`Severian se ha convertido al fin en el Autarca de la Mancomunidad y está a punto de emprender un viaje a las estrellas en una nave de los hieródulos. El resultado de este viaje —que es también un viaje por el tiempo en el que Severian visita distintos lugares y épocas y se encuentra con personajes del presente y del futuro— determinará el destino de Urth. Si Severian obtiene un juicio favorable los extraterrestres transformarán el Sol viejo en un agujero blanco que dará nueva vida a Urth.

Gene Wolfe

La Urth del Sol Nuevo

¡Despertad!, pues al cuenco de la noche la Mañana
ya lanzó la Piedra que ahuyenta las estrellas
¡y ved! el Cazador del Este ha atrapado
la Torre del Sultán en un lazo de luz.

FITZGERALD

Este libro está dedicado a Elliot y Barbara, que saben por qué

I — El palo mayor

Habiendo arrojado un manuscrito a los mares del tiempo, empiezo una vez más. Cierto que es absurdo; pero no soy yo —no seré— tan absurdo como para suponer que éste vaya a encontrar un lector, ni siquiera en mí. Dejadme entonces describir, para nadie y para nada, quién soy y qué le hice a Urth.

Mi verdadero nombre es Severian. Mis amigos, que nunca fueron muchos, me llamaban Severian el Manso. Mis soldados, que una vez conduje en gran número, Severian el Grande. Mis enemigos, que se multiplicaban como moscas, y como moscas nacían de los cuerpos esparcidos por mis campos de batalla, Severian el Torturador. Fui el último Autarca de la Comunidad, y como tal único gobernante legítimo de este mundo cuando se llamaba Urth.

¡Pero qué enfermedad esto de escribir! Hace unos años (si el tiempo conserva algún significado), escribía en mi camarote de la nave de Tzadkiel, recreando de memoria el libro que había compuesto en un triforio de la Casa Absoluta. Sentado, hacía correr la pluma como cualquier escriba, copiando un texto que no me costaba nada traer a la mente, y sentía que interpretaba el significativo acto final de mi vida; o mejor dicho, el último sinsentido.

Así que escribía y dormía, y me levantaba para volver a escribir, la tinta volando por el papel, hasta revivir al fin el momento en que entré en la torre de la pobre Valeria y lo oí y todo lo demás me habló, y sentí que la orgullosa carga de la virilidad me caía en los hombros y supe que ya no era un muchacho. De esto hace diez años, pensé. Habían pasado diez años cuando lo escribí en la Casa Absoluta. Ahora es un siglo o más. ¿Quién sabe?

Me había llevado a bordo un angosto cofre de plomo con una tapa muy ajustada. Como había previsto, el manuscrito lo llenó. Bajé la tapa y le eché llave, puse mi pistola en intensidad mínima y con el haz fundí tapa y cofre en una sola masa.

Para salir a cubierta uno recorre extrañas pasarelas, en las que resonaban a menudo los ecos de una voz que, si bien no se oye claramente, siempre puede entenderse. Cuando llega a una compuerta tiene que ponerse una capa de aire, una invisible atmósfera propia sostenida por lo que apenas parece un collar brillante de cilindros unidos. Para la cabeza hay una capucha de aire, guantes de aire para las manos (que sin embargo se adelgazan cuando uno agarra algo y dejan que se cuele el frío), botas de aire y así.

Las naves que viajan entre soles no son como las naves de Urth. En vez de cubierta y casco hay una cubierta tras otra, de modo que recorriendo la borda de una se termina caminando por la siguiente. Son cubiertas de madera, que resisten el mortífero frío mucho más que el metal; pero debajo hay metal y piedra.

De cada cubierta brotan palos cien veces más altos que la Torre de la Bandera de la Ciudadela. Aunque cada pieza parece recta, cuando uno las mira de arriba abajo, que es como mirar un camino tedioso que se pierde en el horizonte, advierte que se curvan levemente, dobladas por el viento de los soles.

Hay innumerables palos; cada uno lleva mil vergas y cada verga despliega una vela de fulígeno y plata. Estos velámenes llenan el cielo, de modo que si un hombre desea ver desde cubierta el resplandor limón, blanco, violeta y rosa de los soles distantes tiene que esforzarse para distinguirlo entre las velas, como debería esforzarse para distinguirlo entre las nubes de una noche de otoño.

Como me dijo el mayordomo, de vez en cuando un marinero subido a la arboladura pierde pie. Cuando en Urth pasa esto, por lo general el desdichado cae en la cubierta y muere. Aquí ese riesgo no existe. Aunque la nave es muy poderosa, y aunque estamos cerca del centro —quienes caminan por Urth no están tan cerca del centro de Urth— la atracción es escasa. El marinero negligente flota como un vilano entre las velas y los obenques, muy lastimado por el desprecio de sus colegas, cuyas voces sin embargo no puede oír. (Pues el vacío silencia toda voz salvo la del que habla, a menos que dos se acerquen tanto como para que las vestimentas de aire se vuelvan una sola atmósfera.) Y he oído decir que si no fuera así el bramido de los soles ensordecería el universo.

Cuando salí a cubierta yo sabía poco de todo esto. Me habían dicho que tendría que ponerme un collar, y que las compuertas estaban construidas de tal forma que para poder abrir la de fuera hay que cerrar la de dentro; pero casi nada más. Imagínense mi sorpresa, entonces, cuando di un paso afuera con el cofre de plomo bajo el brazo.

Por encima de mí se alzaban los palos negros y las velas plateadas, hilera tras hilera, tantas que parecían capaces de apartar las estrellas a un lado. El cordaje podría haber sido la tela de una araña grande como la nave, y la nave era más grande que muchas isletas que se jactan de una casona con un armígero dentro que se cree casi un monarca. La cubierta en sí era extensa como una llanura; sólo pisarla requirió todo mi coraje.

Mientras escribía en mi camarote, apenas me había dado cuenta de que mi peso se había reducido en siete octavos. Ahora tenía la impresión de ser un fantasma, o mejor un hombre de papel, el marido justo para la mujer de papel que había coloreado y exhibido cuando era chico. El viento de los soles es menos fuerte que el céfiro más leve de Urth; pero yo alcanzaba a sentirlo y temía que me arrastrara. Más que caminar por la borda me parecía que casi flotaba sobre ella; y sé que era así, porque la energía del collar mantenía un zócalo de aire entre las tablas y las suelas de mi botas.

Pensando que en la cubierta habría muchos marineros, como en nuestras naves de Urth, busqué alguno que me indicara la mejor manera de trepar. No había ninguno; para evitar que se les estropeen las capas de aire, todos los hombres permanecen abajo mientras no los necesiten en la arboladura. Por supuesto, no hubo respuesta.

A pocas cadenas de distancia había un palo, pero no bien lo vi supe que no podría trepar por él; era más grueso que cualquier árbol que haya agraciado nuestros bosques, y liso como metal. Eché a caminar, temeroso de mil cosas que no podían hacerme daño y del todo ignorante de los verdaderos peligros que corría.

Como las cubiertas son planas, los marineros pueden hacerse señas desde lejos; si fueran curvas, con superficies siempre equidistantes del centro de la nave, dos manos distanciadas quedarían mutuamente ocultas a la vista, como se ocultan los barcos unos a otros bajo los horizontes de Urth. Pero porque son planas parecen siempre inclinadas salvo si uno se para en el centro. Así, aunque casi no tenía peso, yo sentía que estaba subiendo una colina fantasma.

Y subí durante muchas respiraciones, quizá durante media guardia. El silencio parecía aplastarme; era una quietud más palpable que el barco. Oía el tenue golpeteo de mis pasos desparejos en las tablas y de vez en cuando una agitación o un murmullo bajo los pies. Aparte de esos ruidos débiles no había nada más. Desde que siendo niño recibí la instrucción del maestro Malrubius, he sabido que el espacio entre los soles no está en absoluto vacío; por allí se hacían muchos cientos y acaso muchos miles de viajes. Como aprendí más tarde, también hay otras cosas: la ondina que había encontrado dos veces me había dicho que en ocasiones nadaba en el vacío, y por allí volaba también el ser alado que yo había entrevisto en el libro del Padre Inire.

Ahora aprendía algo que nunca había sabido realmente: que todas esas naves y esos grandes seres son un solo puñado de semillas dispersas en un desierto, que una vez hecha la siega queda tan vacío como antes. Me habría vuelto cojeando al camarote de no haber comprendido que, al momento de entrar, el orgullo me hubiera empujado a salir de nuevo.

Por fin me acerqué a la tenue, descendente telaraña del cordaje, cables que unas veces atrapaban la luz de las estrellas y otras desaparecían en la sombra o contra el empinado banco de plata que era la motonería de la cubierta siguiente. Finos como parecían, cada cable era más grueso que las grandes columnas de nuestra catedral.

Además de la capa de aire yo llevaba una gastada capa de lana; me anudé el borde a la cintura, haciendo una especie de bolsa o saco donde puse el cofre. Juntando toda la fuerza en mi pierna sana, salté.

Como todo yo me sentía un mero tejido de plumas, había supuesto que me elevaría despacio, flotando como me habían dicho que flotaban los marineros en las cuerdas. No fue así. Salté con tanta fuerza como los que saltan aquí en Ushas, y acaso más, pero no empecé a subir más lentamente como ellos, no al principio. La velocidad inicial del salto no decrecía; disparado, yo subía más y más, y la sensación era terrorífica y maravillosa.

Pronto el terror aumentó porque no podía controlarme como deseaba; se me alzaron los pies por cuenta propia hasta que quedé medio de lado, y al fin empecé a girar por el vacío como una espada lanzada al aire en el momento de la victoria.

Vi al pasar el destello de un cable, pero demasiado lejos. Oí un grito estrangulado y sólo después comprendí que había salido de mi garganta. Delante brilló otro cable. Lo quisiera o no, me lancé hacia él como si fuera un enemigo, lo aferré y no lo solté aunque el esfuerzo casi me arrancó los brazos, y el cofre de plomo —que me pasó junto a la cabeza como un proyectil— por poco me ahorca con la capa.

Sujetándome al cable helado con las piernas, me las arreglé para recobrar el aliento.

Por los jardines de la Casa Absoluta correteaban muchas aluetas. Como de vez en cuando los criados de nivel más bajo (cavadores o cargadores, por ejemplo) las atrapaban para la olla, las aluetas desconfiaban de los hombres. Me daba envidia al verlas correr por un tronco sin caerse y, por cierto, aparentemente sin saber nada de las dolorosas necesidades de Urth. Ahora yo me había transformado en un animal así. El más leve tirón de la nave me decía que hacia abajo estaba la vasta cubierta, pero era menos que la reminiscencia de una reminiscencia: una vez, quizás, yo había caído de alguna forma. Recordaba haber recordado esa caída.

Pero el cable era una especie de sendero de pampa; subir por él era tan fácil como bajar, y las dos cosas eran realmente fáciles. Como tenía muchas hebras había mil posibles asideros, y anduve a cuatro patas como un animalito de larga grupa, como una liebre corriendo por un tronco.

Pronto el cable llegó a una verga, la que sostenía la gavia baja. Me descolgué a otro cable más delgado, y de éste a un tercero. Cuando me encaramé a la verga que lo sujetaba, descubrí que ya no estaba subiendo; el murmullo que decía abajo había callado y el casco derivaba, simplemente, en algún punto que yo no alcanzaba a ver.

Más allá de mi cabeza se alzaban todavía las masas de velas plateadas, en apariencia tan infinitas como antes de que yo trepara al cordaje. A derecha e izquierda los palos de otras cubiertas divergían como las puntas de una flecha de cazar pájaros; o mejor como una línea tras otra de esas flechas, porque detrás de los que yo tenía cerca había aún más palos, separados por decenas de leguas. Como los dedos del Increado señalaban los confines del universo, y los sobrejuanetes mayores eran apenas lentejuelas entre las estrellas titilantes. Desde ese lugar habría podido arrojar el cofre al yermo (como tenía pensado) para que, tal vez lo encontrara alguien de otra raza, si el Increado así lo quería.

Dos cosas me retuvieron, la primera menos pensamiento que recuerdo, el recuerdo de mi primera decisión: la decisión tomada cuando escribía y las especulaciones sobre las naves de los hieródulos eran nuevas para mí y sólo meras hipótesis hasta que nuestra nave hubiera entrado en el tejido del tiempo. Ya había confiado el manuscrito inicial de mi relato a la biblioteca del maestro Ultan, donde no duraría más que nuestra Urth.

Esa copia que yo tenía estaba destinada (al principio) a otra creación: de modo que aunque fracasase en la gran prueba que tenía por delante, habría conseguido enviar una parte de nuestro mundo —por insignificante que fuese— más allá de las lindes del universo.

Ahora miraba las estrellas, soles tan remotos que los planetas circundantes no se veían, aunque algunos pudieran ser más grandes que Serenus; había torbellinos enteros de estrellas, tan remotas que un conjunto de billones parecía una sola.

Y yo seguía lanzado hacia arriba.

Divisé el tope del mastelero mayor. Alargué la mano para tocar una driza. Ahora eran apenas más gruesas que mi dedo, aunque cada vela hubiera cubierto diez docenas de prados.

Había calculado mal, y la driza estaba fuera de mi alcance. Otra pasó como un relámpago.

Y otra; al menos a tres codos de distancia.

Intenté cambiar de rumbo, como un nadador, pero lo único que conseguí fue alzar una rodilla. Ya mucho más abajo, los brillantes cables del aparejo, en ese palo más de cien, habían estado muy separados. Ahora no quedaba ninguno salvo el obenque del tope. Lo rocé con los dedos pero no pude agarrarme.

II — El quinto marinero

Se me avecinaba el fin y lo sabía. A bordo del Samru, había visto que atada a la popa el barco arrastraba una larga cuerda por si algún marinero caía por la borda. Ignoraba si nuestra nave llevaba una línea como ésa; pero aunque hubiera sido así no me habría servido de nada. Mí dificultad (mi tragedia, estoy tentado de escribir) no era haber caído por la borda y ver alejarse el timón, sino haberme elevado por encima de todo el bosque de palos. Y así seguí subiendo —o mejor dicho dejando la nave, porque bien podría haber estado cayendo cabeza abajo con la velocidad del impulso inicial.

Abajo, o al menos en la dirección de mis pies, la nave parecía un menguante continente de plata, los negros mástiles y vergas finos como cuernos de grillos. A mi alrededor las estrellas ardían fulgurando con un esplendor nunca visto en Urth. En un momento en que mí ingenio no estaba muy despierto, llegué a buscarla; sería verde, pensé, como la verde Luna, pero coronada de blanco donde los hielos cerraban nuestras tierras frías. No pude encontrarla, ni tampoco el dorado disco con brotes rojos del sol viejo.

Luego me di cuenta de que buscaba donde no debía. Si Urth era visible, tenía que estar a popa. Mire hacia allí y vi, no nuestra Urth, sino un vórtice turbulento, giratorio y creciente de fulígeno, el color más oscuro que el negro. Era como un vasto contraflujo o remolino de vacío; pero lo circundaba un anillo de luz de color, como si alrededor bailaran billones de billones de estrellas.

Entonces comprendí que el milagro había sucedido sin que yo me percatara, que había sucedido mientras yo copiaba alguna indigesta frase sobre el maestro Gurloes o la guerra con los ascios. Habíamos penetrado en el tejido del tiempo, y el vórtice fulígeno marcaba el fin del cosmos.

O el principio. Si era el principio, ese resplandeciente anillo de estrellas era la dispersión de los soles jóvenes y el único anillo verdaderamente mágico que este universo conocería nunca. Saludándolos, grité de alegría aunque nadie me oyera salvo el Increado y yo.

Recogí la capa y saqué el cofre de plomo; y con las dos manos levanté el cofre por encima de la cabeza; y lo arrojé, alborozado lo arrojé lejos de mi inadvertida capa de aire, de los linderos de la nave, del universo que el cofre y yo habíamos conocido, hacia la nueva creación como ofrenda final de la vieja.

En el acto mi destino me aferró para lanzarme de espaldas. No directamente en caída a la cubierta de donde había partido, lo cual podría haberme matado, sino hacia abajo y adelante, de modo que fui pasando entre los mástiles. Estiré el cuello para ver el siguiente: era el último. De haber estado una ana o dos a la derecha, me habría roto el cráneo contra la punta. Pero en vez de eso pasé como un rayo entre el mastelero y el amantillo, con los brioles muy lejos de mí. Iba más rápido que la nave.

Enormemente lejano y en un ángulo por completo diferente, apareció otro de los incontables mástiles. Las velas le brotaban como hojas de un árbol; y ahora no eran las conocidas velas rectangulares sino unos raros triángulos. Por un momento pareció que también me adelantaría a ese mástil, y luego que iba chocar con él. Frenéticamente me agarré al estay del foque.

Ondulé alrededor del cable como una bandera en un viento voluble. Me aferré un tiempo al cable frío y lacerante, resollando, y luego, con toda la fuerza de mis brazos, descendí por el bauprés, porque ese palo final era el bauprés, claro. Creo que no me hubiese importado estrellarme contra la proa; no quería otra cosa que tocar el casco, donde fuera y como fuera.

En vez de eso di contra una vela de estay y empecé a resbalar por su inmensa superficie plateada. Y era una superficie por cierto, y parecía mera superficie, con menos cuerpo que un susurro, casi algo hecho de luz. Me volvió de costado, me hizo girar y me envió a la cubierta, rodando a tropezones como una hoja al viento.

O mejor dicho a alguna cubierta, pues nunca he estado seguro de que la cubierta a la que volví fuera la que había dejado. Allí me tendí procurando recuperar el aliento, la pierna coja en agonía; sujeto apenas por la atracción de la nave.

Mi frenético boqueo no cesaba ni disminuía; y tras un centenar de resuellos me di cuenta de que la capa de aire era incapaz de mantenerme con vida mucho más. Luché por levantarme. Aunque estaba medio sofocado, fue increíblemente fácil: por poco salgo de nuevo hacia arriba. A sólo una cadena había un escotillón. Me tambaleé hasta alcanzarlo, lo abrí con el último resto de fuerza y lo cerré detrás de mí. La puerta de dentro pareció abrirse casi sola.

En seguida se me renovó el aire, como si en una celda hedionda hubiera entrado una joven brisa. Para acelerar el proceso, mientras bajaba por la pasarela me quité el collar y me paré un momento a respirar el aire fresco y tibio, apenas consciente de dónde estaba, salvo por la bendita certeza de encontrarme otra vez en la nave y no naufragando entre sus velas.

La pasarela, angosta y clara, estaba penosamente iluminada por luces azules que se arrastraban despacio por las paredes y el techo, parpadeando y en apariencia espiando el corredor sin ser parte de él.

Nada me escapa a la memoria a menos que esté inconsciente o poco menos; recordaba cada uno de los pasillos que había entre mi camarote y la compuerta por donde había salido, y ninguno era éste. La mayoría estaban decorados como los estudios de los castillos, con cuadros y suelos pulidos. Allí la madera castaña de la cubierta dejaba paso a un alfombrado verde como hierba que alzaba minúsculos dientes para aferrarme las suelas de las botas; tuve la impresión de que las hojitas verdiazules eran verdaderas navajas.

Así pues me vi ante una decisión, y una decisión que no me regocijaba. A mi espalda estaba la compuerta. Podía salir de nuevo y de cubierta en cubierta buscar mi zona de la nave. O seguir por el pasillo angosto y buscar por dentro. Esta alternativa tenía la inmensa desventaja de que en el interior sería fácil perderme. Y sin embargo, ¿podía ser peor que perderme entre los cordajes, como antes, o en el infinito espacio entre soles, como había estado a punto de ocurrirme?

Estuve allí vacilando hasta que oí voces. Me recordaron que todavía llevaba la capa ridículamente atada a la cintura. La desaté, y acababa de hacerlo cuando apareció la gente cuyas voces había oído.

Iban todos armados, pero allí terminaban las semejanzas. Uno parecía un hombre bastante corriente, de los que uno habría visto cualquier día en los muelles de Nessus; otro de una raza que yo no había encontrado en todos mis viajes, alto como un exultante y con la piel no del marrón rosado que nos complace llamar blanco, sino realmente blanca, como la espuma, y coronada por un pelo blanco también. La tercera era una mujer, apenas más baja que yo y de miembros más gruesos que cualquiera que yo hubiera visto. Detrás de ellos, dando casi la impresión de impulsarlos, había una figura que habría podido ser la de un hombre imponente con armadura completa.

Creo que si se los hubiese permitido habrían pasado junto a mí sin decir palabra, pero me planté en medio del corredor y expliqué mi situación.

—Ya he informado —dijo la silueta con armadura—. Alguien vendrá a buscarte, o me ordenarán que te acompañe. Entretanto has de venir conmigo.

—¿Adónde vas? —pregunté, pero mientras hablaba él se alejó, haciendo un gesto a los dos hombres.

—Ven —dijo la mujer, y me besó. No fue un beso largo pero parecía encerrar una pasión turbulenta. Me tomó del brazo apretándolo con una fuerza de hombre.

El marinero común (que en realidad no era nada común, porque tenía un rostro alegre y bastante hermoso y el pelo rubio de los sureños) me dijo entonces: —Tendrás que venir o no sabrán dónde buscarte, si es que te buscan, lo que quizá no estaría mal. —Habló por encima del hombro, andando, y la mujer y yo lo seguimos.

El de pelo blanco dijo: —Quizá puedas ayudarme.

Supuse que me había reconocido; y, como sentía necesidad de reclutar todos los aliados posibles, le dije que haría lo que pudiese.

—Por el amor de las Danaides, cállate —le dijo la mujer. Y luego a mí—: ¿Estás armado?

Le mostré la pistola.

—Aquí dentro deberás tener cuidado con eso. ¿La puedes poner al mínimo?

—Ya lo he hecho.

Ella y los demás llevaban carabinas, armas muy parecidas a los fusiles pero de caja más corta y gruesa y cañón más fino. En el cinturón le vi una daga puntiaguda; los dos hombres tenían bolos, cuchillos de selva de hoja corta, ancha y pesada.

—Me llamo Purn —me dijo el rubio.

—Severian.

Me tendió la mano y la estreché: una mano de marino, grande, áspera y musculosa.

—Ella es Gunnie…

—Burgundofara —dijo la mujer.

—Nosotros la llamamos Gunnie. Y él es Idas. —Señaló al de pelo blanco.

El hombre con armadura estaba detrás de nosotros mirando al fondo del pasillo, y exclamó abruptamente: —¡Silencio!

Yo nunca había visto a nadie capaz de girar tanto la cabeza. —¿Cómo se llama? —le pregunté a Purn.

Me contestó Gunnie: —Sidero. —De los tres, era la que parecía tenerle menos miedo.

—¿Adónde nos lleva?

Sidero pasó galopando a nuestro lado y abrió una puerta.

—Aquí. Éste es un buen lugar. Nuestra confianza es grande. Manteneos separados. Yo estaré en el centro. Si no os atacan no hagáis daño. Las señas, vocales.

—En nombre del Increado —pregunté—, ¿qué se supone que estamos haciendo?

—Buscando inclusos —murmuró Gunnie—. No le hagas mucho caso a Sidero. Dispara si te parecen peligrosos.

Mientras hablaba me había ido guiando hacia la puerta abierta.

—Descuida, lo más probable es que no haya ninguno —dijo Idas, y se nos acercó tanto que casi mecánicamente di un paso adentro.

Estaba oscuro como una fosa, pero al instante tuve conciencia de que ya no pisaba suelo sólido sino una especie de parrilla abierta y temblequeante, y de que había entrado en un lugar mucho mayor que una habitación común.

Gunnie atisbó la oscuridad por encima de mi hombro y lo rozó con el pelo, dándome a oler una mezcla de perfume y sudor.

—Enciende las luces, Sidero. Aquí no se ve nada.

Las luces brillaban con un matiz más amarillo que el del corredor que habíamos dejado, una refulgencia cetrina que parecía absorber el color de todas las cosas. Apretados los cuatro en una masa compacta, estábamos sobre un suelo de barras negras no más gruesas que el meñique de un hombre. No había baranda, y el espacio que teníamos delante y abajo (pues el techo que estaba apenas encima sostenía sin duda la cubierta) podría haber contenido la Torre Matachina.

Lo que contenía ahora era un inmenso revoltijo de carga: cajas, fardos, barriles y cestas de todo tipo; maquinaria y partes de máquinas, sacos, muchos de una película reluciente y traslúcida; pilas de madera.

—¡Allí! —exclamó Sidero. Señaló una escalerilla como de hilo de araña que bajaba por la pared.

—Tú primero —dije.

Se lanzó contra mí —había menos de un palmo de distancia— y por lo tanto no tuve tiempo de sacar la pistola. Me agarró con una fuerza que encontré asombrosa, obligándome a dar un paso atrás, y luego me empujó con violencia. Por un instante vacilé al borde de la plataforma, manoteando el aire; después caí.

Sin duda en Urth me habría partido el cuello. Pero la lentitud de la caída no alivió en absoluto mi terror. Vi el techo y la plataforma girando arriba. Aunque sabía que iba a caer de espaldas, con la columna y el cráneo soportando el golpe, no lograba darme vuelta. Busqué algún asidero y mi imaginación conjuró ferviente, febrilmente el volador estay del foque. Las cuatro caras que se inclinaban hacia mí —la visera del yelmo de Sidero, las mejillas de tiza de Idas, la sonrisa de Purn, los rasgos bellos y brutales de Gunnie— parecían máscaras de pesadilla. Y seguro que ningún infeliz arrojado de la Torre de la Campana tuvo nunca tanto tiempo para contemplar su propia destrucción.

Golpeé con un impacto que me cortó el aliento. Durante cien o más latidos estuve tendido, boqueando como cuando volví por fin al interior de la nave. Poco a poco me di cuenta de que, aunque en verdad había sufrido una caída, no estaba peor que si me hubiera caído de mi cama a la alfombra en un sueño maligno de Tifón. Me senté y no me descubrí ningún hueso roto.

Fardos de papel me habían hecho de alfombra, y pensé que Sidero tenía que saber que estaban allí y yo no iba a lastimarme. Entonces vi junto a mí un mecanismo fantásticamente ladeado, erizado de manijas y palancas.

Me puse en pie. Lejos, arriba, la plataforma estaba vacía y habían cerrado la puerta que llevaba al pasillo. Busqué la escalerilla, de la que alcancé a ver unos peldaños detrás del mecanismo. Lo bordeé, obstruido por el desorden de los fardos (como los habían atado con sisal y algunos hilos se habían roto, resbalé sobre documentos como si me deslizara sobre nieve) pero muy ayudado por la levedad de mi cuerpo.

Atento como estaba a dónde apoyar los pies, no vi lo que tenía delante hasta que de hecho me encontré mirando un rostro ciego.

III — La cabina

Llevé la mano a la pistola; casi sin darme cuenta me encontré esgrimiéndola. La hirsuta criatura no parecía diferente de la encorvada silueta de la salamandra que por poco me había quemado vivo en Thrax. Yo esperaba que se alzara en dos patas y revelara un corazón ardiente.

No lo hizo, y tardé demasiado en disparar. Por un momento aguardamos inmóviles; luego la criatura huyó, a cuatro patas y saltando entre las cajas y los barriles como un cachorro torpe persiguiendo la viva pelota que era ella misma. Con el vil instinto que hay en todo hombre de matar cualquier cosa que lo asuste, disparé. El haz —mortal todavía, aunque lo hubiera reducido al mínimo para sellar el cofre de plomo hendió el aire y dio en un lingote de aspecto sólido haciéndolo sonar como un gong. Pero la criatura, fuera lo que fuese, estaba al menos a doce anas y un momento después desaparecía tras una estatua envuelta en vendas protectoras.

Alguien gritó, y creí reconocer la bronca voz de contralto de Gunnie. Se oyó algo que parecía el canto de una flecha y luego un alarido de otra garganta.

La criatura hirsuta reapareció dando saltos, pero esta vez yo me había recuperado y no disparé. Apareció Purn y disparó su carabina, balanceándola como un arma de caza. En vez del rayo que yo esperaba proyectó una cuerda, algo rápido y flexible que a la extraña luz parecía negro y volaba con el canto singular que yo había oído un momento atrás.

La cuerda negra dio en la criatura hirsuta y la envolvió con una o dos vueltas, sin producir en apariencia otro resultado. Purn dio un grito y saltó como una cigarra. A mí no se me había ocurrido que en ese vasto lugar yo también podía saltar como en cubierta, pero ahora lo imité (sobre todo porque no quería perder contacto con Sidero antes de vengarme) y poco me faltó para abrirme la cabeza contra el techo.

Mientras estaba en el aire, con todo, tuve una vista magnífica de la bodega. La criatura hirsuta, que bajo el sol de Urth podría haber sido leonada, rayada de negro, saltaba con una energía frenética; yo aún estaba mirándola cuando la carabina de Sidero la manchó todavía más. Casi encima de ella estaba Purn, e Idas y Gunnie, que disparaba sin dejar de correr, a grandes saltos, de cumbre a cumbre entre el amasijo de la carga.

Me dejé caer cerca de ellos y trepé inestablemente a la abertura de una carronada de montaña. Apenas había visto a la criatura hirsuta gateando hacia mí cuando saltó casi hasta mis brazos. Digo «casi» porque en realidad no la agarré, y sin duda ella tampoco. De todos modos quedamos unidos: las cuerdas negras se adherían tanto a mi ropa como a las lisas tiras (ni piel ni plumas) de la criatura.

Un momento después de que cayéramos de la carronada, descubrí otra propiedad de las cuerdas: si uno las estiraba, se contraían después hasta una longitud menor que la precedente y apretaban con más fuerza. Pugné por liberarme y me encontré más maniatado que nunca, circunstancia ésta que a Gunnie y Purn les resultó altamente divertida.

Sidero cruzó nuevas cuerdas sobre la criatura hirsuta y le dijo a Gunnie que me desatase, cosa que ella hizo usando la daga.

—Gracias —dije.

—Pasa siempre —dijo ella—. Una vez yo me quedé pegada así a una cesta. No hay que preocuparse.

Conducidos por Sidero, Purn e Idas ya se llevaban a la criatura. Me levanté.

—Me temo que he perdido la costumbre de que se rían de mí.

—¿Alguna vez la tuviste? No parece.

—Cuando era aprendiz. De los más jóvenes se reía todo el mundo, sobre todo los aprendices mayores.

Gunnie se encogió de hombros.

—Si lo piensas, la mitad de las cosas que hace la gente son siempre graciosas. Es como dormir con la boca abierta. Si eres comisario de intendencia nadie se ríe. Pero si no, hasta tu mejor amigo te mete una bola de pelusa. Esas no intentes quitártelas.

Las cuerdas negras se habían adherido al pelo de mi camisa de terciopelo y yo las había estado arrancando.

—Tendría que llevar un cuchillo —dije.

—¿O sea que no lo llevas? —Me miró compasivamente, los ojos grandes, oscuros y suaves como los de cualquier vaca.— Pero todo el mundo debe tener un cuchillo.

—Antes llevaba una espada —dije—. Después de un tiempo la dejé, salvo para las ceremonias. Cuando salía de mi camarote pensé que era más adecuada una pistola.

—Para la lucha. ¿Pero cuánto tiene que luchar un hombre con tu aspecto? —Dio un paso atrás para mirarme.— No creo que haya muchos que te den problemas.

Lo cierto es que, con aquellas botas de suela gruesa, ella era alta como yo. También parecía pesar lo mismo en todas las partes donde mujeres y hombres tienen peso: los huesos estaban revestidos de verdaderos músculos, y encima había una buena cantidad de grasa.

Riendo, admití que no me habría sobrado un cuchillo cuando Sidero me había tirado de la plataforma.

—Uy, no —dijo ella—. Con un cuchillo ni lo habrías rasguñado. —Sonrió irónicamente.— Eso dijo el rufián cuando entró el marinero. —Me reí, y ella enlazó su brazo con el mío.— El caso es que el cuchillo no se usa sobre todo para luchar. Se usa para trabajar, de un modo u otro. ¿Cómo vas a empalmar una cuerda sin un cuchillo, o abrir una caja de raciones? Avanza con los ojos abiertos. En estas bodegas nunca se sabe qué puede aparecer.

—Estamos yendo hacia otro lado —dije.

—Conozco el camino, y si fuéramos por donde vinimos no descubrirías nada. Es demasiado corto.

—¿Qué pasa si Sidero apaga las luces?

—No podría. Una vez que las enciendes siguen así hasta que no quede nadie que vigilar. Oh, veo algo. Mira allí.

Miré, seguro de pronto de que durante la cacería de la criatura hirsuta Gunnie se había fijado en un cuchillo y ahora fingía descubrirlo. Sólo se veía un mango de hueso.

—Adelante. A nadie le va a molestar que te lo lleves.

—No es eso lo que estaba pensando —le dije.

Era un cuchillo de caza, de punta estrecha y una pesada hoja serrada de unos dos palmos de largo. Perfecto, pensé, para el trabajo rudo.

—Recoge también la vaina. No lo vas a tener todo el día en la mano.

Era de simple cuero negro, pero incluía un bolsillo que alguna vez había guardado una herramienta pequeña, y me recordó el bolsillo para la amoladera en la vaina de piel humana de Términus Est. El cuchillo ya me estaba gustando, y cuando vi eso, me gustó mucho más.

—Póntelo en el cinturón.

Le hice caso, y me lo coloqué a la izquierda para que equilibrara el peso de la pistola.

—Diría que un velero está así mejor estibado.

Gunnie se encogió de hombros.

—En realidad esto no es carga. Sólo trastos. ¿Sabes cómo está construido?

—No tengo la menor idea.

Se rió. —Lo mismo que todos, supongo. Nosotros nos pasamos ideas unos a otros, pero al final siempre descubrimos que son equivocadas. En parte, al menos.

—Habría pensado que conocíais vuestra nave.

—Es demasiado grande, hay muchos lugares adonde no nos llevan nunca, y solos no podemos saber dónde están. Pero tiene siete lados; así puede soportar más velamen. ¿Me sigues?

—Comprendo.

—Algunas cubiertas, creo que tres, tienen bodegas profundas. Allí va la carga principal. En las otras cuatro dejan unos espacios en forma de cuña. Algunas, como ésta, se usan para los trastos. Una parte es para camarotes y salas de la tripulación. Y a propósito, es mejor que regresemos.

Me había guiado hasta otra escalerilla y otra plataforma.

—En cierto modo —dije— imaginé que pasaríamos por un panel secreto, o que tal vez mientras caminábamos estos trastos, como los llamas tú, se transformarían en un jardín.

Gunnie meneó la cabeza. —Veo que ya la conoces un poco. Encima eres poeta, ¿no? Y apuesto a que mientes bien.

—Yo era el Autarca de Urth; eso me exigía mentir de vez en cuando, si así te gusta. Nosotros lo llamábamos diplomacia.

—Bien, déjame decirte que ésta es una nave de trabajo; sólo que no la construyó gente como tú y yo. Autarca… ¿quiere decir que gobernabas toda Urth?

—No, apenas una pequeña parte, aunque era el jefe legítimo de todo. Y desde que empecé el viaje he sabido que si tengo éxito no volveré como Autarca. Te veo singularmente impávida.

—Hay tantos mundos… —me dijo. De golpe se agachó y dio un salto, y se elevó en el aire como un gran pájaro azul. Aunque yo había dado saltos así, me extrañó verlo en una mujer. El ascenso la llevó algo menos de un codo por encima de la plataforma, y no habría sido incorrecto decir que flotaba.

Yo había pensado que el alojamiento de la tripulación sería una sala angosta como el castillo de proa del Samru. En cambio había una conejera de grandes cabinas, y muchos niveles que se abrían a andenes alrededor de un pozo de ventilación común. Gunnie dijo que era hora de que ella regresara a su puesto y sugirió que me buscara un camarote vacío.

Estuve a punto de recordarle que ya tenía un camarote, del que había salido hacía apenas una guardia; pero algo me retuvo. Asentí y le pregunté cuál era la mejor ubicación, queriendo decir —y Gunnie lo entendió bien— en qué cabina estaría más cerca de ella. Me la indicó y nos separamos.

En Urth las cerraduras más antiguas se dejan encantar con palabras. Mi camarote tenía cerradura parlante, y aunque las escotillas que habíamos abierto Sidero y yo no habían necesitado que les hablásemos, las puertas color oliva de los compartimientos de la tripulación eran de ese tipo. Las primeras dos que abordé me informaron que los camarotes que protegían estaban ocupados. Eran sin duda mecanismos viejos; noté que empezaban a tener diferentes personalidades.

La tercera me invitó a entrar diciendo:

—¡Qué cabina más bonita!

Le pregunté cuánto hacía que la bonita cabina estaba deshabitada.

—No lo sé, amo. Muchos viajes.

—No me llames amo —le dije—. Todavía no he decidido tomar tu cabina.

No hubo respuesta. Es obvio que esas cerraduras tienen una inteligencia seriamente limitada; de lo contrario se podría sobornarlas y seguro que pronto enloquecerían. Al cabo de un momento se abrió la puerta. Entré.

Comparada con el camarote que yo había dejado, no era una cabina bonita. Había dos literas angostas, un armario y un baúl; en un rincón, enseres sanitarios. Todo lo cubría tal capa de polvo que no me costó imaginármelo entrando en nubes grises por la rejilla de ventilación, aunque las nubes sólo pudiera verlas alguien capaz de comprimir el tiempo, de alguna manera, como lo comprimía la nave; alguien que viviera como los árboles, para los cuales cada año es un día; o como el Gyoll, corriendo por el valle de Nessus durante edades enteras del mundo.

Mientras pensaba esas cosas, cuya meditación me llevó más tiempo que hace un instante escribirlas, había encontrado un trapo rojo en el armario; después de humedecerlo en la pila, había empezado a quitar el polvo. Cuando advertí que ya había limpiado la tapa del baúl y el bastidor metálico de una litera, supe que quizá de un modo inconsciente había decidido quedarme. Localizaría mi camarote, por supuesto, y más que a menudo dormiría allí.

Pero también tendría esta cabina. Cuando me aburriera, me uniría a la tripulación para aprender algo más del manejo de la nave, lo que nunca aprendería como pasajero.

Además estaba Gunnie. Yo había tenido suficientes mujeres en los brazos como para no jactarme del número —uno descubre pronto que la unión mutila el amor cuando no lo acrecienta— y la pobre Valeria ocupaba muchas veces mi pensamiento; sin embargo tenía hambre del afecto de Gunnie. Como Autarca no me sobraban amigos: pocos aparte del padre Inire, y la única mujer era Valeria. Cierta calidad de la sonrisa de Gunnie me recordaba la infancia feliz con Thea (¡cómo aún la echaba de menos!) y el largo viaje hasta Thrax con Dorcas. Entonces yo había considerado ese viaje un mero exilio, y cada día me había apresurado a seguir adelante. Ahora sabía que en muchos sentidos había sido el verano de mi vida.

Enjuagué de nuevo el trapo, consciente de que lo había hecho muchas veces aunque no pudiera decir cuántas; cuando busqué otra superficie polvorienta, descubrí que ya las había limpiado todas.

El colchón no era asunto tan fácil, pero de alguna manera había que limpiarlo: estaba sucio como lo demás, y seguro que de vez en cuando querríamos usarlo. Lo saqué al andén que colgaba sobre el pozo de aire y lo golpeé hasta dejarlo sin polvo.

Cuando había terminado y lo estaba enrollando para llevarlo de nuevo a la cabina, el viento del pozo de aire trajo un grito salvaje.

IV — Los ciudadanos de las velas

Venía de abajo. Atisbé por sobre la baranda fina como una varilla y mientras atisbaba lo oí de nuevo, lleno de angustia y una soledad que sonó y resonó entre los pasadizos metálicos, las hileras metálicas de cabinas metálicas.

Oyéndolo, por un momento me pareció que era un grito mío, algo que había llevado muy escondido en mí desde la mañana aún oscura en que anduviera por la playa con el acuástor maestro Malrubius y viera disolverse al acuástor Triskele en polvo reluciente. El grito se había librado y separado de mí, y estaba abajo, elevándose en la tenue luz perdida.

Tuve la tentación de saltar por sobre la baranda, porque entonces no conocía la profundidad de ese pozo. Lo cierto es que tiré el colchón dentro de mi nueva cabina y bajé por la angosta escalera en espiral saltando de tramo en tramo.

Desde arriba, el abismo del pozo parecía opaco, como si el extraño fulgor de las lámparas amarillas no alcanzara a difundirse. Yo había supuesto que cuando llegara a los niveles inferiores la opacidad desaparecería; pero en cambio se solidificó, al punto de hacerme recordar la cámara de nubes de Calveros, aunque en realidad no era tan gruesa. El aire arremolinado también se volvió más caliente, y acaso la niebla que lo envolvía todo sólo resultara de la mezcla entre el tibio vapor de las entrañas de la nave y la atmósfera más fresca de los niveles superiores. Pronto empecé a sudar bajo la camisa de terciopelo.

Allí muchas cabinas tenían las puertas entreabiertas, pero estaban a oscuras. En otro tiempo, así al menos me pareció, la tripulación tenía que haber sido mucho más numerosa o la nave había servido para transportar prisioneros (dando otras instrucciones a las cerraduras, las cabinas bien podrían haberse usado como celdas) o soldados.

El grito se oyó de nuevo, y con él un ruido como el repique de un martillo en un yunque, aunque un matiz me dijo que no surgía de una forja sino de una boca de carne. Oído de noche, en una fortaleza de montaña, habría sido más terrible que el aullido de un lobo, creo. ¡Qué tristeza, qué temor, qué soledad había allí, cuánto miedo y agonía!

Me detuve a tomar aliento y miré alrededor. Tuve la impresión de que en las cabinas de más abajo habían encerrado animales. O tal vez locos, como nosotros los torturadores recluíamos en el tercer nivel de la mazmorra a los clientes desquiciados por el miedo. ¿Quién podía asegurar que no había ninguna puerta abierta? ¿No andaría suelta alguna de esas criaturas, alejada de los niveles superiores por mero azar o miedo a los seres humanos? Saqué la pistola y me cercioré de que estaba al mínimo y con la carga completa.

El primer vislumbre del vivario de abajo me confirmó los peores miedos. Unos árboles diáfanos se agitaban al borde de un glaciar, una cascada se precipitaba cantando, una duna alzaba su estéril cresta amarilla y entre todo eso merodeaban dos docenas de criaturas. Estuve un rato observando hasta que empecé a sospechar que de todos modos estaban encerradas, y al fin me sentí más seguro. Pero cada una tenía su propio predio, grande o pequeño, y les era tan imposible mezclarse como a las bestias de la Torre del Oso. ¡Qué grupo tan extraño! Creo que si hubieran peinado todos los bosques y pantanos de Urth buscando rarezas no se habría reunido semejante colección. Algunas cotorreaban, otras miraban fijamente, la mayoría estaban tendidas, comatosas.

Enfundé la pistola y grité: —¿Quién aulló?

Bromeaba conmigo mismo, nada más, y sin embargo me llegó una respuesta: un gemido que venía del fondo del vivario; eché a andar entre las bestias siguiendo un sendero angosto y apenas visible, y como me enteraría casi en seguida, abierto por los marineros que les daban de comer.

Era la criatura hirsuta que yo había ayudado a cazar en la bodega, y le eché una mirada de casi cálido reconocimiento. Desde que la chalupa me había llevado de los jardines de la Casa Absoluta hasta esa nave yo había pensado que encontrar por segunda vez a un ser tan raro era como reunirme con un viejo conocido.

Y luego me interesaba la criatura misma, ya que había contribuido a capturarla. Mientras la perseguíamos, me había parecido casi esférica; ahora veía que en realidad era uno de esos animales de extremidades y cuerpo cortos que suelen vivir en madrigueras: en otras palabras, una especie de pika. Tenía una cabeza redonda sobre un cuello tan corto que había que darlo por supuesto, un cuerpo también redondo, del cual la cabeza parecía una mera continuación; cuatro patas cortas, cada una terminada en cuatro romas garras largas y una pequeña; una cubierta de aplastado pelo gris-pardo; y dos brillantes ojos negros que me miraban fijamente.

—Pobre —dije—. ¿Cómo te has dejado meter aquí?

Se acercó al límite de la invisible barrera que lo rodeaba, mucho más lenta ahora que ya no estaba asustada.

—Pobre —volví a decir.

Como hacen a veces las pikas, se alzó sobre las patas traseras, cruzando las delanteras sobre la panza blanca. Unas hebras de cuerda negra todavía le rayaban la piel. Recordé que las mismas cuerdas se me habían pegado a la camisa. Desprendí las que quedaban y ahora las encontré flojas; algunas se me deshicieron en la mano. Las cuerdas de la criatura hirsuta, parecía, también se estaban cayendo.

Gimió suavemente; por instinto alargué la mano para consolarla, como si fuera un perro ansioso, y luego la retiré por miedo a que me mordiera o me clavara las garras.

Un momento después maldije mi cobardía. En la bodega ella no había hecho daño a nadie, y mientras luchaba conmigo nada me había indicado que intentara algo más que escapar. Metí un dedo a través de la barrera (que para mí demostró no serlo) y le rasqué el costado del pequeño hocico. Volvió la cabeza, como un perro común, y debajo de la piel sentí unas orejitas.

Detrás de mí alguien dijo: —Gracioso, ¿no es cierto? —y me volví a mirar. Era Purn, el marinero sonriente.

—Parece de lo más inofensivo —respondí.

—La mayoría son así. —Purn titubeó.— Sólo que la mayoría muere y se los lleva la corriente. Nosotros apenas vemos unos pocos; eso dicen.

—Me dejó pensando —señalé— que Gunnie los llamara inclusos. Los traen las velas, ¿no?

Purn asintió con aire distraído y metiendo un dedo por la barrera le hizo cosquillas a la criatura hirsuta.

—Las velas adyacentes tienen que ser como dos grandes espejos curvos. Así que en algún lugar, de hecho en varios, son espejos paralelos, y reflejan la luz de las estrellas.

Pum volvió a asentir: —Es lo que mantiene la nave en marcha, como dijo el capitán cuando le preguntaron por la puta.

—Una vez conocí un hombre llamado Hethor que convocaba cosas mortíferas para que lo sirviesen. Y otro llamado Vodalus, que no era de fiar, lo admito, me dijo que para atraerlas usaba unos espejos. Tengo un amigo que también hace encantos con espejos, aunque los suyos no son malignos. Hethor había trabajado en una nave como ésta.

Esto atrajo la atención de Purn. Retiró el dedo y se volvió hacia mí.

—¿Sabes cómo se llamaba?

—¿La nave? No, creo que nunca lo mencionó. Espera… Dijo que había estado en varias. «Largo tiempo me embarqué en las naves de velas plateadas, las de cien palos que llegan a tocar las estrellas.»

—Ah —asintió Purn—. Algunos dicen que hay una sola. A veces me asombra.

—Seguro que hay muchas. Ya cuando yo era niño la gente me contaba cosas de ellas, de las naves de los cacógenos que atracaban en el puerto de Luna.

—¿Eso dónde es?

—¿Luna? Es el satélite de mi mundo, el satélite de Urth.

—Entonces era un cacharro pequeño —me explicó Purn—. Transbordadores, lanchas y cosas así. Nadie dijo nunca que no hubiera un montón de cacharritos yendo y viniendo entre los distintos mundos de los distintos soles. Pero en general esta nave, y las otras iguales, suponiendo que haya más de una, no se acercan tanto. Pueden hacerlo, sí, pero hace falta mucha maña. Y luego, cerca de los soles suele haber mucha roca zumbando por ahí.

Idas, el del pelo blanco, apareció transportando una colección de herramientas. — ¡Hola! —saludó, y yo agité la mano.

—Tendría que ponerme a trabajar —murmuró Purn—. Se supone que ése y yo nos ocupamos de ellos. Estaba echando un vistazo para asegurarme de que andaban bien cuando te vi, ehm…

—Severian —dije yo—. Era el Autarca, el gobernante, la Comunidad; ahora soy el representante de Urth, y su embajador. ¿Tú vienes de Urth, Purn?

—Creo que no he estado nunca, pero a lo mejor estuve. —Pareció reflexionar.— ¿Hay un gran satélite blanco?

—No, es verde. Tal vez estuviste en Verthandi; he leído que sus satélites son de un gris pálido.

Purn se encogió de hombros.

—No lo sé.

Idas ya se nos había acercado, y dijo: —Debe ser maravilloso. —Yo no tenía idea de lo que había querido decir. Purn se alejó para mirar las bestias.

Como si fuéramos dos conspiradores, Idas susurró: —No te preocupes por él. Teme que lo denuncie por no trabajar.

—¿Y no temes que yo te denuncie a ti? —Había en Idas algo que me irritaba, aunque acaso sólo fuera su aparente debilidad.

—Ah, ¿conoces a Sidero?

—A quién conozco es asunto mío, se me ocurre.

—Me parece que tú no conoces a nadie —dijo él. Y luego, como si hubiera cometido una mera torpeza social Pero quizá sí. O yo podría presentarte. Si quieres lo hago.

Quiero —le dije—. A la primera ocasión preséntame a Sidero. Exijo que me devuelvan a mi camarote.

Idas asintió.

—Lo haré. ¿Te molestará quizá que alguna vez vaya a hablar contigo? Disculpa que te lo diga así, pero tú no sabes nada de barcos y yo no sé nada de lugares como…

—¿Urth?

—Nada sobre mundos. He visto unas pocas fotos, pero en verdad éstos son lo único que conozco —señaló vagamente a las bestias—. Y son malos, siempre malos. Pero quizás en los mundos también haya seres buenos, que no viven lo suficiente como para llegar a las cubiertas.

—Seguro que no todos son malos.

—Oh, sí. Vaya si lo son. Y yo, que tengo que ir detrás de ellos limpiando, y darles de comer, y si les hace falta ajustar la atmósfera, preferiría matarlos; pero si lo hiciera, Sidero y Zelezo me pegarían.

—No me sorprendería que te mataran —le dije. No deseaba ver una colección tan fascinante borrada por el desprecio de ese hombre mezquino—. Lo cual sería justo, supongo. Tú pareces uno de ellos.

—Oh, no —dijo seriamente—. Sois Purn, tú y los demás los que se parecen. Yo nací aquí, en la nave.

Algo en su actitud me dijo que intentaba arrastrarme a conversar y de buena gana se habría peleado si hubiera servido para hacerme seguir hablando. Por mi parte yo no tenía ningún deseo de charlar, y mucho menos de pelearme. Estaba tan cansado que me caía, y con un hambre feroz.

—Si yo pertenezco a esta colección de bestias exóticas —le dije— a ti toca alimentarme. ¿Dónde está la cocina?

Idas vaciló un momento, a todas luces debatiendo algún intercambio de información: me lo diría si antes yo le contestaba siete preguntas sobre Urth, o cosa por el estilo. Luego se dio cuenta de que si decía algo así yo estaba dispuesto a tumbarlo de un golpe, y aunque con muchas reticencias, me dijo cómo llegar a la cocina.

Una de las ventajas de una memoria como la mía, que almacena todo y no olvida nada, es que en momentos semejantes sirve tanto como el papel. (Por cierto, quizá sea la única ventaja.) Esa vez, sin embargo, no me fue más útil que cuando había intentando seguir las instrucciones de la barrera de peltastas que cerraba el puente sobre el Gyoll. Idas, sin duda, había supuesto que yo conocía mejor la nave y no tendría que contar las puertas ni fijarme exactamente dónde doblar.

Pronto comprendí que había equivocado el camino. Donde debía haber dos corredores se abrían tres y una escalera prometida no apareció. Volví atrás, encontré el punto en el cual (según creía) me había perdido y empecé de nuevo. Casi en seguida me encontré avanzando por un pasillo amplio y recto como el que Idas me había dicho que llevaba a la cocina. Supuse que el vagabundeo me había alejado en parte de la ruta prescrita y seguí adelante de muy buen ánimo.

Para los patrones del barco el lugar era amplio y ventoso. Sin duda recibía directamente la atmósfera de los dispositivos que hacían circular el aire y lo purificaban, pues olía como una brisa del sur en un día lluvioso de primavera. El suelo no era ni la extraña hierba que yo había visto antes ni la rejilla que ya había llegado a odiar, sino madera pulida muy sepultada en barniz claro. Los muros, que en la zona de la tripulación habían sido de un gris oscuro y cadavérico, aquí eran blancos, y una o dos veces vi asientos acolchados cuyos respaldos miraban a la pared.

El pasillo dio una vuelta y otra y sentí que subía continua, levemente, aunque el peso que levantaban mis pasos era tan ligero que no podía estar seguro. En las paredes había cuadros, y algunos se movían; en un momento vi un cuadro de la nave como podrían haberla dibujado desde muy lejos: no pude sino pararme a mirar, y temblé pensando en lo poco que me había faltado para verla así.

Otra vuelta; pero ésta resultó no ser una curva, sino el fin del pasillo en un círculo de puertas. Elegí una al azar y entré en una angosta pasarela tan oscura, después del pasillo blanco, que apenas me dejaba ver más que las luces de arriba.

Momentos después me di cuenta de que acababa de pasar ante una compuerta, la primera que veía desde que volviera a entrar en la nave; no del todo libre aún del miedo que me había asaltado al mirar ese cuadro terrible y hermoso, mientras seguía andando saqué el collar y me cercioré de que no se había dañado.

La pasarela dio dos vueltas y se dividió; luego se torció como una serpiente.

Una puerta se abrió a mi paso, soltando un aroma a carne asada. Una voz, la voz fina y mecánica de la cerradura, dijo entonces:

—Bienvenido a casa, amo.

Miré por el vano y vi mi propia cabina. No, por supuesto, la que había tomado en la zona de la tripulación, sino el camarote que sólo un par de guardias antes había dejado para lanzar el cofre de plomo a la gran luz del nuevo universo naciente.

V — El héroe y los hieródulos

El camarero me había llevado la comida, y como no me encontró, la había dejado sobre la mesa. La carne todavía estaba tibia bajo la tapa de la fuente; la comí con voracidad, y con ella pan fresco y manteca salada, y apio y salsifí y vino tinto. Luego me desvestí, me lavé y me dormí.

Me despertó sacudiéndome el hombro. Era extraño, pero en el momento de subir a bordo yo —el Autarca de Urth— apenas había reparado en él, por más que me llevaba las comidas y atendía gustosamente mis pequeñas necesidades; sin duda esa buena voluntad lo había borrado injustamente de mi atención. Ahora que yo también estaba entre los tripulantes era como si de pronto me mostrase otra cara.

Estaba inclinado sobre mí, los rasgos apruptos pero inteligentes, los ojos brillando de excitación contenida.

—Hay alguien que quiere verlo, Autarca —murmuró.

Me senté. —¿Y pensaste que valía la pena despertarme?

—Sí, Autarca.

—El capitán, quizás. —¿Iban a censurarme por haber salido a cubierta? Parecía improbable, aunque me hubieran dado el collar para casos de emergencia.

—No, Autarca. Estoy seguro de que nuestro capitán ya lo ha visto. Tres hieródulos, Autarca.

—¿Ah, sí? —Intenté ganar tiempo.— ¿Esa voz que se oye a veces en los corredores es la del capitán? ¿Cuándo me vio? Yo no recuerdo haberlo visto.

—No tengo idea, Autarca. Pero nuestro capitán lo ha visto, estoy seguro. Es probable que muchas veces. Nuestro capitán ve a la gente.

—Desde luego. —Saqué una camisa limpia mientras digería el indicio de que dentro de la nave había una nave secreta, tal como dentro de la Casa Absoluta estaba la Casa Secreta.— ¿No… interfiere eso en su otro trabajo?

—No creo, Autarca. Están esperando fuera… ¿Podría darse prisa?

Después de eso, claro, me vestí más despacio. Para sacar el cinturón de los pantalones sucios tuve que desenganchar la pistola y el cuchillo que me había encontrado Gunnie. El camarero me dijo que no iba a necesitarlos; así que los llevé, sintiéndome tan absurdo como si fuera a inspeccionar una formación de alabarderos. Al cuchillo no le faltaba mucho para parecer una espada.

No se me había ocurrido que los tres pudieran ser Ossipago, Barbatus y Famulimus. Hasta donde yo sabía, los había dejado en Urth, allá lejos, y sin ninguna duda no habían estado conmigo en la chalupa, aunque por supuesto tenían su embarcación. Ahora estaban allí, disfrazados (y mal) de seres humanos igual que en nuestro primer encuentro en el castillo de Calveros.

Ossipago se inclinó con la rigidez de siempre; Barbatus y Famulimus con la misma gracia. Devolví los saludos lo mejor posible, y disculpándome de antemano por el desorden, les sugerí que si querían hablarme serían bien recibidos en mi cabina.

—Por mucho que queramos —me dijo Famulimus— no podemos entrar. La habitación adonde te llevaremos no está lejos. —Como siempre, la voz de ella parecía el habla de una alondra.

—Los camarotes como el tuyo no son todo lo seguros que desearíamos —añadió Barbatus con su viril timbre de barítono.

—Entonces iré adonde me llevéis —dije—. En fin, es una verdadera alegría volver a veros. Aunque esas caras sean falsas, son caras de mi hogar.

—Veo que nos conoces —dijo Barbatus cuando tomamos por el corredor—. Pero temo que las caras de detrás puedan llegar a horrorizarte.

El corredor era demasiado angosto para que camináramos los cuatro juntos; Barbatus iba a mi lado y Famulimus y Ossipago detrás. Me ha costado mucho librarme de la desesperación que se apoderó de mí en aquel momento.

—¿Ésta es la primera vez? —pregunté—. ¿No nos hemos visto antes?

—Aunque nosotros no te conocemos, Severian —gorjeó Famulimus— tú nos conoces. Ya noté lo mucho que te alegrabas cuando nos viste. Nos hemos encontrado muchas veces y somos amigos.

—Pero no volveremos a encontrarnos —dije—. Para vosotros, que cuando nos despidamos retrocederéis en el tiempo, ésta es la primera vez. Entonces para mí es la última. La primera vez que nos vimos me dijisteis: «¡Bienvenido! No hay para nosotros alegría mayor que saludarlo, Severian», y al partir os pusisteis tristes. Me acuerdo muy bien, me acuerdo muy bien de todo, conviene que lo vayáis sabiendo, de que yo estaba en el techo del castillo de Calveros, bajo la lluvia, y vosotros me saludasteis desde la borda de vuestra nave.

—Sólo Ossipago tiene una memoria como la tuya —susurró Famulimus—. Pero yo tampoco lo olvidaré.

—De modo que ahora me toca a mí daros la bienvenida y entristecerme de que nos separemos. Hace más de diez años que os conozco, y sé que las horribles caras que hay detrás de esas máscaras son sólo máscaras también: cuando nos conocimos Famulimus se quitó la suya, aunque entonces no comprendí que ya lo había hecho a menudo. Sé que Ossipago es una máquina, si bien no tan ágil como Sidero, de quien empiezo a sospechar que también es una máquina.

—El nombre significa hierro —dijo Ossipago, hablando por primera vez—. Aunque a él no lo conozco.

—Y el tuyo significa criador de osamentas. Tú cuidaste a Barbatus y Famulimus, te ocupaste de alimentarlos y desde entonces has permanecido con ellos. Eso me contó Famulimus una vez.

Barbatus dijo: —Hemos llegado —y me abrió la puerta.

En la infancia uno imagina que toda puerta cerrada puede abrirse a un prodigio, un lugar diferente de todos los que conoce. Eso es porque en la infancia ha sucedido así muchas veces; al niño, que conoce otro lugar que el suyo, lo asombran y regocijan visiones nuevas que el adulto prevería con facilidad. Cuando yo era un chico, la puerta de cierto mausoleo era para mí un umbral de maravillas; y cuando lo cruzaba no me decepcionaba nunca. En esa nave volvía a la infancia, porque no sabía más que un niño del mundo de alrededor.

Para Severian el hombre —para el Autarca Severian, que tenía que sostener la vida de Thecla, y la del antiguo Autarca, y cien vidas más— la cámara a la cual me condujo Barbatus era tan fabulosa como el mausoleo para el Severian niño. Estoy tentado de escribir que parecía subacuática, pero no era eso. Daba la impresión, mejor dicho, de que estábamos inmersos en un fluido distinto del agua, algo que era a otro mundo lo que el agua a Urth; o de que estábamos bajo agua, sí, pero tan fría que en cualquier lago de la Comunidad hubiera sido hielo.

Era todo un simple efecto de la luz, creo, del viento glacial que vagaba por la estancia, casi estancado, y de los colores, tintes verdosos sombreados de azul y de negro: iridio, berilo y aguamarina, con dispersos y reticentes destellos de oro bruñido y marfil amarillento.

No había lo que nosotros entendemos por muebles. Moteadas láminas de algo que parecía piedra y cedía al tacto se apoyaban en dos paredes, torcidas, o se repartían por el suelo. Del techo colgaban gallardetes deshilachados; ligeros como eran y en la escasa atracción de la nave, apenas parecían necesitar algo que los sujetara. Hasta donde yo podía juzgar, el aire era tan seco como en el corredor; y sin embargo sentía en la cara el golpe espectral de un rocío gélido.

—¿Este lugar tan raro es vuestro camarote? —pregunté a Barbatus.

Asintió mientras se quitaba las máscaras, revelando un rostro a la vez agradable, inhumano y familiar.

—Hemos visto las habitaciones de tu especie. Nos alteran tanto como debe alterarte ésta a ti, y como somos tres…

—Dos —dijo Ossipago—. A mí no me importa.

—¡No es ninguna ofensa, estoy encantado! Es un inmenso privilegio ver cómo vivís cuando vivís como os gusta.

El rostro falsamente humano de Famulimus había desaparecido, revelando un espanto de ojos enormes con dientes como agujas; también se quitó ése y (por única y última vez, pensé entonces) vi la belleza de una diosa no nacida de mujer.

—Qué pronto aprendemos, Barbatus, que estas pobres gentes a cuyo encuentro vamos, y que apenas saben lo que nosotros sabemos tan bien, conocen la cortesía del huésped.

De haber puesto atención a lo que Famulimus había dicho, yo habría sonreído. Lo cierto es que aún estaba muy ocupado mirando el extraño camarote. Por fin dije:

Se que los hierogramatos os moldearon a semejanza de la raza que los había moldeado a ellos. Ahora comprendo, o creo comprender, que en un tiempo vivisteis en lagos y estanques, que fuisteis ninfas como esas de las que hablan nuestros campesinos.

—Igual que en la vuestra, en nuestra casa la vida salió del mar —dijo Barbatus—. Pero esta estancia lleva la impronta de ese comienzo tanto como lleva la tuya la de los árboles donde brincaban tus antepasados.

Ossipago rezongó: —Es temprano para empezar a discutir. —No se había quitado el disfraz, supongo que porque no se sentía así menos cómodo; la verdad, nunca he visto que se lo quitara.

—Barbatus sabe hablar —cantó Famulimus. Y luego a mí—: Dejas tu mundo, Severian. Como tú, nosotros tres dejamos el nuestro. Nosotros remontamos la corriente del tiempo; tú eres arrastrado hacia abajo. Esta nave nos lleva a todos. Para ti, los años en que te aconsejaremos han quedado atrás. Para nosotros empiezan. Ahora te saludamos, Autarca, con el consejo que hemos traído. Una sola cosa precisa para que salves el sol de tu raza: que sirvas a Tzadkiel.

—¿Y ése quién es? —pregunté—. ¿Y cómo voy a servirlo? Nunca lo he oído nombrar.

Barbatus bufó: —Lo cual no sorprende en absoluto, pues supuestamente no era ése el nombre que Famulimus debía darte. No lo usaremos más. Pero… la persona que Famulimus mencionó… es el juez designado para tu caso. Como cabía esperar, es un hierogramato. ¿Qué sabes de ellos?

—Muy poco, aparte de que son vuestros señores.

—Entonces sabes realmente poco; ni siquiera eso es cierto. Vosotros nos llamáis hieródulos, y la palabra es vuestra, no nuestra, como vuestras son Barbatus, Famulimus y Ossipago, palabras que elegimos porque no son comunes y nos describen mejor que otras. ¿Sabes qué significa hieródulo, esa palabra de tu propia lengua?

—Sé que sois criaturas de este universo, pero que os moldearon los del siguiente para que los sirvierais aquí. Y que el servicio que quieren de vosotros es que moldeéis nuestra raza, la humanidad, porque somos afines a quienes los moldearon a ellos en las edades de la creación anterior.

—Hieródulo quiere decir «esclavo santo». ¿Cómo podríamos ser santos si no sirviéramos al Increado? El es nuestro señor, y sólo él.

Barbatus añadió: —Tú, Severian, has mandado ejércitos. Eres rey y héroe, o al menos lo eras hasta que dejaste tu mundo. Y también puede ocurrir que vuelvas a gobernar, si fracasas. Has de saber que los soldados no sirven a un oficial, o al menos no deberían. Sirven a una tribu, y del oficial reciben instrucciones.

Asentí.

—Entonces los hierogramatos son vuestros oficiales. Comprendo. Tal vez no os hayáis dado cuenta, pero yo tengo los recuerdos de mi antecesor; por eso sé que él fue puesto a prueba, como yo, y fracasó. Y siempre me ha parecido que lo que le hicieron, devolverlo acobardado a mirar cómo nuestra Urth empeoraba cada vez más, a responsabilizarse de todo sabiendo que había fallado en el único lance que podría haberlo arreglado, fue verdaderamente cruel.

Famulimus estaba casi siempre seria; ahora parecía más seria que nunca.

—¿Recuerdos, Severian? ¿Sólo tienes recuerdos?

Por primera vez en muchos años sentí que me subía la sangre a las mejillas.

—Mentí —dije—. Soy él, lo mismo que soy Thecla. Vosotros tres habéis sido amigos míos cuando tenía muy pocos; no debería mentiros por más que a menudo deba mentirme a mí.

Famulimus gorjeó: —Entonces debes saber que a todos los castigan de ese modo. Pero cuanto más se acerca cada uno al triunfo, peor es el dolor que siente. Es una ley que no podemos cambiar.

En la pasarela de fuera alguien gritó, no muy lejos. Fui hacia la puerta y el grito acabó en el gorgoteo de una garganta que se llena de sangre.

—¡Espera, Severian! —exclamó Barbatus, y Ossipago me cerró el paso a la puerta.

Apremiada, Famulimus canturreó entonces: —Sólo me queda por decir una cosa. Tzadkiel es justo y benévolo. Recuérdalo, por mucho que sufras.

Me volví contra ella; no pude evitarlo.

—Recuerdo una cosa: ¡el viejo Autarca no vio nunca a su juez! No me acordaba del nombre porque él se había esforzado por olvidarlo; pero ahora nos acordamos de todo, y era TzadkieL Era un hombre más benévolo que Severian, una persona más justa que Thecla. ¿Y ahora qué posibilidades tiene Urth?

Aunque no sé de quién era —de Thecla, tal vez, o de alguna de las tenues figuras ocultas detrás del viejo Autarca— una mano había bajado a mi pistola; tampoco sé a quién le habría disparado, como no fuera a mí mismo. No llegó a salir de la funda, porque Ossipago me agarró por detrás, inmovilizándome los brazos con un anillo de acero.

—Es Tzadkiel quien decidirá —me dijo Famulimus—. Urth tiene todas las posibilidades que tú puedas darle.

De alguna manera Ossipago abrió la puerta sin soltarme, o quizá se abrió sola a una orden que no oí. Me hizo girar y me empujó a la pasarela.

VI — Un muerto y la oscuridad

Era el camarero. Estaba en la pasarela, boca abajo, las gastadas suelas de las botas bien lustradas a menos de tres codos de mi puerta. Casi le habían cercenado la cabeza. Junto a la mano derecha tenía una navaja de muelle sin abrir.

Hacía diez años que yo llevaba la garra negra que me había arrancado del brazo a la orilla de Océano. Al comienzo de mi autarcado había tratado de usarla más de una vez, siempre sin éxito. En los últimos ocho años apenas había pensado en ella. Ahora la saqué de la bolsita de cuero que Dorcas me había cosido en Thrax, la apliqué a la frente del camarero y busqué repetir, fuera lo que fuese, lo que había hecho por la muchacha de la choza, el hombre mono de las cataratas y el ulano muerto.

Aunque no tenga ganas, intentaré describir lo que sucedió entonces. Una vez, estando prisionero de Vodalus, me mordió un murciélago vampiro. El dolor era poco, pero había una sensación de lasitud que se iba volviendo cada vez más seductora. Cuando moví el pie y eché al murciélago del festín, el viento de las alas oscuras me pareció la exhalación misma de la Muerte. Aquello no fue sino la sombra, el sabor anticipado de lo que sentí en la pasarela. Como siempre somos para nosotros, yo era el centro del universo; y como los harapos podridos de un Cliente, el universo se hizo trizas y en un polvo gris cayó a la nada.

Pasé largo tiempo tendido a oscuras, temblando. Tal vez estaba consciente. Sin duda no lo sabía, ni sabía de nada que no fuera ese dolor rojo que me atenazaba y una debilidad como la que deben de sentir los muertos. Al fin vi una chispa de luz; se me ocurrió que me había quedado ciego, pero si veía la chispa había cierta esperanza, por remota que fuese. Me senté, aunque estaba tan estragado y débil que fue un suplicio.

La chispa apareció de nuevo, un relámpago infinitesimal, menos que el brillo que convoca el sol en la punta de una aguja. Tendí la mano, pero cuando quise darme cuenta se había extinguido, mucho antes de que lograra mover los dedos rígidos y descubrirlos viscosos de sangre.

Había sido la garra, esa negra espina dura y afilada que hacía tanto tiempo me había pinchado el brazo. La garra se me había clavado en la segunda articulación del índice mientras yo tenía el puño cerrado y desde dentro había atravesado de nuevo la piel enganchando el dedo como un anzuelo. Me la quité de un tirón, apenas consciente del dolor, y húmeda aún de mi sangre la metí de nuevo en la bolsita.

A esa altura volvía a estar seguro de que me había quedado ciego. La lisa superficie donde yacía no era otra cosa, pensé, que el suelo de la pasarela; los paneles que descubrí a tientas una vez que me puse en pie bien podrían haber sido la pared. Pero allí había buena luz. ¿Quién me habría arrastrado a este otro lugar, ese lugar oscuro, convirtiéndome el cuerpo en un tormento? Oí el gemido de una voz de hombre. Era la mía, y me apreté la garra contra la mandíbula para acallarla.

De joven, viajando de Nessus a Thrax con Dorcas y de Thrax a Orithya en gran parte solo, había llevado acero y pedernal para hacer fuego. Ahora no tenía nada. Busqué en la mente y los bolsillos algo que me alumbrase, pero no encontré otra cosa que mi pistola. Sacándola, tomé aliento para gritar una advertencia; y sólo entonces se me ocurrió pedir auxilio.

No hubo respuesta. Presté atención pero no oí ningún paso. Tras cerciorarme de que la pistola se guía estando al mínimo, resolví usarla.

Dispararía un solo tiro. Si no veía la llama violeta, sabría que había perdido la vista. Entonces, desesperado, consideraría si deseaba perder también la vida, o si buscaría el tratamiento que la nave pudiera ofrecer. (Y, con todo, incluso entonces sabía que aunque eligiera —aunque eligiéramos— perecer, no podría. ¿Qué otra esperanza había para Urth?) Con la mano izquierda toqué la pared para orientarme. Con la otra levanté la pistola a la altura del hombro, como hacen los tiradores que disparan de lejos.

Un alfiler de luz fulguró ante mí como el rojo Verthandi visto entre nubes. Me asombró tanto verlo que apenas noté que había apretado el gatillo con el dedo lastimado.

La energía hendió la oscuridad. En el resplandor violeta, vi el cuerpo del camarero, más allá la puerta entreabierta de mi cabina, una forma contorsionada y el destello del acero.

Al instante regresó la oscuridad, pero yo no estaba ciego. Enfermo sí; con todos los miembros doloridos —me sentía como si un remolino me hubiera hecho girar lanzándome contra una columna— pero no ciego. ¡No ciego!

La nave, en todo caso, se había hundido en la oscuridad como en la noche. Volví a oír un gruñido humano, pero esa voz no era mía. O sea que en el pasillo había alguien; alguien que había querido quitarme la vida, porque sin duda ese destello había sido la hoja de un arma. El haz reducido la había chamuscado como una vez las pistolas de los hieródulos habían chamuscado a Calveros. Este de aquí no era ningún gigante, pero igual que Calveros seguía con vida; y acaso no estuviera solo. Agachándome, moví la mano libre hasta encontrar el cuerpo del camarero, pasé por encima de él como una araña coja y al fin me las arreglé para deslizarme por la puerta del camarote y cerrarla por dentro.

La lámpara a cuya luz había vuelto a copiar mi manuscrito estaba tan apagada como las luces de la pasarela, pero mientras tanteaba el escritorio para encontrarla toqué una vara de lacre y recordé que para fundirlo había también una vela dorada, una vela que se encendía apretando un botón. Yo había guardado en una casilla ese ingenioso dispositivo junto con el lacre, de modo que me bastaría pensar en él para ponerle la mano encima. No estaba en su lugar, pero pronto lo encontré entre el revoltijo del pupitre.

La clara llama amarilla se encendió en seguida. A esa luz vi la ruina del camarote. Mi ropa estaba desparramada por el suelo, desgarradas todas las prendas y cada costura. Una hoja afilada había abierto el colchón de extremo a extremo. Los cajones del escritorio estaban dados vuelta, los libros dispersos por la cabina; habían destrozado hasta las maletas en las cuales había subido mis cosas a bordo.

Lo primero que pensé fue que era simple vandalismo; que alguien que me odiaba (y en Urth había habido muchos) había desahogado la furia de no haberme encontrado durmiendo. Reflexionando un poco me convencí de que la destrucción era demasiado prolija. Alguien había entrado en el camarote un instante después de haber salido yo. Sin duda los hieródulos, cuyo tiempo corría al revés que el nuestro, habían previsto la llegada del intruso y habían enviado al camarero en parte para que impidiese el ataque. No habiéndome encontrado, el intruso había revuelto mis pertenencias en busca de algo tan pequeño que podía esconderse en el cuello de una camisa.

Buscara lo que buscase, yo sólo tenía un tesoro: la carta que me había dado el maestro Malrubius identificándome como legítimo Autarca de Urth. Como no esperaba que me robaran el camarote no la había ocultado, simplemente la había dejado en un cajón con otros papeles de Urth; por supuesto, había desaparecido.

Al salir del camarote, el intruso había encontrado al camarero, quien sin duda lo detuvo y trató de interrogarlo. Eso no podía tolerarse, porque después el camarero habría podido describírmelo. El intruso había sacado un arma; el camarero había intentado defenderse con una navaja, pero con demasiada lentitud. Yo había oído su grito mientras hablaba con los hieródulos, y Ossipago me había impedido salir para que no me topara con el intruso. Hasta allí parecía claro.

Pero luego venía lo más raro del asunto. Al encontrar el cuerpo del camarero, yo había intentado reanimarlo usando la espina en vez de la verdadera Garra del Conciliador. Había fracasado; pero también había fracasado antes en todo intento de convocar el poder que la Garra auténtica me había transmitido en otro tiempo. (La primera vez, creo, al tocar a la mujer de nuestra mazmorra que había hecho los muebles de su habitación con la ayuda de niños raptados.) Esos fracasos, con todo, no habían sido más violentos que el de una palabra que no tiene poder: uno la pronuncia pero la puerta no se abre. Así, yo había tocado con la espina sin que tuviera lugar cura ni resurrección.

Esta vez había sido muy diferente; la conmoción había sido tan fuerte que yo todavía estaba débil y mareado, e ignoraba el motivo. Por absurdo que suene, eso me daba esperanzas. Aunque casi me había costado la vida, por fin había pasado algo.

Fuera lo que fuese, me había dejado inconsciente; luego había llegado la oscuridad. Envalentonado, el intruso había vuelto. Al oír mi grito de ayuda (que una persona bienintencionada hubiera respondido) había avanzado para matarme.

Toda esta reflexión me llevó menos tiempo que el que he ocupado escribiéndola. Ahora se alza el viento, transportando nuestra nueva tierra, grano a grano, a la Comunidad hundida; pero yo escribiré todavía un rato más antes de acostarme en mi cenador: escribir que la única conclusión satisfactoria que extraje fue que el intruso aún debía yacer herido en la pasarela. De ser así, podría inducirlo a revelar sus motivos y sus cómplices, si es que tenía alguno. Soplando la vela, abrí la puerta lo más silenciosamente posible y me deslicé afuera, presté atención un momento y me atreví a encenderla de nuevo.

Mi enemigo se había ido, pero ése era el único cambio. El camarero muerto seguía muerto, la navaja de muelle junto a la mano. Hasta donde alumbraba la vacilante llama amarilla, la pasarela estaba desierta.

Temiendo que la vela se extinguiera o delatara mi situación, la apagué una vez más. Pensándolo bien, el cuchillo de caza que me había encontrado Gunnie, parecía, me sería más útil que la pistola. Con el cuchillo en una mano y la otra rozando la pared, avancé lentamente por la pasarela en busca del camarote de los hieródulos.

Yendo hacia allí con Famulimus, Ossipago y Barbatus, yo no me había fijado en el recorrido ni en la distancia; pero recordaba cada una de las puertas que habíamos dejado atrás y casi todos los pasos que había dado. Aunque el camino me llevó mucho más tiempo que la primera vez, a cierta altura supe exactamente (o al menos creí saber) que había llegado a la cabina que yo buscaba.

Golpeé la puerta pero no hubo respuesta. Aunque pegué la oreja al panel, no detecté dentro ningún sonido. Volví a golpear, más fuerte pero sin mayor resultado; y por último martilleé con el mango del cuchillo.

Como tampoco así obtuve resultado, me deslicé en la oscuridad hasta cada una de las puertas vecinas (aunque estaban las dos un poco lejos y yo sabía que ninguna era correcta) y también las golpeé. Tampoco contestó nadie.

Volver a mi camarote era una invitación al asesinato, y me felicité calurosamente de haberme asegurado ya un segundo alojamiento. Lamentablemente, para llegar por la única ruta que conocía iba a tener que pasar por mi camarote. Tiempo antes, estudiando la historia de mis antecesores y examinando los recuerdos de aquellos cuyas personas se funden con la mía, me había impresionado cuántos de ellos perdieron la vida en una última repetición de cierta acción aventurada: encabezando la carga final de una victoria o arriesgándose al incógnito para ir a la ciudad a despedirse de una amante. Ya que recordaba bien la ruta, me pareció que podía calcular en qué parte de la nave estaba mi cabina; decidí seguir por la pasarela, apartarme de ella cuando fuese posible, volver atrás y así llegar finalmente a mi meta.

Pasaré por alto mis vagabundeos, que me cansaron por demás y no hace falta que te cansen a ti, hipotético lector. Baste decir que encontré una escalera y una pasarela que parecía ir por debajo de la que había dejado, pero que pronto desembocó en otra escalera descendente. Llegué al fin a un laberinto de andenes, escalerillas y pasajes oscuros como un foso, donde el suelo se movía bajo mis pies y el aire era cada vez más caliente y húmedo.

Al cabo de un buen rato ese aire sofocante me trajo un olor acre y raramente familiar. Lo seguí lo mejor que pude; tantas veces como me había jactado de mi memoria, ahí estaba yo olisqueando como un sabueso durante lo que pareció una legua y dispuesto, después de tanto vacío, sombra y silencio, a aullar casi de alegría ante la idea de un lugar conocido.

Entonces sí que aullé, porque a lo lejos vi el resplandor de una luz tenue. En mis guardias errabunda por las entrañas del barco los ojos se me habían acostumbrado tanto a la oscuridad que ese débil resplandor me mostró la obstinada superficie que estaba pisando y las mohosas paredes que tenía a los lados; envainé el cuchillo y corrí.

Un momento más tarde me rodeaban hábitats circulares y un centenar de bestias extrañas. Había vuelto al zoo donde encerraban a los inclusos: el resplandor provenía de uno de los recintos. Fui hasta allí y descubrí que la criatura que había dentro no era sino el ser hirsuto que yo había ayudado a capturar. Estaba erguido en las patas de atrás, con las delanteras apoyadas en el muro invisible que lo contenía, y un extraña fosforescencia le corría por el vientre y brillaba con fuerza en las garras como manos. Le hablé como al volver de un viaje le habría hablado a un gato favorito, y como un gato pareció recibirme él, apretando el cuerpo peludo contra el muro invisible, maullando, mirándome con ojos implorantes.

Un instante después el pequeño hocico se le partía en un gruñido y los ojos le brillaban como a un demonio. Yo habría retrocedido, pero un brazo me rodeó el cuello mientras una hoja descendía hacia mi pecho como un relámpago.

Agarré la muñeca del asesino y paré el cuchillo a menos de un pulgar; luego intenté agacharme para arrojarlo por sobre mi cabeza.

Han dicho de mí que soy fuerte, pero él me superaba. Levantarlo fue fácil —en esa nave yo habría podido alzar a doce hombres—, pero las piernas me atenazaron el pecho como fauces de una trampa; me incliné para rechazarlo, pero sólo conseguí que cayéramos los dos al suelo. Me retorcí frenéticamente para librarme del cuchillo.

Casi en mi oreja, gritó de dolor.

Al caer habíamos entrado en el hábitat, y tenía los dientes del animal hirsuto clavados en la muñeca.

VII — Un muerto a la luz

Cuando me recobré y pude incorporarme, el asesino se había marchado. Casi negras a la luz de la vela dorada, unas gotas de sangre quedaban en el círculo regido por mi hirsuto amigo. Estaba sentado sobre las ancas, con las patas traseras dobladas debajo de un modo extrañamente humano, apagado el brillo, lamiéndose las garras y alisándose con ellas el sedoso pelo del hocico. «Gracias», le dije, y con el sonido él, atento, enderezó la cabeza.

No lejos estaba el cuchillo del asesino, un gran bolo de hoja ancha, bastante rústico, con un gastado mango de madera oscura. De modo que muy probablemente era un marinero raso. Lo alejé de una patada y recordé la mano que había vislumbrado: una mano de hombre, grande, fuerte y tosca pero, hasta donde yo había visto, sin marcas que la identificaran. No habría venido mal que le faltasen uno o dos dedos, pero al menos era posible que ahora hubiese algo: un marinero con una fea mordedura en la mano.

¿Me habría seguido todo el tiempo a oscuras, por tantas escaleras anchas o angostas, a lo largo de tantos pasillos sinuosos? Parecía improbable. Entonces había dado conmigo por casualidad, y aprovechando la ocasión había actuado: un hombre peligroso. Me convenía más buscarlo en seguida que darle tiempo para rehacerse y pergeñar alguna historia que explicara la herida en la mano. Si conseguía identificarlo, lo denunciaría a los oficiales de la nave; y si el tiempo no daba para eso o ellos no hacían nada, lo mataría yo mismo.

Manteniendo bien alta la vela dorada, subí la escalera hacia el alojamiento de la tripulación, caminando deprisa y urdiendo planes con más prisa aún. Los oficiales —el capitán que había mencionado el camarero muerto— volverían a amueblar mi camarote o me asignarían otro. En la puerta haría apostar un guardia, no tanto para protegerme (pues pensaba estar allí apenas un momento, con el propósito de mantener las apariencias) como para ofrecer un blanco a mis enemigos. Luego…

Entre una respiración y la siguiente se encendieron todas las luces de esa zona de la nave. Vi la escalera metálica donde me encontraba, y por entre los peldaños gemelos de metal negro, los verdes claros y amarillos del vivario. A mi derecha, una luminosidad de lámparas indistintas se perdía en una bruma nacarada; la distante pared de mi izquierda tenía un brillo gris-negro de humedad, como un oscuro lago visto de través. Arriba podría no haber habido nave alguna, sino un cielo cubierto sitiado por los círculos de un sol ambulante.

No duró más de un aliento. Oí lejanos, dispersos gritos de marineros que avisaban a sus compañeros de lo que en ningún caso podía dejarse pasar. Luego cayó una oscuridad en apariencia más terrible que la anterior. Subí un centenar de escalones; la luz parpadeó, como si todas las lámparas estuvieran tan cansadas como yo, y volvió a apagarse. Mil escalones, y la llama de la vela dorada se redujo a una mota azul. La apagué para reservar el combustible que quedara y seguí subiendo a oscuras.

Acaso fuera sólo porque me alejaba del fondo de la nave y subía a la cubierta superior, que contenía nuestra atmósfera, pero me estaba helando. Intenté subir más rápido, para que el ejercicio me calentara, y me descubrí incapaz. La prisa me hacía tropezar, y la pierna que algún infante ascio había abierto en la Tercera Batalla de Orithya arrastraba el resto del cuerpo hacia la tumba.

Por un momento temí no reconocer la fila donde estaban mi cabina y la de Gunnie, pero salí de la escalera sin pensar, encendí la vela dorada un solo instante y oí un chirrido de bisagras mientras la puerta se abría.

La había cerrado, y había encontrado la litera, cuando advertí que no estaba solo. Pregunté quién era y me respondió la voz de Idas, el marinero de pelo blanco, en un tono en que se mezclaban el miedo y el interés.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

—Te estaba esperando. Yo… confiaba en que vendrías. No sé por qué, pero eso me pareció. No estabas abajo con los demás. —Como yo no decía nada, agregó:— Trabajando, quiero decir. Así que me escabullí yo también y vine aquí.

—A mi cabina. La cerradura tendría que haberte impedido entrar.

—Pero no se lo dijiste. Yo te describí, y a mí me conoce, ¿entiendes? Mi cabina está aquí cerca. Le dije la verdad, que sólo quería esperarte.

—Le ordenaré —dije— que no deje pasar a nadie salvo a mí.

—Sería sensato hacer excepciones con los amigos. Le dije que lo consideraría, en realidad pensando que él no sería una excepción. Tal vez Gunnie.

—Tienes una luz. ¿No sería más amable usarla?

—¿Cómo sabes que la tengo?

—Porque cuando se abrió la puerta fuera hubo luz un instante. Era algo que tenías tú en la mano, ¿no? Asentí; entonces me percaté de que a oscuras no me veía y dije: — Prefiero no agotarla.

—De acuerdo. Sin embargo me sorprendió que no la usaras para encontrar la cama. — Recordaba de sobra el sitio.

El hecho es que me había impuesto no encender la vela dorada como una cuestión de autodisciplina. Tuve la tentación de usarla para ver si Idas estaba quemado o mordido. Pero la razón me dijo que el asesino quemado no estaría en condiciones de intentar matarme por segunda vez y el mordido por la criatura no habría podido sacarme tanta ventaja como para subir la escalera del pozo de aire sin que yo lo oyese.

—¿Te molestaría que conversáramos? Cuando nos encontramos antes hablaste de tu mundo, y me dieron muchas ganas.

—Me gustaría —le dije—, si a ti no te molestara contestarme unas preguntas. —En realidad, mucho más me habría gustado tener una posibilidad de descansar. Estaba lejos de haberme repuesto, pero no podía desperdiciar una ocasión de informarme.

—No —dijo Idas—. Para nada… Me encantará contestarte, si tú me contestas a mí.

Buscando una forma inocua de empezar, me quité las botas y me estiré en la litera, que se quejó de mí suavemente.

—¿Y cómo llamas la lengua en que estamos hablando? —empecé.

—¿Lo que estamos hablando ahora? Bueno, nave, por supuesto.

—¿Sabes otros idiomas, Idas?

—No, yo no. Nací a bordo, ¿entiendes? Ésa era una de las cosas que te quería preguntar… cómo es de diferente la vida para alguien de un mundo de veras. Entre la tripulación he oído montones de historias, pero son nada más que marinos ignorantes. Yo veo bien que tú eres una persona que piensa.

—Gracias. Si has nacido aquí, habrás tenido muchas oportunidades de visitar mundos reales. ¿Conoces muchos donde hablen nave?

—Para serte franco, no he bajado todo lo que hubiera podido. Mi aspecto… probablemente te has fijado…

—Contesta lo que te pregunto, por favor.

—Supongo que en la mayoría de los mundos hablan nave. —La voz de Idas había sonado un poquito más cerca que antes, me pareció.

—Ya. En Urth, lo que tú llamas nave sólo se habla en nuestra Comunidad. Para nosotros es la lengua más antigua, pero hasta ahora nunca he estado seguro de que sea cierto. —Decidí desviar la conversación hacia el motivo de que todo hubiera quedado a oscuras.— Esto sería mucho más satisfactorio si pudiéramos vernos, ¿no?

—¡Vaya si no! ¿No vas a usar la luz?

—Dentro de un momento, quizá. ¿Piensas que conseguirán pronto que vuelvan a funcionar las luces?

—Están tratando de repararlas para que las zonas más importantes tengan luz —dijo Idas—. Pero esta zona no es importante.

—¿Qué pasó?

Advertí de alguna manera que se encogía de hombros.

—Parece que algún material conductor cayó entre las terminales de una de las células, pero nadie pudo descubrir qué había sido. La cuestión es que se quemaron las placas. También algunos cables, cosa que no tendría que haber pasado.

—¿Y todos los demás marineros están trabajando allí?

—La mayoría de mi cuadrilla. —Ahora estaba seguro de que se había acercado; a menos de una ana de la litera.— Algunos fueron a ocuparse de otras cosas. Así pude escaparme. Severian, tu mundo… ¿es hermoso?

—Muy hermoso, pero también terrible. Lo más bonito de todo posiblemente sean las islas de nieve que vienen del sur navegando como navíos. Son blancas y verde claro, y cuando les da el sol centellean como diamantes o esmeraldas. Alrededor de ellas el mar parece negro, pero es tan transparente que incluso muy de lejos se ven los cascos en las profundidades pelágicas…

El aliento de Idas no dejaba de sisear débilmente. Al oírlo saqué el cuchillo haciendo el menor ruido posible.

—… y cada una se eleva como una montaña contra un cielo de cobalto espolvoreado de estrellas. Pero en esas islas no puede vivir nada… nada humano. Me estoy durmiendo, Idas. Tal vez es mejor que te vayas.

—Me gustaría preguntarte más, mucho más.

—Y lo harás, pero otra vez.

—Severian, ¿en tu mundo los hombres no se tocan a veces? ¿No se estrechan las manos en señal de amistad? Hay montones de mundos donde lo hacen.

—También lo hacen en el mío —dije, y me pasé el cuchillo a la mano izquierda.

—Entonces démonos la mano y me iré.

—Muy bien —le dije.

Las puntas de nuestros dedos se tocaron y en ese momento se encendió la luz de la cabina.

Idas tenía empuñado un bolo, la hoja bajo la mano. Lo descargó empujándolo con todo su peso. Mi mano derecha voló hacia arriba. Jamás habría podido parar ese golpe, pero me las arreglé para desviarlo. La punta me atravesó la camisa y se hundió en el colchón tan cerca de mi piel que sentí el frío del acero.

El intentó arrancar el bolo pero le atrapé la muñeca y no logró librarse. Me habría sido fácil matarlo entonces, pero le abrí con mi hoja un surco en el antebrazo para que soltara el mango.

Gritó —no tanto de dolor, pienso, como de ver mi hoja entrándole en la carne; un momento después tenía la punta de mi cuchillo en la garganta.

—Quieto —le dije— o te mato aquí mismo. ¿Cómo son de gruesas estas paredes?

—Mi brazo…

—Olvídate del brazo. Tendrás tiempo de sobra para lamerte la sangre. ¡Contéstame!

—No son nada gruesas. Las paredes y los suelos son simples láminas de metal.

—Bien. Quiere decir que no hay nadie alrededor. Mientras estaba acostado presté atención y no oí un solo paso. Puedes aullar todo lo que quieras. Ahora levántate.

El cuchillo de caza tenía buen filo: rajé la camisa de Idas hasta la espalda y se la arranqué, revelando los pechos en flor que en parte había sospechado.

—¿Quién te puso en este barco, muchacha? ¿Abaia? —¡Lo sabías! —Idas me miraba fijamente, con los pálidos ojos dilatados.

Meneé la cabeza y corté una tira de la camisa.

—Ten. Véndate el brazo.

—Gracias, pero no importa. De todos modos mi vida se ha terminado.

—Dije que te lo vendes. Cuando me ponga a trabajar en ti no quiero ver más sangre en la ropa.

—No hace falta que me tortures. Sí, era esclava de Abaia.

—¿Te mandaron a matarme para que no traiga el Sol Nuevo?

Asintió.

—Y te eligieron porque aún eras suficientemente pequeña para pasar por humana. ¿Quiénes son los otros?

—No hay ningún otro.

La habría agarrado, pero levantó la mano derecha.

—Lo juro por Abaia, el señor. Puede que haya otros pero no los conozco.

—¿Tú mataste a mi camarero?

—Sí.

—¿Y revolviste mi camarote?

—Sí.

—Pero no fue a ti a quien quemé con la pistola. ¿Quién era?

—Uno que alquilé por un chrisos; cuando disparaste yo ya me había alejado por la pasarela. Quería tirar el cadáver al vacío, ¿sabes?, pero no sabía si iba a poder cargarlo sola y abrir las compuertas. Además,… —La voz quedó flotando.

—¿Además qué?

—Además, después de eso también habría tenido que ayudarme en otras cosas. ¿No es cierto? Bueno, ¿cómo te diste cuenta? Dímelo, por favor.

—La que me atacó en los rediles de los inclusos no eras tú. ¿Quién era?

Idas sacudió la cabeza como para aclarársela.

—No tenía idea de que te habían atacado.

—¿Cuántos años tienes, Idas?

—No sé.

—¿Diez? ¿Trece?

—Nosotros no numeramos los años. —Se encogió de hombros.— Pero dijiste que no éramos humanos y somos igual de humanos que tú. Somos la Otra Gente, el pueblo de los Grandes Señores que viven en el mar y bajo tierra. Bueno, ya he contestado tus preguntas; ahora por favor contesta tú las mías. ¿Cómo te diste cuenta?

Me senté en la litera. Pronto empezaría el suplicio de esa niña delgaducha; hacía mucho tiempo —más acaso que el que había vivido ella— que yo no era ya el oficial Severian, y la tarea no iba a ser agradable. En cierto modo esperaba que se lanzara hacia la puerta.

—En primer lugar no hablabas como un marino. Como hace tiempo fui amigo de uno suelo reconocerlos, aunque es una historia demasiado larga para contarla ahora. Mis problemas, el asesinato de mi camarero y lo demás, empezaron poco después de conoceros a ti y a los otros. Una vez me dijiste que habías nacido en la nave, pero los otros hablaban como marinos, excepto Sidero, y tú no.

—Purn y Gunnie son de Urth.

—Además, cuando te pregunté cómo llegar a la cocina, hiciste que me perdiera. Pensabas seguirme y cuando tuvieras la ocasión matarme, pero encontré mi camarote y eso debió parecerte mejor. Podrías esperar a que me durmiera y convencer a la cerradura de que te dejase entrar. Siendo tripulante no te habría sido difícil, supongo.

Idas asintió.

—Llevé herramientas y le dije que me habían mandado a reparar un cajón.

—Pero yo no estaba. Cuando salías te paró el camarero. ¿Qué habías estado buscando?

—Tu carta, la carta para el hierogramato que te dio uno de los acuástores de Urth. La encontré y la quemé allí mismo, en el camarote. —La voz había cobrado un matiz triunfal.

—Encontrar eso no te habría costado nada. Tú buscabas algo más, algo que pensabas que estaría escondido. Si no me dices qué era, dentro de un momento te voy a hacer mucho daño.

Sacudió la cabeza.

—¿Puedo sentarme?

Asentí, esperando que se sentara en el baúl o la litera vacía, pero se dejó caer en el suelo, al fin niña de veras pese a su altura.

—Hace un rato —continué— me pediste varias veces que encendiera la luz. Después de la segunda no era difícil imaginar que querías asegurarte de darme una puñalada mortal. Así que usé las palabras navío y pelágico porque los esclavos de Abaia las emplean de contraseña; hace mucho, alguien que pensó un momento que quizá fuera de los vuestros me dio una tarjeta diciendo que lo encontraría en la calle del Bajel; y una vez Vodalus, tal vez hayas oído hablar de él, me dio un mensaje para alguien que debía decirme «El navío pelágico avista…».

No terminé la cita. En esa nave donde todo lo pesado era tan leve, la niña cayó hacia delante muy lentamente, y sin embargo lo bastante rápido para que la cabeza diera en el suelo con un ruido blando. Estoy seguro de que había estado muerta casi desde el comienzo de mi jactancioso discursito.

VIII — La manga vacía

Demasiado tarde ya, me moví rápidamente: tendí a Idas de espaldas, le busqué el pulso, le golpeé el pecho para renovar la vida del corazón, todo perfectamente inútil. No encontré el pulso, pero sí un vaho de veneno en la boca.

Tenía que haberlo llevado escondido. No en la camisa, a menos que se hubiera deslizado la cápsula en los labios mientras estaba oscuro para romperla y tragar si fracasaba. En el pelo, quizás (aunque era demasiado corto para esconder algo), o en la faja de los pantalones. De cualquiera de esos lugares le habría sido fácil llevárselo disimuladamente a la boca mientras se restañaba la sangre del brazo.

Recordando lo que había pasado cuando intentaba reanimar al camarero, no me atreví a hacer otra prueba. Revisé el cuerpo, pero no encontré casi nada aparte de nueve chrisos de oro, que puse en el bolsillo de la vaina. Ella me había dicho que había dado un chrisos para que la ayudasen; parecía razonable suponer que Abaia (o quienquiera de sus agentes que la hubiese enviado) le había suministrado diez. Cuando abrí las botas con el cuchillo, descubrí que los pies que ocultaban eran grandes y palmípedos. Rebané las botas en trocitos, hurgándolas como un par de guardias antes había hurgado ella mis pertenencias, pero no tuve más éxito.

Sentado en la litera, contemplando su cuerpo, me resultó extraño haberme dejado engañar, aunque al principio sin duda había sido así, no tanto por Idas como por el recuerdo de la ondina que me había librado de los nenúfares del Gyoll y acercado al vado. La ondina era una giganta; por eso yo había visto a Idas como un joven larguirucho, no como una niña gigante, por más que en la torre de Calveros hubiese visto encerrado a un niño parecido: un varón, y mucho más joven.

El pelo de la ondina era verde, no blanco; tal vez eso lo explicara casi todo. Yo tendría que haberme dado cuenta de que ni en hombres ni en animales con cabello o pelaje se encuentra un verde tan vívido y auténtico, y que cuando parece darse es efecto de las algas, como en la sangre del hombre verde de Saltus. Si dejamos una soga colgando en un estanque, no tarda en volverse verde; qué estúpido había sido.

Había que dar parte de la muerte de Idas. Lo primero que pensé fue hablar con el capitán, y asegurarme de que me prestara atención contactándolo a través de Barbatus o Famulimus.

No bien había cerrado la puerta comprendí que esa presentación era imposible. La conversación en el camarote había sido el primer encuentro de ellos conmigo; y por lo tanto el último mío con ellos. Tendría que llegar al capitán de otra forma, establecer mi identidad e informar de lo ocurrido. Idas había dicho que las reparaciones se estaban haciendo abajo; seguro que debía haber un oficial de turno. Una vez más bajé los sinuosos escalones, ahora hasta más allá de las jaulas de los inclusos, hacia una atmósfera aún más húmeda y caliente.

Por absurdo que pareciera, de algún modo sentí que mi peso, apenas ligero en el andén de mi cabina, disminuía más a medida que bajaba. Antes, durante la escalada por los cordajes, lo había notado menguar con el ascenso; de lo cual se deducía que habría tenido que aumentar según iba descendiendo de un nivel a otro en las entrañas de la nave. Sólo puedo decir que no era éste el caso, o al menos que no me parecía así sino al revés.

Pronto oí pasos en la escalera que tenía debajo. Si algo había aprendido en las últimas guardias, era que cualquier extraño que me cruzara al azar intentaría matarme. Me detuve a escuchar y saqué la pistola. Conmigo se detuvo el débil retumbo metálico; luego volvió a sonar, rápido y desparejo, el ruido de alguien que subía corriendo y tropezaba. En un momento hubo un estrépito, como de una espada o un casco caídos, y otra pausa hasta que se reanudaron los pasos vacilantes. Yo estaba bajando hacia algo de lo cual otro huía; de eso no parecía haber dudas. El sentido común me indicaba que huyera también, pero me demoré, demasiado orgulloso y tonto como para retroceder mientras no conociera el peligro.

No tuve que demorarme mucho. Al cabo de un momento entreví abajo un hombre con armadura que trepaba con prisa febril. Un momento más y sólo nos separaba un tramo, con lo que lo vi bien; le faltaba el brazo izquierdo, y, por cierto, al parecer se lo habían arrancado porque del brazal pulido aún colgaban unos jirones sangrantes.

Había pocas razones para temer que ese hombre herido y espantado me atacara, y muchas más para suponer que iba a escapar si yo le parecía peligroso. Enfundé la pistola y lo llamé, preguntándole qué pasaba y si podía ayudarlo.

Se detuvo y alzó la cara cubierta por el visor. Era Sidero y estaba temblando.

—¿Eres leal? —gritó.

—¿A qué, amigo? No tengo intención de hacerte daño, si hablas de eso.

—¡A la nave!

No tenía sentido prometer lealtad a un mero artefacto de los hieródulos, por grande que fuese; pero, obviamente, no era momento de discutir abstracciones.

—¡Por supuesto! —exclamé—. Hasta la muerte, si es preciso. —Rogué por dentro que el maestro Malrubius, que en un tiempo me había intentado enseñar algo sobre las lealtades, supiera perdonarme.

Sidero volvió a subir los escalones, esta vez con algo más de calma y lentitud, pero todavía trastabillando. Ahora que lo veía mejor, comprendí que el chorreante fluido oscuro que había creído sangre humana era demasiado viscoso, y menos carmesí que verde negruzco. Los jirones que había tomado por carne hecha pedazos eran cables mezclados con una especie de algodón.

Sidero era un androide, entonces, un autómata con forma humana como había sido mi amigo Jonas. Aunque me reproché no haberme percatado antes, el descubrimiento fue un alivio. En el camarote ya había visto bastante sangre.

A esas alturas Sidero ya se acercaba al descanso donde yo estaba. Cuando llegó se detuvo, balanceándose. En ese tono rudo e imperioso que uno adopta inconscientemente para dar confianza, le dije que me dejara verle el brazo. Lo hizo, y yo reculé atónito.

Si meramente escribiera que era hueco, daría la impresión de que era hueco como se dice que es la osamenta. Más exactamente, estaba vacío. Los cablecitos y flecos de fibra empapada en líquido oscuro salían de la circunferencia de acero. Dentro no había nada; absolutamente nada.

—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunté—. No tengo experiencia en tratar heridas como ésta.

Pareció dudar. Yo habría dicho que el rostro cubierto por el visor era incapaz de expresar emoción; y sin embargo se las ingeniaba para hacerlo mediante movimientos angulares y el juego de sombras de las facciones.

—Tendrás que hacer exactamente lo que yo te diga. ¿Lo harás?

—Por supuesto —dije—. No hace mucho, confieso, juré que algún día iba a empujarte de una altura como me empujaste tú a mí. Pero no me vengaré de un hombre herido. — Entonces recordé cuánto había querido el pobre Jonas que lo considerasen un hombre, como por cierto lo considerábamos yo y muchos otros, y de hecho ser un hombre.

—Debo confiar en ti —dijo él.

Dio un paso atrás y el pecho —todo el torso— se le abrió como un gran capullo de acero. Y se abrió al vacío, sin revelar nada.

—No entiendo —le dije—. ¿Cómo voy a ayudarte?

—Mira. —Con la mano que le quedaba señaló la superficie interna de una de las placas como pétalos que formaban el pecho vacío—. ¿Ves algo escrito?

—Sí, líneas y símbolos de muchos colores. Pero no puedo leerlos.

Entonces me describió cierto símbolo complejo y los que lo rodeaban, y después de buscar un poco lo encontré.

—Inserta allí un metal afilado. Gíralo a la derecha un cuarto de vuelta, no más.

La ranura era muy angosta, pero mi cuchillo de caza tenía una punta de aguja que yo había limpiado en la camisa de Idas. Encajé esa punta en el lugar que Sidero me había indicado y la hice girar como me había dicho. La fuga de líquido oscuro disminuyó.

Sideros me describió un segundo símbolo en otra placa; y mientras yo la buscaba me atreví a decirle que nunca había oído ni leído nada sobre seres como él.

—Hadid o Hierro te lo podrían explicar mejor. Yo cumplo mis deberes. No pienso en esas cosas. No a menudo.

—Comprendo —dije.

—Tú te quejas de que te empujé. Lo hice porque no atendías mis instrucciones. He aprendido que en la nave los hombres como tú son un riesgo. Si se hacen daño, no es más que el que me harían a mí. ¿Cuántas veces dirías que hombres así han intentado destruirme?

—No tengo idea —dije, todavía escrutando la placa en busca del símbolo.

—Yo tampoco. Aquí entramos en el Tiempo, y luego salimos y volvemos a entrar. El capitán dice que hay una sola nave. Todas las naves que saludamos entre las galaxias o los soles son esta nave. ¿Cómo voy a saber cuántas veces lo han intentado, cuántas veces tuvieron éxito?

Pensé que se estaba volviendo irracional, y entonces encontré el símbolo. Una vez que hube ajustado la punta del cuchillo a la ranura y giré la hoja, la filtración se redujo a casi nada.

—Gracias —dijo Sidero—. Estaba perdiendo mucha presión.

Le pregunté si no tenía que beber fluido para reponer el que había perdido.

—A la larga sí. Pero ahora tengo de nuevo mi fuerza, y cuando hagas el último ajuste la tendré toda. —Me dijo dónde estaba y qué hacer.

—Me preguntaste cómo llegamos a existir. ¿Sabes cómo llegó a existir tu raza?

—Sólo sé que éramos animales y vivíamos en los árboles. Eso dice el mistes. No monos, porque monos sigue habiendo. Tal vez algo parecido a los zoántropos, aunque más pequeños. Los zoántropos siempre andan por las montañas, me he fijado, y allí trepan a los árboles de la selva de altura. El caso es que esos animales se comunicaban entre sí, como hacen incluso el ganado o los lobos, por medio de ciertos gritos y movimientos. Finalmente, por la voluntad del Increado, resultó que los que se comunicaban mejor lograron sobrevivir y los que lo hacían mal perecieron.

—¿No hay nada más?

Sacudí la cabeza. —Los que se comunicaban tan bien que podía decirse que hablaban fueron hombres y mujeres. Eso seguimos siendo nosotros. Las manos se nos hicieron para asirse a las ramas, los ojos para ver la próxima rama al pasar de un árbol a otro, las bocas para hablar y masticar fruta y pichones. Así siguen siendo. ¿Y tu especie qué?

—Como la tuya, en gran parte. Si es cierto lo que se cuenta, los maestres querían protegerse del vacío, de los rayos destructores, las armas de los hostiles y otras cosas. Se construyeron cobijos duros. También querían ser más fuertes para la guerra y el trabajo en la nave. Entonces nos pusieron el líquido que viste para que moviéramos los brazos y las piernas como ellos quisiesen, pero con más fuerza. Nos lo pusieron en los genatores, debería haber dicho. Como necesitaban comunicarse, agregaron circuitos parlantes. Después más circuitos para que pudiéramos hacer una cosa mientras ellos hacían otra. Controles para que pudiéramos hablar y actuar aun cuando ellos no pudiesen. Hasta que al fin llegamos a tener reserva de habla y aun actuar sin un maestre dentro. ¿No consigues encontrarlo?

—¡En un momento lo tengo! —le dije. La verdad es que lo había encontrado hacía ya un rato, pero quería que siguiera hablando—. ¿Quieres decir que los oficiales de la nave os utilizan como si fueseis ropa?

—Ahora no muy a menudo. La marca es como una estrella, con otra marca derecha al lado.

—Ya lo sé —dije, pensando qué podía hacer y estudiando la cavidad. Pensé que el cinturón, con el cuchillo y la pistola en su funda, no iba a caber; pero sin estas cosas podría muy bien meterme dentro.

Le dije a Sidero: —Espera un poco. Si quiero encontrarlo voy a tener que trabajar agachado. Estas cosas se me están clavando en los dedos. —Me quité el cinturón y lo dejé en el suelo, junto con la vaina y la pistola.— Sería más fácil si te acostaras.

Así lo hizo, y ahora que ya no sangraba como antes, con más rapidez y gracia de lo que yo hubiera pensado.

—Date prisa. No puedo perder tiempo.

—Escucha —le dije—, si hubiera alguien persiguiéndote, a estas alturas ya estaría aquí, y yo no oigo a nadie alrededor. —Mientras fingía estar ocupado, yo pensaba furiosamente; la idea parecía una locura, pero si resultaba me daría protección y un disfraz. Había usado armadura muy a menudo. ¿Por qué no usar una armadura mejor?

—¿Crees que me he librado de ellos?

Oí lo que decía Sidero pero apenas le presté atención. Antes yo había hablado sin escuchar; ahora había algo que escuchar, y después de escucharlo reconocí qué era: un lento batir de grandes alas.

IX — El aire vacío

La punta de mi cuchillo ya había encontrado la ranura. La hice girar mientras me arrancaba la capa y rodé adentro del cuerpo abierto de Sidero. No intenté siquiera ver qué clase de criatura movía esas alas hasta que hube metido la cabeza dentro de la de él, con cierto esfuerzo, y pude mirar por el visor.

Tampoco entonces vi nada, o casi nada. El pozo de aire, que a esa profundidad había estado antes bastante despejado, ahora parecía lleno de niebla; algo había hecho bajar el aire fresco de los niveles superiores, mezclándolo con el aire tibio, húmedo y rezumante que respirábamos. Algo que ahora enturbiaba la niebla, como si la revolviera un millar de fantasmas.

Yo ya no oía las alas ni ninguna otra cosa. Lo mismo habría dado tener la cabeza encerrada en una polvorienta caja de caudales y espiar por la cerradura. Entonces sonó la voz de Sidero, pero no en mi oído.

Realmente no sé cómo describirlo. Sé bien lo que es tener pensamientos ajenos en la mente: los de Thecla y los del antiguo Autarca entraron en la mía antes de que los incorporara a mi vida. Pero no era eso. Y sin embargo tampoco era lo que yo entendía por oír. Lo más aproximado que se me ocurre es que detrás del oído hay otra cosa que oye; y que la voz de Sidero estaba allí, alcanzándome sin pasar por el oído.

—Puedo matarte.

—¿Después de que te he reparado? He conocido ingratitudes, pero ninguna tan honda.

El pecho se le había cerrado firmemente, y pugné por meter las piernas en las suyas, haciendo fuerza con las manos apoyadas en los huecos de los hombros. Si me hubiese quedado fuera un momento más, me habría quitado las botas; entonces habría sido fácil. Tal como estaban las cosas, tenía la sensación de haberme fracturado los dos tobillos.

—¡No tienes derechos sobre mí!

—Tengo todos los derechos. Te hicieron para proteger a los hombres, y yo era un hombre falto de protección. ¿No oíste las alas? No vas a hacerme creer que hay una criatura como ésa libre en la nave.

—Han soltado a los inclusos.

—¿Quién? —Por fin se me había acomodado la pierna sana. Con la coja tendría que haber sido más fácil porque se le habían acortado los músculos; pero por más que me esforzaba no conseguía empujarla hacia abajo.

—Los guiñadores.

Me sentí doblado hacia delante como a veces pasa en la lucha; Sidero se estaba sentando. Se levantó, y al ponerse en pie permitió que mi pierna derecha se estirara. Después fue fácil meter el brazo izquierdo. Con la misma facilidad entró el derecho, pero asomó por el brazal destrozado, protegido solamente en el hombro.

—Así esta mejor —dije—. Espera un momento.

En cambio Sidero se lanzó escaleras arriba, ahora capaz de subir tres peldaños de una zancada.

Me frené, di media vuelta y volví a bajar.

—Te mataré por esto.

—¿Por volver por mi cuchillo y mi pistola? Creo que no deberías; tal vez los necesitemos. —Me agaché a recogerlos, el cuchillo con la derecha, la pistola con la izquierda dentro de la mano de Sidero. Parte del cinturón se había metido en la rejilla del piso; pero lo recuperé sin dificultad, inserté la vaina y la pistolera y lo abroché a la cintura de Sidero sin dejar un pulgar de espacio.

—¡Sal!

Le ajusté mi capa a los hombros.

—Sidero, aunque no me creas yo también he tenido gente dentro. Puede llegar a ser agradable y útil. Porque estoy donde estoy tenemos brazo derecho. Tú dijiste que eras leal a la nave. Yo también. Vamos a…

Algo pálido se desprendió de la niebla pálida. Las alas eran traslúcidas como las de los insectos, pero más flexibles que las de un murciélago. Y eran enormes, tan anchas que envolvían el descanso donde estábamos como cortinas de catafalco.

De pronto volví a oír. Sidero había activado los circuitos que transmitían el sonido a mis oídos, o quizá estaba demasiado aturdido para impedir que funcionaran. Como fuese, oí el viento que esas alas grandes y fantasmales hacían bramar a nuestro alrededor, un siseo como el templado de mil espadas.

Tenía la pistola en la mano, aunque no conciencia de haberla sacado. Busqué desesperadamente algo a lo cual disparar, garras o cabeza. No había nada, y sin embargo algo me aferró las piernas y me levantó, y también a Sidero, como un niño levanta un muñeco. Disparé a ciegas. En las titánicas alas se abrió un hendidura —ah, pero qué hendidura más pequeña—, los bordes apenas definidos por una estrecha banda de negro quemado.

La baranda me dio en las piernas. En ese momento volví a disparar y olí humo.

Parecía como si ardiese mi propio brazo. Di un grito. Sidero estaba luchando con la criatura alada sin mi voluntad. Había sacado el cuchillo de caza, y por un instante temí que me hubiera apuñalado el brazo, que el dolor ardiente que sentía fuese de sudor entrando en una herida. Se me ocurrió volver la pistola contra él; entonces me di cuenta de que mi mano estaba dentro de la suya.

Una vez más fui presa del horror del Revolucionario. Yo luchaba por destruirme a mí mismo y ya no sabía si era Severian o Sidero, Thecla para vivir o Thecla para morir. Giramos, cabeza abajo.

Caímos. Fue de un terror indescriptible. Intelectualmente, yo sabía que en la nave sólo podíamos caer con lentitud. Y sin embargo estábamos cayendo, y el aire silbaba más y más rápido, y la pared del pozo de aire era una mancha oscura.

Había sido todo un sueño. Qué extraño parecía. Yo había subido a una nave con cubiertas en todos los lados; me había metido en un hombre de metal. Ahora por fin estaba despierto, tendido en la helada ladera de una montaña, más allá de Thrax, viendo dos estrellas y en la duermevela imaginando que eran ojos.

El brazo izquierdo se me había acercado mucho al fuego, pero no había fuego. Entonces lo que quemaba tanto era el frío. Valeria me llevó a un suelo más blando.

Estaba sonando la campana más grave del campanario. El campanario se había alzado por la noche, en una columna de fuego, y al alba se había instalado junto a Acis. La garganta de hierro de la gran campana les gritaba a las rocas y ellas resonaban alargando el eco.

Dorcas había puesto la grabación de «Campanas graves entre bastidores». ¿Había dado a luz mis últimas líneas? «Desde hace largo tiempo se dice que en tiempos futuros la muerte del sol viejo destruirá Urth. Pero de la tumba saldrán monstruos, un pueblo nuevo y el Sol Nuevo. La vieja Urth nacerá como una mariposa de la crisálida seca, y la Urth Nueva se llamará Ushas.» ¡Qué fanfarrón! Exit el Profeta.

En las alas me esperaba la mujer alada del libro del padre Inire. Golpeó las palmas una vez más, formalmente, como una gran dama llamando a su doncella. Cuando se separaron, apareció entre las dos un punto de luz blanca, caliente y llameante. Tuve la impresión de que ese punto era mi rostro, y mi rostro una máscara que lo miraba.

El antiguo Autarca, que vivía en mi mente pero rara vez hablaba, murmuró a través de mis labios hinchados: «Busca otra…».

Pasaron doce jadeos antes de que entendiese lo que nos había dicho: que era hora de rendir este cuerpo a la muerte, tiempo de que también nosotros —Severian y Thecla, él mismo y todos los que estaban a su sombra— avanzáramos hacia la sombra. Tiempo de que encontráramos a otro.

Yacía entre dos grandes máquinas ya rociadas de un lubricante oscuro. Casi cayéndome, me agaché a explicarle qué debía hacer.

Pero estaba muerto, la cicatriz de la mejilla fría al tacto, la pierna mustia quebrada, el hueso blanco asomando entre la piel. Con mis dedos le cerré los ojos.

Alguien se acercaba con pasos rápidos. Antes de que me alcanzara ya tenía a algún otro junto al hombro, una mano detrás de mi cabeza. Le vi la luz de los ojos, le olí el almizcle de la cara peluda. Me acercó una copa a los labios.

Probé, esperando que fuese vino. Era agua; pero agua pura, fría, que me supo mejor que cualquier vino.

—¡Severian! —dijo una cavernosa voz femenina, y un corpulento marinero se acuclilló a mi lado. Sólo cuando volvió a hablar comprendí que la voz había sido la de ella—. Estás bien. Nos llevamos… Me llevé un susto… —Le faltaban las palabras y en vez de hablar me besó; mientras lo hacía, la cara peluda nos besó a los dos. Fue un beso rápido, pero el de ella duraba y duraba.

Me dejó sin aliento.

—Gunnie —dije, cuando por fin me soltó.

—Bien, ¿cómo te sientes? Tuvimos miedo de que te murieras.

—Yo también. —Ya me había sentado, aunque era lo único que podía hacer. Me dolían todas las coyunturas, más me dolía la cabeza, y parecía que me hubiesen puesto el brazo derecho al fuego. La manga de la camisa de terciopelo colgaba en guiñapos y me habían untado la piel con un ungüento marrón.— ¿Qué me pasó?

—Parece que te caíste por el espiráculo… Allí te encontramos. Mejor dicho, te encontró Zak. Y fue a buscarme. —Gunnie movió la cabeza hacia el enano peludo que me había acercado la copa de agua. Antes de eso, supongo que te fulminó algo.

—¿Me fulminó?

—Hubo algún cortocircuito y el arco te quemó. A mí me pasó lo mismo. Mira. —Llevaba una camisa de trabajo gris; se la abrió lo suficiente para mostrarme que tenía la piel entre los pechos chamuscada y cubierta con el mismo ungüento.— Yo estaba trabajando en la central eléctrica. Cuando me quemé me mandaron a la enfermería. Allí me pusieron esto y me dieron un tubo para que siguiera usándolo… Supongo que por eso me buscó Zak. No estás oyendo nada, ¿no?

—Creo que no. —Las paredes de raros ángulos habían empezado a dar vueltas, a girar con lenta dignidad como los cráneos que una vez se habían columpiado a mi alrededor.

—Recuéstate de nuevo que iré a traerte algo de comer. Zak vigilará por si vienen guiñadores. De todos modos parece que hasta aquí no llegó ninguno.

Sentí que debería haberle hecho cien preguntas. Pero mucho más quería echarme a dormir, si el dolor me lo permitía; y antes de pensarlo dos veces ya estaba acostado y medio dormido.

Luego volvió Gunnie con un tazón y una cuchara.

—Atole —me dijo—. Cómetelo. —Sabía a pan rancio hervido en leche, pero estaba caliente y caía bien al estómago. Creo que antes de dormirme de nuevo comí la mayor parte.

Cuando volví a despertarme, el dolor ya no era aquel terrible tormento. Los dientes que había perdido seguían faltando y la boca y la mandíbula me ardían; a un lado de la cabeza tenía un chichón como un huevo de paloma y pese al ungüento se me empezaba a agrietar el brazo derecho. Hacía más de diez años que el maestro Gurloes o uno de los oficiales me había azotado, y descubrí que ya no era tan hábil en desprenderme del dolor.

Procuré distraerme examinando los alrededores. El lugar donde estaba no parecía tanto una cabina como una hendidura en un gran mecanismo, uno de esos lugares, aunque ampliado varias veces, donde se encuentran objetos que parecen llegados de ninguna parte. El techo tenía al menos diez anas de altura y era inclinado. No había puerta que preservara la intimidad o repeliera a los intrusos; desde un rincón entraba un pasillo libre.

Yo estaba acostado en una pila de trapos limpios cerca del rincón opuesto en diagonal. Cuando me senté a mirar en torno, el enano peludo que Gunnie llamaba Zak surgió de las sombras y se acuclilló a mi lado. No habló, pero la postura expresaba preocupación por mi bienestar. Le dije: —Estoy bien, descuida —y con eso se tranquilizó.

La única luz de la cámara entraba por el pasillo; recurrí a ella para examinar lo mejor posible a mi enfermero. Me pareció no tanto un enano como un hombre pequeño, es decir, no tenía una desproporción marcada entre las extremidades y el torso. La cara no era muy distinta de la de cualquier hombre, salvo por la mata de pelo que la ocultaba demasiado, la lujuriosa barba castaña y un bigote más lujurioso aún, ninguno de los cuales parecía haber sido sometido nunca a la tijera. La frente era baja, la nariz algo chata y la barbilla (hasta donde podía imaginarse) menos que prominente. Sin duda era un hombre, debería añadir, y por cierto que totalmente desnudo salvo por la gruesa capa de vello; pero cuando me vio mirarle la entrepierna tomó un trapo de la pila y se lo anudó a la cintura como un delantal.

Con cierta dificultad me puse en pie y eché a renquear por la habitación. Corriendo, él se me adelantó y fue a plantarse en el umbral. Allí todas las líneas de su cuerpo me recordaron a un criado que había visto refrenando a un exultante borracho; me pedía que no hiciese lo que pensaba y al mismo tiempo anunciaba la decisión de su dueño de impedírmelo por la fuerza si insistía.

Yo no era capaz entonces de ningún tipo de esfuerzo y aún menos de despertar en mí ese ánimo temerario que nos predispone a pelear con los amigos cuando no hay adversarios a mano. Titubeé. Él señaló el pasillo y, en un gesto inconfundible, se pasó un dedo por la garganta.

—¿Hay peligro allí? —pregunté—. Probablemente tienes razón. Al lado de esta nave, algunos campos de batalla que he visto parecerían parques públicos. De acuerdo, no saldré.

Con los labios lastimados me costaba hablar, pero al parecer me había entendido y al cabo de un momento sonrió.

—¿Zak? —pregunté señalándolo.

Volvió a sonreír y asintió.

Me toqué el pecho: —Severian.

—¡Severian! —Mostrando unos dientes pequeños y agudos, interpretó con una sonrisa una breve danza de alegría. Alegre todavía, me tomó del brazo izquierdo para llevarme de vuelta a la pila de trapos.

Aunque la mano era morena, parecía brillar tenuemente en la penumbra.

X — Interludio

—Tienes un buen golpe en la cabeza —me dijo Gunnie. Estaba junto a mí, sentada, mirándome comer estofado.

—Lo sé.

—Tendría que haberte llevado a la enfermería, pero andar por afuera es peligroso. Nadie querría ir a ningún lado que otros conozcan.

Asentí. —Menos todavía yo. Dos individuos han intentado matarme. Quizá tres. Posiblemente cuatro.

Me miró como si sospechara que la caída me había tocado el seso.

—Lo digo muy en serio. Uno fue tu amiga Idas. Ahora está muerta.

—Ten, toma un poco de agua. ¿Estás diciendo que Idas era una mujer?

—Sí, una chica.

—¿Y yo no lo sabía? —Gunnie dudó.— ¿No te lo estás inventando?

—Eso no importa. Lo que importa es que trató de matarme.

—Y tú la mataste a ella.

—No, se mató sola. Pero hay por lo menos otro y puede que más de uno. Sin embargo tú no estabas hablando de ellos, Gunnie. Creo que te referías a los que mencionó Sidero, los guiñadores. ¿Quiénes son?

Se frotó con los índices los bordes de los ojos, el equivalente femenino de un gesto de los hombres, rascarse la cabeza.

—No sé explicarlo. Ni siquiera sé si lo entiendo.

Yo dije: —Inténtalo, Gunnie, por favor. Puede ser importante.

Al oír la urgencia de mi tono, Zak abandonó la tarea de vigilar el pasillo y me echó una mirada de preocupación.

—¿Sabes cómo viaja esta nave? —me preguntó Gunnie—. Entrando en el Tiempo y volviendo a salir, y a veces hasta el fin del universo e incluso más lejos aún.

Asentí, rascando el tazón.

—No sé cuántos tripulantes somos. A ti te sonará gracioso, pero no lo sé. La nave es enorme, te das cuenta. El capitán nunca nos reúne a todos. Se tardaría demasiado; para ir todos al mismo lugar habría que caminar días enteros y mientras tanto no habría nadie haciendo el trabajo.

—Comprendo —dije yo.

—Firmamos y nos llevan a una u otra zona. Y allí nos quedamos. Conocemos a los que ya están allí, pero hay muchísimos más que no vemos nunca. El castillo de proa que hay arriba de donde está mi cabina no es el único. Hay otros, montones. Cientos, quizá miles.

—Te pregunté por los guiñadores.

—Estoy intentando contarte. En esta nave es posible que alguien, cualquiera, se pierda para siempre. Y quiero decir lo que digo, para siempre, porque la nave va y viene y con eso al tiempo le pasan cosas raras. Algunos envejecen en la nave y mueren, pero otros trabajan mucho y no envejecen nunca y ganan carradas de dinero, hasta que al fin la nave atraca y se encuentran con que es casi la misma hora que cuando embarcaron, y bajan y resulta que son ricos. Otros se vuelven viejos un rato, y luego más jóvenes. — Vaciló un momento, temerosa de hablar más; luego dijo:—A mí me pasó eso.

—Tú no eres vieja, Gunnie —le dije.

—Soy vieja aquí —dijo ella, y tomándome la mano izquierda se la llevó a la frente—. Aquí, Severian. Me han pasado tantas cosas que quiero olvidar. No sólo olvidar: quiero volver a ser joven. Cuando una bebe o toma drogas, olvida. Pero lo que te ha pasado sigue estando aquí, en tu forma de pensar. ¿Entiendes de qué hablo?

—Muy bien —le dije. Me solté y le tomé una mano.

—Pero, ¿sabes?, como esas cosas suceden, y los marineros las conocen y las cuentan aunque la mayoría de los de tierra firme no las crean, a la nave suben algunos que en realidad no son marineros y no quieren trabajar. O a veces un marinero se pelea con un oficial y le levantan un acta de castigo. Entonces va y se une a los guiñadores. Los llamamos así porque es lo que se dice cuando una nave toma un rumbo que no quieres… Guiña.

—Comprendo —dije de nuevo.

—Algunos se quedan en un solo lugar, me parece, como nos quedamos nosotros aquí. Otros andan por ahí buscando dinero o pelea. En eso viene uno a tu mesa y empiezan las discusiones. A veces pueden aparecer tantos que nadie quiere problemas, así que haces de cuenta que son tripulantes, y comen y si tienes suerte se van.

—Pues estás diciendo que son marinos comunes que se han rebelado contra el capitán. —Mencioné al capitán porque después quería preguntarle por él.

—No. —Gunnie sacudió la cabeza.— No siempre. La tripulación viene de distintos mundos, incluso de otras galaxias y puede que de otros universos. De esto yo no sé nada seguro. Pero lo que para ti y para mí es un marino común para otro podría ser algo muy raro. Tú eres de Urth, ¿no?

—Sí.

—Yo también, y la mayoría de los que hay aquí. Nos juntan porque hablamos igual y pensamos lo mismo. Pero quizá si fuéramos a otro castillo de proa sería todo diferente.

—A mí me pareció que había viajado mucho —le dije, riéndome por dentro de mí mismo—. Ya veo que no tanto como creía.

—Sólo salir de la zona donde los marineros son más o menos como nosotros te llevaría varios días. Pero los guiñadores que andan por ahí se mezclan con todos; algunas veces se pelean entre ellos; pero otras forman pandillas de tres o cuatro clases diferentes. A veces se aparean, y la mujer tiene hijos como Idas. Pero generalmente los hijos no pueden tener hijos. Eso me han contado.

Echó una elocuente mirada hacia Zak y yo murmuré: —¿Es uno de ellos?

—Tiene que serlo. Como te encontró y fue a buscarme, pensé que no había problema en dejarte con él mientras iba por comida. No sabe hablar, pero no ha hecho nada, ¿no?

—No —contesté—. Se ha portado muy bien. En tiempos antiguos, Gunnie, los pueblos de Urth viajaban entre los soles. Muchos terminaban por volver a casa, pero muchos otros se quedaban en algún otro mundo. A estas alturas los mundos hetrocnos tienen que haber remodelado la humanidad para conformarla a sus propias esferas. En Urth, los mistes saben que cada continente tiene su propia pauta para la humanidad, de modo que, si un pueblo pasa a vivir de un continente a otro, en poco tiempo, cincuenta generaciones o así, terminará pareciéndose a los habitantes originales. Las pautas de los mundos pueden ser muy diferentes; y sin embargo yo creo que la raza humana seguirá siendo humana.

—No digas «A estas alturas» —dijo Gunnie—. No sabes qué sería el tiempo si parásemos en algún sol. Severian, hemos hablado mucho y tú pareces cansado. ¿No quieres acostarte?

—Sólo si te acuestas tú también —dije—. Estás tan cansada como yo, o más. Has estado por ahí buscándome comida y remedios. Descansa, y cuéntame más sobre los guiñadores. —En realidad yo me sentía lo bastante repuesto como para tener deseos de abrazar a una mujer y hasta enterrarme en una mujer; y con muchas mujeres, de las cuales Gunnie, pienso, era una, no hay mejor forma de acceder a la intimidad que permitiéndoles hablar y escuchándolas.

Se tendió a mi lado.

—Ya te he dicho todo lo que sé. La mayoría son marineros estropeados. Algunos son hijos de ellos, que nacen en la nave y viven escondidos hasta que tienen edad de luchar. ¿Recuerdas cómo capturamos al incluso?

—Claro —dije.

—Aunque hay más animales que cualquier otra cosa, no todos los ingresados lo son. A veces son gente, y a veces sobreviven y se meten en la nave, donde hay aire. —Hizo una pausa y dejó escapar una risita.— ¿Sabes?, en los mundos de los inclusos los demás deben preguntarse adónde habrán ido a parar. Sobre todo cuando son importantes.

Era extraño oír esa risita en una mujer tan corpulenta y yo mismo sonreí, cuando sonrío tan rara vez.

—También hay quien dice que ciertos guiñadores llegan estibados con la carga, que son criminales que quieren escaparse de sus mundos y suben a bordo de esa manera. O que, aunque sean como nosotros, en sus mundos son animales y suben como carga viva. Yo pienso que en esos mundos nosotros seríamos animales.

El pelo de Gunnie, ahora cerca de mi cara, era de una fragancia penetrante; y se me ocurrió que difícilmente podía ser así siempre, que se había perfumado para mí antes de volver a nuestra hendidura.

—Algunos los llaman muditos porque muchos no saben hablar. A lo mejor tienen un idioma propio; pero con nosotros no hablan, y si pillamos uno tiene que hacerse entender por signos. Pero una vez Sidero dijo que mutista significa rebelde.

—Hablando de Sidero —le dije—, ¿estaba por ahí cuando Zak te llevó al fondo del pozo de aire?

—No. No había nadie más que tú.

—¿Viste mi pistola, o el cuchillo que me regalaste cuando nos conocimos?

—No, no había nada. ¿Cuando caíste los llevabas encima?

—Los llevaba Sidero. Esperaba que tuviese la honradez de devolvérmelos, pero al menos no me mató.

Gunnie meneó la cabeza volviéndola de un lado a otro sobre los trapos, proceso que puso una mejilla curva y fresca en contacto con la mía.

—No lo haría. A veces puede hacerse el duro, pero nunca he oído que matase a alguien.

—Yo creo que me golpeó cuando estaba inconsciente. No me parece que me haya lastimado la boca al caer. ¿Te conté que estaba dentro de él?

Se apartó para mirarme.

—¿De veras? ¿Eres capaz?

—Sí. A él no le gustó, pero pienso que está construido de tal forma que mientras yo estuviera consciente no habría podido expulsarme. Después de la caída se abrió sin duda para extraerme con el brazo sano. Fue una suerte que no me rompiera las piernas. Pienso que me golpeó después de haberme sacado. La próxima vez que nos encontremos lo mataré.

—Es una máquina —dijo Gunnie con suavidad. Deslizó la mano debajo de mi camisa desgarrada.

—Me sorprende que lo sepas —dije yo—. Habría dicho que lo tomabas por una persona.

—Mi padre era pescador, así que me crié en barcas. A las barcas se les dan nombre y ojos, y muchas veces se portan como personas y hasta cuentan cosas. Pero en realidad no son personas. A veces los pescadores son raros, pero mi padre solía decir que uno sabe cuando un hombre está loco de veras, porque si no le gustara su barca en vez de venderla la mandaría a pique. Las barcas tienen espíritu, pero hace falta algo más que espíritu para hacer una persona.

Pregunté: —¿Estuvo de acuerdo tu padre con que te emplearas en la nave?

—Se ahogó antes —dijo ella—. Todos los pescadores se ahogan. Yeso mató a mi madre. Voy a Urth muy a menudo, pero nunca más ha sido como cuando vivían ellos.

—¿Quién era Autarca en tu infancia, Gunnie?

—No lo sé —dijo ella—. En realidad esas cosas no nos preocupaban.

Sollozó. Procuré consolarla, y bien habríamos podido pasar rápida y naturalmente a hacer el amor; pero la quemadura le cubría la mayor parte del pecho y el abdomen, y aunque la acaricié, y ella a mí, también se interponía el recuerdo de Valerla.

Por fin ella dijo: —No te hizo daño, ¿no?

—No —dije—. Sólo lamento haberte hecho yo tanto daño.

—No me lo hiciste. Para nada.

—Sí, Gunnie. Los dos sabemos que fui yo quien te quemó en la pasarela, fuera de mi camarote.

La mano de ella buscó la daga, pero la había descartado al desvestirse. Estaba debajo de su ropa y muy fuera de su alcance.

—Idas me dijo que había contratado un marinero para que la ayudase a tirar el cadáver de mi camarero. Dijo un marinero, pero antes de decirlo titubeó. Tú trabajabas con ella, y aunque no supieses que era una muchacha, si no tenía amante habría sido natural que buscase la ayuda de una mujer.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —susurró Gunnie. No había vuelto a sollozar, pero en el rabillo de un ojo le vi una lágrima grande y redondeada como ella misma.

—Desde el principio, cuando me trajiste la pomada. Yo tenía el brazo expuesto, y lo quemaron los jugos digestivos de la criatura voladora. Era la única parte del cuerpo que no me protegía la cubierta metálica de Sidero y, por supuesto, al volver en mí fue lo primero que pensé. Tú dijiste que te había chamuscado una descarga de energía. Aunque los llevabas expuestos, tenías los brazos y la cara intactos. Las quemaduras estaban en lugares protegidos sin duda por la camisa y el pantalón.

Esperé a que hablase, pero no dijo nada.

—Aunque en la oscuridad yo pedí ayuda, no respondió nadie. Luego, para alumbrarme, disparé la pistola con el haz al mínimo. Disparé sosteniéndola al nivel del ojo, pero no vi lo que mostraba y el haz salió un poco inclinado. Tuvo que darte en la cintura. Mientras dormía fuiste a buscar a Idas, supongo, para venderme por otro chrisos. No la encontraste, claro. Ha muerto, y el cadáver está encerrado en mi cabina.

—Cuando gritaste quise responder —dijo Gunnie—. Pero lo que estábamos haciendo se suponía que era secreto. Yo sólo sabía que estabas perdido en la oscuridad, y pensaba que pronto volvería la luz. Entonces Idas me puso el cuchillo contra el cuello. Estaba justo detrás de mí, tan apretada que el disparo ni siquiera la hirió.

—Como fuera, quiero que sepas que cuando le revisé el cuerpo Idas tenía nueve chrisos. Los guardé en la vaina de ese cuchillo que encontraste. Sidero tiene mi cuchillo y mi pistola; si me los devuelves, puedes quedarte con el oro y en paz.

Después de eso Gunnie ya no quiso hablar. Yo fingí dormirme, aunque en realidad observaba por debajo de los párpados si hacía el intento de apuñalarme.

En cambio se levantó, se vistió y salió de la cámara pasando por encima del dormido cuerpo de Zak. Esperé mucho tiempo pero no volvió, y al fin me dormí yo también.

XI — Escaramuza

Aunque yacía en la nada del sueño, una parte de mí estaba despierta, flotando en el golfo de la inconciencia, que contiene a los no nacidos y a tantos de los muertos.

—¿Sabes quién soy?

Lo sabía, aunque no habría podido decir cómo.

—Es el capitán.

—Soy. ¿Quién soy?

—Maestro —dije, pues me pareció que yo era de nuevo un aprendiz—. Maestro, no comprendo.

—¿Quién es el capitán de la nave?

—Maestro, no lo sé.

—Soy tu juez. Se me ha confiado la tutela de este universo en flor. Me llamo Tzadkiel.

—Maestro —dije—, ¿esto es mi juicio?

—No. Y es mi juicio el que se avecina, no el tuyo. Has sido un rey guerrero, Severian. ¿Lucharás por mí? ¿Lucharás de corazón?

—De buena gana, maestro.

Mi voz pareció resonar en el sueño: «Maestro… maestro… maestro…». No hubo más respuesta que un eco estruendoso. El sol había muerto y yo estaba solo en la oscuridad glacial.

—¡Maestro! ¡Maestro!

Zak me estaba sacudiendo el hombro.

Me senté, pensando por un momento que hablaba más de lo que yo había imaginado.

—Quieto, estoy despierto —dije. Me imitó como un loro: —¡Quieto!

—¿Estaba hablando en sueños, Zak? Seguro que sí, para que hayas oído esa palabra. Recuerdo que…

Callé porque él había ahuecado una mano junto a la oreja. Yo también presté atención y oí gritos y un ruido de pies que se arrastraban. Alguien voceó mi nombre.

Zak salió por la puerta antes que yo, no tanto corriendo como impulsándose en un salto raso. Yo no le fui muy en zaga, y después de lastimarme las manos en la primera pared aprendí a torcer y golpear con los pies, como él.

Una esquina y otra, y divisamos un nudo de hombres en lucha. Un salto más nos metió entre ellos, yo sin saber qué bando era el nuestro ni si había alguno.

Un marinero que esgrimía un cuchillo en la mano izquierda se lanzó contra mí. Lo agarré como me había enseñado el maestro Gurloes y lo arrojé contra la pared: sólo entonces advertí que era Purn.

No había tiempo para excusas ni preguntas. La daga de un gigante añil me buscó el pecho. Le golpeé la gruesa muñeca con los dos brazos, y vi demasiado tarde una segunda daga oculta bajo la otra mano. Relampagueó. Intenté esquivarla; dos que forcejeaban me empujaron atrás y atisbé el corazón de acero del nenúfar azul de la muerte.

Como si para mí se hubieran suspendido las leyes de la naturaleza, la daga no bajó. El brazo del gigante siguió retrocediendo, puño y hoja siempre hacia atrás hasta que también él quedó doblado, el pecho hacia arriba, y oí el crujido de la espalda y el alarido brutal que dejó escapar cuando los huesos astillados lo desgarraron por dentro.

El mango de la daga sobresalía en la mano del gigante. Aferré el mango con una mano, y con la otra un arriaz, luego le quité el arma de un tirón y se la hundí en las costillas. Cayó hacia atrás como cae un árbol, primero lentamente, las piernas siempre rígidas. Colgándose del brazo erguido, Zak le arrancó la otra daga de forma muy semejante.

Cada una era grande como una espada corta, y nos sirvieron para causar bastante daño. Yo habría hecho más de no haber tenido que interponerme entre Zak y un marinero que lo creyó un guiñador.

Los combates así terminan tan de golpe como empiezan. Escapa uno, después otro y después los demás, pocos como son para seguir peleando. Eso fue lo que nos pasó a nosotros. Un guiñador de pelo enmarañado y dientes de átrox intentó hacerme soltar el arma con una maza de tubo. Le cercené casi la mano, lo apuñalé en la garganta… y me di cuenta de que salvo Zak y yo no quedaba ningún camarada. Un marinero pasó como una flecha apretándose el brazo ensangrentado. Echándole un grito a Zak, me fui tras él.

Si nos persiguieron, fue con poco celo. Huimos por una pasarela y a través de una cámara resonante que guardaba una maquinaria silenciosa, a lo largo de una segunda pasarela (rastreando a los que seguíamos por la sangre fresca en el suelo y las mamparas, y una vez por el cuerpo de un marinero), hasta una cámara menor donde había herramientas y bancos de trabajo y cinco marineros que rezongaban y maldecían mientras se vendaban unos a otros las heridas.

—¿Tú quién eres? —preguntó uno. Me amenazó con su puñal.

—Yo lo conozco —dijo Purn—. Es un pasajero. —Le habían vendado la mano izquierda con una gasa manchada de sangre y pegada con cinta adhesiva.

—¿Y éste? —el marinero del puñal señaló a Zak.

Yo dije: —Lo tocas y te mato.

—No es un pasajero —dijo el marinero, receloso.

—No te debo explicaciones y no doy ninguna. Si dudáis de que los dos solos podemos mataros a todos, ponednos a prueba.

Uno que aún no había hablado dijo: —Basta, Modan. Si el sieur responde por él…

—Responderé. Respondo.

—Con eso alcanza. Lo vi matar guiñadores y también vi a su amigo el peludo. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Decirme por qué los guiñadores os estaban matando, si es que lo sabéis. Me han dicho que en la nave siempre hay algunos. No pueden ser siempre tan agresivos.

El rostro del marinero, que había sido abierto y amistoso, se cerró, aunque pareciera que su expresión no había cambiado.

—Según he oído, sieur, les han dicho que liquiden a alguien que va a bordo en este viaje; el único problema es que no logran encontrarlo. No sé nada más. Quizá usted sepa más que yo, como le dijo el cerdo al carnicero.

—¿Quién les da órdenes?

El marinero había vuelto la cara. Paseé la mirada por el resto, hasta que al cabo Purn dijo:

—No sabemos. Si los guiñadores tienen un capitán, no lo hemos oído nombrar nunca.

—Ya. Me gustaría hablar con un oficial; no un oficial bajo como Sidero, sino un piloto.

El marinero llamado Modan dijo:

—Pues bendito sea, sieur: nosotros también. ¿Se imagina usted que sin jefe ni armas como la gente nosotros atacamos a ese montón de guiñadores? Éramos un piquete de trabajo, nueve hombres, y nos atacaron ellos. De ahora en adelante sólo vamos a trabajar con picas y una guardia de marinos.

Los otros asintieron.

—Sin duda podéis decirme dónde podría encontrar un piloto.

Modan se encogió de hombros.

—En la proa o la popa, sieur. Es lo único que puedo decirle. La mayoría de las veces están en uno de los dos lugares, que son los mejores para la navegación y las observaciones porque las velas no obstruyen tanto los instrumentos. En uno o en otro.

Recordé que en mi loca carrera entre las velas me había agarrado al cordaje del bauprés.

—¿Aquí no estamos muy lejos de la proa?

—Así es, sieur.

—¿Y cómo puedo llegar más adelante?

—Por allí. —Modan hizo un gesto.— Y como le dijo el mono al elefante, siga a su nariz.

—¿Pero no puedes decirme exactamente cómo ir?

—Podría, sieur, pero no sería de muy buena educación. ¿Quiere un consejo, sieur?

—Es lo que he estado pidiendo.

—Quédese con nosotros hasta que lleguemos a un lugar más seguro. Usted quiere un piloto. Cuando podamos lo llevaremos hasta él. Vaya por su cuenta y seguro que lo matan los guiñadores.

Purn dijo: —Cuando salga por esa puerta tome a la derecha hasta la escalera de cámara. Súbala y luego siga el pasillo más ancho. Siempre por ahí.

—Gracias —dije—. Vamos, Zak.

El peludo asintió; cuando estábamos fuera sacudió la cabeza y dijo: —Hombre malo.

—Lo sé, Zak. Tenemos que encontrar donde escondernos. ¿Entiendes? Tú mira de ese lado del corredor y yo buscaré por aquí. No hables.

Durante un momento me miró inquisitivamente, pero estaba claro que entendía. No había avanzado más de una cadena cuando me tiró del brazo sano para mostrarme un pequeño depósito. Aunque la mayor parte del espacio estaba ocupado por tambores y cajas, había suficiente lugar para escondernos. Entorné la puerta dejando una delgada rendija para poder ver la luz de fuera y nos sentamos en unas cajas.

Yo estaba seguro de que los marineros saldrían pronto de la cámara donde los habíamos dejado, porque una vez que se trataran las heridas y hubieran recobrado el aliento, allí no tenían nada que hacer. Resultó que se quedaron tanto que casi llegué a convencerme de que los habíamos perdido, de que habían vuelto al lugar del combate o habían escapado por algún otro ramal de la pasarela. Sin duda estuvieron discutiendo mucho antes de moverse.

Como fuera, finalmente aparecieron. Aunque no me parecía necesario, previne a Zak llevándome un dedo a los labios. Cuando pasaron los cinco y calculé que ya estaban a más de cincuenta anas, nos deslizamos fuera.

No tenía manera de saber cuánto habría que seguirlos hasta que Purn fuera el último, ni si en algún momento iba a serlo; en el peor de los casos, yo estaba dispuesto a poner mis esperanzas en el miedo que ellos tenían y en nuestro valor, decidido a quitar a Purn del medio.

La suerte se inclinó por nosotros; al poco rato Purn se retrasó unos pasos. Desde que subiera a la autarquía, yo había encabezado muchas cargas en el norte. Ahora fingí lanzar una carga de aquéllas, alentando a unos panduros que consistían exclusivamente en Zak. Como al frente de un ejército, atacamos a los marineros blandiendo las armas; y ellos huyeron como un solo hombre.

Yo esperaba tomar a Purn por detrás, en lo posible evitando usar el brazo quemado. Zak me ahorró el problema con un largo salto volador que lo llevó a estrellarse en las rodillas de Purn. A mí me bastó con ponerle el filo de mi daga en la garganta. Pareció aterrorizarse, como debía: una vez que le hubiese arrancado toda la información que tuviera, yo planeaba matarlo.

Durante uno o dos alientos estuvimos escuchando los pasos de los cuatro que huían. Zak había desenvainado el cuchillo de Purn y ahora aguardaba sosteniendo un arma en cada mano, y observando al marinero caído con una mirada de furia desde debajo de las cejas prominentes.

—Si intentas escapar mueres en el acto —le susurré a Puna—. Contéstame y quizá vivas un tiempo. Tienes la mano izquierda vendada. ¿Cómo te la heriste?

Aunque estaba tendido de espaldas, con mi daga en la garganta, me echó una mirada altiva. Yo conocía bien esa actitud, y una y otra vez había visto cómo se quebraba.

—No puedo perder tiempo contigo —le dije, y lo pinché con la daga, lo suficiente como para que brotara sangre—. Si no vas a contestar, dilo claramente; así te mato y acabamos de una vez.

—Luchando con los guiñadores. Tú estabas. Me viste. Sí, cierto que intenté matarte. Creí que eras uno de ellos. Viéndote con ese guiñador… —parpadeando, los ojos se volvieron a Zak— con ése, quién no iba a creerlo. No saliste herido, no te has hecho nada.

—«Como le dijo la víbora al cerdo.» Eso solía decir un hombre llamado Jonas. El también era marino, Purn, pero tan rápido para mentir como tú. Esa mano ya estaba vendada cuando Zak y yo entramos en la lucha. Quítate las vendas.

Obedeció, reticente. El curandero que había tratado la herida, sin duda en la enfermería mencionada por Gunnie, era hábil; la carne estaba suturada, pero era bien evidente de qué clase había sido la herida.

Mientras me inclinaba a mirarla, Zak, también inclinado, plegó los labios desnudando los dientes como yo había visto hacer a veces a los monos amansados. Entonces supe que la loca conjetura que intentaba desechar era una verdad sencilla: Zak era el incluso hirsuto y saltarín que habíamos cazado en la bodega.

XII — La apariencia

Para ocultar mi confusión, planté el pie en el pecho de Purn y gruñí: —¿Por qué intentaste matarme?

Hay para ciertos hombres un momento en que aceptan la certeza de la muerte y dejan de tener miedo. A Purn le había llegado ese momento: un cambio inconfundible, como un ojo que se abre.

—Porque te conozco, Autarca.

—Entonces eres uno de los míos. Subiste a la nave cuando subí yo.

Asintió.

—¿Y Gunnie subió contigo?

—No, Gunnie es tripulante veterana. Si piensas que es enemiga tuya, Autarca, no es cierto.

Para mi asombro, Zak me miró asintiendo. Yo dije: —Sé más que tú, Purn.

Como si no me hubiera oído, él dijo: —Me he pasado los días esperando que me besara. Tú no tienes idea de cómo lo hacen aquí.

—A mí me besó —le dije—. Cuando nos conocimos.

—Ya lo vi, y vi que no sabías qué quería decir. Aquí se supone que cada tripulante nuevo ha de tener un veterano de amante, para aprender las costumbres de abordo. El beso es la señal.

—Se han conocido mujeres que besan y matan.

—Gunnie no —insistió Purn—. Al menos yo no lo creo.

—¿Y me habrías matado por eso? ¿Por el amor de ella?

—Yo me empleé para matarte, Autarca. Todo el mundo sabía adónde ibas, y que si podías pensabas traer el Sol Nuevo, volver Urth del revés, y matar a todos.

Quedé tan estupefacto, no por lo que decía sino por su sinceridad, que di un paso atrás. En un parpadeo se puso en pie. Zak se le abalanzó pero, aunque su larga hoja le entró en el brazo, no se hundió mucho; Purn escapó como una liebre.

Zak lo habría seguido como un perro de presa si yo no lo hubiese llamado.

—Si intenta matarme de nuevo lo mataré —dije—. Y tú puedes hacer lo mismo. Pero no lo perseguiré por hacer lo que considera justo. Al parecer, los dos tratamos de salvar a Urth.

Zak me miró con atención un momento. Después alzó los hombros.

—Ahora quiero saber de ti. Me preocupas mucho más que Purn. Tú puedes hablar.

Asintió con energía: —¡Zak habla! —Y entiendes lo que yo digo.

Volvió a asentir, aunque con algún titubeo.

—Entonces dime la verdad. ¿No fuiste tú el que ayudé a capturar en la bodega?

Me miró fijamente, agitó la cabeza y desvió los ojos indicando muy claramente que no deseaba seguir la conversación.

—En realidad fui yo quien te capturó; y no te maté. A lo mejor me estás agradecido. Cuando Purn quiso matarme… ¡Zak! ¡Regresa!

Saltando hacia adelante había echado a correr, cosa que debí figurarme, y con la pierna tullida no tenía esperanzas de alcanzarlo. Por una rareza de la nave permaneció largo tiempo visible, apareciendo por un lado sólo para desvanecerse en el otro; el leve ruido de los pies descalzos se oía aún cuando Zak ya se había perdido de vista. Recordé vívidamente un sueño en el cual había visto al huérfano que se llamaba igual que yo, vestido con la misma ropa que yo había usado de aprendiz, huyendo por corredores de cristal; y me pareció que, así como en aquel sueño el pequeño huérfano Severian me representaba en cierto modo, el rostro de Zak había tomado algo de las largas proporciones del mío.

Pero esto no era un sueño… Yo estaba bien despierto y sobrio, meramente perdido en uno de los innumerables recovecos de la nave. ¿Qué clase de criatura era Zak? No una criatura mala, pensé; ¿pero de cuántas de los millones de especies de Urth cabía decir que eran malas en cualquier sentido real? Del alzabo, sin duda, y tal vez de los murciélagos vampiros y los escorpiones; de la serpiente llamada «barba amarilla» y otros reptiles venenosos, y de pocas más. Una o dos docenas entre millones. Recordé cómo era Zak la primera vez que lo había visto, en la bodega: leonado, con una cubierta hirsuta no hecha de pelo ni de plumas; con cuatro patas y sin cola, y por cierto que también sin cabeza. La segunda vez, en la jaula, estaba cubierto de pelo y tenía una cabeza de rasgos toscos; sin poder recordarla con claridad, supuse que mi impresión original había sido errónea.

En Urth hay lagartijas que toman el color de las cosas de alrededor: verde si están entre hojas, gris entre piedras. No lo hacen para capturar alguna presa, como podría pensarse, sino para escapar a los ojos de las aves. ¿No habría llegado a existir en otro mundo, pensé, un animal que adoptaba las formas de los demás? Quizá su forma original (si se podía decir que la tenía) fuera aún más extraña que la cosa casi esférica y con cuatro patas que yo había visto en la bodega. En general, los depredadores no atacan a los de su especie. ¿Qué garantía mayor de seguridad para una posible presa que la apariencia del depredador?

Los seres humanos tenían que haberle presentado ciertos problemas graves: inteligencia, habla e incluso la distinción entre el pelo en la cabeza y la vestimenta en el cuerpo. Posiblemente, la hirsuta cubierta listada había sido un primer ensayo de vestidura, llevado a cabo cuando Zak creía que ésta era parte orgánica de sus perseguidores. Pronto había aprendido la diferencia; y si los mutistas no lo hubiesen liberado con el resto, habríamos terminado descubriendo a un hombre desnudo en el redil. Ahora era prácticamente un hombre. Pero no me extrañaba que hubiese huido, pues uno de sus instintos más hondos era sin duda escapar de los recelosos miembros de la especie imitada.

Mientras sopesaba todo esto, me había ido alejando por el pasaje en donde me había dejado Zak. Pronto se dividió en tres y me detuve un momento, titubeando. No había razón aparente para preferir uno a otro, y elegí al azar el de la izquierda.

No había avanzado mucho cuando noté que me costaba andar. Primero se me ocurrió que estaba enfermo, luego que me habían drogado. Con todo, no me sentía peor que al salir de la grieta donde me había escondido Gunnie. No estaba mareado y no sentía que fuera a caerme; tampoco tenía ninguna dificultad en mantenerme erecto.

Y sin embargo, ya mientras estos pensamientos me cruzaban la mente, había empezado a caer. No que no me hubiese dado cuenta de que había perdido el equilibrio: simplemente no lograba adelantar el pie y buscar un punto de apoyo, aunque por cierto caía con gran lentitud. Una fuerza incomprensible parecía atarme las piernas, y cuando quise alargar los brazos también los tenía sujetos; no podía separarlos de los costados del cuerpo.

Así colgaba en el aire, sometido a la muy leve atracción de las bodegas, pero también sin caer. O mejor dicho cayendo tan lentamente que era como si nunca fuese a dar en el sucio suelo del pasaje. En algún lejano lugar de la nave sonó una campana.

Todo esto se mantuvo invariable largo tiempo, o al menos por un tiempo que a mí me pareció muy largo.

Al fin oí pasos. Sonaban detrás; yo no podía girar la cabeza para ver. Unos dedos se acercaron a la larga daga. Yo no conseguía mover la mano, pero la cerré sobre la empuñadura y resistí. Hubo un sacudón y la negrura arremetió envolviéndome.

Tenía la impresión de haberme caído de la tibia cama de trapos. La busqué tanteando pero sólo encontré un suelo frío. No era un suelo incómodo; yo pesaba demasiado poco. Pero estaba frío, tan frío que bien habría podido estar flotando en uno de los charcos que en alguna breve y cálida temporada, a veces incluso en mitad del invierno, suelen formarse sobre el hielo del Gyoll.

Yo quería acostarme sobre mis trapos. Si no conseguía dar con ellos, Gunnie no me encontraría. Los busqué a tientas pero no estaban.

A fuerza de buscarlos amplié el alcance de mi mente. No sabría explicar cómo; parecía no costarme esfuerzo alguno colmar con la mente la nave entera. Conocí las bodegas por donde nos movíamos como se mueven las ratas por las paredes que envuelven las habitaciones de una casa, y había enormes cavernas atestadas de extrañas mercancías. La mina de los hombres-mono había guardado barras de plata y oro; pero cada bodega de la nave (y había muchas más de siete) era mucho más grande, y el menor de sus tesoros provenía de estrellas remotas.

Conocí la nave, sus raros mecanismos, y aquello aún más raro que en verdad no era un mecanismo, ni una criatura humana ni nada para lo cual tengamos nombre. Dentro había muchos seres humanos y muchos no humanos; todos durmiendo, amando, trabajando, peleando. Los conocía a todos, aunque a algunos los reconocía y a otros no.

Conocí los palos, de una altura cien veces mayor que el ancho del casco; las grandes velas extensas como mares, objetos inmensos en dos dimensiones que apenas existían en la tercera. Una vez me había asustado un dibujo de la nave. Ahora la conocía por un sentido mejor que la vista, y la rodeaba como la nave me rodeaba a mí. Encontré la cama de trapos, pero no pude llegar hasta ella.

El dolor me devolvió a mí mismo. Quizá para eso sirve el dolor, o acaso es sólo la cadena forjada para atarnos al presente eterno, forjada en una herrería que sólo podemos imaginar, por un herrero que desconocemos. Como sea, sentí que mi conciencia caía sobre sí misma como la materia en el centro de una estrella, como un edificio cuando la piedra vuelve a la piedra tal como estaba al principio en lo profundo de Urth, como una urna cuando se rompe. Harapientas figuras se inclinaban sobre mí, muchas de ellas humanas.

El más grande de todos era el más harapiento, y me pareció extraño hasta que me di cuenta de que tal vez no podía conseguir ropa a medida y por eso seguía usando la que había usado a bordo, remendándola y volviéndola a remendar.

Me agarró y me enderezó, ayudado por otros, aunque no necesitaba ninguna ayuda. Hacía falta estar loco para luchar: ellos eran más de diez, todos armados. Y sin embargo lo hice, pegando y recibiendo golpes en una riña que no podía ganar. Desde que había arrojado el manuscrito al vacío me parecía vivir bajo acoso, perseguido de un lado a otro, nunca dueño de mí mismo por más de unos momentos. Ahora estaba decidido a golpear a quien pretendiera gobernarme, y si el que me gobernaba era mi destino también cargaría contra él.

Pero fue inútil. Herí al jefe, creo, tanto como me hubiera herido el frenesí guerrero de un niño de diez años. Me inmovilizó las manos a la espalda y otro las ató con cable y me azuzó para que echase a andar. Así conducido avancé tambaleándome, hasta que al fin me empujaron a una habitación estrecha en donde el Autarca Severian, por sus cortesanos apodado el Grande, se erguía en el real atuendo de túnica amarilla y capa recamada de gemas, el báculo del poder en la mano.

XIII — Las batallas

Era sólo una imagen, pero una imagen tan real que por un instante me dispuse a creer que allí estaba mi segundo yo. Mientras lo observaba dio media vuelta, saludó con ridícula majestad hacia un rincón vacío y dio dos zancadas. Con la tercera desapareció; pero no acababa de hacerlo cuando volvió a aparecer en el lugar donde había estado antes. Durante un largo aliento permaneció allí; luego se volvió, saludó una vez más y echó a andar.

El jefe de pecho de tonel graznó una orden en una lengua que yo no comprendía y alguien aflojó el cable que me sujetaba las manos.

Una vez más mi apariencia dio unas zancadas. Aliviado en parte del desprecio que me provocaba esa figura, pude fijarme en que arrastraba los pies y en la arrogante inclinación de la cabeza. El jefe habló de nuevo y un hombrecito de sucio pelo gris, como el de Hethor, me dijo: —Quiere que hagas lo mismo. Si no te matará.

Apenas lo oí. De pronto recordé el protocolo y los gestos, y sin el menor deseo de volver con la memoria a esa época, fui capturado por ella como por las alas devoradoras del pozo de aire. Ante mí se alzaba la chalupa (que, entonces yo no lo había sabido, era un mero transbordador de la nave), el puente extendido como una telaraña de plata. Hombro con hombro por más de una legua, mis pretorianos formaban una avenida a la vez deslumbrante y casi invisible.

—¡Prendedlo!

Me rodeó un enjambre de hombres y mujeres andrajosos. Por un instante supuse que iban a matarme porque no quería andar y alzar la mano; intenté gritarles que esperasen pero no hubo tiempo, ni para eso ni para nada.

Alguien me agarró del cuello de la camisa y ahogándome me tiró hacia atrás. Fue un error; cuando me volví él estaba demasiado cerca para enarbolar la maza y le hundí los pulgares en los ojos.

Una luz violeta apuñaló a la turba enardecida; murió media docena. Una docena más, con caras medio arruinadas y miembros arrancados, daba alaridos. Un humo dulzón de carne quemada saturaba el aire. Le arrebaté la maza al hombre que había dejado ciego y la blandí a mi alrededor. Fue una tontería; pero la situación de los guiñadores, que salieron disparados del cuarto como ratas que huyen de un hurón, era peor que la mía: los vi segados como grano.

Más astuto, el jefe de pecho de tonel se había tirado al suelo al primer disparo y estaba a una ana de mis pies. De pronto saltó hacia mí. La cabeza de la maza era una rueda dentada; le dio entre el hombro y el cuello, impelida por toda la fuerza que me quedaba aún.

Lo mismo habría sido martillar un arsinoito. Consciente todavía y todavía fuerte, él me embistió como esos animales embisten a los lobos. La maza me voló de las manos y el peso de la embestida me dejó sin aliento.

Hubo un destello enceguecedor. Vi que alzaba las manos de siete dedos, pero entre ellas sólo el muñón de un cuello que humeaba como humean los muñones de un bosque incendiado. Volvió a cargar: no contra mí sino contra la pared, y se estrelló y cargó una vez más, ciego y desbocado.

Un segundo disparo lo partió en dos.

Quise enderezarme y me encontré las manos embadurnadas de sangre. Un brazo de enorme fuerza me rodeó la cintura y me alzó en vilo. Una voz familiar preguntó: — ¿Puedes mantenerte en pie?

Era Sidero, y de repente parecía un viejo amigo.

—Creo que sí —dije—. Gracias.

—Luchaste con ellos.

—Sin éxito. —Yo recordaba mis días de general.— Y no bien.

—Pero luchaste.

—Si quieres —dije. Alrededor bullía ahora una tropa de soldados, algunos esgrimiendo fusiles, otros, cuchillos manchados de sangre.

—¿Lucharás de nuevo? ¡Espera! —Movió su propio fusil indicándome que me callara. Guardé el cuchillo y la pistola.— Tómalos. —Todavía llevaba el cinturón con mis armas. Poniéndose el fusil bajo los restos del brazo derecho, soltó la hebilla y me entregó todo.

—Gracias —repetí. No sabía qué otra cosa decir; y me preguntaba si era realmente él, como yo había supuesto, el que me había dejado inconsciente.

La visera de metal que era su rostro no revelaba lo que sentía, y la voz áspera apenas algo más.

—Ahora descansa. Come, y luego ya hablaremos. Más tarde tendremos que luchar otra vez. —Se volvió a enfrentar a los tripulantes arremolinados:— ¡Descansen! ¡Coman!

Yo tenía ganas de las dos cosas. No pensaba luchar por Sidero, pero la idea de compartir una comida con camaradas que me cuidarían mientras durmiese era irresistible. Después (suponía) me iba a ser fácil escapar.

Los tripulantes habían traído raciones y pronto encontramos más: las de los guiñadores que habíamos matado. Al rato estábamos sentados ante un fragante menú de lentejas con cerdo acompañadas de hierbas picantes, pan y vino.

Tal vez había cerca camas o hamacas, además de la comida y el horno, pero yo estaba demasiado exhausto para averiguarlo. Aunque todavía me doliese el brazo derecho, yo sabía que no era tanto como para impedirme dormir; y el vino me había calmado el dolor de cabeza. Ya iba a estirarme en mi asiento —deseando no obstante que Sidero hubiese guardado también la capa— cuando un fornido marinero se acuclilló a mi lado.

—¿Te acuerdas de mí, Severian?

—Debería —dije—, ya que conoces mi nombre. —Lo cierto era que no me acordaba, si bien la cara tenía algo de familiar.

—Antes me llamabas Zak.

Me quedé mirándolo. La luz era débil pero, incluso después de haberlo reconocido, me siguió costando creer que fuera el mismo Zak. Por fin le dije: —Sin mencionar algo que ninguno de los dos desea discutir, no puedo sino señalar que tu aspecto ha cambiado mucho.

—Es la ropa; se la quité a un muerto. Además me he afeitado la cara. Y Gunnie tiene tijeras. Me cortó un poco el pelo.

—¿Gunnie está aquí?

Zak indicó la dirección con un movimiento de cabeza.

—Tú quieres hablar con ella. A ella también le gustaría hablar, creo.

—No —dije—. Dile que hablaremos mañana. —Intenté que se me ocurriera algo más, pero lo único que obtuve fue:— Dile que lo que hizo por mí paga de sobra cualquier daño.

Asintiendo, Zak se retiró.

El nombre de Gunnie me había traído a la memoria los chrisos de Idas. Abrí el bolsillo de la vaina y me cercioré de que seguían estando allí; luego me acosté y me quedé dormido.

Cuando desperté —vacilo en decir por la mañana porque en verdad no había mañana— la mayoría de los tripulantes ya estaban levantados y comían los restos del banquete de la víspera. A Sidero se le habían unido dos delgados autómatas jóvenes, criaturas como la que en un tiempo, pienso, tuvo que ser Jonas. Se mantenían los tres a cierta distancia, hablando en un tono demasiado bajo para que yo oyera.

No tenía forma de saber si esos mecanismos estaban más cerca que Sidero del capitán y los oficiales superiores, y mientras discutía si abordarlos e identificarme, se marcharon, desapareciendo en seguida en el laberinto de pasillos. Como si me hubiera leído el pensamiento, Sidero vino hacia mí.

—Ahora podemos hablar —dijo.

Asentí y le expliqué que había estado a punto de contarles a él y los otros quién era.

—No serviría de nada. Llamé la primera vez que te vi. No eres lo que dices. El Autarca está a salvo. Empecé a protestar, pero Sidero alzó la mano para silenciarme.

—Ahora no peleemos. Sé lo que me han dicho. Te explicaré para que no volvamos a discutir. Te lastimo. Corregir y castigar es mi derecho y mi deber. Luego me siento contento.

Le pregunté si se refería al hecho de haberme pegado cuando estaba inconsciente, y asintió:

—No debo hacerlo. —Pareció que iba a seguir pero no lo hizo. Al cabo de un momento añadió:— No sé explicarlo.

—Nosotros conocemos las consideraciones morales —le dije.

—No como nosotros. Creéis conocerlas. Nosotros sí, y sin embargo nos equivocamos a menudo. Podemos sacrificar hombres para salvar nuestra existencia. Podemos originar instrucciones y transmitirlas a los hombres. Podemos corregir y castigar. Pero no podemos volvernos como vosotros. Yo lo hice. He de pagar por lo que he hecho.

Le dije que ya me había recompensado plenamente salvándome de los guiñadores.

—No. Tú luchaste y yo luché. Ése es mi pago. Vamos a un combate más grande, quizá el último. Antes los guiñadores robaban. Ahora se levantan para matar, para tomar la nave. El capitán toleró a los guiñadores demasiado tiempo.

Advertí cuán difícil le era hablar críticamente de su capitán, y cuánto deseaba alejarse.

—Te excuso —dijo—. Ése es mi pago.

—¿Estás diciendo —pregunté— que no tengo que seguiros a la batalla a menos que quiera?

Sidero asintió: —Pronto lucharemos. Vete en seguida.

Esa había sido mi intención, desde luego, pero ahora no podía. Una cosa era escapar por propia astucia, ante el peligro, y por propia voluntad; otra muy distinta que una orden me apartara de la batalla como si fuese un eunuco.

Momentos después nuestro jefe metálico nos llamó a agruparnos. Pero el espectáculo de mis camaradas reunidos estuvo muy lejos de inundarme de confianza; en comparación, los irregulares de Guasacht eran tropas de choque. Unos pocos tenían fusiles como el de Sidero, y otros más calíveros como el que habíamos usado para capturar a Zak. (Me hizo gracia ver al mismo Zak así armado.) Un puñado más tenía picas o lanzas; la mayoría, incluida Gunnie, que estaba a cierta distancia de mí y no me miraba, sólo llevaba cuchillos.

Ys in embargo todos avanzaban lo bastante decididos como para dar la impresión de que lucharían, aunque lo más probable, sabía yo, era que al primer disparo se desbandaran. Busqué y obtuve una posición bien a la retaguardia de la dispersa columna para poder juzgar mejor el número de desertores. Al parecer no había ninguno, y era como si la mayoría de esos marinos convertidos en guerreros enfrentase la perspectiva de una batalla campal como un bienvenido cambio de las fatigas habituales.

Como en todas las distintas guerras que he conocido, en vez del combate esperado hubo demoras. Durante una guardia o más marchamos por el pasmoso interior de la nave, una vez entrando en un vasto espacio resonante que parecía ser una bodega vacía, otra deteniéndonos para un descanso inexplicado e innecesario, en dos ocasiones incrementados por partidas menores de marineros que parecían humanos, o casi.

Para quien ha dirigido ejércitos, como yo, o participado en batallas en las que legiones enteras se calcinan como hierba arrojada a un horno —una vez más, como yo—, no era escasa la tentación de contemplar con buen humor nuestros desplazamientos y altos. Escribo «tentación» porque de eso se trataba: un error basado en una falsedad. La escaramuza más trivial no es trivial para los que mueren, y por eso en sentido último no debería ser trivial para nosotros.

Permítaseme confesar, sin embargo, que yo me rendí a esa tentación como me he rendido a muchas otras. Me estaba divirtiendo, y mucho más me divertí cuando Sidero (con la evidente esperanza de trasladarme a una posición más segura) creó una retaguardia y ordenó que me encargara de ella.

Los marineros que me asignó eran obviamente los menos capaces de conducirse con cierto crédito cuando nuestra heterogénea fuerza entrara en acción. De diez, seis eran mujeres, y todas mujeres mucho más pequeñas y menos musculosas que Gunnie. Tres de los cuatro hombres eran bajitos y, si no realmente viejos, habían dejado muy atrás el cenit de sus fuerzas; el cuarto era yo, y sólo yo tenía un arma más formidable que un cuchillo de trabajo o una barra de acero. Por orden de Sidero, caminábamos —no puedo decir que marchásemos— diez cadenas por detrás del cuerpo principal.

De haber podido habría escapado con mis nueve tripulantes, pues deseaba que si alguna de las pobres criaturas quería desertar no le faltase la ocasión. No pude; los colores y las formas mutables, la flotante luz interior me seguían desconcertando. Habría perdido en seguida todo rastro de Sidero y el cuerpo principal. Como mejor alternativa a mano, puse delante de mí al marinero de aspecto más fuerte, le dije qué distancia mantener y dejé que los demás nos siguieran los pasos si querían. Admito haberme preguntado si nosotros nos daríamos cuenta en caso de que los de delante entraran en contacto con el enemigo.

No entraron en contacto, y nosotros lo advertimos en seguida.

Echando una mirada más allá de mi guía, vi algo que aparecía de repente, arrojaba un cuchillo giratorio de muchas puntas y se abalanzaba hacia nosotros con los robustos saltos del tilacosmil.

Aunque no recuerdo haberlo sentido, es posible que el dolor de la quemadura me retardara la mano. Cuando llegué a tener la pistola fuera de la funda, el guiñador ya se precipitaba sobre el infortunado cuerpo del marinero. Me pareció que Sidero había aumentado la intensidad del haz: el chorro de energía hizo pedazos al guiñador; fragmentos del cuerpo desmembrado pasaron volando junto a mi cabeza como una muchedumbre paroxística.

No había tiempo para regodearse en el triunfo; menos aún para ayudar a nuestro guía, que estaba a mis pies impregnando de sangre el cuchillo-hidra del guiñador. No bien me agaché a mirarle la herida, dos docenas de guiñadores surgieron de una galería. Apreté el gatillo cinco veces, tan rápido como pude.

Un relámpago de llamas salido de algún contus o espontón de guerra bramó como un horno, rociando de fuego azul la mampara que había a mi espalda. Me volví y, empujando a los marineros restantes, corrí cincuenta anas, deprisa pero arrastrando la pierna coja. Mientras escapábamos oímos cómo los guiñadores atacaban la retaguardia de la columna principal.

Tres nos perseguían. Los maté y distribuí las armas: una alabarda y dos espontones a unos marineros que declararon que sabían usarlos. Apretamos el paso entre más de una docena de muertos, algunos de ellos guiñadores, otros gente de Sidero.

Un viento sibilante nos asaltó por detrás, casi arrancándome de la espalda la camisa desgarrada.

XIV — El fin del universo

Más listos que yo, los marineros se pusieron en seguida los collares. Hasta que los vi no me di cuenta de lo que había pasado.

No lejos de nosotros, la explosión de un arma terrible había abierto las pasarelas al vacío y el aire contenido en ese sector de la nave se fugaba a torrentes. Mientras me ponía el collar oí un batir de grandes portones, un estruendo lento y hueco como de titánicos tambores de guerra.

Apenas ajusté el cierre del collar pareció que el viento se apagaba, aunque aún lo oía cantar y veía locos remolinos de polvo disparados como cohetes. A mi alrededor sólo bailaba una brisa atemperada.

Avanzando con cautela —porque en cualquier momento esperábamos toparnos con más guiñadores— llegamos a la rotura. Si había algún lugar (pensé) donde por fin podría ver tanto de la estructura de la nave como para aprender algo sobre su diseño, tenía que ser allí. Pero no vi nada. Madera destrozada, metal torturado y piedra rota se mezclaban con sustancias desconocidas en Urth, pulidas como marfil o jade pero de colores extravagantes o incoloras. Otras hacían pensar en el lino, el algodón o en un áspero pelo de animales sin nombre.

Más allá de esas capas de ruinas aguardaban las estrellas silenciosas.

Habíamos perdido contacto con la columna principal, pero parecía claro que había que cerrar lo antes posible la brecha en el casco. Indiqué a los supervivientes de lo que había sido la retaguardia que me siguieran, esperando que al llegar a la cubierta encontraríamos una cuadrilla de reparaciones.

Si hubiésemos estado en Urth habría sido imposible subir por los niveles en ruinas; aquí era fácil. Uno saltaba con cuidado, se aferraba a algún puntal o viga retorcida y volvía a saltar: el mejor método era salvar los resquicios a saltos, lo que en cualquier otro sitio hubiera sido una locura.

Llegamos a la cubierta, aunque al principio me pareció que no habíamos llegado a ninguna parte; estaba tan deshabitada como la llanura de hielo que una vez yo había observado desde las ventanas más altas de la Casa última. Enormes cables la cruzaban serpeando; algunos se descolgaban como columnas, sosteniendo aún, muy arriba, los restos de un mástil.

Una de las mujeres agitó una mano y señaló otro mástil, a leguas de distancia. Miré, pero por un momento no vi sino un poderoso laberinto de velas, vergas y cuerdas. Luego hubo una tenue chispa violeta, lánguida entre los astros, y desde otro palo una chispa que respondía.

Y después algo tan raro que por un momento creí que los ojos me engañaban o que lo había soñado. Pareció que una diminuta mota de plata, a leguas de altura, bajaba hacia nosotros y muy lentamente iba creciendo. Caía, por supuesto; pero no en una atmósfera, de modo que no aleteaba, y bajo una atracción tan débil que caer era flotar.

Hasta ese momento yo había conducido a mis marineros. Ahora se me adelantaban, escalando las cuerdas de ambos palos mientras yo me quedaba en cubierta hechizado por el increíble punto de plata. Un momento más y estuve solo, mirando cómo los hombres y mujeres de lo que fuera mi comando volaban de cable en cable como flechas, y a veces disparaban las armas en pleno vuelo. Con todo seguía dudando.

Sin duda los mutistas tienen uno de los mástiles, pensé, y el otro lo tiene la tripulación. Trepar al equivocado sería morir.

Una segunda mota de plata se unió a la primera.

Soltar una vela de un disparo podía suceder por accidente, pero soltar dos era asunto deliberado. Si se destruían suficientes velas y palos la nave no llega ría nunca a destino, y sólo podía haber un bando que quisiera eso. Salté al cordaje del palo de donde caían las velas.

Ya he escrito que la cubierta hacía pensar en la llanura de hielo del maestro Ash. Ahora, a medio salto, la vi mejor. Por el gran boquete del casco de donde antes surgiera un palo seguía fugándose aire; al precipitarse el borbotón se hacía visible, fantasma de un titán, y destellaba con un millón de millones de lucecitas. Esas luces caían como nieve — se derramaban flotando con verdadera lentitud, aunque no más lentas de lo que hubiera flotado un hombre— dejando la grandiosa cubierta blanca y reluciente de escarcha.

Entonces me encontré de nuevo ante la ventana del maestro Ash y oí su voz: «Lo que ves es la última glaciación. Ahora la superficie del sol está opaca; pronto se volverá brillante de calor, pero el sol mismo se encogerá, dando menos energía a sus mundos. Al fin, si alguien viene a pararse sobre el hielo, sólo lo verá como una estrella brillante. El cielo que esté pisando no será el que ve entonces, sino la atmósfera de este mundo. Y lo seguirá siendo por largo tiempo. Tal vez hasta la caída del día universal.» Me parecía que él estaba de nuevo a mi lado. Aun cuando la cercanía de las jarcias me devolvió a mí, fue como si me acompañara en el vuelo, y sus palabras me resonaran en los oídos. Se había desvanecido aquella mañana en Orithya, mientras bajábamos por una garganta, cuando yo hubiera tenido que llevárselo a la peregrina Mannea; en la nave supe adónde se había marchado.

También supe que había elegido mal el mástil; si la nave naufragaba entre las estrellas importaría muy poco si el pequeño Severian, una vez oficial torturador, una vez Autarca, vivía o moría. Cuando llegué al cable, en vez de aferrarme di una vuelta entera y salté de nuevo, esta vez hacia el palo que tenían los guiñadores.

Por mucho que intente describir esos saltos, nunca llegaré a pintar la maravilla y el terror que provocaban. Uno salta como en Urth, pero el primer instante se extiende a doce alientos, y mientras uno se regocija, sabe también que si deja pasar todas las cuerdas y las jarcias estará perdido, como una pelota arrojada al mar, que se pierde para siempre. Saltando así, yo experimentaba todo esto sin dejar de tener la llanura de hielo ante los ojos. Y sin embargo, con los brazos estirados al frente, con las piernas detrás, me sentía no tanto una pelota como el buceador mágico de una vieja historia, que buceaba donde quería.

Sin ruido ni aviso, un nuevo cable se me apareció de pronto en el espacio entre los palos: un inesperado cable de fuego. Otro lo cruzó, y otro más. Y luego se desvanecieron todos mientras yo surcaba el vacío donde habían estado. De modo que los guiñadores me habían reconocido y estaban disparando desde el mástil.

Rara vez es sensato permitir que un enemigo se ejercite tirando al blanco. Desenfundé la pistola y apunté al punto del cual había partido la última descarga.

Mucho antes conté que estando ante la puerta de mi cabina con el camarero muerto a mis pies, la pequeña luz de carga de la recámara de la pistola me había asustado. Ahora me asustó de nuevo, porque al apretar el gatillo le eché una mirada y no vi ninguna chispa.

Tampoco hubo en seguida un rayo de energía violeta. Si yo hubiera sido tan listo como pretendía a veces, creo que en ese momento habría tirado la pistola. Lo cierto es que volví a enfundarla, inservible como estaba, y apenas noté otra descarga de fuego, la más cercana de todas, hasta que hubo pasado.

Después no quedó tiempo para disparar o ser alcanzado. Había cables de jarcias por todas partes, y como yo todavía estaba bastante abajo, parecían grandes troncos arbóreos. Vi adelante el cable que iba a tener que agarrar, y en el cable un guiñador que corría. Al principio lo tomé por un hombre como yo, aunque de un tamaño y un poder insólitos; luego —todo esto en menos tiempo del que requiere escribirlo— vi que no era así, porque de algún modo podía asirse al cable con los pies.

Extendió hacia mí las manos como un luchador preparándose para recibir al oponente, y sus largas garras brillaron a la luz de las estrellas.

Había razonado, estoy seguro, que yo tenía que agarrarme al cable o morir, y que mientras me aferraba él acabaría conmigo. Pero en vez de agarrarme me dejé caer directamente sobre él y terminé el salto clavándole el cuchillo en el pecho.

Dije que terminé el salto, pero la verdad es que estuve a punto de fracasar. Durante unos instantes nos balanceamos, él como un bote fondeado, yo como otro bote atado a él. Por los bordes del cuchillo brotaba sangre, pensé que del mismo escarlata que la sangre humana, formando esferas como carbunclos que al abandonar su manto de aire simultáneamente hervían, se helaban y marchitaban.

Por un momento temí que el mango del cuchillo se me escapase. Luego lo usé como palanca, y tal corno yo esperaba las costillas resistieron y conseguí subir hasta el cable. Claro que habría debido subir más de prisa; pero me detuve a mirar al guiñador con la vaga noción de que las garras que había visto quizá fueran artificiales, como las garras de acero de los magos o el lucivee con el que Agia me había rajado la mejilla, y de que si eran artificiales podrían servirme de algo.

No lo eran, pensé. En todo caso parecían resultado de una cirugía detestable llevada a cabo en la infancia, como las mutilaciones de los hombres de ciertas tribus autóctonas. Los dedos habían sido modelados en garras de arctótero, feas e inocentes, incapaces de sostener cualquier otra arma.

No había tenido tiempo de volverme cuando la humanidad del rostro me llamó la atención. Yo lo había apuñalado como había matado a tantos, sin cambiar una sola palabra. Entre los torturadores era norma que no debía hablarse con los clientes ni comprender nada que se les ocurriera decir. Uno de mis primeros actos de lucidez había sido descubrir que todos los hombres son torturadores; ahora la agonía del hombre-oso me confirmaba que yo seguía siendo un torturador. Cierto, él era un guiñador; ¿pero quién podía decir que había elegido esa lealtad libremente? O quizás las razones para luchar por los guiñadores le habían parecido tan buenas como a mí las mías para luchar por Sidero y un capitán que no conocía. Con un pie afirmado en su pecho, me incliné y extraje el cuchillo.

Se le abrieron los ojos y rugió, aunque la boca soltó un chorro de sangre espumosa. Por un instante, oírlo en el silencio infinito fue más raro que el hecho de que volviera a vivir cuando parecía muerto; pero estábamos tan cerca que nuestras atmósferas se habían unido y yo podía oír el gorgoteo de la herida.

Le apuñalé la herida; con tan mala suerte que la punta dio en los huesos frontales del cráneo. Sin apoyo para los pies, me faltó fuerza para que el golpe penetrara y salí despedido hacia atrás, al vacío de alrededor.

Él me acometió, abriéndome el brazo con las garras, de modo que furiosamente flotamos juntos con el cuchillo suspendido en medio, la ensangrentada hoja pulida brillando a la luz de las estrellas. Intenté apoderarme del arma, pero un golpe de garra la envió girando al vacío.

Le metí los dedos en el collar de cilindros y se lo arranqué de un tirón. Él tendría que haberse aferrado a mí, pero tal vez se lo impidieron aquellas manos. En cambio me dio un golpe, y lo miré sofocarse y morir mientras yo me alejaba dando vueltas.

Cualquier sensación de triunfo se perdió en el remordimiento y la certeza de que pronto debía morir yo también. Remordimiento porque lamentaba haberlo matado, con esa sinceridad fácil a que recurre la mente cuando no hay peligro de que la pongan a prueba; certeza, porque dada mi trayectoria y los ángulos de los palos estaba claro que no iba a acercarme más a ninguna cuerda. De la duración del aire de los collares tenía una idea apenas vaga: una guardia o más, pensé. Ahora mi provisión era doble: digamos, pues, tres guardias a lo sumo. Pasado ese lapso moriría lentamente, resollando más y más a medida que el principio vital de mi atmósfera quedara reducido a la forma que sólo pueden respirar los árboles y las flores.

Entonces recordé cómo me había salvado antes por arrojar al vacío el cofre de plomo con el manuscrito; y pensé qué podía arrojar ahora. Desprenderme de los collares significaba morir. Se me ocurrieron las botas, pero ya había sacrificado botas una vez, cuando mi primer encuentro con ese mar que lo devora todo. Al lago Diuturna había arrojado los restos de Términus Est; eso me sugirió el cuchillo de caza que tan mal me había servido. Pero ya no lo tenía.

Quedaba el cinturón, con la vaina de cuero negro y los nueve chrisos y la pistola vacía en la funda. Guardándome los chrisos en el bolsillo, me quité el cinturón, la vaina, la pistola y la funda, murmuré una oración y los tiré.

En el acto gané velocidad, pero no me movía (como había esperado) hacia la cubierta o algún cable. Ya estaba a la altura de las puntas de los mástiles que tenía a cada lado. Mirando la cubierta cada vez más lejana, vi fulgurar entre esos palos un solo rayo violeta. Después no hubo más; sólo el inquietante silencio del vacío.

A poco empecé a preguntarme, con esa intensidad que acompaña al deseo de huir de todo pensamiento de muerte, por qué nadie me había disparado mientras trepaba hacia el mástil, y por qué no me disparaban ahora.

Cuando llegué al tope del palo de popa, todos esos pequeños enigmas quedaron de lado.

Alzándose sobre el sobrejuanete como un día se alzará el Sol Nuevo sobre la Muralla de Nessus (y sin embargo lejos, mucho más lejos y más hermoso aún de lo que podrá ser alguna vez el Sol Nuevo, así como la vela más pequeña y extrema era un entero continente de plata comparado con el cual la Muralla de Nessus, de unas pocas leguas de alto y unos miles de largo, podría haber sido la destartalada cerca de un redil), había un sol como no verá jamás nadie que pise la hierba: el nacimiento de un nuevo universo, la explosión primal que contendrá todos los soles porque de ella nacerá el sol primero, el padre de todos los otros soles. No sabría decir cuánto tiempo lo contemplé sorprendido; pero cuando volví a mirar hacia abajo, palos y nave parecían muy lejanos.

Y entonces me desconcerté, pues recordaba que al llegar a la brecha en el casco con mi pequeña partida de marineros, y mirar hacia arriba, había visto las estrellas.

Volví la cabeza y miré al otro lado. Aún había un enjambre de estrellas, pero me pareció que formaban en el cielo un gran disco, y mirando los bordes de ese disco los vi veteados y viejos. Desde entonces he meditado con frecuencia en lo que vi allí, junto al mar que todo lo devora. El universo, se dice, es algo tan grande que sólo podemos verlo como fue, nunca como es, del mismo modo que yo, cuando era Autarca, no conocía la condición presente de nuestra Comunidad sino las condiciones de las épocas en que se habían escrito los informes que yo leía. Si así era, acaso las estrellas que estaba viendo ya no estuvieran allí; acaso los informes de mis ojos fueran como los que encontré al abrir en la Gran Torre la que había sido la cámara de los autarcas.

En el medio de ese disco de estrellas, según me pareció primero, brillaba una única estrella azul más grande e intensa que las demás. Incluso mientras la miraba iba creciendo, con lo que pronto entendí que no estaría tan lejos como yo suponía. Propulsada por la luz, la nave era más rápida que la luz, tal como los barcos de los inquietos mares de Urth, propulsados por el viento, eran más rápidos que el viento. Pero aun así la estrella azul no podía ser un objeto remoto; y si era una estrella de cualquier tipo estábamos perdidos, pues íbamos directamente al centro.

Se hizo más grande, y más, y en el centro apareció una sola y negra línea curva, una línea como la Garra: la Garra del Conciliador como la había visto yo la primera vez, cuando la había sacado del talego y Dorcas, asombrada por aquel fulgor azul, la había alzado contra el cielo nocturno.

Si como he dicho la estrella crecía, la negra línea curva crecía más deprisa aún, hasta que prácticamente eclipsó el disco azul (pues ahora ya era un disco). Por fin la vi tal como era: el único cable que seguía sujetando el palo volado por los mutistas. Me aferré a él, y desde ese punto de privilegio vi cómo nuestro universo, que llaman Briah, se apagaba hasta desvanecerse como un sueño.

XV — Yesod

Lo lógico habría sido bajar a la nave por ese cable, pero no lo hice. Me había aferrado en un punto lo suficientemente cercano a la cubierta para que los foques me la ocultaran en parte, y en cambio (no sé si creyéndome indestructible o ya destruido) trepé hasta llegar al palo suelto, y luego por una jarcia inclinada hasta el final; y allí, abrazado, miré.

Lo que vi no puede describirse de verdad, aunque lo intentaré. La estrella azul era ya un disco de azur claro. He dicho que no estaba tan lejos como las estrellas fantasma; pero, al contrario que ellas, estaba realmente allí; ¿quién dirá pues cuál estaba más lejos? Mientras la miraba, cobré más conciencia de la falsedad de las otras; no sólo de que no eran lo que parecían, sino de que no existían en absoluto, de que eran no meros fantasmas sino, como la mayoría de los fantasmas, sólo mentiras. El disco de azur se fue ensanchando hasta que al fin lo vi veteado por jirones de nube. Entonces me reí solo, y mientras me reía tomé conciencia súbita del peligro, de que por haber hecho lo que había hecho podía morir en cualquier momento. Y sin embargo me quedé un rato más donde estaba.

Nos zambullimos en el centro del disco, de modo que por un momento un anillo de ébano ciñó la nave con estrellas fantasmales, la Diadema de Briah.

Luego emergimos y fue como si estuviéramos suspendidos en el azur; detrás, donde antes había visto la corona lucis de los soles jóvenes, veía ahora nuestro universo, un círculo no más grande que el satélite de ébano del cielo de Yesod, un satélite que pronto quedó reducido a una mota solitaria y luego desapareció.

Si los que acaso un día lean esto conservan por mí el menor respeto pese a las múltiples extravagancias que he narrado hasta aquí, ahora lo perderán; pues voy a contarles cómo me sobresalté igual que un niño que ve un fantasma color de nabo. Cuando Jonas y yo viajábamos hacia la Casa Absoluta, nos atacaron las nótulas de Hethor, criaturas atraídas por los espejos que vuelan como fragmentos de pergamino quemado en una chimenea, y que aunque insustanciales, pueden matar. Ahora, mirando a lo lejos cómo Briah se desvanecía, creí ver de nuevo aquellas criaturas, ya no fulígenas como las nótulas sino plateadas.

Y el terror me fulminó y busqué esconderme detrás de las jarcias. Un momento después comprendí qué eran, como sin duda ya habréis comprendido vosotros: meros añicos de la carga sutil que había soportado el palo roto y que el viento revolvía frenéticamente. Pero eso significaba que había allí una atmósfera, por tenue que fuese, y no vacío. Miré la nave y en su inmensidad desnuda, desaparecidas todas las velas, vi diez mil mástiles y cien mil cables erguidos como un bosque en invierno.

Qué extraño era estar allí aferrado, respirando una atmósfera propia ya mermada, consciente de la poderosa tempestad que bramaba a mi alrededor pero sin sentirla. Me quité del cuello los dos collares y al instante me vi casi arrancado de la pértiga; el rugido de un huracán me llenó los oídos.

¡Y bebí ese aire! No hay palabras que puedan hacerle justicia, salvo si digo que era el aire de Yesod, helado y dorado de vida. Nunca había saboreado un aire así, y no obstante era como si lo conociese.

Me quité de la espalda la camisa raída y la envíe ondeando a unirse a los fragmentos de las velas rotas, y en ese instante al fin lo supe. La noche de mi partida al exilio desde la Ciudadela Antigua, mientras andaba por la Vía del Agua viendo los navíos y galeones que surcaban el ancho Gyoll, el río-camino, un viento súbito me sacudió la capa del gremio, hablándome así del norte. Ahora ese viento volvía a soplar, alabando a toda voz los años nuevos y cantando todas las canciones del nuevo mundo.

¿Pero dónde? Bajo nuestra nave no se veía más que un cuenco de azur y rabos de nube como los que yo había mirado mientras aún estábamos en el viejo y manchado universo anterior. Unos momentos después (porque permanecer inactivo en ese aire era un suplicio) abandoné el acertijo y empecé a bajar hacia la nave.

Y entonces lo vi; no abajo, donde había buscado, sino sobre mi cabeza: una vasta, noble curva que se extendía de un lado a otro, separada de nosotros por flotantes nubes blancas, un mundo enteramente moteado de azul y verde como un huevo de pájaro salvaje.

Y vi una cosa todavía más extraña: la llegada de la Noche a ese mundo nuevo. Como un hermano del gremio, llevaba una capa fulígena, que mientras yo miraba extendió entera sobre él; entonces recordé que en el cuento del libro marrón que yo le había leído una vez a Jonas, ella era la madre de Noctua, que a sus talones los lobos retozaban como cachorros y que había pasado entre Hesperus y Sirus, y me pregunté qué hacía volar así a la nave, más rápido que la noche, cuando se habían recogido todas las velas y ninguna luz podía impulsarla.

En el aire de Urth, las naves de los hieródulos iban adonde querían, y aun la barca que me había llevado a esta nave (con Idas y Purn, aunque entonces yo no lo supiera) se había servido de otros medios. Estaba claro que también los tenía esta nave, pero resultaba raro que el capitán la impulsase adelante tan directamente. Consideré estas cosas mientras bajaba, encontrando más fácil considerarlas que sacar conclusiones.

Antes de que alcanzara la cubierta la nave misma se hundió en la oscuridad. El viento no dejaba de soplar, como si quisiera barrerme. Me pareció que ahora debería sentir la atracción de Yesod, pero sólo sentí la leve atracción de las bodegas, como en el vacío. Al final fui tan estúpido como para ensayar un salto corto. El aliento huracanado de Yesod me alcanzó como a una hoja y el salto me envió a la cubierta a los tumbos como un gimnasta; tuve suerte de que no me estrellara contra un palo.

Magullado y atónito, anduve a tientas buscando una compuerta. No encontré ninguna, y me había resignado a esperar el día cuando el día llegó, repentino como la voz de una trompeta. El sol de Yesod era del más puro oro al rojo vivo, y se elevaba sobre un horizonte oscuro tan curvo como el borde superior de un escudo.

Por un instante me pareció que oía las voces de los Gandharvas, los cantantes que flanquean el trono del Pancreador; luego, muy adelante de la nave (pues vagabundeando en busca de una compuerta había llegado casi a la proa), vi las alas desplegadas de un ave enorme. Nos precipitamos hacia ella como un alud pero nos vio, y batiendo una sola vez las alas poderosas se alzó por encima de nosotros sin dejar de cantar. Las alas eran blancas, el pecho como escarcha; y si las alondras de Urth pueden compararse con las flautas, la voz de esa ave de Yesod era una orquesta, porque parecía tener muchas voces que cantaban juntas, algunas altas y de una dulzura penetrante, otras más bajas que cualquier tambor.

Por mucho frío que yo tuviera —y me sentía casi helado— no pude dejar de pararme a escucharla; y cuando estuvo a popa y ya no pude oírla, el tropel de palos me la ocultó, y volví a mirar adelante buscando otra.

No había ninguna, pero el cielo no estaba vacío. Una nave de una clase que yo desconocía lo surcaba con alas más anchas que las del ave y delgadas como hojas de espada. Pasamos por debajo, como habíamos pasado por debajo del ave; en ese momento plegó las largas alas y se dejó caer hacia nosotros, con lo que por un momento pensé que iba a estrellarse y morir, porque no tenía ni una milésima parte de nuestra masa.

Pasó por sobre las puntas de los mástiles como un dardo sobre las lanzas de un ejército, viró una vez más hacia la proa y se posó en nuestro bauprés como un leopardo que se tiende en una rama delgada para observar rastros de ciervos o calentarse al sol.

Esperé que apareciera la tripulación de la nave menor, pero no bajó nadie. Al cabo de un momento pareció que la nave abordaba la nuestra más firmemente de lo que yo había supuesto; un momento más y empecé a preguntarme si no había sido un error tomarla por una nave, y no me había equivocado del todo al creer que la veía, flotando, allí, sola, toda de plata contra ese mundo cerulento, o remontándose sobre el bosque de los mástiles. Era más bien como si fuese parte de nuestra nave, de la nave en la cual ya hacía tanto que yo viajaba (eso me parecía), un bauprés o beque extrañamente grueso, las alas no más que brazas volantes para afirmarla mejor a la proa.

Pronto recordé que, cuando habían llevado al viejo Autarca a Yesod, lo había recogido una nave como ésa. Regocijado, me lancé por la cubierta buscando un escotillón; y era bueno correr en ese aire y ese frío, aunque cada paso renqueante me aguijoneara los pies; y por fin di un salto, y el viento me embolsó como yo había previsto y me llevó muy lejos a lo largo del casco enorme antes de que lograra agarrarme a un brandal que casi me descoyunta los brazos.

Fue suficiente. En el desbocado vuelo había divisado la abertura por la que mi pequeño comando había salido a cubierta. Corrí hasta allí y me zambullí en el calor familiar y los errantes resplandores del interior.

La voz que nunca se oye claramente pero siempre se entiende resonaba en todos los pasillos llamando al Epítome de Urth; y yo corrí, feliz por el calor, sintiendo que incluso allí entraba el aire puro de Yesod, seguro de que al fin había llegado el momento de la prueba, o casi.

Había piquetes de marineros recorriendo la nave, pero por largo rato no pude entrar en contacto con ellos, aunque los oía continuamente alrededor y de vez en cuando divisaba alguno. Por último, abriendo una puerta en sombras, salí a una plataforma de rejilla y en el tenue fulgor del techo vi un amasijo de maderas y maquinaria cubierto de papeles como bancos de nieve sucia y polvo oloroso y encharcado como si fuese agua. Si no era el lugar de donde me había tirado Sidero, se le parecía mucho.

Por ese espacio avanzaba hacia mí una pequeña procesión, y al cabo de un momento me di cuenta de que era triunfal. Muchos de los marineros llevaban luces y azotaban la penumbra con los haces para crear dibujos fantásticos, mientras otros daban saltos o danzaban. Algunos iban cantando:

¡Andando, camarada, no caves más por hoy!
Pues hemos embarcado para un largo viaje
Hasta el fin de los cielos en una nave enorme,
¡y no volveremos mientras haya velas!
¡Mientras haya velas nadie podrá vernos!

Y así una y otra vez.

No todos en la procesión eran marineros, sin embargo. Divisé varios seres de metal pulido, y por cierto que tras un momento me di cuenta de que uno era Sidero; aún no le habían reparado el brazo.

Un poco separadas del resto había tres figuras para mí nuevas, un hombre y dos mujeres con capa; y al frente, al parecer encabezando la columna, un hombre desnudo, más alto que todos, que andaba con la cabeza gacha y el largo pelo rubio caído sobre el rostro. Al principio lo creí absorto en sus pensamientos, porque parecía llevar las manos unidas detrás de él y más de una vez yo había caminado así, sopesando las múltiples dificultades que agobiaban a nuestra Comunidad; luego vi que tenía las muñecas atadas.

XVI — El Epítome

No tan ignorante como en otros tiempos, salté de la plataforma y después de una larga, suave caída más placentera que otra cosa, salí al paso de la procesión.

El prisionero casi no levantó la mirada. Aunque no le vi bien la cara, bastó para asegurarme de que no la había visto nunca. Era por lo menos tan alto como un exultante, y a mi juicio media cabeza más alto que la mayoría. Tenía el pecho y los hombros magníficamente desarrollados, lo mismo que los brazos, por lo que podía verse. Con el pesado avance, los grandes músculos de los muslos se le deslizaban como anacondas bajo una piel de una palidez traslúcida. En el pelo dorado no había un solo rastro gris; y de esto y la delgadez de la cintura deduje que no tendría más de veinticinco años, acaso menos.

Los tres que seguían al extraordinario prisionero no habrían podido ser más comunes. Todos eran de altura corriente y parecían no haber llegado a la mediana edad. Bajo la capa, el hombre llevaba túnica y calzas; las dos mujeres, vestidos sueltos hasta debajo de las rodillas. Ninguno estaba armado.

Cuando se acercaron di un buen paso al costado, apartándome, pero sólo los marineros me prestaban atención. Varios (aunque yo no reconocía a ninguno) me hacían señas para que me uniera a ellos, con las caras de esos juerguistas que en el exceso de alegría llaman a su celebración a todos los paseantes.

Me apresuré, y antes de que me diese cuenta Purn me había agarrado de la mano. Sentí un escalofrío —estaba lo bastante cerca para apuñalarme—, pero la expresión era de bienvenida. Gritó algo que no oí del todo y me palmeó la espalda. Un momento después Gunnie lo apartó de un empujón y me besó tan robustamente como la primera vez.

—Farsante rastrero —dijo y me dio otro beso, menos violento pero más largo.

Interrogarlos en medio de ese clamor no tenía sentido; y en verdad, si ellos querían hacer las paces, yo (sin otro amigo a bordo que Sidero) lo aceptaba más que contento.

Cruzando un umbral, la procesión onduló por un largo pasaje que bajaba abruptamente hasta un sector de la nave distinto de cuantos yo había visto. Las paredes eran insustanciales, no a la manera de los sueños, sino porque en cierto modo sugerían la delgadez de un tejido y la posibilidad de que reventaran en cualquier momento; de modo que recordé los pabellones y puestos de baratijas de la feria de Saltus, donde había matado a Morwenna y conocido al hombre verde. Y por unos momentos me quedé parado en el alboroto, intentando comprender a qué se debía.

Una de las mujeres con capa se subió a un asiento y golpeó las manos pidiendo silencio. Como el ánimo de los marineros no había sido incentivado con vino, la obedecieron en seguida y mi enigma se develó: a través de las finas paredes se oía, aunque muy débilmente, el rumor del aire helado de Yesod. Sin duda ya lo había oído antes sin darme cuenta.

—Queridos amigos —empezó la mujer—. Gracias por el recibimiento y la ayuda, y por todas las gentilezas que hemos recibido a bordo de vuestro velero.

Varios marineros hablaron o gritaron respuestas, algunas meramente educadas, otras brillantes de esa cortesía rústica junto a la cual tan baratos parecen los modos de los cortesanos.

—Sé que muchos sois de Urth. Tal vez sea útil determinar cuántos. ¿Podéis mostrarme las manos? Por favor, que levanten una mano los que nacieron en el mundo llamado Urth.

Casi todos los presentes levantaron la mano.

—Ya sabéis que hemos condenado a los pueblos de Urth, y conocéis la razón. Ahora esos pueblos piensan que se han ganado el perdón, y la oportunidad de recobrar los lugares que detentaban antaño…

La mayoría de los marineros lanzaron abucheos y burlas, incluido Purn; pero no Gunnie, advertí.

—… y han despachado a su Epítome para que los reivindique. El hecho de que se haya descorazonado y escondido de nosotros no ha de disponernos contra él ni contra ellos. Al contrario, consideramos que esa manifestación de un sentimiento de culpa de alguna manera los favorece. Como veis, estamos a punto de llevarlo a Yesod para la audiencia. Así como él representará a Urth en el banquillo, otros deben representarla en las gradas. Ninguno está obligado, pero tenemos permiso de vuestro capitán para llevarnos a quienes quieran venir. Todos ellos serán devueltos a la nave antes de que zarpe de nuevo. Los que no nos acompañen deben irse ahora mismo.

Unos pocos tripulantes se escabulleron detrás del gentío.

La mujer dijo: —A los que no nacieron en Urth también les pedimos que nos dejen.

Se marcharon algunos más. De los que quedaban, muchos me parecían muy poco humanos.

—¿Todos los demás vendréis con nosotros?

La multitud asintió a coro.

Yo exclamé: —¡Un momento! —e intenté abrirme paso hasta el frente, donde podría hacerme oír—. Si decidiésemos…

De inmediato pasaron tres cosas: la mano de Gunnie me tapó la boca; Purn me sujetó los brazos a la espalda y lo que yo había tomado por una rara estancia de la nave cayó debajo de mí.

Cayó de lado volcando al tropel de marineros, nosotros incluidos, en una sola masa forcejeante, y la caída no fue en absoluto como mis saltos desde las jarcias. El hambre de un mundo nos atrajo en el acto; y aunque no creo que fuese tan grande como el de Urth, después de tantos días bajo la débil atracción de las bodegas parecía realmente grande.

Un viento monstruoso aullaba fuera de los tabiques, y en un abrir y cerrar de ojos los tabiques mismos desaparecieron. Algo mantenía ese viento, imposible decir qué. Algo nos impedía salir despedidos del pequeño aparato volador como escarabajos barridos de un banco; y sin embargo estábamos en medio del cielo de Yesod, y bajo los pies sólo teníamos ese suelo estrecho.

El suelo se torcía y corcoveaba como un destriero en la carga más violenta de la batalla más desesperada que se hubiese librado nunca. Ningún teratornis resbaló jamás por una montaña de aire a mayor velocidad que nosotros, y al llegar a la sima salimos disparados hacia arriba como un cohete, girando como una saeta en vuelo.

Un momento más y rozábamos los topes de los mástiles, como una golondrina, y como una verdadera golondrina nos dejábamos caer para lanzarnos luego entre cables y berlingas, entre un palo y otro.

Como muchos marineros se habían derrumbado a medias o del todo, pude ver las caras de los tres de Yesod que nos habían llevado al aparato, y por primera vez pude ver también plenamente la cara del prisionero. Las de ellos parecían serenas y divertidas; a la de él la ennoblecía el más resuelto coraje. Supe que la mía reflejaba miedo, y sentí tanto como el día en que los pentadáctilos de los ascios rodearon a los schiavoni de Guasacht. Sentí además otra cosa, sobre la cual escribiré en un momento.

Quienes no han combatido nunca suponen que el desertor que huye del campo se consume de vergüenza. No es así; de lo contrario no desertaría. Fuera de algunas excepciones irrelevantes, las batallas las libran unos cobardes que tienen miedo de huir. Esto es lo que me pasaba. Avergonzado de revelarles a Purn y Gunnie mi terror, contraje mis rasgos en una mueca que sin duda parecía de verdadera resolución, tanto como se parece la máscara mortuoria a la faz sonriente de un viejo amigo. Luego levanté a Gunnie, balbuciendo alguna tontería sobre la esperanza de que no se hubiese lastimado.

—Peor lo pasó el pobre a quien le caí encima —me contestó. Y comprendí que sentía tanta vergüenza como yo, y que como yo, había resuelto mantenerse firme aunque tuviera desechas las tripas.

La mujer que nos había hablado antes dijo:

—Ya tenéis una aventura que contarles a vuestros compañeros cuando volváis a la nave. No tenéis de qué alarmaros. No habrá más tretas, y de este aparato es imposible caer.

Gunnie susurró: —Yo sabía qué ibas a decirles, ¿pero no ves que han encontrado al verdadero?

—El verdadero, como tú dices, soy yo —contesté—, y no sé qué está pasando. ¿No te he contado…? No, no te lo conté. Yo llevó en mí los recuerdos de mis antecesores, y en realidad puedes decir que soy mis antecesores tanto como yo mismo. El Autarca que me pasó el trono también fue a Yesod. Fue como yo estoy yendo… O en todo caso como creí que estaba yendo.

Gunnie meneó la cabeza; era evidente que me compadecía.

—¿Crees que lo recuerdas todo?

—Lo recuerdo. Puedo recordar cada paso de este viaje; siento el dolor del cuchillo que castró a ese hombre. No fue en absoluto como ahora; lo hicieron salir del barco con el debido respeto. En Yesod soportó una larga prueba y al fin juzgaron que había fracasado, como juzgó él mismo.

Con la esperanza de haberles llamado la atención, miré hacia donde estaban la mujer y sus compañeros.

Purn estaba de nuevo a nuestro lado. —¿Entonces todavía sostienes que eres realmente el Autarca?

—Lo era —le dije—. Y lo soy si puedo traer el Sol Nuevo. ¿Me darás por eso otra puñalada?

—Aquí no —dijo él—. Probablemente en ningún lugar. Yo soy un hombre simple, ¿entiendes? Te creí. Hasta que no agarraron al verdadero no me di cuenta de que me habías engañado. O a lo mejor te falta un tornillo. Yo nunca he matado a nadie, y no me gustaría matar a un hombre por mentiroso. Peor es matar a un hombre de Luna o de Puerto: mala suerte segura. —Le habló a Gunnie como si yo no estuviese:¿Te parece que se lo cree de veras?

—Estoy segura de que sí —dijo ella. Dejó pasar un momento y agregó—: Hasta podría ser cierto. Escúchame, Severian; yo estoy a bordo desde hace mucho. Es el segundo viaje que hago a Yesod, así que cuando trajeron a tu antiguo Autarca yo estaba entre los tripulantes. Sin embargo no lo vi y sólo me enteré después. Sabes que esta nave entra en el Tiempo y vuelve a salir y a entrar como una lanzadera, ¿no? ¿Todavía no lo sabes?

—Sí —dije—. Estoy empezando a entenderlo.

—Pues deja que te haga una pregunta. ¿No es posible que hayamos transportado a dos autarcas, tú y uno de tus sucesores? Imagina que te tocara volver a Urth. Tarde o temprano tendrías que elegir un sucesor. Podría ser ése que está ahí, ¿no? O el que tu sucesor eligió. Y si lo es, ¿qué sentido tiene que sigas con esto, perdiendo cosas que no quieres perder cuando todo termine?

—¿Quieres decir que haga lo que haga el futuro no va a cambiar?

—No cuando el futuro ya está listo delante de esta gabarra.

Habíamos hablado como si los demás marineros no estuvieran, algo que nunca es del todo seguro: uno ha de contar con el consentimiento de los omitidos. Agarrándome del hombro, uno de los marineros a quienes no había prestado atención me arrastró medio paso hacia él para que viese mejor por los hialinos costados del aparato volador.

—¡Mira! —dijo—. ¡Mira eso, mira! —Pero durante un latido lo miré a él, consciente de pronto de que ese hombre que para mí no era nada lo era todo para sí mismo, y de que yo era para él apenas un figurante, un lego que, compartiendo su alegría, le permitía duplicarla.

Luego miré, porque no hacerlo habría sido una especie de traición; y vi que estábamos trazando, a mayor velocidad, un círculo muy amplio sobre una isla enclavada en un interminable mar de agua azul y transparente. La isla era una colina que se alzaba entre las olas; la adornaban el verde de los jardines y el blanco del mármol y tenía un festón de pequeñas barcas.

No hay nada visible que impresione tanto como la Muralla de Nessus, o incluso la Gran Torre. A su modo, sin embargo, la isla era más impresionante; porque todo en ella era hermoso, sin excepción, y había allí una alegría más alta que la Torre, tan alta como un cúmulo de tormenta.

Entonces se me ocurrió, mirando la isla y las caras estúpidas y brutales de los hombres y mujeres que me rodeaban, que estaba dejando de ver algo más. Enviado por una de esas pálidas figuras que se alzan para mí detrás del antiguo Autarca, esos predecesores que no veo claramente y a menudo no veo en absoluto, se destacó un recuerdo. Era la figura de una virgen adorable, vestida con sedas de muchos tonos y recamadas de perlas. Cantaba en las avenidas de Nessus y se demoraba junto a las fuentes hasta la noche. Nadie se atrevía a molestarla, pues aunque su protector era invisible, la sombra de él la cubría por entero, y la hacía inviolable.

XVII — La isla

Si te dijera, lector que naciste en Urth y has inspirado allí cada gota de tu aliento, que el aparato se posó como una gran ave acuática, imaginarías un chapoteo cómico. Y sin embargo no fue así; porque en Yesod, según vi por los costados unos momentos después del descenso, las aves acuáticas han aprendido a dejarse caer en las olas con tal gracia y levedad que se diría que el agua sólo es para ellas un aire más fresco, como para esos pájaros pequeños que vemos junto a las cascadas, que saltan al torrente a buscar peces y están allí tan a sus anchas como otros pájaros en los arbustos.

Lo mismo nosotros: nos posamos en el mar y en ese momento plegamos las inmensas alas, meciéndonos suavemente mientras parecía que todavía volábamos. Algunos marineros hablaban entre ellos; y acaso Gunnie o Purn me habrían hablado si les hubiese dado alguna oportunidad. No se las di, porque deseaba absorber todas las maravillas de alrededor, y porque me era imposible hablar sin sentir la urgencia de decirles a quienes tenían prisionero a otro, que era yo aquel a quien buscaban.

Así que miré hacia afuera (según creí) por los costados del aparato, y saboreé el viento, ese glorioso viento de Yesod que transporta la pureza nueva de un mar que no conoce la sal, y el perfume de los gloriosos jardines, y con ellos la vida, y descubrí que los costados, que hasta entonces habían sido invisibles, ahora eran impalpables, de modo que nos movíamos como sobre una balsa angosta, con las alas encima por dosel. Y vi mucho.

Como cabía esperar, una de las tripulantes tiró a una compañera al agua; pero mucho más hacia popa otros la subieron a bordo; y aunque ella se quejara del frío a voz en cuello, agachándome a meter las manos en el agua descubrí que no estaba tan helada como para hacerle daño.

Luego las ahuequé, las llené todo lo posible y bebí del agua de Yesod; y aunque estaba muy fría, me alegró que me chorreara por el pecho. Porque recordé un viejo cuento del libro marrón que una vez había transportado en memoria de Thecla. Hablaba de cierto hombre que en lo alto de la noche cruzó una tierra baldía y vio a otros hombres y mujeres bailando y se les unió; y cuando terminó la danza fue con ellos a lavarse la cara en una fuente nunca vista de día, y bebió de esa agua.

Y un año más tarde de aquel día la mujer del hombre, aconsejada por cierto sabio artefacto, fue al mismo lugar y oyó una música salvaje y la voz de su marido, que cantaba solo, y un ruido de muchos pies bailando; pero no vio a nadie. Y cuando lo interrogó sobre esas cosas, el artefacto le dijo que el marido había bebido de las aguas de otro mundo y se había bañado en ellas, y que no regresaría nunca.

Y no regresó.

Cuando el tropel enfiló la calle blanca que llevaba del muelle al edificio de la colina, me aparté de los marineros atreviéndome a acercarme más que cualquiera a los tres que llevaban al prisionero. Sin embargo no me atreví a confesar quién era, aunque empecé a decirlo al menos cien veces sin llegar a emitir ningún sonido. Finalmente hablé, pero sólo para preguntar si el juicio se llevaría a cabo ese día o el próximo.

La mujer que nos había hablado volvió la cabeza, sonriente.

—¿Tantas ganas tienes de ver sangre? —preguntó—. No la verás. Como hoy el hierogramato Tzadkiel no ocupa el Sillón de justicia, sólo tendremos el examen preliminar, que si es preciso puede llevarse a cabo en su ausencia.

Sacudí la cabeza.

—Yo ya he visto mucha sangre. Creedme, milady, que no tengo ganas de ver más.

—¿Entonces por qué has venido?

Le dije la verdad, aunque no toda la verdad.

—Porque lo creí mi deber. Pero decidme: suponiendo que mañana Tzadkiel tampoco ocupe el sillón, ¿nos permitirán esperarlo aquí? Y todos vosotros, ¿no sois también hierogramatos? ¿Y habláis todos nuestra lengua? Me sorprendió oírla en vuestros labios.

Yo caminaba medio paso por detrás de ella; y en consecuencia ella me había hablado más o menos por encima del hombro. Ahora, agrandando la sonrisa, se retrasó para tomarme del brazo.

—Cuántas preguntas. ¿Cómo voy a acordarme de todas, no digamos ya contestarlas?

Avergonzando, traté de balbucear una disculpa; pero el contacto de esa mano, que se había deslizado en la mía tibia e indagadora, me enervó tanto que sólo pude tartamudear.

—De todos modos por ti lo intentaré. Tzadkiel estará aquí mañana. ¿Temes no poder volver a tiempo a los trapos y a la carga?

—No, milady —conseguí decirle—. Si pudiera me quedaría para siempre.

Al oír eso se le apagó la sonrisa.

—En total estaréis en esta isla menos de un día. Debes… debemos, si quieres, aprovecharlo como podamos.

—Quiero —le dije, y en serio. La he descrito como una mujer de edad mediana y aspecto común, y así era: nada alta, con algunas arrugas visibles en los ojos y la boca y las sienes tocadas de escarcha. Tal vez sólo fuese el aura de Yesod; del mismo modo a los hombres corrientes todas las exultantes les resultan atractivas. Tal vez fueran sus ojos, largos, luminosos y del azul profundísimo del mar, no empañados por los años. Tal vez fuera alguna otra cosa percibida inconscientemente; pero volví a sentir lo mismo que cuando, tanto más joven, había conocido a Agia: un deseo tan fuerte que, consumida la carne en su propio ardor, parecía más espiritual que cualquier fe.

—… después del examen preliminar —dijo ella.

—Por supuesto —respondí—. Por supuesto. Soy esclavo de milady. —Ni siquiera sabía qué acababa de aceptar.

Una amplia escalera de piedra blanca flanqueada de fuentes se alzaba ante nosotros con la ligereza aérea de un banco de nubes. Ella levantó los ojos con una sonrisa burlona que me pareció infinitamente atractiva.

—Si de verdad fueses mi esclavo, cojo o sin piernas haría que me subieras en brazos por esta escalera.

—Lo haría gustoso —dije, y me agaché como para alzarla.

—No, no. —Ella había empezado a subir, y tan leve como una niña.— ¿Qué pensarían tus camaradas?

—Que me han deparado un honor, milady.

Sonriendo todavía, ella susurró: —¿Y no que has abandonado a Urth por nosotros? Pero mientras vamos hacia el tribunal contestaré tus preguntas lo mejor posible. No todos somos hierogramatos. En Urth, ¿son los hijos de los sanniacenos hombres y mujeres sagrados? Ni yo ni ninguno de nosotros usa tu lengua. Tampoco tú hablas como nosotros.

—Milady…

—No comprendes.

—No. —Busqué algo que agregar, pero lo que me había dicho parecía tan absurdo que no había respuesta posible.

—Te lo explicaré después del examen. Pero ahora debo pedirte un pequeño servicio.

—Lo que sea, milady.

—Gracias. Llevarás al Epítome hasta el banquillo.

La miré perplejo.

—Lo pondremos a prueba; lo examinaremos con el consentimiento de los pueblos de Urth, que lo han enviado a Yesod. Para demostrarlo ha de conducirlo un hombre o mujer de Urth que represente a ese mundo, como él pero de un modo menos significativo.

Asentí.

—Lo haré por vos, milady, si me enseñáis adónde debo llevarlo.

—Bien. —Se volvió hacia el hombre y la otra mujer, diciendo:— Tenemos un custodio. —Los otros asintieron, y ella tomó al prisionero del brazo para tironearlo (aunque a él le habría sido fácil resistirse) hasta donde aguardaba yo.— Llevaremos a tus camaradas a la Sala de Justicia, donde explicaré qué es lo que va a ocurrir. Dudo que a ti te haga falta. Tú… ¿cómo te llamas?

Vacilé, preguntándome si conocería el nombre del Epítome.

Vamos, ¿tan secreto es?

De todos modos tendría que confesar pronto, aunque había esperado poder oír antes el examen preliminar y así, cuando me llegara el turno, estar mejor equipado para el triunfo. Mientras nos deteníamos en el pórtico dije: —Severian, milady. ¿Está permitido que pregunte el vuestro?

Sonrió de modo tan irresistible como la primera vez.

—Entre nosotros esas cosas no son necesarias pero, ahora que me conoce alguien que las necesita, me llamaré Apheta. —Me vio dudar y añadió:— No temas. Los que te oigan decir ese nombre sabrán de quién hablas.

—Gracias, milady.

—Ahora llévatelo. El arco está a tu derecha. —Me lo señaló.— Entra por allí. Encontrarás un largo pasillo elíptico donde no puedes desviarte porque de ningún lado tiene puertas. Llévalo hasta el final, y luego entra en la Cámara de Exámenes. Mírale las manos: ¿ves cómo están engrilladas?

—Sí, milady.

—En la Cámara verás la anilla a la cual deben sujetarse los grillos. Condúcelo hasta allí y encadénalo. Hay una cadena corrediza, en seguida te darás cuenta. Luego ocupa tu sitio entre los testigos. Cuando acabe el examen, espérame. Te mostraré todos los prodigios de nuestra isla.

El tono dejó claro a qué se refería. Hice una reverencia y dije: —Milady, soy del todo indigno.

—Eso ya lo juzgaremos. Ahora ve. Haz lo que te digo y tendrás tu recompensa.

Con una nueva reverencia me volví y tomé al gigante del brazo. Ya he dicho que era más alto que cualquier exultante, y es cierto: casi tan alto como Calveros. No era tan pesado, pero sí joven y vigoroso (joven como había sido yo el día en que con Términus Est al cinto había salido de la Ciudadela por la Puerta de los Cadáveres). Para pasar por el arco tuvo que agacharse, pero me siguió como en el mercado el carnero de un año sigue al pastorcito; lo ha tenido de mascota y ahora piensa vendérselo a alguna familia que una vez castrado lo engordará para un festín.

El pasillo tenía la forma del huevo que los magos mantienen en equilibrio sobre la mesa; el techo arqueado era alto, casi en punta, los lados curvos y el suelo chato. Lady Apheta había dicho que no tenía puertas, y era cierto, pero a los dos lados había ventanas. Esto me confundió, porque yo había supuesto que el pasillo corría alrededor de un tribunal en el centro del edificio.

Mientras caminaba miré a través de ellas a izquierda y derecha, al principio con cierta curiosidad por la isla de Yesod, luego maravillado de verla tan semejante a Urth, por fin estupefacto. Porque montañas nevadas y pampas llanas daban paso a extraños interiores, como si por cada ventana yo mirase una estructura diferente. Había una sala amplia y vacía bordeada de espejos, otra más amplia aún donde estanterías de pie albergaban libros en desorden, una estrecha celda con ventana barrada y el suelo cubierto de paja y un corredor oscuro y angosto bordeado de puertas de metal.

Volviéndome hacia el cliente le dije: —Me estaban esperando, eso está bien claro. Veo la celda de Agilus, la mazmorra de la torre Matachina y lo demás. Pero te han tomado por mí, Zak.

Como si el sonido de su nombre hubiera roto un hechizo, se volvió violentamente hacia mí, echando atrás el largo pelo para revelar los ojos en llamas. Se debatía con las esposas de tal modo que los músculos de los brazos se le hincharon como si fuesen a reventar la piel. Casi automáticamente le puse una pierna por delante y lo lancé por arriba de mi cadera como tanto tiempo atrás me enseñara el maestro Gurloes.

Cayó en la piedra blanca como un toro en la arena, y el golpe pareció sacudir el sólido edificio; pero al momento estaba de nuevo en pie, esposado o no, y corría pasillo abajo.

XVIII — El examen

Corrí tras él y pronto noté que su zancada era larga pero torpe —Calveros corría mejor— y que las ligaduras lo obstaculizaban.

No era el único impedido. A mí me parecía llevar un peso en el tobillo de la pierna mala, y estoy seguro de que correr me era más doloroso de lo que le había sido a él la caída. Mientras yo cojeaba iban pasando las ventanas, hechizadas quizá, o quizá meros artificios. Por unas pocas miré conscientemente; por la mayoría no. Sin embargo aún siguen conmigo, ocultas en la polvorienta cámara que hay detrás de mi mente, tal vez debajo. Allí estaban el patíbulo donde una vez marqué y decapité a una mujer, una ribera oscura y el techo de cierta tumba.

Me habría reído de esas ventanas si antes no hubiese empezado a reírme de mí mismo para no llorar. Esos hierogramatos que regían el universo y lo que hay más allá no sólo habían confundido a otro conmigo, sino que ahora querían recordarme las escenas de mi vida, a mí, que no podía olvidar nada; y (me pareció) lo hacían con menos habilidad que mi propia memoria. Pues aunque estaban todos los detalles, había una falta sutil en cada una de esas escenas.

No podía parar, o al menos pensaba que no podía; pero al fin, mientras pasaba cojeando, volví la cabeza y estudié una ventana como no había estudiado ninguna de las otras. Se abría a la glorieta de los jardines de Abdiesus donde yo había interrogado a Cyriaca y después la había liberado, y con esa única, larga mirada comprendí finalmente que estaba viendo los lugares, no como yo los recordaba, sino como los habían percibido Cyriaca, Jolenta, Agia u otros. Mirando la glorieta, por ejemplo, fui consciente de que fuera del marco había una presencia espantosa pero benigna: yo.

Era la última ventana. El sombrío pasillo había terminado y ante mí se alzaba un segundo arco, brillante de sol. Con la nauseabunda certeza que sólo lo entendería otro hombre educado en el gremio, supe que había perdido a mi cliente.

Crucé como un rayo y lo vi parado en el pórtico del Palacio de justicia, perplejo, rodeado de una multitud tumultuosa. En el mismo instante me vio él a mí y buscó abrirse paso hacia la entrada principal.

Grité que alguien lo detuviera, pero la muchedumbre se apartaba de él y a la vez me obstruía el paso. Me pareció estar en una de las pesadillas que me asaltaban con frecuencia cuando era lictor de Thrax, y que en seguida iba a despertarme sofocado, con la Garra oprimiéndome el pecho.

De la multitud saltó una mujer menuda que agarró a Zak de un brazo, y él se sacudió como se sacude un toro para desprenderse de las banderillas. La mujer cayó, pero le aferró el tobillo.

Fue suficiente. Lo sujeté y aunque allí, donde el voraz tirón de Yesod era casi como el de Urth, yo cojeaba otra vez, aún me sentía con fuerzas y él estaba esposado. Poniéndole un brazo en la garganta lo doblé hacia atrás como un arco. En seguida se aflojó; y, del misterioso modo en que a veces percibimos el designio de otro por el tacto, supe que ya no se me resistiría. Lo solté.

—No lucharé —dijo—. Basta de correr.

—Muy bien —le dije yo, y me agaché a levantar a la mujer que me había ayudado. Entonces la reconocí y sin pensarlo mucho le miré la pierna. Era perfectamente normal; es decir, estaba perfectamente curada.

—Gracias —murmuré—. Gracias, Hunna.

Ella no me quitaba los ojos de encima.

—No sé por qué, me pareció que era usted mi ama.

Con frecuencia me esfuerzo por impedir que me salga de los labios la voz de Thecla. En ese momento lo permití.

—Gracias —dijimos otra vez. Y añadimos—: No te equivocaste —sonriendo ante su desconcierto.

Meneando la cabeza volvió a la multitud y entonces, cruzando el arco por donde yo había traído a Zak, vi entrar una mujer alta de oscuro pelo rizado. Aun después de tantos años no podía haber duda, ninguna duda. Tratamos de gritar el nombre de ella. Se nos quedó en la garganta, dejándonos doloridos y en silencio.

—No llores —dijo Zak, la voz profunda un poco infantil—. Por favor. Creo que todo saldrá bien.

Me volví a decirle que no lloraba y comprendí que sí. Si antes había llorado alguna vez, había sido tan de niño que apenas me acordaba: a los aprendices se les enseña a no llorar, y los que lloran son torturados por los demás hasta la muerte. Thecla había llorado a veces; y en su celda había llorado a menudo; pero yo acababa de ver a Thecla.

—Lloro porque me muero por ir detrás de ella —dije— y tenemos que entrar.

El asintió, y en seguida lo tomé del brazo y lo llevé a la Cámara de Examen. El corredor por el cual me había enviado lady Apheta circundaba la Cámara, e hice bajar a Zak por un pasaje ancho, mientras a ambos lados los marineros nos miraban desde los bancos. Sin embargo sobraban sitios, así que los marineros sólo ocupaban los más cercanos al pasaje.

Frente a nosotros estaba el Sillón de justicia, un asiento mucho más grande y austero que cualquiera que yo hubiese visto ocupar a un juez de Urth. El Trono del Fénix era —o es, si todavía permanece bajo las aguas— una gran butaca dorada cuyo respaldo exhibe una imagen de esa ave, símbolo de la inmortalidad, trabajada en oro, jade, cornalina y lapislázuli; sobre el asiento (que de lo contrario habría sido criminalmente incómodo) había un cojín de terciopelo con borlas doradas.

El Sillón de justicia del hierogramato Tzadkiel era lo más diferente que se pueda imaginar, y en realidad apenas un colosal pedrusco blanco, que el trabajo del tiempo y el azar había vuelto tan semejante a un sillón como la gente real se asemeja a las nubes en donde creemos ver el rostro de la amante o la cabeza del paladín.

Apheta sólo me había dicho que en la cámara encontraría una anilla, y por unos momentos, mientras avanzaba con Zak por el largo pasaje, la busqué con los ojos. Era lo que al principio yo había tomado por único adorno del Sillón de Justicia: en el extremo de un brazo una gran grapa de acero incrustada en la piedra sostenía un círculo de hierro. Luego busqué el cierre corredizo que ella había mencionado; no estaba, pero de todos modos dirigí a Zak hacia la anilla, seguro de que cuando llegáramos alguien saldría a ayudarme.

Aunque no fue el caso, al mirar las esposas comprendí, como Apheta me había advertido. El cierre estaba allí; cuando lo abrí, me dio la impresión de deslizarse con tal facilidad que el propio Zak habría podido soltarlo con un dedo. Uní los dos segmentos de cadena que le sujetaban las muñecas, de modo que al retirarlos se le desprendieron las esposas. Las recogí, me puse las cadenas en las muñecas, alcé los brazos por encima de la cabeza para enganchar la anilla al cierre y aguardé mi examen.

No lo hubo. Los marineros me miraban boquiabiertos. Yo había supuesto que alguien iba a encargarse de Zak, o que escaparía. No se le acercó nadie. Se sentó a mis pies en el suelo, no con las piernas cruzadas (como hubiera hecho yo en su lugar), sino agazapado de una forma que primero me hizo pensar en un perro y enseguida en un atrox o algún otro felino.

—Soy el Epítome de Urth y de todos sus pueblos —dije a los marineros. Apenas había empezado, cuando advertí que era el mismo discurso que había dicho el antiguo Autarca, aunque el examen de él había sido muy diferente—. Estoy aquí porque los llevo a todos dentro: a los hombres, las mujeres y también los niños, a los pobres y los ricos, a los viejos y los jóvenes, a los que si pudieran salvarían el mundo y los que por codicia violarían hasta el último resto de vida.

Espontáneas, las palabras me subían a la superficie de la mente: —También estoy aquí porque soy el soberano legítimo de Urth. Tenemos muchas naciones, algunas más grandes que nuestra Comunidad y más fuertes; pero los autarcas, y nadie más que nosotros, no pensamos sólo en nuestras propias tierras; sabemos que nuestros vientos soplan para todos los árboles y nuestras mareas bañan todas las costas. Esto lo he probado compareciendo aquí. Y compareciendo aquí demuestro que es mi derecho.

Los marineros escucharon en silencio mi discurso; pero mientras iba hablando yo miraba más allá de ellos en busca al menos de lady Apehta y de quienes la acompañaban. No se los veía.

No obstante había otros oyentes. Ahora la multitud del pórtico estaba en el umbral por el cual yo me había deslizado con Zak; acabado mi discurso habían entrado lentamente en la Cámara de Examen, no por el pasaje central como nosotros y sin duda los marineros, sino en dos columnas, a derecha e izquierda, arrastrándose entre los bancos y las paredes.

Entonces contuve el aliento, porque entre esa gente estaba Thecla, y le vi en los ojos una compasión y una pena tan grandes que me estrujaron el corazón.

Pocas veces he tenido miedo, pero en ese momento supe que yo era la causa de esa compasión y esa pena y me asustó que fueran tan hondas.

Por fin desvió la mirada, y yo también. Fue así que en la multitud divisé a Agilus, y a Morwenna con el pelo negro y las mejillas marcadas.

Con ellos había cien más, prisioneros de nuestra mazmorra y de la Víncula de Thrax, felones que yo había azotado y asesinos que había matado para magistrados provinciales. Y además de ellos otros cien: ascianos, la alta Idas y Casdoe, la de la boca torva, con Severian niño en brazos; Guasacht y Erblon con nuestro verde estandarte de combate.

Agaché la cabeza y miré al suelo esperando la primera pregunta.

No hubo preguntas. No por largo tiempo; si escribiera aquí cuán largo me pareció entonces, o incluso cuánto duró realmente, no me creerían. Aún no había hablado nadie cuando el sol ya declinaba en el cielo brillante de Yesod y la Noche pasaba por la isla unos largos dedos oscuros.

Con la Noche llegó alguien más. Oí cómo sus garras rasguñaban el suelo de piedra y luego una voz infantil: —¿Ya podemos entrar?

Había llegado el alzabo, y sus ojos ardían en la negrura que había invadido la Cámara de Examen.

¿Os retienen aquí? —pregunté—. Si alguien os retiene no soy yo.

Cientos de voces estallaron en una exclamación:

—¡Sí, nos retienen!

Entonces comprendí que no les tocaba a ellos interrogarme, sino a mí interrogarlos a ellos. Aún tuve la esperanza de que no fuera así.

Entonces marchaos —dije.

Pero nadie se movió.

¿Qué es lo que tengo que preguntaros? —dije. No hubo respuesta.

Llegó en verdad la noche. Como el edificio era todo de piedra blanca, con una abertura en lo alto de la encumbrada cúpula, yo apenas me había dado cuenta de que no estaba iluminado. A medida que el horizonte se alzaba más por encima del sol, la Cámara de Examen se iba oscureciendo como esas estancias que el Increado construye bajo las ramas de los grandes árboles. Los rostros se ensombrecieron y se extinguieron como llamas de velas; sólo los ojos del alzabo captaban la luz agonizante y brillaban como dos ascuas rojas.

Oí a los marineros que murmuraban entre sí con miedo en la voz, y el blando suspiro de los cuchillos que abandonan unas vainas bien aceitadas. Les grité que no había razón para que temieran, que esos fantasmas eran míos y no de ellos.

Con desdén infantil, la voz de la niña Severa ex clamó: —¡No somos fantasmas!

Los ojos rojos se acercaron más y de nuevo hubo un rasguño de garras terribles en el suelo de piedra. Todos los demás se movían de inquietud y toda la cámara resonaba con el susurro de los trajes.

Tiré vanamente de las esposas; luego tanteé el cierre corredizo y le grité a Zak que no intentara parar al alzabo con un arma.

—No es más que una niña, Severian —exclamó Gunnie (pues le reconocí la voz).

—Está muerta —contesté—. La bestia habla con la voz de Severa.

—Va montada en el lomo. Están aquí, a mi lado.

Mis dedos entumecidos habían encontrado el cierre pero no lo abrí: una súbita e inapelable certeza me dijo que si yo hubiese intentado huir en ese mismo instante, ocultándome entre los marineros, tal como lo había planeado, sin duda no habría salido con vida.

—Justicia! —les grité—. ¡He intentado actuar justamente y vosotros lo sabéis! Odiadme si os parece, ¿pero podéis decir acaso que os he hecho mal sin ningún motivo?

Una silueta oscura saltó de pronto. Un acero fulguró como los ojos del alzabo. Zak también dio un salto y oí el ruido del arma que golpeaba contra el suelo de piedra.

XIX — Silencio

Al principio la confusión me impidió distinguir quiénes me habían liberado. Sólo supe que eran dos, y que cada uno me tomó de un brazo y rápidamente, rodeando el Sillón de Justicia, me hicieron bajar por una escalera angosta. Detrás era el pandemonio; los marineros luchaban a los gritos, el alzabo aullaba.

Aunque larga y empinada, la escalera subía directamente hacia la abertura del ápice de la cúpula; una débil luz se derramaba por los peldaños, el resplandor final de un crepúsculo reflejado aún en nubes dispersas, aunque el sol de Yesod no aparecería de nuevo hasta el amanecer.

Al final asomamos a una oscuridad tan intensa que no advertí que estábamos fuera hasta que sentí hierba bajo los pies y viento en las mejillas. —Gracias —dije—. ¿Pero quiénes sois?

A unos pasos de distancia, Apheta respondió: —Son mis amigos. Los viste en el aparato que nos trajo desde tu nave.

Mientras ella hablaba los dos me soltaron. Estoy tentado de escribir que desaparecieron en el acto, porque entonces tuve esa impresión; pero no creo que fuera así. En todo caso se alejaron en la noche sin decir palabra.

Apheta deslizó su mano en la mía como la otra vez.

—Me comprometí a mostrarte prodigios.

La llevé más lejos del edificio. —No estoy preparado para ver prodigios. Ni los tuyos ni los de ninguna mujer.

Ella rió. Nada es más frecuentemente falso en las mujeres que la risa, un mero sonido social como los eructos de los autóctonos en un banquete; pero me pareció que en aquella risa había verdadera diversión.

—Lo digo en serio. —Las secuelas del miedo me habían dejado débil y sudoroso, pero la violenta perplejidad que sentí no tenía nada que ver con eso; y si algo sabía (aunque no estaba muy seguro de saber algo) era que no quería iniciar un romance fortuito.

—Entonces pasearemos, lejos de este sitio del cual tanto deseas irte, mientras conversamos. Esta tarde tenías muchas preguntas.

—Ahora no tengo ninguna —le dije—. Debo pensar.

—Bueno, eso todos —dijo ella con dulzura—. Todo el tiempo, o casi.

Bajamos por una calle larga y blanca que tenía meandros como un río, de modo que el declive nunca era brusco. Mansiones de piedra pálida se alzaban al borde como fantasmas. En la mayor parte había silencio, pero de algunas llegaban ruidos de fiesta: tintineo de copas, acordes de música y repiques de pies bailando; nunca una voz humana.

Habíamos pasado por varias de esas mansiones cuando dije: —Tu gente no habla como nosotros. Nosotros diríamos que no hablan en absoluto.

—¿Es una pregunta?

—No, es una respuesta, una observación. Cuando íbamos a la Cámara de Examen dijiste que no hablabas en nuestra lengua, ni yo en la tuya. En la tuya no habla nadie.

—Era una metáfora —me dijo ella—. Tenemos una forma de comunicarnos. Vosotros no la usáis, y nosotros no usamos la vuestra.

—Urdes paradojas para prevenirme —dije, aunque tenía los pensamientos en otra parte.

—En absoluto. Vosotros os comunicáis por sonidos; nosotros por el silencio.

—Por gestos, quieres decir.

—No, por el silencio. Vosotros hacéis un sonido con la laringe y le dais forma por la acción del paladar y los labios. Es una costumbre tan antigua que casi se os ha olvidado que lo hacéis; pero cuando tú eras muy chico tuviste que aprenderlo, como todos los niños de tu raza. Si nosotros quisiéramos también podríamos aprender. Escucha.

Presté atención y oí un suave gorgoteo que parecía proceder no de ella, sino del aire que la rodeaba. Era como si se nos hubiera unido un mudo invisible y ahora estuviese croando.

—¿Qué fue eso?

Ah, ¿ves?, a fin de cuentas tienes preguntas. Lo que oíste fue mi voz. De cuando en cuando, si estamos heridos o si necesitamos ayuda, llamamos así a los demás.

—No entiendo —dije—. Ni quiero entender. Tengo que estar solo con mis pensamientos.

Entre las mansiones había muchas fuentes y muchos árboles, árboles que me parecían altos, raros y hermosos incluso a oscuras. De las fuentes no manaba agua perfumada, como de tantas de las nuestras en los jardines de la Casa Absoluta, pero la fragancia del agua pura de Yesod era más dulce que cualquier perfume.

Como yo había visto al bajar del aparato y volvería a ver por la mañana, también había flores. Ahora la mayoría había guardado el corazón en el cenador de los pétalos y sólo se abría una pálida dama de noche, aunque no había luna.

Por fin la calle acabó junto a la frescura del mar. Allí estaban amarradas las pequeñas barcas de Yesod, tal como yo las había visto desde arriba. Había además muchos hombres y mujeres que andaban de un lado a otro entre las barcas, y entre las barcas y la costa. A veces alguna barca se perdía en el agua oscura y rizada; y a veces aparecía una barca nueva, con velas de varios colores que yo apenas podía distinguir. Sólo muy de tanto en tanto había una luz.

—Una vez —dije— fui tan tonto como para creer que Thecla estaba viva. Fue una treta para atraerme a la mina de los hombres-mono. La ideó Agia, pero esta noche vi a su hermano muerto.

—No comprendes lo que te ha ocurrido —me dijo Apheta. Parecía avergonzada—. Para eso estoy yo aquí: para explicártelo. Pero no te lo explicaré hasta que no estés listo, hasta que no me preguntes.

—¿Y si no pregunto nunca?

—Entonces nunca te lo explicaré. De todos modos sería mejor que lo supieses, sobre todo si eres el Sol Nuevo.

—¿Realmente te importa tanto Urth?

Ella negó con la cabeza.

—¿Entonces para qué preocuparse por ella o por mí?

—Porque nos importa tu raza. Sería mucho menos laborioso tratar con todos de una vez, pero estáis esparcidos en decenas de miles de mundos y es imposible.

No dije nada.

—Esos mundos están muy separados. Si una de vuestras naves va de uno a otro tan rápido como la luz de las estrellas, el viaje dura muchos siglos. Los de la nave no lo notan, pero es así. Si la nave viaja más rápido, aprovechando el viento de los soles, el tiempo retrocede, de modo que la nave llega antes de haber zarpado.

—Para vosotros tiene que ser muy incómodo —dije. Yo estaba mirando por encima del agua.

—Para nosotros, no para mí personalmente. Si piensas que soy una especie de reina o guardiana de tu Urth, descarta la idea. No lo soy. Pero imagina en cambio que queremos jugar al shah mat sobre un tablero cuyos escaques son balsas en ese mar. Movemos una pieza, pero entretanto las balsas se agitan y deslizan formando una nueva combinación; y para mover las piezas hemos de remar de una balsa a otra, cosa que lleva mucho tiempo.

—¿Contra quién jugáis?

—Contra la entropía.

Me volví para mirarla.

—Dicen que en ese juego se pierde siempre.

—Lo sabemos.

—¿Está Thecla viva de verdad? ¿Fuera de mí?

—¿Aquí? Sí.

—Y si la llevara a Urth, ¿viviría?

—Eso no está permitido.

—Entonces no preguntaré si me puedo quedar aquí con ella. Eso ya me lo has contestado. En total menos de un día, dijiste.

—¿Te quedarías aquí con ella si fuera posible?

Lo pensé un momento.

—¿Y permitir que Urth se hiele en la oscuridad? No. Thecla no era una buena mujer, pero…

—¿No era buena de acuerdo con qué medida? —preguntó Apheta. Como yo no respondía, dijo—: Estoy preguntando de veras. Tú puedes creer que no ignoro nada, pero no es así.

—De acuerdo con su propia medida. Lo que iba a decir, si encuentro las palabras, es que como todos los exultantes, salvo muy pocos, ella tenía cierta responsabilidad. A mí me asombraba que teniendo tantos conocimientos apenas le importasen. En esa época conversábamos en su celda. Mucho después, cuando ya era Autarca desde hacía varios años, comprendí que en realidad ella conocía algo mejor, algo que se había pasado la vida aprendiendo. Era una etología tosca, pero me doy cuenta de que no encuentro las palabras exactas.

—Intenta, por favor. Me gustaría oírlo.

—Thecla defendía a muerte a cualquiera que no pudiese evitar depender de ella. Por eso esta mañana Hunna me ayudó a agarrar a Zak. Vio en mi algo de Thecla, aunque tiene que haber sabido que no era ella realmente.

—Sin embargo tú dijiste que Thecla no era buena.

—La bondad es mucho más que eso. Ella también lo sabía.

Hice una pausa; mirando los blancos destellos de las olas en la oscuridad, más allá de las barcas, intenté ordenar mis pensamientos.

—Lo que intentaba decir es que la aprendí de ella, la responsabilidad, o mejor dicho la absorbí cuando la absorbí a ella. Si ahora traicionara a Urth por Thecla, sería peor que ella, no mejor. Ella quiere que yo sea mejor, así como todo amante quiere que su amada sea mejor que él.

Apheta dijo: —Sigue.

—Yo quería a Thecla porque era mucho mejor que yo, social y moralmente, y ella me quería porque yo era mucho mejor que ella y sus amigos por el sólo hecho de hacer algo necesario. En Urth la mayoría de los exultantes no hacen nada. Tienen un montón de poder y se dan importancia; le dicen al Autarca que manejan a sus peones y a sus peones que manejan la Comunidad. Pero en realidad no hacen nada, y en el fondo lo saben. Usar el poder les da miedo, al menos a los mejores, porque saben que no van a usarlo con inteligencia.

Arriba giraban unas aves, pálidas aves de grandes ojos y picos como espadas; al cabo de un tiempo vi saltar un pez.

—¿Por qué no puedes dejar que tu mundo se hiele en la oscuridad?

Yo me había acordado de otra cosa.

—Tú dijiste que no hablabas nuestro idioma.

—Dije que no hablo ninguna lengua, que nosotros no tenemos lenguas. Mira.

Abrió la boca y me la acercó, pero estaba demasiado oscuro para ver si me había engañado.

—¿Cómo es que te oigo? —le pregunté. Entonces me di cuenta de lo que quería y la besé; el beso me dio la seguridad de que era una mujer de mi raza.

—¿Conoces nuestra historia? —murmuró mientras nos separábamos.

Le conté lo que el aquastor Malrubius me había contado otra noche en otra playa: que en un manvantara anterior, los hombres de ese ciclo se habían valido de otras razas para modelar gente, compañeros, y que con la destrucción de su universo éstos habían huido a Yesod, y que ahora gobernaban nuestro universo por medio de los hieródulos, modelados por ellos mismos.

Cuando terminé Apehta sacudió la cabeza. —Hay mucho más.

Le respondí que yo nunca había supuesto lo contrario, pero que había recitado lo que sabía. Y añadí: —Dijiste que sois hijos de los hierogramatos. ¿Quiénes son, y quiénes sois vosotros?

—Son ésos que tú has dicho, los que fueron hechos a vuestra imagen por una raza consanguínea. En cuanto a nosotros, somos lo que te he contado.

Calló, y cuando hubo pasado un cierto tiempo, le dije: —Continúa.

—Severian, ¿sabes qué significa esa palabra que usaste, hierogramatos?

Le dije que, según me habían contado una vez, designaba a los que registraban los decretos del Increado.

—Es bastante correcto. —Hizo una nueva pausa. Es posible que seamos demasiado reverentes. Ésos que no nombramos, los consanguíneos que mencioné, todavía siguen despertando los mismos sentimientos, aunque la única obra suya que ha quedado son los hierogramatos. Dices que deseaban tener compañeros. ¿Cómo pudieron buscar compañeros en quienes siempre tenderían más y más hacia lo alto?

Confesé que no lo sabía; y como parecía remisa a contarme más, describí el ser alado que había visto en el libro del padre Inire y le pregunté si no era un hierogramato.

Dijo que sí. —Pero no hablaré más de ellos. Me preguntaste por nosotros. Nosotros somos sus larvas. ¿Sabes qué es una larva?

—Pues sí —contesté—. Un espíritu enmascarado.

Apheta asintió. —Llevamos con nosotros el espíritu de los hierogramatos, y como tú dices, hasta que no seamos realmente como ellos hemos de vivir enmascarados, no con una máscara real como la que usan los hieródulos, sino bajo el aspecto de tu raza, la raza a la cual nuestros padres, los hierogramatos, se propusieron seguir en un principio. Sin embargo todavía no somos hierogramatos, ni tampoco como vosotros. Hace un buen rato que vienes escuchando mi voz, Autarca. Ahora escucha la voz de este mundo, Yesod, y cuéntame qué oyes cuando te hablo, aparte de mis palabras. ¡Escucha! ¿Qué oyes?

Yo no entendía.

—Nada —dije—. Pero tú eres una mujer humana.

—No oyes nada porque hablamos con el silencio, lo mismo que tú con el sonido. A todos los sonidos que encontramos les damos forma; cancelamos los innecesarios y expresamos los pensamientos con el resto. Por eso te traje aquí, donde las olas murmuran siempre; y por eso tenemos tantas fuentes, y árboles que agitan las hojas al viento de nuestro mar.

Yo apenas la oía. Se estaba elevando algo vasto y brillante —una luna, un sol—, de forma disparatada, empapado de luz. Era como si una semilla de oro sostenida por un billón de filamentos negros cursara la atmósfera de ese mundo extraño. Era la nave; y aun por debajo del horizonte, el sol llamado Yesod daba de lleno en el inmenso casco y se reflejaba con una luz semejante a la del día.

—¡Mira! —le dije a Apheta.

Y ella me respondió: —¡Mira! ¡Mira! —y se señaló la boca.

Miré, y descubrí que lo que al besarnos había tomado por su lengua era un gajo de tejido que le sobresalía del paladar.

XX — La habitación enroscada

No sabría decir cuánto tiempo estuvo la nave suspendida en el cielo. Fue menos de una guardia, sin duda, y no pareció más que un instante; de lo que hizo entretanto Apheta no tengo idea. Cuando la nave desapareció, la encontré sentada en una roca, cerca del agua, mirándome.

—Tengo tantas preguntas —dije—. Cuando vi a Thecla se me borraron de la mente, pero ahora están de nuevo; y encima hay preguntas sobre ella.

Apheta dijo: —Pero estás agotado.

Asentí.

—Mañanas debes enfrentarte con Tzadkiel y para mañana no falta mucho. Nuestro pequeño mundo gira más rápido que Urth; estos días y noches tienen que parecerte cortos. ¿Quieres venir conmigo?

—De buena gana, milady.

—Me tomas por una reina o algo por el estilo. ¿Te asombrará descubrir que vivo en una única habitación? Mira eso.

Miré y a sólo doce pasos del agua vi un arco escondido entre árboles.

—¿Aquí no hay marea? —pregunté.

—No. Yo sé de qué hablas porque he estudiado las cosas de tu mundo; por eso me eligieron para traer a los marineros y luego hablar contigo. Pero como Yesod no tiene compañero, tampoco tiene mareas.

—Tú sabías desde el principio que yo era Autarca, ¿no? Si has estudiado a Urth seguro que lo sabías. Lo de esposar a Zak fue una mera estratagema.

Ella no respondió, ni siquiera cuando llegamos a un arco sombrío. Abierto en un muro de piedra, parecía la entrada a una tumba; pero dentro el aire era fresco y dulce como todo el aire de Yesod.

—Tienes que guiarme, milady —dije—. En esta negrura no veo nada.

No acababa de hablar cuando se hizo la luz, una luz tenue como la de una llama reflejada por plata bruñida. Venía de Apheta y palpitaba como un corazón.

Estábamos en una habitación amplia, toda adornada con cortinas de muselina. Sobre una alfombra gris había butacas y divanes acolchados. Una tras otra las cortinas se plegaron bruscamente, y detrás de cada una vi el sombrío rostro silencioso de un hombre; después de mirarnos un momento, cada hombre dejó caer su cortina.

—Estás bien guardada, milady —le dije—. Pero de mí no tenéis nada que temer.

Ella sonrió, y era rara esa sonrisa alumbrada por su propia luz.

—Si te sirviera para salvar a tu Urth, me degollarías en un abrir y cerrar de ojos. Los dos lo sabemos bien. O te degollarías a ti mismo, me parece.

—Sí. Al menos eso espero.

—Pero no son protectores. La luz significa que estoy dispuesta a acoplarme.

—¿Y si yo no?

—Elegiré a otro mientras duermes. Como ves, no habrá problemas.

Apartó una cortina y entramos en un ancho corredor que doblaba a la izquierda. Había allí asientos como los de fuera y muchos otros objetos que me parecieron tan extraños como los artefactos del castillo de Calveros, aunque éstos no eran terribles sino hermosos. Apheta ocupó un diván.

—¿Esto no nos lleva a tu estancia, milady?

—Mi estancia es ésta. Es una espiral; muchas habitaciones nuestras son así porque nos gusta esa forma. Si sigues adelante llegarás a un lugar en donde puedes lavarte y estar un rato solo.

—Gracias. ¿Tienes una vela?

Negó con la cabeza, pero me dijo que no estaría totalmente oscuro.

La dejé y seguí la espiral. La luz me acompañaba, cada vez más débil pero reflejándose en la pared curva. Al fondo, que no tardé en alcanzar, un hálito de viento me sugirió que entre el techo y ese lugar se extendía lo que Gunnie había llamado un espiráculo. A medida que los ojos se me habituaron a la oscuridad lo fui distinguiendo como un círculo de sombra menos intensa. Parado debajo de él, contemplé el estrellado cielo de Yesod.

Pensé un rato en él mientras me aliviaba y lavaba el cuerpo, y cuando regresé junto a Apheta, cuya belleza desnuda palpitaba en un diván bajo una sábana delgada, la besé y le pregunté: —¿No hay otros mundos, milady?

—Hay muchísimos —murmuró ella. El pelo oscuro, que se había soltado, le flotaba alrededor del rostro brillante; así que ella misma parecía una misteriosa estrella envuelta en la noche.

—Aquí en Yesod. En Urth vemos miríadas de soles, tenues de día, brillantes de noche. Vuestro cielo está vacío de día, pero de noche es más brillante que el nuestro.

—Cuando se lo requiramos, los hierogramatos construirán otros nuevos… Mundos tan hermosos como éste o más. Y soles para esos mundos, si necesitamos más soles. Así que para nosotros ya existen. Aquí el tiempo corre como pidamos, y nos gusta la luz de esos soles.

—El tiempo no corre como yo quisiera. —Me senté en el diván, estirando la pierna dolorida.

—Todavía no —dijo ella. Y enseguida—: Eres cojo, Autarca.

—Seguro que lo habías notado antes.

—Sí, pero busco una manera de decirte que el tiempo correrá para ti como para nosotros. Ahora eres cojo, pero si llevas a Urth el Sol Nuevo no lo serás siempre.

—Vosotros los jerarcas sois magos. Más poderosos que los que conocí una vez, pero magos de todos modos. Habláis de tal o cual prodigio, pero aunque vuestros maleficios se cumplan, siento que vuestras recompensas son oro falso que se hacen polvo en la mano.

—Nos interpretas mal —dijo ella—. Y aunque sepamos mucho más que tú, nuestro oro es de verdad, obtenido como se obtiene el oro auténtico, a menudo al precio de la vida.

—Entonces estáis perdidos en un laberinto propio, y no me extraña. En una época yo tuve el poder de curar esas cosas, por lo menos a veces. —Y le conté de la muchacha enferma de la choza de Thrax, y del ulano del camino verde, y de Triskele; y para terminar le conté cómo había encontrado al camarero muerto a la puerta de mi camarote.

—Si procuro desenmarañarte esto, ¿comprenderás que aunque los haya estudiado no conozco más que tú todos los secretos de vuestro Briah? Es que son infinitos.

—Lo comprendo —dije—. Pero en la nave pensé que al llegar aquí habíamos llegado al fin de Briah.

—Y así es, pero se puede entrar en una casa por una puerta y salir por otra sin haber conocido todos sus secretos.

Asentí, mirando cómo su belleza desnuda palpitaba bajo la sábana, y deseando, si he de revelar la verdad, que no me atrajera con tal fuerza.

—Tú viste nuestro mar. ¿Te has fijado en las olas? ¿Qué contestarías si alguien te dijera que no viste olas sino sólo agua?

—Que he aprendido a no discutir con locos. Uno sonríe y sigue de largo.

—Lo que llamáis tiempo está hecho de olas parecidas, y así como las olas que viste existían en el agua, el tiempo existe en la materia. Las olas avanzan hacia la playa, pero si arrojaras un guijarro al agua, nuevas olas, de una fuerza cien o mil veces más débil, marcharían hacia el mar y las otras olas las sentirían.

—Comprendo.

—De la misma forma se aparecen en el pasado las cosas futuras. Un niño que algún día será sabio es un niño sabio; y muchos predestinados llevan la perdición en la cara, de modo que quienes prevén el futuro, aunque sólo sea un poco, lo advierten y desvían los ojos.

—¿No estamos todos predestinados?

—No, pero eso es otra cuestión. Tu puedes ser amo de un Sol Nuevo. De ser así, tendréis la energía de ese sol a vuestro servicio, aunque no existirá a menos que tú triunfes aquí, y tu Urth contigo. Pero así como el muchacho prefigura al hombre, algo de esa facultad te ha llegado por los Corredores del Tiempo. No sabría decir de dónde la obtenías en Urth. En parte de ti mismo, no hay duda; pero no es posible que toda haya surgido de ti, ni siquiera la mayor parte, porque habrías muerto. Quizá provenía de tu mundo, o de su sol viejo. Como en la nave no había mundo ni sol alguno lo bastante cerca, tomaste la energía que podía extraerse de la nave misma, y por poco la haces naufragar. Pero ni siquiera eso era suficiente.

—¿Y la Garra del Conciliador tampoco tiene ningún poder?

—Déjame verla.— Alargó una mano brillante.

—La destruyeron hace mucho tiempo las armas de los ascios —dije yo.

Sin responder, se quedó mirándome; y un latido después advertí que me miraba el pecho, donde el saquito que Dorcas había cosido para mí guardaba la espina.

Lo miré yo también y vi una luz, más tenue que la de ella pero firme. Saqué la espina, y un fulgor dorado relumbró de una pared a otra antes de apagarse.

—Se ha convertido en la Garra —expliqué—. Así la vi cuando la saqué de las rocas.

Se la tendí; en vez de mirarla, ella miró la herida a medio cicatrizar que yo tenía en el pecho.

—Estaba saturada de sangre tuya —dijo—, y tu sangre contiene tus células vivas. Dudo de que fuera ineficaz. Y no me asombra que las Peregrinas la reverenciaran.

Entonces la dejé; a tientas, logré ir de nuevo a la playa y estuve largo tiempo andando por la arena de un lado a otro. Pero lo que pensé allí no tiene cabida aquí.

Cuando regresé Apheta todavía me esperaba; el latido de plata era más insistente que antes. —¿Puedes? —preguntó.

Le dije que era muy hermosa.

—¿Pero puedes? —volvió a preguntar.

—Primero tenemos que hablar. Si no te preguntara estaría traicionando a los míos.

—Entonces pregunta —susurró—. Aunque te prevengo que nada de lo que diga va ayudar a tu raza en la prueba.

—¿Cómo es que hablas? ¿Qué sonido hay aquí? —Has de prestar atención a la voz — dijo ella— y no a las palabras. ¿Qué oyes?

Seguí sus instrucciones y oí el sedoso deslizarse de la sábana, el murmullo de nuestros cuerpos, el clamor de las olas que rompían y los latidos de mi corazón.

Me había dispuesto a hacer cien preguntas, con la impresión de que cada una podría traer el Sol Nuevo. Los labios de ella me rozaron los labios y todas las preguntas se desvanecieron, desterradas de mi conciencia como si no hubieran estado nunca.

Las manos, los labios, los ojos de ella, los pechos que yo le apretaba: todo era maravilloso; pero quizá más aún el perfume de su pelo. Sentí como si respirara una noche infinita…

Echado de espaldas, entré en Yesod. O digamos mejor que Yesod se cerró en torno a mí. Sólo entonces supe que no había estado allí nunca. En un chorro brotaron de mí billones de estrellas, manantiales de soles, y por un instante sentí que comprendía cómo nacen los universos. Pura insensatez.

La realidad la desplazó, la antorcha que al encenderse devuelve las sombras a sus rincones y con ellas a los alados duendes de la fantasía. Algo había nacido entre Yesod y Briah durante mi encuentro con Apheta en ese diván de la habitación circular, algo diminuto aún pero inmenso y que ardía como un carbón que unas tenazas han puesto sobre una lengua.

Era yo.

Dormí; y porque dormí sin sueños, no supe que dormía.

Cuando desperté, Apheta se había ido. El sol de Yesod entraba por el espiráculo del angosto final de la habitación espiralada. Las paredes blancas dirigían hacia mí una lumbre siempre tenue, de modo que desperté en un crepúsculo dorado. Me levanté y me vestí preguntándome dónde estaría Apheta; pero mientras me calzaba las botas entró con una bandeja en las manos. Me incomodó que una gran dama como ella me sirviese y se lo dije.

—Estoy segura de que las nobles concubinas de tu corte te han atendido, Autarca.

—¿Qué son ellas comparadas contigo?

Se encogió de hombros.

—Yo no soy una gran dama. Sólo lo soy para ti, y sólo por hoy. Entre nosotros el status lo decide la proximidad a los hierogramatos, y yo no estoy muy cerca.

Puso la bandeja en el diván y se sentó a mi lado. Había pastelitos, una jarra de agua fría y tazas de un líquido humeante que parecía leche pero no lo era.

—No puedo creer que estés lejos de los hierogramatos, milady.

—Sólo porque piensas que Urth y tú sois muy importantes, porque imaginas que lo que yo te digo y lo que hacemos juntos decidirá tu destino. Nada de esto es así. Lo que hacemos no influirá en absoluto, y aquí tú y tu mundo no le importáis a nadie.

Esperé a que continuara, y al fin concluyó: —Salvo a mí —y dio un mordisco a un pastelito.

—Gracias, milady.

—Yeso únicamente porque has venido. Aunque tú y tu Urth no pueden sino disgustarme, tú te preocupas mucho por ella.

—Milady…

—Ya lo sé, creíste que te deseaba. Sólo ahora me gustas lo suficiente como para decirte que no. Eres un héroe, Autarca, y todos los héroes son monstruos, nos traen nuevas que preferiríamos no oír. Pero tú eres un monstruo especialmente monstruoso. Dime, ¿no estudiaste los cuadros del pasillo que rodea la Cámara de Examen?

—Sólo algunos —dije—. Estaba la célula donde me encerraron con Agia, y me fijé en uno o dos más. —¿Y cómo te figuras que llegaron aquí?

Tomé un pastelito yo también, y un sorbo de la taza que tenía más cerca.

—No tengo idea, milady. Aquí he visto tantos prodigios que he dejado de asombrarme de todos salvo de Thecla.

—Pero anoche no preguntaste mucho, ni siquiera sobre Thecla, por miedo quizá a lo que yo pudiera decir o hacer. Aunque cientos de veces estuviste a punto.

—¿Te habría gustado más, milady, si mientras yacía contigo te hubiera preguntado por un viejo amor? Tu raza es realmente muy extraña. Pero ya que tú misma la has nombrado, déjame que te cuente. —Por el costado de la taza resbalaba una gota del líquido blanco, que yo había tragado sin saborear. Busqué algo para secarla pero no había nada.

—Te tiemblan las manos.

—Así es, milady. —Dejé la taza en la bandeja y tintineó.

—¿Tanto la querías?

—Sí, milady, y también la odio. Yo soy Thecla y el hombre que amó a Thecla.

—Entonces no te diré nada de ella… ¿Qué podría decirte? Quizá después de la Presentación te lo cuente ella misma.

—Si tengo éxito, quieres decir.

—¿Te castigaría tu Thecla si fracasaras? —preguntó Apheta, y una gran alegría me llenó el corazón—.

Pero come, que luego debemos irnos. Anoche te dije que aquí los días son cortos, y la primera parte de éste te la has pasado durmiendo.

Tragué el pastelito y vacié la taza. —¿Y qué será de Urth —dije— si fracaso? Ella se levantó.

—Tzadkiel es justo. Urth no empeorará por obra de él; no empeorará más que si no hubieras venido. —El futuro de hielo —dije yo—. Pero si triunfo llegará el Sol Nuevo. — Como si la taza hubiera contenido una droga, me parecía estar infinitamente lejos de mí mismo; me miraba como un hombre mira una partícula, oía mi voz como un halcón oye el chillido de un ratón de campo.

Apheta había apartado la cortina. Salí detrás de ella a la estoa. A través del arco abierto refulgía el fresco mar de Yesod, un zafiro jaspeado de blanco. —Sí —dijo ella—. Y tu Urth será destruida.

—Milady…

—Basta. Ven conmigo.

—Entonces Purn tenía razón. Quiso matarme, y yo no tendría que haberme resistido. —Tomamos por una avenida más empinada que la de la noche anterior, que nos había llevado a la playa; subía la colina directamente hacia el Palacio de Justicia, que se cernía sobre nosotros como una nube.

—No fuiste tú el que se lo impidió.

—Digo antes, en la nave, milady. O sea que anoche, en la oscuridad, también fue él. O sea que si alguien no se lo hubiese impedido, me habría matado. Yo no podía soltarme.

—Tzadkiel —dijo ella.

Aunque yo tenía piernas más largas, tenía que apretar el paso para no quedarme atrás. —Dijiste que no estaba, milady.

—No. Dije que ese día no ocupaba el Sillón de Justicia. Autarca, mira a tu alrededor. — Se detuvo, y yo con ella.— ¿No es hermosa esta ciudad?

—La más hermosa que he visto, milady. Sin duda cien veces más hermosa que cualquier ciudad de Urth.

—Recuérdala; quizá no vuelvas a verla. Si todos quisierais, vuestro mundo podría ser hermoso como éste.

Subimos hasta la entrada de la Sala de Justicia. Yo había esperado ver abrumadoras muchedumbres, como en nuestros juicios públicos, pero la cima de la colina estaba envuelta en el silencio de la mañana.

Apheta se volvió una vez más y señaló el mar.

—Mira —volvió a decir—. ¿Ves las islas?

Las veía. Se esparcían por el agua —interminablemente, al parecer— tal como yo las había contemplado desde la nave.

—¿Sabes lo que es una galaxia, Autarca? ¿Un vórtice de estrellas, innumerables, distantes de todas las demás?

Asentí.

—Esta isla donde estamos juzga a los mundos de tu galaxia. Cada una de las islas que ves juzga a otra. Espero que te ayude saberlo, porque es la única ayuda que te puedo dar. Si no me vuelves a ver, recuerda que de todos modos yo te veré a ti.

XXI — Tzadkiel

El día anterior los marineros se habían sentado frente a la Cámara de Examen. Lo primero que noté cuando volví a entrar fue que no estaban allí. A los que ocupaban esos lugares los envolvía una oscuridad que parecía manar de ellos mismos, y los marineros estaban junto a la puerta y a los costados de la sala.

Mirando más allá de las figuras tenebrosas, por el largo corredor que llevaba hasta el Sillón de Justicia de Tzadkiel, vi a Zak. Estaba sentado en el trono. A cada lado, extendido sobre las paredes de piedra blanca, había una especie de tapiz del tejido más fino, trabajado con un motivo de ojos de espléndidos colores. Hasta que no se movieron no me di cuenta de que eran las alas de Zak.

Apheta me había dejado al pie de la escalinata y desde ese momento yo no había tenido custodia; mientras estaba allí mirando a Zak, dos marineros vinieron a tomarme por los brazos y me llevaron hasta el trono.

Me dejaron allí, y de pie ante él yo incliné la cabeza. Esta vez no me fluía a la mente ningún discurso del viejo Autarca; sólo sentía confusión. Por fin balbuceé: —Zak, he venido a pedir por Urth.

—Lo sé —dijo él—. Bienvenido.

La voz era clara y profunda, como el sonido lejano de un cuerno de oro, y recordé un disparatado cuento de Gabriel, que llevaba a la espalda el cuerno de guerra del Cielo, colgado del arcoiris. El cuento me sugirió el libro de Thecla, donde lo había leído; y éste a su vez el gran volumen de cuero multicolor que el viejo Autarca me había mostrado cuando le pregunté qué camino llevaba al jardín, y él, por lo que le habían contado de mí, había pensado que yo llegaba para reemplazarlo e iría a pedir por Urth en seguida.

Entonces supe que había visto a Tzadkiel antes de ayudar a Sidero y los otros a cazarlo, como a Zak, y que la forma masculina que veía no era más verdadera (aunque tampoco menos) que la mujer alada cuya mirada me había pasmado entonces, y que ninguna de las dos era más verdadera que la forma animal que me había salvado mientras Purn intentaba matarme fuera de la jaula.

Y dije: —Sieur… Zak… Tzadkiel, gran hierogramato… No entiendo.

—¿Quieres decir que no me entiendes? ¿Y por qué vas a entenderme? Yo mismo no me entiendo, Severian, ni te entiendo a ti. Sin embargo soy como soy, tal como tu propia raza nos hizo antes del apocatastasis. ¿No te han contado que nos hicieron a su imagen y semejanza?

Intenté hablar pero no podía. Por último asentí.

—La forma que tenéis ahora es la que tenían ellos al principio, cuando acababan de surgir de las bestias. Todas las razas cambian, modeladas por el tiempo. ¿Lo sabes?

Me acordé de los hombres-mono de la mina y le dije: —No siempre para bien.

—Desde luego. Pero los hieros modificaron su propia forma, y para que pudiéramos seguirlos, también la nuestra.

—Sieur…

—Pregunta. Se acerca tu juicio final, y no puede ser justo. Si hay alguna reparación a nuestro alcance, la haremos. Ahora o después.

Esas palabras me helaron el corazón; a mis espaldas, los que ocupaban los bancos murmuraron: aunque no sabía quiénes eran, oí sus voces como un susurro de hojas en un bosque.

—Es una pregunta absurda, sieur —dije, cuando logré recuperar la voz—. Pero una vez oí dos cuentos sobre seres que cambiaban de forma, y en uno de ellos un ángel, y creo que vos, sieur, sois un ángel así, se abría el pecho y le pasaba el poder de cambiar de forma a un ganso de corral. Y el ganso lo usaba en seguida y se transformaba para siempre en un veloz ganso volador. Anoche lady Apheta dijo que quizá yo no vaya a cojear siempre. Sieur, aquel hombre, Melito, ¿fue enviado a contarme esa historia?

En las comisuras de los labios de Tzadkiel apareció una sonrisita, que me recordó la forma en que me sonreía Zak.

—¿Quién puede decirlo? Yo no lo envié. Has de comprender que cuando una verdad es conocida, por tanta gente y desde hace tantos eones, se propaga por todas partes, cambia y adopta muchas formas. Pero si lo que estás pidiendo es que te traspase mi facultad, no puedo. Si pudiéramos se la daríamos a nuestros hijos. Tú los has conocido, y todavía son prisioneros de la forma que muestras tú ahora. ¿Tienes alguna otra pregunta antes de que procedamos?

—Sí, sieur. Mil. Pero si se me permite una sola, ¿por qué subisteis a la nave?

—Deseaba conocerte. Cuando eras pequeño en tu mundo, ¿nunca te hincaste ante el Conciliador? —En el día de Santa Catalina, sieur. —¿Y creías en él? ¿Lo creías de veras?

—No, sieur. —Sentí que estaba a punto de ser castigado por descreído, y aún hoy no sé si fue así o no. —Imagina que hubieras creído. ¿Nunca conociste a algún otro creyente de tu edad?

—Los acólitos, sieur. Al menos eso se decía entre nosotros, los aprendices de torturadores. —¿No habrían deseado caminar con él, si hubiera sido posible? ¿Estar a su lado cuando corriera peligro? ¿Cuidarlo, acaso, cuando se encontrara enfermo? Yo he sido uno de esos acólitos, en una creación ya desaparecida. También en ella había un Conciliador y un Sol Nuevo, aunque no los llamábamos así.

»Pero ahora tenemos que hablar de otra cosa, nosotros dos, y rápido. Tengo muchas tareas, algunas más apremiantes que ésta. Déjame decirte francamente que te hemos engañado, Severian. Has venido a rendir examen, de modo que te hemos hablado de él e incluso te hemos dicho que este edificio es nuestro Palacio de justicia. Nada de esto es cierto.

No pude hacer otra cosa que mirarlo.

—O, si quieres decirlo de otro modo, ya has pasado la prueba, que era un examen del futuro que crearás. El Sol Nuevo eres tú. Serás devuelto a Urth, y contigo irá la Fuente Blanca. Los dolores de muerte del mundo que conoces serán ofrecidos al Increado. Y serán indescriptibles: como se ha dicho, zozobrarán continentes enteros. Muchas cosas hermosas perecerán, y al mismo tiempo la mayor parte de tu raza; pero tu tierra volverá a nacer.

Aunque puedo escribir las palabras que usó, y lo hago, me es imposible reproducir el tono o siquiera un atisbo de la convicción que transmitía. Era como si sus pensamientos tronaran, despertando en la mente cuadros más reales que cualquier realidad, de modo que mientras él hablaba yo veía morir los continentes, oía un estruendoso derrumbe de grandes edificios y olía el punzante viento marino de Urth.

A mis espaldas se elevó un rumor airado.

—Sieur —dije—. Recuerdo el examen de mi predecesor. —Me sentía como cuando era el aprendiz más joven.

Tzadkiel asintió.

—Era necesario que lo rememoraras; por esa razón él fue examinado.

—¿Y castrado? —El antiguo Autarca se estremeció dentro de mí, y sentí que las manos me temblaban.

—Sí. De lo contrario entre el trono y tú se habría interpuesto un niño, y tu Urth habría perecido para siempre. La alternativa era la muerte del niño. ¿Eso habría sido mejor?

Yo no podía hablar, pero su mirada parecía pesar en todos los corazones que latían junto con el mío, y al fin negué con la cabeza.

—Ahora debo irme. Mi hijo se ocupará de que te devuelvan a Briah y Urth, que será destruida cuando tú ordenes.

La mirada de Tzadkiel me abandonó, y siguiéndola me volví hacia el pasaje que tenía detrás, donde vi al hombre que nos había llevado desde la nave. Los marineros empezaron a levantarse y sacar los cuchillos, pero yo apenas lo notaba. En los asientos centrales que habían ocupado el día anterior, había ahora otras figuras, ya no en la sombra. La frente se me mojó de sudor, como en el primer encuentro con Tzadkiel se había mojado de sangre, y me volví a gritarle algo.

Había desaparecido.

Cojo y todo corrí, rodeando lo más rápido posible el Sillón de justicia en busca de la escalera por donde me habían retirado la víspera. Tengo que confesar honradamente que no escapaba tanto de los marineros como de las caras de esos otros que había visto en la Cámara.

Como fuese, el caso es que también había desaparecido la escalera; sólo encontré un liso suelo de losas, una de las cuales se levantaba sin duda movida por un mecanismo oculto.

De repente funcionó otro mecanismo. El trono de Tzadkiel se hundió, rápida y suavemente, como una ballena que ha aflorado para tomar el sol vuelve a sumergirse en el Mar del Sur obstruido por bloques de hielo. En un momento el gran asiento de piedra, sólido como una pared, se alzó entre yo y la parte mayor de la Cámara, y al siguiente el suelo se cerró sobre el respaldo y ante mí se desplegó un fantástico combate.

El jerarca que Tzadkiel había llamado hijo suyo estaba tendido en el corredor. Una ola de marineros se arrojó sobre el caído, con cuchillos relampagueantes, muchos ensangrentados. Los enfrentaron alrededor de una docena que al principio me parecieron débiles como niños —y por cierto que al menos uno lo era— pero defendieron su terreno como héroes, y cuando sólo les quedaron las manos, lucharon sin armas. Como me daban la espalda me dije que no los conocía; pero sabía que no era verdad.

Con un rugido que retumbó en las paredes, desde el bando rodeado irrumpió el alzabo. Los marineros cayeron hacia atrás, y en un instante las mandíbulas del animal trituraban a un hombre. Vi a Agia con la espada envenenada, y también a Agilus, balanceando como una maza un averno rojo, y a Calveros, desarmado hasta que atrapó a una marinera y la usó para machacar a otra.

Ya Dorcas, a Morwenna, a Cyriaca y a Casdoe. A Thecla, ya caída, y a un aprendiz harapiento restañándole la sangre que le manaba de la garganta. Guasacht y Erblon blandían sus espontones como si lucharan desde una montura. Daría empuñaba dos sables, uno en cada mano. Por alguna razón encadenada de nuevo, Pía estrangulaba a un marinero con la cadena.

Pasé como una flecha junto a Merryn y me vi entre Gunnie y el doctor Talos, cuya hoja centelleante derribó un hombre a mis pies. Un marinero furioso cargó contra mí y yo —lo juro— sólo quise quitarle el arma. Le aferré la muñeca, te quebré el brazo y le arranqué el cuchillo, todo en un solo movimiento. No me había asombrado aún lo fácil que había sido cuando Gunnie lo apuñaló en el cuello.

Me parecía que acababa de entrar cuando el combate acabó. Unos pocos marineros huyeron de la Cámara; sobre el suelo y los bancos yacían veinte o treinta cadáveres. La mayoría de las mujeres estaban muertas, aunque vi a una de las mujeres-gato lamiéndose la sangre de los dedos rechonchos. Fatigado, el viejo Winnoc se apoyaba en una de aquellas cimitarras que llevaban los esclavos de las Peregrinas. El doctor Talos cortó la ropa de un cadáver para limpiar la sangre del bastón espada, y vi que el muerto era el maestro Ash.

—¿Quiénes son? —preguntó Gunnie.

Sacudí la cabeza, sintiendo que apenas me conocía a mí mismo. El doctor Talos le tomó la mano y le rozó los dedos con los labios.

—Permítame. Soy Talos: médico, dramaturgo y empresario. Soy…

Yo dejé de escuchar. Triskele había brincado hacia mí con los belfos untados de sangre y la grupa temblando de alegría. Lo seguía el maestro Malrubius, esplendoroso en la capa del gremio, guarnecida de piel. Al ver al maestro Malrubius comprendí, y él, viéndome, supo que yo había comprendido.

Al instante —junto con Triskele, el doctor Talos, el difunto maestro Ash, Dorcas y los demás— se deshizo en plateados añicos de nada, lo mismo que aquella noche en la playa tras haberme rescatado de la agonizante jungla del norte. Sólo quedamos Gunnie y yo junto a los cuerpos de los marineros.

No todos eran cadáveres. Uno se agitaba y gemía. Con jirones arrancados a los muertos intentamos vendarle la herida del pecho (era de la angosta hoja del doctor Talos, creo), aunque le manaba sangre de la boca. Al cabo llegaron los jerarcas, con medicinas y vendas apropiadas, y se lo llevaron.

Con ellos había venido lady Apheta, pero se quedó con nosotros.

—Dijiste que no volvería a verte —le recordé.

—Dije que quizá no volverías a verme —me corrigió—. Y así habría sido, si las cosas aquí hubieran ocurrido de otro modo.

En la quietud de esa cámara de muerte la voz de Gunnie era apenas un susurro.

XXII — Descenso

—Tendrás muchas preguntas que hacer —susurró Apheta—. Salgamos al pórtico y las contestaré todas.

Sacudí la cabeza, porque a través del umbral abierto oía la música acuática de la lluvia.

Gunnie me tocó el brazo. —¿Hay alguien espiándonos?

—No —le dijo Apheta—. Pero salgamos. Será más agradable, y a los tres nos queda poco tiempo.

—Te entiendo perfectamente —le dije—. Me quedaré aquí. Puede que algún otro muerto de este montón empiece a quejarse. Para ti sería una voz muy apropiada.

Asintió. —Desde luego.

Me había sentado donde el primer día se agazapara Tzadkiel; ella se sentó a mi lado, sin duda para que pudiera oírla mejor.

Un momento después Gunnie también se sentó, y luego de limpiarse la daga en el muslo, la metió en la vaina.

—Lo siento —dijo.

—¿Qué es lo que sientes? ¿Haber luchado por mí? No te culpo.

—Siento que no lucharan los demás, que la gente mágica tuviera que defenderte de nosotros. De todos salvo de mí. ¿Quiénes eran? ¿Los llamaste de un silbido?

—No —dije yo.

Y Apheta: —Sí.

—Era gente que he conocido, nada más. Algunas eran mujeres que yo había amado. Muchos están muertos: Thecla, Agilus, Casdoe… Puede que ahora estén muertos todos, que todos sean meros fantasmas, aunque yo no lo sabía.

—Son nonatos. Tú sabes bien que cuando la nave viaja muy rápido el tiempo corre hacia atrás. Te lo dije yo misma. Son nonatos, lo mismo que tú. —Se volvió hacia Gunnie:— Dije que los había llamado él porque los sacamos de su propia mente, buscando a los que lo odiaran o al menos tuvieran razones para odiarlo. Si Severian no lo hubiera derrotado, el gigante que viste habría podido dominar la Comunidad. La mujer rubia no le perdonaba que la hubiera devuelto a la vida.

—No puedo impedirte que expliques todo esto —le dije—, pero hazlo en otra parte. O deja que me vaya adonde no tenga que oírlo.

—¿No te alegró? —preguntó Apheta.

¿Verlos a todos de nuevo, viniendo a defenderme por obra de un truco? ¿Por qué me iba a alegrar?

—Porque no eran un truco, como no lo era el maestro Malrubius todas las veces que lo viste después de muerto. Los encontramos en tu memoria y dejamos que te juzgaran. Excepto tú, todos los que estaban en esta Cámara vieron las mismas cosas. ¿No te ha parecido raro que aquí yo apenas pueda hablar?

Me volví a clavarle la mirada, sintiendo que me había ido lejos y ahora volvía para oírla hablar de otro asunto.

—En nuestras habitaciones siempre se oye el silbido del viento y el susurro del agua. Esta fue construida para ti y los de tu especie.

Gunnie dijo: —Antes de que tú entraras, él… Zak… nos mostró que Urth tenía dos futuros. Podía morir y nacer de nuevo. O podía seguir viviendo mucho tiempo antes de morir para siempre.

—Eso lo he sabido desde niño.

Ella asintió, y por un momento me pareció que yo veía no a la mujer que ella había llegado a ser, sino a la niña que había sido.

—Pero nosotros no. Nosotros no. —Desvió los ojos y la vi mirar un cadáver tras otro.— En la religión, sí, pero los marineros no le hacen mucho caso.

—Supongo que no —le dije, a falta de algo mejor.

—Mi madre sí, y era como una chifladura, lo tenía en un rincón de la mente. ¿Sabes qué quiero decir? Y creo que eso era todo.

Yo me volví hacia Apheta y empecé a decir: —Lo que quiero saber…

Pero la mano de Gunnie, grande y fuerte para una mujer, me agarró del hombro y me hizo girar de nuevo hacia ella.

—Nosotros creíamos que iba a ser dentro de mucho; mucho después de que muriéramos.

Apheta susurró: —Cuando alguien se emplea en la nave, viaja del Comienzo al Fin. Todos los marineros lo saben.

—Nosotros no. No hasta que tú nos lo mostraste. Fue él. Zak.

—¿Y tú sabías que fue Zak?

Gunnie asintió. —Cuando lo prendieron estaba con él. No creo que de otra forma me hubiese dado cuenta. O a lo mejor sí. Como había cambiado tanto, yo ya sabía que no era lo que creíamos al principio. Es… no lo sé.

Apehta susurró: —¿Me dejas decírtelo? Es un reflejo, una imitación de lo que seréis vosotros.

—¿Si llega el Sol Nuevo, quieres decir? —pregunté.

—No. Quiero decir que ya está llegando. Que tu juicio ha concluido. Te ha obsesionado demasiado tiempo, lo sé, y tiene que ser difícil para ti entender que ha concluido de veras. Has triunfado. Has salvado vuestro futuro.

—También habéis triunfado vosotros —dije yo. Apheta asintió. —Ahora lo comprendes.

—Yo no —dijo Gunnie—. ¿De qué estáis hablando?

—¿No te das cuenta? Los jerarcas y sus hieródulos, y también los hierogramatos, han tratado de que nos convirtiéramos en lo que fuimos. En lo que podemos ser. ¿Me equivoco, milady? Ésa es la justicia que imparten, la razón por la que existen. Nos alumbran mediante el dolor con que los alumbramos nosotros. Y… —no pude completar la idea. Las palabras se me habían vuelto hierro en los labios.

Apheta dijo: A vuestro turno nos haréis pasar por lo que habéis pasado vosotros. Creo que comprendes. Pero tú… —Miró a Gunnie.—Tú no. Es posible que vuestra raza y la nuestra no sean sino un mecanismo reproductivo de la otra. Tú eres mujer, y dices que produces un óvulo para que algún día haya otra mujer. Pero tu óvulo diría que produce esa mujer para que algún día haya otro óvulo. Nosotros deseábamos el triunfo del Sol Nuevo con la misma ansiedad con que él deseaba su propio triunfo. Francamente, con más urgencia. Salvando a vuestra raza, ha salvado a la nuestra; como salvando a la vuestra nosotros hemos salvado a nuestra raza futura. —Apheta se volvió hacia mí:— Te dije que habías traído una nueva que no queríamos recibir. La nueva era que podíamos perder el juego del que los dos hemos hablado.

—Tengo tres preguntas, milady —dije yo—. Déjame hacerlas y me iré, si lo permites.

Ella asintió.

—¿Cómo dijo Tzadkiel que el examen había terminado cuando los aquástores tuvieron que luchar y morir por mí?

—Los aquástores no murieron —dijo Apheta—. Viven en ti. En cuanto a Tzadkiel, dijo eso porque era la verdad. Había examinado el futuro y descubierto grandes posibilidades de que tú llevaras a tu Urth un sol nuevo y salvaras un hilo de tu raza, del que saldría la nuestra en el universo briáhtico. Todo giraba alrededor de ese examen; terminó, y el resultado te fue favorable.

Gunnie volvió los ojos de Apheta a mí como si fuera a hablar, pero no dijo nada.

—Segunda pregunta. Tzadkiel también dijo que el juicio no podía ser justo y que repararía la falta. Tú dices que es sincero. ¿Fue diferente el juicio del examen? ¿En qué te pareció injusto?

La voz de Apheta fue apenas un suspiro.

—Para el que no tiene que juzgar, o juzga sin necesidad de ser justo, es fácil hablar de imparcialidad y quejarse de las arbitrariedades. Cuando realmente uno debe hacer de juez, como Tzadkiel, descubre que no puede ser justo con alguien sin ser injusto con otro. Por honradez con aquellos de Urth que van a morir, y sobre todo con los pobres e ignorantes que nunca comprenderán por qué mueren, convocó a un grupo de representantes…

—¡Hablas de nosotros! —exclamó Gunnie.

—Sí, vosotros, los marineros. Ya ti, Autarca, te dio como defensores a quienes tenían motivo para odiarte. Lo cual fue justo con los marineros, pero no contigo.

—Muchas veces merecí castigos, y no los recibí.

Apheta asintió. —Por eso en el angosto pasillo que rodea esta sala se mostraron ciertas escenas de las que viste o habrías visto si te hubieras molestado en mirar. Algunas te recordaban tu deber. El propósito de otras era mostrarte que habías impartido la justicia más dura. ¿Comprendes ahora por qué se eligieron?

—¿Un torturador, salvar al mundo? Sí.

—Quítate las manos de la cabeza. Ya alcanza con que tú y esta pobre mujer apenas me podáis oír. Al menos permite que yo pueda oíros. Has hecho las tres preguntas que decías. ¿Tienes más?

—Muchas. Vi a Daría. Y a Guasacht y Erblon. ¿Había alguna razón para que me odiaran?

—No sé —susurró Apheta—. Tendrás que preguntárselo a Tzadkiel, o a sus asistentes. O pregúntatelo a ti mismo.

—Supongo que la había. De haber podido habría desplazado a Erblon. Como Autarca, podría haber promovido a Guasacht pero no lo hice; y después de la batalla nunca intenté encontrar a Daría. Había tantas otras cosas que hacer, tantas cosas importantes… Comprendo ahora por qué dijiste que yo era un monstruo.

Gunnie exclamó: —¡El monstruo no eres tú! ¡Es ella!

Me encogí de hombros. —Y sin embargo todos lucharon por Urth, y Gunnie también. Fue maravilloso.

—No por la Urth que tú has conocido —susurró Apheta—. Por una Urth Nueva que muchos no verán, salvo por tus ojos y por los de otros que la recuerden. ¿Te quedan muchas preguntas?

—Yo tengo una —dijo Gunnie—. ¿Dónde están mis compañeros? ¿Los que huyeron y se salvaron?

Entendí que le daban vergüenza. —Es muy probable que también nosotros nos hayamos salvado porque huyeron.

—Serán devueltos a la nave —le dijo Apheta.

—Y Severian y yo, ¿qué?

—Durante el viaje a casa —le dije— intentarán matarnos, Gunnie; o quizá no. Si lo intentan, tendremos que hacerles frente.

Apheta sacudió la cabeza. —A vosotros se os devolverá a la nave, claro está, pero por otro camino. Creedme, no habrá problemas.

Por el pasillo, jerarcas de túnica oscura juntaban fatigosamente a los muertos.

—Los enterrarán en los terrenos de este edificio —susurró Apheta—. ¿Hemos llegado a tu última pregunta, Autarca?

—Casi. Pero mira. Uno de esos cuerpos pertenece a uno de los tuyos, el hijo de Tzadkiel.

—También él yacerá aquí, junto a los otros caídos. —¿Pero estaba pensado así? ¿Esto también lo planeó su padre?

—¿Que muriera? No. Pero sí que corriera el riesgo. ¿Qué derecho tendríamos a arriesgar tu vida y las de tantos más si no soportáramos arriesgar las nuestras? Tzadkiel se arriesgó a morir contigo en la nave. Venían a morir aquí.

—¿Sabía lo que iba a ocurrir?

—¿Tzadkiel, dices, o Venant? Sin duda Venant no, pero sabía qué era posible que ocurriera, y se arriesgó para salvar nuestra raza, como lo han hecho otros para salvar la suya. Por Tzadkiel no puedo hablar.

—Me dijiste que cada una de las islas es juez de una galaxia. ¿Tan importantes somos… tan importante es Urth para vosotros al fin y al cabo?

Apheta se puso en pie, alisándose el vestido blanco. El pelo flotante, que tan extraño me había parecido al principio, ahora me era familiar; tuve la certeza de que en algún sitio de la infinita galería del viejo Rudesind había pintada una oscura aureola como ésa, aunque el cuadro preciso no me venía a la mente.

—Hemos velado con los muertos —dijo ella—. Ahora ellos se van, y es tiempo de que nos vayamos nosotros también. Puede que el Hieros brote de tu antigua Urth renacida. Yo creo que será así. Pero yo soy sólo una mujer, y de posición no encumbrada. Dije lo que dije para que no murieras desesperado.

Gunnie iba a hablar pero Apheta le impuso silencio diciendo: Ahora seguidme.

La seguimos, pero apenas dio dos pasos hasta el sitio en donde se había alzado el Sillón de justicia de Tzadkiel.

—Severian, dale la mano —me dijo. Ella misma me tomó la mano libre, y también la de Gunnie. La losa donde estábamos parados se hundió de pronto. Un instante después el suelo de la Cámara de Examen se cerraba sobre nuestras cabezas. Caímos, o eso pareció, en un vasto foso colmado de áspera luz amarilla, un foso cien veces más ancho que el cuadrado de piedra. Las paredes eran grandiosos mecanismos de metales plateados y verdes, frente a los cuales hombres y mujeres revoloteaban o se precipitaban como moscas, y por cuyo relieve trepaban como hormigas unos titánicos escarabajos de oro y azul.

XXIII — La nave

Mientras caía no pude hablar. Apreté la mano de Gunnie y la de Apheta, no porque temiese que se perdieran sino porque yo mismo temía perderme; y en la mente no me quedaba lugar para otro pensamiento.

Por fin empezamos a frenar, o en todo caso pareció que ya no caíamos con rapidez. Recordé mis saltos entre el cordaje, pues daba la impresión de que el hambre por la materia, tan sin sentido, también aquí había sido vencida.

Cuando Gunnie se volvió hacia Apheta para preguntarle dónde estábamos, vi en su rostro mi propia expresión de alivio.

—En nuestro mundo; nuestra nave, si os es más cómodo llamarlo así, aunque sólo da vueltas alrededor del sol y no precisa velas.

En la pared del pozo se había abierto una puerta, y aunque parecía que seguíamos cayendo, no la dejamos atrás. Apheta nos llevó por ella hacia un corredor oscuro y angosto, que yo bendije cuando sentí el suelo firme bajo mis pies. Gunnie se las arregló para decir: —En nuestra nave no llevamos agua en cubierta.

—¿Dónde la lleváis? —pregunto Apheta, distraída. Sólo cuando advertí que su voz era allí mucho más fuerte, tuve conciencia del ruido: un rumor como un canturreo de abejas (¡qué bien lo recordaba!) y martilleos y chasquidos distantes, como de destrieros galopando por un camino de tablas mientras unas langostas invisibles trinaban en árboles que a buen seguro no podían florecer en aquel lugar.

—Dentro —dijo Gunnie—. En tanques.

—En un mundo así tiene que ser terrible salir a la superficie. Aquí siempre estamos esperándolo.

Una mujer bastante parecida a Aphetavenía hacia nosotros. Se adelantaba con pasos cortos, pero tan velozmente que en un instante dejé de verla. Recordé de pronto cómo había desaparecido el hombre verde por los Corredores del Tiempo.

—No salís a la superficie muy a menudo, ¿verdad? —pregunté—. Es evidente, sois todos muy pálidos.

—Es un premio por trabajar mucho tiempo y con ahínco. En vuestra Urth, al menos eso me dijeron, las mujeres con mi aspecto no hacen ningún trabajo.

—Algunas sí —dijo Gunnie.

El corredor se dividió, y volvió a dividirse. También nosotros nos movíamos muy rápido, y me pareció que nuestro camino trazaba una larga curva descendente. Apheta había dicho que a su pueblo le encantaban las espirales; acaso también propiciaran las hélices.

Como una ola que se alza bruscamente ante la proa de un galeón zamarreado por la tormenta, se alzó ante nosotros una doble puerta de plata deslucida. Nos detuvimos como si hubiéramos dado una simple caminata. Apheta avanzó hacia las puertas, que gimieron como clientes pero se negaron a abrirse hasta que yo la ayudé a empujarlas.

Gunnie alzó los ojos, y como si leyera unas palabras grabadas en el dintel, recitó:

—Vosotros que entráis, abandonad toda esperanza.

—No, no —murmuró Apheta—. Guardad toda esperanza.

El rumor y los chasquidos habían quedado atrás.

—¿Es éste el sitio —pregunté— donde me enseñarán a traer el Sol Nuevo?

—No hará falta que te enseñen —dijo Apheta—. Estás grávido de ese conocimiento, y en cuanto te acerques a la Fuente Blanca y puedas verla, lo darás a luz.

Me hubiera reído de la imagen si el completo vacío de la cámara en donde estábamos no hubiera acallado toda diversión. Era más amplia que la Cámara de Examen; las paredes plateadas culminaban en un gran arco, como esa curva que describe una piedra lanzada al aire. Pero estaba vacía, del todo vacía salvo por nosotros, que susurrábamos en el umbral.

Gunnie repitió: —Abandonad toda esperanza. —Y me di cuenta de que se había asustado demasiado como para prestarnos atención. Le puse un brazo sobre los hombros (aunque el gesto resultaba raro con una mujer tan alta como yo) e intenté proporcionarle algún consuelo, pensando todo el tiempo qué tonta sería en aceptarlo cuando era obvio que allí yo no tenía más poder que ella.

Ella continuó. —Tuvimos una marinera que siempre lo decía. Vivía con la esperanza de regresar a su casa, pero nunca volvimos a parar en su tiempo y al final murió.

Le pregunté a Apheta cómo había incorporado ese conocimiento sin que yo lo advirtiera.

—Te lo dio Tzadkiel mientras dormías —dijo ella. —¿Quieres decir que fue anoche a tu habitación? Había hablado antes de darme cuenta de que las timaría a Gunnie. Sentí que se le endurecían los músculos mientras se desprendía de mi brazo.

—No —dijo Apheta—. Creo que en la nave. No puedo decirte el momento preciso.

Entonces recordé cómo se había inclinado Zak sobre mí en el rincón oculto descubierto por Gunnie; Tzadkiel transformado en un salvaje como el que en un tiempo fuimos nosotros, auténticos paradigmas.

—Vamos, venid —estaba diciendo Apheta.

Nos hizo avanzar. Yo me había equivocado pensando que en la cámara no había nada; sobre el suelo se extendía una amplia zona negra. Allí habían caído unas escamas de plata del techo arqueado y se veían claramente.

—¿Tenéis los dos esos collares que llevan los marineros?

Un poco perplejo me palpé en busca del mío y asentí. Lo mismo hizo Gunnie.

—Los necesitáis. Pronto os faltará el aire.

Sólo entonces comprendí qué era esa oscuridad centelleante. Saqué el collar preguntándome, confieso, si aún funcionarían todos los prismas de la ristra; me lo puse y me adelanté a mirar. Como me acompañaba la capa de aire, no tuve conciencia de viento alguno; pero vi el pelo de Gunnie agitado por una borrasca que yo no sentía, ondulando ante ella hasta que también se colocó el collar, y vi también el extraño pelo de Apheta, que no flameaba como el de una mujer humana sino como un estandarte.

La zona negra era el vacío; pero cuando di unos pasos se elevó como si hubiera advertido que yo estaba allí, y antes de que la alcanzara, se convirtió en una esfera.

Intenté parar.

Al momento tenía a Gunnie a mi lado, forcejeando también y agarrándome el brazo. La esfera parecía un muro. En el centro, como yo la había dibujado a bordo, estaba la nave.

He escrito que intenté parar. Era difícil, y a poco ya no pude resistir. Puede que el vacío ejerciera cierta atracción, como un mundo. O quizá, la presión del viento en el aire estático que me rodeaba fuera tal que me impulsaba hacia adelante.

O quizá la nave nos atraía a los dos. Si me atreviese, diría que me arrastraba mi destino; sin embargo el mismo destino no habría podido arrastrar a Gunnie, aunque quizá la llevaba al mismo lugar un sino muy diferente. Pues de haber sido meramente el viento, o la insensata avidez de la materia por la materia, ¿por qué no arrastraba también a Apheta?

A vosotros dejo la explicación de estas cosas. Fui arrastrado, y Gunnie también; la vi volar detrás de mí por el vacío, enroscada y girando como se enrosca y gira el universo; la vi como una hoja vería a otra en el remolino de una tormenta de primavera. En algún lugar delante o detrás de nosotros, arriba o abajo, había un amplio círculo de luz que daba vueltas, frenéticas vueltas, algo como Luna, si es posible imaginarse algo semejante a un satélite del blanco más luminoso. Una o dos veces Gunnie la atravesó ondulando antes de perderse en la negrura engalanada de diamantes. (Y una vez me pareció —y aún me parece cuando invoco el frenético recuerdo— que desde aquel satélite se inclinaba el rostro de Apheta.) En la violencia de la vuelta siguiente no fue Gunnie quien se perdió sino la mancha de brillo blanco; desapareció entre las miradas de billones de soles. Gunnie no estaba lejos, y vi que volvía la cabeza hacia mí.

Tampoco se había perdido la nave; en realidad estaba tan cerca que descubrí algún que otro marinero en el cordaje. Tal vez seguíamos cayendo. Sin duda debíamos movernos a gran velocidad, porque la propia nave parecía precipitarse ya de un mundo a otro. Pero esa velocidad era invisible, como desaparece el viento cuando un rápido jabeque se lanza al Océano de Urth antes de una tempestad. Derivábamos tan ociosamente que de no haber confiado en Apheta y los jerarcas, yo habría temido que no llegáramos a la nave, y que nos perdiéramos eternamente en esa noche infinita.

No fue así. Un marinero nos avistó, y lo vimos saltar de un camarada a otro, agitando la mano y haciendo señas, hasta que se juntaron para que las capas de aire se tocaran y pudiesen hablar.

Luego uno de ellos, cargando un bulto, trepó a los saltos por un mástil próximo a nosotros, hasta que encaramado al fin en el estribo del sobrejuanete, sacó del bulto un arco, y enseguida una flecha, y la disparó hacia nosotros desplegando una interminable línea de plata no más gruesa que un bramante.

La línea pasó entre los dos y yo intenté en vano alcanzarla, pero Gunnie tuvo más suerte, y cuando consiguió acercarse a la nave, sacudió la línea como un cochero que hace restallar su látigo, creando entre ella y yo una larga onda que se movió como una cosa viva, y me acercó la línea hasta que pude agarrarla.

Aunque durante mi temporada de pasajero y tripulante la nave no me había gustado, ahora la simple idea de volver a bordo me llenaba de placer. Tenía plena conciencia, mientras desde el palo recogían la línea, de que estaba lejos de haber completado mi tarea, de que el Sol Nuevo no iba a llegar a menos que yo lo trajese, y de que trayéndolo sería tan responsable de la destrucción que causara como de la renovación de Urth. De igual manera todo el que trae un hijo al mundo ha de sentirse responsable de las fatigas de su mujer y acaso de su muerte, y con razón teme que al final el mundo lo condene con un millón de lenguas.

Pero si bien sabía todo esto, mi corazón pensaba otra cosa. Pensaba que, por mucho que hubiera deseado triunfar, por muchos esfuerzos que hubiese hecho, yo había fracasado; y que ahora se me permitiría reclamar el Trono del Fénix como lo había reclamado en la persona de mi antecesor: reclamarlo y gozar de toda la autoridad y el lujo que comportara, y sobre todo de ese placer de impartir justicia y premiar el mérito que es la delicia última del poder. Y todo esto, además, liberado al fin del insaciable deseo de la carne de las mujeres, que tantos sufrimientos nos había acarreado a mí y a ellas.

Así el corazón se me desbocó de alegría, y descendí al titánico bosque de palos y vergas, a los continentes de velas plateadas, como un marino náufrago hubiera trepado del mar a una costa ornada de flores, con ayuda de manos amistosas, y afirmado al fin con Gunnie en el estribo abracé al marinero como si fuese Roche o Drotte, seguro que sonriendo como un idiota cualquiera, y con él y sus compañeros salté de la driza al estay, no más circunspecto que ellos sino como si la violenta exaltación que sentía se me concentrara, más que en el corazón, en los brazos y las piernas.

Sólo cuando el salto final me puso en la cubierta descubrí que esos pensamientos no eran metáforas vanas. La pierna inválida, que tanto me había dolido cuando bajaba por el mástil después de arrojar el cofre de plomo con la crónica de mi vida temprana, no sólo no me dolía en absoluto sino que parecía tan fuerte como la otra. La fui palpando desde el muslo hasta a la rodilla (con lo que Gunnie y los marineros creyeron que me la había herido) y encontré el músculo abundante y firme.

Entonces salté de alegría, y saltando dejé la cubierta y a los demás muy abajo, y como la moneda que un tahúr lanza al aire, me entretuve dando una docena de vueltas. Pero volví a la cubierta ya tranquilo, porque mientras daba vueltas había visto una estrella más brillante que las demás.

XXIV — El capitán

En seguida nos llevaron abajo. Para ser franco, yo estaba contento. Es difícil de explicar; tanto que siento la tentación de omitirlo. Pero sería fácil, se me ocurre, sólo con que volvierais a ser tan jóvenes como en otro tiempo.

En la cuna, al principio, el niño no distingue entre su cuerpo y la madera que lo rodea o las telas en donde yace. O en todo caso su cuerpo le parece tan extraño como todo lo demás. Descubre un pie y le maravilla encontrarse con una parte tan rara de él mismo.

Yo había visto la estrella; y al verla —inmensamente remota como era— había reconocido una región de mí mismo, absurda como el pie del bebé, misteriosa como alguna facultad propia para quien acaba de descubrirla. No quiero decir que mi conciencia, o la de algún otro, residiese en la estrella, no al menos en aquel tiempo. Sin embargo tenía la impresión de existir en dos mundos, como un hombre que metido en el mar hasta la cintura siente que las olas y el viento se parecen en que ambos son menos que el todo, la totalidad en que vive.

Así que anduve con Gunnie y los marineros sintiéndome bastante animado, y llevando la cabeza alta. Pero no hablaba, ni recuerdo que me quitara el collar hasta haber visto que Gunnie y los marineros se quitaban los suyos.

¡Qué golpe más triste entonces! El aire de Yesod, al que en un día me había acostumbrado, ya no estaba; y una atmósfera como la de Urth, pero distinta e inferior, me colmó los pulmones. El primer fuego debe haberse encendido en una edad inconcebiblemente lejana. En ese instante me sentí congo quizá se sintiera un antiguo hacia el final de su vida, cuando nadie salvo los más viejos recordaban los vientos puros de los días de antaño. Miré a Gunnie y descubrí que estaba mirándome. Aunque ni entonces ni más adelante lo comentáramos, cada uno comprendió lo que sentía el otro.

No sé decir cuánto anduvimos por los laberínticos pasillos de la nave. Yo estaba demasiado envuelto en mis propios pensamientos como para dedicarme a contar las zancadas; y me parecía que si el curso del tiempo no era distinto en la nave que en Urth, el tiempo de Yesod había sido diferente, extendido hasta la frontera del Por Siempre y no obstante un mero parpadeo. Cavilando en esto y en la estrella, y en un centenar de cuestiones más, avancé pesadamente, sin prestar atención a dónde estaba hasta que noté que la mayoría de los marineros habían desaparecido, reemplazados por hieródulos con máscaras humanas. A tal punto me había perdido en especulaciones quiméricas que por un rato supuse que habían sido siempre hieródulos, no marineros como yo creía, y que Gunnie los había reconocido desde el principio; pero cuando retrocedí mentalmente al momento de posarnos en la cubierta, descubrí que aunque encantadora, la idea era errónea. En Briah, nuestro mezquino universo, la extravagancia no es más que una débil presentación de la verdad. Los marineros se habían escabullido sin que yo lo notara, simplemente, y los hieródulos —más altos y de atuendo mucho más formal habían ocupado sus lugares.

Apenas había empezado a estudiarlos cuando nos detuvimos antes unas grandes puertas que me recordaron las que una guardia antes, en Yesod, Gunnie y yo habíamos traspuesto con Apheta. Estas, con todo, no requirieron mi hombro; lenta y laboriosamente se abrieron solas, revelando una larga perspectiva de arcos marmóreos —cada uno de al menos cien codos de alto— por la que se desplazaba una luz como no se ha visto nunca en mundo alguno que circunde una estrella, luz en la que se alternaban la plata, el oro y el berilo, y que destellaba como si el aire mismo contuviera tesoros astillados.

Gunnie y los tripulantes que quedaban recularon asustados y los hieródulos tuvieron que empujarlos por el umbral con órdenes y aún con golpes; pero yo entré bien dispuesto, convencido de que los años en el Trono del Fénix me permitían reconocer las pompas y maravillas con que los soberanos amedrentamos a los pobres ignorantes.

Detrás de nosotros las puertas se cerraron con estrépito. Atraje a Gunnie hacia mí y le dije como pude que no había nada que temer, o al menos yo pensaba que nada o muy poco, y que si surgía algún peligro haría lo que pudiera por protegerla. Oyéndome, el marinero que nos había disparado la línea (uno de los pocos que quedaban) comentó: — La mayoría de los que entran aquí no vuelven. Son las estancias del patrón.

El no parecía muy asustado, y se lo dije.

—Yo me dejo llevar por la corriente. Hay que acordarse de que a la mayoría los traen para castigarlos. Un par de veces ella ha elogiado aquí a alguno, en vez de hacerlo frente a los otros. Esos han vuelto, creo. Ya verás, no tener nada que esconder te da más coraje que el vino quemado. Así puedes dejarte llevar por la corriente.

—Buena filosofía —dije yo.

—Como no conozco ninguna más, se me hace fácil seguirla.

—Yo soy Severian. —Le tendí la mano.

—Grimkeld.

Tengo manos grandes, pero la que estrechó la mía era más grande, y dura como madera. Por un momento medimos fuerzas.

A medida que caminábamos el ruido de nuestros pasos se había ido convirtiendo en una música solemne, apoyada por unos instrumentos que no eran trompetas ni oficleidas ni nada que yo conociera. Mientras separábamos las manos la música entró en un crescendo; doradas voces de gargantas invisibles se llamaban unas a otras a nuestro alrededor.

Al instante siguiente todas callaron. Súbita como la sombra de un pájaro pero encumbrada como los verdes pinos de la necrópolis, apareció la alada figura de una giganta.

En el acto todos los hieródulos se inclinaron, y un momento después Gunnie y yo. También prestaron obediencia los marineros que nos acompañaban, quitándose la capa, agachando la cabeza y rindiendo la frente, o doblándose con menos gracia pero con más abyección aún.

Si a Grimkeld lo había protegido del miedo su filosofía, a mí me protegió la memoria. Estaba seguro de que Tzadkiel había sido el capitán de la nave en mi viaje anterior; y en Yesod había aprendido a no temerle. Pero en ese instante miré a Tzadkiel a los ojos y vi los ojos como estrellas que tenía en las alas, y comprendí que yo era un tonto.

—Entre vosotros hay un grande —dijo ella, y su voz era como un tañido de cien cítaras o un ronroneo de esmilodonte, el felino que destroza a nuestros toros como un lobo mata a las ovejas.

Era lo más difícil que yo había hecho en todas mis vidas, pero avancé como ella había pedido. Me tomó como una mujer levanta una mascota, sosteniéndome en el cuenco de las manos. Su hálito era el viento de Yesod, que yo había creído no volver a respirar nunca.

—¿De dónde proviene tanto poder? —Era apenas un susurro, pero me pareció que un susurro así debía sacudir la materia entera de la nave.

—De vos, Tzadkiel —dije—. En otro tiempo he sido esclavo vuestro.

—Cuéntame.

Intenté hacerlo y descubrí, no sé cómo, que cada palabra mía tenía ahora el significado de diez mil, de modo que cuando dije Urth surgieron con ella los continentes, y el mar y todas las islas, y el cielo índico envuelto en la gloria del viejo sol, monarca en un anillo de estrellas. Después de cien palabras semejantes, ella sabía de nuestra historia más que lo que yo había creído saber; y había llegado al momento del abrazo con el padre Inire y mi subida a la nave de los hieródulos, que debía llevarme a esta nave, la del hierogramato, la de Tzadkiel, aunque yo no lo sabía. Cien mundos más y todo lo que me había sucedido en la nave y en Yesod brillaba en el aire entre los dos.

—Has soportado juicios —dijo ella—. Si lo deseas, puedo hacer que los olvides. Aunque sólo por instinto serías todavía capaz de llevar a tu mundo un sol joven.

Sacudí la cabeza.

—No quiero olvidar, Tzadkiel. Demasiadas veces me he jactado de no olvidar nada, y el olvido, que conocí una o dos veces, me parece una especie de muerte.

—Di mejor que la muerte es un recuerdo. Pero hasta la muerte puede ser amable, como aprendiste en el lago. ¿La preferirías?

—Ya he dicho que soy vuestro esclavo. Tu voluntad es la mía.

—¿Y si mi voluntad fuera desecharte?

—Entonces vuestro esclavo procuraría seguir viviendo, para que también viva Urth.

Ella sonrió y abrió las manos.

—Ya has olvidado qué leve es aquí la caída.

Lo había olvidado, por cierto, y sentí un terror pasajero; pero más serio habría sido caerse de la cama en Urth. Ligero como un vilano, aterricé en el suelo de la estancia de Tzadkiel.

Con todo, tardé unos momentos en recuperarme y descubrir que todos los demás habían desaparecido y yo estaba solo. Tzadkiel, que sin duda advirtió mis miradas, susurró:

—Los he despachado. Recompensaremos al hombre que te rescató, y también a la mujer que luchó por ti cuando los demás querían matarte. Pero es improbable que vuelvas a verla. —Adelantó la mano derecha hasta que las puntas de los dedos se apoyaron en el suelo delante de mí.— Es conveniente —dijo— que mis tripulantes me crean grande y no imaginen cuán a menudo me muevo entre ellos. Pero tú sabes demasiado de mí para que te engañe de esa forma, y te mereces demasiado para que te engañe de forma alguna. Ahora sería más cómodo para los dos que tuviésemos un tamaño parecido.

La última palabra apenas la oí. Estaba pasando algo demasiado asombroso. El nudillo superior del índice de Tzadkiel estaba transformándose en una cara, y era la cara de ella. La uña se dividió y volvió a dividirse, luego la segunda y tercera falanges, de modo que el nudillo inferior se convirtió en dos rodillas. El dedo se separó de la mano y desarrolló brazos y manos propios, y alas estrelladas de ojos; y la giganta que había quedado atrás se desvaneció como una llama bajo un soplido.

—Te llevaré a tu camarote —dijo Tzadkiel. No era tan alta como yo.

Me habría arrodillado, pero ella me levantó.

—Ven. Estás fatigado; más de lo que crees, y no me extraña. Allí tienes una buena cama. Te llevarán comida cada vez que lo desees.

Me las arreglé para decir: —Pero si os ven…

—No nos verán. Aquí hay pasadizos que sólo yo conozco.

Mientras ella hablaba, una pilastra se corrió en la pared. Pasando por la abertura revelada entramos en un corredor oscuro. Apheta, recordé entonces, me había dicho que su gente veía en una oscuridad semejante; pero Tzadkiel no palpitaba de luz como Apheta, y yo no estaba tan loco como para suponer que compartiríamos la cama que ella había mencionado. Tras una caminata bastante larga llegó el amanecer —colinas bajas cayendo bajo el sol viejo— y ya no pareció que estuviéramos en un corredor. Un viento fresco agitaba la hierba. Cuando el cielo se iluminó más, vi frente a nosotros una caja oscura colocada en el suelo.

—Ésos son tus aposentos —me dijo Tzadkiel—. Ten cuidado. Hay que bajar unos escalones.

Eso hicimos, hasta pisar algo blando. Luego bajamos de nuevo, y al fin dimos con un piso. La habitación, mucho más grande que mi viejo camarote y de forma extraña, estaba inundada de luz. El prado matutino de donde veníamos no era sino un cuadro en la pared que teníamos detrás, y los escalones el respaldo y el asiento de un largo canapé. Fui hasta el cuadro e intenté meter la mano, pero me topé con una resistencia sólida.

—En la Casa Absoluta tenemos cosas semejantes —dije—. Ya veo dónde se inspiró el padre Inire, aunque las nuestras no son tan perfectas.

—Siéntate confiado en ese sofá y podrás entrar en el cuadro —me dijo Tzadkiel—. La presión de un pie en el respaldo disuelve la ilusión. Ahora tengo que irme, y tú tienes que descansar.

—Esperad —dije—. No podré dormir a menos que me digáis…

—¿Sí?

—No tengo palabras. Erais un dedo de Tzadkiel. Y ahora sois Tzadkiel.

—Ya conoces nuestro poder de cambiar de forma; como me dijiste hace sólo unos momentos, un Severian más joven se encontró conmigo en el futuro.

Las células de nuestro cuerpo mudan, como las de ciertas criaturas marinas de tu Urth que pueden pasar por un cedazo y sin embargo volverse a juntar. ¿Qué me impide a mí pues modelar una miniatura y estirar la conexión hasta que al fin se separe? Soy una anatomía de ésas; cuando nos juntamos, mi identidad mayor sabrá todo lo que yo haya aprendido.

—Tu identidad mayor me tuvo en sus manos y luego se desvaneció como un sueño.

—La tuya es una raza de peones —me dijo Tzadkiel—. Sólo os movéis hacia adelante, a menos que nosotros os movamos hacia atrás para recomenzar la partida. Pero no todas las piezas del tablero son peones.

XXV — La pasión y el pasaje

Es extraño cómo obra el agotamiento en la mente. Una vez solo en mis aposentos, no pude dejar de pensar en que ahora no había guardia frente a mi puerta. En mi tiempo como Autarca siempre había tenido centinelas, a menudo pretorianos. Vagué por varias habitaciones, buscando la puerta simplemente para verificar que ahora no había ninguna; pero cuando al fin la abrí, unos brutos semihumanos de casco grotesco se irguieron como resortes.

Volví a cerrar, preguntándome si estaban ahí para cuidar que no entraran otros o que no saliera yo; y perdí unos momentos más buscando una forma de apagar la luz. Pero estaba demasiado agotado como para seguir yendo de un lado a otro. Dejando caer la ropa al suelo, me tendí de través en la ancha cama. Mientras mis pensamientos derivaban hacia el brumoso estado que llamamos sueño, la luz se fue atenuando y terminó por apagarse.

Creí oír pasos, y por un tiempo que pareció largo pugné por sentarme. El sueño me apretaba contra el colchón, sujetándome mejor que una droga. Al fin la caminante se sentó a mi lado y me retiró el pelo de la cara. Aspirando su perfume, la atraje hacia mí.

Cuando juntamos los labios, unos rizos me acariciaron la frente.

Me desperté sabiendo que había estado con Thecla. Aunque no había hablado y yo no le había visto la cara, no tenía dudas. Raro, imposible, prodigioso, me dije; sin embargo así era. Nadie de este universo ni de otro me habría podido engañar tanto tiempo en una intimidad tan grande. Pero no, no era imposible, nada imposible. Los hijos de Tzadkiel, los meros niños que criaba en su mundo de Yesod, habían traído a Thecla y los demás para luchar contra los marineros. Seguro que a Tzadkiel no le era imposible traerla a ella otra vez.

Me levanté de un salto y me volví a buscar algún rastro: un pelo o una flor aplastada en la almohada. Habría atesorado siempre (y me lo dije) un recuerdo así. La rara manta de piel con que me había tapado estaba lisa y extendida. Junto a la huella de mi cuerpo no había otra.

En alguna parte de los laboriosos escritos que reuní en el triforio de la Casa Absoluta, y más laboriosamente aún repetiré a bordo de esta nave en una fecha ignota del futuro que se ha vuelto mi pasado, dije que, aunque al lector no le haya parecido así, raras veces me he sentido solo. Para seros franco, entonces, si alguna vez os cruzáis también con estos escritos, dejadme decir que en ese momento sí, me sentí solo, que supe que estaba solo pese a ser Legión, como mi antecesor había dicho a sus ayudantes que lo llamaran.

Yo era ese antecesor, y los antecesores de él; cada uno tan solitario como deberán estar todos los gobernantes hasta que a Urth le lleguen tiempos mejores, o más bien hombres y mujeres mejores. También era Thecla; Thecla pensando en la madre y la medio hermana que no volvería a ver nunca, y en el joven torturador que había llorado por ella cuando a ella ya no le quedaban lágrimas. Sobre todo era Severian, y horriblemente solo, como conoce la soledad el último hombre de un barco abandonado, cuando sueña con sus amigos y se despierta más solo que nunca, y quizá sale a cubierta a mirar las estrellas pobladas y las destrozadas velas que no lo llevarán a ninguna parte.

El miedo me dominó por más que traté de ahuyentarlo riéndome. Estaba solo en la gran suite que Tzadkiel había llamado aposentos. No oía a nadie; y parecía posible, todos los delirios que soñamos parecen posibles en el momento de despertar, que no hubiese nadie que YO pudiera oír, que por razones propias e insondables Tzadkiel hubiese vaciado la nave mientras yo dormía.

Me bañé en la piscina; luego me afeité la cara inquietante, libre de cicatrices, que me miraba desde el espejo, todo el tiempo atento a oír una voz o una pisada. Tenía la ropa rota, y tan sucia que vacilé en ponérmela de nuevo. En los armarios había prendas de muchos colores y clases, y sobre todo, me pareció, de esas clases que tanto se adaptan al estilo masculino como al femenino, y a cualquier talla, todas de las telas más ricas. Elegí unos pantalones amplios, oscuros, que se ajustaban a la cintura con una faja de paño rojo, una túnica de cuello abierto y grandes bolsillos, y la capa fulígena del gremio de los torturadores, del cual oficialmente sigo siendo maestro, forrada de brocado multicolor.

No me habían abandonado, y cuando terminé de vestirme el miedo ya había desaparecido en gran parte; no obstante, mientras avanzaba por la enorme pasarela desierta a la que daba la suite, lo pensé un rato, y de la soñada Thecla que me había deleitado y dejado, pasé a Dorcas y Agia, a Valeria y por fin a Gunnie, a quien harto contento había tomado de amante cuando podía serme de utilidad y no tenía otra, y de quien, al decirme Tzadkiel que había despachado a los marineros, yo había permitido que me separaran sin una palabra de protesta.

A lo largo de toda mi vida he estado excesivamente dispuesto a abandonar a mujeres que tenían derecho a mi lealtad: Thecla, por supuesto, hasta que fue demasiado tarde para otra cosa que facilitarle la muerte; y después de ella Dorcas, Pía y Daría, y por fin Valeria. En esa vasta nave parecía a punto de dejar de lado a una más, y resolví no hacerlo. Encontraría a Gunnie, dondequiera que estuviese, y la llevaría a mis habitaciones para que se quedase hasta que llegáramos a Urth y pudiera, si lo deseaba, volver a la aldea de pescadores.

Así decidido iba avanzando, y la pierna recién curada me permitía andar al menos tan deprisa como cuando partiera desde la Vía de Agua que corre con el Gyoll; pero yo no pensaba sólo en Gunnie. Era consciente de la necesidad de tomar nota de los lugares y la dirección en que me movía, pues nada habría sido más fácil que perderme en la vastedad de la nave, como más de una vez me ocurriera en el viaje a Yesod. También era consciente de algo más: un punto de luz brillante que parecía infinitamente lejano y sin embargo inmediato.

Dejadme confesar que ya entonces lo confundí con ese globo de oscuridad que mientras Gunnie y yo lo atravesábamos se había convertido en disco de luz. Sin duda es imposible que el portal por donde pasamos fuese la Fuente Blanca que ha salvado y destruido Urth, el géiser rugiente que vomita crudos gases sin origen.

Es decir, siempre lo consideré imposible mientras tenía alguna ocupación en el mundo de la luz, el mundo que habría perecido sin un Sol Nuevo; pero a veces me lo pregunto. ¿No será que Yesod, visto desde nuestro universo, es tan diferente de Yesod visto desde dentro como un hombre visto desde fuera es diferente de la imagen que ve de sí mismo? Sé que a menudo soy insensato y a veces débil, solitario y asustadizo, dado en exceso a la bondad pasiva y demasiado presto, como he dicho, a abandonar a mis amigos más íntimos en busca de algún ideal. Sin embargo he aterrorizado a millones.

¿No será al fin y al cabo que la Fuente Blanca es una ventana a Yesod?

La pasarela daba curvas y más curvas; y, como antes, observé que si bien en la zona de mis habitaciones parecía casi corriente, la distancia que se extendía adelante y la que yo había dejado atrás se volvían cada vez más extrañas a medida que mis ojos las escrutaban, llenas de brumas y luces siniestras.

Al cabo se me ocurrió que la nave se moldeaba a mi paso, y una vez que yo me marchaba, volvía a sí misma para usos propios, tal como una madre se dedica a su hijo cuando está con él —hablando con las palabras más simples y jugando a cosas de niños pero en otros momentos compone una epopeya o recibe a un amante.

¿Era la nave de hecho un ente vivo? De que una cosa semejante fuera posible no me cabían dudas; pero había visto poco que lo indicara, y de ser así, ¿para qué necesitaba tripulación? La cosa se habría podido hacer más fácilmente, y lo que Tzadkiel me había dicho la noche anterior (suponiendo que durante mis horas de sueño había sido de noche) sugería un mecanismo más simple. Si aplicando el peso de un pie al respaldo del canapé se podía entrar en el cuadro, ¿no se apagaría paulatinamente la luz de la habitación cuando el peso de los pies dejaba el suelo? ¿No se remodelarían esas proteicas pasarelas al imperio de mis pasos? Resolví vencerlas usando la pierna curada.

En Urth no lo habría hecho, pero en Urth toda la enorme nave se habría caído en pedazos; y a bordo, donde antes yo había sido capaz de correr y hasta saltar, ahora era más rápido que el viento. Me precipité hacia adelante; cuando llegaba a la curva siguiente di un salto y pateé la pared, cayendo a lo largo de la pasarela del mismo modo que había saltado de una jarcia a otra.

En un instante había dejado atrás el pasaje que conocía y me encontraba entre ángulos insólitos y mecanismos fantasmales, donde luces verdeazuladas volaban como cometas y el corredor se retorcía como las tripas de un gusano. Mis pies dieron en la superficie, pero no con vigor; estaban entumecidos, y las piernas flojas como las de una marioneta cuando ha caído el telón. Me tambaleé por la pasarela, que se encogió hasta convertirse en un punto dolorosamente brillante, pero cada vez más pequeño, en un campo de oscuridad total.

XXVI — Gunnie y Burgundofara

Al principio creí que se me había nublado la vista. Parpadeé, una y otra vez, pero las caras, tan parecidas, no se volvían una sola. Intenté hablar.

—Tranquilo —me dijo Gunnie. La mujer más joven, que no parecía tanto una gemela como una hermana menor, me puso una mano en la nuca mientras me acercaba una taza a los labios.

Yo tenía la boca llena de polvo de muerte. Sorbí el agua con ansiedad, pasándola de un carrillo a otro antes de tragarla, sintiendo que los tejidos revivían.

—¿Qué pasó? —preguntó Gunnie.

—La nave cambia sola —dije.

Asintieron las dos, comprendiendo.

—Cambia para adaptarse a nosotros, estemos donde estemos. Yo corrí demasiado rápido, o no toqué el suelo lo suficiente. —Intenté sentarme, y para mi asombro lo conseguí.— Llegué a una parte donde no había aire, solamente un gas que no era aire, creo. Quizás era para gente de algún otro mundo, o de ninguno. No sé.

—¿Puedes levantarte?

Asentí; pero si el intento hubiera sido en Urth me habría derrumbado. Incluso en la nave, donde se caía tan despacio, las dos mujeres tuvieron que agarrarme y sostenerme como si estuviera totalmente ebrio. Eran de la misma altura (casi tan altas como yo, vale decir), de grandes ojos oscuros y caras anchas, pecosas, enmarcadas en cabello oscuro.

—Tú eres Gunnie —le murmuré a Gunnie.

—Las dos lo somos —dijo la más joven—. Yo me empleé en el último viaje. Ella está a bordo desde hace mucho, creo.

—Desde hace muchos viajes —explicó Gunnie—. En tiempo equivale a una eternidad, pero es menos que nada. El de aquí no es el mismo tiempo en que te criaste en Urth, Burgundofara.

—Esperad —protesté—. Tengo que pensarlo. ¿No hay un lugar donde descansar?

La más joven señaló una arcada en sombras.

—Allí estábamos nosotras. —A través de la arcada alcancé a vislumbrar una caída de agua y muchos asientos acolchados.

Gunnie titubeó; luego me ayudó a entrar.

Las altas paredes estaban adornadas con grandes máscaras. Lágrimas acuosas chorreaban lentamente de los ojos y se vertían en serenas piletas, y en los bordes había tazas parecidas a aquella que la mujer más joven había llenado para mí. En la pared más lejana de la estancia había una compuerta inclinada; por el diseño, supe que daba a una cubierta.

Una vez que las mujeres se sentaron a mis lados, les dije: —Vosotras dos sois la misma persona… Eso decís, y yo os creo. —Ambas asintieron.— Pero no os puedo llamar por el mismo nombre. ¿Cómo tengo que llamaros?

Gunnie dijo: —Cuando a la edad de ella yo dejé la aldea para embarcarme, no quería ser Burgundofara nunca más; por eso les dije a mis compañeros que me llamaran Gunnie. Lo he lamentado, pero si lo hubiera pedido ellos no me habrían cambiado el nombre otra vez; simplemente se habrían burlado de mí. Así que llámame Gunnie, que es quien soy. —Hizo una pausa para tomar aliento.— Y a la muchacha que yo era en otra época llámala por mi viejo nombre, si quieres. No se lo va a cambiar ahora.

—De acuerdo —dije—. Tal vez encuentre un modo de explicaros qué es lo que me molesta, pero todavía estoy débil y me cuesta pensar. Una vez vi a cierto hombre alzarse de entre los muertos.

Se quedaron mirándome. Oí cómo Burgundofara tragaba aire.

—Se llamaba Apu-Punchau. Había allí alguien más, un hombre llamado Hildegrin; y este Hildegrin quería impedir que Apu-Punchau volviera de la tumba.

—¿Era un fantasma? —susurró Burgundofara.

—No del todo; al menos no lo creo. Quizá sólo dependa de lo que quieres decir con «fantasma». Pienso que a lo mejor tenía las raíces tan hundidas en el tiempo que no podía estar del todo muerto en nuestra época, acaso en ninguna. Como fuera, yo quise ayudar a Hildegrin porque él servía a alguien que intentaba curar a una amiga mía… — Azorados aún por la atmósfera de muerte de la pasarela, mis pensamientos se aferraron a la cuestión de la amistad. ¿Había sido Jolenta una verdadera amiga? ¿Habría llegado a serlo si se hubiese recuperado?

—Sigue —me apremió Burgundofara.

—Corrí hacia ellos… Hacia Apu-Punchau y Hildegrin. Hubo algo que en realidad no puedo llamar explosión, aunque a eso se pareció, o a un relámpago, más que a nada que se me ocurra. Apu-Punchau había desaparecido, y había dos Hildegrin.

—Como nosotras.

—No: el mismo Hildegrin dos veces. Uno que luchaba con un espíritu invisible y otro que luchaba conmigo. Luego se descargó ese relámpago, o lo que fuera. Pero antes de eso, antes de ver a los dos Hildegrin, vi la cara de Apu-Punchau; y era la mía. Más vieja, pero la mía.

Gunnie dijo: —Es justo que hayas querido parar en algún lugar. Tienes que contarnos.

—Esta mañana… Tzadkiel, la capitana, me dio unas habitaciones muy agradables. Antes de salir me lavé y me afeité con una navaja que encontré. La cara que vi en el espejo me inquietó, pero ahora sé qué cara era.

—¿La de Apu-Punchau? —dijo Burgundofara.

Y Gunnie: —La tuya.

—Hay otra cosa que no os conté. A Hildegrin lo mató el rayo. Más tarde creí que eso lo había entendido, y todavía lo creo. Había dos como yo, y por tanto había también dos Hildegrin; pero los Hildegrin habían sido creados por división, y un hombre no puede dividirse así y seguir viviendo. O tal vez fuera que una vez dividido no podía juntarse, cuando ya había de nuevo un solo Severian.

Burgundofara asintió.

—Gunnie me dijo cómo te llamas. Es un nombre hermoso, como una hoja de espada. Gunnie le indicó que se callase.

—Pues aquí estoy ahora con vosotras. Por lo que se me alcanza, hay uno solo. ¿Vosotras veis dos?

—No —dijo Burgundofara—. ¿Pero no comprendes que no importaría? ¡Si aún no has sido Apu-Punchau no puedes morirte!

—Sé del tiempo aún más que eso —le dije—. Fui el Apu-Punchau futuro de lo que hoy es una década pasada. El presente siempre puede cambiar el futuro.

Gunnie meneó la cabeza.

—Por mucho que tú vayas a traer un Sol Nuevo y cambiar el mundo, me parece que del tiempo nosotras sabemos más. Ese Hildegrin no murió hace diez años; no para nosotras que estamos aquí. Puede que cuando vuelvas a Urth te encuentres con que fue hace un milenio, o que será quién sabe dentro de cuántos años. Aquí no es ni una cosa ni la otra. Estamos entre los soles y también entre los años, de modo que puede haber dos Gunnie sin que nadie corra peligro. O una docena.

Hizo una pausa. Gunnie siempre había hablado lentamente, pero ahora las palabras le brotaban de los labios arrastrándose como los sobrevivientes que escapan de un barco naufragado en la costa.

—Sí, veo dos Severian, aunque son apenas lo que recuerdo. Uno es el Severian que una vez tomé del brazo y besé. Ya no está, pero era un hombre guapo pese a las cicatrices, la cojera y las canas.

—Él se acordaba de tu beso —dije yo—. Había besado a muchas mujeres, pero no muchas lo habían besado a él.

—Y el otro es el Severian que fue amante mío cuando era muchacha y acababa de emplearme. Fue por él que te besé entonces y más tarde luché contigo: la única persona real que luchó por ti entre los fantasmas. Por él apuñalé a mis compañeros, aunque sabía que no me recordabas. —Se levantó. Vosotros no sabéis dónde estamos. Ninguno de los dos.

—Parece una sala de espera —dijo Burgundofara—, pero sólo la usamos nosotros.

—Hablo de la nave. Estamos fuera del círculo de Dis.

—Una vez —dije—, un hombre que sabía mucho del futuro me explicó que una mujer que yo buscaba estaba encima de la tierra. Yo pensé que simplemente quería decir que estaba viva. Esta nave ha estado siempre fuera del círculo de Dis.

—Tú sabes a qué me refiero. Cuando subí a bordo contigo creí que nos esperaba un viaje largo. ¿Pero por qué iban ellos a hacernos eso, Apheta y Zak? La nave ya está dejando la eternidad, empieza a frenar para que la gabarra pueda encontrarla. En realidad, hasta que no reduce la velocidad no es una nave, ¿sabías? Somos como una onda, o un grito que atraviesa el universo.

—No —dije yo—. No sabía. Y apenas lo puedo creer.

—A veces es importante que uno crea —dijo Gunnie—. Pero no siempre. Esto lo he aprendido aquí.

Severian, una vez te conté por qué seguía viajando. ¿Te acuerdas?

Eché una mirada a Burgundofara: —Pensé que quizás…

Gunnie negó con la cabeza. —Para ser de nuevo lo que era, pero yo misma. Tú debes acordarte de ti cuando tenías de veras la edad de ella. ¿Ahora eres la misma persona?

Claramente, como si estuviera con nosotros en esa cámara de lágrimas, vi pasar al joven oficial, la capa fulígena ondeando detrás y la oscura cruz de Términus Est asomándole sobre el hombro izquierdo.

—No —admití—. Hace mucho que me transformé en otro, y después en otro más.

Ella asintió. —Así que yo voy a quedarme aquí. Quizá aquí suceda cuando haya una sola Gunnie. Burgundofara y tú volveréis a Urth.

Dio media vuelta y nos dejó. Intenté levantarme, pero Burgundofara me retuvo y yo estaba demasiado débil para soltarme.

—Deja que se vaya —dijo—. A ti ya te ha pasado. Déjala tener su oportunidad.

La puerta se cerró.

—Ella es tú —dije, sofocado.

—Pues déjame a mí tener la mía. He visto lo que seré más tarde. ¿También después de algo así está mal tener pena de una misma?

Sacudí la cabeza. —Si no lloras tú por ella, ¿quién va a hacerlo?

—Tú.

—Pero no por eso. Era una amiga de verdad, y no he tenido muchas.

Burgundofara dijo: —Ahora comprendo por qué todas las caras lloran. Esta sala está hecha para llorar.

Una voz nueva murmuró: —Para los que vienen y para los que se marchan.

Me volví y vi dos hieródulos enmascarados, y como no los esperaba tardé un momento en reconocer a Barbatus y Famulimus. Era Famulimus la que había hablado, y grité de alegría.

—¡Amigos! ¿Venís con nosotros?

Famulimus dijo: —Nosotros sólo vinimos a traerte aquí. Tzadkiel mandó que te buscáramos, pero te habías ido, Severian. Dime si volverás a vernos.

—Muchas veces —le dije—. Adiós, Famulimus.

—Conoces nuestra naturaleza, eso está claro. Así pues te saludamos, y decimos hasta la vista.

Barbatus añadió: —Cuando Ossipago desenganche la puerta se abrirán las escotillas. ¿Tenéis los dos amuletos de aire?

Saqué el —mío del bolsillo y me lo puse. Burgundofara extrajo un collar parecido.

—Entonces, como Famulimus, os saludo —dijo Barbatus; y se retiró por el vano, y la puerta se cerró.

Casi en seguida se abrieron los batientes de la doble puerta del fondo; las lágrimas que caían de las máscaras desaparecieron, y luego se secaron todas. Al otro lado de la puerta abierta, tendida de estrella a estrella, brillaba la cortina negra de la noche.

—Tenemos que ir —le dije a Burgundofara; luego comprendí que no podía oírme y me acerqué a tomarla de la mano, con lo cual ya no hubo necesidad de hablar. Juntos salimos de la nave, y sólo cuando me detuve en el umbral y me volví a mirar atrás me di cuenta de que nunca había sabido cómo se llamaba realmente, si se llamaba de algún modo, y que tres de las máscaras eran los rostros de Zak, Tzadkiel y la capitana.

La gabarra que nos esperaba era mucho más grande que el pequeño aparato que me había llevado a la superficie de Yesod; tan grande como el que me había transportado de Urth a la nave. Y en verdad me parece probable que fuese el mismo navío.

—En ocasiones acercan la nave grande un poco más —nos confió a bordo la tripulante encargada de guiarnos—. Claro que cuando lo hacen no pueden evitar ocultarnos unas cuantas estrellas. Así que pasaréis alrededor de un día con nosotros.

Le pedí que me señalara el sol de Urth, y ella accedió: era un simple punto escarlata sobre la regala. Todos los mundos, incluyendo Dis, sólo se veían como motas oscuras cuando pasaban sobre el desanimado rostro solar.

Traté de señalar la tenue estrella blanca que era parte de mí. Pero la marinera no lograba divisarla y Burgundofara parecía asustada. Nos apresuramos a transponer el portal de la gabarra y entrar en el castillo de proa.

XXVII — El regreso a Urth

Yo no estaba seguro de que Burgundofara y yo fuéramos a ser amantes; pero nos asignaron un solo camarote (unas diez veces menor que el que yo ocupara mi última noche en la nave), y cuando la abracé y la desvestí no se opuso. La encontré mucho menos diestra que Gunnie, aunque desde luego no virgen. Qué extraño pensar que con Gunnie nos habíamos acostado una sola vez.

Después su identidad más joven me dijo que hasta entonces ningún hombre la había tratado con ternura, lo agradeció con un beso y se durmió en mis brazos. Yo nunca me había considerado un amante tibio; estuve un rato despierto, meditando, y escuchando, como me había prometido una vez, el golpe de los siglos contra el casco de la nave.

Tal vez fuesen meros años, los años de mi vida. Al sentir la pierna curada, y luego al descubrirme la extraña cara nueva mientras me afeitaba en mi habitación, había empezado por creer que de algún modo me habían quitado esos años de encima, tal como Gunnie esperaba que le quitaran los suyos. Ahora comprendía que no era así.

Sucedía, nada más, que se había anulado el daño causado por una anónima descarga ascia, por la garra de Agia y los dientes del murciélago sanguinario; yo era el hombre que habría sido sin aquellas heridas (y acaso otras) y por eso tenía el rostro de ese ser extraño —pues ¿qué ser es más extraño o de conducta más inexplicable que uno mismo? Yo era Apu-Punchau, a quien había visto resucitar en la ciudad de piedra. Todo esto lo confundí con la juventud, y me dejó lamentando los años que habría podido tener. Acaso un día vuelva a embarcarme en la nave de Tzadkiel para buscar, como Gunnie, la verdadera juventud; pero si me llevan de nuevo a Yesod me quedaré allí, siempre que me acepten. Tal vez en siglos ese aire me limpie de los años.

Contemplando esos años, y los pocos que los precedieron, me pareció que mi conducta con las mujeres no había dependido tanto de mi voluntad como de la actitud de ellas. Había sido harto brutal con la jaibit Thecla de la Casa Azur, pero tímido y torpe como cualquier muchacho intacto con la Thecla real de la celda; febril al comienzo con Dorcas, rápido y torpe con Jolenta (de quien podría decirse que violé, aunque me pareció y me sigue pareciendo que ella lo deseaba). De Valeria ya he dicho demasiado.

Sin embargo no será así para todos los hombres, ya que muchos actúan de la misma manera con todas las mujeres; y quizá ni siquiera lo sea para mí.

Dormité, pensando en estas cosas, y cuando desperté estaba tendido en el otro lado de la cama y sin Burgundofara en mis brazos; volví a dormitar, me desperté de nuevo y me levanté, incapaz de dormir más y deseando, aunque no habría sabido decir por qué, ver brevemente la Fuente Blanca. Con el mayor silencio posible me puse el collar y fui hacia la cubierta.

La infinita noche del vacío estaba casi vencida. Las sombras de los palos, y también mi sombra, parecían dibujadas en las tablas con pintura negrísima y el Sol Viejo se había convertido en un disco grande como Luna. La Fuente Blanca parecía ahora distante y débil. Urth había dejado de vetearle la faz carmesí; colgaba un poco más allá del bauprés, girando como un trompo.

El oficial de guardia se me acercó y dijo que me convenía ir abajo. No, creo, porque yo corriera verdadero peligro, sino porque lo perturbaba tener en cubierta a alguien que no estuviera a sus órdenes. Le contesté que iba a hacerlo, pero que quería una entrevista con el capitán, y que mi compañera y yo teníamos hambre.

Mientras hablábamos apareció Burgundofara; dijo que había sentido el mismo impulso que yo, aunque, me parece, lo suyo no era de hecho sino un deseo de echar un vistazo y ver de nuevo la nave antes de dejarla para siempre. De un salto se subió a un mástil, lo cual alteró al oficial de tal modo que pensé que realmente podía hacerle daño. De no haber sido un hieródulo, le habría puesto la mano encima; me vi forzado a plantarme entre los dos cuando una partida de marineros bajó a Burgundofara.

Discutimos con él hasta que el aire se enrareció. Por mi parte (y creo que también por la de ella) la discusión había sido sobre todo un juego; enseguida bajamos con toda docilidad, encontramos la cocina y comimos como dos niños, riendo y contándonos nuestras aventuras.

Alrededor de una guardia más tarde el capitán —no otro hieródulo enmascarado, sino un hombre que parecía un ser humano común— vino a visitarnos al camarote. Le dije que después de Tzadkiel no había hablado con ninguna autoridad, y que esperaba sus instrucciones.

Meneó la cabeza. —No tengo ninguna. Estoy seguro de que Tzadkiel se habrá encargado de que sepa usted todo lo necesario.

Burgundofara prorrumpió: —¡Él tiene que traer el Sol Nuevo! —Y como yo la mirara agregó:— Me lo dijo Gunnie.

—¿Y puede? —me preguntó el capitán.

Traté de explicarle que no lo sabía, que sentía que la Fuente Blanca era parte de mí y había estado intentando acercarla; pero que no daba la impresión de moverse.

—¿Yeso qué es? —preguntó. Luego, viendo mi expresión, añadió—: No, no lo sé, de veras. No me han dicho nada excepto que debía llevar a usted y a esta mujer hasta Urth y depositarlos a salvo al norte del hielo.

—Es una estrella, creo, o algo parecido.

—Entonces tiene demasiada masa para moverse como nosotros. Una vez en Urth usted dejará de moverse en el sentido uránico. Es posible que entonces ella se acerque a usted.

—¿No tardará mucho tiempo una estrella en llegar a Urth? —preguntó Burgundofara.

El capitán asintió: —Siglos, por lo menos. Pero en realidad de todo esto yo no entiendo nada, muchísimo menos que este amigo de usted. Si es parte de él, ha de sentirla, como dice.

—La siento. Siento la distancia. —Mientras hablaba me pareció estar de nuevo ante las ventanas del maestro Ash, oteando las interminables planicies de hielo; era posible que en cierto sentido no me hubiese ido nunca de allí.— ¿No será acaso —dije— que el Sol Nuevo sólo llegará cuando haya desaparecido nuestra raza? ¿Nos haría Tzadkiel una jugarreta semejante?

—No. Tzadkiel no hace jugarretas. Las jugarretas son cosa de solipsistas, que piensan que todo muere. —Se levantó.— Usted quería hacerme preguntas. No lo culpo, pero yo no conozco las respuestas. ¿Les gustaría salir a cubierta y mirar cómo aterrizamos? No tengo otro regalo para ustedes.

Perpleja, Burgundofara preguntó: —¿Tan pronto? Confieso que yo también me sentía así.

—Sí, dentro de muy poco. Les he reservado algunas provisiones. Sobre todo alimentos. ¿Querrán armas de fuego además de los cuchillos? Puedo dárselas, si las necesitan.

—¿Usted lo aconseja? —pregunté.

—Yo no aconsejo nada. Usted sabe qué tiene que hacer. Yo no.

—Pues no las llevaré —dije—. Burgundofara puede decidir por sí misma.

—No —dijo—. Yo tampoco.

—Entonces vengan —dijo el capitán, y esta vez no fue una invitación sino una orden. Nos pusimos los collares y lo seguimos a cubierta.

Aunque la nave iba rozando nubes, que parecían hervir debajo de nosotros, tuve la sensación de que habíamos llegado. Urth relampagueó del azul al negro, después otra vez al azul. La regala estaba al tacto fría como hielo, y busqué los casquetes de hielo de Urth; pero ya nos habíamos acercado mucho como para que se vieran. Sólo estaba el azur de los mares, vislumbrado entre los jirones de las nubes encrespadas, y de vez en cuando un destello de tierra marrón o verde.

—Es un mundo hermoso —dije—. Tal vez no tan hermoso como Yesod, pero de todos modos muy bello.

El capitán se encogió de hombros.

—Si quisiéramos podríamos volverlo tan bueno como Yesod.

—Lo haremos —le contesté. No había sabido que lo creía hasta el momento en que lo dije—. Lo haremos cuando un número suficiente de nosotros haya ido y regresado.

Las nubes parecían más serenas, como si un mago hubiera susurrado un hechizo o una mujer las hubiera amamantado. Ya habían recogido las velas; en lo alto se afanaba un grupo de tripulantes asegurando los aparejos y fijándolos lo mejor posibles a las brazas.

Mientras los marineros bajaban, nos golpearon los primeros vientos finos de Urth, impalpables pero trayendo de nuevo (como el simple ademán de un corifeo) todo el mundo del sonido. Los mástiles trinaban como rabeles y las cuerdas cantaban.

Un momento más y la nave misma roló, cabeceó y alzó la proa hasta que las soleadas nubes de Urth se levantaron detrás del puente de mando y Burgundofara y yo quedamos colgados de la baranda.

El capitán, en pie, cómodamente apoyado en una jarcia, sonrió y nos gritó: —Vaya, creí que al menos la muchacha era marinera. Súbelo aquí, querida, o te mandaremos de pinche a la cocina.

Yo habría ayudado a Burgundofara de haber podido, y ella intentó auxiliarme como le ordenaba el capitán; así, ayudándonos y agarrándonos uno a otro, conseguimos mantenernos derechos en la cubierta (mucho más abrupta ahora que un montón de escalones, aunque pareciera tan lisa como una pista de baile) y hasta nos atrevimos a dar unos pocos pasos hacia el capitán.

—Para llegar a marinero hay que navegar en las naves más pequeñas —nos dijo—. Lástima que tenga que desembarcaros. Haría de vosotros auténticos navegantes.

Me las ingenié para decir que la llegada a Yesod no había sido tan violenta. Se puso serio.

—Allí no os sobraba mucha potencia. La habíais usado para alcanzar el plano más alto. Aquí hemos llegado sin velas que nos frenaran, como si cayéramos en la estrella. Apártese un poco de la regala. El viento le despellejaría el brazo.

—¿Los collares no nos protegen?

—Tienen un buen campo; sin ellos se freirían como chicharrones. Pero como en cualquier dispositivo es un campo limitado, y el viento… bueno, para respirarlo es demasiado flojo, pero si no fuera por la quilla el impacto nos haría estallar.

Por un tiempo el apostis brilló como una forja; paulatinamente se fue atenuando y se apagó, y la nave volvió a una posición más convencional, aunque el viento aún aullara en las jarcias y debajo las nubes pasaran como hilos de espuma en un canal de molino.

El capitán subió al alcázar, y yo fui con él a preguntarle si nos podíamos quitar los collares. Negó con la cabeza y señaló el cordaje, que ahora estaba cubierto de hielo, y me dijo que en cubierta no duraríamos mucho y que sin ellos yo habría notado que se me enfriaba el aire.

Lo admití, pero le expliqué que me había parecido una mera sensación.

—Hay una mezcla —me dijo él—. Cuando falta aire, el amuleto rechaza todo lo que se acerque al límite del campo. Pero no reconoce la diferencia entre el aire que viene de abajo y el viento que ha penetrado en la zona de presión.

Cómo podía la gabarra dejar una estela entre nubes es cosa que no comprendo; pero había una estela, larga y blanca, que se extendía detrás en el cielo. Me limito a referir lo que vi.

Burgundofara dijo: —Ojalá hubiera estado en cubierta cuando zarpamos de Urth. Incluso en la nave grande nos obligaron a estar abajo hasta que tuvimos cierta práctica.

—No habríais hecho más que estorbar —le dijo el capitán—. No bien salimos de la atmósfera izamos todas las velas, y es un momento de mucho trabajo. ¿Era ese mismo velero?

—Creo que sí.

Y ahora vuelves hecha una persona importante, y en las órdenes de Tzadkiel te mencionan por tu nombre. ¡Felicitaciones!

Burgundofara meneó la cabeza, y advertí que el viento le hacía bailar los pendientes.

—Ni siquiera sé cómo llegó a saberlo.

Generalmente con ella no se sabe —dije yo, reflexionando que así como yo era muchos en un solo cuerpo, Tzadkiel era muchos cuerpos en una sola persona.

Por encima del pasamanos, el capitán señaló hacia donde parecía que el mar de nubes mojaba casi el casco de la gabarra.

—Vamos a sumergirnos. Cuando estemos debajo, os podréis quitar los amuletos.

Por un rato nos atrapó una niebla. En un libro marrón que tomé de la celda de Thecla he leído que hay una región neblinosa entre la vida y la muerte, y que las formas que llamamos fantasmas no son sino restos de esa barrera de niebla, prendidos a la cara y la ropa de los muertos.

No sé si es verdad, pero sin duda una región así separa a Urth del vacío, y eso me parece extraño. Es posible que los cuatro reinos sean solamente dos, y que entramos en el vacío y lo dejamos como los espectros que visitan el país de los vivos.

XXVIII — La aldea junto al arroyo

Recuerdo que apoyado en la regala, mirando cómo unos puntos rojos y dorados se convertían en montes boscosos, y unas manchas marrones en campos de tallos enmarañados, pensé en lo raros que habríamos parecido si alguien nos hubiera visto: una elegante chalupa —un velero como podría haberse visto en cualquier muelle de Nessus— que bajaba del cielo flotando en silencio. Era temprano por la mañana, cuando hasta los árboles más bajos arrojan sombras largas y unos zorros rojos trotan hacia sus madrigueras atravesando el rocío como escamas de fuego.

—¿Dónde estamos? —le pregunté al capitán—. ¿Hacia dónde está la ciudad?

—Hacia el norte por el noreste —dijo él, señalando.

Las provisiones que nos dio estaban en dos largos sarcenos, grandes más o menos como un tubo de cañón atado a la base del buenaventura. Nos enseñó a cargarlos, pasando la correa por el hombro izquierdo. Al fin nos estrechó la mano y, por lo que pude juzgar, nos deseó suerte sinceramente.

Un puente de plata se deslizó desde la junta entre la cubierta y el casco. Por él bajamos Burgundofara y yo y una vez más pisamos el suelo de Urth.

Como creo que nadie habría evitado, nos volvimos a ver cómo subía la gabarra, enderezándose no bien la quilla se libró del suelo, cabeceando en un leve oleaje que sólo ella podía sentir y elevándose como una cometa. Habíamos llegado a Urth por entre nubes, ya lo he dicho; pero la gabarra encontró una brecha (no puedo sino pensar que para que la viéramos) y por ella ganó altura, cada vez más, hasta que casco y mástiles no fueron más que un alfiler de luz dorada. Al fin la vimos florecer en una mota brillante, como el acero que cae de una escofina; entonces supimos que la tripulación había soltado las velas, todas de metal dorado y cada una más grande que muchas islas, y las había orientado, y que no volveríamos a verla nunca. Miré hacia otra parte para que Burgundofara no notara las lágrimas en mis ojos. Cuando me volví a decirle que debíamos ponernos en marcha, descubrí que ella también había llorado.

Nessus quedaba al norte por el noreste, había dicho el capitán; con el horizonte aún tan cerca del sol no fue difícil mantener el rumbo. Durante media legua o más cruzamos campos muertos por la escarcha, entramos en un pequeño bosque y pronto alcanzamos un arroyo al borde del cual ondulaba un sendero.

Hasta ese momento Burgundofara no había hablado, y yo tampoco; pero cuando vimos el agua corrió a la orilla y recogió toda la que le cabía en las manos. Después de beberla dijo: —Ahora sé de verdad que hemos vuelto a casa. Me contaron que para los de tierra estar en casa es comer pan con sal.

Le contesté que así era, aunque casi me había olvidado.

—Nosotros tenemos que beber el agua del lugar. En los barcos suele haber pan y sal de sobra, pero el agua se estropea o se pierde. Cuando llegamos a una tierra nueva bebemos el agua, si es buena. Si no, la maldecimos. ¿Crees que ésto va a dar al Gyoll?

—Seguro que sí, o a un afluente más grande que lleva al Gyoll. ¿Quieres volver a tu aldea? Ella asintió. —¿Vendrás conmigo; Severian?

Me acordé de Dorcas, de cómo me había rogado que bajara con ella al Gyoll en busca de un viejo y una casa en ruinas.

—Si puedo —le dije—. Pero no me parece que sea capaz de quedarme.

—Entonces quizá me vaya contigo, pero antes me gustaría ver Liti de nuevo. Cuando llegue besaré a mi padre y todos mis parientes, y probablemente cuando me vaya será como apuñalarlos. De todos modos tengo que ver la aldea.

—Te comprendo.

—Eso esperaba. Gunnie dijo que eras un hombre así… que comprendías muchas cosas.

Mientras ella hablaba yo había estado escrutando el sendero. Ahora le indiqué que callase, y por unos cien alientos aguzamos el oído. Un viento fresco agitaba las copas de los árboles; aquí o allá cantaba algún pájaro, aunque la mayor parte ya había volado al norte. El arroyo reía quedamente.

—¿Qué pasa? —susurró al fin Burgundofara.

—Alguien ha salido corriendo. ¿Ves las huellas? Un muchacho, creo. Puede que haya dado un rodeo para observarnos, o ha ido a buscar a otros.

—Este sendero debe usarlo mucha gente.

Me agaché junto a una pisada para explicarle.

—Estaba aquí esta mañana, cuando aparecimos. ¿Ves qué oscura es la huella? Vino por los campos, como nosotros, y traía los pies mojados de rocío. Se secará en seguida. Tiene pies pequeños para ser un hombre, pero corre a pasos largos… Un muchacho que es casi un hombre.

—Eres profundo. Gunnie me lo dijo. Yo no habría visto tanto.

—Aunque he pasado cierto tiempo en las dos clases de naves, tú las conoces mil veces mejor que yo. En una época fui jinete explorador. Hacíamos este tipo de cosas.

—Tal vez tendríamos que ir para el otro lado.

Negué con la cabeza. —Ésta es la gente que he venido a salvar. No voy a salvarla si huyo.

Cuando reanudamos la marcha, Burgundofara dijo: —No hemos hecho nada malo.

—Nada que ellos sepan, dirás. Todo el mundo ha hecho algo malo, y yo un centenar de veces… O mejor dicho mil.

Como el bosque estaba tan callado y no se olía humo, yo había supuesto que el lugar adonde había corrido el muchacho distaba al menos una legua. El sendero dio una curva brusca, y ante nosotros se alzó una aldea de una docena de chozas.

—¿No podemos pasar de largo? —preguntó Burgundofara—. Quizá estén durmiendo.

—Están despiertos —le dije—. Nos están vigilando por los umbrales, desde bien atrás para que no los veamos.

—Tienes buena vista.

—No. Pero conozco algo a los aldeanos, y el muchacho llegó antes que nosotros. Si pasamos de largo, nos pueden clavar una horquilla en la espalda.

Miré de choza en choza y alcé la voz:

—¡Gentes de esta aldea! Somos viajeros inofensivos. No tenemos dinero. Sólo pedimos usar vuestro camino.

Algo se agitó levemente en el silencio. Avancé y le dije a Burgundofara que me siguiera.

Un hombre de unos cincuenta años salió de uno de los umbrales; tenía la barba castaña veteada de canas y llevaba un mayal.

—Es usted el atamán de esta aldea —dije—. Gracias por la hospitalidad. Como he dicho, venimos en son de paz.

Me miró fijamente, recordándome a cierto albañil que había conocido una vez.

—Herena dice que vienen de un barco que cayó del cielo.

—¿Qué importa de dónde venimos? Somos viajeros pacíficos. Lo único que pedimos es que nos dejen pasar.

—A mí me importa. Herena es mi hija. He de saber si miente.

Le comenté a Burgundofara: —Ya ves que no lo sé todo.

Ella sonrió, aunque era obvio que tenía miedo.

—Atamán, si confiaras en la palabra de un extraño y no en la de tu hija serías un necio. —A esas alturas la chica se había acercado a la puerta lo bastante para que yo le viese los ojos.— Sal, Herena —dije—. No te haremos daño.

Avanzó; era una quinceañera alta, con largo pelo castaño y un brazo encogido, no más grande que el de un bebé.

—¿Por qué nos espiabas, Herena?

Habló, pero yo no la oí.

—No estaba espiando —dijo el padre—. Estaba juntando nueces. Es una buena chica.

De vez en cuando, aunque sólo raramente, un hombre mira algo que ha visto decenas de veces y lo ve de manera diferente. Cuando yo, la refunfuñona Thecla, instalaba mi caballete junto a alguna catarata, mi maestro siempre decía que la viese de otra manera; nunca entendí qué quería decir y no tardé en convencerme de que no quería decir nada. Ahora veía el brazo marchito de Herena, no como una deformidad permanente (como siempre había visto esas cosas), sino como un error que podría repararse con unas pocas pinceladas.

Burgundofara arriesgó: —Ha de ser duro… —Comprendiendo que podían considerarlo una ofensa, concluyó:— Salir tan temprano.

Yo dije: —Si quiere, corregiré el brazo de su hija.

El atamán abrió la boca para hablar y volvió a cerrarla. Pareció que en el rostro no cambiaba nada, pero atisbé una expresión de miedo.

—¿Quiere?

—Sí, sí, claro.

Los ojos del hombre y las invisibles miradas de los demás aldeanos me oprimían el pecho.

—La muchacha debe venir conmigo. No iremos lejos, y no tardaremos mucho.

El hombre asintió lentamente. —Tienes que ir con el sieur, Herena. —De pronto comprendí cuán ricas debían parecerles a esa gente las ropas que había tomado del camarote.— Pórtate bien y recuerda que tu madre y yo siempre… —Se alejó.

La chica echó a andar delante de mí, de vuelta por el sendero hasta que no vimos la aldea. El lugar donde el brazo marchito juntaba con el hombro estaba oculto bajo la bata raída. Le dije que se la quitara; lo hizo, pasándosela por encima de la cabeza.

Yo tenía conciencia de las hojas rojodoradas, de la piel morena de la muchacha como si fueran un microcosmos enjoyado que yo espiaba por un agujero. Los trinos de los pájaros y el canto del agua eran tan lejanos y dulces como el campanilleo de un orquestrión en un patio, muy abajo.

Toqué el hombro de Herena y la realidad misma fue arcilla para alisar y extender. Con un pase o dos le modelé un brazo nuevo, imagen refleja del otro. Una lágrima me mojó los dedos mientras yo trabajaba, tan caliente que pudo habérmelos quemado; la muchacha temblaba de pies a cabeza.

—He acabado —le dije—. Ponte la bata. —Estaba de nuevo en el microcosmos, y de nuevo me parecía el mundo.

Ella volvió la cara hacia mí. Sonreía, aunque por las mejillas le corrieran lágrimas.

—Lo amo, milord —dijo, y en seguida se arrodilló a besarme la punta de la bota.

Yo pregunté: —¿Me dejas verte las manos? —Ni yo mismo podía creer lo que había hecho.

Las extendió. —Ahora me llevarán lejos como es clava. No me importa. Pero no, no me llevarán… Me esconderé en los montes.

Yo le miraba las manos, que me parecieron perfectas, incluso cuando las apreté una contra otra. Es raro que una persona tenga las dos manos tan exactamente del mismo tamaño, porque la que más usa suele ser la más grande; sin embargo las de ella eran idénticas.

—¿Quién te llevará lejos, Herena? ¿Qué pasa con tu aldea, suelen atacarla los cultellarii?

—Los tasadores, claro está.

—¿Sólo porque ahora tienes dos brazos sanos? —Porque ahora no tengo ningún defecto. —Se interrumpió, los ojos muy abiertos, conmovida por una posibilidad nueva.— No tengo ninguno, ¿no? No era momento de filosofar. —No, eres perfecta… Una joven muy atractiva.

—Entonces me llevarán. ¿Se encuentra bien?

—Un poco débil, no más. Dentro de un momento estaré mejor. —Igual que cuando era torturador, me sequé la frente con el ruedo de la capa.

—No tiene muy buen aspecto.

—Fue sobre todo energía de Urth la que te corrigió el brazo, creo. Pero brotó de mí. Supongo que se habrá llevado parte de la mía.

—Usted sabe cómo me llamo, milord. ¿Cómo se llama usted?

—Severian.

—En casa de mi padre le daré de comer, lord Severian. Todavía queda algo.

Mientras volvíamos se alzó un viento que alborotó a nuestro alrededor las hojas de colores brillantes.

XXIX — Entre los aldeanos

En mi vida ha habido muchas penas y triunfos, pero pocos placeres fuera de los sencillos del amor y el sueño, el aire limpio y la buena comida, lo que cualquiera puede conocer. Entre los más grandes cuento la expresión del atamán cuando vio el brazo de su hija. Era tal mezcla de asombro, miedo y gozo que yo le hubiera afeitado la cara para verla mejor. Herena, creo, la disfrutó tanto como yo; pero al fin abrazó a su padre, le dijo que nos había prometido un refrigerio y se lanzó adentro para abrazar a la madre.

No bien entramos también nosotros, el miedo de los aldeanos se volvió curiosidad. Unos pocos hombres audaces se colaron en la casa para acuclillarse en silencio detrás de nosotros, que nos habíamos sentado en esteras alrededor de la mesita donde la mujer del atamán —sin parar de llorar y morderse los labios había desplegado el festín. Los demás se limitaban a atisbar por la puerta o espiaban por las rendijas de los muros sin ventanas.

Había pasteles fritos de maíz molido, manzanas un poco estropeadas por la escarcha, agua (una gran exquisitez, ante la cual los callados testigos se babearon abiertamente) y las ancas de dos conejos, hervidas, encurtidas y saladas, servidas frías; de éstas no participaron el atamán y su familia. He hablado de festín porque así lo consideraban los aldeanos, pero comparado con él la simple cena de marineros que habíamos comido unas guardias antes en la gabarra había sido todo un banquete.

Yo descubrí que no tenía hambre, aunque estaba cansado y con mucha sed. Comí un pastel y un poco de carne y apuré largos tragos de agua; luego decidí que la cortesía más alta era dejar parte de la comida a la familia del atamán, que claramente tenía tan poca, y me puse a partir nueces.

Esta, al parecer, era la señal de que mi anfitrión podía hablar.

—Soy Bregwyn —dijo—. Nuestra aldea se llama Vici. Mi mujer es Cinnia. Nuestra hija es Herena. Esta mujer —moviendo la cabeza señaló a Burgundofara dice que es usted un hombre bueno.

—Me llamo Severian. Esta mujer es Burgundofara. Soy un hombre malo que trata de ser bueno.

—Los de Vici oímos poco del mundo lejano. Quizá usted quiera contarnos qué azar lo ha traído a nuestra aldea.

Lo había dicho con una expresión de interés educado y nada más, pero aproveché la pausa. Habría sido harto fácil despachar a los aldeanos con cualquier historia de comercio o peregrinaje; y en verdad, si le hubiera contado que esperábamos devolver a Burgundofara a su hogar junto al Océano no habría mentido del todo. ¿Pero tenía yo derecho a contar algo así? Antes le había dicho a Burgundofara que ésa era la gente que yo quería rescatar y para lo cual había ido hasta el fin del universo. Eché una mirada a la llorosa mujer del atamán, consumida por el trabajo, y a los hombres de barbas grisáceas y manos ásperas.

—Esta mujer —dije— es de Liti. ¿Conocéis el lugar?

El atamán negó con la cabeza.

—Los habitantes de Liti son pescadores. Ella tiene la esperanza de volver. —Tomé aliento.— Yo… —Viéndome tantear las palabras el atamán se inclinó muy levemente hacia adelante.— He podido ayudar a Herena. Hacerla más completa. Eso usted lo sabe bien.

—Estamos agradecidos —dijo él.

Burgundofara me tocó el brazo. Cuando la miré, me dijo con los ojos que tal vez fuera peligroso hacer lo que estaba haciendo.

—La propia Urth no está completa.

Tanto el atamán como los otros hombres, que estaban en cuclillas contra las paredes de la choza, se acercaron un poco. Vi que algunos asentían. —Yo he venido a completarla.

Como si le sacaran las palabras a la fuerza, uno de los hombres dijo: —Nevó antes de que el maíz madurase. Ya es el segundo año.

Varios más asintieron, y el que estaba detrás del atamán, y por lo tanto frente a mí, dijo entonces:

—La gente del cielo está enfadada.

Intenté explicarlo: —La gente del cielo, los hieródulos y los jerarcas, no nos odian. Pero ocurre que están muy lejos, y nos temen por cosas que hicimos antes, hace mucho, cuando nuestra raza era joven. Yo he ido hasta ellos. —Observé las caras sin expresión de los aldeanos, preguntándome si alguno iba a creerme.— He llevado a cabo una conciliación… He conseguido, creo, que estén más cerca de nosotros, y nosotros más cerca de ellos. Ellos me han enviado de vuelta.

Esa noche, acostados en la choza del atamán (que éste, su mujer y su hija habían insistido en dejarnos), Burgundofara había dicho: —Al final nos matarán, ¿sabes?

Yo le había prometido: —Mañana nos iremos.

—No lo permitirán —había replicado ella.

Y la mañana demostró que en cierto modo teníamos razón los dos. De hecho partimos; pero los aldeanos nos hablaron de otra villa que estaba a unas leguas, llamada Gurgustii, y nos acompañaron hasta allí. Cuando llegamos fue exhibido el brazo de Herena, que despertó gran asombro, y nos invitaron (no sólo a Burgundofara y a mí, sino a Herena, Bregwyn y los demás) a un banquete muy parecido al anterior, salvo que en vez de conejo había pescado fresco.

Después me hablaron de cierto hombre que era muy bueno y muy valioso para Gurgustii, pero que estaba muy enfermo. Dije a los lugareños que no podía garantizar nada, pero que iría a examinarlo y lo ayudaría si era posible.

La cabaña en donde yacía el hombre, tan vieja al parecer como él, apestaba a enfermedad y muerte. Eché fuera a la turba de aldeanos que habían entrado conmigo. Cuando se fueron, hurgué en la cabaña hasta dar con un trozo de estera raída, para tapar el umbral.

Colocada la estera, la choza quedó tan a oscuras que yo apenas veía al enfermo. Cuando me incliné sobre él, al principio me pareció que los ojos se me habituaban a la oscuridad. Un momento después me di cuenta de que ya no estaba tan oscuro como antes. Una luz tenue jugueteaba en el cuerpo del hombre, moviéndose con los movimientos de mis ojos. Lo primero que pensé fue que manaba de la espina guardada en la bolsita que Dorcas me había cosido, aunque parecía imposible que el fulgor traspasara de ese modo el cuero y mi camisa. La saqué. Estaba tan oscura como cuando yo había intentado alumbrar el corredor, a las puertas de mi cabina, y la volví a guardar.

El enfermo abrió los ojos. Le hice un gesto de asentimiento y traté de sonreír.

—¿Has venido a llevarme? —preguntó. No era más que un susurro.

—No soy la Muerte —le dije—, aunque muy a menudo me han tomado por ella.

—Creí que era ella, sieur. Parece usted tan bueno.

—¿Quiere morir? Si lo desea, puedo arreglarlo en un momento.

—Si no voy a mejorar, sí. —Se le cerraron de nuevo los ojos.

Bajé las mantas caseras que lo tapaban y descubrí que estaba desnudo. Tenía el costado derecho hinchado; el bulto era grande como una cabeza de bebé. Allané la carne, vibrando con el poder que subía de Urth, me atravesaba las piernas y surgía por mis dedos.

De repente la choza estuvo de nuevo a oscuras; sentado en la tierra batida, escuché en un trance la respiración del enfermo. Me pareció que había pasado mucho tiempo. Me levanté, cansado y sintiendo que pronto empezaría a encontrarme mal; exactamente así me había sentido después de ejecutar a Agilus. Retiré la estera y salí a la luz del sol.

Burgundofara me abrazó: —¿Estás bien?

Le dije que sí y pregunté si no había algún lugar donde sentarnos. Apartando a la gente a codazos, un hombretón de voz fuerte —pariente del enfermo, supongo— se acercó exigiendo saber si Declan iba a recuperarse. Le dije que no sabía; mientras tanto intentaba abrirme paso hacia donde indicaba Burgundofara. Era después de las nonas, y como sucede a veces en otoño el calor había vuelto. De haberme sentido mejor, los sudorosos peones apiñados me habrían resultado cómicos; eran una concurrencia como la que en el Cruce de Ctesifonte habíamos aterrorizado con la obra del doctor Talos. Ahora me sofocaban.

—¡Dígamelo! —me gritó el hombretón en la cara—. ¿Se va a poner bien?

Me volví hacia él.

—Amigo mío, usted cree que porque su aldea me ha dado de comer estoy obligado a contestarle. ¡Se equivoca!

Vinieron otros que retiraron al hombre, y creo que lo derribaron no lejos de allí. Al menos oí el ruido sordo de un puñetazo.

Herena me tomó la mano. La multitud se apartó y fuimos hasta un árbol de ramas muy abiertas. Nos sentamos en un suelo liso, desnudo, sin duda el lugar de reunión de los aldeanos.

Con una reverencia, alguien vino a preguntarme si necesitaba algo. Yo quería agua; una mujer la trajo, fría del arroyo, en una jarra mojada de rocío y tapada con una copa. Herena se había sentado a mi derecha y Burgundofara a mi izquierda; nos fuimos pasando la copa.

Se acercó el atamán de Gurgustii. Inclinándose, señaló a Bregwyn y dijo: —Mi hermano me contó que llegó usted en una barca que navegaba entre las nubes, y que ha venido a reconciliarnos con los poderes del cielo. Aunque toda la vida hemos ido a los lugares altos a enviarles el humo de las ofrendas, las gentes del cielo están enfadadas y nos mandan escarcha. En Nessus hay hombres que dicen que el sol se está enfriando…

Burgundofara lo interrumpió: —¿A cuánto está Nessus de aquí?

—La próxima aldea es Os, milady. De allí se puede llegar a Nessus en un día de barca.

—Y en Nessus podemos conseguir un viaje a Liti —me susurró Burgundofara.

El atamán continuó: —Sin embargo el monarca nos sigue cobrando impuestos, y cuando no tenemos grano se lleva a nuestros hijos. Hemos subido a los lugares altos igual que nuestros padres. Antes de la helada los de Gurgustii quemamos nuestro mejor carnero. ¿Qué deberíamos hacer?

Intenté explicarle que los hieródulos nos temían porque, en los viejos tiempos de gloria de Urth, nos habíamos extendido por los mundos extinguiendo a muchas otras razas y llevando por doquier nuestra crueldad y nuestras guerras.

—Tenemos que unirnos —le dije—. Tenemos que decir sólo la verdad para que se pueda confiar en nuestras promesas. Tenemos que cuidar de Urth como cuidan ustedes de sus campos.

El atamán y algunos de los otros asintieron como si comprendiesen, y acaso comprendían. Al menos quizá comprendían en parte.

Al fondo de la multitud hubo una agitación, gritos y sonidos de llanto y alborozo. Los que estaban sentados se levantaron de repente, pero yo estaba muy cansado para imitarlos. Después de nuevos aullidos y palabras confusas, trajeron al enfermo, desnudo todavía salvo por un trapo (una tira de tejido casero que reconocí como una de las mantas con que se había cubierto) atado a la cintura.

—Este es Declan —anunció alguien—. Declan, explícale al sieur cómo te mejoraste.

El hombre intentó hablar pero yo no lo oía. Les indiqué a los demás que se callaran.

—Estaba en la cama, milord, cuando se me apareció un serafín todo rodeado de luz. — Hubo risitas entre los peones, que se codeaban unos a otros. Me preguntó si deseaba morir. Le dije que quería vivir y me dormí; y cuando me desperté de nuevo estaba como usted me ve ahora.

Los peones se echaron a reír; algunos decían «Te ha curado el sieur», y cosas por el estilo.

Les grité: —¡Este hombre estaba allí y ustedes no! Hay que ser tonto para pretender saber más que un testigo. —Mi cólera era fruto de los largos días que había pasado en Thrax escuchando las sesiones del tribunal del arconte, y mucho más, me temo, de los juicios que yo había presidido como Autarca.

Aunque Burgundofara quería seguir hasta Os, yo estaba demasiado fatigado para andar más ese día y tampoco deseaba dormir de nuevo en una choza asfixiante. Dije a los aldeanos de Gurgustii que nosotros dormiríamos bajo el árbol de las asambleas y que acogieran en sus casas a los que nos habían acompañado desde Vici. Así lo hicieron; pero cuando me despertara en las guardias de la noche, iba a descubrir que Herena estaba tendida a nuestro lado.

XXX — Ceryx

Cuando partimos de Gurgustii muchos de los peones se habrían ido con nosotros, lo mismo que algunos de los de Vici. Les prohibí que me acompañasen; no tenía ganas de que me acarrearan como una reliquia.

Al principio protestaron; pero cuando vieron que yo no cedía, se conformaron con largos (y a menudo reiterativos) discursos de agradecimiento y con que aceptásemos unos pocos regalos: para mí un enmarañado bastón, frenético trabajo de los dos mejores tallistas del lugar; para Burgundofara un chal bordado con lana de colores, que debía ser allí la prenda más preciosa del atavío femenino; y una cesta de comida para los dos. Terminamos la comida en el camino y arrojamos la cesta al arroyo; pero las otras cosas las guardamos, yo contento de andar con el bastón y ella encantada con el chal, que le atenuaba la severidad masculina del traje de faena. Al ocaso, justo antes de que las puertas se cerraran, entramos en la pequeña ciudad de Os.

Era allí donde el arroyo se vertía en el Gyoll, y a lo largo de la ribera había amarrados jabeques, gabarras y falúas. Preguntamos dónde estaban los capitanes, pero todos habían bajado a tierra por negocios o placer y los hoscos guardias que cuidaban los barcos nos aseguraron que tendríamos que volver a la mañana siguiente. Uno nos recomendó La Cazuela; hacia allí íbamos cuando topamos con un hombre vestido de tirio y verde que de pie sobre una bañera invertida, hablaba a una audiencia de unas cien personas.

—¡… tesoro enterrado! ¡Revelar todo lo oculto! Si en una rama hay tres pájaros, puede que uno de ellos no sepa de los otros dos; pero yo sé. Ahora mismo, mientras hablo, hay un anillo bajo la almohada de nuestro gobernante, el sabio, el trascendente… Gracias, buena mujer. ¿Qué desea saber? Yo lo sé, sin duda, pero dejemos que lo oiga esta buena gente. Entonces lo revelaré.

Una ciudadana gorda le había entregado unos aes. Burgundofara dijo: —Vamos. Quiero sentarme y comer algo.

—Espera —le dije.

Me quedé en parte porque el parloteo del farsante me hizo pensar en el doctor Talos, y en parte porque algo en sus ojos me recordaba a Abundantius. Con todo había algo más fundamental, aunque no estoy seguro de poder explicarlo. Percibía que ese extraño había viajado como yo, que los dos habíamos ido muy lejos y habíamos vuelto, incluso de otro modo que Burgundofara; y aunque no habíamos ido al mismo lugar ni vuelto con el mismo bagaje, los dos conocíamos caminos insólitos.

La mujer gorda murmuró algo entonces; el charlatán anunció en voz alta:

—La señora ruega que le informen si su marido encontrará un lugar nuevo para su lupanar, y si la aventura tendrá éxito.

Alzó los brazos por sobre la cabeza, estrujando con ambas manos una larga varita. Dejó los ojos abiertos, moviendo los iris hacia arriba hasta que los blancos parecieron cáscaras de huevo duro. Yo sonreí, convencido de que la muchedumbre iba a reírse; pero había algo terrible en esa figura ciega, invocatoria, y no se rió nadie. Se oía el chapoteo del río y el suspiro de la brisa vespertina, tan suave que ni siquiera me agitaba el pelo.

Bruscamente cayeron los brazos y los enardecidos ojos negros volvieron a su sitio.

—Las respuestas son: ¡Sí! y ¡Sí! Los nuevos baños estarán a menos de media legua.

—Qué difícil —susurró Burgundofara—. Toda la ciudad no tiene más de una legua.

—Y dará más que todo lo que han dado los viejos —prometió el charlatán—. Pero ahora, queridos amigos, y antes de la siguiente pregunta, me gustaría decirles una cosa más. Ustedes creen que yo he profetizado porque la señora me ha dado algún dinero. — Había guardado los aes en la mano. En ese momento, en una pequeña columna negra, los lanzó hacia el cielo oscurecido.— ¡Pues se equivocan, amigos míos! ¡Tengan!

Arrojó a la multitud una buena cantidad más, creo, de lo que había recibido de la mujer, y desencadenó un violento alboroto.

Dije: —Muy bien, vámonos.

Burgundofara sacudió la cabeza. —Esto no quiero perdérmelo.

—¡Vivimos tiempos malos, amigos! Ustedes tienen hambre de prodigios. ¡De curas taumatúrgicas y olmos que den peras! Esta misma mañana me enteré de que por las aldeas del Fluminis ha pasado un curandero, y que se encaminaba hacia esta aldea. — Me clavó los ojos.— Sé que ahora está aquí. Lo desafío a dar un paso adelante. Haremos un torneo para ustedes, amigos… ¡Un torneo de magia! Ven, compañero. ¡Acércate a Ceryx!

La muchedumbre se agitó entre murmullos. Yo sonreí, sacudiendo la cabeza.

—Tú, buen hombre. —Apuntó un dedo hacia mí.¿Sabes lo que es ejercitar la voluntad hasta volverla una barra de acero? ¿Dominar el espíritu como si fuera un esclavo? Afanarse incesantemente por un fin que tal vez no se cumpla nunca, un premio tan remoto que parece que nunca llegará?

Volví a sacudir la cabeza.

—¡Responde! ¡Que esta gente te oiga!

—No —dije—. No he hecho cosas así.

—¡Sin embargo es lo que debe hacerse si uno va a empuñar el cetro del Increado!

—De eso no sé nada —dije—. A decir verdad, estoy seguro de que ese cetro no puede empuñarse. Si usted quiere ser como el Increado, le pregunto si lo logrará comportándose al revés que él.

Tomé a Burgundofara del brazo y me la llevé. Habíamos dejado atrás una callejuela angosta cuando el bastón que me habían dado en Gurgustii se rompió estrepitosamente. Tiré a la alcantarilla la mitad que me había quedado en la mano y subimos la empinada cuesta que llevaba de la ribera a La Cazuela.

Parecía una posada de lo más decente; noté que los reunidos en la sala común comían tanto como bebían, signo éste siempre propicio. Cuando el patrón se apoyó en el mostrador para hablar, le pregunté si podía proporcionarnos una cena y una habitación tranquila.

—Claro que sí, sieur. No a la altura de su rango, sieur, pero de lo mejor que encontrará en Os.

Saqué uno de los chrisos de Idas. Lo tomó, lo observó un momento como sorprendido y dijo:

—Por supuesto, sieur. Sí, por supuesto. Venga a verme por la mañana y tendré el cambio. ¿Desea tal vez que le sirvan la cena en la habitación?

Negué con la cabeza.

—Pues entonces una mesa. Querrá estar lejos de la puerta, el mostrador y la cocina. Lo comprendo. Allí, sieur. La mesa del mantel. ¿Le satisface?

Le dije que sí.

—Tenemos todo tipo de pescado de agua dulce, sieur. Y fresco. Nuestra cazuela es famosa. Lenguado y salmón, en salazón o ahumado, como prefiera. ¿Carne de caza, vaca, ternera, cordero, ave…?

—He oído —dije— que en esta parte del mundo es muy difícil obtener alimentos.

Pareció desconcertado. —Malas cosechas. Sí, sieur. La de este año es la tercera consecutiva. El pan está muy caro… No para usted, sieur, sino para los pobres. Esta noche muchos niños pobres se irán a la cama con hambre; demos gracias pues que nosotros no.

—¿No tienen salmón fresco? —le preguntó Burgundofara.

—Me temo que sólo en primavera. Es cuando se encuentran, milady. En otras estaciones los pescan en el mar, y no aguantan el viaje hasta esta altura del río.

—Entonces salmón salado.

—Le gustará, milady; no hace tres meses que llegó a nuestra cocina. Por pan, fruta y esas cosas no deben preocuparse. Les traeremos de todo, y pueden elegir cuando lo vean. Tenemos bananas del norte, aunque con la rebelión están caras. ¿Vino tinto o blanco?

—Tinto, creo. ¿Lo recomienda?

—Yo recomiendo todos nuestros vinos, milady. Si no pudiera recomendar un barril no lo tendría en la bodega.

—Tinto, entonces.

—Muy bien, milady. ¿Y para usted, sieur?

Un momento antes habría dicho que no tenía hambre. Ahora la simple mención de la comida me llenaba de saliva la boca; me era imposible decidir qué era lo que más quería.

—¿Faisán, sieur? En el invernadero tenemos uno magnífico.

—De acuerdo. Pero vino no. ¿Tienen mate? —Por supuesto, sieur.

—Pues sírvamelo. Hace mucho que no lo pruebo. —Estará listo en seguida, sieur. ¿Se les ofrece algo más?

—Sólo que mañana el desayuno esté temprano; tendremos que ir al muelle a arreglar viaje a Nessus. Espero que tenga mi cambio entonces.

—Se lo tendré preparado, sieur, y un desayuno bueno y caliente. Salchichas, sieur. Jamón y…

Asentí y le indiqué que nos dejara.

Cuando se hubo ido, Burgundofara preguntó:

—¿Por qué no quisiste comer en la habitación? Habría sido mucho más bonito.

—Porque tengo la esperanza de enterarme de algo. Y porque no quiero estar solo, tener que pensar.

—Estaré yo.

—Sí, pero es mejor si hay más gente.

—Qué…

Le pedí que se callara. Un hombre maduro que comía solo se había puesto de pie arrojando un último hueso en el plato. Ahora traía el vaso a nuestra mesa.

—Servidor es Hadelin —dijo—. Patrón del Alcyone.

Asentí. —Siéntese, capitán Hadelin. ¿En qué podemos ayudarlo?

—Lo oí hablar con Kyrin. Dijo que quería viajar río abajo. Hay algunos más baratos y con mejores camarotes. O sea, más grandes y con más adornos. Pero más limpio no hay ninguno. Tampoco hay ninguno más rápido que mi Alcyone, salvo los patrulleros, y nosotros zarpamos mañana por la mañana.

Le pregunté cuánto tardaríamos en llegar a Nessus, y Burgundofara añadió: —¿Y al mar?

—En Nessus tendríamos que estar al día siguiente, aunque depende del viento y el tiempo. En esta época suele haber viento flojo y a favor, pero si se adelanta alguna tormenta tendremos que amarrar.

—Sin duda —asentí.

—De no ser así llegaremos pasado mañana, hacia las vísperas o un poco antes. Los dejaré en tierra donde ustedes quieran, a este lado del mesón. Atracaremos allí dos días para cargar y descargar, y luego seguiremos bajando. De Nessus al delta hay unos quince días o algo menos.

—Antes de tomar pasaje tenemos que ver el barco.

—No encontrarán nada que me avergüence, sieur. Si me acerqué a hablarle es porque mañana zarpamos temprano, y si lo que necesita es rapidez la ha conseguido. Comúnmente, habríamos zarpado antes de que usted y ella llegaran al río. Pero si me esperan aquí no bien amanezca comeremos algo y bajaremos juntos.

—¿Dormirá en la posada, capitán?

—Sí, sieur. Cuando puedo me quedo en tierra. La mayoría de nosotros hace lo mismo. Mañana por la noche también atracaremos en algún sitio, si el Pancreador lo consiente.

Vino un camarero con nuestra cena, y desde la otra punta de la sala el posadero le hizo un gesto a Hadelin.

—Perdóneme, sieur —dijo Hadelin—. Kyrin necesita algo, y ustedes quieren comer. Los veré aquí por la mañana.

—Aquí estaremos —prometí.

—Este salmón es fabuloso —me dijo Burgundofara cuando empezó a comer—. En las barcas solemos llevar pescado en sal por si no hay suerte, pero éste es mejor. No sabía cuánto lo echaba de menos.

Dije que me alegraba que lo disfrutase.

—Y ahora de nuevo en un barco. ¿Piensas que es un buen capitán? Apuesto a que con la tripulación es un demonio.

Le indiqué con un gesto que se callara. Hadelin estaba de vuelta.

Después de que acercara de nuevo la silla, Burgundofara le dijo: —¿Un poco de vino, capitán? Me han traído una botella entera.

—Medio vaso, por educación. —Miró por sobre el hombro y luego se volvió hacia nosotros, esbozando apenas una mueca.— Kyrin acaba de prevenirme contra usted. Dice que le dio un chrisos como no había visto nunca.

—Que lo devuelva, si quiere. ¿Quiere usted ver una de nuestras monedas?

—Yo soy marino; nosotros vemos monedas de otras tierras. Ya veces también las hay salidas de las tumbas. Supongo que habrá cantidad de tumbas allá en las montañas, ¿no?

—No tengo idea. —Pasé un chrisos por encima de la mesa.

Él lo examinó, lo mordió y me lo devolvió.

—Oro bueno. Se le parece un poco. Usted no se había fijado, tengo la impresión.

—No —dije yo—. No lo había pensado nunca.

Asintiendo, Hadelin empujó atrás la silla.

—Uno no se afeita de perfil. Los veo por la mañana, sieur, madame.

Arriba, cuando ya había colgado capa y camisa en unos ganchos y me lavaba la cara y las manos con el agua tibia traída por un sirviente, Burgundofara dijo: —Lo rompió él, ¿no?

Yo sabía de qué estaba hablando y asentí.

—Tendrías que haber competido.

—Yo no soy mago —le dije—, pero una vez estuve en un duelo de magia. Casi me matan.

—A esa chica le arreglaste el brazo.

—Eso no fue magia. Yo…

Afuera resonó una trompa de caracol, seguida de un confuso clamor de muchas voces. Fui a la ventana a mirar. Nuestra habitación estaba en el piso de arriba, y la altura me daba una buena vista al centro de la multitud, donde el charlatán se erguía junto a un féretro que sostenían ocho hombres. Por un momento no pude reprimir la idea de que hablando de él con Burgundofara lo había convocado.

Viéndome en la ventana, él sopló otra vez la caracola, señaló para volver la atención hacia mí y cuando todo el mundo miraba gritó:

—¡Levanta a este hombre, compañero! Si tú no puedes lo haré yo. ¡El poderoso Ceryx hará que el muerto vuelva a andar sobre Urth!

El cadáver yacía en la grotesca actitud de una estatua derribada.

Grité: —Me tomas por un competidor, Ceryx, pero no tengo esa ambición. Estamos de paso por Os, simplemente, camino al mar. Mañana nos iremos. —Cerré los postigos y eché el cerrojo.

—Era él —dijo Burgundofara. Se había desnudado y estaba de cuclillas junto a la palangana.

—Sí —dije yo.

Esperé que volviera a reprochar mi actitud, pero se limitó a decir: —Nos libraremos de él no bien hayamos partido. ¿Me querrás esta noche?

—Más tarde, quizá. Necesito pensar. —Me sequé y me metí en la cama.

—Entonces tendrás que despertarme —dijo ella—. Tanto vino me ha dado sueño. —La voz de Ceryx entraba por la ventana, alzándose en un cántico espectral.

—Lo haré —le dije mientras ella se deslizaba junto a mí bajo las mantas.

El sueño empezaba a cerrarme los ojos cuando el muerto rompió la puerta de un hachazo y entró en la habitación.

XXXI — Zama

Al principio no supe que era el muerto. La habitación estaba oscura, y casi igual de oscuro el exiguo rellano de afuera. Yo me había dormido a medias; al primer hachazo abrí los ojos, sólo para ver un leve destello de acero cuando con el segundo golpe asomó el filo.

Burgundofara dio un grito, y yo rodé de la cama buscando a tientas unas armas que ya no tenía. Al tercer golpe la puerta cedió. Por un instante la silueta del muerto se recortó en el vano. El hacha dio en la cama vacía. El bastidor se rompió y toda la estructura se derrumbó ruidosamente.

Al parecer había vuelto el pobre voluntario que tanto tiempo atrás yo había matado en la necrópolis, y me sentía paralizado de terror y de culpa. Cortando el aire, el hacha del muerto me pasó sobre la cabeza, mimando el silbido de la espada de Hildegrin, y se hundió en la pared de yeso con el estrépito sordo de una patada de gigante. La débil luz que entraba por el vano se extinguió un momento mientras Burgundofara escapaba.

El hacha volvió a golpear la pared, creo que a menos de un cúbito de mi oreja. Frío como una serpiente y con olor a podrido, el brazo del muerto me rozó el brazo. Luché con él movido por el instinto, no por el pensamiento.

Aparecieron bujías y una linterna. Un par de hombres casi desnudos arrebataron el hacha al muerto y Burgundofara le puso un cuchillo en la garganta. Al lado de ella estaba Hadelin con un alfanje en una mano y una vela en la otra. El posadero acercó su lámpara a la cara del muerto y la dejó caer.

—Está muerto —dije—. Sin duda habrá visto hombres así alguna vez. También a usted y a mí nos llegará el turno. —Desplacé de una patada las piernas del muerto, como nos había enseñado el maestro Gurloes; el cuerpo se desplomó junto a la lámpara apagada.

Bugundofará balbuceó: —Lo apuñalé, Severian. Pero… —El esfuerzo por no llorar le cerró la boca. Le temblaba la mano con el cuchillo ensangrentado.

Mientras yo la abrazaba, alguien gritó: —¡Mirad!

Lentamente, el muerto estaba incorporándose. Si en el suelo había tenido los ojos cerrados, ahora los abría, aunque aún con la mirada desenfocada de los cadáveres y un párpado caído. De una angosta herida en el flanco le manaba una sangre oscura.

Hadelin se adelantó con el alfanje preparado.

—Espere —dije, y lo retuve.

Las manos del muerto me buscaron la garganta. Las tomé en las mías, ya sin tenerle miedo ni sentir horror. Lo que sentía en cambio era una pena terrible, por él y por todos nosotros, pues sabía que en cierta medida estamos todos muertos, medio dormidos, como él lo estaba del todo, sordos al canto de la vida adentro y a nuestro alrededor.

Dejó caer los brazos a los lados. Le acaricié las costillas con la mano derecha y por la mano fluyó la vida, como si cada dedo fuera a desplegar unos pétalos y abrirse como una flor. Mi corazón era un motor poderoso capaz de estar siempre en marcha y estremecer el mundo con cada latido. Nunca me he sentido tan vivo como entonces, mientras le devolvía la vida.

Y lo vi; todos los vimos. Los ojos dejaron de ser cosas muertas y se volvieron órganos humanos con los cuales nos miraba un hombre. La fría sangre de la muerte, la amarga materia que mancha los bordes del tajo del carnicero, se animaba en él otra vez y chorreaba de la herida que le había hecho Burgundofara. La herida se le cerró y cicatrizó en un instante, dejando apenas una mancha carmesí en el suelo y una línea blanca en la piel. La sangre le subió a las mejillas, que se oscurecieron y encendieron.

Antes de ese momento yo habría dicho que el muerto era un hombre maduro; el joven que parpadeaba ante mí no tenía más de veinte años. Recordando a Miles, le puse un brazo en los hombros, y con las palabras suaves y lentas que habría empleado con un perro, le dije algo así como bienvenido una vez más a la tierra de los vivos.

Hadelin y los demás que habían ido a ayudarnos retrocedieron, los rostros contraídos de miedo y asombro; y yo pensé (como pienso ahora) qué extraño era que hubiesen sido tan valientes frente a un horror y tan cobardes frente a la palinodia del sino.

Quizá sólo sea que la lucha contra el mal nos lleva a trabarnos con nuestros hermanos. Por mi parte, esa noche entendí algo que me había confundido desde niño: la leyenda de que en la batalla final ejércitos enteros de demonios huirán a la mera vista de un combatiente del Increado.

El último en marcharse fue el capitán Hadelin. Se detuvo en la puerta, buscando valor para hablar o simplemente palabras; luego dio media vuelta y desapareció, dejándonos en la oscuridad.

—En algún lugar hay una vela —murmuró Burgundofara. Oí que la buscaba.

Un momento después también la vi, envuelta en una manta, encorvada sobre la mesita que había al lado de la cama rota. De nuevo brillaba la luz que había aparecido en la choza del enfermo, y ella, advirtiendo entonces su propia sombra allí delante, se dio vuelta, vio la luz y gritando echó a correr tras los demás.

No parecía de mucho provecho correr detrás de ella. Bloqueé lo mejor posible el vano con sillas y los restos de la puerta, y a la luz que jugueteaba en donde pusiera los ojos arrastré al suelo el colchón rajado, para que descansáramos el que había estado muerto y yo.

Digo descansáramos, y no durmiéramos, porque no creo que ninguno de los dos haya dormido; una o dos veces yo dormité, pero me desperté y lo vi pasearse a lo largo de la habitación en trayectos no confinados por las cuatro paredes. Cada vez que cerraba los ojos, me pareció, se me volvían a abrir para ver cómo brillaba mi estrella en el techo. El techo se había vuelto transparente como una gasa, y yo veía la estrella disparada hacia nosotros, y no obstante infinitamente remota; y al fin me levanté y abrí los postigos, y me asomé a la ventana.

Era una noche clara y fría; cada estrella del firmamento parecía una gema. Descubrí que sabía dónde estaba la mía, tal como los grises gansos salvajes, que aunque sólo los oigamos gritar a través de una legua de niebla, siempre saben dónde posarse. O mejor dicho, sabía dónde tenía que estar mi estrella; pero al mirar sólo vi la oscuridad infinita. En cada rincón del cielo había una densa trama de estrellas, como diamantes en la capa de un maestro; y acaso pertenecieran, las estrellas, a algún insensato mensajero tan desolado y perplejo como yo. Pero ninguna era mía. La mía estaba allí (en algún lugar), lo sabía, aunque no fuera posible verla.

Cuando uno escribe una crónica como ésta, siempre quiere describir procesos; pero hay hechos que no se desarrollan como un proceso, que ocurren de una vez: no son, y por lo tanto son. Así pasaba ahora. Imaginad un hombre parado frente a un espejo; cae una piedra, y en un instante el espejo se hace añicos.

Y el hombre comprende que es él mismo, no el hombre reflejado que había creído ser.

Eso me pasaba a mí. Había sabido que era la estrella, un faro en la frontera entre Yesod y Briah, recorriendo la noche. Luego la certeza se desvaneció y volví a ser un hombre apoyado en un alféizar, un hombre aterido y empapado de sudor, temblando de oír cómo se movía por la pieza el hombre que había estado muerto.

La ciudad de Os estaba en tinieblas: la verde Luna acababa de ponerse detrás de colinas oscuras, más allá del negro Gyoll. Miré el lugar donde habían estado Ceryx y su público, y en la penumbra me pareció divisar algún rastro de ellos. Llevado por un impulso que no habría sabido explicar, retrocedí a la habitación y me vestí; luego me subí al alféizar y salté a la calle enfangada.

El impacto fue tan severo que por un momento temí haberme quebrado un tobillo. En la nave yo había sido liviano como un lanugo, y tal vez la pierna nueva me había dado una confianza excesiva. Ahora me daba cuenta de que tendría que aprender de nuevo cómo saltar en Urth.

Como las estrellas se habían velado de nubes, tuve que buscar a tientas lo que había visto desde arriba; pero descubrí que no me había equivocado. Un candelabro de latón sostenía los goteantes restos de una vela de cera que ninguna abeja habría reconocido. En la alcantarilla yacían juntos los cuerpos de un gatito y un pájaro pequeño.

Mientras los examinaba, el hombre que había estado muerto se plantó de un salto a mi lado, arreglándoselas para caer mejor que yo. Le hablé, pero no contestó; me alejé un poco por la calle. Me siguió dócilmente.

A esas alturas yo no tenía ganas de dormir, y una sensación que no estoy tentado de llamar irrealidad —el júbilo de saber que mi ser ya no residía en la marioneta de carne que la gente acostumbraba llamar Severian, sino en una remota estrella con suficiente energía para hacer florecer diez mil mundos— había lavado la fatiga que sintiera después de restaurar al hombre muerto. Recordé cuánto habíamos andado con Miles cuando ninguno de los dos habría debido dar un paso, y supe que ahora las cosas eran diferentes.

—Ven —dije—. Echaremos un vistazo a la ciudad, y no bien la primera cantina quite el cerrojo te convidaré a un trago.

No me respondió. Cuando lo conduje a un sitio donde brillaban las estrellas, puso la cara de alguien que se asombra en medio de sueños extraños.

Si describiera nuestros vagabundeos en detalle, lector, sin duda te aburrirías; pero para mí no fue aburrido. Caminamos por las cumbres de las colinas, hacia el norte, hasta topar con la muralla de la ciudad, una cosa destartalada cuya construcción parecía tanto producto del orgullo como del miedo. De vuelta caminamos por callejuelas acogedoras, tortuosas, bordeadas de casas a medias de madera, para llegar al río justo cuando a nuestras espaldas apuntaba sobre los techos la primera luz del nuevo día.

Mientras paseábamos admirando los veleros de muchos palos, nos paró un viejo, madrugador y (como tantos otros viejos) sin duda hombre de mal dormir.

—¡Caray, Zama! —exclamó—. Zama, muchacho, me dijeron que habías muerto.

Me reí, y al oír mi risa el hombre que había estado muerto sonrió.

El viejo cloqueó: —Vaya, en tu vida has tenido mejor aspecto.

Yo pregunté: —¿Cómo dijeron que murió?

—¡Ahogado! La barca de Pinian zozobró cerca de la isla de Baiulo. Eso oí al menos.

—¿Tiene mujer? —Viendo la curiosa mirada del viejo, añadí:— Es que lo conocí anoche, bebiendo, y me gustaría dejarlo en algún lugar. Me temo que se mandó a bodega un poco más de lo que le cabe.

—Familia no tiene. Le alquila una habitación a Pinian. La patrona de Pinian se lo cobra de la paga. —Me dijo cómo llegar y reconocer la casa, que parecía sórdida por demás.— Pero yo no iría tan temprano, con éste tan así de perdido. Seguro como un remo que Pinian le sacude el polvo. —Meneó la cabeza, maravillado.— ¡Caray, todo el mundo oyó que habían traído el cadáver de Zama después de sacarlo del agua!

Sin saber qué decir, comenté: —Uno nunca sabe a quién creerle. —Y después, conmovido por el deleite con que aquel viejo infeliz descubría aún vivo a un joven fuerte, le puse una mano en la cabeza y murmuré una serie de frases deseándole fortuna en esta vida y la próxima. Era una bendición que de vez en cuando había dado como Autarca.

No había pretendido hacer nada, y sin embargo el efecto fue extraordinario. Cuando retiré la mano pareció que los años lo hubieran estado cubriendo como polvo y que unas invisibles paredes se hubieran derrumbado para dejar paso al viento; los ojos se le pusieron como platos y cayó de rodillas.

Cuando ya estábamos a cierta distancia me volví a mirarlo. Seguía arrodillado, mirándonos fijamente, pero ya no era viejo. Tampoco joven: era simplemente un hombre en esencia, un hombre libre de la espiral del tiempo.

Aunque no habló, Zama me puso el brazo en los hombros. Yo hice lo mismo, y abrazados así subimos por la calle que la tarde anterior yo había tomado con Burgundofara, y la encontramos desayunando junto con Hadelin en la sala común de La Cazuela.

XXXII — Hacia el Alcyone

No esperaban a ninguno de los dos; la mesa no estaba puesta para más gente. Acerqué una silla para mí y luego (como se quedaba de pie, mirándome) otra para Zama.

—Pensamos que se había ido, sieur —dijo Hadelin. Tanto su cara como la de Burgundofara hablaban a las claras de dónde había pasado ella la noche.

—Me fui —dije yo, hablándole no a él sino a ella—. Pero veo que te las has arreglado para entrar en la habitación a buscar tu ropa.

—Creí que habías muerto —dijo Burgundofara. Como yo no contestaba, añadió—: La puerta estaba taponada con cosas y tuve que pasar por encima, pero los postigos estaban rotos.

—El caso, sieur, es que está de vuelta. —Hadelin trató de fingir alegría y no le salió bien.— ¿Todavía piensa bajar el río con nosotros?

—Quizás —dije—. Primero veré el barco. —Entonces vendrá, sieur, creo yo.

Apareció el posadero, con reverencias y sonrisas forzadas. Noté que metido en el cinturón, bajo el delantal, llevaba un cuchillo de carnicero.

—Para mí fruta —le pedí—. Anoche me dijo que tenía. Traiga también para este hombre; veremos si se la come. Y mate para los dos.

—De inmediato, sieur.

—Después de que coma podemos subir a mi habitación. Ha habido daños y tendremos qué decidir a cuánto ascienden.

—No hace falta, sieur. ¡Es una bagatela! ¿Acordamos quizá una oricleta como pago simbólico? —Intentó frotarse las manos como suele hacer esa gente, pero le temblaban tanto que el ademán pareció ridículo.

—Yo diría cinco, o diez. La puerta rota, la pared dañada y la cama partida… Subiremos los dos a estudiarlo.

También le temblaban los labios, y de repente perdí todo placer en aterrorizar a ese hombrecito que había acudido con una linterna y un palo porque atacaban a uno de sus huéspedes.

—No tendría que beber tanto —dije, y le toqué los dedos.

Sonriendo, él pió: —¡Gracias, sieur! ¡Sí, sieur, frutal —y se fue trotando.

Como yo esperaba a medias, era toda tropical: llantenes, naranjas, mangos y bananas llevados a lomo de mula hasta el curso superior del río y despachados al sur por barco. No había manzanas ni uvas. Pedí prestado el cuchillo que había apuñalado a Zama, pelé un mango y comimos en silencio. Al cabo de un rato también Zama se puso a comer, lo cual me pareció buena señal.

—¿Algo más, sieur? —preguntó el posadero, que estaba a mi lado—. Tenemos de sobra.

Sacudí la cabeza.

—Entonces quizá… —Señaló la escalera y yo me levanté, haciendo un gesto a los demás para que se quedaran donde estaban.

Burgundofara dijo: —Tendrías que haberlo seguido asustando. Te habría salido más económico. —El posadero le disparó una mirada de odio crudo.

Si la noche anterior, envuelta en la oscuridad y cansado como yo estaba, la posada me había parecido harto pequeña, ahora descubrí que era minúscula: cuatro habitaciones en nuestra planta y cuatro más, supongo, en la de arriba. La habitación misma, que había creído bastante amplia mientras echado en el colchón roto oía a Zama que se paseaba de un lado a otro, era apenas más grande que la cabina que había compartido con Burgundofara en la gabarra. En un rincón estaba el hacha de Zama, una vieja y gastada hacha de leñador.

—No lo he traído para obtener dinero de usted, sieur —me dijo el posadero—. Ni por eso ni por nada. Nunca.

Eché una mirada a la destrucción. —Pero lo tendrá.

—Pues entonces lo regalaré. En estos tiempos hay en Os mucha gente pobre.

—Me imagino. —En realidad yo ya no escuchaba. Estaba examinando los postigos; para eso había insistido en subir. Burgundofara había dicho que estaban rotos, y tenía razón. La madera de los tornillos que sujetaban el cerrojo se había partido. Recordé que yo había puesto el cerrojo y después lo había quitado y que me había bastado tocar los postigos para que se abrieran de par en par.

—Sería incorrecto aceptar algo después de lo que usted me ha beneficiado, sieur. Vaya, que La Cazuela se ha hecho famosa para siempre a todo lo largo del río. —Clavó los ojos en un lejano cielo de notoriedad para mí invisible.— No es que ya no seamos conocidos… Es la mejor posada de Os. Pero habrá quienes vengan sólo para ver esto. — Tuvo un arranque de inspiración:— ¡No la arreglaré! ¡No tocaré nada! ¡La dejaré así!

—Les cobrará entrada —le dije.

—Sí, sieur, lo ha captado. A los clientes no, por supuesto. ¡Pero a los demás claro que les cobraré!

Yo iba a ordenarle que no hiciera una cosa así, que reparase los daños; pero cuando ya tenía la boca abierta la volví a cerrar. ¿Era para arrebatarle a ese hombre la buena suerte —suponiendo que fuese buena— que yo había regresado a Urth? Ahora él me amaba como ama un padre al hijo que admira sin comprender. ¿Qué derecho tenía yo a lastimarlo?

—Anoche mis clientes estuvieron hablando. Supongo, sieur, que no sabe lo que pasó después de que usted nos devolvió al pobre Zama.

—Cuénteme —le dije.

Cuando bajamos de nuevo insistí en pagarle, aunque no quería aceptar dinero.

—Mi cena de anoche y la de la mujer. El alojamiento mío y de Zama. Dos oricletas por la puerta, dos por la pared, dos por la cama y dos por los postigos. Mi desayuno y el de Zama. Ponga la cama y el desayuno de la mujer a la cuenta del capitán Hadelin, y dígame cuánto es lo mío.

Obedeció, haciendo una lista completa en un trozo de papel marrón, con una pluma húmeda y muy mascada, y pasándome luego ordenadas pilas de plata, cobre y latón. Le pregunté si estaba seguro que me correspondía tanto.

Aquí el precio es el mismo para todos, sieur. No le cobramos a nadie por lo que tiene, sino por lo que toma… Aunque a usted preferiría no cobrarle nada.

La cuenta de Hadelin se resolvió con mucho menos cálculo y partimos los cuatro. De todas las posadas en donde he estado, creo que La Cazuela es la que más lamenté dejar, tan buenas eran la comida y la bebida, y la parroquia de honrados ribereños. A menudo he soñado con volver, y acaso alguna vez lo haga. Cuando Zama rompió la puerta, por cierto, acudieron en nuestra ayuda muchos más huéspedes que los que cabía esperar, y me gustaría pensar que uno o varios de ellos eran yo. De hecho, a veces me parece que aquella noche, a la luz de las velas, vislumbré mi propia cara.

Como fuese, cuando salimos a la calle recién amanecida no pensaba en esto. Ya había pasado el primer silencio del alba, y los carros traqueteaban rumbo al mercado; unas mujeres de pañuelo en la cabeza se paraban y nos miraban. Un aparato volador que parecía una gran langosta emitió un zumbido monótono; lo observé hasta que se perdió de vista, sintiendo el extraño viento espectral de los pentadáctilos que habían atacado a nuestra caballería en Orythia.

—Ya no se ven muchos, sieur —comentó Hadelin con una rudeza que yo no había aprendido aún a reconocer como deferencia—. Ahora la mayoría ha dejado de volar.

Confesé que nunca había visto uno parecido.

Doblamos en una esquina y al pie de la pendiente apareció una hermosa vista: el muelle de piedra oscura y los barcos y lanchas amarrados, y más allá el ancho Gyoll, las aguas rielando al sol y la otra orilla oculta por una bruma brillante.

—Estamos sin duda muy al sur de Thrax —le dije a Burgundofara, confundiéndola un momento con Gunnie, a quien le había contado algo de la ciudad.

Se volvió, sonriendo, e intentó tomarme del brazo. Hadelin dijo: —A una buena semana, salvo que haya viento a favor todo el viaje. Hay que tener mucho cuidado. Me sorprende que conozca un lugar tan rústico.

Cuando llegamos al muelle ya teníamos detrás una multitud, no demasiado cerca, pero murmurando y señalándonos a Zama y a mí. Burgundofara trató de ahuyentarlos, y como no pudo me pidió que lo hiciera yo.

—¿Por qué? —dije—. Vamos a zarpar en seguida.

Una anciana llamó a Zama de un grito y corrió a abrazarlo. Él sonrió, y era obvio que ella no tenía mala intención. Un momento después, cuando la anciana quiso saber si estaba bien, vi que él asentía y le pregunté si era su abuela.

Ella hizo una reverencia campesina.

—Oh, no, sieur. Pero en otros tiempos la conocí, y a todos sus hijos. Cuando oí que Zama había muerto sentí que también moría un pedazo de mí.

—Y así era —le dije.

Unos marineros vinieron a cargar nuestros Barcenos, y me di cuenta de que había estado tan absorto en Zama y la anciana que no había dedicado ni una mirada al velero de Hadelin. Era un jabeque y parecía fácil de manejar; con los barcos siempre he tenido suerte. Ya a bordo, Hadelin nos hacía señas.

La anciana se aferraba a Zama con las mejillas húmedas. Mientras yo miraba, él le secó una lágrima y dijo: —No llores, Mafalda.

Fue la única vez que habló.

Los autóctonos dicen que su ganado puede hablar, aunque esté callado; sabe que hablar es invocar a los demonios, ya que en la lengua del empíreo nuestras palabras son sólo maldiciones. Así, de hecho, parecía ocurrir con Zama. La multitud se abrió como se apartan las olas para las terribles fauces de un kronosaurio, y por entre ellas avanzó Ceryx.

Una cabeza humana podrida coronaba el báculo con regatón de hierro, y sobre el magro cuerpo llevaba una piel de hombre; pero cuando le vi los ojos me extrañó que se molestara con tanto aparato, como se extraña uno al ver una mujer hermosa cargada de cuentas de vidrio y vestida con seda falsa. No me había dado cuenta de que era un mago tan poderoso.

Impelido por la educación de mi infancia, tomé el cuchillo que Burgundofara me puso en la mano, y con la hoja de plano frente a la cara, lo saludé antes de que el Increado juzgara entre los dos.

Sin duda pensó que quería matarlo, como pedía Burgundofara. Apretando la mano izquierda contra la boca dijo unas palabras y se preparó a lanzar el hechizo envenenado.

Zama cambió. No despacio, como ocurren estas cosas en los cuentos: súbita, y por eso más espantosamente, volvió a ser el muerto que había irrumpido en la habitación. La multitud dejó escapar un grito como el chillido de un tropel de monos.

Ceryx habría huido, pero se cerraron ante él como un muro. Puede que alguien lo agarrara o lo obstruyese a propósito; no lo sé. Al instante Zama se le había echado encima, y oí que se le partía el cuello como se parte un hueso en las fauces de un perro.

Uno o dos alientos permanecieron juntos, el muerto sobre el muerto; luego Zama se levantó, vivo una vez más y ahora vivo del todo, o eso parecía. Observé que nos reconocía a la anciana y a mí y que separaba los labios. Media docena de filos lo traspasaron antes de que pudiera hablar.

Cuando llegué a él era menos un hombre que un pedazo de carne sanguinolenta. De la garganta le brotaban menguantes arroyos de sangre; sin duda el corazón latía aún, aunque le habían abierto el pecho con una hoz. Me agaché sobre él e intenté llamarlo a la vida una vez más. Desde el suelo, en la cabeza clavada en el bastón de Ceryx, los ojos se volvieron a mirarme en unas pútridas fosas; me alejé asqueado, perplejo —yo, un torturador— de haberme vuelto tan cruel. Alguien me tomó de la mano y me llevó hacia el barco. Mientras subíamos por la pasarela temblorosa descubrí que era Burgundofara.

Hadelin nos recibió entre marineros presurosos.

—Esta vez lo cazaron, sieur. Anoche todos teníamos miedo de dar el primer golpe. De día es muy diferente.

Sacudí la cabeza.

—Lo mataron porque ya no era peligroso, capitán. Burgundofara susurró: —Tendrías que acostarte. Te cuesta muchísima energía.

Hadelin señaló entonces una puerta bajo la cubierta superior.

—Si quiere bajar, sieur… Le enseñaré el camarote. No es grande, pero…

Volví a sacudir la cabeza. A cada lado de la puerta había un banco y pedí descansar allí. Burgundofara fue a mirar el camarote mientras yo intentaba borrarme de los ojos el rostro de Zama y miraba a los tripulantes que se preparaban a partir. Uno de esos curtidos hombres del río me pareció familiar; pero a mí, que no puedo olvidar nada, a veces me cuesta acorralar la presa en una memoria que crece y es cada vez más vasta.

XXXIII — A bordo del Alcyone

Era un jabeque, bajo en el agua y angosto en el combés. El palo de trinquete llevaba una inmensa vela latina, el mayor tres velas cuadradas que podían bajarse a la cubierta para arrizarlas y el de mesana una cangreja con una gavia cuadrada encima. La botavara de la cangreja se prolongaba en un mástil, de modo que en las ocasiones festivas (y al parecer Hadelin consideró que nuestra partida lo era) se podía colgar sobre el agua un estandarte muy ornamentado. En las puntas de los palos ondeaban banderas de dibujo parecido, que hasta donde yo sabía no representaban a nación alguna de Urth.

La verdad es que navegar tiene algo de irresistiblemente festivo, siempre y cuando se haga de día y con buen tiempo. A cada momento tenía la impresión de que íbamos a zarpar, y a cada momento el corazón se me aligeraba. Me parecía que era incorrecto estar contento, que habría debido sentirme infeliz y exhausto, como en realidad me había sentido al mirar el cuerpo del pobre Zama y luego durante un tiempo más. Sin embargo había podido seguir así. Me subí la capucha tal como una vez, sonriendo, me había subido la de la capa de torturador mientras marchaba al exilio bordeando la Vía de Agua, y aunque esta capa (que había tomado de mi camarote en la nave de Tzadkiel una mañana ahora tan remota como el primer amanecer de Urth) era fulígena por pura casualidad, sonreí una vez más al darme cuenta de que la Vía de Agua se extendía a lo largo de ese mismo río y de que el agua que batía nuestro casco pronto llenaría sus oscuros brocales.

Temiendo que Burgundofara volviera de pronto o algún marinero me viese la cara, subí los pocos escalones que llevaban al alcázar y descubrí que habíamos zarpado mientras yo estaba a solas con mis pensamientos. Os había quedado muy atrás, y se habría perdido de vista si la atmósfera no fuera clara como hialita. Bien conocía yo sus desgraciadas calles y su gente viciosa; pero en el chispeante aire matinal, la tambaleante muralla y las torres destartaladas me parecieron las de una ciudad tan encantada como la que había visto en el libro marrón de Thecla. Recordaba la historia, desde luego, como recuerdo todo; y empecé a contármela, apoyado en la baranda y susurrando las palabras mientras miraba desvanecerse la ciudad, acunado por el suelto balanceo de nuestro velero, que apenas se escoraba bajo la más leve de las brisas.

EL CUENTO DE LA CIUDAD QUE OLVIDÓ A FAUNA

Hace mucho tiempo, cuando el arado era reciente, nueve hombres remontaron un río en busca de un terreno donde establecer una ciudad nueva. Después de fatigarse muchos días remando entre meros yermos, llegaron a un lugar donde una anciana había construido una choza de madera y había plantado un jardín.

Allí vararon la barca, pues las provisiones que llevaban se habían acabado y hacía muchos días que sólo comían lo que pudieran pescar y bebían nada más que agua del río. La anciana, que se llamaba Fauna, les dio hidromiel y melones maduros, alubias blancas, negras y rojas, zanahorias y nabos, pe— pinos gruesos como un brazo, manzanas, cerezas y albaricoques.

Aquella noche durmieron junto al fuego de ella; y por la mañana, mientras recorrían la tierra comiendo fresas y uvas, vieron que allí había todo lo necesario para construir una gran ciudad: de las montañas podía transportarse piedra en balsas de troncos, abundaba el agua buena y la riqueza del suelo engendraba retoños verdes en todas las semillas.

Entonces deliberaron. Algunos dijeron que apremiaba matar a la anciana. Otros, más compasivos, que sólo debían dejarla de lado. Otros más propusieron engañarla de un modo u otro.

Pero el jefe era un hombre piadoso que dijo:

—Estad seguros de que, si cometemos alguna de esas maldades, el Increado no dejará que pase inadvertida; porque ella nos ha acogido y nos ha dado todo lo que posee salvo la tierra. Ofrezcámosle nuestro dinero. Quizá lo acepte, pues ignora el valor de lo que tiene.

Así que lustraron cada trozo de cobre o latón, los pusieron en una bolsa y se la ofrecieron a la anciana. Pero ella la rechazó, porque amaba su hogar.

—Atémosla y metámosla en uno de sus barriles —dijeron algunos—. Luego, para librarnos de ella, sólo tendremos que empujar el barril a la corriente; ¿y quién de nosotros tendrá sangre en las manos?

El jefe sacudió la cabeza.

—Seguro que su fantasma será la maldición de nuestra nueva ciudad —les dijo.

De modo que añadieron su plata al dinero de la bolsa y se la ofrecieron de nuevo; pero, como antes, la anciana la rechazó.

—Es vieja —dijo uno—, y según la naturaleza ha de morir pronto. Me quedaré aquí un tiempo mientras vosotros volvéis a vuestras casas. Cuando ella muera, iré yo también a llevaros la noticia.

El jefe meneó la cabeza, pues en los ojos del que había hablado veía asesinato; y al fin añadieron a la bolsa el oro que tenían (que no era mucho) y una vez más se la ofrecieron a la anciana. Pero ella, que amaba su hogar, la rechazó como antes.

Entonces el jefe le dijo: —Dinos qué aceptarás a cambio de este lugar. Porque te prevengo que lo conseguiremos como sea, y no puedo retener a los otros mucho más.

Y la anciana se concentró y pensó largo rato, y por fin dijo: —Cuando construyáis la ciudad, en el centro pondréis un jardín con árboles que den flores y frutos, y también con plantas modestas. Yen el centro de ese jardín alzaréis una estatua mía hecha de materiales preciosos.

Ellos accedieron de buena gana, y cuando regresaron al lugar con sus esposas e hijos no vieron a la anciana por ningún lado. La choza, el palomar y las conejeras las usaron como leña, y mientras construían la ciudad se deleitaron con los alimentos que ella había dejado. Pero en el centro de la ciudad, como habían jurado, hicieron un jardín; y aunque no era un jardín grande, juraron que lo agrandarían cada vez más. En medio del jardín alzaron una estatua de madera pintada.

Pasaron los años; la pintura se despegó, y en la madera se abrieron grietas. En los parterres crecían hierbajos, aunque siempre había algunas ancianas que los arrancaban para plantar caléndulas y malvalocas, y esparcían migas para las palomas que se posaban en los hombros de la figura de madera.

La ciudad se dio un nombre majestuoso y desarrolló murallas y torres, aunque las murallas eran pequeñas para impedir que entraran los mendigos y en los puestos de guardia de las torres anidaban las lechuzas. Ni viajeros ni campesinos usaban el nombre majestuoso: los primeros la llamaban Pestis y las Otros Urbis. Pero muchos mercaderes y muchos forasteros se asentaron en ella, y la ciudad creció hasta alcanzar los talones de las montañas, y los campesinos vendieron sus tierras y prados y se hicieron ricos.

Al fin cierto mercader compró el enmarañado jardincito del centro del Barrio Antiguo y sobre los parterres construyó galerías y tiendas. Como la leña era cara, quemó los viejos, nudosos manzanos y moreras; y al fin quemó la figura de la mujer y de la madera salieron hormigas que estallaron entre los tizones.

Cuando la cosecha era escasa, los padres de la ciudad tomaban el maíz que había y lo distribuían al precio del año anterior; pero un año no hubo cosecha. Los mercaderes pidieron saber con qué derecho los padres de la ciudad hacían eso, pues ellos deseaban vender el poco maíz que hubiese al precio del mercado.

Impulsados por los mercaderes, los muchos pobres de la ciudad también protestaron, reclamando pan a costo público. Entonces los padres de la ciudad recordaron que sus padres les habían enseñado el nombre con el que gobernaban la ciudad, pero ninguno consiguió pronunciarlo. Hubo lucha y muchos incendios —pero nada de pan—, y antes de que el último incendio se apagara muchos habían dejado la ciudad para buscar bayas y cazar conejos.

Hoy la ciudad está en ruinas, y sus torres desmoronadas; pero se dice que queda una anciana que en el centro, entre los destartalados muros, ha hecho un jardín.

Cuando murmuré las palabras que acabo de escribir, Os había casi desaparecido; pero yo permanecí donde estaba, apoyado en la baranda del pequeño alcázar, cerca del codaste, mirando el río que brillaba atrás, al noreste.

Esa parte del Gyoll, debajo de Thrase pero sobre Nessus, es muy diferente de la que está debajo de Nessus. Aunque ya trae desde las montañas una carga de limo, es demasiado fluido como para atascar el cauce; y por esto, y porque está confinado entre montañas rocosas, durante unas doscientas leguas corre derecho como una pértiga.

Las velas nos habían llevado al centro de la corriente, donde un velero podía recorrer tres leguas en una guardia; bien ceñidas, apenas dejaban lugar suficiente para que el timón mordiera el agua turbulenta. El mundo superior estaba hermoso, alegre y pleno de sol, aunque muy al este había una mancha negra no más grande que mi pulgar. De tanto en tanto la brisa que colmaba las velas se apagaba, y las extrañas, tiesas banderas dejaban de sacudirse y caían inertes en los mástiles.

Yo tenía conciencia de que cerca de mí había dos marineros acuclillados, pero suponía que estaban de guardia, dispuestos a orientar la mesana (el palo de mesana pasaba por la cubierta superior) si era preciso. Cuando por fin me volví con la intención de ir a proa, me estaban mirando; los reconocí a los dos.

—Lo hemos desobedecido, sieur —balbuceó Declan—. Pero fue porque nos dio la vida y lo amamos. Discúlpenos, se lo ruego. —No era capaz de mirarme a los ojos.

Herena asintió. —Mi brazo se desesperaba por seguirlo, sieur. Cocinará, lavará y barrerá para usted… Hará lo que usted le ordene. —Como yo no decía nada, agregó:— Son mis pies, que se rebelan. Cuando usted se va no quieren estarse quietos.

Declan dijo: —Hemos oído lo que le profetizó a Os. Yo no sé escribir, sieur, pero me acuerdo de todo y encontraré a alguien que sepa. La maldición que echó usted sobre esa ciudad maligna no será olvidada.

Me senté en la cubierta frente a ellos.

—No siempre es bueno dejar la tierra natal.

Herena extendió la mano ahuecada —la mano que yo le había moldeado— y la volvió hacia abajo.

—¿Cómo va a ser bueno encontrar al señor Urth y luego perderlo? Además, si me hubiese quedado con Madre no habría podido escapar. Pero aunque me pidiera en matrimonio un optimate, yo lo seguiría a usted adonde fuera.

—¿Me siguió también tu padre? ¿O algún otro? No os quedaréis conmigo si no decís la verdad.

—Yo no le mentiría nunca, sieur. No, nadie más. Me habría dado cuenta.

—¿Realmente me seguiste, Herena? ¿O corristeis los dos delante de mí, como tú cuando nos viste bajar de la nave voladora?

Declan dijo: —Ella no quería mentir, sieur. Es una buena chica. Era una forma de hablar, nada más.

—Ya lo sé. ¿Pero os adelantasteis?

Declan asintió. —Sí, sieur. Ella me dijo que el día anterior usted y la mujer habían hablado de ir a Os. Así que cuando ayer no nos dejó acompañarlo… —Hizo una pausa, frotándose la barbilla grisácea mientras rumiaba la decisión que lo había llevado a dejar la aldea.

—Nosotros fuimos primero, sieur —concluyó Herena simplemente—. Dijo que nadie iría con usted salvo la mujer y que nadie podía seguirlo. Pero no dijo que no podíamos ir a Os de ninguna manera. Nos marchamos mientras Anian y Ceallach le hacían el bastón.

—O sea que llegasteis antes que nosotros. Y hablasteis con la gente, ¿no? Le contasteis lo que había pasado en vuestras aldeas.

—No teníamos mala intención, sieur —dijo Herena.

Declan asintió. —Debería decir que no la tenía yo. En realidad no fue ella quien habló, al menos mientras no le preguntaron. Fui yo, que siempre he sido tan lento de palabra. Sólo que cuando hablo de usted, no lo soy, sieur. —Tragó aire, y enseguida continuó:— A mí me han pegado, sieur. Dos veces los recaudadores de impuestos, una la ley. La segunda vez fui el único hombre de Gurgustii que luchó, y me dieron por muerto. Pero si usted quiere castigarme, no tiene más que decirlo. Si usted lo ordenara me tiraría al agua ahora mismo, aunque no sé nadar.

Meneé la cabeza.

—No tuviste mala intención, Declan. Gracias a ti Ceryx supo de mí y el pobre Zama tuvo que morir por segunda vez, y por tercera. Pero ignoro si fue todo para bien o para mal. No sabremos si algo ha sido bueno o malo hasta que no lleguemos al final del tiempo. De los que actúan sólo podemos juzgar las intenciones. ¿Cómo supisteis que íbamos a tomar este barco?

Se estaba levantando viento; Herena se envolvió mejor en su estola.

—Nos habíamos ido a dormir, sieur…

—¿En una posada?

Declan carraspeó. —No, sieur, en un tonel. Pensamos que si llovía no íbamos a mojarnos. Y además yo podía dormir a la entrada y ella en el fondo, para que nadie la agarrara sin pasar por encima de mí. Había gente que no quería, pero cuando les expliqué nos dejaron.

—Derribó a dos a puñetazos, sieur —dijo Herena—, pero creo que no les hizo daño. Se levantaron de nuevo y huyeron.

—Luego, sieur, hacía un rato que dormíamos cuando vino a despertarme un muchacho. Era mozo en la posada donde estaba usted, sieur, y quería contarme que le había servido la bebida y que usted había resucitado a un muerto. Entonces ella y yo fuimos a ver. En la taberna había un montón de gente, todos hablando de lo que había pasado, y algunos nos conocían porque ya les habíamos contado de usted. Como el mocito, sieur. Nos convidaron cerveza porque no teníamos dinero, sieur, y nos dieron huevos duros y sal, que para los que beben allí es gratis. Y ella oyó a un hombre decir que usted y la mujer zarpaban mañana en el Alcyone.

Herena asintió. —Así que esta mañana vinimos. El tonel no estaba lejos del muelle, sieur, y no bien hubo luz yo desperté a Declan. Aunque el capitán todavía no estaba, había un hombre a cargo, sieur, y cuando dijimos que si nos tomaban trabajaríamos, el hombre dijo de acuerdo, y ayudamos a subir cosas. Lo vimos venir, sieur, y lo que pasó en la orilla, y desde entonces tratamos de estar siempre cerca de usted.

Yo asentí, aunque miraba hacia la proa. Hadelin y Burgundofara habían subido y estaban en el castillo. A ella el viento le apretaba al cuerpo la raída ropa de marinera, y recordando el cuerpo pesado y musculoso de Gunnie me asombró que fuera tan delgada.

—Esa mujer… —susurró Declan con voz ronca—. Justo aquí abajo, sieur… Y el capitán…

—Ya sé —le dije—. Anoche en la posada también se acostaron juntos. No tengo nada que reclamarle. Es libre de hacer lo que quiera.

Burgundofara se volvió un momento, alzando la mirada a las velas (que ahora estaban plenas, como preñadas), y se rió de algo que le había dicho Hadelin.

XXXIV — Saltus otra vez

Antes del mediodía nos deslizábamos a la velocidad de un yate. El viento cantaba en los obenques y las primeras gotas de lluvia salpicaron el barco como pintura arrojada al velamen. Desde mi posición en el alcázar observé cómo arriaban la cofa de mesana y el juanete mayor y arrizaban una y otra vez el resto del aparejo. Cuando Hadelin se me acercó, excesivamente educado para sugerirme que fuera abajo, le pregunté si no sería razonable amarrar.

—No puedo, sieur. De aquí a Saltus no hay ningún puerto, sieur. Si fondeara en la orilla el viento nos haría encallar, sieur. Se avecina una borrasca, sieur, eso está claro. De peores hemos salido, sieur. —Se precipitó a dirigir a la cuadrilla de mesana y gritarle obscenidades al timonel.

Yo fui hacia proa. Había una posibilidad de que pronto me ahogara, y lo sabía, pero estaba disfrutando del viento y descubrí que no me importaba mucho. Estuviera o no a punto de morir, había conocido a la vez el éxito y el fracaso. Había traído un sol nuevo que difícilmente podría cruzar el abismo del espacio durante mi vida, ni durante la de ningún niño nacido en mi tiempo. Si llegábamos a Nessus reclamaría el Trono del Fénix, escrutaría los actos del suzerano que había reemplazado al padre Inire (pues estaba seguro de que el «monarca» mencionado por los aldeanos no podía ser Inire) y lo premiaría o castigaría según lo mereciera. Después viviría el resto de mi vida entre la estéril pompa de la Casa Absoluta y los horrores de los campos de batalla; y si alguna vez escribía una crónica de esas cosas, como había escrito la de mi ascenso, con cuya anulación comenzó este relato, poco de interés habría en ella una vez descrito el término de este viaje.

Mi capa restallaba como una bandera al viento y la vela latina se sacudía como las alas de un ave monstruosa. Habían recogido el trinquete, y con cada racha el Alcyone respingaba hacia la rocosa costa del Gyoll como un caballo asustado. El piloto tenía una mano en el estay de mesana, miraba la vela y maldecía con la monotonía de un organillo. Al verme se interrumpió abruptamente y preguntó:

—¿Puedo hablar con usted, sieur?

Tenía un aspecto absurdo quitándose la gorra con ese viento; yo sonreí al tiempo que asentía.

—Supongo que si aferra más el trinquete le costará más timonear…

Justo en ese momento cayó sobre nosotros toda la furia de la tormenta. Aunque la mayor parte del aparejo estaba arriado o recogido, el Alcyone se volcó de costado. Cuando volvió a enderezarse (y para gloria de sus constructores lo hizo muy por su cuenta), el agua alrededor hervía de granizo y el tamborileo de las piedras en la cubierta era ensordecedor. El piloto corrió a la torre de cubierta. Yo lo seguí y me asombré de verlo caer de rodillas no bien ganó abrigo.

—¡Sieur, no lo deje hundirse! No lo quiero para mí, sieur. Tengo mujer… dos hijitos… hace apenas un año que me casé, sieur. Nosotros…

Le pregunté: —¿Por qué piensa que yo puedo salvar el barco?

—Es por el capitán, ¿no, sieur? Ya me ocuparé yo de él en cuanto anochezca. — Tanteó el mango de la larga daga.— Tengo un par de marineros que me apoyarían, sieur. Lo haré, sieur, se lo juro.

—Eso se llama motín —le dije—. Y usted está disparatando. —El barco volvió a inclinarse, tanto que la verga mayor quedó bajo el agua.— Soy tan capaz de desatar tormentas como…

Ya no hablaba con nadie. El agua había barrido la cubierta y el hombre había desaparecido entre el granizo y el diluvio. Me senté una vez más en el angosto banco desde donde había observado las operaciones de carga. O, mejor dicho, me precipité por el vacío como aquella vez en Yesod, cuando saltamos con Burgundofara a la nada negra de la extraña cúpula; y, al mismo tiempo, hice que la figura que yo movía con cuerdas capaces de estrangular a media Briah, se sentara en el banco.

Doce alientos después, o cien, el piloto regresó con Herena y Declan. De nuevo se arrodilló, mientras ellos se acuclillaban a mis pies.

—Pare la tormenta, sieur —suplicó Herena—. Una vez ya nos ayudó. Usted no morirá, pero nosotros sí… Declan y yo. Sé que lo hemos ofendido, pero fue con buena intención y le rogamos que nos perdone.

Mudo, Declan asentía.

—Es común que haya tormentas en otoño —les dije a todos—. Como otras, ésta también pasará.

Declan abrió la boca: —Sieur…

—¿Qué ocurre? —le pregunté—. No hay razón para que no hables.

—Lo vimos. Ella y yo. Cuando empezó la lluvia estábamos allá arriba, donde usted nos dejó. El piloto echó a correr. Usted iba de un lado a otro. Iba andando y el granizo no lo tocaba. Mire mi ropa, sieur, o la de ella.

—¿Qué quieres decir, Declan?

El piloto balbuceó: —Están calados, sieur. Yo también. Pero tóquese la capa, sieur, tóquese las mejillas.

Lo hice, y estaban secas.

Cuando se enfrenta con lo increíble, la mente vuela al lugar común; la única explicación que se me ocurre es que la tela era impermeable, y que la cara me la había protegido la capucha. Me la bajé y salí al combés.

Con la cara vuelta al viento, vi caer el torrente de lluvia hacia mis ojos y oí junto a mis orejas el siseo del granizo; pero las piedras no me golpearon, y la cara y la capa siguieron secas. Era como si las palabras —las palabras que yo siempre había creído necias— se hubiesen hecho verdad y todo lo que oía y veía fuese mera ilusión.

Casi contra mi voluntad le hablé en susurros a la tormenta. Había pensado hablar como los hombres hablan con los hombres, pero descubrí que mis labios producían sonidos de viento leve, de trueno distante entre colinas y de suaves timbales de lluvia en Yesod.

Pasó un momento, después otro. El trueno se alejó bramando y el viento amainó. Con un gorgoteo cayeron al río unas piedras más, como guijarros tirados por un niño. Comprendí que con esas pocas palabras había vuelto a llamar la tormenta a mí, y la sensación era indescriptible. En cierto modo antes había exhalado mis sentimientos, que se habían convertido en un monstruo tan salvaje como era yo en aquel momento, un monstruo con la fuerza de diez mil gigantes. Ahora volvían ser sentimientos, nada más, y yo estaba furioso de nuevo, y no menos furioso por no saber ya por dónde pasaba la línea entre el extraño, sórdido mundo de Urth y yo. ¿Era el aire mi aliento? ¿O mi aliento era el aire? ¿Era el rumor de mi sangre o la canción del Gyoll lo que me sonaba en los oídos? Habría maldecido, pero temía el poder de mi maldición.

—Gracias, sieur. ¡Gracias!

Era el piloto, de nuevo arrodillado y dispuesto a besarme la bota si se lo permitía. Lo hice levantar se, en cambio, y le dije que nadie iba a asesinar al capitán Hadelin. Al final tuve que hacérselo jurar, porque me daba cuenta de que —como Declan o Herena— habría actuado de buena fe por lo que consideraba mi causa, desobedeciendo directamente mis órdenes. Me gustara o no yo me había convertido en un milagrero, y a los milagreros no se los obedece como a los Autarcas.

Del resto de aquel día, mientras duró la luz, hay poco que decir. Pensé mucho, pero no hice más que pasearme una o dos veces entre el alcázar y el castillo de proa y mirar cómo se deslizaban las orillas. Herena y Declan, y de hecho toda la tripulación, me dejaron rigurosamente solo; pero cuando Urth ya parecía tocar el sol enrojecido, llamé a Declan y señalé la orilla este, ahora brillantemente iluminada.

—¿Ves esos árboles? —pregunté—. Algunos están en línea como soldados, otros en montones y otros en triángulos entrelazados. ¿Yesos huertos?

Meneó tristemente la cabeza. —Yo tenía mis árboles, sieur. Este año no dieron nada; apenas manzanas verdes para cocer.

—¿Pero ves esos huertos?

Asintió.

—¿Y los de la orilla oeste? ¿También son huertos?

—Son riberas demasiado húmedas para cultivar, sieur. Uno las trabaja y la lluvia se lleva todo. Pero los frutales se dan muy bien.

Casi entre dientes dije: —Una vez paré en una villa llamada Saltus. Había pocos cultivos y poco ganado, pero hasta mucho más al norte no vi demasiados frutales.

La voz de Hadelin me sorprendió. —Raro que lo mencione, sieur. Dentro de media guardia atracaremos en Saltus.

Parecía un niño que sabe que van a pegarle. Despedí a Declan y le dije al capitán que no temiese, que ciertamente me había enfadado con él y Burgundofara, pero ya se me había pasado.

—Gracias, sieur. Gracias. —Por un momento dio vuelta la cara; luego me miró de nuevo, directamente a los ojos, y dijo algo que exigía más valor moral que cualquier cosa que yo haya oído:— Quizá haya pensado que nos reíamos de usted, sieur. No es así. En La Cazuela creímos que lo habían matado. Después abajo, en su camarote, no lo pudimos evitar. Caímos juntos. Ella me miró y yo a ella. Cuando nos dimos cuenta había pasado. Pensamos que íbamos a morir, después, y supongo que anduvimos cerca.

Le dije: —Ya no tiene de qué preocuparse.

—Más vale entonces que yo baje a decírselo.

Fui a proa, pero no tardé en descubrir que, con lo que habíamos virado, la vista era mucho mejor desde la altura del alcázar. Estaba allí estudiando la orilla noroeste, cuando Hadelin volvió, esta vez con Burgundofara. Al verme, ella se desprendió del capitán y fue al otro lado de la cubierta.

—Si busca el lugar donde vamos a atracar, sieur, empieza a distinguirse ahora. ¿Lo ve? Fíjese en el humo, sieur, no en las casas.

—Ahora lo veo.

—En Saltus nos estarán preparando la cena, sieur. Allí hay una buena posada.

—Lo sé —respondí, pensando cómo habíamos llegado con Jonas a través del bosque, después de que los ulanos dispersaran nuestro grupo en la Puerta de la Piedad, de encontrar el vino en la jarra y de tantas otras cosas. La villa misma era más grande de lo que recordaba. Había pensado que la mayoría de las casas eran de piedra; éstas eran de madera.

Busqué el poste al que había estado encadenada Morwenna la primera vez que yo le había hablado. Mientras la tripulación arriaba las velas y nos deslizábamos en la pequeña bahía, descubrí el parche de tierra yerma pero ni poste ni cadena alguna.

Hurgué en mi memoria, que es perfecta salvo quizá algunos lapsos y distorsiones leves. Recordé el poste y el leve retintín de la cadena cuando Morwenna había levantado las manos suplicando, cómo zumbaban y picaban los jejenes, y la casa de Barnoch, toda de piedra de cantera.

—Ha pasado mucho tiempo —le dije a Hadelin.

Los marineros soltaron las drizas, las velas cayeron a cubierta una tras otra y el Alcyone se deslizó hacia el amarradero; tripulantes con bicheros esperaban en el emparrillado que se extendía entre la cubierta superior y el castillo de proa, listos a protegernos del muelle o acercarnos a él.

Apenas hicieron falta. Media docena de vagabundos corrieron a agarrar los cabos y anudarlos, y el timonel nos acercó de lado con tal suavidad que las defensas de cuerda vieja que colgaban de la aleta del Alcyone besaron meramente las tablas.

—No sabe qué tormenta hubo hoy, capitán —saludó uno de los vagabundos—. Acaba de aclarar hace un rato. Acá el agua llegó hasta la calle. Suerte que no se la encontraron.

—Nos la encontramos —dijo Hadelin.

Yo bajé a tierra medio convencido de que había dos villas con el mismo nombre: Saltus y Nueva Saltus, o algo por el estilo.

La posada no era como la recordaba; pero tampoco muy diferente. El patio y el pozo se parecían mucho; también los amplios portones por donde entraban jinetes y coches. Me senté en el comedor y ordené la cena a un posadero que no reconocí, preguntándome todo el tiempo si Burgundofara y Hadelin se sentarían conmigo.

Ninguno de los dos lo hizo; pero al cabo de un rato vinieron Herena y Declan, trayendo con ellos al membrudo marinero que había manejado el bichero de popa y a una mujer grasienta, de cara angosta, que me presentaron como la cocinera del barco. Los invité a sentarse, lo cual hicieron con gran reticencia y dejando muy claro que no permitirían que les pagara vino ni comida. Yo le pregunté al marinero (quien, di por sentado, tenía que haber parado allí muchas veces) si no había minas en la región. Me dijo que cosa de un año atrás habían llevado una máquina a una colina, por aviso secreto de un jatif a los prominentes de la ciudad, y que se habían sacado a la superficie algunos objetos interesantes y valiosos.

De la calle nos llegó un retumbo de botas, detenido por una orden cortante. Me acordé del kelau que había entrado cantando desde el río en aquella Saltus a la que yo llegara como aspirante exiliado, y me disponía a mencionarlo con la esperanza de llevar la conversación a la guerra con Ascia, cuando de golpe se abrió la puerta y entró un oficial de uniforme ostentoso seguido de una cuadrilla de fusileros.

La sala había sido un bullicio; se hizo un silencio mortal.

El oficial le gritó al posadero:

—¡Muéstreme al hombre que llaman Conciliador! Burgundofara, que estaba en otra mesa con Hadelin, se puso de pie y me señaló.

XXXV — Nessus otra vez

Cuando vivía entre los torturadores vi a muchos clientes golpeados. No por nosotros, que sólo infligíamos los castigos ordenados en decretos, sino por los soldados que nos los traían y se los llevaban. Los más expertos se protegían la cabeza y la cara con los brazos, y el estómago con la barbilla; esto deja expuesta la columna, pero para proteger la columna hay poco que pueda hacerse de todos modos.

Fuera de la posada al principio intenté luchar, y parece probable que los peores golpes los recibiera después de perder la conciencia. (O, mejor dicho, de que la perdiera la marioneta que yo manipulaba desde lejos.) Cuando me recobré, aún seguían lloviendo golpes, y traté de hacer lo que hacían los desdichados clientes.

Los fusileros usaban las botas, y algo mucho más peligroso: las cantoneras de hierro de las culatas de los fusiles. Los relámpagos de dolor me parecían lejanos; sobre todo tenía conciencia de los golpes, cada uno súbito, compulsivo y artificial.

Al fin se terminó y el oficial me ordenó que me levantara; me tambaleé y caí, me patearon, volví a intentarlo y caí de nuevo; me metieron el cuello en un nudo de cuero crudo y con eso me alzaron. Me estrangulaba, pero también me ayudaba a mantener el equilibrio. Tenía la boca llena de sangre; escupí una y otra vez, preguntándome si no me habría perforado los pulmones con una costilla.

Había cuatro fusileros en el suelo, y recordé que a uno le había arrancado el arma pero no había podido soltar la traba que me hubiera permitido hacer fuego: sobre pequeñeces así gira nuestra vida. Algunos camaradas los examinaron y descubrieron que tres de los cuatro estaban muertos.

—¡Los mataste! —me gritó el oficial.

Le escupí sangre a la cara.

No fue un acto racional, y esperé una nueva tanda de golpes. Tal vez la hubiera recibido, pero alrededor había cien o más personas mirando a la luz que fluía de las ventanas de la posada. Murmuraban, intranquilas, y con la impresión de que algunos soldados sentían lo mismo que ellos me acordé de los guardias de la obra del doctor Talos, que buscaban proteger a Meschiane, que era Dorcas y la madre de todos nosotros.

Se improvisó una litera para el fusilero herido y apremiaron a dos hombres a que la llevasen. Para los muertos bastó un carro lleno de paja. A la cabeza, el oficial, los fusileros restantes y yo partimos hacia el muelle, que estaba a unos centenares de pasos.

Una vez caí y dos hombres de la multitud se lanzaron a ayudarme. Antes de estar de nuevo en pie supuse que eran Declan y el marinero, o acaso Declan y Hadelin; pero al jadear las gracias descubrí que eran extraños. Al parecer el incidente enfureció al oficial, que cuando caí de nuevo les disparó a los pies para alejarlos y me estuvo pateando hasta que volví a levantarme ayudado por la cuerda y el fusilero que la tenía.

El Alcyone estaba en el muelle, tal como lo habíamos dejado; pero al lado había una embarcación de un tipo que yo no había visto nunca, con un palo que parecía demasiado ligero para llevar una vela, y en la cubierta un cañón giratorio mucho más pequeño que el del Samru.

La vista del cañón y los marineros que lo manejaban renovó el ánimo del oficial. Me hizo parar, dar la cara a la multitud y señalar a mis seguidores. Le dije que no tenía seguidores y no conocía a ninguna de esas gentes. Entonces me golpeó con la pistola. Cuando me levanté una vez más vi a Burgundofara lo suficientemente cerca como para tocarme. El oficial repitió la orden y ella desapareció en la oscuridad. Quizá cuando volví a negarme me haya golpeado otra vez, pero no lo recuerdo; yo flotaba sobre el horizonte, dirigiendo futílmente mi vitalidad a la rota figura tendida tan lejos. El vacío la neutralizaba, y entonces decide encauzar la energía de Urth. Los huesos del cuerpo se soldaron y cicatrizaron las heridas; pero noté, consternado, que la mejilla desgarrada por la mira de la pistola era la misma que había abierto la garra de hierro de Agia. Era como si la vieja lesión se hubiera reafirmado, aunque un poco atenuada.

Aún era de noche. Me sostenía una madera lisa, pero daba saltos y tumbos como si estuviera atada al lomo del destriero menos grácil que se haya visto galopar. Me senté y descubrí que estaba en un barco, y que había yacido en un charco de sangre y de vómito; tenía el tobillo encadenado a una grapa. Cerca había un fusilero que apoyado en un puntal mantenía trabajosamente el equilibrio en esa cubierta salvaje. Le pedí agua. Como había aprendido en la marcha por la jungla junto con Vodalus, no hace ningún mal pedir favores cuando uno está prisionero: a menudo no nos complacen, pero en ese caso nada se pierde.

El principio se confirmó cuando (para mi sorpresa) el guardia salió bamboleándose hacia popa y regresó con un cubo de agua del río. Me levanté, me limpié lo más escrupulosamente posible el cuerpo y la ropa y empecé a interesarme por mis alrededores, que de hecho eran harto novedosos.

La tormenta había despejado el cielo, y las estrellas brillaban en el Gyoll como si el Sol Nuevo se hubiera encendido en el empíreo y fuese ahora una antorcha que dejaba un reguero de chispas. Por detrás de las torres y cúpulas recortadas en la orilla oeste espiaba la verde Luna.

Sin velas ni remos, avanzábamos rebotando como una piedra lanzada al agua. Falucas y carabelas con todo el velamen desplegado parecían ancladas en medio del canal; pasábamos entre ellas como una golondrina entre megalitos. A popa se alzaban dos plumas de rocío centelleante, altas como el mástil desnudo, muros de plata levantados y demolidos en un momento.

No lejos oí unos sonidos guturales, apagados, que casi habrían podido ser palabras. Era como si una bestia sufriente intentase hablar, y luego susurrar. En la cubierta había otro hombre tendido, cerca de donde estuviera yo, y un tercero agachado junto a él. La cadena me impedía alcanzarlos; me arrodillé para añadir el largo de mi pantorrilla, y así me acerqué lo suficiente y llegué a verlos todo lo que era posible en aquella oscuridad.

Los dos eran fusileros. El primero yacía de espaldas, inmóvil pero retorcido de sufrimiento, la expresión una mueca horrible. Cuando notó mi presencia intentó de nuevo hablar, y el otro murmuró:

—Tranquilo, Eskil. Ya no importa.

—Tu amigo tiene el cuello roto —le dije. —Nadie puede saberlo mejor que usted, señor. —Entonces se lo rompí yo. Eso pensaba.

Eskil dejó escapar un ruido estrangulado, y su camarada se inclinó a escuchar.

—Quiere que lo mate —me dijo cuando volvió a enderezarse—. Hace una guardia que me lo está pidiendo… Desde que zarpamos.

—¿Piensas hacerlo?

—No lo sé. —Tenía el fusil cruzado en el pecho; mientras hablaba lo dejó en la cubierta, reteniéndolo con una mano. Vi que la luz destellaba en el cañón aceitado.

—Hagas lo que hagas morirá pronto. Te sentirás mejor después, si dejas que muera naturalmente.

Habría seguido hablando, quizá, pero Eskil movía la mano izquierda y me callé para observarla. Como una araña tullida se arrastró hacía el fusil y al fin se cerró y lo acercó a él. Al otro fusilero no le hubiese costado nada quitárselo; pero no lo hizo, y parecía tan fascinado como yo.

Lentamente, con un sinfín de dolor y trabajo, Eskil levantó el fusil y lo fue girando hasta apuntarme con el cañón. A la tenue luz de las estrellas yo le miraba los dedos rígidos, que tanteaban y tanteaban.

Tal como el victimario, la víctima. Un rato antes yo habría podido salvarme con solo descubrir la traba que permitía que el fusil disparase. Él, que tan bien sabía dónde estaba y cómo funcionaba, me habría matado si sus dedos entumecidos hubiesen podido soltarla. Impotentes los dos, nos mirábamos fijamente.

Al cabo su fuerza ya no pudo soportar el peso del arma, que cayó a la cubierta, con un tableteo. Sentí que el corazón me estallaba de piedad. En ese momento yo mismo hubiera apretado el gatillo. Se me movieron los labios, pero apenas me enteré de lo que estaba diciendo.

Eskil se sentó sin quitarme los ojos de encima.

En el mismo momento el barco empezó a detenerse. La cubierta bajó hasta quedar casi horizontal y las plumas de agua de la popa se desvanecieron como una ola que rompe en la playa. Me levanté a ver dónde estábamos; Eskil también se levantó, y en seguida se nos unió el amigo que lo había cuidado y me vigilaba a mí.

A la izquierda se alzaba el terraplén del Gyoll, cortando el cielo nocturno como la hoja de una espada. Nos deslizábamos a lo largo del terraplén casi en silencio; el bramido de los motores que nos habían propulsado tan velozmente era ahora un ruido apagado. Había una escalera que bajaba hasta el agua, pero ninguna mano amiga que nos amarrase. De la proa saltó un marinero, y otro le arrojó el cabo. Un momento después una pasarela unió la escalera con el barco.

En la popa apareció el oficial flanqueado de fusileros con antorchas. Se detuvo a mirar a Eskil; luego llamó a los tres soldados. Tuvieron un largo conciliábulo en voz demasiado baja para que yo pudiera oírlos.

Por último el oficial y mi guardia se me acercaron, seguidos por los hombres de las antorchas. Después de uno o dos alientos el oficial dijo: —Quítenle la camisa.

Eskil y su amigo vinieron a pararse a nuestro lado.

—Ha de quitarse la camisa, sieur —dijo Eskil—. Si no tendremos que arrancársela.

Para probarlo pregunté: —¿Y tú lo harías?

Se encogió de hombros, y yo desabroché la fina capa que había tomado de la nave de Tzadkiel y la dejé caer en la cubierta; luego, pasándomela por encima de la cabeza, me quité la camisa y la tiré sobre la capa.

El oficial se acercó más e hizo que me volviese para examinarme las costillas de los dos lados.

—Tendrías que estar muerto —balbuceó. Y enseguida—: Es verdad lo que dicen de ti.

—Como no sé qué se ha dicho, no puedo confirmarlo ni negarlo.

—No te estoy pidiendo que lo hagas. Vuelve a vestirte. Te lo aconsejo.

Busqué mi ropa pero había desaparecido.

El oficial suspiró.

—Alguien te las ha birlado… Un marinero, supongo. —Miró al amigo de Eskil.— Tú lo habrás visto, Tanco.

—Le estaba mirando la cara, sieur, no la ropa. Pero trataré de encontrarla.

El oficial asintió.

—Que Eskil te acompañe.

—Uno de los hombres le pasó a otro la antorcha y se agachó a soltarme la pierna.

—No las encontrarán —me dijo el oficial—. En estos barcos hay mil escondites y las tripulación los conoce todos.

Le dije que no tenía frío.

El oficial se quitó la capa del uniforme. —El que las robó, me imagino, va a cortarlas y vender los trozos. Tendría que sacar algo. Ponte esto… En el camarote yo tengo otra.

Me disgustaba aceptar su capa, pero rehusarla hubiese sido una estupidez.

—Tendré que sujetarte las manos. Es la norma. —A la luz de las antorchas las esposas brillaban como plata; sin embargo mordían las muñecas como todas las demás.

Bajamos los cuatro por la pasarela a unos escalones que parecían casi nuevos; subimos y en una sola fila tomamos por una calle angosta bordeada de jardincitos y casas desparejas, la mayoría de una sola planta: primero uno con una antorcha, yo siguiéndolo, detrás de mí el oficial con la pistola desenfundada colgando a un lado, y a retaguardia otro portador de antorcha. Un peón que volvía a su casa se paró a mirarnos; aparte de él no había nadie.

Por encima del hombro le pregunté al oficial adónde me llevaba.

—Al puerto viejo. Han arreglado un casco para meter prisioneros.

—¿Y después?

No lo veía, pero me imaginé cómo se encogía de hombros.

—No lo sé. Me ordenaron que te arrestara y te trajera aquí.

Hasta donde alcanzaba a ver, «aquí» era un jardín público. Antes de que entráramos en la oscuridad, bajo los árboles, levanté los ojos y me vi a mí mismo por entre las hojas mustias de escarcha.

XXXVI — La ciudadela otra vez

Mi esperanza era ver elevarse el sol viejo antes de que me encerraran. No se cumplió. Estuvimos mucho tiempo, o lo que a mí me pareció mucho, subiendo por una colina. Más de una vez las antorchas alzadas pusieron fuego a hojas rojizas que encendieron algunas otras, soltando antes de apagarse ese humo punzante que es el aliento mismo del otoño. Más hojas salpicaban el sendero, pero estaban empapadas de lluvia.

Por fin llegamos adonde se cernía un muro tan empinado que la luz de las antorchas no alcanzaba a revelar el borde, de modo que por un momento lo tomé por la Muralla de Nessus. Un hombre con media armadura se apoyaba en el asta de una alabarda ante el oscuro, estrecho vano de una puerta salediza. Al vernos no se enderezó ni mostró ninguna señal de respeto por el oficial; pero cuando ya estábamos cerca de él, golpeó la puerta de hierro con el regatón de acero del arma.

La puerta se abrió desde dentro. Mientras cruzábamos el espesor del muro —que aunque era grande no podía compararse con el de la Muralla de Nessus—, me detuve tan de pronto que el oficial casi choca conmigo. El guardia interior estaba armado con una larga espada de doble filo, cuya punta cuadrada dejaba descansar en las piedras del pavimento.

—¿Dónde estoy? —le pregunté al oficial—. ¿Qué lugar es éste?

—Donde te dije que te llevaría —me respondió—. Allí está el casco.

Miré y vi una inmensa torre, toda de metal resplandeciente.

—Le da miedo mi espada —dijo el guardia arrastrando las palabras—. Es muy afilada, socio. Ni siquiera la sentirás.

El oficial le espetó: —Tratarás al prisionero de sieur.

—Mientras esté usted, sieur, es posible.

No sé qué pudo haberle dicho o hecho el oficial; mientras hablaban, de la torre había salido una mujer seguida de un joven criado con una linterna. Aunque por la riqueza del uniforme lo superaba en rango, el oficial la saludó del modo más negligente y dijo: —Veo que le cuesta dormir.

—En absoluto. Su mensaje anunciaba que vendría y sé que es hombre de palabra. Prefiero inspeccionar a los clientes nuevos en persona. Dese la vuelta, socio, y déjeme verlo.

Hice lo que pedía.

—Magnífico espécimen, y no le han dejado una sola marca. ¿No se resistió?

El oficial dijo: —Le regalamos una tabula rasa.

Como no agregaba nada más, uno de los soldados con antorcha susurró: —Peleó como un demonio, madame Prefecta.

La mirada que le disparó el oficial indicaba que iba a pagar por el comentario.

—Supongo que siendo un cliente tan dócil —continuó la mujer— apenas necesitaré de usted y sus hombres para llevarlo a una celda.

—Si lo desea —dijo el oficial— lo encerraremos nosotros.

—Pero si no es así, tendrán que llevarse las esposas ahora.

El oficial se encogió de hombros. —Firmé que las devolvería.

—Lléveselas, pues. —La mujer se volvió hacia el jo ven criado—. Puede tratar de escaparse, Tufi. Si lo hace, me das la linterna y lo recuperas.

Mientras me soltaba las manos el oficial murmuró «No lo hagas»; luego dio un paso atrás y me saludó brevemente. El de la espada, con una mueca, echó atrás la puerta salediza, el oficial y sus portantorchas desfilaron afuera y la puerta se cerró con estrépito. Sentí que había perdido a mi único amigo.

—Por allí, Ciento Dos —dijo la mujer, y señaló el umbral en el que ella había aparecido.

Yo había estado mirando alrededor, primero con la esperanza de escapar, luego con un aturdido asombro que no sabría describir. Las palabras me salían a borbotones; tan imposible me habría sido contenerlas como acallar mi corazón. «¡Ésa es la Torre Matachina! Ésa es la Torre de las Brujas… ¡Pero ahora está derecha! ¡Y allí está la Torre del Oso!”

—Te llaman santo —dijo ella—. Veo que estás totalmente trastornado. —Mientras hablaba extendió las manos para mostrarme que no estaba armada, y me ofreció una sonrisa torcida que bien habría servido para prevenirme si el oficial no me hubiese prevenido antes. Estaba claro que el harapiento muchacho no tenía armas ni representaba ninguna amenaza; ella, me imaginé, tendría una pistola o algo peor bajo el suntuoso uniforme.

La mayoría no lo sabe, pero es difícil aprender a golpear a otro ser humano con toda nuestra fuerza; por un instinto antiguo, incluso el más brutal acaba atenuando el golpe. Entre los torturadores me habían enseñado a no hacerlo. La golpeé: con el canto de la mano le di en la barbilla más violentamente que a nadie en mi vida y ella se derrumbó como una muñeca. Pateé la linterna, que salió como volando de la mano del chico.

El guardia de la puerta salediza levantó la espada, pero sólo para cerrarme el paso. Di media vuelta y me encaminé hacia el Patio Roto.

El dolor que me sacudió en ese momento fue como el del Revolucionario, el único dolor comparable que he sentido. Era un desgarramiento, y los miembros se me separaban tan lentamente que yo hubiera preferido entonces el descuartizamiento por espada. Aun cuando ese espantoso relámpago se desvaneció, y quedé tendido en la oscuridad, me pareció que debajo de mí la tierra seguía sobresaltada e inquieta. Todos los cañones de la batalla de Orythia tronaban al mismo tiempo.

Después había vuelto al mundo de Yesod. El aire puro me llenaba los pulmones y la música de las brisas me calmaba los oídos. Me senté y descubrí que era Urth, nada más, como se le presentaba a quien había sufrido a Abaddón. Mientras me incorporaba pensé en todo el auxilio que había enviado a ese cuerpo ruinoso; y sin embargo tenía las piernas y los brazos rígidos, fríos, y un dolor insistente en cada articulación.

Había dormido en un catre, en una habitación que me parecía conocida. La puerta, que la última vez había sido de metal, estaba seguro, era un enrejado de barrotes; daba a un pasillo estrecho y de muchas curvas que yo había recorrido en mi infancia. Me di vuelta para estudiar la extraña forma de la habitación.

Era el dormitorio que había ocupado Roche como aspirante, y a esa misma habitación había ido yo a asumir la vestimenta de lego después de nuestra excursión a la Casa Azur. La contemplé estupefacto. Donde ahora estaba el catre había estado la cama de Roche, apenas más ancha. La posición de la lumbrera (recordé cuánto me había sorprendido descubrir que Roche tenía lumbrera, y que más tarde me habían dado una habitación donde no la había) y los ángulos de los tabiques eran inconfundibles.

Fui hasta la lumbrera. Estaba abierta y dejaba entrar la brisa que me había despertado. No tenía barrotes; pero, claro está, nadie habría podido bajar por las lisas paredes de la torre y sólo un hombre muy menudo habría podido meter los hombros por la abertura. Saqué la cabeza.

Debajo de mí estaba el Patio Viejo tal como lo recordaba, calentándose al sol del verano tardío; las agrietadas losas parecían una pizca más nuevas, tal vez, pero por lo demás eran las mismas. La Torre de las Brujas volvía a inclinarse de forma extraña, precisamente como siempre se había inclinado en los recovecos de mi memoria. El muro estaba en ruinas, exactamente como en mi tiempo, y los infundibles bloques de metal mitad en el Patio Viejo y mitad en la necrópolis. Un aspirante solitario (así lo consideré en seguida) haraganeaba en la Puerta de los Cadáveres, y aunque no tenía espada ni uniforme, estaba en el mismo lugar donde el Hermano Portero solía apostarse.

Pronto cruzó el Patio Viejo un muchacho, un aprendiz tan harapiento como había sido yo, que iba a cumplir alguna tarea. Agité la mano y le grité, y cuando levantó la vista lo reconocí y lo llamé por el nombre: —¡Tufi! ¡Tuf!

Me devolvió el saludo y prosiguió con sus asuntos, temiendo evidentemente que lo vieran hablar con un cliente de su gremio. Su gremio, escribo, pero para entonces ya estaba seguro de que era también el mío.

Largas sombras me decían que acababa de empezar la mañana; unos momentos después lo confirmaron un portazo y los pasos del aspirante que me traía la refacción. Como la puerta no tenía la abertura habitual, se vio obligado a hacerse a un lado con la pila de bandejas mientras se la abría otro aspirante, armado con alabarda y con aspecto casi de soldado.

—Se lo ve bastante bien —comentó.

Le dije que había tenido momentos mejores. Se acercó más. —Usted la mató.

—¿A la mujer llamada madame Prefecta?

Asintió, igual que el otro aspirante. —Le rompió el cuello.

—Si me llevan hasta ella —les dije— podré restituirla. Intercambiaron una mirada y salieron, cerrando de un golpe la puerta de rejas.

De modo que estaba muerta, y por las miradas que acababa de ver había sido una mujer odiada. Una vez Cyriaca me había preguntado si el ofrecimiento de liberarla no era una última tortura. (El invernáculo enrejado afloró del fondo de mi memoria para alzarse con retorcidas viñas y luz verde de luna, en mi celda a la claridad de la mañana.) Yo le había dicho que los clientes nunca nos creían; pero yo le había creído a madame Prefecta: al menos había creído que podía escaparme, aunque a ella no le pareciera posible. Y todo el tiempo había habido un arma apuntándome desde la Torre Matachina, quizá desde esa misma lumbrera, aunque más probablemente desde la sala de armas cercana a la cumbre.

La llegada de otro aspirante, éste acompañado por un médico, me interrumpió la ensoñación. Una vez más se abrió la puerta; el médico entró y el aspirante echó llave y dio un paso atrás, dispuesto a disparar por entre los barrotes.

El médico se sentó en mi catre y abrió un maletín de cuero.

—¿Cómo se siente?

—Con hambre. —Hice a un lado la cuchara.— Me trajeron esto, pero no es mas que agua.

—La carne es para los defensores del monarca, no para los subversivos. ¿Lo han alcanzado con el convulsor?

—Si usted lo dice. Yo no sé nada.

—En mi opinión no. Levántese.

Me levanté, luego moví piernas y brazos como él ordenaba, incliné la cabeza atrás y a cada lado, y así una y otra vez.

—No le dieron. Usted llevaba una capa de oficial. ¿Era oficial?

—Si usted quiere. Era general, al menos por cortesía. No en los últimos tiempos.

—Y no dice la verdad. Para su información, esa capa es de oficial subalterno. Esos idiotas creen que le acertaron. Me han dicho que hay uno que jura que le disparó.

—Pregúntele a él, entonces.

—¿Para oírle negar lo que ya sé? No soy tan estúpido. ¿Le explico lo que pasó?

Le dije que estaba deseando que alguien lo hiciera.

—Muy bien. Mientras usted huía de madame Prefecta Prisca, en el instante en que ese idiota disparaba desde la batería, sobrevino el terremoto. Él erró, como le habría pasado a cualquiera; pero usted cayó y se golpeó la cabeza, y él pensó que lo había alcanzado. He visto muchísimos de estos supuestos prodigios. Siempre son de lo más simple, no bien uno comprende que los testigos confunden la causa y el efecto.

Asentí. —¿Hubo un terremoto?

—Seguro, y de los grandes… Tenemos suerte de haberla sacado tan barata. ¿Todavía no ha mirado afuera? Desde aquí ha de verse el muro. —Acercándose a la lumbrera, se asomó y señaló (así hace la gente) como si yo mismo me hubiera asomado. Un tramo muy grande se derrumbó allí, al lado del transporte zoético. Suerte que no cayó también la nave. No cree que lo haya derribado usted, ¿no?

Le dije que nunca había tenido la menor idea de por qué se había derrumbado.

—Como indican claramente las viejas crónicas, y alabado sea nuestro monarca por haberlas reunido aquí, esta costa es propensa a los terremotos: pero, como desde que el río cambió de curso no ha habido ninguno, la mayoría de estos estúpidos piensan que nunca volverá a haberlos. —Cloqueó una risita.— Aunque imagino que anoche algunos habrán cambiado de idea.

Esto último lo dijo mientras ya salía. El aspirante cerró de un portazo y volvió a echar llave.

Yo pensé en la obra del doctor Talos, en la cual tiembla la tierra y Jahi dice: «Es el fin de Urth, estúpidos. Adelante, ensartadla. Es vuestro fin de todos modos».

Qué poco había hablado con él sobre el Mundo de Yesod.

XXXVII — El Libro del Sol Nuevo

Como en mi época, a los prisioneros nos alimentaban dos veces al día y en la comida vespertina nos volvían a llenar la garrafas de agua. El aprendiz me llevó la bandeja, me guiñó un ojo, y cuando el aspirante ya no estaba a la vista, regresó con queso y una hogaza fresca.

La comida vespertina había sido tan escasa como la matinal; mientras se lo agradecía, me puse a comer lo que me había llevado.

Él se acuclilló frente a la puerta de la celda.

—¿Puedo hablarle?

Le dije que él era dueño de hacer lo que quisiese, y que sin duda conocía mejor que yo las normas locales.

Con el rubor, las mejillas oscuras se le oscurecieron todavía más.

—Es decir, ¿quiere que hablemos?

—Si eso no te cuesta unos azotes.

—No creo que haya problema; ahora no, al menos. Pero deberíamos mantener la voz baja. Es probable que algunos otros sean espías.

—¿Cómo sabes que yo no?

—Porque usted la mató, claro. Está todo patas arriba. Todo el mundo se alegra de que ella haya muerto, pero seguro que habrá una investigación y no se sabe a quién enviarán a reemplazarla. —Hizo una pausa, al parecer meditando profundamente cómo iba a seguir.— Según cuentan los guardias, usted dijo que quizá pudiera traerla de vuelta.

—Y tú no quieres.

Descartó esto con un ademán. —¿Habría podido ¿De veras?

—No lo sé… Tendría que haber probado. Me sorprende que te lo contaran.

—Yo ando por ahí y los escucho hablar, lustro botas o hago recados por monedas de plata.

—Yo no tengo nada que darte. Las que tenía se las quedaron los soldados que me detuvieron.

—No buscaba eso. —Se levantó y hurgó en un bolsillo de los raídos pantalones.— Tenga, más vale que las tome.

Me las mostró; eran piezas de latón gastado de un diseño que yo desconocía.

—A veces se consigue que alguno le traiga comida de más o lo que sea.

—Tú me trajiste más comida, y no te di nada.

—Tómelas —dijo él—. Quiero dárselas. Tal vez las necesite. —Como yo no extendía la mano, las arrojó entre las barras y desapareció por el corredor.

Recogí las monedas y las dejé caer en uno de mis bolsillos, perplejo como no lo había estado nunca.

Fuera, la tarde se había convertido en un anochecer frío con la lumbrera todavía abierta. Empujé la pesada lente hasta cerrarla y la sujeté con la grapa. Las pestañas gruesas y lisas, de una forma que yo nunca había considerado, estaban diseñadas claramente para mantener el vacío a raya.

Mientras acababa el pan con queso, pensé en el regreso a Urth en la gabarra y mi alborozo a bordo de la nave de Tzadkiel. ¡Qué maravilloso habría sido lanzar la vieja Torre Matachina a un viaje entre las estrellas! Y sin embargo había en la Torre algo siniestro, como en todas las cosas cambiadas de un fin noble a otro vergonzoso. Yo había llegado allí a la virilidad sin sentir nada semejante.

Desaparecido el pan con queso, me envolví en la capa que me diera el oficial, con un brazo cerré el postigo, e intenté dormir.

La mañana trajo más visitantes. Llegaron Burgundofara y Hadelin, escoltados por un aspirante alto que los saludó con el arma y los dejó frente a mi puerta. No cabe duda de que en mi cara había una expresión de sorpresa.

—El dinero obra milagros —dijo Hadelin; el pliegue de la boca mostraba cuán penosa había sido la suma, y me pregunté si Burgundofara habría ocultado los salarios que traía del barco o si el capitán consideraba que ahora ese dinero era de él. Burgundofara dijo: — Necesitaba verte una última vez y Hadelin me lo arregló. —Quería decir más, pero las palabras se le atascaron en la garganta. —Quiere que la perdone —dijo Hadelin.

—¿Por dejarme por él, Burgundofara? No hay nada que perdonar; no tengo derechos sobre ti.

—Por señalarte cuando entraron los soldados. Tú me viste. Sé que me viste.

—Sí —dije, recordando.

—No lo pensé… Tenía miedo… —De mí.

Ella asintió.

Hadelin dijo: —De todos modos se lo habrían llevado. Lo habría señalado algún otro.

—¿Usted? —le pregunté.

Sacudió la cabeza y se alejó de los barrotes.

En mis tiempos de Autarca había visto muchos suplicantes arrodillados delante de mí; en ese momento se arrodilló Burgundofara, y me pareció odiosamente inapropiado.

—Tenía que hablar contigo, Severian. Una última vez. Por eso la otra noche seguí a los soldados hasta el muelle. ¿No me perdonarás? Yo no lo habría hecho, pero estaba muy asustada.

Le pregunté si se acordaba de Gunnie.

—Sí, claro, y de la nave. Salvo que ahora parece un sueño.

—Ella era tú, y es mucho lo que le debo. Por ella, por ti, te perdono. Ahora y cualquier otra vez. ¿Me comprendes?

—Creo que sí —dijo; y de repente era feliz, como si se le hubiera encendido una luz por dentro—. Severian, vamos a bajar el río hasta Liti. Hadelin va allí a menudo, y compraremos una casa donde yo viviré cuando no esté con él en el Alcyone. Queremos tener hijos. Cuando lleguen, ¿puedo contarles de ti?

Aunque entonces creí que sólo era porque yo veía la cara de Hadelin tan bien como la suya, mientras ella hablaba ocurrió algo extraño: tuve conciencia de su futuro, como la habría tenido del futuro de una flor que Valeria hubiera arrancado en sus jardines.

Le dije: —Es posible, Burgundofara, que tengas hijos como deseas; si los tienes, puedes contarles de mí lo que quieras. También es posible que en un tiempo por venir quieras volver a encontrarme. Si buscas, quizá lo consigas. Quizá no. Pero si buscas, recuerda que no me buscarás porque yo te lo haya dicho, ni porque te haya prometido que me encontrarías.

Cuando se fueron pensé un momento en ella y en Gunnie, que una vez había sido Burgundofara. Decimos que un hombre es valiente como un atrox, o una mujer, como era Burgundofara, bella como una corza roja. Pero nos falta un término así para la lealtad, porque nada de lo que conocemos es verdaderamente leal; o mejor dicho, porque la lealtad verdadera sólo se encuentra en el individuo y no en el tipo. Un hijo puede ser leal a su padre y un perro a su amo, pero la mayoría no lo son. Como Thecla yo había sido desleal con mi Autarca, como Severian con mi gremio. Gunnie había sido leal conmigo y con Urth, no con sus camaradas; y acaso seamos incapaces de elevar un modelo de lealtad al nivel de apotegma por la sola razón de que la lealtad (en último análisis) es elección.

Y sin embargo, qué extraño que Gunnie tuviera que navegar los vacíos mares del tiempo para volver a ser Burgundofara. Un poeta cantaría que buscaba el amor, supongo; pero para mí buscaba la ilusión de que el amor es más de lo que es, aunque me gustaría creer que iba detrás de un amor más alto que no tiene nombre.

Pronto llegó otro visitante, pero no era ningún visitante, ya que yo no le veía la cara. Un murmullo que parecía proceder del pasillo preguntó: —¿Usted es el teurgo?

—Si usted lo dice —respondí—. ¿Pero quién es usted, y dónde está?

—Soy Canog, el estudiante. Estoy en la celda de al lado. Lo oí hablar con el muchacho, y con la mujer y el capitán hace un momento.

—¿Cuánto hace que está aquí, Canog —pregunté con la esperanza de que me aconsejara en ciertas cuestiones.

—Casi tres meses. Me han sentenciado á muerte, pero no creo que me ejecuten. Ha pasado demasiado tiempo. Probablemente el viejo frontisterio haya intercedido por su hijo extraviado, ¿eh? Al menos eso espero.

En mi época yo había oído muchas veces hablar así; era raro descubrir que las cosas no habían cambiado.

A estas alturas ha de conocer las costumbres del lugar.

—Oh, es como le dijo el chico; quiero decir, no tan malo si uno tiene un poco de dinero. Yo conseguí que me dieran papel y tinta, así que ahora escribo cartas para los guardias. Además, un amigo me compró algunos libros; si me tienen aquí lo suficiente, me volveré un erudito famoso.

Como siempre había hecho en mis recorridos por las mazmorras y calabozos de la Comunidad, le pregunté por qué lo habían encarcelado.

Por un rato guardó silencio. Yo había abierto de nuevo la lumbrera, pero aun con el soplo de viento percibía el vaho del orinal que estaba bajo el catre y el hedor general del calabozo. Enancado en la brisa llegó un graznido de cuervos; por los barrotes de la puerta entraba un interminable martilleo de botas sobre metal.

Por fin el hombre dijo: —Aquí no hurgamos en esos asuntos.

—Siento haberlo ofendido, pero usted me hizo la misma pregunta. Me preguntó si era teurgo, y es como teurgo que me han encarcelado.

Otra larga pausa.

—Maté a un tendero que era un imbécil. Estaba durmiendo detrás del mostrador cuando yo tiré al suelo un candelabro de latón, y el hombre se incorporó rugiendo, con la espada que tenía bajo la almohada. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Uno tiene derecho a salvar la vida, ¿no?

—No en todas las circunstancias —le dije. No supe que ese pensamiento estaba en mí hasta que lo expresé.

Esa noche el chico me trajo la comida, y con ella a Herena, Declan, el piloto y la cocinera que yo había visto brevemente en la posada de Saltus.

—Los tengo dentro, sieur —dijo el chico. Se echó atrás el salvaje pelo negro con un gesto propio de cualquier cortesano—. El guardia me debe algunos favores.

Herena estaba llorando, y saqué la mano por entre los barrotes para acariciarle el hombro.

—Estáis todos en peligro —dije—. Os pueden detener por culpa mía. No os quedéis mucho tiempo.

El piloto dijo: —Que vengan a mí con sus soldaditos de culo blando. Les aseguro que no se toparán con una virgen.

Declan asintió y se aclaró la garganta, y con cierto asombro me di cuenta de que era el jefe.

—Sieur —empezó con su voz honda y lenta—, el que está en peligro es usted. En este lugar matan a la gente como en mi pueblo a los cerdos.

—Peor —intervino el chico.

—Tenemos la intención de hablarle al magistrado en favor de usted. Esta tarde esperamos allí, pero no nos admitieron. Dicen que la gente pobre espera días enteros para llegar a hablar con él; pero nosotros esperaremos todo lo que haga falta. Mientras, pensamos hacer lo que podamos.

La cocinera del Alcyone le echó una mirada significativa que yo no comprendí.

Herena dijo: —Pero ahora queremos que nos hable de la llegada del Sol Nuevo. Yo he oído más que los otros y he intentado contarles lo que me contó usted, pero era muy poco. ¿Nos lo dirá todo ahora?

—No sé si os lo puedo explicar de modo que lo entendáis —dije—. No sé si lo entiendo yo mismo.

—Por favor —imploró la cocinera.

Fueron las únicas palabras que ella dijo.

—Muy bien, pues. Ya sabéis lo que le ha pasado al Sol Viejo: se está muriendo. No quiero decir que vaya a apagarse como una lámpara a medianoche. Eso tardaría mucho. El pabilo, si podéis concebirlo así, ha bajado al ancho de un pelo y en los campos se ha podrido el maíz. Vosotros no sabéis, pero en el sur ya se está renovando la fuerza del hielo. Al de diez quilíadas se sumará el del invierno que ya tenemos casi encima, y los dos hielos se abrazarán como hermanos e iniciarán la marcha al norte, hacia estas tierras. Pronto el gran Erebus, que ha establecido allí su reinado, tendrá que enfrentarlos con sus fieros y pálidos guerreros. Unirá fuerzas con Abaia, cuyo reino está en las aguas cálidas. Junto con otros inferiores en poder pero iguales en astucia, prometerán lealtad a los gobernantes de las tierras situadas más allá de la cintura de Urth, que vosotros llamáis Ascia; y una vez que se hayan unido con ellos intentarán devorarlos.

Pero cada palabra es una palabra, y lo que les dije es demasiado largo para escribirlo aquí. Les conté todo lo que sabía de la muerte del Sol Viejo, y qué le pasaría a Urth, y les prometí que al fin alguien traería un Sol Nuevo.

Entonces Herena preguntó: —¿No es usted el Sol Nuevo, sieur? Eso dijo la mujer que estaba con usted cuando llegó a nuestra aldea.

Le contesté que de eso no iba a hablar, temiendo que si lo sabían —y me veían encarcelado— se desesperarían.

Declan quiso saber qué le pasaría a Urth cuando llegase el Sol Nuevo; y como entendía poco más que él, recurrí a la obra del doctor Talos, aunque nunca había pensado que en un tiempo futuro la obra del doctor Talos saldría de mis palabras.

Cuando al fin se marcharon, me di cuenta de que no había tocado la comida que me había traído el chico. Tenía mucha hambre; pero cuando fui a levantar el tazón mis dedos rozaron algo oculto en las sombras: un largo y angosto hato de trapos.

Entre los barrotes flotó la voz de mi vecino: —Estupendo cuento. Tomé notas lo más rápido que pude, y cuando me liberen podrían convertirse en un librito importante.

Yo estaba desenvolviendo los trapos y apenas lo oí. Era un cuchillo: la larga daga que había llevado el piloto a bordo del Alcyone.

XXXVIII — Hacia la tumba del monarca

Hasta el momento de dormirme estuve contemplando el cuchillo. No directamente, por supuesto; lo había envuelto de nuevo en los trapos y lo había escondido debajo del colchón. Pero echado en el catre, mirando el techo de metal tan parecido al que conociera de muchacho en el dormitorio de los aprendices, sentía el cuchillo bajo las rodillas.

Más tarde empezó a girar ante mis ojos cerrados, luminoso en la oscuridad y nítido desde el mango de hueso hasta la punta aguzada. Cuando por fin me dormí, también lo encontré en mis sueños.

Tal vez por eso dormí mal. Una y otra vez me despertaba, parpadeaba bajo la destellante luz de la celda, me ponía en pie y me estiraba e iba hasta la lumbrera a buscar la estrella blanca que era otra identidad. Entonces habría rendido de buen grado mi cuerpo prisionero a la muerte, de haberlo podido hacer con honor, y habría huido, surcando el cielo de medianoche, a unirme conmigo mismo. En esos momentos conocía mi poder, capaz de atraer mundos enteros y cremarlos como quema un artista sus tierras para obtener pigmentos. En el hoy perdido libro marrón que tuve y leí tanto tiempo que al fin memoricé todo el contenido (aunque una vez pareciera inagotable) aparece el siguiente pasaje: «He aquí que he soñado un sueño más; el sol y la luna y once estrellas me rendían obediencia.» Estas palabras muestran claramente cuánto más sabios que nosotros eran los pueblos de épocas muy antiguas; no en vano el libro se titula Libro de las maravillas de Urth el cielo.

Yo también tuve un sueño. Soñé que el poder de mi estrella bajaba hacia mí, y que yo me levantaba (Thecla y Severian a la vez) e iba hasta la puerta, y agarraba los barrotes y los torcía hasta abrir una brecha por donde era fácil pasar. Pero torcer los barrotes era como separar una cortina, y más allá se veía otra nueva cortina, y luego aparecía Tzadkiel, ni más grande ni más pequeño que nosotros, con la daga en llamas.

Cuando el nuevo día se derramó al fin por la lumbrera abierta, como un torrente de oro bruñido, y yo me puse a esperar el cuenco y la cuchara, examiné los barrotes; y aunque la mayor parte parecía normal, los del medio no estaban tan derechos.

El chico trajo la comida y dijo: —Aunque sólo lo oí nombrar una vez, aprendí mucho de usted, Severian. Me da pena que se vaya.

Le pregunté si.me iban a ejecutar.

Apoyando la bandeja, miró por sobre el hombro al aspirante de guardia apoyado en la pared.

—No, no es eso. Sólo lo van a llevar a otra parte. Hoy vendrá a buscarlo una voladora con pretorianos. —¿Una voladora?

—Porque puede volar por encima del ejército rebelde, supongo. ¿Usted ha viajado en alguna? Yo sólo las he visto despegar y aterrizar. Tiene que ser algo terrible.

—Sí. La primera vez que subí a una nos derribaron. Desde entonces he volado en muchas y hasta he aprendido a manejarlas; pero la verdad es que siempre me han aterrorizado.

El chico asintió. —A mí me pasaría lo mismo, pero me gustaría probar. —Incómodo, me ofreció la mano.— Buena suerte, Severian, lo lleven adonde lo lleven.

La estreché; estaba sucia pero seca, y parecía muy pequeña.

—Tufi —dije—. No es tu verdadero nombre, ¿no?

Sonrió. —No. Quiere decir que apesto.

—No para mi nariz.

—Como todavía no hace frío —explicó él— puedo ir a nadar. En invierno no tengo muchas oportunidades de lavarme, y me hacen trabajar todo el día.

—Sí, me acuerdo. Pero tu nombre verdadero es…

—Ymar. —Retiró la mano.— ¿Por qué me mira así?

—Porque al tocarte vi en tu cabeza un relampagueo de piedras preciosas. Ymar, me parece que estoy empezando a dispersarme. Dispersarme en el tiempo… O en todo caso a ser consciente de que estoy disperso en el tiempo, ya que les pasa a todos. Qué extraño que nos hayamos encontrado así. —Vacilé un instante, la voz perpleja en el remolino de mis pensamientos.— Aunque quizá no sea nada extraño. Sin duda algo rige nuestros destinos. Algo aún más alto que los hierogramatos.

—¿De qué habla?

—Ymar, algún día tú gobernarás. Serás el monarca, aunque no creo que tú mismo te llames así. Procura gobernar para Urth y no meramente en su nombre, como tantos. Sé justo, tan justo al menos como permitan las circunstancias.

El dijo: —Se está burlando, ¿no?

—No —respondí—. Aunque lo único que sepa es que gobernarás, y que un día te sentarás disfrazado bajo un plátano. Pero estas cosas las sé.

Cuando Ymar y el aspirante se fueron, me metí el cuchillo bajo la caña de la bota y lo cubrí con la pernera. Mientras lo hacía, y sentado después en el catre, especulé sobre la conversación.

¿No sería posible que Ymar hubiera llegado al Trono del Fénix por la sola razón de que un epopto yo— lo había profetizado? Hasta donde tengo conciencia, no hay de esto ninguna crónica; y puede que haya creado mi propia verdad. O bien Ymar, sintiendo que es ahora dueño de su destino, dejará de hacer el esfuerzo cardinal que le habría valido una victoria señalada.

¿Quién puede decirlo? ¿Acaso la cortina de incertidumbre de Tzadkiel no vela el futuro incluso a quienes han escapado de sus brumas? Cuando lo dejamos ante nosotros, el presente se vuelve a hacer futuro. Yo lo había dejado, lo sabía, y aguardaba en lo hondo de un pasado que en mis propios días era poco más que un mito.

Las guardias se sucedieron, fatigadas, como hormigas arrastrándose del otoño al invierno. Cuando al fin hube concluido que la información de Ymar era errónea, que los pretorianos no vendrían ese día sino el siguiente —o no vendrían en absoluto—, miré por la lumbrera esperando entretenerme con las idas y venidas de las pocas personas que atinaban a pasar por el Patio Viejo.

Había anclada allí una voladora, pulida como un dardo de plata. Apenas la había visto cuando oí un medido paso de hombres en marcha, roto mientras subían la escalera, reanudado cuando llegaron al nivel en donde yo esperaba. Corrí a la puerta.

Un presuroso aspirante iba al frente. Detrás de él deambulaba un quiliarca abundante en medallas; bien incrustados bajo el cinturón, los pulgares proclamaban que no era un subordinado sino alguien infinitamente superior. A continuación, en una sola fila mantenida con la disciplinada precisión de tropas de miniatura a la orden de un niño (aunque menos visible que el humo), avanzaba un pelotón de guardias a cargo de un pontonero.

Mientras yo miraba, el aspirante agitó las llaves en dirección a mi celda, el quiliarca asintió y se acercó a escrutarme, el pontonero vociferó una orden y las botas del pelotón hicieron alto con estrépito, seguido al instante de un segundo grito y un estrépito más cuando los diez guardias fantasmas apoyaron las armas en el suelo.

La voladora difería muy poco de aquella en que yo había inspeccionado una vez los ejércitos de la Tercer Batalla de Orithya; y en verdad bien podía tratarse del mismo aparato, ya que esas máquinas pasan de una generación a otra. El pontonero me ordenó que me echara al suelo. Obedecí, pero le pregunté al quiliarca (un hombre de rostro enjuto y alrededor de cuarenta años) si durante el vuelo no podía mirar por el costado. El permiso fue denegado, sin duda por temor a que yo fuese un espía, lo que en cierto sentido era cierto, y tuve que conformarme con imaginar el gesto de adiós de Ymar.

Los once guardias que se alineaban en el asiento de popa, fundidos como fantasmas con el tapizado puntillista, eran casi invisibles detrás de la armadura catóptrica de mis propios pretorianos; y pronto me di cuenta de que en realidad eran mis propios pretorianos, y que sus armaduras, y más importante aún sus tradiciones, habían pasado de esa época inconcebiblemente temprana a la mía. Mis guardias se habían convertido en mis guardias: mis carceleros.

Como la voladora era una flecha y yo a veces vislumbraba nubes veloces, esperé que el viaje fuese corto; pero transcurrió al menos una guardia, y quizás otra, antes de que sintiera bajar la nave y viese la pista de aterrizaje. Lúgubres muros de roca viva se alzaron a nuestra izquierda, giraron y se perdieron de vista.

Cuando el piloto retrajo la cúpula del techo, el viento que me azotó la cara era tan frío que supuse que habíamos volado a los campos de hielo del sur. Bajé; y lo que vi al alzar los ojos fue una alta ruina de nieve y piedra destruida. Rodeándonos por completo, unos mellados picos sin rostro asomaban a través de unas nubes acorraladas. Estábamos entre montañas, pero montañas que aún no habían sido talladas a semejanza de hombres y mujeres; montañas tan informes, pues, como las que se ven en las pinturas más antiguas. Me hubiera quedado mirándolas hasta el crepúsculo, pero un puñetazo en la oreja me dejó tendido.

Me levanté consumido de rabia impotente; también me habían maltratado después de que me arrestaran en Saltus y había logrado que aquel oficial se convirtiera en un amigo. Ahora sentía que no había conseguido nada, que el ciclo empezaba de nuevo, que estaba destinado a durar, y que tal vez continuaría hasta mi muerte. Decidí que no. Antes de que el día acabara, el cuchillo que yo llevaba en la bota segaría una vida.

Entretanto la mía me manaba de la oreja retumbante, caliente, como surgida de la caldera donde me embebía la carne helada.

Me arrastraron entre un torrente mucho mayor de carros, de vastos, presurosos carros cargados de más rocas destrozadas, carros de los que no tiraban bueyes ni esclavos pero que rodaban, por empinada que fuese la cuesta, lanzando al aire brillante densas nubes de polvo y de humo, bramando como toros cada vez que nos cruzábamos en el camino. Muy arriba, en la montaña, un gigante con armadura cavaba la roca con manos de hierro, más pequeño a lo lejos que un ratón.

Los presurosos carros dieron paso a premiosos hombres a medida que avanzamos entre cobertizos comunes, casi feos, cuyas puertas abiertas revelaban herramientas y máquinas curiosas. Le pregunté al quiliarca que planeaba matar adónde me habían llevado. Le hizo un gesto al pontonero y el guantelete del pontonero me dio otro golpe.

En una estructura redonda más grande que las demás, me llevaron por pasajes bordeados de gabinetes y asientos. Al fin nos detuvimos delante de una cortina circular que parecía la pared de una tienda o de un pabellón interior. A esas alturas yo había reconocido el edificio.

—Has de esperar aquí —me instruyó el quiliarca—. El monarca te hablará. Cuando te vayas, no…

Al otro lado de la cortina, una voz espesa de vino y sin embargo familiar exclamó: — Soltadlo.

—¡Obediencia y reverencia! —El quiliarca se irguió bruscamente y saludó junto con los guardias. Por un momento fuimos todos una colección de imágenes.

Como no se volvió a oír la voz, el pontonero me soltó las manos. El quiliarca murmuró: —Cuando te vayas de aquí, no dirás nada de lo que hayas visto y oído. De lo contrario morirás.

—Te equivocas —le dije—. El que morirá eres tú.

Hubo en sus ojos un miedo repentino. Yo estaba razonablemente seguro de que no se atrevería a indicarle al pontonero que me golpease, allí, bajo la mirada invisible del monarca. Y no me había equivocado; por el lapso de un latido nos miramos fijamente, victimario y víctima en ambos casos.

El pontonero ladró una orden y los hombres del pelotón volvieron la espalda a la cortina. Cuando el quiliarca estuvo seguro de que ningún guardia podría ver qué había dentro cuando la cortina se abriera, me dijo: —Pasa.

Asentí y avancé; la cortina era de triple seda carmesí, lujuriosa al tacto. Al apartarla vi lo que había esperado y me incliné ante el dueño de las dos caras.

XXXIX — La Garra del Conciliador

Otra vez En reconocimiento a mi inclinación, el hombre de dos cabezas que al otro lado de la cortina holgazaneaba en un diván alzó su copa.

—Veo que sabes a quién te presentas. —La que hablaba era la cabeza de la izquierda.

—Eres Tifón —dije—. El monarca: el único gobernante, o eso crees, de este mundo desventurado, y de otros también. Pero no, no fue ante ti que me incliné, sino ante mi benefactor Piatón.

Con un poderoso brazo que no era suyo, Tifón se llevó la copa a los labios. Por encima del borde dorado me lanzó la mirada envenenada del barbirrubio.

—¿Has conocido a Piatón en el pasado?

Sacudí la cabeza: —Lo conoceré en el futuro.

Tifón bebió y dejó la copa en una mesita.

—Entonces es cierto lo que dicen de ti. Sostienes que eres profeta.

—No me había visto de ese modo. Pero sí, si tu quieres. Sé que morirás en ese sofá. ¿Te interesa? Ese cuerpo yacerá entre las correas que ya no precisarás para contener a Piatón y los instrumentos que no precisarás para obligarlo a comer. Los vientos de la montaña secarán ese cuerpo robado hasta que se parezca a las hojas que hoy mueren jóvenes, y edades enteras del mundo lo hollarán antes de que mi llegada vuelva a despertarte a la vida.

Tifón se rió como yo lo había oído reírse cuando desenvainé Términus Est.

—Me temo que eres mal profeta; pero pienso que los malos profetas son más divertidos que los de verdad. Si hubieras dicho simplemente que iba a morir entre los panes funerarios del cráneo de este monumento, en caso de que mi muerte ocurra alguna vez, de lo cual he empezado a dudar, no habrías dicho algo muy distinto que un niño cualquiera. Prefiero tus fantasías, y acaso pueda utilizarte. Se cuenta que has llevado a cabo curas asombrosas. ¿Tienes verdadero poder?

—Eso has de decirlo tú.

Se sentó, con un balanceo del musculoso torso que no era suyo.

—Estoy acostumbrado a que respondan a mis preguntas. Una llamada, y cien hombres de mi división particular estarían aquí para sacudirte… —Hizo una pausa y se sonrió a sí mismo—… de encima de mi manga. ¿Te divertiría? ¡Contéstame, Conciliador! ¿Puedes volar?

—No sé, nunca lo he intentado.

—Quizá pronto tengas la oportunidad. Lo preguntaré dos veces. —Volvió a reír.— A fin de cuentas es lo adecuado en mi condición actual. Pero no tres. ¿Tienes poder? Pruébalo o muere.

Permití que mis hombros se alzaran un dedo y cayeran otra vez. Aún tenía las manos entumecidas por los grillos; mientras hablaba me froté las muñecas.

—¿Concederías que tengo poder si con sólo golpear esta mesa que tenemos ahí matara a cierto hombre que acaba de agraviarme?

El desdichado Piatón me miró fijamente y Tifón sonrió.

—Sí, sería una demostración satisfactoria.

—¿Das tu palabra?

La sonrisa se ensanchó.

—Si quieres —dijo—. ¡Pruébalo!

Saqué el puñal y lo puse sobre la mesa.

Dudo de que en la montaña hubiera previsiones para el confinamiento de prisioneros; y considerando las que se habían dispuesto para mí, se me ocurrió que mi celda en el barco que pronto sería la Torre Matachina tenía que ser también provisoria, y que había sido preparada hacía mucho. Si Tifón sólo hubiera deseado confinarme, le habría sido fácil vaciar alguno de los sólidos cobertizos y encerrarme dentro. Era obvio que deseaba algo más: aterrorizarme y someterme, y así ganarme para su causa.

Mi prisión era un saliente de roca en la túnica de la figura gigantesca que ya mostraba la cara de Tifón. En ese lugar barrido por los vientos me prepararon un pequeño refugio de piedras y lona, y allí me llevaron carne y un vino poco común, sacado quizá de los almacenes del propio Tifón. Mientras yo observaba, en la roca donde el espolón se apartaba de la montaña clavaron un madero casi tan grueso como el palo de mesana del Alcyone, y en la base encadenaron un esmilodonte. En la punta del madero, esposado como había estado yo, colgaba el quiliarca de un gancho que le pasaba entre las manos.

Estuve mirando esas manos hasta que se fue la luz, aunque pronto me di cuenta de que al pie de la montaña bramaba una batalla. Al parecer el esmilodonte había pasado hambre. De tanto en tanto daba un salto buscando agarrar las piernas del quiliarca. Este siempre conseguía hurtarlas un codo; y aunque las grandes zarpas del animal roturaban como escoplos la madera, no encontraban punto de apoyo. En esa sola tarde obtuve toda la venganza que habría podido desear. Cuando llegó la noche le llevé comida al esmilodonte.

Una vez, durante el viaje a Thrax con Dorcas y Jolenta, yo había liberado una bestia amarrada de modo muy parecido; no me había atacado, quizá porque yo llevaba la gema llamada Garra del Conciliador, o quizá sólo porque estaba muy débil. Ahora el esmilodonte comía de mis manos y las lamía con una lengua ancha y rugosa. Toqué los curvos colmillos, parecidos al marfil de los mamuts; y le rasqué las orejas como si fuera Triskele, diciendo: —Hemos forjado espadas. Somos listos, ¿no?

Aunque pienso que las bestias sólo comprenden las frases más simples y familiares, sentí que la enorme cabeza asentía.

La cadena estaba sujeta a un collar con dos broches anchos como mi mano. La solté; la pobre criatura quedó libre, pero permaneció junto a mí.

Liberar al quiliarca no fue igual de sencillo. Rodeándolo con las piernas, como rodeaba de chico los pinos de la necrópolis, pude trepar el madero con bastante facilidad. Para entonces el horizonte ya estaba muy por debajo de mi estrella, y no me habría costado nada desenganchar al encadenado y dejarlo caer; pero no me atreví a hacerlo por miedo a que se precipitara al abismo o lo atacara el esmilodonte. Por débil que fuera la luz para verlos, los ojos fulguraban mirándonos desde abajo.

Al fin me anudé las manos de él al cuello y bajé como pude, casi resbalando y a medias ahogado, pero llegué a la seguridad de la roca. Cuando lo llevé al refugio, el esmilodonte vino detrás y se echó a nuestros pies.

A la mañana, cuando llegaron siete guardias con comida, agua y vino para mí y antorchas atadas a estacas para alejar al esmilodonte, el quiliarca ya se había recuperado, y había comido r bebido. La consternación de los soldados al ver que hombre y esmilodonte habían desaparecido nos divirtió; pero no fue nada comparada con sus expresiones cuando descubrieron que estaban los dos en mí refugio.

—Acercaos —les dije—. La bestia no os hará nada, y estoy seguro de que el quiliarca sólo os castigará si habéis faltado a vuestro deber.

Avanzaron, aunque titubeando, oteándome con tanto miedo como al esmilodonte.

—Ya visteis lo que hicieron al quiliarca por haberme dejado guardar un arma. ¿Qué os harán cuándo se sepa que lo habéis dejado escapar?

El pontonero me respondió: —Moriremos todos, sieur. Habrá un par de postes más, y de cada uno colgarán tres o cuatro de nosotros. —Mientras hablaba, el esmilodonte gruñó de pronto y los siete retrocedieron.

El quiliarca asintió. —Tiene razón. Yo mismo daría la orden, si conservara mi cargo.

—Algunos hombres quedan destrozados cuando pierden cargos así.

—A mí nunca me ha destrozado nada —replicó él—. Tampoco me destrozará esto.

Creo que fue la primera vez que lo miré como a un ser humano. Tenía un rostro duro y frío pero lleno de inteligencia y decisión.

—Es cierto —le dije—. A algunos les pasa, pero no a ti. Debes huir y llevarte a estos hombres contigo. Los pongo a tus órdenes.

De nuevo asintió. —¿Puedes soltarme las manos, Conciliador?

El pontonero dijo: —Yo puedo, sieur. —Se adelantó con la llave, y el esmilodonte no protestó. Cuando las esposas cayeron a la roca donde estábamos sentados, el quiliarca las recogió y las tiró al precipicio.

—Mantén las manos detrás de ti —le dije—. Tápalas con la capa. Que estos hombres te conduzcan a la voladora. Todo el mundo pensará que te trasladan a otro lugar para seguir castigándote. Vosotros sabréis mejor que yo dónde aterrizar a salvo.

—Nos uniremos a los rebeldes, que seguramente se alegrarán. —Se puso en pie y saludó, y yo también me puse en pie y le devolví el saludo, habituado como estaba desde mis tiempos de Autarca.

El pontonero preguntó: —Conciliador, ¿no puedes liberar a Urth de Tifón?

—Podría, pero no lo haré a menos que sea inevitable. Matar a un gobernante es fácil… muy fácil. Pero es muy difícil impedir que venga uno peor.

—¡Gobiérnanos tú!

Meneé la cabeza. —Si os digo que tengo una misión más importante pensaréis que bromeo. Y sin embargo es verdad.

Asintieron, a todas luces sin comprender.

—Os diré una cosa. Esta mañana he estudiado esta montaña y la rapidez con que se hacen los trabajos. Todo esto me dice que a Tifón le queda muy poco tiempo. Morirá en el sofá rojo donde está ahora; y sin una orden de él, nadie se atreverá a abrir la cortina. Todos se escabullirán uno tras otro. Las máquinas que cavan como hombres volverán a buscar nuevas instrucciones pero nadie las recibirá, y a su tiempo la cortina misma se volverá polvo.

Me miraban boquiabiertos. Yo dije: —Nunca habrá otro gobernante como Tifón, otro monarca de muchos mundos. Pero los gobernantes menores que lo sucedan, el mejor y más grande de los cuales se llamará Ymar, lo imitarán hasta que cada pico de los que veis a nuestro alrededor lleve una corona. Esto es todo lo que os digo ahora, y todo lo que puedo decir. Tenéis que marcharos.

El quiliarca dijo: —Si lo deseas, Conciliador, nos quedaremos aquí y moriremos contigo.

—No lo deseo —les dije—. Y no moriré. —Intenté revelarles las obras del Tiempo, aunque yo mismo no las entendía:— Todos los que han vivido siguen viviendo en algún ahora. Pero vosotros corréis grave peligro. ¡Marchaos!

Los guardias retrocedieron. El quiliarca dijo:

—¿No nos darás una prenda, Conciliador, una prueba de que te hemos conocido? Sé que he profanado mis manos con tu sangre, y Gaudentius también; pero estos hombres no te han hecho ningún daño.

La palabra prenda sugirió la prenda que recibió. Me quité la correhuela y el saquito de piel humana que Dorcas había cosido para la Garra, y que ahora contenía la espina que yo me había arrancado del brazo junto al infatigable Océano, la espina sobre la que había cerrado mis dedos en la nave de Tzadkiel.

—Esto se ha empapado en mi sangre —les dije.

Con una mano en la cabeza del esmilodonte, los miré andar por el promontorio, las sombras largas aún a la luz de la mañana. Cuando alcanzaron la masa rocosa que rápidamente se iba convirtiendo en la manga de Tifón, el quiliarca escondió las muñecas bajo la capa como yo había sugerido. El pontonero sacó su pistola y dos soldados apuntaron las armas a la espalda del quiliarca.

Así dispuestos, prisionero y guardias, bajaron por la escalera de la otra punta y se perdieron en los trajinados caminos de ese lugar que yo no había llamado aún Ciudad Maldita. Los había despachado muy ligeramente; pero ahora que ya no estaban, supe una vez más lo que era perder un amigo —porque también el quiliarca se había vuelto amigo mío— y sentí que mi corazón, aunque duro como el metal (como han dicho algunos), al fin se preparaba a agrietarse.

—Y ahora debo perderte a ti también —le dije al esmilodonte—. De hecho, tendría que haberte despachado cuando todavía estaba oscuro.

Dejó escapar un profundo rezongo, sin duda un ronroneo, un sonido que pocos hombres o mujeres habrán oído. Desde el cielo llegó un débil eco del ronroneo tronante.

A lo lejos, en el regazo de la colosal estatua, despegó una voladora, elevándose despacio al principio (como suelen hacer esas naves cuando sólo de penden de la repulsión de Urth), luego alejándose velozmente. Recordé la voladora que había visto al separarme de Vodalus, tras el episodio que puse al comienzo mismo del manuscrito que arrojé a los universos mutables. Y luego resolví que si alguna vez recuperaba mi tiempo de ocio, escribiría un nuevo relato, comenzando como he hecho con el lanzamiento del viejo.

No puedo decir de dónde me viene esta sed insaciable de dejar detrás un errante rastro de tinta; pero una vez me referí a cierto incidente de la vida de Ymar. Ahora he hablado con el propio Ymar, pero el incidente sigue siendo tan inexplicable como el deseo. Preferiría que incidentes similares de mi vida no estuvieran envueltos en una oscuridad similar.

El trueno tan distante sonó de nuevo, esta vez más cerca, y era la voz de una columna de nubes negras como la noche, más grande aún que el brazo de la colosal figura de Tifón. Los pretorianos habían dejado a cierta distancia de mi pequeño refugio la comida y la bebida que habían traído. (Tales servicios son el precio de una lealtad imperecedera; quienes la profesan rara vez trabajan con la misma diligencia que un sirviente común cuya lealtad es un deber.) Salí, y el esmilodonte salió conmigo a recoger las viandas y guardarlas en el refugio. El viento ya estaba entonando su canción de tormenta, y unas gotas heladas y grandes como ciruelas salpicaron la roca frente a nosotros.

—Tendrás pocas oportunidades como ésta —le dije al esmilodonte—. Están corriendo a buscar refugio. ¡Vete ahora!

Partió a la carrera, como si hubiera esperado mi consentimiento, cubriendo diez codos con cada salto. Un momento después había desaparecido detrás del brazo de Tifón. Un momento más y reapareció como una veta tostada que la lluvia oscurecía, y de la cual peones y soldados huían como conejos.

Me alegró ver que las muchas armas de las bestias, por terribles que parezcan, son meros juguetes comparadas con las armas de los hombres.

Soy incapaz de decir si regresó sano y salvo a sus campos de caza, aunque confío en que sí. Por mi parte, me senté un rato bajo el refugio a escuchar la tormenta y masticar pan y fruta, hasta que al fin el viento salvaje me arrebató la lona de encima de la cabeza.

Me levanté; oteando entre las cortinas del aguacero, vi una partida de soldados que trepaba por el brazo.

Sorprendentemente, también vi lugares sin lluvia ni soldados. No quiero decir que esos lugares recién vistos se extendieran donde antes se había extendido el vacío. El doloroso vacío persistía, y la roca se derramaba al menos una legua como una catarata, con el verde oscuro de la alta jungla a lo lejos, muy abajo; la jungla que iba a albergar la aldea de hechiceros por la que el niño Severian y yo pasaríamos.

En verdad me parecía que las direcciones familiares —arriba y abajo, adelante y atrás, izquierda y derecha— se habían abierto como un capullo, revelando pétalos inimaginados, nueva Sefirot cuya existencia se me había ocultado hasta entonces.

Un soldado disparó. La descarga dio a mis pies, en la roca, astillándola como un cincel. Entonces comprendí que los habían enviado a matarme, supongo que porque uno de los hombres que acompañaban al quiliarca se había rebelado contra su sino y había contado lo que pasaba, aunque demasiado tarde para impedir la marcha de los demás.

Otro levantó un arma. Escapé pasando de la roca barrida por la lluvia a un lugar nuevo.

XL — El arroyo más allá de Briah

Estaba en una hierba salpicada de flores, fragante y blanda como ninguna que hubiera conocido; arriba el cielo era azur, rasgado por nubes que escondían el sol y apresaban el aire superior con barras de índigo y oro. Débil, muy débilmente, se oía aún el bramido de la tormenta que barría el monte Tifón. En un momento hubo un fogonazo, o bien la sombra de un fogonazo, si esto es posible, como si un rayo hubiera dado en la roca o uno de los pretorianos hubiera vuelto a disparar.

Me bastó dar dos pasos para que dejara de ver todo esto; pero no parecía tanto que hubiese desaparecido como que yo había perdido la capacidad (o quizá sólo el empeño) de detectarlo, así como al crecer dejamos de ver cosas que nos interesaron de niños. Sin duda, pensé, esto no puede ser lo que el hombre verde llamó Corredores del Tiempo. Aquí no hay ningún corredor; sólo colinas y hierba ondulante y un viento dulce.

A medida que iba avanzando, me dio la impresión de que todo lo que veía era familiar, que caminaba por un lugar donde había estado antes, aunque no podía precisarlo. No era nuestra necrópolis, con sus mausoleos y cipreses. Tampoco los campos no cercados que había recorrido con Dorcas hasta dar con el teatro del doctor Talos; aquellos campos se encogían bajo la muralla de Nessus y aquí no había murallas. Tampoco los jardines de la Casa Absoluta, llenos de adelfas, grutas y fuentes. Se parecía más, pensé, a las pampas en primavera, salvo por el color del cielo.

Luego oí el canto de un torrente, y un momento después vi su resplandor plateado. Corrí hacia él, recordando mientras corría que en un tiempo había sido cojo, y que una vez había bebido en cierto arroyo de Orithya y que luego había visto las pisadas de un esmilodonte; entre sorbos, sonreí pensando que ahora no me asustarían.

Cuando levanté la cabeza, lo que vi no fue un esmilodonte sino una mujer diminuta, con alas de colores brillantes, que corriente arriba vadeaba el lecho pedregoso como refrescándose las piernas.

—Tzadkiel —grité. Luego quedé mudo de embarazo, porque al fin había recordado el lugar.

Ella saludó con la mano, sonriendo, y asombrosamente saltó desde el agua y voló, y las alegres alas ondearon como anafaya teñida.

Me arrodillé.

Sonriendo aún, ella se posó en la orilla a mi lado. —Creo que nunca me habías visto hacerlo. —Una vez te vi, tuve una visión de ti, con grandes alas, suspendida en el vacío, entre las estrellas.

—Sí, allí puedo volar porque no hay atracción.

Aquí tengo que ser muy pequeña. ¿Sabes lo que es un campo de gravedad?

Agitó hacia el prado un brazo no más largo que mi mano, y yo le dije: —Veo éste, poderosa hierogramata.

Se echo a reír; era una música como un tintineo de campanillas.

—¿Pero quieres decir que nos conocemos? —Poderosa hierogramata, soy el último de tus esclavos.

—Has de estar incómodo de rodillas, y desde que me separé de ella has conocido a otra de mis identidades. Siéntate y cuéntamelo.

Y eso hice. Y de veras que fue un placer sentarme en esa orilla, refrescándome de vez en cuando la afanosa lengua con el agua clara y fría del arroyo, y relatarle a Tzadkiel que la primera vez la había visto en las páginas del libro del Padre Inire, y que había ayudado a capturarla a bordo de su propia nave, y que ella era macho y se llamaba Zak, y que me había curado mientras yo estaba herido. Pero tú, que eres mi lector, ya conoces estas cosas (si en verdad existes) porque las he escrito aquí sin omitir nada, o al menos omitiendo muy poco.

Hablando con Tzadkiel junto al arroyo procuré ser lo más breve posible; pero ella no me lo permitía, y me instaba a tomar un desvío y otro hasta que acabé contándole la historia del angelito (sobre el cual leyera en el libro marrón) que había conocido a Gabriel, y mis infancias en la Ciudadela, en la mansión de mi padre y en la aldea llamada Famulorum, cerca de la Casa Absoluta.

Y finalmente, cuando me detuve a tomar aliento quizá por milésima vez, Tzadkiel dijo:

—No es extraño que te haya aceptado; en todas esas palabras no hay una sola mentira.

—He dicho mentiras cuando pensaba que eran necesarias, e incluso cuando no lo eran.

Ella sonrió y no dijo nada.

—Y te mentiría a ti —dije—, poderosa hierogramata, si creyera que mis mentiras salvarían a Urth.

—Ya la has salvado; empezaste a bordo de mi nave y has completado tu tarea en nuestra esfera, también sobre el mundo que llamas Yesod y dentro de él. A Tifón y Agilus, y a muchos de los demás que lucharon contra ti, el combate tiene que haberles parecido desigual; si hubieran sido sagaces, habrían comprendido que el combate ya había concluido; claro que si hubieran sido sagaces, habrían comprendido que eras nuestro siervo y no habrían luchado.

¿Entonces no puedo fracasar?

—No: no has fracasado. Podrías haber fracasado en la nave o después; pero no podías morir antes de la prueba, ni puedes morir ahora hasta que cumplas tu cometido. De no ser así te habrían matado los golpes de los guardias, o el arma de la torre o muchas cosas más. Como sabes, el poder te viene de tu estrella. Cuando ella entre en vuestro sol viejo y dé a luz el sol nuevo…

Le dije: —Me he jactado demasiadas veces de no temer a la muerte para que hoy ese pensamiento me haga temblar.

Ella asintió.

—Eso está bien. Briah es una casa poco duradera.

—Pero este lugar es Briah, o parte de ella. Es un pasaje de tu nave, el que me mostraste cuando me llevabas a mi camarote.

—En ese caso, estuviste más cerca de Yesod mientras estabas conmigo en la nave. Este arroyo es el Madregot, y corre de Yesod a Briah.

—¿Entre los universos? —pregunté—. ¿Cómo es posible?

—¿Cómo podría no ser así? La energía busca a tientas un estado inferior, siempre; lo que significa meramente que las manos del Increado juegan con los universos como las de un malabarista.

—Pero es un arroyo —protesté—. Como los arroyos de Urth.

Tzadkiel asintió. —Esos también son de energía que busca un estado inferior, y lo que se percibe está dictado por el instrumento. Si tuvieras otros ojos u otra mente verías las cosas de otra manera.

Lo pensé un rato y al fin dije: —¿Y cómo te vería a ti, Tzadkiel?

Ella había estado sentada en la orilla, junto a mí; ahora se echó en la hierba, la barbilla en las manos y las brillantes alas abiertas en la espalda como abanicos con ojos pintados.

—Dijiste que éstos eran campos de gravedad y es lo que son, entre otras cosas. ¿Conoces los campos de Urth, Severian?

—Nunca he seguido el arado, pero los conozco tanto como cualquier hombre de la ciudad.

—Suficiente. ¿Y que hay al borde de todos vuestros campos?

—Cercos de madera partida o setos, para encerrar el ganado. En las montañas, muros de piedra sin mezcla, para desanimar a los ciervos.

—¿Y nada más?

—No se me ocurre nada —dije—. Aunque tal vez los he visto con un instrumento inapropiado.

—Los instrumentos que tenéis son los apropiados para vosotros, porque ellos os han moldeado. Es otra ley. ¿Nada más?

Recordé las filas de setos y un nido de alondras que había visto entre las ramas.

—Hierbas y criaturas salvajes.

—Aquí también. Yo misma soy una criatura salvaje, Severian. Tu pensarás que me había apostado para ayudarte. Ojalá fuera cierto, aunque te ayudaré de todos modos; pero soy una parte de mí que hace mucho fue proscrita, mucho antes de la primera vez que me viste. Puede que algún día la giganta que llamas Tzadkiel, aunque yo también me llamo así, quiera que vuelva a ser parte de ella. Hasta entonces permaneceré aquí, entre las atracciones de Yesod y Briah.

»Respecto a lo que preguntaste, si tuvieras algún otro instrumento quizá me vieras como me ve ella, y entonces podrías decirme por qué razón me han exiliado. Pero mientras no veas esas cosas yo no sabré más que tú. ¿Deseas ahora volver a tu mundo de Urth?

Sí —repliqué—. Pero no a la época que he dejado. Como te he dicho, cuando volví a Urth pensaba que iba a helarse antes de que llegara el Sol Nuevo; por muy rápido que yo atrajera mi estrella, antes de que nos alcanzara pasarían muchas edades. Luego me di cuenta de que estaba en una edad que no conocía, y supuse que tendría que agotarme esperando. Ahora veo…

—Cuando hablas de ella se te ilumina la cara —me interrumpió la pequeña Tzadkiel—. Ya comprendo por qué te consideran un milagro. Llevarás el Sol Nuevo antes de dormirte.

—Si puedo sí.

—Y quieres que te ayude. —Hizo una pausa para mirarme con la expresión más seria que le había visto.— Me han tildado muchas veces de mentirosa, Severian, pero si pudiera te ayudaría.

—¿Y no puedes?

—Puedo decirte esto: el Madregot corre de la gloria de Yesod —señaló arroyo arriba— a la destrucción de Briah, hacia allá. —Volvió a señalar.— Sigue el curso del agua y estarás en un tiempo más próximo a la llegada de tu estrella.

—Si no estoy allí para guiar… Pero yo también soy la estrella. Al menos lo era. No puedo… Es como si se hubiera entumecido esa parte de mí.

—Ahora no estás en Briah, ¿recuerdas? Cuando vuelvas allí conocerás otra vez a tu Sol Nuevo… si es que todavía existe.

—¡Tiene que existir! —dije yo—. Él… yo… me necesitará, necesitará mis ojos y oídos para que le cuente qué pasa en Urth.

—Entonces sería mejor —señaló la pequeña Tzadkiel— que no remontes demasiado el arroyo. Unos cuantos pasos, tal vez.

—Cuando venía hacia aquí no lo vi. Puede que no haya caminado en línea recta.

Los pequeños hombros de Tzadkiel subieron y bajaron, moviendo con ellos los pechos minúsculos y perfectos.

—Entonces es irrelevante, ¿no? O sea que da igual este lugar que cualquier otro.

Me levanté, recordando el arroyo como lo había visto al principio.

—Se me cruzó en el camino —le dije—. No, creo que daré unos pasos aguas abajo, como sugeriste. Con un salto en el aire, ella también se levantó.

—Nadie puede saber hasta dónde lo llevará el paso siguiente.

—Una vez oí una fábula sobre un gallo —dije—. El que la contó dijo que era sólo un cuento bobo para niños, pero pienso que había en él cierta sabiduría.

Decía que el siete es un número de la suerte. Con ocho el gallo se pasó de la raya.

Di siete zancadas.

—¿Ves algo? —preguntó la pequeña Tzadkiel. —El arroyo, la hierba y a ti, nada más.

—Entonces tienes que retroceder. No lo cruces o acabarás en otro sitio. Despacio.

Volví la espalda al agua y di un paso.

—¿Ahora qué ves? Baja la mirada de los tallos de la hierba a las raíces.

—Oscuridad.

—Entonces da un paso más.

—Fuego… un mar de chispas.

—¡Otro! —Tzadkiel aleteaba a mi lado como una cometa pintada.

—Sólo tallos como de hierba común.

—¡Bien! Ahora medio paso.

Avancé con cautela. Mientras conversábamos en el prado, habíamos estado todo el tiempo en sombras; ahora fue como si una nube más negra oscureciera la faz del sol, de modo que ante mí apareció una franja de oscuridad, no más ancha que mis brazos abiertos pero profunda.

—¿Y ahora qué?

—Tengo delante el crepúsculo —le dije. Y luego, aunque más que verla la sentía—: Una puerta en penumbras. ¿Debo pasar?

—Eres tú quien decide.

Me acerqué más y me pareció que el prado estaba extrañamente inclinado, como lo había visto desde el refugio de la montaña. Aunque sólo la tenía a tres pasos detrás de mí, la música del Madregot sonaba distante.

Tenues letras flotaban en la oscuridad; sólo un momento después advertí que estaban al revés y que las más grandes componían mi nombre.

Entré en la sombra y el prado desapareció; me perdí en la noche. Tanteé con las manos y toqué una pared de piedra. La empujé y se movió, primero reacia, luego más fácilmente, aunque con la resistencia de los grandes pesos.

Como si sonara junto a mi oreja, oí el campanilleo cristalino de la risa de la pequeña Tzadkiel.

XLI — Severian de su cenotafio

Graznó un cuervo; y cuando la piedra retrocedió vi el cielo estrellado y la sola estrella brillante (azul ahora de velocidad) que era yo. Una vez más estaba entero. ¡Y cerca! Ni la bella Skuld, la del alba, brillaba tanto ni tenía un disco tan amplio.

Por largo tiempo —al menos por un tiempo que me pareció largo— estudié mi otra identidad, lejana todavía allende el círculo de Dis. Una o dos veces oí rumor de voces, pero no me molesté en averiguar de quiénes eran; y cuando al fin miré alrededor estaba solo.

O casi. Un gamo me observaba desde la cresta de una colina baja, a mi derecha, con un débil fulgor en los ojos y el cuerpo perdido en la profunda oscuridad de los árboles que coronaban la cima. A mi izquierda, una estatua miraba fijamente con ojos ciegos. Por fin cantó un grillo, pero la hierba estaba enjoyada de escarcha.

Como en el prado del Madregot, sentí que me encontraba en un lugar conocido y que no era capaz de identificarlo. Pisaba piedra, y la puerta que había empujado también era de piedra. Tres peldaños angostos llevaban a una extensión de hierba cortada. Bajé, y detrás la puerta se cerró silenciosamente, cambiando de naturaleza —o eso pensé entonces— mientras se movía; de modo que una vez cerrada dejó de parecer una puerta.

Yo estaba de pie en una cañada muy estrecha, de cien pasos a lo sumo de linde a linde, entre colinas redondas. En las colinas había puertas, algunas no más anchas que si fuesen de habitaciones privadas, algunas más grandes que el portal del obelisco que se alzaba detrás de mí. Las puertas y los embanderados senderos que llevaban a ellas me dijeron que estaba en los terrenos de la Casa Absoluta. La larga sombra del obelisco no era proyectada por la luna sino por el inicial cuarto creciente del sol, y apuntaba hacia mí como una flecha. Yo estaba en el oeste: dentro de una guardia o menos el horizonte subiría a ocultarme.

Por un momento lamenté haber dado la Garra al quiliarca; quería leer la inscripción grabada en la puerta de piedra. Luego me acordé de la vez en que había examinado a Declan en la oscuridad de la cabaña, y me acerqué más y leí.

En Honor de

SEVERIAN EL GRANDE

Autarca de Nuestra Comunidad

Legítimo Primer Hombre de Urth

Memorabilus

Era un encumbrado bloque de calcedonia azul, y me sentí conmocionado. Me consideraban muerto, eso parecía evidente; y habían elegido ese agradable valle para representar mi lugar de reposo. Yo habría preferido la necrópolis vecina a la Ciudadela — el sitio donde realmente he de reposar al final, o al menos debería creerse que reposo—, o la ciudad de piedra, a la cual podría aplicarse mucho mejor mi primera observación.

Eso me indujo a preguntarme en qué parte de los terrenos estaba, así como a especular sobre si el monumento lo habría erigido el padre Inire o alguna otra persona. Cerré los ojos, dejando que la memoria vagara a su antojo, y para mi asombro encontré el pequeño escenario que con Dorcas y Calveros había remendado para el doctor Talos. Era exactamente el mismo lugar, y mi absurdo monumento se alzaba donde en otro tiempo yo había fingido tomar al gigante Nod por una estatua. Recordando aquel monumento, miré al que había visto al entrar de nuevo en Briah y descubrí que era, como había pensado, una de esas inofensivas criaturas medio vivas. Ahora se me acercaba lentamente, los labios curvados en una sonrisa arcaica.

Durante un aliento admiré el juego de mi luz en sus miembros pálidos, pero me pareció que sólo habían pasado dos o tres guardias desde que el amanecer llegara a las faldas del monte Tifón, y la vitalidad que sentía ahora no me ponía en disposición de contemplar estatuas ni buscar descanso en alguno de los recluidos cobijos dispersos en los jardines. No lejos de donde había visto el gamo, un umbral oculto daba acceso a la Casa Secreta. Corrí hasta él, murmuré la palabra que lo gobernaba y entré.

¡Qué extraño, pero qué bueno, era pisar de nuevo esos pasajes angostos! La sofocante constricción y los peldaños acolchados, como de escalera colgante, convocaban mil recuerdos de citas y enredos: cacerías de lobos blancos, castigos a prisioneros de la antecámara, reencuentros con Oringa.

De haberse cumplido, como en un principio había planeado el padre Inire, que sólo él y el Autarca reinante conocieran esos pasillos tortuosos y esas confinadas cámaras, habrían sido muy parecidos a cualquier mazmorra en todo caso menos agradables. Pero los Autarcas se los habían revelado a sus amadas, y esas amadas a sus propios galanes, de modo que no habían tardado en albergar al menos una docena entera de intrigas en cualquier noche amable de primavera, y a veces quizá cien. El administrador provincial que llevaba a la Casa Absoluta ciertos sueños de aventura o romance raramente se daba cuenta de que la gente pasaba con pie leve a una ana de su cabeza dormida. Entretenido con reflexiones de este cariz, había caminado una media legua o más (parándome de tanto en tanto para espiar salas públicas y apartamentos privados por las mirillas de las puertas) cuando tropecé con el cadáver de un asesino.

Yacía de espaldas, como seguramente había yacido por lo menos desde hacía un año; la marchita carne de la cara había empezado a desprendérsele, de modo que sonreía como quien descubre que al fin y al cabo la muerte no es sino una broma. La mano estirada había soltado el dique envenenado que aún tenía en la palma. Mientras me inclinaba a inspeccionarlo, me pregunté si se las habría arreglado para herirse a sí mismo; cosas mucho más extrañas habían ocurrido dentro de la Casa Absoluta. Más probablemente, decidí, había caído víctima de una supuesta víctima; abordado, quizá, una vez que se reveló lo que se intentaba, o abatido por alguna herida antes de ponerse a salvo. Por un momento pensé en tomar el digue para reemplazar el cuchillo que había perdido hacía tantas quilíadas, pero la idea de esgrimir una hoja envenenada era repugnante.

Una mosca me zumbó junto a la cara.

La ahuyenté; luego miré pasmado cómo hurgaba en la carne seca, seguida por otra docena de moscas.

Di un paso atrás; antes de que pudiera alejarme, todas las espantosas fases de la putrefacción se presentaron en orden inverso, como pilluelos que en un hospicio empujan al frente a los más chicos; la carne ajada se hinchó e infestó de gusanos, retrocedió a la lividez de la muerte y finalmente retomó la coloración y casi la apariencia de la vida; la mano fláccida se cerró sobre el corroído mango de acero del digue hasta apretarlo como una tenaza.

Acordándome de Zama, yo me preparé a correr no bien el muerto se sentara, o a arrebatarle el arma y matarlo. Tal vez estos impulsos se cancelaron mutuamente; el hecho es que no hice nada y me quedé simplemente al lado de él, observándolo.

Se incorporó despacio y me miró con ojos vacíos.

—Más vale que guardes eso, no vayas a herir a alguien —le dije. Esas armas suelen ir envainadas con la espada, pero él llevaba una cuchillera en el cinturón y me hizo caso—. Estás desorientado —continué—. Lo más sensato sería no moverte hasta que vuelvas en ti. No me sigas.

No contestó nada, ni yo esperaba que contestase. Escabulléndome, me alejé lo más rápido posible. Unas cincuenta zancadas después oí sus pasos vacilantes; eché a correr, tratando de no hacer ruido y cambiando de un sendero a otro.

No sé decir cuánto duró. Mi estrella aún estaba subiendo y me pareció que yo habría podido dar la vuelta entera a Urth sin cansarme. Pasé a la carrera frente a muchas puertas extrañas y no las abrí, sabiendo que de un modo u otro todas llevarían de la Casa Secreta a la Casa Absoluta. Por fin llegué a una abertura sin puerta; una corriente de aire me trajo un llanto de mujer, y me detuve y crucé el umbral.

Me encontré en una logia con arcadas en tres lados. Los sollozos de mujer parecían provenir de la izquierda; fui hasta una de las arcadas y atisbé. Daba a la galería amplia y sinuosa que llamábamos Sendero de Aire; la logia era una de esas construcciones que aunque aparentan ser meramente ornamentales sirven a las necesidades de la Casa Absoluta.

Muy abajo, sombras en el suelo de mármol me indicaron que alrededor de la mujer había al menos una docena de pretorianos, apenas visibles, uno de los cuales la sostenía por el codo.

Entonces (no sé decir por qué azar) ella levantó la vista hacia mí. Tenía un hermoso rostro, de esa tez que llaman olivácea y también liso y ovalado como una oliva, y había en él algo que me partió el corazón; y aunque no la reconocía, una vez más tuve una sensación de retorno. Sentí que en alguna vida perdida había estado justo donde estaba ahora; y que en esa vida había visto a esa mujer exactamente de esa manera.

A poco tanto ella como las sombras de los pretorianos quedaron casi fuera de mi vista. Me moví de un arco a otro para no perderlos; y ella a su vez continuaba observándome, y la última vez que la vi me miraba por encima del hombro, cubierto con una túnica pálida.

En esa visión fugaz era tan hermosa y desconocida como en la primera. Su belleza era razón suficiente para que cualquier hombre la mirara, pero ¿por qué me miraba ella? Si yo había entendido algo de su expresión, era una mezcla de esperanza y miedo; quizá también ella tuviera la sensación de un drama que volvía a representarse una segunda vez.

Un centenar de veces repasé mis correrías y enredos en la Casa Secreta, bien como Thecla sola, bien como Severian y Thecla unidos, bien como el viejo Autarca. No logré encontrar el momento; y sin embargo existía. Y, mientras seguía andando, empecé a revisar esos recuerdos que están debajo de los últimos, recuerdos que en este relato apenas he mencionado, que se oscurecen a medida que van haciéndose extraños y quizá se remonten a Ymar, y más atrás de Ymar a la Edad del Mito.

Y sin embargo, por encima de todas esas vidas sombrías —e incomparablemente más vívidas, como la expresión de los ojos de una montaña cuando el bosque que hay a sus pies se ha hundido en una bruma gris— se movía la estrella blanca que era yo mismo. También yo estaba allí; y la vi enfrente, en apariencia muy lejos aún del sol carmesí (aunque mucho más cerca de lo que parecía), y supe entonces que después de tantos siglos ella iba a ser simultáneamente mi destrucción y mi apoteosis. A izquierda y derecha, la valerosa Skuld y la hosca Verthandi parecían satélites irrelevantes. Sobre la faz de la estrella blanca se deslizaba el oscuro lunar de Urth, casi perdido entre sombras; y en los momentos postreros de esa noche, perplejo y meditabundo, fui de un lado a otro bajo tierra.

XLII — ¡Ding, dong, ding!

Al entrar en la Casa Secreta yo apenas había sabido adónde iba. Mejor dicho, apenas había tenido conciencia; como a la larga comprendí, inconscientemente había encaminado los pasos hacia el Hipogeo Amarantino. Pretendía averiguar quién ocupaba el Trono del Fénix y reclamarlo, si era posible. Cuando llegara el Sol Nuevo la Comunidad necesitaría un gobernante que entendiera lo que había ocurrido; eso pensaba yo.

Cierta puerta de la Casa Secreta se abrió detrás de la cortina de terciopelo que colgaba detrás del trono. La había sellado yo, con mi palabra, en el año inicial de mi reinado; y había puesto campanas en el exiguo espacio entre la cortina y el muro, para que nadie entrara sin hacer algún ruido, que el ocupante del trono no dejaría de oír.

Ahora una orden mía abrió la puerta suave y silenciosa. Entré y la cerré a mis espaldas. Las campanillas, pendientes de hilos de seda, tintinearon blandamente; arriba de ellas campanas más grandes, de cuyas lenguas colgaban los hilos, susurraron con voces metálicas y dejaron caer un chaparrón de polvo.

Permanecí inmóvil, atento. Por fin cesó el campanilleo, aunque no sin que yo oyera en él la risa de Tzadkiel.

—¿Qué es ese retintín?— La que hablaba era una anciana, en un tono fino y agrietado.

Alguien más habló con profunda voz de hombre. No pude discernir las palabras.

—¡Campanas! —exclamó la anciana—. Oímos campanas. ¿Tan sordo te has vuelto, quiliarca, que no las oíste tú también?

Eché de menos el digue, con el cual habría podido rasgar la cortina y espiar dentro; mientras volvía a sonar la voz profunda, se me ocurrió que otros que hubieran estado en ese mismo sitio habrían tenido también la misma idea, y cuchillos bien afilados por añadidura.

—Sonaron, te digo. Envía alguien a averiguar.

Quizá hubiera muchas rajaduras así, porque en un solo aliento encontré una, hecha por algún observador apenas más bajo que yo. Mire y vi que me encontraba a tres zancadas de la derecha del trono. Sólo la mano del ocupante era visible, apoyada en el brazo, esqueléticamente flaca: una mano tramada de venas azules y cuajada de gemas.

Ante el trono, con la cabeza inclinada, se agachaba una forma tan vasta que por un momento creí que era la de Tzadkiel cuando había capitaneado la nave. Tenía el pelo en desorden, empastado y sanguinolento.

Detrás se alzaba una piña de guardias tenebrosos, y al lado un oficial sin casco cuyas insignias y la virtualmente invisible armadura lo señalaban como quiliarca de los pretorianos, aunque por supuesto no era el que había desempeñado el cargo en mis días de Autarca, ni tampoco el que yo bajara del alto poste en una época ahora inimaginablemente distante.

Delante del trono, y por lo tanto casi fuera de mi campo visual, una mujer harapienta se apoyaba en un bastón labrado. Justo cuando reparaba en ella, habló y dijo: —Suenan para dar la bienvenida al Sol Nuevo, Autarca. Toda Urth se prepara a recibirlo.

—En nuestra infancia —murmuró la anciana del trono— había poco que hacer salvo leer historia. Así aprendimos que ha habido mil profetas como tú, pobre hermana… No, digamos cien mil. Cien mil desahuciados locos que se creían grandes rectores y encima querían volverse grandes gobernantes.

—¿Quieres oírme, Autarca? —replicó la mujer harapienta—. Hablas de miles y cientos de miles. Al menos mil veces he oído objeciones como las tuyas, pero tú no has oído aún lo que yo he de decir.

—Adelante —dijo la mujer del trono—. Mientras nos diviertas puedes hablar.

—No he venido a divertirte, sino a decirte que el Sol Nuevo ya ha estado aquí muchas veces, quizá visto por una sola persona, o unas pocas. Te acuerdas sin duda de la Garra del Conciliador, pues desapareció en nuestra época.

—La robaron —farfulló la anciana sentada en el trono—. Nosotras nunca la vimos.

—Pero yo sí —dijo la harapienta mujer del bastón—. La vi en manos de un ángel, de niña, una vez que estaba muy enferma. Esta noche, mientras venía hacia aquí, volví a verla en el cielo. Tus soldados también, aunque temen decírtelo. También este gigante, que como yo ha venido a advertirte y por eso ha sido aporreado. Y tú la verías, Autarca, si salieras de esta tumba.

—Ya ha habido antes portentos así. No han traído nada nuevo. Ni ver una estrella con barba nos haría cambiar de idea.

Pensé en salir al escenario para concluir la obra, si podía; y no obstante me quedé donde estaba, preguntándome a quién podría entretener una obra semejante. Porque era una obra, y de hecho una obra que yo ya había visto, aunque no mezclado con el público. Era la obra del doctor Talos, con la anciana del trono en un papel que el doctor había reservado para él y la mujer del bastón en uno de los papeles que fueran míos.

Acabo de escribir que elegí no salir, y es cierto. Pero en el acto mismo de tomar esa decisión llegué a moverme, apenas. Las campanitas volvieron a reír y la campana mayor de cuya lengua dependían sonó una vez, aunque suavemente.

—¡Campanas! —volvió a exclamar la mujer del trono—. Tú, hermana, bruja o como quieras llamarte, ¡largo de aquí! En la puerta hay un retén. Dile al guardián que queremos saber por qué suenan.

—No me iré de aquí porque tú lo ordenes —dijo la mujer harapienta—. Ya he contestado tu pregunta.

En eso el gigante levantó la cabeza, separándose el pelo lacio con manos ensangrentadas.

—Si suenan campanas, es porque llega el Sol Nuevo —gruñó en una voz tan profunda que era difícil entenderlo—. Yo no las oigo, pero no necesito oírlas.

Aunque dudé de mis ojos, era Calveros en persona.

—¿Quieres decir que estamos locos?

Mi oído no es agudo. En un tiempo estudié el sonido, y cuanto más aprende uno de eso menos oye. Además, mis membranas timpánicas se han vuelto demasiado anchas y gruesas. Pero he oído las corrientes que agitan tus negras trincheras y las olas que golpean en tu costa.

¡Silencio! —ordenó la anciana.

—No podéis ordenar a las olas que se callen, madame —le dijo Calveros—. Ya llegan, y están amargas de sal.

Un pretoriano le golpeó la sien con la culata del fusil; fue como un mazazo.

Calveros pareció no acusarlo. —Los ejércitos de Erebus siguen las olas —dijo—, y todas las derrotas que sufran en manos de vuestro esposo serán vengadas.

Esas palabras me revelaron la identidad del Autarca, y tras esta nueva conmoción la de ver a Calveros quedó en poca cosa. Parece que di un respingo, porque las campanitas sonaron con fuerza, y una de las grandes habló dos veces.

—¡Escuchad! —exclamó Valeria con su voz agrietada.

El quiliarca estaba pasmado.

—He oído, Autarca.

Calveros gruñó: —Yo puedo explicarlas. ¿Me oiréis también a mí?

—Ya mí —dijo la mujer del bastón—. Repican por el Sol Nuevo, como ya os ha anunciado el gigante.

Valeria murmuró: —Habla, gigante.

—Lo que voy a decir no es importante. Pero lo diré para que después escuchéis lo que importa. Nuestro universo no es el más alto ni el más bajo. Basta que la materia se haga aquí demasiado densa para que estalle hacia un nivel superior. Nosotros no lo vemos porque todo se nos escapa. Luego hablamos de un agujero negro. Cuando la materia se vuelve demasiado densa en el universo inferior, explota hacia el nuestro. Nosotros vemos una erupción de movimiento y energía, y hablamos de una fuente blanca. Lo que esta profetisa llama Sol Nuevo es una fuente así.

Valeria murmuró: —En nuestro jardín hay una fuente que dice augurios, y hace muchos años oí que alguien la llamaba Fuente Blanca. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con las campanas?

—Tened un poco de paciencia —le dijo el gigante—. Estáis aprendiendo en un aliento lo que yo aprendí en una vida.

La mujer del bastón dijo: —Eso está bien. Nos quedan sólo unos alientos. Alrededor de mil, tal vez.

El gigante la fulminó con la mirada antes de hablar de nuevo con Valeria.

—Los opuestos se unen para aparecer y desaparecer. El potencial de ambas cosas no se pierde. Este es uno de los grandes principios de las causas de las cosas. Nuestro sol tiene en el centro un agujero negro como el que os describí. Para llenarlo, durante milenios se ha acarreado una fuente blanca a través del vacío. Al volar gira, y en su movimiento emite ondas de gravedad.

Valeria exclamó: —¿Cómo? ¿Ondas de gravedad? El quiliarca tiene razón: tú estás loco.

El gigante pasó por alto la interrupción.

—Estas ondas son demasiado leves como para marearnos. Pero Océano las siente y crea nuevas mareas y corrientes desusadas. Como ya os dije, yo las he oído. Ellas me trajeron aquí.

El quiliarca gruñó: —Y si la Autarca lo ordena, te tiraremos de nuevo.

—Del mismo modo las sienten las campanas. Igual que Océano, tienen una masa delicadamente equilibrada. Por lo tanto repican, tal como dice esta mujer, anunciando el Sol Nuevo.

Yo estaba a punto de salir, pero advertí que Calveros no había acabado.

—Si sabéis algo de ciencia, madame, no ignoráis que el agua sólo es hielo al que se ha añadido energía.

Desde mi puesto de observación no veía la cabeza de Valeria, pero tiene que haber asentido.

—La leyenda de las montañas de fuego es más que una leyenda. En épocas en que los hombres no eran sino bestias superiores tales montañas existieron realmente. El vómito de fuego era piedra que la energía había vuelto incandescente, del mismo modo que el agua es hielo fluido. A nuestro mundo llegaban las llamas de un mundo inferior excesivamente cargado de energía: con los mundos ocurre lo mismo que con los universos.

Oí suspirar a Valeria. —Cuando nosotras éramos jóvenes, como no teníamos nada mejor que hacer, nos pasábamos días enteros cabeceando ante fárragos de este tipo. Pero cuando nuestro Autarca vino a buscarnos y despertamos a la vida perdimos familiaridad con todo cuanto habíamos estudiado.

—Por fin ha llegado, madame. La fuerza que hizo sonar vuestras campanas ha entibiado una vez más el corazón de Urth. Ahora repican por la muerte de los continentes.

—¿Ésa es la nueva que has venido a contarnos, gigante? Si los continentes mueren, ¿quién vivirá?

—Los que estén en naves, pienso. Sin duda aquellos cuyas naves estén en el aire o el vacío. Los que ya vivan bajo el mar, como vivo yo desde hace cincuenta años. Pero esto no importa. Lo que…

La solemne voz de Calveros fue interrumpida por un portazo que sonó a cierta distancia en el Hipogeo Amarantino y un estrépito de pies en carrera. Un oficial subalterno fue a plantarse ante el quiliarca e hizo el saludo mientras Calveros y la mujer del bastón se volvían a mirar.

—Sieur… —El hombre observaba a su comandante pero no podía impedir que los ojos asustados se le desviaran hacia Valeria.

—¿Qué pasa?

—Sieur, otro gigante…

—¿Otro gigante? —Me pareció que Valeria inclinaba la cabeza. Vi un relámpago de gemas y debajo un mechón de pelo gris.

—¡Una mujer, Autarca! ¡Una mujer desnuda!

Aunque no le veía la cara, supe que Valeria se dirigía a Calveros cuando preguntó: — ¿Y qué puedes decirnos de esto? ¿Es tu mujer, tal vez?

Él negó con la cabeza; y yo, recordando la cámara roja de su castillo, especulé sobre la disposición de su vida en cavernas talásicas que para mí eran casi inconcebibles.

—El guardián está trayendo a la giganta para que sea interrogada— dijo el subalterno.

El quiliarca añadió: —¿Queréis contemplarla, Autarca? Si no, puedo ocuparme del interrogatorio.

—Estamos cansadas. Ahora nos retiraremos. Por la mañana me dirás qué has averiguado.

—E-ella di-dice —tartajeó entonces el joven subalterno —que ciertos cacógenos han aterrizado en una nave y han dejado aquí un hombre y una mujer.

Por un momento supuse que se refería a Burgundofara y yo; pero era improbable que Abaia y sus ondinas se equivocaran por edades enteras.

—¿Y qué mas? —preguntó Valeria.

—Nada más, Autarca. ¡Nada!

—Te lo veo en los ojos. Si no te baja en seguida a la lengua, lo enterrarán contigo.

—Es un rumor infundado, no más. Ningún hombre nuestro ha informado nada.

—¡Suéltalo!

El subalterno parecía azorado. —Dicen que han vuelto a ver a Severian el Cojo, Autarca. En los jardines, Autarca.

Era entonces o nunca. Levanté la cortina y pasé por debajo, mientras todas las campanillas reían y arriba la gran campana tañía tres veces.

XLIII — La marea vespertina

—Vuestra sorpresa no es mayor que la mía —les dije. Y al menos para tres de ellos era cierto.

Calveros (a quien jamás había esperado volver a ver después de que se hundiera en el lago, pero que en verdad yo había visto, tal como lo recordaba, luchando a mi lado ante el Sillón de justicia de Tzadkiel) se había vuelto demasiado grande para seguir considerándolo humano: la cara era aún más pesada y más deforme; la piel, blanca como la de la mujer del agua que una vez me había salvado de ahogarme.

La chica cuyo hermano me había pedido una moneda a la puerta de su choza se había convertido en una mujer de sesenta años o más, y el gris de la edad se superponía a la delgadez y el curtido de los largos caminos. Ya antes se había apoyado en el bastón como si fuese algo más que la insignia de su oficio. Ahora ella se alzaba con los ojos brillantes, erguida como un álamo joven.

Sobre Valeria no escribiré, salvo para decir que en cualquier sitio la habría reconocido al instante. Sus ojos no habían envejecido. Seguían siendo los ojos relucientes de la muchacha envuelta en pieles que había salido a mi encuentro en el Atrio del Tiempo; y sobre ellos el tiempo no tenía poder.

El quiliarca saludó y se arrodilló ante mí igual que el castellano de la Ciudadela, y tras una pausa embarazosamente larga, también se arrodillaron los otros hombres y el joven subalterno. Les indiqué que se levantaran, y esperando a que Valeria se recuperase (pues momentáneamente temí que se desmayara o algo peor), le pregunté al quiliarca si él había sido oficial subalterno cuando yo ocupaba el Trono del Fénix.

—No, Autarca. Yo era sólo un muchacho. —Sin embargo me recuerdas claramente.

—Mi deber es conocer la Casa Absoluta, Autarca.

En algunos lugares hay cuadros y bustos vuestros.

—No te…

La voz era tan débil que a duras penas la oí. Me volví para cerciorarme de que realmente era Valeria quien hablaba.

—No te muestran como eras de verdad. Te muestran como yo pensaba…

Esperé, curioso.

Ella agitó una mano. Era el gesto de una anciana muy débil.

—Como yo pensaba que serías cuando volvieras a mí, a la torre de nuestra familia en la Ciudadela Vieja. Te muestran como eres ahora. —Rió, y se echó a llorar.

Después de las de ella, las palabras del gigante sonaron como un clamor de ruedas de carro.

—Tiene el aspecto de siempre —dijo—. Yo no recuerdo muchas caras, Severian; pero recuerdo la suya.

—Está diciendo que tenemos una disputa pendiente. Preferiría dejarla así y estrecharle la mano. Calveros se levantó a tomarla, y vi que había cobrado dos veces mi altura.

El quiliarca preguntó: —Autarca, ¿le habéis dado la libertad de la Casa Absoluta?

—Sí. Sin duda es una criatura maligna; pero también lo eres tú, y yo.

Calveros rugió: —A usted no le haré mal, Severian. No se lo he hecho nunca. Si tiré lejos aquella joya fue porque usted creía en ella. Era dañina, o eso me pareció entonces.

—Y benéfica, pero todo esto ha quedado atrás. Olvidémoslo, si podemos.

La profetisa dijo: —También ha hecho daño diciendo que traeríais la destrucción. Yo le he dicho a esta gente la verdad, que traeríais un renacimiento, pero no quisieron creerme.

—Ha dicho la verdad tanto como tú —dije yo—. Para que nazca lo nuevo hay que hacer a un lado lo viejo. Quien va a plantar trigo mata la hierba. Los dos sois profetas, aunque de clases diferentes; s cada cual profetiza lo que el Increado le transmitió.

Entonces se abrieron de par en par las puertas de plata y lapislázuli del otro extremo del Hipogeo Amaran tino, puertas que en mi reinado sólo se usaban para procesiones solemnes y presentaciones ceremoniales de embajadores; y esta vez no irrumpió un oficial solitario sino dos docenas de soldados de caballería, armados de fusiles o lanzas de fuego. Todos sin excepción daban la espalda al Trono del Fénix.

Por un momento me absorbieron tan completamente que olvidé cuántos años habían pasado desde la última vez que Valeria me viese; para mí no había sido un lapso de años, sino de acaso menos de cien días en total. Así que hablando de costado, a la vieja manera que tanto había usado cuando presenciábamos juntos algún largo ritual, la disimulada manera que había aprendido de muchacho para hablar a espaldas del maestro Malrubius, murmuré:

—Esto valdrá la pena verlo.

Al oírla jadear la miré, y vi las mejillas manchadas de llanto y todo el daño que el tiempo había causado. Amamos más cuando comprendemos que el objeto de nuestro amor no tiene ninguna otra cosa; y creo que yo nunca amé a Valeria como en ese momento.

Le puse una mano en el hombro, y aunque no eran lugar ni momento para escenas íntimas, siempre me he alegrado de haberlo hecho porque no hubo tiempo para nada más. La giganta cruzó el umbral a gatas, primero una mano, como una bestia de cinco patas, luego el brazo. Era más grande que los troncos de muchos árboles que se consideran viejos y blanca como la espuma del mar; pero la deformaba una quemadura que se abría y sangraba en el momento mismo en que aparecía.

Hubo un jadeo, y no sólo de Valeria sino de todos, creí oír, salvo de Calveros. Junto con la otra mano asomó el rostro de la ondina, y también la brillante masa de pelo verde, tan enorme que parecía colmar el vano de la puerta. Más de una vez he oído decir hiperbólicamente que alguien tiene los ojos como platos; de los ojos de la giganta era cierto; lloraban lágrimas de sangre, y más sangre le goteaba de la nariz.

Comprendí que había remontado el Gyoll desde el mar, y desde el Gyoll había recorrido el afluente que vagaba por los jardines y en cuyas aguas yo había flotado con Jolenta. Exclamé:

—¿Cómo te han arrebatado de tu elemento?

Tal vez porque era mujer no tenía una voz tan profunda como yo había esperado, aunque sí más profunda que la de Calveros. Pero había en esa voz una cierta ligereza, como si esa criatura que se debatía por cruzar el umbral mientras hablaba, tan claramente moribunda, sintiera, con todo, una vasta dicha que no debía nada a su propia vida ni a la del sol.

—Porque iba a salvaros… —dijo.

Con estas palabras se le llenó la boca de sangre; la escupió, y fue como si hubieran abierto algún desagüe en un matadero.

—¿De las tormentas e incendios que el Sol Nuevo traerá a Urth? —le pregunté—. Te lo agradecemos, pero ya nos han prevenido. ¿No eres una criatura de Abaia?

—Aun así. —Se había arrastrado a través del umbral hasta la cintura. Ahora la carne parecía tan enorme que su propio peso la desprendería de los huesos. Los pechos colgaban como esos almiares que un niño ve alzarse por encima de él. Comprendí que nunca podríamos devolverla al agua: que moriría en el Hipogeo Amarantino y harían falta cien hombres para desmembrar el cadáver y cien más para enterrarlo.

El quiliarca preguntó: —Entonces ¿por qué no te mataríamos? Eres una enemiga de la Comunidad.

—Porque vine a preveniros. —Había dejado caer la cabeza en la terraza, donde yacía en un ángulo tan antinatural que parecía tener el cuello roto; y sin embargo aún hablaba.

—Puedo darte una razón más convincente, quiliarca —dije—. Porque yo lo prohíbo. Una vez ella me salvó, en mi niñez, y recuerdo su cara como recuerdo todo. Si pudiera, la salvaría ahora mismo. —Mirándole el rostro, un rostro de belleza sobrenatural y a la vez una masa horrible, pregunté:— ¿Te acuerdas?

—No. Todavía no ha ocurrido. Ocurrirá, porque tú lo dices.

—¿Cómo te llamas? Nunca lo supe.

—Juturna. Quiero salvarte… antes no. Salvaros a todos.

Valeria siseó: —¿Cuándo ha buscado Abaia nuestro bien?

—Siempre. Habría podido destruiros…

Por un lapso de seis alientos fue incapaz de continuar, pero yo indiqué a Valeria y los demás que guardaran silencio.

—Pregúntale a tu marido. En un día o pocos. En cambio ha procurado domaros. Frenar a Catodon… proscribirlo. ¿Para qué? Abaia nos hubiera convertido en un gran pueblo.

Entonces recordé lo que me había preguntado Famulimus en nuestro primer encuentro: «¿Es todo el mundo una guerra de buenos y malos? ¿Nunca ha pensado que tal vez sea algo más?» Y me sentí en las fronteras de un mundo más noble, donde sabría lo que ese mundo debía ser. El maestro Malrubius me había transportado desde las junglas del norte de Océano hablando del yunque y el martillo, y aquí me parecía percibir un yunque. Aquel maestro Malrubius había sido un acuástor, como los que lucharían por mí en Yesod, creado por mi mente; por eso creía, como yo, que la ondina me había salvado porque iba a ser torturador y Autarca. Era posible que ni él ni la ondina estuvieran del todo errados.

Mientras yo vacilaba perdido en esos pensamientos, Valeria, la profetisa y el quiliarca intercambiaban susurros; pero pronto la ondina volvió a hablar.

—Vuestro día se apaga. Un Sol Nuevo… y vosotros sois sombras.

—¡Sí! —La profetisa parecía dispuesta a saltar de alegría.— Somos las sombras que la llegada del Sol Nuevo proyecta sobre Urth. ¿Qué otra cosa podemos ser?

—Se acerca otro —dije yo, pues creía oír un golpeteo de pies apremiados. Hasta la ondina alzó la cabeza para escuchar.

El ruido, fuera lo que fuese, creció más y más. Un viento extraño silbó por la larga cámara, agitando las antiguas colgaduras y derramando perlas y polvo en el suelo. Bramando como un trueno cerró las puertas que la cintura de la ondina había mantenido abiertas, y transportó ese perfume —agreste y salino, fétido y fecundo como el de la entrepierna de las mujeres— que una vez conocido no se olvida nunca; de modo que en aquel instante no me habría sorprendido oír un clamor de olas o un chillido de gaviotas.

—¡Es el mar! —grité a los demás. Luego, intentando ajustar la mente a lo que sin duda había ocurrido, dije—: Nessus debe estar bajo el agua.

Valeria se sofocaba: —Nessus se inundó hace dos días.

Mientras ella hablaba la alcé; su frágil cuerpo parecía más ligero que el de un niño.

Entonces llegaron las olas, los innumerables destrieros de Océano, con sus bridas blancas, y cubrieron de espuma los hombros de la ondina, de modo que por un momento la vi como si viera dos mundos juntos, a la vez mujer y roca. Ella las recibió levantando la pesada cabeza y lanzó un grito triunfal y desesperado. Era el aullido de una tormenta que azota el mar, un aullido que espero no volver a oír nunca.

Los pretorianos subían ruidosamente al estrado para escapar del agua; el joven subalterno que tan amedrentado y débil parecía agarró la mano de la hermana de Jader (que ya no era profetisa, pues no tenía nada más que profetizar) y la arrastró arriba con él.

—Yo no me ahogaré —rugió Calveros— y los demás no importan. Sálvese usted si puede.

Asentí sin pensar y con el brazo libre abrí la cortina. Los pretorianos se abalanzaron apiñados, con lo cual las campanas que habían sonado tres veces por mí repicaron enloquecidas, y rompiendo las ajadas cuerdas resecas, cayeron clamorosamente.

No con un susurro sino con un grito, porque la palabra no volvería a servir nunca, di la orden a la puerta sellada por donde había entrado. Se abrió, y entonces entró el asesino, mudo aún, medio inconsciente, aturdido por el recuerdo de las cenicientas llanuras de la muerte. Le grité que se detuviera, pero él ya había visto la corona y, debajo, el estragado rostro de la pobre Valeria.

Era sin duda un célebre espadachín; ningún maestro de armas habría golpeado con más rapidez. Vi el destello de la hoja envenenada, luego sentí el feroz dolor con que a través del cuerpo de mi pobre esposa entraba en el mío, donde reabrió la herida que tantos años antes había hecho la hoja de averno de Agilus.

XLIV — La marea matutina

Había un resplandor de luz azur. La Garra había regresado; no la Garra destruida por la artillería ascia, ni siquiera la que yo le había dado al quiliarca de los pretorianos de Tifón, sino la Garra del Conciliador, la gema que había encontrado en mi zurrón mientras caminaba con Dorcas por un oscuro camino junto a la Muralla de Nessus. Intenté decírselo a alguien; pero tenía la boca sellada y no encontraba la palabra. Quizás estuviera demasiado lejos de mí mismo, del Severian de carne y hueso que Catalina había alumbrado en una celda de la mazmorra de la Torre Matachina. La Garra perduraba, refulgiendo, vibrando contra el vacío oscuro.

La luz del sol debió de hacerme volver en mí, como me habría levantado del lecho de muerte. El Sol Nuevo tenía que llegar; y el Sol Nuevo era yo. Alcé la cabeza, abrí los ojos y escupí un chorro de fluido cristalino distinto de cualquier agua de Urth; en realidad no parecía agua sino una atmósfera más rica, tonificante como los vientos de Yesod.

Entonces reí, dichoso de encontrarme en el paraíso, y al reírme sentí que no me había reído nunca, que toda la dicha que había conocido era apenas una intuición vaga, enfermiza y en algún sentido descarriada. Más que la vida, yo había deseado un Sol Nuevo para Urth; y el Sol Nuevo estaba allí, danzando a mi alrededor como diez mil espíritus centelleantes y coronando cada ola de oro Purísimo. ¡Ni en Yesod había visto un sol semejante!

Su gloria eclipsaba en gloria a todas las estrellas y era como el ojo del Increado, algo que el pirólatra no puede mirar sin quedarse ciego.

Apartándome de esa gloria, grité como había gritado la ondina, de victoria y desesperación. En torno a mí flotaban los despojos de Urth: árboles arrancados de cuajo, tejas sueltas, vigas quebradas y sucios cadáveres de bestias y hombres. Allí se esparcía lo que sin duda habían visto los marineros que habían luchado contra mí en Yesod; y al verlo como ellos, dejé de odiarlos; se habían enfrentado al advenimiento del Sol Nuevo con cuchillos de hoja mellada, y en cambio se renovó la sorpresa de que Gunnie hubiera llegado a defenderme. (No por primera vez, me pregunté también si habría roto ella el equilibrio; de haber luchado contra mí, habría vencido ella y no los éidolones. Tal era su naturaleza; y sí yo hubiera muerto, Urth habría perecido conmigo.) Muy a lo lejos, sobre el murmullo de las olas de muchas lenguas, oí o me pareció que oía un grito de respuesta. Eché a andar hacia allí pero pronto me detuve, entorpecido por la capa y las botas; me quité las botas (aunque eran buenas y casi nuevas) y dejé que se hundieran en el agua. Pronto las siguió la capa del subalterno, algo que más tarde lamentaría. Nadar, correr y caminar largas distancias siempre me ha hecho consciente de mi cuerpo, y la sensación era de fortaleza y bienestar; la herida envenenada del asesino se había cerrado como la de Agilus.

Sin embargo era simple fortaleza y bienestar. Había desaparecido el poder inhumano que me venía de la estrella, aunque seguramente había durado lo suficiente para curarme. Cuando intenté alcanzar la parte de mí cuerpo que en un tiempo había estado allí, fue como si quisiera mover una pierna amputada.

De nuevo se oyó el grito. Respondí, e insatisfecho con mis avances (me parecía que cada ola que yo enfrentaba me hacía retroceder lo que había adelantado), tomé aliento y nadé cierta distancia bajo el agua.

Abrí los ojos en seguida, pues me pareció que no había en el agua una pizca de sal; y de chico había nadado a ojo abierto en la ancha cisterna de la base del Campanario y hasta en los estancados bajos del Gyoll. Esta agua parecía clara como aire, aunque en lo más profundo de un azul verdoso. Vagamente, como podemos ver un árbol reflejado en un charco, distinguí el fondo, donde algo blanco se movía de forma tan lenta y errante que me era difícil saber si estaba nadando o meramente derivaba. La pureza y calidez mismas del agua me alarmaron; sentí miedo de olvidar, de un modo u otro, que en realidad no era aire y perderme como una vez me había perdido entre las oscuras, enredadas raíces de los nenúfares celestes.

Rompí las olas, pues, alzándome dos codos por encima de ellas, y a cierta distancia todavía vi una destartalada balsa a la cual se aferraban dos mujeres, y sobre la que un hombre se protegía los ojos para escudriñar la superficie revuelta.

Una docena de brazadas me llevaron hasta ellos. Habían hecho la balsa con todo el material flotante que habían podido encontrar atando las distintas partes. El centro era una gran mesa como la que habría dispuesto un exultante para una cena íntima en su suite; y las ocho robustas patas, que arañaban el aire a pares, semejaban parodias de mástiles.

Después de encaramarme al lomo de un armario (un tanto estorbado por la bienintencionada ayuda que me dieron), vi que el grupo de supervivientes constaba de un hombre calvo y gordo y las dos mujeres, ambas bastante jóvenes, una bajita y agraciada con una cara alegre y redonda de muñeca jovial, la otra alta, morena y de cara enjuta.

—Ya veis —dijo el gordo—, no todo está perdido. Habrá más, acordaos.

La mujer morena murmuró: —Y nada de agua.

—Algo conseguiremos, no temas. Mientras, nada que repartir entre cuatro es sólo un poco peor que nada que repartir entre tres, siempre que se distribuya con justicia.

—Esto que hay todo alrededor tiene que ser agua fresca —dije.

El gordo meneó la cabeza. —Me temo que es el mar, sieur. Marea alta causada por la Estrella del Día, sieur, y en este momento ya ha devorado el campo abierto. Seguro que viene mezclado el Gyoll, así que el agua no será tan salada como dicen que es el viejo Océano, sieur.

—¿No nos conocemos? La cara de usted me resulta familiar.

Se inclinó con la destreza de cualquier legado, sin soltar la mano de una de las patas de la mesa.

—Odilo, sieur, maestro mayordomo, y encargado por nuestro bondadoso Autarca, cuya sonrisa es la esperanza de sus humildes servidores, sieur, del ordenamiento del Hipogeo Amarantino, sieur. Sin duda me vio usted allí, sieur, durante alguna visita a la Casa Absoluta, aunque yo no tuve ocasión de servirlo, estoy seguro, porque habría recordado semejante honor hasta el día de mi deceso, sieur.

—Que podría ser éste —dijo la mujer morena.

Titubeé. No quería fingir que era el exultante por el cual palmariamente me tomaba Odilo; pero, por mucho que me creyesen, anunciarme como el Autarca Severian sería una torpeza.

Me rescató la mujer con cara de muñeca.

—Yo soy Pega, y era doncella de la armigeresa Pelagia.

Odilo frunció el ceño. —Pobres maneras muestras presentándote así, Pega. Eras la auxiliar de Pelagia. —Y añadió para mí:— Era una buena sirvienta, sieur, no tengo nada que reprocharle. Una pizca aturdida, quizá.

La mujer con cara de muñeca pareció arrepentirse, aunque sospecho que era una expresión totalmente adoptada.

—Yo peinaba a madame y me ocupaba de sus cosas, pero en realidad me tenía para que le contara las últimas bromas y los chismes, y para enseñarle a hablar a Picopícaro. Eso decía madame, y siempre me llamaba doncella. —Una gruesa lágrima le rodó por la mejilla y relució al sol; pero si era por el ama muerta o el pájaro muerto yo no podía saberlo.

—Y ésta, ah… esta mujer no quiere presentarse a Pega ni a mí. Quiero decir, más allá de su nombre, que es…

—Thais.

—La presentación me halaga —dije. Para entonces había recordado que detentaba cargos honorarios en una docena de legiones y epitagmas, cualquiera de los cuales podía emplear como incógnito sin necesidad de mentir.

—Hiparca Severian, de los Tarentinos Negros.

La boca de Pega se abrió en un pequeño círculo.

—¡Oh! ¡Entonces lo he visto en la procesión! —Se volvió hacia la mujer que decía llamarse Thais.¡Los hombres llevaban cuirboullis lacados con plumas blancas, y nunca ha visto usted destrieros como aquéllos!

Odilo murmuró: —Entiendo que tú fuiste con tu ama…

Pega respondió algo pero no le hice caso. Me había llamado la atención un cuerpo que cabeceaba a una cadena de la balsa, y pensé cuán absurdo era estar agachado sobre los muebles de un muerto, disimulando ante sirvientes, mientras Valeria se pudría bajo el agua. ¡Cómo se habría burlado ella! Durante una pausa en la charla, le pregunté a Odilo si su padre no había servido en el mismo puesto.

Se iluminó de placer.

—Por cierto que sí, sieur, y toda su vida cumplió a enterísima satisfacción. Fue en los grandes días del padre Inire, sieur, cuando, si es lícito decirlo así, nuestro Hipogeo Apotropaico era famoso en toda la Comunidad. ¿Puedo saber por qué lo pregunta, sieur?

—Pensaba, nada más. Es más o menos lo habitual, se me ocurre.

—Sí, sieur. Le dan al hijo la oportunidad de mostrar un buen temple; y si aprueba, conserva el cargo. Tal vez no lo crea, sieur, pero una vez mi padre encontró al tocayo de usted antes de que llegara a ser Autarca. ¿Sabe algo de la vida y los hechos de ese hombre, sieur?

—No tanto como me gustaría, Odilo.

—Airoso modo de hablar, sieur. Sumamente airoso, en verdad. —Asintiendo, el gordo mayordomo echó una luminosa sonrisa a las mujeres, para asegurarse de que apreciaban la exquisita cortesía de mi respuesta.

Pega estudiaba el cielo. —Parece que lloverá. Puede que al fin y al cabo no muramos de sed.

Tahis replicó: —Otra tormenta. En cambio nos ahogaremos.

Les dije que esperaba que no, y había empezado a examinar mi estado emocional cuando recordé que la acumulación de nubes en el este ya no podía atribuirse al influjo de mi estrella.

Odilo no iba a privarse de contar la historia que había anunciado. —Era noche entrada, sieur, y mi padre estaba haciendo la ronda final cuando vio una persona vestida con un hábito fulígeno de carnifex, aunque sin la acostumbrada espada de ejecuciones. Como cabía esperar, lo primero que se le ocurrió fue que el hombre se había disfrazado para una mascarada, de las cuales hay varias en cualquier noche en uno u otro sector de la Casa Absoluta. Sin embargo él sabía que en el Hipogeo Apotropaico no iba a haber ninguna, poco afectos a tales diversiones como eran el padre Inire y el entonces Autarca.

Sonreí, recordando la Casa Azur. La mujer morena me miró un instante y se tapó ostentosamente los labios con la mano, pero yo no tenía deseos de cortar el recital de Odilo; ahora que ya no vagaría más por los Corredores del Tiempo, todo lo concerniente al pasado o el futuro me parecía infinitamente precioso.

—Su siguiente ocurrencia, que más le habría valido fuese la primera, sieur, como tantas veces nos concedió a madre y a mí, sentados junto al fuego, fue que aquel carnifex, considerándose apto para pasar inadvertido, se disponía a cumplir alguna misión siniestra. Mi padre comprendió de inmediato que era vital, sieur, averiguar si su tarea servía al padre Inire o a algún otro. Por lo tanto se le acercó, audaz como si lo respaldara una cohorte de hastarii, y le preguntó directamente qué hacía allí.

Thais murmuró: —Seguro que si hubiera andado en algo malo se lo habría dicho.

Odilo dijo: —Mi querida dama, puesto que se ha abstenido de informarnos, aun cuando nuestro alto huésped nos participó amablemente de su patricia identidad, ignoro quién puede ser usted. Pero es obvio que nada sabe de artificios, ni de las intrigas que se desarrollan día a día, ¡y noche a noche!, en la miríada de pasillos de la Casa Absoluta. Mi padre sabía muy bien que ningún agente encargado de una misión secreta la habría descubierto, por abrupta que fuese la inquisitoria. Se confió al albur de que algún gesto involuntario o alguna expresión fugaz delatara la intención traicionera, en caso de que la hubiese.

—¿No llevaba ninguna máscara ese Severian? —pregunté—. Ha dicho que iba vestido de torturador.

—Estoy absolutamente seguro de que no, sieur, ya que mi padre lo describía a menudo: un semblante de hombre salvaje, sieur, crudamente marcado en una mejilla.

—¡Lo conozco! —prorrumpió Pega—. He visto un retrato y un busto. Están en el Hipogeo Absciticio; los puso la Autarca cuando se volvió a casar. Tiene aspecto de poder cortarte la garganta mientras silba entre dientes.

Sentí como si me hubieran cortado la mía.

—¡Muy acertado! —aprobó Odilo—. Algo muy parecido decía mi padre, aunque nunca de modo tan sucinto como para que yo pudiera recordarlo.

Pega estaba examinándome. —Nunca tuvo hijos, ¿no es cierto?

Odilo sonrió: —Me figuro que eso se habría sabido.

—Hijos legítimos. Pero le habría bastado levantar una ceja para cubrir a cualquier mujer de la Casa Absoluta. Todas exultantes.

Oclilo le dijo que se mordiera la lengua. Ya mí: —Espero que perdone a Pega, sieur. Al fin y al cabo es casi un cumplido.

—¿Que me digan que parezco un degollador? Sí, es la clase de cumplidos que recibo siempre. —Yo hablaba sin reflexionar y de esa manera continué, buscando llevar la conversación hacia el segundo matrimonio de Valeria y a la vez esconder la pena que sentía.¿Pero no tendría que ser mi abuelo, ese degollador? Si Severian el Grande estuviera vivo, seguro que tendría más de ochenta años. ¿A quién tendría que preguntarle por él, Pega? ¿A mi madre o a mi padre? ¿Y no creen que al fin y al cabo algo habrá tenido ese hombre, para disponer de tantas chatelaines hermosas cuando de joven había sido torturador, aun si la Autarca tomó un nuevo marido?

Para llenar el silencio que siguió a mi pequeño discurso, Odilo dijo: —Ese gremio fue abolido, sieur, creo yo.

—Por supuesto. Es lo que siempre cree la gente.

Todo el este se había puesto negro ya, y el movimiento de la improvisada balsa era perceptiblemente más vivo.

Pega susurró: —No quería ofenderlo, hiparca. Lo único es que…

Lo que quiso decirme se perdió en el estruendo de la rompiente.

—No —le dije—. Tienes razón. Por lo que sé era un hombre duro; y también cruel, al menos por reputación, aunque puede que en esto él no hubiera estado de acuerdo. Muy posiblemente Valeria se casó con él por el trono, aunque a veces, se dice, no fue por eso. Al menos el segundo marido la hizo feliz.

Odilo rió entre dientes.

—Bien dicho, sieur. Limpia estocada. Has de cuidarte, Pega, cuando cruzas espadas con un soldado.

Thais se levantó, aferrando una pata de la mesa y señalando con la otra mano.

—¡Mirad!

XLV — El barco

Era un velero; unas veces se alzaba tanto que veíamos el casco oscuro y otras casi se perdía, hundido y girando en los abismos de las olas. Gritamos hasta enronquecer, todos, y dimos saltos y agitamos los brazos, y por último yo me puse a Pega en los hombros, donde se balanceó tan precariamente como yo en el bandeante howdah del balucho de Vodalus.

La tensa cangreja del barco osciló en el viento. Pega gimió.

—¡Se están hundiendo!

—No —le dije yo—, están saliendo.

El pequeño foque se vació a su vez, aleteando, y luego volvió a llenarse. No sé decir cuántos alientos o cuántos latidos de mi corazón pasaron hasta que vimos al agudo botalón apuñalar el cielo como un mástil clavado en una colina verde. Pocas veces el tiempo pasó para mí tan lentamente, y me parece que podrían haber sido varios cientos de latidos.

Un momento más y teníamos el barco a un tiro de flecha, arrastrando una soga por el agua. Yo me zambullí, nada seguro de que los demás me seguirían pero pensando que a bordo los podría ayudar más que en la balsa.

En seguida me pareció que había caído en otro mundo, más extravagante que el arroyo Madregot. Las infatigables olas y el cielo nublado desaparecieron como si no hubieran existido nunca. No habría podido decir por qué medios, pero percibía una corriente poderosa; aunque los inundados pastizales de mi inundada nación pasaran debajo de mí y sus árboles me llamaran con miembros suplicantes, el agua en sí parecía en calma. Era como si yo observara el lento rodar de Urth por el vacío.

Al cabo vi una cabaña con las paredes y la chimenea de piedra todavía en pie; la puerta abierta parecía hacerme señas. Sentí un terror súbito y desesperado como el día en que me había ahogado en el Gyoll, y nadé hacia arriba en busca de la luz.

Mi cabeza rompió la superficie; la nariz me chorreaba agua. Por un momento tuve la impresión de que balsa y barco habían desaparecido, pero una ola levantó el barco y divisé las curtidas velas. Comprendí que, aunque no lo pareciese, había estado bajo el agua mucho tiempo. Nadé con todas mis fuerzas, pero cuidándome de mantener la cara en el aire todo lo posible y cerrando los ojos cuando la hundía en el agua.

A popa estaba Odilo con una mano en la caña; al verme agitó el brazo y me animó con gritos que yo no oía. Un momento después apareció en la regala la cara redonda de Pega, y luego otra cara desconocida, castaña y arrugada.

Una ola me recogió como una gata recoge sus crías; caí cabeza abajo por la otra falda y en el seno me encontré con la soga. Odilo abandonó la caña (que de todos modos, como vi al trepar a bordo, estaba sujeta con una cuerda) y se unió a los demás para subirme. Como la barquita tenía apenas dos codos de francobordo, no me costó mucho apoyar un pie en el timón y dejarme caer por encima de la popa.

Aunque me había visto hacía menos de una guardia, Pega me abrazó como a un muñeco de paño.

Odilo se inclinó como si nos hubieran presentado en el Hipogeo Amarantino.

—¡Sieur, temí que hubiera perdido usted la vida en estos mares tempestuosos! —Hizo una nueva inclinación.— ¡Sieur, es un extremo placer y un completo asombro, sieur, si se me permite decirlo así, volver a verlo, sieur!

Pega fue más directa. —¡Todos pensamos que había muerto, Severian!

Le pregunté a Odilo dónde estaba la otra mujer; entonces la divisé, justo cuando devolvía al mar el agua de un cubo. Como mujer sensata, estaba achicando; y como mujer sensata, lanzaba el agua a favor del viento.

—Está aquí, sieur. Ahora estamos todos aquí, todos juntos, sieur. Yo mismo fui el primero en llegar a esta embarcación. —Odilo hinchó el pecho con disculpable orgullo.— Pude ayudar un poco a las mujeres, sieur. Pero a usted, sieur, nadie lo había visto desde que, si cabe formularlo así, sieur, echamos nuestros destinos a las olas. Es una enorme felicidad, sieur, sí, una verdadera delicia… —Se recompuso.— Claro que un joven oficial de su constitución física e indudable arrojo no podía correr gran peligro, sieur, allí donde humildes personas habíamos salido con bien, sieur. Aunque por poco margen, sieur. Por escasísimo margen. Y sin embargo a las jóvenes les inquietaba no verlo, sieur, por lo cual espero y confío que las perdone.

—No hay nada que perdonar —le dije—. Gracias a todos por vuestra ayuda.

El dueño del barco, un viejo marino, hizo un gesto complejo (medio oculto por la gruesa chaqueta) que fui incapaz de entender y escupió a barlovento.

—Nuestro salvador —dijo Odilo, radiante— es…

—No importa —espetó el marino—. Vaya allí y adrice la mayor. El foque también se ha enredado. Vamos, muévase o esto se va a la banda.

Hacía diez años o más que había navegado en el Samru, pero entonces había aprendido cómo opera un aparejo de largo a largo y yo no me olvido de nada. Antes de que Odilo y Pega lograran vislumbrar los misterios de un simple cordaje, ya había adrizado la hinchada vela mayor, y con la ayuda del estay, librado el foque y recogido el paño.

Vivimos el resto del día con miedo a la tormenta, impulsados por los fuertes vientos que la precedían, siempre escapando pero nunca del todo seguros. Hacia la noche el peligro pareció reducirse, y nos pusimos al pairo. El marino nos dio una taza de agua a cada uno, una ración de pan duro y una rebanada de carne ahumada. Yo sabía que tenía ganas de comer, pero descubrí que estaba desesperadamente hambriento, como todos los demás.

—Hay que abrir bien los ojos y buscar comida —instruyó solemnemente a Odilo y las mujeres—. A veces en los naufragios se encuentran cajas de galletas o barriles de agua. Supongo que éste es el mayor naufragio que ha habido nunca. —Hizo una pausa, escrutando el velero y el mar de alrededor, alumbrado aún por la demorada incandescencia del nuevo sol de Urth.— Hay islas, o había, pero tal vez no las encontremos, y no tenemos comida ni agua suficiente para llegar a las Tierras Jánticas.

—He observado —dijo Odilo— que en el curso de la vida los acontecimientos alcanzan un nadir a partir del cual luego se elevan. La destrucción de la Casa Absoluta, la muerte de nuestra amada Autarca… si por piedad del Increado no está viva aún en algún lugar…

—Está viva —le dije—. Créame. —Cuando vi que me miraba con ojos esperanzados, sólo pude agregar débilmente:— Siento que está viva.

—Confío en usted, sieur. Pero como decía, entonces las circunstancias empeoraron. — Miró en torno, e incluso Thais y el viejo marino asintieron.— Y no obstante vivimos. Yo descubrí una mesa que flotaba y pude ofrecer mi auxilio a estas pobres mujeres.

Juntos descubrimos más muebles y construimos la balsa, en la cual no tardó en sumársenos nuestro eminente huésped; y por último nos rescató usted, capitán, por lo cual le estamos enormemente agradecidos. Diría yo que hay en esto una tendencia. Creo que por algún tiempo nuestras circunstancias se inclinarán a mejorar.

Pega le tocó el brazo.

—Usted habrá perdido a su mujer, Odilo, y a su familia. Es admirable que no los mencione, pero sabemos cómo puede sentirse.

Él sacudió la cabeza. —Nunca me casé. Aunque a menudo lo he lamentado, hoy me alegro. Ser mayordomo de todo un hipogeo, y particularmente del Hipogeo Amarantino en los tiempos del padre Inire, como era yo en mi juventud, requiere un esfuerzo incesante; apenas queda una guardia para dormir. Con anterioridad al lamentado deceso de mi padre, hubo cierta joven, servitrix confidencial de una chatelaine, si puedo decirlo así, con quien tenía esperanzas… Pero la chatelaine se retiró a sus dominios. La joven y yo nos escribimos durante un tiempo. —Suspiró.— Indudablemente encontró otro, pues una mujer siempre encontrará otro si lo desea. Espero y confío que fuera digno de ella.

De haber sido capaz, yo habría intervenido para aliviar la tensión; pero dividido como estaba entre la comprensión y la gracia, no se me ocurrió nada inocuo que decir. Las infladas maneras de Odilo lo hacían parecer ridículo, y sin embargo yo tenía conciencia de que esas maneras habían evolucionado a lo largo de muchos años, a través de los reinados de muchos Autarcas, como forma de preservar a la gente de palacio, así como Odilo había sido preservado últimamente de la destitución y la muerte; y ahora tenía conciencia de que yo mismo había sido uno de esos Autarcas.

Pega había empezado a hablarle en un tono que era casi un susurro y, aunque yo oía la voz por encima del golpeteo de las olas contra la banda, no alcanzaba a discernir qué decía. Tampoco estaba seguro de querer oírlo.

El viejo marinero había estado hurgando en la pequeña bóveda que cubría las dos últimas anas de la popa.

—Sólo tengo cuatro mantas —anunció.

Odilo interrumpió a Pega para decir: —Entonces yo me las arreglaré sin nada. Ya se me ha secado la ropa y no tengo por qué sentirme incómodo.

El marino arrojó una manta a cada mujer y otra a mí y se quedó con la restante.

Puse la mía en las rodillas de Odilo.

—Yo no voy a dormir por un rato; tengo que pensar algunas cosas. ¿Por qué mientras tanto no la usa? Cuando tenga sueño trataré de tomarla sin despertarlo.

Thais empezó: —Yo… —Y vi casualmente que a Pega le daba un codazo tan fuerte que le cortó la respiración.

Odilo dudada; en la luz declinante yo apenas le distinguía la cara demacrada, pero sabía que seguramente estaba muy cansado. Por fin dijo: —Es una gran amabilidad, sieur. Gracias, sieur.

Hacía rato que yo había terminado mi ración de pan y carne ahumada. No deseando darle tiempo a que se arrepintiera, fui a la proa y contemplé el mar. Las olas guardaban todavía un fulgor de crepúsculo, y yo sabía que esa luz era mía. En aquel momento comprendí qué puede sentir el Increado y conocí los dolores que él conoce por la muerte de las cosas que crea. Incluso él, me parece, estará sujeto a la ley —es decir, a la necesidad lógica— de que no puede existir nada eterno en el futuro que no esté, como él mismo, arraigado en la eternidad pasada. Y mientras lo contemplaba en sus dichas y quebrantos, se me ocurrió que yo era muy parecido a él, aunque mucho más pequeño; y que acaso así se considere una hierba respecto al gran roble, o una de las innumerables gotas de agua en el Océano.

Cayó la noche y salieron todas las estrellas, tanto más brillantes por haberse escondido a la mirada del Sol Nuevo como niños asustados. Las recorrí, buscando no mi propia estrella —que como bien sabía, nunca volvería a ver— sino el Final del Universo. No lo encontré, ni ésa ni ninguna noche desde entonces; y sin embargo seguro que está allí, perdido entre la miríada de constelaciones.

Un resplandor virescente asomó detrás de mi hombro como un fantasma, y recordando las facetadas linternas de color del Samru, pensé que habíamos enarbolado una luz similar; me giré a mirar y era el resplandeciente rostro de Luna, del que había caído el horizonte oriental, como un velo. Ningún hombre la había visto tan brillante como yo esa noche. ¡Qué extraño pensar que era la misma cosa tenue y endeble que apenas la noche anterior yo había visto junto al cenotafio! Supe entonces que el viejo mundo de Urth había muerto, como el doctor Talos ya había predicho, y que nuestro barco flotaba, no allí, sino en las aguas de la Urth del Sol Nuevo, que es llamada Ushas.

XLVI — El fugitivo

Estuve largo rato en la proa, escudriñando los centinelas de la noche a medida que el rápido movimiento de Ushas los revelaba. Nuestra antigua Comunidad se había hundido; pero la luz de estrellas que me tocaba los ojos era más antigua aún; lo había sido cuando la primera mujer amamantó al primer niño. Me pregunté si las estrellas llorarían al enterarse de la muerte de nuestra Comunidad, cuando Ushas fuera vieja.

Lo cierto es que yo, que había sido una estrella semejante, en ese momento lloré.

Me sacó de esto alguien que me tocaba el codo. Era el viejo marino, el capitán del barco; reservado como pareciera hasta ese momento, ahora estaba conmigo hombro con hombro, mirando las aguas como yo. Me di cuenta de que no sabía cómo se llamaba.

Iba a preguntárselo cuando dijo: —¿Crees que no te conozco?

—Es posible —le dije—. Pero en ese caso, tienes una cierta ventaja sobre mí.

—Los cacógenos son capaces de descubrir el pensamiento de un hombre y mostrárselo. Lo sé bien.

—Crees que soy un éidolon. Los he conocido, pero no soy uno de ellos. Soy un hombre como tú.

Fue como si no me hubiera oído.

—Me he pasado todo el día observándote. Y desde que nos acostamos te he observado en vez de dormir. Dicen que no lloran pero no es cierto, y cuando te vi llorar a ti me acordé de lo que dicen y de que están equivocados. Entonces pensé cómo puede ser. Pero tenerlos en el barco da mala suerte, y también da mala suerte pensar demasiado.

—Seguro que es cierto. Pero los que piensan demasiado no pueden evitarlo.

Él asintió.

—No, supongo.

Las lenguas de los hombres son más viejas que nuestra tierra hundida; y resulta extraño que en un tiempo tan largo no se hayan encontrado palabras para las pausas de la conversación, cada una de las cuales tiene su propia calidad y cierta longitud. Nuestro silencio se prolongó mientras cien olas golpeaban el casco; contenía el bamboleo del barco, el susurro del viento nocturno en las jarcias y una expectativa meditabunda.

—Quería decirte que nada de lo que le hagas me va a lastimar. Lo mandes a pique o hagas que encalle, no me importa.

Le contesté que podía hacer las dos cosas, suponía, pero no iba a hacerlas deliberadamente.

—Cuando eras real nunca me hiciste mucho daño —dijo el marino después de otra larga pausa—. Si no hubiera sido por ti no habría conocido a Maxellindis… Tal vez fue malo. Tal vez no. Vivimos algunos años buenos, Maxellindis y yo.

Miraba ciegamente las olas incansables; lo examiné por el rabillo del ojo y me di cuenta de que se había partido la nariz, quizá más de una vez. La reparé mentalmente y llené las mejillas angulosas.

—Hubo una vez que me golpeaste. ¿Te acuerdas, Severian? Acababan de hacerte capitán. Cuando me llegó el turno le hice lo mismo a Timon.

—¡Eata! —Sin darme cuenta de lo que hacía, lo abracé y lo alcé como cuando éramos aprendices.¡Eata, pedazo de mocoso, pensé que no iba a verte nunca más! —Había hablado tan fuerte que Odilo gimió y se movió en sueños.

Eata parecía atónito. Llevó la mano al cuchillo del cinto; luego la retiró.

Hice que se sentara. —Cuando reformé el gremio tú no habías desaparecido. Dijeron que te habías escapado.

—Es verdad. —Intentó tragar saliva, o quizá sólo recobrar el aliento.— Me alegro de oírte, Severian, aunque seas una pesadilla. ¿Cómo dijiste que se llamaban?

—Éidolones.

—Un éidolon. Si los cacógenos querían mostrarme a alguien salido de mi cabeza, me habría podido encontrar en peor compañía.

—Eata, ¿recuerdas la vez que nos quedamos fuera de la necrópolis?

Asintió. —Y Drotte quería que yo me colara entre los barrotes, pero no pude. Luego, cuando los voluntarios abrieron la puerta, escapé y os dejé a ti, a él y a Roche a los cuervos. Ninguno de vosotros parecía tenerle mucho miedo al maestro Gurloes, pero en aquel entonces yo le temía.

—Nosotros también, pero no íbamos a mostrarlo delante de ti.

—Supongo. —Estaba sonriendo; a la luz verde de la luna se le veía el destello de los dientes y la muesca negra donde uno de ellos había sido arrancado. Como dijo el piloto cuando nos mostró a su hija, los niños son así.

Loca y pasajeramente se me ocurrió que si Eata no hubiera huido, quizá él habría salvado a Vodalus y habría hecho y visto todas las cosas que yo hice y vi. Podía ser que en otra esfera hubiese ocurrido de ese modo. Apartando la idea, pregunté: —¿Pero qué has hecho todo este tiempo? Cuéntame.

—No hay mucho que contar. Cuando era capitán de aprendices era muy fácil escabullirme y ver a Maxellindis cada vez que su tío amarraba el bote en el Barrio Algedónico. Yo había hablado con los marineros y aprendido un poco a navegar; así que cuando llegaba la época de las fiestas no podía soportarlo, no podía andar de fulígeno.

—Yo sólo lo soporté —dije— porque no me imaginaba viviendo en otro lugar que la Torre Matachina.

—Pero yo sí, ¿comprendes? Me había pasado todo ese año pensando vivir en el bote y ayudar a Maxellindis y su tío. El hombre envejecía, y necesitaban a alguien ágil y más fuerte que ella. No esperé a que los maestros me llamaran a elegir. Simplemente escapé.

—¿Y después?

—Me olvidé de los torturadores lo más rápido posible. Sólo hace poco empecé a tratar de acordarme cómo vivía en la Torre Matachina cuando era joven. No querrás creerme, Severian, pero durante años no pude mirar la colina de la Ciudadela cuando pasábamos por ese tramo. Miraba para otro lado.

—Te creo —le dije.

—El tío de Maxellindis murió. El hombre solía ir a una taberna que estaba en el sur del delta, en un lugar llamado Liti. Seguro que nunca lo has oído nombrar. Una noche fuimos a buscarlo y estaba sentado con su botella y su vaso, con un brazo en la mesa y la cabeza apoyada en el brazo; pero cuando intenté sacudirle el hombro, se cayó de la silla, y ya estaba frío.

—Hombres que el vino había matado tiempo atrás yacían junto a fuentes de vino y seguían bebiendo, demasiado embotados para comprender que se les había acabado la vida.

—¿Yeso qué es? —preguntó Eata.

—Un viejo cuento, nada más —dije—. No me hagas caso. Sigue.

—Después de eso trabajamos en la barca ella y yo solos. Nos las arreglábamos tan bien como los tres antes. En realidad nunca nos casamos. Por alguna razón, cuando los dos queríamos nunca había dinero. Y cuando teníamos el dinero siempre había alguna pelea. De todos modos, al cabo de un par de años todos creían que estábamos casados. —Se sonó la nariz y tiró los mocos por la borda.

—Sigue —volví a decir.

—Hacíamos algo de contrabando, y una noche nos paró un guardacostas. Fue ocho o diez leguas al sur de la colina de la Ciudadela. Maxellindis saltó, oí el ruido del chapuzón, y yo también habría saltado pero uno de los inspectores me arrojó un achico a los pies y me levantó. Sabes qué es eso, supongo.

Asentí. —¿Yo todavía era Autarca? Podrías haber recurrido a mí.

—No. Se me pasó por la cabeza, pero estaba seguro de que me mandarías de nuevo al gremio.

—No lo habría hecho —le dije—, ¿pero era peor que lo que te hizo la ley?

—El gremio era para toda la vida. Eso pensaba yo al menos. El caso es que me llevaron río arriba con nuestra barca a remolque. Me encerraron hasta la sesión ordinaria y luego el juez ordenó que me azotasen y me embarcasen en una carraca. Me tuvieron engrillado hasta que perdimos de vista la costa y me hicieron trabajar como esclavo, pero llegué a ver las Tierras Jánticas y me tiré por la borda y me quedé allí dos años. No es mal sitio si uno tiene algo de plata.

—Pero volviste —dije yo.

—Hubo un alzamiento; yo estaba viviendo con una muchacha y la mataron. Cada dos años hay un lío así en el mercado por el precio de los alimentos. Los soldados rompen cabezas y me figuro que a ella también. Justo en ese momento había una carabela anclada frente a la isla de la Flor Azul, y yo fui a ver al capitán y me dio una litera. Cuando uno es joven puede ser un idiota terrible, y yo pensaba que a lo mejor Maxellindis había conseguido otra barca parados dos. Pero cuando volví al río ella no estaba.

No la vi nunca más. Me imagino que murió la noche que el guardacostas nos echó el garfio.

Hizo una pausa, la mano en la barbilla. —Maxellindis era casi tan buena nadadora como yo. Y yo nadaba casi tan bien como Drotte o tú, recuerdas, pero quizá la atrapó una ninfa. A veces pasaban cosas así, sobre todo en los tramos más bajos.

—Lo sé —dije yo, recordando la enorme cara de Juturna tal como la vislumbrara de niño, cuando había estado a punto de ahogarme en el Gyoll.

—No queda mucho más que contar. Yo llevaba algo de dinero en un ceñidor de seda que le había encargado a un hombre de allí, y cuando pagaron en la carabela conseguí algo más. Con eso compré este barco y aquí estoy. Pero todavía sé hablar un poco en la lengua jántica, y cuando la oiga en otro me vendrá más a la boca. Tendría que ser así, si es que conseguimos más comida y bebida.

Le dije: —En ese mar hay muchas islas. Una vez las vi en un mapa, en el Aula Hipoterma.

Él asintió. —Calculo que unas doscientas, y muchas más que yo no he visto en ningún mapa. Pensarás que no hay forma de que un barco deje de verlas, pero es posible. A menos que tengas mucha suerte, puedes pasar entre ellas sin enterarte. En gran parte depende de que sea de día o de noche, y de la altura a que esté el vigía: en el palo mayor de una carraca o en la proa de mi barquito.

Me encogí de hombros.

—Sólo nos queda tener esperanza.

—Algo así dijo la rana cuando vio a la cigüeña. Pero tenía la boca seca y la palabra no le salió del todo. —Eata calló un momento, estudiándome a mí y no a las olas. — Severian, ¿tú sabes qué te ha pasado? ¿Aunque no seas un sueño de los cacógenos?

—Sí —respondí—. Pero no soy un fantasma. O si lo soy, tendría que echarle la culpa al hierogramato Tzadkiel.

—Pues cuéntame qué te pasó, como yo te he contado todo lo que me pasó a mí.

—De acuerdo. Pero antes quisiera preguntarte algo. ¿Qué sucedió en Urth después que me fui?

Eata se sentó en un cofre desde donde podía mirarme sin volver la cabeza.

—Sí —dijo—. Partiste a traer el Sol Nuevo, ¿no es verdad? ¿Y lo encontraste?

—Sí y no. Te lo contaré no bien me hayas contado qué sucedió en Urth.

—De lo que probablemente quieres oír yo no sé mucho. —Se frotó la mandíbula.— De cualquier modo, no estoy seguro de recordar exactamente qué pasó ni cuándo. Todo el tiempo que estuve con Maxellindis tú eras Autarca, pero sobre todo decían que estabas luchando contra los ascios. Después, cuando volví de las Tierras Jánticas, te habías ido.

—Si allí pasaste dos años, con Maxellindis habrás pasado ocho —le dije.

—Así es, más o menos. Cuatro o cinco con ella y el tío y dos o tres después, los dos solos. El caso es que tu autarquina fue Autarca de Urth. La gente comentaba porque era mujer, y decía que le faltaban palabras.

»Así que cuando cambié mi oro extranjero por chrisos, algunos llevaban tu cara y otros la de ella, o al menos una cara de mujer. Se casó con el dux Cesidius. Hubo una gran celebración por toda la calle lubar, carne y vino para todo el mundo. Yo me emborraché y estuve tres días sin volver al barco. La gente decía que estaba bien que se casara: ella podría quedarse en la Casa Absoluta y ocuparse de la Comunidad mientras él se ocupaba de los ascios.

—Me acuerdo de él —dije yo—. Era un excelente jefe. —Era extraño evocar aquel rostro de águila e imaginar al feroz y torvo propietario yaciendo con Valeria.

Algunos dijeron que lo había hecho porque él se parecía a ti —dijo Eata—. Pero era más guapo, me parece, y quizás un poco más alto.

Procuré recordar. Más guapo, sin duda, que yo con la cara marcada. Me dio la impresión de que en altura Cesidius estaba un poco por debajo de mí, aunque, desde luego, cualquiera es más alto cuando todo el mundo se arrodilla ante él.

—Y después él murió —continuó Eata—. Eso fue el año pasado.

—Ya —dije.

Me quedé un rato largo pensando, con la espalda apoyada en la regala. La luna, ahora casi encima de nuestras cabezas, proyectaba la sombra del mástil como una barra negra entre los dos.

—¿Y del Sol Nuevo qué, Severian? Prometiste que ibas a contarme.

Empecé, pero cuando estaba hablando de la muerte de Idas vi que Eata se había dormido.

XLVII — La ciudad sumergida

Yo también tendría que haber dormido, pero no lo hice. Estuve una guardia o más de pie en la proa, mirando a veces a los dormidos y a veces el agua. Thais yacía como yo a menudo, boca abajo, la cabeza acunada en los brazos doblados. Pega había hecho de su cuerpo rollizo una bola, con lo que se la habría tomado por una gatita convertida en mujer; tenía la columna apretada contra el flanco de Odilo. Él estaba de espaldas, los brazos bajo la cabeza y la barriga alzada al aire.

Despatarrado, más que medio sentado, Eata apoyaba la mejilla en la regala; se me ocurrió que estaba exhausto. Mientras lo estudiaba, me pregunté si cuando despertase seguiría creyendo que yo era un éidolon.

Y con todo, ¿quién era yo para decirle que se equivocaba? El verdadero Severian —y estaba seguro de que una vez había habido un verdadero Severian había desaparecido largo tiempo atrás entre las estrellas. Levanté los ojos tratando de encontrarlo.

Al fin comprendí que no iba a poder, no porque no estuviera (pues estaba), sino porque Ushas se había apartado de M, escondiéndolo detrás de su horizonte junto con muchos otros. Porque nuestro Sol Nuevo es apenas una estrella entre miríadas, aunque acaso muchos lo olviden ahora que de día sólo él es visible.

Desde la cubierta de la nave de Tzadkiel nuestro sol es sin duda tan bello como los demás. Los seguí analizando aunque, lo sabía, nunca iba a descubrir al Severian que no era un sueño de Eata; y al fin comprendí que estaba buscando la nave. No la encontré, pero las estrellas eran tan hermosas que no lamenté el esfuerzo.

El libro marrón que ya no llevo conmigo, un libro que sin duda fue destruido con otros cientos de millones en lo que fuera la biblioteca del maestro Ultan, narraba un cuento sobre un gran santuario, un lugar velado por una cortina recamada de diamantes para que los hombres no viesen el rostro del Increado y murieran. Pasadas muchas eras de Urth, un hombre audaz se abrió camino en el templo, mató a todos los guardias y desgarró la cortina para arrancar los diamantes. La pequeña cámara que encontró al otro lado estaba vacía, o así dice el cuento; pero cuando salió a la noche, el hombre miró el cielo y lo vio consumiéndose en llamas. ¡Qué terrible que sólo conozcamos nuestras historias después de haberlas vivido!

Tal vez fue el recuerdo de ese cuento. Tal vez sólo la idea de la biblioteca sumergida, cuyo maestro final, estoy seguro, había sido Cyby, y en la que Cyby tuvo que morir, sin ninguna duda. Como fuese, la conciencia de que Urth había sido destruida me abordó con una claridad y un horror que no había tenido antes, ni siquiera al ver la cabaña en ruinas con la chimenea aún en pie, por más temor que me hubiera dado. Ya no estaban los bosques donde yo había cazado, ni un árbol ni una planta. El millón de pequeños feudos que habían nutrido a un millón de Melitos y los habían enviado al norte armados de tanta ingenuidad y un valor tan humilde, las anchas pampas en las que Foila había cabalgado al galope enarbolando una lanza: todo había desaparecido, cada nabo, cada brizna de hierba.

Un niño muerto, mecido por las olas, pareció hacerme una seña. Al verlo comprendí que sólo tenía una manera de expiar lo que había hecho. Una ola me llamó, me llamó el niño, y ya me estaba diciendo que me faltaba coraje para quitarme la vida cuando sentí que la regala se me iba de las manos.

El agua se cerró sobre mí pero no me ahogué. Sentí que podía respirar pero no respiraba. Iluminada por Luna, que ahora refulgía como una esmeralda, el agua se extendía a mi alrededor como cristal verde. Lentamente me hundí en un abismo que parecía más claro que el aire.

Lejos se cernían formas enormes: cosas cien veces más grandes que un hombre. Algunas parecían barcos, otras nubes; una era una cabeza sin cuerpo; otra tenía cien cabezas. Con el tiempo se perdieron en la bruma verde, y vi debajo de mí una llanura de légamo y desechos donde se alzaba un palacio mayor que la Casa Absoluta, aunque en ruinas.

Entonces supe que estaba muerto, y que para mí no había en la muerte ninguna liberación. Un momento después supe también que soñaba, que con el canto del gallo (cuyos brillantes ojos negros no volverían a perforar los magos) me despertaría y me encontraría compartiendo la cama con Calveros. El doctor Talos le pegaría, e iríamos en busca de Agia y Jolenta. Me entregué al sueño; pero creo que casi había rasgado el Velo de Maya, ese glorioso tejido de apariencias que oculta la realidad última.

Luego estuve entero una vez más, aunque moviéndome aún en los vientos helados que soplan de la Realidad al Sueño y que nos llevan con ellos como hojas. El «palacio» que me había hecho pensar en la Casa Absoluta era mi ciudad de Nessus. Vasta como había sido, ahora parecía más grande que nunca; como el muro de nuestra Ciudadela, muchas secciones de la Muralla se habían desmoronado, convirtiéndola en una ciudad verdaderamente infinita. También habían caído muchas torres, y las paredes de ladrillo se amontonaban como cáscaras de melones podridos. Allí donde cada año los Celadores habían marchado hasta la catedral en procesión solemne había cardúmenes de caballas.

Intenté nadar y descubrí que ya estaba nadando, que brazos y piernas se me movían rítmicamente. Me detuve, pero (al contrario de lo que esperaba) no subí flotando a la superficie. Aletargado, a la deriva en una corriente invisible, descubrí que debajo de mí se estiraba el canal del Gyoll, aún con sus orgullosos puentes pero que no cruzaban ahora ningún río, pues había agua por doquier. Cosas ahogadas aguardaban allí, ruinosas y cubiertas de ondulantes hierbas verdes: barcos hundidos y columnas derribadas. Traté de expulsar el último aliento de mis pulmones para ahogarme yo también. Cierto que salió una burbuja de aire; pero el agua fría que se precipitó a entrar no trajo el frío de la muerte.

Seguí hundiéndome, siempre lentamente, hasta encontrarme donde nunca había pensado, en el barro y la suciedad del fondo del río. Era como estar en la cubierta de la nave de Tzadkiel, pues apenas había fuerza que atrajera mis pies desnudos como para retenerme. La corriente me urgía a dejarme llevar, y me sentí un fantasma que un soplo de aliento habría dispersado con sólo murmurar unas palabras de exorcismo.

Caminé; o mejor, digamos que nadé a medias, fingiendo caminar. Cada paso alzaba una nube de cieno que luego flotaba a mi lado como una criatura viviente. Cuando me detuve a levantar los ojos vi a la verde Luna, un borrón amorfo sobre las olas invisibles.

Cuando miré abajo otra vez, encontré a mis pies un cráneo amarillento medio enterrado en el lodo. Lo recogí; faltaba la mandíbula inferior, pero el resto estaba completo y sin lesiones. Por el tamaño y los dientes intactos imaginé que tenía que haber sido de un muchacho o un joven. De modo pues que alguien más se había ahogado en el Gyoll hacía mucho, quizá un aprendiz muerto en una época demasiado anterior a la mía para que yo hubiera oído la breve y triste historia, quizá sólo un niño de los inquilinatos que atestaban las aguas sucias.

O tal vez era el cráneo de una pobre mujer, estrangulada y tirada al agua; en Nessus, cualquier noche habían perecido así mujeres y niños, y hasta hombres. Se me ocurrió que cuando el Increado me había elegido como instrumento para destruir la tierra, sólo los bebés y las bestias habían muerto inocentes.

Y sin embargo tenía la sensación de que el cráneo había sido de un muchacho, y que en cierto modo el muchacho había muerto por mí, víctima del Gyoll cuando se había escamoteado al Gyoll el debido sacrificio. Lo tomé por las órbitas, le sacudí el barro y me lo llevé.

Largos escalones de piedra bajaban a lo hondo del canal, mudos testimonios del número de veces que los diques habían sido elevados y los embarcaderos extendidos desde arriba. Los subí uno a uno, aunque habría podido flotar casi con la misma facilidad.

Todas las casas de vecindad se habían derrumbado. Vi que una masa de pececillos, varios centenares al menos, se apretaba en los escombros; al aproximarme se dispersaron como plateadas chispas de fuego, revelando un pálido cadáver en parte devorado. Después de eso no volví a ahuyentar ningún cardumen.

Sin duda había muchos muertos así en la ciudad, que en un tiempo había sido tan grande como para excitar la admiración de todo el mundo; pero ¿y yo, qué? ¿No era un cadáver más a la deriva? Tenía el brazo frío a mi propio tacto y el peso del agua me agobiaba los pulmones; incluso para mí era como si caminara en sueños. Sin embargo seguía moviéndome, o creía moverme contra toda corriente, y mis ojos fríos veían.

Ante mí se alzaba, cerrado, el mohoso portón de la necrópolis; hebras de kelp laberíntico subían por los barrotes como senderos de montaña, símbolos inalterados de mi viejo exilio. Me lancé hacia arriba, dando varias brazadas, y blandiendo el cráneo sin proponérmelo. Súbitamente avergonzado, lo solté; pero pareció que me seguía, propulsado por el movimiento de mi mano.

Antes de embarcarme en la nave de los hieródulos que me llevaría a la nave de Tzadkiel, yo había estado acuclillado en el aire, rodeado de cráneos que cantaban y trazaban círculos. Aquí se desplegaba la realidad que había preanunciado aquella ceremonia. Lo supe; lo comprendí, y en mi comprensión tuve una certeza: como yo ahora, el Sol Nuevo debía atravesar ingrávido su mundo sumergido, en medio de un anillo de muertos. El precio que había pagado Urth era la pérdida de sus antiguos continentes; este viaje era el precio que me tocaba pagar a mí, y lo estaba pagando en este momento.

El cráneo se posó blandamente en el suelo empapado donde, una generación tras otra, habían yacido los pobres de Nessus. Volví a recogerlo. ¿Qué palabras me había dicho el centinela apostado en la atalaya?

El exultante Talarican, cuya locura se manifestaba en un interés abrasador por los aspectos más bajos de la existencia humana, sostenía que las gentes que viven de devorar la basura de otras suman dos gruesas de millares; que si por cada vez que inhalamos aire se tirara un pobre del parapeto de este puente viviríamos por toda la eternidad, pues Nessus cría hombres y los quiebra más rápido de lo que respiramos.

Ahora ya no saltan al agua; el agua ha saltado por ellos. Al menos ya no son miserables y quizá algunos han sobrevivido.

Cuando llegué al mausoleo donde había jugado de niño, descubrí que la puerta, obstruida durante tanto tiempo, estaba ahora cerrada: la fuerza torrencial del mar había completado un movimiento iniciado tal vez un siglo atrás. Dejé el cráneo en el umbral e intenté nadar hasta la superficie, una superficie en la que danzaba una luz de oro.

XLVIII — Viejas y nuevas tierras

El barco de Eata no se veía por ningún lado. Escribir, como debo, que nadé todo ese día y la mayor parte del siguiente parece ridículo, y sin embargo así fue. El agua que otros calificaban de salada no me parecía tal; cuando tuve sed la bebí y me refrescó. Rara vez sentí cansancio; cuando ocurría, descansaba en las olas, flotando.

Ya había desechado todas mis ropas excepto los pantalones, y ahora me los quité. Por viejo hábito de prudencia, antes de abandonarlos revisé los bolsillos; había moneditas de latón, el regalo de Ymar. Tanto las leyendas como las efigies se habían desgastado; y estaban oscuras de verdegrís, y en verdad parecían lo que eran: objetos antiguos. Dejé que resbalaran de mis dedos juntos con toda Urth.

Dos veces vi peces grandes, quizá peligrosos; pero no parecían ser una amenaza para mí. Mujeres del agua, de las cuales Idas fuera tal vez la más pequeña, no vi ninguna. Tampoco vi a Abaia, el señor de todas ellas. Ni a Erebus, ni a ninguna criatura monstruosa.

La noche llegó con un tren cargado de estrellas, y yo floté de espaldas contemplándolas, mecido por las tibias aguas de Océano. ¡Cuántos mundos fértiles fluyeron entonces sobre mí! Una vez, huyendo de Abdiesus, yo me había cobijado en una roca y había mirado esas mismas estrellas, intentando imaginarme su cofradía y cómo en ellas los hombres podrían vivir y construir ciudades que supieran menos del mal que las nuestras. Ahora comprendía cuán estúpidos eran esos sueños, pues había conocido otro mundo, que me había resultado más extraño que todo cuanto era capaz de imaginar. Tampoco habría podido concebir la heteróclita tripulación que encontrara en la nave de Tzadkiel, ni a los guiñadores, aunque todos provenían de Briah como yo; y Tzadkiel no había tenido escrúpulos en tomarlos como servidores.

Pero por mucho que rechazara esos sueños, descubrí que volvían espontáneamente. En torno a ciertas estrellas, aunque parecían ascuas fluctuando en la noche, creí ver estrellas aún más pequeñas; y, mirándolas, cobraron forma en mi mente unas visiones oscuras, hermosas y aterradoras. Por fin aparecieron nubes que borraron las estrellas y por un rato dormí.

Cuando llegó la mañana, miré cómo la noche de Ushas caía del rostro del Sol Nuevo. Ningún mundo de Briah habría podido albergar una visión más maravillosa, y yo no había visto ni siquiera en Yesod un prodigio mayor. El joven rey, reluciente de un oro como no se encuentra en mina alguna, andaba sobre el agua; y su gloria era tal que quien la miraba nunca habría de mirar a otra.

Las olas danzaban para él, lanzándoles a los pies diez mil gotas de honor, y cada una él la transformaba en un diamante. Apareció una ola grande —pues empezaba a soplar viento— y yo monté en ella como montan las golondrinas en el aire de primavera. Menos de un aliento logré mantenerme en la cresta, pero desde esa cumbre vislumbré el rostro de él; y en vez de cegarme, ese rostro me reveló el mío. Es algo que no ha vuelto a ocurrir y quizá no ocurra nunca. Entre los dos, a cinco o más leguas de distancia, una ondina afloró en el mar y alzó la mano para saludarlo.

Luego la ola se desplomó, y yo con ella. Si hubiera esperado, habría venido una segunda ola, pienso, y me hubiera alzado por segunda vez; pero para muchas cosas (de las cuales ese momento fue para mí la principal) no puede haber segunda vez. Para que ningún recuerdo inferior la oscureciera, me sumergí en el agua refulgente, hundiéndome más y más, deseoso de probar los poderes que había descubierto apenas la noche anterior.

Persistían aún, aunque yo ya no nadaba medio en sueños y el impulso de terminar mi vida se había extinguido. Ahora mi mundo era un lugar del azul más puro y claro, con suelo de ocre y dosel de oro. El sol y yo flotábamos en el espacio y desde lo alto sonreíamos a nuestras esferas.

Después de nadar un tiempo —cuántos alientos no sé, porque no tomaba aire— recordé a la ondina y me dispuse a encontrarla. Seguía temiéndola, pero al fin había aprendido que no siempre había que temer a las de su especie; y si bien Abaia había conspirado para impedir la llegada del Sol Nuevo, la época en que mi muerte la hubiera impedido ya había pasado. Nadé más y más hondo, porque pronto aprendí cuánto más fácil era ver algo que se movía contra la superficie brillante.

De pronto ya no pensé en la ondina. Debajo de mí había otra ciudad; una ciudad que yo no conocía, que nunca había sido Nessus. Las torres en ruinas se extendían por todo el fondo de Océano, y había antiguos restos de naufragios entre ellas, que ya habían sido antiguas cuando esos restos eran jóvenes navíos botados entre gritos de alegría, con estandartes en la arboladura y bailes en el castillo de proa.

Buscando entre las torres caídas descubrí tesoros tan nobles que habían soportado el paso de los eones: gemas espléndidas y brillantes metales. Pero no encontré lo que buscaba: el nombre de la ciudad y el nombre de la olvidada nación que la había construido para perderla en Océano como nosotros habíamos perdido Nessus. Con pedruscos y caracolas raspé dinteles y pedestales; había muchas palabras escritas, pero en caracteres que yo no podía leer.

Durante varias guardias nadé y busqué entre las ruinas sin levantar nunca los ojos; pero al fin una enorme sombra se proyectó en la arena de la avenida que tenía delante, y miré hacia arriba para ver cómo la ondina, trenzas de kraken y vientre de barco, pasaba rápidamente y desaparecía en un deslumbrante fuego solar.

En el acto me olvidé de las ruinas. Cuando salí de nuevo al aire soplé agua y aliento turbio, como un manatí, y eché la cabeza atrás para quitarme el pelo de los ojos. Porque mientras subía había visto la costa: una costa baja, marrón, de la cual me separaba menos agua que la que en un tiempo dividiera los Jardines Botánicos de la ribera del Gyoll.

En poco más de lo que tardo en mojar la pluma tenía tierra bajo los pies. Así como antes había caído de las estrellas cuando aún las amaba, salí del mar amándolo todavía; y en verdad no hay en Briah lugar que no sea hermoso cuando en él ya no acecha la muerte, salvo aquellos lugares que los hombres han ideado con ese propósito. Pero lo que yo más amaba era la tierra, porque en la tierra nací.

¡Pero qué tierra terrible era ésa! Ni una brizna de hierba por ningún lado. Todo era arena, algunas piedras, muchos caracoles y un barro espeso y negro que se cocía y agrietaba al sol. Ciertas líneas de la obra del doctor Talos volvieron para atormentarme:

Los continentes mismos son viejos como mujeres decaídas, que han perdido hace tiempo la belleza y la fertilidad. El Sol Nuevo se acerca, y con estruendo los echará al mar como buques que se van a pique. Y del mar se alzan nuevos continentes, con oro, plata, hierro y cobre. Con diamantes, rubíes y turquesas, tierras que nadan en el magma de un millón de milenios, y que hace tanto tiempo fueron devoradas por el mar.

Yo, que me jacto de no olvidar nada, había olvidado que quienes decían esto eran los demonios.

Mil veces me sentí tentado y peor que tentado de volver a Océano; pero en cambio me arrastré hacia el norte por una costa que parecía infinita y que se extendía de norte a sur. La playa estaba cubierta de despojos, tablas de construcción astilladas y árboles arrancados de raíz, cosas todas que las olas habían arrojado como espantapájaros, entre las cuales se veía a veces un trapo o la pata de un mueble roto. De tanto en tanto encontraba una rama tan verde que aún tenía hojas vivas, como si ignorara que el mundo había muerto. «Llevadme, llevadme al bosque caído!» Así me había cantado Dorcas cuando acampábamos junto al vado, y eso había escrito en el vidrio azogado de nuestra cámara de la Víncula de Thrax. Como siempre, Dorcas había sido más sabia de lo que los dos imaginábamos.

Por fin la costa torció hacia adentro en una gran bahía, tan amplia que sus recovecos más profundos se perdían en la distancia. A través de una legua de agua divisé el otro extremo. Me habría sido fácil cruzar a nado, pero me resistía a zambullirme.

El Sol Nuevo ya empezaba a desaparecer tras el ascendente hombro del mundo, y aunque dormir acunado por las olas había sido muy placentero, yo no deseaba repetirlo, ni quería dormir en la tierra húmeda. Decidí acampar donde estaba, hacer fuego si podía y comer si encontraba alimento; por primera vez en el día se me ocurrió que no había probado nada desde la magra comida que compartiéramos en el barco.

Había leña como para un ejército, pero aunque escarbé buscando los barriles y cajas de que había hablado Eata, no encontré nada; al cabo de dos guardias, mi único hallazgo era una botella con tapón, medio llena de vino rojo, despojo de alguna tabernucha como aquella donde muriera el tío de Maxellindis. Golpeando piedras contra piedras y descartando las menos prometedoras, al fin conseguí una débil chispa; pero nada que encendiera las ramas todavía húmedas que había recogido. Cuando el Sol Nuevo quedó oculto y los callados fuegos de las estrellas se burlaron de mis vanos esfuerzos, abandoné y me eché a dormir, reconfortado en parte por el vino.

Había pensado que nunca volvería a contemplar a Apheta. Me equivocaba, porque esa noche la vi, mirándome desde el cielo tal como me había mirado al marcharme de Yesod con Burgundofara. Parpadeé y miré con atención, pero pronto vi sólo el disco verde de Luna.

No tenía la impresión de dormir, pero a mi lado estaba Valeria, llorando por el hundimiento de Urth; unas lágrimas dulces y tibias me golpeteaban la cara. Me desperté y descubrí que tenía el cuerpo caliente y congestionado, y que Luna se había escondido detrás de unas nubes que derramaban una lluvia suave. No lejos, en la playa, una puerta sin umbral ofrecía el refugio de un techo tosco. Me arrastré por debajo de ella, me tapé la cara con el brazo y dormí una vez más deseando no despertarme nunca.

De nuevo la playa se inundó de luz verde. Uno de esos aleteantes horrores que me había sacado de la voladora del antiguo Autarca revoloteó como una polilla entre mis ojos y Luna, creciendo cada vez más; por primera vez comprendí que sus alas eran nótulas. Aterrizó torpemente en el barro cuarteado, entre lobos blancos.

Sin darme cuenta de que la había montado nos elevamos juntos. Unas olas iluminadas de luna se cerraron alrededor, y debajo de mí vi la Ciudadela. Entre las torres, que erróneamente yo había creído derruidas, nadaban peces grandes como barcos; salvo por el agua y los festones de algas, todo estaba como antes. Por un momento temblé ante la idea de empalarme en la aguja de un capitel. El gran cañón que me había disparado cuando me conducían hasta la prefecta Prisca volvió a resonar ahora, y la descarga atravesó Océano con un bramido de vapor.

La descarga me alcanzó, pero no fui yo el que murió entonces; la Ciudadela hundida desapareció como el sueño que era, y me descubrí nadando por la brecha en la muralla, entrando en la Ciudadela real. La cumbres de las torres afloraban entre las olas; y entre ellas estaba juturna, sumergida hasta el cuello, comiendo peces.

—Has sobrevivido —exclamé, y sentí que también esto no era más que un sueño.

Ella asintió. —Tú no.

Yo estaba débil de sueño y de miedo, pero pregunté: —¿Entonces estoy muerto? ¿Y tengo que ir a un lugar de los muertos?

Sacudió la cabeza.

—Vives.

—Estoy dormido.

—No. Has… —Hizo una pausa, masticando, sin expresión en el rostro enorme.

Cuando volvió a hablar, unos peces que no eran los grandes peces de mi sueño, sino criaturas plateadas no más grandes que carpas, saltaron del agua ante la barbilla de Juturna para recoger los fragmentos que le caían de los labios.

—Has resignado tu vida, o lo intentaste. Hasta cierto punto has triunfado.

—Estoy soñando.

—No. Ya no sueñas. Continuando así morirías, si pudieras.

—Fue porque no pude ver a Thecla atormentada, ¿no? Ahora he visto la muerte de Urth, y el asesino he sido yo.

—¿Quién eras cuando te presentaste ante el Sillón de justicia del hierogramato?

—Un hombre que aún no había destruido todo lo que amaba.

—Eras Urth, y por lo tanto Urth está viva. Grité: —¡Esto es Ushas!

—Si tú lo dices. Pero Urth vive en Ushas y en ti. —Tengo que pensar —le dije—. Alejarme y pensar. No era mi intención entonar una súplica, pero al oír mi voz reconocí la de un mendigo.

—Hazlo, pues.

Miré sin esperanza la Ciudadela semisumergida. Como una aldeana que indica el camino a un viajero extraviado, Juturna extendió manos y brazos y me señaló direcciones que yo no había advertido antes.

—Por allí el futuro, por aquí el pasado. Allí está el margen del mundo, y más allá los otros mundos de tu sol y los mundos de otros soles. Aquí está el arroyo que nace en Yesod y corre hacia Briah. No dudé.

XLIX — Apu-Punchau

Las aguas ya no eran del negro de la noche sino de un verde oscuro; me pareció atisbar innumerables hebras de algas, erguidas y balanceándose en la corriente. El hambre me traía el recuerdo de los peces de juturna, y entretanto observaba cómo Océano se desvanecía haciéndose más tenue y ligero, y cómo cada gota diminuta se separaba de las demás, hasta que no quedó más que niebla.

Tomé aliento, y lo que entró fue aire y no agua. Planté el pie en el suelo, y era tierra firme.

Lo que había sido agua era una pampa de hierba alta hasta la cintura, un mar de hierba cuya costa se perdía en un remolino blanco, como si una turba de fantasmas danzase allí rápida, silenciosa y lúgubremente. La caricia de la niebla no consiguió horrorizarme, aunque era más viscosa que la de un espectro de cuento nocturno. Esperando encontrar comida y calentarme, eché a andar.

Se dice que los que vagan en la oscuridad, y más aún los que vagan en la niebla, describen meros círculos en la llanura. Puede que éste fuera mi caso, pero no lo creo. Un viento tenue agitaba la niebla, y yo mantenía ese viento siempre a mis espaldas.

Una vez había recorrido la Vía de Agua con una sonrisa, imaginándome desafortunado y extasiándome en el infortunio. Ahora sabía que así había comenzado el viaje que me convertiría en verdugo de Urth; y aunque mi tarea estaba cumplida, me pareció que nunca volvería a ser feliz; aunque al cabo de una o dos guardias habría sido harto feliz, supongo, con que sólo me devolvieran mi capa de oficial.

Por fin el viejo sol de Urth se elevó detrás de mí, y se elevó en una gloria coronada de oro. Ante él huyeron los espectros; contemplé la extensión de la pampa, un verde océano infinito, susurrante, atravesado por un millar de olas. Infinito, es decir, excepto al este, donde unas montañas levantaban altivas fortalezas no marcadas aún por la forma humana.

Continué hacia el oeste, y mientras andaba se me ocurrió que, si hubiera podido, yo — que había sido el Sol Nuevo— me habría escondido detrás del horizonte. Acaso el que había sido el Sol Viejo hubiera sentido lo mismo. Al fin y al cabo había un Sol Viejo en Escatología y génesis, la obra del doctor Talos, y aunque la representación hubiese quedado incompleta para siempre, el propio doctor Talos, que se había vuelto un vagabundo de las tierras occidentales, en una ocasión había pensado desempeñar el papel.

Aves zancudas taconeaban por la pampa pero si me acercaba demasiado huían. Una vez, cuando acababa de aparecer el sol, vi un felino manchado; pero no tenía hambre y se escabulló. Cóndores y águilas viraban en el cielo, motas negras contra el brillante cielo azul. Yo estaba tan famélico como ellos; y aunque era imposible en ese lugar, de vez en cuando imaginaba un olor a pescado frito, engañado sin duda por el recuerdo de la miserable taberna donde había conocido a Calveros y el doctor Talos.

El maestro Palaemon nos había enseñado que el cliente encerrado en una celda puede aguantar tres días sin agua; pero para quien se afana bajo el sol ese tiempo es demasiado. Creo que ese día yo me habría muerto si no hubiese encontrado agua fresca, cosa que sucedió cuando mi sombra parecía ya muy larga. Era sólo un arroyuelo, apenas más ancho que el arroyo que en mi visión llevaba a Briah, y tan hundido en la pampa que no lo vi hasta que casi rodé por el barranco.

Rápido como un mono, bajé a cuatro manos la orilla rocosa y me sacié con esa agua entibiada por el sol; para quien había bebido la limpieza del mar tenía sabor a lodo. De haber estado tú conmigo, lector, apremiándome a que siguiéramos caminando, creo que te habría matado. Me derrumbé entre las piedras, demasiado exhausto para dar un paso más, y antes de cerrar los ojos ya estaba dormido.

Pero creo que no dormí mucho. Cerca rugió un gran felino, y me desperté temblando de un miedo más viejo que la primera morada humana. De niño, cuando dormía en la Torre Matachina con otros aprendices, muchas veces oía ese rugido en la Torre del Oso y no tenía miedo. Lo que cambia las cosas, creo, es la ausencia de paredes. En la torre yo sabía que unos muros me protegían, y que otros aprisionaban a los esmilodontes y átroxes. Ahora sabía que estaba expuesto y a la luz de las estrellas me puse a juntar piedras, apilándolas, me dije, como proyectiles, pero en verdad (como creo ahora) para alzar una pared.

¡Qué raro era! Mientras nadaba o caminaba en el fondo de la corriente, me había imaginado una deidad, o al menos algo más que un hombre; ahora me sentía algo menos. Y con todo, si lo pienso, al fin de cuentas no es tan raro. En ese lugar yo estaba quizás en una época muy anterior a aquella en que Zak había hecho lo que hizo en la nave de Tzadkiel. Allí el Sol Viejo aún no se había debilitado, y era posible que ni siquiera lograran alcanzarme esas influencias que arrojaban sombras detrás de mí cuando había llegado al barranco.

Por fin vino el alba. El sol del día anterior me había dejado enrojecido y frágil; no salí del barranco, donde a veces había un poco de sombra, y caminé cruzando el arroyo o por la orilla, y encontré el cuerpo de un pecarí que alguien había matado cuando el animal bajaba a beber. Arranqué un pedazo de carne, lo mastiqué, y lo lavé con agua barrosa.

Alrededor de las nonas avisté la primera bomba de riego. El barranco tenía casi siete anas de profundidad, pero los autóctonos habían construido una serie de presas pequeñas y escalonadas apilando piedras del río. Una noria provista de cubos de cuero colgantes entraba ávidamente en el agua, movida por dos hombres agachados, del color de las momias, que gruñían de satisfacción cada vez que un cubo se vaciaba en la batea de arcilla.

Me gritaron en una lengua que no conocía, pero no intentaron pararme. Yo agité la mano y seguí andando, extrañado de verlos regar los campos, porque entre las constelaciones de la noche anterior había distinguido los crótalos, esas estrellas de invierno que traen el crujido de las ramas envainadas en hielo.

Pasé frente a una docena de norias semejantes antes de llegar al pueblo, donde había una escalera de piedra que bajaba hasta el agua. Allí iban las mujeres a lavar ropa y llenar cántaros, y se quedaban a contar chismes. Me miraron; y yo exhibí las manos mostrando que estaba desarmado, aunque dada mi desnudez el gesto habrá sido superfluo.

Las mujeres hablaron entre ellas en un lenguaje cadencioso. Me señalé la boca para indicar que tenía hambre y una mujer macilenta, un poco más alta que las demás, me dio una faja de una tela vieja y tosca para que me la atara a la cintura, ya que esté uno donde esté, las mujeres se parecen mucho.

Como los hombres de la bomba de riego, aquéllas tenían ojos pequeños, boca estrecha y anchas mejillas chatas. Tardé más de un mes en comprender por qué parecían tan diferentes de los autóctonos que yo había visto en la Feria de Saltus, en el mercado de Thrax y otros lugares, aunque sólo se trataba de que éstos tenían orgullo y eran mucho menos inclinados a la violencia.

En la escalera el barranco era ancho y no echaba sombra. Cuando advertí que ninguna mujer pensaba darme comida, subí los peldaños y me senté en el suelo a la sombra de una de las casas de piedra. Tengo la tentación de insertar aquí toda clase de meditaciones, cosas que en realidad pensé avanzada ya mi estancia en el pueblo de piedra; pero la verdad es que en aquel momento no pensé nada. Estaba muy cansado y muy hambriento, y un poco dolorido. Me aliviaba librarme del sol y no caminar más, y eso era todo.

Poco después la mujer alta me trajo una torta chata y un jarro de agua; los dejó a tres codos de mí y se fue a toda prisa. Comí la torta y bebí el agua, y esa noche dormí en el polvo de la calle.

A la mañana siguiente vagué por el pueblo. Las casas estaban hechas con piedras del río. Los techos eran casi planos, de leños delgados cubiertos de barro mezclado con paja, vainas y varas. En una puerta una mujer me dio la mitad de una negruzca torta de cereal. Los hombres que vi no me prestaron atención. Más tarde, cuando llegué a conocerlos mejor, comprendí que tenían el deber de explicar todo lo que vieran; y como no tenían noción de quién era yo ni de dónde venía, simulaban no verme.

Esa noche me instalé en el mismo lugar que la anterior, pero cuando regresó la mujer alta, esta vez dejando la torta y el jarro algo más cerca, los levanté y la seguí hasta su casa, una de las más viejas y más pequeñas. Al verme apartar la raída estera que hacía de puerta, la mujer se asustó, pero yo me senté a comer y beber en un rincón y procuré demostrarle que no tenía malas intenciones. Junto a su pequeño fuego la noche era más tibia que la de fuera.

Me puse a trabajar en la casa retirando las partes de los muros que parecían a punto de caerse y volviendo a apilar las piedras. La mujer me miró largo rato antes de irse al pueblo. No volvió hasta el atardecer.

Al otro día la seguí y descubrí que iba a una casa más grande donde trituraba maíz en un molino de mesa, lavaba la ropa y barría. A esas alturas yo manejaba los nombres de algunos objetos simples y cuando entendía lo que estaba haciendo la ayudaba.

El dueño de la casa era un chamán. Servía a un dios cuya terrorífica imagen se alzaba en las afueras del pueblo, hacia el este. Después de trabajar varios días para la familia, aprendí que el principal acto de devoción se llevaba a cabo por las mañanas, antes de que yo llegase. En adelante me levanté más temprano y llevé leña al altar donde él quemaba carne y aceite, y en la fiesta del solsticio de verano degollé un coipo a un son de pies danzantes y un redoble de tamboriles. Así viví entre esa gente, compartiendo todo lo que podíamos compartir.

La madera era preciosa en alto grado. En la pampa no se desarrollaban bien los árboles, y sólo se les permitía crecer en los linderos de los cultivos. El fuego de la mujer alta, como el de todos, era de madera, mazorcas y vainas mezcladas con estiércol seco. A veces aparecía algún leño, incluso en el fuego que el chamán encendía cada mañana, cuando con cantos y salmodias atrapaba los rayos del Sol Viejo en el cuenco sagrado.

Aunque yo había reconstruido los muros de la casa de la mujer alta, lo que se podía hacer por el techo, en apariencia, era poco. Los postes eran pequeños y viejos, y algunos estaban muy agrietados. Consideré un tiempo la posibilidad de alzar una columna de piedra para sostenerlo, pero habría reducido el espacio dentro de la casa.

Tras cierta reflexión eché abajo toda la estructura desvencijada y la reemplacé por unos arcos intersectantes como viera en el cobertizo del pastor donde había dejado el chal de las Peregrinas, todos de piedras sin mezcla, todos apuntando al centro de la casa. Utilicé más piedras, tierra molida y las vigas del techo hasta que estuvieron completos los arcos, y reforcé las paredes con nuevas piedras del río como soporte exterior. Mientras avanzaba la construcción la mujer y yo tuvimos que dormir fuera; pero ella no se quejó y, cuando estuvo todo listo y yo hube revocado el panal del techo con adobe, como antes, tuvo una vivienda nueva, alta y maciza.

Al ponerme a trabajar echando abajo el techo viejo, nadie me había hecho mucho caso; pero cuando empecé a levantar los arcos, los hombres venían del campo a observar y algunos me ayudaban. Y estaba desmantelando el último andamio cuando apareció el chamán en persona, acompañado del atamán del pueblo.

Por un rato dieron vueltas y vueltas en torno a la casa; pero cuando quedó claro que el andamio ya no sostenía el techo entraron con antorchas. Y por último, una vez terminado el trabajo, me hicieron sentar y me interrogaron, empleando numerosos gestos porque yo aún no conocía bien la lengua que hablaban.

Les dije todo lo posible y apilé unos pedruscos chatos para explicarles cómo se hacía. Después me preguntaron por mí: de dónde había venido y por qué vivía con ellos. Hacía tanto que yo no hablaba con nadie más que con la mujer que sólo a trancas y barrancas pude dar forma a buena parte del relato. No esperaba que me creyesen; era suficiente con que alguien lo escuchara, ellos o cualquiera.

Al final, cuando salí para señalar el sol, descubrí que mientras yo tartamudeaba y garabateaba mis toscos dibujos en el polvo, había anochecido. La mujer alta se había sentado a la puerta, el pelo negro batido por un fresco viento pampeano. El chamán y el atamán salieron también, empuñando las antorchas goteantes, y vi que ella tenía mucho miedo.

Pregunté qué problema había pero, sin darle tiempo a responder, el chamán inició un largo discurso del cual yo apenas entendía una palabra entre diez. Enseguida, el atamán habló del mismo modo. Lo que decían sacó a los hombres de las casas y los reunió alrededor, algunos con lanzas de caza (porque no era un pueblo guerrero, otros con azuelas o cuchillos. Me volví hacia la mujer y le pregunté qué pasaba.

Con un susurro furioso, me contó que según el atamán y el chamán yo había dicho que traía el día y caminaba por el cielo. Ahora tendríamos que permanecer donde estábamos hasta que el día llegara sin que yo lo trajera; cuando sucediera eso moriríamos los dos. Lloraba. Quizá le corrieran lágrimas por las mejillas flacas; en todo caso, yo no las veía a la parpadeante luz de las antorchas. Me di cuenta de que nunca había visto llorar a ninguna de esas gentes, ni siquiera a los niños. Ningún llanto me ha conmovido nunca como el seco castañeteo de esos sollozos.

Esperamos largo rato ante la casa. Llegaron nuevas antorchas, y con leña y ascuas de las casas cercanas se encendieron varios fuegos. Pese a todo, el frío que rezumaba la tierra me endureció las piernas.

No teníamos otra esperanza que resistir más que esa gente, hasta exasperarlos. Pero cuando les estudiaba las caras, que habrían podido ser máscaras de madera untadas de ocre arcilloso, sentí que podían aguantar un año entero, mucho más una breve noche de verano.

Si hubiera hablado aquella lengua extraña con fluidez, pensé, habría podido amedrentarlos, o al menos explicarles qué quería decir en realidad. Como las palabras — no en su lengua, ay, sino en la mía— no dejaban de resonar en mi mente, terminé especulando con ellas. ¿Sabía yo mismo qué significaban? ¿Sabía lo que significaba cualquier palabra? Sin duda no.

Desesperado, y arrastrado por la misma insaciable tendencia a la autoexpresión estéril que me ha hecho escribir y revisar la historia que envié a la biblioteca del maestro Ultan para que la pulverizaran y metieran en agua, y que poco después arrojé al vacío, me puse a gesticular, a contar esa historia una vez más, lo mejor posible, ahora sin palabras. Acuné con los brazos al bebé que había sido, me debatí impotente en el Gyoll hasta que me salvó la ondina. Nadie hizo ademán de interrumpirme, y al cabo de un rato me levanté para ejercitar las piernas tanto como los brazos, mimando caminatas por los vacíos, intrincados corredores de la Casa Absoluta y galopando en el destriero que había muerto entre mis piernas en la Tercera Batalla de Orithya.

Me parecía oír música; y un rato después la oía claramente, pues muchos de los hombres convocados por los discursos del chamán y el atamán habían empezado a murmurar, y golpeaban la tierra con los cabos de las lanzas de punta de piedra y las azuelas de asta. Las notas ululantes giraban alrededor como un enjambre de abejas.

En su momento vi que algunos hombres miraban al cielo y se codeaban. Pensando que habían detectado el primer resplandor gris del alba miré yo también; pero sólo vi alzarse la cruz y el unicornio, las estrellas del verano. Luego el chamán y el atamán se prosternaron ante mí. En ese instante, por el más maravilloso golpe de suerte, Urth volvió la cara al sol. Sobre los dos hombres cayó mi sombra.

L — Oscuridad en la casa del día

La mujer alta y yo nos mudamos a la casa del chamán y tomamos la mejor habitación. Ya no se me permitió trabajar. Me llevaban heridos y enfermos para que los sanara; a algunos los curé como a Declan, o como en el gremio, donde nos habían enseñado a prolongar las vidas de los clientes. Otros se me murieron en los brazos.

Dos veces fuimos atacados por nómadas. En la primera batalla cayó el atamán; reuní a los guerreros y rechazamos a los atacantes. Eligieron un nuevo atamán, pero parecía considerarse poco más que un subordinado mío. En la segunda batalla fui yo quien encabezó la carga de los guerreros mientras una pequeña fuerza de arqueros escogidos atacaba a los nómadas por la retaguardia. Juntos los agrupamos y matamos como a ovejas, y nadie volvió a molestarnos.

Pronto la gente empezó a trabajar en una estructura mucho más grande que cualquiera de las que habían construido hasta entonces. Aunque las paredes eran gruesas y los arcos fuertes, temí que no pudieran soportar el peso de un techo de adobe. Enseñé a las mujeres a cocer tejas, como cocían vasijas, y colocarlas para hacer un techo. Cuando el edificio quedó acabado, reconocí el tejado sobre el que moriría Jolenta, y supe que bajo ese techo sería enterrada.

Aunque os parezca increíble, hasta entonces yo apenas había pensado en la ondina ni en las direcciones que me había señalado; había preferido visitar la Urth del Sol Viejo como era en los días de mi infancia o bajo mi autarquía. Ahora empezaba a explorar recuerdos más actuales pues, por mucho miedo que me dieran, descubrí que más miedo me daba la muerte.

Sentado sobre un espolón de roca en la ladera del monte Tifón, mirando cómo los soldados de Tifón venían hacia mí, yo había visto el prado que está allende Briah con la misma claridad con que ahora veía nuestros campos de maíz. Pero en aquel momento yo era el Sol Nuevo, y aunque estaba muy lejos contaba con todo el poder de mi estrella para alimentarme. Ahora ya no era más el Sol Nuevo, y el Sol Viejo aún tenía por delante un largo reinado. Una o dos veces, al borde del sueño, me pareció que desde cierto rincón de nuestra habitación se abrían al sesgo los Corredores del Tiempo. Siempre que intentaba huir por alguno me despertaba; y sólo había piedras, y arriba las vigas del tejado.

Una vez bajé de nuevo al barranco y volví sobre mis pasos hacia el este. Por fin tropecé con la pequeña pared en la cual me había amparado del rugido del felino pero, aunque seguí más lejos aún, volví al pueblo de piedra al otro día de haberme marchado.

Por fin, después de perder totalmente la cuenta de los años, se me ocurrió que si no podía redescubrir la entrada de los Corredores del Tiempo —y no podía— tenía que encontrar a Juturna; y que para eso primero tenía que encontrar el mar.

Al amanecer del día siguiente puse en un hato tortas de grano y carne seca y dejé el pueblo de piedra rumbo al oeste. Las piernas se me habían endurecido; y cuando tras siete u ocho guardias de caminata firme caí y me torcí una rodilla, sentí que casi era de nuevo el Severian que se había embarcado en la nave de Tzadkiel. Como él, no me volví; seguí adelante. Ya hacía tiempo que me había acostumbrado al calor del Sol Viejo, y el año declinaba.

El joven atamán y una partida de hombres del pueblo de piedra me dieron alcance cuando Urth ya miraba el Sol Viejo por la izquierda. Al cabo de un rato me agarraron de los brazos e intentaron forzarme a regresar; me negué, diciéndoles que iba hacia Océano y esperaba no volver nunca.

Me senté pero no vi nada. Por un momento tuve la certeza de que me había quedado ciego.

Apareció Ossipago, brillante de resplandor azul.

—Henos aquí, Severian —dijo.

Sabiendo que era un mecanismo, servidor y no obstante amo de Barbatus y Famulimus, yo le respondí: —Con la luz: el dios surgido de la máquina. Esto dijo el maestro Malrubius al llegar.

La agradable voz de barítono de Barbatus se mofó de mi melancolía.

—Estás consciente. ¿Qué recuerdas?

—Todo —dije—. Siempre he recordado todo. Había algo que se estropeaba en el aire, un hedor de carne podrida.

Famulimus cantó: —Por eso fuiste elegido, Severian. Tú y sólo tú entre muchos príncipes. Tú solo para salvar a tu raza del Leteo.

—Y después abandonarla —dije. Nadie respondió.

—He pensado en esto —les dije—. De haber sabido cómo, habría intentado volver antes.

La voz de Ossipago era tan profunda que más que oírla uno la sentía.

—¿Comprendes por qué no podías? Asentí, con una sensación de estupidez.

—Porque yo había usado el poder del Sol Nuevo para retrasar el tiempo hasta que el Sol Nuevo dejó de existir. En un tiempo creía que vosotros tres erais dioses, y luego que los jerarcas eran dioses aún mayores. Así los autóctonos me tomaron por un dios, y temieron que me zambullera en el mar de occidente dejándolos en una noche siempre invernal. Pero únicamente el Increado es Dios y alumbra la realidad y la apaga de un soplo. Todos los demás, incluso Tzadkiel, sólo podemos esgrimir las fuerzas que él ha creado. —Nunca he sido inteligente para las analogías, y en ese momento busqué una a tientas.— Yo era como un ejército que de tanto retroceder queda aislado. —No llegué a morderme la lengua y dije:— Un ejército vencido.

—En la guerra, Severian, ninguna fuerza puede flaquear mientras las trompetas no toquen a rendición. Hasta ese momento, aunque acaso muera, no conoce la derrota.

Barbatus observó: —¿Y quién dirá que todo no fue para bien? Somos todos herramientas que él maneja como quiere.

Le dije entonces: —Comprendo algo más, algo que hasta ahora no había comprendido realmente: por qué el maestro Malrubius me habló de lealtad al Ente Divino, de lealtad a la persona del monarca. Quería decir que debemos tener confianza, que no debemos rechazar el destino. Lo enviasteis vosotros, por supuesto.

—De todos modos las palabras eran de él; a estas alturas también deberías saberlo. Como los hierogramatos, sacamos de la memoria personalidades del pasado remoto, y como los hierogramatos, no las falsificamos.

—Pero hay tantas cosas que no sé… Cuando nos encontramos en la nave de Tzadkiel aún no me habíais conocido, y de eso deduje que sería nuestro último encuentro. Y sin embargo estáis aquí los tres.

Dulcemente Famulimus canturreó: —No menos nos sorprende a nosotros, Severian, verte aquí donde los hombres apenas han empezado. Aunque has ta ahora has seguido la línea del tiempo, desde que te vimos pasaron edades enteras del mundo.

—¿Y pese a todo sabíais que iba a estar aquí? Saliendo de las sombras Barbatus dijo: —Porque nos lo contaste tú. ¿Has olvidado que éramos tus consejeros? Tú nos contaste cómo fue destruido el hombre Hildegrin, de modo que hemos venido a vigilar este sitio.

—Y yo. Yo también he muerto. Los autóctonos… mi gente… —Me interrumpí, pero no habló nadie más. Y al —cabo dije:— Por favor, Ossipago, acerca tu luz adonde estaba Barbatus.

El mecanismo volvió los sensores hacia Barbatus pero no se movió.

Famulimus cantó suavemente: —Me temo, Barbatus, que tendrás que guiarlo tú mismo. Pero en verdad nuestro Severian no puede ignorarlo. ¿Cómo vamos a pedirle que cargue con todo cuando aún no lo tratamos como un hombre?

Barbatus asintió, y Ossipago se acercó al lugar en donde había estado Barbatus en el momento de despertarme. Vi entonces lo que temía ver, el cadáver de un hombre que los autóctonos habían llamado Cabeza del Día. Bandas doradas se le trenzaban en los brazos, pulseras tachonadas de jacintos anaranjados y relampagueantes esmeraldas verdes. —Dime cómo lo hiciste —exigí.

Barbatus se acarició la barba y no contestó.

—Tú sabes quién te orientó por el mar incansable y luchó por ti cuando Urth era sólo escamas —dijo la melodiosa Famulimus.

La miré. Tenía el rostro más bello e inhumano que nunca; con una expresión que poco o nada tenía que ver con la humanidad y sus tribulaciones.

—¿Soy un éidolon? ¿Un fantasma? —Me miré las manos esperando que su solidez me tranquilizase. Temblaban; para aquietarlas tuve que restregármelas contra los muslos.

Barbatus dijo: —Los que tú llamas éidolones no son fantasmas, sino seres que una fuente externa de energía mantiene con vida. Lo que llamas materia es, en realidad, energía domada. La única diferencia consiste en que una parte mantiene una forma material por obra de su propia energía.

En ese momento quise echarme a llorar como nunca he querido algo en mi vida.

—¿En realidad? ¿De veras creéis que hay una realidad?

Soltar las lágrimas habría sido el nirvana; sin embargo, un severo adiestramiento las contuvo, y las lágrimas no corrieron. Por un momento me pregunté locamente si los éidolones podían llorar.

—Hablas de lo real, Severian; por lo tanto te aferras a lo que es real todavía. Hace un momento hablaste del hacedor. Los más simples de los tuyos lo llaman Dios, y tú, el instruido, le das el nombre de Increado. ¿Alguna vez has sido otra cosa que un éidolon suyo?

—¿Quién me mantiene ahora en esta existencia? ¿Ossipago? Descansa, Ossipago, si quieres. Ossipago rezongó: —No respondo a órdenes tuyas, Severian. Esto lo sabes desde hace mucho. —Supongo que incluso si me matara, Ossipago podría devolverme a la vida.

Barbatus meneó la cabeza, aunque no como habría hecho un ser humano.

—No tendría sentido; podrías quitarte la vida otra vez. Si de veras quieres morir, adelante. Por aquí hay muchas ofrendas funerarias, que incluyen gran cantidad de cuchillos de piedra. Ossipago te traerá uno.

Me sentí más real que nunca; y revisando mis recuerdos, descubrí que allí seguía Valeria, y Thecla y el viejo Autarca, y el niño Severian (que había sido Severian a secas).

—No —dije—. Viviremos.

—Eso esperaba. —Barbatus sonrió—. Hace media vida que te conocemos, Severian, y eres de esas hierbas que crecen mejor cuando uno las pisa. Pareció que Ossipago se aclaraba la garganta. —Si queréis seguir hablando, podemos trasladarnos a un tiempo mejor. Tengo una conexión con la pila de nuestro aparato.

Famulimus sacudió la noble cabeza y Barbatus me miró.

—Prefiero que departamos aquí —les dije—. Cuando estábamos en la nave, Barbatus, caí por un pozo de aire. Allí no se cae rápido, lo sé; pero caí un buen trecho, pienso que casi hasta el centro. Me lastimé mucho, y Tzadkiel me atendió. —Hice una pausa, procurando recordar todos los detalles.

—Prosigue —me apremió Barbatus—. No sabemos qué vas a contarnos.

—Encontré un hombre muerto, con una cicatriz igual a la mía en la mejilla. Como yo, se había lastimado una pierna años atrás. Estaba oculto entre dos máquinas.

—¿Para que tú lo encontraras, quieres decirnos? —preguntó Famulimus.

—Tal vez. Yo sabía que era cosa de Zak. Y Zak era Tzadkiel, o parte de Tzadkiel, aunque en aquel momento no entendía.

—Pero ahora entiendes. Es el momento de hablar. Yo no sabía qué más decir y terminé débilmente: —El muerto tenía una cara maltrecha pero muy parecida a la mía. Me dije que no podía haber muerto allí, que no moriría allí, porque estaba seguro de que me enterrarían en el mausoleo de nuestra necrópolis. De eso ya os he hablado.

—Muchas veces —refunfuñó Ossipago.

—El bronce funerario se parece mucho a mí, al aspecto que tengo ahora. Luego está Apu-Punchau. Cuando apareció… La cumana era una hieródula, como vosotros. Me lo contó el padre Inire.

Barbatus y Famulimus asintieron.

—Cuando Apu-Punchau apareció, él era yo. Lo supe, pero no entendí.

—Nosotros tampoco cuando nos lo contaste —dijo Barbatus—. Puede que sí ahora.

—¡Entonces decidme!

Señaló con una mano el cadáver.

—Ahí tienes a Apu-Punchau.

—Por supuesto, eso lo supe hace mucho. Por ese nombre me llamaban, y vi construir este lugar. Iba a ser un templo, el Templo del Día, el Sol Viejo. Pero yo soy Severian y también Apu-Punchau la Cabeza del Día. ¿Cómo pudo mi cuerpo alzarse de entre los muertos? ¿Cómo pude morir? La cumana dijo que esto no era una tumba sino la casa en que vivía.

Mientras hablaba tuve la impresión de verla: la mujer vieja que escondía la serpiente sabia. —También te dijo que no sabía nada de esa época —cantó Famulimus.

Asentí.

—¿Cómo podía morir el sol tibio que se elevaba cada día? ¿Y cómo podías morir tú, entonces, que eras ese sol? Tú gente te dejó aquí con abundancia de cánticos. Y selló tu puerta para que vivieras eternamente.

Barbatus dijo: —Sabemos que al fin traerás el Sol Nuevo, Severian. Nosotros atravesamos esa época, como muchas otras, para reunirnos contigo en el castillo del gigante, y pensamos que sería la última vez. ¿Pero sabes cuándo se hizo el Sol Nuevo, el sol que trajiste a este sistema para curar al viejo?

—Cuando me dejaron en Urth eran los tiempos de Tifón, la época en que se esculpió la primera gran montaña. Pero poco antes estuve en la nave de Tzadkiel.

—Que a veces navega más rápido que los vientos que la impulsan —gruñó Barbatus— . Así que no sabes nada.

Famulimus cantó: —Si ahora quieres que te aconsejemos, cuenta todo. Nadie es buen guía si camina a ciegas.

De modo que empezando por el asesinato de mi sirviente, referí todo lo que me había pasado desde entonces hasta el momento en que desperté en la casa de Apu-Punchau. Nunca he tenido gran inclinación a entresacar detalles (como tú bien sabes, lector), en parte porque considero que todos los detalles son necesarios. Menos la tuve entonces, ya que trabajaba con la lengua y no con la pluma; les conté muchísimas cosas que no he puesto en este relato.

Mientras hablaba, un rayo de sol se abrió camino por una rendija; así supe que había vuelto a la vida de noche, y que ahora comenzaba un día nuevo.

Y todavía estaba hablando cuando empezaron a chirriar los tornos de los alfareros, y oímos cómo parloteaban las mujeres en camino hacia el río que desaparecería cuando el sol se enfriara.

Por fin dije: —Hasta aquí yo. Os toca a vosotros. Ahora que habéis oído todo esto, ¿podéis desentrañarme el misterio de Apu-Punchau?

Barbatus asintió: —Pienso que sí. Ya sabes que cuando una nave viaja raudamente entre las estrellas, lo que a bordo son minutos y días en Urth pueden ser años o siglos.

—Así será —admití— si uno piensa que el tiempo empezó a medirse por la llegada y la partida de la luz. —Por lo tanto tu estrella, la Fuente Blanca, nació hace cierto tiempo, y sin duda mucho antes del reinado de Tifón. Se me ocurre que esa época no está ahora muy lejos.

Me pareció que Famulimus sonreía, y quizá lo hizo.

—En verdad así ha de ser, Barbatus, cuando él llegó aquí por el propio poder de la estrella. Volando en el tiempo, corre hasta que tiene que parar; luego se para aquí porque no puede correr.

Si la interrupción perturbó a Barbatus, no hubo nada que lo indicara.

—Es posible que recuperes el poder cuando desde Urth se empiece a ver la luz de tu estrella. Si es así, tal vez en ese momento Apu-Punchau se despierte, siempre y cuando decida abandonar el sitio donde él mismo se ha encontrado.

—¿Despertar a la muerte en vida? —le pregunté yo—. ¡Qué horrible!

Famulimus disintió. —Maravilloso, di mejor, Severian. De la muerte a la vida para ayudar a las gentes que lo amaron.

Lo consideré durante un rato mientras los tres esperaban pacientemente. Por fin dije: —Quizás la muerte nos parece horrible sólo porque es una línea divisoria entre el terror y el asombro de la vida. Vemos únicamente el terror, que queda atrás.

Ossipago rezongó: —Eso esperamos todos, Severian, tanto como tú.

—Pero si Apu-Punchau soy yo, ¿qué era el cuerpo que encontré en la nave de Tzadkiel?

Casi en un susurro, Famulimus cantó: —El hombre a quien viste muerto lo dio a luz tu madre. Así me parece al menos por lo que se ha dicho. Lloraría por ella si tuviera lágrimas, aunque quizá no porque tú estés vivo aún. Lo que nosotros hicimos por ti aquí, Severian, el poderoso Tzadkiel lo llevó a cabo allí, tomando la memoria de tu mente muerta para construir de nuevo tu mente y construirte a ti.

—¿Quieres decir que cuando estuve ante el Sillón de justicia no era más un éidolon construido por Tzadkiel?

Ossipago murmuró: —Construido es un término demasiado fuerte, si entiendo tu lengua tanto como pienso. Digamos quizás manifestado.

Buscando una explicación, moví la mirada de él a Famulimus.

—Eras pensamiento reflejado en tu mente muerta. Él fijó la imagen, la integró, curó la herida fatal que tenías.

—Me transformó en una imagen andante y parlante de mí mismo. —Aunque había pronunciado las palabras, no conseguía ponerme a pensar qué significaban.— La caída me mató, igual que me mató aquí mi gente.

Me incliné a mirar el cadáver de Apu-Punchau. —Estrangulado, creo —murmuró Barbatus.

—¿No habría podido Tzadkiel hacerme volver, así como yo hice volver a Zama? ¿Curarme como yo curé a Herena? ¿Por qué tenía que morirme?

Nada me ha asombrado nunca más que lo que ocurrió entonces: Famulimus se arrodilló ante mí y besó el suelo.

Barbatus dijo: —¿Qué te hace pensar que Tzadkiel es dueño de semejante poder? Famulimus, Ossipago y yo no somos nada delante de él, pero tampoco somos sus esclavos; por grande que parezca, no es el jefe de su raza ni su salvador.

Sin duda habría tenido que sentirme entonces muy honrado. El caso es que estaba meramente perplejo y angustiosamente incómodo. Me apresuré a indicarle a Famulimus que se levantara y balbuceé: —¡Pero vosotros andáis por los Corredores del Tiempo!

Mientras Famulimus se ponía de pie, Barbatus se arrodilló delante de mí. Ella cantó: — Sólo cortos trechos, Severian: para hablar contigo y hacer cosas comunes. Nuestros relojes corren al revés en torno a vuestros dos soles.

De rodillas, Barbatus dijo: —Si hubiéramos permitido que Ossipago nos llevara a un lugar mejor, como deseaba, habría sido un lugar anterior. No habría sido mejor para ti, pienso.

—Una cuestión más, ilustres hieródulos, antes de que me devolváis a mi periodo. Después de hablar conmigo junto al mar, el maestro Malrubius se disolvió en un polvo reluciente. Y con todo… —No pude decirlo, pero mis ojos buscaron el cadáver. Barbatus asintió. —Ese éidolon, como tú lo llamas, existía desde hacía muy poco. No sé de qué energías se valió Tzadkiel para sostenerte en la nave; puede incluso que tú mismo extrajeras el poder necesario de cualquier fuente que hubiera a mano, así como para cargar a tu sirviente te apoderaste de la nave. Pero aun si al venir aquí dejaste esa fuente atrás, antes habías vivido mucho tiempo, en la nave, en Yesod, en la nave otra vez, en la gabarra, en la época de Tifón… Todo ese tiempo respiraste, comiste y bebiste materia no inestable, transformándola en provecho de tu cuerpo. Así se convirtió en un cuerpo sustancial.

—Pero estoy muerto, y ni siquiera aquí… Estoy muerto allá, en la nave de Tzadkiel.

—El que está muerto allí es un gemelo tuyo —me dijo Barbatus—. Y aquí está muerto otro. Diría de paso que si no estuvieran muertos no habríamos podido hacer lo que hicimos, porque todo ser viviente es más que mera materia. —Se detuvo y miró a Famulimus pidiendo ayuda, pero no la recibió.¿Qué sabes del ánima?

Entonces pensé en Ava y en lo que me había dicho: Como todos los ignorantes, es materialista. Pero no por eso el materialismo es verdad. La pequeña Ava había muerto con Foila y los otros.

—Nada —murmuré—. No sé nada del ánima.

—En cierta manera es como los versos de un poema. ¿Cómo eran, Famulimus, aquellos que me citaste?

La mujer cantó: —¡Despertad!, pues al cuenco de la noche la Mañana ya lanzó la Piedra que ahuyenta las estrellas.

—Sí —dije—. Entiendo. Barbatus alzó la mano. —Imagina que yo escribiera esos versos en un muro, y luego los escribiera de nuevo en otro. ¿Cuáles serían los versos verdaderos?

—Ambos —dije yo—. Y ninguno. Los versos verdaderos no son escritura; tampoco habla. No sé decir qué son.

—Así ocurre con el ánima tal como yo la entiendo. Estaba escrita allí. —Señaló al hombre muerto. Ahora está escrita en ti. Cuando la luz de la Fuente Blanca toque a Urth, estará escrita allí una vez más. Pero esa escritura no borrará el ánima en ti. A menos que…

Esperé a que continuara.

Ossipago dijo: —A menos que te acerques demasiado. Si escribes un nombre en el polvo y lo repasas con el dedo, no hay dos nombres sino uno. Si por un conductor fluyen dos corrientes, hay una sola.

Mientras yo lo observaba, incrédulo, Famulimus cantó: —Una vez te acercaste demasiado a tu doble, ¿sabes?; fue aquí, en este pobre pueblo de piedras. Luego él se marchó y sólo quedaste tú. Nuestros éidolones son siempre de los muertos. ¿No te has preguntado porqué? ¡Ten cuidado!

Barbatus asintió. —Pero en cuanto a devolverte a tu tiempo, no podemos ayudarte. Tal vez tu hombre verde sabía más que nosotros; o al menos disponía de más energía. Te dejaremos comida, agua y una luz; pero tendrás que esperar a la Fuente Blanca. Como dijo Famulimus, no puede tardar mucho.

Ella ya se estaba desvaneciendo en el pasado, y fue como si su canto llegara desde muy lejos.

—No destruyas el cadáver, Severian. No caigas en la tentación… ¡ten cuidado!

Mientras yo miraba a Famulimus, Barbatus y Ossipago se habían desvanecido. Cuando se apagó la voz de ella, no hubo otro sonido en la casa que el de una débil respiración.

LI — La Urth del Sol Nuevo

Todo el resto de aquel día estuve sentado a oscuras, maldiciéndome por idiota. La Fuente Blanca iba a brillar en el cielo negro, como habían insinuado los hieródulos, pero yo sólo lo había entendido después de que ellos se fueran.

Cien veces reviví la noche de diluvio en que había bajado del techo de esa misma estructura para ayudar a Hildegrin. ¿Cuán cerca había llegado a estar de Apu-Punchau antes de fundirme con él? ¿Cinco codos? ¿Tres anas? No había ninguna certeza. Pero sin duda no era un misterio que Famulimus me hubiera dicho que no intentara destruirlo; si me acercaba lo bastante para dar un golpe nos fundiríamos en uno solo, y él, que tenía en ese universo raíces más hondas, me apabullaría como iba a apabullarlo yo en el futuro inconcebiblemente lejano en que viajaría al lugar con Dorcas y Jolenta.

Sin embargo, si yo hubiera tenido necesidad de misterio (como por cierto no era el caso), lo habría habido de sobra. La Fuente Blanca ya brillaba, eso parecía seguro, pues de lo contrario yo no habría sido capaz de llegar a ese lugar antiguo ni de curar a los enfermos. ¿Por qué, entonces, no había podido entrar en los Corredores del Tiempo como hiciera desde el monte Tifón? Había dos explicaciones probables.

La primera era, simplemente, que en el monte Tifón el miedo me había espoleado. En las crisis somos más fuertes, y aquel día los soldados de Tifón avanzaban hacia mí sin duda para matarme. Sin embargo ahora me enfrentaba con otra crisis, porque en cualquier momento Apu-Punchau podía levantarse y abalanzarse sobre mí.

La segunda era que el poder y la luz que yo recibía de la Fuente Blanca disminuían cuando ella se alejaba. En la época de Tifón tenía que haber estado mucho más cerca de Urth que en la de Apu-Punchau; pero si en verdad había disminuido tanto, el curso de un día apenas cambiaría las cosas, y con mi otra personalidad viva y tan cerca, un día era la mayor esperanza que cabía en mí. Tendría que huir lo antes posible y esperar en otra parte.

Fue el día más largo de mi vida. De haber estado simplemente aguardando el ocaso, habría podido recrearme recordando la maravillosa mañana de mi caminata por la Vía de Agua, los cuentos oídos en el lazareto de las Peregrinas o las breves vacaciones junto al mar que una vez había compartido con Valeria. Lo cierto es que no me atreví; y cada vez que bajaba la guardia me encontraba la mente abocada por cuenta propia a cosas horribles. Una vez fui encerrado por Vodalus en el zigurat de la jungla y pasé el año entre los ascios, la huida de los lobos blancos en la Casa Secreta y mil espantos similares, hasta que al cabo me pareció que un demonio deseaba que rindiese mi miserable existencia a Apu-Punchau, y que el demonio era yo.

Lentamente los ruidos del pueblo de piedra fueron muriendo. La luz, que antes había provenido de la pared más cercana a mí, ahora entraba por la del altar en donde yacía Apu-Punchau, cortando la tiniebla con láminas de oro repujado metidas en los resquicios.

Al fin se extinguió. Me levanté, con todas las coyunturas rígidas, y empecé a tantear la pared buscando puntos débiles.

La habían construido con piedras ciclópeas, y otras menores incrustadas entre ellas. Estaban tan firmemente asentadas que tuve que probar más de cincuenta antes de encontrar una que pudiera sacar; y comprendí que para pasar al otro lado tendría que desplazar una de las piedras grandes.

Ya la piedra pequeña me exigió una guardia al menos de esfuerzos y tironeos. Raspé con un cuchillo de jaspe el barro de los cantos, y en el intento rompí ese cuchillo y tres más. En un momento abandoné disgustado la tarea y trepé la pared como una araña, esperando encontrar en el techo una manera más fácil de escapar, como la paja en la estancia de los magos. Pero la cúpula era tan sólida como los muros, y salté de nuevo al suelo a ensangrentarme los dedos con la piedra suelta.

De pronto, cuando parecía que no iba a desprenderse nunca, la piedra resbaló hasta suelo con un golpeteo. Durante cinco largos alientos esperé paralizado, temiendo que Apu-Punchau se despertara. Por lo que pude juzgar, nunca se movió.

Pero otra cosa se estaba moviendo. La inmensa piedra de arriba empezaba a inclinarse a la izquierda. El barro seco crujió, como hielo que se quiebra en el silencio, y cayó a mi alrededor tableteando.

Retrocedí. Hubo un chirrido como de muela y una segunda lluvia de barro. Me hice a un lado y la gran piedra cayó estrepitosamente, dejando en su lugar un tosco círculo negro lleno de estrellas.

Miré una y me reconocí: un alfilerazo de luz casi perdido en la bruma opalina de otros diez mil.

Está claro que habría tenido que esperar; era muy posible que una docena de grandes piedras siguiesen a la primera. Un salto me llevó a la caída, otro a la abertura en la pared, un tercero a la calle. Por supuesto, el ruido había despertado a la gente; oí las voces airadas; por las puertas vi el tenue fulgor rojo de las ascuas sopladas por las mujeres, mientras los maridos buscaban a tientas lanzas y mazas dentadas.

No me importó. A mi alrededor se extendían los Corredores del Tiempo, ondulantes prados techados por el cielo bajo del Tiempo, susurrando con los arroyos que se rizan desde el más hasta el menos sobrenatural de los universos.

Junto a uno de esos arroyos se agitaban las brillantes alas de la pequeña Tzadkiel. A orillas de otro se apresuraba el hombre verde. Elegí uno que corría solitario como yo y me dejé llevar. Detrás de mí, sobre una línea que rara vez existe, Apu-Punchau, Cabeza del Día, salió de la casa y se agachó a comer el maíz hervido y la carne asada que le habían dejado. Yo también tenía hambre. Lo saludé con la mano y no lo vi más.

Cuando volví al mundo llamado Ushas, me encontré en una playa de arena —la playa que había dejado al sumergirme en el mar en busca de Juturna— y, me pareció, casi en el mismo lugar y en el mismo momento.

Caminando por la arena mojada, a cincuenta codos pasó un hombre con pescado ahumado en un plato de madera. Lo seguí, y veinte pasos después lo vi llegar a un cenador chorreante de espuma de mar pero envuelto en flores silvestres. Allí dejó el plato en la arena, dio dos pasos atrás y se arrodilló.

Acercándome, le pregunté en la lengua de la Comunidad quién iba a comerse el pescado.

Se volvió a mirarme; lo noté sorprendido de ver que yo era un forastero.

—El Durmiente —dijo—. El que duerme aquí y tiene hambre.

—¿Quién ese Durmiente? —pregunté.

—El dios solitario. Se lo siente aquí, siempre durmiendo, siempre hambriento. Traigo pescado para mostrarle que somos amigos suyos, para que cuando se despierte no nos devore.

—¿Lo sientes ahora? —pregunté.

Sacudió la cabeza. —Hay veces que es más fuerte; tan fuerte que a la luz de la luna lo vemos aquí acostado, aunque cuando nos acercamos desaparece. Hoy no lo sentía para nada.

—¿Sentías?

—Ahora sí —dijo—. Desde que ha llegado usted. Me senté en la arena y tomé un gran trozo de pescado, invitando al hombre a que me acompañara. El pescado estaba tan caliente que me quemó los dedos; así supe que lo habían cocido cerca. El hombre se sentó, pero no empezó a comer hasta que yo se lo indiqué.

—¿Siempre eres el encargado? Asintió.

—Todos los dioses tienen a alguien; hombre para un dios, mujer para una diosa.

—Sacerdotes o sacerdotisas. Volvió a asentir.

—No hay más Dios que el Increado, y todos los demás son criaturas suyas. —Incluso Tzadkiel, tuve la tentación de añadir.

—Sí —dijo él. Y apartó la cara porque no deseaba, creo, ver mi expresión si me había ofendido—. Así es para los dioses, cierto. Pero para las criaturas humildes como los hombres, posiblemente hay dioses menores. Para los hombres pobres y desgraciados estos dioses son muy eminentes. Nos esforzamos por complacerlos.

Sonreí mostrando que no me había enfadado. —¿Y qué hacen esos dioses menores para ayudar a los hombres?

—Cuatro dioses hay.

El sonsonete me indicó que el hombre había recitado esas palabras muchas veces, sin duda enseñando a niños.

—Primero y más grande es el Durmiente, un dios hombre. Siempre tiene hambre. Una vez devoró toda la tierra, y si no lo alimentamos quizá lo vuelva a hacer. Aunque el Durmiente se ha ahogado, no puede morir; y así duerme aquí en la playa. Al Durmiente pertenecen los peces: para pescar has de pedirle permiso. Yo pesco para él peces de plata. La tempestad es su ira, la calma su caridad.

¡Me había convertido en el Oannes de esa gente! —El otro dios-hombre es Odilo. Suyas son las tierras del fondo del mar. Ama el aprendizaje y la conducta recta. Odilo enseñó a los hombres a hablar y a las mujeres a escribir. Es el juez de dioses y hombres, pero a nadie castiga que no peque tres veces. Una vez sostuvo la copa del Increado. Rojo es su vino. Vino es lo que el hombre le ofrece.

Yo había tardado un aliento en recordar quién era Odilo. De pronto me di cuenta de que la Casa Absoluta y nuestra corte era ahora el marco de una borrosa pintura, con el Increado como Autarca. Dado lo que había ocurrido, parecía inevitable.

—También hay dos diosas mujeres. Pega es la diosa del día. Bajo el sol todo es suyo. Pega ama la limpieza. Ella enseñó a las mujeres a encender fuego, hornear y tejer. Se duele de ellas en el parto y acompaña a todas en la muerte. Es la consoladora. Pan moreno es la ofrenda que la mujer le lleva. Asentí, aprobando.

—Thais es la diosa de la noche. Todo es suyo bajo la luna. Ama las palabras de los amantes y a los amantes abrazados. Todos los que se acoplan han de pedirle permiso, pronunciando juntos las palabras en la oscuridad. Si no lo hacen, Thais enciende una llama en un tercer corazón y encuentra un cuchillo para la mano. Enardecida, va hacia los niños anunciando que dejarán la infancia. Es la seductora. Miel dorada es la ofrenda que la mujer le lleva.

—Parece que tenéis dos dioses buenos y dos dioses malos —dije—, y que los dioses malos son Thais y el Durmiente.

—¡Oh, no! ¡Todos los dioses son buenos, sobre todo el Durmiente! ¡Cuántos se morirían de hambre sin él! ¡El Durmiente es muy muy grande! Y cuando Thais no viene, la reemplaza un demonio.

—O sea que también tenéis demonios. —Todo el mundo tiene demonios. —Supongo que sí —dije.

El plato estaba casi vacío y yo había comido hasta hartarme. El sacerdote —mi sacerdote, debería escribir— había tomado solamente una pizca. Me levanté, recogí lo que quedaba, y no sabiendo qué otra cosa hacer, lo tiré al mar.

—Para juturna —dije—. ¿Conoce a juturna tu gente? Al ver que me levantaba, él se había puesto en pie de un salto.

—No… —Vaciló, y advertí que había estado a punto de pronunciar el nombre que me había atribuido, pero tenía miedo.

—Entonces para vosotros tal vez sea un demonio. La mayor parte de mi vida la creí un demonio yo también; puede que ni vosotros ni yo nos equivocáramos mucho.

Se inclinó, y aunque era algo más alto y en modo alguno rollizo, en esa inclinación vi a Odilo claro como al hombre que tenía enfrente.

—Ahora debes llevarme ante Odilo —le dije—. Ante el otro dios-hombre.

Recorrimos juntos la playa en la dirección de donde él había venido. Las colinas, que a mi partida habían sido barro yermo, estaban cubiertas de blanda hierba verde y salpicadas de flores silvestres y árboles jóvenes.

Intenté calcular cuánto tiempo había estado ausente y contar los años que había pasado en el pueblo de piedra de los autóctonos; y aunque no podía estar seguro de ninguna de las dos cifras, barrunté que debían ser muy semejantes. Entonces me maravilló pensar en el hombre verde, que me había ido a buscar a la jungla del norte en el momento exacto en que yo lo requería. Ambos habíamos transitado los Corredores del Tiempo, pero él había sido maestro mientras yo era apenas aprendiz.

Le pregunté a mi sacerdote cuándo había devorado las tierras el Durmiente.

Tenía el rostro enrojecido por el sol; aun así noté que palidecía.

—Hace mucho —dijo—. Antes de que los hombres llegaran a Ushas.

—¿Entonces cómo lo supieron?

—Nos lo enseñó el dios Odilo. ¿Está enfadado? De modo que Odilo había oído mi conversación con Eata. Yo había pensado que estaba durmiendo. —No —dije—. Sólo deseo oír lo que sepas. ¿Fue tu padre quien vino a Ushas?

Sacudió la cabeza. —El padre de mi padre y la madre de mi madre. Cayeron del cielo, arrojados como semillas por la mano del Dios de todos los dioses.

—Sin conocer ni el fuego ni nada —dije, y recordé entonces lo que había transmitido el joven oficial: que los hieródulos habían depositado un hombre y una mujer en los terrenos de la Casa Absoluta. Una vez recordado esto, fue harto sencillo imaginar quiénes eran los ancestros de mi sacerdote: los marineros vencidos en mis recuerdos habían pagado la derrota con el peso del pasado, así como yo habría perdido el futuro de mis descendientes si mi propio pasado hubiera sido vencido.

La aldea no estaba muy lejos. Había allí en la playa unos pocos botes de mal aspecto, sin pintar y armados en gran parte, al menos así me pareció, con madera blanca de resaca. En la costa, a una ana o más de la marca de la marea, se alzaba una manzana de chozas perfectamente cuadrada. Tuve la certeza de que esa manzana era obra de Odilo: mostraba el amor al orden por el orden tan característico de los criados de alto rango. Luego reflexioné que probablemente los desvencijados botes también habían sido inspirados por Odilo; al fin y al cabo él había construido nuestra balsa.

Dos mujeres y un grupo de niños salieron de las casas para vernos pasar, y un hombre con una maza dejó de calafatear un bote y se les unió; mi sacerdote, que me seguía a un paso, me miró e hizo un gesto tan rápido que no pude entenderlo. Los aldeanos se hincaron de rodillas.

Inspirado por el sentido teatral que a menudo me he visto obligado a cultivar, alcé los brazos, abrí las manos y les di mi bendición; les dije que fueran bondadosos unos con otros y lo más felices posible. En realidad no hay más bendición que podamos dar nosotras, las deidades, aunque sin duda el Increado es capaz de mucho más.

Con diez zancadas dejamos atrás la aldea, aunque no tanto como para no oír que el botero empezaba a martillar de nuevo y los niños reanudaban juegos y llantos. Pregunté cuánto más lejos estaba el lugar donde vivía Odilo.

—No mucho —dijo mi sacerdote, y señaló.

Ahora caminábamos tierra adentro, subiendo por la hierba de una colina. Desde la cresta divisamos la cresta de la siguiente, y sobre ella tres cenadores uno junto a otro, cubiertos como el mío de altramuz trepador, arroyuela púrpura y ruda blanca de prado. — Allí —dijo mi sacerdote—. Allí duermen los otros dioses.

Apéndice — El milagro de Apu-Punchau

No hay para la mente primitiva ningún género de prodigio más convincente que el que afecta a las obras supuestamente inmutables de los cielos. Puede que la prolongación de la noche por parte de Severian, sin embargo, deje a mentes menos crédulas preguntándose de qué manera es posible lograr tal maravilla sin un cataclismo mayor que el que acompañó la llegada del Sol Nuevo.

Cabe adelantar al menos dos explicaciones. Los historiadores invocan la hipnosis colectiva para explicar todo prodigio múltiplemente atestiguado que no se pueda menoscabar de otra forma; pero no hay ningún hipnotizador verdadero que se preste a producir algo semejante.

Si se descarta la hipnosis colectiva, la única opción parece ser un eclipse en el sentido más amplio: es decir, el paso de cierto cuerpo opaco entre el Sol Viejo y Urth.

En este contexto, ha de señalarse que las estrellas vistas en invierno en la Comunidad aparecen sobre el pueblo de piedra en primavera (presumiblemente debido a la precesión de los equinoccios); pero durante la prolongación de la noche Severian ve las habituales estrellas de primavera. Esto redundaría en favor de la segunda explicación, lo mismo que la manifestación inmediata del Sol Viejo, ya por encima de los tejados, después de la capitulación de los autóctonos. Nada de lo escrito por Severian llega a explicar la verdadera naturaleza del cuerpo opaco; pero el lector atento encontrará poca dificultad en adelantar al menos una especulación plausible.

Gene Wolfe

FIN

Título original: The Urth of the New Sun

Volume Five of the Book of the New Sun

Traducción: Marcelo Cohen

© 1987 by Gene Wolfe

© 1996 Ediciones Minotauro S.A.

ISBN: 84-450-7145-9

Edición digital: Carlos Palazón R5 11/02