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El Laberinto de Agua

Eric Frattini

Experto en los servicios secretos vaticanos, Frattini se ha inspirado para su segunda novela en uno de los personajes más controvertidos y desconocidos del cristianismo, Judas, el apóstol traidor. ¿Qué pasaría si su historia no fue como nos la han contado? Los cimientos de la Iglesia se tambalearían, y eso es lo que quiere impedir a toda costa el malvado cardenal Lienart.

Eric Frattini

El Laberinto de Agua

A Hugo, lo más valioso para mí, por darme cada

día de su vida su amor y alegría. Le agradezco

también el haber corregido mi mal italiano.

A Silvia, por su amor, por la tranquilidad que

me transmite y por su apoyo incondicional.

Sin ella no podría escribir.

Si no se nos hubiera enseñado cómo hay que

interpretar la historia de la pasión de Cristo,

¿habríamos sabido decir, basándonos sólo en

sus acciones, si fue el envidioso Judas o el

cobarde Pedro quien amó a Jesús?

Graham GREENE, El fin de la aventura (1951)

I

Alejandría, año 68 de nuestra era

En una aislada y humilde choza del barrio oriental de Alejandría, iluminada tan sólo por unas pequeñas lámparas de aceite, un anciano permanecía inmóvil en su lecho de muerte. Junto a él se encontraba Eliezer, su fiel discípulo, antaño un rico comerciante de telas de Judea que había abandonado su negocio para seguir a su maestro.

Los protagonistas de la tragedia vivida treinta y cinco años atrás ya no existían. Habían transcurrido poco más de tres décadas desde que Jesucristo fuera crucificado en el Gólgota; veinticuatro años desde que el prefecto del Imperio, Poncio Pilato, fuera desterrado a la Galia por el emperador Calígula y se suicidara; veinte desde que Caifás, presidente del Gran Sanedrín, falleciese en extrañas circunstancias.

Once de los doce discípulos que acompañaron al maestro en aquella Ultima Cena en el barrio de Sión habían corrido la misma suerte. Pedro había sido crucificado boca abajo justo un año antes en Roma por orden de Nerón; Bartolomé se dirigió a Turquía, donde unos bandidos lo despellejaron vivo; Tomás enfermó y falleció en un suburbio de la India; Mateo, después de disfrutar de una larga vida y de difundir el mensaje de su maestro en Etiopía, Persia y Macedonia, murió plácidamente; Santiago fue martirizado por orden del sumo sacerdote Ananías y arrojado vivo desde un acantilado; Andrés, hermano de Pedro, fue crucificado en la ciudad griega de Patras; Santiago el Mayor sería degollado por orden de Herodes Agripa; Juan, hermano de Santiago, quemado en aceite hirviendo por orden de Domiciano; Felipe, crucificado por orden del procónsul de Roma en la ciudad de Hierápolis; Judas Tadeo fallecería en el norte de Persia, y Simón el Zelote moriría mártir, en la costa del mar Negro.

En la memoria del anciano aún permanecía vivo el recuerdo de su maestro y la conversación que ambos habían mantenido antes de que comenzara la cena de Pascua. Se acordaba perfectamente de cómo, tras la detención de su maestro, Simón el Cananeo, antiguo miembro de los zelotes, había intentado matarle por orden de Pedro. Estaba seguro de que Pedro había obrado de tal modo con el fin de que desapareciera cualquiera que pudiera poner en duda su liderazgo tras la muerte del maestro. Pedro convenció al resto de los discípulos de que había sido el anciano que ahora yacía en aquel pobre camastro quien había entregado al Hombre a los sacerdotes del templo.

Entre la lucidez y el delirio causado por la fiebre, el moribundo intentaba recordar el momento en que Simón el Zelote había declarado haber visto a Pedro hablar cerca del templo con Jonatán, el jefe de la guardia, justo antes de la cena de Pascua. Pero después del apresamiento de su maestro en Getsemaní los acontecimientos se precipitaron tan rápidamente que nadie volvió a preguntarle a Simón por aquel extraño encuentro entre el jefe de la guardia del Templo y Pedro.

Para el anciano, el único superviviente de los trece comensales que habían asistido a aquella cena, esa conversación se había convertido en una de las incógnitas que le acompañarían hasta el momento mismo de su muerte en aquel oscuro y solitario rincón del norte de Egipto.

Eliezer rompió el silencio de sus recuerdos. Intentó incorporarle en el camastro para darle un poco de agua en un recipiente de barro, pero se ahogaba.

– Fiel Eliezer, tú debes ser el heredero de mi palabra -sentenció.

– Está bien, maestro, pero intente beber un poco de agua -replicó resignado el discípulo.

El anciano consiguió apartar bruscamente el recipiente de sus labios y se dirigió a su discípulo:

– Eliezer, coge pliegos de papiro y escribe lo que voy a relatarte. Si muero sin revelarte las palabras que me dijo mi maestro antes de ser apresado y condenado, jamás los herederos de su palabra podrán conocer la verdad. Si fallezco, esos hechos morirán conmigo -dijo con cierto aire de misterio.

– Está bien, maestro, pero debería descansar un poco -pidió.

– De ninguna manera -protestó el anciano-. Dentro de poco tiempo ya no estaré entre los vivos y he de dar a conocer sus palabras antes de mi muerte para que sus seguidores sepan de la misión que me asignó. Necesito que copies mis palabras fielmente, tal y como te las dicto, tal y como Él me las transmitió.

Eliezer salió de la choza y regresó al poco rato con pliegos de papiro, pequeños frascos de tintas y varios cálamos. Colocó una mesa baja de madera justo al lado del lecho de su maestro, se sentó en el suelo y comenzó a escribir las palabras del anciano.

– Mi nombre es Yehudah. Nací en el pueblo de Is-qeriyyot, en la región de Ghor. Fui apóstol de Nuestro Señor, y le seguí por los campos de Judea y Galilea. -La persistente tos seca del anciano le obligaba a detenerse de vez en cuando en el relato, y su respiración se hacía dificultosa. Eliezer reflejaba hábilmente los símbolos arameos sobre el papiro. Tras dar un sorbo de agua, el anciano continuó con su relato.

Al atardecer, el barrio de Sión, con sus pequeñas tiendas, patios interiores, azoteas y oscuros callejones, se convertía en un auténtico laberinto de trampas por el que ni siquiera los soldados romanos se atrevían a cruzar a ciertas horas. Los zelotes, que se oponían a la ocupación, habían estrechado tanto algunas calles que los romanos se veían obligados a patrullar por ellas sin armaduras.

Simón entró en una de las casas. Pedro le había pedido que se ocupara de los preparativos de una cena para trece comensales que se celebraría esa misma noche mientras él se hacía cargo de cierta misión. Accedió a la casa por un estrecho patio cuyo recorrido se podía controlar desde una pequeña mirilla colocada en la puerta. Simón había comprado el cordero que se serviría en la cena. Cuando comprobó que el animal no tenía ningún hueso roto, algo imprescindible en Pascua, lo metió en el horno.

Juan, otro de los comensales, se había ocupado de preparar la estancia para la cena. Colocó una gran mesa y dispuso en ella trece platos y trece copas, además de un candelabro con velas que se encenderían cuando diese comienzo el seder, la comida más importante de la liturgia judía.

Poco a poco, los invitados llegaron a la casa. Se iban acercando al pozo situado en mitad del patio, extraían agua y procedían a lavarse. Mientras el cordero se asaba, Juan y Simón vigilaban la entrada del patio.

Cada vez que sonaba un golpe en la puerta, Simón abría la mirilla, observaba quién se encontraba al otro lado, abría los gruesos cerrojos y permitía la entrada al recién llegado.

Los invitados se conocían y se abrazaban con satisfacción al verse. Poco a poco, fueron llegando todos, pero faltaban tres: Jesucristo, Judas Iscariote y Pedro. Mateo, que había trabajado como recaudador de impuestos para los romanos y se había convertido en el octavo discípulo, comenzó a sentir cierta inquietud por la ausencia de Pedro.

– ¿Qué puede haberle ocurrido a Pedro para no estar entre nosotros? -preguntó.

– Yo lo he visto en las cercanías del templo cuando llevé a sacrificar al cordero. No creo que le haya sucedido nada -respondió Simón.

Al resto de los discípulos les llamó la atención que Pedro, a quien habían elegido como su líder, se encontrase cerca del templo. Simón incluso fue más allá al explicar a los presentes que había visto al apóstol hablando con Jonatán, el jefe de la guardia, pero que en ese momento no le había dado mayor importancia al asunto.

En el mismo instante en que Simón respondía a la pregunta de Mateo, Caifás, el sumo sacerdote, estaba ofreciendo a uno de los discípulos treinta monedas de plata por traicionar al que llamaban Jesús.

El discípulo propuso entregar al maestro a los guardias del templo en la misma casa de Sión donde se celebraría la cena, pero Jonatán no estaba dispuesto a arriesgarse a sufrir una emboscada en las estrechas calles de aquel laberinto.

Como segunda opción, el traidor brindó al oficial la posibilidad de entregar a su maestro en el lugar al que, tras finalizar la cena de Pascua, irían a orar: Gath Shemane, la prensa de olivas, o Getsemaní. El oficial lo aceptó, dado que si detenía al hombre en campo abierto, evitaba una emboscada.

– ¿Cómo reconoceremos a tu maestro? -preguntó-Caifás al traidor.

– Yo os lo indicaré -dijo.

– Muy bien. Será esta misma noche -aseguró el sumo sacerdote-, y tú nos lo entregarás.

A muy poca distancia de allí, el Hombre había llegado ya a la casa en la que debía reunirse junto a sus doce discípulos. Mientras se lavaba los pies y las manos, preguntó por Pedro.

– No sabemos dónde está -respondió Tomás, el pescador nacido y criado a orillas del mar de Galilea. El resto de los allí reunidos pensaban de él que era taciturno, receloso y demasiado pesimista.

De repente sonó un golpe seco en la puerta. Era Judas Iscariote. Ya sólo faltaba Pedro. Al cabo de un rato llegó y se unió al resto.

– Perdonad mi tardanza, maestro -se disculpó.

– Sólo espero que la causa de tu tardanza se deba a motivos personales y no porque otros lo hayan elegido así -respondió el Maestro. Los discípulos no entendieron a qué se refería y por qué hablaba con tanto misterio aquel que ellos habían elegido como guía.

Bartolomé, a quien sus compañeros llamaban el Luchador y cuya ascendencia se remontaba a la rebelión de los macabeos de hacía dos siglos, rompió el tenso silencio.

– El cordero está preparado -anunció.

Pedro aún no se había repuesto de la sorpresa ante la extraña respuesta de su Maestro. Antes de subir a la planta de arriba, donde debía celebrarse la cena, pidió a Judas Iscariote que se reuniera a solas con él, en el patio.

Pedro intentó seguirles, pero el Hombre hizo un ademán para detenerle.

– Sólo él, mi fiel Judas, debe oír lo que voy a decir -sentenció.

Pedro, Bartolomé y Santiago el Menor se mantuvieron en las cercanías, asistiendo con curiosidad a la escena que se desarrollaba ante ellos. Poco después, los tres apóstoles vieron cómo Judas, con los ojos anegados en lágrimas, se arrodillaba ante Él, sujetando una mano entre las suyas, mientras el Hombre tocaba con la otra mano la cabeza de su discípulo como si estuviera consolándole.

En cuanto el Hombre y Judas Iscariote se reunieron con el resto, se dirigieron a la planta de arriba y los doce se sentaron en torno a su maestro, alrededor de la mesa. El Hombre encendió las velas.

– He deseado celebrar esta Pascua con todos vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la celebraré más hasta que llegue el Reino de Dios -dijo.

Los discípulos guardaron silencio. Judas, que aún tenía lágrimas en los ojos, miraba atentamente a su Maestro. Pedro, por su parte, se mantenía casi ajeno a lo que allí estaba sucediendo, como si aguardase que ocurriera algo.

El relato quedó interrumpido por la fuerte tos del moribundo. Su discípulo intentó darle a beber un poco de agua, pero la sangre de esputo se mezcló en ella.

– Me queda poco tiempo. Debemos seguir, es preciso -propuso el anciano.

Antes de continuar, Eliezer se levantó y llenó las lámparas con aceite para aumentar la intensidad de la luz.

El Maestro bendijo una de las jarras y llenó el primer vaso en honor del kiddush, la santificación; un segundo vaso por el haggadash, la celebración del cordero; un tercer vaso, por las oraciones de acción de gracias, y, finalmente, un cuarto vaso, para acompañar las últimas plegarias. Después volvió a hablar:

– Porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.

A continuación, el Maestro pasó a Juan el plato del hazareth, una salsa picante roja. Éste cogió un trozo de pan y lo mojó en ella. Seguidamente, pasó el plato a Andrés, éste a Bartolomé, y así a Tomás, Mateo, Santiago el Menor, Santiago el Mayor, Felipe, Judas Tadeo, Simón el Zelote, Judas Iscariote y, finalmente, Pedro.

Juan no apartaba su mirada de Pedro. El resto no confiaba en él. Juan, antiguo pescador, se había mostrado en muchas ocasiones pendenciero, indolente y egoísta con el resto de discípulos y estaba ansioso por usurpar el lugar de Pedro junto al maestro. Judas miraba en silencio a Pedro y a Juan, manteniendo el secreto de lo que el Hombre le había anunciado en el patio. Aquélla no parecía una cena de Pascua, sino más bien una cena de despedida.

Para Judas, su Maestro estaba intentando que los doce trabajasen juntos, sin ambiciones desmedidas entre ellos. Ninguno debía ser más grande que los otros, ni más poderoso entre los humildes, ni más importante entre los modestos. Los doce se encontraban allí reunidos, en una humilde casa de Sión, no sólo para que su Maestro pudiese agradecerles su fidelidad, sino también para informarles de la misión que se les iba a encomendar: once de ellos deberían servir de guías religiosos al resto de la humanidad. El último de los doce sería el elegido.

Pedro se sentía molesto con Juan, quien lo acusaba de no seguir los preceptos de su Maestro y de mostrarse en demasiadas ocasiones superior a los demás.

– ¡Yo, al menos, estoy dispuesto a seguir a mi Maestro hasta la muerte! -exclamó.

El Maestro interrumpió repentinamente la discusión.

– En verdad te digo, Pedro, que antes de que hoy cante el gallo me habrás negado tres veces.

La cena transcurrió desde ese mismo momento según las normas establecidas en la ley: se recitaron los salmos 113 y 144 del Hallel, se bebió el agua con hierbas amargas y cada uno de los comensales degustó un trozo de cordero.

– Uno de vosotros me entregará -sentenció el Maestro casi al final de la cena.

– ¿A quién te refieres? -preguntó Santiago el Menor.

Se hizo un largo silencio.

– Lo que vayáis a hacer, hacedlo pronto, porque uno de vosotros me entregará para que otro de vosotros pueda heredar las llaves del Reino cuando yo ya no esté entre vosotros.

Los presentes dirigieron su atención hacia Pedro, que intentó rehuir sus miradas.

– Lo único que os digo es que no me podréis seguir al lugar al que voy, pero debéis amaros los unos a los otros como yo os he amado. Ha sido glorificado el Hijo del Hombre, y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo, y le glorificará pronto. -Tras un breve silencio, el maestro arrancó un trozo de pan y dijo-: Tomad y comed, porque éste es mi cuerpo. -Seguidamente cogió una copa de vino y pronunció en tono solemne-: Tomad y bebed, porque ésta es mi sangre, testamento de la alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados.

Bebieron todos de ella y, una vez vacía, se la devolvieron al Maestro.

– Levantaos y vayámonos de aquí -ordenó.

Simón, el encargado de la seguridad, les conminó a que salieran de la casa de uno en uno para que pasaran inadvertidos y les aconsejó que se dirigieran hacia la Puerta Dorada, que permanecía abierta y sin vigilancia de soldados romanos con motivo de la Pascua.

Poco después, el Maestro volvía a reencontrarse con sus discípulos entre la arboleda de Getsemaní, al pie del Monte de los Olivos. Algunos se sentaron en el suelo, recostados en los árboles, y otros permanecieron de pie, hablando.

La noche discurría entre plegarias y largas disertaciones cuando, de repente, aparecieron de entre los árboles soldados empuñando sus espadas. Varios discípulos se pusieron en pie.

– Llegó la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos! Mirad, el que me va a entregar está cerca.

Todas las miradas se concentraron en el apóstol que más cerca estaba del Maestro, Judas Iscariote, a quien había tendido su mano. En un lugar apartado, ajeno a lo que allí estaba sucediendo, Pedro observaba la escena.

Varios guardias del templo, comandados por Jonatán, prendieron a Jesucristo. Simón el Zelote, acostumbrado a huir y atacar a las fuerzas romanas y herodianas que le acechaban en las montañas galileas, presintió el peligro. Con una daga en la mano corrió a proteger al Maestro, que ya se había identificado y extendía sus manos para ser prendido.

– Guarda tu daga -le ordenó el Maestro mientras los guardias le ataban ya las manos.

Pocas horas después, mientras Jesús era interrogado en el Gran Sanedrín, una mujer se acercó a Pedro y, ante un grupo de soldados, le espetó:

– ¿No eres tú también un discípulo de ese hombre?

Pedro sacudió la cabeza, negando conocer al detenido. Se había producido la primera negación.

Cuando Jesús era trasladado para ser presentado ante el sumo sacerdote, Pedro se encontró de pronto rodeado por una muchedumbre. Una criada agitó un dedo, acusándole de ser un seguidor de aquel que estaba siendo juzgado ante el sumo sacerdote. La mujer alegaba que había visto a Pedro caminar junto al Hombre, que iba montado en un burro.

Pedro negó con firmeza.

– ¡No le conozco! Yo iba caminando detrás del animal -gritó en su defensa. Se había producido la segunda negación.

Cuando intentaba abandonar el lugar, un criado golpeó a Pedro en el pecho y le increpó:

– Tu propia forma de hablar te descubre como seguidor de ese Hombre.

El discípulo comenzó a maldecir al criado por mentiroso, gritando a quien quisiera oírle que él no conocía a «aquel Hombre». Tan convincente fue su discurso que los criados y guardias que se habían acercado debido al alboroto se echaron para atrás. Tras la tercera negación cantó el gallo.

Pocas horas después, el Hombre, el Maestro de los doce apóstoles, sufriría la Pasión. Fue azotado hasta la extenuación, golpeado, escupido y, por último, crucificado en el monte del Gólgota.

Los espectadores que se habían congregado para ver la crucifixión fueron poco a poco dispersándose mientras los soldados hacían guardia al pie de la cruz. Cuando los militares pensaban que el reo había fallecido, éste levantó la cabeza y, mirando a los ladrones que estaban crucificados a su lado, dijo:

– Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Tres horas después de haber sido crucificado, el reo volvió a hablar:

– Todo está cumplido. -Éstas serían sus últimas palabras.

Longinos, el oficial romano encargado de comprobar la muerte del reo y que actuaba como exactor mortis, agarró su lanza por un extremo y se la clavó al Hombre en el costado.

A pocas millas de allí, uno de los apóstoles huía tras el oculto manto de la noche en una barca de pesca, rumbo al seguro puerto de Alejandría.

Durante horas, días y noches, bajo la luz de las pequeñas lámparas de aceite, el anciano dictó a su discípulo Eliezer sus recuerdos. Quería dejar constancia de cuál había sido su lugar en la historia.

Habían pasado seis lunas cuando una noche, Eliezer, tal y como había hecho en tantas ocasiones, entró en la choza para continuar con la transcripción de los recuerdos de su maestro.

– ¿Maestro? -preguntó el discípulo, sin obtener respuesta-. ¿Maestro?

El discípulo acercó la lámpara de aceite al último de los apóstoles. Su rostro amarillento y cubierto de sudor mostraba que había muerto esa misma noche, entre terribles pesadillas.

Eliezer comprendió entonces que aquellos pliegos de papiro que se encontraban a su lado, amontonados sin orden alguno, cambiarían el curso de la historia de la cristiandad. Lo que ignoraba en aquel momento es que había muchas personas a quienes no les interesaría que aquellas palabras saliesen a la luz hasta el final de los tiempos.

***

Gebel Qarara, Egipto Medio, 1955

Las montañas de Gebel Qarara se alzaban majestuosas con su color cobrizo, típico del desierto egipcio. Su aspecto misterioso y árido le conferían un aire ciertamente lunar, como si fuera de otro planeta.

Desde las alturas, los fuertes y constantes vientos arrastraban nubes de arena caliente que se pegaba al cuerpo como una fina película. Los mismos vientos circulaban a lo largo y ancho del valle hacia lo más profundo, convirtiéndolo en un horno constante de cuarenta grados a la sombra.

El fondo del valle se había convertido en una zona muy frecuentada por los fellahim, campesinos que exploraban la región en busca de sabakh, un fertilizante rico en nitratos muy utilizado por los agricultores. Una noche, tres fellahim penetraron en el valle. El cabecilla del grupo se llamaba Hany Jabet. Le seguía su amigo Mohamed y un sobrino de éste. Los tres hombres portaban antorchas y palas que cargaban sobre tres pequeños burros.

Una colina cerca de una pared fue el lugar elegido por el grupo para empezar a buscar el tan ansiado sabakh que podría aliviar el hambre de sus familias al menos durante unos días. Para muchos de estos hombres esta sustancia era un modo de subsistencia mientras no tuviesen la suerte de encontrar alguna tumba perdida que poder saquear para después vender los objetos en el mercado clandestino de El-Minya o incluso en los de El Cairo o Alejandría.

Hany Jabet, Mohamed y su sobrino se dispusieron a cavar con sus palas de madera. De repente, Mohamed golpeó algo duro muy cerca de la roca. Al principio, pensó que se había topado con la piedra de la ladera de la montaña, pero un segundo golpe dejó caer una importante cantidad de arena que cubría una especie de lápida funeraria. Los tres hombres creyeron que era sólo una parte más de la pared, pero a Hany le llamó la atención porque parecía que la había pulido la mano del hombre y no los elementos.

Los tres hombres se miraron sorprendidos, pensando en su fuero interno que podrían haber descubierto la tumba perdida de un faraón o de un sumo sacerdote. Tanto unos como otros eran enterrados con importantes y valiosas ofrendas, objetos que serían fáciles de vender en el mercado negro.

El saqueo de tumbas se llevaba practicando en Egipto desde el mismo día en que se levantaron las primeras pirámides. Los faraones incluso ordenaban que, a su muerte, los arquitectos y excavadores fuesen enterrados junto a ellos para salvaguardar la ubicación exacta de la entrada secreta a la cámara mortuoria.

Los tres hombres continuaron golpeando la lápida con sus palas, intentando dejar a la vista el tamaño real de la entrada. Mientras golpeaban la piedra pulida con los primeros rayos de sol de la mañana soñaban con haber encontrado una tumba que sacase a la luz algún indicio de los cuatro mil gloriosos años de historia de Egipto.

Los fellahim se turnaban para intentar apartar la gruesa lápida que daba acceso al interior de la cueva. Con cada golpe de pala, iban desprendiéndose restos cada vez más grandes de la losa.

Cuando Hany Jabet observó cómo se había aflojado la puerta de entrada, ordenó a Mohamed que metiese las puntas de las palas por debajo de la lápida para hacer palanca. Tras cuatro intentos bajo el sofocante calor, la piedra comenzó a moverse y se dejó sentir un olor fétido. Separada la lápida, pudieron ver un pequeño pasillo oscuro que daba acceso a otra cámara.

Hany regresó al lugar donde habían dejado los burros para buscar dos antorchas. Tras encenderlas fuera de la cueva, se las entregó a Mohamed y a su sobrino.

– Esperad a que esté dentro para pasarme una de la antorchas -ordenó Hany.

Arrastrándose a duras penas por la arena y las piedras desprendidas, el campesino intentó apoyar un pie en medio de aquella oscuridad. Un movimiento de las piedras bajo su cuerpo provocó que cayese rodando hasta el fondo de la cueva.

Rodeado de tinieblas, pudo oír los gritos de sus compañeros desde la boca de entrada.

– ¡Hany, Hany, amigo mío! -gritó Mohamed-. ¿Estás bien? ¡Oh, Dios mío! No puedo verte en la oscuridad.

De repente, una mano salió de improviso de la oscura boca de la cueva agarrando con fuerza el brazo de Mohamed. Éste dio un salto hacia el exterior, mientras oía el sonido de la risa de su sobrino. Entre maldiciones, Mohamed cogió la antorcha que había quedado en el suelo y regresó a la entrada de la cueva con ella.

– Soy yo, Hany. No te asustes y pásame la antorcha -pidió el campesino.

Bajo la luz de la antorcha, el pasillo se mostraba mucho más corto de lo que en realidad era. Al final, un escalón de casi dos metros de altura daba acceso a una cámara de unos cuarenta metros cuadrados. Hany divisó al fondo lo que parecían ser tres ataúdes y, en medio de ellos, una gran zir, una tinaja, posiblemente muy antigua, sellada con betún.

Hany Jabet extrajo su cuchillo del cinturón y comenzó a romper los sellos que cerraban la tapa de la tinaja. A continuación, levantó la pesada tapa y acercó la antorcha tratando de ver qué se ocultaba en su oscuro interior. Pudo apreciar una caja blanca de piedra caliza que parecía muy antigua. Al principio, pensó que podría tratarse del osario de un niño.

Con el cuerpo medio introducido en el interior de la tinaja, consiguió alcanzar la pesada caja y levantarla hasta la superficie. Con sumo cuidado la depositó en el suelo arenoso y permaneció unos minutos callado contemplando aquel descubrimiento.

De repente, el silencio se rompió con las maldiciones de Mohamed, que había accedido al interior de la cueva sujeto con una larga cuerda a la cintura. Al intentar apoyar los pies sobre uno de los ataúdes, la tapa cedió dejando al descubierto uno de los cuerpos. Junto a él se encontraban varios frascos de vidrio, envueltos en paja y papiro.

– Esto es por si era más profunda la cueva -explicó Mohamed algo avergonzado mientras intentaba desprenderse de la cuerda, deshaciendo sus nudos.

Los dos hombres, a pesar de ser analfabetos, sabían muy bien que aquella caja valdría una buena cantidad de dinero. Mohamed extrajo una cuña metálica y comenzó a buscar el borde exterior. Con un golpe seco, consiguió introducir la cuña para hacer palanca hasta que la tapa cedió.

Los dos fellahim miraron con curiosidad en su interior y descubrieron una especie de trapo descolorido que envolvía un objeto. Al comenzar a desplegar los pliegues del tejido, vieron algo que parecía un libro muy antiguo con tapas de cuero y escrito en papiro con unos extraños símbolos. Estaba muy bien conservado, probablemente debido a que el sellado de la caja, de la tinaja y de la entrada a la cueva lo había preservado de las inclemencias del tiempo durante siglos.

Sin pensarlo, los fellahim decidieron envolver nuevamente el manuscrito y lo depositaron en su lugar. Luego pusieron la caja en el interior de la tinaja antes de cerrarla. Los dos hombres salieron al exterior de la cueva y entre los tres colocaron la lápida pulida tapando la entrada. A continuación, comenzaron a cubrir la losa con grandes paladas de arena y piedras.

Mientras se alejaban del lugar a lomos de sus burros, Mohamed preguntó a Hany:

– ¿Qué hacemos ahora? ¿A quién se lo decimos?

Hany, que marchaba delante, se giró.

– A nadie. No debemos decírselo a nadie. Dile a tu sobrino que como me entere de que se ha ido de la lengua, yo mismo, con mis propias manos, lo descuartizaré, le embadurnaré el cuerpo con sal y lo envolveré después en piel de cerdo.

Mohamed y su sobrino eran musulmanes; Hany, copto.

– No te preocupes por él -le advirtió Mohamed-. Por su bien, mantendrá la boca cerrada.

Hacia mediodía, la pequeña caravana había llegado al pueblo. Hany se despidió de sus compañeros y les indicó que no se pusiesen en contacto con él hasta que no les llamase. Hany Jabet intentaba por todos los medios no levantar sospechas en su poblado y menos aún que la policía se enterase.

Sin pronunciar una sola palabra, Hany entró en su casa, besó a su esposa en la frente, cogió una bolsa e introdujo en ella algo de ropa limpia y una imagen sagrada del Adra, la Virgen María. A continuación salió de la casa y se dirigió hasta la salida del poblado para esperar al desvencijado autobús que le llevaría a la cercana ciudad de Maghagha.

Tras un viaje de una hora por carreteras polvorientas y llenas de baches, el autobús se detuvo nada más cruzar el brazo del Nilo. El frenazo hizo que Hany se despertara del largo sueño en el que se había sumido. Había sido un día agotador.

Se apeó del autobús y se dirigió hacia un hombre que vendía dátiles secos en una esquina para preguntarle el nombre de una calle. El vendedor se levantó y comenzó a explicarle cómo llegar a su destino.

Tras unos minutos caminando, Hany llegó por fin a una casa con un patio delantero. Varios niños jugaban con un balón de goma en la calle. El excavador asomó la cabeza para ver si había alguien dentro. Desde el interior una voz de mujer le preguntó qué deseaba.

– Quisiera ver al señor Abdel Gabriel Sayed -pidió Hany mientras veía cómo la mujer se acercaba hasta él secándose las manos.

– Mi marido debe estar a punto de llegar. Si quiere, puede usted esperarle en el interior -ofreció la mujer, abriendo la puerta para permitir el acceso al recién llegado.

La casa de Sayed era la típica de una humilde familia copta tradicional. Al entrar, Hany pudo detectar el penetrante olor del regiff árabe y del samma baladi, la mantequilla clara. El excavador sabía que Sayed era una persona trabajadora que se dedicaba al cultivo de ajo, alubias, trigo y caña de azúcar, pero para aumentar sus ingresos con los que alimentar a su numerosa familia, como muchos otros en esta zona de Egipto, se dedicaba a buscar cualquier objeto interesante susceptible de poder venderse en los mercados. Su hallazgo más importante habían sido varios tejidos antiguos coptos de los siglos IV y V, descubiertos en una cueva cercana a El-Lahun. Hany sabía que, gracias a estos hallazgos, Sayed tenía buenos contactos con varios comerciantes en El Cairo y Alejandría. Aunque, para ser realistas, sus contactos no pasaban de ser pequeños joyeros que adquirían cualquier baratija que se les llevase, desde amuletos, telas, trozos de vasijas o lo que pudiese ser considerado de cierto valor.

Por supuesto, desde que la pieza se hallaba en el Egipto Medio hasta que llegaba a los comercios de El Cairo, podía aumentar su precio hasta un doscientos por ciento sobre su valor real. Naturalmente, los comerciantes se aprovechaban de la incultura de los excavadores, que sólo hablaban el dialecto local, pero aun así, Sayed siempre sabía sacar buen partido a las piezas que trasladaba él mismo en un agotador viaje en coche de tres horas desde Maghagha hasta la capital.

El comercio de este tipo de piezas era tan antiguo como la propia civilización egipcia. Desde el siglo XIX, exploradores y conquistadores llegados desde Europa descubrieron Egipto y sus riquezas del pasado. Algunos de sus mayores tesoros, como la Piedra Rosetta, se habían encontrado en tumbas y después se habían comprado o incluso robado para su posterior envío a Europa, en donde se exhibían en importantes museos de Londres, Berlín, San Petersburgo o Roma. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Egipto alcanzó su plena independencia, los líderes del país comenzaron a poner serias restricciones al comercio ilegal de antigüedades, en un intento de controlarlo más que de frenarlo.

Una ley aprobada en los años cincuenta concedía a los marchantes seis meses para registrar los objetos que tuvieran en su posesión y restringir así su venta. Con el paso de los años, el gobierno egipcio buscó nuevos mecanismos para controlar más ese comercio ilegal. No obstante, esas medidas poco o nada pudieron hacer con una actividad que, aun siendo muy perseguida, era difícil de atajar debido a los altos beneficios que se obtenían con ella.

Por esta razón, existía un mercado lucrativo e ilegal de piezas que eran sacadas directamente de tumbas o de excavaciones, objetos en cuestión que no aparecían en ningún registro y que, por tanto, no existían para la administración de antigüedades de Egipto.

Los egiptólogos de todo el mundo y los expertos en antigüedades de la zona solían decir: «Un objeto egipcio es considerado falso o de sospechosa procedencia a no ser que se demuestre lo contrario». Si la administración egipcia descubría que una pieza había sido vendida después de la aprobación de la ley, podía legalmente reclamar su devolución. Sayed era tan sólo uno de los eslabones más bajos de esta cadena de tráfico ilegal de antigüedades.

Hany se encontraba comiendo dátiles y tomando té con menta cuando oyó fuera de la casa un griterío de niños. Eran los numerosos hijos de Abdel Gabriel Sayed recibiendo a su padre. Hany se puso en pie para saludar al recién llegado.

– Señor Sayed, tengo que hablar con usted en privado -dijo el excavador.

– Bien, déjeme lavarme antes las manos y hablaremos -respondió mientras saludaba a su esposa.

Minutos después ambos hombres se encontraban frente a frente, alrededor de la tableya, una mesa baja en donde se alineaban platos con mantequilla, pan y pasta de garbanzos con aceite. De repente, Hany bajó el tono de voz para evitar que alguien pudiese escuchar su conversación. El rostro de Abdel Sayed fue cambiando de expresión mientras Hany le revelaba lo que habían descubierto en la cueva de Gebel Qarara.

Tras permanecer en silencio unos minutos, Sayed ordenó a Hany que no comentase nada de su descubrimiento, y que él se ocuparía de todo. Su idea era viajar en coche hasta la misma cueva, extraer todos los objetos valiosos y volver a tapar la entrada para no dejar rastro del expolio.

– Hay que hacerlo todo con el mayor sigilo para que ni la policía ni otros ladrones de tumbas puedan saber lo que nosotros hemos averiguado -dijo en voz baja-. De cualquier forma, es mejor que hoy duerma en mi casa y mañana por la mañana, antes del amanecer, partiremos hacia Gebel Qarara para entrar en la cueva.

Pocas horas después, cuando todavía no se había levantado el sol y el cielo aparecía teñido de violeta y rojo, el destartalado coche de Abdel Gabriel Sayed entraba en el árido valle. Medio kilómetro más allá, el vehículo se detenía ante la entrada de la tumba. Los dos hombres se bajaron y extrajeron del maletero dos palas con las que se pusieron a cavar para abrir el recinto sellado.

Al cabo de media hora, con el sol azotando ya sus espaldas, conseguían abrir la boca de la cueva. El único sonido que les acompañaba era el del viento enfilando por el fondo del valle. Tras encender dos antorchas, Sayed y Hany se arrastraron por el interior de la tumba. El fétido olor era penetrante, pero consiguieron aguantarlo gracias a la corriente de aire fresco que llegaba desde el exterior.

Con un cuchillo, Hany abrió la tinaja y sacó de su interior la pesada caja de piedra caliza. Al abrirla, apareció ante los ojos de Abdel Sayed un libro de hojas de papiro y tapas de cuero, escrito en un idioma que desconocía. Lo volvieron a guardar en la caja, la sacaron al exterior y cerraron la cueva nuevamente con la lápida pulida. Sayed colocó la caja en el maletero del vehículo y la tapó con una vieja lona. Con el mismo sigilo con el que habían llegado, se marcharon del lugar sin dejar la menor pista de la cueva.

Lo que aquellos campesinos no sabían todavía era que el clima seco y caliente de Gebel Qarara había ayudado a conservar uno de los mayores secretos de la cristiandad. Desde el mismo momento en que lo habían extraído de la cueva, dio comienzo la cuenta atrás para su destrucción.

Lo que también ignoraban Hany y Sayed era que acababan de sacar a la luz la palabra de Judas Iscariote desde lo más profundo y oscuro de la historia. Habían pasado mil ochocientos noventa y cinco años desde la muerte del apóstol más querido de Jesús y ahora, en un lugar perdido del Egipto Medio, unos fellahim rescataban su testimonio. Aquel libro se convertiría en uno de los hallazgos más importantes de la historia bíblica del presente siglo.

***

San Juan de Acre, actual Acre

«¿Qué hago aquí? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo he llegado hasta este oscuro lugar? ¿Cómo he llegado hasta esta catacumba? No puedo recordarlo… -se dijo la joven, recostada contra la pared-. Necesito saber cómo he llegado hasta aquí. Recuerda… recuerda… Afdera, intenta recordar. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Hace frío y hay mucha humedad. Ah… sí, ahora mis recuerdos empiezan a ser más claros, comienzo a verlo todo con nitidez. Recuerdo la voz de Ariel gritando mi nombre aquel día de verano. Hacía mucho calor. Sí, ahora recuerdo aquel caluroso día ante aquellas tumbas abiertas cerca de Jerusalén. Recuerdo a Ariel gritando mi nombre para llamar mi atención y aquel mensaje de mi hermana Assal. Recuerdo la llamada a mi hermana desde nuestra casa de Venecia. Sí, lo recuerdo. Recuerdo su mensaje sobre la abuela. Su salud. Se estaba muriendo y quería hablar conmigo. Sí, ahora lo recuerdo… allí empezó todo…».

II

Jerusalén, años ochenta, siglo XX

Las excavaciones marchaban a buen ritmo bajo el duro calor del verano. Los arqueólogos israelíes e italianos habían descubierto seis tumbas que databan del año I en la zona oriental de Jerusalén.

A pocos metros de la entrada de la tumba 4, se protegía bajo una sombrilla una joven de unos treinta años que se dedicaba a clasificar los osarios y los objetos encontrados en las tumbas abiertas. Trabajaba para la Autoridad de Antigüedades de Israel, la AAI, en el Museo Rockefeller de Jerusalén.

Con manos firmes, la joven iba separando y limpiando con una brocha el polvo pegado durante siglos a los osarios mientras en un cuaderno con tapas de cuero reproducía los símbolos funerarios grabados en ellos.

La voz de Ariel, un joven ayudante de la excavación, sacó a Afdera Brooks de su delicada tarea.

– ¡Afdi, Afdi! -gritó el ayudante para llamar su atención.

La joven se levantó al oír su nombre e intentó ver desde qué dirección llegaba la voz, haciendo visera con la mano para evitar el reflejo del fuerte sol.

– ¡Estoy aquí! -gritó la joven arqueóloga mirando hacia Ariel.

Ariel corría hacia ella con un papel en la mano. El joven trabajaba como ayudante en las excavaciones mientras cursaba sus estudios de arqueología bíblica en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Durante su servicio militar, Ariel había estado destinado en una división blindada en la Franja de Gaza. Su padre había muerto pocos años antes en la guerra del Yom Kippur. A Afdera le resultaba chocante ver a aquellos jóvenes idealistas hablando de paz y libertad mientras servían en el ejército de Israel.

– Afdi, te traigo un mensaje -le dijo Ariel.

– Gracias, Ari -respondió la joven, apartándose de él para poder leerlo.

– ¿Son malas noticias? -preguntó Ariel al ver el rostro de la joven.

– Oh, tengo que llamar a mi hermana. Debe de ser algo urgente.

Unas horas más tarde, ya en su despacho en el Museo Rockefeller, Afdera se dispuso a telefonear a su hermana Assal. Cogió el auricular y marcó el número de su casa: 00, internacional; 39, prefijo de Italia; 41, prefijo de Venecia; y el número, 522 2349.

Tras unos segundos y varios tonos, una voz respondió al otro lado de la línea.

– ¿Rosa? -preguntó Afdera.

– ¿Señorita Afdera? -inquirió la voz.

– Sí, Rosa, soy Afdera.

– ¡Qué alegría escuchar su voz, señorita Afdera! ¿Dónde está usted? -preguntó la criada.

– Llamo desde Jerusalén, desde Israel -dijo Afdera en tono más alto.

– ¿Desde dónde llama?

La mujer, ahora algo sorda, estaba al servicio de la familia Brooks desde hacía casi cincuenta años, cuando entró a trabajar para la abuela de Afdera, Crescentia Brooks. Sin ningún familiar vivo, los Brooks habían dejado a la anciana Rosa vivir en el palacio familiar de Venecia. Se había convertido en un miembro más de la familia.

– Rosa, quiero hablar con mi hermana -pidió Afdera, intentando pronunciar las palabras de forma clara y en tono más alto para suplir la sordera de la anciana criada.

– La señorita Assal no está ahora en el palacio, señorita Afdera. Si quiere, déjeme su número y le diré que la llame;

– Tengo un mensaje urgente de ella. ¿Sucede algo? -preguntó la joven.

Al otro lado del auricular, Afdera pudo oír unos pasos que se acercaban corriendo. Sin duda, era su hermana Assal.

– Hola, hermanita.

– Hola, Assal, ¿qué ocurre? -preguntó intrigada Afdera.

– Es la abuela.

– ¿Qué le pasa a la abuela? -volvió a preguntar la joven.

– Se está apagando y quiere verte.

– ¡Mierda! -exclamó Afdera al otro lado de la línea-. No creo que me dé tiempo a regresar en un día. Tengo que ver las conexiones de vuelo desde Tel Aviv a Venecia. Déjame ver qué puedo hacer y te vuelvo a llamar.

– Bien. Espero tu llamada.

– Hermanita, no dejes que la abuela muera hasta que no llegue. Debo estar con ella -pidió Afdera antes de colgar.

– No te preocupes. La cuidaré, pero ven lo antes posible -le recomendó su hermana.

Afdera quedó envuelta en el silencio de su pequeño y polvoriento despacho en el sótano del Museo Rockefeller, intentando recordar su pasado y el vacío que iba a dejar en ella y en su hermana la muerte de su abuela.

Para la joven, su abuela Crescentia era como una heroína de esos libros de aventuras que leía en la oscuridad de su dormitorio cuando era tan sólo una niña.

Su abuela había nacido en el Egipto británico, aunque sus padres decidieron enviarla a estudiar a París y a Ginebra siendo muy joven.

En la capital francesa conoció a su primer esposo, un exiliado ruso seguidor del Zar, que le enseñó el arte de la joyería. Después de casarse en segundas nupcias con el barón Raniero Franchetti, se instaló en Venecia. Allí mantuvo estrechos lazos con la comunidad judía. Se creía que Crescentia y su esposo se dedicaron durante la ocupación alemana, desde 1943 hasta 1945, a esconder a ciudadanos judíos en el laberíntico subsuelo de Venecia. Afdera aún mantenía viva en su recuerdo una fotografía en blanco y negro de sus abuelos bailando envueltos en la bandera tricolor en la plaza de San Marcos, el 28 de abril, día de la liberación.

Fue en la ciudad de los canales donde Crescentia Brooks estableció su primera galería, la Brooks Antique Gallery. Junto a su marido y su hija, la madre de Afdera y Assal, había viajado por Egipto, Somalia, Sudán y Etiopía, y durante esos largos viajes fue aficionándose a las antigüedades. Los nombres de sus nietas se los puso su abuelo en honor a los dos lagos salados que se encontraban en la región etíope de Afar, a ochocientos cincuenta kilómetros al este de Addis Abeba.

El abuelo de las niñas, Raniero Franchetti, había sido un famoso explorador que viajó desde los mares de China a las Montañas Rocosas. Le gustaba contar a sus nietas cómo había sido abandonado en Malasia por la tripulación de un junco en el que se había extendido la peste. También relataba que había vivido cerca de un año en una tribu de pigmeos y cómo fue rescatado por una misionera inglesa cuando todos lo daban por muerto. Pero su historia más memorable, según contaba la propia Afdera, era la que narraba su expedición por la Dankalia etíope siguiendo las huellas de la expedición Giulietti, masacrada por la tribu de los dankali. De niñas, Afdera y Assal pasaban horas y horas mirando los diarios antiguos de su abuelo, escritos con prolija letra e ilustrados con dibujos a la acuarela de lugares y personajes con los que se había encontrado en sus viajes por todo lo largo y ancho de este mundo. La bella Crescentia Brooks, la abuela de Afdera, fue uno de esos curiosos personajes con los que él se cruzó, convirtiéndose pocos años después en su esposa.

Afdera miró la fotografía colocada en un marco de plata ennegrecida sobre la mesa de su despacho en la que aparecía su abuelo con su fino bigote negro y tocado con un salacot. Su abuela llevaba un pequeño sombrero que dejaba entrever un cabello negro, con el corte típico de los años veinte, y una sombrillita que le protegía del calor del desierto etíope.

«Tal vez por eso yo llevo el mismo corte de pelo», pensó Afdera.

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, su abuela se convirtió en una de las más importantes y prestigiosas marchantes de antigüedades de toda Europa. Abrió una sucursal de su negocio en la capital suiza, Berna, principal centro neurálgico de antigüedades del continente, mientras importantes museos de Japón, Estados Unidos, Alemania e Israel reclamaban sus servicios para adquirir piezas egipcias para sus colecciones. De niña le resultaba fascinante ver cómo su abuela era capaz de negociar en un árabe fluido el precio de una codiciada figura de Horus, en un perfecto griego el precio de una valiosa figura de Heracles en reposo o cómo cerraba tratos de millones de dólares en antigüedades en inglés, francés, alemán e incluso ruso.

Ylan Gershon, director del Museo Rockefeller de Jerusalén y viejo amigo de la familia, le decía siempre á Afdera que su abuela era capaz, sólo con el olfato, de detectar si una pieza egipcia era original o simplemente una copia. Ésa era tal vez una leyenda más de las que rodeaban la figura de Crescentia, pero para ella y su hermana su abuela lo había sido todo desde aquella oscura mañana, cuando la vieron bajarse de un taxi en Nueva York. Sus padres acababan de fallecer en un accidente cuando se dirigían a escalar las cumbres que rodeaban la ciudad de Aspen.

Esa imponente y autoritaria mujer se convirtió entonces en su única familia y ellas, dos niñas de once y nueve años, en la única familia de Crescentia Brooks. Sin decir nada, la mujer abrazó fuertemente a sus nietas y se las llevó a vivir con ella a su palacio veneciano.

– No os preocupéis por nada. La abuela está aquí con vosotras. No os sucederá nada -les dijo.

A ella le debía todo lo que era, incluso su amor y su pasión por la arqueología, la historia y las antigüedades. Su abuela la había convencido para que estudiase historia en Oxford y se especializase en arqueología egipcia y bíblica en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Gracias a sus «oscuras» relaciones, como a Crescentia le gustaba definir sus contactos de negocios, Afdera consiguió trabajar en el Museo Rockefeller, cuartel general de la Autoridad de Antigüedades de Israel. Sin duda, Crescentia estaba preparando a su nieta para que la sucediese en el negocio una vez que ella hubiese fallecido, pero lo que Afdera aún no sabía es que también heredaría un valioso secreto.

***

Venecia

Tras un viaje de tres horas entre la capital israelí y la ciudad de los canales, con escala en Roma y la inevitable pérdida de maleta, Afdera aterrizó finalmente en Venecia. Al salir de la terminal del aeropuerto Marco Polo, pudo divisar a Sampson Hamilton, el fiel abogado de su abuela, escondido tras un ejemplar del Financial Times.

– Buenos días, Sam -saludó Afdera.

– ¡Oh…! ¡Buenos días, Afdera! No te había visto -respondió educadamente mientras doblaba el ejemplar del periódico y cogía el pequeño maletín que la joven llevaba en su mano-. ¿Y tu equipaje? -preguntó intrigado el abogado.

– Perdido en el limbo italiano -respondió la joven-. Tengo que decirle a Rosa que llame mañana a Alitalia para recuperarlo.

Tras una pausa, Afdera preguntó como si no quisiera saber la respuesta:

– ¿Cómo está mi abuela?

– Esperándote -respondió lacónicamente el abogado.

– Vamos, Sam, me refiero a su salud -inquirió Afdera.

– Esperándote -incidió el fiel abogado.

El elegante Sampson Hamilton llevaba años con su abuela. Había estudiado derecho en Basilea, el centro artístico y cultural de Suiza. Crescentia decía de él que era la perfecta combinación suiza por excelencia: «Una exquisita mezcla de cultura francesa cosmopolita, una perfecta y estricta formación jurídica alemana y una hábil manera de manejarse en el mundo de los tribunales y las antigüedades gracias a su educación italiana». Hamilton hablaba de forma fluida alemán, italiano y francés. Antiguo estudiante de la Universidad de Harvard, en donde realizó un máster, su inglés también era impecable.

Mientras se dirigían en un BMW por Via Orlanda hasta alcanzar el Ponte della Libertà, Afdera intentó sonsacar algo más de la salud de su abuela y por qué la había hecho llamar tan urgentemente.

– Debes esperar. Cuando hables con ella, lo sabrás -le dijo Hamilton en un tono de voz que indicó a la joven que no pensaba decir ni una sola palabra más.

– ¿Has visto a mi hermana?

– Sí. No se ha separado de tu abuela. Ella también quiere que estés a su lado en estos momentos -dijo Hamilton sin dejar de mirar de frente a la calzada.

– Lo sé.

Hamilton había pasado sus años escolares en el colegio jesuíta de María Auxiliadora y había sido obligado a soportar largos periodos de silentium. Sus estrictos profesores esperaban que los alumnos lograran de esta manera la ayuda de la Virgen María para saber elegir el buen camino. Ese entrenamiento de «silencios» hizo de Sampson el perfecto abogado y confidente de su abuela. Con semejante entrenamiento, Afdera sabía que no podría arrancar ni una sola palabra más al abogado.

Como el trayecto era bastante tedioso debido al intenso tráfico en la entrada del puente, la joven cogió el periódico. En su portada aparecía la imagen de los cincuenta y dos rehenes de la embajada estadounidense en Teherán siendo liberados, tras un largo cautiverio.

Unos treinta minutos después, el vehículo se desplazaba por el largo puente que une la isla de Venecia con el continente.

– Dejaremos el coche en el Piazzale Tronchetto. Allí nos está esperando Francesco para llevarnos hasta la casa de tu abuela -le informó Hamilton.

El vehículo aminoró su marcha para entrar a la derecha hacia un pequeño muelle, más allá de la estación de ferrocarril y la zona en donde atracan los grandes cruceros cargados de turistas.

Tras aparcar el vehículo, Francesco, el chófer y ayudante de Crescentia Brooks, se dirigió hacia el abogado para coger la pequeña maleta que éste llevaba en su mano. Francesco era el correveidile de su abuela. Nada sucedía en Venecia sin que él lo supiese y, por extensión, su abuela. A Crescentia le gustaba desayunar en la cocina del palacio y escuchar los rumores que corrían por los canales de Venecia de boca de su fiel sirviente.

Unos minutos después, la pequeña barca a motor se alejaba del muelle y entraba directamente en la zona del Gran Canal bajo el Ponte della Libertà. Mientras se desplazaban en paralelo a la Fonda-menta Crotta, los recuerdos volvieron a la mente de Afdera. Aquella ciudad era, sin duda, su ciudad: sus canales, sus gentes, su olor putrefacto a aguas estancadas en verano y a musgo húmedo en invierno, sus misteriosas teràs, sus amplias salizzadas y sus oscuras rugas. Todo ello era Venecia, como una especie de cóctel. A Afdera le gustaba volver a su ciudad.

El pequeño barco atravesó el puente Scalzi y continuó por el Gran Canal. Podía divisar por estribor el Palazzo Foscari-Contarini, el Gritti, el Dona Balbi, el Fondaco dei Turchi o el San Stae. Cuando eran niñas, ella y su hermana Assal jugaban a cerrar los ojos y, una vez abiertos, decir rápidamente el nombre del edificio histórico que se encontrase a babor o a estribor. Su abuelo daba una moneda a la ganadora y otra a la perdedora sin que lo supiese la primera. Así, ninguna de las dos perdía.

Cuando la embarcación divisó la Corte Nuova, Afdera miró a babor y enseguida vio la Ca' d'Oro, la bella mansión propiedad de su abuela que había sido su hogar desde la muerte de sus padres.

Levantada a mediados del siglo XV por orden del procurador de San Marcos, Marino Contarini, la Ca' d'Oro era el perfecto ejemplo del paso del gótico al renacimiento veneciano. El palacio había quedado sin terminar, faltaba el ala izquierda, lo que provocaba una asimetría que a su abuelo le gustaba definir como «la imperfección hecha arte». Su fachada decorada por parapetos y balconadas se había convertido en un símbolo más del Gran Canal. Cuando era niña, Afdera adoraba pasar largas horas sentada tras la pequeña ventana cuadrada, admirando los atardeceres sobre la ciudad.

A finales de los años sesenta, su abuelo, el barón Raniero Franchetti, había llevado a cabo una importante restauración del edificio con el fin de hacerlo más habitable, pero sin que perdiese su artístico encanto renacentista.

Las dos niñas corrían por las amplias galerías entre pinturas de maestros como Andrea Mantegna, Vittore Carpaccio o Luca Signorelli, jugaban al escondite tras las esculturas de Andrea Sansovino o Tullio Lombardo o saltaban a la comba bajo los frescos de Tiziano. Aquellos primeros juegos, aquellos escenarios fantásticos convirtieron a las hermanas Brooks en dos amantes del arte.

Assal, la pequeña, se había ocupado de clasificar, tasar y asegurar todas las obras de arte reunidas en la Ca' d'Oro: documentos, dibujos, cerámicas, tapices, pinturas, incunables, etcétera, haciendo, sin lugar a dudas, un gran trabajo.

La voz de Assal llegó a oídos de Afdera desde el pequeño muelle blanco del palacio. Al fondo, podía ver la estilizada figura de su hermana, agitando los brazos y saltando de forma infantil, llamando su atención.

– Ahí está tu hermana -dijo Sampson.

– Sí, ya la veo.

Cuando la joven puso pie en el muelle, Assal se echó en brazos de Afdera.

– Querida hermanita, ¡cuánto te he echado de menos! -dijo con los ojos humedecidos.

– Vamos, vamos, no llores. Ya estoy aquí y pienso darte mucho trabajo -bromeó Afdera mientras, cogidas de las manos, entraban en el palacio.

Rosa, la criada, bajó por las escaleras gritando su nombre en voz alta para estrechar entre sus gruesos brazos a la recién llegada.

– Señorita Afdera, señorita Afdera, ¡qué alegría volver a verla después de habernos tenido tanto tiempo abandonadas!

– ¡Oh, Rosa, cómo he echado de menos tu baccalà mantecata y tufegato alla veneziana! -exclamó Afdera entrecerrando los ojos.

– Oh, señorita Afdera, aquí haremos que usted engorde un poco. Esos israelíes no deben comer nada bien. Está usted esquelética, pero ya nos ocuparemos de corregir eso para que encuentre un buen marido veneciano.

– Está bien, Rosa, deja ya de meterte con mi hermanita -interrumpió Assal-, y prepárale su habitación.

– Eso está hecho, señorita. ¿Cuánto tiempo se quedará con nosotras? -preguntó la sirvienta.

– No lo sé todavía, Rosa. Dependerá de la salud de mi abuela.

– Ahora está descansando, pero ha dicho que en cuanto llegases, te acomodaras en tu habitación. Esta misma tarde quiere hablar contigo a solas -dijo Assal de forma algo misteriosa.

– ¿Por qué está aquí Sam? -preguntó Afdera a su hermana.

– Ya sabes que la abuela no hace nada importante si no está Sampson. Llegó ayer de Berna y creo que tiene previsto quedarse una semana. Tiene que entregarte un sobre con ciertos poderes para no sé qué de un banco en Estados Unidos, pero es mejor que te lo explique la abuela esta tarde -explicó Assal-. Ahora, si quieres, puedes descansar un rato. Estarás cansada del viaje.

– No, no lo estoy. Me daré una ducha e iré a dar un paseo. Tengo ganas de ver cómo está Venecia.

– No ha cambiado nada desde que te marchaste -dijo Assal.

– No ha cambiado nada desde que la fundaron -replicó sonriendo a su hermana, subiendo por las escaleras.

Unas horas más tarde y tras un largo paseo por las callejuelas de Venecia, Afdera regresó a la Ca' d'Oro. Durante toda la tarde, mientras paseaba por sus rincones favoritos, no había dejado de pensar en cuál sería ese misterio que debía contarle su abuela que la había obligado a viajar desde Oriente Próximo en tan sólo unas pocas horas. Sabía que la salud de la anciana no era buena, pero no parecía estar en situación grave. Tanto su hermana Assal como Sampson se mostraban tranquilos.

Cuando llegó al palacio, Rosa la esperaba ya en la entrada.

– Su abuela quiere verla en la biblioteca, señorita Afdera.

– Gracias, Rosa, ya voy -respondió la joven, dirigiéndose a la carrera hacia las escaleras.

Al entrar en la gran biblioteca, Afdera divisó la encorvada figura de su abuela recostada sobre un amplio sofá y tapada con una manta. A su lado se encontraba el abogado revisando documentos y papeles que iba pasando a la anciana para que los firmara.

– Pasa, querida mía, pasa, querida nieta, y siéntate aquí a mi lado -indicó Crescentia mientras golpeaba con la palma de la mano una silla colocada junto a ella-. Antes déjame acabar con estos documentos, así Sampson podrá esperar fuera mientras tú y yo hablamos.

– Cómo no, abuela -respondió, sentándose silenciosamente al lado de la anciana.

Unos minutos después, el abogado colocó ordenadamente todos los papeles y documentos en carpetas de cuero y los introdujo en su maletín. Cuando concluyó, se levantó y, tras dar un pequeño taconazo, se dirigió a la puerta.

– Cómo odio que haga eso -dijo la anciana.

– ¿A qué te refieres?

– A esa manía que tiene Sampson de dar un taconazo -reveló su abuela, acercándose a ella para que el abogado no pudiera oírla.

– Es mi parte suizo-alemana -admitió Hamilton desde el otro extremo.

– También odio que parezca que no escucha y en realidad se entere de todo -volvió a decir Crescentia a su nieta.

– Te he oído, Crescentia -dijo el abogado mientras cerraba la puerta de la biblioteca.

Rosa había entrado en ese momento llevando una bandeja de plata con dos tazas de té de naranja, una tetera y pastas. En otro platillo de plata se amontonaban unos cuantos pastelillos de amaretto.

– No deberías comer tanto dulce, abuela -le advirtió Afdera.

– ¿Y qué le puede pasar a una vieja como yo por un dulce o un bombón? ¿Es que crees que me va a alargar o acortar más la vida? ¡Tonterías! -objetó la anciana después de darle un pequeño mordisco a un pastel de crema de plátano.

Afdera se acomodó en su silla, cogió una de las tazas de porcelana y le preguntó a su abuela:

– ¿Vas a contarme de una vez por qué he tenido que viajar tan rápidamente en autobús desde Jerusalén a Tel Aviv, coger un avión desde Tel Aviv a Roma, perder el equipaje en Fiumicino y coger otro avión desde Roma a Venecia?

– Está bien. Te lo contaré, pero debes prestar mucha atención a lo que tengo que decirte -dijo Crescentia con cierto aire de misterio-. Necesito que vayas a Nueva York, entres en un banco, abras una caja de seguridad y retires lo que hay en su interior.

– ¿Sólo eso? ¿Y para eso no podías enviar a Assal?

– No. Sólo tú estás preparada para ver y entender lo que hay en el interior de esa caja de seguridad -respondió la anciana sirviéndose otra taza de té.

– ¿A qué te refieres, abuela? Assal es experta en arte, igual que yo, y está capacitada para analizar cualquier obra -precisó Afdera.

– Sí, sí, lo sé. Sé que Assal ha hecho un gran trabajo de catalogación aquí, en la Ca' d'Oro. Pero ahora necesito que seas tú quien vaya a ese banco de Nueva York y recojas lo que hay en el interior de esa caja de seguridad. Yo ya soy muy mayor para viajar. Por eso necesito que te encargues tú de hacerlo.

– ¿Y no podría ir Sampson? Al fin y al cabo él es un experto en cuestiones jurídicas y yo desconozco ese tema.

– No se trata de eso, querida -dijo Crescentia mientras colocaba la palma de su mano sobre el rostro de su nieta-. El contenido de esa caja es mucho más importante de lo que puedas llegar a imaginar.

– ¿Importante para quién?

– Para la cristiandad -respondió la anciana de forma lacónica-. Es un tesoro que debes guardar y proteger. En esa caja hay un libro y un diario muy importante y debes recuperarlos.

– ¿Pero qué dice ese libro?

– Prefiero que lo veas tú misma con tus propios ojos. Una vez que lo analices, estaré dispuesta a responder cualquier pregunta que desees hacerme, pero antes debes ver el libro y leer el diario que está con él.

– Vaya, ¡qué misteriosa estás, abuela! -repuso la joven.

– Durante años he guardado un secreto en esa caja de seguridad. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que yo podría esconder en una ciudad de Nueva York uno de los mayores enigmas de la cristiandad. Ha llegado la hora, cuando mi vida se está apagando, de que alguien lleve a cabo una misión que yo, por miedo o por cobardía, dejé abandonada en esa caja de seguridad. Es el momento de que heredes tú esa tarea -le comunicó la anciana mientras agitaba una pequeña campanilla para llamar a Rosa-. Ahora, querida niña, dile a Sampson que entre. Debe darte varios documentos y una llave que necesitarás para tu viaje a Estados Unidos y, por supuesto, no tengo que advertirte de que no te debes fiar de nadie en esta carrera que vas a iniciar.

En ese momento, Rosa entró en la estancia.

– Rosa, mi nieta Afdera viajará a Estados Unidos para llevar a cabo una tarea que le he encomendado. Dile a Sampson que entre -ordenó la autoritaria anciana.

Una vez reunido con ellas, el abogado sacó de su elegante maletín un abultado sobre amarillo de cuyo interior extrajo dos documentos con diferentes sellos notariales y una llave muy parecida a las que se utilizan en las consignas de las estaciones, colgada de una cadena.

– Afdera, aquí está todo. Cuélgate la llave al cuello y no te separes nunca de ella…

– ¿Ni siquiera cuando me duche? -preguntó Afdera divertida para ruborizar a Hamilton.

– Ni siquiera cuando te duches-respondió el abogado, mirando fijamente a la joven-. Aquí están los dos documentos notariales expedidos por tu abuela. Uno de ellos es de un notario suizo, en el que te otorga plenos poderes de actuación con respecto a lo que vas a encontrar en el interior de la caja de seguridad. El segundo documento es de un notario de Nueva York, por el que se te reconoce a ti y a tu firma como autorizadas por tu abuela para poder abrir la caja de seguridad del banco de Nueva York. Aquí tienes la dirección del banco, está en la ciudad de Hicksville, el First National Bank, en el 106 West Old Country Road.

– ¿Y dónde diablos está ese lugar? -preguntó algo sorprendida.

– A muy pocos kilómetros de Manhattan, en dirección a Long Island. Aquí tienes un billete de avión en clase business para mañana por la tarde para el United Airlines 9201: origen Roma, destino Nueva York. Tienes también un número de reserva internacional de Avis para recoger un coche en el aeropuerto JFK de Nueva York y el bono de la reserva del hotel, el Tumblin Inn, en Hicksville, en el 476 de South Broadway. El hotel está muy cerca del banco. Aquí tienes un plano para llegar sana y salva. En este sobre hay tres mil dólares en billetes de cien y de cincuenta. No lo gastes todo -indicó el abogado-. Mañana por la mañana, Francesco te llevará hasta Tronchetto para que puedas coger un taxi hasta el aeropuerto. Tu vuelo sale a las tres de la tarde.

– Vaya, vaya. Veo que has pensado en todo, querido Sam. Incluso en el hotel en el que me voy a hospedar. Sólo espero que no tenga cucarachas -dijo Afdera, mirando divertida al abogado y cogiendo el grueso sobre de dólares-. ¿No necesitas recibos para ver que no me lo gasto indebidamente?

– Ese dinero es de tu abuela y, por tanto, tuyo. Si te lo gastas, es asunto tuyo.

– No te enfades, Sam -dijo Afdera, acercándose y poniéndose de puntillas para darle un beso en su rostro perfectamente afeitado y con olor a loción de cedro.

Antes de salir de la biblioteca, la anciana volvió a dirigirse a su nieta:

– Ten cuidado y, como te he dicho antes, no te fíes de nadie. Hay mucha gente que va a querer llegar hasta ese libro. No lo olvides. Tú eres mi última oportunidad. Ahora, ve a descansar. Al fin y al cabo, te marchas mañana.

– Pero tendría que regresar a Jerusalén. He dejado mucho trabajo en el Museo Rockefeller -se quejó Afdera.

– ¡Oh, no te preocupes! Ya he hablado con Ylan y le he dicho que durante unos meses te necesito a mi lado y que no podrás volver a Jerusalén en algún tiempo. Le ha parecido bien y te ha dado permiso -sentenció, levantando su mano para no oír ninguna otra objeción de su nieta-. Buenas noches, querida.

La joven se disponía a salir de la biblioteca cuando, de nuevo, resonó la voz de su abuela:

– Te diré algo, querida nieta. No pierdas nunca la curiosidad ni la capacidad para el asombro. Mientras las tengas, habrá vida en tu alma y en tu cuerpo. Estarás viva aunque creas estar muerta -dijo Crescentia a modo de despedida.

– Buenas noches, abuela -se despidió la joven, dando un beso en el rostro de la anciana, que ya había cerrado los ojos.

***

Hicksville, Nueva York

Durante toda la noche, Afdera, ya con la llave de la caja de seguridad colgada al cuello, se preguntó qué secretos escondía al tiempo que la acariciaba con la yema de los dedos. Sólo su abuela conocía la respuesta y ella, sobrevolando ahora el océano Atlántico, se acercaba hacia ese misterio.

Tras más de seis horas de vuelo, bebió una botellita de vino blanco mientras anotaba en su pequeño cuaderno lo que su abuela le había dicho. Intentaba recordar, palabra por palabra, lo revelado, aunque fuese bien poco.

Un golpe seco sacó a la joven del profundo sueño en el que se había sumergido durante las últimas horas del viaje. El avión acababa de tocar tierra en el aeropuerto JFK de Nueva York pensó cuando subía al autobús que la trasladaría desde la aeronave a la terminal.

Al llegar a inmigración, la joven sacó su pasaporte estadounidense, se lo entregó al oficial y se dirigió a la terminal, hacia la zona de alquiler de coches. Una señorita vestida con una chaqueta roja con el escudo de Avis en la solapa le dio la bienvenida.

– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? -dijo la empleada.

– Tengo un vehículo reservado a nombre de Afdera Brooks -respondió mientras buscaba en el sobre amarillo el número de reserva del coche.

– No me hace falta el número. Me basta con su carné de conducir y su pasaporte -respondió.

Media hora más tarde y con un amplio mapa desplegado sobre el asiento del copiloto, Afdera intentaba llegar por la 678 hasta la Van Wyck Expressway. Después, según la empleada de Avis, debía continuar todo recto hasta Queens y girar a la derecha por la Long Island Expressway. Aunque desde el aeropuerto no había más de cuarenta kilómetros, Afdera tardó casi una hora en el trayecto, perdida por el laberinto de carreteras, avenidas y autopistas estadounidenses. «Por eso adoro Europa», pensó mientras se peleaba con el mapa que tenía a su lado.

Hicksville era una ciudad típica de Estados Unidos, como cualquier otra, con sus tiendas de bagels, sus concesionarios de Chevrolet, Ford y Pontiac, con sus talleres de tractores John Deere, con un par de blancas iglesias y algunos restaurantes en el centro. Eso era todo.

Desde la salida de la autopista por North Broadway, el Pontiac sedán siguió en línea recta hasta alcanzar el cruce con West Old Country Road, en donde se encontraba la sede del First National Bank.

Afdera aparcó frente al banco y entró. Un grupo de ancianos esperaba en fila para cobrar sus pensiones mientras un joven con aspecto de estudiante y disfrazado de campesino entregaba publicidad de créditos a bajo interés para agricultores y ganaderos de la zona. La joven se acercó a una mujer y preguntó por el director. Afdera vio a través del ventanal cómo la secretaria del banco se dirigía a un hombre de mediana edad y ambos la miraban. El hombre se levantó de su silla y se dirigió hacia ella.

– Buenos días. Soy James Dickins, el director del banco, ¿en qué puedo ayudarla?

– Soy Afdera Brooks y vengo desde Italia para abrir una caja de seguridad.

– ¿Una caja de seguridad? ¡Qué raro! Conozco a todos los clientes que tienen cajas de seguridad en el banco y a usted no la he visto nunca por aquí -afirmó mientras invitaba a Afdera a pasar a su despacho.

– La caja fue contratada por mi abuela, Crescentia Brooks. No podría decirle cuándo. Vive en Europa, está enferma y no puede viajar hasta aquí. Me ha pedido que venga y retire lo que hay en esa caja de seguridad. Mire, aquí traigo la llave -explicó Afdera, mostrando la llave que llevaba colgada al cuello.

El director leyó los documentos notariales que la joven acababa de entregarle, pero, aun así, prefirió hacer varias llamadas de comprobación.

– Le ruego que me disculpe, señorita. Los documentos están en regla, pero esa caja hace años que se contrató y por eso prefiero comprobar los datos con las oficinas centrales de nuestro banco en Manhattan -se disculpó Dickins.

– No se preocupe. Hágalo. Yo esperaré aquí -dijo pacientemente.

Unos minutos más tarde, el director se acercó a Afdera, que hojeaba una revista de maquinaria agrícola.

– Todo está en orden. Acompáñeme, por favor.

Afdera y Dickins se dirigieron por una puerta trasera hasta una zona blindada del banco. Tras saludar al guardia armado, el director extrajo una llave y abrió la reja que daba acceso a la cámara de cajas de seguridad.

– Según la ficha que tenemos en nuestro poder, la caja de su abuela es la 1-4-2. Si me permite su llave, le haré entrega de la caja.

– Por supuesto, aquí está -dijo quitándose por vez primera la llave del cuello.

Dickins metió la llave de Afdera en una de las ranuras e introdujo la suya en la segunda, pero al girar las dos al mismo tiempo, la caja no se abrió. Alarmado, el director intentó buscar una explicación, pero no sabía cómo podía suceder algo así.

– La verdad, señorita, es que esto no había ocurrido nunca -dijo a modo de disculpa.

Afdera le miró visiblemente contrariada.

– No me importa que esto no haya ocurrido ninguna vez. Sólo sé que esta caja de seguridad pertenece a mi abuela y quisiera retirar su contenido. No llevo horas metida en un avión y otras tantas perdida en una dichosa autopista para que ahora me diga que mi llave no abre lo que debería abrir. Quiero que ahora mismo llame a su banco en Manhattan y que ordenen llamar a un cerrajero para abrir la caja, pero no mañana, ni pasado, ni dentro de un mes, sino ahora, en este mismo momento.

El director, algo contrariado, salió a toda prisa de la cámara blindada en dirección a su despacho. Marcó el número de teléfono de la central en Nueva York y pidió hablar con el departamento legal.

– Departamento legal del First National Bank, dígame -contestó una voz femenina al otro lado de la línea.

– Soy James Dickins, de la oficina de Hicksville, Nueva York. Deseo hacer una consulta sobre una caja de seguridad.

– Un momento -respondió la voz-, ¿puede decirme su código de oficina y el número de la caja?

– Sí, cómo no -replicó-. El código de la oficina es el 2441721 y el número de la caja es el 1-4-2.

– Perfecto. Espere un momento, por favor -contestó la voz al otro lado de la línea.

Un minuto después, la voz indicó al director que ese número de caja debía ser confirmado con el vicepresidente Denton Halston, responsable del departamento legal del banco.

– Enseguida le paso con el señor Halston.

Cuatro tonos después, una gruesa voz respondió la llamada.

– Soy Denton Halston. ¿Quién es usted?

– Soy James Dickins, director de la oficina de Hicksville, aquí, en Nueva York. Quería… -La voz de Dickins quedó interrumpida bruscamente por la de Halston.

– Escúcheme bien. Voy a hacerle varias preguntas y quiero que me responda brevemente -ordenó-. ¿Quién es la persona que quiere abrir esa caja?

– Se llama Afdera Brooks y dice… -Nuevamente fue interrumpido por el alto ejecutivo del First National Bank.

– ¿Es una mujer joven o anciana? -preguntó.

– Es joven. Tendrá alrededor de treinta años.

– ¿Funciona su llave?

– No, pero debe de ser porque esta oficina hizo reformas en 1975 y se cambiaron las cerraduras.

– ¿Cómo es que esa joven no tiene la llave correcta? -preguntó Halston.

– Porque como la señora Brooks no era clienta asidua, jamás pudimos entregarle su nueva llave -respondió.

– Bien. Abra la cerradura, incluso llame a un cerrajero si es necesario, y entréguele la caja de seguridad para que pueda retirar su contenido -ordenó Halston.

Cuando Dickins pretendió despedirse del vicepresidente, pudo oír cómo su interlocutor colgaba el aparato. Una hora después, regresaba a la cámara con un hombre vestido con un mono de trabajo y un soplete en la mano.

– ¿Es que piensa robar el banco? -preguntó la joven.

– Ahora sabemos lo que ha pasado -se disculpó de nuevo como para ganar tiempo-. Su abuela contrató la caja de seguridad en 1965, hace ahora quince años, pero, en 1975, el banco acometió una serie de reformas, incluida la cámara de seguridad. Se sustituyeron las cerraduras exteriores de las cajas, y como su abuela no es cliente habitual, no le pudimos facilitar la llave nueva. De cualquier forma, no se preocupe, Sonny abrirá la caja.

El olor del gas propano del soplete hacía el ambiente casi irrespirable en el interior de la cámara, pero Afdera tenía órdenes expresas de su abuela de no separarse jamás de la llave. Casi una hora y media después, el cerrajero consiguió abrir la puertecilla blindada que daba acceso a la caja 1-4-2. El director la extrajo y la sujetó entre sus manos.

– ¿Desea usted que le preste mi despacho para estar más tranquila? Es lo mínimo que puedo hacer por los inconvenientes que le hemos ocasionado.

– Muy amable, muchas gracias -respondió.

Afdera, ya en el despacho y sentada ante la caja metálica, se dispuso a conocer el secreto que tan celosamente había guardado su abuela durante los últimos quince años. Antes de abrirla, recordó las palabras pronunciadas por la anciana: «El contenido de esa caja es mucho más importante de lo que puedas llegar a imaginar. Es muy importante para la cristiandad».

Dentro de la caja había un libro envuelto con una tapa de cuero muy deteriorado. El papiro se había convertido en fragmentos quebradizos que fácilmente podrían resultar menos valiosos que el polvo. El libro estaba compuesto por unos treinta y dos pliegos escritos por ambas caras. Junto al deteriorado ejemplar había también un grueso diario escrito a mano y atado asimismo por una cuerda de cuero.

Sin tocar el ejemplar antiguo, Afdera agarró el diario y lo abrió por la primera página. Enseguida reconoció la letra redonda característica de su abuela y leyó la primera frase: «Tenía una misión. Judas me estaba pidiendo que hiciera algo por él. Ahora que lo pienso, es más que una misión. Creo que Judas me eligió para rehabilitarlo y ahora, tú, querida nieta, serás la encargada de llevar a buen término este cometido: la rehabilitación del apóstol Judas. Ésta será tu misión y este diario que te lego serán tus primeros pasos para ello. Cuida del evangelio perdido, el evangelio de Judas». No se lo podía creer. Ante ella tenía lo que tal vez podrían ser las últimas palabras del apóstol que supuestamente traicionó a Jesucristo.

La tarde caía ya sobre Hicksville, y a pesar de que el banco estaba cerrado, Afdera y el director James Dickins todavía permanecían en su interior. El sonido del timbre sobresaltó al guardia de seguridad. Era la secretaria que volvía con una caja vacía en la mano para transportar el libro. «Es perfecta», pensó Afdera cuando la vio.

– Ahora necesito varios folios en blanco para forrar la caja -pidió la joven a Dickins.

Con manos expertas, acostumbradas a manejar obras de arte milenarias, Afdera fue trasladando desde la caja de seguridad a la de plástico el cuerpo principal del libro y los casi un millar de minúsculos fragmentos de papiro desprendidos de los bordes de las páginas y desperdigados por la caja metálica. Una vez que comprobó que no había quedado ningún fragmento más en la caja de seguridad, la cerró y se la entregó al director.

Afdera salió del banco y un estremecimiento le recorrió la columna. Estaba perdida en un rincón de Nueva York y tenía entre sus manos un documento no sólo muy valioso, sino que podría poner en tela de juicio cualquier dogma de la Iglesia católica, tal y como hoy era conocida.

Esa noche tenía previsto ir a Manhattan y dormir en algún buen hotel de la ciudad, pero con semejante cargamento entre sus manos, prefirió no arriesgarse y pasar la noche en el hotel que le había reservado Sampson Hamilton en Hicksville.

Se dirigió al Tumblin Inn, se registró y le pidió al recepcionista que no la molestaran. Esa noche la pasaría en vela, leyendo el diario de su abuela y admirando el libro que se encontraba ante ella, metido en una caja de plástico sobre la cama. La joven decidió llamar por teléfono a su abuela, pero miró el reloj. «Es de madrugada en Europa. La abuela estará todavía durmiendo. Mañana será otro día», pensó.

Durante toda la noche, hasta el amanecer, la joven leyó las palabras escritas por su abuela. Cada dato, cada cifra, cada fecha, cada nombre fueron apareciendo en las páginas del diario. Afdera intentaba retenerlo todo, a pesar del cansancio y el sueño. La joven abrió varias páginas en donde aparecían pegadas de forma desigual etiquetas de hoteles, fotografías en blanco y negro de barcos surcando las aguas del Nilo y servilletas con números y nombres anotados en ellas.

***

Ciudad del Vaticano

Una llamada rompió el silencio en la central telefónica del Palacio Apostólico.

– Ciudad del Vaticano, ¿dígame? -respondió el fraile de la Co fradía de Don Orione, responsables de las comunicaciones telefónicas de la Santa Sede desde que se instalara la primera centralita en 1886 por orden del papa León XIII.

– Deseo hablar con el secretario de Estado. Es muy importante -dijo la voz al otro lado de la línea.

– Un momento, le paso con la Secretaría de Estado -indicó el fraile.

Una música sacra sonaba por la línea mientras el telefonista intentaba contactar con algún miembro de la Secretaría de Estado. Finalmente, la música fue interrumpida por una voz.

– Soy el padre Emery Mahoney, secretario privado del secretario de Estado. ¿Qué desea?

De repente, al escuchar el nombre de su interlocutor, la voz pronunció unas palabras en latín.

– Fructum pro fructo, favor por favor.

– Silentium pro silentio, silencio por silencio -respondió Mahoney.

– Soy Denton Halston. Soy guardián en Nueva York y deseo hablar con el cardenal August Lienart.

– Bien, hermano. Espere un momento -respondió Mahoney.

Al otro lado de la puerta, en el despacho del cardenal secretario de Estado August Lienart, el sacerdote podía oír los compases de la Sin fonía N° 1 de Sibelius. Dio unos golpecitos en la puerta con los nudillos. La música se detuvo y desde el interior le llegó la voz del cardenal indicándole que podía entrar.

– ¿Puedo pasar, eminencia? -preguntó Mahoney con respeto.

– Pase, pase, querido secretario -respondió Lienart, alargando su mano derecha para dejar que el recién llegado besase su anillo cardenalicio con el dragón alado, símbolo de la familia Lienart durante siglos.

– Eminencia cardenal secretario, tengo al teléfono a un guardián. Llama desde Nueva York -reveló el secretario.

Lienart permanecía de pie en silencio observando la plaza de San Pedro a sus pies. De repente, se giró hacia su secretario.

– Bien, páseme la llamada a mi teléfono de seguridad -ordenó el secretario de Estado vaticano a Mahoney mientras éste se retiraba ya hacia la puerta.

Unos segundos después sonaba el teléfono rojo que Lienart tenía a un lado de su mesa. La voz volvió a pronunciar las palabras en latín.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió el alto miembro de la curia.

– Soy Denton Halston, guardián en Nueva York, y deseo informarle de un acontecimiento -dijo el vicepresidente del First National Bank.

– Le escucho, hermano -indicó Lienart.

– El evangelio ha sido extraído de la caja de seguridad.

– Bien, querido hermano. Su mensaje ha sido recibido.

Mientras Lienart cortaba la punta de su cigarro habano con un cortapuros de plata, llamó a su secretario a su presencia.

– Pase, querido Mahoney, creo que tengo una misión para usted.

– ¿Qué desea de mí, eminencia?

– Será usted mi nuevo ángel anunciador -dijo Lienart mientras una sonrisa gélida recorría su rostro-. En el plazo de dos días irá a siete puntos diferentes del planeta con el fin de entregar una carta sellada para siete hermanos que deberán reunirse con usted en la iglesia de Santa Maria della Salute, en Venecia, en una fecha y una hora que yo mismo estableceré. Hasta que eso ocurra, deberán estar preparados.

– Sí, eminencia.

– Ocúpese de que esté todo dispuesto y de que nuestros hermanos sean acogidos de forma confortable hasta que reciban mis órdenes.

– Por supuesto, eminencia, así lo haré -respondió su secretario.

El padre Emery Mahoney tenía poco más de cuarenta años y era de origen irlandés. Sin su alzacuellos, muchos entre la curia vaticana aseguraban que podría parecer más un típico agente de Wall Street que el cada vez más influyente secretario privado del cardenal Lienart.

Mahoney había llegado al Vaticano desde Nueva York, donde había hecho una brillante carrera trabajando en las escuelas de Harlem con los niños menos favorecidos. A modo de recompensa, el religioso fue trasladado a la catedral de San Patricio como ayudante del deán. Sus antiguas tareas con los niños de Harlem se convirtieron en visitas a residencias de millonarios de Park Avenue, la Quinta Avenida o Central Park. Sus niños problemáticos dieron paso a meriendas, fiestas y recepciones a las que era invitado por los miembros de la exclusiva y adinerada alta sociedad neoyorquina. Mahoney parecía más un recaudador de Dios que un sacerdote de barrio. Estuvo involucrado en esa tarea hasta que fue reclutado por el cardenal Lienart cuando éste era prefecto de la Santa Alianza, el poderoso e influyente servicio de inteligencia de la Santa Sede, conocido entre la curia como la Entidad.

Con el paso del tiempo, Mahoney entró a formar parte del llamado Círculo Octogonus, una organización secreta formada por ocho religiosos ex agentes de la Entidad dispuestos a «morir por el tormento, en el nombre de Dios» y siempre bajo órdenes directas del propio Lienart.

Cuando el cardenal fue cesado de su cargo de responsable de la Entidad por el anterior Papa, los ocho miembros del Octogonus permanecieron fiel a él y a sus directrices. Mahoney pasó entonces a ocupar su secretaría tras el extraño suicidio de su anterior secretario, monseñor Vaclav Przydatek, que se había arrojado desde lo alto de la escalera de Bramante cuando iba a ser detenido por la Gendarmería Vaticana para prestar declaración por un oscuro asunto en el que estaba implicado.

– Si no desea nada más de mí, me dispongo a retirarme con su permiso, eminencia.

– Puede retirarse. Buenas noches, padre Mahoney -respondió Lienart.

Tan pronto como su secretario hubo cerrado la puerta, Lienart pidió a uno de los auxiliares de la Secretaría de Estado que le pusiesen en contacto con algún miembro del L'Osservatore Romano, el diario oficial de la Santa Sede.

– Enseguida, eminencia -dijo el auxiliar.

Mientras esperaba la comunicación, Lienart seguía fumando su cigarro habano y observando la plaza de San Pedro, cada vez con menos turistas. Ésa era la hora que más le gustaba para poder admirar las vistas desde la ventana de su despacho.

El sonido del teléfono rompió su contemplación.

– Eminencia, le paso con el señor Giorgio Foscati, de L'Osservatore Romano.

– ¿Señor Foscati? -preguntó Lienart.

– Sí, eminencia, Giorgio Foscati para servirle.

– En los próximos días y durante algunos meses le pediré que publique cada cierto tiempo una pequeña nota en una de las páginas de la edición italiana de su periódico.

– ¡Cómo no, eminencia! Será un honor servirle a usted, a la Secre taría de Estado, a la Santa Sede y al Santo Padre.

– Coja papel y lápiz y anote la primera frase: Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal. Inclúyala en la página cuatro del periódico de pasado mañana -ordenó el cardenal Lienart.

– Por supuesto, así lo haré.

– Buenas noches, señor Foscati.

Antes de colgar, el periodista decidió pedir un favor personal al cardenal.

– Eminencia, mi hija de dieciséis años, Daniela, va a hacer la confirmación en unos meses y me gustaría que fuese usted quien se la impartiese.

– Sería un honor para mí, querido Foscati, pero no sé si podré hacer un hueco en la apretada agenda de la Secretaría de Estado. Estamos muy ocupados con las visitas oficiales y no sé si…

– … no le molestaría mucho y a su madre y a mí nos gustaría que fuese Su Eminencia quien le impartiese la confirmación. Daniela es todo lo que tenemos y para ella ése es un día muy importante -volvió a insistir el periodista.

– Por lo menos intentaré hacer que le llegue a su hija una bendición de Su Santidad para ese día tan señalado. No se preocupe, querido Giorgio, y por favor, no se olvide de incluir mi frase en el periódico de pasado mañana. Ah, por cierto, salude usted a su esposa de mi parte.

– Buenas noches, eminencia.

Una vez acabada la jornada, el cardenal Lienart permaneció en pie ante los amplios ventanales de su despacho mientras daba profundas caladas a su habano.

***

Venecia

Casi a esa misma hora, en la ciudad de los canales, Crescentia Brooks fallecía de un infarto en su residencia de la Ca' d'Oro.

Sería su criada, Rosa, quien la encontraría en el suelo de su dormitorio. El doctor Fabiani, médico de la familia, certificaría su defunción.

– Tengo que llamar a Afdera para comunicárselo -dijo Assal mientras Sampson intentaba consolarla.

– ¿Prefieres que lo haga yo?

– No. Soy su hermana y creo que debo ser yo quien se lo comunique -respondió, intentando secarse las lágrimas con un pañuelo-. Necesito que tú te ocupes de todo lo relativo al funeral y que se lo notifiques a quien creas oportuno. Ahora no estoy para escribir ni firmar ningún documento. Es mejor que tú te ocupes de todo eso.

– Bien. No te preocupes por nada. Me encargaré del funeral y de recibir las condolencias de los amigos de tu abuela.

Tras despedirse del abogado, Assal se dispuso a llamar a su hermana Afdera.

– Hotel Tumblin Inn, dígame -respondió la voz al otro lado del teléfono.

– Por favor, quería hablar con la señorita Afdera Brooks.

– Un momento, le paso.

Tras dos tonos Assal escuchó la voz de su hermana.

– Afdera, soy Assal.

– ¿Qué ocurre? -preguntó intrigada.

– Es la abuela. Ha muerto de un infarto hace unas horas. Tienes que regresar a Venecia.

– Haré todo lo posible por llegar cuanto antes para que no tengas que ocuparte tú sola de todos los trámites para el funeral -dijo con serenidad.

– Me está ayudando Sampson con los papeles del forense y de la funeraria, y también él se ocupará de dar la noticia a los más allegados, pero de cualquier forma te necesito. Necesito que estés aquí conmigo.

– Regresaré cuanto antes, hermanita, no te preocupes. Estaré pronto contigo. Buenas noches, Assal.

– Buenas noches, Afdera. Ahora estamos solas.

Afdera se pasó llorando toda la noche, recordando los buenos momentos vividos junto a su abuela y acompañada en aquel solitario hotel únicamente por el libro de Judas, que se deshacía a pedazos en una caja de plástico bajo su cama.

III

Venecia

El funeral por el alma de Crescentia Brooks dio comienzo con un acto solemne en la pequeña iglesia de San Stae. Personas llegadas desde todos los rincones del planeta se acercaban a Afdera y a Assal para presentarles sus respetos. Ninguna de las dos hermanas conocía a aquellas personas con rostro solemne que intentaban confortarlas con tan sólo unas palabras de ánimo.

La obertura de Egmont de Beethoven procedente de la iglesia llegaba a oídos de Afdera y Assal mientras estrechaban manos desconocidas recibiendo condolencias.

– Quiero expresarles mi más sentido pésame por la muerte de su abuela -dijo un hombre vestido con un elegante traje negro y corbata del mismo color. Assal estrechó la mano del desconocido-. Señorita Afdera, quiero expresarle mis más sinceras condolencias -añadió, estrechando la mano de Afdera, que se encontraba ensimismada con la música de Beethoven y el oscuro día con que había amanecido Venecia.

– Oh, muchas gracias. Estamos muy apenadas -consiguió decir la joven mientras el hombre entraba en el templo.

Aquella bella iglesia, construida en 1709 por el arquitecto Domenico Rossi y retratada por el gran Canaletto, había sido uno de los rincones favoritos de la fallecida, tal vez incluso un refugio cuando quería huir durante unas horas del mundanal ruido. Allí había mantenido largas conversaciones con el padre Foscari, rodeados de obras de arte de Giovanni Battista Piazzetta o Tiépolo. Afdera sabía que su abuela tenía mucho cariño a aquella iglesia consagrada a San Eustaquio, general de los ejércitos de Trajano muy dado a hacer obras de misericordia y al que se le apareció Dios, y tras abrazar el cristianismo, el emperador Adriano lo condenó a él, a su esposa y a sus dos hijos a morir quemados en el interior de un buey de bronce.

– Afdi,Afdi.

La voz de su hermana llamándola para el comienzo de los oficios religiosos la sacó de sus pensamientos.

– Ya voy. Estaba recordando a la abuela -admitió, cogiendo de la mano a su hermana para entrar en la iglesia.

Durante el tiempo que duró el funeral, a Afdera le dio la sensación de que alguien la vigilaba. En un momento se giró a su derecha y vio cómo el hombre bien vestido mantenía su mirada fija en ella. Aquello la incomodó. No lo conocía, a pesar de que éste se había dirigido a ella por su nombre y con gran familiaridad, aunque la verdad es que tampoco conocía a todas aquellas personas que, con cara apenada por la muerte de su abuela, se sentaban en los abarrotados bancos.

Tras la misa, los invitados pasaron a una recepción en la Ca' d'Oro para firmar en el libro de condolencias. Profesores de universidad, arqueólogos, directores de museos, marchantes de arte, traficantes de antigüedades, restauradores, científicos, traductores de extrañas lenguas, espías, financieros, abogados, millonarios coleccionistas e incluso ladrones y saqueadores de tumbas eran algunos de los personajes que daban el último adiós a la marchante fallecida.

– ¿Cuál será la profesión de aquel tipo? -preguntó Afdera con una copa de ponche en la mano, observándole.

– ¿A quién te refieres?

– A aquel tipo de traje negro hecho a medida.

– No le he visto en mi vida, pero no cabe la menor duda de que es muy atractivo, ¿no te parece?

– Sí, es muy atractivo. Le preguntaré a Sampson si lo conoce de algo-dijo Afdera cada vez más intrigada.

Mientras intentaba localizar al abogado de su abuela, vio que el hombre se despedía de una serie de personas a las que tampoco conocía y se marchaba del palacio para perderse entre la multitud que paseaba por la Strada Nova.

Afdera volvió al palacio y se encontró con el abogado.

– ¡Oh! Sampson, te estaba buscando. ¿Has visto al hombre que acaba de salir?

– No sé a quién te refieres.

– Un hombre de porte atlético, apuesto y vestido con un traje negro. Debe de tener dinero porque el traje estaba cortado a medida, posiblemente en Savile Row. Parecía un broker londinense.

– Pues la verdad, querida, es que no me he fijado demasiado en ese hombre atractivo del que hablas, pero tu abuela tenía relaciones de negocios con mucha gente que ni yo mismo conocía.

– Bueno, no es nada importante -dijo la joven.

Antes de dar la espalda al abogado, éste le preguntó:

– ¿Vas a decirme que había en la caja de seguridad de Hicksville?

– Más tarde -aseguró la joven-. Si quieres, podemos vernos mañana por la mañana en la biblioteca. Voy a necesitar tu ayuda y también algún contacto de mi abuela. Tú los conocías a casi todos, quiero que me des algunos nombres.

A la mañana siguiente, Afdera y Assal todavía estaban afectadas por los acontecimientos vividos el día anterior en el entierro de su abuela. Afdera se encontraba en bata cuando sonó el timbre de la puerta. Era Sampson Hamilton impecablemente vestido con un traje azul de raya diplomática y una corbata Marinella de seda.

– Buenos días, Rosa.

– Buenos días, señorito Sampson. La señorita Afdera está desayunando arriba, en la biblioteca.

– Bien, no se moleste, Rosa. Ya subo yo solo -dijo Hamilton dirigiéndose hacia las escaleras.

La puerta estaba entreabierta y al otro lado podía oírse el Intermezzo de Sfasmann mezclado con el sonido de las voces de las dos hermanas.

– Buenos días, Sampson.

– Buenos días, Afdera -respondió el abogado desviando su mirada hacia Assal, que, vestida tan sólo con un ligero camisón de seda, se dirigía hacia la salida.

Afdera sabía que su hermana atraía la atención de los hombres en general y de Sampson en particular. Podía ver cómo la miraba cada vez que se cruzaba con ella.

– ¿Por qué no le dices que la quieres? -preguntó a Sampson, que se puso colorado por la inesperada pregunta.

– No sé. Tal vez por miedo a que me rechace, pero ahora pongámonos a trabajar un rato -replicó el letrado mientras abría su maletín negro y comenzaba a sacar papeles que la joven debía firmar-. ¿Vas a decirme qué había en la caja de seguridad?

Afdera se levantó y cogió la caja para colocarla entre ellos. Después procedió a abrirla para mostrar al abogado su contenido. Al ver aquel libro de papiro deshecho por el tiempo, Sampson preguntó:

– Un libro antiguo. ¿Y de qué trata para que sea tan misterioso?

– Tienes ante ti, querido Sampson, el evangelio perdido de Judas. Las únicas palabras escritas sobre el apóstol.

– ¿Te refieres a Judas Tadeo?

– No. Este libro trata sobre Judas Iscariote, el apóstol que supuestamente traicionó a nuestro Señor Jesucristo -aclaró la joven.

– ¿Crees realmente que esto que se deshace aquí dentro puede ser tan importante?

– Mi abuela así lo creía. Tenía este libro, por lo menos que yo sepa, desde 1965. Ese año contrató la caja de seguridad en el First National Bank de Hicksville y lo guardó allí. Tal vez el libro llegara antes a sus manos. Dejó un grueso diario escrito que he encontrado junto al evangelio.

– ¿Qué contactos necesitas entonces?

– Necesito saber si la abuela tenía algún buen contacto con la Fundación Helsing de Berna.

– Tendré que comprobarlo, pero ¿por qué ellos?

– Esa fundación es la única que puede llevar a cabo la restauración del evangelio y encargarse de su traducción para que sepamos qué dice sin que nadie se entere. Se cree que sus patronos son hombres poderosos de todo el mundo a los que no les importa el dinero, sino el arte y la recuperación de antigüedades para conocer la historia pasada. Mi abuela confió en ellos en muchas ocasiones para restaurar algunos objetos que pasaron por sus manos. Si ella confiaba en la fundación, ¿por qué no nosotros?

– ¿Quieres llevar el ejemplar tú misma a Berna?

– Sí. Esta misión me la encomendó la abuela justo antes de morir. Estoy segura de que era importante para ella y, por tanto, también lo es para mí.

– No he oído cosas demasiado buenas de esa fundación. Nadie sabe bien quién está detrás de ella. Tiene muchos medios, con laboratorios muy costosos, y no se sabe de dónde sale tanto dinero -advirtió el abogado.

– Eso son tonterías.

– Espero que sólo sean eso: tonterías. No me gustaría tener que enfrentarme en un tribunal con una fundación de la que nada se sabe. Se ha llegado a decir incluso que detrás de ella hay traficantes de armas y narcotraficantes colombianos que la utilizan para blanquear dinero.

– Me da igual lo que hagan, siempre y cuando puedan ayudarme a recuperar el evangelio y a traducir su significado. Poco me importa de dónde sale el dinero -dijo la joven, intentando dar por finalizada la conversación.

Afdera omitió a Sampson las advertencias de su abuela sobre lo peligroso de la misión y de los oscuros poderes que intentarían hacerse con el libro. Antes de abandonar la biblioteca, el abogado se volvió a la joven para indicarle que en breves días podrían abrir el testamento de su abuela.

– Yo me ocuparé de todo y de pagar el impuesto de sucesiones en Italia, Suiza y Estados Unidos. Ahora sus propiedades son de tu hermana Assal y tuyas. También sus negocios. Ella quería que tanto tu hermana como tú continuaseis con ellos. Yo seguiré siendo tu guía hasta que ya no me necesites. Entonces podrás prescindir de mí si lo deseas.

– ¡Oh! Yo jamás podría prescindir de ti, y tampoco mi hermana -dijo, lanzando una sonrisa burlona al abogado.

– Por cierto, si crees que alguien puede querer robar el contenido de esa caja, te recomiendo que la guardes bien. Estoy seguro de que a quien pueda interesarle sabrá ya que la has sacado del banco.

***

Ciudad del Vaticano

La Secretaría de Estado se encontraba en plena ebullición ante la inminente llegada del presidente de la República francesa. El cardenal secretario de Estado permanecía en su despacho del Palacio Apostólico controlando todos los detalles de la visita del líder francés al Sumo Pontífice.

– Sor Ernestina, llame al padre Mahoney y que se presente ante mí -ordenó Lienart mientras leía documentos y la agenda de la visita oficial.

La monja francesa llevaba la agenda oficial y la correspondencia del cardenal desde hacía varias décadas. Muchos dentro del Vaticano la calificaban como una segunda sor Pascalina Lehnert, la famosa y todopoderosa ayudante del papa Pío XII desde su paso por la Nun ciatura en Baviera en 1917 hasta el final de su pontificado en 1958. Algunos miembros de la curia que no mantenían buenas relaciones con Lienart definían a sor Ernestina como «la papisa». Nada ni nadie accedía al cardenal Lienart sin la aprobación de la monja. Incluso el influyente cardenal Ulrich Kronauer, ayudante privado de Su Santidad, «papable» en los últimos dos cónclaves y uno de los más poderosos enemigos de Lienart en la Santa Sede, llegó a decir en cierta ocasión: «Sería más fácil para un asesino atravesar la línea de la Guardia Suiza para llegar hasta el Sumo Pontífice que atravesar la línea de sor Ernestina para llegar hasta nuestro querido cardenal Lienart». Los cardenales reunidos en torno a Kronauer rieron la broma, pero con sumo cuidado de que el comentario no llegase a oídos del secretario de Estado. Otro día, durante un paseo por el Vaticano en las proximidades del jardín a la italiana, el cardenal Kronauer afirmó ante sus acompañantes:

– La oscuridad nos envuelve a todos, pero mientras nosotros, los miembros del sacro colegio cardenalicio, tropezamos con alguna pared por el bien del Sumo Pontífice, Lienart permanece tranquilo en el centro de la estancia.

Para cuando Kronauer finalizó su comentario, el resto de cardenales que le acompañaban se habían alejado para no ser vistos por el poderoso Lienart.

El padre Mahoney, por su parte, como secretario oficial, se encargaba de la agenda privada del cardenal y de sus asuntos paralelos, por definirlos de alguna forma.

Al entrar en el amplio y luminoso despacho oficial del secretario de Estado de la Santa Sede, justo debajo de las estancias del Sumo Pontífice, Mahoney observó una gran actividad debido a la visita del presidente galo.

– ¿Me ha hecho llamar, eminencia?

– Sí, padre Mahoney, pase, pase y siéntese mientras reviso los menús para el almuerzo del Santo Padre con el francés.

El cardenal estaba despachando en ese momento con el cocinero jefe del Palacio Apostólico y con su ayudante.

– Veamos, querido Luigi y querida sor Germana, qué nos van a preparar para esta ocasión… -dijo Lienart con cierto aire dubitativo y observando la lista de platos que le acababan de dar-. Como primer plato, oeufs a la Medici o garganelli in brodo con rigaglie, sopa de pasta con menudillo; como plato principal, truchas cocidas en suave y perfumado escabeche, pascaline d'agneau a la royale, cordero relleno, o espetón de carnes asadas con hierbas; como postre proponen arroz con leche endulzado con miel y castañas. Y, finalmente, con el café o el té, panettone, dulces vaticanos y huesos de santo. Esto estaría muy bien a juzgar cómo ese político francés está presionando al Vaticano -dijo en voz alta mientras observaba a su secretario y a sor Ernestina esbozar una ligera sonrisa-. Bien, démosle a ese francés garganelli, truchas y arroz con leche -ordenó el secretario de Estado.

– Así se hará, eminencia -asintieron a coro el cocinero y la religiosa mientras besaban el anillo cardenalicio y salían de la estancia.

Lienart se levantó de su amplia mesa de trabajo para encaminarse hacia el padre Mahoney. Antes, se dirigió hacia un cuadro que tenía a su espalda y, tras accionar un resorte oculto, puso al descubierto una caja fuerte.

– El cardenal Metz, mi antecesor en el cargo, era muy aficionado a los secretos y a estos detalles de las cajas fuertes detrás de los cuadros -reveló, extrayendo ocho sobres blancos lacrados con el sello del dragón alado, el escudo del cardenal-. Necesito que mañana mismo salga usted hacia estos siete lugares del mundo y entregue personalmente estos sobres a sus destinatarios -ordenó al padre Mahoney.

– Pero, eminencia, el presidente de Francia estará aquí en el Vaticano y… -intentó protestar el secretario.

– No se preocupe por nada. Yo podré ocuparme de ese maldito hereje que apoya la educación pública atea frente a la religiosa. Ese condenado francés acabará también por apoyar el divorcio o el matrimonio entre homosexuales -espetó el secretario de Estado-. Su misión ahora es hacer llegar cuanto antes estos siete sobres a los siete hermanos del Círculo, el octavo es para usted. Deberán reunirse en Venecia y estar preparados para cuando yo les llame.

– Eminencia, así lo haré. Mañana por la mañana saldré hacia mi primer destino.

– No se ofenda ni piense que intento apartarlo de mí. Debe recordar siempre mi lema: ab insomne non custita dracone, para ejercer de custodio, el dragón debe permanecer insomne. Lleve mi mensaje ahora, es lo que le pido. Sólo usted puede llevar a cabo esta delicada misión.

El padre Mahoney se puso en pie y, tras hacer una pequeña reverencia, cogió la mano derecha del cardenal y acercó sus labios al anillo que portaba. En su mano sujetaba ocho blancos sobres con el sello de lacre rojo. Los destinatarios eran el padre Lazarus Osmund, en la iglesia castillo de Malbork (Polonia); el padre Demetrius Ferrell, en el santuario de María Auxiliadora de Passau (Alemania); el padre Eugenio Cornelius, en la abadía benedictina de Ettal (Alemania); el padre Marcus Lauretta, en la abadía de Sant'Antimo, en Montalcino (Italia); el padre Septimus Alvarado, en el monasterio de Irache, en Navarra (España); el padre Spiridon Pontius, en el monasterio de Haghartsin, en la Armenia soviética, y el padre Carlos Reyes, en la iglesia de Laja (Bolivia). El padre Mahoney introdujo en el bolsillo de su sotana el octavo sobre con su nombre.

***

Ginebra

Sentado a la mesa del elegante Lion D'Or, uno de los mejores restaurantes de Ginebra, con vistas al lago Leman, el hombre pidió un café expreso tras el almuerzo e indicó al camarero que se lo sirviesen en la terraza. Allí, ante la magnífica vista, se sentó y comenzó a hojear su ejemplar del L'Osservatore Romano. Miró la portada, con la imagen del Papa recibiendo a una delegación africana. Al llegar a la página cuatro, el hombre leyó algo: Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal. A continuación se levantó de la silla sin esperar el café y pidió la cuenta.

El hombre indicó al portero del establecimiento que llamase a un taxi. Pocos minutos después llegaba hasta la puerta un Mercedes Benz de color negro con el escudo de la ciudad en sus puertas.

– Buenos días, señor. ¿Adónde le llevo? -preguntó el conductor.

– A la sede del Bayerische und Vereinsbank.

Unos minutos después, el vehículo se detenía ante un edificio de corte clásico del centro de Ginebra. Al entrar en la sede bancaria, una joven recibió al recién llegado tras un mostrador de madera y mármol y después de darle la bienvenida en perfecto alemán, le entregó un cuaderno con nueve casillas en blanco.

El hombre comenzó a escribir de memoria las nueve cifras de la cuenta secreta numerada: 1-1-4-1-7-8-3-1-0. Una vez comprobada la clave, la recepcionista hizo una señal al agente de seguridad que se encontraba a su espalda. El recién llegado fue invitado a entrar en un ascensor que le llevaría hasta la tercera planta subterránea. Al salir fue obligado a apoyar su mano derecha sobre el escáner. Una vez comprobada su identidad, un funcionario del banco lo acompañó hasta la cámara principal de cajas de seguridad. Todo era helvéticamente pulcro. El funcionario extrajo una caja metálica con el número 361 y la trasladó a una pequeña sala. Una vez que entró en el pequeño habitáculo, el funcionario cerró silenciosamente la puerta tras de sí.

En el interior de la caja había tan sólo un sobre lacrado con un texto escrito a mano: «Para el Arcángel». Tras romper el sello de lacre rojo, el hombre sacó una fotografía de una joven muy atractiva de pelo corto y negro caminando por una calle de Venecia y unas instrucciones claras, cortas y concisas. Debía vigilar de cerca a aquella mujer y recuperar un libro con páginas de papiro que tenía en su poder. En el mismo informe aparecía una dirección: Ca' d'Oro, Cannaregio 3932, Venecia.

Seguidamente extrajo de su bolsillo un mechero y, tras prender fuego al papel, lo arrojó a una papelera cercana. El hombre se guardó en el bolsillo interior de su chaqueta la fotografía de la joven, volvió a la superficie y sin pronunciar palabra alguna abandonó el banco y se perdió en las tranquilas calles de Ginebra.

***

Venecia

Afdera quería saber más del evangelio de Judas y para ello debía aprenderse de memoria lo escrito por su abuela en el diario que acompañaba al antiguo manuscrito. Necesitaba entender, necesitaba comprender la importancia de aquel libro y cómo había llegado a manos de su abuela.

A su mente acudieron las palabras de San Marcos: «¡Ay de aquél por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!». La joven comenzó a leer:

A fínales de 1959, tal vez principios de 1960, Liliana Ramson, marchante de antigüedades de Alejandría que trabajaba como «ojeadora» para mí, se puso en contacto en la ciudad de Maghagha con Abdel Gabriel Sayed, un copto que solía ayudarla a localizar interesantes piezas. Liliana sabía que Sayed estaba siempre a la caza y captura de cualquier reliquia que pudiera vender a sus numerosos contactos en los mercados de El Cairo y Alejandría. Durante este encuentro, Sayed le dijo a Liliana que había tenido en su poder una especie de libro con hojas de papiro y tapas de cuero que había encontrado y vendido recientemente. Liliana no le dio demasiada importancia al comentario debido a que en aquella época no había un mercado de papiros antiguos y por tanto era difícil, casi imposible, calcular el valor de esos documentos antiguos. Liliana me dijo que Sayed la había llevado hasta el mismo lugar en donde había encontrado el libro.

Afdera detuvo su lectura para pedir a Rosa una taza de té.

Liliana me contó que Abdel Gabriel Sayed vivía en una humilde casa de dos plantas. La segunda todavía no estaba terminada. En la parte de atrás, Abdel criaba dos camellos a los que alimentaba con foul, el típico trigo. Vestía siempre con la tradicional galabiya y con largos chales alrededor de la cabeza. Como tantos otros campesinos de Maghagha, se ganaba la vida haciendo todo tipo de trabajitos. Su casa estaba empapelada de santos. Le gustaba explicar que los coptos eran realmente los primeros pobladores de Egipto. Mientras los cristianos eran perseguidos y masacrados hasta que Constantino los legalizó en el año 313, la nueva religión fue difundiéndose por toda Alejandría. Incluso algún erudito llegó a decir que uno de los doce apóstoles de Jesús falleció en esa ciudad entre los años 60 y 70 de nuestra era. Este dato no ha podido ser demostrado. Cuando los árabes conquistaron la región en el siglo VII llamaban a los nativos gypt, del griego Egyptos, que a su vez proviene de Ha-Ka-Ptah, el nombre que tenía la capital imperial del Antiguo Egipto, Menfis. Por tanto, la palabra 'copto', una derivación de 'gypt', significa Egipto.

De repente, en mitad del texto, Crescentia había hecho una anotación en el margen dirigiéndose a su nieta;

Debes establecer contacto con Liliana Ramson y con Abdel Gabriel Sayed. Son las primeras pistas en tu largo camino hacia la búsqueda de respuestas.

Su lectura quedó interrumpida por el sonido del teléfono.

– ¿Sí? Dígame -preguntó algo molesta.

– Hola, Afdera, soy Sampson.

– Dime, Sampson, ¿quieres hablar con Assal? -preguntó la joven.

– No seas pesada. Te llamo para darte el contacto que me pediste con la Fundación Helsing.

– Espera que coja lápiz y papel.

– He contactado con Renard Aguilar, el director. Estaría dispuesto a recibirte y escuchar tu propuesta. Ten cuidado con él. Tu abuela decía que era una auténtica serpiente cascabel. Te puede atraer con su cascabel, pero cuando menos te lo esperes, puede morderte. No te fíes. Llámale. Te he organizado una reunión con él para dentro de dos días.

– Perfecto, Sampson, muchas gracias. Te tendré al tanto de todo y, por cierto, durante mi viaje cuida de Assal.

– Intentaré hacerlo, Afdera, y ten cuidado. Lo que llevas en esa caja de plástico es un objeto muy valioso.

***

Laja, Bolivia

En Laja, un pequeño pueblecito del altiplano boliviano, el padre Carlos Reyes ayudaba a los indígenas impartiéndoles cursos sobre salud e higiene. Allí, el sacerdote podía recluirse junto a sus «indiecitos», como a él le gustaba llamarlos, y olvidarse de las oscuras misiones que le encomendaba el gran maestre del Círculo Octogonus en defensa de la fe. Reyes supo que algo ocurría cuando Flora Casasaca, una vendedora de mantas de lana, se acercó a la iglesia para indicarle que un hombre alto estaba buscándolo por el pueblo.

Mahoney llevaba horas subido en un avión desde que había salido de Roma. Para él, hacía una eternidad.

– Fructum pro fructo -dijo el secretario del cardenal Lienart.

– Silentium pro silentio -respondió el padre Reyes.

Su iglesia, construida en el siglo XVII, era la más antigua de Bolivia y había sido sede del obispado. Con el tiempo había perdido su esplendor de antaño y sus antiguas calzadas sustituidas por huertos de tomates y lechugas.

– ¿Qué te trae por aquí?

– Ya lo sabes. Lo que nos lleva a todos a tener que reunirnos cada cierto tiempo… -respondió Mahoney.

– El odio, la muerte…

– La fe -replicó el enviado de Roma.

– Tú sabes, querido Mahoney, que hace años que la fe se perdió en Roma. Éstos son los únicos que la mantienen intacta -apuntó el sacerdote mientras observaba a varios niños jugando al fútbol con una pelota hecha de trapos cosidos.

– Puede que tengas razón, pero nuestra labor, nuestra misión es lo que permite que ellos -dijo, señalando a los niños- puedan seguir manteniendo intacta su fe. Nosotros somos guerreros de Dios, como lo fueron los cruzados, y nadie les acusó de haber perdido la fe mientras acababan con la vida de los herejes.

– Es curioso que hables de herejes y cuestiones semejantes cuando vienes de Roma.

– Allí también hay herejes. ¿Crees acaso que en las cercanías del Papa no existe la maldad?

– Puede ser, querido amigo, pero estas misiones cada vez se me hacen más duras para el espíritu.

– Tal vez deberías comunicárselo al cardenal Lienart o, si lo prefieres, esta misma noche puedo llamarle a Roma y explicarle cuál es tu punto de vista. -Para tranquilizarlo, el padre Mahoney agarró al padre Reyes por los hombros y añadió-: Créeme, cuando termines esta misión, estoy seguro de que podrás pedirle a su eminencia que te libere de esta labor que a veces llega a ser una dura prueba para nuestra alma y para nuestro espíritu.

– Tal vez. Puede que así sea -admitió el sacerdote, cogiendo el sobre blanco que acababa de entregarle el enviado de Roma-. ¿Quieres quedarte a cenar con nosotros?

– No, muchas gracias. Tengo que marcharme. Aún debo entregar seis sobres más en diferentes lugares de Europa y queda poco tiempo. Caritas Christi urget nos, el amor de Cristo nos empuja.

– Colere cupio hominem et agrum, quiero sembrar al hombre y al campo. No lo olvides, padre Mahoney -respondió el padre Reyes.

– No lo olvidaré, padre Reyes. Fructum pro fructo.

– Que Dios te acompañe -respondió el sacerdote boliviano.

Mahoney fijó su penetrante mirada en el sacerdote hasta que éste agachó la cabeza y pronunció la respuesta de los miembros del Círculo Octogonus.

– Silentium pro silentio.

El primer sobre había sido entregado.

El viaje de regreso a Europa le resultó al padre Mahoney igual de pesado, pero en el avión tuvo tiempo de pensar en las palabras del padre Reyes. «Tal vez su eminencia le libere de su misión hacia el Círculo».

Desde Madrid volaría a Pamplona, donde se encontraba el monasterio de Irache. El padre Septimus Alvarado vivía allí desde hacía varios años.

El monasterio, documentado en el año 958, había florecido gracias a la protección de la Corona de Navarra y al paso de los peregrinos que acudían a Santiago de Compostela. Al padre Alvarado le gustaba ayudar a los jóvenes peregrinos, llegados desde todos los rincones del mundo, cuando pasaban por el monasterio, agotados, pero plenos de una profunda fe que les daba fuerza en su largo peregrinaje hasta la ciudad gallega.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió el padre Alvarado.

Cuando intentaba abrir el sobre, el padre Mahoney detuvo su mano.

– Es mejor que lo abra cuando yo me haya ido. Dentro tiene todas las instrucciones que debe cumplir.

A continuación, el secretario de Lienart abandonó en silencio la estancia y desapareció. Acababa de ser convocado el segundo miembro del Círculo Octogonus. Días después, realizaba la misma tarea en el pueblo italiano de Montalcino. Allí, en la abadía románica benedictina de Sant'Antimo, rodeada de viñedos, el padre Marcus Lauretta se encontraba en su celda, en sagrado silencio, leyendo las Escrituras, cuando otro hermano abrió el pequeño ventanuco de la puerta de madera y dejó caer un sobre lacrado.

El padre Mahoney, siguiendo órdenes precisas de su eminencia el cardenal August Lienart, había entregado ya sus respectivos sobres al padre Reyes, al padre Alvarado y al padre Lauretta.

El siguiente de la lista era el padre Eugenio Cornelius, que residía en la abadía de Ettal, del siglo XIV. El sacerdote dedicaba largas horas a la oración y a la restauración del fresco de Johann Jacob Zeiller que decoraba la cúpula de doble cubierta. Cuando Mahoney llegó a la abadía encontró al padre Cornelius subido sobre un andamio a varios metros de altura. Allí tumbado, y con un fino pincel, el religioso se dedicaba a reavivar minuciosamente los vivos colores.

– Zeiller utilizaba la arquitectura fingida con una perspectiva para ser vista desde la entrada -señaló Cornelius con la cara llena de motas de colores-. En esta obra puede observarse la síntesis de los decoradores venecianos y romanos. Los colores claros armonizan perfectamente con el conjunto.

– Estoy seguro de ello -respondió Mahoney.

– Vayamos a dar un paseo. Dígame, ¿qué le trae por aquí?

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió Cornelius, recogiendo el sobre con el sello del dragón alado.

Una vez cumplido su cometido, el padre Mahoney se dirigió a entregar el quinto sobre. El destinatario era el padre Demetrius Ferrell, de la orden de los capuchinos, que llevaba una vida contemplativa en el santuario de María Auxiliadora, en el corazón de Passau, en Alemania. Pasaba el tiempo limpiando y sacando brillo a la magnífica lámpara que el emperador Leopoldo había regalado al templo en 1676, llena de ángeles, águilas e insignias reales.

El sexto destinatario, el padre Lazarus Osmund, residía en la iglesia castillo de Malbork, en Polonia. La Orden Teutónica erigió el edificio principal y se convirtió en la edificación más grande construida en ladrillo de toda Europa. El castillo sirvió a la orden para afianzar su poder y control sobre el río Vístula. Los primeros monjes se habían instalado en la iglesia en el año 1280. El complejo imponía por la estrecha vinculación entre el poder espiritual y el poder terrenal cuando los grandes maestres de la Orden Teutónica residieron aquí entre 1309 y 1457.

Tras entregar el sexto sobre, aún quedaba el último. Mahoney tenía que coger un vuelo de Varsovia a Moscú, y otro hasta Yerevan, la capital administrativa de la Armenia soviética. A varios kilómetros al norte, en una zona montañosa y escarpada, muy cerca de la pequeña ciudad de Dilijan, se levantaba el monasterio de Haghartsin. Al padre Mahoney le llevó cerca de dos días y medio llegar hasta aquel recóndito rincón, alejado de cualquier lugar del mundo, «incluso desconocido», pensó mientras daba tumbos en un destartalado Lada, o Zhigulí, como lo conocían por esas tierras.

Tras varias horas de incómodo viaje por carreteras zigzagueantes que cortaban como cuchillos hectáreas de frondosos bosques, el vehículo detuvo su marcha ante un grupo de pequeños edificios que databan de los siglos XI y XIII y estaban conformados por numerosas dependencias y construcciones dedicadas a la explotación agrícola.

Un hombre con la cara cubierta de blanco se acercó hasta el vehículo.

– Buenos días -saludó.

– Buenos días, quisiera hablar con el padre Pontius.

El hombre volvió sobre sus pasos para perderse en una pequeña edificación de donde salía un ruido ensordecedor. Unos minutos después, aparecía seguido por un gigantón cubierto de polvo blanco.

– No se preocupe, sólo es harina -dijo el hombre alto, estrechando la mano del enviado del cardenal Lienart.

Mahoney observó el tamaño de la mano que se disponía a estrechar. El padre Spiridon Pontius tenía las manos ásperas debido a las largas horas de trabajo en el molino de harina. A Mahoney le sorprendió la complexión de aquel religioso que había sido elegido personalmente por su eminencia para formar parte del Círculo Octogonus. «No eres más por ser quien eres, ni menos por quien no eres. Lo que eres ante Dios, eso eres y nada más. Para nuestro Círculo, no es más importante el que está cerca de Su Santidad que el que está lejos de la Santa Sede -había dicho el cardenal Lienart al padre Spiridon Pontius cuando le propuso formar parte del Círculo Octogonus-. Para Dios, todos estamos cerca si mostramos nuestra verdadera fe en Él, sin preguntar ni cuestionar las pruebas que Él mismo nos impone y dispone».

– Fructum pro fructo -dijo seriamente el enviado del cardenal.

– Silentium pro silentio -respondió el padre Pontius mientras aceptaba el sobre.

– Usted es nuevo entre nuestros hermanos. Una vez que me haya ido, podrá abrir el sobre. En su interior hay instrucciones muy precisas que debe usted cumplir al pie de la letra sin hacer preguntas. Léalas y cúmplalas. Hay mucha gente que espera mucho de usted, padre Pontius.

Antes de dar la espalda al religioso para dirigirse nuevamente hacia el Lada aparcado en la entrada del monasterio, escuchó la grave voz del padre Pontius:

– No les defraudaré.

– Espero que así sea. Dios va a someterle, en poco tiempo, a una dura prueba a la que no podrá negarse.

El padre Spiridon Pontius cerraba el Círculo Octogonus. Una vez entregados los siete sobres, era ya hora de regresar al Vaticano e informar personalmente al cardenal August Lienart de que la misión encomendada había sido cumplida.

***

Berna

Afdera volaba directamente desde Venecia a Berna. Miró su número de vuelo en la tarjeta de embarque y comprobó la hora en su reloj. «Tengo tiempo», pensó mientras se dirigía al bar sujetando entre sus manos la caja de plástico que guardaba el evangelio.

Sentada en una mesa desde donde divisaba el monitor de salidas, Afdera sacó el diario de su abuela y continuó con su lectura.

Liliana me dijo que Abdel Sayed le confesó que aquel libro, cuyo significado desconocía, se lo entregó a un hombre llamado Rezek Badani, un marchante de antigüedades de El Cairo. No se sabe bien si Sayed vendió el evangelio a Badani o bien si se lo dejó para que éste lo vendiese al mejor postor y repartirse así los beneficios. En poder de Badani, el libro sufrió un grave deterioro. Liliana me comentó que Badani solía enseñar el libro envuelto en papel de periódico.

La joven miraba de vez en cuando el monitor de salidas para controlar la hora de embarque de su vuelo. A continuación leyó el comentario que su abuela había escrito en el margen.

Esta falta de atención se aprecia en otro tipo de objetos que circulan por el mercado negro de antigüedades egipcias. Los papiros se encuentran en el escalafón más bajo de este mercado. Es fácil encontrar valiosos papiros muy deteriorados en el mercado de al-Goma'a. Lo más curioso de todo es que en un país con tanto flujo de piezas valiosas en el mercado paralelo, el precio lo pone el vendedor sin ni siquiera tener idea del valor real de la pieza que vende.

Su abuela había escrito una palabra en letras mayúsculas justo al lado: «¡increíble!».

La exageración y a veces la pura mentira forman parte de la negociación con un egipcio por una pieza concreta. Sencillamente, forma parte del gran juego, un elemento esencial del toma y daca que ha tenido lugar durante siglos y generaciones, desde el mismo día en que nació el primer faraón. Para un egipcio, cualquier medio es justificable para hacer creer al comprador que el objeto que está ofreciendo es «valioso» y «auténtico», aunque no lo sea. Deberás aprender, querida nieta, que en el comercio de antigüedades en el que vas a tener que moverte se aplica una máxima: protege a tu fuente. Revelar una fuente es un asunto muy grave y hasta puede resultar peligroso. Un excavador jamás dirá a un comerciante de dónde ha sacado el objeto en cuestión; el comerciante jamás dirá al ojeador de qué zona de Egipto procede la pieza; el ojeador jamás dirá al marchante quién es su contacto, y el marchante jamás dirá al coleccionista cómo ha conseguido la pieza. Así, la cadena se mantiene en secreto, sin que un eslabón conozca al otro. El castigo por una indiscreción puede ser muy duro. Hay historias de comerciantes egipcios que han matado a uno de los suyos por haber contado de dónde procedían las piezas o de unos excavadores que secuestraron a un comerciante y, tras arrancarle la lengua con una tenaza, lo dejaron abandonado a las puertas de un hospital de El Cairo. Algunas son leyendas, difundidas interesadamente, pero otras son reales. Cualquiera que hable, desde el excavador, primer eslabón de la cadena, hasta el coleccionista, último eslabón de la cadena, puede ser considerado un traidor y, por tanto, quedar fuera del negocio.

Afdera continuaba revisando las notas del diario de su abuela y vigilando su valiosa carga cuando escuchó una primera llamada para su vuelo. Miró el reloj, vio que aún tenía tiempo hasta la tercera llamada y continuó leyendo.

Badani no revelaría jamás dónde consiguió el evangelio o a quién se lo vendió. Liliana me dijo que ella podría entregarte parte de los eslabones, desde el excavador que descubrió el libro en Gebel Qarara hasta el propio Rezek Badani. No te fíes de Badani. Es un buen hombre, pero es demasiado mentiroso. Puede contarte una historia sobre cómo encontró el libro y al día siguiente relatarte otra muy distinta. Le contó a Liliana que había heredado el libro de su familia, sin que nadie se acordara de cuántas generaciones habían pasado. Dijo incluso que su padre había conseguido el libro poco después de la Segunda Guerra Mundial. Liliana me dijo que nadie se creía esta historia. Le narró incluso otra versión: que dos granjeros estaban arando un campo de Maghagha cuando la tierra se hundió bajo sus pies y encontraron una tumba. Esta historia era, por supuesto, también falsa. Así fue como se encontraron en 1945 los códices de Nag Hammadi, y Badani, que lo había leído en un reportaje publicado en el diario Al-Ah-ram, decidió adoptar la historia. Intenta encontrar a través de Liliana a Rezek Badani en El Cairo, si es que está vivo todavía cuando leas este diario.

Una voz anunciando la salida del vuelo Swissair 161 con destino Berna arrancó a Afdera Brooks de la lectura del diario. Rápidamente dejó sobre un plato varias liras, introdujo el grueso diario en el bolso, agarró fuertemente la caja de plástico y salió corriendo en dirección a la puerta de embarque. Una azafata le dio la bienvenida y la acompañó hasta su asiento, en business. Durante el corto tiempo que duró el vuelo hasta el aeropuerto Bern-Belp de la ciudad suiza, Afdera intentó hacer un balance mental de todo lo revelado por su abuela en el diario.

Tras tomar tierra, la joven se dirigió hasta la zona de taxis del aeropuerto.

– ¿Adónde vamos? -preguntó el conductor.

– Al Hotel Bellevue Palace, en Kochergasse 3.

El vehículo se dirigió por Selhofenstrasse, rodeando las pistas del pequeño aeropuerto, hasta Nesslerenweg, la carretera que conduce hasta el centro de la ciudad. El taxi continuó su marcha por estrechas calles hasta alcanzar Aarstrasse, que discurre en paralelo al río Aar hasta el hotel.

El establecimiento, una joya de la arquitectura art nouveau, estaba situado en pleno centro, muy cerca del Parlamento federal. Había sido uno de los hoteles preferidos de su abuela y siempre que iba pedía la misma habitación, con unas maravillosas vistas a los Alpes berneses.

Unos minutos después, ya en la soledad de su habitación, Afdera levantó el auricular y marcó el número de la Fundación Helsing. Sobre la cama reposaba la caja de plástico que guardaba el evangelio. Tras un par de tonos, oyó una voz femenina al otro lado de la línea.

– Fundación Helsing, buenos días.

– Buenos días, quisiera hablar con el señor Renard Aguilar, por favor.

– ¿De parte de quién?

– Dígale que soy Afdera Brooks, nieta de Crescentia Brooks.

– ¿Podría adelantarme el tema que desea tratar con el señor Aguilar?

Afdera se impacientó ante la impertinente pregunta de la recepcionista.

– Es un asunto privado. Dígale quién soy y él lo entenderá. Mi abogado, el señor Sampson Hamilton, ha concertado una cita con él. Estoy en el Hotel Bellevue Palace. Por favor, que me llame en cuanto pueda. No tengo mucho tiempo -dijo la joven, con cierta seriedad en su voz.

– Bien, señorita Brooks. Transmitiré su mensaje lo antes posible al señor Aguilar -respondió la recepcionista.

Afdera pasó la tarde de compras y paseando por la Bärenplatz. Cuando regresó al hotel, pidió sus mensajes en recepción. Escrito a mano en un papel del Bellevue Palace, aparecía el nombre de Renard Aguilar. «Mañana a las diez de la mañana la recogerá un coche para llevarla hasta la sede de la Fundación Helsing».

A las diez en punto del día siguiente, Afdera esperaba ya sentada en la recepción, junto a la caja de la que no se había separado desde su viaje a Hicksville. Un BMW de color negro aparcó frente a la puerta del hotel.

Un chófer elegantemente vestido se bajó del vehículo y se dirigió hacia ella.

– ¿La señorita Brooks? -preguntó.

– Sí, soy yo.

– Me han enviado para recogerla y llevarla a la fundación.

El vehículo salió de la ciudad. Desde la Schweizerhausweg se adentró en un camino de arena que penetraba en un pequeño bosque. Justo antes, el conductor detuvo su marcha ante una pequeña caseta con guardias armados que sujetaban dos fieros pastores alemanes. El chófer hizo una señal y la puerta de acceso se abrió.

El camino desembocaba en un grupo de edificios de arquitectura moderna que a Afdera le recordaron más un laboratorio farmacéutico que una fundación para el arte. El vehículo se detuvo ante un camino blanco que llevaba hasta la entrada del que se suponía era el edificio principal.

– Buenas tardes, señorita Brooks. El señor Aguilar la está esperando.

Afdera siguió a la mujer hasta una imponente sala de reuniones en cuyo centro se hallaba una lustrosa mesa de caoba que daba cabida a veinte personas. De las paredes colgaban pinturas de artistas como Andrea del Verrocchio, Domenico Ghirlandaio y el Veronés. Los suelos de madera estaban cubiertos de gruesas alfombras de lana de Tabriz.

– Es muy antigua -dijo una voz cercana a la puerta.

Afdera estaba de rodillas admirando una de las alfombras y sólo divisó unos elegantes zapatos John Lobb. Al levantar la vista, pudo observar el rostro de la persona que acababa de entrar en la sala. Se trataba del hombre que había estado en el funeral de su abuela en Venecia.

– ¡Es usted! -acertó a decir Afdera.

– Sí, efectivamente. Soy Maximilian Kronauer -se presentó, tendiendo su mano para ayudar a Afdera a levantarse.

– Soy…, bueno, ya sabe quién soy, pero usted ¿qué hace aquí? ¿Trabaja en la Fundación Helsing?

– No. La fundación sólo me financia algunos de mis estudios e investigaciones de forma desinteresada -respondió Kronauer.

– ¿Investigaciones de qué tipo? -balbuceó Afdera.

– ¡Oh, perdone! Soy especialista en arqueología bíblica y en filología semítica y realizo investigaciones y estudios sobre las lenguas utilizadas en el origen del cristianismo.

De repente la conversación se vio interrumpida por la voz de una mujer.

– ¿Señorita Brooks? El señor Aguilar la espera -anunció.

– Si quiere, podemos cenar esta noche. Le invito -propuso Afdera.

– Voy a estar muy ocupado… y no sé si…

– Le espero a las siete de la tarde en mi hotel. Estoy en el Bellevue Palace.

– De acuerdo, allí estaré -respondió Kronauer cuando Afdera había abandonado ya el gran salón.

– Pase, pase, señorita Brooks. Tenía muchas ganas de conocerla -dijo Aguilar.

– Igualmente. Me han hablado mucho de usted y de la Fundación Helsing.

– Me imagino que habrá oído muchas leyendas sobre nuestra fundación…

– Bueno, señor Aguilar, usted sabe que no hay nada mejor que difundir una leyenda para que acabe convirtiéndose en realidad-dijo, dirigiendo una sonrisa a su interlocutor.

– Tiene razón. Es usted igual de sabia que su abuela. Siento mucho su pérdida. Pero ¿qué la trae hasta nosotros? -preguntó, intrigado.

– Esta caja -dijo la joven, señalando el contenedor de plástico que había depositado sobre una mesa metálica.

Afdera abrió la caja. Los ojos de Aguilar se iluminaron al ver el libro con miles de fragmentos desprendidos junto a él.

– Es una joya, pero ¿qué es lo que quiere de nosotros exactamente?

– Quiero que lo restauren y que se ocupen de traducirlo. Necesito saber cuanto antes qué pone en este texto. Este libro contiene las palabras de Judas Iscariote.

Aguilar se dirigió a su mesa para llamar a alguien.

– Henrietta, por favor, diga a la señora Hubert que necesito que se reúna conmigo en el despacho. Es urgente. -Colgó y se dirigió hacia Afdera, que aún se encontraba ante el evangelio.

– ¿Sabe usted lo que tiene entre sus manos?

– Lo sé muy bien. Pero ahora necesito que lo restauren y lo traduzcan.

Al cabo de unos minutos, la puerta del despacho se abrió y entró una mujer de unos cincuenta años, con unas pequeñas gafas colgadas de un cordón al cuello y vestida con una bata blanca.

– Les presentaré -dijo Aguilar-. La señorita Afdera Brooks, la señora Hubert, una de las más importantes especialistas en la restauración de códices antiguos.

– Mucho gusto, señorita Brooks -dijo la recién llegada-. Creo que es usted nieta de Crescentia Brooks. La conocí durante unas conferencias de la Interpol en París sobre el tráfico de antigüedades robadas. Creo que dio una brillante lección a muchos sobre el arte egipcio.

– Muchas gracias, y llámeme Afdera.

– Perfecto, si usted me llama Sabine.

La conversación fue interrumpida por el señor Aguilar.

– Creo que la señorita Brooks nos acaba de traer una auténtica joya rescatada de lo más profundo de la Antigüedad. Le presento, señora Hubert, las palabras de Judas Iscariote.

– ¿Habla en serio?

– Absolutamente.

– ¡No sabía que Judas Iscariote hubiese escrito un evangelio! -exclamó la restauradora.

– En realidad, nadie lo sabe y, por ahora, hasta que usted, Sabine, no lo restaure y podamos analizar su texto una vez traducido, es mejor que siga siendo un secreto -pidió Afdera.

– ¿Qué quiere hacer con el libro?

– Se lo dejaré aquí bajo su custodia para que sea restaurado y traducido. Yo tengo que realizar diversos viajes. Lo que sí le digo es que cada cierto tiempo le llamaré para saber cómo va el trabajo de restauración.

– Aquí estará a salvo de miradas indiscretas. Tenemos unos laboratorios secretos a las afueras de la ciudad en donde se llevará a cabo la tarea principal de restauración. Una vez que ésta haya finalizado, volveremos a trasladar el manuscrito a estas instalaciones para su posterior traducción -explicó Aguilar.

– ¿Cuánto tiempo cree que necesitará para poder restaurarlo?

– Viendo lo deteriorado que está y los muchísimos fragmentos que hay esparcidos por la caja, calculo que entre cuatro y seis meses. Necesitaré la ayuda del profesor Werner Hoffman, de la Universidad de Frankfurt, uno de los grandes especialistas en papiro. Le llamaré para que venga a ayudarme -precisó la restauradora.

– ¿Quién se encargará de los gastos de la restauración? -preguntó Aguilar a la joven.

– No se preocupe por eso. Mi abuela dejó estipulado que una parte de su fortuna estaría destinada a sufragar los gastos de restauración y traducción del evangelio. Así que el dinero no será un problema.

Esa misma tarde, desde el hotel, Afdera llamó por teléfono a su hermana Assal.

– Sampson tiene órdenes de leer el testamento de la abuela delante de las dos -protestó la menor de las hermanas.

– ¡Oh, está bien! Pero estoy muy ocupada con el encargo de la abuela y no voy a poder ir a Venecia. Tendrás que contármelo. Al fin y al cabo, no creo que me vayas a engañar con la herencia, como esas hermanas malas de las películas.

– No seas tonta. Yo sería incapaz…

– Ya lo sé, hermanita. Quiero ir unos días a Israel y después tengo que viajar a Alejandría a visitar a una amiga de la abuela.

Tras despedirse de su hermana pequeña, la joven se dedicó a escribir en las últimas páginas del diario de su abuela lo sucedido aquella mañana en la Fundación Helsing. Se sentía liberada al no tener ya bajo su responsabilidad el libro de Judas. Ahora era sólo cuestión de tiempo.

Sobre las siete de la tarde sonó el teléfono en su habitación. Desde recepción le indicaron que un hombre la estaba esperando en el Bellevue Bar. Afdera se dirigió hacia allí y nada más entrar divisó a Maximilian Kronauer. Estaba sentado en una mesa del fondo, leyendo el Berner Zeitung delante de una botella de agua mineral. Era muy atractivo y le llamó la atención que estuviera bebiendo agua.

«Tal vez sea el típico suizo-alemán puritano», pensó divertida.

En cuanto Afdera se acercó, Kronauer se puso de pie rápidamente y le invitó a que se sentara a su lado.

– Está usted muy guapa, señorita Brooks -dijo Kronauer.

– Si vamos a pasar la noche juntos, es mejor que me llame Afdera -propuso.

Kronauer se ruborizó ante la insinuación, algo que divirtió a Afdera.

– ¡Oh! ¡No me malinterprete! No me refería a pasar la noche juntos en mi habitación, en la misma cama. Al menos, no de momento -explicó la joven mientras Kronauer se ponía aún más colorado.

– Si ya vamos a hablar de un plan futuro juntos, es mejor que me llames Maximilian. Señor Kronauer suena a profesor de universidad.

– Está bien. Te llamaré Max a secas.

Cuatro horas después, Afdera y Max aún continuaban sentados en la misma mesa del bar. La conversación les había hecho olvidar la cena.

– ¿Hasta cuándo te quedas en Berna? -preguntó Max.

– Tengo que ir a Egipto. ¿Por qué no vienes conmigo y te enseño la ciudad? Puedes elegir alguna de las cincuenta habitaciones que tenemos vacías.

– Bien, podría adelantar mi viaje. Lo que sí puedes hacer es viajar tú mañana mismo. Me reuniré contigo en un par de días, pero, si no tienes inconveniente, prefiero dormir en el Bellini, es el hotel donde siempre me alojo y ya saben cómo tratar mis manías.

– Bueno, si prefieres un hotel a mi casa, una comida artificial a la comida de mi querida Rosa y la compañía de un botones a la mía, perfecto. Puedes ir al Bellini si quieres. Nos vemos en un par de días en Venecia -sentenció Afdera mientras se ponía de puntillas para besar en la mejilla a Kronauer.

IV

Ciudad del Vaticano

Está usted engordando, eminencia -dijo Rainiero Falcinelli. -Será por el cargo de secretario de Estado, que me obliga a estar concentrado en documentos y no me deja mucho tiempo para dedicarme al cuerpo y al espíritu -respondió Lienart mientras el sastre tomaba con hábiles manos las medidas del cardenal con alfileres que sujetaba entre los labios.

Su sastrería, en el número 40 del Borgo Pio, a muy pocos metros de la puerta de Santa Ana, llevaba vistiendo a papas, secretarios de Estado, cardenales y obispos desde hacía casi un siglo. A Falcinelli, cuarta generación de sastres, le gustaba atender personalmente al poderoso cardenal Lienart desde que éste había llegado a Roma como un sencillo y humilde sacerdote. El día que fue nombrado obispo, Lienart vestía un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado cardenal, vestía un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado por Su Santidad prefecto de la Entidad, los servicios de inteligencia de la Santa Sede, el cardenal llevaba un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado por el nuevo pontífice secretario de Estado vaticano, vestía un hábito Falcinelli. Para el cardenal, a pesar de no creer en supersticiones, Rainiero Falcinelli y sus hábitos se habían convertido en una especie de amuleto de la buena suerte.

Su eminencia se refería al sastre como el «Armani de la Santa Ma dre Iglesia» y puede que estuviese en lo cierto. Aquel apodo le gustaba. Alimentaba el ego del sastre y, con ello, reducía la factura.

Entre telas de terciopelo, sedas púrpuras y rojas, algodón y lana, un alto miembro de la curia podía enterarse de los últimos rumores y cotilleos que circulaban por los corredores del Palacio Apostólico. La sastrería Falcinelli era, para los altos miembros de la curia, como una peluquería de barrio para las mujeres de un patio de vecinos de Nápoles. Allí, monseñores, nuncios, eminencias y funcionarios vaticanos soltaban sus lenguas con el fin de darse importancia ante el sastre. Desde hacía años, su comercio era una verdadera fuente de información tanto para la Entidad como para el Sodalitium Pianum, el contraespionaje papal, y la Secretaría de Estado.

– Eminencia, no se mueva ahora -pidió el sastre, intentando medir los bajos del hábito.

– ¡Ah, fiel Falcinelli, sus hábitos son los mejores de Roma, pero también los más caros!

– Eminencia, mi casa sigue cobrándole lo mismo que cuando usted llegó a la Santa Sede, ¿hace ya cuánto tiempo?

– Querido Falcinelli, calle, calle, por favor. Si sigue usted hablando, tendré que intentar acordarme de cuando yo era un humilde sacerdote con mucha inocencia y poca fe. Fíjese en lo que nos hemos convertido ahora. Yo, en un príncipe de la Iglesia con poca inocencia pero con mucha fe, y usted ha pasado de ser un modesto aprendiz junto a su padre a convertirse en un hábil y rico sastre al servicio de los servidores de Dios y de Su Santidad.

– ¿Cuántos hábitos va a necesitar, eminencia?

– Necesitaré cuatro fajines; tres hábitos purpurados, uno para diario y dos para ceremonia. También me llevaré ocho pares de calcetines rojos, dos solideos y necesitaré una orla roja… y recuerde la esclavina -dijo Lienart.

– Déjeme calcular… Cada hábito le costará el precio de siempre, unos siete millones y medio de liras cada uno. Y por ser usted tan buen cliente, le haré un descuento importante en los hábitos de ceremonia, incluidos los calcetines rojos, la sotana, el fajín de lana fría de color rojo, los treinta y tres botones forrados de seda roja, como quiere usted siempre, la manteleta y la muceta rojas y el solideo.

– De acuerdo. Trato hecho. Mi secretario, el padre Mahoney, se pondrá en contacto con usted para arreglar el pago y recogerlo todo -asintió Lienart mientras daba un sorbo a su café macchiato-. Y ahora que hemos arreglado la cuestión de los negocios, dígame, ¿qué se comenta en la Santa Sede?

– Estuvo aquí hace una semana el cardenal Ngange, prefecto para la Congregación para las Iglesias Orientales.

– ¿Y qué comentó el bueno de Ngange?

– Dijo en voz muy baja que había amplios sectores cercanos al Santo Padre que no estaban de acuerdo con la política seguida por la Secretaría de Estado y, en particular, por su secretario de Estado.

– Mi buen y fiel Falcinelli, eso ha ocurrido desde los tiempos del cardenal Fabio Chigi, el primer secretario de Estado vaticano, en el siglo XVII. Chigi tenía grandes e importantes enemigos cuando él era uno de los principales consejeros del papa Inocencio X, pero al fallecer el Santo Padre, Chigi se convirtió en el papa Alejandro VII. De un solo golpe acabó con esos enemigos. Ab uno disce omnes, por uno se aprende a conocer a todos. Hay que tener cuidado de que esos tiempos no vuelvan…

– Se dice también que esos rumores provienen del sector a favor del cardenal alemán Kronauer -dijo Falcinelli.

– Mi querido cardenal Ulrich Kronauer… A fructibus cognoscitur arbor, por sus frutos conocemos al árbol -sentenció el poderoso cardenal, dirigiéndose ya a la salida.

Allí le esperaban dos agentes de la Entidad encargados de su protección. En cuanto pisó la calle, algunos transeúntes se acercaron al secretario de Estado al reconocerlo y, tras varias reverencias, le besaron el anillo del dragón alado. Aquel corto paseo desde la puerta de Santa Ana hasta la sastrería Falcinelli era para Lienart su único contacto con el mundo.

En la puerta de su despacho del Palacio Apostólico estaba el padre Mahoney con unos documentos en la mano para despacharlos con él.

– Pase usted, padre Mahoney -le invitó a entrar Lienart.

– Buenos días, eminencia.

– Cuénteme, ¿qué sabe de nuestros hermanos del Círculo?

– Los siete sobres fueron entregados tal y como usted ordenó, eminencia. Sé que ayer por la tarde estaban ya instalados en el Casino degli Spiriti a la espera de órdenes de su eminencia.

El Casino degli Spiriti había sido construido en el siglo XVI por orden de la familia Contarini. Allí se reunían artistas, políticos y literatos. Durante algún tiempo permaneció abandonado y los venecianos le habían dado su siniestro nombre debido a los ecos provocados por la resaca de las aguas de la laguna, que inspiraban la fantasía popular. Se decía incluso que se había convertido en refugio de maleantes y asesinos. También se decía que durante la primera mitad del siglo XVIII las buenas familias de la Serenísima prohibían a sus jóvenes hijas acercarse por los alrededores debido a que se rumoreaba que el genial Casanova corría desnudo por sus estancias persiguiendo a jovencitas y efebos. Otra leyenda sobre el Casino degli Spiriti hablaba de siete brujas que partían desde aquí en dirección a Alejandría en busca de los arcanos.

A principios de los años treinta, René Lienart, el padre del cardenal, importante y rico empresario, amigo personal del mariscal Pétain y un hombre muy cercano a los regímenes de Mussolini y Hitler, había adquirido la propiedad y ordenado su cuidada restauración. Tras el fin de la guerra, decidió ceder la propiedad temporalmente al padre Krunoslav Draganovic y a su organización de San Girolamo. Draganovic, profesor en un seminario croata, había llegado a Roma con el pretexto de colaborar con la Cruz Roja. Se convirtió en el vértice principal del llamado Pasillo Vaticano.

Desde San Girolamo y otros pisos franco, como la residencia de los Lienart en Venecia, la organización Odessa ayudó a huir hacia Argentina, Bolivia, Paraguay, Chile y Brasil a criminales de guerra nazis como Josef Mengele, el médico de Auschwitz; Klaus Barbie, el carnicero de Lyon y antiguo jefe de la Gestapo en esa ciudad; Ante Pavelic, el dictador croata; el capitán de la SS, Erich Priebke; el general de la SS, Hans Fischbock; Herbert Cukurs, el verdugo de Riga, o Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka.

El cardenal Lienart aún recordaba cuando, una tarde de primavera, en el jardín del Casino degli Spiriti, a principios de los años cincuenta, su padre le presentó a un invitado muy especial. Aquel hombre era todo un caballero: educado, amante del arte y la música, conocedor de la filosofía de Platón y Aristóteles y, sobre todo, buen conversador. Años más tarde, el cardenal recordaba cómo el invitado de su padre había sido secuestrado por los israelíes y ejecutado en la horca. Su nombre era Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables de la Solución Final. Para muchos, la colaboración de la familia Lienart con el final del régimen nazi y la huida de sus líderes hacia Sudamérica era una leyenda más, como la de Casanova, y el poderoso cardenal secretario de Estado prefería que así continuase siendo.

Desde entonces, la residencia de Venecia permaneció bajo la atención de la fiel señora Müller, así como Villa Mondragone, la residencia de la familia Lienart en Frascati, a las afueras de Roma.

– ¿Sabemos algo del libro? -preguntó Mahoney interesado.

– Está en Berna y se ha comenzado a restaurar. Debemos darnos prisa. No podemos permitir que nadie llegue a conocer su contenido.

– ¿Quiere que nos apoderemos de él?

– No, mi querido Mahoney. Es mejor esperar a que el libro venga a nosotros por métodos menos violentos. ¡Ah, querido y joven padre Mahoney! Dulce bellum inexpertis, dulce es la guerra para quienes no la han vivido. Debemos esperar a que el enemigo mueva su ficha primero, pero antes tenemos que darle una oportunidad.

– ¿Qué tiene pensado hacer, eminencia? -preguntó intrigado el secretario.

– Non sunt entia multiplicanda praeter necessitatem, no hay que multiplicar las cosas sin necesidad. Quiero que viaje usted de nuevo y lleve un mensaje.

– ¿Adónde quiere que vaya?

– Deberá hacerle llegar un mensaje al señor Delmer Wu, en Hong Kong -dijo Lienart-, pero esta vez el mensaje se lo transmitiré yo a usted, y usted, padre Mahoney, se lo transmitirá a él, sólo a él. Nada debe quedar escrito.

– ¿Es Wu, el millonario? -preguntó el secretario.

– Sí, es él. Durante años ha tenido negocios con mi familia y ya es hora de que devuelva los favores prestados. A su debido tiempo, le transmitiré mi mensaje para él. Primero debemos encontrarnos con nuestros hermanos del Círculo Octogonus en Venecia. Después de la ceremonia de iniciación a los nuevos miembros, viajará a Hong Kong sin más demora.

– Por supuesto, eminencia, así lo haré.

– Ahora puede retirarse. Cierre la puerta y diga que nadie me moleste -ordenó Lienart, dirigiéndose hacia la ventana con un habano encendido en la mano para observar las filas de turistas que se agolpaban en la plaza de San Pedro. Cuando el secretario cerró la puerta, podía oírse la sinfonía 40 de Mozart inundando el despacho del secretario de Estado.

***

Venecia

El sonido del teléfono despertó a Afdera. Era Max Kronauer desde el Hotel Bellini. A la mañana siguiente sería su guía por la ciudad de los canales.

Dando un largo paseo desde la Ca' d'Oro, Afdera llegó hasta el hotel, situado en la Lista di Spagna. En la puerta le esperaba Max.

– Quiero llevarte a un sitio cercano que es muy especial para mí -dijo la joven.

– Perfecto, soy todo tuyo.

La pareja entró en el gueto de Venecia a través del Ponte delle Guglie. Durante muchos siglos, la comunidad judía, junto con la griega, había sido la más numerosa de Venecia. Desde el siglo XII, la Serení sima decidió asentarlos en una zona, como había hecho ya con otras comunidades. El lugar elegido fue la isla de Spinalunga, llamada después la Giudecca.

– A mediados del siglo XVI, el Senado les concedió algunas islas en el Cannaregio, donde estaban instaladas las fundiciones de la Se renísima antes de ser trasladadas al Arsenale. Aquí se gettare o fundían los cañones y fue así como se popularizó el término «gueto» -explicó la joven-, aunque también existe otra explicación. Según me dijo mi abuelo, el término 'gueto' podría derivar del talmúdico ghet, que significa 'separación', o del judío talmúdico medieval get o gita, que significa 'repudio'.

Afdera, cuando era una niña de cuatro años, había acompañado en más de una ocasión a su abuela durante las vacaciones de verano al Ghetto Vecchio. Caminando por los solitarios callejones, iba relatando a Max los recuerdos de su niñez.

– Nunca olvidaré las meriendas que me daba una amiga de mi abuela. Después, mi abuela y la señora Levi se sentaban a hablar de cosas extrañas que yo no entendía. Hablaban de la cábala, de las extrañas cortes y callejones escondidos tras los arcanos. -De repente, la joven comenzó a reír.

– ¿De qué te ríes?

– Oh, recuerdo que la señora Levi tenía una gran colección de medallones, de esos que llevan una fotografía. Yo me dedicaba a observar los rostros que aparecían en ellos: militares con uniformes prusianos, hombres con largas barbas y sombreros de fieltro negro, y jovencitas con tirabuzones lanzando tímidas sonrisas al fotógrafo. También recuerdo que desde la cocina se veía el patio trasero de la casa, con un antiguo pozo en el centro. Aquel pozo era muy misterioso para una niña como yo. Me ponía de puntillas y miraba su profunda boca negra como si quisiera tragarme. El patio se llamaba la Corte Expiatoria.

– ¡Caray, qué nombre más misterioso!

– Sí, como todo lo que rodea al Ghetto Vecchio. Los ancianos del gueto llamaban a la Corte Expiatoria la Corte del Arcano. La señora amiga de mi abuela me llevó un día de la mano y me explicó que para entrar en esa corte había que abrir siete puertas, que conformaban un laberinto, cada una de las cuales tenía grabada sobre ella el nombre de un shed o diablo.

– Esa palabra viene de shedin, ¿no es así?

– Se dice que esa casta de diablos fue creada por Adán cuando se separó de Eva, después de que ésta mordiese la manzana, pero para los judíos de Venecia, cada puerta era mágica.

– ¿Crees en eso realmente?

– Mi vida se ha desarrollado entre lo comprensible y lo incomprensible, entre lo mágico y lo real. Aún recuerdo los siete nombres de los shed: Sam Ha, Mawet, Ashmo-dai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Nà Amah.

– ¡Increíble! ¿Cómo te puedes acordar?

– Para mí son simples recuerdos de mi niñez.

– Sabes mucho de este barrio…

– Sé mucho de esta ciudad -respondió Afdera estirando la mano para coger la de él-. Ven, te enseñaré más rincones secretos que nadie que no sea de aquí ha visto nunca. Iremos donde solía jugar con los niños judíos.

– Sabes mucho sobre la religión judía.

– Casi tanto como tú del origen del cristianismo -respondió Afdera mientras continuaban caminando por las estrechas teràs, rugas, saíizzadas y fundamentas-. ¿Tienes hambre? -preguntó repentinamente.

– Sí, un poco.

– Te llevaré a comer a Alla Vedova, en el barrio del Cannaregio, para que pruebes las mejores polpettine di carne de toda Venecia -dijo la joven entusiasmada.

– La verdad es que el nombre ya me hace desconfiar -dudó Max.

– ¡Oh, sólo son albóndigas! Pero son las mejores que jamás habrás comido en tu vida… Además, te gustará Mirella Doni, la dueña. Le encantará conocerte y contarte alguna historia tétrica de la ciudad. Ya verás.

El pequeño y tradicional restaurante estaba repleto de clientes venecianos que se mezclaban con turistas ocasionales. La barra, en donde se amontonaban platos de antipasti, estaba llena de gente que intentaba alcanzar una copa de vino. La decoración era bastante caótica, pero eso daba cierta originalidad al local: una fotografía del equipo de fútbol del Venecia, de la temporada 1965-1966, una publicidad de los años cincuenta de Leica, una imagen de Jean-Paul Sartre escudriñando tras sus clásicas gafas redondas de concha y su pipa, una curiosa postal de la reina Isabel de Inglaterra con un gorrito rojo y traje a juego y varias cacerolas de cobre colgadas en los techos. La propietaria del centenario local era una mujer de corta estatura pero de fuerte carácter que no paraba de dar órdenes constantemente a los camareros.

Mirella vio entrar a Afdera y a Maximilian Kronauer y se acercó a saludar a la joven mientras intentaba colocarse las gafas sobre la cabeza, a modo de diadema.

– ¡Déjame que te dé un gran abrazo, preciosidad! Siento mucho la muerte de tu abuela -dijo Mirella, estrechando a Afdera entre sus grandes brazos.

– Muchas gracias por acordarte de ella. Te presento a Max, un amigo mío; es muy aficionado a las historias de terror y a las leyendas urbanas -explicó la joven con una amplia sonrisa.

– ¡Oh, eso es estupendo! Tengo una historia muy buena, tan real como que vosotros y yo estamos aquí mismo. Después, cuando termine de contárosla, brindaremos a la veneciana -anunció la propietaria del restaurante mientras servía tres vasos de vino blanco y comenzaba a relatar su historia-: Biasio era un luganegher, un salchichero, que llegó desde Carnia, en Friuli, para instalarse aquí, en Venecia. En los registros de los ajusticiados por la Serenísima se narra que este oscuro personaje preparaba sus magistrales sguazzetto, unas viandas muy apreciadas por los venecianos, pero su secreto era que las preparaba con carne humana. Un día, un barquero llegó hasta su fonda y en su plato encontró un dedo con uña y todo. Biasio fue denunciado y condenado a muerte violenta. Fue arrastrado por un caballo, le cortaron las manos y lo decapitaron. Cuando su casa fue derruida hasta los cimientos, se encontraron restos de hasta cuarenta cadáveres.

– ¿Y cuál es la moraleja de la historia? -preguntó Max-. A los italianos os encantan las moralejas.

– ¡Sí, tienes razón! Pues la moraleja es que no preguntes de qué están hechas nuestras polpettine di carne que vas a comer. Después os daré un buen plato de bavette al nero di seppia -dijo Mirella entre grandes risotadas.

Tras una pausa, y mientras levantaba su vaso de vino, hizo callar a todos los comensales del restaurante y brindó al estilo veneciano del siglo XV:

Quien bebe bien, duerme bien; quien duerme bien, nunca piensa; quien nunca piensa, no hace mal; quien no hace mal, va al paraíso; así que bebed bien, que al paraíso iréis.

– ¡Salud! -corearon todos los presentes.

Durante la comida, Afdera reveló a Maximilian Kronauer el secreto del libro que había entregado a la Fundación Helsing de Berna y su importancia para el origen del cristianismo y, por supuesto, de la Iglesia católica romana.

– Mi abuela me dejó encomendada en herencia la misión de lavar el nombre de Judas Iscariote.

– Ten por seguro que si alguien descubre que tienes en tu poder ese libro, irá a por él y, posiblemente, también a por ti. Deberías tener cuidado y no contárselo a nadie.

– Mañana por la mañana me marcho a Egipto para intentar saber cómo llegó el evangelio a manos de mi abuela. Mi primera cita será en Alejandría… ¿por qué no vienes conmigo? Me vendría bien un experto en el origen del cristianismo.

– No puedo en estos momentos, pero, de cualquier forma, gracias por la invitación. Tengo que ir a Roma por asuntos familiares -se disculpó Max.

– Que sepas que estoy muy ofendida por no querer acompañarme y cuando regrese te verás obligado a invitarme a cenar.

– Será un placer -respondió.

Afdera no sabía qué motivo le había impulsado a contar a Max la misión encomendada por su abuela ni por qué le había invitado a ir con ella a Egipto. Al fin y al cabo, apenas le conocía, pero confiaba en Max. Tal vez necesitaba confiar en él, necesitaba confiar en alguien.

A poca distancia de allí, varios hombres comenzaban a partir del Casino degli Spiriti en dirección a la basílica de Santa Maria della Salute. Cruzaron el Campo San Filippo e Giacomo y los siete hombres entraron en la pequeña calle que conducía a la Corte del Rosario, donde, escondido a la vuelta de la esquina y encima de una puerta, había un misterioso dragón del siglo XV. Cada uno de los miembros del Círculo Octogonus apoyó su mano en el muro y murmuró una pequeña oración. Seguidamente, un vaporetto los condujo desde una orilla del Gran Canal a la otra. Allí, en la Punta della Dogana, se alzaba majestuosa la iglesia de Santa María della Salute, uno de los máximos símbolos del poder del Círculo Octogonus en la ciudad de los canales desde el siglo XVII.

Se cree que el arquitecto Baldassare Longhena se inspiró para el diseño de la iglesia en la imagen del templo de Venus Physizoa, reflejado en el Hypnerotomachia Poliphüi, cuyo ejemplar se guardaba en el rincón más recóndito de la Biblioteca Marciana.

Tras el fin de la epidemia de peste de 1631, la Serenísima decidió levantar una gran iglesia en honor de la Virgen de la Salud, protectora de la ciudad. La construcción tardó casi medio siglo en terminarse debido a su complicado diseño. Muchos expertos declaraban que el templo hacía referencia al humanismo renacentista como unión sincrética entre la madre pagana y la cristiana, en una especie de unión de protocristianismo ideal.

El cardenal August Lienart conocía el gran secreto que se ocultaba tras esta extraordinaria construcción. Midiendo el total con el pie veneciano, 35,09 centímetros, aparecía con asombrosa constancia el número ocho. Los propios octógonos que conformaban su base simbolizaban el renacer. El número ocho en simbología cristiana significa la resurrección y la vida eterna, algo que ocurría con el poderoso Círculo Octogonus, que había sido capaz de sobrevivir al paso de los siglos como guardián secreto de la fe.

Longhena, con la numerología inscrita en las medidas de la construcción, quiso cifrar un mensaje concreto: la Iglesia surgía como agradecimiento por el final de la peste y debía renacer sobre el símbolo mágico del ocho. Para el poderoso cardenal secretario de Estado, aquel templo tenía una mayor representatividad para el Octogonus que para la gloria de Dios.

Los siete miembros del Círculo Octogonus llegaron al templo. Toda la edificación estaba rodeada de un friso de esvásticas (la palabra sánscrita svástica significa 'salud'). Algunos se conocían porque ya habían coincidido en alguna otra misión encomendada por el gran maestre del Círculo.

Una vez dentro, justo debajo de la cúpula central, estaba colocada una silla en cada lado del octógono. Sobre la corona de rosas con la inscripción Unde origo indi salus situada en el centro de la nave había otra silla, el lugar elegido para el gran maestre del Círculo Octogonus.

Los padres Carlos Reyes, Septimus Alvarado, Eugenio Cornelius y Demetrius Ferrell ocuparon sus lugares. Los padres Marcus Lauretta, Spiridon Pontius y Lazarus Osmund, los nuevos miembros del Círculo, permanecieron en pie. Dos sillas estaban aún vacías: la del padre Emery Mahoney, octavo miembro del Círculo, y la del gran maestre, el cardenal August Lienart. Ambos se encontraban conversando en la sacristía bajo el hermoso tapiz del siglo XV de Tintoretto que representaba las bodas de Canáan.

– Es la hora -anunció Lienart-. Hemos de reunimos con nuestros hermanos del Círculo Octogonus.

Los dos hombres salieron de la sacristía y se reunieron con el resto del grupo.

– Fructum pro fructo -dijo Lienart.

– Silentium pro silentio -respondieron al unísono los ocho hombres que se congregaban a su alrededor.

A continuación, cinco de ellos se sentaron y los otros tres permanecieron de pie.

– Antes de comenzar nuestro consejo secreto, debemos dar la bienvenida a los tres nuevos hermanos del Círculo y tomarles juramento -ordenó Lienart.

Lauretta, Pontius y Osmund se situaron frente al gran maestre. Tal y como siglos antes hicieran otros ocho religiosos arrodillados ante la tumba del primer Papa, san Pedro, el candidato debía jurar «lealtad y honor, por la verdadera fe» en el templo del Octogonus, frente al cardenal Lienart.

El postulante se arrodillaba ante tres cirios encendidos, en representación de cada uno de los nuevos miembros del Círculo, y juraba guardar silencio sobre las decisiones adoptadas por el gran maestre del Círculo, acatar todas las decisiones del Círculo Octogonus sin poner en duda la fe en Cristo Nuestro Señor, proteger al Sumo Pontífice reinante de las decisiones adoptadas en los consejos del Círculo Octogonus y morir, si fuera necesario, para salvaguardar la identidad del gran maestre, del resto de hermanos miembros del Círculo, sus decisiones u objetivos. Al final de la ceremonia, el nuevo miembro se levantaba tras pronunciar las palabras: «Que Dios y nuestros santos me ayuden en esta labor, juro», y de un soplido apagaba uno de los cirios. Seguidamente se dirigía hacia una de las sillas vacías y se sentaba. Los padres Lauretta, Pontius y Osmund siguieron el rito tal y como estaba establecido desde hacía siglos.

El Círculo Octogonus se remontaba al siglo XVII, tal vez antes. Incluso se llegó a decir que algunos de sus miembros habían acompañado a Philippe y Hugo de Fratens a la séptima cruzada, durante el siglo XI, bajo el pontificado de Urbano II. Algunas leyendas que acompañaron a muchos caballeros a su regreso de Tierra Santa explicaban que unos oscuros miembros de una secta secreta llamada el Círculo del 8 se habían convertido en auténticos expertos en llevar a cabo lo que ellos definían como «malicidio» y que no era otra cosa que la muerte del mal a través del asesinato indiscriminado de musulmanes. Muchos caballeros cruzados aseguraban que estos hombres religiosos, miembros de una hermandad secreta, reconocidos porque portaban siempre un octógono de tela, eran verdaderos expertos en el arte del «malicidio».

Sus víctimas aparecían con un círculo de tela con un octógono dibujado en su interior, con el nombre de Jesucristo escrito en cada uno de sus lados y con un lema en latín: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios. Este mismo símbolo era el que portaba el sacerdote Jean-François Ravaillac cuando, por orden del papa Pablo V, apuñaló hasta la muerte al rey Enrique IV de Francia la mañana del 14 de mayo de 1610.

Los miembros del Círculo Octogonus son honorables descendientes del jesuita Ravaillac en su honesta labor de defender a la Iglesia y a sus altos representantes, el Papa y los miembros del colegio cardenalicio de sus enemigos, allá donde se encuentren.

La policía de Francia descubrió entonces que Ravaillac había formado parte de un extraño grupo místico-católico llamado el Círculo Octogonus, también conocido como el Círculo del 8. Sus miembros eran siempre ocho fanáticos sacerdotes católicos con obediencia ciega al Sumo Pontífice de Roma, con preparación militar, en particular en el uso de armas especiales, y dispuestos a dar su vida en nombre de la verdadera religión. Para sus miembros, el Círculo era su única fe de vida ante Dios Nuestro Señor, y sus oscuras y secretas normas, su único mandamiento.

Cuando los ocho hermanos se encontraron sentados alrededor de Lienart, éste se dirigió a ellos:

– Un gran peligro nos acecha -proclamó el cardenal-. Alguien ha abierto las puertas del infierno sacando de él un libro maldito que podría destruir los pilares sobre los que se asienta nuestra venerable iglesia.

Los ocho religiosos permanecían en absoluto silencio escuchando al gran maestre.

– Alguien ha sacado a la luz las palabras del apóstol traidor Judas Iscariote. Nadie debe leer sus palabras, nadie debe conocer su mensaje, ningún creyente debe contaminarse con las palabras de ese traidor a Nuestro Señor Jesucristo. Una bala puede matar un cuerpo, dejarlo sin vida, pero una sola palabra escrita puede desgarrar el alma y matarla, dejándola aún con vida y sufriendo. Y esto es lo que les puede ocurrir a muchos creyentes si las palabras de ese Judas traidor salen a la luz.

Mahoney fue el primero en hablar.

– ¿Qué deseáis que hagamos, gran maestre?

– Necesito que algunos de vosotros permanezcáis aquí en Venecia hasta nuevas órdenes. El resto partirá hacia diferentes destinos. Una vez que sepa los siguientes pasos que dará ese libro maldito, seréis vosotros, hermanos del Círculo Octogonus, quienes os convertiréis en la vanguardia de la fe en defensa del Sumo Pontífice de Roma y de nuestra sagrada iglesia -respondió Lienart ante la atenta mirada de los ocho miembros del Círculo, que permanecían en absoluto silencio-. Usted, hermano Mahoney, irá a Hong Kong para transmitir un mensaje que deberá entregar en persona. Ustedes, hermanos Cornelius y Pontius, deberán estar preparados para viajar a Egipto. Antes de que se marchen, el hermano Mahoney les dará los nombres de sus objetivos. Hermanos Lauretta y Reyes, necesito que no pierdan nunca de vista a una joven llamada Afdera Brooks. Quiero saber qué hace en cada momento, con quién habla, con quién come, qué libros lee. Absolutamente todo. Deben protegerla hasta que nos hagamos con ese maldito evangelio hereje. El padre Mahoney les entregará una carpeta a cada uno de ustedes con la fotografía de esa joven y los datos que precisan para llevar a cabo su misión. Memoricen todos los datos y cuando los hayan aprendido, destruyan todo el material entregado. Nada debe quedar escrito. Recuérdenlo bien. Si no acatan las órdenes, violarán las normas del Círculo y serán sancionados. ¿Me han entendido?

– Lo hemos entendido, gran maestre -respondieron los padres Cornelius y Lauretta. El tenso silencio fue roto nuevamente por la voz del cardenal Lienart.

– Hermanos Alvarado, Ferrell y Osmund, ustedes permanecerán en Venecia hasta nuevas órdenes. Ahora quiero que todos nos levantemos antes de cerrar este consejo y oremos ante la imagen de la Vir gen para pedir que nos proteja y ayude en la ardua tarea que vamos a emprender.

Terminada la oración, los nueve hombres salieron del templo de Santa Maria della Salute y se perdieron por las estrechas y oscuras calles de Venecia con el mismo sigilo con el que habían llegado.

***

Alejandría

Para los ciudadanos de Alejandría, su ciudad era la más legendaria e histórica de todo Egipto. Incluso los coptos que habitaban en ella afirmaban que su linaje provenía directamente de san Marcos, el artífice del evangelio más antiguo del Nuevo Testamento. Perseguido por las tropas de Nerón en el 50 después de Cristo, Marcos se había afincado en esta ciudad, en donde murió asesinado dieciocho años después, durante la revuelta judía contra el Imperio romano.

La ciudad fue fundada por Alejandro Magno, y Ptolomeo, uno de los más brillantes generales de Alejandro, la elevó al rango de capital de Egipto. Su biblioteca y su faro se convirtieron en dos de las siete grandes maravillas del mundo; y en ella, Cleopatra conquistó el corazón de Julio César y de Marco Antonio. Hoy, seis millones de almas habitaban una franja costera de más de veinte kilómetros. El viaje desde Venecia a El Cairo había sido bastante corto. Desde la capital egipcia, Afdera debía conectar con otro vuelo a la mítica Alejandría.

En el aeropuerto de El Nohza la esperaba ya Liliana Ransom, a quien su abuela definía como la mejor ojeadora de objetos de todo Egipto.

– Tu abuela solía hacerme la pelota para ser ella siempre la primera en estudiar mi mercancía -dijo Liliana dándole un gran abrazo a Afdera antes de dirigirse a la salida de la terminal-. Eres digna nieta de tu abuela. Eres una mujer preciosa.

Para Afdera, aquella atractiva mujer, ya entrada en años pero con una enorme vitalidad, con la que viajaba en un destartalado Land Rover representaba el vínculo entre el evangelio de Judas y su abuela. Conocía los primeros eslabones, desde el excavador que había sacado a la luz el libro hasta el marchante de El Cairo que se lo había vendido.

Liliana Ransom era muy aficionada a la artesanía popular y a las piezas de arte que de vez en cuando caían en sus manos durante sus viajes exploratorios por el Alto y Medio Egipto. Estas incursiones constituían un viaje espiritual hacia el pasado de un país al que adoraba. A Liliana, fascinada por Egipto, le encantaba viajar bordeando el Nilo, viendo pasar la historia a través de la ventanilla del Land Rover. La palabra 'nilo' proviene del griego nelios o 'valle fluvial', y para sus habitantes, aquel río era la fuente de toda prosperidad. Sus más de mil quinientos kilómetros, cortando un duro y seco desierto, se convertían en un vergel al llegar a su delta, en el norte. El Nilo se convirtió en uno de los principales centros de aprovisionamiento de las legiones romanas acantonadas en lo que actualmente es Oriente Próximo.

Mientras Liliana la observaba desde el asiento trasero, el vehículo se detuvo en las puertas del Hotel Cecil Alexandria, en el 16 de Saad Zagloul Square.

– Te he reservado habitación en este hotel porque era el preferido de tu abuela cuando venía a visitarme. Lo inauguraron en 1929. A mí me resulta bastante decadente -dijo; luego, en un perfecto árabe sin acento, dio órdenes a su chófer para que llevase la maleta de Afdera hasta la recepción.

– Pues a mí me gusta mucho -confesó Afdera admirando la blanca fachada y las banderas descoloridas que adornaban la entrada del hotel.

– Descansa si quieres, y esta misma tarde, Hamid, mi chófer, vendrá a buscarte a las cinco para llevarte a mi casa. Vivo cerca de la biblioteca. Cenaremos frente al Mediterráneo y podremos hablar de tu abuela y sobre lo que te ha traído hasta aquí.

En la soledad de su habitación y con las ventanas abiertas al mar, la joven levantó el auricular y marcó el número de la Fundación Hel sing. En cuanto le contestaron, se identificó y pidió que le pasaran con la restauradora.

Unos segundos después, Afdera escuchó su pausada voz.

– ¿Afdera?

– Sí, soy yo, Sabine. Te llamo desde Alejandría. ¿Qué tal todo? Quería saber cómo iba la restauración del libro.

– Todo va bien, Afdera. El libro se está restaurando en un lugar secreto de Berna.

– ¿Cómo de secreto?

– Tranquila. Cuenta con la misma seguridad que en la sede de la fundación -dijo Sabine Hubert para calmar a la joven-. Se ha reunido un equipo de expertos para avanzar con la restauración y la traducción.

– ¿Conozco a alguno de ellos?

– Tú no, pero muchos de ellos sí conocían a tu abuela. El profesor Werner Hoffman, de la Universidad de Frankfurt es experto en papiros; el profesor Burt Herman, el mayor especialista en origen del cristianismo y responsable del Departamento de Religión de la Universi dad de Chicago; Efraim Shemel, experto en lengua copta y profesor en la Universidad de Tel Aviv, y por último, John Fessner, científico del Instituto de Ciencias Avanzadas de Ottawa, es toda una eminencia en datación por radiocarbono. Empezaremos por despegar las páginas que conforman el libro y luego trataremos de unir a cada una de ellas los casi un millar de fragmentos que entregaste en la caja y que venían con el libro.

– ¿Cuánto tiempo se necesitará para comenzar a tener una idea del texto?

– No lo sé todavía, Afdera. Tenemos que ir paso a paso hasta llegar al final. El señor Aguilar también ha dejado claro al equipo que debemos trabajar en absoluto secreto para evitar crear cualquier tipo de expectación ante el libro.

– De acuerdo -replicó Afdera-, pero no tengo tanto tiempo como parece. Necesito cuanto antes conocer su contenido.

– No te preocupes, intentaremos hacerlo lo más rápido que podamos. De todos modos, ten cuidado.

– Sí, Sabine, lo tendré. Sé cuidarme sola. De cualquier forma, te dejaré el teléfono de mi hotel en Alejandría por si necesitas ponerte en contacto conmigo.

– Perfecto. Cuídate mucho. Sería conveniente que de regreso a Europa te pasases por Berna, así podrás conocer al equipo y verás tú misma cómo llevamos a cabo la restauración.

– Así lo haré, Sabine. Muchas gracias.

Sobre las cinco de la tarde, Hamid, el chófer de Liliana, la esperaba ya en la puerta del hotel para llevarla hasta la casa de la ojeadora.

El edificio donde residía Liliana Ransom era muy típico de Alejandría. De color marrón, resquebrajado por el paso de los años y lleno de humedades, escondía su esplendor de antaño. El ascensor no funcionaba, así que la joven se vio obligada a subir los seis pisos a pie. En el descansillo tan sólo había una gran puerta. Al tirar de la campanilla, le abrió una mujer algo obesa.

– Vengo a ver a la señora Ransom -dijo, temiendo haberse equivocado de piso.

– Es aquí. Pase, por favor. La acompañaré hasta la terraza.

Unos largos corredores, llenos de estantes con libros perfectamente ordenados por temas y materias, daban paso a unos amplios salones abiertos al mar. Los salones parecían más pequeños museos llenos de vitrinas que estancias de una casa privada. El pasillo principal desembocaba en una gran terraza desde la cual se podían divisar las faraónicas obras de la Biblioteca de Alejandría.

Durante los meses de primavera, la casa de Liliana se convertía en centro de reunión de intelectuales y artistas que se dedicaban a fumar la tradicional pipa de agua. Entre ellos se encontraban el director de cine Youssef Chahine, el cantautor Georges Moustaki y Petrou, hijo del poeta Konstantinos Kavafis. Liliana lo llamaba el «Grupo Alejandrino», porque todos ellos habían nacido en la mítica ciudad.

Mientras miraba el mar, Afdera escuchó a Liliana dando instrucciones en árabe a Hamid, que se había puesto una elegante chaqueta y unos guantes blancos para servir.

– Vaya, veo que Hamid sirve para todo -señaló Afdera.

– Y te aseguro que todo lo hace estupendamente. Las noches en Alejandría son muy tristes para una soltera como yo, así que las pipas de agua, la música de Moustaki y mi musculoso Hamid me las alegran -dijo divertida Liliana, guiñando un ojo a la joven-. Ahora pasemos dentro para probar los exquisitos platos que nos ha preparado Aasiyah.

Ante las dos mujeres se alineaban en una mesa una gran variedad de manjares de diferentes colores, olores y sabores. Después de servirse unas pequeñas porciones regresaron a la terraza. La brisa del mar era suave y el sonido tan sólo se veía alterado por las bocinas de los automóviles que circulaban por la calle, unos metros más abajo.

– Dime, ¿qué te ha traído hasta aquí? -preguntó Liliana.

– Judas Iscariote.

– Sabía que, tarde o temprano, alguien se presentaría ante mí y pronunciaría el nombre de Judas. ¿Qué quieres saber?

– Necesito que me cuentes todo lo que sepas sobre el evangelio. ¿Cómo llegó a manos de mi abuela? ¿Cómo y dónde se descubrió? ¿Por qué manos pasó el libro? ¿Quién lo tuvo en su poder? ¿Por qué se desprendieron de él? Mi abuela dejó el libro en una caja de seguridad de un banco de Nueva York y junto a él depositó un diario en donde detalla todas las pistas sobre el evangelio. En él te menciona a ti.

– Muchas de las preguntas que haces no sé si podré responderlas. Las personas que nos dedicamos a este negocio no solemos hablar demasiado sobre quienes nos facilitan una pieza en concreto. Tal vez hay una ley no escrita que impide que revelemos nuestras fuentes. Te ayudaré en lo que pueda -dijo Liliana, acomodándose en un sofá lleno de cojines-. Pregunta lo que quieras.

– Quiero que me hables primero de Hany Jabet, el excavador, de un tal Mohamed y de un copto llamado Abdel Gabriel Sayed. Mi abuela escribió en el diario que fueron ellos los que encontraron el evangelio.

– No es del todo exacto. Te lo explicaré. El libro fue descubierto a mediados de los años cincuenta por un excavador llamado Hany Jabet, por un amigo de éste llamado Mohamed y por un familiar de este último cuyo nombre desconozco. Los tres encontraron el libro en una cueva en Gebel Qarara, muy cerca de Maghagha. Abdel Gabriel Sayed aparece cuando el libro ya ha sido descubierto y los tres campesinos no saben qué hacer con los objetos extraídos de la cueva, entre ellos el evangelio. Sayed es un campesino copto que reside en Maghagha y el único capaz de llevar el libro hasta El Cairo y conseguir dárselo a un comerciante. Este comerciante era Rezek Badani, pero por ahora no te hablaré de él.

Afdera interrumpió a Liliana cuando se disponía a dar otra calada a la pipa de agua.

– ¿Podría conocer a Jabet, a Mohamed o al familiar de éste? -preguntó.

– Lo dudo. Los tres están muertos -respondió la ojeadora ante la mirada sorprendida de Afdera-. ¡Oh! No pienses en misterios ni nada por el estilo. Según parece, los tres sufrieron la muerte típica de los saqueadores de tumbas. De cualquier forma, nadie querría investigar la muerte de tres campesinos. Estamos en Egipto, querida.

– ¿Cómo murieron?

– Sé que Hany Jabet y su amigo Mohamed estaban buscando el legendario mercurio rojo para un rico comerciante de El Cairo.

– ¿Qué es eso del mercurio rojo?

– El elixir de la felicidad, la riqueza y la salud eternas. Un elemento químico que según las creencias populares se encontraba en cápsulas ocultas en las gargantas de las momias egipcias. Falsos hechiceros convencieron a Jabet y a Mohamed para que penetrasen en una tumba sin ninguna medida de seguridad. Cuando llevaban excavados cerca de diez metros, el túnel se derrumbó sobre ellos y murieron asfixiados. El familiar de Mohamed, creo que era su sobrino, que podía ser el único capaz de localizar la cueva de Gebel Qarara, murió junto a otros cuatro jóvenes de su aldea mientras intentaban extraer un tesoro sepultado a quince metros de profundidad. Los cinco quedaron enterrados vivos. Cuando fueron a rescatarlos, ya estaban muertos, y los arqueólogos oficiales descubrieron un mausoleo faraónico a tan sólo dos metros más allá de donde estaban excavando los cinco muchachos.

– Es decir, que tanto Jabet, como Mohamed, como el sobrino de éste, que son el primer eslabón del libro, están muertos.

– Así es. Pero sé que tanto Abdel Gabriel Sayed como Rezek Badani viven todavía, si es que algún rico coleccionista estafado no los ha encontrado antes que tú.

– Espero que no. ¿Cómo puedo localizar a Sayed?

– Muy sencillo, alquila un coche en El Cairo y ve a Maghagha, está al sur, a unos doscientos cincuenta kilómetros. Allí lo encontrarás.

Una hora más tarde, Hamid dejó a Afdera en la puerta del Hotel Cecil Alexandria. Había sido una noche provechosa sin duda alguna. Antes de subir a su habitación la joven pidió en recepción que a la mañana siguiente le reservasen un vuelo de regreso a El Cairo.

Esa misma madrugada, dos hombres vestidos de negro caminaban por la Corniche en dirección a la residencia de Liliana Ransom. Entraron sigilosamente en el edificio sin ser vistos, subieron las seis plantas y se introdujeron en el piso de la ojeadora.

El padre Spiridon Pontius se dirigió hacia la zona de servicio en donde dormía Aasiyah, la criada. Al entrar en la habitación pudo oír los ronquidos de la mujer.

De una bolsa de cuero que llevaba en bandolera extrajo un tubo duro de plástico e introdujo en su interior una especie de collar de alambre grueso, dejando salir un extremo del cable por uno de los lados del tubo. Con un rápido movimiento, Pontius se subió sobre la mujer y pasó el alambre alrededor de su cuello. Mientras presionaba el tubo con la mano izquierda sobre su nuca, con la derecha tiraba del otro extremo del cable, estrangulando a Aasiyah. Con cada tirón del alambre, el padre Pontius notaba cómo disminuía poco a poco la resistencia de la criada. Después de unos segundos, la mujer estaba muerta. Tras comprobar que no tenía pulso, el padre Pontius cerró cuidadosamente los ojos de su víctima, le empujó la lengua dentro de la boca y, levantando la mano derecha y haciendo la señal de la cruz, dijo:

– Fructum pro fructo. Silentium pro silentio.

Al otro lado de la casa, el padre Cornelius entró en la que parecía la habitación principal. En una gran cama con dosel dormía semidesnuda Liliana Ransom. El asesino cogió entre sus manos enguantadas el cinturón de seda de la bata de la mujer y se acercó a ella. Con rapidez, se lo colocó alrededor del cuello y apretó. Liliana Ransom, boca abajo, intentaba luchar por todos los medios con su atacante, que no aflojaba la presión, haciéndole más difícil respirar. Cornelius no estaba dispuesto a soltar su presa. La ojeadora, en un último intento por tomar algo de aire, relajó su cuerpo para hacer creer a su atacante que estaba muerta. La mujer intentó alcanzar, sin demasiado éxito, un pequeño obelisco de mármol que tenía de adorno en la mesilla. El asesino del Octogonus era demasiado experimentado para que una mujer así le sorprendiese. Unos segundos después, Liliana Ransom estaba muerta.

El padre Cornelius permaneció un poco más apretando el cinturón para asegurarse de que la mujer había fallecido. Al levantarse de la cama, comprobó que tenía húmedos los pantalones. La mujer, en su desesperación por conseguir que entrara aire en sus pulmones, se había orinado encima, mojando la cama y los pantalones de su asesino.

Sin pronunciar palabra, como si de un autómata se tratase, el asesino, utilizando el mismo cinturón, agarró las manos de la muerta por detrás y se las ató. Posteriormente cogió un pañuelo que había sobre una mesa auxiliar y le tapó la boca. Después tomó el pequeño obelisco de mármol, lo untó con crema facial de la víctima y se lo introdujo en el ano.

Antes de salir de la habitación, el padre Cornelius miró el cadáver de Liliana Ransom, levantó los dedos de su mano derecha y pronunció las palabras del Octogonus -Fructum pro fructo. Silentium pro silentio- mientras arrojaba sobre la cama un octógono de tela con las siguientes palabras: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.

– Pensarán que la han violado. La policía creerá que es un delito sexual. Una extranjera atacada por un árabe en un violento juego sexual -le dijo al padre Pontius cuando se encontraron en una de las estancias de la casa.

Los dos hombres abandonaron el edificio, perdiéndose en las calles de una Alejandría que comenzaba a despertarse. Horas después, la policía detenía a Hamid, acusado del asesinato de Liliana Ransom y su criada. Sus huellas dactilares aparecían por toda la habitación, incluso en el pequeño obelisco de mármol.

Cuando Afdera subía por la escalerilla del avión en el aeropuerto de Alejandría, aún no sabía que el evangelio de Judas se acababa de cobrar las dos primeras víctimas, y la cuenta seguiría.

El temible y oscuro Círculo Octogonus estaba ya tras sus pasos.

V

Hong Kong

Al padre Mahoney los largos viajes en avión le resultaban cada vez más pesados, y aún no se había recuperado de sus visitas a Laja y Armenia. Aunque esta vez viajaba en primera clase, el secretario del cardenal Lienart no llevaba demasiado bien los largos trayectos, pero no debía quejarse, al fin y al cabo tenía una misión que cumplir en nombre del Círculo Octogonus y en defensa de la fe.

Una vez en la ciudad asiática, un Rolls-Royce del exquisito Hotel Península le recogió en el aeropuerto. Tenía órdenes de esperar en el hotel una llamada de uno de los ayudantes del poderoso Delmer Wu, el hombre más rico de Hong Kong.

El magnate era propietario del hipódromo de la colonia, de más de un millón de metros cuadrados en Hong Kong; de la WuOil, una de las más grandes refinerías petrolíferas de Asia; de navieras como la Hong Kong Cargo, cuyos contenedores cruzaban los océanos de punta a punta de la tierra; de una isla privada llamada Waglan, al sureste de la colonia y que había convertido en una auténtica fortaleza, y, según algunas malas lenguas, era uno de los mayores traficantes de ciertas sustancias prohibidas.

De lo que no cabía la menor duda era de que Wu tenía la mayor y más importante colección de manuscritos antiguos. Rondaba las catorce mil piezas y abarcaba más de cinco mil años de historia: desde fragmentos de los rollos del mar Muerto a importantes manuscritos budistas, desde cartas autografiadas por el mismísimo Enrique VIII a leyes firmadas, de puño y letra, por el emperador Napoleón. Su sueño era crear un museo en Hong Kong que sirviera como punto de referencia para la historia no sólo de Asia, sino de toda Europa.

Entre las leyendas que se contaban del millonario hongkonés, estaba la de la adquisición de varios fragmentos de los rollos de Qumrán. Wu había comprado a un vendedor desconocido hasta diez pequeños fragmentos de los famosos rollos, en donde en cada uno aparecía una sola letra. El millonario había pagado cien mil dólares por los diez fragmentos, o lo que es lo mismo, diez mil dólares por letra Una vez adquiridos, debía sacar los fragmentos ilegalmente del país en donde se había llevado a cabo la operación. Para ello, y según los rumores, Wu utilizó a su bella esposa Claire, una auténtica muñeca de porcelana asiática de ojos azules. Alguien dijo que los diez pequeños fragmentos habían sido introducidos en un tubo, como los que se utilizaban para conservar los cigarros habanos, y que Claire Wu los había pasado a través de las diferentes aduanas introducido en su vagina.

Otro de los rumores que circulaban en torno al millonario era que Delmer Wu había comprado a su esposa cuando ésta tenía cinco años en una aldea perdida de la China meridional, impresionado por sus profundos y cristalinos ojos azules. Al parecer, Wu la recluyó desde ese mismo momento en uno de los más famosos y elegantes prostíbulos de Bangkok y allí estuvo aprendiendo las más sofisticadas técnicas del arte amatorio hasta que cumplió los doce años. Posteriormente, la envió a los mejores colegios de París, Nueva York y Ginebra para que la ya adolescente Claire se cultivase y se preparase para entrar en el mundo del millonario. Al día siguiente de su décimo séptimo cumpleaños, Wu se la llevó consigo y nadie sabe si la convirtió en su esposa o sólo la utilizaba como arma para sus negocios.

Wu ocupó también los titulares de los periódicos cuando su corporación informó de la «generosa» devolución de unas reliquias budistas de inmenso valor que había comprado en el mercado internacional, pero que, al parecer, posteriormente se descubrió que habían sido sacadas de forma ilegal de la región de Gilgit, en Pakistán. Alguien dijo que los dos «comerciantes» que le habían vendido las piezas fueron encontrados degollados poco después en un sucio callejón en la ciudad de Peshawar, en la frontera afgano-pakistaní, muy cerca del peligroso paso de Khyber. Pero los misterios y las leyendas perseguían a Wu desde hacía décadas. La historia más trágica sobre el millonario fue la del secuestro de su único hijo y heredero. Una banda formada por seis delincuentes secuestró al hijo de Wu a la salida del Café Saigon.

Durante semanas estuvieron negociando el rescate, pero la negociación se torció y el hijo de Wu, de veintitrés años, fue encontrado estrangulado en un almacén del puerto. Los seis hombres fueron detenidos y condenados a cadena perpetua en la prisión de Shiai Pek.

Misteriosamente, alguien pagó la defensa y la revisión de un nuevo juicio que puso a los seis secuestradores en libertad.

Una semana después de poner el pie en la calle, los seis hombres aparecieron muertos. Alguien los había introducido vivos en un gran depósito de agua hirviendo hasta que se les desprendió la piel. Luego, les arrancaron los ojos y los colgaron de un gancho de carnicero por la espalda. Así los encontró la policía de la colonia. Jamás pudieron relacionar a Delmer Wu con las seis ejecuciones.

Al día siguiente de su llegada, el padre Mahoney recibió una llamada en su hotel.

– ¿Padre Mahoney?

– ¿Sí?

– Dentro de dos horas pasará a recogerle un coche que le llevará hasta el muelle principal del Yacht Club de Hong Kong. Allí se reunirá con el señor Lathan Elliot, asesor del señor Wu. Podrá darle el mensaje a él. Esté preparado -dijo el interlocutor, colgando inmediatamente el aparato sin dejar que Mahoney pudiese replicar.

Dos horas después un Bentley se detenía ante la puerta del Hotel Península para recoger al padre Mahoney.

– Debo hablar personalmente con el señor Wu y con nadie más -dijo el enviado del cardenal Lienart al conductor, sin obtener respuesta alguna.

El vehículo avanzó por las avenidas y calles del barrio de Kowloon en dirección al muelle principal del elegante y exclusivo Yacht Club. Sin decir palabra, el chófer detuvo el coche, se bajó y se dirigió a la parte de atrás para abrir la puerta al enviado vaticano.

– Camine por el muelle hasta el final. Allí le están esperando -indicó el conductor.

Mahoney comenzó a andar por el paseo de madera en donde se alineaban yates y veleros de todo tipo bajo pabellones de Hong Kong, Australia, Nueva Zelanda e incluso de Panamá. Unos doscientos metros más allá, el muelle se convertía en una especie de plaza artificial en donde aparecía amarrado un gran yate de unos setenta metros de eslora. Mahoney vio el nombre del barco escrito en grandes letras en su lado de babor: Amnesia.

Varios marineros trabajaban en la cubierta y en el puente a las órdenes de un oficial. Por su acento, Mahoney supo que el hombre era irlandés. Cuando se disponía a subir por la pasarela, una voz a su espalda le detuvo.

– ¿Padre Mahoney?

– Sí, soy yo.

– Antes de subir, levante usted las manos, por favor -ordenó el desconocido, recorriendo el cuerpo del sacerdote con un detector de metales y de micrófonos.

– ¿Es que piensa que puedo ir armado? -preguntó sorprendido Mahoney.

– Soy Gilad Leven, jefe de seguridad del señor Wu, y le aseguro que antes de que pueda usted acceder a cualquiera de las propiedades del señor Wu, debo cachearle. Aunque fuese usted el mismísimo Papa, le cachearía. Ése es mi trabajo y para eso me pagan -afirmó.

Un leve zumbido rompió el silencio.

– Necesito que se abra la camisa -ordenó Leven.

El padre Mahoney aceptó la orden sin rechistar, abriéndose la camisa y dejando entrever un crucifijo de oro, obsequio personal del cardenal August Lienart.

– Está usted limpio. Puede subir a bordo. El señor Elliot le está esperando.

El Amnesia era uno de los juguetes preferidos de Delmer Wu. Había sido construido y diseñado por la Benetti Shipyard, una compañía fundada en 1873. Sus astilleros de Livorno se habían convertido en los mejores constructores de yates de lujo de todo el mundo. Wu había pagado millones de dólares al arquitecto Stefano Natucci para diseñar el Amnesia. Para sus interiores se habían utilizado los mejores y más exclusivos materiales, como la madera de cerezo y nogal o cristales de Lalique y Murano. Catorce hombres más tres oficiales formaban la tripulación, que podía llegar a atender hasta a una docena de pasajeros.

Una jovencita vestida con un traje tradicional tailandés recibió al padre Mahoney.

– Buenos días, señor. Bienvenido al Amnesia.

– Buenos días. Lléveme por favor ante el señor Elliot.

En un amplio salón a modo de despacho en el que había una gran mesa de juntas le esperaba Lathan Elliot, asesor del millonario.

– Buenos días, buenos días, padre -dijo el asesor mostrando un claro acento texano-. ¿En qué podemos ayudar al Vaticano?

– Usted, personalmente, en nada -precisó Mahoney-. Me han ordenado que sólo hable con el señor Delmer Wu. Sólo con él y con nadie más.

– Sí, pero el señor Wu no habla con todo el mundo. O habla conmigo o no habla con nadie… -dijo Elliot.

– De acuerdo, le informaré de ello al cardenal Lienart. Buenas tardes, señor Elliot, y ahora, por favor, lléveme hasta mi hotel. Me gustaría coger el primer avión a Roma para informar cuanto antes de esta situación-aclaró Mahoney de forma tajante.

El tenso silencio fue roto por el sonido del teléfono. Lathan Elliot levantó el auricular y se dedicó a responder con monosílabos. Después colgó.

– Bien, padre Mahoney, he recibido órdenes de llevarle hasta la residencia del señor Wu en Victoria Peak.

Poco después el Bentley ascendía a pocos kilómetros desde la costa a la zona más alta de la isla, desde la que, en días claros, podía divisarse el continente chino. Junto a Mahoney estaba sentado Lathan Elliot y, frente a él, Gilad Leven, el guardaespaldas de Wu. «Podría matarle en cuestión de segundos sin que se diese ni siquiera cuenta de que ha dejado de respirar», pensó el padre Mahoney mientras miraba la nuca de Leven.

De repente, el vehículo aminoró la marcha ante un gran muro blanco en Plantation Road. Leven hizo una llamada a través de su walkie y las grandes puertas se abrieron ante ellos dejando ver un amplio camino hasta una casa de estilo moderno que imitaba a los antiguos palacios chinos. Mahoney esperaba ver una casa decorada con grandes leones y vasijas, como los que inundaban los restaurantes chinos de medio mundo, pero, por el contrario, la mansión presentaba una decoración minimalista, con grandes ventanales abiertos a la zona baja de Hong Kong. El silencio invadía todos los rincones de la casa, roto tan sólo de vez en cuando por el chapoteo de alguien en la piscina.

Mientras Mahoney esperaba su encuentro con Delmer Wu, vio cómo salía de la piscina una joven pequeña, de cuerpo perfecto, como una delicada muñeca. Sin duda la señora Wu.

– Es preciosa, ¿no le parece? -dijo una voz a su espalda.

Las palabras hicieron que Mahoney se diese la vuelta. Era Delmer Wu.

– Yo no dejo de admirarla todos los días y no me canso de ello -dijo siguiendo con la mirada a su esposa. La joven, con el cuerpo todavía húmedo, se había puesto una delicada bata de seda, a través de la cual se adivinaban sus pequeños pezones.

– Hola, querido -saludó Claire, besando a su esposo en la mejilla.

– Querida, te presento al padre Mahoney, un enviado del Vaticano.

La joven, consciente del poder de su cuerpo, se acercó al sacerdote dejando entrever uno de sus hombros desnudos.

– Mucho gusto, padre -dijo la mujer antes de retirarse.

– Ha llegado la hora de hablar de lo que nos ocupa -dijo Wu-. Dígame qué le trae por aquí y qué puede hacer un humilde hombre de negocios de Hong Kong por Su Santidad.

Estaba claro que Wu tenía oídos en todo Hong Kong, incluido en el yate Amnesia.

– Oh, no se moleste por lo de John. Es demasiado texano, demasiado norteamericano, como para saber cómo negociar con un enviado papal, ¿o debo decir cardenalicio? -precisó el millonario con una sonrisa en los labios.

– El Vaticano necesita de usted diez millones de dólares en efectivo depositados antes de siete días en una caja de seguridad de un banco suizo.

– Oh, y su cardenal Lienart, que me imagino que será quien le envía, no necesita veinte, treinta, o mejor, cien millones de dólares -replicó Wu.

– Sólo necesita diez millones de dólares con las condiciones que le he dado. Ni un centavo más.

– ¿Y para qué quieren ese dinero, si puede saberse?

– Sólo puedo decirle que es para la adquisición de un documento que la Iglesia no quiere que salga a la luz -respondió el religioso.

– Bien…, entonces, ¿por qué no utilizan fondos del Banco Vaticano? Su eminencia tiene poder para ello, y si es tan importante para el Vaticano, estoy seguro de que su cardenal Lienart goza de la autoridad suficiente como para convencerles de que liberen esa cantidad.

En ese momento el enviado de Lienart se quedó mudo.

– Oh, padre Mahoney, no me subestime usted, ni tampoco el cardenal Lienart debe hacerlo. Cuantas más cosas sabe uno, o alega saber, más poderoso es. No importa si las cosas son ciertas. Lo que cuenta, recuerde, es poseer un secreto, y yo siempre poseo muchos secretos.

– El comportamiento y las acciones son como un espejo en el que cada uno muestra su imagen real, pero sólo Dios sabe si ésa es la imagen correcta -dijo Mahoney.

– Oh, ustedes los católicos siempre que pueden utilizan el nombre de Dios para responder ante cualquier acción. Padre Mahoney, para mí, Dios no es más que una palabra para explicar el mundo; cuando se trata de dinero, todos somos de la misma religión.

– ¿Está usted entonces dispuesto a entregar los diez millones de dólares al Vaticano?

– Sólo pongo una condición para ello.

– ¿Cuál?

– Poder admirar el documento que desean ustedes comprar antes de que sea introducido en el Archivo Secreto Vaticano. Si aceptan mi condición, mañana mismo tendrán el dinero en su cuenta suiza -propuso Wu.

– Perfecto, aceptamos -confirmó el hermano del Círculo Octogonus-. Dé la orden de transferencia a este número de cuenta.

Horas después, en la soledad de su habitación, Mahoney marcó el número privado del cardenal Lienart.

– ¿Dígame? -preguntó una voz al otro lado de la línea.

– Sor Ernestina, soy el padre Mahoney. Deseo hablar con su eminencia.

– Ahora mismo le paso, padre.

Al otro lado de la línea se podía oír la Sinfonía n° 29 de Mozart, exactamente el Allegro con spirito, inundando las estancias vaticanas del secretario de Estado.

– Fructum pro fructo -dijo el cardenal Lienart.

– Silentium pro silentio -replicó Mahoney.

– ¿Cómo ha ido la misión encomendada, padre Mahoney?

– Bien, eminencia. Hemos alcanzado nuestros objetivos.

– ¿Sin ninguna condición por parte de Wu?

– Ha pedido ver el libro antes de incorporarlo al Archivo Secreto Vaticano -aclaró Mahoney.

– No debemos fiarnos de Wu. Él ya sabe lo valioso que puede ser para nosotros ese libro y estoy seguro de que realizará algún extraño movimiento para intentar quedarse con él. Conozco muy bien a Wu y sé de qué hablo. Sólo puedo decirle que al perro que tiene dinero, se le seguirá llamando siempre «señor perro». Le diría, padre Mahoney, que el dinero en el caso de Wu no cambia a las personas, tan sólo aumenta la maldad que anida en ellas. Debemos tener cuidado con él -advirtió Lienart.

– ¿Qué podemos hacer en caso de que intente algo, eminencia?

– Esperar. Un sabio dijo un día, querido Mahoney: «Consulta el ojo de tu enemigo, porque es el primero que verá tus intenciones». Nosotros debemos ser ese ojo del enemigo y estar vigilando para conocer de antemano las intenciones de Wu. Sólo si intenta algo, tomaremos represalias. Mientras tanto, lo único que nos queda es la paciencia, que es uno de los mejores caminos para alcanzar nuestros propósitos. Y ahora regrese cuanto antes a Roma. Lo necesito aquí -ordenó el cardenal Lienart.

– Por supuesto, eminencia. Tengo previsto salir mañana por la mañana. El señor Wu me ha ofrecido su avión privado para trasladarme hasta Roma y he aceptado.

– ¡Ah! Por cierto, padre Mahoney, quiero ser el primero en informarle de que ha sido usted propuesto a Su Santidad para ser consagrado como obispo. Me imagino que se le comunicará oficialmente su nombramiento por el cardenal Gregorio Inzerillo, prefecto para la Congregación de los Obispos, y por el cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección de la Secretaría de Estado -anunció el cardenal Lienart-. De cualquier forma, deseo ser el primero en darle mi más sincera enhorabuena, monseñor Mahoney.

– Muchas gracias, eminencia, pero no creo merecer ese destino.

– No sea usted modesto. La modestia es el arte de animar a la gente a que se encuentre por sí misma y descubra cuán maravilloso y útil puede llegar a ser, y usted, monseñor Mahoney, ha demostrado ser un fiel y valeroso defensor de la fe. Se merece el nombramiento. Mañana tengo que despachar con Su Santidad, ocasión en la que le pediré que sea él personalmente quien le imponga los símbolos episcopales: el anillo, el báculo y la mitra -dijo Lienart-. Y ahora, mi fiel Mahoney, fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio. Buenas noches, eminencia -replicó quien desde ese mismo momento era monseñor Mahoney.

La misión encomendada por el cardenal August Lienart había sido cumplida con éxito. Podía regresar a Roma. A las seis de la mañana, el chófer de Delmer Wu recogió al obispo Mahoney y lo trasladó al aeropuerto de la colonia. A bordo del Bombardier Global 5000, el lujoso y exclusivo avión privado del millonario, monseñor Emery Mahoney llegó al aeropuerto de Fiumicino horas después, tras realizar escalas técnicas en Singapur y Abu Dhabi. Allí le esperaba el Mercedes Benz con matrícula SCV del secretario de Estado vaticano para trasladarlo hasta la Santa Sede.

***

Maghagha, Egipto

Afdera recorrió los doscientos cincuenta kilómetros que unían la capital egipcia con la pequeña ciudad de Maghagha. El trayecto aparecía inundado de vergeles, palmerales y oasis rodeados de la arena milenaria que invadía las riberas del Nilo. Durante el viaje, la joven no pronunció palabra alguna y se dedicó a leer el diario de su abuela, una lectura tan sólo interrumpida cuando el chófer hacía sonar la bocina para hacer apartar alguna vaca de la carretera.

Maghagha era una ciudad monótonamente marrón, con un paisaje marrón, unas casas marrones y rodeada tan sólo de arena marrón. Para los cristianos, era un punto importante en la vida de la Sa grada Familia o, por lo menos, así lo creían los coptos. Huyendo de las persecuciones del rey Herodes, Jesús, María y José se habían refugiado en Egipto, en donde permanecieron durante cuatro años. Habían llegado al pueblo de Deir Al-Garnus, a diez kilómetros al oeste de Ashnin El Nasara, Markaz Maghagha. Al lado de la pared occidental de la iglesia de la Virgen había un profundo pozo en donde, según la tradición, se detuvieron a beber. De allí pasaron a un lugar llamado Ebay Esus, la Casa de Jesús, al este de Bahnasa, donde actualmente se levanta el pueblo de Sandafa.

La ciudad se había convertido en un punto importante de paso del comercio ilegal de antigüedades egipcias. Cada martes y domingo se instalaba cerca de la plaza principal un mercadillo en donde los comerciantes ofrecían todo tipo de artículos. Si se sabía cómo buscar -y su abuela Crescentia y Liliana sabían cómo hacerlo-, se podía encontrar alguna pieza interesante.

El coche llegó hasta una gran plaza llena de comerciantes vendiendo dátiles y ofreciendo té a los transeúntes entre una multitud de gente que intentaba subir en algún abarrotado y destartalado autobús.

– Déjeme preguntar, señorita -dijo el chófer mientras Afdera permanecía en el interior del vehículo.

La joven vio cómo el conductor hablaba y gesticulaba señalando una dirección.

– Me han dicho que el señor Sayed vive muy cerca de aquí, en una casa de dos pisos. La reconoceremos fácilmente porque el segundo piso está en obras -indicó el chófer.

El coche avanzó con dificultad intentando abrirse paso entre la multitud a base de bocinazos acompañados de gestos y maldiciones del conductor.

Al final de una estrecha calle, también de color marrón, Afdera divisó a varios niños jugando al fútbol.

– Debe de ser allí.

– Déjeme preguntar antes de bajarse, señorita -dijo el chófer.

El hombre hizo una señal a uno de los niños para que se acercase. Entre unas cuantas palabras en árabe, Afdera reconoció el nombre del excavador.

– Ésta es la casa -anunció el chófer al fin.

Segundos después, la nieta de Crescentia se encontraba parada, con una mochila como único equipaje, ante la casa de uno de los pocos hombres que formaban parte de los primeros eslabones del evangelio de Judas.

– Hola -saludó Afdera a uno de los niños-, busco al señor Abdel Gabriel Sayed.

– Es mi padre -respondió el niño-. Está dentro, pase y pregunte a mi madre.

La joven entró en el patio. Su abuela decía que en Egipto los niños y las moscas siempre te siguen a todas partes, y tenía razón. Antes de llegar a la entrada, vio al otro lado de la puerta a un hombre de rostro amable que se secaba las manos con un trapo.

– Usted es familia de Crescentia. No puede negarlo. Tiene el mismo rostro -señaló el hombre.

– Sí, soy su nieta Afdera.

– Soy Abdel Gabriel Sayed, amigo de su abuela, pero pase dentro para refugiarse de este calor. ¿Quiere una limonada?

– Sí, por favor.

Poco después, el excavador regresó al salón. Sayed apartó a los niños como quien espanta a las moscas de la comida, moviendo las manos y empujándolos hacia la puerta.

– Será mejor así. De esta forma, podremos hablar con tranquilidad -dijo Sayed, dirigiendo una sonrisa a su invitada.

– Perdóneme que le visite sin avisarle, pero necesito información -dijo Afdera a modo de disculpa.

– ¿Sobre las palabras de Judas? No se sorprenda. Me llamó Liliana para decirme que venía usted hacia aquí y lo que quería.

– Sí, así es -precisó la joven-. Necesito que me cuente cómo llegó el manuscrito a manos de mi abuela.

Abdel Gabriel Sayed se sentó sobre un montón de cojines que había en el suelo ante una mesa baja, en donde se alineaban vasos de limonada y varios platos de dulces árabes.

– La verdad es que yo puedo contarle bien poco de aquel libro. Una tarde, me encontraba en este mismo lugar, cuando entró por esa puerta un hombre que decía que quería comentar conmigo un importante hallazgo aparecido en una zona cercana a Gebel Qarara. Aquella misma noche, Hany Jabet, que así se llamaba el excavador, durmió en esta casa y de madrugada salimos rumbo a la zona del descubrimiento. En una cueva pude ver cómo destapaban una especie de lápida. Entré en el estrecho túnel y llegué a la cámara principal, en donde había varios sarcófagos y una tinaja. Jabet había forzado ya la tinaja cuando entró en la cámara la primera vez. La abrimos y de su interior extrajimos una caja de piedra caliza, una especie de cofre en cuyo interior había algo envuelto en una tela. La aparté con mucho cuidado y allí estaba el evangelio de Judas. Después salimos de la cueva, metí el libro en el coche y volvimos a tapar la entrada para que nadie pudiese encontrarla.

– ¿De quiénes eran los cuerpos que había alrededor de la tumba? -preguntó Afdera interesada.

– No lo sé, aunque iban ataviados con extraños ropajes, que a causa del tiempo habían perdido el color. Mohamed, el amigo de Hany Jabet, tropezó con uno de ellos cuando intentaba acceder a la tumba. Apoyó el pie en la oscuridad y se hundió la tapa de madera -respondió Sayed.

– ¿Qué tipo de ropajes llevaban? -insistió la joven.

– Los cuerpos estaban bastante bien conservados, la verdad. Abrimos uno de los sarcófagos y vimos a un hombre no muy alto, con un casco metálico. Estaba cubierto por una especie de escudo como si fuera una manta y llevaba entre sus manos una espada. Nos llamó la atención que el cadáver tuviera cubiertos los ojos y la boca con unas monedas, pero no las tocamos.

– ¡Un cruzado…! -exclamó Afdera-. Pero ¿qué hacía en esa zona un caballero cruzado? Nunca llegaron tan al sur, ni siquiera durante la séptima cruzada.

– No lo sé, pero ninguno de nosotros tocó esas tumbas -respondió Abdel Gabriel Sayed-. Hany Jabet era copto y, al ver la cruz sobre aquel cuerpo, se negó a expoliar los objetos que había en ellas. Mohamed era musulmán e intentó llevarse una de las espadas, pero Hany le asustó diciéndole que si se llevaba algún objeto, podría morir por la maldición de la cruz. Era una tontería, pero Hany era un copto muy devoto y realmente temía más a Dios que a los espíritus de aquellos cadáveres.

– ¿Podría llevarme hasta la cueva? Si viese esos cuerpos, tal vez podría seguir el rastro del libro hasta su origen, quizá hasta el mismo momento en que lo escribieron.

– Hace ya muchos años, casi más de un cuarto de siglo, que entramos en aquella cueva por vez primera, y no creo que esté en las mismas condiciones. Tampoco sé si Mohamed siguió los consejos de Hany Jabet y dejó intacto el interior de las tumbas.

– Intentémoslo -insistió Afdera, mirando al excavador fijamente a los ojos-. Si entro en esa cueva, tal vez pueda demostrar quién escribió ese libro y por qué lo hizo.

Abdel Gabriel Sayed guardó silencio. Dio un sorbo a su té con menta y miró fijamente a su esposa, que acababa de entrar en la habitación.

– Llévala. Le debes mucho a la abuela de esta joven y sólo así podrás devolverle los favores que nos hizo siempre que la necesitamos -recalcó la mujer-. Gracias a ella vivimos en esta casa y nuestra hija pequeña puede andar. Le debemos mucho, Gabriel.

– De acuerdo, iremos mañana por la mañana -sentenció el excavador, mirando a Afdera.

Tras una opípara cena a base de diferentes platos autóctonos, la esposa del excavador le ofreció a Afdera quedarse en la casa a pasar la noche, pero la joven rechazó la invitación.

– Muchas gracias, pero he visto un pequeño hotel a la entrada de la ciudad. Allí podré descansar y seguro que tienen teléfono. Debo hacer varias llamadas a Europa y quiero hacerlas antes de mañana -dijo tratando de disculparse.

Su encuentro con Abdel Gabriel Sayed parecía más provechoso de lo que había pensado en un principio. Si descubría qué hacían unos cruzados en esa zona de Egipto, tal vez pudiese explicar cómo había llegado el libro hasta aquella cueva.

Sumida en sus pensamientos, Afdera no se dio cuenta de que cogía el camino equivocado y se perdió en el laberinto de callejuelas. «Mierda, debería haber aceptado el ofrecimiento de Abdel Gabriel de acompañarme hasta el hotel. Soy una estúpida», pensó.

La joven seguía caminando por las oscuras callejuelas cuando escuchó unos pasos a su espalda. Alarmada, miró por encima de su hombro, pero un hombre se acercaba ya velozmente hacia ella. Unas fuertes manos la agarraron por la chaqueta y otra mano le tapó la boca impidiéndole gritar.

Afdera luchó por zafarse de la mano que la aprisionaba contra el suelo. Le dio una certera patada en los testículos, mientras un segundo hombre, mucho más fuerte, la golpeaba en la cara. Mascullando maldiciones en árabe se acercó a Afdera y la abofeteó fuertemente en la mejilla. Afdera sintió un intenso dolor en la cara.

La joven había sido entrenada para luchar y continuó intentando zafarse de los dos árabes, que trataban de violarla. Uno de ellos había conseguido agarrarle fuertemente las manos, mientras el segundo, aún bajo los efectos de la patada en la entrepierna, intentaba bajarle los pantalones y romperle la ropa interior.

Afdera consiguió liberar una mano y volvió a golpear al atacante en la garganta, provocándole un ahogamiento momentáneo, lo que le enfureció. Tras reponerse, el hombre blandió el puño cerrado y le descargó un fuerte golpe.

Sintiendo la sangre que brotaba por su boca y su nariz y con un fuerte dolor de cabeza provocado por el golpe, Afdera abandonó la lucha mientras observaba cómo uno de los árabes se disponía a penetrarla. Antes de perder el conocimiento tuvo tiempo de ver cómo dos hombres vestidos de negro saltaban sobre sus atacantes. Uno de ellos colocó una especie de alambre alrededor del cuello del árabe que la había golpeado en la cara, estrangulándolo, mientras el segundo agarraba desde atrás al árabe que la sujetaba por las manos y le clavaba algo en la nuca. A continuación, Afdera quedó inconsciente.

El padre Lauretta y el padre Reyes se ocuparon de enterrar en un lugar apartado los cadáveres de aquellos infelices. Los dos árabes murieron sin saber por qué, pero los sacerdotes habían recibido la orden estricta de proteger a Afdera Brooks hasta que el Círculo Octogonus tuviese el evangelio de Judas en su poder.

Los gritos de varios niños jugando hicieron que Afdera abriese los ojos. Sentía un terrible dolor en la cabeza y en el labio y se palpó el rostro entumecido. Mientras intentaba fijar la vista, vio al fondo de la habitación el rostro sonriente de Binnaz, la esposa de Abdel Gabriel.

– No intentes levantarte, niña -le dijo la mujer.

– Debo hacerlo. Necesito lavarme y beber agua -respondió al tiempo que se sujetaba la cabeza para que le doliese menos al incorporarse en el camastro-. ¿Qué me ha pasado?

– Alguien te atacó anoche, cuando caminabas hacia el hotel. Lo más curioso es que mi hija mayor te descubrió herida y sangrando a las puertas de nuestra casa. Debiste de llegar arrastrándote.

– ¿Y los hombres que me ayudaron?

– ¿A qué hombres te refieres?

– Lo único que recuerdo es que dos hombres intentaron violarme, y cuando estaba a punto de desmayarme, vi cómo otros dos hombres vestidos de negro atacaban a esos hijos de puta.

– Cuando salimos mi esposo y yo a socorrerte, no había nadie junto a ti, tan sólo mi hija mayor.

– Estoy segura de que esos hombres existen y me salvaron la vida. Esos hijos de perra pensaban violarme y seguramente hasta me hubieran matado -aseguró Afdera intentando beber agua de un cuenco de barro.

La escena fue interrumpida por Abdel Gabriel Sayed, que acababa de entrar en la habitación.

– ¡Oh, cómo te han dejado esos malditos! Nunca me habría perdonado si te hubiese pasado algo. Estoy seguro de que tu abuela habría vuelto del paraíso para darme una paliza por no haber sabido protegerte.

– No ha sido culpa suya -dijo Afdera para intentar consolar a Abdel, que sollozaba junto a ella.

– He ido esta misma mañana a la comisaría de policía y aseguran que nadie ha denunciado o encontrado ningún cadáver en las calles de la ciudad. Puede que el golpe en la cara te hiciese ver cosas que no ocurrieron.

– Puede ser… puede ser…, Abdel.

– Esta misma tarde te llevaré yo mismo en coche a El Cairo y no quiero ninguna excusa. No voy a permitir que te niegues. Llegarás sana y salva a El Cairo y te dejaré en manos de nuestro amigo Rezek Badani. Él sabrá cómo protegerte. Dios sabe que se lo debo a tu abuela.

– No. Quiero ir a la cueva de Gebel Qarara y nada ni nadie van a impedírmelo. O me lleva usted o me voy sola. Le necesito. Tiene que ayudarme a encontrar la cueva y a seguir el rastro del libro hasta su origen. Ésa fue la última petición que me hizo mi abuela antes de morir.

– Está bien, pero lo hago por ser nieta de quién eres. Estoy seguro de que, en este momento, tu abuela debe estar maldiciéndome desde allí arriba por ponerte en peligro y no llevarte sana y salva a El Cairo, pero así sea. Iremos a Gebel Qarara.

– Si no tuviese el cuerpo dolorido y su mujer no estuviese presente, me levantaría y le besaría -dijo Afdera. Abdel Gabriel Sayed se puso colorado ante las risas de su esposa.

– Descansa. Esta misma tarde, a última hora, partiremos para la cueva.

En un locutorio cercano, un hombre levantaba el auricular y marcaba el número de la Secretaría de Estado Vaticana.

– Buenas noches. Palacio Apostólico de la Santa Sede, ¿dígame? -respondió la voz al otro lado de la línea.

– Deseo hablar con su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart. Es urgente -dijo el padre Reyes.

– Le paso con la Secretaría de Estado.

Unos tonos más tarde, otra voz contestaba la llamada. Era el diplomático de guardia en la Secretaría de Estado.

– Deseo hablar con su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart. Es urgente -repitió el padre Reyes.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó el diplomático.

– No, no puede. Póngame con el cardenal Lienart. Llamo desde Egipto y es urgente que hable con él.

El diplomático de guardia, posiblemente un joven religioso con escasa experiencia, empezó a ponerse nervioso.

– Enseguida le pongo con su eminencia el secretario de Estado.

Unos minutos después, el padre Reyes oyó la inconfundible voz del cardenal Lienart.

– Fructum pro fructo -pronunció el hermano del Octogonus.

– Silentium pro silentio -respondió Lienart-. ¿Qué ocurre?

– Gran maestre, ayer por la noche tuvimos un altercado.

– ¿Qué clase de altercado?

– La joven a la que ordenó que protegiésemos fue atacada por dos árabes infieles. Estaban a punto de matarla, así que, siguiendo sus órdenes, el hermano Lauretta y yo hemos actuado y acabado con la vida de ambos atacantes.

– El hombre que no percibe el drama de su propio fin no está en la normalidad, sino en la patología, y por eso su muerte no debe ser tan dramática. Esos herejes que han pasado a mejor vida tal vez en el más allá entiendan que su muerte ha sido sencillamente un acto de Dios, querido hermano Reyes.

– Sí, gran maestre.

– El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, sino el que teniendo que ser injusto, no quiere serlo. ¿Es que tiene dudas de su misión hacia Dios, hacia el Sumo Pontífice y hacia sus hermanos del Círculo?

– No, gran maestre, pero…

– Pero nada, hermano -le interrumpió el poderoso cardenal para cortar las dudas de Reyes-. Acuérdese de conservar en los acontecimientos y momentos graves la mente serena. El padre Lauretta es inexperto y necesitará de su serenidad para poder seguir llevando a cabo la misión encomendada por el Círculo en nombre de la fe. Ahora, vaya a descansar y olvide a esos herejes. Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción. La justicia no es dar a todos lo mismo, sino dar a cada uno lo que se merece. No lo olvide nunca, hermano Reyes.

– Bien, eminencia, así lo haré.

– Si cree que puede afectarle un síntoma de debilidad, ordenaré a los hermanos Cornelius y Pontius que se hagan cargo de su misión. Están ahora en El Cairo esperando mis órdenes.

– No será necesario, eminencia -masculló Reyes-, cumpliré con mi deber hacia Su Santidad, hacia Dios y hacia mis hermanos del Círculo.

– Que así sea, hermano Reyes.

Antes de colgar, Lienart pronunció las palabras del Octogonus:

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio.

El poderoso cardenal se percató en ese momento de que una grieta de tamaño considerable se acababa de abrir en el monolítico Círculo Octogonus y eso podría ser ciertamente peligroso.

Cuando la tarde caía ya sobre Maghagha, Afdera se despertó en una habitación a oscuras. El olor a pan le abrió el apetito, pero su boca aún permanecía entumecida por los golpes de sus atacantes.

Se incorporó en el camastro y se sujetó la cabeza. «Daría un año de mi vida por dos aspirinas», pensó. En ese momento, Binnaz entró en la habitación con un cuenco de sopa en una mano y regiff árabe embadurnado con samma baladi, la mantequilla clara, en la otra.

– Tienes que comer algo para recuperarte -le ordenó Binnaz.

– No puedo ni mover la mandíbula sin que me duela hasta la espalda.

– Debes reponer fuerzas. Come algo. Inténtalo. Mi marido está preparando todo para el viaje hasta Gebel Qarara.

Una hora después, cuando el sol se acercaba a su ocaso, Afdera se despedía de la familia del excavador.

– Vamos, niña. Debemos irnos ya -gritaba Abdel Gabriel desde el interior de su destartalado vehículo.

El trayecto hasta el embarcadero era más bien corto. Cruzaron el Nilo en falúa. El barquero era un navegante experimentado, así que con mano firme consiguió guiar el barco por las fuertes corrientes de aguas poco profundas hacia una laguna al otro lado del río, en la margen oriental. Binnaz había preparado un gran zenbil, una cesta repleta de comida. Abdel Gabriel cogió un vaso de ella y lo llenó de agua del Nilo.

– Debes bebería. Debes beber el maya assleya, el agua verdadera -le dijo el excavador.

La joven se negó en un principio, acordándose de la bilharzia, la enfermedad parasitaria que ataca el intestino, muy habitual entre los habitantes de las riberas del Nilo.

– Debes probarla para que los dioses del Nilo nos guíen en este viaje -insistió el excavador.

El agua era bastante dulce, con un sabor muy agradable, así que la joven apuró todo el líquido transparente. Con el sonido del milenario río y las estrellas como única iluminación, Afdera Brooks se adentró en un mundo nuevo, apoderándose de ella una sensación de eternidad. Era un mundo sin prisas, sin estrés, sin ningún signo de la civilización moderna. Tan sólo estaban ella y el río Nilo, como si no hubiesen transcurrido siglos de historia.

Tras desembarcar, Afdera siguió a Abdel Gabriel por un montículo de arena. Al final de un camino vio un edificio parecido a una fortaleza, con unos gruesos muros de barro. Cuando llegaron, el excavador saludó a los dos hombres y a la mujer que había en el interior.

– Son primos míos -le dijo, antes de acomodarse en un rincón lleno de cojines-. Ponte cómoda. Vamos a descansar un rato antes de salir hacia la cueva.

Afdera dejó su mochila apoyada contra una pared y se sentó junto a Abdel. Durante unos minutos permanecieron en silencio. A veces, el excavador volvía la cabeza para observar apenado el rostro amoratado de la joven.

– No se preocupe, Abdel, en poco tiempo se volverá amarillo y finalmente desaparecerá cualquier rastro del incidente -dijo para tranquilizarle.

– Este lugar es sagrado para nosotros. Toda esta región es sagrada para nosotros los cristianos.

– ¿Por qué es tan sagrado este lugar?

– La montaña de Gabal Qusqam, donde actualmente está el monasterio de Al-Moharrak, es una de las paradas más importantes en el viaje de la Sagrada Familia por Egipto. Es tan sagrada que incluso se la denomina el segundo Belén. Este monasterio se encuentra al pie de la montaña occidental conocida como El Qusqam, nombre que se atribuye al pueblo que quedó en ruinas. La Sagrada Familia permaneció seis meses y diez días en la cueva, que se convertiría después en el altar de la iglesia antigua de la Virgen en la parte occidental del monasterio -relató Abdel Gabriel-. El altar de esta iglesia, el más antiguo de la historia, es una gran roca en la que se sentaba Nuestro Señor Jesucristo a orar. En este monasterio se apareció el ángel de Dios a José en sueños y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño».

– Mateo, capítulo 2, versículos 20, 21 -dijo Afdera entre dientes.

– Así es, niña. Conoces muy bien las Sagradas Escrituras -afirmó el excavador con cierta admiración-. A su vuelta, la Sagrada Familia tomó un camino distinto, un poco hacia el sur hasta la montaña de Asiut, conocida como montaña de Dronka, Gabal Dronka, que fue bendecida por la Sagrada Familia y donde se levantó un monasterio en nombre de la Virgen. José, María y Jesús llegaron a El Cairo Viejo, después a Matariah, luego a Al Mahamma, de allí al Sinaí y, a continuación, hacia Palestina, instalándose en el pueblo de Nazaret, en Galilea.

– Y así acabó su viaje. Un viaje de sufrimiento que duró más de tres años entre la ida y la vuelta y en el que recorrieron más de dos mil kilómetros, teniendo como único medio de transporte una mula y una barca para cruzar el Nilo -completó la joven.

– Así fue, y por eso esta tierra que pisamos es sagrada para los cristianos.

– Tal vez por eso quisieron llegar hasta aquí los cruzados -reflexionó Afdera.

– No lo sé, pero dentro de unas horas, cuando entremos en la cueva, tal vez sepamos algo más -precisó Abdel Gabriel, dándose ya la vuelta para intentar dormir.

Unas horas después, la joven sintió que alguien la zarandeaba por el brazo tratando de sacarla de un profundo sueño. Aquello le recordó el ataque sufrido y reaccionó intentando golpear al hombre que la sujetaba. Era Abdel Gabriel, que la despertaba para ponerse en camino hacia la cueva.

– Perdóneme, Abdel, estaba soñando, y al despertarme pensé que me atacaban.

– No te disculpes, niña, lo entiendo. Yialla al Fel gabal, al magara, vamos a la montaña, a la cueva -dijo el excavador.

Afdera y Abdel caminaron por un largo valle inundado de catacumbas naturales, esculpidas durante siglos en las laderas de la montaña por los elementos climatológicos. Unas grandes columnas parecían sostener unos techos abovedados. De repente apareció ante ellos una roca lisa, tallada posiblemente por la mano del hombre.

El excavador agarró un azadón y comenzó a extraer la arena y las piedras que taponaban la entrada de la cueva. Con el acceso ya despejado, Abdel Gabriel introdujo la pala y consiguió mover la piedra, dejando salir un fétido olor del interior. Antes de entrar, Afdera tomó una bocanada de aire fresco y se introdujo por el estrecho pasillo siguiendo la luz de la linterna de Abdel, que había entrado primero.

Unos metros más y la joven notó la mano del excavador.

– Cuidado, niña. Hay un gran desnivel. Aquí fue donde supuestamente cayó Mohamed y pisó uno de los sarcófagos por accidente -la alertó Abdel.

Afdera vio tres ataúdes. Uno de ellos con la tapa hundida. En el interior podía verse una tela descolorida sobre lo que parecía un cuerpo momificado por el paso del tiempo. El cadáver tenía sobre cada uno de los ojos y la boca un doblón de plata con el escudo del rey Luis de Francia. Cogió una de las monedas y la introdujo en una bolsita de cuero; seguidamente, apartó la tapa rota del ataúd y extendió la tela arrugada que envolvía el cuerpo. Enseguida pudo identificar el escudo de armas del rey Luis. Nerviosa ante el descubrimiento, Afdera sacó un cuaderno y comenzó a copiar el símbolo y a dibujar la cueva y el sarcófago.

– ¡Es increíble! -dijo en voz alta, sin que el excavador entendiese muy bien a qué se refería-. Este hombre que yace aquí es seguramente uno de los caballeros que acompañaron a Luis de Francia durante la séptima cruzada. Te estoy hablando, Abdel, de mediados del siglo XIII.

– Lo que no entiendo es qué relación tienen estos soldados con el libro:-exclamó el excavador.

– Eso lo descubriré más tarde. Se lo aseguro, Abdel.

Durante el camino de regreso a El Cairo, Abdel Gabriel reveló a Afdera que su siguiente parada debía ser un reconocido negocio de antigüedades en el popular mercado de Jan el-Jalili, propiedad de un extraño tipo llamado Rezek Badani, y que ya había mencionado Liliana Ransom.

– No te fíes de él, niña -le advirtió el excavador-. Cuando se trata de negocios, podría venderte a su madre si con ello fuese capaz de ganar dinero.

– Tendré cuidado, descuide.

A poca distancia de allí y desde una de las oscuras cuevas, alguien les observaba a través de unos potentes prismáticos. Los dos asesinos del Círculo seguían de cerca a la joven Afdera Brooks.

Tras un viaje agotador de regreso por carreteras imposibles y cubierta de polvo, la joven se instaló en el Mena House de Giza. Este hotel palacio, a la sombra de las pirámides, había sido inaugurado en 1869. El olor a jazmín de sus jardines inundaba las estancias. Allí habían dormido reyes y emperadores, generales y príncipes, millonarios y cortesanas, actrices y divas de la ópera.

Cuando Afdera llegó hasta sus puertas en el destartalado vehículo del excavador, sucia, con el rostro tumefacto y con una mochila como único equipaje, el portero la observó con cierta desconfianza. Tras despedirse de Abdel con un beso en la mejilla y enviarle o.tro a Binnaz y a los niños, Afdera se dirigió a la recepción. Reservó una habitación, pidió hora para un masaje y ordenó que le subiesen un sandwich de carne y dos coca-colas bien frías. «Necesito desprenderme de este polvo amarillento que me cubre», pensó la joven mientras el ascensorista la miraba sin disimulo.

A varios kilómetros de allí, Abdel Gabriel se detenía en el puesto de Beni Suef para repostar combustible, llamar por teléfono a su esposa y comer algo para reponer fuerzas. Tras hablar con Binnaz y saludar a sus hijos, Abdel se acercó a un puesto de comida cercano para degustar un buen bocadillo de carne y un té a la menta. Mientras lo hacía, pudo oír cómo un hombre intentaba comunicarse con la gente de su alrededor y les preguntaba cómo ir hacia el sur.

– Yo voy hacia el sur. Puedo llevarles si quieren -propuso Abdel, confiado.

– Oh, muchas gracias -dijo el desconocido-. Somos sacerdotes y venimos desde Italia para seguir la ruta de la Sagrada Familia en Egipto.

– Yo soy también cristiano como ustedes. Soy copto. Mi nombre es Abdel -precisó.

– Si quiere le pagaremos el viaje hasta donde nos lleve -propuso uno de los sacerdotes.

– No es necesario. Es de buenos cristianos ayudarse en el duro camino de la peregrinación y mi deber como tal es llevarles hasta donde digan.

– Le diré al hermano Pedro que se dé prisa y nos iremos cuando usted quiera.

Pasados unos minutos, Abdel vio a los dos sacerdotes acercarse hasta donde estaba detenido su coche.

– Soy el padre Miguel -se presentó uno de ellos, sentándose en el asiento delantero, junto al conductor-. Él es el hermano Pedro, aunque la verdad es que habla poco.

El padre Pedro era un gigantón de enormes manos que se intentaba acomodar detrás del asiento del conductor.

– Siéntese en el otro lado -le propuso Abdel Gabriel-, así podrá estirar mejor las piernas.

– Si hoy inviertes en sacrificio y dolor, mañana ganarás regocijo, logro y satisfacción. No lo dude, querido Abdel. El padre Pedro prefiere permanecer detrás de usted.

– Como quiera, padre -respondió el excavador mientras reiniciaba la marcha hacia el sur.

Cuando el vehículo se encontraba cerca de Biba, el padre Miguel pidió a Abdel que los dejase en un lado del camino.

– ¿Quieren bajarse aquí? -preguntó el excavador.

– Sí, por favor. Deseamos caminar un rato por el desierto y orar.

El vehículo redujo su marcha y Abdel aparcó en un lado de la cuneta.

– Aquí les dejo, padres. Que la paz sea con ustedes…

– … y con tu espíritu -dijo el padre Spiridon Pontius, que se encontraba detrás del asiento del conductor. En ese mismo momento y con un rápido movimiento, el asesino rodeó el cuello del excavador con un fino alambre y comenzó a estrangularlo. Abdel luchaba y pataleaba intentando llevar algo de aire a sus pulmones. De una brutal patada, rompió el cristal delantero del vehículo. Instantes después, el excavador quedó inmóvil.

Los dos hombres salieron del vehículo. El padre Eugenio Cornelius, levantando su mano derecha, pronunció las palabras del Círculo mientras arrojaba sobre el cadáver un octógono de tela. A continuación se perdieron en la oscuridad de la noche, dejando tras de sí, abandonado en la cuneta, el vehículo destartalado de Abdel Gabriel Sayed con el cuerpo del excavador en el maletero.

VI

El Cairo

Quiero hablar con la señora Sabine Hubert, por favor. Dígale que soy Afdera Brooks y que llamo desde El Cairo.

– Bien, señorita Brooks, espere un momento, por favor, mientras localizo a la señora Hubert -dijo la telefonista de la Fundación Hel sing.

Afdera, aún con la cara marcada por los golpes de la paliza que le habían propinado los dos árabes en Maghagha, se puso nerviosa con aquella estúpida música que se oía al otro lado de la línea.

– ¿Señorita Brooks? Le paso con la señora Hubert.

Al instante, Afdera pudo oír la amable voz de la restauradora de manuscritos antiguos.

– Afdera, ¿dónde estás?

– Te llamo desde El Cairo. Quiero saber cómo lleváis la restauración del evangelio.

– ¡Es fantástico!, ¡fantástico! -gritó Sabine al otro lado de la línea-. Es un documento muy importante. En una de las páginas restauradas aparece el nombre de Judas Iscariote. También el nombre de Judas cierra la última página del libro. Estoy segura de que es el evangelio de Judas Iscariote. Burt Herman, el experto en origen del cristianismo del que te hablé, de la Universidad de Chicago, dice que posiblemente sea el documento condenado por Irineo de Lyon. Ven a Berna en cuanto puedas. Tenemos ya bastante información sobre el libro.

– Tengo que ver a una persona relacionada con el libro aquí, en El Cairo. Después de entrevistarme con él, tomaré un avión directamente a Berna.

– Estamos trabajando contrarreloj para recuperar el libro y saber qué dicen sus páginas. Seguro que cuando llegues a Berna podremos darte muchos más datos sobre tu libro.

– De acuerdo. Perdona mis presiones, Sabine, pero es importante que sepa lo que dice ese libro y por qué mi abuela lo escondió durante tantos años.

– No te preocupes. Me has dado uno de los mejores regalos de mi carrera, poder restaurar las palabras de Judas Iscariote nada más y nada menos, así es que no puedo reprocharte nada. Ven a Berna en cuanto puedas.

– Un beso muy grande, Sabine, y cuídate.

– Cuídate tú también, Afdera.

Una pregunta rondaba en la cabeza de la joven desde que había sacado el libro de la caja de seguridad del First National Bank de Hicksville. ¿Por qué su abuela lo había escondido tantos años en un banco perdido de Nueva York? ¿Qué temía para tener que ocultarlo y no restaurarlo y traducirlo?

De repente miró su reloj y vio que se le echaba encima la hora de reunirse con el famoso Rezek Badani, el comerciante que había entregado el evangelio a Liliana para después vendérselo a su abuela. Cogió una chaqueta, salió del hotel y subió en un taxi rumbo al bullicioso mercado de Jan el-Jalili.

Los orígenes de este mercado o suq se remontaban al año 1382, cuando el emir Djaharks el-Jalili construyó un gran caravanserai, una especie de albergue para comerciantes y, por lo general, el punto de referencia para la actividad comercial en la ciudad. El gran bazar egipcio era uno de los mercados orientales más originales, junto con el de Estambul, Marraquech y Jerusalén. Sin duda, un gran laberinto donde perderse, entre el aire que olía a esencias de Al Fayum y a especias de Nubia.

Para Afdera, al igual que antes lo había sido para sus abuelos, aquel lugar se convertía en un placer para los cinco sentidos, casi en algo sensual. En sus estrechas callejuelas repletas de pequeñas tiendas exponían en sus escaparates magníficas joyas de oro y artículos de plata, madera, marfil, pieles, vestidos bordados, especias y toda la riqueza oriental de esencias y perfumes.

Por los talleres artesanos deambulaban turistas a la caza de recuerdos, regateando el precio de una alfombra o bisutería, adolescentes egipcios en busca de algún toqueteo accidental con alguna turista rubia, carteristas, policías sacados de una aventura de Tintín y los pícaros y comerciantes de supuestas antigüedades de dos mil años que en realidad no tenían más de uno. En pleno centro del bazar se encontraba el Café El Fishawy, abierto ininterrumpidamente día y noche desde 1773 y lugar de reunión de intelectuales. Allí debía encontrarse con Rezek Badani, con quien se había citado gracias a su relación con su abuela.

Antes de acudir a su cita, Afdera leyó en el diario la opinión de su abuela sobre Badani:

Bajo su custodia, el libro sufrió el mayor deterioro. Badani trasladaba el evangelio envuelto en papel de periódico como si de un bocadillo se tratase. Badani es un maestro de la mentira y el engaño. Estaba claro que había adquirido el libro a Abdel Gabriel Sayed o directamente al excavador Hany Jabet. Badani cuenta varias historias sobre cómo había encontrado el códice. Una de ellas, la menos creíble, era que había pasado durante generaciones de padres a hijos. Ni siquiera Rezek Badani sabía quién había sido el primer propietario de su familia. Esta teoría es bastante estúpida cuando muchos sabemos que el libro fue encontrado en Gebel Qarara hace pocos años, en 1955. Nadie se cree esta historia. A otros coleccionistas suizos, Badani les contó que cuando dos granjeros estaban arando un campo cerca de Maghagha, el suelo se hundió bajo sus pies y cayeron en una gruta. En el interior encontraron una tinaja con el libro. Los suizos no se lo creyeron, debido a que fue así como se encontraron los famosos códices de Nag Hammadi en 1945. Otra versión contada por Badani a un profesor italiano era que el libro apareció en una tumba, no en Gebel Qarara, sino en Heliópolis. Por supuesto, esto era también falso.

Los comentarios aparecían ilustrados por una fotografía en la que aparecía el propio Badani con su abuela y Liliana Ransom junto a uno de los espejos del Café El Fishawy.

Mientras daba un pequeño sorbo a su café, Afdera levantó la vista al ver a un hombre acercarse a ella.

– ¿Señorita Afdera Brooks? – preguntó el extraño-. Soy Rezek Badani.

– Es un placer conocerle. He oído hablar mucho de usted.

– No dé crédito a todo lo que oiga. Mucho de lo que se dice en este negocio no es del todo cierto -le advirtió Badani, acercándose al oído de la joven como para que el comentario quedase en una confidencia. A Afdera le molestó que el hombre apoyase su gorda y sudorosa mano sobre su muslo, dejando la punta de sus dedos bajo el dobladillo de su falda. Retiró la pierna instintivamente.

– ¿Qué le ha pasado en la cara? -preguntó.

– ¡Oh, no es nada! Me caí por una escalera -contestó, poniéndose de nuevo las gafas de sol.

– Dígame, ¿qué le trae por El Cairo?

– El diario de mi abuela, a quien creo que usted conocía.

– Sí, así es. Era una mujer fascinante a la que todo el mundo respetaba en este negocio, algo que no siempre resulta fácil. La verdad es que su abuela sabía cómo tratar con un ministro o con un traficante, con un policía o con un millonario coleccionista. No sé cómo lo hacía, pero se le daba muy bien, y por eso se ganó el respeto de todo este negocio. Era una gran mujer.

– Sí que lo era.

Rezek Badani era gordo, bajito y sudaba profusamente. El sudor incluso manchaba el traje gris mal cortado y poco elegante que llevaba. Sus dedos gordos aparecían amarillentos, indicaban que era fumador compulsivo. Afdera observaba cómo el comerciante fumaba un cigarrillo tras otro, de la marca Cleopatra, mientras sus dedos jugaban con un tasbih, una especie de rosario musulmán, de treinta y tres cuentas. Los musulmanes daban tres vueltas al rosario para citar los noventa y nueve nombres de Alá. Los egipcios no musulmanes solían llevarlos colgando entre sus dedos, más como un juguete antiestrés que como un objeto religioso.

Badani era un copto devoto que asistía a la iglesia asiduamente junto a su familia. También era un «joyero» famoso, lo que en el idioma del Jan el-Jalili significa la capacidad de alguien para comprar cualquier objeto de cierto valor. Era el contacto de muchos campesinos como Abdel Gabriel Sayed o Hany Jabet para poner en circulación muchas de las piezas que encontraban en las excavaciones clandestinas.

– ¿Y en qué puedo ayudarla?

– Deseo saber cómo llegó el libro de Judas a sus manos y por qué mi abuela decidió esconderlo durante décadas.

– Pues, sinceramente, he de decirle que el libro llegó a mis manos después de una tragedia.

– ¿Qué tragedia? ¿A qué se refiere?

– Yo no tuve contacto directo con Sayed, sino con un antiguo socio mío llamado Boutros Reyko, un intermediario dé Sandafa el-Far, muy cerca de Maghagha. Él fue quien hizo de intermediario entre Sayed y yo.

– ¿A qué tragedia se refiere? -volvió a preguntar Afdera.

– Boutros tenía una boca muy grande y fue diciendo por ahí que tenía un libro muy valioso sobre un personaje bíblico. Al parecer, el libro estaba escrito en copto, y aunque él casi no sabía ni leer ni escribir, se las arregló para llevarlo al monasterio de Deir el-Abiad, el Convento Blanco. Allí, al parecer, algún padre experto en escritura y textos coptos antiguos consiguió leer algo que no debía.

– ¿Por qué? ¿Qué leyó?

– Algo sobre un discípulo de Jesucristo o sobre un discípulo de Judas, pero yo no indagué más, o por lo menos preferí no buscar una respuesta sabiendo lo que le pasó a Boutros y al religioso.

– ¿Qué les pasó?

– A Boutros lo encontraron muerto en su cama. Alguien le había cortado el cuello -dijo Badani haciendo un movimiento con el dedo de lado a lado de su garganta-. El religioso fue asaltado y crucificado en el monasterio.

– ¿Usted cree que sus muertes están relacionadas con el libro de Judas?

– La policía se negó siempre a relacionar las dos muertes. Decían que tanto uno como otro habían sido asesinados por delincuentes comunes, gentuza que intentaba robar algo de valor en el monasterio y en casa de Reyko, pero yo no lo creo.

– ¿Y por qué no lo cree?

– Un amigo en la policía de El Cairo me dijo que a ambos les habían colocado una extraña tela en el interior de la boca y eso me parece demasiada casualidad, aunque la policía de mi país no lo creyera así.

– ¿Tenía alguna característica esa tela? Quizá se tratase de un trozo de tela de la mordaza que se quedó en sus bocas cuando fueron asesinados.

– Lo dudo mucho. Los trozos de tela representaban un octógono con una frase escrita en su interior, referida al tormento en el nombre de Dios o algo parecido. El octógono que se sacó de la boca de Boutros Reyko era exacto al extraído de la boca del religioso.

– El. asesinato de Reyko se produciría después de que él le traspasase o le vendiese a usted el libro, me imagino.

– Sí. Justo una semana después de que el libro cayese en mis manos. Yo lo tuve poco tiempo. Enseguida se lo entregué a Liliana Ransom, que en paz descanse, y yo tan sólo recibí mi dinero cuando Ransom se lo vendió a su abuela -precisó Rezek Badani.

– Perdone -lo interrumpió Afdera, intentando asimilar las palabras que le acababa de decir Badani-, ¿ha dicho Liliana Ransom, que en paz descanse?

– Sí. Está muerta -respondió el egipcio-. ¿No lo sabe? Su amante, un jovencito que le hacía ciertos trabajitos como chófer, mayordomo y semental decidió estrangularla una noche. La policía dice que el tipo la violó, sodomizándola con un obelisco de esos que se utilizan en decoración.

– Hace menos de una semana que estuve con ella en su casa de Alejandría. Conocí a Hamid y parecía muy enamorado de ella y no me lo imagino matándola o estrangulándola para violarla. No le hacía ninguna falta. Liliana se entregaba a él con sumo gusto y placer.

– ¿Sabe una cosa, señorita Brooks? Lo más curioso de todo es que sobre su cadáver atado, la policía de Alejandría encontró un octógono de tela, pero como estamos en Egipto, nadie se preocupa por investigar. Ya tienen un culpable y eso es suficiente para ellos. A ese tipo lo meterán en una celda, tirarán la llave o sencillamente aparecerá muerto en la cárcel o colgado de una viga. Aquí la justicia es ciega, pero si el cadáver es occidental, eso es otra cosa. A nuestro gobierno no le interesa que esa noticia salga a la luz porque podría asustar al turismo. La veo algo consternada…

– Sí, lo estoy. Si sobre Liliana apareció un octógono de tela, igual que los que encontraron en la boca de su amigo Boutros y en la del padre copto, lo más seguro es que las tres muertes estén relacionadas. Necesito que me cuente todo lo que recuerde del libro -pidió Afdera al comerciante.

– Lo mejor es que sigamos esta conversación en mi casa. Venga esta noche. Ésta es mi dirección. Podremos hablar sin temor a que alguien pueda vigilarnos o escucharnos.

Nada más decir esto, Badani se levantó de la mesita a la que habían estado sentados y salió del local mirando en todas direcciones, como si estuviera asustado.

Afdera intentó ordenar sus ideas, así como las palabras pronunciadas por Badani. En su mano derecha sujetaba el papel húmedo de sudor con la dirección del comerciante. Necesitaba hablar con alguien, pero ¿con quién? No podía llamar a su hermana Assal, tampoco a su abogado, Sampson Hamilton. Decidida, sacó el pequeño posavasos del bar del Hotel Bellevue Palace de Berna. Le dio la vuelta y miró el número de teléfono que Max Kronauer le había apuntado el día que estuvieron juntos antes de su encuentro en Venecia.

La joven salió del café y se dirigió hacia un locutorio cercano. Afdera esperó hasta que una de las cabinas quedó vacía.

– Es su turno -le dijo el encargado-, pero debe darme el número para marcarlo desde aquí. Le pasaré la llamada a la cabina seis.

El calor era sofocante, así que trabó la puerta con el pie para permitir que entrase algo de aire en el interior. Tras unos minutos en la cabina pudo oír el tono de marcado y cómo alguien levantaba el auricular.

– ¿Max? -preguntó Afdera rápidamente, pero sus deseos se vinieron abajo cuando la joven oyó con más atención: «Éste es el contestador automático de Maximilian Kronauer. Deje, por favor, su mensaje y número de teléfono. Le llamaré cuanto antes», y a continuación sonó un molesto pitido-. Max, soy Afdera. Sólo quería hablar contigo. Estoy en El Cairo y seguramente regrese a Europa mañana o pasado mañana. Tengo que ir a Berna de nuevo. Espero poder verte allí. Me gustaría mucho. Estaré alojada en el Bellevue Palace. Adiós. Espero verte pronto.

Algo triste, colgó el auricular, pagó al encargado del locutorio y salió a la calle, en donde volvió a perderse en el bullicio del Jan el-Jalili.

La tarde estaba ya cayendo sobre El Cairo, dejando una tenue luz a la puesta del sol. Crescentia Brooks aseguraba que se debía al telón casi invisible que se formaba en la capital egipcia por el polvo levantado en el desierto y que quedaba suspendido en el aire.

Tras realizar algunas compras, detuvo un taxi y entregó al chófer el papel con la dirección que le había dado Badani.

Sumergido entre el tráfico y los cruces, cuyos semáforos habían dejado de funcionar hacía décadas, el taxista se dirigió al elegante barrio de Heliópolis, en la zona noreste de la ciudad.

A Rezek Badani, originario de El-Minya, al igual que Abdel Gabriel Sayed, no le habían ido nada mal las cosas. Gracias a su habilidad negociadora, precios altos y mucha paciencia, había conseguido hacer una pequeña fortuna que le permitió acceder a la clase dirigente cairota. Se decía incluso que Badani estaba protegido por uno de los hijos del presidente Anuar el Sadat. Lo cierto es que, a pesar de sus orígenes humildes, había logrado casarse con la joven y bella hija de un comerciante copto de telas. Badani le llevaba casi quince años cuando contrajeron matrimonio. En poco tiempo, el comerciante la había llenado de hijos a los que cuidar.

En la calle Ramsis se levantaba un bloque de viviendas algo ruinoso, propiedad de Badani, en uno de cuyos pisos vivía junto a su numerosa familia.

Afdera tocó la campanilla de bronce junto a la puerta y esperó. Al otro lado podía oírse a varias personas corriendo de un lado a otro.

La puerta se abrió y ante Afdera apareció una atractiva jovencita de no más de veinte años, vestida con un uniforme de criada muy ceñido, mientras intentaba peinarse y arreglarse la ropa al mismo tiempo. Estaba claro que aquella joven era amante de Badani.

– El señor Badani la está esperando -anunció la criada.

El piso, de unos trescientos metros, no era nada ostentoso y tampoco elegante. El salón, aunque espacioso, estaba mal iluminado. Dos sofás con fundas de plástico, una mesa de cristal y varios ceniceros llenos de colillas de cigarrillos Cleopatra, la marca que fumaba Badani, y otra mesa baja eran el único mobiliario. Curiosamente, poca gente podría saber que en tres cajas fuertes repartidas por la casa se escondían valiosas joyas, reliquias arqueológicas, fragmentos de papiros y manuscritos, monedas antiguas de época romana y mucho dinero en efectivo: libras inglesas, dólares americanos, pesetas españolas y liras italianas.

La casa de Badani solía estar casi siempre llena de gente; en ocasiones, varios parientes suyos recalaban allí para tomar un café o un té con menta en la cocina. Sin embargo, esta vez el marchante estaba únicamente acompañado por la joven criada y una cocinera.

– El señor Badani me ha indicado que va a quedarse a cenar -dijo la criada.

– Perfecto, muchas gracias. Acepto la invitación.

Ella, al igual que su abuela antes, sabía que para los egipcios la comida era el paso previo a los negocios, y lo que la había llevado hasta allí bien podría calificarse como un negocio. Afdera se puso a leer el diario de su abuela mientras esperaba a Badani. En ese momento apareció ante ella el comerciante, despidiendo un fuerte aroma a perfume egipcio barato.

Rezek Badani se había puesto un traje marrón a rayas y unos zapatos de charol negros. La criada miraba con recelo a Afdera, tal vez porque pensaba que la joven podría convertirse en una rival, mientras colocaba en la mesa baja un mantel de hilo fino.

– Perdone, señor Badani, pero quería preguntarle.

La pregunta de Afdera quedó interrumpida por la mano alzada de Rezek Badani.

– Antes de hablar, cenemos. Después, si usted quiere, puede preguntarme lo que desee.

La criada y otra mujer, que posiblemente había estado en la cocina hasta ese momento, comenzaron a poner diversos platos sobre la mesa con melojia, una típica sopa egipcia de verduras con arroz, pichones con dátiles y pasta de garbanzos con aceite de oliva. Como postre, había varios tipos de dulces árabes.

– Pueden retirarse -indicó Badani a las mujeres.

Tras la cena, Afdera volvió al ataque.

– ¿Podemos hablar ahora?

– Tal vez no desee hablar de ese libro sin recibir algún dinero por la información. ¿De cuánto dinero dispone? -quiso saber Badani.

Afdera observó un tablero de trik-trak.

– ¿Sabe usted jugar al trik-trak? -preguntó.

– Soy el mejor jugador de El Cairo.

– Le propongo lo siguiente: juguemos; si le gano, responderá a todas mis preguntas. Sin omisiones.

– ¿Y si pierde?

– ¿Qué desearía recibir?, ¿dinero?

– Nada de eso. Si me desafía a jugar al trik-trak, subamos la apuesta.

– ¿Y qué propone? -preguntó Afdera.

– Si usted pierde, se quedará a dormir aquí conmigo.

– Olvídelo -dijo bruscamente Afdera haciendo ademán de levantarse para dirigirse hacia la puerta-. Se ha equivocado de persona. Lo último que se me pasaría por la cabeza sería acostarme con un tipo como usted.

– No me malinterprete. Sólo le estoy proponiendo que si pierde, dormirá usted aquí, completamente desnuda. Sólo me dejará observarla. No la tocaré, se lo prometo. Sólo deseo verla desnuda y poder oler su ropa.

– ¿Y si gano me dirá usted todo, absolutamente todo lo que sabe?

– Sí, lo haré -respondió Badani.

– Bien, acepto -contestó Afdera.

Una hora y media después, Rezek Badani veía cómo iba perdiendo una partida tras otra, casi ofendido porque le ganase una mujer y frustrado en su deseo de ver a aquella joven desnuda. Lo que el comerciante no sabía era que siendo niña, ella y su hermana Assal pasaban horas y horas escuchando ópera junto a su abuela y jugando al back-gammon durante los veranos en la Ca' d'Oro.

– Ahora es mi turno -dijo tras ganar la cuarta partida a Badani.

– Bien, soy todo suyo -respondió el comerciante humillado-. Estoy dispuesto a responder a sus preguntas.

– ¿Quién le dijo a usted que el libro podía tener algún valor?

– Charles Eolande, un experto en papirología del Instituto Oriental de Chicago. Había trabajado durante algunos años en Alemania hasta que se trasladó a Estados Unidos. Varios comerciantes de antigüedades de El Cairo adoptamos de cierta forma a Eolande como asesor. Cada seis meses venía a Egipto para adquirir piezas para él, para universidades y para, digámoslo así, otras instituciones.

– ¿Qué tipo de instituciones? -interrumpió Afdera.

– El Vaticano. Tal vez los Museos Vaticanos, pero no lo sé seguro. Lo que sí sé es que Eolande estaba muy bien relacionado con algún alto miembro de la curia vaticana. No sé con quién, pero le aseguro que ganaba mucho dinero asesorándole. Eolande compraba muchas piezas y manejaba mucho dinero en efectivo. Hizo una verdadera fortuna durante la década de los sesenta, cuando el mercado de papiros era casi inexistente, pero en los años setenta ese mercado cayó en picado. Creo que porque muy poca gente entendía de ellos.

– ¿Qué tipo de piezas interesaban a Eolande?

– Es curioso, pero estaba muy interesado en especial en los fragmentos de papiro que se encontraban dentro de los cartonajes, el ataúd interno y más ligero hecho de papiro que envuelve a las momias. Le interesaban los cartonajes romanos y de la época ptolemaica. Tal vez estuviese buscando algo. Realmente nunca lo supe.

– ¿Cree que sabía que podía existir el libro de Judas?

– No lo creo, aunque con Eolande y su socio nunca se puede saber. Lo cierto es que él era el mayor experto en textos escritos en papiro. A lo mejor alguien le había dado alguna información sobre el libro, pero esas pistas debían de ser bastante dispersas.

– ¿Quién era ese otro socio del que habla? -preguntó Afdera.

– Déjeme recordar. Creo que se llamaba algo así como Coloiani, o Colaiani. Ahora recuerdo. Su nombre era Leonardo Colaiani, un experto en historia de las cruzadas de la Universidad de Florencia.

– ¿Cuál era el papel de Colaiani en todo esto?

– Yo creo que tanto Colaiani como Eolande estaban buscando algo más importante que ese libro de Judas -contestó Badani, bajando la voz, como si se tratase de un comentario confidencial.

– ¿Por qué cree eso?

– Colaiani y Eolande eran asesores de un tipo muy peligroso al que llaman el Griego y del que es mejor alejarse. No le recomendaría ni siquiera que se acercara a él -advirtió el comerciante.

– ¿Cuál es su nombre?

– Su nombre real es Vasilis Kalamatiano, el marchante más importante de antigüedades desde hace más de treinta años. Dicen que comenzó su carrera durante la Segunda Guerra Mundial, comprando primero a bajo precio propiedades incautadas a los judíos ricos de Europa y después obras de arte y antigüedades a precio de saldo a antiguos dirigentes nazis que intentaban conseguir dinero en efectivo de forma rápida para poder huir de la justicia aliada una vez acabada la guerra.

– ¿Dónde podría encontrar a ese griego?

– Tiene varios negocios en Ginebra y Berna, aunque no cuenta con una sede concreta donde se le pueda localizar.

– Así que Eolande y Colaiani eran sólo ojeadores de Kalamatiano.

– Así es.

– ¿Y quién maneja a Vasilis Kalamatiano?

– Quien tenga dinero suficiente para adquirir las obras de arte y antigüedades que ofrece. Sus clientes son millonarios, fundaciones, jefes del crimen organizado que desean blanquear el dinero conseguido con las drogas o la prostitución en actividades lícitas como el arte, el Papa…

– ¿Ha dicho el Papa? -preguntó Afdera.

– Sí, el Papa…, o eso creo. El Vaticano, la Secretaría de Estado, los Museos Vaticanos han tenido siempre una estrecha relación con Kalamatiano, y no creo que eso haya cambiado. Las mejores piezas siempre se ofrecían primero a la Santa Sede, y si éstos no se mostraban interesados, entonces Kalamatiano se las ofrecía a fundaciones o millonarios coleccionistas. Además, cuenta con una gran influencia entre los gobiernos y autoridades de Egipto y las instituciones que organizan las grandes ferias internacionales.

– Lo que todavía no entiendo es la relación de Eolande con ese otro tipo, Colaiani. ¿Qué tiene que ver un especialista en papiros con un experto en la historia de las cruzadas?

– No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que ambos trabajaban a las órdenes de Kalamatiano y éste, a su vez, tal vez para el Vaticano.

– ¿Debería hablar con los tres?

– Yo no le recomendaría acercarse a Kalamatiano. Inténtelo con el italiano. Tal vez él, al ver a una mujer bonita, acepte como yo hablar con usted.

– Déjeme hacerle una última pregunta -dijo Afdera, ya de pie cerca de la puerta-: ¿por qué nadie contactó con usted sabiendo que tenía el evangelio de Judas Iscariote?

– Querida, este negocio es muy pequeño y todos sabemos las piezas que tiene la competencia o las que dice tener y sabemos que no tiene. Yo tuve el libro tan poco tiempo que ni siquiera pude estudiar su contenido, y todos lo sabían. También supieron cuándo me des hice de él y cuándo se lo traspasé a Liliana Ransom.

– Así que, según usted, Kalamatiano podría saber que el libro estaba en poder de mi abuela.

– Sin duda alguna, querida. Sin duda alguna. El Griego lo sabe todo.

– ¿Podría tener el suficiente poder como para ordenar asesinatos de personas relacionadas con el libro?

– No creo que Kalamatiano llegase hasta ese punto, pero quién sabe si los hombres que le pagan estarían dispuestos a matar con tal de conseguir ese libro.

– ¿Cree usted que el Vaticano podría ordenar esos asesinatos? No me lo puedo imaginar siquiera.

– Pues a mí no me extrañaría. Déjeme relatarle algo que muy pocos saben. En el mundo de las antigüedades se cuenta que hace unos años mucha gente relacionada con un extraño y antiguo libro que no había conseguido ser descifrado fueron muriendo uno a uno. Se rumoreó que el Vaticano, o alguien del Vaticano, podrían estar detrás de aquellas muertes, pero misteriosamente nadie llegó a investigar lo suficiente. Incluso se sabe que el libro estaba en la biblioteca de una universidad de Estados Unidos y que poco después desapareció sin dejar el menor rastro. La universidad en cuestión nunca llegó a investigar el tema. Lo más curioso de toda esta historia es que los muertos fueron encontrados con un octógono de tela sobre ellos, iguales a los que encontraron sobre Liliana Ransom y en la boca de mi antiguo socio, Boutros Reyko, pero no se altere. Tal vez sólo sean leyendas. Simples leyendas.

– Yo no creo en leyendas, señor Badani, a no ser que estén documentadas. Soy arqueóloga e historiadora. Si no lo leo, no lo creo. Muchas gracias por todo, señor Badani, pero debo irme. Buenas noches.

– Buenas noches, señorita Brooks. Llámeme cuando quiera y recuerde mi proposición -dijo el marchante acompañando a Afdera hasta la puerta sin dejar de admirar por detrás las formas de la joven.

Eran las dos de la mañana cuando Afdera salió del ruinoso edificio y se encaminó hacia el paseo del Nilo para intentar conseguir un taxi que la llevara al Mena House, en Giza. Siguió caminando hacia el puente el-Sahel, en donde decenas de jóvenes cairotas se reunían a esa hora. Tres muchachos se acercaron a ella con intención de entablar conversación, pero Afdera, con una sonrisa, declinó la invitación de uno de ellos.

– Sólo necesito un taxi -dijo.

Uno de los tres jóvenes dio un fuerte silbido, levantando la mano para atraer la atención de un taxi que en ese momento giraba en dirección contraria a la que estaban ellos.

– Su taxi, señorita -dijeron los tres a coro abriéndole la puerta del vehículo, sin perder ninguno de ellos la esperanza de conseguir una cita con aquella bella occidental.

En ese mismo momento, vestido completamente de negro, el padre Lauretta entraba en el edificio donde residía Badani. El asesino del Octogonus permaneció en absoluto silencio bajo la oscuridad de la escalera hasta no detectar movimiento alguno.

– Hermano Lauretta, éste es el momento para su iniciación en nuestro Círculo. Su hora ha llegado. Debe acabar con la vida de ese falso cristiano que adora más el dinero que a Dios -le había dicho el padre Reyes.

Lauretta apretó el botón del ascensor de hierro, que comenzó a bajar con un fuerte chirrido, casi como si fuera a caer desde lo alto. Al entrar, cerró las puertas y pulsó el número cinco.

Mientras regresaba en taxi a su hotel en Giza, Afdera Brooks se dio cuenta de que se le había olvidado el diario de su abuela en casa de Rezek Badani. Nerviosa, dio instrucciones al taxista para que diese la vuelta y la llevase nuevamente al punto de partida. Tenía que recuperarlo a toda costa.

– Necesito que me deje usted en un edificio de la calle Ramsis. Se lo pagaré, y le pagaré también si me espera unos minutos para llevarme otra vez a Giza -propuso Afdera.

– No se preocupe. La esperaré -respondió el conductor dando un volantazo para cambiar de sentido.

El padre Lauretta se encontraba ya ante la puerta de Rezek Badani. Antes de tocar la campanilla extrajo del doble forro de su manga una fina daga de misericordia. Seguidamente llamó. El asesino escuchó unos pasos acercándose al otro lado de la puerta, unas cerraduras que se abrían y una voz que exclamaba:

– Vaya, ¿ha cambiado de opi…? -estaba preguntando Badani cuando el padre Lauretta dio un fuerte empujón a la puerta, golpeando al marchante en mitad del pecho. Badani corrió en la oscuridad hacia la cocina con la intención de coger un cuchillo con el que defenderse de su atacante, pero éste era más rápido.

El intruso estaba ya cerca de él blandiendo la daga cuando Badani le arrojó una pequeña cacerola con agua hirviendo para el té. Durante un momento, el asesino perdió la daga en el resbaladizo suelo de la cocina, pero continuó atacando como si fuese un autómata programado. Tenía que acabar con el objetivo.

Con la misma cacerola en la mano, el comerciante volvió a golpear en la cabeza a su atacante, pero Lauretta no pensaba darse por vencido consiguió nuevamente hacerse con la daga. Era su primera misión para el Círculo Octogonus y no estaba dispuesto a fallar. Se levantó de un salto y se colocó en posición de combate con el arma escondida en su mano derecha.

Badani había conseguido armarse con dos cuchillos y estaba decidido a matar a aquel hijo de perra que intentaba asesinarle.

– No sabes con quién te has metido. Yo corría descalzo por la calle robando comida cuando tú todavía saltabas de un testículo a otro de tu padre. Vas a morir y va a ser muy doloroso -dijo Badani, blandiendo una de las hojas ante los ojos del padre Lauretta.

– Inténtalo, cerdo infiel -le retó el asesino del Octogonus.

Con un ágil movimiento para esquivar el ataque de Badani, Marcus Lauretta hizo un rápido giro con su cuerpo golpeando con el codo la cara de su adversario. El impacto fue tan grande que Badani se tambaleó, golpeándose la cabeza en el horno de hierro.

Lauretta se sentó sobre la espalda de Badani, le levantó la cabeza con la mano izquierda y, cuando ya blandía la daga de misericordia para introducírsela por la nuca, sintió que alguien entraba en la cocina a su espalda. Antes de que pudiese darse cuenta, Afdera le asestó un fuerte golpe en la cabeza con una gran sartén de hierro.

– Vamos, vamos, señor Badani, levántese -le apremió, intentando levantar el peso muerto del egipcio-. Necesito que se levante. No puedo con usted y si no lo hace, este tipo va a despertarse y no va a dejarnos con vida ni a usted ni a mí. Necesito que haga un esfuerzo.

Badani, con la cara manchada de sangre, intentaba abrir los ojos.

– ¿Qué ha pasado? ¿Es que ha cambiado de opinión? -dijo, sonriendo tratando de ponerse en pie.

– No se haga ilusiones. Ha tenido suerte de que me olvidase el diario de mi abuela en su casa. Si no, no habría regresado y usted estaría muerto -aclaró Afdera.

– ¿Cómo ha entrado? -preguntó Badani aún medio aturdido.

– La puerta estaba abierta. He oído el ruido. La verdad es que pensé que estaría entretenido con su criada y no debajo de un tipo a punto de apuñalarle en la nuca.

– Necesito lavarme y ponerme algo de ropa.

– De acuerdo, pero mientras tanto ayúdeme a atar a este tipo. No sé si lo he matado o si lo he dejado inconsciente.

– Déjeme asegurarme -pidió el egipcio, propinando un fuerte puntapié en los riñones del padre Lauretta. Al escuchar un leve gemido, Afdera exclamó aliviada:

– ¡Está vivo! Menos mal, nunca he matado a nadie.

– ¡Yo sí, y no me importaría que este pedazo de mierda fuese el próximo! -exclamó el egipcio.

Badani volvió a la cocina con un cordón de cortina. Con rapidez, sujetó las manos de su atacante por la espalda y se las ató.

– Regístrele mientras me lavo un poco y me pongo algo de ropa. Voy a llamar a un primo mío de la policía de El Cairo para que se haga cargo de este tipo. Cuando pase una noche en una celda de la prisión central de El Cairo, se le van a quitar las ganas de matar a alguien o de ir al baño.

Afdera comenzó a registrar los bolsillos del hombre. Nada. Ninguna identificación, ninguna pista de su identidad.

Mientras revisaba los bolsillos interiores de la chaqueta, tocó una especie de pequeña tela con la punta de los dedos. Con sumo cuidado, la extrajo y la abrió sobre la palma de su mano. Era un octógono con una frase escrita en el centro: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.

Cuando Badani volvió a entrar en la cocina, el asesino comenzaba a recuperar la consciencia.

– Ayúdeme a sentarlo en una silla en el salón. Hay que vigilarlo hasta que llegue mi primo. Él se hará cargo de todo.

Entre los dos cogieron al padre Lauretta por debajo de los brazos y lo arrastraron hasta el salón.

– Tráigame un té, por favor. Necesito tranquilizarme para saber qué haré con este tipo -pidió Badani mientras le quitaba los zapatos y los calcetines.

Mientras Afdera se encontraba en la cocina, aún con rastros de sangre en el mobiliario y el suelo, pudo oír cómo el comerciante egipcio golpeaba varias veces al asesino del octógono en la planta de los pies con una especie de fusta para caballos.

– Habla, cerdo. ¿Quién te envía?

– Incertu exitu victoriae, indivisa manent, siendo incierto el resultado de la victoria, unidos permanecemos -repetía una vez tras otra mientras Badani volvía a golpearle en las plantas de los pies con la fusta-. Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal -pronunció el asesino.

La entrada de Afdera en el salón provocó una interrupción en e interrogatorio, pero cuando la joven se disponía a entregar la taza de té a Rezek Badani, el asesino se puso en pie y tras pronunciar la frase Etsi ¡tomines falles deum tamen fallere non poteris, aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañar, se lanzó contra el cristal de la ventana.

Rezek Badani y Afdera se asomaron y vieron el cuerpo del asesino del octógono cinco pisos más abajo, rodeado por un gran charco de sangre.

– Ahora ya no necesito a mi primo, sino a un enterrador -sentenció el marchante de antigüedades, observando el cadáver de aquel desdichado.

– Sí, estoy de acuerdo -murmuró Afdera.

– Vuelva a su hotel mientras yo espero a la policía. No se preocupe por nada, yo sé cómo encargarme de este asunto.

– Pero no puedo dejarle solo.

– Usted me ha salvado la vida. Si no llega a entrar, ese tipo me hubiera matado. Mis hijos, mi esposa, mi familia le deben mi vida, y yo le devuelvo el favor. Por favor, regrese a su hotel. Yo me ocuparé del cadáver. Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme. Estoy en deuda eterna con usted.

– Pero ¿qué va a hacer?

– No se preocupe. Como buen copto, tengo una numerosa familia aquí en El Cairo. Tengo decenas de primos que pueden acogerme en su casa. Ahora, váyase antes de que llegue la policía. Llámeme desde Europa para decirle si consigo organizarle un encuentro con Colaiani.

Antes de salir, con el diario de su abuela en la mano, Afdera besó en la mejilla a Badani, mientras éste le guiñaba un ojo.

***

Ciudad del Vaticano

– Eminencia, tengo que hablar con usted, es urgente -pidió monseñor Mahoney.

– ¿De qué se trata? -respondió el cardenal Lienart, intentando mirar el reloj que tenía en la mesa justo al lado del teléfono blanco, con línea directa con el Sumo Pontífice.

– He recibido una llamada de nuestro hermano, el padre Reyes…

El cardenal Lienart interrumpió la conversación bruscamente y ordenó a su secretario que se presentase ante él en su despacho del Palacio Apostólico.

– Eminencia, así lo haré -balbuceó el secretario.

Una hora después, el cardenal secretario de Estado August Lienart apareció en su despacho en pijama con una bata de seda roja. En el lado izquierdo podía verse bordado el dragón alado, símbolo de la familia Lienart.

– ¿Por qué hará siempre tanto frío en esta zona del Palacio Apostólico? -se quejó Lienart mientras se subía el cuello de la bata-. Dígame, monseñor Mahoney, ¿qué ha sucedido que es tan urgente?

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio.

– El padre Reyes ha llamado para informar desde Egipto. Hemos sufrido una baja.

– ¿Quién ha sido? ¿De quién se trata?

– Del padre Lauretta. Tenía la misión de acabar con un comerciante de antigüedades que había tenido contacto con el libro de Judas.

– ¿Cómo sabemos que el hermano Lauretta está muerto?

– El padre Reyes lo vio saltar desde una ventana de un quinto piso.

– ¿Y por qué no estaba el padre Reyes con el padre Lauretta? Ordené expresamente que los miembros más experimentados del Círculo debían cuidar de los nuevos miembros hasta que éstos pudiesen arreglárselas solos. ¿Qué es lo que ha fallado? Quiero saberlo de inmediato -ordenó Lienart con rostro serio mientras encendía un cigarro habano y observaba la plaza de San Pedro aún en penumbras.

– Al parecer, la misión era sencilla y por eso el padre Reyes dejó que el padre Lauretta asumiese la ejecución de ese copto infiel. El objetivo era un tipo obeso. Según parece, en el último momento intervino esa joven llamada Afdera Brooks. El padre Reyes pensó…

– Vaya, vaya con la jovencita. Tiene más agallas de lo que pensaba -dijo Lienart mientras hacía un gesto con la mano para interrumpir la explicación del padre Mahoney-. Déjeme decirle, fiel Mahoney, que los miembros del Círculo no deben pensar, sólo acatar órdenes en nombre de Su Santidad y en defensa de la fe. Yo sólo soy su mensajero y ustedes la mano ejecutora de Dios aquí en la tierra. El padre Reyes no debía haber pensado nada. Debía haber protegido al padre Lauretta. Roma locuta, causa finita, Roma ha hablado, caso terminado.

En ese momento el secretario del cardenal bajó la mirada en señal e respeto.

– ¿Cuáles son sus órdenes, eminencia?

– Ordene al padre Reyes que regrese a Venecia y que se recluya en el Casino degli Spiriti hasta nueva orden. Debe orar y hablar con Dios Nuestro Señor. Es hora de llamar al padre Alvarado. Se ocupará él solo de seguir el rastro de la joven Brooks. Los padres Pontius y Cordelius seguirán a esa joven a Berna.

– Pero ¿qué hacemos con ese copto? -preguntó Mahoney.

– Ahora estará en guardia. Debemos ser pacientes. Tendremos una nueva oportunidad. De duobus malis minus est semper eligendum, siempre es mejor escoger el menor de dos males. Asegúrese de que no hay más fallos, monseñor Mahoney. De la misma forma que Dios premia, Dios castiga. No lo olvide nunca.

– No lo olvidaré, eminencia -aseguró el secretario aún cabizbajo.

– Ahora puede retirarse -ordenó mientras continuaba fumando su habano y observaba atentamente a un solitario barrendero que adecentaba la plaza de San Pedro. «Yo soy como ese barrendero. Mi misión es limpiar la porquería que interfiere en la verdadera fe. Soy como ese humilde hombre de ahí abajo, cuya labor es retirar y eliminar la basura que entorpece el verdadero mensaje de Dios», pensó Lienart, exhalando el espeso humo de su cigarro.

VII

Berna

Señor director, tiene usted una llamada privada -anunció la recepcionista.

– ¿Quién es? -preguntó Aguilar, director de la Fundación Helsing.

– No lo sé, pero creo que es alguien desde el Vaticano.

Tres tonos después, Aguilar respondía el teléfono sentado en su mesa.

– ¿Cardenal Lienart?

– No. Soy monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart.

– Dígame, ¿qué desea el Vaticano?

– Tengo órdenes para usted del cardenal Lienart.

– ¿Y quién dice que debo acatar órdenes de un cardenal del Vaticano?

– ¿Su fe? ¿Su respeto a Dios? ¿Su miedo al cardenal Lienart? -respondió Mahoney.

– ¿Qué quieren de mí?

– Su eminencia quiere que a través de usted su fundación haga una oferta a la señorita Brooks por el libro de Judas. Ella no debe saber quién es el interesado.

– ¿Y si me lo pregunta?

– Dígale que es un coleccionista millonario que desea fervientemente tener en su colección el libro, o mejor dicho, dígale que es para un millonario que tiene intención de donarlo a una universidad en Estados Unidos, pero bajo ningún concepto mencione al Vaticano.

– ¿Y si no acepta la oferta? -preguntó el director de la Fundación Helsing.

– Aceptará, créame. No podrá negarse a la oferta que usted le planteará.

– ¿Cuándo quieren que haga la propuesta?

– Sabemos que tiene previsto visitarles en pocos días, ése será un buen momento.

– ¿Cuánto debo ofrecerle?

– Será una oferta única por diez millones de dólares. Una vez que acepte, le serán abonados cinco millones en la cuenta que desee. Cuando el libro esté en nuestro poder se le entregará el resto del dinero.

– ¿Cómo sabe que la señorita Brooks aceptará su oferta? Por lo que tengo entendido no necesita dinero. Es bastante rica como para rechazarla.

– Ella no desea el libro. Sólo desea conocer su contenido desde el punto de vista científico y eso no es peligroso para el Vaticano. Asegúrese de hacerle la oferta cuando les visite. Buenas tardes, señor Aguilar.

– Buenas tardes, monseñor, y por favor presente mis respetos a su eminencia.

– Así lo haré. Descuide.

El viaje por Egipto había sido para Afdera absolutamente extenuante, pero a la vez clarificador. Necesitaba respuestas y esperaba poder encontrarlas en la Fundación Helsing. Afdera no estaba segura de qué deseaba más: conocer los secretos del libro o ver a Max de nuevo. En una página del diario de su abuela, la joven había escrito en letra pequeña y prolija los nombres de Charles Eolande, Leonardo Colaiani y Vasilis Kalamatiano. Esos nombres formaban tres nuevos eslabones en la cadena de misterios que rodeaban al evangelio de Judas y estaba dispuesta a llegar hasta ellos, costase lo que costase.

En su mente aún le rondaba el consejo que le había dado Badani de no acercarse a Kalamatiano, pero necesitaba respuestas.

Cuando se abrió la puerta del avión en la pista del pequeño aeropuerto Bern Belp, una oleada de aire fresco golpeó el rostro de Afdera. Le gustó aquella sensación en su rostro tras el calor sofocante del país del Nilo.

Se dirigió lentamente hasta la terminal, tomó un taxi y pidió al conductor que la llevase hasta el Hotel Bellevue Palace. Le gustaba aquella ciudad. Se sentía segura.

Cuando estuvo instalada en la habitación del hotel, Afdera marcó el teléfono de la Fundación Helsing y pidió hablar con Sabine Hubert.

– ¿Señorita Brooks? El señor Aguilar desea hablar con usted, le paso con él.

– Señorita Brooks, ¡qué alegría tenerla nuevamente en Berna! -la saludó Renard Aguilar-. Esperábamos verla antes por aquí.

– Sí, pero tenía asuntos que tratar en Egipto.

– Me ha informado la señora Hubert de que tiene usted previsto venir a la fundación para mantener una reunión especial con el equipo que está llevando a cabo la restauración y traducción del evangelio.

– Sí, así es. ¿Es que hay algún problema?

– Oh…, no, ningún problema. Será un placer enviarle un coche para recogerla y conducirla a nuestros laboratorios. Allí podrá ver cómo se están desarrollando los trabajos de restauración del libro. Al fin y al cabo, es usted quien paga.

– Así es. Yo soy quien paga.

– Pueden ustedes reunirse en una sala especial que tenemos aquí. Después de su reunión me gustaría invitarla a cenar. Tengo un asunto que proponerle y estoy seguro de que será de su interés -propuso Renard Aguilar al tiempo que cogía un caramelo de menta de la marca Edelweiss de un jarrón cercano, desenrollaba con habilidad el papel con los dientes y se lo metía en la boca.

– Acepto su invitación. Mañana a las nueve de la mañana puede recogerme el coche en el Bellevue Palace para ir a la fundación y por la noche cenaremos juntos. Estaré preparada para entonces.

– Muy bien. Le diré a mi secretaria que se ocupe de hacer una reserva para mañana por la noche en el restaurante Della Casa. Le gustará su Bernerplatte. Es el mejor de la ciudad. Ahora, si quiere, le paso con la señora Hubert. Perdone por la irrupción -se disculpó falsamente Aguilar.

– No se preocupe. Nos vemos mañana.

Segundos después, Afdera pudo oír la apacible voz de Sabine Hubert,

– ¿Cómo estás, querida?

– Muy bien, Sabine. Con muchas ganas de verte y de que me enseñes lo que habéis hecho con mi libro.

– Vas a quedarte impresionada. Todo el equipo tiene muchas ganas de conocerte. Hemos trabajado mucho.

– Yo también tengo ganas de conocerlos. Quería preguntarte algo, Sabine.

– Dime. Lo que quieras.

– ¿Sabes si Maximilian Kronauer está estos días en la fundación?

– Hace semanas que no lo he visto, pero él suele trabajar en la sede de la fundación en Gurten y yo trabajo en los laboratorios en Freiburgstrasse, así es que es normal que no hayamos coincidido. Puedes preguntárselo al señor Aguilar.

– No, prefiero no hacerlo. Muchas gracias, Sabine. Mañana por la mañana nos vemos -se despidió Afdera.

– Desayuna fuerte. Te espera una mañana muy intensa. Te lo aseguro -le advirtió la restauradora.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana en punto, el Mercedes Benz enviado por la Fundación Helsing esperaba ya a Afdera con la puerta trasera abierta.

El trayecto transcurrió tranquilo, atravesando bosques, parques y estrechas calles, hasta salir de la ciudad por la zona oeste para conectar con la autopista 12. El Mercedes comenzó a acelerar, manteniéndose en el carril derecho. Luego, el vehículo salió de la autopista en dirección a Freiburgstrasse hasta alcanzar una zona industrial en donde se levantaban enormes naves de material de construcción, recambios de vehículos y muebles de jardín.

A la altura del cruce con Meriedweg, el vehículo hizo un giro a la derecha y entró en una zona de control junto a una nave que desde el exterior no levantaba ninguna sospecha. Parecía un hangar de los que se utilizan para acoger a los grandes aviones en los aeropuertos internacionales.

Nada más detenerse, salieron de una garita blindada dos hombres armados. Uno de ellos llevaba una carpeta en la mano.

– La señorita Afdera Brooks. Tiene una cita con la señora Sabine Hubert -dijo el chófer al vigilante.

– Puede pasar -indicó uno de los guardias armados tras consultar su carpeta-. Gire a la derecha y aparque al final. La señorita Brooks debe registrarse en seguridad, en la recepción principal. Allí una persona la acompañará hasta el lugar de su reunión.

– Muchas gracias -respondió el conductor.

A Afdera le llamaron la atención las fuertes medidas de seguridad. Cámaras de circuito cerrado, alarmas por todas partes, perímetro de alambradas y hombres armados. Tras registrarse en la recepción, la joven que se sentaba al otro lado se levantó y le rogó que la siguiese.

Observando la higiene que se respiraba en el laboratorio, aquello parecía más un hospital que una nave industrial, aunque la verdad es que ningún extraño que pasase por la zona podría sospechar siquiera que en el interior de aquel edificio prefabricado se conservaban y restauraban las más exquisitas y valiosas obras de arte del mundo.

Al llegar ante una gran puerta de caoba, «algo que no pegaba con aquel ambiente», pensó Afdera, la recepcionista la abrió dando paso a una gran sala de juntas con una lustrosa mesa en el centro y varios confortables butacones Chesterton de cuero rojo a su alrededor.

Al verla entrar, Sabine Hubert se acercó a ella para darle un abrazo.

– ¿Cómo ha ido ese viaje a Egipto?

– Movido, bastante movido.

– Déjame que te presente al resto del equipo -dijo Sabine mientras se acercaban a ellas cuatro hombres.

– Te presento a Werner, especialista en papiro; Burt, nuestro experto en origen del cristianismo; Efraim, nuestro experto en copto y arameo; y John, nuestro técnico en datación por radiocarbono.

Los cuatro hombres citados fueron estrechando su mano y sentándose alrededor de la mesa. Burt Herman, estadounidense, era guapo a pesar de su incipiente calvicie. Hablaba de forma directa y se le consideraba como el mayor experto en origen del cristianismo. John Fessner, canadiense, era mundialmente reconocido por sus trabajos en la datación por radiocarbono de importantes obras de arte de la antigüedad. Actualmente dirigía el Instituto de Ciencias Avanzadas de Ottawa. Efraim Shemel, israelí, era uno de los mejores especialistas en lengua copta y arameo. Durante varios años había dirigido el Departamento de Copto de la Universidad de Berlín y ahora trabajaba en la Universidad de Tel Aviv. Werner Hoffman, alemán, era un gran conocedor de todo lo relacionado con los papiros.

– Bien, estamos aquí para darte toda la información que por ahora tenemos de tu libro, o mejor dicho, del libro de Judas -precisó Hubert-. Haremos una presentación y después, cuando finalicemos, podrás hacernos las preguntas que desees. ¿Te parece bien?

– Sí, estupendo. Adelante.

– El libro fue escrito en papiro, que, como bien sabes, tiene más resistencia que cualquier papel fabricado hoy día. Para convertir el papiro en material para escribir se desprendían jirones de la médula de la planta. Se colocaban sobre una superficie plana y se ponía una capa de tiras parecidas en tamaño en perpendicular a ellas. Entonces se prensaban, se secaban y se pulían. Así se crearon las páginas que conforman el libro. Se trata de un códice formado por pliegos. Calculamos que originariamente debía estar formado por treinta y dos pliegos o, lo que es lo mismo, sesenta y cuatro páginas. Algunas de ellas parecen mapas, pero realmente son páginas tan deterioradas que el texto prácticamente ha desaparecido. El idioma en el que está escrito es, sin duda alguna, el copto. Al principio, algunas de sus páginas eran ilegibles debido a los vacíos, pero se les fueron insertando algunos de los fragmentos que venían sueltos con el libro, lo que ha permitido reconstruir las líneas de texto. Su cubierta de cuero, aunque está descolorida y desgastada, puede recuperarse. El libro contiene un relato bíblico, un tipo de mensaje de fe o de alguna creencia. Más tarde Burt podrá hablarte del contenido desde el punto de vista religioso. Queremos decirte que el libro consta realmente de cuatro documentos independientes: la epístola de Pedro a Felipe, el primer apocalipsis de Jaime, Alógenes y el evangelio de Judas.

Sabine Hubert hizo una breve pausa para servirse un vaso de agua mientras Afdera continuaba tomando notas en un cuaderno con el escudo de la Fundación Helsing.

– Cada códice tiene una personalidad propia. Como conservadora traté de llegar a conocer esa personalidad. Me acerqué al libro, lo sentí, para comprenderlo mejor. Para unir sus páginas con los fragmentos sueltos, utilizamos dos sistemas: observar a través del microscopio las letras en copto como si fueran trazos, más que letras, y luego, gracias a Efraim, analizando las palabras y juntando los trozos para completar una frase concreta. Hemos conseguido por ahora recuperar dos tercios del libro. El resto será más difícil -explicó Hubert mientras extraía una especie de plancha de cristal formada por dos cristales unidos.

Afdera pudo observar entre las dos planchas de cristal una de las páginas del evangelio con sus letras en copto perfectamente alineadas.

– No pongas esa cara de felicidad -le advirtió la conservadora-, faltan muchos trozos de proporciones considerables. Incluso hay páginas a las que les faltan secciones enteras.

– ¿Existe alguna forma de saber qué decían esas secciones desaparecidas?

– Es muy difícil -intervino Herman-. Creemos que faltan cuatro o cinco páginas de la carta de Pedro a Felipe y de la sección dedicada a Jaime. Había siete carpetas de color marrón con docenas de fragmentos del mismo códice que el evangelio de Judas. La epístola de Pedro a Felipe y el primer apocalipsis de Jaime están indexados en el códice antes que el evangelio de Judas. Los fragmentos son de varios tamaños, hay incluso algunos que no son más grandes que un sello de correos. Aparte de estas dos secciones, había otras cinco mayores, casi páginas enteras de la misma parte del libro de Judas. Hemos analizado el papiro de diferentes secciones del libro y todos coincidimos en que fue escrito por la misma mano.

– ¿Pueden confirmarme que se trata del evangelio de Judas?

Los cinco expertos reunidos en torno a ella coincidieron afirmativamente.

– ¿Cómo podemos saber que el evangelio se refiere a Judas Iscariote y no a Judas Tadeo, por ejemplo? -volvió a preguntar.

Efraim Shemel se acercó a una de las fotografías desparramadas sobre la mesa y que mostraban algunas de las páginas ya traducidas y señaló una pequeña línea de caracteres coptos en una de ellas.

– Aquí pone Judas Ish-Queriot. El nombre de Judas tiene sus raíces en Judea. Ish equivale a 'hombre' en hebreo. Los mayores expertos, incluido Burt, están de acuerdo en afirmar que el sobrenombre 'Iscariote' no es un apellido, sino 'un hombre que procede de la ciudad de Queriot'.

Burt Herman interrumpió a Shemel.

– Queriot era un pueblo situado en las montañas de Judea, frente al mar Muerto, no muy lejos de la ciudad de Arad. Ésta sería una explicación del sobrenombre. Otra versión es la que dice que el sobrenombre de Iscariote no se refiere a un lugar geográfico, sino a los sicarios o zelotes, una secta judía muy combativa contra los romanos. Fueron los que se atrincheraron en Masada.

– ¿No había otro apóstol que pertenecía a los zelotes?

– Sí, posiblemente Simón el Cananeo. En el evangelio apócrifo etíope Testamento en Galilea de Nuestro Señor Jesucristo, se menciona a Judas como zelote en el capítulo II, versículo 12. Curiosamente se le reconoce como hijo de Simón el Cananeo o Canaita. El nombre de Iscariote sería al parecer más un apelativo derivado de ishi-karioth u 'hombre de la sica', el terrible puñal curvo que portaban los sicarios -aclaró Herman.

– ¿Puede ser una falsificación muy bien tratada?

– Imposible -respondió John Fessner-. El estudio de radiocarbono es inapelable.

Burt Herman volvió a tomar la palabra.

– Además, señorita Brooks, ¿cuánta gente hay en este planeta que pueda realizar una falsificación así? ¿Diez, quince, veinte personas? Y en este momento debe descartar a cinco de ellas, porque estamos aquí reunidos con usted.

– ¿Podría ser entonces una falsificación antigua?

– Se trata de una traducción en copto de un documento anterior, posiblemente escrito en griego, o incluso en arameo. Quizá sea la única copia existente tomada directamente del original -señaló Efraim-. La mayor parte de los documentos gnósticos pertenecen a los siglos II y III. La autenticidad se puede determinar por la epigrafía, el análisis de la caligrafía en el papiro. La epigrafía en sí misma está marcada por el tipo de sangrías características de los textos coptos. He estudiado las letras de su libro y está claro que es el tipo de caligrafía usada por algún antiguo escriba copto.

– ¿Por qué no está escrito en arameo?

– El arameo era la lengua franca de la orilla oriental del Mediterráneo en la época de Jesús, cuando vivió Judas. Se cree que el Mesías predicó y conversó con sus apóstoles en arameo. Lo cierto es que el griego terminó superando al arameo en la orilla oriental durante el origen del cristianismo. También se hablaban las lenguas clásicas en diversas formas. El copto, en cambio, usaba el alfabeto griego básico. Y el libro está escrito en copto -respondió Shemel.

– ¿Pueden decirme cuándo fue escrito?

– Hemos tomado muestras del manuscrito y de la portada de cuero. También dataremos exactamente el papiro que hay en su interior. Después llevaremos las muestras extraídas al Instituto de Ciencias Avanzadas de Ottawa. En pocos días podría darle una fecha lo más aproximada posible -respondió Fessner.

– ¿Qué posibilidades hay de que el autor copto hubiera creado el libro sin ninguna base científica o religiosa?

Burt Herman tomó la palabra.

– Ninguna. No hay ninguna posibilidad de comprobarlo, pero cuando tengamos casi el cien por cien traducido, el texto nos podrá confirmar algo más. Por ejemplo, aparece un nombre repetido varias veces. Eso quiere decir que ese personaje debía tener un peso social importante, o tal vez, podría tratarse de alguien que conoció a Judas.

– ¿Cuál es ese nombre?

– Eliezer -respondió Herman-.Pero quiero que Efraim termine la traducción para intentar saber qué papel jugó ese tal Eliezer en el evangelio. Tal vez podamos darle una explicación. De momento sólo sabemos que aparece mencionado en muchas ocasiones. Quizá se trate de la persona que escribió el libro, o tal vez la fuente en la que se basó el encargado de redactarlo. Aún no estamos en condiciones de asegurar nada.

– ¿Se podrá saber si este evangelio de Judas pudo ser escrito antes que los cuatro evangelios?

– Lo que tenemos aquí, concuerda perfectamente con la condena por parte de Irineo. Lo que sí puedo ya confirmarle es que su evangelio fue escrito después del evangelio de Juan, que es el más actual de los cuatro que hoy conocemos. El evangelio de Marcos fue escrito entre el año 70 y el 71 de nuestra era; el evangelio de Lucas, entre el 80 y el 90; y el de Mateo, entre el 80 y el 90 también; mientras que el evangelio de Juan está datado entre el 90 y el 110 de nuestra era. Lo cierto es que Irineo citaba en concreto este evangelio de Judas como un libro herético.

– ¿Quién es ese Irineo?

– Se puede decir que Irineo de Lyon es el padre de la Iglesia católica, tal y como hoy, en pleno siglo XX, la conocemos. Cerca del año 180 de nuestra era, en lo que actualmente es Francia, Irineo escribió un duro ataque contra el evangelio de Judas -afirmó Burt Herman sacando del bolsillo trasero de su pantalón un pequeño cuaderno de tapas negras para leer un pasaje concreto-. Irineo escribió: «Este evangelio trataba sobre la relación de Jesús y Judas y afirmaba que Judas en realidad no traicionó a Jesús, sino que pudo ser otro apóstol quien lo traicionase para convertirse en el guía. Judas era el único que conocía la verdad del modo en que Jesús quería transmitir su mensaje a la cristiandad. Esta versión era inadmisible para los primeros dirigentes de la Iglesia católica, así que hace mil ochocientos años unos pocos decidieron censurarla, borrarla, destruirla, para que esta historia no volviera a salir a la luz jamás.

– ¿Quiere decir que ese tal Irineo conocía ya este evangelio?

– Sí -respondió el experto en origen del cristianismo-. Irineo nació en Esmirna y vivió entre los años 102 y 202 de nuestra era. Durante el segundo siglo del cristianismo ayudó a definir los principios fundacionales y la teología de la nueva Iglesia. Irineo era un intelectual de su tiempo. Fue sacerdote, obispo y, tras su muerte, lo declararon santo. ¿Es usted católica, señorita Brooks?

– Sí, lo soy, aunque no muy practicante.

– ¿Sabe que muchos católicos se sorprenderían al saber que en los inicios del cristianismo no podían jactarse de tener una Biblia definitiva? El cristianismo tardó casi trescientos años en admitir de manera informal lo que había sido aceptado de manera general como el Nuevo Testamento.

– ¿Cuántos evangelios circulaban entonces?

– Infinidad de ellos. Desde los que conforman el Nuevo Testamento, los de Marcos, Mateo, Juan y Lucas, hasta otros como los de Tomás, el de la verdad, de Felipe, de Bartolomé, de Pedro, el evangelio armenio de la infancia, el secreto de Marcos, el evangelio de los egipcios, el evangelio de los hebreos… incluso circula un evangelio de María. Hay casi una treintena de ellos, y todos, incluido el suyo de Judas, se declaran como emisores de la verdad.

– ¿Pero coincidían todos ellos en la vida de Jesús o en el papel de Judas?

El especialista soltó una carcajada antes de responder.

– Señorita Brooks, cuando Jesucristo fundó el cristianismo y fue crucificado por ello, surgieron decenas de grupúsculos que seguían el mensaje de Dios. Los carpocracianos, los marcionitas, los ebionitas y un sinfín más de «itas». Todos ellos creían en Dios, pero de diferente forma. Irineo sabía que su misión sería la de proporcionar a los diferentes grupos cristianos, no sólo en la Galia, sino en todo el mundo, un marco teológico. De esta forma, creó un marco permanente en el que se forjaron las bases que se adoptarían ciento cuarenta años después, en el Concilio de Nicea del año 325, y que marcó el punto de inicio de la Iglesia tal y como hoy la conocemos. Irineo escribió una obra de más de setenta volúmenes titulada Adversus Haereses, Contra las herejías, en donde estaba incluido el evangelio de Judas. Atanasio de Alejandría ratificó las palabras de Irineo cuando escribió: «Éstas son las fuentes de salvación que pueden satisfacer a aquellos que están sedientos con las palabras vivas que contienen. Sólo en ellas se proclama la doctrina de la piedad».

– ¿Quién puede ser ese Eliezer del que habla el evangelio de Judas?

– No lo sé. En el evangelio, el tal Eliezer parece una especie de seguidor de Judas Iscariote, pero lo más curioso de todo es que no aparece reflejado como un prosélito de secta alguna del cristianismo o del propio Jesucristo. Como le he dicho, cuando Efraim consiga traducir la mayor parte de su evangelio, podremos responder a su pregunta.

– ¿Cómo puede haber sobrevivido el evangelio a la quema por parte de ese tal Irineo o de Atanasio?

– El texto, escrito en dialecto sahídico del copto, está lleno de elementos lingüísticos que apuntaban hacia el Egipto Medio o incluso al delta del Nilo, tal vez a la zona de Damietta o Alejandría. Los tratados de esa época eran presuntamente traducciones de textos escritos originariamente en griego, pero éste, incluso, según el texto que hasta ahora hemos conseguido traducir, bien podría ser una traducción en copto de un texto en arameo. Lo más seguro es que el libro condenado por Irineo y después por Atanasio fuese una copia de una copia de una copia, y no el original. Un evangelio se puede condenar, pero no se puede destruir -precisó Efraim.

– ¿Por qué creen ustedes que a alguien le interesaría destruir este libro?

– ¿Se refiere a la época de Irineo y Atanasio o a la actualidad? -dijo Burt Herman mirando a la joven directamente a los ojos.

– A la actualidad.

– Puede que porque ya Irineo de Lyon había mostrado su cólera contra este libro hereje, una cólera ratificada años después por Atanasio de Alejandría. Déjeme explicarle algo, señorita Brooks. Los herejes de entonces atribuían a Judas la cualidad de haber sido el «elegido» y, por tanto, de ser el único apóstol en poseer esa gnosis que le permitió llevar a cabo el «misterio» de la traición con todas sus consecuencias beneficiosas para el origen del cristianismo. Irineo aseguraba que los herejes eran crédulos y que el libro de Judas contenía una serie de ideas basadas en la mentira, pero siempre con la idea preconcebida, tal y como ahora tenemos todos nosotros, de que Judas era el malo de la historia. Este texto de Judas, o del tal Eliezer, podría invertir el veredicto pronunciado por once hombres de la Iglesia primitiva sobre un tipo traidor y ambicioso que vendió a su maestro por unas pocas monedas y después se ahorcó en un árbol. Resulta que este libro bien podría demostrar que Judas no traicionó a Jesús, sino que fue entregado por Judas tras una orden del propio maestro. Si Judas fue el elegido para esa dura tarea, tal vez Jesús tenía planeado que fuese él, Judas, quien debería heredar su liderazgo y no Pedro. Eso molestaría a más de uno en el Vaticano, ¿no le parece?

– Puede ser.

– Los antiguos griegos, que sabían muy bien de lo que hablaban, solían decir que el 'destino', o moira en griego, estaba entretejido fibra por fibra. Lo mismo te ocurre a ti con este libro y el mensaje de Judas -dijo Sabine, poniendo sus manos sobre los hombros de Afdera-. Lo mismo ocurre con el destino humano, donde los caminos se cruzan de forma inesperada, casi como fibras unidas con otras fibras, de manera imprevista, sin que estuviera planeado. Tal vez tu destino no sea conocer el contenido de este libro.

– Sí, Sabine, pero mi abuela, al morir, se preocupó de ponerme en el mismo camino de Judas. Se encargó de tejer las fibras de las que hablas para cambiar mi destino.

– Eso me suena a crítica hacia tu abuela.

– ¡Oh, no lo es! Aunque tal vez sí sea una recriminación por no haberme dado opción a elegir mi propio destino. Ella decidió por mí que debería ser yo la encargada de descifrar el significado del libro de Judas y su mensaje.

– Ésa puede ser tal vez tu misión hacia Judas. Puede que pases a la historia como la persona que hizo cambiar de opinión a millones de seres humanos sobre un personaje como Judas. ¿Quién sabe? -apuntó Sabine dirigiendo una gran sonrisa a Afdera.

– Puede que tengas razón, pero ¿cuándo podremos saber más detalles? Me gustaría conocer cuanto antes la traducción total del libro o, por lo menos, encontrar alguna pista de ese tal Eliezer.

– Danos un par de semanas y tendrás esas respuestas. Ahora conviene que seamos prudentes para poder trazar una línea histórica desde adelante hacia atrás, para esbozar un nuevo perfil de Judas. Primero debemos saber lo que dice el libro, para analizar a sus protagonistas, conocer quién lo escribió, saber de qué otro texto se copió o en cuál se basó su autor. Cuando tengamos todos estos datos, tal vez podrás saber algo más de tu misterioso Eliezer.

Después de la reunión y un almuerzo informal con el grupo de científicos y directivos de la fundación, Afdera visitó los laboratorios en donde se estaba llevando a cabo la restauración del libro. Escáneres, mesas de luz, potentes microscopios y productos químicos se alineaban ordenadamente en las estanterías y mesas. Fuera del laboratorio, la luz empezaba ya a apagarse sobre Berna.

Afdera miró su reloj tras despedirse de Sabine y del resto del equipo. Antes, la restauradora había llamado a seguridad para que acompañasen a la joven hasta el coche que la esperaba en la entrada para llevarla al restaurante en donde cenaría con Renard Aguilar. «¿Qué querrá proponerme Aguilar?», pensó Afdera mientras circulaba ya en dirección al centro.

Unos minutos más tarde, el Mercedes se adentraba en la parte antigua rumbo a la Schauplatzgasse. En el número 16 y entre grandes edificios se levantaba, desde 1892, uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Nada más entrar en el local, apareció Aguilar acompañado de un hombre con el típico uniforme de chef y su nombre bordado en el bolsillo: Michele Rugolo.

Rugolo era el hombre que había convertido aquel local en uno de los más concurridos por los gastrónomos europeos que visitaban la ciudad.

– Por favor, síganme y les acompañaré hasta su mesa -dijo Rugolo-. Primero les serviremos un aperitivo y después probarán nuestro famoso Bernerplatte, que incluye doce variedades de carne y embutido, patatas y sauerkraut. Espero que tengan apetito.

Cuando el chef se alejó, Aguilar se dirigió a Afdera.

– Es usted muy hermosa, señorita Brooks, si me permite decírselo.

– Muchas gracias, pero creo que este encuentro no era una cita, sino una reunión para hablar de negocios.

– ¡Oh, ustedes, las americanas, qué poco dadas son a recibir elogios por su belleza! -dijo Aguilar con el fin de suavizar la tensión que se había creado tras la brusca respuesta de la joven.

– Déjeme decirle que soy mitad americana y mitad italiana, o mejor dicho, veneciana, así que, efectivamente, somos poco dadas a saber recibir un halago de un hombre. Mi abuela decía que un halago de un latino eran palabras perdidas en el viento.

– Yo soy mitad venezolano, mitad suizo, o mejor dicho, ginebrino, así es que permítame indicarle que tengo más de suizo que de latino.

– Touché! -exclamó la joven.

Renard Aguilar era un personaje misterioso en el mundo del mercado de obras de arte y antigüedades. Su nombre había estado oscuramente relacionado a principios de la década de los años setenta con la compraventa de antigüedades de dudosa procedencia. Parece ser que, siendo director de una famosa galería en Estados Unidos, Aguilar habría comerciado con un espléndido busto de un faraón que posteriormente vendió por un millón doscientos mil dólares de la época. La pieza había sido sacada de Egipto ilegalmente y el gobierno de El Cairo, al descubrir la operación, exigió al Departamento de Estado su devolución. El FBI consiguió pruebas suficientes para demostrar que Renard Aguilar podría haber estado relacionado con el tráfico ilegal de piezas desde Egipto y Oriente Próximo para los grandes museos y coleccionistas de Estados Unidos.

Aguilar fue condenado a tan sólo un año de cárcel que ni siquiera llegó a cumplir. Alguna poderosa mano consiguió, al ser su primer delito, que supliese la cárcel por trabajos comunitarios en colegios y centros de la tercera edad, impartiendo conferencias sobre arte. Después de aquello, y cuando parecía que la carrera de Aguilar estaba acabada, reapareció en la ciudad de Berna como director de la poderosa Fundación Helsing. Ahora, aquel suizo-venezolano, vestido con un elegante traje a medida, con la manicura hecha y con un Rolex de oro en su muñeca, se sentaba ante Afdera para proponerle un negocio que sería difícil rechazar.

Después de la cena y mientras servían café y licores en la mesa, el director tomó la palabra. Antes extrajo de su bolsillo un caramelo de menta Edelweiss y se lo introdujo en la boca con rapidez.

– Estoy dejando de fumar y estos dichosos caramelos de menta calman un poco mi adicción a la nicotina -se disculpó, colocando el papel del caramelo sobre su plato-. Y ahora, querida señorita Brooks, la he hecho venir aquí, a cenar conmigo, para hacerle una oferta.

– ¿De qué oferta se trata? -preguntó Afdera.

– Un coleccionista y mecenas muy importante de Estados Unidos, que ha entregado millones de dólares a nuestra fundación, desea que en su nombre le ofrezca ocho millones de dólares por su libro de Judas.

La joven lanzó un pequeño y largo silbido.

– Caray, ¿y quién es ese mecenas tan rico?

– Perdóneme que no se lo diga, pero me ha pedido que su nombre permanezca en el más absoluto anonimato. No desea que se conozca su nombre porque no es relevante para el destino del libro. El comprador…

– … el posible comprador -le corrigió Afdera.

– Sí… el posible comprador tan sólo pagará el libro para después donarlo a una gran universidad de Estados Unidos que aún no ha decidido cuál será.

– Si quisiera vender el libro, pondría mis propias condiciones para esa venta.

– Me imaginaba que así sería. ¿Cuáles son esas condiciones? Tal vez podríamos suavizarlas en cierta manera para conseguir contentar a las partes.

– Lo dudo, porque a la única parte que hay que contentar es a mí, que soy quien tiene el libro de Judas.

– ¿Aceptaría usted una cifra más alta por suavizar esas condiciones?

– No. No es cuestión de dinero. No lo necesito, ni mi hermana tampoco. Ella es propietaria del cincuenta por ciento del libro, así que ella deberá tomar la mitad de la decisión -precisó Afdera.

– ¿Cuáles serían esas condiciones?

– La primera es que libro debe ser entregado a una fundación, universidad o biblioteca para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. La segunda, que el libro deberá ceder un número de semanas al año a diversos museos, fundaciones y organizaciones culturales para su exposición en otros países. La tercera, que tanto mi hermana como yo podremos reclamar información sobre el libro en cualquier momento, en cualquier lugar. La cuarta, que la cantidad deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza. La quinta, que la operación de traspaso de la propiedad del libro no se llevará a cabo hasta que no se finalicen los trabajos de restauración y traducción. La sexta, que todas las copias de las páginas del libro serán donadas a la Fundación Helsing por parte del comprador. Si está de acuerdo con las seis condiciones anteriores, dé por hecho que tanto mi hermana como yo aceptaremos vender el libro a su mecenas misterioso. Si el comprador las acepta, mi abogado Sampson Hamilton se ocupará de los contratos.

– Vaya, veo que estaba usted preparada para esta cena.

– Así es. Lo estaba. Y ahora, si no le importa, es tarde y me gustaría que el chófer me llevase a mi hotel -pidió Afdera. Los dos se levantaron de la mesa y se dirigieron a la salida.

Mientras Aguilar abría la puerta del Mercedes, la joven se giró hacia su interlocutor.

– Esperaré su respuesta para hablar con mi hermana. No vale la pena que le adelante nada si su mecenas misterioso no desea cumplir alguna de mis condiciones. -Cuando el coche se disponía ya a arrancar, la joven hizo una señal al conductor para que no iniciase la marcha. Sacó la cabeza por la ventanilla y le preguntó a Aguilar-: Por cierto, señor Aguilar, ¿sabe si el señor Kronauer está en Berna?

– ¡Oh, Maximilian! No, hace tiempo que no sabemos nada de él en la fundación. Debe venir en estas próximas semanas a Berna a una conferencia o un proyecto que está preparando -respondió, al tiempo que extraía otro caramelo de menta de su bolsillo y se lo introducía en la boca.

– Muchas gracias por la información. Espero su respuesta a mis condiciones.

A la mañana siguiente Afdera tenía previsto regresar a Venecia. Pasar unos días junto a su hermana Assal la ayudaría a relajarse del duro viaje a Egipto. Su rostro mostraba todavía las secuelas del intento de violación que había sufrido en Maghagha. Cuando llegase a la Ca' d'Oro debía llamar a Abdel Gabriel Sayed para pedirle ciertos datos del libro. También telefonearía a Rezek Badani, para saber si la policía había descubierto la identidad del hombre que los había atacado aquella noche antes de arrojarse por la ventana. En su bolso guardaba aún el extraño octógono de tela que llevaba aquel tipo en su bolsillo, igual al que encontraron en los cadáveres de Boutros Reyko, el antiguo socio de Badani, y de Liliana Ramson. ¿Qué significado tendría ese trozo de tela?

Cuando los primeros rayos de sol entraban por la ventana, un fuerte sonido interrumpió el sueño de Afdera. Medio dormida intentó alargar la mano para apagar un insistente despertador. Tardó unos segundos en reconocer el sordo zumbido del teléfono.

– ¿Dígame? -preguntó con voz somnolienta.

– Hola, preciosa -dijo la voz al otro lado de la línea.

– ¿Max? ¿Eres tú? -preguntó, dando un pequeño brinco en la cama.

– Sí, soy yo. ¿Qué tal estás?

– Muy enfadada contigo. Has estado desaparecido y no sé nada de ti desde que nos vimos en Venecia -atacó la joven con voz inocente, como la que ponía cuando hacía alguna maldad infantil en su casa y sus padres se disponían a castigarla. Aquella voz candorosa e ingenua le había dado resultado muchas veces.

– ¿Desde dónde me llamas? ¿En qué país estás?

– No muy lejos de ti -dijo Max.

– ¿Estás en Italia?

– No exactamente.

– ¿Entonces dónde estás? -preguntó ansiosa Afdera.

– Aquí, pocos metros más abajo de tu habitación. Estoy en la recepción de tu hotel.

– Pues te ordeno que no te muevas de ahí. No hables con nadie, no respires. Bajo ahora mismo… -dijo.

– Aquí te espero, pero vístete antes de bajar. Hay mucha gente elegante y podrían escandalizarse al ver a una mujer desnuda.

– Descuida. Me pondré al menos ropa interior.

Minutos después, Afdera bajaba casi corriendo por las escaleras alfombradas del hotel en dirección a la recepción.

– Gunther, ¿ha visto al señor que ha llamado a mi habitación hace unos minutos?

– El señor Kronauer la está esperando en el bar-respondió el jefe de recepción.

Afdera aligeró el paso, pero lo redujo antes de entrar para que no se diese cuenta de que estaba ansiosa por volver a verlo. Al entrar en el café, vio a Max en la última mesa, dando la espalda a la puerta y leyendo un ejemplar del Herald Tribune.

La joven se acercó a él en silencio y le tapó los ojos por detrás.

– ¿Quién soy?

– Ese fresco olor a colonia de Hermés, con esencias de mandarina, sólo puede ser de una señorita muy fea llamada Afdera -respondió Max entre risas.

– Todavía estoy muy enfadada contigo.

– ¿Y cómo podría resarcirte de ese enfado?

– ¿Pagando tú el desayuno? ¿Pasando el día conmigo? ¿Pasando la noche conmigo…?

– Empecemos primero por el desayuno.

Durante horas, Afdera relató a Max su viaje a Alejandría, Mag-hagha y El Cairo, su incidente con los dos violadores, el asesinato de Liliana Ramson, el intento de asesinato de Rezek Badani, el suicidio del asesino, el extraño octógono de tela que extrajo de un bolsillo del asesino, su viaje a Berna, su reunión con el equipo encargado de la restauración y traducción del evangelio de Judas, su cena con Renard Aguilar y su oferta millonada por el libro.

– Buf…, yo que tú se lo vendería. Ocho millones de dólares es mucho dinero. Podrías retirarte para toda tu vida.

– Ya puedo retirarme para toda la vida con el dinero que heredé de mis abuelos. No me hace falta el dinero de Aguilar -respondió Afdera.

– Entonces, quédate con el libro y no se lo vendas a ese tipo misterioso.

– No es una cuestión de dinero. He impuesto a Aguilar varias condiciones, y si son aceptadas, no tendría inconveniente en vender el evangelio. Si me quedo con el libro, sólo podrán estudiarlo unos pocos, pero si se lo vendo a ese mecenas, muchos investigadores podrán admirarlo y estudiarlo en una institución de Estados Unidos.

– ¿Ya sabes quién es el tipo que te ha hecho la oferta?

– No. Aguilar me dijo que el mecenas no quería que supiese su nombre. La idea es que la adquisición sea negociada por el mismísimo Aguilar. Cuando yo tenga en mi poder la traducción completa del evangelio, decidiré si se lo vendo a ese tipo, aunque no sepa quién es. Y ahora, ¿vas a decirme dónde has estado todas estas semanas?

– He estado visitando a un tío mío en Italia. Después estuve en Londres dando una conferencia en el Aula de Cultura del Museo Británico. De Londres viajé a Alemania para ver un texto escrito en arameo que la Universidad de Berlín quiere que traduzca. De Alemania a Berna para ver a una gran amiga llamada Afdera… -respondió Kronauer.

En ese momento, Afdera miró su reloj y comprobó la hora.

– Oh, me queda poco tiempo. Tengo que hacer el equipaje. Debo coger el avión a Venecia. ¿Quieres subir un rato a mi habitación y ayudarme?

– Oh, muchas gracias, pero no puedo. He de hacer varias llamadas antes. Después, si quieres, te vengo a buscar y te acompaño al aeropuerto.

– Bueno, en otra ocasión será. No hace falta que me acompañes. Ya soy mayorcita y puedo ir sola. No te molestes.

– No es ninguna molestia. Me gusta estar contigo.

– Pues no lo parece, Max. Siempre que intento llegar a algo más, dar un paso más, siento cómo tú te pones en guardia para impedírmelo.

– Algún día entenderás el porqué de mi reacción, pero hasta entonces es mejor que siga siendo así.

– ¿Es que estás casado?

– En cierta forma sí, pero no como tú te imaginas. No hay otra mujer, si es a eso a lo que te refieres. Por ahora no puedo explicarte más. Sólo quiero que confíes en mí -dijo Kronauer, rodeando con sus brazos el pequeño cuerpo de Afdera.

– Me tengo que ir -anunció la joven, intentando romper el embarazoso silencio que se había levantado entre ellos.

Antes de separarse, Afdera se puso de puntillas y besó levemente a Kronauer en los labios, casi de forma inocente. Le habría gustado que Max subiera a su habitación, aunque, por otro lado, tampoco quería acelerar las cosas. «Todo a su tiempo -solía decirle su abuela-, todo a su tiempo». Lo único que Afdera sabía era, sencillamente, que no sabía cuándo volvería a ver a Max y aquello la intranquilizó.

Unas horas después estaba ya a bordo de un avión de Swissair rumbo a Venecia, a su querida ciudad, a la seguridad de su hogar, junto a su hermana Assal. Tenía muchas cosas que contarle.

***

Ciudad del Vaticano

– Secretaría de Estado, dígame -respondió la voz de un funcionario vaticano.

– Deseo hablar, por favor, con monseñor Mahoney, secretario del cardenal Lienart -pidió Aguilar.

Unos minutos más tarde, que al director de la Fundación Helsing se le hicieron interminables, escuchó a través de la línea un claro tono de llamada.

– Monseñor Mahoney al habla. Dígame, señor Aguilar.

– He pedido comunicación con usted, pero realmente con quien deseo hablar directamente es con su eminencia el cardenal Lienart.

– Su eminencia me ha ordenado que me ocupe de este tema personalmente, así que, señor Aguilar, no le queda más remedio que hablar conmigo y sólo conmigo. Ya sé que no le caigo a usted bien, pero es recíproco. No puedo aguantar a un hombre como usted, que es capaz de poner precio a la fe en Dios nuestro Señor. Para mí, usted, señor Aguilar, es sencillamente escoria hereje, pero ante todo tengo órdenes que cumplir y pienso acatarlas aunque tenga que acompañarle a usted al mismísimo infierno…

– Pero… -intentó decir Aguilar.

– No me interrumpa porque aún no he terminado -cortó el obispo Mahoney en seco-. Lo único que quiero expresarle son dos cosas que deben quedar muy claras antes de comenzar nuestra negociación. La primera es que si intenta usted, o el señor Delmer Wu, jugárnosla a mí, a su eminencia, a Su Santidad, o a la Santa Sede, nos veremos obligados a tomar medidas contra todos ustedes y le aseguro que el largo brazo de Dios es invisible, pero contundente. La segunda es que si descubro que usted se ha quedado con parte del dinero depositado en la cuenta suiza por Delmer Wu, me veré personalmente obligado a buscarle para pedirle explicaciones, y le aseguro que yo no me presentaré con un crucifijo entre las manos… -le advirtió el religioso.

– No puedo responder por Wu, monseñor, pero yo sería incapaz de engañarles a ustedes o al Sumo Pontífice. Soy católico y un fiel servidor de su eminencia el cardenal August Lienart. Nunca se me ocurriría intentar engañarles. Sé que el brazo de Dios es largo y contundente, pero mucho más largo es el de su eminencia -replicó el director de la Fundación Helsing.

– Muy bien, señor Aguilar. Ahora que hemos dejado todo en su sitio, quiero conocer con precisión cómo van las negociaciones con la señorita Brooks para poder informar esta misma tarde de sus avances al cardenal Lienart.

– Ayer por la noche le planteé la oferta que usted me dijo. Diez millones de dólares en efectivo. Ella ha puesto seis condiciones que deben ustedes aceptar o rechazar.

– ¿Cuáles son? -preguntó el obispo.

– Uno: el libro debe ser entregado a una fundación para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. Dos: el libro deberá ser cedido a un número de museos y fundaciones para su exposición. Tres: la señorita Brooks y su hermana reclaman saber del libro en cualquier momento. Cuatro: la cantidad de diez millones de dólares deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza que la señorita Brooks indicará. Cinco: la venta no se llevará a cabo hasta que no finalicen los trabajos de restauración y traducción. Seis: todas las copias de las páginas del libro que han sido realizadas durante la restauración así como la información anexa de la propia restauración serán donadas a la Fundación Helsing. Si están ustedes de acuerdo con las seis condiciones anteriores, la señorita Brooks ha mostrado su total conformidad en vender el libro de Judas. En tal caso, podría ponerme en contacto directo con su abogado. Un tal Sampson Hamilton.

– ¿Nada más? -preguntó Mahoney.

– Nada más.

– Esta misma tarde le llamaré para darle una respuesta cuando comente todas las condiciones con su eminencia. Espere mi llamada antes de hacer cualquier movimiento. No haga nada hasta que le llame, ¿me ha entendido?

– Sí, le he entendido, monseñor. Alto y claro.

– Buenas tardes, señor Aguilar.

– Buenas tardes, monseñor.

Cuando Renard Aguilar comprobó que la comunicación estaba ya cortada, dijo:

– Valiente hijo de puta. Algún día, estoy seguro, podré vengarme de usted, querido monseñor. Y espero que ese día no tarde mucho en llegar.

Nada más cortar la comunicación con Aguilar, Mahoney levantó el teléfono interno y llamó a sor Ernestina, la asistente de Lienart.

– Sor Ernestina, soy monseñor Mahoney.

– Dígame, monseñor, ¿qué puedo hacer por usted?

– Necesito hablar urgentemente con el cardenal Lienart. Cuanto antes.

– Está muy ocupado redactando un borrador de una carta pastoral que debe ratificar Su Santidad antes de una semana. Después tiene que preparar la entrevista entre el primer ministro de Canadá con Su Santidad y la agenda de la visita. No sé si podrá recibirle esta tarde.

– Sor Ernestina, dígale a su eminencia que es el asunto de Berna. Él lo entenderá.

– Bien, monseñor, así se lo comunicaré.

Treinta minutos después, el sonido del teléfono interno perturbaba el silencio del despacho de monseñor Mahoney.

– ¿Dígame? Monseñor Mahoney al aparato.

– Soy sor Ernestina, monseñor. Su eminencia ha dado órdenes explícitas para que se presente usted en su despacho en quince minutos con la información del asunto de Berna.

– Muchas gracias, sor Ernestina.

Emery Mahoney intentó hacer un balance mental de la conversación que había mantenido con Aguilar. Al cardenal Lienart no le gustaban las indecisiones o las dudas, así que debía prepararse para cualquier pregunta o reacción de su eminencia. Mientras recorría los largos pasillos del Palacio Apostólico hasta llegar a las dependencias de la Secretaría de Estado, el obispo iba intentando memorizar toda su conversación con el responsable de la Fundación Helsing. Al llegar a la puerta, dos miembros de la Guardia Suiza se pusieron en posición de firmes al distinguir los colores episcopales de Mahoney. «Éste es un privilegio más de ser obispo en el Vaticano», pensó el secretario de Lienart.

Al entrar en la antesala, llegaron a sus oídos los compases del preludio de Carmen de Bizet. Por la música que oía el cardenal Lienart, Mahoney podía adivinar, antes de entrar en el despacho, si su poderoso jefe se encontraba o no de buen humor.

– Pase, pase, mi fiel secretario -ordenó Lienart desde el otro lado de su mesa.

Mahoney entró en la estancia y se dirigió hacia la zona en donde se encontraban dos confortables sofás al lado de un ventanal con vistas a la plaza de San Pedro. Lienart estaba dando los últimos retoques a una carta pastoral que debía aprobar el Santo Padre antes de su publicación.

– Espero que este campesino del Este sepa apreciar mi fe y mi vocación en este texto, aunque viendo sus orígenes no creo que se dé cuenta de ello -dijo el cardenal antes de sentarse junto a su secretario-. Por cierto, monseñor Mahoney, los símbolos episcopales le serán impuestos por Su Santidad en persona, según me ha indicado el propio Santo Padre.

– Me alegra mucho esa decisión, pero no me hubiera importado que fuese usted el encargado de semejante cometido.

– ¿Y quién soy yo ante Su Santidad? La humildad pura que usted muestra, querido Mahoney, se da muy raramente, y habitualmente es hipocresía. Yo le agradezco esa falsa humildad, pero estará de acuerdo en que será mejor que sea Su Santidad quien le imponga los símbolos episcopales. Ese campesino del Este aprecia mucho más que yo ese tipo de ceremonias. Yo tengo que seguir engrasando la maquinaria mientras él se dedica a orar.

– Pero, eminencia, el Santo Padre…

– Ese campesino llegó al Trono de Pedro gracias a mí y tan sólo he recibido este cargo, sin más reconocimiento, mientras que otros miembros de la curia menos valiosos han alcanzado los máximos honores. Querido Mahoney, como dijo un día San Agustín, etsi homines falles, deum tamen fallere non poteris, aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañarle.

– Me han dicho que el Santo Padre no goza últimamente de buena salud.

– ¿De dónde salen esos rumores?

– Al parecer, el doctor Niccolló Caporello ha visitado recientemente a Su Santidad, quien no parece encontrarse muy bien -respondió el obispo.

– ¿Quién ha dicho eso?

– Coribantes -aseguró monseñor Mahoney, refiriéndose al padre Eugenio Benigni, un agente del SP, el contraespionaje papal, infiltrado en la Congregación para la Doctrina de la Fe.

– Las informaciones de mi fiel Coribantes se aproximan en la mayor parte de las ocasiones casi al cien por cien de realidad. Tal vez deberíamos esperar a ver qué sucede en los próximos meses, incluso tal vez deberíamos pensar en dar un pequeño empujón al destino. El cambio no sólo se produce tratando de obligarse a cambiar, sino tomando conciencia de lo que no funciona ¿Quién sería capaz de predecir que en poco tiempo tengamos que reunirnos en un nuevo cónclave? -dijo Lienart, sonriendo y lanzando un guiño al obispo Mahoney, al tiempo que encendía un cigarro habano.

– ¿Está insinuando que la salud del Sumo Pontífice es preocupante?

– ¡Quién sabe, querido Mahoney, quién sabe! Nisi credideritis, non intelligetis, a menos que creas, no entenderás. Como digo, tal vez deberíamos pensar en ayudar un poco al destino y dar paso a alguien que pueda regir los destinos de la Iglesia con mano de hierro y no con manos de campesino. Y ahora, dígame qué sabemos de nuestro asunto de Berna.

– He hablado con Renard Aguilar. Ya ha hecho la oferta a la señorita Brooks, pero ésta ha puesto varias condiciones para aceptar la suma de diez millones de dólares por el libro -explicó Mahoney.

– ¿Cuáles son esas condiciones?

El obispo expuso a Lienart las seis condiciones impuestas por Afdera.

– Le diremos a la señorita Brooks que las aceptamos. La primera de ellas se cumplirá. El libro será entregado al Vaticano, pero para su posterior destrucción, no para su exposición. Tanto la señorita Brooks como su hermana jamás sabrán nada más del libro hereje del traidor Judas. Todo el material recopilado durante la restauración deberá ser también entregado junto al libro por el señor Aguilar para ser destruido. La única condición que estoy dispuesto a aceptar es la del pago en una cuenta suiza. Me parece muy bien por parte de esa señorita Brooks. Roma locuta, causa finita, Roma ha hablado, caso terminado.

Cuando Mahoney se disponía a abandonar el despacho, Lienart lo detuvo.

– Por cierto, monseñor Mahoney, creo que alguien del Círculo debería mostrar alguna señal a esa gente que intenta sacar a la luz las palabras de ese traidor de Judas. Si están dispuestos a arriesgarse a revelar al mundo las palabras de un traidor, también lo estarán para ponerse en manos de Nuestro Señor en cualquier momento.

– ¿Quién desea que lleve a cabo la misión?

– Tal vez los padres Cornelius y Alvarado. Dejo a su parecer el nombre del objetivo. Ahora, si me disculpa, debo continuar con esta carta pastoral que debe aprobar el Santo Padre.

– De acuerdo, eminencia, buenas tardes.

– Buenas tardes, querido Mahoney, y no olvide tenerme al tanto del asunto de Berna.

– Así lo haré, eminencia.

Lienart comenzó a idear en lo más recóndito de su mente un siniestro plan que podría llevarle hasta la mismísima cúpula de poder de la Iglesia católica si sabía cómo manejar las piezas del ajedrez, y en eso era un verdadero experto. Antes de acabar su jornada, Su Eminencia August Lienart tenía listo el plan, y cuanta menos gente lo supiese, mucho mejor. Para ello iba a necesitar a su siempre fiel ayudante, el agente Coribantes.

***

Thun, veinticinco kilómetros al sur de Berna

Como cada noche, tras abandonar los laboratorios de la Fundación Helsing en Freiburgstrasse, Werner Hoffman, el experto en papiro, recogía su BMW y tomaba la autopista 6 en dirección sur. Desde hacía meses realizaba el mismo recorrido, pero aquella noche de invierno iba a ser diferente.

La noche era muy fría y el hombre de la radio hablaba de un empeoramiento del tiempo. Los padres Cornelius y Alvarado mantenían su coche en marcha para aprovechar la calefacción mientras vigilaban el acceso a los laboratorios.

A las nueve de la noche, los asesinos del Octogonus vieron salir a Hoffman con un chaquetón de piel y un sombrero bávaro. Alvarado intentaba en plena oscuridad y a cierta distancia calcular el peso aproximado de su objetivo.

– Debe de pesar unos cien kilos -dijo el religioso, extrayendo de su maletín negro un pequeño frasco de cristal. A continuación, se lo introdujo en un bolsillo de su abrigo junto a una jeringa desechable.

Werner Hoffman subió a su vehículo y emprendió la marcha hacia la autopista 6, dirección sur en el sentido habitual, seguido de cerca por otro vehículo. El padre Cornelius llevaba varios días vigilando a su objetivo, un trabajo bastante sencillo puesto que Hoffman no tomaba ninguna medida de seguridad. Casado desde hacía años con una famosa concertista de piano y padre de tres hijos, el científico visitaba cada día a su amante en la ciudad de Thun, a veinticinco kilómetros al sur de Berna.

Abandonaba la autopista por la salida 4 y se dirigía a una gasolinera situada en el pequeño pueblo de Vehweid. Allí repostaba, se tomaba una taza de caldo caliente, compraba una botella de champán y reiniciaba la marcha nuevamente hasta Thun. Cornelius llevaba todo el recorrido apuntado en una pequeña libreta de color negro.

– Podría seguir a ese tipo incluso con los ojos cerrados.

– Cuando se detenga en la estación de servicio, aparque al lado de su vehículo. Yo le desinflaré dos neumáticos, lo suficiente para que se vea obligado a detenerse en el trayecto. Cuando lo haga, pararemos y le ofreceremos nuestra ayuda. Ése será el momento de actuar -ordenó Alvarado.

– ¿Quiere que me baje y le distraiga?

– No. Lo más seguro es que la gasolinera tenga cámaras de vigilancia y no nos podemos arriesgar a que nos grabe alguna de ellas.

– Descuide, no lo harán -afirmó Cornelius.

– ¿Cómo está tan seguro?

– Son falsas. Sólo tienen una luz verde, pero observé que ninguna de ellas tiene ningún cable que salga del interior de la cámara. El dueño debe de ahorrarse bastante dinero en seguridad. Las cámaras están conectadas casi siempre con un servicio privado de seguridad y eso suele ser bastante caro. He comprobado que son falsas. Las han colocado más para prevenir el delito que para evitarlo.

– La suerte favorece sólo a la mente preparada, querido Cornelius.

Justo unos metros antes de alcanzar la salida 4, el coche de Hoffman comenzó a indicar mediante el intermitente que iba a salir de la autopista. Tal y como había predicho el padre Cornelius, el BMW de Hoffman giró a la derecha por Viehweidstrasse en dirección a Viehweid. El vehículo entró en el pequeño pueblo y aminoró su marcha para dirigirse el aparcamiento de la estación de servicio.

Con los faros apagados, el coche de los asesinos se situó a cierta distancia para evitar ser detectado por el científico. Cuando vieron que Hoffman entraba en la tienda, Cornelius aparcó en paralelo al BMW. Alvarado, amparado por la oscuridad, se acercó al lado derecho del vehículo y con un punzón apretó las válvulas de aire para quitar presión a los neumáticos.

– No suele emplear más de cinco minutos en toda la operación -aseguró el padre Cornelius.

Los dos hombres aguardaban la salida de su objetivo sin dejarse ver fuera del coche. Cinco minutos más tarde, vieron salir a Werner Hoffman con varios paquetes entre sus manos, introducirse en su vehículo y continuar la marcha.

El BMW volvió a coger la autopista 6 rumbo al sur, pero a la altura de Stockeren, el científico comenzó a notar que perdía el control del vehículo.

– ¡Maldita sea! Creo que he pinchado.

Inmediatamente conectó las luces de alerta y se detuvo a un lado de la autopista. Maldiciendo entre dientes, se bajó del coche, lo rodeó y observó el lado derecho. Los dos neumáticos estaban desinflados.

Hoffman se dispuso a cambiar uno de ellos, pero sin duda iba a necesitar llamar al servicio de asistencia en carretera para que le llevasen un neumático nuevo.

Soltando imprecaciones, se disponía a levantar el coche con el gato cuando oyó a su espalda que se detenía otro vehículo.

– ¿Necesita ayuda? -preguntó el copiloto.

– La verdad es que sí -contestó Hoffman-. He pinchado dos neumáticos y sólo llevo uno de repuesto.

– Su modelo de BMW es muy parecido al nuestro. Si quiere, le podemos prestar el neumático de repuesto y dirigirnos a un taller cerca de Thun. Allí podrá comprar uno nuevo y devolvernos el nuestro.

– ¿Harían eso por mí?

– Sí, claro. Además vamos en la misma dirección y Thun no está lejos.

Los dos hombres aparcaron el coche justo detrás del BMW de Hoffman. Cornelius ayudó al científico a cambiar el neumático delantero mientras Alvarado extraía del maletero el segundo neumático. Luego se quedó mirando cómo Cornelius y Hoffman hablaban de forma amistosa dándole la espalda. Cuando Alvarado comprobó que habían cambiado el segundo neumático, se dirigió hacia Hoffman por detrás y con un rápido movimiento le clavó en el cuello una aguja.

Werner Hoffman lo miró sorprendido, sin entender nada. Rápidamente, los dos sacerdotes colocaron el pesado cuerpo en el asiento del copiloto y le ajustaron el cinturón de seguridad.

El potente relajante muscular recorría ya el flujo sanguíneo de Hoffman.

– Le he puesto la dosis justa para que no sea detectado en su hígado -afirmó Alvarado-. Y ahora, vayámonos de aquí antes de que alguien llame a la policía.

Los dos vehículos reiniciaron su marcha hacia la carretera de Schaufel, en cuyos alrededores había un lago que en esas fechas estaba cubierto por una fina capa de hielo. Alvarado conducía el BMW, con Hoffman a su lado. Su rostro se mostraba embotado, posiblemente por el efecto del relajante muscular, aunque sus ojos intentaban hacer al conductor una sencilla pregunta: ¿por qué?

Media hora más tarde, los coches se detuvieron en un pequeño bosque al norte del lago. Antes, el padre Alvarado se acercó a la orilla y tocó el hielo con la punta de su bota.

– Estoy seguro de que no aguantará el peso del BMW. Aquí no lo encontrará nadie-sentenció Alvarado.

Los dos asesinos del Octogonus sacaron a Werner Hoffman del asiento del copiloto y lo colocaron en el del conductor. Su cuerpo era como un saco de arena sin forma. Ni siquiera era capaz de articular palabra alguna, pero Alvarado supo que aún vivía debido a las pequeñas lágrimas que corrían por sus mejillas. Hoffman sabía cuál iba a ser su destino. Uno de los asesinos extrajo un octógono de tela y lo arrojó en el asiento trasero del BMW mientras pronunciaba las palabras fructum pro fructo, silentium pro silentio.

El padre Alvarado situó el BMW en línea recta hacia el lago, abrió la puerta del conductor, colocó la palanca en la posición «D» y soltó el freno de mano. Poco a poco, el coche fue entrando en el agua, rompiendo la capa de hielo con su peso. En apenas unos minutos sólo era visible la matrícula trasera.

Werner Hoffman, aún bajo los efectos del relajante muscular, podía notar cómo el agua fría le llegaba por las rodillas, por la cintura, por el pecho, por la barbilla. Segundos después y con la cabeza ya bajo el agua helada, pereció ahogado.

Los dos asesinos se mantuvieron a distancia para comprobar que el científico no salía a la superficie. A continuación, subieron a su coche y abandonaron el lugar en dirección a Berna. Antes se detuvieron en una cabina telefónica y Alvarado se dispuso a realizar una llamada a larga distancia.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió monseñor Mahoney.

– La misión ha sido cumplida.

El viaje de regreso a Berna se desarrolló en silencio hasta que el padre Cornelius decidió preguntar al padre Alvarado:

– ¿Cree usted que sufrió?

– No lo creo. El relajante muscular le habrá impedido aguantar mucho tiempo bajo el agua.

– ¿Cree que sabía que iba a morir?

– Querido hermano Cornelius, a una persona naturalmente confiada y creyente le lleva bastante tiempo reconciliarse, curiosamente, con la idea de que, después de todo, Dios no lo ayudará. Ése ha sido el caso del señor Hoffman -afirmó el padre Alvarado con una gélida sonrisa en los labios.

– Palmam qui meruit ferat, la gloria sea para quien lo merezca -sentenció el padre Cornelius casi en un murmullo.

VIII

Venecia

Vamos, despiértate ya, hermanita -pidió Assal, saltando sobre la cama de Afdera.

– ¡Oh, déjame dormir! Llegué ayer por la tarde y no me apetece hablar ahora.

– Vamos, levántate. Rosa te ha preparado un gran desayuno. Ya sabes que tiene la más firme intención de convertirte en una gorda absoluta. Además, tienes muchas cosas que contarme. Incluso sobre ese tipo tan atractivo que estuvo en el funeral de la abuela -dijo Assal entre risas mientras corría los gruesos cortinajes de la habitación de su hermana.

– No hay nada que contar -respondió dirigiéndose medio dormida hacia el baño.

– ¿Es que aún no has conseguido acostarte con él?

– No. Debe de tener algún problema que le impide acostarse conmigo -gritó Afdera desde el baño.

– A lo mejor es impotente y no quiere decírtelo. -No creo que lo sea. ¿Y qué pasa contigo y con Sampson?

– Me ha pedido que me case con él -respondió Assal, mostrando a su hermana un gran brillante engarzado en un anillo de platino.

– ¡Oh, querida hermanita, no sabes cómo me alegro por ti y por Sampson!

Afdera y Assal bajaron a desayunar. En una gran mesa con maravillosas vistas al Gran Canal, Rosa había dispuesto bollos calientes, pan crujiente, recipientes llenos de mantequilla salada, prosciutto de Parma, queso parmigiano, pecorino siciliano y canestrato pugliese, todo ello regado con grandes jarras de zumo de naranja y café.

– Siempre hace frío aquí. ¿Por qué no enciendes las calefacciones? -suplicó Afdera a su hermana, envolviéndose en una gruesa manta de lana.

– Me gusta sentir el frío y la humedad. A la abuela le gustaba mucho, pero ahora déjate de rodeos y cuéntame tus aventuras por Egipto.

Afdera comenzó a relatar a su hermana, con pelos y señales, lo acontecido en Egipto, sus conversaciones con Liliana Ransom, Abdel Gabriel Sayed y Rezek Badani, su viaje a Berna y su reunión con Aguilar y los cinco científicos encargados de la restauración del evangelio de Judas. Omitió su intento de violación, el asesinato de Liliana y el intento de asesinato de Badani.

– Debemos decidir entre las dos qué queremos hacer con el libro de Judas. Si quieres, nos lo quedamos… -precisó.

– ¿Tú qué opinas, hermanita?

– Sabes que mi opinión es sólo el cincuenta por ciento de ese libro. Yo creo que deberíamos vendérselo a un mecenas o a una institución para que los investigadores de todo el mundo puedan estudiarlo. La Fundación Helsing nos ofrece ocho millones de dólares. Cuatro para ti y cuatro para mí.

– La verdad es que me importa poco el dinero. Lo que me molestaría es que lo adquiriese un tipo y lo guardase en una urna de cristal sólo para él. Si nos aseguran que el comprador lo donará a una institución para su estudio y tú crees que debemos venderlo, hagámoslo. Adelante, vendámoslo a esa fundación -afirmó Assal.

– Te quiero, hermanita -dijo Afdera, levantándose del sofá en el que estaba acurrucada para darle un beso en la cabeza.

– ¿Adónde vas ahora?

– Tengo llamadas importantes que hacer-respondió, perdiéndose ya en las estancias de la Ca' d'Oro, rumbo a la biblioteca, con un vaso de zumo en una mano y un cruasán caliente en la otra.

– ¿Es que no va a comer nada más que eso, señorita Afdera? -protestó Rosa.

– Sí, Rosa, sólo esto. No quiero ponerme gorda antes de los treinta y cinco.

En aquella gran biblioteca, decorada con la Madonna con niño de Alvise Vivarini y la Flagelación de Luca Signorelli, su abuela había pasado largas horas revisando documentos, escribiendo cartas a museos o respondiendo a llamadas telefónicas procedentes de todas partes del mundo. Aquella estancia estaba impregnada de recuerdos de su abuela. Incluso Assal solía decir que de vez en cuando oía pasos en la biblioteca cuando no había nadie en ella.

Acurrucada en un confortable sillón de cuero marrón, envuelta todavía en la manta de lana, Afdera escribió de forma metódica en una pequeña hoja en blanco la lista de llamadas que debía hacer. La primera a Sabine Hubert. Afdera escribió junto a su nombre diversos puntos que debía tratar con ella: «Radiocarbono, traducción». La segunda llamada sería a Renard Aguilar. Afdera volvió a escribir: «Venta, pago, ¿comprador?». En tercer lugar llamaría a Abdel Gabriel Sayed. La joven escribió: «Manuscrito, familia». Y, por último, trataría de hablar con Rezek Badani. Junto al nombre escribió: «Identidad del tipo, ¿quién lo envía? Colaiani + Eolande = Kalamatiano, salud».

En la soledad de la biblioteca y mientras sonaba de fondo la Sinfo nía n° 3 de Rachmaninov, Afdera marcó el número de teléfono de la Fundación Helsing de Berna.

– Hola, querida, ¿cómo estás?

– Estoy bien, Sabine, muchas gracias. Recuperándome del largo viaje en mi casa de Venecia.

– ¡Qué suerte tienes! Ya me gustaría estar estos días en Venecia y no aquí, en Berna -replicó la restauradora de forma misteriosa.

– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo con el libro?

– ¡Oh…, no! ¡Con el libro no! Pero ¿te acuerdas de Werner? ¿Werner Hoffman, nuestro experto en papiro?

– Sí, por supuesto, claro que me acuerdo. ¿Le ha sucedido algo?

– Justo el mismo día en que nos reunimos contigo, tuvo un accidente de tráfico y cayó con su coche a un río helado. Murió ahogado.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Afdera se puso rígida en el sofá y preguntó a la restauradora:

– ¿Cómo fue el accidente?

– La policía de Berna dice que fue muy extraño, ya que hay casi un kilómetro de distancia entre la autopista por la que circulaba y el lago en donde cayó el vehículo. La policía incluso nos ha preguntado si habíamos notado a Werner deprimido o con tendencias suicidas. ¿Te imaginas a Werner suicidándose? Era el tipo más alegre que he conocido y amaba su profesión. No creo que tuviese muchas ganas de arrojarse a un lago helado para morir ahogado. No puedo creerlo de Werner.

– ¿Piensas que alguien podría haberle arrojado al lago?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Podría alguien haber arrojado a Hoffman al lago?

– ¿Cómo? Para eso habrían tenido que obligarlo a detener el coche, y, por supuesto, tendría que ser alguien conocido o que le inspirase confianza, porque si no, Werner no se hubiese parado. No sé por qué estás haciendo estas preguntas, pero me estás asustando, Afdera.

– Tal vez no sea nada. No te preocupes. Quizá se trate, efectivamente, de un accidente y nada más. ¿Quién lleva la investigación?

– Creo que un tal comisario Grüber, Hans Grüber o algo parecido, de la División Criminal de la Staat Polizei de Berna. Si quieres, puedo buscar la tarjeta que me dio y darte su teléfono.

– Sí, Sabine, te lo agradecería mucho -le pidió Afdera.

Tras unos momentos de espera, la restauradora volvió al otro lado del teléfono.

– Aquí está. Toma nota -dijo Sabine-, el número es el 41 de Suiza, el 31 de Berna, y el teléfono es el 633 53 22.

– Le llamaré.

– ¿Para qué quieres llamarle?

– Quiero hablar con él antes de contarte algo. Déjame hablar con él, y en cuanto aclare mis dudas, volveré a llamarte para comentarte algunas cosas.

– Me da miedo que albergues alguna sospecha sobre un accidente que supuestamente nada tiene que ver contigo.

– Bueno, ahora quiero saber cómo va el libro.

– Muy bien. Está casi terminada la restauración. También tenemos ya la datación por radiocarbono. ¿Prefieres que te envíe los resultados o que te pase con John para que te los explique él mismo? -preguntó Sabine.

– Las dos cosas. Envíame por DHL una copia del informe, aunque también me gustaría hablar con Fessner para que me cuente qué ha averiguado.

– De acuerdo, ahora te paso con John. Por cierto, ¿has pensado qué vas a hacer con el libro de Judas cuando terminemos con él?

– Assal y yo hemos decidido vendérselo a un mecenas que lo donará a una universidad o institución para que puedan acceder a él los investigadores.

– Eres muy generosa, pero creo que es la decisión más acertada desde el punto de vista académico -aseguró Sabine Hubert antes de pasar la llamada de Afdera a John Fessner, el experto del equipo en análisis de carbono 14.

– ¿Afdera? Afdera, soy John Fessner.

– Hola, John, ¿qué tal? Cuéntame qué habéis descubierto.

– ¿Te has enterado ya de la muerte de Werner? Es muy extraño, ¿no te parece?

– Sí, John, me lo acaba de contar Sabine. Lamento muchísimo su pérdida.

– Aquí también lo sentimos mucho todos. Bueno, déjame que coja los informes y te cuento qué hemos averiguado -pidió Fessner-. Primero, quiero decirte que la datación por radiocarbono es el método más exacto para fechar los objetos antiguos derivados de los seres vivos. Mediante este sistema podemos calcular la cantidad de isótopos radioactivos de carbono producido en la atmósfera que se acumulan en todo ser vivo por igual. Cuando una planta o un animal mueren, el radioisótopo se descompone. Tiene una vida media de cinco mil setecientos años, o lo que es lo mismo, en cinco mil setecientos años la mitad del radioisótopo desaparece de forma constante. Eso nos da una medida temporal para poder calcular la edad de cualquier cosa. En este caso hemos datado la edad del papiro desde el mismo momento en que fue cortado. Las muestras recogidas del libro nos darán una datación de cuarenta años, arriba o abajo. Otro método de análisis han sido las informaciones perimetrales, es decir, aquellas que rodean al libro.

– ¿A qué te refieres?

– Es sencillo. Analizamos la procedencia del papiro o qué materiales se usaron para su fabricación, como las tapas de cuero, la tinta, el papel. Se analizaron varias muestras de la cubierta de cuero y de las páginas interiores. Seleccionamos entre los cinco miembros del equipo aquellas partes del libro que eran las más interesantes para analizar. No podíamos arriesgarnos a que el evangelio de Judas fuese más antiguo que la epístola de Jaime o viceversa, así es que decidimos analizar diferentes partes.

– Por favor, ¿puedes decirme cuándo se escribió el libro de Judas?

– ¡Oh, perdona! Soy científico y me gusta explicar con detalle los caminos que me han llevado hasta el final de ese mismo recorrido -respondió el experto con cierto tono molesto-. Teniendo en cuenta una probabilidad del 95 por ciento, tu libro está datado en un periodo comprendido entre los años 220 y 340 d.C.

– ¿Puede haber algún error de cálculo en esta datación?

– Existen pequeñas fluctuaciones en la cantidad de carbono en el momento en el que la planta está en su fase de crecimiento, por eso hay que corregir esa fluctuación mediante una calibración. Piensa también que los resultados son una suma de probabilidades y posibilidades, pero aun así puedo asegurarte que, hablando estadísticamente, sólo hay un 2,5 por ciento de probabilidades de que tu libro se escribiese antes del año 240 d.C. y un 2,5 por ciento de probabilidades de que se escribiese después del año 340 d.C.

– Muchas gracias, John. No sabes cómo te lo agradezco. ¿Me puedes pasar otra vez con Sabine, por favor? Necesito hablar con ella.

– Por supuesto, pero antes Burt y Efraim quieren comentarte algo -dijo Fessner.

– ¿Hola?

– ¿Quién eres? -preguntó Afdera.

– Soy Efraim, Efraim Shemel. Sólo quería decirte que la traducción está casi finalizada, a falta de ciertos retoques gramaticales. A juzgar por la caligrafía antigua y el uso del copto en tu libro, el documento se habría transcrito, como muy tarde, durante el primer cuarto del siglo V, tal vez incluso antes. La fecha en la que se copió el evangelio podría haber sido sobre el año 220 d.C., cuando muchos evangelios competían por el dominio y la primacía de ser los verdaderos textos de una nueva religión llamada cristianismo.

– ¿Estás seguro de este dato?

– Tan seguro como que tú y yo estamos hablando en este momento. Incluso te diré que podría haber sido escrito antes del nacimiento del emperador Constantino, el mismo que promulgó un decreto para declarar el cristianismo como la religión oficial del Imperio romano.

– John me ha dicho que la datación podría acercarse a principios del siglo IV. ¿Cómo sería entonces posible que se hubiese copiado durante el primer cuarto del siglo V?

– Hola, Afdera, soy Burt Herman. Yo respondo a tu pregunta. John te dio como datación entre los años 240 y 340 d.C., así que debemos analizar la obra desde los dos puntos de vista. Efraim realiza siempre sus análisis sobre la forma en la que está escrito, no desde la perspectiva religiosa. Lo que sí es poco probable, desde esa perspectiva, es que tu evangelio se copiara después del 325, año del Concilio de Nicea. Y es bastante poco probable que el texto de papiro fuera muy posterior al año 340. Si analizamos la media estadística usada por John, el año 280 d.C. puede ser su fecha de origen. Lo que está claro es que este evangelio de Judas fue copiado sólo un siglo después sobre un texto original, escrito posiblemente en griego o arameo. Se podría incluso haber copiado cuarenta o cincuenta años después de que Irineo de Lyon lo condenara en su tratado Contra las herejías.

– ¿Crees entonces que el evangelio de Judas es tan sólo una copia de otro documento original? -preguntó Afdera al experto en orígenes del cristianismo.

– Estoy seguro. Tu texto y el códice entero eran mucho más antiguos de lo que suponíamos, casi de un siglo antes. Está claro que el libro fue escrito durante la era del primer cristianismo. Este texto de Judas, podría tratarse del primer documento cristiano que llega intacto hasta nuestras manos. Lo que sí nos ha llamado la atención a Efraim y a mí es que en él aparecen constantes referencias a una carta de un tal Eliezer, pero no especifica quién es o qué papel jugó en la vida o los textos de Judas Iscariote.

– ¿Quién creéis que pudo ser ese Eliezer?

– No lo sabemos todavía. Déjanos que terminemos la traducción total del texto. Por ahora lo que sí te puedo decir es que en el evangelio se habla de ese tal Eliezer como líder de una secta, tal vez sea el guía de una de las sectas del cristianismo o quizá haya sido un personaje cercano a Judas.

– ¿Un discípulo, tal vez?

– Podría ser. ¿Te lo imaginas? ¿Te imaginas que Judas Iscariote no se hubiese suicidado aquella noche del apresamiento de Jesucristo, en el Haqueldamá, el 'campo de sangre', en el valle de Hinom? ¿Y si hubiese existido una gran secta cristiana que creyese que la gran traición relatada en los Hechos de los Apóstoles en realidad hubiese sido ordenada por Jesús? ¿Puedes hacerte una idea de la imagen de Judas Iscariote como elegido y seguido por miles de creyentes? ¿Y lo que supondría una Iglesia católica apostólica y romana construida sobre Pedro cuando tendría que haber sido edificada sobre Judas? -dijo Herman entusiasmado con sus nuevas teorías.

– ¿Crees que ese tal Eliezer pudo ser un seguidor de Judas y no de Jesús?

– Tu libro le da un papel muy importante a ese tipo llamado Eliezer. Quizá él tenga la respuesta a todo el origen del cristianismo, e incluso, ¿por qué no?, a la Iglesia, al Vaticano, tal y como hoy lo conocemos.

– Necesito hablar con Sabine otra vez. ¡Ah!, Burt, dales las gracias a todos por su brillante trabajo. Espero volver a veros antes de que finalicéis la traducción y regreséis a vuestros países.

– Ahora te paso con Sabine. Adiós, Afdera.

– ¿Hola? Soy Sabine nuevamente.

– Pídele a John que me disculpe, pero necesitaba la fecha de datación. Tal vez he sido algo brusca.

– No te preocupes. Los científicos a veces se ponen un poco pesados y dan muchos datos, como si se entendieran fácilmente -dijo la restauradora en voz baja.

– Necesitaría que me enviases una copia del informe lo más rápidamente posible.

– Esta misma tarde se lo pediré a John y te lo enviaré a Venecia vía DHL.

– Muchas gracias, Sabine. No sé qué hubiera hecho sin ti. Te debo mucho.

– Págamelo llamándome cuando hables con el inspector Grüber y me cuentas lo que te haya dicho sobre la muerte de Werner.

– Así lo haré, y por favor, Sabine, ten cuidado. No te fíes de nadie -le advirtió Afdera.

– ¿A qué te refieres?

– No lo sé, pero espero poder decirte algo pronto. Por favor, ten cuidado y tenme al tanto de la traducción -dijo antes de colgar.

Afdera prefirió cortar la comunicación y volver a llamar a la Funda ción Helsing para hablar con Aguilar. Cuanto menos supiese Sabine de su relación comercial con el director, mejor para ella y para su seguridad.

La voz de la telefonista de la Fundación Helsing volvió a oírse al otro lado de la línea.

– Deseo hablar con el señor Aguilar. Soy Afdera Brooks otra vez.

– Enseguida le paso con el señor Aguilar.

Al cabo de unos segundos se oyó al otro lado de la línea la voz del director.

– Hola, señorita Brooks. Me imagino que me llama para informarme sobre lo que han decidido su hermana y usted sobre el libro de Judas -dijo Aguilar.

– Así es. Mi hermana Assal y yo hemos decidido dar luz verde a la venta y aceptar la oferta de su comprador misterioso. Sólo espero que su mecenas cumpla las condiciones que hemos impuesto. También quiero decirle que no aceptaré ni una sola modificación del acuerdo. El comprador deberá firmar un documento en donde se comprometa a aceptar todas nuestras condiciones. Si lo incumple en algún momento, el trato quedará sujeto al veredicto de los tribunales de justicia. Llegados a este punto, mi hermana Assal y yo reclamaríamos la devolución del libro. En ese caso, devolveríamos el dinero, menos un millón de dólares en concepto de daños y perjuicios. Si está de acuerdo, Sampson Hamilton, nuestro abogado, se pondrá en contacto con usted para cerrar el acuerdo. Él también le informará en qué banco deben realizar el pago.

– Vaya, vaya, señorita Brooks, veo que tiene usted todo muy claro con respecto al trato.

– Así es. Diga a su misterioso comprador que cumpla su palabra y así todo irá sobre ruedas. Ha sido un placer hacer negocios con usted, señor Aguilar.

– También lo ha sido para mí. Recuerde que estoy a su disposición, más aún si acepta mi invitación para una cena más íntima en mi casa.

– Lo siento, pero nunca asisto a cenas íntimas con aquéllos con los que hago negocios, señor Aguilar. Haga que su mecenas cumpla su palabra y la transacción será perfecta.

Antes de colgar el teléfono, Afdera dejó caer una última pregunta.

– Ah, por cierto, ha sido una terrible pérdida la de Werner Hoffman, ¿no le parece?

– Sí, desde luego. Era uno de los más importantes expertos en papiros. El mundo académico ha perdido a uno de sus grandes científicos. Lo cierto es que esa carretera es muy peligrosa en esta época del año debido al hielo que hay en la calzada.

– Oh, ¿es que tuvo un accidente en la autopista?

– Sí, al parecer en una maniobra brusca se salió de la carretera.

– ¡Qué curioso! Creo que alguien me dijo que lo habían encontrado muerto a un kilómetro de la autopista, en el fondo de un lago helado y que había muerto ahogado.

– Oh, sí, claro. Murió ahogado, es verdad. No me acordaba en este momento. De cualquier forma, ha sido una pérdida terrible.

– Sí que lo ha sido -asintió Afdera antes de cortar la comunicación.

En el silencio de la biblioteca recordó las palabras de su abogado advirtiéndole de que no debía fiarse de un tipo como Aguilar y la misteriosa Fundación Helsing. Tal vez debería hacer caso a Sampson y desconfiar de Aguilar.

A continuación, se dispuso a llamar a Abdel Gabriel Sayed. Afdera extrajo del diario de su abuela un pequeño papel con el número de teléfono de un locutorio cercano a la casa de la familia Sayed.

– ¿Diga? ¿Diga? ¿Quién habla? -preguntó una voz al otro lado de la línea.

– Necesito hablar con Abdel Gabriel Sayed, por favor. Llamo desde Italia.

– Espere. Enviaré a alguien a buscar a su esposa. Espere un momento.

Afdera pudo oír cómo el encargado del locutorio daba órdenes en árabe a alguien para que fuese a avisar a Binnaz Sayed.

– ¿Afdera? ¿Eres Afdera?

– Sí, Binnaz, soy Afdera. Necesito hablar con su esposo.

– Está muerto… -respondió la esposa del excavador entre sollozos.

A Afdera se le heló la sangre al oír aquellas palabras. No podía estar muerto. Hacía poco tiempo que había estado con él y disfrutado de su compañía en aquel viaje a las cuevas de Gebel Qarara. No podía creerlo.

– ¿Cómo que está muerto? -balbuceó Afdera.

– Sí, niña. Alguien lo mató cuando regresaba de dejarte a ti en Giza -replicó Binnaz, intentando controlar su llanto.

– Intenta calmarte, Binnaz, y dime qué ocurrió.

– La policía dice que Abdel, en su eterna bondad, recogió a alguien en la estación de servicio de Biba, y en la carretera parece ser que intentaron robarle. Lo más seguro es que se resistiese y lo matasen pensando que llevaba dinero o algo valioso.

Afdera intentaba reponerse de la terrible noticia. Sentía una fuerte presión en el pecho.

– ¿Qué más dice la policía?

– Aquí la policía tiene pocos medios. Un amigo de Abdel me contó que un testigo dijo que se detuvo en la gasolinera y recogió a dos hombres que parecían extranjeros. Uno de ellos era muy alto y fuerte, pero es la única descripción que tiene la policía.

– ¿Le ha devuelto la policía el coche de su esposo? -preguntó intrigada.

– No. Dicen que están investigando y buscando huellas. Todavía no me lo han devuelto, pero lo más seguro es que lo venda. ¿Qué puedo yo hacer con un coche? Lo que sí me han dado son las pertenencias de Abdel.

– ¿Has podido ver algo entre ellas que te haya llamado la atención…?

– ¿Cómo qué?

– No sé, algún objeto que te resultase extraño.

– La verdad es que todavía no he tenido el valor de abrir el paquete que me envió la policía. Cada vez que lo veo sobre la mesa me echo a llorar.

– ¿Podría abrirlo y decirme qué hay en él?

– ¿Y para qué quieres saberlo?

– Necesito comprobar si hay un objeto entre las pertenencias de Abdel.

– ¿Algo cómo qué? -preguntó Binnaz.

– Un octógono de tela.

– ¿Qué es eso?

– Un trozo de tela con ocho lados. Y en su interior debe haber escrita una frase en latín.

– ¿Cuándo quieres llamarme para que pueda confirmártelo? -preguntó la viuda del excavador.

– Mírelo ahora, por favor, se lo ruego. Esperaré al teléfono hasta que me lo confirme.

– De acuerdo. Enviaré a mi hijo a casa para que me traiga el paquete. Espérame y no cortes…

– No se preocupe. No pienso cortar la comunicación -dijo Arderá.

Transcurrieron varios minutos sin que la joven oyese nada al otro lado del aparato. Mientras esperaba se hacía cientos de preguntas pensando en diferentes circunstancias y personas: Boutros Reyko, el socio de Badani, el tipo que intentó matar a Rezek Badani, la extraña muerte de Liliana, el extraño accidente de Werner Hoffman y ahora la inesperada muerte de Abdel. «¿Qué pasaría si todas las muertes estuvieran relacionadas entre sí?», se preguntó. Tenía que confirmar que junto a los cadáveres de todos ellos se había encontrado un octógono de tela. En una pequeña página en blanco, Afdera escribió varios nombres: Boutros Reyko y a continuación escribió: «sí»; Rezek Badani, «sí»; Liliana Ransom, «¿?»; Werner Hoffman, «¿?»; y Abdel Gabriel Sayed…

De repente sus pensamientos quedaron interrumpidos por la voz de Binnaz al otro lado del aparato.

– ¿Niña? ¿Estás ahí? -Sí, Binnaz, estoy aquí. ¿Tiene el paquete?

– Sí, me lo ha traído mi hijo. Déjame que lo abra. Tengo que cortar la cuerda con la que viene atado.

La espera se hizo interminable para Afdera mientras oía cómo Binnaz abría el paquete y buscaba entre las pertenencias de su difunto esposo. De pronto escuchó la voz de la viuda.

– Aquí está. Tenías razón. ¿Cómo podías saberlo? Hay un pedazo de tela como tú dices, de ocho lados, y una frase escrita en un idioma que no entiendo.

– Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios -pronunció Afdera.

La expresión de la joven fue tornando de la sorpresa al miedo. Ahora estaba claro que por lo menos las muertes de Reyko y Sayed y el intento de asesinato de Badani estaban relacionados. Sólo le quedaba comprobar las muertes de Liliana Ransom y Werner Hoffman. Antes de colgar, Afdera escribió un «sí» al lado del nombre del excavador.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos otra vez de forma repentina al entrar Assal en la biblioteca.

– ¿Hermanita?

– Oh…, sí…, perdona, Assal, no te he oído entrar.

– Se te ve cara de preocupación.

– No, no es nada… ¿Necesitas algo?

– Sampson viene para aquí y quiere hablar contigo. Creo que quiere que firmes unos documentos relacionados con la abuela y entregarte una carta suya. Al parecer tenía una caja de seguridad en un banco de aquí, en la Cassa di Risparmio di Venezia. Sampson me ha dicho que debes leer unos papeles que tiene.

– De acuerdo, dile a Rosa que cuando llegue me avise. Al fin y al cabo, va a ser mi cuñado.

– Te dejo ahora -dijo Assal, pero antes de que cerrase la puerta tras de sí, su hermana la detuvo.

– Assal, espera un momento.

– ¿Qué quieres?

– Sólo quería preguntarte si la abuela te contó alguna vez el accidente de nuestros padres.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Te contó alguna vez cómo murieron nuestros padres?

– No. Ya sabes que de la muerte de papá y mamá la abuela prefería no hablar. Una vez, sólo una, recuerdo que me dijo que habían fallecido en un accidente en Colorado, pero Sampson me comentó después que la abuela le había contado hacía muchos años que papá y mamá fallecieron en un accidente mientras escalaban en Aspen. La verdad es que para mí tiene poca importancia. ¿Por qué te preocupa eso ahora? -preguntó intrigada.

– Oh, no es nada.

– No me creo que no sea nada. Tú jamás dices nada sin haberlo analizado todo. La abuela decía que tenías la habilidad de analizar todas las consecuencias que podrían provocar tus palabras antes de pronunciarlas. No me creo que no sea nada. Deja ya de tratarme como si tuviera seis años. Me has protegido desde la muerte de nuestros padres, pero ya soy mayorcita para saber qué esconden tus palabras.

– Te prometo que cuando tenga todo atado te lo contaré. Te aseguro que serás la primera en enterarte.

Antes de salir de la biblioteca, Assal oyó cómo su hermana le decía:

– Te quiero, Assal.

– Yo también te quiero, hermanita -le contestó cerrando ya la puerta y sin que su hermana hubiese podido oír sus palabras.

Cuando estuvo a solas de nuevo, Afdera volvió a levantar el teléfono para llamar a Rezek Badani.

– ¿Dígame?

– Buenos días, deseo hablar con el señor Badani.

– Sí, un momento. ¿De parte de quién?

– Dígale al señor Badani que soy Afdera Brooks. Llamo desde Italia.

Al otro lado de la línea, oyó cómo la joven llamaba al comerciante de antigüedades habibi, 'querido'.

– ¿Afdera? ¿Eres tú? -preguntó Badani.

No cabía duda de que las circunstancias en las que habían pasado aquella noche juntos en casa del comerciante hacían que mantuvieran una estrecha complicidad. Rezek Badani, como buen árabe, sentía que debía su vida a Afdera. Al fin y al cabo, ella le había salvado cuando estaba a punto de morir apuñalado en la nuca por aquel tipo del octógono.

– Sí, soy yo. Soy Afdera.

– ¿Y a qué se debe este honor? -volvió a preguntar el egipcio.

– Quería saber qué tal te encuentras y cómo terminó nuestro asunto.

– La verdad es que me he recuperado. Ahora vivo con dos sobrinos altos y fuertes que están dispuestos a matar a cualquier hijo de puta que intente acercarse a mí. Otro primo mío, el de la policía de El Cairo, ¿lo recuerdas…?

– Sí, me hablaste de él aquella noche. ¿Qué te ha dicho del tipo que cayó por la ventana?

– Pues me dijo que no tenía ninguna identificación encima. La policía intentó averiguar cómo entró en el país y tampoco constaba en el registro de fronteras o del aeropuerto. Nadie sabe cómo llegó a Egipto. Se le tomaron las huellas y fueron enviadas a la Interpol. Mi primo me dijo que la Interpol respondió que no constaban en sus registros. Como nadie se hizo cargo del cadáver, fue enterrado en un cementerio a las afueras de El Cairo, a la espera de que alguien reclame su cuerpo, aunque yo lo veo poco probable.

– ¿Te has enterado de la muerte de Abdel Gabriel Sayed?

– Niña, aquí en Egipto no pasa nada sin que yo no me entere. Supe lo de Abdel a la mañana siguiente, cuando la policía encontró su coche en la carretera. Alguien lo había estrangulado.

– ¿Sabes que cerca de su cuerpo fue encontrado un octógono de tela como el que llevaba el tipo que te atacó?

– Eso no lo sabía. ¿Crees que el hombre que se arrojó por la ventana y el que mató a Abdel Gabriel y a mi socio Boutros Reyko tienen alguna relación?

– Podría ser… Incluso estoy investigando si están relacionados también con un asesinato llevado a cabo hace unas semanas en Berna -reveló Afdera.

– Eso supondría la necesidad de disponer de muchos medios para enviar a esos asesinos del octógono a Egipto y a Suiza.

– Puede ser… Junto al cadáver de Abdel había un octógono de tela. Él fue uno de los intermediarios entre los campesinos que descubrieron el libro y Reyko. También se encontró un octógono de tela junto al cadáver de tu socio y él tuvo contacto con el libro de Judas. El tipo que se arrojó desde la ventana de tu casa antes de intentar matarte también llevaba un octógono de ésos, con la frase en latín…

– ¿Y qué pasa con el muerto en Berna?

– Werner Hoffman. Era el experto en papiros que formaba parte del equipo de científicos de la Fundación Helsing que está trabajando en la restauración y traducción del libro.

– ¿Encontraron también un octógono de ésos?

– Aún no lo sé. Voy a llamar al inspector de la policía de Berna que se está ocupando del caso. Quiero saber si la muerte de Hoffman está relacionada con las muertes de Abdel y de tu socio. Necesitaría que tu primo el policía averiguara si en la casa de Liliana se encontró algún octógono de tela. ¿Crees que podrá conseguir esa información?

– Estoy seguro de que podrá hacerse incluso con una copia del informe. Deberá estar indicado, si es que el asesino lo arrojó sobre la cama. No te preocupes, en cuanto tenga la información te puedo llamar. Tenme tú al tanto de lo que averigües, y si necesitas ayuda, no tengo problema en enviarte a un par de mis sobrinos para que te ayuden a aporrear unas cuantas cabezas y a patear varios culos.

– Muchas gracias, Rezek, pero espero no necesitarlos. De momento me basta con que me envíes la información de Liliana y si has contactado con Charles Eolande o con Leonardo Colaiani. Me gustaría entrevistarme con cualquiera de los dos cuanto antes.

– Eolande se encuentra de gira dando conferencias. Le llamé a la Universidad de Chicago y no supieron decirme dónde estaba. Con el que sí he podido hablar es con Colaiani, el experto en las cruzadas. Al principio se negaba a hablar conmigo, pero cuando le he dado tu nombre, ha accedido a encontrarse contigo, siempre y cuando mantengas en el más absoluto secreto tu reunión con él.

– ¿Por qué crees que desea mantener en secreto nuestro encuentro?

– Piensa…, niña. Si el Griego, Kalamatiano, se entera de que Colaiani ha hablado contigo sobre el libro de Judas, puede enfadarse tanto que podría incluso enviar a ese italiano al fondo del río Arno. No creo que a Colaiani le interese que se sepa que te ha visto. Vasilis Kalamatiano es un hombre misterioso al que le gusta mantener sus negocios en secreto. No se mostrará precisamente encantado cuando se entere de que Leonardo Colaiani, un antiguo empleado suyo, está hablando con nosotros.

– ¿Y por qué estaría dispuesto a hablar conmigo?

– Tal vez porque conoció a tu abuela. Durante nuestra conversación me dijo que la respetaba mucho y que con su muerte había desaparecido una de las personas más decentes en el sucio y traicionero mundo del comercio de antigüedades.

– ¿Dónde puedo encontrarle?

– En la Universidad de Florencia. Da clases allí los martes y jueves. Si te acercas un día, podrás hablar con él. Me ha dicho que así te lo debía comunicar. Es probable que sepa algo sobre el evangelio de Judas que te pueda interesar, sobre todo de qué sucedió con el libro durante la época de las cruzadas. Debe tener mucha información sobre el recorrido que hizo el libro durante la época de las cruzadas. Habla con él.

– Mañana es jueves, tal vez pueda ir esta misma tarde hasta Florencia. Está sólo a doscientos kilómetros de Venecia. Sí, intentaré verle mañana mismo.

– Si sé algo más sobre Eolande o sobre la información que me has pedido de Liliana Ramson, te llamaré.

– Llámame a Venecia. Rosa, la criada, siempre está aquí. Le puedes dejar el mensaje si yo no estoy y te devolveré la llamada. Bueno, querido amigo, ten mucho cuidado -le advirtió Afdera.

– Cuídate tú también, y ya sabes, si necesitas a dos de mis primos, puedo enviártelos a Venecia. A veces es más efectivo un buen primo egipcio que uno de esos italianos homosexuales vuestros de la mafia.

– ¡Oh, estoy segura de ello! Un fuerte abrazo, Rezek.

– Cuídate -dijo Badani.

Mientras intentaba poner en orden sus pensamientos, Afdera oyó un pequeño golpe en la puerta. Era Rosa.

– El señorito Sampson está aquí y quiere verla.

– Dile que pase, Rosa.

Allí estaba su abogado, impecablemente vestido con un traje de Savile Row azul de raya diplomática y corbata de Marinella.

– ¿Cómo estás, cuñado? -saludó Afdera entre risas.

– Aún no soy tu cuñado -replicó el abogado agachándose para besarla en la mejilla-. ¿Qué tal tu viaje a Egipto y Berna?

– Muy provechoso. Necesito darte instrucciones para que te pongas en contacto con Renard Aguilar, el director de la Fundación Hel sing, con el fin de hacer un precontrato para la venta del evangelio de Judas a un misterioso mecenas.

– ¿Y qué tiene que ver Aguilar con todo esto?

– Él es el intermediario. El mecenas no quiere que se sepa su identidad, pero, según Aguilar, está dispuesto a cumplir las condiciones impuestas por mí y por Assal para la venta del libro. Quiero que te ocupes de todo. Incluso quiero darte plenos poderes para que lleves a cabo la venta y firmes los contratos.

– ¿Cuál es el precio establecido para la operación? -preguntó Hamilton, tomando notas en un cuaderno negro.

– Ocho millones de dólares, pagaderos en una cuenta en Suiza que deberemos indicar antes de la operación.

– Caray, ¿y te fías de Aguilar para esta operación?

– No creo que tenga interés en engañarnos. Sabe que si lo hace, emprenderé contra él acciones en los tribunales. Por eso necesito que dejes todo perfectamente atado antes de que el libro caiga en sus manos. No quiero tener que reclamarlo después.

– Descuida. Estudiaré primero la operación y te enseñaré el precontrato antes de enviárselo a Aguilar.

– Tenlo preparado cuanto antes. Deseo leer el documento lo antes posible. Me ha dicho Assal que necesitabas que firmase varios papeles legales de la abuela y que tenías que entregarme una carta suya.

– Sí, así es. Cuando estaba poniendo las cosas de tu abuela en orden han aparecido una serie de cuestiones que tenemos que tratar. Debes firmar la transferencia de propiedades de tu abuela. La Ca' d'Oro, la casa de Nyon junto al lago Leman, la casa en los Campos Elíseos de París y la de la isla de Djerba, en Túnez, y las dos propiedades de rus padres en Nueva York y Martha's Vineyard. Tienes que firmar aquí, aquí y aquí -iba indicando Sampson con el dedo-. ¿Ya sabéis tu hermana y tú cómo queréis repartiros las propiedades de tu abuela?

– No. No lo sabemos porque es probable que mantengamos las propiedades unidas para que las dos podamos disfrutarlas. Tal vez te pida consejo sobre la venta de alguna que no utilizamos.

– De acuerdo, esperaré a que decidas lo que quieres hacer.

– Bueno, ahora déjate de documentos y dime cuándo le pediste a mi hermana que se casase contigo.

– Te hice caso, reuní el valor suficiente y decidí pedírselo. Créeme que la haré la mujer más feliz del planeta -aseguró el abogado.

– Y tú créeme que te mataré si no lo haces, y ahora dame un beso muy grande, querido cuñado.

Afdera y Sampson se encontraban de pie abrazados cuando entró Assal en la biblioteca.

– Vaya, vaya, a ver si voy a tener que ponerme celosa -dijo.

– Oh, no te preocupes. Estoy muy feliz por ti, hermanita, y por Sampson. ¿Cuándo pensáis casaros?

– No lo sabemos todavía. Ni siquiera tenemos fecha. No sé si celebraremos la boda aquí, en la Ca' d'Oro, o en la casa de la abuela en Martha's Vineyard. De cualquier forma, Sampson tiene mucho trabajo y quiere terminar varias cuestiones antes de la boda.

– Bien, pero no esperes mucho, Sampson, o si no algún chico guapo veneciano puede venir y quitártela.

– Ah, antes de marcharme tengo que darte el sobre que encontré a tu nombre en la caja de seguridad de la Cassa di Risparmio di Venezia. Tu abuela era muy aficionada a las cajas de seguridad. Sólo espero que no haya dejado más documentos desperdigados en otras tantas cajas -dijo Hamilton extrayendo de su maletín de Prada un sobre con un sello de lacre rojo. Afdera reconoció la letra de su abuela en el sobre: «Para entregar a mi nieta Afdera tras mi muerte».

Lo dejó sobre la mesa sin abrirlo y acompañó a Sampson y a Assal hasta la puerta de la biblioteca.

– Ya me contaréis, tortolitos, cuándo es la fecha elegida. Quiero comprarme un buen sombrero para la ocasión -bromeó Afdera dándole una palmada en el trasero a su hermana.

– No te preocupes, serás la primera en enterarte.

Desde la barandilla de lo alto de la escalera, Afdera se asomó para despedirse del abogado.

– No olvides tenerme al tanto de todo, Sampson.

– No te preocupes. Haré lo que me has ordenado de forma inmediata.

Al poco de quedarse sola en la biblioteca, Rosa entró con una bandeja de plata, con dos platos cubiertos.

– Le he traído algo de comer, señorita Afdera. Debe usted comer y engordar un poco o nadie la querrá y no conseguirá encontrar marido.

– ¡Oh, no te preocupes! No tengo la más mínima intención de casarme con nadie.

– ¿Ni siquiera con ese hombre tan guapo que estaba en el funeral de su abuela?

– Creo que a mi hermana le voy a cortar la lengua.

– ¡No se enfade con ella! Tanto ella como su abuela como yo deseamos verla feliz. Sólo eso.

– Ya lo sé, Rosa, pero por ahora tengo otras prioridades antes que casarme, ser una madre feliz y una esposa comprensiva -respondió la joven con cierto tono sarcástico.

– Bien, pero yo sólo…

Afdera interrumpió a Rosa.

– Rosa, necesito saber si Francesco puede llevarme en coche hasta Florencia.

– ¿Cuándo querría usted ir, señorita Afdera?

– Esta misma tarde. Me quedaré a dormir allí. Tengo una reunión muy importante mañana por la mañana.

– Le diré a ese vago que deje de beber grappa y que trabaje algo. No se preocupe, yo me encargo.

– Bien, Rosa, muchas gracias.

Antes de cerrar la puerta, la fiel criada se giró.

– Como no se lo coma todo, no la dejaré salir de la biblioteca, ¿me ha entendido?

– Sí, te lo prometo. Me comeré todo lo que me has puesto en la bandeja sin rechistar.

A continuación, Afdera levantó el teléfono y marcó el número de la policía de Berna. Unos segundos después una voz en alemán respondía la llamada.

– Buenas tardes. Staat Polizei.

– Buenas tardes. Quisiera hablar con la División Criminal.

– ¿Desea usted hablar con alguien en particular? -preguntó el agente de guardia, esta vez en francés.

– Con el inspector Hans Grüber, por favor.

– Espere un momento mientras lo localizo.

Afdera miraba atentamente el sobre que le acababa de dar Sampson. De repente, una voz gruesa y algo ronca sonó al otro lado del teléfono.

– ¿Sí? ¿Quién es? ¿Quién desea hablar conmigo?

– ¿Inspector Grüber?

– Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

– Soy Afdera Brooks, le llamo desde Venecia.

– ¿Desde Venecia?¿Y qué quiere de mí?

– Información -respondió tajante Afdera.

– ¿Qué clase de información? ¿Quién es usted?

– Soy amiga de la señora Sabine Hubert, de la Fundación Helsing. Ella me ha dado su teléfono para que le llame. Werner Hoffman formaba parte del equipo de la fundación encargado de restaurar una valiosa pieza antigua de mi propiedad…

– ¿Y qué tiene que ver eso con el accidente de Hoffman? -preguntó el inspector Grüber.

– ¿Cree usted que fue un accidente?

– ¿Por qué debo pensar lo contrario?

– ¿Porque tuvo el accidente a un kilómetro de la autopista por la que circulaba? ¿Porque cayó a un lago helado muy lejos de donde él se dirigía?

– Por cierto, ¿qué clase de pieza estaba restaurando Hoffman? -preguntó el policía repentinamente.

– Es una información confidencial -respondió Afdera a la defensiva.

– Pues la información sobre la muerte de Werner Hoffman también es confidencial mientras sea un caso abierto por la División Cri minal. Quid pro quo, señorita Brooks, quid pro quo.

– Está bien. Si es así, estoy dispuesta a ser la primera en decirle algo y después usted responderá a una pregunta mía. ¿Le parece bien, inspector Grüber?

– Perfectamente. Quid pro quo.

– Hoffman y un equipo de la Fundación Helsing están restaurando un documento muy valioso sobre el origen del cristianismo, sobre el origen de la religión católica. Y ahora me toca a mí.

– Adelante.

– ¿Por qué me ha dicho que es un accidente si la investigación la está llevando a cabo la División Criminal de la Staat Polizei de Berna?

– Porque alguien llamó a emergencias para decir que había visto cómo dos hombres cargaban a otro dentro de un coche en la autopista seis, la que llega hasta Thun. Enviamos una patrulla de la policía cantonal a investigar, pero no encontró rastro alguno de lucha ni nada por el estilo. El testigo dijo que era un BMW igual al que encontramos bajo el agua con Hoffman muerto en su interior -respondió Grüber-. Y ahora me toca a mí.

– Adelante.

– ¿Cree usted que el accidente o el asesinato de Hoffman puede estar relacionado con su documento sagrado?

– Puede ser. Todavía tengo que comprobar un par de datos, pero en cuanto tenga toda la información se la enviaré por fax para que lo investigue. Yo no puedo hacerlo sola, pero he detectado varias muertes relacionadas con mi documento y la de Hoffman puede ser tan sólo una más en la larga cadena trágica que rodea a mi libro -aseguró la joven.

– Si está usted dispuesta a facilitarme esa información, yo estoy dispuesto a colaborar con usted con tal de coger al tipo que mató a Hoffman. En Berna suceden pocos acontecimientos como éste, así que estoy dispuesto a ayudarla. No deseo que aumente el índice de asesinatos en nuestra tranquila ciudad. ¿Qué es lo que necesita saber? -propuso Grüber.

– Si en el cuerpo de Hoffman o cerca de él encontraron un octógono de tela con una frase en latín escrita en su interior.

– Comprobaré sus efectos personales para confirmárselo. Creo que aún no se los hemos entregado a su viuda.

– Puedo mandarle ahora mismo una copia de un octógono parecido para que le sirva de referencia.

– Se lo agradecería mucho. Envíemelo a este número de fax. En cuanto lo reciba me pondré a investigarlo, pero cuando la llame para confirmárselo querré de usted toda la información que tenga de este caso. ¿Me ha entendido?

– Sí, inspector Grüber, le he entendido, alto y claro, y ahora tome nota del teléfono de mi casa, en Venecia. Allí podrá localizarme. Espero su llamada. Quid pro quo, inspector Grüber.

– Quid pro quo, señorita Brooks -respondió el inspector antes de colgar.

Inmediatamente después, Afdera tomó el octógono de tela que había cogido del bolsillo del tipo que intentó matar a Badani en su casa de El Cairo, lo copió en una hoja en blanco y se la envió por fax a Grüber. Ahora sólo quedaba esperar la llamada del inspector.

Afdera decidió abrir el sobre que le había dejado su abuela en la caja de seguridad del banco de Venecia. Con un abrecartas de plata rompió el sello de lacre con el escudo de la Ca' d'Oro, extrajo la carta del sobre y comenzó a leer.

Mi muy querida nieta:

Cuando leas esta carta, querrá decir que yo he fallecido ya, bien de muerte natural o bien asesinada por alguna oscura y oculta mano. De cualquier forma, estaré muerta.

Esta carta, más que un mensaje, querida Afdi, es un aviso para que estés en guardia ante cualquier extraño suceso que pueda ocurrir en tu entorno con respecto al evangelio de Judas, que calculo habrás extraído ya de la caja de seguridad del First National Bank de Hicksville, en Nueva York.

He querido que seas tú, y no tu hermana Assal, quien se ocupe de descubrir la verdad oculta entre las páginas de las palabras de Judas. Tal vez porque tú eres un espíritu más parecido al de tu madre y al mío, más rebelde, más duro, más preparado para los amargos acontecimientos que te tocarán vivir alrededor del libro que te lego. Tu hermana Assal se parece más a tu padre. Un hombre más abstraído en su mundo que en el de los que le rodeaban. Eso no es malo, pero no les permite estar preparados para la dura y cruel realidad que supone un hallazgo como el libro de Judas.

Desde que el libro cayó en mis manos, a través de ese bandido llamado Rezek Badani y mi querida Liliana, a comienzos de la década de los sesenta, sólo me ha traído desgracias, para mí y para mi familia. Me imagino que te estarás preguntando por qué no hice restaurar y traducir el evangelio y decidí esconderlo en una caja de seguridad de un tranquilo banco de Hicksville. La respuesta es la siguiente: por miedo. Sí, por miedo a que os pudiese pasar algo a vosotras, mis queridas nietas Afdera y Assal. Cuando supe lo que podría contener el libro, créeme que me asusté. Un buen día comencé a indagar en sus orígenes, pero, de repente, una oscura mano comenzó a ejercer presión para que no alcanzase mi meta de, tal vez, rehabilitar la figura de Judas Iscariote. Yo era más joven y no temía esas presiones hasta que sucedió aquel trágico accidente en el que perdieron la vida tus padres durante unas vacaciones en Aspen, Colorado. Sé a ciencia cierta que no fue un accidente.

Unos días después de la muerte de tus padres recibí un mensaje en el que me indicaban que si seguía investigando los orígenes del libro, alguien más cercano a mí, como dos niñas de once y nueve años, podrían sufrir algún trágico accidente. En pocos días había perdido a tu madre, mi adorada hija, y a mi yerno, tu padre, a quien quería. No estaba dispuesta por un libro y un secreto guardado durante siglos a perderos ni a ti ni a tu hermana Assal.

Por eso decidí dejarte esta carta. Sí decides seguir adelante con la verdad sobre Judas, quiero que sepas que esa mano que me presionó a mí, en su día volverá a aparecer para hacer algo similar contigo. Sólo espero que la decisión que adoptes sea la correcta, tanto si eliges seguir adelante como si vuelves a esconder el libro en una caja de seguridad hasta el fin de los días. Entenderé cualquier resolución que tomes. Si sigues adelante, te dejo el diario que escribí con la información que conseguí sobre el libro de Judas. Úsalo o destrúyelo. La decisión es sólo tuya, querida niña. Ahora, tu hermana Assal y tú estáis solas. Sólo os tenéis la una a la otra. Protegeos entre vosotras y, por supuesto, únicamente me queda decirte que no te fíes de nadie si sigues el camino que tú sola debes recorrer. Esa decisión sólo te corresponde a ti tomarla. Hazlo con sabiduría.

Te quiere siempre, tu abuela Crescentia B.

Cuando Afdera terminó de leer la carta, no podía contener las lágrimas. No podía revelarle nada a su hermana Assal. Se sentía cada vez más sola, pero estaba decidida a reivindicar, después de tantos siglos, la figura de aquel apóstol que posiblemente no había traicionado a su maestro.

Secándose las lágrimas con un arrugado pañuelo, salió de la biblioteca y se preparó para ir a Florencia. La conversación que tendría con Leonardo Colaiani podría tal vez convertirse en un eslabón más de la cadena hacia el conocimiento de las palabras de Judas Iscariote. «Se lo debo a mi abuela, pero ahora, principalmente a mis padres», pensó la joven.

Mientras bajaba las escaleras, pudo oír en el salón principal la voz de Sampson cuchicheando algo con su hermana Assal. La verdad es que daba gusto ver aquella complicidad entre ellos.

– Siento interrumpiros -dijo Afdera de repente.

– No, no nos interrumpes. Sampson se va ya.

– Sam, necesito hablar contigo antes de que te vayas.

– De acuerdo, éste es un buen momento -afirmó el abogado.

– Acompáñame a la cocina.

– ¿Por qué estás tan misteriosa? Vas a asustar a Assal.

– Tú ocúpate de que Assal permanezca tranquila. ¿Sabes de qué trata la carta que me dejó mi abuela?

– No. No suelo leer las cartas que están selladas y que no son para mí.

– Oh, sí, perdona, pero no lo decía por eso. Te lo preguntaba por si la abuela te habló alguna vez de ella.

– No. Descubrí su existencia cuando murió tu abuela y estaba ordenando sus documentos. Encontré el contrato de la caja. Como tengo poderes tuyos, pedí al banco que la abriesen y allí estaba la carta. No había nada más -respondió el abogado.

– ¿Te habló alguna vez la abuela acerca de la muerte de mis padres?

– No, nunca hablaba de ello. Tan sólo una vez le pregunté y me dijo que habían perecido en un accidente en Estados Unidos. Me imaginé que habría sido en un accidente de coche.

– ¿Te dijo exactamente dónde fue el accidente?

– Creo recordar que me habló de Aspen, en Colorado. Sí, era en Aspen, porque se mostró muy decidida a vender una propiedad que tenía tu familia allí. No quería regresar a aquella casa.

– ¿Podrías hacerme un favor personal sin que se entere Assal?

– Sí, por supuesto. ¿Qué necesitas de mí?

– ¿Podríamos conseguir el informe del accidente de mis padres?

– Me imagino que sí. Supongo que el Departamento de Policía de Aspen tendrá una copia. ¿Quieres que les llame por teléfono?

– Quiero que vayas tú personalmente. Es muy importante, pero ante todo no debes decir nada a Assal. No quiero preocuparla estúpidamente. Dile que tienes que arreglar unos documentos de la abuela en Londres o Ginebra. Ella se lo creerá.

– Vaya, aún no estoy casado y ya estoy mintiendo y engañando a mi futura esposa.

– Hazlo por mí y por mi abuela, por favor -le pidió Afdera, dándole un beso en la mejilla.

– ¿Por qué me dejaré siempre convencer por ti?

– ¿Tal vez porque soy igual que mi abuela?

– Con una Crescentia Brooks tenía ya más que suficiente -dijo Sampson.

Antes de que saliese de la Ca' d'Oro, Afdera sujetó por el brazo a Hamilton.

– He de pedirte que tengas cuidado y que no te fíes de nadie. No le digas a nadie, ni siquiera a tu secretaria, que vas a ir a Aspen. Prométemelo.

– Te lo prometo.

***

Ciudad del Vaticano

El teléfono sonó por la noche en la Secretaría de Estado. El funcionario de guardia respondió.

– Necesito hablar con monseñor Mahoney, es muy urgente -pidió el desconocido.

– ¿Con quién hablo? Debe decirme su nombre para anunciarle a monseñor Mahoney -solicitó el joven sacerdote. -No se preocupe por mi nombre. Sólo diga a monseñor que la llamada es desde Berna. Él sabrá de qué se trata. E1 joven sacerdote salió del despacho principal y corrió por los largos pasillos vaticanos, ante la mirada indiferente de dos miembros de la guardia Suiza que protegían la entrada al despacho del cardenal August Lienart.

Golpearon la puerta varias veces hasta que monseñor Mahoney consiguió encender la luz de la mesa de su despacho. Se había quedado dormido sobre ella.

– Sí, ¿quién es?

– Monseñor, tiene una extraña llamada, pero no han querido identificarse. No he podido pasársela porque daba señal de comunicando -dijo el sacerdote.

– Lo he dejado descolgado para poder descansar un poco. ¿No le dicho desde dónde llama?

– Creo que ha dicho que llamaba desde Suiza y que usted lo entendería.

– No se preocupe y páseme la llamada por la línea de seguridad de la Secretaría de Estado.

Unos minutos después, Mahoney escuchaba el saludo de los miembros del Círculo.

– Fructum pro fructo-dijo el padre Cornelius.

– Silentium pro silentio -respondió el obispo.

– Monseñor, el equipo que está llevando a cabo la traducción de ese libro hereje está a punto de finalizar su labor. Creo que si se llega a conocer todo el contenido, puede ser peligroso.

– Deje ese tipo de análisis para el gran maestre y para mí. Usted sólo recibe órdenes.

– Lo siento, monseñor. No era mi intención molestarle, pero al padre Alvarado y a mí nos preocupa que ese grupo de científicos esté demasiado cerca de la palabra del apóstol traidor.

– ¿Qué repercusión ha tenido la muerte de Hoffman?

– La policía de Berna está investigando. No saben si ha sido un accidente o un suicidio. Creo que se han inclinado por lo segundo.

– Lo que está claro es que no debemos mostrar nuestra presencia en Suiza. Hablaré con el gran maestre y le tendré al tanto de las órdenes. Por ahora, usted, el padre Pontius y el padre Alvarado no deben hacer ningún movimiento sin el permiso del gran maestre.

– Pero…

– Pero nada, padre Cornelius. No haga usted nada hasta nueva orden. Por cierto, ¿quién es el agente que lleva la investigación?

– El padre Alvarado ha descubierto que se trata de un tal inspector Grüber, de la División Criminal de la Staat Polizei de Berna. Es un policía a la antigua usanza, muy meticuloso en su trabajo, y eso puede resultar peligroso para nosotros -respondió el padre Eugenio Cornelius.

– Así son los suizos. Meticulosos. Por eso fabrican relojes y blanquean dinero negro en sus bancos -respondió monseñor Mahoney con sarcasmo.

– ¿Qué quiere que hagamos?

– Por ahora, como le he dicho, manténganse quietos hasta recibir nuevas instrucciones. Debo hablar antes con el gran maestre. Y ahora, padre Cornelius, fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio, monseñor -respondió el asesino del Círculo Octogonus antes de colgar.

Para el obispo Emery Mahoney estaba claro que atacar un nuevo objetivo en Berna podía llegar a ser peligroso, y si ese Grüber era demasiado meticuloso, podría llegar a relacionar la muerte de Werner Hoffman con el Círculo.

Mahoney levantó el teléfono que tenía sobre su mesa y marcó el número directo de las estancias privadas del cardenal August Lienart. Una camarera contestó la llamada.

– Dependencias del secretario de Estado, ¿dígame?

– Buenas noches, necesito hablar con su eminencia el cardenal Lienart. Soy su secretario.

– No sé si su eminencia está ya durmiendo -respondió la camarera.

– Compruébelo. Es muy importante.

Mahoney sabía que el cardenal Lienart sufría de insomnio, por lo que generalmente no dormía más de tres horas al día, tal y como hacía el papa Juan XXIII.

– Dígame, monseñor Mahoney, ¿qué desea de mí a estas horas?

– Eminencia, sería necesario que me recibiese esta misma noche. Tal vez podríamos tener algún problema en Suiza.

– De acuerdo, venga usted en diez minutos. Le estaré esperando -ordenó Lienart.

Desde la residencia de Santa Marta, donde vivía Mahoney, al Palacio Apostólico, donde residía el secretario de Estado, había una distancia aproximada de cuatrocientos metros. Monseñor Mahoney prefirió acortar por la Via del Fondamento, rodeando la parte trasera de la basílica, hasta alcanzar la plaza de Santa Marta. Tras cruzar el puesto de seguridad de la Guardia Suiza, Mahoney entró en los llamados Aposentos Borgia y caminó a paso ligero por los largos pasillos de los palacios pontificios medievales hasta alcanzar el edificio que albergaba los apartamentos papales y las habitaciones destinadas al secretario de Estado.

Sentado en una pequeña mesa junto a la puerta de las estancias de Lienart se encontraba un guardia suizo bastante joven. Al divisar el color morado de los hábitos de Mahoney, el militar se puso en pie y saludó al recién llegado.

– ¡Monseñor…!

– Descanse, descanse -ordenó Mahoney al joven, al tiempo que entraba en las estancias de Lienart.

Tras atravesar el portón, el secretario observó que le estaba esperando ya la camarera vaticana, con quien había hablado minutos antes.

– Monseñor, su eminencia le está esperando -dijo haciendo una reverencia y besando su anillo episcopal.

Al entrar en el amplio salón de los apartamentos privados del cardenal secretario de Estado August Lienart, Mahoney divisó una amplía mesa en donde se alineaban en marcos de plata diversas fotografías de papas, jefes de estado y de gobierno, príncipes y reyes, dedicadas a su eminencia.

– Ése es mi museo particular -dijo Lienart a espaldas de Mahoney, sirviéndose un vaso de whisky de malta-. ¿Quiere usted, monseñor?

– Oh, no, gracias. Es muy tarde para beber, o muy temprano, según se mire.

– Y bien, ¿qué le trae hasta mis estancias a estas horas? -preguntó Lienart.

– He recibido una llamada desde Suiza del padre Cornelius.

– ¿Y qué información tenía para nosotros el fiel padre Cornelius?

– Los padres Cornelius, Pontius y Alvarado están preocupados por el avance en la traducción de libro hereje.

– De momento, tenemos que esperar. La paciencia es un árbol de raíces amargas, pero de frutos dulces. La clave de la paciencia es hacer algo mientras se espera y le aseguro, querido monseñor, que yo no detengo mi camino por la impaciencia de algunos. Debe informar a nuestros hermanos de Suiza que la paciencia en un momento de enojo o preocupación puede evitar cien días de dolor. No deben actuar sin mi consentimiento, infórmeles de que violarían las normas del Círculo y, por tanto, pueden ser castigados por ello.

– Pero, eminencia, tanto ellos como yo creemos que es peligroso que esos científicos puedan llegar a traducir todo el texto completo de ese libro hereje.

– Usted sabe tan bien como yo que nuestro aliado en la Funda ción Helsing conseguirá poner en nuestras manos las palabras de ese traidor de Judas. Sólo debemos esperar. ¡Todos deseamos tantas cosas…! Lástima que haya más sueños que vida… y más retrasos que tiempo, pero siempre hay una luz asomándose en la oscuridad. Esa luz que nos da aliento y esperanza para seguir soñando, para seguir deseando hasta alcanzar nuestro objetivo. No lo olvide nunca, querido y fiel Mahoney, y así debe decírselo a nuestros queridos hermanos Pontius, Alvarado y Cornelius -precisó Lienart.

– El padre Cornelius ve necesario emprender alguna acción contra esos científicos, pero considera que puede ser peligroso adoptarlas en Berna. Hay un inspector que está tras la pista de la muerte de ese Hoffman.

– La muerte de Werner Hoffman estuvo mal ejecutada. Como dijo un día el gran Cicerón: «Es propio de los hombres equivocarse, pero es de necios perseverar en el error». Si la muerte de Hoffman fue un error, sería de locos volver a llevar a cabo una acción semejante en Suiza. Dejemos que el resto de los científicos regresen a sus ciudades de origen para llevar a cabo el golpe contra ellos. Si actuamos en Canadá, Israel, Chicago y Ginebra, estos golpes pasarán desapercibidos al fino olfato de ese Grüber del que usted habla.

– La Entidad, nuestro servicio de inteligencia, ha reunido datos sobre el equipo que está trabajando en el libro hereje -reveló Mahoney.

– Cuidado, monseñor Mahoney, no me gustaría que los agentes del cardenal Belisario Dandi descubriesen la conexión del secretario de Estado con el Círculo.

– No se preocupe. Puesto que la Fundación Helsing está llevando a cabo la restauración de un objeto que puede ser adquirido por la Santa Sede, tienen la obligación de investigar a todos aquellos que estén en contacto con el objeto -precisó Mahoney, abriendo varias carpetas con el sello de la Entidad -. El equipo de científicos está formado por una tal Sabine Hubert, que actúa como portavoz. Después están Burt Herman, un americano experto en origen del cristianismo; un judío llamado Efraim Shemel, especialista en lengua copta, y un tipo llamado John Fessner, un hippy canadiense experto en análisis por radiocarbono. Creo que reside en una gran casa en Ottawa. Y el último de la lista era Werner Hoffman, un alemán cuya especialidad era el papiro y ejercía como profesor en la Universidad de Frankfurt al que le gustaba vestirse de mujer mientras su amante lo azotaba con una fusta.

– Genuflectant omnes in plano, todos se arrodillan al mismo nivel del suelo, querido Mahoney. Debemos esperar para actuar y quiero que así se lo comunique a los hermanos del Círculo. Nadie debe proceder sin mi aprobación y quiero que esto quede muy claro. Nos encontramos en un momento culminante de nuestra negociación. En este momento, el siguiente paso debe ser emprendido por el señor Aguilar. Cuando tengamos el libro en nuestras manos, podremos actuar y dejar que nuestros hermanos lleven a cabo lo que el destino ha escrito para esos cuatro científicos.

– ¿Y si el destino escrito no se cumple como usted predice, eminencia?

– ¿El destino? El destino es del que baraja las cartas, y nosotros, usted y yo, querido Mahoney, somos los que mezclamos esas cartas y las repartimos. Siempre se ha creído que existe algo que se llama destino, pero también que hay otra cosa que se llama albedrío, mi fiel Mahoney. Lo que califica a los hombres como usted o yo es el equilibrio de esa contradicción.

– ¿Qué pasará con la mujer, Sabine Hubert?

– ¿Qué ocurre con ella?

– Vive en Suiza y me imagino que si actuamos contra ella, eso levantará sospechas.

– Será el último objetivo en ser alcanzado. No quiero que la policía suiza descubra la conexión del Círculo con los científicos que han trabajado en ese maldito libro hereje.

– ¿Quiere que dé alguna orden concreta a los hermanos?

– Mantenga a los hermanos Cornelius, Pontius y Alvarado en Suiza, a la espera de órdenes. Los padres Ferrell y Osmund deben quedarse en Venecia.

– ¿Y el padre Reyes?

– Deberá permanecer en silencio y orando en el Casino degli Spiriti en Venecia hasta nueva orden. Él fue el responsable de la pérdida de nuestro querido hermano Marcus Lauretta en El Cairo y debe pedir perdón al Altísimo por ello, y a mí por haber violado mi confianza -sentenció el cardenal-. Acuérdese de conservar en los acontecimientos graves la mente serena. Sólo en usted puedo confiar, monseñor Mahoney. No me defraude.

El obispo Emery Mahoney se levantó del sofá en el que estaba acomodado, y tras hacer una breve reverencia, agarró la mano derecha del cardenal y besó con devoción el anillo con el escudo de armas de la familia Lienart.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió el poderoso cardenal secretario de Estado del Vaticano.

Unas horas después, el cardenal Lienart se encontraba dando un solitario paseo por los jardines vaticanos. Le gustaba caminar a primeras horas de la mañana, cuando aún los jardineros no habían comenzado su labor. Mientras se dirigía hacia el jardín botánico, pudo oír a su espalda el sonido de unos pasos.

– ¿Cómo está usted, mi fiel y querido Coribantes?

– Muy bien, Eminencia. Esperando mejores tiempos que confío en que no tarden mucho en llegar -respondió el agente del contraespionaje papal mientras besaba el anillo del cardenal.

– Puede que ese día esté cerca. Las cosas se hacen cuando hay que hacerlas. Hacerlas cuando no debes, puede significar una infracción de tu destino y cambiar para bien o para mal tu futuro.

– ¿Y qué desea de su fiel servidor, Eminencia? -volvió a preguntar el agente del SP.

– Necesito de su sabiduría y de sus contactos. Usted sabe bien que ha llegado tal vez el momento de que alguien con mano de hierro sepa cómo coger las riendas del Vaticano y acabe de una vez por todas con ese campesino al que llaman Sumo Pontífice…

– Perdone, Eminencia, pero no entiendo muy bien lo que desea de mí…

– Necesito un títere…

– ¿Un títere?

– Sí, un títere para la gran obra de teatro que vamos a representar.

– ¿Y cuál será el escenario?

– La plaza de San Pedro, querido amigo, la plaza de San Pedro -respondió Lienart ante la mirada atónita del espía papal-. Necesitaré un títere, un hombre de paja al que podamos hacer el protagonista de la función, sin que él sepa que lo es. Necesitaré un títere que sea capaz de llevar a cabo una misión sagrada sin que él mismo sepa que es tan sólo un títere entre nuestras manos.

– ¿Y quién será el muerto de la función? -preguntó Coribantes.

– Mi querido amigo, el único que puede impedir que las cosas cambien en la Iglesia; el único que está provocando la pérdida de prestigio de nuestra Iglesia por querer acercarse a esos malditos comunistas de Varsovia y de Moscú; el único que impide que se cumpla mi destino y para el que he sido preparado desde hace décadas. Los comunistas son herejes y con los herejes no hay nada de qué hablar, tan sólo quemarlos en la hoguera.

– Pero la Inquisición y las hogueras han dejado de existir hace ya muchos años, Eminencia…

– Necesito que busque a ese títere para mí, y le aseguro que cuando se cumpla mi destino, usted, querido Coribante, será recompensado.

– ¿Cuánto tiempo tengo para darle un nombre a ese títere?

– Hay hombres, amigo Coribantes, que luchan un día y son buenos; hay hombres que luchan muchos años y son mejores, pero hay quienes luchan toda la vida y ésos son los imprescindibles, y usted es uno de estos últimos. Cuanto antes tenga ese nombre, mejor.

– Cumpliré sus órdenes con eficacia y en silencio, Eminencia -respondió el espía justo antes de desaparecer entre los altos arbustos de los tranquilos jardines vaticanos.

– Lo sé, mi buen amigo, lo sé…

***

Berna

Bien entrada la noche, alguien se introdujo en el edificio principal de la Fundación Helsing. El recién llegado era conocido por los guardias armados de seguridad. Cruzó grandes salas en penumbra y llegó hasta la planta principal de despachos. Al fondo de un pasillo se encontraba una gran puerta de roble con una placa de bronce: «Renard Aguilar. Director».

La visita nocturna a la sede era más una medida preventiva que de seguridad. Estaba claro que Renard Aguilar no deseaba que nadie conociese el contenido de la conversación que iba a tener en unos minutos.

El director levantó el auricular y marcó el número de la residencia del millonario Delmer Wu.

– Buenas noches, deseo hablar con el señor Wu.

– ¿Con quién hablo? -preguntó la voz.

– Dígale al señor Wu que soy Renard Aguilar, un amigo del mejor discípulo. Él lo entenderá.

– Lo siento, pero el señor Wu no responde directamente. Le informaré de su llamada a uno de sus asistentes. Déjeme su número y su nombre y le daré su mensaje para que le llame inmediatamente -respondió la mujer de forma casi automática, como si de una grabación se tratase. Su pequeño discurso dejaba claro que eran las normas impuestas por el millonario para impedir que nadie pudiera acceder a él, ni siquiera a través del teléfono.

– Escuche bien lo que voy a decirle, porque no lo volveré a repetir, señorita. Si no quiere quedarse sin trabajo en menos de una hora, le recomiendo que localice al señor Wu y le dé el mensaje que le acabo de transmitir. Sé que él espera esta llamada, así es que si usted cree tener el suficiente poder como para desviar esta llamada a uno de los asistentes del señor Wu, allá usted.

La joven secretaria guardó silencio durante unos segundos, tal vez intentando tomar una decisión.

– Las personas que pueden acceder directamente al señor Wu tienen una clave de seguridad. Si esa clave salta en nuestra centralita de teléfonos, la llamada pasa directamente al señor Wu, y usted no tiene esa clave. Lo siento. No puedo pasarle. Lo único que puedo hacer es transmitir su mensaje a uno de sus asistentes.

– Bien, señorita. Haga lo que quiera, pero le recomiendo que vaya buscando un nuevo trabajo -dijo Aguilar.

– Un momento, señor Aguilar, no cuelgue -pidió la mujer-. Le pasaré con el señor Elliot, el asistente del señor Wu.

Enfadado por no haber podido hablar con Delmer Wu, esperó impaciente hasta oír la voz del asesor texano del millonario.

– ¿Señor Elliot? Soy Renard Aguilar, director de la Fundación Helsing.

– ¿Qué desea?

– Quiero hablar con el señor Delmer Wu.

– Mucha gente quiere hablar con el señor Wu. ¿Qué le hace tan especial para que le permita hablar con él?

– Tengo un libro que tal vez le interese para ampliar su colección. Dígale que tengo en mi poder el libro que recoge las palabras del mejor discípulo de Jesucristo. Transmítale este mensaje. Él lo entenderá -dijo Aguilar antes de colgar.

Si sabía jugar bien sus cartas, podría hacerse con una tajada de dos millones de dólares libres de impuestos. Mientras saboreaba en sus pensamientos los placeres que iba a poder pagarse con ese dinero, una luz roja intermitente en su teléfono lo devolvió a la realidad.

– ¿Dígame?

– ¿Cuál es su propuesta? -preguntó el mismísimo Delmer Wu al otro lado de la línea.

– ¡Oh, señor Wu, qué sorpresa! Estaba pensando que a lo mejor no le interesaba el libro de Judas.

– Acabo de despedir a la estúpida que se negó a pasarme su llamada, señor Aguilar. Como ve, yo no tengo reparos ni escrúpulos si con ello puedo alcanzar un objetivo, y ese objetivo ahora es el libro de Judas que tiene usted en su fundación -afirmó el millonario asiático.

– Bueno, no esperaba que despidiese a su secretaria -se disculpó el director.

– No se preocupe por ella. Y ahora, dígame, ¿en qué puedo servirle?

– Quiero proponerle un buen negocio.

– Déjeme a mí decidir si el negocio es bueno o malo. Le doy quince segundos, desde este mismo momento, para convencerme.

– Tengo en mi poder un libro que…

– Le quedan diez segundos -interrumpió Wu.

– … puede contener las palabras de Judas Iscariote, el apóstol…

– Le quedan cinco segundos -volvió a interrumpir el millonario.

– Le ofrezco la posibilidad de convertirse en el propietario del libro de Judas.

– Ahora empiezo a escucharle. Y ahora, dígame, ¿cómo sé que tiene usted el libro?

– No lo tengo en mi poder, pero la Fundación Helsing está llevando a cabo su restauración y traducción. Sé que usted ha tenido que depositar diez millones de dólares como donación en una cuenta en Suiza para que el Vaticano pueda adquirirlo. Yo le propongo que se adelante usted en esa compra. Ya conoce su valor y, si yo quiero, puedo hacer que ese libro acabe en su colección.

– ¿Cómo está usted tan seguro de que el Vaticano le permitirá que lo haga?

– El Vaticano no tiene por qué enterarse, a no ser que usted se lo diga.

– ¿Y qué me impide no coger ahora mismo el teléfono y llamarles para decirles que está usted ofreciéndome un objeto que ellos desean? Usted conoce al cardenal August Lienart y sabe bien que su eminencia no se quedará tan tranquilo rezando en la basílica de San Pedro junto a Su Santidad. Si acepto su oferta, tanto usted como yo nos convertiremos en objetivos, y la verdad es que yo tengo una buena protección, pero ¿y usted?

– Déjeme que yo me ocupe de mí mismo. Con dos millones de dólares puedo esconderme de quien sea y donde sea. Estoy seguro de que prefiere usted sujetar por los huevos al Vaticano y no al contrario. ¿Le interesa el libro, señor Wu?

– ¿Cuánto me costará, digámoslo así, su apoyo para poder sujetar por los huevos a la Santa Sede?

– Usted sabe bien el valor de ese documento y que una vez traducido puede remover los cimientos del cristianismo y de la actual Iglesia católica. Dejará que me quede con dos millones de dólares de los diez que ha depositado en la cuenta del Vaticano.

– ¿Qué seguridad tengo de que seré el único en recibir esta oferta?

– ¡Oh, señor Wu, me ofende usted! Soy un hombre de palabra y de honor. Jamás intentaría engañarle a usted en un negocio. Tengo suficiente juicio para no hacerlo -aseguró Aguilar.

– Déjeme decirle que mi padre me enseñó que el juicio de las cosas está determinado por la propia experiencia. «No permitas que el juicio de los demás se interponga para vivir tu propia experiencia», me dijo. Si me engaña, o simplemente se le ocurre intentarlo, créame que nadie más volverá a saber de usted. Soy propietario de unas instalaciones en el Ártico. Una especie de laboratorio en donde suelen hacer experimentos de tal índole que ni mis propios empleados dejan hacerme partícipe de ellos. Creo que tiene que ver con vacunas para evitar enfermedades muy graves y contagiosas y siempre se alegran cuando les envío algún conejillo de Indias. ¿Me comprende usted, señor Aguilar?

– Sí, le entiendo perfectamente, señor Wu. En pocos días le llamaré para informarle de que tengo el libro en mi poder.

– De acuerdo. Pero no quiero movimientos extraños por su parte, por la mía tampoco los habrá. Engáñeme y le arrancaré la piel de los dedos uno por uno. No habrá más trabas, pero asegúrese de que esas trabas tampoco estarán en su lado de la negociación.

Cuando Aguilar se disponía a despedirse del millonario, oyó al otro lado de la línea el tono de comunicación cortada. Su juego encajaba por ahora como una perfecta pieza de relojería suiza. Sentado en su mesa, el director de la Fundación Helsing cogió un caramelo de menta y se lo introdujo en la boca.

Tenía planeado negociar la entrega del libro a Wu, y, por otro lado, informar a Lienart de la supuesta traición del magnate. Estaba seguro, conociendo al cardenal Lienart, de que éste no permitiría que Delmer Wu se saliese con la suya. Renard Aguilar sabía que se enfrentaba a un juego peligroso, como alguien que intenta hacer malabarismos con una granada sin seguro. Si realizaba un movimiento en falso, podría explotarle en las manos, algo que no deseaba en absoluto. Prefería pensar en cómo disfrutar de sus dos millones de dólares, cada vez más al alcance de su mano.

IX

Florencia

En un par de horas el vehículo conducido por Francesco había recorrido los poco más de doscientos kilómetros entre la ciudad de los canales y Florencia.

– Francesco, pasaré la noche en el Grand Hotel Villa Medici, en Via il Prato, 42 -informó Afdera.

– Lo sé, señorita Afdera. Me lo ha dicho Rosa. Entraré por la Via Borgo Ognissanti y desde allí estaremos a pocos metros de la Via il Prato.

– En cuanto me dejes en el hotel puedes regresar a Venecia. No hace falta que te quedes.

– ¿Y cómo piensa volver usted?

– No te preocupes, cogeré un taxi o alquilaré un coche. Si te retengo aquí, Rosa se va a poner de los nervios.

Minutos después, tras atravesar el río Arno por el puente Americo Vespucci, llegaban hasta la misma puerta del hotel. Ya en su habitación, Afdera se disponía a realizar la primera de varias llamadas, pero cuando levantó el auricular, pudo reconocer una voz al otro lado.

– Hola, Afdera -saludó Max Kronauer.

– ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo tienes la poca vergüenza de llamarme? Desapareces y vuelves a aparecer y pretendes que te salude como si tal cosa. Y, por cierto, ¿cómo sabías que estaba en este hotel de Florencia?

– Me lo ha dicho la CIA. Uno de sus satélites te está siguiendo constantemente -respondió Max intentando arrancar una sonrisa a la joven, pero Afdera no estaba para bromas.

– No me hace ninguna gracia. Desapareciste de nuevo en Berna como alma que lleva el diablo y sin darme ninguna explicación. No quiero sufrir, Max, y sabes que me gustas, pero, como te digo, no quiero que me hagan sufrir, ni que me hagan daño, ni que me hieran.

– ¿Quieres que nos veamos o prefieres dispararme? Estoy en Florencia.

– La verdad es que me gustaría dispararte.

– ¿Cuándo quieres que nos veamos?

– Mañana tengo una cita con un tal Leonardo Colaiani, un profesor de la Universidad de Florencia, un experto en las cruzadas. Tiene bastante información sobre el recorrido que siguió el libro de Judas. Si quieres, puedes acompañarme.

– Me gustaría. Será un placer. ¿A qué hora te recojo?

– Ven a mi hotel a las diez de la mañana. Desayunaremos juntos y después nos vamos a ver a Colaiani, para ver qué tiene que esconder. ¿Te parece bien?

– Me parece muy bien. ¿Quieres que cenemos mañana después de la reunión con Colaiani? -propuso Kronauer.

– Sólo si me explicas por qué te alejas de mí cada vez que intento acercarme a ti.

– Te lo explicaré, te lo prometo. Por cierto… -dijo Max-, sabía en qué hotel estabas porque te llamé a Venecia y tu hermana Assal me lo dijo. También me aconsejó lanzarme de una vez. Me imagino a lo que se refería.

– Tal vez ella lo tenga más claro que tú y que yo. Hasta mañana, Max.

– Hasta mañana.

A Afdera le costó conciliar el sueño. Tenía muchas preguntas que hacerle a Colaiani, pero muchas más que plantearle a Max, y de ambos quería respuestas concretas. Estaba dispuesta a conseguirlas fuese como fuese, tanto del profesor universitario como de Kronauer.

El teléfono sonó varias veces arrancándola de un sueño profundo, conseguido con paciencia y un buen par de pastillas.

– Buenos días.

– Buenos días, Max -respondió con voz ronca.

– Te espero en la Sala Caterina para desayunar. Date prisa…

– Pídeme un café bien cargado. Necesito estar serena antes de ver a Colaiani. Me ducho y bajo.

Tres cuartos de hora después, Afdera entraba en la sala en donde la esperaba Max.

– ¿Cómo estás?

Al oírla a su espalda, Kronauer se puso en pie y besó a Afdera en la mejilla.

– Te veo muy bien.

– Yo también a ti, pero cuéntame, ¿dónde has estado?, ¿qué has estado haciendo?

– Tras vernos en Berna, regresé a Londres, donde he estado trabajando en unos textos antiguos escritos en arameo pertenecientes al Museo Británico. El gobierno de Damasco me ha propuesto también estudiar y traducir unos manuscritos que encontraron hace años cerca de Palmira. Será un trabajo que me llevará un año entero.

– Así es que vas a trabajar para ese Hafez al-Assad…

– No. Voy a trabajar en la traducción de unos textos en arameo que casualmente se encontraron en Palmira, que casualmente se encuentra en Siria. Si los científicos trabajasen tan sólo en aquellos lugares en donde existe la democracia, jamás se habrían descubierto los misterios de los faraones, ni las ruinas de Balbek o Palmira, tal vez ni siquiera hubiéramos pisado la Gran Muralla china o las ruinas de Babilonia. Si tuviésemos que esperar a que en muchos de esos lugares llegase la democracia, tendrían que pasar otros mil años para poder estudiar la mayoría de sus antigüedades -respondió Max-. Pero dime, ¿quién es ese Colaiani?

– Leonardo Colaiani trabajó junto a Charles Eolande en la búsqueda de los orígenes del libro de Judas. Eolande es uno de los papirólogos más importantes del mundo y trabaja en el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago. Colaiani es uno de los grandes expertos en historia medieval y da clases aquí, en la Universidad de Florencia. Ha escrito varios libros sobre la materia. Eolande y Colaiani trabajaron durante varios años a las órdenes de un misterioso griego llamado Vásilis Kalamatiano.

– Le conozco. He oído hablar mucho de él, pero no sé si la mayoría de rumores son reales o tan sólo leyendas.

– Eolande y Colaiani viajaron durante años siguiendo la pista del libro desde su creación hasta nuestros días, pero realmente no se sabe si averiguaron algo importante. Rezek Badani, mi amigo, el comerciante de antigüedades de El Cairo, me dijo que debía hablar con Colaiani si deseaba conocer algún eslabón más de la historia del libro de Judas. Por eso estoy aquí, en Florencia -relató, después de dar un largo sorbo a su café caliente, muy cargado y sin azúcar.

– ¿Por qué crees que va a proporcionarte la información que necesitas? Quizá no quiera dártela y prefiera guardarse para él los sacretos del libro, o a lo mejor no tiene suficiente autoridad como para proporcionarte los datos que necesitas.

– Puede que tengas razón. Pero tengo que conseguir que Colaiani hable conmigo, que me cuente lo que descubrió. Vámonos. Cogeremos un taxi -dijo la joven mientras firmaba la cuenta al camarero y daba un último sorbo a su café.

– ¿Y cómo sabes que ese tal Colaiani querrá hablar contigo delante de mí? Tal vez prefiera estar a solas contigo.

– Podría ser, pero le diré que tú eres uno de los mejores especialistas en cristianismo primitivo y que por eso necesito que asistas a la conversación.

– ¿Dónde es la reunión?

– En la universidad. Hoy tiene clase y tú y yo estaremos allí cuando termine para hablar con él. Necesito hacerle muchas preguntas y sólo él tiene las respuestas que busco.

El campus florentino estaba a esa hora de la mañana repleto de estudiantes cargados de libros que iban y venían entre los edificios universitarios rumbo a alguna clase. Afdera recordó sus años universitarios con cierta añoranza.

– ¿La echas de menos? -preguntó Max.

– ¿Perdona?

– Si la echas de menos. La universidad.

– Oh…, sí, tal vez. Mi abuela me envió a Oxford y después a Jerusalén. Era un mundo completamente aislado, una especie de urna de cristal hermética. Mi abuela hizo que mi hermana Assal y yo viviésemos en un ambiente que no era del todo real. Recuerdo mis años universitarios como una etapa de mi vida en la que no me enteré de gran cosa. Casi no sabía a qué se dedicaba mi abuela. Prefería aplicarme en el estudio. Fueron años de inocencia. Mi abuela se ocupó de mantenernos a Assal y a mí alejadas de cualquier cosa que pudiera perturbarnos -dijo con cierta añoranza, observando a una pareja de universitarios besándose en un banco del parque.

– Tal vez intentaba protegeros.

– Puede ser, pero el problema es que me ha dejado en herencia una tarea para la que no creo estar preparada o, por lo menos, para la que no había sido preparada. Ella creía en mí más de lo que yo misma creo.

– Pues yo pienso que lo estás haciendo muy bien. Tu hermana Assal te admira. Has sido su madre, su padre y su hermana mayor. No creo que lo hayas hecho tan mal como dices.

Afdera guardó silencio con las manos metidas en su abrigo mientras caminaban en dirección al edificio principal, en donde en ese momento el profesor Leonardo Colaiani impartía su clase de historia medieval.

Colaiani había conocido a Crescentia Brooks a través de Rezek Badani a comienzos de la década de los sesenta, casi cuando ésta adquirió el libro de Judas. Aunque el profesor conocía el libro, aseguraba que se había descubierto en Gebel el-Tuna y no en Gebel Qarara. Al parecer, en algún momento entre Badani y Crescentia Brooks, Colaiani y Eolande habían estado asesorando al egipcio para intentar vender el libro.

Tanto Colaiani como Eolande eran personajes conocidos en las tiendas de antigüedades de El Cairo o en cualquier otro lugar de Egipto en donde se pudieran encontrar textos antiguos. Trataban de comprar cualquier papiro que se descubriera. Eolande, el experto de Chicago, se ocupaba de tantear a los vendedores con preguntas acerca de papiros antiguos. Los libros como el de Judas o los de Nag Hammadi tenían una encuadernación que mantenía unidos los papiros. En la Antigüe dad, este material se consideraba prescindible, pero actualmente tenía un valor incalculable. Ambos científicos trabajaban a las órdenes de Vasilis Kalamatiano y conocían el valor de un libro analizando esa unión.

Afdera y Max llegaron hasta el aula. Al asomarse por la ventanita que había en el centro vieron a un grupo de estudiantes tomando apuntes y haciendo preguntas. Frente a ellos se encontraba un hombre alto, delgado, bien parecido, con una larga melena de pelo blanco y un rostro moreno escondido tras unas gafas redondas de concha. Esperaron hasta el final de la clase.

Una oleada de estudiantes pasó ante ellos, pero Afdera prefirió esperar a que el aula se hubiese vaciado. Cuando el profesor se disponía a abandonar la sala, la joven preguntó:

– ¿Es usted el profesor Colaiani? Soy Afdera Brooks, nieta de…

– Sí, ya sé de quién es usted nieta, de Crescentia Brooks -la interrumpió Colaiani-. Sígame hasta mi despacho, por favor. Allí podremos hablar sin que nadie nos interrumpa. -De repente, el experto en las cruzadas fijó su mirada en Kronauer-. ¿Y usted quién es?

– Oh, perdone, profesor. Es Maximilian Kronauer, gran amigo de la familia y experto en cristianismo primitivo.

– Mucho gusto -dijo Max.

– Vayamos a mi despacho -propuso el profesor sin estrechar la mano aún tendida de Kronauer. Estaba claro que al profesor le había molestado la intromisión de aquel desconocido-. Badani me dijo que sólo tendría que hablar con usted -dijo Colaiani a modo de protesta.

El despacho del medievalista tenía el ordenado caos típico de los científicos. Altas paredes cubiertas de estanterías de madera, cubiertas a su vez de libros sobre la historia de las cruzadas perfectamente etiquetados. En el centro de las estanterías, en un claro en la pared, se encontraba colgado un fragmento de estela funeraria del siglo XIV en la que aparecía representado un caballero cubierto por un gran escudo junto a un animal mitológico, posiblemente un león alado o un dragón.

Al entrar, Colaiani dejó sus papeles sobre una pila de libros y carpetas que se encontraban en precario equilibrio sobre su mesa. Cuando se dirigía hacia el sillón de cuero para despejarlo de libros, la pila se desmoronó con gran estruendo. Colaiani volvió a levantar la inestable torre, pero esta vez sobre el suelo.

– Discúlpenme, pero no tengo tiempo de ordenar este maldito orden caótico -se disculpó-. Por favor, siéntense en donde puedan.

Afdera se sentó en el borde del sillón, dejando varios ejemplares de la Enciclopedia Británica de las Cruzadas a modo de respaldo. Max decidió hacerlo en un pequeño taburete que, debido a su altura, le obligaba a tener que doblar mucho las rodillas. Afdera le miró divertida.

– ¿Qué desea de mí, señorita Brooks?

– Llámeme Afdera, por favor.

– De acuerdo. Bien, Afdera, ¿qué desea?

– Información.

– ¿Qué clase de información?

– Sobre el libro de Judas. Sobre lo que usted descubrió para Kalamatiano y todo lo que sepa de mi libro y el papel jugado por Luis de Francia…

– No hace falta que precise más. Le diré todo lo que descubrimos Charles y yo sobre su libro de Judas o, por lo menos, lo que puede usted saber sin que yo llegue a violar el acuerdo de confidencialidad que firmé con el señor Kalamatiano. Dígame qué desea saber en primer lugar.

– Cuando entré en la cueva de Gebel Qarara, descubrí en su interior tres sarcófagos. Uno de ellos tenía la tapa rota. Dentro estaba depositado el cuerpo de un cruzado cubierto por un escudo. Supe que aquel cruzado había combatido a las órdenes del rey Luis, porque sus ojos y su boca estaban sellados con unas monedas con el escudo de armas de Luis IX de Francia. ¿Por qué estaban esos hombres protegiendo el libro de Judas?

– Primero déjeme situarle en el contexto en el que vivieron y combatieron aquellos hombres, incluido el cruzado que usted encontró en esa cueva de la que habla. En la primera mitad del siglo XIII, las huestes del Islam reconquistaron la ciudad santa de Jerusalén. Los monarcas europeos estaban demasiado ocupados en sus asuntos internos como para embarcarse en una nueva cruzada, así es que sólo el rey de Francia, Luis IX, decidió participar en la nueva aventura de recapturar Jerusalén. En junio de 1248 partió de París acompañado por sus hermanos y muchos nobles, entre ellos el conde de Flandes y el duque de Bretaña. En septiembre llegaron a Chipre con intención de pasar el invierno, pero la peste golpeó al ejército del Rey. Aquello hizo que las tropas se desmoralizasen. Pero Luis no estaba dispuesto a ceder. Cuando llegaron los refuerzos, a la primavera siguiente, pusieron rumbo a Egipto en lugar de a Tierra Santa. La primera conquista en tierra egipcia sería la plaza de Damietta, que fue capturada el 7 de junio.

Mientras continuaba con su relato, Colaiani se levantó para buscar un códice ilustrado en la amplia biblioteca.

– Aquí está.

El profesor, con una pipa de madera entre los labios, abrió un libro dejando al descubierto una ilustración de la época a todo color en la que aparecía Luis IX atacando con su flota el puerto de Damietta.

– ¿Consiguieron conquistarla? -preguntó Afdera.

– Sí, pero Luis era demasiado impetuoso y decidió no esperar a los refuerzos, y atacar El Cairo él solo. Sin embargo, como demuestra la historia militar, las conquistas son más sencillas que las ocupaciones. Las crecidas de las aguas del Nilo obligaron a Luis y a los suyos a tener que mantener sus posiciones, pero en noviembre decidieron emprender su marcha hacia El Cairo. En abril de 1250, las fuerzas del rey Luis fueron derrotadas en Mansura.

– ¿Y qué fue del Rey? -preguntó Max.

– Enfermo y derrotado, decidió regresar a Damietta, pero fue hecho prisionero en el camino. Fue liberado sólo después de que se pagara un rescate, e inmediatamente abandonó Egipto, dirigiéndose con algunos caballeros de su confianza y lo que quedaba de su ejército hacia Acre. Entre esos fieles caballeros que acompañaban al monarca se encontraban dos hermanos, Phillipe y Hugo de Fratens, además de varios cruzados de los regimientos escandinavos: los varegos.

– No sabía que en las cruzadas combatieran tropas escandinavas -se sorprendió Max.

– Sí. Los varegos que lucharon junto a Luis eran mercenarios, tal y como hoy conocemos este término. Cuando no hacían la guerra contra alguien se dedicaban al comercio y a la piratería. Sus zonas comerciales de influencia eran el Caspio y Constantinopla.

– ¿En Bizancio?

– Sí. Aparecieron, según las fuentes, a mediados del siglo IX, a las órdenes del emperador Teófilo, pero poco después, como buenos mercenarios, se volvieron contra su amo y en el 860 decidieron atacar Constantinopla. Realmente ése fue su error. Los ejércitos que defendían la ciudad acabaron con ellos y con su aventura militar.

– Ellos no eran cristianos, así que es difícil creer que luchasen por la fe en Tierra Santa.

– Señor Kronauer, los varegos eran sólo una cosa: mercenarios. Lo único que les importaba era el dinero, pagase quien pagase. En el siglo x se menciona a los varegos como parte del ejército bizantino, y también está documentado que existían contingentes varegos entre las fuerzas que lucharon contra los árabes. De hecho, esta guerra elevó su rango de indeseables miembros de las Grandes Compañías de mercenarios al de Guardia Imperial. La brutalidad de los varegos cuando perseguían a los ejércitos derrotados era proverbial: cortaban y despedazaban a los soldados que huían. Basileo creó una nueva fuerza de élite conocida como la Guardia Varega . Con los años se fueron uniendo nuevas huestes de zonas tan alejadas como Suecia, Dinamarca y Noruega.

– ¿Y cómo acabaron en las cruzadas? -volvió a preguntar Afdera.

– Existen indicios de la presencia de unidades varegas junto al emperador Federico II Hohenstaufen en la sexta cruzada; junto al rey Luis IX de Francia en la séptima cruzada; e incluso hasta 1291, cuando los cruzados evacuaron sus últimas posesiones en Tiro, Sidón y Beirut, tras la caída de San Juan de Acre. Estoy seguro de que algunos de estos varegos acompañaban a Luis de Francia y a sus caballeros en su retirada de Damietta a Acre, y estoy seguro de que varios de ellos escoltaban a Phillipe o a Hugo en su camino de regreso a Occidente.

– ¿Por qué era tan importante para Luis de Francia llegar hasta Egipto? -preguntó Max.

– En un principio se pensó que Luis IX deseaba establecer una base permanente cerca de Tierra Santa, no sólo para esa cruzada, sino para las que llegarían en el futuro. Pero realmente aquella operación militar tenía un sentido más religioso, más sagrado. Hay varios pasajes de la Biblia, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, que hacen referencia al paso de la Sagrada Familia por Egipto, y aquello hizo que Luis se tomase la cruzada en Egipto como una misión de fe -respondió el profesor.

– Pero es una tradición más copta que católica -interrumpió Afdera.

– Sí, así es -intervino Max-. Para los coptos es más importante el paso de la Sagrada Familia por Egipto, incluso adaptaron la narración del Antiguo Testamento a su sistema de creencias, desarrollando más aquellos pasajes del Nuevo Testamento que tienen que ver con Egipto. Celebran, por ejemplo, el pasaje del evangelio de Mateo en el que la Sagrada Familia llega a Egipto para huir de la matanza de los primogénitos ordenada por Herodes. Aunque la Biblia no es demasiado explícita con la ruta que siguió la Sagrada Familia, los coptos han intentado reconstruir el camino que tomaron. La verdad es que han conseguido incluso reconstruir el trayecto de forma muy detallada.

– Sí, pero comprenda usted la mentalidad de un monarca cristiano de la época. Luis conocía la historia del viaje de la Sagrada Fa milia por Egipto, y para él era suficiente para organizar una cruzada con la que arrancar de manos infieles los lugares en los que pasó su infancia Jesucristo.

– ¿Cuándo entra en contacto Luis de Francia con el libro de Judas? -preguntó Afdera, intentando centrar la conversación.

– Su hallazgo del libro pudo producirse de forma casual. Seguramente, cuando sus tropas conquistaron la plaza de Damietta, se encontraron con su libro de Judas o con alguna copia en griego de éste. Tanto Eolande como yo apostamos a que sería el libro original que tiene usted ahora en su poder.

– Caray, han pasado más de setecientos años, ¿por qué cree que aparecería el libro en la cueva de Gebel Qarara con aquellos tres cruzados?

– La libertad del rey Luis y de sus hermanos fue obtenida a cambio de entregar la plaza de Damietta y un millón de besantes de oro. Posiblemente, cuando Luis y sus cruzados se vieron obligados a abandonar Damietta, éste no estuvo dispuesto a dejar el libro de Judas o cualquier texto sagrado cristiano en manos de los infieles musulmanes. Lo más seguro es que Luis ordenase a esos tres cruzados de los que habla proteger el libro con su vida, y la verdad es que lo hicieron muy bien hasta 1955, cuando se descubrió la cueva.

– ¿Cree usted que Luis de Francia supo del contenido del libro de Judas? -preguntó Afdera, tomando notas en el diario de su abuela.

– Es difícil responder a su pregunta, pero puede que algún religioso o noble que acompañase a Luis de Francia hubiese podido traducir el texto en griego o en copto. Tal vez Luis comprendió la peligrosidad de ese texto para la Iglesia católica y para el poder pontificio en la tierra y por eso decidió esconderlo.

– ¿No hubiera sido más fácil quemarlo directamente? -intervino Max.

– ¡Oh, no! Conociendo la historia de san Luis de Francia, dudo mucho que se hubiera atrevido a quemar un texto sagrado, aunque fuese del mismísimo Judas Iscariote. Era un hombre muy devoto, pero también un gran estudioso de la historia de la cristiandad. No creo que se hubiera atrevido. Para él era más cómodo, o mejor dicho, menos incómodo, enviar el libro lejos de Damietta, lejos del alcance de manos musulmanas, protegido por tres caballeros. Mientras el libro permaneciese escondido, no habría nada que temer.

– ¿Descubrieron los cruzados de Luis IX, o ustedes, algo de un tal Eliezer?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Porque al traducir el texto en copto de mi libro de Judas aparecen en muchos de sus párrafos innumerables referencias a un tal Eliezer, y no sabemos quién es -respondió Afdera.

– Le voy a contar una cosa que tal vez el Griego no desearía que le contase. Se dice que cuando Luis y los suyos conquistaron Damietta, descubrieron un libro con la palabra de Judas y un extraño texto, parecido a una carta, firmado por un tal Eliezer. Según parece, y siempre basándonos en rumores y leyendas, aquella carta provocó un verdadero pánico en Luis IX al descubrir su contenido. Tal vez entendió que era mejor para la cristiandad mantener lo más alejado posible el libro de Judas de la carta de Eliezer. Separados, tal vez fuesen menos peligrosos que los dos textos juntos.

– ¿Descubrió usted quién era ese Eliezer?

– Posiblemente sería algún escriba a las órdenes de Judas Iscariote, algún intelectual de la época o algún seguidor del propio Judas, pero, como le digo, eso sería antes de suicidarse después de traicionar a su maestro Jesucristo, y no hay constancia alguna de que durante la época en la que ejerció como apóstol de Jesucristo tuviese a su vez seguidores o discípulos.

– ¿Y no podría ser que Judas no llegase a suicidarse, tal y como dicen los evangelios?

– No puedo responder a eso. Yo soy sólo un experto en historia medieval, en las cruzadas, y no en historia del cristianismo. Supongo que esa cuestión podrá aclararla su amigo -se disculpó Colaiani, señalando a Max.

– Déjame decirte, Afdera, que, aunque los evangelios del Nuevo Testamento coinciden en vilipendiar a Judas, ninguno de ellos hace referencia a detalles de esa misma traición. Marcos no aporta indicación alguna de por qué Judas delató a su maestro. Mateo señala que la traición de Judas fue tan sólo por dinero, pero cuando vio el sufrimiento de Jesús, se arrepintió y se ahorcó. Lucas sugiere que Judas fue inspirado por el diablo, de modo que la traición fue un acto satánico. Juan dice que el propio Judas llevaba dentro a Satanás. Con respecto a tu pregunta, te diré que únicamente Mateo hace referencia al supuesto suicidio de Judas. El resto de los evangelistas ni siquiera lo citan -apuntó Max.

– Por tanto ¿sería posible que Judas no hubiese muerto como dice Mateo y se encontrase con ese Eliezer?

– Perfectamente. Incluso puede que Judas acabase en Egipto. Buena parte de la población de Judea acabó huyendo de la ocupación romana y de las persecuciones religiosas a las que se vieron sometidos y se refugiaron en barrios de Damietta y Alejandría. Puede que Judas Iscariote fuese uno de ellos y llegase a Egipto.

– Déjenme decirles que lo que sí descubrimos fue el rastro de su libro y del documento de Eliezer entre la séptima cruzada liderada por Luis IX de Francia y la llegada de Luis y sus caballeros a San Juan de Acre. Al parecer, Luis ordenó a varios de sus caballeros desplazarse hacia el sur de Egipto para proteger el libro, mientras dos de ellos, acompañados de miembros de la guardia varega, se dirigían hacia Acre, posiblemente con el documento de ese Eliezer. Desde ahí, Eolande y yo conseguimos seguir el rastro de uno de los caballeros y varios varegos hacia Antioquía y el Pireo. Después les perdimos la pista -afirmó Colaiani.

– ¿Qué descubrió exactamente hasta ese momento? -preguntó Afdera, tomando notas a toda velocidad y casi sin orden alguno.

– Pues que los dos caballeros que acompañaron a Luis IX hasta Acre se separaron en la misma capital cruzada. Uno de ellos fue el que salió rumbo a un lugar conocido como el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes, pero ni Eolande ni yo pudimos identificar el lugar. Podría ser cualquier sitio del planeta. Lo que sí sabemos, como le he comentado antes, es que el caballero, escoltado por unidades varegas, pasó por Antioquía y el Pireo. Después de eso, nada.

– ¿Quiere eso decir que ese caballero podría llevar con él el documento de Eliezer?

– No puedo asegurarlo científicamente, de forma histórica, aunque debido al número de varegos que iban con ese cruzado como escolta sólo podría significar que llevaba el documento que el monarca francés le había ordenado custodiar. Tanto Charles como yo estábamos seguros de que ese caballero llevaba el texto de Eliezer.

– Ese caballero podría ser del que habla la leyenda -apuntó Afdera.

– ¿A qué leyenda se refiere?

– A la leyenda del caballero y la reliquia. Creo recordar que existe en algún lugar de Venecia un arco en el que aparece representado un yelmo, un escudo y una espada. La leyenda cuenta la historia de un caballero procedente de Tierra Santa que llevaba consigo una reliquia. Durante su largo viaje conoció a un noble mercader, un Morosini, con el que entabló una estrecha amistad. Una vez llegados a Venecia, el mercader quiso hospedar al caballero en su casa, que se encontraba precisamente en esa corte, en la corte Morosina. En su residencia, ricamente decorada, le presentó a su bella hermana. Parece ser que el caballero, experto sólo en el arte de la guerra y no en el arte del amor, se enamoró tan perdidamente de la joven que olvidó la importante misión encomendada por su señor el rey Luis. Para desgracia del caballero, la joven y el mercader no eran hermano y hermana, sino dos astutos amantes que huyeron de Venecia con la pequeña fortuna que llevaba el caballero cruzado, así como con su espada, su yelmo y su escudo. La leyenda dice que, desde aquella misma noche, el infortunado caballero vaga sin descanso, lamentándose por las calles, hasta que un día, en la misma corte Morosina, junto al pozo, se encontró su armadura vacía. Se dice que el escudo de armas que llevaba el caballero en su armadura quedó grabado en el brocal del pozo cuando éste desapareció.

– ¿Recuerda cómo era ese escudo de armas? -preguntó el profesor, levantándose una vez más para coger un libro sobre escudos de armas de los caballeros cruzados.

– Me parece que era como una especie de garra de león o algo parecido. No estoy muy segura.

De repente, el profesor de historia medieval abrió el volumen por una de sus páginas. Ante los ojos de Afdera y Max apareció la imagen de un escudo con una garra de león.

– ¿Era como éste?

– Sí, puede ser. Seguro que era parecido a este escudo. Una garra de león.

– Este escudo perteneció a la familia de Fratens, cuyos miembros acompañaron al rey Luis IX de Francia en la séptima cruzada. Esto demuestra que esa leyenda del caballero que me ha contado usted puede estar basada en un hecho real. Demostraría que o Hugo o Phillipe de Fratens pudieron llegar hasta Venecia. La cuestión ahora es saber cuál de ellos fue el que llegó y qué trayecto siguió desde Tierra Santa.

– ¿Qué importancia tiene saber cuál de los dos llegó a Venecia? ¿Qué diferencia podría haber entre ellos? -preguntó Max.

– ¡Oh, sí! Sí que había diferencia entre los dos hermanos. Los hermanos que lucharon en Damietta y después en Mansura junto al Rey eran muy diferentes. Los dos eran hijos de su tiempo, una época feudal en la que el barbarismo incipiente estaba ligado a su modo de vida. En Francia, Gran Bretaña o Alemania, eran los señores y barones quienes gobernaban en nombre del Rey o del Emperador. El padre de Hugo y Phillipe de Fratens ejerció el dominio sobre sus tierras, pero sus hijos prefirieron seguir la palabra de Dios y unirse a las cruzadas en busca de fortuna y gloria. Hugo y Phillipe mostraban orgullosa sumisión y digna obediencia y se unieron a las huestes del Rey. Lo bueno que tenía participar en la cruzada era que demostraba cómo un esclavo podía convertirse en caballero y un caballero en esclavo. Los dos hermanos habían sido educados en una sociedad de abnegada dedicación a los pobres, los heridos, los enfermos y los débiles, pero eran también militares muy competentes. Para los hermanos, la «orgullosa sumisión» era para con Dios, quien ocupaba el lugar más alto de la cúspide social, incluso por encima del monarca de turno. Phillipe era, al parecer, muy diferente de su hermano Hugo. Mientras Hugo era un caballero asceta y devoto con una gran fama de humildad y valor, Phillipe era un caballero totalmente decidido y despiadado en nombre de la fe. A Phillipe de Fratens, un curtido veterano, le encantaba contar una vez tras otra el número de infieles que había matado sin que se le agriara su buen humor. Le gustaba definirlo como «malicidio» o, sencillamente, «la matanza del mal». Mientras Hugo se dedicaba a los pobres y a los débiles, Phillipe se dedicaba a matar a los pobres y débiles musulmanes, pero está claro que a ellos, a los infieles, no se les preguntaba su opinión. Hugo era un monje metido a guerrero, mientras que Phillipe era un sádico.

– Pero ¿qué importancia tendría que hubiese llegado uno u otro a Venecia? -volvió a preguntar Max.

– Mucha. Si Phillipe hubiese muerto en Tierra Santa, lo más seguro es que hubiese sido enterrado en cualquier lugar, mientras que si el caballero que permaneció en Acre fuese Hugo, posiblemente hubiese sido enterrado en las catacumbas de Acre con sus armas y, por tanto, sería más fácil de localizar. ¿De qué año puede ser ese arco del que habla? El arco con el yelmo, el escudo y la espada -preguntó Colaiani interesado.

– No estoy muy segura, pero quizá del siglo XIII o XIV. Sería fácil de comprobar en los Archivos de Estado de la Serenísima o en la Bi blioteca Marciana, en el Palacio de los Dogos ¿Qué relación puede tener la leyenda con su primer caballero?

– Usted sabe, Afdera, que muchas veces las leyendas se conforman basándose en un hecho real. ¿Y si ese caballero que dice su leyenda fuese el mismo que luchó junto a Luis IX en Damietta? ¿Y si ese caballero fuese uno de los hermanos que siguió su camino hacia Europa con el documento de Eliezer? ¿Y si el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes, al que se refiere la historia, es nada más y nada menos que Venecia? ¿Y si descubriésemos que el documento de Eliezer está realmente escondido en algún lugar de Venecia? ¿Sabe usted lo que supondría para la cristiandad? ¿Sabe lo que significaría descubrir un documento de la época que demostrase que realmente Judas Iscariote no se suicidó como dice el evangelio de Mateo? Un documento semejante podría abrir los ojos o demostrar que los pilares sobre los que se edificó la actual Iglesia católica no fueron los correctos. ¿Se imagina que usted y yo descubriésemos ese documento, ese texto sagrado en Venecia? Estaría dispuesto a compartir la gloria del descubrimiento con usted, sin duda alguna.

– Muchas gracias, pero si descubro el lugar donde está la carta de ese tal Eliezer, le aseguro que no compartiré con usted su contenido. El libro de Judas es de mi propiedad. De cualquier forma, antes de bañarnos con la gloria debemos localizar las pistas que nos lleven hasta el lugar en donde está escondido ese valioso documento.

– Déjenme que les interrumpa a los dos en su momento de gloria… – intervino Max-. ¿Qué fue de Luis de Francia o del segundo caballero?

– Luis IX y el segundo caballero estuvieron cuatro años fortificando las plazas cristianas de San Juan de Acre, Cesarea, Jaffa y Sidón y peregrinando a los Santos Lugares de Nazaret y Canaán. En el año 1254, Luis IX tuvo que regresar a Francia tras la muerte de su madre, doña Blanca de Castilla, que había actuado como regente, y asumir sus responsabilidades como rey.

– ¿Y el segundo caballero? ¿Supieron al menos dónde está enterrado? -preguntó Afdera, sin dejar de tomar notas.

– Imposible saberlo. Desde 1250 hasta 1291 los caballeros cruzados muertos en acción eran en su mayoría enterrados en el lugar donde caían, pero si tenían suficientes méritos, sus cuerpos eran trasladados hasta San Juan de Acre y sepultados en las criptas y catacumbas de la ciudad, junto a su escudo, sus emblemas de guerra y su espada. El problema es que desde 1291, cuando Acre cayó en poder de los musulmanes, se perdieron la mayor parte de los registros que se habían hecho hasta ese momento. Las diferentes órdenes de caballería llevaban registros exhaustivos de los caballeros muertos y la ubicación de sus sarcófagos -afirmó Colaiani.

– ¿Y no hay forma de localizar el sarcófago del caballero de Fratens?

– Imposible. Los musulmanes destruyeron y quemaron todos los textos que encontraron en Acre, y si no lo hicieron, seguro que los turcos se encargaron de ello cuando conquistaron la ciudad en 1517. Se sabe a ciencia cierta que en 1819, cuando los ingleses anexionaron Acre a Palestina, ya no existían los registros. Para localizar la tumba de ese caballero habría que recorrer uno a uno los kilométricos pasillos que conforman los subsuelos de Acre, y para ello se necesitaría el permiso de los israelíes, y no creo que eso sea nada sencillo.

– No será ningún problema. Tengo buenas relaciones con los israelíes y con la Autoridad de Antigüedades.

– Pero no creo que ellos las tengan conmigo -afirmó Colaiani.

– ¿A qué se refiere?

– Los israelíes nos acusaron oficialmente a Kalamatiano, a Eolande y a mí de estar detrás del intento de robo de una serie de objetos. Yo tengo que decirle que no tuve nada que ver en ello, pero fuimos acusados los tres y nos impidieron realizar cualquier investigación en Acre.

– No se preocupe. Si usted me ayuda a mí, yo le ayudaré a usted con los israelíes -propuso Afdera.

– ¿Y de qué forma le ayudaría yo? Usted no está dispuesta a compartir el éxito del descubrimiento del texto de Eliezer.

– Podría cambiar de opinión, depende de su ayuda.

– ¿Hasta qué punto debería llegar esa ayuda?

– A ponerme en contacto con Vasilis Kalamatiano.

– ¿Está usted loca? -exclamó Colaiani-. Si el Griego se entera de que he hablado con usted sobre el libro de Judas y el documento de Eliezer, es capaz de despellejarme vivo en una tinaja de aceite hirviendo.

– Pues ésa es mi condición. Si me pone en contacto con Kalamatiano, haré que los israelíes se olviden de usted. Si no lo hace, no sólo me preocuparé de que los israelíes no se olviden de usted, sino que hablaré con todos los amigos de mi abuela, y le aseguro que son muchos, y correré la voz de que ha intentado engañarme con una pieza -dijo Afdera, poniendo su mejor rostro angelical.

– Hija de puta -farfulló Colaiani, dirigiéndose hacia su desordenada mesa para buscar una vieja agenda de tapas de cuero bajo un montón de papeles y fotografías en blanco y negro-. De acuerdo, le diré la forma de contactar con Kalamatiano. Llame a este número. Si el Griego acepta hablar con usted, perfecto. Usted llamará a los israelíes y les dirá lo bueno que soy. Si Kalamatiano se niega a hablar con usted, o se niega incluso a devolverle la llamada, también perfecto. Usted llamará igualmente a los israelíes y les contará mis bondades.

– De acuerdo. Trato hecho. Le llamaré después de hablar con Kalamatiano. Ya no le molestamos más -dijo, poniéndose en pie para despedirse.

– Espero tener noticias suyas muy pronto, señorita Brooks. Recuerde que ahora somos socios -aseguró Colaiani.

– Aún no, profesor, aún no.

Max rompió el silencio cuando estuvieron fuera del campus.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Me imagino que intentar localizar a ese Kalamatiano.

– ¿Y después?

– Necesito hablar con Badani esta tarde para confirmar si en el cadáver de Liliana encontraron un octógono de tela. Y quiero hablar con ese inspector de la policía de Berna, Hans Grüber, para saber si en el cadáver de Werner Hoffman hallaron un símbolo similar.

– ¿Qué ocurriría si descubrieses que esa gente que mata dejando un octógono de tela tras de sí está realmente asesinando a cualquier persona relacionada con tu libro de Judas? ¿Y si ese supuesto grupo descubriese que realmente hay un texto de un tal Eliezer que podría poner en peligro los cimientos de la Iglesia católica? ¿Crees realmente que dejarían que todos los que conocen ese secreto permaneciesen vivos?

– No lo sé, Max. Ahora no puedo pensar en ello. Tal vez estamos tomándonos demasiadas molestias por ese Judas.

– ¿Por qué no le concedes el beneficio de la duda, como hizo tu abuela?

– ¿Tal vez porque traicionó a su amigo?

– En el Infierno de la Divina Comedia de Dante, Judas es condenado a las fosas más profundas, en donde es devorado desde la cabeza por un ave gigante. La gente de hoy considera a Judas como un delator, un traidor. Incluso su nombre es asociado a la codicia, a la avaricia, a alguien mucho más interesado en el dinero que en la fidelidad a un amigo. Se desprecia el nombre en sí. En ningún lugar de Occidente nadie pondría el nombre de Judas ni siquiera a su perro, y mucho menos en Alemania, en donde es ilegal llamar así a un hijo. ¿Por qué no puedes ser tú la persona que consiga limpiar el nombre de Judas Iscariote? -propuso Max.

Cuando el taxi se detuvo ante las puertas del Grand Hotel Villa Medici, Afdera se bajó esperando que Max la siguiese, pero éste permaneció en el vehículo.

– ¿No vas a bajar?

– No, pero esta noche cuando cenemos juntos te diré por qué no puedo acercarme a ti. Me comprenderás cuando te lo cuente.

– Espero que tu explicación sea convincente. Quedamos a las nueve en el restaurante Al Lume di Candela, en Via Pancini. Sé puntual -dijo Afdera, dando un fuerte portazo al vehículo.

Ya en su habitación, levantó el teléfono y marcó el número de Badani en El Cairo.

– Residencia del señor Badani, dígame.

– Hola, buenas tardes, deseaba hablar con Rezek Badani, por favor.

– ¿A quién debo anunciar? -preguntó la criada.

– Dígale que soy Afdera Brooks. Al otro lado de la línea, Afdera oía cómo la joven discutía y recriminaba algo en árabe a Badani.

– Malditas mujeres. Sólo piden, piden y piden… ¿Quién es? ¿Quién quiere hablar conmigo?

– Hola, Rezek, soy Afdera.

– Querida Afdera, ¿cómo estás?

– Bien, querido amigo. ¿Qué tal por El Cairo?

– Intentando engañar a más turistas estúpidos. Ya sabes cómo son. Vestidos como si fueran a Hawai, con esas camisas de flores ridículas, quieren comprar un preservativo perteneciente al faraón Ramsés. ¡Qué estúpidos son!

– Un día alguien te va a dar un escarmiento por engañarles. Dime, ¿has averiguado algo sobre el octógono de tela? ¿Tenía Liliana algún octógono cerca de ella? -preguntó intrigada.

– Hablé con mi primo y…

– ¡Tú y tus primos!

– Como te estaba diciendo, hablé con mi primo, el policía de El Cairo. Estuvo haciendo preguntas por la Sección Criminal de la Poli cía de Alejandría. Un agente le dijo que, efectivamente, junto al cadáver de Liliana Ransom había un extraño octógono con una frase escrita en latín. Déjame que busque el papel en donde apunté el texto…

– Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios -dijo Afdera.

– Exactamente. ¿Cómo lo sabías? ¡A veces me das miedo! -exclamó Badani.

– Con Liliana, son ya tres las víctimas de esos asesinos del octógono. Tu socio Boutros Reyko, Abdel Gabriel Sayed y tú.

– Bueno, yo se lo puse bastante difícil a ese hijo de puta del octógono que saltó por la ventana.

– Con mi ayuda, querido amigo, con mi ayuda. Te llamaré y te tendré al tanto de lo que descubra. Cuídate y no te fíes de nadie. Si lo han intentando una vez, puede que vuelvan a hacerlo. Tal vez a esos tipos del octógono no les guste dejar flecos sueltos, y tu, amigo mío, te has convertido en eso, en un fleco suelto -dijo Afdera antes de colgar.

La joven volvió a levantar el teléfono para llamar a Sabine Hubert.

– ¿Cómo estás? -dijo Sabine.

– Muy bien, querida amiga. ¿Y tú?

– Estamos dando los últimos retoques a tu libro. Tu Veuaggelion Nioudas está casi finalizado.

– ¿Qué es eso de Veuagge…?

– El evangelio de Judas en copto. Para mí, debo decirte, querida, ha sido como montar uno de los puzles más importantes y complejos de la historia. Tu libro de Judas está escrito en trece hojas de papiro, por ambas caras, en total veintiséis páginas que aparecen numeradas entre la treinta y tres y la cincuenta y ocho del códice. Además, hemos podido encajar casi todos los fragmentos de papiro que trajiste junto al libro, dentro de la caja de plástico.

– Eso sí que es un arduo trabajo.

– Sí que lo es. Si coges un documento de unas diez páginas escritas por ambos lados, lo rompes en fragmentos diminutos, tiras la mitad de ellos y luego intentas volver a reconstruirlo, verás que el trabajo es bastante complicado. Lo que hemos hecho es trabajar con fotocopias. Fotocopiamos todos los fragmentos, incluso los más pequeños, los recortamos a escala, dándoles una numeración, y Efraim se ocupó de colocarlos en su lugar. Desciframos el significado de tu libro gracias a pequeñas victorias, al ir colocando cada trozo en su sitio. Cuantos más fragmentos añadíamos, más podíamos leer y más historia desvelábamos. El texto, sin lugar a dudas, narra la historia de los últimos días de Jesucristo. Para todos nosotros y por unanimidad, tu libro es el mismo que condenó Irineo de Lyon hace más de mil ochocientos años.

– ¿Cómo estáis tan seguros?

– Efraim ha encontrado una frase que dice textualmente: «Tú los superarás a todos, porque sacrificarás el cuerpo en el que vivo». Burt afirma que revelar este texto podría llegar a generar una crisis de fe. No cabe la menor duda de que tu abuela te dejó en herencia uno de los mayores descubrimientos de este siglo. Es un hallazgo porque supone un testimonio directo.

– ¿Habéis averiguado algo más de ese tal Eliezer?

– Sí, es curioso. Burt dice que pudo ser un discípulo de Judas, si es que éste no se suicidó, o tal vez una especie de escriba o secretario.

– Sabine, ¿crees que es necesario que vaya a Berna?

– Yo creo que deberías venir para que podamos darte los últimos detalles del libro. Creo que ha llegado el momento de que decidas qué quieres hacer con él. Si lo vas a vender, donarlo o a quedártelo. A John, Burt y Efraim les gustaría despedirse de ti antes de regresar a sus países.

– De acuerdo, seguiré tu consejo. Iré a Berna. ¿Te ha dicho Aguilar algo sobre el libro? -dijo Afdera.

– No, no me ha dicho nada, pero te recomendaría que no te fiases de Aguilar. El libro es tuyo, hemos trabajado mucho en él para restaurarlo y traducirlo.

– Mi abogado ha ido a Berna para cerrar el acuerdo y las condiciones que hemos impuesto mi hermana Assal y yo son muy estrictas. Si se incumple alguna de las condiciones, su propiedad volverá a nosotras.

– Espero que sepas lo que haces, pero, como te digo, ten cuidado con Aguilar.

– Muchas gracias, querida amiga. Nos vemos en Berna dentro de unos días -se despidió Afdera.

La tarde había caído ya sobre Florencia, coloreando los tejados de la ciudad de tonos violetas y rojos. La cúpula diseñada en el siglo XV por Filippo Brunelleschi surgía altiva entre las sombras. Afdera miró su reloj. Aún le quedaban unas horas hasta la cita con Max. Se recostó en la cama e intentó dormir un rato, pero no dejaba de darle vueltas a aquello que Max tenía que revelarle. «¿Qué misterio ocultará Max?», pensó Afdera antes de conciliar el sueño.

Al cabo de un buen rato, la joven se levantó dando un salto sobre la cama.

– ¡Mierda, mierda! Me he quedado dormida -exclamó.

A toda velocidad se desnudó, se metió en la ducha, se puso unas braguitas negras, unas medias con liguero y se enfundó en un vestido negro que dejaba entrever el escote. «Si no consigo excitarle así, es que es gay, está claro», se dijo ante el espejo mientras se levantaba los pechos para hacerlos más exuberantes.

Salió a toda prisa y tomó un taxi rumbo al restaurante en donde tenía su cita con Max. El conductor no dejaba de mirar por el espejo retrovisor a su pasajera. Era moreno, muy atractivo y de ojos verdes. «Es el perfecto italiano, con un rostro muy florentino», pensó Afdera.

– Disculpe, señorita. Déjeme decirle que está usted preciosa -dijo.

– Muchas gracias, pero estoy casada -sentenció la joven, mostrando uno de sus anillos para cortar en seco cualquier intento de cortejo por parte del atractivo conductor.

– Perdone, no quería molestarla.

– No se preocupe. De cualquier forma, muchas gracias.

Durante el resto del trayecto reinó el silencio en el interior del vehículo.

– Aquí es -anunció el taxista.

Afdera se bajó y entró en el restaurante. Max aún no había llegado. El camarero la acompañó hasta una mesa situada al fondo de la sala.

– Póngame un martini seco mientras espero a mi acompañante -pidió al camarero.

Miró su reloj. Eran las nueve y diez. Cinco minutos después apareció Max. Afdera aún no se había dado cuenta de su presencia hasta que vio al camarero dirigirse hacia ella seguida por Max.

– Ésta es su mesa, señor -dijo el camarero, apartándose del campo de visión de Afdera.

En ese momento, la joven vio a Max vestido con un elegante traje negro que dejaba a la vista un inmaculado alzacuellos blanco. Su rostro pasó de la sorpresa a la indignación.

– ¡Soy una estúpida! -dijo, intentando levantarse de la mesa para salir huyendo-. Debes de habértelo pasado muy bien con mis insinuaciones. Soy una auténtica estúpida. ¿Cómo no me di cuenta?

– Déjame que te lo explique -intentaba decir él, tratando de sujetar por el brazo a Afdera, que ya se había puesto en pie.

– No quiero que me expliques nada. No hay nada que explicar. Lo único que hay que explicar es que tú me has mentido y yo he sido una auténtica estúpida. Me siento engañada. Me has engañado -seguía diciendo Afdera.

– ¿En qué te he engañado, puedes decírmelo? ¿Te he engañado por no aceptar acostarme contigo? ¿Te he engañado por no haber llegado a besarte? ¿Te he engañado por haber tenido que huir de ti para evitar llegar a algo que tal vez deseaba? ¿En qué te he engañado? -intentaba disculparse Max.

– Me siento como una estúpida. Debería salir corriendo de aquí, pero no sé si es la vergüenza o la estupidez y la humillación lo que me impide moverme. Me he enamorado de ti como una imbécil. Tenías que habérmelo dicho antes.

– Lo reconozco, debería habértelo dicho antes de que te enamorases de mí, pero no encontraba nunca el momento. Tal vez tenga la culpa de haberte dejado que llegases hasta ese punto sin decirte nada, pero cuando me disponía a contártelo tú siempre me dejabas una puerta abierta…

– Una puerta que tú tendrías que haber cerrado y no dejar que permaneciera entreabierta -le recriminó ella.

– Tienes razón, pero no sé bien por qué dejaba que esa puerta continuase entreabierta. Quizá porque en el fondo te deseaba, pero mi condición de sacerdote me impedía dar un paso adelante. Soy un hombre, y, como tal, me gustas. Te confieso que incluso he tenido que luchar conmigo mismo para no besarte, para no aceptar tu invitación de pasar la noche contigo en Berna, pero mi condición de sacerdote hacía que renegase al mismo tiempo de ti. He tenido que luchar contra mí mismo.

– ¿Y qué me dices de mí? ¿Es que yo no he tenido que luchar contra mí misma para no darte un puñetazo? ¿Y me lo dices ahora? ¿Aquí? ¿Así? No sé si pegarte un puñetazo en la nariz o salir corriendo. ¡Qué estúpida he sido! -seguía lamentándose Afdera mientras Max continuaba reteniéndola por el brazo para evitar que se fuera.

– ¿Y bien? ¿Qué quieres hacer?

– ¿A qué te refieres?

– O me das el puñetazo o sales corriendo.

– Debería salir corriendo y dejarte aquí, pero estoy demasiado impresionada como para poder moverme. Prefiero pedir otro par de martinis y hacerte cientos de preguntas. A lo mejor me has mentido en todo lo demás.

– No te he mentido en nada. Reconozco que debería haberte dicho quién era realmente, pero no te he engañado. Pregúntame lo que quieras. Adelante -invitó Max.

– ¿Desde cuándo eres sacerdote?

– Desde hace casi veinticinco años. Ingresé en los jesuitas a los dieciocho. Mi vocación para con Dios fue más un convencimiento, poco a poco, que una inspiración directa. Mi tío, el cardenal Ulrich Kronauer, fue quien me ayudó en mi vocación y quien me obligó a estudiar.

– ¿Dónde has estudiado? ¿En qué universidad?

– En Yale. Estudié historia de las religiones y me especialicé en los orígenes del cristianismo. Una vez licenciado, decidí vivir algunos años en Damasco, en cuya universidad estudié arameo y copto.

– Caray, tu familia tiene dinero… -exclamó Afdera tras beber el segundo martini de un solo trago.

– ¿Por qué lo dices?

– Está claro que si estudiaste en Yale, tu familia debe de tener bastante dinero. Allí estudian sólo los de sangre azul como tú.

– O como tú. Pero sí, mi familia tiene dinero, creo que mucho dinero. Por parte de mi padre, mi familia ha servido a la Iglesia desde hace siglos. Antepasados míos sirvieron a varios papas, hasta mi tío Ulrich, que actualmente es uno de los consejeros más próximos al Santo Padre en el Vaticano. Por parte de mi madre, su familia ha estado relacionada con el negocio del acero desde el siglo XIX.

– ¿De dónde procede tu familia?

– De la católica Baviera, por supuesto. Mi padre nació en una ciudad llamada Ingolstadt. Mi madre nació en Berlín. Y yo en Augsburgo, en septiembre de 1939, pocos días después de que Hitler lanzase al mundo a una guerra. Mis padres tenían su segunda residencia en esa ciudad.

– ¿Qué hicieron tus padres durante la guerra?

– La verdad es que ellos apoyaron el discurso de Hitler y los suyos sobre una Gran Alemania, pero con el paso de los años aquel sueño fue derrumbándose. Muchos amigos de mis padres fueron detenidos y enviados al campo de concentración de Dachau por no estar de acuerdo con el partido. Finalmente, las propiedades de mi madre y de su familia fueron incautadas en virtud de la llamada Ley de Industrias de Defensa. Mis padres decidieron buscar refugio en el Vaticano, gracias a que mi padre consiguió un salvoconducto para toda la familia por mediación de mi tío Ulrich.

– ¿Regresasteis tras la guerra contra Alemania?

– Sí. Mis padres se sometieron a una «desnazificación» por parte de las fuerzas aliadas e intentaron volver a la vida normal, difícil en aquellos años en una Alemania destruida hasta sus cimientos por la locura del nazismo y los bombardeos aliados. Volvimos a Munich, en donde vivimos hasta finales de los años cincuenta. Después, yo ingresé en el seminario.

– ¿Tienes hermanos? -preguntó Afdera, llamando la atención del camarero para pedir un tercer martini.

– Sí. Tengo dos hermanas que viven en Alemania con muchos hijos a su alrededor.

– Déjame preguntarte, ¿por qué no me dijiste antes que eras sacerdote? Lo hubiera entendido.

– Alguna extraña razón me lo impidió. Tal vez tenía miedo de perderte…

– No se pierde lo que no se tiene -replicó Afdera.

– Lo sé, pero tenía miedo de no volverte a ver. Me gusta estar contigo, hablar contigo. No quería dejar de verte. Sé que es bastante egoísta por mi parte. ¿Quieres que me aparte de tu vida? -preguntó Max de repente.

– Tendré que pensarlo. He de ir de nuevo a Berna para atar los últimos cabos del libro. Después, si quieres, o cuando vuelvas a aparecer en mi vida, podremos discutirlo con más tranquilidad. Por ahora prefiero mantener la mente fría con respecto a ti.

– ¿Cuándo regresas a Venecia?

– No lo sé. Primero tengo que ir a Berna. -¿Quieres que pidamos la cena? -Sí, padre Max.

– No seas mala -dijo guiñándole un ojo-. Adelante, pidamos la cena.

***

Berna

La mañana amaneció fría, casi invernal. Un viento gélido recorría las calles de la ciudad. Sampson Hamilton, el abogado de la familia Brooks, había viajado hasta la ciudad suiza para llevar a cabo la operación de transferencia de propiedad del evangelio de Judas a la Fun dación Helsing. La reunión con Renard Aguilar estaba prevista para las diez de la mañana y Hamilton era escrupulosamente puntual.

El Mercedes alcanzó el primer control de seguridad de la fundación por la avenida Schweizerhausweg. Al detenerse, el chófer abrió la ventanilla y entregó un documento al vigilante armado ante la atenta mirada de un segundo vigilante que sujetaba fuertemente por una correa a un pastor alemán con aspecto poco amistoso.

Uno de los guardias conectó un mando a distancia y la puerta comenzó a abrirse dando paso a un espeso y frondoso bosque cortado por una carretera de gravilla blanca.

El vehículo penetró en el bosque hasta alcanzar un claro más allá de una colina que escondía del campo de visión de curiosos un edificio blanco acristalado. «Esto parece la CIA», pensó Sampson.

En la recepción, un gran sello con el símbolo de la Fundación Hel sing coronaba la entrada.

– ¿Es usted el señor Hamilton?

– Sí, soy yo.

– Sígame, por favor. Le están esperando en la sala de juntas.

Mientras seguía a la joven recepcionista, Hamilton pudo observar las obras de arte que se exhibían colgadas de las paredes. Relieves griegos, fragmentos de lápidas funerarias etruscas y esculturas romanas se mezclaban con cuadros de Roy Lichtenstein, Mark Rothko o Tiziano. Al final del pasillo, una gran puerta se abrió ante Sampson Hamilton. Esperaba encontrarse con decenas de abogados bien vestidos dispuestos a negociar las condiciones de venta impuestas por Afdera y Assal. Pero la única persona que había era Renard Aguilar, el director de la fundación.

– Buenos días. Creí que iba a haber aquí un buen número de abogados suizos dispuestos a negociar cualquier punto del acuerdo -dijo Sampson.

– ¡Oh, no! En la Fundación Helsing solemos evitar cualquier contacto con los abogados. Espero que no le moleste.

– No se preocupe, a mí tampoco me gustan los abogados, a pesar de pertenecer a su gremio -respondió Sampson con una falsa sonrisa-. Pasemos al asunto que nos ocupa. Le traigo tres copias del contrato que hemos dispuesto para la transferencia del evangelio de Judas a su mecenas a través de la Fundación Helsing, que actuará como intermediaria de la operación

– Me gustaría leerlo tranquilamente, si no le parece mal.

– En absoluto. ¿Podrá hacerlo en una hora?

– Perfecto, así lo haré. Mi secretaria le acompañará hasta una sala en donde podrá esperar. Si desea algo, no dude en pedírselo a ella -dijo Aguilar.

Justo sesenta minutos más tarde, la secretaria apareció en el salón en donde Hamilton leía los periódicos del día.

– ¿Señor Hamilton? ¿Puede usted acompañarme?

– Por supuesto.

De nuevo en la gran sala de juntas, Aguilar se dirigió al abogado de Afdera Brooks.

– He leído el documento con suma atención. Estoy de acuerdo con todos los puntos expuestos y así se lo haré saber al comprador. Una vez que estemos todas las partes de acuerdo, yo firmaré en nombre del comprador y usted en nombre del vendedor. A continuación, informaré al comprador que ya es formal y oficialmente el propietario del libro, dando orden automática de depositar en la cuenta en Suiza que usted reseña en el documento la cantidad de ocho millones de dólares. Una copia del material utilizado para su restauración será depositada en los archivos de la Fundación Helsing y una segunda copia será enviada a la señorita Afdera Brooks en Venecia. Ni la Fundación Helsing ni la señorita Brooks podrán hacer uso de este material sin permiso expreso del nuevo propietario del libro. Este acuerdo quedará bajo la jurisdicción de los tribunales de Suiza, Estados Unidos y Gran Bretaña.

– Perfecto. Si ha quedado todo claro, firmemos -propuso Sampson Hamilton.

Los dos hombres extrajeron de sus bolsillos sendas plumas Montblanc y rubricaron la veintena de páginas que conformaban el acuerdo.

– Brindemos por el buen fin de nuestro acuerdo -propuso Aguilar, descorchando ruidosamente una botella del mejor champán francés.

– Lo siento, no bebo. Sólo espero que tanto su misterioso comprador como usted y su fundación cumplan con su palabra. Le aseguro que no deseará encontrarse conmigo ante un tribunal.

– No se ponga así, amigo Hamilton. El comprador cumplirá con lo estipulado. Y ahora, ¿qué tiene previsto hacer? ¿Quiere cenar conmigo esta noche? -preguntó Aguilar.

– Lo siento, mañana debo viajar temprano a Estados Unidos, a Colorado exactamente, a arreglar varios asuntos de mi clienta.

– Es una zona maravillosa, sobre todo si tiene usted tiempo de practicar el esquí.

– Es un viaje de trabajo. No creo que tenga mucho tiempo. De cualquier forma, muchas gracias por el consejo. Intentaré hacerle caso -dijo el abogado, poniéndose en pie para despedirse del director. Antes de salir de la sala, Hamilton se giró hacia Aguilar y añadió-: Por cierto, mi clienta, la señorita Brooks, tiene previsto venir a Berna para despedirse personalmente del equipo que ha llevado a cabo la restauración del libro. ¿Cuándo cree que dejarán Suiza?

– Su dienta tiene al menos una semana para despedirse de ellos antes de que regresen a sus países.

– De acuerdo, dígales que se reunirá con ellos esta misma semana.

Ya en la soledad de su despacho, Aguilar pidió a su secretaria que no le pasase ninguna llamada ni le molestase. Tras meterse en la boca un caramelo de menta, marcó los prefijos de Hong Kong.

– ¿Dígame?

– Buenas tardes, deseo hablar con el señor Delmer Wu.

– ¿Quién pregunta por él?

– Soy Renard Aguilar, de la Fundación Helsing. Dígale al señor Wu que tengo su pedido. Él lo entenderá.

Dicho esto, colgó el aparato.

Le quedaba todavía la llamada más difícil de hacer. Debía informar sobre el libro de Judas a monseñor Mahoney, el secretario del poderoso cardenal Lienart.

– Secretaría de Estado Vaticana, dígame.

– Por favor, deseo hablar con monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal Lienart. Es urgente. Dígale que le llaman desde Berna, de la Fundación Helsing.

– De acuerdo, espere un momento -dijo el diplomático de guardia.

Una música con coros de voces angelicales inundó la línea. De repente se interrumpió.

– ¿Señor? Un momento. Le paso con monseñor Mahoney.

La voz de Emery Mahoney parecía severa al otro lado de la línea. Aquel tipo no le caía demasiado bien a Aguilar. «Parece la voz de su amo», pensó.

– ¿Qué desea, señor Aguilar?

– Buenos días, monseñor. Tan sólo le llamaba para informarle de que estamos intentando cerrar las negociaciones con el abogado de la señorita Brooks. Estoy seguro de que en pocos días podré decirle algo más sobre ese libro hereje. Le llamaré para indicarle que envíe usted a alguien a buscarlo. Ya sabe que estoy totalmente de acuerdo con su eminencia, el cardenal Lienart, de que ese texto debería estar bajo el control de Nuestra Santa Madre Iglesia.

– Le comunicaré a su eminencia lo que usted me ha transmitido. Espero que todo siga su curso sin el menor problema. Ya sabe usted, querido Aguilar, que a su eminencia le disgusta cualquier traba o intromisión en los intereses de la Iglesia -le advirtió Mahoney.

– Lo sé, monseñor. No habrá problemas por ninguna de las partes y en pocos días estoy seguro de que el Vaticano tendrá bajo su control el libro hereje. No se preocupe, se lo prometo.

– Que así sea. ¿Desea informar de algún asunto más?

– No sé si tendrá importancia para usted o para su eminencia el cardenal Lienart… -dijo Aguilar.

– Deje que sea yo quien lo decida. ¿De qué se trata?

– Hamilton, el abogado de la señorita Brooks, me ha comentado que tiene previsto viajar a Colorado para arreglar unos asuntos de su dienta. No sé si esta información será importante, y si lo es, creo que debería ser recompensado por ello.

– Nunca sabemos cuál es en realidad el camino correcto que debemos seguir, querido Aguilar, pero lo único que sabemos es seguir adelante aun cuando no estamos seguros de lo que sucederá. Buscamos respuestas, le damos vueltas en nuestra mente en busca de una cierta luz y decidimos: «Esto es lo que debo hacer y lo hago». Pero de repente aparece un nuevo problema al preguntarnos si hicimos lo correcto o no. Ésta es la cuestión. Usted no sabrá si lo ha hecho bien, y nunca lo descubrirá aun cuando le paguemos por ello -respondió el obispo Mahoney justo antes de colgar el teléfono.

***

Ciudad del Vaticano

La llamada de Renard Aguilar había dejado intranquilo a monseñor Mahoney. Tal vez ese Hamilton pretendía meter sus narices en asuntos que no eran de su incumbencia. Quizá ese viaje fuese para intentar cerrar algún capítulo que el Círculo Octogonus había dejado abierto hacía casi veinte años. Aquello podría ser peligroso, así que el obispo Mahoney decidió consultar con el cardenal Lienart.

Se dirigió hasta el despacho del secretario de Estado. Monseñor Mahoney golpeó la puerta tres veces antes de escuchar la voz de Lienart.

– Adelante, pase, monseñor Mahoney -le invitó Lienart-. Pase y cierre la puerta, por favor.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió el cardenal, tocando levemente la cabeza de su secretario.

– Deseo hacerle una consulta, eminencia.

– ¿Es tan urgente como para sacarme de una reunión con los responsables de la Primera y Segunda Sección?

– Puede que no sea nada, pero también puede que sea algo peligroso para nuestro Círculo.

– ¿De qué se trata?

– Acabo de hablar con Aguilar, el director de la Fundación Hel sing de Berna…

– Sí, sí, ya sé quién es, pero, dígame, ¿cuál es el problema?

– Me dijo que el abogado que está negociando la venta del libro de Judas va a viajar a Colorado para arreglar varios asuntos de su clienta, Afdera Brooks. Usted sabe que el Círculo estuvo implicado en la muerte de los padres de esa joven, y si el abogado llega a descubrirlo, pueden ponerse las cosas difíciles para nosotros.

– ¿Y qué propone usted?

– Enviar a Colorado a los hermanos Osmund y Ferrell para vigilar de cerca a ese Sampson Hamilton. Si el abogado se acerca demasiado a algún secreto que ponga en peligro el Círculo Octogonus, les ordenaré que actúen para impedirlo.

– ¿Quiere preguntarme algo más o, por el contrario, puede usted solucionarlo solo? -dijo Lienart.

– Los cuatro científicos han terminado de restaurar y traducir el libro de Judas. ¿Qué quiere que hagamos con ellos? -preguntó el obispo.

– Cuando los tres abandonen Berna, que el hermano Alvarado se ocupe de esa mujer de la que ahora no recuerdo su nombre… -ordenó el cardenal August Lienart.

– Sabine, Sabine Hubert.

– Que así sea, querido Mahoney, y después ocúpese usted de que el resto del equipo quede silenciado para siempre.

– ¿Y Renard Aguilar?

– Mientras pueda seguir siéndonos de utilidad, le utilizaremos. El día en que ya no nos sirva para nuestra sagrada labor, será el momento de enviar su alma con Dios Nuestro Señor.

– A sus órdenes, eminencia. Lo prepararé todo y convocaré a los miembros del Círculo que deben asumir sus nuevas misiones.

– Puede retirarse. Por cierto, deberá usted comenzar a asumir mayores responsabilidades dentro de nuestro Círculo. Según parece, Su Santidad no goza de tan buena salud como cabría esperar de un campesino del Este. ¡Quién sabe si se convocará un nuevo cónclave en fechas no muy lejanas! Si eso ocurriera, tendré que estar preparado, y si usted no es capaz de controlar el Círculo, tal vez debería pensar en el padre Alvarado o en el padre Ferrell para sustituirle en tan difícil y delicada misión. Podría sopesar incluso la posibilidad de enviarle a usted a un monasterio en Polonia para que pueda dedicarse a la oración y a la vida contemplativa.

– Pero, eminencia, yo…

– Si usted no está preparado, puede irse ahora mismo y abandonar nuestra sagrada misión, encomendada a los miembros del Círculo Octogonus. Si está dispuesto a continuar desempeñando su trabajo, deje de quejarse, abandone sus miedos y actúe por sí solo, querido Mahoney. El hombre que más ha vivido, monseñor, no es aquel que más años ha cumplido, sino aquel que más ha experimentado en la vida. Ya es hora de que acepte tomar decisiones y no esperar que sean otros quienes lo hagan por usted.

– No creo estar capacitado para asumir esa responsabilidad, eminencia.

– Querido Mahoney, las suposiciones siempre son malas para el espíritu. El hombre pasa su vida razonando sobre el pasado, quejándose del presente y temblando por lo venidero, y usted es un perfecto ejemplo de ello. Actúe sin remordimientos, ya que cada hombre puede mejorar su vida mejorando su actitud. El mejor ejemplo de nuestra misión, la del Círculo Octogonus, es esa frase que dice que la guerra es una masacre entre personas que no se conocen para beneficio de otras que sí se conocen, pero que no desean masacrarse. Estos últimos somos, querido Mahoney, usted y yo. A partir de aquí es donde usted debe elegir en qué lado quiere estar. Píenselo y comuníqueme su decisión cuanto antes. No me gustaría tener otro padre Reyes con dudas entre nosotros. Si sucede eso, tal vez tendría que ordenar acabar con esa plaga que genera tantas dudas en algunos de los miembros de nuestro Círculo. Buenos días, monseñor. Fructum pro fructo -dijo el cardenal, señalando a Mahoney la puerta de salida de su despacho. -Silentium pro silentio, eminencia.

Ya en su despacho, monseñor Emery Mahoney descolgó el teléfono rojo que había sobre su mesa y conectó el sistema de antiescucha. Seguidamente marcó el número del Casino degli Spiriti, en Venecia.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondieron al otro lado de la línea.

– Soy el hermano Mahoney.

– Soy el hermano Ferrell. Dígame, hermano.

– Tengo nuevas órdenes. Usted y el hermano Osmund partirán mañana mismo a Aspen, en Colorado, e intentarán localizar a un abogado llamado Sampson Hamilton.

– ¿Tiene alguna orden concreta, hermano Mahoney?

– Por ahora lo único que deseo es que ustedes sigan de cerca a ese tal Hamilton. Deberán informarme antes de tomar cualquier decisión. No adopten ninguna medida sin consulta previa. Sólo yo podré ordenar una acción concreta contra ese abogada Nadie más que yo. Mañana mismo les haré llegar una fotografía reciente de ése hombre.

– ¿Y si recibimos una orden concreta del gran maestre? -preguntó Ferrell.

– No creo que eso llegue a suceder. Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió Ferrell.

Mahoney debía hacer una nueva llamada. Esta vez a un pequeño piso en el casco histórico de Berna regentado por monjas.

– Hermana, soy el obispo Mahoney y deseo hablar con el padre Septimus Alvarado.

– Un momento, monseñor, ahora mismo le aviso -dijo la religiosa.

Unos instantes después, Mahoney oyó la respiración de Alvarado al otro lado de la línea.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió Alvarado.

– Tengo instrucciones concretas para usted, hermano Alvarado.

– Dígame, le escucho atentamente.

– Su nuevo objetivo será una mujer llamada Sabine Hubert. Es la persona que ha dirigido la restauración y traducción del libro hereje de Judas. Debe pagar por ello. Sabe demasiado sobre ese libro y el gran maestre no desea que siga siendo así.

– ¿Cuándo debo dar el golpe?

– Sólo cuando los otros tres miembros del equipo hayan abandonado el país. No deseamos que la policía pueda relacionar nuestro Círculo con Hoffman, Hubert y el resto. ¿Cree que el padre Pontius podría ocuparse de Fessner? -preguntó Mahoney, refiriéndose al científico canadiense experto en análisis por radiocarbono.

– Creo que sí está preparado. De cualquier forma, no se preocupe, hermano Mahoney, yo le ayudaré en su tarea.

– De acuerdo, pero no puede quedar ninguna pista de Fessner. La policía no debe encontrarlo. Si lo hacen y relacionan al Círculo con Hoffman, Hubert y Fessner, podrían llegar hasta nosotros y deseamos que eso no suceda, ¿no es así, hermano Alvarado?

– Sí, así es.

– Fructum pro fructo, hermano Alvarado.

– Silentium pro silentio.

X

Berna

La reunión con Leonardo Colaiani había sido muy fructífera y ahora deseaba cerrar el asunto del libro con la Fundación Hel sing. Afdera quería despedirse de los miembros del equipo que habían devuelto a la vida al evangelio de Judas y agradecérselo personalmente en su nombre y en el de su abuela.

La reunión iba a celebrarse esa misma mañana en la sede de la fundación en el barrio de Gurten. Sería su última visita antes de traspasar la propiedad del libro al misterioso mecenas de Aguilar. Un Mercedes-Benz de color negro la recogió muy temprano en la puerta del Bellevue Palace para trasladarla hasta la fundación.

Al llegar, Aguilar la esperaba en la misma puerta del edificio principal acompañado de Sabine Hubert, la persona que había hecho posible el sueño de su abuela. El vehículo se detuvo justo delante de ellos.

– ¿Cómo estás, querida? -saludó la restauradora dándole un caluroso abrazo.

– Bien, Sabine, encantada de estar aquí y poder ver el libro finalmente restaurado.

– Adelante, el equipo la está esperando en la sala de reuniones para despedirse de usted -dijo Aguilar, cogiéndola por el brazo.

– Deseo mantener un encuentro a solas con el equipo -pidió al director-. Después me reuniré con usted.

– Veo que prefieren hablar entre científicos. Lo entiendo -respondió Aguilar con una falsa sonrisa-. La esperaré en mi despacho. Tómese todo el tiempo que necesite.

Al entrar en la sala de juntas, Afdera vio a John Fessner, Burt Herman y Efraim Shemel sentados alrededor de una gran mesa con papeles y una caja metálica hermética. Supuso que en el interior estaba el libro de Judas.

Mientras la joven saludaba uno por uno a los científicos, Sabine se dispuso a abrir la caja metálica, dejando al descubierto varias planchas de cristal con las páginas del evangelio colocadas entre ellas. Algunas aparecían aún incompletas. Otras presentaban los bordes carcomidos por el paso de los siglos, pero en sí, el texto era más o menos legible.

– Aquí tienes tu libro -dijo Sabine.

– Bueno, ya no es mío, es del misterioso mecenas de Aguilar -puntualizó, sujetando entre sus manos varias planchas de cristal.

– Aún tenemos que darle los últimos retoques antes de entregárselo a Aguilar. El códice consta de treinta y dos pliegos, sesenta y cuatro páginas, algunas de las cuales han desaparecido. Las páginas 5, 31,32 y 49 ya no existen. Son absolutamente ilegibles. Lo más curioso de todo es que en las páginas 4, 30 y 48 se habla en un papel destacado del tal Eliezer. Según Burt y Efraim, eso sólo puede suponer que alguien arrancó a propósito las páginas en las que ese Eliezer podría haber escrito o dicho algo importante y que no se deseaba que se conociese.

– El libro, aunque se le llama el evangelio de Judas, sólo hace referencia a éste en alguna de sus partes -intervino Herman-. En realidad, son cuatro textos los que lo conforman. Desde la página 1 a la 9, es la llamada carta de Pedro a Felipe; de la página 10 a la 32, la revelación de Jaime; de la 33 a la 58, el evangelio de Judas, un texto totalmente desconocido hasta ahora, aunque es mencionado por Irineo de Lyon en su obra Contra las herejías; y finalmente, desde la página 59 a la 66, un libro muy dañado llamado el libro de Alógenes y que creemos que da algunas claves que no hemos podido entender.

– ¿A qué te refieres?

– En las páginas 62 y 65 se habla de guardianes de puertas o de accesos, o algo parecido, y cita en algunos de sus párrafos a guardias, o soldados, o ángeles guardianes que gobiernan el caos, los mundos inferiores, con nombres concretos como Yaldabaot, Set, Harmatot, Galila, Yobel y Adonaios. Todos ellos están junto al Autógenerado, el Sacia, el Guardián de los Guardianes, el Gran Uno, Barbelo, el Autógenes Autogenerado.

Afdera recordó en ese momento los cuentos que le relataba su abuela cuando era tan sólo una niña, tras sus encuentros con la señora Levi, en el gueto de Venecia. Recordó la Corte Expiatoria o la Corte de los Arcanos, que para entrar en ella había que abrir antes siete puertas, cada una de las cuales tenía grabado el nombre de un shed, un demonio de la casta de los shedim. Cada puerta se abría con una palabra mágica que resultaba ser el nombre de cada demonio del mundo del caos. Sam Ha, Mawet, Ashmodai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Na Amah eran los siete guardianes. ¿Y si esos siete shedim fuesen los siete guardianes de las siete puertas a las que se refería Leonardo Colaiani?

– Como una especie de siete guardianes que protegen siete puertas.

– No sé a qué te refieres.

– Mi abuelo recorrió la Dankalia hasta Ogadén a lomos de un camello. A los veinte años fue rescatado por un misionero cuando estaba a punto de morir de una extraña enfermedad en una tribu de pigmeos en África. Allí pasó mucho tiempo con los contrabandistas. Mi abuelo me contó que un camellero dankalo le reveló que para entrar en el Jardín del Edén, ellos lo llamaban Al-Jannah Al-Adn, era necesario abrir siete puertas en el desierto, y que para poder abrirlas había que conocer los nombres de siete diablos de la tribu de los shaitans.

– ¿Las mismas siete puertas de las que te habló la amiga de tu abuela? -exclamó Sabine.

– Puede que tengan relación. Antiguamente los árabes conocían al Adriático como Giun Al-Banadiquin, el Golfo de los Venecianos. A Venecia se la conocía por el nombre de Al Bunduqiyyah, o también como la Ciudad de las Siete Puertas. Tal vez sea Venecia la ciudad a la que se refiere cuando se habla del Laberinto de Agua, de las siete puertas, de los siete guardianes, y tal vez esté en Venecia la clave para encontrar el secreto guardado al que se refiere el evangelio de Judas. ¿Podría tratarse el libro de Alógenes de un apéndice del evangelio de Judas?

– Puede ser -intervino Sabine-. Puede ser incluso que el libro de Alógenes sea una especie de anexo del de Judas y que en él tenga un papel destacado ese Eliezer del que tanto habla el códice en varias partes.

– ¿No habéis podido averiguar más de Eliezer?

– No. Quizá, como ya te dijo Burt en su momento, pudiese ser un seguidor o un escriba a las órdenes de Judas.

– ¿Pudo Irineo de Lyon conocer algo de ese Eliezer para condenar el libro?

– Puede ser, pero es sólo una conjetura -afirmó Herman-. Aunque el original de Contra las herejías fuese escrito por Irineo en el año 180 en griego, sólo conocemos su traducción al latín escrita en el siglo IV. Irineo, en uno de los apéndices, habla de los gnósticos y otros creyentes, llamados ofitas, los hombres de la serpiente. Irineo sostiene que Judas el traidor conocía con precisión estas cosas, siendo el único de los apóstoles en poseer esta gnosis. Por eso obró el misterio de la traición, por lo cual fueron disueltas todas las realidades terrenas y celestiales. En una de las páginas del libro de Alógenes aparecen varias referencias a uno de los apóstoles que reverenció al maestro y lo protegió, y a otro de los apóstoles que lo reverenció pero luego lo traicionó, pero no especifica que fuese Judas. Curiosamente, este texto aparece reseñado en un extracto del libro de Alógenes, cuyo autor pudo ser ese Eliezer.

– ¿Podría tener una copia de la traducción?

– Sí, puede que en un mes o dos tengamos ya una copia casi definitiva -intervino Sabine-. Pero para ello no es necesario que el equipo permanezca más tiempo en Berna. John ha terminado su trabajo y regresa a Ottawa. Burt y Efraim permanecerán en contacto entre ellos y darán los últimos retoques al libro.

– ¿Cuándo os marcháis?

– Yo me marcho mañana mismo -respondió Burt.

– Yo regreso a Israel mañana a primera hora, en un vuelo desde Ginebra -afirmó Efraim.

– A mí me gustaría quedarme unos días para visitar Suiza, pero debo regresar a Canadá para comenzar otro trabajo. Creo que hay unos antropólogos que desean saber la datación de unos huesos encontrados en un yacimiento en Wichita.

– Os deseo la mejor suerte del mundo y quiera, ante todo, daros las gracias en mi nombre, en el de mi hermana Assal y en el de mi abuela por la labor que habéis realizado con el libro. Si necesitáis cualquier cosa o disfrutar de unas buenas vacaciones en mi casa de Venecia, no dudéis en llamarme.

Mientras se levantaba de la mesa para dirigirse a la puerta, Sabine Hubert se acercó a Afdera.

– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Berna?

– Aún no lo sé, antes quiero hablar con el inspector Grüber.

– ¿Sobre la muerte de Werner?

– Sí. Quiero hacerle partícipe de varias muertes parecidas a la de Werner. Hay demasiadas coincidencias en su muerte con la de un comerciante de El Cairo, un excavador de Maghagha y una experta en arte de Alejandría. Me gustaría informar a Grüber de todo esto. Después iré a Ginebra para ver si consigo hablar con un tipo bastante misterioso que conocía a mi abuela.

– ¿Cómo se llama?

– Vasilis Kalamatiano. Le llaman el Griego.

– Oh, sí, he oído hablar de él, pero no le conozco personalmente. Se cuentan muchas leyendas sobre él.

– ¿Qué leyendas has oído?

La conversación quedó interrumpida por la llegada de la secretaria de Aguilar.

– Señorita Brooks, el señor Aguilar la está esperando.

– Ahora mismo voy a reunirme con él, muchas gracias.

– Ven a cenar esta noche a mi casa. Allí hablaremos sin intromisiones. Ésta es mi dirección. Te espero sobre las ocho y media -dijo la restauradora, entregando a Afdera un pequeño papel.

– De acuerdo, nos vemos esta noche.

La secretaria la acompañó hasta el despacho de Aguilar. Al verla entrar, el director se levantó rápidamente y se dirigió hacia ella.

– Por favor, querida Afdera, pase, pase, y siéntese aquí. Tengo entendido que se ha despedido ya de nuestros amigos Fessner, Herman y Shemel, ¿no es así?

– Sí, así es.

– Quería preguntarle cuándo desea que le enviemos la copia del informe de restauración y traducción de su libro.

– Pretendía llevarme una copia ahora conmigo -dijo Afdera.

– No sé si podremos prepararle un informe cerrado sobre las etapas de la restauración del libro, pero si me deja una dirección puedo hacérselo llegar sin ningún problema. Espero que esta misma tarde o mañana a primera hora, la señora Hubert me entregue su informe final. Haré que un equipo de nuestra fundación recopile todas las imágenes, informes y análisis y se los hagan llegar cuanto antes.

– Ya sabe que ésa es una de las condiciones que hemos impuesto mi hermana y yo.

– Lo sé, no se preocupe por nada. Tal vez cuando llegue usted a su casa de Venecia el informe la estará esperando. Esta misma tarde le diré al comprador que usted ya ha traspasado el libro a la fundación y que debe depositar los ocho millones de dólares en la cuenta convenida. Ahora que hemos arreglado este punto, sólo me queda desearle toda la suerte del mundo -dijo Aguilar levantándose para tenderle la mano a Afdera-. Ha dejado usted el libro de Judas en muy buenas manos.

A Afdera aún le quedaba hablar con Sabine esa misma noche. «¿Qué querrá decirme? ¿Por qué estaría tan misteriosa? ¿Por qué querrá verme en su casa? ¿Es que acaso no quiere que Shemel, o Herman, o Fessner oigan lo que tiene que decirme?», pensó.

Tras abandonar la sede de la Fundación Helsing, decidió llamar al inspector Grüber.

– Deseo hablar con el inspector Grüber, de la División Criminal -pidió la joven.

– Un momento. Le paso con la Criminal -dijo el agente al otro lado de la línea.

– ¿Dígame? Aquí el inspector Grüber.

– Inspector, soy Afdera Brooks. ¿Recuerda que le llamé para hablar sobre la muerte de Werner Hoffman?

– Oh, sí, lo recuerdo. ¿Dónde está?

– Estoy en Berna.

– ¿Quiere pasarse por la comisaría?

– Sí, me gustaría. Necesito hablar con usted. Tengo información sobre ese octógono de tela y quiero saber si encontró algo similar en el cuerpo de Hoffman.

– Bien, señorita Brooks. La espero aquí.

Al entrar en la comisaría, Afdera se dirigió hasta un pequeño mostrador en donde se encontraba un agente vestido con el uniforme azul y los distintivos rojos de la policía de Berna.

– ¿Qué desea?

– Querría hablar con el inspector Hans Grüber, de la División Cri minal. Me está esperando. Soy Afdera Brooks.

– Espere un momento. Le llamaré.

Unos minutos después, un hombre algo obeso, de mirada inteligente, se dirigió hacia ella.

– ¿Señorita Brooks? Soy Hans Grüber. Acompáñeme a una sala de interrogatorios. Allí no nos molestará nadie -dijo.

La sala era como la de tantas comisarías de policía. Una mesa atornillada al suelo y dos sillas, una frente a otra. En un lado había un gran espejo. Afdera supuso que era para poder controlar los interrogatorios de sospechosos desde el otro lado.

Grüber llevaba en su mano una gruesa carpeta. Afdera vio el nombre de «Hoffman, Werner» escrito en ella.

– ¿Quiere un café? Yo voy a tomar uno.

– No, muchas gracias. Tan sólo agua.

Tras unos minutos, mientras esperaban a que un agente les llevase el café y el agua, Grüber y Afdera hablaron de Berna. La joven le contó la estrecha relación de su abuela Crescentia con la ciudad.

– Le gustaba mucho el orden de esta ciudad -dijo.

– Todo en Suiza es orden y armonía, pero el problema es que a veces suceden hechos extraños que cuesta entender, como la muerte de Hoffman -afirmó Grüber, colocando la palma de su mano sobre la carpeta.

Cuando el agente abandonó la sala tras depositar sobre la mesa una taza de café y una botella de agua mineral, el policía cambió su tono de voz.

– Lo que nosotros sabemos es que se intentó hacer creer que Werner Hoffman se había suicidado arrojándose con el vehículo a un lago helado cerca de Thun, al sur de Berna. El forense encontró en el cuerpo indicios de una sustancia que se usa habitualmente como relajante muscular. Posiblemente se la suministrarían para que no luchase por su vida mientras era arrojado al lago. Lo más seguro es que estuviese vivo mientras se ahogaba y por eso encontramos sus pulmones encharcados. Si la muerte se hubiese producido antes de sumergirse en el lago, los pulmones presentarían otro aspecto. Y bien, ¿qué sabe sobre Hoffman y el trabajo que estaba haciendo para usted?

– Le contaré lo que sé hasta ahora de ese octógono de tela.

– Bien. La escucho.

Antes de comenzar su relato, Afdera extrajo de uno de sus bolsillos el octógono de tela que llevaba encima el asesino que intentó estrangular a Rezek Badani y lo colocó sobre la mesa. Al mismo tiempo, Grüber sacó una fotografía en blanco y negro de la carpeta y la dejó también sobre la mesa. En ella aparecía la imagen de un octógono de tela de las mismas características que el de Afdera. Durante varias horas, la joven relató al veterano policía la muerte de Liliana Ransom, atada a su cama y sodomizada con un obelisco decorativo; la muerte de Boutros Reyko, el antiguo socio de Badani; el asesinato de Abdel Gabriel Sayed, estrangulado en una solitaria carretera del sur de Egipto, tras llevar a dos extranjeros en su coche y, por último, el intento de asesinato de Rezek Badani en su casa de El Cairo.

– ¿Tenían todos un octógono de tela como éste?

– Sí. Todos. Liliana lo tenía justo al lado de su cama; Reyko, introducido en la boca; Abdel, en el interior del vehículo, y este que tiene aquí se lo extraje yo misma del bolsillo al tipo que intentó asesinar a Rezek.

– ¿Habría alguna forma de interrogar al tipo?

– Lo dudo. Está muerto. Lo atamos a una silla, y aunque Rezek intentó hacerle hablar, no consiguió que nos dijera nada. Aun estando atado a la silla, consiguió levantarse y arrojarse contra una ventana. Voló desde una quinta planta.

– ¿Se inmoló?

– Puede decirlo así. Pero la palabra «inmolación» tiene una vertiente más religiosa -precisó Afdera.

– Puede ser, pero ¿no le parece que este octógono de tela, con esta frase en latín, puede tener más relación con un asesinato ritual o religioso que con un asesinato común?

– Tal vez tenga razón. Usted es el policía.

– ¿Cuál cree que puede ser la conexión entre todos ellos?

– Mi libro.

– ¿De qué libro habla?

– Del libro de Judas.

– ¿Es que Judas Iscariote escribió un libro? -preguntó Grüber con cierto tono de incredulidad.

– Parece ser que sí, y si no fue él, quizá fuese un discípulo suyo. Un hombre llamado Eliezer.

– Pero ¿no se suicidó tras entregar a Jesucristo?

– Puede ser, pero no está tan claro que se suicidase. Tal vez pudo huir de Jerusalén y refugiarse en Alejandría. Mi libro podría ayudar a comprender no sólo el origen del cristianismo y su acto más sagrado, como es la Pasión de Cristo, sino también el origen de la Iglesia católica tal y como hoy la conocemos.

– ¿Me está diciendo que Ransom, Sayed, Reyko, su amigo Badani y Hoffman pudieron ser asesinados por haber estado demasiado cerca de su libro?

– No se lo estoy diciendo, lo estoy afirmando. Liliana, Reyko, Abdel y Hoffman tal vez fueran asesinados por la misma mano por haberse acercado demasiado a la palabra de Judas.

– Lo que sí me queda claro es que esa mano debe de ser muy larga y bastante poderosa como para extender sus tentáculos en Egipto y Suiza.

– ¿Por qué lo dice?

– Le aseguro, señorita Brooks, que no es tan fácil conseguir un asesino con cierta habilidad para enviarlo a matar a una mujer en Alejandría, a un tipo en el sur de Egipto, a un científico en Thun y a otro en El Cairo. Para eso se necesita poder, dinero y unos amplios conocimientos en materia de información y logística. Me está diciendo que alguien ha enviado asesinos a Egipto y a Suiza para matar a todos aquellos que han accedido a su libro. El que ordena esas ejecuciones está claro que debe ser lo suficientemente poderoso como para no importarle que sus asesinos dejen una pista tan clara como un octógono de tela. O se trata de un asesino en serie bastante estúpido, o de un grupo de asesinos bajo una misma dirección, según su octógono de tela. Pueden incluso ser una secta como aquella de los ashashin de las montañas de Alamut.

– ¿Me está diciendo que puede existir una secta como la de los ashashin en pleno siglo XX?

– ¿Y por qué no? ¿Por qué cree que hoy día no podría existir una secta como la de los ashashin, liderada por un hombre poderoso que envía asesinos para liquidar a todos aquellos que estén relacionados con su libro de Judas? Cada día vemos en las noticias de televisión actos como los de esos tipos iraníes y palestinos que se arrojan con un camión cargado de explosivos contra un cuartel o contra una embajada. Ellos lo hacen creyendo en que Dios o Alá, o como quiera llamarlo, los premiará una vez que lleguen al paraíso, así que, ¿por qué cree que no puede existir un grupo así formado por católicos? ¿Es que piensa que todos los católicos creen en la inviolabilidad del quinto mandamiento? Si fuese así, yo ya no tendría trabajo y podría dedicarme a mis orquídeas y a mi jardín.

– Perdone, inspector, pero me cuesta creer que en pleno siglo XX actúe una secta como la que apareció en el siglo XII en Asia. Y, según su teoría, ¿quién puede ser Hassan Sabah, el Viejo de la Montaña de Alamut?

– Tal vez el Papa, o algún otro miembro de la alta jerarquía de la Iglesia católica.

– ¿Está hablando en serio? No puedo creer que el Sumo Pontífice de Roma envíe por todo el mundo a sus guardias suizos vestidos con sus ridículos uniformes multicolores a matar a científicos relacionados con mi libro. De verdad, no puedo ni siquiera imaginarlo.

– Dígame una cosa, señorita Brooks, ¿qué sucedería si se descubre en su libro que Jesús no murió en la cruz como dice la Iglesia?

¿Qué ocurriría si se descubriese que tal vez Judas no delató a Jesús y que incluso sobrevivió y se hizo viejo junto a su mujer, sus hijos y sus nietos? ¿Y si se descubriese que el crucificado no fue Jesucristo, sino una mujer, o Pedro, o Juan? ¿Quién sería el principal perjudicado?

– La Iglesia católica. Aun así, inspector, me cuesta mucho imaginar al Papa de Roma enviando a tipos vestidos de soldados suizos o vestidos de curas para matar a gente por varias ciudades del mundo.

– Pues yo llevo más de treinta años como policía y le aseguro que he visto de todo y mi teoría no es nada descabellada viendo su octógono de tela con esa frase en latín. Le aseguro que un asesino en serie no se toma tantas molestias para matar a alguien. Un asesino en serie mata en ambientes sociales que él puede controlar y además intenta que la policía conozca sus crímenes para aumentar su vanidad. A ningún asesino en serie se le ocurriría coger un avión a Egipto para eliminar a una mujer en Alejandría, coger después otro avión a Suiza y asesinar a un hombre en Thun -replicó Grüber.

– ¿Investigará usted todo lo que le he contado?

– Sí. Incluso solicitaré a un juez de Berna que pida los informes de las muertes de su amiga y del excavador a la policía de El Cairo, pero no le prometo nada. Lo que sí me preocupa ahora es que si esa secta se encargó de Hoffman, ¿qué le impedirá ir a por el resto de miembros del equipo de científicos que restauraron su libro?

– ¿Cree usted que debería poner escolta a John Fessner, Burt Herman, Efraim Shemel y Sabine Hubert? -propuso Afdera.

– Ya me gustaría, pero esto no es Estados Unidos. Aquí no tenemos agentes suficientes como para poder escoltar durante meses a cuatro personas.

– A cuatro científicos en peligro de muerte…

– Como quiera usted llamarlo. El hecho es que no tengo tantos agentes disponibles. Aunque no lo crea, necesitaría policías que hasta esta misma mañana estaban dirigiendo el tráfico en el centro de Berna y no quiero ponerlos en peligro si deben enfrentarse a esos asesinos del octógono. Estoy seguro de que esos tipos están más preparados para matar que cualquiera de mis agentes. Lo máximo que harían ellos ante uno de esos asesinos sería ponerle una multa de tráfico.

– ¿Qué cree que puede hacer? Herman, Shemel y Fessner regresan mañana a sus países, pero Sabine Hubert vive aquí.

– En ese caso estarán bajo vigilancia hasta que se vayan. Después informaremos a las autoridades de sus respectivos países para que oficialmente se ocupen ellos. El caso de Sabine Hubert es diferente, ya que ella es ciudadana suiza y reside aquí. Desde esta misma noche, tendrá una patrulla de la policía en la puerta de su casa. La protegeremos. No se preocupe.

– De acuerdo, inspector. Le agradezco mucho todo lo que está haciendo. Ahora debo irme. Si me necesita, estaré en mi casa de Venecia a partir de pasado mañana. Mañana viajaré a Ginebra, porque tengo una reunión allí. Sólo le pido que me tenga informada de todo y que cuide de Sabine y del resto del equipo.

– Yo le pido lo mismo a usted. Cualquier cosa que descubra, le ruego que la comparta conmigo. Usted no tiene a nadie que la ayude en este asunto, y por mi parte, dudo mucho que en mi entorno haya alguien que dé crédito a esta historia de asesinos que actúan por el mundo en el nombre de Dios por orden del Papa -dijo Grüber con una sonrisa sarcástica.

– Muy bien, le llamaré.

Mientras se dirigía en taxi hasta su hotel, Afdera sacó el diario de su abuela y escribió un «sí» al lado del nombre de Werner Hoffman. Con él eran ya cuatro las víctimas de ese misterioso grupo del octógono. En ese momento miró su reloj. Aún le quedaban algunas llamadas por hacer antes de su cita para cenar con Sabine. Necesitaba hablar con su hermana Assal.

– Rosa, soy Afdera. Tengo que hablar con mi hermana. Es urgente.

– De acuerdo, señorita Afdera, ahora mismo la llamo.

Tras unos segundos de espera, Afdera escuchó los pasos de su hermana Assal corriendo en dirección al teléfono.

– Hola, hermanita, ¿cómo estás? -la saludó Assal.

– Muy bien. Necesito tu ayuda.

– Perfecto. Dime lo que quieres.

– Cuando la abuela te pidió que catalogaras las piezas de la Ca' d'Oro, tuviste que investigar en los archivos de Venecia, ¿no?

– Sí, me hice toda una experta. ¿Qué necesitas?

– ¿Te ha dicho algo Sampson sobre el asunto en el que estoy metida?

– Ya sabes que Sampson es de pocas palabras, y si encima es algo que tú le has encargado, todo se rodea de misterio y no me comenta absolutamente nada. Todavía no me ha llamado para decirme dónde anda metido. Lo único que sé es que le enviaste a Londres para arreglar unos papeles, claro que yo no me lo creo. Espero que cuando nos casemos te busques otro abogado, hermanita. Lo quiero sólo para mí.

– Te lo prometo.

– Bueno, ahora dime, ¿qué quieres?

– ¿Conoces algún vestigio del paso de tropas o soldados varegos por Venecia?

– ¿Los escandinavos?

– Sí, eso es. Necesito que busques en el Archivo de Estado de la Serenísima o en la Biblioteca Marciana del Palacio de los Dogos algún indicio del paso de tropas varegas por Venecia. Es muy importante.

– ¿Tienes alguna pista en particular?

– Al parecer, después de la séptima cruzada, Luis de Francia, acompañado de varios caballeros, se retiró de Egipto llevando consigo nuestro libro de Judas y un documento firmado por un tal Eliezer. El rey dividió a sus caballeros. Unos se dirigieron al sur de Egipto con el libro, mientras que otros continuaron con el documento de Eliezer hacia San Juan de Acre. Después se pierde la pista. Según parece, dos de los caballeros, que eran hermanos, se separaron. Uno se quedó en Acre mientras el otro, posiblemente con el documento de Eliezer, se dirigió hacia una ciudad que denominan el Laberinto de Agua, la Ciu dad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes…

– ¿Y qué tienen que ver los varegos con esta historia y con Venecia?

– Parece ser que ese caballero iba fuertemente escoltado por unidades varegas a su paso por Antioquía y el Pireo y posiblemente con alguno de ellos llegó hasta Venecia, si es que ese Laberinto de Agua es realmente Venecia.

– ¿Es segura esta información?

– He hablado con Leonardo Colaiani…

– ¿El medievalista?

– Sí, ¿lo conoces?

– Sólo de nombre. Algunos de sus libros me ayudaron a catalogar ciertas piezas de la Ca' d'Oro, como los bustos de la Masacre de los Inocentes. Es uno de los grandes especialistas en la Edad Media. ¿Lo conoces tú?

– Sí, estuve con él.

– Me han dicho que es muy atractivo.

– Sí que lo es, pero también es una serpiente que puede morderte en cualquier momento -aclaró Afdera.

– ¿Y qué pinta Colaiani en todo esto?

– Te lo explicaré. Colaiani y un tipo llamado Charles Eolande trabajaron para un griego, Vasilis Kalamatiano. Estuvieron durante años siguiendo el rastro del libro de Judas e intentando localizar el documento de Eliezer, el supuesto ayudante o escriba de Judas. Consiguieron trazar la ruta de los caballeros y los varegos desde Damietta a Acre, de Acre a Antioquía y de Antioquía al Pireo, y allí perdieron la pista histórica. Con el paso del tiempo, Kalamatiano se puso nervioso a causa de los escasos progresos en la investigación y los despidió a los dos. Allí acabó toda la aventura para intentar localizar el rastro de los cruzados. Colaiani me habló de los varegos que acompañaban a uno de los caballeros del rey Luis de Francia y, tal vez, si pasaron por Venecia, dejasen algún rastro. Por eso necesito que te sumerjas en los archivos de Venecia y busques si hay algo semejante. Es muy importante.

– ¿Qué pasa si encuentro algo?

– Me lo dices sólo a mí y a nadie más. Nadie debe saber lo que estás buscando. ¿Me has entendido?

– Sí, hermanita. Sólo debo decírtelo a ti y a nadie más. Por cierto, ¿cuándo vuelves a Venecia?

– Estoy en Berna y mañana tengo una reunión importante en Ginebra. Volveré a Venecia pasado mañana. Te dejo, tengo que arreglarme. Esta noche voy a cenar a casa de Sabine Hubert, la restauradora del libro.

– ¿Sabes cuándo regresa Sampson de Londres?

– ¿Por qué debería saberlo?

– Porque sólo realiza viajes misteriosos después de hablar contigo.

– Pues no lo sé, pero se lo puedes preguntar a él. Tenía que ir a Londres a revisar unos papeles de la abuela y después irá a Venecia. Estoy segura de que volverá en pocos días junto a ti. Ahora, hermanita, tengo que colgar. Te quiero mucho.

– Yo también a ti. Cuídate mucho -le advirtió Assal.

– Tú también, y acuérdate de que no debes decirle a nadie lo que estás buscando.

A pocos kilómetros de allí y a esa misma hora, un desconocido, disfrazado de técnico de la compañía telefónica y con una pequeña maleta negra de herramientas, entraba en el edificio de una céntrica calle de Berna. Sin hacer el menor ruido, subió las escaleras hasta la segunda planta. Cuando el único sonido que podía oírse era el de su respiración, se dispuso a sacar de su bolsillo una ganzúa que introdujo en la cerradura del piso C.

El piso estaba perfectamente ordenado, casi inmaculado. La primera puerta a la derecha era la de la cocina. Cacerolas de cobre colgaban ordenadamente de un gancho situado sobre una antigua cocina de acero. La siguiente puerta era un armario. El pasillo desembocaba en un luminoso salón con vistas a un pequeño parque arbolado.

En una de las estanterías se alineaban por tamaños varios libros y tratados sobre el arte de la restauración y conservación de códices y tratamientos de papel, papiro y pergamino antiguo. En una mesa situada al lado de un pequeño piano se amontonaban ejemplares de la revista Arqueología y Restauración. Sobre el piano observó varias fotografías de una mujer, más o menos atractiva y algo entrada en carnes, que aparecía en diferentes momentos de su vida: con un grupo de arqueólogos en algún yacimiento desconocido, vestida con pantalones tiroleses en una montaña nevada, o recibiendo un diploma en alguna conferencia internacional de restauración de obras de arte.

El desconocido examinó atentamente su alrededor. Miró cada marco, cada objeto, cada cuadro. Al llegar al baño, igualmente ordenado, abrió el pequeño armario metálico, en donde se alineaban varios frascos de medicamentos para el dolor de cabeza y la acidez. Lo cerró y fijó su mirada en la repisa de la bañera, donde había frascos de gel, de champú y de suavizante para el pelo. Sacó de su maletín una cámara Polaroid y tomó una fotografía de los frascos.

Luego se dirigió a la que parecía la habitación principal. No cabía la menor duda de que en aquella casa vivía una mujer sola. En el interior del armario colgaban, ordenados por colores, varias camisas y vestidos, alguno de ellos de noche. A continuación abrió el primer cajón, en donde la dueña de la casa guardaba su ropa interior. Al cerrar la puerta del armario, observó a través del espejo un pequeño tocador de finales del siglo XIX. El intruso realizó una segunda fotografía con la Polaroid, que guardó en el bolsillo de su mono de trabajo.

Allí encontró lo que buscaba. Se fijó en un bote de crema nutritiva para el cutis. El recipiente de color rosa estaba abierto y en su interior aún podían identificarse las huellas de Sabine Hubert, la dueña de la casa.

Con el mayor sigilo, el hombre abrió su maleta negra de herramientas y extrajo la bandeja superior. Al hacerlo, quedaron a la vista dos pequeñas cajas de plástico con tapa transparente en cuyo interior aparecían en letargo dos ejemplares de ranas de vivos colores.

Con enorme habilidad, introdujo en una de las rendijas de la tapa un bastoncito de madera con el que presionó varias veces el lomo de una de las ranas para obligarla a defenderse. El estrés provocado en el ejemplar hizo que segregase por encima de su cabeza una especie de gel blancuzco que el intruso fue recogiendo con una pequeña espátula de cristal y depositándolo en un recipiente del mismo material.

La Phyllobates terribilis es la rana dardo más mortífera del mundo, y su veneno, una batraciotoxina, el más potente del reino animal del planeta. Una pequeña dosis de su veneno neurotóxico extraído de la sudoración de un ejemplar adulto puede provocar la muerte de casi un centenar de hombres. Su hábitat eran las selvas húmedas de Panamá y la costa caribeña de Colombia.

El intruso volvió a guardar los dos ejemplares de Phyllobates en su maleta negra, abrió el frasco y con pulso quirúrgico fue embadurnando el borde interior del recipiente de crema nutritiva con el veneno de la rana. Cuando calculó que había puesto la dosis justa, cerró el tarro. Antes de volver a colocarlo en su sitio, sacó la Polaroid de su bolsillo y observó en ella la ubicación exacta del frasco de crema. Aún con los guantes puestos, fue girando el recipiente rosa hasta dejarlo tal y como mostraba la imagen.

Una vez finalizada la operación, el padre Alvarado recogió todos los utensilios, cerró el maletín negro y con el mismo silencio con el que había entrado abandonó el piso de Sabine Hubert.

Horas después, un taxi se detenía ante el número 6 de Keplerstrasse. Afdera observó un coche patrulla de la Staat Polizei frente a la puerta. Tras tocar el timbre del portero automático, oyó el sonido de la puerta al desbloquearse.

Pulsó el botón del ascensor hasta el segundo piso. En el rellano la esperaba Sabine, ataviada con un vestido rojo escotado. Se respiraba un agradable olor a especias que salía de la cocina. La dueña de la casa presentó a la recién llegada a otra joven que se encontraba sentada en el sofá leyendo un libro.

– Te presento a Madeleine. Es mi compañera -dijo Sabine-. Ella es Afdera Brooks, la dueña del libro del que te hablé.

La joven, de cuerpo pequeño, pelo rubio rizado y ojos azules, se levantó para besar a Afdera en ambas mejillas. Enseguida se dio cuenta de la estrecha relación entre Sabine y su amiga. Lo más seguro es que fueran pareja, dada la complicidad que mostraban.

En una pequeña mesa en la que había un mantel de lino blanco se asentaba sobre una tabla de madera una cazuela de cobre con un asado de cerdo al eneldo y coñac y patatas asadas. Durante varias horas, Sabine y Madeleine hicieron el perfecto papel de anfitrionas hasta la hora del café. En ese momento, la compañera de la restauradora se disculpó y se dispuso a recoger la mesa, mientras Sabine y Afdera permanecían sentadas hablando del libro de Judas, de Vasilis Kalamatiano, de Renard Aguilar y de los asesinatos del octógono.

– ¿Qué sabes de Kalamatiano? -preguntó Afdera.

– Lo que todos saben o, por lo menos, lo que dicen las leyendas sobre él. Tu abuela lo apreciaba mucho a pesar de haber tenido varios roces serios con él en cuestión de negocios. Me contó un día que, gracias a las relaciones con el gobierno de Siria, Kalamatiano consiguió que le prohibiesen la entrada en el país.

– ¿Y qué hizo mi abuela?

– Hizo lo mismo con él en Israel -respondió Sabine, lanzando una sonora risa-. Les dijo a sus amigos israelíes que Vasilis Kalamatiano tenía una relación muy estrecha con Siria y que podría ser un espía. Desde ese mismo momento, tu abuela no pudo entrar en Siria, ni Kalamatiano en Israel. Lo más curioso de todo es que siguieron siendo amigos. El Griego respetaba mucho a tu abuela. Cuando a Kalamatiano no le interesaba una pieza siria, se la ofrecía a tu abuela y ella hacía lo propio con las piezas localizadas en Israel y que no le interesaban. Sentían un odio cordial el uno por el otro.

– ¿Crees que tendrá algún problema en recibirme en Ginebra?

– No lo creo. Como te digo, admiraba a tu abuela, y eso supone un punto a tu favor. Alguien me ha dicho que está pasando una etapa paranoica, imaginando que todo el mundo quiere matarlo y que va siempre acompañado de guardaespaldas armados. Dicen que tiene escondidas armas por todos los rincones de su casa de Ginebra, pero tal vez sólo sean leyendas.

– ¿Y qué opinas de Renard Aguilar?

– Es una serpiente de cascabel. Te atrae con su sonido y cuando menos te lo esperas, te muerde en el cuello. Creo que no has hecho bien dejando en sus manos el libro de Judas. Estoy segura de que Aguilar tiene un as guardado en la manga, y si no, al tiempo.

– Elegí la Fundación Helsing para la restauración porque mi abuela así lo reflejó en el diario que me legó junto al libro de Judas. Estimaba mucho la fundación, incluso formó parte de su junta consultiva. No creo que Aguilar se atreva a realizar ningún movimiento extraño contra mí o contra el libro.

– Muchos de los patronos de la fundación, incluida tu abuela, abandonaron sus puestos cuando vieron el cariz que estaba tomando. Algunos patronos preferían menos ingresos y más ética. Aguilar y un sector de los patronos deseaba más ingresos y menos ética. Éramos capaces de analizar y restaurar pinturas que Aguilar sabía que estaban incluidas en las listas de reclamaciones del Tesoro estadounidense de familias judías expoliadas durante el nazismo. Pero esto no lo detuvo. Algunos científicos fueron enviados a países conflictivos, como Colombia, para restaurar retablos que pertenecían a importantes jefes de los cárteles de la droga.

– Pero ¿por qué el resto de los patronos no dijo nada ni mostró su repulsa?

– Por los ingresos que entraban en la fundación. Después se ha sabido que Aguilar pudo haberse quedado con dinero de operaciones fraudulentas, o por lo menos no muy claras, de venta de obras de arte cuyo origen era bastante oscuro. Una parte de los patronos, entre los que estaba tu abuela, intentó protestar, pero fueron acallados por la otra parte, que apoyaban las formas de dirigir de Aguilar. Mientras siga entrando dinero en la Fundación Helsing, la junta seguirá sin pedir explicaciones a Aguilar.

– Me da miedo que puedas convertirte en objetivo de esa gente del octógono por el hecho de haber restaurado mi libro.

– No creo que yo pueda ser un objetivo importante para esos asesinos del octógono de los que hablas. Al fin y al cabo, tan sólo he reconstruido el papiro y nada más. Efraim o Burt han tenido un papel más destacado que el mío, o John con su radiocarbono.

– En todo caso, ten mucho cuidado. Werner era también un experto en papiros y ya ves cómo acabó. La policía no cree que se suicidase. Incluso me han dicho que posiblemente le suministraron un paralizante muscular muy potente para evitar que luchase. Dicen que estaba vivo mientras se ahogaba en el interior del coche bajo las aguas del lago. El inspector Grüber ha recalcado que si observamos algo extraño, no dudemos en llamarle por teléfono y comentárselo -advirtió Afdera.

– No creo que nadie quiera matar a una vieja solitaria como yo; además, ya tengo escolta aquí abajo.

– Te he oído y debes hacer lo que dice Afdera. Ten cuidado -dijo de repente Madeleine, que estaba secándose las manos en la puerta de la cocina.

– Querida, no creo que descubran nada oscuro en mi vida como para tener que preocuparme. Sigo pensando que esa patrulla de policía debajo de mi puerta es absolutamente inútil. Nadie intentaría matar a una mujer como yo, ya entrada en años.

En ese momento Afdera miró su reloj.

– Uf, es muy tarde, tengo que marcharme ya al hotel. Mañana quiero ir temprano a Ginebra para hablar con Kalamatiano. Espero poder entrevistarme con él. Sabine, ten mucho cuidado y no te fíes de nadie.

– Tú tampoco te fíes de nadie, y mucho menos de Kalamatiano y Aguilar. Tenme al tanto de lo que vayas descubriendo. Me imagino que en unos días entregaré el informe final de la restauración de tu libro a Aguilar para que te lo envíe a Venecia. Intentaré que la traducción te la remita Efraim desde Tel Aviv. Tiene que darle los últimos retoques. Me imagino que en una o dos semanas podrá enviártela. Le diré incluso que te la mande directamente sin pasar por Aguilar.

– Te lo agradecería. Me haría ganar mucho tiempo. Ha sido una velada muy agradable. Gracias por la cena, espero poder invitaros en Venecia. Rosa cocina maravillosamente y seguro que cuando terminéis de cenar pesaréis unos veinte kilos más.

Sabine y Madeleine se despidieron de Afdera mientras esperaban el taxi que habían llamado por teléfono. Cuando Afdera salió a la calle, vio a los dos agentes de policía bebiendo café en el coche patrulla. En aquel momento recordó las palabras de Grüber sobre la escasa preparación de sus hombres para proteger a Sabine. Aquel pensamiento le provocó una extraña sensación de peligro.

Tras despedirse de su invitada, Sabine se dirigió a su habitación, en donde la esperaba Madeleine completamente desnuda. Las dos mujeres mantuvieron relaciones sexuales durante horas. Al finalizar, la restauradora se dirigió al baño para ducharse. El sonido del secador de pelo despertó a Madeleine.

– Vuelve a la cama conmigo -dijo, apoyando sus pechos desnudos contra la espalda de Sabine.

– Déjame ahora, querida. Necesito descansar. No soy tan joven como tú -respondió la restauradora.

– No te preocupes. Voy a dormir un rato. Es muy tarde para irme a mi casa.

Sabine observó su cuerpo desnudo frente al espejo. Sus senos permanecían en su sitio. La gravedad no había hecho todavía estragos en ellos, o por lo menos no demasiado.

A continuación, aún con el pelo húmedo envuelto en una toalla, Sabine se sentó en la butaca frente al tocador antiguo. Se realizó un pequeño masaje facial y abrió el tarro de crema nutritiva. Metió los dedos y se extendió por el rostro la crema que había cogido.

Al instante, la científica comenzó a sentir un fuerte calambre en el brazo y en la pierna izquierda a medida que las neurotoxinas de la rana Phyllobates terribilis iban penetrando vía cutánea en su sistema nervioso.

Sus músculos iban sufriendo una flaccidez severa y su visión se hacía cada vez más borrosa. Sus manos agarrotadas intentaban sin remedio sujetarse al tocador para evitar el fuerte dolor de los músculos.

Sabine podía ver a Madeleine a través del espejo, pero sus cuerdas vocales se habían quedado paralizadas. No era capaz siquiera de producir sonido alguno. En ese momento, cuando la toxina de la rana había invadido ya su cuerpo, sintió un fuerte dolor en el abdomen que la hizo vomitar.

El ruido hizo que su joven amante se despertase alarmada.

– ¿Qué te pasa, Sabine? ¿Qué te pasa? ¿Es un ataque cardíaco? -gritó, pero la restauradora no podía hablar.

Madeleine se acordó de los dos policías de la puerta, y rápidamente se dirigió a la ventana y gritó pidiendo socorro.

– ¡Necesito una ambulancia, por favor! ¡Llamen a una ambulancia! -suplicó la joven.

Mientras un agente se quedaba en el vehículo pidiendo una ambulancia por radio, el segundo policía subió a la casa. Al entrar en el dormitorio se encontró con un espectáculo dantesco. Sabine se debatía entre la vida y la muerte, semidesnuda, con la cara hinchada, casi deforme por la toxina del batracio y cubierta por su propio vómito.

El policía cogió la toalla que cubría el pelo de Sabine, le limpió el rostro e intentó hacerle la respiración boca a boca sin resultado alguno. La restauradora continuaba lanzando gemidos de dolor mientras su cuerpo hacía ya varios minutos que había dejado de responderle.

Entre lágrimas, Sabine podía ver el rostro del joven agente golpeándola fuertemente en el pecho para darle masajes cardíacos, pero el veneno había inundado ya todo su cuerpo. Madeleine le sujetaba la mano derecha. Intentaba decirle que la quería, pero la neurotoxina le impedía hablar. Ya ni siquiera podía mantener la lengua en el interior de la boca, completamente reseca.

Cuando los médicos llegaron, la toxina suministrada por el padre Alvarado a Sabine Hubert a través de la crema nutritiva había bloqueado la liberación de una sustancia llamada acetilcolina en las terminaciones nerviosas, y una parálisis muscular le provocó la muerte, tras un violento estertor. El Círculo Octogonus se cobraba una nueva víctima, pero no sería la última de aquella fría noche.

– Póngame una cerveza bien fría, por favor.

– Enseguida -gritó el camarero desde el otro lado de la barra.

John Fessner, el canadiense experto en radiocarbono, decidió darse una vuelta por la tranquila Berna en su última noche antes de regresar a Canadá. En la televisión se retransmitía un partido de hockey sobre hielo entre los Dublin Rams y los Dundalk Bulls.

– Son demasiado lentos -dijo una voz justo al lado de Fessner.

– Son simples aficionados. En Canadá sí que saben jugar al hockey. Estos irlandeses sólo saben jugar al rugby.

– ¿Es usted canadiense? -preguntó su compañero de barra.