El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

Fred Vargas

Un lugar incierto

Traducción del francés de Anne-Hélène Suárez Girard

Título original: Un lien incertain

1

El comisario Adamsberg sabía planchar las camisas; su madre le había enseñado a aplanar la pieza de los hombros y alisar la tela alrededor de los botones. Desenchufó la plancha, guardó la ropa en su maleta. Afeitado, peinado, se iba a Londres, era ineludible.

Corrió la silla para instalarse en el cuadrado de sol de la cocina. La sala daba a tres lados, de modo que se pasaba el tiempo desplazando la silla alrededor de la mesa redonda siguiendo la luz, como el lagarto va dando la vuelta a la roca. Adamsberg dejó su tazón de café del lado este y se sentó de espaldas al calor.

Estaba de acuerdo en ir a ver Londres, comprobar si el Támesis tenía el mismo olor a colada enmohecida que el Sena, escuchar los gritos de las gaviotas. Cabía la posibilidad de que las gaviotas gritaran de forma diferente en inglés que en francés. Pero no tendría tiempo. Tres días de coloquio, diez conferencias por sesión, seis debates, una recepción. Habría más de un centenar de policías de alto copete apiñados en ese gran vestíbulo, maderos y nada más que maderos, venidos de veintitrés países para optimizar la gran Europa policial y, más precisamente, para «armonizar la gestión de los flujos migratorios». Era el tema del coloquio.

Director de la Brigada Criminal de París, Adamsberg tendría que hacer acto de presencia, pero no le preocupaba. Su participación sería ligera, casi etérea, por una parte debido a su hostilidad respecto a la «gestión de los flujos», por otra porque nunca había sido capaz de memorizar una sola palabra de inglés. Acabó tranquilamente su café, mientras leía el mensaje que le había enviado el comandante Danglard. 13:20 en recepción. Puto túnel. Tengo chaqueta decente para vd., con corb.

Adamsberg pasó el pulgar por la pantalla de su teléfono, borrando así el agobio de su adjunto como quien quita el polvo a un mueble. Danglard estaba poco adaptado a la marcha a pie, a la carrera, aún peor a los viajes. Cruzar la Mancha por el túnel lo atormentaba tanto como pasar por encima en avión. Aun así, no habría cedido su plaza a nadie. El comandante llevaba treinta años anclado en la elegancia del traje británico, en la que contaba para compensar su natural carencia de estilo. Partiendo de esa opción vital, había extendido su gratitud a todo el Reino Unido, convirtiéndose en el arquetipo mismo del francés anglófilo, adepto de la finura de modales, de la delicadeza, del humor discreto. Salvo cuando abandonaba toda moderación, que es lo que constituye la diferencia entre el francés anglófilo y el inglés de verdad. Así, la perspectiva de pasar unos días en Londres le hacía ilusión, con o sin flujo migratorio. Sólo quedaba superar el obstáculo de ese puto túnel que atravesaría por primera vez.

Adamsberg enjuagó el tazón, cogió su maleta preguntándose qué tipo de chaqueta y de corb había elegido para él el comandante Danglard. Su vecino, el viejo Lucio, propinaba fuertes golpes a la puerta acristalada, estremeciéndola con su puño considerable. La Guerra Civil española se le había llevado el brazo izquierdo cuando tenía nueve años, y parecía que el derecho hubiera crecido en consecuencia para concentrar en sí solo la dimensión y la fuerza de ambas manos. Con el rostro pegado a los cristales, llamaba a Adamsberg con la mirada, imperioso.

– Vente -farfulló en tono de mando-, no la saco ni de coña. Necesito tu ayuda.

Adamsberg dejó su maleta fuera, en el jardincillo desordenado que compartía con el viejo español.

Me voy tres días a Londres, Lucio. Te ayudaré cuando vuelva.

– Demasiado tarde -gruñó el viejo.

Y cuando Lucio gruñía así, con sus erres repiqueteantes, producía un ruido tan sordo que Adamsberg tenía la impresión de que el sonido brotaba directamente de la tierra. Adamsberg levantó su maleta, con la mente ya proyectada en la Estación del Norte.

– ¿Qué es lo que no puedes sacar? -dijo con voz distante mientras cerraba la puerta con llave.

– La gata que vive en el trastero. Ya sabías que iba a tener crías, ¿no?

– No sabía que hubiera una gata en el trastero, y además paso.

– Pues ya lo sabes. Y no vas a pasar, hombre. Sólo lleva tres. Uno muerto, los otros dos están todavía atascados, he sentido las cabezas. Yo empujo, masajeando, y tú extirpas. Ojo, no vayas a apretar como un bestia cuando los saques. Un gatito es algo que se te puede desmoronar en la mano como una galleta.

Sombrío y acuciante, Lucio se rascaba el brazo que le faltaba agitando los dedos en el vacío. A menudo había contado que, cuando perdió el brazo con nueve años, tenía una picadura de araña que no se había rascado hasta el final. Y que por esa razón la picadura le seguía escociendo sesenta y nueve años después, por no haber podido acabar el rascado, ocuparse de ello a fondo, concluir el episodio. Explicación neurológica proporcionada por su madre y que para Lucio, a la larga, había acabado constituyendo una filosofía total, que se adaptaba a cualquier situación y cualquier sentimiento. Hay que acabar las cosas, o no empezarlas. Ir hasta los posos, incluso en el amor. Cuando un acto de vida lo ocupaba intensamente, Lucio se rascaba su picadura interrumpida.

– Lucio -dijo Adamsberg más tajante mientras atravesaba el jardincillo-, mi tren sale dentro de una hora y cuarto. Mi adjunto está agonizando de preocupación en la Estación del Norte, y no voy a ayudar a parir a la bicha mientras cien jefes maderos me esperan en Londres. Arréglatelas, y ya me contarás el domingo.

– ¿Y cómo quieres que me las arregle con esto? -exclamó alzando su brazo cortado.

Lucio retuvo a Adamsberg con su mano poderosa, proyectando hacia delante su barbilla prognática; digna de un Velázquez, según el comandante Danglard. El viejo no tenía ya la vista como para afeitarse correctamente, y había pelos que se salvaban de su cuchilla. Blancos y duros, enhiestos aquí y allí, eran como una guirnalda navideña de espinas plateadas que brillaran un poquito al sol. A veces, Lucio se pinzaba un pelo con los dedos, lo sujetaba resueltamente entre las uñas, y tiraba de él como quien se arranca una garrapata. No lo soltaba hasta que lo hubiera conseguido, conforme a la filosofía de la picadura de araña.

– Tú te vienes.

– Déjame en paz, Lucio.

– No tienes más remedio, hombre -dijo Lucio sombrío-. Se te cruza en el camino, tienes que aceptarlo. O te picará toda la vida. Sólo son diez minutos.

– También el tren se me cruza en el camino.

– Pero cruza más tarde.

Adamsberg soltó la maleta, rezongó impotente mientras seguía a Lucio hacia el cobertizo. Una cabecita viscosa y empapada de sangre emergía entre las patas del animal. Bajo las directrices del viejo español, la sujetó con suavidad mientras Lucio presionaba el vientre con gesto profesional. La gata maullaba terriblemente.

– ¡Tira mejor, hombre! ¡Agárralo por debajo de las patas y tira! Vamos, con firmeza y suavidad, sin apretar la cabeza. Con la otra mano, rasca la frente a la madre, que está asustada.

– Lucio, cuando rasco la frente a alguien, se duerme.

– ¡Joder! ¡Vamos, tira!

Seis minutos después, Adamsberg dejaba dos ratitas rojas y gimoteantes junto a las otras dos, sobre una vieja manta. Lucio cortó los cordones y las llevó una a una a las mamas. Lanzaba a la madre una mirada inquieta.

– ¿Qué es eso de la mano? ¿Cómo duermes a la gente?

Adamsberg sacudió la cabeza, ignorante.

– No lo sé. Cuando pongo a alguien la mano en la cabeza, se duerme. Eso es todo.

– ¿Es lo que le haces a tu crío?

– Sí. A veces, la gente también se queda dormida cuando hablo. He llegado a dormir incluso a sospechosos durante el interrogatorio.

– ¡Pues házselo a la madre! ¡Apúrate, duérmela!

– ¡Pero bueno, Lucio! ¿No quieres enterarte de que tengo un tren que tomar?

– Hay que calmar a la madre.

A Adamsberg le importaba un carajo la gata, pero no la mirada negra del viejo fija en él. Acarició la cabeza -increíblemente suave- de la gata, porque era verdad: no le quedaba más remedio. Los jadeos del animal fueron apaciguándose mientras los dedos de Adamsberg rodaban como canicas desde el morro hasta las orejas. Lucio ladeó la cabeza, con aire experto.

– Hombre, ya se ha dormido.

Adamsberg alzó lentamente su mano, se la limpió en la hierba húmeda y se alejó caminando hacia atrás.

Mientras avanzaba en la Estación del Norte, sentía las sustancias secándose y endureciéndose entre los dedos y bajo las uñas. Llevaba veinte minutos de retraso. Danglard se dirigía hacia él apretando el paso. Siempre daba la impresión de que las piernas de Danglard, mal hechas, iban a descoyuntarse de rodillas abajo cuando trataba de correr. Adamsberg levantó una mano para interrumpir su carrera y los reproches.

– Ya lo sé. Se me ha cruzado una cosa en el camino, y he tenido que aceptarla, so pena de rascarme toda la vida.

Danglard estaba tan acostumbrado a las frases incomprensibles de Adamsberg que rara vez se molestaba en hacer preguntas. Como tantos otros de la Brigada, desistía, sabiendo separar lo interesante de lo inútil. Sin aliento, señaló el puesto de registro, dio media vuelta y se fue. Mientras lo seguía sin acelerar, Adamsberg intentaba recordar el color de la gata. ¿Blanca con manchas grises? ¿Con manchas rojizas?

2

– En su país también pasan cosas raras -dijo en inglés el superintendente Rastock a sus colegas de París.

– ¿Qué dice? -preguntó Adamsberg.

– Que en nuestro país también pasan cosas raras -tradujo Danglard.

– Es verdad -dijo Adamsberg sin interesarse por la conversación.

Lo que le importaba de momento era andar. Era Londres en junio y era de noche, quería andar. Esos dos días de coloquio empezaban a agotar sus nervios. Quedarse sentado durante horas era una de las pocas pruebas capaces de romper su flema, de hacerle experimentar ese extraño estado que los demás llamaban «impaciencia» o «febrilidad» y que normalmente le resultaba inaccesible. El día anterior había conseguido escaparse tres veces, había dado una vuelta chapucera por el barrio, había memorizado las alineaciones de fachadas de ladrillo, las perspectivas de columnas blancas, las farolas en negro y oro, había dado unos pasos por una callejuela que se llamaba St Johns Mews, y dios sabe cómo podía pronunciarse algo como «Mews». Allí un grupo de gaviotas había alzado el vuelo gritando en inglés. Pero sus ausencias habían llamado la atención. Hoy había tenido que aguantar en su asiento, reacio a los discursos de sus colegas, incapaz de seguir el ritmo rápido del intérprete. El hall estaba saturado de policías, de maderos que desplegaban grandes cantidades de ingenio para estrechar las mallas de la red destinada a «armonizar el flujo migratorio», a rodear Europa con una infranqueable verja. Siempre había preferido lo fluido a lo sólido, lo flexible a lo estático, por lo que Adamsberg se amoldaba naturalmente a los movimientos de ese «flujo» y buscaba con él las maneras de desbordar las fortificaciones que iban perfeccionándose ante sus ojos.

El colega de New Scotland Yard, Radstock, parecía muy experto en redes, pero no tan obnubilado por la cuestión de su rendimiento. Iba a jubilarse al cabo de menos de un año, con la idea muy británica de ir a pescar cosas en un lago allá arriba, según Danglard, que comprendía todo y lo traducía todo, incluido lo que Adamsberg no tenía deseos de saber. Adamsberg habría querido que su colaborador se ahorrara sus traducciones inútiles, pero Danglard disfrutaba de tan pocos placeres, y parecía tan feliz de revolcarse en la lengua inglesa como un jabalí en un barro de calidad, que Adamsberg prefirió no quitarle ni una miga de gozo. Allí el comandante Danglard parecía bienaventurado, casi liviano, enderezando su cuerpo blando, hinchiendo sus hombros caídos, ganando una prestancia que lo volvía casi notable. Acaso estuviera abrigando la esperanza de jubilarse un día con ese nuevo amigo para ir a pescar cosas en el lago de allá arriba.

Radstock aprovechaba la buena voluntad de Danglard para contarle en detalle su vida en el Yard, pero también cantidad de anécdotas «subidas de tono» que consideraba propias para gustar a invitados franceses. Danglard lo había escuchado durante toda la comida sin mostrar hastío, y sin dejar de fijarse en la calidad del vino. Radstock llamaba al comandante «Dánglerd», y los dos maderos se animaban mutuamente, proveyéndose el uno al otro de historias y bebida, dejando a Adamsberg a la zaga. Adamsberg era el único de los cien polis que no conocía ni los rudimentos de la lengua siquiera. Convivía, pues, como marginal, tal como lo había deseado, y pocos se habían enterado de quién era exactamente. Junto a él seguía el joven cabo Estalère, de ojos verdes siempre agrandados por una sorpresa crónica. Adamsberg había querido incluirlo en esa misión. Había dicho que el caso de Estalère se arreglaría y, de tanto en cuando, empleaba energía en conseguirlo.

Con las manos en los bolsillos y elegantemente vestido, Adamsberg disfrutaba plenamente de esa larga caminata mientras Radstock iba de calle en calle para hacerles los honores mostrándoles las singularidades de la vida londinense de noche. Aquí, una mujer que dormía bajo un techo de paraguas cosidos unos con otros, abrazada a un teddy bear de más de un metro. «Un osito de peluche», había traducido Danglard. «Ya lo había entendido», había contestado Adamsberg.

– Y allí -dijo Radstock señalando una avenida perpendicular- tenemos al lord Clyde-Fox. El ejemplo de lo que llaman ustedes el aristócrata excéntrico. A decir verdad, no nos quedan muchos, se reproducen poco. Éste es todavía joven.

Radstock se detuvo para darles tiempo de admirar al personaje, con la satisfacción de quien presenta una pieza excepcional a sus huéspedes. Adamsberg y Danglard lo contemplaron dócilmente. Alto y flaco, lord Clyde-Fox bailaba torpemente sin moverse del sitio, rayando la caída, apoyándose en un pie y luego en el otro. Otro hombre fumaba un puro a diez pasos de él, tambaleante, observando los apuros de su compañero.

– Interesante -dijo Danglard con cortesía.

– Suele andar por estos parajes, pero no todas las noches -dijo Radstock, como si sus colegas se estuvieran beneficiando de un auténtico golpe de suerte-. Nos apreciamos. Cordial, siempre dice alguna cosa amable. Es una referencia en la noche, una luz familiar. A estas horas, vuelve de su paseo, y trata de regresar a su casa.

– ¿Borracho? -preguntó Danglard.

– Nunca del todo. Tiene pundonor por explorar los límites, todos los límites, y afianzarse en ellos. Afirma que, circulando por las líneas divisorias, en equilibrio entre las dos vertientes, tiene garantizado el sufrimiento sin aburrirse nunca. ¿Todo bien, Clyde-Fox?

– ¿Todo bien, Radstock? -contestó el hombre agitando una mano.

– Agradable -comentó el superintendente-. Bueno, tiene sus días. Cuando murió su madre, hace dos años, quiso comerse toda una caja de fotografías de ella. Su hermana intervino bastante salvajemente, y la cosa acabó mal. Ella, una noche de hospital; él, una noche en la comisaría. El lord estaba rabioso por que no le dejaran zamparse esas fotos.

– ¿Comérselas de verdad? -preguntó Estalère.

– De verdad. Pero ¿qué son unas cuantas fotos? Dicen que una vez, en Francia, un tipo quiso comerse un armario de madera.

– ¿Qué dice? -preguntó Adamsberg al ver las cejas de Radstock fruncirse.

– Dice que en Francia un tipo quiso comerse su armario de madera. Cosa que llevó a cabo, por cierto, en unos meses, con la ayuda intermitente de dos o tres amigos.

– Eso sí que es una rareza, ¿eh, Dánglerd?

– Totalmente. Ocurrió a principios del siglo XX.

– Es normal -dijo Estalère, que solía elegir mal sus palabras o sus pensamientos-. Sé que un hombre se comió un avión, y eso le llevó sólo un año. Un avión pequeño.

Radstock sacudió la cabeza con cierta gravedad. Adamsberg había notado en él una afición por las enunciaciones solemnes. A veces elaboraba largas frases que, por su tono, hablaban de la humanidad y de su devenir, del bien y del mal, del ángel y del demonio.

– Hay cosas -dijo Radstock mientras Danglard hacía la traducción simultánea- que el hombre no es apto para concebir hasta que otro hombre tiene la idea peregrina de realizarlas. Pero, una vez que se han llevado a cabo, ya sean buenas o malas, entran en el patrimonio de la humanidad. Utilizables, reproducibles, incluso superables. El hombre que se comió el armario posibilita que otro se coma un avión. Así va revelándose poco a poco el gran continente desconocido de la demencia, como un mapa que crece a medida que avanzan las exploraciones. Progresamos sin visibilidad, contando sólo con la experiencia; es lo que siempre he dicho a mis chicos. Así, Lord Clyde-Fox está quitándose los zapatos y volviéndoselos a poner, y ya lleva no sé cuántas veces. Y no se sabe por qué. Cuando se sepa, otro podrá hacer lo mismo. ¡Eh, Clyde-Fox! -exclamó el viejo policía aproximándose al lord-, ¿algún problema?

– Eh, Radstock -contestó éste con voz muy suave.

Los dos hombres se hicieron una seña familiar, dos habituales de la noche, expertos que no tenían nada que ocultarse. Clyde-Fox posó un pie en el calcetín tirado en la acera, con el zapato en la mano, escrutando intensamente su interior.

– ¿Algún problema? -repitió Radstock.

– Ya lo creo. Vaya a verlo usted mismo si tiene agallas.

– ¿Dónde?

– En la entrada del antiguo cementerio de Highgate.

– No me gusta que nadie ande husmeando por allí -protestó Radstock-. ¿Qué hacía usted allí?

– Una exploración de límite en compañía de amigos selectos -dijo el lord señalando con el pulgar a su compañero del cigarro-. Entre el miedo y la razón. Yo conozco el sitio como la palma de mi mano, pero él quería verlo. Ojo -añadió Clyde-Fox-, que aquí el camarada está curda perdido y es rápido como un elfo. Ya ha tumbado a dos en el pub. Profesor de danza cubana. Nervioso. De fuera.

Lord Clyde-Fox volvió a sacudir el zapato en el aire y se lo puso de nuevo, antes de quitarse el otro.

– Muy bien, Clyde-Fox. Pero ¿y sus zapatos? ¿Los quiere vaciar?

– No, Radstock. Los quiero controlar.

El hombre de Cuba soltó una frase en español que parecía decir que estaba harto y que se las piraba. El lord le hizo una seña indiferente.

– En su opinión -prosiguió Clyde-Fox-, ¿qué puede ponerse en unos zapatos?

– Pies -intervino Estalère.

– Exactamente -dijo Clyde-Fox lanzando una mirada de aprobación al joven cabo-. Y más vale comprobar que son los pies de uno los que están en sus propios zapatos. Radstock, si me da luz con la linterna a lo mejor puedo acabar de una vez con este asunto.

– ¿Qué quiere que le diga?

– Si ve algo dentro.

Mientras Clyde-Fox sostenía en alto sus zapatos, Radstock los inspeccionó metódicamente por dentro. Adamsberg, olvidado, daba vueltas a paso lento alrededor de ellos. Imaginaba al tipo masticando su armario, pedazo a pedazo, durante meses. Se preguntaba si preferiría comerse un armario o un avión, o las fotos de su madre. ¿U otra cosa? Otra cosa que dibujara un nuevo trozo del continente desconocido de la demencia descrito por el superintendente.

– Nada.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– Bien -dijo Clyde-Fox volviéndose a calzar-. Es un asunto feo. Haga su trabajo, Radstock, vaya a ver eso. En la entrada. Es un montón de zapatos viejos puestos allí en la acera. Prepare su arma. Habrá unos veinte quizá, es imposible que no los vea.

– No es mi trabajo, Clyde-Fox.

– Por supuesto que sí. Están alineados cuidadosamente, con las puntas hacia el cementerio, como si quisieran entrar allí. Le hablo, naturalmente, de la verja principal.

– El antiguo cementerio está vigilado por las noches. Cerrado a los hombres y a los zapatos de los hombres.

– Pues quieren entrar igualmente, y toda su actitud es muy desagradable. Vaya a verlos, haga su trabajo.

– Clyde-Fox, me importa un pito que sus zapatos viejos quieran entrar allí.

– Hace mal, Radstock. Porque tienen pies dentro.

Hubo un silencio, una onda de choque desagradable. Un leve quejido salió de la garganta de Estalère, Danglard cruzó los brazos. Adamsberg detuvo sus pasos y alzó la cabeza.

– Joder -susurró Danglard.

– ¿Qué dice?

– Dice que unos zapatos viejos quieren entrar en el antiguo cementerio. Dice que Radstock hace mal no queriendo ir a verlos, porque tienen pies dentro.

– Tranquilo, Dánglerd -interrumpió Radstock-. Está borracho. Tranquilo, Clyde-Fox, está usted borracho. Vuelva a su casa.

– Tienen pies dentro, Radstock -repitió el lord con voz pausada para indicar que se mantenía estable en su línea divisoria-. Cercenados a la altura de los tobillos. Y esos pies están tratando de entrar allí.

– Vale, están intentando entrar.

Lord Clyde-Fox se peinó cuidadosamente, señal de su inminente partida. El haber confiado a otro su problema parecía haberlo devuelto a la vida normal.

– Cuente con zapatos bastante viejos -añadió-, veinte o quince años de edad a lo mejor. Hombres, mujeres.

– Pero ¿y los pies? -preguntó Danglard con discreción-. ¿Están en estado de esqueleto?

– Let down. Está borracho, Dánglerd.

– No -dijo Clyde-Fox guardándose el peine sin hacer caso al superintendente-. Los pies están casi intactos.

– Y tratando de entrar allí -acabó Radstock.

– Precisamente, old man.

3

Radstock refunfuñaba en voz baja y constante, con las manos aferradas al volante, mientras los llevaba a todo gas hacia el antiguo cementerio del suburbio norte de Londres. Tenían que cruzarse con Clyde-Fox. Ese chalado tenía que comprobar que no se le había metido ningún pie en sus zapatos. Y allí estaban ellos, dirigiéndose hacia Highgate porque el lord se había caído de su línea divisoria y había tenido una visión. No habría zapatos delante del cementerio, igual que no había pies en los de Clyde-Fox.

Pero Radstock no quería ir solo. No, y menos a pocos meses de la jubilación. Le había costado convencer al amable Dánglerd de que lo acompañara, como si al comandante le repugnara la expedición. Pero ¿cómo iba a saber el francés algo sobre Highgate? En cambio, ningún problema con Adamsberg, a quien ese rodeo no molestaba en absoluto. El comisario parecía deambular en un estado de duermevela apacible y conciliador, hasta el punto de que cabía preguntarse si su oficio mismo captaba su atención. Por el contrario, los ojos de su joven adjunto, pegados a la ventanilla, se agrandaban sobre Londres. En opinión de Radstock, ese Estalère era casi cretino, y le extrañaba que se hubiera autorizado su presencia en el coloquio.

– ¿Por qué no ha enviado a dos de sus hombres? -preguntó Danglard, que seguía con expresión de disgusto.

– No puedo desplazar a un equipo para una visión de Clyde-Fox, Dánglerd. No deja de ser un hombre que quiso comerse las fotos de su madre. Y no queda más remedio que ir a comprobar, ¿o sí?

Sí, Danglard no se sentía obligado a nada. Feliz de estar allí, feliz de revestir el aspecto de un inglés, feliz de que una mujer se hubiera fijado en él desde el primer día del coloquio. Hacía años que había dejado de esperar ese milagro y, entumecido como estaba desde su renunciación fatalista a las mujeres, no había provocado nada. Fue ella la que vino a hablarle, sonreírle, multiplicando los pretextos para cruzarse con él. Si no se equivocaba. Danglard se preguntaba cómo era posible, y se interrogaba hasta la tortura. Pasaba revista, sin descanso, a los frágiles signos que pudieran infirmar o confirmar su esperanza. Los clasificaba, los evaluaba, sopesaba su fiabilidad como quien palpa el hielo antes de poner un pie encima. Probaba su consistencia, su posible contenido, trataba de saber si sí o si no. Hasta que todos esos signos acababan por perder toda sustancia a fuerza de ser examinados por la mente. Necesitaba otros nuevos, indicadores suplementarios. Y a esas horas, esa mujer estaba sin duda en el bar del hotel con los demás congresistas. Arrastrado a la expedición de Radstock, iba a perder la ocasión de verla.

– ¿Por qué hay que comprobar? El lord estaba como una cuba.

– Porque es en Highgate -masculló el superintendente.

Danglard se arrepintió. La intensidad de sus cavilaciones acerca de la mujer y de los signos le había impedido reaccionar al nombre de «Highgate». Alzó el rostro para responder, pero Radstock lo detuvo con un gesto.

– No, Dánglerd, usted no lo puede entender -dijo en el tono áspero, triste y definitivo de un viejo soldado que no puede compartir su guerra-. Usted no estuvo en Highgate. Yo sí.

– Pero entiendo que no quiera volver allí y que, aun así, vaya.

– Me extrañaría, Dánglerd, sin ánimo de ofender.

– Sé lo que ocurrió en Highgate.

Radstock le lanzó una mirada sorprendida.

– Danglard lo sabe todo -explicó tranquilamente Estalère desde el fondo del coche.

A su lado en el asiento de atrás, Adamsberg los escuchaba, captaba palabras. Estaba claro que Danglard sabía sobre Highgate cantidad de cosas que él, Adamsberg, ignoraba por completo. Era normal, si es que podía considerarse normal la prodigiosa extensión de sus conocimientos. El comandante era mucho más que lo que se suele llamar un «hombre de cultura». Era un ser de una erudición excepcional y estaba a la cabeza de una compleja red de saberes infinitos que, en opinión de Adamsberg, habían acabado constituyéndolo enteramente, sustituyendo uno a uno a todos sus órganos, hasta el punto en que cabía preguntarse cómo podía Danglard caminar como un tipo casi normal. Por eso andaba tan mal y nunca deambulaba. En cambio, seguro que conocía el nombre del individuo que se había comido el armario. Adamsberg observó el perfil blando de Danglard, en ese instante agitado por el estremecimiento que en él indicaba el paso de la ciencia. Sin lugar a dudas, el comandante estaba rememorando a gran velocidad su gran libro del saber sobre Highgate. Al tiempo que una preocupación lacerante ralentizaba su concentración. La mujer del coloquio, naturalmente, que arrastraba su mente a una vorágine de preguntas. Adamsberg volvió la mirada hacia el colega británico, cuyo nombre era imposible de memorizar. Stock. Ése no estaba pensando en una mujer ni explorando sus conocimientos. Stock tenía miedo, sencillamente.

– Danglard -dijo Adamsberg dando una leve palmada en el hombro a su adjunto-, Stock no tiene ganas de ir a ver los zapatos.

– Ya le he dicho que entiende el grueso del francés corriente. Codifique, comisario.

Adamsberg asintió. Para que no le entendiera Radstock, Danglard le había aconsejado hablar a gran velocidad en tono monocorde y saltándose sílabas, pero el ejercicio era imposible para Adamsberg. Posaba sus palabras con la misma lentitud que sus pasos.

– No le apetece nada ir allí -dijo Danglard en acelerado-. Le trae recuerdos, y no los quiere.

– ¿Qué es «allí»?

– ¿Allí? Uno de los cementerios románticos más barrocos de Occidente, una exageración, un desenfreno artístico y macabro. Sepulturas góticas, mausoleos, esculturas egipcias, excomulgados y asesinos. Todo ello perdido en el follón organizado de los jardines ingleses. Un lugar único y demasiado único, un crisol de delirios.

– De acuerdo, Danglard. Pero ¿qué pasó en ese follón?

– Acontecimientos terribles y, a fin de cuentas, poca cosa. Pero es un «poca cosa» que puede pesar mucho para quien lo viera. Por eso el cementerio está vigilado por las noches. Por eso el colega no va allí solo. Por eso estamos en este coche en lugar de tomar algo tranquilamente en el hotel.

– Tomar algo, pero ¿con quién, Danglard?

Danglard torció el gesto. Ni los filamentos más tenues de la vida pasaban inadvertidos a los ojos de Adamsberg, aunque esos filamentos fueran susurros, sensaciones ínfimas, movimientos del aire. El comisario se había fijado en esa mujer en el coloquio, por supuesto. Y mientras él daba vueltas a los hechos hasta la obsesión esterilizadora, Adamsberg ya debía de tener una impresión formada.

– Con ella -sugirió Adamsberg reanudando en el silencio-. La mujer que mordisquea las patillas de sus gafas rojas, la mujer que lo mira. Lleva un pin donde pone «Abstract». ¿Se llama así?

Danglard sonrió. El que la única mujer que hubiera buscado su mirada en diez años pudiera llamarse «Abstracta» le iba dolorosamente bien.

– No. Es su trabajo. Se encarga de reunir y distribuir los resúmenes de las conferencias. Resumen se dice abstract.

– Ah, muy bien. Entonces ¿cómo se llama?

– No se lo he preguntado.

– El nombre es lo que hay que saber enseguida.

– Antes quisiera saber qué le ronda en la cabeza.

– Porque ¿no lo sabe?

– ¿Cómo voy a saberlo? Tendría que preguntárselo. Y saber si se lo puedo preguntar. Y preguntarse qué puede uno saber.

Adamsberg suspiró, desistiendo ante los meandros intelectuales de Danglard.

– Pues le ronda algo serio -prosiguió-. Y un vaso más o menos esta noche no cambiará nada.

– ¿Qué mujer? -preguntó Radstock en francés, exasperado al constatar que estaban tratando de excluirlo de la conversación. Y sobre todo al entender que el pequeño comisario de pelo castaño y despeinado había percibido su miedo.

El coche bordeaba ya el cementerio, y Radstock deseó de repente que la escena de lord Clyde-Fox no fuera una visión. Para que el francesito impasible, Adamsberg, tuviera su parte en la pesadilla de Highgate. Que la tomara y la compartieran, God. Y entonces veríamos si el maderillo seguía pareciendo tan tranquilo. Bajó la ventanilla veinte centímetros y asomó la linterna.

– OK -dijo lanzando una mirada a Adamsberg por el retrovisor-. Compartamos.

– ¿Qué dice?

– Lo invita a compartir Highgate.

– No he pedido nada.

– You have no choice -dijo Radstock con dureza mientras abría la puerta.

– He entendido -dijo Adamsberg interrumpiendo a Danglard con un gesto.

El olor era pestilencial; la escena, chocante; y el mismo Adamsberg se puso rígido, manteniéndose a distancia detrás de su colega inglés. De los zapatos agrietados, con los cordones desatados, emergían tobillos descompuestos exhibiendo la carne oscurecida y los tonos blancos de las tibias cercenadas. La única diferencia respecto a la historia de lord Clyde-Fox era que los pies no trataban de entrar en ninguna parte. Estaban allí, puestos en la acera, terribles y provocantes plantados en su zapatos frente a la entrada histórica del cementerio de Highgate. Formaban un pequeño montón cuidadosamente dispuesto e insostenible. Radstock sujetaba la linterna con el brazo tendido, el rostro crispado por el rechazo, iluminando los tobillos deshechos que asomaban en sus zapatos, barriendo de un gesto vano el olor de la muerte.

– Aquí lo tiene -dijo Radstock con voz fatalista y agresiva, volviéndose hacia Adamsberg-. Esto es Highgate, el lugar maudit, y eso desde hace cien años.

– Ciento setenta -precisó Danglard en voz baja.

– OK -dijo Radstock tratando de reponerse-. Pueden irse al hotel. Llamo a los chicos.

Radstock sacó su teléfono, sonrió incómodo a sus colegas.

– La calidad de los zapatos es mediocre -dijo marcando el número-. Con un poco de suerte, serán franceses.

– Si lo son los zapatos, lo serán los pies -completó Danglard.

– Sí, Dánglerd. ¿Qué inglés se molestaría en comprar zapatos franceses?

– O sea que, si de usted dependiera, nos lanzaría todo este horror por encima de la Mancha.

– En cierto modo, sí. ¿Dennison? Aquí Radstock. Envía el equipo de homicidios al completo a la puerta de Highgate. No, no hay cuerpos, sólo un infame montón de zapatos viejos, unos veinte quizá. Con los pies dentro. Sí, todo el equipo, Dennison. OK, pásamelo -concluyó el superintendente en tono hastiado.

El superintendente Clems estaba en el Yard, el viernes siempre era un día cargado. Parecía que se parlamentaba en las oficinas, que se hacía esperar a Radstock al teléfono. Danglard aprovechó para explicar a Adamsberg que sólo los pies franceses aceptarían zapatos franceses, y que el superintendente deseaba ardientemente enviarles el conjunto al otro lado de la Mancha, hasta el corazón de París. Adamsberg asentía, con las manos en la espalda, mientras daba lentamente la vuelta al depósito, alzando la vista hacia lo alto del muro del cementerio, tanto para airearse la mente como para imaginar adónde querían ir esos pies muertos. Ellos que sabían cosas que él no sabía.

– Aproximadamente unos veinte, sir -repitió Radstock-. Estoy in situ y los veo.

– Radstock -dijo la voz desconfiada del superior Clems-, ¿qué es esta jodienda? ¿Esta historia de pies dentro?

– God -dijo Radstock-. Estoy en Highgate, sir, no en Queen’s Lane. ¿Me envía a los chicos o me deja solo con estas inmundicias?

– ¿Highgate? Haberlo dicho antes, Radstock.

– Llevo una hora sin decir otra cosa.

– De acuerdo -dijo Clems repentinamente conciliador, como si el nombre de «Highgate» accionara una señal de alarma-. El equipo va para allá. ¿Hombres, mujeres?

– Un poco de todo, sir. Pies de adultos. Calzados.

– ¿Quién le ha dado la pista?

– Lord Clyde-Fox. Él descubrió esta porquería. Se ha echado al coleto jarras y jarras de cerveza para reponerse.

– Bien -dijo Clems con voz rápida-. ¿Los zapatos? ¿De qué calidad? ¿Recientes?

– Yo diría que tienen veinte años. Y son bastante feos, sir -añadió con ironía extenuada-. Con suerte, podremos encasquetárselos a los frenchies y lavarnos las manos.

– De eso nada, Radstock -interrumpió Clems con dureza-. Estamos en pleno coloquio internacional y esperamos resultados.

– Lo sé, sir, tengo a los dos policías de París conmigo.

Radstock emitió de nuevo una risita, miró a Adamsberg y adoptó el mismo ardid de lenguaje que sus colegas, aumentando su cadencia de un modo notable. Estaba claro para Danglard que el superintendente, humillado por haber rogado que lo acompañaran, se desahogaba con un raudal de críticas dirigidas a Adamsberg.

– ¿Quiere decir que Adamsberg en persona está con usted? -interrumpió Clems.

– El mismo. ¿Este tipejo duerme despierto o qué?

– Guarde su lengua y sus distancias, Radstock -ordenó Clems-. Ese tipejo, como dice usted, es una mina errante.

Por encogido que pareciera, Danglard no era un hombre tranquilo, y pocos ingenios de la lengua inglesa se le escapaban. Su actitud de defensa de Adamsberg era infalible, salvo en las críticas que él mismo se permitía. Arrancó el teléfono de la mano de Radstock y se presentó, alejándose del olor de los pies muertos. A Adamsberg le pareció que, poco a poco, el hombre del teléfono resultaba ser mejor compañero de pesca que Radstock.

– Pongamos que sí -concedió con sequedad Danglard.

– Nada personal, comandante Dánglerd, créame -dijo Clems-. No estoy buscando excusas a Radstock, pero él estuvo allí, hace más de treinta años. Es mala suerte que le caiga eso encima a seis meses de la jubilación.

– De eso hace tiempo, sir.

– No hay nada peor que las cosas de hace tiempo, usted lo sabe. Las raíces antiguas acaban horadando el césped, y eso puede durar siglos. Sea un poco indulgente con Radstock, usted no puede entenderlo.

– Sí puedo. Conozco el drama de Highgate.

– No le estoy hablando del asesinato del paseante.

– Yo tampoco, sir. Estamos hablando del Highgate histórico, ciento sesenta y seis mil ochocientos cuerpos, cincuenta y una mil ochocientas tumbas. Estamos hablando de las salidas nocturnas en los años 1970, e incluso de Elisabeth Siddal.

– Muy bien -dijo el superintendente tras un silencio-. Entonces, si sabe todo eso, sepa usted que Radstock participó en la última salida y que, en esa época, no tenía ninguna experiencia. Cárgueselo a su cuenta.

El equipo de refuerzo se estaba instalando. Radstock tomaba el mando. Sin una palabra, Danglard cerró el teléfono, lo metió en el bolsillo de su colega británico y se reunió con Adamsberg que, apoyado en un coche negro, parecía sostener a un Estalère abatido.

– ¿Qué harán con ellos? -preguntó Estalère con voz trémula-. ¿Buscar a veinte personas sin pies para volver a pegárselos? ¿Y luego?

– Diez personas -interrumpió Danglard-. Si hay veinte pies, son diez personas.

– De acuerdo -admitió Estalère.

– Pero parece que ya sólo haya dieciocho. Lo que haría nueve personas.

– De acuerdo. Pero si los ingleses tuvieran un problema con nueve personas sin pies, estarían al corriente, ¿no?

– Si se trata de personas, sí -dijo Adamsberg-. Pero, si se trata de cuerpos, no necesariamente.

Estalère sacudió la cabeza.

– Si los pies proceden de muertos -precisó Adamsberg-, son nueve cadáveres. Los ingleses tienen en alguna parte nueve cadáveres sin pies, y no lo saben. Me pregunto -prosiguió con voz más lenta- cuál es la palabra adecuada para decir «cortar los pies». Quitarle la cabeza a alguien es «decapitar». Los ojos, «arrancar»; los testículos, «emascular». Pero ¿y para los pies? ¿Qué se dice? ¿«Despedestrar»?

– Nada -dijo Danglard-. No se dice nada. La palabra no existe porque el acto no existe. Bueno, no existía hasta ahora. Pero un tipo acaba de crearlo, en el continente desconocido.

– Es como el comedor de armario. No hay palabra para él.

– Tecófago -propuso Danglard.

4

Cuando el tren entró en el túnel que atravesaba la Mancha, Danglard inspiró ruidosamente y apretó sus mandíbulas. El viaje de ida no había mitigado su aprensión, y esa travesía bajo el agua le seguía pareciendo inaceptable; y los viajeros, inconsecuentes. Se veía con nitidez a sí mismo avanzar por ese conducto a toda prisa, recubierto de toneladas de golpes de mar.

– Se siente el peso -dijo con los ojos fijos en el techo del vagón.

– No hay peso -contestó Adamsberg-. No estamos bajo el agua, estamos bajo la roca.

Estalère preguntó cómo era posible que el peso del mar no hiciera presión en la roca hasta hundir el túnel. Adamsberg, paciente, determinado, le dibujó el sistema en una servilleta de papel: el agua, la roca, los litorales, el túnel, el tren. Luego hizo el mismo dibujo sin el túnel y sin el tren, para demostrarle que su existencia no modificaba el estado de las cosas.

– De todos modos -dijo Estalère-, el peso del mar tendrá que apoyarse en algún sitio.

– En la roca.

– Pero entonces la roca presionará más el túnel.

– No -prosiguió Adamsberg volviendo a dibujar el sistema.

Danglard hizo un gesto irritado.

– Lo que pasa es que imaginamos el peso. La masa monstruosa que tenemos por encima. El vernos engullidos. Meter un tren bajo el mar es una idea de dementes.

– No más que el comerse un armario -dijo Adamsberg cuidando su dibujo.

– Pero ¿qué demonios le ha hecho ese zamparmarios? Desde ayer no se habla de otra cosa.

– Busco su manera de pensar, Danglard. Busco los pensamientos del zamparmarios, o del cortapiés, o del tipo cuyo tío fue devorado por un oso. Pensamientos humanos que, como perforadoras, abren negros túneles submarinos cuya existencia no sospechábamos siquiera.

– ¿A quién han devorado? -preguntó Estalère súbitamente atento.

– Al tío de un tipo en los hielos -repitió Adamsberg-. Fue hace un siglo. Sólo quedaron sus gafas y un cordón. Pero el sobrino quería a su tío. A partir de ahí todo dio un vuelco. Mató al oso.

– Eso es razonable -dijo Estalère.

– Pero se llevó el cadáver a Ginebra para regalárselo a su tía. Que lo instaló en el salón. Danglard, el colega Stock le ha pasado un sobre en la estación. Su informe preliminar, supongo.

– Radstock -corrigió Danglard con tono lúgubre y la mirada todavía fija en el techo del tren, vigilando el peso del mar.

– ¿Interesante?

– No nos importa. Son sus pies, que se los quede para él.

Estalère retorcía una servilleta entre los dedos, concentrado, con la cabeza inclinada hacia las rodillas.

– En cierto modo -interrumpió-, el sobrino lo que quería era llevar un recuerdo de su tío a la viuda, ¿no?

Adamsberg asintió y volvió a Danglard.

– Hábleme del informe de todos modos.

– ¿Cuándo salimos de este túnel?

– Dentro de dieciséis minutos. ¿Qué ha averiguado Stock, Danglard?

– Pero, por lógica -aventuró Estalère vacilante-, si el tío estaba en el oso y el sobrino…

Se interrumpió y volvió a bajar la cabeza preocupado, rascándose el pelo rubio. Danglard suspiró, ya fuera por los dieciséis minutos, o por esos pies inmundos que quería dejar atrás, ante la puerta olvidada de Highgate. O porque Estalère, tan obtuso como curioso, era el único miembro de la Brigada incapaz de distinguir lo útil de lo inútil en Adamsberg. Incapaz de hacer caso omiso a una sola de sus observaciones. Para el joven, cada palabra del comisario tenía por fuerza un sentido, y él lo buscaba. Y para Danglard, cuya mente elástica franqueaba las ideas a paso veloz, Estalère representaba un desperdicio de tiempo irritante y constante.

– Si no hubiéramos acompañado a Radstock anteayer -prosiguió el comandante-, si no nos hubiéramos topado con ese chalado de Clyde-Fox, si Radstock no nos hubiera arrastrado hasta el cementerio, no tendríamos noticia de esos pies infames y los abandonaríamos a su suerte. Su destino es británico y seguirá siéndolo.

– No está prohibido interesarse por el asunto -dijo Adamsberg-. Cuando se le cruza a uno en el camino.

Y con toda seguridad, pensó, Danglard no había conseguido despedirse de la mujer de Londres en términos tan tranquilizadores como habría querido. Su ansiedad volvía a campar a sus anchas, deslizándose de nuevo en los recovecos de su alma. Adamsberg se imaginaba la mente de Danglard como un bloque de fina caliza en el que la lluvia de las dudas había horadado innumerables oquedades donde iban a alojarse a modo de charcos las preocupaciones no resueltas. Cada día, tres o cuatro de esas oquedades estaban simultáneamente en actividad. A esas horas, la travesía del túnel, la mujer de Londres, los pies de Highgate. Tal como se lo había explicado Adamsberg, la energía que gastaba Danglard en resolver esas cuestiones y secar las oquedades era vana, porque apenas una oquedad quedaba saneada, liberaba espacio para crear otras, repletas de nuevas preguntas perforadoras. Al ocuparse de ellas constantemente, impedía que se produjera su sedimentación tranquila y el relleno natural de los huecos por el olvido.

– De nada sirve alarmarse, ya dará noticias -afirmó Adamsberg.

– ¿Quién?

– Abstract.

– Por lógica -interrumpió Estalère, que seguía su propio raíl-, el sobrino debería haber dejado al oso con vida y haber traído los excrementos a su tía. Puesto que el tío estaba en el vientre del oso, y no en su piel.

– Precisamente -dijo Adamsberg satisfecho-. Todo depende de la idea que se hace el sobrino del tío y del oso.

– Y de su tía -añadió Danglard, serenado por la certidumbre de Adamsberg acerca de Abstract y de las noticias que ésta le daría-. Tía de la que no sabemos si prefería recibir la piel o el excremento del oso en representación del difunto.

– Todo depende de la idea que se haga uno -repitió Adamsberg-. ¿Cuál era la idea del sobrino? ¿Que el alma del tío se había difundido en el oso hasta la punta de sus pelos? ¿Qué idea había metido el tecófago en el armario? ¿Y el cortapiés? ¿Qué alma se alojaba en las tablas de madera, en los extremos de los pies? ¿Qué dice Stock, Danglard?

– Deje los pies, comisario.

– Me recuerdan algo -dijo Adamsberg con voz incierta-. Un dibujo, o un escrito.

Danglard detuvo a la azafata que pasaba con champán, y cogió una copa para él y otra para Adamsberg, colocando ambas en su propia mesita. Adamsberg bebía con poca frecuencia, y Estalère nunca, porque el alcohol le daba mareo. Le habían explicado que ése era precisamente el objetivo que se buscaba, y ese principio lo había dejado estupefacto. Cuando Danglard bebía, Estalère le lanzaba miradas de intensa curiosidad.

– Quizá -reanudó Adamsberg- fuera la historia incierta de un hombre que buscaba sus zapatos en la noche. O que estaba muerto y volvía para reclamar sus zapatos. Me pregunto si Stock lo sabe.

Danglard vació rápidamente la primera copa, desprendió su mirada del techo para mirar a Adamsberg, medio envidioso, medio desolado. A veces Adamsberg se convertía en un atacante denso y peligroso. No sucedía a menudo, pero entonces era posible hacerle frente. En cambio, ofrecía menos puntos de agarre cuando su materia mental se dislocaba en masas movedizas, que era lo que ocurría normalmente. Y ninguno en absoluto cuando ese estado se intensificaba hasta la dispersión, como en ese momento, propiciado por el balanceo del tren, que abolía las coherencias. Adamsberg parecía entonces desplazarse como quien se lanza desde un trampolín, con el cuerpo y los pensamientos ondulando gráciles sin objetivo. Sus ojos seguían el movimiento, adoptando el aspecto de algas pardas, transmitiendo a su interlocutor una sensación de evanescencia, de deslizamiento o de inexistencia. Acompañar a Adamsberg en sus extremos era adentrarse en el agua profunda, los peces lentos, los cienos untuosos, las medusas oscilantes, era ver contornos imprecisos y matices turbios. Acompañarlo demasiado tiempo era correr el riesgo de dormirse en esa agua tibia y hundirse. En esos momentos especialmente acuosos, argumentar con él era tan imposible como tratar de hacerlo con la espuma, las burbujas, las nubes. A Danglard le irritaba rabiosamente que Adamsberg lo hubiera llevado una vez más a ese estado líquido, precisamente cuando estaba atravesando la doble prueba del túnel de la Mancha y de la incertidumbre de Abstract. También le irritaba entrar con tanta frecuencia en las brumas de Adamsberg.

Se echó al coleto la otra copa de champán, rememoró rápidamente el informe de Radstock para extraer hechos acotados, precisos y tranquilizadores. Adamsberg lo veía, poco deseoso de explicar a Danglard el espanto en que lo habían sumido esos pies. El comearmarios, la historia del oso, no eran sino distracciones ínfimas para tratar de rechazar la imagen de la acera de Highgate, alejarla de sí y de la cabeza todavía frágil de Estalère.

– Hay diecisiete pies -dijo Danglard-, a saber, ocho pares y uno suelto. O sea nueve personas.

– ¿Personas o cuerpos?

– Cuerpos. Parece seguro que fueron cortados post mortem, con una sierra. Cinco hombres y cuatro mujeres, todos adultos.

Danglard hizo una pausa, pero la mirada de alga de Adamsberg esperaba con intensidad el resto.

– Esas operaciones fueron realizadas seguramente en los cadáveres antes de ser inhumados. Radstock apunta: «¿En morgues? ¿En las cámaras frías de los establecimientos de pompas fúnebres?». Y según el estilo de los zapatos, detalle que queda por afinar, esto se habría producido hace diez o veinte años y a lo largo de un periodo prolongado. En resumen, un hombre que cortaba un par de pies por aquí, un par por allá, con el paso del tiempo.

– Hasta que se cansó de su colección.

– ¿Quién dice que se haya cansado?

– El suceso mismo. Imagínese, Danglard. Ese hombre acumula trofeos durante diez o veinte años, y es un trabajo diabólicamente difícil. Los almacena con pasión en un congelador. ¿Dice algo de eso Stock?

– Sí. Hubo sucesivas congelaciones y descongelaciones.

– O sea que el Cortapiés los sacaba de tanto en cuando para mirarlos o para Dios sabe qué. O para trasladarlos.

Adamsberg se recostó en el asiento, y Danglard echó una ojeada al techo. Dentro de unos minutos, saldrían de esa charca.

– Y una noche -prosiguió Adamsberg-, a pesar de lo que le costó reunir toda esa colección, el Cortapiés abandona su preciado tesoro. Así, sin más, en plena vía pública. Lo deja todo, como si ya no le interesara. O, y eso sería todavía más inquietante, como si ya no le bastara. Al igual que los coleccionistas que se deshacen de su botín para lanzarse a una nueva empresa, pasando a un estadio superior y más perfecto de su búsqueda. El Cortapiés pasa a otra cosa. A otra cosa mejor.

– O sea peor.

– Sí, se adentra aún más en su túnel. Stock tiene razones para estar preocupado. Si logra seguir la pista, pasará por etapas impresionantes.

– ¿Hasta dónde? -preguntó Estalère, sin dejar de escudriñar el efecto del champán en Danglard.

– Hasta el suceso insoportable, cruel, devorador, que desencadena toda la historia para acabar en aberraciones que se alojan en zapatos o en armarios. Luego se abre el túnel negro, con sus escalones y sus meandros. Y Stock bajará para meterse en él.

Adamsberg cerró los ojos, pasando sin transición real al aparente estado de sueño o de evasión.

– No puede afirmarse que el Cortapiés esté pasando un nivel -se apresuró a replicar Danglard antes de que Adamsberg se le escapara del todo-. Ni que se esté deshaciendo de su colección. Lo único que se sabe es que la ha depositado en Highgate. Y maldita sea, no es ninguna tontería. Puede decirse que ha hecho una ofrenda.

El tren salió en una exhalación al aire libre, y la frente de Danglard se relajó. Su sonrisa animó a Estalère.

– Comandante -murmuró éste-, ¿qué pasó en Highgate?

Como solía pasar, y siempre sin querer, Estalère ponía el dedo en el lugar crucial.

5

– No sé si es bueno contar Highgate -dijo Danglard, que había pedido otra copa de champán para el cabo y se la bebía en su lugar-. Quizá sea mejor no volver a contarlo. Es uno de esos grandes túneles que cava el ser humano, ¿verdad, comisario? Y ese túnel es muy viejo, está olvidado. Quizá sea mejor dejar que se hunda solo. Porque lo malo de que un loco de atar abra un túnel es que otros pueden tomarlo después, como dijo Radstock a su manera. Eso es lo que ha pasado con Highgate.

Con la expresión distendida de quien se dispone a oír una historia agradable, Estalère esperaba que siguiera. Danglard miraba su rostro sereno, sin tener claro qué era lo que debía hacer. Llevar a Estalère al túnel de Highgate era correr el riesgo de alterar su ingenuidad. En la Brigada se había convenido tácitamente hablar de la «ingenuidad» de Estalère más que de su estupidez Cada dos por tres, Estalère metía la pata. Pero su candidez generaba a veces los beneficios insospechados de la suerte del principiante. Sucedía en ocasiones que sus desaciertos abrieran pistas, tan banales que a nadie se le habían ocurrido. No obstante, por lo general las preguntas de Estalère frenaban el ritmo. Todos intentaban responderlas con paciencia, a la vez porque le tenían aprecio y porque Adamsberg afirmaba que, algún día, su caso se arreglaría. Trataban de creerlo, se habían acostumbrado a ese esfuerzo colectivo. En realidad, a Danglard le gustaba hablar a Estalère cuando tenía tiempo. Porque así podía desplegar grandes cantidades de conocimientos sin que el joven se impacientara jamás. Lanzó una ojeada a Adamsberg, que tenía los ojos cerrados. Sabía que el comisario no dormía y que lo oía perfectamente.

– ¿Por qué quieres saberlo? -reanudó-. Esos pies pertenecen a Radstock. Se han quedado al otro lado del mar.

– Usted dijo que podrían ser una ofrenda. ¿A quién? ¿Highgate tiene propietario?

– En cierto modo. Tiene un amo.

– ¿Cómo se llama?

– El Ente -contestó Danglard con media sonrisa.

– ¿Desde cuándo?

– La parte antigua del cementerio, la parte oeste, delante de la que estuviste anteayer, se abrió en 1839. Pero, como comprenderás, el amo podía residir allí desde mucho antes.

– Sí.

– Muchos dicen que es precisamente porque el Ente vivía ya allí, en la antigua capilla de la colina de Hampstead, por lo que el lugar fue irresistiblemente elegido para crear un cementerio.

– ¿Es una mujer?

– Es un hombre. Más o menos. Y su fuerza es lo que habría atraído hacia él los muertos y el cementerio. ¿Entiendes?

– Sí.

– Hace ya tiempo que no se entierra en el oeste, se ha convertido en un lugar histórico, célebre. Hay monumentos prodigiosos, rarezas de todo tipo, difuntos famosos. Charles Dickens o Marx, por ejemplo.

Una inquietud atravesó el rostro del cabo. Estalère nunca trataba de ocultar su ignorancia, ni la grandísima preocupación que le causaba.

– Karl Marx -precisó Danglard-. Escribió un libro importante. Sobre la lucha de las clases sociales, la economía y todas esas cosas. Lo cual tuvo como resultado el comunismo.

– Sí -registró Estalère-. Pero ¿tiene eso que ver con el propietario de Hampstead?

– Di más bien «el amo», es la costumbre. No, Marx no tiene nada que ver con él. Lo digo sólo para que veas que Highgate Oeste fue famoso en el mundo entero. Y muy temido.

– Sí, puesto que Radstock tenía miedo. ¿Por qué?

Danglard vaciló. ¿Por dónde empezar esa historia? Y ¿era necesario empezarla?

– Una noche -dijo-, hace casi cuarenta años, en 1970, dos chicas volvían del instituto y tomaron un atajo a través del cementerio. Llegaron a su casa corriendo, conmocionadas: habían sido perseguidas por una silueta negra, habían visto muertos salir de sus tumbas. Una de ellas enfermó y sufrió sonambulismo. En sus crisis, iba al cementerio y se dirigía siempre hacia el sepulcro del Amo, se dijo entonces, del Amo que la llamaba. La esperaron, la siguieron, y encontraron en ese lugar decenas de cadáveres de animales vaciados de sangre. El vecindario empezó a asustarse, los rumores crecieron, los periódicos se adueñaron del fenómeno y todo se embaló. Un reverendo exorcista, con otros iluminados, fue allí para aniquilar al «amo de Highgate». Entraron en el sepulcro y encontraron un ataúd sin nombre colocado en una posición distinta de la de los demás. Lo abrieron. Ya te imaginas el resto.

– Pues no.

– Había un cuerpo en el ataúd. Pero un cuerpo que no era el de un vivo ni el de un muerto. Estaba allí tendido, perfectamente conservado. Era un hombre y era un desconocido sin nombre. El Iluminado vaciló en atravesarle el corazón con una estaca, porque la Iglesia lo prohíbe.

– ¿Por qué quería atravesarlo?

– Estalère, ¿no sabes cómo se aniquila a los vampiros?

– Ah -dijo pausadamente el joven-. Porque era un vampiro.

Danglard suspiró, frotó la ventana del tren para quitar el vaho.

– Eso es, por lo menos, lo que creyeron los iluminados, y por eso estaban allí con las cruces, los ajos, las estacas. Delante del ataúd abierto, el Iluminado declamó las palabras del exorcismo: «Adelante, ser pérfido, portador de todos los males y de todas las falsedades. Cede tu sitio, criatura viciosa».

Adamsberg abrió los ojos, vivos.

– ¿Conocía la historia? -preguntó Danglard con cierta agresividad.

– No ésta. Otras. En ese momento, se oye un rugido tremendo, un ruido inhumano.

– Eso fue lo que pasó. Un gemido espantoso resonó en el sepulcro. El Iluminado echó los ajos y selló la entrada de la tumba con ladrillos.

Adamsberg se encogió de hombros.

– Con ladrillos no se detiene a un vampiro.

– Efectivamente, la cosa no funcionó. A los cuatro años, corrió el rumor de que una casa del vecindario estaba encantada. Una vieja casa victoriana de estilo gótico. El Iluminado registró la casa y encontró un ataúd en el sótano, que reconoció como el ataúd que había emparedado cuatro años antes en el sepulcro.

– ¿Había un cuerpo dentro? -preguntó Estalère.

– No lo sé.

– Había una historia más antigua, ¿no? -dijo Adamsberg-. O quizá Stock no sintiera ese temor.

– No tengo ganas de contarla -masculló Danglard.

– Pero Stock la conoce, comandante. De modo que deberíamos conocerla también.

– Ése es su problema.

– No. Nosotros también lo vimos. ¿Cuándo empezó esa historia?

– En 1862 -respondió Dangard con repugnancia-. Veintitrés años después de la apertura del cementerio.

– Siga, comandante.

– Ese año, una tal Elizabeth Siddal fue enterrada allí. Había muerto de un exceso de láudano. Una sobredosis de antaño -añadió volviéndose hacia Estalère.

– Entiendo.

– Su marido era el famoso Dante Gabriel Rossetti, pintor prerrafaelista y poeta. A Elizabeth la enterraron con un libro de poemas de su esposo.

– Llegamos dentro de una hora -interrumpió Estalère, bruscamente alarmado-. ¿Tenemos tiempo?

– No te preocupes. A los siete años, el marido mandó abrir el ataúd. Existen al menos dos versiones. Según la primera, Dante Rossetti se arrepintió de su gesto y quiso recuperar el libro para publicarlo. Según la otra, no se hacía a la idea de la muerte de su mujer, y tenía un amigo temible llamado Bram Stoker. Estalère, ¿has oído hablar de él?

– Nunca.

– Es el creador literario de Drácula, un vampiro importantísimo.

Estalère frunció las cejas alarmado.

– La historia de Drácula es una ficción -explicó Danglard-, pero es notorio que la cuestión fascinaba enfermizamente a Bram Stoker. Conocía los ritos que ligan los seres humanos a los que nunca mueren. Y era amigo de Dante Rossetti.

Bajo el efecto de la concentración, Estalère retorcía otra servilleta de papel, tenso como estaba, para que no se le escapara detalle.

– ¿Quieres champán? -preguntó Danglard-. Te aseguro que tenemos tiempo. Es desagradable, pero corto.

Estalère lanzó una mirada a Adamsberg, aparentemente indiferente, y aceptó. Si quería escuchar a Danglard, era correcto que bebiera champán.

– Bram Stoker se interesó apasionadamente por el cementerio de Highgate -prosiguió Danglard deteniendo a la azafata-. Allí es donde hace vagar a Lucy, una de sus protagonistas, y así es como crea la fama del lugar. O, según dicen algunos, Stoker se vio impulsado a hacerlo por el Ente mismo. Según esta versión, Stoker fue quien incitó a su amigo a volver a ver a su mujer muerta. Sea como fuera, Dante abrió el ataúd siete años después de su fallecimiento. Y en ese momento, aunque quizá fuera antes, se abrió el túnel negro de Highgate.

Danglard calló, como preso en las sombras de Dante, bajo la mirada precisa de Adamsberg y la expresión inquieta de Estalère.

– De acuerdo -dijo Estalère en voz baja-. Abre el ataúd. Ve algo.

– Sí. Descubre con espanto que su mujer está intacta, que conserva su melena larga y pelirroja, que tiene la piel flexible y sonrosada, y las uñas largas, como si acabara de morir, incluso mejor. Y ésa es la verdad, Estalère. Como si esos siete años le hubieran aprovechado. No había el menor rastro de descomposición.

– ¿Es eso posible? -preguntó Estalère apretando su copa de plástico.

– En todo caso, eso fue lo que pasó. Tenía las mejillas rojas de los supervivientes, casi demasiado rojas. El detalle fue ampliamente descrito por testigos, te lo aseguro.

– Pero ¿el ataúd era normal? ¿De madera?

– Sí. Y la conservación milagrosa de Elizabeth Siddal tuvo una repercusión enorme en Inglaterra y más allá. Enseguida se vio en ella la marca del Ente y se decretó que había tomado posesión del cementerio. Se celebraron ceremonias, se vieron apariciones, se cantaron sortilegios para el Amo. A partir de entonces, el túnel quedó abierto.

– Y la gente entró en él.

– Muchos, a miles. Hasta las dos jóvenes que fueron perseguidas.

El tren iba frenando al aproximarse a la estación del Norte. Adamsberg se incorporó, sacudió la chaqueta hecha una bola y se alisó el pelo con la mano.

– ¿Qué pinta en todo eso el colega Stock? -preguntó.

– Radstock formó parte de la cuadrilla de policías que fue enviada allí cuando se tuvo noticia de la sesión de exorcismo. Vio el cuerpo intacto, oyó al Iluminado arengar al vampiro. También supongo que era joven e impresionable. Y que encontrar hoy pies de muertos en ese lugar le desagrada profundamente. Porque se dice que el Ente sigue reinando en las tinieblas de Highgate.

– ¿Ésa es la ofrenda? -preguntó Estalère-. ¿El Cortapiés ha hecho un regalo al Ente?

– Es lo que piensa Radstock. Teme que un loco de atar despierte la pesadilla de Highgate. Y el poder de su amo dormido. Pero seguramente la cosa no llega tan lejos. El Cortapiés quiere acabar con su colección, de acuerdo. No puede tirar unos objetos tan valiosos a un vertedero.

– Y elige un lugar a la altura de sus fantasías -dijo Adamsberg-. Elige Jaijgueit, donde los pies podrán revivir.

– Highgate -corrigió Danglard-. Lo cual no implica que el Cortapiés crea en el Ente. Lo que importa es el carácter del lugar. En cualquier caso, todo eso sucedió del otro lado de la Mancha, lejos de nosotros.

El tren frenaba en el andén, Danglard cogió su maleta con brusquedad, como para poner fin con ese gesto muy real al entumecimiento que había provocado su historia.

– Pero, cuando uno ha visto algo de este orden, Danglard -dijo Adamsberg con suavidad-, se desprende una esquirla que se queda para siempre en él. Todo lo muy bello o lo muy feo abandona un fragmento de sí en los ojos de quienes lo miran. Es cosa sabida. De hecho, así es como se lo reconoce.

– ¿Qué cosa?

– Lo que he dicho. La gran belleza o la gran fealdad. Se la reconoce por ese choque, por esa parcela que permanece.

Al recorrer el andén, Estalère tocó el hombro al comisario, después de que Danglard los dejara a toda prisa, como arrepintiéndose de haber hablado demasiado.

– Pero ¿qué hace uno después con todos esos trocitos de las cosas que ha visto?

– Los guarda. Los dispone en forma de estrella en la gran caja de cartón que llamamos memoria.

– ¿No se pueden tirar?

– No, es imposible. La memoria no tiene cubo de la basura.

– ¿Y qué hace uno entonces, si no los quiere?

– Una de dos: o los acechas para matarlos, como hace Danglard, o no les haces caso.

En el metro, Adamsberg se preguntaba en qué lugar de su memoria iban a colocarse los detestables pies de Londres, en qué rama de las estrellas, y cuánto tiempo iba a pasar antes de que fingiera haberlos olvidado. Y adónde irían a alojarse el armario comido, y el oso, y el tío, y las jovencitas que habían visto al Ente y desearon reunirse con él. ¿Y qué había sido de la que iba sola hacia el sepulcro? ¿Y del Iluminado? Adamsberg se frotó los ojos, tentado por una larga noche de sueño. De diez horas enteras, por qué no. Sólo tuvo tiempo de dormir seis.

6

Anonadado, sentado en una silla a las siete treinta de la mañana, el comisario contemplaba la escena del crimen bajo las miradas preocupadas de sus subordinados, por lo anormal que resultaba que Adamsberg estuviera anonadado, y más aún sentado en una silla. Pero allí permanecía, con el rostro inmóvil y la mirada errabunda, la de un hombre que no tiene ganas de ver y que se va lejos, no sea que alguna parcela se deslice en su memoria. Se esforzaba en pensar en el tiempo pasado, cuando sólo eran las seis, cuando aún no había visto esa habitación anegada de sangre. Cuando se había vestido a toda prisa tras la llamada del teniente Justin, poniéndose la camisa blanca del día anterior y la elegante chaqueta negra que le había prestado Danglard, totalmente inapropiada para la ocasión. La voz entrecortada de Justin no anunciaba nada bueno, era la voz de un tipo estomagado.

«Sacamos todas las pasarelas», había precisado. Es decir las placas de plástico con pies que se repartían por el suelo para no contaminar los restos. «Todas las pasarelas.» Eso significaba que la totalidad del suelo debía de haber quedado impropia para la circulación. Adamsberg había salido a toda prisa, había evitado a Lucio, sorteado el trastero, la gata. Hasta entonces todo había ido bien, hasta entonces aún no había entrado en ese salón, no había estado sentado en esa silla frente a las alfombras empapadas de sangre, sembradas de entrañas y de astillas de huesos, entre cuatro paredes maculadas de elementos orgánicos. Como si el cuerpo del anciano hubiera explotado. Lo más repulsivo era sin duda los trozos de carne depositados en la laca negra del gran piano, abandonados como desperdicios en el mostrador de una carnicería. Había sangre en las teclas. Una vez más, faltaba la palabra adecuada, la palabra para definir a un hombre que reduce el cuerpo de otro a un amasijo de trizas. El término de homicida era insuficiente e irrisorio.

Al salir de la casa, había marcado el número de su teniente más poderosa, Retancourt, capaz a sus ojos de resistir todos los caos de la creación. Incluso de desbaratarlos o de orientarlos según sus deseos.

– Retancourt, reúnase con Justin, han sacado todas las pasarelas. No lo sé. Una casa en una avenida privada, barrio residencial de Garches, un anciano ahí dentro, una escena indescriptible. Por la voz de Justin, parece muy serio. Date prisa.

Con Retancourt, Adamsberg alternaba sin pensar los tratamientos de tú y de usted. Ella se llamaba Violette, lo cual resultaba bastante inadecuado para una mujer de un metro ochenta y ciento diez kilos. Adamsberg la llamaba por su apellido o por su nombre, o por su grado, según predominara en él la deferencia hacia sus capacidades enigmáticas, o la ternura por el inexpugnable refugio que ofrecía cuando quería, si quería. Esa mañana, él la esperaba, pasivo, suspendiendo el tiempo, mientras los hombres susurraban en el salón y la sangre oscurecía en las paredes. Quizá algo se hubiera cruzado en su camino y la hubiera retrasado. Oyó su paso pesado antes de verla llegar.

– Todo el bulevar taponado por una puta misa -rezongó Retancourt, a quien no gustaba que le bloquearan el camino.

Pese a su considerable volumen, pasó fácilmente las pasarelas y se colocó ruidosamente a su lado. Adamsberg le sonrió. ¿Sabía Retancourt que representaba para él un árbol auxiliador, de frutos correosos y milagrosos, ese tipo de árbol que uno abraza sin poder abarcarlo, al que uno se apresura a trepar cuando surge el infierno y en cuyas ramas altas se construye uno la cabaña? Poseía su fuerza, su rugosidad, su hermetismo, encerraba su monumental misterio. Su mirada eficaz recorrió el salón, los suelos, las paredes, los hombres.

– Carnicería -dijo-. ¿Dónde está el cuerpo?

– Por todas partes, teniente -dijo Adamsberg abriendo los brazos y señalando con un movimiento la estancia entera-. Despedazado, pulverizado, esparcido. Dondequiera que ponga la mirada, se ve el cuerpo. Y cuando se mira el conjunto, ya no se ve. Aquí no hay otra cosa, y sin embargo no está.

Retancourt inspeccionó el lugar de un modo más sectorial. Aquí, allá, de un lado al otro del salón, fragmentos orgánicos aplastados cubrían las alfombras, pendían pegados a las paredes, formaban cúmulos de inmundicias, se arracimaban al pie de los muebles. Hueso, carne, sangre, un montón quemado en la chimenea. Un cuerpo desperdigado que ni siquiera suscitaba repugnancia por lo imposible de asociar esos elementos a alguna parte que pudiera sugerir un ser. Los agentes se desplazaban con cautela, arriesgándose con cada gesto a llevarse algún fragmento del cadáver invisible. Justin hablaba en voz baja con el fotógrafo -ese que tenía pecas y cuyo nombre nunca memorizaba Adamsberg- y su pelo menudo y claro se le pegaba a la cabeza.

– Justin está fuera de servicio -constató Retancourt.

– Sí -confirmó Adamsberg-. Fue el primero en entrar, sin idea preconcebida. El jardinero había dado la voz. El centinela de Garches llamó a su superior, que recurrió a la Brigada en cuanto comprobó los desperfectos. Justin se lo ha tragado todo de lleno. Relévelo. Usted coordinará el informe con Mordent, Lamarre y Voisenet. Necesitamos una identificación de las materias metro a metro. Cuadricular, tomar muestras de los vestigios.

– ¿Cómo lo habrá hecho el tipo? Menuda faena.

– A primera vista, con una sierra eléctrica y un mazo. Entre las once de la noche y las cuatro de la madrugada. Con toda tranquilidad, puesto que cada casa está separada de las demás por un gran jardín y un seto. No hay vecinos cerca, la mayoría pasa el fin de semana fuera.

– ¿Y del anciano? ¿Qué se sabe?

– Que vivía aquí, solo y rico.

– Rico desde luego -dijo Retancourt señalando los tapices que cubrían las paredes y el piano, uno de media cola que ocupaba el tercio del salón-. Lo de solo es otra cosa. A uno no lo machacan de esa manera cuando está solo de verdad.

– Suponiendo que sea él el que tenemos ante los ojos, Violette. Pero es casi seguro: los pelos corresponden a los del cuarto de baño y la habitación. Y, si es él, se llamaba Pierre Vaudel, tenía setenta y ocho años, había sido periodista especializado en casos judiciales.

– Ah.

– Sí. Pero, según el hijo, no hay ningún enemigo de verdad a la vista. Sólo unos cuantos líos gordos y hostilidades.

– ¿Dónde está el hijo?

– En el tren. Vive en Aviñón.

– ¿No ha dicho nada más?

– Mordent dice que no ha llorado.

El doctor Romain, el forense que había vuelto al trabajo tras un largo periodo de evanescencia, se plantó delante de Adamsberg.

– No vale la pena hacer venir a la familia para la identificación. Nos arreglaremos con el ADN.

– Está claro.

– Es la primera vez que te veo sentado en una investigación. ¿Por qué no estás de pie?

– Porque estoy sentado, Romain. No tengo ganas de estar de otra manera, eso es todo. ¿Qué encuentras en esta carnicería?

– Hay partes del cuerpo que no están totalmente deshechas. Se reconocen trozos de muslo, de brazo, sólo aplastado con unos cuantos mazazos. En cambio, el triturador se ha esmerado particularmente con la cabeza, las manos, los pies. Totalmente despachurrados. Los dientes también, pulverizados, hay esquirlas aquí y allí. Un trabajo muy afinado.

– ¿Ya habías visto algo así?

– Caras y manos aplastadas, sí, para evitar la identificación. Cada vez menos desde el ADN. Cuerpos destripados o quemados, sí, igual que tú. Pero una destrucción tan desaforada, no. Sobrepasa el entendimiento.

– ¿Lo sobrepasa en qué, Romain? ¿En obsesión?

– En cierto modo. Diríase que ha repetido su trabajo hasta no poder más, como si temiera dejarlo inacabado. Ya sabes, como cuando uno comprueba diez veces que ha cerrado bien la puerta. No sólo lo ha molido todo, pedazo a pedazo, no sólo se ha ensañado y ha vuelto a empezar, sino que lo ha ventilado todo. Ha esparcido los restos por todo el espacio. No hay ni un fragmento solidario con otro, ni siquiera los dedos de los pies están juntos. Como si el tipo hubiera estado sembrando a voleo en un campo. No habrá creído que el cuerpo va a crecer, ¿verdad? No cuentes conmigo para ensamblarlo, es imposible.

– Sí -aprobó Adamsberg-. Un miedo incoercible, una furia en flujo continuo.

– La furia en flujo continuo no existe -interrumpió agresivamente el comandante Mordent.

Adamsberg se levantó sacudiendo la cabeza, se subió a una de las pasarelas, pasó a la siguiente con paso aplicado. Era el único en desplazarse. Los agentes se habían detenido para escucharlo, quietos en sus propias pasarelas como peones que permanecen fijos mientras se desplaza una ficha en el tablero.

– Normalmente no, Mordent, pero aquí sí. Su rabia, su espanto, su fiebre se extienden más allá de nuestra vista, por tierras que no conocemos.

– No -insistió el comandante-. La furia, la ira, son madera de combustión rápida. Aquí hay horas de trabajo. Por lo menos cuatro, y eso no es lo que dura la furia.

– ¿Es lo que dura qué?

– El trabajo laborioso, el empeño, el cálculo. Quizá incluso la puesta en escena.

– Imposible, Mordent. Nadie puede imitar esto.

Adamsberg se agachó para examinar el suelo.

– Llevaba botas, ¿no? Grandes botas de goma.

– Eso creemos -confirmó Lamarre-. Para hacer este trabajo, parecía una buena precaución. Ha dejado buenas huellas en las alfombras. Quizá también algún fragmento que haya salido de las suelas. Barro, o qué sé yo.

Mordent masculló «laborioso» y se desplazó en diagonal, como el alfil, y Adamsberg atravesó tres pasarelas, dos en línea recta y una de lado, como el caballo.

– ¿En qué se ha apoyado para aplastar? -preguntó-. Incluso con un mazo, no habría conseguido nada encima de las alfombras.

– Aquí -sugirió Justin-, hay un espacio apenas manchado, de forma más o menos rectangular. Es posible que pusiera un tajo de madera, o una placa de hierro que le sirviera de yunque.

– Eso es mucho material pesado para transportar. Mazo, sierra circular, tajo. Y seguramente ropa y calzado de recambio.

– Todo eso cabe en una bolsa grande. Pienso que se habrá cambiado fuera, en el jardín de detrás de la casa. Hay rastros de sangre en la hierba, donde debió de poner la ropa manchada.

– Y de vez en cuando -dijo Adamsberg- se sentaba para retomar resuello. Eligió ese sillón.

Adamsberg miró el mueble, los posabrazos en espiral, el asiento de terciopelo rosa maculado de sangre.

– Es un señor sillón -dijo.

– Es, ni más ni menos, un Luis XIII -dijo Mordent-. No es sólo «un señor sillón», es un Luis XIII.

– De acuerdo, comandante, es un Luis XIII -dijo Adamsberg sin cambiar de tono-. Y si tiene intención de jodernos todo el día, váyase. A nadie le divierte trabajar en domingo, a nadie le divierte chapotear en este matadero. Y nadie ha dormido más que usted.

Mordent realizó un nuevo desplazamiento en diagonal, alejándose de Adamsberg. El comisario cruzó las manos en la espalda, sin dejar de observar el gran sillón.

– El refugio del asesino, en cierto modo. En él toma todos sus momentos de descanso. Contempla la destrucción en curso, busca tiempos de alivio, de satisfacción. O trata sólo de respirar más lentamente.

– ¿Por qué hablamos de «un asesino»? -preguntó Justin concienzudo-. Una mujer podría transportar ese material si no aparcara muy lejos.

Adamsberg sacudió la cabeza resueltamente.

– Esto es obra de un hombre, es espíritu de un hombre. Aquí no hay ni una onza de mujer. Aparte del tamaño de las botas.

– La ropa -dijo Retancourt señalando un montón desordenado encima de una silla-, no la arrancó ni la desgarró. Sólo se la quitó como para acostarlo. Eso tampoco es común.

– Eso es porque no está en pleno ataque de furia -dijo Mordent desde el rincón donde se había colocado.

– ¿Se la quitó toda?

– Salvo el calzoncillo -dijo Lamarre.

– Eso es que no quería ver -dijo Retancourt-. Lo desvistió para no rayar la sierra, pero no fue capaz de desnudarlo del todo. La idea no le gustaba.

– Entonces sabemos al menos que el asesino no es ni enfermero ni médico -dijo Romain-. Yo he desnudado a cientos de tipos sin pestañear.

Adamsberg se había puesto guantes y presionaba entre los dedos una de las motas de tierra que habían caído de las botas.

– Busquemos un caballo -dijo-. Esto es estiércol, pegado a las botas.

– ¿En qué se nota? -preguntó Justin.

– En el olor.

– ¿Buscamos entre los criadores de caballos? -preguntó Lamarre-. ¿Picaderos, hipódromos?

– ¿Y luego qué? -preguntó Mordent-. Hay miles de personas en torno a los caballos, y al asesino se le pudo quedar esto pegado a la bota andando por un camino en el campo.

– Menos da una piedra, comandante -dijo Adamsberg-. Sabemos que el asesino va al campo. ¿A qué hora llega el hijo?

– Debería estar en la Brigada en menos de una hora. Se llama Pierre, como su padre.

Adamsberg estiró el brazo para descubrir sus dos relojes.

– Les envío un equipo de relevo a las doce. Retancourt, Mordent, Lamarre y Voisenet se ocupan del informe. Justin y Estalère, empiecen a rebuscar en el magma personal. Cuentas, agenda, libretas, cartera, teléfono, fotos, medicamentos, etcétera. A quién veía, a quién llamaba, qué compraba, su ropa, sus gustos, su comida. Todo, tenemos que reconstituirlo lo más exactamente posible. Este viejo no sólo ha sido asesinado: ha sido reducido a nada. No sólo le han quitado la vida: lo han destruido, abolido.

La imagen del oso polar atravesó bruscamente su pensamiento. El animal debió de haber dejado el cuerpo del tío aproximadamente en ese mismo estado, en más limpio. Nada que traer de vuelta, nada que enterrar. Y Pierre hijo no podía disecar al asesino para llevárselo a la viuda.

– No creo que la comida sea nada prioritario -dijo Mordent-. Lo urgente sería ocuparse de los casos judiciales que trató. Y su situación familiar y financiera. Ni siquiera sabemos aún si está casado. No sabemos aún si es realmente él.

Adamsberg miró los rostros cansados de sus hombres, plantados en las pasarelas.

– Pausa para todos -dijo-. Hay un café al final de la calle. Retancourt y Romain vigilan el terreno.

Retancourt acompañó a Adamsberg hasta el coche.

– En cuanto la escena esté un poco limpia, llame a Danglard. Sobre todo, que se ponga a trabajar sobre la vida de la víctima, y no en la recogida de muestras.

– Por supuesto.

La repulsión de Danglard por la sangre y la muerte era un hecho aceptado sin crítica alguna. Cuando era posible, no lo convocaban antes de que la escena del crimen hubiera sido despejada de lo peor.

– ¿Qué le pasa a Mordent? -preguntó Adamsberg.

– Ni idea.

– No está en su estado normal. Está solapado y destila mala leche.

– Ya lo he visto.

– El modo en que el asesino lo dispersó todo por el salón, ¿le suena de algo?

– Me recuerda a mi bisabuela. Nada que ver.

– Dígamelo igualmente.

– Cuando perdió la cabeza, se puso a esparcirlo todo. No soportaba que las cosas se tocaran. Separaba los periódicos, la ropa, los zapatos.

– ¿Los zapatos?

– Todo lo que fuera de tela, de papel o de cuero. Colocaba los zapatos a intervalos de diez centímetros, alineados en el suelo.

– ¿Decía por qué? ¿Tenía alguna razón para ello?

– Una razón excelente. Pensaba que, si esos objetos entraban en contacto, podían incendiarse por frotación. Ya se lo he dicho, no tiene nada que ver con la dispersión de Vaudel.

Adamsberg alzó una mano para señalar que recibía un mensaje, escuchó atentamente y volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.

– El jueves por la mañana -explicó- saqué dos gatitos que se habían quedado atascados en el vientre de su madre. Me dicen que la gata se encuentra bien.

– Bueno -dijo Retancourt tras un silencio-, supongo que es una buena noticia.

– El asesino podría haber hecho lo mismo que su bisabuela, podría haber querido deshacer los contactos, separar los elementos. Eso sería, en el fondo, lo contrario de una colección -añadió recordando los pies de Londres-. Trituró un conjunto, dispersó su coherencia. Y me gustaría saber por qué Mordent está empeñado en joderme.

A Retancourt no le gustaba cuando las palabras de Adamsberg se enredaban. Esos saltos de pensamiento, esa confusión, podían privarla por breves instantes de la conciencia de su objetivo. Se alejó saludándolo con la mano.

7

Adamsberg seguía leyendo su periódico de pie, dando vueltas alrededor de la mesa de su despacho. En realidad, no era su periódico. Se lo tomaba prestado todos los días a Danglard y se lo devolvía después en estado amorfo.

En la página 12, un entrefilete informaba de los progresos de una investigación en Nantes. Adamsberg conocía bien al comisario encargado, un tipo seco y solitario en su trabajo, extravertido en sociedad. El comisario trató de recordar su nombre a título de ejercicio. Desde lo de Londres, quizá desde que Danglard vertiera su raudal de erudición acerca del cementerio de Highgate, el comisario consideraba la posibilidad de prestar más atención a las palabras, a los nombres, a las frases. Ámbito en que su memoria siempre se había mostrado inepta pese a que era capaz de recordar años más tarde un sonido, un toque de luz, una expresión. ¿Cómo se llamaba ese policía? ¿Bolet? ¿Rollet? Un histrión capaz de divertir a una mesa de veinte personas, algo que Adamsberg admiraba. Ahora también envidiaba a ese Nolet -acababa de leer su nombre en el artículo- por tener que ocuparse de un asesinato tan limpio cuando el sillón de terciopelo manchado no abandonaba sus pensamientos. Comparado con el caos de Garches, el caso de Nolet resultaba estimulante. Un sobrio asesinato de dos tiros en la cabeza, la víctima había abierto la puerta a su asesino. Sin complicaciones, sin violación, sin locura, una mujer de cincuenta años ejecutada según las reglas del juego, según el principio de los criminales eficaces: me estás jodiendo, te mato. Nolet sólo tenía que seguir el rastro a un marido, a un amante, y llevar el caso hasta el final sin verse hundido hasta el cuello en metros cuadrados de alfombras cubiertas de carnes. Si poner un pie en el territorio de la demencia, en ese continente desconocido de Stock. Stock, eso lo sabía, no era el nombre exacto del colega británico que iría algún día a pescar en un lago, por allá arriba. Con Danglard quizá. A menos que la historia con la mujer Abstract retuviera al comandante en otra parte.

Adamsberg alzó la cabeza al dispararse el gran reloj de pared. Pierre Vaudel, hijo de Pierre Vaudel, llegaría al cabo de unos instantes. El comisario subió la escalera de madera, evitó el escalón irregular en el que todo el mundo tropezaba y entró en la sala de la máquina de café para tomarse uno bien cargado. Esa sala era en cierto modo el dominio del teniente Mercadet, que tenía talento para los números y para todo tipo de ejercicios lógicos, pero era hipersomne. Unos cojines dispuestos en un rincón le permitían reconstituir regularmente sus fuerzas. El teniente acababa de doblar su manta y se incorporaba, frotándose la cara.

– Parece ser que hemos puesto un pie en el infierno -dijo.

– No hemos llegado a poner los pies en realidad. Andamos por pasarelas a seis centímetros del suelo.

– Ya, pero nos lo vamos a papear igualmente, ¿no?, el viento de la tormenta.

– Sí. Y, en cuanto se haya despertado del todo, vaya a echar una ojeada antes de que hayan recogido todo. Es una carnicería sin pies ni cabeza. Aun así, hay una idea demencial en ello. ¿Cómo lo habría dicho el teniente Veyrenc? Un hilo de acero vibra en las honduras del caos. En fin, no sé, algún motivo invisible que la poesía podría desvelar.

– A Veyrenc se le habría ocurrido algo mejor. Se le echa de menos, ¿no?

Adamsberg se tomó el último trago de café, sorprendido. No había pensado en Veyrenc desde que éste se había ido de la Brigada, no estaba muy bien dispuesto para reflexionar acerca de los tumultuosos acontecimientos que los habían enemistado [1].

– Aunque igual a usted no le importa, en el fondo -dijo el teniente.

– Igual. Básicamente es que no tenemos tiempo para estas cuestiones, teniente.

– Ya voy -dijo Mercadet sacudiendo la cabeza-. Danglard ha dejado un mensaje para usted. Nada que ver con la casa de Garches.

Adamsberg acabó la página 12 mientras bajaba las escaleras. Al divertido Nolet, al fin y al cabo, no le salían tan bien las cosas. El ex marido tenía una coartada, la investigación estaba a media asta. Adamsberg dobló el periódico con satisfacción. En recepción, el hijo de Pierre Vaudel lo esperaba, sentado derecho junto a su esposa, no más de treinta y cinco años. Adamsberg marcó una pausa. ¿Cómo anunciar a un hombre que su padre ha sido despedazado?

El comisario eludió la dificultad durante un rato, lo suficiente para aclarar las cuestiones de identidad y de familia. Pierre era hijo único, e hijo tardío. La madre se había quedado embarazada tras dieciséis años de vida conyugal, cuando el padre tenía cuarenta y cuatro años. Y Pierre Vaudel padre se había mostrado intratable, incluso rabioso, en todo lo referente a ese embarazo, sin dar a su mujer la menor explicación. No quería descendencia bajo ningún concepto, era impensable que ese niño viniera al mundo, y no había nada que discutir. La esposa había cedido, se había ausentado para practicar la interrupción del embarazo. Permaneció lejos durante seis meses, llevando a término la gestación, y dio a luz a Pierre hijo de Pierre. La ira de Pierre padre se mitigó a los cinco años, pero siempre se negó a que la esposa y el hijo volvieran a vivir con él.

En consecuencia, Pierre hijo sólo había visto a su padre de tanto en cuando, petrificado por ese hombre que con tanta obstinación lo había rechazado. Un temor sólo debido a su nacimiento contrariado, ya que Pierre padre era complaciente y generoso, según sus amigos, tierno según su madre. O al menos lo había sido, ya que la pérdida gradual de la sociabilidad ya no permitía acceder a sus sentimientos. A los cincuenta y cinco años, Pierre ya no aceptaba más que escasas visitas, tras haberse deshecho, uno a uno, de los amigos de su amplio círculo. Más tarde, Pierre adolescente se había hecho un sitio modesto al venir los sábados a tocar al piano unas piezas especialmente elegidas para seducirlo. Finalmente, Pierre el joven acabó conquistando una atención real. Desde hacía diez años, sobre todo tras la muerte de la madre, los dos Pierre se veían con bastante regularidad. Pierre hijo se había hecho abogado, y sus conocidos apoyaban a Pierre padre en su exploración de los casos judiciales. El trabajo compartido evitaba la comunicación personal.

– ¿Qué buscaba con esos casos?

– En primer lugar, un sueldo. Vivía de eso. Escribía las crónicas de los procesos para varios periódicos y unas cuantas revistas especializadas. Luego buscaba el error. Era un científico, y siempre protestaba por las aproximaciones de la justicia. Decía que el derecho era una masa demasiado blanda, doblada hacia uno u otro lado, que la verdad se perdía en argucias repugnantes. Decía que se oía si un veredicto chirriaba o no, si el chasquido de arranque era correcto o no, como un cerrajero diagnostica por el oído. Y si chirriaba, buscaba la verdad.

– ¿La encontraba?

– La encontró en varias ocasiones. La rehabilitación póstuma del asesino de Sologne, fue él. La liberación de K. Jimmy Jones en EE UU, la del banquero Trévanant, la puesta en libertad de la esposa de Pasnier, el sobreseimiento del profesor Galérant. Sus artículos tuvieron mucho peso. Con el tiempo, muchos abogados empezaron a temer que publicara sus opiniones. Le ofrecían sobornos, que él rechazaba.

Pierre hijo apoyó la mano en la rodilla, descontento. No era atractivo, con su frente altísima y su mentón en punta. Pero sus ojos eran bastante llamativos, inertes y sin brillo, persianas inviolables, quizá inaccesibles a la piedad. El cuerpo inclinado, la espalda doblada, consultando a su mujer con la mirada, tenía la apariencia de un hombre amable y dócil. Adamsberg encontraba sin embargo que la intransigencia estaba allí, asomada a la ventana fija de sus ojos.

– ¿Hubo casos menos gloriosos? -preguntó.

– Decía que la verdad es una carretera de dos sentidos. También hizo que condenaran a tres hombres. Uno de ellos se ahorcó en la cárcel después de jurar su inocencia.

– ¿Cuándo fue eso?

– Justo antes de su jubilación, hace trece años.

– ¿Quién era?

– Jean-Christophe Réal.

Adamsberg hizo un ademán indicando que conocía ese nombre.

– Réal se ahorcó el día en que cumplió veintinueve años.

– ¿Hubo cartas de venganza? ¿Amenazas?

– ¿De qué estamos hablando? -intervino la esposa, cuyo rostro era, por el contrario, armonioso y reglamentario-. La muerte de Padre no fue natural, ¿verdad? ¿Tienen ustedes dudas? Si es así, díganlo. Desde esta mañana, la policía no nos ha proporcionado una sola información clara. Al parecer, Padre ha muerto, pero ni siquiera se sabe si es él. Y su subordinado no nos ha dejado ver el cuerpo. ¿Por qué?

– Porque es difícil.

– ¿Porque Padre, suponiendo que sea él, ha muerto en los brazos de una puta? -prosiguió ella-. Me extrañaría de él. ¿O de una mujer de la alta sociedad? ¿Están ustedes ocultando algo para tranquilidad de unos cuantos intocables? Porque, eso sí, mi suegro conocía a muchos intocables, empezando por el antiguo ministro de Justicia, que está sifilítico hasta los huesos.

– Hélène, por favor… -dijo Pierre, que la dejaba hablar a propósito.

– Le recuerdo que se trata de su padre -añadió Hélène- y que tiene derecho a verlo y saberlo todo antes que ustedes y antes que los intocables. O vemos el cuerpo, o no hablamos.

– Me parece razonable -dijo Pierre con tono de abogado que cierra un acuerdo.

– No hay cuerpo -dijo Adamsberg mirando a la mujer a los ojos.

– No hay cuerpo -repitió mecánicamente Pierre.

– No.

– ¿Entonces? ¿Cómo pueden decir que se trata de él?

– Porque está en su casa.

– ¿Quién?

– El cuerpo.

Adamsberg fue a abrir la ventana, posó la mirada en la copa de los tilos. Llevaban en flor cuatro días, su olor a tisana entró con la corriente de aire.

– El cuerpo está destrozado -dijo-. Fue… ¿qué término elegir? ¿Despedazado? ¿Desmigado…? Fue cortado en cientos de partes que fueron desperdigadas por toda la estancia. El salón del piano. No hay nada identificable. No le aconsejo que lo vea.

– Nos están liando -dijo la mujer resistiéndose-. Están tramando algo. ¿Qué están haciendo con él?

– Estamos recogiendo sus vestigios metro cuadrado a metro cuadrado, metiéndolos en contenedores numerados. Cuarenta y dos metros cuadrados, cuarenta y dos contenedores.

Adamsberg dejó las flores de tilo y se volvió hacia Hélène Vaudel. Pierre mantenía su postura encorvada, dejando a su mujer la conducción del carro.

– Dicen que uno no puede pasar el duelo sin haber visto el cuerpo con sus propios ojos -continuó Adamsberg-. Conozco a gente que se ha arrepentido y que, bien pensado, preferirían haberlo sabido sin verlo. Pero estas primeras fotos están a su disposición -dijo ofreciendo su móvil a Hélène-. El coche para Garches también, si se empeñan. Antes eche una ojeada. No son de buena calidad, pero sirven para hacerse una idea.

Hélène cogió el móvil con gesto decidido e hizo desfilar las imágenes. Interrumpió a la séptima foto, la de la parte superior del piano.

– Está bien -dijo dejando el aparato, con la mirada un tanto modificada.

– ¿Sin coche? -le preguntó Pierre.

– Sin coche.

Fue como una consigna, y Pierre asintió. Sin un atisbo de indignación a pesar de que se trataba de su propio padre. Sin un estremecimiento de curiosidad por las fotos. Una honesta neutralidad de apariencia. Una sumisión provisional y convenida, en espera de retomar duramente las riendas.

– ¿Practica usted equitación? -le preguntó Adamsberg.

– No, pero me interesan un poco las carreras. Mi padre apostaba mucho hace tiempo, pero en los últimos años no más de una vez al mes. Había cambiado, había estrechado su círculo, casi no salía.

– ¿No frecuentaba los criaderos, los hipódromos? ¿No iba al campo? ¿Algo que pudiera hacer que trajera fragmentos de estiércol a casa?

– ¿Papá? ¿Estiércol a su casa?

Pierre hijo se había erguido, como si esta idea lo hubiera despertado a su pesar.

– ¿Quiere decir que hay estiércol en casa de mi padre?

– Sí, en las alfombras. Pegotes que podrían haber caído de las suelas de unas botas.

– No se calzó unas botas en su vida. Le horrorizaban los animales, la naturaleza, la tierra, las flores, las margaritas de los prados que uno recoge y que quedan mustias en un vaso… Vamos, todo lo que crece en general. ¿El asesino entró con botas llenas de estiércol?

Adamsberg se excusó con un ademán antes de contestar al teléfono.

– Si sigue allí el hijo -dijo Retancourt abruptamente-, pregúntele si el viejo tenía un animal, perro o gato u otro bicho peludo. Se han encontrado pelos en el sillón Luis XIII. Pero no hay caja de arena en la casa, ni cuenco, nada que indique que aquí vivía un animal. En cuyo caso, estaban pegados al trasero del pantalón del asesino.

Adamsberg se apartó de la pareja, poniéndolos a distancia de la aspereza de Retancourt.

– ¿Tenía su padre algún animal de compañía? ¿Perro, gato u otro?

– Le acabo de decir que no le gustaban los bichos. No perdía tiempo con los demás, menos aún con un animal.

– Nada -dijo Adamsberg al aparato-. Compruebe, teniente, los pelos podrían venir de alguna manta o de un abrigo. Controle los demás asientos.

– ¿Y pañuelos de papel? ¿Usaba? Hemos encontrado uno arrugado en la hierba, pero ni uno en el cuarto de baño.

– ¿Pañuelos de papel? -preguntó Adamsberg.

– Nunca -dijo Pierre alzando las manos como para rechazar esa nueva aberración-. Sólo de tela, doblados en tres de un lado, en cuatro del otro. No podía hacerse de ninguna otra manera.

– Sólo pañuelos de tela -repercutió Adamsberg.

– Danglard insiste en hablarle. Describe grandes círculos en la hierba alrededor de algo que le preocupa.

Lo cual, pensaba Adamsberg, no podía describir mejor el temperamento de Danglard, rondando en torno a las oquedades en que se calcificaban sus preocupaciones. Con el teléfono todavía en la mano, Adamsberg se pasó los dedos por el pelo, pensando en dónde había dejado el hilo de su conversación. Sí, las botas, el estiércol.

– No eran botas llenas de estiércol -explicó al hijo-, sólo pequeños fragmentos que la humedad del suelo despegó de las suelas antideslizantes.

– ¿Han visto a su jardinero, al hombre de faena? Seguro que tiene botas.

– Todavía no. Dicen que es una bestia.

– Una bestia, un presidiario y un medio subnormal -completó Hélène-. Padre estaba encantado con él.

– No creo que sea subnormal -matizó Pierre-. ¿Por qué esparcieron su cuerpo? -prosiguió con prudencia-. Matarlo, es concebible. La familia del joven suicida, podría comprenderse. Peor ¿para qué destrozarlo todo? ¿Ha visto ya casos así? ¿Este modus operandi?

– El modus no existía antes de que lo concibiera el asesino. No reprodujo una manera de hacer las cosas, ayer creó algo nuevo.

– Ni que hablara usted de arte -dijo Hélène con una mueca reprobatoria.

– ¿Y por qué no? -dijo Pierre bruscamente-. Podría ser una compensación. Él era artista.

– ¿Su padre?

– No, Réal. El suicida.

Adamsberg le hizo una nueva seña para indicarle que tenía a Danglard en línea.

– Sabía que ese follón nos caería encima -dijo el comandante con voz muy aplicada, lo cual era indicativo para Adamsberg de que se había pimplado unos cuantos vasos y se esmeraba en articular bien.

Sin duda le habían dejado entrar en el salón del piano.

– ¿Ha visto el lugar del crimen, comandante?

– Las fotos, y con eso me basta. Pero acaban de confirmarlo: los zapatos son franceses.

– ¿Las botas?

– Los zapatos. Y hay algo peor. Cuando lo vi, fue como si alguien hubiera encendido una cerilla en el túnel, como si hubieran cortado los pies a un tío mío. Pero no queda más remedio. Voy para allá.

Más de tres vasos, estimó Adamsberg, ingeridos en un tiempo breve. Miró sus relojes, alrededor de las cuatro de la tarde. Danglard ya no serviría para nada ni nadie en el día de hoy.

– No hace falta, Danglard. Salga de allí. Nos vemos más tarde.

– Es lo que le digo.

Adamsberg plegó el teléfono, preguntándose absurdamente qué habría sido de la gata y de las crías. Había dicho a Retancourt que la madre estaba bien, pero uno de los gatitos -uno de los que había sacado él, una chica- vacilaba y adelgazaba. ¿Habría apretado demasiado al tirar de ella? ¿Le habría estropeado algo?

– Jean-Christophe Réal -recordó Pierre con insistencia, como si sintiera que el comisario no encontraría el camino solo.

– El artista -confirmó Adamsberg.

– Se ocupaba de caballos, los alquilaba. La primera vez pintó un caballo de color bronce para hacer una especie de estatua viva. El propietario del animal lo denunció, pero eso fue lo que le dio notoriedad. Luego pintó muchos otros. Lo pintaba todo, eso exigía cantidades colosales de pintura. Pintaba la hierba, los caminos, los troncos, las hojas una a una, las piedras, por encima, por debajo, como si petrificara el paisaje entero.

– Eso no interesa al comisario -interrumpió Hélène.

– ¿Conocía usted a Réal?

– Lo vi muchas veces en la cárcel. Estaba decidido a hacerle salir de allí.

– ¿De qué lo acusó su padre?

– De pintar a una anciana, su protectora, de la cual era heredero.

– No capto.

– La pintó de bronce para ponerla en uno de sus caballos, una estatua ecuestre viva. Pero la pintura no dejó pasar el aire, los poros se obstruyeron y, antes de que pudieran limpiar a la protectora, ésta había muerto asfixiada sobre el animal. Réal heredó.

– Es singular -murmuró Adamsberg-. ¿Y el caballo? ¿También murió?

– No, ahí está la cuestión. Réal conocía su trabajo, pintaba con pinturas porosas. No estaba loco.

– No -dijo escéptico Adamsberg.

– Unos químicos dijeron que el contacto molecular entre la pintura y los productos de belleza de la protectora había provocado el desastre. Pero mi padre demostró que Real había cambiado de bote de pintura entre el caballo y la mujer, y que la asfixia era voluntaria.

– Usted no estaba de acuerdo.

– No -dijo Pierre adelantando la barbilla.

– ¿Eran sólidos los argumentos de su padre?

– Quizá, ¿y qué? Mi padre se ensañó de un modo anormal con ese tipo. Lo odiaba sin razón. Hizo todo para cargárselo.

– Eso no es verdad -dijo Hélène repentinamente insolidaria-. Réal era megalómano y estaba lleno de deudas. Mató a la mujer.

– Joder -interrumpió Pierre-. Mi padre se ensañó con él como si, a través de Réal, quisiera perjudicarme a mí. Réal tenía seis años más que yo, yo conocía su obra, lo admiraba, había ido a verlo dos veces. Cuando mi padre se enteró, se puso como un basilisco. Para él, Réal era un ignorante ávido, textualmente, «cuyas invenciones grotescas desarticulaban la civilización». Mi padre era un hombre de las edades oscuras, creía en la perennidad de los antiguos fundamentos del mundo, y Réal lo sacaba de quicio. Con toda su notoriedad, el cabrón consiguió que lo acusaran y que muriera.

– El cabrón -repitió Adamsberg.

– Desde luego -dijo Pierre sin pestañear-. Mi padre no era más que un viejo hijo de puta.

8

Habían registrado todos los nombres de los habitantes de las casas cercanas, empezaba la investigación entre el vecindario, necesaria y pesada. No contradecía el juicio emitido por Pierre Vaudel hijo. Si bien nadie se atrevía a llamar hijo de puta a Pierre Vaudel, los testimonios dibujaban a un hombre atrincherado, maniático, intolerante y satisfecho de sí mismo. Inteligente, pero sin permitir que ello beneficiara a nadie. Evitaba los contactos y, reverso ventajoso, no importunaba a nadie. Los policías interrogaban de puerta en puerta, mencionaban un asesinato infame sin precisar que el anciano había sido reducido a papilla. ¿Habría abierto Pierre Vaudel a su agresor? Sí, si el motivo de la visita era técnico, si no se trataba de charlar. ¿Incluso de noche? Sí, Vaudel no era miedoso. Era incluso, ¿cómo decirlo?, invulnerable. Bueno, o eso era lo que hacía creer.

Un solo hombre, su jardinero Émile, describía de otro modo a Pierre Vaudel. No, Vaudel no era un misántropo. Desconfiaba sólo de sí mismo, por eso no veía a nadie. ¿Cómo lo sabía el jardinero? Pues porque el mismo Vaudel lo decía, a veces con una sonrisita, una sonrisa oblicua. ¿Cómo lo había conocido? En el juzgado, la novena vez que estuvo allí por golpes y heridas, hacía quince años. Vaudel se había interesado por su violencia y, al hilo de las confidencias, fueron trabando amistad. Hasta que Vaudel lo contrató para que se ocupara del jardín, del aprovisionamiento de leña y, más tarde, de la compra y de la limpieza. Émile le convenía porque no trataba de entablar conversación. Cuando los vecinos se enteraron del pasado del jardinero, la cosa no hizo ninguna gracia.

– Es normal, hay que ponerse en su lugar. Émile el Apaleador me llaman. Así que, claro, la gente no estaba tranquila, me evitaba.

– ¿Hasta ese punto? -preguntó Adamsberg.

El hombre estaba sentado en el escalón más alto de la entrada, allí donde el sol de junio calentaba un poco la piedra. Flaco y paticorto, flotaba en su mono de trabajo y no tenía nada de inquietante. Su rostro muy asimétrico parecía desgastado e impreciso, más bien feo, un rostro que no expresaba ni voluntad ni seguridad. A la defensiva, se enjugaba la nariz a ratos, se protegía los ojos. Tenía una de las orejas más grande que la otra, se la frotaba al modo de un perro inquieto, y sólo ese gesto indicaba que estaba triste, o que se sentía perdido. Adamsberg se sentó a su lado.

– ¿Forma parte del equipo de policías? -preguntó el hombre tras haber echado una ojeada intrigada a la ropa de Adamsberg.

– Sí. Un colega dice que no está usted de acuerdo con los vecinos respecto a Pierre Vaudel. No sé cómo se llama.

– Ya lo he dicho veinte veces. Me llamo Émile Feuillant.

– Émile -repitió Adamsberg para fijar bien el nombre.

– ¿No lo escribe? Los otros lo han apuntado. Y es normal, si no volverían a hacer cien veces las mismas preguntas. Y eso que los maderos se repiten. Eso es algo que siempre me ha dado que pensar: ¿por qué los maderos lo repiten todo? Les dices: «El viernes por la noche estaba en el Perroquet». Y el madero contesta: «¿Dónde estabas el viernes por la noche?». ¿Para qué sirve, si no es para acabar con los nervios de uno?

– Sirve para acabar con los nervios de uno. Para que el tipo deje a un lado el Perroquet y les diga lo que ellos quieren oír.

– Ya, es normal al fin y al cabo. Se entiende.

Normal, no normal. Émile parecía disponer las cosas a cada lado de esa línea divisoria. A juzgar por la mirada con que lo examinaba, Adamsberg no estaba seguro de que Émile lo clasificara como normal.

– ¿Todo el mundo le tiene miedo aquí?

– Salvo la señora Bourlant, la vecina de al lado. Oiga, que tengo a mis espaldas ciento treinta y ocho peleas callejeras, sin contar las de la infancia. O sea que ya me dirá.

– ¿Por eso dice usted lo contrario que sus vecinos? ¿Porque usted no les gusta?

La pregunta sorprendió a Émile.

– A mí me la suda gustar o no. Lo que pasa es que sé mucho más que ellos sobre Vaudel. No les reprocho nada, es normal que me tengan miedo. Soy un violento de la peor calaña. Es lo que decía Vaudel -añadió con una leve risa, descubriendo dos dientes que le faltaban-. Exageraba, porque yo nunca maté a nadie. En cambio, en lo referente a todo lo demás tenía razón.

Émile sacó un paquete de tabaco de pipa y se lió un cigarrillo con habilidad.

– En lo referente a todo lo demás, ¿cuántos años ha pasado en chirona?

– Once años y medio en siete veces. Eso te quema. En fin, desde que pasé los cincuenta estoy mejor. Alguna pelea aquí y allí, pero nada más. Me ha costado caro, eso sí: ni mujer, ni hijos. Me gustan los críos, pero no quise. Y es que, claro, cuando uno se lía a hostias con todo lo que se mueve, así, sin razón, mejor no correr ese riesgo. Es normal. Eso era otro punto en común con Vaudel. Él tampoco quería hijos. Bueno, no lo decía así. Decía: «Nada de descendencia, Émile». Pero aun así le encasquetaron uno.

– ¿Sabe por qué?

Émile dio una calada, miró asombrado a Adamsberg.

– Pues porque no había tomado precauciones.

– No, ¿por qué no quería descendencia?

– No quería. Lo que me pregunto yo es qué va a ser de mí ahora. Sin trabajo, sin techo. Me alojaba en el cobertizo.

– ¿Vaudel no le tenía miedo?

– No le tenía miedo ni a la muerte. Decía que el único defecto de la muerte es que es demasiado larga.

– ¿Nunca tuvo usted ganas de pegarle?

– A veces, al principio. Pero prefería echar una partida de cinco en raya. Le enseñé yo. Un hombre que no sabe jugar a las cinco en raya no imaginaba ni que existiera. Venía al caer la noche, encendía el fuego y servía un par de copas de licor de guindas. El licor de guindas es especial, me lo enseñó él. Nos sentábamos a la mesa y empezábamos.

– ¿Quién ganaba?

– Cada dos por tres, él. Porque era un listo. Además se había inventado un cinco en raya especial, en hojas de un metro de largo. Espero que se imagine usted la dificultad.

– Sí.

– Bueno. Se planteaba incluso agrandarlo, pero me opuse.

– ¿Bebían mucho juntos?

– Sólo los dos licores de guindas, no pasaba de ahí. Lo que echo en falta son los bígaros que comíamos de aperitivo. Los encargaba todos los viernes, Teníamos cada uno nuestro pinchito. Yo el de la bola azul, él el de la bola naranja, nunca cambiábamos. Decía que me sentiría…

Émile se frotó la nariz torcida en pos de la palabra. Adamsberg conocía esa búsqueda de vocabulario.

– Que me sentiría nostálgico cuando él muriera. Yo me reía: no echo de menos a nadie. Pero tenía razón, era un listo. Me siento nostálgico.

Adamsberg tuvo la impresión de que Émile asumía con bastante orgullo ese estado complejo y esa palabra nueva para honrarlo.

– Cuando pega a alguien, ¿está usted borracho?

– No, precisamente, ése es el problema. A veces, bebo después, para que se me pase la irritación de la pelea. No crea que no lo he consultado. Ya lo creo que he visto médicos, por las buenas o por las malas, una decena al menos. Ninguno encontró nada. Buscaron en mi padre y en mi madre, nada. Fui un niño feliz. Por eso decía Vaudel: «No hay nada que hacer, Émile, es una cuestión de ralea». ¿Sabe qué es una ralea?

– Más o menos.

– Pero ¿concretamente?

– No.

– Pues yo sí, lo he mirado. Es una mala semilla que pulula. Así que ya ve. Por eso, él y yo, no servía de nada que tratáramos de vivir como los demás. Por nuestra ralea.

– ¿Vaudel también?

– Pues claro -dijo Émile con aire contrariado, como si Adamsberg no hiciera ningún esfuerzo por entender-. Lo que me pregunto es qué va a ser de mí.

– ¿De qué ralea?

Émile se limpiaba las uñas con la punta de una cerilla, preocupado.

– No -dijo moviendo la cabeza-. No quería que se hablara de eso.

– ¿Qué hacía usted, Émile, en la noche del sábado al domingo?

– Ya se lo he dicho, estaba en el Perroquet.

Émile lanzó una gran sonrisa provocadora y lanzó la cerilla a lo lejos. Émile no tenía nada de un medio subnormal.

– ¿Y aparte?

– Llevé a mi madre a un restaurante. Siempre el mismo, cerca de Chartres, he dado el nombre y todo lo demás a sus colegas. Se lo dirán. La llevo allí todos los sábados. Le diré de paso que a mi madre no le he pegado nunca. Dios, sólo faltaría. Y le diré más: mi madre me adora. Es normal, en cierto sentido.

– Pero su madre no se acuesta a las cuatro de la madrugada, ¿o sí? Usted volvió a las cinco.

– Sí, y no vi la luz. Él siempre dormía dejando todas las luces encendidas.

– ¿A qué hora dejó a su madre?

– A las diez en punto. Luego, como todos los sábados, fui a ver a mi perro.

Émile se sacó la cartera, y le enseñó una foto sucia.

– Éste -dijo-. Todo redondo, cabría en mi bolsillo delantero como un canguro. Cuando estuve en chirona por tercera vez, mi hermana declaró que ya no quería cuidar al perro, y lo regaló. Pero yo sabía dónde estaba, en casa de los primos Gérault, cerca de Châteaudun. Después del restaurante, cojo la camioneta y voy a verlo con regalos, carne y cosas. Él lo sabe, me espera en la oscuridad, salta la verja, y pasamos la noche juntos en la camioneta. Llueva o sople viento. Sabe que siempre voy a verlo. Y eso que es así de pequeño.

Las manos de Émile formaban una bola del tamaño de una pelota.

– ¿Hay caballos en esa granja?

– Gérault se dedica sobre todo a las vacas, tres cuartos lecheras, un cuarto para carne. Pero hay algunos caballos.

– ¿Quién lo sabe?

– ¿Que voy a ver al perro?

– Sí, Émile. No estamos hablando del ganado. ¿Lo sabía Vaudel?

– Sí. No habría soportado que trajera un animal aquí, pero lo entendía. Me dejaba el sábado por la noche libre para ir a ver a mi madre y al perro.

– Pero Vaudel ya no puede confirmarlo.

– No.

– Y el perro tampoco.

– Eso sí. Venga conmigo el sábado y verá que no les estoy contando ninguna trola. Verá cómo salta la verja y corre hacia la camioneta. Es la prueba.

– No es la prueba de que fuera sábado.

– Es verdad. Pero es normal que un perro no pueda decir en qué día estamos. Incluso un perro como Cupido.

– Cupido es su nombre -murmuró Adamsberg.

Cerró los ojos, apoyado en el marco de piedra de la puerta, el rostro vuelto hacia el sol, como Émile. Tras el grosor de la pared, la recogida de muestras finalizaba, retiraban las pasarelas. Las alfombras habían sido desmontadas en cuadrados numerados, metidos en contenedores. En ellas buscarían un sentido. Pierre hijo podría haber matado al viejo hijo de puta. O la nuera, decidida -era posible- a arriesgarlo todo por su marido. O Émile. O la familia del pintor que bañaba los caballos en bronce y, desafortunadamente, a una mujer. Pintar de bronce a su protectora, eso era algo que no existía antes, en el mapa del continente de Stock. En cambio, matar a un anciano rico era algo que existía desde hacía tiempo. Pero ¿reducirlo a papilla, dispersarlo? ¿Por qué? No se sabía cómo contestar a eso. Y mientras no se tiene la idea, no se tiene al hombre.

Mordent iba hacia ellos, con su caminar a tirones, su largo cuello lanzado hacia delante, su cabeza cubierta de vello gris, sus rápidos movimientos de ojos; todo un conjunto que recordaba con precisión una zancuda rendida en busca de un pez aquí y allí. Se aproximó a Émile, observó a Adamsberg sin indulgencia.

– Duerme -dijo Émile en voz baja-. Es normal, hay que entenderlo.

– ¿Estaba hablando con usted?

– ¿Y qué? Es su trabajo, ¿no?

– Sin duda. Pero vamos a despertarlo igualmente.

– Miseria del mundo -dijo Émile en tono asqueado-. Un tipo no puede dormir ni cinco minutos sin que lo maltraten.

– Me extrañaría que lo maltratara, es mi comisario.

Adamsberg abrió los ojos bajo la mano de Mordent, Émile se levantó para tomar distancia. Estaba bastante estupefacto de oír que ese hombre era comisario, como si el orden de las cosas hubiera sufrido un desvío, como si los errabundos se convirtieran en reyes sin avisar. Una cosa es hablar de la ralea y de Cupido con un sin grado, y otra muy distinta con un comisario. Es decir con un tipo experto en las técnicas más sucias de los interrogatorios. Y ése era un as, según había oído decir. Y a ése le había contado muchas cosas, y sin duda demasiadas.

– Quédese aquí -dijo Mordent reteniéndolo por la manga-, esto le va a interesar también a usted. Comisario, tenemos la respuesta del notario. Vaudel hizo su testamento hace tres meses.

– ¿Mucho dinero?

– Más que eso. Tres casas en Garches, otra en Vaucresson, un edificio de pisos para alquilar. Más el equivalente en inversiones y seguros.

– Nada sorprendente -dijo Adamsberg levantándose a su vez, sacudiéndose los pantalones.

– Excluyendo la parte legítima para el hijo, Vaudel lo deja todo a un extraño. A Émile Feuillant.

9

Émile volvió a sentarse en el escalón, sonado. Adamsberg permanecía de pie, apoyado en el marco de la puerta, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados en el vientre, único signo tangible de una reflexión en curso, según sus colegas. Mordent iba y venía moviendo los brazos, la mirada desplazándose con viveza y sin razón. En realidad, Adamsberg no estaba reflexionando sino pensando que Mordent tenía todo el aspecto de la garza que acaba de encontrar un pez y lo aferra con el pico, todavía feliz de su rápida presa. En este caso Émile, que rompió el silencio mientras se liaba torpemente un cigarrillo.

– No es normal lo de desheredar al hijo.

Había demasiado papel en el extremo del cigarrillo, se encendió a modo de antorcha que fue a chisporrotear en su pelo gris.

– Le gustara o no, no deja de ser su hijo -prosiguió Émile frotándose la mecha, que exhalaba un olor a cerdo quemado-. Y a mí tampoco me quería tanto. Aunque supiera que me iba a sentir nostálgico, y me siento nostálgico. Debería ir todo a Pierre.

– Es usted un tipo caritativo, ¿verdad? -dijo Mordent.

– No, sólo digo que no es normal. Pero aceptaré mi parte, vamos a respetar la voluntad del viejo.

– Muy práctico el respeto.

– No sólo está el respeto. También está la ley.

– También es práctica la ley.

– A veces. ¿Tendré la casa?

– Ésta o las otras -intervino Adamsberg-. Le costará un pico la mitad de la herencia que le toca. Pero le quedarán al menos dos casas y una buena pasta.

– Traeré a mi madre a vivir conmigo y compraré el perro.

– Se organiza usted rápido -dijo Mordent-. Ni que lo tuviera todo preparado.

– ¿Qué pasa? ¿No es normal querer vivir con su madre?

– Digo que no parece muy sorprendido. Digo que ya está haciendo planes. Al menos podría tomarse el tiempo de digerir la noticia. Son cosas que se hacen.

– Las cosas que se hacen me la sudan. Ya lo he digerido. No veo por qué voy a pasar horas con esto.

– Digo que usted sabía que Vaudel le legaba sus bienes. Digo que conocía su testamento.

– Ni siquiera. Pero me prometió que un día sería rico.

– Eso viene a ser lo mismo -dijo Mordent con la boca hendida del tipo que ataca al pez por los flancos-. Él le dijo que heredaría.

– Ni siquiera. Me lo leyó en las líneas de la mano. Conocía los secretos de las líneas y me los enseñó. Aquí -dijo enseñando la palma y señalándose la base del anular derecho-. Aquí es donde vio que sería rico. Eso no quería decir que se tratara de su dinero, ¿eh? Juego a la primitiva, creí que me vendría de eso.

Émile se sumió súbitamente en el silencio, mirándose la palma de la mano. Adamsberg, que observaba el juego cruel de la garza y el pez, vio pasar por el rostro del jardinero el rastro de un antiguo temor que nada tenía que ver con la agresividad de Mordent. Los picotazos del comandante no parecían inquietarlo ni irritarlo. No, era el asunto de las líneas de la mano.

– ¿Leía más cosas en sus manos? -preguntó Adamsberg.

– No mucho, aparte de lo de la riqueza. Mis manos le parecían corrientes, y él decía que era una suerte. A mí no me molestaba. Pero, cuando quise ver las suyas, la cosa cambió. Cerró los puños. Dijo que no había nada que ver, dijo que no tenía líneas. ¡Que no tenía líneas! Parecía tan de mala onda que más valía no insistir, y esa noche no jugamos a las cinco en raya. ¡No tenía líneas! Eso sí que no es normal. Si pudiera ver el cuerpo, miraría si es verdad.

– No se puede ver el cuerpo. De todos modos, las manos están hechas cisco.

Émile se encogió de hombros decepcionado, mirando a la teniente Retancourt avanzar hacia ellos a grandes zancadas inelegantes.

– Parece amable -dijo.

– No se fíe -dijo Adamsberg-. Es el animal más peligroso del equipo. Está aquí desde ayer por la mañana sin interrupción.

– ¿Cómo lo hace?

– Sabe dormir de pie sin caerse.

– No es normal.

– No -confirmó Adamsberg.

Retancourt se detuvo delante de ellos y dirigió un signo afirmativo a los dos hombres.

– Que sí, que de acuerdo -dijo.

– Perfecto -dijo Mordent-. ¿Vamos allá, comisario? ¿O seguimos con la quiromancia?

– No sé qué es la quiromancia -replicó Adamsberg cortante.

¿Qué demonios le pasaba a Mordent, ese buen pajarraco desplumado, amable y competente? Irreprochable en el trabajo, experto en cuentos y leyendas, diserto y conciliador… Adamsberg sabía que la elección, entre sus dos comandantes, de llevar a Danglard al coloquio de Londres había irritado a Mordent. Pero formaría parte del siguiente grupo para ir a Ámsterdam. Era equitativo, y Mordent no era de los que se quedan mucho tiempo irritados, ni era su estilo privar a Danglard de una inmersión británica.

– Es la ciencia de las líneas de la mano. O sea una pérdida de tiempo. Y el tiempo es algo que se desperdicia demasiado aquí. Émile Feuillant, hace un momento se preguntaba usted dónde iba a dormir esta noche; parece que la cuestión se ha resuelto.

– En la casa.

– En el cobertizo -rectificó Retancourt-. La casa está todavía precintada.

– Bajo arresto -dijo Mordent.

Adamsberg se despegó de la pared y dio unos pasos por la alameda, con las manos en los bolsillos. Hacía crujir la grava bajo las suelas, le gustaba ese ruido.

– Eso no es de su competencia, comandante -dijo separando las palabras-. Todavía no he llamado al inspector de división, que todavía no ha llevado la demanda ante el juez. Demasiado pronto, Mordent.

– Demasiado tarde, comisario. El inspector de división me ha llamado, y el juez ha ordenado el arresto domiciliario de Émile Feuillant.

– ¿Ah sí? -dijo Adamsberg girándose con los brazos cruzados-. ¿Llama el inspector de división, y usted no me lo pasa?

– Dijo que no quería hablar con usted. Tuve que obedecer.

– No es el procedimiento.

– Usted se pasa los procedimientos por el forro.

– Ahora no. Y el procedimiento dice que este arresto es prematuro y no motivado. Hay las mismas razones para seguir al hijo Vaudel, o a algún miembro de la familia del pintor. Retancourt, ¿cómo es esa familia?

– Como un bloque soldado, devastado, obnubilado por la revancha. La madre se mató siete meses después de su hijo. El padre es mecánico, los otros dos hijos están en las carreteras, uno con camiones, otro en la Legión.

– ¿Qué dice de esto, Mordent? Vale la pena echar una ojeada, ¿no? ¿Y Pierre hijo desheredado? ¿No cree que también estaba al corriente? ¿Qué mejor que hacer que acusen a Émile y quedarse con la herencia entera? ¿Se lo ha dicho al inspector de división?

– No tenía la información. Y la opinión del juez es terminante. Los antecedentes de Émile Feuillant pesan más que un burro muerto.

– ¿Desde cuándo se lanza un arresto basándose en una simple opinión? Sin esperar los análisis del laboratorio, sin ningún elemento material…

– Tenemos dos elementos materiales.

– Perfecto. Acepto ser informado. Retancourt, ¿los conoce?

Retancourt raspó el suelo con el pie, dispersando gravilla como un animal irritado. La teniente presentaba una carencia en sus cualidades fuera de normas: no estaba dotada para las relaciones sociales. Una situación ambigua, delicada, que exigiera reacciones sutiles o artificios, la dejaba incompetente e inerme.

– ¿Qué coño pasa, Mordent? -preguntó con voz ronca-. ¿Desde cuándo la justicia tiene tanta prisa? ¿Quién la apremia?

– Ni idea. Yo obedezco, eso es todo.

– Obedece demasiado -dijo Adamsberg-. ¿Los dos elementos?

Mordent alzó la cabeza. Émile se hacía olvidar, tratando de prender fuego a una ramita.

– Hemos contactado la residencia de ancianos donde vive la madre de Émile Feuillant.

– No es una residencia donde se vive -gruñó Émile-. Es un asilo donde se palma.

Émile soplaba ahora en la brasilla que había encendido al extremo de la ramita. Madera demasiado verde, notó Adamsberg, no prenderá.

– La directora lo confirma: hace al menos cuatro meses que Émile dijo a su madre que pronto irían a vivir a otro sitio juntos, y a todo plan. Todo el mundo lo sabe.

– Claro -dijo Émile-. Ya les he explicado que Vaudel me había predicho que sería rico. Se lo conté a mi madre; es normal, ¿no? ¿Tengo que repetir o qué? ¿Qué es esto, una guerra de nervios?

– Su explicación se tiene de pie -dijo tranquilamente Adamsberg-. ¿El segundo elemento, Mordent?

Esta vez, Mordent sonrió. Pisa firme, pensó Adamsberg, ataca al pez en el vientre. Mirándolo bien, Mordent tenía mala cara. Hundida, con violeta bajo los ojos hasta media mejilla.

– Hay estiércol de caballo en su camioneta.

– ¿Y qué? -dijo Émile dejando de soplar a la ramita.

– Hay cuatro pegotes de estiércol en la escena del crimen. El asesino lo llevaba en las botas.

– No tengo botas. No veo qué tiene que ver.

– Pues el juez sí lo ve.

Émile se había puesto de pie, había tirado la ramita, se había metido en el bolsillo el tabaco y las cerillas. Se mordía el labio con expresión súbitamente exhausta. Descorazonado, lamentable, inmóvil como un viejo cocodrilo. Demasiado inmóvil. ¿Acaso fue en ese momento cuando Adamsberg lo comprendió? Nunca tuvo la respuesta exacta. Lo que supo sin duda alguna es que se había apartado, alejándose de Émile, despejando espacio como para dejarle el terreno libre. Y Émile se disparó, precisamente con la rapidez irreal de un cocodrilo, tal que uno no tiene tiempo siquiera de ver el movimiento de ataque. Antes de poder contarlo, el reptil ha atrapado al ñu por el muslo. Antes de poder contarlo, Mordent y Retancourt estaban en el suelo, y resultaba imposible saber dónde había golpeado Émile. Adamsberg le vio alejarse por la alameda, saltar un muro. Lo atisbo aún cruzando un jardín, todo ello a una velocidad prodigiosa que sólo Retancourt podía igualar. Pero la teniente llevaba retraso. Se levantaba sujetándose el vientre, y se precipitaba en pos del hombre, lanzando toda su masa para aumentar la rapidez, elevando sin problema sus ciento diez kilos para saltar el murete.

– Refuerzos inmediatos -llamó Adamsberg por radio-. Sospechoso huido oeste-suroeste. Rodear la zona.

Más tarde, pero nunca tuvo la respuesta exacta, se preguntó si había puesto convicción en su voz.

A sus pies, Mordent se sujetaba la entrepierna, emitiendo un quejido jadeante, dejando brotar las lágrimas. Por automatismo, Adamsberg se inclinó sobre él, le sacudió vagamente el hombro en señal de comprensión.

– Operación calamitosa, Mordent. No sé qué es lo que intenta usted hacer, pero la próxima vez hágalo mejor.

10

Sostenido por el comisario, Mordent cojeaba para reunirse con el resto del equipo. La teniente Froissy había relevado a Lamarre y enseguida se había ocupado del aprovisionamiento y de la instalación de la comida en la mesa del jardín. Se podía contar con Froissy, abastecía como en tiempos de guerra. Flaca, famélica, su obsesión por la comida la había conducido a instalar escondites repletos de alimentos en el seno de la Brigada. Se sospechaba que eran más numerosos que los escondites de vino del comandante Danglard. Había quien afirmaba que aún se encontraría comida dos siglos después, en los escondrijos disimulados en los recovecos del edificio, mientras que las botellas de Danglard llevarían mucho tiempo vacías.

El teniente Noël tenía su idea sobre Froissy. Noël era el miembro más brutal del equipo, vulgar con las mujeres, primitivo con los hombres, despectivo con los acusados. Creaba más problemas que bondades, pero Danglard consideraba necesaria su presencia y afirmaba que Noël catalizaba lo peor de lo que todo madero lleva dentro y que, de este modo, permitía a los demás ser mejores. Noël asumía su papel con complacencia. Pero, sorprendentemente, estaba mejor informado que cualquiera de los secretos íntimos de sus colegas. Ya fuera porque su manera rudimentaria de abordar a los demás rompiera los diques, o porque a uno no le diera vergüenza dejarle echar una ojeada a sus aguas turbias, dado que Noël era un especialista reconocido. Noël afirmaba, pues, que la falta de seguridad alimentaria de la teniente Froissy estaba relacionada con el hecho de que, siendo un bebé, su madre cayó sin conocimiento y la había dejado cuatro días sin amamantar. Que Froissy, resumía él con guasa, buscaba la mamada y la daba simultáneamente, sin ganar un solo kilo para sí.

Eran las tres de la tarde. Hubo que esperar hasta el tiempo de la saciedad para que la gente se animara y se informara de lo que había pasado fuera exactamente. Se sabía que Retancourt perseguía a un tipo -lo cual auguraba un mal futuro para el tipo-, escoltada por una brigada de Garches, tres coches y cuatro motos. Pero no mandaba noticias, y Adamsberg acababa de precisar que la teniente había despegado con más de tres minutos de retraso y un golpe en el plexo. Y que el tipo, Émile el Apaleador, once años de talego y ciento treinta y ocho combates oficiales, era capaz de escapar a Retancourt. Resumió sin dar detalles la discrepancia que lo había enfrentado a Mordent y había provocado la huida del sospechoso. A nadie se le pasó por la cabeza preguntar por qué Émile no había golpeado también al comisario, ni por qué Adamsberg no participaba en la persecución. Retancourt corría el doble de rápido que cualquier hombre de la Brigada, todos encontraban normal que la hubieran dejado ir sola. Mordent limpiaba su plato con una expresión sombría que se atribuía a su preocupación por el estado de sus testículos. En el expediente de Émile, recorrido rápidamente, a nadie se le había pasado por alto que el apaleador había aniquilado la virilidad de un piloto de carreras de un único codazo. Sólo esa pelea ya le había valido un año de cárcel y unos daños y perjuicios para los que era insolvente.

Adamsberg observaba a sus agentes dudar, tantear, vacilar entre un apoyo instintivo al colega tocado en sus partes vivas y una prudencia ponderada. Porque todos eran conscientes, incluido Estalère, de que Mordent había infringido las reglas de un modo incomprensible, puesto en marcha el arresto domiciliario sin informar a Adamsberg y espantado al sospechoso con precipitación de aficionado.

– ¿Quién guardó las últimas muestras en el camión esta mañana? -preguntó Adamsberg.

Vació mecánicamente el fondo de una botella en su vaso, que se llenó de un líquido ocre y opaco.

– Es sidra de mi tierra -le explicó Froissy-. No aguanta más que una hora después de la apertura, pero es excelente. Pensé que nos animaría.

– Gracias -dijo Adamsberg tragando el líquido áspero.

Porque, aparte de su afán de alimentar, Froissy tenía el de mantener el humor general en un nivel como mínimo cordial, ardua tarea en un equipo de investigación criminal crónicamente privado de sueño.

– Froissy y yo -respondió Voisenet.

– Habría que sacar el estiércol de caballo. Quisiera verlo.

– Salió ayer para el laboratorio.

– Ése no, Voisenet, la muestra tomada esta mañana en la furgoneta de Émile.

– Ah -dijo Estalère-, el otro, el estiércol de Émile.

– Eso es pan comido -dijo Voisenet levantándose-, está clasificado entre las muestras prioritarias.

– ¿Ponemos vigilancia en la residencia de la madre? -preguntó Kernorkian.

– Para hacer el paripé. Hasta el más cretino sabría que la residencia está bajo vigilancia.

– Es un cretino -dijo Mordent, que seguía limpiándose el plato.

– No -dijo Adamsberg-, es un nostálgico. Y la nostalgia produce cantidad de ideas.

Adamsberg vaciló. Existía una manera casi segura de recuperar a Émile en la granja donde vivía Cupido. Bastaba poner allí a dos hombres, y lo atraparían esa misma semana o la siguiente. Él era el único en conocer la existencia de Cupido, de la granja, en saber aproximadamente su emplazamiento y el nombre de los propietarios, milagrosamente conservado por su memoria. Los primos Gérault, tres cuartos de leche, un cuarto de carne. Abrió los labios, pero calló, acosado por las incertidumbres. Si creía inocente a Émile, si quería vengarse de Mordent, si llevaba dos horas -o desde Londres- basculando francamente hacia el otro lado de la barrera, con el flujo de emigrantes que quería pasar la muralla, apoyando a los maleantes, impidiendo el paso a las fuerzas del orden. Las preguntas pasaron rápidamente por su cabeza como un vuelo de estorninos sin que intentara responder a una sola. Mientras todos se levantaban, alimentados e informados, Adamsberg retrocedió e hizo una seña al teniente Noël. Si alguien lo sabía, tenía que ser él.

– ¿Qué le pasa a Mordent?

– Está jodido.

– Ya me imagino. ¿Cómo de jodido?

– No tengo por qué decírselo.

– Es vital para el caso, Noël. Ya lo ha visto usted con sus propios ojos. Cuente.

– A su hija, su hija única, el sol de sus días, un cardo en mi opinión, la pillaron hace dos meses en compañía de seis soplagaitas ciegos hasta las cejas en un edificio okupa de La Vrille, uno de los antros más apestosos del periférico sur para niños bien caídos en las drogas.

– ¿Y?

– Seis soplagaitas, entre los cuales estaba su novio, un pelagatos mugriento, más malo que la quina. Bones es su nombre de pandilla. Tiene doce años más que ella, mucha práctica en agresiones a viejos, un desgraciado más bien guaperas, influyente en el tráfico de colombiana. La chica se había fugado del domicilio, dejando una nota, y el bueno de Mordent los tiene por corbata.

– ¿Cómo los tiene, por cierto?

– Ha llamado al médico, dice que se sabrá pasado mañana. Es de esperar que los recupere, cosa que no es fácil con el Apaleador. No es que Mordent los use mucho: su mujer se tira al profesor de música y lo humilla como un gusano en el estiércol.

– ¿Por qué no me dijo nada cuando se fue su hija?

– El viejo cuentacuentos es así. Nos cautiva con sus historias pero se guarda la puta realidad para él. Recuerde que entonces estábamos en plena vorágine con las tumbas abiertas. Y, tómeselo como quiera, pero la gente no tiende a contarle a usted sus confidencias.

– ¿Por qué?

– Porque no está segura de que escuche. Y si escucha, uno supone que lo olvidará. Así que ¿para qué? Mordent no busca descolgar nubes. Usted, en cambio, está sentado encima.

– Ya sé lo que dicen. Pero yo creo que tengo los pies en el suelo.

– Entonces no debe de ser el mismo suelo.

– Eso es posible, Noël. ¿Y entonces, la chica?

– Se llama Elaine. Mordent fue al edificio okupa alertado por los colegas de Bicêtre, y fue un infierno, ya conoce el espectáculo. Hasta había chavales comiendo latas para perros. Fue uno de ellos el que se asustó y llamó a la pasma porque había un tío con sobredosis. Dicho esto, al parecer no están mal las latas para perros, no deja de ser estofado. La niña de Mordent estaba totalmente sonada, encontraron suficiente coca para una acusación de tráfico. Lo malo es que había armas, dos pistolas y navajas de muelle. Una de las pistolas sirvió para matar a Stubby Down, el jefe de la zona norte, hace nueve meses. Y resulta que los testigos dijeron que había dos asaltantes, de los cuales una chica de pelo castaño largo hasta el culo.

– Mierda.

– Al final, metieron a tres jóvenes en preventiva, uno de ellos era Élaine Mordent.

– ¿Dónde está?

– En Fresnes, con metadona. Le pueden caer entre dos y cuatro años seguro, y mucho más si participó en lo de Stubby Down. Mordent dice que, cuando salga, estará acabada. Danglard intenta animarlo regándolo con vino blanco como si fuera una planta, pero tiene efectos nocivos en él. En cuanto puede escaparse, se pasa la vida allí, en Fresnes, dentro o fuera, mirando los muros. O sea que claro…

Noël se volvió y señaló la casa con un gesto de barbilla, con los brazos en jarras.

– Y con esta carnicería encima, es normal que quede uno tocado. A lo mejor sería bueno que Danglard viniera a tomar el relevo, ahora que está todo desmontado. Voisenet lo busca, ha encontrado el estiércol de Émile, como dice el pobre cretino de Estalère.

Voisenet había dejado la muestra en la mesa blanca del jardín. Pasó unos guantes a Adamsberg. El comisario abrió la bolsa y respiró el contenido.

– La etiqueta dice «estiércol de caballo», pero podría ser otra cosa.

– No, es estiércol -dijo Adamsberg deslizando una plaquita parda en su mano-, pero no es como el de la casa. No está en pelotilla.

– Las pelotillas son porque el estiércol había quedado moldeado en los relieves de las suelas de las botas. Con toda la sangre de las alfombras, se despegó.

– De todos modos, Voisenet, no es el mismo caballo. Quiero decir: no es el mismo estiércol, luego no es el mismo caballo.

– Igual tiene dos caballos -aventuró Justin.

– Lo que quiero decir es que no es el mismo criadero de caballos. Luego no es el mismo calzado. Creo.

Adamsberg se apartó un mechón de pelo de la frente. Resultaba irritante volver siempre a esos asuntos de zapatos. Le sonaba el móvil. Retancourt. Lanzó rápidamente la muestra encima de la mesa.

– Comisario, la cosa se ha puesto chunga. Émile me ha despistado en el parking del hospital de Garches, dos ambulancias se interpusieron. Lo siento muchísimo. Los motoristas están allí, no logran localizarlo.

– No se preocupe, teniente. Salió usted con desventaja.

– Joder -dijo Retancourt-, con dos desventajas: conoce la zona como la palma de su mano, pasaba de las callejuelas a los jardines como si los hubiera fabricado él. Debe de estar escondido en algún seto. Costará sacarlo de allí, aunque pronto tendrá hambre. Le dejo, que creo que el tipo me ha roto una costilla antes de salir corriendo.

– ¿Dónde está, Violette? ¿Sigue en el hospital?

– Sí, los policías han recorrido todos los escondites posibles.

– Entonces vaya a enseñar a un médico eso que tiene roto.

– Voy -dijo Retancourt colgando inmediatamente.

Adamsberg cerró su móvil con un chasquido. Retancourt no tenía ninguna intención de ir a consulta.

– Émile le ha roto una costilla -dijo-. Seguro que es muy doloroso.

– Al menos sale bien parada, no le ha dado en los cojones.

– Ya está bien, Noël.

– ¿No es el mismo criadero? -interrumpió Justin.

Adamsberg volvió a coger la placa de estiércol, tragándose su réplica. Noël nunca se había privado de meterse con Retancourt, de declarar a los cuatro vientos que aquello no era una mujer sino un buey de labranza o alguna criatura similar. Cuando para Adamsberg, si bien Retancourt no era exactamente una mujer en el sentido convencional del término era porque se trataba de una diosa. La diosa polivalente de la Brigada, con capacidades tan múltiples como los a-saber-cuántos brazos de Shiva.

– ¿Cuántos brazos tiene la diosa india? -preguntó a sus adjuntos mientras palpaba el pegote de estiércol.

Los cuatro tenientes sacudieron la cabeza.

– Siempre igual -dijo Adamsberg-. Cuando no está Danglard, aquí nadie sabe nada.

Adamsberg volvió a meter el estiércol en la bolsa, la cerró y se la pasó a Voisenet.

– No queda más remedio que llamarlo para saber la respuesta. Creo que este caballo, el que ha producido este estiércol, conocido como «estiércol de Émile», se ha criado en pleno campo y sólo come hierba. Creo que el otro caballo, el que excretó los pegotes de la casa, conocidos como «el estiércol del asesino», es criado en caballerizas a base de pienso.

– ¿Ah, sí? ¿Eso se ve?

– Me he pasado la infancia recogiendo estiércol por todas partes para abonar los campos. Y boñigas secas para alimentar el fuego. Todavía lo hago. Puedo asegurarle, Voisenet, que a diferente alimentación diferente excremento.

– De acuerdo -admitió Voisenet.

– ¿Cuándo tendremos los resultados del laboratorio? -preguntó Adamsberg marcando el número de Danglard-. Métanles prisa. Urgente: estiércol, pañuelo, huellas, dispersión del cuerpo.

Adamsberg se alejó. Tenía a Danglard en línea.

– Son casi las cinco, Danglard. Lo necesitamos para el revolcadero de Garches. Ya está desmontado, volvemos a la brigada y hacemos la primera síntesis. Ah, un segundo. ¿Cuántos brazos tiene la diosa india? La que está en un redondel, ¿Shiva?

– Shiva no es una diosa, comisario. Es un dios.

– ¿Un dios? Es un hombre -añadió Adamsberg dirigiéndose a sus adjuntos-. Shiva es un hombre. Y ¿cuántos brazos tiene? -preguntó volviendo a Danglard.

– Eso depende de las representaciones, porque los poderes de Shiva son inmensos y contrarios, recorren casi todo el espectro, desde la destrucción hasta los favores. Puede tener dos brazos, cuatro, pero también puede tener hasta diez. Depende de lo que encarne.

– Y grosso modo, Danglard, ¿qué encarna?

– Para resumir lo esencial, «en el vacío, en el centro de la Nirvana-Shakti, se halla el supremo Shiva, cuya naturaleza es vacuidad».

Adamsberg había puesto el altavoz. Miró a sus cuatro adjuntos, que parecían tan sobrepasados como él y hacían ademán de abandonar. Enterarse de que Shiva era un hombre era suficiente para ese día.

– ¿Qué tiene eso que ver con Garches? -preguntó Danglard-. ¿Les faltan brazos?

– Émile Feuillant hereda la fortuna de Vaudel, salvo la legítima de Pierre hijo de Pierre. Mordent ha mordido la línea amarilla anunciándole el arresto domiciliario. El Apaleador le ha hecho morder el polvo y se ha largado.

– ¿Retancourt no lo ha perseguido?

– Se le ha escapado. No debía de llevar puestos todos sus brazos, y además él le había roto una costilla antes de salir. Lo esperamos, comandante; Mordent anda más bien descarrilado.

– Ya me imagino. Pero mi tren no sale hasta las 21:12. No creo que pueda cambiar el billete.

– ¿Qué tren, Danglard?

– El que pasa por ese maldito túnel, comisario. No crea que me divierte la cosa. Pero he visto lo que quería ver. Y si no ha cortado los pies a mi tío poco le falta.

– Danglard, ¿dónde está usted? -preguntó lentamente Adamsberg sentándose en la mesa de jardín y cortando el altavoz.

– Donde le he dicho, hombre, en Londres. Y ahora están seguros: los zapatos son casi todos franceses, buenos o malos. Distintas clases sociales. Créame, nos va a caer encima todo el paquete, y ya se está Radstock frotando las manos.

– Pero bueno ¿cómo se le ocurre volver a Londres? -preguntó Adamsberg casi gritando-. ¿Cómo se le ocurre meter las narices en esos putos zapatos? ¡Déjelos en Jaijgueit! ¡Déjeselos a Stock!

– Radstock, comisario. Le avisé del viaje, y usted estuvo de acuerdo. Era necesario.

– ¡Tonterías, Danglard! Usted ha cruzado el canal a nado para ver a la mujer, Abstract.

– En absoluto.

– No me diga que no la ha visto.

– No digo eso. Pero no tiene que ver con los zapatos.

– Eso espero, Danglard.

– Si usted creyera que han cortado los pies a su tío, iría a echar una ojeada.

Adamsberg miró el cielo, que se estaba nublando, siguió con la mirada el vuelo de un pato y prosiguió con más calma.

– ¿Qué tío? No sabía que hubiera un tío.

– No le hablo de un tío vivo, no le hablo de un hombre que deambula sin pies. Mi tío murió hace veinte años. Era el segundo marido de mi tía, y yo lo adoraba.

– Sin ánimo de joder, comandante, nadie reconoce los pies muertos de su tío.

– No he reconocido sus pies, sino sus zapatos. Es lo que el amigo Clyde-Fox decía, con mucha razón.

– ¿Clyde-Fox?

– El lord excéntrico, ¿lo recuerda?

– Sí -suspiró Adamsberg.

– Volví a verlo anoche, por cierto. Bastante disgustado porque había perdido a su nuevo amigo cubano. Fuimos a tomar unas copas juntos, muy buen especialista de la historia de las Indias. Y, como bien decía, ¿qué puede meterse en unos zapatos? Pies. Y generalmente los propios. O sea que si los zapatos son de mi tío, hay muchas probabilidades de que los pies que están dentro le pertenezcan.

– Un poco como el estiércol y el caballo -comentó Adamsberg, que sentía la tensión del cansancio en la espalda.

– Como el continente y el contenido. Pero no sé si se trata de mi tío. Podría ser un primo, o un hombre del mismo pueblo. Allí son todos primos en mayor o menor grado.

– Bien -dijo Adamsberg dejándose caer de la mesa-. Aunque alguien coleccionara pies franceses, y aunque su camino se hubiera cruzado con el de su tío, ¿qué coño nos importa a nosotros?

– Usted dijo que nada impedía que nos interesáramos por el tema -dijo Danglard-. Usted es quien no quería soltar lo de los pies de Highgate.

– Allí, puede ser. Aquí, y en Garches, no. Y ha metido la pata con su viaje, Danglard. Porque, si esos pies son franceses, el Yard querrá colaborar. Podría haberle tocado a otro equipo, pero ahora, gracias a usted, nuestra brigada estará en primera línea. Y yo lo necesito a usted para la carnicería de Garches, más alarmante que un necrófilo que cortaba pies aquí y allí hace veinte años.

– «Aquí y allí» no. Creo que los eligió.

– ¿Lo dice Stock?

– Lo digo yo. Porque, cuando murió, mi tío estaba en Serbia, y sus pies también.

– ¿Y se pregunta para qué buscar pies en Serbia habiendo sesenta millones en Francia?

– Ciento veinte millones. Sesenta millones de personas son ciento veinte millones de pies. Comete usted el mismo error que Estalère, sólo que al revés.

– Pero ¿qué hacía en Serbia su tío?

– Era serbio, comisario. Se llamaba Slavko Moldovan.

Justin venía corriendo hacia Adamsberg.

– Fuera hay un tipo que exige explicaciones. Hemos desmontado las banderolas, pero no quiere saber nada, tiene intención de entrar.

11

El teniente Noël y Voisenet estaban cara a cara, a cada lado de la puerta, cerrando el paso cada uno con un brazo, en doble barrera, a un hombre poco intimidante.

– Nada demuestra que son ustedes policías -repetía-. Nada demuestra que no son ustedes ladrones, asaltadores. Sobre todo usted -dijo señalando a Noël, que tenía la cabeza casi rapada-. Quiero ver al hombre con quien he quedado, habíamos quedado a las cinco y media, y quiero ser puntual.

– El hombre en cuestión no está visible -dijo Noël acentuando su sorna insolente.

– Enseñen sus carnets. Nada me lo demuestra.

– Ya se lo hemos explicado -dijo Voisenet-, los carnets están en nuestras chaquetas, las chaquetas están en la casa y, si soltamos esta puerta, usted entrará. Y todo el perímetro está prohibido.

– Por supuesto que entraré.

– Entonces no hay solución.

El hombre, consideró Adamsberg al aproximarse al grupo, era obtuso o valiente para su estatura media y su cuerpo grueso. Porque, si pensaba estar tratando con asaltadores, lo mejor habría sido abandonar inmediatamente toda discusión y largarse. Pero el tipo tenía cierto aspecto profesional, cierto aspecto digno y seguro de sí, con la cabeza alta y el ademán un tanto rígido del hombre de responsabilidad, en cualquier caso del hombre decidido a hacer su trabajo pase lo que pase, siempre que su traje no sufriera. ¿Vendedor de seguros? ¿Marchante de arte?

¿Jurista? ¿Banquero? También había, en su lucha contra los brazos de los dos policías, el indicio de un claro reflejo de clase. No era de los que uno podía echar, en todo caso no unos tipos como Noël y Voisenet. Parlamentar con ellos estaba por encima de su condición, y puede que fuera esa convicción social, ese fundamental desprecio de casta lo que hacía las veces de valentía al límite de la inconsciencia. No temía nada de sus inferiores. Aparte de esa postura, su rostro ingenioso y anticuado debía de resultar, cuando estaba en reposo, más bien simpático. Adamsberg puso las manos en la barrera de antebrazos plebeyos y lo saludó.

– Si son policías, no pienso irme de aquí sin haber visto a su superior -dijo el hombre.

– Soy el superior. Comisario Adamsberg.

Ese asombro, esa decepción, Adamsberg los había visto muchas veces en muchas caras. Así como, enseguida, la sumisión al grado fuese cual fuese su extraño titular.

– Encantado, comisario -contestó el hombre tendiéndole la mano por encima de los brazos-. Paul de Josselin. Soy el médico del señor Vaudel.

Demasiado tarde, pensó Adamsberg estrechándole la mano.

– Lo siento, doctor, el señor Vaudel no está visible.

– Eso he entendido. Pero como médico suyo tengo derecho a ser informado, ¿no es así? ¿Está enfermo? ¿Ha fallecido? ¿Está hospitalizado?

– Está muerto.

– En su domicilio entonces. Si no, no habría todo este despliegue policial.

– Exactamente, doctor.

– ¿Cuándo? ¿Cómo? Lo visité hace quince días, y tenía todos los pilotos en verde.

– La policía se ve obligada a reservar sus informaciones. Es lo que se hace en caso de asesinato.

El médico frunció el ceño y pareció mascullar la palabra «asesinato». Adamsberg se dio cuenta de que seguían hablando a cada lado de los brazos, como dos vecinos apoyados en una valla. Brazos mantenidos sin pestañear por los tenientes inmóviles, sin que a nadie se le ocurriera modificar esa disposición. Tocó con el dedo en el hombro de Voisenet y deshizo la barrera.

– Vamos fuera -dijo Adamsberg-. El suelo debe protegerse de la contaminación.

– Entiendo, entiendo. Y tampoco podrá decirme nada, ¿verdad?

– Puedo decirle lo que saben los vecinos. El suceso se produjo en la noche del sábado al domingo. Descubrieron el cuerpo ayer por la mañana. El jardinero, que volvió hacia las cinco, dio la alerta.

– ¿Por qué la alerta? ¿Gritaba?

– Según el jardinero, Vaudel dejaba las luces encendidas por la noche. Al regresar el jardinero, todo estaba apagado, cuando su patrón tenía un miedo fóbico a la oscuridad.

– Lo sé, se remontaba a su infancia.

– ¿Era usted su médico o su psiquiatra?

– Su médico de cabecera y, al mismo tiempo, su osteópata somatópata.

– Bien -dijo Adamsberg sin entender-. ¿Le hablaba de él?

– En absoluto, le horrorizaba la psiquiatría. Pero lo que sentía yo en sus huesos me daba mucha información. A título médico, le tenía muchísimo aprecio. Vaudel era un caso excepcional.

El médico se calló ostensiblemente.

– Ya veo -dijo Adamsberg-. No me dirá más si no le digo más. El secreto profesional bloquea las maniobras por ambas partes.

– Perfectamente.

– Comprenderá que debo saber qué hizo usted en la noche del sábado al domingo, entre las once y las cinco de la mañana.

– Ningún problema, lo acepto muy bien. Teniendo en cuenta que la gente duerme a esas horas y que no tengo mujer ni hijos, ¿qué quiere que le diga? Por las noches estoy en la cama, salvo que haya una urgencia. Usted ya conoce esas cosas.

El médico vaciló, sacó su agenda del bolsillo interior y se estiró la chaqueta para colocarla bien.

– Francisco -dijo-, el portero del edificio, que está paralítico y a quien trato gratuitamente, me llamó hacia la una. Se había caído entre la silla de ruedas y la cama, tenía la tibia como una escuadra. Le enderecé la pierna y lo metí en la cama. Al cabo de dos horas, volvió a llamar: se le había hinchado la rodilla. Lo mandé a paseo y volví a visitarlo por la mañana.

– Gracias, doctor. ¿Conocía usted al hombre de faena, Émile?

– ¿El de las cinco en raya? Apasionante. Lo tuve de paciente. Reacio, claro, pero Vaudel se interesaba por él y lo obligaba a visitarme. De tres años a esta parte le disminuí mucho la violencia.

– Eso dice. Él atribuía la mejora a la edad.

– En absoluto -dijo el médico divertido, y Adamsberg se fijó en el rostro pícaro, risueño, disponible, que había adivinado bajo la pose despectiva-. La edad suele aumentar las neurosis. Pero estoy tratando a Émile y, poco a poco, llego a las zonas agarrotadas, las relajo, mientras el animal astuto va cerrando las puertas detrás de mí. Pero lo conseguiré. Su madre le pegaba cuando era pequeño, pero él nunca lo reconocerá. La idolatra.

– Entonces ¿cómo lo sabe?

– Aquí -dijo el médico poniendo el índice en la base de la cabeza de Adamsberg, ligeramente a la derecha de la nuca.

Lo cual le hizo sentir un leve pinchazo, como si el índice del médico hubiera estado dotado de un dardo.

– Caso interesante también -observó a media voz-, si me permite.

– ¿Émile?

– Usted.

– A mí no me pegaban, doctor.

– No he dicho eso.

Adamsberg dio un paso a un lado, apartando su cabeza de la curiosidad del médico.

– ¿Tenía Vaudel, y no le pido ningún secreto profesional, enemigos?

– Muchos. Ése era el núcleo del problema. Enemigos amenazadores, incluso mortíferos.

Adamsberg se detuvo en el camino.

– No puedo darle nombres -adelantó el médico-. Y sería inútil. Eso está fuera del alcance de su investigación.

El móvil de Adamsberg vibró, y el comisario se excusó antes de contestar.

– Lucio -gruñó-, sabes que estoy trabajando.

– Si no te llamo nunca, hombre, es la primera vez. Uno de los gatitos no consigue mamar, se está debilitando. He pensado que igual podías rascarle la frente.

– Me importa un pito, Lucio, no puedo hacer nada. Si no sabe mamar, peor para él, es la ley natural.

– Pero si pudieras dormirla, calmarla…

– Así no beberá, Lucio.

– Eres un auténtico cabronazo y un hijo de puta.

– Sobre todo, Lucio -dijo Adamsberg un tono más alto-, no soy un mago. Y he tenido un día jodido.

– Yo también. No consigo encender los pitillos. Como veo mal, no doy con el extremo. Y como mi hija no me quiere ayudar, ¿qué voy a hacer?

Adamsberg se mordió los labios, y el médico se aproximó.

– ¿Un bebé que no puede mamar? -se informó cortésmente.

– Un gatito de cinco días -contestó abruptamente Adamsberg.

– Si le va bien a su interlocutor, puedo intentar algo. Debe de ser un bloqueo en el MRP del maxilar superior, No tiene por qué ser la ley natural, puede ser una torsión post-traumática a consecuencia de un nacimiento difícil. ¿Fue complicado el parto?

– Lucio, ¿es uno de los dos que sacamos a la fuerza?

– Sí, la blanquita con la punta de la cola gris, la única niña.

– Sí, eso es, doctor -confirmó Adamsberg-. Lucio empujó, y yo tiré de la mandíbula. ¿Habré tirado demasiado fuerte? Es una chica.

– ¿Dónde vive su amigo? Si lo desea, por supuesto -añadió agitando las manos, como si la vida en juego lo volviera repentinamente humilde.

– En París, en el 13.

– Yo en el 7. Si le parece bien, vamos juntos, y trato a la cría. Si puedo hacer algo, claro. Mientras tanto, que su amigo le humedezca todo el cuerpo, pero sobre todo sin mojarla.

– Vamos para allá -dijo Adamsberg con la impresión de lanzar una señal policial para una operación de peso-. Humedécela entera sin mojarla.

Un poco aturdido, con cierta sensación de haber soltado el timón, de verse sacudido tanto por los apaleadores como por el flujo migratorio, los médicos o los españoles sin brazos, Adamsberg dio instrucciones de cierre a sus adjuntos e invitó al doctor a subirse al coche.

– Es grotesco -dijo Adamsberg en la ronda-. Lo llevo a curar una gata cuando sobre Vaudel ha caído el infierno con las fauces abiertas enseñando los dientes.

– ¿Ha sido un crimen sucio? Tenía mucho dinero, ¿sabe?

– Sí. Todo irá a su hijo, supongo -añadió Adamsberg con voz falsa-. ¿Lo conoce?

– Sólo por el cerebro de su padre. Deseo, rechazo, deseo, rechazo, y así en ambos.

– Vaudel nunca quiso tenerlo.

– Sobre todo, no quería dejar una frágil descendencia expuesta a sus enemigos.

– ¿Qué enemigos?

– Si se lo dijera, a usted no le serviría. Locuras de un hombre surcadas por la edad, incrustadas en los pliegues de su ser. Trabajo de médico y no de policía. O trabajo de espeleólogo, teniendo en cuenta cómo estaba Vaudel.

– ¿Enemigos imaginarios entonces?

– No lo intente, comisario.

Lucio los esperaba, sentado en el cobertizo, dando palmaditas con su manaza a la gata tumbada en sus rodillas, envuelta en una toalla húmeda.

– Se va a morir -dijo con voz ronca, enturbiada de lágrimas, que Adamsberg no entendió, incapaz de concebir que uno pudiera emocionarse por un gato-. No puede mamar. ¿Quién es? -añadió sin amabilidad refiriéndose al médico-. No necesitamos público, hombre.

– Es un especialista en mandíbulas de gatos que no saben mamar. Déjale el sitio, Lucio, apártate. Dale el gato.

Lucio se rascó el brazo ausente y obedeció, desconfiado. El médico se sentó en el banco, rodeó la cabeza de la gatita con sus gruesos dedos -tenía las manos inmensas para su talla, casi comparables a la única mano de Lucio- y la palpó lentamente, aquí, allí, aquí de nuevo. Un charlatán, pensó Adamsberg, más disgustado de lo debido ante el cuerpecillo flojo del animal. Luego el médico pasó a la pelvis, aplicó la yema de los dedos en dos puntos, como si tocara el piano, y se oyó un ligero maullido.

– Se llama Charme -gruñó Lucio.

– Vamos a arreglarte esa mandíbula -dijo el médico-, Charme, todo va bien.

Sus gruesos dedos, que Adamsberg veía cada vez más enormes, como los diez brazos de Shiva, fueron a posarse en la mandíbula, pinzándola.

– ¿Qué, Charme? -murmuró con el pulgar aquí y el índice allí-. ¿Se te bloqueó el sistema al salir? ¿Te torció el comisario? ¿O tuviste miedo? Ten paciencia, en unos minutos estará arreglado Está bien. Me voy a ocupar de tu ATM.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lucio receloso.

– La articulación temporo-mandibular.

La gatita se abandonó como masa de pan y luego se dejó llevar hasta la mama.

– Ya está -dijo el médico con voz arrulladora-. La ATM estaba caudal a la derecha y cefálica a la izquierda, así que no podía funcionar, obviamente, la lesión bloqueaba la succión. Ahora ya funciona. Vamos a esperar unos minutos para comprobar que todo va bien. De paso le he reequilibrado el sacro y los iliacos. Todo se debe a su nacimiento, un tanto deportivo, no se preocupen. Será más audaz, vigílenla. Aunque nada agresiva, tendrá buen carácter.

– De acuerdo, doctor -dijo Lucio, súbitamente deferente, con los ojos clavados en la gatita que mamaba con avidez.

– Siempre le gustará comer. Por estos cinco días.

– Como a Froissy -murmuró Adamsberg.

– ¿Es otra gata?

– Es una de mis agentes. Come sin parar, esconde la comida, y está delgadísima.

– Angustia -dijo el médico en tono cansino-. Habría que ver eso. Habría que ver a todo el mundo y a mí también. Aceptaría un vino o algo así -interrumpió de repente-, si no molesta a nadie. Es la hora del aperitivo. Y, aunque no lo parezca, estas cosas requieren energía.

En ese momento ya no había nada del burgués de casta que Adamsberg había visto detrás de los brazos de sus adjuntos. El médico se había aflojado la corbata y se pasaba los dedos por el pelo gris, con la expresión simple y plena de un tipo sudado que acaba de llevar a cabo un buen trabajo y que no lo tenía seguro una hora antes… Quería un trago el hombre, y esa alerta hizo reaccionar a Lucio inmediatamente.

– ¿Adónde va? -preguntó el médico mirando cómo Lucio iba directamente al seto del fondo.

– Su hija le tiene prohibido el alcohol y el tabaco. Los esconde en diferentes rincones entre los arbustos. Los cigarrillos están en doble caja de plástico, por la lluvia.

– Su hija lo sabe, claro.

– Claro.

– ¿Y él sabe que ella lo sabe?

– Claro.

– Así va el mundo, en la espiral del disimulo. ¿Qué le pasó en el brazo?

– Lo perdió en la Guerra Civil española cuando tenía nueve años.

– Pero tenía algo antes, ¿no? ¿Una herida sin cerrar? ¿Un mordisco? En fin, no sé, algo sin resolver, ¿no?

– Una cosa sin importancia -dijo Adamsberg en un susurro-. Una picadura de araña que le picaba.

– Se rascará siempre -dijo el médico en tono fatalista-. Está aquí -añadió golpeándose la frente-, grabado en las neuronas. Que siguen sin entender que el brazo ya no está. Eso atraviesa los años sin que el entendimiento pueda hacer nada.

– Entonces ¿para qué sirve el entendimiento?

– Para dar cierta seguridad a los hombres, y eso ya es mucho.

Lucio volvía con tres vasos y una botella que sujetaba con el muñón. Dispuso todo en el suelo del cobertizo, lanzó una larga mirada a la gatita pegada a la mama.

– ¿No estallará de tanto comer?

– No -dijo el médico.

Lucio sacudió la cabeza, llenó los vasos, pidió un brindis a la salud de la pequeña.

– El doctor sabía lo de tu brazo -dijo Adamsberg.

– Pues claro -dijo Lucio-. Una picadura de araña se rasca hasta el final de los finales.

12

– Ese tipo -dijo Lucio- puede que sea un as, pero no quisiera yo que me tocara la cabeza, no sea que vuelva a ponerme a mamar.

Exactamente lo que hacía en ese momento, observó Adamsberg mientras Lucio chupaba el borde del vaso con ruido de tetina. Lucio prefería de lejos beber de la botella. Había sacado los vasos para la ocasión, porque había un extraño. Hacía más de una hora que el médico se había ido, y se estaban acabando la botella en el cobertizo, vigilando la camada dormida. Lucio consideraba que tenían que acabarla porque si no, después, el vino se estropeaba. Acabar o no empezar.

– Tampoco quiero yo que se me acerque -dijo Adamsberg-. Sólo me puso el dedo aquí -señaló la nuca-, y al parecer había follón. «Caso interesante», dijo.

– En lenguaje médico significa que algo va mal.

– Sí.

– Mientras estés de acuerdo con el follón, no tienes de qué preocuparte.

– Lucio, supón por un segundo que eres Émile.

– De acuerdo -dijo Lucio, que nunca había oído hablar de Émile.

– Peleón, compulsivo, de cincuenta y tres años, razonable y derivante, salvado por un viejo maniaco que lo contrata como hombre de faena para cualquier tipo de trabajo, incluidas las partidas gigantescas de cinco en raya delante del fuego con sendos vasos de licor de guindas.

– No -dijo Lucio-, el licor de guindas me empalaga.

– Pero tú supón que eres Émile y que el viejo te sirve licor de guindas.

– Venga -dijo Lucio contrariado.

– Olvida el licor de guindas. Toma otra cosa, no tiene mucha importancia.

– De acuerdo.

– Supón que tu anciana madre esté en un hospicio y que tu perro esté en depósito en una granja porque has estado once años en el talego, y supón que todos los sábados tomes la camioneta para ir a ver al perro con carne de regalo.

– Momento, no visualizo la camioneta.

Lucio llenó los dos últimos vasos.

– Es azul, con los ángulos redondeados, la pintura apagada, la ventana de atrás tapada y con una escalera herrumbrosa en la baca.

– Ya la tengo.

– Supón que esperes el perro fuera, que salte la valla de la granja, que coma contigo y que pases una parte de la noche con el chucho en la parte trasera de la camioneta antes de irte a las cuatro de la madrugada.

– Momento, no visualizo el perro.

– ¿Y la madre? ¿La visualizas?

– Perfectamente.

– El perro es de pelo largo, blanco sucio con algunas manchas, orejas que cuelgan, pequeño como una pelota, bastardo de ojos grandes.

– Ya veo.

– Supón que el viejo maniaco haya sido asesinado y que te haya dejado una herencia en detrimento de su hijo. Eres rico. Supón que la pasma sospecha de ti y quiere arrestarte.

– No hay nada que suponer, me quieren arrestar.

– Sí, supón que machacas las pelotas a un madero, rompes una costilla a otro y te largas.

– Vale.

– ¿Qué haces con tu madre?

Lucio mamó el borde del vaso.

– No puedo ir, la pasma vigila el hospicio. Entonces le mando una carta para que no se preocupe.

– ¿Qué haces con el perro?

– ¿Saben dónde se aloja?

– No.

– Entonces voy a verlo para hablar con él, para tranquilizarlo, no sea que me vaya, que no se preocupe, que volveré.

– ¿Cuándo?

– ¿Cuándo volveré?

– No. ¿Cuándo vas a ver el perro?

– Pues enseguida. No sea que me cojan, tengo que avisar antes al perro. En cambio, mi madre… ¿conserva sus facultades?

– Sí.

– Muy bien. Entonces, si voy al talego, la pasma avisará a mi madre. En cambio, al perro no lo avisarán. Menudos son. A cuál peor. O sea que eso, lo de avisar al perro, me toca a mí hacerlo. Y lo antes posible.

Adamsberg pasó los dedos por el vientre velludo de Charme, vació su vaso en el de Lucio y se levantó, frotándose el culo del pantalón.

– Mira -dijo Lucio alzando su manaza-, si quieres ver a ese tipo solo antes de que haya visto al perro y antes de que el perro haya visto a los maderos, tienes que ponerte en camino ahora.

– No te he dicho que vaya a hacer eso.

– No, no me lo has dicho.

Adamsberg conducía lentamente, consciente de que el cansancio y el vino habían mermado sus recursos. Había apagado el móvil y el GPS, por si existiera algún policía igual de listo que Lucio, lo cual no era fácil, ni siquiera en los cuentos y leyendas de Mordent. Ningún plan preciso acerca de esa bestia parda que era Émile. Salvo lo que había resumido Lucio: llegar a Châteaudun antes de que la pasma llegara al perro. ¿Por qué? ¿Porque las boñigas eran diferentes? No. No sabía cuándo había dejado huir a Émile, suponiendo que lo hubiera hecho. ¿Entonces? ¿Porque Mordent se había cruzado en su camino como un búfalo? No, Mordent desvariaba, eso era todo. ¿Porque Émile era un buen tío? No, Émile no era un buen tío. ¿Porque Émile corría el riesgo de morir de hambre como una rata en la maleza por la estupidez de un madero deprimido? Quizá. Y llevarlo al talego, ¿acaso era mejor que la maleza?

Adamsberg no estaba muy dotado para las volutas que conllevaban los «quizá», mientras que a Danglard le encantaban hasta perder el equilibrio, atraído por el negro abismo de la anticipación. Adamsberg conducía hacia la granja, eso es todo, rezando por que nadie hubiera oído su conversación de esa mañana con Émile la bestia, con Émile el heredero, propietario en Carches y Vaucresson. Mientras Danglard se debatía en ese mismo momento en el túnel de la Mancha, embebido en champán, y todo porque se había preguntado, quizá, si un pirado había cortado los pies a su tío, a menos que se tratara de los pies de un primo de su tío, allí, en los montes lejanos. Mientras Mordent miraba fijamente los muros de la prisión de Fresnes y, maldita sea, ¿que se podía hacer con Mordent?

Adamsberg aparcó el coche en un arcén, a la sombra del bosque, e hizo los últimos quinientos metros a pie, avanzando despacio, tratando de localizar las cosas. La valla que saltaba el perro, pero ¿qué valla? Estuvo media hora dando vueltas alrededor de la granja -tres cuartos de leche, un cuarto de carne-, con las piernas cansadas, antes de encontrar la valla más probable. A lo lejos, otros perros ladraban al sentir que se aproximaba, y se pegó a un árbol, se quedó inmóvil, comprobó su bolsa y su arma. El aire olía a estiércol, lo cual lo reconfortó, como a todo ser humano. No dormirse, acechar, con la esperanza de que Lucio tuviera razón.

Un débil gemido, un pequeño lamento irregular llegaba a él con el viento tibio, más allá de la valla, posiblemente a unos cincuenta metros de allí. ¿Un animal atrapado? ¿Una rata en la maleza? ¿Una garduña? En cualquier caso, así de pequeño. Adamsberg se apoyó mejor contra el tronco, dobló las piernas, se balanceó suavemente para no dormirse, imaginó el trayecto de Émile desde Garches hasta allí en autostop, con camioneros poco escrupulosos con el aspecto del tipo si éste pagaba. Esa mañana, Émile llevaba por encima de su mono una cazadora ligera bastante grasienta, con las mangas todas deshilachadas. Volvió a ver las manos de Émile antes de recordar su frase. Sus dos manos frente a frente, con los dedos abiertos dibujando el volumen del perro. «Así de pequeño.» Adamsberg se enderezó y escuchó el lamento persistente. Así de pequeño. Su perro.

Progresando lentamente, se aproximó al lamento. A tres metros distinguió la pequeña masa blanca del perro, sus movimientos enloquecidos alrededor de un cuerpo.

– ¡Émile, mierda!

Adamsberg lo levantó por un hombro y aplicó sus dedos a la base del cuello. Latía. A través de las desgarraduras de la ropa, el perro lamía febrilmente el vientre del hombre, pasaba a su muslo, volvía a lamer, lanzaba su irrisorio quejido. Se interrumpió para observar a Adamsberg, emitió un gañido diferente que parecía decir: «Gracias por ayudarme, amigo». Y prosiguió su labor, arrancando tela del pantalón, lamiendo el muslo como si quisiera depositar en él la mayor cantidad posible de baba. Adamsberg encendió la linterna, iluminó el rostro de Émile, sudado y mugriento. Émile el Apaleador, caído, vencido, el dinero no hace la felicidad.

– No hables -ordenó Adamsberg.

Sosteniendo la cabeza con la izquierda, deslizó suavemente los dedos bajo la parte trasera del cráneo, lo exploró de arriba abajo, delante y detrás. No había herida.

– Cierra los párpados para decir «sí». ¿Sientes el pie? Estoy apretándotelo.

– Sí.

– ¿Y el otro? Te lo aprieto.

– Sí.

– ¿Ves mi mano? ¿Sabes quién soy?

– El comisario.

– Eso es, Émile. Estás herido en el vientre y en la pierna. ¿Lo recuerdas todo? ¿Te has peleado?

– Peleado no. Me han disparado. Cuatro tiros. Me han dado dos veces. Allá en la torre de aguas.

Émile tendió un brazo a la izquierda. Adamsberg escrutó la oscuridad, apagó la linterna. La torre de aguas se alzaba a un centenar de metros delante del bosque, el que Émile debió de recorrer arrastrándose hacia la valla hasta casi alcanzarla. El tirador podía volver.

– No hay tiempo de esperar una ambulancia. Vámonos inmediatamente.

Adamsberg palpó rápidamente la superficie de la espalda.

– Tienes suerte, la bala ha salido por el flanco sin tocar la columna. Traigo el coche en dos minutos. Di a tu perro que pare de gemir.

– Cierra el pico, Cupido.

Adamsberg aparcó con los faros apagados lo más cerca posible de Émile y bajó el respaldo del asiento del copiloto. Detrás, alguien había dejado una gabardina beige, seguramente la de la teniente Froissy, que siempre se vestía bastante estrictamente. La rasgó de varias cuchilladas, arrancó las mangas, cortó dos largas tiras, tropezó con los bolsillos internos y externos, llenos a rebosar. Adamsberg lo sacudió todo en la oscuridad, vio caer latas de paté, frutos secos, galletas, media botella de agua, caramelos, 25 el de vino en tetra brick y tres botellas de coñac para muñecas, como las que se encuentran en los bares de tren. Sintió compasión por la teniente, y luego gratitud. Las reservas neuróticas de Froissy iban a servir.

El perro, enmudecido, se apartó de las heridas para dejar trabajar a Adamsberg, dejándole el relevo. Adamsberg despejó rápidamente la herida ventral, limpia, puesto que la lengua de Cupido había limpiado bien los bordes, apartado la camisa, quitado la tierra.

– Ha hecho un buen trabajo, tu perro.

– La saliva de perro es antiséptica.

– No lo sabía -dijo Adamsberg rodeando las heridas con las tiras de gabardina.

– Tengo la impresión de que no sabes gran cosa.

– ¿Y tú? ¿Sabes cuántos brazos tiene Shiva? Sabía al menos que estarías aquí esta noche. Voy a llevarte, intenta no gritar.

– Me muero de sed.

– Después.

Adamsberg instaló a Émile en el coche, le estiró las piernas con precaución.

– ¿Sabes qué? -dijo-. Nos llevamos al perro.

– Sí -dijo Émile.

Adamsberg condujo sin luces durante cinco kilómetros y se detuvo sin apagar el motor en la entrada de un camino. Destapó la botella de agua, pero suspendió el gesto.

– No puedo darte de beber -dijo renunciando-. ¿Y si tuvieras el estómago agujereado?

Adamsberg embragó y salió a la carretera general.

– Tenemos 20 kilómetros antes de llegar al hospital de Châteaudun. ¿Crees que aguantarás?

– Hazme hablar, porque me da vueltas la cabeza.

– Fija la mirada hacia delante. Del tipo que te disparó ¿viste algo?

– No. Los disparos venían de detrás de la torre de aguas. Me esperaba, eso está claro. Cuatro balas, te he dicho, y sólo dos dieron en el blanco. No es un profesional. Me caí, lo oí venir corriendo. Me hice el muerto, trató de tomarme el pulso, de ver si había acabado conmigo. El hombre estaba aterrorizado, pero era capaz de meterme otras dos balas en el cuerpo para asegurarse.

– No te embales, Émile.

– Ya. Un coche se paró en el cruce y el hombre se asustó, salió disparado como una liebre. Esperé sin moverme, y me arrastré hasta la granja. No fuera que la palmara, para que Cupido no me esperara diez años. Esperar no es vida. ¿Cómo te llamas?

– Adamsberg.

– Esperar, Adamsberg, no es vida. ¿Tú ya has esperado alguna vez? ¿Has esperado mucho tiempo?

– Creo que sí.

– ¿Una mujer?

– Creo que sí.

– Pues no es vida.

– No -confirmó Adamsberg.

Émile se sobresaltó y se apoyó en la puerta.

– Ya sólo quedan once kilómetros -dijo Adamsberg.

– Habla tú, yo ya no puedo mucho.

– Quédate conmigo. Yo te hago preguntas, tú contesta sí o no. Como en el juego.

– Es al contrario -susurró Émile-. En el juego no hay que decir sí ni no.

– Tienes razón. El tipo te esperaba, está claro. ¿Habías dicho a alguien que ibas a la granja?

– No.

– ¿Sólo conocíamos el sitio el viejo Vaudel y yo?

– Sí.

– Pero ¿pudo Vaudel contar la historia del perro a alguien? ¿A su hijo, por ejemplo?

– Sí.

– No le serviría de nada matarte. Tu parte de herencia no sería suya si murieras. Lo dice el testamento.

– La furia.

– ¿Hacia ti? Seguramente. ¿Has hecho tú un testamento?

– No.

– ¿No tienes a nadie que herede? ¿No hay hijos, seguro?

– ¿No te ha confiado nada el viejo? ¿Papeles, expedientes, confesión, remordimientos?

– No. Igual te han seguido a ti también -expulsó Émile.

– Sólo lo sabía un hombre -dijo Adamsberg negando con la cabeza-. Un viejo español manco y sin coche. Y a él le dispararon hace tiempo.

– Ya sólo quedan tres kilómetros. También a ti te pudieron seguir desde el hospital de Garches. Tres coches de policía en la zona indicaban que andabas por allí. ¿Te escondiste en el hospital?

– Dos horas.

– ¿Dónde?

– En Urgencias. En la sala de espera, con todo el mundo.

– No es mala idea. ¿No viste a nadie seguirte al salir?

– No. Una moto quizá.

Adamsberg aparcó lo más cerca posible de la entrada de Urgencias, empujó los batientes de plástico amarillo, alertó a un interno agotado, sacó su carnet para acelerar el trámite. Al cabo de un cuarto de hora, Émile estaba en una camilla, con una vía en el brazo.

– No podemos quedarnos con el perro, señor -dijo una enfermera dándole la ropa de Émile metida en una bolsa.

– Lo sé -dijo Adamsberg apartando a Cupido de Émile-. Émile, escúchame bien: no aceptes ninguna visita, ni una sola. Avisaré a recepción. ¿Dónde está el cirujano?

– En el quirófano.

– Sobre todo dígale que conserve la bala que queda en la pierna.

– Un segundo -dijo Émile cuando la camilla se ponía en marcha-. Si la palmo, Vaudel me pidió una cosa si moría él.

– Ah, ¿lo ves?

– Pero sólo es una cosa de amor. Dijo que la mujer era vieja, pero que le haría ilusión de todos modos. Está cifrada, no confiaba en mí. Al morir él, yo tenía que echarla al buzón. Me hizo jurarlo.

– ¿Dónde está ese papel, Émile? ¿Y la dirección?

– En mi pantalón.

13

Las latas de paté, las galletas, el tretrabrick de vino imbebible, el coñac de muñecas, Adamsberg sólo pensaba en eso al ir hacia el parking. Un objetivo que en otro tiempo y otro lugar habría encontrado desolador, pero que en ese momento conformaba un nítido punto de belleza y de placer y focalizaba su energía. Instalado en la parte trasera del coche, dispuso las maravillas de Froissy en el asiento. Las conservas se abrían sin abrelatas, una pajita estaba pegada en el costado del cartón de vino, se podía confiar en el talento práctico de la teniente Froissy, que alcanzaba cimas en su especialidad de ingeniera de sonido. Untó el paté en una galleta, se lo metió todo en la boca, curiosa mezcla de dulce y salado. Otra para el perro, otra para él, hasta que las latas estuvieran vacías. No había problema entre el perro y él. Parecía claro que habían ido juntos a la guerra, su amistad podía prescindir de comentario y de pasado. Adamsberg perdonaba, pues, a Cupido su olor a estiércol y el que esa peste hubiera invadido el habitáculo. Le sirvió agua en el cenicero del coche y abrió el cartón de vino. El tintorro -pues no había otra palabra para designarlo- se derramó en su organismo, dibujándole al ácido todos los contornos de su sistema digestivo. Se lo bebió todo, bastante satisfecho de esa quemadura, tan verdad es que un sufrimiento leve hace que uno se sienta vivo. Tan verdad es que estaba feliz, feliz de haber encontrado a Émile antes de que éste se vaciara en la hierba acompañado por el lamento del perro. Feliz, casi eufórico, y se tomó el tiempo de admirar la perfección de las botellitas de coñac para muñecas antes de metérselas en el bolsillo.

Medio tendido en el asiento, tan a gusto como en el salón de un hotel, marcó el número de Mordent. Danglard sólo pensaba en los pies de su tío, y quería dejar dormir a Retancourt, que llevaba dos días sin parar. Mordent, en cambio, buscaba la acción para distraerse de su abatimiento, lo que explicaba probablemente su absurda precipitación de esa mañana. Adamsberg consultó sus relojes, de los cuales sólo uno brillaba en la noche. Más o menos la una y cuarto de la madrugada. Hacía una hora y media que había encontrado a Émile, dos y media que le habían disparado.

– Espero a que se despierte, Mordent, tómese su tiempo.

– Hable, comisario, no estaba durmiendo.

Adamsberg puso la mano sobre Cupido para que cesaran sus gañidos y escuchó el ligero ruido de fondo en el teléfono. Era un ruido de mundo exterior, no de apartamento. Coches circulando, paso de un camión. Mordent no estaba en su casa. Estaba plantado en una avenida desierta en Fresnes y miraba los muros.

– Tengo a Émile Feuillant, comandante. Tiene dos balas en el cuerpo, está en el hospital. La agresión tuvo lugar antes de las once a veinte kilómetros de Châteaudun, en pleno campo. Localíceme a Pierre Vaudel, compruebe si volvió a su casa.

– Normalmente sí, comisario. Debió de llegar a Aviñón hacia las siete de la tarde.

– Pero no estamos seguros; si no, no le pediría que lo comprobara. Hágalo ahora, antes de darle tiempo a repatriarse. No por llamada telefónica, podría haberla desviado. Mande a la policía de Aviñón.

– ¿Con qué motivo?

– Vaudel sigue estando bajo vigilancia, con prohibición de abandonar el territorio.

– No gana nada matando a Émile. Según el testamento, la parte de Émile va a su madre si él muere.

– Mordent, le estoy pidiendo que lo compruebe y que me mande la información. Llámeme en cuanto la tenga.

Adamsberg sacó la ropa de Émile, extirpó el pantalón pegado de sangre, extrajo el papel del bolsillo trasero derecho, intacto. Doblado en ocho y metido hasta el fondo. La escritura era aguda y bien formada, la de Vaudel padre. Una dirección en Colonia, Kirchstrasse 34, para la señora Absten Y luego: «Bewahre unser Reich, winderstehe, auf dass es unantastbar bleibe». Seguido de una palabra incomprensible escrita en mayúsculas: КИСЕЉЕВО. Vaudel amaba a una dama alemana. Tenían una palabra para ellos solos, como hacen los adolescentes.

Adamsberg se metió el papel en el bolsillo, decepcionado. Se tumbó en el asiento y se quedó instantáneamente dormido, con apenas tiempo para sentir que Cupido se había pegado a su vientre, con la cabeza puesta sobre su mano.

14

Llamaban a la ventanilla. Fuera, un tipo con bata blanca gritaba y hacía señas. Adamsberg se incorporó sobre un codo, atontado, las rodillas doloridas.

– ¿Algún problema? -preguntaba el hombre, tenso-. ¿Es suyo este coche?

A la luz del día -Adamsberg lo constató de una ojeada-, el coche presentaba todos los aspectos de un verdadero problema. Para empezar, él, con las manos cubiertas de sangre seca, la ropa terrosa y arrugada. Luego, el perro, con el morro sucio de haber lamido heridas, el pelo pegado. El asiento delantero manchado, la ropa de Émile en un hatillo sanguinolento y, dispersos aquí y allá, latas de conserva, trozos de galleta, el cenicero vacío, el cuchillo. En el suelo, el pack de vino aplastado y el revólver. Una pocilga de criminal huido. Otro hombre de bata blanca se aproximó. Muy alto, muy moreno y a la ofensiva.

– Lo sentimos, pero tenemos que intervenir. Mi colega llama a la policía.

Adamsberg tendió la mano hacia la puerta para bajar la ventana, consultando de paso sus relojes. Casi las nueve de la mañana, hostia puta, y nada lo había despertado, ni siquiera la llamada de Mordent.

– No intente salir -previno el más alto apoyándose en la puerta.

Adamsberg sacó su carnet, lo pegó a la ventanilla, y esperó hasta que la duda se apoderara de los enfermeros. Luego bajó la ventanilla y les entregó el carnet.

– Policía -dijo-. Comisario Adamsberg, Brigada Criminal. He traído a un hombre herido de bala hacia la una y cuarto de la madrugada. Émile Feuillant. Compruébenlo.

El más bajito marcó un número de tres cifras y se alejó para hablar.

– De acuerdo -dijo-, lo confirman. Puede salir.

Adamsberg desentumeció sus rodillas y hombros en el parking, se frotó descuidadamente la chaqueta.

– Parecía que hubiera habido follón -dijo el alto repentinamente curioso-. Se encuentra usted en un estado lamentable. No podíamos adivinar.

– Lo siento. Me quedé dormido sin darme cuenta.

– Tenemos duchas y algo para desayunar si quiere. En cambio -prosiguió considerando su pinta, y posiblemente al propio Adamsberg-, para el resto no podemos hacer nada.

– Gracias. Acepto el ofrecimiento.

– Pero el perro no puede entrar.

– ¿No puedo llevármelo para lavarlo?

– Lo siento.

– Muy bien. Aparco a la sombra y voy con ustedes.

En contraste con el aire exterior, la pestilencia del coche era sobrecogedora. Adamsberg llenó de agua el cenicero, explicó a Cupido que volvería, cogió su arma y su funda. Era uno de los coches preferidos de Justin el meticuloso, de modo que ya podía limpiarlo a fondo antes de devolverlo.

– No es culpa tuya, pero apestas -dijo al perro-. Pero aquí todo apesta, y yo también. Así que tú tranquilo.

Bajo la ducha, Adamsberg se dio cuenta de que no tenía que lavar a Cupido. Olía a perro, pero también a barro de la granja y, sutilmente, a estiércol. Podía tener pegotes adheridos al pelo. Se puso la ropa sucia pero frotada lo mejor posible y se fue a la enfermería. El café esperaba en el termo, había mermelada y pan.

– Nos hemos informado -dijo el enfermero alto y moreno, que se llamaba André según la placa que llevaba en la solapa-. Aparentemente, es una fuerza de la naturaleza, había perdido mucha sangre. Estómago perforado, psoas iliaco desgarrado, pero la bala ha rozado el hueso sin romperlo. Todo ha ido bien, no hay problema a la vista. ¿Han intentado matarlo?

– Bien -dijo el enfermero con una especie de satisfacción.

– ¿En cuánto tiempo podremos transportarlo? Tengo que trasladarlo.

– ¿Algo va mal con este hospital?

– Al contrario -dijo Adamsberg acabándose el café-. Pero el que haya querido matarlo lo buscará aquí.

– Entendido -dijo André.

– Y nadie está autorizado a hacerle visitas. Ni flores, ni regalos. Que no entre nada en su habitación.

– Entendido, cuente conmigo. El gastrointestinal es mi pasillo. Supongo que el médico autorizará el traslado de aquí a un par de días. Pregunte por el doctor Lavoisier.

– ¿Lavoisier como Lavoisier?

– ¿Lo conoce?

– Si estaba en Dourdan hace tres meses, sí. Sacó a una de mis tenientes del coma.

– Acaban de destinarlo aquí de cirujano jefe. Hoy no podrá verlo, ha tenido cuatro operaciones esta noche, está descansando.

– Háblele de mí, sobre todo de Violette Retancourt, ¿lo recordará? Y dígale que cuide de este Émile y que le encuentre un sitio con toda discreción.

– Entendido -repitió el enfermero-. Se lo cuidaremos, a ese Émile. Aunque tiene pinta de ser un cabrón de cuidado.

– Lo es -confirmó Adamsberg estrechándole la mano.

Adamsberg volvió a encender su móvil en el parking. No quedaba batería. Volvió al hospital, marcó el número de la Brigada desde un teléfono público. El cabo Gardon estaba en recepción, un poco bobo, siempre diligente, con el corazón en la mano, pero no estaba hecho para el oficio.

– ¿Está Mordent por allí? Pásemelo, Gardon.

– Si me permite, comisario, tenga cuidado con él. Esta noche su hija se ha golpeado la cabeza contra la pared hasta hacerse sangre. Nada grave, pero el comandante está hecho un zombi.

– ¿A qué hora ha sucedido?

– Hacia las cuatro, creo. Me lo dijo Noël. Le paso al comandante.

– ¿Mordent? Adamsberg. ¿Me ha llamado?

– No, lo siento muchísimo, comisario -dijo Mordent con voz hueca-. Los chicos de Aviñón no querían darse prisa, la verdad es que gritaban que tenían otra cosa que hacer con dos accidentes de carretera y un tipo que se había subido a la muralla con un fusil. Desbordados.

– Joder, Mordent, haber insistido. Homicidio y toda la pesca.

– Ya lo hice, pero no me han llamado hasta las siete de la mañana, hora de la visita domiciliaria. Vaudel estaba en su casa.

– ¿Su mujer también?

– Qué le vamos a hacer, comandante, qué le vamos a hacer.

Adamsberg se fue al coche, malhumorado, abrió por completo las ventanillas y se sentó pesadamente al volante.

– A las siete -dijo al perro-; por supuesto, Vaudel habría tenido tiempo de sobra de volver a su casa. O sea que no lo sabremos nunca. Ha habido falta, Mordent no ha insistido, de eso puedes estar seguro. Tiene la cabeza en otro sitio, flotando como un globo, impulsado por los vientos de la angustia. Ha dado la instrucción a Aviñón y se ha lavado las manos. Habría debido anticiparlo, comprender que Mordent está incapacitado hasta ese punto. Incluso Estalère lo habría hecho mejor.

Cuando entró al cabo de dos horas en los locales de la Brigada con el perro en brazos, nadie lo saludó realmente. Reinaba una excitación particular que propulsaba a los agentes a través de las salas como objetos mecánicos de ritmo desajustado, se extendía un olor de sudor matinal. Se cruzaban sin verse del todo, intercambiaban palabras abreviadas, parecían evitar al comisario.

– ¿Algún acontecimiento? -preguntó a Gardon, que no parecía afectado por la perturbación.

Por lo general, las perturbaciones alcanzaban al cabo con varias horas de retraso y muy amortiguadas, igual que el viento de Bretaña viene a amainar en París.

– Eso del periódico -explicó-. Y lo del laboratorio, creo.

– Muy bien, Gardon. El coche beige, el 9, hay que mandarlo a limpiar. Pida el especial: sangre, barro, desorden general.

– Creo que va a haber un problema gordo.

– No pasa nada, las fundas están plastificadas.

– Hablo del perro. ¿Ha recogido un perro por ahí?

– Sí. Es un portador de estiércol.

– Pues se va a armar, con el gato. No veo cómo vamos a controlar eso.

Adamsberg se sintió casi envidioso. Gardon tenía en común con Estalère el no utilizar ninguna escala de gravedad, de ser incapaz de clasificar los elementos por orden de importancia. Y eso que el cabo había visto como los demás el revolcadero de Garches. A menos que fuera su manera de protegerse y, en ese caso, sin duda tenía razón. Razón también de preocuparse por la convivencia del perro y el gato. Pese a que el enorme y apático gato macho que vivía en la Brigada no estaba predispuesto a la acción, derretido sobre la tapa tibia de una de las fotocopiadoras. Tres veces al día y por turnos, los agentes de la Brigada, prioritariamente Retancourt, Danglard y Mercadet, este último muy sensible a la hipersomnia del gato, tenían que llevar a la bestia de once kilos hasta su plato y quedarse junto a ella mientras comía. Por esa razón habían acabado instalando una silla junto al cuenco, para que los agentes pudieran continuar su trabajo sin impacientarse ni presionar al gato.

El dispositivo había sido colocado junto a la sala de la máquina de bebidas, y sucedía a veces que hombres, mujeres y bestia bebieran juntos en el expendedor de agua. Alertado de esta deriva, el inspector divisionario Brézillon había exigido la partida inmediata del animal, en papel oficial. Cuando llevaba a cabo su visita semestral de inspección -concebida esencialmente para joder al personal, dado los resultados indiscutibles de la Brigada-, se guardaban prontamente las colchonetas que servían de catre a Mercadet, las revistas de ictiología de Voisenet, las botellas y diccionarios de griego de Danglard, las revistas pornográficas de Noël, los víveres de Froissy, la caja y el cuenco del gato, los aceites esenciales de Kernorkian, el walkman de Maurel, los cigarrillos de Retancourt, y ello hasta que el lugar se volviera perfectamente operativo e insoportable.

En esa fase de depuración, el gato planteaba un problema, maullando terriblemente en cuanto trataban de encerrarlo en un armario. Así, uno de los hombres se lo llevaba al patio trasero y esperaba, en uno de los coches, a que se fuera Brézillon. Por fortuna, Adamsberg se había negado por adelantado a hacer desaparecer las grandes cuernas de ciervo que yacían en el suelo de su despacho, arguyendo que se trataba de la pieza clave de una investigación2. A medida que pasaba el tiempo, tres años desde que los veintiocho agentes estaban instalados en los locales, la operación de camuflaje resultaba cada vez más larga y ardua. La presencia de Cupido no arreglaba las cosas, pero en principio estaba allí sólo a título provisional.

Ver, de la misma autora, La tercera virgen (Siruela, 2008).

15

Sólo cuando Adamsberg estuvo en el centro los demás repararon realmente en su ropa sucia, sus mejillas barbudas, el perrillo lleno de pegotes en sus brazos. Un círculo desordenado de sillas se organizó espontáneamente en torno a él. El comisario resumió la noche: Émile, la granja, el hospital, el perro.

– ¿Usted sabía adónde iba, y me dejó correr? -protestó Retancourt.

– No recordé lo del perro hasta mucho después -mintió Adamsberg-. Después de la visita del médico de Vaudel.

Retancourt hizo un ademán de cabeza que indicaba que no se lo creía.

– ¿Qué información da el médico? -preguntó Justin con su vocecilla atiplada.

– De momento no nos dice más sobre Vaudel que nosotros sobre el crimen. Batalla del secreto profesional, nuestras posiciones no se mueven.

– Si se acaba el secreto, batalla terminada -dijo Kernorkian con voz inaudible.

– El médico afirma de todos modos que Vaudel tenía enemigos, pero seguramente imaginarios. Sabe más de lo que dice. El hombre sabe de su oficio, es capaz de recolocar una mandíbula para que vuelva a mamar.

– ¿A Vaudel?

Adamsberg no tuvo ganas de mirar a Estalère, a veces parecía que el cabo lo hacía a propósito. Pero lanzó una mirada a Maurel, que tomaba notas rápidamente en su libreta. Se había enterado de que Maurel apuntaba las meteduras de pata de Estalère para hacer un florilegio, manía que a Adamsberg no le parecía inocente. Maurel sorprendió su mirada y cerró la libreta.

– ¿Se ha comprobado que Pierre hijo estaba en Aviñón en el momento de la agresión a Émile? -preguntó Voisenet.

– De eso se ha encargado Mordent. Pero la pasma de Aviñón se lo ha tomado con pachorra y han llegado tarde.

– Mierda, habría que haber insistido.

– Ha insistido -interrumpió Adamsberg en defensa de Mordent y de su cabeza-globo perdida por los aires-. ¿Dice Gardon que hay resultados del laboratorio?

Danglard se levantó automáticamente. La memoria, el saber y el espíritu sintético del comandante lo predisponían para hacer los resúmenes de los informes científicos. Un Danglard casi erguido, con casi buena cara, la expresión casi animada, regenerado por su segunda inmersión en el clima británico.

– En lo referente al cuerpo, se cree que fue despedazado en cuatrocientos sesenta trozos aproximadamente, de los cuales casi trescientos fueron posteriormente reducidos a papilla o casi. Algunos fueron cortados con hacha, otros con sierra circular, apoyándose en un tajo de madera. Las muestras revelan la presencia de astillas cuando se usó el hacha, o de polvo de madera cuando se usó la sierra. El mismo tajo sirvió para las operaciones de aplastamiento. Los elementos de mica y cuarzo incrustados en la carne indican que el asesino ponía el trozo en el tajo, con una piedra de granito encima que golpeaba con un mazo. Fueron objeto de tratamiento intenso todas las articulaciones, tobillos, muñecas, rodillas, codos, cabezas de húmeros, fémures, así como los dientes, pulverizados, y los pies, al nivel de los tarsos y metatarsos. Las falanges de los pulgares de los pies también fueron trituradas, pero no las de los demás dedos, de 2 a 5. Las partes menos estropeadas son las manos, salvo los carpianos, y partes de huesos largos, el iliaco, el isquión, las costillas, el esternón.

Adamsberg no tuvo tiempo de captarlo todo y alzó una mano inútil para detener el raudal del informe. Concentrado, Danglard seguía.

– El raquis sufrió un tratamiento diferenciado: las sacras y las cervicales fueron claramente más atacadas que las lumbares y dorsales. Entre las cervicales, no queda casi prácticamente nada del atlas y del axis. El hioides ha quedado preservado, las clavículas apenas tocadas.

– Un momento, Danglard -interrumpió Adamsberg al observar el extravío en los rostros, algunos de los cuales ya habían abandonado-. Vamos a dibujarlo, quedará más claro para todo el mundo.

Adamsberg era excelente en dibujo, capaz de hacer que todo saliera de sus manos en unos cuantos trazos desenvueltos y perfectos. Pasaba largos ratos garabateando, de pie, en una libreta o en un papel apoyado en el muslo, con mina de plomo, tinta o carboncillo. Sus esbozos y bosquejos estaban por todas partes en los despachos, abandonados por el comisario en el trascurso de sus idas y venidas. Algunos, admirados, se los quedaban discretamente, como Froissy, Danglard o Mercadet, pero también Noël, que jamás lo habría reconocido. Adamsberg trazó rápidamente en la pizarra blanca los contornos de un cuerpo y su esqueleto, uno de frente y otro de espaldas, y pasó los rotuladores a Danglard.

– Marque en rojo las partes más destrozadas, en verde las menos estropeadas.

Danglard ilustró lo que acababa de exponer, y añadió rojo en el cráneo y los órganos genitales, verde en las clavículas, las orejas, los glúteos. Una vez coloreado el dibujo, expresaba una lógica aberrante pero indudable, que demostraba que el asesino había decidido destruir o salvar de un modo no aleatorio. Y el sentido de esa extravagancia no era accesible.

– En lo referente a los órganos, también se detecta una selección -prosiguió Danglard-. Los intestinos, el estómago y el bazo no interesaron al asesino, tampoco los pulmones ni los riñones. Se centró en el hígado, el corazón y el cerebro, del cual una parte fue quemada en la chimenea.

Danglard dibujó tres flechas que partían del cerebro, del corazón y del hígado, sacándolos del cuerpo.

– Es una destrucción de su espíritu -aventuró Mercadet, rompiendo el silencio un tanto aturdido de los agentes, cuyas miradas se habían quedado prendidas de los dibujos.

– ¿El hígado? -dijo Voisenet-. ¿Para ti el hígado es el espíritu?

– Mercadet tiene razón -dijo Danglard-. Antes de la cristiandad, pero también más tarde, se creía en la presencia de varias almas en un cuerpo: spiritus, animus y anima. El espíritu, el alma y el movimiento, que podían alojarse en diferentes partes del cuerpo, como, precisamente, el hígado y el corazón, sedes del miedo y de la emoción.

– Ah -concedió Voisenet, pues todo el mundo consideraba que el saber de Danglard no era discutible.

– En cuanto a la destrucción de las articulaciones -dijo Lamarre con su rigidez habitual-, ¿sería para que el cuerpo ya no funcionara? ¿Como si se rompieran los engranajes?

– ¿Y los pies? ¿Por qué los pies y no las manos?

– Igual -dijo Lamarre-, ¿para que no ande?

– No -dijo Froissy-. Eso no explica el pulgar. ¿Por qué destruye sobre todo el pulgar?

– Pero ¿qué estamos haciendo? -preguntó Noël levantándose-. ¿Qué demonios hacemos buscando buenas razones plausibles a toda esta mierda? No hay buenas razones. Hay la del asesino, y no podemos tener la menor idea de cuál es, ni el menor atisbo.

Noël volvió a sentarse, y Adamsberg asintió.

– Es como el tipo que se comió el armario.

– Sí -aprobó Danglard.

– ¿Para qué? -preguntó Gardon.

– Precisamente. No lo sabemos.

Danglard volvió a la pizarra y destapó una hoja de papel en blanco.

– Peor aún -prosiguió-, el asesino no dispuso los elementos de cualquier manera. El doctor Romain tenía razón, los dispersó. Sería una pesadez dibujarlo todo, ya verán la repartición espacial en el informe. Por poner un ejemplo, una vez separados y aplastados los cinco metatarsos, el asesino los lanzó a los cuatro rincones del salón. Lo mismo con cada parte del cuerpo, dos trozos aquí, uno allá, otro en otra parte, otros dos bajo el piano.

– Igual es un tic -dijo Justin-. O una chifladura. El tipo lo tira todo en círculo a su alrededor.

– No hay una buena razón -repitió Noël rezongón-. Estamos perdiendo el tiempo. De nada sirve interpretar. El asesino está rabioso, lo destroza todo, se ensaña aquí y allí, no sabemos por qué y nos atenemos a eso. A la ignorancia.

– Una rabia capaz de arder durante horas -precisó Adamsberg.

– Precisamente -dijo Justin-. Si la ira no se apaga, es quizá la razón de esa carnicería. El asesino no puede detenerse, quiere seguir y seguir, y todo acaba en puré. Es como uno que bebe hasta caer redondo.

O que se rasca la picadura de araña, pensó Adamsberg.

– Pasemos al material -dijo Danglard.

Una llamada lo interrumpió, el comandante se alejó casi con viveza, aplastando el teléfono contra su oreja. Abstract, diagnosticó Adamsberg.

– ¿Lo esperamos? -preguntó Voisenet.

Froissy se revolvió en su silla. La teniente se alarmaba por la hora de la comida -ya eran las dos treinta y cinco-, se retorcía en su asiento. Todos sabían que la idea de saltarse una comida desencadenaba en ella una reacción de pánico, y Adamsberg había pedido a los agentes que tuvieran cuidado con eso porque, en tres ocasiones en plena misión, Froissy se había desmayado de miedo.

16

Se reunieron en un barucho mugriento al final de la calle, El Cubilete, porque a esas horas la elegante Brasserie des Philosophes, que estaba enfrente, no servía, puesto que sólo funcionaba a las horas convencionales. Según el humor de cada cual y su dinero, podía, con sólo cruzar la calle, optar por la vida burguesa o proletaria, pensarse rico o pobre, elegir el té o el vaso de tintorro.

El dueño distribuyó catorce bocadillos -sólo quedaban de gruyère, no se podía escoger- y otros tantos cafés. Sin preguntar a nadie, puso tres jarras de tinto en la mesa, no le gustaban los clientes que rechazaban su vino, cuyo origen era, por lo demás, desconocido. Danglard decía que era un mal Côtes-du-Rhône, y lo creían.

– El pintor que se suicidó en la cárcel, ¿han avanzado? -preguntó Adamsberg.

– No ha habido tiempo -dijo Mordent rechazando su bocadillo-. Mercadet se pone a ello esta tarde.

– El estiércol, los pelos, el pañuelo, las huellas, ¿qué han dicho?

– Son estiércoles diferentes, es verdad -dijo Justin-. El de Émile no se corresponde con los pegotes del salón.

– Que tomen muestras del perro para comparar -dijo Adamsberg-. Hay un noventa por ciento de posibilidades de que Émile lo trajera de la granja.

Cupido estaba detrás de sus piernas. Adamsberg no había intentado todavía ningún cara a cara con el gato.

– Apesta ese perro -dijo Voisentet al final de la mesa-. Apesta hasta aquí.

– Primero las muestras, luego lo lavamos.

– Lo que quiero decir -insistió Voisenet- es que apesta de verdad.

– Cierra el pico -dijo Noël.

– En cuanto a las huellas, no hay sorpresas -prosiguió Justin-. Por toda la casa son las de Vaudel y Émile, muchas de las de éste en la mesa de juego, en el manto de la chimenea, las manecillas de las puertas, la cocina. Émile limpiaba concienzudamente, no hay muchas huellas, los muebles están limpios. No obstante, tenemos una mala huella de Pierre hijo en el escritorio, otra bastante buena en el respaldo de una silla. Debía de acercarla a la mesa cuando trabajaba con su padre. Cuatro dedos masculinos desconocidos en la habitación, sobre la trampa del secreter.

– El médico -dijo Adamsberg-. Debía de pasar consulta en ese cuarto.

– Por último, otra mano de hombre en la cocina y una de mujer en un mueble del cuarto de baño.

– Ya está -dijo Noël-. Una mujer en casa de Vaudel.

– No, Noël. No hay ninguna huella de mujer en su habitación. Los vecinos aseguran que apenas salía. Hacía que le entregasen las compras a domicilio y recibía allí a la peluquera, al banquero y al sastre de la avenida. Lo mismo para sus aparatos telefónicos, nada personal. El hijo, una o dos veces al mes. Y aún era el joven el que hacía el esfuerzo de llamar. Su conversación más larga fue de cuatro minutos y dieciséis segundos.

– ¿Ninguna llamada de Colonia? -preguntó Adamsberg.

– ¿Alemania? No, ¿por qué?

– Parece que Vaudel amó hace tiempo a una anciana alemana. Una tal señora Abster, en Colonia.

– Eso no le impedía acostarse con la peluquera.

– No he dicho eso.

– No, no hay visitas de mujeres, los vecinos están seguros. Y en esa puta avenida, lo saben todo unos de otros.

– ¿Cómo sabe lo de la señora Abster?

– Émile me confió un mensaje de amor que tenía que mandar por correo si Vaudel moría.

– ¿Qué decía?

– Está en alemán -dijo Adamsberg sacándoselo del bolsillo y poniéndolo en la mesa-. Froissy, ¿puede hacer algo?

Froissy examinó el mensaje, frunció las cejas.

– Significa más o menos: «Guarda nuestro reino, resiste siempre, fuera de todo alcance mantente».

– Era un amor contrariado -juzgó Voisenet-. Ella estaba casada con otro.

– Pero la palabra en mayúsculas del final -dijo Froissy- no está en alemán.

– Es un código entre ellos -dijo Adamsberg-. Una referencia a un momento que sólo ellos dos conocían.

– Sí -confirmó Noël-, una palabra secreta. Es ridículo, pero a las mujeres les gusta y a los hombres les cansa.

Froissy preguntó un tanto rápido quién quería más café, se alzaron varias manos, y Adamsberg pensó que ella también inventaba palabras cifradas y que Noël la había herido. Porque además tenía muchos amantes, aunque los perdía a velocidad récord.

– A Vaudel no le pareció ridículo -dijo Adamsberg.

– Puede que sea un código -prosiguió Froissy bajando el rostro hacia el papel-, pero en todo caso es ruso. КИСЛОВА son letras cirílicas. Lo siento, no sé ruso. No hay mucha gente que sepa ruso.

– Yo, un poco -dijo Estalère.

Se hizo un silencio asombrado del que el joven no fue consciente, ocupado como estaba en dar vueltas al azúcar en la taza.

– ¿Por qué sabes ruso? -preguntó Maurel como si Estalère hubiera cometido una mala acción.

– Porque intenté aprenderlo. Sólo sé pronunciar las letras.

– Pero ¿por qué intentaste aprender ruso y no español?

– Pues así, porque sí.

Adamsberg le dio el mensaje, y Estalère se concentró. Incluso cuando se concentraba sus ojos verdes no se entornaban. Los mantenía muy abiertos y sorprendidos ante el mundo.

– Si pronunciamos bien todo -dijo- sería una cosa como kislov. Entonces, si fuera un código amoroso, nos daría kisslove. KISS LOVE, Besos Amor. ¿No?

– Perfecto -aprobó Froissy.

– Bien pensado -dijo Noël tomando el papel-. Es excelente para ponerlo al final de una carta para intrigar a las mujeres.

– Creía que no querías códigos -dijo Justin con su voz de falsete.

Noël devolvió la carta a Adamsberg con una mueca. Danglard entraba en el café, se hacía un sitio en la mesa, jadeante y con las mejillas coloradas. Una conversación que ha transcurrido con éxito, estimó Adamsberg. Ella vendrá a París, él está bajo shock, casi asustado.

– Todo esto, estiércol o mensaje de amor, es accesorio -dijo Noël-. Seguimos sin ir al grano. Es como los pelos de perro del sillón: largos, blancos, tipo pastor de los Pirineos, el tipo de bestia que te ducha de arriba abajo de un solo lengüetazo. ¿Para qué nos sirve? Para nada.

– Para completar la información del pañuelo -dijo Danglard.

Hubo un nuevo silencio, algunos brazos se cruzaron, algunas miradas pasaron de reojo. Allí estaba, comprendió Adamsberg, la causa.de la agitación de esa mañana.

– Vamos allá -dijo.

– El pañuelo de papel era reciente -explicó Justin-. Y había algo en él.

– Una micro-gota de sangre perteneciente al viejo -dijo Voisenet.

– Y había algo más.

– Mocos.

– O sea ADN a punta de pala.

– Quisimos avisarle anoche, cuando nos enteramos, y luego a las ocho de la mañana. Pero llevaba el móvil apagado.

– Sin batería.

Adamsberg examinó sus rostros uno a uno y se sirvió medio vaso de vino, rompiendo con su costumbre.

– Cuidado -previno discretamente Danglard-, es un Cotes desconocido.

– A ver si entiendo -dijo Adamsberg-. El moco no es de Vaudel padre, ni de Vaudel hijo, ni de Émile. ¿Es eso?

– Afirmativo -susurró Lamarre, que, como antiguo gendarme que era, no lograba deshacerse de la terminología militar.

Y a quien, como normando que era, costaba mucho mirar a Adamsberg a los ojos.

Adamsberg bebió un trago, lanzó una mirada a Danglard para confirmarle que, efectivamente, el vino era bastante rudo. Aun así, nada comparable al tetrabrick que se había cepillado con pajita. Se preguntó por un instante si ese vinacho no sería la causa de su letargo de bruto en el coche cuando cinco o seis horas de descanso le bastaban. Cogió un trozo de sándwich que quedaba en la mesa -el de Mordent- y lo desmigajó debajo de la silla.

– Es para el perro -explicó.

Se inclinó hacia el suelo, verificó que a Cupido le gustaba el pan y volvió a sus agentes, trece pares de ojos que convergían en él.

– O sea que es el ADN de un desconocido, y es el ADN del asesino. Comprobaron sin convencimiento los datos del ADN y lo encontraron. Tienen el apellido del asesino, tienen su nombre, tienen su rostro.

– Sí -confirmó Danglard a media voz.

– ¿Y su domicilio?

– Sí -repitió Danglard.

Adamsberg comprendía que ese éxito tan rápido los turbara, que los emocionara incluso, como si aterrizaran sin preparación, pero la sensación de incomodidad generalizada, incluso de falta, lo desconcertaba. El tren había descarrilado en algún momento.

– O sea que tenemos su dirección -prosiguió Adamsberg-, quizá su profesión, su lugar de trabajo. Sus amigos, su familia. El hecho se conoce sólo desde hace unas quince horas. Se localizan los lugares que frecuenta, se avanza sin hacer ruido, no se puede fallar.

A medida que iba hablando, Adamsberg sabía que estaba completamente equivocado. Iban a fallar, ya habían fallado.

– No se puede fallar -repitió-, salvo si él sabe que ha sido localizado.

Danglard depositó sobre las rodillas su bolsa abultada, deformada por las botellas que solía colocar al fondo. Sacó un montón de periódicos, eligió uno y puso la primera plana ante los ojos de Adamsberg.

– Lo sabe de sobra -dijo con voz hastiada.

17

El doctor Lavoisier escrutaba a su paciente con aire severo, como si le reprochara ese desatino. Porque este violento acceso de fiebre no estaba programado. Una inflamación del peritoneo que mermaba gravemente sus posibilidades de curación. Antibióticos en altas dosis, cambio de sábanas cada dos horas. El médico dio varias veces palmadas en las mejillas a Émile.

– Abra los ojos, hombre, tiene que aferrarse.

Émile obedeció con dificultad y miró al hombrecillo de blanco, silueta oronda un poco confusa.

– Doctor Lavoisier, como Lavoisier, simplemente -se presentó el médico-. Mantenga el rumbo -dijo dándole de nuevo palmadas en la mejilla-. ¿Se ha tragado algo a escondidas? ¿Alguna bola de papel, alguna prueba?

Émile sacudió la cabeza de izquierda a derecha. Negativo.

– Ya está bien de bromas. Me importa un rábano a lo que se dedique usted. A mí lo que me interesa es su estómago, no usted. ¿Se entera? Puede haber degollado a sus ocho abuelitas, eso no cambiaría nada del problema que tengo con su estómago. ¿Entiende el punto de vista? Pieza suelta en cierto modo. Bueno, ¿qué? ¿Se ha tragado algo?

– Vino -susurró Émile.

– ¿Cuánto?

Émile hizo un gesto con el pulgar y el índice que significaba aproximadamente cinco centímetros.

– Será el doble o el triple, ¿no? -dijo Lavoisier-. Al menos ya está claro, eso me ayudará. Porque a mí, ya lo ve, me importa un rábano que mame. Pero no ahora. ¿De dónde ha sacado ese vino? ¿De debajo de la cama de algún coinquilino?

Nuevo signo negativo, esta vez ofendido.

– No bebo tanto. Pero me venía bien, para agitarme la sangre.

– Ah, ¿eso cree? Pero ¿de dónde sale usted, vamos a ver?

– Alguien me lo dijo.

– ¿Quién? ¿Su compañero? ¿El de la úlcera?

– No me lo habría creído, es demasiado gilipollas.

– Es verdad, es demasiado gilipollas -reconoció Lavoisier-. Entonces ¿quién?

– Bata blanca.

– Imposible.

– Bata blanca, con mascarilla.

– Ningún médico lleva mascarilla en este piso. Ni enfermero, ni camillero.

– Bata blanca. Me hizo beber.

Lavoisier cerró el puño y recordó las estrictas consignas de Adamsberg.

– De acuerdo -dijo levantándose-. Llamo a su amigo el madero.

– El madero -dijo Émile tendiendo la mano-. Si palmo, no lo he dicho todo.

– ¿Quiere que le transmita un mensaje? ¿A Adamsberg?

– Sí.

– Diga. Tómese su tiempo.

– La palabra cifrada. También en una tarjeta postal. Igual.

– De acuerdo -dijo Lavoisier inscribiendo sus palabras en la hoja de temperatura-. ¿Eso es todo?

– El perro cuidado.

– ¿Cuidado con qué?

– Alérgico al pimiento.

– ¿Eso es todo?

– Sí.

– No se atormente. Le diré todo esto.

Una vez en el pasillo, Lavoisier llamó al moreno alto -André- y al bajito -Guillaume.

– A partir de ahora, se relevarán delante de su puerta por turnos sin interrupción. Un hijo de puta le ha hecho ingerir algo mezclado con el vino. Una bata blanca, una mascarilla, así de fácil. Lavado de estómago inmediato, avise al anestesista y al doctor Venieux. O cuela o se jode la cosa.

18

Danglard había pedido quedarse a solas con Adamsberg en el café. Estaba reuniendo los periódicos diseminados por la mesa. El más explícito publicaba una foto del asesino en primera plana, un moreno de rostro anguloso, cejas pobladas que formaban una sola barra a través de la frente, tabique nasal preciso, barbilla huidiza, ojos grandes, sin luz: «El monstruo despedaza el cuerpo de su víctima».

– ¿Por qué no me lo dijo cuando llegué? -preguntó Adamsberg-. Lo del ADN, lo de la filtración a la prensa…

– Esperábamos el último minuto -dijo Danglard torciendo el gesto-. Teníamos la esperanza de echar el guante al asesino en lugar de anunciarle a usted este naufragio.

– ¿Por qué ha pedido a los demás que se vayan?

– La filtración viene de la Brigada, no del laboratorio ni del archivo. Lea el artículo, hay detalles que sólo conocíamos nosotros. Lo único que no publican, y por los pelos, es la dirección del asesino.

– ¿Dónde es?

– En París, calle Orderer 182, en el 18. No lo localizamos hasta las once. El equipo salió inmediatamente. Por supuesto, ya no había nadie en el piso.

Adamsberg alzó las cejas.

– Allí vive Weill, en el 182.

– ¿Nuestro Weill? ¿El inspector de división?

– El mismo.

– ¿Qué opina? ¿Que el asesino lo hizo a propósito? ¿Que le hacía gracia vivir a dos pasos de un madero?

– Incluso rozar el peligro, relacionarse con Weill. Es fácil: Weill hace mesa abierta en su casa los miércoles, de alta calidad y muy frecuentada.

Weill era, si no un amigo, al menos uno de los pocos protectores de Adamsberg en el Quai des Orfèvres [2]. Había abandonado el terreno so pretexto de dolores de espalda agravados por el sobrepeso, en realidad porque necesitaba tiempo para dedicarse al arte del cartel en el siglo XX, del que se había convertido en experto mundial. Adamsberg iba a cenar a su casa dos o tres veces al año, bien fuera para resolver algún asunto, o para escucharlo glosar, tendido en un canapé raído que había pertenecido a Lampe, el ayuda de cámara de Emmanuel Kant. Weill le contó que, cuando Lampe se quiso casar, Kant lo echó, con su canapé, y colgó este mensaje en la pared: «Recuerda olvidar a Lampe». A Adamsberg lo dejó asombrado, porque él habría escrito más bien: «Recuerda no olvidar a Lampe».

Puso la mano sobre la foto del joven, con los dedos separados, como para retenerlo.

– ¿Nada en su piso?

– Nada, evidentemente. Ha tenido todo el tiempo de largarse.

– En cuanto salieron las noticias de la mañana.

– Quizá antes. Alguien pudo llamarlo y decirle que se fuera. En ese caso, la publicación en la prensa serviría sólo para cubrir la operación.

– ¿Qué es lo que supone? ¿Que el tipo tiene un hermano, un primo, una amante entre nosotros? Es absurdo. ¿Un tío? ¿Otro tío?

– No es necesario llegar tan lejos. Alguno de nosotros habrá hablado a alguien que a su vez habrá hablado a alguien. Garches es una historia dura, uno siente necesidad de desahogarse.

– Suponiendo que fuera verdad, ¿para qué dar el nombre del tipo?

– Porque se llama Louvois. Armel Guillaume François Louvois. Tiene gracia.

– ¿Qué es lo que tiene gracia, Danglard?

– El nombre, François Louvois, como el marqués de Louvois.

– ¿Qué tiene que ver, Danglard? ¿Era un asesino?

– Necesariamente. Fue el gran reorganizador de los ejércitos de Luis XIV.

Danglard había soltado el periódico, y sus manos blandas danzaron en el espacio, revoloteando por los aires del saber.

– Y un diplomático devastador y brutal. A él se deben las dragonadas contra los hugonotes, que no es moco de pavo.

– Francamente, Danglard -interrumpió Adamsberg poniéndole una mano en el brazo-, me asombraría que uno solo de nosotros supiera algo sobre ese François Louvois y que, además, le encuentre gracia.

Danglard suspendió la danza, y su mano volvió a posarse, decepcionada, sobre el periódico.

– Lea el artículo.

Tras la llamada preocupada de un jardinero, los policías de la Brigada Criminal del comisario Jean-Baptiste Adamsberg penetraron el domingo por la mañana en una apacible casa de Garches para descubrir el cuerpo atrozmente mutilado del propietario, Pierre Vaudel, periodista jubilado de setenta y ocho años. Todavía conmocionados, sus vecinos declaran no entender el móvil de la agresión bestial de que el hombre fue víctima. Según nuestras informaciones, el cuerpo de Pierre Vaudel habría sido desmembrado y, colmo del horror, machacado y dispersado por la casa, transformada en teatro sangriento. Los investigadores descubrieron rápidamente indicios susceptibles de identificar al maniaco homicida, entre otros un pañuelo de papel. El análisis del ADN realizado en el plazo más breve dio el nombre del presunto asesino. Se trataría de Armel Guillaume François Louvois, veintinueve años, joyero. El hombre estaba fichado por un delito de agresión sexual colectiva a dos menores cometido hace doce años con otros tres cómplices.

Adamsberg se interrumpió para contestar al teléfono.

– Sí, Lavoisier. Sí, me alegro yo también de volver a hablar con usted. No, muchos problemas. ¿Se recupera? Un momento.

Adamsberg apartó el aparato para comunicar la información a Danglard.

– Un hijo de puta ha intentado envenenar a Émile, inflamación, 40,2 °C de temperatura. Lavoisier, pongo el altavoz para mi colega.

– Lo siento, el tipo entró con bata blanca y mascarilla, uno no puede estar en todo. Tenemos diecisiete servicios en Urgencias y no hay presupuesto. He puesto a dos enfermeros para que se turnen delante de su puerta. Émile teme morir, y la verdad es que es posible. Tiene dos mensajes para usted. ¿Tiene para apuntar?

– Ya está -dijo Adamsberg alcanzando una esquina del periódico.

– Primero, la palabra cifrada está también en una postal. No sé nada más, no he insistido, está exhausto.

– ¿A qué hora lo intoxicaron?

– Todo iba bien al despertarse. La enfermera me llamó a las dos y media, la fiebre había empezado hacia las doce. Segundo mensaje: Cuidado, el perro.

– ¿Cuidado con qué?

– Es alérgico al pimiento. Espero que sepa usted de qué habla, parece importarle mucho. Debe de ser la continuación del mensaje cifrado, porque no veo por qué se va a dar pimiento a un perro.

– ¿Qué palabra cifrada? -preguntó Danglard cuando Adamsberg hubo colgado.

– Un mensaje de amor escrito en ruso. Kiss Love. Vaudel amaba a una anciana alemana.

– ¿Para qué escribir Kiss Love en ruso?

– No lo sé, Danglard -dijo Adamsberg prosiguiendo la lectura de su artículo.

Quedó demostrado que Louvois no había participado en las violaciones, pero el juez le impuso una pena de prisión condicional de nueve meses por participación en ataque violento y por delito de no asistencia a personas en peligro. Desde entonces, Armel Louvois no había dado que hablar, al menos oficialmente. El arresto del presunto criminal sería inminente.

– Inminente -repitió Adamsberg echando una ojeada a sus relojes-. Hace rato que está lejos, Louvois. Pero mantenemos la vigilancia, no todo el mundo sigue las noticias.

Adamsberg dio instrucciones desde el café: Voisenet y Kernorkian con la familia del artista que pintó a su protectora; Retancourt, Mordent y Noël de vigilancia en el domicilio de Louvois; previamente, avisar al inspector de división Weill, le horrorizaba ver a la pasma invadir su esfera privada, sería capaz de echarlo todo a perder; Froissy y Mercadet con las líneas telefónicas y la conexión a Internet de Louvois; Justin y Lamarre con su vehículo, si es que tenía vehículo; agitar a los policías de Aviñón, comprobar la presencia en la ciudad de Pierre Vaudel hijo y de su mujer. Mantener los controles en estaciones y aeropuertos, difundir el retrato.

Mientras hablaba, Adamsberg veía a Danglard dirigirle señas expresivas, que él no entendía. Sin duda porque era incapaz de hacer dos cosas a la vez, como hablar y ver, ver y escuchar, escuchar y escribir. Dibujar era lo único que podía llevar a cabo como labor de fondo sin alterar sus otras actividades.

– ¿Lanzamos el interrogatorio a los vecinos del edificio de Louvois? -preguntó Maurel.

– Sí, pero tenemos a Weill en pleno sector. Primero pregúntele a él y concéntrese en la vigilancia. Louvois podría no haberse enterado de nada, podría volver. Busque dónde trabaja. Taller, tienda, qué sé yo.

Danglard había escrito cinco palabras en el periódico y se lo enseñaba al comisario: «Mordent no. Permute con Mercadet». Adamsberg se encogió de hombros.

– Rectificación -dijo-. Mordent con Froissy y Mercadet a vigilar. Si se queda dormido, quedarán dos hombres, de los cuales una es Retancourt, o sea que son siete.

– ¿Por qué me hace cambiar a Mordent? -preguntó Adamsberg metiéndose el aparato en el bolsillo.

– Mermado, no me fío -dijo Danglard.

– Un tipo mermado puede concentrarse en vigilar. De todos modos, Louvois ya no está allí.

– Es distinto. Ha habido una filtración.

– Hable con claridad, comandante, asuma sus segundas intenciones. Mordent lleva veintisiete años en el cuerpo, lo ha hecho y visto todo. Ni en Niza se dejó corromper.

– Lo sé.

– Entonces no veo, Danglard, francamente. Acaba de decirme que la filtración viene de alguna conversación. Imprudencia, no traición.

– Siempre digo lo mejor, pero constantemente creo lo peor. Ayer por la mañana le dio problemas, provocó la huida de Émile.

– La cabeza de Mordent viaja a kilómetros de aquí mientras su hija se golpea la suya contra las paredes de Fresnes. Es inevitable que cometa errores, hace demasiado o demasiado poco, muerde, pierde los papeles. Hay que dirigirlo, eso es todo.

– Hizo fracasar la comprobación de coartada en Aviñón.

– ¿Y qué, Danglard?

– Pues que van dos faltas profesionales y no de las menores: una evasión de sospechoso y una negligencia de principiante con la coartada. Responsable legal: usted. En este punto alguien podría sostener que en menos de dos días usted se ha cargado el funcionamiento de la investigación. Con Brézillon encima, por menos que eso a usted se le cae el pelo. Y ahora esta catástrofe, esta filtración a la prensa, y el asesino fugado. Si alguien quisiera expulsarlo del circuito, no lo haría de otra manera.

No, Danglard. ¿Mordent saboteando la investigación? ¿Mordent que quiere que se me caiga el pelo? No. ¿Y para qué?

– Porque podría averiguar la verdad. Y podría molestar.

– ¿A quién? ¿Molestar a Mordent?

– No. Arriba.

Adamsberg miró el índice de Danglard firmemente apuntado hacia el techo, hacia la esfera de los poderosos, que Danglard resumía en la palabra «arriba», que significaba igualmente «abajo», en las cavernas.

– Alguien de arriba -prosiguió Danglard sin quitar el dedo del techo- no tiene intención de permitir que el caso de Garches llegue a buen puerto. Ni que usted siga existiendo.

– ¿Y Mordent lo ayudaría? Impensable.

– Altamente pensable desde que su hija está en manos de la justicia. Arriba, un caso de asesinato se borra sin dificultad. Mordent les da razones para eliminarlo a usted, y él recupera a su hija, libre. No olvide que la juzgan dentro de dos semanas.

Adamsberg chasqueó la lengua.

– No tiene el perfil.

– No hay perfil que valga cuando se tiene a un hijo en peligro. Se nota que no tiene críos.

– No me provoque, Danglard.

– Me refiero a un crío de quien uno se ocupa de verdad -dijo secamente Danglard, volviendo al frente, reavivando el gran antagonismo que los oponía. Danglard a un lado de la línea, protegiendo a Camille y a su niño de la vida, muy laxa, de Adamsberg; y Adamsberg al otro lado, viviendo en función de sus deseos, sembrando sin pensar demasiadas calamidades, en opinión del comandante, en la vida de los demás.

– Me ocupo de Tom -dijo Adamsberg cerrando el puño-. Cuido de él, lo saco de paseo, le cuento cuentos.

– ¿Dónde está ahora mismo?

– No es asunto suyo, y me está hinchando las narices. Está de vacaciones con su madre.

– Sí, pero ¿dónde?

Un silencio se abatió sobre los hombres, la mesa sucia, los vasos vacíos, los periódicos arrugados, el rostro del asesino. Adamsberg trataba de recordar adónde demonios había podido Camille llevarse al pequeño Tom. Al aire puro, eso seguro. Al mar, de eso estaba convencido. A Normandía, o algo así. Llamaba cada tres días, estaban bien.

– En Normandía -dijo Adamsberg.

– En Bretaña -opuso Danglard-. En Cancale.

Si Adamsberg hubiera sido Émile en ese instante, habría partido la cara a Danglard inmediatamente. Visualizaba perfectamente esa escena, y le gustaba. Se conformó con levantarse.

– Lo que piensa usted de Mordent, comandante, es feo.

– No es feo salvar a su hija.

– He dicho: lo que piensa usted es feo. Lo que hay en su cabeza es feo.

– Por supuesto que es feo.

19

Lamarre entró como una exhalación en el Cubilete.

– Urgente, comisario, Viena lo busca.

Adamsberg miró a Lamarre sin entender. Trabado por su timidez, el cabo no tenía facilidad para hablar y no se atrevía a lanzarse sin chuleta a una exposición oral por corta que fuera.

– ¿Quién quiere verme, Lamarre?

– Viena. Thalberg, acabado como usted en berg, como el compositor.

– Sigismund Thalberg -confirmó Danglard-, compositor austríaco, 1812-1871.

– No es compositor, eso dice. Es comisario.

– ¿Un comisario de Viena? -dijo Adamsberg-. Haberlo dicho, Lamarre.

Adamsberg se levantó y cruzó la calle tras el cabo.

– ¿Qué quiere el hombre de Viena?

– No lo he preguntado, comisario, quiere hablar con usted. Oiga -prosiguió Lamarre echando una mirada atrás-, ¿por qué el bar se llama Cubilete si no hay jugadores de dados ni mesa de juego?

– ¿Y por qué la Brasserie des Philosophes se llama así si no hay un solo filósofo dentro?

– Pero eso no nos da una respuesta, sólo nos da otra pregunta.

– Así suelen ser las cosas, cabo.

El comisario Thalberg quería una videoconferencia, y Adamsberg se instaló en la sala técnica, totalmente guiado por Froissy para la puesta en marcha del material. Justin, Estalère, Lamarre, Danglard se arracimaban detrás de su silla. Quizá se debiera a la evocación del músico romántico austríaco, pero a Adamsberg le pareció que el hombre que apareció en pantalla había ido a buscar su belleza al siglo anterior, rostro pictórico y refinado, un poco enfermizo, favorecido por el cuello alzado de la camisa y acariciado por sus cabellos rubios en rizos perfectos.

– ¿Habla usted alemán, comisario Adamsberg? -preguntó el gentil vienés encendiendo un largo cigarrillo.

– No, lo siento. Pero el comandante Danglard traducirá.

– Es amable de él, pero estoy capaz de hablar su lengua. Encantado de conocerlo, comisario, y también encantado de compartir. He sabido ayer su caso de Carches. Una rápida resolución posible si los Blödmänner de la prensa hubieran cerrado la boca. ¿Su hombre ha escapado?

– ¿Qué quiere decir Blödmänner, Danglard? -preguntó Adamsberg en voz baja.

– «Gilipollas» -tradujo el comandante.

– Ha escapado completamente -confirmó Danglard.

– Lo siento por usted, comandante. Espero que sigue encargado del caso, ¿sí?

– De momento sí.

– Entonces quizá puedo ayudar, y usted también para mí.

– ¿Tiene algo sobre Louvois?

– Tengo algo sobre el crimen. Es decir que soy casi seguro que poseo el mismo, porque no es corriente, ¿verdad? Le envío imágenes, será mejor de darse cuenta.

El rostro rubio desapareció cediendo el lugar a una casa de pueblo con revestimiento de madera y tejado empinado.

– Es el sitio -prosiguió la voz agradable de Thalberg-. Es en Pressbaum, muy cerca de Viena, hace cinco meses y veinte días, en una noche. Un hombre también, Conrad Plögener, más joven que el suyo, cuarenta y nueve años, casado y tres niños. La mujer y los niños se han ido el fin de semana a Graz, y Plögener ha sido asesinado. Comerciaba muebles. Asesinado así -encadenó pasando a otra imagen, una sala manchada de sangre en que no se distinguía ningún cuerpo-. No sé para usted -prosiguió Thalberg-, pero en Pressbaum el cuerpo estaba tan cortado que nada se reconocía. Cortado en trozos pequeños, machacado trozo por trozo debajo de piedra y distribuido por el espacio en todas partes. ¿Posee un igual modo?

– A primera vista, sí.

– Muestro imágenes más próximas, comisario.

Se sucedieron una quincena de fotos que recordaban exactamente el «teatro sangriento» de Garches. Conrad Plögener vivía más modestamente que Pierre Vaudel, no había gran piano ni tapicerías.

– He tenido menos fortuna que usted, no ha sido posible encontrar una huella del Zerquetscher.

– «Aplastador» -tradujo Danglard, torciendo una mano en la otra para representar la acción-. «Machacador.»

– Ja -confirmó Thalberg-, la gente de aquí lo ha llamado el Zerquetscher, ya sabe cómo siempre quieren dar sobrenombre. Sólo he encontrado marcas de zapatos de montaña. Digo que es una gran posibilidad que tenemos el mismo Zerquetscher que ustedes, aunque es una gran rareza que un asesino no actúa sólo en su país.

– Precisamente. ¿La víctima era totalmente austríaca? ¿No tenía nada francés?

– He ido a comprobar esto antes. Plögener era plenamente austríaco, ha nacido en Estiria, en Mautern. Hablo de él solo, porque nadie es totalmente algo, mi abuela es origen Rumania y así todo el mundo. ¿Y Vaudel era un francés? ¿No tienen nada como «Pfaudel» o «Waudel», u otra cosa con su nombre?

– No -dijo Adamsberg, que, con la barbilla apoyada en la mano, parecía aterrado por la nueva papilla de Conrad Plögener-. Hemos revisado tres cuartas partes de su archivo personal, no hay ninguna relación con Austria. Espere, Thalberg, hay al menos una relación con la lengua alemana.

Una frau Abster, en Colonia, a la que parece haber amado mucho tiempo.

– Inscribo. Abster. Busco en sus íntimos papeles.

– Vaudel le ha escrito una carta en alemán para enviarla después de su muerte. Deme un minuto, busco el papel.

– Recuerdo el texto -dijo Froissy-. Bewhre unser Reich, widerstejhe, auf dass es unantastbar bleibe.

– Seguido de una palabra en ruso que significa Kiss Love.

– Inscribo. Un poco solemne, me parece, pero los franceses suelen ser eternalistas en amor, al revés de lo que se dice. Tenemos entonces una frau Abster que corta a sus antiguos amantes. Es una broma, naturalmente.

Adamsberg hizo una seña con la cabeza a Estalère, que se fue inmediatamente. El mejor especialista en café de la Brigada, Estalère se sabía al dedillo las preferencias de cada cual, con o sin azúcar, con o sin leche, corto o largo. Sabía que Adamsberg tenía tendencia a elegir la taza de borde grueso decorada con un pájaro naranja. Voisenet, ornitólogo, decía con desdén que ese pájaro no se parecía a nada razonable, y así se anclaban los hábitos. No había servilismo en el afán de Estalère por memorizar el gusto de cada cual, sino pasión por los detalles técnicos, por pequeños y numerosos que fueran, que quizá lo hacía inepto para la síntesis. Volvió con una bandeja perfecta, cuando el comisario vienés presentaba la imagen de una figura desollada en la cual los policías austríacos habían teñido de negro las partes más dañadas por el Zerquetscher. Adamsberg le envió a cambio el dibujo francés hecho la víspera, con sus impactos rojos y verdes.

– Soy convencido que hay que encontrar los dos casos, comisario.

– Yo también soy convencido -murmuró Adamsberg.

Bebió un sorbo de café, grabando la imagen del desollado y sus zonas negras, la cabeza, el cuello, el hígado, una copia casi conforme a su propio esquema. El rostro del comisario reapareció.

– Esa frau Abster, envíeme su dirección, voy a visitarla a Colonia.

– En ese caso, podría llevarle la carta de su amigo Vaudel.

– En efecto, sería amable.

– Le envío una copia. Trátela con cuidado al anunciarle la muerte. Quiero decir que no es necesario darle los detalles del crimen.

– Siempre trato con cuidado, comisario.

– El Serquecher -repitió varias veces Adamsberg, pensativo, cuando finalizó la conferencia-. Armel Louvois, el Serquecher.

– Zerquetscher -rectificó Danglard.

– ¿Qué opina de su pinta? -preguntó Adamsberg alcanzando el periódico que Danglard había dejado en la mesa.

– Una foto de identidad fija los rasgos en una pose rígida -dijo Froissy, respetuosa de la ética que prohibía cualquier comentario acerca del físico de los sospechosos.

– Es verdad, Froissy, está fijo, rígido.

– Porque mira el aparato sin moverse.

– Lo cual le da cara de cretino -dijo Danglard.

– Pero ¿qué más? ¿Se ve el peligro en sus rasgos? ¿El miedo? Lamarre, ¿le gustaría cruzarse con él en un pasillo?

– Negativo, comisario.

Estalère cogió el periódico y se concentró. Luego renunció y lo devolvió a Adamsberg.

– ¿Qué? -preguntó el comisario.

– No encuentro ninguna idea. Lo encuentro normal.

Adamsberg sonrió y puso su taza en la bandeja.

– Voy a ver al médico -dijo-. Y a los enemigos imaginarios de Vaudel.

Adamsberg consultó sus relojes, desfasados uno respecto al otro, y la media de las horas le dijo que disponía de un poco de tiempo. Levantó a Cupido, que tenía un aspecto curioso desde que Kernorkian le cortara unas mechas para tomar muestras de estiércol, y atravesó la sala en dirección al gato de encima de la fotocopiadora. Adamsberg los presentó, explicó que el perro estaba allí a título provisional, a menos que su amo muriera por culpa de un cabronazo que le había envenenado la sangre. La Bola desplegó parcialmente su enorme cuerpo redondo, prestó poca atención al animal agitado que lamía los relojes de Adamsberg. Y volvió a poner su cabezota sobre la tapa tibia, indicando que, mientras siguieran llevándolo hasta el cuenco y le dejaran la fotocopiadora, la situación lo dejaba indiferente. Siempre y cuando, claro, Retancourt no se enamoriscara de ese perro. Retancourt era suya, y la quería.

20

Delante del portal, Adamsberg cobró consciencia de que no había memorizado el nombre del médico de Vaudel, a pesar de que el tipo había salvado a la gatita y habían brindado juntos en el cobertizo. Encontró la placa atornillada en la pared: Dr. Paul de Josselin Cressent, osteópata somatópata, y se hizo una idea más precisa de su desdén por los tenientes que le habían impedido el paso con simples brazos.

El portero miraba la televisión, encogido en una silla de ruedas, tapado con mantas, el pelo gris y largo, el bigote sucio. No lo miró, no porque quisiera ser desagradable, sino que, al igual que Adamsberg, parecía incapaz de mirar la película y hacer caso a un visitante al mismo tiempo.

– El doctor ha salido para una ciática -dijo al final-. Estará aquí en un cuarto de hora.

– ¿Se ocupa también de usted?

– Sí. Tiene oro en los dedos.

– ¿Se ocupó de usted en la noche del sábado al domingo?

– ¿Es importante?

– Se lo ruego.

El portero pidió unos minutos porque el folletín se acababa, y abandonó la pantalla sin apagar.

– Me caí al acostarme -dijo enseñando la pierna-. Pude arrastrarme hasta el teléfono.

– ¿Pero lo llamó usted al cabo de dos horas?

– Ya le pedí perdón. Se me estaba poniendo la rodilla como un melón. Ya le pedí perdón.

– El doctor dice que se llama usted Francisco.

– Francisco, exactamente.

– Pero necesito su nombre completo.

– No es que me moleste, pero ¿por qué le interesa?

– Uno de los pacientes del doctor Josselin ha sido asesinado. Debemos apuntarlo todo, es nuestra obligación.

– Ya, el curro.

– Eso es. Sólo apuntaré su nombre -dijo Adamsberg sacando su libreta.

– Francisco Delfino Vinicius Villalonga Franco da Silva.

– Bueno -dijo Adamsberg, que no había tenido tiempo de escribirlo todo-. Lo siento, no sé español. ¿Dónde se acaba su nombre y dónde empieza su apellido?

– No es español, es portugués -dijo tras un rudo chasquido de mandíbulas-. Soy brasileño, mis padres fueron deportados bajo la dictadura de esos hijos de puta que Dios los condene, y nunca más los volvieron a encontrar.

– Lo siento.

– Usted no tiene la culpa. Si no es un hijo de puta. El apellido es Villalonga Franco da Silva. El doctor está en el sexto piso. Hay un salón en el rellano y lo necesario para esperar. Si pudiera, me iría a vivir allí.

El rellano del segundo piso era tan amplio como una entrada. El doctor había instalado allí una mesa baja y sillones, revistas y libros, una lámpara antigua y una máquina de agua. Un hombre refinado, con un toque de ostentación. Adamsberg se instaló para esperar al hombre de los dedos de oro y llamó sucesivamente al hospital de Châteaudun -con aprensión-, al equipo de Retancourt -sin esperanza- y al de Voisenet, sin dejar de evacuar los feos pensamientos del comandante Danglard.

El doctor Lavoisier había ganado un punto de optimismo -«se aferra a la vida»-, la temperatura había bajado un grado, el estómago había soportado el lavado, el paciente había preguntado si el comisario había encontrado la tarjeta postal con la palabra -«parece obsesionado con eso».

– Dígale que estamos buscando la postal -respondió Adamsberg-, que todo bien en lo que respecta al perro, que se han tomado muestras del estiércol y que todo sigue a pedir de boca.

Mensaje cifrado, estimó el doctor Lavoisier anotando cada palabra, lo transmitiría, no era asunto suyo. La pasma tenía sus métodos. Con esa inflamación, el estómago perforado tenía que aguantar el tirón, y no era cosa fácil.

Retancourt estaba relajada, casi risueña, pese a que todo indicaba que Armel Louvois no volvería a poner los pies en su casa y que incluso se había largado a las seis de la mañana. La portera lo había visto irse con una mochila. En lugar de su amable intercambio cotidiano, el joven había pasado dirigiéndole una seña rápida con la mano. Tomaba un tren probablemente. Weill no podía confirmar nada, dado que no se levantaba hasta la honorable hora meridiana. Tenía afecto a su joven vecino y, muy disgustado por la noticia del crimen, se había cerrado en banda, casi enfadado, y no daba más que informaciones inútiles. Anormalmente, Retancourt no se sentía afectada por esas malas noticias. Era posible que Weill, enólogo de gran renombre, hubiera ido a distraer a los policías llevándoles vino de la mejor añada en copas cinceladas. Con Weill, que mandaba hacer sus trajes a medida, debido a su fortuna, su esnobismo y a la forma única de su cuerpo en forma de peonza, todo era posible, incluida la corrupción de un equipo de maderos apostados en vigilancia, lo cual le habría producido un indudable placer paradójico. Retancourt no parecía plenamente consciente de que acechaba en el domicilio de un demente, del Zerquetscher, que había transformado a un anciano en papilla, como si la indulgencia de Weill por su vecino hubiera apagado su estado de alerta.

– Avise a Weill -dijo Adamsberg- de que ha destrozado a otro hombre en Austria.

El equipo Voisenet-Kemorkian, de regreso, estaba exhausto. Raymond Réal, el padre del artista, tardó diez minutos en aceptar soltar el fusil y dejarlos entrar en su semisótano de tres habitaciones en Survilliers. Sí, estaba al corriente, y sí, bendecía al vengador que había aplastado al crápula de Vaudel, y Dios quisiera que la pasma no le echara el guante nunca. Los periódicos habían salido a tiempo para que se les escapara de las manos, y era una bendición. Vaudel tenía al menos dos cadáveres en la conciencia, el de su hijo y el de su mujer, que nadie lo olvidara nunca. ¿Si sabía quién había matado a Vaudel? ¿Si sabía dónde estaban sus dos hijos? Pero ¿qué se creían los maderos? ¿Que iba a darles la menor indicación para ayudarlos? Pero ¿en qué mundo vivían? Kernorkian había mascullado: «En uno de mierda», y esa confesión había calmado un poco al hombre.

– A decir verdad -explicó Voisenet- no nos ha dejado tiempo para expresarnos. Comprenda que el fusil estaba en la mesa. Uno de perdigones, vale, pero preparado para disparar. Es enorme, tiene tres perros, y su guarida (no veo otra palabra para definirla) está llena de motores, de baterías y de fotos de caza.

– ¿No tiene ningún detalle sobre los otros hijos?

– Respondió textualmente: «El mayor está en la Legión, el segundo es camionero, Múnich-Ámsterdam-Rungis, así que apáñenselas». Y entonces exigió que nos fuéramos inmediatamente, porque «cuando están ustedes aquí apesta». Y en eso tenía razón -añadió Voisenet-, porque Kernorkian cortó los mechones al perro.

Adamsberg estiraba al mismo tiempo el brazo debajo de la mesa de vidrio para recoger una cosa perdida por uno de los pacientes del doctor Josselin, un corazoncito de espuma envuelto en seda roja de los que se pueden estrujar con la mano para descargar los nervios. Mientras llamaba a Gardon, lo lanzó con los dedos encima de la mesa y lo miró girar. Al tercer intento, lo hizo piruetear durante quince segundos. El objetivo, decidió, era que las letras que llevaba impresas en la cara -Love- se presentaran en el sentido correcto cuando se parara. Lo consiguió a la sexta tentativa, mientras pedía a Gardon que extrajera todas las postales de las cosas del viejo Vaudel. El cabo le leyó el mensaje de la policía de Aviñón: Pierre Vaudel estaba en el tribunal esa tarde preparando un informe. Información no comprobada. Había vuelto a casa a las 19:12. Notable protegido, concluyó Adamsberg. Colgó y lanzó el corazón de espuma en la mesa, contando las vueltas. El Zerquetscher estaba de camino, pero ¿hacia quién?

– Se ha escapado, ¿verdad?

Adamsberg se levantó lentamente, cansado, y estrechó la mano al médico.

– No le he oído llegar.

– No pasa nada -contestó Josselin mientras abría la puerta-. ¿Cómo está la pequeña Charme? La gatita que no mamaba -precisó al entender que Adamsberg ya no ubicaba el nombre.

– Supongo que bien. No he vuelto a pasar por casa desde ayer.

– Con esa prensa escandalosa, lo entiendo. Aun así, deme noticias, ¿quiere?

– ¿Ahora?

– Es importante hacer un seguimiento de los pacientes durante los tres días consecutivos al tratamiento. ¿No le parecerá descortés si le pido que me acompañe a la cocina? No esperaba su visita, y necesito restaurarme. Quizá no haya comido usted tampoco. Seguro que no, ¿verdad? En cuyo caso podríamos compartir algo, sin ceremonias, ¿verdad?

Con mucho gusto, pensó Adamsberg, que buscaba el tono adecuado para contestar a Paul de Josselin. Los tipos que decían constantemente «¿verdad?» lo desconcertaban siempre un poco en los primeros encuentros. Mientras el médico se deshacía de su chaqueta del traje y se ponía otra vieja de punto, Adamsberg hizo una llamada rápida a Lucio, que quedó muy sorprendido de que se interesara por Charme. La gata estaba bien, recuperando fuerzas, Adamsberg transmitió el mensaje, y Josselin chasqueó los dedos satisfecho.

Las apariencias engañan, dice el refrán. Rara vez Adamsberg había sido invitado por un desconocido con tanta naturalidad y hospitalidad. El doctor había abandonado su desprecio ambiguo como había dejado su chaqueta en el perchero, había puesto la mesa desordenadamente, con los tenedores a la derecha y los cuchillos a la izquierda, había mezclado una ensalada con virutas de queso y nueces, había cortado unas lonchas de cerdo ahumado, había dispuesto en los platos dos bolas de arroz y una de puré de higos hechas con una cuchara de las de hacer bolas de helado prestamente engrasada con la punta del índice. Adamsberg lo miraba moverse, fascinado. El doctor se deslizaba como un patinador del armario de la cocina a la mesa, empleando con gracia sus enormes manos, un espectáculo hecho de destreza, delicadeza, precisión. El comisario habría podido mirar sus evoluciones mucho rato, como bajo el hechizo de un bailarín que sabe llevar a cabo los movimientos de los que uno es incapaz. Pero Josselin no tardó ni diez minutos en prepararlo todo. Y examinó con ojo crítico la botella de vino abierta en la encimera.

– No -dijo volviéndola a dejar-. Para una vez que tengo invitados, sería una lástima.

Se zambulló bajo el fregadero, pasó revista a las provisiones y se levantó de un brinco ágil, mostrando la etiqueta de la nueva botella a su huésped.

– Mucho mejor, ¿verdad? Pero beber esto solo es como organizar una fiesta solo, tiene algo patético, ¿verdad? El sabor de un buen vino se revela en el contacto con otras personas. ¿Me acompañará?

Se sentó con un suspiro satisfecho y se metió de un gesto común la servilleta en el cuello de la camisa, como cualquier hijo de vecino. A los diez minutos, la conversación ya era tan fluida como sus gestos de médico.

– El portero lo tiene por mago -dijo Adamsberg-. Un sanador, un hombre con dedos de oro.

– En absoluto -dijo Josselin con la boca llena-. A Francisco le gusta creer en algo que se le escapa, y es comprensible, dado que sus padres fueron deportados cuando la dictadura.

– Por esos hijos de puta que dios los condene.

– Exactamente. Dedico mucho tiempo a reducir su trauma, le salta el fusible cada dos por tres.

– ¿Tiene un fusible?

– Todo el mundo tiene, incluso varios. A él le salta el F3. Como medida de seguridad, igual que en la red eléctrica. Todo eso es ciencia, comisario. Estructura, disposiciones, redes, circuitos, conexiones. Huesos, órganos, elementos conectares, el cuerpo funciona, ¿comprende?

– No.

– Mire esta caldera -dijo Josselin señalando el aparato de la pared-. Una caldera no es una suma de elementos separados, caja, llegada del agua, ajuste de agua, juntas, quemador, válvula de seguridad. No, es un conjunto sinérgico. Si el ajuste de agua se ensucia, la válvula de seguridad salta y el quemador se apaga, ¿entiende? Todo va junto, el movimiento de cada elemento depende del de los demás. Si usted se tuerce un pie, la otra pierna queda en falso, la espalda bascula, el cuello reacciona, duele la cabeza, se retrae el estómago, se pierde apetito, se vuelve más lenta la acción, llega la ansiedad, saltan los fusibles. Se lo estoy simplificando.

– ¿Por qué a Francisco le salta el fusible?

– Zona bloqueada -dijo el médico apuntándose con el dedo a la parte trasera de la cabeza-. Es donde está su padre. La casilla está cerrada, el basioccipital no se mueve. ¿Más ensalada?

El médico sirvió a Adamsberg sin esperar la respuesta y le llenó el vaso.

– ¿Y Émile?

– La madre -dijo el médico masticando con ruido y señalándose el otro lado de la cabeza-. Sentimiento agudo de injusticia. Por eso pega. Ahora ya casi no.

– ¿Y Vaudel?

– Ya estamos.

– Sí.

– Ahora que la prensa ha dado los detalles, no hay secreto policial que valga. Infórmeme. Vaudel fue atrozmente despedazado, es lo que se entiende. Pero ¿cómo, por qué, qué quería el asesino? ¿Han entendido la lógica del ritual?

– No, un miedo infinito, una ira que no se extingue. Un sistema, seguramente, pero un sistema desconocido.

Adamsberg sacó su libreta y dibujó el cuerpo y los puntos de focalización del asesino.

– Muy bueno -dijo el médico-. Yo no sé dibujar ni un pato.

– Es difícil un pato.

– Venga, dibújeme uno. No crea que no pienso en el sistema mientras tanto.

– ¿Un pato cómo? ¿En vuelo, en reposo, zambulléndose?

– Espere -dijo el médico levantándose-, voy a buscar un papel mejor.

Apartó los platos y puso unas hojas en blanco delante de Adamsberg.

– Un pato en vuelo.

^¿ Macho, hembra?

– Los dos, si puede.

Luego Josselin pidió sucesivamente una costa rocosa, una mujer pensativa y un Giacometti si podía ser. Agitaba los dibujos acabados para secar la tinta y los ponía bajo la lámpara.

– Esto sí son dedos de oro, comisario. Francamente, me gustaría examinarlo. Pero usted no quiere. Todos tenemos cuartos cerrados en los que no queremos que irrumpa cualquiera, ¿verdad? Pero tranquilo, no soy vidente, sólo un positivista sin imaginación. Usted es diferente.

El médico colocó cuidadosamente los dibujos en el borde de la ventana y se llevó los vasos y la botella al salón, con las representaciones del cuerpo de Vaudel.

– ¿Qué ha deducido usted? -preguntó poniendo su manaza sobre el dibujo, señalando codos, tobillos, rodillas, cabeza.

– Que el asesino destruyó lo que hacía funcionar el cuerpo, las articulaciones, los pies. Eso nos lleva muy lejos.

– Cerebro, hígado, corazón, también sigue la idea de la separación de las almas, ¿verdad?

– Es lo que dice mi adjunto. Es más que un asesino, es un aniquilador, un Zerquetscher, dice el comisario austríaco. Destruyó a un hombre cerca de Viena.

– ¿De la familia de Vaudel?

– ¿Por qué?

Josselin vaciló, se dio cuenta de que no quedaba vino, sacó de un armario una gran botella verde.

– Aguardiente de pera, le apetece, ¿verdad?

No, no le apetecía, el día había sido demasiado largo. Pero dejar a Josselin solo con su aguardiente de pera podía fisurar la buena armonía. Adamsberg lo miró llenar dos vasitos.

– Lo que encontré en la cabeza de Vaudel no era una simple zona bloqueada, era mucho peor.

El médico se calló, parecía no estar todavía seguro de tener derecho a hablar. Levantó el vaso, lo volvió a dejar.

– ¿Qué había, doctor, en la cabeza de Vaudel?

– Una jaula hermética, un cuarto encantado, un calabozo negro. Él vivía obsesionado con lo que contenía.

– ¿Qué era?

– Él mismo. Con su familia al completo y su secreto. Todos allí encerrados, todos callados, todos lejos del mundo.

– ¿Creía que alguien lo mantenía encerrado?

– No, no me entiende usted. Vaudel se había encerrado a sí mismo, se había escondido voluntariamente, se había disimulado a los ojos de los demás. Protegía a los ocupantes del calabozo.

– ¿Los protegía de la muerte?

– De la aniquilación. Había otras tres cosas patentes en él: un apego desaforado a su apellido, a su patronímico. Un desgarro no resuelto respecto a su hijo, entre el orgullo y el rechazo. Quería a Pierre, pero no quería que existiera.

– No le dejó nada, su testamento es a favor del jardinero.

– Es lógico. Si no deja nada es que no tiene hijo.

– No creo que Pierre lo haya entendido así.

– Seguro que no. Por último, Vaudel estaba dotado de un orgullo ilimitado, tan total que le generaba una sensación de invencibilidad. Yo nunca había visto una cosa así. Eso es todo lo que puede decirle el médico, comprenderá por qué me importaba tanto ese paciente. Pero Vaudel era fuerte, su resistencia a mi tratamiento era feroz. Toleraba que le arreglara una tortícolis o un esguince. Incluso me aduló cuando le quité el vértigo y la sordera naciente. Aquí -derivó el médico dándose palmadas en la oreja-. Pero me odiaba cuando me aproximaba al calabozo negro y a los enemigos que lo rodeaban.

– ¿Quiénes eran esos enemigos?

– Todos los que querían destruir su poder.

– ¿Les tenía miedo?

– Por una parte, lo suficiente para no querer tener hijos con objeto de no exponerlos al peligro. Por otra, ningún miedo, debido a ese sentimiento de superioridad que le he mencionado. Sentimiento ya floreciente cuando se ocupaba de la justicia, cuando ejercía ese derecho de vida o de muerte sobre los demás. Ojo, comisario, lo que le estoy describiendo no es la realidad, sino la de él.

– ¿Estaba loco?

– Totalmente si se considera que vivir conforme a la lógica de un mundo que no es la lógica del mundo es estar loco. Pero en absoluto si se tiene en cuenta que era riguroso y coherente en su organización y que sabía conectarla con las reglas mínimas del orden social general.

– ¿Había identificado a sus enemigos?

– Todo lo que accedió a decir de ellos sugería una lucha primaria entre bandas. Con poder en juego.

– ¿Conocía sus nombres?

– Seguramente. No se trataba de enemigos cambiantes, de demonios volátiles que pudieran surgir de cualquier sitio y de ninguna parte. El lugar que ocupaban en su cabeza nunca variaba. Vaudel era paranoico, aunque sólo fuera por esa certeza de su poder y ese aislamiento creciente. Pero todo era racional y realista en su guerra, y aquellos contra quienes luchaba tenían sin duda nombre y cara para él.

– La guerra es oculta, los enemigos quiméricos. Pero la realidad entra una noche en su teatro, y lo asesinan.

– Sí. ¿Habrá acabado amenazando realmente a sus «enemigos»? ¿Les habrá hablado, los habrá agredido? Ya sabe lo que se dice, ¿verdad? El paranoico acaba engendrando los odios que sospechaba. Su invención cobra vida.

Josselin propuso una nueva ronda de aguardiente, que Adamsberg rechazó. El médico se fue con paso ligero hasta el armario y guardó cuidadosamente la botella.

– Normalmente no tendríamos por qué volvernos a ver, comisario, puesto que mi conocimiento sobre Vaudel no va más allá. Sería mucho pedirle que viniera a verme otro día, ¿verdad?

– ¿Para mirarme la cabeza?

– Por supuesto. A menos que encontremos otro motivo menos intimidante. ¿No tiene algún dolor de espalda molesto? ¿Anquilosamiento? ¿Opresión? ¿Dificultades de tránsito? ¿Frío, calor? ¿Alguna neuralgia? ¿Una sinusitis? No, nada de eso, ¿verdad?

Adamsberg sacudió la cabeza sonriente. El médico entornó los ojos.

– ¿Acúfenos? -propuso como un comerciante que hiciera una oferta.

– De acuerdo -dijo Adamsberg-. ¿Cómo lo sabe?

– Por cómo se lleva los dedos al oído.

– Ya lo he consultado. No hay nada que hacer, salvo acostumbrarse y olvidarlos. Y eso se me da bien.

– La indolencia, la indiferencia, ¿verdad? -dijo el médico acompañando a Adamsberg hacia la entrada-. Pero los acúfenos no se borran como un recuerdo. Yo puedo quitárselos. Si le apetece. ¿Para qué llevar piedras en la mochila?

21

Volviendo a pie de casa del doctor Josselin, Adamsberg iba apretando y soltando el corazón de espuma, Love, en el bolsillo. Se detuvo en el porche de la iglesia de Saint-François-Xavier para llamar a Danglard.

– No funciona, comandante. Ese mensaje de amor es impensable.

– ¿Qué mensaje? ¿Qué amor? -preguntó prudentemente Danglard.

– El del viejo Vaudel, su Kiss Love para la anciana alemana. Es imposible. Vaudel es mayor, está aislado del mundo, es tradicional, bebe licor de guindas en un sillón Luis XIII, no escribe Kiss Love en una carta. No, Danglard, y menos en una cana póstuma. Es una facilidad demasiado barata para él. Un modernismo que reprueba. No va a copiar mensajes de un corazón de espuma.

– ¿Qué corazón de espuma?

– No importa, Danglard.

– Cualquiera puede tener fantasías, comisario. Vaudel era caprichoso.

– ¿Una fantasía en cirílico?

– Por afán de secretismo, ¿por qué no?

– Ese alfabeto, Danglard, ¿sólo se utiliza en Rusia?

– No, en las lenguas eslavas de los pueblos ortodoxos. Viene del griego medieval, más o menos.

– No me diga de dónde viene, dígame sólo si se usa en Serbia.

– Sí, claro.

– Me ha dicho usted que su tío es serbio, ¿verdad? O sea que los pies cortados eran serbios.

– No estoy seguro de que fueran los de mi tío. Fue su historia del oso la que me hizo pensarlo. Puede que sean los pies de otro.

– ¿De quién, entonces?

– De algún primo quizá, de algún hombre del mismo pueblo.

– Pero de un pueblo serbio, ¿no, Danglard?

Adamsberg oyó el vaso de Danglard posarse bruscamente en la mesa.

– Mensaje serbio, pies serbios, ¿así es como piensa usted? -preguntó el comandante.

– Sí. Dos señales serbias en pocos días no es frecuente.

– No tiene nada que ver. Y no quería que nos ocupáramos más de los pies de Highgate.

– El viento se mueve, y yo no puedo evitarlo, comandante. Y esta noche sopla del este. Busque qué puede significar Kiss Love en serbio. Empiece a husmear por los pies de su tío.

– Mi tío conocía a poca gente en Francia, y desde luego no opulentos juristas de Garches.

– No grite, Danglard, tengo acúfenos y me molesta.

– ¿Desde cuándo?

– Desde Québec.

– Nunca me lo había dicho.

– Porque me daba igual. Y esta noche no. Le envío por fax la carta de Vaudel. Busque, Danglard, algo que empiece por Kiss. Lo que sea. Pero en serbio.

– ¿Esta noche?

– Es su tío, comandante. No vamos a abandonarlo en el vientre del oso.

22

Con los pies apoyados en los ladrillos de la chimenea, Adamsberg dormitaba delante del fuego apagado, con un índice hundido en el oído. No servía para nada, el ruido estaba dentro, chisporroteando como una línea de alta tensión. Eso perturbaba sin duda su escucha, ya de por sí distraída, y era posible que acabara aislado como un murciélago sin radar que ya no entiende nada del mundo. Esperaba que Danglard se pusiera manos a la obra. A esas horas, el comandante ya se habría puesto su ropa de por la noche, el atuendo obrero de su padre minero, lo contrario de su elegancia diurna. Adamsberg se lo imaginaba con nitidez, encorvado en su mesa de trabajo, en camiseta, refunfuñando.

Danglard examinaba la palabra en cirílico de la carta de Vaudel, echando pestes contra el comisario, que no se había interesado por esos pies cuando a él le habían preocupado. Y ahora que había decidido dejarlos en paz, Adamsberg reabría bruscamente el camino. Sin más explicaciones, a su manera opaca e inopinada, que desestabilizaba su dispositivo de seguridad. Y lo minaba en sus más recónditas profundidades si resultaba que Adamsberg tenía razón.

Lo cual no era imposible, admitía Danglard mientras disponía sobre la mesa los pocos archivos que tenía de su tío, Slavko Moldovan. Un hombre que en modo alguno había que abandonar, eso era verdad, en el estómago de un oso sin reaccionar. Danglard sacudió la cabeza, irritado como cada vez que el vocabulario de Adamsberg se deslizaba en el suyo. Había querido a su tío Slavko, que se pasaba el día inventando historias, que se llevaba el dedo a los labios para sellar secretos, ese dedo que olía a tabaco de pipa. Danglard creía que su tío había sido fabricado para él, puesto exclusivamente a su servicio. Slavko Moldovan no se cansaba o no lo mostraba, le regalaba fragmentos de existencia alegres y terroríficos, abusivamente trufados de misterios y de conocimientos. Había abierto las ventanas, enseñado horizontes. Cuando pasaba un tiempo con ellos, el joven Adrien Danglard lo seguía sin descanso, a él y sus mocasines de pompones rojos ribeteados de un bordado dorado que algunas noches restauraba con hilo brillante. Había que cuidarlos, eran para llevar los días de fiesta, era la costumbre del pueblo. Adrien lo ayudaba, alisaba el hilo de oro, preparaba las agujas. Hasta ese punto conocía esos zapatos cuyos pompones había encontrado ignominiosamente mezclados en el sacrílego depósito de Highgate. Pompones que podían haber pertenecido a cualquier otro vecino, que era lo que deseaba ardientemente Danglard. El superintendente Radstock había progresado. Parecía seguro que el coleccionista se introducía en los depósitos mortuorios, en los establecimientos de pompas fúnebres donde había algún muerto esperando. Extraía los pies fetiche y volvía a atornillar el ataúd. Los pies eran lavados, las uñas cortadas. Y si el Cortapiés era inglés o francés, ¿por qué y cómo diablos había puesto la mano en los pies de un serbio? ¿Y cómo no se había hecho notar allí? A menos que fuera del pueblo…

El pueblo, Slavko se lo había descrito en todas las estaciones, lugar prodigioso colmado de hadas y de demonios. El tío tenía el favor de unas y luchaba contra los otros. Sobre todo contra un gran demonio, oculto en las entrañas de la tierra, que rondaba la linde del bosque, decía bajando la voz antes de llevarse el dedo a los labios. La madre de Danglard reprobaba las historias de Slavko, y su padre se burlaba de ellas. «¿Por qué le cuentas esos horrores? ¿Cómo quieres que duerma luego?» Son tonterías, contestaba Slavko, nos lo pasamos bien el crío y yo.

Luego la tía lo dejó por ese cretino de Roger, y Slavko había vuelto allí, a su tierra.

Allí.

A Kiseljevo.

Danglard lanzó un suspiro, se sirvió un vaso y marcó el número de Adamsberg, que contestó enseguida.

– No quiere decir Kiss Love, ¿verdad, Danglard?

– No, quiere decir Kiseljevo, y es el pueblo de mi tío.

Adamsberg frunció el ceño, empujó un leño con el pie.

– ¿Kiseljevo? Eso no es. Estalère no lo pronunció así, dijo «kisloff».

– Es igual. En el oeste Kiseljevo se dice Kisilova. Como Beograd se dice Belgrado.

Adamsberg se quitó el dedo de la oreja.

– Kisilova -repitió-. Extraordinario, Danglard. He aquí la cadena entre Jaichgueit y Garches, el túnel, el túnel oscuro.

– No -dijo Danglard en una postrera obstinación-. Allí muchos nombres empiezan por K. Y hay un obstáculo, ¿no lo ve?

– No veo nada, tengo acúfenos.

– Se lo diré más alto. El obstáculo es esa coincidencia formidable que uniría los zapatos de mi tío con el revolcadero de Garches. Y lo que nos ligaría, a usted y a mí, a ambos casos. Y ya sabe lo que pienso de las coincidencias.

– Precisamente. Está claro que nos han llevado de la manita hasta el depósito de Jaichgueit.

– ¿Por quién?

– Por lord Fox. O mejor dicho por su amigo cubano repentinamente desaparecido. Sabía por dónde pasaba Stock, y que Stock estaba con nosotros.

– ¿Y por qué nos han llevado de la manita?

– Porque Garches, por su amplitud calamitosa, iba a tocarle necesariamente a la Brigada. El asesino lo sabía. E incluso si pasaba un nivel al dejar su colección, que quizá se había vuelto demasiado peligrosa, no iba a abandonarla a los cuatro vientos, sin garantía ni fama. Tenía que trazar el lazo entre su obra de juventud y la madurez. Debía saberse. Jaichgueit debía estar presente todavía en la memoria cuando empezara Garches. El Cortapiés y el Zerquetscher pertenecen a la misma historia. Recuerde que el asesino se ensañó con los pies de Vaudel y de Plögener. ¿Dónde está ese Kissilove?

– Kisilova. En la orilla sur del Danubio, a dos pasos de la frontera rumana.

– ¿Es una ciudad o un pueblo?

– Un pueblo, no más de ochocientas almas.

– Si el Cortapiés siguió a un cadáver hasta allí, es posible que alguien se fijara en él.

– Han pasado veinte años, es poco probable que alguien lo recuerde.

– ¿Su tío le dijo alguna vez si una familia del pueblo era objeto de una vendetta, de una guerra de clanes, de algo de este orden? El médico de Vaudel dice que vivía con esa obsesión.

– Nunca -dijo Danglard tras un momento de reflexión-. El lugar rebosaba de enemigos, había fantasmas y diablesas, ogros y, naturalmente, el «grandísimo demonio» que rondaba la linde del bosque. Pero ninguna familia vengadora. En todo caso, comisario, si tiene usted razón, el Zerquetscher nos vigila seguro.

– Desde lo de Londres, sí.

– Y no nos dejará entrar en el túnel de Kiseljevo, oculte lo que oculte. Le aconsejo que sea prudente. No creo que estemos a su altura.

– Probablemente -dijo Adamsberg rememorando el gran piano ensangrentado.

– ¿Tiene su arma?

– Abajo.

– Pues llévesela a su habitación.

23

Los peldaños de la vieja escalera, de baldosas de barro y madera, estaban fríos, y a Adamsberg no le importaba. Eran las seis y cuarto de la mañana, y él bajaba tranquilamente como cada día, habiendo olvidado todo acerca de sus acúfenos, de Kisilova y del mundo, como si el sueño lo devolviera a un estado nativo, absurdo y analfabeto, orientando sus pensamientos nacientes hacia el beber, el comer, el lavarse. Se detuvo en el penúltimo escalón al descubrir en la cocina a un hombre de espaldas, colocado en el cuadrado de sol matinal, enlazado en el humo de un cigarrillo. Un hombre de constitución delgada, pelo castaño con rizos sobre los hombros, joven seguramente, que llevaba una camiseta negra y nueva adornada con el dibujo en blanco de una caja torácica de cuyas costillas goteaba sangre.

No conocía esa silueta, y sus alarmas se dispararon en su cerebro vacío. El hombre tenía los brazos vigorosos y esperaba con una idea bien determinada. Y estaba vestido, mientras él estaba desnudo en la escalera, sin proyecto ni arma. Esa arma, la que Danglard le había recomendado que subiera a la habitación, yacía sobre la mesa al alcance de la mano del desconocido. Si Adamsberg hubiera podido girar sin ruido hacia la izquierda, habría podido recuperar su ropa en el cuarto de baño y el P 38 siempre metido entre la cisterna y la pared.

– Ve a buscar tus pingos, capullo -dijo el hombre sin volverse-. Y no busques tu pipa que la tengo yo.

Una voz bastante ligera y zumbona, demasiado zumbona, señalaba ostensiblemente el peligro. El tipo se levantó la parte trasera de la camiseta y exhibió la culata del P 38 metido en el vaquero, calzado contra su espalda de piel morena.

No había salida por el cuarto de baño, ninguna hacia el despacho. El hombre bloqueaba el acceso a la puerta exterior. Adamsberg se puso la ropa, desmontó la hoja de la maquinilla de afeitar y se la metió en el bolsillo. ¿Qué más? La pinza cortaúñas en el otro bolsillo. Era irrisorio, el tipo tenía dos pistolas. Y, si no se equivocaba, se encontraba frente al Zerquetscher. Ese pelo denso, ese cuello un poco corto. En ese día de junio se acababa su camino. No había seguido los consejos ansiosos de Danglard, y ahora el amanecer estaba allí, lleno del cuerpo del Zerquetscher, protuberante bajo la repulsiva camiseta. Justo esa mañana en que la luz de fuera recortaba delicadamente cada brizna de hierba, cada corteza de los troncos, con una precisión exaltante y común. El día anterior también había hecho eso la luz. Pero lo veía mejor esa mañana.

Adamsberg no era miedoso, por defecto de emotividad o por falta de anticipación, o por culpa de sus brazos abiertos a las vicisitudes de la vida. Entró en la cocina, rodeó la mesa. ¿Cómo era posible que en ese momento fuera capaz de pensar en el café, en las ganas que tenía de prepararlo y de tomárselo?

El Zerquetscher. Tan joven, maldita sea, fue su primer pensamiento. Tan joven, pero con un rostro marcado, con huecos y ángulos, huesudo y torcido. Tan joven, pero con los rasgos alterados por la elección de una salida definitiva. Cubría su ira con una sonrisa burlona, simplemente jactanciosa, simplemente la de un chaval que fanfarronea. Que fanfarronea también con la muerte, en un combate altivo que le confería una tez lívida, una expresión cruel y estúpida. La muerte ostensiblemente exhibida en su camiseta, con el tórax impreso en la parte delantera. Bajo el esternón, un texto plagiaba el estilo de los diccionarios: Muerte. 1. Fin de la vida marcado por la extinción de la respiración y la podredumbre de las carnes. 2. Estar muerto: estar acabado, no ser nada. Ese tipo ya estaba muerto y se llevaba a los demás consigo.

– Preparo el café -dijo Adamsberg.

– No te hagas el listo -contestó el joven dando una calada a su cigarrillo, poniendo la otra mano sobre el arma-. No me digas que no sabes quién soy.

– Claro que lo sé. Eres el Zerquetscher.

– ¿El qué?

– El Aplastador. El asesino con más saña del siglo que empieza.

El hombre sonrió satisfecho.

– Quiero un café -dijo Adamsberg-. Que me pegues un tiro ahora o luego, ¿qué más da? Tienes las armas, bloqueas la puerta.

– Sí -dijo el hombre acercando el revólver al borde de la mesa-. Me diviertes.

Adamsberg puso el filtro de papel en el portafiltros, lo llenó contando tres cucharadas colmadas de café molido, midió dos tazones de agua que vertió en una cacerola. Algo había que hacer.

– ¿No tienes máquina de café?

– Así sale mejor. ¿Has desayunado? Como quieras -añadió Adamsberg en el silencio-. Yo como de todos modos.

– Comes si me da la gana.

– Si no como no voy a entender lo que me digas. Supongo que has venido a decirme algo.

– Te haces el chulo, ¿eh? -dijo el tipo mientras el olor a café invadía la cocina.

– No. Preparo mi último desayuno. ¿Te molesta?

– Sí.

– Pues dispara.

Adamsberg puso dos tazones en la mesa, azúcar, pan, mantequilla, mermelada, leche. No tenía ninguna gana de palmar a manos de ese tipo lúgubre y bloqueado, como habría dicho Josselin. Ni de conocerlo. Pero hablar y hacer hablar, eso se aprendía antes que a disparar. «La palabra», decía el instructor, «es la más mortífera de las balas si sabéis alojarla en plena cabeza». Y añadía que era difícil encontrar el centro de la cabeza con palabras y que, si se erraba el tiro, el enemigo disparaba inmediatamente.

Adamsberg servía el café en los tazones, empujaba el azúcar y el pan hacia el adversario, cuyos ojos permanecían inmóviles, clavados bajo la barra de sus cejas oscuras.

– Dime al menos qué te parece -dijo Adamsberg-. Tengo entendido que sabes cocinar.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por Weill, en la planta baja. Es un amigo. Le caes bien, tú, el Zerquetscher. Yo digo Zerquetsch, sin ánimo de ofender.

– Sé lo que tramas, capullo. Tratas de que me raje, de que te cuente mi vida y todas esas gilipolleces como buen madero que eres. Luego me lías y me metes un tiro.

– Tu vida me la trae floja.

– ¿Ah, sí?

– Sí -dijo Adamsberg con sinceridad, y se arrepintió.

– Pues creo que no debería -dijo el joven apretando los dientes.

– Seguramente. Pero soy así. Me da igual todo.

– ¿Yo también?

– Tú también.

– Entonces ¿qué te interesa, capullo?

– Nada. Me habré perdido una salida, en algún momento. ¿Ves esa bombilla del techo?

– No intentes hacerme levantar la cabeza.

– Hace meses que no funciona. No la he cambiado, me las arreglo a oscuras.

– Lo que yo pensaba. Eres un inútil y un cabrón.

– Para ser un cabrón hay que querer algo, ¿no?

– Sí -admitió el joven tras un instante.

– Y yo no quiero nada. Por lo demás, estoy de acuerdo contigo.

– Y eres un cobarde. Me recuerdas a un viejo, un bocazas, un fantasma que se cree por encima de todo.

– Bueno.

– Estaba una noche en un bar. Se le echaron seis tipos encima, ¿sabes lo que hizo?

– No.

– Se tumbó en el suelo como un cagado. Y dijo: «Vamos, tíos», y ellos le decían que se pusiera de pie. Pero el viejo se quedaba en el suelo, con las manos cruzadas en la barriga como una tía. Entonces ellos dijeron: «Joder, levántate, te invitamos a algo». ¿Y sabes qué dijo el viejo?

– Sí.

– ¿Ah, sí?

– Dijo: «¿A qué? No me levanto por un beaujolais».

– Sí, eso es -dijo el joven desconcertado.

– Entonces los seis tipos, respeto -prosiguió Adamsberg mojando una rebanada de pan en su tazón-. Levantaron al viejo, y luego tan amigos. A mí no me parece cobarde. Me parece que hay que tener agallas. Pero es Weill. ¿Eh, a que el viejo es Weill?

– Sí.

– Él tiene talento. Yo no.

– ¿Es mejor que tú como madero?

– ¿Te decepciono? ¿Quieres otro adversario?

– No. Dicen que eres el mejor madero.

– Entonces estábamos hechos para conocernos.

– Más de lo que crees, capullo -dijo el joven con una sonrisa malévola mientras tomaba su primer sorbo de café.

– ¿Puedes llamarme de otra manera?

– Sí. Puedo llamarte madero.

Adamsberg había acabado su pan y su café, era el momento en que salía hacia la Brigada, media hora a pie. Se sintió cansado, hastiado por ese intercambio, asqueado del otro y de sí mismo.

– Las siete -dijo echando una ojeada por la ventana-. La hora en que el vecino mea en el árbol. Mea cada hora y media, día y noche. Al árbol no le hace ningún bien, pero a mí me da la hora.

El joven apretó el arma en la mano y miró a Lucio a través del cristal.

– ¿Por qué mea cada hora y media?

– La próstata.

– Me la suda -dijo el joven con rabia-. Tengo tuberculosis, tiña, sarna, enteritis y un solo riñón.

Adamsberg retiró los tazones.

– Se entiende que te cargues a la gente.

– Sí. En un año estoy muerto.

Adamsberg señaló el paquete de cigarrillos del Zerquetscher.

– ¿Eso quiere decir que quieres uno? -preguntó el joven.

– Sí.

El paquete se deslizó por la mesa.

– Es la costumbre. Fuma, te reventaré después. ¿Qué más quieres? ¿Saber? ¿Comprender? No sabrás nada, ya puedes esperar sentado.

Adamsberg sacó un cigarrillo, hizo un gesto con los dedos para pedir fuego.

– ¿Ni siquiera estás acojonado? -preguntó el hombre.

– Así así.

Adamsberg echó el humo, y el cigarrillo le produjo mareo.

– ¿Qué has venido a hacer aquí exactamente? -preguntó-. ¿Meterte en la boca del lobo? ¿Contarme tu historia? ¿Buscar la absolución? ¿Medir al adversario?

– Sí -dijo el joven sin que se supiera a qué contestaba-. Quería saber qué pinta tenías antes de irme. No, no es eso. He venido para pudrirte la vida.

Se ponía la cartuchera por los hombros, enredándose con las cintas.

– No se pone así, te equivocas de lado. Esa correa va en el otro brazo.

El joven volvió a empezar la operación. Adamsberg lo observó sin moverse. Se oyó un maullido penoso, uñas que rascaban la puerta.

– ¿Qué es?

– Una gata.

– ¿Tienes animales? Vaya mierda, eso es para subnormales. ¿Es tuya?

– No. Está en el jardín.

– ¿Tienes hijos?

– No -contestó prudentemente Adamsberg.

– Es fácil decir siempre «no», ¿eh? Es fácil no querer nada. Es fácil escaparse por ahí arriba mientras los demás se arrastran por el suelo, ¿eh?

– ¿Dónde, ahí arriba?

– Arriba, Paleador de nubes.

– Estás bien informado.

– Sí, está todo sobre ti en Internet. Tu careto y tus hazañas. Como cuando encontraste a ese tipo en Lorient y se tiró en el puerto.

– No se ahogó.

Otro maullido atravesó la estancia, alarmado y urgente.

– Pero ¿qué le pasa, joder?

– Problemas seguramente. Acaba de tener su primera camada, no se le ha dado muy bien. Igual una de las crías está atascada en algún sitio. Qué más da.

– A ti te da igual porque eres un cabrón, nunca te ocupas de nadie.

– Entonces ve a ver, Zerquetsh.

– Eso, y mientras, tú te largas, capullo.

– Enciérrame en el despacho, la ventana tiene reja. Llévate las pistolas y ve a mirar. Ya que eres mejor que yo, demuéstralo.

El joven inspeccionó el despacho, con el arma apuntando a Adamsberg.

– Ni se te ocurra moverte de aquí.

– Si encuentras a la cría, levántala por el vientre y por la piel del cuello, no le toques la cabeza.

– Adamsberg -dijo el joven con una risita despectiva-. Adamsberg delicado como una madre.

Se rió más fuerte y cerró la puerta con llave. Adamsberg aguzó el oído hacia el jardín, oyó ruidos de cajas desplazadas, y a Lucio que intervenía.

– El viento ha tirado la pila de cajas -decía Lucio-, hay un gatito atrapado debajo. Muévase, hombre, ya ve que sólo tengo un brazo. ¿Quién es usted? ¿Qué son todas esas armas?

La voz de Lucio, imperial, tanteaba el terreno con punta de acero.

– Soy un pariente. El comisario me entrena en tiro.

No está mal pensado, consideró Adamsberg. Lucio respetaba la familia. Oyó el ruido de cajas desplazadas y un maullido minúsculo.

– ¿Lo ve? -dijo Lucio-. ¿Está herido? Odio la sangre.

– Pues a mí me gusta.

– Si hubiera visto el vientre de su abuelo vaciarse a balazos y su propio brazo cortado mear como una fuente, no diría eso. Páseme la cría, no me fío.

Cuidado, Lucio, cuidado, murmuró Adamsberg apretando los labios. Es el Zerquetscher, maldita sea, ¿no ves que el tipo es inflamable? ¿Que puede aplastar al gato con la bota y dispersarlo por el suelo del cobertizo? Cierra el pico, coge el gato y lárgate.

La puerta de la entrada se cerró de golpe, y el joven volvió al despacho con paso pesado.

– Atrapado como un imbécil bajo una pila de cajas -dijo-, incapaz de salir de ahí, el muy capullo. Como tú -añadió sentándose frente a Adamsberg-. No tiene buenas pulgas el vecino. Prefiero a Weill.

– Voy a salir, Zerquetsch. Cuando estoy sentado mucho tiempo me impaciento. Es incluso lo único que me pone nervioso. Pero me pone nervioso de verdad.

– No me digas -se burló el joven apuntándole con el arma-. El madero está harto de mí. El madero quiere salir.

– Has entendido. ¿Ves este frasco?

Adamsberg sujetaba un tubito de vidrio lleno de un líquido marrón, no más grande que una muestra de perfume.

– Yo en tu lugar no tocaría el arma antes de haberme escuchado. ¿Ves el tapón? Si lo saco, mueres. En menos de un segundo. En 74,3 centésimas de segundo para ser precisos.

– Menudo cerdo -gruñó el joven-. Por eso te hacías el chulo, ¿eh? Por eso no tenías miedo…

– No he acabado de explicarte. Quitar la seguridad de la pistola, 65 centésimas de segundo, apretar el gatillo, 59 centésimas. Que me dé la bala, 32 centésimas. Total, un segundo y 56 centésimas. Resultado: estás muerto antes de que la bala me impacte.

– ¿Qué es esa mierda?

El joven se había levantado y retrocedía, con el brazo tendido hacia Adamsberg.

– Ácido nitrocitramínico. Transformación inmediata en gas mortal al contacto con el aire.

– Entonces revientas conmigo, capullo.

– No he acabado de explicarte. Todos los policías de la Brigada se inmunizan con un tratamiento intradérmico de dos meses y, créeme, no tiene ninguna gracia. Si lo destapo, revientas: dilatación del corazón, que explota; y yo me vacío por arriba y por abajo durante tres semanas con erupción cutánea y caída de pelo. Luego me repongo como una flor.

– No lo harías.

– Contigo, Zerquetscher, ningún problema.

– Especie de hijo de puta.

– Sí.

– No puedes matar a un hombre así.

– Sí que puedo.

– ¿Qué quieres?

– Que tires las pistolas, que abras el cajón del aparador, que saques los dos pares de esposas. Te pones uno en los tobillos, el otro en las muñecas. Decídete rápido, ya te he dicho que tengo mis impaciencias.

– Madero de mierda.

– Sí. Pero date prisa de todos modos. Puede que palee nubes allá arriba, pero cuando bajo soy rápido.

El joven barrió la mesa con el brazo, dispersó en vano unos papeles por la estancia y tiró la cartuchera al suelo. Luego se llevó la mano a la espalda.

– Cuidado con ese P 38. Cuando te guardas una pistola en el pantalón, no hay que meterla tanto. Sobre todo con un vaquero tan ajustado. Si lo haces mal te agujereas el culo.

– ¿Me tomas por un pardillo?

– Sí. Un pardillo, un crío y una fiera. Pero no un idiota.

– Si no te hubiera dicho que te vistieras no tendrías el frasco.

– Exacto.

– Pero no tenía ganas de verte en pelota.

– Lo entiendo. A Vaudel tampoco querías verlo en pelota.

El joven extirpó con prudencia el arma del pantalón y la tiró al suelo. Abrió el aparador, sacó las esposas, y se volvió bruscamente, con una risotada anormal, tan irritante como el maullido de la gata hacía un momento.

– ¿Qué, no te enteras, Adamsberg? ¿No te enteras todavía? ¿Te crees que iba a correr el riesgo de que me detuvieran así? ¿Sólo por el gusto de verte? ¿No entiendes que, si estoy aquí, es que no puedes detenerme? ¿Ni hoy, ni mañana ni nunca? ¿Recuerdas para qué he venido?

– Para pudrirme la vida.

– Eso es.

Adamsberg se levantó también, sujetando el frasco ante él como si fuera un botador, con la uña metida bajo el tapón. Los dos hombres se seguían en círculo, dos perros buscando la mejor presa.

– Déjalo -dijo el joven-. No soy hijo de cualquiera. No puedes matarme, ni encerrarme, ni seguir tu caza del hombre.

– ¿Eres un intocable? ¿Tu padre es ministro? ¿Es el Papa? ¿Dios?

– No. Eres tú, capullo.

24

Adamsberg se detuvo en seco, dejó caer el brazo, el frasco rodó por las baldosas rojas.

– ¡Joder, el frasco! -gritó el joven.

Adamsberg lo recogió con gesto automático. Buscaba la palabra para decir «el que inventa una historia y se la cree», pero ya no la encontraba. Tipos sin padre que pretendían ser hijos de rey, hijos de Elvis, descendientes de César. El atracador de los parques tuvo dieciocho padres, entre los cuales estaba Jean Jaurès, cambiaba cada dos por tres. Mitómano, ésa era la palabra. Y decían que no había que romper la pompa de jabón de un mitómano, que era tan peligroso como despertar bruscamente a un sonámbulo.

– Puestos a elegir a un padre -dijo-, podrías haber elegido a alguien mejor que yo. No es muy interesante ser hijo de policía.

– Adamsberg -soltó el joven con una risita, como si no hubiera oído nada-, el padre del Zerquetscher. No queda muy bien, ¿eh? Pero así son las cosas. Un día el hijo abandonado vuelve, un día el hijo aplasta al padre, un día le roba el trono. ¿Conoces la historia al menos? Y el padre se va en harapos por los caminos.

– De acuerdo -dijo Adamsberg.

– Voy a preparar café -dijo el joven imitándolo-. Coge el puto frasco y sígueme.

Mientras lo miraba echar agua en el filtro, con el cigarrillo colgando del labio inferior, los dedos rascando el pelo castaño, Adamsberg sintió que una descarga subía de su vientre, un chorro de ácido más sobrecogedor que el vino infecto de Froissy que fue a irradiar en el cuello de los dientes. «Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera.» [3] En su pose atenta, el joven bruto se parecía a su propio padre, de cejas hirsutas, cuando vigilaba la cocción del pote. La verdad es que se parecía a la mitad de los jóvenes bearneses o a los dos tercios de los del valle del torrente de Pau: de pelo denso y rizado, mentón huidizo, labios bien dibujados, cuerpo sólido. Louvois, el nombre no le recordaba a nadie de su valle. El tipo podría venir también del valle de enfrente, el de su colega Veyrenc, por ejemplo. O de Lille, de Reims, de Menton. De Londres seguro que no.

El tipo cogió los dos tazones y los llenó. El clima se había modificado desde que el joven había soltado su revelación. Con negligencia, había vuelto a meterse el P 38 en el bolsillo trasero, dejando la cartuchera junto a la silla. La fase del enfrentamiento, igual que amaina el viento en alta mar. Ni el uno ni el otro sabían qué hacer, daban vueltas al azúcar en el café. El Zerquetscher, con la cabeza inclinada, se recogía el pelo largo detrás de las orejas. Se le volvía a caer, se lo volvía a recoger.

– Que seas bearnés es posible -dijo Adamsberg-. Pero búscate a otro, Zerquetsch. No tengo hijos y no quiero tenerlos. ¿Dónde naciste?

– En Pau. Mi madre bajó a la ciudad para parir, para esconderse.

– ¿Cómo se llama tu madre?

– Gisèle Louvois.

– No me suena. Y eso que conozco a todo el mundo en los tres valles.

– Te la tiraste una noche junto al puente chico del Jaussène.

– Todas las parejas iban al puente chico del Jaussène.

– Luego te escribió para pedirte ayuda. Y nunca contestaste, como te la sudaba, como eres un cobarde…

– Nunca recibí la carta.

– Si ni te acuerdas del nombre de las tías que te tiras.

– Por una parte, recuerdo sus nombres; por otra, no estaba en vena en la época de la que hablas. Yo era torpe y no tenía moto. De tíos como Matt, Pierrot, Manu, Loulou, sí, de ellos podrías preguntarte si alguno es tu padre. Se las llevaban a todas. Pero luego las chicas no lo iban diciendo por ahí, las deshonraba. ¿Quién te dice que tu madre no te mintió?

El joven rebuscó en sus bolsillos, bajando la línea del ceño, y sacó una bolsita de plástico que balanceó ante los ojos de Adamsberg antes de tirarla encima de la mesa. Adamsberg sacó una foto cuyos colores originales habían virado a violeta, donde posaba un chico apoyado en un plátano.

– ¿Quién es ése? -preguntó el joven.

– Yo o mi hermano. ¿Y qué?

– Eres tú. Mira en el dorso.

Su nombre, J.-B. Adamsberg, estaba escrito a lápiz en letra pequeña y redonda.

– Yo diría más bien que es mi hermano. Raphaël. No recuerdo esta camisa. Eso demuestra que tu madre nos conocía mal, que te contó un cuento chino.

– Cierra el pico, tú no conoces a mi madre, no cuenta cuentos chinos. Si me dijo que eras mi padre es que es verdad. ¿Por qué se lo iba a inventar, eh? Ni que fuera como para echar cohetes.

– Eso es verdad. Pero en el pueblo valía más yo que Matt o Loulou, a ellos los llamaban «mangantes», «perros» o «meones». Por las noches, cuando hacía calor, meaban por la ventana abierta. Así fue como la tendera, que caía mal a todo el mundo, recibió alguna meada en plenos ojos. Por no hablar de la banda de Lucien. En resumen, sin ser para tirar cohetes, quedaba mejor dar mi apellido que el de Matt el meón. No soy tu padre, nunca conocí a ninguna Gisèle, ni en mi pueblo ni en los pueblos vecinos, y nunca me escribió. La primera vez que me escribió una chica, yo tenía veintitrés años.

– Mientes.

El tipo apretaba los dientes, vacilando en el pedestal de certidumbre que de repente se resquebrajaba a sus pies. Su padre imaginado, su enemigo de siempre, su diana, parecía estar a punto de escapársele entre los dedos.

– Tanto si miento yo como si miente ella, Zerquetsch, ¿qué hacemos? ¿Vamos a estar aquí tomando café hasta el fin de los días?

– Siempre supe cómo se iba a acabar esto. Me dejas salir, libre como un pájaro. Y tú te quedas aquí con tus putos gatos, sin poder hacer nada. Leerás tu nombre en los periódicos, puedes creerme. Pasarán cosas. Y tú estarás en tu puto despacho y estarás acabado. Y tú dimitirás, porque ni un madero mete a su hijo en cadena perpetua. Cuando hay un hijo en juego, no hay ley que valga, ni reglas. Y tampoco tendrás ganas de ir por ahí diciendo que eres el padre del Zerquetsch, ¿no? Ni que es culpa tuya que al Zerquetsch se le haya ido la olla porque lo abandonaste.

– No te abandoné, ni siquiera te hice.

– Pero no estás seguro, ¿eh? ¿Te has visto el careto, has visto el mío?

– Caretos de bearnés, y punto. Hay una manera de saberlo, Zerquetsch. Una manera de acabar tu sueño. Tenemos tu ADN y el mío. Se comparan y ya está.

El Zerquetsher se levantó, dejó el P 38 en la mesa y sonrió tranquilamente.

– Atrévete -dijo.

Adamsberg lo miró dirigirse sin prisa hacia la puerta, abrirla e irse. Libre como un pájaro. He venido a pudrirte la vida.

Alargó el brazo por encima de la mesa, alcanzó el frasco y lo examinó detenidamente. Ácido nitrocitramínico. Cruzó las manos, apoyó en ellas la frente, cerrando los ojos. Por supuesto que no estaba inmunizado. Sacó el tapón con la uña.

25

Al entrar en la consulta del médico, Adamsberg se dio cuenta de que olía violentamente a perfume, y que el doctor Josselin lo había advertido, sorprendido.

– Es una muestra que se me ha derramado -explicó-. Ácido nitrocitramínico.

– No lo conozco.

– Me he inventado el nombre, sonaba bien.

Fue un buen momento cuando el Zerquetsch se lo había tragado todo. Cuando creyó que Adamsberg tenía ácido nitrocitramínico, cuando creyó lo del frasco y lo de las sumas de centésimas de segundos. En ese instante, creyó tenerlo, pero el tipo disponía de un arma secreta más dramática que el ácido nitrocitramínico. Otro engaño, otra ilusión, pero que había funcionado. Él, Adamsberg, él, el madero, había dejado ir al Zerquetsch sin esbozar un solo gesto. Cuando el revólver estaba en la mesa y podría haberlo alcanzado de un salto. O mandar rodear la zona en cinco minutos. Pero no, el comisario no se había movido. «El comisario Adamsberg libera al monstruo.» Visualizaba con nitidez la primera plana de los periódicos. También en Austria. Algo que empezara con «Kommissar Adamsberg». En grandes letras sanguinolentas como las costillas de la camiseta del Zerquetscher. Luego vendría el juicio, el clamor de la gente, la cuerda colgada de un árbol. El Zerquetscher que aparece, con los dientes rojos, que alza el brazo, que grita con los demás: «¡El hijo aplasta al padre!». Las letras del periódico que se transformaban en una nube de manchas negras y verdes.

Le pasaba aguardiente de pera entre los dientes, la cabeza se le iba de un lado a otro. Abrió los ojos y enfocó el rosto de Josselin inclinado sobre él.

– Se ha desmayado. ¿Le pasa a menudo?

– Es la primera vez en mi vida.

– ¿Por qué quería verme? ¿Por Vaudel?

– No, no me encontraba bien. Se me ocurrió venir al salir de mi casa.

– No se encontraba bien, pero ¿cómo?

– Mareado, atontado, exhausto.

– ¿Le pasa a menudo? -repitió el médico ayudando a Adamsberg a ponerse en pie.

– Nunca. Sí, una vez, en Québec. Pero la impresión no fue la misma, y había bebido como diez esponjas.

– Estírese ahí encima -dijo Josselin dando una palmada en la camilla de auscultación-. Póngase boca arriba, quítese sólo los zapatos. Puede ser un principio de gripe, pero voy a examinarlo igualmente.

Al venir, Adamsberg no tenía intención de tumbarse en la camilla acolchada ni de dejar que el médico le pusiera las manazas en la cabeza. Sus pies lo habían alejado de la Brigada y lo habían llevado hacia Josselin. Sólo quería hablar. Ese desmayo era una advertencia seria. Nunca diría a nadie que el Zerquetsch pretendía ser su hijo. Nunca diría que lo había dejado irse sin mover un dedo. Libre como un pájaro. Camino de otra masacre, con su sonrisa desafiante en los labios, enfundado en su traje de muerte. Zerk era aún más fácil de decir que Zerketsch, y era como una onomatopeya que evocara el rechazo, la náusea. Zerk, hijo de Matt, o de Loulou, hijo de meón. Eso sí, a nadie le pareció mal lo de la tendera.

El médico le había puesto la palma de la mano en la cara, le había aplicado sus dedos ligeros en las sienes. Entre el pulgar y el meñique, la inmensa mano cubría sin problema la distancia. La otra, en copa, sostenía la base de la cabeza. A la sombra de esa mano algo perfumada, los ojos de Adamsberg se cerraban.

– No se preocupe, sólo estoy escuchando el MRP de la SEB.

– Sí -dijo Adamsberg con una vaga interrogación en la voz.

– El movimiento respiratorio primario de la sínfisis esfenobasilar. Simple control básico.

Los dedos del médico siguieron desplazándose, deteniéndose como mariposas atentas sobre las aletas de la nariz, los maxilares, rozando la frente, entrando en las orejas.

– Bien -dijo al cabo de cinco minutos-, tenemos aquí una fibrilación circunstancial que me oculta los fundamentales. Algún hecho reciente ha desencadenado un temor a la muerte que ha generado un sobrecalentamiento generalizado del sistema. No sé qué le habrá pasado, pero sí que no le ha gustado. Choque emocional mayor. Y eso bloquea el parietal anterior y el pre-post-esfenoide en inspir, y ha hecho saltar los tres fusibles. Mucho estrés, es normal que no se encuentre bien. Ésa es la causa del desvanecimiento. Vamos a quitar eso primero, si queremos ver algo.

El médico garabateó unas líneas, pidió a Adamsberg que se pusiera boca abajo. Le levantó la camisa, puso un dedo en el sacro.

– Decía usted que era en la cabeza.

– La cabeza se coge por el sacro.

Adamsberg se quedó callado, dejando los dedos del médico remontar por sus vértebras como dos duendecillos bondadosos que trotaran por su carcasa. Mantenía los ojos muy abiertos para no dormirse.

– Quédese despierto, comisario. Vuelva a ponerse boca arriba. Voy a tener que distenderle la fascia del intestino medio, que está completamente bloqueada. ¿Dolores intercostales en el lado derecho? ¿Aquí?

– Sí.

– Perfecto -dijo Josselin poniendo sus dedos en horca bajo la nuca y, con la palma de la otra mano, planchando las costillas como si de ropa arrugada se tratara.

Adamsberg se despertó sin fuerza, con la desagradable impresión de que había pasado mucho tiempo. Eran más de las once, vio en el reloj. Josselin lo había dejado dormir. Saltó de la camilla, se calzó, encontró al médico ya sentado a la mesa de la cocina.

– Siéntese, como temprano, tengo un paciente dentro de media hora.

Sacó un plato y cubiertos, puso el plato delante de él.

– ¿Me ha dormido?

– No, eso lo ha hecho usted solo. A la vista de cómo estaba, era lo mejor después del tratamiento. Ya está todo colocado -añadió como un fontanero que comenta su factura-. Estaba usted en un pozo, inhibición total de la acción, imposibilidad de avanzar. Pero eso se le va a quitar. Si siente un entumecimiento esta tarde, algún que otro ataque de melancolía mañana y agujetas, es normal. Dentro de tres días, estará como de costumbre, seguramente mejor. De paso he tratado los acúfenos, es posible que baste una sola sesión. Hay que alimentarse -dijo señalando la fuente de sémola con verduras.

Adamsberg obedeció; se sentía algo aturdido, pero bien, ligero y hambriento. Nada que ver con la náusea y los kilos de hierro fundido que arrastraba en los pies esa mañana. Levantó la cabeza y vio que el médico le dirigía un guiño amistoso.

– Aparte de eso, he visto lo que quería ver. La estructura natural.

– ¿Y bien? -preguntó Adamsberg, que se sentía bastante mermado delante de Josselin.

– Más o menos lo que esperaba. Sólo he visto otro caso como usted, en una mujer mayor.

– ¿Es decir?

– Una ausencia casi total de angustia. Es una postura rara. En contrapartida, claro, la emotividad es débil, el deseo por las cosas se ve atenuado, hay fatalismo, tentaciones de deserción, dificultades con el entorno, espacios mudos. No se puede tener todo. Más interesante todavía, un flujo incontrolado entre las zonas del consciente y del inconsciente. Podría decirse que el sas de separación está mal ajustado, que a veces olvida cerrar bien la verja. No lo descuide, comisario. Eso puede dar ideas de genio que parecen venir de otra parte, de la intuición, como se dice equivocadamente para simplificar; reservas inmensas de recuerdos e imágenes, pero también puede dejar aflorar objetos tóxicos que deberían a toda costa quedarse en las profundidades. ¿Me sigue?

– Bastante bien. Y, si los objetos tóxicos afloran, ¿qué pasa?

El doctor Josselin hizo un molinete con el dedo en la sien.

– Entonces ya no distingue lo verdadero de lo falso, la fantasía de lo real, lo posible de lo imposible. En resumidas cuentas: mezcla el nitrato, el azufre y el carbón.

– Explosión -concluyó Adamsberg.

– Eso es -dijo el médico secándose las manos satisfecho-. No hay nada que temer si no se deja ir. Conserve responsabilidades, siga hablando con los demás, no se aísle exageradamente. ¿Tiene hijos?

– Uno, pero muy pequeño.

– Pues explíquele el mundo, paséelo, no se abandone. Eso lo lastrará con unas cuantas anclas, hay que mantener a la vista las luces del puerto. No le pregunto nada sobre las mujeres. Falta de confianza.

– ¿En ellas?

– En usted. Es la única pequeña preocupación, si es que puede llamarse así. Lo dejo, comisario, cierre la puerta al salir.

¿Qué puerta, la del sas o la del piso?

26

El comisario no sentía ya ninguna aprensión ante la idea de ir a la Brigada, al contrario. El hombre de los dedos de oro lo había reencaminado, había disipado las brumas del accidente, del «shock psicoemocional» que esa mañana le impedían toda visibilidad. No olvidaba, desde luego, que había dejado huir a Zerk. Pero lo alcanzaría, a su manera y en su momento, como había alcanzado a Émile.

Émile, que remontaba la pendiente -«va a salir de ésta»-, leyó entre los mensajes que le habían dejado en la mesa. Lavoisier había llevado a cabo el traslado sin mencionar el lugar de destino, tal como habían acordado. Adamsberg leyó las noticias de Émile al perro. Alguien lo había lavado -alguien servicial o a punto de perder la paciencia-, tenía el pelo suave, olía a jabón. Cupido estaba hecho un ovillo encima de sus rodillas, Adamsberg podía dejar la mano recorrer su lomo. Danglard entró y se dejó caer como un saco de trapos encima de la silla.

– Vengo de casa de Josselin. Me ha reparado como se arregla una caldera. Ese hombre hace alta costura.

– No acostumbra usted a ir al médico.

– Sólo quería hablarle, pero me dio un patatús en su consulta. Había pasado dos horas agotadoras esta mañana. Un atracador había entrado en mi casa y tenía mis dos pistolas.

– Mierda. Le había dicho que se las llevara.

– Pero no lo hice. Y el atracador lo sabía.

– ¿Y bien?

– Cuando estuvo seguro de que no tenía dinero, acabó largándose. Y yo estaba cansado.

Danglard alzó una mirada desconfiada.

– ¿Quién ha lavado al perro? -interrumpió Adamsberg-. ¿ Estalère?

– Voisenet. Ya no podía soportarlo.

– He leído la nota del laboratorio. El estiércol de Cupido es idéntico al estiércol de Émile. O sea recogido en la misma granja en ambos casos.

– Eso afloja el cerco a Émile, pero no lo deja libre. Ni a Pierre hijo, que juega mucho y frecuenta también los hipódromos y los centros hípicos, o sea el estiércol. Incluso busca un caballo para comprar.

– Él no me lo había dicho. ¿Desde cuándo lo sabe usted?

Mientras hablaba, Adamsberg iba hojeando un montoncito de tarjetas postales que Gardon le había reservado, sacado de las cosas del viejo Vaudel. Se trataba sobre todo de correos convencionales, enviados por su hijo durante las vacaciones.

– La policía de Aviñón se enteró ayer, y yo esta mañana. Pero hay montones de personas que frecuentan las carreras. Hay treinta y seis grandes hipódromos en Francia, cientos de centros ecuestres, decenas de miles de aficionados. Eso nos da cantidades gigantescas de estiércol diseminado por todo el país. Una materia mucho más frecuente que otras.

Danglard señaló con el dedo debajo de la mesa de Adamsberg.

– Más frecuente, por ejemplo, que los restos de virutas de lápiz y de mina de plomo. Si eso se encontrara en la escena del crimen, sería mucho más valioso que el estiércol. Sobre todo teniendo en cuenta que los dibujantes no eligen sus lápices al azar. Y usted tampoco. ¿Qué lápices prefiere?

– Los Cargo 401-B, y los Seril H para el seco.

– ¿Eso son virutas de Cargo 401-B y de Seril H? ¿Con polvo de carboncillo?

– Sí, Danglard, ¿qué va a ser si no?

– Serían mucho mejores en una escena de crimen. Mucho más precisas que el puto estiércol, ¿no?

– Danglard -dijo Adamsberg dándose aire con una postal-, al grano.

– No me tienta. Pero si el grano va a caernos encima, más valdría ser más rápidos. Como en el cricket, abalanzarse hacia la pelota antes de que toque el suelo.

– Abaláncese, Danglard, soy todo oídos.

– Un equipo ha peinado la zona para encontrar los casquillos de bala donde dispararon a Émile.

– Sí, estaba entre las prioridades.

– Han encontrado tres.

– Para cuatro disparos, no está mal.

– También han encontrado el cuarto casquillo -dijo Danglard levantándose, metiendo sus dedos en los bolsillos traseros.

– ¿Dónde? -preguntó Adamsberg dejando de abanicarse.

– En casa de Pierre hijo de Pierre. Había rodado debajo de la nevera. Lo encontraron los chicos. Pero no el revólver.

– ¿Qué chicos? ¿Quién pidió el registro?

– Brézillon. Por la relación entre Pierre y los caballos.

– ¿Quién se lo dijo al inspector de división?

Danglard abrió los brazos ignorante.

– ¿Quién peinó el terreno para buscar los casquillos?

– Maurel y Mordent.

– Creía que Mordent estaba vigilando donde Louvois.

– No estaba. Quiso acompañar a Maurel.

Se hizo un silencio, y Adamsberg afiló ostensiblemente un lápiz encima de la papelera, dejando caer virutas de Seril H, antes de soplar la mina y colocarse una hoja de papel encima del muslo.

– ¿Qué significa este juego? -dijo suavemente iniciando su dibujo-. ¿Pierre dispara varias balas pero sólo se lleva un casquillo?

– Piensan que podía haber quedado atascada en el tambor.

– ¿Quiénes?

– La brigada de Aviñón.

– ¿Y no les preocupa? ¿Pierre se deshace del revolver pero primero saca el casquillo atascado? ¿Y conserva el casquillito? ¿Hasta que lo pierde tontamente en la cocina y se desliza debajo de su nevera? ¿Y por qué los chicos registraron tan a fondo? ¿Hasta desplazar la nevera? ¿Sabían que había algo debajo?

– Al parecer la esposa les dijo algo.

– Me asombraría, Danglard. Cuando esa mujer traicione a su marido, Cupido ya no querrá a Émile.

– Sí les preocupó, precisamente. Su jefe no es muy vivo, pero pensó que alguien podía haber puesto un casquillo allí. Porque además Pierre se defiende como un diablo. Entonces sacaron toda la parafernalia, aspirador, tamiz, micromuestras. Y encontraron algo. Esto -dijo Danglard señalando el suelo.

– ¿Esto qué?

– Residuos de mina de plomo y virutas de lápiz, probablemente dejados por zapatos. Y resulta que Pierre no utiliza lápiz. La noticia acaba de llegar.

Danglard tiró del cuello de su camisa, pasó a su despacho y trajo un vaso de vino. Parecía disgustado. Adamsberg no le dijo nada.

– Van a mandarlos al laboratorio. Esperan los resultados en dos o tres días. Establecer la composición de la mina, identificar la marca del lápiz. Lo cual no es sencillo. Por supuesto, sería más fácil si tuvieran una muestra comparativa. Creo que pronto sabrán dónde buscarla.

– Mierda, Danglard, ¿en qué está pensando?

– En lo peor, ya se lo dije. Pienso en lo que van a pensar. Que usted fue a meter el casquillo debajo de la nevera de Pierre Vaudel. Por supuesto, habrá que demostrarlo. Entre el análisis de las virutas, la identificación del lápiz y la comparación de la muestra, son cuatro días antes de la imputación. Cuatro días para atrapar la pelota antes de que toque el suelo.

– Avancemos, Danglard -dijo Adamsberg con una sonrisa fija-. ¿Por qué habría querido comprometer a Pierre hijo?

– Para salvar a Émile.

– ¿Y por qué quiero salvar a Émile?

– Porque hereda una enorme fortuna que no debe serle disputada por el heredero natural.

– ¿Y por qué iba a serle disputada?

– Porque el testamento sería falso.

– ¿Émile capaz de falsificarlo?

– Lo habría hecho un cómplice. Un cómplice con talento para el grafismo. Un cómplice que cobraría el cincuenta por ciento.

Danglard vació de un trago el vaso de vino blanco.

– Mierda -dijo bruscamente elevando la voz-. No es muy complicado, ¿o sí? ¿Hace falta escribírselo con todas las letras? Émile y un cómplice, pongamos Adamsberg, hacen un falso testamento. Émile hace que llegue la información al hijo: El viejo está a punto de hacer testamento en detrimento suyo, y alarma a Pierre Vaudel. Émile mata al viejo, deja estiércol para incriminar a Pierre, pone en escena un crimen de demente para hacer olvidar el asunto del dinero. Cortina de humo para ocultar la combinación sencilla. Luego, Adamsberg, en el escenario convenido, dispara dos balas a Émile. Lo bastante grave para que sea creíble. Lo lleva inmediatamente al hospital. Deja tres casquillos allí y esconde uno en casa de Pierre Vaudel, que cae por tentativa de homicidio contra Émile. Con el detector de mentiras se verá que Pierre estaba informado de lo del testamento. Émile declarará entonces que vio a Pierre hijo salir de la casa por la noche. Al ser parricida, Pierre ya no puede heredar. Su parte recae en Émile, según el testamento. Adamsberg y él se lo reparten, sin olvidar a sus madres. Fin del guión.

Estupefacto, Adamsberg miraba a Danglard, que parecía al borde de las lágrimas. Se palpó el bolsillo, encontró los cigarrillos dejados por Zerk, encendió uno.

– Pero -prosiguió Danglard- se abre la investigación, se acumulan elementos perturbadores, la maquinaria de Émile-Adamsberg se frena. Primero, el viejo Vaudel, que no quiere a nadie, hace un testamento a favor de Émile. Primera anomalía. Poco después, Vaudel muere. Segunda anomalía. Hay demasiado estiércol en el lugar del crimen, tercera anomalía. El domingo, tras la advertencia de Mordent, Adamsberg deja huir a Émile. Cuarta anomalía. Luego, la misma noche, y sin avisar a nadie, Adamsberg sabe dónde encontrar a Émile. Quinta anomalía.

– Me está poniendo nervioso con sus anomalías.

– Adamsberg llega justo a tiempo para salvarlo después de que le hayan disparado. Sexta anomalía. Se descubre un casquillo en casa de Pierre Vaudel. Séptima anomalía, enorme. Los policías empiezan a sospechar que los están toreando y pasan a la recogida de muestras afinada. Encuentran virutas de lápiz. ¿A quién beneficia el crimen? A Émile. ¿Sabe Émile falsificar documentos? No. ¿Tiene algún amigo con talento para el dibujo, la caligrafía? Sí. Adamsberg, que se preocupa por él en el hospital y que lo manda trasladar fuera del alcance de los policías, alto secreto, octava anomalía. ¿Adamsberg afila lápices? Sí. Se toman muestras, se compara, se acierta. ¿Cuándo pudo Adamsberg ir a Aviñón a dejar el casquillo? Pues esa noche, por ejemplo. El comisario había desaparecido anoche, no ha llegado a la Brigada hasta hoy a las doce y media. ¿Sus coartadas? Ayer: estaba con el médico. Esta mañana: estaba con el médico. Se ha desmayado, él, a quien nunca le pasa. O sea que el médico es un comparsa. Los tres se entienden bien, Émile, Adamsberg, Josselin. Demasiado bien para unos tipos que sólo se conocen desde hace tres días. Novena anomalía. Resultado: a Émile le caen treinta años o cadena perpetua por el asesinato de Vaudel padre y estafa en la herencia. Adamsberg cae de su pedestal y se estrella por falsificación, complicidad en asesinato y distorsión de las pruebas. Veinte años. Se acabó. Adamsberg tiene cuatro días para salvar el pellejo.

Adamsberg encendió un cigarrillo con la punta del anterior. Era una suerte que Josselin le hubiera arreglado la caldera esa mañana, cuando estaba al borde del crash emocional definitivo. Zerk, y ahora Danglard, ambos en la cúspide de su inventiva.

– ¿Quién cree eso, Danglard? -preguntó apagando la colilla.

– ¿Vuelve a fumar?

– Desde que ha empezado usted a hablar.

– Mejor que no. Es un indicio de cambio de comportamiento.

– ¿Quién cree eso, Danglard? -repitió Adamsberg en un tono más alto.

– Todavía nadie. Pero dentro de cuatro días, o de tres, Brézillon lo creerá, también los policías de Aviñón. Y todo el mundo. Lo sospechan ya. Porque, con o sin casquillo, Pierre Vaudel no está bajo arresto domiciliario.

– ¿Por qué lo van a creer?

– Pues porque todo ha sido hecho para eso. Salta a la vista, maldita sea.

Danglard miró de repente a Adamsberg con aire indignado.

– ¡No creerá que lo creo! -dijo enredándose en su expresión verbal, cosa que rara vez le sucedía.

– No tengo ni idea, comandante. Es usted perfectamente convincente en su exposición del guión. Hasta yo me lo creo.

Danglard salió de nuevo, volvió con el vaso lleno.

– Soy convincente -dijo articulando cada palabra- para convencerlo de lo que van a creer aquellos a quienes van a hacer creer.

– Hable en francés, Danglard.

– Se lo dije ayer. Alguien quiere verlo caer, definitivamente. Alguien que no quiere, bajo ningún concepto, que eche el guante al asesino de Garches. Alguien a quien eso arruinaría la vida. Alguien que tiene influencia, alguien de arriba. Y seguramente cercano al asesino. Usted tiene que caer, y otro tiene que pagar en lugar del Zerquetscher. Es bastante sencillo, ¿no? Las primeras faltas organizadas contra usted no bastaron para ponerlo fuera de juego. Así que han forzado las cosas, han dado el nombre del Zerquetscher a la prensa, lo han hecho huir, han dejado el casquillo en casa de Pierre hijo, con sus virutas de lápiz. Con eso baja la reja. Es mecánico. Pero, para que el motor funcione bien, el hombre de arriba necesita cómplices, para empezar aquí mismo. ¿Quién tiene acceso a las virutas de lápiz? Alguien de la Brigada. ¿Quién tuvo acceso a los casquillos? Mordent y Maurel. ¿Quién ha desaparecido de la circulación esta mañana, depresión nerviosa, baja, prohibición de visitas? Mordent. Ya se lo dije en el bar, y usted me respondió que yo pensaba de una manera fea. Yo le dije que su hija va a pasar un juicio la semana que viene. Saldrá libre, ya lo verá, y mejor para ella y para él. Pero usted, para entonces, estará en chirona.

Adamsberg exhaló el humo con más ruido del necesario.

– ¿Me cree? -preguntó Danglard-, ¿Comprende el sistema?

– Sí.

– Cricket -repitió Danglard, que no era nada deportista-. Atrapar la pelota antes. Tres o cuatro días, no más.

27

– Es decir encontrar a Zerk antes -dijo Adamsberg.

– ¿Zerk?

– El Zerquetscher. ¿Nos ha enviado Thalberg el dossier?

– Aquí -dijo Danglard levantando su vaso de vino de una carpeta rosa manchada con un círculo húmedo-. Lo siento por la huella.

– Si sólo hubiera la huella, Danglard, la vida sería bella. Fumaríamos y beberíamos pescando cosas en el lago de su amigo Stock, dejando huellas de vaso en la pasarela, remaríamos con sus niños y con el pequeño Tom, y dilapidaríamos el dinero del viejo Vaudel con Émile y el perro.

Adamsberg sonrió francamente, con esa sonrisa que siempre tranquilizaba a Danglard pasara lo que pasara, y frunció el ceño.

– ¿Y qué dirán para el asesinato austríaco? ¿Qué dirá el que tiene influencia? ¿Que también lo cometió Émile? Eso no se tiene de pie.

– Dirán que no tiene nada que ver. Dirán que Émile se limitó a copiar el modus del caso austríaco, por falta de imaginación.

Adamsberg tendió el brazo y bebió un trago del vaso de Danglard. Sin Danglard y su lógica tallada como cristal de roca, no habría visto venir el golpe.

– Me voy a Londres -anunció Danglard-. Podemos pillarlo por los zapatos.

– Usted no se va a ninguna parte, comandante. Me voy yo. Y necesito un hombre al mando de la Brigada. Arregle sus asuntos con Stock por teléfono y vídeo.

– No. Delegue en Retancourt.

– No tiene grado, y no puedo hacerlo. Bastante lío tenemos ya.

– ¿Adónde va?

– Usted lo ha dicho: podemos pillarlo por los zapatos.

Adamsberg le pasó una postal. Un bonito pueblo colorido resaltaba sobre un fondo de colinas y un cielo azul. La volvió, lado cruz. Arriba, a la izquierda, en letras de imprenta: КИСЛОВА.

– A Kisilova, el pueblo del demonio. Que rondaba la linde del bosque. Eso es lo que significa ese КИСЛОВА, ¿no?

– Sí, Kiseljevo en su ortografía original. Pero ya hemos hablado del tema. Veinte años después, nadie recordará el paso del Cortapiés.

– No es lo que yo espero. Voy allí a buscar el negro túnel que va desde Vaudel hasta este pueblo. Hay que encontrarlo, Danglard, hundirse allí, extirpar la historia, arrancarla de raíz.

– ¿Cuándo se va?

– Dentro de cuatro horas. No quedaban plazas de avión. Vuelo hasta Venecia, y luego voy en tren hasta Belgrado. He reservado dos plazas. La embajada me busca un traductor.

Danglard sacudió la cabeza, hostil.

– Estará usted demasiado expuesto. Me voy con usted.

– Ni hablar. No sólo está el problema de la Brigada. Si quieren hundirme y usted está conmigo, lo pondrán en la misma balsa. Y si me meten en chirona, sólo usted podrá sacarme de allí. Tardará diez años, así que aguante. Mientras tanto, manténgase alejado de mí. No quiero contaminar ni a usted ni al resto de la Brigada.

– Para traductor, el biznieto de Slavko podría servir. Vladislav Moldovan. Trabaja como intérprete para los institutos de investigación. Tiene tan buen carácter como su abuelo. Si le digo que es por Slavko, se las arreglará para estar libre. ¿A qué hora sale el Venecia-Belgrado?

– A las nueve y treinta y dos de la noche. Paso por casa a coger una bolsa y mis relojes. Me molesta no llevar hora.

– ¿Qué más da? Si sus relojes nunca están en hora.

– Eso es porque los pongo en hora basándome en Lucio. Él mea en el árbol más o menos cada hora y media. Pero claro, no es exacto.

– Pues hágalo al revés, póngalos en hora consultando un reloj de pared, y así sabrá la hora exacta de las meadas de Lucio.

Adamsberg lo miró un tanto sorprendido.

– No quiero saber a qué hora mea Lucio. ¿Cómo quiere que me importe eso?

Danglard hizo un gesto que significaba «dejémoslo» y pasó al comisario otra carpeta, verde manzana.

– Es el último informe de Radstock. Tendrá tiempo de leerlo en el tren. Además están los interrogatorios a lord Clyde-Fox y unas informaciones inconsistentes sobre su amigo cubano, o supuesto amigo cubano. Han afinado los análisis. Todos los zapatos son franceses, salvo los de mi tío.

– O del primo de su tío, un kisslover, un kisiloviano.

– Un kiseljeviano.

– ¿Cómo atravesaron la Mancha esos zapatos?

– En barco clandestino. No hay otro modo.

– Eso es tomarse mucha molestia.

– Que vale la pena. Highgate es un sitio importante. Algunos de esos zapatos, al menos cuatro pares, no tienen más de doce años, pero Radstock tiene problemas para datar los demás. Doce años es lo que correspondería al tiempo de acción del Zerquetscher suponiendo que empezara su colecta a la edad de diecisiete años. Muy joven para introducirse en los establecimientos de pompas fúnebres para cortar pies. Cronológicamente hablando, cuadra, abarca la expansión del movimiento artístico gótico, heavy metal, encajes y terror, anticristo y lentejuelas, zombis en chaqueta de gala. Eso puede producir una impregnación favorable.

– ¿Cómo dice, Danglard?

– El movimiento gótico -repitió Danglard-. ¿No ha oído nunca hablar de eso?

– ¿Del gótico medieval?

– Del gótico de los años 1990 hasta ahora. ¿No ve de qué le hablo? Los jóvenes que llevan camisetas con calaveras o esqueletos sanguinolentos.

– Lo veo muy bien -dijo Adamsberg, con el atuendo de Zerk sólidamente enganchado a una estrella de su memoria-. ¿Stock tiene problemas con los demás pares de zapatos?

– Sí -dijo Danglard rascándose la barbilla, bien afeitada en un lado, mal en el otro.

– ¿Por qué se afeita sólo un lado? -preguntó Adamsberg interrumpiéndose a sí mismo.

Danglard se puso rígido y se fue hasta la ventana para examinarse en el cristal.

– La bombilla del cuarto de baño se ha fundido. No veo nada en el ángulo izquierdo. Convendría que lo arreglara.

Abstract, pensó Adamsberg. Danglard la esperaba.

– ¿Tenemos aquí bombillas de bayoneta de sesenta vatios?

– Ya irá a mirar, comandante. El tiempo pasa -señaló Adamsberg dándose golpecitos en la muñeca.

– Es usted el que me interrumpe. Hay pies que no cuadran con un tiempo de sólo doce años. Dos pertenecen a mujeres con las uñas pintadas, una moda anterior a 1990. La composición de la laca de uñas indicaría más bien el periodo 1972-1976.

– ¿Stock está seguro?

– Casi, está profundizando los análisis. Hay un par masculino de piel de avestruz, raro y caro, hecho cuando el Zerquetscher tenía sólo diez años. En ese supuesto sería un crío asombrosamente precoz. Peor aún, algunos pares podrían tener veinte o treinta años. Ya sé qué me va a decir -bloqueó Danglard levantando su vaso a modo de muralla-. En su maldito pueblo de Caldhez, los chavales hacían explotar los sapos desde que nacían. Pero hay un margen.

– No, no iba a hablar de los sapos.

La idea de los sapos que los niños hacían explotar en un inmundo estallido de sangre y entrañas haciéndolos fumar un cigarrillo devolvió la mano de Adamsberg al paquete de Zerk.

– Ha vuelto en serio -comentó Danglard al verlo fumar su tercer pitillo.

– Es por sus sapos.

– Siempre es por algo. Yo dejo el vino blanco. Se acabó. Éste es mi último vaso.

Adamsberg se quedó mudo de sorpresa. Que Danglard estuviera enamorado, estaba claro; que fuera correspondido, era de esperar; pero que eso le hiciera dejar el vino, no podía creérselo.

– Me paso al tinto -prosiguió el comandante-. Es más vulgar pero menos ácido. El blanco me arruina el estómago.

– Buena idea -aprobó Danglard, curiosamente tranquilizado ante la idea de que nada cambia en este mundo, al menos en Danglard.

El periodo ya era suficientemente convulso.

– ¿La cajetilla la ha comprado usted? -preguntó Danglard señalando los cigarrillos-. ¿Ingleses? Elección refinada.

– El atracador de esta mañana se los dejó en casa. O sea que o bien Zerk era un niño tan precoz que ya sabía cortar pies a los dos años, o bien un mentor lo llevaba a esas expediciones morbosas que Zerk continuó después. Podría ser que actuara bajo influencia desde la infancia.

– Manipulado.

– ¿Por qué no? Puede uno imaginarse un guía detrás de todo eso, una figura paterna que él echara de menos.

– Es posible. Nació de padre desconocido.

– Hay que acelerar sobre su entorno, saber con quién se comunica, saber a quién ve. Ha hecho limpieza en el piso, el cabrón no ha dejado ninguna pista.

– Parece natural. No esperaría usted que viniera a hacernos una visita…

– ¿Y su madre? ¿La han localizado?

– Todavía no. Hay una dirección en Pau hasta hace cuatro años, luego no se sabe nada más.

– ¿La familia de su madre?

– De momento, no hay ningún Louvois por la zona. Sólo hace dos días, comisario, no somos mil.

– ¿Por dónde va Froissy con los teléfonos?

– Por ninguna parte. Louvois no tenía línea fija. Weill asegura que tenía un móvil, pero no se encuentra ningún aparato a su nombre. Se lo habrán regalado, o lo habrá robado. Froissy tendrá que peinar la zona de cobertura del piso, y ya sabe que eso lleva tiempo.

Adamsberg se puso bruscamente de pie, sus impaciencias quizá.

– Danglard, ¿recuerda la composición del equipo de Aviñón?

Danglard había memorizado -y ¿para qué?- prácticamente todos los equipos policiales del país, poniendo al día su fichero a medida que iban yéndose unos, siendo nombrados otros.

– Calmet es quien lleva el caso Pierre Vaudel hijo. No sé si es la influencia de su patronímico, pero es un comisario plácido que no busca problemas inútiles. Pero ya le digo, no es rápido. Por eso yo diría cuatro días más que tres. Maurel también me habló de un teniente y un cabo. Noiselot y Drumont. El resto del equipo no lo sé.

– Encuéntreme la lista completa, Danglard.

– ¿A quién busca?

– A un vietnamita con quien trabajé en Messilly. Era una ciudad somnolienta, pero nunca viví un servicio más divertido, cuando conseguíamos llevarlo a cabo. Fumaba con la nariz, levitaba a varios centímetros, al menos yo creía verlo, tocaba melodías golpeando vasos, imitaba a todos los animales de la creación.

Veinte minutos más tarde, Adamsberg recorría los nombres del equipo del comisario Calmet.

– He llamado al biznieto de Slavko -dijo Danglard-. Sale de Marsella ahora mismo. Estará a las nueve en la estación de Venecia Santa Lucia, delante del coche 17 del tren a Belgrado. Está contento de dar una vuelta por el pueblo. Vladislav siempre está contento.

– ¿Cómo lo reconoceré?

– Muy fácil. Es flaco y velludo, su pelo largo se junta con los de la espalda, todo ello negro como la tinta.

– Teniente Mai Thien Dinh -dijo Adamsberg señalando la lista-. Me escribió en diciembre pasado. Sabía que había algo de Aviñón en el aire. Suele escribirme cuando está de vacaciones, con consejos de la sabiduría asiática. «No te comas la mano cuando ya no tienes pan.»

– Es una tontería.

– Es normal, se los inventa.

– ¿Y usted le contesta?

– No sé inventarme frases -dijo Adamsberg mientras marcaba el número del teniente Mai.

– ¿Dinh? Aquí Jean-Baptiste. Gracias por tu tarjeta de diciembre.

– Estamos en junio. Pero bueno, siempre fuiste lento. Y el hombre lento va menos rápido que el hombre veloz. ¿Te has dado cuenta de que estamos en el mismo caso, el de Vaudel?

– ¿El casquillito debajo de la nevera?

– Sí. Y el cretino que lo puso anduvo por la moqueta con virutas de lápiz en las suelas. No te preocupes, hemos dejado a Vaudel en libertad y te entregaremos al pintamonas rápidamente.

– Dinh, yo preferiría que no me lo entreguéis rápidamente. Digamos que medianamente rápido. O bastante lentamente.

– ¿Por qué?

– No puedo decírtelo.

– Ah, el sabio no cede nada a los imbéciles. Eso no vale, Jean-Baptiste. Dame un momento, salgo de la sala. ¿Qué quieres de mí? -retomó Dinh al cabo de unos minutos.

– Un efecto retraso.

– No es legal.

– No es legal en absoluto. Dinh, imagina que un hijo de puta me lance vestido en un lago de mierda.

– Son cosas que pasan.

– Y que yo me esté hundiendo en él. ¿Visualizas la escena?

– Como si estuviera allí.

– Perfecto. Porque imagina que, precisamente, estás allí. Paseando y levitando a orillas del lago. Imagina que me tiendes la mano.

– Es decir que meta mi propia mano en la mierda para sacarte de allí sin saber por qué.

– Eso es.

– Sé más preciso.

– Las virutas de lápiz. ¿Cuándo salen para el laboratorio?

– De aquí a una hora. Estamos acabando de acondicionar las demás muestras.

– Pues haz que no salgan. Dame un handicap de dos días.

– ¿Cómo?

– ¿Cómo es de grande la muestra?

– Como un tubo de barra de labios.

– ¿Quién escolta al chófer hasta el laboratorio?

– El cabo Kerouan.

– Ve tú en su lugar.

– No nos parecemos nada. Él es bretón.

– Confía una misión al bretón y escolta al chófer. Como te parece importante esa barra de labios, la metes en el bolsillo de tu cazadora para más seguridad.

– ¿Y luego?

– Te encuentras mal por el camino. Fiebre, mareo, te ocurre de golpe. Haces la entrega de todo menos del tubo, y avisas a la comisaría de que te vas a tu casa. Te quedas dos días en cama, con pastillas en la mesilla de noche, sin comida, no te apetece nada. Eso para las visitas. En realidad puedes levantarte.

– Gracias.

– El acceso de fiebre te ha hecho olvidar el tubo en el bolsillo. Al tercer día, ya estás bien, y lo recuerdas. La muestra, el laboratorio, el bolsillo de la cazadora. Una de dos: o un teniente concienzudo descubre que el tubo no ha llegado al laboratorio, o nadie se da cuenta de nada. En ambos casos, devuelves el tubo, te explicas, presentas excusas de febril. Habremos ganado entre día y medio y dos días y medio.

– Tú habrás ganado, Jean-Baptiste. ¿Y yo? Sabio es el hombre que busca su bien en el mundo.

– Tú ganas dos días de descanso, jueves y viernes, que empalman con el fin de semana. Y un anticipo para un favor a cambio.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo cuando encontremos un mechón de pelo tieso y negro en una escena de crimen.

– Ya veo.

– Gracias, Dinh.

Durante la conversación, Danglard había transportado directamente la botella hasta la mesa de Adamsberg.

– Así es más franco -dijo Adamsberg señalando el vino.

– Tengo que acabarla, puesto que voy a pasarme al tinto.

– Lucio le daría la razón. Acabar o no empezar.

– Está loco pidiendo eso a Dinh. Y si se sabe, se va a pique definitivamente.

– Ya me estoy yendo a pique. Y no se sabrá, porque el hombre del levante no charla como un mirlo descerebrado. Me lo escribió un día.

– De acuerdo -dijo Danglard-, eso nos deja cinco días, o seis días. ¿Dónde se alojará en Kiseljevo?

– Hay un hostal con desayuno.

– No me gusta. Ese viaje solo.

– Tengo a su bizprimo.

– Vladislav no es un as del combate. No me gusta -repitió Danglard-. Kiseljevo, el túnel negro.

– La linde del bosque -dijo Adamsberg sonriendo-, que sigue dándole miedo. Aún más que el Zerquetscher.

Danglard se encogió de hombros.

– Que se pasea por no se sabe dónde -dijo Adamsberg en tono más sordo-. Libre como un pájaro.

– No es culpa suya. ¿Qué hacemos con Mordent? ¿Lo sacamos de su maldita vigilancia? ¿Lo sacudimos? ¿Le hacemos escupir su bilis de traidor?

Adamsberg se levantó, puso una gruesa goma alrededor de las carpetas verde y rosa, encendió un cigarrillo que dejó colgar del labio inferior, entornando los ojos para evitar el humo. Como su padre, y como Zerk.

– ¿Qué hacemos con Mordent? -repitió lentamente Adamsberg-. Primero le dejamos recuperar a su hija.

28

Su mochila estaba hecha, con el bolsillo delantero hinchado por las tres carpetas: la francesa, la inglesa y la austriaca. Encontrarse en la cocina le traía en desorden las imágenes de Zerk esa mañana, su largo enfrentamiento, el modo en que lo había dejado ir. Ve, Zerk, ve, ve a matar tranquilo, el comisario no ha movido un dedo para impedírtelo. «Inhibición de la acción», había dicho Josselin. Quizá ya se estuviera produciendo cuando se había eclipsado el domingo para dejar a Émile la posibilidad de huir, si es que fue eso lo que hizo. Pero la inhibición se había acabado, el hombre de los dedos de oro se la había quitado. Bajar al túnel de Kisilova, hundirse en ese pueblo edificado sobre su secreto. Había tenido buenas noticias de Émile, la fiebre había bajado. Se puso los dos relojes, levantó la mochila.

– Tienes visita -dijo Lucio llamando a la ventana.

Weill entraba plácidamente en la sala, impidiéndole el paso con su barriga. Lo usual era que uno se desplazara para visitar a Weill, nunca lo contrario. El hombre era neuróticamente casero, y cruzar París era para él una tarea penosa.

– He estado a punto de no encontrarlo -dijo sentándose.

– No tengo tiempo -dijo Adamsberg estrechándole la mano torpemente, ya que Weill tenía tendencia a ofrecerla con molicie, como para un beso-. Tengo que tomar un avión.

– ¿Tiempo para una cerveza?

– Apenas.

– Nos contentaremos con eso. Tome asiento, amigo mío

– añadió señalando una silla con ese tono ligeramente desdeñoso que le gustaba adoptar como si el lugar, cualquiera que fuera, le perteneciera-. ¿Se expatría? Parece una decisión sabia. ¿Destino?

– Kisilova. Un pueblecito serbio a orillas del Danubio.

– ¿También por lo de Garches?

– También.

– ¿Fuma? -preguntó Weill encendiendo su cigarrillo.

– He vuelto a empezar hoy.

– Preocupaciones -afirmó Weill.

– Sin duda.

– Seguro. Por eso tenía que hablarle.

– ¿Por qué no me ha llamado?

– Ya lo comprenderá. La tormenta reúne sus fuegos sobre su cabeza, no duerma bajo un árbol, no ande a descubierto. Ande a la sombra y corra.

– Deme detalles, Weill, los necesito.

– No tengo pruebas, amigo mío.

– Entonces deme motivos.

– El asesino de Garches tiene un protector.

– ¿Arriba?

– Seguramente. Un peso pesado que no tiene estados de ánimo. No desea que lleve el caso a buen fin. Han presentado un informe bastante pobre contra usted por ayudar a huir a un sospechoso, Émile Feuillant, y por falta sobre comprobación de coartada. Han pedido su destitución provisional. La idea era poner a Préval al mando de la investigación.

– Préval es un corrupto.

– Notorio. He escamoteado el informe.

– Gracias.

– Golpearán más fuerte, y mi ligero poder no podrá hacer nada. ¿Ha planeado algo, aparte de volar?

– Ir más rápido que ellos, atrapar la pelota antes de que toque el suelo.

– ¿Dicho de otro modo, coger al asesino por el cuello y exhibir pruebas? Ridículo, amigo mío. ¿Cree que no pueden disolver pruebas?

– No.

– Perfecto, entonces triplique su plan. Plan A, busque al asesino, de acuerdo. Es el aspecto consensual del asunto, pero no es la prioridad puesto que la verdad no sale necesariamente de la nasa, sobre todo cuando no es deseada. Plan B, averigüe quién, allá arriba, quiere abatirlo y prepare una contraofensiva. Plan C, prevea el exilio. Quizá por el Adriático.

– No es usted muy alegre, Weill.

– Ellos no son alegres. Nunca.

– No tengo ningún medio para identificar al hombre de allá arriba. Acorralando al asesino es como puedo aproximarme a él.

– No obligatoriamente. Lo que sucede allá arriba se oculta a los humildes. Así que parta de abajo. Puesto que los de arriba utilizan siempre a los de abajo que quieren ir hacia arriba. Y remonte por la escalera. ¿Quién está abajo, en el primer barrote?

– El comandante Mordent. Lo han utilizado a cambio de la promesa de absolver a su hija. Será juzgada dentro de dos semanas por tráfico de drogas.

– O por asesinato. La joven estaba grogui cuando Stubby Down fue abatido. Su amigo Bones pudo ponerle el arma en la mano y accionar el índice.

– ¿Y eso fue lo que pasó, Weill? ¿Es eso?

– Sí. Técnicamente, ella lo mató. En consecuencia, Mordent tiene que pagar muy caro para conseguir el intercambio. ¿Quién está en el segundo barrote, según usted?

– Brézillon. Él dirige a Mordent. Pero no creo que participe en el complot.

– Sin importancia. Tercer barrote de la escalera, el juez del proceso que ha aceptado por adelantado dejar a la niña Mordent en libertad. ¿Quién es y qué gana en contrapartida? Eso es lo que hay que saber, Adamsberg. ¿Quién le ha pedido la puesta en libertad, para quién trabaja?

– Lo siento -dijo Adamsberg acabando su cerveza-, no he tenido tiempo de preocuparme de eso. Lo comprendió Danglard. Los pies cortados, el infierno de Garches, la herida de

Émile, el asesinato austriaco, el tío serbio, el fusible que me saltó, la gata que parió, lo siento. No se me ocurrió ni tuve tiempo para ver esa escalera ni a todos esos tipos encaramados en ella.

– Ellos, en cambio, tuvieron todo el tiempo de ocuparse de usted. Lleva mucho retraso.

– No hay lugar a dudas. Las virutas de mis lápices ya están en manos de la policía de Aviñón, recogidas en casa de Pierre Vaudel. Sólo he diferido el detonador, sólo tengo cinco o seis días antes de que se me echen encima.

– No es que el trabajo me tiente -dijo Weill con languidez-, pero no me gustan. Son para mi mente lo que la cocina mediocre para mi estómago. Puesto que debe irse, puede que explore unos cuantos barrotes de la escalera en su lugar.

– ¿Al juez?

– Más allá, espero. Le llamaré. No a su línea normal ni desde la mía.

Weill puso dos móviles nuevos en la mesa y deslizó uno hacia Adamsberg.

– El suyo, el mío. No lo encienda hasta que haya pasado la frontera, y nunca cuando su otro teléfono esté en funcionamiento. ¿No tendrá GPS en su móvil normal…?

– Sí. Quiero que Danglard pueda localizarme en caso de que mi móvil me deje tirado. Suponga que me encuentro solo en la linde del bosque.

– ¿Y?

– Nada -dijo Adamsberg sonriente-, es sólo un demonio que ronda allí en Kisilova. También está Zerk, divagando por algún sitio.

– ¿Quién es Zerk?

– El Zerquetscher. Es el nombre que le dieron los vieneses. El Aplastador. Antes de Vaudel había destrozado a un hombre en Pressbaum.

– No lo busca a usted.

– ¿Por qué no?

– Quite el GPS, Adamsberg, es usted imprudente. No les dé medios para detenerlo, o para accidentarlo, quién sabe. Se lo repito: busca usted a un asesino que no quieren que encuentre. Apague su teléfono normal tan a menudo como sea posible.

– No hay riesgo. Sólo Danglard tiene la señal GPS.

– No confíe en nadie, porque los de arriba envían a sus tentadores y sus negociantes.

– Excluyo a Danglard.

– No excluya a nadie. A cada cual su codicia o su miedo, todo hombre tiene una granada bajo la cama. Y eso forma la gran cadena de los que se tienen agarrados por los cojones alrededor del mundo. Excluyamos a Danglard si lo desea, pero no la existencia de un hombre que siga cada movimiento de Danglard.

– ¿Y usted, Weill? ¿Su codicia?

– Yo tengo la suerte, compréndame, de quererme mucho. Eso reduce mi avidez y mis exigencias respecto al mundo. Aun así, deseo darme la gran vida en un gran palacete del siglo XVIII, con una batería de cocineros, un sastre interno, dos gatos que ronroneen, músicos personales, un parque, un patio, una fuente, amantes y sirvientas, y derecho a insultar a quien me dé la gana. Pero nadie parece pensar en satisfacer mis deseos. Nadie trata de comprarme. Soy demasiado complicado y excesivamente caro.

– Tengo un gato que regalarle. Una niña de una semana suave como algodón blanco. Hambrienta, preciosa y delicada, iría muy bien en su palacete.

– No tengo ni la primera piedra de ese palacete.

– Sería un principio, el primer barrote de la escalera.

– Podría interesarme. Quite ese GPS, Adamsberg.

– Tendría que confiar en usted.

– Los hombres que sueñan con los fastos del pasado no son buenos traidores.

Adamsberg le pasó el teléfono mientras se acababa la cerveza. Weill levantó la batería e hizo saltar el chip de localización con un gesto seco.

– Por eso tenía que verlo.

29

El coche 17 para Belgrado era un compartimento de lujo con dos camas de sábanas blancas y mantas rojas, lamparitas, mesillas de noche barnizadas, lavabo y toallas. Adamsberg nunca había viajado en esas condiciones y comprobó los billetes. Plazas 22 y 24, era correcto. Había habido un error en el servicio técnico de las misiones y desplazamientos, la contabilidad saltaría hasta el techo. Adamsberg se sentó en su cama, satisfecho como un ladrón que tiene un golpe de suerte. Se instaló como en un hotel, puso las carpetas sobre la cama, examinó la cena «a la francese» que les sería servida a las diez: crema de espárragos, lenguaditos a la Plogoff, azul de Auvernia, tartuffo, café, regado con valpolicella. Sintió el mismo júbilo que cuando volvió a su coche apestoso al salir del hospital de Châteaudun con la comida inesperada de Froissy. Es cierto, pensó, que no es la cantidad lo que genera placer puro, sino el bienestar con que uno no contaba, cualesquiera que sean sus componentes.

Bajó al andén a encender uno de los cigarrillos de Zerk. El mechero del joven también era negro, adornado con un dédalo rojo que evocaba las circunvoluciones de un cerebro. Localizó sin dificultad al biznieto del tío de Slavko, por el pelo tan tieso y tan negro como el de Dinh, recogido en una cola de caballo, por sus ojos casi amarillos, hendidos sobre pómulos altos y anchos, a la eslava.

– Vladislav Moldovan -se presentó el joven, de unos treinta años, con una sonrisa atravesándole todo el rostro-. Puede llamarme Vlad.

– Jean-Baptiste Adamsberg. Gracias por acompañarme.

– Al contrario, es formidable. Dedo me llevó dos veces a Kiseljevo, la última cuando yo tenía catorce años.

– ¿Dedo?

– El abuelo. Iré a ver su tumba, le contaré cuentos, como hacía él. ¿Es nuestro compartimento? -preguntó vacilante.

– El servicio de las misiones me ha confundido con una personalidad.

– Formidable -repitió Vladislav-, nunca he dormido como una personalidad. Vendrá bien seguramente cuando se trata de enfrentarse a los demonios de Kiseljevo. Conozco a muchas personalidades que preferirían estar escondidas en una barraca.

Parlanchín, pensó Adamsberg, qué menos sin duda para un intérprete-traductor que se divertía con las palabras. Vladislav traducía nueve lenguas y, para Adamsberg, que no podía ni memorizar el nombre completo de Stock, un cerebro como ése era tan extraño como el enorme dispositivo de Danglard. Sólo temía que el joven de carácter feliz lo arrastrara en una conversación sin fin.

Esperaron la salida del tren para abrir el champán. Todo divertía a Vladislav: las maderas brillantes, los jabones, las pequeñas maquinillas de afeitar, e incluso los vasos de vidrio de verdad.

– Adrien Danglard, «Adrianus», como lo llamaba mi Dedo, no me ha dicho para qué va usted a Kiseljevo. Por lo general, nadie va a Kiseljevo.

– ¿Porque es pequeño o por los demonios?

– ¿Tiene un pueblo, usted?

– Caldhez, del tamaño de un alfiler, en los Pirineos.

– ¿Hay demonios en Caldhez?

– Dos. Hay un espíritu desabrido en un sótano y un árbol que canturrea.

– Formidable. ¿Qué busca en Kiseljevo?

– Busco la raíz de una historia.

– Es muy buen sitio para las raíces.

– ¿Ha oído hablar del asesinato de Garches?

– ¿El anciano totalmente despedazado?

– Sí. Se ha encontrado una nota de su puño y letra con el nombre de Kisilova escrito en cirílico.

– ¿Y qué tiene eso que ver con mi Dedo? Adrianus dice que era por Dedo.

Adamsberg miró por la ventana del tren, en busca de una idea rápida, lo cual no era lo que mejor se le daba. Debería haber pensado antes en una explicación plausible. No tenía intención de decir al joven que un Zerk había cortado los pies a su Dedo. Son cosas que pueden perforar el alma a un biznieto hasta triturarle el carácter feliz.

– Danglard -dijo- escuchó muchas veces las historias de Slavko. Y Danglard acumula el saber como la ardilla sus avellanas, mucho más de lo que necesita para pasar veinte inviernos. Cree recordar que un tal Vaudel (es el nombre de la víctima) vivió un tiempo en Kisilova y que Slavko le habló de él. Como si Vaudel hubiera huido de sus enemigos refugiándose en Kisilova.

La historia no era muy buena, pero coló porque sonó la campana para anunciar la cena, que decidieron tomar en su compartimento, como personalidades. Vladislav se informó acerca del sentido de «lenguaditos a la Plogoff». A la bretona, le explicó el camarero italiano, servidos con una salsa de almejas especialmente traídas de Plogoff, en la punta del Raz. Les tomó nota, con aspecto de considerar que ese hombre en camiseta, con pinta de extranjero y pelo negro cubriéndole los brazos, no era una auténtica personalidad, igual que su compañero.

– Cuando se es velludo -dijo Vladislav una vez que se hubo ido el camarero-, los hombres le mandan a uno viajar en el vagón del ganado. Me viene de mi madre -añadió con melancolía tirándose de los pelos del brazo, antes de reírse inopinadamente a carcajadas, tan rápido como se rompe un jarrón.

La risa de Vladislav era orgánicamente comunicativa, y parecía saber reír de nada y sin ayuda de nadie.

Después de los lenguaditos a la Plogoff, el valpolicella y los postres, Adamsberg se tumbó en su cama con las carpetas. Leerlo todo, retomarlo todo. Era la parte del trabajo más ardua para él. Esas fichas, esos informes, esas exposiciones formales en que ninguna sensación resultaba palpable.

– ¿Cómo hace para entenderse con Adrianus? -interrumpió Vladislav mientras Adamsberg se afanaba con la carpeta alemana, leyendo concienzudamente la ficha de Frau Abster, domiciliada en Colonia, setenta y seis años-. ¿Y sabe que él lo reverencia y, al mismo tiempo, usted le pone los nervios de punta?

– Todo pone a Danglard los nervios de punta. Lo hace él solo.

– Dice que no puede entenderlo.

– Como el agua y el fuego y el aire y la tierra. Lo que sí sé es que, sin Danglard, la Brigada iría desde hace tiempo a la deriva para acabar clavada en algún escollo.

– En la punta del Raz por ejemplo. En Plogoff. Quedaría muy elegante. Y allí, naufragado con Adrianus, usted encontraría los lenguaditos del tren Venecia-Belgrado, sería un consuelo.

Adamsberg no avanzaba en la lectura del informe, bloqueado en la línea 5 de la ficha de Frau Abster, nacida en Colonia de Franz Abster y Erika Plogerstein. Danglard no lo había prevenido contra la cháchara compulsiva de Vladislav, que anegaba su poca concentración.

– Tengo que leer de pie -dijo Adamsberg levantándose.

– Formidable.

– Le dejo, me voy a andar al pasillo.

– Vaya, ande, lea. ¿Le molesta que fume? Airearé la cabina.

– No se preocupe.

– A pesar de mi pilosidad, no ronco. Como mi madre. ¿Y usted?

– De vez en cuando.

– Qué le vamos a hacer -dijo Vladislav sacando papel de liar y toda la pequeña parafernalia.

Adamsberg se deslizó afuera. Con suerte, al volver encontraría a Vladislav revoloteando por el compartimento en medio de efluvios de cannabis y mudo. Deambuló con las carpetas rosa y verde hasta que se apagó la luz, casi dos horas después. Vladislav dormía con la sonrisa puesta y el torso desnudo, el pelaje negro como un gato nocturno.

Adamsberg tuvo la impresión de dormirse deprisa pero superficialmente, con una mano encima del vientre, esas cosas de pescado, quizá, que no digería. O los cinco o seis días que tenía por delante. Se dormía unos minutos, reafloraba a la vigilia, se exasperaba en las parcelas de sueños contra ese plato a la Plogoff que parecía querer horadar un agujero en su cabeza y molestarle la noche entera. La ficha de Frau Abster se superpuso al menú de la cena, se mezcló con los lenguaditos, se dibujó con las mismas letras caligrafiadas, «Frau Abster, nacida en Plogoff de Franz Abster y Erika Plogerstein». Los hilos se enredaban estúpidamente, Adamsberg se puso de costado para deshacerse del lío. O no estúpidamente. Abrió los ojos, acostumbrado a reconocer esa alarma que sonaba antes de que supiera de qué se trataba.

Se trataba del apellido de «Frau Abster, nacida de Franz Abster y Erika Plogerstein», pensó mientras encendía la lamparita. Había algo en ese nombre. Más bien en el de su madre, Plogerstein, que había chocado contra los lenguaditos a la Plogoff. ¿Y por qué? En el momento en que, sentado, rebuscaba sin ruido en su mochila para sacar la carpeta, el apellido de la víctima austriaca vino a engancharse a la mezcla Plogerstein-Plogoff. Conrad Plögener. Adamsberg sacó la ficha del hombre asesinado en Pressbaum y la colocó bajo la luz. «Conrad Plögener, domiciliado en Pressbaum, nacido el 9 de marzo de 1961 de Mark Plögener y Marika Schüssler.»

Plogerstein, Plögener. Adamsberg dejó la carpeta rosa en desorden sobre la cama y extirpó la carpeta blanca, francesa. «Pierre Vaudel, nacido de Jules Vaudel y de Marguerite Nemesson.»

Nada. Adamsberg sacudió el hombro del gato peludo que dormía a su lado en pose elegante, hecha para un compartimento de lujo.

– Vlad, necesito una información.

El joven abrió los ojos sorprendido. Se había soltado el pelo, y su cabellera negra lo cubría hasta los hombros.

– ¿Dónde estamos? -preguntó como un niño que no reconoce su habitación.

– En el Venecia-Belgrado. Está con un policía, y vamos hacia Kisilova, el pueblo de su abuelo, de su Dedo.

– Sí -dijo Vladislav con firmeza, restableciendo las conexiones.

– Lo despierto, necesito un dato.

– Sí -repitió Vladislav, y Adamsberg se preguntó si no estaría todavía revoloteando.

– ¿Cómo se llamaban los padres de su Dedo? ¿El apellido empezaba por «Plog»?

Vladislav se echó a reír a carcajadas en la noche, se frotó los ojos.

– ¿«Plog»? -dijo sentándose-. No hay Plog, no.

– ¿Y su padre? Su biz-dedo, ¿cómo se llamaba?

– Milorad Moldovan.

– ¿Y su madre, su biz-deda?

– No es «deda», Adamsberg, es Baba.

Vladislav se rió de nuevo brevemente.

– Baba se llamaba Natalija Arsinijević.

– ¿Y alrededor de Dedo? Sus amigos, sus parientes… ¿No hay algún Plog en algún sitio?

– Zasmejavaš me, me hace reír, comisario, me cae usted bien.

Y Vladislav se acostó de nuevo dándole la espalda, riéndose todavía bajo el pelo.

– Sí -dijo incorporándose inmediatamente-, hubo un Plog. Era un profesor de historia que tuvo de quien nos habló mucho, Mihai Plogodrescu. Un primo rumano que había ido a dar clase a Belgrado, y que vivió en Novi Sad, y en Kiseljevo cuando se jubiló. Siempre estaban juntos, como dos hermanos con quince años de diferencia. Lo increíble es que murieron con un día de diferencia.

– Gracias, Vlad, vuelve a dormirte.

Adamsberg salió sin hacer ruido al pasillo, andando por la moqueta azul noche, y contempló su hoja de libreta: Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu. Un magnífico conjunto del que había que excluir, por supuesto, los lenguaditos, que no pintaban nada allí. Aunque sea ingrato, pensó Adamsberg tachando el nombre bretón, porque no habría llegado a nada sin ellos. Sus relojes marcaban entre las dos y cuarto de la mañana y las tres cuarenta y cinco. Despertó a Danglard, que no tenía un carácter feliz por la noche.

– ¿Problemas? -masculló el comandante.

– Danglard, lo siento. Su sobrino no para de reírse y aquí no hay quien duerma.

– Era igualito de pequeño. Posee un carácter feliz.

– Sí, ya me lo había dicho. Danglard, encuéntreme urgentemente los apellidos de los abuelos del viejo Vaudel, de sus dos ramas, si hace falta remóntese más atrás, tan atrás como haga falta hasta que encuentre un Plog.

– ¿Cómo «un plog»?

– Un patronímico que empiece por «Plog». Como Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu. El apellido de soltera de Frau Abster es Plogerstein, el Conrad asesinado en Pressbaum se llamaba Plögener, y el primo de su tío Slavko se llamaba Plogodrescu. Son sus pies los que están en Jaichgueit, no los de su tío. Es un consuelo.

– ¿Y Plogoff?

– Unos lenguaditos que comimos anoche Vlad y yo.

– Bueno -dijo Danglard abandonando-, imagino que es urgente. ¿En qué piensa?

– En una vieja familia. ¿Lo recuerda? ¿La vendetta que temía Vaudel?

– ¿Una vendetta contra la familia Plog? ¿Y por qué esos Plog no llevan el mismo apellido?

– Diáspora, o disimulación de patronímico por necesidad.

Liberado, Adamsberg consiguió dormir dos buenas horas antes de que Danglard volviera a llamarlo.

– Ya tengo al Plog -dijo-. Se trata de su abuelo paterno, procedente de Hungría.

– ¿Su apellido, Danglard?

– Se lo acabo de decir: Plog. Andreas Plog.

30

Vladislav pegaba la nariz a la ventana, comentando la aproximación del tren a Belgrado como si se tratara de un verdadera aventura, soltando de vez en cuando la palabra «plog» y divirtiéndose solo. El humor del traductor confería a la expedición un cariz de alegre escapada mientras que ésta iba tomando tintes más oscuros en la mente de Adamsberg a medida que iba aproximándose al hermético Kisilova.

– Belgrado, la «ciudad blanca» -anunció Vladislav cuando el tren frenaba en la estación-. Una ciudad preciosa, no tendremos tiempo de verla, nuestro autobús sale dentro de media hora. ¿Suele despertar a la gente por las noches para saber si hay un plog en su familia?

– Los policías siempre despiertan a los demás por las noches. Y los demás los despiertan también. Valió la pena, había un plog.

– Plog -repitió Vladislav ensayando ese nuevo sonido como si soltara una burbuja de aire-. Plog. ¿Y por qué quería saberlo?

– Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu y Plog a secas -recitó Adamsberg-. Si retiramos Plogoff, esos cuatro apellidos están ligados al asesinato de Garches. Dos son víctimas, una tercera es amiga de una víctima.

– ¿Y qué tiene que ver eso con mi Dedo? ¿Su primo Plogodrescu fue víctima?

– Sí, parcialmente. Eche una ojeada al pasillo, la mujer con traje beige de entre cuarenta y cincuenta años, con un grano en la mejilla y expresión ausente. Ocupaba el compartimento de al lado. Obsérvela mientras bajamos.

Vladislav fue el primero en pisar el andén y tendió el brazo de gato velludo a la mujer con traje para ayudarla a bajar la maleta. Ella dio las gracias sin entusiasmo y se alejó.

– Elegante, rica, bonito cuerpo, mala cara -comentó Vladislav mirándola alejarse-. Plog, yo no me aventuraría.

– Usted fue al baño esta noche.

– Usted también, comisario.

– Ella había dejado entreabierta la puerta de su compartimento, se la veía leer. Era ella, ¿no?

– Sí.

– Es curioso que una mujer sola no se encierre en un tren de noche.

– Plog -dijo Vladislav, que parecía utilizar esa nueva onomatopeya para decir «ciertamente» o «de acuerdo» o «claro», Adamsberg no lo sabía muy bien. El joven parecía disfrutar de esa palabra inédita como de un caramelo nuevo, que uno come demasiado al principio.

– A lo mejor esperaba a alguien -propuso Vladislav.

– O trataba de oír a alguien. A nosotros por ejemplo. Creo que estaba en mi vuelo París-Venecia.

Los dos hombres subían al autobús, «dirección Kaluderica, Smederevo, Kostolac, Klicevac y Kiseljevo», anunció el conductor, y esos nombres daban a Adamsberg la sensación de estar totalmente perdido, lo cual le gustaba. Vladislav echó una ojeada a los viajeros.

– Aquí no está -dijo.

– Si me sigue, no puede estar aquí, se notaría mucho en un autobús. Tomará el siguiente.

– ¿Y cómo sabrá dónde nos bajamos?

– ¿Hemos hablado de Kisilova durante la cena?

– Antes -dijo Vladislav recogiéndose el pelo, con la goma entre los dientes-. Con el champán.

– ¿Habíamos dejado la puerta abierta?

– Sí, por los cigarrillos. Por lo demás, una mujer sola tiene derecho a ir a Belgrado.

– ¿Quién en este autobús no le parece de origen eslavo?

Vladislav recorrió el vehículo en toda su longitud, como si buscara algún objeto perdido, y se sentó al lado de Adamsberg.

– El hombre de negocios, más bien suizo o francés; el senderista, más bien alemán del norte; la pareja, franceses del sur o italianos. La pareja está en los cincuenta, y va de la mano, lo cual es insólito para un viejo matrimonio en un viejo autobús serbio. Los tiempos no invitan al turismo en Serbia.

Adamsberg le hizo una seña vaga sin responder. No hablar de la guerra. Danglard le había machacado tres veces esa consigna.

Nadie bajó detrás de ellos en la pequeña parada de Kiseljevo. Una vez fuera, Adamsberg alzó rápidamente la mirada hacia la ventana y le pareció que el hombre de la pareja insólita los miraba.

– Solos -dijo Vladislav estirando sus brazos flacos hacia el cielo puro-. Kiseljevo -añadió señalando el pueblo con orgullo, con sus paredes coloridas y sus techos apiñados, el campanario blanco plantado en medio de las colinas y el Danubio brillando a sus pies.

Adamsberg sacó su ficha de viaje y le enseñó el nombre de quien iba a alojarlos, Krćma.

– No es un nombre propio -dijo Vladislav-, significa «posada». La patrona, si sigue siendo la misma, Danica, me hizo beber mi primer trago de pivo. De cerveza -precisó.

– ¿Cómo se pronuncia?

– Con «sh», krshma.

– Krusma.

– Puede pasar.

Adamsberg siguió a Vladislav hasta la «krusma», una casa alta de maderas de color decoradas con volutas. Las conversaciones se pararon al entrar ellos, y los rostros suspicaces que se volvieron para mirarlos le recordaron a Adamsberg en todo punto los de los normandos del café de Haroncourt o los de los bearneses del bar de Caldhez. Vladislav se anunció a la patrona, firmó el registro y explicó que era el biznieto de Slavko Moldovan.

– ¡Slavko Moldovan! -dijo Danica y, por sus gestos, Adamsberg comprendió que Vlad había crecido desde aquellos tiempos, que entonces no era así de pequeño.

La atmósfera cambió inmediatamente, vinieron a estrechar la mano a Vladislav, las posturas se volvieron acogedoras, y Danica, que parecía dulce como su nombre, los instaló al instante para comer, eran las doce y media. Había burecis de cerdo, anunció poniendo una jarra de vino blanco en la mesa.

– Es Smederevka, desconocido pero muy bueno -dijo Vladislav llenando los vasos-. ¿Cómo piensa hacer para encontrar el rastro de su Vaudel? ¿Enseñando su foto por todas partes? Fatal. Aquí, como en cualquier sitio, no gustan los curiosos, los policías, los periodistas, los investigadores. Habría que encontrar otra solución. Pero aquí tampoco gustan los historiadores, los videastas, los sociólogos, los pirados y los etnólogos.

– Eso es bastante gente. ¿Por qué no quieren curiosos? ¿Por la guerra?

– No, porque los curiosos hacen preguntas, y no quieren más preguntas. Quieren vivir de otra manera. Salvo él -dijo señalando a un hombre mayor que acababa de entrar-. Sólo él se atreve a soplar la llama.

Con semblante feliz, Vladislav cruzó la sala, agarró al recién llegado por los hombros.

– ¡Arandjel! -dijo con voz fuerte-. To sam ja! Slavko unuk! Zar me ne poznaješ?

El anciano, muy bajito, enjuto y algo sucio, se echó atrás para examinar a Vladislav y lo estrechó entre sus brazos explicando con gestos que había crecido mucho, que la última vez era así de pequeño.

– Ve que tengo un amigo extranjero, no quiere molestar -explicó Vladislav sentándose de nuevo, con las mejillas incendiadas-. Arandjel era el gran amigo de mi Dedo. No temían nada, ni uno ni otro.

– Voy a salir a caminar -dijo Adamsberg al acabar el postre, unas bolas dulces cuyos componentes no identificaba.

– Primero tome el café, u ofenderá a Danica. ¿Por dónde piensa ir a caminar?

– Hacia el bosque.

– No, no les gustará. Vaya mejor a la orilla del río, es más natural. Me harán preguntas. ¿Qué les decimos? No puedo decir que es usted policía, imposible, eso aquí hunde a cualquiera.

– Eso hunde a cualquiera en todas partes. Dígales que he sufrido un shock psicoemocional y que me han recomendado un lugar tranquilo.

– ¿Y por eso ha venido hasta aquí? ¿A Serbia?

– Digamos que mi baba había conocido a su dedo.

Vlad se encogió de hombros. Adamsberg ingirió su kaa de un trago y sacó un bolígrafo del bolsillo.

– Vlad, ¿cómo se dice «hola», «gracias», «francés»?

– «Dobro veče», «hvala», «francuz».

Adamsberg se lo hizo repetir y escribió las palabras a su manera en el dorso de su mano.

– No hacia el bosque -repitió Vladislav.

– Ya lo he entendido.

El joven lo miró alejarse antes de hacer una seña a Arandjel indicando que la vía estaba libre.

– Ha sufrido un shock psicoemocional, necesita caminar a orillas del Danubio. Es amigo de un amigo de Dedo.

Arandjel deslizó hacia Vladislav un vasito de rakija. Danica miró al extranjero alejarse solo, con expresión un tanto inquieta.

31

Adamsberg dio primero tres vueltas al pueblo, con los ojos muy abiertos para absorber los lugares nuevos y, siguiendo su sentido instintivo de la orientación, localizó rápidamente las calles y callejuelas, la plaza, el cementerio nuevo, las escaleras de piedra, una fuente, la plaza del mercado. Los elementos de la decoración le eran desconocidos, los letreros escritos en cirílico, los mojones en rojo y blanco. Los colores cambiaban, la forma de los tejados, la textura de las piedras, las hierbas silvestres, pero él no se desorientaba, a gusto como se sentía en los sitios perdidos. Localizó los caminos hacia pueblos vecinos, hacia campos que se extendían hasta perderse de vista, hacia el bosque, hacia el Danubio, algunas viejas barcas en la ribera. Al otro lado, las estribaciones azuladas de los Cárpatos cayendo abruptamente en las aguas del río.

Encendió uno de los últimos cigarrillos de Zerk con su mechero negro y rojo, y se dirigió hacia el oeste, hacia el bosque. Una aldeana tiraba de una pequeña carreta y, al cruzase con ella, se estremeció con el recuerdo de la mujer del tren. Nada comparable, ésta estaba algo arrugada, llevaba una sencilla falda gris. Pero tenía un grano en la mejilla. Consultó el dorso de la mano.

– Dobro veče -dijo-. Bonjour. Francuz.

La mujer no contestó, pero no se fue. Corrió tras él sin soltar su carreta, lo agarró del brazo. En la lengua universal del «sí» y del «no», le explicó que no había que ir por allí, y Adamsberg le aseguró que quería ir por allí. Ella insistió, acabó soltándolo, como desolada.

El comisario reanudó su camino, penetró en el bosque ralo, cruzó dos claros donde subsistían unas cabañas en ruinas y se topó, al cabo de dos kilómetros, con un frente de árboles más denso. El camino se acababa allí, en ese último espacio de hierbas silvestres. Adamsberg se sentó en un tocón, un poco sudado, escuchó el viento que se alzaba del este, encendió el penúltimo cigarrillo. Un crujido lo alertó. La mujer estaba allí, sin la carreta, mirándolo de un modo mitigado, desesperación y cólera.

– Ne idi tuda!

– Francuz -dijo Adamsberg.

– On te je privukao! Vrati se! On te je privukao!

Le señaló un punto al final del pequeño claro, hacia los troncos de los árboles, y se encogió de hombros desanimada, como si ya hubiera hecho bastante y la causa estuviera perdida. Adamsberg la miró irse, casi corriendo. Las recomendaciones de Vlad y la obstinación de la mujer propulsaban su voluntad en sentido inverso, y llevó su mirada al fondo del claro. En la entrada del bosque, en el lugar señalado por la mujer, distinguía una pequeña eminencia cubierta de piedras y de troncos que habría podido ser, en su tierra, las ruinas de un refugio de pastores. Allí debía de vivir el demonio cuya historia contaba el tío Slavko al joven Danglard.

Con el cigarrillo colgando del labio, en la actitud del padre, caminó hacia el túmulo. En el suelo, medio invadidos de hierba, estaban alineados una treintena de gruesos troncos que cubrían la superficie de un largo rectángulo. Sobre ese espesor de madera rugosa habían colocado otras tantas piedras, como si los leños pudieran haber salido volando. Una gran piedra gris se alzaba al final del rectángulo, estriada, groseramente tallada y grabada en toda su altura. Nada que ver con ruinas y todo que ver con una tumba, pero una tumba prohibida, a juzgar por la determinación de la mujer. Un personaje sagrado, tabú, estaba enterrado aquí, lejos de los demás, fuera del cementerio, una madre soltera muerta de parto, un actor desgraciado, un niño no bendecido. Alrededor de la tumba, los vástagos de las ramas estaban cortados formando un marco desagradable de troncos nacientes y podridos.

Adamsberg se sentó en la hierba tibia y raspó pacientemente el musgo que cubría la estela gris con la ayuda de láminas de corteza y palitos. Estuvo una hora placenteramente absorto en su labor, rascando suavemente la piedra con las uñas, pasando una ramita más fina en el hueco de las letras. A medida que despejaba la inscripción, comprendía que los caracteres le resultaban extraños y que la larga frase estaba escrita en cirílico. Sólo las cuatro últimas palabras estaban escritas en alfabeto latino. Se enderezó, frotó una última vez la piedra con la mano y retrocedió un paso para leer.

Plog, habría dicho Vladislav, y en ese caso habría significado «tocado», «encontrado». De un modo u otro, la habría descubierto. Ese día o el siguiente, sus pasos lo habrían llevado hasta allí, se habría sentado frente a esa piedra, delante de la raíz de Kisilova. No entendía el largo epitafio en serbio pero las cuatro palabras en alfabeto latino eran muy comprensibles y le bastaban ampliamente: «Petar Blagojević – Peter Plogojowitz». Luego venían las fechas de nacimiento y muerte, «1663-1725». Sin cruz.

Plog.

Plogojowitz, como Plogerstein, Plögener, Plog y Plogodrescu. Aquí yacía el origen de la familia víctima. El patronímico original: Plogojowitz o Blagojević. Luego el apellido había sido deformado o adaptado según los países a los que los descendientes dispersados habían ido a parar. Aquí yacía la raíz de la historia y la primera de las víctimas, el antepasado exiliado, a quien estaba prohibido hacer visita u ofrenda, expulsado al linde del bosque. Sin duda asesinado también, pero ¿por quién? La caza mortal no había finalizado, y Pierre Vaudel, descendiente de Peter Plogojowitz, la temía aún. Hasta poner en guardia a otra de las descendientes del difunto, Frau Abster-Plogenstein, con ese КИСЕЉЕВО lanzado como una señal de alerta. «Guarda nuestro reino, resiste siempre, fuera del alcance de todo mal queda Kisilova.»

Nada que ver con un mensaje de amor, por supuesto. Era una advertencia imperiosa, un ruego para que los Plogojowitz estuvieran protegidos y que cada uno pusiera de su parte. ¿Sabía Vaudel del asesinato de Conrad Plögener? Seguramente. Sabía por tanto que la vendetta se había reanudado, suponiendo que se hubiera interrumpido. El viejo temía que lo mataran, había redactado su testamento después del crimen de Pressbaum, apartando en lo posible al hijo de su descendencia. Josselin se había equivocado en un punto, los enemigos de Vaudel no tenían nada de imaginario. Tenían efectivamente cara y nombre. También ellos debían de haber echado raíces en ese sitio, en las dos primeras décadas del siglo XVIII. O sea hacía casi trescientos años.

Adamsberg se sentó en los troncos, se hundió las manos en el pelo, anonadado. Trescientos años después proseguía una guerra de clanes que alcanzaba cimas de crueldad. ¿Con qué objeto? ¿Por qué razón? Un tesoro oculto, habría respondido un niño. Poder, potencia, dinero, habría dicho un adulto, lo cual venía a ser lo mismo. ¿Qué hiciste, Peter Blagojević-Plogojowitz, para legar esa suerte a tus descendientes? ¿Y qué te hicieron? Adamsberg pasó sus dedos por la piedra, que el sol había calentado, murmurando sus preguntas, dándose cuenta de que, si el sol daba en su rostro y en el dorso de la piedra, era que ésta no había sido erigida al este, hacia Jerusalén. Estaba invertida, plantada al oeste. ¿Un asesino? ¿Mataste a los habitantes del pueblo, Peter Plogojowitz? ¿O a una de sus familias? ¿Saqueaste la región, devastaste, aterrorizaste? ¿Qué hiciste para que Zerk luche aún contra ti, con sus costillas pintadas en blanco sobre su torso?

¿Qué hiciste, Peter?

Adamsberg copió minuciosamente la larga inscripción, aplicándose en reproducir las extrañas letras lo mejor que podía.

Пролазниче, продужи својим путем, не осврћи се и не понеси нищта одавде. Ту лежи проклетник Петар БЛагојевић, умревщи лета господњег 1725 у својој 62 години. Нека би му клета дума нащла покоја.

32

Su habitación de techo alto estaba sobrecargada de viejas alfombras de colores; la cama, cubierta con un edredón azul. Adamsberg se dejó caer en ella, con las manos cruzadas detrás de la nuca. El cansancio del viaje le pesaba en los miembros, pero sonreía con los ojos cerrados, feliz de haber extirpado la raíz de los Plog e incapaz de comprender su historia. No tenía fuerzas para hablar de ello con Danglard, le mandó dos breves mensajes de texto; texti, se empeñaba en decir Danglard cuando empleaba el término en plural. «El antepasado es Peter Plogojowitz.» Y añadió: «†l725».

Danica, que, bien mirada, era redondita y guapa, y no debía de tener más de cuarenta y dos años, llamó a la puerta, despertándolo después de las ocho, según sus relojes.

– Večera je na stolu -dijo con una gran sonrisa, completando con gestos que significaban «venir» y «comer».

El lenguaje de los signos cubría fácilmente lo esencial de las funciones vitales.

La gente no paraba de sonreír, allí en Kisilova, y de ese lugar singular venía quizá el «carácter feliz» del tío Slavko y de su sobrino Vladislav. Descendencia que le hizo pensar en su propio hijo. Envió algunos pensamientos al pequeño Tom, que estaba en alguna parte en Normandía, y cayó del edredón. Enseguida había tomado cariño a ese edredón azul pálido ribeteado con cordón de pasamanería y gastado en las esquinas, más atractivo que el rojo vivo que le había regalado su hermana. Ése olía a heno o a diente de león, incluso quizá a burro. Cuando bajaba la escalerita de madera, su portátil vibró en su bolsillo trasero, como un grillo nervioso que le hiciera cosquillas en la piel. Consultó la respuesta de Danglard. Una respuesta clara: «Inepto».

Vladislav lo esperaba en la mesa, con los cubiertos plantados verticalmente en sus puños. Dunajski zrezek, escalope vienesa, dijo impaciente señalando la fuente. Se había puesto una camiseta blanca, y su tocado de pelo negro era todavía más vistoso. Se detenía en las muñecas, como ola que muere, dejando sus manos lisas y pálidas.

– ¿Ha visto paisaje? -preguntó el joven.

– El Danubio y la linde del bosque oscuro. Una mujer vino para impedir que fuera allí. Hacia el bosque.

Buscó el rostro de Vlad, que comía cabizbajo mirando el plato.

– Pero fui igualmente -insistió Adamsberg.

– Formidable.

– ¿Qué quiere decir? -dijo Adamsberg poniendo en la mesa la hoja en la que había copiado la inscripción grabada en la estela.

Vlad cogió la servilleta, se secó lentamente los labios.

– Gilipolleces.

– Ya, pero ¿cuáles?

Vlad resopló por la nariz, expresando su desacuerdo.

– De todos modos, lo habría visto tarde o temprano, aquí es inevitable.

– ¿Y bien?

– Ya se lo he dicho. No quieren hablar de ello, eso es todo. El que esa mujer lo haya visto ir ya es malo. No se sorprenda si mañana lo echan. Y si quiere proseguir su investigación sobre Vaudel no los provoque con eso. Ni con eso ni con la guerra.

– No he dicho nada sobre la guerra.

– ¿Ve al tipo que está detrás de nosotros? ¿Ve lo que hace?

– Lo he visto. Dibuja en el dorso de su mano.

– Todo el día se dibuja círculos y cuadrados, en naranja, verde, marrón. Estuvo en la guerra -añadió Vlad bajando el tono-. Desde entonces se colorea redondeles en la mano sin decir palabra.

– ¿Y los demás hombres?

– Kiseljevo sufrió relativamente poco. Porque aquí no se deja a las mujeres y niños solos en el pueblo. Muchos consiguieron esconderse, muchos se quedaron. No hable del bosque, comisario.

– Está ligado a mi investigación, Vlad.

– Plog -dijo Vladislav irguiendo el dedo corazón, lo que daba un nuevo significado a la onomatopeya-. Nada que ver.

Danica, que se había arreglado las guedejas rubias, les trajo los postres y puso sin preguntar dos vasitos delante de sus platos.

– Prudencia -aconsejó Vlad-. Es rakija.

– ¿Qué quiere decir?

– Aguardiente de frutas.

– Hablo de la inscripción en la piedra.

Vladislav rechazó la hoja sonriendo, se sabía la inscripción de memoria, como todos los conocedores de Kisilova.

– Sólo un francuz ignorante no se sobresalta al oír el terrible nombre de Peter Plogojowitz. La historia es tan célebre en Europa que ya ni se cuenta. Pregunte a Danglard, la sabe seguro.

– Ya le he hablado de eso. Lo sabe.

– No me extraña de él. ¿Qué dice?

– «Inepto.»

– Adrianus nunca me decepciona.

– Vlad, ¿qué pone en la estela?

– «Tú que vienes ante esta piedra» -recitó Vlad-, «pasa de largo sin oír y nada recojas del suelo que la rodea. Aquí yace el alma condenada de Petar Blagojević, muerto en 1725 a la edad de 62 años. Que su espíritu maldito ceda el sitio a la paz».

– ¿Por qué hay dos nombres?

– Es el mismo. Plogojowitz es la versión austriaca de Blagojević. En la época en que vivía aquí, la región estaba dominada por los Habsburgo.

– ¿Por qué fue condenado?

– Porque en 1725 el campesino Peter Plogojowitz murió en Kisilova, su pueblo natal.

– No empiece por su muerte. Dígame lo que hizo en vida.

– Es que su vida sólo se estropeó después de morir. Tres días después de su entierro, Plogojowitz vino a ver a su mujer por la noche y le pidió un par de zapatos para poder viajar.

– ¿Zapatos?

– Sí. Se los había olvidado. ¿Sigue queriendo saber o entiende que es una historia inepta?

– Cuénteme el resto, Vlad. Me suena vagamente ese muerto que quería sus zapatos.

– En las diez semanas que siguieron a su visita, hubo nueve muertes brutales en el pueblo, todas ellas de allegados de Plogojowitz. Perdían su sangre y morían de agotamiento. Durante su agonía, decían haber visto a Plogojowitz inclinarse sobre ellos, o incluso tumbarse sobre ellos. El pánico cundió entre los habitantes, convencidos de que Plogojowitz se había convertido en vampiro que venía a aspirarles la vida. Y de repente en toda Europa ya no se habló de otra cosa más que de él. Fue por Plogojowitz, por Kisilova, donde tomas rakija esta noche, por lo que la palabra vampyre apareció por primera vez fuera de estas tierras.

– ¿Hasta ese punto?

– Plog. Porque tras más de dos meses, los aldeanos estaban decididos a abrir su tumba para exterminarlo, pero la iglesia lo proscribía formalmente. La gente se exaltó, el imperio envió a las autoridades civiles y religiosas para calmar los disturbios. Autoridades que asistieron impotentes a la exhumación. Pero que observaron y que describieron. El cuerpo de Peter Plogojowitz no mostraba un solo signo de descomposición. Estaba intacto y con la piel fresca.

– Como la mujer de Londres. Una tal Elisabeth cuyo marido abrió el ataúd después de siete años para recuperar sus poemas. Ella estaba como nueva.

– ¿Era una vampira?

– Por lo que entendí, sí.

– Entonces es normal. La piel vieja de Plogojowitz y sus antiguas uñas estaban en el suelo de la sepultura. Le salía sangre de la boca y de todos sus orificios: por las narices, los ojos, la orejas. Todos esos hechos fueron escrupulosamente consignados por los responsables austriacos. Peter se había comido su sudario y estaba en erección, aunque ese detalle suele omitirse en los informes. Aterrorizados, los campesinos hicieron una estaca y le atravesaron el corazón.

– ¿Emitió un estertor?

– Sí. Su horrible aullido se oyó en todo el pueblo, y un chorro de sangre se extendió por la tumba. Sacaron su cuerpo repulsivo y lo quemaron hasta la última parcela. Desenterraron a sus nueve víctimas, las encerraron en una sepultura sellada y abandonaron rápidamente el cementerio.

– ¿El viejo cementerio del oeste?

– Sí. Temían el contagio bajo tierra. Y las muertes cesaron. Así es como cuentan la historia.

Adamsberg tomó un sorbo diminuto de rakija.

– En la linde del bosque, bajo el túmulo, ¿lo que hay son cenizas?

– Hay dos versiones. Sus cenizas fueron esparcidas por el Danubio, o bien reunidas en esa tumba, lejos del pueblo. La creencia generalizada es que un trozo de Plogojowitz el inmundo sobrevivió, porque bajo el túmulo dicen que se lo oye masticar. Lo cual indica de todos modos que Peter perdió toxicidad, puesto que cayó al nivel inferior de mascador.

– ¿Se convirtió en subvampiro?

– En un vampiro pasivo, que no sale de su tumba, pero demuestra su avidez devorando cuanto encuentra a su alrededor: su ataúd, su sudario y la tierra. Hay miles de testimonios sobre mascadores. Se oye el chasquido de sus dientes bajo tierra. Aun así, vale más no acercarse y bloquearlos en su guarida.

– ¿Para eso sirven los troncos, las piedras?

– Para impedir que salga, sí.

– ¿Quién los pone?

– Arandjel -dijo Vlad bajando la voz mientras Danica venía a llenarles de nuevo los vasos.

– ¿Y por qué cortan los árboles de alrededor?

– Porque las raíces se hunden en la tierra de la tumba. La madera se contamina, no hay que dejar que se extienda, ni cortar una sola flor alrededor porque Plogojowitz está en los tallos. Arandjel lo arrasa todo una vez al año.

– ¿Cree que Plogojowitz puede salir de allí?

– Arandjel es el único que no cree en eso. Aquí, una cuarta parte de los habitantes se lo cree a pies juntillas. Otra cuarta parte mueve la cabeza sin pronunciarse, por si acaso, para no atraer la ira del vampir burlándose de él. La otra mitad finge no creer en ello, dice que son viejas historias para los ignorantes de antaño. Pero nunca están tranquilos, y por eso los hombres no dejaron el pueblo cuando la guerra. Arandjel es el único que no cree en ello de verdad. Por eso no teme conocer las historias de los vampiri de memoria, desde los vârkolac, los opyr, los vurdalak hasta los nosferat, veštica, stafia, tnorije.

– ¿Tantos?

– Aquí, Adamsberg, y en un radio de treinta kilómetros han existido miles de vampiros. Pero el epicentro es aquí, donde estamos. Donde reinó Plogojowitz el grande, el amo incontestable de la jauría.

– Si Arandjel no cree, ¿por qué lastra la tumba?

– Para tranquilizar a los habitantes. Cambia los troncos todos los años porque la madera se pudre por debajo. Y algunos piensan que es porque Plogojowitz se ha comido la tierra y empieza a atacar los troncos. Entonces Arandjel los sustituye, y corta los vástagos que brotan en los tocones. Es el único que se atreve a hacerlo, claro. Nadie se acerca al túmulo, pero por lo general la gente es razonable. Se considera que Plogojowitz es impotente porque transfirió su fuerza a su linaje.

– ¿Dónde está su linaje? ¿Aquí?

– ¿Bromeas? Antes incluso de que desenterraran a Plogojowitz, toda su familia había huido del pueblo para evitar ser masacrada. Sus descendientes se dispersaron por todas partes, a saber dónde. Vampirejos a diestra y siniestra. Pero algunos pretenden que, si Plogojowitz logra salir de su tumba, todo se reconstituirá en una única y terrible entidad. Otros dicen que una parte de Plogojowitz está aquí pero que reina entero en otro sitio.

– ¿Dónde?

– No lo sé. Todo eso son recuerdos de lo que me contaba mi Dedo. Si te divierte saber más, tendrás que hablar con Arandjel. Es en cierto modo el Adrianus serbio.

– Pero ¿se sabe, Vlad, si hay alguna familia en particular que haya sido objeto de la destrucción de Plogojowitz?

– Pues la suya, te lo acabo de contar. Hubo nueve muertos entre sus allegados. Lo que significa que hubo una epidemia. El viejo Plogojowitz estaba enfermo y transmitió la infección a su familia, que la pasó a sus vecinos. Es tan sencillo como eso. Luego, en medio del terror, se buscó una cabeza de turco, remontándose hasta el primer caso mortal, le plantaron una estaca en el corazón, y así se escribe la historia.

– ¿Y si la epidemia hubiera continuado?

– Ocurrió cantidad de veces. En ese caso, se abre la tumba, imaginando que hay trozos de la criatura nefasta todavía activos, y vuelta a empezar.

– ¿Y si tiraron las cenizas al río?

– Se abre otra tumba, de un hombre o mujer sospechosos de haber robado un resto del monstruo en la hoguera, de habérselo comido y de haberse convertido a su vez en vampir. Y así hasta la extinción de la epidemia. Por eso puede decirse al final: «Y cesaron las muertes».

– Pero las muertes continúan, Vladislav. Un Plögener en Pressbaum y un Plog en Garches. Dos retoños de Plogojowitz, en Austria y en Francia. ¿No se puede tomar otra cosa que no sea rakija? Esta cosa me devora como un mascadón ¿Una cerveza? ¿Hay cerveza?

– Hay Jelen.

– Muy bien, pues Jelen.

– Pudo suceder otra cosa que desencadenara la venganza. Supón que Plogojowitz no fuera un vampir en 1725. ¿Qué? ¿Qué dirías?

Adamsberg sonrió a la patrona, que le traía la cerveza, y buscó cómo decir «gracias». Consultó el dorso de la mano.

– Hvala -dijo, haciendo gesto de querer fumar, y Danica se sacó de la falda una cajetilla de aspecto desconocido, de la marca Morava.

– Regalo -dijo Vlad-. Pregunta por qué tienes dos relojes, de los que ninguno da la hora exacta.

– Dile que no lo sé.

– On ne zna -tradujo Vlad-. Te encuentra atractivo.

Danica volvió al despacho, donde hacía cuentas, y Adamsberg siguió con la mirada su movimiento, sus caderas anchas bajo la falda roja y gris.

– ¿Y si nunca hubiera habido un vampir? -insistió Vlad.

– Buscaría una historia de familia que conllevara represalias y castigo fatal. Un asesinato ignorado, un esposo traicionado, un hijo ilegítimo, una fortuna malversada. Vaudel-Plog era muy rico y no dejó el dinero a su hijo.

– ¿Lo ves? Busca por ahí, donde haya dinero.

– Están los cuerpos, Vlad. Despachurrados como para que ninguna parcela pueda reconstituirse. ¿Se despedazaba a los vampiros, o se limitaban a la estaca y al fuego?

– Eso lo sabrá Arandjel.

– ¿Dónde está? ¿Cuándo podré verlo?

Un breve intercambio con Danica, y Vlad volvió hacia Adamsberg un poco sorprendido.

– Al parecer, Arandjel te espera mañana para comer y hará col rellena. Sabe que has limpiado y mirado la estela, todo el mundo está al corriente. Dice que no debes jugar con eso sin saber, o morirás.

– Decías que Arandjel no creía en eso.

– O morirás -repitió Vlad, vaciando el vaso y echándose a reír a carcajadas.

33

Un caminito de tierra llevaba a la casa de Arandjel a orillas del Danubio, y los dos hombres avanzaban sin intercambiar palabra, como si un elemento intruso hubiera modificado su relación. A menos que los humos vespertinos de Vladislav lo volvieran callado por la mañana. Ya hacía calor. Adamsberg balanceaba su chaqueta negra en la mano, relajado, dejando que se mitigaran los ruidos de la ciudad y la investigación en el vaho del olvido que ascendía del río y cubría la imagen feroz de Zerk, la atmósfera nerviosa de la Brigada, la amenaza capital que pesaba sobre él, la flecha disparada por la gente de arriba que no iba a tardar en alcanzar su diana. ¿Estaba todavía Dinh en cama? ¿Había conseguido atrasar la muestra? ¿Émile? ¿El perro? ¿El tipo que había pintado a su protectora en bronce? Todos atenuados en la niebla que Kisilova depositaba con suavidad en su mente.

– Te has levantado tarde -dijo por fin Vladislav en tono contrariado.

– Sí.

– No has tomado el desayuno. Adrianus dice que siempre te levantas con el canto del gallo como un campesino, que le llevas cuatro horas de adelanto en la Brigada.

– No he oído el gallo.

– Yo creo que has oído perfectamente el gallo. Creo que te has acostado con Danica.

Adamsberg hizo unos cuantos metros en silencio.

– Plog -dijo.

Vladislav dio una patada a una piedra, vacilante, y se echó a reír suavemente. Con el pelo suelto sobre los hombros, parecía un guerrero eslavo lanzando su montura hacia las tierras del oeste. Encendió un cigarrillo y reanudó el curso de su cháchara natural.

– Vas a perder el tiempo con Arandjel. Vas a enterarte de un montón de cosas muy eruditas, pero nada que pueda hacer avanzar tu investigación, nada que puedas escribir en tu informe. Inepto, como dice Adrianus.

– No pasa nada, no sé escribir informes.

– ¿Y tu jefe, qué dirá? ¿Que te vas a hacer el amor a orillas del Danubio mientras un asesino anda suelto por Francia?

– Siempre piensa más o menos eso. Mi jefe, o no sé quién de allá arriba que maneja a mi jefe, trata de hacerme saltar por los aires. O sea que mejor me informo aquí.

Vladislav presentó Adamsberg a Arandjel, que saludó con la cabeza y trajo inmediatamente la col rellena a la mesa. Vladislav sirvió en silencio.

– Limpiaste la piedra de Blagojević -dijo Arandjel empezando a comer a grandes bocados-. Quitaste el musgo. Despejaste el nombre.

Vladislav traducía simultáneamente, suficientemente rápido como para que Adamsberg tuviera la impresión de estar hablando directamente con el anciano.

– ¿Fue un error?

– Sí. No hay que tocar la tumba, si no puede despertarse. La gente de aquí lo teme, hay quien podría odiarte por haber despejado el nombre. Algunos podrían incluso pensar que él te llamó para convertirte en servidor suyo. Y matarte antes de que siembre muerte en el pueblo. Petar Blagojević busca un sirviente. ¿Entiendes? Es lo que teme Biljana, la mujer que quiso retenerte. «Te atrajo, te atrajo», es lo que dijo, me lo contó.

– On te je privukao, on te je privukao -repitió Vladislav en serbio.

– Sí, eso me dijo -admitió Adamsberg.

– No te adentres en el mundo de los vampiri sin saber, joven.

Arandjel hizo una pausa para que la idea penetrara profundamente en la cabeza de Adamsberg antes de servir vino.

– Vlad me dijo anoche lo que te interesaba en la historia de Blagojević. Haz tus preguntas. Pero no te adentres en el lugar incierto.

– ¿Dónde?

– En el lugar incierto. Es el nombre del claro donde reposa. No es el pobre Petar el que puede atacarte, sino un hombre bien vivo. Has de comprender que la seguridad del pueblo cuenta antes que cualquier otra cosa. Come antes de que se enfríe.

Adamsberg obedeció y vació tres cuartas partes del plato antes de tomar la palabra.

– Ha habido dos asesinatos terribles, en Francia y en Austria.

– Estoy al corriente. Vlad me lo ha contado.

– Creo que las dos víctimas pertenecían a la descendencia de Blagojević.

– Blagojević no tiene descendencia conocida bajo ese nombre. Todos los miembros de la familia abandonaron el pueblo bajo el nombre austriaco de Plogojowitz para que la gente de aquí no los encontrara jamás. Pero la cosa se supo, por el viaje que hizo un kiseljeviano a Rumanía en 1813. Él fue quien añadió el apellido Plogojowitz en la estela. Los actuales descendientes de Blagojević, si es que hay, son todos Plogojewitz. ¿Cuál es tu idea?

– Las víctimas no sólo fueron asesinadas, sus cuerpos fueron aniquilados. Ayer pregunté a Vladislav cómo se mata a un vampiro.

Arandjel asintió varias veces, empujó el plato y se lió un grueso cigarrillo.

– El objetivo no es tanto matar al vampiro como hacer que no vuelva nunca más. Que quede bloqueado, impedido. Existen muchísimas maneras de hacerlo. Se cree que la más corriente es la que consiste en atravesar el corazón. Pero no. Por todas partes, lo más importante son los pies.

Arandjel soltó un humo denso y habló bastante rato con Vladislav.

– Voy a hacer el café -dijo Vladislav Plogerstein. Arandjel te ruega que disculpes la ausencia de postre, es que cocina sus comidas solo y no le gusta el dulce. Tampoco la fruta. No le gusta que el jugo se le derrame por las manos y queden pegajosas. Pregunta qué te ha parecido la col rellena, porque sólo te has servido una vez.

– Estaba deliciosa -dijo Adamsberg sinceramente, incómodo por haber olvidado comentar la comida-. Nunca como mucho a mediodía. Ruégale que no se lo tome mal.

Tras haber escuchado la respuesta, Arandjel asintió, dijo que Adamsberg podía llamarlo por su nombre y reanudó su exposición.

– La medida más urgente es impedir al cuerpo que ande. Si había alguna duda sobre un difunto, la gente se ocupaba en primer lugar de sus pies, para que ya no pudiera desplazarse.

– ¿Cómo llegaban las dudas, Arandjel?

– Había señales durante el velatorio. Si el cadáver conservaba una tez roja, si tenía en la boca una punta del sudario en la boca, si sonreía, si tenía los ojos abiertos. Entonces se le ataban los pulgares de los pies con un cordel, o se le mordían, o se le clavaban alfileres en la planta de los pies, o se le ataban juntas las piernas. Todo eso viene a ser lo mismo.

– ¿Podían también cortarle los pies?

– Por supuesto. Era un método más radical que se vacilaba en emplear sin certeza. La iglesia castigaba ese sacrilegio. También podían cortarle la cabeza, era frecuente, y colocarla entre los dos pies en la tumba, para que el muerto no pudiera recuperarla. O atarle las manos a la espalda, cortarlo a trocitos en una camilla, taparle las narices, meterle piedras en todos los orificios, boca, ano, orejas. El cuento de nunca acabar.

– ¿Se hacía algo con los dientes?

– La boca, joven, es un punto crucial en el cuerpo de un vampir.

Arandjel se calló mientras Vladislav servía café.

– ¿Bueno comer? -preguntó Arandjel en francés con una sonrisa súbita que atravesaba todo el ancho de su cara, y Adamsberg empezaba a enamorarse de esta amplia sonrisa kiseljeviana-. Conocí un francés en la liberación de Belgrado en 1944. Vino, mujeres bonitas, buey estofado.

Vladislav y Arandjel se echaron a reír a carcajadas al unísono, y Adamsberg se preguntó, una vez más, cómo conseguían divertirse con tan poco. Le habría gustado ser capaz.

– El vampir quiere devorar sin parar -prosiguió Arandjel-, por eso se come el sudario, o incluso la tierra de su tumba. O le metían piedras en la boca para bloquearlo, o ajos, o tierra, o le anudaban una tela alrededor del cuello para que no pudiera deglutir, o lo enterraban boca abajo para que fuera comiéndose la tierra de debajo y hundiéndose poco a poco.

– También hay gente que come armarios -murmuró Adamsberg.

Vlad se interrumpió, inseguro.

– ¿Que come armarios? ¿Es eso?

– Sí. Tecófagos.

Vladislav tradujo, y Arandjel no pareció sorprendido.

– ¿Ocurre a menudo en su país? -se informó.

– No, pero también hubo un hombre que se comió un avión. Y en Londres, un lord que quiso comerse las fotos de su madre.

– Yo conozco un hombre que se comió su propio dedo -dijo Arandjel levantando el pulgar-. Se lo cortó y lo coció. Lo que pasa es que al día siguiente no se acordaba, y fue por todas partes reclamando su dedo. Eso fue en Ruma. La gente estuvo un tiempo dudando si decirle la verdad o que un oso se lo había comido en el bosque. Al final, murió una osa poco después. Llevaron la cabeza al hombre, y él se quedó tranquilo pensando que el dedo estaba dentro. Y conservó la cabeza podrida.

– Como el oso polar -dijo Adamsberg-. El que se comió al tío de uno en los hielos y que el sobrino llevó a Ginebra, para entregárselo a la viuda, que lo guardó en el salón.

– Extraordinario -juzgó Arandjel-. Completamente extraordinario.

Y Adamsberg se sintió fortificado a pesar de haber tenido que ir tan lejos para encontrar a un hombre que apreciara en su valor la historia del oso. Pero había olvidado en qué punto había dejado la conversación, y Arandjel lo leyó en sus ojos.

– Comerse a los vivos, el sudario, la tierra -le recordó-. Por eso la gente desconfiaba mucho de quienes tenían una dentadura anormal, tanto los que tuvieran dientes más largos que los demás como los que hubieran nacido con uno o dos dientes.

– ¿Nacido?

– Sí, no es tan raro. En vuestra zona, César nació con un diente, su Napoleón y su Luis XIV también. Y todos los que no conocemos. No era señal de vampirismo, sino señal de ser de una esencia superior. Pero -añadió haciendo tintinear sus dientes grises con el vaso- yo nací como César.

Adamsberg esperó a que pasara la doble y ruidosa risa de Vladislav y Arandjel y pidió papel. Reprodujo el dibujo que había hecho en la Brigada, marcando las zonas del cuerpo más dañadas.

– Es espléndido -dijo Arandjel cogiendo el dibujo-. Las articulaciones, sí, para impedir que el cuerpo se despliegue. Los pies, por supuesto, los pulgares todavía más, para que no ande, el cuello, la boca, los dientes. El hígado, el corazón, el alma dispersada. El corazón, sede de la vida de los vampiri, solía sacarse del cadáver para sufrir un tratamiento especial. Es un aniquilamiento fantástico, llevado a cabo por un hombre que conocía perfectamente la cuestión -concluyó Arandjel como si avalara un trabajo de profesional.

– Puesto que no podía quemar el cuerpo.

– Exactamente. Pero lo que ha hecho equivale exactamente a lo mismo.

– Arandjel, ¿es posible que aún ahora haya alguien que crea lo suficiente como para destruir los renuevos de los Plogojowitz?

– ¿Cómo «creer»? Todo el mundo cree, joven. Todo el mundo teme por las noches que se levante la lápida, que le pase una exhalación fría por el cuello. Y nadie piensa que los muertos sean buena compañía. Creer en los vampiri no es sino eso.

– No hablo del viejo terror, Arandjel. Sino de alguien que creyera estrictamente, para quien los Plogojowitz fueran auténticos vampiri que hubiera que eliminar. ¿Es eso posible?

– Sin duda alguna, si se piensa que de eso precisamente viene su desgracia. Uno busca una causa externa del sufrimiento y, cuanto más duro es el sufrimiento, mayor debe ser la causa. En este caso, el sufrimiento del asesino es inmenso.

Y su respuesta, prodigiosa.

Arandjel se dio la vuelta para hablar a Vladislav, metiéndose el dibujo de Adamsberg en el bolsillo. Sacar las sillas fuera, bajo el tilo y delante del meandro del río, aprovechar el sol, traer vasos.

– Nada de rakija, te lo ruego -susurró Adamsberg.

– Pivo?

– Sí, si Arandjel no se ofende.

– No hay peligro. Le caes bien. Hay poca gente que venga a hablarle de sus vampiri, y tú le traes un caso nuevo. Gran distracción para él.

Los tres hombres se pusieron en círculo bajo el árbol al calor del sol y el chapoteo del Danubio. La bruma se había disipado, y Adamsberg miraba, en la otra orilla, las cimas de los Cárpatos.

– Date prisa antes de que se quede dormido -previno Vladislav.

– Aquí es donde me echo la siesta -confirmó el anciano.

– Arandjel, tengo otras dos preguntas, las últimas.

– Te escucho hasta que me acabe este vaso -dijo Arandjel tomando un ligero sorbito, con la mirada divertida.

Adamsberg tuvo la sensación de estar metido en un juego de inteligencia viva en que había que pensar rápidamente mientras en el vaso iba agotándose el alcohol como si de un reloj de arena se tratase. El final del vaso daría la señal de parar el flujo de las palabras y del saber. Evaluó su tiempo disponible en cinco tragos de rakija.

– ¿Existe una relación entre Plogojowitz y el viejo cementerio del norte de Londres, Jaichgueit?

– ¿Highgate?

– Sí.

– Es más grave que una relación, joven. Porque mucho antes de que se modificara ese cementerio, dicen que llevaron a la colina el cuerpo de un turco en su ataúd. Que estuvo allá solo mucho tiempo. La gente se confunde, y no era un turco. Era un serbio, y dicen que era el amo vampir, Plogojowitz en persona. Que había huido de su tierra para reinar desde Londres. Incluso dicen que fue su presencia, allá, en lo alto de esa colina, la que generó espontáneamente la construcción del cementerio de Highgate.

– Plogojowitz es el amo de Londres -murmuró Adamsberg casi desconcertado-. Entonces el que deposita allí los zapatos no le hace ninguna ofrenda. Lo provoca, lucha contra él. Le demuestra su poderío.

– Ti to verujes -dijo Vlad mirando a Adamsberg y sacudiendo su cabellera-. Te lo crees. No te dejes liar por Arandjel, es lo que siempre me decía Dedo. Se divierte como un zorrito.

Adamsberg dejó de nuevo pasar el coro de sus risas extremas, acechando el nivel de alcohol en la mano de Arandjel. Al cruzar su mirada, éste se echó otro sorbo al coleto. Ya sólo quedaba un centímetro escaso en el vaso. «El tiempo pasa, elige bien tus preguntas», eso era exactamente lo que parecía decir la sonrisa de Arandjel, como una esfinge que lo pusiera a prueba.

– Arandjel, ¿hay alguna persona que fuera particularmente objeto de los ataques de Plogojowitz? ¿Es posible que una familia se considere especialmente víctima del poder de los Plogojowitz?

– Inepto -dijo Vlad recuperando la expresión de Danglard-. Ya te contesté yo a eso, fue su propia familia la que cascó.

Arandjel alzó una mano para hacer callar a Vlad.

– Sí -dijo-. De acuerdo -añadió sirviéndose otro poco de rakija-. Has ganado el tiempo de un último vaso antes de mi siesta.

Concesión que parecía convenir también al anciano. Adamsberg sacó su libreta.

– No -dijo Arandjel con firmeza-. Si no eres capaz de recordarlo es que no te interesa lo suficiente. En ese caso, no habrás perdido gran cosa.

– Escucho -dijo Adamsberg volviendo a meter la libreta en el bolsillo.

– Al menos una familia fue acosada por Plogojowitz. Sucedió en el pueblo de Medwegya, no muy lejos de aquí, en el distrito de Braničevo. Lo podrás leer en el Visum et repertum que el médico Flükinger redactó en 1732 para el consejo militar de Belgrado tras haberse cerrado la investigación.

El Danglard serbio, recordó Adamsberg. No tenía ni idea de qué era ese Visum et repertum ni de cómo encontrarlo, y el viejo Arandjel lo había desafiado a no apuntar nada. Adamsberg se frotaba las manos, tenso ante el temor de olvidar. El Visum et repertum de Flükinger.

– El caso fue aún más sonado que el de Plogojowitz, una auténtica deflagración en todo occidente, que opuso violentamente las opiniones, con su Voltaire burlándose, el emperador de Austria metiendo baza, Luis XV mandando seguir la investigación, los médicos tirándose de los pelos, otros rezando por su salvación, los teólogos sin saber qué hacer. Hubo una cantidad inmensa de literatura y de debates. Venía de allí -añadió Arandjel lanzando una mirada a las colinas de alrededor.

– Lo escucho -volvió a decir Adamsberg.

– Un soldado regresó a su pueblo de Medwegya tras varios años de campaña durante la guerra entre Austria y Turquía. Ya no era el mismo. Contó que había sido víctima de un vampir durante su aventura, que había luchado duramente con él, que éste lo había perseguido hasta la Persia turca y que, al final, había conseguido abatir al monstruo e inhumarlo. Se había llevado tierra de la sepultura, y se la comía regularmente para protegerse de sus ataques. Señal de que el soldado no se sentía fuera del alcance del muerto viviente aun pensando que lo había vencido. Así, vivía en Medwegya devorando tierra, yendo por los cementerios, agitando al vecindario. En 1727, cayó de un carro de heno y se rompió el cuello. En el mes que siguió a su muerte, hubo cuatro fallecimientos en Medwegya, del modo en que mueren quienes son acosados por los vampiros, y se declaró que el soldado se había convertido en vampiro a su vez. La agitación fue tal que las autoridades aceptaron su exhumación cuarenta días después de su muerte, bajo su supervisión. El resto ya se sabe.

– Dígalo de todos modos -pidió Adamsberg, temiendo que Arandjel parara de hablar.

– El cuerpo tenía la tez sonrosada, la sangre fresca manaba de todos sus orificios, la piel estaba nueva y tersa, las uñas viejas yacían al fondo de la tumba, y no se observó ningún signo de descomposición. Plantaron una estaca en el cuerpo del soldado, que lanzó un aullido espantoso. También se dice que no aulló, pero que emitió un suspiro inhumano. Lo decapitaron y lo quemaron.

El viejo tomó un sorbo bajo la mirada vigilante de Adamsberg. Ya sólo quedaba un tercio del segundo vaso. Si Adamsberg había escuchado con atención las fechas, el soldado había muerto dos años después de Plogojowitz.

– Sus cuatro víctimas fueron también sacadas de sus tumbas y sufrieron el mismo trato. Pero como se temía que el contagio del vampiro de Medwegya se extendiera a sus vecinos de cementerio, decidieron seguir. Se abrió una investigación oficial en 1731. Se procedió a la apertura de cuarenta tumbas cercanas a la del soldado y se descubrió que diecisiete cuerpos se habían quedado rollizos y rubicundos: allí estaban Militza, Joachim, Ruscha y su niño, Rhode, la mujer de Bariactar y su hijo, Stanache, Millo, Stanoicka y otros. Todos ellos fueron sacados de sus sepulturas y quemados. Y las muertes cesaron.

Ya sólo quedaban unas gotas en el vaso de Arandjel, todo dependía de lo que tardara en bebérselas.

– Si el soldado había luchado contra Peter Plogojowitz… -empezó rápidamente Adamsberg-, porque era Plogojowitz, ¿verdad?

– Eso dicen.

– Entonces los miembros de su familia no eran vampiros… ¿cómo decir? intencionados, sino que podían considerarse víctimas de Plogojowitz, seres capturados y sojuzgados. Hombres y mujeres vampirizados a la fuerza, destruidos por la criatura.

– Sin duda alguna. Eso es lo que son.

Arandjel hizo girar la última gota en el vaso, examinando los destellos de las facetas del vidrio al sol.

– ¿Y el nombre del soldado? -preguntó precipitadamente Adamsberg-. ¿Se sabe todavía?

Arandjel alzó la cabeza hacia el cielo blanco y se echó la gota de rakija a la boca sin llevar el vaso a los labios.

– Arnold Paole. Se llamaba Arnold Paole.

– Plog -deslizó Vladislav.

– Trata de recordarlo -concluyó Arandjel arrellanándose en su butaca-. Es un nombre que no se queda. Como si la succión de los Plogojowitz lo hubiera vuelto inconsistente.

34

Adamsberg escuchaba al teléfono la cháchara de Weill que le preguntaba por las comidas y los vinos locales, ¿había probado al menos la col rellena?

Sus pasos lo llevaban tranquilamente a un paisaje que ya le empezaba a resultar familiar, casi suyo. Reconocía tal flor, tal ondulación del terreno, tal vista sobre los tejados. Se encontró en la bifurcación del camino forestal, estuvo a punto de dirigirse a la linde del bosque, retrocedió. Atraído, estás siendo atraído. Bajó en ángulo recto y enfiló el camino del río, dejando su mirada deambular por las alturas de los Cárpatos.

– ¿Me está escuchando, comisario?

– Por supuesto.

– Al fin y al cabo, estoy trabajando para usted.

– No, trabaja contra los oscuros poderes de arriba.

– Es posible -concedió Weill, a quien no gustaba ser pillado en flagrante delito de sentimientos honorables-. Empiezo por el tercer barrote de la escalera, escalera cuyos largueros, naturalmente, están apoyados en las bocas del infierno.

– Sí -dijo Adamsberg, distraído por una gran cantidad de mariposas blancas que jugaban en el calor, alrededor de su cabeza, como si fuera una flor.

– El juez del proceso de la niña Mordent se llama Damvillois. Localizado. Es un individuo mediocre de carrera estancada pero cuyo hermanastro es preeminente. Damvillois no puede negarle nada, cuenta con él para ascender. Cuarto barrote: el hermanastro, Gilles Damvillois, poderoso juez de instrucción de Gavernan, carrera meteórica, en situación de sacar la plaza de fiscal del Tribunal Supremo. Siempre y cuando el actual fiscal esté dispuesto a favorecer su candidatura. Quinto barrote: el actual fiscal del Tribunal Supremo, Régis Trémard, preparado para conseguir nada menos que la presidencia del Tribunal Supremo. Siempre y cuando el actual presidente coloque a Trémard antes que los demás.

Adamsberg se había adentrado en un sendero desconocido que bordeaba el meandro del Danubio y conducía a un antiguo molino. Las mariposas seguían acompañándolo, ya fuera porque se hubieran encariñado con él o porque se tratara de otras mariposas.

– Sexto barrote: el presidente del Tribunal Supremo, Alain Perrenin. Que ambiciona la vicepresidencia del Consejo de Estado. Siempre y cuando la actual vicepresidenta lo apoye. Creo que aquí ya empezamos a acercarnos. Séptimo barrote, la vicepresidenta del Consejo de Estado, Emma Carnot. Ya casi estamos. Llegó adonde está a codazo limpio, y tiene los codos puntiagudos, sin perder jamás medio día de su vida en tonterías, en descansos para la mente, en placeres y otras chorradas para personas sensibles. Trabajadora colosal, relaciones y puntos de apoyo en cantidad descomunal.

Adamsberg había penetrado en el antiguo molino y levantaba la cabeza para examinar la vieja estructura de vigas, dispuesta de manera distinta de la del antiguo molino de Caldhez. Las mariposas lo habían plantado en la semioscuridad. En el suelo, sentía bajo los pies una capa de excrementos de pájaro que formaba una alfombra blanda y agradable.

– Esa mujer apunta al Ministerio de Justicia -dijo Adamsberg.

– Y de allí, más alto aún. Apunta a todo, es una cazadora empedernida. A petición mía, Danglard registró el despacho de Mordent. Encontró el número personal de Emma Carnot, mal disimulado, estúpidamente pegado debajo de la mesa. Excusable en un cabo, criticable en un policía con grado de comandante. Mi opinión es inapelable: cuando uno no sabe memorizar diez números de teléfono, nunca debe meterse en chanchullos. Mi segunda opinión es la siguiente: arreglárselas siempre para que nadie le meta a uno una granada debajo de la cama.

– Por supuesto -dijo Adamsberg estremeciéndose al recordar a ese Zerk a quien había dejado huir.

Una auténtica bomba debajo de la cama, capaz de volarle las entrañas como a un sapo. Pero sólo él lo sabía. No, también Zerk, que desde luego tenía intención de usarla. «He venido a pudrirte la vida.»

– ¿Contento? -preguntó Weill.

– ¿De enterarme de que la mandamás del Consejo de Estado va a por mí? No del todo, Weill.

– Adamsberg, lo que tenemos que averiguar es por qué Emma Carnot no quiere bajo ningún concepto que encuentren al asesino de Garches. ¿Colaborador peligroso? ¿Hijo? ¿Antiguo amante? Dicen que ahora sólo frecuenta mujeres, pero hay quien susurra (y tengo uno que susurra muy fuerte desde el tribunal de apelación de Limoges) que hubo antaño un marido. Hace mucho tiempo. Siempre hay que ir a husmear en los viejos baúles de familia. Tercera opinión: disimular la propia familia y la propia sexualidad en un escondite inaccesible y, si es posible, quemarlo todo.

– Debe de ser lo que está intentando hacer.

– He estado buscando, Adamsberg. No encuentro ni matrimonio, ni relación alguna con el caso de Garches, ni con el de Pressbaum. Bueno, ni matrimonio, exagero.

Weill emitió un chasquido con la lengua, saboreó un pequeño silencio.

– La página que podría corresponder a su apellido de soltera en el ayuntamiento, ayuntamiento que podría ser suyo, puesto que nació en Auxerre, ha sido arrancada. La empleada asegura que una mujer «del ministerio» exigió estar sola con el registro para un «alto secreto». Pienso que nuestra Emma Carnot pierde los papeles. Se siente su nerviosismo. Una mujer de pelo negro, dijo la encargada. Cuarta opinión: no utilizar nunca peluca, es ridículo. Por tanto, estamos ante un matrimonio sustraído al conocimiento público.

– El asesino sólo tiene veintinueve años.

– Hijo del matrimonio. Ella lo protege. O se las arregla para que la locura de su hijo no sea una traba para su carrera.

– Weill, la madre de Zerk se llama Gisèle Louvois.

– Ya lo sé. Cabría pensar que Carnot se deshizo discretamente del recién nacido arreglando su adopción a cambio de un buen pellizco.

– Bien, Weill. Y ahora que estamos subidos en el séptimo barrote, ¿qué hacemos?

– Nos hacemos con el ADN de Carnot, lo comparamos con el del pañuelo y ya está. Facilísimo, las basuras del Consejo de Estado están todas las mañanas en la plaza del Palais-Royal. Los días de pleno, en esas basuras se encuentran botellas de agua y vasos de café que han aliviado la sed de los miembros del Consejo. Entre esas botellas, la de Carnot. Y mañana hay pleno. Desactive este móvil, comisario, y no lo encienda hasta mañana, a las siete de la mañana, sin falta.

– ¿Hora de París?

– Sí, las nueve para usted.

– Sin falta -registró Adamsberg, bruscamente aliviado de que fuera la vicepresidenta del Consejo de Estado quien hubiera engendrado a ese Zerk. Porque, si ni siquiera recordaba en absoluto haber hecho el amor con una Gisèle, de lo que estaba seguro era de no haberse acostado nunca con la vicepresidenta.

Colgó y quitó la batería al móvil de Weill. Al día siguiente, a las nueve. Tendría que explicar su salida matinal a la patrona de la krusma. Se mordió los labios. Había jurado de buena fe a Zerk que siempre recordaba los nombres y los rostros de las mujeres con quienes había hecho el amor. Y esa mujer era del día anterior. Se esforzó, pasó en revista las palabras que había oído, «krusma», «kafa», «danica», «hvala». Danica, eso era. Se detuvo delante de la puerta del molino, asaltado por una inquietud mucho mayor. El nombre del soldado serbio a quien Peter Plogojowitz había podrido la vida. Lo sabía todavía cuando tomó el camino del río. Pero la llamada de Weill se lo había quitado de la mente. Se cogió la cabeza con las manos, en vano.

El ruido vino de detrás, como de un saco arrastrado por el suelo. Adamsberg se volvió, no estaba solo en el molino.

– ¿Qué, capullo? -dijo la voz en la sombra.

35

Fue el ruido chirriante de un rollo de adhesivo extraído a tiras lo que hizo a Adamsberg recobrar consciencia. Zerk lo estaba rodeando con cinta de embalar. Las piernas ya estaban inmovilizadas cuando lo sacó a rastras del molino y lo cargó en un coche aparcado a unos veinte metros de allí.

¿Cuánto tiempo lo había dejado atado en el suelo del viejo molino? Hasta la llegada de la oscuridad, debían de ser más de las nueve de la noche. Movió los pies, pero el resto estaba sujeto, como una momia con sus vendas pegadas. Las muñecas presas, la boca cerrada. Del hombre se veía sólo una masa negra. Pero lo oía. El ruido del cuero de su cazadora, los resoplidos de sus esfuerzos, sus onomatopeyas sin sentido. Luego un breve trayecto en el asiento trasero del coche, de menos de un kilómetro, y parada. Zerk lo arrastraba por los puños soldados, como si sus brazos hubieran formado el asa de un enorme cesto. Avanzó con dificultad unos treinta metros, parándose cinco veces, mientras la grava rodaba bajo el torso de Adamsberg. Lo soltó de golpe, jadeando, sin dejar de refunfuñar, y abrió una puerta.

Grava en su espalda, atravesándole la camisa. ¿Dónde había visto grava puntiaguda en Kisilova? Grava negra, diferente de la que se encuentra en Francia. El hombre había girado una llave, una llave gruesa y vieja según el sonido del metal. Entonces volvió hacia él, lo cogió por el asa de los brazos, lo obligó a bajar brutalmente unos escalones de piedra y lo dejó caer al suelo. Tierra batida. Zerk cortó la cinta adhesiva de las muñecas, le quitó la chaqueta, la camisa, cortando la ropa a cuchilladas para deshacerse de ella más rápido. Adamsberg trató de reaccionar, pero ya estaba demasiado débil, sus piernas estaban sujetas y frías, y la bota del tipo le aplastaba el tórax. Y de nuevo la cinta adhesiva, que esta vez se enrolló alrededor de su torso, pegando los brazos a los costados, y alrededor de sus pies, inmovilizados como el resto. Unos cuantos pasos, y Zerk cerró la puerta sin una palabra. El frío intenso contrastaba con la noche tibia, la oscuridad era absoluta. Un sótano, sin un ventanuco siquiera.

– ¿Sabes dónde estás, capullo? ¿Por qué no me dejaste en paz?

La voz le llegaba deformada, un poco aguda y susurrante, como desde una radio antigua.

– Ahora te conozco, madero, así que tomo precauciones. Tú estás dentro, yo estoy fuera. He pasado una emisora por debajo de la puerta para hablarte. Si gritas, nadie te oirá, ni lo intentes. Nadie viene nunca por aquí. La puerta tiene diez centímetros de grueso, los muros son como de fortaleza. Un auténtico búnker.

Zerk soltó una risa corta y sin melodía.

– ¿Y sabes por qué? Porque estás en una tumba, capullo. En la tumba más hermética de todo Kisilova, de donde nadie tiene que salir. Te describo el sitio, ya que no lo ves, para que puedas imaginarte a ti mismo antes de morir. Cuatro ataúdes en estanterías a un lado, cinco al otro. Nueve muertos. ¿Te gusta? Y en el ataúd que tienes a tu derecha, si lo abrieras, no es seguro que encontraras un esqueleto, igual un cuerpo fresco, hinchado de salvia. Se llama Vesna y devora a los hombres. ¡A lo mejor le gustas!

Nueva risa.

Adamsberg cerró los ojos. Zerk. ¿Dónde se había metido todo ese tiempo? En los bosques, en una de las cabañas abandonadas de los claros quizá. ¿Y qué más daba? Zerk lo había seguido, lo había encontrado, y todo se había acabado. Incapaz de mover sus miembros, Adamsberg sentía sus músculos anquilosarse, el frío penetrar su cuerpo. Zerk tenía razón, nadie se aventuraría en el antiguo cementerio, de ninguna manera. Gran lugar abandonado desde el espanto de 1725, como lo había explicado Arandjel. Nadie se arriesgaba a entrar allí, ni siquiera para enderezar las lápidas caídas de los antepasados. Y allí estaba él, a ochocientos metros del pueblo, en el panteón de las nueve víctimas de Plogojowitz, erigido lejos de los demás y al que nadie se habría acercado. Salvo Arandjel. Pero ¿qué podía Arandjel saber de su situación? Nada. ¿Vladislav? Nada. Sólo Danica se preocupaba quizá al no verlo regresar a la krusma. No había llegado a la cena, kobasice había dicho la patrona. Pero ¿qué podía hacer Danica? Ir a ver a Vlad. Que iría a ver a Arandjel. ¿Y luego? ¿Dónde buscarlo? A orillas del Danubio por ejemplo. Pero ¿quién iba a pensar que un Zerk negro lo había encerrado en el panteón del viejo cementerio? Arandjel podría imaginarlo, en último extremo. En una semana, en diez días. Él podría aguantar hasta entonces sin comer ni beber. Pero Zerk no era imbécil. Así inmovilizado, con el frío, con la sangre deteniéndose en su cuerpo que ya le hormigueaba, no aguantaría ni dos días. Quizá ni siquiera hasta el día siguiente. «No te adentres en el mundo de los vampiri sin saber, joven.» Con la violencia del miedo, echó de menos. El tilo, los Cárpatos, las facetas del vasito de rakija.

– Mañana habrás palmado, capullo. Por si puede hacerte ilusión, volví a tu casa. Maté a la gatita de un solo pisotón. Salpicó por todas partes. Me jodía que me hubieras obligado a salvarla. Así no me debes nada. También he cogido tu puto ADN. Así me haré la prueba. Y todo el mundo sabrá que Adamsberg había abandonado a su hijo y en qué se convirtió el crío. Por tu culpa. Tu culpa. Tu culpa. Y caerás en la deshonra para siempre.

«Los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera.» Adamsberg respiraba mal, Zerk le había apretado mucho la cinta alrededor del pecho. «Mañana habrás palmado, capullo.» Miembros inmovilizados y respiración reducida, falta de oxígeno en la sangre… sería rápido. ¿Por qué la imagen de la gatita estallada bajo la bota de Zerk tenía que hacerle daño, cuando iba a palmar en cuestión de horas? ¿Por qué tenía que pensar en los kobasice sin saber en qué consistían? Kobasice que lo remitían a Danica, que lo remitía a Vlad y su pelo de gato, que lo remitía a Danglard, Danglard a Tom y a Camille, tranquilos en Normandía, que lo remitían a Weill, a esa Emma Carnot con quien nunca se había acostado. ¿Y Gisèle? Tampoco, nunca. ¿Por qué en ese preciso instante su cabeza no podía quedarse quieta, concentrarse en un único y trágico pensamiento?

– Sólo reconozco una cosa -prosiguió la voz como de mala gana-. Has sido demasiado listo. Has entendido. Me quedo con tu cabeza y te dejo tu cuerpo. Te dejo aquí, capullo, como tú me dejaste.

Zerk tiró del cable, la emisora se deslizó por debajo de la puerta, ése fue el último ruido que oyó Adamsberg. Salvo el soplo de su acúfeno agonizante que sonaba en su oído; en ese instante descubrió que casi había desaparecido. A menos que fuera el suspiro de la mujer rubicunda que dormía en la litera de abajo, a su derecha. Adamsberg se sorprendió deseando que la vampir Vesna saliera de su ataúd y viniera a chuparle la sangre, dándole vida eterna. O simple compañía. Pero nada. Ni siquiera en esa tumba creía en nada. Sin que pudiera controlarse, su cuerpo tembló durante unos segundos. Unas cuantas sacudidas convulsivas, el principio del desbarajuste orgánico seguramente. Su pensamiento enloquecido corrió hacia el hombre de los dedos de oro y su fusible F3. ¿Le haría el tratamiento del doctor Josselin resistir más tiempo que cualquiera, con su fusible y su parietal reparados? Un nuevo escalofrío lo heló bajo su vendaje de cinta adhesiva. No, no había ninguna posibilidad.

¿En qué hay que pensar cuando uno va a morir?

Unos versos le atravesaron la mente, a él que nunca había memorizado ninguno. Era como esa palabra kobasice que recordaba. Si hubiera sobrevivido hasta el día siguiente, a lo mejor se habría despertado sabiendo inglés. Recordando cosas con normalidad, como los demás.

En la noche tumbal, que me…

Era uno de los versos que Danglard solía mascullar, entre mil más. Pero no recordaba el final.

En la noche tumbal, que me…

Ya no sentía la parte inferior de las piernas. Moriría allí, como un vampir, con la boca sellada y los pies atados. De este modo ya no pueden salir. Pero Peter Plogojowitz lo había hecho. Se había reavivado como la llama a partir de una nadería de sus propios escombros. Se había adueñado de Jaichgueit, de la mujer de ese Dante y de las jóvenes colegialas. Había seguido sojuzgando a la familia vampirizada de ese soldado serbio. Familia vengadora de la que descendía sin duda alguna el pirado de Zerk, pero ya no podría enviar texti a Danglard para saberlo. Cabrón de Weill, que le había hecho quitar el GPS. ¿Por qué?

En la noche tumbal, que me consolaste [4].

Había encontrado el final del verso. Respiraba a pequeñas bocanadas, más dificultosas que hacía un rato. Asfixia más rápida todavía de lo que había pensado. Zerk sabía lo que hacía.

¿Hacía un rato, cuándo? Debía de hacer una hora que Zerk había abandonado el cementerio. No oía la campana de la iglesia para guiarlo. Demasiado lejos del pueblo. Ni podía ver sus relojes, ni siquiera capaces de darles la hora de las meadas de Lucio.

En la noche tumbal, que me consolaste.

Había una continuación en ese poema, algo como los suspiros de la santa y los gritos del hada. Sí, como Vesna.

Una respiración, otra. La suya.

Arnold Paole. Había recordado el nombre del soldado vencido por Peter Plogojowitz. Y eso no lo olvidaría nunca.

36

Danica entró sin llamar en la habitación de Vladislav, encendió la lámpara de la mesilla, sacudió al joven.

– No ha vuelto. Son las tres de la mañana.

Vlad levantó la cabeza, la dejó caer de nuevo en la almohada.

– Es un madero, Danica -masculló sin tomarse el tiempo de pensar-. No actúa como los demás.

– ¿Un madero? -repitió Danica conmocionada-. Dijiste que era un amigo que había sufrido un shock mental.

– Un shock psicoemocional. Lo siento, Danica, se me pasó. Pero es madero. Que ha sufrido un shock psicoemocional.

Danica se cruzó los brazos en el pecho turbada, ofendida, revisitando la noche anterior en los brazos de un policía.

– ¿Y qué pinta aquí? ¿Sospecha de alguien de Kiseljevo?

– Está tras la pista de un francés.

– ¿Quién?

– Pierre Vaudel.

– ¿Por qué?

– Alguien de aquí podría haberlo conocido hace tiempo. Déjame dormir, Danica.

– ¿Pier Vaudel? No me suena -dijo Danica mordisquaéandose la uña del pulgar-. Pero no recuerdo los nombres de los turistas. Habría que mirar en el registro. ¿Cuándo fue? ¿Antes de la guerra?

– Mucho antes, creo. Danica, son las tres de la mañana. ¿Qué haces exactamente en mi habitación?

– Ya te lo he dicho. No ha vuelto.

– Ya te he contestado.

– No es normal.

– Nada es normal con un madero, eso lo sabes.

– Aquí no hay nada que hacer por las noches, ni siquiera para un policía. No se dice «madero», Vladislav, se dice «policía». No te has convertido en un joven muy educado. Pero tu Dedo tampoco lo era.

– Deja a mi Dedo, Danica. Y deja los convencionalismos. Tú tampoco los respetas tanto.

– ¿Qué quieres decir?

Vlad hizo un esfuerzo y se sentó en la cama.

– Nada. ¿Tanto te preocupa?

– Sí. ¿Lo que venía a hacer aquí era peligroso?

– No tengo ni idea, Danica, estoy cansado. No conozco el caso, me importa un rábano, sólo he venido a traducir. Hubo un asesinato cerca de París, una cosa bastante horrible. Y otro antes en Austria.

– Si hay asesinatos -dijo Danica atacando profundamente su uña-, puede decirse que hay peligro.

– Sé que en el tren pensaba que lo seguían. Pero todos los maderos son un poco así, ¿no? No miran a los demás como nosotros. Igual ha vuelto a casa de Arandjel. Creo que tenían montones de cosas divertidas que contarse.

– Eres idiota, Vladislav. ¿Cómo quieres que hable con Arandjel? ¿Con las manos? No sabe ni una palabra de inglés.

– ¿Cómo lo sabes?

– Son cosas que se sienten -replicó Danica incómoda.

– Bien -dijo Vlad-. Ahora déjame dormir.

– Los policías -dijo Danica atacando los dos pulgares a la vez- los matan los asesinos cuando se acercan a la verdad, ¿no, Vladislav?

– Si quieres mi opinión, se aleja de ella a marchas forzadas.

– ¿Por qué? -preguntó Danica soltando sus pulgares brillantes de saliva.

– Si sigues comiéndote las uñas, un día te comerás un dedo entero. Y al día siguiente lo buscarás por todas partes.

Danica sacudió la masa de su pelo rubio, impaciente, y reanudó su labor de recorte.

– ¿Estás seguro de que se aleja? ¿Por qué?

Vlad se rió suavemente y puso las manos sobre los hombros torneados de la patrona.

– Porque cree que el francés y el austriaco asesinados son Plogojowitz.

– ¿Y eso te hace reír? -dijo Danica levantándose-. ¿Te hace reír?

– Eso hace reír a todo el mundo, Danica, hasta a los maderos de París.

– Vladislav Moldovan, no tienes más cerebro que tu Dedo Slavko.

– Entonces eres como los demás, ¿eh? Ti to verujé? ¿Tú no entras en el lugar incierto? ¿No vas a saludar la tumba del viejo Peter?

Danica le tapó la boca con la mano.

– Cállate, por el amor de Dios. ¿Qué tratas de hacer? ¿Atraerlo? No sólo no eres educado, Vladislav, eres tonto y presuntuoso. Y eres más cosas que el viejo Slavko no era. Egoísta, perezoso, cobarde. Si Slavko estuviera todavía aquí habría buscado a tu amigo.

– ¿Ahora?

– ¿No irás a dejar a una mujer sola salir en la noche?

– No vamos a ver nada en la noche, Danica. Despiértame dentro de tres horas, será el amanecer.

A las seis de la mañana, Danica había aumentado el grupo de búsqueda con el cocinero Bosko y su hijo Vukasin.

– Conoce los caminos -les explicó Danica-. Iba a pasearse.

– Puede haberse caído -dijo sobriamente Bosko.

– Vosotros id hacia el río -dijo Danica-, Vladislav y yo iremos hacia el bosque.

– ¿Y su móvil? -preguntó Vukasin-. ¿Vladislav tiene el número?

– Ya he probado -dijo Vlad que todavía parecía divertirse-, y Danica ha insistido desde las tres hasta las cinco de la mañana. Nada. Está fuera de cobertura o sin batería.

– O en el agua -dijo Bosko-. Hay un mal paso junto a la piedra grande, si no se conoce. Las tablas se mueven, el sitio no es bueno. Unos cabezas de chorlito, estos extranjeros.

– ¿Y al lugar incierto? ¿Nadie va? -preguntó Vlad.

– Guarda tus diversiones, hijo -dijo Bosko.

Y, por una vez, el joven se calló.

Danica estaba conmocionada. Eran las diez de la mañana y servía el desayuno a los tres hombres. Tenía que admitir que sin duda tenían razón. No se había encontrado ni rastro de Adamsberg. No se había oído ni una llamada, ningún quejido. Pero el suelo del viejo molino había sido pisoteado, eso era seguro, la capa de excrementos de pájaros estaba movida. Y las huellas seguían por la hierba hasta la carretera, donde unas marcas de neumáticos habían quedado bien visibles en la corta porción de tierra.

– Puedes estar tranquila, Danica -decía con voz suave el muy imponente Bosko, de cabeza calva equilibrada por una gran barba gris-. Es un policía, ya habrá estado en situaciones así y sabrá lo que hace. Habrá pedido un coche y habrá ido a Beograd para hablar con los policajci. Puedes estar segura.

– ¿Sin decir adiós ni nada? Ni siquiera fue a saludar a Arandjel.

– Los policajci son así, Danica -aseguró Vukasin.

– No son como nosotros -resumió Bosko.

– Plog -dijo Vladislav, que empezaba a sentir compasión por la buena Danica.

– A lo mejor tuvo una emergencia. Habrá tenido que irse enseguida.

– Puedo llamar a Adrianus -propuso Vlad-. Si Adamsberg está con los maderos de Beograd, lo sabrá.

Pero Adrien Danglard no había recibido ninguna noticia de Adamsberg. Más inquietante aún, Weill tenía una cita telefónica con él a las nueve de la mañana hora de Belgrado, y el móvil no contestaba.

– El aparato no puede estar sin batería -insistió Weill a Danglard-. No lo encendía, sólo servía para nosotros dos, y sólo hablamos una sola vez, ayer.

– Bien, pues está ilocalizable e inencontrable -dijo Danglard.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que salió de Kisilova para dar un paseo, hacia las cinco de la tarde de ayer. Las tres en hora de París.

– ¿Solo?

– Sí, he llamado a los policías de Beograd, de Novi Sad, de Banja Luka. Adamsberg no ha contactado ningún servicio de policía en el país. Lo han comprobado con los taxis locales: ningún coche ha cargado ningún cliente en Kisilova.

Cuando Danglard colgó, le temblaba la mano, el sudor se posaba en su espalda. Había tranquilizado a Vladislav, le había dicho que, en Adamsberg, una ausencia inopinada no era alarmante. Pero era falso. Adamsberg llevaba diecisiete horas desaparecido, de ese tiempo, una noche entera. No había salido de Kisilova, o le habría avisado. Buen vino de Burdeos, pH alto, acidez muy débil. Torció el gesto, dejó la botella con mal humor, bajó la escalera de caracol que llevaba al sótano. Quedaba una botella de blanco escondida detrás de la caldera, que abrió como un principiante rompiendo el corcho. Se sentó en la caja habitual que le servía de banco, tomó unos cuantos sorbos. ¿Por qué el comisario se había dejado el GPS en París, maldita sea? La señal estaba fija, indicando su casa. En el frío de ese sótano que olía a moho y a alcantarilla, sintió que perdía a Adamsberg. Tendría que haberlo acompañado a Kisilova, lo sabía, lo había dicho.

– ¿Qué coño haces aquí? -preguntó la voz ronca de Retancourt.

– No enciendas esa puta luz -dijo Danglard-. Déjame a oscuras.

– ¿Qué pasa?

– No hay noticias de él desde las cinco. Desaparecido. Y, si quieres mi opinión, muerto. El Zerquetscher se lo ha cargado en Kiseljevo.

– ¿Qué es Kiseljevo?

– La entrada del túnel.

Danglard le señaló otra caja, como quien ofrece una butaca en un salón.

37

Su cuerpo entero había desaparecido en una capa de frío y de insensibilidad, su cabeza funcionaba aún parcialmente. Debían de haber pasado horas, seis quizá. Todavía sentía la parte trasera de la cabeza, cuando tenía la fuerza de hacerla oscilar en el suelo. Tratar de mantener el cerebro caliente, seguir haciendo funcionar los ojos, abrirlos, cerrarlos. Eran los últimos músculos que podía accionar. Mover los labios bajo la cinta adhesiva, que se había despegado un poco con la saliva. ¿Y? ¿Para qué sirven unos ojos vivos al lado de un cadáver? Sus oídos funcionaban. No había nada que oír, salvo el miserable mosquito de su acúfeno. Dinh era un tipo capaz de mover las orejas, pero no él. Sus orejas, sentía, serían la última parte viva de su cuerpo. Volarían juntas en esa tumba como una poco agraciada mariposa, mucho menos bonita que las del enjambre que lo había acompañado hasta el viejo molino. Las mariposas no habían querido entrar, tendría que haberlo pensado y haberlas imitado. Siempre hay que seguir a las mariposas. Sus oídos captaron un sonido del lado de la puerta. Estaba abriendo. Volvía, inquieto, a comprobar si su trabajo estaba acabado. Y si no, lo acabaría a su manera: hacha, sierra, piedra. Un nervioso, un ansioso, las manos de Zerk no paraban de cruzarse y descruzarse.

La puerta se abrió, Adamsberg cerró los ojos para evitar el choque de la luz. Zerk cerró el batiente con gran precaución, tomándose su tiempo, encendió una linterna para examinarlo. Adamsberg sentía el haz de luz ir y venir sobre sus párpados. El hombre se arrodilló, cogió la cinta adhesiva que sellaba la boca y la arrancó con violencia. Luego palpó el cuerpo, comprobó los vendajes que lo recorrían. Ahora respiraba fuerte, rebuscaba en su bolsa. Adamsberg abrió los ojos, lo miró.

No era Zerk. Su pelo no era el de Zerk. Corto y muy espeso, sembrado de destellos rojos que captaban la luz de la linterna. Adamsberg sólo conocía un hombre con un pelo tan extraño, castaño con mechas encendidas allí donde el cuchillo se había clavado cuando era niño. Veyrenc, Louis Veyrenc de Bihlc. Y Veyrenc había dejado la Brigada tras el gran combate que lo había enfrentado a Adamsberg [5]. Se había ido hacía meses a su pueblo de Laubazac, a mojarse los pies en los ríos de Bearn, y nunca más había dado noticias.

El hombre había sacado un cuchillo y se afanaba en desgarrar la armadura de cinta adhesiva que le comprimía el pecho. El cuchillo cortaba mal, avanzaba lentamente, el hombre gruñía y maldecía. Y no era el gruñido de Zerk. Era el de Veyrenc, sentado a horcajadas encima de él, ensañándose con las tiras. Veyrenc trataba de sacarlo de allí, Veyrenc en ese panteón, en Kisilova. En la cabeza de Adamsberg se formó una inmensa bola de gratitud hacia el compañero de infancia y enemigo de ayer, Veyrenc, en la noche tumbal, que me consolaste, casi una bola de pasión, Veyrenc el versificador, el tipo compacto de labios tiernos, el tocacojones, el ser único. Trató de mover los labios, de pronunciar su nombre.

– Cierra el pico -dijo Veyrenc.

El bearnés consiguió abrir el caparazón de cinta adhesiva y tiró de ella sin miramientos, arrancando los pelos del pecho y de los brazos.

– No hables, no hagas ruido. Si te duele, mejor: eso es que todavía sientes algo. Pero no grites. ¿Sientes aún alguna parte del cuerpo?

– Nada -hizo entender Adamsberg sacudiendo apenas la cabeza.

– Maldita sea, ¿no puedes ni hablar?

– No -señaló Adamsberg del mismo modo.

Veyrenc atacó la parte inferior de la momia, soltando poco a poco las piernas y los pies. Luego tiró con rabia hacia atrás el enorme montón de cinta adhesiva hecha un lío y se puso a golpear con manos y pies el cuerpo de Adamsberg, violentamente, como un batería que se hubiera lanzado en una improvisación frenética. Hizo una pausa al cabo de cinco minutos, estiró los brazos para relajarlos. Bajo su forma un poco redondeada, sus músculos de contornos desdibujados, Veyrenc poseía una fuerza de bruto, y Adamsberg oía sin sentirlas realmente las palmadas de sus manos. Luego Veyrenc cambió de técnica, cogió los brazos, los dobló, los desdobló, hizo lo mismo con las piernas, volvió a golpear toda la superficie, masajeó el cuero cabelludo, volvió a los pies. Adamsberg movía los labios insensibles con la impresión de que podría volver a pronunciar palabras.

Veyrenc se reprochaba no haber traído alcohol. ¿Cómo iba a imaginarlo? Buscó sin esperanza en los bolsillos de Adamsberg, sacó dos móviles, unos putos billetes de bus, inútiles. Recogió las trizas de chaqueta que yacían en el suelo, pasó de un bolsillo a otro, llaves, preservativos, carnet de identidad, y sus dedos tocaron unos frascos minúsculos. Adamsberg llevaba tres botellitas de coñac.

– Froi… ssy -musitó Adamsberg.

Veyrenc debió de comprender, porque aproximó el oído a sus labios.

– Froi… ssy.

Veyrenc había conocido muy poco a la teniente Froissy, pero captó el mensaje. La buena de Froissy, mujer formidable, cuerno de la abundancia. Abrió la primera botella, levantó la cabeza a Adamsberg y vertió el contenido.

– ¿Puedes tragar? ¿Deglutes?

– Sí.

Veyrenc acabó la botella, abrió la segunda e introdujo el cuello entre los dientes de Adamsberg, teniendo la impresión de ser un químico echando algún producto milagroso en una enorme redoma. Vació las tres botellas y observó a Adamsberg.

– ¿Sientes algo?

– Den… tro.

– Perfecto.

Veyrenc volvió a hurgar en su bolsa, sacó su grueso cepillo, necesario pues ningún peine podía atravesar la densa pelambre del bearnés. Envolvió el cepillo con un jirón de camisa y frotó la piel como se restriega un caballo sucio.

– ¿Te duele?

– Em… pieza.

Durante media hora más, Veyrenc lo amasó a golpes, accionó los miembros, lo cepilló, sin dejar de consultar a Adamsberg para saber qué parte «volvía». ¿Las pantorrillas? ¿Las manos? ¿El cuello? El coñac le quemaba la garganta, la palabra volvía.

– Ahora vamos a intentar levantarte. Si no, nunca recuperaremos los pies.

Apoyándose contra un ataúd, el sólido Veyrenc lo incorporó sin dificultad y lo puso en pie.

– No… Veyrenc… no siento… el suelo.

– Quédate así, que baje la sangre.

– No… creo… que… sean mis… pies… creo que… son dos… pezuñas… de caballo.

Mientras mantenía a Adamsberg, Veyrenc observaba por primera vez el lugar, paseando la linterna.

– ¿Cuántos muertos hay aquí?

– Están… los nueve. Y… una que… no está… muerta… de verdad. Es una… vampira, Vesna. Si estás… aquí, estás… al corriente… de eso.

– No estoy al corriente de nada. Ni siquiera sé quién te ha metido en esta tumba.

– Zerk.

– No lo conozco. Hace cinco días, estaba en Laubazac. Haz que baje la sangre.

– Entonces ¿cómo estás aquí? ¿La montaña te ha… vomitado hasta aquí?

– Sí. ¿Cómo van tus pezuñas?

– Hay uno… que se va. Puedo… andar… cojeando.

– ¿Tienes el arma en alguna parte?

– En la… krusma. Posada. ¿Y tú?

– Ya no tengo arma. No podemos salir de aquí sin protección. El tipo ha vuelto cuatro veces durante la noche a comprobar la puerta de la tumba, escuchar desde el otro lado. Esperé a que desapareciera, y esperé un rato más para estar seguro de que no se presentara de nuevo.

– ¿Salimos… con quién? ¿Vesna?

– Por debajo de la puerta hay medio centímetro de hueco. A lo mejor hay cobertura. Quédate de pie, te suelto.

– Sólo tengo… un pie y estoy… un poco… borracho, con tu co… ñac.

– Puedes bendecir ese coñac.

– Lo bendigo. A ti también, te… bendigo.

– No me bendigas tan deprisa, podrías arrepentirte.

Veyrenc se tumbó boca abajo, pegó el teléfono a la puerta y lo examinó a la luz de la linterna.

– Dos impulsiones, puede pasar. ¿Te sabes el número de alguien del pueblo?

– Vladis… lav. Busca en mi mó… vil. Habla francés.

– Muy bien. ¿Cómo se llama este sitio?

– Panteón de las nueve víc… timas de Plogojo… witz.

– Qué bien -comentó Veyrenc marcando el número de Vladislav-. Nueve víctimas. ¿Era un asesino en serie?

– Un amo vampiro.

– Tu amigo no contesta.

– Insiste. ¿Qué hora es?

– Casi las diez.

– Puede que esté volando… todavía. Intenta.

– ¿Confías en él?

Con la mano apoyada en el ataúd, Adamsberg se mantenía sobre un pie, como un pájaro desconfiado.

– Sí -acabó diciendo-. No… sé. Se ríe… todo el rato.

38

Adamsberg inclinó la cabeza a la luz del día, agarrándose al hombro de Veyrenc. Danica, Bosko, Vukasin y Vlad los miraban extraerse del panteón, los tres primeros mudos de terror, cruzando los dedos para contrarrestar las exhalaciones nefastas. Danica miraba fijamente a Adamsberg, petrificada al descubrir sombras verdes bajo sus ojos, labios azules, mejillas de tiza, la piel del torso estriada de rojo, a veces de líneas de sangre, allí donde el cepillo había pasado y vuelto a pasar.

– Joder -dijo Vlad irritado-, que salgan de allí no quiere decir que estén muertos. ¡Ayudadlos, hostia!

– No eres educado -dijo Danica mecánicamente.

A medida que identificaba signos de vida en el rostro de Adamsberg, iba recobrando resuello. ¿Quién era el desconocido? ¿Qué hacía en la tumba de los malditos? La pelambre bicolor de Veyrenc parecía inquietarla todavía más que el aspecto moribundo de Adamsberg. Bosko avanzó con prudencia y cogió el otro brazo al comisario.

– La… chaqueta -dijo Adamsberg señalando la puerta.

– Ya voy yo.

– ¡Vlad! -rugió Bosko-. Ningún hijo del pueblo entra ahí. Envía al extranjero.

Era una orden tan definitiva que Vlad se interrumpió y explicó la situación a Veyrenc. Éste apoyó a Adamsberg sobre Bosko y volvió a bajar las escaleras.

– No volverá -pronosticó Danica con su semblante más sombrío.

– ¿Por qué tiene el pelo con manchas de fuego como jabato? -preguntó Vukasin.

Veyrenc volvió a salir a los dos minutos con la linterna, los jirones de camisa y de chaqueta. Y empujó la puerta con el pie.

– Hay que cerrarla -dijo Vukasin.

– Sólo Arandjel tiene la llave -dijo Bosko.

En medio del silencio, Vlad tradujo el intercambio entre padre e hijo.

– La llave no servirá de nada -dijo Veyrenc-. Forcé la cerradura con un gancho.

– Vendré a bloquearla con piedras -masculló Bosko-. No sé cómo ha hecho este hombre para pasar ahí la noche sin que Vesna lo devore.

– Bosko se pregunta por qué Vesna no te ha tocado -explicó Vlad-. Unos piensan que sale del ataúd, otros dicen que es una mascadora que suspira por las noches para enloquecer a los vivos.

– A lo mejor sus… piró, Vlad -dijo Adamsberg-. Los suspiros de la santa y… los gritos… del hada. No me que… ría hacer daño.

Danica sacaba tazones, traía buñuelos.

– Si no recupera el pie, le entrará podredumbre y habrá que cortar -dijo Bosko sin miramientos-. Enciende el fuego, Danica, vamos a calentárselo. Haz café ardiendo y trae rakija. Y ponle una camisa, puñeta.

Acercaron el pie de Adamsberg al fuego. La proximidad de la muerte había dado a Adamsberg pensamientos sin par que en nada mermaban su afecto por ese pueblo perdido en los vahos del río, al contrario. Abandonar su país, incluso su montaña, irse, acabar, y acabar aquí, en el vaho, si Veyrenc quería quedarse y si algunos otros aceptaban reunirse con él, Danglard, Tom, Camille, Lucio. Retancourt también. El gato gordo, transportado hasta Kisilova sin que se mueva de su fotocopiadora. Y Émile, ¿por qué no Émile? Pero pensar en el Zerquetscher lo proyectaba con violencia a la gran ciudad de París, con sus camisetas atravesadas de costillas de esqueleto, a la sangre de la casa de Garches. Danica le frotaba el pie inerte con alcohol en el que había majado unas hojas, y se preguntaba qué esperaba ella exactamente de todo eso. Deseaba que nadie se fijara en esos gestos un poco tiernos.

– ¿Dónde se había metido, cretino? -preguntó la voz chirriante de Weill en su móvil particular, con el cinismo mitigado por un alivio perceptible.

– Encerrado en un panteón con ocho muertos y una muerta viviente, Vesna.

– ¿Herido?

– No, comprimido en un rollo de plástico hasta la asfixia.

– ¿Quién?

– Zerk.

– ¿Lo han encontrado?

– Veyrenc me ha encontrado. Veyrenc entró allí.

– ¿Veyrenc? ¿El tipo terco como una puerta de madera? ¿El que versificaba constantemente?

– El mismo.

– Creí que se había ido de la Brigada.

– Y se fue, pero él fue quien entró en el panteón. No me pregunte cómo, Weill, no lo sé.

– Me alegro en todo caso de encontrarlo entero, comisario.

– Lo único es que me falta un pie.

– Bueno -dijo Weill incómodo, incapaz de dispensar directamente consuelo-. He afinado con la vicepresidenta. Hubo efectivamente un matrimonio, hace veintinueve años.

– ¿El nombre del marido?

– No lo tengo, he hecho un llamamiento en la prensa. Uno de los testigos de la boda, una mujer, fue asesinada en Nantes hace ocho días de un balazo en la cabeza. Su hija ha contestado al anuncio. Estoy buscando al otro.

Nantes. Adamsberg recordaba haber pensado en esa ciudad. Pero ¿cuándo? ¿Y por qué?

– ¿Hubo un hijo?

– Ni idea. Y si es así, lo habrá dado.

– Hay que buscar al niño, Weill.

Adamsberg colgó y se señaló el pie.

– Hay algo que pica allí -dijo.

– Alabado sea Dios -dijo Danica santiguándose.

– Entonces te dejamos -dijo Bosko, inmediatamente seguido por Vukasin-. ¿Podrás arreglártelas para la comida de mediodía?

– Ve a descansar, Bosko. También vamos a acostarlo.

– Ponle una bolsa de agua caliente en el pie.

Mientras Adamsberg se dormía bajo el edredón azul, prepararon una habitación para el desconocido de pelo de jabato, a quien Danica encontraba una sonrisa deliciosa. El labio le subía bonitamente de lado, encantando brevemente su rostro. Sus pestañas, muy largas, arrojaban una pequeña sombra sobre sus mejillas de contornos fundidos. Nada que ver con el físico nervioso y danzante de Adamsberg. El desconocido no trataba de gustar. Sin embargo, llevaba las marcas del diablo en la pelambre, y es cosa sabida que el diablo puede adoptar los rasgos de un encantador.

39

Veyrenc concedió dos horas de sueño al comisario, antes de entrar en su habitación, abrir las cortinas, acercar dos sillas a la chimenea en que Danica había hecho un gran fuego. El calor en la estancia era asfixiante, como para hacer sudar a un muerto, que era el objetivo de Danica.

– ¿Cómo va tu pezuña? ¿Te vas a convertir en centauro, o seguirás siendo hombre?

Adamsberg agitó el pie, probó el movimiento de los dedos.

– Hombre -dijo.

– Asciende hacia los cielos, lentamente se eleva,

pero sólo era un hombre, y tan sólo era un sueño,

era un simple mortal, que había de caer.

Olvidémonos pues de sueños ilusorios.

– Querías perder esta costumbre.

– Mas ay, señor…

me esforcé largo tiempo, rayando en la esperanza,

pero antiguos diablos lograron la victoria.

– Siempre pasa. Danglard ha decidido dejar el vino blanco.

– Imposible.

– Se pasa al tinto.

Hubo un silencio. Veyrenc sabía que la ligereza de tono no iba a durar, y Adamsberg lo presentía. Era simplemente un apretón de manos antes de un difícil ascenso.

– Haz preguntas -dijo Veyrenc-. Y si no quiero tus preguntas, te lo digo.

– Bien. ¿Por qué bajaste de la montaña? ¿Para reengancharte?

– Una sola pregunta a la vez.

– ¿Para reengancharte?

– No.

– ¿Por qué bajaste de la montaña?

– Porque leí el periódico. El artículo sobre el asesinato de Garches.

– ¿Te interesó el caso?

– Sí. Por eso seguí tu trabajo.

– ¿Por qué no viniste a la Brigada?

– Tenía más intención de vigilarte que de saludarte.

– Siempre has hecho las cosas a la chita callando, Veyrenc. ¿Qué vigilabas?

– Tu investigación, tus actos, tus encuentros, el camino que tomabas.

– ¿Por qué?

Veyrenc hizo un gesto aéreo con los dedos indicando que pasara a la pregunta siguiente.

– ¿Me has seguido de verdad?

– Cuando llegaste a Belgrado con el joven cubierto de pelo, yo estaba aquí desde el día anterior.

– Vladislav, el traductor. No es pelo, es vello. Lo ha heredado de su madre.

– Eso dijo, en efecto. Una de mis amigas, en el tren, estaba encargada de escucharos.

– Elegante, rica, bonito cuerpo, mala cara. Fue lo que dijo Vlad.

– No es rica en absoluto. Interpretaba un papel.

– Pues dile que trabaje mejor. La localicé desde París. En Belgrado, ¿cómo supiste adónde iba? Ella no estaba en el autobús.

– Había llamado a un colega del servicio de misiones, que me avisaba de tus desplazamientos. Una hora después de que hubieras reservado, yo ya conocía tu destino final, Kiseljevo.

– No se puede uno fiar de los maderos.

– No, eso ya lo sabes tú.

Adamsberg cruzó los brazos, bajó la cabeza. La camisa blanca que le había prestado Danica estaba bordada en el cuello y las mangas, y examinaba los brillantes arabescos de hilos rojos y amarillos en sus puños. Quizá como los zapatos del tío Slavko.

– ¿No será más bien Mordent quien te dio esa información y quien te pidió que me siguieras?

– ¿Mordent? ¿Por qué Mordent?

– ¿No lo sabes? Está en su casa con depresión.

– ¿Qué tiene eso que ver?

– Tiene que ver con su hija, que va a juicio. Tiene que ver con la gente de allá arriba que no quiere que se detenga al asesino. Que ha echado las redes sobre la Brigada. Consiguieron a Mordent, todo hombre tiene un precio.

– ¿Cuánto me valoras?

– Mucho.

– Gracias.

– En cambio, Mordent hace su curro de traidor como un pringado.

– Será que no tiene vocación.

– Pero acaba dando sus resultados. Un casquillito colocado debajo de una nevera, unas virutillas de lápiz dejadas en una alfombra.

– No sé de qué me hablas. No conozco el expediente. ¿Por eso dejaste ir al sospechoso? ¿Porque te obligaron?

– ¿Hablas de Émile?

– No, del otro.

– No dejé que Zerk se fuera -dijo Adamsberg con firmeza.

– ¿Quién es Zerk?

– El aplastador, el Zerquetscher. El asesino de Vaudel y de Plögener.

– ¿Quién es Plögener?

– Un austriaco que sufrió el mismo trato cinco meses antes. Al final resulta que no sabes nada. Pero eres tú el que abre el panteón de Kisilova.

Veyrenc sonrió.

– Nunca confiarás realmente en mí, ¿verdad?

– Si te entiendo, lo conseguiré.

– Tomé el avión a Belgrado, te precedí en taxi hasta Kiseljevo.

– Se habrían fijado en ti en el pueblo.

– Dormí en la cabaña del claro. Te vi pasar el primer día.

– Cuando encontré a Peter Plogojowitz.

– ¿Quién es?

Y la ignorancia de Veyrenc parecía auténtica.

– Veyrenc -dijo Adamsberg levantándose-, si no conoces a Peter Plogojowitz, no tienes nada que hacer aquí realmente. A menos que pensaras, y dime por qué, que yo estaba en peligro.

– No vine con la idea de sacarte de ese panteón. No vine con la idea de ayudarte. Al contrario.

– Bien -dijo Adamsberg-. Cuando hablas así te entiendo mejor.

– Pero no te habría dejado morir en la tumba. ¿Me crees?

– Sí.

– Pensaba que el peligro eras tú. Te seguí cuando fuiste hacia el molino, vi el coche de alquiler en la carretera, matrícula de Belgrado. El tuyo, pensé. No sabía adónde pensabas ir, me metí en el portaequipajes. La cosa fue de otra manera. Llegué contigo a ese maldito cementerio. El tipo tenía un arma, y yo nada. Esperé, vigilé. Ya te lo he dicho, volvía cada dos por tres a comprobar lo que había hecho. Sólo pude intervenir tarde. Casi demasiado tarde. Dos horas más y te conviertes en centauro.

Adamsberg se sentó de nuevo a examinar sus bordados. No mirar la sonrisa de Veyrenc, no dejarse liar por ese tipo como por las tiras de cinta adhesiva.

– O sea que viste a Zerk.

– Sí y no. Salí del maletero un rato después que vosotros, me escondí bastante lejos. Divisaba vuestras siluetas, sin más. Su cazadora de cuero, sus botas.

– Sí -dijo Adamsberg crispando los labios-. Zerk.

– Si por «Zerk» entiendes el asesino de Garches, sí, era Zerk. Si por «Zerk» entiendes el tipo que fue a tu casa el miércoles por la mañana, no era Zerk.

– ¿También estabas allí esa mañana?

– Sí.

– ¿Y no interviniste? Era el mismo hombre, Veyrenc. Zerk es Zerk.

– Que no necesariamente es Zerk.

– Sigues siendo igual de poco claro.

– ¿Tanto cambiaste pues que quieres nitidez?

Adamsberg se levantó, cogió el paquete de Morava del manto de la chimenea, encendió un cigarrillo con los tizones del fuego.

– ¿Fumas?

– Por culpa de Zerk. Se dejó un paquete en mi casa. Fumaré hasta que le eche el guante.

– Entonces ¿por qué lo dejaste ir?

– No me jodas, Veyrenc. Tenía armas, no pude hacer nada.

– ¿No? ¿Ni siquiera pedir refuerzos después de que se fuera? ¿Ni siquiera rodear el barrio? ¿Por qué?

– No es asunto tuyo.

– Lo dejaste ir porque no estabas seguro de que fuera el asesino de Garches.

– Estoy completamente seguro. No conoces nada del caso. Has de saber que Zerk dejó su ADN en Garches, en un pañuelo. Has de saber que es el mismo ADN que entró en mi casa con dos patas el miércoles pasado, con clara intención de matarme esa misma mañana u otra. Has de saber que el chico gasta muy malas pulgas. Has de saber que no ha negado una sola vez el asesinato.

– ¿No?

– Al contrario, estaba orgulloso. Has de saber que volvió a mi casa a aplastar a una gatita con la bota. Has de saber que lleva una camiseta con costillas, vértebras y gotas de sangre.

– Lo sé. Lo vi salir.

Veyrenc sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió, caminó por la habitación. Adamsberg seguía sus idas y venidas, observaba su expresión de jabato terco que borraba toda dulzura de sus rasgos. Veyrenc protegía a Zerk. O sea que Veyrenc iba de la mano de Emma Carnot. Veyrenc empujaba con los demás para hacerlo caer al hoyo. En ese caso, ¿por qué haberlo sacado del panteón? ¿Para enviarlo al hoyo legalmente?

– Has de saber, Adamsberg, que hace treinta años, una tal Gisèle Louvois se quedó preñada junto al puente chico del Jaussène. Conoces el sitio. Has de saber que ocultó su embarazo y que dio a luz, en Pau, un hijo: Armel Louvois.

– Zerk. Lo sé, Veyrenc.

– Porque te lo dijo.

– No.

– Claro que sí. Se le ha metido en la cabeza que tú habías preñado a su madre. Seguro que te habló de ello. No piensa en otra cosa desde hace meses.

– Muy bien. Me habló de ello. De acuerdo, se le ha metido eso en la cabeza. O más bien su madre le metió eso en la cabeza.

– Con razón.

Veyrenc volvió hacia la chimenea, tiró su cigarrillo en el fuego, se arrodilló para atizar. La bola de gratitud hacia su antiguo adjunto se había esfumado en Adamsberg. Sí, le había arrancado la cinta adhesiva, pero ahora estaba tratando de atraparlo en la nasa.

– Desembucha, Veyrenc.

– Zerk tiene razón. Su madre tiene razón. El joven del puente del Jaussène era Jean-Baptiste Adamsberg. Indiscutiblemente.

Veyrenc se levantó, con un poco de sudor en la frente.

– Eso te convierte en padre de Zerk, o de Armel, como prefieras.

Adamsberg apretó los dientes.

– ¿Cómo podrías saber, Veyrenc, lo que no sé ni yo?

– Es algo que ocurre a menudo en la vida.

– Sólo una vez actué sin recordarlo, y eso fue en Québec y había bebido como un odre [6]. Hace treinta años no bebía ni gota. ¿Qué sugieres? ¿Que, preso de amnesia, dotado de ubicuidad, hice el amor con una chica a quien nunca conocí? En mi vida me he acostado, ni hablado siquiera, con una sola Gisèle.

– Te creo.

– Lo prefiero.

– Odiaba ese nombre y daba otro a los chavales. No te acostaste con una Gisèle, te acostaste con una Marie-Ange. Junto al puente chico del Jaussène.

Adamsberg se sintió caer por una pendiente demasiado empinada. La piel le ardía, la cabeza le martilleaba. Veyrenc salió de la habitación, Adamsberg se hundió los dedos en el pelo. Por supuesto que se había acostado con Marie-Ange, con su melena corta, sus dientes un poco hacia delante, el puente chico del Jaussène, la lluvia ligera y la hierba húmeda que casi lo fastidian todo. Por supuesto que la carta recibida más tarde, alambicada e incomprensible, la firmaba ella. Por supuesto que Zerk se le parecía. Entonces el infierno era eso. Cargar de golpe con un hijo de veintinueve años a la espalda, y esa espalda rompiéndose bajo el peso de un yunque. Ser padre de un tipo que había cortado a láminas a Vaudel, que lo había encerrado en un panteón. «¿Sabes dónde estás, capullo?» No, ya no sabía en absoluto dónde estaba, capullo, salvo en esa piel que le sudaba y le ardía, con la cabeza que le caía sobre las rodillas como una piedra, las lágrimas que le picaban los ojos.

Veyrenc había vuelto sin decir nada con una bandeja cargada de una botella, queso y pan. La dejó en el suelo, volvió a su sitio sin mirar a Adamsberg, llenó los vasos, untó el queso en el pan, era kajmak, reconoció Adamsberg. Él lo miraba hacer, con la cabeza hundida entre los hombros. Hacer rebanadas de pan con kajmak, ¿por qué no, llegados a ese punto?

– Lo siento -dijo Veyrenc ofreciéndole un vaso.

Empujó varias veces la mano de Adamsberg con el vaso, como se fuerza a un niño a desapretar los dedos, a salir de su ira o de su desesperación. Adamsberg movió un brazo, cogió el vaso.

– Pero es un chico guapo -dijo Veyrenc bastante vanamente, como para poner en valor una gota de esperanza en un océano de calamidad.

Adamsberg vació el vaso de un trago, un lingotazo matinal que lo hizo toser, lo cual lo reconfortó. Mientras uno siente el cuerpo, aún puede hacer algo. Cosa que no ocurría la noche anterior.

– ¿Cómo sabes que me acosté con Marie-Ange?

– Porque es mi hermana.

Hostia puta. Mudo, Adamsberg tendió el vaso hacia Veyrenc, que se lo llenó.

– Come pan.

– No puedo comer.

– Come igualmente, oblígate. Tampoco yo he comido casi desde que vi su foto en el periódico. Puede que seas el padre de Zerk, pero yo soy su tío. No es mucho mejor.

– ¿Por qué tu hermana se llama Louvois y no Veyrenc?

– Es mi hermanastra, hija del primer matrimonio de mi madre. ¿Recuerdas a Louvois? ¿El carbonero que se largó con una americana?

– No. ¿Por qué no me lo dijiste cuando estabas en la Brigada?

– Mi hermana y el niño no querían oír hablar de ti. No te queríamos.

– ¿Y por qué no has comido nada desde que viste el periódico? Dices que Zerk no mató al viejo. ¿No estás seguro en realidad?

– No, en absoluto.

Veyrenc puso una rebanada en la mano de Adamsberg, y ambos, concienzuda y tristemente, comieron lentamente su pan mientras el fuego iba cayendo.

40

Esta vez armado, Adamsberg volvió a recorrer el camino del río, y el del bosque, evitando los lugares inciertos. Danica no quería dejarlo ir, pero la necesidad de andar era más imperiosa que los terrores de la patrona.

– Tengo que revivir, Danica. Tengo que comprender.

Adamsberg había aceptado, pues, una escolta, y Bosko y Vukasin lo seguían de lejos. De vez en cuando, les dirigía una seña con la mano sin volverse. Tenía que quedarse en Kisilova, donde el fuego de la guerra no había caído, con gente atenta y benéfica, no volver a la ciudad, huir de todos los de allá arriba, escapárseles entre los dedos, huir de ese hijo caído del infierno. A cada paso, sus ideas subían y bajaban en desorden, como de costumbre, peces zambulléndose en el agua, aflorando de nuevo, que no intentaba atrapar. Siempre había hecho eso con los peces que flotaban en su cabeza, los había dejado nadar libremente, ejecutar su danza pautada por el choque de sus pasos. Adamsberg había prometido a Veyrenc reunirse con él en la krusma para una comida tardía y, tras media hora de marcha, de miradas a las colinas, las viñas y los árboles, se sentía mejor dispuesto. Dio media vuelta, sonrió a Bosko y Vukasin, les dirigió dos señas que significaban «gracias» y «volvemos».

– Sólo nos queda pensar -dijo Veyrenc desplegando la servilleta.

– Sí.

– O nos quedamos aquí hasta el fin de nuestros días.

– Espera -dijo Adamsberg levantándose.

Vlad estaba sentado a una mesa, y Adamsberg le explicó que tenía que hablar a solas con Veyrenc.

– ¿Tuviste miedo? -preguntó Vlad, que todavía parecía impresionado de haber visto a Adamsberg emerger de la tierra, gris y rojo, lo que él llamaba «la salida del sepulcro», como en una gran historia de su Dedo.

– Sí. Tuve miedo y dolor.

– ¿Creíste morir?

– Sí.

– ¿Tenías esperanza?

– No.

– Entonces dime qué ideas tuviste, en qué pensaste.

– En kobasice.

– Por favor -insistió Vladislav-, ¿en qué?

– Te juro por tu cabeza que pensé en kobasice.

– Es ridículo.

– Ya me lo imagino. ¿Qué son?

– Salchichas. ¿Y en qué más pensaste?

– En respirar gota a gota. En un verso, también. En la noche tumbal, que me consolaste.

– ¿Y te consoló algo? ¿El cielo?

– Ningún cielo.

– ¿Alguien?

– Nada, Vlad. Estaba solo.

– Si no pensaste en nada ni en nadie -dijo Vlad con la voz algo colérica-, no habrías pensado en ese verso. ¿Qué o quién te consoló?

– No tengo respuesta. ¿Qué es lo que te irrita?

El joven de carácter feliz bajó la cabeza, destruyendo su comida con la punta del tenedor.

– Que te buscáramos. Que no te encontráramos.

– No podías adivinarlo.

– No me lo creía, me daba igual. Fue Danica quien me forzó. Debí acompañarte cuando saliste ayer.

– No quería ser acompañado, Vlad.

– Arandjel me ordenó que lo hiciera -susurró-. Arandjel me dijo que no te dejara ni un momento. Porque habías entrado en el lugar incierto.

– Y eso te hizo reír.

– Claro. No me planteé nada. No creo en esas cosas.

– Yo tampoco.

El joven asintió.

– Plog -dijo.

Danica sirvió a los dos policías, turbada, llevando su sonrisa de Adamsberg a Veyrenc. Adamsberg adivinó una vacilación debida a la presencia del nuevo desconocido. Lo cual no lo ofendió, puesto que no tenía intención de acostarse con nadie en lo que le quedaba de existencia.

– ¿Has pensado mientras andabas? -preguntó Veyrenc.

Adamsberg lo miró con aire sorprendido, como si Veyrenc no lo conociera, como si esperara de él una proeza imposible.

– Perdón -dijo Veyrenc indicando con una seña que retiraba lo dicho-. Quiero decir: ¿podrías expresar algo?

– Sí. En cuanto reconociste a Zerk en el periódico, me has estado vigilando paso a paso para que no le eche el guante. Sólo porque era tu sobrino. Supongo entonces que le tienes cariño y que lo conoces bien.

– Sí.

– Cuando lo oíste hablar delante del panteón, ¿era su voz?

– Estaba demasiado lejos. Cuando te encerró, ¿era su voz?

– Sólo habló una vez con la puerta cerrada, y esa puerta era demasiado gruesa para oír, incluso si hubiera gritado, cosa que él no quería hacer. Había metido una emisora por debajo de la puerta. Eso deformaba su voz. Pero su manera de hablar era la misma. «¿Sabes dónde estás, capullo?»

– No creo que haya dicho eso -reaccionó Veyrenc.

– Lo ha dicho con todas las letras, y harías mejor en creerlo.

– Si alguien conoce a Armel, puede imitarlo.

– Sí, es imitable. A veces se diría que se imita a sí mismo.

– ¿Lo ves?

– Veyrenc, ¿tienes aunque sólo sea un elemento que vaya a tu favor?

– Desconfío cuando un asesino abandona su ADN en el lugar del crimen.

– Yo también -dijo Adamsberg visualizando el casquillito debajo de la nevera-. ¿Hablas del pañuelito dejado en el jardín?

– Sí.

– ¿Tienes algo más?

– ¿Por qué te habrá hablado Armel sólo una vez que te tuvo encerrado en el panteón?

– Para que no lo oyera.

– O para que no oyeras su voz, una voz que no habrías reconocido.

– Veyrenc, el chaval no negó el asesinato. ¿Con qué quieres salvarlo?

– Con lo que es. Lo conozco. Mi hermana se quedó en Pau después de su nacimiento. Imposible volver al pueblo con un niño sin padre. Yo estaba en el liceo. Dejé el internado para ir a vivir con ella durante siete años. Luego hice mis estudios allí, me hice profesor, estuve con ellos todo el tiempo. Conozco a Armel como la palma de mi mano.

– Y ahora me dirás que es un chico estupendo. Un buen chico que no aplastaba ni un sapo de pequeñito.

– ¿Por qué no? Desde su infancia hasta ahora, rara vez lo he visto desquiciado. La ira no forma parte de su panoplia, ni el asalto, ni el insulto. Es inasible, indisciplinado, perezoso, incluso indiferente. Nadie consigue poner nervioso a Armel. En cambio, puede decirse sin temor a errar que el hombre que espachurró a Vaudel estaba nervioso.

– Eso se disimula.

– Adamsberg, el fondo de ese asesino es destrucción. A Armel no se le ocurre destruir porque ni siquiera piensa en construir. ¿Sabes de qué vive, eh? Fabrica joyas y las distribuye a vendedores. Sin más ambición. Vagabundea, no da importancia a gran cosa. Entonces dime, ¿cómo un tipo así tendría suficiente deseo y energía para pasar horas destrozando a Plögener y a Vaudel?

– Lo que vi en mi casa no era un joven plácido. Yo de tu sobrino he visto el reverso. Vi a un tío particularmente irritado, un bruto, insultante, mordaz, surcado por el odio, que venía a pudrirme la vida. Y sin embargo, fue él a quien viste salir de mi casa, ¿no? A tu Armel.

– Sí -dijo Veyrenc turbado, sin ver siquiera a Danica cambiar los platos, traer el postre.

– Zavitek -dijo ella.

– Hvala, Danica. Acéptalo, Veyrenc. Hay un Zerk debajo de tu Armel.

– O hay un Zerk encima de mi Armel.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir: un papel, un personaje.

– Un segundo -dijo Adamsberg poniendo la mano sobre el brazo de Veyrenc para interrumpirlo-. Un papel. Sí, es posible.

– ¿Por qué?

– Para empezar porque hablaba con sorna, demasiada sorna. Luego porque su camiseta era nueva. ¿Ya lo habías visto vestido de gótico?

– Nunca. Se viste sin elegir, con lo primero que encuentra. Sin sabor, sin olor, sin valor. Ésa es aproximadamente la idea que se hace de sí mismo.

– ¿Cómo reaccionaba cuando se le hablaba de su padre?

– De niño pasaba vergüenza, de mayor bajaba la cabeza.

– Puede que haya otro elemento, Veyrenc. Mejor que ese pañuelo caído del cielo, mejor que el bueno de tu sobrino, mejor que su camiseta nueva. Pero todo depende de tu saber.

Veyrenc miró a Adamsberg intensamente. Cualesquiera que fueran su rencor y sus sospechas de entonces, había admirado a ese tipo, había esperado algo de esos sobresaltos tranquilos en el momento mismo en que su inteligencia parecía anegada, aunque hubiera que sacar barriles de lodo para encontrar un gramo de oro.

– ¿Existe en la familia de tu madre, entre tus antepasados cercanos o lejanos, un hombre, una mujer cuyo nombre te recuerde al de Arnold Paole?

Veyrenc se sentía decepcionado. Sólo era otro barril de lodo.

– Paole -dijo Adamsberg articulando cada letra-. Incluso deformado como Paolet, o afrancesado como Paul, Paulus, como quieras. Al menos un patronímico que empiece por P y A.

– Paole. ¿Es un apellido de dónde?

– Serbio. Como Plogojowitz, que fue deformado, disimulado bajo los patronímicos de Plogerstein, Plögener, Plog, Plogodrescu. Deja de lado Plogoff, que está en Bretaña y no tiene nada que ver.

– Ya me has hablado de ese Plogojowitz.

– Aquí no pronuncies fuerte ese apellido -dijo Adamsberg echando una ojeada a la sala.

– ¿Por qué?

– Ya te lo dije. Peter Plogojowitz es un vampiro, el primero. Vive aquí.

Adamsberg exponía el hecho con naturalidad, como acostumbrado a la creencia de Kisilova. El rostro preocupado de Veyrenc lo sorprendió.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿No entiendes que haya que hablar bajo?

– No entiendo lo que haces. ¿Persigues a un vampiro?

– No exactamente. Persigo al descendiente de un vampiro víctima de un vampiro en todo su linaje desde 1727.

Veyrenc sacudió lentamente la cabeza.

– Sé lo que hago, Veyrenc. Pregunta a Arandjel.

– El que tiene la llave.

– Sí. Es el que impide a Plogojowitz salir de su tumba. Está al final del claro, en la linde del bosque, no muy lejos de la cabaña donde dormiste. Igual sabes de cuál te hablo.

– No -dijo con firmeza Veyrenc, como si rechazara la existencia misma de esa tumba.

– Olvida a Plogojowitz -dijo Adamsberg ahuyentando el equívoco de un manotazo-. Limítate a buscar los apellidos de tus antepasados maternos, o sea los de Zerk. ¿Los conoces al menos?

– Muy bien. Practiqué la genealogía hasta el hartazgo.

– Perfecto. Escríbelos en el mantel. ¿Hasta cuándo puedes remontarte?

– Hasta 1766, con veintisiete apellidos.

– Será suficiente.

– No es complicado de establecer, todos los antepasados se casaron con los del pueblo de al lado. Los más audaces llegaron a seis kilómetros. Imagino que hacían el amor en el puente chico del Jaussène.

– Es la tradición, por lo que parece.

Adamsberg arrancó el trozo de mantel cuando Veyrenc hubo acabado su lista, que no contenía el menor rastro de Paole.

– Escúchame bien, Veyrenc. El asesino de Pierre Vaudel-Plog y de Conrad Plögener pertenece al linaje de Arnold Paole, muerto en 1727 en Medwegya, no lejos de aquí. Zerk no desciende de ningún Paole. O sea que sólo nos quedan dos soluciones para tu sobrino.

– Deja de llamarlo «mi sobrino». También es tu hijo.

– No tengo ganas de decir «mi hijo». Prefiero decir «tu sobrino».

– Ya lo había entendido.

– Una de dos, o tu sobrino cometió los crímenes manipulado por un Paole, o los cometió un Paole que dejó el pañuelito de tu sobrino. En ambos casos, hay que encontrar al descendiente de Arnold Paole.

Danica ponía dos vasitos en la mesa.

– Cuidado -dijo Adamsberg-. Es rakija.

– ¿Y?

– Prueba. Nunca habría muerto en el panteón si hubiera tenido rakija.

– Froissy -dijo Veyrenc con cierta nostalgia al recordar las tres botellitas de coñac-. ¿Y cómo vamos a encontrar un descendiente de Paole?

– Sabemos una cosa de él. Es un Paole quien tiene influencia en tu sobrino y quien lo conoce lo suficiente para poder imitarlo. Busca a alguien en su entorno, una figura paterna de sustitución a quien vea a menudo, a quien admire, a quien tema.

– Tiene veintinueve años. No sé gran cosa de su vida desde que está en París.

– ¿Y su madre?

– Su madre se casó hace cuatro años, vive en Polonia.

– ¿No ves a nadie que corresponda?

– No. Y eso no explica, si no cometió el asesinato, que ante ti se jactara de haberlo hecho.

– Sí -dijo Adamsberg invirtiendo los papeles-. Transformación de Armel en Zerk, para él es un chollo. Pasa de bueno a malo, de débil a poderoso. Si un Paole lo ha manipulado, habrá contado con eso. «El hijo mata al padre.» Es lo que me dijo. Armel es avisado por Mordent, obedece y se fuga, y descubre el periódico. ¿Estás de acuerdo?

– Sí.

– Su cara está en la primera plana de los periódicos, bruscamente se ha convertido en un personaje eminente, un monstruo impresionante, opuesto al comisario Adamsberg. Primero es el estupor. Pero luego es la ocasión. ¡Qué poder nuevo le acaba de caer en las manos! ¡Qué formidable oportunidad de vengarse de su padre! ¿Qué peligro había en interpretar ese papel por un día? Ninguno. ¿Qué ganaba con eso? Mucho: laminar al padre, mostrarle su falta, hacerle sentir vergüenza y culpabilidad. ¿Se plantea la cuestión del pañuelo? ¿De la presencia de su ADN en el lugar del crimen? Ni siquiera. Simple error de análisis según él, que quedará rectificado en poco tiempo. Como lo demuestra el que le hayan dicho que huya, en espera de que todo vuelva a la normalidad. No tiene mucho tiempo, es una suerte, un golpe del destino, quiere aprovecharlo. Presentarse en casa del padre, vestido como lo exige el guión. Hablar como un asesino, convertirse en Zerk, insultar, destruir a ese hijoputa de Adamsberg. Mira, Adamsberg, mira, tu hijo es un criminal, tu hijo te domina y te aplasta. La culpa es tuya, ve a sufrir como sufrí yo. Arrepiéntete, chilla, es demasiado tarde. Y luego irse, la broma ha surtido efecto, el remordimiento y la angustia han penetrado en la cabeza de Adamsberg, el padre está inmovilizado, la venganza está hecha. Tu sobrino no es tan dulce como crees.

– Contigo.

– Sí. Ya está satisfecho, purgado. Pero no se publica ningún desmentido acerca del ADN. Sigue siendo el asesino de Garches. La broma se invierte. Necesitaría a su padre, pero lo ha confesado todo, lo ha reconocido todo. Aterrorizado, Armel se oculta, condenado a huir. Una salida que cualquier hombre un poco hábil y manipulador podía prever. ¿Quién? Un tipo que lo conoce desde hace mucho tiempo, un tipo que lo tiene dominado.

– El jefe del coro -dijo Veyrenc dando un golpe en la mesa con el vaso-. Germain. Lo tiene dominado. Nunca me cayó bien, ni a mi hermana, pero Armel lo encaja todo.

– Explica.

– Armel es tenor, cantaba en el coro de Notre-Dame de La Croix-Faubin desde los doce años. Muchas veces lo acompañé, asistí a los ensayos. El jefe del coro lo sojuzgó. Es su estilo.

– ¿De qué manera?

– Dándole una de cal y otra de arena, alternando alabanzas y humillaciones. Armel se volvió como de plastilina en sus manos. No era su única presa. Germain tenía una buena quincena de personas dominadas. Luego se fue a ejercer en París y, al final, la cosa paró. Se acabó Notre-Dame de La Croix-Faubin. Pero cuando Armel fue a trabajar a París, la cosa volvió a empezar. Cantó el solo en una misa de Rossini y tuvo su éxito. Estaba encantado. A los veintiséis años, volvió a transformarse en cera. Hace dos años, Germain fue procesado por acoso, y el coro se disolvió. El tonto de Armel estaba disgustadísimo.

– ¿Seguía viéndolo?

– Él asegura que no, pero creo que miente. Es posible que el tipo lo invite, le gusta oír a Armel cantar sólo para él. Eso halagaba al niño y sigue halagando al adulto. Armel se siente importante para el padre, y el padre entonces lo posee.

– ¿El padre?

– En el sentido religioso. El padre Germain.

– ¿Conoces su verdadero nombre?

– No. No lo llamábamos de otra manera.

Danglard había salido de la Brigada, se había quitado el traje y yacía en camiseta delante del televisor, tomándose pastillas para la tos una tras otra para tener ocupadas las mandíbulas. Tenía el móvil en una mano, las gafas en la otra, comprobaba cada cinco minutos si lo llamaban. Las quince cero cinco, llamada del extranjero, el 00381. Se enjugó las mejillas con el pañuelo, descifró el texto: «Salido de la tumba. Buscar padre Germain, coro N.-D. Croix-Faubin».

Pero ¿qué tumba, maldita sea? Danglard tecleó rápidamente con las manos húmedas, la garganta anudada de ira y los músculos relajados de alivio: «¿Por qué no avisó antes?».

– Sin cobertura. Desfase horario -contestó Adamsberg-. Entonces he dormido.

Es verdad, pensó Danglard con remordimiento. No se extrajo del sótano hasta las doce y media, remolcado por Retancourt.

– ¿Qué tumba? -tecleó.

– Panteón de los 9 de Plogojowitz. Mucho frío. He recuperado los 2 pies.

– ¿Del primo de mi tío?

– Los míos. Vuelvo mañana.

41

Adamsberg no era un hombre emotivo, rozaba los sentimientos con prudencia, como los vencejos tocan las ventanas abiertas con una caricia del ala, evitando adentrarse, tan difícil es el camino para salir después. A menudo había encontrado pájaros muertos en las casas del pueblo, imprudentes y curiosos visitantes incapaces de volver a encontrar la abertura por la cual habían entrado. Adamsberg consideraba que, en cuestión de amor, el hombre no era más listo que el pájaro. Y que en todo lo demás los pájaros lo eran mucho más. Como las mariposas que no entraban en el molino.

Pero el paso por el panteón lo había debilitado probablemente, agitando su mundo afectivo, y dejar Kisilova lo acongojaba. El único lugar en que había conseguido memorizar palabras nuevas e impronunciables, que no era poco para él.

Danica había lavado y planchado la bonita camisa bordada para que se la llevara a París. Estaban allí, todos alineados delante de la krusma, rígidos y sonrientes, Danica, Arandjel, la mujer de la carreta y sus niños, los habituales de la posada, Vukasin, Bosko y su esposa, que no lo habían dejado solo desde el día anterior, otros rostros desconocidos. Vlad se quedaba unos días más. Se había peinado y recogido cuidadosamente el pelo negro. Generalmente poco capaz de efusiones, Adamsberg los abrazó a todos y cada uno, diciendo que volvería -vratiću se-, que eran amigos -prijatelji-. La tristeza de Danica se veía mitigada por el hecho de no saber a cuál de los dos hombres echaría más de menos, si al bailarín o al encantador. Vlad pronunció un último «plog», y Adamsberg y Veyrenc bajaron hacia el autobús que los llevaba a Belgrado. De allí, vuelo a París, llegarían por la tarde. Vladislav les había apuntado en una hoja las frases necesarias para desenvolverse en el aeropuerto. Veyrenc murmuraba, camino abajo, con una bolsa de lona en que Danica les había dispuesto bebida y comida suficientes para pasar fácilmente dos días.

– Hay que marcharse pues de este sitio atristado,

y se aleja llorando, maldiciendo el destino

que le confía un hijo de su alma alejado.

– Mercadet dice que usas mal las «e» mudas y que tus rimas a menudo son falsas.

– Tiene razón.

– Hay algo que no cuadra, Veyrenc.

– Por fuerza. El verso queda desequilibrado.

– Me refería a los pelos de perro. Tu sobrino tenía un perro, que murió unas semanas antes del asesinato de Garches.

– Tournesol, una perra que había adoptado. Es el cuarto animal que tiene. Es cosa de críos abandonados, adoptan perros. ¿Qué problema hay con esos pelos?

– Los han comparado con los que dejó Tournesol en el piso. Son los mismos.

– ¿Los mismos pelos que qué pelos?

El autobús arrancaba.

– En el salón del asesinato de Vaudel, el criminal se sentó en un sillón de terciopelo. Un sillón Luis XIII.

– ¿Por qué precisas que es Luis XIII?

– Porque a Mordent le importa, esté como esté ahora. El asesino se sentó allí.

– Para recobrar aliento, supongo.

– Sí, llevaba estiércol en las botas, quedaron fragmentos aquí y allí.

– ¿Cuántos?

– Cuatro.

– ¿Lo ves? A Armel no le gustan los caballos. Se cayó de pequeño. No es un valiente.

– ¿Va al campo alguna vez?

– Baja al pueblo casi cada dos meses, para ver a sus abuelos.

– Ya sabes que hay estiércol en algunos caminos del pueblo -dijo Adamsberg torciendo el gesto-. ¿Tiene botas?

– Sí.

– ¿Se las pone para pasear?

– Sí.

Los dos hombres miraron por la ventana, callados un momento.

– Hablabas de los pelos.

– El asesino dejó pelos en el sillón. El terciopelo los atrae. O sea que llevaba pelos en el pantalón, venidos directamente de su casa. Si suponemos que el asesino cogió el pañuelito a Zerk, suponemos lo mismo para los pelos de perro.

– Ya veo -dijo Veyrenc con voz velada.

– De por sí no es fácil robar el pañuelo a alguien, pero ¿cómo se hace para los pelos de su perro? ¿Recogiéndolos uno a uno en su alfombra, delante de las narices de Zerk?

– Entrando en su casa en su ausencia.

– Ya lo hemos controlado. Hay un código y un portero automático. Eso implica que el hombre tendría suficiente confianza con Zerk como para saberse el código. Pongamos que así es. Pero entonces hay que forzar la segunda puerta. Y luego la de Zerk. Y ninguna de las cerraduras ha sido forzada. Más aún: nuestro amigo Weill y la vecina de enfrente aseguran que Zerk no recibía visitas. ¿Tiene alguna novia?

– No desde hace un año. ¿Te refieres a Weill del Quai des Orfèvres?

– Sí.

– ¿Qué pinta en esto?

– Vive en el mismo edificio que tu sobrino. Se entendían bien. Como si a Zerk le divirtiera codearse con maderos.

– No. Yo mismo le encontré el piso a través de Weill cuando fue a vivir a París. No sabía que se vieran.

– Y Weill le ha tomado cariño. Lo defiende.

– ¿Fue él quien te llamó ayer por la mañana, cuando te calentábamos la pezuña, a tu otro teléfono?

– Sí. Se implicó desde el principio. Busca entre la gente de arriba. Él me dio ese teléfono. Y me quitó el GPS antes de irme -añadió Adamsberg al cabo de un momento.

– Lamentable iniciativa.

– Plog -murmuró Adamsberg.

– ¿Qué entiendes por «Plog»?

– Es una palabra de Vladislav cuyo sentido varía según el contexto. Que puede significar «ciertamente», «exactamente», «de acuerdo», «entendido», «encontrado» o, a veces, «tonterías». Es como una gota de verdad que cae.

Debido a su abundancia, la comida de Danica fue desembalada en una mesa doble en el aeropuerto de Belgrado, acompañada de cervezas y cafés. Adamsberg masticaba su rebanada de pan con kajmak, reacio a seguir con su pensamiento.

– Hay que admitir -dijo prudentemente Veyrenc- que la intrusión de Weill en el circuito solucionaría la cuestión de la puerta con interfono. Él vive allí, tiene las llaves. Conoce a Armel. El hombre es inteligente, refinado e indiscutiblemente tiránico, capaz de adquirir influencia en un joven como Armel.

– La cerradura de Zerk no ha sido forzada.

– Weill es policía, Weill posee una ganzúa. ¿Es una cerradura fácil?

– Sí.

– ¿Iba a ver a Armel?

– No, pero sólo tenemos la palabra de Weill. En cambio, Zerk se apuntaba a menudo a la mesa abierta del miércoles por la noche.

– Lo cual facilita la recolección de un pañuelo sucio y unos pelos de perro. Pero no de unas botas con estiércol.

– Sí. La portera encera la escalera de madera, no quiere que nadie suba con los zapatos sucios. Las botas y otros zapatos de excursión se dejan en la planta baja, en un armario debajo de la escalera del que todos los vecinos tienen la llave. Joder, Veyrenc, Weill está en el Quai des Orfèvres desde hace más de veinte años.

– A Weill le importa una mierda la policía, sólo le gustan la provocación, la cocina y el arte… y no las formas clásicas del arte. ¿Has estado en su casa?

– Varias veces.

– Entonces conocerás ese follón espléndido y enloquecedor. No se puede olvidar cuando se ha visto una vez. ¿Recuerdas la estatua del hombre con chistera y en erección que hace malabarismos con botellas? ¿La momia de ibis? ¿Los autorretratos? ¿El canapé de Emmanuel Kant?

– Del ayuda de cámara de Emmanuel Kant.

– Sí, del criado Lampe. ¿La silla donde murió un obispo? ¿La corbata de plástico amarillo traída de Nueva York? En medio de ese bazar estético, el aplastamiento de los Plogojowitz por un viejo Paole del siglo XVIII debe de revestir un valor artístico. Como reivindica Weill, el arte es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Él es quien ha subido la escalera que lleva hasta arriba, al séptimo barrote, Emma Carnot.

– ¿La vicepresidenta del Consejo?

– La misma.

– ¿Qué le reprocha?

– Carnot compró al presidente del Tribunal Supremo, que ha comprado al fiscal, que ha comprado al juez, que ha comprado a otro juez, que ha comprado a Mordent. Su hija va a juicio dentro de unos días, le pueden caer muchos años.

– Joder. ¿Qué pidió Carnot a Mordent?

– Que le obedezca. Fue Mordent quien filtró informaciones a la prensa para cubrir la huida de Zerk. Desde la mañana del descubrimiento del asesinato, ha ido acumulando meteduras de pata para sabotear la investigación y ha puesto en casa de Vaudel hijo lo necesario para mandarme al talego en lugar del asesino.

– ¿Las virutitas de lápiz?

– Eso es. Emma Carnot está ligada al asesino de alguna manera. La página del registro en que figuraba su matrimonio fue arrancada. Debe de ser que si ese matrimonio llega a conocerse, su carrera explota. Uno de los testigos ya ha sido asesinado. Están buscando al otro. Carnot aplastaría a cualquiera con su bota para salvar sus intereses.

Esa frase hizo pasar ante los ojos de Adamsberg la imagen de la gatita bajo la bota de Zerk, y se estremeció.

– No es la única.

– Por eso su máquina de guerra va a funcionar sin fallo, cada cual saldrá ganando lo suyo. Salvo las próximas víctimas de Paole, salvo Émile y salvo yo, que voy a saltar dentro de tres días. Como un sapo fumador.

– ¿Te refieres a los sapos a los que ponían un cigarrillo en la boca?

– Sí, eso es.

– ¿Han analizado las virutas de lápiz?

– Un amigo ha diferido la llegada al laboratorio. Le ha dado una fiebre.

– ¿Eso cuánto tiempo te da? ¿Tres días más?

– Apenas.

El avión despegaba, los dos hombres se abrocharon los cinturones, plegaron las mesitas. Veyrenc retomó la palabra mucho tiempo después de que el avión se hubiera estabilizado.

– ¿Mordent empezó a maniobrar desde el domingo por la mañana, nada más descubrirse el asesinato de Garches, estás seguro?

– Sí. Se empeñaba en encerrar al jardinero por orden del juez de instrucción.

– Entonces eso supone que Carnot ya sabía quién había matado a Vaudel. Ya el domingo por la mañana. Que Mordent y ella ya estaban en contacto. Si no, ¿cómo iba a tener tiempo de poner en marcha su maquinaria? Estaba al corriente desde el viernes.

– Los zapatos -dijo de repente Adamsberg tamborileando con los dedos en la ventana-. No es el asesino de Garches quien preocupó primero a Carnot, es el que cortó los pies de Londres. Y maldita sea, Veyrenc, entre esos pies había varios pares demasiado viejos para Zerk.

– No conozco el caso -repitió Veyrenc.

– Me refiero a diecisiete viejos pies cortados a la altura del tobillo, depositados con sus zapatos delante del cementerio de Jaichgueit en Londres, hace diez días.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Nadie. Yo estaba allí, con Danglard. Jaichgueit pertenece a Peter Plogojowitz. Su cuerpo fue transportado a esa colina antes de la construcción del cementerio para salvarlo de la ira de los habitantes de Kisilova.

La azafata volvía cada dos por tres hacia ellos, claramente fascinada por la pelambre abigarrada de Veyrenc. La luz encendida sobre su cabeza iluminaba cada una de sus mechas rojas. Lo traía todo en doble, el champán, los bombones y las toallitas húmedas.

– Había un hombre gordo con un puro detrás del lord descalzo -dijo Adamsberg tras haber expuesto a Veyrenc la historia de Highgate tan claramente como pudo-. El cubano era Paole seguramente. Que acababa de depositar su colección, como un desafío lanzado en tierra de Plogojowitz. Que utilizó a lord Clyde-Fox para llevarnos al depósito.

– ¿Con qué objeto?

– Relacionar. Paole debe asociar su colección a la destrucción de los Plogojowitz. Aprovechó la llegada de los policías franceses para cruzarse en nuestro camino, sabiendo que su crimen de Garches iba a tocar a la Brigada. No podía adivinar que Danglard reconocería un pie kisiloviano en el montón, quizá el de su tío, o de algún vecino, siendo el tío por alianza de Danglard el Dedo de Vladislav, su abuelo.

Veyrenc dejó su copa de champán, entornó los ojos pestañeando, en ese ligero reflejo de distancia que tenía a menudo.

– Déjalo -dijo-. Dime sólo en qué aporta eso un nuevo elemento para Armel.

– Hay pares de pies que fueron cortados cuando Zerk era todavía un niño, incluso un bebé. Sea cual sea mi opinión sobre él, no creo que tu sobrino cortara pies a la edad de cinco años en las recámaras de los establecimientos de pompas fúnebres.

– No, seguramente no.

– Y pienso que lo que conocía Emma Carnot era un zapato -añadió Adamsberg siguiendo otro pensamiento, atrapando un nuevo pez que saltaba de sus aguas-. Un zapato que había visto hacía mucho tiempo, con un pie dentro, que relacionó con el descubrimiento de Jaichgueit y con Garches. Y que se relaciona con ella. Porque en eso, Veyrenc, hemos olvidado totalmente pensar.

– ¿En qué? -dijo Veyrenc reabriendo los ojos.

– En el que falta. En el pie dieciocho.

42

Desde el aeropuerto, Adamsberg había convocado un coloquio en la Brigada, obligación excepcional en ese domingo por la noche. Tres horas después, todos habían asimilado más o menos los últimos acontecimientos de la investigación, en el desorden y la confusión de las palabras, aumentados por el cansancio del comisario. Algunos decían en la pausa que era patente que el comisario había pasado una noche momificado en un panteón helado al borde de la asfixia. Que su nariz aguileña se le había quedado pinzada y que sus ojos se le habían hundido aún más en lontananza. Saludaban a Veyrenc, le daban palmadas en la espalda, lo felicitaban. Estalère estaba sobre todo preocupado por Vesna, esa muerta sonrosada de casi tres siglos junto a quien Adamsberg había pasado la noche. Sólo él conocía la historia de Elisabeth Siddal y había recordado cada detalle del relato del comandante Danglard. Quedaba un punto que no había resuelto: ¿Dante había mandado abrir el ataúd de su mujer por amor o para recuperar sus poemas? Según los días y su estado de ánimo, su respuesta variaba.

Había zonas totalmente opacas en la exposición del comisario. Como la presencia incomprensible de Veyrenc en Kisilova. Adamsberg no tenía ninguna intención de informar a su equipo de que había abandonado a un hijo llamado Zerk, que ese hijo acababa de aparecer recién llegado del infierno y que era el autor probable de los revolcaderos de Garches y de Pressbaum. Tampoco había dicho palabra sobre las dudas ambiguas que suscitaba el caso de Weill. Y aparte de Danglard, el equipo no estaba al corriente del peligro que representaba Emma Carnot. Hecho que habría obligado a Adamsberg a exponer la traición de Mordent, cosa que no estaba dispuesto a hacer. La chica, Élaine si ése era su nombre, iba a juicio en cuatro días. Dinh había conseguido retener la muestra durante tres días enteros sin ser sancionado siquiera. Gracias, quizá, a lo divertido de su levitación, real o soñada, que le merecía la indulgencia de sus compañeros.

Adamsberg, en cambio, había expuesto en detalle el enfrentamiento de las familias Paole y Plogojowitz. Es decir, resumiendo brutalmente las cosas, según Retancourt, una guerra sin tregua entre dos linajes de vampiros aniquilándose mutuamente por algo acontecido hacía tres siglos. Y, dado que los vampiros no existen, ¿qué había que hacer y por dónde iba la investigación?

En este punto resurgió con toda su fuerza el antagonismo que dividía a los miembros de la Brigada entre positivistas materialistas a quienes las divagaciones de Adamsberg indisponían gravemente, a veces hasta la indignación, y los demás, conciliadores, que no veían mal palear nubes de vez en cuando.

Retancourt, primero floreciente de alegría de ver a Adamsberg vivo, se había replegado en una pose hosca a la primera mención de los vampiri y del lugar incierto. No le quedaba más remedio que admitir que había mucho Plog en los apellidos de las víctimas y de su entorno. Que admitir que el viejo Vaudel, auténtico biznieto de un Andreas Plog, había escrito a Frau Abster, de soltera Plogerstein, para ponerla en guardia y recordarle que debía «mantener Kisilova lejos de todo mal», es decir proteger a la familia Plogojowitz, ni más ni menos. Que había estado encerrado en el panteón de las víctimas de Peter. Que los pies cortados de Londres -para impedir a los muertos regresar- habían sido depositados en el feudo londinense de Plogojowitz, en Highgate. Que un par de esos pies pertenecía a Mihai Plogodrescu. Que la masacre de Pierre Vaudel-Plog y de Conrad Plögener correspondía estrictamente a la abolición de una criatura vampírica: como ya se había dicho, no sólo habían sido asesinados, sino que habían sido aniquilados, empezando por las piezas principales que eran los pulgares de los pies y los dientes. Que se había llevado a cabo una destrucción minuciosa del aparato funcional, del aparato espiritual y del aparato de manducación. Que todo indicaba que esa triple destrucción tenía por objeto impedir la reconstitución del cuerpo a partir de un solo fragmento, la recomposición de la homogeneidad demoniaca. Como lo demostraba la dispersión de los fragmentos, al igual que se depositaba la cabeza del vampiro entre sus pies. Que Arandjel, el Danglard serbio, según explicó Adamsberg para apuntalar su discurso, aseguraba que la familia del soldado Arnold Paole había sido presa trágica y cierta de Peter Plogojowitz.

Los positivistas estaban disgustados, los conciliadores asentían y tomaban notas. Estalère, por su parte, seguía con pasión el informe del comisario. Jamás había puesto en duda una sola de sus palabras, ya fuera pragmática o irracional. Pero en esos momentos de enfrentamiento intelectual entre el comisario y Retancourt, su afecto fetichista por la oronda mujer desgarraba su mente en dos mitades irreconciliables.

– No estamos buscando un vampir, Retancourt -dijo Adamsberg con firmeza-. No estamos buscando por los caminos a un tipo a quien clavaron una estaca en el corazón a principios del siglo XVIII. ¿Lo tiene claro, teniente?

– No tanto.

– Estamos buscando un descendiente desequilibrado del linaje de Arnold Paole que conoce perfectamente a su antepasado y su historia. Que ha identificado a un ser externo como origen de su sufrimiento. Que ha designado al antiguo enemigo Plogojowitz. Que destruye todos sus vástagos para escapar a su propia suerte. Si un hombre matara todos los gatos negros porque está convencido de que le traen mala suerte, ¿no lo consideraría una locura, teniente? ¿No sería imposible? ¿No sería incomprensible?

– No -convino Retancourt apoyada por los gruñidos de unos cuantos positivistas.

– Pues es lo mismo. Pero en más grande. En gigantesco.

Tras la segunda pausa, Adamsberg expuso las consignas. Seguir la pista a los Plogojowitz, localizar posibles miembros de la familia y ponerlos bajo protección. Avisar al comisario Thalberg para poner a salvo a Frau Abster.

– Demasiado tarde -dijo la voz atiplada de Justin impregnada de aflicción.

– ¿Como los otros dos? -preguntó Adamsberg tras un silencio.

– Lo mismo. Thalberg nos ha llamado esta mañana.

– Obra de Arnold Paole -dijo Adamsberg mirando a Retancourt de manera prolongada-. Protejan a los demás -dijo-. Trabajen con Thalberg para localizar a los miembros de la familia.

– ¿Zerk? -preguntó Lamarre-. ¿Aumentamos los medios? La difusión de la foto todavía no ha dado resultado.

– Ese cabrón está ilocalizable -dijo Voisenet-. Seguramente estará volviendo de Colonia, pero ¿para ir adónde? ¿Para desmembrar a quién?

– Es posible -dijo Adamsberg dubitativo- que ese cabrón no sea el ejecutor de Paole. No hay ningún Paole en su ascendencia materna.

– Puede -dijo Noël-, pero sólo conocemos a la madre. Puede que los Paole estén en su rama paterna.

– Es posible -murmuró Adamsberg.

La foto de Zerk había sido difundida en todas las comisarías, las gendarmerías, las estaciones, los aeropuertos, los sitios públicos, y lo mismo en Austria. Alemania, estremecida por la masacre de la anciana en Colonia, tomaba el relevo. Adamsberg no veía cómo el joven podría escapar a la red.

– Necesitamos una investigación rápida y completa sobre el jefe del coro, el padre Germain. Maurel, Mercadet, pónganse a ello.

– ¿Y Pierre hijo?

– Sigue libre -dijo Maurel-, y defendido por un abogado famoso.

– ¿Qué dice Aviñón?

– Esos cretinos han logrado la hazaña de perder la muestra -dijo Noël.

– ¿Cuál? -preguntó con suavidad Adamsberg.

– Los residuos de lápiz dejados por el hijoputa que fue a dejar el casquillo debajo de la nevera.

– ¿Perdida definitivamente?

– No, acabaron encontrándola en el bolsillo de un teniente. Eso no es una comisaría, es una leonera. Al final el chisme fue ayer al laboratorio. Tres días perdidos, zas.

– Zas -confirmó Adamsberg mientras oía simultáneamente el «plog» de Vladislav-. ¿Y Émile?

– El doctor Lavoisier nos ha hecho llegar una nota, como un conspirador. Émile está en rehabilitación. Ha pedido bígaros, y no los ha tenido. Sale dentro de unos días. No antes de que esté garantizada su seguridad. El doctor espera instrucciones.

– No antes de que hayamos encontrado a Paole.

– ¿Por qué sería Émile un peligro para Paole?

– Porque era el único a quien hablaba Vaudel-Plogojowitz.

Un peligro para Paole y para Emma Camot, pensó Adamsberg. Las balas torpes disparadas en Châteaudun olían a operación de un hombre al servicio de arriba.

– ¿Ya no lo llamamos Zerk? -preguntó en voz baja Estalère a su vecino Mercadet-. ¿Lo llamamos Paole?

– Es el mismo, Estalère.

– Ah, bien.

– O no es el mismo.

– Entiendo.

43

Danglard, Adamsberg y Veyrenc quedaron discretamente para cenar en un restaurante lejos de la Brigada, como tres miembros furtivos reunidos para un complot. Veyrenc había informado a Danglard de las sombras que se cernían sobre el caso Weill. El comandante se pasaba los dedos por sus blandas mejillas, y Veyrenc lo encontraba cambiado. El efecto Abstract, le había prevenido Adamsberg. Había vigor en sus ojos pálidos, un poco de anchura en sus hombros, que ocupaban mejor el corte de su traje. Nadie sabía que, en la angustia por la muerte de Adamsberg, Danglard había anulado la visita de Abstract.

– ¿Llamamos a Weill? -preguntó Veyrenc.

Adamsberg había pedido col rellena, recuerdo tan atenuado de la de Kisilova que se arrepentía.

– Arriesgado -dijo.

– El primero que llega al molino muele primero su grano -objetó Danglard.

Las tres cabezas asintieron a la vez, y Adamsberg marcó el número haciéndoles una seña para que callaran.

– La muestra fue al laboratorio ayer -dijo Adamsberg-. Sólo nos quedan dos días. ¿En qué punto estamos, Weill?

– Deme un segundo, que salve un costillar de cordero.

Adamsberg puso la mano en el teléfono.

– Está salvando un costillar de cordero.

Veyrenc y Danglard asintieron, comprensivos. Adamsberg puso el altavoz.

– Soy reacio a interrumpir una cocción -dijo Weill retomando la línea-. Nunca se sabe qué va a salir después.

– Weill, Emma Carnot conoce la identidad del asesino de Garches. Pero de rebote. A quien conoce ante todo es al hombre que puso los diecisiete pies cortados en el cementerio de Jaichgueit.

– Highgate.

– Hemos olvidado el decimoctavo, el pie que falta. Pienso que es el que ella vio.

– Si no puedo informarle de nada, Adamsberg, me vuelvo a mi costillar de cordero.

– Dígame.

– He ordenado una zambullida en la comisaría de Auxerre, donde fue recortado el registro de las bodas. Hay una divertida denuncia de hace doce años. Una mujer conmocionada por un descubrimiento macabro, un pie calzado tirado en un camino forestal. Nada menos. El pie estaba descompuesto, picado por los pájaros y los carnívoros. Esa mujer, según los recuerdos del cabo, acababa de expulsar a su ex marido de su casa de campo. Había ido allí cuando él acababa de mudarse para cambiar las cerraduras. Descubrió el vestigio a quince metros de la puerta, en el sendero de acceso.

– En esa época, Carnot no sospechó de su marido.

– No, de otro modo nunca habría alertado a la policía. Y eso que tenía muchos elementos para sospechar. El sendero era privado, nadie pasaba por allí. El marido venía solo a la casa forestal, los fines de semana desde hacía más de quince años. Cazaba. Y ese esposo caprichoso y solitario, según los habitantes de la aldea, guardaba la caza en un congelador cerrado con candado. Rechazó cualquier ayuda de los vecinos cuando Emma Carnot lo obligó a mudarse. Ya se imagina lo que contenía el congelador. Se habría perdido un pie al cargarlo precipitadamente en el camión. Emma Carnot podría haber entendido que era impensable que el pie se hubiera caído del bolsillo de un desconocido o del pico de un pájaro. Pero ella lo que menos quería era entender. La idea se le habrá ocurrido sin duda más tarde, y se calló. La investigación no dio ningún resultado, se llegó a la conclusión de que debía de haber sido un carroñero, y caso olvidado.

– Hasta el descubrimiento de Jaichgueit. Entonces entendió.

– Es evidente. Diecisiete pies delante del cementerio, y ella conocía el decimoctavo. Si se sabía que había estado casada con un hombre que había cortado los pies a nueve cadáveres, ya podía prepararse para irse al desguace. Por mala suerte, usted estaba allí, en Londres. No le quedaba más que destruirlo por completo. En menos de un día, localizó la fisura de Mordent y se lo anexó. Cuando la máquina Carnot se pone en marcha, nada la supera en prontitud, y menos usted, comisario. El caso de Garches se supo el domingo, ella lo relacionó con Highgate antes que usted. ¿Cómo? No lo sé. Quizá el despiece. Saboteó la investigación, mandó disparar a Émile, exigió que Mordent provocara la huida del sospechoso y colocara el casquillo y las virutas en casa de Vaudel. Para salvar al verdadero culpable, para hundirlo a usted y para que nunca más se oyera su voz.

– ¿Cómo se apellida su marido, Weill? -preguntó Adamsberg con lentitud.

– Ni idea. La casa borgoñona está a nombre de la madre, lleva cuatro generaciones perteneciendo a la familia Carnot. Y en esa aldea, como en todas las aldeas, al marido se le dio el apellido de la casa. Lo llamaban señor Carnot, o «el esposo de la señora Carnot». Sólo venía para la caza.

– Pero ¿y ella, maldita sea? ¿Tenemos su apellido de casada? ¿En la denuncia?

– Estaba divorciada desde hacía tiempo cuando la puso. Cuando empezó la carrera profesional con veintisiete años, había vuelto a apellidarse Carnot. De modo que hace al menos veinticinco años que recuperó su apellido de soltera. Ese matrimonio fue una locura pasajera de juventud.

– Necesitamos esa denuncia, Weill. Es nuestro único elemento contra ella.

Weill soltó una risita y pidió unos minutos para ir a dar la vuelta al costillar de cordero.

– Diríase, Adamsberg, que todavía no es consciente del poder absoluto de esa gente. Ya no hay denuncia. Sólo la memoria del cabo de Auxerre me restituyó la historia. No queda ningún rastro documental. Hacen bien las cosas.

– Weill, queda un testigo del matrimonio.

– No hay eco de momento. Pero está la madre de Emma Carnot. Debió de conocer al joven marido, aunque sólo fuera unos días. Marie-Josée Carnot, calle Ventilles, 17, en Basilea, Suiza. Sería aconsejable protegerla.

– Es su madre, maldita sea.

– Y ella es Emma Carnot. El testigo abatido en Nantes era su propia prima. Avise a su colega Nolet. Si es que se atreve a seguir.

– ¿Cuál es su mensaje, Weill?

– Proteja a la madre.

– ¿Cómo pudo Carnot saber adónde iba Émile?

– Lo atrapó cuando le pareció bien y para hacer lo que quería.

– Ni los policías de Garches lo habían encontrado.

– Adamsberg, usted no está hecho para trabajar arriba. La policía de Garches nunca perdió el rastro de Émile, y lo tenían perfectamente controlado cuando se refugió en el hospital. Pero una orden caída de arriba les ordenó que lo dejaran huir, lo siguieran, informaran de su paradero y desaparecieran. Y eso fue lo que hicieron. Así es como se obedece abajo.

Adamsberg colgó, hizo girar el aparato apagado encima de la mesa. Había dado el corazón de espuma a Danica.

– Danglard, le confío la madre. Protección Retancourt.

– No se atreverá con su madre -musitó Veyrenc.

– Hay tipos capaces de comerse un armario, Veyrenc.

Danglard se alejó para llamar a Retancourt. Salida inmediata hacia Suiza. En cuanto la supieron preparada para ponerse en camino, los tres hombres lanzaron un suspiro de alivio, y Danglard pidió una copa de Armañac.

– Preferiría un rakija después del kafa, como en la krusma.

– ¿Cómo es posible, comisario, que haya memorizado palabras serbias cuando no es capaz ni de acordarse del apellido de Radstock?

– He memorizado palabras kiseljevianas -matizó Adamsberg-. Seguramente porque es un lugar incierto, Danglard, donde suceden cosas fuera de lo común. Hvala, dobro veče, kajmak. En el panteón también pensé en los kobasice. No espere nada grandioso, sólo son salchichas.

– Picantes -precisó Veyrenc.

Y Adamsberg no se extrañó de que Veyrenc supiera ya más que él.

– Weill parece correcto -dijo Danglard.

– Sí -dijo Veyrenc-. Eso no quiere decir nada. Weill siempre está en el súmmum del arte. Policial y cualquier otro.

– ¿Por qué iba a traicionar a Carnot?

– Para hundirla. Esa mujer comete errores, es peligrosa.

– Weill no es Arnold Paole. No es el ex esposo.

– ¿Por qué no? -propuso Veyrenc sin convicción-. ¿Qué tiene que ver el joven de hace veintinueve años y el hombre de hoy, sofisticado, ventrudo y de barba blanca?

– No puedo poner a un oficial a montar guardia junto al domicilio de Weill -dijo Adamsberg-. ¿Veyrenc?

– De acuerdo.

– Pase por casa de Danglard a coger un arma. Y tápese el pelo.

44

Un punto de luz brillaba bajo el cobertizo. Lucio daba de comer a la madre gata. Adamsberg se reunió con él, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

– Tú -dijo Lucio sin levantar la cabeza- vuelves de lejos.

– De más lejos de lo que crees, Lucio.

– De tan lejos como creo, hombre. De la muerte.

– Sí.

Adamsberg no se atrevía a preguntar cómo iba la pequeña Charme. Lanzaba miradas a diestra y siniestra, incapaz de reconocerla entre los gatitos que vagaban por la penumbra. «He matado a la gatita de un pisotón con la bota. Lo salpicó todo.»

– ¿Algún problema?

– Sí.

– Dime.

– María ha encontrado el escondite de la cerveza bajo el arbusto. Habrá que encontrar otro sitio.

Un gatito avanzó torpemente, chocó contra la pierna de Adamsberg. Lo levantó con una mano, cruzó su mirada de ojos apenas abiertos.

– Charme -dijo-. ¿Es ella?

– ¿No la reconoces? Y eso que la trajiste al mundo.

– Sí, claro.

– A veces no vales nada -dijo Lucio sacudiendo la cabeza.

– Es que estaba preocupado por ella. Tuve un sueño.

– Cuéntalo, hombre.

– No.

– Sucedía en la oscuridad, ¿eh?

– Sí.

Adamsberg pasó los dos días siguientes desapareciendo. Iba a la Brigada unos instantes, llamaba, atendía a los mensajes, volvía a irse, inaccesible. Se tomó el tiempo de ir a ver a Josselin para comprobar sus acúfenos. El médico le había hundido los dedos en los oídos, satisfecho, y le había diagnosticado un shock como para romper a un hombre en mil pedazos, un estrés de muerte, ¿verdad? Pero ya casi cicatrizado, añadió sorprendido.

El hombre de los dedos de oro se había llevado los acúfenos con las manos, y Adamsberg se tomó el tiempo de volver a percibir los ruidos de la calle sin la interferencia de su línea de alta tensión. Luego reanudó su ruta, siguiendo el rastro de Arnold Paole. La investigación sobre el padre Germain avanzaba mal, el hombre se negaba a hablar de su genealogía, estaba en su derecho. Y su nombre verdadero, Henri Charles Lefèvre, era tan corriente que Danglard derrapaba ya en sus primeros esfuerzos para remontar su ascendencia. Danglard había confirmado la opinión de Veyrenc: el padre Germain, desconcertante, autoritario, dotado de una fuerza física poco agradable y quizá seductora, no tenía nada para suscitar la simpatía de los hombres y lo tenía todo para fascinar a los lechuguinos cantores. Adamsberg había escuchado su informe distraídamente, hiriendo una vez más la susceptibilidad de Danglard.

Retancourt se encargaba de Suiza con Kernorkian; Veyrenc se alojaba en la antigua habitación de Zerk. Desde allí no dejaba de vigilar a Weill. Había hecho desaparecer sus mechas rojas con tinte castaño, pero en cuanto le daba el sol las veía reaparecer, insumergibles y provocadoras. No trates en la vida de ocultarles tu esencia. Pues la luz vendrá siempre, revelará tu infancia. Weill se pasaba el tiempo -corto- en el Quai des Orfèvres y haciendo la ronda de sus proveedores de vituallas y productos raros, incluido el jabón del Líbano con rosa de color púrpura. Weill había invitado inmediatamente a su nuevo vecino a compartir la mesa abierta, y Veyrenc había rechazado la invitación de lejos, apenas amable. A las tres de la mañana todavía se divertían en casa de Weill, y a Veyrenc le habría gustado prescindir de su máscara de no ser por el miedo intenso que sentía por su sobrino.

Adamsberg ya dormía con sus armas. En la noche del miércoles volvió a llamar a la comisaría de Nantes, sus anteriores mensajes se habían quedado sin respuesta. El agente de guardia, el cabo Pons, se negó, igual que sus colegas, a dar el número privado del comisario Nolet.

– Cabo Pons -dijo Adamsberg-, le estoy hablando de la mujer asesinada hace once días en Nantes, Françoise Chevron. Ustedes tienen a un inocente en la cárcel, y yo tengo a su asesino en libertad.

Un teniente se acercó al cabo con mirada interrogante.

– Jean-Baptiste Adamsberg -le informó el cabo tapando el teléfono-. Para el caso Chevron.

Girando el dedo en la sien, el teniente dio a entender todo el bien que pensaba de Adamsberg. Pero, presa de inquietud, se puso al aparato.

– Teniente Drémard.

– El número privado de Nolet, teniente.

– Comisario, el caso Chevron está cerrado, está en manos del juez. Su marido le pegaba regularmente, ella tenía un amante. Es coser y cantar. No se puede molestar al comisario Nolet, es algo que odia.

– Más odiará tener una víctima más. Su número, Drémard, dese prisa.

Drémard repasó mentalmente las apreciaciones múltiples y contradictorias oídas acerca de Adamsberg, genio o catástrofe, por temor a meter la pata en un sentido o en el otro, y al final optó por la prudencia.

– ¿Tiene con qué anotar, comisario?

Dos minutos después, Adamsberg tenía al divertido Nolet en línea. Tenía invitados, el fondo de música y palabras excitadas cubría un poco su voz.

– Siento interrumpirle, Nolet.

– Al contrario, Adamsberg -dijo Nolet en tono alegre-. ¿Está usted por aquí? ¿Se viene con nosotros?

– Es a propósito de Chevron.

– ¡Ah, perfecto!

Nolet tuvo que pedir con un gesto a sus amigos que bajaran el sonido, Adamsberg lo oyó mejor.

– Fue testigo en una boda en Auxerre, hace veintinueve años. Y la ex esposa no quiere que se recuerde bajo ningún concepto.

– ¿Pruebas?

– La página del registro fue arrancada.

– ¿Y esa mujer habría llegado al extremo de matar a la testigo?

– Sin ninguna duda.

– Me interesa, Adamsberg.

– Hemos interrogado a su madre en Ginebra, desmiente todo matrimonio de su hija. Tiene miedo y está en el punto de mira.

– Entonces ¿hay que proteger al otro testigo?

– Precisamente, pero no se sabe quién es. Interrogue al entorno de Françoise Chevron. Busque a un hombre. Los testigos suelen ser masculino y femenino.

– ¿Y el nombre de la ex esposa, Adamsberg?

– Emma Carnot.

Adamsberg oyó a Nolet salir de la sala y cerrar una puerta.

– Bien, Adamsberg, estoy solo. ¿Se refiere a Carnot? ¿Emma Carnot?

– La misma.

– ¿Me está pidiendo que ataque a la serpiente que acecha?

– ¿Qué serpiente?

– La de arriba, joder. La enorme serpiente que anda por sus recámaras. ¿Me está llamando desde su móvil normal?

– No, Nolet, está devorado de escuchas como una viga por la carcoma.

– Muy bien. ¿Me está pidiendo que ataque a una de las cabezas del sistema? ¿Una cabeza pegada a la cabeza princeps del Estado? ¿Sabe que cada escama de la serpiente está pegada a la siguiente formando una armadura inviolable? ¿Sabe lo que me quedará por hacer después? ¿Si es que me dejan hacer algo?

– Estaré con usted.

– ¿Y a mí qué coño me importa, Adamsberg? -gritó Nolet-. ¿Dónde estaremos?

– No lo sé. Puede que en Kisilova. O en algún otro lugar incierto entre brumas.

– Joder, Adamsberg, ya sabe que siempre le he seguido. Pero esta vez no puedo. Bien se ve que no tiene hijos.

– Tengo dos.

– ¿Ah, sí? -dijo Nolet-. Eso es nuevo.

– Sí. ¿Entonces?

– Entonces no. No soy san Jorge.

– No sé quién es.

– El que mata al dragón.

– Sí -corrigió Adamsberg-. Yo también lo conozco.

– Mejor. Así me comprende. Yo no me enfrento a la serpiente que acecha.

– Bien, Nolet. Entonces transfiérame el caso Chevron. No tengo ganas de que muera un tipo por haber sido testigo hace veintinueve años de la boda de una cabrona. Tanto si la cabrona se ha convertido en escama de serpiente como si no.

– Sería más bien un diente de serpiente. Un colmillo.

– Como quiera. Deje a la serpiente en paz un rato, transfiérame el caso y olvídelo todo.

– Está bien -dijo Nolet suspirando-. Me voy a la oficina.

– ¿Cuándo me lo envía?

– No se lo envío, joder. Lo reabro.

– ¿De verdad? ¿O se va a sentar encima?

– Al menos confíe en mí, Adamsberg, o lo tiro todo al Loira. A punto estoy.

Plog, pensó Adamsberg al colgar. Nolet se iba a lanzar contra Emma Carnot y era bastante bueno. Si no le entraba miedo a la serpiente por el camino. Adamsberg no sabía qué significaba la palabra «princeps», pero había entendido. La gente empleaba un número considerable de palabras complejas, y él se preguntaba cuándo, cómo y dónde los demás habían podido memorizarlas con esa facilidad. Pero él, al menos, se acordaba de krusma, que tampoco estaba al alcance de cualquiera.

Se duchó, dejó su arma y sus dos móviles junto a su cama, se tumbó todavía húmedo bajo el edredón rojo, echando de menos el azul desvaído de la krusma. Oyó la puerta del vecino abrirse, y a Lucio andar en el jardín. O sea que debían de ser entre las doce y media y las dos de la madrugada. A menos que Lucio no saliera para mear sino para preparar un nuevo escondite para las cervezas. Su hija María fingiría descubrirlo al cabo de dos meses, marcando una nueva etapa en su juego infinito. Pensar en Lucio, en Charme, en el edredón azul, cualquier cosa menos ver aparecer el rostro de Zerk. Es decir su cara de bruto, sus fanfarronadas, su ira sin concesión ni reflexión. Un buen chico, una voz de ángel, decía Veyrenc, pero no era lo que sentía Adamsberg. Aun así, varios elementos hablaban a favor de Zerk: el pañuelo sucio, los pies de Highgate demasiado viejos, las botas al alcance de todos debajo de la escalera. Pero los pelos de perro se erizaban alzando otro obstáculo considerable. Y Zerk sería un perfecto asesino de cera modelada entre las manos de un Paole. Repartiéndose el trabajo, uno en casa de Vaudel, otro en Highgate. Un dúo enfermo que asociaría al patológico y poderoso Arnold Paole y al joven descentrado y amputado de padre. Hijo de nada, hijo de poco, hijo de Adamsberg. Hijo o no, Adamsberg no sentía ninguna gana de mover un dedo por Zerk.

45

Un grillo nervioso lanzó un breve chirrido de angustia desde el suelo. Adamsberg identificó la vibración de su móvil, el que estaba corroído de carcoma, y lo recogió mientras consultaba sus relojes. Entre las dos cuarenta y cinco y las cuatro quince de la madrugada. Se pasó una mano por la cara para retirar el velo de sueño, consultó el aparato, que le transmitía dos mensajes. Pasó de uno a otro, enviados por la misma persona con tres minutos de intervalo. El primero decía Por, el segundo Qos. Adamsberg llamó enseguida a Froissy. Froissy nunca protestaba cuando se la despertaba de noche. Adamsberg pensaba que ella aprovechaba para comer un poco.

– Dos mensajes que no entiendo -le dijo-. Creo que son desagradables. ¿Cuánto tiempo necesita para identificar al propietario del móvil?

– ¿Para un número desconocido? Un cuarto de hora. Diez minutos si la cosa va bien. Más treinta para llegar a la Brigada, porque aquí sólo tengo dos microordenatas. Cuarenta minutos. Díctemelo.

Adamsberg anunció el número, turbado por una sensación de urgencia. Cuarenta minutos era demasiado tiempo.

– Éste se lo puedo dar ahora mismo -dijo Froissy-. Acabé de identificarlo ayer por la tarde. Armel Louvois.

– Mierda.

– Acabo de empezar a listar sus llamadas, no llama mucho. Nada nuevo desde hace nueve días, apagó el aparato la mañana de su huida. ¿Por qué lo habrá encendido otra vez? ¿Cómo se le ocurre señalarse? ¿Le ha dejado algún mensaje?

– Me ha enviado dos textos incomprensibles.

– Texti -corrigió maquinalmente Froissy, habiendo asimilado como los demás los tics eruditos de Danglard.

– ¿Puede localizármelo?

– Si no ha vuelto a apagar, sí.

– ¿Puede hacerlo desde su casa?

– Es más arduo, pero puedo intentar conectar.

– Inténtelo y hágalo deprisa.

Ella ya había colgado. Era inútil decir a Froissy que se diera prisa, expedía los trabajos con la rapidez de una mosca.

Adamsberg se vistió, recogió la cartuchera y los dos móviles. Se dio cuenta en la escalera de que se había puesto la camiseta del revés, la etiqueta le picaba en el cuello. Ya se la pondría bien más tarde. Froissy lo llamó cuando se estaba poniendo la chaqueta.

– En la casa de Garches -anunció Froissy-. Otro aparato emite desde el mismo sitio. Desconocido. ¿Intento identificarlo?

– Sí.

– Para eso tengo que ir a la oficina. Respuesta en una hora.

Adamsberg alertó a dos equipos, calculó. Serían necesarios treinta minutos como mínimo para que el primero se reuniera en la Brigada. Más el trayecto hasta Garches. Si salía ahora mismo, estaría allí en veinte minutos. Vacilaba, todo le decía que esperara. Trampa. ¿Qué coño hacía Zerk en casa del viejo Vaudel? ¿Con otro móvil? ¿O con el otro? ¿Arnold Paole? Y en ese caso, ¿qué buscaba Zerk? Trampa. Muerte segura. Adamsberg se subió al coche, apoyó los antebrazos en el volante. No lo habían conseguido en el panteón, y lo intentaban de nuevo allí, estaba claro. No acudir era lo sabio. Releyó los dos mensajes. Por, Qos. Giró la llave de contacto, pero luego apagó. Era una evidencia, el desarrollo coherente y normal. Con los dedos en la llave, trataba de comprender por qué otra certeza le recomendaba que fuera a Garches, una certeza desprovista de motivo que cautivaba su pensamiento. Encendió los faros y arrancó.

A medio camino, después del túnel de Saint-Cloud, se detuvo en el arcén. Por, Qos. Acababa de pensar -si eso podía llamarse pensar- en el uso por Froissy del ridículo término texti. Texti que le había llevado a por en un salto de pez. Estaba casi seguro. Había visto ese por en la pantalla de su móvil. Y era cuando tecleaba texti, cuando tecleaba la palabra «sms». Sacó el teléfono, marcó las tres letras, «s», «m», «s». Primero le salió Pop, y entonces hizo pasar las combinaciones: Por Pos Qos, Sos y por fin Sms.

Sos. SOS.

SOS que Zerk no había logrado enviar correctamente. Lo había intentado una segunda vez activando el aparato a ciegas, equivocándose de nuevo. Adamsberg colocó el girofaro y reanudó el camino. Si Zerk le hubiera tendido una trampa, habría escrito palabras comprensibles. Si Zerk no había sido capaz de teclear SOS era que no estaba en situación de ver la pantalla. Por lo tanto, había tecleado a oscuras. O con la mano en el bolsillo, a tientas, para no llamar la atención. No era una trampa, era una llamada de socorro. Zerk estaba con Paole, y hacía más de treinta minutos que había enviado esos mensajes.

– ¿Danglard? -llamó Adamsberg mientras conducía-. Tengo un SOS de Zerk escrito sin ver la pantalla. El asesino lo ha llevado al lugar del crimen, donde va a suicidarlo como es debido. Fin de la historia.

– ¿El padre Germain?

– Él no, Danglard. ¿Cómo quiere que Germain sepa que era una hembra? Es lo que dijo. No rodee la casa, no entre por la puerta. Le dispararía inmediatamente. Diríjase hacia Garches, le llamo luego.

Conduciendo con una sola mano, despertó al doctor Lavoisier.

– Necesito el número de la habitación de Émile, doctor. Es urgente.

– ¿Es Adamsberg?

– Sí.

– ¿Cómo me lo demuestra? -preguntó Lavoisier como el perfecto nuevo conspirador en que se había convertido.

– Joder, doctor, que no hay tiempo.

– Ni hablar -dijo Lavoisier.

Adamsberg sintió que el bloqueo iba en serio, Lavoisier se tomaba su misión a pecho. Adamsberg le había ordenado «ningún contacto», y el hombre seguía la consigna científicamente.

– ¿Qué tal si le digo el final de lo que murmuró Retancourt al salir del coma? ¿Todavía lo recuerda?

– Perfectamente. Le escucho.

– «Y morir de placer.» [7]

– De acuerdo. Le desvío la llamada porque el hospital se negará a pasarle con Émile sin mi intervención.

– Dese prisa, doctor.

Crujidos, timbres, ultrasonidos, y la voz de Émile.

– ¿Es por Cupido? -preguntó Émile alarmado.

– Está en plena forma. Émile, dime cómo se entra en la casa de Vaudel aparte de por la puerta principal.

– Por la de atrás.

– Me refiero a otro camino. Discreto, sin llamar la atención.

– No hay.

– Sí, Émile, hay uno. Tú lo has usado. Cuando ibas a husmear por la noche a ver si sisabas pasta.

– Nunca he hecho eso.

– Maldita sea, tenemos tus huellas en los cajones del secreter. Y nos importa una mierda. El tipo que masacró a Vaudel va a matar a otro esta noche, en la casa. Tengo que entrar allí discretamente, ¿entiendes?

– No.

El coche entraba en Garches, Adamsberg quitó el girofaro.

– Émile -dijo Adamsberg apretando los dientes-, si no me lo dices, me cargo al chucho.

– No lo harías.

– Sin dudarlo. Luego lo aplastaría con la bota. ¿Te enteras, Émile?

– Cabronazo de madero.

– Sí. Habla ya, hostia.

– Por la casa de al lado, la de la señora Bourlant.

– ¿Sí?

– Los sótanos se comunican. Antes, las dos casas pertenecían a un solo tío, tenía a la mujer en una y a la amante en otra. Había mandado hacer un túnel entre los dos sótanos para mayor comodidad. Cuando se vendió, se separaron las casas y la puerta subterránea quedó condenada. La señora Bourlant la volvió a abrir, a pesar de que no tenía derecho. Vaudel no lo sabía, nunca bajaba al sótano. Lo descubrí yo, pero prometí a la vecina no decir nada. A cambio, ella me dejaba usar el paso. Nos entendíamos bien ella y yo.

Adamsberg aparcó a cincuenta metros de la casa, salió, cerró la puerta sin ruido.

– ¿Por qué la mandó abrir?

– Tenía un miedo anormal del fuego. Es su salida de emergencia. Es una idiotez, tiene una línea de la suerte magnífica.

– ¿Vive sola?

– Sí.

– Gracias.

– No hagas el gilipollas con mi perro, ¿eh?

Adamsberg informó a los dos equipos. Uno estaba en camino, el otro salía. No se veía ninguna luz en la casa de Vaudel, las contraventanas y las cortinas estaban cerradas. Llamó varias veces a la puerta de la señora Bourlant. La casa era idéntica pero mucho más destartalada. No iba a ser fácil convencer a una mujer sola para que abriese la puerta de noche por la mera conminación de la palabra «Policía», que no tranquilizaba a nadie. Ya fuera por creer que no era la policía, o por creer que sí lo era, lo cual era peor todavía.

– Señora Bourlant, vengo de parte de Émile. Está en el hospital, tiene un mensaje para usted.

– ¿Y por qué viene de noche?

– No quiere que me vean. Es a propósito del paso subterráneo. Dice que, si se sabe, tendrá usted problemas.

La puerta se abrió diez centímetros sujeta por una cadena. Una mujer muy frágil, de unos sesenta años, lo examinó ajustándose las gafas.

– ¿Y cómo sé yo que es usted amigo de Émile?

– Dice que tiene usted una línea de la suerte magnífica.

La puerta se abrió y la mujer echó el cerrojo cuando Adamsberg hubo entrado.

– Soy amigo de Émile y soy comisario.

– Eso no puede ser.

– Puede ser. Ábrame el paso, es todo lo que le pido. Debo ir a la casa de Vaudel. Dos equipos de la policía seguirán la misma vía. Y usted los dejará pasar.

– No hay ningún paso.

– Puedo desbloquear el acceso sin usted, señora Bourlant. No me ponga problemas, o todo el vecindario estará al corriente de lo de la puerta.

– ¿Y qué? No es un crimen.

– Podrían decir que usted iba a robar al viejo Vaudel.

La mujercita se apresuró en buscar la llave, refunfuñando contra la policía. Adamsberg la siguió hasta el sótano, y por el pasillo que lo prolongaba.

– Los policías, mucho ajetreo -dijo abriendo el cerrojo de la puerta-, pero para hacer tonterías son campeones. Mira que acusarme de robar… Hacerle la puñeta a Émile, y luego a ese joven.

– La policía tiene el pañuelo de ese joven.

– Tonterías. No se deja el pañuelo en casa ajena, así que ¿cómo se va a dejar en casa de alguien a quien se mata?

– No me siga, señora Bourlant -dijo Adamsberg rechazando a la mujercita que venía trotando detrás de él-. Es peligroso.

– ¿El asesino?

– Sí. Vuelva a su casa, espere los refuerzos, no se mueva.

La mujer trotó rápidamente en sentido inverso. Adamsberg subió en silencio los peldaños abarrotados del sótano de Vaudel, alumbrándose para no dar un golpe a una caja, una botella. La puerta de acceso a la cocina era corriente, la cerradura no requirió más de un minuto. Enfiló el pasillo, directamente hacia la sala del piano. Si Paole suicidaba a Zerk, allí es donde lo haría, en el lugar de su remordimiento.

Puerta cerrada, sin visibilidad. Los tapices que cubrían las paredes amortiguaban las voces. Adamsberg entró en el cuarto de baño contiguo, se subió a la cesta de la ropa sucia. De allí llegaba a la rejilla de ventilación.

Paole estaba de pie, de espaldas, con el brazo descuidadamente estirado, apuntando el arma equipada con silenciador. Frente a él, Zerk lloraba en el sillón Luis XIII, sin rastro ya del gótico arrogante. Paole lo había clavado en el asiento. Un cuchillo le atravesaba la mano derecha, hundido en la madera del brazo. Había caído mucha sangre, hacía rato que el joven estaba prendido en ese sillón, sudando de dolor.

– ¿A quién? -repetía Paole agitando un móvil ante los ojos de Zerk.

Zerk había debido de intentar de nuevo lanzar su llamada de socorro, pero esa vez Paole lo había interceptado. El hombre abrió un cuchillo automático, agarró la mano de Zerk y la rayó de sajaduras, haciéndolo sin prisa, como quien corta un pescado, sin parecer oír los gritos del joven.

– Esto te quitará la idea de volver a hacerlo. ¿A quién?

– A Adamsberg -gimió Zerk.

– Lamentable -dijo Paole-. El hijo ya no mata al padre, ¿no? Le pide socorro al primer rasguño… Por, Qos. ¿Qué tratabas de decirle?

– SOS. No conseguí teclearlo, no lo entenderá. Déjeme, no lo traicionaré, no diré nada, no sé nada.

– Es que te necesito, chaval. Comprenderás que la pasma ha ido demasiado lejos. Te dejaré aquí, crucificado en el sillón, automutilado, muerto en el lugar del crimen, y no se hable más. Tengo mucho que hacer y necesito tranquilidad.

– Yo también -jadeó Zerk.

– ¿Tú? -dijo Paole apagando el móvil de Zerk-. Pero ¿qué tienes que hacer tú? ¿Fabricar tus baratijas? ¿Cantar? ¿Comer? ¿A quién le importa, chaval? No sirves para nada ni para nadie. Tu madre se ha largado y tu padre no quiere saber nada de ti. Al menos sacarás algo de tu muerte. Serás famoso.

– No diré nada. Me iré lejos. Adamsberg no entenderá nada.

Paole se encogió de hombros.

– Claro que no entenderá. Cabeza de avellana, no mayor que la tuya, hacedor de viento, de tal palo tal astilla. De todos modos, es un poco tarde para llamarlo. Está muerto.

– No es verdad -dijo Zerk lanzando un golpe de lumbares.

Paole apretó el mango del cuchillo clavado, haciendo oscilar la hoja a través de la herida.

– Tranquilo. Está completamente muerto. Emparedado en el panteón de las víctimas de Plogojowitz en Kiseljevo, Serbia. Ya ves que no va a volver así como así, ¿no?

Paole habló entonces en voz baja, para sí, mientras la última esperanza se desvanecía del rostro de Zerk.

– Pero me obligas a precipitar las cosas. Si han encontrado su cuerpo, tienen su móvil. En cuyo caso acaban de captar tu llamada, te identifican, te localizan. Luego nos localizan. Tenemos quizá menos tiempo del previsto, prepárate, chaval, despídete.

Paole se había alejado del sillón, pero aún estaba demasiado cerca de Zerk. En el tiempo que tardara Adamsberg en abrir la puerta y apuntarle, Paole tendría cuatro segundos de adelanto para disparar a Zek. Cuatro segundos que había que emplear en desviar su atención. Adamsberg sacó su libreta, dejando escapar todos los papeles que metía en ella en desorden. La hoja que buscaba estaba reconocible, arrugada y sucia, en la que había copiado el texto de la estela de Plogojowitz. Cogió el móvil, escribió el mensaje a toda prisa. Dobro veče, Proklet – Salut, Maudit. Firmado: Plogojowitz. No era ninguna maravilla, pero era incapaz de hacerlo mejor. Suficiente para intrigar al hombre un instante, para tener tiempo de entrar y colocarse entre Zerk y él.

El timbre sonó en el bolsillo de Paole. El hombre consultó la pantalla, frunció el ceño, la puerta fue violentamente empujada. Adamsberg estaba frente a él, cubriendo al joven. Paole hizo un ademán con la cabeza, como si la intrusión del comisario hubiera tenido algo de simplemente burlesco.

– ¿Se dedica usted a esto, comisario? -dijo Paole señalando la pantalla-. No se dice Dobro veče a estas horas de la noche. Se dice Laku noć.

La despreocupación despectiva de Paole desestabilizaba a Adamsberg. Ni sorprendido ni inquieto, pese a que lo creía muerto en el panteón, el hombre no daba ninguna importancia a su presencia. Como si no fuera más molesto que una mata de hierba en su camino. Mientras apuntaba a Paole, Adamsberg echó atrás el brazo y arrancó el cuchillo del brazo del sillón.

– ¡Lárgate, Zerk! ¡Ahora!

Zerk se lanzó, la puerta chasqueó tras él, y resonaron los pasos de su carrera por el pasillo.

– Conmovedor -dijo Paole-. ¿Y ahora, Adamsberg? Estamos los dos de pie, armados. Usted apuntará a las piernas, yo al corazón. Aunque me dé usted primero, disparo, ¿verdad? No tiene ninguna posibilidad. La sensibilidad de mis dedos es extrema, y mi sangre fría total. En una situación tan estrictamente técnica, su puerta al inconsciente no le resulta de ninguna utilidad. Al contrario, lo retrasa. ¿Persiste en su error de Kiseljevo? ¿Se pasea solo? ¿Al viejo molino, igual que aquí? Lo sé -añadió levantando su gruesa mano-. Su escolta lo sigue.

El hombre consultó su reloj y se sentó.

– Tenemos unos minutos. Alcanzaré fácilmente al chico. Unos minutos para averiguar lo que le ha traído hasta mí. No me refiero a hoy y el mensaje del imbécil de Armel. Porque usted sabe que su hijo es un imbécil, ¿vedad? Me refiero a su visita de anteayer a mi consulta, para sus acúfenos. Usted ya lo sabía, de eso estoy seguro, porque su cabeza sólo ofrecía resistencias, oposiciones a mis manos. Ya no estaba usted conmigo, sino contra mí. ¿Cómo lo supo?

– En el panteón.

– ¿Y?

Adamsberg hablaba con dificultad. La evocación del panteón lo fragilizaba aún, el recuerdo de la noche pasada con Vesna. Llevó sus pensamientos hacia Veyrenc, cuando tragaba el coñac de Froissy.

– La gatita -prosiguió-. La que usted quería aplastar.

– Sí. Me faltó tiempo. Ya lo haré, Adamsberg, siempre cumplo mi palabra.

– «He matado la gatita de un pisotón con la bota. Me irritaba que me hubieras obligado a salvarla.» Eso fue lo que dijo.

– Exactamente.

– Zerk había sacado la cría de debajo de un montón de cajas. Pero ¿cómo iba a saber que era hembra? ¿Un gato de una semana? Imposible. Lucio lo sabía. Yo lo sabía. Y usted, doctor, cuando la curó. Usted y sólo usted.

– Sí -dijo Paole-, ya veo el error. ¿Cuándo se dio cuenta de eso? ¿Justo después de que lo dijera?

– No. Cuando vi la gata al volver a mi casa.

– Siempre igual de lento.

Paole se levantó, la detonación sonó. Estupefacto, Adamsberg vio el cuerpo del médico derrumbarse. Herido en el vientre, costado izquierdo.

– Quería darle en las piernas -dijo la voz turbada de la señora Bourlant-. Qué mal disparo, dios mío…

La mujercita trotó hacia el hombre, que jadeaba en el suelo, mientras Adamsberg recogía su arma y llamaba a los servicios de urgencias.

– ¿No se morirá, al menos? -preguntó inclinándose un poco hacia él.

– No creo. La bala está en el intestino.

– Sólo es un 32 -precisó la señora Bourlant con naturalidad, como si se refiriera a la talla de una prenda de vestir.

Los ojos de Paole llamaban al comisario.

– Ya viene la ambulancia, Paole.

– No me llame Paole -ordenó el médico con voz entrecortada-. Ya no quedan Paole desde que el poder de los malditos se extinguió. Los Paole están salvados. Se van. ¿Entiende, Adamsberg? Se van libres. Por fin.

– ¿Los ha matado a todos? ¿Los Plogojowitz?

– No los he matado. Aniquilar criaturas no es matar. No son seres humanos. Yo ayudo al mundo, comisario, soy médico.

– Entonces usted tampoco es un ser humano, Josselin.

– No del todo. Pero ahora sí.

– ¿Los ha aniquilado a todos?

– A los cinco grandes. Quedan dos mascadoras. No pueden reconstituir nada.

– Sólo tengo a tres: Pierre Vaudel-Plog, Conrad Plögener y Frau Abster-Plogenstein. Y los pies de Plogodrescu, pero es un trabajo antiguo.

– Llaman a la puerta -dijo tímidamente la señora Bourlant.

– Es la ambulancia. Abra, maldita sea.

La mujercita obedeció, refunfuñando de nuevo contra la policía.

– ¿Quién es?

– La vecina.

– ¿Desde dónde ha disparado?

– No tengo ni idea.

– Loša sreća.

– ¿Y los otros dos, doctor? ¿Los otros dos hombres que mató?

– No he matado a ningún hombre.

– ¿Las otras dos criaturas?

– El grandísimo, Plogan, y su hija. Terribles. Empecé por ellos.

– ¿Dónde?

Los enfermeros entraban, colocaban la camilla, sacaban el material. Adamsberg les pidió con una seña que les dejaran unos minutos. La señora Bourlant escuchaba la conversación, temblorosa y concentrada.

– ¿Dónde?

– En Savolinna.

– ¿Dónde está eso?

– Finlandia.

– ¿Cuándo? ¿Antes de Pressbaum?

– Sí.

– ¿Plogan es su nombre actual?

– Sí, Veïko y Leena Plogan. Peores criaturas. Él ya no reina.

– ¿Quién?

– Nunca pronuncio su nombre.

– Peter Plogojowitz.

Josselin asintió.

– En Highgate. Se acabó. Su sangre se ha extinguido. Vaya usted a ver, el árbol va a morir en la colina de Hampstead. Y los tocones de Kiseljevo se pudrirán alrededor de su tumba.

– ¿Y el hijo de Pierre Vaudel? Es un Plogojowitz, ¿no? ¿Por qué lo dejó con vida?

– Porque sólo es un hombre, no nació dentudo. La sangre maldita no irriga todos los vástagos.

Adamsberg se iba a levantar, el médico le agarró la manga y lo atrajo hacia sí.

– Vaya a ver, Adamsberg -le rogó-. Usted sabe. Usted comprende. Tengo que estar seguro.

– ¿Ver qué?

– El árbol de Hampstead Heath. Está al lado sur de la capilla, es el gran roble que plantaron cuando nació, en 1663.

¿Ir a ver el árbol? ¿Obedecer a la locura de Paole? ¿La idea de Plogojowitz en el árbol como la del tío en el oso?

– Josselin, usted cortó los pies a nueve muertos, masacró a cinco criaturas, me encerró en ese panteón infernal, utilizó a mi hijo e iba a matarlo.

– Sí, ya lo sé. Pero vaya a ver el árbol.

Adamsberg sacudió la cabeza con repulsión o lasitud, se levantó e indicó a los enfermeros que ya podían llevárselo.

– ¿De qué hablaba? -preguntó la señora Bourlant-. Problemas de familia, ¿no?

– Exactamente. ¿Por dónde disparó usted?

– Por el agujero.

La señora Bourlant lo condujo a pasos cortos al pasillo. Detrás de un grabado, el tabique estaba horadado con un orificio de tres centímetros de diámetro que daba al salón del piano, en el límite entre dos tapices.

– Era el observatorio de Émile. Como el señor Vaudel dejaba las luces encendidas, nunca se podía estar seguro de que estuviera acostado. Por el agujero, Émile podía saber si había salido del despacho. Émile tenía tendencia a pispar billetes. Vaudel era tan rico que, la verdad…

– ¿Cómo es que estaba usted al corriente?

– Nos entendíamos, Émile y yo. Yo era la única del barrio que le hablaba. Nos confiábamos cosas.

– ¿Como la pistola?

– No, es la de mi marido. Vaya metedura de pata, dios mío, lo que he hecho. Disparar a un hombre no es anodino. Yo apuntaba abajo, pero el cañón subió solo. No quería disparar, sólo quería mirar. Luego, la verdad, como su gente no venía, me pareció que estaba usted perdido, y que tenía que hacer algo.

Adamsberg asintió. Completamente perdido. No habían pasado veinte minutos desde que había entrado en el cuarto de baño. Un hambre brutal hizo rugir su vientre.

– Si busca al chico, está en mi salón, curándose las manos.

46

El equipo de Danglard seguía a la ambulancia, el de Voisenet se encargaba de la investigación en la casa. Adamsberg había encontrado a Zerk sentado en el salón de la vecina, no más tranquilo que ante Paole, rodeado de cuatro policías arma en ristre. Tenía las manos envueltas en gruesos trapos que la señora Bourlant había sujetado con imperdibles.

– De él -dijo Adamsberg levantando a Zerk por un brazo- me encargo yo. Un antidolor, señora Bourlant, ¿tiene eso?

Le había hecho tomarse dos pastillas y lo había empujado delante de sí hasta el coche.

– Ponte el cinturón.

– No puedo -dijo Zerk enseñando las manos vendadas.

Adamsberg asintió, tiró del cinturón, lo abrochó. Zerk se dejaba hacer, mudo, traumatizado, como estúpido. Adamsberg conducía en silencio, eran casi las cinco de la madrugada, iba a amanecer. Dudaba. Limitarse al caso, técnicamente, o abordar las cosas a bocajarro. Una tercera solución, la que le sugería Danglard, era arribar con sutileza y elegancia. A la inglesa al fin y al cabo. Pero no estaba equipado para practicar ese tipo de arribada. Vagamente desanimado, un poco exhausto, dejaba ir el coche. ¿Qué más daba hablar o no hablar? ¿De qué servía y con qué objeto? Podía dejar a Zerk irse hacia su vida sin pestañear. Podía llevarlo hasta el fin del mundo sin decirle una sola palabra. Podía dejarlo allí. Torpemente, con sus manos vendadas, Zerk había sacado un cigarrillo. Ahora era incapaz de encenderlo. Adamsberg suspiró, hundió el encendedor del coche y se lo ofreció. Con una mano cogió el segundo móvil. Weill lo llamaba.

– ¿Lo despierto, comisario?

– No me he acostado.

– Yo tampoco. Nolet ha encontrado al testigo, un compañero de clase de Françoise Chevron y de Emma. Ha echado el guante a Carnot hace media hora. Se dirigía armada al piso del compañero.

– Hay noches así, Weill, en que los humanos tienen hambre. Arnold Paole ha sido detenido hace una hora. El doctor Paul Josselin. Estaba rajando a Zerk en la casa de Garches.

– ¿Algún estropicio?

– Zerk tiene las manos laceradas. Josselin está en el hospital de Garches con una bala en el vientre, no mortal.

– ¿Disparó usted?

– La vecina. Sesenta años, un metro cincuenta, cuarenta kilos y un 32.

– ¿Dónde está el chico?

– Conmigo.

– ¿Lo lleva a su casa?

– En cierto modo. No puede usar las manos, todavía no es independiente. Diga a Nolet que bloquee el domicilio de Françoise Chevron, intentarán como sea sacar a Emma Carnot del pantano y hundir en él al marido de Chevron. Dígale también que tenga a Carnot en secreto durante cuarenta y ocho horas. Ni una declaración, ni una línea. La niña va a juicio pasado mañana, y no quiero que hayan jodido a Mordent para nada.

– Evidentemente.

Zerk le pasó la colilla con expresión interrogante, y Adamsberg la apagó en el cenicero. De perfil, a la luz de la mañana que subía, como siguiendo sin voluntad ideas imprecisas, Zerk se le parecía, con su nariz aguileña y su barbilla huidiza, hasta el punto de que cabría preguntarse cómo podía ser que Weill no se hubiera fijado nunca. Josselin había asegurado que era un imbécil.

– Me fumé todos tus cigarrillos en Kiseljevo -dijo Adamsberg-. Los que habías dejado en mi casa. Todos menos uno.

– Josselin habló de Kiseljevo.

– Allí es donde murió Peter Plogojowitz en 1725. Donde se construyó el panteón de sus nueve víctimas y donde Josselin me encerró.

Adamsberg sintió una estela de frío helarle la espalda.

– Entonces era verdad -dijo Zerk.

– Sí. Tenía frío. Y cada vez que lo recuerdo vuelve el frío.

Adamsberg siguió dos kilómetros sin hablar.

– Cerró la puerta de la tumba y habló. Te imitó muy bien. «¿Sabes dónde estás, capullo?»

– ¿Se me parecía?

– Mucho. «Y todo el mundo sabrá que Adamsberg abandonó a su hijo y qué hijo era. Fuiste tú. Tú. Tú.» Era convincente.

– ¿Pensaste que era yo?

– Claro. Como el auténtico cabronazo que eras cuando fuiste a mi casa. Para pudrirme la vida. ¿No es lo que me habías prometido?

– ¿Qué hiciste en el panteón?

– Estuve asfixiándome hasta la mañana siguiente.

– ¿Quién te encontró?

– Veyrenc. Me había seguido para impedir que te atrapara. ¿Lo sabías?

Zerk miraba por la ventana, ya era de día.

– No -dijo-. ¿Adónde vamos? ¿A tu puta Brigada?

– ¿No ves que hemos dejado atrás París?

– Entonces ¿adónde vamos?

– Adonde deja de haber carretera. Al mar.

– Ah -dijo Zerk cerrando los ojos-. ¿Para qué?

– Para comer. Calentarnos al sol. Ver el agua.

– Me duele. Ese cerdo me ha hecho daño.

– No puedo darte más pastillas hasta dentro de dos horas. Intenta dormir.

Adamsberg detuvo el coche frente al mar, cuando la carretera se volvió arenosa. Sus relojes y la altura del sol indicaban más o menos las siete y media. Playa lisa, extensión desierta, ocupada por grupos de aves blancas y silenciosas.

Salió sin ruido del coche. El mar calmo y el azul intacto del cielo le parecían muy provocadores, mal adaptados a esos diez días de caos feroz. Tampoco adaptados al estado de cosas con Zerk, turbulencia, estupor que crecían como briznas de hierba atolondradas en un montón de escombros. Tendría que haber habido una tempestad salvaje en el océano y, esa mañana, un cielo brumoso en que no se distinguiera la línea del horizonte. Pero la naturaleza decide sola y, si imponía esa perfección inmóvil, él estaba dispuesto a absorberla durante una hora. De hecho, el adormecimiento lo había abandonado, se sentía completamente despierto. Se tumbó en la arena, aún fresca, apoyado en un codo. A esas horas, Vlad estaba todavía en la krusma. Revoloteando quizá por el techo de sus sueños. Marcó su número.

– Dobro jutro, Vlad.

– Dobro jutro, Adamsberg.

– ¿Dónde tienes el teléfono? Te oigo mal.

– Encima de la almohada.

– Acércatelo a la oreja.

– Ya está.

– Hvala. Di a Arandjel que la aventura de Arnold Paole se acabó esta noche. Aun así, creo que está contento, porque ha masacrado a los cinco grandes Plogojowitz. Plögener, Vaudel-Plog, Plogerstein y dos Plogan, padre e hija, en Finlandia. Y los pies de Plogodrescu. La maldición de los Paole llega a su fin y, según sus palabras, se van. Libres. En la colina de Jaichgueit, el árbol muere.

– Plog.

– Aun así quedan dos mascadores.

– Los mascadores no plantean problemas. Arandjel te dirá que basta con ponerlos boca abajo para que se hundan como una gota de mercurio hasta el fondo de la tierra.

– No tengo intención de encargarme de eso.

– Formidable -dijo Vlad sin venir a cuento.

– Díselo sin falta a Arandjel. ¿Te quedas en Kisilova para toda la eternidad?

– Me esperan mañana en una conferencia en Múnich. Vuelvo al camino recto, que, como bien sabes, no existe y, además, no es recto.

– Plog. ¿Qué quiere decir Loša sreća, Vlad?

– Significa «mala suerte».

Zerk se había sentado a unos metros de él, mirándolo pacientemente.

– Vamos al ambulatorio para tus manos -dijo Adamsberg-. Luego iremos a tomar un café.

– ¿Qué quiere decir «Plog»?

– Es como si cayera una gota de verdad -explicó Adamsberg con mímica, alzando la mano y bajándola lentamente en línea recta-. Y que cae justo en el sitio exacto -añadió hundiendo la punta del índice en la arena.

– De acuerdo -dijo Zerk observando el agujero dejado por el dedo-. ¿Y si cae aquí o allí? -preguntó hundiendo el suyo varias veces al azar-. ¿Ya no es un plog de verdad?

– Supongo que no.

47

Adamsberg había metido una pajita en el tazón de Zerk y untado su pan con mantequilla.

– Háblame de Josselin, Zerk.

– No me llamo Zerk.

– Es el nombre de bautismo que te he dado. Date cuenta de que, para mí, sólo tienes ocho días. Eres un recién nacido llorón, nada más.

– Tú también tienes sólo ocho días, no vales mucho más.

– ¿Y cómo me llamas?

– No te llamo.

Zerk sorbió café por la pajita y sonrió con naturalidad, un poco a la manera inesperada de Vlad, ya fuera por su réplica o por el ruido que había hecho al sorber. Su madre era así, tendente a despistarse en el momento en que menos convenía. Lo cual explica por cierto que Adamsberg hubiera hecho el amor con ella junto al viejo puente del Jaussène mientras llovía. Zerk había nacido del despiste.

– No quiero interrogarte en la Brigada.

– ¿Pero me interrogas igual?

– Sí.

– Entonces te respondo como a un madero, porque para mí, desde hace veintinueve años, sólo eres eso, un madero.

– Eso es lo que soy y eso es lo que quiero: que me respondas como a un madero.

– A Josselin le tenía mucho cariño. Lo conocí en París hace cuatro años, cuando me recolocó la cabeza. Hace seis meses las cosas empezaron a cambiar.

– ¿De qué manera?

– Se puso a explicarme que, mientras no hubiera matado a mi padre yo no sería nada. Ojo, era una imagen.

– Entiendo, Zerk.

– Antes no me importaba gran cosa mi padre. Alguna vez pensaba en él, pero, hijo de madero, prefería olvidar. Me llegaban noticias de ti a veces, a través de la prensa; mi madre estaba orgullosa, yo no. Eso era todo. Pero de repente Josselin se mete en eso. Dice que tú eras la causa de todas mis desgracias, de todos mis fracasos, lo ve en mi cabeza.

– ¿Qué fracasos?

– No lo sé -dijo Zerk sorbiendo de nuevo con la pajita-. No me interesa demasiado. Quizá como tú con la bombilla de tu casa.

– Entonces ¿qué dice Josselin?

– Que tengo que enfrentarme a ti, destruirte. «Purgar», como dice él, como si yo albergara un montón de desechos en el fondo de mí y ese montón fueras tú. La idea no me gustaba mucho.

– ¿Por qué?

– No lo sé. No tenía valor para eso, toda esa purga me parecía un trabajo excesivo. Sobre todo, no sentía ese montón de desechos, no sabía dónde estaba. Josselin afirmaba que sí, que existía y que era enorme. Que si no lo quitaba acabaría pudriéndome por dentro. A fuerza de oírlo, dejé de llevarle la contraria, eso lo irritaba, y Josselin era más inteligente que yo. Yo lo escuchaba. Sesión tras sesión, empecé a creérmelo. Y al final lo creí de verdad.

– ¿Y qué decidiste hacer?

– Tirar los desechos, pero no sabía cómo. Josselin todavía no me lo había explicado. Decía que iba a ayudarme. Que iba a toparme contigo de un modo u otro. Y eso se produjo, tenía razón.

– Pues claro que la tenía, Zerk, lo había planificado todo.

– Es verdad -reconoció Zerk al cabo de un momento.

Un chico lento, pensó Adamsberg reprochándose el dar parcialmente razón a Josselin. Porque, si Zerk no tenía una mente ágil, ¿de quién era la culpa? También sus gestos eran lentos. Zerk se había tomado sólo la mitad del café, pero Adamsberg estaba igual.

– ¿Cuándo te topaste conmigo?

– Primero hubo la llamada telefónica en la noche del lunes al martes, tras el asesinato de Garches. Un tipo desconocido que me dijo que mi foto saldría en el periódico de la mañana, que sería acusado del crimen, que tenía que largarme enseguida y que no diera señal de vida. Que las cosas se arreglarían más tarde, que me avisaría.

– Mordent. Uno de mis comandantes.

– Entonces no mentía. Me dijo: «Soy amigo de tu padre, haz lo que te digo, me cago en diez». Porque yo pensaba ir a la policía a decirles que había habido un error. Pero Louis siempre me ha dicho que evite en lo posible a la pasma.

– ¿Quién es Louis?

Zerk alzó hacia Adamsberg una mirada extrañada.

– Louis. Louis Veyrenc.

– De acuerdo -dijo Adamsberg-. Veyrenc.

– Está bien situado para saber de qué habla. Entonces huí y me escondí en casa de Josselin. ¿Dónde si no? Mi madre estaba en Polonia y Louis en Laubazac. Josselin me había dicho siempre que tenía la puerta abierta si lo necesitaba. Fue entonces cuando me dio el golpe de gracia. Pero yo ya estaba a punto de caramelo, eso está claro.

– ¿Cómo presentó las cosas?

– Como que era la ocasión o nunca. Me dijo que aprovechara el malentendido, que era el destino. «El destino sólo para un minuto en cada estación, súbete de un salto al tren, sólo los cretinos se quedan en el andén.»

– Buena frase.

– Sí, a mí también me lo pareció.

– Pero equivocada. ¿Y luego? ¿Te hizo ensayar la escena?

– No, pero me dijo cómo comportarme en general, cómo obligarte a ver que yo existía, a comprender que yo te podía. Dijo sobre todo que eso desencadenaría tu culpabilidad, que era obligatorio pasar por eso. «Ahora te toca a ti, Armel. Quedarás como nuevo. Adelante a toda máquina, no dudes en cargar las tintas», me dijo. Eso me gustó. «Adelante, purga, existe, es tu día.» Nunca había oído eso. Me encantaron esas tres palabras: adelante, purga, existe.

– ¿De dónde sacaste la camiseta?

– Él fue a comprármela, dijo que no resultaría convincente con mi vieja camisa. Pasé la noche en su casa, pero estaba demasiado nervioso para dormir, lo iba preparando todo mentalmente. Me había dado medicinas.

– ¿Excitantes?

– No lo sé, no lo pregunté. Una pastilla por la noche y dos por la mañana, antes de ir a verte. Ya estaba quedando como nuevo. Y el montón de desechos lo veía como si lo tuviera delante. A medida que pasaban las horas, la sensación iba aumentando. Podría haberte matado. Y tú también -añadió en un tono repentinamente casi idéntico al del Zerk gótico.

La mirada del joven se escapó. Cogió un cigarrillo, y Adamsberg se lo encendió.

– ¿Me habrías gaseado de verdad con ese puto frasco?

– ¿A ti qué te parecía que era?

– Un puto veneno.

– Ácido nitrocitramínico.

– Sí.

– Pero, aparte de eso, ¿qué parecía?

Zerk sopló el humo.

– No sé. Una muestra de perfume.

– Eso es lo que era.

– No te creo -susurró Zerk-. Lo dices porque ahora te da vergüenza. Estabas en tu despacho. No creo que guardes muestras de perfume en tu despacho.

– Me encerraste olvidando que los maderos tenemos ganzúa. Fui a buscar la muestra al cuarto de baño. El ácido nitrocitramínico no existe. Puedes comprobarlo.

– Joder -dijo Zerk aspirando café.

– Lo que sí es verdad, en cambio, es que no hay que meterse tanto la pistola en el pantalón.

– Lo entiendo.

– ¿Tienes sarna, tuberculosis, un solo riñón?

– No. Tuve tiña una vez.

– Sigue.

– El gato bajo las cajas me distrajo. O el viejo con su historia del brazo. Tuve un bajón de repente, como si se me hubiera pasado la moña. Estaba un poco hasta las pelotas de gritar. Pero quería gritar de todos modos. Quería gritar hasta que cayeras de rodillas, hasta que me suplicaras. Josselin me había dicho que, si no gritaba, estaba perdido. Que, si no te tumbaba, estaba perdido. Que me quedaría para toda la vida con mi montón de desechos. Y es verdad que estaba bien después, no me arrepentía.

– Pero acabaste pillado.

– Sí, joder, como el gato bajo las cajas. Esperé un desmentido de lo del ADN. U otra llamada del tipo desconocido. Pero nada.

– ¿Pensaste en una trampa de Josselin?

– No. Me escondía él, al fin y al cabo. Estaba en una habitación al fondo de su piso, con órdenes de no moverme de allí, por los pacientes.

– Después de verme, si hubieras salido de esa habitación entre las nueve y las doce, me habrías encontrado en su casa. Había ido a hablar con él. Supongo que a Josselin le habrá hecho gracia la situación. Con los dos en casa, los dos manipulados por él. Pero el caso es que me curó y me quitó los acúfenos. Lo echaremos de menos, Zerk, tiene los dedos de oro.

– No, yo no lo echaré de menos.

– ¿Y luego, ese día?

– Vino a buscarme a la hora de comer, me hizo contarle todo, quería todos los detalles, las frases que yo había dicho, se divirtió de lo lindo, parecía alegrarse por mí. Me hizo quitarme la camiseta y preparó una buena comida para celebrarlo. Para lo del ADN, dijo que era un error de análisis y que había que dar tiempo a la pasma para darse cuenta. Pero luego lo creí cada vez menos. Tenía ganas de llamar a Louis, pero no podía usar mi móvil. Estaba el fijo de Josselin. Pero si la pasma se enteraba de que Louis era mi tío, lo iban a vigilar. Empecé a pensar que alguien me estaba pudriendo la vida. Él fue quien me robó el pañuelo, ¿eh?

– Fácilmente. Y los pelos de tu perra. Tournesol. Los encontraron en el sillón de Garches. El sillón donde te clavó ayer. Me pregunté cómo había podido recoger esos pelos. ¿Había ido a tu casa?

– Nunca.

– Cuando te trataba, ¿te desvestías?

– Sólo dejaba los zapatos en la sala de espera.

– ¿Nada más? Piensa.

– No. Sí. Dos veces me pidió que me quitara el pantalón para comprobar mis rodillas.

– ¿Recientemente?

– Hace unos dos meses.

– Fue entonces cuando te cogió el pañuelo y los pelos de perro. ¿No se te ocurrió?

– No. Hacía cuatro años que Josselin me ayudaba. ¿Por qué iba a pensar mal de él? Estaba de mi lado, él y sus putas manos de oro. Me hizo creer que me apreciaba, pero la verdad es que encontraba que yo era un cretino. A nadie le importa que vivas o mueras, eso me dijo anoche.

– Loša sreća, Zerk, asumió el destino de Arnold Paole.

– No lo asumió, eso también era verdad. Es descendiente de ese Arnold Paole. Me lo dijo en el coche cuando me llevaba a la casa. Y no bromeaba.

– Lo sé. Es un Paole auténtico en línea paterna directa. Quiero decir que está tan enfermo como su antepasado, el que comía tierra del cementerio para protegerse de Peter Plogojowitz. ¿Qué más te dijo?

– Que yo iba a morir, pero que con mi muerte contribuía a su obra de erradicación de los malditos y que era una buena muerte para un tipo como yo que no servía para nada. Explicó que una familia inmunda infectaba la suya desde hacía trescientos años y que tenía que acabar con ella. Dijo que había nacido con dos dientes, que ésa era la prueba del mal que había en él por culpa de esos otros. Pero había momentos en que no se le entendía. Hablaba demasiado rápido, tuve miedo de que se saliera de la carretera.

Zerk se interrumpió para acabar su café frío.

– Habló de su madre. Lo abandonó porque era un Paole, y se dio cuenta porque vio que ya tenía dientes al nacer. Gritó que era un «dentudo» y dejó al bebé allí, en el hospital, «como se deshace uno de un ser abyecto». Y entonces lloró, lloró de verdad. Lo veía en el retrovisor. Él no reprochaba nada a su madre. Decía: «¿Qué iba a hacer una madre con una criatura? Una criatura no es un niño». Entonces pensé que se ablandaba, que iba a soltarme, y supliqué. Pero se puso a gritar de nuevo, y el coche dio bandazos. Maldita sea, tuve miedo. Y siguió contándome su calvario de criatura.

– ¿Fue adoptado por los Josselin?

– Sí. Y a los nueve años abrió el cajón de su padre. Encontró su expediente. Se enteró de que era adoptado, del abandono de su madre y de por qué lo había hecho. Era un Paole, del linaje de los vampiros condenados. Es lo que dice. Un año después, los padres se sintieron sobrepasados por el asunto. El crío lo destrozaba todo, tapizaba las paredes con su mierda. Me lo contó así, sin sentir vergüenza, como una de las pruebas de su maldición.

– Un día de noviembre, sus padres lo llevaron a un establecimiento para que lo examinaran. Dijeron que volverían, pero no volvieron.

– Segundo abandono, vida jodida -dijo Adamsberg.

– Una especie de plog, ¿no?

– Sí, se puede ver así.

– Luego se casó con «una mujer fea pero muy sólida», y empezó a cortar los pies de los que lo amenazaban. Gente que había nacido con un diente. Un poco a tientas al principio, él mismo lo reconoció. «Estaba empezando, seguramente corté pies de seres inofensivos, que me perdonen. No les hice daño, ya estaban muertos.» Y muy pronto su mujer se fue. Un ser sin corazón, al fin y al cabo, detestable, dijo.

– Eso también es verdad.

– Luego ya estábamos en la casa, ya no necesitaba fijarse en la carretera. Había empeorado, ya no hablaba con normalidad. A veces susurraba, y yo no oía nada, a veces rugía. Me plantó el cuchillo en la mano. Me contó el árbol genealógico de los Plogojavic, ¿así es como se llaman?

– Plogojowitz.

Zerk no tenía más facilidad que él para memorizar palabras. En ese brevísimo momento, Adamsberg tuvo la sensación de conocerlo a fondo.

– De acuerdo -dijo Zerk bajando la barra de sus cejas, completamente idéntica a la del padre vigilando la cocción del potaje-. Habló del «sufrimiento inhumano», dijo que nunca había matado porque esos seres no eran humanos, sino criaturas de la tierra profunda que destruían la vida de los hombres. Yo no escuchaba del todo, me dolía, tenía miedo. Dijo que era su trabajo de gran médico el curar las plagas, librar al mundo de la «amenaza inmunda».

Adamsberg sacó un cigarrillo del paquete de Zerk.

– ¿Cómo conseguiste mi número?

– Lo robé del móvil del tío Louis en la época en que él trabajaba contigo.

– ¿Pensabas utilizarlo?

– No. Pero no me parecía normal que Louis lo tuviera y yo no.

– ¿Cómo pudiste marcarlo? ¿En el bolsillo?

– No lo marqué. Lo había grabado en el número 9, el último de los últimos.

– Eso ya es un principio.

48

Émile entró en la Brigada apoyándose en una muleta. Se enfrentaba, en recepción, con el cabo Gardon, que no entendía qué quería ese hombre a propósito de su perro. Danglard se dirigió hacia él arrastrando los pies, con traje claro, hecho inédito que suscitaba comentarios, aunque muchos menos que el arresto de Paul de Josselin, descendiente de Arnold Paole, de vida destrozada por los vampiri Plogojowitz.

Retancourt, que se mantenía a la cabeza del movimiento racional positivista, debatía desde esa mañana con los conciliadores y los paleadores de nubes, que le reprochaban haberse obstinado desde el domingo en llevar la investigación por una vía estrecha sin haber aceptado los vampiri. Cuando hay de todo en la cabeza del ser humano, había dicho Mercadet. Incluso armarios en su vientre, había pensado Danglard. Kernorkian y Froissy estaban al borde del paso al otro bando, dispuestos a creer en los vampiri, lo cual agravaba la situación. Eso debido a la conservación de los cadáveres, hecho debidamente observado, históricamente consignado, ¿quién podía explicarlo? A pequeña escala, el debate que había incendiado Occidente en la segunda década del siglo XVIII se reanudaba igual de ardientemente en los locales de la Brigada de París, sin avances notables en tres siglos.

Era ese punto, en realidad, lo que desestabilizaba a los agentes de la Brigada, el espanto que suscitaban esos cuerpos «intactos, sonrosados», rezumando sangre por sus orificios y cubiertos de piel nueva y tersa mientras la muda y las uñas viejas yacían al fondo de la tumba. Aquí el saber de Danglard acabó predominando. Poseía la respuesta, sabía el porqué y el cómo de la conservación de los cuerpos, al fin y al cabo bastante frecuente, incluso la explicación del grito del vampir al que clavan la estaca y de los suspiros de los mascadores. Se formó un corro a su alrededor, se esperaban sus palabras, se llegaba a un giro del debate en que la ciencia iba a hacer retroceder el oscurantismo un tiempo más. Danglard empezó a exponer la cuestión de los gases que a veces, dependiendo de la composición química de la tierra, en lugar de salir del cuerpo, lo inflan como un globo, tendiendo la piel, y fue interrumpido por el estrépito de un cuenco volcado allá arriba, mientras Cupido corría escaleras abajo, precipitándose hacia la recepción sin preocuparse de los obstáculos. Sin interrumpir su carrera, el perro lanzó un ladrido particular al pasar por la fotocopiadora donde se desparramaba La Bola, con las dos patas delanteras colgando en el aire.

– Aquí -comentó Danglard viendo pasar el animal casi loco de alegría- no hay ni saber ni fantasía. Sólo un amor puro sin freno ni cuestionamiento. Muy excepcional en el hombre, y muy peligroso también. No obstante, Cupido tiene educación, se ha despedido del gato, con una punta de admiración y de nostalgia.

El perro había trepado sobre Émile y se sujetaba en su pecho, jadeando, lamiendo, arañándole la camisa. Émile tuvo que sentarse, apoyando su cabeza de matón en el lomo del can.

– Su estiércol -le dijo Danglard- era el mismo que el de la camioneta.

– ¿Y el mensaje de amor del viejo Vaudel? ¿Ayudó al comisario?

– Mucho. Lo llevó hasta la muerte en un panteón pútrido.

– ¿Y el pasadizo en el sótano de la señora Bourlant, le sirvió?

– Mucho también. Lo llevó hasta el doctor Josselin.

– Nunca me gustó ese tío fatuo. ¿Dónde está el jefe?

– ¿Quieres verlo?

– Sí, no quiero que me ponga complicaciones, se podría llegar a un apaño por las buenas. Con la ayuda que le he dado, tengo moneda de cambio.

– ¿Qué apaño?

– Sólo se lo diré al jefe.

Danglard marcó el número de Adamsberg.

– Comisario, Cupido está ahora mismo pegado a Émile, que, por su parte, desea hablarle para llegar a un apaño.

– ¿Qué apaño?

– Ni idea. Sólo quiere hablar con usted.

– Personalmente -insistió Émile-. Es importante.

– ¿Cómo se encuentra?

– Aparentemente, bien. Lleva una chaqueta nueva y un broche azul en el ojal. ¿Cuándo viene?

– Estoy en una playa en Normandía, Danglard. Ahora vuelvo.

– ¿Qué hace allí?

– Tenía que hablar con mi hijo. No somos brillantes ninguno de los dos, pero llegamos a comunicar.

Pues claro, pensó Danglard. Tom no tenía aún un año, no sabía hablar.

– Ya le he dicho que están en Bretaña, no en Normandía.

– Me refiero a mi otro hijo, Danglard.

– ¿Cuál? -preguntó Danglard incapaz de acabar la frase-. ¿Qué otro hijo?

Una rabia instantánea ascendió en él contra Adamsberg. Ese cabrón había debido de procrear en otro sitio, a su manera desconsiderada, pese a que Tom acababa apenas de nacer.

– ¿Qué edad tiene ese otro? -preguntó con aspereza.

– Ocho días.

– Cabrón -susurró Danglard.

– Así son las cosas, comandante, no estaba al corriente.

– ¡Joder, usted nunca está al corriente!

– Y usted nunca me deja acabar, Danglard. Tiene ocho días para mí y veintinueve años para los demás. Está a mi lado, fumando. Tiene las dos manos vendadas. Paole lo clavó anoche en el sillón Luis XIII.

– El Zerquetscher -dijo débilmente Danglard.

– Exactamente, comandante. Zerk. Armel Louvois.

Danglard posó una mirada ciega sobre Émile y su perro.

– Es una imagen, ¿verdad? -dijo-. ¿Lo ha adoptado, o alguna chorrada de este tipo?

– En absoluto, Danglard. Es mi hijo. Lo cual divirtió tanto más a Josselin al escogerlo como cabeza de turco.

– No lo creo.

– ¿Confía usted en Veyrenc? Pues pregúntele. Es su sobrino, y lo pondrá por las nubes.

Adamsberg estaba medio tumbado en la arena y dibujaba gruesos motivos con la punta del índice. Zerk, con los brazos en el vientre, las manos aliviadas por el anestésico local, se dejaba calentar por el sol, con el cuerpo blando como el gato de la fotocopiadora. Danglard veía desfilar todas las fotos de Zerk publicadas en la prensa y se daba cuenta de hasta qué punto ese rostro le había resultado familiar. Era la verdad, chocante.

– Nada grave, comandante. Páseme a Émile.

Sin una palabra, Danglard pasó el teléfono a Émile, que se alejó hacia la puerta.

– Es idiota tu colega -dijo Émile-. No es un broche azul, es mi alfiler para bígaros. Fui a cogerlo a la casa.

– ¿Porque tenías nostalgia?

– Sí.

– ¿Qué apaño quieres hacer? -preguntó Adamsberg incorporándose.

– He hecho cuentas. Suma novecientos treinta y siete euros. Así que ahora que soy rico puedo devolverlos, y tú haces borrón y cuenta nueva. A cambio del mensaje de amor y de la puerta del sótano. ¿De acuerdo?

– ¿Sobre qué hago borrón?

– Lo de los billetes, me cago en la hostia. Uno por aquí, uno por allí, al final son novecientos treinta y siete. He llevado las cuentas.

– Ya entiendo, Émile. Por una parte, me importan un rábano tus billetes, ya te lo dije. Por otra, es demasiado tarde. No creo que a Pierre hijo, de quien te quedas la mitad de la fortuna, le haga gracia enterarse de que saqueabas a su padre y ver que le devuelves novecientos treinta y siete euros.

– Ya -dijo Émile pensativo.

– O sea que te los quedas y te callas.

– Entendido -dijo Émile, y Adamsberg pensó que se le debía de haber pegado el tic del enfermero del hospital de Châteaudun.

– ¿Tienes otro hijo? -preguntó Zerk al subirse al coche.

– Muy pequeño -dijo Adamsberg indicando el tamaño con las manos, como si la edad pudiera minimizar el hecho-. ¿Te fastidia?

– No.

Zerk era un tipo conciliador, no cabía ninguna duda.

49

El Palacio de Justicia estaba bajo las nubes, lo cual, en esa ocasión, iba muy bien con el lugar. Adamsberg y Danglard, instalados en la terraza del café de enfrente, esperaban la salida del juicio de la hija de Mordent. Eran las once menos diez en el reloj de Danglard. Adamsberg miraba los dorados del palacio, recién y cuidadosamente pintados.

– Se rascan los dorados y ¿qué se encuentra debajo, Danglard?

– Las escamas de la gran serpiente, diría Nolet.

– Junto a la Sainte-Chapelle. No pega.

– Tampoco queda tan mal. Hay dos capillas superpuestas y bien separadas. La capilla baja, reservada a la gente común, y la capilla alta, para el rey y su entorno. Siempre es lo mismo.

– La gran serpiente ya pasaba por arriba allá en el siglo XIV -dijo Adamsberg alzando los ojos hacia la punta de la aguja gótica.

– En el siglo XIII -corrigió Danglard-. Pierre de Montreuil la mandó construir entre 1242 y 1248.

– ¿Ha podido hablar con Nolet?

– Sí. El compañero de clase fue testigo, efectivamente, de la boda de Emma Carnot y un joven de veinticuatro años, Paul de Josselin Cressent, en el ayuntamiento de Auxerre. Emma estaba loca por él, su madre estaba halagada por el apellido aristocrático, pero afirmaba que Paul era un fin de raza desviada. El matrimonio no duró ni tres años. No hubo hijos.

– Mejor. Josselin no habría sido buen padre.

Danglard no recogió el guante. Prefería esperar a conocer a Zerk.

– Y habría habido otro pequeño Paole en el mundo -prosiguió Adamsberg-. Y dios sabe qué se habría imaginado. Pero no. Los Paole se van, el doctor lo ha dicho.

– Voy a ayudar a Radstock a ordenar los pies. Luego me tomo ocho días de vacaciones.

– ¿Irá a pescar al lago?

– No -dijo Danglard, evasivo-. Pienso más bien quedarme en Londres.

– Un programa bastante abstracto, en resumidas cuentas.

– Sí.

– Cuando Mordent haya recuperado a su hija, o sea esta noche, abriremos la compuerta al río de lodo del caso Emma Carnot. Que va a precipitarse desde lo alto del Consejo de Estado hasta el Tribunal Supremo, luego al fiscal, luego al tribunal de Gavernan, y se parará allí. Sin llegar a los pisos bajos del pequeño juez y de Mordent, que no interesan a nadie más que a nosotros.

– Va a ser una explosión considerable.

– Claro. La gente estará escandalizada, propondrán reformar la justicia, y luego se les hará olvidar exhumando un caso cualquiera. Y ya sabe lo que pasará después.

– La serpiente herida en tres escamas, víctima de unas convulsiones, las habrá reconstituido dentro de dos meses.

– O menos. Nosotros ponemos en marcha la contraofensiva, técnica Weill. No denunciaremos al juez de Gavernan. Lo guardaremos como granada de reserva para protegernos, proteger a Nolet y a Mordent. Técnica Weill también para encaminar desde Aviñón hasta el Quai des Orfèvres las virutas de lápiz y el casquillito. Que se perderán en algún sitio.

– ¿Por qué protegemos al cabrón de Mordent?

– Porque el camino recto no es recto. Mordent no forma parte de la serpiente, ésta se lo ha tragado entero. Se encuentra en su barriga, como Jonás.

– Como el tío en el oso.

– Ah -dijo Adamsberg-. Sabía que algún día esa historia le interesaría.

– Pero ¿qué queda de la idea de Mordent en la serpiente allá arriba?

– Una espina desagradable y el recuerdo de un fracaso. Menos da una piedra.

– ¿Qué hacemos con Mordent?

– Lo que haga él. Si lo desea, se reincorpora. Un hombre que ha caído vale por diez. Sólo usted y yo lo sabemos. Los demás piensan que es una depresión, de ahí que meta la pata. También saben que ha recuperado intactos los testículos, y hasta ahí llegan sus conocimientos. Nadie está al corriente de su visita a casa de Pierre Vaudel.

– ¿Por qué no habló Pierre Vaudel de los caballos de carreras, del estiércol?

– Su mujer no quiere que juegue.

– ¿Y quién pagó al portero del edificio, Francisco Delfino, para facilitar una falsa coartada a Josselin? ¿El mismo Josselin, o Emma Carnot?

– Nadie. Josselin dio vacaciones a Francisco. Durante los días que siguieron a lo de Garches, Francisco era Josselin. Tomó su lugar, en espera de la visita inevitable de los policías. Cuando lo vi, la portería estaba oscura, él estaba tapado con una manta, incluidas las manos. Luego fue a su piso por la escalera de servicio y se cambió para recibirme.

– Refinado.

– Sí. Salvo por su ex esposa. En cuanto Emma supo que Josselin era el médico de Vaudel, lo entendió mucho antes que nosotros. Enseguida.

– Ya sale -interrumpió Danglard-. La justicia acaba de caer.

Mordent avanzaba solo bajo la nube. Los hijos comieron uva verde y los padres tienen dentera. Su hija, libre, se iba a Fresnes a firmar papeles y recoger sus cosas. Cenaría en casa esa noche, él ya había hecho la compra.

Adamsberg cogió a Mordent del brazo, Danglard se colocó al otro lado. El comandante los miró uno tras otro como una vieja garza pillada por la policía de los policías. Como una vieja garza que ha perdido su prestigio y sus plumas, condenada a la pesca vergonzosa y solitaria.

– Hemos venido a celebrar el éxito de la justicia, Mordent -dijo Adamsberg-. A celebrar también el arresto de Josselin y la liberación de los Paole, que vuelven a su destino de simples mortales, a celebrar el nacimiento de mi hijo mayor. Son muchas cosas que celebrar. Hemos dejado las cervezas en la terraza.

La mano de Adamsberg era firme, su rostro torcido y sonriente. La luz corría bajo su piel, su mirada estaba encendida, y Mordent sabía que cuando los ojos turbios de Adamsberg se transformaban en canicas relucientes era que se aproximaba a una presa o a una verdad. El comisario lo arrastraba a marchas forzadas hacia el café.

– ¿Celebrar? -dijo Mordent con voz neutra, al no encontrar otra cosa que decir.

– Celebrar. Celebrar también la amable desaparición de las virutas de lápiz y del casquillito de debajo de la nevera.

El brazo del comandante se agitó apenas bajo los dedos de Adamsberg. Una vieja garza totalmente exhausta. Adamsberg lo sentó entre los dos como quien suelta un paquete. Le ha saltado el fusible F3, pensó, shock psicoemocional de calidad superior, inhibición de la acción. Y sin un doctor Josselin a la vista para repararlo. Al irse el descendiente de Arnold Paole, la medicina perdía a uno de los grandes.

– Se ha jodido, ¿no? -masculló Mordent-. Normal -añadió apartando sus mechas grises, estirando el cuello fuera de la camisa con ese gesto de zancuda que sólo él sabía hacer.

– Se ha jodido. Pero un dique hábilmente concebido bloqueará el río de lodo a las puertas del tribunal de Gavernan. Más allá, no se verá nada de las traiciones, sólo tierras inocentes. Nadie está informado en la Brigada, la plaza está vacante. Usted mismo. En cambio, Emma Carnot va a estallar. ¿Recibía directamente las órdenes de ella?

Mordent asintió.

– ¿En un móvil particular?

– Sí.

– ¿Dónde está?

– Quedó destruido anoche.

– Perfecto. No trate de socorrerla para protegerse, Mordent. Ella mató a una mujer, mandó disparar a Émile y luego trató de envenenarlo. Se disponía a cargarse al último testigo de su boda.

Siempre alerta, Danglard había pedido otra cerveza, que puso ante las narices de Mordent. Con gesto tan autoritario como la mano de Adamsberg y que significaba: «Bebe».

– No piense tampoco en suicidarse -añadió Adamsberg-. Sería inepto, diría Danglard, justo cuando Élaine lo necesita.

Adamsberg se levantó. El Sena corría a unos metros, hacia el mar, que a su vez corría hacia América, que corría hacia el Pacífico, que volvía hasta allí.

– Vratiću se -dijo-, voy a andar.

– ¿Qué dice? -preguntó Mordent, sorprendido, por un instante vuelto a la normalidad, cosa que pareció buena señal a Danglard.

– Es un trocito de los vampiri de Kisilova que se le ha quedado en el cuerpo. Acabará yéndosele. O no. Con él nunca se sabe.

Adamsberg volvía hacia ellos, preocupado.

– Danglard, ya me lo ha dicho, pero no me acuerdo, ¿de dónde viene el Sena?

– De la meseta de Langres.

– ¿No es del monte Gerbier-de-Jonc?

– No, eso es el Loira.

– Hvala, Danglard.

– De nada.

Eso significaba «gracias», explicó Danglard a Mordent. Adamsberg volvió hacia el río con sus andares balanceantes, sujetando con un dedo la chaqueta echada al hombro. Mordent levantó torpemente el vaso, como un hombre que no sabe si aún puede, lo dirigió vacilante hacia Adamsberg a lo lejos, y hacia Danglard a lo cerca.

– Hvala -dijo.

50

Adamsberg caminó más de una hora por el muelle, lado sol, escuchando a las gaviotas gritar en francés, móvil en mano, a la espera de una llamada de Londres que recibió a las dos y cuarto, tal como le había prometido Stock. La conversación fue muy breve, ya que Adamsberg sólo había hecho una pregunta al superintendente Radstock, a la cual bastaba responder con «sí» o «no».

«Yes», dijo Radstock, y Adamsberg le dio las gracias y colgó. Luego dudó unos instantes y eligió el número de Estalère. El cabo sería el único en no oponerle ni comentario ni crítica.

– Estalère, vaya a ver a Josselin al hospital, tengo un mensaje para él.

– Sí, comisario, apunto.

– Dígale que el árbol de Hampstead Heath está muerto.

– ¿Hampstead Heath, la colina de Highgate?

– Eso es.

– ¿Nada más?

– No.

– Así lo haré, comisario.

Adamsberg remontó lentamente la avenida, imaginando los tocones de Kiseljevo pudriéndose alrededor de la tumba.

¿Dónde volverán a crecer, Peter?

Fred Vargas

***