El inspector Kurt Wallander atraviesa uno de los momentos más sombríos de su vida cuando tiene que ponerse al frente de la investigación del asesinato de un apacible matrimonio de ancianos en una granja de Lenarp. Wallander deberá enfrentarse a un asesino muy especial, de una sangre fría asombrosa, y también a una comunidad irascible cargada de prejuicios raciales.

El asesinato es un acto social. Un acto terrible que exige la interacción de al menos dos personas: víctima y asesino. El cuadro se completa añadiendo un tercer elemento: el detective, que debe descubrir la verdad y restaurar el orden. Quizá por esa razón, la novela negra deriva con tanta facilidad hacia el comentario social. Un asesinato y su investigación ofrecen una oportunidad única para estudiar los modos y uso de la sociedad en curso.

Se puede pensar en el detective clásico que investigaba asesinatos casi, digamos, cordiales. En una novela de Agatha Christie se asesinaba conservando en todo momento las reglas del decoro. Por lo general, no había ensañamiento más allá de lo estrictamente necesario para causar la muerte. Incluso en `Asesinato En El Orient Express`, el ensañamiento tenía precisamente como propósito cumplir un ritual social.

Y la existencia de esos rituales permitía al detective resolver el crimen. Ante un asesinato se empezaba tirando de familiares y conocidos, explorando la malla de motivos y oportunidades, buscando a aquellos, que por lógica, más se beneficiarían de la muerte. Los asesinatos, simplemente, no se producían en vacío.

Pero los tiempos cambian, y llegan nuevas formas de asesinar. Y a dos de ellas se enfrenta Kurt Wallander, policía de los de antes, recién separado, al que su hija no le habla, nada más iniciarse `Asesinos Sin Rostro`, un policía viejo en un mundo nuevo. Son crímenes horrendos, como todos, pero de un horror acentuado por lo que tienen de arbitrarios, de ilógicos, de mecánicos, de salvajes.

El primero implica a una pareja de ancianos del campo de Suecia que es torturada y asesinada salvajemente. Parece que no hay motivo y el asesino, en un detalle estremecedor, tuvo la sangre fría de alimentar al caballo. Para complicar más aún la situación, la única pista es la palabra pronunciada por la mujer poco antes de morir: `extranjero`.

Y de un singular a un plural no hay más que un paso. De un `extranjero` asesino a `todos los extranjeros` son asesino sólo media un abismo lógico que muchos están dispuestos a saltar sin problemas. Nace así el segundo crimen, en el que el orden social se desmorona dejando paso a la xenofobia más radical.

El racismo, la xenofobia, e incluso el fascismo con su mecanización de la muerte, son los temas de esta novela. Narrada con convicción y habilidad, va desgranando las diversas vueltas de esta investigación doble, llena de callejones sin salida, donde la intuición más que la lógica parece ser la aliada fiel del detective.

En esta novela de tantos personajes, uno destaca especialmente. Se trata de Rydberg, un detective particularmente minucioso, protagonista de algunas de las mejores escenas, que no deja que los sentimientos le cieguen ante la realidad que tiene ante los ojos. Es un hombre que simplemente no cae ni en un extremo ni en el otro.

El personaje protagonista, Kurt Wallander, sostiene toda la narración y es realmente su problemática personal lo que impulsa la novela. Enfrentado a unos crímenes que no entiende y con una vida personal desbaratada, es su lucha por resolver esos dos aspectos lo que mantiene la atención del lector. Al final, la recompensa no está tanto en la resolución de los crímenes, como en comprobar la reacción del policía ante el mundo nuevo que descubrió al entrar por primera vez en aquella habitación salpicada de sangre por todas partes.

`Asesinos Sin Rostro` es una novela ágil y efectiva, apasionante en la interacción de los personajes (porque realmente acción física hay muy poca), que no vacila en reflexionar sobre los cambios sociales de su país de origen y, por extensión, en el resto de Europa. El mundo simplemente cambia, y las formas de matar también, pero un asesinato sigue siendo un asesinato.

Henning Mankell

Asesinos sin rostro

Título original: Mördaew utan ansikte

© de la traducción: Dea M. Mansten y Amanda Monjonell Mansten, 2001

1

Al despertarse tiene la certeza de que ha olvidado algo. Algo que ha soñado durante la noche. Algo que debe recordar. Lo intenta. Pero el sueño parece un agujero negro. Un pozo que no revela nada de su contenido.

«Al menos no he soñado con los toros», piensa. «De haberlo hecho, estaría empapado como si hubiera sudado de fiebre durante la noche. Esta noche los toros me han dejado en paz.»

Permanece quieto en la cama, a oscuras, escuchando. La respiración de su esposa es tan débil que casi resulta imperceptible.

«Cualquier mañana yacerá muerta a mi lado, sin que yo me haya dado cuenta», piensa. «O yo. Uno de los dos morirá antes que el otro. Cualquier amanecer supondrá que uno de los dos se ha quedado solo.»

Mira el reloj que hay en la mesilla de noche. Las agujas brillan y señalan las cinco menos cuarto.

«¿Por qué me he despertado?», piensa. «Siempre duermo hasta las cinco y media. Así ha sido durante más de cuarenta años. ¿Por qué me he despertado ahora?»

Escucha en la oscuridad y de pronto descubre que está completamente despierto.

Hay algo diferente. Algo que ha dejado de ser como era. Busca a tientas, cuidadosamente, la cara de su esposa. Con las yemas de los dedos nota su calor. O sea que no es ella quien ha muerto. Aún no se ha quedado solo ninguno de los dos.

Escucha en la oscuridad.

«La yegua», piensa. «No relincha. Por eso me he despertado. Suele relinchar por la noche. La oigo sin despertarme y en mi subconsciente sé que puedo seguir durmiendo.»

Con mucho cuidado se levanta de la chirriante cama. La han usado durante cuarenta años. Fue el único mueble que compraron al casarse y será la única cama que tendrán en su vida.

Cuando va hacia la ventana por el suelo de madera, siente dolor en la rodilla izquierda.

«Estoy viejo», piensa. «Viejo y gastado. Todas las mañanas al despertarme me sorprende constatar que ya tengo setenta años.»

Contempla la noche invernal. Es el 8 de enero de 1990 y aún no ha nevado en Escania. La lámpara exterior de la puerta de la cocina vierte su luminosidad en el jardín, sobre el castaño sin hojas y los campos lejanos. Con los ojos entornados mira hacia la granja de sus vecinos, los Lövgren. La casa blanca, baja y alargada está a oscuras. En la cuadra, situada perpendicularmente a la vivienda, hay una tenue luz amarilla encima de la puerta negra. Allí está la yegua en su box y allí, por las noches, inesperadamente, suele relinchar de angustia.

Escucha en la oscuridad. Detrás de él, la cama rechina.

– ¿Qué haces? -murmura su esposa.

– Duerme, duerme -le contesta-. Estoy estirando un poco las piernas.

– ¿Te duelen?

– No.

– ¡Pues duerme! No vaya a ser que te resfríes.

Oye cómo su mujer se da la vuelta en la cama.

«Una vez nos amamos», piensa. Pero rehuye su propio pensamiento. «Es una palabra demasiado bonita. Amar. No es para gente como nosotros. Un hombre que ha sido granjero durante más de cuarenta años y que se ha doblegado sobre el espeso barro de Escania no usa la palabra amar cuando habla de su esposa. En nuestra vida el amor ha sido algo muy distinto…»

Observa la casa de sus vecinos, aguza la vista, intenta atravesar la oscuridad de la noche invernal.

«Relincha», piensa. «Relincha en tu box para que sepa que todo está como de costumbre. Para que pueda meterme bajo el edredón un ratito más. El día de un granjero jubilado y baldado ya es bastante largo y aburrido.»

De pronto descubre que se ha quedado mirando la ventana de la cocina de sus vecinos. Nota algo diferente. A lo largo de todos estos años ha echado de vez en cuando una mirada a esa ventana y ahora hay algo que de repente parece distinto. ¿O es la oscuridad lo que lo confunde? Cierra los ojos y cuenta hasta veinte para descansar la vista. Después mira la ventana otra vez y está seguro de que está abierta. Esa ventana siempre ha estado cerrada por las noches. Y la yegua no ha relinchado…

La yegua no ha relinchado. El viejo Lövgren no ha dado su habitual paseo nocturno hasta la cuadra, cuando la próstata se deja sentir y lo saca del calor de la cama…

«Son imaginaciones mías», se dice. «Veo borroso. Todo está igual. ¿Qué podría ocurrir aquí, en este pequeño pueblo de Lenarp, un poco al norte de Kadesjö, camino del precioso lago de Krageholm, en el corazón de Escania? Aquí no pasa nada. El tiempo se ha parado en este pequeño pueblo, donde la vida fluye como un riachuelo sin energía ni voluntad. Sólo hay unos cuantos granjeros viejos que han vendido o arrendado sus tierras a otros. Aquí vivimos a la espera de lo inevitable…»

Vuelve a mirar hacia la ventana de la cocina y piensa que ni Maria ni Johannes Lövgren se olvidarían de cerrarla. Con la edad, el temor se mete en el cuerpo y cada vez se ponen más cerraduras; nadie olvida cerrar una ventana antes de que caiga la noche. Envejecer es preocuparse. Los temores de la infancia vuelven cuando uno se hace mayor…

«Puedo vestirme y salir», piensa. «Ir cojeando por el jardín, con el aire invernal en la cara, hasta la cerca que separa nuestros terrenos. Puedo comprobar con mis propios ojos que veo fantasmas.»

Pero decide quedarse. Johannes pronto se levantará de la cama para hacer el café. Primero encenderá la luz del baño, luego la de la cocina. Todo transcurrirá como de costumbre…

Está al lado de la ventana y se da cuenta de que tiene frío. El frío de la vejez que se acerca sigilosamente, incluso en las habitaciones más calientes. Piensa en Maria y Johannes. «Con ellos también hemos vivido un matrimonio», piensa, «como vecinos y agricultores. Nos hemos ayudado mutuamente, hemos compartido los problemas y los años malos. Pero también la buena vida. Juntos hemos celebrado la fiesta de San Juan y la cena de Navidad. Nuestros hijos han corrido de una casa a la otra como si perteneciesen a ambas. Y ahora compartimos la interminable vejez…»

Abre la ventana sin saber por qué, con sigilo. No quiere despertar a Hanna. Aguanta con fuerza el gancho de la ventana para que el viento helado no se lo arranque de la mano. Pero todo está muy quieto y él recuerda que el servicio meteorológico de la radio no ha dicho que se esté acercando un temporal a la llanura de Escania.

El cielo se ve estrellado y límpido y hace mucho frío. Está a punto de cerrar la ventana otra vez cuando le parece oír algo. Presta atención y se da la vuelta de modo que la oreja izquierda quede hacia fuera. El oído bueno, no el derecho, que está dañado por todo el tiempo pasado entre tractores sofocantes y ruidosos.

«Un pájaro», piensa. «Un pájaro nocturno que chilla.» Después se asusta. La angustia aparece como surgida de la nada, y lo invade.

Parece que alguien grita. De forma desesperada, para que lo oigan otras personas.

Una voz que sabe que debe atravesar gruesos muros de piedra para llegar hasta sus vecinos…

«Son imaginaciones mías», piensa otra vez. «Nadie grita. ¿Quién habría de hacerlo?»

Cierra la ventana con tanta fuerza que una de las macetas cae y Hanna se despierta.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunta con voz irritada.

Cuando va a contestar, tiene la certeza de que algo ha ocurrido.

El miedo es verdadero.

– La yegua no relincha -dice mientras se sienta en el borde de la cama-. Y en casa de los Lövgren la ventana de la cocina está abierta. Alguien está gritando.

Ella se incorpora en la cama.

– ¿Qué dices?

Él no quiere contestar, pero lo que ha oído no es ningún pájaro, de eso está seguro.

– Es Johannes, o Maria -responde-. Uno de los dos pide ayuda.

Ella se levanta de la cama y se acerca a la ventana. Allí está, grande y ancha con su camisón blanco, mirando la oscuridad.

– La ventana de la cocina no está abierta -dice en un susurro-. Alguien la ha roto.

Él se le acerca tiritando de frío.

– Alguien pide socorro -añade ella con voz temblorosa.

– ¿Qué hacemos? -pregunta él.

– Ve allí. Date prisa.

– Pero ¿y si corremos peligro?

– ¿No vamos a ayudar a nuestros mejores amigos cuando nos necesitan?

Se viste a toda prisa, coge la linterna que está en el armario al lado de los fusibles y del bote de café. El barro que pisa está congelado. Cuando se da la vuelta ve a Hanna en la ventana.

Al llegar a la cerca se detiene. Todo está en calma. Ve que alguien ha roto la ventana de la cocina. Con sigilo pasa por encima de la cerca baja y avanza hacia la casa blanca. Pero ninguna voz lo llama.

«Son imaginaciones mías», piensa otra vez. «Soy un viejo que ya no distingue qué está pasando. ¿Habré soñado con los toros esta noche? La vieja pesadilla de los toros que corrían hacia mí cuando era niño me hizo comprender que un día moriría…»

Entonces vuelve a oír el grito. Es muy débil, como un gemido. Es Maria.

Se acerca a la ventana del dormitorio y mira con cuidado entre la cortina y el cristal.

De pronto comprende que Johannes está muerto. Dirige la linterna hacia dentro y cierra los ojos con fuerza antes de obligarse a mirar.

María aparece encogida en el suelo, atada a una silla. Tiene sangre en la cara y en la falda del camisón manchado ve la dentadura postiza rota.

Después ve uno de los pies de Johannes. Sólo alcanza a ver el pie. El resto del cuerpo está oculto detrás de la cortina. Vuelve cojeando y pasa por encima de la cerca otra vez. Mientras corre desesperadamente dando traspiés en el barro congelado siente el dolor de la rodilla de nuevo.

Primero llama a la policía.

Luego saca una palanca de un armario que huele a naftalina.

– Quédate aquí -le dice a Hanna-. No debes ver eso.

– ¿Qué es lo que ha pasado? -pregunta ella con temor y lágrimas en los ojos.

– No lo sé -dice-. Me he despertado porque la yegua no ha relinchado esta noche. Eso sí que lo sé con seguridad.

Es el 8 de enero de 1990.

Aún no ha amanecido.

2

La llamada telefónica fue registrada en la comisaría de Ystad a las 5.13. La recibió un policía exhausto que había estado de guardia casi sin interrupción desde la Nochevieja. Oyó la voz entrecortada en el teléfono y pensó que era un viejo trastornado. Pero algo llamó su atención. Empezó a hacerle preguntas. Cuando terminó, pensó un momento antes de levantar el auricular de nuevo y marcar el número que sabía de memoria.

Kurt Wallander dormía. La noche anterior se había quedado escuchando hasta una hora muy avanzada las grabaciones de María Callas que un buen amigo le había enviado desde Bulgaria. Una y otra vez había vuelto a su Traviata, y cuando se fue a dormir casi eran las dos. El teléfono lo arrancó de un fantástico sueño erótico. Como para asegurarse de que solamente era un sueño, estiró el brazo para tocar el edredón. Pero en la cama sólo se encontraba él. Su esposa no estaba, le había dejado hacía tres meses, y tampoco estaba la mujer negra con la que acababa de tener un violento coito en sueños.

Miró la hora mientras se estiraba para contestar al teléfono. «Un accidente de coche», pensó rápidamente. «El suelo resbaladizo por la helada y alguien que conduce demasiado deprisa y derrapa en la E 14. O una pelea con los inmigrantes que llegaron de Polonia en el transbordador de la mañana.» Se enderezó en la cama y apretó el auricular contra la mejilla; sintió la aspereza de la piel sin afeitar.

– ¡Wallander!

– No te habré despertado, ¿verdad?

– No, hombre, no. Estoy despierto.

«¿Por qué miento?», pensó. «¿Por qué no le digo la verdad? Que lo que más me gustaría es volver a dormir y atrapar un sueño perdido en forma de mujer desnuda?»

– Pensé que debía llamarte.

– ¿Accidente de coche?

– No exactamente. Un viejo granjero de nombre Nyström nos ha llamado desde Lenarp. Dice que su vecina está atada en el suelo y que alguien ha muerto.

Rápidamente intentó recordar dónde se encontraba Lenarp. No tan lejos de Marsvinsholm, en una zona muy accidentada para ser Escania.

– Parecía algo grave. Pensé que era mejor llamarte a ti directamente.

– ¿A quiénes tienes en la comisaría ahora mismo?

– Peters y Norén están buscando a alguien que rompió un escaparate en el Continental. ¿Les aviso?

– Diles que vayan al cruce que hay entre Kadesjö y Katslösa y esperen hasta que yo llegue. Dales la dirección. ¿A qué hora te avisaron?

– Hace unos minutos.

– ¿Seguro que no era un borracho el que llamó?

– No lo parecía.

– Ah no. Pues bueno.

Se vistió deprisa, sin ducharse, se sirvió una taza de café tibio que le quedaba en el termo y miró por la ventana. Vivía en la calle Mariagatan, en el centro de Ystad, y la fachada adonde daba su ventana estaba agrietada y gris. Se preguntó si nevaría aquel invierno en Escania. Esperaba que no. Con las tormentas de nieve en esa región siempre llegaban periodos de trabajo incesante. Accidentes de coche, parturientas bloqueadas por la nieve, viejos que se quedaban aislados y cables eléctricos caídos. Con las tormentas de nieve llegaba el caos, y le pareció que aquel invierno él estaba mal preparado para afrontarlo. El desconsuelo de haber sido abandonado por su mujer aún le escocía.

Condujo. por la calle Regementsgatan hasta llegar a la autovía de Österleden. En la calle Dragongatan el semáforo estaba en rojo. Puso la radio para escuchar las noticias. Una voz excitada contaba que un avión había caído en un continente lejano.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto», pensó mientras se frotaba los ojos para apartar el sueño. Era un conjuro que había adoptado hacía muchos años. En aquel entonces era un joven policía que patrullaba las calles de Malmö, su ciudad natal. En una ocasión, un borracho al que pretendían echar del parque Pildamm lo atacó por sorpresa con un gran cuchillo. Le hizo un corte profundo muy cerca del corazón. Por pocos milímetros se había salvado de una muerte inesperada. Tenía veintitrés años y en un segundo entendió lo que significaba ser policía. El conjuro era su manera de defenderse contra el recuerdo.

Dejó atrás la ciudad, pasó por delante de los almacenes de muebles construidos hacía poco junto a la entrada de la autovía y vislumbró el mar a lo lejos. El ambiente estaba gris, pero curiosamente sereno para ser pleno invierno. Lejos en el horizonte se divisaba un buque con rumbo al este. «Las tormentas de nieve vendrán», pensó. «Tarde o temprano las tendremos encima.»

Apagó la radio e intentó concentrarse en lo que le esperaba.

¿Qué era lo que sabía?

¿Una señora mayor atada en el suelo? ¿Un hombre que había afirmado haberla visto a través de la ventana? Pisó el acelerador después de pasar por la salida a Bjäresjö y le pareció indudable que el viejo había sufrido un ataque de demencia senil. En sus muchos años de servicio había notado más de una vez que para las personas mayores y aisladas llamar a la policía era como un grito desesperado de socorro. El coche patrulla lo esperaba en el desvío de Kadesjö. Peters había salido y estaba mirando una liebre que corría a saltos por el campo.

Al ver que Wallander se acercaba en su Peugeot azul lo saludó con la mano y se puso al volante.

La grava helada crujía bajo las ruedas. Kurt Wallander conducía detrás del coche patrulla. Pasaron la salida de Trunnerup y subieron las cuestas empinadas que llevaban a Lenarp. Se metieron por un estrecho camino rural, no más ancho que un tractor, por el que recorrieron un kilómetro. Dos granjas, una al lado de la otra, dos edificios alargados pintados de blanco y con jardines muy cuidados.

Un hombre mayor se acercó apresuradamente. Kurt Wallander vio que cojeaba, como si le doliera una rodilla.

Al salir del coche se dio cuenta de que se había levantado el viento. Puede que nevase, después de todo.

En cuanto vio al hombre supo que algo verdaderamente desagradable le esperaba. En aquellos ojos había un brillo de espanto que no podía ser fingido.

– Forcé la puerta -decía con tono febril una y otra vez-. Forcé la puerta porque tenía que verlo. Ella está a punto de morir, ella también.

Entraron por la puerta forzada. Wallander sintió el impacto del olor a viejo. Los papeles pintados eran anticuados y tuvo que entornar los ojos para poder ver en la oscuridad.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó.

– Allí dentro -contestó el viejo.

Luego se echó a llorar.

Los tres policías se miraron.

Kurt Wallander empujó la puerta con el pie.

Era peor de lo que se imaginaba. Mucho peor. Más tarde diría que era lo peor que jamás había visto. Y había visto mucho.

La habitación del viejo matrimonio estaba llena de sangre. Hasta la lámpara de porcelana que colgaba del techo estaba salpicada. Encima de la cama yacía bocabajo un hombre mayor con la parte superior del cuerpo al descubierto y los calzoncillos largos bajados. Tenía la cara destrozada, irreconocible. Parecía que alguien había intentado cortarle la nariz. Le habían atado las manos detrás de la espalda y destrozado el fémur izquierdo. El hueso blanco relucía entre todo aquel rojo.

– ¡Joder!

Wallander oyó el gemido de Norén y sintió arcadas.

– Una ambulancia, rápido -dijo mientras tragaba-. Rápido, rápido…

Luego se agacharon sobre la mujer que yacía en el suelo atada a una silla. Le habían puesto una fina cuerda alrededor del escuálido cuello. Respiraba débilmente. Kurt Wallander le ordenó a gritos a Peters que buscase un cuchillo. Cortaron la cuerda, que se le había hundido en las muñecas y en el cuello, y la acostaron en el suelo con mucho cuidado. Wallander puso la cabeza de la mujer en su regazo.

Miró a Peters y supo que ambos estaban pensando en lo mismo.

¿Quién podía ser tan cruel? ¿Ponerle una cuerda tan fina en el cuello a una anciana indefensa?

– Espera ahí fuera -dijo Kurt Wallander al viejo que sollozaba en la puerta-. Espera ahí y no toques nada.

Su voz sonaba como un rugido.

«Rujo porque tengo miedo», pensó. «¿En qué mundo vivimos?»

Esperaron unos veinte minutos. La respiración de la mujer era cada vez más irregular y Wallander empezó a temer que la ambulancia llegara demasiado tarde.

Reconoció al conductor de la ambulancia, se llamaba Antonson.

Su asistente era un joven al que nunca había visto.

– Hola -dijo Wallander-. El está muerto pero ella vive. Intentad mantenerla con vida.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Antonson.

– Espero que ella nos lo pueda decir si sobrevive. ¡Venga, daos prisa!

Cuando la ambulancia desapareció por el camino de grava, Kurt Wallander y Peters salieron. Norén se secó la cara con un pañuelo. El alba se anunciaba lentamente. Wallander miró su reloj. Faltaban dos minutos para las siete y media.

– Es como un matadero -dijo Peters.

– Peor -contestó Wallander-. Llama y pide que venga todo el personal. Dile a Norén que ponga barreras. Yo hablaré con el viejo.

Mientras hablaba oyó algo parecido a un grito. Se sobresaltó, y entonces el chillido se repitió.

Un caballo relinchaba.

Se dirigieron a la cuadra y abrieron la puerta. Dentro, en la oscuridad, un caballo golpeaba el suelo de su box nerviosamente. Olía a estiércol caliente y a orín.

– Dale agua y heno -dijo Kurt Wallander-. Quizás haya más animales por aquí.

Al salir de la cuadra se estremeció. Unos pájaros negros graznaban en un árbol solitario, en un campo lejano. Inspiró el aire fresco y notó que se había levantado el viento.

– Usted se llama Nyström -dijo dirigiéndose al viejo, que ya no lloraba-. Ahora dígame lo que ha pasado. Si le he entendido bien, usted vive en la granja vecina, ¿verdad?

El hombre asintió con la cabeza y preguntó con voz temblorosa:

– ¿Qué ha pasado?

– Espero que usted me lo diga -replicó Kurt Wallander-. ¿Podemos ir a su casa?

En la cocina, sentada en una silla, lloraba una mujer que llevaba una bata anticuada. En cuanto Kurt Wallander se presentó, ella se levantó y empezó a preparar café. Se sentaron a la mesa de la cocina. Wallander vio que algunos adornos de Navidad todavía colgaban en la ventana. También había un gato viejo que no le quitaba el ojo de encima. Alargó la mano para acariciarlo.

– Muerde -advirtió Nyström-. No está acostumbrado a la gente. Sólo a Hanna y a mí.

Wallander recordó que su mujer lo había abandonado y se preguntó por dónde empezaría. «Un asesinato bestial», pensó. «Y con muy mala suerte pronto será un doble asesinato.»

De repente se acordó de algo. Dio unos golpecitos en el cristal de la ventana y señaló a Norén.

– Discúlpenme un segundo -dijo mientras se levantaba.

– El caballo ya tiene agua y heno -aclaró Norén-. No había más animales.

– Que alguien vaya al hospital -ordenó Kurt Wallander-. Por si la mujer se despierta y dice algo. Algo tiene que haber visto. -Norén asintió con la cabeza-. Envía a alguien que tenga buen oído -continuó Wallander-. Mejor si sabe leer los labios.

Al volver a la cocina se quitó el abrigo y lo dejó en el sofá.

– Cuéntenme -dijo-. Cuéntenme todo lo que sepan y no olviden ningún detalle. No tengan prisa.

Después de dos tazas de café poco cargado comprendió que ni Nyström ni su esposa tenían algo importante que contar. Le confirmaron algunas horas y le explicaron la vida que llevaba el viejo matrimonio asaltado.

Le quedaban dos preguntas.

– ¿Saben si guardaban mucho dinero en casa? -preguntó.

– No -contestó Nyström-. Lo metían todo en el banco. La pensión también. Y no eran ricos. Cuando vendieron la tierra, los animales y las máquinas, regalaron el dinero a sus hijos.

La segunda pregunta le parecía que no tenía sentido. Pero la hizo de todos modos. Tal como estaban las cosas, no tenía elección.

– ¿Saben si tenían enemigos? -preguntó.

– ¿Enemigos?

– ¿Alguien que pudiera haber hecho esto?

Parecía que no habían entendido la pregunta.

La repitió.

Los dos viejos le miraron con incredulidad.

– La gente como nosotros no tiene enemigos -dijo el hombre. Wallander notó que hablaba con tono ofendido-. A veces discutimos por el mantenimiento de un camino o por los límites de un terreno. Pero no nos matamos.

Wallander movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Pronto volveré a llamarles -dijo, y se levantó con el abrigo en la mano-. Si se acuerdan de algo no duden en llamar a la policía. Pregunten por mí, Kurt Wallander.

– ¿Y si vuelven…? -preguntó la anciana.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– No lo harán -dijo-. Seguramente eran atracadores. No volverán. No tienen por qué preocuparse.

Pensó que debía decir algo más para tranquilizarlos. Pero ¿qué les diría? ¿Qué seguridad podría ofrecer a unas personas que acababan de vivir el brutal asesinato de su vecino más cercano y que sólo podían quedarse esperando a que muriera una segunda persona?

– El caballo -dijo-. ¿Quién le dará de comer?

– Lo haremos nosotros -contestó el anciano-. Le daremos lo que haga falta.

Wallander salió al frío del amanecer. El viento era más fuerte y se encogió al ir hacia su coche. En realidad debería quedarse para echar una mano a sus compañeros. Pero tenía frío, no se encontraba bien y no quería permanecer allí más de lo necesario. Además, a través de la ventana había visto que el que había llegado con el coche patrulla era Rydberg. Eso significaba que los técnicos no acabarían su trabajo hasta que le hubieran dado la vuelta a cada trozo de barro del lugar del crimen para estudiarlo. Rydberg, que se retiraría al cabo de pocos años, era un policía apasionado. Aunque a veces podía parecer pedante y flemático, era una garantía de que la investigación del lugar del crimen se haría debidamente.

Rydberg, que tenía reuma y usaba bastón, se acercaba cojeando por el corral.

– No es muy bonito -dijo-. Parece un matadero.

– No eres el primero que lo dice -contestó Kurt Wallander.

Rydberg tenía el semblante serio.

– ¿Tenemos alguna pista?

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– ¿Nada de nada?

Había como una súplica en la voz de Rydberg.

– Los vecinos no han oído ni han visto nada. Creo que son unos delincuentes comunes.

– ¿Te parece común esta brutalidad demencial?

Rydberg estaba excitado y Kurt Wallander se arrepintió de sus palabras.

– Naturalmente quiero decir que se trata de personas excepcionalmente bestiales las que han hecho esto. La clase de gente que se gana la vida atacando a ancianos solitarios en granjas apartadas.

– Tenemos que atraparlos -dijo Rydberg-. Antes de que vuelvan a actuar.

– Sí -contestó Kurt Wallander-. Aunque se nos escapen otros este año, a éstos sí que debemos atraparlos.

Se sentó en el coche y arrancó. En una curva del estrecho camino estuvo a punto de chocar contra un vehículo que se le acercaba a gran velocidad. Reconoció al conductor. Era un periodista que trabajaba para uno de los grandes diarios nacionales y aparecía cuando algo de considerable interés ocurría en los alrededores de Ystad.

Wallander atravesó Lenarp un par de veces de punta a punta. Había luz en las ventanas, pero no había nadie en las calles.

«¿Qué dirán cuando lo sepan?», pensó.

Estaba desanimado. La visión de la anciana con la cuerda alrededor del cuello no lo dejaba en paz. La crueldad era incomprensible. ¿Quién podía hacer algo semejante? ¿Por qué no darle un hachazo en la cabeza para acabar con ella en el acto? ¿Por qué torturarla?

Intentó analizar la situación mientras atravesaba el pequeño pueblo a poca velocidad. En el cruce con la carretera que iba hacia Blentarp se detuvo, encendió la calefacción porque tenía frío y luego se quedó inmóvil mirando al horizonte.

Era él quien llevaría la investigación, lo sabía. No podía ser ningún otro. Después de Rydberg era el policía con más experiencia en Ystad, a pesar de que sólo tenía cuarenta y dos años.

Gran parte del trabajo de la investigación sería pura rutina. Examinar el lugar del crimen, hacer preguntas en Lenarp y a lo largo del posible camino de huida de los atracadores. ¿Habían visto algo sospechoso? ¿Un incidente fuera de lo normal? Las preguntas le retumbaban en la cabeza.

Pero Kurt Wallander sabía por experiencia que los robos en las zonas rurales muchas veces resultaban difíciles de resolver.

Su esperanza residía en que la anciana sobreviviese.

Ella había visto algo. Ella sabía algo.

Pero si moría, el doble asesinato sería difícil de resolver.

Se sintió intranquilo.

En circunstancias normales, la ansiedad estimulaba su energía y determinación, condiciones imprescindibles en cualquier trabajo policial; y él pensaba que era un buen policía. Pero en ese momento se sentía inseguro y cansado.

Se obligó a poner la primera. El coche se movió unos metros. Luego se volvió a parar.

Era como si hasta ese momento no hubiera entendido lo que había vivido aquella gélida mañana de invierno.

La crueldad y ensañamiento del asalto a la pareja de indefensos ancianos le atemorizó.

Aquello no debería haber ocurrido jamás.

Miró a través de las ventanillas del coche. El viento silbaba y rugía por entre las puertas del coche.

«Ahora tengo que empezar», pensó.

«Es lo que dijo Rydberg.»

«Tenemos que atrapar a los que lo han hecho.»

Se fue directamente al hospital de Ystad y subió en ascensor hasta la planta de cuidados intensivos. En el pasillo descubrió enseguida a Martinson, el joven aspirante a policía, sentado en una silla delante de una puerta.

Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba irritado. ¿Es posible que no hubiese más que un joven e inexperto aspirante a policía para hacer guardia en el hospital? ¿Y por qué estaba sentado fuera de la habitación? ¿Por qué no estaba sentado al lado de la cama, dispuesto a registrar el menor susurro de la mujer maltratada?

– Hola -dijo Kurt Wallander-. ¿Cómo va todo?

– Está inconsciente -contestó Martinson-. Parece que los médicos no tienen demasiadas esperanzas.

– ¿Qué haces aquí sentado? ¿Por qué no estás dentro?

– Me avisarán si pasa algo.

Kurt Wallander notó que Martinson se ponía nervioso.

«Hablo como un viejo maestro gruñón», pensó.

Con mucho cuidado empujó la puerta y miró hacia dentro. Había varias máquinas aspirando y bombeando en la antesala de la muerte. Los tubos serpenteaban como gusanos transparentes a lo largo de las paredes. Una enfermera repasaba un diagrama cuando él abrió la puerta.

– Aquí no puede entrar -dijo en tono brusco.

– Soy policía -replicó Wallander tímidamente-. Sólo quiero saber cómo está.

– Se le ha dicho que espere fuera -añadió la enfermera.

Antes de que a Kurt Wallander le diera tiempo de contestar entró un médico con mucha prisa en la habitación. Le pareció muy joven.

– Preferimos no tener extraños aquí dentro -dijo el joven médico al ver a Kurt Wallander.

– Me iré. Pero quiero saber cómo se encuentra. Me llamo Wallander y soy policía. Policía criminalista -explicó sin saber si eso cambiaba las cosas-. Soy el que lleva la investigación y debo buscar a quienes lo han hecho. ¿Cómo está?

– Es increíble que todavía viva -contestó el médico, señalándole con la cabeza que le siguiera hasta la cama-. Todavía no sabemos qué está roto y dañado dentro de ella. Primero tenemos que saber si va a sobrevivir. Pero la tráquea está muy deformada. Como si alguien hubiera intentado estrangularla.

– Eso fue precisamente lo que pasó -dijo Kurt Wallander mirando la cara delgada que se dejaba ver entre las sábanas y los tubos.

– Debería estar muerta -continuó el médico.

– Espero que sobreviva -dijo Kurt Wallander-. Es el único testigo que tenemos.

– Nosotros esperamos que todos nuestros pacientes sobrevivan -contestó el médico secamente, estudiando una pantalla donde las líneas verdes hacían movimientos oscilatorios sin cesar.

Kurt Wallander dejó la habitación después de que el médico dijera que no podía aclarar nada. El desenlace era imprevisible. Maria Lövgren podía fallecer sin recuperar la conciencia. Era imposible saber lo que ocurriría.

– ¿Sabes leer los labios? -le preguntó a Martinson.

– No -contestó el muchacho, sorprendido.

– Lástima -dijo Wallander y salió.

Desde el hospital se dirigió en coche directamente al edificio pardo de la comisaría que estaba en la salida este de la ciudad.

Se sentó ante su escritorio y miró por la ventana hacia el viejo depósito rojo de agua.

«Quizás haga falta otro tipo de policías», pensó. «¿Policías que no se impresionen cuando en una madrugada de enero estén obligados a entrar en un matadero humano en la campiña sureña de Suecia? ¿Policías que no sufran mi inseguridad y angustia?»

El teléfono interrumpió sus pensamientos.

«El hospital», pensó rápidamente.

«Ahora llaman para comunicarme que Maria Lövgren ha muerto.

»Pero ¿tuvo tiempo de despertar? ¿Dijo algo?» Se quedó mirando el teléfono mientras sonaba.

«Mierda», pensó.

«Mierda. Lo que sea, pero eso no.»

Pero cuando levantó el auricular descubrió que era su hija. Se sobresaltó tanto que casi tira el teléfono al suelo.

– Papá -dijo, y él oyó caer las monedas.

– Hola -contestó él-. ¿Desde dónde llamas?

«Que no sea desde Lima», pensó. «O Katmandú. O Kinshasa.»

– Estoy en Ystad.

Entonces se alegró. Eso significaba que la vería.

– He venido a verte -dijo-. Pero he cambiado de opinión. Estoy en la estación. Me voy ahora. Sólo quería decirte que por lo menos había pensado en venir a verte.

Luego la llamada se cortó. Wallander se quedó sentado con el auricular en la mano.

Era como si tuviese algo muerto, algo suelto en la mano.

«Maldita cría», pensó. «¿Por qué me hace esto?»

Su hija Linda tenía diecinueve años. Hasta los quince habían mantenido una buena relación. Cuando tenía problemas se dirigía a él y no a su madre, o cuando quería hacer algo pero no se atrevía. Había visto cómo se había transformado de niña rechoncha en una mujer joven de belleza provocativa. Hasta cumplir los quince años no dejó traslucir los demonios secretos que un día la llevarían a un terreno inseguro y enigmático.

Un día de primavera, después de cumplir quince años, de repente y sin aviso, intentó suicidarse. Fue un sábado por la tarde. Kurt Wallander estaba reparando una de las sillas del jardín mientras su esposa limpiaba los cristales. Él dejó el martillo y entró en la casa, empujado por una ansiedad repentina. Linda estaba en la cama, se había cortado las muñecas y el cuello con una hoja de afeitar. Más tarde, cuando todo había pasado, el médico le explicó que habría muerto si él no hubiera entrado en aquel momento o si no le hubiera puesto un vendaje a presión con la serenidad con que lo hizo.

Nunca superó el susto. La relación entre él y Linda se rompió. Ella se apartaba y él no lograba entender qué la había llevado al intento de suicidio. Dejó el colegio, aceptaba diferentes trabajos temporales y de pronto desaparecía durante largos periodos. En dos ocasiones su esposa le había obligado a denunciar su desaparición. Los demás policías habían visto su dolor cuando Linda era el objeto de su investigación. Pero ella volvía a aparecer y por sus bolsillos y pasaporte descubrían sus viajes.

«Coño», pensó. «¿Por qué no te quedas? ¿Por qué cambias de idea?»

El teléfono sonó otra vez, cogió el auricular compulsivamente.

– Es papá -dijo sin pensar.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó su padre al otro lado de la línea-. ¿Qué quieres decir contestando «es papá»? Pensaba que eras policía.

– No tengo tiempo de hablar contigo ahora. ¿Puedo llamarte más tarde?

– No, no puedes. ¿Qué es eso tan importante?

– Ha ocurrido algo grave esta mañana. Te llamo luego.

– ¿Qué ha pasado?

Su anciano padre lo llamaba casi cada día. En varias ocasiones había dado órdenes a la telefonista de no pasar sus llamadas. Pero su truco fue descubierto y empezó a dar otros nombres y a cambiar la voz para tomarles el pelo a las telefonistas.

Kurt Wallander sólo vio una posible escapatoria.

– Iré a verte esta tarde -dijo-. Entonces podremos hablar.

Su padre se dejó convencer a regañadientes.

– Ven a las siete. Tendré tiempo para recibirte.

– Iré a las siete. Hasta luego.

Colgó y bloqueó el teléfono para no recibir llamadas. Rápidamente pensó en tomar el coche y bajar hasta la estación a buscar a su hija. Hablar con ella, intentar resucitar la relación que tan enigmáticamente se había perdido. Pero sabía que no lo haría. No quería arriesgarse a que su hija se fuera corriendo para siempre.

La puerta se abrió y asomó la cabeza de Näslund.

– Hola -dijo-. ¿Lo hago pasar?

– ¿Pasar a quién?

Näslund miró su reloj.

– Son las nueve -contestó-. Ayer dijiste que querías a Klas Månson sobre esta hora para interrogarle.

– ¿Qué Klas Månson?

Näslund lo miró con curiosidad.

– El que atracó la tienda en la autovía Österleden. ¿Te has olvidado de él?

De pronto se dio cuenta de que Näslund, obviamente, no sabía nada del asesinato cometido durante la noche.

– Debes ocuparte de Månson -dijo-. Anoche hubo un asesinato en Lenarp. Es posible que sea un doble asesinato. Un matrimonio de ancianos. Debes ocuparte de Månson. Mejor pospón la entrevista. Tenemos que organizar la investigación de Lenarp antes que nada.

– El abogado de Månson ya ha llegado -dijo Näslund-. Si le envío a casa montará un número de cojones.

– Haz un interrogatorio preliminar -ordenó Kurt Wallander-. Si a pesar de todo el abogado empieza a gritar, no podremos hacer nada. Avisa que hay reunión en mi despacho a las diez. Tienen que venir todos.

De pronto estaba en marcha. Volvía a ser policía. La angustia que sentía por su hija y su esposa tendría que esperar. En aquel momento empezaba la laboriosa tarea de cazar al asesino.

Se deshizo de un montón de papeles del escritorio, rompió una quiniela que nunca tendría tiempo de rellenar, fue al comedor y se sirvió una taza de café.

A las diez estaban todos reunidos en su despacho. Rydberg había ido desde el lugar del crimen y estaba sentado en una silla de madera cerca de la ventana. Siete policías, unos de pie otros sentados, llenaban la habitación. Wallander llamó al hospital y se enteró de que la situación de la anciana era crítica, sin novedades.

Luego se puso a dar detalles sobre lo que había pasado.

– Fue peor de lo que podéis imaginaron -empezó-. ¿O qué dices tú, Rydberg?

– Exacto -contestó Rydberg-. Como en una película americana. Hasta olía a sangre. No suele ocurrir.

– Tenemos que capturar a los que lo han hecho -siguió Kurt Wallander-. No podemos dejar sueltos a desquiciados de esa calaña.

Se hizo el silencio en la habitación. Rydberg tamborileaba con los dedos en el respaldo de la silla. Se oyó reír a una mujer en el pasillo.

Kurt Wallander los miró. Eran sus compañeros. Ninguno era un amigo del alma. Pero estaban unidos.

– Bueno -dijo-. ¿Qué hacemos? Tenemos que empezar.

Eran las once menos veinte.

3

A las cuatro menos cuarto de la tarde, Kurt Wallander sintió hambre. No había tenido tiempo de comer en todo el día. Después de la reunión había dedicado la mañana a organizar la caza de los asesinos de Lenarp. No dudaba en emplear el plural. Le costaba imaginar que una sola persona pudiera haber cometido aquel baño de sangre.

Fuera estaba oscuro cuando se dejó caer en la silla de detrás de su escritorio con la intención de redactar una nota de prensa. Encontró montones de mensajes telefónicos que le había dejado una de las telefonistas. Buscó en vano el nombre de su hija y luego los amontonó en la bandeja de correo entrante. Para eludir la desagradable experiencia de ponerse ante las cámaras de televisión de Noticias del Sur y decir que de momento no tenían ninguna pista de quiénes habían cometido el brutal asesinato de los ancianos, le había rogado a Rydberg que lo hiciera. A cambio escribiría la nota de prensa. Sacó una hoja de un cajón de la mesa. Pero ¿qué iba a escribir? El trabajo de aquel día sólo había consistido en acumular una gran cantidad de interrogantes.

Un día de espera. En la unidad de cuidados intensivos, la anciana que había sobrevivido al estrangulamiento de la cuerda luchaba por su vida.

¿Llegarían a saber algún día lo que la mujer había visto aquella terrible noche en la casa solitaria? ¿O se moriría sin poder contarles nada?

Kurt Wallander miró por la ventana, hacia la oscuridad.

En lugar de la nota de prensa empezó a escribir un resumen de lo que se había hecho durante el día y de lo que tenían como punto de partida.

«Nada», pensó al acabar. «Atacan y torturan brutalmente a dos viejos que no tienen enemigos ni dinero escondido. Los vecinos no oyen nada. Hasta que los autores del crimen se han ido, no notan que una ventana está rota ni oyen los gritos de socorro de la anciana. Rydberg todavía no ha encontrado ninguna pista. Eso es todo.

»Los viejos que viven en casas aisladas siempre han estado expuestos a atracos. Los atan, los golpean e incluso los matan.

»Pero esto es otra cosa», pensó Kurt Wallander. «La fina cuerda al cuello trasluce una lúgubre historia de resentimiento y odio, quizá también de venganza.»

Había algo que no encajaba en aquel crimen.

En aquel momento se trataba de no perder la esperanza. Varios grupos de policías habían hablado con los habitantes de Lenarp. ¿Podrían haber visto algo? A menudo, antes de asaltar casas aisladas en las que vivían ancianos, los malhechores practicaban un reconocimiento del lugar. Y Rydberg a lo mejor encontraría alguna pista en el lugar del crimen. Kurt Wallander miró el reloj.

¿Cuánto hacía que no llamaba al hospital? ¿Cuarenta y cinco minutos? ¿Una hora?

Decidió esperar hasta que tuviera escrita la nota de prensa. Se colocó los auriculares del pequeño radiocasete y puso una cinta de Jussi Björling. La chirriante grabación de los años treinta no podía hacer sombra a la espléndida música de Rigoletto.

La nota de prensa era de ocho líneas. Kurt Wallander le pidió a una de las empleadas que la pasara a máquina y luego sacara copias. Mientras tanto, él leería el formulario de preguntas que se enviaría a todos los que vivían en los alrededores de Lenarp. ¿Han visto algo fuera de lo normal? ¿Algo que tuviera relación con el brutal crimen? Estaba convencido de que el formulario no daría más que molestias. Sabía que el teléfono sonaría sin cesar y que dos policías tendrían que escuchar informaciones inútiles.

«De todos modos hay que hacerlo», pensó. «Al menos confirmaremos que nadie ha visto nada.»

Volvió a su despacho y llamó de nuevo al hospital. Pero nada había cambiado. La anciana aún luchaba por su vida. Cuando colgó, Näslund entró en su despacho.

– Tenía razón -dijo.

– ¿Razón?

– El abogado de Månson se puso furioso.

Kurt Wallander se encogió de hombros.

– Tendremos que resignarnos a vivir con eso.

Näslund se rascó la frente y preguntó cómo iban las cosas.

– De momento, nada. Hemos empezado. Eso es todo.

– He visto que llegaba el informe preliminar del médico forense.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no me lo han dado a mí?

– Está en el despacho de Hanson.

– ¿Qué coño hace allí?

Kurt Wallander se levantó y salió al pasillo. «Siempre lo mismo», pensó. «Los papeles no llegan adonde deben.» Aunque el trabajo de la policía se registraba cada vez con mayor frecuencia en los ordenadores, los papeles importantes aún tendían a extraviarse.

Hanson estaba hablando por teléfono cuando Kurt Wallander llamó a su puerta y entró. Vio que la mesa de Hanson estaba cubierta de boletos de juego y programas de diferentes hipódromos del país. En la comisaría todo el mundo sabía que Hanson se pasaba la mayor parte de su jornada laboral llamando a diversos entrenadores de caballos para pedir soplos. Dedicaba las noches a idear sistemas de apuestas que le garantizaran las mayores ganancias. Corrían rumores de que una vez le había tocado un gran premio. Pero nadie lo sabía con certeza. Y no se podía decir que nadara en la abundancia.

Cuando Kurt Wallander entró, Hanson tapó el auricular con la mano.

– El protocolo del informe del forense -dijo Kurt Wallander-. ¿Lo tienes tú?

Hanson apartó un programa de las carreras de Jägersro.

– Ahora mismo te lo iba a llevar.

– El número cuatro de la carrera número siete es un ganador seguro -dijo Kurt Wallander y tomó la carpeta de plástico de la mesa.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que es un ganador seguro.

Kurt Wallander se fue y dejó a Hanson boquiabierto. Vio en el reloj del pasillo que aún faltaba media hora para la rueda de prensa. Volvió a su despacho y leyó el informe médico con mucha atención.

La brutalidad del asesinato le parecía en aquel momento aún más notoria, si cabía, que cuando había llegado a Lenarp por la mañana.

En el examen preliminar del cuerpo, el médico no había podido determinar la causa de la muerte.

Había demasiadas causas para elegir.

El cuerpo tenía ocho heridas o cortes profundos producidos por un objeto afilado y serrado. El médico sugería una sierra de podar. Además, el fémur derecho estaba roto, al igual que el brazo izquierdo y la muñeca. En la piel aparecían señales de quemaduras, hinchazón en los testículos y el hueso frontal estaba hundido. Aún no se podía constatar la verdadera causa de la muerte.

El médico había acompañado el informe oficial con una nota aparte:

«El acto de unos locos», escribía. «La violencia a que fue expuesto este hombre habría sido suficiente para matar a cuatro o cinco personas.»

Kurt Wallander apartó el informe.

Se sentía cada vez peor.

Había algo que no encajaba.

Los atracadores de ancianos no solían descargar su odio. Buscaban dinero.

¿Por qué aquella violencia enfermiza?

Cuando comprendió que no podía dar una respuesta satisfactoria a la pregunta, volvió a leer el resumen que él mismo había escrito. ¿Había olvidado algo? ¿Había descuidado algún detalle que más tarde sería importante? Aunque la mayor parte del trabajo policial consistía en buscar con mucha paciencia hechos posiblemente relacionados entre sí, también había aprendido por experiencia que la primera impresión del lugar de un crimen era fundamental. Sobre todo cuando los policías se contaban entre los primeros en llegar.

En el resumen había algo que le hacía pensar. Pese a todo, ¿había olvidado algún detalle?

Se quedó sentado durante un buen rato sin descubrir de qué se trataba.

La chica abrió la puerta y dejó la nota de prensa mecanografiada y las copias. Camino de la sala de conferencias, Wallander entró en el lavabo y se miró al espejo. Empezaba a necesitar un corte de pelo. El cabello castaño le salía por detrás de las orejas. Y debería perder algunos kilos. Durante los tres meses transcurridos desde que su mujer le abandonara, había engordado siete kilos. En su solitaria dejadez se había alimentado de comidas rápidas y pizzas, hamburguesas grasientas y bollería.

– Gordinflón -se dijo en voz alta-. ¿Quieres estar como un viejo acabado?

Decidió cambiar sus hábitos alimenticios de inmediato. Si fuera necesario, reconsideraría el volver a fumar.

Se preguntó cuál sería la causa de que casi la mitad de los policías estuvieran divorciados. ¿Por qué las esposas abandonaban a los maridos? En alguna ocasión había leído una novela policíaca y suspirando había constatado que en ella la situación era igual de mala.

Los policías estaban divorciados y punto…

La sala donde tendría lugar la rueda de prensa estaba llena. Conocía a la mayoría de los periodistas. Pero también había caras nuevas, y una joven llena de marcas de acné lo miraba mientras preparaba su grabadora.

Kurt Wallander repartió la escueta nota de prensa y se sentó en la tarima que había al fondo de la sala. En realidad debería haber asistido el jefe de la policía de Ystad, pero estaba de vacaciones de invierno en España. Rydberg había prometido acudir si acababa pronto con la televisión. Si no lo hacía, Kurt Wallander estaría solo.

– Habéis recibido la nota -empezó-. En realidad, no tengo nada más que decir por ahora.

– ¿Se puede preguntar? -dijo un periodista a quien Kurt Wallander reconocía como el corresponsal local del periódico Arbetet.

– Estoy aquí para eso -contestó Kurt Wallander.

– Desde mi punto de vista, es una nota francamente mala -dijo el periodista-. Deberíais explicar algo más.

– No tenemos ninguna pista sobre los autores -informó Kurt Wallander.

– ¿O sea que había más de uno?

– Probablemente.

– ¿Por qué creéis eso?

– Lo creemos, pero no lo sabemos.

El periodista hizo una mueca y Kurt Wallander le dio la palabra a otro periodista que conocía.

– ¿Cómo lo mataron?

– Violencia externa.

– ¡Eso puede significar un montón de cosas diferentes!

– No lo sabemos todavía. Los forenses no han acabado su trabajo. Tardarán unos días.

El periodista tenía más preguntas, pero fue interrumpido por la chica del acné y la grabadora. Kurt Wallander pudo leer en la parte superior del aparato que era de la radio local.

– ¿Qué se llevaron los asaltantes?

– No lo sabemos todavía -respondió Kurt Wallander-. No sabemos siquiera si es un robo.

– ¿Qué sería si no?

– No lo sabemos.

– ¿Hay algo que indique que no sea un robo?

– No.

Wallander notaba que sudaba ante una sala desbordada de periodistas. Recordaba que cuando era un policía joven soñaba con encargarse de las ruedas de prensa. Pero en sus sueños no estaban llenas de aire viciado y sudor.

– Le he hecho una pregunta -oyó decir a uno de los periodistas que estaba al final de la sala.

– No le he entendido -dijo Kurt Wallander.

– Para la policía, ¿se trata de un crimen importante? -preguntó el periodista.

A Wallander le sorprendió la pregunta.

– Claro que es muy importante resolver este asesinato -dijo-. ¿Por qué no iba a serlo?

– ¿Pediréis refuerzos?

– Es demasiado pronto para contestar a eso. Por supuesto que esperamos una pronta solución. Creo que todavía no entiendo tu pregunta.

El periodista, que era muy joven y llevaba unas gafas de cristales gruesos, se abrió paso a través de la sala. Kurt Wallander no lo había visto antes.

– Sólo quiero decir: hoy en Suecia ya nadie se preocupa por las personas mayores.

– Nosotros sí -contestó Kurt Wallander-. Haremos todo lo que podamos para atrapar a los autores. En Escania viven muchas personas mayores en granjas solitarias. Pueden estar seguros de que haremos todo lo que esté en nuestras manos. -Se levantó-. Les informaremos cuando tengamos más que contar -dijo-. Gracias por venir.

La chica de la radio local bloqueó su camino cuando iba a salir de la sala.

– No tengo nada más que decir -protestó.

– Conozco a tu hija Linda -dijo la chica.

Kurt Wallander se quedó parado.

– ¿Ah sí? -preguntó-. ¿Cómo es eso?

– Nos hemos visto algunas veces. Aquí y allá.

Kurt Wallander intentó pensar si la reconocía. ¿Habían sido compañeras de clase?

Ella negaba con la cabeza como si hubiera leído sus pensamientos.

– Tú y yo no nos hemos visto nunca -dijo-. No me conoces. Linda y yo nos conocimos en Malmö.

– Ajá -dijo Wallander-. Qué bien.

– Me gusta mucho. ¿Puedo hacerte más preguntas?

Kurt Wallander repitió lo que había dicho por el micrófono. Lo que le habría gustado era hablar sobre Linda, pero no tenía ocasión.

– Dale recuerdos -se despidió la chica al recoger su grabadora-. Dale recuerdos de Cathrin. O Cattis.

– Lo haré -dijo Kurt Wallander-. Lo prometo.

Al volver a su despacho sintió un dolor en el estómago. Pero ¿era de hambre o de angustia?

«Tengo que parar», pensó. «Tengo que asumir que mi mujer me ha dejado. Tengo que admitir que no puedo hacer mucho salvo esperar a que Linda me venga a ver por iniciativa propia. Tengo que aceptar que la vida es como es…»

Un poco antes de las seis los policías se reunieron otra vez. Nada nuevo en el hospital. Kurt Wallander organizó rápidamente unos turnos para la noche.

– ¿Es necesario? -preguntó Hanson-. Deja una grabadora y cualquier enfermera la podrá poner en marcha si la vieja despierta.

– Es necesario -replicó Kurt Wallander-. Me haré cargo desde medianoche hasta las seis. ¿Hay algún voluntario hasta entonces?

Rydberg asintió con la cabeza.

– Yo puedo estar sentado en el hospital igual que en cualquier otro sitio -contestó.

Kurt Wallander miró a su alrededor. Todos parecían ojerosos a la luz de los fluorescentes del techo.

– ¿Hemos llegado a alguna parte? -preguntó.

– Hemos terminado lo de Lenarp -contestó Peters, que había dirigido el trabajo de llamar puerta por puerta-. Parece que nadie ha visto nada. Pero es posible que dentro de unos días se les ocurra algo. Por lo demás, la gente por allí tiene miedo. Es desagradable de cojones. Casi sólo hay viejos. Y una familia polaca asustada que es probable que esté aquí ilegalmente. Pero los dejé estar. Tenemos que continuar mañana.

Kurt Wallander miró a Rydberg.

– Está lleno de huellas digitales -dijo-. Quizá descubramos algo. Aunque lo dudo. Pero hay un nudo que me interesa.

Kurt Wallander le dirigió una mirada inquisitiva.

– ¿Un nudo?

– El nudo corredizo.

– ¿Qué le pasa?

– Es poco común. Nunca había visto un nudo como ése.

– ¿Habías visto un nudo estrangulador antes? -preguntó Hanson desde la puerta, impaciente por irse.

– Sí -dijo Rydberg-. Lo he visto. Veremos qué puede aportarnos ese nudo.

Kurt Wallander sabía que Rydberg no quería decir nada más. Pero si el nudo le interesaba era porque podía tener su importancia.

– Mañana por la mañana iré a ver a los vecinos otra vez -informó Wallander-. Y a propósito, ¿han encontrado a los hijos de los Lövgren?

– Martinson se encargaba de ello -contestó Hanson.

– ¿Martinson no estaba en el hospital? -preguntó Kurt Wallander con asombro.

– Cambió con Svedberg.

– ¿Dónde coño está ahora, pues?

Nadie sabía dónde se encontraba Martinson. Kurt Wallander llamó a las telefonistas y le informaron de que Martinson había salido una hora antes.

– Llámale a casa -ordenó Kurt Wallander.

Luego miró su reloj.

– Nos volveremos a reunir mañana a las diez -dijo-. Gracias por hoy, hasta entonces.

Acababa de quedarse solo cuando la telefonista le pasó una llamada de Martinson.

– Lo siento -se excusó Martinson-. Pero se me olvidó que teníamos que vernos.

– ¿Qué hay de los hijos?

– Me parece que Richard tiene la varicela.

– Quiero decir los hijos de los Lövgren. Las dos hijas.

Martinson sonaba sorprendido.

– ¿No recibiste mi mensaje?

– Yo no he recibido nada.

– Se lo di a una de las telefonistas.

– Voy a ver. Pero explícamelo primero.

– Una de las hijas, la que tiene cincuenta años, vive en Canadá. En Winnipeg, que no sé por dónde cae. Olvidé que allí era medianoche cuando llamé. Primero se negaba a creer lo que le decía. Hasta que su marido se puso al teléfono no llegaron a entender lo que había pasado. El es policía, de la montada de Canadá. Hablaremos mañana otra vez. Pero ella viene en avión, naturalmente. A la otra hija ha costado más encontrarla a pesar de que está en Suecia. Tiene cuarenta y siete años y trabaja como jefa de comedor en el Hotel Rubinen de Göteborg. Parece que es entrenadora de un equipo de balonmano en Skien, Noruega. Prometieron avisarle. Puse una lista de los demás familiares de los Lövgren en la recepción. Son muchos. La mayoría de ellos vive en Escania. Quizá llamen otros cuando lean mañana los periódicos.

– Está bien -dijo Kurt Wallander-. ¿Me puedes sustituir en el hospital mañana por la mañana a las seis? Es decir, si no muere.

– Iré -dijo Martinson-. Pero ¿te parece lógico que tú estés allí sentado?

– ¿Por qué no?

– Tú eres quien lleva la investigación. Deberías dormir.

– Una noche sí puedo -respondió Kurt Wallander y terminó la conversación.

Se quedó totalmente quieto mirando a la nada.

«¿Podremos con todo esto?», pensó. «¿O nos han tomado la delantera?»

Se puso el abrigo, apagó la luz del escritorio y abandonó el despacho. El pasillo que llevaba a la recepción estaba desierto. Metió la cabeza en la garita de cristal, donde la telefonista hojeaba una revista. Vio que era un programa para las carreras de caballos. «Todo el mundo juega a los caballos», pensó.

– Me han dicho que Martinson me ha dejado unos papeles -dijo.

La telefonista, que se llamaba Ebba y llevaba en la policía más de treinta años, asintió amablemente con la cabeza y señaló el mostrador.

– Tenemos una chica del centro de empleo juvenil. Guapa y amable, pero totalmente inútil. A lo mejor se le olvidó dártelos.

– Me voy -dijo Wallander-. Creo que estaré en casa dentro de un par de horas. Si ocurre algo, llámame a casa de mi padre.

– Estás pensando en la pobre mujer del hospital -afirmó Ebba.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. -Una historia tremenda.

– Sí -admitió Kurt Wallander-. A veces me pregunto qué está pasando en este país.

Al salir por las puertas de cristal de la comisaría sintió en la cara el impacto de un viento frío y cortante, y se encorvó mientras corría hacia el aparcamiento. «Espero que no nieve», pensó. «Al menos hasta que demos con los visitantes de Lenarp.»

Se metió en el coche y buscó entre los casetes que guardaba en la guantera. Sin poder decidirse puso el Réquiem de Verdi. Había instalado unos costosos altavoces en el coche y las notas golpearon con fuerza sus tímpanos. Giró a la derecha y bajó por la calle Dragongatan hasta la autovía de Österleden. Unas hojas solitarias bailaban en la calzada y un ciclista luchaba contra el viento. Vio que el reloj del coche marcaba las seis. Sintió hambre de nuevo y, cruzando la carretera principal, entró en la cafetería de la gasolinera OK. «Cambiaré mis costumbres culinarias mañana», pensó. «Si llego un minuto después de las siete a casa de mi viejo, me dirá que lo he abandonado.»

Comió una hamburguesa especial.

Lo hizo tan deprisa que le provocó diarrea.

Cuando estaba sentado en el retrete se dio cuenta de que debería haberse cambiado de calzoncillos.

De repente notó un profundo cansancio.

Se levantó cuando alguien llamó a la puerta.

Puso gasolina y condujo hacia el este, a través de Sandskogen, y entró en la carretera de Kåseberga. Su padre vivía en una casa pequeña en medio del campo, entre el mar y Löderup.

Eran las siete menos cuatro minutos cuando el coche entró en el patio de grava que había delante de la casa. Aquel patio fue causa de la pelea más larga que hubo entre él y su padre. El que había antes tenía adoquines tan antiguos como la casa. Un buen día, a su padre se le ocurrió llenarlo de gravilla y, cuando Kurt Wallander protestó, se puso furioso.

– ¡Yo no necesito ningún tutor! -exclamó.

– ¿Por qué estropeas un patio de adoquines tan bonito? -preguntó Kurt Wallander.

Luego discutieron.

Pero finalmente el patio estaba cubierto por una gravilla gris que crujía bajo las ruedas del coche.

Wallander vio luz en la casita que servía de trastero.

«La próxima vez podría tratarse de mi padre», pensó de repente.

«Un asesino a la luz de la luna que le señale a él como el anciano idóneo para asaltarlo, tal vez matarlo.

»Nadie lo oiría si pidiera auxilio. No con este viento y el vecino más próximo, que es otro anciano, a quinientos metros…»

Acabó de escuchar el final del Dies irae antes de salir del coche y desperezarse.

Entró por la puerta del trastero, que era el estudio de su padre. Estaba allí como siempre, pintando sus cuadros.

El olor a aguarrás y a aceite que emanaba de su padre era uno de los recuerdos más antiguos de la niñez. Y su figura delante del caballete manchado, vestido con un mono azul marino y botas de goma recortadas.

A los cinco o seis años se dio cuenta de que su padre no pintaba el mismo cuadro año tras año.

Era el motivo el que nunca cambiaba.

Pintaba un paisaje melancólico de otoño, con un lago como un espejo, un árbol torcido con ramas sin hojas en primer plano y a lo lejos cadenas montañosas envueltas en nubes, que reflejaban colores irreales creados por el sol vespertino.

De vez en cuando añadía un urogallo sentado en un tronco en la parte exterior izquierda del cuadro. Regularmente recibían la visita de hombres con trajes de seda y pesados anillos de oro en los dedos. Iban en furgonetas oxidadas o brillantes coches de lujo y compraban los cuadros, con o sin urogallo.

De esta manera su padre había pintado casi el mismo cuadro toda la vida. Se ganaba la vida con los cuadros que se vendían en mercadillos o subastas.

Vivían en Klagshamn, en las afueras de Malmö, en una vieja herrería reformada. La infancia de Kurt Wallander y su hermana Kristina siempre estuvo envuelta en olor a aguarrás. Al quedarse viudo, su padre vendió la vieja herrería y se mudaron al campo. En realidad, Kurt Wallander nunca entendió por qué lo hicieron, su padre siempre se quejaba de la soledad.

Kurt Wallander abrió la puerta del trastero y vio que su padre estaba pintando un cuadro donde no habría urogallo. Pintaba el árbol en primer plano. Soltó un gruñido a modo de saludo y continuó moviendo el pincel.

Wallander se sirvió una taza de café de una cafetera sucia que había encima de un fogoncillo maloliente.

Miró a su padre, que casi tenía ochenta años, pequeño y encorvado; pero que irradiaba energía y fuerza de voluntad.

«Seré como él cuando me haga mayor», pensó.

«De niño me parecía a mi madre. Ahora me parezco a mi abuelo. ¿Me pareceré a mi padre al envejecer?»

– Sírvete una taza de café -dijo el padre-. En un momento estoy.

– Ya me la he servido.

– Tómate otra taza, pues -añadió su padre.

«Está de mal humor», pensó Kurt Wallander. «Es un tirano de humor variable. ¿Qué querrá de mí?»

– Tengo muchas cosas que hacer -dijo Kurt-. Tengo que trabajar toda la noche. Me pareció que querías algo de mí.

– ¿Por qué tienes que trabajar toda la noche?

– Voy a estar en el hospital.

– ¿Por qué? ¿Quién está enfermo?

Kurt Wallander resopló. Aunque él mismo había practicado muchos interrogatorios, nunca llegaría a igualar la insistencia con que su padre lo sonsacaba. Y esto sin interesarse en absoluto por su profesión de policía. Wallander sabía que para su padre había sido una profunda desilusión que él a los dieciocho años decidiera convertirse en policía. Pero nunca pudo saber cuáles eran las esperanzas que su padre había depositado en él.

Intentaba hablar de ello, pero nunca lo conseguía.

En las pocas ocasiones en que podía encontrarse con su hermana Kristina, que vivía en Estocolmo y tenía una peluquería, había intentado preguntárselo a ella, que se llevaba muy bien con su padre. Pero ella tampoco sabía darle una respuesta.

Se bebió el café tibio y pensó que quizá su padre habría deseado que él alguna vez tomara el pincel y así hubiera otra generación que siguiera pintando el mismo motivo.

De repente su padre dejó el pincel y se limpió las manos con un trapo sucio. Al acercarse a Kurt Wallander y servirse una taza de café, Wallander notó el mal olor a ropa sucia y a cuerpo sin lavar de su padre.

«Cómo se le dice a un padre que huele mal?», pensó Kurt Wallander.

«¿Estará ya tan viejo que no se las arregla solo?

»¿Qué hago entonces?

»No puedo tenerlo en casa, imposible. Nos mataríamos.»

Observó al padre, que se limpiaba la nariz con una mano mientras sorbía el café ruidosamente.

– Hace mucho que no vienes a verme -le reprochó.

– ¡Estuve aquí anteayer!

– ¡Media hora!

– Estuve aquí de todos modos.

– ¿Por qué no quieres verme?

– ¡Claro que quiero verte! Pero a veces tengo muchísimo trabajo.

El padre se sentó encima de un viejo trineo roto que crujía bajo su peso.

– Sólo quería decirte que tu hija vino a verme ayer.

Kurt Wallander se quedó atónito.

– ¿Linda estuvo aquí?

– ¿No oyes lo que te digo?

– ¿Por qué?

– Quería un cuadro.

– ¿Un cuadro?

– Al contrario que tú, ella aprecia lo que hago.

A Kurt Wallander le costaba creer lo que oía.

Linda nunca había mostrado interés por su abuelo, excepto cuando era muy pequeña.

– ¿Qué quería?

– ¡Un cuadro te he dicho! ¡No me estás escuchando!

– Te escucho. ¿De dónde vino? ¿Adónde iba? ¿Cómo coño llegó hasta aquí? ¿Tengo que preguntártelo todo?

– Llegó en coche -dijo el padre-. Un joven con la cara negra la trajo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Un negro?

– ¿No has oído hablar de negros? Era muy amable y hablaba perfectamente el sueco. Le regalé el cuadro y luego se fueron. Pensé que, como tenéis tan mala relación, querrías saberlo.

– ¿Adónde iban?

– ¿Cómo lo voy a saber?

Kurt Wallander comprendió que ninguno de los dos sabía dónde vivía. A veces se quedaba a dormir en casa de su madre. Pero luego desaparecía otra vez y seguía sus propios caminos desconocidos.

«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Divorciados o no, tenemos que hablar. No resisto más.»

– ¿Quieres un trago? -preguntó el padre.

Lo último que Wallander quería era un trago. Pero sabía que era inútil negarse.

– Sí, por favor -contestó.

El trastero estaba unido por un pasillo con la casa de techo bajo y escasamente amueblada. Kurt Wallander vio enseguida que estaba sucia y sin arreglar.

«El no ve el desorden», pensó. «¿Por qué no me he dado cuenta?

»Tengo que hablar con Kristina sobre esto. Ya no puede vivir solo.»

En aquel momento sonó el teléfono. Contestó su padre.

– Es para ti -refunfuñó, sin intentar disimular su irritación.

«Linda», pensó. «Seguramente es ella.»

Era Rydberg desde el hospital.

– Se ha muerto -anunció.

– ¿Volvió en sí?

– Sí, en efecto. Diez minutos. Los médicos pensaban que había pasado la crisis. Y se murió.

– ¿Dijo algo?

La voz de Rydberg tenía un tono dubitativo cuando contestó.

– Creo que es mejor que vengas a la ciudad.

– ¿Qué dijo?

– Algo que no te gustará oír.

– Iré al hospital.

– Mejor a la comisaría. Te he dicho que está muerta.

Kurt Wallander colgó.

– Tengo que irme -declaró.

Su padre lo miró con rabia.

– No me quieres -afirmó.

– Volveré mañana -dijo Kurt Wallander preguntándose qué haría con la dejadez en la que vivía su padre-. Mañana seguro que vuelvo. Hablaremos, prepararemos la comida. Podremos jugar al póquer si quieres.

Aunque Wallander era un pésimo jugador de cartas, sabía que eso lo aplacaría.

– Vendré a las siete -recalcó.

Luego se dirigió otra vez a Ystad.

A las ocho menos cinco empujó las mismas puertas de cristal por las que había salido dos horas antes. Ebba le saludó.

– Rydberg está en el comedor -dijo.

Y así era, delante de una taza de café. Al ver su cara, Kurt Wallander comprendió que algo desagradable le esperaba.

4

Kurt Wallander y Rydberg estaban solos en el comedor. De lejos les llegaba el alboroto de un borracho que protestaba en voz alta por haber sido arrestado. Aparte de eso había silencio. Sólo se oía el suave zumbido de los radiadores. Kurt Wallander se sentó frente a Rydberg.

– Quítate el abrigo -dijo Rydberg-. Con el viento que hace tendrás frío al salir.

– Primero quiero oír lo que tienes que decirme. Luego decidiré si me quito el abrigo o no.

Rydberg se encogió de hombros.

– Se murió -dijo.

– Eso ya lo entendí.

– Pero volvió en sí un momento antes de fallecer.

– ¿Y habló?

– Hablar, lo que se dice hablar, quizás es demasiado decir. Balbuceó. O murmuró.

– ¿Pudiste grabarlo?

Rydberg negó con la cabeza.

– No se podía -dijo-. Casi era imposible oír lo que decía. Estaba delirando. Pero anoté todo lo que estoy seguro de haber entendido.

Rydberg sacó una vieja libreta rota del bolsillo. Estaba sujeta por una goma ancha y había un lápiz metido entre las hojas.

– Dijo el nombre del marido -empezó Rydberg-. Creo que intentaba preguntar cómo se encontraba. Luego murmuró algo que me fue imposible entender. Y entonces yo intenté preguntarle: ¿Quiénes os visitaron durante la noche? ¿Los conocíais? ¿Qué aspecto tenían? Ésas eran mis preguntas. Las repetí mientras estuvo despierta. Y creo que llegó a entender lo que le decía.

– ¿Qué contestó?

– Sólo logré entender una cosa. «Extranjero.»

– ¿«Extranjero»?

– Eso es. «Extranjero.»

– ¿Quería decir que los que los mataron eran extranjeros?

Rydberg asintió con la cabeza.

– ¿Estás seguro?

– ¿Suelo decir que estoy seguro sin estarlo?

– No.

– Pues eso. Ahora sabemos que su último mensaje para el mundo era la palabra extranjero. Como respuesta a quién cometió esa monstruosidad.

Wallander se quitó el abrigo y fue en busca de una taza de café.

– ¿Qué coño habrá querido decir? -murmuró.

– He estado pensando mientras te esperaba -contestó Rydberg-. Tal vez no tuvieran aspecto de suecos. Puede que hablaran un idioma extranjero o que hablaran sueco con acento. Hay muchas posibilidades.

– ¿Cómo es el aspecto de un no sueco? -preguntó Kurt Wallander.

– Ya sabes lo que quiero decir -contestó Rydberg-. Mejor dicho, uno puede imaginarse lo que pensaba y quería decir.

– Por tanto podría ser fruto de la imaginación.

Rydberg asintió de nuevo.

– Es absolutamente factible.

– Pero no muy probable.

– ¿Por qué iba a emplear los últimos momentos de su vida para decir algo que no fuera verdad? Las personas mayores no suelen mentir.

Kurt Wallander tomó un sorbo del café tibio.

– Eso significa que tenemos que empezar a buscar a uno o más extranjeros -dijo-. Preferiría que hubiera dicho otra cosa.

– Es de veras desagradable.

Se quedaron en silencio un rato, cada uno sumido en sus pensamientos.

Ya no se oía al borracho en el pasillo.

Eran las nueve menos diecinueve minutos.

– Imagínate -dijo Kurt Wallander-. La única pista que tiene la policía del doble homicidio de Lenarp es que probablemente son extranjeros.

– Puedo pensar en algo mucho peor -contestó Rydberg.

Kurt Wallander entendía lo que quería decir.

A veinte kilómetros de Lenarp, un gran campo de refugiados había sido objeto de ataques racistas en varias ocasiones. Algunas noches habían quemado cruces en el patio y habían arrojado piedras a través de las ventanas; en la fachada de la casa había pintadas racistas. El campo de refugiados en el viejo castillo de Hageholm había sido instalado en medio de violentas protestas por parte de los pueblos de los alrededores. Y las protestas habían seguido.

La hostilidad contra los refugiados crecía.

Además Kurt Wallander y Rydberg sabían algo que el público en general no conocía.

A algunos de los solicitantes de asilo político los habían pillado in fraganti robando en una empresa que alquilaba maquinaria agrícola. Por suerte, el dueño no era de los opositores más radicales a recibir refugiados y por eso el asunto pudo ser acallado. Los dos hombres que habían cometido el robo ya no se encontraban en el país porque les habían negado el asilo.

Pero Kurt Wallander y Rydberg habían comentado en varias ocasiones lo que habría ocurrido si el asunto hubiera llegado a conocerse públicamente.

– Me cuesta creer -dijo Kurt Wallander- que unos refugiados en busca de asilo político cometieran un asesinato.

Rydberg le dirigió una mirada recelosa.

– ¿Te acuerdas que te dije algo sobre el nudo corredizo? -preguntó.

– ¿Algo sobre el nudo?

– No lo reconocía y yo sé bastante sobre nudos porque cuando era joven me pasaba los veranos navegando.

Kurt Wallander miró a Rydberg con atención.

– ¿Adónde quieres llegar?

– Quiero llegar a que parece poco probable que el nudo sea obra de alguien que haya formado parte de los boy scout suecos.

– ¿Qué cojones quieres decir?

– Que el nudo lo ha hecho una persona extranjera.

Antes de que Kurt Wallander tuviera tiempo de contestar, Ebba entró en el comedor en busca de café.

– Id a casa a descansar para poder seguir -dijo-. No paran de llamar periodistas para que les contéis algo.

– ¿Sobre qué? -preguntó Wallander-. ¿Sobre el tiempo?

– Parece que han averiguado que la mujer ha muerto.

Kurt Wallander miró a Rydberg, que negaba con la cabeza.

– Esta noche no diremos nada -les advirtió-. Esperaremos hasta mañana.

Kurt Wallander se levantó y fue hasta la ventana. El viento arreciaba, pero el cielo seguía despejado. Tendrían otra noche fría.

– No podemos dejar de comunicarles la verdad -explicó-. Que ella tuvo tiempo de hablar antes de morir. Y si decimos eso tenemos que transmitirles lo que dijo. Y entonces habrá problemas.

– Podríamos intentar que no saliera de aquí -dijo Rydberg al tiempo que se levantaba y se ponía el sombrero-. Por razones técnicas de la investigación.

Kurt Wallander lo miró con sorpresa.

– ¿Y arriesgarnos a que luego salga a la luz que hemos privado a la prensa de información importante? ¿Que les hemos guardado las espaldas a unos criminales extranjeros?

– Afectará a muchos inocentes -dijo Rydberg-. ¿Qué crees que pasará en el campo de refugiados cuando se sepa que la policía está buscando a unos extranjeros?

Kurt Wallander sabía que Rydberg tenía razón. De repente se sintió inseguro.

– Lo dejamos hasta mañana -dijo-. Nos vemos, solos tú y yo, mañana a las ocho. Entonces decidiremos.

Rydberg asintió con la cabeza y se fue cojeando hacia la puerta. Allí se paró y se volvió hacia Wallander de nuevo.

– Hay una posibilidad que no podemos descartar -añadió-. Que realmente sean unos refugiados en busca de asilo político los que lo han hecho.

Kurt Wallander fregó su taza de café y la colocó en el escurreplatos.

«En el fondo lo deseo», pensó. «En el fondo deseo que los asesinos se encuentren en ese campo de refugiados. Entonces quizás haya un cambio en la actitud arbitraria y poco severa que permite que cualquiera y por cualquier motivo pueda cruzar la frontera sueca.»

Pero eso no se lo diría a Rydberg, por supuesto. Era una opinión que mantendría para sí.

Luchó contra el viento para llegar hasta su coche. A pesar del cansancio no tenía ganas de ir a casa. Cada noche la soledad le acechaba.

Puso el contacto y cambió la cinta de casete. La obertura de Fidelio llenaba el interior oscuro del coche.

El hecho de que su mujer lo abandonara tan de repente le llegó con total sorpresa. Pero en su interior se daba cuenta de que, aunque todavía le costaba aceptarlo, tendría que haberlo intuido mucho antes. Que estaba viviendo un matrimonio que se quebrantaba poco a poco por su propia tristeza. Se habían casado muy jóvenes y se dieron cuenta demasiado tarde de que se desarrollaban en direcciones diferentes. ¿No habría sido Linda la que había reaccionado frente al vacío que los rodeaba?

Cuando Mona, aquella noche de octubre, le dijo que se quería divorciar, él pensó que en realidad ya se lo esperaba. Pero como ese pensamiento comportaba una amenaza, lo había rechazado y siempre había creído que todo se debía al exceso de trabajo. Se dio cuenta demasiado tarde de que ella había preparado su partida con todo detalle. Un viernes le había dicho que quería divorciarse y el domingo siguiente le había dejado y se había ido al piso que ya había alquilado en Malmö. El haber sido abandonado le había llenado de vergüenza y rabia. Inmerso en un infierno de desesperación, donde todo su mundo sentimental se había paralizado, la abofeteó.

Después sólo hubo silencio. Ella fue a buscar sus enseres durante el día, cuando él no estaba en casa. Sin embargo dejó la mayoría de las cosas, y Wallander se sentía profundamente herido porque ella parecía estar preparada para cambiar todo su pasado por una vida en la cual él no existiría ni como recuerdo.

La llamó. Por las noches sus voces se encontraron. Deshecho por los celos, intentó averiguar si lo había dejado por otro hombre.

– Una nueva vida -le contestó ella-. Una nueva vida antes de que sea demasiado tarde.

Le suplicó. Intentó mostrarse indiferente. Le pidió perdón por toda la poca atención que le había prestado. Pero nada podía cambiar su decisión.

Dos días antes de Nochebuena le llegaron por correo los documentos del divorcio.

Al abrir el sobre y darse cuenta de que todo había terminado, algo estalló dentro de él. En un intento de huida pidió la baja durante los días de Navidad y emprendió un viaje que lo llevó a Dinamarca. En el norte de Seeland una repentina tormenta lo dejó aislado, y pasó la Navidad en la gélida habitación de una pensión, al lado de Gilleleje. Allí escribió largas cartas que luego rompió esparciéndolas por el mar como un gesto simbólico de que, a pesar de todo, empezaba a aceptar todo lo que le había pasado.

Dos días antes de Nochevieja volvió a Ystad y entró de nuevo en servicio. Durante la Nochevieja se ocupó de investigar un caso serio de maltrato a una mujer en Svarte, y tuvo la escalofriante revelación de que podía haber sido él mismo quien maltratara a Mona…

La música de Fidelio se paró con un sonido estridente. La cinta se había enganchado.

Automáticamente se encendió la radio y oyó la retransmisión de un partido de hockey sobre hielo.

Salió del aparcamiento y decidió irse a casa, a la calle Mariagatan.

A pesar de eso se fue en la dirección contraria, tomó la carretera de la costa que le llevaba hacia Trelleborg y Skanör. Al pasar por delante de la vieja cárcel apretó el acelerador. Conducir siempre le había distraído de sus pensamientos…

De repente se da cuenta de que ha llegado a Trelleborg. Un transbordador grande hace su entrada en el puerto y, siguiendo una intuición repentina, decide parar allí.

Sabe que algunos policías que antes estaban en Ystad trabajan en el control de pasaportes de los transbordadores de Trelleborg. Piensa que quizás uno de ellos se halle de servicio esta noche.

Cruza la zona portuaria, que está bañada por una pálida luz amarillenta. Un camión enorme se acerca rugiendo como un animal fantasmagórico de la prehistoria.

Pero al entrar por la puerta en la que pone que está prohibida la entrada a personas ajenas, no reconoce a ninguno de los dos policías…

Kurt Wallander saludó con la cabeza al tiempo que se presentaba. El mayor de los dos policías tenía barba blanca y una cicatriz en la frente.

– Os ha tocado una historia muy desagradable -dijo-. ¿Los habéis atrapado?

– Todavía no -contestó Kurt Wallander.

La conversación se interrumpió pues los pasajeros del transbordador se acercaban al control de pasaportes. La mayoría eran suecos que volvían de celebrar el fin de año en Berlín. Pero también había alemanes del este que aprovechaban su reciente libertad para viajar a Suecia.

Después de veinte minutos sólo quedaban nueve pasajeros. Todos intentaban explicar a su manera que solicitaban asilo político en Suecia.

– Esta noche es tranquila -dijo el más joven de los policías-. Imagínate que a veces llegan hasta cien personas en el mismo transbordador, todos solicitando asilo político.

Cinco de los solicitantes pertenecían a una misma familia etíope. Sólo uno de ellos tenía pasaporte, y Kurt Wallander se preguntaba cómo habían podido hacer un viaje tan largo y cruzar todas las fronteras con un único pasaporte. Aparte de la familia etíope esperaban dos libaneses y dos iraníes.

Kurt Wallander no podía saber con certeza si los refugiados tenían cara de esperanza o de miedo.

– ¿Qué les pasa ahora? -preguntó.

– Los de Malmö vienen a buscarlos -contestó el policía mayor-. Están de guardia esta noche. Nos avisan por radio si los transbordadores traen mucha gente sin pasaporte. A veces tenemos que pedir refuerzos.

– ¿Qué les pasa en Malmö? -preguntó Wallander.

– Los llevan a uno de los barcos que están atracados en el puerto petrolero. Allí se quedan hasta que los envían a otro sitio. Es decir, si los dejan quedarse en el país.

– ¿Qué crees que les pasará a éstos?

El policía se encogió de hombros.

– Sin duda les permitirán quedarse -contestó-. ¿Quieres café? El próximo transbordador tardará un rato.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– Otro día. Tengo que irme.

– Espero que los atrapéis.

– Sí -dijo Kurt Wallander-. Yo también.

En el camino de vuelta a Ystad atropelló a una liebre. Al ver el animal a la luz de los faros pisó el freno, pero la liebre se golpeó ligeramente contra la rueda delantera izquierda. No se paró para ver si todavía estaba viva.

«¿Qué me está pasando?», pensó.

Por la noche durmió intranquilo. Poco después de las cinco se despertó bruscamente. Tenía la boca seca y había soñado que alguien intentaba estrangularlo. Al ver que no podría conciliar el sueño otra vez, se levantó y preparó café. El termómetro exterior de la ventana de la cocina señalaba seis grados bajo cero. La farola se mecía con el viento. Se sentó a la mesa de la cocina y pensó en la conversación que había tenido con Rydberg la noche anterior. Lo que temía se había confirmado. La mujer no había dicho nada que pudiera dar una dirección a su investigación. Sus palabras sobre algo extranjero eran demasiado vagas. Comprendió que no tenían ninguna pista.

A las seis y media se vistió y buscó un rato antes de encontrar el jersey grueso que quería.

Salió a la calle, sintió la fuerza del viento, y luego condujo hacia Österleden y giró por la carretera principal hacia Malmö. Antes de volver a ver a Rydberg, haría otra visita a los vecinos del viejo matrimonio asesinado. No le abandonaba la idea de que había algo que no encajaba. Los asaltos a personas ancianas y solitarias raras veces eran mera coincidencia. Previamente solían circular rumores sobre dinero escondido. Y aunque los asaltos pudieran ser brutales, no se producían con esa maldad metódica de la que había sido testigo en el lugar del crimen.

«La gente del campo se levanta temprano», pensó al girar por el estrecho camino que llevaba a la casa de los Nyström. «¿Habrán tenido tiempo de pensar en algo nuevo?»

Paró y apagó el motor. En aquel mismo instante se apagaron las luces de la cocina.

«Tienen miedo», pensó. «A lo mejor se imaginan que los asesinos han vuelto.»

Dejó encendidos los faros al salir del coche y cruzó por la gravilla hacia la escalera exterior.

Más que verlo, intuyó el fogonazo de la escopeta que salió de una arboleda al lado de la casa. El ruido ensordecedor le hizo lanzarse de cabeza al suelo. Una piedra le cortó.a mejilla y durante un instante pensó que le habían dado.

– Policía -gritó-. ¡No disparen! ¡Coño, no disparen!

La luz de una linterna le iluminaba la cara. La mano que aguantaba la linterna temblaba y el haz de luz se movía de un lado para otro. Era Nyström el que estaba delante de él con una vieja escopeta de perdigones en la mano.

– ¿Es usted? -preguntó.

Wallander se levantó sacudiéndose la gravilla.

– ¿A qué apuntabas? -le preguntó.

– Disparé al aire -contestó Nyström.

– ¿Tienes licencia de armas? -preguntó Wallander-. Si no, puedes tener problemas.

– He hecho guardia esta noche -dijo Nyström. Kurt Wallander notó que el hombre estaba muy asustado.

– Voy a apagar los faros -dijo Wallander-. Luego hablaremos tú y yo.

Dentro, en la cocina, vio dos cajas con perdigones encima de la mesa. En el sofá de la cocina había una barra de hierro y un gran mazo. El gato negro estaba tumbado junto a la ventana y lo miró de forma arisca cuando entró. La esposa preparaba un café.

– No podía saber que era la policía quien venía -se disculpó Nyström con voz de arrepentimiento-. Tan temprano.

Kurt Wallander empujó el mazo a un lado y se sentó.

– La mujer murió anoche. Quería venir personalmente a decírselo.

Cada vez que Kurt Wallander se veía obligado a comunicar una muerte, tenía la misma sensación de irrealidad. Explicar a unos desconocidos que un hijo o un familiar de repente había fallecido, y hacerlo de una manera honrosa, era imposible. Las muertes que la policía debía comunicar siempre eran inesperadas, muchas veces violentas y crueles. Alguien se sube al coche para ir a comprar algo y muere. Un niño que va en bicicleta es atropellado saliendo del parque. Maltratan o asaltan a alguien; otro se suicida o se ahoga. Cuando la policía está en la puerta, la gente se niega a recibir el mensaje.

Los dos ancianos se quedaron callados en la cocina. La esposa removía el café con una cuchara. El hombre golpeaba el rifle con los dedos y Wallander se apartaba discretamente de la dirección de tiro.

– Así que a Maria se le acabaron los suplicios -dijo el hombre despacio.

– Los médicos hicieron todo lo que pudieron.

– Tal vez sea lo mejor -intervino la mujer junto a la cocina, con una brusquedad inesperada-. ¿Para qué iba a vivir si él estaba muerto?

El hombre dejó el rifle en la mesa y se levantó. Wallander vio que le dolía la rodilla.

– Voy a darle de comer al caballo -dijo mientras se ponía una gorra vieja.

– ¿Te importa que te acompañe? -preguntó Kurt Wallander.

– ¿Por qué iba a importarme? -dijo el hombre y abrió la puerta.

Dentro de la cuadra la yegua relinchó cuando entraron. Olía a estiércol caliente y Nyström le echó una brazada de heno dentro del box con un gesto familiar.

– Limpiaré luego -dijo y acarició la crin del caballo.

– ¿Por qué tenían un caballo? -preguntó Wallander.

– Para un viejo granjero, una cuadra vacía es como una morgue -contestó Nyström-. Les hacía compañía.

Kurt Wallander pensó que podía comenzar a hacer las preguntas allí, en la cuadra.

– Has hecho guardia esta noche -empezó-. Tienes miedo y lo comprendo. Debes de haberte preguntado por qué fueron ellos los asaltados. Debes de haber pensado: «¿Por qué ellos? ¿Por qué no nosotros?».

– Ellos no tenían dinero -explicó Nyström-. Tampoco otra cosa de especial valor. Al menos no faltaba nada. Eso se lo dije a aquel policía que estuvo aquí ayer. Me pidió que mirara por las habitaciones. Lo único que quizá faltaba era un viejo reloj de pared.

– ¿Quizás?

– Puede que se lo dieran a una de las hijas. Uno no puede acordarse de todo.

– Nada de dinero -dijo Wallander-. Y ningún enemigo. -De repente tuvo una idea-. ¿Tú guardas dinero en casa? -preguntó-. ¿Podría ser que los que lo hicieron se equivocaran de casa?

– Lo que tenemos está en el banco -contestó Nyström-. Y nosotros tampoco tenemos enemigos.

Volvieron a la casa y tomaron café. Kurt Wallander vio que la mujer tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado aprovechando el rato que ellos estaban en la cuadra.

– ¿Habéis notado algo raro últimamente? -preguntó-. ¿Visitantes de los Lövgren que no conocíais?

Los ancianos se miraron y luego negaron con la cabeza.

– ¿Cuándo hablasteis con ellos por última vez?

– Pasamos a tomar café anteayer -dijo Hanna-. Fue como siempre. Tomábamos café en casa de uno u otro cada día. Durante más de cuarenta años.

– ¿Se les veía asustados? -preguntó Wallander-. ¿Preocupados?

– Johannes estaba resfriado -dijo Hanna-. Pero aparte de eso, todo seguía como de costumbre.

Parecía que no llegaba a ningún sitio. Kurt Wallander no sabía qué preguntar. Cada respuesta era como una nueva puerta que se cerraba.

– ¿Tenían conocidos que fueran extranjeros? -preguntó.

El hombre levantó las cejas sorprendido.

– ¿Extranjeros?

– Alguien que no fuera sueco -intentó Wallander.

– Hace unos años unos daneses acamparon en su terreno durante la fiesta de San Juan.

Kurt Wallander miró el reloj. Casi las siete y media. A las ocho había quedado con Rydberg y no quería llegar tarde.

– Intentadlo -dijo-. Pensad otra vez. Todo lo que se os ocurra puede ser importante.

Nyström lo acompañó hasta el coche.

– Tengo permiso de armas para el rifle -dijo-. Y no apunté. Sólo quería asustar.

– Hiciste bien -contestó Wallander-. Pero pienso que deberías dormir por las noches. Los que lo hicieron no volverán.

– ¿Tú podrías dormir? -preguntó Nyström-. ¿Tú podrías dormir cuando tus vecinos han sido sacrificados como animales?

Como Kurt Wallander no encontró respuesta, se calló.

– Gracias por el café -fue todo lo que dijo mientras entraba en el coche y se iba.

«Esto se va a la mierda», pensó. «Ni una pista, nada. Sólo el nudo raro de Rydberg y la palabra "extranjero". Un viejo matrimonio, sin dinero bajo el colchón, sin muebles antiguos, es asesinado de una manera que parece que haya otro motivo que no sea el robo. Un asesinato por odio o venganza.»

«Tiene que haber algo», pensó. «Algo que rompa los esquemas de esta pareja que parecía tan normal.»

¡Ojalá el caballo pudiera hablar!

Había algo relacionado con el caballo que le preocupaba. Una ligera intuición. Pero aun así tenía demasiada experiencia como policía para descartar su angustia. ¡Con aquel caballo pasaba algo!

A las ocho menos cuatro minutos pisó el freno junto a la comisaría de Ystad. El viento soplaba con más fuerza y a ráfagas. No obstante, la temperatura parecía haber subido un par de grados.

«Mientras no empiece a nevar», pensó. Saludó a Ebba, que estaba sentada en su sitio en la recepción.

– ¿Ha llegado Rydberg? -preguntó.

– Está en su despacho -contestó Ebba-. Todo el mundo ha empezado a llamar. La televisión, la radio y los periódicos. Y el jefe de policía del gobierno provincial.

– Mantenlos al margen un ratito más -dijo Wallander-. Primero voy a hablar con Rydberg.

Colgó la chaqueta en su despacho antes de entrar en el de Rydberg, que se encontraba unas puertas más allá. Recibió un gruñido como contestación a su llamada.

Rydberg estaba mirando por la ventana cuando entró. Wallander pensó que tenía el aspecto de no haber descansado.

– Hola -saludó Wallander-. ¿Quieres que vaya a buscar café?

– Sí, por favor. Pero nada de azúcar. Ya no tomo.

Wallander fue a buscar dos vasos de plástico con café y regresó al despacho de Rydberg.

Delante de la puerta se quedó parado.

«¿Qué opino?» pensó. «¿Debemos callarnos las últimas palabras de la mujer por lo que solemos llamar razones técnicas de la investigación o lo soltamos? ¿Cuál es mi opinión en realidad?»

«No tengo opinión en absoluto», se respondió irritado y abrió la puerta con la punta del zapato.

Rydberg estaba sentado detrás de su mesa peinándose el poco pelo que tenía. Wallander se dejó caer en un sillón de muelles gastados para las visitas.

– Deberías comprarte un sillón nuevo -dijo.

– No hay dinero para eso -contestó Rydberg y metió el peine en un cajón del escritorio.

Kurt Wallander puso la taza de café en el suelo, al lado de la silla.

– Me desperté tempranísimo esta mañana -dijo-. Fui a ver a los Nyström de nuevo. El viejo estaba al acecho detrás de un arbusto y me disparó con una escopeta de perdigones.

Rydberg le señaló la mejilla.

– No es de los perdigones -explicó Kurt Wallander-. Me tiré al suelo. Dice que tiene permiso de armas. ¿Quién sabe?

– ¿Tenían algo nuevo que decir?

– Nada. Nada fuera de lo normal. Nada de dinero, nada de nada. Si no mienten, claro.

– ¿Para qué iban a mentir?

– No, ¿para qué?

Rydberg se bebió el café haciendo ruido y con una mueca en la cara.

– ¿Sabes que los policías están expuestos de forma excepcional al cáncer de estómago? -preguntó.

– No lo sabía.

– Si es verdad, se debe a todo el café malo que bebemos.

– Solemos resolver nuestros casos ante una taza de café.

– ¿Como ahora?

Wallander negó con la cabeza.

– ¿Qué tenemos? Nada.

– Eres impaciente, Kurt. -Rydberg le miró a la vez que se rascaba la nariz-. Tienes que perdonarme si te parezco un viejo profesor -continuó-. Pero en este caso creo que debemos fiarnos de la paciencia.

Volvieron a repasar la situación de la investigación. Los técnicos de la policía buscaban huellas digitales y las comparaban con el registro central del país. Hanson estaba investigando dónde se encontraban todos los delincuentes conocidos que asaltaban a ancianos, si estaban en la cárcel o si tenían coartada. Las conversaciones con los habitantes de Lenarp continuarían, quizá también los formularios con preguntas que habían distribuido darían algún resultado. Tanto Rydberg como Wallander sabían que la policía de Ystad cumplía con su trabajo de forma metódica y meticulosa. Tarde o temprano saldría algo. Una pista, un hilo del cual empezar a tirar. Sólo hacía falta esperar. Trabajar metódicamente y esperar.

– El motivo -insistió Wallander-. Si el motivo no es el dinero. O rumores sobre dinero escondido. ¿Qué es entonces? ¿El nudo corredizo? Debes de haber pensado igual que yo. Este doble asesinato contiene venganza u odio. O las dos cosas.

– Imaginemos unos atracadores lo suficientemente desesperados -dijo Rydberg-. Supongamos que estaban segurísimos de que los Lövgren tenían dinero escondido. Supongamos que estaban lo suficientemente desesperados y eran insensibles a la vida humana. En ese caso la tortura es posible.

– ¿Quién puede estar tan desesperado?

– Tú sabes igual que yo que hay un montón de narcóticos que crean tal dependencia que se está dispuesto a cualquier cosa.

Kurt Wallander lo sabía. Había visto muy de cerca de qué manera se disparaba la violencia, y el comercio de narcóticos y la dependencia figuraban casi siempre como trasfondo. Aunque el distrito policial de Ystad raras veces sufría manifestaciones visibles de la creciente violencia, no albergaba ilusiones de que ésta no se acercara cada vez más.

Ya no había zonas protegidas. Un pueblo pequeño e insignificante como Lenarp era la confirmación.

Se incorporó en la incómoda silla.

– ¿Qué hacemos? -preguntó.

– Tú eres el jefe -contestó Rydberg.

– Quiero oír tu opinión.

Rydberg se levantó y fue hacia la ventana. Con un dedo tocó la tierra de una maceta. Estaba seca.

– Si quieres saber lo que pienso, te lo diré. Pero debes saber que no estoy convencido de estar en lo cierto. Creo que, hagamos lo que hagamos, habrá alboroto. Pero tal vez sería más inteligente callárselo unos días. Podremos investigar unas cuantas cosas.

– ¿Qué?

– ¿Tenían los Lövgren conocidos extranjeros?

– Eso mismo pregunté esta mañana. Posiblemente conocían a unos daneses.

– ¿Lo ves?

– No pueden ser unos daneses que van de acampada.

– ¿Por qué no? De todas maneras vamos a examinarlo. Y se puede interrogar a otras personas aparte de los vecinos. Si no te entendí mal ayer, dijiste que los Lövgren pertenecían a una familia muy numerosa.

Kurt Wallander se dio cuenta de que Rydberg estaba en lo cierto. Había razones técnicas de la investigación que aconsejaban callarse que la policía buscaba a alguien relacionado con extranjeros.

– ¿Qué sabemos sobre los extranjeros que cometen un crimen en Suecia? -dijo-. ¿Existen registros especiales en la jefatura nacional?

– Hay registros para todo -contestó Rydberg-. Coloca a alguien al ordenador y que se conecte a los registros centrales de crímenes a ver si encontramos algo.

Kurt Wallander se levantó. Rydberg le miró con asombro.

– ¿No me vas a preguntar por el nudo?

– Lo había olvidado.

– Dicen que hay un viejo que hace velas de barco en Limhamn que lo sabe todo sobre nudos. Leí una vez un artículo acerca de él en un periódico el año pasado. He pensado en tomarme la mañana para ir a verlo. Aunque no sé si obtendremos algo. Pero de todos modos lo haré.

– Quiero que estés en la reunión -dijo Kurt Wallander-. Luego puedes irte a Limhamn.

A las diez se habían reunido todos en el despacho de Wallander.

La revisión fue muy corta. Wallander les comunicó las palabras de la anciana antes de fallecer. Dio instrucciones de que eso era una información que de momento no se divulgaría. Nadie parecía tener algo que objetar.

Destinaron a Martinson al ordenador para buscar a criminales extranjeros. Los policías que debían seguir las averiguaciones en Lenarp se fueron. Wallander encargó a Svedberg que se dedicara de forma especial a la familia polaca que probablemente estaba sin permiso en el país. Quería saber por qué vivían en Lenarp. A las once menos cuarto Rydberg se dirigió a Limhamn en busca del constructor de velas.

Cuando Kurt Wallander se quedó solo en su despacho, se pasó un rato mirando el mapa de la pared. ¿De dónde provendrían los asesinos? ¿Qué camino habían seguido después?

Luego se sentó a su mesa y le pidió a Ebba que le pusiera en contacto con la gente que había llamado antes. Durante más de una hora estuvo hablando con diferentes periodistas. Sin embargo, no llamó la chica de la radio local.

A las doce y cuarto Norén llamó a su puerta.

– ¿No deberías estar en Lenarp? -preguntó Wallander con asombro.

– Sí -contestó Norén-. Pero se me ha ocurrido una cosa.

Norén se sentó en el extremo de la silla porque estaba mojado. Había empezado a llover. La temperatura había subido a un grado sobre cero.

– Es posible que no signifique nada -dijo Norén-. Es sólo una cosa que se me ha ocurrido.

– La mayoría de las cosas suelen tener su sentido -dijo Wallander.

– ¿Te acuerdas del caballo? -preguntó Norén.

– Claro que me acuerdo del caballo.

– Tú me dijiste que le diese heno.

– ¡Y agua!

– Heno y agua. Pero no lo hice.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no?

– No hacía falta. Ya tenía heno. Y agua.

Kurt Wallander se quedó callado un momento mirando a Norén.

– Sigue -dijo luego-. Estás pensando en algo.

Norén se encogió de hombros.

– Cuando yo era pequeño teníamos un caballo -explicó-. Y cuando estaba en la cuadra y le dábamos de comer, se comía todo lo que se le echaba. Sólo quiero decir que alguien debió de darle heno. Tal vez sólo una hora antes de llegar nosotros.

Wallander estiró el brazo en dirección al teléfono.

– Si pensabas llamar a Nyström, no hace falta -se adelantó Norén.

Kurt Wallander dejó caer la mano.

– Hablé con él antes de venir aquí. Y él no le dio heno al caballo.

– Las personas muertas no dan de comer a sus caballos -dijo Kurt Wallander-. ¿Quién lo hizo?

Norén se levantó.

– Parece extraño -dijo-. Primero matas a una persona. Después intentas estrangular a otra. Y luego te vas a la cuadra y le echas de comer al caballo. ¿Quién coño hace algo tan raro?

– No -replicó Kurt Wallander-. ¿Quién hace eso?

– Tal vez no signifique nada -dijo Norén.

– O al revés -contestó Wallander-. Me alegro de que hayas venido a explicármelo.

Norén se despidió y se fue.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.

La intuición que lo había rondado mostraba ser verdadera. Con aquel caballo pasaba algo.

El teléfono interrumpió sus pensamientos.

Era otro periodista que quería hablar con él.

A la una menos cuarto dejó la comisaría. Iba a visitar a un viejo amigo al que no había visto en muchos, muchos años.

5

Kurt Wallander dejó la E 14 a la salida de las ruinas del castillo de Stjärnsund. Se bajó del coche y se puso a orinar. A través del viento pudo oír el rugido de los motores de los aviones del aeropuerto de Sturup. Antes de volver a sentarse en el coche, se limpió el barro que se le había incrustado en la suela de los zapatos. El cambio de temperatura había sido muy brusco. El termómetro del coche señalaba una temperatura exterior de cinco grados sobre cero. Jirones de nubes se desplazaban por el cielo cuando continuó el viaje.

Más allá de las ruinas del castillo, el camino de grava se dividía y él tomó el de la izquierda. Nunca había conducido por allí, pero aun así sabía que era el camino correcto. A pesar de que casi habían pasado diez años desde que le describieran el camino, lo recordaba con todo detalle. Su cerebro parecía programado para paisajes y carreteras.

Después de un kilómetro, aproximadamente, la carretera empeoró. Iba muy despacio y se preguntaba cómo los vehículos de gran tonelaje podían pasar por allí.

De repente el camino se inclinó fuertemente hacia abajo y una granja grande con establos se extendió delante de él. Entró en el patio ancho y paró el coche. Una bandada de cuervos graznaba sobre su cabeza cuando salió del coche.

La granja tenía un aspecto extraño y abandonado. El viento golpeaba una puerta de la cuadra. Por un momento creyó que, a pesar de todo, se había equivocado.

«La desolación», pensó.

El invierno escaniano con sus estridentes bandadas de pájaros negros.

El barro que se pega a la suela de los zapatos.

Una joven rubia salió de repente por una de las puertas de la cuadra. Por un momento pensó que le recordaba a Linda. Tenía el mismo cabello, el mismo cuerpo delgado, los mismos movimientos agitados al andar. La miró con atención. La chica empezó a tirar de una escalera que llevaba al pajar de la cuadra.

Al verle dejó la escalera y se limpió las manos en los pantalones grises de montar.

– Hola -dijo Wallander-. Busco a Sten Widén. ¿Estoy en el lugar correcto?

– ¿Eres policía? -preguntó la chica.

– Sí -contestó Kurt Wallander con asombro-. ¿Cómo lo has adivinado?

– Se te nota en la voz -dijo la chica y empezó de nuevo a tirar de la escalera, que parecía haberse encallado.

– ¿Está en casa? -insistió Kurt Wallander.

– Ayúdame con la escalera -pidió la chica.

Vio que uno de los travesaños de la escalera se había enganchado en los revestimientos de la pared. Agarró la escalera y le dio la vuelta hasta que el travesaño se soltó.

– Gracias -dijo la chica-. Sten debe de estar en el despacho.

Señaló un edificio de ladrillo rojo situado más allá de la cuadra.

– ¿Trabajas aquí? -preguntó Kurt Wallander.

– Sí -contestó la chica y subió la escalera con rapidez-. ¡Quítate de en medio!

Con unos brazos asombrosamente fuertes empezó a sacar las balas de heno por la trampilla del granero. Kurt Wallander se dirigió hacia la casa roja. En el momento en que iba a llamar a la recia puerta, un hombre apareció doblando la esquina.

Durante diez años no había visto a Sten Widén. Aun así no parecía haber cambiado. El mismo pelo alborotado, la misma cara delgada, el mismo eczema rojo cerca del labio inferior..

– Vaya sorpresa -dijo el hombre con una risa nerviosa-. Pensaba que era el herrador y resulta que eres tú. Hace mucho que no nos vemos.

– Once años -contestó Kurt Wallander-. Desde el verano del setenta y nueve.

– El verano en que todos los sueños se desplomaron -dijo Sten Widén-. ¿Quieres un café?

Entraron en el edificio de ladrillo rojo. Kurt Wallander sentía el olor a aceite de las paredes. Una segadora oxidada se vislumbraba en la penumbra. Sten Widén abrió otra puerta, un gato apareció de un salto y Kurt Wallander entró en una habitación que parecía una combinación de despacho y vivienda. Había una cama deshecha junto a una pared, un televisor y un vídeo, y un horno microondas sobre una mesa. En un viejo sillón se amontonaba una pila de ropa. El resto de la habitación lo ocupaba un gran escritorio. Sten Widén sirvió café de un termo que estaba al lado de un telefax en una de las anchas repisas de la ventana.

Kurt Wallander pensó en el sueño perdido de Sten Widén, que quería ser cantante de ópera. En cómo ambos habían imaginado un futuro que ninguno de los dos lograría.

Kurt Wallander sería el empresario, y la voz de tenor de Sten Widén se oiría en los escenarios de ópera de todo el mundo. Ya era policía en aquel entonces. Todavía lo era. Cuando Sten Widén comprendió que su voz no llegaba, se hizo cargo de la vieja y medio abandonada hípica de su padre para entrenar caballos de carreras. La amistad que los había unido no pudo aguantar la desilusión que compartían. De verse diariamente habían pasado a un alejamiento de once años. A pesar de vivir a sólo cincuenta kilómetros el uno del otro.

– Has engordado -dijo Sten Widén y quitó un montón de periódicos de una silla de madera.

– Pero tú no -replicó Kurt Wallander y notó su propio malestar.

– Los entrenadores de caballos de carreras raras veces engordan -dijo Sten Widén riendo nerviosamente de nuevo-. Cuerpos flacos y carteras flacas. Excepto los grandes entrenadores, claro. Khan o Strasser. Ésos sí que se lo pueden costear.

– ¿Cómo te va? -preguntó Kurt Wallander sentándose en la silla.

– Ni bien ni mal -contestó Sten Widén-. No tengo éxitos ni fracasos. Siempre hay algún caballo que se porta bien. Me entran caballos nuevos y jóvenes y voy tirando. Pero en realidad…

Dejó de hablar sin acabar la frase.

Alargó el brazo y abrió un cajón del escritorio, sacó una botella de whisky medio llena.

– ¿Quieres? -preguntó.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– No sería bueno que a un policía lo detuvieran por conducir borracho -contestó-. Aunque ocurre de vez en cuando.

– Salud, de todos modos -dijo Sten Widén y bebió directamente de la botella.

Sacó un cigarrillo de un paquete arrugado y buscó un encendedor entre los papeles y los programas de las carreras.

– ¿Cómo está Mona? -preguntó-. ¿Y Linda? ¿Y tu viejo? ¿Y cómo se llamaba tu hermana? ¿Kerstin?

– Kristina.

– Eso es. Kristina. Siempre he tenido mala memoria, ya lo sabes.

– Las partituras nunca las olvidabas.

– Ah, ¿no?

Bebió otro sorbo de la botella y Wallander notó que algo lo mortificaba. Tal vez no debiera haber ido a verlo. Tal vez no quería que le recordasen lo que una vez hubo en su vida.

– Mona y yo nos hemos separado -dijo-. Y Linda se ha independizado. Mi padre es como es. Sigue pintando su cuadro. Pero creo que empieza a estar senil. No sé lo que haré con él.

– ¿Sabías que me casé? -preguntó Sten Widén.

Wallander tuvo la sensación de que Sten no había oído nada de lo que le había dicho.

– No lo sabía.

– Me hice cargo de esta jodida cuadra. Cuando el viejo por fin comprendió que era demasiado viejo para cuidar de los caballos, empezó a beber en serio. Antes había controlado más o menos lo que se metía. Vi que no podía con él y sus amiguetes de juerga. Me casé con una de las chicas que trabajaban aquí. La razón principal seguramente fue que tenía buena mano con el viejo. Le trataba como a un viejo caballo. No se metía en sus costumbres, pero ponía límites. Agarraba la manguera y le limpiaba cuando estaba demasiado sucio. Pero al morir el viejo era como si ella hubiera empezado a oler como él. Así que me divorcié.

Volvió a beber de la botella y Kurt Wallander notó que estaba emborrachándose.

– Cada día pienso en vender este lugar -dijo-. Lo que me pertenece es la casa. Seguramente me darían un millón de coronas por todo. Después de pagar las deudas me que darían tal vez; unas cuatrocientas mil coronas. Entonces me compraría una caravana y me marcharía.

– ¿Adónde?

– Ése es el problema. No lo sé. No hay ningún sitio al que quiera ir.

A Kurt Wallander le produjo malestar lo que oía. Aunque por fuera era el mismo que hacía diez años, su interior parecía haber experimentado grandes cambios. Era una voz fantasma la que le hablaba, rota y desesperada. Diez años antes Sten Widén era un hombre satisfecho y alegre, el primero en invitar a una fiesta. Pero toda su alegría de vivir parecía haber desaparecido.

La chica que había preguntado si Kurt Wallander era policía pasó por delante de la ventana montada en un caballo.

– ¿Quién es? -preguntó Kurt Wallander-. Se ha dado cuenta de que soy policía.

– Se llama Louise -contestó Sten Widén-. Seguramente puede oler que eres policía. Ha entrado y salido de diferentes correccionales desde que tenía doce años. Yo soy su supervisor. Tiene buena mano con los caballos. Pero odia a los policías. Dice que un poli la violó una vez.

Bebió otro sorbo de la botella e hizo un gesto hacia la cama deshecha.

– A veces se acuesta conmigo -dijo-. Por lo menos así es como lo veo. Que es ella la que se acuesta conmigo y no al revés. ¿Será un delito?

– ¿Por qué iba a serlo? ¿No será menor de edad?

– Tiene diecinueve años. Pero los supervisores tal vez no tengan permiso para acostarse con los supervisados.

A Kurt Wallander le parecía intuir que Sten Widén empezaba a ponerse agresivo.

De repente se arrepentía de haber ido.

Aunque tuviera una razón técnica a causa de la investigación para visitarle, en aquel momento se preguntaba si no era una excusa. ¿Había ido a ver a Sten Widén para hablar de Mona? ¿En busca de consuelo?

Ya no lo sabía.

– He venido para hablar contigo sobre caballos -dijo-. ¿No has leído en los periódicos que hubo un doble asesinato en Lenarp la otra noche?

– No leo los periódicos -contestó Sten Widén-. Leo programas de carreras y listas de participantes. Eso es todo. Lo que ocurre en el mundo no me importa.

– Mataron a un par de viejos -continuó Kurt Wallander-. Y tenían un caballo.

– ¿También lo mataron?

– No. Pero creo que los asesinos le dieron heno antes de marcharse. Y eso es lo que te quería comentar. El tiempo que necesita un caballo para tragarse una brazada de heno.

Sten Widén vació la botella y encendió otro cigarro.

– Estarás bromeando, ¿no? -preguntó-. ¿Has venido hasta aquí para preguntarme cuánto tarda un caballo en comerse una brazada de heno?

– En realidad había pensado pedirte que fueras a ver al caballo -dijo Kurt Wallander tras decidirse deprisa.

Notó que se estaba enfadando.

– No tengo tiempo -respondió Sten Widén-. El herrero viene hoy. Tengo dieciséis caballos que necesitan una inyección de vitaminas.

– ¿Mañana?

Sten Widén lo miró con ojos brillantes.

– ¿Hay remuneración? -preguntó.

– Se te pagará.

Sten Widén escribió su número de teléfono en un papel sucio.

– Quizás -dijo-. Llámame mañana por la mañana.

Cuando salieron al patio, Kurt Wallander notó que el viento había arreciado.

La chica se acercaba montando a caballo.

– Bonito caballo -comentó.

– Masquerade Queen -explicó Sten Widén-. No ganará una carrera en toda su vida. Es de la viuda rica de un constructor de Trelleborg. De hecho he sido honrado y le he aconsejado vender el caballo a alguna escuela de equitación. Pero ella cree que ganará. Y a mí me da el dinero para entrenarlo. Pero no ganará una mierda.

Se separaron junto al coche.

– ¿Sabes cómo se murió mi viejo? -preguntó Sten Widén de repente.

– No.

– Fue tambaleándose hasta las ruinas del castillo una noche de otoño. Solía sentarse allí arriba a beber. Después tropezó, cayó en el foso y se ahogó. Hay tantas algas allí que no se puede ver nada. Pero su gorra salió a flote. En la visera ponía VIVA LA VIDA. Era propaganda de una agencia que vendía viajes de sexo a Bangkok.

– Me he alegrado de verte -dijo Kurt Wallander-. Te llamo mañana.

– Haz lo que quieras -repuso Sten Widén y se fue hacia la cuadra.

Kurt Wallander se marchó. Por el retrovisor pudo ver a Sten Widén hablando con la chica que montaba a caballo. «¿Por qué he venido?», pensó de nuevo.

«Una vez, hace mucho tiempo, éramos amigos. Compartíamos un sueño imposible. Cuando el sueño reventó como un globo, ya no quedaba nada. Posiblemente era verdad que los dos amábamos la ópera. Pero ¿no serían también imaginaciones nuestras?»

Condujo rápidamente, como si dejara que su irritación pisara el pedal del acelerador.

En el momento en que frenaba delante de la señal de stop junto a la carretera principal, oyó el teléfono móvil. La conexión era tan mala que casi no pudo distinguir la voz de Hanson.

– Es mejor que vengas -gritó Hanson-. ¿Me oyes?

– ¿Qué ha pasado? -gritó Wallander a su vez.

– Aquí hay un campesino de Hagestad diciendo que sabe quién los mató -chilló Hanson.

Kurt Wallander notó que se le aceleraba el corazón.

– ¿Quién? -interrogó-. ¿Quién?

La comunicación se cortó de golpe. En el auricular sólo se oían silbidos y pitidos.

– Coño -dijo en voz alta.

Volvió a Ystad. «Demasiado rápido», pensó. «Si hoy Norén y Peters tuvieran control de velocidad, me habrían pillado bien.»

En la bajada que llevaba al centro de la ciudad el motor empezó a protestar.

Se había quedado sin gasolina.

El piloto obviamente había dejado de funcionar y no le había avisado.

Llegó justo a la gasolinera de enfrente del hospital antes de que el motor se ahogara del todo. Cuando fue a meter el dinero en la máquina automática, descubrió que no llevaba. Entró en la empresa de cerraduras que tenía su taller en el mismo edificio de la gasolinera y pidió prestadas veinte coronas al propietario, que lo reconoció por una investigación relacionada con un robo unos años antes.

Ya en su plaza de aparcamiento puso el freno de mano y entró deprisa en la comisaría. Ebba intentó decirle algo, pero la rechazó agitando la mano.

La puerta del despacho de Hanson estaba abierta y entró sin llamar.

No había nadie.

En el pasillo chocó con Martinson, que se acercaba con un montón de hojas de papel continuo de ordenador en la mano.

– A ti te quería ver -dijo Martinson-. He sacado un poco de material que tal vez sea interesante. A ver si serán fineses los que lo han hecho.

– Cuando no sabemos algo solemos decir que son fineses -contestó Kurt Wallander-. No tengo tiempo ahora. ¿Sabes dónde está Hanson?

– Él no sale nunca de su despacho, ¿verdad?

– Entonces tenemos que dar una orden de búsqueda. Ahora mismo no está allí.

Miró en el comedor, pero sólo había un administrativo preparándose una tortilla.

«¿Dónde coño está Hanson?», pensó y abrió la puerta de su propio despacho con fuerza.

Vacío también. Llamó a Ebba a la recepción.

– ¿Dónde está Hanson? -preguntó.

– Si no hubieras tenido tanta prisa, te lo habría dicho al llegar -contestó Ebba-. Mandó decir que iba al banco Föreningsbanken.

– ¿Qué ha ido a hacer allí? ¿Iba con alguien?

– Sí, pero no sé quién era.

Kurt Wallander colgó bruscamente.

¿En qué estaba metido Hanson?

Levantó el auricular de nuevo.

– ¿Me puedes buscar a Hanson? -dijo a Ebba.

– ¿En el Föreningsbanken?

– Si está allí, búscalo allí.

Era muy raro que le pidiera a Ebba que le ayudara a buscar a alguien. No se había acostumbrado a la sensación de tener una secretaria. Si quería que se hiciese algo, lo hacía él mismo. Desde pequeño pensaba que era una mala costumbre. Sólo los ricos y superiores enviaban a otros a hacer el trabajo de a pie. No poder buscar en el listín telefónico y marcar el número tú mismo era de una pereza injustificable…

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Era Hanson, que llamaba desde el Föreningsbanken.

– Pensaba que estaría de vuelta antes que tú -dijo Hanson-. Te preguntarás qué hago yo aquí.

– ¡Pues, sí!

– Íbamos a echar un vistazo a las cuentas del banco de los Lövgren.

– ¿Quiénes?

– Se llama Herdin. Pero es mejor que hables tú con él. Estaremos de vuelta en media hora.

Sin embargo, Wallander tardó casi una hora y cuarto en conocer al hombre que se llamaba Herdin. Era de unos dos metros de estatura, descarnado y delgado, y cuando Kurt Wallander lo saludó fue como darle la mano a un gigante.

– Hemos tardado un poco -dijo Hanson-. Pero ha valido la pena. Escucha lo que Herdin tiene que contar. Y lo que hemos descubierto en el banco.

Herdin se había sentado en una silla de madera y permanecía erguido y callado.

Kurt Wallander tuvo la sensación de que el hombre se había puesto sus mejores galas para la visita a la policía. Aunque eso significara un traje viejo y una camisa de cuello gastado.

– Tal vez sea mejor empezar por el principio -dijo Kurt Wallander tomando un bloc de notas.

Herdin miró a Hanson con asombro.

– ¿Tengo que volver a explicarlo todo?

– Será lo mejor -dijo Hanson.

– Es una historia larga -empezó Herdin con indecisión.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Kurt Wallander-. Creo que es mejor que empecemos por ahí.

– Lars Herdin. Tengo una granja de veinte hectáreas al lado de Hagestad. Intento ganarme la vida con reses de matadero. Pero me da para lo justo.

– Tengo sus datos de nacimiento -intervino Hanson, y Kurt Wallander imaginaba que tendría prisa por volver a sus programas de carreras.

– Si lo he entendido bien, has venido aquí porque consideras que tienes información relacionada con el asesinato del matrimonio Lövgren -dijo Kurt Wallander, y deseó haberse expresado con más sencillez.

– Claro que era por el dinero -dijo Lars Herdin.

– ¿Qué dinero?

– ¡Todo el dinero que tenían!

– ¿Puedes expresarte con más claridad?

– El dinero alemán.

Kurt Wallander miró a Hanson, el cual se encogió de hombros discretamente. Kurt Wallander lo interpretó como si hubiera que tener paciencia.

– Deberemos entrar en más detalles -dijo-. ¿No crees que podrías explicarte con más detenimiento?

– Lövgren y su padre ganaron dinero durante la guerra -explicó Lars Herdin-. Criaban a escondidas animales de matadero en unos pastos que hay allá arriba en Småland. Y compraron caballos viejos y jubilados. Luego los vendieron en el mercado negro a Alemania. Ganaron grandes sumas de dinero con la carne. Nunca los descubrieron. Y Lövgren era avaro y astuto. Invertía el dinero y se multiplicó con los años.

– ¿Te refieres al padre de Lövgren?

– Ése murió justo después de la guerra. Quiero decir Lövgren.

– ¿O sea que los Lövgren eran adinerados?

– No la familia. Sólo Lövgren. Ella no sabía nada del dinero.

– ¿Ocultaba lo del dinero a su mujer?

Lars Herdin asintió con la cabeza.

– A nadie le han tomado tanto el pelo como a mi hermana -dijo.

Kurt Wallander levantó las cejas asombrado.

– María Lövgren era mi hermana. La mataron porque él había escondido una fortuna.

Kurt Wallander notaba su amargura poco disimulada. «Quizá sí que fue por odio», pensó.

– ¿Y este dinero lo guardaban en casa?

– Sólo a veces -contestó Lars Herdin.

– ¿A veces?

– Cuando sacaba sus grandes sumas de dinero.

– ¿Podrías intentar explicarte con más detalle?

De repente fue como si algo explotara dentro del hombre del traje gastado.

– Johannes Lövgren era una bestia -dijo-. Es mejor ahora que ya no está. Pero que María tuviera que morir, eso no se lo perdonaré nunca…

El arrebato de Lars Herdin llegó tan de repente que ni Hanson ni Kurt Wallander tuvieron tiempo de reaccionar. Lars Herdin tomó un cenicero de cristal grueso de la mesa que tenía a su lado y lo lanzó con toda su fuerza contra la pared, justo al lado de la cabeza de Kurt Wallander. Trozos de cristal volaron y Kurt Wallander sintió que una esquirla de cristal le había dado en el labio superior.

Después del estallido la calma era abrumadora.

Hanson se levantó de la silla y parecía preparado para echarse encima de Lars Herdin. Pero Kurt Wallander alzó la mano para pararle y Hanson se sentó otra vez.

– Pido disculpas -dijo Lars Herdin-. Si hay una escoba y un recogedor quitaré los cristales. Lo pagaré.

– De esto se harán cargo las señoras de la limpieza -dijo Kurt Wallander-. Es mejor que sigamos hablando tú y yo.

Lars Herdin parecía totalmente tranquilo de nuevo.

– Johannes Lövgren era una bestia -repitió otra vez-. Hacía ver que era como los demás. Pero sólo pensaba en el dinero que él y su padre habían conseguido con engaños durante la guerra. Podía quejarse de lo caro que estaba todo y de que los campesinos eran tan pobres. Pero tenía su dinero que crecía y crecía.

– ¿Y ese dinero lo tenía en el banco?

Lars Herdin se encogió de hombros.

– En el banco, en acciones, bonos, qué sé yo.

– ¿Por qué a veces guardaba el dinero en casa?

– Johannes Lövgren tenía una amante -dijo Lars Herdin-. Una mujer en Kristianstad con la que tuvo un hijo en los años cincuenta. Eso tampoco lo sabía Maria. Ni lo de la mujer ni lo del niño. El dinero que le daba a ella cada año era más que lo que María habría gastado en toda su vida.

– ¿De cuánto dinero se trataba?

– Veinticinco, treinta mil coronas. Dos o tres veces al año. Sacaba el dinero en efectivo. Luego buscaba una excusa adecuada y se iba a Kristianstad.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.

Intentó decidir qué cuestiones eran las más importantes. Tardarían horas en desenredar todos los detalles.

– ¿Qué dijeron en el banco? -preguntó a Hanson.

– Si no tienes todos los documentos en regla, el banco no suele decir nada -explicó Hanson-. No me dejaron ver sus saldos. Pero a una cosa sí me contestaron. Si había estado en el banco últimamente.

– ¿Y qué?

Hanson afirmó con la cabeza.

– El jueves pasado. Tres días antes de que alguien lo sacrificara.

– ¿Seguro?

– Una de las cajeras conocía su aspecto.

– ¿Y había sacado una gran suma de dinero?

– No quisieron contestar de inmediato. Pero la cajera asintió con la cabeza cuando el director del banco nos dio la espalda.

– Tendremos que hablar con la fiscal cuando hayamos puesto este testimonio por escrito -dijo Kurt Wallander-. Para poder entrar en sus saldos y tener una visión global de la situación.

– Dinero ensangrentado -dijo Lars Herdin.

Kurt Wallander se preguntaba si volvería a tirar algo cerca de donde él estaba.

– Quedan muchas preguntas -dijo-. Pero en este momento hay una más importante que todas las demás. ¿Cómo sabes tú todo esto? Eso que afirmas que Johannes Lövgren mantenía oculto a su propia mujer. ¿Cómo lo sabes?

Lars Herdin no contestó a la pregunta. Bajó la vista en silencio al suelo.

Kurt Wallander miró a Hanson, que negaba con la cabeza.

– Tendrás que contestar a la pregunta -dijo Kurt Wallander.

– No tengo por qué contestarla -arguyó Lars Herdin-. Yo no los maté. ¿Mataría a mi propia hermana?

Kurt Wallander intentó acercarse a la pregunta desde otro ángulo.

– ¿Cuánta gente sabe lo que acabas de contar? -preguntó.

Lars Herdin no contestó.

– Lo que digas se quedará entre estas paredes -continuó Kurt Wallander.

Lars Herdin miraba al suelo.

Instintivamente, Kurt Wallander sintió que debía esperar.

– Ve a buscarnos un poquito de café -dijo a Hanson-. A ver si hay algo de bollería dulce también.

Hanson desapareció por la puerta.

Lars Herdin continuaba con la vista fija en el suelo y Kurt Wallander esperaba.

Hanson volvió con el café y Lars Herdin se comió un bollo seco.

Kurt Wallander pensaba que ya era hora de volver a hacer la pregunta.

– Tarde o temprano tendrás que contestarla -dijo.

Lars Herdin levantó la cabeza y le miró directamente a los ojos.

– Ya cuando se casaron intuí que Johannes Lövgren era otra persona tras esa fachada amable y poco locuaz. Me parecía que allí había algo falso. Maria era mi hermana pequeña. Yo quería que estuviera bien. Sospechaba de Johannes Lövgren desde la primera vez que empezó a cortejarla en casa de mis padres. Tardé treinta años en averiguarlo. Cómo lo hice, es algo de mi incumbencia.

– ¿Le contaste a tu hermana lo que habías averiguado?

– Nunca. Ni una palabra.

– ¿Se lo dijiste a otra persona? ¿A tu propia mujer?

– Estoy soltero.

Kurt Wallander observó al hombre que tenía delante. Había algo duro y obstinado en él. Era como si le hubieran criado alimentándolo con piedras.

– Una última pregunta, de momento -dijo Kurt Wallander-. Ya sabemos que Johannes Lövgren tenía dinero en abundancia. Tal vez también guardaba una gran cantidad de dinero en casa cuando lo mataron. Lo averiguaremos. Pero ¿quién pudo saberlo aparte de ti?

Lars Herdin lo miró. Kurt Wallander descubrió un destello de miedo en sus ojos.

– Yo no lo sabía -dijo Lars Herdin.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– Pararemos aquí -dijo apartando el bloc en el cual había estado tomando notas todo el tiempo-. Aunque necesitaremos tu ayuda más adelante.

– ¿Puedo irme? -preguntó Lars Herdin mientras se levantaba.

– Puedes irte -contestó Kurt Wallander-. Pero no te vayas de viaje sin hablar con nosotros antes. Y si se te ocurre algo más que puedas contarnos, llámanos.

Lars Herdin se paró ante la puerta, como si quisiera decir algo más.

Luego empujó la puerta y desapareció.

– Dile a Martinson que le controle -dijo Kurt Wallander-. Probablemente no encontraremos nada. Pero es mejor que nos aseguremos.

– ¿Qué piensas de lo que ha dicho? -preguntó Hanson.

Kurt Wallander se lo pensó antes de contestar.

– Había algo convincente en él. No creo que estuviera mintiendo o que fuese una fantasía. Creo que descubrió que Johannes Lövgren tenía una doble vida y que amparaba a su hermana.

– ¿Crees que puede estar implicado?

Kurt Wallander estaba seguro de su respuesta.

– Lars Herdin no los mató. Tampoco creo que sepa quién lo ha hecho. Creo que llegó a nosotros por dos razones. Quiere ayudarnos a encontrar a la persona o personas a las que igualmente pueda dar las gracias y escupir a la cara. Los que mataron a Johannes y que, según él, le hicieron un favor. Y los que mataron a Maria, a los que se les debería cortar la cabeza en público.

Hanson se levantó.

– Avisaré a Martinson. ¿Algo más por ahora?

Kurt Wallander miró su reloj de pulsera.

– Nos reunimos en mi despacho dentro de una hora. A ver si localizas a Rydberg. Iba a Malmö a hablar con alguien que remendaba velas.

Hanson le miró con incredulidad.

– El nudo corredizo -dijo Kurt Wallander-. El nudo. Ya lo entenderás.

Hanson se fue y Kurt Wallander se quedó solo.

«Una brecha», pensó. «En todas las investigaciones de los crímenes que se solucionan hay un punto en que atravesamos la pared. No sabemos exactamente lo que vamos a ver. Pero en algún lugar estará la solución.»

Se acercó a la ventana mirando al crepúsculo. Una corriente de aire frío se colaba por las rendijas de la ventana; una farola que se bamboleaba le indicó que el viento había arreciado.

Pensaba en Nyström y su señora.

Toda la vida cerca de una persona que en absoluto era lo que aparentaba.

¿Cómo reaccionarían cuando se revelara la verdad?

¿Con rechazo? ¿Amargura? ¿Sorpresa?

Volvió al escritorio y se sentó. La primera sensación de alivio cuando se abría una brecha en la investigación de un crimen solía enfriarse muy deprisa. Ya tenían un móvil, el más común de todos. Dinero. Pero aún no había un dedo invisible señalando en una dirección concreta.

No había asesino.

Kurt Wallander echó otra mirada al reloj. Si se daba prisa tendría tiempo de bajar al puesto de perritos calientes y comer algo antes de empezar la reunión. También aquel día pasaría sin que hubiera cambiado sus costumbres alimenticias.

Estaba a punto de ponerse la chaqueta cuando sonó el teléfono.

Al mismo tiempo llamaron a la puerta.

La chaqueta se le cayó al suelo cuando tomó el auricular y gritó «adelante».

Rydberg apareció por la puerta. Llevaba una gran bolsa en una mano.

Por el teléfono oía la voz de Ebba.

– La televisión insiste en hablar contigo -dijo.

Decidió rápidamente que primero quería hablar con Rydberg antes de enfrentarse de nuevo con los medios de comunicación.

– Diles que estoy reunido y que no estaré disponible hasta dentro de media hora -dijo.

– ¿Seguro?

– ¿Qué?

– ¿Que hablarás con ellos dentro de media hora? A la Televisión Sueca no le gusta esperar. Dan por sentado que todo el mundo cae de rodillas cuando llaman.

– Yo no me arrodillo delante de sus cámaras. Pero puedo hablar con ellos dentro de media hora.

Colgó el teléfono.

Rydberg se sentó en la silla que había junto a la ventana. Se estaba secando el pelo con una servilleta de papel.

– Tengo buenas noticias -anunció Kurt Wallander. Rydberg continuaba secándose el pelo-. Creo que tenemos un móvil. Dinero. Y creo que hay que buscar a los asesinos entre las personas que de un modo u otro se contaban entre sus conocidos.

Rydberg tiró la servilleta mojada a la papelera.

– He tenido un día bien jodido -dijo-. Las buenas noticias me vienen bien.

Kurt Wallander necesitó cinco minutos para describir el encuentro con el campesino Lars Herdin. Rydberg miraba con tristeza los trozos de cristal que había en el suelo.

– Una historia rara -dijo Rydberg cuando Kurt Wallander terminó-. Es lo bastante rara para ser verdad.

– Intentaré hacer un resumen -continuó Wallander-. Alguien sabía que Johannes Lövgren de vez en cuando guardaba una gran suma de dinero en casa. Eso nos da como motivo el robo. Y el robo se convierte en un homicidio. Si la descripción de Johannes Lövgren hecha por Lars Herdin coincide, en cuanto a que era una persona especialmente avara, es natural que se negase a descubrir dónde había escondido el dinero. María Lövgren, que probablemente no llegó a entender mucho lo que le pasó durante la última noche de su vida, tuvo que acompañar a Johannes en su último viaje. La cuestión es por tanto quién, además de Lars Herdin, supo que retiraba estas irregulares pero grandes sumas de dinero. Si encontramos respuesta a ello, es probable que tengamos una respuesta para todo.

Rydberg se quedó pensativo después de que Wallander se callara.

– ¿He olvidado algo? -preguntó Wallander.

– Pienso en lo que dijo antes de morir -señaló Rydberg-. Extranjero. Y pienso en lo que llevo en la bolsa de plástico. Se levantó y vació el contenido de la bolsa sobre el escritorio.

Era un montón de trozos de cuerda. Cada uno con un lazo artístico.

– He pasado cuatro horas junto a un viejo que confeccionaba velas, en un piso que olía peor de lo que puedes llegar a imaginarte -dijo Rydberg haciendo una mueca-. Resulta que este señor tiene casi noventa años y está bien entrado en su camino hacia la senilidad. Estoy pensando en contactar con alguna autoridad social. El viejo estaba tan confundido que pensaba que yo era su propio hijo. Uno de los vecinos me contó más tarde que aquel hijo murió hace treinta años. Pero sí que sabía de nudos. Cuando por fin me pude escapar, ya llevaba cuatro horas allí. Estos trozos de cuerda son un regalo.

– ¿Llegaste a averiguar lo que querías?

– El viejo miró el nudo y lo encontró feo. Luego tardé tres horas en conseguir que dijera algo sobre este lazo tan feo. Hasta entonces, incluso le dio tiempo de dormir un ratito.

Rydberg recogió los trocitos de cuerda y los metió en la bolsa de plástico mientras seguía:

– De repente empezó a hablar de cuando estaba en la mar. Y entonces dijo que ese nudo lo había visto en Argentina. Los marineros argentinos solían hacer este nudo para las correas de sus perros.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– Así que tenías razón -dijo-. El nudo era extranjero. Ahora la cuestión es cómo encaja con la historia de Lars Herdin.

Salieron al pasillo. Rydberg desapareció en su despacho mientras que Kurt Wallander se fue con Martinson para estudiar sus listados de ordenador.

Resultaba que había una estadística impresionante sobre ciudadanos extranjeros que habían cometido delitos en Suecia o bien estaban bajo sospecha de haberlos cometido. Martinson también había tenido tiempo de hacer un control de anteriores asaltos a ancianos. Por lo menos cuatro personas diferentes habían asaltado durante el último año a ancianos que vivían aislados en Escania. Pero Martinson también pudo adelantarle que todos estaban encerrados en diferentes instituciones. Le quedaba por recibir un informe sobre los posibles permisos durante el día en cuestión.

La reunión de investigación tuvo lugar en el despacho de Rydberg ya que una de las administrativas se había ofrecido a limpiar el suelo de Kurt Wallander. El teléfono sonaba sin parar, pero ella no se molestó en contestar.

La reunión de investigación se hizo larga. Todos estaban de acuerdo en que el relato de Lars Herdin abría una brecha. Ya tenían una dirección que seguir. A la vez repasaron de nuevo todo lo que hasta aquel momento se había revelado en las conversaciones con los habitantes de Lenarp y con quienes habían llamado a la policía o contestado al formulario de preguntas. Un coche que había pasado a mucha velocidad por un pueblo situado a unos kilómetros de Lenarp a última hora de la noche del domingo les mereció especial atención. Un camionero que había partido hacia Göteborg a una hora tan temprana como las tres de la madrugada se había cruzado con el coche en una curva cerrada y casi le embistió. Al enterarse del doble asesinato empezó a pensar en ello y luego llamó a la policía. Después de repasar unas fotos de diferentes modelos de coches y dudar un poco llegó a la conclusión de que se trataba de un Nissan.

– No olvidéis los coches de alquiler -dijo Kurt Wallander-. Hoy en día la gente que se mueve es cómoda. Los atracadores alquilan coches de igual manera que los roban.

Ya eran las seis cuando se acabó la reunión. Kurt Wallander comprendió que todos sus colaboradores ya estaban a la ofensiva. Después de la visita de Lars Herdin reinaba un optimismo tangible.

Entró en su despacho y puso en limpio sus apuntes de la conversación con Lars Herdin. Hanson le había dejado los suyos y pudo compararlos. Enseguida vio que Lars Herdin no había vacilado. Las declaraciones coincidían plenamente.

Un poco después de las siete apartó sus papeles. De repente se acordó de que los de la televisión no habían vuelto a insistir. Llamó a la recepción y preguntó si Ebba le había dejado una nota antes de marchar. La chica que contestaba era una suplente.

– Aquí no hay nada -dijo.

Por una intuición que él mismo no entendió del todo salió al comedor y encendió la televisión. Las noticias locales acababan de comenzar. Se apoyó en una mesa y vio distraído un reportaje sobre la mala economía del municipio de Malmö.

Pensó en Sten Widén.

Y en Johannes Lövgren, que había vendido carne a los nazis durante la guerra.

Pensó en sí mismo, en su barriga demasiado grande. Estaba a punto de apagar el televisor cuando la reportera empezó a hablar sobre el doble homicidio de Lenarp. Con asombro escuchó que la policía de Ystad concentraba su trabajo de búsqueda en unos ciudadanos extranjeros, de momento desconocidos. Pero la policía estaba convencida de que los criminales eran extranjeros. Tampoco podía descartarse que fueran refugiados solicitantes de asilo político.

Al final la reportera habló de él.

A pesar de insistir repetidamente, había sido imposible obtener un solo comentario por parte de alguno de los responsables de la investigación sobre esa información procedente de fuentes anónimas pero fidedignas.

Mientras hablaba, la reportera tenía como fondo una imagen de la comisaría de Ystad.

Luego pasó a hablar del tiempo.

Una tormenta se acercaba por el oeste. El viento arreciaría aún más. Pero no existía el riesgo de nevadas. La temperatura seguiría por encima de los cero grados.

Kurt Wallander apagó el televisor.

No sabía si estaba indignado o cansado. Tal vez sólo tenía hambre.

Pero alguien en la comisaría se había ido de la lengua.

¿Pagarían dinero por divulgar información confidencial? ¿El monopolio estatal de televisión también tenía fondos para chivatazos?

«¿Quién?», pensó.

«Puede ser cualquiera, excepto yo mismo.

»¿Y por qué?

»¿Habría otro motivo aparte del dinero?

»¿Xenofobia? ¿Miedo a los refugiados?»

Se dirigió a su despacho y ya en el pasillo oyó el teléfono. El día había sido largo. Prefería irse a casa y preparar algo de comer. Con un suspiro se sentó en la silla y se acercó el teléfono.

«Habrá que empezar», pensó. «Empezar a desmentir la información de la tele.

»Y esperar que no ardan más cruces de madera durante los días venideros.»

6

Una tormenta pasó sobre Escama aquella noche. Kurt Wallander estaba sentado en su desordenada vivienda mientras el viento invernal levantaba las tejas. Bebía whisky, escuchaba una grabación alemana de Aida, cuando de repente todo quedó a oscuras y en silencio a su alrededor. Se acercó a la ventana y miró a la oscuridad. El viento aullaba y en algún lugar un letrero golpeaba contra una pared.

Las manecillas fluorescentes del reloj de pulsera señalaban las tres menos diez. Curiosamente no se sentía cansado en absoluto. La noche anterior casi le dieron las once y media antes de salir de la comisaría. El último que lo había llamado era un hombre que no quiso identificarse. Había sugerido que la policía hiciera causa común con los movimientos nacionalistas del país y echara de una vez por todas a los extranjeros. Durante un momento intentó escuchar lo que el hombre anónimo: tenía que decir. Luego le colgó el teléfono, avisó a la recepción y pidió que bloquearan todas las llamadas. Apagó la luz, atravesó el pasillo silencioso y se fue directamente a casa. Al abrir la puerta exterior de su casa decidió averiguar quién se había ido de la lengua sobre la información confidencial. En realidad no le incumbía a él. En caso de conflictos dentro del cuerpo policial, la obligación de intervenir era del jefe de policía. Dentro de unos días Björk habría vuelto de sus vacaciones de invierno. Entonces se tendría que hacer cargo. La verdad tendría que salir a la luz.

Pero cuando bebió su primera copa de whisky, Wallander comprendió que Björk no haría nada. Aunque todo policía está atado a una promesa de silencio, no podría considerarse como una actuación criminal el hecho de que un policía llamase a un contacto suyo de la Televisión Sueca y contase lo que se había dicho en una reunión interna del grupo de investigación. Tampoco podrían probarse irregularidades en caso de que la Televisión Sueca hubiera pagado a su informador secreto. Kurt Wallander se preguntó por un momento cómo contabilizaba la Televisión Sueca una partida de gastos de ese tipo.

Luego pensó que Björk, probablemente, no estaría interesado en cuestionar la lealtad interna cuando se encontraban en medio de la investigación de un homicidio.

A la segunda copa de whisky había vuelto a meditar sobre el autor o autores del soplo. Aparte de sí mismo, sólo podría descartar a Rydberg con seguridad. Pero ¿por qué es taba tan seguro de Rydberg? ¿Podía conocerlo a él más a fondo que a los demás?

La tormenta había provocado un corte de luz y en aquel momento estaba solo en la oscuridad.

Los pensamientos relacionados con la pareja muerta, con Lars Herdin y con el extraño nudo corredizo se mezclaban con aquellos asociados a Sten Widén, Mona, Linda y su viejo padre. Desde dentro de la oscuridad le hacía señas lo absurdo e inútil de la vida. Una cara irónica que se reía de sus vanos esfuerzos por dominar su vida…

Se despertó cuando volvió la luz. Vio en el reloj que había dormido más de una hora. El disco daba vueltas en el plato del tocadiscos. Vació la copa y fue a acostarse a la cama.

«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Tengo que hablar con ella sobre todo lo que ha pasado. Y tengo que hablar con mi hija. Tengo que visitar a mi padre para ver lo que puedo hacer por él. En medio de todo esto también debería atrapar a un asesino…»

Debió de dormirse otra vez. Creía que estaba en su despacho cuando sonó el teléfono. Medio dormido, fue dando traspiés hasta la cocina y cogió el auricular. ¿Quién lo llamaba a las cuatro y cuarto de la madrugada?

Antes de contestar, pensó por un instante que desearía que fuese Mona la que llamaba.

Primero le pareció que el hombre que hablaba le recordaba a Sten Widén.

– Sólo tenéis tres días para reparar el error -amenazó el hombre.

– ¿Quién es usted? -preguntó Kurt Wallander.

– No importa quién sea -contestó el hombre-. Soy uno de los diez mil salvadores.

– Me niego a hablar con alguien sin saber quién es -dijo Kurt Wallander, que ya estaba completamente despierto.

– No cuelgue -dijo el hombre-. Ahora tenéis tres días para reparar el hecho de que habéis guardado las espaldas a unos delincuentes extranjeros. Tres días, pero ni uno más.

– No sé de qué me hablas -replicó Kurt Wallander y sintió un malestar al oír la voz desconocida.

– Tres días para atrapar a los asesinos y mostrarlos -dijo el hombre-. Si no, nos encargaremos nosotros.

– ¿Encargarse de qué? ¿Quiénes?

– Tres días. Ni uno más. Después empezará a arder.

La comunicación se cortó.

Kurt Wallander encendió la lámpara de la cocina y se sentó a la mesa. Escribió la conversación en un viejo bloc que Mona solía usar para las listas de la compra. En la parte de arriba del bloc ponía «Pan». Lo que había escrito debajo no se podía leer.

No era la primera amenaza anónima que Kurt Wallander recibía en sus muchos años como policía. Un hombre que consideraba que lo habían condenado injustamente lo había acosado con cartas insinuantes y llamadas nocturnas unos años antes. Entonces fue Mona la que se cansó y le exigió que reaccionase. Kurt Wallander envió a Svedberg para que convenciera al hombre de que le caería una condena larga si la persecución no cesaba. En otra ocasión alguien le rajó los neumáticos del coche.

Pero el mensaje de aquel hombre era diferente.

Algo ardería, decía. Kurt Wallander comprendió que podría ser cualquier cosa, desde los campos de refugiados hasta los restaurantes o pisos cuyos propietarios fueran extranjeros.

Tres días. O tres días y tres noches. Esto significaba el viernes o, a más tardar, el sábado día 13.

Se acostó de nuevo en la cama e intentó dormir. El viento barría y azotaba las paredes.

¿Cómo iba a poder dormir cuando en realidad sólo estaba esperando a que el hombre volviera a llamar?

A las seis y media ya estaba de nuevo en la comisaría. Intercambió unas palabras con el guardia, que le dijo que la noche había sido tranquila a pesar de la tormenta. Un camión había volcado a la entrada de Ystad y unos andamios se habían caído en Skårby. Eso era todo.

Se fue por un café y entró en su despacho. Con una vieja máquina de afeitar se frotó las mejillas hasta dejarlas limpias. Luego salió a buscar los periódicos de la mañana. Cuanto más los miraba, más contrariado se sentía. A pesar de que la noche anterior había hablado por teléfono con varios periodistas hasta última hora, los desmentidos de que la policía se concentraba en investigar a unos ciudadanos extranjeros eran muy vagos e incompletos. Era como si los periódicos aceptaran la verdad con reticencias.

Decidió convocar otra conferencia de prensa esa misma tarde y presentar un informe sobre el estado de la investigación. Además, denunciaría la amenaza anónima que había recibido durante la noche.

Tomó una carpeta de una estantería detrás, de él. Allí guardaba información sobre las diversas viviendas de refugiados que había en los alrededores. Aparte del gran campo de refugiados de Ystad había unas cuantas unidades de menor tamaño esparcidas por el distrito.

Pero ¿qué era lo que indicaba que sería justo un campo de refugiados en el distrito policial de Ystad? Nada. Además, la amenaza podría estar dirigida a un restaurante o a una vivienda. ¿Cuántas pizzerías había por ejemplo alrededor de Ystad? ¿Quince? ¿Más?

Estaba completamente seguro de una cosa. La amenaza nocturna debía tomarla en serio. Durante el último año habían ocurrido demasiados actos vandálicos que confirmaban que en el país había fuerzas más o menos organizadas que no dudaban en valerse de la violencia contra los ciudadanos extranjeros o los refugiados que pedían asilo político.

Miró el reloj. Las ocho menos cuarto. Levantó el auricular y marcó el número de la casa de Rydberg. Después de diez tonos colgó. Rydberg estaba de camino.

Martinson asomó la cabeza por la puerta.

– Hola -dijo-. ¿Cuándo tenemos la reunión hoy?

– A las diez -contestó Kurt Wallander.

– ¡Qué tiempo hace!

– Con tal que no nieve, no me importa el viento.

Mientras esperaba a Rydberg, buscó la nota que le había dado Sten Widén. Después de la visita de Lars Herdin, comprendió que quizá no era extraño que alguien le hubiera dado de comer al caballo durante la noche. Si los asesinos se encontraban entre los conocidos o incluso entre los familiares de Johannes y Maria Lövgren, era normal que conocieran la existencia del caballo. ¿Sabrían también que Johannes Lövgren solía ir a la cuadra por la noche?

Tenía una vaga idea de lo que Sten Widén podría aportar. ¿No sería el miedo a perder el contacto con él definitivamente la principal razón para haberlo llamado?

Nadie contestó a pesar de que esperó durante más de un minuto. Colgó y decidió intentarlo un poco más tarde. También esperaba despachar otra llamada antes de que llegara Rydberg. Marcó el número y esperó.

– Fiscalía -contestó una voz alegre de mujer.

– Soy Kurt Wallander. ¿Tienes a Akeson por ahí?

– Está en excedencia esta primavera. ¿Lo habías olvidado?

Lo había olvidado. Se le había ido de la cabeza que el fiscal del distrito haría un curso de postgrado. A pesar de que habían cenado juntos a finales de noviembre.

– Te puedo poner con su sustituto si quieres -dijo la recepcionista.

– Sí, por favor -contestó Kurt Wallander.

Para su asombro, era una mujer la que contestó.

– Anette Brolin.

– Quisiera hablar con el fiscal -dijo Kurt Wallander.

– Soy yo -contestó la mujer-. ¿De qué se trata?

Kurt Wallander se dio cuenta de que no se había presentado. Dijo su nombre y continuó:

– Se trata del doble asesinato. Pensé que ya era hora de presentar un informe a las autoridades fiscales. Había olvidado que Per estaba en excedencia.

– Si no me hubieras llamado esta mañana te habría llamado yo -dijo la mujer.

Kurt Wallander intuía un tono de reproche en su voz. «Vieja gruñona», pensó. «¿Tú me vas a enseñar a cooperar con las autoridades de la fiscalía?»

– En realidad no tenemos mucha cosa -dijo, y se dio cuenta de que hablaba con voz cortante.

– ¿Estáis a punto de detener a alguien?

– No. Pero he pensado en daros un pequeño informe.

– Gracias -dijo la mujer-. ¿Quedamos a las once aquí en mi despacho? Tengo una detención a las diez y cuarto. Estaré de vuelta a las once.

– Tal vez llegue con un poco de retraso. Tenemos una reunión de investigación a las diez. Puede alargarse.

– Inténtalo para las once.

La conversación se acabó y Wallander se quedó sentado con el auricular en la mano.

La cooperación entre la policía y los fiscales no siempre era sencilla. Pero Kurt Wallander había forjado una relación poco rutinaria y de confianza con Per Ǻkeson. A menudo se llamaban y se pedían consejos. Raras veces, casi nunca, había desavenencias ante una detención o una puesta en libertad.

– Coño -dijo en voz alta-. Anette Brolin, ¿quién es?

En aquel momento oyó el inconfundible paso renqueante de Rydberg en el pasillo. Sacó la cabeza por la puerta y le pidió que entrara. Rydberg llevaba una chaqueta de piel pasada de moda y una boina. Al sentarse hizo una mueca.

– ¿Te duele? -preguntó Kurt Wallander señalando la pierna.

– La lluvia me va bien -dijo Rydberg-. O la nieve. O el frío. Pero esta maldita pierna no aguanta el viento. ¿Qué querías?

Kurt Wallander le explicó la amenaza anónima que había recibido durante la noche.

– ¿Qué crees? -preguntó al acabar-. ¿Es serio o no?

– Serio. Por lo menos tenemos que obrar como si lo fuera.

– Pensaba dar una rueda de prensa esta tarde. Explicamos el estado de la investigación y nos centramos en el relato de Lars Herdin. Sin decir su nombre, por supuesto. Luego explico lo de la amenaza. Y digo que ninguno de los rumores sobre extranjeros tiene fundamento.

– De hecho no es la verdad -replicó Rydberg con tono dubitativo.

– ¿A qué te refieres?

– La mujer dijo lo que dijo. Y el nudo quizá sea argentino.

– ¿Cómo lo vas a relacionar con un atraco que probablemente hayan cometido unas personas que conocen muy bien a Johannes Lövgren?

– No lo sé todavía. Creo que es demasiado pronto para sacar conclusiones. ¿No te parece?

– Conclusiones provisionales -dijo Kurt Wallander-. En todo trabajo policial se trata de sacar conclusiones. Las que se desechan o las que se siguen elaborando.

Rydberg movía su pierna dolorida.

– ¿Qué has pensado hacer acerca del soplo? -preguntó.

– Me voy a cabrear en la reunión -dijo Kurt Wallander-. Luego Björk se tendrá que encargar cuando vuelva.

– ¿Qué crees que hará?

– Nada.

– Eso es.

Kurt Wallander abrió los brazos.

– Vale más aceptarlo de una vez. Al que haya dado el soplo a la televisión no se le retorcerá la nariz. A propósito, ¿cuánto crees que paga la televisión sueca a los policías soplones?

– Probablemente demasiado -dijo Rydberg-. Por eso no tienen dinero para hacer buenos programas.

Rydberg se levantó de la silla.

– No olvides una cosa -dijo cuando ya estaba con la mano en el pomo de la puerta-. Un poli que da un soplo puede volver a darlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Puede aferrarse a que una de nuestras pistas señala a unos extranjeros. De hecho es la verdad.

– No es ninguna pista -dijo Kurt Wallander-. Son las últimas palabras confusas de una anciana aturdida y moribunda.

Rydberg se encogió de hombros.

– Haz lo que quieras -dijo-. Nos vemos dentro de un rato.

La reunión de investigación no pudo ir peor. Kurt Wallander había decidido empezar con lo del soplo y las consecuencias que podrían temerse. Describiría la llamada anónima que había recibido y luego recogería las opiniones sobre lo que se tendría que hacer antes de que acabara el plazo. Pero cuando se quejó con rabia de que uno de los presentes era tan desleal que distribuía información confidencial y tal vez también recibiese dinero a cambio, le respondieron con protestas airadas. Varios de los policías afirmaban que el rumor muy bien podía haberse filtrado desde el hospital. ¿No estaban presentes tanto médicos como enfermeras cuando la anciana pronunció sus últimas palabras?

Kurt Wallander intentó replicar a las objeciones pero las protestas se repitieron. Cuando la discusión finalmente se pudo concentrar en las investigaciones, en la sala reinaba un ambiente pesimista. El optimismo del día anterior se había convertido en una atmósfera torpe y poco inspirada. Kurt Wallander se dio cuenta de que había empezado por el final.

El trabajo de identificación del coche con el que el camionero había estado a punto de chocar no daba ningún resultado. Para aumentar la efectividad se puso a un hombre más a hacer averiguaciones sobre el coche.

Proseguía la investigación del pasado de Lars Herdin. En el primer control no había salido nada digno de comentarse. Lars Herdin estaba limpio y no tenía deudas extraordinarias.

– Tenemos que pasarle el aspirador -dijo Kurt Wallander-. Tenemos que averiguar todo lo que se pueda acerca de él. Veré a la fiscal dentro de un rato. Le pediré permiso para poder entrar en el banco.

Peters fue quien llevó la noticia más importante del día.

– Johannes Lövgren tenía dos cajas de seguridad -anunció-. Una en el banco Föreningsbanken y otra en el banco Handelsbanken. Repasé las llaves de su llavero.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Entraremos en ellas hoy mismo.

El gráfico de la familia y los amigos de los Lövgren seguiría delineándose.

Se acordó que Rydberg se encargaría de la hija que vivía en Canadá y que llegaría a la terminal de aerodeslizadores de Malmö sobre las tres de la tarde.

– ¿Dónde está la otra hija? -preguntó Kurt Wallander-. La jugadora de balonmano.

– Está aquí -dijo Svedberg-. Vive con unos familiares.

– Tú hablarás con ella -dijo Kurt Wallander-. ¿Tenemos alguna pista más que pueda ayudarnos? A propósito, pregunta a las hijas si a una de ellas le dieron un reloj de pared.

Martinson había cribado las pistas. Todo lo que llegaba a conocimiento de la policía se pasaba al ordenador. Luego Martinson hacía una primera criba. Las informaciones más absurdas no salían del listado del ordenador.

– Hulda Yngveson llamó desde Vallby diciendo que era la mano frustrada de Dios la que los había asesinado -informó Martinson.

– Esa siempre llama -dijo Rydberg suspirando-. Si desaparece un ternero pequeño, es porque Dios está frustrado.

– La he colocado en LR -dijo Martinson.

Cierto regocijo llenó el ambiente pesimista cuando Martinson aclaró que LR significaba locos de remate.

No había entrado información relevante. Pero lo estudiarían todo a su debido tiempo.

Finalmente quedaba la cuestión de la relación secreta de Johannes Lövgren en Kristianstad y el hijo que tenían. Kurt Wallander echó una ojeada por la habitación. Thomas Näslund, un policía de unos treinta años, que raras veces o nunca hacía ruido, pero que era muy concienzudo en su trabajo, estaba sentado en un rincón estirándose el labio inferior mientras escuchaba.

– Tú puedes venir conmigo -dijo Kurt Wallander-. Mira a ver si puedes averiguar algo antes. Llama a Herdin y sonsácale todo lo que puedas acerca de aquella dama de Kristianstad. Y del hijo, claro.

Fijaron la rueda de prensa a las cuatro. Para entonces, Kurt Wallander y Thomas Näslund habrían tenido tiempo de hacer una visita a Kristianstad. Si se retrasaban, Rydberg prometió encargarse de la conferencia.

– Voy a escribir el comunicado para la prensa -dijo Kurt Wallander-. Si no tenemos nada más lo dejamos aquí. Faltaban cinco minutos para las once y media cuando llamó a la puerta de Per Ǻkeson en otra parte de la comisaría.

La mujer que abrió la puerta era muy hermosa y muy joven. Kurt Wallander la miró con los ojos como platos.

– ¿Has acabado de mirar ya? -preguntó ella-. Llegas con media hora de retraso, ¿sabes?

– Te dije que la reunión podría alargarse -contestó él.

Cuando entró en el despacho casi no lo reconocía. El despacho incoloro y estricto de Per Ǻkeson se había convertido en una habitación con cortinas de colores estridentes y grandes macetas con plantas a lo largo de las paredes.

La siguió con la mirada cuando se sentó detrás de su mesa. Pensó que no podía tener más de treinta años. Vestía un traje pardo rojizo que parecía de buena calidad y seguramente era muy caro.

– Siéntate -dijo-. Quizá deberíamos darnos la mano. Voy a sustituir a Ǻkeson todo el tiempo que esté fuera. Por tanto trabajaremos juntos durante un largo periodo.

Le tendió la mano y vio que llevaba un anillo de casada. Para su asombro, se dio cuenta de que eso le producía cierta desilusión.

Tenía el cabello castaño oscuro, corto y cortado muy marcado alrededor de la cara. Una mecha rubia se le ondulaba a lo largo de una mejilla.

– Te doy la bienvenida a Ystad -dijo-. Tengo que admitir que me había olvidado por completo de que Per había tomado una excedencia.

– Supongo que nos tutearemos -dijo-. Me llamo Anette.

– Kurt. ¿Estás a gusto en Ystad?

Ella eludió la pregunta con una contestación seca.

– No lo sé todavía. A nosotros, los de Estocolmo, nos cuesta un poco entender la flema escaniana.

– ¿La flema?

– Llegas media hora tarde.

Kurt Wallander notó que se enfadaba. ¿Lo estaba provocando? ¿No entendía que una reunión del grupo de investigación podía alargarse? ¿Todos los escanianos le parecían flemáticos?

– No creo que los escanianos sean más perezosos que los demás -replicó-. No todos los de Estocolmo serán chulos.

– ¿Perdón?

– No, nada.

Se echó hacia atrás en la silla. Notaba que le costaba mirarla a los ojos.

– A lo mejor puedes hacerme un resumen -dijo.

Kurt Wallander intentó ser tan conciso como pudo. Notaba que, sin querer, se hallaba a la defensiva.

Evitó nombrar lo del soplo dentro de la policía.

Ella intercaló unas preguntas cortas a las que él contestó. Se dio cuenta de que ella, a pesar de ser tan joven, tenía experiencia profesional.

– Necesitaremos entrar en los saldos bancarios de Lövgren -dijo-. Además, tiene dos cajas de seguridad que queremos abrir.

Ella firmó los papeles que exigía.

– ¿No lo tiene que examinar un juez? -preguntó Kurt Wallander cuando le acercó los papeles.

– Lo haremos a posteriori. Después, me gustaría tener siempre copia de todo el material de investigación.

Wallander asintió con la cabeza y se preparó para marcharse.

– Esto que pone en los periódicos sobre unos extranjeros que serían los culpables…

– Rumores, ya sabes cómo es.

– ¿Lo sé? -preguntó ella.

Al salir, Wallander notó que estaba sudando.

«Vaya chica», pensó. «¿Cómo coño es posible que una chica como ésta se haga fiscal? ¿Dedicar su vida a detener ladronzuelos y mantener las calles limpias?»

Se quedó parado en la gran recepción de la comisaría, sin poder decidir qué iba a hacer.

«Comer», resolvió. «Si no como ahora, no tendré tiempo de hacerlo. Puedo escribir el mensaje para la prensa mientras almuerzo.»

Cuando salió de la comisaría, el viento estuvo a punto de tumbarlo.

La tormenta no había amainado.

Pensó que debería irse a casa y prepararse una ensalada sencilla. A pesar de que no había comido nada en todo el día, notaba el estómago pesado e hinchado. Pero luego cedió a la tentación y fue a comer a Lurblåsaren, al lado de la plaza. Aquel día tampoco tendría fuerzas para arreglar sus costumbres alimenticias.

A la una menos cuarto ya estaba de vuelta en la comisaría. Como había comido demasiado deprisa, tuvo diarrea y se apresuró a ir al lavabo. Cuando el estómago se hubo calmado un poco, dejó el comunicado para la prensa a uno de los administrativos y se dirigió al despacho de Näslund.

– No encuentro a Herdin -dijo Näslund-. Está en una especie de caminata invernal con la asociación para la protección de la naturaleza de Fyledalen.

– Entonces tendremos que ir a buscarlo allí -dijo Kurt Wallander.

– Pensé que podría hacerlo yo, así tú puedes entrar en las cajas de seguridad. Si ha habido tanto secreto con esta mujer y el hijo de ambos, tal vez tenga algo encerrado allí. Quiero decir que así ahorraremos tiempo.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Näslund tenía razón. Iba como una locomotora impaciente.

– Eso haremos -dijo-. Si no tenemos tiempo hoy, iremos a Kristianstad mañana por la mañana.

Antes de sentarse en el coche e ir al banco Föreningsbanken, Wallander intentó localizar de nuevo a Sten Widén. Tampoco entonces contestaba.

Dejó la nota a Ebba en recepción.

– A ver si te contestan. Comprueba que el número es correcto. Debe ser de Sten Widén. O de una hípica que tal vez tenga un nombre que yo no conozco.

– Hanson lo sabrá -dijo Ebba.

– Dije hípica. No caballos de carreras.

– Él apuesta a todo lo que se mueve -comentó Ebba sonriendo.

– Estaré en el banco Föreningsbanken, por si hay algo importante -dijo Wallander.

Aparcó el coche delante de la librería, al lado de la plaza. El fuerte viento estuvo a punto de arrancarle de la mano el billete del aparcamiento cuando metió el dinero en la máquina. La ciudad parecía abandonada. Los fuertes vientos de tormenta hacían que las personas se quedaran dentro de sus casas.

Se paró en la tienda de electrodomésticos que había en la plaza. En un intento de luchar contra la tristeza nocturna había pensado en comprarse un vídeo. Miró los precios y calculó si se lo podía permitir aquel mes. ¿O mejor invertir en un nuevo equipo de música? A fin de cuentas era la música lo que le ayudaba por las noches en las que daba vueltas en la cama y no podía dormir.

Se separó del escaparate y entró en la calle peatonal, al lado del restaurante chino. Estaba junto a la oficina del banco Föreningsbanken. Cuando pasó por las puertas de cristal dentro de la pequeña sala del banco sólo había un cliente. Un campesino con audífono que en voz alta y aguda se quejaba de los altos intereses. A la izquierda había una puerta abierta donde un hombre estudiaba una pantalla de ordenador. Suponía que era a donde tenía que dirigirse. Cuando se acercó a la puerta, el hombre alzó rápidamente la vista como si se tratara de un posible atracador.

Entró en el despacho y se presentó.

– No nos gusta nada esto -dijo el hombre detrás del escritorio-. Durante los años que llevo aquí, en el banco nunca hemos tenido que vernos con la policía.

Kurt Wallander se irritó enseguida por la falta de ganas de cooperar del hombre. Suecia se había convertido en un país donde la gente, ante todo, temía que la molestaran. Nada era más sagrado que las costumbres.

– Es así -dijo Kurt Wallander sacando los papeles que Anette Brolin había firmado.

El hombre leyó los documentos con atención.

– ¿Será necesario? -preguntó luego-. El sentido de una caja de seguridad es que debe estar protegida contra las personas ajenas.

– Es necesario -dijo Kurt Wallander-. Y no tengo todo el día.

Con un suspiro, el hombre se levantó del escritorio. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba preparado para una probable visita de la policía.

Pasaron por una verja y entraron en el habitáculo de las cajas de seguridad. La caja de seguridad de Johannes Lövgren se hallaba en el rincón de más abajo. Kurt Wallander abrió con la llave, sacó la caja y la colocó en una mesa.

Luego levantó la tapa y empezó a repasar el contenido. Había unos títulos funerarios y escrituras de propiedad de la casa de Lenarp. Además de unas fotografías antiguas y un sobre desteñido con sellos viejos. Eso era todo.

«Nada», pensó. «Nada de lo que esperaba.»

El hombre del banco estaba a su lado y le observaba. Kurt Wallander apuntó el número del registro de la propiedad y los nombres de los títulos funerarios. Luego cerró la caja.

– ¿Eso es todo? -preguntó el hombre del banco.

– De momento -contestó Kurt Wallander-. Ahora me gustaría ver sus saldos aquí en el banco.

Saliendo de la bóveda se le ocurrió una cosa.

– ¿Alguien más aparte de Johannes Lövgren tenía derecho a abrir esa caja? -preguntó.

– No -contestó el hombre del banco.

– ¿Sabe usted si había abierto la caja últimamente?

– He mirado en el registro de visitas -contestó el hombre del banco-. Desde hace varios años que no debe de haber abierto su caja.

El campesino continuaba quejándose cuando volvieron a la sala del banco. Había empezado una exposición sobre la bajada de los precios de los cereales.

– Tengo toda la información en mi despacho -dijo el hombre.

Kurt Wallander se sentó al lado de su escritorio y estudió dos hojas impresas llenas de información. Johannes Lövgren tenía cuatro cuentas diferentes. En dos de ellas estaba María Lövgren como titular. La suma total de estas dos cuentas era de noventa mil coronas. No se había tocado ninguna de estas cuentas en mucho tiempo. En los últimos días les habían añadido los intereses. Una tercera cuenta era una reliquia de los tiempos como campesino activo de Johannes Lövgren. Allí el saldo era de 132 coronas con 97 öre.

Luego quedaba una cuenta. Allí el saldo era de casi un millón de coronas. Maria Lövgren no figuraba como titular. El 1 de enero le habían ingresado los intereses de más de noventa mil coronas en la cuenta. El 4 de enero Johannes Lövgren había retirado veintisiete mil coronas.

Kurt Wallander alzó la vista al hombre que tenía sentado al otro lado de la mesa.

– ¿Hasta cuándo se puede hacer un seguimiento de esta cuenta? -preguntó.

– En principio los últimos diez años consecutivos. Pero eso lleva su tiempo. Tendremos que buscar en los ordenadores.

– Empiece con el año pasado. Quiero ver todos los movimientos de la cuenta durante el 89.

El hombre del banco se levantó y salió de la habitación. Kurt Wallander empezó a estudiar la segunda hoja. Resultaba que Johannes Lövgren tenía casi setecientas mil coronas colocadas en fondos de acciones que le cuidaba el banco.

«Hasta aquí encaja con el relato de Lars Herdin», pensó. Se acordaba de la conversación con Nyström en la que había jurado que su vecino no tenía dinero.

«Qué poco sabemos de nuestros vecinos», pensó.

Después de unos cinco minutos, el hombre volvió. Le dio otro impreso de ordenador a Kurt Wallander.

Tres veces durante 1989 Johannes Lövgren había sacado una suma total de 78.000 coronas. Las extracciones se habían efectuado en enero, julio y septiembre.

– ¿Puedo quedarme con estos papeles? -preguntó.

El hombre asintió con la cabeza.

– Me gustaría hablar con la cajera que le dio el dinero a Johannes Lövgren la última vez -dijo.

– Britta-Lena Bodén -dijo el hombre-. Voy a buscarla.

La mujer que entró en la habitación era muy joven. Kurt Wallander pensó que no tendría más de veinte años.

– Ella ya sabe de qué se trata -se anticipó el hombre. Kurt Wallander asintió con la cabeza y saludó a la chica.

– Cuenta -dijo.

– Era bastante dinero -contestó la chica-. Si no, no me habría acordado, supongo.

– ¿Parecía preocupado? ¿Nervioso?

– No que yo recuerde.

– ¿Cómo quería el dinero?

– En billetes de mil.

– ¿Sólo de mil?

– También le di unos de quinientas.

– ¿Dónde metió el dinero?

La chica tenía buena memoria.

– En una cartera marrón. Una vieja con bandolera.

– ¿La reconocerías si la vieras otra vez?

– Quizás. El asa estaba rota.

– ¿Rota, cómo?

– El cuero se había cortado.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. La memoria de la chica era estupenda.

– ¿Recuerdas algo más?

– Cuando le di el dinero se marchó.

– ¿Y estaba solo?

– Sí.

– ¿Viste si alguien le esperaba fuera?

– No pude verlo desde la caja.

– ¿Recuerdas qué hora era?

La chica pensó antes de contestar.

– Me fui a comer justo después. Serían más o menos las doce.

– Nos has ayudado mucho. Si recuerdas algo más, quiero que me avises.

Wallander se levantó y salió a la sala del banco. Se paró un momento y se dio la vuelta. La chica tenía razón. Desde el mostrador de las cajas era imposible ver si alguien estaba esperando en la calle.

El campesino sordo ya se había marchado y habían entrado nuevos clientes. Alguien que hablaba un idioma extranjero cambiaba dinero en una de las cajas.

Kurt Wallander salió. La oficina del banco Handelsbanken estaba muy cerca.

Un hombre bastante más simpático le acompañó hasta donde se encontraban las cajas de seguridad. Cuando Kurt Wallander abrió la caja de metal se desilusionó. No había nada en absoluto. Tampoco nadie aparte de Johannes Lövgren podía acceder a aquella caja.

Había adquirido la caja en 1962.

– ¿Cuándo estuvo aquí la última vez? -preguntó Kurt Wallander.

La respuesta le hizo saltar.

– El 4 de enero -contestó el hombre del banco después de estudiar el registro de visitas-. A las 13.15 para ser exactos. Se quedó durante veinte minutos.

Pero a pesar de preguntar a todo el personal, nadie podía recordar si llevaba algo al salir del banco. Tampoco se acordaba nadie de su cartera.

«La chica del banco Föreningsbanken», pensó. «Debería haber gente como ella en todas las oficinas bancarias.»

Kurt Wallander luchó contra el viento por las callejuelas hasta llegar a la cafetería de Fridolf, donde se tomó un café y un bollo de canela.

«Me habría gustado saber lo que hizo Johannes Lövgren entre las doce y la una y cuarto», pensó. «¿Qué hizo entre la primera y la segunda visita bancaria? ¿Y cómo llegó hasta Ystad? ¿Cómo se fue? No tenía coche.»

Sacó su libreta de apuntes y apartó algunas migas de la mesa. Al cabo de media hora había hecho un resumen de las preguntas que deberían tener respuesta cuanto antes.

De camino al coche entró en una tienda de ropa masculina y compró un par de calcetines. Se sorprendió por el precio, pero pagó sin protestar. Antes siempre había sido Mona quien le compraba la ropa. Intentó recordar la última vez que él mismo se había comprado unos calcetines.

Al volver al coche le habían puesto una multa bajo el limpiaparabrisas.

«Si no pago pronto me demandarán», pensó. «Entonces la fiscal municipal Anette Brolin tendrá que comparecer ante el tribunal y formular una acusación contra mí.»

Tiró la multa en la guantera y volvió a pensar que la fiscal era muy bonita. Bonita y atractiva. Luego se acordó del bollo que acababa de comer.

Eran ya las tres cuando Thomas Näslund lo llamó por teléfono. Kurt Wallander ya había decidido que el viaje a Kristianstad tendría que esperar hasta el día siguiente.

– Estoy calado hasta los huesos -dijo Näslund por teléfono-. Me he paseado por el barro de todo el valle de Fyledalen tras Herdin.

– Sonsácalo bien -contestó Kurt Wallander-. Presiónale un poco. Que nos diga todo lo que sepa.

– ¿Lo llevo a algún sitio? -preguntó Näslund.

– Llévale a casa. Tal vez le resulte más fácil hablar si puede hacerlo en su propia casa.

La rueda de prensa empezaba a las cuatro. Kurt Wallander estuvo buscando a Rydberg, pero nadie sabía dónde se encontraba.

La sala estaba llena de periodistas. Kurt Wallander vio que la reportera de la radio local estaba allí, y decidió averiguar lo que sabía de Linda.

Notó un pinchazo en el estómago.

«Lo aparto», pensó. «Y todo lo que no tengo tiempo de hacer. Estoy buscando a los homicidas y no tengo tiempo para preocuparme de los vivos.»

Durante un segundo vertiginoso un solo deseo ocupó toda su conciencia.

Romper con todo. Huir. Desaparecer. Empezar una nueva vida.

Luego se subió al pequeño podio y dio la bienvenida a quienes habían acudido a la rueda de prensa.

Terminó después de cincuenta y siete minutos. Kurt Wallander pensó que había logrado desmentir las habladurías de que la policía estaba buscando a unos ciudadanos extranjeros por el doble asesinato. No le hicieron preguntas problemáticas. Al bajar del podio se sintió satisfecho.

La chica de la radio local esperó mientras la televisión lo entrevistaba. Como siempre, cuando una cámara de televisión lo enfocaba, se ponía nervioso y se atascaba. Pero el reportero estaba contento y no quería repetirlo.

– Tendréis que buscaros mejores informadores -dijo Kurt Wallander cuando acabaron.

– Tal vez -dijo el reportero sonriendo.

Cuando el equipo de la televisión se marchó, Kurt Wallander sugirió a la chica de la radio local que lo acompañara a su despacho. Delante de un micrófono para la radio se ponía menos nervioso que delante de la cámara.

Cuando terminó, apagó la grabadora. Kurt Wallander estaba a punto de empezar a hablar de Linda, pero en ese momento Rydberg llamó a la puerta y entró.

– Acabamos enseguida -dijo Kurt Wallander.

– Ya hemos acabado -replicó la chica y se levantó.

Kurt Wallander la miró desilusionado mientras se marchaba. No habían hablado ni una palabra sobre Linda.

– Más problemas -anunció Rydberg-. Acaban de llamar de la oficina de recepción de refugiados aquí en Ystad. Un coche entró en el patio y a un anciano del Líbano le tiraron una bolsa con nabos podridos a la cabeza.

– Mierda -dijo Kurt Wallander-. ¿Cómo se encuentra?

– Ya ha llegado al hospital y le están vendando. Pero el encargado está preocupado.

– ¿Tomaron la matrícula?

– Fue demasiado rápido.

Kurt Wallander reflexionó un rato.

– No hagamos nada excepcional por ahora -dijo-. Mañana habrá fuertes desmentidos sobre los extranjeros en todos los periódicos. Ya saldrá por la tele esta noche. Esperemos que se calme el ambiente luego. Podemos pedir a las patrullas nocturnas que pasen por los campos.

– Yo les avisaré -se ofreció Rydberg.

– Vuelve después y haremos un repaso -dijo Wallander.

Eran las ocho y media cuando Kurt Wallander y Rydberg acabaron.

– ¿Qué crees? -preguntó Kurt Wallander al recoger los papeles.

Rydberg se rascaba la frente.

– Claro que esta pista de Herdin es buena -dijo-. Mientras encontremos a la esposa secreta y al hijo. Hay mucho que apunta a que estamos cerca de una solución. Tan cerca que es difícil verla. Pero a la vez…

Rydberg se interrumpió en medio de la frase.

– ¿A la vez?

– No lo sé -continuó Rydberg-. Hay algo raro en todo esto. Como mínimo con el nudo. No sé lo que es. -Se encogió de hombros y se levantó-. Tendremos que continuar mañana.

– ¿Te acuerdas de haber visto una vieja cartera en casa de los Lövgren?

Rydberg negó con la cabeza.

– No que yo recuerde -contestó-. Pero había un montón de mierda desbordando los armarios. Me pregunto por qué los viejos se vuelven como ardillas.

– Envía a alguien mañana a buscar una vieja cartera marrón -dijo Kurt Wallander-. El asa está rota.

Rydberg se fue. Kurt Wallander vio que le dolía mucho la pierna. Pensó que debía averiguar si Ebba había localizado a Sten Widén. Pero lo dejó. En cambio buscó la dirección de la casa de Anette Brolin en un boletín interno. Para su asombro descubrió que casi eran vecinos.

«Podría invitarla a cenar», pensó.

Luego recordó que llevaba anillo de casada.

Se fue a casa en medio de la tormenta y tomó un baño. Luego se metió en la cama y hojeó un libro sobre la vida de Giuseppe Verdi.

El frío lo despertó unas horas más tarde.

El reloj de pulsera señalaba unos minutos antes de la medianoche.

Se sintió acongojado por haberse despertado. Otra vez se quedaría sin conciliar el sueño.

Llevado por su desánimo se vistió. Pensó que aquella noche igual podría pasar unas horas en su despacho.

Al salir a la calle notó que el viento había amainado. Empezaba a hacer más frío otra vez.

«La nieve», pensó. «Pronto vendrá.»

Entró en la carretera de circunvalación. Un taxi solitario iba en la dirección opuesta. Condujo despacio por la ciudad vacía.

De repente se decidió a pasar por el campo de refugiados que estaba en la entrada oeste de la ciudad.

El campo consistía en unas cuantas barracas alineadas en largas filas en un campo abierto. Fuertes focos iluminaban las cajas pintadas de verde.

Se paró en un aparcamiento y salió del coche. Las olas del mar rompían cerca de él. Miró el campo de refugiados.

«Sólo falta una valla alrededor y sería un campo de concentración», pensó.

Estaba a punto de entrar en el coche cuando oyó un débil tintineo. Momentos más tarde se convirtió en un estruendo. Luego unas llamas altas se levantaron de una de las barracas.

7

No sabía cuánto tiempo se había quedado paralizado mirando el resplandor de las llamas en la noche invernal. Quizá varios minutos, quizá sólo unos segundos. Pero cuando pudo romper el hechizo, tuvo la suficiente sensatez para alcanzar el teléfono del coche y dar la alarma.

A causa de las interferencias apenas se oía la voz del hombre que cogió el teléfono.

– ¡El campo de refugiados de Ystad está en llamas! -gritó Wallander-. ¡Necesitamos a los bomberos! El viento es muy fuerte.

– ¿Quién llama? -preguntó el hombre de la central de alarmas.

– Soy Wallander de la policía de Ystad. Pasaba casualmente por aquí cuando empezó a arder.

– ¿Te puedes identificar? -continuó la voz sin inmutarse.

– ¡Cojones! ¡471121! ¡Daos prisa!

Colgó para no tener que contestar a más preguntas. Además, sabía que la central de alarmas podía identificar a todos los policías que estaban de servicio en el distrito.

Echó a correr y cruzó la carretera hacia la barraca en llamas. El fuego chisporroteaba por el viento. Rápidamente pensó en lo que habría pasado si el fuego hubiera empezado la noche anterior, con la fuerte tormenta. Pero las llamas ya estaban prendiendo en la barraca contigua.

«¿Por qué no se dispara la alarma?», pensó. Tampoco sabía si vivían refugiados en todas las barracas. El calor del fuego le golpeaba la cara cuando llamó a la puerta de la barraca que de momento sólo estaba lamida por las llamas. La barraca en la que había empezado el fuego ya estaba totalmente ardiendo. Intentó acercarse a la puerta pero el fuego le echaba para atrás. Dio la vuelta a la casa. Había una sola ventana. Golpeó el cristal e intentó mirar dentro pero el humo era tan denso como una niebla espesa. Buscó a su alrededor sin encontrar nada. Se quitó la chaqueta bruscamente, se la enrolló en un brazo y pegó un golpe contra el cristal de la ventana. Aguantó la respiración para evitar inhalar el humo, buscando el cierre de la ventana. Dos veces se echó hacia atrás para respirar antes de lograr abrirla.

– Salid -gritó hacia el fuego-. ¡Fuera, fuera!

Dentro de la barraca había dos literas. Se subió a la repisa y notó que los cristales se le clavaban en un muslo. Las camas superiores estaban vacías. Pero en una de las inferiores había una persona.

Gritó de nuevo sin recibir respuesta. Se tiró por la ventana y se dio un golpe en la cabeza con el borde de una mesa al caer al suelo. Estuvo a punto de ahogarse por el humo mientras buscaba la cama a tientas. Primero pensó que era un cuerpo sin vida lo que tocó. Luego comprendió que sólo era un colchón enrollado. En aquel momento el fuego prendió en su chaqueta, entonces saltó por la ventana. A lo lejos se oían sirenas y, cuando se alejó tambaleándose, vio que había un montón de gente a medio vestir fuera de las barracas. El fuego ya había prendido en dos barracas más. Abrió las puertas y vio que estaban habitadas. Pero los que dormían allí ya habían salido afuera. Le dolían la cabeza y el muslo y se sentía mareado por todo el humo que había tragado. Entonces apareció el primer coche de bomberos y poco después una ambulancia. Reconoció a Peter Edler como el comandante en servicio, un hombre de treinta y cinco años que ocupaba su tiempo libre haciendo volar cometas. Sólo había oído buenas referencias de él. Era un hombre que nunca se dejaba vencer por la incertidumbre. Fue tambaleándose hacia él y se dio cuenta de que se había quemado en un brazo.

– En las barracas que están ardiendo no hay nadie -dijo-. No sé cómo están las demás.

– Estás hecho una mierda -le recriminó Peter Edler-. Creo que salvaremos las otras barracas.

Los bomberos estaban echando agua a las barracas más cercanas. Kurt Wallander oyó a Peter Edler pedir que mandaran un tractor para apartar las barracas que ya ardían, para aislar los focos de fuego.

El primer coche de policía llegó derrapando con las luces azules encendidas. Kurt Wallander vio que eran Peters y Norén. Se acercó cojeando a su coche.

– ¿Cómo va? -preguntó Norén.

– Va bien -contestó Kurt Wallander-. Empieza a cortar el paso y pregunta a Edler si necesita ayuda.

Peters le miró.

– Estás hecho una mierda. ¿Cómo llegaste aquí?

– Estaba dando un paseo -contestó Kurt Wallander-. Poneos en marcha ya.

Durante las horas siguientes reinó una rara mezcla de caos y lucha eficaz contra el fuego. El confuso encargado iba dando vueltas y Kurt Wallander tuvo que ponerse serio para que le informaran sobre el número de refugiados que había en el campo y luego hacer un recuento. Para su sorpresa el registro de los refugiados del campo resultaba incompleto y de difícil comprensión. Tampoco el encargado le era de mucha ayuda. Mientras tanto, un tractor se llevó las barracas humeantes y los bomberos pronto tuvieron la situación bajo control. El personal de la ambulancia sólo se tuvo que llevar a unos cuantos refugiados al hospital. La mayoría conmocionados. Pero un pequeño niño libanés se había caído y golpeado la cabeza contra una piedra.

Peter Edler se llevó a Kurt Wallander a un lado.

– Ve a que te curen -dijo.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. El brazo le escocía y le quemaba y una de las piernas estaba pegajosa por la sangre.

– No me atrevo ni a pensar en lo que podría haber ocurrido si no llegas a dar la alarma en el momento en que empezó el fuego -dijo Peter Edler.

– ¿Cómo coño se pueden colocar las barracas tan apretadas? -preguntó Kurt Wallander.

Peter Edler negó con la cabeza.

– El viejo jefe empieza a estar cansado -advirtió-. Claro que tienes razón en que están demasiado cerca las unas de las otras.

Kurt Wallander se acercó a Norén, que acababa de cortar los accesos.

– Quiero que venga ese encargado a mi despacho mañana por la mañana -dijo.

Norén asintió con la cabeza.

– ¿Viste algo? -preguntó.

– Oí un tintineo. Luego la barraca explotó. Pero ningún coche. Nadie. Si es premeditado habrá sido con un detonador de efecto retardado.

– ¿Te llevo a casa o al hospital?

– Me las arreglaré solo. Pero me voy ahora.

En la sala de urgencias del hospital se dio cuenta de que estaba peor de lo que se había imaginado. En un brazo tenía una gran quemadura, se había cortado con el cristal en una ingle y en un muslo y encima de un ojo tenía un gran chichón y le picaba intensamente. Además, se había mordido la lengua sin darse cuenta.

Eran cerca de las cuatro cuando por fin pudo dejar el hospital. Las vendas le estiraban la piel y aún se encontraba mareado por el humo que había tragado.

En el momento de salir del hospital, un flash le iluminó la cara. Reconoció al fotógrafo del principal periódico matutino de Escania. Movió la mano rechazando a un periodista que salió de las sombras pidiendo una entrevista. Luego se fue a casa.

Para su gran asombro tenía sueño. Se desvistió y se metió bajo el edredón. El cuerpo le dolía y las llamas del fuego bailaban ante sus ojos. Pero aun así se durmió enseguida.

A las ocho se despertó como si alguien le estuviera dando con un mazo en la cabeza. Al abrir los ojos sintió los golpes en las sienes. Otra vez había soñado con aquella mujer negra que ya lo había visitado en otros sueños. Pero al intentar alargar la mano para alcanzarla, de pronto se encontró con Sten Widén sosteniendo su botella de whisky, y la mujer dio la espalda a Kurt Wallander y siguió a Sten.

Permaneció quieto, intentando notar cómo se encontraba. Le escocían el cuello y el brazo. La cabeza le daba vueltas. Por un momento se sintió tentado de ponerse de cara a la pared y volver a dormirse. Olvidar todas las investigaciones de asesinatos y los incendios que estallaban por la noche.

No le dio tiempo a decidirse. El teléfono interrumpió sus pensamientos.

«No contesto», pensó.

Luego se arrastró desde la cama y tropezando se fue a la cocina.

Era Mona.

– Kurt -dijo-. Soy Mona.

Le embargó una alegría totalmente desbordante. «Mona», pensó. «¡Dios mío! ¡Mona, lo que te he echado de menos!»

– Te he visto en el periódico -dijo-. ¿Cómo estás?

Recordó el fotógrafo fuera del hospital la noche anterior. El flash que lo había iluminado.

– Bien -dijo-. Sólo me duele un poco.

– ¿Seguro?

De repente se fue la alegría. Volvía el dolor, el golpe en el estómago.

– ¿Realmente te importa cómo estoy?

– ¿Por qué no me iba a importar?

– ¿Y por qué sí?

Oía su respiración en el oído.

– Pienso que eres valiente -dijo-. Estoy orgullosa de ti. En el periódico decían que has salvado vidas poniendo la tuya en peligro.

– ¡Yo no he salvado vidas! ¿Qué tonterías son ésas?

– Sólo quería saber que no estabas herido.

– ¿Qué habrías hecho si así fuera?

– ¿Qué habría hecho?

– ¿Si yo hubiera estado herido? ¿Si hubiera estado moribundo? ¿Qué habrías hecho entonces?

– ¿Por qué hablas con ese tono de enfado?

– No estoy enfadado. Sólo pregunto. Quiero que vuelvas a casa. Aquí. A mí.

– Sabes que no voy a hacerlo. Pero me gustaría que pudiéramos hablar.

– ¡No me llamas nunca! ¿Cómo vamos a poder hablar?

La oía suspirar. Eso le ponía rabioso. O quizá le daba miedo.

– Claro que podemos vernos -contestó-. Pero no en mi casa ni en la tuya.

De repente se decidió. Lo que había dicho no era del todo verdad. Pero tampoco era mentira.

– Tenemos que hablar de varias cosas -dijo-. Cosas prácticas. Puedo ir a Malmö si quieres.

Tardó un momento antes de contestar.

– Esta noche, no -respondió-. Pero mañana puedo.

– ¿Dónde? ¿Quieres ir a cenar? Lo único que conozco es el Savoy y Centralen.

– El Savoy es muy caro.

– Pues, ¿Centralen entonces? ¿A qué hora?

– ¿A las ocho?

– Allí estaré.

Se acabó la conversación. Miró su cara maltrecha en el espejo del recibidor.

¿Se alegraba? ¿O estaba preocupado?

No lo sabía. De pronto sus pensamientos eran muy confusos. En lugar de verse con Mona, se imaginó junto a Anette Brolin en el Savoy. Aunque todavía era la fiscal de Ystad, se había convertido en una mujer negra.

Se vistió, se saltó el café y salió al coche. El viento había cesado totalmente. Hacía más calor. Restos de niebla húmeda entraban desde el mar, flotando sobre la ciudad.

Al llegar a la comisaría lo recibieron con sonrisas amables y palmadas en la espalda. Ebba le dio un abrazo cariñoso y un bote de confitura de pera. Se sintió abrumado y a la vez un poco orgulloso.

«Ahora debería estar aquí Björk», pensó.

«Aquí y no en España.

»Esto le encanta. Los héroes del cuerpo de policía…»

A las nueve y media todo había vuelto a su cauce. Había tenido tiempo de pegarle una fuerte bronca al encargado del campo de refugiados por el control tan descuidado de quienes se encontraban en las barracas. El encargado, que era bajito, rechoncho, e irradiaba una increíble pereza apática, se había defendido enérgicamente asegurando que seguían las instrucciones y reglas del Departamento de Inmigración al pie de la letra.

– La policía debe garantizar la seguridad -dijo queriendo llevar la discusión a su terreno.

– ¿Cómo vamos a poder garantizar algo, cuando ni siquiera sabéis cuántos viven en esas malditas barracas ni quiénes son?

El encargado tenía la cara roja de ira al dejar el despacho de Kurt Wallander.

– Voy a quejarme -dijo-. La policía tiene la obligación de garantizar la seguridad de los refugiados.

– Quéjate al rey -respondió Kurt Wallander-. Quéjate al presidente del gobierno. Quéjate al tribunal europeo. Quéjate ante quien sea, coño. Pero a partir de ahora tiene que haber listas exactas, de los que viven en tu campo, sus nombres y las barracas que habitan.

Justo antes de comenzar la reunión con los investigadores de homicidios llamó Peter Edler.

– ¿Cómo estás? -dijo-. Eres el héroe del día.

– Que te jodan -contestó Kurt Wallander-. ¿Habéis encontrado algo?

– No fue tan difícil -respondió Peter Edler-. Una pequeña composición detonante que encendió unos trapos impregnados de gasolina.

– ¿Estás seguro?

– ¡Claro que estoy seguro! Tendrás el informe dentro de unas horas.

– Intentaremos llevar la investigación del incendio paralelamente con la del doble asesinato. Pero si pasara algo más ahora, tendría que pedir refuerzos de Simrishamn o Malmö.

– ¿Hay policías en Simrishamn? Creía que habían cerrado la comisaría.

– Es a los cuerpos voluntarios de bomberos a los que están licenciando. De hecho hay rumores de que nos darán nuevos puestos por aquí.

Kurt Wallander empezó la reunión explicando lo que Peter Edler le había dicho. Luego siguió una breve discusión acerca de los posibles motivos del atentado. Todo el mundo estaba de acuerdo en que probablemente sería una gamberrada juvenil, más o menos bien organizada. Pero nadie negó la gravedad de lo ocurrido.

– Es importante que los detengamos -dijo Hanson-. Tan importante como atrapar a los asesinos de Lenarp.

– Tal vez sean los mismos que le lanzaron los nabos a aquel viejo a la cabeza -dijo Svedberg.

Kurt Wallander notó un tono inconfundible de desprecio en su voz.

– Habla con él. Quizá pueda darnos algunas señas.

– No hablo árabe -replicó Svedberg.

– ¡Hay intérpretes, por Dios! Quiero saber lo que tenga que decir esta misma tarde. Wallander notó que se había enfadado.

La reunión fue muy corta. Los policías estaban en medio de una fase investigadora. Las conclusiones y los resultados eran pocos.

– Nos saltamos la reunión de la tarde -concluyó Kurt Wallander- si no ocurre algo importante. Martinson se ocupa del campo. ¡Svedberg! Tú quizá podrías llevar los asuntos de Martinson si no pueden esperar.

– Estoy buscando el coche que vio el camionero -contestó Martinson-. Te daré mis notas.

Cuando terminó la reunión, Näslund y Rydberg se quedaron en el despacho de Kurt Wallander.

– Tendremos que empezar a trabajar horas extras -dijo Kurt Wallander-. ¿Cuándo vuelve Björk de España?

Nadie tenía idea.

– Por cierto, ¿sabe lo que ha pasado? -preguntó Rydberg.

– ¿Le importa? -replicó Kurt Wallander.

Llamó a la recepción y Ebba contestó enseguida. Ella sabía incluso con qué compañía volvería.

– El sábado por la noche -informó-. Pero ya que yo soy su suplente, ordenaré todas las horas extras que hagan falta.

Rydberg pasó a hablar de su visita a la casa donde había ocurrido el asesinato.

– He metido la nariz en todas partes -explicó-. Lo he revuelto todo. Incluso he buscado en las balas de paja de la cuadra. Y no he encontrado el portafolios marrón.

Kurt Wallander sabía que era cierto. Rydberg no se daba por vencido hasta estar totalmente seguro.

– Pues ya lo sabemos -dijo-. Ha desaparecido un portafolios marrón con veintisiete mil coronas.

– Han matado a gente por bastante menos -replicó Rydberg.

Se quedaron callados pensando en las palabras de Rydberg.

– Y que sea tan difícil encontrar ese coche -se lamentó Kurt Wallander, tocándose el doloroso chichón en la frente-. Di la descripción del coche en la conferencia de prensa y pedí que el conductor se pusiera en contacto con nosotros.

– Paciencia -pidió Rydberg.

– ¿Qué hemos sacado de las conversaciones con las hijas? Si hay informes los puedo leer en el coche de camino a Kristianstad. A propósito, ¿alguno de vosotros piensa que el atentado de anoche tenga algo que ver con la amenaza que recibí?

Tanto Rydberg como Näslund negaron con la cabeza.

– Yo tampoco -dijo Kurt Wallander-. Eso significa que tendremos que preparar una vigilancia por si pasa algo el viernes o el sábado. He pensado que tú, Rydberg, podrías mirártelo; quiero que me propongas algunas medidas esta tarde.

Rydberg hizo una mueca.

– Yo no sé hacer esas cosas.

– Eres un buen policía. Lo harás perfectamente.

Rydberg le miró con expresión escéptica.

Luego se levantó y se fue. En la puerta se paró.

– La hija con la que hablé, la de Canadá, trajo a su marido. El de la policía montada. Se preguntó por qué no llevamos armas.

– Dentro de unos años tal vez lo hagamos -replicó Kurt Wallander.

Cuando iba a ponerse a hablar con Näslund sobre su conversación con Lars Herdin, sonó el teléfono. Era Ebba diciendo que le llamaba el jefe del Departamento de Inmigración.

Se sorprendió al oír la voz de una mujer. Los directores generales del Estado eran todavía, según se los figuraba, hombres mayores con altiva dignidad y arrogante autoestima.

La mujer tenía una voz agradable. Pero lo que dijo le exaltó enseguida. Por su cabeza pasó rápidamente una idea: el que un comandante suplente de policía en una zona rural contradijera a un capitoste de un departamento estatal sería considerado como una falta cometida en el ejercicio del cargo.

– Estamos muy disgustados -dijo la mujer-. La policía tiene que ser capaz de garantizar la seguridad de nuestros refugiados.

«Habla igual que el maldito encargado», pensó.

– Hacemos lo que podemos -se justificó, sin intentar ocultar que estaba enfadado.

– Obviamente no es suficiente.

– Habría sido más fácil que nos hubieran informado regularmente sobre el número de refugiados que viven en los diferentes campos.

– El departamento tiene un control absoluto de los refugiados.

– No es precisamente la impresión que me da.

– La ministra de Inmigración está muy preocupada.

Kurt Wallander recordó la mujer pelirroja que hablaba con frecuencia por la televisión.

– Nos encantará hablar con ella -dijo Kurt Wallander e hizo una mueca dirigida a Näslund, que estaba hojeando unos papeles.

– Por lo que parece, la policía no destina recursos suficientes para la protección de los refugiados.

– O vienen demasiados, sin que ustedes tengan ni idea de dónde se encuentran.

– ¿Qué quiere usted decir con eso?

La voz simpática se enfrió de golpe.

Kurt Wallander sintió que en su interior crecía la rabia.

– En el incendio de anoche se descubrió un desorden tremendo en el campo. Eso es lo que quiero decir. Por regla general es difícil obtener instrucciones concretas del Departamento de Inmigración. A menudo se avisa a la policía cuando se tiene que efectuar una expulsión. Pero no sabéis dónde se encuentran los que se tienen que expulsar y a veces tenemos que buscar durante semanas para encontrarlos.

Lo que decía era verdad. Había oído la desesperación de sus colegas en Malmö por la incapacidad del Departamento de Inmigración para tratar sus asuntos.

– Eso es mentira -replicó la mujer-. No voy a malgastar mi valioso tiempo en discutir con usted.

Se acabó la conversación.

– Vieja gruñona -dijo Kurt Wallander y colgó con rabia.

– ¿Quién era? -preguntó Näslund.

– Una directora general -contestó Kurt Wallander- que nada sabe sobre la realidad. ¿Vas a buscar café?

Rydberg dejó los informes de las conversaciones que él y Svedberg habían tenido con las dos hijas de los Lövgren. Kurt Wallander le dio un resumen de la conversación telefónica.

– Pronto llamará la ministra de Inmigración para interesarse -soltó Rydberg maliciosamente.

– Hablarás tú con ella -dijo Kurt Wallander-. Yo intentaré volver de Kristianstad antes de las cuatro.

Cuando Näslund volvió con las dos tazas de café, a Wallander ya no le apetecía. Sintió la necesidad de salir del edificio. Los vendajes le estiraban la piel y le dolía la cabeza. Un viaje en coche tal vez le sentaría bien.

– Me lo contarás en el coche -dijo apartando el café.

Näslund parecía inseguro.

– En realidad no sé adónde vamos. Lars Herdin sabía muy poco sobre la identidad de la mujer secreta. En cambio estaba enterado de todo acerca de los recursos económicos de Lövgren.

– Algo sabría, ¿no?

– Le hice mil y una preguntas -respondió Näslund-. Realmente creo que decía la verdad. Lo único que sabía con seguridad era que existía.

– ¿Cómo lo sabía?

– Por casualidad estuvo una vez en Kristianstad y vio a Lövgren y a la mujer por la calle.

– ¿Cuándo?

Näslund buscó entre sus notas.

– Hace once años.

Kurt Wallander se acabó el café.

– Esto no encaja -dijo-. Tiene que saber más, mucho más. ¿Cómo puede estar tan seguro de que existe ese niño? ¿Cómo conoce los pagos? ¿No lo presionaste?

– Dice que alguien le escribió contándole lo que había.

– ¿Quién le escribió?

– No quiso decirlo.

Kurt Wallander reflexionó.

– De todas formas iremos a Kristianstad -dijo-. Los colegas de allí nos tendrán que ayudar. Luego me dedicaré personalmente a Lars Herdin.

Se subieron a uno de los coches de policía. Kurt Wallander se metió en el asiento trasero y dejó conducir a Näslund. Cuando salieron de la ciudad, Wallander notó que Näslund iba demasiado deprisa.

– No es ninguna salida urgente -dijo Kurt Wallander-. Ve más despacio. Tengo que leer y pensar.

Näslund redujo la velocidad.

El paisaje era gris, con neblina. Kurt Wallander miró fijamente aquella abandonada tristeza. Se sentía a gusto con la primavera y el verano de Escania, pero era un extraño en el silencio de los áridos otoño e invierno.

Se echó para atrás y cerró los ojos. Le dolía todo el cuerpo y el brazo le escocía. Además, tenía taquicardia.

«A los divorciados nos dan ataques al corazón. Engordamos y sufrimos por haber sido abandonados. O nos metemos en relaciones nuevas y al final el corazón no puede más.»

Le daba rabia y tristeza pensar en Mona.

Abrió los ojos y volvió a contemplar el paisaje escaniano. Luego leyó los dos informes de las conversaciones entre la policía y las dos hijas de los Lövgren.

No había nada que les permitiera avanzar. Ni enemigos, ni conflictos sin resolver.

Tampoco dinero.

Johannes Lövgren había mantenido a sus hijas al margen de sus recursos económicos.

Kurt Wallander intentó imaginarse al hombre. ¿De qué manera había obrado? ¿Qué era lo que le movía? ¿A qué tenía pensado destinar el dinero cuando hubiera muerto?

Pensar en todo esto le sobresaltó.

En alguna parte debía existir un testamento.

Pero si no estaba en ninguna de las cajas de seguridad, ¿dónde estaría? ¿Tendría el hombre asesinado otra cuenta?

– ¿Cuántas oficinas bancarias hay en Ystad? -preguntó a Näslund.

Näslund conocía bien su ciudad.

– Unas diez -respondió.

– Mañana examinas las que no hayamos visitado. ¿Tendrá Johannes Lövgren otra caja de seguridad? Además quiero saber cómo iba y venía de Lenarp. Taxi, autobuses, todo.

Näslund asintió con la cabeza.

– Puede haber cogido el autobús escolar -dijo. -Alguien tiene que haberle visto.

Pasaron por Tomelilla. Cruzaron la carretera principal hacia Malmö y siguieron hacia el norte.

– ¿Cómo era la casa de Lars Herdin? -preguntó Kurt Wallander.

– Anticuada. Pero limpia y arreglada. Curiosamente estaba cocinando en el microondas. Me invitó a bollos caseros. En una jaula tenía un gran loro. El jardín estaba bien cuidado. Toda la casa parecía bonita. Nada de verjas caídas.

– ¿Qué coche tenía?

– Un Mercedes rojo.

– ¿Un Mercedes?

– Sí, un Mercedes.

– Me pareció entender que no le sobraba el dinero.

– Aquel Mercedes le ha costado más de trescientas mil coronas.

Kurt Wallander pensó un momento.

– Tenemos que averiguar más sobre Lars Herdin -dijo-. Aunque no sepa quién los mató, a lo mejor sabe algo y no es consciente de ello.

– ¿Eso qué tiene que ver con el Mercedes?

– Nada. Sólo intuyo que Lars Herdin es más importante para nosotros que lo que él mismo supone. Además, vale la pena averiguar cómo es que un granjero hoy en día tiene suficiente dinero para comprar un coche de trescientas mil coronas. Tal vez le dieron un recibo donde pone que compró un tractor.

Entraron en Kristianstad y pararon delante de la comisaría en el momento en que empezaba a caer aguanieve. Kurt Wallander notó los primeros picores en la garganta que le anunciaban la proximidad de un resfriado.

«Mierda», pensó. «No puedo caer enfermo ahora. No quiero ver a Mona con mocos y fiebre.»

Entre la policía de Ystad y la de Kristianstad no había más contactos que la cooperación cuando las circunstancias lo requerían. Pero Kurt Wallander conocía bien a varios de los policías después de algunos encuentros regionales. Ante todo, esperaba que Göran Boman estuviera de servicio. Tenía la edad de Wallander y habían hecho buenas migas tomando unas copas de whisky en Tylösand después de una conferencia. Habían soportado una aburridísima jornada de estudio organizada por la delegación de formación de la policía. El objetivo era imbuirlos de la necesidad de una mejor y más eficaz política de personal en sus lugares de trabajo. Por la noche compartieron media botella de whisky y pronto se dieron cuenta de que tenían mucho en común. Por ejemplo, ambos habían encontrado una fuerte resistencia por parte de sus padres cuando optaron por la profesión policial.

Wallander y Näslund entraron en la recepción. La telefonista les informó, curiosamente en un dialecto cantarín del norte, de que Göran Boman estaba de servicio.

– Está haciendo un interrogatorio -dijo la chica-. Pero no tardará mucho.

Kurt Wallander se fue al lavabo. Se sobresaltó al mirarse en el espejo. La rojez de los chichones y rasguños impresionaba. Se lavó la cara con agua fría, mientras sentía la voz de Göran Boman en el pasillo.

El reencuentro fue cordial. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba más que contento de volver a ver a Göran Boman. Fueron a buscar café y se sentaron en su despacho. Wallander vio que tenían exactamente el mismo tipo de escritorio. Pero el despacho de Boman estaba mejor decorado. Más o menos como Anette Brolin había convertido el aséptico despacho que le asignaron.

Göran Boman naturalmente había oído hablar tanto del doble homicidio de Lenarp como del ataque al campo de refugiados y la contribución de Wallander en las labores de salvamento, que la prensa había exagerado. Hablaron un rato sobre los refugiados. Göran Boman tenía la misma impresión que Kurt Wallander de que la recepción de solicitantes de asilo era caótica y estaba mal organizada. También la policía de Kristianstad podía dar muchos ejemplos de expulsiones que sólo habían podido llevar a cabo con mucho esfuerzo. Una semana antes de Navidad, por ejemplo, les llegó un aviso de expulsión de unos ciudadanos búlgaros. Según el Departamento de Inmigración, se encontraban en un campo en Kristianstad. Después de varios días de trabajo, la policía logró saber que los búlgaros estaban en un campo en Arjeplog, a más de mil kilómetros.

Luego pasaron a comentar el motivo real de la visita. Wallander le hizo un resumen detallado.

– Tú quieres que te la encontremos -dijo Göran Boman cuando terminó.

– No estaría mal.

Näslund había permanecido en silencio hasta aquel momento.

– Se me ha ocurrido algo -intervino-. Si Johannes Lövgren tiene un hijo con esta mujer, y suponemos que el niño nació en esta ciudad, entonces podremos encontrarlo en el registro civil. Johannes Lövgren debería constar como el padre del niño, ¿no?

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– Sí -dijo-. Además sabemos más o menos cuándo nació el niño. Nos podemos concentrar en un periodo de diez años, entre el cuarenta y siete y el cincuenta y siete, aproximadamente, si la declaración de Lars Herdin es exacta. Y yo creo que lo es.

– ¿Cuántos niños deben de nacer en diez años en Kristianstad? -preguntó Göran Boman-. Antes de tener los ordenadores habríamos tardado muchísimo tiempo en averiguarlo.

– Existe la posibilidad de que Johannes Lövgren se haya registrado como «padre desconocido» -dijo Kurt Wallander-. Pero si es así repasaremos esos casos minuciosamente.

– ¿Por qué no sacas una orden de busca y captura de la mujer? -preguntó Göran Boman-. Pedirle que se dé a conocer.

– Porque estoy bastante seguro de que no lo haría -dijo Kurt Wallander-. Es una intuición. Tal vez no tan profesional. Pero prefiero hacerlo de esta manera.

– La encontraremos -aseguró Göran Boman-. Vivimos en una sociedad y en un tiempo donde casi es imposible desaparecer. A no ser que te suicides de una manera tan inteligente que el cuerpo desaparezca. Tuvimos un caso así el verano pasado. Por lo menos es lo que pienso que pasó. Un hombre que estaba cansado de todo. Su mujer le denunció como desaparecido. Su barco desapareció. No lo hemos encontrado y no creo que vayamos a encontrarlo. Yo creo que se hundió en el mar con su barco. Pero si esta mujer y el hijo existen, daremos con ellos. Pondré un hombre en el caso enseguida.

A Kurt Wallander le dolía la garganta. Notó que empezaba a sudar.

Lo que más le habría gustado era quedarse discutiendo tranquilamente el doble asesinato con Göran Boman. Tenía el sentimiento de que era un buen policía. Su opinión sería valiosa. Pero estaba demasiado cansado.

Terminaron la conversación. Göran Boman los acompañó hasta el coche.

– La encontraremos -repitió.

– Después de esto nos vemos una noche -sugirió Kurt Wallander-, tranquilamente, y nos tomamos unos whiskies.

Göran Boman asintió con la cabeza.

– Tal vez haya otra jornada de formación sin sentido -dijo.

El aguanieve seguía cayendo. Kurt Wallander notó que la humedad traspasaba sus zapatos. Se metió en el asiento trasero y se acurrucó en el rincón. Pronto estuvo dormido.

No se despertó hasta que Näslund frenó ante la comisaría de Ystad. Se sentía febril y desgraciado. El aguanieve continuaba cayendo y pidió unas aspirinas a Ebba. A pesar de que sabía que debía irse a casa y acostarse, no pudo dejar de hacer un resumen de lo que había pasado durante el día. Además, quería saber lo que Rydberg había averiguado acerca de la vigilancia de los refugiados.

Su mesa estaba llena de mensajes telefónicos. Entre muchos otros había llamado Anette Brolin. Y su padre. Pero Linda no. Tampoco Sten Widén. Repasó las notas y las apartó todas, excepto la de Anette Brolin y la de su padre. Luego llamó a Martinson.

– Bingo -dijo Martinson-. Creo que hemos encontrado el coche. Un coche que encaja con la descripción fue alquilado la semana pasada en una sucursal de Avis en Göteborg. No lo han devuelto como habían quedado. Sólo hay una cosa rara.

– ¿Cuál?

– El coche fue alquilado por una mujer.

– ¿Qué hay de raro en ello?

– Supongo que me cuesta un poco creer que una mujer haya perpetrado el doble asesinato.

– Ahora piensas equivocadamente. Vamos a encontrar el coche y al conductor. Mujer o no. Después ya veremos si tienen algo que ver con esto. Poder tachar a alguien de la investigación es igual de importante que recibir una confirmación. Pero dale el número de la matrícula al camionero, para ver si a pesar de todo reconoce la combinación.

Terminó la conversación y se fue al despacho de Rydberg.

– ¿Cómo va todo? -preguntó.

– Esto no es nada divertido -contestó Rydberg sombríamente.

– ¿Quién ha dicho que el trabajo policial tenga que ser divertido?

Pero Rydberg había hecho un trabajo minucioso, tal y como Wallander había augurado. Sobre un mapa, los diferentes campos estaban marcados con un círculo y Rydberg había hecho un pequeño informe de cada uno de ellos. De momento sugería como primera medida que las patrullas nocturnas los visitaran regularmente según un horario muy ingenioso.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Vigila que las patrullas se enteren de que esto es serio.

Le hizo un resumen a Rydberg de la visita a Kristianstad. Luego se levantó de la silla.

– Me voy a casa -dijo.

– Tienes mala cara.

– Estoy pillando un resfriado. Pero ahora todo irá sobre ruedas, ¿no?

Se fue directo a casa, se hizo un té y se metió en la cama. Al despertarse unas horas más tarde, la taza de té estaba todavía sin tocar al lado de la cama. Eran las siete menos cuarto. Dormir le hacía sentirse un poco mejor. Tiró el té frío y preparó un café. Luego llamó a su padre.

Kurt Wallander comprendió enseguida que su padre no había oído hablar del incendio nocturno.

– ¿No íbamos a jugar a cartas? -preguntó el padre con rabia.

– Estoy enfermo -respondió Kurt Wallander.

– Pero si tú nunca estás enfermo.

– Estoy resfriado.

– A eso no lo llamo yo estar enfermo.

– No todo el mundo tiene tan buena salud como tú.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Kurt Wallander suspiró.

Si no se inventaba algo, la conversación con su padre sería insoportable.

– Iré a verte mañana por la mañana -dijo-. Sobre las ocho. Si estás despierto a esa hora.

– Nunca duermo más que hasta las cuatro y media.

– Pero yo sí.

Terminó la conversación y colgó.

Enseguida se arrepintió del acuerdo con su padre. Empezar el día visitándolo era lo mismo que aceptar que sería un día caracterizado por la tristeza y los sentimientos de culpabilidad.

Miró a su alrededor. En todas partes del piso había montones de polvo. A pesar de que lo ventilaba a menudo, olía a cerrado. A solitario y a cerrado.

De repente pensó en la mujer negra con la que últimamente soñaba. Esa mujer que lo buscaba, dispuesta, noche tras noche. ¿De dónde había salido? ¿Dónde la había visto? ¿En la foto de un periódico o en la televisión?

Se preguntó por qué en los sueños tenía una pasión erótica muy diferente de la que había vivido con Mona.

Los pensamientos le excitaron. De nuevo pensó en llamar a Anette Brolin. Pero no pudo. Se sentó con rabia en el sofá floreado y encendió la tele. Eran las siete menos un minuto. Buscó uno de los canales daneses donde iban a empezar las noticias.

El reportero hizo un resumen. Otra catástrofe de hambruna. El terror en Rumania aumentaba. Un gran alijo de narcóticos descubierto en Odense.

Tomó el mando a distancia y apagó. De repente no podía con las noticias.

Pensaba en Mona. Pero los pensamientos adoptaron formas inesperadas. Ya no estaba seguro de querer realmente que ella volviera. ¿Qué indicios había de que las cosas irían mejor?

Nada. La idea era engañarse a uno mismo.

Lleno de inquietud, fue a la cocina a tomar un refresco. Luego se sentó e hizo un resumen detallado de la situación en que se encontraba la investigación. Al terminar extendió todas sus notas sobre la mesa y las miró como si fueran trozos de un rompecabezas. El sentimiento de que estaban cerca de una solución se hizo más fuerte. Aunque había muchos cabos sueltos, varios detalles coincidían.

No se podía señalar a nadie. Ni siquiera había un sospechoso. Aun así, tenía el presentimiento de que estaban cerca. Eso le satisfacía y le preocupaba. Demasiadas veces había sido el responsable de una investigación criminal complicada que prometía mucho al principio, pero que luego entraba en un callejón sin salida y que en el peor de los casos se clasificaba como caso cerrado.

«Paciencia», pensó. «Paciencia…»

Casi eran las nueve. De nuevo se sintió tentado de llamar a Anette Brolin. Pero desistió. No sabía en absoluto qué decirle. Y tal vez contestase su marido.

Se sentó en el sofá y volvió a poner la tele.

Para su sorpresa, se descubrió fijando la mirada en su propia cara. De fondo se oía la voz monótona de una reportera. El argumento era que Wallander y la policía de Ystad mostraban muy poco interés en garantizar la seguridad de los diferentes campos de refugiados.

Su cara desapareció y fue sustituida por la de una mujer a la que entrevistaban delante de un gran edificio de oficinas. Al ver su nombre se dio cuenta de que debería haberla reconocido. Era la jefa del Departamento de Inmigración con la que había hablado por teléfono aquel mismo día. No se podían excluir ciertas tendencias racistas en el desinterés de la policía, explicó.

Una rabia amarga le subía por el cuerpo.

«Vieja gruñona», pensó. «Lo que dices es pura mentira. ¿Y por qué no me han llamado esos reporteros? Podría haberles enseñado el plan de vigilancia de Rydberg.»

¿Racistas? ¿Qué quería decir? La rabia se mezclaba con la vergüenza de haber sido acusado injustamente.

En aquel momento sonó el teléfono. Primero pensó en no contestar. Luego salió al recibidor y tomó el auricular. La voz era la misma de la vez anterior. Un poco ronca, disimulada. Wallander estimaba que el hombre tenía un pañuelo sobre el auricular.

– Estamos esperando resultados -dijo el hombre.

– ¡Vete a la mierda! -rugió Kurt Wallander.

– El sábado a más tardar -continuó el hombre.

– ¿Fuisteis vosotros, cabrones, los del incendio de ayer? -gritó en el auricular.

– Lo más tarde el sábado -repitió el hombre sin inmutarse-. Lo más tarde el sábado.

La conferencia se cortó.

Kurt Wallander se sintió mal. No podía quitarse de encima el oscuro presentimiento que lo acosaba. Era como un dolor extendiéndose por el cuerpo.

«Ahora tienes miedo», pensó. «Ahora Kurt Wallander tiene miedo.»

Volvió a la cocina y se quedó mirando hacia la calle por la ventana.

De repente se dio cuenta de que el viento había parado. La farola no se movía.

Algo iba a pasar, estaba seguro. Pero ¿qué? ¿Y dónde?

8

Por la mañana sacó su mejor traje.

Con disgusto descubrió una mancha en una de las solapas. «Ebba», pensó. «Esto es una tarea típica para ella. Cuando oiga que me veré con Mona, pondrá todo su empeño en intentar quitar esta mancha. Ebba es una mujer que considera que el número de divorcios es una amenaza mayor para el desarrollo de la sociedad que el aumento y recrudecimiento de la criminalidad.»

A las siete y cuarto colocó el traje en el asiento trasero del coche y se marchó. Una pesada capa de nubes se cernía sobre la ciudad.

«¿Será la nieve?», se preguntó. «La nieve que no quiero ver en absoluto.»

Condujo lentamente hacia el este, a través de Sandskogen, pasando por el campo de golf abandonado y giró hacia Kåseberga.

Por primera vez en varios días se sentía relajado. Había dormido nueve horas seguidas. El chichón de la frente había menguado y ya no le escocían las quemaduras del brazo.

Repasó de forma metódica el resumen que había hecho la noche anterior. Lo esencial era encontrar a la mujer secreta de Johannes Lövgren. Y al hijo. Allí, en alguna parte, debían de hallarse los malhechores. Estaba completamente seguro de que el doble asesinato tenía que ver con la desaparición de las veintisiete mil coronas y quizá también con los otros recursos de Johannes Lövgren.

Alguien que conocía, que sabía y que se había tomado el tiempo de darle de comer al caballo antes de desaparecer. Una o más personas que conocían las costumbres de Johannes Lövgren.

El coche alquilado en Göteborg no encajaba y tal vez tampoco tuviera nada que ver.

Miró el reloj. Las ocho menos veinte. Jueves 11 de enero.

En lugar de ir directamente a casa de su padre continuó unos kilómetros adentrándose por el camino de grava que llevaba a Backåkra y que serpenteaba entre dunas ondulantes. Dejó el coche en el aparcamiento vacío y subió a la colina, desde donde podía ver la dilatada superficie del mar.

Allí había una formación circular de piedras. Un círculo para la meditación, construido en piedra unos años antes. Invitaba a la soledad y a la tranquilidad del alma.

Se sentó en una de las piedras y contempló el mar.

Nunca había tenido un carácter filosófico. No había sentido la necesidad de buscarse a sí mismo. La vida era un juego alternativo entre diferentes asuntos prácticos que esperaban tener solución. Lo que había más allá de eso era algo inevitable que no se inmutaría por mucho que él se preocupara por encontrarle un sentido que de todas formas no existía.

Estar unos minutos en soledad era algo diferente. La gran calma escondida en el hecho de no pensar en absoluto. Sólo escuchar, ver, permanecer inmóvil.

Un barco se dirigía a alguna parte. Un gran pájaro marino planeaba en silencio dejándose llevar por la corriente ascendente. Todo estaba muy quieto.

Después de diez minutos se levantó y volvió al coche.

Su padre estaba pintando cuando entró por la puerta del estudio. Esta vez sería un lienzo con urogallo. Le miró malhumorado.

Kurt Wallander vio que estaba sucio. Además olía mal.

– ¿Por qué vienes? -preguntó.

– Quedamos en eso ayer, ¿no?

– Dijiste a las ocho.

– Pero ¡cielos! ¡Sólo llego once minutos tarde!

– ¿Cómo demonios puedes ser policía si ni siquiera sabes llegar a tiempo?

Kurt Wallander no contestó. Pensó en su hermana Kristina. Tendría que tomarse un momento para llamarla. Preguntarle si estaba informada sobre el progresivo decaimiento de su padre. Él pensaba que la demencia senil era un proceso lento. En aquel momento se daba cuenta de que no era así en absoluto.

El padre buscaba con el pincel un color en la paleta. El pulso aún era firme. Luego, con decisión, puso un tono rojizo en el plumaje del urogallo.

Kurt Wallander se sentó en el viejo trineo, observándolo. El mal olor que desprendía el cuerpo de su padre era agrio. Kurt Wallander recordó a un hombre maloliente sentado en un banco del metro de París cuando él y Mona estuvieron allí de viaje de novios.

«Tengo que decírselo», pensó. «Aunque mi padre esté volviendo a la niñez, tengo que hablarle como a un adulto.»

El padre seguía pintando con atención.

«¿Cuántas veces ha pintado este motivo?», pensó Kurt Wallander.

Un cálculo mental incompleto le llevó a la cifra de unas siete mil.

Siete mil puestas de sol.

Se sirvió café de la cafetera que humeaba en el fogoncillo.

– ¿Cómo te va? -preguntó.

– Cuando uno es tan viejo como yo, te va como te va -contestó el padre con desdén.

– ¿No has pensado nunca en mudarte?

– ¿Adónde iría? ¿Por qué habría de mudarme?

Las preguntas volvían como latigazos.

– A un centro para mayores.

Con un violento ademán, el padre dirigió el pincel hacia él, como si fuera un arma.

– ¿Quieres que me muera?

– ¡Claro que no! Pienso en lo que sería mejor para ti.

– ¿Cómo crees que podría sobrevivir entre un montón de viejas y viejos? Y tampoco me dejarían pintar en la habitación.

– Hoy en día te dan un piso propio.

– Tengo una casa propia. No sé si te has dado cuenta. ¿O es que estás demasiado enfermo para eso?

– Sólo estoy un poco resfriado.

Entonces se dio cuenta de que el resfriado no había sido más que una amenaza. Desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. Le había pasado unas cuantas veces. Cuando tenía mucho trabajo no se permitía estar enfermo. Pero una vez concluida la investigación criminal, la infección brotaría inmediatamente.

– Voy a ver a Mona esta noche -dijo.

Era inútil seguir hablando de un geriátrico o un piso protegido, lo reconoció. Primero tenía que hablar con su hermana.

– Si te ha dejado, ya está. Olvídala.

– No tengo ganas de olvidarla.

El padre seguía pintando. En aquel momento era el turno de las nubes rosadas. La conversación paró.

– ¿Necesitas alguna cosa? -preguntó Kurt Wallander.

El padre le contestó sin mirar.

– ¿Ya te vas?

Se notaba el reproche en sus palabras. Kurt Wallander comprendió la imposibilidad de intentar ahogar la mala conciencia que enseguida se apoderó de él.

– Tengo trabajo -dijo-. Soy jefe de policía en funciones. Estamos intentando resolver un doble homicidio. Y encontrar a unos pirómanos.

El padre resopló rascándose entre las piernas.

– Jefe de policía. ¿Eso te parece importante?

Kurt Wallander se levantó.

– Volveré, papá -dijo-. Te ayudaré a arreglar este desorden.

El estallido del padre le pilló por sorpresa.

Tiró el pincel al suelo y se puso delante de él amenazándole con uno de sus puños.

– ¿Quién eres tú para venir a decirme que está desordenado? -bramó-. ¿Tú te vas a meter en mi vida? Te diré que tengo una asistenta y un ama de llaves. Además, me iré a Rímini de vacaciones de invierno. Allí haré una exposición. Pido veinticinco mil coronas por cuadro. Y tú me vienes a hablar de geriátricos. Pero no lograrás matarme. ¡Puedes estar seguro de ello!

Dejó el estudio golpeando la puerta tras de sí.

«Está loco», pensó Kurt Wallander. «Tengo que acabar con esto. ¿Se imaginará que tiene asistenta y ama de llaves y que se irá a Italia a hacer una exposición?»

No sabía si entrar a ver a su padre, que estaba armando ruido en la cocina. Por el ruido se adivinaba que estaba lanzando las cacerolas.

Luego salió al coche. Lo mejor sería llamar a su hermana enseguida. Sin esperar más. Juntos tal vez podrían hacer entender a su padre que no podía seguir así.

A las nueve entró por la puerta de la comisaría y le entregó el traje a Ebba, la cual prometió tenerlo lavado y planchado para la tarde.

A las diez había convocado a los policías que estaban de servicio para una reunión. Los que habían visto el reportaje de las noticias la noche anterior compartían su rabia. Después de una breve discusión acordaron que Wallander debería escribir una fuerte réplica y distribuirla por teletipo.

– ¿Por qué no reacciona el director general de la jefatura Nacional de Policía? -preguntó Martinson.

Su pregunta fue recibida con una risa sarcástica.

– ¡Ese! -dijo Rydberg-. Ése sólo reacciona si tiene algo que ganar personalmente. Le importan un bledo los problemas de la policía en la provincia.

Después de este comentario, pasaron a concentrarse en el doble asesinato.

No había ocurrido nada nuevo que exigiese la atención de los policías. Todavía se encontraban en la fase inicial. Reunieron el material obtenido y lo estudiaron, controlando y registrando las diferentes pistas.

Todos los policías estaban de acuerdo en que la pista más interesante era la mujer secreta y su hijo en Kristianstad. Tampoco dudaba nadie de que lo que tenían que resolver era un homicidio con robo.

Kurt Wallander preguntó si había reinado la calma en los diferentes campos de refugiados.

– He estudiado el informe nocturno -dijo Rydberg-. Ha estado todo tranquilo. Lo más dramático anoche fue un alce que corría por la E 14.

– Mañana es viernes -dijo Kurt Wallander-. Anoche recibí una llamada anónima otra vez. La misma persona. Volvió a repetir la amenaza de que algo ocurriría mañana, viernes.

Rydberg sugirió que contactasen con la policía nacional. Luego ellos decidirían si hacía falta poner recursos adicionales de vigilancia.

– Eso haremos -dijo Kurt Wallander-. Vale más estar seguros. En nuestro distrito pondremos una patrulla nocturna más, que sólo se concentre en los campos de refugiados.

– Deberás ordenar horas extras -aconsejó Hanson.

– Lo sé -contestó Kurt Wallander-. Quiero a Peters y a Norén en este turno de noche especial. Que alguien llame para hablar con los encargados de los diferentes campos. No los asustéis. Pedidles sólo que mantengan los ojos bien abiertos.

Tras una hora larga dieron por concluida la reunión.

Kurt Wallander se encontraba solo en su despacho, preparándose para escribir la réplica a la Televisión Sueca. Entonces sonó el teléfono.

Era Göran Boman de Kristianstad.

– Te vi en las noticias anoche -dijo riendo.

– ¿No es tremendo?

– Sí. ¿Por qué no protestas?

– Estoy escribiendo una carta.

– ¿En qué estarán pensando esos periodistas?

– No les importa si es verdad o no. Más bien piensan en los titulares sensacionalistas que puedan hacer.

– Tengo buenas noticias para ti.

Kurt Wallander sintió que aumentaba su excitación.

– ¿La has encontrado?

– Tal vez. Te estoy enviando unos folios por fax. Creemos que tenemos nueve probables candidatas. El registro civil sirve para algo. Pensé que debías echar una mirada a lo que hemos encontrado. Luego me llamas y me dices si hay alguien en quien debamos concentrarnos.

– Muy bien, Göran -dijo Kurt Wallander-. Te llamaré.

El telefax estaba en la recepción. Una joven sustituta, a la que nunca había visto antes, sacaba una hoja del fax.

– ¿Quién es Kurt Wallander? -preguntó.

– Soy yo -contestó-. ¿Dónde está Ebba?

– Fue a la tintorería -contestó la chica.

Kurt Wallander sintió vergüenza. Dejaba que Ebba se ocupara de sus asuntos privados.

Göran Boman había enviado en total cuatro páginas. Kurt Wallander volvió a su despacho y las extendió sobre su mesa… Repasó todos los nombres, las fechas de nacimiento y las fechas de nacimiento de los niños de padre desconocido. Enseguida desechó a cuatro de las candidatas. Luego quedaron cinco mujeres que habían tenido hijos durante los años cincuenta.

Dos de ellas seguían viviendo en Kristianstad. Una estaba registrada en una dirección de Gladsax, a las afueras de Kristianstad. De las otras dos, una vivía en Strömsund y la otra había emigrado a Australia.

Sonrió al pensar que quizá sería necesario para la investigación enviar a alguien al otro lado del globo.

Luego llamó a Göran Boman.

– Muy bien -dijo otra vez-. Esto promete. Si vamos por buen camino, nos quedan cinco entre las cuales elegir.

– ¿Las llamo para una charla?

– No. Me quiero encargar yo mismo. Mejor dicho, he pensado que podríamos hacerlo entre nosotros dos. Si tienes tiempo.

– Me lo tomaré. ¿Empezamos hoy?

Kurt Wallander miró el reloj.

– Esperaremos hasta mañana -contestó-. Intentaré estar contigo sobre las nueve si no pasa nada malo esta noche.

Le dio un breve informe sobre las amenazas anónimas.

– ¿Habéis encontrado a los del incendio de la otra noche?

– Todavía no.

– Prepararé el terreno para mañana. Miraré que ninguna se haya mudado.

– Tal vez nos podríamos ver en Gladsax -sugirió Kurt Wallander-. Está a mitad de camino.

– A las nueve en el Hotel Svea de Simrishamn -dijo Göran Boman-. Empezaremos el día con una taza de café.

– Suena bien. Hasta mañana. Y gracias.

«Ahora verán», pensó Kurt Wallander al colgar.

«Ahora empezaremos de verdad.»

Luego escribió la carta a la Televisión Sueca. No midió las palabras y decidió enviar copias al Departamento de Inmigración, a la ministra de Inmigración, al director de la policía municipal y al director general de la jefatura Nacional de Policía.

De pie, en el pasillo, Rydberg leyó lo que había escrito.

– Bien -dijo-. Pero no creas que van a mover un dedo. Los periodistas en este país, especialmente los de la televisión, no se equivocan nunca.

Dejó la carta para que la pasaran a limpio y entró en el comedor a tomar café. No había tenido tiempo de pensar en la comida. Era casi la una y decidió hacer una limpieza entre todos sus papeles antes de ir a comer.

La noche anterior se había sentido muy mal al recibir la llamada anónima. Pero había apartado los presentimientos lúgubres de su cabeza. Si pasaba alguna cosa, la policía estaba preparada.

Marcó el número de Sten Widén. Pero, en el momento en que oyó la señal de llamada, colgó deprisa. Sten Widén podía esperar. Ya tendrían tiempo de medir lo que tardaba un caballo en acabar con una ración de heno.

Llamó a las autoridades de la fiscalía.

La telefonista contestó que Anette Brolin sí estaba.

Se levantó y fue hasta el otro lado de la comisaría. En el momento de levantar la mano para llamar a la puerta, ésta se abrió.

Ella llevaba el abrigo puesto.

– Me iba a comer -dijo.

– ¿Te puedo acompañar?

Pareció pensárselo un momento. Luego sonrió rápidamente.

– ¿Por qué no?

Kurt Wallander sugirió el Continental. Les dieron una mesa al lado de la ventana y los dos pidieron salmón.

– Anoche te vi en las noticias -dijo Anette Brolin-. ¿Cómo pueden dar un reportaje tan incompleto y tan tendencioso?

Wallander, que se había preparado para recibir una crítica, se relajó otra vez.

– Los periodistas ven a la policía como una presa permitida -dijo-. Nosotros recibimos críticas tanto si actuamos mucho como poco, no importa. Tampoco entienden que a veces debamos callarnos ciertos datos, por razones que tienen que ver con la investigación.

Sin pensárselo le habló del soplo. Lo mal que le había sentado que cierta información de la reunión fuera directamente a la televisión.

Notó que le estaba escuchando. De repente le parecía ver a otra persona detrás del papel de fiscal y la ropa elegante. Después de comer pidieron café.

– ¿La familia también se ha venido aquí? -preguntó.

– Mi marido se ha quedado en Estocolmo -aclaró-. Y los niños no van a cambiar de escuela sólo por un año.

Kurt Wallander notó que se sentía desilusionado.

De algún modo habría deseado que el anillo de casada no significara nada a pesar de todo.

El camarero se acercó con la cuenta y Kurt Wallander sacó la mano para pagar.

– Pagamos a medias -dijo ella.

Les sirvieron otra taza de café.

– Háblame de esta ciudad -pidió-. He repasado algunos casos criminales de los últimos años. La diferencia es grande si se compara con Estocolmo.

– Está disminuyendo -replicó Wallander-. Pronto toda la campiña sueca será un suburbio entero de las ciudades más grandes. Hace veinte años, por ejemplo, no había narcotráfico aquí. Hace diez años lo había en ciudades como Ystad y Simrishamn. Pero todavía teníamos cierto control de lo que pasaba. Hoy la droga está en todas partes. Cuando paso delante de una bonita granja de por aquí, a veces pienso: ahí quizá se esconda una enorme fábrica de anfetaminas.

– Pero hay menos crímenes violentos. Y no son tan graves.

– Todo llega. Desgraciadamente. Pero la diferencia entre las ciudades grandes y las zonas rurales pronto se habrá borrado del todo. El crimen organizado es importante en Malmö. Las fronteras abiertas y todos los transbordadores son como terrones de azúcar para la mafia.

– De todos modos hay cierta calma -dijo ella pensativamente-. Algo que se ha perdido por completo en Estocolmo.

Salieron del Continental. Kurt Wallander había aparcado muy cerca, en la calle Stickgatan.

– ¿Realmente se puede aparcar aquí? -preguntó Anette.

– No -contestó Kurt Wallander-. Pero cuando me ponen una multa, casi siempre la pago. Aunque sería una experiencia interesante dejar de pagarla y que me denunciaran.

Condujeron hasta la comisaría.

– Pensaba invitarte a cenar una noche. Podría enseñarte los alrededores.

– Con mucho gusto -dijo ella.

– ¿Cada cuándo vas a casa? -preguntó él.

– Cada dos semanas.

– ¿Y tu marido y los niños?

– Él viene cuando tiene tiempo. Y los niños, cuando tienen ganas.

«Te quiero», pensó Kurt Wallander.

«Veré a Mona esta noche y le diré que amo a otra mujer.»

Se separaron en la recepción de la comisaría.

– Te daré un informe el lunes -murmuró Kurt Wallander-. Empezamos a seguir algunas pistas.

– ¿Hay prevista alguna detención?

– No. Todavía no. Pero las investigaciones en los bancos nos dieron algunos resultados.

Ella asintió con la cabeza.

– El lunes, antes de las diez, si puedes -dijo-. El resto del día tengo arrestos y audiencias.

Quedaron para las nueve.

Kurt Wallander la siguió con la mirada cuando desapareció por el pasillo.

Se sentía extrañamente alegre al volver a su despacho. «Anette Brolin», pensó. «¿Qué no podría pasar en un mundo donde dicen que todo es posible?»

El resto del día lo dedicó a leer diferentes actas de interrogatorios que anteriormente sólo había mirado por encima. El acta definitiva de la autopsia también había llegado. De nuevo se sobresaltó por la increíble violencia a la que habían sido sometidos los dos ancianos. Leyó los informes de las conversaciones con las dos hijas y el resultado de los interrogatorios puerta por puerta en Lenarp.

Todos los informes eran unánimes y se complementaban. Nadie sospechaba que Johannes Lövgren fuera una persona bastante más compleja de lo que aparentaba. El sencillo agricultor tenía una doble personalidad.

Una vez durante la guerra, en el otoño de 1943, lo habían citado ante el tribunal por malos tratos. Pero fue absuelto. Alguien había encontrado una copia de la investigación y la leyó minuciosamente. Pero no vio ningún motivo aparente para la venganza. Más bien parecía una discusión normal en la casa comunal de Erikslund, que había acabado en pelea.

A las tres y media Ebba entró con su traje limpio de la tintorería.

– Eres un ángel -dijo.

– Espero que tengas una noche agradable -le deseó ella sonriendo.

Kurt Wallander se emocionó. Se lo había dicho con el corazón.

Hasta las cinco estuvo rellenando una quiniela, pidió hora para la revisión del coche y pensó en todas las conversaciones importantes que le esperaban el día siguiente. Más tarde escribió una nota para sí mismo, tenía que preparar un informe para cuando volviera Björk.

A las cinco y tres minutos, Tomas Näslund se asomó por la puerta.

– ¿Todavía estás aquí? -preguntó-. Pensaba que te habías marchado.

– ¿Por qué?

– Ebba me lo dijo.

«Ebba me vigila», pensó con una sonrisa. «Mañana le traeré unas flores antes de ir a Simrishamn.»

Näslund entró en el despacho.

– ¿Tienes tiempo? -preguntó.

– No mucho.

– No tardaré. Se trata de ese Klas Månson.

Kurt Wallander tuvo que pensar un momento antes de recordar quién era.

– ¿El que atracó aquella tienda nocturna?

– Ese mismo. Tenemos testigos que lo inculpan a pesar de que llevaba una especie de media sobre la cara. Un tatuaje en la muñeca. No hay duda de que fue él. Pero esta nueva fiscal no está de acuerdo con nosotros.

Kurt Wallander levantó las cejas.

– ¿En qué sentido?

– Piensa que la investigación está mal hecha.

– ¿Lo está?

Näslund lo miró con sorpresa.

– No está peor que cualquier investigación anterior. El asunto está claro, ¿no?

– ¿Qué dijo, pues?

– Que si no podemos presentar pruebas más convincentes, no aceptará un nuevo arresto. ¡Es una mierda que una tía de Estocolmo pueda venir aquí y hacerse la importante!

Kurt Wallander notó que se enfadaba. Pero, precavido, se calló.

– Per no habría causado ningún problema -continuó Näslund-. Está claro que ese gamberro atracó la tienda.

– ¿Tienes la investigación? -preguntó Kurt Wallander.

– Le pedí a Svedberg que la leyera.

– Pásamela y la miraré mañana.

Näslund se preparó para marcharse.

– Alguien debería decirle algo a esa tía -dijo.

Kurt Wallander asintió con la cabeza sonriendo.

– Yo lo haré -se ofreció-. Claro que no podemos tener una fiscal de Estocolmo que interfiera en nuestra manera de hacer las cosas.

– Pensé que dirías eso -dijo Näslund, y se marchó.

«Una buena razón para ir a cenar», pensó Kurt Wallander.

Se puso la chaqueta, tomó el traje recién lavado y apagó la luz del techo.

Después de una ducha rápida estaba en Malmö pasadas las siete. Encontró un aparcamiento al lado de la plaza de Stortorget y bajó la escalera del restaurante Kockska Krogen.

Tendría tiempo de tomar un par de copas antes de verse con Mona en el restaurante del Centralen.

A pesar de que el precio le pareció abusivo, pidió un whisky doble. Prefería el whisky de malta, pero esta vez se contentó con una marca más sencilla.

Al primer trago se manchó. Tendría una nueva mancha en la solapa. Casi en el mismo sitio que la anterior.

«Me voy a casa», pensó, lleno de desprecio hacia sí mismo. «Me voy a casa y me acuesto. Ya no puedo sostener ni una copa sin mancharme.» Al mismo tiempo sabía que era vanidad. Vanidad y nervios ante el encuentro con Mona. Acaso el encuentro más importante desde el día en que le pidió el matrimonio.

Se había impuesto la tarea de detener un divorcio que ya era un hecho.

Pero ¿qué quería en realidad?

Secó la solapa con una servilleta de papel, apuró la copa y pidió otro whisky.

Al cabo de diez minutos tendría que marcharse.

Para entonces debía decidirse. ¿Qué le diría a Mona?

¿Y qué contestaría ella?

Le trajeron su copa y bebió un trago rápido. El alcohol le quemaba en las sienes y notó que empezaba a sudar.

No sacó nada en claro.

De forma inconsciente esperaba que Mona dijera las palabras salvadoras.

Era ella la que quería divorciarse.

Entonces tendría que ser ella la que tomara la iniciativa para no seguir adelante.

Pagó y salió. Se movía despacio, para no llegar demasiado pronto.

Mientras esperaba a que un semáforo se pusiera verde, decidió comentar dos cosas con Mona.

Hablaría en serio con ella sobre Linda. Y le pediría consejo acerca de su padre. Mona lo conocía bien. Aunque no habían tenido una relación muy buena, conocía sus cambios de humor.

«Debería haber llamado a Kristina», pensó al cruzar la calle.

«Probablemente ha sido un olvido voluntario.»

Pasó el puente del canal y un coche lleno de jóvenes gamberros lo adelantó. Un joven borracho iba con la mitad del cuerpo por fuera de la ventana, gritando algo.

Kurt Wallander recordaba cómo había cruzado aquel mismo puente hacía más de veinte años. Por aquellos barrios la ciudad era la misma. Allí había patrullado como joven policía, a menudo con un colega un poco mayor, y habían entrado en la estación de ferrocarriles para controlar.

Entró en la estación. Muchas cosas habían cambiado desde la última vez. Pero el suelo de piedra era el mismo. Al igual que el chirriante sonido de los vagones y los frenos de las locomotoras.

De repente vio a su hija.

Primero pensó que se confundía. Igual podría ser la chica que cargaba las balas de heno en la granja de Sten Widén. Pero luego no le cupo ninguna duda. Era Linda.

Estaba junto a un hombre negro como el carbón, intentando sacar un billete de una máquina. El africano era casi medio metro más alto que ella. Tenía el pelo abundante y rizado y vestía un mono de color lila.

Wallander se retiró al instante detrás de una columna como si estuviera espiando a alguien.

El africano dijo algo y Linda se rió.

Pensó que hacía años que no veía reír a su hija.

Lo que vio le hizo desesperar. Sentía que no llegaba a ella. La había perdido para siempre, a pesar de que estaban tan cerca.

«Mi familia», pensó. «Estoy en una estación de ferrocarril y espío a mi hija. Al mismo tiempo que su madre, mi esposa, quizás haya llegado al restaurante para cenar conmigo y para ver si podemos comunicarnos sin gritar ni chillar.»

De pronto le costaba ver. Los ojos se le nublaron de lágrimas.

No había visto reír a Linda ni había tenido lágrimas en los ojos en mucho tiempo.

El africano y Linda iban hacia la salida de los andenes. Quería correr tras ella, abrazarla.

Luego desaparecieron de su vista y él siguió su repentina tarea de vigilancia. Iba por las sombras del andén donde soplaba el viento helado del estrecho. Los vio caminar de la mano, riendo. Lo último que vio fueron las puertas que se cerraron con un soplido, y el tren se fue hacia Landskrona o Lund.

Intentó pensar que tenía aspecto alegre. Desenfadada, como cuando era muy joven. Pero lo único que sentía era su propia desdicha.

Kurt Wallander. El policía patético. Con una vida familiar tan penosa.

Y llegaría con retraso. A lo mejor Mona se había marchado. Ella siempre era muy puntual y se sentía mal cuando tenía que esperar.

Especialmente a él.

Echó a correr por el andén. Una locomotora de color rojo fuego rugía como un animal salvaje a su lado.

Tenía tanta prisa que tropezó en la escalera que llevaba al restaurante. El portero rapado le miró con expresión de censura.

– ¿Adónde crees que vas? -preguntó.

La pregunta paralizó a Kurt Wallander. El significado de la pregunta quedaba claro.

El guardia pensaba que estaba borracho. No lo dejarían entrar.

– Voy a cenar con mi esposa -contestó.

– No lo creo -dijo el guardia-. Vale más que te vayas a casa.

Kurt Wallander sintió que le subía la cólera.

– ¡Soy policía! -bramó-. Y no estoy borracho si eso es lo que pensabas. Déjame entrar antes de que me cabree de verdad.

– ¡Que te jodan! -dijo el guardia-. Vete o llamo a la poli.

Por un breve instante se le pasó por la cabeza golpear al vigilante. Pero a pesar de todo tuvo el sentido común de controlarse. Sacó su placa de identificación del bolsillo interior.

– Soy policía, de verdad -dijo-. Y no estoy borracho. Tropecé. Además, es verdad que mi esposa me está esperando.

El guardia miró la placa con incredulidad.

Luego sonrió con toda la cara.

– Te reconozco -dijo-. Saliste por la tele la otra noche.

«Por fin la televisión te da una alegría», pensó.

– Estoy de acuerdo contigo -continuó el guardia-. Completamente.

– ¿De acuerdo en qué?

– En mantener a raya a los guiris de mierda. ¿Qué tipo de gente es la que dejamos entrar en este país, gente que mata a ancianos? Estoy de acuerdo contigo en echarlos a patadas a todos. A palos.

Kurt Wallander comprendió que sería imposible discutir con el vigilante. Lo intentó con una sonrisa.

– Vaya hambre que tengo -dijo.

El vigilante le abrió la puerta.

– ¿Verdad que entiendes que hay que tener cuidado?

– Claro que sí -contestó Kurt Wallander mientras entraba en el calor del restaurante.

Dejó su abrigo y buscó con la mirada.

Mona estaba sentada al lado de una ventana con vistas al canal.

¿Lo habría visto al llegar?

Intentó meter la barriga todo lo que pudo, se pasó la mano por el pelo y se acercó a ella.

Todo fue mal desde el principio.

Notó que Mona había descubierto la mancha en la solapa y eso lo puso rabioso.

Tampoco sabía si podía ocultarlo.

– Hola -saludó y se sentó frente a ella.

– Retrasado como de costumbre -contestó-. ¡Has engordado mucho!

Pensó que eso era comenzar con una ofensa. Nada de simpatía ni amor.

– Pero tú estás igual. ¡Qué morena!

– Hemos pasado una semana en Madeira.

Madeira. Primero París, luego Madeira. El viaje de novios. El hotel que se asomaba al borde de los acantilados, el pequeño restaurante marinero al lado de la playa. Y había estado allí de nuevo. Con otro.

– Ah, sí -dijo-. Pensaba que Madeira era nuestra isla.

– ¡No seas infantil!

– ¡Es verdad!

– Entonces eres infantil.

– ¡Claro que soy infantil! ¿Y qué pasa?

La conversación avanzaba despacio. Cuando se acercó una amable camarera, fue como si los hubiera salvado de un lago helado.

Con el vino en la mesa el ambiente mejoró.

Kurt Wallander observaba a la mujer que había sido su esposa y sentía que era muy hermosa. Al menos para él. Intentó evitar los pensamientos que le producían dolor de estómago por culpa de los celos.

Intentó parecer tranquilo, cosa que no era cierta pero a la que aspiraba.

Levantaron las copas.

– Vuelve -dijo en tono de súplica-. Empecemos de nuevo.

– No -contestó ella-. Tienes que comprender que se acabó. Ya terminó.

– Entré en la estación mientras te esperaba -dijo-. Allí vi a nuestra hija.

– ¿A Linda?

– Pareces sorprendida.

– Pensaba que estaba en Estocolmo.

– ¿Qué iba a hacer en Estocolmo?

– Preguntar en una escuela superior para ver si había algo que pudiera interesarle.

– No me confundí. Era Linda.

– ¿Hablaste con ella?

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– Estaba subiendo al tren -dijo-. No llegué a tiempo.

– ¿Qué tren?

– El de Lund o Landskrona. Iba con un africano.

– Qué bien.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que Herman es lo mejor que le ha pasado a Linda en mucho tiempo.

– ¿Herman?

– Herman Mboya. Es de Kenia.

– ¡Llevaba un mono lila!

– A veces viste un poco raro.

– ¿Qué hace en Suecia?

– Estudia medicina. Pronto será médico.

Kurt Wallander escuchaba con asombro. ¿Le estaba tomando el pelo?

– ¿Médico?

– Sí. ¡Médico! Doctor o como lo llames. Es amable, considerado, tiene sentido del humor.

– ¿Viven juntos?

– Tiene un pequeño piso de estudiante en Lund.

– ¡Te pregunté si viven juntos!

– Creo que Linda finalmente se ha decidido.

– ¿Decidido a qué?

– A irse a vivir con él.

– Entonces ¿cómo va a poder estudiar en una escuela superior de Estocolmo?

– Fue idea de Herman.

La camarera llenó sus copas de vino. Kurt Wallander notó que se estaba emborrachando.

– Me llamó un día -dijo-. Estaba en Ystad. Pero no fue a verme al final. Si la ves, le podrías decir que la echo muchísimo de menos.

– Ella hace lo que quiere.

– ¡Sólo te pido que se lo digas!

– ¡Lo haré! ¡No grites!

– ¡No grito!

En ese momento llegó el bistec tártaro. Comieron en silencio. Kurt Wallander pensó que no sabía a nada. Pidió otra botella de vino y se preguntó cómo llegaría a casa.

– Parece que estás bien -dijo.

Ella asintió con la cabeza, segura y quizás con un poco de rencor.

– ¿Y tú?

– Estoy hecho una mierda. Aparte de eso, bien.

– ¿De qué querías hablar?

Había olvidado pensar en una excusa para su encuentro. En aquel momento no sabía qué decir.

«La verdad», pensó con ironía. «¿Por qué no intentarlo?»

– Sólo quería verte -respondió-. Todo lo demás era mentira.

Ella sonrió.

– Me alegro de haberte visto -dijo ella.

De repente él se echó a llorar.

– Te echo tanto de menos -murmuró.

Ella estiró la mano y la puso sobre la de él. Pero no dijo nada.

Y en ese momento Kurt Wallander comprendió que se había acabado. Nada podía cambiar el divorcio. Podrían cenar juntos quizá. Pero sus vidas iban irrevocablemente por caminos separados. Su silencio no mentía.

Empezó a pensar en Anette Brolin. Y en la mujer negra que lo visitaba en sueños.

No estaba preparado para la soledad. Pero se esforzaría por aceptarla y quizás al cabo de un tiempo encontraría una nueva vida, de la que nadie más que él sería responsable.

– Contéstame a una sola cosa -preguntó-. ¿Por qué me dejaste?

– Si no te hubiera dejado, la vida se me habría escapado -contestó ella-. Me gustaría que entendieras que no fue culpa tuya. Fui yo la que sentía la necesidad de la ruptura, fui yo la que me decidí. Un día entenderás lo que quiero decir.

– Quiero entenderlo ahora.

Al salir, ella quería pagar su parte. Pero él insistió y le dejó pagar.

– ¿Cómo irás a casa? -preguntó ella.

– Hay un autobús nocturno. ¿Y tú?

– Iré caminando.

– Te acompaño un trozo.

Ella negó con la cabeza.

– Nos separamos aquí. Es mejor. Pero llámame. Quiero que sigamos en contacto.

Le dio un beso rápido en la mejilla. La vio cruzar el puente del canal con pasos enérgicos. Cuando desapareció entre el Savoy y la oficina de turismo la siguió. Antes había espiado a su hija. En aquel momento seguía a su mujer.

Junto a la tienda de electrodomésticos que había en la esquina de la plaza de Stortorget esperaba un coche. Ella se sentó en el asiento de delante. Kurt Wallander se escondió en un portal cuando el coche pasó cerca de él. Por un momento vio al hombre que conducía.

Se fue hacia su coche. No había ningún autobús nocturno para Ystad. Entró en una cabina de teléfonos y llamó a casa de Anette Brolin. Cuando contestó, colgó deprisa.

Se sentó en su coche, puso la casete de Maria Callas y cerró los ojos.

Se despertó de golpe porque tenía frío. Había dormido casi dos horas. A pesar de que no estaba sobrio decidió ir conduciendo a casa. Se metería por caminos vecinales y pasaría por Svedala y Svaneholm. Allí no corría el riesgo de cruzarse con patrullas de policía.

Pero había olvidado por completo que las patrullas nocturnas de Ystad estarían vigilando los campos de refugiados. Y que él mismo había dado la orden.

Tras controlar que todo estaba en calma en Hageholm, Peters y Norén se cruzaron con un conductor que hacía eses entre Svaneholm y Slimminge. A pesar de que los dos normalmente reconocían el coche de Wallander, no se les ocurrió que podría ser él quien conducía de noche. Además, la matrícula estaba tan llena de barro que no se podía identificar. Detuvieron el coche y golpearon el cristal; Kurt Wallander lo bajó y sólo entonces reconocieron a su jefe en funciones.

Ninguno de ellos dijo nada. La linterna de Norén iluminaba los ojos rojizos de Wallander.

– ¿Todo tranquilo? -preguntó Wallander.

Norén y Peters se miraron.

– Sí -dijo Peters-. Todo parece tranquilo.

– Está bien -susurró Wallander y empezó a subir el cristal.

Entonces Norén se acercó.

– Es mejor que salgas del coche -dijo-. Ahora, enseguida.

Kurt Wallander miró sin comprender la cara apenas visible bajo la fuerte luz de la linterna.

Luego se encogió e hizo lo que le habían dicho.

Salió del coche.

La noche era fría. Tenía frío.

Algo había terminado.

9

Kurt Wallander no se sentía precisamente un policía feliz cuando entró por las puertas del Hotel Svea en Simrishamn sobre las siete de la mañana del viernes. Caía una densa aguanieve en Escania y la humedad se le había metido dentro de los zapatos al salir del coche e ir hacia el hotel. Además, le dolía la cabeza.

Pidió unas aspirinas a la camarera. Ésta volvió con un vaso de agua en el que había un polvo blanco efervescente.

Al beber el agua notó que le temblaba la mano.

Pensó que era tanto de angustia como de alivio.

Cuando unas horas antes Norén le ordenó salir del coche en el camino que iba de Svaneholm a Slimminge, pensó que todo había acabado. Ya no sería policía. El hecho de conducir en estado de embriaguez le causaría la suspensión inmediata. Y aunque pudiera volver al servicio activo alguna vez, después de haber purgado la condena en la cárcel, nunca podría mirar a sus antiguos colegas a los ojos.

Se le ocurrió que tal vez podría llegar a ser responsable de seguridad en una empresa. O pasar el control de selección de una empresa de vigilancia poco escrupulosa. Pero su carrera de veinte años como policía habría acabado. Y él era policía. Nunca había pensado en sobornar a Peters y a Norén. Sabía que era imposible. Lo que podría hacer era implorar su comprensión. Invocar el espíritu de cuerpo, la camaradería, la amistad que en realidad no existía.

Pero no le hizo falta.

– Ve con Peters y yo llevaré tu coche a casa -dijo Norén.

Kurt Wallander recordaba el alivio, pero también el inconfundible tono de desprecio en la voz de Norén.

Sin mediar palabra se sentó en el asiento trasero del coche de policía. Durante el trayecto hasta la calle Mariagatan de Ystad, Peters mantuvo una actitud de silenciosa reserva.

Norén llegó un momento más tarde, aparcó el coche y le dio las llaves.

– ¿Te ha visto alguien? -preguntó.

– Nadie más que vosotros.

– Has tenido una suerte de mil demonios.

Peters asintió con la cabeza. Entonces Kurt Wallander comprendió que nada se sabría. Norén y Peters cometían una falta grave al protegerle. No tenía ni idea del motivo.

– Gracias -dijo.

– Está bien -replicó Norén.

Y se marcharon.

Kurt Wallander subió a su piso y se bebió lo que quedaba de una botella casi vacía de whisky. Luego dormitó unas horas sobre la cama. Sin pensar, sin soñar. A las seis y cuarto se sentó en el coche de nuevo, después de haberse afeitado apresuradamente.

Claro que sabía que aún estaba ebrio. Pero ya no existía el riesgo de encontrarse con Peters y Norén. Ellos habían acabado su turno a las seis.

Intentó concentrarse en lo que le esperaba. Göran Boman acudiría y juntos se pondrían manos a la obra para encontrar el eslabón perdido en la investigación del doble homicidio de Lenarp.

Apartó todos los demás pensamientos. Los retomaría cuando tuviera más fuerzas. Cuando ya no tuviera resaca y pudiera considerarlo todo con distancia.

Estaba solo en el comedor del hotel. Contempló el mar, que se veía gris entre la aguanieve. Un barco pesquero salía del puerto y Wallander intentó descifrar el número que se veía pintado de negro sobre la quilla.

«Una cerveza», pensó. «Una buena cerveza es lo que necesito ahora mismo.»

La tentación era fuerte. También pensó en pasarse por la tienda de bebidas alcohólicas y comprar algo para la noche.

Sintió que aún no tenía fuerzas para estar sobrio.

«Soy una mierda de policía», pensó.

«Un policía de dudosa reputación.»

La camarera volvió a llenarle la taza de café. Se imaginó que se registraba en el hotel y que ella acudía. Detrás de las cortinas cerradas olvidaría que existía, lo olvidaría todo a su alrededor, se hundiría en un paisaje que nada tenía que ver con la realidad.

Se acabó el café y tomó su portafolios. Todavía le quedaba un rato para estudiar el material de la investigación. Llevado por una sensación de angustia, salió a la recepción y llamó a la comisaría de Ystad. Ebba contestó.

– ¿Lo pasaste bien anoche? -preguntó.

– No podría haber ido mejor -contestó-. Y gracias otra vez por la ayuda con el traje.

– Cuando quieras.

– Estoy llamando desde el Hotel Svea de Simrishamn. Por si hay algo. Más tarde me iré con Boman, el de la policía de Kristianstad. Pero ya te llamaré.

– Todo está tranquilo. No ha pasado nada en los campos de refugiados.

Acabó la conversación y entró en el retrete a lavarse la cara. Evitó mirarse en el espejo. Con las yemas de los dedos notó el chichón en la frente. Le dolía. Pero ya casi no le escocía el brazo.

Sólo cuando se estiraba notaba el dolor del muslo.

Al volver al comedor pidió el desayuno. Mientras comía, ojeó todos sus papeles.

Göran Boman era puntual. A las nueve en punto entró en el comedor.

– ¡Vaya tiempo! -dijo.

– Al menos es mejor que una tormenta de nieve -contestó Kurt Wallander.

Mientras Göran Boman tomaba café comentaron lo que harían durante el día.

– Parece que tenemos suerte -dijo Göran Boman-. A la mujer de Gladsax y a las dos de Kristianstad podremos encontrarlas sin problemas.

Empezaron con la mujer de Gladsax.

– Se llama Anita Hessler -explicó Göran Boman-. Cincuenta y ocho años. Se volvió a casar hace un par de años con un agente inmobiliario.

– ¿Hessler es su nombre de soltera? -preguntó Kurt Wallander.

– Ahora se llama Johanson. Su marido se llama Klas Johanson. Viven en una urbanización en las afueras del pueblo. La hemos investigado un poco. Por lo que parece, es ama de casa.

Miró sus papeles.

– El nueve de marzo de 1951 tuvo un hijo en la maternidad de Kristianstad. A las 4.13, para ser exactos. Por lo que veo es su único hijo. Pero Klas Johanson tiene cuatro hijos de un matrimonio anterior. Además, es seis años más joven que ella.

– Su hijo tiene, por lo tanto, treinta y nueve años -dijo Kurt Wallander.

– Le pusieron el nombre de Stefan -dijo Göran Boman-. Vive en Ǻhus y trabaja como funcionario de hacienda en Kristianstad. Economía estable. Casa adosada, esposa, dos hijos.

– ¿Los funcionarios de hacienda suelen cometer homicidios? -preguntó Kurt Wallander.

– No muy a menudo -contestó Göran Boman.

Se fueron a Gladsax. El aguanieve se había convertido en una llovizna. Justo antes de la entrada del pueblo, Göran Boman giró a la izquierda.

La urbanización destacaba mucho entre las blancas casas bajas del pueblo. Kurt Wallander pensó que parecía un barrio elegante de las afueras de cualquier gran ciudad.

La casa estaba al final de una fila de viviendas. Una imponente antena parabólica descansaba sobre una base de cemento cerca de la casa. El jardín se veía bien cuidado. Se quedaron unos minutos mirando la construcción de ladrillos rojos. Había un Nissan blanco aparcado en la rampa del garaje.

– El marido no estará en casa -dijo Göran Boman-. Tiene su despacho en Simrishamn. Se ve que se ha especializado en vender casas a gente adinerada de Alemania Occidental.

– ¿Eso está permitido? -preguntó Kurt Wallander con asombro.

Göran Boman se encogió de hombros.

– Testaferros -dijo-. Los alemanes del oeste pagan bien y los permisos de compra están en manos suecas. Hay personas en Escania que viven de hacerse responsables de propiedades ilegales.

De repente se movió la cortina. Fue tan leve que sólo un ojo bien entrenado de policía podía notarlo.

– Hay alguien en casa -dijo Kurt Wallander-. ¿Hacemos una visita?

La mujer que abrió era excepcionalmente atractiva. Vestía un traje de deporte amplio, pero irradiaba personalidad. Kurt Wallander pensó enseguida que no parecía sueca.

También pensó que la presentación podría ser tan importante como todas las preguntas juntas.

¿Cómo reaccionaría al decirle que eran policías?

Lo único que pudo ver fue que alzó ligeramente las cejas. Luego sonrió enseñando una perfecta línea de dientes blancos. Kurt Wallander se preguntó si Göran Boman estaba en lo cierto. ¿Tenía cincuenta y ocho años? Si no lo supiera, le habría puesto unos cuarenta y cinco.

– Qué sorpresa -dijo-. Pasen.

Entraron en un salón decorado con gusto. Las paredes estaban cubiertas de librerías repletas. Uno de los televisores más exclusivos de Bang amp; Olufsen descansaba en un rincón. En un acuario nadaban peces atigrados. A Wallander le costaba relacionar aquel salón con Johannes Lövgren. No había nada que permitiera sospechar que habían estado relacionados.

– ¿Puedo invitarles a tomar algo? -preguntó la mujer.

Contestaron negativamente y se sentaron.

– Hemos venido a hacerle unas preguntas rutinarias -empezó Wallander-. Yo me llamo Kurt Wallander y éste es Göran Boman, de la policía de Kristianstad.

– Qué interesante recibir una visita de la policía -dijo la mujer, que continuaba sonriendo-. Aquí en Gladsax nunca pasa nada inesperado.

– Sólo queremos preguntarle si usted conoce a un tal Johannes Lövgren -dijo Kurt Wallander.

Ella lo miró con sorpresa.

– ¿Johannes Lövgren? No. ¿Quién es?

– ¿Está usted segura?

– ¡Claro que estoy segura!

– Fue asesinado junto con su esposa en un pueblo que se llama Lenarp hace unos días. ¿No lo ha visto en los periódicos?

Su asombro parecía genuino.

– Ahora no entiendo nada -dijo-. Recuerdo haber visto algo en los periódicos. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?

«No», pensó Kurt Wallander mirando a Göran Boman, que parecía de la misma opinión. «¿Qué tiene que ver ella con Johannes Lövgren?»

– En 1951 usted tuvo un hijo en Kristianstad -dijo Göran Boman-. En todos los documentos usted ha dado la información de padre desconocido. ¿No será por casualidad un hombre llamado Johannes Lövgren ese padre desconocido?

Los miró un buen rato antes de contestar.

– No entiendo por qué lo preguntan -contestó-. Y tampoco entiendo la relación que existe con el granjero asesinado. Pero si les es de alguna ayuda, les diré que el padre de Stefan se llamaba Rune Stierna. Estaba casado con otra. Yo sabía dónde me metía, y elegí darle las gracias por el niño manteniendo su identidad en secreto. Murió hace doce años. Y Stefan tuvo una buena relación con su padre durante toda su juventud.

– Comprendo que las preguntas puedan parecer extrañas -dijo Kurt Wallander-. Pero a veces tenemos que hacerlas.

Preguntaron unas cuantas cosas más al tiempo que tomaban nota. Después acabaron.

– Espero que nos disculpe por haberla molestado -se excusó Kurt Wallander al levantarse de la silla.

– ¿Cree usted que digo la verdad? -preguntó de pronto.

– Sí -contestó Kurt Wallander-. Creemos que dice la verdad. Pero si no lo ha hecho, tarde o temprano lo sabremos.

Ella rió.

– Digo la verdad -replicó-. Me cuesta mucho mentir. Pero vuelvan ustedes si tienen más preguntas extrañas.

Dejaron el chalet y regresaron al coche.

– Una cosa aclarada -dijo Göran Boman.

– Ella no era -contestó Kurt Wallander.

– ¿Qué hacemos con el hijo de Ǻhus?

– Lo dejamos. Al menos por el momento.

Fueron a buscar el coche de Kurt Wallander y se marcharon directamente a Kristianstad.

Cuando estaban cerca de las colinas de Brösarp, la lluvia cesó y los nubarrones empezaron a dispersarse. Delante de la comisaría de Kristianstad volvieron a cambiar de coche y continuaron con uno de los coches de la policía.

– Margareta Velander -dijo Göran Boman-. Cuarenta y nueve años, tiene una peluquería llamada Die Welle en la calle Krokarpsgatan. Tres hijos, divorciada, casada de nuevo, divorciada otra vez. Vive en una casa adosada hacia Blekinge. Tuvo un hijo en diciembre del cincuenta y ocho. El hijo se llama Nils. Un tipo bastante aventurero, por lo visto. Ha viajado por los mercadillos vendiendo fruslerías. Es dueño de una agencia de ropa interior sexy. Mira que hay sitios, pero ha acabado estableciéndose en Sölvesborg. ¿Quién demonios compra ropa interior sexy que se vende por correo desde allí?

– Mucha gente -afirmó Kurt Wallander.

– Estuvo una vez en la cárcel por malos tratos -continuó Göran Boman-. No he visto el informe. Pero le dieron un año. Eso significa que fueron lesiones graves.

– Quiero ver ese informe -dijo Kurt Wallander-. ¿Dónde ocurrió?

– Fue condenado por el Tribunal de Kalmar. Están buscando la sentencia.

– ¿Cuándo pasó?

– En el ochenta y uno, creo.

Kurt Wallander estuvo pensando mientras Göran Boman conducía a través de la ciudad.

– Ella tendría sólo diecisiete años cuando nació el niño. Y si nos imaginamos a Johannes Lövgren como el padre, hay una considerable diferencia de edad.

– Ya lo he pensado. Pero eso puede significar muchas cosas.

La peluquería estaba en el sótano de un bloque de pisos normal y corriente, en las afueras de Kristianstad.

– Podríamos aprovechar y cortarnos el pelo -dijo Göran Boman-. ¿Quién te lo corta, por cierto?

Kurt Wallander estuvo a punto de contestar que era su mujer Mona la que se cuidaba de ello.

– Depende -respondió evasivamente.

En la peluquería había tres sillas. Todas estaban ocupadas cuando entraron.

Dos mujeres estaban sentadas debajo de unos secadores, mientras que a la tercera le lavaban el pelo.

La mujer que le daba masajes en la cabeza los miró con asombro.

– Sólo corto a quienes tienen hora -dijo-. Hoy lo tengo completo. Mañana también. Si es que vais a pedir hora para vuestras mujeres.

– ¿Margareta Velander? -preguntó Göran Boman. Y enseñó su placa-. Quisiéramos hablar con usted.

Kurt Wallander vio que se asustaba.

– No puedo dejar el trabajo ahora -dijo.

– Esperaremos -dijo Göran Boman.

– Allí, en la habitación de detrás -indicó Margareta Velander-. No tardaré.

La habitación era muy pequeña. Una mesa con un mantel de hule y unas sillas llenaban casi todo el espacio. En una estantería había unas revistas entre unas tazas de café y una cafetera sucia. Kurt Wallander se fijó en una fotografía en blanco y negro clavada en la pared. Era una foto difusa y descolorida de un hombre joven en uniforme de marino. Kurt Wallander vio que ponía HALLAND en la gorra.

– «Halland» -dijo-. ¿Era un crucero o un caza?

– Caza. Desguazado hace mucho tiempo.

Margareta Velander entró en la habitación secándose las manos con una toalla.

– Ahora tengo unos minutos. ¿De qué se trata?

– Queremos saber si usted conoce a un hombre que se llama Johannes Lövgren -empezó Kurt Wallander.

– Háblame de tú -dijo mientras se sentaba-. ¿Queréis café?

Los dos rehusaron y Kurt Wallander se irritó porque se había vuelto de espaldas cuando le hizo la pregunta.

– Johannes Lövgren -repitió otra vez-. Un granjero de un pequeño pueblo a las afueras de Ystad. ¿Le conocías?

– ¿El que mataron? -preguntó mirándolo a los ojos.

– Sí -contestó-. El hombre al que mataron. Ese mismo.

– No -contestó sirviéndose café en un vaso de plástico-. ¿Por qué habría de conocerlo?

Los policías intercambiaron una mirada rápida. Había algo en su voz que denotaba que se sentía presionada.

– En diciembre del cincuenta y ocho tuviste un hijo al que llamaste Nils -dijo Wallander-. Registraste al padre como desconocido.

En el momento de pronunciar el nombre del hijo, rompió a llorar.

El vaso de plástico se volcó y el café empezó a caer goteando al suelo.

– ¿Qué ha hecho? -preguntó-. ¿Qué ha hecho ahora?

Esperaron a que se calmara antes de seguir con las preguntas.

– No estamos aquí para comunicarle algo -intervino Kurt Wallander-. Pero quisiéramos saber si el padre de Nils podría haber sido Johannes Lövgren.

– No.

Su respuesta no parecía muy convincente.

– Entonces ¿cómo se llamaba?

– ¿Por qué lo queréis saber?

– Es importante para la investigación.

– Ya os he dicho que no conozco a nadie que se llame Lövgren.

– ¿Cómo se llamaba el padre de Nils?

– No lo diré.

– La respuesta quedará entre nosotros.

Tardó bastante en contestar.

– No sé quién es el padre de Nils.

– Una mujer suele saber estas cosas.

– Estuve con varios hombres durante aquellos años. No lo sé. Por eso declaré el padre como desconocido.

Se levantó bruscamente de la silla.

– Debo trabajar -dijo-. Las señoras se cocerán en los secadores.

– Entonces esperaremos.

– ¡Pero no tengo nada más que decir!

Parecía cada vez más exaltada.

– Tenemos más preguntas.

Después de diez minutos volvió. Llevaba unos billetes en la mano y los metió en su bolso, que colgaba de una silla. Esta vez parecía serena y con ganas de guerra.

– No conozco a nadie que se llame Lövgren -dijo.

– ¿E insistes en no saber quién es el padre del hijo que tuviste en mil novecientos cincuenta y ocho?

– Sí.

– ¿Eres consciente de que posiblemente tengas que contestar estas preguntas bajo juramento?

– Yo no miento.

– ¿Dónde podemos encontrar a tu hijo Nils?

– Viaja mucho.

– Según nuestros informes está empadronado en Sölvesborg.

– ¡Pues id allí entonces!

– Lo haremos.

– No tengo nada más que decir.

Kurt Wallander dudó un momento. Luego señaló la difusa y descolorida foto que estaba clavada en la pared con una aguja.

– ¿Es ése el padre de Nils?

Ella acababa de encender un cigarrillo. Al echar el humo dejó escapar como un chisporroteo.

– No conozco a ningún Lövgren. No sé de qué estáis hablando.

– Pues bueno -dijo Göran Boman acabando la conversación-. Nos vamos. Pero tal vez volvamos.

– No tengo nada más que decir. ¿Por qué no me dejáis en paz?

– Nadie puede estar en paz mientras la policía esté buscando a un asesino -dijo Göran Boman-. Es así.

Cuando salieron a la calle, el sol brillaba. Se pararon junto al coche.

– ¿Tú qué crees? -preguntó Gran Boman.

– No lo sé. Pero algo hay.

– ¿Intentamos dar con el hijo antes de seguir con la tercera?

– Creo que sí.

Se fueron a Sölvesborg y, después de mucho buscar, encontraron la dirección correcta. Una casa de madera casi en ruinas, rodeada de coches desguazados y recambios de máquinas. Un pastor alemán furioso tiraba de una cadena de hierro. La casa parecía abandonada. Göran Boman se agachó para mirar un letrero mal escrito, fijado a la puerta con clavos.

– Nils Velander -dijo-. Es aquí.

Llamó varias veces a la puerta. Pero nadie contestó. Dieron la vuelta a la casa.

– ¡Vaya ratonera! -exclamó Göran Boman.

Al volver al punto de partida Kurt Wallander tocó el pomo de la puerta exterior.

La casa estaba sin cerrar.

Kurt Wallander miró inquisitivamente a Göran Boman, que se encogió de hombros.

– Si está abierto -dijo-, entramos.

Entraron en un recibidor que olía a moho y escucharon. Todo estaba en calma, hasta que los dos se sobresaltaron cuando un gato dio un salto resoplando desde un rincón oscuro y desapareció por la escalera que llevaba hasta el piso superior. La habitación que quedaba a la izquierda parecía una especie de despacho. Allí había dos archivadores abollados y un escritorio lleno de cosas, con un teléfono y un contestador automático. Wallander levantó la tapa de una caja que estaba sobre la mesa. Había un juego de ropa interior de cuero negro y una etiqueta con un nombre.

– Fredrik Ǻberg de la calle Dragongatan de Alingsås ha pedido esto -dijo al tiempo que hacía una mueca-. Remitente discreto, probablemente.

Siguieron hasta la siguiente habitación, que era un almacén donde Nils Velander guardaba la ropa interior sexy. También había unos cuantos látigos y correas para perros. Todo parecía tirado dentro del almacén sin ningún orden. La siguiente habitación era la cocina, que tenía platos sucios en el fregadero. Había un pollo a medio comer en el suelo. Olía a orín de gato por todas partes.

Kurt Wallander abrió la puerta de la despensa.

Allí había un aparato para destilar alcohol y dos grandes garrafas.

Göran Boman sonrió sarcásticamente mientras sacudía la cabeza.

Subieron al piso superior. Miraron en el dormitorio con sábanas sucias y montones de ropa por en medio. Las cortinas estaban echadas y contaron hasta siete los gatos que se escaparon al acercarse.

– ¡Qué ratonera! -exclamó Göran Boman otra vez-. ¿Cómo se puede vivir de esta manera?

La casa tenía el aspecto de haber sido abandonada con mucha prisa.

– Vale más que nos vayamos -dijo Kurt Wallander-. Necesitaremos una orden de registro antes de meternos aquí en serio.

Bajaron la escalera de nuevo. Göran Boman entró en el despacho y conectó el contestador.

Nils Velander, si era él, informaba de que el despacho de Raff-Sets no podía atenderles, pero que podían dejar su pedido en el contestador automático.

El pastor alemán tiraba de la cadena cuando salieron al patio.

Al lado de la pared izquierda, Kurt Wallander descubrió una puerta que conducía a un sótano, casi totalmente escondida detrás de los restos de una vieja calandria.

Abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave, y entró en el oscuro recinto. A tientas llegó hasta un interruptor. Había un viejo calefactor de gasoil en un rincón. El resto del sótano estaba lleno de jaulas para pájaros vacías. Llamó a Göran Boman y éste bajó al sótano.

– Calzoncillos de cuero y jaulas vacías -dijo Kurt Wallander-. ¿En qué ocupará su tiempo este hombre en realidad?

– Creo que debemos investigarlo -contestó Göran Boman.

Cuando se iban a marchar, Kurt Wallander descubrió un pequeño armario de acero detrás del calefactor de gasoil. Se agachó y dio la vuelta al manubrio. Estaba sin cerrar con llave, como todo lo demás en aquella casa. Metió la mano y encontró una bolsa de plástico. La sacó y la abrió.

– Mira esto -dijo.

En la bolsa de plástico había un montón de billetes de mil coronas.

Kurt Wallander contó hasta 23.

– Creo que tenemos una charla pendiente con este chico -dijo Göran Boman.

Volvieron a meter el dinero y salieron. El pastor alemán ladraba.

– Deberemos contactar con los compañeros de Sölvesborg -dijo Göran Boman-. Tendrán que encontrarnos a este chico.

En la comisaría de Sölvesborg hablaron con un policía que conocía muy bien a Nils Velander.

– Seguramente se ocupa de muchas actividades ilegales -dijo el policía-. Pero lo único que tenemos son sospechas de importación ilegal de pajaritos de Tailandia. Y fabricación ilegal de alcohol.

– Una vez fue condenado por malos tratos -dijo Göran Boman.

– No suele meterse en peleas -añadió el policía-. Pero intentaré encontrarlo para vosotros. ¿Creéis de verdad que ha matado a gente?

– No lo sabemos -respondió Kurt Wallander-. Pero queremos encontrarlo.

Regresaron a Kristianstad. Había vuelto a llover. Ambos se llevaron una buena impresión de la policía de Sölvesborg y calculaban que pronto encontrarían a Nils Velander.

Pero Kurt Wallander dudaba.

– No sabemos nada -dijo-. Unos billetes de mil coronas en una bolsa de plástico no prueban ni una cosa ni otra.

– Pero algo hay -dijo Göran Boman.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Había algo con la peluquera y su hijo.

Pararon a comer en un motel a la entrada de Kristianstad. Kurt Wallander pensó que debería llamar a la comisaría de Ystad.

El teléfono de la cabina no funcionaba.

Era la una y media cuando volvieron a Kristianstad. Antes de seguir con la tercera mujer, Göran Boman tenía que pasar por su despacho.

La chica de la recepción los detuvo.

– Han llamado desde Ystad -dijo-. Quieren que Kurt Wallander les llame.

– Hazlo desde mi despacho -le ofreció Göran Boman.

Invadido por malos presentimientos, Kurt Wallander marcó el número mientras Göran Boman iba a buscar café.

Ebba le conectó con Rydberg sin mediar palabra.

– Es mejor que vengas -dijo Rydberg-. Un loco ha disparado y matado a un refugiado somalí en Hageholm.

– ¿Qué coño quieres decir?

– Quiero decir lo que digo. El somalí había salido a pasear. Alguien le pegó un tiro con una escopeta de perdigones. Te he buscado por todas partes. ¿Dónde coño te metes?

– ¿Está muerto?

– Le volaron toda la cabeza.

Kurt Wallander sintió náuseas.

– Ya voy -dijo.

Colgó en el momento en que Göran Boman llegaba haciendo equilibrio con dos tazas de café. Kurt Wallander le explicó lo sucedido.

– Te daremos transporte de salida urgente -dijo Göran Boman-. Enviaré tu coche con uno de los chicos.

Todo pasó muy deprisa.

Después de unos minutos, Kurt Wallander iba hacia Ystad en un coche con sirena. Rydberg lo recibió en la comisaría y siguieron inmediatamente hasta Hageholm.

– ¿Tenemos alguna pista? -preguntó Kurt Wallander.

– Nada. Pero la redacción del periódico Sydsvenskan recibió una llamada sólo unos minutos después del asesinato. Un hombre dijo que esto era una venganza por el asesinato de Johannes Lövgren. La próxima vez que actuaran, sería una mujer, por Maria Lövgren.

– Pero esto es una locura total -dijo Kurt Wallander-. ¡Si ya no sospechamos de los extranjeros!

– Parece que alguien cree lo contrario. Que estamos protegiendo a unos extranjeros.

– Ya lo he desmentido.

– A los que han hecho esto les importan un bledo los desmentidos. Ven una excusa excelente para sacar las armas y empezar a disparar a los refugiados.

– ¡Es una locura!

– Ya lo creo que es una locura. ¡Pero es la verdad!

– ¿Grabaron el mensaje en el periódico?

– Sí.

– Lo quiero oír. A ver si es la misma persona que me llamó a mí.

El coche se lanzó a gran velocidad a través del paisaje escaniano.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Kurt Wallander.

– Tenemos que encontrar a los responsables de lo de Lenarp -contestó Rydberg-. Rápido de cojones.

En Hageholm reinaba el caos. Refugiados exaltados se reunían llorando en el comedor, los periodistas hacían entrevistas y los teléfonos sonaban. Wallander salió del coche en un camino embarrado a unos cientos de metros de las viviendas. Se había levantado viento y se subió el cuello de la chaqueta. Un terreno alrededor del camino había sido acordonado. El cadáver estaba boca abajo con la cabeza en el barro.

Kurt Wallander levantó con cuidado la sábana que cubría el cuerpo.

Rydberg no había exagerado. No quedaba casi nada de la cabeza.

– Un disparo a bocajarro -explicó Hanson, que se encontraba allí al lado-. El asesino habrá salido de un escondite y hecho los disparos a un par de metros de distancia.

– Los disparos -repitió Kurt Wallander.

– La encargada del campo ha dicho que oyó dos disparos seguidos.

Kurt Wallander miró a su alrededor.

– Huellas de coche. ¿Adónde lleva esta carretera? -preguntó.

– Dos kilómetros más abajo llegas a la E 14.

– ¿Y nadie ha visto nada?

– Es difícil interrogar a refugiados que hablan quince idiomas distintos. Pero estamos en ello.

– ¿Sabemos quién es el muerto?

– Tenía esposa y nueve hijos.

Kurt Wallander miró a Hanson con incredulidad.

– ¿Nueve hijos?

– Imagínate los titulares mañana -dijo Hanson-. Un refugiado inocente asesinado durante un paseo. Nueve hijos sin padre.

Svedberg se acercó corriendo desde uno de los coches de policía.

– El jefe de policía está al teléfono -dijo.

Kurt Wallander se sorprendió.

– ¡Pero si no vuelve de España hasta mañana!

– Él no. El de la jefatura Nacional de Policía.

Kurt Wallander se sentó en el coche y tomó el teléfono. El jefe habló duramente y Kurt Wallander enseguida se molestó por lo que dijo.

– Esto tiene mal aspecto -declaró el jefe de policía-. Preferimos que no haya asesinatos racistas en este país.

– Claro -contestó Kurt Wallander.

– Hay que dar prioridad a este asunto.

– Sí. Pero estamos hasta el cuello con el doble asesinato de Lenarp.

– ¿Hacéis algunos progresos?

– Creo que sí. Pero es lento.

– Quiero que me informes a mí personalmente. Salgo esta noche en televisión en un programa de debate y necesito toda la información posible.

– Así lo haré.

La conversación había acabado.

Kurt Wallander se quedó sentado en el coche. «Näslund se cuidará de esto», pensó. «Tendrá que enviar todo el papeleo a Estocolmo.»

Se sintió mal. La resaca se le había pasado y estaba pensando en lo ocurrido la noche anterior. Vio a Peters apearse de un coche policía que acababa de llegar, y eso también le recordó su borrachera.

Luego pensó en Mona y en el hombre que la había ido a buscar.

Y en Linda riendo. El hombre negro a su lado.

En su padre pintando su cuadro eterno.

También pensó en sí mismo.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto.»

Después se obligó a salir del coche para empezar con la investigación del crimen.

«Que no ocurra nada más», pensó.

«No lo resistiríamos.»

Eran las tres y cuarto. Empezaba a llover de nuevo.

10

Llovía a cántaros. Kurt Wallander tenía frío. Eran casi las cinco y la policía había montado focos alrededor del lugar del crimen. Vio a dos camilleros de la ambulancia que se acercaban pisando el lodo. Se llevarían al somalí muerto. Mientras miraba el lodazal, se preguntó si era posible que ni siquiera un hombre tan competente como Rydberg pudiera encontrar huellas.

A pesar de todo sentía cierto alivio. Hasta hacía unos diez minutos habían estado rodeados de una esposa histérica y nueve niños chillando. La esposa del muerto se lanzó al lodo, su desesperación era tan conmovedora que algunos de los policías no pudieron soportarlo y se apartaron. Para su asombro, Wallander se dio cuenta de que el único que podía lidiar con la pena de la mujer y los niños desesperados era Martinson, el más joven de los policías, que en su breve carrera profesional no había tenido que transmitir ni un solo mensaje de muerte a un familiar. Abrazó a la mujer, se arrodilló en el lodo, y de alguna manera se entendieron, por encima de todas las barreras idiomáticas. Llamaron a un sacerdote, pero naturalmente no pudo hacer nada. Después de un rato, Martinson se llevó a la mujer y a los niños al edificio principal, donde un médico esperaba para cuidar de ellos.

Rydberg se acercó pisando el lodo. Sus pantalones estaban manchados hasta los muslos.

– Vaya lío -dijo-. Pero Hanson y Svedberg han hecho un buen trabajo. Han logrado encontrar a dos refugiados y un intérprete que creen haber visto algo.

– ¿Qué?

– ¿Cómo lo voy a saber? Yo no hablo ni árabe ni suahili. Pero se van a Ystad ahora mismo. El Departamento de Inmigración nos ha prometido intérpretes. Pensé que sería mejor que tú te encargaras de los interrogatorios.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– ¿Tenemos alguna pista? -preguntó. Rydberg sacó su manchado bloc de notas.

– Lo mataron exactamente a la una -dijo-. La encargada estaba escuchando las noticias de la radio cuando dispararon. Fueron dos disparos. Pero ya lo sabes. Estaba muerto antes de caer al suelo. Parecen perdigones normales. Marca Gyttorp, supongo. Nitrox 36, probablemente. Eso es más o menos todo.

– No es mucho.

– Me parece lo mismo que nada. Pero tal vez los testigos tengan algo.

– He ordenado horas extras para todos -informó Kurt Wallander-. Tendremos que trabajar durísimo día y noche si hace falta.

Cuando volvieron a la comisaría, el primer testimonio fue desesperante. El intérprete, que decía dominar el suahili, no entendía el dialecto que hablaba el testigo. Era un joven de Malawi. Kurt Wallander tardó casi media hora en comprender que el intérprete no traducía lo que decía el testigo. Luego tardó casi veinte minutos más en comprender que el joven de Malawi, por alguna extraña razón, dominaba el luvale, un idioma que se habla en partes de Zaire y Zambia. Pero entonces tuvieron suerte. Uno de los representantes del Departamento de Inmigración conocía a una vieja misionera que hablaba el luvale a la perfección. Ella tenía casi noventa años y vivía en un piso con asistencia médica y social en Trelleborg. Después de contactar con los compañeros de esta ciudad, le prometieron que la misionera iría en un coche policial hasta Ystad. Kurt Wallander sospechaba que una misionera nonagenaria podría no estar en su mejor forma. Pero se equivocó. Una señora pequeña de pelo blanco y ojos despiertos apareció de repente en la puerta de su despacho, y poco después conversaba animadamente con el joven.

Por desgracia, el joven no había visto nada.

– Pregúntale por qué solicitó ser testigo -preguntó Kurt Wallander, cansado.

La misionera y el joven se hundieron en una larga conversación.

– Probablemente sólo pensaba que sería emocionante -dijo por fin-. Y se puede comprender.

– Ah, ¿sí? -preguntó Wallander.

– Tú también has sido joven, ¿verdad? -dijo la anciana.

El joven de Malawi fue devuelto a Hageholm y la misionera regresó a Trelleborg.

El siguiente testigo sí tenía alguna información. Era un intérprete iraní que hablaba bien el sueco. Al igual que el somalí muerto, había salido a pasear por los alrededores de Hageholm cuando se oyeron los disparos.

Kurt Wallander sacó un extracto del mapa del Estado Mayor en que aparecía el territorio cercano a Hageholm. Puso una cruz en el lugar del crimen y el intérprete inmediatamente pudo señalar dónde estaba al oír los dos disparos. Kurt Wallander estimó la distancia en unos trescientos metros.

– Después de los disparos oí un coche -dijo el intérprete.

– Pero ¿no lo viste?

– No. Estaba en el bosque. No se veía la carretera.

El intérprete señaló otra vez. Hacia el sur.

Luego le dio una buena sorpresa a Kurt Wallander.

– Era un Citroën -dijo.

– ¿Un Citroën?

– Los que llamáis «sapo» aquí en Suecia.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

– Crecí en Teherán. De niños aprendíamos a reconocer las diferentes marcas de coche por el sonido del motor. El Citroën es fácil. Sobre todo el «sapo».

A Kurt Wallander le costaba creer lo que oía. Luego se decidió rápidamente.

– Ven conmigo al patio -dijo-. Y al salir, te pones de espaldas y cierras los ojos.

Fuera, bajo la lluvia, puso en marcha su Peugeot y dio una vuelta por el aparcamiento. Estuvo todo el tiempo observando al intérprete con atención.

– Bueno. ¿Qué era? -preguntó luego.

– Un Peugeot -contestó el intérprete sin dudarlo.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Perfecto.

Envió al testigo a casa y dio la orden de buscar un Citroën, que pudiese haber sido visto entre Hageholm y la E 14 hacia el oeste. Las agencias de noticias también recibieron la información de que la policía buscaba un Citroën que posiblemente tuviera que ver con el asesinato.

El tercer testigo era una mujer joven de Rumania. Durante el interrogatorio estuvo sentada en el despacho de Kurt Wallander dando el pecho a su hijo. El intérprete hablaba mal el sueco, pero a Wallander le parecía suficiente para comprender lo que había visto la mujer.

Iba por el mismo camino que el somalí asesinado y se había cruzado con él al volver al campo.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó-. ¿Cuánto tiempo pasó desde que te encontraste con él hasta que oíste los disparos?

– Tal vez tres minutos.

– ¿Viste a alguien más?

La mujer asintió con la cabeza y Kurt Wallander se apoyó en la mesa, expectante.

– ¿Dónde? -preguntó-. ¡Señálalo en el mapa!

El intérprete le sostuvo el niño mientras la mujer buscaba en el mapa.

– Aquí -dijo apretando el lápiz contra el mapa.

Kurt Wallander vio que era cerca del lugar del asesinato.

– Cuenta -le apremió-. Tómate tu tiempo. Medítalo bien.

El intérprete tradujo y la mujer reflexionó.

– Un hombre vestido con un mono azul -dijo-. Estaba de pie en el campo de al lado.

– ¿Cómo era?

– Tenía poco pelo.

– ¿Cómo era de alto?

– Altura normal.

– ¿Yo soy de altura normal?

Kurt Wallander se puso de pie.

– Era más alto.

– ¿Qué edad?

– No era joven. Ni viejo tampoco. Quizá cuarenta y cinco años.

– ¿Te vio a ti?

– No lo creo.

– ¿Qué hacía en el campo?

– Comía.

– ¿Comía?

– Comía una manzana.

Kurt Wallander reflexionó.

– Un hombre vestido con un mono azul está en un campo junto a la carretera comiendo una manzana. ¿He entendido bien?

– Sí.

– ¿Había alguien más?

– No vi a nadie más. Pero no creo que estuviera solo.

– ¿Por qué no lo crees?

– Era como si estuviera esperando a alguien.

– ¿Ese hombre llevaba un arma?

La mujer meditó de nuevo.

– Puede que tuviera un paquete marrón a los pies -dijo-. Aunque quizás era sólo lodo.

– ¿Qué ocurrió después de que vieras al hombre?

– Seguí hacia casa lo más rápidamente que pude.

– ¿Por qué tenías tanta prisa?

– No es bueno cruzarse con hombres desconocidos en el bosque.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– ¿Viste algún coche?

– No. Ningún coche.

– ¿Puedes describir al hombre con más detalle?

Pensó mucho rato antes de contestar. El niño dormía en los brazos del intérprete.

– Parecía fuerte -dijo-. Creo que tenía las manos grandes.

– ¿Qué color de pelo tenía? El poco que le quedaba.

– Color sueco.

– ¿Color rubio?

– Sí. Y era calvo así.

Dibujó una media luna en el aire.

Después la dejaron volver al campo. Wallander fue a buscar una taza de café. Svedberg preguntó si quería una pizza. Él dijo que sí.

A las nueve menos cuarto de la noche se reunieron los policías en el comedor. Kurt Wallander los encontró a todos con buena cara, excepto a Näslund. Estaba resfriado y tenía fiebre, pero se negó tercamente a irse a casa.

Mientras compartían las pizzas y los bocadillos, Kurt Wallander intentó hacer un resumen. Había quitado un cuadro de una de las paredes y proyectaba la imagen de un mapa. Había puesto una cruz en el lugar del crimen y había dibujado las posiciones y movimientos de los dos testigos.

– No estamos totalmente en blanco -empezó-. Tenemos la hora y dos testigos fidedignos. Unos minutos antes de oír los disparos, el testigo femenino ve a un hombre vestido con un mono azul de pie en un campo al lado de la carretera. Encaja exactamente con el tiempo que debe de haber tardado el muerto en llegar hasta este punto. Luego sabemos que el asesino ha desaparecido en un Citroën y que se ha dirigido hacia el sudoeste.

La exposición se interrumpió cuando Rydberg entró en el comedor. Los policías reunidos soltaron unas carcajadas. Rydberg estaba cubierto de lodo hasta el cuello. Se quitó los zapatos sucios y mojados de una patada y aceptó el bocadillo que le ofrecieron.

– Llegas justo a tiempo -dijo Kurt Wallander-. ¿Qué has encontrado?

– He buscado a cuatro patas en el lodo de aquel campo durante dos horas -contestó Rydberg-. La rumana pudo señalar con bastante exactitud el lugar donde aguardaba el hombre. Tenemos huellas de pisadas. De botas de goma. Y eso es lo que la testigo dijo que llevaba. Botas de goma normales de color verde. Luego encontré el corazón de una manzana.

Rydberg se sacó una bolsa de plástico del bolsillo.

– Con un poco de suerte encontraremos huellas digitales -aseguró.

– ¿Se pueden tomar las huellas digitales en el corazón de una manzana? -preguntó Wallander, sorprendido.

– Se pueden tomar las huellas digitales en cualquier cosa -dijo Rydberg-. Puede haber un pelo, un poco de saliva, fragmentos de la piel.

Colocó la bolsa de plástico encima de la mesa, con cuidado, como si fuera una figura de porcelana.

– Luego seguí las pisadas -continuó-. Y si este hombre que come manzanas es el asesino, creo que ocurrió de este modo.

Rydberg sacó su bolígrafo del bloc de notas y se puso al lado de la imagen proyectada.

– Él vio venir al somalí por la carretera. Entonces tiró la manzana y salió a la carretera directamente delante de él. Me pareció ver que las botas arrastraron un poco de lodo hasta la carretera. Allí disparó dos veces a una distancia de unos cuatro metros. Luego se dio la vuelta y corrió unos cincuenta metros a lo largo de la carretera desde el lugar del crimen. La carretera hace un giro allí y además hay una pequeña entrada, cosa que posibilita que un coche dé la vuelta. En efecto, allí había huellas de un coche. Aparte de eso, encontré dos colillas. -Sacó otra bolsa de plástico del bolsillo-. Después, el hombre se metió en el coche y se fue hacia el sur. Así creo que ocurrió. Por lo demás, pienso enviar la factura de la tintorería a la policía.

– Yo te serviré de testigo -prometió Kurt Wallander-. Pero ahora vamos a pensar.

Rydberg levantó la mano como si estuviera en el colegio.

– He tenido un par de ideas -dijo-. Primero estoy seguro de que eran dos. Uno que esperaba y otro que disparó.

– ¿Por qué crees eso?

– La persona que elige comer una manzana en una situación importante no suele ser un fumador. Creo que había una persona esperando en el coche. Un fumador. Y un asesino comiendo una manzana.

– Parece razonable.

– Además, me da la sensación de que estaba muy bien planeado. No hace falta averiguar mucho para saber que los refugiados de Hageholm utilizan esta carretera para pasear. La mayoría de las veces van en grupo, supongo. Pero de vez en cuando alguien va solo. Y si entonces te vistes como un granjero, nadie lo encontrará sospechoso. Asimismo, el lugar estaba bien elegido, si pensamos en que el coche podía esperar en el camino de al lado sin que lo vieran. Por tanto creo que esta barbaridad fue una ejecución a sangre fría. Lo único que no sabían los asesinos era quién vendría solo por la carretera. Y tampoco les importó.

El comedor se quedó en silencio. El análisis de Rydberg había sido tan claro que nadie tenía nada que objetar. El carácter despiadado del crimen era patente.

Fue Svedberg quien al final rompió el silencio.

– Ha llegado un mensajero con una casete del periódico Sydsvenskan -anunció.

Alguien fue a buscar un radiocasete.

Kurt Wallander reconoció la voz de inmediato. Era el mismo hombre que le había llamado dos veces amenazándole.

– Enviaremos esta cinta a Estocolmo -dijo Kurt Wallander-. A lo mejor obtienen algo analizándola.

– Creo que deberíamos averiguar qué clase de manzana comió -opinó Rydberg-. Con un poco de suerte podremos encontrar la tienda donde la compró.

Más tarde empezaron a hablar del motivo.

– Xenofobia -expuso Kurt Wallander-. Pueden ser tantas cosas. Pero supongo que tendremos que indagar en estos movimientos que hay de nuevos suecos. Obviamente hemos entrado en una fase nueva y más peligrosa. Ya no pintan frases propagandísticas por las calles. Ahora se tiran bombas incendiarias y se mata. Pero en absoluto creo que sean las mismas personas las que han hecho esto y las que incendiaron las barracas aquí en Ystad. Todavía opino que fue una chiquillada o un acto temerario de unos borrachos que se habían enfadado con tanto refugiado. Este asesinato es otra cosa. O bien son personas que trabajan solas. O bien pertenecen de alguna manera a un movimiento. Y es ahí donde vamos a sacudirlos. Saldremos a pedir a la gente que nos ayude. Pediré recursos a Estocolmo para catalogar estos movimientos de nuevos suecos. Este asesinato pertenece a la categoría de emergencia nacional. Eso significa que dispondremos de todos los recursos que hagan falta. Además, alguien tiene que haber visto ese Citroën.

– Hay un club de propietarios de coches Citroën -dijo Näslund con voz ronca-. Podemos comparar su registro con el de las matrículas de coches. Los que son socios de ese club conocerán todo Citroën que se mueva en este país.

Se repartieron el trabajo. Eran casi las diez y media cuando acabaron la reunión. Nadie pensaba en irse a casa. Kurt Wallander improvisó una conferencia de prensa en la recepción de la comisaría. Insistió de nuevo en que todos los que hubieran visto un Citroën en la E 14 se pusieran en contacto con la policía. Al mismo tiempo, dio una descripción provisional del asesino.

Cuando terminó, le llovieron las preguntas.

– Ahora no -dijo-. He dicho lo que tenía que decir.

Camino de su despacho, Hanson se le acercó y le preguntó si quería ver una grabación del programa en el que había participado el jefe de la policía.

– Prefiero no verla -contestó-. Al menos de momento.

Arregló su escritorio. Pegó en el auricular la nota donde ponía que tenía que llamar a su hermana. Luego telefoneó a Göran Boman a su casa. Fue Boman quien contestó.

– ¿Cómo os va? -preguntó Boman.

– Tenemos algunas cosas -contestó Kurt Wallander-. Seguimos trabajando.

– Tengo buenas noticias para ti.

– Eso es lo que esperaba.

– Los compañeros en Sölvesborg encontraron a Nils Velander. Parece que tiene un barco en una naviera adonde va a lijarlo de vez en cuando. El protocolo del interrogatorio llegará mañana, pero me han dicho lo más importante. Dice que el dinero de la bolsa de plástico viene de la venta de ropa interior. Y aceptó cambiarlo por otros billetes para que podamos controlar las huellas digitales.

– Deberemos ir a la sucursal del Föreningsbanken aquí en Ystad -dijo Kurt Wallander-. Tenemos que investigar si podemos seguir la numeración de los billetes.

– El dinero viene mañana. Pero, sinceramente, no creo que sea él.

– ¿Por qué no?

– No lo sé.

– ¿Creí que tenías buenas noticias?

– Y las tengo. Ahora referentes a la tercera mujer. Pensé que no te importaría que la visitara solo.

– Claro que no.

– Como ya sabes, se llama Ellen Magnuson. Tiene sesenta años y trabaja en una farmacia aquí en Kristianstad. Me la había encontrado una vez antes, por cierto. Hace unos años atropelló a un operario de los que trabajan en la carretera, en un accidente de tráfico. Fue en las afueras del aeropuerto de Everöd. Afirmó que la había cegado el sol. Seguramente fue verdad. En 1955 tuvo un hijo con un padre registrado como desconocido. El hijo se llama Erik y vive en Malmö. Es funcionario del Consejo General. Fui a casa de la mujer. Parecía asustada y ansiosa, como si hubiera estado esperando la visita de la policía. Negó que Johannes Lövgren fuera el padre de aquel chico. Pero tuve la impresión de que mentía. Si te fías de mi juicio, me gustaría concentrarme en ella. Pero naturalmente no olvidaré al vendedor de pájaros ni a su madre.

– Las próximas veinticuatro horas no tendré tiempo para mucho más de lo que estoy haciendo ahora -dijo Kurt Wallander-. Te agradezco todo lo que puedas averiguar

– Te envío los papeles -dijo Göran Boman-. Y los billetes. Me imagino que tendrás que firmar un recibo por ello.

– Cuando todo esto haya terminado, nos tomaremos un whisky -dijo Kurt Wallander.

– Habrá una conferencia en marzo, en el castillo de Snogeholm, sobre los nuevos caminos del narcotráfico en los estados del este -dijo Göran Boman-. ¿Qué te parece?

– Me parece perfecto -contestó Kurt Wallander.

Acabada la conversación se fue al despacho de Martinson para saber si había llegado algún soplo del buscado Citroën.

Martinson negó con la cabeza. Todavía nada.

Kurt Wallander volvió a su despacho y puso los pies encima del escritorio. Eran las once y media. Poco a poco intentó aclarar sus pensamientos. Primero repasó de forma metódica el asesinato del campo de refugiados. ¿Había olvidado algo? ¿Existía algún indicio en el desarrollo de los acontecimientos imaginados por Rydberg o algo más que debieran hacer inmediatamente?

Estaba contento, la investigación iba sobre ruedas, lo mejor que podía. Tendrían que esperar a que llegaran ciertos análisis técnicos y a que aparecieran pistas del coche. Cambió de posición en la silla, se desató la corbata y pensó en lo que le había contado Göran Boman. Se fiaba por completo de su juicio.

Si su colega tenía la impresión de que la mujer mentía, seguramente era así.

Pero ¿por qué no le interesaba Nils Velander?

Bajó los pies del escritorio y tomó un folio en blanco. Luego escribió una lista recordatoria de todo lo que debía tener tiempo de hacer durante los próximos días. Decidió que el banco de Föreningsbanken tendría que abrirle las puertas al día siguiente, a pesar de ser sábado.

Cuando terminó con la lista, se levantó desperezándose. Eran poco más de las doce. En el pasillo oía a Hanson hablando con Martinson. De lo que hablaban, sin embargo, no podía entender nada.

Fuera, delante de la ventana, una farola se movía por el viento. Se sentía sudado y sucio y pensó en ir a darse una ducha en los vestuarios de la comisaría. Abrió la ventana e inspiró el aire frío. Había dejado de llover.

Estaba ansioso. ¿Cómo podrían evitar que los asesinos actuaran otra vez?

La próxima sería una mujer, para resarcirse de la muerte de Maria Lövgren.

Se sentó a la mesa y se acercó la carpeta con el resumen sobre los campos de refugiados en Escania.

No era probable que el asesino volviera a Hageholm. Pero había un montón de alternativas posibles. Y si el asesino elegía a su víctima de la misma forma aleatoria que en Hageholm, aún tendrían menos pistas que seguir.

Además, era imposible exigir a los refugiados que no salieran.

Apartó la carpeta y colocó una hoja en la máquina de escribir.

Eran casi las doce y media. Pensó que tanto podía escribir su informe a Björk como hacer cualquier otra cosa.

En aquel momento la puerta se abrió y Svedberg entró en la habitación.

– ¿Novedades? -preguntó Kurt Wallander.

– En cierta manera -respondió Svedberg con la cara preocupada.

– ¿Qué ocurre?

– No sé cómo explicarlo. Pero acabamos de recibir una llamada de un granjero de Löderup.

– ¿Ha visto el Citroën?

– No. Pero afirmó haber visto pasear a tu padre por el campo, en pijama. Con una maleta en la mano.

Kurt Wallander se quedó petrificado.

– ¿Qué coño estás diciendo?

– El que llamó parecía lúcido. En realidad quería hablar contigo. Pero conectaron la llamada mal y me llegó a mí. Pensé que tú deberías decidir lo que vamos a hacer.

Kurt Wallander se quedó sentado totalmente quieto con la mirada vacía.

Luego se levantó.

– ¿Por dónde? -preguntó.

– Parece ser que tu padre va caminando hacia la carretera principal.

– Me ocupo yo mismo. Volveré en cuanto pueda. Que me den un coche con radio para que podáis avisarme si hay algo.

– ¿Quieres que vaya contigo o que lo haga otro?

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– Papá tiene demencia senil -dijo-. Debo intentar encontrarle un sitio en alguna parte.

Svedberg hizo que le dieran las llaves de un coche con radio.

Justo cuando iba a salir descubrió a un hombre fuera, en la penumbra. Lo reconoció, era uno de los periodistas de los periódicos de la tarde.

– No quiero que me siga -dijo a Svedberg.

Svedberg asintió con la cabeza.

– Espera a que me veas salir marcha atrás y que se me cale el motor delante de su coche. Entonces te puedes marchar.

Kurt Wallander se sentó en el coche y esperó.

Vio correr al periodista hacia su coche. Treinta segundos más tarde salió Svedberg en su coche particular. Paró el motor.

El coche bloqueó la salida del periodista. Kurt Wallander se alejó.

Condujo deprisa. Demasiado deprisa. No hizo caso al límite de velocidad al atravesar Sandskogen. Además, estaba casi solo en la carretera. Unas liebres asustadas huyeron por el asfalto mojado.

Cuando llegó al pueblo donde vivía su padre, no tuvo que buscarlo. Las luces del coche lo delataron pisando descalzo el lodo del campo, vestido con su pijama de rayas azules. Llevaba su viejo sombrero en la cabeza y una gran maleta en la mano. Se llevó irritado la mano a los ojos cuando las luces lo cegaron. Luego continuó caminando con paso enérgico, como si fuera camino de una meta claramente marcada.

Kurt Wallander apagó el motor pero dejó los faros encendidos.

Luego salió al campo.

– ¡Papá! -gritó-. ¿Qué coño estás haciendo?

El padre no contestó, sino que siguió caminando. Kurt Wallander lo persiguió. Tropezó, cayó y se mojó medio cuerpo.

– ¡Papá! -gritó de nuevo-. ¡Para! ¿Adónde vas?

Ninguna reacción. El padre parecía ir más rápido. Pronto estarían en la carretera principal. Kurt Wallander corrió y tropezó al alcanzarlo y agarrarlo por el brazo. Pero el padre dio un tirón, se liberó y siguió.

Entonces Kurt Wallander se enfureció.

– Policía -rugió-. ¡Alto o disparo!

El padre se paró de golpe y se dio la vuelta. Kurt Wallander le vio abrir y cerrar los ojos a la luz de los faros.

– ¿Qué te dije? -gritó-. ¡Me quieres matar!

Después lanzó la maleta hacia Kurt Wallander. La tapa se abrió y mostró su contenido: ropa interior sucia, tubos de colores y pinceles.

Kurt Wallander notó que una gran pena lo invadía. Su padre había salido trastornado por la noche, imaginándose que iba camino de Italia.

– Cálmate, papá -dijo-. Sólo te quería llevar a la estación. Para que no tuvieras que ir a pie.

El padre lo miró con incredulidad.

– No me lo creo -dijo.

– Cómo no iba a llevar a mi propio padre a la estación cuando se va de viaje.

Kurt Wallander recogió la maleta, cerró la tapa y empezó a caminar hacia el coche. Metió la maleta en el portaequipajes y se puso a esperar. Su padre tenía el aspecto de un animal atrapado por la luz de los faros allí, en el campo. Un animal que había sido acosado hasta el fin, esperando el disparo mortal.

Luego empezó a caminar hacia el coche. Kurt Wallander no supo si lo que veía era una expresión de dignidad o de humillación. Abrió la puerta de atrás y el padre entró. Tapó los hombros de su padre con una manta que había en el portaequipajes.

De repente vio salir a un hombre de entre las sombras y se sobresaltó. Un anciano, vestido con un mono sucio.

– Yo fui el que llamó -dijo el hombre-. ¿Cómo va?

– Va bien -contestó Wallander-. Gracias por llamar.

– Fue una pura casualidad que lo viera.

– Entiendo. Gracias otra vez.

Se sentó al volante. Cuando se volvió, vio que su padre tiritaba de frío bajo la manta.

– Ahora te llevo a la estación, papá -dijo-. No tardaremos mucho.

Fue directamente a la entrada de urgencias del hospital. Tuvo la suerte de encontrarse con el joven médico que había conocido en el lecho de muerte de Maria Lövgren. Le explicó lo sucedido.

– Nos lo quedamos en observación durante la noche -dijo el médico-. Puede haber pasado mucho frío. Mañana el asistente social tendrá que intentar encontrarle un sitio.

– Gracias -dijo Kurt Wallander-. Me quedaré con él un rato.

A su padre lo habían secado y acostado en una camilla.

– Coche-cama a Italia -dijo-. Por fin iré allí.

Kurt Wallander estaba sentado en una silla al lado de la camilla.

– Claro -dijo-. Ahora irás a Italia.

Eran más de las dos cuando dejó el hospital. Recorrió en coche el corto trayecto que había hasta la comisaría. Todos excepto Hanson se habían marchado a casa. Estaba mirando la cinta del debate grabado en el que había participado el director general de la jefatura Nacional de Policía.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó Wallander.

– Nada -contestó Hanson-. Unos soplos, claro. Pero nada decisivo. Me tomé la libertad de enviar a la gente a casa a dormir unas horas.

– Muy bien. Es raro que nadie llame a informar sobre el coche.

– Estaba pensando en ello. Tal vez sólo condujo un rato por la E 14 y luego se metió otra vez en uno de los caminos vecinales. He mirado los mapas. Hay un embrollo de caminitos por allí. Además de una gran zona para excursionistas donde nadie se mete durante el invierno. Las patrullas que controlan los campos peinan esos caminos esta noche.

Wallander asintió con la cabeza.

– Enviaremos un helicóptero en cuanto se haga de día -dijo-. El coche puede estar escondido en alguna parte por aquella zona.

Se sirvió una taza de café.

– Svedberg me explicó lo de tu padre -dijo Hanson-. ¿Cómo fue?

– Bien. Tiene demencia senil. Está en el hospital. Pero fue bien.

– Ve a casa a dormir unas horas. Pareces cansado.

– Tengo que escribir unas cosas.

Hanson apagó el vídeo.

– Me acuesto un ratito en el sofá -dijo.

Kurt Wallander entró en su despacho y se sentó ante la máquina de escribir. Los ojos le escocían de cansancio. Aun así, el cansancio comportaba una lucidez inesperada. «Se comete un doble asesinato», pensó. «La caza del asesino acciona otro asesinato. Cosa que debemos solucionar pronto, para no tener otro asesinato más.

»Y todo esto en el transcurso de cinco días.»

Después escribió su informe para Björk. Decidió hacer que alguien se lo diera en mano ya en el aeropuerto.

Bostezó. Eran las cuatro menos cuarto. Estaba demasiado cansado para pensar en su padre. Sólo temía que el asistente social del hospital no encontrara una buena solución.

La nota con el nombre de su hermana todavía estaba en el teléfono. Al cabo de unas horas, cuando fuera de día, tendría que llamarla.

Bostezó de nuevo y se olió las axilas. Apestaban. En aquel momento, Hanson entró por la puerta entreabierta.

Wallander enseguida se dio cuenta de que algo había ocurrido.

– Ya tenemos algo -dijo Hanson.

– ¿Qué?

– Ha llamado un tío desde Malmö, diciendo que le han robado su coche.

– ¿Un Citroën?

Hanson asintió con la cabeza.

– ¿Cómo es que lo descubre a las cuatro de la mañana?

– Dijo que iba a una feria a Göteborg.

– ¿Lo ha denunciado a los compañeros en Malmö?

Hanson asintió de nuevo con la cabeza. Kurt Wallander alcanzó el teléfono.

– Pues nos pondremos en marcha -dijo.

La policía de Malmö prometió apresurarse a interrogar al hombre. La matrícula del coche robado, el modelo y el color ya estaba distribuyéndose por todo el país.

– BBM 160 -dijo Hanson-. Color azul grisáceo con techo blanco. ¿Cuántos puede haber en este país? ¿Cien?

– Si no han enterrado el coche, lo encontraremos -dijo Wallander-. ¿Cuándo sale el sol?

– Dentro de cuatro o cinco horas -contestó Hanson.

– En cuanto se haga de día enviaremos un helicóptero sobre la zona excursionista. Encárgate tú.

Hanson asintió. Estaba a punto de dejar la habitación cuando se acordó de que había olvidado decir algo a causa del cansancio.

– ¡Es verdad, coño! Otra cosa.

– ¿Sí?

– El tipo que llamó y dijo que habían robado su coche era policía.

Kurt Wallander miró a Hanson con asombro.

– ¿Policía? ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que era policía. Como tú y como yo.

11

Kurt Wallander se metió en una de las celdas para los detenidos y se echó a dormir. Después de mucho trabajo logró poner el mecanismo de alarma en su reloj de pulsera. Se daba dos horas de descanso. Cuando lo despertó la alarma, le dolía mucho la cabeza. Lo primero en lo que pensó fue en su padre. Tomó unas aspirinas del cajón de medicinas que había en un armario y se las tragó con la ayuda de una taza de café tibio. Luego se quedó un rato indeciso dudando entre ducharse primero o llamar a su hermana a Estocolmo. Al final bajó a los vestuarios de los policías y se metió bajo la ducha. Lentamente se le aliviaba el dolor de cabeza. Pero el cansancio aún le pesaba cuando se sentó en la silla, detrás del escritorio. Eran las siete y cuarto. Sabía que su hermana siempre se levantaba temprano. Como era de esperar, contestó casi a la primera señal. Con la máxima delicadeza le explicó lo que había pasado.

– ¿Por qué no me has llamado antes? -preguntó con rabia-. Tendrías que haberte dado cuenta de lo que estaba ocurriendo.

– Supongo que me di cuenta tarde -contestó Wallander en tono evasivo.

Quedaron en que ella esperaría a que él hablara con el asistente social del hospital, antes de decidir cuándo bajaría a Escania.

– ¿Cómo están Mona y Linda? -preguntó cuando se acababa la conversación telefónica.

Comprendió que no sabía que se habían separado.

– Bien -dijo-. Te llamaré más tarde.

Después fue en coche hasta el hospital. De nuevo la temperatura estaba bajo cero. Un viento helado entraba en la ciudad desde el sudoeste.

Su padre había dormido mal durante la noche, le dijo una enfermera que acababa de recibir el informe del personal nocturno. Pero, por lo que se veía, no había sufrido ningún daño físico tras su paseo nocturno por los campos.

Kurt Wallander decidió posponer el encuentro con su padre hasta después de hablar con el asistente social.

Kurt Wallander desconfiaba de ellos. Demasiadas veces le había dado la impresión de que los diferentes trabajadores sociales a los que había llamado al arrestar a jóvenes delincuentes tenían opiniones equivocadas. Eran blandos y esquivos, cuando en su opinión deberían imponer determinadas exigencias. Más de una vez se había irritado con las autoridades sociales, que con su laxitud, según le parecía, incitaban a los jóvenes delincuentes a continuar con sus actividades.

«Pero los asistentes de los hospitales quizá sean diferentes», pensó.

Después de esperar un rato, habló con una mujer de unos cincuenta años. Kurt Wallander le describió el decaimiento repentino. Dijo que había llegado inesperadamente y que se sentía desamparado.

– Tal vez sea una cosa transitoria -dijo la asistente-. A veces las personas mayores sufren una confusión temporal. Si se le pasa, bastará con que tenga una ayuda regular en casa. Si resulta ser senilidad crónica, tendremos que buscar otra solución.

Decidieron que el padre se quedaría durante el fin de semana. Después hablaría con los médicos para saber cómo proceder.

Kurt Wallander se levantó. La mujer que estaba delante de él obviamente sabía de qué hablaba.

– Es difícil estar seguro de lo que se debe hacer -dijo Wallander.

Ella asintió con la cabeza.

– No hay nada tan duro como estar obligados a ser padres de nuestros padres -reconoció-. Yo lo se. Mi propia madre se volvió tan difícil que no pude dejarla en casa.

Kurt Wallander entró a ver a su padre en una sala en la que había cuatro camas. Todas estaban ocupadas. Había un hombre escayolado, otro yacía encogido como si tuviera fuertes dolores de barriga. El padre de Kurt Wallander miraba al techo.

– ¿Qué hay, papá? -preguntó.

El padre tardó en contestar.

– Déjame en paz.

Respondió en voz baja. No quedaba rastro de su malhumorada irritabilidad. Kurt Wallander tuvo la sensación de que la voz de su padre estaba llena de amargura.

Se sentó un rato en el borde de la cama. Luego se marchó.

– Volveré, papá. Y recuerdos de Kristina.

Salió rápidamente del hospital, invadido por la impotencia. El viento helado le cortaba la cara. No tenía ganas de volver a la comisaría, así que llamó a Hanson desde el ruidoso teléfono del coche.

– Me voy a Malmö -dijo-. ¿Ha salido el helicóptero?

– Ya lleva observando media hora -contestó Hanson-. Todavía nada. También hay dos patrullas con perros. Si el dichoso coche está en la zona excursionista, lo encontraremos.

Kurt Wallander se fue a Malmö. El tráfico de aquella mañana era agobiante y duro.

Continuamente lo empujaban hacia la cuneta los conductores que le adelantaban con poco margen.

«Debería haber usado un coche de policía», pensó. «Pero hoy en día tal vez no importe.»

Eran las nueve y cuarto cuando entró en la sala de la comisaría de Malmö donde le esperaba el hombre al que le habían robado el coche. Antes de ver al hombre habló con el policía que había registrado la denuncia del robo.

– ¿Es verdad que es policía? -preguntó Kurt Wallander.

– Lo ha sido -le contestó el policía-. Pero le dieron la jubilación anticipada.

– ¿Por qué?

El policía se encogió de hombros.

– Problemas de nervios. No sé exactamente.

– ¿Lo conoces?

– Era un solitario. Aunque trabajamos juntos durante diez años, no puedo decir que lo conozca. Francamente, no creo que nadie lo haga.

– Alguien tiene que conocerlo, ¿no?

El policía se encogió de hombros de nuevo.

– Lo investigaré -dijo-. Pero todo el mundo puede estar expuesto a que le roben el coche, ¿no?

Kurt Wallander entró en la sala y saludó al hombre, que se llamaba Rune Bergman. Tenía cincuenta y tres años y se había jubilado cuatro años antes. Era delgado, sus ojos mostraban inquietud, preocupación. A lo largo de la nariz tenía una cicatriz como si fuera de un corte con un cuchillo.

A Kurt Wallander enseguida le dio la impresión de que el hombre estaba a la defensiva. El porqué no lo sabía. Pero la sensación estaba ahí y fue incrementando durante la charla.

– Cuéntame -dijo-. A las cuatro descubres que tu coche ha desaparecido.

– Iba a ir a Göteborg. Me gusta salir de madrugada cuando tengo que ir lejos. Al salir, el coche no estaba.

– ¿En un garaje o en un aparcamiento?

– En la calle, delante de mi casa. Tengo garaje. Pero hay tanta porquería que no me cabe el coche.

– ¿Dónde vives?

– En una urbanización de casas adosadas cerca de Jägersro.

– ¿Es posible que tus vecinos hayan visto algo?

– Ya se lo he preguntado. Pero nadie ha visto ni oído nada.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste el coche?

– No salí en todo el día. Pero la noche anterior estaba en su sitio.

– ¿Cerrado con llave?

– Claro que estaba cerrado con llave.

– ¿Tenía bloqueo de volante?

– Por desgracia no. Se había roto.

Respondía con desenvoltura. Pero Kurt Wallander no se quitaba de encima la sensación de que el hombre estaba a la defensiva.

– ¿Qué tipo de feria ibas a visitar? -preguntó.

El hombre le miró con sorpresa.

– ¿Qué tiene que ver con esto?

– Nada. Sólo me lo preguntaba.

– Una feria de aviación, si es que quieres saberlo.

– ¿Una feria de aviación?

– Me interesan los aviones viejos. Yo mismo construyo algunas maquetas.

– Si lo he entendido bien, tienes la jubilación anticipada.

– ¿Qué cojones tiene eso que ver con mi coche robado?

– Nada.

– ¿Por qué no me buscas el coche en vez de revolver en mi vida privada?

– Estamos en ello. Como sabes, creemos que el que robó tu coche puede haber cometido un homicidio. O quizá debería decir una ejecución.

El hombre le miró directamente a los ojos. La mirada insegura había desaparecido.

– Sí, lo he oído -dijo.

Kurt Wallander no tenía más preguntas.

– Pensé que podría acompañarte a casa -dijo-. Para ver dónde estaba aparcado el coche.

– No te invitaré a café -replicó el hombre-. Tengo la casa desordenada.

– ¿Estás casado?

– Divorciado.

Se fueron en el coche de Kurt Wallander. La urbanización de casas adosadas era antigua y estaba detrás del hipódromo de Jägersro. Pararon delante de una casa de ladrillos amarillos con un pequeño césped a la entrada.

– Aquí, donde has parado, estaba el coche -dijo el hombre-. Exactamente aquí.

Kurt Wallander dio marcha atrás unos metros y salieron. Kurt Wallander vio que el coche había estado aparcado entre dos farolas.

– ¿Hay muchos coches aparcados en la calle por la noche? -preguntó.

– Habrá uno delante de cada casa. Mucha gente que vive aquí tiene dos coches. Sólo cabe uno en el garaje.

Kurt Wallander señaló las farolas.

– ¿Funcionan? -preguntó.

– Sí. Cuando alguna está rota me doy cuenta.

Kurt Wallander miró a su alrededor, pensativo. No tenía más preguntas.

– Supongo que volverás a saber de nosotros -dijo.

– Quiero que me devuelvan el coche -contestó el hombre.

Kurt Wallander, de repente, tenía otra pregunta.

– ¿Tienes licencia de armas? -preguntó-. ¿Armas?

El hombre se quedó petrificado.

En aquel mismo momento un pensamiento demencial pasó por la cabeza de Kurt Wallander.

El robo del coche era una invención.

La persona que tenía a su lado era uno de los dos hombres que había matado al somalí el día anterior.

– ¿Qué cojones quieres decir con eso? -le increpó el hombre-. ¿Licencia de armas? No serás tan idiota de creer que yo tenga algo que ver con eso.

– Tú que has sido policía sabrás que deben hacerse diferentes tipos de preguntas -dijo Kurt Wallander-. ¿Tienes armas en casa?

– Tengo tanto armas como licencia.

– ¿Qué tipo de armas?

– Cazo de vez en cuando. Tengo un rifle máuser para la caza del alce.

– ¿Qué más?

– Una escopeta de perdigones. Lanber Baron. Un arma española. Para la caza de liebres.

– Enviaré a alguien a buscar las armas.

– ¿Por qué?

– Porque el hombre al que mataron ayer le dispararon a corta distancia con una escopeta de perdigones.

El hombre le miró con desprecio.

– Tú no estás bien de la cabeza -dijo-. Tú estás loco de remate, joder.

Kurt Wallander lo dejó y se marchó directamente a la comisaría. Pidió hacer una llamada y llamó a Ystad. Aún no habían encontrado ningún coche. Luego preguntó por el jefe en servicio de la sección de crímenes en Malmö. Alguna vez lo había visto y le pareció autoritario y presuntuoso. Fue la ocasión en que conoció a Göran Boman.

Kurt Wallander dio cuenta del asunto.

– Quiero que controléis sus armas -dijo-. Quiero que registréis toda su casa. Quiero saber si tiene algo que ver con las organizaciones racistas.

El policía lo observó un buen rato.

– ¿Tienes alguna razón para creer que ha inventado el robo del coche? ¿Qué tiene que ver con el asesinato?

– Tiene armas. Y debemos investigarlo todo.

– Hay miles de escopetas de perdigones en este país. ¿Y cómo crees que voy a obtener una orden de registro de su casa, cuando se trata del robo de su coche?

– El asunto tiene máxima prioridad -ordenó Kurt Wallander, que empezaba a irritarse-. Llamaré al jefe de la policía provincial, hasta a la jefatura nacional si hace falta.

– Haré lo que pueda -dijo el policía-. Pero no me gusta investigar la vida privada de los compañeros. ¿Y qué crees que pasará si se enteran los periódicos?

– Me importa una mierda -replicó Kurt Wallander-. Tengo tres homicidios por resolver. Y alguien me ha prometido un cuarto asesinato. Lo voy a evitar.

Camino de Ystad se paró en Hageholm. Estaban acabando la investigación técnica. Repasó in situ la teoría de Rydberg sobre la forma en que había podido ocurrir el crimen y le dio la razón. El coche seguramente estaba aparcado en el lugar que Rydberg señaló.

De repente se acordó de que había olvidado preguntar al policía del coche robado si fumaba. O si comía manzanas. Continuó hasta Ystad. Eran las doce. Al entrar se encontró con una secretaria que se iba a comer. Le pidió que le comprara una pizza.

Metió la cabeza en el despacho de Hanson; todavía ningún coche.

– Reunión en mi despacho dentro de un cuarto de hora -dijo Kurt Wallander-. Intenta reunir a todo el mundo. Los que estén fuera deben estar localizables por teléfono.

Sin quitarse el abrigo se sentó en su silla y volvió a llamar a su hermana. Quedaron en que la recogería en Sturup a las diez de la mañana del día siguiente.

Luego se tocó el chichón de la frente que había tomado un color entre amarillo, negro y rojo.

Después de veinte minutos estaban todos reunidos excepto Martinson y Svedberg.

– Svedberg se ha puesto a buscar una aguja en un pajar -dijo Rydberg-. Alguien llamó diciendo que habían visto un coche sospechoso por ahí. Martinson está persiguiendo a alguien del club del Citroën que se supone que lo sabe todo acerca de la totalidad de los coches Citroën que se mueven por Escania. Es un dermatólogo de Lund.

– ¿Un dermatólogo de Lund? -dijo Kurt Wallander con asombro.

– Hay putas que coleccionan sellos -dijo Rydberg-. ¿Por qué un dermatólogo no podría estar loco por los coches Citroën?

Wallander dio cuenta de su encuentro con el policía de Malmö. Él mismo oyó que carecía de fundamento el haber ordenado que registraran al hombre.

– No parece muy probable -dijo Hanson-. Un policía que piensa cometer un asesinato no será tan idiota como para denunciar el robo de su coche.

– Es posible -contestó Kurt Wallander-. Pero no podemos descartar ni una sola idea, por improbable que sea.

Luego pasaron a discutir sobre el coche desaparecido.

– Hay muy pocas observaciones por parte de la gente -dijo Hanson-. Eso refuerza mi opinión de que el coche no ha dejado este distrito.

Kurt Wallander desplegó el mapa del Estado Mayor y se inclinaron sobre él como si estuvieran preparando una batalla campal.

– Los lagos -dijo Rydberg-. El lago de Krageholm, el de Svaneholm. Supongamos que hayan ido allí y hayan tirado el coche. Hay pequeños caminos por todas partes.

– Suena un poco arriesgado -objetó Kurt Wallander-. Alguien podría haberlos visto.

A pesar de todo decidieron rastrear cerca de las orillas de los lagos. También enviarían gente a buscar en los viejos graneros abandonados.

Una patrulla de Malmö había estado buscando con perros sin encontrar rastro alguno. Tampoco la búsqueda desde el helicóptero había dado resultado.

– ¿Y si tu árabe se equivocó? -preguntó Hanson.

Kurt Wallander pensó un momento.

– Lo volveremos a llamar -dijo-. Le haremos probar seis coches diferentes, entre los cuales pondremos un Citroën.

Hanson prometió cuidarse del testigo.

Luego hicieron un resumen de las investigaciones sobre los autores del crimen de Lenarp. Allí también tenían un coche fantasma que fue visto por el camionero madrugador.

Kurt Wallander notó que los policías estaban cansados. Era sábado y muchos de ellos habían trabajado sin descanso durante mucho tiempo.

– Dejamos Lenarp hasta el lunes por la mañana -dijo-. Ahora nos concentraremos en Hageholm. Los que no sean absolutamente necesarios que se vayan a casa a descansar. La semana que viene es probable que haya tanto trabajo como ésta.

Luego recordó que Björk entraría en servicio el lunes mismo.

– Björk se encargará -afirmó-. Aprovecho la ocasión para agradeceros vuestros esfuerzos hasta ahora.

– ¿Nos apruebas? -preguntó Hanson con tono malicioso.

– Os doy sobresaliente -contestó Kurt Wallander.

Después de la reunión le pidió a Rydberg que se quedara un rato. Quería repasar la situación tranquilamente con alguien, y la opinión de Rydberg, como de costumbre, era la que más respetaba. Le informó sobre los esfuerzos de Göran Boman en Kristianstad. Rydberg asentía con la cabeza mostrando una expresión cavilosa. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba manifiestamente pensativo.

– Puede ser una falsa pista -dijo-. Este doble asesinato me extraña más cuanto más pienso en él.

– ¿En qué sentido?

– No me quito de la cabeza lo que dijo la mujer antes de morir. Me imagino que ella en su lastimada conciencia interior tuvo que haberse dado cuenta de que el marido estaba muerto y que ella misma iba a morir. Creo que el ser humano, por instinto, intenta facilitar soluciones a los enigmas cuando ya no queda otra cosa. Y dijo una sola palabra. «Extranjero.» La volvió a decir. Cuatro, cinco veces. Tiene que significar algo. Luego aquel nudo. El nudo corredizo. Tú mismo lo has dicho. Ese asesinato huele a venganza y odio. Pero de todos modos estamos buscando en una dirección equivocada.

– Svedberg ha elaborado un mapa de la familia Lövgren -dijo Kurt Wallander-. No hay relaciones extranjeras. Sólo granjeros suecos y algún que otro artesano.

– No olvides su doble vida -atajó Rydberg-. Nyström describió a su vecino durante cuarenta años como normal. Y sin recursos. Después de dos días sabíamos que nada de eso era verdad. ¿Quién dice que no hay otro doble fondo en esta historia?

– ¿Qué te parece que debemos hacer, pues?

– Justo lo que estamos haciendo. Pero estar abiertos a reconocer que quizá seguimos una pista falsa.

Pasaron a hablar del somalí asesinado.

Ya desde que marchó de Malmö, Kurt Wallander le daba vueltas a un pensamiento.

– ¿Puedes quedarte un rato más? -preguntó.

– Sí -contestó Rydberg, asombrado-. Claro que sí.

– Es por algo relacionado con aquel policía -dijo Kurt Wallander-. Sé que sólo es una corazonada. Una característica discutible en un policía. Pero pienso que deberíamos vigilar a ese tipo, tú y yo. Por lo menos durante el fin de semana. Luego veremos si seguimos y metemos a otros en el tema. Pero si es lo que yo creo, que él está metido, que su coche no fue robado, a estas alturas debería estar nervioso.

– Yo soy de la opinión de Hanson: un policía no es tan idiota como para hacer ver que le han robado el coche si está planificando un homicidio -replicó Rydberg.

– Creo que os equivocáis -contestó Wallander-. De la misma manera que él se equivocó. Es decir, pudo haber pensado que el hecho de que haya sido policía apartaría todas las sospechas de él.

Rydberg se frotó la rodilla dolorida.

– Haremos lo que tú digas -accedió-. Lo que yo piense o deje de pensar no es importante, mientras tú consideres necesario seguir.

– Quiero que lo mantengamos bajo vigilancia -dijo Kurt Wallander-. Nos repartimos en cuatro turnos hasta el lunes por la mañana. Será duro, pero aguantaremos. Yo puedo vigilar por las noches si quieres.

Eran las doce. Rydberg opinó que podía cuidarse hasta la medianoche. Kurt Wallander le dio la dirección.

En aquel momento entró la secretaria con la pizza que Wallander había pedido.

– ¿Has comido? -preguntó.

– Sí -contestó Rydberg en tono vacilante.

– No lo has hecho. Cómete ésta y yo compraré otra.

Rydberg engulló la pizza sentado en el escritorio de Kurt Wallander. Luego se limpió la boca y se levantó.

– Tal vez tengas razón -dijo.

– Tal vez -contestó Wallander.

Durante el resto del día no ocurrió nada.

El coche continuaba desaparecido. Los bomberos rastreaban los lagos sin sacar otra cosa que piezas de una vieja trilladora.

Recibieron pocas pistas de la gente.

Los periodistas, la radio y la televisión llamaban sin cesar pidiendo informes sobre la situación. Kurt Wallander repetía su petición para que la gente llamase si podía dar alguna pista sobre un Citroën azul y blanco. Los preocupados responsables de los campos de refugiados llamaban para pedir más vigilancia policial.

Kurt Wallander contestaba con toda la paciencia que podía.

A las cuatro, una anciana murió atropellada por un coche en Bjäresjö. Svedberg, que había vuelto de su búsqueda, llevaba la investigación a pesar de que Kurt Wallander le había prometido que tendría la tarde libre.

Näslund llamó a las cinco y Kurt Wallander pudo oír que estaba bebido. Preguntó si había pasado algo, y si podía ir a una fiesta en Skillinge. Wallander le dio permiso.

Llamó al hospital dos veces para preguntar por el estado de su padre. Le dijeron que estaba cansado y ausente.

Poco después de la conversación con Näslund, llamó a Sten Widén. Una voz que Wallander reconoció contestó:

– Soy quien te ayudó con la puerta del granero -dijo-. El que tú adivinaste que era policía. Quisiera hablar con Sten si está por ahí.

– Está en Dinamarca comprando caballos -contestó la chica, que se llamaba Louise.

– ¿Cuándo vuelve?

– Quizá mañana.

– ¿Puedes decirle que me llame?

– Lo haré.

La conversación se acabó. Kurt Wallander tuvo la sensación de que Sten Widén en absoluto se encontraba en Dinamarca. Tal vez estaba al lado de la chica escuchando.

Tal vez estuvieran en aquella cama deshecha cuando llamó.

Rydberg no se ponía en contacto con él.

Dejó su informe a uno de los policías, que prometió dárselo a Björk en cuanto bajara del avión en Sturup aquella misma noche.

Luego repasó las facturas que había olvidado pagar a final de mes. Rellenó un montón de giros postales y los puso junto con un cheque en el sobre marrón. Comprendió que aquel mes no podría comprarse ni el vídeo ni el equipo de música.

Más tarde contestó una encuesta sobre si tenía la intención de participar en una salida a la ópera del Det Kongelige en Copenhague a finales de febrero. Contestó que sí. Woyzeck era una de las óperas que nunca había visto en escena.

A las ocho leyó el informe de Svedberg sobre el accidente de Bjäresjö. Comprendió enseguida que no había razón para formular una denuncia. La mujer salió a la calzada delante de un coche que iba a poca velocidad. El granjero que lo llevaba era de conducta irreprochable. Diferentes testigos eran unánimes. Hizo una anotación para dar el informe a Anette Brolin después de la autopsia de la mujer.

A las ocho y media, dos hombres empezaron una pelea en un bloque de pisos a las afueras de Ystad. Peters y Norén rápidamente lograron separar a los pendencieros. Eran dos hermanos conocidos por la policía. Se peleaban unas tres veces al año.

Un galgo fue registrado como desaparecido en Marsvinsholm. Como lo habían visto correr hacia el oeste, envió la denuncia a los compañeros en Skurup.

A las diez dejó la comisaría. Hacía frío y el viento llegaba a ráfagas. El cielo estrellado estaba límpido. Aún no nevaba. Se fue a casa, se abrigó con ropa interior de invierno y se puso un gorro de lana. Distraídamente regó las marchitas plantas de la ventana de la cocina. Luego se fue a Malmö.

Norén estaba de guardia durante la noche. Kurt Wallander prometió llamarlo varias veces. Pero Norén probablemente estaría ocupado con Björk, que regresaría y se enteraría de que sus vacaciones habían llegado a su fin.

Kurt Wallander se paró en un motel en Svedala. Dudó un rato antes de decidirse a cenar tan sólo una ensalada. No estaba seguro de que fuera la ocasión apropiada para cambiar sus costumbres alimenticias. Más bien sabía que correría el riesgo de dormirse si comía demasiado ante una noche en vela.

Tomó varias tazas de café bien cargado después de comer. Una señora mayor se acercó a venderle la revista Atalaya. Compró un ejemplar pensando que sería una lectura suficientemente aburrida para durarle toda la noche.

Poco después de las once, entró de nuevo en la E 14 y continuó los últimos kilómetros hasta Malmö. De repente empezó a dudar del sentido de la misión que le había asignado a Rydberg y que él mismo había asumido. ¿Cuánto crédito tenía derecho a dar a su intuición? ¿No deberían bastar las objeciones de Hanson y Rydberg para desistir de aquella vigilancia nocturna?

Se sentía inseguro, indeciso.

Y la ensalada no era suficiente comida para él.

Eran las once y media pasadas cuando entró en la calle que cruzaba la de la casa adosada amarilla donde vivía Rune Bergman. Al salir se bajó el gorro para taparse las orejas en aquella noche fría. Las casas a su alrededor estaban a oscuras. En la distancia se oía el chirrido de las ruedas de un coche. Se mantuvo en la sombra y entró en la calle que se llamaba Rosenallén.

Casi enseguida descubrió a Rydberg, que estaba al lado de un castaño alto. El tronco era tan grueso que daba sombra a todo el hombre. Wallander lo descubrió sólo gracias a que era el único escondrijo posible desde donde se podía controlar toda la casa amarilla.

Kurt Wallander se deslizó en la sombra del gran tronco. Rydberg tenía frío. Se frotaba las manos y golpeaba el suelo con los pies.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó Kurt Wallander.

– No mucho en doce horas -contestó Rydberg-. A las cuatro se fue a una tienda a comprar. Dos horas más tarde salió a cerrar la verja, que se había abierto por el viento. Pero está alerta. Me pregunto si, a fin de cuentas, no tendrás razón.

Rydberg señaló una casa junto a la de Rune Bergman.

– Está vacía -dijo-. Desde dentro del jardín se domina la calle y la puerta de atrás. Por si se le ocurriera salir por allí. Hay un banco donde sentarse. Si llevas ropa de abrigo.

Kurt Wallander había visto una cabina de teléfonos camino de la casa de Bergman. Le dijo a Rydberg que llamara a Norén. Si no había pasado nada importante podía irse en su coche a casa.

– Vendré sobre las siete. No te mueras de frío.

Desapareció sin hacer ruido. Kurt Wallander estuvo un rato observando la casa amarilla. Había luz en dos ventanas, una en el piso inferior y una en el superior. Las cortinas estaban corridas. Miró el reloj. Tres minutos pasada la medianoche. Rydberg no había vuelto. Por tanto, todo estaba tranquilo en la comisaría de Ystad.

Cruzó la calle deprisa y abrió la verja del jardín de la casa vacía. Anduvo a tientas en la oscuridad hasta encontrar el banco que Rydberg había mencionado. Desde allí podía verlo todo bien. Para mantener el calor, empezó a caminar, cinco pasos en una dirección, cinco pasos en la otra.

Cuando volvió a mirar el reloj era la una menos diez. La noche sería larga. Ya tenía frío. Intentó dejar pasar el tiempo observando las estrellas del cielo. Si le dolía la nuca, volvía a caminar de arriba abajo.

A la una y media se apagó la luz del piso de abajo. A Kurt Wallander le pareció oír una radio desde el piso de arriba.

«Rune Bergman tiene costumbres nocturnas», pensó.

«Tal vez las tienen los que reciben la jubilación anticipada.»

A las dos menos cinco pasó un coche por la calle. Poco después otro más. Luego se hizo el silencio de nuevo.

La luz permanecía encendida en el piso de arriba. Kurt Wallander tenía frío.

A las tres menos cinco minutos se apagó la luz. Kurt Wallander intentó oír la radio. Pero todo estaba en silencio. Se abrazaba a golpes para conservar el calor.

Canturreaba mentalmente un vals de Strauss.

El sonido fue tan sordo que apenas lo oyó.

El clic de una cerradura. Eso fue todo. Kurt Wallander se interrumpió en uno de sus gestos para mantener el calor y escuchó.

Luego percibió la sombra.

El hombre debía moverse de forma muy silenciosa. Pero Kurt Wallander vislumbró a Rune Bergman cuando desapareció sin prisa en el jardín trasero. Kurt Wallander esperó unos segundos. Luego saltó la cerca con cuidado. Era difícil orientarse en la oscuridad, pero vio un pasaje estrecho entre el anejo y el jardín simétrico al de la casa de Bergman. Se movía rápidamente. Demasiado rápido para alguien que no veía casi nada.

Luego salió a la calle paralela a Rosenallén.

Si hubiera llegado un solo segundo más tarde, no habría visto a Rune Bergman desaparecer por una calle transversal hacia la derecha.

Dudó un momento. Su coche estaba aparcado a sólo cincuenta metros. Si no se subía a él en ese mismo instante y Rune Bergman tenía un coche aparcado cerca, no tendría ninguna posibilidad de seguirlo.

Corrió hacia su coche como un poseso. Las articulaciones, rígidas por el frío, crujían y se quedó sin aliento ya en los primeros pasos. Abrió la puerta del coche de un tirón, manipuló con torpeza las llaves y decidió cortarle el camino a Rune Bergman.

Giró por la calle que creyó que era la correcta. Demasiado tarde se dio cuenta de que era un callejón sin salida. Soltó unas palabrotas y dio marcha atrás. Rune Bergman tenía probablemente muchas calles entre las cuales elegir. Además, había un parque al lado.

«Decídete», pensó con rabia. «Decídete rápido, joder.»

Condujo deprisa hacia el gran aparcamiento que quedaba entre el hipódromo de Jägersro y los grandes almacenes. Estaba a punto de perder la esperanza cuando vio a Rune Bergman en una cabina telefónica al lado de un hotel recién construido a la entrada de las caballerizas del hipódromo.

Kurt Wallander frenó y apagó el motor y los faros.

El hombre de la cabina telefónica no lo había descubierto.

Unos minutos más tarde paró un taxi delante del hotel. Rune Bergman se metió en el asiento trasero y Kurt Wallander puso el coche en marcha.

El taxi se metió por la autopista hacia Göteborg. Kurt Wallander dejó pasar un camión antes de empezar la persecución. Miró la aguja de la gasolina. No podría seguir al taxi hasta más allá de Halmstad.

De repente vio que el taxista puso el intermitente hacia la derecha. Tomaría la salida de Lund. Wallander lo siguió.

El taxi paró en la estación de ferrocarril. Cuando Wallander pasó por delante, vio que Rune Bergman estaba pagando. Se metió en una calle transversal y aparcó descuidadamente sobre un paso de cebra.

Rune Bergman caminaba deprisa. Wallander lo seguía entre las sombras.

Rydberg tenía razón. El hombre estaba alerta.

De pronto se paró y se volvió.

Kurt Wallander se tiró de cabeza en un portal. Se dio un golpe en la frente con un escalón y sintió que se le abría el chichón de encima del ojo. La sangre le caía por la cara. Se secó con el guante, contó hasta diez y continuó la persecución. El párpado se le pegaba debido a la sangre.

Rune Bergman se paró delante de una fachada tapada con tela de saco y andamios. De nuevo se volvió y Kurt Wallander se agachó detrás de un coche aparcado.

Luego desapareció.

Kurt Wallander esperó hasta que oyó cómo se cerraba la puerta. Un poco más tarde se encendió la luz de una habitación en el segundo piso.

Cruzó la calle corriendo y se metió detrás de la tela de saco. Sin pensárselo se subió al primer rellano de los andamios.

Todo chirriaba y crujía cuando movía los pies. Ininterrumpidamente iba quitándose la sangre que le cerraba el ojo. Luego se subió al segundo rellano. Las ventanas iluminadas estaban a sólo un metro por encima de su cabeza. Se quitó la bufanda y se la enrolló en la cabeza como si fuera un vendaje provisional.

Con cuidado se subió al siguiente rellano. Los esfuerzos le habían dejado tan cansado y sin aliento que permaneció tumbado durante más de un minuto antes de poder seguir. Con cautela se arrastró a gatas por las maderas heladas llenas del material de revoque. No se atrevía a pensar a cuántos metros de altura se encontraba. Le habría dado vértigo.

Lentamente miró por encima de la repisa ante la ventana iluminada. A través de las cortinas entrevió a una mujer durmiendo en una cama de matrimonio. A su lado la manta estaba apartada como si alguien se hubiera levantado muy deprisa.

Siguió arrastrándose.

Al mirar por la siguiente ventana, vio a Rune Bergman hablando con un hombre que llevaba un albornoz marrón.

Kurt Wallander pensó que era como si hubiera visto a aquel hombre antes.

Tan precisa era la descripción que la joven rumana había hecho del hombre que estaba en el campo comiendo una manzana.

Sintió los latidos de su corazón.

O sea que tenía razón. No podía ser otro.

Los dos hombres hablaban en voz baja. Kurt Wallander no podía entender lo que decían. De repente el hombre del albornoz desapareció por una puerta. En aquel momento Rune Bergman fijó la vista directamente en el lugar en que estaba Kurt Wallander.

«Me han descubierto», pensó al apartar la cabeza.

«Esos cabrones no dudarán en matarme de un tiro.»

Se quedó paralizado de terror.

«Moriré», pensó desesperadamente. «Me volarán la cabeza.»

Pero nadie fue a volarle la cabeza. Al final se atrevió a volver a mirar.

El hombre del albornoz estaba comiéndose una manzana.

Rune Bergman llevaba dos escopetas de perdigones en las manos. Puso una sobre la mesa. La otra la metió debajo de su abrigo. Kurt Wallander comprendió que había visto más que suficiente. Se dio la vuelta y se fue sigilosamente.

Lo que pasó después, no lo sabría nunca.

Pero se equivocó en la oscuridad. Al intentar agarrarse al andamio, su mano palpaba a ciegas en el vacío.

Después se cayó.

Ocurrió tan deprisa que casi no tuvo tiempo de pensar que iba a morir.

Justo encima del suelo su pierna quedó atrapada en una abertura que había entre dos maderas. El dolor fue terrible cuando sintió el tirón. Estaba colgando con la cabeza hacia abajo a menos de un metro del asfalto.

Intentó sacar el pie con movimientos giratorios, pero se le había enganchado. Colgaba en el aire sin poder hacer nada. La sangre le golpeaba las sienes.

El dolor era tan violento que se le saltaban las lágrimas. En aquel momento oyó que se cerraba la puerta del portal. Rune Bergman había dejado el piso.

Se mordió los nudillos para no gritar. A través de la tela de saco observó que el hombre se detenía de pronto. Exactamente delante de él.

Vio una ráfaga de luz.

«El disparo» pensó. «Ahora moriré.»

Luego entendió que Rune Bergman había encendido un cigarrillo.

Los pasos se alejaron.

Estaba perdiendo el conocimiento a causa de la presión de la sangre en su cabeza. Tuvo una momentánea visión de Linda.

Con un enorme esfuerzo logró agarrar uno de los postes que aguantaban los andamios. Se ayudó con un brazo hasta poder asirse alrededor del andamio donde estaba encallado el pie. Reunió todas sus fuerzas para un último intento y dio un tirón. El pie se soltó y cayó de espaldas sobre un montón de grava. Se quedó quieto, comprobando que no tenía nada roto.

Luego se levantó y tuvo que sujetarse contra la pared para no desplomarse a causa del mareo.

Tardó casi veinte minutos en volver al coche. En el reloj de la estación vio que las manecillas señalaban las cuatro y media.

Se dejó caer en el asiento del conductor y cerró los ojos.

Después se marchó a casa a Ystad.

«Necesito dormir», pensó. «Mañana será otro día. Entonces haré lo que haga falta.»

Gimió al ver su cara en el espejo del baño. Se lavó las heridas con agua caliente.

Eran casi las seis cuando se metió entre las sábanas. Puso el despertador a las siete menos cuarto. No se atrevía a dormir más que eso.

Intentó encontrar la posición en que le doliese menos el cuerpo.

En el momento de dormirse se sobresaltó por un golpe en el buzón de la puerta.

El periódico de la mañana.

Se volvió a estirar.

En sus sueños se le acercaba Anette Brolin.

En alguna parte relinchaba un caballo.

Era el domingo 14 de enero.

El día despertaba con vientos del noreste en aumento.

Kurt Wallander dormía.

12

Pensó que llevaba durmiendo un largo rato. Pero al despertar y mirar el reloj de la mesita de noche se dio cuenta de que sólo había dormido siete minutos. Le despertó el teléfono. Rydberg estaba llamando desde una cabina de teléfonos en Malmö.

– Vuelve aquí -dijo Kurt Wallander-. No hace falta que te quedes allí pasando frío. Ven aquí, a mi casa.

– ¿Qué es lo que ha pasado?

– Es él.

– ¿Seguro?

– Totalmente seguro.

– Allá voy.

Kurt Wallander se levantó con dificultad de la cama. Le dolía todo el cuerpo y le latían las sienes. Mientras hacía café se sentó en la mesa de la cocina con un espejo de bolsillo y un algodón. Con mucho esfuerzo logró fijar una compresa sobre el chichón abierto. Pensó que toda su cara era de color azul morado.

Cuarenta y tres minutos más tarde, Rydberg llamaba a su puerta.

Mientras tomaban café, Kurt Wallander le explicó su historia.

– Bien -dijo Rydberg al finalizar-. Un trabajo de a pie muy bonito. Ahora iremos a por esos cabrones. ¿Cómo se llamaba el de Lund?

– Me olvidé mirar los nombres en la entrada. Y nosotros no los detendremos. Lo hará Björk.

– ¿Ya ha vuelto?

– Iba a volver anoche.

– Pues le sacaremos de la cama.

– A la fiscal también. Y tendremos que hacerlo en cooperación con los compañeros de Malmö y Lund, ¿verdad?

Mientras Kurt Wallander se vestía, Rydberg hablaba por teléfono. Wallander oyó con satisfacción que Rydberg no aceptaba ninguna objeción.

Se preguntó si el marido de Anette Brolin estaba de visita.

Rydberg se apoyó en la puerta del dormitorio mirando cómo Kurt se hacía el nudo de la corbata.

– Tienes cara de boxeador -dijo riendo-. Un boxeador noqueado.

– ¿Encontraste a Björk?

– Parece ser que aprovechó la noche para ponerse al día de todo lo que ha pasado. Le alivió saber que por lo menos tenemos la solución de uno de los asesinatos.

– ¿La fiscal?

– Vendrá enseguida.

– ¿Fue ella quien contestó?

Rydberg le miró sorprendido.

– ¿Quién iba a ser si no?

– Su marido, por ejemplo.

– ¿Y eso qué importa?

Kurt Wallander no se molestó en contestar.

– Joder, qué mal estoy -dijo en cambio-. Vámonos.

Salieron de madrugada. Aún soplaban ráfagas de viento y el cielo estaba cubierto de nubes oscuras.

– ¿Nevará? -preguntó Kurt Wallander.

– No hasta febrero -contestó Rydberg-. Lo noto en el cuerpo. Pero entonces será un invierno terrible.

En la comisaría reinaba la tranquilidad de un domingo. Svedberg había sustituido a Norén en la guardia. Rydberg le hizo un breve resumen de los acontecimientos de la noche anterior.

– Joder -fue el comentario de Svedberg-. ¿Un policía?

– Un ex policía.

– ¿Dónde ha escondido el coche?

– No lo sabemos todavía.

– ¿Estás seguro de que es él?

– Creo que sí.

Björk y Anette Brolin llegaron al mismo tiempo a la comisaría. Björk, que tenía cincuenta y cuatro años y era oriundo de la región de Västmanland, lucía un bronceado que le sentaba bien. Kurt Wallander siempre se lo había imaginado como el jefe de policía ideal de un distrito sueco de tamaño medio. Era amable y no demasiado inteligente, y velaba a la vez por la buena reputación de la policía.

Miró con aire perplejo a Wallander.

– ¡Vaya cara tienes!

– Me han pegado -contestó Wallander.

– ¿Pegado? ¿Quiénes?

– Los policías. Eso pasa cuando prestas servicio como jefe. Te apalean.

Björk se rió.

Anette Brolin le miró con una expresión que parecía de auténtica compasión.

– Te tiene que doler -dijo.

– Me aguanto -contestó Wallander.

Volvió la cara al contestar, pues en ese momento se dio cuenta de que había olvidado lavarse los dientes.

Se reunieron en el despacho de Björk.

Puesto que no había ningún informe escrito de la investigación, Wallander expuso el asunto oralmente. Tanto Björk como Anette Brolin hicieron muchas preguntas.

– Si hubiera sido otro quien me saca de la cama un domingo por la mañana con una historia como ésta, no me lo habría creído -dijo Björk.

Luego se dirigió a Anette Brolin.

– ¿Tenemos suficiente con esto para efectuar un arresto? -preguntó-. ¿O tan sólo los hacemos venir para interrogarles?

– Los arrestaré según los resultados del interrogatorio -contestó Anette Brolin-. Después sería bueno que la mujer rumana pudiera identificar al hombre de Lund en un careo.

– Para eso necesitamos un auto -expuso Björk.

– Sí -dijo Anette Brolin-. Pero podemos hacer un careo provisional. -Kurt Wallander y Björk la miraron con curiosidad-. Podríamos ir a buscarla al campo de refugiados -continuó-. Luego pueden cruzarse por casualidad aquí en el pasillo.

Wallander asintió con aprobación. Anette Brolin era una fiscal a la que ni Per Ǻkeson hacía sombra en cuanto a realizar una interpretación abierta de las leyes vigentes.

– Bueno -dijo Björk-. Entonces me pongo en contacto con los compañeros de Malmö y Lund. Dentro de dos horas iremos a por ellos. A las diez.

– ¿Y la mujer de la cama? -dijo Wallander-. La de Lund.

– La detenemos también -dijo Björk-. ¿Cómo repartiremos los interrogatorios?

– Yo quiero a Rune Bergman -dijo Wallander-. Rydberg puede hablar con el que come manzanas.

– A las tres tomaremos una decisión acerca del arresto -dijo Anette Brolin-. Estaré en casa hasta entonces.

Kurt Wallander la acompañó hasta la recepción.

– Había pensado en sugerirte una cena anoche -dijo-. Pero me salió un imprevisto.

– Habrá más noches -replicó ella-. Pienso que esto lo has llevado bien. ¿Cómo supiste que era él?

– No lo supe. Fue sólo una intuición.

La vio dirigirse hacia el centro de la ciudad. Se dio cuenta de que no había pensado en Mona desde la noche en la que cenaron juntos.

Después todo ocurrió muy deprisa.

Sacaron a Hanson de la paz dominical y le ordenaron que fuera a buscar a la mujer rumana y a un intérprete.

– Los compañeros no parecen contentos -dijo Björk con voz preocupada-. Nunca gusta ir a buscar a alguien del propio cuerpo. Será un invierno lúgubre después de esto.

– ¿Qué quieres decir con lúgubre? -preguntó Wallander.

– Nuevos ataques al cuerpo de policía.

– Pero tiene la jubilación anticipada, ¿no?

– Es igual. Los periódicos gritarán que el asesino es un policía. Habrá nuevas persecuciones contra el cuerpo.

A las diez, Wallander volvió a la casa que estaba tapada con tela de saco y andamios. Cuatro policías de Lund vestidos de paisano habían ido para ayudarle.

– Tiene armas -avisó Wallander mientras todavía estaban en el coche-. Y ha matado a sangre fría. De todas maneras creo que podemos hacerlo con calma. No se imagina que estamos tras él. Dos armas desenfundadas bastarán.

Wallander se había llevado su arma reglamentaria al salir de Ystad.

Camino de Lund intentó recordar cuándo la había llevado por última vez. Llegó a la conclusión de que habían pasado más de tres años desde entonces, cuando la usó para detener a un fugitivo de la cárcel de Kumla que se había hecho un fuerte en una casa de verano en las playas de Mossby.

Estaban en el coche delante de la casa de Lund. Wallander vio que había trepado considerablemente más alto de lo que se imaginaba. Si hubiera caído hasta el suelo, se habría roto la espalda.

Por la mañana, la policía de Lund había enviado a un policía disfrazado de repartidor de periódicos para registrar el edificio.

– Vamos a ensayar -dijo Wallander-. ¿No hay escalera posterior?

El policía que estaba sentado junto a él en el asiento delantero negó con la cabeza.

– ¿Nada de andamios en la parte trasera?

– Nada.

Según la policía el piso estaba habitado por un hombre llamado Valfrid Ström.

No se encontraba en ningún registro de la policía. Tampoco sabía nadie de qué vivía.

A las diez en punto salieron del coche y cruzaron la calle. Un policía se quedó en el portal. Había un portero automático, pero no funcionaba. Wallander abrió la puerta con un destornillador.

– Un hombre se quedará en la escalera -dijo-. Tú y yo subiremos. ¿Cómo te llamabas?

– Enberg.

– Tendrás nombre propio, ¿no?

– Kalle.

– Pues, vamos, Kalle.

Escucharon en la oscuridad delante de la puerta.

Kurt Wallander desenfundó su pistola y le indicó a Kalle Enberg que hiciera lo mismo.

Luego llamó al timbre.

Abrió la puerta una mujer vestida con una bata. Wallander la reconoció de la noche anterior. Era la que dormía en la cama de matrimonio.

Escondió la pistola detrás de la espalda.

– Somos de la policía -dijo-. Estamos buscando a su marido, Valfrid Ström.

La mujer, que tendría unos cuarenta años y cara ajada, parecía asustada.

Luego se apartó y los dejó pasar.

De repente, Valfrid Ström estaba delante de ellos. Iba vestido con un conjunto deportivo verde.

– Policía -dijo Wallander-. Te invitamos a que nos acompañes.

El hombre con la calva en forma de media luna le miró fijamente.

– ¿Por qué?

– Interrogatorio.

– ¿Sobre qué?

– Lo sabrás cuando lleguemos a la comisaría.

Luego Wallander se volvió hacia la mujer.

– Es mejor que tú también vengas -ordenó-. Ponte algo de ropa.

El hombre que tenía delante parecía completamente tranquilo.

– No iré si no me explicáis por qué -dijo-. Quizá podríais empezar identificándoos.

Cuando Wallander metió la mano derecha en el bolsillo interior, no pudo esconder la pistola. La sujetó con la mano izquierda y buscó la cartera donde llevaba la placa de policía.

En ese mismo momento Valfrid Ström se le echó encima. Le dio un cabezazo en la frente, en medio del ya hinchado y reventado chichón. Se desplomó hacia atrás y la pistola salió despedida de su mano. Kalle Enberg no tuvo tiempo de reaccionar antes de que el hombre desapareciera por la puerta. La mujer gritaba y Wallander buscaba su pistola a tientas. Luego corrió tras el hombre escaleras abajo, mientras gritaba una advertencia a los dos policías que estaban de guardia más abajo.

Valfrid Ström era rápido. Le dio un codazo en el mentón al policía que aguardaba en la portería. Al hombre que estaba en la calle se le cayó la mitad de la puerta encima cuando Ström se abalanzó hacia fuera. Wallander, que apenas veía por la sangre que le caía por los ojos, tropezó con el policía desmayado en la escalera. Estiró y tiró del seguro de la pistola que se había encallado.

Luego apareció en la calle.

– ¿Hacia dónde se ha ido? -gritó al confuso policía que se había enredado en la tela de saco.

– Izquierda -le contestó.

Corrió. Pudo ver el traje deportivo de Valfrid Ström justo cuando desaparecía por debajo de un viaducto. Se quitó el gorro de un tirón y se secó la cara. Unas señoras mayores, que parecían ir de camino a misa, se apartaron asustadas. Corría como un poseso bajo el viaducto a la vez que un tren pasaba por encima traqueteando.

Al subir a la calle, vio que Valfrid Ström paraba un coche, sacaba al conductor de un tirón y se marchaba.

El único vehículo que había cerca era una gran furgoneta que transportaba animales. El conductor estaba sacando un paquete de preservativos de una máquina. Cuando Wallander llegó corriendo, pistola en mano y la sangre corriéndole por la cara, dejó caer los preservativos y se largó apresuradamente.

Wallander se sentó en el asiento del conductor. Detrás de él, oyó relinchar a un caballo. El motor ya estaba en marcha y puso la primera.

Pensó que había perdido el coche en que iba Valfrid Ström, cuando volvió a verlo. El coche se pasó el semáforo en rojo y continuó por una calle estrecha que llevaba directamente a la catedral. Wallander estiraba las marchas para no perder el coche de vista. Los caballos relinchaban a sus espaldas y notó el olor a estiércol caliente.

En una curva cerrada estuvo a punto de perder el control del vehículo. Iba derrapando hacia dos coches aparcados en la acera, pero al final logró enderezar el vehículo de nuevo.

La persecución le llevó hasta el hospital y luego tuvo que atravesar un polígono industrial. De repente Wallander vio que la furgoneta llevaba teléfono móvil. Con una mano intentó marcar el número de alarma, mientras que con la otra mantenía el pesado vehículo en la calzada.

Cuando por fin contestaron en la estación de alarma, tuvo que maniobrar en una curva.

El teléfono se le cayó de la mano y comprendió que no podría alcanzarlo sin detenerse.

«Esto es una locura», pensó desesperadamente. «Una locura total.»

A la vez se acordó de su hermana. En aquel momento debería estar en el aeropuerto de Sturup recogiéndola.

En la rotonda de la entrada a Staffanstorp se acabó la persecución.

Valfrid Ström tuvo que frenar bruscamente por un autobús que ya estaba dentro de la rotonda. Perdió el control del coche y se empotró en una columna de cemento. Wallander, que estaba a unos cien metros de distancia, vio salir unas llamas del coche. Frenó tan fuerte que la furgoneta resbaló hacia la cuneta y volcó. Las puertas traseras se abrieron y tres caballos saltaron y se fueron galopando por los campos.

En la colisión, Valfrid Ström salió disparado del coche. Se le había arrancado un pie. Tenía la cara cortada por los cristales.

Antes de llegar a su lado, Wallander supo que había muerto.

Desde las casas cercanas se acercaba gente corriendo. Los coches paraban en la cuneta. De repente se acordó de que todavía llevaba la pistola en la mano.

Minutos más tarde llegó el primer coche de policía. Poco después una ambulancia. Wallander enseñó su identificación y llamó desde el coche. Pidió hablar con Björk.

– ¿Ha ido bien? -preguntó Björk-. Rune Bergman está apresado y de camino. Todo ha ido sin problemas. Y la mujer yugoslava está esperando aquí con su intérprete.

– Envíalos a la morgue del hospital de Lund -dijo Wallander-. Ahora tendrá que enfrentarse con un cadáver. Y, por cierto, es rumana.

– ¿Qué diablos quieres decir con eso? -dijo Björk.

– Lo que has oído -contestó Wallander, y puso fin a la conversación.

En aquel momento vio uno de los caballos galopando por el campo. Era blanco, precioso.

Pensó que nunca había visto un caballo tan bonito.

Al volver a Ystad, la noticia de la muerte de Valfrid Ström ya estaba difundida. Su esposa sufrió un colapso y un médico les prohibió por el momento hacerle preguntas.

Rydberg informó que Rune Bergman lo negaba todo. No había robado su propio coche para luego esconderlo. No había estado en Hageholm. No había visitado a Valfrid Ström la noche anterior.

Exigió ser acompañado de inmediato a Malmö.

– Es una jodida rata -dijo Wallander-. Lo voy a doblegar.

– Aquí no se doblega a nadie -replicó Björk-. Esta persecución de locura a través de Lund ya ha causado suficientes problemas. No llego a comprender cómo cuatro policías adultos no pueden detener a un hombre desarmado para interrogarle. A propósito, ¿sabes que uno de aquellos caballos fue atropellado? Se llamaba Super Nova y según su dueño estaba valorado en cien mil coronas.

Wallander sintió que la ira lo dominaba.

¿Por qué no entendía Björk que lo que necesitaba era su apoyo y no aquellas inoportunas quejas?

– Estamos esperando la identificación de la rumana -explicó Björk-. Que nadie hable con la prensa y los medios excepto yo.

– Muchas gracias -dijo Wallander.

Junto con Rydberg fueron a su despacho y cerraron la puerta.

– ¿Te has visto la cara? -preguntó Rydberg.

– No, gracias, prefiero no hacerlo.

– Tu hermana llamó. Le pedí a Martinson que fuera a buscarla al aeropuerto. Supuse que lo habías olvidado. Él se cuidará de ella hasta que tengas tiempo.

Wallander asintió con la cabeza agradecido. Unos minutos más tarde, Björk entró corriendo.

– La identificación ya está hecha -anunció-. Tenemos a nuestro ansiado asesino.

– ¿Le reconoció?

– Sin dudar. Era el mismo hombre que estaba comiendo manzanas en el campo.

– ¿Quién era? -preguntó Rydberg.

– Se identificaba como empresario -contestó Björk-. Cuarenta y siete años. Pero el Servicio de Inteligencia no ha necesitado mucho tiempo para contestar a nuestra solicitud. Valfrid Ström estaba relacionado con movimientos nacionalistas desde los años sesenta. Primero algo que se llamaba Alianza Democrática, luego fracciones más radicales. Pero la forma en que llegó a ser un asesino a sangre fría es algo que quizá pueda explicarnos Rune Bergman, o su mujer.

Wallander se levantó.

– Vamos a por Bergman.

Los tres entraron en la habitación donde Rune Bergman esperaba fumando.

Wallander conducía el interrogatorio.

Atacó inmediatamente.

– ¿Sabes lo que hice anoche? -preguntó.

Rune Bergman lo miró con desprecio.

– ¿Cómo lo voy a saber?

– Te seguí hasta Lund.

A Wallander le pareció ver un rápido cambio en la expresión de la cara del hombre.

– Te seguí hasta Lund -repitió Wallander-. Y me subí a los andamios de la casa donde vivía Valfrid Ström. Te vi cambiar tu escopeta por otra. Ahora Valfrid Ström está muerto. Pero un testigo lo ha señalado como el asesino de Hageholm. ¿Qué tienes que decir a todo esto?

Rune Bergman no dijo nada en absoluto.

Encendió otro cigarrillo y miró al vacío.

– Vamos a empezar desde el principio otra vez -dijo Wallander-. Sabemos cómo ha ocurrido todo. Lo único que no sabemos son dos cosas. La primera es dónde has escondido tu coche. La segunda: ¿por qué matasteis a aquel somalí?

Rune Bergman seguía callado.

Poco después de las tres de la tarde le dictaron auto de detención y le asignaron un abogado defensor. Los cargos eran asesinato o complicidad en un asesinato.

A las cuatro Wallander le hizo un breve interrogatorio a la esposa de Valfrid Ström. Todavía estaba conmocionada, pero contestó a todas sus preguntas. Le informó de que Valfrid Ström trabajaba importando coches de lujo.

Además, explicó que odiaba la política sueca en cuanto al tema de los refugiados.

Sólo llevaban casados poco más de un año.

Wallander tuvo la certera impresión de que no tardaría en sobreponerse a la pérdida.

Después del interrogatorio habló con Rydberg y Björk. Un poco más tarde dejaron a la mujer libre sin cargos, con la prohibición de viajar, y la acompañaron a Lund.

Seguidamente, Wallander y Rydberg trataron de conseguir que Rune Bergman hablara. El abogado defensor, que era joven y ambicioso, opinaba que no había ni asomo de pruebas, y consideraba la detención como un atropello a la justicia.

Entonces Rydberg tuvo una idea.

– ¿Hacia dónde intentó huir Valfrid Ström? -preguntó.

Lo señaló en un mapa.

– El viaje se acabó en Staffanstorp. ¿Tendría algún almacén por allí? No está tan lejos de Hageholm, si se conocen todos los caminos vecinales.

Una llamada a la mujer de Valfrid Ström pudo confirmar la teoría de Rydberg. Tenía un almacén entre Staffanstorp y Veberöd. Rydberg se fue con el coche policía y pronto llamó a Wallander.

– Bingo -anunció-. Aquí hay un Citroën azul y blanco.

– Quizá deberíamos enseñar a nuestros hijos a identificar diferentes sonidos de coches -dijo Wallander.

Acosó a Rune Bergman de nuevo. Pero el hombre callaba.

Rydberg volvió a Ystad después de un registro preliminar del coche. En la guantera encontró una caja con perdigones. Mientras tanto la policía de Malmö y Lund habían registrado las viviendas de Bergman y de Ström.

– Estos dos señores parecen haber sido miembros de una especie de Ku Klux Klan sueco -dijo Björk-. Sospecho que tendremos que desenredar un buen lío. Quizás haya más gente implicada.

Rune Bergman seguía callado. Kurt Wallander sentía un gran alivio de que Björk hubiera vuelto y pudiera encargarse de todos los contactos con la prensa y los medios de comunicación. Le escocía y ardía la cara y estaba muy cansado. A las seis por fin pudo llamar a Martinson y hablar con su hermana. Luego fue a buscarla en su coche. Ella se asustó al verle la cara.

– Quizá sea mejor que papá no me vea -dijo-. Te espero en el coche.

Ella ya había visitado al padre. Aún estaba cansado. Pero se alegró de ver a su hija.

– Creo que no se acuerda mucho de lo que pasó aquella noche -dijo ella cuando se acercaban al hospital-. Tal vez sea una suerte.

Kurt Wallander se quedó esperando en el coche mientras ella iba a verlo de nuevo. Cerró los ojos y escuchó una ópera de Rossini. Cuando ella abrió la puerta del coche, se sobresaltó. Se había dormido.

Juntos fueron a la casa de Löderup.

Kurt Wallander podía notar que su hermana estaba disgustada por aquella dejadez. Entre los dos tiraron la basura maloliente y quitaron la ropa sucia de en medio.

– ¿Cómo ha podido cambiar así? -preguntó, y Kurt Wallander sentía como si le acusara a él.

A lo mejor ella tenía razón. A lo mejor él podría haber hecho más. Al menos detectar el decaimiento de su padre a tiempo.

Volvieron a la calle Mariagatan después de comprar un poco de comida. Durante la cena hablaron de lo que pasaría con el padre.

– En un geriátrico se muere -dijo.

– ¿Qué alternativas tenemos? -se cuestionó Kurt Wallander-. Aquí no puede vivir. Ni en tu casa. En Löderup tampoco puede ser. ¿Qué es lo que queda?

Acordaron que, a pesar de todo, sería mejor que el padre se quedara en su casa, con la ayuda regular de un asistente social.

– Nunca me ha querido -dijo Kurt Wallander cuando tomaron café.

– Claro que sí.

– No desde que decidí ser policía.

– A lo mejor se había imaginado otra cosa.

– Pero ¿qué? Nunca dice nada.

Kurt Wallander le preparó la cama a su hermana en el sofá.

Cuando ya no tenían más que decir sobre el padre, Wallander le contó todo lo que había sucedido. De repente notó que la vieja confianza que los unía cuando eran niños había desaparecido.

«Nos hemos visto poco», pensó. «Ni siquiera se atreve a preguntarme por qué Mona y yo nos hemos separado.»

Sacó una botella de coñac medio vacía. Ella negó con la cabeza y Wallander sólo llenó su copa.

Las noticias de la noche se centraron en la historia de Valfrid Ström. No delataron la identidad de Rune Bergman. Kurt Wallander sabía que se debía a su pasado como policía. La jefatura nacional tendía cortinas de humo para que la identidad de Rune Bergman permaneciera secreta durante el máximo tiempo posible.

Pero tarde o temprano saldría a la luz, naturalmente.

Justo cuando las noticias terminaron sonó el teléfono.

Kurt Wallander pidió a su hermana que contestara.

– Averigua quién es y di que verás si puedo ponerme -le rogó.

– Es alguien que se llama Brolin -dijo ella al volver del recibidor.

Se levantó con esfuerzo y contestó.

– Espero no haberte despertado -dijo Anette Brolin.

– En absoluto. Tengo a mi hermana aquí de visita.

– Sólo quería llamar para decir que me parece que habéis hecho un trabajo fantástico.

– Más bien hemos tenido suerte, supongo.

«¿Por qué me llama?», pensó. Se decidió rápidamente.

– ¿Una copa? -sugirió.

– Con mucho gusto. ¿Dónde?

Oyó que estaba sorprendida.

– Mi hermana se va a la cama. ¿En tu casa?

– De acuerdo.

Colgó el teléfono y volvió al salón.

– No me voy a la cama en absoluto -dijo su hermana.

– Saldré un rato. No me esperes levantada. No sé cuánto tiempo estaré fuera.

El aire fresco de la noche le facilitaba la respiración. Entró en la calle Regementsgatan y de pronto sintió un alivio en su interior. Habían resuelto el brutal asesinato de Hageholm en el transcurso de cuarenta y ocho horas. Ya se podían concentrar en el doble asesinato de Lenarp.

Sabía que había hecho un buen trabajo.

Había confiado en su intuición, actuando sin dudar y había dado buen resultado.

Pensar en la persecución con la furgoneta de animales le dio escalofríos. Pero aun así el alivio existía.

Llamó al interfono de la calle y Anette Brolin contestó. Vivía en el segundo piso de una casa de principios de siglo. El piso era grande pero apenas estaba amueblado. Al lado de una pared había unos cuadros sin colgar.

– ¿Gin tonic? -preguntó-. Me temo que no tengo mucho entre lo que puedas elegir.

– Con mucho gusto -contestó-. Ahora me tomaría cualquier cosa, siempre y cuando sea fuerte.

Se sentó en el sofá sobre sus pantorrillas, enfrente de él. Wallander pensó que estaba muy guapa.

– ¿Te has fijado en el aspecto que tienes? -preguntó sonriendo.

– Todo el mundo me lo pregunta -contestó él.

Luego se acordó de Klas Månson. El ladrón de tiendas que Anette Brolin no había querido arrestar. Pensó que en realidad no quería hablar del trabajo. Pero no pudo resistirse.

– Klas Månson -dijo-. ¿Te acuerdas de su nombre?

Ella asintió con la cabeza.

– Hanson dice que pensaste que nuestra investigación estaba mal hecha. Que no pensabas permitir un arresto prolongado si no se profundizaba en la investigación.

– El informe de la investigación era malo. Escrito de cualquier manera. Pruebas insuficientes. Testigos difusos. Cometería una falta si pidiera un arresto prolongado basándome en un material de ese tipo.

– La investigación no es peor que muchas otras. Además, olvidas un factor importante.

– ¿Cuál?

– El hecho de que Klas Månson es culpable. Ha robado tiendas anteriormente.

– Entonces tendréis que exponerlo mejor.

– Yo no creo que el informe esté tan mal. Si soltamos al cabrón de Månson, delinquirá de nuevo.

– No se puede arrestar a la gente de cualquier manera.

Kurt Wallander se encogió de hombros.

– ¿Dejarás de soltarlo si te proporciono un testimonio más extenso? -preguntó.

– Depende de lo que diga el testigo.

– ¿Por qué eres tan terca? Klas Månson es culpable. Si podemos retenerlo un poco, confesará. Pero si tiene la menor esperanza de librarse, no dirá esta boca es mía.

– Los fiscales deben ser tercos. ¿Qué crees que pasaría con la seguridad de la justicia en este país si no fuera así?

Kurt Wallander notó que el alcohol le envalentonaba.

– Esta pregunta también puede hacerla un insignificante policía de la provincia -repuso-. Una vez creí que la profesión de policía significaba participar y cuidar de las pertenencias de las personas y de su seguridad. Supongo que todavía lo creo. Pero he visto que la seguridad de la justicia se convierte en una idea huera. He visto que a los jóvenes delincuentes más o menos se los anima a seguir. Nadie interviene. Nadie se preocupa por las víctimas de la creciente violencia. Es cada vez peor.

– Ahora hablas como mi padre -dijo-. Es un juez retirado. Un viejo funcionario reaccionario.

– Quizá sí. Tal vez sea conservador. Pero es mi opinión. Entiendo que la gente a veces se tome la justicia por su mano.

– Sin duda también entenderás que algunos cerebros confusos maten a tiros a un inocente que solicita asilo político.

– Sí y no. La inseguridad en este país es grande. La gente tiene miedo. Especialmente en las regiones de granjeros como éstas. Pronto sabrás que hay un gran héroe en esta parte del país en estos momentos. Un hombre al que aplauden calladamente detrás de las cortinas. El hombre que consiguió un referéndum municipal que contestó que no a la recepción de refugiados.

– ¿Qué pasa si nos oponemos a las decisiones del parlamento? En este país tenemos una política de refugiados que hay que seguir.

– Incorrecto. Es la falta de política de refugiados la que está creando el caos. Ahora mismo vivimos en un país donde quien sea, por los motivos que sean, puede entrar como sea, cuando sea y por donde sea. Los controles de las fronteras han dejado de existir. La administración de la aduana está paralizada. Hay infinidad de pequeños aeropuertos sin vigilancia adonde llegan la droga y los inmigrantes ilegales cada noche.

Notó que se estaba enfadando. El asesinato del somalí era un crimen con mucho trasfondo.

– Rune Bergman naturalmente debe ser encerrado con el castigo más severo posible. Pero el Departamento de Inmigración y el gobierno tendrán que aceptar su parte de culpa.

– Eso son tonterías.

– Ah, ¿sí? Ahora empiezan a aparecer personas que han pertenecido al servicio secreto fascista de Rumania. Buscan asilo político. ¿Se lo vamos a permitir?

– El principio tiene que estar vigente.

– ¿Realmente debe ser así? ¿Siempre? ¿Aun cuando esté equivocado?

Ella se levantó del sofá y llenó de nuevo las copas.

Kurt Wallander empezó a sentirse de mal humor. «Somos demasiado diferentes», pensó.

«Después de diez minutos de conversación se abre un abismo.»

El alcohol lo volvía agresivo. La miró y notó que se excitaba.

¿Cuánto tiempo hacía que él y Mona habían hecho el amor por última vez?

Casi un año. Un año sin vida sexual.

Gimió al pensarlo.

– ¿Te duele? -preguntó.

Él afirmó con la cabeza. No era verdad en absoluto. Pero dejó salir su oscura necesidad de compasión.

– Tal vez sea mejor que te vayas a casa -propuso ella.

Era lo último que quería. Pensó que no tenía un hogar desde que Mona se marchó.

Se acabó la copa y estiró la mano para que se la volviera a llenar. Estaba tan borracho que empezaba a perder sus inhibiciones.

– Una más -dijo-. La merezco.

– Después has de marcharte -repuso ella.

El tono de su voz era más frío. Pero no tenía ganas de preocuparse por eso. Cuando le acercó la copa, la tomó del brazo y la hizo sentarse en la silla.

– Siéntate aquí a mi lado -dijo, y puso la mano encima de su muslo.

Ella le esquivó y le soltó una bofetada. Le pegó con la mano en que llevaba el anillo de casada y notó que le rasgaba la mejilla.

– Vete a casa ya -le increpó.

Dejó la copa encima de la mesa.

– Si no, ¿qué harás? -preguntó-. ¿Llamarás a la policía?

No contestó. Pero Wallander vio que estaba furiosa.

Tropezó al levantarse.

De repente comprendió lo que había intentado hacer.

– Perdóname -se disculpó-. Estoy cansado.

– Lo olvidaremos -dijo-. Pero ahora debes marcharte.

– No sé qué me ha pasado -dijo dándole la mano.

Ella le tendió la suya.

– Lo olvidaremos -dijo-. Buenas noches.

Intentó decir algo más. En alguna parte de su conciencia confusa le roía el pensamiento de que había hecho algo imperdonable y peligroso. De la misma manera que cuando había conducido borracho después de la cita con Mona.

Se marchó y oyó que la puerta se cerraba tras él.

«Tengo que dejar de beber alcohol», pensó con rabia. «No lo controlo.»

Abajo en la calle inspiró el aire frío.

«Cómo se puede uno comportar de forma tan estúpida, joder», pensó. «Como un adolescente borracho, que nada sabe sobre sí mismo, ni sobre las mujeres ni sobre el mundo.»

Se fue caminando a su casa de la calle Mariagatan.

Al día siguiente comenzaría de nuevo la caza de los asesinos de Lenarp.

13

El 15 de enero por la mañana, Kurt Wallander se dirigió al mercado de flores y plantas que había en la salida hacia Malmö y compró dos centros de flores. Recordó que hacía ocho días había hecho el mismo trayecto hacia Lenarp y el lugar del crimen que aún ocupaba toda su atención. Pensó que aquella semana era la más intensa que había vivido en todos sus años como policía. Al ver su cara en el espejo retrovisor pensó que cada rasguño, cada chichón, cada matiz entre morado y negro le recordaban aquella semana.

La temperatura era de varios grados bajo cero. No hacía viento. El transbordador blanco de Polonia estaba entrando en el puerto.

Cuando llegó a la comisaría un poco después de las ocho, le dio a Ebba uno de los centros de flores. Al principio no quería aceptarlo, pero él vio que se alegraba por el detalle. El otro centro floral se lo llevó a su despacho. Sacó una de las tarjetas que guardaba en un cajón y pensó un buen rato en lo que le escribiría a Anette Brolin. Pensó demasiado rato. Cuando al final escribió unas líneas, había desistido de encontrar la expresión perfecta. Sólo le pidió que fuera indulgente con él por su arrebato de la noche anterior. Le echó la culpa al cansancio.

«Por naturaleza soy tímido», escribió. No era exactamente verdad.

Pero pensaba que era una forma de darle ocasión a Anette Brolin de poner la otra mejilla.

Estaba a punto de ir al pasillo de la fiscalía cuando Björk entró por la puerta. Como siempre, llamó tan suavemente que Kurt Wallander no se dio cuenta.

– ¿Te han enviado flores? -preguntó Björk-. Te lo mereces, es verdad. Estoy impresionado por la rapidez con que resolviste el crimen del negro.

A Kurt Wallander no le gustó que Björk hablara del somalí como del negro muerto. Era una persona muerta la que estaba debajo de la lona en el barro, nada más. Pero por supuesto no se puso a discutir.

Björk iba vestido con una camisa floreada que había comprado en España. Se sentó en la silla coja de madera al lado de la ventana.

– He pensado que deberíamos repasar el asesinato de Lenarp -dijo-. He estudiado el material de investigación. Parece que hay muchas lagunas. Pensaba encargar a Rydberg la responsabilidad principal de la investigación, mientras tú te concentras en hacer hablar a Rune Bergman. ¿Qué te parece?

Kurt Wallander contestó con otra pregunta.

– ¿Qué dice Rydberg?

– No he hablado con él todavía.

– A mí me parece más lógico al revés. A Rydberg le duele la pierna y aún queda mucho trabajo de a pie en esa investigación.

Lo que decía Kurt Wallander era verdad. Pero no fue por consideración a Rydberg y a su pierna por lo que sugirió que se hiciera a la inversa.

No quería dejar la caza de los asesinos de Lenarp. Aunque el trabajo policial se hacía en equipo, pensaba que los asesinos eran suyos.

– También hay una tercera posibilidad -dijo Björk-. Que Svedberg y Hanson se encarguen de Rune Bergman.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Estaba de acuerdo con Björk.

Björk se levantó de la silla coja.

– Necesitamos muebles nuevos -reconoció.

– Necesitamos más policías -contestó Kurt Wallander.

Cuando Björk se marchó, Kurt Wallander se sentó a la máquina de escribir y redactó un extenso informe sobre la aprehensión de Rune Bergman y Valfrid Ström. Se esforzó por escribir un informe al que Anette Brolin no tuviera nada que objetar. Tardó más de dos horas. A las diez y cuarto sacó la última hoja del rodillo, firmó el informe y se lo dejó a Rydberg.

Rydberg se encontraba en su escritorio con cara cansada. Cuando Kurt Wallander entró en su despacho, estaba acabando una conversación telefónica.

– He oído que Björk quiso separarnos -dijo-. Me alegro de no tener que ocuparme de ese Bergman.

Kurt Wallander colocó el informe sobre su mesa.

– Léetelo -dijo-. Y si no tienes nada que objetar, se lo entregas a Hanson.

– Svedberg ha hecho otro intento con Bergman esta mañana -le contó Rydberg-. Pero todavía no dice nada. Aunque los cigarrillos encajan. La misma marca que había en el barro al lado del coche.

– Me pregunto qué se descubrirá -dijo Kurt Wallander-. ¿Qué hay detrás? ¿Nuevos nazis? ¿Racistas con ramificaciones en Europa? ¿Cómo coño se puede cometer un crimen de esa clase? ¿Salir a la carretera y pegarle un tiro a una persona totalmente desconocida? ¿Sólo porque da la casualidad de que es negro?

– No sé -dijo Rydberg-. Pero esto es algo con lo que tendremos que aprender a vivir.

Acordaron verse media hora más tarde, en cuanto Rydberg hubiera leído el informe. Entonces se concentrarían en la investigación de Lenarp.

Kurt Wallander se encaminó hacia la oficina de la fiscal. Anette Brolin estaba en la audiencia. Dejó el centro floral a la chica de la recepción.

– ¿Es su cumpleaños? -preguntó la chica.

– Algo así -contestó Kurt Wallander.

Cuando volvió a su despacho, su hermana Kristina estaba esperándole. Ya había salido cuando él se despertó por la mañana.

Le informó de que había hablado con un médico y con la asistenta social.

– Papá parece mejor -dijo-. No creen que esté entrando en una senilidad crónica. Tal vez fuera sólo un trastorno temporal. Hemos decidido intentar que vaya una asistenta regularmente a su casa. Quería saber si podrías llevarnos hoy sobre las doce. Si no tienes tiempo, quizá me dejes tu coche.

– Claro que os llevaré. ¿Sabemos quién será la asistenta?

– Voy a hablar con una señora que vive bastante cerca de papá.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– Suerte que estás aquí -dijo-. No habría podido hacerlo yo solo.

Acordaron que él iría al hospital sobre las doce. Cuando su hermana se marchó, ordenó los papeles del escritorio y puso la carpeta gruesa con el material de investigación sobre Johannes y Maria Lövgren delante de sí. Era hora de volver a empezar desde el principio.

Björk había dado órdenes de que hubiera cuatro personas en el grupo de investigación hasta nuevo aviso. Como Näslund estaba en cama con gripe, sólo eran tres los que se reunieron en el despacho de Rydberg. Martinson permanecía callado y parecía tener resaca. Pero Kurt Wallander recordaba su actuación decisiva cuando se ocupó de la viuda histérica en Hageholm.

Empezaron con un escrupuloso estudio de todo el material.

Martinson pudo completarlo con diferentes datos que había sacado de su trabajo en los registros criminales centrales. Kurt Wallander sintió una gran seguridad ante aquel lento y metódico examen de los diferentes detalles. Para un observador ajeno, aquel trabajo probablemente sería aburrido y agotador. Pero para los tres policías la cosa era diferente. La verdad y la solución podrían encontrarse bajo la combinación de los detalles más insignificantes.

Marcaron los cabos sueltos que debían tratar en primer lugar.

– Tú te ocupas del viaje a Ystad de Johannes Lövgren -le dijo a Martinson-. Debemos saber cómo llegó a la ciudad y cómo volvió a casa. ¿Tendrá más cuentas bancarias que no conozcamos? ¿Qué hizo durante la hora que transcurrió entre las visitas a los dos bancos? ¿Se fue de compras a alguna tienda? ¿Quién lo vio?

– Creo que Näslund empezó a llamar a todos los bancos -dijo Martinson.

– Llámale a su casa y pregúntaselo -ordenó Kurt Wallander-. Esto no puede esperar hasta que esté bueno otra vez.

Rydberg visitaría a Lars Herdin y Kurt Wallander iría de nuevo a Malmö para hablar con Erik Magnuson, el hombre del cual Göran Boman sospechaba que era el hijo secreto de Johannes Lövgren.

– Los demás detalles quedan aplazados de momento -anunció Kurt Wallander-. Empezaremos con esto y nos vemos de nuevo a las cinco.

Antes de ir al hospital, llamó a Göran Boman a Kristianstad y hablaron sobre Erik Magnuson.

– Está trabajando en el Consejo General -dijo Göran Boman-. Por desgracia no sabemos en qué. Hemos tenido un fin de semana excepcionalmente problemático por peleas y borracheras. Apenas he podido hacer mucho más que tirar a la gente de las orejas.

– Ya le encontraré -dijo Kurt Wallander-. Te llamaré mañana por la mañana a más tardar.

Unos minutos después de las doce se marchó al hospital. Su hermana le esperaba en la recepción y juntos subieron en ascensor a la planta donde habían trasladado a su padre después de pasar en observación las primeras veinticuatro horas. Cuando llegaron, ya le habían dado el alta y estaba esperándolos en el pasillo, sentado en una silla. Llevaba el sombrero puesto y la maleta, con la ropa interior sucia y los tubos de pintura, estaba a su lado. Kurt Wallander no reconocía el traje.

– Se lo compré -dijo su hermana cuando le preguntó-. Hará más de treinta años que no se compra un traje nuevo, ¿verdad?

– ¿Qué tal, papá? -preguntó Kurt Wallander cuando estuvo delante de él.

El padre lo miró fijamente a los ojos. Kurt Wallander comprendió que se había recuperado.

– Tengo ganas de volver a casa -dijo de forma escueta, y se levantó.

Kurt Wallander tomó la maleta y su padre se apoyó en Kristina. Ella se sentó con él en el asiento trasero durante el viaje a Löderup.

Kurt Wallander, que tenía prisa por llegar a Malmö, prometió volver hacia las seis. Su hermana se quedaría a dormir y le pidió que comprara comida para la cena.

El padre se cambió el traje por su mono de pintar. Ya estaba delante de su caballete continuando con su cuadro inacabado.

– ¿Crees que se arreglará solo con la ayuda de la asistenta social? -preguntó Kurt Wallander.

– Tendremos que esperar para verlo -contestó su hermana.

Eran casi las dos de la tarde cuando Kurt Wallander torció por delante del edificio principal del Consejo General de la provincia de Malmöhus. Antes hizo una parada en el motel de Svedala para comer un plato rápido. Aparcó el coche y entró en la gran recepción.

– Busco a Erik Magnuson -le dijo a la mujer que abrió la ventanilla de cristal.

– Al menos tenemos tres Erik Magnuson trabajando en el Consejo General -contestó-. ¿A cuál de ellos busca?

Kurt Wallander sacó su placa de identificación y se la enseñó.

– No lo sé -dijo-. Pero nació a finales de los años cincuenta.

La mujer de detrás de la ventanilla se percató enseguida de lo que sucedía.

– Entonces tendrá que ser Erik Magnuson del almacén central -dijo-. Los otros dos son bastante mayores. ¿Qué ha hecho?

Kurt Wallander sonrió ante su irrefrenable curiosidad.

– Nada -respondió-. Sólo le haré unas preguntas de rutina.

Ella le describió el camino. Kurt Wallander le dio las gracias y volvió al coche.

El almacén del Consejo General quedaba en las afueras, en la parte norte de Malmö, en una zona cercana al puerto petrolero. Kurt Wallander anduvo buscando un buen rato hasta que lo encontró.

Entró por una puerta donde se leía: DESPACHO. A través de una gran ventana vio carretillas elevadoras de color amarillo que iban y venían entre interminables líneas de estanterías.

El despacho estaba vacío. Bajó por una escalera y llegó al gran local del almacén. Un joven de pelo largo hasta los hombros se disponía a apilar grandes sacos de plástico con papel higiénico. Kurt Wallander fue hacia él.

– Busco a Erik Magnuson -dijo.

El joven señaló hacia una carretilla amarilla que se había parado delante de un puente de carga donde estaban descargando un camión.

El hombre que estaba sentado en la carretilla era rubio.

Kurt Wallander pensó que Maria Lövgren raramente habría pensado en extranjeros si aquel chico le hubiera apretado la cuerda.

Desechó la idea con irritación. De nuevo, iba demasiado deprisa.

– ¡Erik Magnuson! -gritó a través del ruido del motor.

El hombre le miró extrañado, antes de apagar el motor y bajar.

– ¿Erik Magnuson? -preguntó Kurt Wallander.

– ¿Sí?

– Soy de la policía. Me gustaría hablar contigo un rato.

Kurt Wallander observó su cara.

No había nada inesperado en sus reacciones. Sólo tenía cara de sorpresa. Una sorpresa completamente natural.

– ¿Por qué? -preguntó.

Kurt Wallander miró a su alrededor.

– ¿Hay algún sitio donde podamos sentarnos? -preguntó.

Erik Magnuson le llevó a un rincón donde había una máquina de café. También había una sucia mesa de madera y unos bancos a punto de romperse. Kurt Wallander metió un par de coronas en la máquina y le salió un café. Erik Magnuson se contentó con ponerse una ración de rapé.

– Soy de la policía de Ystad -empezó-. Me gustaría preguntarte acerca de un asesinato brutal en un pueblo llamado Lenarp. Tal vez hayas leído algo en los periódicos.

– Creo que sí. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?

Kurt Wallander había empezado a hacerse la misma pregunta. El hombre que se llamaba Erik Magnuson parecía totalmente indiferente por haber recibido la visita de un policía en su lugar de trabajo.

– Tengo que pedirte el nombre de tu padre.

El hombre frunció el entrecejo.

– ¿Mi padre? -preguntó-. No tengo padre.

– Todo el mundo tiene un padre.

– De todas maneras, que yo sepa, no es nadie.

– ¿Cómo es eso?

– Mamá me tuvo de soltera.

– ¿Y nunca te ha dicho quién es tu padre?

– No.

– ¿No se lo has preguntado nunca?

– Claro que se lo he preguntado. Incesantemente durante toda mi juventud. Luego me di por vencido.

– ¿Qué decía ella cuando se lo preguntabas?

Erik Magnuson se levantó y echó unas monedas en la máquina de café.

– ¿Por qué te preocupa mi padre? -preguntó-. ¿Tiene él algo que ver con ese crimen?

– Pronto llegaremos a eso -dijo Kurt Wallander-. ¿Qué te contestaba tu madre cuando preguntabas por tu padre?

– Diferentes cosas.

– ¿Diferentes cosas?

– A veces que ella misma no estaba segura. A veces que era un viajante al que no volvió a ver. A veces otra cosa.

– ¿Y te has contentado con eso?

– ¿Qué coño voy a hacer? Si no quiere, no quiere.

Kurt Wallander pensó en las respuestas que recibía. ¿Era posible que una persona pudiera estar tan poco interesada en saber quién era su padre?

– ¿Tienes buena relación con tu madre? -preguntó.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Os veis a menudo?

– Me llama de vez en cuando. Yo voy a Kristianstad alguna vez. Tenía mejor relación con mi padrastro.

Kurt Wallander se sobresaltó. Göran Boman no había mencionado ningún padrastro.

– ¿Tu madre se volvió a casar?

– Vivía con un hombre cuando yo era pequeño. No estaban casados. Pero yo le llamaba papá igual. Luego se separaron cuando yo tenía quince años, más o menos. Me vine a Malmö al año siguiente.

– ¿Cómo se llama?

– Llamaba. Está muerto. Se mató con el coche.

– ¿Y estás seguro de que no era tu padre de verdad?

– No hay nada más diferente que él y yo.

Kurt Wallander lo intentó de nuevo.

– El hombre al que mataron en Lenarp se llamaba Johannes Lövgren -dijo-. ¿No sería tu padre?

Erik Magnuson, que se había sentado enfrente de él, le miró con asombro.

– ¿Cómo coño quieres que lo sepa? ¡Pregúntaselo a mi madre!

– Ya lo hemos hecho. Pero lo niega.

– Vuelve a preguntárselo. Me gustaría saber quién es mi padre. Asesinado o no.

Kurt Wallander le creía. Apuntó la dirección y el DNI de Erik Magnuson y se levantó.

– Tal vez nos veamos otra vez -dijo.

El hombre volvió a subir a la cabina de la carretilla.

– A mí no me importa. Saludos a mi madre si la ves.

Kurt Wallander regresó a Ystad. Aparcó en la plaza y fue caminando por la calle peatonal y compró unas gasas en la farmacia. La vendedora le miró compasivamente la cara destrozada. En los grandes almacenes de al lado de la plaza compró comida para la cena. Camino del coche se arrepintió y volvió siguiendo sus pasos hasta la tienda de licores. Allí compró una botella de whisky. A pesar de que no debía gastar, eligió un whisky de malta.

A las cuatro y media había vuelto a la comisaría. No estaban ni Rydberg ni Martinson en sus despachos. Se fue al pasillo de la oficina de la fiscal. La chica de la recepción sonrió.

– Se alegró mucho por las flores -dijo.

– ¿Está en su despacho?

– Está en la audiencia hasta las cinco.

Kurt Wallander se marchó. En el pasillo se encontró con Svedberg.

– ¿Cómo te va con Bergman? -preguntó Kurt Wallander.

– Todavía calla -contestó Svedberg-. Pero se ablandará. Las pruebas se amontonan. Los técnicos creen que pueden ligar el arma al crimen.

– ¿Sabemos algo más sobre el trasfondo?

– Parece ser que tanto Ström como Bergman han participado de forma activa en diferentes grupos xenófobos. Pero aún no sabemos si tenían empresa propia o trabajaban para alguna organización.

– En otras palabras, ¿están todos contentos?

– No exactamente. Björk dice que todos teníamos ganas de atrapar al asesino, pero que de todos modos hubo equivocaciones. Sospecho que se reducirá la importancia de Bergman y Valfrid Ström cargará con toda la culpa. Él, que nada puede decir. Yo creo que Bergman era bastante activo en este asunto.

– Me pregunto si era Ström el que me llamaba por las noches -dijo Kurt Wallander-. No llegué a oírle hablar lo suficiente para poder determinar con exactitud si era él o no.

Svedberg le escudriñó con su mirada.

– ¿Y eso qué significa?

– Que en el peor de los casos existe más gente preparada para tomar el relevo de Bergman y Ström.

– Voy a decirle a Björk que la vigilancia de los campos debe continuar -dijo Svedberg-. Por cierto, nos han entrado algunos soplos que indican que fue una banda juvenil la que ocasionó el fuego aquí en Ystad.

– No olvides al anciano al que tiraron una bolsa con nabos a la cabeza -le recordó Kurt Wallander.

– ¿Cómo va lo de Lenarp?

Kurt Wallander vaciló al contestar.

– No estoy seguro -dijo-. Pero hemos empezado en serio otra vez.

A las cinco y diez Martinson y Rydberg estaban en el despacho de Kurt Wallander. Rydberg aún parecía cansado y tenía mal aspecto. A Martinson se le veía descontento.

– Es un enigma la forma en que Johannes Lövgren fue a Ystad y volvió el viernes cinco de enero. He hablado con el conductor del autobús que hace este trayecto. Dice que cuando Johannes y Maria iban a la ciudad solían hacerlo con él. Juntos o cada uno por su cuenta. Estaba completamente seguro de que Johannes Lövgren no había ido en el autobús después de año nuevo. Tampoco los taxis habían efectuado ningún servicio a Lenarp. Según lo que contaba Nyström, iban en autobús si salían a algún sitio. Y sabemos que era avaro.

– Siempre tomaban café juntos por la tarde -dijo Kurt Wallander-. Los Nyström deberían de haber visto si Johannes Lövgren se iba a Ystad o no.

– Ese es precisamente el enigma -comentó Martinson-. Los dos dicen que no fue a Ystad aquel día. Y aun así sabemos que visitó dos sucursales bancarias entre las once y media y la una y cuarto. Aquel día tuvo que pasar fuera de casa tres o cuatro horas.

– Qué raro -dijo Kurt Wallander-. Habrás de seguir insistiendo en ello.

Martinson volvió a sus apuntes.

– Por lo menos no tiene otra cuenta bancaria en la ciudad.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Ya sabemos eso.

– Pero puede que la tenga en Simrishamn -objetó Martinson-. O en Trelleborg, o en Malmö.

– Concéntrate en su viaje a Ystad primero -aconsejó Kurt Wallander clavando la mirada en Rydberg.

– Lars Herdin persiste en su historia -empezó después de echar una ojeada a su gastado bloc de notas-. Por una casualidad se encontró con Johannes Lövgren y aquella mujer en Kristianstad en la primavera de 1979. Y afirma que fue por una carta anónima como se enteró de que tenían un hijo en común.

– ¿Podría describir a la mujer?

– Vagamente. En el peor de los casos, tendremos que poner a las señoras en fila para que pueda señalar la correcta. Si es que está allí -añadió.

– Pareces indeciso.

Rydberg cerró el bloc con un gesto irritado.

– No me encaja nada -dijo-. Lo sabes. Claro que debemos seguir las pistas que tenemos. Pero no estoy seguro de que vayamos por buen camino. Lo que me molesta es que no sé qué otro seguir.

Kurt Wallander les habló de su encuentro con Erik Magnuson.

– ¿Por qué no le preguntaste si tenía una coartada para la noche de los asesinatos? -preguntó Martinson con asombro cuando hubo terminado.

Kurt Wallander notó que empezaba a ruborizarse detrás de todos los chichones y morados.

Lo había olvidado. Pero no lo dijo.

– Lo dejé estar. Quise tener una excusa para verlo de nuevo.

Él mismo notó que lo que decía no era convincente. Pero ni Rydberg ni Martinson parecían reaccionar ante su explicación.

La conversación se paró. Cada uno se perdió en sus propios pensamientos.

Kurt Wallander se preguntó cuántas veces se había encontrado en una situación similar. Cuando una investigación deja de estar viva. Como un caballo que ya no quiere caminar. En aquel momento tendrían que tirar del caballo hasta que empezase a moverse de nuevo.

– ¿Cómo vamos a proceder? -preguntó Kurt Wallander finalmente, cuando el silencio fue demasiado agobiante. Él mismo dio la respuesta-. Tú, Martinson, debes averiguar cómo pudo ir Lövgren a Ystad y volver sin que nadie lo notara. Tenemos que saberlo lo antes posible.

– Había un bote con recibos en un armario de la cocina -comentó Rydberg-. Pudo haber ido de compras a alguna tienda aquel viernes. Tal vez lo vio algún vendedor.

– Quizá tuviese una alfombra mágica -dijo Martinson-. Seguiré con esto.

– La familia -dijo Kurt Wallander-. Tenemos que investigarlos a todos.

Sacó un listado de nombres y direcciones de su gruesa carpeta y se lo dio a Rydberg.

– El entierro será el miércoles -anunció Rydberg-. En la iglesia de Villie. A mí no me gustan los entierros. Pero creo que a éste iré.

– Yo iré a Kristianstad mañana -dijo Kurt Wallander-. Göran Boman sospechaba de Ellen Magnuson. Creía que no decía la verdad.

Eran las seis y unos minutos cuando terminaron la reunión. Decidieron verse de nuevo la tarde siguiente.

– Si Näslund se encuentra bien, tendrá que ocuparse del coche de alquiler robado -dijo Kurt Wallander-. Por cierto, ¿llegamos a saber qué hace aquella familia polaca de Lenarp?

– El trabaja en la refinería de azúcar de Jordberga -comentó Rydberg-. De hecho tenía todos los papeles en regla. Aunque ni él mismo lo sabía.

Kurt Wallander permaneció sentado en su despacho cuando Rydberg y Martinson se marcharon. Tenía que examinar el montón de papeles que había en su mesa. Era el material de la investigación de un caso de malos tratos en el que había trabajado durante la noche de fin de año. Además, había un sinfín de informes que iban desde terneros desaparecidos hasta el camión que había volcado durante la última noche de tormenta. Debajo de todo apareció una notificación de que le habían subido el sueldo. Rápidamente calculó que le pagarían treinta y nueve coronas más al mes.

Cuando terminó de mirar el montón de papeles eran casi las siete y media. Llamó a Löderup y le dijo a su hermana que ya estaba de camino.

– Tenemos hambre -dijo-. ¿Siempre trabajas hasta tan tarde?

Se llevó una casete con una ópera de Puccini y se dirigió a su coche. En realidad le habría gustado cerciorarse de que Anette Brolin realmente había olvidado lo de la noche anterior. Pero lo dejó estar. Tenía que esperar.

Su hermana Kristina pudo explicarle que la asistenta que iría a la casa de su padre era una señora decidida, de unos cincuenta años, que probablemente no tendría problemas para cuidar de él.

– Mejor no lo podría tener -dijo al salir al patio a recibirlo en la oscuridad.

– ¿Qué está haciendo?

– Está pintando -contestó.

Mientras la hermana preparaba la cena, Kurt Wallander se sentó en el trineo del estudio a observar mientras aparecía el paisaje de otoño. El padre parecía haber olvidado por completo lo ocurrido unos días antes.

«Tengo que visitarle regularmente», pensó Kurt Wallander. «Al menos tres veces por semana, mejor siempre a la misma hora.»

Después de la cena jugaron a cartas con el padre un par de horas. A las once se fue a la cama.

– Me marcho mañana -le comunicó su hermana-. No puedo quedarme más tiempo.

– Gracias por venir -dijo Kurt Wallander.

Quedaron en que iría a buscarla a las ocho de la mañana siguiente y la llevaría al aeropuerto.

– Estaba completo desde Sturup -dijo-. Así que saldré de Everöd.

A Kurt Wallander le iba bien, ya que de todas formas se dirigiría a Kristianstad.

Un poco más tarde de medianoche entró por la puerta de su casa en la calle Mariagatan. Se sirvió una copa de whisky y se la llevó al cuarto de baño. Allí se relajó durante un largo rato sumergiendo su cuerpo en agua caliente.

Aunque intentaba olvidarlos, Rune Bergman y Valfrid Ström aparecían en sus pensamientos. Intentó entenderlos. Pero lo único que sacaba en claro era lo que había pensado muchas veces antes. Era un mundo nuevo que había surgido sin que él se hubiese dado cuenta. Como policía, seguía viviendo en un mundo antiguo. ¿Cómo iba a aprender a vivir en esta nueva era? ¿Cómo se maneja la enorme inseguridad que se siente ante los grandes cambios, que además ocurren demasiado deprisa?

El crimen del somalí era un nuevo tipo de asesinato.

El doble homicidio de Lenarp, en cambio, era un crimen a la antigua.

¿O no? Pensó en la brutalidad y en el nudo corredizo.

No lo sabía.

Era. casi la una y media cuando por fin se metió entre las sábanas frescas.

La soledad de su cama le sentaba peor que nunca.

Luego siguieron tres días en los que no pasó nada. Näslund volvió y logró resolver el problema del coche robado.

Un hombre y una mujer lo alquilaron para ir robando en diferentes lugares y luego dejaron el coche en Halmstad. La noche de los asesinatos se alojaron en un hostal de Båstad. El dueño del hostal les dio la coartada.

Kurt Wallander habló con Ellen Magnuson. Ella negó firmemente que Johannes Lövgren fuera el padre de su hijo Erik.

Visitó a Erik Magnuson otra vez y le pidió la coartada que olvidó en la primera visita.

Erik Magnuson estaba con su novia. No había razón para dudar de ello.

Martinson no obtuvo resultados acerca del viaje a Ystad de Lövgren.

Los Nyström mantenían su versión, al igual que los conductores de los autobuses y los taxistas.

Rydberg fue al entierro y habló con diecinueve familiares de los Lövgren.

No hallaron nada que les permitiera avanzar.

La temperatura se mantenía alrededor de los cero grados. Un día había tranquilidad absoluta en el aire, el siguiente soplaba el viento.

Kurt Wallander se encontró con Anette Brolin en un pasillo. Le dio las gracias por las flores. Aun así no estaba seguro de que realmente hubiera borrado lo que pasó aquella noche.

Rune Bergman continuó sin decir palabra, aunque las pruebas contra él eran aplastantes. Diferentes movimientos nacionalistas de toda Suecia intentaron responsabilizarse de la organización de su crimen. La prensa y otros medios de comunicación mantenían un encendido debate sobre el tema de la inmigración en Suecia. Mientras todo estaba tranquilo en Escania, ardían cruces por la noche delante de diferentes campos de refugiados en otras regiones del país.

Kurt Wallander y sus colaboradores del grupo de investigación que intentaba resolver el doble homicidio de Lenarp se apartaron de todo aquello. Sólo muy de vez en cuando comentaban asuntos que no tenían que ver directamente con la estancada investigación. Pero Kurt Wallander se daba cuenta de que no era el único que se sentía inseguro y confuso ante la nueva sociedad que estaba surgiendo.

«Vivimos como si sintiésemos nostalgia de un paraíso perdido», pensó. «Como si echásemos de menos a los ladrones de coches y los reventadores de cajas fuertes de antaño, que se quitaban cortésmente la gorra cuando les arrestábamos. Pero aquel tiempo ya pasó de forma irremediable y la cuestión es si realmente era tan idílico como nos gusta recordar.»

El viernes 19 de enero todo ocurrió de golpe.

El día empezó mal para Kurt Wallander. A las siete y media fue a la revisión anual de su Peugeot y a duras penas la pasó. Al repasar el protocolo de la inspección comprendió que tenía que hacer reparaciones por varios miles de coronas.

Volvió a la comisaría con el ánimo por los suelos.

Mientras se quitaba el abrigo, Martinson entró corriendo.

– Por fin, coño -dijo-. Ahora sé cómo fue Johannes Lövgren a Ystad y cómo volvió.

Kurt Wallander olvidó los problemas de su coche y notó que la excitación crecía de nuevo en él.

– No fue ninguna alfombra mágica -continuó Martinson-. Fue el deshollinador quien lo llevó.

Kurt Wallander se dejó caer en la silla.

– ¿Qué deshollinador?

– El maestro deshollinador Artur Lundin de Slimminge. De pronto Hanna Nyström recordó que el deshollinador pasó aquel viernes cinco de enero. Limpió las chimeneas de las dos viviendas y luego se marchó. Cuando la mujer dijo que había limpiado las de los Lövgren al final y que se marchó sobre las diez y media, empezaron a sonar campanas en mi cabeza. Acabo de hablar con él. Lo encontré trabajando en el centro de atención primaria en Rydsgård. Resulta que nunca escucha la radio ni ve la televisión y ni siquiera lee los periódicos. Él deshollina las chimeneas y dedica el resto de su tiempo a beber aguardiente y a cuidar de unos cuantos conejos. No se había enterado para nada de que hubiesen asesinado a los Lövgren. Pero me ha contado que Johannes Lövgren fue con él a Ystad. Como tiene una furgoneta y Johannes Lövgren iba en el asiento trasero, que no tiene ventanas, no fue tan raro que nadie lo viera.

– Los Nyström tendrían que haberle visto volver.

– No -repuso Martinson en tono triunfante-. Eso es precisamente. Lövgren le pidió a Lundin que parase en la carretera de Veberöd. Después se puede ir por un camino cerca del pantano hasta llegar a la parte posterior de la casa de los Lövgren. Es más o menos un kilómetro. Si Nyström lo hubiera visto desde la ventana, habría parecido que Lövgren volvía de la cuadra.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

– Aun así suena raro.

– Lundin es una persona muy directa; me contó que Johannes Lövgren le prometió una botellita de vodka si lo volvía a llevar a casa. Lövgren se bajó en Ystad y él siguió hasta unas casas del norte de la ciudad. Luego recogió a Lövgren a la hora convenida y lo dejó en la carretera de Veberöd, por lo que recibió su botellita de vodka.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. ¿Coinciden las horas?

– Coinciden exactamente.

– ¿Le preguntaste sobre la cartera?

– Lundin dice que recuerda algo sobre una cartera.

– ¿Llevaba algo más?

– Lundin cree que no.

– ¿Vio si Lövgren se encontró con alguien en Ystad?

– No.

– ¿Dijo algo de lo que iba a hacer en la ciudad?

– Nada.

– ¿Podría ser que este deshollinador supiera que Lövgren tenía veintisiete mil coronas en la cartera?

– No lo creo. En absoluto parece un atracador. Creo que es un deshollinador solitario que vive contento con sus conejos y su aguardiente. Nada más.

Kurt Wallander pensó un rato.

– ¿Puede ser que Lövgren hubiera quedado en verse con alguien en aquella carretera del pantano? La cartera ha desaparecido, ¿no?

– Tal vez. Iré con una jauría de perros y rastrearé el camino.

– Hazlo enseguida -dijo Kurt Wallander-. Quizás así lleguemos a alguna parte.

Martinson dejó la habitación. Estuvo a punto a chocar en la puerta con Hanson, que entraba.

– ¿Tienes tiempo? -preguntó.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– ¿Cómo te va con Bergman?

– Está callado. Pero está vinculado al crimen. Esa tal Brolin le detiene hoy.

Kurt Wallander no quiso comentar la actitud de desprecio que Hanson mostraba hacia Anette Brolin.

– ¿Qué querías? -inquirió sólo.

Hanson se sentó en la silla de madera al lado de la ventana con cara avergonzada.

– Quizá sepas que juego un poco a los caballos -empezó-. Por cierto, aquel caballo que me aconsejaste se puso a galopar. ¿Quién te había dado el soplo?

Kurt Wallander recordaba vagamente un comentario que había hecho una vez en el despacho de Hanson.

– Era una broma. Continúa.

– Supe que os interesa un tal Erik Magnuson que trabaja en el almacén central del Consejo General de Malmö. Pues hay un hombre que se llama Erik Magnuson que a menudo me encuentro en Jägersro. Apuesta alto, pierde mucho, y me he enterado de que trabaja en el Consejo General. Kurt Wallander se interesó de inmediato.

– ¿Cuántos años tiene? ¿Qué aspecto tiene?

Hanson se lo describió. Kurt Wallander supo enseguida que era el mismo hombre con quien se había entrevistado en dos ocasiones diferentes.

– Hay rumores de que se ha endeudado -dijo Hanson-. Y las deudas de juego pueden ser peligrosas.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Era justamente la información que necesitábamos.

Hanson se levantó.

– Nunca se sabe -dijo-. Juego y drogas pueden funcionar de la misma manera. A no ser que se juegue como yo hago, sólo por diversión.

Kurt Wallander pensó en algo que había dicho Rydberg sobre personas que a causa de la drogodependencia estaban dispuestas a cometer brutalidades sin límite.

– Bien -dijo a Hanson-. Muy bien.

Hanson salió de la habitación. Kurt Wallander pensó un momento antes de llamar a Göran Boman a Kristianstad. Estaba de suerte y lo encontró enseguida.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó cuando Kurt Wallander terminó la narración de Hanson.

– Pasarle el aspirador -replicó Kurt Wallander-. No quitarle el ojo de encima.

Göran Boman prometió poner a Ellen Magnuson bajo vigilancia.

Kurt Wallander se encontró a Hanson cuando estaba a punto de salir de la comisaría.

– Las deudas de juego -dijo-. ¿A quién o a quiénes debe dinero?

Hanson tenía la respuesta.

– Hay un ferretero en Tågarp que presta dinero -respondió-. Si Erik Magnuson le debe dinero a alguien, será a él. Es el usurero de gran parte de los que apuestan alto en Jägersro. Y, por lo que sé, tiene unos tipos muy desagradables a su servicio a los que envía para que se acuerden quienes no están al día en los pagos.

– ¿Dónde se le puede encontrar?

– Es el dueño de la ferretería de Tågarp. Un tío bajo y gordo de unos sesenta años.

– ¿Cómo se llama?

– Larson. Le llaman Nicken.

Kurt Wallander volvió a su despacho. Intentó encontrar a Rydberg sin lograrlo. Ebba tenía la información. Rydberg no volvería hasta las diez, ya que estaba en el hospital.

– ¿Está enfermo? -preguntó Kurt Wallander.

– Será el reuma -respondió Ebba-. ¿No has visto cómo cojea este invierno?

Kurt Wallander decidió no esperar a Rydberg. Se puso el abrigo, salió al coche y se fue a Tågarp.

La ferretería estaba en medio del pueblo.

Había una oferta de carretillas a precio rebajado.

El hombre que salió de una habitación al sonar el timbre de la puerta era, en efecto, bajo y gordo. Kurt Wallander estaba solo en la tienda y había decidido no andarse por las ramas. Sacó su placa de policía y la mostró. El hombre al que llamaban Nicken la miró con atención, pero parecía totalmente impertérrito.

– Ystad -dijo-. ¿Qué querrá de mí la policía de allí?

– ¿Conoces a un hombre llamado Erik Magnuson?

El hombre de detrás del mostrador tenía demasiada experiencia para mentir.

– Podría ser. ¿Por qué?

– ¿Cuándo lo conociste?

«Pregunta equivocada», pensó Kurt Wallander. «Le da posibilidades de retirarse.»

– No me acuerdo.

– Pero ¿lo conoces?

– Tenemos algunos intereses en común.

– ¿Como por ejemplo el deporte de trotones y juegos de totalizadores?

– Tal vez.

A Kurt Wallander le irritaba su afrentosa arrogancia.

– Ahora me vas a escuchar -dijo-. Sé que prestas dinero a gente que no sabe manejar bien sus apuestas. De momento no me importa qué tipo de interés les cobras. No me importa en absoluto que te dediques a actividades ilegales como la usura. Yo quiero saber otra cosa distinta. -El hombre llamado Nicken le miró con curiosidad-. Quiero saber si Erik Magnuson te debe dinero. Y quiero saber cuánto.

– Nada -contestó el hombre.

– ¿Nada?

– Ni un duro.

«Mal», pensó Kurt Wallander. «La pista de Hanson nos ha llevado a mal sitio.»

Un segundo más tarde comprendió que era al revés. Por fin habían llegado al sitio correcto.

– Pero si lo quieres saber, ha tenido deudas conmigo -dijo el hombre.

– ¿Cuánto?

– Bastante. Pero ha pagado veinticinco mil coronas.

– ¿Cuándo?

El hombre pensó un momento.

– Hace poco más de una semana. El jueves pasado.

«El jueves 11 de enero», pensó Kurt Wallander.

«Tres días después del asesinato de Lenarp.»

– ¿Cómo lo pagó?

– Vino aquí.

– ¿En qué tipo de moneda?

– Billetes de mil. Billetes de quinientas.

– ¿Dónde llevaba el dinero?

– ¿Cómo que dónde llevaba el dinero?

– ¿En una bolsa? ¿En una cartera?

– En una bolsa de plástico. De ICA, creo.

– ¿Pagaba con retraso?

– Algo.

– ¿Qué habría pasado si no hubiese pagado?

– Me habría visto forzado a recordárselo.

– ¿Sabes de dónde sacó el dinero?

El hombre llamado Nicken se encogió de hombros. Al mismo tiempo entró un cliente en la tienda.

– No es mi problema -dijo-. ¿Algo más?

– No, gracias, de momento no. Pero tal vez nos veamos otra vez.

Kurt Wallander salió y fue hacia su coche. «Ahora», pensó. «Ya le tenemos.»

¿Quién podría sospechar que saliese algo bueno del vicio de juego de Hanson?

Kurt Wallander volvió a Ystad y se sintió como si le hubiese tocado el gordo de la lotería.

Empezaba a olfatear la solución.

«Erik Magnuson», pensó.

«Ahora vamos.»

14

Después de un concienzudo trabajo que se alargó hasta muy avanzada la noche del viernes 19 de enero, Kurt Wallander y sus colaboradores estaban preparados para la batalla. Björk los había acompañado durante la larga reunión de investigación y, cuando Kurt Wallander se lo pidió, permitió que Hanson dejase el trabajo del crimen de Hageholm para poder unirse al grupo de Lenarp, que era el nuevo nombre del equipo de trabajo. Näslund seguía enfermo, pero había llamado para decir que se incorporaría al día siguiente.

Aunque era fin de semana, trabajarían con la misma intensidad. Martinson había vuelto con la jauría de perros después de haber rastreado el camino del pantano, que iba desde la carretera de Veberödsvägen hasta la parte posterior de la cuadra de los Lövgren. Había hecho un trabajo minucioso a lo largo de los casi dos kilómetros del camino, que atravesaba un par de bosquecillos, servía de límite entre dos propiedades y luego transcurría paralelo a un arroyo casi seco. No había encontrado nada importante, aunque volvió a la comisaría con un saco de plástico lleno de objetos. Entre otras cosas había una rueda oxidada de un cochecito de muñecas, una lona manchada de petróleo y una cajetilla de cigarrillos de una marca extranjera. Los objetos serían examinados, pero Kurt Wallander no creía que fueran a aportar algo nuevo a la investigación.

La decisión más importante que se tomó durante la reunión fue poner a Erik Magnuson bajo vigilancia continua. Vivía en un bloque de pisos en el barrio de Rosengård. Como Hanson informó de que habría carreras de caballos en Jägersro el domingo, le tocó la vigilancia durante las carreras.

– Pero no daré el visto bueno a ningún boleto de juego -dijo Björk en un dudoso intento de bromear.

– Propongo que entreguemos un boleto de juego común -contestó Hanson-. Tenemos la posibilidad única de que esta investigación sea rentable.

Pero la seriedad reinaba entre el grupo en el despacho de Björk. Tenían la sensación de estar acercándose a un momento decisivo.

La cuestión que causaba la discusión más larga era si iban a informar a Erik Magnuson de que el asunto estaba candente, que las piedras empezaban a arder bajo sus pies. Tanto Rydberg como Björk dudaban. Pero Kurt Wallander era de la opinión de que no podían perder nada con el hecho de que Erik Magnuson supiese que la policía le tenía en su punto de mira. La vigilancia se haría discretamente, por supuesto. Pero aparte de esto no se tomarían otras medidas para ocultar que la policía estaba movilizada.

– Deja que se ponga nervioso -dijo Kurt Wallander-. Si tiene algo de qué preocuparse, espero que lo descubramos.

Tardaron tres horas en repasar todo el material para intentar encontrar pistas que indirectamente pudiesen relacionar con Erik Magnuson. No encontraron nada, pero tampoco nada que demostrara que no podría haber sido Erik Magnuson quien estaba en Lenarp aquella noche, pese a la coartada de su novia. De vez en cuando, Kurt Wallander tenía la sensación de que se adentraban en un nuevo callejón sin salida.

Ante todo era Rydberg quien mostraba señales de duda. Una y otra vez se preguntaba si una sola persona podría haber cometido el doble asesinato.

– En aquella carnicería había algo que indicaba que no era trabajo de una sola persona. No me lo puedo quitar de la cabeza.

– Nada impide que tuviese un cómplice -dijo Kurt Wallander-. Iremos paso a paso.

– Si cometió el crimen para pagar una deuda de juego no le hacía falta un cómplice -objetó- Rydberg.

– Lo sé -dijo Kurt Wallander-. Pero tenemos que continuar.

Después de una rápida actuación de Martinson, disponían de una fotografía de Erik Magnuson, que encontraron en el archivo del Consejo General. Era de un folleto en el que el Consejo General presentaba su amplia actividad para unos habitantes que se suponía que eran ignorantes. Björk, que era de la opinión de que todas las instituciones estatales y municipales necesitaban sus propios departamentos de defensa para que en caso de necesidad pudiesen informar a la gente ignorante sobre la colosal importancia de aquella institución, encontraba el folleto estupendo. Sea como fuere, Erik Magnuson estaba al lado de su carretilla elevadora amarilla, vestido con un mono blanquísimo. Sonreía.

Los agentes observaron su cara y la compararon con algunas fotografías en blanco y negro de Johannes Lövgren. Entre otras, había una foto en la que Johannes Lövgren posaba junto a un tractor en un campo recién labrado.

¿Podrían ser padre e hijo el conductor del tractor y el conductor de la carretilla elevadora?

A Kurt Wallander le costaba fijarse en las fotos y hacerlas coincidir.

Lo único que veía era la cara ensangrentada de un anciano al que le habían cortado la nariz.

Sobre las once de la noche del viernes habían preparado sus planes de ataque. Para entonces, Björk los había dejado porque debía asistir a una cena organizada por el club local de golf.

Kurt Wallander y Rydberg aprovecharían el sábado para visitar de nuevo a Ellen Magnuson en Kristianstad. Martinson, Näslund y Hanson se repartirían la vigilancia de Erik Magnuson, y también confrontarían a su novia con la coartada dada. El domingo sería de vigilancia y de repaso adicional de todo el material de investigación. El lunes, Martinson, al que habían nombrado experto en ordenadores sin que lo solicitara, analizaría los negocios de Erik Magnuson. ¿Habría otras deudas? ¿Tendría algún tipo de antecedentes criminales?

Kurt Wallander le pidió a Rydberg que lo examinase todo a solas. Quería que Rydberg hiciese lo que llamaban una cruzada. Intentar unir acontecimientos y personas que a primera vista no tuviesen nada en común. ¿Existiría, a pesar de todo, algún punto de contacto hasta entonces invisible? Esto era lo que Rydberg iba a investigar.

Rydberg y Wallander salieron juntos de la comisaría. De repente Kurt Wallander se dio cuenta del cansancio de Rydberg y se acordó de su visita al hospital.

– ¿Cómo te va? -preguntó.

Rydberg se encogió de hombros y contestó algo ininteligible.

– ¿Las piernas? -preguntó Kurt Wallander.

– Como siempre -contestó Rydberg, dejando entrever que no tenía más ganas de hablar de sus dolencias.

Kurt Wallander se fue a su casa y se sirvió una copa de whisky. Pero la dejó sin tocar en la mesa del sofá y se acostó. El cansancio lo venció. Se durmió, ajeno a todos los pensamientos que daban vueltas por su cerebro.

Soñó con Sten Widén.

Iban juntos a una ópera cantada en un idioma desconocido.

Kurt Wallander, al despertar, no pudo recordar la ópera con la que había soñado.

En cambio recordó, en cuanto se despertó a la mañana siguiente, algo que habían comentado la noche anterior. El testamento de Johannes Lövgren. El testamento que no existía.

Rydberg había hablado con el albacea al que habían recurrido las dos hijas supervivientes, un abogado a menudo solicitado por las organizaciones de granjeros del distrito.

No existía ningún testamento. Eso significaba que las dos hijas heredarían toda la inesperada fortuna de Johannes Lövgren.

¿Sabría Erik Magnuson que Johannes Lövgren tenía grandes recursos? ¿O habría permanecido tan callado ante él como ante su esposa?

Kurt Wallander se levantó de la cama con el propósito de no acostarse aquel día sin averiguar definitivamente si el padre desconocido del hijo de Ellen Magnuson era Johannes Lövgren.

Tomó un desayuno mal preparado y se encontró con Rydberg en la comisaría un poco después de las nueve. Martinson, que había permanecido vigilando en un coche delante de la casa de Erik Magnuson en Rosengård hasta que lo reemplazó Näslund, dejó una nota diciendo que no había ocurrido absolutamente nada durante la noche. Erik Magnuson estaba en su piso. La noche había transcurrido tranquila.

La mañana de enero era brumosa. Había escarcha en los campos pardos. Rydberg estaba cansado y silencioso al lado de Kurt Wallander en el coche. No empezaron a hablar hasta que se acercaron a Kristianstad.

A las diez y media se encontraron con Göran Boman en la comisaría de Kristianstad.

Juntos estudiaron la copia del interrogatorio que Göran Boman le había hecho a la mujer.

– No tenemos nada que la implique -declaró Göran Boman-. Le hemos pasado el aspirador a ella y a su entorno. No hay nada. Su historia cabe en un solo folio. Ha trabajado en la misma farmacia durante treinta años. Cantó en un coro durante unos años pero lo dejó. Pide muchos libros prestados a la biblioteca. Pasa las vacaciones con una hermana en Vemmenhög, nunca va al extranjero, nunca se compra ropa nueva. Es una persona que por lo menos en apariencia vive una vida totalmente pacífica. Sus costumbres son regulares, rozando la meticulosidad. Lo más sorprendente es cómo soporta vivir así.

Kurt Wallander le dio las gracias por su trabajo.

– Ahora nos toca a nosotros -dijo.

Se fueron a casa de Ellen Magnuson.

Cuando ella les abrió la puerta, Kurt Wallander pensó que el hijo se parecía mucho a su madre. No podía determinar si los estaba esperando. Sus ojos parecían ausentes, como si en realidad estuviese en otro lugar totalmente diferente.

Kurt Wallander paseó la mirada alrededor del salón. Los invitó a café. Rydberg se excusó pero Kurt Wallander aceptó.

Cada vez que Kurt Wallander entraba en un piso desconocido, pensaba que estaba mirando las tapas de un libro que le acababan de dar. El piso, los muebles, los cuadros, los olores, eran el título. Entonces empezaría a leer. Pero el piso de Ellen Magnuson era inodoro. Como si Kurt Wallander se encontrase en un lugar deshabitado. Respiró el olor a desolación. Una gris resignación. Sobre los pálidos papeles pintados colgaban carteles con motivos difusos y abstractos. Los muebles que llenaban la habitación eran anticuados y pesados. Unos manteles de encaje cubrían con pulcritud una mesa plegable de caoba. En una pequeña estantería había una fotografía de un niño sentado delante de un rosal. Kurt Wallander pensó que la única foto que tenía expuesta de su hijo era de la niñez. Como hombre adulto no estaba presente.

Al lado del salón había un pequeño comedor. Kurt Wallander empujó la puerta semiabierta con el pie. Para sorpresa suya, uno de los cuadros de su padre colgaba de una de las paredes.

Era el paisaje de otoño sin urogallo.

Se quedó observando la imagen hasta que oyó el ruido de la bandeja detrás de sí.

Era como si hubiese visto el motivo del padre por vez primera.

Rydberg se sentó en una silla junto a la ventana. Kurt Wallander pensó que algún día le preguntaría por qué siempre se sentaba al lado de una ventana.

«¿De dónde vienen nuestras costumbres?», pensó. «¿En qué fábrica secreta se producen nuestros hábitos y manías?»

Ellen Magnuson le sirvió el café.

Pensó que debía empezar.

– Göran Boman de la policía de Kristianstad estuvo aquí y le hizo unas cuantas preguntas -dijo-. No se sorprenda si le hacemos las mismas preguntas otra vez.

– Tampoco se sorprenda si recibe las mismas respuestas -replicó Ellen Magnuson.

Precisamente en ese instante, Kurt Wallander comprendió que era la mujer que tenía delante con quien Johannes Lövgren había tenido un hijo.

Kurt Wallander lo sabía sin que pudiera explicar por qué. En un momento arriesgado decidió mentir para obtener la verdad. Si no se equivocaba, Ellen Magnuson tenía muy poca experiencia con agentes de policía. Seguramente suponía que ellos buscaban la verdad, usando ellos mismos la verdad. Era ella quien debía mentir, no ellos.

– Señora Magnuson -dijo Kurt Wallander-, sabemos que Johannes Lövgren es el padre de su hijo Erik. No vale la pena que lo niegue.

Ella lo miró con miedo. Aquel rasgo ausente de su mirada desapareció de pronto. Volvía a estar presente en la habitación.

– No es verdad -dijo.

«Una mentira que pide clemencia», pensó Kurt Wallander. «Pronto se quebrará.»

– Claro que es verdad -atajó-. Nosotros lo sabemos y usted sabe que es verdad. Si a Johannes Lövgren no le hubieran matado, nunca nos habríamos molestado en hacerle estas preguntas. Pero ahora tenemos que saberlo. Y si no nos lo dice ahora, la obligaremos a contestar a estas preguntas ante un tribunal bajo juramento.

Ocurrió más deprisa de lo que había imaginado. De golpe se quebró.

– ¿Por qué queréis saberlo? -gritó-. Yo no he hecho nada. ¿Por qué no podemos tener nuestros secretos?

– Nadie prohíbe los secretos -respondió Kurt Wallander lentamente-. Pero mientras haya homicidios tendremos que buscar a los culpables. Por eso es nuestro deber hacer preguntas. Y necesitamos obtener respuestas.

Rydberg permanecía inmóvil en su silla al lado de la ventana. Observaba a la mujer con sus ojos cansados.

Juntos escucharon la historia. Kurt Wallander pensaba que era enormemente triste. La vida que se desplegaba delante de él era igual de melancólica que el paisaje escarchado por el que habían viajado aquella mañana.

Nació fruto de un matrimonio ya mayor de granjeros en Yngsjö. Consiguió dejar el barro y con el tiempo trabajó como dependienta en una farmacia. Johannes Lövgren entró en su vida como cliente de la farmacia. Ella explicó que su primer encuentro fue una ocasión en que él compró bicarbonato. Después había vuelto, la cortejaba.

La historia de él era la del granjero solitario. Antes del nacimiento del niño no le dijo que estaba casado. Ella se resignaba, nunca le tuvo odio. Él compraba su silencio con el dinero que le pagaba unas cuantas veces cada año.

Pero el hijo creció con ella. Era suyo.

– ¿Qué pensaste al enterarte de que lo habían matado? -preguntó Kurt Wallander cuando ella terminó.

– Creo en Dios -dijo-. Creo en la venganza justiciera.

– ¿La venganza?

– ¿A cuántas personas defraudó Johannes? -preguntó-. Me defraudó a mí, a su hijo, a su mujer y a sus hijas. Nos defraudó a todos.

«Y pronto sabrá que su hijo es un asesino», pensó Kurt Wallander. «¿Se imaginará que es un arcángel cumpliendo una orden divina de venganza? ¿Lo soportará?»

Siguió haciendo sus preguntas. Rydberg cambió de postura en su silla al lado de la ventana. Desde la cocina se oía el tictac de un reloj.

Cuando se marcharon, Kurt Wallander pensó que había recibido la respuesta a todas sus preguntas.

Había encontrado a la mujer secreta. Al hijo secreto. Sabía que ella había esperado a Johannes Lövgren con el dinero. Pero Johannes Lövgren nunca apareció.

De otra pregunta, sin embargo, obtuvo una respuesta inesperada.

Ellen Magnuson nunca le daba el dinero de Johannes Lövgren a su hijo. Lo ingresaba en una libreta del banco. Él lo heredaría cuando ella ya no estuviese. Tal vez temía que se lo gastara en el juego.

Pero Erik Magnuson sabía que Johannes Lövgren era su padre. Ahí había mentido. ¿Sabría también que su padre Johannes Lövgren tenía grandes recursos económicos?

Rydberg había guardado silencio durante todo el interrogatorio. Justo cuando se iban, le preguntó si veía a su hijo con cierta frecuencia. Si tenían una buena relación. ¿Conocía a su novia?

Sus respuestas fueron evasivas.

– Ya es adulto -dijo-. Vive su vida. Pero es bueno y viene a visitarme. Por supuesto que sé que tiene novia.

«Ahora miente otra vez», pensó Kurt Wallander. «No sabía lo de la novia.»

Pararon a comer en la fonda de Degeberga. Rydberg parecía haberse recuperado.

– Tu interrogatorio fue impresionante -declaró-. Deberían usarlo como ejemplo en la escuela de policía.

– De todas formas mentí -dijo Kurt Wallander-. Y eso no se considera muy aceptable.

Durante la comida determinaron las posiciones. Ambos estaban de acuerdo en aguardar las investigaciones sobre el pasado de Erik Magnuson. Hasta que todo no estuviera listo y estudiado no lo detendrían para interrogarle.

– ¿Crees que es él? -preguntó Rydberg.

– Claro que es él -contestó Kurt Wallander-. Solo o con otra persona. ¿Qué crees tú?

– Espero que tengas razón.

Volvieron a la comisaría de Ystad a las tres y cuarto. Näslund estaba en su despacho, estornudando sin parar. Hanson lo había sustituido a las doce.

Erik Magnuson había pasado la mañana comprando unos zapatos nuevos y depositando unos boletos de juego en un estanco. Después había vuelto a su casa.

– ¿Parece estar alerta? -preguntó Kurt Wallander.

– No lo sé -contestó Näslund-. A ratos me lo parece. A ratos creo que me lo imagino.

Rydberg se fue a casa y Kurt Wallander se encerró en su despacho.

Hojeó distraídamente un montón de papeles que alguien había colocado en su mesa.

Le costaba concentrarse.

El relato de Ellen Magnuson lo había dejado intranquilo.

Se imaginaba que su propia vida no se distanciaba tanto de la realidad de ella. Su incierta vida.

«Cuando todo esto acabe, me tomaré unos días libres», pensó. «Con todas las horas extras que tengo, podré marcharme fuera una semana. Siete días para mí solo. Siete días como siete años difíciles. Luego volveré renovado.»

Pensaba que tal vez iría a algún balneario donde le ayudarían a perder kilos. Pero sólo el hecho de pensarlo le disgustaba. Mejor subirse al coche y dirigirse hacia el sur.

Quizá París o Amsterdam. En Arnhem, Holanda, vivía un policía al que había conocido en un seminario sobre el narcotráfico. Tal vez podría visitarle.

«Primero vamos a resolver el asesinato de Lenarp», pensó. «Lo haremos la semana que viene.

»Luego decidiré adónde ir…»

El jueves 25 de enero fueron a buscar a Erik Magnuson y lo llevaron a la comisaría para interrogarlo. La aprehensión tuvo lugar delante de su casa. Rydberg y Hanson eran los encargados de hacerlo, mientras Kurt Wallander los miraba desde su coche. Erik Magnuson los acompañó al coche de policía sin protestar. Fue por la mañana, cuando se iba al trabajo. Como a Kurt Wallander le interesaba que los primeros interrogatorios ocurriesen sin demasiada presión, le dio la oportunidad de llamar a su trabajo para justificar su ausencia.

Björk, Wallander y Rydberg estaban presentes en la habitación donde interrogaron a Erik Magnuson. Björk y Rydberg se quedaron apartados, mientras Wallander hacía sus preguntas.

En los días anteriores la convicción de los agentes de que aquel hombre era el culpable del doble asesinato de Lenarp se había reforzado. Las diferentes investigaciones mostraban que Erik Magnuson tenía considerables deudas. En varias ocasiones se había salvado en el último momento de ser atacado por no solventar sus deudas de juego. En Jägersro, Hanson vio a Magnuson apostar grandes sumas. Su situación económica era catastrófica.

El año anterior, la policía de Eslöv había sospechado de él por el atraco a un banco. Sin embargo, nunca pudieron acusarlo del crimen. En cambio era probable que se hubiese metido en contrabando de droga. Su novia, que estaba en el paro, había sido condenada varias veces por delitos relacionados con drogas, y en una ocasión también por una estafa a correos. Erik Magnuson tenía por tanto grandes deudas. En cambio, en algunas ocasiones disponía de cantidades increíbles de dinero. En comparación con esas cantidades, su sueldo en el Consejo General era una nimiedad.

Aquel jueves de enero significaría el remate final para la investigación. Por fin se resolvería el doble asesinato de Lenarp. Kurt Wallander se despertó temprano y sintió una fuerte tensión en el cuerpo.

Al día siguiente, viernes 26 de enero, comprendió que se había equivocado.

La suposición de que Erik Magnuson era el culpable, o por lo menos uno de los culpables, quedó totalmente hecha trizas. La pista que habían seguido era una pista falsa. El viernes por la mañana comprendieron que Magnuson nunca sería relacionado con el doble asesinato, por la sencilla razón de que era inocente.

Su coartada de la noche de autos había sido confirmada por la madre de su novia, que los había visitado. Su veracidad no se podía cuestionar. Era una señora anciana que dormía mal por las noches. Erik Magnuson había roncado toda la noche cuando asesinaron tan brutalmente a Johannes y María Lövgren.

El dinero con que había pagado su deuda al ferretero de Tågarp provenía de la venta de un coche. Magnuson podía enseñar el recibo de un Chrysler vendido, y el comprador, un carpintero de Lomma, podía contar que había pagado al contado, con billetes de mil y de quinientas coronas.

Magnuson también podía dar una explicación creíble al hecho de haber mentido acerca de que Johannes Lövgren fuera su padre. Lo había hecho por su madre, ya que pensaba que ella así lo quería. Cuando Wallander le dijo que Johannes Lövgren era un hombre rico, se mostró verdaderamente sorprendido.

Finalmente no quedó nada.

Cuando Björk preguntó si alguien tenía algo que objetar contra la decisión de enviar a Erik Magnuson a casa y que de momento fuese sobreseído del caso, nadie se opuso. Kurt Wallander sentía una culpa aplastante por haber llevado toda la investigación de forma equivocada. Sólo Rydberg parecía impasible. También había sido quien más había dudado desde el principio.

La investigación se había encallado. Todo lo que quedaba era una ruina.

Lo único que podía hacerse era empezar desde el principio.

Al mismo tiempo llegó la nieve.

La noche del 27 de enero entró una terrible tormenta de nieve por el sudoeste. Al cabo de unas horas, la E 14 quedó bloqueada. La nieve siguió cayendo sin parar durante seis horas. El fuerte viento hacía infructuosa la labor de las máquinas quitanieves. Con la misma rapidez con que la quitaban, la nieve se amontonaba de nuevo.

Durante veinticuatro horas la policía estuvo trabajando para evitar que el problema se convirtiese en una situación caótica. Luego se alejó el mal tiempo con la misma celeridad con la que había llegado.

Unos días más tarde, Linda lo llamó y le dio una gran alegría. Estaba en Malmö y había decidido empezar a estudiar en una escuela superior a las afueras de Estocolmo. Prometió ir a verle antes de marcharse.

Kurt Wallander dispuso sus días para poder visitar a su padre al menos tres días por semana. Escribió una carta a su hermana diciendo que la nueva asistenta había logrado maravillas con su padre. El trastorno que lo había llevado a emprender el solitario paseo nocturno hacia Italia se le había pasado. La salvación había sido una mujer que acudía regularmente a su casa.

Unos días después de su cumpleaños, Kurt Wallander llamó una noche a Anette Brolin y le propuso ir a mostrarle la nevada Escania. Volvió a disculparse por el incidente de aquella noche en su piso. Ella aceptó y el domingo siguiente, el 4 de febrero, le enseñó el monumento vikingo de Ale Stenar y el castillo medieval de Glimmingehus. Comieron en el parador de Hammenhög, y Kurt Wallander empezó a creer que ella realmente había empezado a pensar que él no era el mismo que la había hecho sentarse en su regazo.

Las semanas se sucedieron sin que apareciera una nueva pista en la investigación. Martinson y Näslund fueron transferidos a otras tareas. Sin embargo, Kurt Wallander y Rydberg podían, de momento, concentrarse totalmente en el doble asesinato.

Un día a mediados de febrero, un día frío y límpido, sin pizca de viento, Wallander recibió la visita en su despacho de la hija de Johannes y Maria Lövgren, la que vivía y trabajaba en Göteborg.

Había vuelto a Escania para estar presente cuando colocaran una lápida en la tumba de sus padres en el cementerio de Villie. Wallander dijo la verdad, que la policía todavía andaba a ciegas buscando alguna pista determinante. Al día siguiente de su visita se fue al cementerio y miró un rato la lápida negra con las inscripciones en letras doradas.

Pasaron el mes de febrero ampliando y profundizando la investigación.

Rydberg, que permanecía callado y ensimismado y sufría mucho por su pierna dolorida, usaba mayoritariamente el teléfono en su trabajo, mientras que Kurt Wallander a menudo hacía el trabajo de a pie. Examinaron cada sucursal bancaria de Escania, pero no encontraron más cajas de seguridad. Wallander habló con más de doscientas personas que eran de la familia o que conocían a Johannes y Maria Lövgren. Hizo diversos sondeos retrospectivos en el abundante material de investigación, volvía a puntos ya pasados desde hacía tiempo, levantaba el fondo de informes viejos y los examinaba de nuevo. Pero en ningún sitio había un resquicio de luz.

Un día gélido y ventoso de febrero fue a buscar a Sten Widén a su finca y visitaron Lenarp. Juntos miraron al animal que tal vez escondía un secreto, vieron a la yegua comer una brazada de heno, acompañados por el viejo Nyström allá donde iban. Las dos hijas de Lövgren le habían regalado la yegua.

Pero la vivienda en sí, silenciosa y cerrada a cal y canto, había sido puesta en manos de una inmobiliaria en Skurup para su venta. Kurt Wallander observaba la ventana rota de la cocina, que nunca había sido arreglada, tan sólo tapada con un pedazo de madera. Intentó reanudar la relación con Sten Widén, perdida desde hacía diez años, pero el amigo y entrenador de caballos no parecía interesado. Cuando Kurt Wallander lo llevó a casa, comprendió que su relación estaba rota para siempre.

La investigación del homicidio del refugiado somalí se terminó y Rune Bergman fue llevado ante el tribunal de Ystad. El edificio del juzgado se llenó con un gran número de periodistas de todos los medios de comunicación. Ya habían podido aclarar que había sido Valfrid Ström quien había realizado los disparos mortales. Pero Rune Bergman fue condenado por complicidad en el homicidio y la investigación psiquiátrica del forense le declaró plenamente responsable de sus actos.

Kurt Wallander testificó y estuvo presente varias veces escuchando a Anette Brolin apelar e interrogar. Rune Bergman no dijo mucho, aunque su silencio ya no era total.

Las audiencias revelaron una escena racista encubierta, donde reinaban unas ideas parecidas a las del Ku Klux Klan. Rune Bergman y Valfrid Ström habían obrado en nombre propio a la vez que pertenecían a varias organizaciones racistas. Kurt Wallander volvió a presentir que algo decisivo estaba ocurriendo en Suecia. Durante breves instantes podía advertir en sí mismo ciertas simpatías contradictorias por algunos de los argumentos xenófobos que salieron a la luz en las discusiones y en la prensa durante el tiempo que duró el juicio. ¿Tenían el gobierno y el Departamento de Inmigración en realidad algún control sobre el tipo de gente que entraba en Suecia? ¿Quién era refugiado y quién un buscador de fortuna? ¿Era verdaderamente posible hacer una distinción? ¿Cuánto tiempo podría permanecer vigente aquella generosa política de refugiados antes de que estallase el caos? ¿Existía en realidad un límite superior?

Kurt Wallander hizo el intento a medias de interesarse por las cuestiones. Comprendió que sentía la misma angustia insegura que otras muchas personas. Angustia frente a lo desconocido, a lo diferente.

A finales de febrero se dictó la sentencia, que consistió en una larga condena de prisión para Rune Bergman. Ante la mal disimulada sorpresa de todo el mundo, no apeló la condena, que poco después empezó a aplicarse.

Aquel invierno no cayó más nieve en Escania. Una mañana de marzo, muy temprano, Anette Brolin y Kurt Wallander dieron un paseo a lo largo del istmo de Falsterbonäset. Juntos vieron volver las bandadas de pájaros desde los países lejanos de la Cruz del Sur. Wallander le tomó la mano de repente y ella no la retiró, por lo menos no de inmediato.

Logró perder cuatro kilos. Pero comprendió que nunca recuperaría la forma que tenía cuando Mona lo dejó tan de repente.

De vez en cuando sus voces se encontraban a través del teléfono. Kurt Wallander notaba que sus celos se desvanecían despacio. La mujer negra que lo visitaba en sueños tampoco aparecía.

El mes de marzo empezó con la baja de Rydberg durante dos semanas. Primero todos pensaron que era por su pierna mala. Pero un día, Ebba le contó de forma confidencial a Kurt Wallander que Rydberg probablemente tenía cáncer. Cómo lo supo o de qué tipo de cáncer se trataba, no lo reveló. Cuando Wallander visitó a Rydberg en el hospital, sólo le dijo que era un control rutinario de estómago. Una mancha en una radiografía hablaba de una posible herida en el intestino grueso.

Kurt Wallander sintió una pena inmensa al pensar que Rydberg tal vez estuviese gravemente enfermo. Con un creciente sentimiento de angustia, siguió con la investigación. Un día, en un ataque de ira, lanzó las gruesas carpetas contra la pared. El suelo se llenó de papeles. Durante un buen rato estuvo mirando el desastre. Luego se puso a gatas y recogió y ordenó todo el material de nuevo, empezando desde el principio.

«En alguna parte hay algo que no veo», pensó.

«Una coincidencia, un detalle, que es precisamente la llave que debo girar. Pero ¿debo girarla a la derecha o a la izquierda?»

Varias veces llamó a Göran Boman a Kristianstad para quejarse.

Göran Boman, por propia iniciativa, se había dedicado a investigar intensamente a Nils Velander y otros posibles candidatos. Por ningún sitio se resquebrajaba la montaña. Durante dos días enteros Kurt Wallander estuvo con Lars Herdin sin avanzar un solo centímetro en el camino.

Aún se resistía a creer que el crimen quedaría sin resolver. A mediados de marzo logró convencer a Anette Brolin de que le acompañase a la ópera de Copenhague. Por la noche, ella se ocupó de su soledad. Pero cuando le dijo que la quería, se apartó.

Fue lo que fue. Nada más.

El sábado 17 y el domingo 18 de marzo su hija fue a visitarlo. Fue sola, sin su estudiante de medicina de Kenia, y Kurt Wallander la recibió en la estación. El día anterior Ebba había mandado a una amiga a hacer una limpieza general de su piso en la calle Mariagatan. Y por fin pensó que había reencontrado a su hija. Hicieron una larga excursión por las playas de Österlen, comieron en Lilla Vik y estuvieron despiertos hasta las cinco de la madrugada hablando. Visitaron al padre de él y abuelo de ella, el cual los sorprendió contando historias alegres sobre Kurt Wallander cuando era niño.

El lunes por la mañana la acompañó a la estación.

Le parecía que había reconquistado parte de su confianza. Cuando estuvo de nuevo en su despacho, inclinado sobre el material de investigación, entró de repente Rydberg. Se sentó en la silla de madera junto a la ventana y le contó sin más ni más que le habían confirmado un cáncer de próstata. Lo ingresarían para practicarle un tratamiento de quimioterapia y radioterapia, cosa que podría alargarse, y también fallar. No toleró que le ofrecieran compasión de ningún tipo. Sólo había ido a recordarle a Kurt Wallander las últimas palabras de Maria. Y el nudo corredizo. Luego se levantó, estrechó la mano de Kurt Wallander y se marchó.

Kurt Wallander se quedó solo con su dolor y su investigación. Björk consideró que debía trabajar sin ayuda hasta nuevo aviso, ya que la policía estaba sobrecargada de trabajo.

Durante el mes de marzo no ocurrió nada. Tampoco durante abril.

Los informes sobre la salud de Rydberg divergían. Ebba era la eterna mensajera.

Uno de los primeros días de mayo, Kurt Wallander fue a ver a Björk y le propuso que encargase a otra persona la investigación. Pero Björk se negó. Kurt Wallander tenía que seguir por lo menos hasta el verano y las vacaciones. Después se evaluaría la situación de nuevo.

Volvió a empezar una y otra vez. Se retiraba, husmeaba y revolvía entre el material, intentando hacerlo vivir. Pero las piedras bajo sus pies seguían estando frías.

A principios de junio cambió el Peugeot por un Nissan. El 8 de junio se tomó unas vacaciones y se fue a Estocolmo a visitar a su hija.

Juntos viajaron en coche hasta el Cabo Norte. Herman Mboya estaba en Kenia, pero volvería en agosto.

El lunes 9 de julio, Kurt Wallander estaba otra vez de servicio. En una circular de Björk podía leer que seguiría con su investigación hasta la vuelta de Björk a principios de agosto. Después decidirían qué hacer.

También recibió el mensaje de Ebba de que Rydberg se encontraba mucho mejor. Tal vez los médicos pudiesen vencer su cáncer. El martes 10 de julio era un día hermoso en Ystad. A la hora de la comida, Kurt Wallander daba vueltas por el centro. Fue a la tienda de la plaza y casi se decidió por un nuevo equipo de música.

Luego se acordó de que llevaba unos billetes de coronas noruegas sin cambiar en la cartera. Habían sobrado del viaje al Cabo Norte. Se fue al banco Föreningsbanken y se puso en la cola de la única caja que estaba de servicio.

No reconoció a la mujer que había detrás del mostrador. No era ni Britta-Lena Bodén, la chica de la memoria prodigiosa, ni ninguna de las cajeras que había visto antes. Pensó que sería una sustituta de verano.

El hombre que iba delante de él retiró una gran suma de dinero en efectivo. Kurt Wallander se preguntó distraído para qué querría tanto dinero en efectivo. Mientras el hombre contaba los billetes, Kurt Wallander leyó su nombre en el carné de conducir que había dejado en el mostrador. Después le tocó su turno y cambió los billetes. Detrás de él, en la cola, oyó a un turista hablar en italiano o en español. Hasta salir a la calle no le vino la idea.

Se quedó quieto, como paralizado por su iluminación. Después volvió a entrar en el banco. Esperó hasta que los turistas cambiaron su dinero.

Mostró su placa de identificación policial a la cajera.

– Britta-Lena Bodén -dijo sonriendo-. ¿Está de vacaciones?

– Probablemente esté con sus padres en Simrishamn -dijo la cajera-. Le quedan otras dos semanas.

– Bodén, ¿sus padres se llaman así? -preguntó.

– El padre es el encargado de una gasolinera en Simrishamn. Creo que ahora se llama Statoil.

– Gracias -dijo Kurt Wallander-. Sólo quiero hacerle unas preguntas rutinarias.

– Te reconozco -afirmó la cajera-. ¡Y pensar que aún no habéis resuelto esa historia tan tremenda!

– Sí -confirmó Kurt Wallander-. Es bastante tremendo.

Volvió a la comisaría casi corriendo, se sentó en el coche y se marchó a Simrishamn. El padre de Britta-Lena Bodén le contó que estaba pasando el día en la playa de Sandhammaren, junto con unos amigos. Tuvo que buscarla un buen rato antes de encontrarla, bien escondida detrás de una duna de arena. Jugaba al Backgammon con unos amigos, y todos miraron a Kurt Wallander con asombro mientras se acercaba arrastrando los pies en la arena.

– No vendría a molestarte si no fuese importante -se excusó.

Britta-Lena Bodén pareció entender la gravedad del asunto y se levantó. Llevaba un bikini mínimo y Kurt Wallander bajó la vista. Se sentaron un poco apartados de los demás para poder hablar a solas.

– Aquel día de enero -dijo Kurt Wallander-. Quisiera hablar de ello otra vez. Me gustaría que volvieses a pensar en aquel día una vez más. Y lo que quiero es que intentes recordar si había alguien más en el banco cuando Johannes Lövgren retiró su gran suma de dinero.

Su memoria seguía siendo buena.

– No -dijo-. Estaba solo.

Él sabía que decía la verdad.

– Sigue pensando -continuó-. Johannes Lövgren salió por la puerta. Se cerró. Y luego, ¿qué?

Su respuesta llegó rápida y decidida.

– La puerta no se cerró.

– ¿Entró un nuevo cliente?

– Dos.

– ¿Los conocías?

– No.

La siguiente pregunta era la decisiva.

– ¿Porque eran extranjeros?

Ella lo miró con asombro.

– ¡Sí! ¿Cómo lo sabías?

– No lo he sabido hasta ahora. Sigue pensando.

– Eran dos hombres. Bastante jóvenes.

– ¿Qué querían?

– Querían cambiar dinero.

– ¿Te acuerdas de qué divisa?

– Dólares.

– ¿Hablaron en inglés? ¿Eran estadounidenses?

Ella negó con la cabeza.

– Inglés no. No sé en qué idioma hablaban.

– ¿Qué pasó luego? Intenta imaginarlo como si ocurriera de nuevo delante de ti.

– Se acercaron hasta el mostrador.

– ¿Los dos?

Pensó mucho antes de contestar. El cálido viento le despeinaba el cabello.

– Uno se acercó y puso el dinero en el mostrador. Creo que eran cien dólares. Le pregunté si quería cambiarlos. Él afirmó con la cabeza.

– ¿Qué hizo el otro hombre?

Volvió a pensar.

– Se le cayó algo al suelo y se agachó para recogerlo. Un guante, creo.

Retrocedió en sus preguntas.

– Johannes Lövgren acababa de marcharse -dijo-. Se llevaba una gran suma de dinero metida en su cartera. ¿Le habías dado algo más?

– Le di un recibo de la transacción.

– ¿Y lo guardó en la cartera?

Por vez primera dudaba.

– Creo que sí.

– Si no guardó el recibo en la cartera, ¿qué pasó entonces?

Ella volvió a pensar.

– No quedaba nada en el mostrador. De eso estoy segura, pues yo lo habría retirado.

– ¿Podría haber caído al suelo?

– Tal vez.

– Y el hombre que se agachó para recoger el guante, ¿podría haberlo recogido?

– Tal vez.

– ¿Qué ponía en el recibo?

– La suma. Su nombre. Su dirección.

Kurt Wallander aguantaba la respiración.

– ¿Lo ponía todo? ¿Estás segura?

– Había rellenado el resguardo de reintegro con letra irregular. Sé que había puesto la dirección aunque no hacía falta.

Kurt Wallander retrocedió de nuevo.

– Lövgren ha recibido el dinero y se va. En la puerta se encuentra con dos hombres desconocidos. Uno de ellos se agacha y recoge del suelo un guante y quizá también el recibo. En él pone que Johannes Lövgren acaba de sacar veintisiete mil coronas. ¿Es correcto?

De repente comprendió.

– ¿Son ellos los que lo hicieron?

– No lo sé. Vuelve a retroceder en el tiempo.

– Cambié el dinero. Se lo metió en el bolsillo. Se marcharon.

– ¿Cuánto tiempo tardaste?

– Tres, cuatro minutos. No más.

– Su transacción de cambio debe de estar en el banco, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

– Yo he cambiado hoy dinero en el banco. Tuve que decir mi nombre. ¿Te dieron alguna dirección?

– Quizá. No me acuerdo.

Kurt Wallander asintió. En aquel momento algo empezaba a arder bajo sus pies.

– Tu memoria es fenomenal -dijo-. ¿Has vuelto a ver a esos hombres?

– No, nunca.

– ¿Los reconocerías?

– Creo que sí. Tal vez.

Kurt Wallander pensó un momento.

– Quizá tengas que interrumpir tus vacaciones unos días -dijo.

– ¡Nos vamos a Öland mañana!

Kurt Wallander se decidió enseguida.

– Imposible -atajó-. Tal vez pasado mañana. Pero mañana no.

Se levantó y se sacudió la arena.

– Diles a tus padres dónde se te puede localizar -dijo.

Ella se levantó y se preparó para reunirse con sus amigos.

– ¿Puedo contarlo? -preguntó.

– Invéntate cualquier otra cosa -contestó-. Ya se te ocurrirá algo.

Un poco después de las cuatro de la tarde encontraron el recibo de la transacción de cambio en los archivos del banco Föreningsbanken.

La firma era ilegible. No había ninguna dirección.

Kurt Wallander se sorprendió de que eso no lo desilusionara. Pensó que se debía a que, a pesar de todo, ya sabía cómo podía haber ocurrido todo.

Desde el banco se fue directamente a casa de Rydberg, que estaba convaleciente.

Se hallaba sentado en su balcón cuando Kurt Wallander llamó a la puerta. Había adelgazado y estaba muy pálido. Juntos se sentaron en el balcón y Kurt Wallander le contó su descubrimiento.

Rydberg asintió pensativamente con la cabeza.

– Me parece que tienes razón -dijo cuando Kurt Wallander terminó-. Seguro que ocurrió de ese modo.

– La cuestión es cómo vamos a encontrarlos -planteó Kurt Wallander. Unos turistas de visita casual en Suecia hace más de medio año.

– Quizá se hayan quedado -dijo Rydberg-. Como refugiados, en busca de asilo, inmigrantes.

– ¿Por dónde vamos a empezar? -preguntó Kurt Wallander.

– No lo sé -contestó Rydberg-. Pero ya se te ocurrirá algo.

Estuvieron un par de horas sentados en el balcón de Rydberg.

Un poco antes de las siete, Kurt Wallander volvió a su coche.

Las piedras bajo sus pies ya no estaban tan frías.

15

Kurt Wallander siempre pensaría en los días posteriores como «el tiempo en que se confeccionó el mapa». Lo que Britta-Lena Bodén recordaba y una firma ilegible eran sus puntos de partida. Por fin había un libreto verosímil, y por fin encajaba la última palabra que Maria Lövgren pronunció. Además, tenía que incorporar el curioso nudo corredizo a su resumen. Luego dibujó el mapa. El mismo día que habló con Britta-Lena Bodén entre las cálidas dunas de Sandhammaren se fue a casa de Björk, lo hizo levantarse de la mesa y obtuvo una promesa inmediata de contar con Hanson y Martinson a jornada completa para participar en la investigación, que de nuevo tendría prioridad.

El miércoles 11 de julio se hizo una reconstrucción de los hechos en la sucursal del banco antes de que abriera por la mañana. Britta-Lena Bodén se sentó tras el mostrador, Hanson hizo el papel de Johannes Lövgren, y Martinson y Björk representaron el papel de los dos hombres que entraron a cambiar dólares. Kurt Wallander insistía con tozudez en que todo fuese exactamente como aquella vez, medio año antes. El preocupado director del banco accedió al final a que Britta-Lena Bodén entregase veintisiete mil coronas en billetes de diferentes valores a Hanson, que llevaba una vieja cartera que Ebba le había prestado.

Kurt Wallander se mantuvo aparte, observando la escena. Dos veces pidió que se repitiese después de que Britta-Lena Bodén recordase algún detalle que no encajaba del todo.

Kurt Wallander quiso proceder a la reconstrucción para despertar su memoria. Albergaba la esperanza de que algo nuevo asomara a la superficie en aquella memoria prodigiosa.

Después negó con la cabeza. Había dicho todo lo que recordaba. No tenía nada que añadir. Kurt Wallander le pidió que aplazase el viaje a Öland unos días más y la dejó a solas en una habitación, donde tuvo que mirar fotos de criminales extranjeros que por una u otra razón habían caído en las redes de la policía sueca.

Como esto tampoco dio resultado, la enviaron en avión a Norrköping para que observara el enorme archivo del Departamento de Inmigración. Tras dieciocho horas de estudiar intensamente un sinfín de fotografías volvió al aeropuerto de Sturup, donde el propio Kurt Wallander la recibió. El resultado era negativo.

El paso siguiente fue entrar en contacto con la Interpol. El libreto de la forma en que podía haber ocurrido el crimen se introdujo en las bases de datos, en las que después harían análisis comparativos en el cuartel general europeo. Pero aún no ocurría nada que cambiase la situación realmente. Mientras Britta-Lena Bodén sudaba sobre la inmensa cantidad de fotografías, Kurt Wallander mantuvo tres largos interrogatorios con el maestro deshollinador Arthur Lundin de Slimminge. Reconstruyeron los viajes entre Lenarp y Ystad, los cronometraron y volvieron a reconstruirlos. Kurt Wallander seguía dibujando su mapa. De vez en cuando visitaba al decaído y pálido Rydberg, que descansaba en su balcón, y juntos repasaban la investigación. Rydberg insistía en que no le molestaba ni se cansaba. Pero al despedirse, Wallander siempre se sentía culpable.

Anette Brolin regresó de sus vacaciones, que había pasado junto a su marido e hijos en una casa de verano en Grebbestad, en la costa oeste. La familia la acompañó hasta Ystad y Kurt Wallander adoptó un tono lo más formal posible cuando la llamó para hablarle de la brecha abierta en la moribunda investigación.

Después de aquella primera semana tan intensa, todo se detuvo.

Kurt Wallander miraba con desconsuelo su mapa. De nuevo estaban atascados.

– Tendremos que esperar -dijo Björk-. La masa de la Interpol suele fermentar lentamente.

Kurt Wallander acalló la protesta que despertaba en él lo forzado de aquella imagen.

Al mismo tiempo reconoció que Björk tenía razón.

Cuando Britta-Lena Bodén volvió de Öland para incorporarse de nuevo al trabajo en el banco, Kurt Wallander solicitó unos días libres para ella a la dirección del banco. Luego la llevó consigo a los campos de refugiados ubicados alrededor de Ystad. También hicieron una visita a los campos flotantes que se encontraban en el puerto petrolero de Malmö. Pero no reconocía ninguna cara en ningún sitio. Kurt Wallander consiguió que enviaran en avión a un dibujante desde Estocolmo.

Pese a un sinnúmero de intentos, Britta-Lena Bodén no conseguía que se produjera una cara aceptable.

Kurt Wallander empezaba a perder la esperanza. Björk le obligó a dejar a Martinson y contentarse con Hanson como el más próximo y único compañero en el trabajo de investigación.

El viernes 20 de julio, Kurt Wallander estaba a punto de darse por vencido.

Muy avanzada la noche, escribió un informe en el que propuso dejar la investigación en suspenso porque no había material concreto que les permitiera avanzar de manera decisiva.

Colocó los papeles en su escritorio y decidió pasárselos a Björk y a Anette Brolin el lunes por la mañana.

Pasó el sábado y el domingo en la isla de Bornholm. Hacía viento y llovía; además, se indigestó con algo que comió en el transbordador. La noche del domingo la pasó en cama. Tuvo que levantarse a intervalos a vomitar.

Al despertarse el lunes por la mañana se sintió mejor. De todos modos no sabía con certeza si debía o no quedarse en cama.

Finalmente se levantó y se marchó. Un poco después de las nueve estaba en su despacho. En el comedor había pastel porque era el cumpleaños de Ebba. Eran casi las diez cuando Kurt Wallander pudo por fin repasar su informe para Björk. Estaba a punto de levantarse para ir a entregarlo cuando sonó el teléfono.

Era Britta-Lena Bodén.

Su voz era como un susurro.

– Han vuelto. ¡Venid enseguida!

– ¿Ha vuelto quién? -preguntó Kurt Wallander.

– Los que cambiaron el dinero. ¿No lo entiendes?

En el pasillo chocó con Norén, que acababa de volver de un control de tráfico.

– ¡Ven conmigo! -gritó Kurt Wallander.

– ¿Qué coño pasa? -dijo Norén, que se estaba comiendo un bocadillo.

– No preguntes. ¡Ven!

Cuando llegaron al banco, Norén aún llevaba el bocadillo a medio comer en la mano. Kurt Wallander se saltó un semáforo en rojo y pasó por encima de la mediana de una avenida. Dejó el coche entre unos puestos de venta en la plaza del Ayuntamiento. Pero aun así llegaron tarde. Los hombres ya habían desaparecido. Britta-Lena Bodén estaba tan exaltada por volver a verlos que no se le ocurrió pedir a alguien que los siguiera.

En cambio sí se acordó de apretar el botón de la cámara de vigilancia.

Kurt Wallander estudió la firma del recibo. Seguía siendo ilegible. Pero era la misma firma. Tampoco esta vez había una dirección.

– Bien -dijo Kurt Wallander a Britta-Lena Bodén, que estaba temblando dentro de la oficina del director del banco-. ¿Qué dijiste al ir a telefonear?

– Que tenía que ir a buscar un sello.

– ¿Crees que esos dos hombres sospechaban algo?

Ella negó con la cabeza.

– Bien -dijo Kurt Wallander de nuevo-. Has hecho lo correcto.

– ¿Crees que los atraparéis ahora? -preguntó ella.

– Sí -dijo Kurt Wallander-. Esta vez sí.

La película de vídeo de la cámara del banco mostraba dos hombres que no ofrecían mucho aspecto de extranjeros. Uno tenía el pelo corto y rubio, el otro era calvo. En la jerga policial fueron bautizados enseguida como Lucia y el Calvo.

Britta-Lena Bodén escuchó varias muestras de idiomas y llegó a la conclusión de que los hombres habían intercambiado unas palabras en checo o en búlgaro. El billete de cincuenta dólares que habían cambiado se envió inmediatamente para su estudio técnico.

Björk los reunió a todos en su despacho.

– Después de medio año aparecen de nuevo -dijo Kurt Wallander-. ¿Por qué vuelven a la misma sucursal bancaria? Primero, porque viven por aquí cerca. Segundo, porque lograron un buen botín después de visitar el banco. Pero esta vez no tuvieron suerte. El hombre que estaba delante de ellos en la cola ingresó dinero, no lo retiró. Pero era un hombre mayor como Johannes Lövgren. Tal vez piensan que los hombres mayores con aspecto de granjeros siempre sacan grandes sumas de dinero.

– Checos -dijo Björk-. ¿O búlgaros?

– No necesariamente -contestó Kurt Wallander-. La chica pudo haberse equivocado. Pero puede encajar con la fisonomía.

Vieron la película de vídeo cuatro veces más, decidiendo qué imágenes copiarían y ampliarían.

– Hay que investigar a cada europeo del este que se encuentre en la ciudad y en los alrededores -dijo Björk-. Es desagradable y se interpretará como discriminación indebida. ¡Pero al diablo! En alguna parte tienen que estar, ¿verdad? Hablaré con los jefes de policía de Malmö y Kristianstad para ver qué quieren que hagamos en la provincia.

– Que todas las patrullas vean el vídeo -dijo Hanson-. Puede que aparezcan por las calles.

Kurt Wallander recordó la carnicería.

– Después de lo que hicieron en Lenarp, hay que considerarlos peligrosos -dijo.

– Si fueron ellos -señaló Björk-. Todavía no lo sabemos.

– Es verdad -reconoció Kurt Wallander-. Pero de igual manera…

– Ahora vamos a por todas -dijo Björk-. Kurt se encarga y delega según su propio criterio. Todo lo que no se tenga que hacer inmediatamente se deja aparte. Llamaré a la fiscal, así se pondrá contenta de que ocurra algo.

Pero nada ocurrió.

A pesar de los masivos despliegues policiales y de lo pequeña que es la ciudad, los dos hombres habían desaparecido. El martes y el miércoles transcurrieron sin resultado alguno. Los dos jefes de policía de la provincia dieron el visto bueno para reforzar la dotación policial en ambas regiones. Copiaron y distribuyeron la película de vídeo. Kurt Wallander dudó hasta el último momento en dar las fotos a la prensa o no. Temía que los hombres se hiciesen más invisibles si se los buscaba abiertamente. Pidió consejo a Rydberg, que no estaba de acuerdo con él.

– A los zorros hay que sacarlos de la madriguera -sentenció-. Espera un par de días. Pero luego suelta las fotos. Estuvo contemplando un largo rato las copias que le llevó Wallander.

– No existe lo que llamamos la cara del asesino -dijo-. Uno se imagina algo, un perfil, el tipo de pelo, la posición de los dientes. Pero nunca encaja.

El viento soplaba sin cesar en Escania aquel martes 24 de julio. Nubes rotas se perseguían sobre el cielo y las ráfagas de viento tenían la fuerza de una tormenta. Al amanecer, Kurt Wallander permaneció largo rato en la cama escuchando el viento antes de levantarse. Cuando se pesó en el cuarto de baño, vio que había perdido otro kilo. Eso le dio tanto ánimo que cuando aparcó en su sitio de la comisaría no notó el malestar que últimamente le había agobiado.

«Esta investigación se ha convertido en una cruz personal», pensó. «Atosigo a mis colaboradores, pero al final nos encontraremos otra vez ante un vacío.»

«Pero tienen que estar en alguna parte», pensó con ira al cerrar la puerta del coche. «En alguna parte, pero ¿dónde?»

En la recepción intercambió unas palabras con Ebba. Vio una anticuada caja de música al lado de la centralita.

– ¿Todavía existen estas cosas? -preguntó-. ¿De dónde la has sacado?

– La compré en un puesto de venta en la feria de Sjöbo -contestó ella-. A veces se pueden encontrar cosas interesantes entre todas las tonterías.

Kurt Wallander se marchó sonriendo. Pasó por los despachos de Hanson y Martinson y les pidió que fueran al suyo. Todavía no tenían ninguna pista del Calvo ni de Lucia.

– Dos días más -suplicó Kurt Wallander-. Si no conseguimos nada antes del jueves, convocaremos una rueda de prensa y soltaremos las fotos.

– Deberíamos haberlo hecho desde el principio -replicó Hanson.

Kurt Wallander no contestó.

Volvieron a examinar el mapa. A Martinson le tocaba continuar con la organización del repaso de diferentes cámpings, donde posiblemente podrían haberse escondido los dos hombres.

– Los albergues -sugirió Kurt Wallander-. Y todas las habitaciones particulares que se puedan alquilar durante el verano.

– Era más fácil antes -dijo Martinson-. La gente estaba quieta en verano. Ahora se mueven sin parar, coño.

Hanson seguiría investigando unas cuantas empresas de la construcción que eran conocidas por contratar trabajadores ilegales de diferentes países del este.

Kurt Wallander se metería entre los campos de fresas. No podía pasar por alto la posibilidad de que los dos hombres se escondiesen en alguno de los grandes cultivos de frutas. Pero el trabajo fue en vano.

Cuando volvieron a reunirse, avanzada la tarde, los informes eran negativos.

– Encontré un fontanero argelino -hizo el recuento Hanson-. Dos albañiles kurdos y un sinfín de trabajadores polacos. Me muero de ganas de escribirle unas líneas a Björk sobre eso. Si no hubiésemos tenido este maldito doble asesinato, podríamos haber hecho una limpieza en ese pantano. Ganan lo mismo que los jóvenes estudiantes que trabajan en verano. No tienen seguro. Si ocurre un accidente, los constructores dirán que no eran trabajadores de la empresa.

Martinson tampoco traía buenas noticias.

– Yo encontré un búlgaro calvo -dijo-. Con un poco de buena voluntad, podría haber sido el Calvo. Pero resultó ser médico en el hospital de Mariestad y podría presentar una coartada fácilmente.

El aire de la habitación era sofocante. Kurt Wallander se levantó y abrió la ventana.

De pronto recordó la caja de música de Ebba. Pese a que no había oído la melodía, todo el día había estado sonando en su subconsciente.

– Las ferias -dijo dándose la vuelta-. Deberíamos examinarlas. ¿Cuál es la próxima?

Tanto Hanson como Martinson sabían la respuesta.

La de Kivik.

– Comienza hoy -dijo Hanson-. Y acaba mañana.

– Entonces iré mañana -asintió Kurt Wallander.

– Es grande -objetó Hanson-. Deberías ir con alguien.

– Yo te acompañaré -se ofreció Martinson.

Hanson parecía contento por no tener que ir. Kurt Wallander pensó que posiblemente habría carreras de caballos el miércoles por la tarde.

Dieron por terminada la reunión y se despidieron. Kurt Wallander se quedó delante de su escritorio ordenando un montón de mensajes telefónicos. Los seleccionó para el día siguiente y se preparó para marchar. De pronto descubrió una nota que había caído al suelo. Se agachó y vio que había llamado el encargado de un campo de refugiados.

Marcó el número. Dejó pasar diez tonos y estaba a punto de colgar cuando alguien contestó.

– Soy Wallander, de la policía de Ystad. Busco a un tal Modin.

– Yo mismo.

– ¿Habías llamado?

– Creo que tengo algo importante que decir.

Kurt Wallander aguantó la respiración.

– Se trata de los dos hombres que estáis buscando. He vuelto hoy de mis vacaciones. Las fotografías distribuidas por la policía estaban en mi mesa. Reconozco a esos dos hombres. Estuvieron una temporada en este campo.

– Voy para allá -dijo Kurt Wallander-. Espérame en tu despacho hasta que llegue.

El campo de refugiados quedaba a las afueras de Skurup. Kurt Wallander tardó diecinueve minutos en llegar. Se trataba de una vieja casa parroquial y solamente se utilizaba cuando todos los demás campos estaban al completo.

El encargado, que se llamaba Modin, era bajo y debía de andar por los sesenta años. Esperaba en el patio cuando Kurt Wallander llegó derrapando con su coche.

– El campo está vacío ahora -dijo Modin-. Pero estamos esperando a unos cuantos rumanos la próxima semana.

Entraron en su pequeño despacho.

– Explícamelo desde el principio -pidió Kurt Wallander.

– Vivieron aquí entre diciembre del año pasado y mediados de febrero -dijo Modin hojeando unos papeles. Luego fueron transferidos a Malmö. A la Casa Celsius, para ser más exactos.

Modin señaló la fotografía del Calvo.

– Se llama Lothar Kraftzcyk. Es ciudadano checo y ha solicitado asilo político, ya que se considera perseguido por pertenecer a una minoría étnica en su país.

– ¿Existen las minorías étnicas en Checoslovaquia? -preguntó Kurt Wallander.

– Creo que se consideraba gitano.

– ¿Consideraba?

Modin se encogió de hombros.

– Yo no me lo creo. Los refugiados que saben que tienen pocos argumentos para quedarse en Suecia aprenden pronto que una manera excelente de mejorar sus posibilidades es decir que son gitanos. -Modin tomó la fotografía de Lucia en la mano-. Andreas Haas -continuó-. También checo. Sus razones para solicitar asilo no las conozco. Sus papeles se mandaron con él a la Casa Celsius.

– ¿Y estás seguro de que estas fotografías son de esos dos hombres?

– Sí, estoy seguro.

– Continúa -dijo Kurt Wallander-. Cuenta.

– ¿Contar qué?

– ¿Cómo eran? ¿Ocurrió algo fuera de lo normal durante el periodo que pasaron aquí? ¿Tenían mucho dinero? Todo lo que puedas recordar.

– He intentado recordar -contestó Modin-. Eran bastante solitarios. Piensa que la vida de un campo de refugiados es lo más agobiante que le puede ocurrir a una persona. Jugaban al ajedrez. Un día sí y otro también.

– ¿Tenían dinero?

– No que yo recuerde.

– ¿Cómo eran?

– Muy reservados. Pero no antipáticos.

– ¿Algo más?

Kurt Wallander notó que Modin dudaba.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó.

– Éste es un campo pequeño -respondió Modin-. Ni yo ni nadie duerme aquí por las noches. Algunos días también estábamos sin personal. Sin contar la cocinera que preparaba la comida. Solemos tener un coche aparcado aquí. Las llaves las guardamos en la oficina. Pero, a veces, cuando llegaba por las mañanas, tenía la sensación de que alguien había usado el coche. Como si hubiese entrado en la oficina, tomado las llaves y se hubiese marchado con el coche.

– ¿Y sospechas que fueron estos dos hombres?

Modin asintió con la cabeza.

– No sé por qué -comentó-. Es sólo una sensación.

Kurt Wallander pensó.

– Las noches -dijo-. Entonces no había nadie aquí. Y tampoco durante algunos días. ¿Cierto?

– Sí.

– El viernes 5 de enero -dijo Kurt Wallander-. Hace más de medio año. ¿Recuerdas si estabais sin personal durante el día?

Modin hojeó su calendario de mesa.

– Aquel día estuve en una reunión extraordinaria en Malmö -contestó-. Había tal cantidad de refugiados que tuvimos que encontrar unos campos provisionales.

Las piedras empezaban a arder bajo los pies de Kurt Wallander.

El mapa comenzaba a vivir. En aquel momento le estaba hablando.

– ¿O sea que no hubo nadie aquí durante el día?

– Sólo la cocinera. Pero la cocina está en la parte de atrás. Podría no haber notado si alguien hubiera usado el coche.

– ¿Ninguno de los refugiados se iba de la lengua?

– Los refugiados no se van de la lengua. Tienen miedo. También los unos de los otros.

Kurt Wallander se levantó. De pronto tenía prisa.

– Llama a tu colega de la Casa Celsius y dile que voy para allá -dijo-. Pero no le digas nada sobre estos dos hombres. Sólo asegúrate de que el encargado esté localizable.

Modin le miró.

– ¿Por qué quieres encontrarlos? -preguntó.

– Puede que hayan cometido un crimen. Un crimen grave.

– ¿El homicidio en Lenarp? ¿Es eso lo que quieres decir?

Kurt Wallander comprendió que no había ninguna razón para no contestar.

– Sí -respondió-. Creemos que fueron ellos.

Llegó a la Casa Celsius en el centro de Malmö poco después de las siete de la tarde. Aparcó en una calle próxima y se dirigió a la entrada principal, que estaba vigilada por un guardia de seguridad. Después de unos minutos, un hombre fue a buscarlo. Se llamaba Larson, había sido marinero y de él emanaba un olor a cerveza fácilmente identificable.

– Haas y Kraftzcyk -dijo Kurt Wallander cuando se hubieron sentado en el despacho de Larson-. Dos checos, solicitantes de asilo político.

La respuesta del hombre con aliento a cerveza llegó enseguida.

– Los jugadores de ajedrez -dijo-. Viven aquí.

«Ahora, coño», pensó Kurt Wallander. «Ahora sí.»

– ¿Están aquí en la casa?

– Sí -contestó Larson-. Es decir, no.

– ¿No?

– Viven aquí. Pero no están aquí.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que no están aquí.

– ¿Dónde coño están, pues?

– En realidad no lo sé.

– Pero viven aquí, ¿no?

– Han huido.

– ¿Huido?

– Es bastante frecuente que la gente huya de aquí.

– ¡Pero si han solicitado asilo político!

– Huyen de todos modos.

– ¿Qué hacéis entonces?

– Enviamos un informe, por supuesto.

– ¿Y qué pasa?

– En la mayoría de los casos, nada.

– ¿Nada? Personas que esperan saber si podrán quedarse o no en este país huyen, ¿y a nadie le importa?

– La policía tendrá que intentar encontrarlos.

– Eso no tiene sentido. ¿Cuándo desaparecieron?

– Se fueron a principios de mayo. Ambos sospecharían que se les iba a denegar la solicitud de asilo político.

– ¿Adónde pueden haberse marchado?

Larson abrió los brazos.

– Si tú supieras cuánta gente se encuentra en este país sin permiso de residencia -insinuó-. Los que quieras. Viven en casa de amigos, falsifican los papeles, se intercambian el nombre los unos con los otros, trabajan ilegalmente. Puedes vivir toda la vida en Suecia sin que nadie pregunte por ti. Nadie lo cree, pero es así.

Kurt Wallander se quedó sin habla.

– Eso es una locura -dijo-. Es una locura, coño.

– Estoy de acuerdo contigo. Pero es lo que hay.

Kurt Wallander gruñó.

– Necesito todos los documentos que tengas sobre estos dos hombres.

– No puedo entregarlos así como así.

Kurt Wallander explotó.

– Estos dos hombres han cometido un crimen -rugió-. Un doble asesinato.

– De todas formas no puedo entregarte los papeles.

Kurt Wallander se levantó.

– Mañana me entregarás los papeles. Aunque tenga que venir el mismísimo director general de la jefatura Nacional de Policía a buscarlos.

– Es lo que hay. Yo no puedo cambiar los reglamentos.

Kurt Wallander volvió a Ystad. A las nueve menos cuarto llamó a la puerta exterior de la casa de Björk. Rápidamente le explicó lo sucedido.

– Mañana anunciamos la búsqueda y captura -dijo.

Björk asintió con la cabeza.

– Convocaré una rueda de prensa para las dos -dijo-. Por la mañana tengo una reunión de cooperación con los jefes de policía. Pero haré que saquen esos papeles del campo.

Kurt Wallander se fue a casa de Rydberg. Estaba sentado en la penumbra de su balcón.

De pronto comprendió que Rydberg tenía dolores.

Rydberg, que parecía leer sus pensamientos, le confesó la verdad:

– Creo que no superaré esto. Quizá viva hasta Navidad, quizá no. -Kurt Wallander no supo qué decir-. Hay que aguantarse -añadió-. Pero mejor di por qué has venido.

Kurt Wallander se lo contó. Entreveía la cara de Rydberg en la penumbra.

Después se quedaron callados.

La noche era fresca. Pero Rydberg no parecía notarlo, vestido con su viejo albornoz, con las zapatillas en los pies.

– Tal vez hayan salido del país -dijo Kurt Wallander-. ¿Será posible que nunca los encontremos?

– En ese caso tendremos que vivir con ello, sabiendo que, pese a todo, conocemos la verdad -arguyó Rydberg-. La seguridad y la justicia no significan solamente que se castigue a las personas que hayan cometido crímenes. Igual de importante es que nunca nos demos por vencidos.

Rydberg se levantó con dificultad y fue a buscar una botella de coñac. Con la mano temblorosa llenó dos copas.

– Hay policías viejos que se mueren pensando en los viejos enigmas sin resolver -dijo-. Probablemente yo sea uno de ellos.

– ¿Nunca te has arrepentido de haberte hecho policía? -preguntó Kurt Wallander.

– Nunca. Ni un solo día.

Tomaban su coñac. Conversaban o se quedaban callados. Eran las doce cuando Kurt Wallander se levantó y se marchó. Prometió volver la noche siguiente. Al marcharse, Rydberg se quedó en la penumbra del balcón.

El miércoles 25 de julio por la mañana, Kurt Wallander hizo un repaso con Hanson y Martinson de lo sucedido después de la reunión del día anterior. Puesto que la rueda de prensa no estaba convocada hasta la tarde, decidieron hacer una visita a la feria de Kivik a pesar de todo. Hanson se encargó de escribir el mensaje para la prensa junto con Björk. Wallander calculó que él y Martinson habrían vuelto hacia las doce, como muy tarde.

Condujeron a través de Tomelilla y se quedaron atrapados en una larga caravana de coches al sur de Kivik. Torcieron y aparcaron en un erial, donde tuvieron que pagar veinte coronas al rapaz propietario.

En el momento en que llegaron a la zona de la feria que se alargaba hacia el mar empezó a llover. Sin saber por dónde empezar, observaron la enorme cantidad de puestos de venta y la muchedumbre. Entre el estruendo de los altavoces y los gritos de los jóvenes borrachos, fueron lanzados a un lado y otro por la multitud.

– Nos vemos en algún sitio por en medio -dijo Kurt Wallander.

– Deberíamos haber traído unos walkie-talkies por si pasa algo -dijo Martinson.

– No pasará nada -le tranquilizó Kurt Wallander-. Nos vemos dentro de una hora.

Vio a Martinson desaparecer entre la muchedumbre. Se subió el cuello de la chaqueta y empezó a caminar en la dirección contraria.

Después de una hora se encontraron de nuevo. Ambos estaban empapados e irritados por el gentío y los empujones.

– Ya está bien, qué coño -cortó Martinson-. Vamos a alguna parte a tomar un café.

Kurt Wallander señaló el tenderete de espectáculo que había delante de ellos.

– ¿Has entrado? -preguntó.

Martinson hizo una mueca.

– Había una montaña de grasa desnudándose -contestó-. El público rebuznaba como si fuese una reunión de salvación sexual. Qué porquería.

– Vamos al otro lado del tenderete -dijo Kurt Wallander-. Creo que hay algunos puestos de venta allí detrás. Luego nos iremos.

Avanzaron por el barro y se abrieron paso entre una caravana y los palos oxidados de una tienda.

Había unos pocos puestos de venta. Todos parecían iguales, lonas levantadas por palos de hierro pintados de rojo.

Kurt Wallander y Martinson descubrieron a los dos hombres al mismo tiempo.

Estaban en un puesto de venta lleno de chaquetas de cuero. En un letrero ponía el precio y Kurt Wallander tuvo tiempo de pensar que las chaquetas eran increíblemente baratas.

Detrás del mostrador se hallaban los dos hombres.

Miraron a los dos policías.

Kurt Wallander se dio cuenta demasiado tarde de que lo habían reconocido. Su cara aparecía muy a menudo en las fotos de los periódicos y por la televisión. La fisonomía del comisario Kurt Wallander había sido distribuida por todo el país.

Después todo ocurrió muy deprisa.

Uno de los hombres, al que habían puesto el nombre de Lucia, deslizó la mano por debajo de las chaquetas de cuero del mostrador y sacó un arma. Tanto Martinson como Wallander se echaron a un lado. Martinson se quedó liado con una de las cuerdas del tenderete del espectáculo, mientras que Wallander se golpeó la cabeza contra la parte trasera de una caravana. El hombre de detrás del mostrador disparó hacia Wallander. El tiro apenas se oyó, amortiguado por el ruido que salía de una tienda donde unos «jinetes de la muerte» daban vueltas en sus motos rugientes. La bala entró en la caravana, sólo a unos centímetros de la cabeza de Wallander, el cual vio al instante que Martinson tenía una pistola en la mano. Él estaba desarmado, pero Martinson sí llevaba su arma reglamentaria.

Martinson disparó. Kurt Wallander vio que Lucia se encogía y se llevaba una mano al hombro. El arma se le escapó de la mano y cayó fuera del mostrador. Soltando un rugido, Martinson se libró de las cuerdas de la tienda y se echó por encima del mostrador, directamente sobre el hombre herido. El mostrador se derrumbó y Martinson cayó entre un sinfín de chaquetas de cuero. Mientras tanto, Wallander corrió hasta hacerse con el arma que estaba en el barro. Al mismo tiempo vio que el Calvo huía y desaparecía entre la muchedumbre. Nadie parecía haberse dado cuenta del intercambio de disparos. Los vendedores de los puestos contiguos vieron asombrados a Martinson hacer su violento salto de tigre.

– ¡Sigue al otro! -gritó Martinson desde la pila de chaquetas-. Yo me encargo de éste.

Kurt Wallander corría pistola en mano. En alguna parte entre la muchedumbre se encontraba el Calvo. Personas asustadas se echaban a un lado al verlo correr frenéticamente, con la cara llena de barro y la pistola levantada. Pensaba que el Calvo se le había escapado, cuando de repente le vio otra vez, huyendo salvajemente sin consideración entre los visitantes de la feria. A una mujer anciana que se encontraba a su paso le propinó un golpe tan fuerte que la hizo tambalearse sobre un puesto de venta de pasteles típicos del sur. Kurt Wallander tropezó con el lío, volcó un puesto de caramelos y siguió corriendo tras él.

De pronto el hombre había desaparecido.

«Coño», pensó Kurt Wallander. «Coño.»

Luego lo descubrió de nuevo. Iba corriendo hacia el final de la zona de la feria, camino de las grandes dunas de la playa. Kurt Wallander corría detrás. Un par de guardias de seguridad iban corriendo hacia él, pero saltaron a un lado al verlo levantar el arma y gritar que se apartasen. Uno de los guardias cayó dentro de una tienda donde se servía cerveza, mientras que el otro tumbó un puesto de venta de candeleros artesanales.

Kurt Wallander corría. El corazón le latía como un pistón dentro del pecho.

De repente el hombre desapareció tras el empinado precipicio. Kurt Wallander estaba a unos treinta metros. Al llegar a la cima, tropezó y cayó ladera abajo. Perdió el arma que llevaba en la mano. Por un momento dudó si parar y buscar el arma. Luego vio al Calvo avanzar por la playa y empezó a correr tras él.

La persecución acabó cuando a ninguno de los dos le quedaban fuerzas. El Calvo se apoyaba contra un barco de remos pintado con brea negra, que estaba boca abajo en la playa. Kurt Wallander estaba a unos diez metros de distancia, le faltaba tanto el aire que creía que se iba a caer. Entonces vio que el Calvo sacaba un cuchillo y se le acercaba.

«Con ese cuchillo le cortó la nariz a Johannes Lövgren», pensó. «Con ese cuchillo le obligó a decir dónde había escondido el dinero.»

Miró a su alrededor, buscando algo que le sirviera para defenderse. Lo único que había era un remo roto.

El Calvo atacó con el cuchillo. Kurt Wallander lo paró con el pesado remo.

Cuando el hombre volvió a atacar, le golpeó. El remo le dio en la clavícula. Kurt Wallander oyó que se quebraba. El hombre tropezó, Kurt Wallander dejó caer el remo y le golpeó con el puño derecho en la barbilla. Sintió el dolor en los nudillos.

Pero el hombre se derrumbó.

Kurt Wallander se cayó en la arena mojada.

Poco después llegó Martinson corriendo.

La lluvia había empezado a caer copiosamente.

– Los tenemos -dijo Martinson.

– Sí -dijo Kurt Wallander-. Parece que sí.

Bajó hasta la orilla y se lavó la cara. A lo lejos veía un carguero que iba hacia el sur.

Pensó que le alegraba poder dar una buena noticia a Rydberg, en medio de su desdicha.

Dos días más tarde, el hombre llamado Andreas Haas confesó que ellos dos eran los autores de los homicidios. Confesó, pero echó toda la culpa al otro hombre. Cuando confrontaron a Lothar Kraftzcyk con la confesión, también se dio por vencido. Pero culpó de la violencia a Andreas Haas. Todo había sucedido tal y como Kurt Wallander había imaginado. Los dos hombres acudieron a varias sucursales bancarias para cambiar dinero e intentar elegir un cliente que sacase una gran suma. Siguieron al deshollinador Lundin cuando llevó a Johannes Lövgren a casa. Lo persiguieron a lo largo del camino del pantano, y dos noches más tarde volvieron en el coche del campo de refugiados.

– Le he estado dando vueltas a una cosa -reconoció Kurt Wallander, que llevaba el interrogatorio de Lothar Kraftzcyk-. ¿Por qué le disteis heno al caballo?

El hombre lo miró con asombro.

– El dinero estaba escondido en el heno -dijo-. A lo mejor le echamos heno al caballo mientras buscábamos la cartera.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Así de fácil era la solución al enigma del heno del caballo.

– Otra cosa más -añadió Kurt Wallander-. ¿El nudo corredizo?

No obtuvo respuesta. Ninguno de los dos hombres admitió haber sido quien cometiese aquella violencia tan absurda. Volvió a preguntar, pero no le contestaron nunca.

La policía checa, sin embargo, pudo informar de que tanto Haas como Kraftzcyk habían sido condenados por crímenes violentos en su país de origen.

Habían alquilado una casita casi en ruinas a las afueras de Höör después de dejar el campo de refugiados. Las chaquetas de cuero procedían de un robo a un mayorista de artículos de cuero de Tranås.

La vista del auto de detención acabó en un par de minutos.

A nadie le cabía la menor duda de que las pruebas serían suficientes para atribuirles el crimen, aunque los dos hombres seguían echándose la culpa el uno al otro.

Kurt Wallander estuvo en la sala del juzgado observando a los dos hombres que durante tanto tiempo había perseguido. Recordó aquella madrugada de enero, cuando acababa de entrar en la casa de Lenarp. Aunque el doble asesinato ya estaba resuelto y los criminales tendrían su castigo, sentía malestar. ¿Por qué habían puesto una cuerda alrededor del cuello de Maria Lövgren? ¿Por qué tanta violencia gratuita? Se estremeció. No tenía respuesta. Y eso le inquietaba.

Avanzada la tarde del 4 de agosto, Kurt Wallander tomó una botella de whisky y se fue a casa de Rydberg. Al día siguiente, Anette Brolin lo acompañaría a visitar a su padre.

Kurt Wallander pensaba en la pregunta que le había hecho.

Si se podría imaginar separarse por él.

Naturalmente, había dicho que no.

Pero él sabía que la pregunta no la había molestado. Mientras conducía hacia la casa de Rydberg, escuchaba a Maria Callas en su radiocasete. Tendría libre la semana siguiente en compensación por tantas horas extras. Iría a Lund a visitar a Herman Mboya, que había vuelto de Kenia. El resto del tiempo lo dedicaría a pintar su piso.

Tal vez también se daría el gusto de comprar un nuevo equipo de música.

Aparcó el coche delante de la casa de Rydberg.

Una luna amarilla se asomaba por encima de su cabeza. Notaba que se acercaba el otoño.

Rydberg estaba sentado en la penumbra del balcón, como de costumbre.

Kurt Wallander llenó dos copas con whisky.

– ¿Recuerdas cuando nos preocupábamos tanto por lo que había susurrado Maria Lövgren? -preguntó Rydberg-. ¿Que teníamos que buscar a unos extranjeros? Y cuando apareció Erik Magnuson en escena, era el asesino más deseado. Pero no era él. Ahora hemos atrapado a unos extranjeros de todos modos. Y entre tanto un pobre somalí murió en vano.

– Tú lo supiste todo el tiempo -dijo Kurt Wallander-. ¿No es así? ¿Estuviste siempre seguro de que eran extranjeros?

– Saberlo, no lo sabía -replicó Rydberg-. Pero sí que lo pensaba.

Lentamente hablaron de la investigación, como si ya fuese un recuerdo lejano.

– Nos equivocamos muchas veces -comentó Kurt Wallander en tono pensativo-. Yo me equivoqué muchas veces.

– Eres un buen policía -dijo Rydberg con convicción-. Tal vez nunca te lo haya dicho. Pero pienso que como policía eres muy bueno.

– Me equivoqué demasiado.

– Tú perseverabas -añadió Rydberg-. Nunca te dabas por vencido. Querías atrapar a los que cometieron los homicidios de Lenarp. Eso es lo importante.

Poco a poco se iba acabando la conversación.

«Estoy con un hombre moribundo», pensó Kurt Wallander lleno de confusión. «Creo que no he entendido que Rydberg, de hecho, se está muriendo.»

Recordó aquella vez, cuando era joven, en que le dieron un navajazo.

También pensó que hacía poco menos de medio año había conducido en estado de embriaguez. En realidad debería ser un policía destituido.

«¿Por qué no se lo explico a Rydberg?», pensó. «¿Por qué no se lo cuento? ¿O ya lo sabe?»

El conjuro pasó por su cabeza.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto.»

– ¿Qué tal te va? -preguntó con cautela.

La cara de Rydberg no era visible en la oscuridad.

– Ahora mismo no tengo dolores -contestó-. Pero mañana volverán. O pasado mañana.

Eran casi las dos de la madrugada cuando Kurt Wallander dejó a Rydberg, quien insistió en quedarse sentado en el balcón.

Dejó el coche y se fue caminando a casa.

La luna había desaparecido detrás de una nube.

De vez en cuando daba un traspié.

Tenía la voz de Maria Callas en la cabeza.

Se quedó un rato con los ojos abiertos en la oscuridad de su piso antes de dormirse.

Volvió a pensar en la violencia sin sentido. La nueva era, que tal vez exigiese otro tipo de policías.

«Vivimos en la era de los nudos corredizos», pensó. «La inquietud aumentará bajo el cielo.»

Luego se obligó a apartar esos pensamientos y empezó a buscar a la mujer negra en sus sueños.

La investigación había terminado.

Por fin podía descansar.

***