte inferior de la cama.

– ¿Podéis mostrarnos exactamente cómo estaba? -preguntó Fidelma.

Cornelio no parecía nada contento, pero se avanzó y se inclinó sobre la cama. Colocó su torso sobre la cama, pero las piernas le quedaron dobladas casi como si estuviera arrodillado en el suelo junto al lecho.

Fidelma pensó durante unos instantes.

Eadulf también examinaba la posición:

– ¿Podría ser que Wighard estuviera arrodillado rezando cuando entró su asesino y lo estranguló con su cordón para la oración?

– Es una posibilidad -musitó Fidelma-. Pero, si estaba arrodillado rezando, tendría el cordón en las manos y, si no, alrededor de la cintura. El asesino tiene que haber atacado inmediatamente, con mucha rapidez, para no asustar a Wighard. Por tanto, el asesino tenía el cordón en sus manos… no hubo lucha para hacerse con él, eso hubiera prevenido al arzobispo.

Eadulf estuvo de acuerdo, pero con cierta renuencia.

– ¿Me puedo levantar ya? -preguntó Cornelio, casi de mal humor debido a la posición incómoda en que estaba.

– Por supuesto -respondió Fidelma arrepentida-. Habéis sido de lo más útil. No creo que debamos molestaros más.

Cornelio se levantó resoplando sonoramente.

– ¿Y el cadáver? Su Santidad espera celebrar una misa de réquiem en la basílica a mediodía. Después de eso, los restos mortales se llevarán a la puerta Metronia de la ciudad y se enterrarán en el cementerio cristiano, en el exterior de la muralla Aurelia.

– ¿Un entierro tan pronto?

– Es la costumbre en esta tierra.

El calor del día hace que los entierros se lleven a cabo cuanto antes por motivos de salud pública -dijo Eadulf.

Fidelma asintió a medias, con la cabeza ausente, mientras estudiaba las arrugas de la ropa de cama. Entonces alzó los ojos y sonrió rápidamente a Cornelio.

– No tengo necesidad de volver a ver a Wighard. Que se disponga de él según los deseos del Santo Padre.

Cornelio dudaba en la puerta, casi remiso a marcharse ahora.

– ¿Hay algo más?

– Nada -contestó Fidelma rotundamente, girándose hacia la cama.

El médico alejandrino volvió a resoplar, luego se dio la vuelta y salió de la estancia.

Eadulf observaba a Fidelma, que examinaba el lecho con curiosidad.

– ¿Habéis visto algo, Fidelma?

Fidelma sacudió negó con la cabeza.

– Pero hay algo aquí que todavía no entiendo. Algo que… -Inspiró y sacudió la cabeza-. Mi viejo maestro, Morann de Tara, solía decir, que no se debía especular antes de poseer toda la información.

– Un hombre sabio -observó Eadulf.

– Era tanta su sabiduría que se convirtió en jefe de los jueces de Irlanda -añadió Fidelma.

La muchacha señaló hacia el lugar donde Cornelio se había tendido:

Aquí tenemos a Wighard, de pie o arrodillado junto a su cama, presumiblemente, y por la hora que era, a punto de prepararse para el descanso nocturno. ¿Estaba a punto de quitar la colcha y se disponía a ir a la cama, o estaba arrodillado rezando?

Se quedó observando el sitio con aire pensativo, como si buscara inspiración.

– Fuera como fuera, hemos de suponer que estaba de espaldas a la puerta. Su asesino entró, tan sigilosamente que Wighard ni siquiera se giró o sospechó algo, y entonces hemos de pensar que el asesino se hizo con el cordón de Wighard y lo estranguló con tanta rapidez que éste no pudo luchar y murió antes de darse cuenta de lo que estaba pasando.

– Todo esto según la información que tenemos hasta ahora -añadió Eadulf con una mueca-. Tal vez tendríamos que ver ahora al hermano Ronan y conocer qué luz puede arrojar sobre el asunto.

– El hermano Ronan puede esperar un poco más -dijo Fidelma mientras su mirada concentrada seguía escrutando la habitación-. El obispo Gelasio dijo que los regalos que Wighard traía para el Santo Padre fueron robados. Como secretario de Wighard, Eadulf, vos debéis de saber dónde estaban guardados.

Eadulf señaló en dirección a la otra habitación.

– Estaban guardados en un baúl en la sala de las visitas.

Fidelma se dirigió hacia la primera habitación. También reflejaba la riqueza y elegancia del palacio, con su mobiliario y sus tapices. Tal como había indicado Eadulf, en un rincón había un gran baúl de madera con herrajes de hierro. La tapa ya estaba abierta y Fidelma vio que dentro no había nada.

– ¿Qué había guardado en el baúl, Eadulf? ¿Lo sabéis?

Eadulf sonrió con cierta vanidad.

– Ese era mi deber de scriba, secretario del arzobispo. Tan pronto como llegué a Roma, fui llamado para hacerme cargo de mis obligaciones, así que conozco todo sobre el asunto. Cada reino de las tierras sajonas había enviado presentes a Su Santidad a través de Canterbury, para mostrar que todos acataban la decisión de Witebia; para demostrar, con tales regalos, que la regla de Roma era aceptada y que Canterbury iba a ser el principal arzobispado de aquellos reinos. Había un tapiz tejido por las damas de honor de la piadosa Seaxburg. Es la mujer de Eorcenberth de Kent y ha fundado un gran monasterio en la isla de Sheppey.

– De acuerdo. Un tapiz. ¿Qué más?

– Oswio de Northumbria envió un libro, un Evangelio de Lucas, iluminado por los monjes de Lindisfarne. Eadulf de Anglia Oriental envió un cofre adornado con piedras preciosas. Wulfhere de Mercia envió una campana con oro y plata engastados, mientras que Cenewealh, de los sajones orientales, envió dos cálices de plata trabajados por artesanos de su reino. Luego, por supuesto, estaba el regalo de Canterbury.

– ¿Qué era?

– Las sandalias y el báculo del primer arzobispo de Canterbury, Agustín.

– Ya veo. ¿Y todos esos objetos estaban colocados en este baúl?

– Exactamente. Junto con cinco cálices de oro y plata que debía bendecir Su Santidad y que se habían de distribuir en las catedrales de los cinco reinos de los sajones, junto con un saco de monedas de oro y plata para ofrendas votivas. Y ninguno de esos objetos preciosos está ahora aquí.

– Semejante tesoro -reflexionó Fidelma lentamente- costaría de trasladar.

– Los objetos robados valían el rescate de un rey -dijo Eadulf.

– Así, de momento -musitó Fidelma-, hemos de considerar dos motivos para el asesinato de Wighard. El primero, en el que se basa el obispo Gelasio a raíz del arresto del hermano Ronan, es que Wighard fue asesinado debido al descontento en la Iglesia de Columba por la victoria de Canterbury en Witebia. El segundo es que Wighard fue asesinado en el curso del robo.

– Los dos motivos podrían bien ser uno solo -arguyó Eadulf-. Las pertenencias de Agustín de Canterbury no tenían precio. Si el descontento de la Iglesia de Columba fuera el motivo del asesinato de Wighard, entonces, ¡menudo golpe sería para Canterbury que se perdieran las reliquias de Agustín!

– Una observación excelente, Eadulf. Esos objetos tan sólo tenían un valor incalculable para alguien que supiera qué eran y que pertenecían a nuestra fe. De otro modo, no tendrían valor alguno.

Se oyeron un discretos golpes en la puerta de la estancia y entró Furio Licinio. Otro miembro de los custodes lo siguió al interior. A Fidelma le pareció un hombre guapo. Era bastante alto, de espaldas anchas y fornidas, rostro fuerte y oscuro y cabello rizado bien arreglado. Su aspecto, notó Fidelma, era meticuloso, llevaba las manos limpias y las uñas cuidadas. En su país natal, tener las uñas arregladas y limpias se consideraba una señal de rango y belleza.

– El decurión Marco Narses, hermana -anunció Licinio.

– ¿Os han informado de nuestra autoridad y de nuestra misión? -preguntó Fidelma.

El custos asintió con la cabeza. Sus movimientos parecían vigorosos y su expresión cordial.

– Me han dicho que vos descubristeis el cuerpo de Wighard y luego arrestasteis al hermano Ronan.

– Así es, hermana -contestó el decurión.

– Entonces explicadnos vos mismo cómo sucedió todo.

Marco Narses echó una mirada a Fidelma y luego a Eadulf, se quedó callado un momento como para poner en orden sus pensamientos y luego dirigió los ojos hacia Fidelma.

– Sucedió la pasada noche, o mejor, a primeras horas de esta mañana. Yo debía acabar la guardia durante la primera hora. El cometido de mi decuria…

– Una compañía de diez hombres de los custodes, hermana -interrumpió Licinio, ávido de dar explicaciones-. Los custodes de la guardia del palacio de Letrán se agrupan de esta manera.

– Gracias -contestó solemnemente Fidelma, que ya conocía este dato-. Continuad, Marco Narses.

– Mi decuria debía vigilar la zona de la domus hospitalis, los alojamientos que los dignatarios extranjeros, huéspedes personales de Su Santidad, tenían asignados.

– Yo tuve la misma guardia la noche anterior -volvió a interrumpir Licinio-. El Superista, el gobernador militar, estaba particularmente preocupado por la protección del arzobispo sajón y su séquito.

Fidelma observaba pensativa al joven.

– Seguid, Marco Narses.

– La guardia era muy aburrida. No había sucedido nada. Era la hora del ángelus. Oí la campana que sonaba en la basílica. Estaba atravesando el patio… -señaló hacia abajo por la gran ventana de la habitación- ese mismo patio que veis ahí abajo… cuando creí oír un ruido procedente de este edificio.

– ¿Qué tipo de ruido?

– No estoy seguro -contestó el decurión frunciendo el ceño-. Era como el sonido de una pieza de metal al caer contra una superficie dura. No estaba siquiera seguro de dónde provenía.

– Muy bien. ¿Y luego?

– Yo sabía que el arzobispo designado se alojaba aquí, así que entré y subí por las escaleras hasta el pasillo exterior. Quería comprobar que todo estaba en orden.

El joven custos hizo una pausa y tragó saliva, como para humedecerse la garganta seca.

– Había llegado al extremo superior de las escaleras y observaba por el pasillo exterior cuando vi una figura, vestida con hábito religioso, que se dirigía rápidamente hacia las escaleras que están en el extremo opuesto. Hay dos tramos de escaleras que dan al pasillo, uno en esta punta del edificio, al que se llega desde aquel patio, y el otro en la otra punta, al que se accede desde un patio y un jardín más pequeños.

– ¿Cuándo llegasteis al pasillo estaba éste a oscuras o iluminado? -preguntó Eadulf.

– Tres antorchas en sus soportes lo iluminaban. Yo… -Marco Narses hizo una pausa y luego sonrió-. Ah, ya sé lo que queréis decir, hermano. Sí; el pasillo estaba lo bastante iluminado para que yo pudiera reconocer al hermano Ronan Ragallach.

Fidelma alzó las cejas sorprendida.

– ¿Reconocer? -repitió ella con énfasis-. ¿Conocíais al hermano Ronan Ragallach?

El custos se ruborizó y negó inmediatamente con la cabeza con cierta turbación; enseguida corrigió sus palabras.

– Lo que quiero decir es que a la persona que vi huir de mí por el pasillo luego la volví a ver y la arresté. Entonces supe que era el hermano Ronan Ragallach.

Licinio asintió con la cabeza indicando que estaba de acuerdo.

– Era la misma persona que dijo llamarse hermano «Ayn-dina» cuando…

Su voz se fue apagando cuando Fidelma levantó su delgada mano.

– Ahora estamos escuchando el testimonio de Marco Narses -lo reprendió suavemente-. Continuad, decurión. ¿Os dio el hermano Ronan Ragallach su verdadero nombre cuando lo detuvisteis?

– Primero, no -contestó el custos-. Intentó darme el nombre de hermano «Ayn-dina». Pero uno de mis hombres lo reconoció como un scriptor que trabajaba en el Munera Peregrinitatis…

– El secretariado de exteriores -aclaró rápidamente Furio Licinio.

– El guardia recordó su nombre, Ronan Ragallach. Entonces fue cuando el hermano admitió su identidad.

– Me parece que hemos ido muy deprisa -dijo Fidelma-. Volvamos al momento en que visteis por primera vez al hombre que luego supisteis que era el hermano Ronan. Habéis dicho que lo descubristeis en el extremo del pasillo donde estaba situada la habitación de Wighard, ¿verdad?

El decurión asintió con la cabeza.

– ¿Le gritasteis al hermano que se detuviera? -preguntó Eadulf-. ¿Creísteis que se comportaba de manera sospechosa?

El decurión contestó complacido.

– Al principio no. Cuando llegué al pasadizo y vi al hermano en la otra punta, también observé que la puerta de los aposentos del arzobispo estaba ligeramente entreabierta. Llamé al arzobispo y al no oír respuesta alguna la empujé y volví a llamarlo. Como no oí nada, entré.

– ¿Estaba bien iluminada la estancia? -preguntó Fidelma.

– Perfectamente, hermana. La velas ardían en ambas habitaciones.

– ¿Y qué visteis?

– Al entrar no detecté nada inquietante, pero vi que la tapa del baúl estaba levantada -hizo un gesto hacia el baúl que había contenido el tesoro-. No había nada en el baúl, y nada a su alrededor que pudiera haber sido sacado de allí.

– Muy bien. ¿Y luego? -interrogó Fidelma otra vez, cuando él se detuvo.

– Volví a llamar al arzobispo. Me dirigí a su habitación. Entonces vi su cuerpo.

– Describid en qué postura estaba el cuerpo.

– Si me lo permitís, os lo mostraré.

Fidelma asintió con la cabeza y el decurión se encaminó hacia la habitación y se arrodilló a los pies de la cama, adoptando una posición casi idéntica a la que había indicado Cornelio de Alejandría.

– El arzobispo estaba echado con el pecho sobre la cama, boca abajo. Vi una cuerda con nudos alrededor de su cuello. Me acerqué para comprobar su pulso. La piel estaba fría al tacto y entendí que estaba muerto.

– ¿Fría, decís? -inquirió Fidelma impaciente-. ¿La piel estaba fría al tacto?

– Así es -confirmó Marco Narses poniéndose de pie-. Al levantarse, la punta de su vaina se enganchó en el cubrecama y lo retiró un poco. Los ojos de Fidelma percibieron que había algo bajo la cama, pero intentó no perder la compostura y su cara se giró atenta hacia el joven decurión.

– Continuad -le invitó, pues éste se había detenido una vez más.

– Era obvio que el arzobispo había sido estrangulado con el cordón. Asesinado.

– ¿Qué fue lo primero que pensasteis? -se interesó Fidelma-. ¿Cuál fue vuestro primer pensamiento cuando supisteis que Wighard estaba muerto?

Marco Narses se quedó quieto unos momentos con los labios fruncidos, aparentemente meditando su respuesta.

– Que la persona que había visto huyendo por el pasillo podía ser el asesino, naturalmente.

– Lógico. ¿Y respecto al baúl vacío? ¿Qué pensasteis de eso?

– Pensé que quizás se había cometido un robo y que el arzobispo había sorprendido al ladrón y éste lo había asesinado.

– Tal vez. La figura que visteis huyendo, ¿llevaba un saco o algo que le sirviese para cargar los objetos que contenía el baúl?

El custos respondió con desgana.

– No lo recuerdo.

– Vamos. Habéis sido muy preciso hasta ahora -espetó Fidelma-. Y podéis seguir siéndolo.

El decurión parpadeó ante la repentina e inesperada beligerancia mostrada por la voz de la muchacha.

– Entonces he de decir que no observé que llevara ningún saco o bolsa.

– Eso es. ¿Y el cuerpo estaba frío cuando lo tocasteis? ¿Dedujisteis algo?

– Simplemente que el hombre estaba muerto.

– Ya veo. Seguid. ¿Qué hicisteis entonces?

– Grité para dar la alarma y corrí en persecución del hombre del pasillo, que para entonces había desaparecido escaleras abajo.

– ¿Adónde dijisteis que conducía esta escalera en el extremo del pasadizo?

– A un segundo patio en la parte posterior de este edificio. Por suerte, dos soldados de la decuria pasaban por el patio y habían observado la figura del hermano que salía apresuradamente del edificio. Le ordenaron para que se detuviera y así lo hizo.

– ¿Lo hizo? -Fidelma estaba sorprendida.

– No tenía muchas opciones frente a dos custodes armados -dijo el decurión sonriendo cínicamente-. Le pidieron que se identificara y dijera su ocupación. Dio el nombre de «Ayn-dina», y ya casi los estaba convenciendo para que lo dejaran ir cuando oyeron mi voz que daba la alarma. Entonces lo retuvieron hasta que llegué yo. Y ya queda poco que contar.

– ¿Lo retuvieron? -inquirió Eadulf-. ¿Queréis decir que intentó escapar?

– Al principio, sí.

– Ah -Eadulf sonrió en señal de triunfo-. No es la acción propia de un hombre inocente.

Fidelma no le hizo caso y continuó su interrogatorio:

– ¿Le preguntasteis al hermano qué estaba haciendo en los alrededores de las habitaciones del arzobispo?

El decurión sonrió irónicamente.

– ¡Como si fuera a confesar que había asesinado al arzobispo!

– ¿Pero se lo preguntasteis? -insistió Fidelma.

– Le dije que lo había visto salir corriendo de las habitaciones del arzobispo. Él negó tener nada que ver con el crimen. Lo conduje a las celdas que hay en el edificio de la guardia e informé del asunto inmediatamente a Marino, el gobernador militar. Marino vino e interrogó al hermano Ronan Ragallach, quien simplemente negó estar implicado. Esto es todo lo que tengo que decir.

Fidelma, pensativa, se frotó la nariz con uno de sus delgados dedos.

– Sin embargo, lo que vos le dijisteis era inexacto, ¿no es así? -le preguntó casi con dulzura.

El decurión frunció el ceño.

– Lo que quiero decir -continuó Fidelma- es que vos no lo habíais visto huir de las habitaciones del arzobispo. Vos habéis explicado que la primera vez que lo visteis estaba en el extremo del pasillo donde están situadas las dependencias del arzobispo. ¿No es así?

– Si se quiere ser preciso, sí, pero resulta obvio…

– Un testigo debe ser preciso y no sacar conclusiones. Eso es tarea del juez -le amonestó Fidelma-.

Ahora bien, ¿decís que vuestros hombres lo arrestaron mientras huía de la domus hospitalis?

– Así es -contestó Marco Narses con resentimiento.

– ¿Y llevaba algo?

– No, no llevaba nada.

– ¿Se ha ordenado una búsqueda de los objetos desaparecidos del baúl de Wighard? Sabemos que de ahí han sido sustraídos muchos tesoros. Se supone que quienquiera que matara al arzobispo robaría también esos objetos. Pero vos no observasteis que el hermano Ronan Ragallach llevara nada cuando lo sorprendisteis en el pasillo, y ahora confirmáis que no acarreaba nada cuando fue arrestado.

Fidelma sonrió al decurión.

– ¿Por lo tanto, ¿se ha efectuado la búsqueda de los tesoros perdidos? -preguntó con cuidado.

– Se llevó a cabo la búsqueda, por supuesto -replicó Marco Narses-. Se hizo por los alrededores; en cualquier lugar donde los pudiera haber abandonado durante su huida.

– ¿Pero no se encontró nada?

– Nada. Marino ordenó que registráramos las habitaciones del hermano Ronan en el Munera Peregrinitatis y también su alojamiento.

– Y no se encontró nada, por supuesto -preguntó Fidelma, suponiendo la respuesta.

– En efecto, no se encontró nada- confirmó Marco Narses, cada vez más irritado ante la insistencia de Fidelma.

– ¿Y se registró esta habitación? -preguntó Fidelma inocentemente.

Los dos soldados, Licinio y Marco Narses, intercambiaron una sonrisa burlona.

– Si el tesoro fue robado de aquí, el ladrón difícilmente lo ocultaría en la misma habitación de donde lo había sustraído -respondió el decurión en tono socarrón.

Sin decir una palabra, Fidelma se dirigió hacia la cama y se arrodilló allí donde había visto que la vaina de Marco Narses retiraba el cubrecama. Estiró de él ante las miradas de asombro de los presentes y extrajo un báculo y un par de sandalias de cuero, junto con un pesado libro encuadernado en piel. Detrás había un tapiz enrollado que también cogió. Entonces se puso de pie y se giró, dirigiéndoles a todos una mirada afable.

Eadulf sonreía ampliamente ante el repentino disgusto de los dos hombres.

– Imagino que éstos son algunos de los objetos desaparecidos. El báculo y las sandalias de Agustín, el libro de Lindisfarne y el tapiz tejido por la damas de honor de la reina de Kent.

Eadulf se adelantó y examinó aquellas cosas con entusiasmo.

– No hay duda de que éstos son algunos de los objetos del tesoro -confirmó.

Licinio iba sacudiendo la cabeza como un púgil intentando recuperarse de un golpe.

– ¿Cómo…? -empezó.

– Porque nadie buscó a fondo -respondió Fidelma llanamente, disfrutando con el desconcierto de los soldados-. Al parecer, la persona que se llevó el tesoro sólo estaba interesada en los objetos que tenían un valor material. El ladrón no quería nada que no pudiera convertir inmediatamente en moneda de cambio. -Fidelma no pudo evitar lanzar a Eadulf una astuta indirecta-: De alguna manera esto debilita vuestro argumento de que el ladrón quería dañar la autoridad de Canterbury robando estos objetos.

Eadulf hizo una mueca. No estaba en absoluto convencido. Se giró hacia Marco Narses y le planteó con tono inocente:

– Tal vez el decurión Marco Narses debería hacer otro registro más exhaustivo en todas las estancias de este piso.

Marco Narses musitó algo que Fidelma quiso interpretar como un asentimiento.

– Bien. Mientras lo hacéis, Furio Licinio puede conducirnos a ver al hermano Ronan Ragallach.

– Yo creo que sería el siguiente paso lógico -confirmó Eadulf con solemnidad.

– Y, finalmente -sonrió Fidelma con malicia-, podremos informar al obispo Gelasio de que no todo el tesoro de Wighard ha sido robado.

Se encaminaban hacia la puerta cuando ésta se abrió de golpe. La agitada figura del Superista, Marino, estaba en el umbral. Tenía la cara roja y jadeaba como consecuencia de haber corrido. Sus ojos se desplazaron con rapidez por el grupo hasta que se posaron en sor Fidelma.

– Me acabo de enterar en el edificio de la guardia, el hermano Ronan Ragallach se ha escapado de su celda y no lo encuentran en ningún sitio. Ha desaparecido.

Capítulo 6

Las últimas notas del cántico resonaban en el silencio del gran techo abovedado de la austera basílica redonda de San Juan de Letrán. Unas macizas columnas de granito oriental se elevaban hacia arriba a cada lado de la pequeña nave, donde unos frescos de colores vivos describían escenas tanto del Viejo como del Nuevo Testamento. El olor a incienso y la fragancia de las velas hechas con cera de abeja, puestas en ricos soportes de oro y plata, se mezclaban y se convertían en un aroma profundamente perfumado que creaba una atmósfera agobiante. El mármol era omnipresente y se combinaba con la piedra y el granito que sostenían una torre encima del ostentoso altar mayor, al que se accedía por un pavimento abigarrado hecho de piedras semi-preciosas unidas formando un mosaico. Una serie de capillitas daba paso al área principal abovedada de la basílica; eran unas capillitas poco llamativas en comparación con el esplendor del área del altar mayor. Allí se encontraban algunos de los humildes sarcófagos de los santos padres de la Iglesia romana, aunque la costumbre era ahora que sus restos, siempre que fuera posible, se sepultaran en la basílica de San Pedro, al noroeste de la ciudad.

Ante el altar mayor, ricamente labrado, y descansando sobre caballetes, estaba el ataúd de madera abierto de Wighard, el último arzobispo de Canterbury. Una docena de obispos y ayudantes estaba sentada en un lateral y detrás de ellos había una veintena de abades y abadesas, mientras que en el otro lado del altar se sentaban los asistentes pertenecientes al clero sajón, los que habían seguido al sacerdote de Kent hasta Roma para su ordenación. Ahora eran testigos de sus honras fúnebres.

Sor Fidelma se había situado detrás del hermano Eadulf, que ocupaba un lugar destacado por su condición de scriba de Wighard. Junto a Eadulf estaba sentado un abad de aspecto austero, pero de rasgos marcadamente agraciados, pensó ella, aunque carentes de algo. ¿Compasión, quizás? Había algo de dureza en el rictus de su boca y en la expresión de sus ojos claros. Fidelma se preguntó quién sería, pues estaba situado en un lugar principal entre los sajones. Le preguntaría a Eadulf después, pero no pudo evitar darse cuenta de las miradas laterales que el hombre iba lanzando a la remilgada abadesa Wulfrun, que tenía a su lado. La poco agraciada figura de sor Eafa estaba sentada junto a ella y otros dos hermanos estaban situados al otro lado de Eafa.

Desde su posición, Fidelma veía también el otro lado del ábside, donde se extendía la pequeña nave a oscuras de la basílica abarrotada. La amplia masa de gente, procedente de todas las naciones cristianas, a juzgar por la variedad de sus vestimentas, llenaba la nave y se apiñaba entre los nichos de las macizas columnas que sostenían el tejado. Fidelma sabía bien que no era la misa de réquiem por el arzobispo sajón lo que había traído tal multitud a la iglesia. La asistencia se debía solamente al hecho de que el Santo Padre en persona iba a oficiar la misa por el alma de Wighard. Era para ver a Vitaliano, titular del trono de san Pedro, por lo que se agolpaban.

Echó una mirada hacia el altar mayor donde el obispo de Roma, asistido por su secretario, se levantaba de su trono ricamente trabajado.

Vitaliano, el septuagésimo sexto sucesor al trono de Pedro el Apóstol -según los cronistas-, era alto con una larga pero plana nariz, y mechones largos de cabello estropajoso le salían de debajo del blanco phrygium, una corona como una tiara, señal de su rango. Tenía los labios finos, casi crueles, observó Fidelma, y los ojos negros e impenetrables. Aunque había nacido en Segni, una localidad situada no muy lejos, al sur de Roma, se decía que sus ancestros eran griegos y Fidelma ya había oído decir en la ciudad, que Vitaliano, a diferencia de los papas anteriores, estaba embarcado en una política de restauración de la unidad religiosa, por lo que cortejaba abiertamente a los patriarcas de las iglesias orientales para remediar el cisma con Roma que había empezado doscientos años atrás.

Cuando las voces del coro callaron, el obispo de Roma se quedó con la mano levantada para dar la bendición. Se oyó el trasiego de todos los que se arrodillaban ante él. A su lado, su mansionarius, el guardián de la iglesia, presentó el incensario con el incienso a los acólitos cuyo deber era repartir el perfume alrededor del ataúd.

Después de que entonara la bendición, los porteadores del féretro, con la cabeza inclinada, avanzaron lentamente para transportar los restos terrenales de Wighard hasta la carreta que esperaba en el exterior de la basílica. Wighard iniciaría así su último viaje desde la basílica hasta la puerta Metronia, y de allí al cementerio cristiano bajo la desolada muralla Aurelia, al sur de la ciudad.

El obispo de Roma iba el primero tras el ataúd. Pero delante del carro mortuorio iba un destacamento de los custodes del palacio de Letrán con el primicerius, o canciller papal, y sus diáconos. Detrás de Su Santidad caminaba Gelasio, como nomenclator, junto con los otros dos dignatarios principales, el vestararius, que estaba a cargo de la casa papal, y el sacellarius, el tesorero del Papa.

Un joven cenobita, el encargado de la ceremonia, reunió a los asistentes sajones en una posición inmediatamente posterior a la de los obispos.

Tras ellos vendría el resto de la congregación, caminando solemnemente en procesión hasta el lugar de la sepultura. Cuando el cortejo se empezó a mover lentamente alejándose de la basílica, el coro empezó a cantar.

Benedic nobis, Domine, et omnibus donis Tuis…

Bendícenos, Señor, y todos tus bienes…

Se decía que Vitaliano fomentaba enérgicamente el uso de la música en todos los aspectos del culto religioso, contrariamente a la política llevada a cabo por sus predecesores en el trono de san Pedro.

A diferencia de lo que hacían los demás, Fidelma no caminaba con la cabeza gacha en la procesión. Estaba muy ocupada mirando a su alrededor, captando los detalles y sonidos de la ceremonia y en particular los rostros de los asistentes al funeral. En algún lugar, razonaba, entre esas caras solemnes podría estar la del asesino de Wighard.

Mientras examinaba a sus compañeros de duelo reflexionaba sobre las circunstancias de la muerte de Wighard, tal como ella las veía. Había algo que no cuadraba, a pesar del curioso y al parecer culpable comportamiento del hermano Ronan Ragallach. De hecho, de repente se dio cuenta, lo que no le cuadraba era ese comportamiento. Ningún asesino llamaría la atención sobre sí mismo de la manera en que lo había hecho el irlandés. Y la forma exacta como había muerto Wighard y la desaparición de los objetos de oro y plata eran hechos que no parecían encajar en el esquema que el obispo Gelasio y el gobernador militar Marino ofrecían como solución.

Cuando la procesión giró bajo la sombra del Mons Caelius y las ruinas de la antigua muralla Tulia de Roma, el coro empezó a entonar un nuevo cántico, un triste canto fúnebre y suave.

Nos misen homines et egeni…

Nosotros hombres infelices y necesitados…

Traspasaron los impresionantes pórticos de la puerta Metronia, en el exterior del antiguo centro de la ciudad.

El cementerio cristiano, a la sombra de las ruinas de la muralla Aurelia, del siglo III, que cercaban las siete colinas de Roma, era sorprendentemente extenso, con sus monumentos y mausoleos, criptas y cenotafios. Fidelma estaba asombrada ante la variedad de estilos diferentes de las sepulturas.

Al percibir su sorpresa, Eadulf relajó un poco su cara de triste y de duelo.

– La antigua ley de Roma prohibía que las sepulturas tuvieran lugar dentro de la ciudad, en el interior de los confines establecidos por Servio Tulio, el sexto rey de Roma. Al ir aumentando la población, el límite se amplió una milla. Así pues, hermana, encontraréis muchos cementerios fuera de los límites de la ciudad, como por ejemplo éste.

– Pero yo he oído que, debido a las persecuciones, los seguidores de la fe en Roma enterraban a sus muertos en amplias cavernas subterráneas -dijo Fidelma frunciendo el ceño.

Eadulf negó con la cabeza y sonrió.

– No debido a las persecuciones, sino a que simplemente los primeros cristianos seguían sus propias costumbres. La mayoría de los primeros seguidores de la fe, griegos, judíos y romanos, quemaba o enterraba a sus muertos. Los restos se ponían en una urna o se colocaban en un sarcófago y, a su vez, se situaban en cámaras bajo tierra. La práctica de abrir esas cámaras se generalizó a partir del siglo II después de Cristo y tan sólo acabó durante el siglo pasado. Era más por costumbre que a causa de la persecución.

La bendición final se había impartido y la procesión se reorganizó y se dejó conducir por el coro en un dramático pean triunfal, el Gloria Patri, Gloria al Padre, que simbolizaba la gratitud por el paso del alma de Wighard al reposo celestial. Era apropiado, pensó Fidelma. El lamento en la tumba y el regocijo al regreso.

Se acercó a Eadulf.

– Hemos de discutir el caso -insistió ella.

– Tenemos mucho tiempo, seguro, en particular ahora que sabemos que Ronan Ragallach es culpable -contestó Eadulf francamente.

– No sabemos nada de eso -espetó Fidelma, molesta por la presunción de Eadulf.

Unas cabezas de la muchedumbre se giraron sorprendidas al percibir el tono brusco de Fidelma.

Ésta se ruborizó y bajó la mirada.

– No sabemos nada de eso -repitió con un susurro.

– Pero resulta obvio -respondió Eadulf, frunciendo el ceño con la misma preocupación-. ¿Qué otra prueba necesitáis que la de que Ronan huyera? Su huida es una admisión de culpabilidad por sí misma.

Fidelma sacudió con energía la cabeza.

– No es así.

– Bien, por lo que a mí concierne, Ronan es claramente culpable -replicó Eadulf con tozudez.

Fidelma frunció los labios. Una señal peligrosa.

– Permitidme que os recuerde nuestro acuerdo; la decisión respecto a este asunto de culpabilidad ha de ser unánime. Yo continuaré mi investigación, sola, si es necesario.

El rostro de Eadulf era de verdadera frustración. El asunto estaba claro para él. Pero sabía que el obispo Gelasio consideraría que una opinión dividida era peor que ninguna opinión. Al mismo tiempo se sentía inquieto. No se podía negar que sor Fidelma había mostrado una aptitud remarcable a la hora de hurgar en un misterio y llegar a una solución donde él creía que no había ninguna. Se había quedado más que impresionado por el asunto de Witebia, en Northumbria. Pero este caso era de lo más sencillo. ¿Por qué ella no lo veía?

– Muy bien Fidelma. Yo creo que Ronan es culpable. Sus acciones así lo proclaman. Yo estoy preparado para informar de ello a Gelasio. Sin embargo, estoy dispuesto a escuchar cualquier argumento que podáis tener en contra de tales conclusiones.

Se dio cuenta de que algunas de las personas del duelo los examinaban con curiosidad al ver sus rostros animados y mostrando desacuerdo.

El hermano Eadulf cogió a Fidelma por el brazo y la condujo a través del cementerio hacia un alto mausoleo con una construcción de mármol.

– Sé de un sitio donde podemos estar tranquilos para intercambiar nuestras opiniones respecto a este asunto -gruñó Eadulf.

Sorprendida, Fidelma vio a un joven en cuclillas en el exterior de la entrada del mausoleo, con una cesta con velas delante de él. Eadulf colocó una moneda dentro del cuenco que tendía el chico y eligió una vela. El muchacho tenía pedernal y yesca y encendió la vela.

Sin una palabra, Eadulf condujo a Fidelma al interior. Se encontró en un pequeño hueco de escalera dentro de la cripta que descendía hacia la oscuridad.

– ¿Qué sitio es éste, Eadulf? -preguntó Fidelma cuando el monje sajón empezó a descender por las labradas escaleras de piedra.

– Ésta es una de las catacumbas donde eran enterrados los primeros cristianos -explicó mientras sostenía la vela en lo alto y la guiaba unos veinte pies o más por un amplio pasillo que se había excavado en la piedra-. Hay sesenta cementerios como éste en el subsuelo de los alrededores de Roma que se utilizaron hasta finales del siglo pasado. Se dice que unos seis millones de cristianos fueron enterraron en estos lugares durante los últimos cuatro o cinco siglos.

Fidelma se dio cuenta de que el túnel desembocaba en una red de galerías subterráneas, que generalmente se iban cruzando con otras en ángulo recto, aunque algunas veces se hacían tortuosas. Tenían seis pies de ancho y a veces llegaban a medir diez pies de alto.

– Parece que estos túneles están horadados en roca maciza -observó Fidelma, deteniéndose para pasar la mano por las paredes.

Eadulf sonrió y asintió con la cabeza.

– El terreno que rodea Roma está hecho de piedra volcánica, algunas veces utilizada para la construcción. Es seca y porosa y fácil de trabajar. Las galerías que hicieron nuestros hermanos eran aptas para vivir y a menudo se utilizaron como refugios durante las grandes persecuciones.

– ¿Pero cómo podía respirar esa gente bajo tierra?

Eadulf le señaló una pequeña apertura encima de sus cabezas.

– ¿Veis? Los constructores mandaron que se hicieran unas aberturas cada doscientos o trescientos pies.

– Deben de ser unas construcciones inmensas, si ésta es sólo una de las sesenta.

– Ciertamente -admitió Eadulf-. Se hicieron muchas durante los reinados de los emperadores Aurelio Antonino y Alejandro Severo.

De repente se encontraron en un espacio más amplio, con largos huecos horadados en las paredes. Varios estaban vacíos, pero muchos estaban cerrados con losas esculpidas.

– Aquí tenemos las criptas de los muertos -explicó Eadulf-. El nicho o loculus donde se colocaba el cadáver. Cada familia tenía una cámara de este tipo, llamada arcosolia, donde enterraban a sus muertos.

Fidelma observaba con cierta admiración los frescos bellamente pintados en el exterior de algunas de las tumbas. Había algo escrito en el arco superior:

Hic congesta jacet quaeris si turba Piorum,

Corpora Sanctorum retinent venereanda sepulcro…

– Como sabéis -repitió Eadulf, traduciendo-: «Aquí están amontonados juntos multitud de santos, estos venerados sepulcros encierran los cuerpos de los santos».

Fidelma estaba impresionada.

– Es fascinante, Eadulf. Os agradezco que me lo hayáis enseñado.

– Hay catacumbas todavía más interesantes en cualquier lugar de Roma, como la que está bajo la misma colina Vaticana, donde reposan Pedro y Pablo. Pero la mayor de todas es la tumba de san Calixto, papa y mártir, en la Via Apia.

– Me entusiasmaría en otras circunstancias, Eadulf -suspiró Fidelma-, pero todavía tenemos que hablar de la muerte de Wighard.

Eadulf exhaló profundamente, se detuvo, posó la vela en una losa de piedra cercana y se apoyó en la pared con los brazos cruzados.

– ¿Por qué estáis tan segura de que Ronan Ragallach es inocente? -inquirió-. ¿Simplemente porque es irlandés?

Los ojos de Fidelma parecieron relampaguear peligrosamente a la luz vacilante de la vela. Eadulf percibió cómo la monja tomaba aire y mentalmente se preparó para un ataque de ira. No lo hubo. En lugar de eso, Fidelma expulsó el aire lentamente.

– Eso es indigno de vos, Eadulf. Me conocéis bien -dijo suavemente.

Eadulf había lamentado sus palabras en cuanto las hubo dicho.

– Lo siento -dijo sencillamente, pero no como si fuera un mero formalismo.

Se hizo un silencio incómodo. Luego habló Eadulf.

– No os queda más remedio que admitir que el comportamiento de Ronan Ragallach indica que es culpable.

– Por supuesto -admitió Fidelma-. Resulta obvio, tal vez demasiado obvio.

– No todos los crímenes son tan complicados como el de la abadesa Étain en Witebia.

– Cierto. Tampoco estoy yo defendiendo que Ronan Ragallach sea inocente. Lo que digo es que hay preguntas que se han de responder antes de afirmar con seguridad que es culpable. Examinemos esas cuestiones.

Levantó una mano para ir indicando los puntos con los dedos.

– Wighard, según las pruebas está arrodillado junto a su cama y es estrangulado con su propio cordón para la oración. ¿Por qué estaba arrodillado?

– ¿Porque estaba rezando?

– ¿Y permitir que su asesino entrara en sus habitaciones, se situara detrás de él, cogiera la cuerda y lo estrangulara antes de que ni siquiera pudiera levantarse? ¿No es curioso? Y ello depende de que Ronan Ragallach sea muy sigiloso. Sabemos que Ronan Ragallach es un hombre pesado. Regordete y con una respiración algo asmática y ruidosa.

– Quizás Wighard había invitado a entrar a Ronan Ragallach y… -empezó Eadulf.

– ¿Y le pidió que esperara mientras Wighard seguía arrodillado de espaldas a él y rezando? Es poco probable.

– De acuerdo. Pero todo esto lo podemos preguntar cuando vuelvan a capturar a Ronan Ragallach.

– Mientras tanto hemos de cuestionarnos si Wighard podía haber conocido tan bien a su asesino como para no sentir miedo al rezar en tal posición -advirtió Fidelma-. ¿Vos, como secretario suyo, podríais decir que Wighard conocía al hermano Ronan Ragallach, lo suficiente como para confiar en él en tales circunstancias?

Eadulf levantó un hombro ligeramente y luego lo dejó caer.

– No puedo decir que Wighard conociera al hermano Ronan -confesó.

– Muy bien. Hay otro aspecto que me preocupa. Nos dicen que Ronan Ragallach fue visto saliendo de las habitaciones de Wighard. Falta el oro, la plata y las monedas. Esto también se ha señalado como un posible móvil del crimen.

Eadulf asintió desganadamente con la cabeza.

– También nos han dicho -continuó Fidelma- que el hermano Ronan no cargaba nada cuando fue visto en el pasillo fuera de las habitaciones de Wighard. Tampoco llevaba nada cuando lo detuvieron y arrestaron en el patio exterior. Tampoco el registro llevado a cabo por los custodes ha descubierto dónde está oculto el oro y la plata de Wighard. Si Ronan es el culpable, sorprendido en el momento de abandonar la habitación de Wighard después de matarlo, ¿por qué no lo vieron con esos objetos preciosos, que son bastante voluminosos?

Eadulf entornó los ojos. Interiormente estaba enojado consigo mismo por no ver la lógica de lo que indicaba Fidelma.

Su mente se puso a trabajar rápido.

– Porque Ronan mató a Wighard antes y se llevó el tesoro -empezó, después de pensar un rato-. Por eso el cuerpo estaba frío cuando Marco Narses lo encontró. O porque Ronan lo había matado antes, pero luego regresó a la cámara para recuperar algo y entonces fue visto. O quizá le acompañase otra persona.

Fidelma sonrió solemnemente.

– Tres posibles alternativas. Pero hay una cuarta. Puede que sencillamente estuviera en el sitio equivocado en el momento equivocado.

Eadulf estaba callado.

– Estas preguntas tan sólo podrán ser contestadas cuando el hermano Ronan Ragallach vuelva a ser capturado -volvió a decir.

Fidelma ladeó la cabeza con gesto de burla.

– ¿Así todavía creéis que no hay preguntas que hacerse antes de ese momento?

– Estoy de acuerdo en que hay varios misterios que solucionar. Pero seguramente sólo el hermano Ronan…

– Bien, al menos coincidimos en la primera parte de vuestra afirmación, Eadulf -interrumpió Fidelma-. Sin embargo, ¿estaréis de acuerdo en que, mientras el hermano Ronan no aparezca, continuemos nuestra investigación en otra dirección haciendo preguntas a los otros miembros del séquito de Wighard y a todos aquellos que lo acompañaron en Roma?

– No veo… -dijo dudando el monje sajón-. Muy bien -continuó tras una pausa-. No hay nada malo en ello, supongo.

Fidelma sonrió.

– Bien. Entonces veamos a quién hemos de interrogar cuando regresemos al palacio de Letrán. ¿Quién había en su séquito?

– Bueno, de entrada, yo era su scriptor -dijo Eadulf sonriendo agriamente-. Ya me conocéis bastante.

A Fidelma no le hizo gracia.

– ¡Idiota! Quiero decir los otros. Hay mucha gente en su grupo, incluida sor Eafa y la autoritaria abadesa Wulfrun, con quien tuvimos la dicha de viajar en el barco desde Marsella.

Eadulf hizo una mueca ante aquel sarcasmo.

– La abadesa Wulfrun es, como os habréis enterado, una princesa real. Es hermana de Seaxburgh, reina de Kent, esposa de Eorcenberht, el rey.

Fidelma frunció el ceño, disgustada por el tono respetuoso del monje.

– Una vez se han tomado los hábitos se pertenece a la Iglesia y no se tiene otro rango que el que confiere la Iglesia.

Eadulf se sonrojó un poco a la luz de la vela. Cambió de postura en la pared de piedra.

– Sin embargo, una princesa sajona se merece…

– No más reconocimiento que cualquier otra persona que toma el hábito. La abadesa Wulfrun tiene la desafortunada tendencia a creer que todavía es una princesa de Kent. Me da pena sor Eafa, a quien mangonea con tanta arrogancia.

En su interior, también Eadulf había sentido compasión por la joven monja. En las tierras de los sajones, la cuna y el rango significaban mucho.

– ¿Quienes formaban el grupo de Wighard aparte de vos mismo? -preguntó Fidelma.

– Bien -continuó el monje al cabo de un momento-, además de Wulfrun y Eafa, está el hermano Ine, que es el criado personal de Wighard y el que le ayudaba en todas las tareas domésticas. Tiene cara de duelo permanente y resulta difícil acercarse a él. Luego está el abad Puttoc, de la abadía de Stanggrund.

– Ah -interrumpió Fidelma-, ¿el hombre bien parecido con aquel rictus tan cruel en la boca?

Eadulf resopló con desagrado.

– ¿Bien parecido? Eso será desde una perspectiva femenina. Se cree alguien y se rumorea que es igualmente ambicioso. Es un enviado especial del rey Oswio de Northumbria. Me han dicho que es un buen amigo de Wilfred de Ripon.

– Ya veo. ¿Está en Roma en representación de Oswio?

– Así es, pues Oswio es considerado ahora en Roma el bretwalda, o como vos decís, el rey supremo de los reinos sajones.

Wilfred de Ripon, por lo que Fidelma sabía de su estancia en Witebia, era el principal enemigo de los misioneros irlandeses en Northumbria y había sido el abogado principal durante el reciente sínodo.

– Luego está el hermano Eanred, que es el criado de Puttoc. Un hombre tranquilo, pero algo simplón. Me han dicho que Puttoc lo compró como esclavo y lo liberó de acuerdo con las enseñanzas de la fe.

Fidelma ya hacía tiempo que estaba enterada de que los sajones todavía practicaban la esclavitud. No pudo evitar insistir:

– ¿Puttoc liberó a Eanred de la esclavitud para que fuera su esclavo en su abadía?

Eadulf se agitó incómodo y decidió no comentar nada.

– Luego está el hermano Sebbi -continuó deprisa-. También es de la abadía de Stanggrund y ha viajado hasta aquí como consejero del abad Puttoc.

– Habladme de él -le invitó Fidelma.

– No me he enterado de gran cosa respecto a él desde que estoy en Roma -confesó Eadulf-. Creo que tiene una mente privilegiada, pero que también es tan ambicioso como astuto.

– ¿Otra vez la ambición? -dijo Fidelma con desdén-. ¿Y todo el séquito de Wighard tenía las habitaciones en el mismo edificio, la domus hospitalis, como Wighard?

– Sí. De hecho, mi habitación era la que estaba más cerca, pues estaba frente a la de Wighard, al otro lado del pasillo.

– ¿Quién tenía la estancia situada junto a la de Wighard? ¿Su criado Ine?

– No. Ésa estaba vacía, como las otras habitaciones de ese lado del edificio. Creo que son simples almacenes.

– ¿Pues dónde estaba Ine?

– Su habitación estaba junto a la mía. Enfrente de la de Wighard. A continuación estaba la habitación del hermano Sebbi; luego la habitación del abad Puttoc y junto a ella, en el extremo del pasillo, se alojaba el hermano Eanred, su criado.

– Ya veo. ¿Y dónde estaban aposentadas la abadesa Wulfran y sor Eafa?

– En el piso inmediatamente inferior. El segundo piso de la domus hospitalis.

– Entiendo -reflexionó Fidelma-. Así, de hecho, ¿vuestra habitación es la que está más cerca de la de Wighard?

Eadulf sonrió burlón.

– Me parece que es una suerte que tenga la coartada de haber estado con vos en la basílica de santa María.

– No lo había olvidado -añadió Fidelma, en un tono que parecía serio.

Por un momento Eadulf la miró fijamente, pero la cara de Fidelma era una máscara. Sin embargo sus ojos brillaban traviesos.

– Ahora -de repente Fidelma se desperezó-, si me conducís al palacio de Letrán, sugiero que nos ocupemos de interrogar a alguno de vuestros hermanos, y espero que los custodes hayan conseguido atrapar al hermano Ronan Ragallach. -De repente Fidelma se estremeció-. No me había dado cuenta del frío que hace aquí.

Eadulf se giró para recoger la vela y soltó una exclamación.

– Mejor que avancemos con rapidez, hermana. No creía que la vela estuviera tan menguada.

Fidelma vio que la cera de la vela casi se había consumido y el trocito que quedaba ya había empezado a chisporrotear.

Eadulf agarró a la muchacha de la mano y empezó a andar apresuradamente por el pasillo, a lo largo de los diversos recodos y ángulos rectos. Luego oyeron un débil siseo y se encontraron envueltos por la oscuridad.

– No soltéis mi mano -le ordenó Eadulf con una voz áspera que surgió de la oscuridad.

– No voy a hacerlo -le aseguró Fidelma con contundencia-. ¿Sabéis cómo seguir?

– Recto, creo.

– Entonces avancemos con precaución.

No había la más mínima luz en la oscuridad de los túneles horadados por el hombre, mientras ellos iban avanzando a tientas lentamente.

– He sido un idiota -dijo Eadulf con tono de reprimenda-. Tenía que haber vigilado la vela.

– Bueno, recriminarse no nos servirá de nada -dijo Fidelma arrepentida-. Tomemos…

De repente se detuvo y soltó un grito ahogado al palpar algo con la mano que le quedaba suelta.

– ¿Qué es esto?

– El pasillo se bifurca aquí. Izquierda y derecha… ¿qué camino? ¿Os acordáis?

Eadulf cerró los ojos en la oscuridad. Su mente intentaba tomar una decisión. Se sintió impotente, y cuando se dio cuenta de que no sabía qué camino tomar, sus pensamientos se convirtieron en una oleada vacilante de imágenes de pánico, y notó un sudor frío en la frente.

De repente sintió que Fidelma le apretaba la mano.

– ¡Mirad! -dijo ella con un susurro sibilante-. A la izquierda. Me parece que hay una luz…

Eadulf se giró y escrutó la oscuridad. No veía nada.

– Estoy segura de que era una luz -dijo Fidelma con tono misterioso-. Tan sólo durante un momento.

Eadulf estaba a punto de desengañarla cuando percibió el breve vacilar de una luz. ¿Acaso sus ojos estaban creando aquello que su mente quería ver? Se quedó mirando anhelante en la oscuridad. No, ¡Fidelma tenía razón! Ciertamente, había un resplandor en la oscuridad. Soltó un ladrido de alivio.

– Sí, ahí está. ¡Tenéis razón! ¡Rápido! -Empezó a estirar de la muchacha en dirección a la llama vacilante y al mismo tiempo gritaba con todas sus fuerzas-. ¡Hey! ¡Hey!

No hubo respuesta en un primer momento, pero luego se oyó una en los túneles.

– Heia!

La luz se hizo más intensa y luego vieron a un anciano que avanzaba en su dirección sosteniendo una linterna.

El hombre se detuvo mientras ellos corrían por el pasillo hacia él.

– Heia vero! -gritó con voz áspera mientras los observaba a uno y a otro.

Fidelma y Eadulf se detuvieron ante él casi sin aliento, sintiéndose como niños cazados en alguna travesura por un anciano de figura paternal y bondadosa. Durante un momento lo único que pudieron hacer fue sonreír y jadear aliviados. La carrera por el túnel les había quitado la respiración y no podían hablar. El viejo iba sacudiendo la cabeza mientras los observaba con gravedad.

– Humm. El chico dijo que llevabais ahí abajo mucho tiempo con una vela. Habéis sido tontos.

– Nos nos dimos cuenta del paso del tiempo -replicó Eadulf, recuperando su voz y tachándose de idiota mientras escuchaba las palabras de reconvención del anciano.

– Mucha gente fallece por esta tontería -respondió el hombre con un gruñido-. ¿Podéis seguirme ahora? Os conduciré hasta la entrada.

El anciano se giró mientras ambos asentían con la cabeza en silencio, sintiéndose ridículos y avergonzados por su comportamiento. El viejo los fue guiando mientras iba hablando por encima del hombro.

– Sí, sí; hemos tenido muchas muertes en estas catacumbas. ¡Muerte entre los muertos! -Se echó a reír de forma vulgar-. ¿Qué irónico, verdad? La gente se pasea para ver los huesos de los santos y mártires y se deja los propios. Otros, como vosotros, se dejan atrapar por la oscuridad y quedan condenados a deambular eternamente a menos que tengan suerte. ¡Suerte, sin duda! Porque, ¿sabéis lo que medirían las catacumbas de Roma si formaran un largo túnel? Se ha calculado que alcanzarían las seiscientas millas. ¡Seiscientas millas de túnel! Algunos han desaparecido en estos pasillos y no se les ha vuelto a encontrar. Quizá sus almas sigan vagando aquí abajo, entre los muertos, entre…

Afortunadamente, llegaron a las escaleras que llevaban al mausoleo desde el que habían descendido y salieron a la luz del sol del cementerio cristiano con los ojos parpadeantes.

El chiquillo estaba sentado frente a su cesto con velas y se los quedó mirando inexpresivo.

El anciano se detuvo para apagar su lámpara y la colocó a un lado de la entrada del mausoleo.

Escupió a un lado.

– Si el chico no llega a decirme… -empezó a decir encogiéndose de hombros.

Fidelma rebuscó en su marsupium, la bolsa con dinero que llevaba entre los pliegues de su hábito, y le entregó al muchacho una moneda de plata. El chico la cogió y la lanzó dentro del cuenco sin mudar la expresión. Eadulf, mientras tanto, había extraído una moneda y se la ofreció al viejo, pero éste negó con la cabeza.

– La moneda para el chico es suficiente -dijo con tono brusco-. Pero si vosotros, religiosos, valoráis vuestra existencia terrena, la próxima vez que estéis en esa espléndida basílica de allí -señaló hacia la lejana torre de San Juan de Letrán, que se elevaba detrás de la muralla Aurelia- encended una vela y decid una oración por el chico.

Fidelma se giró interesada.

– ¿No pedís nada para vos, anciano? ¿Por qué?

– El chico necesita más oraciones que yo -gruñó el viejo poniéndose a la defensiva.

– ¿Y eso?

– Se quedará solo en el mundo cuando me llegue la hora. Yo soy viejo y ya he vivido muchos años. Pero el padre del muchacho, que era mi hijo, ya se me ha adelantado junto con su mujer. El chico no tiene a nadie y quizás una oración pudiera asegurarle una vida mejor que la de estar condenado a sentarse aquí y vender velas.

Fidelma examinó el rostro impasible del muchacho. Sus ojos inexpresivos e inmóviles le devolvieron la mirada.

– ¿Qué querríais hacer en este mundo? -preguntó ella.

– Poco importa. Pues lo único que puedo hacer es estar sentado y soñar -murmuró el niño.

– ¿Pero cuál es vuestro sueño?

Por un momento, al niño le brillaron los ojos.

– Me gustaría poder leer y escribir y servir en algún gran monasterio. Pero no puedo.

El niño volvió a bajar los ojos y su rostro se convirtió en una máscara.

– Porque no tiene posibilidad de que le enseñen -suspiró el viejo-. Yo no tengo estudios, ¿sabéis? -dijo girándose hacia ellos en tono de disculpa-. Y no tengo dinero. Vender velas a los peregrinos no es más que un medio de subsistencia. No sobra dinero para lujos.

– ¿Cómo os llamáis, chico? -preguntó Fidelma con expresión amable.

– Antonio, hijo de Nereo -dijo el niño con cierto orgullo.

– Rezaremos por vos, Antonio -le aseguró Fidelma.

La chica se volvió hacia el abuelo e inclinó la cabeza.

– Y por vos, anciano. Gracias por vuestro oportuno rescate.

Capítulo 7

Todavía hacía calor y se notaba la humedad, aunque la tarde estaba ya avanzada. Sor Fidelma había regresado desde el cementerio al hostal que gobernaba el diácono Arsenio y su esposa Epifania. Estaba exhausta, pues llevaba levantada desde antes del amanecer. No sólo había querido comer sino también echar una siesta, el nombre local de la sexta, la sexta hora del día, el momento más caluroso, cuando la mayoría de ciudadanos de Roma descansaba del calor agobiante. Ahora, después de haberse dado un baño y recuperada por la siesta, encontró al tesserarius, Furio Licinio, que esperaba para escoltarla otra vez al palacio de Letrán, donde había prometido reunirse con el hermano Eadulf para empezar a interrogar al séquito de Wighard.

Su primera pregunta al joven guardia del palacio fue respecto al paradero del hermano Ronan Ragallach.

Licinio negó con la cabeza.

– No hay rastro de él desde que huyó de la celda esta mañana, hermana. Lo más probable es que se oculte en algún lugar de la ciudad, aunque yo creía que iba a ser fácilmente localizable gracias a esa tonsura rara que llevan los religiosos irlandeses y bótanos.

Fidelma inclinó la cabeza, pensativa.

– ¿Confiáis entonces en que esté todavía en la ciudad?

Licinio se encogió de hombros mientras pasaban por el oratorio de santa Práxedes y empezaban a avanzar por la Via Merulana hacia el palacio de Letrán, al pie de la colina.

– Hemos avisado a todas las puertas de la ciudad que están vigiladas por miembros de los custodes día y noche. Pero Roma es una ciudad grande y hay varios barrios donde un hombre podría esconderse durante años o incluso escapar. Por el Tíber, por ejemplo, a Ostia o Porto, en la costa, y allí pueden conseguir pasaje a las cuatro esquinas de la tierra.

– Yo tengo la sensación de que no ha abandonado la ciudad. Se le encontrará tarde o temprano.

– Deo Volante -dijo Licinio piadosamente-. Dios lo quiera.

– ¿Conocéis bien esta ciudad, Licinio? -preguntó Fidelma cambiando el tema de conversación.

Licinio parpadeó.

– Tan bien como cualquiera. Nací y me eduqué en la colina Aventina. Mis antepasados eran nobles de Roma desde su misma fundación, tribunos que introdujeron las leyes Licinias hace nueve siglos. -Fidelma percibió el orgullo que invadía los rasgos del joven-. Yo podía haber sido un general de los ejércitos imperiales en los días de los poderosos césares y no…

Se sorprendió, y miró enojado a Fidelma como si fuera ella la culpable de que hubiera expresado su frustración por ser un mero tesserarius de los custodes, y se quedó callado.

– Entonces quizá podáis aclararme algo que me preocupa -Fidelma fingió no haberse dado cuenta de aquella explosión de orgullo ancestral-. Tanta gente me ha dicho lo hermosa y rica que es esta ciudad de Roma y, sin embargo, yo encuentro que los edificios tienen algo parecido a señales de guerra. Algunas casas están casi cayéndose, mientras que otras no tienen techo. Dan la impresión de haber sufrido un vandalismo reciente, como si la ciudad hubiera estado amenazada por los bárbaros. Ya sé que han pasado muchos años desde que Genserico y sus vándalos saquearon la ciudad. Pero, ¿seguro que estos daños no son nuevos?

Licinio, ante su sorpresa, se echó a reír.

– Sois perspicaz, hermana. Salvo que el bárbaro que hizo esto no era otro que nuestro emperador.

Fidelma estaba asombrada.

– Explicadme -le pidió la muchacha.

– Sabéis que el imperio lleva en guerra con los árabes más de veinte años. Han estado enviando flotas de ataque a nuestras aguas. Han conquistado muchos lugares del antiguo imperio en el norte de África y la utilizan como base para atacarnos. Constancio, el emperador, decidió trasladarse desde Constantinopla para crear una gran fortaleza en Sicilia, desde donde organizar la defensa contra esos fanáticos.

– ¿Fanáticos? -inquirió Fidelma.

– Desde que han adoptado una nueva religión y son seguidores de un profeta llamado Mahoma, los árabes se han extendido rápidamente por el oeste. Llaman a su fe islam, sumisión a Dios, y los que profesan esta fe son llamados musulmanes.

– Ah -dijo Fidelma asintiendo con la cabeza-. He oído hablar de esa gente, pero, ¿acaso no aceptan los principios de la fe de los judíos y nuestra propia fe?

– Sí, pero dicen que este Mahoma encarna en su persona la expresión definitiva de la palabra divina de Dios. Son fanáticos -dijo Licinio desdeñoso-. Causan la muerte y la destrucción por toda la cristiandad. -Hizo una pequeña pausa antes de continuar-. Bien, hace unos meses, el emperador Constancio llegó con una gran flota y veinte mil soldados de los ejércitos asiáticos del imperio. Llegó a Tarento y combatió en varias campañas en el sur, antes de rendir una visita de Estado a Roma el mes pasado. No estuvo aquí más que doce días y dudo que un ejército musulmán pueda causar mayor daño en la ciudad que el que hizo el de nuestro valiente emperador de Roma.

Fidelma frunció el ceño ante la vehemencia de la afirmación del guardia.

– No lo entiendo.

– Constancio fue recibido en su primera visita a la ciudad madre del imperio con toda deferencia. Su Santidad se llevó a la totalidad de su casa al sexto hito para recibirlo con la solemnidad adecuada. Se prepararon fiestas. El emperador entonces fue a la basílica de san Pedro en la colina Vaticana y luego, con su ejército, que le había acompañado, fue a la basílica de santa María la Mayor.

Fidelma contuvo un suspiro.

– No veo… -empezó.

El joven tesserarius empezó a señalar con los brazos los edificios que tenían alrededor.

– Mientras el emperador estaba rezando, sus soldados, cumpliendo órdenes suyas, empezaron a despojar los edificios de Roma de todas las partes de metal: las tejas de bronce, tornillos y tirantes con los que estaban sujetos; las grandes estatuas y artefactos que se habían levantado en los días de la gran república de Roma. Nunca había tenido lugar una salvajada igual, que redujo a la ciudad al estado lamentable que veis hoy.

– ¿Pero por qué?

– ¿Por qué? Porque Contantino quería esa gran cantidad de metal, tan antigua, para fundirla y hacer armas para su ejército. Hizo que lo enviaran a Ostia y lo embarcaran hacia el puerto de Siracusa. De allí se decía que el metal se llevaría a Constantinopla.

Se echó a reír amargamente, pero se calló cuando vio que Fidelma lo miraba con curiosidad.

– Es la ironía del asunto -explicó, encogiéndose de hombros.

– ¿Ironía?

– Sí. El metal ni siquiera llegó a Siracusa. Una incursión de una flota árabe interceptó el convoy con el metal robado en Roma antes de que los barcos de Constancio pudieran llegar a puerto y la carga fuera llevada a Alejandría.

– ¿Alejandría?

Licinio asintió con la cabeza.

– Lleva veinte años en manos de los musulmanes. -Se encogió de hombros-. Ésta es la respuesta a su pregunta, hermana.

Fidelma se quedó pensativa.

– ¿Y el emperador de Roma está ahora en el sur del país?

– Hace cuatro semanas se fue hacia el sur. Creo que todavía está luchando allí contra los musulmanes.

– ¿Así que a eso se debe el nerviosismo que hay en este lugar?, ¿ésa era la razón por la que el capitán de mi barco, en el viaje hasta aquí, se sobresaltaba al ver una señal de vela al sur en el horizonte?

Habían llegado a las escaleras del palacio de Letrán.

– El Superista ha ordenado preparar una habitación para que os sirva de officina en la que vos y el hermano sajón podáis dirigir las pesquisas -le informó el tesserarius, suponiendo que Fidelma ya se había contestado ella misma su pregunta-. Se dirigieron por un pasillo hasta un apartamento cercano al que utilizaba el gobernador militar de la casa del Papa. Fidelma vio que el mobiliario era escaso, pero funcional. El hermano Eadulf ya estaba dentro; se levantó de su asiento cuando entraron. Parecía descansado.

– He avisado a los hermanos de que estén preparados para ser interrogados -dijo cuando entró Fidelma y se sentó en una de las varias sillas de madera que había en la habitación.

– Excelente. Aquí Licinio hará de dispensator nuestro y nos los traerá cuando se requiera su presencia.

El joven tesserarius asintió secamente con la cabeza, ahora ya era todo oficial.

– Cuando queráis, hermana.

Eadulf se rascó la punta de la nariz. Había reunido algunas tablillas de arcilla para escribir y un stylus, y lo había colocado todo sobre una mesa pequeña.

– Tomaré nota cuando sea necesario -dijo-, pero, en verdad, Fidelma, no creo que sirva de mucho todo esto. Yo creo…

Fidelma levantó la mano para hacerlo callar.

– Lo sé. El hermano Ronan Ragallach es el culpable. Así que tolerad mi curiosidad, Eadulf, y superaremos esto con mayor facilidad.

Eadulf apretó las mandíbulas y se calló.

Fidelma no estaba contenta. Le hubiera gustado que Eadulf se mostrara más abierto al asunto, pues ella apreciaba su mente aguda y su valoración perspicaz de la gente. Pero ella no podía ir en contra de su intuición y estaba segura de que había un misterio escondido en el que hurgar.

– Empecemos con el hermano Ine, el criado personal de Wighard -anunció Fidelma con firmeza.

Eadulf lanzó una mirada a Licinio.

– Id buscar al hermano Ine. He pedido a los que podemos querer ver que estén a nuestra disposición en el vestíbulo. Probablemente lo encontrareis allí esperando.

El joven tesserarius inclinó la cabeza y se fue.

Eadulf volvió su mirada hacia Fidelma y sonrió sardónicamente.

– A nuestro amigo patricio no parece que le guste mucho nuestra investigación.

– Yo creo que preferiría estar luchando en los antiguos ejércitos imperiales de Roma que haciendo simplemente de guardia y guardaespaldas de un grupo de religiosos -replicó Fidelma con solemnidad-. Lleva su ascendencia patricia con toda la impaciencia y arrogancia de un joven inmaduro. Sin embargo, tiene el tiempo a su favor, pues crecerá y madurará.

Pareció que Licinio se acababa de ir cuando la puerta se abrió.

Entró un hombre bajito, delgado y de rasgos lúgubres. Debía de tener unos cuarenta años, consideró Fidelma. Detrás de él estaba el joven tesserarius.

– El hermano Ine -anunció Licinio, casi lanzando involuntariamente al monje al interior de la estancia y cerrando la puerta detrás de él.

– Entrad, hermano Ine -dijo Eadulf señalando un asiento-. Ella es sor Fidelma, de Kildare, a la que el obispo Gelasio ha encargado, junto conmigo, la investigación de la muerte de Wighard.

El monje miró a Fidelma con ojos oscuros y solemnes sin que mudara su expresión melancólica.

– Deus vobiscum -murmuró, hundiéndose en la silla.

– Hermano Ine -dijo Fidelma pensando que tenía que asegurarse de que el monje había entendido bien-. ¿Entendéis que estamos investigando la muerte de Wighard de Canterbury con la autoridad de la casa del Papa?

El hermano Ine asintió con un tirón rápido y nervioso de la cabeza.

– ¿Erais el criado personal de Wighard?

– Requiescat in pace! -entonó el hermano Ine piadosamente a la vez que hacía una genuflexión-. Yo servía al último arzobispo designado. Ciertamente, era más que su confidente.

– ¿Sois del reino de Kent?

Eadulf decidió reclinarse y dejó que Fidelma hiciera todas las preguntas que quisiera.

– Así es -pareció que una expresión de orgullo invadía los rasgos lúgubres del monje, pero sólo momentáneamente-. Mi padre fue churl en la casa de Eadbald, el rey, y mi hermano sigue en la casa de Eorcenberht, que ahora se sienta en el trono.

– Un servidor -explicó Eadulf, por si los conocimientos que tenía Fidelma del sajón eran insuficientes-. Un churl es un criado.

– ¿Y cuánto tiempo lleváis sirviendo a Cristo? -preguntó Fidelma, dirigiéndose al hermano Ine.

– Mi padre me ofreció a la abadía de Canterbury cuando Honorio era arzobispo. Yo tenía diez años y crecí en el servicio a Nuestro Señor.

Fidelma había oído esta curiosa costumbre sajona de poner a los niños a servir en un monasterio o abadía.

– ¿Y cuánto tiempo lleváis como criado de Wighard?

– Veinte años. Me convertí en su sirviente cuando fue nombrado secretario del obispo Ithamar de Rochester.

– Ithamar fue el primer hombre de Kent que fue consagrado obispo, casi cincuenta años después de que Agustín llevara el cristianismo a Kent -intervino Eadulf para dar la explicación.

Fidelma no dio muestras de agradecer el comentario, pero el hermano Ine asintió con la cabeza.

– Fue el mismo año en que la familia de Wighard fue asesinada durante un ataque picto en el norte de la costa de Kent. Cuando él era tan sólo un modesto sacerdote, el arzobispo estaba casado y tenía niños pequeños. Después de su muerte, Wighard se dedicó al trabajo de la Iglesia y sirvió a Ithamar durante diez años. Cuando murió Honorio y Deusdedit se convirtió en el primer arzobispo sajón de Canterbury, eligió a Wighard como secretario, y así nos fuimos de Rochester a Canterbury. Desde entonces he estado con Wighard.

– Así pues, hace mucho que conocéis a Wighard.

El hermano Ine hizo una mueca de asentimiento.

– ¿Tenéis vos noticia de que Wighard poseyera algún enemigo?

Ine frunció el ceño y lanzó una mirada furtiva a Eadulf antes de bajar la vista. Parecía tener dificultad en encontrar las palabras.

– Wighard era un defensor de la regla de Roma y, como tal, se encontraba con mucha hostilidad…

Como no acabó, Fidelma sonrió cansada.

– ¿Ibais a decir por parte de los que defienden la regla de Colmcille, como yo misma?

El hermano Ine se encogió de hombros con cierta indecisión.

– ¿No tenía otros enemigos? -insistió Fidelma.

El monje sombrío alzó sus ojos oscuros y alzó de nuevo los hombros.

– Ninguno que pudiera recurrir al asesinato.

Ella no hizo caso de la insinuación contenida en la respuesta y continuó:

– Vayamos a la noche del asesinato, hermano Ine. Como sirviente personal de Wighard, ¿ayudabais normalmente al arzobispo a prepararse para dormir?

– Así es.

– Pero no esa noche.

El hermano Ine frunció el ceño, una débil desconfianza invadió su rostro.

– ¿Cómo sabéis…? -empezó.

Fidelma hizo un gesto de impaciencia con su mano.

– La cama de la estancia no estaba dispuesta, el cubrecama no había sido retirado. Una deducción elemental. Decidme, ¿cuándo visteis por última vez a Wighard vivo?

El hermano Ine se reclinó y suspiró, mientras ponía en orden sus pensamientos.

– Fui a las habitaciones de Wighard dos horas antes del tañido del ángelus de medianoche.

– ¿Y dónde está vuestra habitación? -preguntó Fidelma.

– Junto a la del hermano Eadulf, que está justo enfrente de los aposentos del arzobispo.

Esto confirmaba lo que Eadulf le había dicho, pero era mejor no dejar nada sin confirmar.

– ¿Así que simplemente teníais que atravesar el pasillo hasta la habitación de Wighard?

– Sí, así es.

– Continuad -dijo Fidelma, y se reclinó observando bien al monje sajón.

El hermano Ine volvió a dudar.

– Fui a las habitaciones de Wighard tal como hacía normalmente a esa hora. Como vos sugerís, formaba parte de mis deberes prepararle la cama y ver si el arzobispo tenía todo lo necesario para su descanso nocturno.

– Dos horas antes del ángelus de medianoche es sin duda una hora temprana para retirarse. ¿Wighard siempre se acostaba tan pronto?

– Encontraba que el clima era incómodo y prefería levantarse temprano antes de que saliera el sol y trabajar entonces. Ha sido una costumbre suya, desde que vinimos a esta tierra, acostarse pronto y levantarse temprano.

Fidelma lanzó una mirada a Eadulf, quien, como secretario de Wighard, corroboraba con la cabeza lo que Ine decía.

– ¿Así que fuisteis a prepararle la cama? -inquirió Fidelma.

– El arzobispo parecía… -el hermano Ine vaciló y pensó lo que iba a decir- preocupado. Me dijo que prescindía de mis servicios aquella noche.

– ¿Os dio alguna explicación?

– Sólo que… -Ine volvió a dudar y parpadeó un momento, como si intentara recordar algo-. Dijo que tenía cosas que hacer, ver a alguien. Que se prepararía él la cama cuando fuera a acostarse.

Sor Fidelma alzó la vista con actitud interrogativa.

– ¿Tenía que ver a alguien? ¿No os pareció raro, puesto que, como decís vos, tenía por costumbre retirarse temprano?

– No. Simplemente supuse que tenía algún trabajo extra que hacer con su secretario, el hermano Eadulf aquí presente, para preparar la audiencia de hoy con Su Santidad. Wighard era un hombre sencillo y con frecuencia realizaba trabajos domésticos.

– Así que lo que estáis diciendo es que Wighard estaba esperando una visita a pesar de lo tarde que era y de su costumbre de retirarse pronto.

El hermano Ine volvió a mirar a Eadulf.

– Seguramente habló de ello a vos, hermano.

Eadulf negó con la cabeza.

– Yo no sabía nada de la visita que esperaba Wighard. Ciertamente, no era yo. Aquella noche yo no regresé al palacio hasta después de que Wighard fuera encontrado muerto.

– Y después de que Wighard le informara de que no os necesitaba, ¿regresasteis a vuestra habitación? -continuó Fidelma dirigiéndose a Ine.

– Así fue. Dejé a Wighard, cerré la puerta de la habitación y regresé a la mía. Fue después de medianoche cuando me despertó un alboroto y vi que los custodes del palacio llenaban el pasillo; acto seguido me enteré de que Wighard había sido asesinado.

– ¿Os fuisteis a dormir inmediatamente después de dejar a Wighard? -preguntó Eadulf.

– Sí. Y lo hice profundamente.

– Al parecer fuisteis la última persona que vio a Wighard y habló con él antes de su muerte -observó Eadulf, pensativo.

El hermano Ine alzó bruscamente la barbilla.

– Aparte de su asesino -dijo con énfasis.

Fidelma sonrió, apaciguadora.

– Por supuesto. Aparte del asesino de Wighard. ¿Y no tenemos ni idea de quién era ese visitante nocturno?

El hermano Ine se encogió de hombros.

– Yo he dicho lo que sabía -gruñó-. Entonces frunció el ceño y miró al uno y a la otra con desconcierto-. Pero yo creía que los custodes habían arrestado a un irlandés que vieron saliendo de las habitaciones de Wighard. Por tanto, es fácil deducir que era el religioso irlandés el visitante que el arzobispo esperaba.

– Decidme, Ine -continuó Fidelma, sin prestar atención al comentario-, como criado de Wighard, ¿era trabajo vuestro vigilar los valiosos regalos pertenecientes a los reinos sajones que él había traído para entregar a Su Santidad?

De nuevo una expresión fugaz de recelo atravesó el rostro de Ine.

– Así es. ¿Por qué?

– ¿Cuándo visteis por última vez esos tesoros?

Ine frunció el ceño y se mordió suavemente los labios, en actitud pensativa.

– Antes, aquel mismo día. Wighard me pidió que me asegurara de que todo estaba pulido y limpio para presentarlo a Su Santidad hoy.

– ¡Ah! -dijo Fidelma rápidamente-. ¿Así que la audiencia de Wighard con Su Santidad era para ofrecerle los presentes que había traído?

– Y también para que Su Santidad bendijera los cálices de los siete reinos -intervino Eadulf-. Eso lo sabían muchos.

Fidelma se giró hacia Eadulf.

– Así pues, si el robo fuera el móvil, mucha gente sabría que los objetos valiosos se iban a entregar a la tesorería de Su Santidad hoy y que de allí resultaría difícil sacarlos.

– También -dijo Eadulf con poca seguridad- se sabía que los cálices serían bendecidos y devueltos a Wighard para que los llevara de vuelta a Canterbury.

– Pero la mayor parte del tesoro ya habría sido bien guardada en la tesorería del palacio.

– Eso es cierto -admitió Eadulf.

El hermano Ine los miraba con el ceño ligeramente fruncido y con aire desconcertado.

– ¿Queréis decir que el tesoro no está? -preguntó.

– ¿No os habéis enterado? -preguntó Fidelma, interesada.

La expresión de sorpresa en el rostro de Ine era totalmente sincera.

– No. Nadie me lo ha dicho.

El melancólico monje sajón parecía excepcionalmente indignado. Fidelma pensó que la noticia había supuesto un golpe para su orgullo, pues se consideraba el confidente de Wighard. La indignación desapareció rápidamente de su rostro y una vez más afloró el semblante afligido.

– ¿Eso es todo? -preguntó.

– No -respondió Fidelma-. ¿A qué hora limpiasteis u os asegurasteis de que el tesoro estaba en el baúl de Wighard?

– Justo antes de la cena.

– ¿Y entonces estaba todo allí?

La barbilla se le levantó ligeramente y luego volvió a su sitio.

– Sí. Todo estaba allí -contestó con malhumor.

– Cuando entrasteis y visteis a Wighard, para prepararle la cama -intervino Eadulf-, ¿estaba el baúl abierto o cerrado?

– Cerrado -contestó con rapidez.

– ¿Cómo podéis estar tan seguro? -inquirió enseguida Fidelma.

– El baúl podía verse cuando uno entraba en las habitaciones del arzobispo.

– ¿Había algún guardia para vigilar tan valiosos objetos?

– Solamente los custodes del palacio que estaban por orden del gobernador militar. Había uno siempre patrullando por las escaleras que dan al pasillo.

Fidelma reflexionó un momento.

– Patrullando… pero no permanentemente en el pasillo.

– Así es. Siempre había guardias en la entrada de acceso a los alojamientos de los huéspedes. Las habitaciones estaban en el tercer piso del edificio y sólo se accedía por las escaleras.

– Pero los guardias no estaban permanentemente apostados en el mismo pasillo, de manera que el tesoro bien hubiera podido trasladarse sin que nadie lo percibiera.

– Ciertamente. Pero nadie desde el exterior del edificio podría entrar y salir sin encontrarse con los custodes. -El rostro de Ine se iluminó-. ¡Pero, por supuesto, así fue como cogieron al monje irlandés! Así que el tesoro lo tienen que haber recuperado.

Fidelma lanzó una mirada a Eadulf por la sencilla trascendencia del comentario.

– ¿Pero podéis confirmar que no existía una protección continua del tesoro? ¿No había nadie que estuviera de guardia fuera de las habitaciones de Wighard permanentemente?

– No, no había nadie.

Fidelma dejó escapar un largo suspiro y se reclinó en su asiento.

– Eso es todo. Tal vez queramos hablar con vos más tarde.

Ine, con la misma renuencia que había mostrado al entrar en la habitación, se levantó y se marchó. Cuando hubo salido, Fidelma se volvió hacia Eadulf.

– Así pues, el tesoro robado fue visto por última vez después de la cena y Wighard estaba vivo y bien dos horas antes de medianoche, pero muerto justo después de medianoche. Sabemos que estaba esperando a alguien en las dos horas anteriores a su muerte y que justo después de medianoche el hermano Ronan Ragallah fue visto saliendo de su habitación y fue arrestado. Este hermano Ronan no llevaba ninguno de los objetos del tesoro que, con la excepción de las reliquias que no tenían valor comercial, ha desaparecido en su totalidad.

– Eso es poco más de lo que ya sabíamos.

– ¡Licinio! -llamó Fidelma al tesserarius levantándose de la silla.

El joven guardia abrió la puerta y entró.

– ¿Con quién queréis hablar ahora, hermana? -preguntó en tono formal.

– Con vos, sólo un momento.

El tesserarius parecía sorprendido, pero entró y se situó delante de ella, adoptando la postura de descanso.

– Decidme, Furio Licinio, ¿cuánto tiempo lleváis de guardia en el palacio de Letrán?

Licinio frunció ligeramente el ceño.

– Llevo con los custodes cuatro años, durante dos de los cuales mandé una decuria, y me acaban de nombrar oficial de la guardia o tesserarius.

– ¿Así que conocéis bien el palacio?

– Tan bien como cualquiera, diría yo -respondió el joven intentando olvidar lo fácilmente que le había engañado el religioso irlandés hacía dos noches delante del sacellarius o almacén.

– El decurión Marco Narses ha llevado a cabo, creo, otro registro de las habitaciones de los alojamientos de invitados, a raíz de nuestra conversación de esta mañana.

Licinio sonrió débilmente, recordando la vergüenza de su compañero oficial cuando la monja descubrió algunas de las reliquias desaparecidas del tesoro de Wighard bajo el mismo lecho del arzobispo.

– Lo ha hecho, hermana, y no ha encontrado nada más.

– Planteemos una hipótesis: digamos que vos vais a robar a la habitación de Wighard. Digamos que matáis a Wighard y luego tuvierais que llevaros un gran tesoro, compuesto por dos grandes sacos con pesados objetos metálicos. ¿Cómo lo haríais?

El tesserarius tenía los ojos muy abiertos, pero reflexionó con cuidado antes de contestar.

– Si yo me encontrara en esa situación, sabría que hay patrullas. Sabría que las escaleras, de las que hay dos tramos que conducen a las dependencias del tercer piso, están vigiladas. Así que tendría que esconderlo en el mismo piso y volver a por él más tarde. Entonces resultaría imposible intentar escapar y esquivar a los guardias. Pero Marco Narses ya ha registrado las habitaciones de ese piso y hay que recordar que estaban todas ocupadas salvo los dos almacenes. No hay habitaciones o huecos ocultos en las inmediaciones.

Fidelma abrió la boca.

– Sin embargo, nos piden que creamos que un tal hermano Ronan Ragallach mató a Wighard y escapó con ese voluminoso tesoro… mientras que al mismo tiempo fue visto por vuestro amigo, el decurión Marco Narses, y arrestado cuando intentaba huir de la escena del crimen. ¿Resulta entonces que Ronan Ragallach es un mago que pudo hacer desaparecer el tesoro? No llevaba nada, según ha declarado el decurión Narses. Explicad esto, Furio Licinio.

Con gran sorpresa por parte de Fidelma, el tesserarius no dudó.

– Es sencillo, hermana. O bien el hermano Ronan ya había escondido el tesoro cuando Marcus lo descubrió y persiguió, o tenía un cómplice que se llevó el tesoro sin ser visto, mientras Ronan era capturado.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de duda.

– Un cómplice. Una idea excelente. ¿Un cómplice que pudo eludir a los guardias? No suena muy creíble, Furio Licinio. Habéis matado a alguien y entonces esperáis en su habitación mientras vuestro cómplice hace al menos dos viajes de ida y de vuelta para llevarse los objetos valiosos y los oculta al tiempo que evita a los guardias. Vos entonces esperáis todavía más, hasta que el cómplice esté a salvo, y luego salís con las manos vacías de la habitación del crimen y… os capturan.

– Entonces queda la primera solución. Que Ronan ya hubiese escondido el tesoro cuando fue capturado -dijo Eadulf, pensando en voz alta. Y añadió algo más-: Pero si Ronan estaba escondiendo el tesoro no hubiera regresado a la habitación de Wighard después de sacar el último cargamento. Cuanto antes se retirara de la escena del crimen mejor.

– ¿Quién dijo que Ronan Ragallach salía de las habitaciones de Wighard cuando el decurión Marcus lo vio? -preguntó de repente Fidelma.

– ¿Qué queréis decir? -inquirió Eadulf al tiempo que él y Licinio se giraban hacia ella con una expresión inquisitiva en sus rostros.

– Fue algo que dijo antes Furio Licinio lo que me hizo pensar…

– ¿Yo? -preguntó el joven oficial, perplejo.

Fidelma asintió con la cabeza, pensativa.

– Supongamos que Ronan mató a Wighard por el tesoro. Wighard está muerto. Ronan tiene que meter el tesoro al menos en dos sacos. ¿Cómo puede esconderlos? Tiene que hacer dos viajes. Y es después de haber completado el último viaje el momento en que Marco Narses lo ve, no saliendo de la habitación de Wighard, sino cuando sale del mismísimo lugar en que ha ocultado el tesoro en ese mismo piso.

– ¿Bien? -la instó Eadulf cuando Fidelma hizo de nuevo una pausa.

– ¿Pero dónde pudo esconderlo? -preguntó Licinio interrumpiendo-. Os he dicho que no hay habitaciones ni huecos ni armarios secretos en las inmediaciones donde se pudiera ocultar el tesoro. Marco Narses ha registrado dos veces las habitaciones que no estaban ocupadas aquella noche.

– Eso habéis dicho, ciertamente. Y los custodes han mirado en todos los lugares posibles… -Fidelma se paró de repente y miró a Licinio con expresión pensativa.

– Marco Narses ha… ¿qué? -preguntó con una voz que era como un latigazo.

El joven custos intentó adivinar cuáles de sus palabras pudieron haber provocado aquella reacción.

– Yo sólo he dicho que Marco Narses ha obedecido vuestras instrucciones y ha registrado dos veces todas las habitaciones que estaban vacías aquella noche.

– Yo creía que se habían registrado todas las habitaciones.

Licinio hizo un gesto de perplejidad.

– Seguramente el hermano Ronan Ragallach no hubiera intentado esconder el tesoro robado en cualquiera de las habitaciones ocupadas por el séquito de Wighard. Nosotros, naturalmente, pensamos que…

Fidelma soltó un gruñido.

– Se tenía que haber registrado todas las habitaciones, estuvieran o no ocupadas.

– Pero…

– Por ejemplo, ¿Marco Narses registró la habitación del hermano Eadulf? -preguntó Fidelma.

Licinio pasó su mirada de Fidelma a Eadulf, como si ambos estuvieran locos.

– Por supuesto que no -respondió.

– Mi habitación no estaba ocupada aquella noche -observó lentamente Eadulf, intentando mantener la voz calmada.

– ¡Vamos! -exclamó Fidelma con un chasquido de los dedos que hizo que el tesserarius se sobresaltara cuando ella se puso rápidamente de pie.

Licinio estaba desconcertado.

– No lo entiendo. ¿Ir dónde?

Fidelma le lanzó una mirada de desprecio.

– La habitación de Eadulf no estaba ocupada, porque él estaba en la basílica de santa María en la misa de medianoche dedicada a san Aidán de Lindisfarne.

Capítulo 8

El registro en el cubiculum de Eadulf, dado que era bastante más pequeño que las estancias palaciegas de Wighard, resultó decepcionante. En realidad, Fidelma no había esperado encontrar los objetos desaparecidos. Sin embargo, había deseado que tal vez hubiera alguna señal de que hubieran sido ocultados allí, para poder explicar el enigma que le había preocupado desde el principio. Pero allí no hallaron nada que no tuviera que estar, a pesar de que hicieron un examen concienzudo de todos los rincones de la estancia.

Furio Licinio hizo una mueca.

– Entonces es lo que yo decía: el hermano Ronan Ragallach tenía un cómplice. Cuando los custodes lo prendieron, el cómplice sencillamente se largó con el tesoro.

Sor Fidelma no estaba satisfecha, aunque empezaba a aceptar la lógica del argumento de aquel joven.

– ¿He de suponer que el alojamiento del hermano Ronan Ragallach también se ha registrado minuciosamente? -preguntó.

Furio Licinio asintió con la cabeza vigorosamente.

– El mismo Marco Narses lo registró, pero no había ni rastro del tesoro de Wighard.

– Quisiera examinar yo misma la habitación de Ronan.

Los ojos de Licinio mostraron su desaprobación.

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no?

Cuando se volvieron hacia la puerta, se encontraron con una figura que ocupaba el vano. Era una figura alta, tan alta que parecía que no iba a pasar por debajo del dintel de madera. Tenía el rostro moreno y bien parecido y, sin embargo, al mismo tiempo, Fidelma sintió que le producía algo de repulsión. Era esa falta de compasión que ya había percibido anteriormente en el rostro del abad Puttoc de Stanggrund. En su cara morena resaltaban una boca cruel y unos ojos de un azul glacial, bien hundidos bajo unas cejas cavernosas. No, el abad Puttoc no era un hombre que Fidelma pudiera encontrar inmediatamente atractivo, aunque entendía que lo resultara para algunas. Parecía tener una mirada especuladora cuando la examinó, la mirada intensa de un gato que observa a su presa antes de saltar sobre ella.

– He oído que queréis interrogarme, Fidelma de Kildare -dijo el abad con voz suave y modulada, aunque carente de calidez. Parecía no hacer caso alguno del hermano Eadulf-. Nunca mejor que ahora.

Su figura alta penetró en la estancia, sobresaliendo por encima de todos los demás. Detrás de él entró otra figura, que en comparación parecía diminuta; era el scriptory criado de Puttoc, Eanred, un hombre comedido y amable que no destacaba entre la muchedumbre, pues sus rasgos modestos no tenían nada particularmente memorable. Fidelma se dio cuenta de que aparecía como una sombra fiel, siempre rondando tras el hombro del abad Puttoc.

Fidelma frunció el ceño. Le desagradaba el comportamiento y la actitud segura de Puttoc que parecía exigir que todo el mundo danzara al son que él tocase.

– Os iba a hacer llamar más tarde, Puttoc -empezó, pero el abad hizo un gesto impaciente con la mano.

– Acabaremos con este asunto ahora, si no os importa, pues luego estoy ocupado. Tengo una cita con el obispo Gelasio.

Hizo una pausa, levantó una mano y se enjugó la frente.

– Y bien -dijo el abad, dirigiéndose hacia la cama de Eadulf y dejándose caer en ella; luego levantó la vista hacia ellos con sus ojos de un azul glacial, mientras Earned, con los brazos cruzados en su hábito, se quedaba obediente en la puerta-, ¿cuáles son esas preguntas que me tenéis que hacer?

Furio Licinio se mostró impasible mientras Fidelma intercambió una mirada con Eadulf. El monje sajón se estaba claramente aguantando la risa ante el modo que tenía el abad de imponer su voluntad sin discusión posible. Pero Eadulf, al darse cuenta de que Fidelma lo observaba, recompuso rápidamente sus rasgos y se puso serio. Sabía lo que presagiaba la boca apretada de Fidelma.

– ¡Hablad ahora! -ordenó Puttoc, sin hacer caso de la ira que causaba su actitud-, mi tiempo es precioso.

– También lo es el nuestro, Puttoc de Northumbria -dijo Fidelma con un tono fríamente estudiado, para poder reprimir la respuesta mucho más irritante que le había venido primero a los labios.

El abad simplemente sonrió débilmente. La sonrisa hizo que resultara más siniestro.

– Eso lo dudo -replicó, pasando por alto el enfado de la monja-. Ahora que Wighard está muerto, yo he de asumir sus obligaciones. Resulta obvio que no podemos regresar a Canterbury sin un arzobispo y ¿quién entre los sajones está cualificado para recibir la bendición del Santo Padre?

Fidelma observaba sorprendida a aquel hombre alto y autocomplaciente.

– ¿Os han concedido la dignidad de Wighard? -preguntó la muchacha-. Estoy segura de que el hermano Eadulf, aquí presente, me lo hubiera dicho si lo hubiera sabido.

– Yo no tengo conocimiento… -empezó a decir Eadulf, pero Puttoc no se inquietó y sonrió con satisfacción.

– Yo ya le he expuesto mis argumentos al Santo Padre, pero la elección resulta obvia.

Eadulf se puso serio.

– Pero los obispos y abades de los reinos sajones eligieron a Wighard…

Los fríos ojos azules se volvieron hacia Eadulf con expresión fulminante.

– Y Wighard está muerto. ¿Quién más, aquí en Roma, está cualificado para este puesto? ¡Nombradme a esa persona!

Eadulf tragó saliva; no sabía qué decir.

El abad se giró hacia Fidelma, todavía seguro de sí mismo.

– Bien, ¿en cuanto a las preguntas…?

Fidelma vaciló y se encogió de hombros. Aquél era tan buen momento como otro cualquiera, aunque eso significara ceder a sus pretensiones.

– Quisiera saber dónde os encontrabais en el momento de la muerte de Wighard.

Puttoc se la quedó mirando. Sólo los ojos dejaban traslucir alguna emoción. Aquellos ojos pálidos brillaban con una extraña maldad.

– ¿Qué insinuáis, hermana? -dijo con una voz suave, casi sibilante.

Las mandíbulas de Fidelma se tensaron.

– ¿Insinuar? Os he hecho una pregunta que es bastante simple. Tengo la autoridad de la casa del Papa para hacer estas preguntas a cualquiera que ocupara este piso con Wighard de Canterbury. ¿Está bastante claro?

El abad parpadeó, fue ése el único signo de la sorpresa que le produjo que la joven irlandesa le hablara de forma tan directa. Sin embargo no se sentía intimidado por la autoridad de la muchacha.

– Me parece que habéis olvidado cuál es vuestra posición, hermana. Como miembro de la comunidad de santa Brígida de Kildare…

– Yo no me olvido de mi posición, Puttoc. Hablo, no como miembro de la comunidad de Kildare, sino como abogado de los tribunales Brehon de Irlanda, con la autoridad que me ha otorgado el obispo Gelasio y el gobernador militar del palacio de Letrán, junto con el hermano Eadulf, aquí presente, para investigar la muerte de Wighard. Os he hecho una pregunta y deseo una respuesta.

El abad volvió a mirar atrás, su boca se abrió pero no le salieron las palabras. Finalmente, la cerró. Los ojos helados volvieron a parpadear.

– Siendo así -empezó malhumorado-, no hay necesidad de ser descortés. Informaré de este comportamiento al obispo Gelasio.

Cuando se dirigió hacia la puerta, Fidelma lo llamó bruscamente.

– No habéis contestado a mi pregunta, Puttoc de Northumbria. ¿Queréis que informe al obispo Gelasio de que os negáis a cooperar con la investigación que él, como nomenclator del palacio de Letrán, ha encargado?

El abad se quedó helado. Se hizo un silencio incómodo ante aquel enfrentamiento.

– Estaba profundamente dormido en mi habitación -replicó el abad al fin, girando la cabeza para mirar fijamente a Fidelma, con unos ojos cargados de odio que parecían querer traspasarla.

– ¿A qué hora os fuisteis a dormir?

– Pronto. No mucho después de la cena.

– Eso es ciertamente pronto. ¿Por qué a esa hora?

De nuevo se hizo un silencio y Fidelma se preguntó si Puttoc continuaría permitiendo aquel duelo verbal. Pero el abad, tras un momento de duda, pareció encogerse de hombros.

– Una de las cosas que compartía con Wighard era que este clima no me va, ni la comida. La noche pasada no me encontraba bien. Cuanto antes pueda zarpar hacia las costas de Northumbria o Kent, mejor.

– ¿Así que os quedasteis dormido inmediatamente? ¿Cuándo os despertasteis?

– Pasé la noche desasosegado. Me pareció oír un alboroto en algún momento, pero estaba demasiado cansado. A las dos, mi criado me despertó y me dio la triste noticia de la muerte de Wighard. Descanse en paz.

No hubo sentimiento en la expresión de piedad.

Fidelma tuvo la impresión de que la noticia no le había parecido especialmente triste a Puttoc. Sus ambiciones resultaban obvias. Le entusiasmaba la idea de colocarse en el lugar de Wighard.

– ¿No oísteis ni visteis nada?

– Nada -afirmó Puttoc-. Y ahora voy a ir a ver al obispo Gelasio. Vamos, Eanred.

El abad hizo ademán de abrirse camino hacia el pasillo.

– ¡Esperad!

El abad se giró repentinamente ante la orden de Fidelma, con la cara desencajada por el continuo desafío de la joven. Nunca nadie se había enfrentado a él así, ¡y era una simple mujer, e irlandesa por añadidura…! Aquello era demasiado. Eadulf se tapaba la boca con la mano, simulando que se estaba limpiando algo en la cara.

– No he interrogado al hermano Eanred -sonrió Fidelma con calma, sin hacer caso del rostro indignado del abad y dirigiéndose hacia el modesto y callado monje.

– No os dirá más que yo -espetó Puttoc con enojo, antes de que ella pudiera empezar su interrogatorio.

– Entonces dejadlo hablar -dijo Fidelma de forma inflexible-. He acabado con vos, Puttoc de Northumbria. Podéis iros o quedaros, como deseéis.

Puttoc se giró bruscamente hacia Eanred, como un amo que da órdenes a su perro.

– Venid a mi habitación tan pronto como acabéis -le ordenó, y acto seguido salió de la estancia y se alejó con paso firme por el pasillo.

El hermano Eanred se quedó, con los brazos aún cruzados, mirando a Fidelma con una expresión de docilidad en sus rasgos. Parecía no haberle perturbado lo sucedido, como si la tensión habida momentos antes no hubiera significado nada para él.

– Bien, hermano Eanred… -empezó Fidelma.

El monje esperaba, con una sonrisa casi inexpresiva en los labios. Tenía los ojos pálidos, pero casi no transmitían emoción alguna.

– ¿Dónde estabais la pasada noche? Decidme qué hicisteis después de la cena.

– ¿Hice, hermana? -El hombre continuaba sonriendo-. Me fui a la cama, hermana.

– ¿Inmediatamente después de cenar?

– No, hermana. Después de cenar me fui a dar un paseo.

Fidelma alzó las cejas. Ya había supuesto que la placidez de Eanred ocultaba una mente simple. El monje era un criado voluntarioso, pero había que dirigirlo continuamente.

– ¿Dónde fuisteis a pasear?

– Fui a ver la gran plaza, hermana.

Eadulf los interrumpió. Llevaba rato sin hablar.

– ¿Queréis decir el Coliseo?

Eanred asintió con la cabeza tranquilamente.

– Así es como se llama. El lugar donde tanta gente fue asesinada. Estaba decidido a ver ese sitio. -Sonrió con satisfacción-. Hubo una procesión de antorchas hasta la plaza, la pasada noche.

Había sido la misma procesión en la que Eadulf y Fidelma habían participado antes de ir a la misa de medianoche por el alma de Aidán de Lindisfarne.

– ¿Cuándo regresasteis aquí?

Eanred frunció el ceño un momento y luego le enseñó su sonrisa hueca.

– No estoy seguro. Había mucha gente por ahí en ese momento y los soldados se agolpaban en las habitaciones.

– ¿Queréis decir que regresasteis después de que Wighard hubiera sido asesinado? Pero entonces era después de medianoche. ¿Alguien os vio llegar?

– Los soldados supongo. Oh, y el hermano Sebbi. Estaba en el pasillo y me dijo que despertara al abad Puttoc y le informara de que Wighard estaba muerto. Así lo hice.

– Debisteis de quedaros durante horas en el Coliseo si regresasteis aquí tan tarde -intervino Eadulf.

– No estuve allí todo el tiempo.

– ¿Entonces dónde?

– Me invitaron a una copa de vino en una villa elegante, no lejos de aquí.

Eadulf intercambió una mirada de exasperación con Fidelma.

– ¿Y quién os invitó a esa villa elegante, Eanred?

– El médico griego que he visto aquí tantas veces.

Fidelma alzó las cejas, asombrada.

– ¿Cornelio? ¿Os referís a Cornelio de Alejandría?

Eanred sonrió alegremente e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Así se llama, hermana. Sí, Cornelio. Cornelio me invitó a su villa para beber con él. Me encanta escucharle explicar cuentos de lugares lejanos, aunque mi latín sea muy malo, pues yo no tengo estudios, como ya sabéis.

– Así que pasasteis la noche con Cornelio y él sin duda lo podrá confirmar.

– Estuve con él -dijo Eanred frunciendo el ceño, al parecer sin entender lo que quería decir Eadulf.

– Ya veo. Y cuando regresasteis y descubristeis lo que estaba sucediendo, decís que el hermano Sebbi os dijo que despertarais al abad Puttoc. ¿Así lo hicisteis?

– Sí.

– ¿El abad Puttoc estaba dormido en su habitación?

– Estaba en su habitación bien dormido -afirmó el hombre.

– ¿Y qué pasó?

– El abad se sobresaltó, se puso una túnica y fue hasta la habitación de Wighard, donde había mucha gente.

– ¿Y qué hicisteis vos?

– Yo me fui a mi habitación, la que se encuentra al lado de la del abad, y me quedé dormido, pues estaba cansado y había bebido mucho de ese vino del médico griego.

– ¿No estabais interesado en saber cómo había muerto Wighard?

El hermano Eanred se encogió de hombros con indiferencia.

– Todo el mundo muere algún día.

– Pero Wighard fue asesinado.

La cara del hombre continuaba siendo inexpresiva.

– El hermano Sebbi me dijo que le dijera al abad que Wighard estaba muerto. Eso es todo.

– ¿No sabíais que había sido asesinado?

– Lo sé ahora, hermana. Desde que lo habéis dicho. ¿Puedo irme ahora? El abad quiere que vaya a su habitación.

Fidelma miró durante rato al hermano Eanred con intensidad y luego dejó ir un suspiro.

– Muy bien. Podéis retiraros.

El monje hizo una inclinación de cabeza y abandonó la habitación.

Fidelma se volvió hacia Licinio y Eadulf. Eadulf sonreía al tiempo que sacudía la cabeza.

– Bueno… Un hombre simple, sin duda. Sin embargo, me resulta extraño que Cornelio requiera su compañía para tomar una copa de noche, por ejemplo, para discutir de arte.

– Por lo que parece la conversación debió de ser un monólogo -concedió Fidelma-. Pero a mucha gente le gusta hablar y no le importa si es en un diálogo o un monólogo. Quizás nuestro amigo Cornelio es uno de ésos. Sencillamente quería alguien a quien hablar, no con quien hablar.

– Es el abad Puttoc el que no inspira confianza -observó Furio Licinio agriamente.

– Eso es verdad. Ambicioso, entrometido… -Fidelma se detuvo-. Me pregunto hasta qué punto es ambicioso.

Eadulf de repente frunció el ceño, mirando a la religiosa irlandesa de forma inquisitiva.

– Venga, Fidelma. Os estáis olvidando del hermano Ronan Ragallach. ¿No estaréis realmente sospechando que el abad mató a Wighard?

Fidelma sonrió un poco.

– No he olvidado a Ragallah, Eadulf. Pero todavía mantengo la mente abierta con respecto a él. Todavía hay algo que resolver aquí.

Furio Licinio esperaba con una mirada de creciente impaciencia en su cara aristocrática de rasgos juveniles.

– ¿Todavía queréis ir al alojamiento del hermano Ronan Ragallach? -preguntó.

– Dentro de un momento, Licinio. Quiero examinar todas las habitaciones de este piso. No porque no hayamos encontrado nada aquí hemos de dejar de mirar las otras habitaciones.

– Pero estaban ocupadas en el momento de la muerte de Wighard -dijo Licinio, claramente incómodo.

– No es así -replicó Fidelma-. Nos hemos enterado, por el hermano Eanred, de que su habitación estaba vacía, pues él no regresó hasta después del asesinato.

– ¿Queréis registrar todas las habitaciones? -preguntó Eadulf en tono de broma-. ¿La de Puttoc, por ejemplo?

Furio Licinio hizo una mueca de tristeza.

– La habitación del abad está en el otro extremo del pasillo, pero nadie sospecharía del abad…

Fidelma resopló exasperada.

– Si voy a llevar este asunto, he de estar enterada de todos los hechos -le soltó al joven oficial-. Primero se me dice que se ha hecho un registro. Me encuentro con que no se han registrado las dependencias de Wighard y luego me decís que no se han registrado todas las habitaciones de este piso. Solamente se revisaron las que se creía que no estaban ocupadas.

El rostro del joven tesserarius palideció ante aquella vehemencia.

– Lo siento, pero era responsabilidad del decurión… -Hizo una pausa, al darse cuenta de que parecía que le estaba echando las culpas a otro-. Yo sólo pensé…

– Dejadme que eso lo haga yo -interrumpió Fidelma-. Simplemente decidme la verdad, real y específica, ni más ni menos.

Furio Licinio se agitó incómodo.

– Pero ciertamente no podéis registrar la habitación del abad Puttoc. Él es… bien, él es un abad…

El resoplido poco femenino que soltó Fidelma expresaba lo que pensaba al respecto e indujo a Furio Licinio a buscar otra excusa.

– Pero él estaba en su habitación en aquel momento. El asesino no pudo ocultar nada allí sin molestar al abad…

Fidelma se giró hacia Eadulf.

– Comprobad si Puttoc y Eanred se han ido a su reunión con el obispo Gelasio. Si es así, examinaremos su habitación ahora.

Furio Licinio se mostraba escandalizado.

– Pero…

– Tenemos autorización, tesserarius -le cortó Fidelma- ¿Os lo tengo que recordar?

Eadulf avanzó por el pasillo y regresó un momento después.

– Se han ido -informó.

Fidelma se dirigió a las habitaciones del abad y su criado. No tardaron mucho en registrar la habitación del abad Puttoc. Lo único que quedó claro era que a Puttoc le gustaba la comodidad, pues la suya no era la estancia simple y sencilla que Fidelma asociaba con un hombre que proclama su piedad frugal. Resultaba obvio que Puttoc había reunido muchos pequeños lujos para llevárselos a su monasterio. Pero no había señal de que se hubiera escondido nada en esas habitaciones que se pudiera asociar con el tesoro desaparecido del baúl de Wighard.

Había una ventana, similar a la que existía en la habitación de Eadulf, que daba a un patio interior, tres pisos más abajo. Bajo la ventana se veía un alféizar estrecho que se extendía a lo largo de todo el edificio. Medía unas pocas pulgadas de ancho; Fidelma se dio cuenta de que era imposible que nadie escondiera nada allí.

– ¿Y la habitación de Eanred es la de al lado? -preguntó Fidelma, irritada, al salir de la habitación.

Licinio hizo un suave gesto de asentimiento. No quería provocar la ira de aquella monja diciendo algo inconveniente. Nunca había conocido a una mujer que pudiera mandar y regañar a los hombres como aquella irlandesa.

Fidelma se metió en la otra habitación. Estaba desprovista de muebles y era sencilla. No había apenas nada de valor salvo un sacculus en el que el hermano Eanred guardaba sus pertenencias; en su interior había solamente un segundo par de sandalias, algo de ropa interior y útiles para el afeitado.

Fidelma se quedó con las manos cruzadas examinando la habitación. Luego la atravesó hasta la ventana y miró por ella. La habitación estaba situada formando ángulo recto con el siguiente bloque de edificios que configuraban el patio cuadrado, pero al que no se podía acceder desde la domus hospitalis. Sus ojos escrutadores percibieron que el edificio parecía hecho con un yeso y unas tejas más limpios, lo que evidenciaba que el edificio era de construcción más reciente que aquel en el que estaban. Esto probablemente explicaba que las habitaciones no constituyeran una unidad. Sin embargo, se dio cuenta de que el pequeño alféizar bajo la ventana no era igual en el otro edificio, puesto que el arquitecto había sido más generoso con la anchura. El alféizar medía todo un pie de ancho y, al estar la ventana de esta habitación muy próxima el ángulo formado por los dos edificios resultaba fácil pasar caminando a ese alféizar.

– ¿Lo veis? -preguntó Eadulf detrás de ella-. Yo creo que Furio Licinio tiene razón. Estamos siguiendo el camino equivocado.

– La habitación de Eanred es bastante espartana, ¿no? -comentó ella volviéndose hacia el interior de la estancia.

– A Eanred parece que le gusta la austeridad -comentó Eadulf.

Se giró y siguió a Furio Licinio hasta el pasillo. Fidelma se detuvo un momento y luego se encogió de hombros. Eadulf probablemente tuviera razón. Tal vez ella se estaba imaginando más de lo que mostraban los hechos. Era sólo que no se podía sacar de encima ese extraño sentimiento de que se le escapaba algo.

– Todavía tenemos que registrar las habitaciones ocupadas por Ine y Sebbi -dijo.

Salió al pasillo y estaba cerrando la puerta cuando sus ojos se posaron en el marco de la puerta. La madera estaba astillada a unos tres pies por encima del suelo y una diminuta pieza de material se había quedado prendida, una tirita irregular arrancada que quedaba colgando del marco.

Se inclinó y la desenredó.

Eadulf la observaba frunciendo el ceño.

– ¿Qué es?

Ella negó con la cabeza.

– No estoy segura. Un trozo de tela de saco, creo.

La tomó entre el pulgar y el índice y se enderezó levantando el objeto hasta la luz.

– Sí, un trozo de tela de saco.

Eadulf asintió con la cabeza al ver el pedazo de tela.

– ¿Qué significa esto? -preguntó Furio Licinio, observándolos.

– Todavía no lo sé -replicó Fidelma-. Tal vez alguien llevaba algo a la habitación de Eanred y una astilla hizo que se enganchara un trozo de material y lo arrancara.

Eadulf miraba a la muchacha, intentando leer sus pensamientos.

– ¿Queréis decir que el tesoro fue acarreado hasta la habitación de Eanred?

Eadulf siempre tenía la habilidad de extraer deducciones rápidas de las ideas con las que especulaba Fidelma.

– He dicho que no lo sé -contestó Fidelma encogiéndose de hombros-. El mal juez es el que saca conclusiones antes de tener todas las pruebas delante.

– Pero pudiera ser -insistió Furio Licinio, ávido de poder contribuir en algo. El joven sentía que tenía que salvar algo del honor de los custodes perdido por no haber realizado el registro debidamente-. Eanred, según dijo él mismo, no regresó hasta que el cadáver de Wighard fue descubierto y, por tanto, después de que Ronan Ragallach fuera arrestado. Puede que Ronan escondiera el botín en la habitación de Eanred mientras éste no estaba.

Fidelma sonrió burlonamente.

– ¿Sí? Ronan Ragallach ocultó dos sacos con objetos de oro y plata en la habitación de Eanred. Luego salió y fue arrestado por los custodes. ¿Y qué pasó con los sacos?

Licinio apretó los labios.

– Yo ya he sugerido la presencia de un cómplice -murmuró.

– Así es. Discutiremos este asunto más tarde. Examinemos la habitación del hermano Sebbi -sugirió Fidelma.

– Pero, ¿y la tela de saco? -inquirió Eadulf, observando que la muchacha se la guardaba en su marsupium, la gran bolsa que llevaba.

– El juez sabio recoge pruebas, una a una -contestó Fidelma sonriendo-. Y cuando ya ha reunido todas las pruebas, el juez sabio las toma en consideración y, al igual que un artesano que hace un mosaico, el juez intentará formar dibujos ante sus ojos, de manera que, añadiendo una pieza aquí y allí hasta que encajen, gradualmente irá formando un dibujo completo. Es el mal juez el que con una única prueba intenta hacer aparecer un dibujo. ¿Quién sabe? Quizás esta pieza ni siquiera forme parte del dibujo que busca el juez.

La muchacha alzó los ojos hacia él con una sonrisa picara y luego volvió al pasillo.

Los registros realizados en las habitaciones ocupadas por el hermano Sebbi y el hermano Ine no revelaron más de lo debido. Después de esto, Fidelma sugirió que continuaran con el plan original de examinar el alojamiento de Ronan Ragallach.

Eadulf intercambió una mirada con el frustrado joven tesserarius, se encogió de hombros y luego la siguió. Para él, el asunto estaba bastante claro y no había necesidad de seguir con el tedioso registro de los cuartos. Obviamente, Ronan Ragallah había matado a Wighard a causa del tesoro y había podido esconderlo antes de ser apresado. Ahora que había escapado, probablemente habría recuperado el botín y, si era inteligente, habría puesto una distancia considerable entre la ciudad y él.

Cuando iban descendiendo hasta la parte inferior de la escalera, que daba al patio principal en la parte delantera de la domus hospitalis, vieron la larga silueta del abad Puttoc junto a la fuente. Pero una segunda persona llamó la atención de Fidelma e hizo que se detuviera en la puerta de entrada, obligando a Eadulf y Furio Licinio a pararse tras ella. Era la menuda figura de la hermana Eafa, que parecía temblar ante el abad; su voz se alzaba angustiosa y llorosa. Desde aquella distancia parecía que el religioso de rostro cruel estaba intentando apaciguarla y calmarla con su débil sonrisa despectiva y con sus gestos. Luego Eafa se giró bruscamente y salió corriendo hacia una de las salidas del patio. Ella ni siquiera se dio cuenta de la presencia de los tres pesquisidores.

El abad Puttoc se quedó un momento mirando a Eafa con expresión extraña. Luego se dio la vuelta y vio a Fidelma, con Eadulf y Furio Licinio detrás de ella. No los saludó, se volvió y se alejó con paso rápido hacia una puerta del edificio.

– Parece que nuestro abad narcisista ha intranquilizado a la pobre hermana Eafa -musitó Fidelma-. Me pregunto por qué.

– No es la primera vez -comentó Eadulf en tono grave.

Fidelma se giró hacia él con mirada de sorpresa.

– ¿Qué queréis decir, Eadulf?

– Ayer por la mañana, cuando regresaba del refectorio a mi habitación, oí unas voces que salían de la habitación de Puttoc. Yo estaba a punto de entrar en mi alojamiento. De hecho, estaba ya cerrando la puerta cuando oí que la de Puttoc se abría de golpe. Me invadió la curiosidad, entorné la mía y observé lo que pasaba. La hermana Eafa, con el tocado ladeado y un aspecto descuidado salía corriendo como si hubiera visto al mismísimo Lucifer. Corrió por el pasillo y luego bajó las escaleras.

– ¿Le preguntasteis a Puttoc qué sucedía?

Eadulf apretó los labios un momento y se ruborizó.

– Saqué mis propias conclusiones. Me temo que, por lo que me han dicho, Puttoc tiene éxito con las mujeres. La regla de Roma predica el celibato para los abades y obispos, pero me temo que Puttoc preferiría probablemente las costumbres más tolerantes de Columba, que no contemplan el celibato.

Fidelma entrecerró los ojos.

– Ésa no es precisamente la reputación que debería tener alguien que ambiciona seguir los pasos de Agustín de Canterbury. ¿Queréis decir que Puttoc fuerza a las mujeres a aceptar sus atenciones aunque sean reacias?

La expresión en el rostro de Eadulf reflejaba que lo admitía.

– Eso es lo que he oído.

– ¿No hay leyes contra la violación en los reinos sajones? -se sorprendió Fidelma, horrorizada por lo que acababa de oír.

– Ninguna para los pobres -contestó Eadulf.

– Nuestra ley del Fenechus no sólo protege a todas la mujeres de la violación, sino que incluso si se realiza el coito con una mujer borracha el delito es igual de serio. Nuestra ley protege a todas la mujeres. Si un hombre se atreve a besar, o siquiera tocar a una mujer contra su voluntad, por la ley de Fenechus se le puede multar con doscientos cuarenta screpallde plata.

Eadulf sabía que el screpall era una de las principales monedas irlandesas que estaban en circulación.

– Tal vez hablo demasiado a la ligera y sólo hago que repetir un cotilleo -dijo, sintiéndose incómodo ante la vehemencia que mostraba Fidelma respecto a aquel tema-. Sólo le he oído esa historia a Sebbi.

– Y yo no confiaría en las ambiciones del hermano Sebbi -lo amonestó Fidelma. Parecía que iba a hacer otro comentario más, pero entonces cambió de opinión.

– Venga, Furio Licinio, mostradnos el camino hasta el alojamiento de Ronan Ragallach.

– Es una casa de huéspedes junto a uno de los arcos de Aqua Claudia -dijo Licinio claramente intrigado por la conversación anterior.

– ¿Dónde está eso? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño.

– No está lejos de aquí, hermana -explicó Licinio-. Tenéis que haber visto el acueducto. Es una construcción importante que empezó el conocido emperador Calígula hace más de seiscientos años. Trae agua de una fuente cerca de Sublaquea, a sesenta y ocho kilómetros de la ciudad.

Ciertamente, Fidelma había visto el acueducto y había admirado su diseño. En Irlanda no había nada como aquello, pero, entonces, los reinos de Irlanda tenían agua de sobra y no había necesidad de alterar el curso de los ríos o de las fuentes para regar zonas secas y áridas, como sucedía en este país.

– El alojamiento está en la casa del diácono Bieda -continuó Furio Licinio-. Debo advertiros, hermana, de que es un lugar muy miserable y barato. No está bajo la supervisión de los religiosos. Es un lugar que heriría la sensibilidad de las religiosas; no sé si entendéis lo que quiero decir.

Fidelma miró al joven con solemnidad.

– Creo que entendemos lo que queréis decir, Furio Licinio -contestó con seriedad-. Pero si Bieda es un diácono de la Iglesia no llego a entender cómo puede ser el tipo de lugar que describís.

Licinio se encogió de hombros.

– Resulta fácil comprar favores en Roma. Es fácil comprar el diaconado.

– Entonces haré todo lo posible por no sentirme ofendida por ninguna obscenidad. Ahora creo que deberíamos ponernos en camino, pues no estoy de humor para perderme la cena que -alzó los ojos al cielo- se servirá pronto.

Capítulo 9

Furio Licinio los condujo por los muchos patios y jardines del palacio de Letrán hasta que salieron, a través de una puerta lateral de las murallas, a las laderas de la colina de Celio. Incluso Fidelma quedó impresionada por los extensos terrenos del palacio. Por una vez Licinio se mostró satisfecho de poder mostrar sus conocimientos señalando un edificio que se veía desde el lugar en que estaban.

– Ése es el Sancta Sanctorum -dijo indicando una capilla que descollaba. Se dio cuenta de que Fidelma fruncía el ceño y se permitió dar una explicación-. El Sanctorum es la capilla privada del Santo Padre que ahora alberga la Scala Santa , la verdadera escalera por la que bajó Jesucristo desde la casa del gobernador Pilato después de que fuera condenado.

Fidelma alzó las cejas con escepticismo.

– Pero esa casa estaba en Jerusalén -señaló.

Licinio esbozó una sonrisa de satisfacción al percibir que tenía conocimientos que Fidelma no tenía.

– Santa Elena, madre del gran Constantino, trajo la escalera desde Jerusalén (veintiocho escalones de mármol tirio) que incluso el Santo Padre ha de subir sólo de rodillas. Encontró la escalera en el mismo momento en que encontró la verdadera cruz, enterrada en la colina del Calvario, el mismo madero sobre el que el Salvador sufrió condena.

Fidelma había oído la historia de que la anciana madre del emperador Constantino había encontrado, hacía unos trescientos años, la verdadera cruz. Tenía dudas de que tal objeto de madera se hubiera podido identificar con certeza, pero se sentía algo culpable por atreverse a cuestionar el asunto.

– He oído que la piadosa Elena envió barcos llenos de reliquias de Tierra Santa, incluso pedazos de madera del Arca de la Alianza -se permitió comentar mostrando sus dudas al respecto.

Licinio estaba serio.

– Permitidme que os la muestre, hermana, pues estamos muy orgullosos de las sagradas reliquias que tenemos aquí en el palacio de Letrán.

El joven hubiera olvidado qué era lo que buscaban realmente y hubiera regresado, tal era su entusiasmo por mostrárselo a la joven. Fidelma lo frenó poniéndole la mano en el hombro.

– Tal vez más tarde, Furio Licinio. Lo primero es lo primero. Ahora tenemos que examinar el alojamiento de Ronan Ragallach.

Licinio enrojeció furioso al darse cuenta de cuánto se había dejado llevar por su entusiasmo juvenil. Inmediatamente señaló hacia el acueducto del otro lado de la plaza en la que estaban, en el extremo este de los terrenos del palacio.

– Aquel edificio de allí es el hostal gobernado por Bieda.

El alojamiento del hermano Ronan Ragallach estaba en una casa pequeña y ruinosa junto al Aqua Claudia, tal como Furio Licinio les había explicado. Los impresionantes arcos de piedra del acueducto se alzaban a muchos metros de altura, de manera que incluso Fidelma se sintió obligada a admirar su inmensidad.

La pensión estaba construida bajo la sombra del acueducto, casi debajo de uno de los grandes arcos.

Había un único miembro de los custodes del palacio haciendo guardia en el exterior de la casa de Bieda.

– Está apostado ahí por si el hermano Ronan Ragallach intenta regresar -explicó el joven tesserarius mientras se adentraba en el sórdido edificio.

Fidelma resopló con desprecio.

– Dudo que el hermano Ronan Ragallach sea tan poco inteligente como para hacer eso, sabiendo que éste es el primer lugar en que se le buscará.

Licinio apretó las mandíbulas. Todavía no estaba acostumbrado a las críticas de una mujer o a que le diera órdenes. Había oído hablar de las mujeres de Irlanda, Britania y Galia, que ocupaban una posición en la sociedad muy diferente a la de las mujeres de Roma. Éstas sabían cuál era su lugar y se quedaban en casa. Resultaba muy poco digno que una mujer, una mujer extranjera, pudiera darle órdenes. Sin embargo, procuraba recordar que el gobernador militar, el Superista Marino, le había dicho claramente cuál era su deber. Tenía que servir y obedecer a esa mujer, y al suave y casi tímido religioso sajón.

Cuando empezaron a subir las escaleras de la casa a oscuras, una mujer bajita de mediana edad surgió de una habitación de la planta baja, vio el uniforme de Licinio y soltó una retahila de insultos en el curioso dialecto de las calles de Roma. Fidelma apenas pudo entender una palabra, aunque se enteró de que lo que la mujer le decía al joven tesserarius no era adulador. Captó el final de la frase que invitaba a Licinio «ad malam crucem»!

– ¿Por qué está esta mujer tan disgustada? -preguntó la muchacha.

Licinio fue incapaz de contestar antes de que la mujer se adelantara y se dirigiera a Fidelma, hablando con mayor lentitud para que se la entendiera:

– ¿Quién me va a pagar por esta habitación vacía? El hermano extranjero no va a regresar ahora para darme lo que me debe. Todo un mes, eso es, pues no había pagado nada. Y ahora, con todos los peregrinos que hay en Roma y teniendo yo una habitación vacía, no se la puedo alquilar a otros, ¡todo por culpa de las órdenes de este catalus vulpinus!

Fidelma sonrió con cierto cinismo.

– Calmaos. Estoy segura de que seréis compensada, pues cuando hayamos acabado, si el hermano Ronan Ragallach no regresa, podréis vender las pertenencias que haya dejado, ¿no os parece?

La mujer no llegó a percibir el cinismo que contenía la voz de Fidelma.

– ¡Ésta si que es buena! -exclamó con socarronería-. Nunca le he arrendado una habitación a un peregrino irlandés que tuviera más posesión que las ropas que llevaba encima. No tiene dinero. No hay pertenencias en su habitación que puedan venderse o alquilarse. ¡Continuaré pobre!

– Sin duda alguna, ya os habéis asegurado de que no hay nada de valor -preguntó Fidelma secamente.

– Por supuesto que he…

De repente la mujer cerró la boca.

Furio Licinio frunció el ceño con ira.

– Se os ordenó que no entrarais en la habitación hasta que os lo dijeran -dijo él, amenazante.

La mujer hizo una mueca agresiva.

– Se os da muy bien dar órdenes. Seguro que nunca os ha faltado una comida.

– ¿Habéis retirado algo de la habitación del hermano Ronan Ragallach? -preguntó Fidelma con severidad-. Decid la verdad o lo lamentareis.

La mujer le devolvió una mirada de asombro a Fidelma.

– No, no he tocado…

Su voz se desvaneció ante el examen penetrante y bajó los ojos.

– Una tiene que vivir, hermana. Corren tiempos difíciles. Una tiene que vivir.

– Hermano Eadulf, id con esta mujer y ved qué ha sacado de la habitación de Ronan Ragallach. Si no sois honesta, mujer, se os descubrirá y las mentiras no sólo son recompensadas con el castigo en este mundo.

La mujer inclinó la cabeza hoscamente.

El hermano Eadulf miró a Fidelma reprimiendo una sonrisa, sabedor de que su tono duro era con frecuencia fingido. Él asintió brevemente con la cabeza y se giró hacia la mujer.

– Vamos ahora -dijo ceñudo. Enseñadme lo que os habéis llevado y deprisa.

Furio Licinio se dio la vuelta y siguió subiendo la escalera al ver que Fidelma le decía con la mano que continuara.

– ¡Estos malditos campesinos! -murmuró-. Le robarían a uno si estuviera enfermo y moribundo. No tengo tiempo para ellos.

Fidelma decidió no contestar y lo siguió en silencio hasta una habitación pequeña en el piso superior. Era oscura y lúgubre; olía a cerrado, a sudor y a comida.

– Me pregunto cuánto pedirán por este agujero -musitó Licinio, empujando la puerta e invitando a Fidelma a entrar-. Hay muchos ladrones como éstos que alquilan habitaciones a los peregrinos que vienen a Roma y hacen grandes fortunas haciéndoles pagar más de lo debido.

– Vos me dijisteis que este hostal no está controlado por la Iglesia -dijo Fidelma-. ¿Pero seguro que la Iglesia tiene algo que decir respecto a los alquileres en la ciudad?

Licinio esbozó una sonrisa.

– Bieda es un comerciante de poca monta que saca provecho de varias propiedades. En cada una alquila un quae res domestic dispensat…

– ¿Un qué? -preguntó Fidelma.

– Alguien que gobierne la casa por él, como la mujer de abajo. El bueno de Bieda probablemente deduce el coste de esta habitación de su salario.

– Bueno, está mal que la mujer saque cosas de este cuarto, pero no me gustaría verla sufrir si sus ingresos dependen de que la habitación esté ocupada.

Furio Licinio emitió un resoplido de desaprobación.

– Los que son como ella sobreviven de todas maneras. ¿Qué deseabais ver?

Fidelma miró hacia el interior de la sombría habitación. Aunque las contraventanas no estaban cerradas, la diminuta ventana dejaba pasar poca luz al interior de la estancia, pues el cielo quedaba oculto por el alto acueducto del exterior.

– Mi primera prioridad sería simplemente poder ver -se quejó-. ¿Hay una vela por aquí?

Licinio consiguió encontrar un cabo de vela junto a la cama y lo encendió.

Apenas había nada en el cuarto, aparte de la tosca cama de madera cubierta por una manta que apestaba a sudor y una almohada, y una mesita y una silla junto a ella. Un gran sacculus colgaba de un gancho clavado en la pared. Fidelma lo bajó y vertió el contenido sobre la cama. No había nada de interés, salvo las ropas de repuesto del hermano Ronan Ragallach y unas sandalias. Sus enseres para el afeitado estaban sobre la mesa, junto a la cama.

– Una vida bien austera, ¿eh? -dijo Licinio sonriendo burlonamente, permitiéndose un cierto placer al percibir el desconcierto en la cara de Fidelma.

Fidelma no contestó, volvió a apretujar las ropas en el interior del sacculus y lo colgó de nuevo en el gancho. Luego examinó la habitación concienzudamente. Ciertamente, no había nada que indicara que alguien había vivido durante algunos meses en aquel lugar. Se dirigió hasta la cama y empezó a deshacerla con cuidado. Diez minutos después todavía no había hallado algo que compensara el trabajo.

Furio Licinio permanecía apoyado en el marco de la puerta y la observaba con interés.

– Ya os dije que no se había encontrado nada -dijo. Sin embargo, su voz denotaba un claro alivio, después de la humillación sufrida en las estancias de Wighard.

– Así lo entendí.

Fidelma se inclinó y miró por el suelo. Nada más que polvo. Se sobresaltó al ver unos escarabajos negros que correteaban aquí y allá.

– ¿Qué son? ¡Asquerosas criaturas!

– Scarabaeus -contestó Furio Licinio lacónicamente, al ver lo que producía consternación a la mujer-. Cucarachas. Estas casas viejas están llenas de ellas.

Fidelma estaba a punto de levantar los pies con asco cuando vio algo medio oculto junto a la cama. Se inclinó hacia adelante, intentando no hacer caso de las cucarachas. Era un trocito de papiro. Por la textura se dio cuenta de que no era vitela. Estaba tan pisoteado y cubierto de porquería que apenas se distinguía de la mugre del suelo.

Alzó el cabo de vela y lo observó de cerca.

Era claramente un trocito de un papiro mayor; un cuadrado irregular que no medía más de unas pulgadas de lado. Había unos jeroglíficos extraños escritos en él, pero ella no los podía reconocer. Los caracteres no eran ni griegos ni latinos, ni siquiera pertenecían a la antigua escritura Ogham de su tierra.

Se lo tendió al mortificado Furio Licinio con una sonrisa apretada.

– ¿Qué os parecen estas letras? ¿Las podéis identificar?

Furio Licinio echó una mirada al trozo de papiro y negó con la cabeza.

– No he visto este tipo de escritura antes -dijo lentamente, y luego añadió, a fin de que los custodes no se vieran de nuevo humillados por esa mujer-: ¿creéis que tiene importancia?

– Quién sabe -contestó Fidelma encogiéndose de hombros y poniendo el trocito de papiro en su marsupium-. Ya veremos. Pero tenéis razón, Furio

Licinio, no hay nada en esta habitación que pueda ayudarnos en ese momento.

Se oyeron entonces pasos en la escalera. Eadulf entró en la estancia con una sonrisa en la boca y acarreando un montoncito de objetos.

– Me temo que me ha costado algo de tiempo recuperar todo. Al menos, creo que esto es todo. Hemos llegado justo a tiempo para evitar que la buena mujer de abajo vendiera estos objetos -dijo con una sonrisa burlona.

Uno a uno fue colocando los objetos sobre la cama: un cordón para la oración; un crucifijo, no muy trabajado, pero ciertamente con algún valor; una crumena, o bolsa, vacía; diversos objetos de veneración presumiblemente comprados en los templos del lugar y dos evangelios pequeños, uno de Mateo y otro de Lucas.

Furio Licinio soltó una risita cínica.

– ¿El alquiler de un mes, eh? Esto hubiera pagado el alojamiento durante tres meses o más en este tugurio. Sin mencionar las monedas que deben de haber desaparecido de la crumena.

Fidelma estaba examinando los dos evangelios con gran cuidado, giraba las páginas una a una como si esperara que algo cayera de entre ellas. Estaban en griego pero no eran una buena edición. No había nada entre las hojas. Cuando acabó dejó escapar un suspiro.

– ¿No habéis encontrado nada? -preguntó Eadulf, mientras echaba una ojeada a la habitación.

Fidelma negó en silencio, pensando que él se refería a su búsqueda entre las páginas de los evangelios.

– ¿Paneles ocultos?

Fidelma se dio cuenta de que se refería al registro de la habitación del hermano Ronan Ragallach.

Furio Licinio sonrió.

– El decurión Marco Narses ya ha buscado lugares donde se pudiera ocultar algo.

– Sin embargo… -Eadulf le devolvió la sonrisa y empezó a examinar las paredes a conciencia, dando golpecitos con los nudillos y escuchando el sonido al golpear. Esperaron hasta que hubo recorrido todas las paredes y el suelo y regresó sonriendo con cierta vergüenza.

– El decurión Marco Narses estaba en lo cierto -dijo en tono de broma a Licinio-. No hay ningún sitio donde el hermano Ronan Ragallach pudiera esconder los objetos robados del baúl de Wighard.

Fidelma había recogido las pertenencias del hermano Ronan Ragallach y las había puesto en el sacculus, que había descolgado de la pared.

– Nos llevaremos esto por seguridad, Furio Licinio. Podéis decirle a la mujer que cuando estemos satisfechos se los devolveremos, a falta del pago pendiente. Pero el diácono Bieda ha de venir a reclamarlo y presentar las cuentas del alojamiento al mismo tiempo.

El joven tesserarius esbozó una sonrisa de aprobación.

– Será como decís, hermana.

– Bien. Deseabais interrogar al hermano Sebbi antes de la cena y, con suerte, a la abadesa Wulfrun y a sor Eafa después. Pero creo que se hace demasiado tarde.

– ¿No sería una buena idea investigar más acerca de este Ronan Ragallach? -inquirió Eadulf-. Nos hemos estado centrando en el círculo de Wighard, pero no se ha examinado en absoluto la información sobre el verdadero acusado de matarlo.

– Dado que Ronan Ragallach ha huido de la prisión, eso resultará difícil -contestó Fidelma secamente.

– Yo no me refería a interrogar a Ronan Ragallach -dijo Eadulf-. Yo pensaba, quizá, que ha llegado el momento de ver el lugar dónde trabajaba Ronan e

interrogar a sus compañeros.

Fidelma se dio cuenta de que Eadulf estaba absolutamente en lo cierto. Había pasado por alto esa cuestión.

– Estaba empleado en un cargo inferior en el Munera Peregrinitatis -el Secretariado de Exteriores -interrumpió Licinio.

Fidelma se reprendió a sí misma interiormente. Tenía que haber examinado el lugar de trabajo de Ronan Ragallach antes.

– Entonces -dijo con un tono estudiado-, lo siguiente que hemos de examinar por todos los medios es este Secretariado de Exteriores.

* * *

En la estancia que el gobernador militar había dispuesto para ellos, Eadulf había preparado unas tablillas de arcilla y el estilo y estaba apuntando las notas concernientes a los puntos más destacados de la entrevista con el abad Puttoc y el interrogatorio al hermano Eanred. Al llegar al palacio se habían enterado de que el departamento del Munera Peregrinitatis, donde había estado empleado Ronan Ragallach como scriptor, estaba cerrado y su superior estaba cenando.

Con gran enojo, Fidelma descubrió que no había sido previsto que cenaran en el refectorio principal del palacio, así que enviaron a Furio Licinio a conseguirles algo para comer y beber mientras ellos regresaban a la habitación.

Mientras Eadulf se afanaba tomando notas, Fidelma guardó los objetos recogidos en el hostal. Cuando hubo acabado, la muchacha regresó a la mesa, se sentó y colocó dos objetos sobre ella y los examinó con curiosidad. El pedacito de tela de saco que había recogido entre las astillas de la puerta de Eanred y el trocito de papiro.

Eadulf levantó la vista de lo que estaba escribiendo e hizo una pausa frunciendo el ceño.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Ojalá estuviera segura -contestó Fidelma con franqueza-. Probablemente estas cosas no tienen nada que ver con la investigación.

– Ah, la tela de saco -dijo Eadulf con una mueca de desdén al reconocer el trocito-. ¿Y lo otro?

Fidelma se disculpó.

– Lo siento, olvidé mencionarlo. Un trozo de papiro que encontré en el suelo de la habitación de Ronan Ragallach. No me sirve de nada.

Se lo alargó a Eadulf.

– Hay algo escrito -observó Eadulf.

– Jeroglíficos extraños -dijo Fidelma con un suspiro-. No tengo ni idea de lo que son.

Eadulf sonrió ampliamente.

– Eso tiene fácil respuesta. Es la lengua de los árabes. Los que siguen al profeta Mahoma.

Fidelma se lo quedó mirando sorprendida y boquiabierta.

– ¿Cómo lo sabéis? -inquirió-. ¿Acaso domináis esa lengua?

El rostro de Eadulf era todo engreimiento.

– Ni mucho menos. Ojalá. No voy a decepcionaros. Pero he visto antes esa escritura, cuando estuve anteriormente viviendo en Roma. Los jeroglíficos son inconfundibles y no he olvidado su forma. Puede ser otra lengua que utiliza la misma grafía, pero yo diría que es probablemente la escritura utilizada por los árabes.

Fidelma miró el papiro y frunció los labios pensativa.

– ¿Dónde podríamos encontrar en Roma a alguna persona que pueda descifrar los caracteres que hay aquí escritos?

– Debería haber alguien, quizás en el Munera Peregrinitatis…

Fidelma le lanzó una mirada rápida. Eadulf se dio cuenta de repente de lo que había dicho.

– Justo el sitio donde trabajaba nuestro amigo Ronan Ragallach -musitó. Luego se encogió de hombros-. ¿Pero es esto relevante?

Llamaron discretamente a la puerta.

Fidelma cogió el trozo de papiro y el de tela de saco y los metió en su marsupium.

– Eso lo veremos -dijo, antes de gritar-: ¡Entrad!

Un hombre delgado y nervudo, de cabello castaño y tez de color cetrino, abrió la puerta. Uno de sus ojos marrones bizqueaba ligeramente, de manera que Fidelma, a veces, tenía problemas para saber a qué ojo mirar. El rostro le resultaba familiar a la monja, pero no lograba identificarlo.

Eadulf reconoció inmediatamente al religioso.

– ¡Hermano Sebbi!

El hombre nervudo sonrió.

– Me dijo un custos que deseabais hablar conmigo, y como ya he acabado de cenar, pregunté dónde os podía encontrar.

– Entrad y sentaos, hermano Sebbi -le invitó Fidelma-. Nos habéis ahorrado el trabajo de ir a buscaros. Yo soy Fidelma.

El hermano Eadulf asintió con la cabeza mientras tomaba asiento.

– Fidelma de Kildare. Ya lo sé. Yo estaba en Witebia cuando vos y el hermano Eadulf aclarasteis el misterio de la muerte de la abadesa Etain. -Hizo una pausa y esbozó una mueca-. Esto es un mal asunto, muy malo.

– ¿Así que ya sabéis en lo que estamos, Sebbi? -preguntó Fidelma.

Sebbi dibujó una sonrisa burlona en sus labios delgados.

– No se habla de otra cosa en todo el palacio de Letrán, hermana. El obispo Gelasio os ha encargado a vos y al hermano Eadulf investigar las circunstancias de la muerte de Wighard, igual que Oswio os encargó dar con el asesino de la abadesa Etain en Witebia.

– Quisiéramos saber por dónde andabais en el momento de la muerte de Wighard -añadió Eadulf.

La sonrisa de Sebbi se hizo más amplia.

– Dormido, si tuviera sentido común.

– ¿Y tenéis sentido común, hermano Sebbi?

Sebbi se puso un momento serio y luego volvió a aparecer en su rostro la sonrisa burlona.

– Veo que tenéis sentido del humor, hermana. Yo estaba en la cama, dormido. Me despertó un ruido en el pasillo. Fui hasta la puerta y vi a varios custodes alrededor de la entrada a la habitación de Wighard. Pregunté qué pasaba y me lo dijeron.

– ¿Había alguien más por allí? Quiero decir Puttoc, por ejemplo.

Sebbi negó con la cabeza.

– ¿Pero el ruido os despertó?

– Sí.

– Así que era fuerte.

– Por supuesto. Se oían gritos y pisadas.

– ¿No os sorprendió que el abad Puttoc, cuya habitación está junto a vuestro cubiculum, siguiera durmiendo a pesar del escándalo?

Eadulf lanzó una mirada de inquietud a Fidelma, claramente preocupado por que todavía conservara dudas respecto a la declaración de Puttoc como represalia por el trato que le había dado el abad.

– No -contestó Sebbi inclinándose más sobre la mesa-. Se sabe que el abad ingiere pócimas para dormir, pues sufre de insomnio. Toma medicación como otros toman alimentos.

– ¿Lo sabéis de oídas, Sebbi, o con certeza? -inquirió Fidelma.

Sebbi hizo un gesto con su mano.

– Yo he servido bajo las órdenes del abad en Stanggrund durante quince años. Lo sé. Pero preguntadle a Eanred, su criado. Es un hecho. Eanred siempre lleva consigo una bolsa de medicaciones. Cada noche Eanred tiene que hacer un mejunje con hojas de morera, prímula y gordolobo y lo echa en un vino que Puttoc se bebe.

Fidelma lanzó una mirada a Eadulf, quien asintió con la cabeza.

– Un brebaje para dormir que se usa con frecuencia.

Sebbi continuó.

– Puttoc vive de sus medicinas. Probablemente por eso se trajo a Eanred aquí. Sólo Eanred es capaz de poner remedio al insomnio de Puttoc. Puttoc nunca va muy lejos sin su criado.

Fidelma sentía curiosidad.

– ¿Un criado?

– Eanred era un esclavo antes de que el abad Puttoc lo comprara y lo liberara conforme a la fe de la santa Iglesia. Pero Eanred todavía se considera un hombre de Puttoc, aunque sea libre.

– ¿Cómo sucedió todo esto, Sebbi? -preguntó Fidelma.

– Bueno, durante los días de Swithhelm, que gobernaba a los sajones orientales, pocos en el reino observaban la fe. Hace siete años, Puttoc decidió viajar a aquella tierra con la intención de hacer que las ovejas perdidas regresaron al redil. Porque yo había crecido allí… de hecho, me pusieron el nombre del príncipe Sebbi que ahora gobierna en aquella tierra, el abad Puttoc me eligió a mí para que lo acompañara. Cuando llegamos a la corte de Swithhelm encontramos a Eanred, que era un esclavo que estaba esperando ser ejecutado.

Sebbi hizo una pausa y al comprobar que no hacían ningún comentario continuó.

– En una conversación con Swidihelm surgió el tema de que el rey lamentaba la inminente muerte de su esclavo, pues Eanred tenía una buena reputación como herbolario y sanador. Pero si un esclavo mata a su amo, tiene que haber un castigo. Ha de pagar con su vida a menos que otra persona compense a los parientes del amo muerto, pagándoles su wergild y luego comprando al esclavo. Pero, ¿quién quiere comprar a un esclavo que ya a matado a un amo?

– ¿Así que Eanred era esclavo de Swithhelm? -preguntó Fidelma.

– Oh, no. Eanred pertenecía a un granjero llamado Fobba, instalado cerca de la orilla norte del río Támesis.

– ¿Cómo llegó a ser esclavo Eanred? -quiso saber Eadulf-. ¿Fue capturado o ya nació así?

– Sus padres lo vendieron como esclavo cuando era un niño, durante una época de gran hambruna, para tener de qué vivir -contestó Sebbi-. En nuestras tierras un esclavo es una propiedad, como un caballo u otro tipo de ganado, que se puede comprar o vender. -Sonrió cínicamente, al ver la expresión de repulsa en el rostro de Fidelma-. La fe detesta esta práctica pero la ley de los sajones es más antigua que su conversión a la fe y por tanto la Iglesia tiene que tolerar.

Fidelma hizo un gesto impaciente con su mano. Conocía muy bien por experiencia los problemas a los que se enfrentaban los misioneros irlandeses en el proceso de conversión de los paganos sajones. Hacía apenas setenta años que los sajones habían empezado a abandonar a sus dioses guerreros y sanguinarios y se habían convertido al cristianismo. Muchos todavía se aferraban a sus antiguas creencias, e incluso los cristianos mezclaban la nueva fe con las viejas costumbres.

– ¿Así que Eanred fue vendido como esclavo y al crecer mató a su amo?

– Así es. Puttoc, que siempre estaba pendiente de su salud y buscando de pócimas para prevenir sus achaques, se sintió intrigado. Eanred, aunque aparentemente simple y falto de luces, era, así nos dijeron, un genio cuando se trataba de buscar hierbas y plantas con propiedades curativas. La gente de todo el reino iba a la tun de Fobba para pagarle por los remedios que proporcionaba Eanred.

– Después de pensarlo, Puttoc le hizo una propuesta a Swithhelm. Le pidió al rey que retrasara la ejecución un día más. Le dijo al rey que había sufrido insomnio la noche anterior. Si aquella noche Eanred era capaz de preparar una pócima que le proporcionara somnolencia entonces él, Puttoc, estaría dispuesto a comprar a Eanred y pagar el wergild.

– ¿Este wergild del que habláis, qué es? -preguntó Fidelma.

– Son los medios por los que se define la posición social de un hombre -intervino Eadulf, que anteriormente había sido un gerefa hereditario o magistrado de su gente-. Son los medios gracias a los cuales un gerefa puede fijar la magnitud de la compensación que se ha de pagar a los familiares de un hombre asesinado o fijar otro tipo de compensaciones legales. Por ejemplo, un noble eorlcund tiene un wergild de trescientos chelines.

– Ya entiendo. Tenemos el mismo sistema de medición en Irlanda, donde la multa se llama eric, en la que se fija un eneclann o «precio de honor» para el rango de todos los ciudadanos. En nuestra sociedad el «precio de honor» disminuye, como castigo, si se encuentra a alguien culpable de un crimen o de un delito menor. Sí, ahora ya entiendo qué es el wergild. Continuad -y se reclinó, satisfecha de nuevo conocimiento.

– Bien -continuó Sebbi-, al rey le gustó la idea, pues sin duda iba a percibir una comisión por la transacción, cuando ésta se completara. Mandaron sacar a Eanred de la celda y le pidieron que preparara una pócima para que el abad pudiera dormir. Así lo hizo. A la mañana siguiente, Puttoc se presentó ante el rey entusiasmado. La poción había funcionado. Convocaron a los parientes del amo asesinado y se pidió una wergild de cien chelines, más cincuenta chelines por la persona de Eanred.

Eadulf se reclinó en su asiento dejando escapar un silbido.

– Ciento cincuenta chelines es una gran suma -observó-. ¿De dónde sacó el abad Puttoc esa cantidad?

Sebbi se inclinó hacia adelante con un guiño.

– La Iglesia favorece la liberación de esclavos y la supresión del comercio con ellos. La Iglesia exige manumitir a los esclavos como un acto de caridad. Esa acción la pagó la abadía y la transacción fue debidamente anotada como una de sus liberaciones.

– Sigue siendo una suma importante.

– La suma es la que establece la ley -replicó Sebbi-. Ambas wergild están fijadas legalmente.

– Pero un esclavo no tiene wergild -hizo notar Eadulf.

– Sin embargo, un esclavo tiene su valor establecido.

– Así que Eanred fue comprado y liberado por Puttoc -concluyó Fidelma-. Pero no por motivos de caridad cristiana, sino por su talento como sanador para ayudar a que el abad durmiera por las noches.

– Lo habéis entendido bien, hermana -afirmó Sebbi en un tono bastante protector.

– ¿Cuándo fue eso?

– Como ya he dicho, hará unos siete años.

– ¿Así que Eanred fue liberado y estaba tan agradecido a Puttoc que se convirtió y regresó a la abadía de Northumbria con los dos? -preguntó Fidelma con cinismo.

Una vez más, Sebbi sonrió irónicamente al percatarse del tono despectivo.

– Eso no es exactamente como sucedió, hermana. Como vos sabéis, Eanred es un hombre simple. Ha sido un esclavo desde que era pequeño. Puttoc no le explicó a Eanred los detalles de su liberación hasta que hubimos regresado al monasterio. Le hizo creer a Eanred que el precio de salvarlo de la horca era que fuera el criado de Puttoc. En cuanto a la conversión de Eanred al cristianismo, no estoy seguro de que lo entienda con profundidad. Para él puede que Cristo sea simplemente otra deidad como

Woden o Thunor o Freya. ¿Quién sabe lo que pasa por su cabeza?

Fidelma intentó esconder su perplejidad ante aquella crítica abierta que hacía Sebbi de Puttoc.

– Parece que no sois amigo del abad -observó la muchacha secamente.

Sebbi echó atrás la cabeza y soltó una risotada.

– ¿Podríais decirme el nombre de un amigo de Puttoc? -preguntó-. Aparte de alguna mujer, claro.

– ¿Queréis decir que el abad tiene relaciones con mujeres? -preguntó Fidelma intentando aprovechar aquella franqueza.

– Puttoc cree totalmente en el reino del espíritu, pero eso no quiere decir que desee rechazar el reino de la carne. No se ha hecho para Puttoc la abnegación de los ascetas.

– ¿Aunque se suponga que un abad ha de permanecer casto, queréis decir que Puttoc no hace caso de esta regla? -inquirió Eadulf, escandalizado.

Sebbi se puso a reír entre dientes.

– ¿No fue el bendito san Agustín de Hipona el que escribió algo cínico respecto a la castidad? Yo creo que el abad subscribe esa filosofía.

– ¿Así que el abad disfruta de la compañía de mujeres, aunque debería profesar el celibato que Roma requiere para ordenarlo tanto abad como obispo?

– Puttoc argumenta que no es viejo. Es fácil ser abad u obispo cuando uno es viejo, pero ser un joven demasiado casto conduce a una vejez disoluta. Eso, por supuesto, es lo que él argumenta -añadió Sebbi rápidamente-. No es que yo esté de acuerdo.

– ¿Entonces por qué lo seguís? -inquirió Eadulf; el desdén que mostraba su voz dejaba claro que no le caía bien.

– Uno ha de seguir siempre a la estrella emergente -contestó Sebbi sonriendo con cinismo.

– ¿Y vos creéis que Puttoc es una estrella emergente? -inquirió Fidelma con interés-. ¿Por qué?

– Puttoc tiene los ojos puestos en Canterbury. Yo tengo puestos los míos en la abadía de Stanggrund. Si consigue lo que quiere, yo podré pedir lo que deseo.

Fidelma frunció un momento los labios ante la franqueza de Sebbi.

– ¿Y cuánto tiempo hace que Puttoc tiene los ojos puestos en Canterbury?

– No ha pensado en nada más que el sitial del arzobispo de Canterbury desde que la abadía de Stanggrund se pronunció a favor de Roma y se alió con Wilfrid de Ripon, hace años. Puttoc es un hombre ambicioso.

Fidelma entornó ligeramente los ojos.

– ¿Queréis decir que Puttoc es lo bastante ambicioso como para quitarse de en medio cualquier obstáculo?

Sebbi esbozó esa sonrisa suya que denotaba conocimiento y, sin hacer ningún comentario más, se encogió de hombros.

– Muy bien, Sebbi -dijo Fidelma tras un silencio y echando una mirada a Eadulf-. Volvamos a la otra noche. ¿Cuándo fue la última vez que visteis a Wighard con vida?

– Poco después de la cena que habíamos tomado juntos en el refectorio principal de la casa de los huéspedes. El obispo Gelasio se había unido a todos los visitantes del palacio de Letrán que estaban allí alojados. Todos entraron en la capilla para el rezo y luego cada uno se retiró a su habitación.

– ¿Aparte de Wighard, quién más estaba allí?

– Todos los de nuestro grupo, salvo el hermano Eadulf aquí presente.

– ¿Y luego regresasteis a vuestra habitación?

– No. Era una noche muy calurosa y me fui a pasear por los jardines. Fue allí, en los jardines, donde vi al arzobispo.

Fidelma se sobresaltó. Esta información era nueva. Empezaba a llenar los huecos de lo que había hecho Wighard su última noche.

– ¿A qué hora ocurrió eso?

– Una hora después de la cena, digamos que tres horas antes de medianoche.

– Y nosotros situamos la hora del descubrimiento de su muerte hacia medianoche -intervino Eadulf, dirigiéndose a Fidelma.

Fidelma le lanzó una mirada de advertencia.

– Simplemente decidme lo que visteis -dijo Fidelma a Sebbi.

– Yo estaba en uno de los jardines más amplios, cerca de la muralla sur del palacio, detrás de la misma basílica. Reconocí a Wighard, pues había adquirido la costumbre de dar un paseo por los jardines antes de retirarse por la noche. Yo creo que odiaba el calor del día y prefería caminar de noche, cuando el sol ya se había puesto. Estaba a punto de dirigirme hacia él cuando vi que alguien surgía de las sombras y lo abordaba.

– Ésa es una palabra interesante, «abordar» -observó Fidelma.

Sebbi se encogió de hombros con indiferencia.

– Simplemente quería decir que Wighard caminaba dando la impresión de estar profundamente inmerso en sus pensamientos, cuando la persona le salió al paso. Empezaron a hablar. Yo iba a continuar acercándome cuando la persona que hablaba con Wighard se enfadó y elevó mucho la voz. Entonces la persona se giró y desapareció de repente. Yo creo que debieron de entrar en uno de los claustros en la parte posterior de la basílica.

– ¿Reconocisteis a esa persona?

– No. Sólo vi que era alguien vestido de religioso con una capucha sobre la cabeza. Yo no lo reconocí.

– ¿En qué lengua hablaban? -preguntó Eadulf.

– ¿Lengua? -pensó Sebbi un momento-. Eso no lo sé decir. Todo lo que sé es que después de un intercambio de palabras la voz se alzó casi como el aullido de un perro.

– ¿Os acercasteis a Wighard?

– Después de aquello, no. No quería que se abochornara, por si era algo personal. Me di la vuelta, me fui del jardín y me dirigí a mi habitación. No volví a verlo.

– ¿Hablasteis de este encuentro cuando oísteis que Wighard había sido asesinado?

Sebbi abrió bien los ojos.

– ¿Y por qué había de hacerlo? Wighard fue asesinado más tarde en su habitación, no en el jardín. Y todo el mundo sabe que un loco religioso irlandés lo mató y robó los preciados regalos que iba a presentar al Santo Padre. ¿Por qué debía tener ningún significado ese encuentro en el jardín?

– Para decidir eso estamos nosotros aquí, hermano Sebbi -replicó Fidelma con gravedad.

– Si hubierais sido capaz de identificar al religioso irlandés en ese encuentro en el jardín… -empezó Eadulf.

El rápido resoplido procedente de Fidelma lo detuvo y él se sintió avergonzado ante su mirada de ira condenatoria. No era el estilo de la monja hacer sugerencias a los testigos.

– Bien -continuó Sebbi sin darse cuenta de su juego-, no pude identificar a la persona. Y fue esta mañana cuando en el desayuno oí hablar a otros de ese hermano llamado Ronan Ragallach.

– Muy bien -dijo Fidelma-. Creo que esto es todo por ahora, Sebbi. Tal vez tengamos que volver a hablar con vos.

– No estaré lejos -contestó Sebbi sonriendo, a la vez que se levantaba y se encaminaba hacia la puerta.

La estaba abriendo cuando Fidelma levantó la cabeza, al venirle algo de repente a la mente.

– Por cierto, por curiosidad, ¿por qué mató Eanred a su primer amo?

Sebbi se dio la vuelta.

– ¿Por qué? Por lo que yo recuerdo, Eanred había sido vendido como esclavo por sus padres, junto con una hermana menor. A ésta la compró el mismo amo. Al parecer, cuando estaba en la pubertad el amo forzó a la joven a meterse en su cama. Eanred lo mató al día siguiente.

Un momento después Fidelma volvió a preguntar.

– ¿Cómo lo mató?

Sebbi hizo una pausa, como tratando de desenterrar algo de su memoria.

– Creo que estranguló al hombre. -Volvió a hacer una pausa; luego sonrió ampliamente y asintió con la cabeza-. Sí, así es. Lo estranguló con su propio cinturón.

Capítulo 10

Bueno, una cosa está clara -observó el hermano Eadulf cuando el hermano Sebbi hubo salido de la habitación. Fidelma levantó los ojos, que brillaban divertidos, pues su voz denotaba buen humor.

– ¿Y qué es eso? -preguntó la muchacha.

– Al hermano Sebbi no le gusta el abad Puttoc. Parecía muy interesado en sembrar dudas de sospecha en torno al abad Puttoc y su criado, Eanred.

Fidelma inclinó la cabeza indicando que estaba de acuerdo con esa afirmación obvia.

– ¿Demasiado interesado incluso? -preguntó pensativa-. Tal vez deberíamos tener cuidado y descubrir los motivos ocultos de sus afirmaciones. Está claro que es tan ambicioso como su abad. Cree que eliminando a Puttoc él sería abad de Stanggrund. Ahora bien, ¿hasta qué punto su ambición guía sus actos?

Eadulf hizo un pequeño gesto de asentimiento.

– Sí, pero tal vez deberíamos volver a hablar con el hermano Eanred.

Fidelma se puso a reír con picardía.

– ¿No os estáis olvidando del hermano Ronan Ragallach? ¿Seguro que no tenéis dudas de su culpabilidad?

El monje sajón se agitó y parpadeó incómodo. Se daba cuenta de que se había concentrado tanto en la información secundaria que había proporcionado el interrogatorio de Sebbi que se había olvidado del motivo principal de la investigación.

– Por supuesto que no tengo dudas -replicó casi a la defensiva-. Los hechos hablan por sí solos. Pero es curioso.

– ¿Curioso? -interrumpió Fidelma, después de haber estado callada un rato.

Eadulf dejó ir un suspiro. Estaba a punto de continuar, pero no lo hizo, pues Furio Licinio regresó cargado, para su sorpresa, con una bandeja con una jarra de vino, un poco de pan, fiambres y algunas frutas. Licinio sonrió alegremente al colocar la bandeja.

– Todo lo que he encontrado -anunció, al ver que ellos miraban la bandeja hambrientos-. Yo ya he comido, así que adelante. Oh, y al regresar resulta que me he encontrado con el hombre que andáis buscando, el superior del departamento del Munera Peregrinitatis donde trabajaba Ronan Ragallach.

Fidelma se giró pesarosa hacia Eadulf.

– Comeremos algo después de ver a este hermano -anunció con firmeza.

Eadulf hizo una mueca, pero no protestó.

Licinio se dirigió hacia la puerta e hizo pasar a un joven delgado. Parecía apenas salido de la adolescencia, con piel olivácea, labios rojos y gruesos y grandes ojos oscuros que tenía la costumbre de entornar como si quisiera ver mejor. Llevaba la cabeza totalmente afeitada.

– Éste es el subpretor del Munera Peregrinitatis -anunció Licinio.

Fidelma permaneció confusa durante un momento. Esperaba que el cargo estuviera ocupado por un hombre mayor. Aquel joven apenas tenía veinte años.

Éste dio un paso adelante y se detuvo; miraba a Eadulf y Fidelma una y otra vez con sus ojos de miope.

– ¿Cómo os llamáis? -preguntó Fidelma.

– Osimo Lando -replicó el joven, con un cierto ceceo.

– ¿No sois romano? -preguntó Fidelma.

– Soy griego, nacido en Alejandría -contestó Osimo Lando-. Aunque crecí en Siracusa.

– Sentaos, hermano Osimo -le invitó Fidelma-. ¿Os ha explicado el tesserarius Furio Licinio cuál es nuestro propósito?

El hermano Osimo avanzó lentamente y se sentó ante la mesa, se colocó la túnica con una delicadeza inesperada.

– Así es.

– Nos han dicho que el hermano Ronan Ragallach trabaja en vuestro departamento.

El subpretor asintió.

– Tal vez podáis explicarme qué hace el Munera Peregrinitatis -pidió Fidelma.

El hermano Osimo entrecerró los ojos un segundo y luego se encogió de hombros con un delicado movimiento.

– Somos el medio a través del cual el Santo Padre se puede comunicar con todas nuestras misiones en el mundo.

– ¿Y el hermano Ronan Ragallach trabaja para vos?

– Sí. Yo soy el subpretor encargado de todos los asuntos relacionados con las Iglesias de África. El hermano Ronan Ragallach y yo somos los encargados de realizar ese trabajo.

– ¿Durante cuánto tiempo ha trabajado él en el Secretariado?

– Llegó como peregrino a Roma hace un año, que yo sepa, hermana. Tenía habilidad para las lenguas, así que se quedó y durante los últimos nueve meses o más ha trabajado bajo mi dirección.

– ¿Qué tipo de hombre es, hermano?

El hermano Osimo se mordió los labios y se quedó mirando pensativo el aire. Sus mejillas se ruborizaron débilmente y su expresión pareció turbarse.

– Un hombre tranquilo, no dado a mostrar irritación o mal humor. Plácido, diría yo. Serio en su trabajo. No da problemas.

– ¿Tiene opiniones firmes? -interrumpió el hermano Eadulf.

Osimo miró a Eadulf, desconcertado.

– ¿Opiniones firmes? ¿Respecto a qué?

– Es irlandés. Nos han dicho que llevaba la tonsura de los irlandeses en lugar de nuestra corona spinae romana. Eso significa que rechazaba la regla de Roma y observaba la de Colmcille.

El hermano Osimo negó vehementemente con la cabeza.

– El hermano Ronan Ragallach es simplemente un hombre de costumbres. Llevaba su tonsura, como muchos otros procedentes de Irlanda y de Britania, porque ésa es su costumbre. A nosotros no nos importaba. Lo que importa es lo que hay en el corazón del hombre, no lo que está en su cabeza.

Fidelma bajó la cara y con una mano se tapó la boca para ocultar la sonrisa que le produjo la vergüenza que sentía Eadulf.

– ¿Y qué hay en el corazón de Ronan Ragallach? -preguntó Eadulf, sin llegar a ocultar del todo su preocupación por una crítica tan manifiesta de sus prejuicios.

El hermano Osimo hizo un mohín.

– Tal como os he dicho, hermano, es un hombre de temperamento fácil y plácido.

– ¿Nunca le oísteis hablar mal de Roma?

– ¿Por qué había de estar en Roma si no le gustaba?

– ¿Nunca le oísteis hablar mal de Canterbury? ¿Qué comentó, por ejemplo, al enterarse de la decisión de Witebia, cuando los reinos sajones optaron por la regla de Roma y rechazaron la de los monjes irlandeses de Colmcille?

La sonrisa de Osimo indicaba que pensaba que la pregunta era idiota.

– Nunca manifestaba sus opiniones. Estaba más preocupado por los asuntos de las Iglesias de África que de los de las Iglesias del extremo occidental. Es un gran helenista y conocedor del arameo y por ello su función era tratar con nuestras misiones en el norte de África. Este trabajo avanza lentamente, pues los árabes, con su nueva creencia fanática en las profecías de Mahoma, se extienden hacia el oeste a lo largo de la costa africana.

Eadulf contuvo la respiración, preocupado.

– ¿No os sorprende, hermano Osimo, que se acuse al hermano Ronan Ragallach del asesinato del arzobispo de Canterbury y que se diga que la causa de ello es el asunto de Witebia? -preguntó Eadulf.

Con gran sorpresa por parte de ellos, Osimo echó atrás la cabeza y se puso a reír; una risa de soprano.

– Eso es lo que he oído y no he dado crédito a tales argumentos. -De repente se puso serio-. Cuando me enteré de que el arzobispo había sido asesinado -se detuvo para hacer una débil genuflexión- y que habían arrestado al hermano Ronan Ragallach por ello, no podía creerlo. No lo creeré. Yo buscaría en otro lado si quisiera encontrar al verdadero asesino.

Fidelma examinaba su rostro intenso con cierto interés.

– ¿Por qué? -preguntó la muchacha-. ¿Qué os hace estar tan seguro de que Ronan Ragallach no mató a Wighard?

– El hecho de que… -Osimo miró alrededor de la estancia como si buscara una respuesta-. De que simplemente no va con él, hermana. Decidme que… -buscó una analogía- que el Santo Padre ha asistido a la fiesta de las Bacanales y, Dios me perdone, ha bailado desnudo en el templo de Baco en la Via Sacra y creeré eso antes que aceptar que el hermano Ronan Ragallach es capaz de asesinar.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Ése es ciertamente un buen ejemplo, hermano Osimo.

– No lo he dado a la ligera -añadió el subpretor con firmeza.

– Sin embargo, Ronan Ragallach fue arrestado cuando huía de la habitación del arzobispo en el momento en que se descubrió el asesinato. Intentó dar un nombre falso y luego escapó de la cárcel -intervino Eadulf con cierta malicia-. Ésa no es exactamente la acción de un hombre inocente, ¿no le parece, hermano Osimo?

Osimo inclinó la cabeza con tristeza, pero su voz no ocultaba su apasionada defensa.

– Puede haber sido la acción de un hombre desesperado, un hombre que ve que el mundo se levanta contra su inocencia. Deseoso de probar su honestidad, busca la libertad a fin de demostrar esa virtud.

Fidelma se quedó un momento mirando al joven en silencio, y luego le preguntó:

– ¿Eso os lo ha dicho el hermano Ronan Ragallach?

Osimo se ruborizó inmediatamente.

– Por supuesto que no -dijo con la voz temblando de indignación.

Fidelma detectó poca convicción en su voz. Decidió insistir en el asunto.

– ¿Así que no habéis visto al hermano Ronan Ragallach desde que escapó? Sin embargo parece que habláis con cierta autoridad en su favor.

– He trabajado con él muy estrechamente estos últimos nueve meses y nos hemos hecho amigos. Buenos amigos.

Osimo no la miraba a la cara sino que sacaba la barbilla con una expresión inusual de tozudez.

Fidelma se inclinó hacia adelante con aire confidencial.

– ¿Os dais cuenta de que si veis a Ronan Ragallach es vuestro deber, según la ley, avisar a los custodes?

– Me doy cuenta -contestó Osimo tranquilamente.

Fidelma se volvió a sentar y examinó al joven durante un momento.

– Que así sea, hermano Osimo. Creedme, tengo la intención de llegar al fondo del asesinato del arzobispo de Canterbury. Si el hermano Ronan Ragallach es inocente, lo demostraré. Si es culpable, no escapará.

Su tono de seguridad, más que de fanfarronería, hizo que Osimo levantara la vista y la observara con detenimiento antes de volver a dejar caer sus ojos.

– Entiendo -susurró.

– Para dejar constancia escrita -intervino Eadulf-, ¿cuándo visteis por última vez al hermano Ronan Ragallach?

– El día en que Wighard fue asesinado, el hermano Ronan Ragallach trabajó hasta que sonaron las campanadas del ángelus de la noche.

– ¿Conoció a Wighard o a alguien de su entorno?

Osimo negó con la cabeza.

Fidelma se volvió hacia Eadulf.

– Yo no tengo más preguntas a menos que…

Eadulf hizo una mueca en señal de negación.

– Entonces, hermano Osimo… ah, casi me olvido. -Buscó en su marsupium y acercó el trozo de papiro al subpretor-. ¿Podríais decirme qué lengua es ésta?

El hermano Osimo cogió el papiro y lanzó una mirada a Fidelma como si estuviera sorprendido. Recuperó su compostura en un segundo, casi antes de que su mirada sobresaltada se encontrara con la de ella.

– Los jeroglíficos están en la lengua de los árabes -contestó-. Arameo, se llama.

– ¿Significan algo? -insitió Fidelma.

– Es el fragmento de un escrito. ¿Quién sabe? Quizá sea incluso una carta. Tan sólo algunas palabras se pueden descifrar.

– ¿Qué palabras? -perseveró Fidelma.

– La lengua se lee de derecha a izquierda. Tenemos la palabra «biblioteca», «enfermedad sagrada» y la interpretación de un nombre griego, algo acabado en «ofilus», y luego las palabras «precio» e «intercambio». No tiene mucho sentido.

* * *

Después de la cena frugal, que de repente dejó a Fidelma muy cansada a pesar de la siesta de la tarde, Furio Licinio fue enviado a buscar a la abadesa Wulfrun o a la hermana Eafa. Fidelma y Eadulf permanecieron sentados en silencio durante un tiempo. Fidelma le iba dando vueltas a la declaración del hermano Osimo. Estaba segura de que la relación de Osimo con Ronan Ragallach era algo más que estrictamente profesional, más de lo que él había admitido, y que conocía íntimamente a Ronan Ragallach. De hecho, se veía capaz de jurar que cuando Ronan Ragallach escapó de los custodes se había ido a ver a Osimo Lando en busca de ayuda. Pero era una intuición, y no un hecho al que apuntaran sus conclusiones.

Se percató de que Eadulf repiqueteaba sobre la mesa con los dedos y resopló molesta porque la distraía.

– ¿En qué pensáis, Eadulf? -preguntó al ver que el tamborileo continuaba.

Eadulf parpadeó, se detuvo y se dio cuenta del acto que hacía inconscientemente.

– Sólo estaba pensando en lo que dijo Osimo.

Fidelma levantó las cejas, sorprendida.

– Yo también. ¿Qué estábais pensando?

– En las palabras árabes que tradujo.

Fidelma se sintió decepcionada.

– Oh, eso -dijo encogiéndose de hombros. Había pensado que tal vez Eadulf hubiera seguido la misma línea de pensamiento que ella-. Bueno, poco significan.

Eadulf sacudió la cabeza.

– Quizá sí, quizá, no. Me ha traído algunas cosas a la mente. Como sabéis, Fidelma, durante años estudié en Irlanda en la gran escuela médica de Tuaim Brecain.

– ¿Qué tiene eso que ver con las palabras árabes?

– Tal vez nada. Sólo que yo, como ya sabéis, sé algo de las prácticas de medicina.

– Sigo sin entender.

– Tomé nota de las palabras que tradujo Osimo Lando, por si en el futuro pudiéramos encontrarles un sentido.

– ¿Y?

– La palabra «biblioteca» era una. El mensaje también hablaba de libros. «Enfermedad sagrada» eran dos palabras juntas. Sobre la enfermedad sagrada es un tratado de Hipócrates que explicaba la diferencia entre los nervios sensitivos y los nervios motores.

– Me he perdido, Eadulf.

Eadulf sonrió con indulgencia.

– El autor de un comentario sobre el trabajo de Hipócrates era Herófilo de Calcedonia, uno de los grandes fundadores de la escuela médica de Alejandría. Tal vez su nombre correspondiera al «ofilus» cuyas primeras letras no encontraba Osimo Lando. Quizás el mensaje hablara del trabajo de Herófilo Sobre la enfermedad sagrada en alguna biblioteca.

Fidelma se reclinó.

– La urdimbre es tenue pero bien hecha, Eadulf. Tal vez tengáis razón. Pero de momento no nos es de gran ayuda.

– Pero puede serlo más tarde -dijo Eadulf con engreimiento, claramente satisfecho con su ejercicio de deducción.

Furio Licinio regresó. Antes de que pudiera decir nada fue empujado, y detrás de él apareció la austera figura de la abadesa Wulfrun. De cerca, era alta, incluso más alta que Fidelma, con un rostro delgado y fino y rasgos angulosos. Su nariz prominente le proporcionaba una expresión arrogante y los labios finos y apretados formaban una mueca de desdén perpetua. Los ojos le brillaban de ira.

– ¿Bien? -exigió sin preámbulos-. ¿Qué tontería es ésta?

Fidelma abrió la boca, pero Eadulf, al ver el destello apasionado en sus ojos, habló primero levantándose torpemente:

– No es ninguna tontería, mi señora -dijo, intentando hacer recordar a Fidelma, al adoptar ese tratamiento ceremonial, que Wulfrun era la hermana de la reina de Kent-. ¿Acaso el tesserarius de los custodes del palacio no os ha informado de la autoridad que nos ha otorgado el obispo Gelasio?

La abadesa Wulfrun efectuó una inspiración que pareció amenazar sus fosas nasales.

– Ya me lo han dicho, pero no consideré que me concerniera.

– ¿No le concierne, pues, que su arzobispo haya sido asesinado? -preguntó Fidelma con una voz que era casi un suave ronroneo, amenazante por su tono casi sibilante.

La abadesa Wulfrun le lanzó una mirada de odio.

– Quiero decir, y que se me entienda bien, que vuestro interrogatorio no me afecta. Yo no sé nada del asunto.

Eadulf sonrió en un intento de apaciguar los ánimos y señaló hacia la silla.

– Tal vez podríais perder con nosotros algo de vuestro valioso tiempo. Sólo os haremos unas cuantas preguntas para que podamos decirle al obispo Gelasio que hemos hecho lo que nos pidió.

Fidelma rechinó los dientes al observar el servilismo del que hacía gala Eadulf, pero decidió que resultaría mejor dejarle interrogar a Wulfrun. Un minuto con aquella mujer arrogante sería suficiente para hacerle perder los estribos, a pesar de su usual autocontrol. La abadesa se sentó; con la mano izquierda tiraba nerviosamente de su tocado, que llevaba como una bufanda enrollado alrededor del cuello.

– ¿Cuándo visteis por última vez al arzobispo? -empezó a preguntar Eadulf.

– Justo después de la cena de ayer. Intercambiamos alguna palabra en relación con la audiencia con el Santo Padre que debía haberse celebrado hoy. No estuvimos más de diez minutos juntos en la puerta del refectorio. Luego me fui directamente a mis habitaciones. La hermana Eafa vino, me ayudó a prepararme para dormir y me acosté. Me enteré durante el desayuno de la noticia de la muerte de Wighard.

– Parece que todo el mundo se fue a dormir pronto aquella noche -murmuró Fidelma.

Eadulf no hizo caso del comentario y continuó.

– ¿Dónde está vuestra habitación respecto a las que ocupaba Wighard?

La abadesa Wulfrun frunció un momento el ceño.

– Por lo que sé estaba en el piso inferior al ocupado por los miembros masculinos de su grupo. Vos mismo deberíais saber esto, hermano Eadulf.

– Quería decir, ¿estábais justamente debajo de la habitación de Wighard? Sólo intento averiguar si oísteis algo -explicó suavemente.

– No lo está y no oí nada -gruñó la abadesa.

– ¿Y la hermana Eafa?

– Su habitación está junto a la mía, es lo mejor si la quiero tener a mano cuando la necesito.

– ¿Sor Eafa es vuestra criada? -preguntó Fidelma bruscamente.

De nuevo se oyó el escandaloso resoplido.

– Pertenece a mi comunidad de Sheppey. Es mi compañera de viaje y me ayuda.

– Ah -dijo Fidelma ingenuamente-, del mismo modo en que vos la ayudáis cuando ella lo necesita.

Eadulf se inclinó rápidamente.

– ¿Nada os perturbó durante la noche? ¿No oisteis ni visteis nada?

Distraída, Wulfrun giró la cabeza en dirección a Eadulf.

– Ya he dicho demasiado -contestó con brevedad.

– Nos han explicado que el alboroto del arresto del hermano Ronan Ragallach por parte de los custodes fue tan grande que despertó al hermano Sebbi -observó Fidelma-. Sin embargo, vos no oísteis nada.

La abadesa Wulfrun se ruborizó.

– ¿Dudáis de mi palabra? -dijo con voz amenazante-. ¿Sabéis, muchacha irlandesa, con quién estáis hablando?

Fidelma esbozó su amplia y peligrosa sonrisa.

– Yo le estoy hablando a una hermana en la fe y, tal como exige la cortesía entre iguales en la fe, espero una respuesta.

El resoplido se convirtió en una verdadera explosión.

– Soy Wulfrun, hija de Anna, rey de Anglia Oriental. Mi hermana Seaxburgh es reina de Kent, esposa de Eorcenberht. Ésa soy yo.

– Sin duda sois la abadesa Wulfrun de la abadía de Sheppey -corrigió Fidelma con suavidad-. Una vez se han tomado los hábitos no hay más rango que el que la Iglesia confiere.

La abadesa Wulfrun se irguió muy tiesa en su silla. Por un momento se olvidó de juguetear con la tela que a modo de bufanda llevaba alrededor del cuello, y se quedó mirando a Fidelma con incredulidad.

– ¿Os atrevéis a hablarme así? -dijo con una voz que no era más que un susurro-. ¡Soy una princesa sajona!

– Lo que erais antes tiene poca relevancia. Ahora en cambio sois una sierva de Cristo.

Wulfrun abrió la boca y la cerró varias veces. Entonces explotó.

– ¡Cómo os atrevéis, vos, campesina, campesina extranjera! Yo soy una princesa de Kent. ¿Sabéis vos quién es vuestro padre?

Eadulf miraba horrorizado el color rojizo que iban adquiriendo las mejillas de Fidelma mientras le devolvía la mirada a la mujer insolente y despectiva. Por un momento pensó que la religiosa irlandesa iba a estallar, encolerizada a causa de aquel insulto, pero Fidelma consiguió controlarse y se reclinó con una sonrisa tensa. Cuando habló, su voz tenía una modulación suave y calmada.

– Mi padre, y el vuestro, abadesa Wulfrun, es el Dios que servimos.

Los labios delgados de la abadesa acentuaron su desprecio todavía más y antes de que pudiera responder Fidelma continuó.

– Sin embargo, si tanto os preocupan las cosas temporales, y no la fe con la que estáis comprometida, permitidme que os diga esto. Mi padre temporal era Failbe Fland mac Aedo, rey de Cashel y Munster, y mi hermano, Colgú, es quien reina allí ahora. Pero no me jacto de ello. Es lo que soy lo que cuenta. En este momento, soy una abogada de los tribunales de mi tierra, encargada por el gobernador militar y el nomenclator de este palacio de investigar un asesinato.

Eadulf se la quedó mirando sorprendido. Era la primera vez que Fidelma hacía referencia a sus orígenes o a su familia. La religiosa continuaba mirando fijamente, pero con calma, los rasgos de la arrogante abadesa sajona.

– Cuando entré al servicio de Cristo acepté su enseñanza de que todos somos iguales ante Él. ¿Conocéis la epístola a Timoteo: «Decidle a los ricos y poderosos que no sean orgullosos o altaneros y no deseen las riquezas inciertas sino poner las esperanzas en el Dios Viviente»?

La abadesa Wulfrun, con el rostro todavía destilando ira, se levantó de un salto, de manera que la silla se cayó hacia atrás. Con la agitación, la bufanda se le cayó y dejó al descubierto parte del cuello. Fidelma entrecerró un segundo los ojos y vio una marca roja en él. Era el cardenal de una antigua herida o inflamación. Wulfrun farfullaba sin darse cuenta de que se le había caído aquella tella.

– Me niego a quedarme sentada y ser insultada por… por…

No le salían las palabras; enseguida se giró y salió despotricando de la habitación. Furio Licinio la miró con impotencia.

El hermano Eadulf se reclinó en su silla sacudiendo la cabeza.

– Os habéis creado un enemigo, Fidelma -dijo afligido.

Fidelma parecía exteriormente sosegada, pero en sus mejillas permanecía aquella rojez y sus ojos centelleaban y danzaban con curiosas llamas.

– La persona que no se ha hecho nunca un enemigo nunca se hará un amigo -advirtió la muchacha-. Podéis juzgar a una persona por sus enemigos y yo preferiría ser juzgada tanto por los enemigos como por los amigos. -Se giró hacia Furio Licinio-: Intentad encontrar a sor Eafa y traedla aquí sin que se entere la abadesa Wulfrun.

El asombrado joven tesserarius alzó la mano en señal de saludo. Era la primera vez que hacía aquel gesto militar de cortesía.

– ¿Por qué ese secretismo? -preguntó Eadulf con curiosidad, cuando Furio Licinio hubo salido de la habitación.

– Esta Wulfrun es una dama muy dominante. ¿Puede ser que sea tan estúpida o hay algo de planeado en su arrogancia? ¿Acaso esa insolencia tiene por misión ocultar algo más?

El hermano sajón hizo una mueca.

– Ella se jacta de tener parientes muy poderosos, Fidelma. Yo tendría cuidado.

– Poderosos entre los reinos sajones solamente. Yo no tengo intención de regresar allí cuando me vaya de aquí.

Eadulf se preguntaba por qué de repente sentía una punzada de ansiedad ante la idea de su marcha.

– De todas maneras -dijo Eadulf-, la abadesa Wulfrun no parece que añada gran cosa a la información que poseéis.

Fidelma permanecía pensativa.

– Pero sin duda demuestra que no es totalmente franca y prefiere parapetarse en su arrogancia. ¿No fue Ovidio el que dijo que el ataque era una buena defensa?

Eadulf frunció el ceño mientras meditó sobre el asunto.

– ¿Pero qué puede ser lo que esté ocultando?

Fidelma sonrió irónicamente.

– ¿No es lo que tenemos que descubrir?

Eadulf asintió a medias con la cabeza.

– ¿Pero qué relevancia puede tener para nuestra investigación lo que Wulfrun tenga que decir?

Fidelma se adelantó y puso su mano sobre el brazo de Eadulf.

– Me temo que estáis simplemente repitiendo vuestra pregunta, Eadulf. Pensemos en ello -dijo reclinándose-. ¿Por qué se sintió tan amenazada que se vio obligada a atacar? ¿Ella es así o hay un motivo concreto?

Eadulf la miraba impotente.

– Yo creo -continuó Fidelma tras una pausa-, me inclino a creer que es su forma de ser. Yo he oído cosas de ese rey Anna que ella llama su padre. Se convirtió del culto de Woden a la fe verdadera. Creo que Anna tuvo varias hijas y, en su entusiasmo, las convenció a todas para que sirvieran a la Iglesia. Ya sabemos lo que puede pasar cuando los padres obligan a las hijas a hacer lo que ellos quieren en lugar de lo que las hijas desean realmente.

– Pero las hijas no pueden sino obedecer a sus padres -replicó Eadulf-. ¿No fue san Pablo el que escribió: «Niños, obedeced a vuestros padres en todo, pues esto place al Señor»?

Fidelma sonrió ligeramente.

– ¿Y no fue también Pablo el que escribió: «Padres, no provoquéis a vuestros hijos, a fin de que no se desanimen»? Pero yo olvido, a veces, que estamos separados por un sistema social y legislativo diferente. Entre los sajones, las hijas parecen ser poco más que bienes muebles que se pueden comprar o vender de acuerdo con los caprichos de sus padres.

– Pero la ley de los sajones está más conforme con la enseñanza de Pablo -aseguró Eadulf, sabiendo por experiencia lo diferente que era el papel de la mujer en Irlanda-. Él dice: «Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, que es lo que complace al Señor. Pues el marido es superior a la mujer como Cristo es la cabeza de la Iglesia…». Seguimos esta enseñanza.

– Yo prefiero el sistema de mi propia tierra, donde al menos las mujeres tienen alguna elección -replicó Fidelma irritada-. Uno no tiene que obedecer a Pablo en todas sus opiniones, pues era un hombre inmerso en su cultura, que no es la mía. Además, no todas las personas del mundo de Pablo estaban de acuerdo con sus enseñanzas. Pablo estaba a favor del celibato entre el clero, creyendo que las relaciones carnales eran un impedimento para las elevadas aspiraciones del alma. ¿Quién puede creer que eso es así?

Eadulf se sentía violento.

– Ha de ser así, pues fueron la causa de la caída de Adán y Eva.

– ¿Sin embargo cómo pueden ser la causa del pecado si la reproducción es necesaria para la supervivencia de la humanidad? ¿Hemos de creer que Dios nos condena al olvido haciendo de la reproducción un pecado? ¿Si es un pecado, por qué darnos los medios para reproducirnos?

– Pablo dijo a los corintios que el matrimonio y la procreación no eran pecado -observó Eadulf con suavidad.

– Pero añadió que no era tan piadoso como el celibato. Yo creo que la llamada que hace Roma a su clero para que se mantenga célibe entraña grandes peligros.

– Es sólo una sugerencia -replicó Eadulf-. Desde el concilio de Nicea hasta ahora la Iglesia romana tan sólo ha aconsejado a los clérigos por debajo del rango de obispo que no durmieran con sus mujeres y, ciertamente, que no se casaran. Pero no está prohibido.

– Con el tiempo lo estará -replicó Fidelma-. Juan Crisóstomo se pronunció en contra de la cohabitación entre religiosos en Antioquía.

– ¿Entonces pensáis que el celibato está mal?

Fidelma hizo una mueca.

– Que los que quieran ser célibes, lo sean. Pero no obliguemos a todos a ser iguales quieran o no. ¿No es una blasfemia sostener, en nombre de Dios, que tan sólo podemos servirlo oponiéndonos a Él, rechazando una de las mayores obras de la creación? ¿No dice el Génesis: «… hombre y mujer los creó, y Dios los santificó y Dios les dijo, sed creced y multiplicaos…». ¿Vamos a negar eso?

Calló cuando se oyó un golpe en la puerta y entró sor Eafa, con mirada ansiosa, echando primero una mirada a Fidelma y luego a Eadulf.

– Aquí estoy, pero no entiendo por qué he sido llamada -dijo.

Mientras hablaba intentaba mantener sus manos, encallecidas y nervudas, quietas ante ella, pero las retorcía nerviosa y eso dejaba traslucir su agitación.

Fidelma sonrió tranquilizadora y le hizo un gesto para que se sentara. Eadulf vio que la ira de Fidelma hacia la abadesa Wulfrun se había evaporado. Se dio cuenta de que la discusión respecto al celibato no era más que una manera de dar rienda suelta a sus emociones, alteradas por los insultos de la abadesa.

– No es más que una formalidad, Eafa -dijo ella en tono sosegador-. Tan sólo quería saber cuándo fue la última vez que visteis a Wighard vivo.

La muchacha parpadeó con inseguridad.

– No os entiendo, hermana.

– ¿Os ha informado el tesserarius de nuestra misión de investigar la muerte de Wighard?

– Sí, pero…

– Sin duda visteis a Wighard en la cena a la que asististeis con la abadesa Wulfrun.

La muchacha asintió con la cabeza.

– ¿Y después de eso? -la animó a continuar Fidelma.

– No, después de eso no. Yo dejé a la abadesa Wulfrun hablando con él en la puerta del refectorio. Estaban… discutiendo por algo. Me retiré a mi habitación. Después ya no lo vi.

Eadulf se inclinó hacia adelante con repentino interés.

– ¿La abadesa Wulfrun estaba realmente discutiendo con Wighard?

Eafa asintió con la cabeza otra vez.

– ¿De qué discutían?

Eafa se encogió de hombros.

– No estoy segura. No los escuché.

Fidelma sonrió tranquilizadora a la muchacha.

– ¿Así que regresasteis a vuestra habitación, que estaba junto a la de la abadesa Wulfrun?

– Así es -contestó Eafa en voz baja.

– ¿Volvisteis a salir de la habitación otra vez aquella noche?

– ¡Oh, no!

Fidelma alzó las cejas.

– ¿No?

La muchacha frunció el ceño, dudó y luego se corrigió.

– Fui llamada un poco más tarde a la habitación de la abadesa Wulfrun.

– ¿Con qué motivo?

– ¿Por qué? -preguntó Eafa, extrañada ante aquella pregunta-. Para ayudarle a prepararse para ir a dormir.

– ¿Es eso usual?

La muchacha parecía indecisa.

– No estoy segura de lo que queréis decir, hermana.

– ¿Sois o no la compañera de la abadesa Wulfrun?

Ella asintió con una sacudida de la cabeza.

– Entonces, ¿por qué tenéis que hacer tantas tareas serviles que podría hacer la abadesa Wulfrun?

– Porque… -Eafa se detuvo para reflexionar- ella es una gran dama.

– Ahora simplemente es de la hermandad. Ni siquiera una abadesa espera de otra de su casa que la sirva.

Eafa no contestó.

– Venga, ¿creéis que estáis obligada a servir a la abadesa Wulfrun?

Los ojos de color castaño claro de la muchacha se levantaron y se quedaron mirando el rostro de Fidelma. Parecía que estaba a punto de contestar, pero entonces bajó la cabeza. Hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Por qué? -insistió Fidelma-. Gran dama o abadesa o humilde hermana de la fe, Wulfrun no tiene ese derecho. Sólo sois sierva de Dios.

– No puedo decir nada más -dijo la mujer con voz tensa-. Lo único que puedo decir es que esperé a la abadesa Wulfrun aquella noche y cuando se hubo preparado para dormir, regresé a mi habitación y me acosté.

Fidelma estaba a punto de insistir más, pero de repente se ablandó. Aporreando a la muchacha no hubiera conseguido nada.

– ¿A qué hora fue eso, Eafa?

– No estoy segura. Bastante antes de la medianoche.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Me desperté con las campanadas del ángelus de medianoche y luego me volví a dormir.

– ¿Os despertasteis más tarde?

– No lo creo.

– ¿Qué queréis decir? -exigió Eadulf, entrando en la conversación por primera vez-. ¿No creéis que os volvierais a despertar?

– Bueno -dijo la muchacha frunciendo el ceño-, creo que me desperté algo después, al oír un gran alboroto, pero estaba tan cansada que me di la vuelta y a los pocos momentos me volví a dormir. En el desayuno, al día siguiente, alguien dijo que un religioso irlandés había sido atrapado en los jardines de abajo y que había matado al arzobispo. ¿No es eso cierto?

Los iba mirando con los ojos bien abiertos.

– Hasta cierto punto -admitió Fidelma-. Un religioso fue arrestado, pero todavía hay que probar si es culpable o no.

La muchacha abrió la boca, hizo una pausa y luego la cerró de golpe. A Fidelma no se le escapó el movimiento involuntario.

– ¿Ibais a decir algo? -animó a la muchacha.

– Sólo que la mañana anterior al crimen vi a un hermano irlandés en los jardines del exterior del domus hospitalis. Era gordo, con cara redonda y con esa divertida tonsura que llevan los irlandeses.

Eadulf se inclinó hacia adelante con interés.

– ¿Visteis a ese hermano?

– Oh sí. Me hizo algunas preguntas respecto al entorno de Wighard, sobre quién acompañaba a Wighard durante su visita, pero entonces se acercó la abadesa Wulfrun y tuve que ir con ella. He oído que este monje que buscan los custodes es un religioso irlandés de cara redonda.

Se hizo un silencio y Fidelma se reclinó pensativa.

– ¿Cuánto tiempo lleváis en la abadía de Sheppey? -preguntó de una manera algo violenta.

La muchacha parecía desconcertada por aquel repentino cambio de tema.

– Cinco años, tal vez un poco más, hermana.

– ¿Cuánto hace que conocéis a la abadesa Wulfrun?

– Un poco más…

– ¿Así que conocíais a la abadesa Wulfrun antes de ir a Sheppey?

– Sí -admitió la muchacha.

– ¿Dónde fue eso? ¿En otra casa religiosa?

– No. Wulfrun me ofreció su amistad cuando yo estaba necesitada.

– ¿Necesitada?

La muchacha no mordió el anzuelo, pero asintió con la cabeza.

– ¿Dónde fue eso? -insistió Fidelma otra vez.

– En el reino de Swithhelm.

– ¿Así -dijo Eadulf rápidamente- sois del reino de los sajones orientales?

La muchacha hizo una negación con la cabeza.

– Soy originaria de Kent. Me llevaron al reino de Swithhelm cuando era niña y regresé a Kent cuando fui con la abadesa Wulfrun, que me invitó a unirme a su comunidad de Sheppey.

– Y desde entonces estáis bajo las órdenes de la abadesa Wulfrun -concluyó Eadulf.

Eafa se encogió de hombros como para indicar que podía sacar sus propias conclusiones. Fidelma sentía compasión por aquella muchacha.

– Lo siento, Eafa, por todas estas preguntas, pero ya casi estamos. Una cosa más. ¿Sabéis que sois una persona libre bajo la ley de la Iglesia?

Eafa frunció el ceño ligeramente.

– ¿No es la obediencia la regla? -preguntó desafiante-. Yo soy solamente una acompañante y debo obedecer a mi madre superiora en todas las cosas.

Fidelma no había querido ser más precisa por temor a preocupar a la muchacha.

– Mientras seáis consciente de que no tenéis por qué ser insultada por ningún hombre, sea cual sea su rango.

Eafa se sonrojó, levantó bruscamente la vista y se encontró con la cara de Fidelma, dándose cuenta de lo que implicaban sus palabras.

– Yo puedo cuidar de mí misma, sor Fidelma. Crecí en una granja y tuve una dura educación antes de llegar a la edad adulta.

Fidelma sonrió tristemente.

– Creía que teníais que ser consciente de esto.

– De cualquier manera -Eafa levantó la barbilla desafiante-, no sé qué tienen que ver estas preguntas con el asesinato de Wighard.

La muchacha, obviamente, no quería hablar de Puttoc y sus progresos. Fidelma esperaba que la muchacha entendiera que tenía ayuda a mano si ella la necesitaba.

– Nos habéis complacido suficiente, Eafa. Esto es todo… por el momento.

La muchacha asintió de nuevo con la cabeza y se levantó para irse. Cuando Furio Licinio abrió la puerta para que ella saliera, la figura lúgubre y cetrina del obispo Gelasio estaba allí. Sor Eafa hizo una genuflexión con una reverencia sajona, mientras que Eadulf y Fidelma se levantaron para recibir al nomenclator de la casa del Papa.

Gelasio entró en la estancia, sonriendo distraídamente a sor Eafa, que se incorporó y se escabulló. Furio Licinio se puso firme cuando, detrás de Gelasio, el gobernador militar de los custodes, el Superista Marino, entró tras el obispo al interior de la habitación.

– Pensé que debía venir a ver si habíais llegado a alguna conclusión -les informó Gelasio, mirando tanto a Fidelma como a Eadulf.

– Si lo que queréis saber es si hemos resuelto el caso -contestó Fidelma-, entonces la respuesta es negativa.

El obispo pareció decepcionado. Se acercó hasta la silla y se dejó caer en ella.

– He de deciros que el Santo Padre esta deseoso de obtener una conclusión lo antes posible.

– No más que yo -dijo Fidelma.

Gelasio frunció el ceño y la observó fijamente, seguramente preguntándose si la monja estaba siendo impertinente. Entonces recordó lo francas que podían ser las mujeres irlandesas. Respondió con un suspiro.

– ¿Hasta dónde habéis llegado en vuestra investigación?

– Resulta difícil decirlo -dijo Fidelma, encogiéndose de hombros.

– ¿Queréis decir que dudáis de la culpabilidad del hermano Ronan Ragallach? -preguntó Marino, con expresión de asombro-. Pero mis custodes fueron testigos oculares, lo arrestaron y ha acrecentado su culpabilidad escapando de nuestras celdas.

Gelasio lanzó una mirada al gobernador militar y luego a Fidelma.

– ¿Es cierto? ¿Dudáis de la culpabilidad de Ronan Ragallach?

– El juez imprudente es el que, antes de que se presente la prueba, emite un juicio.

– ¿Cuántas más pruebas necesitáis? -exigió Marino.

– La prueba presentada hasta ahora no tiene mucho valor. Cuando se analiza, resulta tan circunstancial que bajo la ley de Fenechus, cualquiera que se considere Brehon, es decir, juez, ni siquiera la tomaría en cuenta.

Gelasio se volvió hacia el hermano Eadulf.

– ¿Coincidís con ella?

Eadulf lanzó una mirada rápida y de cierta culpabilidad a Fidelma.

– Creo que el hermano Ronan Ragallach tiene que defenderse a pesar de los indicios. No creo que sea un caso claro. Tenemos otro testigo que vio que Ronan Ragallach mostraba interés por Wighard y su entorno al igual que vuestros custodes.

Fidelma contuvo un suspiro de preocupación. Hubiera querido guardarse esa información, que Eafa les había proporcionado, durante un tiempo.

Gelasio parecía desanimado. No se interesó en el comentario de Eadulf acerca de otro testigo.

– Lo que me estáis diciendo es lo que más temo. Estáis divididos en vuestras opiniones. Hay un irlandés que ha matado a un obispo sajón de Roma. El juez sajón dice que puede haber causa contra él, el juez irlandés dice que no. El espectro de la guerra entre los reinos sajones e Irlanda todavía amenaza en el horizonte.

Fidelma sacudió la cabeza con vehemencia.

– Esto no es así, Gelasio. En lo que estamos ambos de acuerdo es en que nuestra investigación dista mucho de estar acabada. Hay que considerar muchas cosas. El hecho de que hoy no hayamos llegado a ninguna conclusión no implica que mañana no vayamos a llegar a una.

– Pero seguramente habéis interrogado a todos salvo al mismo culpable…

Eadulf se puso a toser.

– Creo, a ese respecto, que preferiríamos referirnos al hermano Ronan Ragallach como meramente un sospechoso más que…

Marino siseó airadamente.

– Semántica. No tenemos tiempo para jugar con palabras. Ya entiendo lo que decís. Habéis interrogado a todos y seguramente habéis debido de llegar a algunas conclusiones.

Fidelma estaba tensa. Le disgustaban los intentos de intimidarla para que llegara a resoluciones que ella no quería formular.

Gelasio, percibiendo la tirantez de su expresión, levantó la mano con ánimo pacificador.

– ¿Nos estáis diciendo que, simplemente, necesitáis más tiempo? ¿Es eso, hermana?

– Precisamente -dijo Fidelma con firmeza.

– Entonces lo tendréis -accedió Gelasio-. Ante todo, queremos resolver este caso de la manera adecuada: la que lleve a acorralar al culpable.

– Eso está bien -aceptó Fidelma-, pues no va a ser de ninguna otra forma. Es la verdad lo que estamos buscando por encima de todas las cosas y no meramente un chivó expiatorio.

Gelasio se levantó con dignidad.

– Recordad -dijo lentamente- que el Santo Padre está muy interesado en este asunto. Ya se ha encontrado algo presionado cuando tuvo que informar acerca de la muerte del arzobispo de Canterbury al enviado de los reyes sajones.

Fidelma alzó las cejas.

– ¿Os referís a Puttoc?

– El abad Puttoc -corrigió Gelasio-. En la medida que el abad es el enviado directo de Oswio de Northumbria, quien parece ser el jefe supremo de todos los reinos sajones, entonces la respuesta es afirmativa.

– Y sin duda el abad Puttoc tiene sus razones para hacer presiones y obtener una decisión -afirmó Fidelma, sonriendo cínicamente-. ¿Tal vez incluso ha sugerido su candidatura para ocupar el cargo de arzobispo?

Gelasio se la quedó mirando un momento y luego su rostro mostró una amplia sonrisa.

– Por supuesto, habéis sin duda hablado con el abad. Creo que ha hecho la sugerencia de que él es la persona más adecuada para ser arzobispo. Sin embargo, Su Santidad tiene otras ideas. En verdad, el abad Puttoc tiene un aura de ambición que no le hace ganar simpatías. Fue él incluso quien señaló el inconveniente, hace dos días, de que Wighard hubiera estado casado y fuera padre.

Eadulf intercambió una mirada de sorpresa con Fidelma.

– ¿Puttoc hubiera hecho inhabilitar a Wighard para la ordenación por haber estado casado y haber tenido hijos? -preguntó sorprendido.

– No de forma explícita, pero sí con ligeras alusiones. Ningún miembro de la Iglesia por encima del rango de abad puede estar casado, como ya sabéis. Desde luego, Roma desaprueba que los que estén por debajo de ese nivel mantengan tales relaciones carnales, aunque no está prohibido. De todas formas, el asunto se discutió y se desestimó cuando quedó claro que la familia de Wighard había sido asesinada hace tiempo. Sin embargo, el hecho de que el tema se tratara hizo que se cuestionara la idoneidad de Puttoc para aspirar a ese cargo.

– ¿Es que hay entonces otro candidato? -interrumpió Fidelma.

– Su Santidad está considerando el asunto.

Eadulf estaba sorprendido.

– ¿Yo pensaba que había aquí pocos sajones cualificados para aspirar a la dignidad de Canterbury?

– Ciertamente, así es -coincidió Gelasio-. Su Santidad se inclina a creer que no es el momento adecuado para que la primacía de Roma en los reinos sajones esté en manos de un sajón.

– Eso provocará las protestas de los sajones -espetó Eadulf, sorprendido.

Gelasio se giró hacia él frunciendo el ceño.

– La obediencia es la primera regla de la fe -dijo con voz amenazante-. Los reinos sajones han de obedecer la decisión de Roma. No puedo decir más, una vez llegados a este punto, pero, entre nosotros, os aseguro que el abad Puttoc no va a ser considerado. Sin embargo, esto ha de seguir siendo un secreto por el momento.

– Por supuesto -confirmó Eadulf, diplomáticamente-. Tan sólo estaba pensando en voz alta. -Luego hizo una pausa y añadió-: Me pregunto si el abad Puttoc conoce esta decisión.

– He dicho que este asunto debe seguir siendo privado. Puttoc se enterará de todo cuando llegue el momento.

Fidelma dirigió a Eadulf una mirada de advertencia al ver que éste abría la boca para seguir hablando sobre el asunto. El sajón la cerró de repente.

– Lo principal en este momento es resolver el asunto de la muerte de Wighard -continuó Gelasio-. Y contamos con ambos.

Hizo énfasis en la última palabra y luego, sin decir nada más, se giró y salió de la habitación seguido por Marino.

– ¿Por qué queríais que me callara respecto a Puttoc? -preguntó Eadulf cuando se hubieron ido-. Yo sólo quería saber si él todavía continuaba pensando que era un candidato a la silla de arzobispo.

– Hemos de reservarnos nuestras opiniones. Si Puttoc es tan ambicioso…

– Y hay gente que ha matado por conseguir menos -acabó de decir Eadulf.

– Si es así, hemos de proporcionarle algo de cuerda para que pueda colgarse a sí mismo. No hemos de advertirle con nuestras sospechas.

Eadulf se encogió de hombros.

– Cuidado, yo no tengo sospechas de nadie aparte de Ronan Ragallach, no después de la confirmación que nos ha proporcionado Eafa. Tenemos pruebas de que Ronan Ragallach andaba rondando por la domus hospitalis la noche anterior al crimen y de que luego hacía preguntas acerca de Wighard y su entorno la misma mañana del asesinato. Finalmente, fue arrestado cuando huía de la domus hospitalis, justo después de que Wighard fuera asesinado. ¿No son éstas pruebas suficientes?

– No -dijo Fidelma con firmeza-. Quiero algo más que unas pocas pruebas circunstanciales.

Su frase terminó con un repentino bostezo de fatiga que no fue capaz de sofocar. Lo dilatado de la jornada, tan llena de acontecimientos, se mostró de repente. Echó una mirada al refrigerio sin tocar que había traído Furio Licinio. A pesar de la breve siesta de la tarde, en ese momento se sentía exhausta, demasiado exhausta incluso para considerarlo.

– Ir a dormir es mi siguiente prioridad, Eadulf. -Fidelma ahogó otro bostezó-. Nos encontraremos mañana por la mañana y evaluaremos las pruebas que hemos reunido.

– ¿Puedo acompañaros a vuestro alojamiento? -preguntó Eadulf.

Sonriendo, estaba a punto de decir que no con la cabeza cuando el joven cusios Furio Licinio se adelantó.

– Yo os acompañaré, hermana, pues mi aposento está en vuestra dirección.

Su voz daba a entender que no admitía discusión. Fidelma estaba demasiado cansada ahora para discutir nada. Y así, deseando una buena noche de descanso a Eadulf, se fue medio dormida siguiendo al joven custos desde los salones de mármol del palacio de Letrán, y atravesando la entrada principal ahora vacía, por el pórtico y por la Via Merulana.

Estaba casi dormida de pie cuando llegaron al pequeño hostal situado junto al oratorio de santa Práxedes.

La diaconisa Epifania, apostada en la verja, se apresuró a recibirla. Desde que se había enterado de que ahora Fidelma realizaba una misión importante en el palacio de Letrán y era confidenta del obispo Gelasio, y de que podía incluso mandar a un tesserarius de los custodes del palacio, poco era lo que no fuera a hacer para procurar que su huésped de honor no tuviera quejas. Al darse cuenta de lo exhausta que estaba Fidelma, Epifania empezó a cloquear como una madre preocupada. Tomó a la muchacha de la mano y, con un gesto de desdén hacia el joven guardia, condujo aquella pesada carga al interior y directamente a su cubiculum. Fidelma estaba dormida incluso antes de que su cabeza cayera sobre la almohada. Tuvo un descanso profundo aunque no carente de sueños, pero sus sueños eran necesarios para hacer que su mente se relajara de toda la información e imágenes que había ido absorbiendo durante el día.

Capítulo 11

Cuando sor Fidelma se despertó, con el límpido resol de la mañana romana que penetraba en su cubiculum, se encontró totalmente recuperada y relajada. Se desperezó a sus anchas y entonces percibió lo brillante y cálido que era el día. Frunciendo ligeramente el ceño, retiró las mantas y se levantó de la cama de un salto. Sabía que era tarde pero no le preocupaba mucho. Necesitaba dormir. Se tomó su tiempo con el aseo personal, y se vistió y dejó la habitación. Sin duda, la diaconisa Epifania y su marido Arsenio habrían servido el ientaculum, la primera comida del día, y Fidelma tendría que tomar algo en otro sitio, quizá se compraría algo de fruta en uno de los puestos de la Via Merulana de camino hacia el palacio de Letrán. Pero a Fidelma no le importaba. Era sorprendente comprobar cómo un buen reposo hacía de la vida algo placentero.

Para su sorpresa, cuando avanzaba por el patio del hostal, la diaconisa Epifania apareció sonriendo ampliamente. ¡Qué cambio entre la mujer desinteresada de ahora y la de hacía dos días!

– ¿Habéis dormido bien, hermana? -preguntó alegremente.

– Sí -contestó Fidelma-. Estaba extremadamente cansada la pasada noche.

La mujer mayor asintió con la cabeza rápidamente.

– Que si lo estabais. Apenas os disteis cuenta de que os ayudé a ir a la cama. Pensamos que era mejor dejaros dormir todo lo que quisierais. Pero os hemos preparado algo de comida en nuestro pequeño refectorio, hermana.

Fidelma tenía el vago recuerdo de la mujer ayudándola la noche anterior. Le sorprendía que fuera tan complaciente.

– Pero es tarde. No quisiera perturbar la rutina del hostal.

– No es ninguna molestia, hermana -dijo Epifania casi haciéndose la simpática, dejando pasar a su huésped a un pequeño refectorio vacío.

Todavía había un lugar dispuesto y Epifania continuó mimando a Fidelma. La comida era excelente, con pan de trigo y un plato de miel y fruta, principalmente higos y uva. Fidelma había aprendido, en su corta visita a la ciudad, lo suficiente de las costumbres de Roma para comer poco a la hora del ientaculum y más cantidad a mediodía, en el prandium, pues era la comida principal del día. Sin embargo, cuando el sol se ponía se servía una comida más ligera llamada cena. Costaba un poco ajustarse a estos horarios, pues en las abadías de Irlanda, e incluso en Nurthumbria, era la comida de la noche, la cena, la principal del día.

Cuando hubo acabado de comer pensó en inquirir si alguien había preguntado por ella. Furio Licinio había prometido escoltarla hasta el palacio de Letrán.

– El tesserarius de los custodes desde luego ha venido preguntando por vos esta mañana temprano -confirmó Epifania-. Me dijo que os comunicara que descansarais cuanto quisierais, pues él y un hermano… -Epifania contrajo la cara al intentar recordar su nombre.

– ¿Hermano Eadulf? -adivinó Fidelma.

– Ah, eso es. Él y el hermano Eadulf harían otra pesquisa en busca de lo que ha desaparecido. -Epifania hizo una mueca; estaba claro que no le gustaban los mensajes desconcertantes-. ¿Tiene sentido?

Fidelma indicó que sí lo tenía. Le sorprendería que Furio Licinio o Eadulf descubrieran los objetos desaparecidos en algún lugar del palacio de Letrán. Hacía tiempo que los debieron de sacar de allí.

De repente Epifania soltó una exclamación de reproche.

– Casi me olvido, hermana. Hay un mensaje escrito para vos.

– ¿Para mí? -repitió Fidelma-. ¿Del palacio de Letrán?

Supuso que sería del hermano Eadulf.

– No, un chico lo trajo a primera hora.

Epifania se dirigió a un lado de la habitación y cogió un trozo de papiro doblado.

Perpleja, Fidelma vio su nombre escrito en el exterior con caracteres latinos. Lo desenrolló y la boca se le fue abriendo al darse cuenta de que el mensaje estaba escrito en Ogham. Ogham era la antigua forma de escritura irlandesa, consistente en unas líneas cortas trazadas o atravesadas sobre una línea base. El alfabeto había empezado a caer en desuso con la amplia aplicación de la forma latina utilizada por los cristianos. Se decía que el alfabeto les fue dado a los antiguos irlandeses por Ogma, el antiguo dios pagano de la elocuencia y la literatura. Fidelma había aprendido el antiguo alfabeto pues, aunque estaba cayendo en desuso, varios religiosos todavía lo usaban en sus memoriales. Era útil leer los textos antiguos como las varas de los poetas (sagas enteras inscritas en varitas de tejo o avellano), que ahora se veían reemplazados por una escritura irlandesa en caracteres latinos.

Los ojos de Fidelma recorrieron rápidamente el escrito. Abrió los ojos sorprendida.

Sor Fidelma:

Yo no maté a Wighard. Yo creo que vos sospecháis que ésta es la verdad. Encontrémonos en la catacumba de Aurelia Restutus en el cementerio que está más allá de la puerta Metronia. Venid sola. Venid a mediodía. Os explicaré mi historia pero únicamente a vos. Ronan Ragallach, vuestro hermano en Cristo.

Fidelma expulsó el aire con algo parecido a un silbido agudo.

– ¿Malas noticias? -preguntó la voz ansiosa de Epifania por encima de su hombro.

– No -dijo Fidelma rápidamente, metiendo la nota entre los pliegues de su hábito-. ¿Qué hora es?

Epifania frunció el ceño.

– Falta una hora para mediodía. Habéis dormido mucho y bien.

Fidelma se levantó de repente.

– He de irme.

Epifania la siguió hasta que llegaron a la verja del hostal. Sor Fidelma descendió por la Via Merulana y tomó un atajo por el Campo de Marte que conducía por la colina de Celio a la puerta Metronia. Le complacía su conocimiento creciente de la geografía romana. Supuso que la catacumba de Aurelia Restutus era la misma que Eadulf le había mostrado el día anterior, pues era el único cementerio cristiano fuera de la puerta Metronia.

Atravesó el cementerio y observó entre los monumentos conmemorativos. Había mucha gente allí examinando las tumbas. Se detuvo un momento al captar un rostro familiar alejado de la muchedumbre. Los agraciados pero crueles rasgos del abad Puttoc andaban mirando con detenimiento alrededor como si buscara algo. Un paso detrás de él caminaba el hermano Eanred, en la actitud típica del criado siguiendo las pisadas de su amo.

Fidelma no deseaba encontrarse con el abad vanidoso, ni con su servidor, de manera que bajó la cabeza y se metió entre un grupito de personas. Supuso que Puttoc había venido a ver la tumba de Wighard y ofrecer sus respetos, aunque seguramente Puttoc tendría tanta consideración por Wighard muerto como la tuvo cuando estaba vivo. Parecía que Puttoc y Eanred se dirigían a alguna otra parte del cementerio y, al cabo de un rato, Fidelma se separó del grupo de peregrinos, que parecían ser griegos que buscaban tumbas concretas, y se encaminó en la dirección que el hermano Eadulf le había mostrado el día anterior.

Se encontró a la entrada de la catacumba donde el niño Antonio, de rostro solemne, estaba sentado detrás de su cesta de velas. Fidelma se inclinó con una sonrisa. El muchacho levantó la vista, la reconoció y la saludó abriendo bien sus ojos negros.

– Hola, Antonio -saludó Fidelma-. Necesito velas y direcciones.

El chico no dijo nada, sino que esperó que ella se explicara.

– Busco la catacumba de Aurelia Restutus.

El muchacho se aclaró la garganta y cuando habló lo hizo con el timbre peculiar de un niño cuya voz está cambiando a la de un hombre.

– ¿Estáis sola, hermana?

Fidelma asintió con la cabeza.

– Hay pocas personas en las catacumbas en este momento. Mi abuelo Salvador no está aquí para llevaros. Es peligroso si no conocéis el camino.

Fidelma agradeció la preocupación del chico, especialmente después del drama del día anterior.

– Tengo que ir sola. ¿Por dónde voy?

El muchacho se la quedó mirando un momento y luego se encogió de hombros.

– ¿Os acordaréis de estas indicaciones? Al bajar las escaleras, tomad el pasaje de la izquierda. Avanzad unas cien yardas. Girad a la derecha y bajad las escaleras hasta el nivel inferior. Seguid recto, pasaréis una gran tumba con una pintura de Nuestro Señor. Avanzad otras doscientas yardas y entonces girad a la izquierda y bajad un pequeño tramo de escaleras. Ésa es la catacumba de Aurelia Restutus.

Fidelma cerró los ojos y repitió las instrucciones del muchacho. Abrió los ojos y el muchacho asintió solemnemente con la cabeza.

– Esta vez voy a coger dos velas -dijo Fidelma sonriendo burlonamente.

El muchacho meneó la cabeza en señal de negación y extendiendo el brazo detrás de él acercó una lamparita de cerámica, llena de aceite. La encendió como un experto.

– Llevaos esto junto con una vela, hermana. Entonces todo irá bien. ¿Tenéis yesca y pedernal por si se apaga?

Después del último incidente Fidelma había venido preparada con una caja de yesca en su marsupium para un caso de emergencia, y asintió con la cabeza.

Extrajo algunas monedas y las lanzó en el cesto del muchacho con una sonrisa.

– En mi lengua, Antonio, decimos: cabhair ó Dhia agat. ¡Dios os ampare!

Ya había empezado a bajar las escaleras penetrando en las bóvedas oscuras cuando oyó detrás de ella la voz del muchacho.

– Benigne dicis, hermana.

Fidelma se detuvo y le devolvió una sonrisa antes de seguir avanzando en la oscuridad.

Se introdujo en las catacumbas, aún contenta, y alcanzó el extremo inferior de los fríos escalones de piedra, con la lámpara brillante en su mano y tranquilizada por las velas extras que llevaba en el marsupium.

En su mente iba recorriendo las direcciones que le había dado Antonio, las iba siguiendo cuidadosamente a través de los helados corredores y hacia el interior de las entrañas de la mampostería seca y porosa. De vez en cuando oía el sonido de voces o alguna risotada de otros visitantes de las catacumbas, pero los caminos de los peregrinos no se cruzaban con el suyo. Se iba quedando sola a medida que avanzaba, cogió las escaleras que bajaban más y fue torciendo a la izquierda y a la derecha tal como le había indicado el muchacho.

Finalmente, llegó a una cueva hecha por el hombre de unos diez pies de altura y unos cinco o seis pies de ancho, con un techo ligeramente abovedado. En la construcción no se había utilizado manipostería y el único soporte era el que proporcionaba la propia piedra volcánica. A cada lado de la cueva, excavada en la toba, como Fidelma había averiguado que se llamaba el conglomerado de roca, estaban los loculi o últimas moradas de los muertos. Eran de medidas diferentes y le gustó ver que los loculi que habían sido ocupados estaban sellados con losas o baldosas de mármol con algunas inscripciones y emblemas cristianos grabados o pintados.

Avanzó, levantando en alto la lámpara, y sus ojos se detuvieron en un loculus más grande y mucho más adornado que los demás. La inscripción estaba en latín con su simple fraseología cristiana:

Domus aeternalis

Aurelia Restutus

Deus cum spiritum tuum

Basin Deo

La morada eterna de

Aurelia Restutus

Dios esté con su espíritu

Que viva en Dios.

Fidelma dejó escapar un suspiro de alivio. Por fin había llegado a la catacumba correcta. Se preguntó quién había sido Aurelia Restutus y por qué había merecido semejante tumba. El mármol estaba adornado con palomas de la paz y encima estaba el símbolo Ji-Ro, las iniciales griegas del nombre de Cristo.

Colocó la lámpara en la repisa de un loculus vacío y echó una mirada por la cámara preguntándose dónde estaría Ronan Ragallach. Sabía que la hora pasaba del mediodía, pues mientras descendía las escaleras de la catacumba había oído las campanadas lejanas que anunciaban el ángelus. Estaba segura de que Ronan Ragallach le daría un margen de tiempo antes de marcharse. No había transcurrido mucho tiempo desde las doce.

Apretó los labios para contener un suspiro de impaciencia. A Fidelma le desagradaba cualquier forma de inacción a pesar de estar preparada para la contemplación. En ese sentido no había sido una buena novicia.

El tiempo pasaba. Tan sólo habían sido unos minutos pero a Fidelma en aquel lugar le parecían una eternidad.

Al principio, no estaba segura de haber oído realmente el sonido. Un ligero ruido de pelea procedente de una de las cámaras más alejadas. Luego oyó algo que caía.

Mantuvo un rato inclinada la cabeza.

– ¿Hermano Ronan Ragallach? -llamó en voz baja-. ¿Sois vos?

Cuando su voz dejó de rebotar contra las bóvedas oscuras no se oyó nada.

Se giró, recogió la lámpara y avanzó cautelosamente hasta la cámara siguiente. En cuanto a tamaño y configuración era igual a la anterior. La atravesó lentamente y entró en otra cámara.

Fidelma vio enseguida la figura arrugada. Yacía boca abajo, con los brazos extendidos y una vela apagada junto a la mano izquierda. Iba vestida con tela de confección casera de color marrón y tenía el hábito levantado hasta la parte posterior de las rodillas, los pies metidos en sandalias de cuero. El cuerpo era regordete, pesado. Como tenía la cabeza afeitada con la tonsura de Columba, el cabello largo atrás, la frente afeitada de oreja a oreja, Fidelma supuso que era el hermano Ronan Ragallach.

Dejó su lámpara a un lado, se inclinó rápidamente y le dio la vuelta al monje.

Ahogó una exclamación al darse cuenta de que ya no necesitaba ayuda en la tierra. Los ojos velados, los rasgos ennegrecidos y la lengua que le salía de la boca hablaban por sí solos. Alrededor del cuello tenía enrollado un cordón para la oración, hundido en la carne del monje de cara redonda y casi rompiéndole los pliegues de la piel.

Con un sentimiento de frustración Fidelma se dio cuenta de que el hermano Ronan Ragallach no le iba a decir nada. Estaba muerto del todo.

Fidelma echó una mirada rápida a su alrededor y se estremeció ligeramente, pues su asesino debía de estar cerca; el ruido que había oído era el de Ronan Ragallach al caer sin vida. Intentó convencerse de que no corría peligro inmediato y empezó a examinar el cadáver concienzudamente.

Le llamó la atención la mano derecha, todavía bien cerrada en un puño. En él había un trozo de tela, de tela de saco de color marrón. No, no estaba desgarrada, sino cortada con un cuchillo. El hermano Ronan Ragallach había estado cargando algo y no quiso soltarlo ni siquiera después de ser asesinado.

Igualmente decidido a hacerse con ello, el asesino había utilizado un cuchillo para liberar el saco.

Fidelma sacudió la cabeza con sorpresa, volvió a levantar la lámpara y la sostuvo así para tener una visión del cadáver.

Algo centelleaba a una cierta distancia.

Se levantó y fue hasta allí, se inclinó para cogerlo y abrió los ojos asombrada.

Era un cáliz de plata de mediocre artesanía, ligeramente doblado y rascado por haber sido tratado con rudeza. Sin pensarlo, comprendió que probablemente era una de las copas desaparecidas del baúl de Wighard. Pero, ¿qué significaba aquello? Miles de preguntas le vinieron a la mente. Preguntas pero no respuestas.

Si Ronan Ragallach había estado en posesión del tesoro desaparecido de Wighard, ¿quería eso decir que lo había robado y, si así era, estaba ella equivocada y él había sido verdaderamente el asesino después de todo? Pero no, algo no cuadraba. ¿Por qué se puso en contacto con ella y le pidió un encuentro, jurando que no tenía nada que ver con la muerte de Wighard? Hizo una pausa, perpleja.

Se volvió a inclinar sobre el cuerpo y registró rápidamente la ropa. En la crumena, o bolsa de cuero, del hermano Ronan Ragallach había varias monedas y un trozo de papiro. Lo miró más de cerca. Estaba escrito con los mismos jeroglíficos extraños que el pedazo que ella había recogido del suelo de su alojamiento en el hostal de Bieda. La escritura de los árabes.

Respiró profundamente al darse cuenta de que el papiro tenía un trozo arrancado. Era un trocito de medida y forma parecidas al que ella había encontrado. Éste, pues, era el resto del documento. Rápidamente se lo metió en el marsupium. Luego cogió el cáliz de plata en una mano y la lámpara en la otra, se levantó y empezó a deshacer el camino andado por la catacumba de Aurelia Restutus.

Apenas acababa de empezar a atravesarla, cuando oyó el sonido de voces que se acercaban. Dudó. Las voces eran bajas, profundas y con eco. Un lenguaje que sonaba raro.

La razón le hizo pensar a Fidelma que los dueños de aquellas voces no podían estar involucrados en la muerte del hermano Ronan Ragallach. Cualquiera que hubiera matado al monje irlandés no regresaría hablando en voz alta y con fuertes pisadas por la dirección opuesta a la que seguramente había tomado el asesino al huir. Sin embargo, el instinto hizo que se detuviera. Tardó unos momentos en decidirse. Examinó los loculi vacíos, encontró uno que estaba casi a nivel del suelo y luego, deteniéndose sólo para apagar la lámpara, se metió en él, y se estiró en la tumba vacía como si fuera un cadáver.

Las voces se acercaban.

Pudo identificar a dos hombres que discutían, pues aunque no conociera la lengua en que hablaban, percibía la pasión en las inflexiones de su discurso. Vio una luz que vacilaba y se reflejaba en los muros de las catacumbas. Ella permanecía estirada con los párpados medio cerrados, rezando para que ninguno de los dos estuviera interesado en los cadáveres que había en los loculi a ambos lados de la cámara que atravesaban.

Dos figuras oscuras entraron en la tumba y, con horror, vio que se detenían y miraban a su alrededor con las velas en alto.

Oyó que uno decía algo que incluía las palabras «Aurelia Restutus». Uno de ellos pronunció la palabra kafir varias veces. Parecía que estaban esperando. Fidelma se mordía los labios, pensativa. ¿Es posible que estos extranjeros estuvieran esperando al hermano Ronan Ragallach?

Uno de ellos, obviamente más impaciente que su compañero, había avanzado un poco más. Ella seguía estirada sabiendo, con el sentimiento de algo inevitable, qué era lo que iba a encontrar en la siguiente cámara. Oyó un grito agudo y algo que sonaba como Bismillah! Entonces oyó que el segundo hombre avanzaba corriendo para ir junto a su compañero y exclamaba Ma'uzbillah!

Tan pronto como la catacumba se quedó a oscuras, Fidelma se deslizó fuera de la tumba, agarró la lámpara y el cáliz y avanzó rápidamente y en silencio hacia la entrada opuesta. Oía las voces alarmadas detrás de ella. No se atrevía a pararse para encender su lámpara, caminaba con optimismo en la oscuridad. Intentó concentrarse en las indicaciones que le había dado Antonio, y seguirlas esta vez al revés, hacia arriba por la escalera corta, con la lámpara y el cáliz en una mano y con la otra palpando delante de ella. Consiguió salvar las escaleras, aunque se arañó una rodilla con un saliente de piedra.

En el extremo superior de las escaleras se detuvo para recobrar aliento y luego giró a la derecha y se metió en el pasillo largo, tal como recordaba. ¿Qué largo era? Doscientas yardas y luego se hacía más amplio formando una tumba ancha. Se volvió a detener, los hombros le subían y bajaban de tanto jadear, apoyó la cabeza a un lado. No oía nada que la persiguiera.

Fidelma se arrodilló en la absoluta oscuridad de la catacumba y colocó la lámpara y el cáliz ante ella. Entonces buscó en el marsupium la caja de yesca. Con los nervios, le costó un rato encenderla y alumbrar la lámpara.

Cuando el cálido brillo dorado se esparció por la cámara, Fidelma dejó ir un suspiro de alivio y se sentó un momento en los talones. Luego, recogió la lámpara y el cáliz, se puso en pie y avanzó por el pasillo hasta la siguiente cámara y hacia la escalera alta que conducía al nivel superior de las catacumbas. Se juró a sí misma que nunca volvería a aventurarse en ese laberinto oscuro.

Estaba ya en el último tramo del pasillo, de una longitud de unas cien yardas más o menos. Controlaba las ganas internas de correr y se obligaba a caminar lentamente por aquel tramo sinuoso. Empezó a sentirse un poco ridicula. Después de todo, resultaba obvio que aquellos dos extranjeros no habían intervenido en la muerte del hermano Ronan Ragallach, de manera que, ¿por qué habían de amenazarla? Hubiera deseado haber sido más valiente, pero no podía negar el terror extraño que se había apoderado de ella en aquel sepulcro oscuro. Se preguntaba si habían ido a encontrarse con el hermano Ronan Ragallach y, si eso fuera cierto ¿quiénes eran?

Un pensamiento espeluznante se le vino de repente a la mente por primera vez. El modo como el hermano Ronan Ragallach había sido asesinado era exactamente el mismo que el utilizado para matar a Wighard: lo habían estrangulado. Por lo tanto, Ronan Ragallach no había matado a Wighard. Pero, y ahí estaba el enigma, si Ronan Ragallach no había asesinado a Wighard, ¿qué hacía con al menos una parte del tesoro extraído de sus habitaciones?

Ronan Ragallach había negado su implicación y le había pedido que se encontrara con él para poder explicarse. ¿Explicar el qué?

Recordó el trocito de papiro que tenía en el marsupium y se preguntó si contendría alguna de las respuestas. Tendría que ir a por el subpretor del Secretariado de Exteriores, el hermano Osimo Lando, y pedirle que se lo tradujera. Sin duda, había algo misterioso en aquello.

Fidelma llegó a la unión del pasillo, giró a la derecha y subió por las escaleras hacia la claridad del cementerio.

Se dio cuenta de que había una figura delante de ella cuando dobló la esquina. También tuvo la sensación de que la figura le resultaba familiar; incluso por un momento percibió su perfil. Luego notó un gran dolor en un lado de la cabeza y se desplomó en la absoluta oscuridad.

* * *

Una voz la llamaba por su nombre como si viniera de muy lejos.

Fidelma parpadeó y se sintió mareada. Gruñó y alguien le puso agua fría en la boca. Dio un sorbo, tosió y tragó y casi se ahoga. Abrió los ojos y se encontró con que la luz la cegaba momentáneamente. Volvió a parpadear para intentar enfocar la visión. Al parecer estaba estirada boca arriba con el cielo azul por baldaquín y un sol sin piedad abrasándole la cara. Volvió a gruñir y cerró los ojos.

– ¿Sor Fidelma, me oís?

Era una voz familiar, y se quedó un momento o dos intentando reconocerla.

Unas gotitas de agua fría le salpicaron la cara.

Se quejó, deseaba que quienquiera que fuese se marchara y la dejara con su mareo.

– ¡Sor Fidelma!

La voz era ahora más apremiante.

Con renuencia, la muchacha abrió los ojos y fijó la mirada en la figura oscura que tenía encima.

Eran los rasgos cetrinos de Cornelio de Alejandría. El médico de tez morena parecía preocupado.

– ¿Sor Fidelma, me reconocéis?

Fidelma hizo una mueca.

– Sí. Pero cómo me duele la cabeza.

– Habéis recibido un golpe en la cabeza, una buena contusión por encima de la sien, pero la piel no se ha abierto. Sanará pronto.

– Me siento mal.

– Eso es simplemente la conmoción. Permaneced acostada un rato y tomad algo de agua.

Fidelma continuó tumbada, pero dejó que los ojos vagaran. Detrás del hombro del médico griego estaba el joven Antonio, que parecía asustado y ansioso. Oía otras voces preocupadas. ¡Voces! ¿Era ése el tono agudo y penetrante de la abadesa Wulfrun allí al fondo? Intentó ponerse en pie. ¿Seguro que no se estaba imaginando que oía a la abadesa dándole instrucciones a sor Eafa para que la siguiera?

Hizo esfuerzos para sentarse, pero el médico de Alejandría la empujó hacia atrás suavemente.

– ¿Dónde estoy? -preguntó.

– En la entrada de las catacumbas -contestó Cornelio-. Os sacaron inconsciente.

Empezó a recordar.

– ¡Alguien me golpeó! -afirmó la muchacha, intentando de nuevo sentarse, pero Cornelio se lo impidió.

– Tened cuidado -le avisó-. Debéis tomaros las cosas con calma. -Entonces hizo una pausa e inclinó la cabeza a un lado-. ¿Por qué razón alguien querría golpearos? -preguntó con escepticismo-. ¿Estáis segura de que no os disteis un golpe con una roca saliente a oscuras en el pasillo? Ya ha pasado otras veces.

– ¡No! -dijo Fidelma, y se lo quedó mirando-. ¿Qué estáis haciendo aquí?

El médico se encogió de hombros.

– Resulta que yo pasaba por las puertas del cementerio cuando oí que pedían un médico. Me dijeron que alguien se había herido en el interior de las catacumbas. Os encontré al pie de la escalera.

Fidelma estaba perpleja.

– ¿Quién dio la alarma?

Cornelio se encogió de hombros y la ayudó a sentarse, cuando se hubo convencido de que ya podía hacerlo.

– Uno de los peregrinos. No tengo ni idea.

– Así es, hermana. -Se giró y vio que el muchacho, Antonio, asentía con la cabeza-. Una persona salió de las catacumbas y dijo que había alguien malherido en el interior. Yo reconocí la lecticula del médico en las puertas del cementerio y le pedí a alguien que lo alcanzara.

– Yo llegué y os encontré al pie de la escalera -repitió Cornelio-. Parecía como si os hubierais golpeado la cabeza en un lateral del pasillo. Os trajimos arriba.

Antonio, al ver que Fidelma no estaba malherida, esbozó una sonrisa de pillo.

– Parece que no tenéis mucha suerte en este lugar, hermana.

Fidelma le devolvió una sonrisa picara.

– Habláis con sabiduría, joven Antonio.

Ya era capaz de levantarse, el mareo y las náuseas habían remitido.

– ¿Dónde está esa persona a la que debo mi rescate?

Había varias personas alrededor pero, a la vista de que el drama no iba a más, se iban dispersando. Fidelma se preguntaba si realmente había oído a la abadesa Wulfrun entre ellas.

El muchacho se encogió de hombros.

– Se fueron hace un rato.

– ¿Quiénes eran? Me gustaría agradecérselo.

Antonio negó con la cabeza.

– Era simplemente otro peregrino. Llevaba un atuendo oriental, creo.

Fidelma abrió los ojos. Quizás había sido uno de los hombres de tez morena que ella había visto en la catacumba de Aurelia Restutus.

– ¿Cuántos extranjeros han estado en este lugar, Antonio, desde que llegué?

De nuevo el muchacho se encogió de hombros.

– Incluida vos, varios. Sólo vienen extranjeros aquí para ver a los muertos. También hay otras tres entradas como ésta.

Fidelma sonrió pensando en lo ingenua que había sido al pensar que el muchacho podría diferenciarla a ella de los dos hombres de piel morena que había visto en la tumba.

– ¿Cuántos hombres de…?

Cornelio la interrumpió con un gruñido de desaprobación.

– Yo creo que deberíais preocuparos de dar las gracias a vuestros rescatadores más tarde. Mi lecticula puede transportaros de regreso al palacio de Letrán, donde os puedo vendar las heridas convenientemente. Luego tendríais que descansar el resto del día.

Fidelma dijo no estar de acuerdo con ese consejo pero, al empezar a caminar, le vino otro mareo y se dio cuenta de que probablemente el médico tenía razón. Se sentó bruscamente en una piedra cercana y gimió porque le zumbaba la cabeza.

Se dio cuenta de que Cornelio había levantado la mano para dar una señal y, trotando a través del cementerio, venían dos hombres fornidos acarreando una silla de forma curiosa, que sostenían uno por detrás y otro por delante mediante dos pértigas largas. Fidelma había visto varias de estos asientos por las calles de Roma y averiguó que se llamaban lecticula. De entre los medios de transporte utilizados en su propio país, Fidelma no había visto nunca nada comparable a ese extraño aparato-silla, en el que la gente era transportada sobre los hombros de esclavos o criados.

Estaba a punto de protestar, pero se dio cuenta de que, tal como se sentía en aquel momento, no sería capaz de regresar caminando al palacio de Letrán. Así que aceptó el transporte con un leve suspiro de resignación. Cuando se estaba subiendo a la silla se dio cuenta de que se había olvidado algo.

– La lámpara todavía debe de estar abajo, en las escaleras donde caí, Antonio -le gritó al chico.

El muchacho simplemente sonrió y sacudió la cabeza, recogió la lámpara que tenía al lado y se la mostró.

– Cuando os subimos, la traje conmigo -le aseguró.

– ¿Y el cáliz de plata que yo llevaba?

Antonio la miró con auténtico asombro.

– Yo no vi ningún cáliz, hermana. Y vos no bajasteis con ninguno, que yo viera.

Con un pánico repentino Fidelma agarró su marsupium. Tenía la caja de yesca y las monedas, pero no había rastro del papiro que le había cogido al hermano Ronan Ragallach. Sin embargo, el austero trozo de tela de saco sí estaba allí.

Vio que Cornelio la miraba con suspicacia.

– Un momento -dijo la muchacha, descendiendo de la lecticulay dirigiéndose insegura hacia el chico. Se arrodilló junto a él y bajó la voz-: Antonio, en la catacumba de Aurelia Restutus hay un muerto. No -vio que él empezaba a sonreír con la idea de un difunto encontrado en una tumba-. Quiero decir alguien a quien han asesinado. Yo descubrí el cadáver. Tan pronto como regrese al palacio de Letran, enviaré a las autoridades para que lo recojan.

Antonio se la quedó mirando con grandes ojos solemnes.

– Hay que informar del asunto a la oficina del praetor urbanis -advirtió el chico.

Fidelma asintió con la cabeza.

– No os preocupéis. Las autoridades pertinentes serán avisadas. Pero quisiera que os fijarais en quienquiera que entre y salga. Mirad, encontré un cáliz de plata y un papiro que creo que me quitaron cuando me golpearon. Así que si veis a alguien que se comporta de forma sospechosa, en particular, dos hombres, con aspecto oriental y que hablan una lengua extraña, quiero que os fijéis bien en ellos y adónde se dirigen.

– Así lo haré, hermana -prometió el chico-. Pero hay muchas otras entradas y salidas de estas catacumbas.

Fidelma gruñó al oír aquello. Sin embargo, buscó en su marsupium y lanzó unas monedas al cesto del muchacho.

Regresó hasta donde estaba Cornelio preocupándose por el retraso y se volvió a subir a la lecticula. Los dos hombres dieron un tirón y un gruñido al levantarla y empezaron a avanzar trotando por el camino que llevaba hasta la verja, con Cornelio al lado caminando rápido.

Era una sensación extraña la de verse llevada de aquella manera, pero Fidelma agradecía aquel transporte. Le dolía la cabeza y sentía punzadas en la frente. Cerró los ojos, ajena a las miradas de curiosidad de los paseantes, pues aunque la lecticula era de uso corriente en Roma no resultaba frecuente ver a una religiosa sentada en ella.

Fidelma se acomodó y se relajó, intentaba recordar los acontecimientos de la última hora.

Pero cuando ya había vuelto a entrar en la ciudad a través de la puerta Metronia y había girado bajo la sombra de la colina Celio se le ocurrió algo. Con el mareo no se había dado cuenta. Ella estaba convencida de que uno u otro de los dos extranjeros debía de haberla seguido, la había golpeado y le había cogido el cáliz y el papiro. Pero ella los había dejado atrás en las catacumbas. Retrocedió con la memoria. Cuando había girado hacia el pie de las escaleras que llevaban al exterior de la catacumba había visto una figura, una figura familiar, que obviamente la estaba esperando. Una única persona la había golpeado. Una persona que ella conocía. Pero, ¿quién?

Capítulo 12

Fidelma estaba sentada en la officina que compartía con el hermano Eadulf en el palacio de Letrán, todavía cuidando de su cabeza, que le seguía dando punzadas. Ya no sentía mareo ni náuseas, pero el dolor persistía. Había sido Eadulf, con sus conocimientos de medicina, quien había insistido en relevar a Cornelio de Alejandría. Pareció que a Cornelio no le molestaba que el monje sajón quisiera invadir sus funciones de médico. De hecho, dio la sensación de estar agradecido por poder correr a sus asuntos. El hermano Eadulf, desde que había estudiado en Tuaim Brecain, siempre llevaba una pera, o les, que era como los médicos irlandeses llamaban a su maletín, llena de hierbas medicinales. Le vendó la herida y le preparó una bebida a base de infusión de cabezuelas secas de trébol rojo, que, le aseguró, le irían aliviando el dolor.

Fidelma tenía una fe absoluta en Eadulf mientras iba sorbiendo la pócima, pues él ya había venido en su ayuda dos veces anteriormente en la abadía de Hilda en Witebia, Northumbria. De hecho, le había curado un gran dolor de cabeza con una mezcla similar, cuando ella había caído y se había golpeado y quedado inconsciente en la abadía.

Mientras él la iba mimando, ella le explicó a él y a Furio Licinio su aventura de la mañana. Al conocer los hechos básicos, el joven tesserarius mandó llamar a una decuria de los custodes y se fue hacia el cementerio cristiano de Metrona. Fidelma aguantó la reprimenda de Eadulf durante un rato más, mientras permanecía sentada tratando de recordar los acontecimientos e intentando establecer alguna pauta, pero se dio cuenta de que por mucha información que tuviera no tenía la estructura. Sin un armazón todo aquello no tenía ningún sentido.

– Hemos de llamar al hermano Osimo Lando -dijo Fidelma, interrumpiendo repentinamente a Eadulf en plena disertación. La había estado castigando suavemente por haber ido a las catacumbas sola sin advertirlo primero ni dejar que alguien supiera dónde iba. Eadulf parpadeó.

– ¿Osimo Lando? -preguntó frunciendo el ceño.

– Admitió que conocía bien a Ronan Ragallach. Yo presiento que sabe mucho más de lo que nos ha dicho. Con Ronan Ragallach muerto tal vez esté de acuerdo en hablar más.

De repente se abrió la puerta y Marino, el gobernador militar, entró con aspecto preocupado. Se dirigió directamente a Fidelma.

– ¿Es cierto? ¿Es cierto lo que he oído, que el hermano Ronan Ragallach está muerto?

Fidelma asintió con la cabeza.

La expresión del Superista de los custodes se suavizó de repente y se convirtió en una sonrisa; dejó escapar un sonido enfático de satisfacción:

– Entonces el asunto de la muerte de Wighard ha llegado a su fin.

Fidelma intercambió una mirada de perplejidad con Eadulf.

– No consigo entender esa lógica -dija la muchacha fríamente.

– El asesino ha sido capturado y está muerto. No hay necesidad de perder más tiempo en el asunto.

Fidelma meneó la cabeza lentamente en señal de negación.

– Me parece que no estáis enterado de todos los hechos, Marino. Yo hallé al hermano Ronan Ragallah estrangulado cuando iba a encontrarse conmigo. Me había enviado un mensaje diciéndome que él no era el asesino de Wighard y quería una oportunidad para explicarse. Fue asesinado de la misma manera que Wighard. Quienquiera que mató a Wighard también mató a Ronan Ragallach. El caso, ya veis, está lejos de haber concluido.

El gobernador militar parpadeaba rápidamente con expresión de asombro.

– Simplemente fue informado de que estaba muerto -replicó cariacontecido-. Supuse que lo habían matado o se había matado al darse cuenta de que no podía estar siempre escapando de nosotros.

– Fidelma tenía razón y nosotros estábamos equivocados -intervino Eadulf en la conversación. Fidelma se lo quedó mirando sorprendida, algo divertida por el inesperado respeto que mostraba en su voz, como si le encantara que ella demostrara que no tenía razón-. Siempre dijo que ella sospechaba que Ronan Ragallach no era el asesino.

Marino apretó las mandíbulas.

– Entonces hemos de descubrir la verdad cuanto antes. Esta mañana misma el scriba aedilicius del Santo Padre se puso en contacto conmigo para decirme que éste está disgustado por la falta de una resolución en este asunto.

– No está más ansioso que nosotros -replicó Fidelma, molesta por lo que esas palabras implicaban-. Se resolverá cuando tengamos la solución. Y ahora -se levantó-, tenemos mucho que hacer. ¿Podríais enviar a alguien para que nos trajera al hermano Osimo Lando? Necesitamos de su consejo.

Marino se sobresaltó al verse despedido de forma tan autoritaria. Abrió la boca para decir algo en señal de protesta, pero la volvió a cerrar de golpe y acató la orden con una mueca.

Eadulf sonrió con ironía a Fidelma.

– Apuesto a que trataríais al Santo Padre con el mismo desdén.

– ¿Desdén? -preguntó Fidelma sacudiendo la cabeza-. Yo no desprecio a Marino. Pero a cada uno de nosotros se nos supone competentes en lo nuestro y cada uno hemos de proporcionar a nuestro cargo las cualidades que esperamos de los demás. El orgullo en un cargo sin competencia es tan pecado como la competencia sin seguridad.

Eadulf se puso serio.

– Con Ronan Ragallach muerto, no veo qué dirección tomar en este laberinto, Fidelma.

Ella inclinó la cabeza ligeramente.

– Ronan Ragallach, aunque negara que había matado a Wighard en el mensaje que me envió, y en el que yo creo que decía la verdad, tenía alguno de los valiosos objetos de Wighard con él cuando lo mataron. -Fidelma explicó cómo había encontrado un cáliz y un pedazo de tela de saco todavía bien agarrado en su mano muerta. Hizo una pausa y luego se encogió de hombros-: Aunque, por supuesto, ahora no puedo probar eso.

– ¿Quién creéis que os golpeó en la cabeza y robó el cáliz y el papiro?

– No lo sé. -Fidelma suspiró profundamente-. Vi la silueta del que me atacó un momento en la oscuridad, y en aquel momento pensé que la figura me era familiar; luego… -Acabó encogiéndose de hombros.

– ¿Pero era claramente un hombre? -insistió Eadulf.

Fidelma frunció el ceño. Ella había usado el masculino sin darse cuenta. Ahora, mientras analizaba sus recuerdos, no estaba segura.

– Ni siquiera eso lo sé a ciencia cierta.

Eadulf se rascó la punta de la nariz con aire pensativo.

– Bueno, yo no sé qué paso podemos dar ahora. Nuestro principal sospechoso está muerto y, según decís, asesinado de la misma manera que Wighard.

– ¿Quiénes eran los extranjeros que vi en la cámara? -preguntó Fidelma-. Ése es seguramente el siguiente paso. Ronan Ragallach tenía el resto del papiro que el hermano Osimo Lando identificó como escrito en la lengua de los árabes. Yo les oí unas pocas palabras a esos extranjeros que creo que puedo imitar. Tal vez Osimo las pueda traducir, pues yo creo que eran árabes.

– Pero, ¿para qué se iba a encontrar con unos árabes Ronan Ragallach?

– Si encuentro la respuesta a esa pregunta, creo que estaremos muy cerca de la solución de este misterio -dijo Fidelma con seguridad.

Llamaron a la puerta y entró uno de los custodes. Lo hizo marcialmente y con la mirada al frente, se detuvo y saludó.

– Tengo la orden de informar de que el hermano Osimo Lando no está en su puesto de trabajo. No está en el palacio en este momento.

– ¿Se puede enviar a alguien a su alojamiento para ver qué le pasa?

El joven se puso en posición de firmes tan de repente que Fidelma se sobresaltó.

– ¡Así se hará! -contestó el joven guardia con solemnidad antes de girar sobre sus talones.

Eadulf parecía preocupado.

– Nada es nunca fácil.

– Bueno, debe de haber alguien más en este palacio que hable la lengua de esos árabes.

Eadulf se levantó y se dirigió a la puerta.

– Lo voy a averiguar pronto. Mientras tanto -al llegar a la entrada se volvió con expresión preocupada-, vos debéis descansar un rato y recuperaros.

Fidelma hizo un gesto distraída. De hecho, el dolor de cabeza casi le había desaparecido y sólo la zona blanda del golpe le molestaba. Sobre todo, sin embargo, estaba aturdida por las innumerables preguntas y pensamientos que le sacudían la mente. Después de que Eadulf se fuera se estiró cómodamente en la silla, con las manos cruzadas en el regazo y los párpados cerrados. Se concentró en respirar hondo y regularmente y, uno a uno, fue relajando sus músculos.

Cuando era joven y empezó su educación, una de las primeras cosas que le habían enseñado era el arte del dercad, el acto de la meditación, a través del cual innumerables generaciones de místicos irlandeses habían alcanzado el estado de sitcháin, o paz. Fidelma había practicado con regularidad este arte de la meditación en momentos de tensión y lo encontraba muy útil. Era una técnica que los druidas paganos habían practicado incluso antes de que la fe cristiana hubiera alcanzado las costas de Irlanda, justo dos siglos antes. Los místicos druidas no habían desaparecido totalmente de su tierra. Todavía se les podía encontrar como ascetas solitarios en remotos eriales. Pero eran cada vez menos.

Siendo ya mayor, Fidelma había asistido con regularidad a los tigh n'alluis, «los sudaderos», que eran una parte integrante de la ceremonia del aeread. En una pequeña casa de piedra se encendía un gran fuego hasta que la estructura se convertía casi en un horno. Entonces la persona que buscaba el estado de sitcháin entraba desnuda y se sellaba la puerta. Se sentaba en un banco sudando y transpirando hasta un momento determinado en que la puerta se abría; entonces salía y se metía en un estanque helado. Era simplemente un paso más del proceso del aeread. Muchos de los religiosos ascetas seguían esta vieja práctica druídica aunque, como ya sabía Fidelma, muchos de los religiosos más jóvenes rechazaban muchas de estas cosas simplemente porque estaban asociadas a los druidas.

Incluso el mismo san Patricio, un britano que había destacado en la predicación de la fe en Irlanda, había prohibido expresamente la práctica del teinm laegda y del imbas forosnai, los medios meditativos para la iluminación. A Fidelma le entristecía que los antiguos rituales de autoconciencia se rechazaran simplemente porque eran antiguos y se habían practicado mucho antes de la llegada de la fe a Irlanda.

Sin embargo, el aeread todavía no estaba prohibido y ella creía que habría protestas entre los religiosos de Irlanda si tal cosa ocurriera. Era un medio de relajación para calmar la avalancha de pensamientos en una mente atormentada.

– ¡Hermana!

Fidelma parpadeó y se sintió como si despertara de un profundo sueño reparador.

Se dio cuenta de que el tesserarius Furio Licinio le estaba examinando el rostro con expresión preocupada.

– ¿Sor Fidelma? -Su voz denotaba cierta inquietud-. ¿Estáis bien?

Fidelma parpadeó otra vez y dejó que una sonrisa se dibujara en su rostro.

– Sí, Licinio, estoy bien.

– Parecía que no me oyerais, pensaba que estabais durmiendo, pero con los ojos abiertos.

– Simplemente estaba meditando, Licinio -sonrió Fidelma, levantándose y desperezándose un poco.

Furio Licinio entendió el sentido exacto de la palabra latina meditan más que el propósito del dercad.

– Soñar despierto más que pensar -observó con escepticismo. Sin embargo, reconozco que hay mucho que meditar en este asunto.

Fidelma no se molestó en ilustrarlo.

– ¿Qué noticias traéis? -preguntó.

Furio Licinio se encogió de hombros.

– Hemos recuperado el cadáver del hermano Ronan Ragallach de la catacumba. Ahora está en el mortuarium de Cornelio. Pero poco más hemos encontrado; desde luego, ningún papiro o cáliz.

Fidelma dejó escapar un suspiro.

– Como imaginaba. Quienquiera que haya hecho esto es inteligente.

– Hemos registrado bien en la catacumba y encontramos otra salida o entrada situada junto a la muralla Aurelia. Por ahí es por donde entraron y salieron nuestros asesinos. No tuvieron necesidad de seguiros hasta el cementerio.

Fidelma asintió con la cabeza lentamente.

– ¿Y no había ninguna señal de nada que pudiera indicar un culpable?

– Sólo, tal como dijisteis, que el hermano Ronan Ragallach fue estrangulado con un cordón, de la misma manera que Wighard.

– Bien -Fidelma sonrió ampliamente-, una cosa que descubrí que mi atacante no se había llevado es esto.

Fidelma buscó en su marsupium y extrajo el trozo de tela de saco que Ronan Ragallach tenía agarrado.

Furio Licinio lo examinó asombrado.

– ¿Qué prueba eso? Sólo es un simple retal de tela de saco.

– Cierto -afirmó Fidelma-. Parecido a este pedacito de tela de saco.

Colocó encima de la mesa el trocito que había arrancado de la puerta astillada de la habitación del hermano Eanred.

– ¿Estáis diciendo que es la misma tela?

– Lo más probable es que así sea.

– Pero la suposición no es una prueba.

– Os estáis convirtiendo en un experto en leyes, Furio Licinio -dijo Fidelma con solemnidad-. Pero esto es suficiente para volver a interrogar a Eanred.

– A mí sólo me parece un simplón.

Eadulf volvió a entrar de repente en la habitación. Por su expresión, resultaba obvio que no había tenido éxito en su búsqueda.

– No he podido encontrar ni una sola persona que conozca la lengua de los árabes -informó indignado.

Furio Licinio frunció el ceño.

– ¿Qué hay del hermano Osimo Lando?

Fidelma le dijo a Licinio que no encontraban a Osimo.

– Bueno, Marco Narses está de guardia, está apostado junto a los pórticos de la entrada principal. Él debe de saber un poco. Luchó contra los musulmanes en Alejandría hace tres años y estuvo prisionero durante un año hasta que su familia pagó un rescate para que lo liberaran. Aprendió algo de esa lengua.

– Id a buscarlo, Licinio -ordenó Eadulf, echándose en la silla-. Yo estoy demasiado cansado.

Furio Licinio no tardó mucho en localizar a Marco Narses y lo acompañó hasta la estancia.

Fidelma fue directa al grano.

– He memorizado algunas palabras. Creo que pueden ser árabes, una lengua que me han dicho que entendéis. ¿Podéis probar a ver si las reconocéis?

El decurión inclinó la cabeza.

– Muy bien, hermana.

– La primera palabra es «kafir».

El soldado sonrió.

– Bastante fácil. Significa «infiel». Uno que no cree en el Profeta. Como nosotros diríamos «infidelis» para designar a una persona que rechaza la verdad de Cristo.

– ¿El Profeta?

– Mahoma de la Meca, que murió hace treinta años. Sus enseñanzas se han extendido como el fuego entre los pueblos orientales, donde llaman islam a la nueva religión, que significa «sumisión a Dios o Alá».

Fidelma frunció el ceño al oír su pronunciación.

– Así que Alá es su nombre para Dios. Entonces, ¿qué significa «Bismillah»?

– Fácil -contestó Marco Narses-. Es «En el nombre de Alá» (su Dios). Es simplemente una exclamación de sorpresa.

Fidelma frunció los labios, pensativa.

– Así, lo que yo sospechaba queda confirmado. Aquellos dos eran árabes. Y, al parecer, el hermano Ronan Ragallach estaba en contacto con ellos. Pero, ¿por qué y qué relación guarda con la muerte de Wighard?

Eadulf lanzó una mirada a Marco Narses.

– Gracias, decurión. Ya os podéis ir -dijo.

El joven decurión parecía reacio a marcharse, pero ante la mirada de Furio Licinio, volvió a su guardia en el atrium.

– Hay que encontrar al hermano Osimo Lando -sugirió Furio Licinio-. Si alguien sabe más de este asunto, él, como superior del hermano Ronan Ragallach, debería conocer si estaba metido en algún asunto relacionado con los árabes.

– Yo ya he mandado a alguien a averiguar por qué no está en su puesto de trabajo -explicó Fidelma-. Sin embargo, estoy ansiosa por volver a hablar con el hermano Eanred.

– Tan sólo tenemos la palabra de Sebbi de que Eanred es un maestro en el estrangulamiento -indicó Eadulf, adivinando lo que pensaba Fidelma.

– Hemos de ser precisos en estos asuntos, Eadulf. Lo único que dijo Sebbi es que Eanred era un esclavo que mató a su amo estrangulándolo, y que quedó absuelto de ese crimen por vuestra ley sajona cuando se pagó el wergild.

– Así y todo… -protestó Eadulf.

Fidelma se mostró rotunda.

– Vayamos a buscarlo. El ambiente de este cuarto está demasiado cargado y me temo que me vuelve el dolor de cabeza.

Eadulf y Licinio la siguieron cuando ella salió de la habitación y fue por el pasillo hasta el atrium, la entrada principal del palacio. Había diversos grupos de personas, como siempre, esperando que los convocaran para ver a quienquiera que hubieran venido a ver para agasajarlo o influenciarlo. Fidelma caminaba en primer lugar mientras atravesaban el suelo de mosaicos hacia la domus hospitalis. Casi habían llegado a la puerta del fondo cuando encontraron al hermano Sebbi abriéndose paso a empujones con mirada irritada.

Vio a Eadulf y se detuvo.

– ¿Todavía sois el secretario y consejero de la delegación sajona ante el Santo Padre? -soltó sin ningún preámbulo.

Se detuvieron y Eadulf frunció el ceño ante la brusquedad del religioso.

– Ése es el cargo que me dio el arzobispo, pero desde su muerte… -Se encogió de hombros-. ¿Pasa algo?

– ¿Que si pasa? ¿Que si pasa? ¿Habéis visto al abad Puttoc?

– No. ¿Por qué?

Sebbi miró atentamente a Furio Licinio. Estaba claro que no seguía la conversación, pues no hablaba sajón. Buscó con la mirada a Fidelma, pero ésta bajó la vista e hizo ver que no le interesaba la conversación. Sebbi volvió a mirar a Eadulf.

– He oído que estos romanos intentan colocar otra vez a un obispo extranjero en Canterbury.

Eadulf esbozó una leve sonrisa.

– Algo he oído. Bueno, hasta que Deusdedit se convirtió en el primer sajón en ser obispo de Canterbury hace diez años, todos a los que han enviado a Canterbury han sido romanos o griegos. Si eso es lo que queréis decir, ¿qué importancia puede tener? ¿Acaso no somos todos iguales ante los ojos de Dios?

Sebbi resopló indignado.

– La gente de los reinos sajones quiere sus propios obispos, no extranjeros. ¿No lo han demostrado expulsando a los irlandeses de Northumbria? ¿Acaso nosotros los sajones no acordamos que Wighard de Kent fuera nuestro próximo arzobispo?

– Pero Wighard está muerto -apuntó Eadulf.

– Cierto. Y el Santo Padre debería respetar nuestros deseos nombrando a Puttoc. No a un africano.

– ¿Africano? -preguntó asombrado Eadulf.

– Acabo de enterarme de que Vitaliano le ha ofrecido Canterbury al abad Adrián de Hiridanum cerca de Nápoles, que es un africano. ¡Un africano!

Eadulf abrió mucho los ojos, sorprendido.

– Yo he oído de él que es un hombre de gran saber y piedad.

– Bueno, ¿qué vamos a hacer? Los sajones hemos de permanecer unidos y protestar, exigir que la bendición del Santo Padre sea para Puttoc.

Eadulf hizo una mueca.

– Sin embargo, vos habéis confesado que no os gusta Puttoc, Sebbi. ¿No será simplemente que veis que vuestra oportunidad de ser abad de Stanggrund se desvanece si Puttoc pierde las esperanzas? De todas maneras, nosotros los sajones, tal como decís, tan sólo nos podremos unir cuando el misterio de la muerte de Wighard se haya resuelto.

Sebbi abrió la boca, se contuvo, y luego, murmurando algo, se volvió disgustado y se metió entre la muchedumbre.

Eadulf se giró hacia Fidelma.

– ¿Lo habéis entendido todo?

Fidelma asintió, pensativa.

– Parece que las ambiciones de Puttoc y Sebbi se han quedado de repente frenadas.

– El hermano Sebbi ciertamente parece que pudiera matar a alguien por. -Eadulf se detuvo al instante cuando se dio cuenta de lo que decía. Miró a Fidelma, incómodo.

– No podemos cerrarnos ninguna puerta por el momento -dijo Fidelma leyendo los pensamientos de su compañero-. Yo lo he dicho desde el principio. La ambición es un móvil muy poderoso.

– Eso es cierto, pero, ¿tan malo es tener algunas aspiraciones?

– La ambición es meramente vanidad, y por vanidad la gente puede ser ciega a la moralidad. ¿No fue Publio Siro quien dijo que hay que temer a un hombre que persigue lo que ambiciona?

– No si tiene el talento necesario para alcanzar sus metas -replicó Eadulf-. Lo que es verdaderamente malo son los hombres con grandes ambiciones y poco talento.

Fidelma se rió entre dientes.

– Hemos de hablar de filosofía en profundidad un día, Eadulf de Seaxmund's Ham.

– Quizás -replicó Eadulf, con una sonrisa molesta-, la mejor persona con quien discutir de filosofía en este momento es Puttoc. Tal vez necesita algún consejo respecto a este asunto de la ambición.

Fidelma los llevó hasta las habitaciones ocupadas por el séquito de Wighard.

Se encontraron con el hermano Eanred en la lavandería, o lavantur, donde estaba atareado haciendo la colada.

Se sobresaltó al ver que se acercaban, pero luego continuó batiendo el grueso hábito de lana que estaba lavando.

– Bien, hermano Eanred -saludó Fidelma-. Estáis trabajando mucho.

El religioso se encogió de hombros con gesto de resignación.

– Estoy lavando la ropa de mi amo.

– ¿El abad Puttoc? -inquirió rápidamente Eadulf, para evitar que la respuesta provocara un discurso de Fidelma acerca de que las personas de fe sólo tienen como amo a Cristo.

Eanred asintió con la cabeza.

– ¿Cuánto lleváis con este trabajo? -preguntó Fidelma.

– Desde… -Eanred entornó los ojos-, desde después del ángelus de mediodía, hermana.

– ¿Y antes de esa hora?

Eanred parecía preocupado. Fidelma decidió presionarlo directamente.

– ¿Estabais en el cementerio cristiano de la puerta Metronia?

– Sí, hermana -contestó Eanred sin astucia alguna.

– ¿Qué estabais haciendo allí?

– Fui con el abad Puttoc.

– ¿Y a qué fue él allí? -preguntó Fidelma con paciencia, como si intentara sonsacarle los hechos.

– Creo que fuimos a ver la tumba de Wighard y a hacer los preparativos para un túmulo, hermana.

Fidelma apretó los labios pensativa. Parecía razonable. Ciertamente, no había nada que relacionara a Puttoc y Eanred con los árabes que habían ido al cementerio para encontrarse con Ronan Ragallach.

Fidelma vio que los ojos castaños de Eanred la observaban con curiosidad. Había un vacío extraño allí, la expresión hueca de un bobalicón, no de alguien lleno de astucia y falsedad. Sin embargo, se mordió el labio, había algo más… ¿alarma? ¿temor?

Se alejó de esos pensamientos.

– Gracias, Eanred. Decidme algo más. ¿Tenéis una bolsa hecha con tela de saco?

– No, hermana -contestó el religioso meneando la cabeza.

– ¿Habéis utilizado algo hecho de tela de saco desde que estáis aquí?

Eanred se encogió de hombros. Sus rasgos mostraban sin duda que no entendía nada. Fidelma decidió que no tenía sentido insistir en ese asunto. Tal vez Eanred estaba mintiendo, y, si así era, era un buen mentiroso.

La joven le dio las gracias y salió de la lavandería, seguida por los asombrados Eadulf y Licinio.

– Parece que hemos conseguido poco -observó el sajón, en un tono de desaprobación-. ¿Por qué no lo habéis acusado directamente?

Fidelma extendió los brazos.

– Para pintar, hermano Eadulf, se pone un poco de pintura aquí y otro poquito allí. Cada pincelada en sí misma tiene poco significado, y sólo cuando se han dado todas las pinceladas y uno se aleja del conjunto, ve el dibujo y siente satisfacción.

Eadulf se mordió los labios. Se sintió como si lo hubieran reprendido severamente, pero no entendía el motivo. A veces Fidelma tenía la costumbre molesta de no hablar claramente. Exhaló un suspiro. De hecho, pensó, los compatriotas de Fidelma parecían tener todos la irritable costumbre de no hablar clara y simplemente, sino que utilizaban simbolismos, hipérboles, alusiones y exageraciones.

Se detuvieron en el patio pequeño. Fidelma se sentó en el pequeño parapeto de piedra junto a la fuente que había en el centro del patio y pasó su mano delgada por el agua fresca, escuchando con agrado el sonido del agua. Furio Licinio y Eadulf permanecieron a su lado incómodos, esperando a que hablara.

– ¡Ah, hermano Eadulf!

El tono autoritario de la abadesa Wulfrun resonó de repente proveniente del otro lado del patio y la alta silueta de la mujer apareció en la puerta. Se dirigió hacia ellos a toda velocidad, con la mirada siempre hacia delante.

– Señora -saludó Eadulf, nervioso.

La abadesa Wulfrun ignoró a Fidelma y a Furio Licinio. Su mano iba jugando con la bufanda que llevaba al cuello. Fidelma observó aquel gesto involuntario intentando recordar por qué tenía la sensación de que debería interesarle.

– Deseo informaros que mañana sor Eafa y yo partimos hacia Porto para buscar un barco e iniciar nuestra travesía de regreso a Kent. Poco hay que hacer ya aquí. He acordado con un barquero que nos lleve Tíber abajo. Como secretario de la delegación, creía que debíais ser informado.

Empezaba a darse la vuelta para irse cuando Fidelma, sin levantarse, habló con tranquilidad.

– Eso no va a ser posible, abadesa Wulfrun.

La mujer se detuvo, se giró en redondo y se quedó mirando a Fidelma con una expresión de asombro en el rostro.

– ¿Qué habéis dicho? -dijo con su tono amenazante.

Fidelma repitió sus palabras.

– ¿Os atrevéis a desafiar mi libertad de movimiento, muchacha?

– No -replicó Fidelma complaciente-. Supongo, sin embargo, que no habéis consultado vuestro proyecto ni con el obispo Gelasio ni con el gobernador militar, el Superista Marino.

– Ahora voy precisamente a informarles de mis intenciones.

– Entonces permitidme que os ahorre el trabajo. Hasta que nuestra investigación sobre la muerte de Wighard haya concluido, nadie del grupo de Wighard podrá abandonar la ciudad.

La abadesa Wulfrun se quedó observando a Fidelma, que seguía balanceando la mano en la fuente, aparentemente indiferente a la ira que revelaba el rostro de la abadesa de Sheppey.

– ¡Esto es indignante! -empezó.

Eadulf sacudió la cabeza, reuniendo coraje.

– Abadesa Wulfrun: mi colega, Fidelma de Baldare, tiene toda la razón al informaros de este procedimiento.

La abadesa, beligerante, se giró hacia él, mirándolo como si fuera una especie de animal desagradable.

– Iré a hablar con el obispo Gelasio -dijo amenazante.

– Ésa es una prerrogativa que tenéis -admitió Eadulf-. Pero, por curiosidad, ¿tenéis intención de hacer la travesía de regreso al reino de Kent sola?

– ¿Y por qué no habíamos de viajar solas sor Eafa y yo?

– Deberíais conocer los peligros de tal viaje. En Marsella hay bandas que se aprovechan de los peregrinos solitarios, especialmente de las mujeres, y las someten a la esclavitud; muchas son vendidas a los burdeles de los germanos.

La abadesa Wulfrun hizo una mueca, desdeñosa.

– No se atreverán. Yo soy de sangre real y…

– No habrá ocasión -dijo Fidelma con firmeza, poniéndose en pie-. Vos y sor Eafa tendréis que quedaros aquí hasta que la investigación haya finalizado. Después de eso seréis libres para viajar donde queráis y como queráis. Pero, cuando llegue ese momento, sería inteligente que siguierais el consejo del hermano Eadulf.

Si las miradas matasen, Fidelma hubiera quedado fulminada por la de la abadesa.

– Es verdad, señora -añadió Eadulf, intentando apaciguarla-. Es mejor que esperéis hasta que un grupo de peregrinos regrese a Kent o a las otras tierras sajonas e ir con ellos.

Sin decir nada más, la abadesa Wulfrun se giró y se fue con el mismo porte despectivo que siempre mostraba.

Fidelma sonrió y se rascó la barbilla.

– De verdad que lamento que sor Eafa sea la compañera de una dama tan arrogante como ésa -dijo, y no era la primera vez-. Uno no puede evitar preguntarse por qué la abadesa Wulfrun desea tanto abandonar Roma si no lleva aquí más de una semana, aproximadamente.

Eadulf se rió entre dientes.

– Probablemente por las mismas razones que vos me sugeristeis el otro día (estabais deseosa de regresar a vuestro país).

Un suspiro de impaciencia hizo que ambos giraran la cabeza en dirección a Furio Licinio, de quien se habían olvidado. El joven tesserarius de los custodes del palacio llevaba callado durante un buen rato.

Furio Licinio estaba evidentemente aburrido.

– Seguramente, si encontráramos a esos árabes resolveríamos este problema.

– ¿Qué vamos a hacer para hallarlos? -preguntó Fidelma.

– Hay muchos barcos mercantes que hacen escala en nuestros puertos. Hay muchos marinos mercantes provenientes de las tierras de los árabes que viven en Roma. De hecho, existe un barrio entre los emporio, los almacenes y mercados, a lo largo del Tíber. Es una zona de barrios bajos. Allí se pueden encontrar muchos de ellos. Se llama Marmorata.

– ¿El lugar de mármol? -preguntó Fidelma.

Furio Licinio asintió con la cabeza.

– Antiguamente era donde trabajaban los canteros preparando el mármol para construir la ciudad.

– Yo no sabía eso -farfulló Eadulf, ligeramente molesto. Se enorgullecía del conocimiento que tenía de la ciudad desde sus años de estudio en Roma.

– No es un sitio donde la gente se aventure sin escolta -explicó Licinio-. Está lleno de marineros de muchos países, particularmente de Hispania, el norte de África y Judea. Una parte de la zona está dedicada a un gran vertedero donde se tiran las amphora y testae rotas e inservibles formando un montón enorme. Los barcos lanzan sus desechos y los comerciantes de la ciudad simplemente vacían los contenedores. Tan sólo se preocupan de sus beneficios y no de los desperdicios que se acumulan.

– ¿Vale la pena hacer una visita? -preguntó Eadulf ansioso-. Tal vez podríais ver a vuestros árabes allí.

Fidelma negó con la cabeza.

– Resulta útil saber que ese lugar existe, que esos árabes pueden venir de allí. Pero sin más información, no veo qué utilidad tiene. En realidad, yo no podría reconocer a los dos hombres. Es más, ni siquiera sé por qué los busco. La clave seguramente debe de tenerla el hermano Osimo Lando; quizá pueda decirnos por qué Ronan Ragallach estaba en contacto con ellos. Lo que me recuerda que ya es hora de que el joven custos regrese con noticias de él.

Volvieron a recorrer en sentido contrario los pasillos de los edificios del palacio de Letrán hasta llegar al atrium del palacio. Seguía tan concurrido como siempre, lleno de dignatarios esperando, custodes impávidos y sacerdotes y religiosos de todas las edades, sexos, naciones y costumbres. Furio Licinio fue a ver si había noticias del hermano Osimo Lando, y ellos continuaron caminando hasta la officina situada cerca de las habitaciones del gobernador militar.

Cuando Fidelma y Eadulf estaban atravesando la entrada, el fúnebre padre Ine se abría paso hacia ellos. Fidelma esbozó una amplia sonrisa y estiró una mano para detener al religioso sajón.

– Precisamente os estaba buscando -le dijo Fidelma.

Ine se quedó frunciendo el ceño con suspicacia.

– ¿Qué deseáis de mí? -preguntó con cautela.

– Lleváis mucho tiempo entre los religiosos de Kent, ¿no es así?

Ine dijo que sí, mirando primero a Fidelma y luego a Eadulf con expresión de preocupación.

– Ya os dije que mi padre me entregó a la Iglesia a los diez años.

– Eso es mucho. Entonces debéis de saber bastante acerca de la Iglesia en el reino de Kent.

Ine sonrió orgulloso.

– Poco es lo que no sé, hermana.

La sonrisa de Fidelma era en verdad alentadora.

– Me han dicho que Seaxburgh, la reina de Kent, estableció el monasterio en Sheppey. ¿No es así?

– Así es. Levantó la casa allí hace casi veinte años justo después de venir de la tierra de Anglia Oriental para casarse con Eorcenberht, nuestro rey.

– Era una hija de Anna, me han dicho.

Ine confirmó aquello.

– Anna tuvo varias hijas. Seaxburgh estaba muy interesada en la fe. Es una mujer santa y muy querida en Kent.

Fidelma se acercó con aire de confidencia.

– Decidme, Ine, ¿la abadesa Wulfrun es tan amada como su hermana?

– ¡Hermana! -la palabra se le escapó a Ine como un juramento. Entonces sonrió con complicidad-. Cuando Seaxburgh trajo a Wulfrun a Kent su relación no era tan estrecha. Muchos creen que Seaxburgh se equivocó al colocar a Wulfrun como abadesa de Sheppey.

– ¿Qué queréis decir con que su relación no era tan estrecha? -quiso saber Fidelma.

Ine hizo una leve mueca.

– ¿Habéis oído hablar de la fiesta pagana romana de las saturnales, hermana? Preguntad cuál es la costumbre en esa fiesta y resolveréis el enigma vos misma.

Aumentando su expresión de melancolía, Ine se dio la vuelta y se fue en dirección a la multitud, dejando a Fidelma sorprendida.

– ¿Bien? -preguntó a Eadulf-, ¿qué sucedía en las fiestas de las saturnales?

Eadulf parecía escandalizado ante la idea de que él debería tener conocimientos sobre la antigua fiesta pagana romana.

Fidelma suspiró y reanudó su trayecto a través del atrium, seguida de Eadulf.

– A mi modo de ver -señaló Eadulf, mientras avanzaban por el vestíbulo hacia los despachos del gobernador militar-, nuestra única esperanza reside en encontrar a esos árabes. Sólo ellos podrán revelarnos qué hay detrás del misterio. Seguro que fue uno de los árabes o alguno de sus cómplices quien os atacó y se llevó el papiro y el cáliz.

– ¿Cómo habéis llegado a esa conclusión? -inquirió Fidelma cuando llegaban a la habitación que se había convertido en su officina.

– ¿Y por qué sino querrían el papiro escrito en su lengua?

– ¿Y por qué quedarse con el cáliz?

– Quizás Ronan Ragallach les estaba vendiendo los tesoros de Wighard.

Fidelma se quedó quieta y parpadeó con gran rapidez.

– A veces Eadulf -susurró sorprendida-, a veces hacéis saltos intuitivos con gran sentido allí donde otros han de llegar con la lógica.

Eadulf no estaba seguro de si eso era un halago o un insulto. Estaba a punto de pedir una explicación cuando la puerta se abrió rápidamente y Furio Licinio entró a trompicones con el rostro excitado.

Antes de que Fidelma pudiera preguntarle el por qué de su estado Licinio habló:

– Estaba en la puerta principal hace un momento y el abad Puttoc salió corriendo. No me vio. -Hizo una mueca-. Supongo que para un extranjero todos los custodes son iguales.

– ¿Qué pasa? -preguntó Fidelma, impaciente.

El joven tragó saliva.

– El abad Puttoc alquiló una lecticula. Yo creo que os interesará oír dónde dijo que lo llevaran.

– No es momento de jugar, Licinio -soltó Fidelma-. Hablad claro.

– El abad Puttoc pidió que lo llevaran al mismo lugar del que yo hablaba. A Marmorata. El área donde están los comerciantes árabes.

Capítulo 13

Sor Fidelma se agarró a un lateral del pequeño carruaje de un solo caballo, que Furio Licinio conducía a ritmo rápido por la estrecha carretera. Parecía no ver a la gente que pasaba volando ante ellos y que se quedaba profiriendo gritos contra el vehículo, levantando los puños y lanzando una gran variedad de insultos que Fidelma agradeció que no se pudieran traducir. En el lado opuesto del carruaje, con el rostro pálido y aferrándose a la vida iba el hermano Eadulf, muy infeliz. Tenía los nudillos blancos de agarrarse con fuerza al mimbre del carruaje, que iba corcoveando y bamboleándose sobre el empedrado. La idea había sido de Fidelma. Su instinto le decía que aquella información requería una acción inmediata. Tan pronto como Furio Licinio anunció que el abad Puttoc se había ido a Marmorata, su intuición le dijo que tenían que seguirlo inmediatamente, pues no existía motivo alguno para que Puttoc fuera a tal barrio. Pero si ésa era, tal como había informado Furio Licinio, la zona donde se encontraban los comerciantes árabes, resultaba más que sospechoso.

Ni Licinio ni Eadulf pudieron discutir con ella, pues se marchó casi corriendo hacia la entrada principal. La muchacha se había fijado en que los porteadores de la lecticula iban a paso rápido por las antiguas y estrechas calles y que resultaría difícil atraparla yendo a pie. Licinio, en cierto modo de mala gana, se vio obligado a pedir prestado un carruaje de un solo caballo a un oficial de la guardia del palacio. Casi era un carro. Pero Licinio se ofreció a perseguir a Puttoc hasta Marmorata.

Fue una carrera emocionante y en algunos momentos Fidelma pensó que el vehículo iba a volcar, pero Licinio lo mantenía firmemente en la carretera, balanceándose con sus piernas bien sentado a horcajadas y sosteniendo con fuerza las riendas con ambas manos, mientras iban avanzando a bandazos.

Habían seguido la falda de la colina Celio y luego habían cruzado el Valle Murcia, con su impresionante circo, en dirección sudoeste, y luego empezaron a subir por una colina, que según informó Licinio era la Aventina, la situada más al sur de las siete colinas de Roma. La carretera ascendía rápidamente atravesando hermosas villas, las casas palaciegas de la aristocracia romana.

A Fidelma le dio tiempo de echar una mirada sorprendida a los impresionantes edificios y jardines.

– ¿Es éste el barrio bajo del que hablabais? -le gritó a Furio Licinio, pues aquella zona tan elegante estaba muy lejos de la idea que ella tenía de un barrio bajo.

El tesserarius contestó con un gruñido, mientras seguía dando latigazos con las riendas para que el caballo corriera más.

– Si mis cálculos no fallan -gritó por encima del hombro-, la lecticula de Puttoc debe de ir por el Valle Murcia junto al Circo Máximo. -Señaló abajo, hacia la ladera norte de la colina, por la que iban ascendiendo-. Los porteadores rodearán la loma y luego girarán al sur por la orilla del Tíber, ya que es más fácil que el camino que tomamos nosotros, por la misma colina. Luego tenemos que ir directamente hacia el sur hasta Marmorata, que está a lo largo de la ribera del Tíber donde anclan los barcos.

El carruaje continuó su rápido ascenso, atravesando la ladera norte de la colina Aventina en dirección a una pequeña y hermosa basílica. Allí, Licinio se detuvo, pues la basílica tenía vistas sobre una amplia extensión de color leonado que no era otra cosa que el antiguo río Tíber, que avanzaba tranquilamente hacia el norte de la ciudad por sus orillas oeste y sur para desembocar en el Mediterráneo, entre los puertos de Ostia y Porto.

Licinio se apeó del carro y fue hasta un muro bajo, tras el cual el terreno descendía rápidamente hacia la franja de tierra que separaba el río de la base de la colina.

– ¿Hay rastro de él? -preguntó Eadulf, moviéndose con cautela y estirando sus miembros entumecidos.

Furio Licinio negó con la cabeza.

– ¿Puede ser que los hayamos perdido? -preguntó Fidelma ansiosa, aprovechando también la ocasión para estirarse.

– No a menos que Puttoc haya cambiado de opinión respecto a su destino -contesto Licinio con seguridad.

Fidelma se levantó y miró con detenimiento la pequeña plaza donde se habían detenido. Dirigió la vista hacia la pequeña basílica con admiración. Tenía que admitir que había muchas iglesias pequeñas y hermosas en Roma. No dejaban de sorprenderle los adornos naturales que rodeaban las casas romanas, las olorosas flores y los arbustos, las calles serpenteantes que atravesaban las arboledas de encinas, laureles y cipreses, cuyas altas formas en espiral se elevaban por encima de otros árboles y contrastaban con los pálidos sauces llorones. Esta colina Aventina llamaba más la atención que otras partes de Roma; estaba bañada por los rayos dorados del sol que resplandecían en el cielo azul oscuro. Nada, pensó Fidelma, armonizaba mejor que la magnificencia de los edificios y monumentos y la belleza inmóvil y exuberante de la naturaleza bañada por el sol.

Furio Licinio lanzó de repente un grito.

– ¡Ahí está la lecticula de Puttoc! Venga, podemos interceptarlos antes de que entren en Marmorata.

– ¡No! -gritó Fidelma para detenerlo, mientras él volvía a subir al carruaje-. No quiero que Puttoc sepa que lo estamos siguiendo.

Licinio se detuvo y la miró asombrado.

– ¿Entonces qué hacemos, hermana?

– Descubramos a ver dónde va -contestó Fidelma-. Si contacta con los árabes entonces podremos tenderle una trampa.

Los ojos del joven tesserarius se iluminaron al percatarse del plan de Fidelma, y sonrió.

– Subid entonces, los seguiremos por la ladera de la colina y luego llegaremos por detrás cuando entren en el área emporio.

– ¿Emporio? -preguntó Eadulf, quien no muy conforme volvía a subir al carruaje y se agarraba al lateral.

– Sí. Así se llama el lugar de comercio, es un mercado alrededor del cual se ha ido extendiendo Marmorata, pero tan sólo van ahí esclavos a hacer negocio, pues es una zona que no es frecuentada por la gente de calidad -explicó Licinio.

Arreó al caballo para que avanzara y la bestia descendió suavemente por la ladera sur de la colina. Abajo se veían los dos fornidos porteadores de la lecticula, cargando con la decorada silla sobre la que iba repantigada la silueta fácilmente reconocible del abad Puttoc. Los porteadores no parecían estar cansados después de tan larga caminata desde la ciudad.

Fidelma se dio cuenta de que el tipo de edificios iba cambiando. La opulencia de estuco daba paso a chozas de madera podrida junto a alguna que otra construcción de piedra. Poco a poco, la magnificencia se desvaneció y Fidelma se dio cuenta con cierta sorpresa de que los colores de la ciudad se habían vuelto apagados y sin elegancia. Hacía unos momento participaba de la belleza de la ciudad, pero ahora…

De repente, parecía que el día se había vuelto oscuro, gris y siniestro.

Licinio detuvo de repente el carruaje en un cruce.

Fidelma estaba a punto de preguntarle por qué cuando apareció la lecticula; los porteadores iban trotando a ambos extremos.

Después de unos momentos Licinio hizo sonar su látigo sobre la cabeza del animal, puso en marcha a las bestias e hizo girar al carruaje tras la lecticula.

Fidelma percibió un olor en el aire que le informó de que cerca había un río. Pronto se mezcló con un olor a podrido y arrugó la nariz con asco.

– Esto es Marmorata -afirmó Furio Licinio casi de forma superflua.

Estaban en un barrio de calles estrechas y oscuras. La gente se movía aquí y allá con todo tipo de vestimentas, que los identificaba como extranjeros de todos los rincones del mundo, aunque sus voces no anunciaran sus orígenes foráneos.

Eadulf le lanzó una sonrisa irónica a Fidelma y le hizo un gesto ante el ruido de tantas lenguas como se oían.

– «Ea, pues, descendamos y confundamos allí mismo su lengua, de modo que no entienda uno el habla de otro» -citó Eadulf zalamero.

– Cierto -contestó Fidelma con seriedad-. Como relata el Génesis, fue Dios el que creó todas las lenguas del mundo dispersando a la gente de Sem y las lenguas se han convertido en el símbolo de nuestras naciones.

Los olores eran horribles a medida que seguían las estrechas calles del suburbio hasta una zona de mercado amplia y cubierta, llena de calor, ruido y ambiente agobiante. Las casas y los puestos sucios llenos de hombres y mujeres que se peleaban y de niños llorando ocupaban la calle, ahora convertida en un callejón. Los hombres y las mujeres se maltrataban con caricias como las de los borrachos al salir de las tabernas; y esas caricias hicieron que Fidelma se ruborizara. De las cunetas, casi como cloacas, se desparramaba con un tufo repelente un turbio torrente de despojos animales y vegetales en todos los grados de putrefacción.

Furio Licinio detuvo el carruaje. Por entre los tenderetes y puestos improvisados vieron que la lecticula se había parado y la alta silueta del abad Puttoc descendía. Lanzó una moneda a los porteadores y dijo algo. Luego se giró y se dirigió a un edificio cercano.

Fidelma vio que los dos hombres se sonreían cínicamente y entraban en un recinto anexo, dejando la lecticula en el exterior. Frente a ese edificio había sillas y mesas y resultaba obvio que el lugar era una caupona, una especie de taberna barata. Los porteadores, liberados de su trabajo, se repantigaron en unas sillas y pidieron bebida.

– ¡Mirad! -susurró Eadulf.

Un hombre bajito, con una túnica de mucho vuelo que casi le cubría la cabeza y una barba negra y poblada, caminaba rápidamente entre la muchedumbre hacia el edificio en cuyo interior había desaparecido Puttoc. Se detuvo en el exterior y echó una mirada alrededor con recelo. Luego, como asegurándose de que no era observado por nadie en particular, se introdujo rápidamente en el edificio.

– ¿Es árabe? -preguntó Fidelma a Furio Licinio.

El tesserarius lo confirmó con aspecto grave.

– ¿Si estáis en guerra con ellos, por qué se les permite venir a Roma? -inquirió Eadulf.

– Estamos en guerra sólo con los que siguen al nuevo profeta, Mahoma -contestó Licinio-. Hay muchos árabes que no se han convertido a la nueva fe. Hemos comerciado con estos orientales durante muchos años y eso se sigue haciendo.

Fidelma estaba examinando ahora el edificio laberíntico en cuyo interior Puttoc y después el árabe habían desaparecido. Era una de las pocas estructuras de piedra en la zona, tenía dos pisos y era alto y todas las ventanas estaban cerradas con postigos, de manera que no se podía ver nada. Probablemente había sido una villa de gente adinerada antes de que el barrio de chabolas creciera a su alrededor; un edificio atractivo a orillas del serpenteante Tíber.

– ¿Conocéis este edificio, Licinio?

El joven custos negó con la cabeza.

– Yo no frecuento esta zona de la ciudad, hermana -dijo, algo molesto por lo que implicaba aquella pregunta.

– No he preguntado eso -respondió Fidelma con firmeza-. He preguntado si teníais idea de qué es este edificio, si pertenece a los comerciantes.

Furio Licinio respondió con una negación.

– ¡Mirad! -siseó Eadulf bruscamente.

Señaló hacia el segundo piso del edificio, a una ventana en el lado derecho de la fachada.

Fidelma contuvo la respiración.

El abad Puttoc, pues claramente era él, se asomaba por la ventana para abrir un poco los postigos. Apareció un momento.

– Bueno, al menos sabemos en qué habitación está Puttoc -murmuró Fidelma.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Licinio.

– Sabiendo que Puttoc está ahí y que el árabe ha entrado, yo sugiero que simplemente entremos y le plantemos cara a nuestro amigo, el abad de Stanggrund.

Furio Licinio esbozó una amplia sonrisa, se llevó la mano al gladiusy lo aflojó en su vaina. Éste era el tipo de acción que le gustaba, esto lo entendía, no todos esos interrogatorios e intelectualismos.

Saltaron del carruaje.

Licinio miró a su alrededor y escogió a un individuo de mal aspecto, picado de viruela, que pasaba por allí. Era un hombre corpulento, el tipo de persona con el que pocos querrían discutir.

– ¿Vos, cómo os llamáis?

El hombre grueso se detuvo y parpadeó al verse abordado por un joven que vestía como un oficial de los custodes.

– Me llaman Nabor -contestó gruñendo.

– Bien, Nabor -le dijo Licinio, impasible ante el aspecto amenazador del sujeto-, necesito que montéis guardia en este carruaje. Si cuando regrese todavía está aquí y vos lo estáis vigilando, recibiréis un sestercio. Si regreso y no está, entonces iré a por vos con mi gladius.

El hombre llamado Nabor se quedó mirando al joven oficial y en su cara se dibujó lentamente una sonrisa irónica.

– Un sestercio será mejor recibido que vuestro gladius, joven. Aquí estaré.

Lo dejaron junto al carruaje riéndose entre dientes ante la idea de ganar un dinero tan fácilmente.

Fidelma lanzó una mirada apreciativa a Licinio. El joven tenía una mente despierta en ocasiones. Ella no había tenido en cuenta que dejar el carruaje sin vigilancia en este barrio conllevaría su inmediata desaparición. Los caballos y los carruajes eran artículos valiosos en Roma y éste no era sin duda un lugar apropiado para dejar uno sin custodia.

Fidelma los condujo por la zona del mercado, dando empujones a la muchedumbre, seguida de Eadulf y de Licinio. Se detuvo en las escaleras del edificio.

– Nos dirigiremos directamente a la habitación donde hemos visto al abad. Con suerte podremos resolver el misterio ahora.

Se giró y entró en el edificio. Se detuvo un momento para toser en la penumbra mohosa y tenebrosa. Con las contraventanas cerradas, la amplia entrada en la que se encontraban estaba oscura y tan sólo una vela solitaria ardía en una mesa central despidiendo una luz vacilante. A lo largo de la estancia humeaban unos quemadores de incienso, que despedían un olor intenso a alguna fragancia que no supo identificar. El aroma era bastante agobiante.

Se oyó el chirrido de una tabla del suelo; Fidelma se giró rápidamente y, proveniente de una entrada amplia, apareció una mujer de cara redonda, frotándose las manos en un delantalito. La mujer llevaba un vestido basto y tenía el pelo mal arreglado. Se detuvo y abrió bien los ojos, asombrada al verlos. Se dirigió a ellos con tono agresivo.

– ¿Qué diablos queréis? -inquirió con una voz chillona y con los dejos del habla coloquial de las calles de Roma-. Las personas con vuestra vestimenta no son bienvenidas aquí.

– Queremos entrar -replicó Fidelma, con calma y adelantándose.

Para su sorpresa, la mujer soltó un chillido estridente y, agitando las manos ante ella, se lanzó hacia Fidelma. La sorpresa de Fidelma sólo duró un momento. Sin hacer caso del grito de aviso de Licinio para que se hiciera a un lado, Fidelma se balanceó sobre los pies para alcanzar las garras de la mujer. Licinio y Eadulf se quedaron mirando asombrados pues, sin que pareciera moverse en absoluto, Fidelma estiró de la mujer y sirviéndose del propio impulso de la asaltante, la lanzó a trompicones contra la pared de detrás.

El golpe produjo un sonido de carne y huesos contra la madera.

Sin embargo, la enorme mujer mantuvo el equilibrio y se giró con expresión perpleja en sus rasgos carnosos. Entonces meneó la cabeza y soltó un gruñido.

– ¡Bruja! -la maldijo con vehemencia.

Licinio de nuevo iba a adelantarse, con el giadius desenvainado, pero Fidelma le hizo una señal de que se hiciera a un lado y se preparó para enfrentarse a la mujer. Una vez más, pareció que simplemente iba a atraparla, la agarró por los brazos y levantó a su asaltante en el aire, por encima de su cadera, y la lanzó contra la pared del otro lado de la estancia. Esta vez la cabeza dio contra una viga de madera y, con un gruñido, la mujer se deslizó hasta el suelo inconsciente.

Fidelma se giró y se inclinó sobre ella, y con sus delgados dedos le tomó el pulso y le palpó la herida.

Se levantó sin mostrar asombro.

– Se pondrá bien -anunció con alivio.

Furio Licinio la contemplaba lleno de admiración.

– En verdad, no he visto a ningún soldado romano que combatiera mejor -dijo-. ¿Cómo pudisteis hacerlo?

– No tiene importancia -contestó Fidelma, poco interesada en aquella proeza-. En mi país hubo una vez unos hombres que enseñaron las antiguas filosofías a nuestra gente. Viajaban muy lejos y sufrían ataques por parte de ladrones y bandidos. Pero como creían que no estaba bien llevar armas para protegerse, se vieron obligados a desarrollar una técnica llamada troid-sciathaigid, lucha mediante defensa. A mí me enseñaron el método para defenderme sin el uso de armas cuando era joven, tal como se les enseña a nuestros religiosos misioneros.

Fidelma empujó la puerta y ellos la siguieron.

Detrás había una escalera. Se detuvo ante el primer peldaño y escuchó. Se oían voces; curiosamente, le pareció oír risas de jovencitas, pero ningún sonido de alarma. Nadie había percibido el barullo ocasionado con su entrada. Se giró y susurró:

– La última habitación a la derecha del edificio. Vamos.

Subió las escaleras con rapidez. Arriba había un largo pasillo. No tuvieron dificultad alguna en reconocer la puerta de la habitación que ellos buscaban.

Sor Fidelma se volvió a detener y escuchó. De nuevo le pareció oír risas de jovencitas del otro lado. Echó una mirada a sus compañeros, ellos asintieron con la cabeza comunicándole que estaban preparados y Fidelma dejó caer su mano sobre el pomo de la puerta, lo giró lentamente y en silencio empujó la puerta para abrirla.

La escena que había detrás la estremeció incluso a ella.

La habitación estaba iluminada, pues, tal como habían visto desde abajo, el abad Puttoc había abierto una de las contraventanas dejando que penetrara la luz del día. En una esquina había una cama con unas sábanas usadas pero limpias. Había algunas sillas, pero el otro único mueble era una tina grande de madera con varios cubos vacíos al lado. El agua caliente que habían contenido estaba ahora humeando dentro de la tina.

En el interior de la tina estaba sentado el sorprendido abad Puttoc, desnudo por lo que a ella le parecía. Atravesada, sobre el regazo del abad, había una muchacha, igualmente sorprendida y desnuda, que no debía de tener más de dieciséis años. Estaban fundidos en un abrazo que dejaba poco margen a la imaginación. Detrás de ellos, con un cubo con agua humeante en la mano, inmovilizada en la acción de verter el agua sobre los ocupantes de la tina, había otra jovencita desnuda.

Fidelma contempló la escena con semblante grave. Dio un paso adelante y echó una mirada para asegurarse de que la escena que tenía ante sus ojos no permitía ninguna otra interpretación. Los hábitos del abad estaban estirados en la silla que había al pie de la cama. Otros vestidos, que obviamente pertenecían a las jovencitas, estaban cerca.

Se volvió a girar hacia el todavía asombrado abad, levantando las cejas de forma sarcástica.

– ¿Bien, abad Puttoc? -no pudo evitar que su voz estuviera teñida de un cierto humor.

La jovencita que estaba sentada en la tina fue la primera en moverse. Salió gateando y el agua cayó por el suelo. No es que se moviera con recato, pues se quedó con las manos en las caderas y le largó a Fidelma una sarta de insultos. Su compañera soltó el cubo y se unió a ella, avanzando amenazadora.

Fue Furio Licinio quien finalmente las hizo callar gritándoles, y para recalcar sus palabras mostró punta de su espada. Murmurando bajito, las chicas se apartaron y se quedaron observando a los recién llegados con odio.

Puttoc permanecía sentado muy quieto, con los rasgos tensos, blanco, mirando con sus ojos de color azul glacial y gran maldad primero a Fidelma y luego a Eadulf.

Furio Licinio intercambió con las chicas unas palabras con el acento discordante de las calles romanas. Luego se volvió hacia Fidelma con mirada azorada.

– Esto es un bordellum, hermana, un lugar donde…

Fidelma decidió ahorrarle al joven aquella turbación.

– Sé perfectamente lo que sucede en un burdel, Licinio -dijo con solemnidad-. Lo que yo quisiera saber es qué hace aquí un abad de la Santa Iglesia.

El abad Puttoc estaba sentado en la tina casi con expresión resignada en su rostro bien parecido.

– Dudo que tenga que explicárselo en detalle, Fidelma de Kildare -replicó agriamente.

Fidelma hizo una mueca.

– Tal vez tengáis razón.

– Supongo que informaréis de este asunto al obispo Gelasio, Eadulf de Canterbury -dijo Puttoc dirigiéndose al hermano sajón.

– No esperaba que me hicierais tal pregunta -contestó secamente para mostrar su desaprobación-. Conocéis las reglas con las que vivimos. Sin duda tendréis que renunciar a vuestro cargo. Luego ha de venir la penitencia.

Puttoc respiró hondo y de forma ruidosa. Miró fijamente de forma especulativa a Licinio, Fidelma y luego a Eadulf.

– ¿No podríamos discutir este asunto en ambientes más propicios?

– ¿Propicios para qué, Puttoc? -inquirió Fidelma-. No, yo creo que hay poco que discutir respecto a este asunto que vaya a variar nuestras actitudes e intenciones. Pero podríais contestarme a algo: ¿habéis venido aquí simplemente para satisfacer vuestras inclinaciones carnales o para veros también con alguien?

Puttoc no entendía.

– ¿Verme con alguien? ¿A quién os referís?

– ¿No tenéis nada que ver con unos comerciantes árabes?

Fidelma no dudó de la mirada de auténtico desconcierto que se mostró en su rostro.

– No os entiendo, hermana.

Fidelma no intentó explicarse más. Sus hombros se bajaron un poco cuando ella se dio cuenta de que su intuición se había equivocado y que había conducido a sus compañeros a una empresa inútil. Puttoc era culpable, pero, al parecer, de nada más que de intentar saciar sus pasiones lascivas.

– Os abandonaremos a vuestros deseos, Puttoc -dijo Fidelma-. Y al precio que tengáis que pagar por ellos.

El abad estiró una mano como si quisiera detenerla.

Eadulf le lanzó una mirada fulminante y siguió a Fidelma fuera de la habitación mientras Furio Licinio, envainando su gladius, se permitió sonreír con lascivia al prelado antes de salir tras ellos.

Abajo, en la entrada, la mujer gorda se acercó gruñendo.

Fidelma se detuvo y suspiró. Buscó en su marsupium y sacó una monedita que colocó sobre la mesa.

– Siento haberos herido -dijo simplemente a la mujer, que estaba estupefacta.

Fuera, Nabor, el hombre feo, estaba junto al carruaje y observaba con interés cómo se acercaban.

– Un sestercio, joven custos -gruñó, y luego, con una sonrisita lujuriosa, añadió algo-: Si hubiera sabido que era este edificio el que queríais visitar os hubiera recomendado establecimientos mucho mejores.

Ruborizado, Furio Licinio le lanzó una moneda que Nabor agarró con habilidad. Sin decir una sola palabra, el joven oficial saltó al interior del carruaje.

Nadie habló mientras Licinio los conducía de regreso a lo largo del Tíber; luego giró atravesando el Valle Murcia y se dirigió hacia el este en dirección al palacio de Letrán.

El decurión Marco Narses estaba esperando en las escaleras del palacio cuando Licinio se detuvo. Fue corriendo hacia el carruaje.

– Hermana, tengo noticias del hermano Osimo Lando -dijo jadeando.

– Bien -contestó Fidelma mientras bajaba. Al menos ahora podría seguir una pista más productiva respecto a los contactos de Ronan Ragallach-. ¿Por qué se ha ausentado de su trabajo esta tarde? ¿Está enfermo?

Marco Narses negó con la cabeza, estaba serio. Fidelma supo lo que le iba a decir antes incluso de que le salieran las palabras.

– Lo siento, hermana, el hermano Osimo está muerto.

– ¿Muerto? -exclamó Eadulf con sorpresa al oír esa palabra.

– ¿Estrangulado? -preguntó Fidelma con calma.

– No, hermana. Hace un rato saltó desde el acueducto de Aqua Claudia y se estrelló contra la calle de abajo. Murió en el acto.

Capítulo 14

– ¿Suicidio? -preguntó Fidelma mirando al joven Furio Licinio con expresión de duda-. ¿Estáis seguro?

– No hay duda -afirmó Licinio-, Varias personas vieron a Osimo Lando subiendo por el acueducto y luego se lanzó abajo contra la calle. Fidelma se sentó un momento e inclinó la cabeza, pensativa. La muerte de Osimo Lando no aclaraba nada, más bien lo oscurecía todo.

Eadulf y ella estaban sentados en los despachos del Munera Peregrinitatis del palacio de Letran donde habían trabajado Osimo y Ronan Ragallach. Habían enviado a Licinio a conseguir detalles de la muerte de Osimo mientras ellos registraban el despacho. No había nada que relacionara a Ronan con los árabes. De hecho, en su escritorio tan sólo había algunas notas extrañas y un libro griego antiguo que era un tratado médico. El trabajo era obviamente valioso para Ronan Ragallach, pues lo había envuelto con cuidado en arpillera y lo había colocado bajo un monton de documentos para que nadie lo tocara. Pero aparte de esto había poca cosa más, salvo libros mayores de correspondencia de las muchas iglesias del norte de África que pedían consejo a Roma.

Eadulf parecía triste.

– ¿Puede ser que Osimo Lando se matara en un arrebato de remordimiento por haber asesinado a Ronan Ragallach? -propuso Eadulf sin que su voz mostrara convicción.

Fidelma ni siquiera se molestó en responder.

– Hemos de examinar el alojamiento de Osimo Lando. ¿Vivía en el interior del palacio?

Licinio negó con la cabeza.

– Estaba en la misma casa de huéspedes que Ronan Ragallach. En el hostal del diácono Bieda.

– Ah, por supuesto -dijo Fidelma con un suspiro-. Debí haberlo adivinado. Vayamos pues. Tal vez encontremos alguna pista para este misterio.

Furio Licinio los condujo por un atajo a través de los edificios del palacio de Letrán. Los despachos del Munera Peregrinitatis estaban en el piso superior de un edificio de dos plantas y, en lugar de bajar por las escaleras de mármol hasta el patio, Licinio los llevó a través de una puerta que daba a un pasaje de madera que conducía de un edificio a otro. El pasaje atravesaba un patio del edificio que Licinio había identificado anteriormente: la Scala Santa , que albergaba la reconstrucción de la escalera santa por la que había descendido Cristo después de ser juzgado por Pilato.

Fidelma salió por un momento de su meditación para detenerse y preguntar al respecto, con gran sorpresa por parte de sus compañeros. A Eadulf le resultaba a veces curiosa esa forma de Fidelma de aprovechar el tiempo. Pero muchos de sus compatriotas parecían valorar poco la premura.

– El verdadero Sancta Sanctorum está en el centro del edificio -contestó Licinio, mientras se detenían en el pasaje para mirarlo-. Una puerta impide el paso. Yo os llevo por otro pasaje de ese edificio a la capilla dedicada a santa Elena, pues de esa capilla podemos salir directamente de los terrenos del palacio hacia el acueducto de Claudia. Es un camino rápido para ir al hostal de Bieda.

Fidelma se quedó mirando pensativa el edificio.

– ¿Por qué tenemos prohibida la entrada a ese lugar santo? -preguntó Fidelma.

– Alberga una estancia oscura con una única reja de hierro por ventana. Pero ninguna mujer -hizo énfasis en la palabra- puede entrar. Hay un altar donde ni siquiera el Santo Padre puede decir misa.

Fidelma sonrió levemente.

– ¿De verdad? Entonces ese altar no sirve para nada.

Furio Licinio pareció un momento sentirse ultrajado. Luego se encogió de hombros como si aceptara el comentario. Un altar donde ni siquiera Su Santidad podía celebrar una misa resultaba, lógicamente, inútil. Continuó conduciéndolos en silencio por el pasaje de madera que giraba en ángulo recto desde el edificio que albergaba el Sancta Sanctorum y cruzaron otro patio, un piso por encima del suelo, hasta una capillita.

– Ésta es la capilla de santa Elena, madre de Constantino, que reunió las reliquias que se exponen para que las veneren los peregrinos -explicó Furio Licinio.

El pasaje terminaba en una puerta que estaba vigilada por uno de los custodes del palacio, que tenía un aspecto aburrido. Saludó a Licinio con respeto y luego se inclinó para abrir la puerta y dejarlos entrar.

Penetraron en la capilla por una galería de madera, que se elevaba bastante por encima del suelo de mosaico del edificio circular. Unos cuchicheos resonaban en el interior oscuro y abovedado. Era un sonido intenso que hizo que Fidelma alcanzara el brazo de Furio Licinio y lo agarrara para detenerlo. Fidelma les hizo un gesto a él y a Eadulf para que callaran. Frunciendo el ceño, se dirigió hasta el borde de la baranda de la galería de madera que daba al piso principal de la capilla y a las mesas que exhibían las santas reliquias para que las examinaran los peregrinos.

Casi inmediatamente debajo de ellos había dos figuras. Una religiosa ligeramente inclinada, pero que no parecía tener mucha edad, y la figura erguida de un cenobita. Parecían inmersos en una conversación íntima e intensa. La mujer era la que más hablaba, mientras que el hombre iba asintiendo. Fidelma no sabía por qué había hecho aquella señal a sus compañeros para que permanecieran en silencio y no revelaran su presencia en la capilla. Algo le resultaba familiar en el susurro de aquellas voces y ahora aquella familiaridad se veía respaldada por las propias siluetas. Se quedó mirando hacia abajo con curiosidad, intentando captar las palabras, pero el susurro retumbaba y el eco las distorsionaba y las hacía ininteligibles.

Entonces, vio sorprendida que la religiosa de repente se enderezaba, daba un abrazo al hombre y lo besaba en la mejilla antes de irse corriendo.

Fidelma abrió los ojos bruscamente.

La luz le daba ahora al hombre. Era el ingenuo hermano Eanred, de suaves palabras.

Después de que la puerta de la capilla se cerrara, Licinio se volvió hacia Fidelma. Sonreía con cierto cinismo.

– Las relaciones entre religiosos, aunque no se fomenten, todavía no están prohibidas, hermana -observó.

Fidelma no dijo nada. Licinio los llevaba hacia abajo, por una pequeña escalera de caracol que iba de la galería de madera a la capilla principal. Ya no había nadie. Licinio señaló con orgullo las reliquias al pasar junto a ellas. Muchos de los objetos estaban expuestos en relicarios. Algunos estaban cerrados. Licinio empezó a hacer comentarios al pasar entre las mesas que contenían los relicarios.

– Ahí dentro hay un mechón de pelo de la Virgen María y un trozo de sus enaguas. Esto es una túnica de Jesús manchada con su sangre. Ese frasco de ahí contiene gotas de su sangre y en el otro hay agua que manó de la herida de su costado.

Fidelma dedicaba a cada objeto una mirada de suspicacia.

– ¿Y ese trozo de esponja vieja? -preguntó señalando con la cabeza un relicario abierto cuyo único contenido parecía un trozo de material fibroso que la monja identificó con el poroso animal acuático usado para limpiar.

– La misma esponja que se empapó en vinagre y que le dieron en la cruz -contestó Licinio con reverencia-. Y aquí está la mesa en la que Nuestro Salvador tomó la última cena.

Fidelma sonrió con cinismo.

– Entonces el milagro fue más de lo que yo creía, pues aquí sólo caben dos personas, no digamos doce apóstoles y Cristo.

Licinio no hacía caso de sus dudas.

– ¿Y qué son esas piedras? -inquirió Fidelma, señalando un altarcito que estaba flanqueado por dos trozos de piedra.

– La de la izquierda -empezó Licinio animado- es un trozo de piedra del santo sepulcro, mientras que la otra es el mismo pilar de pórfido donde estaba posado el gallo que cantó cuando Pedro negó a Jesucristo.

– ¿Y todas estas cosas las reunió santa Elena y las trajo hasta Roma? -preguntó Fidelma, más que escéptica.

Licinio asintió con la cabeza y señaló un objeto.

– Estas toallas las encontró aquí en la ciudad; las verdaderas toallas con las que los ángeles enjugaron el rostro del santo mártir Lorenzo cuando se cocía en la plancha. Y aquéllas son las varas de Moisés y Aarón.

– ¿Cómo sabía Elena que estas reliquias eran verdaderas? -le interrumpió Fidelma, irritada con la idea de que estos objetos de veneración, que atraían a los peregrinos de todo el mundo, no fueran más que un engaño inteligente de un hábil comerciante.

Licinio la miró boquiabierto. Nadie se había atrevido a hacer tal pregunta con anterioridad.

– Me parece -continuó Fidelma- que Elena era una peregrina en una tierra extraña y cuando los comerciantes de esa tierra oyeron que buscaba reliquias santas le encontraron cosas, dando por seguro que estaría dispuesta a pagar por ellas, por supuesto.

– ¡Eso es un sacrilegio! -protestó Licinio indignado-. ¡Cristo estaba con ella para protegerla contra tales charlatanes! ¿Estáis diciendo que unos comerciantes astutos embaucaron a Elena y que todo esto no tiene valor?

– Llevo en Roma algo más de una semana y he visto que se vendían reliquias similares a los crédulos peregrinos a montones, ¡todos los vendedores estaban deseosos de desprenderse por dinero de un trozo de la verdadera cadena que llevó san Pedro! Y todas estas reliquias, nos dicen, son verdaderas. Os digo, Licinio, que si toda la madera de la verdadera cruz que se está vendiendo en Roma se pusiera junta formaría la cruz más grande y milagrosa que hubierais visto.

Eadulf la agarró por la manga y le advirtió con los ojos que fuera más prudente con su escepticismo.

Licinio seguía indignado.

– Todos estos objetos los autentificó santa Elena -protestó.

– No lo dudo -contestó Fidelma con seguridad.

– No tenemos tiempo para detenernos en estos asuntos ahora -interrumpió Eadulf con inquietud-. Podemos volver aquí en otro momento y debatir el viaje de Elena a Tierra Santa.

El joven tesserarius se mordió los labios y contuvo la aspiración, tras lo cual continuó conduciéndolos a través de la capilla hacia la puerta lateral en la muralla que rodeaba el palacio de Letrán. A través de ella accedieron directamente al exterior, enfrente del gran acueducto de Claudia.

Se encontraron con la misma mujer desarreglada en la entrada del sórdido hostal propiedad del diácono Bieda, cerca de Aqua Claudia y, de nuevo, un chorro de insultos salió de su boca.

– ¿Cómo voy a vivir cuando estáis haciendo que todos mis realquilados mueran y luego me prohibís que alquile sus habitaciones? ¿Dónde está mi alquiler, de qué vivo yo?

Furio Licinio le respondió con rudeza y la mujer desapareció, rezongando insultos, en el interior de una habitación lateral, después de haberles indicado cuál era la habitación de Osimo Lando. A Fidelma no le sorprendió comprobar que estaba enfrente de la habitación de Ronan Ragallach, pero estaba más limpia que la del hermano irlandés. Aunque era igual de oscura y lúgubre, Osimo Lando había intentado sacarle todo el partido posible. Había incluso un jarrón con flores marchitas en un rincón de la estancia y, enmarcadas encima de la cama había algunas palabras en griego que hicieron sonreír a Fidelma. Obviamente, el hermano Osimo Lando tenía sentido del humor. Los versos eran del salmo 84, versículo 4: «Dichosos los que moran en tu casa y te alaban sin cesar».

Fidelma se preguntó qué podían alabar los inquilinos de aquel hostal dadas las condiciones terribles y los modos de la mujer que lo gobernaba.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó Licinio, que estaba apostado junto a la puerta y la observaba.

– No estoy muy segura -admitió Fidelma.

– Osimo leía mucho -gruñó Eadulf, abriendo un armario-. Mirad aquí.

Fidelma abrió bien los ojos al ver dos libros sobre el estante y algunos documentos escritos.

– Son textos antiguos -dijo Fidelma, que cogió uno de los libros y miró el título-. Mirad esto, De Acerba Tuens. Es un estudio de Erasístrato de Ceos.

– He oído algo de él -confesó Eadulf con cierta sorpresa-. Pero se supone que se perdió en la gran destrucción de la biblioteca de Alejandría en el tiempo de Julio César.

– Estos libros habría que llevarlos a un lugar seguro -sugirió Fidelma.

– Me ocuparé de ello -dijo Licinio con rapidez.

Obviamente, él seguía pensando en el desprecio demostrado hacia santa Elena.

Fidelma siguió rebuscando entre todos los documentos. Resultaba obvio que Osimo y Ronan Ragallach habían entablado una relación muy estrecha e íntima. Los escritos eran de poesía, referidos al amor y la lealtad, y la mayoría de ellos estaban escritos por Osimo y dedicados a Ronan Ragallach. No cabía duda de que Osimo, al enterarse de la muerte de Ronan Ragallach, no pudo soportar estar en este mundo sin él. A Fidelma le entristeció pensar en los dos jóvenes.

– «Dejad que todo lo que hagáis sea hecho por amor» -susurró, observando los poemas.

Eadulf frunció el ceño.

– ¿Qué habéis dicho?

Fidelma sonrió y sacudió la cabeza.

– Sólo estaba pensando en un versículo de la epístola de Pablo a los corintios.

Eadulf se la quedó mirando un momento con perplejidad y luego, entendiendo, reanudó la inspección de la habitación.

– Aquí no hay nada más, Fidelma -dijo-. Nada que arroje luz a nuestro misterio.

– ¿Estaría Osimo involucrado en la muerte de Ronan Ragallach? -preguntó Licinio, desconcertado.

– No como culpable -le aseguró Fidelma. Iba a decir que no podían hacer nada más cuando algo le llamó la atención.

– ¿Qué es eso, Eadulf? -preguntó señalando hacia un punto del suelo.

El sajón miró en la dirección que le indicaba. Era un objeto medio oculto por la basta cama de madera. Se agachó para cogerlo.

Cuando lo examinó, soltó una exclamación de sorpresa.

– Es la base rota de un cáliz de oro. Lo reconozco. Pertenecía al cáliz que Cenewealh, de los sajones occidentales, dio a Wighard para que lo bendijera Su Santidad. ¿Veis la inscripción en la base?

– «Spero meliora» -leyó Fidelma-. «Espero cosas mejores».

– Cenewealh le pidió a Wighard que eligiera un lema adecuado para grabar en el cáliz. La parte superior se ha roto pero lo reconozco.

Licinio los miraba con aún mayor perplejidad.

– ¿Así que los objetos valiosos de Wighard estaban guardados en esta habitación? ¿Osimo y Ronan Ragallach eran cómplices del crimen?

Fidelma, en actitud pensativa, se iba mordiendo el labio inferior. Empezaba a tener ese tic inconsciente y le molestaba cuando se daba cuenta de que lo hacía. Dejó de morderse y apretó un momento los labios.

– Ronan Ragallach y Osimo ciertamente tuvieron acceso al tesoro robado a Wighard -admitió Fidelma.

– Así que debieron de tomar parte en el asesinato -exclamó Eadulf, llegando a una conclusión.

– Hay algo extraño… -Fidelma parecía seguir ensimismada en sus pensamientos. Entonces se enderezó-: No podemos hacer nada más aquí. Licinio, llevaos estos libros. Y, Eadulf, ocupaos de esa base de metal. Hay mucho en que pensar.

Eadulf intercambió una mirada de preocupación con Licinio y luego se encogió de hombros.

Abajo, la mujer los volvió a abordar.

– ¿Cuándo podré ofrecer estas habitaciones otra vez a los peregrinos? No es culpa mía que estos huéspedes hayan muerto. ¿Me vais a sancionar?

– Un día o dos más, mujer -le dijo Furio Licinio.

La mujer soltó un gruñido.

– Veo que os estáis llevando pertenencias que debería poder embargar.

Fidelma se sorprendió del inesperado uso que la mujer había hecho del término legal latino bonorum veditio.

– ¿Habéis tenido muchos huéspedes cuyos bienes os hayáis tenido que quedar por no pagar el alquiler? -preguntó.

La mujer se esforzó por entender aquel latín cuidadosamente articulado, pero extranjero.

Frunció los labios y sacudió la cabeza.

– Nunca. Mis huéspedes siempre pagan.

– Entonces, ¿dónde habéis aprendido esas palabras… bonorum veditio?

La mujer frunció el ceño.

– ¿Qué os importa eso? Conozco mis derechos.

Licinio frunció el ceño.

– Sólo tenéis los derechos que yo digo que tenéis -dijo amenazante-. Hablad con educación y contestad la pregunta. ¿Dónde aprendisteis esa palabra técnica?

La mujer se encogió con miedo al oír aquel tono agresivo.

– Es cierto -gimoteó-. El griego dijo que ésos eran mis derechos y al menos me dio una moneda cuando se llevó el saco de la habitación del hermano muerto.

Fidelma era todo oídos.

– ¿Un griego? ¿De qué habitación se llevó el saco?

La mujer parpadeó al darse cuenta de que había dicho más de lo que debía.

– Suéltalo, mujer -dijo Licinio bruscamente-. Si no, irás a una celda y pasará mucho tiempo antes de que puedas volver a discutir sobre tus derechos.

La mujer temblaba ligeramente.

– Por qué…, por qué; registró la habitación de Osimo Lando y salió con un saco.

– ¿Un griego, decís? -insistió Licinio-. ¿El dueño de este hostal, queréis decir? ¿El griego diácono Bieda? ¿No le hablasteis de la orden de no sacar nada hasta que tuvierais nuestro permiso?

– No, no -contestó con rapidez la mujer sacudiendo la cabeza-. No quiero decir ese bastardo de Bieda. Me refiero al médico griego del palacio de Letrán. Todo el mundo lo conoce.

Fidelma dio involuntariamente un paso atrás a causa de la sorpresa.

– ¿El médico griego del palacio de Letrán? ¿Os referís a Cornelio? ¿Cornelio de Alejandría?

– El mismo -afirmó la mujer frunciendo el ceño-. Me informó de mis derechos.

– ¿Cuándo vino a registrar la habitación de Osimo Lando? -inquirió Fidelma.

– Hace apenas una hora.

– Tan pronto como se enteró del suicidio de Osimo, seguro -dijo Eadulf.

– Y, cuando se fue, ¿llevaba un saco?

La mujer asintió con tristeza.

– ¿Un saco de qué medida? ¿Grande o pequeño?

– Mediano. Yo diría que había metal en el interior, pues iba tintineando al caminar -explicó la mujer, ansiosa por no caer en desgracia-. Me dijo que me daría cinco sestercios si iba a la habitación de Osimo Lando y sacaba los cinco libros que encontraría y los escondía en mi habitación hasta que pudiera volver a por ellos. Yo ya había sacado tres de ellos cuando llegasteis. Los otros dos ya los tenéis.

– ¿Por qué haría eso? -preguntó Fidelma.

– Porque no podía cargar con los libros y con el saco -contestó la mujer, sin entender la pregunta.

Fidelma estaba a punto de abrir la boca para explicarle lo que había querido decir cuando Eadulf irrumpió triunfante.

– ¿Así que Cornelio formaba parte de este asesinato y robó todo?

– Ya veremos -contestó Fidelma-. Id a por los tres libros que sacasteis de la habitación de Osimo Lando, mujer.

A desgana, la mujer hizo lo que le ordenaban. Eran libros viejos. Libros griegos. Y eran, como sospechaba Fidelma, fácilmente identificables como textos médicos. Sacudió la cabeza, asombrada. El camino hacia el asesino de Wighard estaba lleno de antiguos textos médicos griegos.

– ¿Sabéis donde vive Cornelio? -preguntó Fidelma a Licinio.

– Sí. Tiene una villa pequeña cerca del arco de Dolabella y Silanus. ¿He de avisar a los custodes?

– No. Estamos lejos de aclarar este misterio todavía, Licinio. Cuando hayamos guardado nuestros hallazgos en un lugar seguro de nuestra officina, iremos a la villa de Cornelio a ver qué tiene que decir de este asunto.

La mujer iba mirando a uno y a otro, intentando entender el significado de sus palabras.

– ¿Y yo qué? -exigió, con cierta insistencia al ver que no la llevaban inmediatamente a prisión.

– Cuidado con tu lengua -le soltó Licinio-. Y si regreso y veo que has tocado algo en las habitaciones de Ronan Ragallach y Osimo, aunque sea un cabello que falte en la manta o una cucaracha en la pared, te aseguro que no tendrás que preocuparte más de recaudar los alquileres. Vivirás gratis para el resto de tu vida en la peor prisión que haya. ¿Entendido?

La mujer murmuró algo inaudible y se retiró a su habitación.

Ya fuera, Fidelma lo reprendió suavemente.

– Habéis sido demasiado duro con ella.

Licinio frunció el ceño.

– Es la única manera de tratar a los de su calaña. Lo único que quieren, estos campesinos, es conseguir cuanto más dinero mejor.

– Es seguramente la única manera que tienen de salir de la pobreza -señaló Fidelma-. Sus gobernantes les han enseñado que la salvación sólo proviene de la obtención de riquezas. ¿Por qué criticar que sigan ese ejemplo mientras no se les proporcione otro mejor?

Licinio no estaba de acuerdo.

– He oído que los irlandeses os aferráis a ideas muy radicales. ¿Eran éstas las enseñanzas del hereje Pelagio?

– Yo creía que nos aferrábamos a las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo. «Y les dijo: "Mirad: preservaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de lo que posee".» Ésta es la palabra de nuestro Señor, según Lucas.

Licinio se ruborizó y Eadulf, al percibir su incomodidad, se abrió paso.

– Démonos prisa en llevar esos libros a la officina, luego podemos ir a buscar a Cornelio.

– Sí. Hemos de ponerlos a buen recaudo -accedió Fidelma-, pues me da la impresión de que tienen mucho que ver con este misterio.

Los dos hombres se la quedaron mirando un momento, pero ella no hizo más comentarios.

* * *

La villa de Cornelio de Alejandría no estaba muy lejos de la colina de Celio, donde el emperador Nerón había aprovechado el antiguo arco dedicado a Dolabella y Silanus para construir un acueducto que se dirigía hacia la cercana colina Palatina. Las laderas septentrionales de la colina daban al espectacular Coliseo y la villa de Cornelio tenía vistas a un pequeño valle con todos sus antiguos y espectaculares edificios. Eadulf le había dicho a Fidelma que esta colina Palatina de cuatro caras fue donde se levantó la primera ciudad de Roma. Era aquí donde todos los ciudadanos principales de la República habían vivido y, luego, donde los despóticos césares habían construido sus palacios; donde los reyes ostrogodos habían gobernado y donde ahora las iglesias cristianas sustituían los templos paganos.

– ¿Cómo os proponéis abordar a Cornelio? -preguntó Eadulf cuando Furio Licinio, todavía algo malhumorado, señaló hacia la villa.

Fidelma dudaba. En verdad no tenía ni idea. De hecho, interiormente se arrepentía de aquel impulso suyo que los había llevado a la villa de Cornelio sin una decuria de los guardias del palacio, tal como había sugerido Licinio. El anochecer se cernía sobre el oeste de la ciudad. Simplemente tenía que haber enviado a los custodes a buscar a Cornelio y que éstos se lo llevaran a la officina para interrogarlo. Pero todavía había muchas cosas que no entendía. Cada paso adelante provocaba media docena de preguntas nuevas.

– ¿Bien? -inquirió Eadulf.

El asunto se resolvió incluso antes de que abriera la boca para contestar.

Estaban en una esquina de la calle, enfrente de los muros de la villa. A unos diez metros se encontraban las puertas de madera que daban al interior de los jardines de la villa. Estaba claro que Cornelio de Alejandría vivía bien. De repente, se abrieron las puertas y salieron trotando dos porteadores con una lecticula. Fidelma, Eadulf y Licinio se escondieron automáticamente en las sombras. El mismo Cornelio iba recostado en la silla y, en su regazo y llamando la atención, había un saco.

Los porteadores se dirigieron hacia el oeste descendiendo la colina en dirección a la iglesia de bella construcción que se elevaba a sus pies.

Se lleva el saco a algún sitio -observó Fidelma de forma innecesaria-. Sigámoslo.

Tenían que caminar rápido para atrapar a los porteadores de la lecticula, que iban al trote. De vez en cuando, incluso ellos tenían que ponerse a correr para alcanzar la lecticula. A pesar de todas las maniobras espeluznantes realizadas con el carruaje en la persecución de Puttoc, a Fidelma le hubiera gustado contar todavía con aquel vehículo tirado por un solo caballo para seguir a su presa. Atravesaron la placita que había delante de la iglesia y llegaron a los pies de la colina Palatina.

Los porteadores de Cornelio avanzaban ya rápidamente por la calzada que discurría a lo largo del fondo del valle y que pasaba delante del lado este de un edificio espectacular que parecía no tener fin.

– ¿Qué es esto? -preguntó Fidelma jadeante, mientras intentaban mantener el ritmo.

– El Circo Máximo -gruñó Licinio-. Un lugar de martirio en los tiempos de los césares imperiales.

Aumentaron el ritmo para alcanzar la lecticula que iba delante. Avanzaba a lo largo del muro aparentemente interminable, rodeó el circo en desuso y se encaminó al norte hacia el río Tíber. Entonces hizo un giro repentino, por la falda de la colina Aventina, y torció en dirección sudoeste. Fidelma no podía creer que dos hombres cargando a un tercero subido en un pesado vehículo de madera, aunque fueran fuertes, pudieran avanzar tan rápidamente y con tal facilidad. Resultaba agotador mantener el paso de los porteadores. Fidelma observó que caminaban rápido durante un rato y luego, cuando el hombre que iba subido a la silla daba la orden, empezaban a trotar. De esta manera fueron siguiendo la orilla del río, con sus chabolas, muelles y almacenes.

De repente, Furio Licinio tropezó en la oscuridad y soltó un reniego.

Eadulf se adelantó para ayudar al joven tesserarius a ponerse en pie.

– Podéis deteneros un momento -dijo Fidelma jadeante-. Mirad, la lecticula se ha parado.

Licinio se mordió el labio y miró alrededor en la penumbra. Echó la mano a la vaina y desajustó la espada.

– Y en el peor lugar. Hemos regresado a Marmorata.

Fidelma había visto lo suficiente y se daba cuenta de que el viaje de Cornelio ciertamente los había devuelto a la misma zona de la ciudad hasta donde habían perseguido a Puttoc hacía tan sólo unas horas. El anochecer se extendía con rapidez sobre aquella zona de chabolas.

Fidelma percibió con asco aquellos olores repelentes y los vapores de las cloacas le atacaron las fosas nasales. Estaban en una zona oscura y amenazadora, de edificios decadentes. Perros y gatos vagabundeaban por las calles en busca de comida entre los despojos y otros desechos.

La lecticula de Cornelio se había detenido en el exterior de lo que parecía un antiguo almacén cuya parte posterior daba a los rudimentarios muelles de madera situados a lo largo del río. Los porteadores habían bajado la silla y se apoyaban en ella, aunque Fidelma se dio cuenta de que no eran tan ajenos a aquel ambiente y no quitaban las manos de los cuchillos que llevaban en los cinturones.

Fidelma, Eadulf y Licinio llevaban observándolos varios minutos cuando de repente Fidelma dejó escapar una exclamación sofocada. Cornelio había dejado la Ucticula y había desaparecido.

– Debe de haber entrado en el almacén -sugirió Eadulf cuando Fidelma señaló que ya no estaba en la Ucticula.

– Resulta obvio que los porteadores están esperando para llevarlo de vuelta -observó Licinio con optimismo.

Fidelma se mordía el labio.

– Con quienquiera que esté reunido, está en el almacén. -Se decidió con rapidez-: Licinio, id por la parte delantera del edificio y esperad. ¿Resultarán un problema los porteadores de la lecticula?

Licinio negó con la cabeza.

– Sentirán respeto por mi uniforme.

– Muy bien. Si oís que pido ayuda, venid inmediatamente. Si intentan evitarlo, tenéis que usar vuestra arma. Eadulf, vos vendréis conmigo ahora.

Eadulf estaba confundido.

– ¿Dónde? -inquirió.

– El almacén da, por la parte de atrás, al río. Justo allí hay un muelle de madera. Se ve a la luz de la luna a través de aquel pasaje que va por el lateral del edificio. Descenderemos por ahí y entraremos en el almacén desde allí. Mi intención es ver en qué está involucrado Cornelio.

Fidelma empezó a poner en práctica sus instrucciones y descendió rápidamente por la callejuela con Eadulf detrás de ella. Licinio los observó alejarse sorprendido por la mansedumbre con que Eadulf aceptaba las órdenes de una mujer. Luego se preparó el gladius y se fue paseando en dirección a la lecticula.

Los porteadores se pusieron tensos al ver que se acercaba. Uno de ellos había encendido una linterna para el regreso. Pero cuando vieron su uniforme se relajaron. Obviamente, pensó Licinio, no eran conscientes de que su amo estuviera haciendo algo malo.

Mientras tanto, Fidelma y Eadulf se deslizaron con cautela por el lateral del almacén de madera hasta el muelle.

Ya se oían voces, tensas y de discusión.

Fidelma avanzó por las tablas de madera, agradeciendo el sonoro chapoteo del río contra los soportes de madera del muelle, que parecía amortiguar el sonido de sus pasos.

Se detuvo ante la puerta, que, para su sorpresa, estaba entreabierta. Las voces que provenían del interior se alzaban y bajaban como en una pelea. La lengua le resultaba totalmente extraña y miró en la penumbra a Eadulf y se encogió de hombros de forma exagerada. Él levantó un hombro y lo dejó caer, para indicar que tampoco él entendía aquella lengua.

Fidelma se dio cuenta de que había una luz en el interior y se atrevió a abrir un poco más la puerta del almacén.

El lugar era amplio y estaba casi vacío.

En el fondo había tres hombres sentados alrededor de una mesa sobre la que chisporroteaba una lámpara que proporcionaba una luz siniestra. Había también una amphora, obviamente llena de vino, y algunas vasijas de arcilla. Cornelio sorbía nervioso de una que tenía en la mano. Los otros dos hombres no bebían. En la penumbra de la luz vacilante, a Fidelma le resultaban familiares.

A la monja le llevó un rato reconocer a los árabes por sus ropajes sueltos y sus rasgos oscuros.

Resultaba claro que estaban discutiendo en su lengua, que Cornelio también conocía y hablaba con fluidez.

De repente, uno de ellos puso algo envuelto en una tela sobre la mesa. Le hizo el gesto a Cornelio de que lo examinara. El médico griego se inclinó hacia adelante y desenvolvió el objeto. Fidelma vio que se trataba de un libro. De un lado de su silla, Cornelio extrajo un saco, metió la mano y sacó un cáliz.

Fidelma sonrió con gravedad.

Resultaba obvio que se estaba llevando a cabo algún tipo de intercambio y el misterio empezó a despejarse.

Mientras Cornelio examinaba el volumen, uno de los árabes observaba el cáliz.

Eadulf, agazapado detrás de Fidelma e incapaz de ver con precisión lo que estaba sucediendo, lanzó una exclamación de protesta cuando de repente Fidelma se puso de pie, abrió del todo la puerta y penetró en el almacén.

– ¡Quietos! -gritó.

Eadulf entró en la habitación a trompicones detrás de ella, parpadeando mientras se hacía cargo de la escena.

Cornelio de Alejandría estaba sentado, paralizado y con el rostro de color mortecino, pues se estaba dando perfecta cuenta de que lo habían descubierto.

– Tauba! -exclamó uno de los árabes, sobresaltado y dirigiendo una de sus manos al largo cuchillo curvo que llevaba en el cinturón.

– ¡Quieto! -volvió a gritar Fidelma-. El lugar está rodeado. ¡Licinio!

Licinio había respondido con un grito desde el exterior.

Los dos árabes intercambiaron una mirada y, como si se dieran una señal, uno de ellos agarró la lámpara de la mesa mientras que el otro cogía el saco. Fidelma oyó que la mesa se volcaba en la repentina oscuridad. Vio la débil luz en el exterior mientras la puerta se abría y oyó a Furio Licinio que gritaba de dolor.

– ¡Eadulf, una luz! ¡Lo más rápido que podáis!

Oyó cómo raspaba el pedernal y Eadulf surgió de la penumbra sosteniendo en alto una vela.

Los árabes se habían ido pero Cornelio seguía sentado en su silla, con los hombros hundidos. Seguía agarrando el libro. La mesa estaba efectivamente volcada, pero no había señal del saco.

Fidelma avanzó y se inclinó para quitarle el libro de las manos temblorosas a Cornelio. Tal como ella esperaba, era un tratado médico, escrito en griego, que parecía antiguo.

– Id a ver si Furio Licinio está herido, Eadulf -dijo Fidelma mientras ponía la mesa en pie.

Eadulf lanzó una mirada inquieta a Cornelio.

– No tengo nada que temer de Cornelio -le dijo Fidelma-. Pero creo que el joven Licinio puede estar en apuros.

Eadulf se dirigió corriendo hacia la puerta.

Fidelma oyó que intercambiaba algunas palabras con, imaginó, los dos porteadores, que estaban asombrados y confundidos por lo que estaba pasando. Fidelma permaneció en silencio, observando al abatido Cornelio. Eadulf ordenó a los hombres de la lecticula que esperaran donde estaban.

– No puede estar malherido, pues se ha ido calle arriba persiguiendo a los dos que han salido de aquí -explicó Eadulf cuando regresó un momento después.

– Bien, Cornelio de Alejandría -dijo Fidelma con calma-, tenéis algo que explicar, ¿no os parece?

El médico hundió más los hombros y bajó la barbilla hasta el pecho emitiendo un profundo suspiro.

Licinio regresó al cabo de un segundo sacudiendo la cabeza preocupado.

– Se han escurrido como conejos en su madriguera -dijo indignado.

– ¿Estáis herido?

– No -contestó Licinio compungido-. Me han golpeado y zarandeado un poco cuando salieron disparados por la puerta. Casi me derriban. No los atraparemos ahora a menos que éste hable.

Le dio un pinchazo al griego con la punta de su gladius.

– No va a ser necesario eso, tesserarius -murmuró Cornelio-. En verdad, no sé dónde se han ido. ¡Debéis creerme!

– ¿Por qué íbamos a creeros? -exigió Furio Licinio, volviendo a pincharlo.

– Por la Santa Cruz, no veo por qué habéis de dudar de que digo la verdad. Se pusieron en contacto conmigo para buscar algún lugar donde encontrarnos. No sé de dónde vienen.

Fidelma vio que el hombre no estaba mintiendo. Estaba demasiado conmocionado por la sorpresa. Ya no había jactancia en él.

Eadulf había recogido la lámpara caída, descubrió que no todo el aceite se había derramado y la volvió a encender con su vela.

– Eadulf, dadle al buen médico algo de vino para que se reanime -le indicó Fidelma.

Sin decir una palabra, Eadulf vertió algo de vino del ánfora que, afortunadamente, no se había roto al caer la mesa, y se la tendió al griego. El médico la levantó saludando como en broma. «Bene vobis!», brindó con sarcasmo, aparentando recuperar algo de su anterior humor. Luego se bebió el contenido casi de un solo trago.

De repente, Fidelma se inclinó hacia el suelo y recogió un cáliz que obviamente se había caído del saco que uno de los árabes había agarrado cuando se había puesto de pie de un salto. Resultaba evidente que los árabes se habían asegurado el botín al huir. Fidelma se sentó frente a Cornelio, mientras que Eadulf tomó asiento junto a ella.

Furio Licinio, con la espada todavía en la mano, se colocó junto a la puerta.

Fidelma se quedó un rato sentada en silencio, dando vueltas al cáliz en su mano mientras lo examinaba concienzudamente.

– No negaréis que esto procede del tesoro de Wighard. Estoy segura de que Eadulf lo podrá identificar fácilmente.

Cornelio sacudió la cabeza con nerviosismo.

– No hace falta. Es uno de los cálices que trajo Wighard para que lo bendijera Su Santidad -confirmó Eadulf.

Fidelma se quedó callada, dejando que el nerviosismo del médico fuera en aumento.

– Ya veo. Estabais usando estos tesoros robados para comprar los libros que os ofrecían estos árabes.

– ¿Así que lo sabíais? Sí, libros de la biblioteca de Alejandría -admitió Cornelio, con rapidez. Un cierto tono de desafío pudo percibirse en su voz-. Textos médicos raros y de valor incalculable que de otra manera se perderían para el mundo civilizado.

Fidelma se echó hacia adelante y colocó el cáliz en la mesa que estaba entre ellos.

– Conozco algo de vuestra historia -dijo Fidelma, provocando miradas de sorpresa tanto en Eadulf como en Licinio-. Ahora es mejor que me la contéis toda.

– Supongo que ahora importa poco -accedió Cornelio compungido-. El joven Osimo y su amigo Ronan Ragallach están muertos. A mí me han cogido, pero al menos he salvado varios libros.

– Desde luego -admitió Fidelma-. Dejasteis varios en el alojamiento de Osimo Lando, y Ronan Ragallach tenía otro escondido en su puesto de trabajo. Y aquí hay otro más. ¿Y los objetos de valor incalculable que pertenecían a Wighard? ¿Qué queda de ellos?

Cornelio se encogió de hombros.

– Las piezas restantes estaban en aquel saco que se llevaron los árabes.

– ¿Y, a cambio, el único tesoro que habéis recibido son libros viejos? -preguntó Furio Licinio con incredulidad.

Los ojos de Cornelio brillaron.

– No espero que un soldado lo entienda. Los libros son mucho más valiosos que ese metal. Tengo el trabajo de Erasístrato de Ceos sobre el origen de las enfermedades; la Fisiología de Galeno y varias obras de Hipócrates como su Sobre la enfermedad sagrada, Sobre epidemiasy sus Aforismos, así como los comentarios de Hipócrates de Herófilo. -Su voz dejaba ver una absoluta satisfacción-. Éstos son grandes tesoros de la literatura médica. ¿Cómo voy a pretender que entendáis lo que representan? Su valor va más allá del mero oro y las joyas que he intercambiado por ellos.

Fidelma sonrió levemente.

– Pero el oro y las joyas que intercambiasteis no eran vuestros. Pertenecían a Wighard, el arzobispo de Canterbury. Explicadnos cómo sucedió.

Cornelio le dirigió una mirada y luego lentamente otra a Eadulf y Licinio. Después dijo simplemente:

– Yo no maté a Wighard.

Capítulo 15

– Dejadme que os diga que yo, Cornelio, soy alejandrino ante todo. -El médico se hinchó de orgullo como si esta declaración lo explicara todo-. La ciudad fue fundada hace nueve siglos por el gran Alejandro de Macedonia. Ptolomeo I ordenó construir la famosa biblioteca que, según Calimaco, llegó a contener setecientos mil volúmenes. Pero, estando Julio César en Alejandría, la biblioteca principal se quemó y muchos de los libros se destruyeron. Nunca se pudo probar, pero según los rumores, el incendio se produjo por el rencor mezquino que Roma guardaba a aquel gran tesoro. Sin embargo, la biblioteca se ha reconstruido y restaurado y durante estos últimos seis siglos se sigue considerando la mayor biblioteca del mundo.

– ¿Qué tiene esto que ver con la muerte de Wighard…? -interrumpió Eadulf con impaciencia, hablando más para Fidelma que para Cornelio, pues parecía que ella seguía el discurso como si tuviera gran relevancia.

Fidelma levantó una mano para que callara y le hizo señal a Cornelio de que continuara.

El médico hizo una mueca, molesto por la interrupción, pero no dijo nada.

– La biblioteca de Alejandría era la mayor del mundo -volvió a repetir con insistencia-. Yo estudié en Alejandría hace muchos años; fui alumno en la gran escuela de medicina fundada por Herófilo y Erasístrato casi al mismo tiempo que se creó la biblioteca. Yo ya había acabado mis primeros estudios: estaba ejerciendo en Alejandría y había sido nombrado catedrático en la escuela de medicina, cuando el terrible desastre nos sorprendió y el mundo se volvió loco.

– ¿Qué desastre fue ése, Cornelio? -preguntó Fidelma.

– Los seguidores árabes de la nueva religión del islam, fundada por el profeta Mahoma hacía unas décadas, empezaron a extenderse hacia el oeste en una guerra de conquista provenientes de la península oriental donde habían morado. Sus dirigentes habían lanzado el grito de la jihad, la guerra santa, contra todos aquellos que no se convirtieran a la nueva fe, a los que llamaban kafirs. Hace veinte años penetraron en Egipto, llegaron hasta la ciudad de Alejandría y la incendiaron. Muchos de nosotros huimos y buscamos refugio por el mundo. Yo conseguí un camarote en un barco con destino a Roma y la última visión de mi tierra natal es la de los grandes muros de la biblioteca de Alejandría devorados por las llamas y el humo, al igual que los vastos tesoros de los esfuerzos intelectuales del hombre que estaban allí salvaguardados.

Cornelio hizo una pausa y le tendió la copa a Eadulf para que le sirviera más.

El cenobita sajón, algo renuente, le vertió algo de vino del ánfora y Cornelio lo tomó con entusiasmo, a tragos largos. Cuando hubo satisfecho su sed, continuó.

– No hace mucho se puso en contacto conmigo un comerciante, concretamente árabe, que me dijo que había oído que antaño yo había sido médico en Alejandría y conocía bien su biblioteca. Tenía que enseñarme algo. Era el libro de Erasístrato, escrito a mano por el mismo médico. No me lo podía creer. El comerciante dijo que me vendería la obra, más otras doce que tenía. La suma que me pidió era una barbaridad; una suma que estaba muy por encima de mis posibilidades, aunque en Roma se me considera una persona adinerada. El comerciante dijo que esperaría un poco, y cuando yo pudiera reunir esa cantidad haríamos el intercambio.

– ¿Qué podía hacer? Me pasé una noche entera sin dormir pensando en ello. Finalmente, se lo confié al hermano Osimo Lando que, al igual que yo, era alejandrino. Él no dudó. Si no podíamos reunir la suma por las buenas, teníamos que hacerlo por las malas. Ambos nos juramentamos para que aquellos grandes tesoros del saber griego se salvaran para la posteridad.

– ¿Para la posteridad… o para vos? -preguntó Fidelma con frialdad.

Cornelio no se sentía avergonzado. Su voz mostraba orgullo.

– ¿Quién sino yo, yo un médico de Alejandría, podía realmente apreciar la riqueza contenida en aquellos libros? Incluso Osimo Lando tan sólo veía los aspectos intelectuales, mientras que yo… yo podía estar en comunión con los siglos, con las grandes mentes que escribieron sus palabras.

– ¿Así que matasteis a Wighard para que sus tesoros os proporcionaran el dinero? -preguntó Eadulf con desprecio.

Cornelio sacudió la cabeza con vehemencia.

– Eso no es así -y su voz se hizo casi un susurro.

– ¿Entonces cómo fue? -le interpeló Furio Licinio con desprecio.

– Es cierto que robamos los tesoros de Wighard, pero no lo matamos -protestó Cornelio, al que se le acumulaba el sudor en las cejas mientras miraba fijamente a uno y a otro, deseoso de que lo creyeran.

– Tomaos vuestro tiempo -dijo Fidelma con frialdad-. ¿Cómo sucedió?

– Osimo era un buen amigo de Ronan Ragallach. -Cornelio la miró con dureza-. ¿Sabéis lo que quiero decir? Un amigo íntimo -repitió con énfasis.

Fidelma lo entendió. La relación le había resultado obvia.

– Bien, Osimo decidió que había que meter a Ronan en el asunto. Oímos que Wighard había llegado para ser ordenado arzobispo de Canterbury por Su Santidad. Y lo que era más importante, sabíamos que Wighard había traído unas riquezas considerables de los reinos sajones. Era exactamente lo que necesitábamos. De hecho, Ronan Ragallach ya había conocido antes a Wighard y no le había gustado el hombre. Le atrajo la idea de que lo despojáramos de sus riquezas.

Fidelma hizo ademán de ir a hablar, pero cambió de opinión.

– Seguid -le ordenó.

– Todo resultaba bastante simple. Ronan Ragallach hizo primero una inspección de las habitaciones de Wighard, eso fue la noche que casi lo pesca un tesserarius. Ronan Ragallach dijo al hombre que su nombre era «Nadie», pero en su propia lengua. Y el guardia se lo creyó.

Licinio hizo pasar el aire entre sus dientes en un gesto de embarazo.

– Yo era ese tesserarius -confesó secamente-. No comprendí el sentido del humor de vuestro amigo.

La mirada de Cornelio era inexpresiva.

– El pobre hermano Ronan Ragallach era un mal conspirador, pues no tenían que haberlo atrapado.

– No se había cometido ningún crimen entonces -dijo Licinio-. Wighard fue asesinado la noche siguiente.

– Así es -admitió Cornelio-. Osimo y Ronan Ragallach decidieron que ellos se ocuparían del robo, pues a mí me conocen bien en palacio. Decidieron entrar por la habitación situada al lado de la ocupada por el abad Puttoc.

– ¿La habitación donde dormía el hermano Eanred? -preguntó Fidelma.

– Era la única estancia por la que se podía tener fácil acceso al edificio. Veréis, hay un alféizar ancho que recorre el patio desde el edificio del Munera Peregrinitatis a la domus hospitalis.

– Ya he visto ese alféizar. Sólo permite el acceso a la habitación donde dormía Eanred.

Cornelio se quedó mirando pensativo a Fidelma un momento, antes de confirmarlo.

– Tenéis buena vista, hermana. En realidad, el alféizar era un medio de entrar en la domus hospitalis sin ser visto. El problema residía en asegurarse de que ese criado sajón no estorbara cuando Osimo y Ronan Ragallach cometieran el robo.

– Ahí es donde entráis vos -dijo Fidelma sonriendo con seguridad- y ésa es la razón por la que invitasteis al simplón de Eanred a vuestra villa y no parasteis de ofrecerle vino hasta que creísteis que vuestros compinches ya habían cometido el robo.

Cornelio asintió lentamente con la cabeza, con los ojos bien abiertos, sorprendido por lo que Fidelma sabía.

– Mientras mantuve a Eanred alejado -creedme, no era una tarea fácil tener a aquel tonto ocupado-, Osimo y Ronan Ragallach avanzaron por el alféizar hasta la domus hospitalis. Osimo se quedó de guardia mientras que Ronan Ragallach entró en la habitación de Wighard para ver si estaba dormido.

– Y Ronan Ragallach despertó a Wighard y entonces lo mató -concluyó Eadulf bruscamente.

– ¡No! -replicó Cornelio-. Ni Ronan ni Osimo mataron a Wighard.

Fidelma advirtió a Eadulf mirándole con el ceño fruncido.

– Dejemos que Cornelio explique la historia a su manera -ordenó con cierta dureza.

Cornelio hizo una pausa para pensar y luego continuó.

– No se oía ruido en las estancias y Ronan entró. Fue en silencio hasta la cama y allí vio a Wighard ya muerto. Desconcertado, estaba a punto de irse cuando se le ocurrió que si Wighard estaba muerto entonces los objetos valiosos podían ser robados sin obstáculos. Ronan Ragallach sacó coraje y regresó de la habitación de Wighard con el saco, que se había llevado para cargar el tesoro escondido, ahora ya lleno con las preciadas copas de metal. Los objetos eran pesados y voluminosos, por lo que Ronan Ragallach le llevó un saco a Osimo, que esperaba en la estancia de Eanred, y luego tuvo que ir a por el segundo.

– Osimo regresó por el alféizar para llevarlo a su habitación en el Munera Peregrinitatis mientras Ronan llenaba el segundo saco. Lo llevó también a la habitación de Eanred…

– Y el saco se enganchó en unas astillas del marco de la puerta -dijo Fidelma pensativa, casi para sí misma.

Cornelio hizo una pausa un momento, sin entender. Entonces, como ella no explicó más, continuó.

– Estaba a punto de seguir a Osimo por el alféizar cuando se dio cuenta de que no había cerrado bien la puerta de la habitación de Wighard. Por miedo a que se descubriera el cadáver y se diera la alarma antes de que ellos estuvieran listos, dejó el saco junto a la ventana y regresó. Fue una tontería, pues eso fue lo que provocó su captura. Tal como nos explicó luego, acababa de salir de la habitación y empezaba a avanzar por el pasillo hacia la estancia de Wighard cuando un decurión de los custodes apareció de repente y le dio el alto. Ronan Ragallach tuvo la sensatez de alejarse de la habitación de Eanred, que hubiera conducido a los custodes hasta su compañero Osimo, e intentó huir por la escalera del otro extremo del edificio. Pero se tropezó de lleno con los dos guardias del jardín.

– Hubiera tenido más oportunidades de escapar a través de la habitación de Eanred y luego por el alféizar -observó Eadulf.

Cornelio se lo quedó mirando.

– Como he explicado, se dio cuenta de que si hacía eso llevaría directamente al decurión hasta el segundo saco del tesoro y le indicaría el camino que había seguido su amigo Osimo. Por eso intentó escapar por los jardines.

– ¿Y qué pasó con el segundo saco, el que había dejado en la habitación de Eanred? -preguntó Fidelma-. ¿Cómo desapareció? ¿Supongo que Osimo regresó por él?

– Una suposición correcta -admitió Cornelio, apreciando su rapidez mental-. Después de llevarse el primer saco a su despacho y esperar a Ronan Ragallach, Osimo se preocupó al ver que no aparecía. Después de un ratito hizo el camino de vuelta a la habitación de Eanred. Encontró el segundo saco y luego oyó el alboroto. Se dio cuenta de que habían cogido a Ronan, agarró el saco y se volvió a su despacho. En ese momento decidió ocultar los tesoros en su alojamiento. No sabíamos qué hacer, pero Ronan Ragallach escapó de la celda a la mañana siguiente, debido al descuido de un guardia.

– Que ha sido sancionado -murmuró Furio Licinio en tono grave.

– ¿Y Ronan Ragallach fue directamente hasta vos? -concluyó Fidelma.

Cornelio hizo un gesto afirmativo.

– ¿Y lo ocultasteis?

– El plan era sacarlo a escondidas de la ciudad. Lo hubiéramos hecho en un barco. Pero Ronan Ragallach era una persona moral. Sí, cuando se trataba de un asesinato, era moral -repitió Cornelio, como si no fueran a estar de acuerdo con él-. Se enteró de que vos, Fidelma de Kildare, estabais investigando el asesinato de Wighard del que era acusado. Para Ronan Ragallach, el robo era una cosa, pero el asesinato era otra muy distinta, y nos dijo que vos teníais una gran reputación en vuestra tierra. Os había visto una vez en la corte del rey en Tara. Y os reconoció en la Via Merulana el mismo día del robo y os siguió durante un rato para asegurarse de que no se equivocaba.

Eadulf asintió con la cabeza al recordarlo.

– ¿Así que Ronan Ragallach era el cenobita irlandés que vi que nos seguía?

Nadie respondió a esa pregunta retórica.

– Dijo que vos, Fidelma de Kildare, erais abogado en los tribunales de vuestro país y que teníais fama de resolver enigmas, de ser una persona que buscaba la verdad -repitió Cornelio-. Aunque Osimo y yo le aconsejamos que no lo hiciera, él decidió que quería limpiar su nombre con vos, convenceros de que no era responsable de la muerte de Wighard.

Furio Licinio soltó una risotada.

– ¿Pretendéis que nos creamos eso? Ya habéis admitido vuestra culpa respecto al robo. Quien lo robó también lo mató.

Cornelio miró a Fidelma con una expresión de súplica en el rostro.

– Eso no es cierto. Nosotros no somos responsables de la muerte del sajón. Le robamos, sí. Ypor un motivo del que no me avergüenzo. Si sois el abogado justo que Ronan Ragallach creía que erais, lo sabréis.

Había tal sinceridad en el rostro de Cornelio que Fidelma se convenció de que decía la verdad.

– ¿Así que Ronan Ragallach se puso en contacto conmigo para que nos encontráramos en las catacumbas y explicarme esta historia?

– Ésa era su intención. Por supuesto, no iba a revelar que Osimo y yo estábamos implicados en el asunto. Pero quería limpiar su nombre.

– Y lo mataron por sus remordimientos.

Cornelio asintió con la cabeza.

– Yo le desaconsejé ese encuentro. Es más, no supe nada hasta que Osimo me lo dijo y me apresuré al cementerio para detenerlo.

– ¿Así que por eso estabais allí tan oportunamente?

– Sí. Me preocupaba sobremanera que Ronan Ragallach revelara nada que pudiera incriminarme a mí y a Osimo. Quería que la compra de los libros siguiera adelante. Imaginad mi horror cuando llegué al cementerio y encontré al comerciante árabe y su compañero que huían de las catacumbas. Me dijeron que Ronan Ragallach estaba dentro muerto.

– ¿Qué hacían siguiendo a Ronan, si erais vos el que trataba con ellos? -preguntó Fidelma.

– La noche anterior a su muerte, Ronan Ragallach se había ofrecido voluntario para ir en mi lugar a encontrarse con el comerciante árabe aquí, en Marmorata, y hacer el primer intercambio de libros. El comerciante había enviado una nota con instrucciones que yo le di a Ronan Ragallach. Pero después del encuentro Ronan le dijo a Osimo que creía que los árabes lo seguían. Creía que sospechaban de él.

– Cuando yo los encontré en el cementerio, naturalmente pensé que eran ellos los que habían matado a Ronan Ragallach. Antes de que pudiera interrogarlos, me llamaron para que ofreciera mi ayuda, pues, según me dijeron, había alguien herido en las catacumbas.

– Yo sospeché que sería Ronan Ragallach. Pensé que los árabes lo habían matado. Corrí hasta la entrada principal y descendí. Podéis imaginar mi sorpresa cuando os vi caminando hacia mí, y con gran horror, vi que llevabais uno de los cálices robados. Algo se apoderó de mí. Retrocedí y, perdonadme, hermana, os golpeé en la cabeza y cogí el cáliz. Registré vuestro marsupium, lo cual fue un acierto, pues encontré la carta que había enviado el comerciante árabe con las instrucciones de cómo se tenía que efectuar el intercambio. También cogí esto, pero entonces oí que alguien bajaba a las catacumbas detrás de mí. Tenía que hacer ver que os acababa de descubrir en estado inconsciente. Nadie dudó que erais vos la persona que habían avisado que estaba herida.

Fidelma lo miraba fijamente con ojos brillantes.

– ¿Así que fuisteis vos quien me atacó?

– Perdonadme -repitió Cornelio, pero sin arrepentimiento en su voz.

– Pensé que la silueta que había visto antes de ser golpeada me resultaba familiar -murmuró Fidelma en tono reflexivo.

– No pareció que sospecharais cuando recuperasteis el conocimiento.

– Hay, sin embargo, una cosa que me preocupa. Los árabes estaban detrás de mí en la catacumba. ¿Cómo pudieron salir antes que yo y deciros que Ronan estaba muerto?

Cornelio se encogió de hombros.

– No sabéis cuántas entradas y salidas hay. Unas pocas cámaras más allá de donde mataron a Ronan Ragallach hay una salida que conduce arriba, junto a las puertas del cementerio. Si hubierais ido por ahí habríais salido de las catacumbas en pocos minutos. Por ahí salió el peregrino desconocido que dio la alarma después de dejar las catacumbas por otro camino.

Licinio asintió.

– Así es, hermana. Existen diferentes pasadizos. Sin duda, tal como dice Cornelio, el peregrino que informó sobre Ronan Ragallach también utilizó un pasillo diferente y os adelantó en vuestro camino hacia la entrada principal.

– ¿Por qué no fuisteis directamente a buscar a Ronan? -insistió Fidelma.

– Si hubiera ido por la entrada lateral, siguiendo el camino más corto, hubiera levantado sospechas inmediatamente. De hecho, hubiera querido ir directamente en busca del cadáver de Ronan Ragallach, pero había demasiada gente alrededor y no podía dejaros sin llevaros primero de vuelta al palacio. Luego, ya era demasiado tarde. Licinio, aquí presente, fue enviado a las catacumbas a por los restos de Ronan.

– ¿Qué hicisteis con la carta y el cáliz? -preguntó Fidelma.

– Me llevé los objetos incriminatorios y los metí en mi maletín médico. Corrí a darle la noticia a Osimo. Obviamente, los árabes eran responsables de la muerte de Ronan Ragallach. Pero, ¿por qué lo mataron? ¿Creyeron que los estaba traicionando?

– No fueron los árabes -dijo Fidelma con firmeza.

Cornelio abrió los ojos, sorprendido.

– Eso es precisamente lo que aseguraron. Pero, si no fueron ellos, ¿quién es entonces el responsable?

– Eso hay que descubrirlo.

– Bueno, no fuimos ni Osimo ni yo. ¡Eso os lo juro por Dios! -declaró Cornelio.

Fidelma se reclinó y observó pensativa los rasgos nerviosos del médico griego.

– Hay una cosa que me preocupa… -empezó a decir.

Eadulf soltó una carcajada irritada.

– ¿Sólo una cosa? -bromeó-. Este misterio no se aclara en absoluto.

Furio Licinio asentía con la cabeza. Fidelma no les hizo caso.

– Habéis dicho que el hermano Ronan Ragallach ya conocía a Wighard y que no le había gustado. ¿Podéis explicaros mejor?

– Sólo puedo hablaros de rumores, hermana -dijo Cornelio-. Lo único que puedo hacer es repetir la historia tal como Ronan Ragallach se la explicó a Osimo y luego Osimo a mí.

Hizo una pausa un momento y se quedó pensativo antes de continuar.

– Ronan Ragallach se marchó de su país hace muchos años y fue a predicar la fe entre los sajones, primero en el reino de los sajones orientales y luego en el reino de Kent. Durante un tiempo predicó en la iglesia dedicada a san Martín de Tours en el interior de las murallas de Canterbury. Es una iglesia pequeñita, según me han dicho.

Eadulf inclinó la cabeza en señal de afirmación.

– La conozco.

– Una noche, hace siete años, llegó un hombre moribundo a esa iglesia. El hombre estaba destrozado de cuerpo y alma, agonizante a causa de una enfermedad. Sabía que se estaba muriendo y quería confesar sus pecados.

– Por casualidad sólo había una persona en la iglesia aquella noche que pudiera administrarle los sacramentos. Era el monje visitante de Irlanda.

– ¡Ronan Ragallach! -exclamó el tesserarius Licinio, que seguía con impaciencia el relato.

– Exactamente -confirmó Cornelio-. El hermano Ronan Ragallach. Escuchó la confesión de aquel hombre y grandes eran sus pecados. Lo peor era que el sujeto había sido un asesino a sueldo. Lo que le preocupaba era un gran pecado, mayor que cualquier otro, que recaía en un importante miembro de la Iglesia. Explicó el relato de este crimen con detalle a Ronan Ragallach. Un diácono de la Iglesia le había pagado para matar a su familia porque al diácono le molestaba. Es más, el asesino confesó que tomó el dinero del diácono y mató a su mujer, pero, para incrementar sus ganancias, se llevó a los niños a un reino vecino y los vendió a un granjero como esclavos. El hombre se estaba muriendo. E incluso cuando lanzaba el último suspiro nombró al diácono que lo había contratado para asesinar a su familia. En aquel momento el hombre era el secretario de Deusdedit, el arzobispo…

– ¿Wighard? -exclamó Eadulf, horrorizado-. ¿Queréis decir que Ronan Ragallach afirmaba que Wighard había pagado a un asesino para matar a su mujer e hijos?

Cornelio no hizo caso de la pregunta y continuó.

– Obligado por el secreto de confesión, el hermano Ronan Ragallach bendijo al muerto, pues no podía absolver un crimen tan atroz, y más tarde, aquella noche, lo enterró fuera de los confines de la iglesia. Aquella confesión lo dejó muy conmocionado, pero se sintió incapaz de enfrentarse a Wighard o de explicarle la historia a otra persona. Unas semanas después, Ronan Ragallach decidió marcharse de Canterbury y viajó hasta aquí, a Roma, y empezó una nueva vida. Cuando vio a Wighard en la ciudad y se enteró de que estaba a punto de ser ordenado arzobispo de Canterbury por Su Santidad, Ronan se sintió tan indignado que le explicó la historia a Osimo y luego Osimo me lo contó a mí.

– ¿Puede ser que Ronan Ragallach estuviera tan indignado que llegara a matar a Wighard? -aventuró Licinio.

– ¿Y que luego se matara de la misma manera? -replicó Fidelma frunciendo el ceño-. Eso resulta poco creíble. ¿Cuándo os explicó esa historia Osimo, Cornelio?

– El día en que discutimos el asunto de conseguir el dinero para los comerciantes árabes. El día en que Ronan Ragallach sugirió que no sería pecado quitarle los objetos a Wighard. A mí ese comentario me dejó desconcertado y luego, en privado, Osimo me explicó esta historia para que entendiera por qué Ronan Ragallach creía que Wighard se merecía que le robaran el tesoro.

Se hizo un silencio durante el cual Fidelma reflexionó sobre el asunto.

– Os creo, Cornelio de Alejandría. La historia que explicáis es demasiado fantástica para no ser cierta, ya que habéis admitido gran parte de culpa.

Mientras lo miraba, pensativa, se le ocurrió hacerle una pregunta que no tenía nada que ver con lo que habían discutido.

– Sois un hombre entendido, Cornelio. ¿Sabéis algo de las costumbres que conciernen a la fiesta de las saturnales?

– ¿La fiesta de las saturnales? -preguntó el alejandrino, sorprendido.

La misma sorpresa reflejaban los rostros de Eadulf y Licinio.

Fidelma asintió con calma.

– Antiguamente había un festival religioso que se celebraba a finales de diciembre -explicó Cornelio-. Eran unos días de disfrute, buena voluntad y de hacerse regalos. El comercio se detenía y todo el mundo se arreglaba y lo pasaba bien.

– ¿Había algún acontecimiento especial durante esa fiesta? -insistió Fidelma.

Cornelio hizo una mueca como para indicar que no sabía gran cosa.

– La fiesta empezaba con un sacrificio en el templo y un banquete público abierto a todo el mundo. La gente podía incluso hacer apuestas en público. Oh, y los esclavos se ponían las ropas de sus amos y quedaban liberados de sus obligaciones, mientras que los amos servían a los esclavos.

Los ojos de Fidelma brillaron y una sonrisa se dibujó en su rostro.

– Gracias, Cornelio -dijo; la solemnidad del tono que empleó no ocultó el placer que le había proporcionado aquella información. De repente, se levantó.

– ¿Qué me va a pasar a mí? -preguntó Cornelio, también poniéndose en pie.

– Eso yo no lo sé -admitió Fidelma-. Yo haré un informe para el Superista y él, sin duda, someterá el asunto a la consideración de los magistrados de la ciudad. Yo no conozco las leyes de Roma.

– Mientras tanto -gruñó Furio Licinio con satisfacción-, os llevaremos a las celdas de los custodesy no os resultará tan fácil escapar de allí como a Ronan Ragallach. Eso os lo aseguro.

Cornelio se encogió de hombros. Era un gesto desafiante.

– Al menos he rescatado varias grandes obras para la posteridad que si no, se hubieran perdido. Ésa es mi compensación.

Licinio lo condujo hasta la puerta.

Cuando Cornelio ya se iba, a Fidelma le cruzó por la mente otro pensamiento.

– ¡Un momento!

Cornelio se giró con esperanza.

– ¿Ronan Ragallach u Osimo le explicaron a alguien más esa extraña historia de la supuesta muerte de la mujer de Wighard y de la venta de sus hijos, de la responsabilidad de Wighard en ese terrible acto?

Cornelio frunció el ceño y negó lentamente con la cabeza.

– No. Según Osimo, Ronan Ragallach tan sólo se lo explicó a él. Pero Osimo me lo contó por el motivo que ya les he expuesto.

De repente, le cambió la expresión cuando le vino un recuerdo a la memoria.

Fidelma se dio cuenta enseguida.

– Pero vos se lo contasteis a alguien -afirmó incitándolo.

Cornelio estaba inquieto.

– Me pareció un acto tan impío, un crimen tan atroz, si fuera cierto, que me tuvo preocupado durante varios días. Había un hombre a punto de ser nombrado arzobispo, ordenado por Su Santidad, y, sin embargo, un moribundo había explicado en confesión que él había pagado para que mataran a su mujer y sus hijos. Yo no podía dejarlo, aunque traicionara la confianza de mi amigo Osimo. Pero se lo expliqué sólo a un hombre de Iglesia de rango y honor.

Fidelma sintió una punzada en el cogote.

– No pudisteis quedaros callado. Eso lo entiendo -admitió con impaciencia-. Así que, ¿a quién se lo dijisteis?

– Pensé que tenía que ir a ver si alguien del séquito de Wighard sabía algo de ese asunto y podía aconsejar si se debía investigar. Busqué el consejo de alguien con cierta autoridad que pudiera hablarle de ello a Su Santidad antes de la ceremonia de ordenación. De hecho, fue justo el día antes de la muerte de Wighard que informé del asunto a uno de los prelados sajones.

Fidelma cerró los ojos e intentó controlar su impaciencia. Eadulf, dándose cuenta de la importancia de lo que estaba diciendo Cornelio, permanecía esperando con la cara blanca.

– ¿A quién se lo dijisteis? -repitió Fidelma con brusquedad.

– Pues se lo dije al abad sajón, por supuesto. El abad Puttoc.

Capítulo 16

– Puttoc -murmuró el hermano Eadulf, mientras se apresuraban por los terrenos del palacio de Letrán hacia la habitación del abad Puttoc en la domus hospitalis-. Ha sido ese mentiroso, lujurioso, hijo de puta todo el tiempo.

Fidelma hecho una mirada de reojo crítica ante la vehemencia de las palabras de su compañero.

– Ese lenguaje no os es propio, Eadulf -reprobó Fidelma.

– Lo siento. Es que me hierve la sangre cuando pienso en ese sacerdote lascivo que se supone que ha de enseñar moralidad a otros. Así que él era el asesino… ah, pero si veo que las piezas encajan cuando recuerdo todo.

– ¿Así lo creéis? -preguntó Fidelma.

– Retrospectivamente, por supuesto -afirmó Eadulf, preocupado por el tono ligeramente humorístico de la voz de la mujer. ¿Acaso se estaba burlando de él ahora que tenían la respuesta, considerando que él había estado tan ciego antes? Incluso al inicio de la investigación él hubiera condenado a Ronan Ragallach y no se hubiera preocupado de ir más allá-. Sí, obviamente siempre había sido Puttoc. Aunque, después de haber conocido el oscuro secreto de Wighard, con esa terrible ambición suya por hacerse con el trono de Agustín de Canterbury, Puttoc decidió matar a Wighard y reclamar ese premio.

Fidelma suspiró para sí. Eadulf era inteligente, pero tenía un defecto, y es que tendía a seguir sólo un camino a la vez y se olvidaba de que había que comprobar los atajos.

Se encontró pensando en Eadulf. Desde que lo había conocido en Witebia, a menudo había sentido que se producía una reacción casi química entre ellos. Le gustaba su compañía, las bromas y las discusiones medio en serio que mantenían. Más aún, la masculinidad de Eadulf no le era indiferente.

A los veintiocho años, Fidelma había llegado a la edad en que se consideraba que le había pasado el momento del matrimonio en una sociedad en que la mayoría de enlaces tenían lugar para las chicas entre los dieciséis y veinte años. No es que Fidelma hubiera rechazado nunca conscientemente la idea del matrimonio, de renunciar al mundo temporal por la vida espiritual. Simplemente había sucedido así. Y no es que no tuviera experiencia.

Cuando estaba en su segundo año de estudios de leyes en la escuela de Morann, el principal Brehon de Tara, había conocido a un joven. Era un joven jefe de la Fianna , la guardia del rey. La atracción, vista desde la distancia, no era más que física, y la relación fue apasionada e intensa. Terminó sin drama cuando el joven, Cian, se marchó de Tara con otra joven; una chica que sencillamente quería un hogar y que no significaba ninguna amenaza intelectual para a él. Pues Fidelma estaba muy metida en sus estudios, siempre absorta en la lectura de los textos antiguos. Cian era sólo una persona física cuya vida se medía con acciones y no con pensamientos.

Tal como Fidelma había meditado, incluso el Libro de Amos decía: «¿Pueden dos caminar juntos, salvo que estén de acuerdo?». Sin embargo, a pesar de la racionalización que había hecho al final de la relación, le había dejado una huella. Cuando conoció a Cian, era joven y despreocupada. El rechazo de Cian la había dejado desilusionada y, aunque hizo todo lo que pudo para ocultarlo, aquella experiencia le había hecho sentir amargura. En realidad, nunca se había recuperado de aquello. Nunca lo había olvidado; quizá, nunca se lo había permitido.

Había puesto todas sus energías en los estudios y el saber y en su aplicación. No había querido acercarse a un hombre de nuevo. Eso no quería decir que hubiera rechazado aventuras pasajeras. Fidelma pertenecía a su cultura y no envidiaba a los ascetas de la fe que se privaban de tales placeres naturales. Negarse el propio cuerpo le parecía antinatural. El celibato no era un concepto en el que creyera como regla general; era una cuestión de elección personal y no un dogma religioso. Pero sus amores no habían sido ni profundos ni duraderos. Cada vez había deseado más, casi se había convencido de la sinceridad de los sentimientos existentes entre ella y su pareja, pero cada vez el asunto había terminado en una desilusión.

Se puso a contemplar al cenobita sajón; intentaba entender los sentimientos de calidez, placer y bienestar que sentía en su presencia, cosas que estaban extrañamente reñidas con el choque de sus personalidades y culturas. Recordaba que su amiga, la abadesa Etain de Kildare, había intentado explicarle una vez por qué dejaba su cargo para casarse.

– A veces uno sabe lo que está bien, instintivamente, Fidelma. Eso sucede cuando un hombre y una mujer se conocen y saben que entienden y pueden ser entendidos. El acto de conocerse se convierte en la intimidad esencial entre ellos, pues no hay necesidad de una amistad prolongada y un descubrimiento gradual de uno por el otro. Es como si dos partes se hubieran convertido repentinamente en una.

Fidelma frunció el ceño. Desearía estar tan segura como la pobre Étain lo había estado.

Súbitamente, se dio cuenta de que Eadulf había acabado de hablar y que parecía que estuviera esperando una respuesta.

– ¿La ambición de Puttoc? ¿Así lo creéis? -preguntó finalmente otra vez. Sacudió la cabeza y volvio a pensar en lo que tenían entre manos-. ¿Y por qué Puttoc no fue simplemente a presentar sus acusaciones al Santo Padre? ¿Cómo podía ser Wighard arzobispo una vez se supiera este terrible secreto?

Eadulf sonrió con indulgencia.

– ¿Pero dónde estaba la prueba de Puttoc? Tan sólo tenía la palabra de Osimo, que a su vez la tenía de Ronan Ragallach, un ladrón ya condenado. Sin un testigo creíble, no hubiera sido capaz de probar tal acusación.

Fidelma admitió que así era.

– Además -continuó Eadulf-, Puttoc también tenía un oscuro secreto del que sin duda tenía conocimiento el hermano Sebbi. Su carácter lascivo. Si presentaba acusaciones contra Wighard, se podían fácilmente presentar otras acusaciones contra él.

– Eso es cierto -aceptó Fidelma-. Pero, ¿la ambición de Puttoc lo llevaría al extremo de estrangular al arzobispo? ¿Y por qué matar a Ronan Ragallach, la verdadera fuente de la historia?

Eadulf se encogió de hombros.

– El hermano Sebbi confirma que Puttoc era un hombre cruel -dijo, con no poca convicción.

Llegaron a la domus hospitalis y empezaron a subir las escaleras deprisa.

De repente, Eadulf se detuvo en el tramo superior de la escalera y agarró a Fidelma por el brazo para frenarla.

– ¿No creéis que deberíamos esperar a Furio Licinio y sus custodes antes de enfrentarnos a Puttoc?

Había dejado que Licinio acompañase a Cornelio a las celdas de los custodes para después reunirse con ellos en la habitación de Puttoc.

Fidelma sacudió la cabeza, impaciente.

– Si Puttoc es el culpable, dudo que haga nada que pueda causarnos daño.

La expresión de Eadulf reflejaba perplejidad.

– ¿Todavía dudáis de que Puttoc esté implicado después de lo que ha dicho Cornelio?

– No dudo de que Puttoc esté implicado -accedió Fidelma-. Pero hasta qué punto está implicado todavía se ha de probar.

Fidelma avanzó por el pasillo y se detuvo en el exterior de la habitación del abad de Stanggrund.

Se inclinó hacia adelante y golpeó suavemente en la puerta.

Un ligero sonido se oyó en el interior del cuarto. Luego, silencio.

– ¡Abad Puttoc! Soy Fidelma de Kildare.

No recibió respuesta alguna. Fidelma echó una mirada a Eadulf con las cejas arqueadas y movió lentamente la cabeza en un gesto que Eadulf interpretó correctamente.

El monje sajón agarró el mango, lo giró suavemente y abrió de golpe la puerta.

Cuando atravesaron el umbral, Fidelma y Eadulf se quedaron quietos y asombrados por la escena que había en el interior de la habitación.

Atravesado sobre la cama yacía el cuerpo del abad Puttoc tumbado de espaldas, con sus ojos de color azul glacial alzados al cielo con la mirada ciega de la muerte. No había dudas en cuanto a qué lo había matado. El cordón todavía estaba enrollado alrededor de su cuello nervudo, la soga prieta casi cortando la carne. De entre los labios le salía la lengua ennegrecida que aumentaba la expresión cómica y grotesca de sorpresa de sus rasgos. Tenía las manos contraídas como garras que se aferraran al aire y, aunque ahora estaban caídas y descansaban en sus costados, la tensión no había desaparecido. El abad Puttoc de Stanggrund había sido estrangulado de la misma manera que Wighard y el hermano Ronan Ragallach.

Aquella imagen se quedó grabada en los ojos de Fidelma y Eadulf. Pero fue la figura que estaba inclinada sobre el cadáver lo que hizo que ambos se echaran a gritar al unísono.

Cuando penetraron en la habitación, el hermano Eanred daba vueltas por allí, dirigiendo hacia ellos su cara pálida. Fidelma tuvo por un momento la sensación de estar ante un animal acorralado.

Aquella escena pareció permanecer congelada durante una eternidad. Sin embargo, no fue más que un segundo. Luego, Eanred, con un grito inarticulado, atravesó la habitación de un salto en dirección a la única salida: la ventana que daba al patio que estaba tres pisos más abajo. Pero Fidelma se dio cuenta de que era el alféizar que recorría el lateral del edificio lo que buscaba Eanred.

Eadulf cruzó la estancia, pero el antiguo esclavo se giró y lo derribó de un golpe. Eadulf retrocedió tambaleante unos pasos, chocó con una pared y se desplomó con un gruñido de dolor.

Fidelma avanzó impulsivamente hacia él.

Eanred, a horcajadas sobre el alféizar de la ventana, percibió el movimiento de la muchacha, metió la mano entre los pliegues de su hábito y extrajo un cuchillo. Fidelma lo vio brillar y tan sólo tuvo un segundo para hacerse a un lado, antes de que atravesara la habitación como un rayo y fuera a clavarse en la jamba de la puerta que estaba detrás de ella.

Mientras estaba de este modo distraída, Eanred se descolgó por el antepecho y se puso en equilibrio sobre el alféizar.

Con un gruñido de indignación, Eadulf se puso en pie, sacudió la cabeza y se dio cuenta de que su presa había escapado. Cruzó la habitación, pero Eanred avanzaba con rapidez por el alféizar.

Fidelma fue hasta la ventana que Eadulf intentaba saltar. Lo detuvo.

– No. Es demasiado estrecho y no es seguro. Ya lo vi el otro día. El yeso está viejo y es poco sólido.

– Pero se escapará -protestó Eadulf.

– ¿Adónde?

Eadulf señaló el alféizar ancho que quería alcanzar Eanred.

– Eso lleva al Munera Peregrinitatis -contestó Fidelma-. Eanred no irá muy lejos. No hay necesidad de que corráis ese peligro, Eadulf. Avisaremos a los custodes.

Se estaban alejando de la ventana cuando oyeron el crujido de la mampostería y un grito salvaje.

Eanred, al ver que el yeso del alféizar se deshacía bajo sus pies, había intentado saltar desde su posición elevada los cuatro pies que lo separaban del alféizar más ancho. Pero fue ya demasiado tarde, pues la mampostería seca se desintegró antes de que pudiera dar el salto.

Con otro chillido desgarrador, el antiguo esclavo sajón se precipitó de cabeza contra la piedra del patio que estaba tres pisos más abajo.

Fidelma y Eadulf miraron por la ventana.

La cabeza de Eanred se torcía formando un ángulo curioso. Una mancha oscura se desparramaba sobre las piedras. No había necesidad de preguntar si estaba muerto.

Eadulf regresó al interior de la habitación aspirando hondo y sacudiendo la cabeza con desconcierto.

– Bueno, parece que esto es todo. Siempre habéis tenido razón, Fidelma. He sido injusto con Puttoc. Fue Eanred. La solución parecía demasiado obvia cuando Sebbi nos explicó que Eanred había estrangulado a su primer amo.

Fidelma no respondió nada. Se retiró a la habitación y la examinó con los ojos entrecerrados.

Él se detuvo y se rascó la cabeza.

– ¿Pero habrá hecho esto Eanred por su cuenta? Era un hombre simple. No, tal vez no estuviera equivocado respecto a Puttoc. ¿Quizás Eanred actuaba bajo las órdenes del abad? Eso parece más probable -dijo Eadulf, satisfecho-. Y luego Eanred, disgustado, se volvió y mató a su amo, Puttoc. De hecho, del mismo modo como había matado a su primer amo cuando era esclavo. ¿Qué decís?

Volvió a mirar a Fidelma, pero ella no escuchaba. Parecía permanecer aún perdida en sus pensamientos. Eadulf dejó escapar un suspiro.

– Tal vez tendría que ir a informar a Furio Licinio de lo que ha pasado aquí -dijo Eadulf como sugerencia.

Fidelma asintió con aire ausente. Eadulf se dio cuenta de que continuaba inmersa en sus propias cavilaciones, mientras contemplaba el cuerpo del abad de Stanggrund.

– ¿Estáis bien? -preguntó Eadulf, ansioso-. Quiero decir, si os quedáis aquí hasta que yo regrese.

– Sí, sí -contestó vagamente, sin levantar la vista, pues seguía examinando el cadáver.

Eadulf dudó, luego se encogió de hombros y se fue en busca de Furio Licinio. Ya oía los gritos de alarma fuera del edificio. La gente se había empezado a congregar en el patio de abajo, alrededor del cuerpo de Eanred.

Sola, Fidelma continuó examinando el cadáver de Puttoc. Había algo que había percibido a primera vista y que había quedado momentáneamente relegado por el repentino intento de fuga de Eanred.

Cerró los ojos e invocó todos sus recuerdos. Eanred estaba en cuclillas sobre el muerto, intentando coger algo de una de las manos, como garras, del abad. Sí, eso era. Abrió los ojos y se inclinó para examinar la mano. Había en ella un trozo de tela rasgado. También algo más. Todavía clavado a la tela había un trozo de cobre doblado. Debía de haber formado parte de un broche: cobre y algo de cristal rojo.

Fidelma consiguió arrancarlo después de unos minutos. ¿Dónde había visto aquel broche anteriormente? Entonces lo recordó. Lentamente fue esbozando una sonrisa de satisfacción. Finalmente, todo empezaba a encajar.

Todavía permanecía en el centro de la habitación de Puttoc, con el objeto agarrado en su mano, cuando Eadulf regresó con Furio Licinio.

– Así pues -gruñó Licinio alegremente-, al fin hemos encontrado una solución para este misterio.

– Ciertamente -admitió Fidelma, con gran seguridad-. ¿Han encarcelado a Cornelio de Alejandría aquí?

El tesserarius afirmó que sí.

– Entonces, he de ir a verlo un momento. Mientras tanto, Furio Licinio, ¿podéis pedir al gobernador militar, el Superista Marino, que el obispo Gelasio invite a la abadesa Wulfrun, a sor Eafa y a los hermanos Sebbi e Ine a su officina? Tenéis que decirle a Marino que la invitación es obligatoria, a fin de que la abadesa no empiece a poner objeciones.

– Muy bien -accedió el joven oficial de la guardia.

– Excelente. Id con él, Eadulf. Yo iré a ver a Cornelio y dentro de nada estaré allí. Entonces, cuando estemos todos reunidos, explicaré el misterio por completo. Yqué relato de maldad y venganza es éste, amigo mío.

Con una repentina mueca de repugnancia, se giró y desapareció de la habitación, dejando a Eadulf y Licinio bastante desconcertados.

Capítulo 17

Tal como había requerido sor Fidelma, todos se habían reunido en la estancia que utilizaba como officina el gobernador militar del palacio, el Superista Marino. El obispo Gelasio estaba sentado, dominando el grupo, en una silla puesta delante de la ornamentada chimenea, con los codos apoyados sobre los brazos del asiento y las manos juntas, casi con la barbilla descansando sobre ellas, como si rezara. Sus rasgos saturninos, de halcón, le daban la apariencia de un ave rapaz, observando y esperando a su presa con sus ojos pequeños, brillantes y negros. Al otro lado de la chimenea estaba sentado Marino, claramente de mal humor e impaciente. Era sin duda un hombre de acción, poco habituado a los largos periodos de inactividad. A su lado, y ligeramente apartados, con los brazos cruzados y una cierta expresión afable, estaba el tesserarius Furio Licinio.

Se habían dispuesto sillas para la abadesa Wulfrun, sor Eafa y los hermanos Sebbi e Ine. La abadesa parecía inquieta como si aquel acto la aburriera. Continuamente se iba arreglaba el pañuelo del cuello. A su lado estaba sentada sor Eafa con cara de ligero asombro, como si no supiera por qué formaba parte de aquel grupo.

El hermano Ine estaba aún más apagado, sus ojos observaban el suelo, mientras que el hermano Sebbi, sentado junto a él, tenía su aspecto usual de suficiencia. Una sonrisa cínica atravesaba sus rasgos. Fidelma, al entrar, relacionó el semblante de Sebbi con la imagen de un gato a punto de devorar un cuenco con leche. Por supuesto, Sebbi creía sin duda que estaba cerca de hacer realidad sus ambiciones. Obviamente, había concluido que no había nadie más cualificado para ocupar el puesto del último abad de Stanggrund.

Eadulf, que había entrado en la habitación con Fidelma, se situó justo delante de la puerta de la officina. En su rostro se reflejaba cierta tensión. Le sorprendía que Fidelma no hubiera discutido nada con él desde la muerte del hermano Eanred, acaecida aquella tarde. Eso le irritaba. En particular, cuando Fidelma había rechazado aceptar que la conclusión obvia de los acontecimientos recientes era que Eanred era el responsable de las muertes de Wighard, Ronan Ragallach y ahora también del abad Puttoc. Sin embargo, Fidelma lo había apaciguado indicando que la idea que ella tenía era solamente una hipótesis basada en una prueba, pero la prueba concluyente sólo surgiría si en la recapitulación de los hechos obligaba a admitir la verdad a la persona de la que ella sospechaba. Sin embargo, se había negado a confiarle a Eadulf el nombre de esa persona. Insistía en que la misma mano que había estrangulado a Wighard había acabado con las vidas de Ronan y Puttoc, de eso estaba segura. Sin embargo, también había declarado que esa mano no era la del hermano Eanred.

Cuando entró en la officina, Gelasio había levantado la cabeza y le había sonreído. El obispo nomenclator del palacio de Letrán parecía fatigado.

– Bien, hermana -dijo Gelasio levantando una mano, como en un gesto de bienvenida, pero la devolvió a su posición cuando la muchacha se detuvo a varios pasos de su silla. Casi ya se había acostumbrado a la rotunda manera de Fidelma de no hacer caso de la costumbre romana de besar su anillo-. No hay necesidad de dar grandes explicaciones. Parece que todos nuestros misterios se han resuelto con la muerte de Eanred. Sólo nos queda felicitaros a vos y al hermano Eadulf por vuestra vigilancia.

Marino y los hermanos Sebbi e Ine emitieron un murmullo aprobatorio. Ni Wulfrun ni Eafa mostraron emoción alguna.

Fidelma echó una mirada al grupo con una sonrisa carente de humor.

– Falta, Gelasio -dijo eligiendo cada palabra cuidadosamente-, resolver el asunto de la muerte de Wighard revelando quién lo mató. Pues la misma persona, para disimular esa muerte, también ha matado al hermano Ronan Ragallach y al abad Puttoc.

Una gran tensión invadió la sala. Ahora todos le prestaban atención. Todos tenían expresión de sorpresa, de incertidumbre. Sus ojos la observaban como conejos que vigilan una serpiente. Detrás de una de aquellas máscaras había un alma atormentada, un alma culpable. Fidelma esperaba que sus deducciones fueran acertadas, pero eso habría que verlo.

Sor Fidelma se situó de espaldas a la chimenea, entre Gelasio y Marino, mirando al grupo con las manos cruzadas delante de ella discretamente.

El obispo Gelasio parecía molesto mientras la miraba en silencio durante unos instantes. Entonces emitió un ruido áspero como para aclararse la garganta.

– No os entiendo, hermana. Sin duda atrapasteis a Eanred en el mismo momento en que cometía el crimen. Por lo que dijo Licinio, yo entendí que a Eanred lo habíais cogido justo encima del cadáver de su víctima, el abad, cuando el hermano Eadulf y vos entrasteis en la habitación. ¿No es así?

– Necesito que me dediquéis un momento de vuestro tiempo -dijo Fidelma sin responder a su pregunta-. Ha habido muchos misterios relacionados con la muerte de Wighard. Han sucedido muchas cosas que han ocultado la realidad. Ahora hemos de examinarlas con claridad y separar el grano de la paja.

El obispo Gelasio lanzó una mirada al gobernador militar en señal de aprobación, pero Marino estaba sentado con rostro pétreo, los músculos faciales aparentemente tensos para ocultar su impaciencia. Gelasio se giró y le hizo un gesto con la mano a Fidelma, una invitación a que continuara no exenta de un cierto asombro.

– Muy bien -dijo Fidelma, aceptando aquel gesto como una aprobación para que procediera-. Como debéis de saber, había que resolver dos misterios. Dos misterios que ocasionaron gran confusión cuando el hermano Eadulf yyo empezamos a examinar este asunto, porque nosotros, naturalmente, pensamos que el mismo misterio poseía dos aspectos. Pero, de hecho, no estaban conectados, coexistían sin que uno formara parte del otro.

Los presentes hacían esfuerzos para seguir lo que decía la muchacha, pero estaban claramente confusos. Fidelma empezó a aclarar las cosas.

– El primer misterio era simple. Wighard fue asesinado. ¿Quién lo mató? El segundo misterio era el que complicaba el primero. A Wighard le robaron sus tesoros, los objetos preciosos que él había traído de regalo a Su Santidad y los cálices de los reinos sajones que tenía que bendecir el obispo de Roma. ¿Quién robó a Wighard? Al principio todos pensamos que el misterio era el siguiente: a Wighard lo mataron y le robaron. Quien mató a Wighard también cometió el robo. O mejor, quien cometió el robo también lo mató. Pero ésa no era la pregunta ni en ella estaba la solución. Ambas acciones estaban separadas y no tenían conexión entre sí.

Gelasio inclinó la cabeza con gravedad al entender la lógica de lo que decía Fidelma.

– ¿Queréis decir que la persona que robó a Wighard no lo mató? -preguntó con voz profunda dando a entender que captaba sus conclusiones.

Fidelma lo miró y le sonrió en señal de conformidad.

– Sí. Sin embargo, al principio no nos dimos cuenta de esto y este error hizo que no avanzáramos. El hermano Ronan Ragallach y el hermano Osimo Lando estaban involucrados en un complot para robar los tesoros que Wighard de Canterbury había traído a Roma y utilizarlos para comprar ciertos libros valiosos, que habían pertenecido a la gran biblioteca cristiana de Alejandría. Sabemos que los seguidores de Mahoma capturaron esa biblioteca de Alejandría hace unos veinte años y con ella algunos de los libros más valiosos del mundo griego antiguo.

Hará cosa de una semana un comerciante griego llegó a Roma con una docena de textos médicos raros que habían sido rescatados de la destrucción en Alejandría. Obras de Hipócrates, Herófilo, Galeno de Pérgamo y otros: varios libros de valor incalculable que tan sólo existían en Alejandría. Este comerciante entró en contacto con uno de los médicos más reputados de Roma, una persona que había estudiado en Alejandría y que había huido de la ciudad cuando los seguidores de Mahoma la conquistaron.

Ese hombre, como sabía el comerciante, entendería el valor de los libros que quería vender. Era, por supuesto, Cornelio de Alejandría.

Fidelma hizo una pausa. Nadie dijo nada. La noticia de que Cornelio había sido arrestado ya se había extendido por todo el palacio de Letrán.

– Cornelio estaba bien situado, ya que era médico personal de Vitaliano. Sin embargo, no era lo bastante rico para reunir la cantidad que exigía el árabe. La suma exigida por el comerciante estaba muy por encima de sus posibilidades. Pero él ansiaba aquellos libros. Conocía el valor de esos grandes textos médicos, que se perderían para siempre para la civilización si él no encontraba la manera de evitarlo.

– ¿Por qué no recurrió a nosotros? -preguntó Gelasio-. Sabe Dios que aquí no tenemos mucho dinero ahorrado, pero podíamos haber reunido la cantidad necesaria para rescatar esas obras para la cristiandad.

Fue Eadulf el que amplió la explicación. Habló lentamente, sin moverse de su posición de detrás de la puerta.

– Para decirlo con una palabra: codicia. Cornelio quería los libros para él. Si obtenía esos libros se haría más rico de lo que jamás hubiera soñado. Pero él no medía la riqueza en términos pecuniarios. Él consideraba los libros una riqueza en sí mismos. Tenía que hacerse con ellos. Tenía que poseerlos.

Fidelma asintió con la cabeza y continuó.

– Entonces se confió a un conciudadano alejandrino, el hermano Osimo Lando. Cornelio ya tenía un plan para robar a los ricos y recuperar los libros. Osimo, por su cargo de subpretor que trabajaba en el Secretariado de Exteriores, tenía información de los potentados extranjeros que había en Roma y de sus riquezas.

– Wighard y su séquito acababan de llegar y con un tesoro que podía satisfacer las exigencias del comerciante árabe. Entre ellos decidieron quitarle a Wighard esos objetos preciosos. Tal vez Osimo se convenció de que era una misión divina rescatar los grandes tesoros que tenían los infieles. Quizá Cornelio no le dijo que se iba a quedar los libros para él.

Hizo una pausa al percibir la expresión de asombro en los rostros de los asistentes.

– Muy bien -continuó, tras unos momentos en que nadie dijo nada-. Osimo Lando tenía un amante, el hermano Ronan Ragallach. Osimo convenció a Cornelio de que Ronan debía participar en la conspiración. Tres cabezas eran mejor que una o incluso dos, así que Cornelio accedió. La idea era robar el tesoro mientras Wighard dormía. Ronan decidió inspeccionar la domus hospitalis para trazar un plan…

– Eso fue la noche anterior a la muerte de Wighard -interrumpió Furio Licinio, hablando por primera vez-. En esa ocasión casi lo pesco acechando en el patio exterior de la domus hospitalis. -Se encogió de hombros y sonrió con autocomplacencia-. Me engañó en aquella ocasión y escapó.

– Así fue -admitió Fidelma-. Estaba vigilando las habitaciones. Ahora bien, en la parte posterior del edificio hay otro patio más pequeño. Justo en el exterior de las ventanas hay un pequeño alféizar. Pero allí donde el edificio más nuevo se une con el que alojaba a Wighard, un alféizar más ancho va casi directamente a la que fue la habitación del hermano Eanred. En ese edificio nuevo, para gran suerte de los conspiradores, se encontraba la mismísima officina del Munera Peregrinitatis. Ése era obviamente el mejor camino para introducirse en la domus hospitalis, porque los guardias del palacio estaban apostados en el patio y en las escaleras.

– Para tener acceso, por supuesto, debían sacar a Eanred de su habitación. Cornelio persuadió a Eanred para que fuera a su villa la noche en cuestión y lo llenó de bebida hasta pasada una hora de la entrada de Osimo y Ronan Ragallach en la domus hospitalis y de su robo del tesoro. El plan funcionó. Hasta cierto punto.

Fidelma hizo una pausa y examinó las expresiones de las caras cuidadosamente.

Marino seguía mirando fijamente sin expresión alguna, pero Gelasio empezaba a parecer interesado.

– ¿Hasta cierto punto? -repitió-. ¿Qué significa eso?

– El plan era que Ronan Ragallach entraría en la habitación de Wighard mientras Osimo permanecia en el cubiculum de Eanred. Ronan Ragallach llenaría un saco y se lo llevaría a Osimo. Osimo regresaría por el alféizar hasta el otro edificio mientras Ronan Ragallach llenaba el segundo saco y volvía junto a él -explicó Eadulf, animado por la actitud que Fidelma había mostrado en su anterior intervención.

– Pero cuando Ronan Ragallach entró en la habitación de Wighard lo encontró muerto -continuó Fidelma-. Ronan Ragallach estuvo a punto de huir, pero se le ocurrió que eso no tenía por qué ser un impedimento para continuar con el plan y robar los objetos preciosos. Allí estaban, en el baúl de madera. Ronan Ragallach puso los tesoros en los sacos y escondió los objetos que no necesitaba, él y sus compañeros sólo querían artículos que pudieran proporcionarles dinero inmediato. Le llevó el primer saco a Osimo, quien fue por el alféizar mientras que Ronan Ragallach regresaba a por el resto del botín.

Estaba a punto de saltar desde el cubiculum de Eanred al alféizar con el segundo saco, cuando se dio cuenta de que no había cerrado la puerta de la habitación de Wighard. Con gran imprudencia, decidió regresar. Dejó el segundo saco junto a la ventana, llegó hasta el pasillo y se encontró con que el decurión Marco Narses había visto la puerta abierta. Esto era realmente lo que había temido Ronan Ragallach: Narses había descubierto el cadáver de Wighard y había descubierto a Ronan Ragallach. Éste con astucia, intentó escapar del edificio por las escaleras, alejándose del camino que pudiera conducir a su compañero Osimo y a los sacos con el tesoro.

Fidelma hizo una pausa y esbozó una sonrisa cansada.

– El mismo Marco Narses sin quererlo me dio una pista de que Ronan Ragallach no podía haberse alejado de la escena del crimen inmediatamente después del asesinato. Me dijo que cuando encontró el cadáver de Wighard, éste estaba frío. Si Ronan Ragallach hubiera matado a Wighard un momento antes, los restos todavía estarían calientes. Wighard llevaba muerto al menos una o dos horas.

Gelasio carraspeó y frunció el ceño, pensativo.

– ¿Por qué no se descubrió el segundo saco con los objetos cuando se hizo el registro en busca de los tesoros desaparecidos?

– Porque Osimo, después de esperar a Ronan Ragallach, que debía haberlo seguido, se empezó a preocupar y regresó hasta el cubiculum de Eanred. Se encontró el saco abandonado allí y oyó el alboroto de la huida. Se dio cuenta de que Ronan Ragallach había sido descubierto y decidió coger el segundo saco y regresar apresuradamente a la officina. Luego se llevó los sacos a su alojamiento y esperó a Cornelio para que dispusiera de la plata y el oro.

Fidelma se quedó un rato observándolos para juzgar sus reacciones.

– El robo del tesoro de Wighard coincidió casualmente con su asesinato y no tenía nada que ver con él.

– Entonces, ¿quién mató a Wighard? -inquirió Marino, que hablaba por primera vez-. ¿Decís que Ronan Ragallach no es culpable? Ahora nos decís que el hermano Eanred no es culpable. Alguien ha de ser culpable. ¿Quién?

Fidelma lanzó una mirada al gobernador militar.

– ¿Tenéis un poco de agua? Tengo la boca seca.

Furio Licinio se dirigió hacia una mesa donde había una jarra de cerámica con algunas copas. Sirvió un poco de agua en una y se la llevó a Fidelma. Ésta le dio las gracias con una sonrisa rápida y bebió lentamente. Todos esperaban con impaciencia.

– Fue Ronan Ragallach el que me presentó una pista esencial -dijo finalmente.

Ahora incluso Eadulf estaba inclinado hacia adelante, frunciendo el ceño mientras su mente repasaba la información que había reunido, preguntándose qué se le había escapado.

– Ronan Ragallach, según Cornelio, se había unido con gusto a la conspiración para robar a Wighard debido al desprecio que sentía por aquel hombre -Fidelma dejó la copa en una mesa lateral-. Ronan Ragallach le había explicado a Osimo una historia que éste había confiado a Cornelio.

Gelasio, de repente, respiró hondo; con una profundidad que sorprendió a varios de los presentes en la habitación.

– ¿No podemos ir directos a lo esencial? Alguien explica una historia a otro, que a su vez se la confía a…

Fidelma se giró con expresión contrariada y la voz de Gelasio se apagó.

– Yo sólo puedo ir a lo esencial del asunto a mi manera, obispo Gelasio.

La respuesta cortante de Fidelma hizo que Gelasio parpadeara con rapidez. El obispo vaciló y luego levantó la mano en señal de resignación.

– Muy bien. Pero continuad vuestra exposición con la mayor rapidez.

Fidelma se giró hacia los demás.

– Ronan Ragallach ya se había topado con el nombre de Wighard. Hace años había abandonado Irlanda y había viajado hasta el reino de Kent, donde había servido en la iglesia de San Martín en Canterbury. Una noche, hace siete años, un hombre fue a confesarse, un hombre que se estaba muriendo. Este hombre era un ladrón y un asesino a sueldo. Pero había un crimen que le torturaba la conciencia más que los demás. Años antes, un clérigo se había dirigido a él y le había dado dinero para que asesinara a su mujer y a sus hijos.

Gelasio se inclinó hacia adelante frunciendo el ceño.

– ¿Por qué había de hacer eso un clérigo? -preguntó.

– Porque -continuó Fidelma- este clérigo era muy ambicioso. Con una mujer e hijos no podía aspirar en vuestra Iglesia de Roma al rango de abad y obispo. La moralidad se había visto sustituida en la mente de este hombre por la ambición.

El rostro de la abadesa Wulfrun empezó a enrojecer.

– ¡No me voy a quedar aquí sentada escuchando cómo un extranjero insulta a un clérigo de Kent! -gritó de repente, mientras se ponía de pie con la mano en la garganta y tiraba del pañuelo que llevaba en la cabeza.

Fidelma mantuvo impertérrita la mirada de la abadesa Wulfrun.

– El asesino llevó a cabo las órdenes del clérigo -continuó Fidelma con calma, sin apartar la mirada de Wulfrun-. Apareció una noche mientras el clérigo estaba fuera cumpliendo con sus deberes. Mató a la mujer del clérigo, intentando que pareciera que un grupo de pictos había desembarcado cerca para someter la zona al pillaje. Pero cuando tocó matar a los niños, la codicia del asesino pudo más. Podía venderlos, pues los sajones tienen la costumbre de vender en esclavitud a los niños no deseados -le aclaró a Gelasio-. El asesino se llevó a los niños y atravesó el Támesis remando hasta el reino de los sajones orientales, donde se los vendió a un granjero, fingiendo ser simplemente un hombre pobre necesitado de dinero. Eran dos hijos, un niño y una niña.

Fidelma hizo una pausa para conseguir más dramatismo y los dejó en absoluto silencio. Luego continuó:

– El clérigo que pidió que asesinaran a su mujer y a sus hijos no era otro que Wighard.

Se elevó un coro de gritos de horror en la reunión.

El rostro de la abadesa Wulfrun rezumaba ira.

– ¿Cómo permitís que una muchacha extranjera lance semejante acusación contra el piadoso obispo de Kent? -dijo fuera de sí-. Obispo Gelasio, somos huéspedes de Roma. Es vuestro deber protegernos de semejante odio. Es más, yo guardo parentesco con la familia real de Kent. Tened cuidado de que esto no provoque la ira de nuestra gente en Roma. Yo soy una princesa de los reinos sajones y exijo…

Gelasio parecía preocupado.

– Habéis de elegir vuestras palabras con cuidado, Fidelma -advirtió indeciso.

– ¿Es eso suficiente para reprender a esta extranjera? -continuó gritando Wulfrun-. Yo la haría azotar por mancillar de tal manera la memoria del piadoso arzobispo. Es un insulto a la casa real.

De repente Fidelma le sonrió directamente.

– Io Saturnalia! -dijo casi en voz baja.

La abadesa se detuvo de pronto perpleja.

– ¿Qué habéis dicho? -preguntó.

Ni siquiera Eadulf estaba seguro de lo que quería decir Fidelma. Intentó recordar por qué Fidelma se había interesado tanto en la fiesta pagana romana de los saturnales.

– Había una vez una princesa sajona que tenía una esclava por la que sentía mucho cariño -empezó Fidelma en tono coloquial, como si cambiara de tema-. Cuando la princesa fue prometida en matrimonio a un rey vecino, ella, naturalmente trasladó su casa a ese reino. La princesa era muy piadosa y quería involucrarse en las buenas obras cristianas en aquel reino. Fundó una abadía en una islita (conocida como «la isla donde se guardan las ovejas») y se le ocurrió liberar a su esclava y hacerla abadesa. Tenía una relación muy estrecha con esa esclava, casi tan estrecha como una hermana de sangre.

El rostro de Wulfrun estaba ahora blanco como la nieve. Tenía la mano agarrada al cuello. Los ojos bien abiertos y horrorizados observaban a Fidelma. No emitió ningún sonido ni hizo ningún movimiento mientras permaneció contemplando a la religiosa irlandesa.

El encanto lo rompió Gelasio, quien, como la mayoría de los que estaban en la habitación, no entendía de qué estaba hablando Fidelma. Sólo el hermano Ine permanecía sentado, sonriendo y alegrándose de la turbación de la abadesa.

– Éste es un relato muy loable -dijo Gelasio, irritado-. Pero, ¿qué tiene que ver con el asunto que nos ocupa? ¿Cuántos esclavos liberados se han abierto camino en la Iglesia? Éste no es asunto que sea necesario comentar, y menos aún en medio de la deliberación que nos ocupa.

– Oh -Fidelma se mordió los labios, sin separar sus ojos brillantes de las impenetrables pupilas de la abadesa-. Yo simplemente quería añadir que el pecado de orgullo puede destruir las buenas intenciones. En la fiesta de los saturnales, me han dicho que era costumbre que los esclavos se vistieran con las ropas de sus amos y amas. A esta esclava liberada su ama la llamaba generosamente «hermana» y ella intentó hacer esto realidad, pues se avergonzaba de su pasado de servidumbre. Pero lo que acabó haciendo fue tratar a todos como esclavos, aparentando tener rango real, en vez de tratar a la gente con justicia y humildad.

Eadulf tragó saliva, asombrado, mientras se iba dando cuenta lentamente del significado que tenía aquella escenificación contra Wulfrun. Examinó a la altiva abadesa con nuevos ojos mientras la alta mujer se volvía a sentar de repente en su silla, con ojos de terror.

¿Así que Wulfrun había sido una esclava? Siempre se iba toqueteando el pañuelo que portaba alrededor del cuello con nerviosismo. ¿Si le quitaran ese pañuelo quedarían a la vista las cicatrices de un collar de esclava? Entonces Eadulf volvió a mirar a Fidelma preguntándose cómo iba a continuar efectuando aquella revelación, pero parecía que ninguno de los demás había entendido lo que quería decir Fidelma; desde luego, Gelasio no.

– Tengo dificultades para seguir el relato -dijo el obispo Gelasio-. ¿Podemos volver al asesino que le explicó a Ronan Ragallach esta historia?

Fidelma asintió con énfasis.

– Por supuesto. Ronan Ragallach escuchó a aquel asesino en confesión antes de que muriera. Poco después Ronan Ragallach se marchó del reino de Kent y vino a Roma. Nunca traicionó ese secreto de confesión ni el nombre del clérigo que había buscado una posición en la Iglesia por medio de la destrucción de su familia. Eso fue hasta que vio a Wighard en esta ciudad y no sólo como un simple peregrino, sino como el futuro arzobispo de Canterbury, un huésped honorable del Santo Padre, agasajado y a punto de ser ordenado por éste. Ronan Ragallach sintió que ya no podía guardar más el secreto. Así que se lo explicó a Osimo Lando, que era su «alma amiga», como se diría. En nuestra Iglesia confesamos nuestros pecados y problemas a las «almas amigas», pero Osimo Lando era también el amante de Ronan Ragallach. Fue esa confesión lo que hizo que la terrible venganza cayera sobre Wighard.

Fidelma hizo una pausa para beber un trago de agua.

– El siguiente paso se dio cuando Cornelio requirió la ayuda de Osimo para llevar a cabo su plan. Osimo pidió que Ronan Ragallach entrara también en el asunto, pues sabía que Ronan Ragallach no tendría ningún escrúpulo en quitarle sus riquezas a Wighard. Cuando Cornelio le preguntó a Osimo que le explicara por qué, Osimo no pudo ocultar el secreto de Ronan Ragallach y se lo contó a Cornelio para que entendiera por qué Ronan Ragallach se embarcaba de buen grado en la conspiración.

– Y Cornelio se sintió obligado a decírselo a Puttoc -interrumpió Eadulf, avanzando un poco más-. Cornelio consideró que era un sacrilegio que tal hombre pudiera tener un rango en la Iglesia y animó a Puttoc para que protestara ante el Santo Padre, como si hiciera falta que a Puttoc lo animaran. El mismo Puttoc ansiaba el sitial del arzobispo de Canterbury.

Gelasio lo miró un momento y luego se volvió hacia Fidelma con cara de ir entendiendo.

– Veréis, Gelasio -continuó Fidelma antes de que él pudiera decir nada-. Me enteré de que estabais informado de que Wighard había estado casado porque me lo dijisteis vos mismo.

Gelasio asintió lentamente con la cabeza al recordarlo.

– El abad Puttoc me dijo que Wighard había estado casado y tenía dos hijos. Presentó esa información como un hecho que debía impedir a Wighard acceder al episcopado de Canterbury. Cuando se le planteó el asunto a éste, él me aseguró que su mujer y sus hijos habían muerto hacía muchos años en un ataque picto en el reino de Kent.

– Sin duda Puttoc no hubiera dejado que el asunto se quedara así. Probablemente hubiera revelado más información de la que Cornelio le había proporcionado -dijo Eadulf.

– Pero los acontecimientos se le adelantaron -señaló Fidelma-. Y aquí tenemos una de esas coincidencias que suceden en la vida con mayor frecuencia de la que creemos.

Sus ojos se posaron en Sebbi. El cenobita sajón, de repente, sonrió comprendiendo. Puso hacia atrás la cabeza y se rió entre dientes. Su regocijo hizo que los demás lo miraran sorprendidos.

– ¿No querréis decir que Puttoc había salvado al hijo de Wighard de la horca? -dijo riéndose e intentando controlar su hilaridad.

Fidelma se lo quedó mirando con seriedad.

– El asesino vendió a los hijos de Wighard como esclavos en el reino de los sajones orientales y regresó a Kent. Los niños crecieron como esclavos en la granja en la que habían sido vendidos. El asesino confesó a Ronan Ragallach el nombre del granjero que los había comprado. En este momento, voy a escribir el nombre y dárselo al Superista Marino para que lo guarde.

Fidelma le hizo un gesto a Eadulf, a quien había dicho que llevara tablillas de barro y un estilo. Él se los acercó. Fidelma escribió con rapidez y le tendió la tablilla a Marino, diciéndole que no la mirara. Luego se volvió hacia Sebbi.

– Sebbi, quiero que volváis a explicar a los aquí reunidos la historia que me contasteis de cómo Puttoc liberó al hermano Eanred. De cómo Eanred estranguló a su amo y estaba a punto de ser ahorcado.

El hermano Sebbi explicó rápidamente la historia con más o menos las mismas palabras que había utilizado cuando se la contó Fidelma.

– Por tanto -concluyó Fidelma-, Eanred creció en una granja como esclavo junto con su hermana desde que tenía cuatro años. Cuando la hermana de Eanred llegó a la pubertad y su amo, el granjero, la violó, Eanred lo estranguló. Tan sólo la intervención de Puttoc lo liberó del castigo inevitable según la ley sajona. Eadulf os entregará una tablilla de arcilla, Sebbi. Quiero que escribáis el nombre del granjero a quien mató Eanred. Luego dadle la tablilla a Marino.

Con aire de estar intrigado, Sebbi hizo lo que se le pedía.

– ¿Esta farsa conduce a algo? -inquirió Marino en tono brusco al aceptar la segunda tablilla.

– Concluyendo -intervino Gelasio-: Eanred era el hijo de Wighard.

Fue Eadulf el que respondió con gran entusiasmo para confirmar la afirmación del nomenclator.

– Siendo así -dijo Gelasio-, entonces seguramente fue Eanred el asesino.

Fidelma parecía molesta.

– Es cierto que los nombres escritos en estas tablillas demostrarán que el granjero a quien fueron vendidos los hijos de Wighard y el granjero que mató Eanred eran la misma persona. Por tanto, Eanred era hijo de Wighard. Sin embargo, eso no significa que Eanred fuera el asesino de su padre o de Ronan Ragallach y Puttoc.

– Entonces, no veo… -empezó a decir Gelasio, levantando las manos en señal de impotencia.

– Paciencia, obispo -insistió Fidelma- pues ya casi estamos.

Se giró hacia la abadesa Wulfrun, se situó ante ella y observó su rostro blanco y desencajado.

– ¿Creéis que estos nombres escritos revelarán a una única persona, abadesa de Sheppey? -preguntó Fidelma en tono inocente.

– ¿Cómo voy a saberlo yo? -dijo crispada la mujer, que parecía sentirse humillada y haber perdido su pompa y arrogancia.

– ¿Cómo no? -se preguntó Fidelma-. ¿Crecisteis en el reino de los sajones orientales, no?

Todos los ojos se volvieron hacia la abadesa.

– Sí. Yo soy… Yo era…

Eadulf de repente entendió donde los llevaba todo lo que había comentado anteriormente Fidelma en relación con las saturnales. Se quedó mirando a Wulfrun con sorpresa. ¿Wulfrun, antigua esclava? ¿Wulfrun… la hermana perdida de Eanred?

– ¿Estáis diciendo que Wulfrun es…? -empezó a decir.

Wulfrun estaba a punto de levantarse de la silla con el rostro desencajado cuando Fidelma, súbitamente, se alejó de ella.

– Como he dicho anteriormente, Wighard tenía dos hijos -explicó- un hijo y una hija.

– Yo no soy -gritó Wulfrun, a la que, en el momento de alzarse para agarrar a Fidelma, se le cayó el tocado del cuello, que había estado acariciando. Tenía una cicatriz reveladora alrededor de éste. La marca de un collar de esclava.

Pero Fidelma no prestaba atención a Wulfrun. Sus ojos brillantes se posaban sobre la figura carente de gracia de sor Eafa.

– ¿Fuisteis esclava en una granja, no es así, Eafa?

La muchacha parpadeó, pero no respondió.

– No voy a pediros que os quitéis el tocado, Eafa. Simplemente confirmad lo que vaya diciendo. Al igual que Wulfrun, tenéis la cicatriz de un collar de esclava, ¿no es así?

Los ojos de color castaño claro de la muchacha brillaban. Observaban a Fidelma con un fuego extraño.

– ¿Si lo sabéis, por qué lo preguntáis? Sí, crecí como esclava en una granja en la tierra de los sajones orientales.

– Y fue en esa granja donde os encontró la abadesa Wulfrun y compró vuestra libertad; después os llevó a la abadía de Sheppey para que fuerais su criada.

La joven simplemente se encogió de hombros.

– ¿Podríais decirnos el nombre del dueño de esa granja y dónde se encontraba? -preguntó Fidelma-. ¿O hemos de preguntarle a la abadesa Wulfrun?

Sor Eafa se mordió un labio. Luego habló en voz baja.

– Era… era la granja de Fobba, en Fobba's Tun.

En el rostro de Fidelma se esbozó una sonrisa.

– Marino, le importaría leernos el nombre que aparece en esas tablillas.

El gobernador militar levantó las dos tablillas y entrecerrando los ojos las leyó en voz alta.

– Fobba, de Fobba's Tun.

– Que creciera en la granja de Fobba no significa necesariamente nada más -intervino Wulfrun, intentando recuperar algo de su autoridad perdida.

– Pero así es, pues la misma Eafa me dijo durante el interrogatorio que era originaria de Kent, y que de niña la habían llevado a la tierra de los sajones orientales. Se olvidó de decir que la habían llevado como esclava. Es la hermana de Eanred y la hija de Wighard.

La muchacha levantó la cabeza con los ojos ardiendo de ira.

– No es ningún crimen ser la hermana de Eanred.

Fidelma sonrió con tristeza.

– No, eso no era un crimen. Y si la similitud de los ojos de color castaño claro que ambos tenéis no fuera prueba suficiente, yo creo que entendí que erais hermano y hermana cuando os vi en íntima conversación en la capilla de Elena. La forma de besaros…

– ¿Eafa era la mujer de la capilla? -gritó Furio Licinio, asombrado-. Pero no dijisteis que la hubierais reconocido.

– ¿Erais vos, no es así, Eafa? -insistió Fidelma.

Eafa se encogió de hombros. Con su expresión admitía la verdad de lo que decía Fidelma.

– Lo sospeché, pero no estaba segura -dijo Fidelma, suspirando-. El beso entre hermanos es diferente a un beso de amante. Eanred protegía a su hermana, ¿no es así? Era amable y se preocupaba de que estuviérais a salvo. Cuando vuestra madre fue asesinada y los dos fuisteis vendidos como esclavos, él asumió el papel de protector. Permaneció a vuestro lado hasta que llegasteis a la juventud. Cuando Fobba os violó, quiso vengarse. Sólo la intervención de Puttoc lo salvó de la horca y lo llevaron a Stanggrund. No volvisteis a verlo hasta que llegasteis a Roma.

– Eso es cierto. No voy a ocultarlo -confesó la muchacha con dignidad-. ¿Pero dónde está el crimen?

– Continuasteis trabajando en la granja para los herederos de Fobba hasta que, cosas del destino, unos meses después la abadesa Wulfrun apareció buscando una esclava inteligente para llevársela a la abadía, alguien que obedeciera rápidamente. Compró vuestra libertad.

Fidelma dirigió sus ojos a la abadesa Wulfrun, que estaba sentada en actitud inquieta y asombrada. Su mirada exigía una confirmación y la abadesa Wulfrun la dio con un movimiento de cabeza.

– Yo no sabía que Eafa era la hija de Wighard -añadió con tono confuso.

– Por supuesto que no. Pero entonces tampoco Eafa lo sabía -admitió Fidelma-. De hecho, ambos, Eanred y Eafa, habían crecido con tan pocos recuerdos de su pasado que ninguno de ellos sabía que eran hijos de Wighard, ni que su padre había ordenado que los mataran junto con su madre, simplemente para hacer carrera en el seno de la Iglesia.

– ¿Entonces cómo…? -empezó a decir Marino.

– ¿Podéis decirnos, Eafa, cuándo y a través de quién os enterasteis de vuestro oscuro secreto? -preguntó Fidelma, interrumpiendo al Superista.

La joven religiosa echó hacia adelante la barbilla en un gesto desafiante. Fidelma se lo tomó como una negativa. Esperó un momento y continuó.

– El abad Puttoc era un hombre muy inteligente, pero tenía un defecto. Era indulgente con lo que en Roma se llamarían los pecados de la carne. Su mayor pecado consistía en obligar a las mujeres a hacerle caso, lo desearan o no.

Eafa parecía estar realmente alterada, aunque luchaba por mantenerse calmada.

– Conocía la historia de Eanred, y que había matado a su amo para proteger a su hermana. Puttoc sabía que el amo de Eanred había sido Fobba, de Fobba's Tun. Por algo que Wulfrun había dejado caer en una conversación que tuvieron también había situado a Eafa en Fobba's Tun, y se había dado cuenta de que ella no era otra que la hermana de Eanred…

– ¿Pero cómo pudieron ser relacionados con Wighard? -inquirió Sebbi, interviniendo en la conversación.

– Sencillo -contestó Fidelma-. Ronan Ragallach sabía el nombre del hombre que había comprado a los hijos de Wighard. Se lo dijo a Osimo, quien se lo dijo a Cornelio y Cornelio…

– ¡Se lo dijo a Puttoc! -acabó Eadulf triunfante.

– Y Puttoc os lo dijo a vos, Eafa, ¿no es así? -inquirió Fidelma, volviendo a mirar a la muchacha, cuyo rostro revelaba una extraña variedad de emociones-. ¿He de deciros por qué?

Súbitamente, la muchacha explotó, enfurecida contra Fidelma. Todo en ella se transformó en furia desatada.

– No es necesario. Intentó seducirme y cuando yo rechacé a ese cerdo se enfadó y me lo explicó todo sobre… ¡mi padre! -Escupió esta última palabra como veneno desagradable.

– ¿Así que sabíais que Wighard era vuestro padre? -preguntó Gelasio asombrado.

– Desafié a Wighard aquella misma noche después de la cena. Lo esperé hasta que apareció caminando solo en el jardín y entonces le desafié a que lo negara…

– Yo os vi allí -admitió el hermano Sebbi-, pero no os reconocí, sólo a Wighard.

– ¿Qué sucedió? -insistió Fidelma a la muchacha-. ¿Lo negó?

– Parecía escandalizado. Pero se recuperó y me pidió que fuera a sus habitaciones más tarde -contestó Eafa-. Ni lo negó ni lo admitió.

– Pero vos lo sabíais -insistió Fidelma-. Sabíais que Wighard era vuestro padre y se lo dijisteis a Eanred. No era la primera vez que Eanred estrangulaba a alguien por vos. Eanred fue a esa cita, ¿no es así? Fue a la habitación de Wighard y lo mató antes de ir al Coliseo.

Fidelma se giró con determinación hacia el obispo Gelasio:

– Eanred había estrangulado a Fobba y también estranguló a su propio padre, Wighard, por lo que Wighard había hecho a su madre y a la misma Eafa.

– Y luego mató a Ronan Ragallach de la misma manera -intervino Eadulf, viendo de repente cuál era la línea de argumentación-. Puttoc le había dicho a Eafa que la información provenía de Ronan Ragallach y se olvidó de decir que la información procedía de Osimo y Cornelio. Por lo tanto, Eafa pensó que Ronan Ragallach era la única persona que lo sabía… aparte de Puttoc. ¡Por orden de Eafa, ambos, Ronan Ragallach y Puttoc, también fueron estrangulados por su hermano!

Terminó su discurso con una sonrisa de triunfo por la simplicidad final del asunto. Entonces se dio cuenta de lo pobre que era aquella deducción. Eanred había ido al Coliseo después de la cena. Luego había estado bebiendo con Cornelio. Ine había visto a Wighard mucho después. Eanred no podía…

Vio que Fidelma le sonreía con sarcasmo y de repente se dio cuenta de que ella estaba tendiendo una trampa.

– ¡No! ¡Eso no es verdad!

El grito vehemente de Eafa fue tan fuerte que todos se giraron y se quedaron mirándola. Estaba de pie, con todo su frágil cuerpo temblando.

– Mi hermano Eanred era una buena persona. Era un ser sencillo y creía en el carácter sagrado de la vida. Amaba los animales y haría cualquier cosa por la gente. Haría cualquier cosa por mí.

– ¿Incluso matar? -se burló Licinio. Se volvió hacia Gelasio-: Creo que se os han expuesto los hechos verdaderos.

– ¡Basta! -Era la abadesa Wulfrun, cuyo chillido hizo que los presentes se sobresaltaran, consternados. Distraídos momentáneamente por ella, se volvieron a girar y vieron que Eafa se estaba desplomando lentamente. Una mancha roja brillante se extendía con rapidez por la parte anterior de su stola.

Fidelma se acercó corriendo y agarró a la chica cuando llegaba al suelo.

La empuñadura del cuchillo clavado en el pecho de Eafa no dejaba lugar a dudas.

Wulfrun gimoteaba, con una expresión completamente horrorizada.

– ¿Por qué? -inquirió Fidelma, mientras todos avanzaban para formar un semicírculo alrededor de la chica.

Eafa parpadeó e intentó dirigirse a Fidelma. Hizo una mueca de dolor.

– Perdonadme… pues he pecado…

– ¿Por qué lo habéis hecho? -insistió Fidelma otra vez.

– Para salvar el alma de Eanred -dijo con un gruñido la muchacha.

– Explicaos -la instó Fidelma amablemente.

Eafa empezó a toser sangre.

– No tengo miedo… -susurró. Entonces sus ojos castaños de repente se aclararon y se fijaron en ella-. Estabais equivocada, Fidelma. Veréis, yo fui a su habitación aquella noche.

– Así que era la chica a la que él esperaba -murmuró Ine, que estaba rondando en la parte de atrás del círculo-. Por eso no quiso mi ayuda aquella noche para que le preparara la cama.

Resultaba claro que a Eafa le quedaba poco de vida.

– ¿Fuisteis allí? -preguntó Fidelma-. ¿Fuisteis a ver a Wighard?

La muchacha tuvo otro ataque de tos.

– Fui… De nuevo le conté todo. Le dije que Eanred y yo éramos sus hijos y que sabíamos que había pagado para que nos asesinaran a nosotros y a nuestra madre.

– ¿Lo negó?

– Yo… yo me habría… me habría aguantado si lo hubiera hecho. Pero lo confesó todo. Rompió a llorar, se giró y se arrodilló junto a su cama. Oh… -volvió a toser-. Oh, si me hubiera suplicado perdón a mí, o a Eanred, o a la sombra de mi madre. Pero no. Empezó a pedirle a Dios que lo perdonara. Mientras yo permanecía allí, su propia hija a quien rechazaba, se arrodilló y le rogó a Dios que tuviera misericordia de él. Estaba de espaldas a mí. Se arrodilló a rezar junto a la cama. Parece… -La tos la interrumpió-. Parece que Dios me mostró el camino. Suavemente, cogí su cordón para el rezo y, antes siquiera de que sospechara nada, ya estaba muerto.

Incluso en sus últimos estertores su voz mostraba una triste satisfacción.

Gelasio la observaba con los ojos bien abiertos y llenos de incredulidad.

– ¿Cómo vos, una muchacha débil, estrangulasteis a un hombre mayor?

Eafa era incapaz de fijar la mirada. La sangre formaba un gran charco a su lado. Sin embargo, una débil sonrisa de crueldad se dibujaba en sus labios.

– Yo fui esclava en una granja. Crecí aprendiendo cómo se mata a los animales. Si se puede estrangular a un cerdo cuando se tienen doce años, matar a un hombre no es nada.

Su cuerpo se estremeció y volvió a toser.

Fidelma se inclino rápidamente.

– Hermana, no tenemos mucho tiempo. Si matasteis a Wighard, ¿hicisteis lo mismo con Ronan Ragallach?

La muchacha moribunda asintió con la cabeza.

– Por la razón que habéis dado antes. Puttoc no mencionó que nadie más tuviera conocimiento del secreto. Sólo Ronan. Maté al monje irlandés creyendo que era la única persona, aparte de Puttoc, que sabía quién era mi padre.

– ¿Pero cómo supisteis cómo y dónde encontrar a Ronan si todos los custodes no habían sido capaces de encontrarlo? -preguntó Licinio-. Seguramente, ni siquiera habíais visto a Ronan Ragallach.

Eafa hizo una mueca, medio divertida, de dolor en mayor medida.

Fidelma habló en su lugar.

– Estabais en el cementerio. Estabais con la abadesa. Creí oír su voz cuando recobré el conocimiento.

Eafa esbozó una sonrisa sardónica.

– Fue pura casualidad. La abadesa quería llevar flores a la tumba de Wighard. Yo reconocí al monje irlandés.

– ¿Cómo pudisteis reconocerlo? -inquirió Licinio.

Fue Eadulf quien contestó.

– Era el mismo hombre que había estado haciendo preguntas respecto a Wighard la mañana del asesinato. Ronan Ragallach había parado a Eafa en el exterior de la domus hospitalis. Luego se dio cuenta de que era Ronan Ragallach por la descripción.

– Eafa cometió un error al hablarnos de su primer encuentro con Ronan Ragallach -dijo Fidelma. Cuando vio a Ronan Ragallach dejó en silencio a la abadesa y simplemente lo siguió al interior de las catacumbas… -Se encogió de hombros.

– Tenéis razón, Fidelma -confirmó Eafa, y acabó su frase con un ataque de tos.

– ¿Y Puttoc? -continuó Fidelma.

Los ojos de Fidelma llameaban.

– También maté a Puttoc. Puttoc era un cerdo. Intentó violarme como había hecho Fobba. Merecía morir sólo por eso, pero también conocía el secreto de mi padre. Yo creo que cuando fui a su cubiculum esta tarde, empezaba a sospechar.

Eadulf, arrodillado junto a la muchacha, estaba pasmado.

– ¿Entonces qué estaba haciendo Eadulf cuando entramos en la habitación de Puttoc? Nos pareció que acababa de matarlo. Si no fue así, ¿por qué huyó?

Fidelma levantó la mirada.

– Cuando Eafa estaba matando a Puttoc el abad agarró un trozo de su vestido, un vestido que tenía un broche que ella se había comprado en Roma -explicó Fidelma-. Cuando la muchacha regresó a su habitación descubrió que no lo llevaba puesto. Al darse cuenta de que eso la relacionaría con el asesinato, le pidió al hermano Eanred que fuera y lo recuperara antes que descubrieran el cadáver. Desgraciadamente para Eanred, entramos nosotros y lo pescamos en ese momento, no asesinando a Puttoc, sino intentando ocultar la culpabilidad de su hermana.

Eadulf se la quedó mirando, horrorizado.

– ¿Lo sabíais? -dijo acusador-. ¿Sabíais que la culpable era Eafa antes de venir aquí?

– Empecé a sospechar de Eafa hace tiempo. Incluso a partir del primer encuentro con Eanred, cuando éste llamó a Eafa «mi hermana». Al principio pensé que era un lapsus línguae y que quería decir «hermana» en el sentido religioso. Luego me di cuenta de que quería decir que Eafa era su hermana carnal y no simplemente espiritual.

Eadulf hizo una mueca, molesto porque le hubiera dejado seguir una pista falsa.

– Bueno, podía haber sido Eanred -dijo él a fin de justificarse-. Después de todo, Eanred había matado por su hermana con anterioridad. No olvidemos que había estrangulado a Fobba de Fobba's Tun.

Un leve suspiro recorrió el cuerpo de la moribunda.

– Yo… no Eanred… no fue Eanred quien estranguló a Fobba… Fobba me violó… Yo maté al cerdo… como a un cerdo… Eanred no tiene las manos manchadas de sangre.

Eafa tenía la piel moteada y un espasmo recorrió sus labios. De su garganta salió un estertor y luego se quedó quieta. Todos vieron que su piel adquirió un color amarillento y una palidez cérea.

Fidelma se agachó, le cerró los ojos a la muchacha y se arrodilló.

– Réquiem aeternam dona ea, Domine… -empezó a rezar solemnemente. Y uno a uno todos los presentes se fueron sumando a la oración por los muertos; sus voces se fueron elevando y cayendo en cadencias, pero no al unísono.

Capítulo 18

Un sol molesto se alzaba en el cielo y ardía con aquella curiosa luz blanca que parece reflejarse en los objetos más oscuros de igual manera que en los edificios romanos de blanco intenso. Fidelma estaba sentada a la sombra de un tosco toldo de lona en el muelle de madera, cerca del puente de Probi, que atravesaba las aguas lodosas del majestuoso Tíber. Detrás de ella, la empinada ladera de la colina Aventina daba una ténue sombra que casi llegaba hasta las orillas del río.

Junto a Fidelma, aunque de pie y moviéndose de un lado a otro, incómodo y sin apenas ocultar su agitación, estaba Eadulf.

– ¿A qué hora dijisteis que llegaría la barca? -preguntó Eadulf, y no era la primera vez que lo hacía. Fidelma no lo reprendió; le respondió con docilidad, tal como había hecho varias veces anteriormente.

– A mediodía, Eadulf. Somos los primeros. El barquero ha de recoger a varias personas río abajo, en Ostia y Porto.

Obviamente, Eadulf estaba preocupado.

– ¿Pero es prudente que viajéis sola?

Fidelma sacudió la cabeza.

– No me va a pasar nada antes de llegar a Ostia. Y en Ostia me reuniré con mis compatriotas de la casa de Columna de Bobbio que viajan de regreso a Irlanda. Haremos todo el viaje juntos hasta Marsella y de allí continuaremos hasta Irlanda.

– ¿Estáis segura de que los encontrareis en Ostia? -preguntó Eadulf.

Fidelma sonrió al verlo preocupado. Él había insistido en acompañarla en el camino desde la casa de Arsenio y Epifania, atravesando la ciudad hasta el muelle. Entre ambos había habido una extraña incomodidad aquellos últimos días transcurridos después de la resolución del misterio de la muerte de Wighard.

– ¿Tenéis que iros? -le espetó de repente Eadulf.

Fidelma se encogió de hombros.

– Sí -respondió simplemente-. He de irme. Ahora que el Santo Padre ha aprobado y bendecido la regla de mi casa, puedo regresar a Kildare con la misión cumplida. También tengo unas cartas que entregar a Ultan de Armagh. -Hizo una pausa y examinó a Eadulf, pensativa-. ¿Cuánto creéis que os quedareis en Roma?

Ahora le tocaba a Eadulf abrir los brazos, en un gesto que indicaba ignorancia.

– Pueden transcurrir perfectamente varios años antes de que estemos preparados para regresar a Canterbury. Hay mucho que enseñarle al nuevo arzobispo.

Fidelma abrió bien los ojos, pues no sabía nada relacionado con el nombramiento.

– ¿Así que finalmente Vitaliano ha nombrado un nuevo arzobispo de Canterbury? Yo me preguntaba por qué estuvisteis reunido durante toda la tarde de ayer. Pensé que me iba a ir sin volveros a ver. ¿Han nombrado al abad Adrián de Hiridanum?

Eadulf desplazó su peso de un pie al otro.

– Se supone que nadie lo sabe todavía. Pero… -dio mayor énfasis a la frase con su mano. Luego bajó la voz a un volumen de confidencia-. No, no es Adrián. Rechazó el nombramiento de Vitaliano. Primero recomendó a otro abad llamado Andrio, pero al parecer estaba demasiado enfermo para aceptar el cargo.

– ¿Entonces? ¿Quién ha sido el elegido? No me digáis que el hermano Sebbi…

Eadulf se echó a reír entre dientes.

– No, Sebbi, no. Es un anciano monje griego procedente de Tarso llamado Teodoro, que lleva cuatro años refugiado en Roma. Tarso cayó en manos de los árabes seguidores de Mahoma y se vio obligado a huir hasta aquí.

Fidelma estaba sorprendida.

– ¿Un griego? ¿De la tonsura oriental?

Eadulf sonrió sabiendo a lo que se refería.

– Pensé que veríais la ironía que hay en ello. Pero Teodoro ha prometido convertirse a Roma después de la instrucción.

– A vuestros reyes y prelados sajones no les va a gustar -señaló Fidelma-. En particular a nuestro amigo Wilfrid de Ripon.

Eadulf asintió.

– Y por eso nos vamos a quedar en Roma algún tiempo. Vitaliano ha encargado a Adrián su educación. Además, Adrián acompañará a Teodoro cuando vaya a Canterbury, para evitar que Teodoro empiece a introducir costumbres griegas en los reinos sajones, unos hábitos que serán un poco diferentes de las prácticas religiosas de la Iglesia de Columba.

Fidelma sonreía con picardía.

– Esto sí que es bueno, Eadulf. La decisión de Witebia a favor de Roma revocada por el nombramiento de un obispo romano.

Eadulf entendió por donde iba, pero estaba serio.

– Tal como decís, a muchos no les gustará este nombramiento.

– ¿Qué me decís de los hermanos Sebbi e Ine?

– Ine ha accedido a ser el criado personal de Teodoro y Sebbi se va a quedar aquí durante un tiempo antes de regresar y convertirse en abad de Stanggrund, como siempre ambicionó. No quiere nada más.

Fidelma lanzó una mirada rápida a Eadulf.

– ¿Y vos?

– ¿Yo? He prometido a Vitaliano que me quedaré con Teodoro en calidad de scriptory consejero en leyes y costumbres sajonas. Por eso aún tardaremos en emprender el camino de vuelta a Canterbury. No sólo hay que instruir en muchas cosas a Teodoro, sino que además es sólo un monje. Tiene que ser ordenado sacerdote, diácono y luego obispo, después de que rechace los ritos de la Iglesia oriental en favor de los de la de Roma.

– Fidelma examinaba las tablas de madera del muelle como si le interesaran. Estuvo un rato callada.

– ¿Así que vais a quedaros aquí hasta que Teodoro esté preparado?

– Sí. ¿Y vos vais a regresar a Kildare? ¿Vais a volver y quedaros para siempre?

Fidelma hizo una mueca, pero no contestó directamente.

– Os echaré de menos, Eadulf…

Se notó un movimiento en el extremo del muelle, y vieron avanzar la figura alta, familiar y autoritaria de la abadesa Wulfrun. Llevaba a dos acompañantes nerviosas, que luchaban con su equipaje mientras ella les daba instrucciones con su habitual tono severo. Wulfrun, de repente, vio a Fidelma y Eadulf, hizo que su séquito se detuviera y deliberadamente les dio la espalda. Se colocó al sol en lugar de situarse a la sombra del toldo donde estaba sentada Fidelma.

– El orgullo precede a la destrucción y el espíritu engreído a la caída -murmuró Fidelma.

Eadulf sonrió con complicidad.

– No parece que haya aprendido la lección -admitió Eadulf-. Obviamente, no le gustó que se revelara la verdad. Hubiera preferido vivir en la fantasía de que era una princesa y no en la realidad de que había sido una esclava.

– Ventas odiumparit -contestó Fidelma, citando un verso de Terencio-. La verdad genera odios. Sin embargo, me da pena. Ha de ser triste no tener suficiente fe en uno mismo y tener que inventarse un pasado para atraerse el respeto de la otra gente. La mayor parte del daño que se hace en este mundo es debido a gente que quiere sentirse importante e intenta imponer su valía a los demás.

– ¿Cuáles eran las palabras irónicas de Epicteto? -inquirió Eadulf, frunciendo el ceño mientras intentaba recordar.

– Sin duda os referís a la pregunta: «¿Qué, el mundo entero se hundirá cuando muráis?». Es una ironía, claro -admitió Fidelma, sonriendo-. De todas maneras, la abadesa Wulfrun parece que ha encontrado nuevos acólitos para sustituir a la pobre hermana Eafa. Todavía siento pena por ella.

Giró la cabeza hacia donde Wulfrun seguía aleccionando a sus dos nuevas criadas, diciéndoles dónde debían colocar el equipaje y dónde situarse ellas.

– No cambiará -comentó Eadulf-. Espero que no tengáis que hacer todo el viaje en su compañía.

– Ah, a mí no me importa su actitud, sólo a ella.

Fidelma se volvió hacia Eadulf con actitud burlona, pero entornó los ojos al percibir a un recién llegado que avanzaba por el muelle. La expresión que mostraba éste era de tal sorpresa que Fidelma se volvió y siguió su mirada.

La figura del tesserarius Furio Licinio, que llevaba una caja bajo el brazo, pasó junto a la abadesa Wulfrun y su grupo y se detuvo bajo el toldo delante de Fidelma.

– Me he enterado de que os ibais de Roma esta mañana, hermana -saludó con expresión turbada.

Fidelma levantó la cara sonriendo y miró al torpe joven oficial.

– No pensé que los preparativos para el viaje de una pobre hermana irlandesa tuvieran importancia para un oficial de los custodes del palacio de Letrán, Furio Licinio -dijo con solemnidad.

– Yo… -Licinio se mordió los labios y luego lanzó una mirada a Eadulf, quien hizo ver que examinaba las aguas marrones del lodoso Tíber-. Yo le he traído este regalo… un recuerdo de vuestra estancia en Roma.

Fidelma vio que el joven se ruborizaba al tenderle el objeto, que iba envuelto en tela de saco. Era una caja de madera. Fidelma la cogió con solemnidad y le quitó el envoltorio. Era una bella caja hecha de una curiosa madera negra que Fidelma había visto una vez anteriormente.

– Se llama ebenus -explicó Licinio.

– Es hermosa -admitió Fidelma, observando las diminutas bisagras y el cierre de plata que brillaban en contraste con el negro de la caja-. Pero no debisteis…

– No está vacía -continuó Licinio, ansioso-. Abridla.

Con solemnidad, Fidelma la abrió. En el interior había dispuesta una docena de frascos de cristal en compartimentos forrados con terciopelo.

– ¿Qué es? ¿Hierbas curativas? -preguntó.

Eadulf se había girado con interés.

Licinio seguía ruborizado. Se inclinó, extrajo un frasquito y le quitó el tapón de corcho.

Fidelma olió con curiosidad y entonces sus ojos se abrieron mostrando gran sorpresa.

– ¡Perfume! -exclamó.

Licinio tragó saliva, nervioso.

– Las damas de Roma usan mucho estas fragancias. Quiero que aceptéis esto como muestra de mi respeto, Fidelma de Kildare.

Fidelma se sintió de repente muy incómoda.

– Yo no creo… -empezó.

Licinio avanzó impulsivamente y le cogió una de sus manos finas.

– Me habéis enseñado muchas cosas respecto a las mujeres -dijo con seriedad-. No lo olvidaré. Así que, por favor, aceptad este obsequio como recuerdo.

Fidelma se sintió de repente triste y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pensó en Cian y luego en

Eadulf y deseó ser de nuevo una simple jovencita enfrentándose al aimsir toga, la edad de elegir, con toda la vida por delante. Intentó sonreír, pero le salió una mueca sardónica.

– Aceptaré este obsequio, Licinio, por el ánimo con el que me lo ofrecéis.

Licinio vio que Eadulf lo miraba fijamente, y de repente se enderezó y su expresión se volvió rígida.

– Gracias, hermana. ¿Puedo desearos un buen viaje de vuelta a vuestro hogar? Dios os acompañe, Fidelma de Kildare.

– Dia argach bóthar a rachaidh tú, Licinio. Como decimos en mi lengua, que Dios esté en cada camino que recorráis.

El joven miembro de los custodes del palacio de Letrán se puso firme y saludó, luego giró sobre sus talones y se alejó.

Eadulf estuvo un momento dudando, incómodo, y luego habló intentando bromear.

– Creo que habéis hecho una conquista aquí, Fidelma.

Eadulf frunció el ceño cuando Fidelma se volvió de repente, pero antes había percibido una mirada de rabia en la cara de la muchacha. Se preguntaba qué había dicho que le hubiera molestado tanto. Se quedó parado torpemente mientras ella manipulaba la caja de perfumes, la envolvía en la tela de saco y luego la metía en su equipaje.

– Fidelma… -empezó a decir Eadulf, turbado. Entonces se calló y renegó en su lengua materna.

Fidelma estaba tan asombrada por la inesperada palabrota que levantó la cabeza sorprendida. Eadulf miraba en dirección al otro extremo del muelle.

Una lecticula se había detenido. Iba acompañada por una tropa de custodes del palacio de Letrán con sus uniformes oficiales, lo que le daba un aire más próximo a la época de la Roma imperial que a la de la era cristiana del presente. La alta figura del obispo Gelasio descendió y, haciendo una señal a sus ayudantes para que se quedaran a un lado, empezó a avanzar en solitario por el muelle.

La abadesa Wulfrun corrió a su encuentro. Desde donde estaba sentada Fidelma se oyó su voz estridente y penetrante.

– Ah, obispo; os habéis enterado de que me iba de Roma hoy -dijo Wulfrun.

Gelasio se detuvo, parpadeando, como si viera a Wulfrun por primera vez.

– ¿Cómo? No, no -contestó con voz distante-. Os deseo un buen viaje. He venido a ver a otra persona.

Dejó a la abadesa de Sheppey con una expresión ultrajada en su cara arrogante.

– El orgullo precede a la caída -repitió Eadulf en voz baja.

El obispo Gelasio avanzó directamente hasta donde estaba Fidelma y ella se levantó, indecisa.

– Fidelma de Kildare -el nomenclator de la casa del obispo de Roma le dirigió una sonrisa, y apenas se percató de la presencia de Eadulf-. No podía dejaros partir de la ciudad sin venir a desearos mis mejores deseos para que tengáis un feliz viaje.

– Eso es muy amable por su parte -contestó Fidelma.

– ¿Amable? No, le debemos mucho, hermana. Si no hubiera sido por su diligencia… y la ayuda del hermano Eadulf, por supuesto… Roma hubiera sido testigo de un conflicto terrible entre los reinos sajones y de Irlanda.

Fidelma se encogió de hombros.

– No merezco que me deis las gracias por hacer lo que me han enseñado, Gelasio -dijo.

– Pero si incluso el rumor de la muerte de Wighard a manos de un cenobita irlandés hubiera llegado a los oídos de los sajones… -Gelasio se encogió de hombros. Dudó un momento y luego miró rápidamente a Fidelma-. Confío en que respetareis los deseos del Santo Padre respecto a este asunto.

Pareció sorprendido cuando Fidelma se rió entre dientes.

– ¿Es quizás ésa la verdadera razón de que hayáis venido, Gelasio? ¿Aseguraros que no seré un problema para Roma?

El obispo parpadeó, sorprendido por la franqueza de la mujer, y luego hizo una mueca al darse cuenta de que Fidelma decía la verdad. La ansiedad que él sentía había sido la causa de que atravesara toda Roma para ver a la religiosa irlandesa antes de que se fuera. Fidelma seguía sonriendo y él le respondió con una sonrisa.

– ¿No hay verdad que se os pueda ocultar, Fidelma de Kildare? -preguntó con ironía.

– Hay algunas -confesó Fidelma tras una pausa. Luego Fidelma lanzó una rápida mirada a Eadulf, pero el monje sajón miraba fijamente a Gelasio.

– Bueno, ya que ha surgido el tema, yo creo que es mejor que el informe oficial a los reyes y prelados sajones diga que Wighard y algunos de su séquito, Puttoc, Eanred, Eafa… murieron a causa de la peste amarilla. La peste es tan frecuente que nadie lo pondrá en duda.

– Estoy de acuerdo con esto -dijo Fidelma-. Respeto el deseo de Roma de ocultar la verdad, pues los hombres y mujeres de Iglesia no son más que hombres y mujeres; incluso los obispos y abades pueden ser tan grandes pecadores como el peor de los campesinos.

– ¿Cómo podríamos hacer que la gente cumpla la palabra de Dios si no tiene respeto por los que predican esa palabra? -inquirió Gelasio como justificándose.

– No habéis de temer que cuente a nadie la verdad de la muerte de Wighard -afirmó Fidelma-. Pero hay otros implicados…

Fidelma se inclinó en dirección a la abadesa Wulfrun, que seguía dando instrucciones a sus dos acólitos. Gelasio siguió aquel gesto.

– ¿Wulfrun? Tal como demostrasteis, es una mujer vanidosa. Con la vanidad, Roma siempre puede llegar a un acuerdo. Al igual que con la ambición; y Sebbi ha satisfecho la suya. Ine no es problema pues tiene la seguridad de ser criado del nuevo arzobispo. En cuanto a Eadulf…

Se giró en redondo y miró pensativo al monje sajón.

– Eadulf -intervino Fidelma- es un hombre inteligente y sin ambición, así que entenderá la conveniencia de vuestra propuesta y no necesita mayor soborno que una explicación.

Gelasio inclinó la cabeza ante ella con seriedad.

– Al igual que vos, Fidelma de Kildare. Me habéis enseñado mucho de las mujeres de vuestra tierra. Tal vez aquí en Roma nos equivoquemos al negar a las mujeres un lugar en nuestros asuntos públicos. Sin embargo, vuestro talento es raro.

– Si me permitís que cambie de tema, Gelasio -dijo Fidelma queriendo ocultar su turbación-. Hay una cosa que sí necesitaba de vos y me gustaría saber si se ha llevado a cabo.

Gelasio sonrió y asintió con la cabeza.

– Os referís al chico Antonio, hijo de Nereo, que trabaja en el cementerio cristiano vendiendo velas a los peregrinos.

Fidelma asintió.

– Ya está hecho, hermana. Al joven Antonio lo hemos enviado al norte, a Lucca, al monasterio de San Fridiano. Fridiano es uno de vuestros compatriotas.

– He oído hablar de Fridiano -admitió Fidelma- Era el hijo de un rey del Ulster que se hizo religioso.

– Pensamos que era un tributo adecuado dirigido a vos, hermana, que el joven Antonio recibiera educación en una casa establecida por un compatriota vuestro.

– Me alegro por él -dijo Fidelma-. Honrará la fe. Me satisface haber podido ayudar al muchacho.

Se vio interrumpida por un grito que provenía de las aguas del Tíber. Un gran barco avanzaba a remo por el río, formando un semicírculo de una orilla a otra en dirección al muelle donde estaban.

– Creo que éste debe de ser vuestro transporte, hermana -advirtió Gelasio.

Una expresión de pánico cruzó la cara de la monja. ¿Tan pronto? ¿Tan pronto, con tanto por decir?

Gelasio percibió su turbación y la interpretó correctamente. Tendió la mano y siguió sonriendo cuando Fidelma la tomó y simplemente inclinó la cabeza. Finalmente, se había hecho a esa costumbre de la Iglesia de Fidelma.

– Os damos las gracias, hermana, por todo lo que habéis hecho. Que tengáis un buen viaje de regreso a casa y una larga vida. Deus vobiscum.

Se giró, saludó con la cabeza a Eadulf y regresó por el muelle hasta donde esperaba su lecticula, sin hacer caso alguno a la abadesa Wulfrun, para gran disgusto suyo.

La gran barca, a cuyos remos iba una docena de remeros fornidos, se iba acercando al muelle.

Fidelma alzó sus ojos brillantes y se encontró con los cálidos ojos castaños de Eadulf.

– Bien -dijo Eadulf lentamente-, ha llegado la hora de vuestra partida.

Fidelma suspiró intentando sofocar su pesar.

– Vestigia… nulla retrorsum -dijo en voz baja, citando un verso de Horacio.

Eadulf parecía extrañado, no entendía. Ella no se molestó en explicar nada.

Fidelma lo miraba lentamente, intentando leer la expresión en su rostro, pero no había señales que pudiera interpretar.

– Os echaré de menos, Eadulf de Seaxmund's Ham -dijo Fidelma en voz baja.

– Y yo a vos, Fidelma de Kildare.

Entonces Fidelma se dio cuenta de que no había mucho más que decirse.

Sonrió, con una sonrisa tal vez un poco forzada, y se adelantó impulsivamente para estrechar en sus manos las de Eadulf.

– Instruid bien al nuevo arzobispo en las maneras de vuestra tierra, Eadulf.

– Echaré de menos nuestros debates, Fidelma. Pero quizás hemos aprendido algo el uno del otro.

La barca ya estaba de costado. Wulfrun y sus dos acompañantes ya habían almacenado su equipaje a bordo y se habían acomodado en los asientos. Uno de los barqueros había depositado las bolsas de Fidelma en la barca y ahora estaba impaciente, esperando para tenderle la mano y ayudarla a bajar.

Durante un rato Fidelma y Eadulf permanecieron cara a cara y luego fue Fidelma la que rompió el encanto con su sonrisa picara, traviesa. Se dio la vuelta, descendió a la popa de la barca y tomó asiento, girándose a medias hacia donde todavía permanecía Eadulf. Con un grito ronco, los remeros dieron un empujón para alejar la barca del muelle y durante un momento ésta se desplazó sobre las aguas, luego, tras otro grito, los remos penetraron en las aguas marrones y la embarcación empezó a avanzar río abajo con rapidez.

Fidelma levantó la mano y la dejó caer al mirar atrás, hacia la figura menguante de Eadulf, que permanecía solo en el muelle. Estuvo observando hasta que desapareció en una curva del río.

Los remeros iniciaron un canto para ayudarse en su labor, que el cálido sol de mediodía hacía más difícil.

*

Las nubes desaparecen y la tempestad se calma, el esfuerzo todo lo doma, con trabajo se consigue

Heia ulri! Nostrum reboans echo sonet heia!

¡Empujad, hombres! ¡Y dejad que resuene el eco de nuestro esfuerzo!

*

Fidelma suspiró suavemente y se reclinó en su asiento, sus ojos observaban las orillas del río mientras se dirigían hacia el sur. Dejaron atrás las colinas de Roma y sus edificios abarrotados, fueron más allá de los muelles de la ciudad que seguían el curso del río y llegaron hasta el campo plano y desnudo, sin bosques que dieran sombra o cultivos. El río era profundo y su curso sinuoso, no mostraba ninguna de la belleza que a Fidelma le habían enseñado que el gran Tíber poseía.

De vez en cuando veía una elevación coronada por pinos, pero en su mayoría las colinas no tenían vegetación. Tan sólo había unas pocas parcelas con cereales y estaban muy diseminadas. Se acordó de que el ejército del emperador Constancio había pasado hacía poco por allí y que el campo baldío que rodeaba el turbio Tíber era resultado de la acción del hombre y no de la cicatería de la naturaleza.

Por lo que ella recordaba, el río finalmente desembocaba en el Mediterráneo entre los puertos gemelos de Ostia y Porto. Allí la corriente se dividía y bordeaba una isla central, la Isola Sacra. No era una entrada bonita a Roma, rodeada de stagni o pantanos salados. Pero Ostia y Porto eran los antiguos puertos gemelos de Roma a donde iban y desde donde salían los barcos a todos los rincones de la tierra.

El escenario cambió un poco y Fidelma pudo contemplar los olivos de un verde plateado que se extendían por las laderas, mientras que los campos secos antaño cultivados de cereales daban paso a numerosos olivares que habían sobrevivido a los estragos de Constancio. Se percató de que los verdes plateados no eran los verdes profundos que estaba acostumbrada a ver en su tierra, y también de que los árboles no eran las plantas exuberantes y sombrosas que crecían en el clima templado de Irlanda. Irlanda, con sus senderos bordeados de fucsia que descendían hasta los cantos rodados de granito de color gris, salpicado de azafrán, de las playas rocosas. Irlanda con sus amplias colinas verdes y sus pantanos oscuros y profundos rodeados de zarzamoras, y brezos y bosques protegidos por las ortigas, llenos de tejos, avellanos y madreselvas.

Con gran sorpresa por su parte, Fidelma notó que se estaba poniendo nostálgica. Se dio cuenta de las ganas que tenía de regresar, de volver a oír hablar su lengua, de sentirse a gusto, sentirse en casa. ¿Qué era lo que había escrito Homero? «No hay nada más dulce para los ojos que la patria.» Ah, quizá tuviera razón.

Se quedó mirando los paisajes que pasaban y sus pensamientos regresaron a Eadulf. Se sentía incómoda por la tristeza de la partida. ¿Estaba intentando descubrir algo más en su amistad con Eadulf de lo que realmente había habido o, sin duda, de lo que podía haber? ¿Tenía razón Aristóteles de que una amistad es una sola alma habitando en dos cuerpos? ¿Era por eso que notaba que le faltaba algo? Se mordió los labios, enfadada consigo misma. Ella a menudo intentaba intelectualizar sus actitudes, y así se evitaba tener que enfrentarse a las emociones. Algunas veces ya no podía discernir entre emoción y racionalización. Resultaba mucho más fácil analizar las actitudes de los demás que las propias. ¿Cómo era… médico, cúrate a ti mismo? No lo recordaba. Había un antiguo proverbio en su lengua: cada inválido es un médico. Eso era una perogrullada.

Volvió a dirigir su mirada a las orillas del río, que iban pasando ante ella, y a su vegetación, de un color verde pálido. De nuevo volvió a pensar en el gran contraste que existía con el rico verdor de Irlanda. Miró atrás, hacia donde Roma había desaparecido detrás de la curva del río, y volvió a pensar brevemente en Eadulf.

Sonrió tristemente para sí. Lo que había escrito Horacio era cierto: Vestigio… nulla retrorsum, ni un paso atrás. No, no había marcha atrás ahora. Volvía a casa.

Peter Tremayne

***