José Carlos Somoza
Clara y la penumbra
© 2001
Para Lázaro Somoza
Lo bello no es más que el comienzo de lo terrible.
RILKE
La adolescente está desnuda sobre un podio. El vientre liso y la elipse oscura del ombligo quedan a la altura de nuestra mirada. Mantiene el rostro ladeado, los ojos bajos, una mano frente al pubis, la otra en la cadera, las rodillas juntas y algo flexionadas. Está pintada de siena natural y ocre. Sombras en siena tostado realzan los pechos y perfilan las ingles y la rajita. No deberíamos decir «rajita» porque hablamos de una obra de arte, pero al verla no se nos ocurre otra cosa. Es una hendidura nimia y vertical, sin rastro de vello. Damos la vuelta al podio y contemplamos la figura de espaldas. Las atezadas nalgas reflejan grumos de luz. Si nos alejamos, su anatomía nos parece más inocente. Pequeñas flores blancas le tapizan el pelo. Hay más flores a sus pies -un charco de leche-. Incluso a esta distancia seguimos percibiendo el olor tan peculiar que desprende, como a bosque perfumado de lluvia. Junto al cordón de seguridad, un atril con el título en tres idiomas: Desfloración.
Dos notas musicales de altavoz quiebran el trance del público: el museo está cerrando. Lo dice una señorita en alemán, después en inglés y francés. Por lo general, todo el mundo la entiende, o al menos capta el mensaje implícito. La profesora del selecto colegio vienés reúne a sus ovejitas uniformadas y las cuenta para que no falte ninguna. Ha llevado a los niños a ver la exposición, aunque es de desnudos. No importa, son obras de arte. A los japoneses lo que les importa es que no les hayan dejado hacer fotos, por eso no sonríen cuando salen. Se consuelan a la entrada, donde venden catálogos al precio de cincuenta euros con fotografías a todo color. Un bonito recuerdo que llevarse de Viena.
Diez minutos después -la sala vacía de público- ocurre algo inesperado. Llegan varios hombres con tarjetas prendidas de las solapas de sus trajes. Uno de ellos se dirige al podio de la adolescente y dice en voz alta:
– Annek.
No sucede nada.
– Annek -repite.
Un parpadeo, el giro del cuello, la boca se abre, el cuerpo se estremece, los pechos en cierne se proyectan con la respiración.
– ¿Puedes bajar sola?
Asiente, pero vacila un poco. El hombre le tiende la mano.
Por fin, la adolescente desciende del podio arrastrando con el pie una polvareda de pétalos.
Annek Hollech abrió la llave del primer frasco conectado a la ducha de metal cromado y el agua se hizo verde. Después abrió la segunda y se restregó con agua roja. Luego se dejó inundar por agua azul y violeta. Los líquidos de los frascos limpiaban uno solo de los cuatro productos adheridos a su piel: pinturas, aceites, fijadores del pelo, aromas artificiales. Los frascos estaban numerados y teñían el agua de un color distinto para que pudiera identificarlos. La pintura y los fijadores fueron los primeros en desprenderse entre un estrépito de gotas. Lo que más se resistía siempre era el aroma a tierra húmeda. El cubículo se llenó de vaho y su cuerpo se perdió tras una cortina de arco iris líquido. Había otros veinte cubículos en la sala, cada uno ocupado por una silueta difuminada. Se oía el zumbido de las duchas.
Diez minutos después, envuelta en toallas y niebla, caminó descalza hasta el vestuario, se secó, se peinó, se untó una crema hidratante y otra protectora por todo el cuerpo, empleando una esponja de mango largo para la espalda, y resguardó su rostro sin cejas bajo dos capas de productos cosméticos. Luego abrió su taquilla y descolgó la ropa. Era nueva, recién comprada en tiendas de Judengasse, Kohlmarkt, la Haas Haus y la lujosa calle Kärntner. Le gustaba comprar ropa y complementos en las ciudades donde se exhibía. También había adquirido, durante las siete semanas que llevaba en Viena, porcelana y cristalería de Ausgarten y dulces de Demel para su madre, así como pequeños adornos para su amiga Emma van Snell, que era obra de arte como ella pero se exponía en Amsterdam.
Aquel miércoles 21 de junio de 2006, Annek había ido al museo con blusa rosada, chaleco militar y pantalón holgado con multibolsillos. Sacó todas esas prendas de la taquilla y se las puso. No usaba ropa interior porque no es aconsejable si uno debe exhibirse completamente desnudo (deja marcas). Se calzó unos zapatos de peluche con la forma de dos pequeños osos, se abrochó el reloj de brazalete negro sin esfera y cogió el bolso.
En el asiento contiguo al suyo en la sala de etiquetado estaba Sally, la obra del podio número ocho. Vestía una blusa malva sin mangas y vaqueros. Se saludaron y Sally comentó:
– Hoffmann opina que estoy perdiendo el púrpura como un Van Gogh perdería los amarillos. Quiere probar con un color más intenso, pero en Conservación creen que eso podría estropearme la piel. ¿Qué te parece? La misma contradicción de siempre: unos quieren crearte y otros conservarte.
– Es verdad -dijo Annek.
Un empleado se acercó con dos cajas de etiquetas. Sally abrió la suya y cogió una de las etiquetas.
– Estoy soñando con la cama -dijo-. No creo que me duerma pronto, pero me quedaré acostada mirando al techo y disfrutando de la posición horizontal. ¿Y tú?
– Tengo que llamar antes a mi madre. La llamo cada semana.
– ¿Dónde está ahora? Viaja mucho, ¿no?
– Sí. En Borneo, fotografiando monos. -Annek se colocó una de las etiquetas en el cuello y cerró el broche-. De vez en cuando me envía la foto de una pareja de monos por correo electrónico.
– ¿En serio?
– En serio. No sé si trata de decirme que me case.
Sally soltó una risa contenida a través de su perfecta dentadura blanca.
– Al menos, ella te envía algo. Mi neoyorquino papá ni siquiera me escanea la foto de un par de perritos calientes. Nunca le gustó que su hija se convirtiera en un cuadro valioso.
Un silencio. Annek se abrochó la última etiqueta en el tobillo. Su cuello, muñeca y tobillo derechos mostraban tres cartulinas rectangulares de ocho por cuatro centímetros y color amarillo intenso atadas por cordones negros. Sally también había terminado de abrocharse las suyas. Por el espejo observaron cómo se marchaban las primeras obras: Laura, Cathy, David, Estefanía, Celia. Un desfile de figuras atléticas y etiquetadas.
– He perdido la regla otra vez -dijo Annek en tono indiferente-. Se me va y se me viene desde Hamburgo.
Sally la miró un instante.
– No tiene importancia, nos pasa a todas. Lena dice que su menstruación parece un paraguas: la tiene y la pierde, y luego vuelve a tenerla y la vuelve a perder. Es una consecuencia más de ser cuadro, ya lo sabes.
– Sí, ya lo sé. -Annek seguía mirando hacia el espejo-. Además, me siento mejor cuando no la tengo -concluyó.
– Oye, ¿tenías pensado hacer algo el próximo lunes?
Le intrigó la pregunta. Nunca planeaba nada para el día en que cerraba el museo, salvo aquellas frenéticas orgías de compras con su inacabable tarjeta de crédito. Todo lo demás, los solitarios paseos por el Hofburg, Schönbrunn, Belvedere (en realidad, no tan solitarios porque la acompañaban los agentes), o las visitas al museo de Arte Histórico o a la catedral de San Esteban, incluso los ballets y espectáculos del festival vienés de junio, todo la aburría y empalagaba hasta la náusea. Se preguntaba qué podía hacer una obra de arte como ella en aquella ciudad, donde todo era arte. Estaba deseando proseguir la gira fuera de Europa. Para el año siguiente, 2007, la Fundación les había prometido que viajarían por América y Australia. Quizás allí encontrara verdaderas diversiones.
– Nada -contestó-. ¿Por qué?
– Laura, Lena y yo habíamos pensado ir al Prater a pasar todo el día. ¿Te apuntarías?
– Bueno.
Y de repente sintió cómo la invadía una cálida oleada de gratitud hacia Sally. Con catorce años de edad, Annek Hollech era el cuadro más joven de la exposición (Sally, por ejemplo, tenía diez años más que ella). Cuando llegaba el día de descanso, el resto de las obras se marchaba por su cuenta. Nadie se preocupaba por ella. Para cualquier chica que no fuera Annek -habituada a la soledad y al silencio de museos, galerías y casas particulares-, aquella situación se hubiera hecho insoportable. De modo que el gesto de Sally la había emocionado. Pero hubiera sido muy difícil percibirlo, porque su rostro sólo expresaba las emociones que un pintor le hacía expresar.
– Gracias -dijo simplemente, depositando en ella una mirada azul verdosa.
– No me lo agradezcas -contestó Sally-. Lo hago porque me apetece estar contigo.
Y aquella frase tan amable volvió a emocionarla.
Bajaban en el ascensor. Dos Anneks de cabello lacio y rubio, espigadas, con sendas etiquetas amarillas atadas al cuello, se reflejaban en los cristales oscuros de las gafas de Díaz. Óscar Díaz era el agente de turno que la custodiaba de regreso al hotel. Siempre la obsequiaba con una sonrisa amable y una frase banal de cortesía. Aquel miércoles, sin embargo, se hallaba inusualmente lacónico. A ella le hubiera gustado iniciar la conversación, porque se sentía muy relajada después de hablar con Sally, pero recordó que no era conveniente que las obras de arte charlaran con el personal de custodia y decidió olvidarse del mutismo de Díaz. Tenía otras cosas en que pensar.
Llevaba dos años siendo Desfloración, una de las obras maestras de Bruno van Tysch, e ignoraba cuánto tiempo le quedaba antes de que el pintor decidiera sustituirla. ¿Un mes? ¿Cuatro? ¿Doce? ¿Veinte? Todo dependía de lo rápido que madurara su cuerpo. Por las noches, desnuda en las espaciosas camas de los hoteles donde dormía, se dedicaba a pasar el dedo por el borde de las etiquetas atadas a su cuello o muñeca, o llevaba la mano hasta la firma tatuada en su tobillo izquierdo (BvT en azul índigo), y pedía en silencio al remoto Dios del Arte y de la Vida que su anatomía se mantuviera en calma, que no se removiera en secreto, por favor, que no granaran sus pechos, que sus piernas no se elevaran como el barro en el torno, que las manos que pintaban sus caderas no recorrieran, cada día, un trayecto más amplio, más curvilíneo.
No quería dejar de ser Desfloración.
Le había costado seis años de esfuerzos llegar a convertirse en una obra maestra. Todo se lo debía a su madre, que había descubierto sus posibilidades como lienzo y la había llevado a la Fundación con sólo ocho años de edad. Su padre se hubiera negado, por supuesto, pero no pudo evitarlo porque ya no vivía con ellas: el matrimonio llevaba roto casi cinco años y Annek apenas lo había conocido. Sabía que era un hombre brutal, alcohólico y desequilibrado, un pintor anticuado de lienzos de tela que insistía en querer vivir de su oficio y se resistía a admitir que los lienzos no humanos ya habían pasado de moda. Desde que la madre de Annek obtuviera su custodia, pero sobre todo desde que Annek comenzara a estudiaren Amsterdam para convertirse en lienzo profesional, aquel hombre irascible y desconocido no había cesado de molestarlas salvo durante sus frecuentes ingresos en hospitales y cárceles. En el año 2001, cuando Annek se exhibía en el museo Stedelijk de Amsterdam como Intimidad, la primera obra que Van Tysch había pintado con ella, su padre se plantó de improviso en la sala. Annek reconoció las facciones desencajadas y terribles y los ojos enrojecidos que la contemplaban a diez pasos de distancia, junto al cordón de seguridad, y supo lo que iba a pasar un instante antes de que sucediera. «¡Es mi hija! -gritaba aquel hombre, fuera de sí-. ¡Se exhibe desnuda en un museo y sólo tiene nueve años de edad!» Se precisó la intervención de un equipo completo de agentes de Seguridad. Hubo un escándalo y un juicio muy breve, y su padre terminó en la cárcel de nuevo. Annek no quería recordar aquel desagradable episodio.
Aparte de Intimidad, el Maestro había pintado otros dos cuadros con ella: Confesiones y Desfloración. Esta última, de 2004, estaba considerada una de las más grandes obras de Bruno van Tysch; parte de la crítica especializada se atrevía a calificarla, incluso, como una de las más importantes de la pintura de todos los tiempos. Annek había pasado a la historia del arte con letras de oro y su madre estaba muy orgullosa de ella. Solía decirle: «Esto no es nada. Tienes toda la vida por delante, Annek». Pero ella odiaba tener «toda la vida por delante», no quería crecer, le angustiaba la posibilidad de abandonar Desfloración, de ser sustituida por otra adolescente.
La menstruación había irrumpido como una mancha roja sobre un lienzo puro, o como una señal de peligro. «Cuidado, Annek, estás madurando, Annek, pronto serás demasiado mayor para la obra», le advertía aquella señal. ¡Vaya si se alegraba de perderla, al menos por una temporada! Le rezaba al Dios del Arte (el de la Vida la odiaba), pero el Dios del Arte era el Maestro, que no iba a hacer nada salvo decirle, algún día: «Debemos sustituirte para que el cuadro perdure».
Intentó apartar la angustia de su mente. En vano: allí seguía.
El aparcamiento estaba oscuro y embrujado de ecos de motores. Un inmigrante turco llamado Ismail lo vigilaba aquella noche. Saludó a Díaz con la mano. Al sonreír, su bigote negro se alzó por las puntas. Díaz le devolvió el saludo mientras abría la puerta trasera de la furgoneta. Ismail vio el cuerpo de Annek inclinándose al entrar en el vehículo y la tiniebla ocre del interior tachando gradualmente su figura: la espalda, el contorno de sus caderas, el trasero, la longitud de sus piernas, un zapato de peluche, el otro. La puerta se cerró, la furgoneta arrancó, maniobró para salir, se alejó. El hotel Vienna Marriott se encontraba en la Ringstrasse, a pocas manzanas del complejo artístico del Museumsquartier, y el trayecto era breve y seguro, de modo que Ismail carecía de motivos para sospechar que pudiera suceder algo malo o incluso algo distinto de lo habitual.
No imaginaba que era la última vez que veía a Annek Hollech con vida.
PRIMER PASO
Blanco, rojo, azul, violeta, crudo, verde, amarillo y negro son los colores básicos de la paleta en la pintura de cuerpos humanos.
Tratado de pintura hiperdramática
Bruno van Tysch
Qué maravilloso sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo.
Carroll
Clara llevaba más de dos horas pintada de blanco de titanio cuando bajó a verla una señora acompañada de Gertrude. Con el rabillo del ojo distinguió unas gafas de sol, un sombrerito de flores y un traje color perla. Parecía una cliente importante. Hablaba con Gertrude al tiempo que valoraba a Clara con la mirada.
– ¿Sabés que Roni y yo adquirimos un Bassan hace dos años? -Fuerte acento argentino-. Muchacha sosteniendo el sol, se titulaba. A Roni le gustaba el brillo de los hombros y del vientre. Pero yo le dije: «Roni, por Dios, tenemos muchos cuadros, ¿dónde vamos a colocar éste?». Y Roni decía: «No tenemos tantos. Vos tenés la casa llenita de bric-a-bracs y yo no me quejo». -Risas-. Bueno, ¿sabés lo que hicimos por fin con el cuadrito? Se lo regalamos a Anne.
– Muy bien.
La mujer se quitó las gafas al tiempo que se inclinaba.
– ¿Dónde está la firma…? Ah, en el muslo… Es bello… ¿Qué te contaba?
– Que le regalaste el cuadro a Anne.
– Ah, sí. Les encantó, a Anne y a Louis, ya los conocés. Anne quería saber si era cara la renta. Yo le dije: «No se preocupen, la pagamos nosotros. Es un regalo que queremos hacerles». Después le pregunté al cuadro si tenía algún problema en marcharse a París con mi hija. Me dijo que no.
– Un cuadro comprado no debe tener ningún problema en seguir al dueño a donde sea -sentenció Gertrude.
– A mí me gusta ser delicada con los cuadritos… Éste es muy bello, desde luego. -La elle vibraba en su boca como un cortocircuito-. ¿Cómo has dicho que se titula…?
– Muchacha ante el espejo.
– Bello, muy bello… Con tu permiso, Gertrude, me llevo un catálogo.
– Los que quieras.
Clara siguió inmóvil cuando se marcharon. «Bello, bello, muy bello, pero no me vas a comprar. Eso se nota a la legua.» Sabía que estaba mal distraerse mientras se encontraba en plena Quietud, pero no podía evitarlo. Le preocupaba que no la compraran.
¿Qué podía fallar con Muchacha ante el espejo? Lo ignoraba. El óleo no era nada del otro mundo, pero la habían adquirido en cosas mucho peores. Posaba de pie completamente desnuda con la mano derecha en el pubis y la izquierda a un lado, las piernas algo separadas, pintada de arriba abajo con distintos matices de blanco. Su pelo era una masa compacta de blancos profundos mientras que en el cuerpo resaltaban los tonos brillantes y tersos. Frente a ella se alzaba un espejo rectangular de casi dos metros de altura incrustado en el suelo, sin marco. Eso era todo. Costaba dos mil quinientos euros con un mantenimiento de trescientos euros mensuales, un precio asequible para cualquier coleccionista mediocre. Alex Bassan le había asegurado que se vendería pronto, pero ella ya llevaba casi un mes exhibiéndose en la galería GS de la calle Velázquez de Madrid y nadie había hecho aún una oferta en firme. Era miércoles 21 de junio de 2006 y el acuerdo entre el pintor y GS expiraba dentro de una semana. Si no sucedía nada para entonces, Bassan la retiraría y Clara tendría que esperar a que otro artista quisiera pintar un original con ella. Pero, mientras tanto, ¿cómo conseguiría dinero?
Al natural, sin pintura, Clara Reyes ostentaba el pelo rubio platino ligeramente ondulado hasta los hombros, los ojos azules, los pómulos acentuados, la expresión entre ingenua y maliciosa y un talle grácil, falsamente delicado, desmentido por una sorprendente resistencia física. Para mantenerse así precisaba dinero. Había comprado un ático de paredes blancas en Augusto Figueroa e instalado en el salón un pequeño gimnasio con un tatami rodeado de espejos y aparatos. Practicaba natación los días en que las galerías cerraban y no tenía obras que hacer. Acudía mensualmente a un centro de estética. Comía alimentos dietéticos y controlaba su silueta con vigilantes electrónicos de peso. Usaba tres clases de cremas al día para conservar la piel suave y firme característica de los lienzos. Había eliminado dos pequeñas verrugas de su torso y hecho desaparecer una cicatriz en su rodilla izquierda. Su menstruación se había esfumado como por ensalmo gracias a un tratamiento preciso y controlaba con fármacos sus necesidades fisiológicas. Se había depilado por completo y de forma permanente, incluyendo las cejas; sólo conservaba el cabello. Las cejas y el vello del pubis son fáciles de pintar si el artista lo requiere, pero tardan tiempo en crecer. No eran caprichos, sino su trabajo. Ser cuadro le costaba mucho dinero y sólo ganaba mucho dinero siendo cuadro. Curiosa paradoja que le hacía pensar que Van Tysch, el grande entre los grandes, tenía razón al afirmar que el arte no era otra cosa que dinero.
Aquel año no le había ido mal, después de todo. Una empresaria catalana la había comprado por Navidad en La fresa, de Vicky Lledó, pero es que Vicky tenía una clientela muy fiel y vendía bien todas sus obras. Hacía pareja con Yoli Ribó en ese cuadro: permanecían sentadas sobre un pedestal pintadas en colores crudos, brazos y piernas entrelazados, sosteniendo con los dientes una fresa de plástico en rojo de quinacridona. Era una postura sencilla, aunque tenían que usar a diario un aerosol para disminuir la secreción de saliva («imagínate un cuadro babeando -había dicho Vicky-, qué poco estético»). Pero, cuando te acostumbrabas, el hecho de soportar aquella fresa de plástico en la boca durante seis horas al día te parecía lo más simple del mundo. Y el hiperdramatismo había logrado que la compenetración con Yoli fuera ideal: compartían la fresa, el aliento, la mirada y el tacto como verdaderas amantes. Vicky las había firmado en el deltoides, una V y una L horizontal en color rojo. Estuvieron un mes en casa de la empresaria y fueron sustituidas. Y a buscar trabajo otra vez. En marzo había sustituido a una francesa en un exterior en Marbella del pintor portugués Gamaio y en abril a Queti Cabildos en Elemento líquido II de Jaume Oreste, otro exterior en La Moraleja, pero no te pagan mucho cuando no eres el modelo original.
Por fin, en mayo, la gran noticia. Recibió una llamada de Alex Bassan. Quería pintar un original con ella. «Alex, qué bien me vienes», pensó. Se trataba de un artista poco metódico pero vendible. Había pintado a Clara en dos originales hacía años y ella ya estaba acostumbrada a su manera de trabajar. Le faltó tiempo para aceptar la oferta.
Llegó a Barcelona a principios de mayo y se instaló en el apartamento de dos plantas cerca de la Diagonal donde Bassan vivía y trabajaba. Clara dormía en una de las tres camas plegables que había en el taller. Las otras dos estaban ocupadas por una niña búlgara (¿o era rumana?) de once o doce años a la que Bassan usaba de boceto a ratos perdidos y por otro boceto llamado Gabriel, a quien el pintor apodaba Desgracia porque lo había usado por primera vez para crear una obra con aquel título. Desgracia era flaco y sumiso. En la planta de arriba vivían Bassan y su mujer. Mientras Clara trabajaba, la niña paseaba como un fantasma por el taller sosteniendo uno de esos muñecos electrónicos japoneses a los que hay que alimentar, criar y educar a base de botones. Este objeto fue la única cosa que Clara le vio llevar encima durante las dos semanas que estuvo en casa de Bassan: era como si la niña hubiese venido sin equipaje y sin ropa. En cuanto a Desgracia, se limitaba a entrar y salir. Aducía que estaba trabajando al mismo tiempo con varios artistas barceloneses.
Bassan había realizado esquemas previos antes de la llegada de Clara. Se había servido de una boceto norteamericana llamada Carrie. Le enseñó las fotos: Carrie de pie, Carrie de puntillas, Carrie arrodillada, siempre frente a un espejo colocado a diferentes distancias. Pero no estaba satisfecho con los resultados. Los primeros días usó a Clara sin espejo. La pintó de blanco y negro con aerosoles de esbozo y la sometió a la inspección de luces simples sobre fondo oscuro. Añadió fijadores para el pelo y la dejó varias horas de pie sobre una pierna.
– Pero ¿qué buscas, Alex? -le preguntaba ella.
Bassan era un hombre enorme y recio, con aspecto de leñador. Por las solapas de su bata asomaba un torso velludo. Solía pintar igual que hablaba: a impulsos. A veces, sus gruesos dedos raspaban la piel de Clara cuando perfilaba un lugar delicado.
– ¿Que qué busco? Menuda pregunta, Clarita, hija. Yo qué coño sé. Tengo un espejo. Te tengo a ti. Quiero hacer algo sencillo, natural, con colores básicos, quizás una gama de blancos muy tersos. Y quiero una expresión… No sé… Te quiero sincera, abierta, sin trabas… Sinceridad: ésa es la palabra. Aprender a conocernos, traspasar el espejo, ver qué tal se vive en el mundo del espejo…
Clara no entendía ni media palabra, pero así le ocurría con el resto de los pintores. Eso no le preocupaba: ella era el cuadro, no el crítico de arte; su trabajo consistía en dejar que el pintor expresara con ella lo que tenía en la cabeza, no en comprenderlo. Además, confiaba a ciegas en Bassan. Con Bassan todo resultaba inesperado: el hallazgo surgía por azar, de un solo salto, y cuando así sucedía te llegaba al alma.
Un día, a mediados de la segunda semana, Bassan colocó un espejo en el suelo del taller y le indicó que se agazapara desnuda sobre el azogue y se contemplara. Pasaron varias horas. Clara, acurrucada sobre el espejo, veía aréolas de vaho.
– ¿Te sientes a gusto mirándote? -le preguntó el pintor de repente.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Creo que soy atractiva.
– Cuéntame lo primero que se te pase por la cabeza. Vamos, no lo pienses. Dime lo que sea.
– Ombligo -dijo Clara.
– ¿Un ombligo?
– No un ombligo. Mi ombligo.
– ¿Estabas pensando en tu ombligo?
– Ajá. Ahora mismo, sí. Es que me lo estoy mirando.
– ¿Y qué pensabas de tu ombligo? ¿Que era bonito? ¿Que era feo?
– Pensaba que me parecía increíble. Esto de tener un agujero en la barriga. ¿No es extraño?
Bassan se quedó inmóvil (su manera de reflexionar) y acto seguido se golpeó los muslos (su manera de hallar algo).
– Ombligo, ombligo… Agujero… El comienzo del mundo y de la vida… Ya lo tengo. Ponte de pie. Con la mano derecha te cubrirás el sexo, pero el pulgar estará ligeramente alzado. A ver… Así… No, un poco más… Así… Señalando tu ombligo de refilón…
La obra terminó siendo muy simple. Bassan la había colocado de pie, brazos y piernas algo separados, la mano derecha sobre el pubis y el pulgar un poco menos levantado de lo que había pensado en un principio. Elaboró una mezcla de blanco de cinc y la cubrió por completo, incluyendo las «máculas naturales» (facciones, aréolas, pezones, ombligo, genitales y hendidura entre las nalgas). Usó albayalde para las zonas más luminosas y luego la repasó con pinceladas de blanco de titanio. Fijó y revolvió su pelo en una masa de blanco homogéneo de forma que se le pegara a la cabeza. Sobre la pintura del rostro trazó con un pincel cónico de marta unos rasgos simples: cejas, pestañas y labios en un marrón de Nápoles muy rebajado con blanco. Frente a ella, incrustado en el suelo, instaló un espejo de cuerpo entero. Dirigió hacia su cuerpo dos rieles cenitales en paralelo de tres focos halógenos cada uno. Las potentes luces hacían destellar el óleo sobre su piel. El 22 de mayo le tatuó la firma en el muslo izquierdo: una be mayúscula y dos eses minúsculas. «Bss». Sonaba a silbido suave, pensaba ella, a zumbido de avispa.
– Creo que será mejor probar en Madrid -afirmó Bassan-. He recibido una interesante propuesta de GS.
El propio Bassan confeccionó el catálogo. Los catálogos de una exposición son más importantes que las obras, decía. «Los pintores, hoy día, no creamos cuadros sino catálogos», solía comentar. Cuando recibió la primera muestra de la imprenta, a fines de mayo, le envió uno a Clara por correo. Era precioso: un tarjetón blanco satinado con la foto del rostro pintado de Clara en la portada. Al abrirlo, en letras doradas: «El pintor Alex Bassan y la galería GS tienen el placer de…». Bassan lo definió exquisitamente con una de sus frases impulsivas: «Parece la invitación a la primera comunión de un elfo». La inauguración fue el 1 de junio de 2006, jueves, en GS de Madrid, a las ocho de la tarde, un evento como cualquier otro. Gertrude pagó a medias las bebidas. La gente se emborrachaba en el vestíbulo y luego bajaba al sótano a mirar a Clara, que estaba colocada en el centro de la minúscula habitación. Frente a ella se erguía el espejo sin marco ni base, en perfecta vertical, como por arte de magia. A su espalda, en la pared blanca, una cartulina: «Alex Bassan. Muchacha ante el espejo. Óleo sobre muchacha de veinticuatro años con espejo de cuerpo entero y luces. 195 x 35 X 88 cm». Bajo la cartulina, una repisa con catálogos. No había podios ni cordones de seguridad de ningún tipo: estaba de pie en el suelo limpio y blanco, tan reluciente como el propio espejo o como ella misma. La habitación era muy pequeña y, cuando se llenó, Clara temió que alguien le pisara un pie. Un extintor de color blanco colgaba de la pared en una esquina. «Al menos no arderé si hay un incendio», pensó.
Escuchó los elogios de los expertos. También alguna crítica. No se dirigían a ella, por supuesto, sino a la obra. Sin embargo, la miraban a ella: sus muslos, sus nalgas, sus senos, su rostro inmóvil. Y miraban el espejo. Hubo una excepción. En un momento dado distinguió de refilón una silueta acercándose a su oído izquierdo y oyó una obscenidad. Estaba acostumbrada y ni siquiera pestañeó. Era frecuente que en una exposición de arte hiperdramático se colara algún anormal a quien no le interesaba la obra sino la mujer desnuda. A juzgar por el olor de su aliento, aquel tipo estaba ebrio. Pasó cierto tiempo y el borracho siguió a su lado, mirándola. A Clara le preocupó que intentara tocarla, ya que no había vigilantes por ninguna parte. Pero el hombre se alejó poco después. Si hubiese intentado algo, ella habría tenido que abandonar la Quietud para hacerle una advertencia verbal. Si, a pesar de ello, el tipo hubiese insistido, a ella no le habría importado asestarle un rodillazo en los testículos. No sería la primera vez que dejaba de ser obra para defenderse de un espectador inquieto. El arte HD desataba pasiones inconfesables y los cuadros femeninos sin vigilancia aprendían pronto la lección.
Muchacha ante el espejo podía ser colocado con facilidad en cualquier salón espacioso. El porcentaje que recibiría ella sobre la venta y el alquiler, unido al dinero que había percibido por el trabajo con el pintor, le hubiera asegurado el resto del verano.
Pero no la compraban.
– Clara.
Tomó aire al oír la voz de Gertrude desde la escalera.
– Clara, ya es la una y media. Voy a cerrar.
Costaba cierto esfuerzo salir de la Quietud hacia el mundo de los objetos vivos. Movió la mandíbula, tragó saliva, parpadeó (en las retinas guardaba dos camafeos de su rostro labrados a fuerza de luz y tiempo), estiró los brazos y sacudió los pies contra el suelo. Una pierna se le había dormido. Se dio masajes en el cuello. El óleo tensaba su piel.
– Y dos señores quieren hablarte -añadió Gertrude-. Están en mi despacho.
Interrumpió los ejercicios y miró a la galerista. Gertrude se encontraba al pie de la escalera. Su semblante de ojos verdes y labios carmín no expresaba nada, como de costumbre. Era madura, altísima y albina como el Montblanc, de un albinismo que casi resplandecía. Arrojada sobre la nieve se hubiera convertido en un par de esmeraldas almendradas y una boca de rouge. Le gustaba vestir túnicas blancas y hablaba como si estuviera interrogando a un prisionero de guerra bajo tortura. «Soy alemana, pero llevo en Madrid varios años», le explicó cuando se conocieron. Pronunciaba «Madrid» como un robot de películas de serie B. «GS son las siglas de mi nombre.» Y aquí le dijo cuál era, pero Clara nunca recordaba el apellido. «Encantada», dijo Clara, y recibió una sonrisa como respuesta. Bassan aseguraba que era una buena galerista y que poseía una selecta clientela de coleccionistas de arte hiperdramático. Clara no había podido comprobar eso. En cambio, lo que sí había comprobado era que Gertrude era huraña y trataba a los cuadros con desprecio. Quizá fuera más amable con los pintores. Además, tenía la manía de la limpieza. No le permitía usar el baño para pintarse ni asearse después del trabajo. Decía que, salvo en la piel de los cuadros, no quería ver pintura en ninguna otra parte. El primer día le señaló un pequeño desván al fondo y afirmó que allí dentro las obras se las apañaban bien. Cada jornada Clara entraba en aquel cuchitril, se colocaba la malla porosa y la caperuza de tinte impregnadas en los colores preparados por Bassan y aguardaba casi una hora a que éstos se fijaran en su carne. Entonces se desprendía la malla y la caperuza y salía desnuda y brillante de blanco, bajaba la escalera y adoptaba la postura y la expresión que el pintor había decidido. Cuando la galería cerraba no le quedaba más remedio que marcharse a casa con el cuerpo pintado bajo el chándal y una ridícula boina para albergar sus cabellos blancos; sólo podía quitarse la pintura del rostro. No era muy agradable tener que conducir con la piel endurecida por el óleo.
– ¿Dos señores? -Carraspeó para recobrar la voz-. ¿Qué quieren?
– Y yo qué sé. Están en mi despacho, esperando.
– Pero ¿han bajado a ver la obra? -Muchas veces no se daba cuenta del número de visitantes que había tenido.
– Hoy no, desde luego. Preguntan por Clara Reyes. No me han hablado de ninguna obra.
Mientras Clara reflexionaba, Gertrude agregó:
– Supongo que no vas a ir a verlos así. Puedes ponerte una de las batas del desván. Pero no toques nada. En mi despacho no quiero manchas de pintura.
Los dos hombres la aguardaban de pie, examinando folletos en papel satinado. Eran catálogos de otras obras hechas con ella. Reconoció Ternuras de Vicky, Horizontal III de Gutiérrez Reguero y El lobo, mientras tanto, se muere de hambre de Georges Chalboux. Las ilustraciones mostraban su cuerpo desnudo o casi desnudo pintado de varios colores. También había folletos de Muchacha ante el espejo. Uno de los hombres arrojaba los catálogos a la mesa después de enseñárselos al otro, como si estuviera contándolos. Vestían trajes caros y, con toda probabilidad, eran extranjeros. Percatarse de esto último hizo que su corazón se acelerara: si venían desde lejos para verla quizá significaba que ella les interesaba de verdad. «Pero, cálmate, porque todavía no sabes lo que van a proponerte.»Le ofrecieron una silla. Al sentarse, la bata se abrió como un pétalo por la parte inferior y una pierna pintada de blanco de titanio y albayalde quedó descubierta hasta la mitad del muslo. Entrelazó las manos bajo el pecho y adoptó pose de niña buena.
– ¿Y bien? -dijo.
Los hombres no se sentaron. Sólo habló uno de ellos. Su castellano estaba trufado de errores, pero era inteligible. Clara no logró identificar el acento.
– ¿Es usted Clara Reyes?
– Ajá.
El hombre extrajo algo de un maletín: era el currículo que Clara solía enviar a los más importantes artistas de Europa y América. El ritmo de sus latidos acreció.
– Veinticuatro años -leyó el hombre en voz alta-, ciento setenta y cinco centímetros de estatura, ochenta y cinco de busto, cincuenta y cinco de cintura, ochenta y ocho de caderas, pelo rubio natural, ojos azul celeste con matices verdes, depilada, sin máculas, firme y tersa, imprimada cuatro veces… ¿Correcto?
– Correcto.
El hombre siguió leyendo.
– Estudió arte HD y técnicas de lienzo en Barcelona con Cuinet y arte adolescente en Frankfurt con Wedekind. También en Florencia con Ferrucioli, ¿correcto?
– Bueno, con Ferrucioli sólo estuve una semana.
No quería ocultar nada, porque después venían las preguntas comprometidas.
– La han pintado artistas españoles y extranjeros. ¿Domina el inglés, quizá?
– Ajá. Perfectamente.
– Ha hecho exteriores e interiores. ¿Qué hace mejor?
– Las dos cosas. Puedo ser obra de interior o de exterior estacional, e incluso permanente, dependiendo del vestuario y la época del año, claro. Aunque puedo posar desnuda en exterior permanente con la adecuada protec…
– Hemos revisado otras obras suyas -la interrumpió el hombre-. Nos gusta.
– Muchas gracias. ¿Y no han bajado a ver Muchacha ante el espejo? Es un Bassan impresionante, de verdad, no lo digo porque yo sea el cuadro sino…
– También ha hecho cuadros móviles de ambas clases: acciones y encuentros -volvió a cortarla el hombre-. ¿Fueron interactivos?
– Ajá. En varias ocasiones, sí.
– ¿La compraron en alguno?
– En casi todos.
– Bien. -El hombre sonrió y contempló los papeles como si el origen de aquella sonrisa estuviera allí-. Esto es un currículo destinado a propaganda. Ahora quiero oír el privado.
– ¿A qué se refiere?
– A su vida profesional completa, la que no puede citar en un folleto. Por ejemplo: ¿ha sido alguna vez adorno, objeto móvil, utensilio?
– Nunca he hecho artesanía humana -replicó Clara.
Era cierto, aunque no sabía si el hombre la creía. Pero la frase le había sonado un poco presuntuosa, de modo que agregó:
– En España todavía no hay mucha costumbre de adquirir adornos humanos.
– ¿Art-shocks?
No contestó de inmediato. Se enderezó en el asiento (el susurro del óleo en sus nalgas pintadas) y se dispuso a permanecer alerta.
– Perdón, ¿a qué viene este interrogatorio?
– Queremos saber a qué niveles de exigencia podemos movernos con usted -contestó el hombre con tranquilidad.
– No me gustaría hacer nada ilegal, se lo advierto.
Aguardó una reacción que no se produjo. Se apresuró a añadir:
– Bueno, quizás aceptara. Pero quiero que me digan lo que van a hacer, dónde lo van a hacer y quién es el artista que me contrata.
– Por favor, conteste.
Pensó que no pasaba nada por decir la verdad. De cualquier forma, ella no era menor de edad y los dos art-shocks en que había sido comprada aquel año no eran de los más duros y se habían exhibido sólo en lugares privados frente a un público adulto. Sin embargo, también era cierto que, en ambos, se habían deslizado escenas que quizá traspasaban el límite de lo permitido. Por ejemplo, en 625 + 50 líneas de Adolfo Bermejo uno de los lienzos decapitaba a un gato vivo y arrojaba la sangre sobre la espalda de Clara. ¿Eso era delito? No estaba segura, pero la pregunta era general y ella podía responderla de manera general.
– Sí, he hecho art-shocks.
– ¿Manchados?
– Nunca -declaró con firmeza.
– Pero ha trabajado con Gilberto Brentano, según creo.
– Hice dos o tres art-shocks con Brentano el año pasado, pero ninguno era manchado.
– ¿Ha pertenecido a alguna sociedad de provisión de material joven para obras de arte?
– Trabajé para The Circle unos meses.
– ¿A qué edad?
– A los dieciséis años.
– ¿Qué hizo allí?
– Lo normal. Me pintaron el pelo de rojo, me colocaron anillas y participé en algunos murales de tipo Redhair road.
– ¿Fue su primera experiencia artística?
– Ajá.
– Por lo que veo -dijo el hombre-, le gusta el arte duro y arriesgado. No parece usted dura y arriesgada. Más bien parece blanda.
Sin saber por qué, a Clara le agradaba la frialdad despectiva de aquel tipo. Una sonrisa distendió el óleo de sus facciones.
– En realidad, soy blanda. Me endurezco cuando me pintan.
El hombre no dio muestras de tomarse a broma la frase. Dijo:
– Venimos a proponerle algo duro y arriesgado, lo más duro y arriesgado que ha hecho en su vida de lienzo, lo más importante y difícil. Queremos asegurarnos que servirá.
De repente notaba la boca tan seca como la piel embadurnada de pintura que ocultaba bajo la bata. El corazón le latía con fuerza. Aquellas palabras la habían excitado. Clara amaba los extremos, la oscuridad más allá de la frontera. Si le decían: «No vayas», su cuerpo se movía e iba por el simple placer de incumplir la orden. Si algo le daba miedo, quizá procuraba mantenerlo a distancia, pero nunca lo perdía de vista. Odiaba las instrucciones de los artistas vulgares, pero si un pintor al que admiraba le pedía que cometiera una locura, fuera cual fuese, le gustaba obedecer a ciegas. Y aquel «fuera cual fuese» no conocía demasiados límites. Le obsesionaba saber hasta dónde se permitiría llegar si una situación ideal se tensaba. Creía encontrarse aún muy lejos de su propio techo. O de su fondo.
– Suena bien -dijo.
Tras aguardar un instante, el hombre añadió:
– Naturalmente, tendrá que dejarlo todo durante una buena temporada.
– Puedo dejarlo todo si la oferta merece la pena.
– La oferta merece la pena.
– ¿Y yo tengo que creérmelo?
– No queremos precipitarnos, ni usted ni nosotros, ¿verdad? -El hombre se llevó una mano a la americana. Un billetero negro de piel. Una tarjeta turquesa-. Llame a este número. Tiene de plazo hasta mañana jueves por la noche.
Examinó la tarjeta antes de enterrarla en el bolsillo de la bata: sólo mostraba un número de teléfono. Podía ser un móvil.
El despacho de Gertrude era una habitación pequeña y blanca sin ventanas. No obstante, a ella le pareció que afuera había empezado a llover. Se escuchaba un artístico simulacro de lluvia en sordina. Los dos hombres la miraban fijamente, como esperando que dijera algo. Dijo:
– No me gusta aceptar ofertas que no conozco.
– Usted no tiene que conocer nada: usted es la obra. Los únicos que conocen son los artistas.
– Pues dígame entonces quién es el artista que quiere pintarme.
– No puede saberlo.
Encajó el aparente desprecio sin replicar. Sabía que el tipo decía la verdad. Los grandes pintores nunca revelaban su identidad al lienzo hasta que el trabajo comenzaba: de esta forma mantenían en secreto el cuadro que iban a pintar.
La puerta se abrió y apareció Gertrude.
– Disculpen, pero voy a salir a almorzar y debo cerrar la galería.
– No se preocupe, ya hemos terminado. -Los dos hombres recogieron los catálogos y se marcharon en silencio.
Durante la exhibición de la tarde sus pechos se alzaban con la respiración. Debido a los nervios, la Quietud le resultaba más difícil que nunca. Sin embargo, soñar le ayudaba a permanecer inmóvil, porque en el sueño podemos movernos en la inmovilidad. Pasó el tiempo y nadie bajó a verla, pero no le importó, porque estaba acompañada por sus fantasías.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.
Su principal deseo era ser pintada por un genio. A su mente acudían varios nombres, pero no se atrevía a especular con ellos. No quería hacerse muchas ilusiones para después recibir una decepción. Continuó de pie en aquella blancura silenciosa hasta que Gertrude le dijo que era hora de cerrar.
Afuera realmente llovía: un violento aguacero de verano que la televisión había anticipado. En otras circunstancias hubiera echado a correr hasta la entrada del aparcamiento, pero en aquel momento prefirió caminar despacio bajo la descarga torrencial, con su bolsa de pinturas al hombro. Notaba el chándal ciñéndola como una sábana húmeda y la boina chorreante sobre su cabeza, pero la sensación no era desagradable. Es más: le apetecía aquella zambullida en diamantes de agua helada.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.
¿Y si era una trampa? A veces se daban casos. Te contrataban fingiendo representar a un gran maestro, te llevaban fuera del país y te obligaban a participar en arte manchado. Pero no lo creía. Además, aun si así fuera, se arriesgaría. Ser obra de arte significaba aceptar todos los riesgos, todas las inmolaciones. Le atemorizaba más enfrentarse a una decepción que a un peligro. Admitía cualquier encerrona, salvo la de la mediocridad.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y
De repente sintió como si su cuerpo fuera una vela derretida. Creyó que se licuaba, que se fundía con la lluvia. Se miró los pies y comprendió. Había olvidado que aún estaba pintada y el agua la desteñía. Iba dejando por la calle un reguero quebrado y blanco, un flujo lácteo y sinuoso que transpiraba desde su chándal hacia la acera de Velázquez y que la lluvia se encargaba de ir borrando con la violenta precisión de un pintor puntillista. Blanco, blanco, blanco.
Poco a poco, aclarada por el agua, Clara se oscurecía.
Rojo. El rojo era el color predominante. Rojo como un estropicio de amapolas machacadas. La señorita Wood se quitó las gafas para contemplar las fotos.
– La encontramos esta madrugada en una zona boscosa del Wienerwald -dijo el policía-, a una hora en coche desde Viena. Dos aficionados a la ornitología que estudiaban el canto de las lechuzas nos avisaron. Bueno, en realidad avisaron a la policía uniformada, y el teniente coronel Huddle nos llamó a nosotros. Así suele ocurrir.
Bosch iba pasando las fotos a la señorita Wood mientras el policía hablaba. El paisaje mostraba césped, troncos de hayas y varias flores, incluso la sorprendente presencia de un papamoscas posado en la hierba junto a la blusa rosada hecha jirones. Pero todo estaba cubierto de rojo, hasta el zapato en forma de oso de peluche que asomaba detrás de un árbol. La cara del oso sonreía.
– Estas cosas esparcidas alrededor… -dijo la señorita Wood.
La mesa era enorme y el policía, sentado frente a Wood, no podía ver lo que ella señalaba, pero sabía perfectamente a qué se refería.
– Es la ropa.
– ¿Y por qué está tan destrozada y manchada de sangre?
– Ésa es una buena observación, en efecto. Fue lo primero que nos intrigó. Pero hemos encontrado restos de tejido incrustado en las heridas. La conclusión es sencilla: la cortó con la ropa puesta y después se la arrancó.
– ¿Por qué?
El policía hizo un gesto vago.
– Abuso sexual, quizá. Pero no hemos hallado evidencias, aunque estamos esperando el informe definitivo del forense. No obstante, la conducta de estos individuos no siempre sigue un esquema lógico.
– Está como… como mostrada, ¿no? Colocada para que le hagan fotos.
– ¿Fue así como la encontraron? -preguntó Bosch al policía.
– Sí, boca arriba, brazos y piernas extendidos.
– Le dejó puestas las etiquetas -señaló Bosch a la señorita Wood.
– Ya lo veo -dijo la señorita Wood-. Las etiquetas son difíciles de romper, pero con el aparato con que le hizo estas heridas podría haberlas cortado como papel. ¿Se ha identificado ya el instrumento que utilizó?
– Fuera lo que fuese, era electrónico -replicó el policía-. Pensamos en un trépano o en algún tipo de sierra automática. Cada herida es un corte profundo y único. -Extendió el brazo a lo largo de la mesa y posó la punta de un lápiz sobre una de las fotos que tenía más cerca-. Hay diez en total: dos en la cara, dos en el pecho, dos en el vientre, una en cada muslo y dos en la espalda. Ocho de ellas forman aspas. Hay cuatro aspas, por tanto. Las de los muslos son dos líneas verticales. Y no me pregunte tampoco por qué.
– ¿Murió como consecuencia de las heridas?
– Probablemente. Ya le he dicho que estamos esperando el informe de…
– ¿Hay algún cálculo preliminar sobre la hora de la muerte?
– Teniendo en cuenta el estado del cuerpo, pensamos que todo debió de suceder la misma noche del miércoles, horas después de que se la llevaran en la furgoneta.
La señorita Wood sostenía sus gafas oscuras con dos dedos de la mano izquierda. Tocó con ellas delicadamente el brazo de Bosch.
– Yo diría que hay poca sangre alrededor. ¿No te parece?
– Estaba pensando en eso.
– Es cierto -asintió el policía-. No lo hizo ahí. Quizá la cortó dentro de la furgoneta. Tal vez utilizó algún tipo de sedante, porque el cuerpo no presentaba señales de lucha ni de ataduras. Después la arrastró hasta ese lugar y la dejó en la hierba.
– Y se dedicó a arrancarle la ropa al aire libre -acotó Wood-, corriendo el riesgo de que los ornitólogos aficionados hubieran decidido estudiar a las lechuzas una noche antes.
– Sí, es extraño, ¿verdad? Pero ya le digo que la conducta de estos…
– Comprendo -lo interrumpió la mujer, calándose de nuevo las gafas. Eran unas Ray Ban con montura dorada y cristales completamente negros. Al policía le parecía imposible que la señorita Wood lograra ver algo con ellas en la rojiza oscuridad de aquel despacho. La elipse roja de la mesa, al reflejarse en los cristales, se duplicaba en lagunas de sangre-. ¿Podríamos oír ahora la grabación, detective?
– Claro.
El policía se agachó para manipular un maletín de piel. Cuando volvió a incorporarse, sostenía una grabadora portátil. La colocó junto a las fotos como si se tratara de un recuerdo más de algún viaje turístico.
– Se encontraba a los pies del cadáver. Una cinta de cromo de dos horas sin inscripciones ni marcas. El aparato con que la hizo parece bueno.
Con un golpe del dedo índice la puso en marcha. Un ruido repentino provocó que Bosch enarcase las cejas. El policía se apresuró a bajar el volumen.
– Está muy alto -dijo.
Una breve pausa. Un chasquido. Comenzó.
Al principio fue un aleteo. Crepitaciones de hoguera. Un pájaro envuelto en llamas. Entonces un aliento trémulo. Nació la primera palabra. Parecía una queja, un gemido. Pero se repetía, y era posible comprender su significado: Art. Tras un nuevo esfuerzo del hálito, se deslizó a tientas la primera frase. La dicción era nasal, quebrada por jadeos, revuelos de papel y graznidos de micrófono. La voz era la de una adolescente. Hablaba en inglés.
– El arte también es destruc… destrucción… Antes era sólo… eso. En las cuevas se pintaba lo que… lo que se quería sa… sacri… sacri…
Chirridos. Un breve silencio. El policía pulsó la pausa.
– Aquí interrumpió la grabación, sin duda para hacerle repetir la frase.
La continuación era más nítida. Cada palabra era pronunciada ahora con minuciosa lentitud. Lo que se percibía en este nuevo discurso era un intento desesperado de la garganta por no fracasar. Pero algo que quizás era terror cuarteaba los lagos helados de las pausas.
– En las cuevas se pintaba sólo lo que se quería sacrificar… El arte de los egipcios era funerario… Todo estaba dedicado a la muerte… El artista dice: te he creado para cazarte y destruirte y en tu sacrificio final está el sentido de tu creación… El artista dice: te he creado para honrar a la muerte.… Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto… Si las figuras mueren, las obras perduran…
El policía apagó la grabadora.
– Eso es todo. Por supuesto, estamos analizándola en el laboratorio. Creemos que la hizo en la furgoneta con las ventanillas cerradas, porque no hay mucho ruido de fondo. Probablemente se trataba de un texto escrito y la niña tuvo que leerlo.
El denso silencio perduró después de las palabras del policía. «Es como si al escucharla, al oír su voz, hubiésemos comprendido por fin todo el horror», pensaba Bosch. No le sorprendía esta reacción. Las fotos lo habían impresionado, desde luego, pero, en cierto modo, era fácil distanciarse de una foto. En sus tiempos como miembro activo de la policía holandesa, Lothar Bosch había desarrollado una frialdad inesperada frente a los espantosos fantasmas de color rojo convocados en el cuarto de revelado. Sin embargo, escuchar la voz resultaba muy diferente. Detrás de aquella garganta vibraba un ser humano que había muerto de manera espantosa. El violinista se hace más nítido cuando percibimos el violín.
A los ojos de Bosch, acostumbrado a verla posando al aire libre, o en el interior de habitaciones o museos, desnuda o casi desnuda y pintada de varios colores, ella nunca había sido una «niña», como el policía la denominaba, salvo una vez. Había ocurrido dos años antes. Un coleccionista colombiano llamado Cárdenas de antecedentes no muy limpios la había comprado en La guirnalda, de Jacob Stein, y Bosch se había sentido inseguro sobre lo que podía suceder en aquella hacienda de las afueras de Bogotá cuando ella posara ocho horas diarias frente a su propietario vestida con una mínima cinta de terciopelo atada a su cintura. Decidió adjudicarle protección adicional y la citó en sus oficinas del Nuevo Atelier de Amsterdam para informarle sobre el asunto. Recordaba bien el momento: la obra entró en su despacho en camiseta y vaqueros, la piel imprimada y sin cejas, con las tres etiquetas amarillas de costumbre, pero, por lo demás, sin una gota de pintura encima, y le tendió la mano. «Señor Bosch», le dijo.
Era la misma voz de la niña de la grabación. El mismo acento holandés, idéntica tersura.
Señor Bosch.
Con aquel simple gesto y aquellas palabras el lienzo se había transformado ante sus ojos en una niña de doce años. La sensación tuvo apariencia de relámpago. Por su cerebro cruzaron imágenes de su propia sobrina, Danielle, cuatro años menor. Se dio cuenta de que estaba permitiendo que una chiquilla se marchara a trabajar prácticamente desnuda a la casa de un hombre adulto con antecedentes penales. Pero, cuando el vértigo cesó, recobró su neutralidad de costumbre. «No es una niña, es un lienzo, por supuesto», se dijo. No le había sucedido nada malo a la obra en la hacienda de Bogotá. Ahora, en cambio, alguien la había destrozado en un bosque de Viena.
Mientras escuchaba la grabación, Bosch había estado recordando aquella tierna presión en su mano derecha y el «señor Bosch» pronunciado con inconsciente delicadeza. Dos clases distintas de percepciones, pero en el fondo idénticas: suavidad, calidez, inocencia, suavidad, suavidad…
Tenía delante al policía, que lo miraba como esperando que dijera algo.
– ¿Por qué dejaría la grabación? -preguntó Bosch.
– Esta clase de locos quieren que todo el mundo escuche sus teorías -dijo el policía.
– ¿Han encontrado ya la furgoneta? -preguntó la señorita Wood.
– No, pero la encontraremos pronto, si es que no la ha hecho desaparecer de algún modo. Conocemos el modelo y la matrícula, así que…
– Fue muy listo -dijo Bosch.
– ¿Por qué lo dice?
– Nuestras furgonetas tienen un localizador. Un sistema GPS que avisa de la posición del vehículo en cada momento. Lo instalamos hace un año para prevenir el robo de obras valiosas. Pero el miércoles por la noche perdimos la señal de ésta al poco rato de salir del museo. Sin duda, encontró el localizador y supo desactivarlo.
– ¿Y por qué tardaron tanto en llamarnos? Recibimos la denuncia el jueves por la mañana.
– No nos dimos cuenta de la pérdida de señal. El localizador hace sonar una alarma si la furgoneta se desvía del camino prefijado, si hay un accidente o si permanece detenida durante mucho tiempo antes de llegar al hotel. Pero en este caso la alarma no sonó, y se nos pasó por alto la pérdida de la señal.
– Eso indica que el tipo conocía la existencia de ese localizador -observó el policía.
– Por eso pensamos que Óscar Díaz tuvo que haber colaborado de alguna forma, o ser el culpable.
– A ver si lo he entendido bien. Óscar Díaz era el encargado de llevarla al hotel, ¿no es cierto? Una especie de vigilante de seguridad de la empresa de ustedes, ¿no?
– Sí, un agente de nuestro equipo -asintió Bosch.
– ¿Y por qué su propio agente haría algo así?
Bosch miró al policía y después a la señorita Wood, que permanecía sumida en el silencio.
– No lo sabemos. Díaz posee un historial impecable. Si estaba loco, lo disimuló muy bien durante varios años.
– ¿Qué saben de él? ¿Tiene familia? ¿Amigos…?
Bosch recitó los antecedentes que ya se había aprendido de memoria por haberlos repasado cien veces durante los últimos días.
– Soltero, veintiséis años, natural de México, su padre muerto de cáncer de pulmón, su madre vive con su hermana en el Distrito Federal. Óscar emigró a Estados Unidos a los dieciocho años. Es fuerte, le gusta el deporte. Trabajó de guardaespaldas para empresarios hispanos afincados en Miami o Nueva York. Uno de ellos tenía una obra hiperdramática en su casa. Óscar pidió información y comenzó a vigilar exposiciones pequeñas en galerías neoyorquinas. Luego trabajó para nosotros. Fuimos ampliándole el terreno, porque era listo y bastante competente. La primera gran obra de la Fundación que custodió fue un Buncher que exponía la galería Leo Castelli.
– ¿Un qué?
La señorita Wood tomó la palabra con sequedad.
– Evard Buncher fue uno de los fundadores del hiperdramatismo ortodoxo, junto con Max Kalima y Bruno van Tysch. Era noruego, y durante la segunda guerra mundial fue arrestado por los nazis y enviado a Mauthausen. Logró sobrevivir. Viajó a Londres, conoció a Kalima y a Tanagorsky y empezó a usar seres humanos en vez de lienzos de tela para pintar sus cuadros. Pero él los encerraba en cajas. Algunos dicen que se vio influido por sus experiencias en el campo de concentración.
«Esta mujer es una computadora», pensó el policía.
– Son cajas pequeñas, abiertas por un lateral -siguió explicando Wood-. El lienzo se introduce en una y permanece en ella durante horas. -Giró hacia la pared que tenía detrás y señaló la gran foto que la adornaba-. Eso es un Buncher, por ejemplo.
El policía la había visto nada más llegar y se había preguntado qué diablos significaba. Dos cuerpos desnudos y pintados de rojo comprimidos dentro de un cubo de cristal. El cubo era tan pequeño que los obligaba a fundirse en una complicada contorsión. Los genitales resultaban visibles, los rostros no. A juzgar por los primeros, eran un hombre y una mujer. La foto, enorme, ocupaba casi toda la pared de aquel despacho del Museumsquartier. «Se supone que eso es una obra de arte -pensó el policía-. Y cualquiera podría comprarla y llevársela a casa.» Se preguntó si a su esposa le gustaría tener una cosa como aquélla adornando el comedor. ¿Cómo lograban aguantar tanto tiempo en esas inhumanas posturas?
Recordó la exposición que acababa de ver aquella misma tarde.
El arte nunca había interesado especialmente a Félix Braun, detective de la sección de homicidios del Departamento de Investigación Criminal de la policía austríaca. Sus preferencias de buen vienés se detenían en la música del siglo XIX. Naturalmente, había visto varias obras hiperdramáticas exhibidas al aire libre en lugares públicos de Viena, pero nunca hasta esa tarde había asistido a una exposición completa.
Había llegado al Museumsquartier -el centro cultural y artístico que albergaba la mayoría de los museos de arte moderno de Viena- cuarenta minutos antes de la hora prevista para su reunión con la señorita Wood y el señor Bosch. Como no tenía nada mejor que hacer, y debido a las circunstancias especiales del caso, había decidido visitar la exposición a la que pertenecía la adolescente asesinada.
Se exhibía en la Kunsthalle. Un enorme cartel con la foto de una de las figuras (después supo que era Calendula desiderata) ocupaba toda la fachada principal del edificio. El título de la colección estaba escrito en alemán con grandes letras rojas: «Blumen», de Bruno van Tysch. Un título muy simple, pensó Braun. «Flores.» Antes de acceder a la sala, el público se deslizaba por un detector magnético, una cinta de rayos X y una cabina individual de análisis de imágenes. Por supuesto, su arma reglamentaria hizo saltar la alarma del primer filtro, pero Braun ya se había identificado. Franqueó unas puertas dobles y penetró en la inhumana oscuridad del arte. Al principio pensó en estatuas pintadas y colocadas sobre pedestales. Luego, al acercarse a la primera, apenas se atrevió a creer que aquello fuera un individuo de carne y hueso, una persona viva. Cinturas dobladas como bisagras, piernas enarboladas en vertical, espaldas arqueadas con arquitectura de puente… No se movían, no parpadeaban, no respiraban. Los brazos imitaban pétalos y los tobillos, de lejos, simulaban tallos. Era preciso aproximarse hasta el cordón de seguridad y observar con mucha atención para distinguir músculos, pechos coronados por el botón rojo de los pezones, genitales desprovistos de vello y de obscenidad, genitales limpios de ideas como corolas de flor. Y entonces la nariz de Braun tomó el relevo informándole de que cada una despedía un aroma distinto y penetrante, perceptible a cierta distancia incluso por encima de los diversos olores (no todos gratos) del público que abarrotaba la sala, como el tema de un instrumento solista destacándose sobre el acompañamiento orquestal.
«Blumen.» «Flores.» La colección de veinte «Flores» de Bruno van Tysch. Calendula desiderata, Iris versicolor, Rosa fabrica, Hedera helix, Orchis fabulata. Los títulos eran casi tan fantásticos como las propias obras. Recordó haber visto fotos de algunas de aquellas flores en una revista, o en el periódico o la televisión. Se habían convertido casi en iconos culturales del siglo XXI. Pero nunca hasta entonces las había contemplado al natural, todas juntas, expuestas en aquel enorme salón de la Kunsthalle. Y, por supuesto, nunca las había olido. Braun anduvo durante media hora de un podio a otro, la boca paralizada por el asombro. Era una experiencia sobrecogedora.
La que estaba pintada en rojo fuego fue la que más le atrajo. Su color era tan intenso que provocaba una ilusión óptica: un aura, una mancha en las retinas, la leve distorsión del aire que produce un objeto muy caliente. Se acercó al podio como en trance. En su olor, incisivo y fabulatorio como el de los tenderetes de esencias árabes, Braun creyó percibir un deje familiar. La obra se hallaba en cuclillas apoyada sobre las puntas de los pies. Mantenía ambas manos frente al sexo y la cabeza ladeada a la derecha (la izquierda de Braun). Estaba completamente rapada y depilada. Al pronto pensó que carecía de rasgos, pero bajo la intensa máscara bermellón se advertían el rasguño de los párpados, la protuberancia de la nariz y el repujado de un par de labios. Los dos pequeños pechos le hicieron saber que era una mujer joven. No se movía, no temblaba. Braun dio la vuelta al podio sin descubrir ningún tipo de soporte que la ayudara a mantenerse de puntillas en aquella posición. Era una chica pintada de rojo, desnuda, rapada, en equilibrio sobre las puntas de los pies.
Fue entonces cuando creyó reconocer la fragancia.
Aquella figura olía de manera ligeramente similar al perfume que usaba su esposa.
Cuando salió a la calle, aturdido, intentó en vano recordar el título de la flor que olía como su mujer. ¿Tulipán púrpura? ¿Mágico carmín?
Aún pugnaba por recordarlo.
– Buncher creó una colección llamada «Claustrofilia» -continuaba explicando Bosch-. Óscar acompañó a casa durante toda una temporada a Claustrofilia 5, la modelo Sandy Ryan, la séptima sustituta del cuadro. Era cortés con las obras, a veces un poco hablador, pero siempre respetuoso. En 2003 compró un apartamento en Nueva York y fijó allí su residencia, pero llevaba en Europa desde enero de este año custodiando los cuadros de la colección «Flores». Aquí en Viena se hospedaba en un hotel de Kirchberggasse con el resto del equipo. El hotel está muy cerca del centro cultural. Hemos interrogado a sus compañeros y superiores directos: nadie notó nada raro en él durante los últimos días. Y eso es todo lo que sabemos.
Braun había empezado a tomar datos en una pequeña libreta.
– Sé dónde está Kirchberggasse -dijo. Su tono parecía indicar que el único vienés en aquella reunión era él-. Tendremos que registrar su habitación.
– Claro -asintió Bosch.
Ellos ya la habían registrado, así como su apartamento de Nueva York, pero Bosch no iba a decírselo al policía.
– Cabe también la posibilidad de que Díaz no sea culpable -apuntó Bosch entonces, como si quisiera ejercer de abogado del diablo de su propia teoría-. Y en tal caso habría que preguntarse por qué ha desaparecido.
Braun hizo un gesto vago dando a entender que esa cuestión no era competencia de Bosch.
– Sea como fuere -dijo-, y mientras no dispongamos de datos en contra, tendremos que considerar a Díaz como el principal objetivo de nuestra búsqueda.
– ¿Qué sabe la prensa? -preguntó la señorita Wood.
– No se ha revelado la identidad de la adolescente, como ustedes nos pidieron.
– ¿Y en cuanto a Díaz?
– Su descripción no se ha hecho pública, pero hemos establecido controles en el aeropuerto de Schwechat, las estaciones ferroviarias y las fronteras. Sin embargo, debemos tener en cuenta que estamos a viernes y recibimos la denuncia ayer. Ese tipo ha dispuesto casi de un día entero para emigrar.
La señorita Wood y el señor Bosch asintieron en silencio. También habían previsto aquella contingencia. De hecho, se habían movido mucho más de prisa que la policía austríaca: Bosch sabía que en aquel momento diez grupos distintos de agentes de seguridad estaban buscando a Díaz por toda Europa. Pero necesitaban la ayuda de la policía del país, no era cuestión de escatimar esfuerzos.
– En lo que respecta a la familia de la víctima… -dijo Braun, y miró a Bosch titubeando.
– Sólo tenía a su madre, pero está de viaje. Hemos solicitado permiso para informarle personalmente. Por cierto, creo que podemos quedarnos con las fotos y la cinta, ¿no?
– Así es. Son copias para ustedes.
– Gracias. ¿Quiere más café?
Braun contestó después de una pausa. Se había puesto a contemplar a la camarera que acababa de entrar en silencio en la habitación. Era la muchacha morena con el largo vestido rojo y la bandeja con la cafetera plateada que le había servido antes. No podía considerarse que su fisonomía fuera inusitadamente rara o hermosa pero tenía algo que Braun no acertaba a definir. Un balanceo, un ritmo aprendido, unos sutiles gestos de bailarina secreta. Braun conocía la existencia de los adornos y utensilios humanos y sabía que estaban prohibidos, pero aquella chica se mantenía en los límites de lo estrictamente legal. No había nada delictivo en su apariencia o su conducta, y todas las cosas que Braun imaginaba al verla bien podían encontrarse sólo en su cerebro. Aceptó más café y se quedó mirando mientras la muchacha volcaba el denso y humeante arco del mokka vienés sobre su taza. Volvió a pensar, como la vez anterior, que estaba descalza, pero no podía cerciorarse debido a la longitud del vestido y la oscuridad de la habitación. Despedía ráfagas de perfume.
Ni Bosch ni la señorita Wood quisieron más café. La camarera dio media vuelta. Se escuchó el zru, zro, zru del vestido batiendo contra sus piernas. La puerta se abrió y se cerró. Braun permaneció un instante mirando aquella puerta. Luego parpadeó y volvió a la realidad.
– Le agradecemos mucho la colaboración de la policía austríaca, detective Braun -decía Bosch. Acababa de reunir las fotos que había sobre la mesa (una elipse en laca roja que imitaba la forma de una paleta de pintor) y estaba sacando la cinta de la grabadora.
– Me he limitado a cumplir con mi obligación -declaró Braun-. Mis superiores me ordenaron que me presentara en el museo para informarles a ustedes, y eso es lo que he hecho.
– Usted pensará que la situación resulta un tanto anómala, y lo comprendemos perfectamente.
– «Anómala» es decir poco -sonrió Braun, intentando que la frase sonara cínica-. En primer lugar, no es norma de nuestro departamento ocultar información a los periódicos sobre las actividades de un posible sicópata. Mañana podría aparecer otra adolescente muerta en el bosque y nos veríamos envueltos en un serio problema.
– Entiendo -asintió Bosch.
– En segundo lugar, el hecho de revelar a particulares como ustedes detalles vinculados directamente con la investigación tampoco es una práctica demasiado usual para la policía, al menos en este país. No solemos colaborar con empresas privadas de seguridad, y menos hasta este punto.
Nuevo asentimiento.
– Pero… -Braun abrió los brazos en un ademán que parecía significar: «A mí me han ordenado que venga y les informe, y eso estoy haciendo»-. En fin, quedo a su disposición -agregó.
No deseaba mostrar su disgusto pero no podía evitarlo. Aquella mañana había recibido no menos de cinco llamadas procedentes de distintos departamentos cada vez más elevados en el escalafón político. La última provenía de un alto cargo del Ministerio del Interior cuyo nombre nunca aparecía en los periódicos. Le aconsejaron que no dejara de acudir a su cita en el Museumsquartier y le instaron a que pusiera a disposición de Wood y Bosch toda la información y ayuda disponibles. Resultaba obvio que la Fundación Van Tysch contaba con amplias y complejas influencias.
– Su café -dijo Bosch señalando la taza-. Se le va a enfriar.
– Gracias.
En realidad, Braun no quería beber más. Pero cogió la taza por cortesía y fingió probar un sorbo. Mientras los personajes que tenía enfrente intercambiaban algunas frases banales, se dedicó a escrutarlos. El hombre llamado Bosch le caía mucho mejor que la mujer, aunque ello no constituyera ningún mérito. Le había calculado unos cincuenta años. Parecía un tipo serio, con aquella calva brillante cercada de cabellos blancos y aquel rostro de rasgos nobles. Además, al inicio de las presentaciones, le había confesado a Braun que en su juventud había trabajado para la policía holandesa, de modo que casi eran colegas. Pero la señorita Wood estaba hecha de otra pasta. Parecía joven, entre veinticinco y treinta años. Su pelo era liso, negro y estaba cortado a lo garçon con una raya perfecta a la derecha. Su huesuda anatomía se hallaba plastificada por un vestido de tirantes de cuyo escote pendía la tarjeta roja de la sección de Seguridad de la Fundación Van Tysch. El resto consistía en toneladas de maquillaje y aquellas absurdas gafas negras. A diferencia de su colega, Wood nunca sonreía y hablaba como si todos a su alrededor estuvieran a su servicio. Braun compadeció a Bosch por tener que soportarla.
De repente, Félix Braun se sintió extraño. Fue casi como un desdoblamiento de personalidad. Se vio a sí mismo sentado en aquella habitación iluminada por bombillas rojas y decorada con la foto de dos personas metidas a presión en un cubo de cristal, ante una mesa roja con forma de paleta de pintor, frente a aquellos dos tipos extravagantes, atendido por una camarera con aires de odalisca, después de contemplar una exposición de jóvenes desnudos y pintados que olían a diversos aromas, y apenas logró comprender qué diablos estaba haciendo allí un policía de homicidios como él. Tampoco comprendía muy bien qué tenía que ver todo aquello con lo que había sucedido. El cuerpo destrozado que habían encontrado en el Wienerwald esa madrugada pertenecía a una pobre adolescente de catorce años asesinada de manera salvaje, uno de los peores casos de sadismo que Braun había visto jamás. ¿Qué relación había entre ese asesinato y un despacho rojo, una odalisca, dos tipos ridículos y un museo?
– De hecho -dijo, y el cambio en su tono de voz hizo que la mujer y el hombre interrumpieran su conversación y lo miraran-, aún no he entendido muy bien cuál es el papel que ustedes juegan en este asunto, salvo el de ser los directores de la empresa de seguridad a la que pertenece el sospechoso. Se ha cometido un crimen brutal, y eso es responsabilidad exclusiva de la policía.
– ¿Sabe lo que es el arte hiperdramático, detective? -preguntó de repente la señorita Wood.
– Quién no lo sabe -repuso Braun-. Acabo de ver la exposición de «Flores». Y tengo un primo que se ha comprado un libro para pintores principiantes. Quiere practicar con todos nosotros y cada vez que lo visito me pide que haga de modelo…
Bosch rió con Braun, pero la seriedad de la señorita Wood permaneció intacta.
– Deme una definición -pidió ella.
– ¿Una definición?
– Sí. ¿Qué cree usted que es el arte HD?
«¿Qué pretende ésta ahora?», se dijo Braun. Aquella mujer lo ponía nervioso. Se ajustó el nudo de la corbata y carraspeó al tiempo que miraba a su alrededor, como buscando las palabras correctas en alguno de los rincones de la habitación rojiza.
– Yo diría que son personas que se quedan quietas y los demás dicen que son pinturas, ¿no? -contestó.
Su ironía no modificó el semblante de la mujer.
– Justo lo contrario -replicó Wood. Y entonces sonrió por primera vez. Era la sonrisa más desagradable que Braun había visto en su vida-. Son pinturas que a veces se mueven y parecen personas. No es cuestión de terminología, sino de puntos de vista, y éste es el punto de vista que adoptamos en la Fundación. -El tono de voz de la señorita Wood era gélido, como si, de alguna forma misteriosa, cada una de sus palabras fuera una amenaza encubierta-. La Fundación se encarga de proteger y gestionar las obras de Bruno van Tysch en todo el mundo, y yo soy la principal responsable de la sección de Seguridad. Mi tarea, y la de mi colaborador, el señor Lothar Bosch, consiste en impedir que los cuadros de Van Tysch sufran el menor daño. Y Annek Hollech era un cuadro que valía mucho más que todos nuestros sueldos y pensiones de jubilación juntos, detective. Se titulaba Desfloración, era un original de Bruno van Tysch, estaba considerado una de las grandes obras de la pintura moderna y ha sido destruido.
A Braun le impresionaba la helada furia que desprendía aquella voz rápida y susurrante. La señorita Wood hizo una pausa antes de proseguir. Sus gafas negras contemplaban a Braun con el doble reflejo rojo de la mesa incrustado en ellas.
– Lo que ustedes consideran un asesinato nosotros lo consideramos un grave atentado contra una de nuestras obras. Como comprenderá, nos sentimos enormemente implicados en la investigación, por eso les hemos pedido colaborar. ¿Le queda claro?
– Perfectamente.
– Ni por un momento piense que vamos a obstaculizar su labor -siguió diciendo Wood-. La policía camina por su lado y la Fundación por el suyo. Pero le rogaría que nos mantuviese informados de cualquier variación que se produjera en el curso de sus investigaciones. Muchas gracias.
La reunión finalizó de inmediato. Guiado por la chica de relaciones públicas que lo había recibido al llegar, Braun recorrió de vuelta los laberínticos pasillos del ala oval del Museumsquartier. En la calle, el cuantioso sol de verano le devolvió la tranquilidad.
Mientras conducía el coche en dirección a su casa, y sin previo aviso, el nombre exacto centelleó en su cabeza como un relámpago rojo. Púrpura mágica.
Así se titulaba la rojísima obra que olía como su esposa. Rojo fuego, rojo carmín, rojo sangre.
La tarjeta era azul turquesa, azul de hechizo mágico, azul de príncipe de cuento, azul de mar ideal. Lanzaba destellos bajo la luz de la lámpara del comedor. El número estaba impreso en el centro, en finos tipos negros. No había otra cosa salvo aquel número, un teléfono móvil probablemente, aunque el prefijo era extraño. Mientras lo marcaba, Clara se percató de que en su uña aún brillaban restos de pintura de Muchacha ante el espejo. El segundo timbre convocó la voz de una mujer joven. «¿Sí?»
– Hola, soy Clara Reyes.
Estaba pensando lo que iba a añadir a continuación cuando se dio cuenta de que habían colgado. Supuso que la comunicación se había cortado por accidente. Ocurría a veces con los teléfonos móviles. Eran aparatuchos detestables que servían casi para cualquier cosa, y a veces hasta para hablar, como decía Jorge. Pulsó el botón de rellamada del teléfono. Contestó la misma voz en un tono idéntico.
– Creo que antes se cortó -dijo Clara-. Yo…
Colgaron.
Intrigada, volvió a llamar. Colgaron por tercera vez.
Reflexionó un momento. Acababa de regresar de la galería GS, y lo primero que había hecho después de ducharse y desprenderse la pintura del cabello y el cuerpo había sido cogerla tarjeta y telefonear. Estaba sentada sobre el tatami azul marino del comedor con las piernas cruzadas y una toalla azul anudada a los pechos. Había abierto las ventanas y la brisa nocturna le abanicaba la espalda. En la cadena musical ronroneaba un suavísimo blues. «No es un problema telefónico. Esta vez colgaron antes. Lo han hecho adrede.»Optó por otra estrategia. Apagó el tocadiscos con el mando a distancia, se cercioró de la hora en el reloj de la estantería, llamó de nuevo.
Cuando la mujer contestó, Clara guardó silencio.
El silencio se dilató a ambos lados de la línea; se hizo profundo, incomprensible. Nada se escuchaba, ni siquiera una respiración, aunque era obvio que esta vez no habían colgado. Sin embargo, tampoco hablaban. «¿Cuánto tiempo tendré que esperar hasta que se decidan?», pensaba.
De repente colgaron. El reloj le indicó que había pasado un minuto.
Así pues, el silencio era el mensaje. Esta vez había sido más largo, lo cual significaba, probablemente, que no deseaban que hablara. Pero habían vuelto a colgar.
Se apartó con violencia el pelo rubio y húmedo que le cubría el rostro. Le parecía obvio que se enfrentaba a una curiosa prueba de tensión.
Todos los grandes pintores tensaban a sus lienzos antes de comenzar una obra. La tensión era el pórtico de entrada al mundo del hiperdramatismo: una forma de preparar al modelo para lo que se avecinaba, de advertirle que a partir de ahí nada de lo que iba a ocurrirle seguiría los cauces de la lógica o las normas aceptadas por la sociedad. Clara estaba acostumbrada a ser tensada de diferentes maneras. El despliegue de parafernalia sadomasoquista era el método más utilizado por los artistas de The Circle y Gilberto Brentano. Por el contrario, Georges Chalboux tensaba de forma sutil, creando una emoción previa mediante individuos especialmente entrenados que fingían amar u odiar a los modelos de sus obras, o se tornaban amenazadores, esquivos o cariñosos al azar, provocándoles ansiedad. Pintores excepcionales como Vicky Lledó se usaban a sí mismos para tensar. Vicky era particularmente cruel, porque utilizaba emociones sinceras: era como un misterioso desdoblamiento de personalidad, como si existieran una Vicky-humana y una Vicky-artista en el mismo cuerpo y ambas trabajasen por su cuenta.
Para superar satisfactoriamente la fase de tensión, el lienzo debía saber dos cosas: la única regla era que no existían reglas y la única conducta posible era avanzar.
De poco le iba a servir volver a llamar y continuar en silencio: tenía que dar un paso más. Pero ¿en qué sentido?
Le picaba la firma de Alex Bassan en su muslo izquierdo. Se rascó con cuidado, sin emplear las uñas, mientras reflexionaba.
Se le ocurrió algo. Era una idea absurda, y por ello pensó que era la correcta (así ocurría casi siempre en el mundo del arte). Dejó el auricular sobre el tatami, se levantó y se asomó a la ventana. Su cuerpo desnudo bajo la toalla y aún húmedo no sintió frío ni molestia alguna ante la invasión de frescor.
La lluvia había lavado la noche. No olió a basuras, a tráfico, a excrementos, a zona centro de Madrid, sino algo parecido al olor del mar en la ciudad, esa brisa nocturna con la que, a veces, Madrid se camuflaba de playa. Sin embargo, había tráfico. Los coches avanzaban olfateándose el trasero mutuamente y haciendo guiños con sus ojos luminosos. Contempló el edificio de enfrente: tres ventanas del último piso permanecían encendidas, y en una de ellas, de cortinas cobalto, había macetas. Podían ser jacintos azules. Se acodó en el alféizar y observó la calle desde la altura de los cuatro pisos de su bloque. La brisa le movió el pelo como un titiritero cansado.
Nadie parecía estar observándola. Era absurdo creer que la espiaban, que la estaban observando.
Absurdo, y por lo tanto correcto.
Cogió el teléfono inalámbrico, echó otro vistazo al reloj, regresó a la ventana y volvió a llamar al número de la tarjeta turquesa.
– ¿Sí? -dijo la voz de la mujer.
Aguardó en silencio, lo más cerca posible de la ventana, procurando no moverse. Los flecos de su toalla azul se agitaban con el aire. De repente colgaron. Miró el reloj. Cinco minutos justos. Era todo un récord, lo cual le demostraba que había hecho algo correcto y que, realmente, por increíble que pudiera parecer, la estaban observando. Sin embargo, aún no había hecho todo lo que querían. Probó con otra cosa: volvió a llamar y, en un momento dado, sin moverse de la ventana, se llevó una mano al pelo y lo atusó. Colgaron de inmediato, casi antes de que pudiera finalizar el gesto.
Sonrió y asintió en silencio, contemplando la calle. «Ajá, os he pillado: queréis que no hable, que me asome a la ventana, que no me mueva y… ¿Qué más?» Bassan le decía en ocasiones que su rostro expresaba bondad y malicia al mismo tiempo, «como un ángel con nostalgia de diablo». En aquel momento su expresión era más diabólica que angelical. «¿Qué más, eh? ¿Qué más queréis?»Siempre que daba los primeros pasos en el extraño templo del arte, al comienzo de una nueva obra, le ocurría igual: se emocionaba. Era la sensación más increíble del mundo. ¿Cómo podía haber alguien que trabajara en otra cosa? ¿Cómo podía haber personas como Jorge, que no eran obras de arte ni artistas?
Se divirtió imaginando esto (su imaginación hervía en momentos así): el silencio del teléfono duraba diez minutos si se inclinaba por el balcón, quince si colocaba un pie en el alféizar, veinticinco si colocaba el otro, treinta si se erguía sobre la cornisa, treinta y cinco si daba un paso en el vacío… Quizás, entonces, alguien respondería.
«Pero eso sería estropear el lienzo, no tensarlo.»Optó por otra emoción, mucho más modesta. Volvió a mirar el reloj y, sin moverse de la ventana, se quitó la toalla y la arrojó al suelo. Llamó. Oyó la respuesta de siempre. Esperó.
El silencio se hizo firme.
Cuando calculó que ya habían pasado de sobra cinco minutos se preguntó qué otra cosa tendría que hacer, caso de que colgaran de nuevo. No quería imaginarlo aún. Continuó inmóvil y desnuda frente a la ventana. En el auricular, el silencio persistía.
La culpa fue del gatito negro.
Lo vio por primera vez en una piscina de Ibiza, bajo un sol torrencial. El gatito la miraba de la forma extraña en que miran todos los gatos, abriendo desmesuradamente sus ojos de cristal de cuarzo y desafiándola a que descifrara su secreto. Pero ella tenía catorce años y estaba recostada bocabajo sobre una toalla con la parte superior del biquini desabrochada, y los secretos en aquel momento no le importaban mucho. Se ganó la confianza del felino con un suave canturreo. O a lo mejor fue el gato quien se prendó de su belleza. Tío Pablo, que era quien la había invitado a veranear en Ibiza, solía preguntarle en broma por su asesor de imagen. Siendo tan guapa como eres, le decía, tienes que tener uno. Con su larga cabellera rubia, sus ojos como dos pequeños planetas marinos sin rastro de tierra firme y su silueta tensa por la adolescencia y perfectamente dibujada por la piel, Clara estaba más que acostumbrada a recibir elogios en las miradas ajenas. De niña, el padre de un compañero de colegio llamado Borja le había entregado una tarjeta a su padre diciéndole que era productor de programas de televisión y que quería hacer pruebas con Clara. Jamás había visto a una niña como ella, declaró. Su padre se enfadó mucho y no quiso ni oír hablar del asunto. Hubo una violenta discusión en casa aquella noche y el futuro televisivo de Clara se truncó para siempre. Esto ocurrió cuando tenía siete años. A los nueve, cuando su padre murió, ya era demasiado tarde para desobedecerlo. La vida se hizo muy difícil a partir de entonces, porque la desaparición paterna había dejado a la familia indefensa. La mercería que regentaba su madre, y en la que Clara comenzó a trabajar en cuanto pudo, les permitió sobrevivir, y de allí salió el dinero para que su hermano José Manuel terminara el colegio y comenzara sus estudios de Derecho. Luego estaba la ayuda de tío Pablo, que nunca los olvidaba. Tío Pablo era empresario, estaba casado con una joven alemana y vivía en Barcelona. Fue a él a quien se le ocurrió la idea de rescatar a Clara todos los veranos y llevarla a su apartamento de Cortixera, en Ibiza, con sus primas. Las primas eran mayores que ella y la dejaban sola, pero a ella no le importaba: el simple hecho de salir del piso entristecido de Madrid y vivir un mes en aquel lugar diminuto e inmenso pintado de azul por el sol le resultaba maravilloso.
No obstante, nada hubiese ocurrido de no ser por el gatito negro.
O quizá sí, pero de otra forma: Clara cree en los designios del azar. El gatito se acercó a ella, suspicaz al principio, convertido en una bola de terciopelo con reflejos azules después, en aquel luminoso verano de 1996 con olor a cloro y a brisa de mar. Pero el gatito no olía a eso sino a jabón, y era evidente que tenía dueño porque se hallaba demasiado acicalado para venir directamente de la naturaleza.
– Hola -lo saludó Clara-. ¿Dónde está tu amo, gatito?
El animal maulló entre sus dedos con una boca que era como un corazón diminuto, o como una almendra abierta por dentro. Ella sonrió. No sentía ningún temor. En su casa del pueblo serrano de Alberca, donde su padre había nacido y adonde iban todos los veranos cuando su padre vivía, se había acostumbrado a toda clase de animales domésticos. Lo acarició como podría haberlo hecho con una lámpara que albergara a un genio donador de deseos.
– ¿Te has perdido? -le preguntó.
– Es mío -dijo una voz.
Fue entonces cuando divisó las piernas flacas, mojadas y morenas de Talia, de pie frente a ella. Al elevar la vista vio su sonrisa en perspectiva con el sol, y supo (porque creía en los designios) que iban a ser amigas.
Tenía trece años, los ojos grandes y la piel café. Sonreía y hablaba simultáneamente y con idéntica dulzura, como si sonreír y hablar fueran lo mismo para ella, como si todo lo que dijera fuera alegre y todas sus sonrisas fueran palabras. Su madre era venezolana, de Maracay, y su padre era español. Tenían una casa en el otro extremo de la isla, cerca de Punta Galera. Talia se encontraba en aquella urbanización por casualidad, debido a una visita que sus padres habían hecho a unos amigos. De modo que fue el gatito negro quien las presentó.
El padre de Talia tenía mucho dinero, mucho más que tío Pablo, que no vivía nada mal. La casa de Punta Galera era un enorme chalet frente al mar con un terreno vallado repleto de árboles y sombras, jardines y estanques. Talia invitó a Clara a conocerla dos días después, y Clara se maravilló al comprobar que tenía mayordomos, no simplemente señoras que hacían la colada y preparaban la comida, sino personas de uniforme con la mirada vidriosa. Pero en la piscina estaba lo más increíble. Era muy grande, de agua rectangular y azul. Parecía fantástico que Talia, con su pequeño corpecito moreno, dispusiera de todo aquel inmenso salón zafiro para ella sola, aquel suelo de baldosas líquidas por el que poder pasear flotando. Sin embargo, la primera impresión que Clara se llevó fue distinta.
Otra muchacha compartía la piscina con ella. ¿Acaso tenía una hermana? ¿O era una amiga?
Pero era una chica mayor, sin lugar a dudas. Estaba de rodillas cerca del borde, más bien a cuatro patas, y sólo llevaba encima un ínfimo tanga azul. Su cuerpo brillaba de forma muy extraña. No modificó ni un milímetro su postura mientras Clara y Talia se acercaban.
– Es un cuadro de mi papá -explicó Talia-. Mi papá ha pagado tremendo dineral por él.
Clara se agachó y observó la expresión rígida, la piel reluciente de apresto y óleos, el cabello ligeramente tembloroso con el viento.
– No puedo creerlo -se entusiasmaba Talia al ver su asombro-. ¿No conoces el arte HD? ¡Pues claro que es de carne y hueso, como tú y como yo! Es un cuadro hiper… -Aquí dijo una palabra que Clara no entendió-. No está en trance ni nada por el estilo, está posando. Y el olor que notas es el del óleo.
«Eliseo Sandoval. Junto a la piscina. 1995. Óleo y cremas solares en muchacha de dieciocho años con tanga de algodón.» Eso fue lo que Clara leyó en la pequeña tarjeta de cartulina colocada en el suelo cerca de la figura.
Como la mayoría de la gente, Clara había oído hablar del arte hiperdramático y había visto documentales y reportajes sobre el tema, pero nunca una obra al natural.
Fue como una maldición. Se arrodilló junto al cuadro y se olvidó de todo. Lo rastreó con la mirada, desde la punta de los dedos de las manos hasta el cabello pintado; desde el cuello hasta la curvatura de las nalgas. Las dos tiras del tanga tenían forma de uve: había un árbol en el jardín de la casa que imitaba la misma letra. Recorrió con los ojos cada milímetro de carne paralizada como si se tratara de una película que hubiera deseado ver toda su vida. Temblorosa, alzó un dedo y lo apoyó en el muslo derecho de aquella cosa. Fue como tocar la silueta de un jarrón. La cosa ni siquiera pestañeó.
– Oye, no hagas eso -la regañó Talia-. Las pinturas no se tocan. ¡Si te viera mi papá…!
El día transcurrió como un tormento. La diversión era un esfuerzo impracticable. La culpa no era de la pobre Talia, por supuesto, sino de aquella maldita cosa, aquella obscena y maldita cosa que no quería moverse, que continuó allí, bajo el sol, sobre el agua, sin sudar ni quejarse, sumida en la contemplación de un pequeño espacio en las baldosas. Aquella forma paralizada y mágica del tanga en uve, desprovista y repleta de vida al mismo tiempo, era la única culpable.
En un momento dado, Clara se sintió enferma. El aire no habitaba sus pulmones, se ahogaba. Salió corriendo y se refugió en la casa. Encontró al gatito en el sofá del lujoso salón y se agazapó junto a él. Sus mejillas ardían y le costaba trabajo respirar. Cuando Talia llegó por fin, Clara la miró implorante.
– ¿Es que no se va nunca de ahí? -sollozó-. ¿No come? ¿No duerme?
– Claro que come y duerme. Se exhibe sólo de once a siete.
Por la tarde, un mayordomo salió a avisar. Eran las siete en punto. Clara, que había estado muy pendiente de la hora durante todo el día, se acercó al cuadro entonces. Vio cómo se movía; lo vio extender cada extremidad después de una larga pausa y, a un ritmo semejante al de un niño que nace, erguir el tronco y alzar la cabeza con los ojos cerrados; vio destellar el óleo en su pecho cuando lo hinchó al respirar; la vio ponerse en pie con languidez eterna, convertirse en mujer, en muchacha, en alguien como ella misma. Sobre fondo azul.
«Quiero ser eso -pensó-. Quiero ser eso.»
Sus dientes castañeteaban.
Una mujer apartó las cortinas cobalto, se asomó y comenzó a regar las flores azules. De repente alzó la vista y sorprendió a Clara. Tras contemplarla un instante, hizo un gesto de aprensión. Luego se retiró del balcón, cerró la ventana y corrió las cortinas. Los cristales reflejaron el desnudo cuerpo de Clara enmarcado en su propia ventana, su figura tersa de rostro sin cejas y pubis depilado, los pechos como dos ondulaciones en un papel, el cabello ya seco por el aire nocturno, la mano derecha sosteniendo el auricular del teléfono, todo inmerso en el mundo azul cobalto y ultramar del cristal de enfrente.
En el auricular persistía el silencio. No habían colgado.
Se había dejado llevar por los recuerdos, y la aparición de aquella mujer la había devuelto bruscamente a la realidad. Ibiza, Talia y el inolvidable instante en que descubrió el arte HD se disolvieron en el tono más oscuro de la noche. Ignoraba cuánto tiempo llevaba esperando en la misma posición. Sospechaba que, por lo menos, dos horas. Sentía la mano con que sostenía el auricular mucho más fría que el resto del cuerpo y los músculos de ese brazo agarrotados. Hubiera dado cualquier cosa por cambiar de postura, pero continuaba inmóvil con el teléfono pegado a la oreja; incluso trataba de respirar lo menos posible, como si estuviera trabajando de cuadro. No trasladaba el peso de un pie a otro: permanecía firme y erguida, la mano izquierda apoyada en la cadera, apretando las rodillas contra las columnas del radiador que había bajo las cortinas con el fin de acercarse más a la ventana.
Le entraban tentaciones de colgar. Porque cabía en lo posible que aquella absurda espera fuera un error. Tal vez la idea de que tenía que aguardar desnuda y quieta en la ventana con el auricular en la mano era producto exclusivo de su imaginación. A fin de cuentas, no había recibido aún ni una sola instrucción por parte del pintor, fuera quien fuese, ni un solo gesto, ni una sola palabra. ¿A quién se le ocurriría pintar con el silencio invisible? Eso por no mencionar la desmesurada factura de teléfono que iba a acarrearle la aventura. Jorge se iba a reír.
«Contaré hasta treinta… Bueno, hasta cien… Si no ocurre nada, cuelgo.»Se sentía agotada (todo el día de pie en el cuadro de Bassan), hambrienta y con sueño. Comenzó a contar. Escuchó risas de chavales desde el otro lado de la calle. Quizá la habían visto. No le preocupaba. Era un lienzo profesional. El pudor y la timidez habían quedado atrás hacía mucho tiempo.
«Veintiséis… Veintisiete… Veintiocho…»
Toda su vida era arte. No sabía dónde estaba el límite, si es que había límites en algún sitio.
Había aprendido a mostrar y usar su anatomía a solas, frente a otros y con otros. A no considerar sagrado ninguno de sus resquicios. A soportar en lo posible el asedio del dolor. A soñar en medio de la contracción de sus músculos. A percibir el espacio como tiempo y el tiempo como algo extenso, un paisaje por el que pasear o detenerse. A controlar sus sensaciones, a inventarlas, a fingirlas, a imitarlas. A traspasar cualquier barrera, a dejar de lado cualquier reserva, a desprenderse del lastre del remordimiento. Una obra de arte no tenía nada que le perteneciera: cuerpo y mente estaban dirigidos a crear y ser creados, a transformarse.
Era la profesión más extraña y hermosa del mundo. La había iniciado aquel mismo verano al regreso de Ibiza, y nunca se había arrepentido de hacerlo.
En casa de Talia se enteró de que Eliseo Sandoval, el pintor de Junto a la piscina, vivía y trabajaba en Madrid junto con otros colegas, en un chalet cercano a Torrejón. Pocas semanas después se presentó allí, solitaria y nerviosa. Lo primero que descubrió fue que ella no era la primera en atreverse a dar aquel paso y que el arte HD era más popular en España de lo que había creído. El chalet era un hervidero de pintores y adolescentes aspirantes a obra de arte. Eliseo, un joven artista venezolano de cara de boxeador con un fascinante hoyuelo en la barbilla, se ofrecía, por un módico precio, a dar clases rudimentarias a modelos menores de edad, aunque en secreto y sin esperanzas de venderlos, porque el arte HD con menores aún no había sido legalizado. Clara echó mano a sus pequeños ahorros y comenzó a acudir cada fin de semana. Aprendió, entre otras cosas, a mostrarse desnuda dentro y fuera de la casa, en solitario o frente a los demás. Y a permanecer durante horas con la piel pintada. Y las bases del hiperdrama: los juegos, los ensayos, las formas de expresión. Su hermano se enteró de aquellas visitas y comenzaron los enfrentamientos y las prohibiciones. Clara descubrió que José Manuel quería convertirse en su nuevo cancerbero tras la muerte de su padre. Pero no se lo permitió. Amenazó con marcharse de casa, y cuando la situación se hizo insostenible se marchó. A los dieciséis años entró a trabajar en The Circle, una sociedad internacional de artistas marginales que preparaban material joven para grandes pintores. Allí se tatuó el cuerpo, se tiñó el pelo de rojo, perforó su nariz, orejas, pezones y ombligo con anillas y participó en grotescas obras murales. Consiguió dinero y pudo estudiar con Wedekind, Cuinet y Ferrucioli. A los dieciocho años comenzó a vivir con Gabi Ponce, un pintor principiante a quien había conocido en Barcelona, su primer amor, su primer artista. Cuando cumplió veinte años de edad, Alex Bassan, Xavier Gonfrell y Gutiérrez Reguero empezaron a llamarla para crear originales con ella. Luego vinieron los más grandes: Georges Chalboux pintó un duende con su cuerpo, Gilberto Brentano la convirtió en yegua y Vicky le extrajo expresiones que nunca imaginó que su rostro albergara.
Los genios, sin embargo, no la habían tocado aún.
Pero qué pasaría, se preguntaba, qué pasaría si nadie respondiera, qué pasaría si la tensaban más allá de lo prudente, si intentaban forzar la situación hasta el límite, qué pasaría si…
La noche se había hecho azul profundo. La brisa que antes la refrescaba helaba ahora sus huesos.
Había contado hasta cien, luego cien más, y otros cien. Por último había dejado de contar. No se atrevía a colgar, pues conforme más tiempo pasaba más importante (y difícil) le parecía lo que le aguardaba detrás. Lo más importante y difícil y lo más duro y arriesgado.
Contempló el silencio, la dormición de la luz, el reino de los gatos. Ser testigo del desarrollo de la madrugada en una ciudad le pareció semejante a observar la imperceptible procesión de la manecilla del reloj.
Qué sucedería, se preguntaba, si no le hablaban. Cuándo, en qué momento sería preciso considerar que había llegado el final de aquel juego. Quién cedería primero en aquel pulso enorme e injusto.
De repente la voz de la mujer regresó al auricular. Su oído había estado tanto tiempo inservible que casi le dolió, como duele la pupila de un ciego que recupera de súbito la luz. La voz fue cortante y concisa. Mencionó un sitio: plaza de Desiderio Gaos sin número. Un nombre: señor Friedman. Una cita: las nueve en punto de la mañana siguiente. Después colgaron.
Durante un rato quiso persistir todavía en la misma postura, el auricular en alto. Luego, con una mueca, regresó a la incomodidad de la vida.
Era la madrugada del jueves 22 de junio de 2006.
El desván. El desván. La casa de Alberca. Papá.
El sol lucía espléndido sobre el huerto. Era una visión encantadora: la hierba, los naranjos, la camisa azul de cuadros de su padre, el sombrero de paja y sus gafas de cristales gruesos y cuadrados, porque Manuel Reyes era miope, un miope intenso y casi voluntario, o al menos resignado, a quien no le importaba llevar aquel artilugio de carey grueso y anticuado sobre el rostro. Aseguraba que sus gafas otorgaban cierta seriedad a las detalladas explicaciones que ofrecía a los turistas sobre los cuadros del museo del Prado. Porque el trabajo de papá era ése: guiar a la gente por las salas del museo mientras explicaba en voz alta y con sobria erudición los secretos de Las lanzas y Las meninas, sus obras favoritas. Papá podaba los naranjos mientras su hermano José Manuel se entrenaba con el caballete en el garaje (quería ser pintor, pero papá le aconsejaba que estudiase una carrera) y ella aguardaba en su cuarto para ir a misa con mamá.
Entonces oyó el ruido.
En una casa como la Casa, donde anidan tantos (ruidos), uno más carece de importancia. Pero éste había conseguido intrigarla. Su ceño formó una uve diminuta. Salió a ver qué o quién lo había producido.
El desván. La puerta se había abierto un poco. Quizá su madre había entrado a guardar algo y luego no la había cerrado bien.
El desván era la habitación prohibida. Mamá no dejaba que los niños se metieran allí porque temía que los trastos apilados les cayeran encima. Pero Clara y José Manuel pensaban que ocultaba algo horrible. En eso estaban de acuerdo. Diferían tan sólo en el significado que le otorgaban a lo horrible. Para su hermano, lo horrible era malo; para Clara, malo o bueno, pero sobre todo atractivo. Como un caramelo, que podía ser malo pero atractivo al mismo tiempo. Si lo horrible hubiese aparecido ante ellos, José Manuel habría retrocedido atemorizado y Clara se habría acercado fascinada con el sigilo de un niño en noche de reyes. La calidad de lo horrible gobernaría el doble movimiento: algo verdaderamente horrible habría espantado a José Manuel y atraído a Clara como una posesa, la habría lanzado hacia eso como se lanza una piedra (con la misma sombría naturalidad) a la oscuridad de un pozo.
Ahora, por fin, lo horrible la invitaba a pasar. Podría haber llamado a su madre (la oía trajinar en la cocina), o bajar al huerto y buscar la protección de su padre, o bajar aún más hasta el garaje y pedirle ayuda a su hermano.
Pero se decidió.
Temblando como jamás había temblado, ni siquiera el día de su comunión, empujó la vieja puerta y aspiró remolinos de polvo azul. Tuvo que retroceder y descargar una ráfaga de tos que, en parte, desdoró un poco su aventura. Había tanto polvo y olía tan mal, como a cosa fermentada, que pensó que no podría soportarlo. Además, se ensuciaría el vestido de ir a misa.
Pero, qué caramba, encontrar lo horrible exige cierto sacrificio, pensó. Lo horrible no crece en los árboles, al alcance de cualquiera: cuesta mucho trabajo obtenerlo, como papá dice que ocurre con el dinero.
Tomó dos o tres bocanadas de aire exterior y lo intentó de nuevo. Dio un par de tímidos pasitos en la maloliente oscuridad, parpadeó, acomodó la vista a lo desconocido. Descubrió cuerpos atados con cordeles y los identificó como viejas mantas. Cajas de cartón apiladas. Un tablero de ajedrez combado. Una muñeca sin vestidos ni ojos sentada en un anaquel. Telarañas y sombras azules. Todo eso la impresionó bastante, pero no la asustó. Había esperado encontrar cosas así.
Estaba a punto de sentir la inevitable decepción cuando de repente lo vio.
Lo horrible.
Estaba a su izquierda. Un leve gesto, una sombra móvil iluminada por la claridad del umbral. Giró sobre sí misma con calma inaudita. El grado de su horror había llegado al máximo (se sentía a punto de chillar), lo cual significaba que por fin había descubierto lo horrible y que se disponía a contemplarlo.
Era una niña. Una niña que vivía dentro del desván. Vestía un conjunto azul marino de Lacoste y llevaba el pelo muy lacio y muy bien peinado. Su piel parecía mármol. Era como un cadáver. Pero se movía. Abría la boca, la cerraba. Parpadeaba inmensamente. Y la miraba.
El terror rebosó por su piel. El corazón se le convirtió en rata y lo sintió trepar a ciegas por el interior de su pecho hasta atorarle la garganta. Fue un instante de tremenda eternidad, una fracción de segundo fugaz y definitiva, como el momento en que morimos.
De alguna forma, de algún modo inexplicable pero poderoso, supo en ese preciso instante que aquella niña era la visión más espantosa que había contemplado y contemplaría jamás. No sólo era horrible sino infinitamente insoportable.
(Y, sin embargo, su alegría no conocía límites. Porque estaba contemplando lo horrible por fin. Y lo horrible era una niña de su edad. Podrían ser amigas y jugar juntas.)Entonces se dio cuenta de que el vestido de Lacoste era el mismo que su madre le había puesto aquel domingo, que el peinado era similar al de ella, que las facciones eran las suyas, que el espejo era grande y el marco estaba disimulado en la penumbra.
– Ha sido un susto tonto -le dijo su madre, que había corrido al escuchar el grito y la abrazaba.
El amanecer pintaba de azul celeste el índigo del techo. Clara parpadeó, y las imágenes del sueño que acababa de tener se disolvieron en la luz de las paredes. Todo era normal a su alrededor, pero dentro de ella aún se agitaba el torbellino de aquel recuerdo de su infancia remota, aquel «susto tonto» en el desván de la antigua casa de Alberca, un año antes de que su padre falleciera.
El despertador había sonado: las siete y media. Recordó su cita en la plaza de Desiderio Gaos con el misterioso señor Friedman y se levantó de un salto.
Ser cuadro profesional le había enseñado, entre otras cosas, a considerar los sueños como instrucciones extrañas de un anónimo artista interior. Se preguntó por qué su inconsciente había recuperado aquella pieza antigua de su vida y la había colocado de nuevo sobre el tablero.
Quizá significaba que la puerta del desván se había abierto otra vez.
Y alguien la invitaba a entrar y contemplar lo horrible.
Los ojos de Paul Benoit no eran de color violeta, pero bajo las luces de la habitación casi lo parecían. Lothar Bosch miró aquellos ojos y supo, no por primera vez, que tendría que andarse con cuidado. Frente a Paul Benoit siempre era preciso ser cauto.
– ¿Sabes cuál es el problema, Lothar? El problema es que hoy día todo lo valioso es efímero. Es decir, que en otros tiempos la solidez y la duración eran valores por sí mismos: un sarcófago, una estatua, un templo o un lienzo. Pero en la actualidad todo lo valioso se consume, se gasta, se extingue, da igual que hablemos de recursos naturales, drogas, especies protegidas o arte. Hemos atravesado por una fase previa en la que los productos que escaseaban valían más porque escaseaban. Eso era lógico. Pero ¿cuál ha sido la consecuencia? Que, hoy día, para que las cosas valgan más, tienen que escasear. Hemos invertido causa y efecto. Hoy razonamos de esta forma: «Lo bueno no abunda. Por lo tanto, hagamos que las cosas malas no abunden, y se volverán buenas».
Hizo una pausa y extendió la mano sin apenas mirar. La Mesilla estaba preparada para entregarle la taza de porcelana, pero el gesto de Benoit la cogió por sorpresa. Hubo un titubeo fatal, y los pequeños dedos del jefe de Conservación golpearon la taza y derramaron parte del contenido sobre el plato.
Con rapidez y eficiencia, la Mesilla procedió a colocar un nuevo plato y limpió la taza con una de las servilletas de papel que transportaba en la tabla lacada unida a su cintura. En la etiqueta de color blanco que pendía de su muñeca derecha decía: «Maggie». Bosch no conocía a Maggie, pero, por supuesto, había muchos adornos a los que no conocía. Pese a estar de rodillas, era fácil comprobar que Maggie era muy alta, probablemente casi dos metros. Tal vez había sido aquella desproporción lo que le había impedido llegar a convertirse en obra de arte, suponía Bosch.
– Hoy ya ha dejado de ser un buen negocio comprar o vender un lienzo de tela -prosiguió Benoit-, precisamente porque no se consumen con la prontitud necesaria. ¿Sabes cuál ha sido la clave del éxito del arte hiperdramático? Su fugacidad. Pagamos más y con más rapidez por una obra que dura lo que dura la juventud que por otra que sobrevive cien o doscientos años. ¿Por qué? Por la misma razón que llegamos a gastar más dinero en unas rebajas que en un día normal. El síndrome del «¡Rápido, que esto se acaba!». Por eso las obras adolescentes son tan valiosas. -Operación perfecta al segundo intento, pensó Bosch: la Mesilla estaba pendiente de los gestos de Benoit, y éste colaboró procurando coger con cuidado la taza que el adorno le tendía-. Prueba un poco de este brebaje, Lothar. Huele a té, sabe a té, pero no es té. Lo que ocurre es que si huele a té y sabe a té, para mí es té. Sin embargo, no me pone nervioso y alivia mi úlcera.
Bosch atrapó la delicada imitación de porcelana que le ofrecía la Mesilla y contempló el líquido. Era difícil determinar su color exacto bajo aquella fúnebre luz violeta. Decidió que podía ser violeta. Lo llevó a la nariz. Olía a té, en efecto. Lo probó. Sabía a rayos. A caramelo exprimido en batidora mezclado con jarabe para la tos. Reprimió una mueca y comprobó con alivio que Benoit no lo miraba. Mejor. Fingió seguir bebiendo.
La habitación donde se encontraban pertenecía al Museumsquartier. Era un rectángulo grande, insonorizado y tapizado de lámparas en diversos tonos de violeta: en el techo resplandecían púrpuras suaves, en el suelo cobaltos y en las paredes cuadrados de color lavanda, de manera que las figuras parecían flotar en una pecera de borgoña. Salvo la Mesilla, no había otros adornos. Por lo demás, el extremo del fondo asemejaba un estudio de televisión. Diez monitores de circuito cerrado se congregaban en paneles instalados en la pared; sus pantallas apagadas reflejaban uñas de luz violeta. Frente a ellos se sentaban Willy de Baas y dos de sus ayudantes preparados para iniciar la sesión de Apoyo Sicológico del sábado por la noche. Apoyo pertenecía a Conservación; por tanto, quedaba bajo responsabilidad directa de Paul Benoit. Era evidente que De Baas se sentía un poco nervioso sabiendo que tenía al jefe a sus espaldas.
Con expresión beatífica, Benoit depositó la taza en el platillo, se relamió los labios y miró a Bosch. Las luces de las paredes enrojecían sus pupilas; su calva era un casquete de púrpura cardenalicia y los pies y la mitad inferior del pantalón lanzaban ascuas violetas.
– Por eso mismo, sucesos como el de Desfloración sientan tan mal, Lothar, porque los cuadros adolescentes son muy valiosos. Pese a todo, hemos logrado congelar la noticia en Amsterdam. Sólo la conocen en las alturas. Stein no ha querido hacer comentarios y Hoffmann apenas podía creérselo. No le han dicho nada al Maestro, claro. «Rembrandt» se inaugura el 15 de julio y algunos de los lienzos todavía están en período de tensado o imprimación. El Maestro, ahora, es intocable. Pero se comenta que rodarán cabezas. No la tuya ni la de April, pero…
– Nadie tuvo la culpa, Paul -dijo Bosch-. Simplemente, nos la han jugado. Sea Óscar Díaz o no, lo cierto es que su plan era bueno y nos la ha jugado, eso es todo.
– La cuestión es -puntualizó Benoit, tendiendo la taza para que la Mesilla se la rellenara- que deberíamos atraparlo nosotros. Necesitamos interrogarlo a fondo, y la policía no sabría sacarle toda la información. Comprendes, ¿no?
– Lo comprendo perfectamente, y estamos en ello. Hemos registrado su apartamento en Nueva York y su habitación en el hotel aquí en Viena, pero no hemos encontrado nada fuera de lo común. Sabemos que es aficionado a la fotografía y al campo y que vive solo. Estamos intentando localizar a su hermana y a su madre en México, pero no creo que nos digan nada de interés.
– Me parece haber oído que tenía una novia en Nueva York…
– Una amiguita llamada Briseida Canchares, colombiana, licenciada en arte. La policía no lo sabe, y hemos preferido no informarles y buscarla por nuestra cuenta. Briseida se encontró con Óscar en Amsterdam hace un mes. Varios compañeros de Óscar los vieron juntos. Ella estaba becada por la Universidad de Leiden para realizar un trabajo sobre pintores clásicos y residía temporalmente en esa ciudad desde principios de año, pero también ha desaparecido…
– Es una coincidencia notable.
– Desde luego. Thea habló ayer con sus amigos de Leiden. Al parecer, Briseida se ha marchado a París acompañada de otro amigo. Hemos enviado allí a Thea para verificarlo. Esperamos sus noticias de un momento a otro. -Bosch se preguntaba si Benoit se ofendería cuando comprobara que no iba a beber más de aquel mejunje. Ocultó la taza con la mano izquierda.
– Hay que encontrarla y hacer que hable, Lothar. Empleando cualquier medio. Te das cuenta de la situación, ¿verdad?
– Me doy cuenta, Paul.
– Desfloración iba para Sothebys en otoño. La puja habría sido noticia hasta en los canales de deportes. Titulares como «menor de edad desnuda subastada», «la adolescente más valiosa de la historia…». En fin, esa clase de tonterías que contagian las primeras páginas de los periódicos… Pero en este caso las tonterías habrían sido ciertas. Desfloración era el cuadro más valioso de «Flores» y aún no tiene sustituía. Las ofertas que estábamos recibiendo superaban ampliamente las que en su día se hicieron por Púrpura, Caléndula y Tulipán. De hecho, la puja ya había comenzado. Sabes que nos gusta jugar a dos bandas.
Bosch asintió mientras fingía beber otro sorbo de té. En realidad, se humedecía los labios.
– Te asombraría saber lo que algunos estaban dispuestos a pagar por el mantenimiento mensual de esa obra -prosiguió Benoit-. Por otra parte, yo sabía cómo apretarles las clavijas a los más interesados. Desfloración se encontraba triste últimamente, Willy pensaba que podía estar iniciando una depresión, y a mí se me ocurrió aprovechar esa circunstancia en nuestro beneficio. -Los ojos de Benoit relampaguearon de orgullo-. Difundiríamos la noticia de que los costes de una posible sicoterapia encarecerían el alquiler del cuadro. Y no podíamos olvidar que la obra tenía catorce años y necesitaba salir, viajar, distraerse, comprarse cosas… En fin, que su futuro comprador tendría que mantenerla por todo lo alto si no deseaba desembolsar el triple por una restauración. Stein me dijo que era una jugada maestra. -Hizo una pausa y arrugó los labios al tiempo que entornaba los ojos en un gesto característico. Bosch sabía que estaba escuchando alucinaciones de elogio. «Le encanta recordar sus éxitos», pensó-. En dos años nos hubieran vuelto a pagar el precio del cuadro sólo en alquiler. Entonces negociaríamos la sustitución, si el Maestro aceptaba. El lienzo ya no sería tan joven y lo dejaríamos fuera, pero vendría otro. El alquiler bajaría un poco, cierto, pero habríamos aprovechado la dificultad de sustituirla para sacar otra buena tajada. Desfloración hubiera pasado a la historia como uno de los cuadros más caros del mundo. Y ahora…
Los monitores de televisión emitieron un zumbido y se iluminaron de gris. La sesión de Apoyo iba a comenzar. De Baas y sus ayudantes estaban preparados para escuchar las quejas de las obras con problemas. Benoit no pareció percibirlo: arrugaba de nuevo los labios, pero su expresión ya no era triunfal.
– Y ahora, todo se ha jodido -concluyó.
Uno de los ayudantes de De Baas se volvió para llamar a la Mesilla con un gesto. De nada le hubiera servido gritarle, porque la Mesilla llevaba cobertores auditivos. Los cobertores eran necesarios cuando se quería hablar en privado delante de un adorno. La Mesilla se puso en pie con delicado equilibrio, caminó descalza por el suelo violeta transportando la tetera y las tazas, se situó junto a De Baas y empezó a servir té. Quién sería Maggie, se preguntó Bosch de repente; de qué remoto lugar del mundo habría venido y con qué remotas esperanzas; qué hacía desnuda por completo en aquella habitación, con la cabeza rapada, auriculares en las orejas, la piel pintada de color malva con arabescos negros y una tabla unida a su cintura por una argolla. Estaba condenado a no saber las respuestas, porque los adornos no hablaban con nadie y nadie les preguntaba nunca nada.
– Me gustaría saber, Lothar -dijo Benoit de repente-, si puede tener sentido algún tipo de… de hipótesis de «montaje». -Dibujó la palabra en el aire con un gesto de la mano derecha-. ¿Me explico?
– Te refieres a…
– A que todo sea un… Me da escalofríos incluso decirlo… Un «teatro».
– Teatro -repitió Bosch.
En ese instante apareció en los monitores el rostro de Jacinto moteado, la primera flor que había solicitado una cita con Apoyo. Acababa de ducharse y desprenderse la pintura. Su cráneo liso y su piel imprimada, sin cejas ni pestañas, se estampaban sobre fondo negro. Los ojos eran incoloros como vidrios redondos. Podía advertirse la cinta de la que colgaba la etiqueta del cuello.
– Buona sera, Pietro -dijo De Baas en tono cordial, hablando por el micrófono-. ¿En qué podemos ayudarte?
– Hola, señor De Baas. -La voz del lienzo italiano llenó los amplificadores-. Lo de siempre. La dioxacina me produce picores. No entiendo por qué el señor Hoffmann insiste en usarla para el añil de mis brazos…
Benoit apenas dedicó un segundo de atención al diálogo entre De Baas y el lienzo. En seguida siguió hablando.
– Sí, teatro. Me explicaré. A primera vista, Óscar Díaz es un sico-lo-que-sea, ¿no? Ha custodiado el cuadro varias veces y, mientras lo hacía, disfrutaba pensando cómo iba a destrozarlo. Lo planea muy bien y decide dar el golpe el miércoles por la noche. Conduce la furgoneta, pero, en vez de dirigirse al hotel, se marcha al bosque. Ya lo tiene todo preparado. Obliga al cuadro a leer un texto absurdo mientras graba su voz, luego lo corta y realiza sus rituales de loco, sean los que fueren. Éste es el planteamiento, ¿no?
– A grandes rasgos, así es.
– Bien, pues ahora imagínate que sea un montaje. Imagínate que Díaz no esté más loco que tú y que yo, y que las grabaciones y la parafernalia sádica sean un teatro para despistarnos y hacernos pensar en una especie de asesino en serie, cuando, en realidad, el sector de la competencia le ha pagado para que destroce el cuadro justo antes de la subasta. -Hizo una pausa y enarcó una ceja-. Tú has sido policía, Lothar. ¿Qué te parece esta idea?
«Ridícula», pensó Bosch. Por fortuna, no necesitaba ocultar su cerebro con la mano izquierda, como hacía con la taza, para impedir que Benoit supiera lo que pensaba.
– Me cuesta trabajo aceptarla -dijo.
– ¿Por?
– Sencillamente, no puedo creer que alguien haya podido hacerle eso a una niña como Annek sólo para jodernos una venta de millones de dólares, Paul. Tú tienes más experiencia en este terreno, pero… Piensa por un momento: si querían destruir el cuadro, por qué no hacerlo de mil maneras más rápidas… Incluso si pretendían imitar un acto de sadismo, como tú dices, había otros métodos… Era una niña de catorce años, por Dios. La cortaron con… con una especie de sierra eléctrica…, y estaba viva mientras…
– No era una niña de catorce años, Lothar -precisó Benoit-. Era un cuadro valorado en más de cincuenta millones de dólares de precio inicial.
– De acuerdo, pero…
– O lo ves de esta forma, o te equivocarás por completo.
Bosch asintió dócilmente. Durante un instante sólo se escuchó el diálogo entre De Baas y Jacinto moteado.
– La dioxacina ayuda a elaborar un violeta azulado más profundo, Pietro.
– Siempre me dice lo mismo, señor De Baas… Pero no es a usted a quien le pican los brazos.
– Pietro, por favor, no te enfades. Estamos tratando de ayudarte. Te diré lo que vamos a hacer. Hablaremos con el señor Hoffmann. Si él nos asegura que la dioxacina es imprescindible, buscaremos alguna forma de anestesiar tus brazos… Sólo tus brazos, ¿qué te parece…? Puede hacerse…
– Cincuenta millones de dólares es mucho dinero -dijo Benoit.
De repente la fingida calma de Bosch se quebró. Dejó de mover la cabeza en sentido afirmativo y clavó los ojos en Benoit.
– Sí, es mucho dinero. Pero señálame con el dedo a la persona capaz de hacerle eso a una niña de catorce años para intentar estropearnos una subasta millonaria. Señálame a esa persona y dime: «Es ésta». Y déjame que la mire a los ojos y compruebe que en ellos no hay otra cosa que dinero, obras de arte y subastas. Sólo entonces te daré la razón.
Ruido de porcelanas. Uno de los ayudantes de De Baas depositaba las tazas, ya vacías, sobre la Mesilla, que aguardaba arrodillada.
– Desde luego, no fue san Francisco de Asís quien destrozó el cuadro, si eso es lo que quieres decir…
– Fue un sádico hijo de puta. -Las mejillas de Bosch estaban teñidas de un color que las luces de la habitación transformaban en morado-. Tengo ganas de atraparlo, créeme.
Hubo una pausa. «Enfadarte con Benoit no te servirá de nada -se dijo Bosch-. Cálmate de una vez.» Se dedicó a mirar hacia los monitores intentando relajarse. El cuadro asentía mientras escuchaba los consejos de De Baas. Bosch recordó que Jacinto moteado se exhibía con la pantorrilla derecha alzada por encima del hombro y la cabeza apoyada en la planta del pie. No podía imaginarse a sí mismo doblado en aquella postura ni durante una fracción de segundo, pero Jacinto la soportaba seis horas al día.
Se dio cuenta de que Benoit también miraba las pantallas.
– Dios, cuánto nos cuesta conservar estas obras. A veces yo también sueño que las destrozo.
Aquella frase, en labios del jefe de Conservación, sorprendió a Lothar Bosch. Benoit solía usar un lenguaje violento cuando no había lienzos o adornos lujosos que pudieran oírlo (la Mesilla llevaba cobertores), pero aparentaba carecer de puntos débiles. Al menos, nunca los manifestaba en público. Ofrecía el falso aspecto de un jubilado ingenuo en quien podías confiar. Su cabeza completamente calva y carnosa era como una pelotita antiestrés: la mirabas y te parecía que podías exprimirla un poco para relajarte. En realidad, era él quien exprimía la tuya sin que te dieras cuenta. Bosch sabía que había ejercido como sicólogo clínico privado en un barrio noble de París antes de incorporarse a la Fundación, y su antiguo oficio le servía de mucho con los lienzos. De hecho, un éxito terapéutico muy especial provocó que el doctor Benoit cambiara de trabajo con rapidez. Valerie Roseau, una joven lienzo francesa con la que Van Tysch había pintado su obra maestra de primera etapa La pirámide, se negó un día a seguir exhibiéndose en el Stedelijk. Esto desencadenó una crisis en la que estaban en juego varios millones de dólares. Valerie llevaba años en tratamiento sicológico debido a una neurosis. Los especialistas sabían que ahí radicaba la causa de su negativa a exhibirse y se esforzaban en curarla. Benoit optó por otra estrategia: en vez de intentar curar la neurosis de Valerie, la convenció de que continuara en el museo. Stein se apresuró a ofrecerle el puesto de jefe de Conservación.
A los cuadros les encantaba hablar con Benoit, sobre todo a los más jóvenes. Le contaban sus angustias a aquel abuelito calvo con acento francés y decidían continuar en la brecha. Por supuesto, se trataba de un truco magistral. En realidad, Benoit era un individuo peligroso; más peligroso, a su modo, que la señorita Wood. Bosch pensaba que era el más peligroso de todos.
Dejando aparte a Stein y al Maestro, claro.
– Son ricos y jóvenes -decía Benoit con desprecio mientras miraba las pantallas-. ¿Qué más quieren, Lothar? Me cuesta trabajo comprenderlos. Tienen ropa, joyas, adornos y juguetes humanos, coches, drogas, amantes… Mencionan el lugar del mundo donde desean vivir, y allí les compramos un palacio. ¿Qué más quieren?
– Quizás otra clase de vida. También ellos son humanos.
Un friso de arrugas coronó la frente de Benoit. Así permaneció durante varios segundos mientras Bosch sonreía resignado, pero desafiante.
– Por favor, Lothar, no me digas estas cosas mientras bebo mi sucedáneo de té. Mi úlcera está peor últimamente. Lo que Van Tysch les ha otorgado es superior a ellos mismos y a sus miserables vidas. Les ha otorgado la eternidad. ¿Es que no se dan cuenta? Son obras increíblemente hermosas, las más hermosas que ningún pintor haya creado jamás, pero no les basta: se quejan de dolor de espalda, picores en el culo y depresión. Por favor, Lothar, por favor.
– Sólo quise decir…
– No, no, Lothar, no me jodas. -Benoit alzó la mano. Era como si rechazara una comida repugnante-. La belleza requiere cierto sacrificio. Tú no sabes lo que nos cuesta mantener a esas delicadas florecillas. No me jodas. Dejemos el tema.
Con un gesto de cólera tendió la taza en el aire. La Mesilla se acercó velozmente, arqueó la espalda proyectando el vientre y colocó la tabla bajo la taza. Necesitó flexionar las rodillas casi hasta sentarse en los talones, porque Benoit apenas había levantado el brazo. Su sexo depilado y pintado de malva quedó a la vista de Bosch.
– ¿Quieres más tú también, Lothar? -preguntó Benoit mientras le indicaba al adorno que le sirviera sólo hasta la mitad.
– No, no, muchas gracias. -Bosch aprovechó la ocasión para abandonar su taza casi llena en la Mesilla.
– ¿Te ha gustado?
– Delicioso.
– ¿Verdad que sí? Lo encargo personalmente a una empresa de París. Tienen sucedáneos de casi todo lo que puedas imaginarte, incluso sucedáneos de sucedáneos.
Hubo una pausa. En las pantallas apareció Púrpura mágica.
– ¿Te quedarás mucho tiempo en Viena, Paul? -preguntó Bosch al cabo del rato.
La pregunta cogió a Benoit en mitad de un sorbo. Lo bebió con avidez mientras movía la cabeza.
– Lo indispensable. Quiero asegurarme que se restringirá todo lo posible la información sobre el caso. Lo cual está resultando bastante difícil, por cierto. Sin ir más lejos, ayer mantuve una agradable conversación telefónica con un mandamás del Ministerio del Interior austríaco. Esta gente te hierve la sangre. Me presionaba para que la noticia se hiciera pública. Dios mío, ¿qué ocurre en este maldito país desde que en el siglo pasado asomara la cabeza un partido neonazi? Tratan todos los asuntos como si fueran de cristal, los cogen con alfileres… Siempre están pensando en cubrirse las espaldas… ¡Llegó a acusarme de poner en peligro a la población de Viena…! Le dije: «Lo único que se encuentra en peligro hasta el momento, que yo sepa, son nuestros cuadros». ¡Imbécil! -Tras una pausa, agregó-: Bueno, esto último no se lo dije.
Bosch soltó una risa completamente silenciosa, sólo los gestos y la boca entreabierta.
– Paul, necesitas inyecciones intravenosas de sucedáneo de té.
– No me gustan los austríacos. Son demasiado retorcidos. Ese timador de Sigmund Freud era austríaco. Te juro que…
Se escuchó un ruido en la puerta y penetró en tromba la escueta figura de April Wood.
– ¿Te ha llamado el policía con el que charlamos ayer? -preguntó directamente a Bosch.
– ¿Félix Braun? No. ¿Por qué?
– He dejado un mensaje en su contestador exigiéndole que nos llame de inmediato. Sus hombres encontraron la furgoneta esta madrugada, pero no nos dijeron nada. Me he enterado gracias a nuestros pajaritos. Ah, hola, Paul. Qué bien que hayas venido. Podremos reírnos todos juntos.
– ¿La furgoneta? -dijo Benoit-. ¿Y Díaz?
– Ni rastro.
Ambos hombres recibieron la noticia con gestos de preocupación. Durante un momento sólo se escuchó el diálogo que De Baas mantenía con la flor púrpura. Un agente acercó una silla. Wood dejó caer en ella su mínima anatomía y cruzó las piernas revelando unos pantalones de jinete y unas botas de cuero de punta afilada. Su delgado cuello asomaba tres palmos por encima de los hombros envuelto en un pañuelo de seda púrpura. La tarjeta roja de la solapa hacía juego con el pañuelo. Parecía un muchachito guapo, un afeminado hijo de papá al que acabaran de expulsar por tercera o cuarta vez de la universidad. Su presencia tenía algo que provocaba desazón: no estaba en su postura al sentarse, ni en el rictus de sus labios, ni en su manera de mirar (aunque a Bosch le gustaba más su perfil que sus ojos directos), ni en su vestimenta llamativa. Por separado, todos los elementos de los que Wood se componía resultaban atractivos: era el conjunto lo que los tornaba desagradables.
– ¿Quieres un poco de sucedáneo de té? -ofreció Benoit señalando la Mesilla.
– No, gracias, Paul. Tómatelo tú, te va a hacer falta. Porque ahora viene lo más gracioso.
Bosch y Benoit la miraron.
– La furgoneta se encontraba a cuarenta kilómetros al norte de la zona en que hallaron el cuadro, oculta entre los árboles. El localizador estaba desactivado, como suponíamos. En la parte trasera había un plástico ensangrentado. Quizá lo usó para envolver la obra después de hacerla trizas y poder así arrastrarla por la hierba sin mancharse. Y en la vereda había huellas de otros neumáticos, al parecer un turismo. Tenía otro coche esperándolo ahí, claro. El señor Don Listo lo ha planeado todo muy bien.
– Me duele, señor De Baas. Digamos que me duele. Puedo soportarlo, pero me duele.
Era la voz de Orquídea imaginaria. Se hallaba en el gimnasio para lienzos del Museumsquartier adoptando una posición clásica de tensión: de pie, doblada sobre sí misma, con las manos en las pantorrillas y la cabeza entre las corvas. Para filmar su rostro, la cámara tenía que situarse a su espalda casi a ras del suelo. Por supuesto, la cara de Orquídea aparecía al revés en la pantalla.
– Pero ¿te duele sólo cuando adoptas la postura, Shirley? -preguntó De Baas.
Benoit no miraba hacia los monitores sino a Wood. Parecía repentinamente irritado.
– April, ¿dónde se ha metido Díaz, por el amor de Dios? Ese tipo es un simple empleado de custodia. ¡No puede haber montado un plan de ese calibre! ¿Dónde está Óscar Díaz?
– Haz girar un globo terráqueo y pon un dedo, Paul. A lo mejor aciertas.
– No me sientan bien las bromas últimamente, te lo advierto.
– No es una broma. Desde que destrozó el cuadro hasta que comenzamos a buscarlo pasaron varias horas. Si tenemos en cuenta que disponía de otro coche y si añadimos documentación falsa, puede estar en cualquier sitio del planeta.
– Ay, ahora mismo el dolor es… uf…
– No lo aguantes, Shirley. No trates de aguantarlo, porque no vamos a poder saber cuánto te duele… Estoy notando el esfuerzo que haces… Déjate llevar. Expresa el dolor que sientes…
– Tenemos que encontrar a esa colombiana -murmuró Benoit entre dientes.
– Eso parece más factible -dijo la señorita Wood-. Thea acaba de llamarme desde París. Nuestra querida Briseida Canchares está en casa de Roger Levin, el hijo mayor de Gastón.
– ¿El marchante? -Benoit se pasó una mano por el rostro-. Todo se complica cada vez más…
– Tengo que su-su-superarlo, se-se-señor De Ba-a-a-aas… So-so-soy un cuadro, se-se-seño-o-o-or De Ba-a-a-aaaaaas…
– No, no, no, Shirley. Eso es un error. No puedes superar tu dolor. Quiero que lo expreses… Vamos, Shirley, no lo aguantes más: grita si es preciso…
– Roger y la chica asisten esta noche a una de esas fiestas sorpresa que organizan los Roquentin para atraer clientes y comerciar con cuadros ilegales. Pero la sorpresa se la van a llevar cuando regresen a casa. -Wood miró su reloj-. Thea me llamará de un momento a otro.
– Grita, Shirley. Todo lo fuerte que puedas. Quiero oír cuánto te duele la espalda…
– N-n-n-n-n… N-n-n-n-n-n-n-nnnnnnn…
Bosch observaba los monitores. Un llanto seco arrugaba la frente del lienzo (estaba imprimada y carecía de lágrimas). Sus rodillas, al lado de la cara, temblaban. Benoit y Wood eran las únicas personas de la habitación que no prestaban atención a lo que ocurría en las pantallas. La Mesilla tampoco miraba, pero la Mesilla era un adorno.
– April: asústala lo suficiente -indicó Benoit-. A ella y al imbécil del hijo de Levin, si es preciso.
Wood asintió.
– Tenemos previsto asustarlos tanto que se harán pipí encima, Paul.
– ¿Romberg está en Viena?
– Romberg está en Checoslovaquia por el asunto de las copias falsas. La semana pasada localizamos un boceto espurio de una de las figuras de Pareja y le quitamos las ganas de seguir participando en falsificaciones. No creo que nos denuncie, pero el asunto es delicado.
– ¿No lo ves, Shirley? ¡Te duele demasiado! Voy a contar hasta tres. Entonces lanzarás un grito, ¿de acuerdo…?
– April, deja las copias falsas por el momento. Este tema es prioritario.
– ¿Desde cuándo eres también el director de Seguridad, Paul?
– No es eso, April, no es eso…
– ¡Con todas tus fuerzas…! Un verdadero aullido, Shirley…
– La policía austríaca está buscando a Díaz hasta debajo de la alfombra del ministro del Interior -dijo Wood-. No creo que sea necesario invertir más hombres y dinero en un trabajo que ellos pueden hacer por nosotros. El hecho de que los perros nos traigan la presa no quiere decir que los cazadores sean ellos, Paul.
– Dos…
– De acuerdo, hagámoslo a tu modo, April. Sólo quiero…
– ¡Tres!
– ¡¡Aaaaaaaaa AAAAAAHHHH…!!
Era extraño y fascinante ver un rostro gritando cabeza abajo: en la cúspide, bajo una frente piramidal y minúscula, un enorme ojo ciego con un tentáculo rosa; en la base, dos brechas apretadas entre arrugas. Salvo la Mesilla, todo el mundo se llevó las manos a los oídos.
– ¡Mierda, Willy! -exclamó Benoit-. ¿No puedes ponerle un bozal a esa imbécil? ¡Así es imposible hablar!
Willy de Baas se apartó del micrófono y desconectó el sonido de los altavoces.
– Lo siento, Paul. Es Shirley Carloni. En abril se tronchó y la operamos, ¿recuerdas? Pero no quedó bien.
Bosch recordó que aquella expresión -«troncharse»- se había hecho popular entre los miembros del equipo de Conservación de «Flores». Servía para designar el problema más grave que podían sufrir las obras: las lesiones de columna.
– Retírala una semana, suspende los flexibilizadores, aumenta los analgésicos y llama a los cirujanos -dijo Benoit.
– Es lo que pensaba hacer.
– Pues hazlo, y baja el volumen de tu magnífico altavoz, por favor… ¿Qué iba diciendo…? April: no quiero supervisar tu trabajo, no te confundas. Sabes hasta qué punto confiamos en ti. Pero este problema es… digamos… un tanto especial. Ese cabrón no ha destruido a una adolescente, sino a un patrimonio de la humanidad.
– Me hago cargo, Paul -dijo Wood con una sonrisa.
– Te haces cargo, muy bien, yo también me hago cargo. Todos nos hacemos cargo en esta artística empresa, April. Podemos decirle eso a las compañías de seguros, si quieres: «Nos hacemos cargo». También podemos decírselo a nuestros inversores y clientes particulares: «No se preocupen, nos hacemos cargo». Después les organizamos una cena en un salón decorado con diez desnudos de Rayback y cincuenta bellos adornos haciendo de mesas, floreros y sillas al estilo Stein, los dejamos boquiabiertos y les pedimos más dinero. Pero ellos nos dirán, y con razón: «Vuestros decorados son sublimes, pero si un agente de vuestro equipo de vigilancia puede destruir una obra valiosa impunemente, ¿quién querrá asegurar más obras en el futuro? ¿Y quién pagará por poseerlas?».
Benoit gesticulaba sosteniendo la taza vacía. La Mesilla llevaba cierto tiempo esperando a que depositara la taza sobre la tabla, pero Benoit, distraído, no se daba cuenta. El adorno no decía ni hacía nada: sólo aguardaba sentada sobre sus talones, concentrada en el equilibrio. Su vientre, al respirar, hacía oscilar la tetera. Observando la escena, a Bosch le entraron unas insólitas ganas de reír.
– Esta empresa está montada sobre la belleza -decía Benoit-, pero la belleza no es nada sin el poder. Imagínate a todos los esclavos muertos y al faraón teniendo que transportar él solo los pedruscos…
– Se troncharía -dijo Bosch con buen humor.
– El arte no es otra cosa que poder -sentenció Benoit-. Se ha abierto una brecha en la fortaleza, April, y tú eres la encargada de cerrarla.
Por fin pareció percatarse de la taza y, con un rápido ademán, la depositó sobre la Mesilla, que se incorporó con agilidad.
En ese instante, el color de la habitación, como la llegada de una nube de tormenta, se deslizó por el espectro hacia un púrpura más profundo.
– Quiero saber qué le sucede a Annek -se escuchó en inglés de Harlem.
Todos se volvieron hacia las pantallas sabiendo que era Sally antes de verla. Se apoyaba en uno de los plintos del gimnasio para lienzos y la cámara la filmaba hasta la mitad de los muslos. Vestía camiseta y pantalones cortos. Los pantalones se le hundían en las ingles. Se había desprendido la pintura con disolventes, pero aun así su piel de ébano seguía mostrando destellos en púrpura oscuro. La etiqueta del cuello era una excepción amarilla atrapada entre los pechos.
– No me creo lo de la gripe… La única causa de retirada de un cuadro en esta puta colección es troncharse, y si papá Willy me está oyendo, que se atreva a negarlo…
Willy de Baas había desconectado los micrófonos y hablaba apresuradamente con Benoit.
– Les hemos contado a los cuadros que Annek tiene gripe, Paul.
– Joder -masculló Benoit.
Sally no dejaba de sonreír mientras hablaba. De hecho, parecía feliz. Bosch supuso que estaría drogada.
– Mira mi piel, papá Willy: mira mis brazos, y aquí, en el vientre… Si apagas las luces, me podrás ver todavía. Mi piel es una frambuesa pasada de fecha. Me la miro y me dan ganas de comer ciruelas. Llevo así desde el año pasado y no me han retirado ni una sola vez. O te tronchas, o te exhibes, no hay gripe que valga. Pero ni Annek ni yo podemos troncharnos, ¿no es verdad…? Nuestras posturas con la espalda erguida son más cómodas que las de la mayoría. Eso es una suerte, lo dicen todos. ¡Menuda suerte!, dicen… Yo digo: según se mire… A los demás cuadros los sacan en camilla cuando termina la jornada, es verdad… A nosotras, en cambio, nos envidian porque podemos caminar sin dolor de espalda y no necesitamos implantes de flexibilizadores que hacen que te puedas pegar en la espinilla con el pie del mismo lado, ¿no, papá Willy…? Pero eso también nos margina, ya que no pertenecemos al grupo de tronchados oficiales… De modo que no me engañéis. ¿Qué tiene Annek? ¿Por qué la habéis retirado?
– Joder -volvió a decir Benoit.
– Puede armar una buena -dijo De Baas con el cuello torcido hacia Benoit.
– Va a armar una buena -precisó uno de sus ayudantes.
– ¿Qué ocurre, papá Willy…? ¿Por qué no respondes…?
Benoit soltó una maldición, indignado, y se puso en pie.
– Déjame que intervenga yo, Willy. ¿Por qué le dijiste esa estupidez de la gripe?
– ¿Qué íbamos a decirle?
– ¿Papá Willy? ¿Estás ahí…?
Benoit se acercaba con pasitos rápidos a De Baas al tiempo que seguía hablando.
– Es un cuadro de treinta millones de dólares, Willy. Treinta kilos y un mantenimiento mensual que prefiero callarme… -Cogió el micrófono que le tendía De Baas-. Y se ha vuelto insustituible: el propietario la quiere a ella. Hay que actuar con delicadeza…
Repentinamente, la voz de Benoit se hizo maravillosa.
– ¿Sally? Soy Paul Benoit.
– Guau. -Sally sacó los pulgares del pantalón y colocó ambas manos en la cintura-. El abuelito Paul en persona… Cuánto honor, abuelito Paul… El abuelito Paul es el que siempre se pone al teléfono cuando se trata de rectificar, ¿no es verdad…?
«Está drogada, seguro», pensaba Bosch. Sally arrastraba las frases y dejaba los abultados labios entreabiertos durante las pausas. A Bosch le parecía uno de los lienzos más bellos de toda la colección.
– En efecto -dijo Benoit en tono simpático-. En esta casa funcionamos así: a Willy le pagan menos que a mí, y por lo tanto dice más tonterías. Pero ahora ha sido pura casualidad. Estoy de paso por Viena, y me ha apetecido venir a veros.
– Pues no entres en el gimnasio, abuelito, es un consejo. Algunas flores se han vuelto carnívoras. Dicen que cuidas mejor a los perros que tienes en Normandía que a nosotras.
– No te creo, no te creo. Eres muy mala, Sally.
– ¿Qué le ha pasado a Annek, abuelito? Dime la verdad, para variar.
– Annek está bien -contestó Benoit-. Lo que ocurre es que el Maestro ha decidido retirarla unas cuantas semanas para perfilar algunos detalles.
La excusa era absurda, pero Bosch sabía que Benoit tenía mucha experiencia engañando a los cuadros.
– ¿Para perfilar…? ¡No jodas, abuelito! ¿Crees que soy idiota…? El Maestro la terminó hace dos años… Si la ha retirado será porque quiere sustituirla…
– No te enfades, Sally, es lo que me han contado a mí. Y a mí suelen contarme la verdad. No va a haber ninguna sustituía para Desfloración hasta dentro de dos años. El Maestro se la ha llevado a Edenburg para corregir algunos detalles del color del cuerpo, eso es todo. En teoría, puede hacerlo: Desfloración aún no ha sido vendida.
– ¿Es verdad lo que me estás diciendo, abuelito?
– A ti no podría mentirte, Sally. ¿Acaso Hoffmann no hace lo mismo contigo? ¿No te retoca el púrpura cada dos por tres?
– Es cierto.
– Se lo está tragando… -susurró uno de los ayudantes, admirado-. ¡Se lo está tragando! -De Baas siseó para hacerle callar.
– ¿Por qué no nos habéis dicho la verdad desde el principio, abuelito? ¿A qué ha venido eso de la «gripe»…?
– ¿Y qué íbamos a decir? ¿Que uno de los cuadros más valiosos de Bruno van Tysch aún no está terminado? No hace falta que te diga, Sally, que esto debe quedar entre tú y yo, ¿de acuerdo?
– Guardaré el secreto. -Sally se detuvo un instante y algo en su expresión cambió. De repente, Bosch dejó de pensar en obras de arte y contempló en la pantalla a una joven solitaria y temerosa-. En fin, supongo que ya no veré a esa pobre niña durante una buena temporada… Me da un poco de lástima, abuelito. Annek es una criatura, no tiene a nadie… Creo que le he cogido cariño porque yo también me siento sola… ¿Sabes que la había invitado a pasear este lunes por el Prater…? Pensé que eso podría ayudarla…
– Y la ayudaste, Sally, estoy seguro. Ahora, Annek se siente mejor.
«Cinismo tres veces al día después de las comidas», pensó Bosch.
– ¿Cuándo regreso a casa del señor P?
Bosch recordó que Tulipán púrpura había sido adquirida hacía casi quince años por un individuo llamado Perlman. Se trataba de uno de los clientes más apreciados por la Fundación. Sally era la décima sustituta del cuadro. Todas sus predecesoras y ella llamaban a Perlman «el señor P». Últimamente, el señor P parecía haberse encaprichado con Sally y exigía que no la sustituyeran a finales de año. Como pagaba un mantenimiento astronómico por la obra, sus deseos eran órdenes. Además, Perlman había cedido amablemente su Tulipán para aquella gira europea, de modo que era preciso devolverle el favor.
– El más indicado para informarte acerca de ese aspecto es Willy. Te paso con él. Y ánimo.
– Gracias, abuelito.
Mientras De Baas proseguía con la conversación, Benoit pareció despojarse de una máscara a la fría luz violeta de las paredes. Extrajo un pañuelo de la chaqueta y se secó el sudor al tiempo que daba rienda suelta a sus nervios.
– Estoy harto de estos puñeteros cuadros, pueden creerme… Niñatas y niñatos de mierda, elevados a la categoría de obras de arte… -Y deformó la voz, imitando el acento de Sally-: «Yo también me siento sola…». ¡La han sacado de un barrio de negros, cobra más en un mes que todo lo que yo ganaba en un año cuando tenía su edad y todavía dice que se siente «sola…»! ¡Estúpida!
Una única risilla de mosquito satisfecho celebró sus palabras: era la señorita Wood. Ninguna broma en ningún idioma lograba eso con Wood, pero Bosch la había visto más de una vez reírse así cuando alguien manifestaba su amargura.
– Ha estado soberbio, jefe -dijo un ayudante elevando el pulgar hacia Benoit.
– Gracias. Y no volváis con más excusas sobre gripes, por favor. Hay que ser muy delicado con estos lienzos para mantenerlos en buenas condiciones, muy sutiles. Están drogados, pero son listos. Si los sustituyéramos antes, ahorraríamos en mantenimiento. Desde luego, prefiero mantener los «Monstruos». -Hizo una pausa y resopló-. De un tiempo a esta parte, el arte se ha vuelto una locura…
– Por suerte tenemos al «abuelito Paul» para restaurar todos los cuadros -dijo Wood.
Benoit fingió no haberla oído. Se dirigió a la puerta, pero se detuvo a medio camino.
– Debo irme. Me crean o no, esta madrugada tengo un concierto privado en el Hofburg. Reunión de alto nivel. Estaremos cuatro políticos austríacos y yo. Un contratenor de dieciocho años cantará La bella molinera. Si al menos pudiera librarme de ese concierto, sería feliz. -Y agitó un índice en el aire-. Por favor, April: resultados.
Siguió agitando el dedo un rato sin añadir nada más. Después salió.
El teléfono móvil de la señorita Wood comenzó a repicar.
– Ya tenemos a la colombiana -le dijo a Bosch cuando colgó.
Ambos salieron apresuradamente de la habitación color violeta.
Color carne. Veía una figura en color carne repartida por los cinco espejos mientras realizaba sus ejercicios de lienzo sobre el tatami. Eran ejercicios extraños, característicos de un cuadro profesional: se arqueaba, rodaba sobre sí misma, se erguía inmóvil de puntillas. Luego se duchó, consumió un desayuno vegetariano, se pintó cejas, pestañas y labios y eligió un traje de algodón con cremallera, cinturón de hebilla y pantalones, todo en color crudo. El crudo y el beige claro le sentaban muy bien a su desnudez pálida y a su pelo rubio casi platino. Entonces marcó el número de teléfono de Gertrude, la galerista de GS, y dejó un mensaje en su contestador. Le resultaba imposible, le dijo, ir a exhibirse ese día debido a un compromiso urgente. Ya volvería a llamarla. Sabía que la alemana pondría el grito en el cielo, pero no le importaba lo más mínimo. Cogió el bolso y las llaves del coche y se marchó.
Encontró el sitio fácilmente. La plaza Desiderio Gaos estaba en Mar de Cristal y era un ruedo vacío sitiado de edificios nuevos y simétricos en ladrillos color rosa. El único lugar sin número correspondía con un bloque de oficinas de ocho plantas. No había letreros de ninguna clase en las puertas de metacrilato de la entrada. Llamó al timbre y recibió un zumbido como respuesta. Empujó una de las hojas de la puerta y se introdujo en un vestíbulo espacioso y aséptico con olor a piel de tapicería. Aquí y allá, mesas con folletos y tresillos carnosos. Las paredes estaban desnudas y tersas como ella misma bajo el vestido. El suelo parecía resbaladizo. No había nadie. O sí. En el centro se erguía un mostrador de recepción, y en el centro de éste, una cabeza. Clara fue acercándose hacia aquella cabeza. Era una mujer joven. Tenía un peinado llamativo pero lo más curioso era la pinza con la que coronaba sus cabellos: una pequeña mano de plástico abierta en garra; por entre los dedos brotaban los mechones. Su maquillaje era cuantioso y los ojos estaban casi ocultos en beige.
– Buenos días.
– Buenos días. Me llamo Clara Reyes. Tengo cita con el señor Friedman.
– Sí.
La chica se levantó y salió del mostrador soltando una andanada de perfume y desvelando una pieza en crespón de China resplandeciente, zapatos de plataforma y una gargantilla de terciopelo. Clara pensó en la posibilidad de que fuera un adorno, pero no vio etiquetas en sus muñecas ni tobillos.
– Por aquí.
Penetraron en un breve corredor. El suelo estaba enmoquetado con delicadeza, por lo que los pasos dejaron de resonar y hubo un repentino hilo de silencio mientras avanzaban. Nueva puerta. Suaves golpecitos. Apertura. Un despacho de paredes en tono rosa-bebé-saludable. Orquídeas frescas en un rincón. El señor Friedman estaba de pie en medio de aquel mundo pacífico. Dos asientos blancos yacían a ambos lados del escritorio, uno de ellos sin respaldo, pero Friedman no le ofreció ninguno. Tampoco la saludó, ni sonrió, ni dijo ni hizo nada. El silencio era brutal como el de las malas noticias. Cuando la muchacha los dejó solos, Clara y Friedman se observaron mutuamente.
Era un tipo extraño. Vestía un traje pulcro de hilo de estambre, corbata de seda y camisa de cuello italiano, todo un tono más oscuro que el conjunto de Clara. Pero su fisonomía estaba mal dibujada: la mitad de la cara no se correspondía con la otra mitad. A Dios le había temblado el pulso el día en que encajó aquel semblante. Permanecía tan quieto y callado que Clara llegó a creer que se trataba de un retrato en cerublastina de Friedman, y que éste no iba a tardar en aparecer de repente por alguna puerta. Pero entonces se movió. Giró sobre sí mismo y, en un revuelo de paloma, cogió el papel y el bolígrafo que había sobre el escritorio y que su cuerpo había ocultado hasta ese instante. Pinzó el papel con dos dedos flacos y lo elevó a la altura del hombro.
– Empecemos por esto. Léalo detenidamente. Son seis cláusulas y viene a su nombre. Si está de acuerdo, firme. Si no, lárguese. Si tiene alguna duda, pregunte. ¿Ha comprendido?
– Perfectamente, gracias.
Estaban separados por tres metros de distancia, pero Friedman no hizo amago de acercarse. Siguió de pie junto al escritorio enarbolando el papel. Clara pensó en el entrenador de un delfín sosteniendo el pececillo frente a su mascota. Lanzó un suspiro, avanzó hacia Friedman y cogió el papel. Luego se apartó para leerlo.
Era una especie de contrato. El membrete traía un dibujo: una mano sobre un muslo, un pie sobre la mano, un codo sobre el pie, formando todo una estrella en beige claro. Lo reconoció de inmediato. Era el logotipo de F &W, uno de los mejores talleres de imprimación del mundo junto con Leonardo y Double I. Ella ignoraba que tuvieran sede en España, y a juzgar por el novísimo aspecto del edificio quizás acababan de instalarse.
Recibió un impacto de pura felicidad. Nunca la habían imprimado en F &W (ni en Leonardo, ni en Double I) porque costaba muy caro y la mayoría de los artistas que la habían pintado no habrían podido permitirse ese dispendio. Chalboux y Brentano sí, pero ellos poseían sus propias casas de imprimación. Vicky la había hecho imprimar una sola vez para la acción La reina blanca con la casa española Crisálida. Gamaio también había usado Crisálida. Los demás habían optado por pintarla sin imprimar. Sin embargo, la imprimación era fundamental cuando se pretendía crear una obra de gran calidad. El hecho de que el artista que la contrataba hubiese elegido F &W reafirmó aún más su convicción de que se trataba de alguien muy importante.
Seis cláusulas, las típicas de cualquier taller de imprimación. Ella era el lienzo, Clara Reyes Pijuán, con el número de orden en la clasificación internacional de lienzos tal y cual. F &W era la imprimadora. La imprimadora no aceptará responsabilidades derivadas de la actuación negligente del lienzo. El lienzo se someterá a todas las pruebas que la imprimadora considere oportunas. El lienzo queda advertido de que algunas pruebas entrañan riesgo físico y/o síquico, o pueden resultar ofensivas para su ética, costumbres o educación. La imprimadora considerará al lienzo como «material artístico» a todos los efectos. Quedan excluidas de esta consideración las cosas relacionadas con el lienzo pero que no son el lienzo, como su ropa, casa, familiares y amigos. Sin embargo, todo aquello que sí es el lienzo entra dentro de esta consideración: su cuerpo y todo cuanto éste alberga. El lienzo será asegurado antes de comenzar la imprimación. Abajo, dos epígrafes. Friedman había firmado por parte de «La imprimadora». Clara cogió el bolígrafo, se apoyó en la mesa y dirigió la punta hacia el espacio vacío de «El lienzo». Pero cuando rozó el papel, Friedman, sorprendentemente, la detuvo.
– Me gustaría que supiera que el artista nos ha otorgado el derecho a rechazar el material si, a nuestro juicio, no alcanza cierto nivel de calidad.
– No entiendo.
El rostro desequilibrado de Friedman mostró impaciencia.
– Se supone que tiene que escucharme.
– Perdone -dijo Clara.
– Lo diré con otras palabras. Más sencillas. Apropiadas para usted.
– Gracias.
Clara no se alteraba. Sabía que Friedman la trataría con absoluto desprecio por pura deformación profesional: los imprimadores no veían a los lienzos como personas, sino como simples objetos con orificios y formas sobre los que poder trabajar.
– La imprimación va a ser dura. Si usted no responde a nuestro grado de calidad, la rechazaremos.
– Ya.
– Piénselo. -Friedman dejó deslizar sus ojos vacuos por los delgados brazos de Clara, enfundados en el traje-. No parece muy resistente. Su complexión es demasiado fina. ¿Por qué va a perder su tiempo y hacérnoslo perder a nosotros?
– Me he sometido a imprimaciones muy duras. El año pasado, con Brentano…
Friedman la cortó con una mueca torcida.
– Esto no tiene nada que ver con la escuela de Venecia, la «extimidad» o los cuadros manchados… Aquí no va a haber capuchas de cuero, látigos o grilletes, lo siento por usted. Esto es un taller de imprimación profesional. -Parecía ofendido-. Sólo aceptamos material de primera. Incluso aunque firme ahora este documento, podemos rechazarla mañana, pasado mañana o dentro de cinco minutos. Podemos rechazarla cuando se nos antoje, sin darle explicaciones. Tal vez la hagamos pasar por todo el proceso de imprimación y luego la rechacemos.
– Comprendo -dijo Clara con calma.
Pero estaba disimulando. En realidad, temblaba hasta la médula de los huesos. Sin embargo, no era miedo o rabia lo que sentía sino deseos de enfrentarse a las amenazas de Friedman. El desafío la estimulaba. Su excitación era tal que creyó que Friedman lo notaría.
Hubo una pausa.
– Mejor no firme -dijo Friedman-. Es un consejo.
Clara bajó la vista hacia el papel.
El bolígrafo trazó un arabesco.
Friedman torció su asimétrico rostro en un gesto extraño (¿se alegraba?, ¿le fastidiaba?). En verdad, era uno de los tipos más feos que Clara había visto en su vida. Sin embargo, en aquel momento ella lo encontraba investido de una especie de misterioso atractivo.
– No diga después que no la avisamos.
– No lo diré.
– Siéntese.
Clara ocupó el asiento sin respaldo y Friedman se acodó en el escritorio. Su acento era neutro, como si no fuera español pero tampoco extranjero, como si no fuera de ninguna parte discernible o bien lo fuera de todas. Pronunciaba el castellano con nitidez de ordenador. No sonreía, y sin embargo no se mostraba completamente serio.
– Son las nueve y cuarto -dijo sin consultar ningún reloj-. A partir de este momento dispone de ocho horas para organizar su vida como prefiera. A las cinco y cuarto tiene que presentarse de nuevo en este edificio. Puede ducharse previamente pero no se maquille, no se unte cremas ni se eche perfume. Y venga vestida como le apetezca, pero le advierto que toda la ropa y los objetos que lleve encima serán destruidos.
– ¿Destruidos?
– Es una norma de F &W. No queremos responsabilizarnos de ningún artículo de su propiedad, porque después vienen las reclamaciones. F &W no la compensará económicamente por la ropa o los objetos que pierda, de modo que no traiga nada de valor. Mejor dicho: traiga cualquier cosa que no le importe perder. ¿Me he explicado con claridad?
– Sí.
– El resto, es decir, usted, será fotografiado y filmado con el fin de establecer una póliza de seguros. Una vez concluido este trámite, su cuerpo pasará a ser un material de F &W hasta que finalice la imprimación. No podrá regresar a su casa, no podrá ir a ningún sitio, no podrá comunicarse con nadie. Si todo va bien, el proceso terminará dentro de tres días. Entonces, siempre que su calidad nos parezca óptima, la entregaremos al artista. Si no, le quitaremos la imprimación y la devolveremos a casa.
– De acuerdo.
– Si usted se salta las normas, si expresa sus opiniones, sus deseos particulares, si pone cualquier obstáculo a la imprimación o si actúa por su cuenta, consideraremos anulado el contrato.
– ¿Quiere decir que no voy a poder hablar?
– Quiero decir -replicó Friedman con placentera lentitud- que si continúa haciendo preguntas voy a anular el contrato.
Clara guardó silencio.
– No admitiremos preguntas, opiniones, deseos o reservas por parte de usted. Usted es el lienzo. Un artista necesita partir de cero con un lienzo para crear una obra perdurable. En F &W nos especializamos en convertir a los lienzos en cero. Supongo que me he explicado.
– Perfectamente.
– Solemos trabajar por fases -siguió diciendo Friedman-. Habrá cuatro fases: cutánea, muscular, visceral y mental, cada una dirigida por los especialistas correspondientes. Yo me encargaré de la primera. Comprobaré el estado de las diferentes capas de su piel, la prominencia de las máculas naturales y extranaturales, las durezas y descamaciones. Me cercioraré de que puede ser pintada por dentro. ¿La han pintado por dentro alguna vez?
Clara asintió.
– El fondo de las retinas con lápiz óptico y el interior de la boca -dijo-. Y, por supuesto, el ombligo, la vulva y el ano -agregó.
– ¿Bajo las uñas?
– No.
– ¿Los oídos? No me refiero a la oreja, sino al conducto auditivo.
– No.
– ¿Las fosas nasales?
– Tampoco.
– ¿El envés de los párpados?
– No.
– ¿Por qué sonríe?
– Perdone, pero no puedo imaginar por qué se necesita pintar un oído o el interior de una nariz…
– Eso revela poca experiencia -dijo Friedman-. Le pondré un ejemplo. Un exterior nocturno, todo el cuerpo pintado de negro y gotas de rojo fosforescente extra-intenso en los tímpanos, fosas nasales, envés de los párpados y uretra para provocar el efecto de que el modelo está ardiendo por dentro.
Era cierto, y le molestó haber mostrado aquella ignorancia.
– Vagina, uretra, recto, sacos lacrimales, retinas, bulbos pilosos, glándulas sudoríparas -enumeró Friedman-. Cualquier lugar del cuerpo de un lienzo puede ser pintado. Las modernas técnicas permiten también horadar el interior de los dientes, pintar las raíces y luego, cuando el lienzo es sustituido, reparar los desperfectos. Un cuerpo puede convertirse en collage. En los art-shocks muy violentos a veces se pintan las venas y la sangre para que, al saltar durante una amputación, produzcan un bonito efecto. Y en las etapas finales de un cuadro manchado pueden pintarse las vísceras tras ser extirpadas, o incluso mientras lo son: el cerebro, el hígado, los pulmones, el corazón, las mamas, los testículos, el útero y el feto que pueda contener. ¿Lo sabía?
– Sí -susurró Clara, reprimiendo un escalofrío-. Pero nunca he hecho nada de eso.
– Ya lo sé, pero ignoramos lo que va a hacer este artista con usted. Tenemos que prepararnos para todo, esperarlo todo, ofrecerlo todo. ¿Me explico?
– Sí.
A Clara le costaba respirar. Mantenía la boca abierta y sus mejillas desteñidas por disolventes habían enrojecido. Las posibilidades que invocaba Friedman no le parecían más espantosas que su decisión personal de aceptarlas, de dejarse hacer todo lo que el artista quisiera hacer con ella. La clave estaba, sin duda, en la genialidad. Alguien le había dicho alguna vez que Picasso era tan genial que podía hacer cualquier cosa. Clara estaba segura de que frente a un Picasso se dejaría hacer exactamente cualquier cosa.
Lo pensó un poco más. ¿Cualquier cosa?
Sí. Sin paliativos.
Pero el artista quizá tendría que ser un poco mejor que Picasso.
– ¿Se está arrepintiendo ya de haber firmado? -preguntó Friedman, interpretando mal su expresión.
– No.
Por un instante hubo un cruce de miradas entre el imprimador y el lienzo.
– Si tiene alguna pregunta, hágala ahora.
– ¿Qué artista me va a pintar?
– No puedo decírselo. ¿Más preguntas?
– No.
– Pues la esperamos aquí a las cinco y cuarto en punto.
Ocho horas para organizar la vida son casi demasiadas, pensó Clara. Su vida, al menos, era muy sencilla: consistía en trabajo y ocio. Sólo tenía que llamar a Bassan para resolver el primer aspecto; en cuanto al segundo, lo solucionaría llamando a Jorge. Por si fuera poco, cuando regresó a casa descubrió que Bassan le había dejado un mensaje en el contestador. No parecía muy serio pero tampoco empleaba el tono afectuoso de siempre. Gertrude le había telefoneado para informarle de que Clara no pensaba exhibirse aquel día y el pintor le pedía explicaciones. «A mí me parece bien todo lo que hagas, Clarita, pero avísame con tiempo.» Ella podía comprender que le hubiera causado un trastorno, pero le irritaba un poco aquella reconvención. Lo llamó a su teléfono de Barcelona y halló un contestador.
– Alex -le dijo al silencio-, soy Clara. Me ha surgido algo importante y no voy a poder seguir con Muchacha ante el espejo, lo siento. De todas formas, ya sólo nos quedaba una semana en GS. Además, creo recordar que tenías una sustituta por ahí… De verdad, lamento los problemas que pueda ocasionarte pero no tengo más remedio. Un abrazo.
Luego planeó la llamada de Jorge. Cuando estuvo segura de lo que iba a decir, marcó el número de su móvil. Pero respondió su buzón de voz. Le pareció que la vida se había convertido de repente en un diálogo entre el silencio y ella. Decidió dejar otro mensaje.
– Jorge, soy Clara. Voy a estar fuera durante unos días por un trabajo que me ha surgido. -Una pausa-. Parece muy bueno. -Una pausa-. Buenísimo. Ya te llamaré en otro momento, si es posible. Un beso.
Eran poco más de las diez y media y los ojos le pesaban como losas. Descolgó el supletorio de su dormitorio, se desvistió y se arrojó sobre las sábanas. Necesitaba completar su breve sueño nocturno. Ajustó el despertador electrónico para que sonara a las dos de la tarde y se quedó dormida de inmediato. No soñó con Alberca ni con su padre, sino con un cuadro de exterior que había pintado con ella Gutiérrez Reguero tres años antes, El árbol de la ciencia. Pero olvidó todo lo relacionado con aquel sueño al despertar. Se levantó, corrió hacia el baño y se entregó al granizo de la ducha. Tal como le habían indicado, no usó ninguna crema después. Se miró el cuerpo desnudo en el espejo y se despidió de él: sabía que era la última vez que lo vería al natural. Luego, envuelta en un albornoz, se dirigió al comedor, puso un compacto de jazz muy suave y se dejó mecer por la oscura melodía mientras visitaba los armarios.
El problema consistía en que todo lo que tenía le gustaba.
Comprar ropa y complementos era una de sus mayores aficiones. El anuncio que le había hecho Friedman de que todo lo que llevara sería destruido parecía una tarea muy sencilla de afrontar, pero ahora, frente a la realidad de su hermoso y carísimo vestuario, titubeaba. Había cosas de Yamamoto, Stern, Cessare, Armani, Balmain, Chanel… Y no era tanto el dinero que le había costado como el placer de aquella suavidad de carnes tejidas. Cada vestido, cada conjunto, tenía una personalidad diferente para ella. Eran como nuevos y dulces amigos. No podía hacerles eso.
¿Y si optaba por el chándal con el que iba al trabajo? Sin embargo, al contemplarlo allí, plano y obediente sobre la cama, con las mangas vacías esperando su presencia para abrazarla, comprendió que sería como condenar al perro viejo y fiel de la familia a una muerte inesperada.
Nada que hacer en los armarios, pues. Se subió a una silla y registró los altillos. Para su desgracia, solía deshacerse de toda la ropa antigua. Pero atesoraba algunas cosas de invierno, y lo primero que encontró fue un traje de terciopelo oscuro y un jersey de cuello vuelto color carne.
Recordó la primera vez que había usado aquel conjunto. La textura gatuna del terciopelo convocó un fantasma súbito.
Vicky.
Vicky era joven, apenas un año mayor que Clara, bonita, delgada, de cabellos pajizos cortos, drogadicta y genial. En poco tiempo se había convertido en la pintora hiperdramática más importante de España. Una beca le había permitido ampliar sus estudios en Inglaterra con Rayback y en la Fundación Van Tysch de Amsterdam con Jacob Stein. Incluso había recibido el oráculo de labios del mismísimo Maestro en persona. No sólo admitía su lesbianismo: lo hacía ondear como un estandarte. En sus obras denunciaba la marginación de los homosexuales o se reía de las mujeres y hombres reprimidos «por una sociedad clasista, romana y vaticana, una parodia delo que alguna vez pretendieron crear los griegos». Sus dos grandes amantes habían sido anglosajonas, dos rutilantes y hermosos cuadros, Shannon Coller y Cynthia Bergmann. A principios de 2004 eligió a Clara para un interior de pareja con Yoli Ribó que pensaba titular Siéntate. La tarde en que se conocieron era grisácea y gélida. Clara escogió aquel traje de terciopelo recién comprado para visitar a la artista en su chalet de Las Rozas. Vicky la recibió en mangas de camisa, sucia de colores, y la hizo pasar a su estudio en la planta de arriba de la casa. Una esbelta y rubia boceto sobre la que había derramado latas enteras de pintura erguía su desnudez de puntillas en un rincón. La casa contaba con varios adornos ilegales, casi todos obscenos. Una Mesa masculina diseñada en Londres les sirvió té, pastas y cigarrillos de marihuana; un Juguete japonés, también masculino, con el cuerpo pintado de rojo de quinacridona, ofrecía cosas más excitantes, pero a Clara no le apetecía jugar con él, pese a que Vicky insistía en dejárselo.
– A mí no me va -le dijo Vicky-, pero es que me lo han regalado. Si quieres, quédatelo.
Antes de hablar de la obra, Vicky realizó uno de sus clásicos interrogatorios rápidos.
– ¿Qué signo eres?
– Aries -dijo Clara-. Nací el 16 de abril.
– Nos llevaremos mal. -Y desgarró el aire con sus uñitas pulcras-. Soy Leo.
Pero se llevaron bien, al menos al principio. Le contó el propósito que tenía en mente para Siéntate. Yoli y Clara estarían sentadas sobre un andamio a seis metros de altura, pintadas en crudo, en actitud amorosa. El cuadro era un encargo para una mansión de Provenza sobrecargada de obras. A Vicky se le había ocurrido la idea de destacar su pintura por encima de las demás situándola en el techo. Pasarían allí un mes y cabía la posibilidad de que se exhibieran de forma permanente. Ello requeriría mucho esfuerzo y un equipo de mantenimiento de gran calidad, pero conllevaría una verdadera fortuna para las tres. «Qué bien me vende la moto», pensó Clara. Aceptó el trabajo y comenzó a ser abocetada al día siguiente.
Dos semanas después de aquel primer encuentro, durante una de las sesiones, sucedió algo. Vicky la estaba silueteando y deslizaba con suavidad la mano embadurnada en pintura color crudo por el contorno de su muslo. Al llegar a la rodilla, Clara notó la diferencia de presión, el silencio extenso, la inmovilidad, el cosquilleo sobre la piel pintada.
– ¿Te gustan las mujeres, Clara? -preguntó Vicky de repente, con toda tranquilidad.
– Me gustan algunas mujeres -respondió Clara con idéntica calma.
Estaba desnuda, pintada a medias en varios tonos, sentada sobre sus talones en el estudio de Vicky. Vicky llevaba puesto su uniforme de trabajo: camisa sucia y desabrochada y pantalones de chándal.
La mano aún seguía en su rodilla.
– ¿Has tenido experiencias con mujeres?
– Ajá -dijo Clara-. Y con hombres -agregó.
No resultaba extraño en un lienzo, y ambas lo sabían. Para una pintura era sencillo amar a otro cuerpo, fuera cual fuese: las barreras se volvían borrosas, los límites se perdían.
– ¿Te acostarías conmigo? -preguntó Vicky entonces.
A Clara le gustó ese suave susurro y la armonía del rubor de Vicky que, por un instante, pintó mucho más su rostro que el de Clara.
– Sí -dijo.
Vicky la miró y siguió pintando. Su mano se movía con pulcritud distribuyendo el color crudo por el contorno de la rodilla. Clara nunca supo cuándo ocurrió. Un momento antes había arte, técnica y gesto de pintor; un momento después, sensación, jadeo, abrazo de amante. Y la pincelada, de súbito, se hizo caricia.
Más tarde, cuando la relación entre ambas ya era una realidad, Vicky le reprochó que hubiera respondido con tanta calma. Lo utilizaba en su contra cuando se enfadaba con ella. «Dijiste que sí como si te hubiera ofrecido hacer parapente por la noche. Dijiste que sí como si te hubiera invitado a conocer a un premio Nobel de Física. Venga, vamos a probar, dijiste. No había verdadero amor ni sinceridad en tu declaración.» «Verdadero amor, no -replicó Clara-; sinceridad, sí.» «No tienes sentimientos», sentenció Vicky. «Procuro disimularlos: soy una obra de arte», repuso Clara. Y agregó: «Y tú eres una artista y no puedes esconderlos. Incluso te los inventas si no los tienes». Siéntate fue exhibido en Provenza de forma permanente. Fue un período agotador: disponían de unas cuantas horas para descansar, comer y reponerse antes de regresar al andamio. Este lapso era variable, ya que estaba supeditado a la vida del comprador, las visitas que recibía o las fiestas que organizaba. El equipo de mantenimiento era muy bueno, pero pese a todo ambas figuras terminaron extenuadas. Sin embargo, la experiencia fue maravillosa para Clara. Ese mismo año, Vicky la pintó en cinco obras más, las primeras en pareja y el resto en solitario: El beso, Instante, Doble o nada, Ternuras y El vestido negro. Fuera del trabajo, su obsesión por Clara no cesaba: la llamaba por las mañanas, por las noches, lloraba en su hombro, le contaba intimidades repentinas sobre la frialdad de su padre (que era cirujano) o el desinterés de su madre (profesora de universidad) por su carrera de pintora. Según qué días, se consideraba «una mierdosa hija de papá» o la inmerecida víctima de «un matrimonio de pijos». Pero todo esto terminaba cuando se ponía a trabajar. En la cama podía ser una alma sensible pero con las manos sucias de pintura se convertía en una criatura de fuego capaz de dibujar sobre un cuerpo de mujer cosas grandiosas. Sin embargo, Vicky-humana y Vicky-artista no eran compartimentos estancos. Mientras que Vicky-humana se enamoraba de las modelos de sus cuadros, Vicky-artista utilizaba aquel amor para pintarlas. Era una característica curiosa, pero Clara ignoraba si pertenecía a su temperamento o a su modo de trabajar.
2004 fue el año Vicky, al menos para Clara: un torrente del que sólo cabía alejarse o dejarse arrastrar. Era de esa clase de personas que se consumen cuanto más brillan, como las velas. Lo peor eran sus celos. Pero, por aquella época, ni siquiera tenía motivos. Clara había abandonado a Gabi Ponce, su primer novio y su primer pintor, y vivía sola en el ático de Augusto Figueroa. Tampoco se relacionaba ya con Alexandra ni Sofía Lundel, las dos amigas con las que alguna vez había compartido cama. Y todavía no había conocido a Jorge Atienza. Sin embargo, Vicky no sólo inventaba sentimientos sino también motivos. Una noche armó una escenita en un restaurante en el que cenaban juntas a propósito de una pintora italiana que había invitado a Clara a trabajar en un art-shock con otros tres lienzos femeninos. Vicky le dijo que no aceptara, y cuando Clara no le hizo caso tiró los cubiertos al suelo y empujó al maître, que acudía solícito, como el buen pastor, a calmar a su rebaño. Horas después llamó a Clara para reconciliarse: «Había bebido demasiado, perdóname. -Y, sin transición, Vicky-artista tomó la palabra-: Quería decirte que tu rostro hoy, en el restaurante… Dios mío, tu palidez mientras yo te gritaba… Clara, por favor, déjame usar esa palidez… Esos ojos con que me mirabas hoy…».
Se había inspirado. En tres semanas tuvo listo el nuevo cuadro. Clara, pintada de marfil con sombras cerúleas, yacería bocabajo sobre un manto de terciopelo, una tela idéntica a la del traje que llevaba puesto la tarde en que se conocieron, y su rostro adoptaría la palidez natural de su disgusto. Vicky pensaba titularlo Ternuras. Durante el ensayo hiperdramático representaron la escena de la pelea en el restaurante tal como la recordaban. La pintora quería atrapar aquella palidez huidiza de sus mejillas, pero Clara no se sentía a gusto mezclando el arte con la vida real. Al fin, Vicky se enfadó de verdad y empezó a insultarla. De repente, en medio de sus propios gritos, se detuvo y se abalanzó sobre el rostro de Clara. «¡Así! ¡Tu palidez de nuevo! ¡Esto es lo que busco!», exclamaba desaforada. Y Vicky-artista tomó las riendas.
Un día, Clara le reprochó aquel desmedido abuso de los sentimientos reales para pintar sus cuadros. Vicky sonrió de forma extraña.
– Haría cualquier cosa por el arte, tía -le dijo-. Cualquier cosa. Por encima del arte no me mola nada: ni sentimientos, ni justicia, ni piedad, ni familia, ni salud, ni amor, ni dinero… Bueno -reflexionó-, quizás el dinero. El dinero sí. El arte es dinero.
Ternuras fue adquirido por un coleccionista madrileño al doble de su precio real. Clara se exhibió en su casa todo un mes.
A principios de 2005, Vicky intentó matarse con una sobredosis de heroína, pero no fue a causa de Clara sino de su nuevo amor, Elena Valero, con la que Clara había trabajado en Instante. El día en que la ingresaban en la UVI de La Paz llegaba la noticia de que la Fundación Van Tysch le concedía el premio Max Kalima por toda su obra. Aturdida bajo los efluvios del oxígeno, Vicky escuchó la buena nueva de labios de una enfermera. Cuando se recuperó, afirmó haber recobrado también la estabilidad sentimental. Planeaba un nuevo cuadro con Clara para finales de año, pero ya no la llamaba con la frecuencia de antes. Después de La fresa no habían vuelto a verse. Clara ignoraba lo que sentía por ella: ¿estaba enamorada de Vicky o sólo admiraba su genialidad? Lo cierto era que quería olvidarla pero no podía. En ocasiones, se veía a sí misma recostada sobre el terciopelo en el salón del coleccionista de Ternuras, la rodilla izquierda flexionada sobre el vientre, el talón en dirección a su sexo, los ojos cerrados y el rostro convulso en esa «palidez color disgusto» que Vicky le había extraído, mientras pensaba que todo aquello era el único rastro que la pintora había logrado dejar al desaparecer de su vida: una textura de terciopelo, unas mejillas exangües.
Sacó aquel conjunto del altillo y lo dejó sobre la cama. Luego encontró otro, de jersey y pantalón beige, que le recordaba más a Jorge, porque lo había usado durante los primeros días de su relación con él.
Estuvo dudando un rato, con mirada inquisitorial (¿Vicky o Jorge? ¿Jorge o Vicky?), y se decidió por condenar a la destrucción a Vicky Lledó. Pasaría calor durante el trayecto, pero no le importaba.
Eran casi las tres de la tarde cuando cayó en la cuenta de que tenía que comer algo. Improvisó una ensalada y un par de sándwiches y los consumió con agua mineral.
Luego, como le quedaba tiempo, decidió prepararse para lo que le aguardaba. Revolvió su pequeña farmacia de productos químicos del cuarto de baño, eligió un par de tonificantes musculares por vía oral y una píldora que retrasaría la aparición de sus necesidades fisiológicas y los acompañó del último trago de agua. Entonces se quitó el albornoz, fue a la cocina y trajo un salero, encontró un antifaz de pasajero de avión en un cajón del comedor y varias pesas de kilogramos crecientes y realizó sobre el tatami nuevos ejercicios, distintos de los matutinos: permanecer quieta y de puntillas con la lengua untada de sal, caminar por toda la casa con los ojos vendados, hacerse una bola sosteniendo un peso con la parte de su cuerpo que quedara más elevada. Los ejercicios sometían su voluntad sin derribarla, ayudándola a percibirse como una cosa ciega, algo capaz de ser usado y transformado. Estaba acostumbrada a aquella preparación desde sus tiempos en The Circle. Gracias a ella había podido soportar los trabajos de Brentano.
A las cuatro menos cuarto se introdujo el jersey de color carne por la cabeza, se puso los pantalones de terciopelo y la chaqueta y se calzó unas viejas sandalias de su pasado más remoto. Se miró en el espejo. Nada de lo que llevaba le quedaba bien, parecía una chica guapa disfrazada de adefesio, y eso era justo lo que quería parecer.
Los últimos detalles, en los que no había pensado, la importunaron especialmente. ¿Qué haría con las llaves de su domicilio? No podía llevarlas consigo. Jorge tenía una copia pero no deseaba depender de él para entrar en su casa cuando regresara, fuera cuando fuese. De los vecinos no se fiaba y no había portero.
Decidió, simplemente, no hacer nada. Le parecía coherente cerrar la puerta tras ella y no poder entrar de nuevo. Pidió un taxi por teléfono, calculó el dinero que le iba a costar y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Fue entonces cuando descubrió el llavero.
Comprendió que se había puesto el traje sin revisar antes los bolsillos. La ropa antigua se convierte en un pequeño cementerio de la memoria. Y allí, en uno de los laterales, estaba enterrado el llavero de su padre. Ella lo había usado durante mucho tiempo con esa abnegada devoción que se dedica a todos los objetos que alguna vez pertenecieron a los muertos. Cuando se rompió, tuvo que trasladar las llaves a uno nuevo. No recordaba por qué se encontraba en aquel bolsillo y por qué no lo había tirado todavía. Quizá por su valor sentimental. Le hizo gracia.
Representaba a una reina del ajedrez, un regalo del club en el que solía jugar Manuel Reyes. A su padre le apasionaba el ajedrez, y su hermano había heredado aquel sobrio pasatiempo. La reina era de color negro. «Ésta es la Reina de Reyes -solía decir su padre (Clara lo recordó de improviso)-. Me la han dado negra porque es la del bando perdedor.»Por un instante valoró la posibilidad de salvarla. Pero volvió a meterla en el bolsillo. «Lo siento, majestad. Si estabas aquí, te quedarás aquí.»Vestida con el traje de Vicky, calzada con las sandalias de adolescente, notando en el bolsillo el llavero de su padre, Clara salió de su apartamento y cerró la puerta.
Al bajar a la calle tuvo una sensación. Fue tan intensa que necesitó mirar a un lado y a otro para asegurarse de que era errónea. Notaba que la vigilaban. Quizá se equivocaba.
Era la tarde del jueves 22 de junio de 2006. El sol brillaba en color carne.
Briseida Canchares despertó con una pistola unida a su cabeza. El arma, vista desde tan cerca, parecía un ataúd de hierro pegado a su sien. El dedo posado en el gatillo tenía la uña pintada de verde viridian. Siguió la dirección del antebrazo desnudo y descubrió a la rubia. Era la gata de ojos esmeralda y el diminuto vestido color camuflaje que le había pedido fuego a Roger en casa de los Roquentin. Sucedió mientras contemplaban el cuadro Órbita invisible de Elmer Fludd, y un vigilante tuvo que acercarse y advertir: «No se puede fumar, señorita. El humo irrita los ojos de los cuadros y los hace toser». Ella había sonreído perversamente a Roger mientras le devolvía el encendedor. Luego se había perdido entre la multitud y Briseida no había vuelto a verla.
Hasta ahora.
La rubia vestía lo mismo y sonreía de la misma manera. Sólo variaba la pistola. Se llevaba un dedo a los labios al tiempo que la encañonaba («Que no hable», tradujo Briseida) y le hacía señas («Que me levante»). Sospechó que se trataba de un sueño y por eso obedeció, porque le gustaba hacer cosas fascinantes en los sueños. Apartó las sábanas y se incorporó. El cañón apoyado en su sien retrocedía sin despegarse de ella, como si su cabeza fuera de metal y la pistola estuviera imantada. Giró lentamente y depositó las puntas de los pies con delicadeza de nave lunar en la fresca moqueta del apartamento de Roger. Estaba desnuda por completo y sintió algo de frío. Aún era de noche (no podía saber la hora exacta, el despertador estaba del lado de Roger) y la luz procedía de la lámpara de la mesilla. Recordó haberse acostado muy tarde compartiendo con Roger alientos y forcejeos (la boca de él con aquel regusto a champán añejo y habano aterciopelado y su lengua como una verde alfombra de marihuana), en los momentos previos a que la noche los arropara bajo un manto de embriaguez y…
Por cierto.
¿Dónde estaba Roger?
Lo descubrió sentado en el otro extremo de la habitación. Lo único que llevaba encima era la sortija del meñique izquierdo. Aquella sortija había tatuado varias veces las nalgas de Briseida pero él le dijo que no podía quitársela. Traía mala suerte. La había obtenido en algún remoto rincón de Brasil escamoteándosela a un chamán portador de secretos. Una diminuta esmeralda rebosaba en el engaste como una gotita de pus verde selva. Su poder era grande, aunque Roger no sabía muy bien en qué consistía. Afirmaba que sólo existían cinco o seis joyas como ésa en el mundo. Qué tipo más increíble este Roger. También un poco cabrón, desde luego, pero Briseida no había conocido a nadie que tuviera tanto dinero y que no fuera, al mismo tiempo, un poco cabrón.
En aquel momento, sin embargo, ni la magia de la sortija parecía ser capaz de ayudarlo. Una tenaza con forma de mano mordía su mandíbula hasta el punto de inflarle los carrillos. Adosada a la mano-tenaza, una mujer espectacular, al estilo de la rubia pero más impresionante, de esas que Roger acostumbraba a follarse sólo los fines de semana, hundía su garganta con una pistola militar de color plateado. El cañón provocaba que la nuez abultara. La mujer vestía chaqueta y pantalones en verde «tapete de naipes», pañuelo y boina verde oliva y guantes pistacho. Una de las piernas se introducía entre los muslos separados de Roger (quizá la rodilla le estaba aplastando los genitales, y de ahí la expresión de desesperación que mostraba él), la otra se afirmaba detrás en una postura de disparo. Pero no miraba a Roger sino a Briseida, como si contara con ella para saber qué debía hacer a continuación. Su mirada era de las que no se olvidan con facilidad. De esa clase de miradas, pensó Briseida, que se contemplan un segundo antes de no contemplar ya otra cosa.
Y aun así, hubo de admitir que el maquillaje y la mezcla de verdes (chaqueta-pantalón, guantes-boina, ojos-sombras) eran perfectos. ¡Pasarela paramilitar! ¡Terrorismo prêt-à-porter! ¿Qué impide que los comandos especiales de la policía, el ejército o quién sabe qué otra imprevista mierda armada se adapten a la moda de los tiempos?, se preguntaba.
La rubia seguía invitándola a levantarse. Consultó a Roger con la mirada, que movió la mano como queriendo decir: «Ve, ve tranquila», y se levantó de la cama sin dejar de observar a todos los presentes.
«¿Son ladrones o polis? ¿Vienen a secuestrar a Roger? Veamos. Hagamos un recuento. Estuvimos anoche en esa fiesta…»Dios, cómo le dolía la cabeza. No podía pensar. Quizá se debiera a la mezcla de alcohol, hachís y pastillas que había probado en casa de los Roquentin. Además, la escena era tan curiosa que el terror que comenzaba a patalear dentro de su pecho tenía aún el bozal puesto. Todo había sido sabiamente preparado por el Dios del Arte: una combinación de lo fascinante -rubia en vestido de camuflaje-, lo ridículo -Roger y ella en pelotas, pegajosos de sueños densos- y lo absurdo -la chica maquillada de modelo con traje militar-; un cezannesco equilibrio verde cobalto, verde soldado, verde turquesa, verde tapete, verde manzana de las paredes del dormitorio. Si tuviera que morir joven, pensaba Briseida, escogería aquel preciso instante verde: y quizás, ah, la llama de la pistola brotara como una habichuela luminosa y su torso castaño (armonizado con el color jungla del vestido de camuflaje) surtiera agua de estanque con verdina cortada a cepillo.
Lástima que la impresión estética se pierda un poco cuando la rubia la empuja hacia los hombres que aguardan en el comedor.
La agarraron de los brazos con fuerza vertiginosa y la sentaron en un sillón frente a lo que parecía ser un ordenador portátil apagado. Briseida había gritado durante el trayecto quebrando, sin duda, cierto código de silencio, porque segundos después oyó palabras en francés y ruidos procedentes del dormitorio y palabras en holandés y más ruidos en el comedor. Pero las siguientes palabras fueron en inglés y dirigidas a ella.
– No vuelva a gritar -dijo Rubia-Ojos-Fascinantes inclinándose junto a su oído-. Y no intente levantarse.
No hubiera podido hacerlo, aun de haberlo deseado: dos pares de guantes de hierro la hundían en el asiento.
– Aquí tiene un vaso de agua. Puede beber, si quiere. Voy a pulsar una tecla de este ordenador y en la pantalla aparecerá una persona que le hará unas cuantas preguntas. Hable en voz alta y clara. No deje sin contestar ninguna pregunta y no demore en hacerlo. Si no sabe la respuesta o desea reflexionar, dígalo. Sabemos que domina el inglés, pero si no comprendiera algo, dígalo también.
La rubia pulsó una tecla y apareció el rostro de un hombre mayor, calvo, con canas junto a las orejas. En un recuadro del ángulo superior izquierdo los bytes convocaron a una muchacha de piel atezada, cabellera color carbón, pómulos elevados y labios carnosos aferrada por cuatro manos enguantadas a los hombros y los brazos, con los pechos desnudos. Se dio cuenta de que era ella. La estaban filmando y transmitiendo las imágenes en tiempo real a quién sabe qué jodido rincón del planeta. Un temporizador destacaba en el ángulo opuesto desgranando los segundos. «Síndrome alucinatorio como consecuencia de consumo desordenado de tóxicos»: así definía Stan Coleman, su inolvidable, adinerado (y cabrón) profesor de Arte Contemporáneo de Columbia todas las cosas extrañas que acontecían después de una orgie de drogas blandas. Tenía que tratarse de eso. Aquello no podía estar sucediéndole.
– Buenos días, señorita. Disculpe si la hemos molestado, pero necesitamos saber algo con urgencia y contamos con su generosa colaboración.
El hombre hablaba inglés con innegable acento continental, quizás alemán u holandés. En la parte inferior, tachando el cuello y el nudo de su corbata, aparecieron las frases subtituladas en francés y alemán. Briseida no necesitaba de más idiomas para sentirse aterrorizada.
– Sabemos muchas cosas sobre usted: veintiséis años, nacida en Bogotá, licenciada en Arte por una universidad de Nueva York, su padre trabaja como agregado cultural de su país en la ONU… Veamos… Me he perdido… -El hombre inclinó la cabeza y por un instante la pantalla fue un mapamundi pulido por su calvicie-. Está realizando un trabajo para la universidad… Tema: el coleccionismo entre pintores… Este año ha residido en los Países Bajos para estudiar la colección de objetos que guardaba Rembrandt en su casa de Amsterdam. Ahora se encuentra en París, con nuestro buen amigo Roger. Levin, y esta noche estuvieron juntos en la fiesta de Leo Roquentin… Todo eso es correcto, ¿verdad?
Briseida se disponía a decir «sí» cuando el hada madrina de la informática disolvió la imagen entre fogonazos verdes y surgió otra cara: una mujer delgada con el pelo cortado a lo garçon y gafas negras. Las letras de sus subtítulos iban en verde.
– Hola, yo soy el policía malo. -Su acento era más británico que el del hombre y su voz más inquietante. Su sonrisa parecía la hoz de una guadaña-. Sólo quiero saludarla. Menuda choza la de Leo Roquentin, ¿verdad? El salón es del siglo XVIII, según creo, y los frescos del techo están pintados por el maestro Luc Ducet y representan la historia de Sansón y Dalila. En el ala oeste, en una sala con dos globos terráqueos, se describe todo el diluvio universal, desde la construcción del arca hasta el regreso de la paloma con la rama de olivo en el pico. Conocemos mucho a Leo Roquentin… Su colección de arte HD también es buena, sobre todo los Elmer Fludd de la sala principal. Pero eso es tan sólo la punta del iceberg. ¿Participó usted esta noche en el art-shock que se celebraba en el inmenso sótano bajo la mansión? Se llamaba Art-Échecs y era de Michel Gros, para veinticuatro jóvenes de ambos sexos y material plástico… Las figuras, desnudas por completo y pintadas en diversos tonos de verde, hacen de piezas de un tablero de ajedrez de treinta metros cuadrados y los invitados sugieren movimientos. Las piezas comidas pasan a disposición de los invitados. Se permite cualquier exceso con ellas. ¿No jugó…? Pero, claro, su amiguito Roger no le habrá contado nada. Usted se habrá limitado a ver los cuadros de arriba: el art-shock era para gente selecta. Leo los deslumbra con encuentros interactivos y luego les propone suculentos negocios con cuadros aún más prohibidos.
¿Decía la verdad aquella mujer? Era cierto que Roger se había ausentado un buen rato para charlar con Roquentin mientras ella vagaba de una esquina a otra sobre alfombras verdes, en el interminable billar de invitados, contemplando los magníficos óleos de Elmer Fludd. Después, cuando él regresó, ella le dijo que parecía un poco nervioso. El cuello de su camisa estaba desabrochado. «Un art-shock en forma de juego de ajedrez con piezas humanas…», pensó. ¿Por qué Roger no le había dicho nada? ¿Qué se movía en el subsuelo del mundo, bajo los pies de la gente rica?
La mujer hizo una pausa y volvió a sonreír de aquella manera tan desagradable.
– No se preocupe: los hombres son siempre iguales. Les encanta guardar secretos. Las mujeres, sin embargo, somos más sinceras, ¿no cree? Yo espero, al menos, que usted lo sea, señorita Canchares. Voy a dejarla con mi amigo el Poli Bueno, que le hará algunas preguntas. Si sus respuestas nos convencen, desenchufaremos el ordenador, nos marcharemos a casa y todos tan amigos. En caso contrario, el que se marchará será Poli Bueno y regresará Poli Malo, que soy yo. ¿Me ha comprendido?
– Sí.
– Encantada de haberla conocido, señorita Canchares. Espero que no volvamos a vernos.
– Mucho gusto -tartamudeó Briseida.
No sabía qué pensar sobre las amenazas de la mujer. ¿Eran simples fanfarronadas? ¿Y qué decir de toda aquella mascarada de trajes militares? ¿Pretendían revivir en ella los temores atávicos a las guerrillas? De repente le pareció que se encontraba en medio de un carnaval, una farsa artísticamente organizada (¿cuál era el neologismo que usaba Stan?, una imagic, una imagen mágica, un arquetipo cultural hacia el que desplazar nuestro temor o nuestra pasión, porque -afirmaba Stan- hoy día todo, absolutamente todo, desde la publicidad hasta las matanzas, desde las ayudas para paliar el hambre tercermundista hasta las torturas, se hace con estilo).
Pero, carnaval o no, lo cierto era que aquel montaje estaba logrando su propósito: se sentía aterrorizada. Tenía ganas de mearse en el sofá de Roger y de vomitar en la moqueta de Roger.
Explosión verde. El hombre.
– La pregunta es la siguiente… Preste atención…
Briseida se tensó todo lo que las garras posadas sobre sus hombros y brazos se lo permitían. Le dolían los muslos de mantenerlos apretados para ocultar el sexo todo lo posible. De repente era consciente de su total desnudez.
– Sabemos que es usted muy amiga de Óscar Díaz. Le repito el nombre: Óscar Díaz. La pregunta es: ¿dónde está su amigo Óscar ahora?
Algún lugar de la corteza cerebral de Briseida Canchares, veinticinco años de edad (el hombre se había equivocado: no cumpliría veintiséis hasta el 3 de agosto), licenciada en Historia del Arte, realizó un fugacísimo cálculo y emitió una lista de conclusiones provisionales: Óscar Díaz; algo relacionado con Óscar; Óscar ha hecho algo malo; van a hacerle algo malo a Óscar…
– ¿Dónde está su amigo Óscar? -repitió el hombre.
– No lo sé.
De repente la pantalla quedó cubierta por un líquido verde podrido que a Briseida le recordó sus tiempos de ensayos químicos de restauración de cuadros. Fundido en verde hacia una dentadura. Una sonrisa. El rostro de la mujer de gafas negras.
– Respuesta incorrecta.
Un mechón de su cuero cabelludo pareció, de repente, cobrar vida. Dio un grito y los ojos le inventaron una feria con estallido de petardos, una Nochevieja en un hotel de la selva. Su cuello se torció hacia atrás y sus vértebras cervicales se salvaron del desastre debido al aerobic que practicaba diariamente. En su universo se estacionaron dos perversos planetas verdes (Venus era verde en los libros de ciencia-ficción pulp que Stan Coleman devoraba a toneladas) y le apuntaron con un instrumento precioso y, sin duda, carísimo, formado por un lápiz de metal cromado y una afilada punta en la que brillaba una gotita de sangre marciana.
– Este juguete es un pincel óptico -dijo la rubia a dos centímetros de su cara-. No te abrumaré con detalles técnicos: digamos que es una copia mejorada del que usan los pintores para trabajar en las retinas de cuadros imprimados. La retina es la capa pigmentada que tenemos al fondo del ojo y que nos permite, entre otras cosas, distinguir los colores. La mayor parte de las veces resulta aburrida, pero es útil a la hora de ver el mundo, ¿verdad? Voy a pintarte las retinas de verde opaco. Primero tu ojo izquierdo, luego el derecho. El problema es que voy a usar pintura permanente, totalmente desaconsejable en estos casos. No te quedarán cicatrices ni hematomas externos, todo será muy estético y muy tal, ¿sabes? Pero cuando acabe estarás tan ciega que tendrás que chuparte los dedos para saber que son tuyos. No obstante, será una ceguera lindísima, en un tono precioso verde botella. No te muevas.
La orden era innecesaria. Briseida sólo podía mover la boca y el párpado derecho. Algo le abría el párpado izquierdo hasta el límite de las lágrimas. Olía a piel sintética: un guante. Buitres de cuero aferrados a su anatomía le sujetaban muñecas, rodillas, tobillos, garganta, pelo. Quería balbucear en inglés, pero le brotaba a trompicones un castellano deforme. Sin embargo, era preciso hablar inglés. El inglés te sirve para casos como éste, en que te tortura un extranjero. OK, Johnson family at holidays. Mary Johnson is in the kitchen. Where's Mary Johnson? De pronto, por el pasillo izquierdo de su nervio óptico penetró un delirante universo de un rojiverde tan kitsch como un buda fosforescente en un tenderete callejero. El color le recordaba las postales de Pierre & Gilles que solía enviarles a sus padres desde Europa. Creyó que se quedaba ciega.
Entonces la mano que la sujetaba del pelo la soltó y otra apresó su nuca y la empujó brutalmente hacia adelante como si quisiera estrellarle la cara contra la pantalla del ordenador. Se encontró con la nariz a un palmo de los subtítulos en francés y alemán. Reprimió un súbito motín de náuseas.
– Segunda oportunidad. -Era la mujer-. Nuestra compañera se ha limitado tan sólo a acercar el pincel a su pupila… Escuche y no grite… A la siguiente respuesta errónea, dibujará una coma en su retina… A partir de ese momento podrá ver la luna en cuarto creciente de color verde en pleno día. Un efecto estético curioso, ¿no cree…? Deje de gimotear y escuche con atención… Tras la segunda sesión, tanto le dará guardar la retina izquierda en un frasquito. Le aseguro que brillan de noche con luz verde, como las virgencitas de Lourdes… Concéntrese, por favor. El premio es una vista sana.
– Repetimos la pregunta. -Era el hombre otra vez-. ¿Dónde está Óscar Díaz?
Como las manos que la sujetaban de los hombros y brazos no la habían soltado y la que presionaba la nuca seguía aferrándola, a Briseida le pareció, durante un terrible instante, que su barbecue de vértebras cervicales cedería con un chasquido de madera rota. Decidió que eso era lo mejor que podía ocurrirle.
– ¡No lo sé, lo juro, por favor, no lo sé, juro que no lo sé, en Viena, sí, en Viena, pero no lo sé, lo juro, lo juro…! -Saliva, lágrimas y palabras se derramaban de su rostro como si la misma glándula las segregara-. No sé dónde de verdad no sé dónde no sé dónde de verdad lo juro por favor por favorporfavporfav
Entonces las arcadas la interrumpieron.
Sentado ante el portátil en el despacho del Museumsquartier, Lothar Bosch pulsó un botón en la memoria de su teléfono móvil y llamó al número que surgió en el visor. Mantuvo una breve pero enérgica conversación con uno de sus hombres en París. La señorita Wood, mientras tanto, le daba la espalda contemplando la madrugada vienesa a través de la pared de cristal. Bosch advirtió que estaba fumando uno de sus repugnantes cigarrillos ecológicos, y la niebla verde mentolada formaba halos en el vidrio alrededor de su cabeza.
– El señor Lothar Bosch: todo un caballero con las mujeres -la oyó decir.
– Ya la hemos asustado bastante con el juego del pincel óptico, ¿no te parece? -replicó Bosch, un poco dolido por la ironía que destilaba su compañera-. Y no es forma de comenzar una conversación. Así no obtendremos nada.
Su ojo estaba sano. Eran gente muy amable, en realidad. Incluso habían dejado de sujetarla para que pudiera vomitar cómodamente.
Briseida vomitaba como solía hacerlo cuando niña: con una mano apoyada en la frente y otra en el estómago. Era su costumbre, su hábito. Fue un momento curioso éste del déjà vu de bilis. Mamá le decía que se encogía como un gato. Abuela opinaba que era de mal vomitar. Aquella gatita iba a sufrir toda su vida porque era de mal vomitar, decía. En eso no había salido a papá, sobre todo durante las resacas. Stan también disfrutaba de un vómito fácil, largo y copioso. En general, todo lo que segregaba su profesor de Arte era igual. No así Luigi, su profesor de Estética, con el estómago a prueba de pizzas tejidas con chile, rígido, reprimido e impotente. Por el vómito los conocerás, no por las eyaculaciones. El estornudo, el vómito y la muerte eran las tres únicas cosas verdaderamente imprevisibles, incontrolables y repentinas del cuerpo, punto y coma, punto y aparte, punto y final del texto de la vida: eso le dijo un día un maestro en un colegio de Suiza.
Zanjó sus convulsiones con un sorbo de agua fresca. Por Dios, cómo había dejado la moqueta del comedor de Roger. Un hombre tan estético como Roger (¿era verdad que había jugado la noche anterior al ajedrez con veinticuatro jóvenes haciendo de piezas?), y miren lo que ella acababa de depositar sobre su moqueta, zumo de rábanos estrellado sobre su terso suelo italiano. Briseida se veía obligada a apartar los pies para no rozar el charco, y de esta manera abría los muslos. Pero, como ya no la sujetaban, podía cubrirse con las manos. El Ordenador Bueno (¿o era el Poli Bueno?) aguardaba con una Montblanc de oro apoyada en su sien. La rubia y los soldados respiraban detrás del sillón, prestos para actuar. Una ventanita de Windows con el título «Poli Malo» se agazapaba en la esquina opuesta a la ventana de Briseida. Pero Poli Bueno le había dicho que Malo, por el momento, deseaba descansar.
– ¿Se siente mejor?
– Sí. ¿Puedo vestirme?
Un lapso de duda.
– Terminaremos pronto, se lo aseguro. Ahora dígame todo lo que sabe sobre Óscar.
Empezó con fluidez. Un sedal de palabras tranquilas y técnicas sobre arte (eso la ayudó a relajarse). No miraba a la pantalla mientras hablaba, tampoco al suelo (el vómito), sino a una fuente de fruta que había sobre la mesa, tras el ordenador: peras y manzanas verdes tan calmantes como una infusión.
– Lo conocí en el MOMA de Nueva York la primavera pasada. Vigilaba el Busto, un aguafuerte de Van Tysch. Supongo que conoce la obra, pero puedo describírsela… Es un estudio preparatorio para Desfloración… Una niña de doce años metida en un cubículo de color negro con una abertura. La abertura permite ver tan sólo su rostro y sus hombros pintados en grises tenues sobre la piel imprimada con ácidos, al estilo de los aguafuertes humanos. Para verla, los espectadores tienen que desfilar uno a uno, subir los dos peldaños frente al cubículo y situarse a un palmo de distancia de su rostro. La niña mira sin pestañear con ojos cubiertos de negro de Marte y su expresión es casi… casi sobrenatural… Es un cuadro increíble…
«La sensación es como asomarte a un confesionario y descubrir que el cura tiene el aspecto de tus pecados», había dicho un crítico hispano a propósito de Busto, pero Briseida obvió aquel comentario porque no deseaba dar clases magistrales sobre arte. La obra había causado gran sensación en su gira americana, debido, sobre todo, a que la exhibición de Desfloración había sido prohibida por un comité de censores en Estados Unidos.
– Óscar era el coordinador de la vigilancia de Busto. Un día me vio aguardando turno al final de la larga fila de gente. Yo había ido al MOMA para contemplar un Elmer Fludd que se exponía en la sala contigua, pero no quería marcharme sin echar un vistazo al aguafuerte de Van Tysch. El fin de semana previo me había caído jugando al baloncesto y usaba muletas. Al verme, Óscar se acercó en seguida y se ofreció a facilitarme el acceso a la obra. Empezó a pedir paso y me llevó hasta el cubículo. Se portó como un caballero.
– ¿Y se hicieron amigos? -preguntó el hombre.
– Sí, empezamos a vernos con más frecuencia.
Salían a dar grandes paseos, pero, casi de forma inevitable, recalaban en Central Park. A él le encantaban los árboles, el campo, la naturaleza. Era experto en fotografía de paisajes y tenía todo un equipo: réflex de 35 mm, dos trípodes, filtros, teleobjetivos. Conocía profundamente la luz, el aire y los reflejos del agua, pero la vida no le interesaba mucho a partir de los insectos hacia arriba. Óscar era verde como un tallo, quizá también un poco inmaduro.
– A mí me hizo fotos en todas partes: junto a los estanques, los lagos, dando de comer a los patos…
– ¿Le hablaba alguna vez de su trabajo?
– Poco. Que había sido vigilante en una galería de la cadena Brooke antes de ser contratado en el año 2000 por la Fundación Van Tysch de Nueva York, con sede en la Quinta Avenida. Que su jefe era una chica llamada Ripstein. Que ganaba un pastón pero que vivía solo. Y que odiaba esa manía estética de su empresa, como él la definía: por ejemplo, que le hubieran obligado durante un tiempo a llevar peluquín.
– ¿Qué le dijo respecto a eso?
– Que si él era calvo, o si se estaba quedando calvo, a nadie le importaba. Que por qué diablos tenían que ordenarle que usara peluquín. «Los jefazos están todos calvos, salvo Stein, y a nadie le importa -me dijo-. Pero los demás tenemos que parecer bonitos.» Y añadió que la Fundación Van Tysch era como una comida en un restaurante de diseño: mucha imagen, mucho sabor, mucho dinero, pero al salir aún te caben en el estómago un par de perritos calientes y una bolsa de papas fritas.
– ¿Eso le dijo?
– Sí.
¿El hombre había sonreído o era sólo un error de imagen?
– Decía también que no podía ver a las personas que custodiaba como obras de arte… Para él eran seres humanos, y algunos le daban mucha pena… Me habló de una tal… No recuerdo el nombre… Una modelo que se pasaba horas enteras encogida dentro de una caja en un original de Buncher, una de las «Claustrofilias». Me contó que la había custodiado varias veces, y que era una chica inteligente y agradable que en sus ratos libres escribía poemas al estilo de Safo de Lesbos…
«Pero ¿a quién coño le importa esa faceta suya? -se quejaba Óscar-. Para la gente, ella sólo es una figura que se exhibe desnuda dentro de una caja durante ocho horas diarias.» «Pero el cuadro es hermoso -replicaba ella-. ¿Acaso no son hermosas las "Claustrofilias", Óscar? Y el Busto… Una niña de doce años encerrada en un cubículo oscuro… Lo piensas y dices: "Qué barbaridad, pobre niña". Pero luego te acercas y ves ese rostro pintado de gris, esa expresión… ¡Por Dios, Óscar, es arte! A mí también me da pena encerrar a una niña en una caja, pero… ¿Qué podemos hacer si la figura que resulta es tan… tan hermosa?»
– Teníamos discusiones de ese tipo. Yo terminaba preguntándole: «¿Y por qué sigues vigilando cuadros, Óscar?». Él respondía: «Porque me pagan como en ninguna otra parte». Pero lo que de verdad le gustaba era saber cosas sobre mí. Le hablé de mi familia en Bogotá, de mis estudios… Se entusiasmó con la idea de poder volver a vernos este año en Amsterdam, porque él tenía trabajo que hacer en Europa…
– ¿Le dijo qué clase de trabajo?
– Custodiar cuadros durante la gira de la colección «Flores» de Bruno van Tysch.
– ¿Le habló sobre eso?
– No mucho… Se lo tomaba como un encargo más… Me dijo que iba a estar un año en Europa y que los primeros meses los pasaría entre Amsterdam y Berlín… Me pedía que le hablara de mi investigación… Le encantaba saber que Rembrandt coleccionaba cosas como cocodrilos disecados, familias de conchas, collares tribales y flechas… A mí me interesaba, por otra parte, conseguir un permiso para visitar el castillo de Edenburg, y pensé que él podría ayudarme.
– ¿Por qué quería usted visitar Edenburg?
– Para ver si era verdad lo que dicen sobre Van Tysch: que colecciona espacios vacíos. Los que han estado en Edenburg aseguran que en el castillo no hay muebles ni adornos, sólo habitaciones desnudas. No sé si será cierto, pero pensé que podía constituir un buen… un buen colofón para mi trabajo…
– En Amsterdam siguió viendo a Óscar, ¿verdad? -inquirió el hombre.
– Una sola vez. El resto fueron llamadas telefónicas. Él no paraba de ir con la colección de Berlín a Hamburgo, de Hamburgo a Colonia… No tenía mucho tiempo libre. -Briseida se frotaba los brazos. Sentía frío, pero trataba de concentrarse en las preguntas.
– ¿Qué le contaba por teléfono?
– Me preguntaba qué tal me encontraba. Quería verme. Pero creo que lo nuestro, si es que hubo algo, había terminado.
– ¿Y la vez que lo vio?
– Fue en mayo. Óscar estaba en Viena. Había conseguido una semana libre y me llamó. Yo vivía en Leiden y quedamos en vernos en Amsterdam. Él se hospedó en un hotelito cerca de la plaza del Dam.
– Un viaje muy apresurado, ¿no?
– Se sentía aburrido en Europa. Sus amigos estaban en Estados Unidos.
– ¿Qué hicieron en Amsterdam?
– Pasear por los canales, comer en un indonesio… -De repente Briseida decidió perder la paciencia-. ¡Qué más quiere que le cuente! ¡Estoy cansada y muy nerviosa! ¡Por favor…!
La ventana de Poli Malo se convirtió en la mujer de gafas negras. Briseida casi saltó del asiento.
– Supongo que también follaban, ¿no? Quiero decir, además de todas esas interesantes conversaciones sobre arte y fotografía de paisajes…
No hubo respuesta.
– ¿Sabe a lo que me refiero? -dijo la mujer-. Al sacapún, sacapún que suelen practicar machos y hembras, a veces los machos por un lado y las hembras por otro, a veces en común.
Briseida decidió que aquella desconocida era la persona más desagradable que había visto en su vida. Aun a la exacta distancia de una pantalla de ordenador, con el rostro plegado, bidimensional y luminoso, la cabeza reducida por los jíbaros del software, aquella mujer la crispaba más allá de lo soportable.
– ¿Follaban, sí o no?
– Sí.
– ¿Era una inversión o una cuenta corriente?
– No sé lo que dice.
– Le pregunto si usted obtenía algo a cambio, por ejemplo un abono de visitas a Edenburg, o si lo hacía por hacer algo con la mitad inferior de Óscar.
– Váyase a la mierda. -Las palabras brotaron de Briseida sin esfuerzo ni temor, como amantes desesperados-. Váyase a la mierda. Quémeme los ojos, si quiere, pero váyase a la mierda.
Esperaba venganza, pero, para su sorpresa, no sucedió nada.
– ¿Había amor? ¿Entre Óscar y usted?
Desvió la vista hacia las paredes verdes del apartamento de Roger.
– No pienso contestar a esa pregunta.
Esta vez sí sucedió, y de forma tan centelleante que sus ojos transitaron del verde de la pared al del pincel en un solo cambio de plano. Se encontró, de improviso, completamente inmovilizada y accesible, como una parturienta primeriza. Gruesos guantes de jardinero ceñían su rostro. La presión contra su mandíbula apenas le dejó vociferar que contestaría, por supuesto, que iba a contestar cualquier cosa que le preguntaran, por favor, por favor… (Por suerte, en inglés es más fácil: please puede soltarse con un ligero salivazo.) Escuchó un clic, una diminuta sílaba de abeja, y de nuevo comprobó que su ojo estaba intacto.
– ¡No! ¡No había amor! ¡No lo sé! ¡No sé si él me quería…! ¡Yo lo consideraba un amigo…! -Sentía las plantas de los pies húmedas y pegajosas. Comprendió que había pisado su propio vómito, pero qué importaba eso ya, ahora que estaba llorando y que la mujer de la pantalla (impasible busto cuarteado por su llanto) la veía llorar-. ¡Por favor, déjenme…! ¡Les he dicho todo lo que sé…!
– Vamos, vamos, reconózcalo -dijo la mujer-. Hubo cierto interés, ¿verdad? ¿Qué atracción experimentaría usted, si no, por un calvo a quien obligaban a llevar peluquín en el trabajo y que le hablaba de paisajes y de Safo de Lesbos? No tiene usted problemas con los hombres, me parece: movió un poco el culo en Amsterdam y Roger Levin la vio y la invitó a hospedarse en su casa. ¿Fue así?
Era una manera cruel de resumir lo sucedido. Una semana antes, en Amsterdam, Briseida había visitado la exposición «Plaisirs» de Maurice Marchal, un pintor que le interesaba porque coleccionaba objetos fetichistas y sólo pintaba hombres en erección. Roger Levin también se encontraba en la galería esa tarde, por pura casualidad, según le explicó después. Había viajado a Amsterdam con el fin de entrevistarse con las altas jerarquías de la Fundación y obtener datos sobre la esperadísima inauguración de «Rembrandt» prevista para el 15 de julio. De paso, pretendía comprar un Marchal para una amiga. Si había que creerle, lo primero que le atrajo de Briseida fue el abanico moreno de su pelo rozando las empinadas nalgas. Briseida se había agachado para observar uno de los cuadros, un joven musculoso en cuclillas con el pene erecto en vertical exacta pintado de verde Veronés. Roger había aprovechado la simetría para acercarse y comentarle en inglés que la postura de ella era la misma que la del cuadro. No fue una frase muy inteligente, pero superaba la media de primeras frases que le habían dirigido en tales ocasiones. Levin tenía una cara simpática e infantil y vestía traje con chaleco. Su pelo formaba un criadero de caracoles con brillantina. La verdad, estaba irresistible, incluso en medio del paisaje que los rodeaba, con más de una decena de hombres desnudos y coloreados enarbolando el miembro. Pero su principal atractivo era su padre, y Roger se apresuró a mencionarlo. Briseida sabía que Gastón Levin era uno de los marchantes más importantes de Francia. Con la misma naturalidad con que parecía improvisarlo todo, a Roger se le había ocurrido que Briseida lo acompañara de vuelta a París y se hospedara unos días en su casa metalizada de la rive gauche. ¿Por qué no?, pensó ella. Era una oportunidad única para conocer de cerca los negocios de una gran familia de intermediarios de cuadros.
Por suerte, Poli Malo había desaparecido de nuevo.
– Después de Amsterdam, ¿ya no ha vuelto a ver a Díaz? -prosiguió el hombre.
– No. Me llamó hace dos semanas por última vez… El domingo 18, creo…
– ¿Le dijo algo nuevo?
– Quería preguntarme cómo se obtenía un permiso de residencia en un país de la Comunidad Europea. Sabía que yo había conseguido uno gracias a la beca de la universidad.
– ¿Por qué le interesaba saber eso?
– Me dijo que había conocido a alguien recientemente, un indocumentado, y quería echarle una mano.
Briseida se percató de que había dicho algo importante para ellos. La tensión del hombre en la pantalla fue casi tangible.
– ¿Le habló de esa persona?
– No. Creo que era una mujer, pero no estoy segura…
– ¿Por qué lo cree?
– Óscar siempre es así -sonrió Briseida-. Le encanta ayudar a las damas.
– ¿Qué le dijo exactamente?
«Es inmigrante, pero carece de papeles -le había dicho Óscar-. Como tú has estado viviendo en Europa varios meses, he pensado que sabrías cómo conseguir algún tipo de visado.» No quiso darle más detalles, pero Briseida estaba casi segura de que hablaba de una mujer. Y eso había sido todo.
– ¿Quedaron en llamarse de nuevo cuando se despidieron?
– Me dijo que me llamaría, pero no cuándo. Al marcharme de Amsterdam, dejé el teléfono de Roger a mis amistades para que Óscar pudiera localizarme, pero no me ha llamado todavía.
– ¿Hizo alguna averiguación sobre lo que él le pedía?
– Pregunté en mi embajada algunos datos, poca cosa… ¿Puedo sonarme la nariz, por favor?
– Bueno, no vamos a conseguir nada más. Dile a Thea que lo limpien todo, les den chocolate a los loros y se larguen -murmuró la señorita Wood, y apagó su ordenador portátil con un gesto de rabia.
Lo del chocolate a los loros no iba a ser cosa fácil y Bosch lo sabía. Roger Levin era un cretino, pero a esas alturas estaría muy enfadado por haber sido sacado de la cama a la fuerza mientras gozaba junto a su última conquista, y habría telefoneado ya (o estaría a punto de hacerlo) a su magnífico papá. Era cierto que, mientras su hijo jugaba al ajedrez en los subterráneos de la mansión Roquentin (y empleaba toda su astucia en comerse al alfil de las blancas, Solange Tandrot, dieciocho años, rubia rizada, afilada y anoréxica -pero no lo logró, y tuvo, en cambio, que comerse obligadamente a Robert Leyoler, un robusto peón de diecinueve-), Gastón había sido avisado la noche anterior de lo que iba a suceder mediante una llamada telefónica. Bosch le había explicado que la única que les interesaba era la colombiana y que no iban a molestar a su hijo (falso, naturalmente: iban a interrogarlos por separado). Levin padre había dado su consentimiento, pero aun así había que ser precavidos. La influencia de Levin no podía echarse en saco roto. Era un marchante de poca monta, pero muy astuto, que vivía rodeado de lujo en un edificio decorado al estilo años veinte en el quai Voltaire. Se comentaba que su mujer colgaba la ropa en los brazos extendidos de un Max Kalima original, la Judith, cuya modelo, Annie Engels, se arqueaba junto a la chimenea del salón. Sea como fuere, con la familia Levin no se podía bromear. Por fortuna, Bosch conocía el punto débil del marchante. Levin estaba enamorado de ciertos originales de la primera época del Maestro. Pretendía adquirirlos a un «precio especial» para revenderlos luego en Estados Unidos. La negociación con Stein se encontraba en punto muerto: Levin sabía que, si se portaba mal, Stein bloquearía la venta. Con la Fundación Van Tysch tampoco se podía bromear.
– ¿Quiénes eran, Roger? No pertenecían a la policía, ¿verdad? ¿Los conocías?
Roger se observaba en el espejo una contusión en el omoplato derecho, quizá debida a un golpe propinado por la mujer soldado. Sea como fuere, le dolía. Disimularía el hematoma con crema corporal. Se sentía humillado por lo sucedido, y aún le temblaban las piernas, pero se consolaba pensando que no había sido, como temió al principio, una invasión de polis de verdad (tenía una habitación hermética en el piso de abajo llena de adornos ilegales cuya existencia incluso su padre ignoraba), y que no habían estropeado ninguno de sus hermosos óleos de la planta superior.
– Eran… eran gente de mi cuerda -contestó. Su padre le había prohibido que comentara el incidente con la chica.
– ¿De tu cuerda?
– ¡Sí, como la gente que viste ayer en la mansión de Roquentin! ¡Gilipollas a los que pagan por llevar armas y custodiar cuadros…! ¡Qué importa quiénes eran…!
– Buscaban a un amigo mío que trabaja en la Fundación Van Tysch… ¿Por qué…?
– ¡Y yo qué sé!
– Iremos a la policía.
– Mejor será dejar correr el asunto -dijo Roger-. Cuestiones de negocios, ya sabes…
Briseida siguió secándose con la toalla sin decir nada. Acababa de ducharse y de comprobar que se encontraba ilesa tras aquella increíble sesión de pintura. Es decir, de tortura. Pero pensó que, en cuanto se vistiera, empacaría sus cosas y se marcharía de casa de Roger Levin. Había sido un error aceptar su invitación. Estaba casi segura de que gran parte de la responsabilidad de lo sucedido era de Roger y del mundo de facinerosos que lo rodeaba.
¿Y Óscar? Deseaba sinceramente que no le hubiese ocurrido nada malo, pero un presentimiento del cual no podía librarse le decía que no iba a volver a verlo jamás.
– Cada vez estoy más segura de que Díaz no ha tenido nada que ver en esto -dijo la señorita Wood.
– Entonces, ¿por qué ha desaparecido? -preguntó Bosch.
– Es lo que no comprendo.
El cigarrillo ecológico, aplastado en el cenicero, era una arruga color verde.
– Pero ¿qué es esto? -preguntó Jorge.
– Soy yo -dijo Clara.
No podía creerlo. La criatura que lo miraba desde aquella amarillez era un ser de otro mundo, un demonio de cuento chino, un duende de piel azufrada. Clara, sí, pero menos. Clara y Yema. O Clara corregida: porque él recordaba que el alabeo de sus clavículas nunca había sido tan suave ni la sombra bajo sus pómulos tan imprecisa. Y el contorno de sus músculos. Y su silueta. Era ella, pero distinta. Y quienes la habían dibujado así no disponían de color carne, sólo de lápices amarillos muy tenues en tono limón. Acostumbrado a atisbarla en el incesante carnaval de los óleos, una parte de su cerebro no se sorprendió. Sin embargo, aquello era algo más que pintura.
– Si quieres, me quito la ropa -dijo ella (hasta la voz resultaba diferente: ¿cierto eco de cristal?)-. Pero te advierto que el resto es más de lo mismo.
Jorge se acercó cautelosamente. En el rostro de la criatura, la brecha de los labios se curvó hacia arriba.
– No muerdo, ¿sabes? Ni soy contagiosa.
Estaba de pie, en postura de alumna buena, con las manos en la espalda. Su vestuario -top hasta la mitad del vientre con tirantes en equis y minifalda subrayada de arrugas- parecía juvenil y normal. «Pero es material acolchado -le explicó ella-, propio para el traslado de lienzos.» Los zapatos eran sandalias planas y cerradas como patucos.
– ¿Qué te han hecho?
– Me han imprimado.
– ¿Imprimado?
– Ajá.
Jorge conocía aquel término de igual forma que ella sabía lo que era una endoscopia o un TAC. El argot de tu pareja es lo primero que se te pega, a veces lo único. Sin embargo, existía una ligera diferencia: él torcía el gesto cuando la oía decir cosas como «hiperdramático», «imprimar» o «quietud». Pensaba que era un poco injusto por su parte, pero, ay, desgraciadamente inevitable. La profesión de Clara le desbordaba. Es verdad que la de Beatriz, su ex mujer, no le entusiasmaba en modo alguno (la copulación de las bacterias, Dios mío), y la de su hermana Arabia (decoración) y, no digamos, la de su hermano Pedro (crítico de arte) le parecían excéntricas, pero la biología, la decoración o la crítica de arte son profesiones que uno puede comprender. Trabajar como cuadro, sin embargo, superaba todas sus capacidades reflexivas.
– Perdona, pero creo recordar que te han «imprimado» en otras ocasiones, o al menos eso me has dicho, y no…
– Nunca de esta forma, Jorge, nunca de esta forma. Estás viendo un trabajo de especialistas. Ha sido en F &W, la mejor casa. Si te contara todo lo que me han hecho…
– Hasta tus ojos…
– Sí, el iris, la conjuntiva y la retina. Y el resto del cuerpo, incluyendo los orificios y oqueda… ahhmmmmm… des -concluyó y sacó la lengua.
Un estambre tembloroso asomando entre el labelo de los labios. Jorge había visto orquídeas con aparatos reproductores del mismo tono que aquella cosa. Pero no sólo la lengua: todo el paladar. «¿Desteñirá?», se preguntó su machismo relampagueante. A ella le encantaba provocarle aquel asombro.
– No te preocupes, la imprimación nunca es permanente. Debajo sigo teniendo el aspecto de siempre. Pero aún no has visto lo mejor.
¿Qué otra cosa había que ver? Parpadeó, se acercó más.
– No se trata de mi piel, sino de lo que llevo colgando -lo ayudó Clara.
Entonces lo descubrió. Una cartulina entre sus pechos atada a su cuello con un hilo negro. Y otra similar en la muñeca derecha y otra más en el tobillo derecho. Color amarillo anaranjado, amarillo fuerte, amarillo emperador de la China. Ella le había dicho alguna vez que ese color, justo ese color, era el de las etiquetas de…
– Ajá. -Clara sonrió triunfal al ver que él, por fin, comprendía-. ¡Me ha contratado la Fundación Van Tysch!
Una maleta -razonaba Jorge- también lleva etiquetas con el color de la compañía aérea en la que vuela, pero al fin y al cabo es una maleta y a nadie le sorprende eso. Sin embargo, a saber lo que pensaría quien contemplara a aquella chica de top y falda blanco perla, cabello y piel como el plástico de una muñeca, sin pestañas ni cejas, casi sin rasgos faciales, pero atractiva pese a todo, sí, incluso, por alguna razón morbosa e inexplicable, especialmente atractiva, con tres etiquetas amarillas colgando del cuerpo. ¿Un maniquí japonés de última generación? ¿Una entertainer para los vuelos intercontinentales? A juicio de Jorge, cualquier cosa. Campanilla sin alas de libélula; una criatura feérica recién salida de los pinceles de uno de esos ingleses románticos que tanto detestaba Pedro y vestida con un conjunto veraniego.
– Pero no te preocupes -lo tranquilizó ella-, que nadie me verá. Me han traído a Barajas en una furgoneta blindada, pero no hemos entrado por la zona de pasajeros sino por la de carga y descarga de mercancía frágil, como suelen hacer con los lienzos imprimados que trasladan de un país a otro. -Sus ojos chispeaban en amarillo-. Esta habitación es para uso exclusivo del material artístico que transporta KLM. Tengo que esperar aquí hasta que me avisen para subir al avión que me llevará a Holanda.
La habitación gozaba de escasas comodidades: tan sólo un banco amarillo (donde ella había reposado antes de que Jorge llegara) y una repisa al estilo de una barra de bar angosta a lo largo de una de las paredes. Prefirieron acomodar el trasero en la repisa.
– ¿Te va a pintar…? -murmuró Jorge como en sueños, sin atreverse a pronunciar el nombre dorado-. ¿Te va a pintar Van…?
Clara, que se ajustaba el escote del top, tendió una mano con rapidez y le colocó un amarillento dedo en los labios, en medio del bigote gris. Jorge olió a productos químicos.
– No lo digas. Seguro que me trae mala suerte si lo dices. Aún no lo sé con seguridad. Además, recuerda que en la Fundación hay varios artistas. Podría ser Rayback, Stein, Mavalaki…
– Pero… la colección «Rembrandt»…
– ¡Sí, sí, ya! ¡Esa colección es suya y aún hay tiempo de que yo sea uno de sus cuadros! ¡Pero, por favor, no lo digas! ¡Soy tan feliz con lo que tengo que no quiero pensar en nada más…!
Se miraron. Clara resplandecía bajo los tubos fluorescentes. Jorge se sentía un tanto oscuro. No compartía nada con aquella figurita alienígena, aquella porcelana a medio terminar (por Dios, le producía dentera ocular verla así, aquel amarillo era para sus ojos como una uña patinando sobre el encerado; hubiera estado dispuesto a añadirle esa capa de rosa carne que le faltaba). Comprendía su excitación, pero no podía dar un paso más. ¿Quién se lo reprocharía? Era radiólogo, tenía cuarenta y cinco años y el pelo encanecido y brillante como el algodón que imita la nieve en los abetos de Navidad, pero este rasgo constituía una de las dos únicas excepciones luminosas de su existencia. Su bigote era gris, por ejemplo. Y cinco años de matrimonio fracasado con una bióloga, Beatriz Marco, le habían convencido de que su vida no resplandecía más que su bigote. Clara era la otra excepción luminosa. La había conocido el año anterior, en primavera, un día en que el sol parecía empeñado en pintarlo todo de amarillo. Su hermano Pedro lo había invitado a un cóctel en casa de una coleccionista, una belga afincada en Madrid llamada Edith que deseaba mostrar al mundo su flamante adquisición: La reina blanca, la última obra de Victoria Lledó. Por aquella época, los trámites de divorcio traían a Jorge de cabeza. No le faltaba trabajo (su consulta de radiología se hallaba satisfactoriamente asediada), pero se encontraba más solo que el rey de ajedrez del bando perdedor. No imaginaba que conocer a La reina blanca cambiaría su vida. Un infalible sexto sentido («lo heredaste de tu padre», decía su madre) le hizo aceptar aquella invitación decisiva que su hermano había improvisado con el mero propósito de distraerlo.
Edith No-sé-quién-weke, pródiga en túnicas y perfumes, los paseó por su choza de La Moraleja enseñándoles su colección completa de obras hiperdramáticas: hombres y mujeres pintados y quietos, colocados en el salón, la biblioteca y la terraza. «¿Qué coño hacen ahí parados? -se interrogaba Jorge, abismado en la fatigada hermosura de los rostros-. ¿En qué piensan mientras los miramos?»Estaban llegando al jardín, donde se exhibía la obra de Vicky Lledó.
– Es una outside performance -dijo Edith, y se volvió hacia Pedro-: Aquí las llaman acciones de exterior, ¿verdad?
– ¿Qué significa eso? -preguntó Jorge.
– Son cuadros HD en los que las figuras se mueven y ejecutan cosas planeadas por el artista -repuso Pedro, didáctico-. Se llaman «exteriores» porque se exhiben al aire libre, y acciones porque se desarrollan cada cierto tiempo y se repiten en un ciclo continuo que nada tiene que ver con la presencia de público. Si se exhibieran como cualquier otro espectáculo y el público tuviera que acudir a una hora determinada para verlos, serían encuentros.
– Entonces, ¿esto es como un art-shock?
Edith y Pedro compartieron una sonrisa de complicidad.
– Los art-shocks, querido hermano, son encuentros interactivos, es decir, espectáculos con horario en los que el propietario del cuadro o sus amigos pueden participar si lo desean. La mayoría son de tipo sexual o violento y completamente ilegales. Pero no pongas esa cara de cabrón, macho, porque hoy no vas a tener tanta suerte: La reina blanca no es un art-shock sino una acción no interactiva. O sea, un cuadro que hará algo cada cierto tiempo sin participación directa del público. En fin, lo más inocente de lo más inocente, ¿no es verdad, Edith? -La belga asentía con una risita afable.
Jorge se preparó para aburrirse. No sospechaba lo que estaba a punto de presenciar.
El jardín era amplio y se hallaba protegido de la curiosidad con un muro muy alto. La obra se exhibía sobre el césped. Era un cubículo sin techo con tres paredes blancas y un suelo de baldosas ajedrezadas. En la pared del fondo, a ras del suelo, se distinguía una abertura rectangular a través de la cual destellaba la hierba. En el interior del cubículo había una mesa, sillas, bocadillos, agua y una percha, todo de color blanco. Una muchacha de opulento pelo rubio vestida con un traje de novia muy blanco se recostaba lánguida sobre las baldosas. Rostro y manos resplandecían con lividez etérea. De pronto, mientras Jorge miraba, se puso a cuatro patas, gateó hacia la abertura, introdujo la cabeza, retrocedió, la introdujo otra vez. La imagen resultaba chocante, como una película surrealista.
– ¿Veis? -explicaba Edith-. Quiere salir por ese agujero, pero no puede, porque con el vestido de novia no cabe…
– La metáfora es simple -dijo Pedro-: está harta de vivir encerrada en el matrimonio burgués.
Inútiles esfuerzos por introducir los encajes festoneados. Retroceso. Vuelta a intentarlo. Cintura cimbreante, trasero en alto, caderas encajadas en el marco. Jorge sufría contemplándola: él se sentía, en cierto modo, en idéntica situación con Beatriz.
– La chica comprende -proseguía Edith- que tiene que quitárselo para lograr su propósito… Ah, mira: ahora se lo quita y lo cuelga de la percha… Vence sus prejuicios, por así decir, se desnuda y escapa… -Y, haciendo un gesto hacia sus invitados-: Vamos al otro lado del jardín para ver la continuación.
Su hermano tuvo que darle un codazo.
– Jorge nunca había visto un cuadro acción en vivo -se reía Pedro.
– Es hermoso, ¿eh? -Edith guiñaba un ojo.
Se sintió caminando en sueños hacia la parte posterior del jardín, tras el cubículo. Había allí un espacio cuadrado recubierto de arena húmeda que también pertenecía a la obra. La muchacha yacía recostada sobre él. Parecía feliz. El sol estallaba en diminutos puntos de fulgor sobre su cuerpo pintado como en un lienzo de Seurat. Jorge (la boca abierta) nunca había visto una desnudez tan perfecta. Los pechos no eran muy grandes, pero sobresalían exactos en aquel torso con suaves peldaños de costillas. La ondulación del vientre era genuina, no un artificio de la contracción muscular. A él se le antojó que podía abarcar la cintura con sus manos. Las piernas derrochaban longitud: era fácil equivocarse al tornear piernas así, pero Jorge las exploró a cámara lenta con ojos radiológicos sin descubrir ningún defecto a todo lo largo del asfalto muscular. Ni siquiera los pies y las manos (siempre tan difíciles, ay, para un pintor y para la genética) resultaban erróneos: dedos largos y equilibrados, grosor justo, tendones que destacaban sólo para señalar que estaban vivos. Sus arquetipos culturales, sincronizados a la belleza de fines del siglo XX y principios del XXI, fueron unánimes: una obra maestra.
Pero no sólo la forma sino el gesto, las expresiones contradictorias de un rostro a la vez malicioso e ingenuo, el subrayado de las articulaciones, el uso de músculos que en cuerpos como el de Jorge dormían toda la vida hasta que las convulsiones de la agonía los despertaban (quizá). Era el conjunto más armónico que había contemplado en su vida. La muchacha daba vueltas rebozándose en arena fresca. Luego se levantó e inició una danza brutal -su pelo convertido en un torbellino de lingotes-, gritó y fabricó un taparrabos con hojas de morera ajustándolo a su elástica cintura. Durante todo aquel furioso ejercicio su piel exudaba pintura: un tono muy claro de limones exprimidos que su hermano definió como «amarillo gutagamba». En la mente febril de Jorge la palabra adquirió rumor de danza sagrada. Mientras entraba en la casa a por más bebida y regresaba velozmente al jardín para asistir a la continuación, murmuraba para sí: «Gutagamba. Gutagamba». Se convirtió en un ritmo obsesivo.
La tarde declinaba. El cuadro llevaba una hora y media de desarrollo. Como colofón de su bacanal privada, la chica se masturbó: lenta, imperiosamente, de espaldas sobre la arena. Jorge no creyó que fingiera.
– Pero, entonces -continuaba narrando Edith en su castellano foráneo y musical-, después del éxtasis comienza a sentir hambre y sed. También frío. Y recuerda que el alimento, el agua y el vestido están dentro de la habitación. De modo que vuelve a deslizarse por el agujero, entra en el cubículo, come, bebe, se pone otra vez el traje de novia y vuelve a ser la chica casta y educada del principio. Y el cuadro vuelve a empezar después de un descanso. Está cargado de mensaje, ¿eh?
– Típico de Vicky Lledó -definió Pedro mesándose la barba-. La liberación completa de la mujer será imposible mientras el hombre siga chantajeándola con los aparentes beneficios del estado de bienestar.
Aquella noche el lienzo regresaba a Madrid en taxi. Jorge se ofreció a llevarlo (por fortuna, Pedro prefirió marcharse por su cuenta). Vestida con jersey, vaqueros y pañuelo al cuello, no le pareció menos excitante que desnuda, despeinada y bronceada de sudor y arena. Su ausencia de cejas y el brillo de su piel resultaban llamativos. Ella le explicó que estaba «imprimada». Era la primera vez que él oía esa palabra. «Imprimar significa preparar un lienzo para ser pintado», definió ella. Durante el trayecto, con las manos pegadas al volante, le hizo algunas preguntas y obtuvo algunas respuestas: tenía veintitrés años (a punto de veinticuatro) y era modelo de arte HD desde los dieciséis. A Jorge le deleitó su desenvoltura, su inteligencia, su forma de mover las manos al hablar, el tono suave pero decidido de su voz. Ella le explicó cosas fantásticas sobre su trabajo. «Los modelos de arte HD no son actores, no te confundas: son obras de arte y hacen todo lo que los pintores deciden que hagan, sí, todo, sin trabas de ninguna clase. El hiperdramatismo se llama así precisamente porque va más allá del drama. No hay fingimiento alguno. En el arte HD todo es real, incluyendo el sexo, cuando lo hay, y la violencia.» ¿Qué sentía ella haciendo todo eso? Pues lo que se suponía que debía sentir, lo que el pintor quería que sintiera. En el caso de La reina blanca: claustrofobia, libertad absoluta, incomodidad y regreso a la claustrofobia. «Increíble profesión», admitió él. «¿Y tú en qué trabajas?», preguntó ella. «Yo soy radiólogo», replicó él.
Después vinieron las citas, los paseos, las noches compartidas.
Si le hubieran pedido una palabra para resumir aquella relación, habría respondido sin titubeos: «Extraña y excitante».
Todo en ella le fascinaba. La forma en que se maquillaba a veces. Las esencias remotas con que se perfumaba en ocasiones. La lujuriosa elegancia de su vestuario. Su suprema indiferencia a la hora de exhibirse desnuda. Su bisexualidad sin tapujos. Los escandalosos ejercicios que a veces debía realizar cuando la pintaban. Y, sin embargo, pese a todo, su ingenuidad de actriz debutante. En ella, las contradicciones eran la norma. Él devoraba sus cualidades hasta empalagarse. Entonces añoraba un poco de sencillez. Beatriz se volvía sencilla tras espiar la copulación de sus bacterias. ¿Por qué Clara no podía serlo cuando se despojaba de la pintura? ¿Por qué esa terrible sensación de fetichismo, como si acostarse con ella fuera igual que besar un zapato de lujo?
Últimamente la obligaba a discutir: era su manera de obtener sencillez. «Todas las parejas discuten. Nosotros también. Conclusión: nosotros somos como todas las parejas.» La lógica de aquel razonamiento le parecía rigurosa. El último combate lo habían mantenido el día del cumpleaños de Clara, el 16 de abril. Salieron a cenar a un nuevo restaurante (candelabros, acordeones y platos que exigían una lengua flexible para ser nombrados) descubierto por él. Jorge cierra los ojos y puede verla con la apariencia que tenía aquella noche: un vestido de Lacroix en piel y una gargantilla con la firma del diseñador colgando de una anilla de plata. Todo eso y sólo eso, sin prendas íntimas, porque se exhibía desnuda por las mañanas en un cuadro de Jaume Oreste. La mirada de Jorge zigzagueaba desde aquella anilla al lomo de los pechos comprimidos por el escote. Los pechos respiraban como ballenas blancas, la anilla oscilaba como el ojo de buey de un barco. Por supuesto que estaba excitado (siempre lo estaba cuando salía con ella) pero también tenía ganas de destruir aquella suntuosa armonía. Era como la tentación que impulsa al niño a romper el plato más caro de la vajilla. Comenzó sibilinamente, sin desvelar sus verdaderas intenciones, aprovechando un giro de la conversación.
– ¿Sabías que «Monstruos» ha sido la exposición más visitada de la Haus der Kunst de Munich desde su inauguración? Me lo dijo Pedro el otro día.
– No me extraña.
– Y en Bilbao se están dando de hostias para llevar «Flores» al Guggenheim, pero dice Pedro que les va a costar un huevo. Y eso no es nada: según todos los pronósticos, la nueva colección que se presenta este año, «Rembrandt», va a superar a «Flores» y «Monstruos» en número de visitantes y precio de las obras. Algunos dicen que va a ser la exposición más importante de la historia. En fin, que tu «Maestro» ha conseguido que el arte hiperdramático sea uno de los negocios más lucrativos del siglo XXI…
¡Buen anzuelo, capitán Achab! Las dos simétricas ballenas se yerguen a la vez. El barco de plata retiembla.
– Y tú, como siempre, piensas que el mundo se ha vuelto imbécil.
– No, el mundo es imbécil desde sus comienzos, no es eso. Lo que ocurre es que no estoy de acuerdo con la opinión que la mayoría de la gente tiene sobre Van Tysch.
– ¿Cuál?
– Que es un genio.
– Es que lo es.
– Perdona, Van Tysch es un listo, que no es lo mismo. Mi hermano dice que el arte hiperdramático lo fundaron Tanagorsky, Kalima y Buncher a principios de la década de los setenta. Ellos sí que fueron artistas, pero no se comieron una rosca. Entonces llegó Van Tysch, que de joven había heredado una fortuna de una especie de pariente rico de Estados Unidos, inventó un sistema para comprar y vender los cuadros, creó una Fundación que gestionara sus obras y se dedicó a forrarse con el hiperdramatismo. Qué negocio más redondo, joder.
– ¿Y eso te parece mal?
Ella mostraba una insoportable tranquilidad. Acostumbrada a dominarse, usaba este dominio como ventaja frente a él. A Jorge le resultaba muy difícil alterarla, porque la paciencia de un lienzo es infinita.
– Lo que me parece es eso: negocio, no arte. Aunque, bien pensado, ¿no fue tu querido Van Tysch quien dijo esa parida de «el arte es dinero»?
– Y tenía razón.
– ¿Tenía razón? ¿Acaso Rembrandt es un genio porque sus cuadros valen hoy millones de dólares?
– No, pero si los cuadros de Rembrandt no valieran hoy millones de dólares, ¿a quién le importaría que fuera un genio? -Él se disponía a replicar cuando una imprevista gota de natillas (era el postre: crepes en forma de rollitos cebados de crema) fue a caer en aquel momento sobre su corbata (chof, capitán Achab, te ha cagado una gaviota), lo que le obligó a desplegar el irritante ritual de la servilleta mientras ella proseguía-. Van Tysch comprendió que para crear un nuevo arte sólo se necesita que produzca dinero.
– Ese razonamiento únicamente es aplicable a los negocios, querida.
– El arte es un negocio, Jorge -sentenció ella inmutable, y la llama de las velas, fotocopiada por sus ojos azules, parpadeó.
– ¡Dios mío, oigan ustedes la opinión de una obra de arte! ¿Así que, según tú, que eres un cuadro profesional, el arte es un negocio?
– Ajá. Igual que la medicina.
«Ajá.» Esa maldita costumbre suya al hablar. Abría la boca y enarcaba una de sus falsas cejas pintadas al pronunciar aquella simétrica palabra. Ajá.
– Tú cobras por tus radiografías como un pintor por sus cuadros -prosiguió ella-. ¿No te cansas siempre de decir que tal o cual colega debería saber que «la medicina es arte»? Pues eso.
– ¿Pues eso qué?
– Que la medicina es arte, y por lo tanto es negocio. Hoy todo es igual: arte y negocio. Los verdaderos artistas saben que no hay diferencias entre ambas cosas. Al menos, hoy día ya no hay ninguna.
– De acuerdo, admitamos que el arte es un negocio. Entonces el arte hiperdramático es el negocio de comprar y vender personas, ¿no?
– He captado tu segunda intención, pero debo decirte que los modelos no somos personas cuando hacemos una obra de arte: somos cuadros.
– No me vengas con chorradas. Para engañar al público, esa tontería está bien. Pero las personas no somos cuadros.
– Ahora te pareces a los que opinaban, a principios del siglo pasado, que los cuadros impresionistas no eran cuadros de verdad. La historia del arte admitió el impresionismo, después el cubismo, y ahora ha admitido el hiperdramatismo.
– Porque son buenos negocios, ¿verdad? -Ella encogió sus hombros perfectos sin replicar-. Mira, Clara, no quiero ser iconoclasta, pero el arte hiperdramático consiste en colocar a chicas como tú desnudas o casi desnudas en diversas posturitas. También hay chicos, por supuesto. Y muchas adolescentes, e incluso niños. Pero ¿cuántos hombres o mujeres maduros ves en obras de arte HD? ¡Dime! ¿Quién pagaría veinte millones de euros por llevarse a un gordo pintado a su casa y colocarlo en una posturita?
– Te recuerdo que el cuadro que da nombre a la colección «Monstruos» de Van Tysch son dos personas gordísimas. Y vale mucho más de veinte millones, Jorge.
– ¿Y los adornos? Convertir a alguien en Cenicero o en Silla, ¿qué te parece? ¿También es arte…? ¿Y el art-shock…? ¿Y los cuadros «manchados»…?
– Todo eso es completamente ilegal y no tiene nada que ver con el hiperdramatismo ortodoxo.
– Dejemos el tema. Ya sé que es pecado tomar el nombre de Dios en vano.
– ¿Quieres otro rollo o te basta con el que estás soltando? -Señaló ella su plato con los rollitos de crepes intactos (otra consecuencia de su trabajo: controlaba las calorías con precisión, vigilaba su peso con aparatos electrónicos portátiles -la nueva moda-, cenaba zumos hipervitaminados, nunca parecía tener hambre).
Aquella noche hicieron el amor en el piso de él. Resultó como siempre: un ejercicio de placentera delicadeza. Ella era un lienzo y él tenía que ser cuidadoso. A veces él le preguntaba por qué no era tan «cuidadosa» consigo misma en uno de esos encuentros interactivos brutales llamados art-shocks en los que participaba en ocasiones. «Eso es distinto porque es arte -replicaba ella-. Y en arte todo está permitido, incluso estropear el lienzo.» «Ah», decía él. Y seguía admirándola.
Estaba loco por ella. Estaba harto de ella. No quería abandonarla jamás. Quería dejarla para siempre.
– No podrás -le advirtió un día su hermano Pedro-. Cuando nos encaprichamos con un cuadro siempre nos pasa lo mismo: no sabemos por qué nos gusta, pero no podemos deshacernos de él.
Clara ignoraba lo que sentía por Jorge. No era amor, por supuesto, ya que no creía haber sentido en toda su vida verdadero amor por nada ni por nadie, salvo por el arte (gente como Gabi o Vicky eran facetas de ese diamante). Y suponía que tampoco Jorge estaba enamorado. Comprendía que para él fuera muy satisfactorio cepillarse a un lienzo: eso pertenecía, digamos, al mismo estatus que comprarse un Lancia o un Patek Philippe, vivir en aquel piso de Conde de Peñalver o dirigir una próspera empresa de diagnóstico radiológico. «Acostarte con un óleo es algo casi lujoso, ¿no, Jorge? Algo propio de tu clase social.»Naturalmente que él le gustaba: aquel pelo blanco y aquel bigote erguidos en su fenomenal estatura, los ojos grises y la mandíbula fuerte. La excitaba pensar que él era un hombre mayor a quien ella pervertía. Lo adoraba cuando lo hacía enrojecer. Pero disfrutaba también imaginando lo contrario: que era él quien la pervertía a ella. El maestro del pelo blanco. El mentor bronceado de rayos UVA. Por si fuera poco, Jorge no pertenecía al mundo del arte, un detalle que le resultaba delicioso por su rareza.
En el otro platillo de la balanza colocaba su absoluta vulgaridad. El doctor Atienza mantenía la ridícula opinión de que el arte hiperdramático era una forma de esclavitud sexual legalizada, la prostitución del siglo XXI. Le parecía inconcebible que alguien pudiera comprar a un menor de edad desnudo con el cuerpo pintado para exhibirlo en su casa. Pensaba que Bruno van Tysch era un vividor cuyo único mérito había consistido en heredar una fortuna prodigiosa. Ella escuchaba sus exabruptos con amargura, porque si había algo en este mundo que la enervaba por encima de todo era la mediocridad. Clara añoraba a los genios como un pájaro la infinitud del aire. Sin embargo, era capaz de comprender la razón de tanta vulgaridad. La profesión de él no consistía, como la de ella, en entregar cuerpo y espíritu. Jorge nunca había sentido aquel escalofrío completo, la fragilidad y el fuego de un modelo en las manos de un pintor experto; desconocía el nirvana de la Quietud, los latidos del tiempo en la parálisis de un salón, las miradas del público como acupuntura fría sobre la carne.
Ambos ignoraban adonde les conduciría aquella relación de camas y veladas. Probablemente a la ruptura. Jorge quería tener hijos. En ocasiones se lo decía. Ella lo miraba con dulce compasión, como un mártir miraría a quien le preguntara: ¿le duele? La única vida que le apetecía reproducir, respondía, era la de ella. «Cada vez que soy cuadro es como si me diera a luz a mí misma, ¿no comprendes?» Por supuesto que no la comprendía.
Quizá lo que más le agradaba de él era la utilidad de su carácter tranquilo y consejero. Incluso dormido, Jorge resultaba terapéutico: respiraba en su momento, las pesadillas no lo tensaban, no le daba miedo la oscuridad de un cuarto (a ella sí), te aleccionaba sobre la forma perfecta de descansar. Sus palabras eran cremas recetadas por un médico amable y su sonrisa un sedante exacto e instantáneo. Tan lejano de todo lo que ella hacía, y tan apropiado.
En aquel instante necesitaba mucha dosis de Jorge.
– ¿Estás segura de que no te engañan? -preguntó él, intentando mostrarse escéptico.
– Por supuesto que estoy segura. Esto va a ser lo más importante de mi vida. No sólo voy a ganar más dinero del que nunca he soñado, sino que voy a convertirme… estoy segura de que voy a convertirme en… en una… en una gran obra de arte. -Jorge se dio cuenta de que había vacilado: como si supiese que todo lo que podía decir quedaría muy por debajo de la realidad-. Hoy me aseguraron que dentro de veinticuatro mil años seguirá hablándose de mí -agregó en un murmullo-. ¿Puedes creerlo? Me lo dijo la mujer de la Fundación. Veinticuatro mil años. No puedo dejar de pensar en eso. ¿Te imaginas?
Acababa de hacerle un apresurado resumen de lo sucedido. Le habló de la visita de los dos hombres a GS y de su entrevista con Friedman el jueves. El trabajo de imprimación se lo habían repartido cinco expertos: el propio Friedman se ocupó del examen de su cabello y su piel; el señor Zumi, de los músculos y articulaciones; el señor Gargallo puso a punto su fisiología; los hermanos Monfort afinaron su concentración y sus hábitos. El primero la recibió en el sótano del edificio de Desiderio Gaos después de que la hubieron desnudado, destruido su ropa y hecho fotos para la compañía de seguros. La palpó minuciosamente. Su pelo -dijo- debía recortarse. Y era preciso recubrirlo con un gel capaz de admitir la pintura. La suavidad de su piel no le pareció la adecuada. Prescribió cremas. Anotó los rebordes, los frunces. Observó el hueso de su laringe al tragar, de qué forma se hacía patente el teclado de sus costillas, la reacción de los pezones a la presión y al frío, la personalidad de sus músculos. Luego exploró todos y cada uno de sus orificios y oquedades correspondientes con dedos y luces. «Evítame los detalles», rogó Jorge.
El señor Zumi, un japonés misterioso y lacónico, la atendió en la primera planta cuando Friedman terminó con ella. Allí había un gimnasio, de cuyos aparatos Clara colgó durante varias horas. Zumi sorprendió cierta laxitud en sus cervicales y tendencia a acumular ácido láctico en las piernas. Envuelta en sudor, ella lo veía sonreír en silencio ante cada siniestra tortura: equilibrio sobre un solo pie, colgada del techo por los tobillos, de puntillas en una plataforma, doblando la espalda, levantando los brazos con pesas atadas a sus bíceps. Dos horas después, el agotado material pasó a manos del señor Gargallo, en la tercera planta. Gargallo era especialista en reacciones fisiológicas de lienzos, y coleccionaba un sinfín de experimentos filmados, una videoteca en DVD absolutamente repugnante. Estaba convencido de su propia inutilidad.
– La única víscera que importa es la única en la que no soy experto -le dijo a Clara, y se señaló la cabeza-. Por suerte, soy experto en la segunda más importante. -Se señaló la entrepierna.
Era un tipo afable, adiposo y amarillento, con barbita de chivo y gafas redondas y sucias. Comenzó advirtiendo que todo su trabajo era «una guarrada imprescindible». «Ya nos gustaría, ya, ser puros objetos de arte como un lienzo de tela o un trozo de alabastro -filosofaba Gargallo-. Pero somos vida. Y la vida no es arte: la vida es asquerosa. Mi tarea consiste en impedir que la vida se comporte como vida.» Sus ejercicios fueron otra pesadilla: el material -ella, inmóvil y desnuda- tuvo que soportar cuerpos extraños en los párpados espolvoreados con una pipeta; cosquilleo de plumas por remotos pliegues; drogas que removían al unísono vientre y vejiga o modificaban el ánimo, aumentaban o disminuían la excitación sexual o provocaban dolor de cabeza; sustancias que desplomaban la tensión o hacían sentir frío, calor o picores (esas ganas de rascarse, Dios mío, prohibidas para cualquier cuadro); el vértigo del hambre intensa; la rugosa maldición de la sed; el punzante asedio de los insectos y otras alimañas -«en los cuadros de exterior es frecuente que trepen por las piernas», decía Gargallo-; el cansancio extremo y el sueño, esa apisonadora de la conciencia que derrota la voluntad de cualquier cuadro permanente. Gargallo probaba nuevas molestias, ajustaba aquí y allá cuando veía que el material fallaba, indicaba pastillas en algún caso, anotaba incidentes.
La dejaron descansar unas cuantas horas y, aún agotada, tuvo que subir a la quinta planta y entregarse a Pedro Monfort. «Empecé en un sótano y voy a terminar en el ático», pensó con un cerebro extenuado pero decidido a resistir. Los Monfort eran hermanos, él muy joven y ella madura. Se dedicaban a la imprimación de pensamientos, trabajo noble donde los haya, y sin embargo no parecían felices. De hecho, Pedro Monfort se humillaba ante especialistas como Gargallo. Era un tipo de aspecto intelectual y rostro mal afeitado a quien le gustaban los silencios largos y trufar las frases de obscenidades.
– Las únicas cosas que importan son el coño y la polla -soltó de repente ante una fatigadísima Clara-. Te lo digo yo, que conozco muy bien el cerebro.
Afirmaba igualmente que la concentración era imposible.
– Sólo podemos concentrarnos distrayéndonos. Ya sé que a los lienzos se os enseña otra cosa en la academia, pero los métodos de las academias me los paso yo por los cojones. Observa a los niños mientras juegan. Están muy concentrados en lo que hacen. ¿Por qué? ¿Porque realizan un «esfuerzo de concentración» o porque están jugando? Es obvio, coño: están concentrados porque se distraen, porque gozan. Es absurdo que te esfuerces en concentrarte en la Quietud. Lo que debes hacer es gozar.
Era una de las palabras que más repetía. «Goza», decía, proponiendo un nuevo ejercicio mental.
Marisa Monfort, madura, de cabellera teñida y ojos enterrados en rímel, recibió los últimos restos de Clara en la séptima planta. Su despacho era oscuro y ella tampoco parecía feliz. Dos serpientes tatuadas ilustraban el dorso de sus manos, segmentados por el ábaco de incontables pulseras amarillas. Se sujetaba las sienes al hablar como si pulsara dos botones. «Lo mío es la memoria, niña -le dijo-. Las costumbres aferradas a nuestro yo que tanto estorban el trabajo hiperdramático.» La hizo entrar tres veces a su despacho y analizó los gestos. Le preocupó su excesiva tendencia a repetirse. Por fortuna, no descubrió ningún vicio «de esos que estropean la calidad de un buen material»: un tic, comerse las uñas, la tosecilla que nos invade cuando estamos nerviosos, las posturas de defensa. La asedió con situaciones imaginarias. Le mostró fotos obscenas o terribles. Valoró muy bien su ausencia de pudor. En cambio, fue rotunda con las conductas ilegales: Clara no podía cometer un pequeño delito sin que su conciencia protestara.
– Niña, niña: para ser un gran cuadro es preciso saltarse todas las barreras -le reprochó Marisa Monfort con acento de sibila-. No sabes en qué mundo te estás metiendo, niña. Ser una obra maestra tiene algo de… de inhumano. Debes ser más fría, mucho más fría. Imagina un tema de película de ciencia-ficción: el arte es como un ser de otro planeta y se manifiesta a través de nosotros. Podemos pintar cuadros o componer músicas, pero ni el cuadro ni la música nos pertenecerán, porque no son cosas humanas. El arte nos usa, niña, nos usa para poder existir, pero es como un alienígena. Debes pensar eso: no eres humana cuando eres cuadro. Imagínate un insecto. Un insecto muy extraño. Imagínate así, como un insecto, capaz de volar, chupar flores, ser fecundada por la trompa de un macho y envenenar a un niño con tu aguijón… Imagínate ser ese insecto ahora mismo.
Clara se lo imaginaba, pero era incapaz de comprender lo que el insecto pensaba.
– Cuando sepas lo que el insecto piensa -le dijo Marisa Monfort-, serás una buena obra de arte.
En la octava planta estaba el taller de imprimación. Fotografías ampliadas de grandes éxitos de F &W lo decoraban: un lienzo acuático de Nina Soldelli, la fabulosa Kirsten Kirstenman de pie en un interior de salón, la sorprendente figura femenina de cabello en llamas de Mavalaki y un exterior de Ferrucioli sobre un acantilado, todas ellas obras imprimadas por F &W. Allí escuchó, por fin, el gélido dictamen de Friedman: la aceptaban con reservas. Era buen material, pero tendría que mejorar. Una mujer con acento sudamericano (reconoció la voz: era la mujer que la había tensado por teléfono) le mostró el contrato. Cuatro hojas en papel turquesa con el epígrafe «The Bruno van Tysch Foundation, Department of Art». Apenas pudo creerlo. La alegría la inundaba. El contrato era por un año. La paga (cinco millones de euros) se efectuaría en dos plazos: la mitad ya estaba ingresada en su cuenta, el resto se abonaría al finalizar la obra. A ello se sumaría el porcentaje por la venta del cuadro y el alquiler mensual. Se incluían un seguro a todo riesgo y dos anexos: uno de dedicación exclusiva y otro de compromiso mediante los cuales ella hacía constar que nunca se prestaría a ser falsificada. Un tercer anexo la obligaba a dejarlo todo en manos del Departamento de Arte. Arte podía hacer cualquier cosa con ella, porque Arte era Arte. Lo que Arte iba a hacer con ella sólo lo sabía Arte, pero, fuera lo que fuese, ella tendría que aceptarlo. El pintor que la contrataba era de la Fundación, pero ella no conocería su identidad hasta que el trabajo comenzara. Clara firmó los cuatro papeles.
– Qué locura -rezongó Jorge.
– No tienes ni idea de cómo funciona esta movida. Todo se rige por el secreto más absoluto. Rembrandt, Caravaggio, Rubens y otros grandes maestros tenían sus «secretos de oficio», ¿no?: fabricación de colores, elección de lienzos… Pues los pintores modernos también los tienen. De esa forma impiden que otros copien sus ideas.
– ¿Y qué hiciste después?
– Tiempo libre hasta la etapa final de imprimación.
Fue el sábado. Duró todo el día. Un corte de pelo, una ducha de ácidos, aprestos de cremas distribuidos por su cuerpo mediante inmensas brochas móviles como en un túnel de lavado de coches, borrado de cicatrices (incluyendo la firma de Alex Bassan), esfumado de improntas, torneado y moldeado de músculos y articulaciones con flexibilizadores y cremas; tinción de piel, cabello, ojos, orificios y oquedades con aquella capa de blanco de base y fina pintura amarilla. Por último, las etiquetas, donde sólo figuraba su nombre, el logotipo de la Fundación y un misterioso código de barras.
Era domingo 25 de junio de 2006, y la imprimación había finalizado. La vistieron con el conjunto blanco de top y minifalda, la trasladaron al aeropuerto de Barajas y la guardaron en aquella habitación. Entonces le preguntaron si quería despedirse de alguien. Ella eligió a Jorge, que acababa de regresar del congreso de radiología y había oído su mensaje.
– Y eso es todo -concluyó.
Jorge valoró las cosas desde su punto de vista.
– Cinco kilos de euros es mucho dinero. Se puede decir que tienes la vida resuelta.
– Olvidas el porcentaje sobre la venta y el alquiler. Si hacen conmigo una obra maestra, puedo triplicar fácilmente esa cantidad.
– Dios mío.
Los ojos dorados de Clara se abrieron limpiamente mientras sonreía: dos Jorges asomaron a los iris amarillos.
– El arte es dinero -susurró ella.
Él miraba de hito en hito aquel espectro cada vez más dorado. «Aún no la han pintado y ya vale una fortuna.» En el silencio que siguió oyeron, amortiguados, los altavoces del aeropuerto de Barajas.
– Veinticuatro mil años -dijo Jorge en un tono que hacía pensar que se trataba de una cantidad negociable, como si fuera dinero-. ¿Puede una obra de arte HD durar tanto tiempo?
– Sólo se necesitarían veinticuatro mil sustitutos, uno por año. Pero yo pasaría a la historia como el modelo original.
¿Y un millón de años? Un millón de personas, calculó Jorge. Contando sólo con los habitantes de Madrid, a persona por año, la obra podía durar tanto como la vida del hombre sobre la Tierra sin olvidar el prólogo antropoide. Naturalmente, se precisarían muchas generaciones para ello, pero ¿qué son tres o cuatro millones de personas? De repente le parecía que no estaba contemplando a Clara: contemplaba toda la eternidad.
– Parece fantástico -dijo.
– Tengo un poco de miedo -confesó ella, y agregó, sonriendo con nerviosismo-: Sólo un poco, pero de mucha calidad.
Impulsivamente, Jorge extendió los brazos.
– No -dijo ella retrocediendo-. No me abraces. Podrías estropearme. Tengo ganas de llorar pero tampoco quiero. De todas formas me han asegurado que carezco de lágrimas y sudor. Y apenas me queda secreción de saliva. Se debe a la imprimación.
– Pero ¿te sientes bien?
– Me siento increíblemente bien, preparada para todo, Jorge, para todo. Ahora mismo sería capaz de hacer con mi cuerpo cualquier cosa que un pintor me ordenara.
Él no deseaba indagar en las posibilidades. Un hombre con uniforme azul oscuro de piloto entró en ese instante. Era alto y atractivo, tenía los labios gruesos y llevaba el nudo de la corbata flojo.
– Avión ya -dijo con marcado acento.
Clara miró a Jorge. A él le hubiera gustado decir algo trascendental, pero esos momentos no eran su especialidad.
– ¿Cuándo te veré? -se limitó a preguntar.
– No lo sé. Cuando me hayan pintado, supongo.
Quedaron un instante contemplándose y de repente Clara se dio cuenta de que estaba llorando. No supo cuándo había comenzado, porque lo cierto era que no había lágrimas, pero el resto del mecanismo seguía intacto: nudo en la garganta, esfuerzos del párpado, irritación ocular, angustia en el vientre. Las lágrimas tendría que añadirlas el artista, se dijo, quizá pintárselas en las mejillas o imitarlas con diminutas astillas de cristal, como las de algunas vírgenes. Después se controló. Decidió no emocionarse. Un lienzo debía mostrarse neutro. Se separó de Jorge sin volver la vista atrás y siguió al hombre a través de un corredor metálico enhebrado de rugidos de aviones. A cada paso que daba, la etiqueta del tobillo golpeaba su pie.
Fue algo repentino. Quizá su sexto sentido («lo heredaste de tu padre»), que hizo sonar la alarma cuando la vio desaparecer por la puerta. Clara no debía marcharse, no debía aceptar aquel trabajo. Clara corría peligro.
Por un instante Jorge titubeó y pensó en llamarla, pero la sensación -tan absurda- se esfumó con la misma rapidez y neutralidad con que lo había hecho ella.
Olvidó aquel presentimiento poco después.
Jamás había sentido tanto miedo y felicidad al mismo tiempo. Allí estaban, reconocibles, contradictorios: un pavor desmesurado y una alegría extática. Recordó que su madre decía algo parecido acerca del instante en que penetró en la iglesia el día de su boda con papá. El recuerdo la hizo sonreír mientras seguía al hombre del uniforme de piloto por aquel pasillo ensordecedor. Imaginó que había gente mirándola a ambos lados y que ella se deslizaba entre brumas de seda en dirección a un altar donde se erguían objetos tan dorados o amarillos como ella: un sagrario, cálices, la cruz. Dorado, amarillo, dorado.
Negro.
El fondo es negro carbón y el suelo negro humo. Sobre ese suelo se alza un asiento de metal semejante a un taburete de bar. Annek Hollech está sentada en el taburete balanceando uno de sus pies descalzos. Sólo lleva encima una camiseta negra con el logotipo de la Fundación y las tres etiquetas colgadas del cuello, muñeca y tobillo. Sus delgados muslos, desnudos hasta la proximidad de las ingles, son como tijeras abiertas sobre cuya superficie se reflejan líneas de luz tamizada. Mientras habla se mueve de un lado a otro, los talones apoyados en la barra del taburete. Su pelo castaño claro tiende a cerrarse como una cortina sobre su rostro sin cejas, un rostro en sombras tan puro como la arcilla fresca. Los dedos de la mano derecha juegan con el pelo, lo hacen retroceder, lo peinan, acarician un mechón.
– ¿De veras piensas eso? -preguntó el hombre desde algún lugar invisible.
Gesto de la cabeza.
– A lo mejor confundes la falta de tiempo con el desinterés. Ya sabes que el Maestro está dedicado por completo a terminar las obras de la exposición en honor a Rembrandt del próximo 15 de julio.
– No es su trabajo. -Ahora jugaba a doblar y desdoblar el borde inferior de la camiseta-. Es que ya no quiere verme. Los cuadros nos damos cuenta de eso. Eva también lo ha notado.
– ¿Quieres decir que tu amiga Eva van Snell también ha notado que el Maestro parece haber perdido interés por ti?
Gesto de la cabeza.
– Annek: sabemos por experiencia que los cuadros con dueño se sienten mejor, más protegidos. De hecho, Eva está comprada actualmente. ¿No será eso lo que te ocurre? ¿Que no te han comprado aún? ¿Recuerdas cuando te vendimos en Confesiones, Puerta entornada y Verano? ¿No te encontrabas bien con el señor Wallberg?
– Era diferente.
– ¿Por qué?
Puso cara de rubor, pero la imprimación impidió que el color de sus mejillas se modificara.
– Porque el Maestro decía que nunca había hecho nada como Desfloración. Cuando me llamó a Edenburg para comenzar los bocetos, me dijo que quería pintar conmigo un recuerdo de su infancia. Yo pensé que eso era bonito. El señor Wallberg me quería, pero el Maestro me había creado. El señor Wallberg es el mejor dueño que he tenido, pero es distinto… El Maestro se esforzó tanto conmigo…
– Te refieres al trabajo hiperdramático.
– Sí. Me llevó al bosque de Edenburg… Allí encontró una expresión… Encontró algo en mi cara que le gustaba… Me dijo que era increíble… Que yo era… que era como un recuerdo suyo…
El pie izquierdo se movía en lentos círculos sobre la moqueta negra: una aguja torneada sobre un disco de vinilo. La firma del tobillo destellaba durante las órbitas.
– No me importaría no ser comprada. Sólo quisiera… que él no sufriera por mi causa… Yo he hecho todo lo que me ha pedido. Todo. Sé que es egoísta por mi parte pensar que él me debe algo a cambio, porque al pintarme en Desfloración me… me ha dado… lo mejor del mundo, lo sé, pero…
Se quedó callada.
– Dime -la animó el hombre.
Al elevar la vista, los ojos verdes de Annek brillaban un poco más.
– Me gustaría… me gustaría decirle… que no puedo evitar… no puedo evitar hacerme mayor… No es mi culpa… Me gustaría que mi cuerpo fuera de otra forma… -Su voz se quebraba-. No es mi culpa…
En ese instante sucedió algo increíble. El cuerpo de Annek se abrió en silencio por la mitad, como una flor, de la cabeza a los pies. La silla en la que se sentaba también quedó hendida. En medio de las dos mitades penetró con ímpetu un hombre mayor, de traje oscuro y ostentosa calva circundada de canas. Se detuvo bruscamente y dijo:
– Oh, lo siento. Estabas con un vídeo-escáner. No lo sabía.
Lothar Bosch se apartó y la figura tridimensional de Annek se recompuso en un silencio puro, como el agua se apresura a rellenar el vacío cuando el dedo sumergido la abandona. La señorita Wood pulsó el botón de pausa y la adolescente quedó inmóvil en medio de la habitación.
– Ya había terminado -dijo Wood, y bostezó-. Esto es más de lo mismo.
Presionó el rebobinado y Annek comenzó a ejecutar un terrorífico baile de San Vito. Entonces se quitó el visor de RA y lo dejó sobre la mesa, conjurando el espectro de la adolescente. La mesa era una mitad de elipse incrustada en la pared. Se trataba del único mueble de color madera que había en aquella pequeña cámara audiovisual del Museumsquartier. Todo lo demás era negro, incluyendo las sillas de patas finísimas. Wood ocupaba una de las sillas y su conjunto de rebeca y vestido rosados brillaba en la negrura. Junto a ella se erguía una pila de cintas de RA. En la pared, a su izquierda, sobresalían como gárgolas cámaras y reproductores.
Bosch, en elegante traje gris (la tarjeta roja de la solapa parecía un clavel de boda), ocupó la silla opuesta y desenvainó las gafas de lectura.
– ¿Desde cuándo estás aquí? -preguntó.
Se preocupaba por ella. Llevaban cinco días en Viena, incluyendo aquel lunes 26 de junio, trabajando sin descanso. Estaban hospedados en el Ambassador, pero apenas utilizaban sus respectivas suites para otra cosa que para dormir. Y cada vez que Bosch acudía al Museumsquartier, por temprano que fuera, ella estaba allí haciendo algo. De repente pensó que, probablemente, Wood ni siquiera se acostaba por las noches.
– Desde hace un rato -dijo ella-. Me faltaban algunas entrevistas de Apoyo por revisar, y mi padre me aconsejaba no dejar trabajo pendiente.
– Un buen consejo -admitió Bosch-. Pero ten cuidado y no abuses de los visores de Realidad Aumentada. Pueden dañar los ojos.
La señorita Wood se estiró en el asiento y la rebeca se abrió como un par de alas y surtió perfume hacia Bosch. Pequeños montículos de senos tatuaron el vestido rosa. Bosch bajó la vista confundido. Le gustaba todo en aquella mujer: la llamarada de olor de sus perfumes, su cuerpo menudo y cristalino esculpido con arabescos, aun la extrema delgadez de aquellas piernas cuyas rodillas atisbaba por encima de la mesa. Y el luto de su voz grave, que ahora escuchaba.
– No te preocupes, también he dado algún paseo por los alrededores. Un lunes en Viena al amanecer puede resultar reconfortante. Y me he percatado de algo: la gente aquí compra mucho pan, ¿no te parece? He visto a varios tipos con una barra de pan bajo el brazo, como en París. Me pareció que se habían puesto de acuerdo para pasear el pan ante mis narices.
– En realidad, son hombres de Braun encargados de vigilarte.
La sonrisa de ella le hizo saber que había acertado con la broma. El tema de la comida era peligroso para Wood.
– No me sorprende -dijo Wood-, aunque harían bien en vigilar otras cosas. Nuestro pájaro se ha esfumado, ¿no?
– Por completo. Ayer fue domingo y no pude hablar con Braun, pero mis amigos de Investigación Criminal aseguran que no se ha efectuado ni un solo arresto. Y no te creas que las demás noticias son mucho mejores.
– Comienza. -Wood se restregaba los ojos-. Dios, mataría por un buen café. Un café negro, muy negro, un buen schwarze vienés, caliente y fuerte.
– Un adorno está sirviendo a la gente de Arte esta mañana. Le dije que pasara por aquí.
– Eres un ser perfecto, Lothar.
Bosch se sintió como si estuviera desnudo. Por suerte, el sonrojo se apagó al instante. A los cincuenta y cinco años ya no hay combustible para quemar un rubor duradero, pensaba. La sangre añeja pierde fuerza.
– Te voy conociendo -replicó.
Los papeles temblaban ligeramente entre sus dedos, pero su voz era firme. La señorita Wood se acodó sobre la mesa y apoyó los dedos en las sienes mientras lo escuchaba.
– Dijimos el otro día que este mueble tiene tres patas, ¿no? La primera se llama Annek, la segunda Óscar Díaz y la tercera podríamos denominarla la Competencia. -Tras observar que Wood asentía, prosiguió-: Bien, respecto de la primera, no hay nada. La vida de Annek fue desastrosa, pero no he encontrado gente capaz de hacerle daño por alguna circunstancia personal. Su padre, Pieter Hollech, es un enfermo mental. Actualmente cumple condena en una cárcel de Suiza por provocar un accidente de tráfico mientras conducía ebrio. La madre de Annek, Yvonne Neullern, obtuvo el divorcio y la custodia de su hija cuando Annek tenía cuatro años. Trabaja como reportera gráfica especializada en fotografiar animales. Ahora mismo está en Borneo. Conservación se ha puesto en contacto con ella para darle la noticia…
– Bien, la familia del cuadro queda descartada. Sigue.
– Los compradores previos de Annek tampoco ofrecen nada concreto.
– Wallberg se enamoró del lienzo, ¿no?
– Annek le gustaba, en efecto -asintió Bosch-. Wallberg la compró en tres obras: Confesiones, Puerta entornada y Verano. Este último era una acción no interactiva. ¿Recuerdas la reunión que tuvimos con Benoit, cuando nos dijo que era preciso aclarar lo que realmente sentía Wallberg hacia Annek…? No, no fue así. Dijo: «Deberíamos distinguir entre la pasión artística y la pasión erótica del señor Wallberg…».
La risa coral (más breve en Wood) lo animó. Su imitación de Benoit también había sido oportuna. «La estoy haciendo reír, Dios mío. Esto es genial.»De improviso, todo rastro de alegría desapareció de Bosch: fue algo tan brusco como la oscuridad imprevista de una cortina de nubes. Su mueca perdió luz, los labios se posaron en las comisuras.
– Pobre Annek -dijo.
Tras un lapso de parpadeos, exploró los papeles que tenía delante.
– Sea como fuere, Wallberg agoniza ahora en un hospital de Berkeley, California. Cáncer de pulmón. El resto de los compradores tampoco parecen sospechosos: Okomoto está en Estados Unidos, rastreando cuadros; Cárdenas sigue en Colombia y sus antecedentes continúan tan oscuros como antes, pero no molestó a Annek mientras se exhibía en La guirnalda, y tampoco ha molestado a las sustitutas… -Tosió y su dedo índice buscó el siguiente epígrafe-. En cuanto al vasto panorama de locos… Según nuestros datos, casi todos están ingresados en hospitales o cumpliendo condena en prisión. Quedan algunos como aquel inglés que llenó de pasquines la fachada del Nuevo Atelier acusando a la Fundación de comerciar con pornografía infantil…
– ¿Qué tiene que ver en esto?
– Utilizó una foto de Desfloración para ilustrar los pasquines.
– Ya.
– Está en paradero desconocido. Pero seguiremos investigando. Y la pata «Annek» queda lista.
– Descártala. Pasemos a Díaz.
– Bueno, lo de Briseida Canchares…
– Descartada también. Esa ninfómana del arte no tiene nada que ver con lo ocurrido. Lo que más nos interesa es lo que dijo sobre una supuesta «indocumentada». Sigue. -Wood jugaba con su encendedor, una preciosa miniatura Dunhill en acero negro. Sus largos y delgados dedos lo hacían girar como un naipe de mago.
– Los amigos de Díaz en Nueva York lo definen como un ingenuo con buen corazón. Sus compañeros de gira son más «científicos», como tú dirías: según ellos, es un solitario inadaptado. No quería relacionarse con nadie y prefería buscar la diversión por su cuenta. Por cierto, el segundo registro de su casa de Nueva York no ha ofrecido ningún resultado. Todo dedicado a la fotografía, pero nada que ver con una supuesta obsesión por destruir cuadros ni por el arte. En su habitación del hotel de Kirchberggasse hemos encontrado la dirección y el teléfono de Briseida en Leiden y… atiende esto… una agenda con fotos de paisajes que en realidad es… un diario.
La cabeza de Wood, con su casquete de pelo corto y brillo de charol, ejecutó un movimiento tan rápido que Bosch pensó por un momento que el cráneo había crujido. Se apresuró a tranquilizarla.
– Pero no nos ofrece ninguna pista: Díaz acostumbraba a anotar localizaciones de paisajes para regresar a fotografiarlos cuando la luz fuera mejor. De vez en cuando habla de Briseida o de algún amigo, pero refiriéndose a asuntos banales. También escribe sobre su amor por el campo. Incluso hay un poema. Y algunas reflexiones sobre su trabajo, al estilo de «yo las veo como personas, no como obras». La última entrada es del 7 de junio. -Enarcó las cejas-. Lo siento: nada sobre un indocumentado, hombre o mujer.
– Mierda.
– Eso es lo que yo dije. Pero, en cambio, tengo una buena noticia. Hemos encontrado un café cerca del hotel Marriott aquí en Viena donde el barman recuerda a Díaz. Al parecer, era uno de los lugares que frecuentaba cuando dejaba a los cuadros en el hotel. El barman dice que solía pedir bourbon, lo cual no era típico entre sus clientes, y que por eso se fijó en él, y también por su acento americano y su tez oscura.
– Nueva York corrompió por completo a nuestro buen fotógrafo de paisajes -comentó Wood. Sus dedos aderezaban el peinado. Bosch observó que se movían como los de una médium: no era la conciencia de Wood la responsable de aquellos gestos suaves, inacabablemente estéticos, tan comunes en ella. La conciencia de Wood estaba concentrada en las palabras de Bosch («no en mí, en mis palabras, no te engañes, viejo») con la expresión de un náufrago que atisba en la negrura la luz de un barco.
– Pero hay un dato curioso -dijo él-. El barman asegura que la última vez que lo vio fue el jueves de hace dos semanas, el 15 de junio. Recuerda la fecha con exactitud por otra coincidencia: ese día era el cumpleaños de un amigo suyo y lo había dispuesto todo para abandonar pronto el local. Dice que Díaz estaba charlando en la barra con una chica desconocida, morena, delgada, atractiva, muy maquillada. Le pareció que hablaban en inglés. Los camareros la recuerdan a medias, porque esa noche había mucha clientela. Díaz y ella se marcharon juntos. El barman no los ha vuelto a ver desde entonces.
– ¿Cuándo llamó Díaz a su amiga colombiana para pedirle información sobre permisos de residencia?
– El domingo 18 de junio, según nos dijo Briseida.
El perfil de Wood parecía tallado en piedra.
– Tres días: un buen período para intimar. Nuestro amigo Óscar se apiadó de la colombiana en menos tiempo.
– Cierto -admitió Bosch-, pero si metemos a Chica Desconocida en el saco, entonces puede que Díaz sea inocente del todo. Imagina por un momento que ella trabaje con cómplices. Se las arreglan para extraerle información a Díaz sobre la recogida del cuadro y el miércoles se introducen en la furgoneta y obligan a Díaz a conducir hacia el Wienerwald.
– ¿Dónde está Díaz entonces? -preguntó Wood.
– Lo han obligado a acompañarlos, como rehén…
– ¿Arriesgándose a que escape y los delate? No. Si Díaz no es culpable, entonces está muerto. Es una conclusión que me parece obvia. La pregunta fundamental es: ¿por qué su cadáver no ha aparecido todavía? Eso es lo que no acabo de entender. Incluso teniendo en cuenta que lo necesitaran para conducir la furgoneta, ¿por qué no ha aparecido dentro de ésta? ¿Adónde se lo han llevado? ¿Por qué ocultar el cadáver de Díaz?
– Eso equivale a pensar que Díaz también es culpable.
– Quitemos a la Indocumentada. ¿Qué nos queda?
– En ese caso, la teoría de la policía parece funcionar: Díaz hace la grabación y corta a Annek dentro de la furgoneta. Después conduce hasta un rincón apartado, envuelve a Annek en un plástico, la deja en la hierba y la desnuda. Coloca la grabación a sus pies y se larga hacia otro lugar cuarenta kilómetros al norte, donde le aguarda otro coche.
– A mí esa teoría ya no me funciona.
– ¿Por?
– Díaz es un capullo -dijo la señorita Wood-. Escribe poemitas, fotografía paisajes y se deja manipular por chicas como Briseida. Si ha tenido algo que ver en esto, no ha actuado solo.
– Como agente de Seguridad, era muy competente -objetó Bosch-. Escogimos a los mejores para el traslado de cuadros al hotel, recuérdalo.
– No digo que fuera un mal agente de Seguridad. Digo que es un capullo. Un papanatas campestre. No ha podido montar solo todo este tinglado.
Suaves toques en la puerta y una lenta brisa perfumada. El adorno no era una Mesilla ni ningún otro Mueble sino un Aderezo de esquina, un pobre objeto desgraciado que trabajaba los lunes (día de descanso de las obras de arte en el Museumsquartier), uno de esos ornamentos que Decoración inventaba para distraer las habitaciones vacías, lo cual se percibía sobre todo en su inexperiencia a la hora de servir el café. Bosch demoró varios segundos en percatarse de que se trataba de un hombre joven, probablemente un chico de dieciocho o diecinueve años. El peinado era un garabato de bucles endrinos y simétricos en forma de volutas cribado de plumas plateadas. La túnica, larga y tubular, en terciopelo negro, desnudaba un escote drástico en la espalda, casi un defecto, que en su extremo inferior no alcanzaba a cubrir la mitad de unas nalgas prietas y pintadas, como todo el cuerpo, en castaño bruno. Depositó dos tazas de café sobre la mesa. Su maquillaje no desvelaba pensamientos o ánimos; era la máscara de un guerrero polinesio o un espíritu vudú. La etiqueta blanca colgada del cuello decía «Michel». La firma en la parte baja del lomo era de un tal Grath. Llevaba cobertores auditivos.
Cuando el adorno giró hacia Bosch, éste pudo observar sus manos: brillaban de bronce oscuro; las uñas eran ónices.
– Todo es demasiado perfecto, Lothar -decía, mientras tanto, la señorita Wood-: un segundo vehículo esperando en el Wienerwald, probablemente documentación falsa… Un plan minucioso, en suma. Admitiría que alguien le hubiera pagado para que llevara el cuadro al Wienerwald, pero ni siquiera eso me parece creíble.
– Entonces quieres que descartemos también la pata «Díaz». Te advierto que el mueble se nos va a caer…
– No podemos descartar a Díaz del todo. Creo que su papel ha sido el de chivo expiatorio. Lo que no comprendo es por qué ha desaparecido.
– Puede que hayan ocultado su cadáver para que las sospechas recaigan sobre él, y que el verdadero criminal pueda escapar -apuntó Bosch.
La señorita Wood se había inclinado hacia adelante para examinar la parte baja de la espalda del adorno, donde estaba la firma. El adorno aguardaba de pie a que ella finalizara la exploración. Su etiqueta indicaba que podía ser tocado, y Wood deslizaba una mano por la cintura y el inicio de los glúteos brillantes de bronce. Su expresión, con el ceño fruncido, era la de quien valora de forma experta la porcelana de un jarro. Al tiempo que hacía esto, respondió a la observación de Bosch.
– Ésa es la mejor teoría. Pero mi pregunta es dónde está. La policía ha peinado la zona en varios kilómetros, Lothar. Han usado perros y todo un sofisticado equipo de rastreo. ¿Dónde se encuentra el cadáver de Díaz? ¿Y dónde lo asesinaron? No ha aparecido ni un solo indicio en la furgoneta: ni señales de lucha, ni una gota de sangre. Piensa esto por un momento: destroza el cuadro y pierde tiempo en quitarle la ropa al aire libre corriendo el riesgo de que alguien lo descubra. Pero, en cambio, ha diseñado un plan minucioso para escapar haciendo recaer todas las sospechas en el agente de Seguridad que custodiaba el cuadro. ¿Te suena lógico?
– Debo admitir que no.
Wood dejó de tocar el trasero del adorno, elevó el brazo, cogió la etiqueta del cuello y tiró de ella haciendo que el adorno se inclinara para que ella pudiese leerla. En la etiqueta, además del nombre del modelo, figuraban los datos del artesano y de la pieza. Bosch sabía que la señorita Wood compraba adornos y utensilios para su casa de Londres. La venta de artesanía humana estaba oficialmente prohibida, pero los adornos seguían vendiéndose y mucha gente de cierto nivel los compraba de la misma forma que adquirían drogas blandas.
Después de leer los datos, Wood soltó la etiqueta y el adorno se incorporó, dio media vuelta en la oscuridad y salió sin hacer ruido pisando la mullida alfombra negra con sus pies descalzos. La señorita Wood hizo una mueca al probar su café caliente.
– Estoy segura de que Díaz ha muerto -afirmó-. El problema consiste en encajar su muerte con todo lo demás.
– Nos quedan la Competencia y los Adversarios. -Bosch hojeó sus papeles-. Debo reconocer que aquí me pierdo, April. No encuentro nada probable. Los líderes del BAH, por ejemplo, son unos pobres diablos. Ya sabes que Pamela O'Connor escribió un libro sobre Annek…
– The truth about Annek Hollech -asintió Wood-. Es una idiotez pretenciosa. En realidad, toma como ejemplo el caso de Annek para denunciar la utilización de modelos menores de edad en cuadros supuestamente obscenos.
– También estamos investigando a la Asociación Cristiana Contra el Arte Hiperdramático; la Sociedad Internacional de Tradición y Arte Clásico; la Sociedad Europea Contra el Arte Hiperdramático…
– Faltan los competidores reales -dijo Wood-. Art Enterprises, por ejemplo, se ha convertido en un serio enemigo. Stein asegura que harían cualquier cosa por jodernos, y ya lo están haciendo, de hecho: nos quitan inversores. Imagina por un momento que lo de Desfloración forme parte de un plan a gran escala de desprestigio de nuestro sistema de Seguridad.
– Esa teoría no encaja con lo sucedido. Un disparo en la cabeza hubiera logrado el mismo resultado. ¿Por qué emplear ese sadismo?
– ¿A qué te refieres exactamente?
A Bosch le horrorizó aquella pregunta.
– Por Dios, April, la cortó con… Tengo aquí los informes de la autopsia. Me los ha enviado Braun esta mañana. Mira estas fotos… Las pruebas de laboratorio lo han confirmado: utilizó un cortalienzos portátil… ¿Sabes lo que es…? Una sierra de mango cilíndrico y bordes dentados no mayor que mi mano. Los artistas que aún trabajan con telas y los restauradores de pinturas antiguas lo emplean para modificar la forma y tamaño de los lienzos. Es un artilugio potente: usando las cuchillas adecuadas puedes cortar por la mitad una mesa de mediano grosor en cinco segundos… Le hizo diez cortes con eso, April…
Wood había encendido un cigarrillo ecológico. El humo verde oscuro, resultado de una brusca producción de vapor de agua coloreada y en modo alguno perjudicial para la salud, ascendió al techo. Bosch recordó la época en que se habían puesto de moda aquellos falsos cigarrillos para dejar de fumar. A él, que había logrado dejar el vicio haciendo uso de los clásicos parches, aquel método se le antojaba de una artificiosidad deplorable.
– Míralo de esta forma -dijo ella-. Quieren que la opinión pública piense que Óscar Díaz estaba loco de atar. Ya sabes: si contratamos a sicópatas para vigilar nuestras obras más célebres, entonces ¿quién podrá fiarse de nosotros, etcétera, etcétera?
– Pero, si eso es lo que pretendían, ¿por qué no la mataron antes de cortarla, por amor de Dios? La autopsia dice que la sedó con una inyección intramuscular de neuroléptico de mediana intensidad a través de una aguja clavada en el cuello. Seguramente usó una pistola hipodérmica. La dosis bastaba para impedir que se defendiera, pero no para anestesiarla. No lo entiendo. Quiero decir… Y perdona, April, que insista, pero me parece… Si sólo deseaba montar una escena, ¿por qué llegar a este punto…? El crimen hubiera sido igual de horrible, pero… tendría…, habría… Es decir, imagínate que quiero fingir que ha sido la obra de un sádico… Bueno, pues primero la elimino, le administro una inyección de algo, la anestesio… Después hago todo lo demás… Pero hay un límite que nunca… El dinero no tiene nada que ver con eso, April. No ganaré más dinero haciendo eso. Hay un límite que…
– Lothar.
– ¡No me digas que lo hizo sólo por dinero, April! ¡Me estoy volviendo viejo, de acuerdo, pero no chocheo todavía! Y tengo experiencia: he sido inspector de policía, conozco a los criminales… No son tan sádicos como los pintan las películas. Son seres humanos… No estoy diciendo que no haya excepciones, pero…
– Lothar.
– ¡Ese tipo no quería engañar a nadie: quiso hacer lo que hizo y de la manera en que lo hizo! ¡No nos enfrentamos a ningún maldito negocio de la competencia: estamos persiguiendo a una alimaña…! ¡Le cortó la cara y la dejó retorcerse mientras se preparaba para… para cortarle el pecho…! ¿Quieres que te lea el informe de…?
– Lothar -repitió aquella voz grave y cansina-. ¿Puedo hablar ya?
– Disculpa.
Bosch recuperaba a duras penas el control. «Venga, viejo, cálmate. ¿Qué coño te pasa?»La señorita Wood presionó el cigarrillo contra el cenicero. Retiró la mano y dejó sobre la superficie una cosa verde, una habichuela destrozada y humeante. Expelió el resto del vapor por la nariz. Vapor Venenoso de Dragón.
– Era un cuadro. No le des más vueltas, Lothar. Desfloración era un cuadro. Te lo demostraré. -Cogió una de las fotos de estudio de Annek con un gesto rápido y la alzó frente a Bosch-. Parece una adolescente, ¿no? Tiene la forma de una adolescente, hablaba y se movía como una adolescente cuando estaba viva. Se llamaba Annek. Pero si realmente hubiera sido una adolescente no habría valido ni quinientos dólares. Su muerte no habría interesado al Ministerio del Interior de un país extranjero, ni movilizado a un ejército completo de policías y comandos especiales, ni ocasionado discusiones de alto nivel en dos capitales europeas, ni provocado que nuestros cargos en la Fundación estén en la cuerda floja. Si esto fuera una niña, ¿a quién coño le hubiera importado lo que le ocurrió? A su madre y a cuatro policías aburridos del distrito del Wienerwald. Todos los días suceden cosas así en el mundo. Las personas mueren atrozmente a nuestro alrededor y a nadie le importa. Pero la muerte de esta niña sí que ha importado. ¿Sabes por qué…? Porque esto, esto -agitó la foto-, que en apariencia es una niña, no es una niña. Costaba más de cincuenta millones de dólares. -Pronunció lentamente, haciendo pequeñas pausas-. Cincuenta. Millones. De dólares.
– Por mucho dinero que costara, seguía siendo una niña, April.
– Te equivocas. Costaba ese dinero precisamente porque no era una niña. Era un cuadro, Lothar. Una obra maestra. ¿Es que no lo comprendes todavía? Somos lo que los demás pagan para que seamos. Tú fuiste policía y te pagaban para que lo fueras, ahora te pagan para que seas empleado de una empresa privada, y eso es lo que eres. Esto fue una niña alguna vez. Luego le pagaron para convertirla en cuadro. Los cuadros son cuadros, y la gente puede destrozarlos con cortalienzos portátiles igual que tú destrozarías un papel en la máquina trituradora sin preocuparte por su nivel de conciencia. Sencillamente, no son personas. Ni para el tipo que hizo esto, ni para nosotros. ¿Me has entendido?
Bosch miraba directamente hacia un punto fijo: había elegido el cabello color antracita de la señorita Wood y su inflexible, prodigiosa raya divisoria a la derecha. Mantenía la vista en aquel punto mientras asentía.
– ¿Lothar?
– Sí, te he entendido.
– Por lo tanto, habrá que vigilar a la competencia.
– Lo haremos -dijo Bosch.
– Y nos queda el loco anónimo. -Al suspirar, los delgados hombros de la señorita Wood se alzaron un instante-. Sería lo peor de todo: un sicópata recién salido del horno, como el pan vienés. ¿Hay algo más en el informe forense?
Bosch parpadeó y bajó la vista hacia el papel. «No es crueldad -pensaba-. No habla así por crueldad. Ella no es cruel. Es el mundo. Somos todos.»
– Sí… -Bosch pasó varias páginas-. Hay un detalle curioso. Naturalmente, el análisis de la piel del cuadro es muy extenso: los forenses desconocen en gran parte el trabajo de imprimación, por eso no han hecho hincapié en este hallazgo.
Cerca de la herida del pecho se encontraron restos de un material que… Te leo textualmente… «Cuya composición, siendo básicamente similar a la silicona, resulta distinta en varios aspectos fundamentales…» Y citan el nombre completo de la molécula: «dimetiltetrahidro…». En fin, una palabra enorme. ¿Sospechas lo que es?
– Ceru -dijo Wood con los ojos muy abiertos.
– Bingo. En el informe se menciona como parte de la imprimación del cuadro, pero nosotros sabemos que Desfloración no llevaba cerublastina encima. Hemos llamado a Hoffmann y nos lo ha confirmado: la cerublastina no podía proceder del cuadro.
– Dios mío -susurró Wood-. Se disfraza.
– Es lo más probable. Unos toques de cerublastina le habrán bastado para cambiar su aspecto.
La noticia había provocado en la señorita Wood una repentina inquietud. Se había levantado y caminaba de un lado a otro por la habitación negra. Bosch la contempló con preocupación. «Por Dios, apenas prueba bocado y está hecha un esqueleto. Va a enfermar si sigue así…» Una voz distinta, pero también suya, contraatacó: «No disimules. Mira cómo se refleja la luz sobre esos senos, mira ese culo estrecho y esas piernas. Te mueres por ella. Te gusta como te gustó Hendrickje, o quizá mucho más. Te gusta como te gustó, después, el retrato de Hendrickje». «Bobadas», replicó Bosch. «Y… ¿por qué no decirlo? -prosiguió la otra voz-. Te gusta su inteligencia. Su carácter adusto, su personalidad y su inteligencia mil veces superior a la tuya.»En verdad, April Wood era una máquina de precisión. En los cinco años que llevaba junto a ella, Bosch no la había visto errar ni una sola vez. «El perro guardián», la llamaba Stein. En la Fundación no había nadie que no le tuviese respeto. Hasta Benoit se amedrentaba ante su presencia; solía decir: «Es tan flaca que el alma no le cabe». Su historial era brillante. Aunque no había podido evitar todos los atentados que habían sufrido los cuadros a lo largo de sus cinco años como directora jefe de Seguridad (era imposible prevenirlos todos), los culpables habían sido localizados y eliminados, a veces antes de que la policía tuviera noticia del delito. El perro guardián sabía morder. Nadie dudaba (y Bosch mucho menos) de que ahora también encontraría al tipo que había destruido Desfloración.
Sin embargo, fuera del terreno profesional, él apenas la conocía. Los agujeros negros del espacio, según afirmaban las revistas científicas que su hermano Roland acostumbraba a coleccionar, no pueden verse precisamente porque son negros, sólo cabe inferirlos por los efectos que ejercen en los cuerpos circundantes. Bosch pensaba que el ocio de la señorita Wood era un agujero negro: él lo infería a través de su trabajo. Si Wood había descansado, todo iba como una seda. En otro caso, podías prepararte para discutir. Pero nadie había vislumbrado hasta el momento qué se ocultaba en aquel hueco de negrura que era el descanso de April Wood, o Wood sin la tarjeta roja, o la señorita Wood en horas no laborables, o la señorita Wood con sentimientos, si es que tales cosas existían. ¿Escondía una mancha aquella imagen perfecta? Bosch se lo preguntaba a veces.
«Lo cierto es, la verdad es, señor Lothar Bosch, que esta chiquilla de apenas treinta primaveras que podría ser tu hija pero que es tu jefa, este esqueleto sin alma, te tiene completamente hipnotizado.»
– April -dijo Bosch.
– ¿Qué?
– Se me ocurre que Díaz podría estar llevando una doble vida. Dos voces en su cabeza, una normal y otra no. Si es un sicópata, no tendría nada de raro que su comportamiento fuese correcto con sus amigos y compañeros. Cuando trabajé en la policía, tuve algunos casos de…
Mozart repicó sobre la mesa. Era el móvil de la señorita Wood. Aunque sus facciones no se alteraron ni un ápice mientras contestaba, Bosch pudo percatarse de que había sucedido algo importante.
– Todos nuestros problemas resueltos -dijo al colgar, sonriendo de aquella forma tan desagradable-. Era Braun. Óscar Díaz ha muerto.
Bosch saltó de su asiento.
– ¡Lo atraparon, por fin!
– Oh, no. Lo encontraron dos aficionados a la pesca flotando en el Danubio esta madrugada. Se creían que era la carpa de sus vidas, la carpa Guinness de los Récords, y era Óscar. Bueno, más bien lo que quedaba de Óscar. Según el informe preliminar, lleva muerto más de una semana… Por eso les interesaba hacer desaparecer su cadáver.
– ¿Qué?
Wood no contestó de inmediato. Aunque la sonrisa persistía en su rostro, de repente Bosch se daba cuenta de la inmensa furia que la paralizaba.
– Que no era Óscar Díaz el tipo que recogió a Annek el miércoles pasado.
La afirmación sumió a Bosch en el desconcierto.
– ¿Que no era…? ¿Qué estás diciendo…? Díaz se presentó el miércoles a la hora de siempre, charló con sus compañeros, se identificó y…
Se detuvo de repente, como frenado por el muro de piedra de la mirada de Wood.
– No puede ser, April. Una cosa es usar la ceru para escapar de la policía y otra… otra muy distinta imitar a alguien hasta el punto de engañar a quienes lo conocen, a quienes lo ven todos los días, a los compañeros que lo saludaron el… el miércoles… a los filtros de seguridad… a todos… Para hacerte pasar por alguien tienes que ser un verdadero especialista en cerublastina. Un maestro absoluto.
Wood seguía mirándolo. Aquella sonrisa le helaba la sangre.
– Ese hijo de puta, sea quien sea, nos la ha pegado, Lothar.
Había dicho esto último en un tono que Bosch conocía perfectamente. Era el de la venganza. La señorita Wood podía perdonar la inteligencia ajena siempre que no fuera superior a la suya. No soportaba que el adversario hiciese algo que a ella no se le había ocurrido. Dentro del corazón de aquella mujer delgada ardía un volcán negro de orgullo y perfeccionismo. Bosch comprendió, con la súbita certeza con que se comprenden a veces las verdades más profundas e indemostrables, que Wood había roto la veda, que el «perro guardián» perseguiría a ese gran adversario, fuera quien fuese, y no se detendría hasta atraparlo con sus mandíbulas abiertas.
Y ni siquiera entonces: después de morderlo, lo trituraría.
– Nos la ha pegado, nos la ha pegado… -repitió ella en un tono casi musical, silbante, separando apenas las dos hileras de perfectos dientes blancos, lo único blanco en la oscuridad de la habitación.
Una muesca blanca sobre fondo negro.
SEGUNDO PASO
Puntos, líneas, círculos, triángulos, cuadrados, polígonos… Debemos pensar en estos términos al comenzar a abocetar un cuadro humano. Luego tendremos que añadir sombras.
Tratado de pintura hiperdramática
Bruno van Tysch
– Si crees que somos figuras de cera… deberías pagar…
– ¡Por el contrario…! Si crees que estamos vivos, ¡deberías hablarnos!
Carroll
Un punto no es una forma, en realidad. Se equivoca quien piense que un punto es redondo. El punto existe en la medida en que existen líneas que se entrecruzan. Sin embargo, las líneas y todo lo demás, el resto de formas y de cuerpos, están hechos de puntos. El punto es lo invisible-imprescindible, lo inmensurable-inevitable. Puede que Dios sea un punto, solitario y remoto en Su perfecta eternidad, piensa Marcus.
Marcus Weiss sostiene un punto entre sus dedos cerrados. Amigos, es más jodido de lo que parece. El gesto es: brazo izquierdo extendido, palma de la mano hacia arriba, los cinco dedos formando una pequeña cúspide. Si las yemas se juntan lo suficiente, el vacío central desaparece entre las curvas de carne. Y ahí, en el centro, está el punto que sostiene Weiss. ¿Creéis que es fácil? Pues no, amigos, es jodido.
Durante los bocetos, Kate Niemeyer colocó sobre los dedos de Marcus una pelotita de pimpón. La pelotita se convirtió en canica en el boceto siguiente; luego en garbanzo y guisante, como en los cuentos infantiles. Por último, Kate decidió que no hubiera nada. «La idea es seguir con la pelotita, pero invisible. Tú se la ofreces al público. La gente te mirará y se preguntará: ¿qué tiene entre los dedos? Llamarás la atención y se acercarán a ti.» Marcus comprende que la curiosidad es un gran anzuelo para el artista que sabe utilizarla.
Llevaba varias horas aquella tarde sosteniendo el punto invisible. Una niña de rizos rubios, vestido naranja y gafas rojas (una de las últimas visitantes) se había alzado de puntillas para ver lo que Marcus escondía entre los dedos. Weiss se quedó sin conocer la expresión de su rostro cuando por fin la niña comprobó que no había nada: estaba obligado, como obra de arte, a mirar al frente con ojos pintados de blanco. Se preguntaba qué diablos hacía una niña tan pequeña en la galería, donde se exponían sólo cuadros para adultos. De hecho, Marcus se hubiera prohibido a sí mismo para menores de trece. No tenía hijos (¿qué cuadro podía tenerlos?), pero respetaba profundamente a los niños y consideraba que su «atuendo» como obra de Niemeyer distaba de ser infantil: se hallaba completamente desnudo, con el cuerpo barnizado de color bronce mediante aerógrafo dérmico, y el pene y los testículos (depilados, visibles) en blanco mate, igual que los ojos. Una fastuosa corona de plumas amarillas y celestes con puntos en púrpura, en forma de ornamento azteca o librea de ave tropical, ceñía su frente. Sus músculos artesanos, trabajados durante años con paciencia de constructor de maquetas, relucían en metal broncíneo uno a uno, reflejando sombras móviles y destellos de focos halógenos.
Cansado de sostener la Nada, se alegró de saber que ya había llegado la hora de cierre. Lo supo cuando vio entrar al técnico de mantenimiento de Ritmo/Equilibrio, de Philip Mossberg. Ritmo/Equilibrio era el óleo que se exhibía frente a él, un lienzo de diecisiete años llamado Aspasia Danilou pintado en colores suaves, casi desleídos, que no disimulaban su anatomía. Su pubis no estaba depilado porque Mossberg siempre usaba lienzos sin depilar para sus cuadros. Aspasia parpadeó, se movió, le entregó al técnico la sábana de raso que sostenía con la mano izquierda y se marchó hacia el baño ágilmente, no sin antes despedirse de Marcus con un gesto. Hasta mañana, Marcus, ya nos veremos, por supuesto que sí, estaremos todo el día mirándonos. No era mal lienzo la preciosa Aspasia. Marcus pensaba que llegaría lejos, pero sólo tenía diecisiete años y éste era su primer original. Había intentado ligársela recién llegada a la galería, pero la chica había pretextado varias excusas y rechazado sistemáticamente sus asedios hasta que él pudo darse cuenta de que, en ciertas materias de la vida, Aspasia ya contaba con amplia experiencia.
Marcus era la obra de Kate Niemeyer ¿Quieres jugar conmigo? Valía doce mil euros y no confiaba en ser vendido. El último en marcharse era él. Ningún técnico lo ayudaba, nadie se acercaba para quitarle el penacho de plumas: tenía que irse solo. La mano con que sostenía la Nada le dolía un poco. El brazo también.
– Au revoir, Habib.
– Au revoir, señor Weiss.
Apartó los pies descalzos pintados de bronce y negro del reluciente camino de la aspiradora de Habib. Se llevaba muy bien con el encargado de la limpieza de aquella planta. Habib había vivido en Aviñón antes de trasladarse a Munich, y Weiss, que conocía y admiraba aquella ciudad (estuvo expuesto en dos ocasiones en una galería a orillas del Ródano), disfrutaba invitando al marroquí a cerveza y cigarrillos y perfeccionando su francés. Además, el gran Habib practicaba meditación zen: nada mejor que eso para hacer buenas migas con Marcus. Compartían libros y pensamientos.
Pero aquella noche sólo se dirigió a Habib para despedirse. Tenía prisa.
¿Estaría esperándolo ella? Pensaba que sí, no se atrevía a suponer lo contrario. Se habían conocido la tarde anterior, pero Marcus poseía suficiente experiencia para saber que aquella muchacha no era de las que se toman las cosas a broma. Fuera quien fuese y quisiera lo que quisiese de él, Brenda iba en serio.
Bajó la escalera hasta el cuarto de baño de la segunda planta. Sieglinde, que era Dríada, de Herbert Rinsermann, ya había llegado y se encorvaba sobre el lavabo cuando Marcus entró. Tenía la cabeza bajo el grifo y se frotaba el pelo con fuerza. Su atlética figura era un arco de carne sin átomo de grasa. Las falsas ramas de zarzamora que la envolvían en el cuadro se apoyaban en la pared, adornadas de puntos rojos, gotas de sangre artificial. En su tobillo izquierdo se retorcía la complicada firma de Rinsermann. Marcus y Sieglinde se habían conocido dos años antes durante unas clases de Ludwig Werner para lienzos de todas las edades en Berlín. Desde entonces eran amigos. Y ahora habían vuelto a coincidir en la galería Max Ernst.
Marcus se inclinó junto a ella, cuidando de no estropear su penacho de plumas, y habló con voz cavernosa.
– Buenas tardes.
El rostro de Sieglinde emergió del agua repujado de perlas diminutas.
– ¡Hola, Marcus! ¿Qué tal te ha ido?
– No demasiado mal -sonrió enigmáticamente mientras se quitaba la corona.
– Muy contento te veo hoy. ¿Acaso te han comprado?
– Ni lo sueñes.
– ¿Otro original en perspectiva, entonces?
– Quizá.
Sieglinde giró hacia él y apoyó manos y glúteos en el borde del lavabo. Su pelo corto era un húmedo yelmo de oro. Miraba a Weiss con toda la burla de sus diecinueve años de edad.
– Vaya, me alegro. Ya estaba harta de verte pintado de bronce. ¿Y se puede saber quién es el artista que quiere pasar a la posteridad haciendo algo con usted, señor Weiss?
– Ocúpate de tus propios asuntos -dijo Marcus medio en broma.
Sieglinde se echó a reír y siguió limpiándose. Marcus entró en una de las duchas y adosó un frasco de disolvente al grifo. El óleo de su cuerpo empezó a fluir rodillas abajo. Dio vueltas sumergido en aquel placer vertical. Distinguía partes de la anatomía de Sieglinde a través de la puerta entornada, rápidos atisbos de sus músculos jóvenes. «Juventud, un punto sin retorno -pensó-. Te compran antes y pagan más cuando eres un lienzo joven.» Recordó que Rinsermann había logrado vender a Sieglinde como exterior estacional a una antigua familia bávara. Vender un estacional no es fácil, porque son cuadros que se exhiben sólo durante una determinada época del año, el verano en el caso de Dríada. Marcus había visto aquella obra varias veces. No es que Rinsermann le gustara especialmente, pero encontraba Dríada más que aceptable. Se trataba de una especie de ninfa de los bosques pintada en naranjas, ocres y rosados diluidos y envuelta en zarzamoras cuyas espinas parecían clavarse en su cuerpo desnudo. La expresión del rostro era todo un acierto: entre miedo, sorpresa y dolor. Pero su dueño, en opinión de Marcus, era mejor que la obra. Uno de esos dueños que un cuadro sólo encuentra una vez cada diez años. No sólo había decidido instalar a Sieglinde en el jardín por un plazo de tres veranos antes de la sustitución (que era lo mismo que decir trabajo fijo durante tres meses y disponibilidad el resto del año), sino que, además, no había puesto inconveniente alguno en cederla para exhibición temporal a las galerías de la ciudad, como ahora sucedía con la Max Ernst, con lo cual Sieglinde cobraba un extra de mil quinientos, coma, treinta y dos euros mensuales en concepto de exposición de una obra vendida. Weiss se alegraba por ella, pero no podía dejar de sentir cierta punzada de envidia. Su amiga tenía en el rostro la felicidad que otorga haber sido comprada. En cambio, nadie quería jugar con ¿Quieres jugar conmigo? Estaba seguro de que Kate tampoco lograría venderlo esta vez, como no lo había vendido en ocasiones anteriores. Ahora bien, ¿era culpa de Kate o de él?
Cerró el grifo de la ducha y repasó su cuerpo sin pintura con la mirada y las manos. Se mantenía en forma, desde luego. Sus músculos, perros fieles y entrenados, proseguían su inagotable labor arquitectónica. Gente como Kate Niemeyer seguiría pintándolo (o eso creía, al menos) durante algunos años más, pero sabía que a sus cuarenta y tres de edad ya podía empezar a prepararse para la artesanía si es que quería sobrevivir. Era un mercado que crecía a un ritmo imparable. Los coleccionistas atesoraban en privado Sillas, Pedestales, Mesas, Floreros, Ceniceros y Alfombras humanas, y empresas como Suke, Ferrucioli Studio o la Fundación Van Tysch diseñaban, vendían y usaban adornos de carne y hueso todos los días. Tarde o temprano las leyes tendrían que permitir la venta oficial de aquellos objetos, porque ¿adónde irían a parar, si no, los lienzos viejos y los jóvenes que eran rechazados como obras de arte? Marcus sospechaba que acabaría vendido como adorno en la casa de cualquier solterona sonriente. Llévese un recuerdo de Alemania, señora. Aquí está Marcus Weiss, preciosas cachas nacaradas, un souvenir ario que puede armonizar junto a su chimenea.
A Weiss le quedaban pocas oportunidades. Las oportunidades también son puntos, átomos, líneas que se entrecruzan, cosas ínfimas e invisibles, residuos de la nada. ¿Cuántas había perdido él? No llevaba la cuenta. Era modelo desde los dieciséis años. Había estudiado arte HD en su ciudad natal, Berlín, y trabajado para algunos de los mejores pintores de su generación. Y de repente todo se había eclipsado. Empezó rechazando ofertas debido a que, en parte, quería vivir en paz. Le gustaba ser cuadro, pero no tanto como para inmolar por ello toda su vida sentimental. Sabía, sin embargo, que las obras maestras viven solas, aisladas, no se casan, no tienen hijos, no aman ni odian, no gozan ni sufren. Las verdaderas obras maestras como Gustavo Onfretti, Patricia Vasari o Kirsten Kirstenman apenas podían llamarse «personas»: lo habían entregado todo -cuerpo, mente y espíritu- a la creación artística. Pero Marcus Weiss añoraba demasiado la vida, y quizá por eso había empezado a aflojar el ritmo. Ahora ya era demasiado tarde para rectificar. Lo peor era que seguía solo. No era una obra maestra, pero tampoco el ser humano que le hubiese gustado ser. No había conseguido ni una cosa ni otra.
Se angustió al pensar que aquello que Brenda le iba a proponer esa tarde muy bien podía convertirse en su última oportunidad.
Sieglinde lo esperaba en la puerta del vestuario cuando él salió. Solían marcharse juntos. Bajaron la escalera con sus mochilas al hombro: en la de él viajaba el penacho de plumas sintéticas de papagayo azteca, en la de ella las ramas de zarzamora. Las etiquetas colgadas de la muñeca de ambos oscilaban con los gestos. Sieglinde hablaba y Marcus respondía con monosílabos. Se sentía cada vez más nervioso. Si Brenda no había cumplido su palabra, si no estaba esperándolo abajo tal y como había prometido, podía despedirse también de aquella oportunidad.
Decidió sacar algún tema de conversación para evitar las preguntas indiscretas de su amiga.
– ¿Sabes? Hoy por la tarde una niña de nueve o diez años se ha dedicado a mirarme durante media hora por lo menos. No entiendo lo que pasa. Las leyes contra la pornografía infantil son cada vez más estrictas, pero no hay vigilantes que prohíban la entrada de un niño en una galería para adultos.
– Estamos considerados patrimonio artístico, Marcus, ya lo sabes. Los niños pueden ver el David de Miguel Ángel de igual forma que pueden ver ¿Quieres jugar conmigo? de Kate Niemeyer. Lo contrario sería agravio comparativo.
– Sigo pensando que con los niños se debería hacer algo -insistió Marcus-. No me gustan como espectadores, pero menos aún como cuadros. No debería permitirse ningún cuadro menor de trece años.
– ¿A qué edad empezaste tú?
– Bueno, pongamos menor de doce.
Sieglinde se echó a reír. Después dijo:
– La verdad es que el tema de las obras menores de edad es difícil. Si las prohíbes, tendrías que prohibir también la aparición de niños en películas y obras de teatro, por ejemplo. Y piensa en los anuncios. A mí me parece mucho más indecente usar el cuerpo de un niño para vender toallitas higiénicas que pintarlo y colocarlo inmóvil como obra de arte. Creo que… ¡Eh! ¿Me estás escuchando?
Marcus no respondió.
Brenda estaba allí, de pie entre dos columnas.
Saludó a Marcus con un gesto de la cabeza y él respondió con una sonrisa. Su corazón latía con fuerza, como si en lugar de bajar la escalera se hubiera dedicado a subirla de tres en tres peldaños.
– Hola -dijo Marcus acercándose.
La chica volvió a mover la cabeza. No miraba a Marcus sino a su acompañante. Weiss se vio obligado a iniciar las presentaciones.
– Ésta es Brenda. Brenda, te presento a Sieglinde Albrecht. Sieglinde puede darte un par de lecciones sobre cómo ser un exterior estacional y que te compren.
– ¿Eres cuadro también? -preguntó Sieglinde con una sonrisa franca, enarcando unas cejas de las que carecía por completo y mirando a Brenda de arriba abajo.
– No -dijo Brenda.
– Pues deberías serlo. Te comprarían rápidamente, fuera cual fuera el pintor.
A Marcus le deleitó percibir en el tono de su amiga un leve acorde de celos.
– Brenda, por favor, disculpa la mente perversa de Sieglinde -bromeó.
– ¡Eh, que ha sido un piropo, idiota! -lo golpeó Sieglinde con la palma de la mano.
Brenda parecía una muñeca que hubiera recibido la escueta instrucción de asentir con la cabeza y sonreír a todo lo que se decía. Weiss pensaba que no necesitaba hablar: el discurso de su rostro era prodigioso.
– Brenda no es un cuadro -explicó-, aunque lo parezca… Es algo así como… una marchante.
– Oh, asunto de negocios, pues. -Jovialmente, Sieglinde estampó un beso en los labios de Weiss. Después guiñó a Brenda uno de sus ojos sin pestañas-. Entonces creo que os voy a dejar solos para que negociéis tranquilamente. Nos vemos pasado mañana, señor Weiss.
– Qué remedio, señorita Albrecht.
Aunque la galería abría al día siguiente y Sieglinde debía ir a trabajar, Marcus se tomaba los martes libres. Sieglinde ignoraba la razón de tan excepcional medida en un cuadro que aún no había sido vendido, pero sus aviesas preguntas al respecto habían chocado contra un muro de lacónicas respuestas y no se había atrevido a indagar más. Estaba segura, sin embargo, de que Marcus realizaba otro trabajo en un lugar mucho menos público (y más escandaloso) que Max Ernst.
El pelo de Sieglinde se convertía en un punto dorado al alejarse por Maximilianstrasse. Marcus apoyó suavemente una mano en la espalda de Brenda y la invitó a acompañarlo en la dirección opuesta. Era el último lunes de junio y la gente abarrotaba la calle.
– Pensé que no ibas a venir.
– ¿Por qué? -preguntó Brenda.
Él se encogió de hombros.
– No sé. Supongo que ayer todo sucedió muy rápido. Oye, no te habrá molestado que le dijera a Sieglinde que eras marchante, ¿verdad? Algo había que decirle. Además, Sieglinde no es curiosa.
– Está bien. ¿Adónde vamos?
Marcus se detuvo y miró el reloj. Adoptó un tono de vaga improvisación, aunque en realidad lo había planeado todo la noche previa.
– ¿Qué te parece si tomamos algo antes de cenar?
El sitio al que la condujo se llamaba La Minucia. Se encontraba en una bocacalle cercana a la galería, pero los cuadros y bocetos no lo frecuentaban tanto como los que flanqueaban la avenida, de modo que, con suerte, disfrutarían de un poco de intimidad. La Minucia lo vendía todo en pequeño: los licores venían en botellitas, como en las habitaciones de los hoteles, y los cubos de hielo tenían el tamaño de dados de póquer. Era autoservicio, y más allá de la barra (que llegaba a la cintura de una persona adulta) se distinguían una máquina de café expreso como una caja plateada de zapatos con tres palancas, anaqueles estrechos como zócalos, pizarritas que aconsejaban los platos del día en una caligrafía no apta para miopes y diminutas bombillas colgando del techo que, al llegar la noche, otorgaban aires de teatro de títeres a todo el lugar. La música de fondo era un solo de violín, afilado y trémulo. A partir de ahí, Gulliver pasaba al país de los gigantes y todo crecía inesperadamente: los camareros situados tras la barra eran de estatura más que normal y los precios de la carta superaban la talla media. Marcus sabía que La Minucia quedaba muy por encima de su presupuesto, pero no deseaba escatimar gastos con Brenda: deseaba impresionarla para que la chica supiera que él estaba acostumbrado a lo mejor.
Encontraron una esquina apartada con una mesa y un par de taburetes. Aunque su intención era comenzar con una cerveza, Marcus se decantó por imitar a Brenda cuando ella pidió whisky. Consiguió dos preciosas monerías de Glenfiddich y dos vasos de un hielo tan puro y reducido que parecía luz. Mientras se acercaba a la mesa con las bebidas dispuso de tiempo para valorar a la chica. Su opinión no varió mucho de la que había emitido la víspera. Ella era bastante delgada pero innegablemente atractiva y llevaba el pelo frondoso y rubio estrangulado en una cola que descendía por su espalda en forma de abultado pincel. Como vestuario, una chaquetilla y una minifalda azul oscuro (el día anterior habían sido blusa y pantalones cortos vaqueros). La ropa estaba arrugada y un poco descolorida, pero, por eso mismo, a Marcus le atraía más. Los tacones de los zapatos eran de aguja, una moda que a él nunca le parecía anticuada. Se dio cuenta de que no llevaba bolso. Tampoco medias. Quiso pensar que no llevaba nada más que lo que mostraba.
Cuando se sentó, descubrió que ella lo miraba sin sonreír.
Sus ojos azules sin destellos le recordaban algo que en aquel momento no podía precisar: eran puntos fijos, penetrantes. Puntos como estanques en miniatura de aguas negras.
– Y ahora -le dijo mientras le servía el Glenfiddich, sin apartar la vista de aquellos puntos-, vas a decirme la verdad.
– Siempre te digo la verdad -replicó ella.
Fue la primera vez que él supo con certeza que mentía.
Comenzaron las preguntas. La clientela que abarrotaba La Minucia se renovaba continuamente sin que él se percatara: estaba concentrado en el interrogatorio. Marcus era un cuadro viejo y nadie iba a engañarlo fácilmente, y menos con una muñeca como aquélla. Cuando se dio cuenta, el hielo liliputiense había licuado el sabor de su whisky. Ella tampoco había bebido mucho que digamos: se llevaba el vaso a los labios entre respuesta y respuesta, pero no parecía tragar. En realidad, no parecía hacer nada. Permanecía sentada cruzando sus bonitas piernas desnudas y mirando a Marcus mientras contestaba.
– ¿Por qué han pensado en mí tus amigos para este trabajo?
– Ya te respondí a eso.
– Quiero oírlo otra vez.
– Están buscando figuras. Me han enviado a Munich para verte, ya te lo he dicho.
Hablaba perfectamente el alemán, pero Marcus no lograba identificar su acento.
– Eso no responde a mi pregunta.
– Supongo que les has gustado como cuadro, no lo sé. Tendrías que preguntarles a ellos. Yo estoy aquí, tan sólo, para intentar captarte.
Desde luego, la chica trataba de ser honesta. Marcus bebió otro sorbo de Glenfiddich. El violín de La Minucia inició un vals de cajita musical.
– Háblame otra vez de la obra.
– Tardará un mes en ser creada, no puedo decirte dónde. Después la venderán automáticamente. De hecho, se trata de un encargo. Tampoco podrás saber quién es el comprador, pero iréis al sur. Probablemente a Italia. Es una acción no interactiva de exterior. Dura cinco horas diarias y se prolongará hasta otoño.
– ¿Cuántas figuras participan?
– No lo sé, es una pintura mural. Sé que hay figuras adultas y adolescentes. El tema es mitológico, creo.
– ¿Habrá manchas o estará limpia?
– Estará limpia. Todos son modelos voluntarios.
– ¿Niños?
– Sólo adolescentes.
– ¿Edades?
– Mayores de quince.
– Bueno. -Marcus sonrió, inclinándose hacia ella. La cafetería se llenaba por momentos y le impedía hablar en voz baja desde cierta distancia-. Me has contado la excusa. Ahora quiero saber la verdad.
– ¿A qué te refieres?
– Adolescentes y adultos juntos en una acción mural que ya está vendida antes de haber sido pintada… Y, como avanzadilla, una chica enviada para «captarme». -Intentó sonreír con aires de lienzo astuto-. Escucha, llevo muchos años en el oficio. Me han pintado Buncher, Ferrucioli, Brentano y Warren. Tengo cierta experiencia, ¿sabes?
No abandonó la visión de aquellos ojos ni siquiera cuando levantó el vaso en vertical para beber hasta la última gota. Un alud de hielo sepultó su nariz. ¿Estaba un poco mareado? No lo creía.
– Te contaré algo. El verano pasado trabajé en un art-shock clandestino en Chiemsee. Nos pintaron en un taller de Berlín y nos compraron para exhibirnos tres días a la semana durante el verano en una finca privada a orillas del lago. Había cuatro figuras adolescentes y tres adultos, incluyéndome. -Marcus observaba la etiqueta colgada de su muñeca-. Fue una experiencia… ¿Cómo definirla? Creo que la palabra es «aterradora». Quiero decir, desde el punto de vista en que son aterradores los art-shocks. Pero existía cierto riesgo, claro. Una de las figuras no tenía más de trece años…
– Quieres más dinero -lo interrumpió Brenda.
– Quiero más dinero y más información. Déjate de rollos mitológicos. Desde tiempo inmemorial, las excusas más utilizadas por el arte han sido la mitología y la religión. El art-shock que hice en Chiemsee era supuestamente religioso, ¿te imaginas? -Tuvo un repentino acceso de risa, pero cuando vio que la muchacha no lo imitaba prefirió contenerse-. En el fondo, todo ha consistido siempre en mostrar desnudos y violencia, da igual que sean Miguel Ángel y la capilla Sixtina o Taylor Warren y su cueva de Liverpool. Ése ha sido siempre el arte mejor y más caro de todos. -Alzó el dedo índice para subrayar sus frases-. Diles a tus «amigos» que quiero información exacta sobre lo que tendré que hacer. Y también quiero firmar un contrato de límites prefijados y otro de exención de responsabilidades; no sirven de mucho cuando te acusan de haber hecho cosas con menores de edad, pero los artistas se llevan la peor parte si hay denuncias. Y quiero pruebas de que el cuadro será limpio y de que no habrá niños, ni voluntarios ni involuntarios. Y quiero el doble de lo que dijiste ayer: veinticuatro mil euros. Todo esto para empezar. ¿Me he explicado con claridad?
– Sí.
Después hubo un silencio. Marcus pensaba de repente, con amargura, que había hecho mal contándole lo del art-shock de Chiemsee. Ella iba a creer que sólo lo llamaban para hacer arte marginal, lo cual era cierto en parte. En sus buenos tiempos, Weiss había sido vendido en varios grandes originales hiper-dramáticos. Pero ahora casi todo su sueldo provenía de encuentros interactivos de tipo art-shock. Obras como el cuadro de Niemeyer (o el de Gigli, que prefería no mencionar) constituían mediocres excepciones.
– ¿Nos vamos? -propuso.
Cuando salieron del café, casi todas las tiendas estaban encendidas. En los escaparates de las galerías que poblaban Maximilianstrasse lienzos tardíos seguían exhibiéndose en cuadros de dos o tres figuras. Las siluetas, el vestuario (o su ausencia) y el color se disputaban la atención de un público numeroso y heterogéneo. Cuadros para casi todos los bolsillos, desde los pobres diablos que hacían de bocetos de autores desconocidos a tres o cuatro mil euros cada uno, hasta las obras de los grandes maestros cuyo precio siempre se discutía durante una cena y cuyos lienzos dejaban de exhibirse pronto (nunca en escaparates) y eran conducidos hacia sus hoteles o casas alquiladas por personal de custodia. Muchachas con patines repartían catálogos de galerías aún más marginales y de retratistas expertos en cerublastina. Marcus coleccionaba toda la propaganda. Al llegar a la esquina del Nationaltheater, iluminado para una noche de estreno, se volvió hacia la chica y dijo:
– ¿Y bien?
– Transmitiré tus peticiones a mis amigos y te responderé pronto.
Marcus se inclinó hacia su oído para hacerse escuchar por encima del tráfico. Entonces comprobó que Brenda no olía a nada. Es decir, olía a algo que era como un punto: líneas de olor que se entrecruzan (es imposible no oler a nada: siempre hay algo, una minucia, una mácula de aroma). Celebró aquella nueva característica. No soportaba la orfebrería nasal a que lo sometían algunas mujeres.
– No te pregunto sobre el trabajo sino sobre esta noche -matizó con sonrisa de seductor-. ¿Adónde te gustaría ir?
– ¿Y a ti?
Conocía varios lugares que podrían haberle divertido. Algunos, como el encuentro interactivo de Haidhausen donde el visitante, fuera modelo o no, se transformaba en cuadro, resultaban atractivos. Sin embargo, la mano que apoyaba en la chaqueta de la muchacha pareció tomar una decisión por su cuenta.
– Estoy hospedado en un motel de Schwabing. No es un gran sitio, pero abajo hay un magnífico restaurante vegetariano.
– De acuerdo -dijo Brenda.
Tomaron un taxi, pese a que Marcus siempre cogía el metro en Odeonsplatz. El restaurante era pequeño y estaba lleno, pero Rudolf, el dueño y cocinero, sonrió al ver a Marcus y los instaló en una mesa apartada. Para el señor Weiss siempre había mesa y hasta una botella de vino, faltaría más, y a él le encantaba ser tan agasajado delante de Brenda. Pidió unos strudels de verdura y unos sabrosísimos espárragos de temporada. Durante la mayor parte de la comida habló de su afición al zen, la meditación y la comida vegetariana, y de cómo todo esto lo había ayudado a ser cuadro. Su budismo era prêt-à-porter, y él mismo lo reconocía, un mero artificio, una nadería con la que soportaba la vida, pero Marcus dudaba que hubiera alguien en el siglo XXI con creencias más profundas que las suyas. También contó varias anécdotas sobre pintores y modelos que hicieron que aquellos misteriosos y perfectos labios se distendieran aún más. Sin embargo, conforme fue pasando el tiempo, los temas de conversación se le agotaron. Era extraño en él, casi nunca le ocurría. Entre sus amigos tenía fama de hablador y poseía una excelente memoria para las anécdotas. Ahora os contaré algo sobre una chica llamada Brenda a la que conocí en Munich. «Si Sieglinde me viera…» Descubrió entonces que se sentía completamente loco de deseo por Brenda. Eso le irritaba, porque sabía que ella había sido enviada como «gancho», y él no sólo había mordido el anzuelo sino que se deleitaba paladeándolo. Pero había que reconocer que aquellos tipos, fueran quienes fuesen, habían acertado al elegirla: Brenda era la mujer más tentadora que había conocido en mucho tiempo. Su pasividad, su forma de mantener el misterio al tiempo que dejaba la puerta entreabierta, lo enardecían. Amigos, os contaré qué clase de chica era. Sin embargo, intentaba disimularlo. No quería que ella supiese que había conseguido demasiado pronto su propósito. Pero ¿acaso no lo sabía ya? Aquellos puntos en azul denso, ¿no lo miraban con cierto brillo burlón?
– No eres alemana, ¿verdad? -le preguntó a los postres.
– No.
– ¿Norteamericana?
Ella negó con la cabeza.
– Si no quieres, no me lo digas -indicó Marcus.
– No te lo digo -repuso ella.
– No me importa un comino de dónde seas.
Sus labios temblaban. Los de ella parecían dibujados sobre madera.
Pagó con rapidez y se marcharon. El punk que atendía en la recepción del motel casi tenía preparada la llave antes de verlo. El cuarto era pequeño y olía a humedad, pero en aquel momento podría haberse tratado de los salones de la Residenz o de un aseo público, a Marcus le daba igual. Empujó a Brenda hacia la oscuridad y buscó su boca con la suya. Ella se deshizo con facilidad de aquellas caricias, flexionó las rodillas y comenzó a resbalar como algo ingrávido por su torso. Marcus gimió cuando comprendió sus intenciones.
Aquello no era lo que había esperado. Confiaba en prolongar los preliminares mientras ella se desnudaba, o desnudarla él mismo, por ejemplo en el suelo, como le gustaba a Kate Niemeyer. La pintora era una de sus últimas relaciones estables y durante sus visitas a Munich habían hecho el amor en el motel de Marcus, en el hotel de ella, incluso, en cierta ocasión, en una galería de museo, lienzo y artista entrelazados. Pero Brenda iba demasiado rápido. Marcus estaba seguro de que explotaría antes de haber podido siquiera tocarla.
– Espera -murmuró, trémulo-. Espera un momento…
No ocurrió lo que temía. Ella sabía cuándo detenerse o aumentar el ritmo y qué lugares debía dejar intactos al principio. Tras un enervante preámbulo, la boca de Brenda envolvió su miembro como una funda de piel tórrida al tiempo que sus manos, aferradas a las nalgas de Marcus, lo atraían hacia ella. Dios, aquella chica era una bomba de vacío. Kundalini, la sierpe de la energía sexual, enderezó su braquicéfala cabeza dentro de él y preguntó qué ocurría. Marcus gimió, arañó la cal de las paredes, se mordió el labio en un increíble instante de descontrol. Cuando todo finalizó, continuaron en la misma posición, él con la frente apoyada en la pared paladeando el inequívoco sabor de su propia sangre -tenía los labios agrietados por los disolventes y la mordedura los había abierto-; ella arrodillada, paladeando también algo de Marcus. Aquel equilibrio de fluidos en sus bocas se le antojó a Weiss de una artística simetría.
Brenda se incorporó y Marcus encendió las luces de la pequeña habitación.
– Vaya -dijo-. Ha estado bien -agregó.
No obtuvo respuesta. Amigos, qué silenciosa es esta chica. Los ojos de Brenda lo miraban sin parpadeos: puntos redondos y negros en un círculo de vacío azul. Los labios no estaban manchados. El semblante -perfecto, delineado- poseía una cualidad de enajenación, de poderosa independencia de las emociones y sucesos que Marcus sólo pudo definir con una palabra: símbolo. Brenda, de repente, se le antojó simbólica, una especie de arquetipo de sus deseos. Pensó que si algo echaba de menos en compañía de aquella chica era un poco de individualidad, de imperfección. Por su mente desfilaron preguntas sin respuesta: ¿era preferible lo individual a lo arquetípico?, ¿la imperfección a lo perfecto?, ¿lo emocional a lo intelectual?, ¿lo natural a lo artístico? Cuando cayó en la cuenta de que todas estas divagaciones le habían sobrevenido a raíz de una mamada, casi creyó comprender el trágico destino de los seres humanos.
Quiso besarla, pero Brenda se apartó.
– ¿Nos sentamos?
Antes de que ella se alejara, los dedos de Marcus habían logrado resbalar un fugaz instante por aquel cutis maravilloso.
Se percató (aunque le parecía increíble) de que era la primera vez que tocaba su piel desnuda. La textura era como la de un bebé un poco más firme de lo normal. Un bebé algo pasado de fecha. Entre las yemas de sus dedos quedó un punto (porque todo termina convertido en eso) sutil de aceite, una nadería viscosa. No creyó que fuera ninguna crema: Brenda tenía la piel más grasa de lo normal, eso era todo, había conocido casos así. Siempre se mantienen jóvenes. El secreto de la eterna juventud y de la muerte prematura es el mismo: la grasa. Quizá de esta simple, ínfima razón, se derive el triste hecho de que los únicos que pueden ser jóvenes para siempre son aquellos que mueren jóvenes.
No obstante, el mundo no debía de ser tan malo, después de todo, si la naturaleza podía producir seres como Brenda. Marcus se propuso disfrutarla palmo a palmo durante aquella noche interminable.
Recordó que disponía de una pequeña botella de Ballantines. Fue de aquí allí a lo largo de la habitación, preparando whiskies. Brenda se recostó en el único sillón que había y cruzó las piernas. Al alcance de su mano quedaba una mesilla repleta de los productos que Marcus necesitaba casi diariamente: lociones lipoescultoras, cremas cosméticas, kits de lentillas, aromas y tintes capilares. Junto a los diversos frascos reposaba una máscara negra. Brenda la cogió.
– Ten cuidado con eso, tengo que usarlo mañana -dijo Marcus. Estaba sirviendo los whiskies cuando de repente se detuvo-. ¡Oh, mierda…!
Acababa de darse cuenta de que había olvidado la bolsa de las pinturas (con los catálogos y la corona de plumas, joder) en el restaurante de Rudolf. Pero ya era demasiado tarde para recuperarla. «No importa -se dijo-, Rudolf me la guardará.»Brenda volvió a dejar la máscara en su sitio.
– Pensé que sólo te exhibías en Max Ernst.
Todavía dándole vueltas al tema de la bolsa olvidada, Marcus repuso distraídamente:
– No, también hago una obra de Gianfranco Gigli, una sustitución, pero sólo los martes. Mañana por la tarde me toca. De hecho, estoy en Munich principalmente por la obra de Gigli. ¿Te sirvo más?
– Lo que tú vayas a tomar.
A Marcus le gustó la respuesta y sirvió dos dosis generosas. La noche prometía ser larga. «Mañana, antes de irme, pasaré por el restaurante y recogeré la bolsa -pensaba-. No hay ningún problema.»
– ¿En qué galería te exhibes como el Gigli? -preguntó Brenda.
Se disponía a ofrecer la mentira de siempre («voy de una a otra»), pero contempló la tranquila actitud de la muchacha y decidió que no tenía nada que ocultar.
– En ninguna -dijo.
– ¿Estás comprado?
– Sí, por un hotel -sonrió («¡Mi gran secreto!», pensó, avergonzado)-. El Wunderbar, ¿lo conoces? Es uno de los más nuevos y lujosos de Munich. Su principal atractivo consiste en que se adorna con obras hiperdramáticas. Hoy día esto ya no constituye ninguna novedad, pero cuando se inauguró era casi el único hotel alemán de ese tipo. Yo soy el cuadro de una suite. ¿Qué te parece?
– Bien, si te pagan adecuadamente.
¡Cuánta razón tenía! Con una sola frase, Brenda le había demostrado que no había nada de qué avergonzarse.
– Me pagan muy bien. Y la verdad es que no me importa estar en un hotel. Soy un cuadro profesional, me da igual dónde me coloquen. El problema son los inquilinos. -Torció el gesto y bebió un sorbo-. Pero, si te parece, vamos a cambiar de tema…
– De acuerdo.
Brenda no quería nada, no pedía nada, no mostraba ninguna curiosidad. Y esa actitud de cofre cerrado desmontaba las defensas de Marcus.
– Bueno, qué importa que lo sepas. Pero no lo comentes con nadie, porque a nadie le interesa. ¿Sabes quiénes están hospedados en esa suite…? Suena irónico, pero se les considera uno de los más grandes cuadros de la historia del arte. -Había pronunciado aquellas palabras con calculado desprecio, cargadas de ironía-. Nada menos que las dos figuras de Monstruos, de Bruno van Tysch.
Si había pretendido causar alguna reacción en la muchacha, no lo había conseguido. Brenda permanecía tranquila, las piernas cruzadas (aquel brillo perfecto de sus muslos desnudos, tan similar al lujo de sus zapatos: la naturaleza es más artística que el arte cuando imita al arte, ¿no, Marcus?).
Marcus estaba dejándose llevar por emociones largo tiempo reprimidas. Ahora que por fin le había contado a alguien la parte desagradable de su trabajo, no podía detenerse.
– A veces me ocurre algo extraño, Brenda. No entiendo el arte moderno. ¿Puedes creerlo? Esa exposición… «Monstruos»… Supongo que la has visto alguna vez, o has oído hablar de ella. Esta temporada se exhibe en la Haus der Kunst. Te aseguro que uno de los grandes misterios del arte consiste en saber por qué el creador de «Flores» se dedicó después a pintar esa colección… Serpientes vivas en el pelo de una chica, un enfermo terminal, un tarado… y esos dos criminales sebosos para los cuales hago de cuadro. -Hizo una pausa y bebió otro sorbo-. Está mal que una obra de arte no entienda el arte, ¿no crees…? -Ella compartió brevemente su sonrisa. De repente el semblante de Marcus se ensombreció-. Pero no es eso. Son esos dos cerdos. A mí me toca soportarlos un solo día a la semana, pero cada vez me cuesta más esfuerzo… Oyéndolos me dan ganas de… de vomitar… Me parece increíble que ese par de degenerados sea una de las grandes pinturas de todos los tiempos y que lienzos como yo, en cambio, tengamos que adornar las habitaciones donde se hospedan…
Poseído por una furia repentina, se llevó el vaso a los labios y descubrió que estaba vacío. Brenda lo escuchaba absolutamente inmóvil. Marcus se avergonzó un poco de haber abierto su corazón de aquella forma delante de una desconocida (por mucho que le costara creerlo, Brenda seguía siendo una desconocida, a fin de cuentas). Contempló su vaso vacío y levantó la vista hacia ella.
– En fin, no vamos a estropear una noche como ésta hablando de trabajo, ¿no? -dijo-. Aún tengo pintura encima. Voy a ducharme y vengo en seguida. Sírvete más whisky. Ponte cómoda.
Brenda sonrió ligeramente.
– Te esperaré en la cama.
En la ducha, Marcus Weiss recordó de repente a qué se parecían los ojos de Brenda: era la misma mirada de la Venus Verticordia, de Dante Gabriel Rossetti. Una copia de aquel cuadro prerrafaelista estaba enmarcada y colgada en la pared del salón de su apartamento de Berlín. La diosa sostenía una manzana y una flecha y miraba directamente al espectador mostrando uno de los senos, como dando a entender que el amor y el deseo, a veces, pueden resultar peligrosos. A Marcus le gustaban Burne-Jones, Duncan, Rossetti, Holman Hunt y otros prerrafaelitas. En su opinión, nada podía igualar el misterio y la belleza de las mujeres pintadas por estos artistas, el aura sagrada que desprendían sus figuras. Pero el arte es menos hermoso que la vida, y eso Marcus lo sabía, o creía saberlo, aunque pocas veces había encontrado pruebas tan palpables de la veracidad de tal aserto como Brenda. Ningún prerrafaelista hubiera podido inventar a Brenda, y ahí estaba la causa -sospechaba él- de que la vida siempre aventajara al arte en su carrera hacia la realidad. ¿Quién sabe? Quizá no era demasiado tarde para la vida, aunque ya lo fuera para el arte. Quizá la vida lo aguardaba en algún sitio: hijos, una compañera, estabilidad, el nirvana burgués donde poder reposar para siempre. Disfrutemos un poco de la vida, amigos, al menos por esta noche.
Salió del baño y cogió una toalla. Se había quitado la etiqueta del cuadro de Niemeyer, ya que al día siguiente no la necesitaría. Su erección volvía a ser intensa. Se sentía, si cabe, más excitado que antes, durante su impetuosa entrada en el cuarto. Por si fuera poco, la bebida no lo había afectado. Estaba seguro de poder continuar activo hasta el amanecer, y con una chica como Brenda ello no iba a resultar difícil.
La habitación estaba a oscuras otra vez, salvo la escasa luz de los neones de la calle filtrada por la persiana. Bajo esa penumbra parpadeante Marcus pudo distinguir a la muchacha. Le había dicho que lo esperaba en la cama y allí estaba. Se había cubierto con las sábanas hasta el cuello. Sus ojos miraban al techo. Venus Verticordia.
– ¿Tienes frío? -preguntó Marcus.
No hubo respuesta. Brenda continuaba inmóvil, con la vista fija en un punto de la oscuridad. No era una actitud muy normal para iniciar otra sesión de amor, pero Marcus ya estaba más que acostumbrado a su enigmático comportamiento. Llegó hasta el borde de la cama y apoyó una rodilla.
– ¿Quieres que te descubra poco a poco, como las sorpresas? -sonrió, inclinándose y apoyando las manos.
En ese instante sucedió algo que Marcus, al principio, apenas pudo creer. El rostro de Brenda tembló y osciló, torciéndose en un ángulo imposible, como una mortaja que se deslizara por encima de un cadáver. Luego se movió. De hecho, se arrastró hacia la mano de Marcus como una rata fláccida, un roedor moribundo. Fueron un par de segundos irracionales, buen material para una de las numerosas anécdotas que Marcus coleccionaba. Ahora os contaré el día en que el rostro de Brenda se desprendió y caminó hacia mi mano. Menuda sensación, amigos. Como en estado de trance, Marcus observó el conjunto desinflado de nariz, labios y ojos vacíos escurriéndose por la almohada hasta llegar a sus dedos. Retiró la mano como si hubiese recibido una quemadura y lanzó un gemido sofocado de horror, antes de percatarse de que estaba contemplando una especie de máscara confeccionada con algún tipo de material plástico, probablemente cerublastina. En la almohada, el copioso cabello rubio atado con una cola permanecía hueco e inmóvil, tan absurdo como un techo sin paredes.
Os voy a contar el día en que Brenda se transformó en canica, en guisante, en minucia, en Nada. Os contaré el horrible día en que Brenda se transformó en un punto del microcosmos.
Apartó las sábanas y descubrió que lo que había tomado al principio por el cuerpo de la chica no era sino su ropa (la chaqueta y la falda, incluso los zapatos) retorcida y hecha un guiñapo. Esa clase de bromas que gastan los colegiales para hacer creer que hay alguien dormido bajo la manta.
Pero, la máscara… La máscara era lo incomprensible.
Una ráfaga de escalofríos le hizo entrechocar los dientes.
– Brenda… -murmuró en la oscuridad.
Oyó el ruido a su espalda, pero estaba desnudo y en cuclillas sobre la cama, y reaccionó demasiado tarde.
Líneas.
Su cuerpo era un haz de líneas. Por ejemplo, el pelo: suaves curvas hasta la nuca. O los ojos: elipses que albergaban redondeles. O el círculo concéntrico de los senos. O la ínfima raya del ombligo. O la huella de gaviota del sexo. Se palpó. Llevó la mano derecha al cuello, la hizo descender por la hondonada entre los pechos y el angosto músculo del vientre. Luego abrazó la curvatura de sus bíceps. Al tacto todo era distinto. Se percibió un poco más viva: superficies mullidas, exprimibles, deformables; contornos donde la mano podía demorarse, dulces laberintos aptos para dedos o insectos. Tocándose adquirió volumen.
Le entraron ganas de llorar, como cuando se despidió de Jorge. ¿Qué veía? Una piel de madreperla amarilla. Supuso que una hipotética lágrima, siguiendo el trayecto vertical desde su párpado hasta la comisura del labio, adoptaría también forma de línea. No estaba triste, sin embargo, aunque tampoco feliz. Su deseo de llorar era producto de una emoción sin colores, un sentimiento lineal que el futuro, sin duda, pintaría con más definición. Se encontraba al inicio, en la línea de salida (justo término), una figura alabeada que esperaba en el mundo de la geometría a que un artista la escogiera y le imprimiera sombras y carácter. A partir de ahí, ¿qué? Tendría que esperar para saberlo.
Por lo demás, su estado actual podía calificarse como ingrávido. La imprimación la había liberado de lastre. Apenas se percibía. Estaba completamente desnuda y no sentía frío, ni siquiera fresco, ni siquiera algo capaz de ser denominado «temperatura». Pese a las incomodidades del viaje, seguía ágil y enérgica: podría haber descansado plegada sobre sí misma, o de puntillas. El conjunto misterioso de pastillas que había comenzado a ingerir por decisión de F &W difuminaba su fisiología. Le parecía maravilloso no debatirse en el dilema de una víscera cualquiera. Más de doce horas habían transcurrido desde que había ido al baño por última vez. No comía -ni añoraba- nada sólido desde el sábado. No estaba nerviosa, no estaba tranquila: esperaba, tan sólo. Todo su ánimo era un proyecto. Por primera vez en su vida se sentía un lienzo de verdad. O ni siquiera eso. Una herramienta. Un martillo, un tenedor o un revólver -dedujo- podrían comprenderla mejor que una persona.
Su cabeza se encontraba despejada. Increíblemente despejada. Pensar era para ella como contemplar un horizonte ondulado en el desierto. También se alegraba de eso. No era amnesia, por supuesto: lo recordaba todo, pero el recuerdo no la estropeaba. Es decir, estaba ahí, en la biblioteca, bien ordenado y a mano (si ella quería, podía ponerse a recordar a sus padres, a Vicky, a Jorge), pero no necesitaba hojear su pasado para vivir. Era una sensación fenomenal ésta de ser otra sin dejar de ser ella misma.
La casa estaba llena de silencio. Ignoraba adónde la habían trasladado después de que el avión aterrizara en el aeropuerto de Schiphol en Holanda. Suponía que se hallaba en algún lugar no lejos de Amsterdam. El vuelo había durado una hora o poco más, pero una hora puede ser muy larga si llevamos los ojos vendados y somos incapaces de movernos. Sin embargo, el tiempo y el cuerpo de Clara se habían hecho amigos y apenas había sentido molestias.
Fue transportada como material artístico. Era la primera vez que le ocurría esto. Bueno, en cierta ocasión, en The Circle, cuando era adolescente, la habían atado con cuerdas de nailon, vendado los ojos, envuelto en papel acolchado e introducido en una caja de cartón. Se llamaba Prueba de Anulación: servía para que el futuro lienzo asumiera su condición de objeto. Pero esto era distinto, porque se trataba de un verdadero traslado de material. La ley consideraba «material artístico» a cualquier lienzo imprimado y etiquetado aunque no estuviera pintado todavía. Todos los viajes que ella había hecho por motivos de trabajo habían sido como persona: las imprimaciones habían tenido lugar en el sitio de exhibición. De esta forma, el pintor se ahorraba costes de transporte, riesgos de desperfecto y, en su caso, pago de impuestos en la aduana. La evasión de obras de arte en forma de individuos que viajaban como pasajeros normales y después eran repintados en otro país constituía un delito no tipificado, y urgía alguna legislación al respecto. Pero ella había sido trasladada como material artístico con todos los requisitos necesarios.
No pudo ver la forma del reactor de diez plazas al que desembocó en el extremo final de aquel pasillo, siguiendo el rastro del hombre de uniforme. Un operario vestido con un mono color naranja la aguardaba en el interior de la cabina. En ningún momento se dirigió a ella por su nombre. En realidad, apenas le habló (de cualquier forma, no hablaba español). La cogió con guantes (todo el mundo la cogía con guantes desde que había sido imprimada) y la ayudó a tenderse en una camilla acolchada con el respaldo alzado cuarenta y cinco grados y las letras FRAGILE bordeando el grosor del cuero. Un cojinete igualmente levantado servía para apoyar los pies: eso la obligaba a mantener las rodillas flexionadas. No hubo necesidad de que se desnudara (que se quitara el top y la minifalda). Todo lo contrario: el hombre la envolvió con un sudario de plástico adicional, una túnica amplia, sin mangas, y la adornó de pegatinas de advertencia en holandés e inglés. Sólo le quitó los zapatos. Ocho bandas elásticas fijaron su anatomía a la camilla: una en la frente, dos en cada axila, otra en la cintura, cuatro más en muñecas y tobillos. Eran de una suavidad prodigiosa. Al ajustarías, el operario tuvo en cuenta que, en lugares como la muñeca derecha y el tobillo homólogo, las etiquetas debían quedar por fuera. Sólo le habló al colocarle el antifaz, que era muy semejante a los que se distribuyen a los pasajeros para invocar el sueño.
– Proteger ojos -dijo.
Fueron las últimas palabras que le dirigieron hasta el aterrizaje.
Hubo un entreacto sin tinieblas durante el vuelo: le alzaron el antifaz para presentarle una larga línea vertical incrustada en un vaso de plástico con cierre hermético. Bebió, aunque no tenía sed. Era un zumo. Comprobó que afuera, en la cabina y en el mundo, había anochecido. Al tiempo que sostenía el vaso para que bebiera, el operario tanteaba las bandas elásticas de sus axilas, cintura y muñecas asegurándose de que no estuvieran muy apretadas. Las etiquetas fueron colocadas en distinta posición para evitar roces prolongados. Otro operario examinó su vientre con una linterna de médico. Le aflojaron ligeramente la banda central. No se movió (aunque hubiera podido hacerlo) porque no le importaba permanecer en la misma postura durante un día entero. Cuando acabaron de acomodarla, volvieron a colocarle el antifaz.
Percibió el aterrizaje como un feto percibiría el descenso de su madre en una noria. Ello le hizo comprender que existe algo dentro de nosotros, impalpable, que establece el sentido de las direcciones, los arribas y abajos, la aceleración y el freno. Una conciencia de flecha, o de línea, por así decirlo. La inercia la manejó como un bailarín poderoso: hacia adelante, hacia atrás. Entonces el tampón violento de las ruedas selló la tierra.
– Cuidado… Escalón… Cuidado… Escalón…
La sostuvieron de los brazos mientras descendía por la escalerilla. Recibió una paletada de Amsterdam en forma de aire nocturno. Holanda magreó sus piernas, alzó los bordes de su mortaja de plástico, acarició su vientre y su espalda tibia. Era prometedor sentirse así de acogida por aquella Holanda desvergonzada y fresca con olor a gasóleo y motores de reacción. La etiqueta del cuello apuntó hacia la izquierda con un golpe de viento.
Se habían detenido en una zona apartada del aeropuerto de Schiphol. Luces parpadeantes constituían el decorado. Al pie de la escalerilla aguardaba otro operario con una carretilla de transporte. Las llamaban «cápsulas». Clara las había visto antes pero nunca había viajado en una. Constaban de una camilla y una tapadera. La camilla era semejante a la del avión, con el respaldo alzado; la tapadera era de plástico con orificios para respirar y más pegatinas de aviso. Cuando cerraron esta última sobre su cabeza dejó de escuchar ruidos pero pudo seguir contemplando el exterior a través del plástico. Le habían quitado el antifaz. Se encontraba mucho más cómoda que en el avión (podía, por ejemplo, estirar las piernas), pero no le importó demasiado aquella ventaja. El operario se situó detrás y empezó a empujar.
Recorrieron unos cuantos metros hacia un edificio lineal de techo bajo, más allá del cual se alzaban las esbeltas líneas de la torre de control. Un letrero -Douane, Tarief- destellaba en letras de molde informáticas. Figuras tunicadas, músculos, desnudeces, cuellos con etiquetas naranjas o azules, rostros sin cejas, piel imprimada y brillante, cabelleras arco iris, cabezas calvas y tersas, chicos y chicas jóvenes, adolescentes, niños y niñas, hermosos monstruos aguardando al aire libre en la oscuridad oscilante de las luces, imágenes canónicas pero todavía inacabadas, modelos aún sin modelar (le llamó la atención un ser inefable en silla de ruedas, rapado e imprimado, que volvió la cabeza a su paso para contemplarla con semblante de alienígena drogado), aguardaban en fila para pasar por la aduana. Muchos habían viajado en transportes colectivos, a veces sin personal de custodia porque no se precisaba de ningún equipo especial para trasladarlos. A ella le fascinó el copioso tráfico de obras de arte que existía en Holanda. Nada de eso ocurría en España, donde la inmigración artística, entre otras muchas, no estaba regulada. ¿Cuánto podían costar cada una de aquellas piezas? La más barata, calculó, no menos de mil dólares.
Su cápsula penetró directamente en el edificio sin esperar turno. Era semejante a un hangar con cintas transportadoras y largas mesas de aduana. Empleados de uniforme azul levantaban los brazos repitiendo instrucciones concisas. Todo estaba detallado, regulado, indicado, previsto. La estacionaron junto a un mostrador. Los trámites fueron simples: sellado de formularios, comprobación de etiquetas. Luego la desplazaron a una habitación adyacente. Cuando abrieron la tapadera, una mezcla de perfumes masculinos y femeninos anegó su olfato. Un hombre y una mujer, sonrientes, silenciosos, con guantes quirúrgicos a juego con el color de sus trajes y sendas tarjetas azul oscuro en las solapas (sección de Conservación, recordó ella) la estaban aguardando. La habitación era un despacho: mesa, sillas, dos salidas, una puerta abierta. Alguien cerró la puerta y a ella le pareció como si se quedara sorda durante un segundo.
– ¿Cómo se encuentra? ¿Bien? Mi nombre es Brigitte Paulsen, mi compañero es Martin van der Olde. ¿Puede levantarse? Despacio, no hace falta que se apresure.
La brusca intromisión del castellano musical de la mujer la sorprendió al principio. Había creído que seguirían tratándola como hasta entonces, como un simple material. De repente comprendió el porqué de aquel recibimiento. Pertenecían a Conservación, y en Conservación procuraban siempre que la obra se encontrara cómoda. Colocó los pies descalzos en el suelo -las uñas imprimadas reflejaban las luces del techo- y se levantó sin ayuda y sin dificultad alguna.
– Estoy bien, gracias -dijo.
– El señor Paul Benoit, director de Conservación de la Fundación Bruno van Tysch, lamenta no haber podido recibirla en persona y me encarga que le dé la bienvenida a Holanda -sonrió la mujer-. ¿Ha tenido buen viaje?
– Muy bueno, gracias.
– Yo poco español -intervino el hombre rubio enrojeciendo-. Lo siento.
– No se preocupe -dijo Clara.
– ¿Necesita algo? ¿Quiere algo? ¿Desea decir algo?
– Ahora mismo me encuentro a gusto y no necesito nada -contestó Clara-, muchas gracias.
– ¿Me permite? -La muchacha cogió la etiqueta de su cuello.
– Perdón -dijo el hombre alzándole el brazo con la mano izquierda enguantada y cogiendo con la derecha la etiqueta de su muñeca.
– Sorry -dijo un tercer individuo (a quien ella aún no había visto) deslizándose por el suelo para atrapar la etiqueta de su tobillo.
«La verdad, te reconforta que te traten como a un ser humano de vez en cuando», pensó. Todas las criaturas del universo y la mayoría de los objetos naturales y artificiales agradecen el trato cariñoso, por eso Clara no se avergonzó de pensar esto. Los rayos láser se deslizaron como arañazos (líneas rojas paralelas) por los rectilíneos códigos de barras de sus tres etiquetas. Permaneció sonriente e inmóvil durante la inspección, observando de hito en hito a la mujer: decidió que era bonita pero que estaba maquillada en un tono muy oscuro. Además, había exagerado el colorete y daba la impresión de haber sido doblemente abofeteada.
Luego la desnudaron: le sacaron la túnica de plástico acolchada por la cabeza y le desprendieron el top y la minifalda. Las lámparas del techo se reflejaron en su anatomía como anguilas de luz.
– ¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Está cansada?
La muchacha practicaba su castellano Berlitz mientras le tomaba el pulso con dedos delicados como pinzas. Durante los silencios, Clara oía ecos de preguntas en otro idioma provenientes de una habitación contigua. ¿Habrían recibido más material? ¿Quién sería? Le apetecía verlo.
Cambiaron de instrumento y la examinaron con una especie de teléfonos móviles que emitían zumbidos. Dedujo que estaban analizando su integridad. Axilas, costados, nalgas, muslos, corvas, vientre, pubis, rostro, pelo, manos, pies, espalda, rabadilla. Los instrumentos no la tocaban: eran grillos de ojos rojizos que cantaban en un mismo tono flotando a dos centímetros de su piel. Ella les facilitaba la tarea levantando los brazos, abriendo la boca o separando las piernas. Durante un fugaz instante de pánico se preguntó qué sucedería si le encontraban un desperfecto. ¿La devolverían a su lugar de origen?
Otro hombre se había sumado al grupo, pero permanecía lejos, junto a la puerta del fondo, apoyado en la pared con los brazos cruzados, en actitud de estar esperando a que los demás terminaran antes de intervenir. Su pelo era rubio platino, su mandíbula firme y sus gafas reflectantes. Parecía un ario cabreado, y quizás eso era justamente lo que era. El cable de un auricular florecía en su oreja derecha. Clara advirtió la tarjeta roja de su solapa: se trataba de un agente de Seguridad. «Tengo que irlos conociendo: la tarjeta azul oscura es de Conservación, la roja de Seguridad, la de Arte es turquesa…»
– Todo listo -dijo la mujer-. Feliz estancia en Holanda en nombre de la Fundación Bruno van Tysch. Por favor, acuda a nosotros para cualquier duda, cualquier problema, cualquier cosa que necesite. Dispondrá de un teléfono para llamar a Conservación. Puede hacerlo a cualquier hora del día o de la noche. Nuestros compañeros estarán encantados de atenderle.
– Gracias.
– Ahora la dejamos en manos del personal de Seguridad. Debo advertirle que Seguridad no va a hablar con usted, así que no pierda el tiempo haciéndole preguntas. Pero a nosotros puede dirigirse siempre.
– ¿Y Arte? -preguntó ella.
El efecto que produjeron aquellas simples palabras fue sorprendente. Los ojos de la mujer se dilataron; los hombres se volvieron hacia ella e hicieron gestos; incluso el agente esbozó una sonrisa. Fue la mujer quien habló.
– ¿Arte…? Oh, Arte hace lo que quiere. Arte va a lo suyo, no sabemos nadie a qué va ni podemos saberlo.
Clara recordaba los largos silencios telefónicos durante su tensado y las cláusulas del contrato que había firmado.
– Comprendo -dijo.
– No, no -replicó la mujer inesperadamente-. Nunca comprenderá.
Le entregaron unos patucos de plástico que se calzó sin perder tiempo. Estaba íntegra y no era cosa de estropearse en el último instante. Luego volvieron a ponerle la túnica de plástico. Se fijó en que no le devolvían el top y la minifalda, pero no le importó. La túnica se adaptaba con suavidad a su cuerpo desnudo. El hombre de Seguridad se puso en marcha y Clara lo siguió caminando despacio, el plástico susurrando con sus movimientos. Salieron por la puerta del fondo. Al atravesar la habitación contigua creyó entrever, en un fugaz parpadeo, a un viejo desnudo con el cuerpo imprimado y etiquetas amarillas. Los ojos del viejo eran brillantes. A ella le hubiera gustado detenerse un instante y conocerlo, pero el hombre de Seguridad se alejaba imperturbable. Poco después salieron a una silenciosa zona de aparcamientos privados. En el vehículo en el que iba a viajar había espacio más que suficiente para ella. Se trataba de una furgoneta de color oscuro con una entrada trasera y dos delanteras. Carecía de ventanas en la parte de atrás, de modo que el lienzo se hallaba a resguardo de miradas indiscretas. En la zona posterior los asientos eran opcionales, y los habían retirado todos salvo el suyo, ampliando aún más el área. Clara podría haberse estirado recostada en el suelo sin que sus pies tocaran al conductor, pero los cuatro cinturones de seguridad que emergían de los laterales, y con los que fue atada por las manos enguantadas del agente, le impedían siquiera separarse del respaldo.
Fue un trayecto breve como un sueño. Distinguió rectángulos verdes con indicadores a través del cristal delantero: «Amsterdam», «Haarlem», «Utrecht»; flechas; líneas; señales fosforescentes. La noche estaba rayada de postes de tendido eléctrico, o quizás eran telefónicos, que reflejaban los fugaces faros del vehículo. El hombre de Seguridad conducía en silencio. Pronto se percató de que no se dirigían a Amsterdam. Las luces que había visto al salir del aeropuerto de Schiphol comenzaban a desertar, lo cual significaba, sin duda, que habían tomado un desvío. Estaban en pleno campo. Algo muy frío se agitó en su estómago. Por un instante se dejó invadir por absurdos pensamientos. ¿Acaso se dirigían a Edenburg? ¿La recibiría esa misma noche el Maestro? Pero ¿y si todo era un sueño y no la pintaba Van Tysch, como había estado imaginando desde que supo quiénes la contrataban? Se reprochó a sí misma por aquel delirio. Un buen cuadro no debía emocionarse. Tenía demasiada experiencia. Era un lienzo de veinticuatro años, por Dios, había empezado trabajando en The Circle y Brentano la había pintado en tres ocasiones. Ocho años de oficio eran demasiados para caer en la trampa de sus propios nervios, ¿no te parece? No, no digas: «Procuraré calmarme. Debes sentirte ajena a todo lo que ocurre». ¿Cómo decía Marisa Monfort? Como un insecto. Como alguien que ha olvidado su nombre. Lienzo de lino trenzado de líneas blancas. Alguien dijo alguna vez que los recuerdos eran líneas sobre la blancura: vamos a borrarlas, vamos a ser distintos, vamos a no ser.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a notar que la velocidad de la furgoneta aminoraba. Vio árboles macilentos a la luz de los faros. Una vereda. Advirtió de refilón carretillas, rastrillos, cubos, accesorios que le recordaron los útiles de jardinería con que su padre solía entretener los veranos en Alberca. El agente de Seguridad detuvo el vehículo frente a una valla. Luego se bajó, abrió la cancela, regresó a la furgoneta y condujo hasta el interior. Poco después había aparcado y desatado los cinturones del asiento de Clara. Cuando ella pisó con su zapato de plástico el terreno de grava, supo que aquello no era, evidentemente, Edenburg. Pero tampoco parecía ninguna otra ciudad. Los faros enfocaban una especie de huerto. A izquierda y derecha, la noche se adivinaba imperfecta, civilizada, hilada de líneas que tal vez delataban la presencia de casas o industrias, o quizás algún tipo de aeropuerto o pueblo pequeño. La temperatura era fresca y el viento tiraba de los bordes de su túnica. La luna era un alambre curvo y cortado. Percibió un olor: a bosque y pantano. Aquel perfume de tierra se convirtió en algo nítido en su boca, como si lo saboreara. Se apartó una gavilla de pelo de los ojos sin pestañas. Su sombra en la grava, a sus pies, era oscura y torneada.
El hombre de Seguridad la aguardó y caminaron juntos hacia la casa, que era pequeña, de una sola planta, con porche de madera y aspecto indefinido, como si estuviera esperando su presencia para comenzar a existir. Los grillos radiaban su morse nocturno. «Todo esto será muy bonito cuando amanezca, supongo, pero ahora impone un poco», pensó. Subieron la breve escalera, y el tableteo de los zapatos del hombre sobre la madera le recordó una película de terror que había visto hacía muchos años con Gabi Ponce.
Unas llaves destellaron. El interior olía a ambientadores de baño. Había un breve vestíbulo con escalones a la derecha; a la izquierda, una puerta cerrada. Los interruptores de todas las luces se encontraban en la entrada, detalle este que Clara percibió en seguida. El hombre los pulsó, las estancias se iluminaron por completo y se desveló lo que parecía ser parte de un salón más allá de los escalones: paredes blancas, puertas en crudo, un gran espejo de cuerpo entero instalado en un armazón móvil y un suelo de listones blancos de madera. Comprobó después que toda la casa tenía el mismo parquet. Las líneas negras de los intersticios y el color blanco de los listones otorgaban al suelo el aspecto de un papel de caligrafía o un estudio de perspectiva para dibujar escorzos. La puerta cerrada de la izquierda daba a una simple cocina. La segunda parte del salón se extendía hasta el fondo, ocupando el lado contiguo a la cocina. Un sofá, una alfombra descolorida (¿antes carmesí?), una pequeña cómoda de tres cajones con un teléfono encima y otro espejo de cuerpo entero componían el resto del mobiliario. Los dos espejos, frente a frente, inventaban el infinito. Sólo había un adorno en la pared, una fotografía enmarcada de tamaño medio. Muy rara, por cierto. Mostraba la cabeza y el tronco de un hombre de espaldas sobre un decorado negro. El cabello oscuro y bien cortado y la chaqueta se mezclaban de tal modo con las tinieblas circundantes que únicamente las orejas, la semiluna del cuello y el borde de la camisa resultaban visibles. A Clara le recordó una pintura surrealista.
El dormitorio quedaba a la derecha y era una habitación amplia con un colchón en el suelo, sin armarios ni mesillas de noche. El colchón era azul celeste. Una puerta daba paso al aseo, preparado para labores hiperdramáticas. Detrás de la puerta, un par de albornoces.
El hombre se había limitado a ir de un sitio a otro. No parecía estar enseñándole la casa, sino revisándola por su cuenta. Mientras Clara examinaba el baño percibió una sombra a su espalda. Era el hombre. Sin hablarle, el tipo se agachó y comenzó a alzar el plástico que la cubría. Ella comprendió lo que pretendía hacer y levantó los brazos para ayudarle. El hombre le quitó el plástico, lo dobló y lo introdujo en una bolsa. Luego volvió a agacharse y le quitó los patucos, que guardó en la misma bolsa. Entonces se marchó con la bolsa bajo el brazo. Ella escuchó sus pasos en el suelo de madera, la puerta, la cerradura. Respiró hondo al oír, cada vez más lejos, la despedida del motor. Salió del dormitorio y se asomó por una de las ventanas delanteras a tiempo de ver el tiralíneas de la luz dibujando paralelas en la oscuridad. Después, la negrura.
Estaba sola. Estaba desnuda. No sentía molestia alguna, sin embargo.
Subió los peldaños del vestíbulo y examinó la puerta. Cerrada. Probó con las ventanas y obtuvo el mismo resultado.
Revisó las ventanas de toda la casa y una puerta trasera que descubrió en el salón, y comprobó que tampoco podían abrirse sin ayuda de llaves. Prefirió pensarlo de otra forma: no estaba encerrada, estaba guardada. No estaba sola, estaba única.
Única y guardada en una casa clausurada.
Ella era un objeto valioso.
Fue hacia el salón y se dirigió al teléfono. Era inalámbrico. Lo descolgó. Puro silencio. Advirtió un rectángulo azul oscuro junto al aparato, una tarjeta con un número. Supuso que era el número de Conservación («puede llamar a cualquier hora del día o de la noche»), pero no le serviría de nada si el teléfono estaba estropeado. Rastreó el cable y lo descubrió sin dificultad enterrado en la placa correspondiente. Probó de nuevo, tecleando al azar: el auricular estaba muerto. Entonces marcó el número de la tarjeta. Cuando su dedo presionó la última tecla, escuchó la llamada. Así pues, el teléfono funcionaba según qué casos. Colgó. Comprendió de inmediato cuál era su situación.
Puede llamarnos, pero sólo a nosotros.
Por supuesto.
Contempló todo aquel silencio, todo aquel vacío de suelo rayado. La casa era una desnudez anónima, como ella. Deslizó las manos por la increíble suavidad de sus muslos imprimados y la rigidez de las etiquetas atadas a su cuerpo al tiempo que miraba a su alrededor. Era preciso partir de cero, y allí se encontraba, al principio de todo, pulida, tersa, reducida a la mínima expresión y etiquetada.
Como no había nada mejor que hacer, se acercó a uno de los espejos.
Fue entonces cuando descubrió que su figura sólo era un haz de líneas.
Su padre inclinó sobre ella unas facciones macilentas y angulosas, deformadas por la proximidad, la nariz mayestática, las grandes gafas cuadradas en cuyos cristales ella podía contemplar una copia oblonga de sí misma, y le habló con una voz como procedente de una grabación del pasado remoto:
– Qué vida más triste, qué vida más triste, la verdad, no comprendo por qué nací, ¿tú lo comprendes? Me hubiera gustado tener un objetivo, una meta como tú, para poder entender por qué nací, pero sobre todo por qué desaparecí, hija, qué triste, por qué me marché cuando aún era joven y no te conocía del todo. Me gustaría saber por qué te dejé tan pronto, por qué ya no puedo vivir junto a ti. Quizá todo esto, esta amarga separación, sea debida a que tienes que estar preparada, porque las cámaras te aguardan, la escena está a punto, el guión ya ha sido escrito, las luces… Mira qué luces tan brillantes… Todo para ti, mi preciosa hija. Y las caras que te observan, que te miran, el director, el productor, el maquillador… Vamos, sube al escenario. Yo te miro, te miro, no puedo cerrar los ojos ya. Tengo que mirarte para siempre, hija…
Entonces su padre sacaba la lengua y se enjugaba el labio superior repetidamente. Pero era una lengua muy pequeña y rectilínea que aparecía y desaparecía a velocidad vertiginosa.
Cuando despertó se encontraba a punto de llorar, o quizá ya había llorado: es difícil cerciorarse si no existen lágrimas que lo delaten. Recordaba el sueño con nitidez aunque ignoraba qué podía significar. Soñaba con su padre muy a menudo, era una figura que nunca desertaba de su conciencia y la visitaba con puntualidad extraordinaria. Tío Pablo le había confesado una vez que también soñaba con él. Lo atribuía al simple hecho de que hubiera muerto. «Los muertos se dedican a aparecer cuando soñamos», le decía. Y añadía que nuestra única vida eterna consistía en poblar los sueños de los demás.
Se encontraba recostada sobre el colchón del dormitorio en medio de una sucia claridad de madrugada. Al incorporarse observó la blancura de yeso de la pared que tenía delante y las líneas de las tablas en el suelo. Seguía desnuda y con las etiquetas puestas, pero ni la ausencia de ropa o de sábanas y mantas, ni aquellas tres cartulinas atadas a ella habían logrado perturbar su notable descanso. Se sentó en el colchón con los pies en el suelo y se puso a pensar en lo que haría a continuación.
Entonces oyó las voces.
Procedían del salón. Eran por lo menos dos personas y hablaban en holandés. Reían, soltaban exclamaciones. Quizás el ruido que habían hecho al entrar era lo que la había despertado.
No creyó que se tratara de personal de Conservación o Seguridad. Quizá fueran operarios que habían venido a instalar algo, o el servicio de limpieza (qué absurdo). También podía ser el primer ensayo hiperdramático, alguna escena improvisada que estaban montando para ella. O bien el propio artista, el pintor que la había contratado, que acudía con su grupo de colaboradores para probar personalmente el material. En cualquier caso, debía prepararse.
Entró en el baño, orinó (su vejiga se hallaba rebosante, pero apenas se había percatado hasta ese momento) y se limpió cuidadosamente con toallitas húmedas de papel. Luego se echó agua en la cara, se atusó el pelo (todo innecesario: su cara estaba limpia y reluciente y su pelo en perfecto estado) y por un instante empezó a divagar con vestidos, colores, adornos, formas de presentarse ante los extraños, conjuntos que podrían sentarle mejor o peor, hasta que recordó que no estaba en su casa sino en algún lugar desconocido de Holanda, y que, de todas formas, ella era un lienzo imprimado y etiquetado y debía aparecerse así, tal cual, fueran quienes fuesen los recién llegados. Respiró hondo, atravesó el dormitorio y abrió la puerta.
Dos hombres iban y venían de la entrada al salón.
Uno de ellos, el de más edad, se encorvaba bajo el peso de una bolsa de hule y no se fijó en ella al pasar. Tenía los cabellos ralos y estaba vestido con una camiseta sucia y unos vaqueros. Los brazos le quedaban largos y velludos, casi simiescos. Dentro de sus gafas de grueso cristal los ojos parecían insectos atrapados en ámbar. Pero a Clara le interesó sobre todo la tarjeta color turquesa prendida de un pliegue de su camiseta. Personal de Arte, pensó con un escalofrío. Era el primer miembro de aquel selecto círculo que conocía. Contuvo la respiración como un creyente en presencia de los grandes patriarcas de su fe. Personal de Arte de la Fundación Van Tysch, nada menos, los ayudantes del Maestro y de Jacob Stein. No era así como se los había imaginado, con aquellas facciones tan vulgares y aquel aspecto un poco andrajoso, pero a la vista de la tarjeta sintió que su corazón se aceleraba.
El otro hombre parecía muy joven. Acababa de dejar una bolsa sobre la alfombra y se dedicaba a abrir las persianas de las ventanas traseras, coloreando de madrugada el salón. Entonces dijo algo en holandés y se volvió. Al hacerlo, descubrió a Clara de pie en el umbral. Se quedó mirándola. Ella sonrió ligeramente, pero le pareció que cualquier clase de presentación estaría fuera de lugar. En ese momento el hombre mayor dejó la bolsa en el suelo, se frotó las manos y también la descubrió. Ambos la miraron.
– Bueno, bueno, bueno -dijo el joven en castellano y se acercó unos pasos.
Era alto, de piel atezada y cabello negro y rizado cortado a cepillo. Tenía un rostro que a Clara le pareció muy atractivo, con cejas espesas pero bien delineadas, patillas en vírgula, bigote y barbita de película de mosqueteros. Lucía collares africanos, pendientes, brazaletes y pulseras de cuero. Los pins sobre su chaleco eran un compendio de declaraciones en holandés. A su lado, el hombre mayor era como el sirviente jorobado del profesor diabólico. El contraste entre ambos no podía ser más intenso.
Intercambiaron algunas frases en holandés señalando a Clara. Ella permaneció quieta y tranquila, de pie junto a la puerta, sin intentar en ningún momento cubrirse el cuerpo.
Cuando finalizaron su breve diálogo, el joven introdujo una mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un objeto. Era una especie de tenaza de dientes curvos, muy afilados. Entonces se acercó a ella sonriendo. Clara dio un paso atrás instintivamente.
– Lo primerito que se hace con todo aquello que uno se dispone a estrenar -dijo el joven en un castellano musical, sudamericano, aproximando la tenaza al cuello de Clara- es quitarle las etiquetas.
Fueron cayendo, una a una, clap, clap, clap, las tres cartulinas amarillas a sus pies.
Tensó el vientre para que Gerardo pintara junto a su ombligo la octava línea vertical. Gerardo usaba guantes de caucho y un rotulador colgado del cuello para anotar en su piel el número del color. Apenas se apoyaba al escribir. En ese instante cogió el rotulador y dibujó un arabesco, una mariposa bajo la octava línea: 8. Luego se quitó los guantes y conectó el temporizador.
Llevaban toda la mañana con la misma rutina. Clara estaba tendida boca arriba sobre la superficie de la cómoda, junto a una de las ventanas, con las manos bajo la nuca y las piernas juntas colgando por fuera. Se encontraba un poco sorprendida. Siempre había creído que la técnica de los pintores de la Fundación era muy impulsiva, más aún que la de Bassan o la de Vicky, y, sin embargo, allí estaban aquellos dos tipos probando colores sobre su cuerpo con lenta paciencia. Gerardo se encargaba de pintarla: destapaba un bote, tomaba una muestra con el índice, pintaba una línea en su vientre y anotaba el número bajo la línea. Cada tres o cuatro líneas conectaba un pequeño temporizador y la dejaba sola, aguardando a que los colores -distintas tonalidades rosadas- se secaran. Luego regresaba, abría otro bote y todo se repetía.
No le habían dicho sus nombres: ella los había leído en las etiquetas color turquesa, junto a las fotos. El joven era Gerardo Williams. El mayor, Justus Uhl. Clara suponía que eran simples ayudantes del pintor principal. Gerardo hablaba muy bien el castellano, aunque con cierto acento anglosajón. Pensó que podía ser colombiano, o quizá peruano. Uhl nunca le hablaba, y su forma de mirarla y de tratarla eran considerablemente más desagradables que las de Gerardo.
En la ventana, entre su cuerpo y el sol, un insecto golpeaba el cristal: su sombra era una línea, un guión sobre su desnudez absoluta.
Sonó el temporizador y Gerardo regresó.
– Cuando decidamos la tonalidad, haremos pruebas de cuerpo entero -le dijo mientras elegía otro bote y lo destapaba-. Emplearemos malla porosa, es más rápido. ¿Has usado alguna vez la malla porosa?
– Sí.
– Oh -sonrió él-. Se me olvidaba que trabajaba con una experta.
– No soy ninguna experta, pero llevo varios años en…
– No hables… Espera un momentito. Estírate más. Los brazos sobre la cabeza y las manos juntas, como si fueras una flecha. Así.
Sintió la frialdad del dedo deslizándose sobre su vientre. Luego el rotulador. Si cerraba los ojos, podía adivinar el número a base de sensaciones cutáneas: un giro, una línea, una pausa. El codo de él, a veces, rozaba su sexo cuando escribía.
– Eres de Madrid, ¿no? -preguntó Gerardo, atareado en abrir la tapa de otro bote de pintura. Ella asintió con la cabeza-. No he estado nunca en Madrid, fíjate. De España sólo conozco Barcelona. Tendré que ir alguna vez por Madrid.
– ¿De dónde eres tú?
– ¿Yo? Un poco de aquí y un poco de allá. He vivido en New York, París, ahora en Amsterdam…
– Es que hablas español muy bien.
Desde su postura tensa sobre la cómoda ella lo vio enarcar una ceja con aires de modestia. «Le encanta que lo elogien», pensó.
– Amiguita, yo lo hago todo muy bien.
A Clara no le sonó a broma la declaración.
– Ahí va -dijo.
– Bueno, la verdad es que mi papá es puertorriqueño… Este maldito bote no quiere abrirse. Es tímido.
Ella sonrió. «Pero ¿acaso hay algún bote que pueda resistirse a D'Artagnan?», pensaba. Lo vio fruncir el ceño, enrojecer de esfuerzo, hacer muecas. Sus bíceps se dilataron como globos.
– Uf, ya está. -Mientras tomaba una muestra con el dedo (rosa carne, como los otros, era difícil percibir la diferencia), volvió a hablarle-: ¿Habías estado antes en Amsterdam?
– Sí. -Recordó un viaje que había hecho años atrás junto a Gabi Ponce, una aventura de mochilas y zapatos gastados-. Vi varias obras de Van Tysch en el Stedelijk.
Sintió la raya de pintura fría: la primera de una nueva hilera bajo su ombligo.
– ¿Te gusta Van Tysch? -preguntó Gerardo.
Mantenía el dedo sobre su vientre. ¿Había un destello de burla en aquellos ojos oscuros?, se preguntó ella.
– Me fascina. Creo que es un genio.
– Ahora calladita. Así… Ya está. Te dejo un ratito mientras se secan éstas, ¿okay…? Hace un día bello. ¿Sabes dónde estamos? En uno de los cottages que utiliza la Fundación para el trabajo con lienzos. Se encuentra al sur de Amsterdam, cerca de una ciudad llamada Woerden y a muy poca distancia de Gouda. Ya sabes, Gouda. Los quesos, hummm. ¿Conoces la zona? -Clara negó con la cabeza-. Hay algunos lagos preciosos más al sur, tienes que verlos. -Miró un rato por la ventana y entonces dijo algo que a ella le sorprendió-: Allá, entre los árboles hay un paisaje bien bonito. Quedarías divina allá colocada, entre esos árboles, pintada en color carne y rosa clarito. -Señalaba un punto que Clara no podía contemplar desde su postura horizontal.
– ¿Me vas a pintar tú? -preguntó ella.
Le gustó la franca sonrisa que él le dirigió. Tenía, quizá, la boca demasiado grande, pero aquella sonrisa expresaba una alegría radiante.
– Amiguita, yo soy sólo un assistant, lo dice mi tarjeta. Justus es assistant también, pero senior. Quiero decir que somos parte del fondo de la foto. Y ni siquiera aparecemos al lado de los grandes en las ruedas de prensa…
– ¿Me va a pintar Van Tysch?
Gerardo se despojaba de los guantes y los arrojaba en una bolsa. Clara no pudo observar su rostro mientras respondía.
– Todo a su debido tiempo, amiguita. La impaciencia no es buena para un cuadro.
En ese instante sucedió algo. Llegó Uhl y empezó a hablar acaloradamente con Gerardo. Sus palabras revelaban disgusto. El joven enrojeció y retrocedió unos pasos. A ella le pareció que Uhl era el mandamás y que quizás había regañado a su ayudante por hablar demasiado con ella, que sólo era un lienzo. Entonces Uhl se volvió y contempló el cuerpo de Clara tendido sobre la cómoda. Clara le devolvió la mirada con inquietud. Le desagradaba profundamente el escrutinio de aquellos ojos remotos al fondo del túnel de vidrio de las gafas. Lo vio alzar un dedo como una navaja y aproximarlo a su vientre. Se propuso no moverse ni un milímetro a menos que le dijeran lo contrario. Contrajo los músculos y aguardó. «¿Qué va a hacer éste ahora?»Sintió el contacto áspero del dedo de Uhl deslizándose sobre su piel imprimada. No llevaba guantes, era el primero que la tocaba con la mano desnuda. El dedo trazaba una línea descendente. Clara ignoraba si aquello tenía alguna finalidad práctica o era una manera de distraerse mientras pensaba. Notó el dedo rodeando su sexo y se movió ligeramente sin poder evitarlo. El dedo dibujaba líneas invisibles. La sensación no llegaba a excitarla pero asediaba su excitación. Contrajo los músculos del vientre y siguió rígida. El dedo ascendió y escribió un ocho horizontal -o el símbolo del infinito- alrededor de sus senos. Siguió subiendo por su cuello, su barbilla. Ella no respiraba. Se detuvo en su boca, separó sus labios. Clara colaboró apartando los dientes. El irritante huésped buscó su lengua. Entonces, como si ya hubiera comprobado todo lo que deseaba, se retiró.
La dejaron sola. Los oyó charlar en el porche despreocupadamente.
¿Qué significado había tenido aquella exploración de Uhl? ¿Era una forma de valorar la textura de su piel? No lo creía. Se había sentido bastante incómoda durante el examen.
Cuando sonó el temporizador, Gerardo regresó a su campo visual con guantes de caucho nuevos y cogió otro bote de pintura.
– Justus es el jefe -susurró-. Es un poco especial, ya lo irás conociendo. ¿Cuál viene ahorita? Ah, sí, el tono 36.
A mediodía la llamaron a comer. Tenía la bandeja sobre la mesa de la cocina, plastificada como las de los aviones. Contenía un sándwich de pollo y verdura, un yogur, un zumo de Aroxén y medio litro de agua mineral. Comió sola (ellos habían decidido comer en el porche), descalza y desnuda, con una empalizada de veinticinco líneas en color rosa carne pintadas en su vientre y numeradas. Tras un rápido paso por el aseo, la tarde prosiguió sin pausas. Le pintaron otras cuarenta rayas, esta vez en la espalda. El calendario de un náufrago. Las últimas ascendieron por la curva de sus nalgas. Se marchaban, regresaban para ver el efecto, a veces tomaban fotos. Clara intentaba convencerse a sí misma de que todo aquello era un preámbulo, de que al día siguiente las cosas serían distintas. No quería admitir que la primera jornada de trabajo en la Fundación le estaba resultando decepcionante.
En un momento dado, oscureció. Y ella todavía no había visto el paisaje que la rodeaba.
– Esta noche no te duches ni te pongas nada encima de las líneas -indicó Gerardo-. Te acuestas en el colchón boca arriba con el temporizador al lado. El temporizador sonará cada dos horas. Cada vez que suene te das la vueltecita, como una tortilla de papas.
– Ajá, muy bien.
– Mañana, a primera hora, regresamos.
– Ajá.
– La cena está en la cocina. Y recuerda: cuando oigas el temporizador, zas, te das la vuelta. -Movía las manos.
– Como la tortilla de papas -dijo Clara.
– Exacto.
Los ojos de Gerardo brillaban mientras sonreía. Se oyó la llamada de Uhl. El joven desapareció velozmente.
Sucedió en plena noche, durante el segundo aviso del temporizador.
Clara, bocabajo sobre el colchón, despertó de su ligera duermevela. Mientras se daba la vuelta con ojos somnolientos percibió que el color de la oscuridad se transformaba.
Fue algo muy fugaz, un parpadeo. Giró la cabeza y miró hacia la ventana del dormitorio, a su izquierda. Sólo veía sombras, líneas de árboles y ramas, pero estaba segura de que un instante antes aquellas sombras habían sido distintas. Se incorporó, y sus codos hundieron el colchón. Contuvo el aliento. Escuchó. ¿Se oían pasos en la hierba, junto a la ventana? Era difícil saberlo, porque los árboles se azotaban entre sí a golpe de viento.
Rastreó las tinieblas con la mirada. Observó sus piernas desnudas y extendidas como líneas paralelas. En la habitación sólo había tres objetos: ella, el temporizador y el colchón. El temporizador, a su espalda, desgranaba los segundos.
Se levantó y avanzó con tímidos pasos hacia la ventana. La oscuridad era completa. «Es increíble lo que puede llegar a impresionar una oscuridad como ésta en medio del campo», pensó. Su piel quiso vestirse con la malla del miedo, pero la tersura de la imprimación impedía que se erizara. La ventana era un mundo de líneas negras. Se acercó al cristal. Un monstruo de facciones amarillas flotó ante sus ojos una fracción de segundo, pero ella ya esperaba que el cristal la reflejara y no se asustó.
Afuera no había nadie, o al menos ella no podía verlo. Escuchó. El viento movía las ramas.
Se protegió el cuerpo con los brazos y regresó al colchón. Se acostó boca arriba. Su corazón sonaba como un mazo dentro de sus oídos.
Recordó la tarde en que había salido de su casa para ser imprimada. La sensación que acababa de tener había sido similar a la de entonces, sólo que mucho más intensa.
Le había parecido que alguien la había estado observando desde la ventana justo antes de que sonara el temporizador.
Alguien que se encontraba fuera de la casa, en medio de la noche, vigilándola.
En el círculo está lo terrible.
Con lentitud amenazadora, los Monstruos de la Haus der Kunst vuelven a la vida.
La muchacha que flota en la piscina de cristal con agua contaminada se llama Rita. Es la primera que recibe ayuda porque su esfuerzo es considerable: seis horas diarias haciendo de residuo orgánico con el pelo enredado en plásticos y excrementos no es un trabajo sencillo. El cuadro ha sido adquirido por una empresa sueca y su alquiler mensual ha logrado lo que parecía imposible: que Rita bucee todos los días en ese amnios de mierda y se sienta feliz. En sus ratos de ocio, incluso, disfruta de algo que podría denominarse «vida social» (aunque se queja de que el olor en su cabello persiste). Ahora está respirando en la superficie mientras espera a que descienda el nivel del agua. No podemos ver su rostro pero observamos cómo se mueven sus largas piernas como algas blancuzcas. Y si se queja del pelo, debería pensar en Sylvie. Sylvie Gailor es Medusa, un óleo valorado en más de treinta millones de dólares con un alquiler mensual astronómico. Ello es debido a que las diez culebras vivas y pintadas de azul ultramar que se retuercen en su cabeza han de ser alimentadas y repuestas con cierta frecuencia. Tienen la longitud de una mano adulta y se hallan oprimidas por un delicado corsé de alambres en forma de cabellos que sólo les permite mover cola y cabeza. Las serpientes, en general, no entienden de arte, y se ponen muy nerviosas si las obligamos a soportar seis horas diarias con las escamas aplastadas por unos clips. Algunas mueren en la cabeza de Sylvie, otras se agitan con frenesí enloquecedor. Organizaciones ecologistas y sociedades protectoras de animales han puesto denuncias y protestado ante las puertas de museos y galerías. Ya son viejos conocidos, y resultan minoritarios e inofensivos en comparación con los grupos que se quejan de las otras obras de la colección. Pero nadie piensa en la pobre Sylvie. Bien es verdad que a Sylvie le pagan, pero ¿quién puede pagar lo suficiente sus insomnios, la curiosa repugnancia que le impide peinarse, esa sensación fantasmal que experimenta en ocasiones mientras habla, se ríe, cena en un restaurante o hace el amor, y que le hace pensar que alguien se ha puesto a acariciarle el cabello, o pellizcarle los mechones, o rascarle con dedos sin uñas?
A diez metros detrás de Sylvie tenemos a Hiro Nadei, un anciano japonés pintado en colores ocres que sostiene una flor en su mano derecha, un pequeño jazmín. Hiro es un superviviente real de Hiroshima y tiene sesenta y seis años. Cuando su ciudad reventó en un infierno de átomos, él tenía cinco años de edad y estaba en el jardín trasero de su casa sosteniendo un jazmín con la misma mano. Fue rescatado de los escombros casi ileso. Lo más difícil fue conseguir que abriera la mano derecha, que mantenía cerrada en forma de puño. La abrió un mes después: la flor estaba hecha trizas. Hace dos años, Van Tysch conoció su historia y lo llamó para hacer un pequeño óleo. Al señor Nadei le pareció muy bien: es viudo, vive solo y quiere cerrar el círculo de su vida muriéndose como debió hacerlo en aquel espantoso momento. El óleo, titulado La mano cerrada, ha sido vendido a un norteamericano. En el extremo opuesto de la sala, Kim, un joven filipino, agoniza en la fase terminal del sida. Se exhibe acostado en su cama y pintado en colores mortecinos, con un suero intravenoso clavado como un pincho en el escueto hueso del brazo. Respira con dificultad y a veces necesita oxígeno. Es el sustituto número dieciséis de un cuadro cuya permanencia por sí misma se convierte en arte: un cuadro que durará el tiempo que dure la tragedia humana. Por supuesto, no lo hace por dinero. Como todos sus predecesores, Kim desea morir siendo obra de arte. Quiere que su muerte signifique algo. Desea contribuir a que la obra perdure, precisamente para que no perdure. Stein ha sabido resumirlo en una frase genial (le salen muy bien las sentencias de este estilo): Fase terminal es el primer cuadro de la historia del arte que empezará a ser hermoso cuando deje de existir. Cerca de Fase terminal se exhibe La muñeca. Jennifer Halley, un lienzo de ocho años, está de pie pintada de rosa con un vestido negro, acunando entre sus brazos a una muñeca. Pero la muñeca está viva y tiene el aspecto de uno de esos embriones famélicos de vientre de uva negra que asoman la cabeza desde el pozo del Tercer Mundo. No obstante, el aparente niño es un adulto, un lienzo enano y acondroplásico llamado Steve. Steve está desnudo, pintado en tonos oscuros, y llora y se agita en brazos de Jennifer. Más allá está el ahorcado, oscilando en su patíbulo. Junto a él, las muchachas torturadas. Ese olor pungente que nos hace llorar procede del Hitler vestido con pieles cosidas de animales muertos. Los retrasados mentales en traje de ejecutivos disfrutan con los colores de sus corbatas y con la saliva que resbala por ellas como un diamante. Hoy martes 27 de junio de 2006 han visitado la increíble exposición cuatro mil personas. Debido a la lentitud de los filtros de Seguridad, resulta imposible admitir a todos los que esperan en la larga fila humana más allá de las escalinatas de la Haus der Kunst. Los que no han podido verla tendrán que regresar mañana. Los Monstruos finalizan su jornada. Los cuadros que tienen cerebro, conciencia, extremidades y rostros, logran alegrarse y saludan a sus compañeros. Ha llegado el descanso. Pero ninguno mira hacia el podio circular del centro de la sala.
En el círculo está lo terrible.
Allí se encuentran los Monstruos de verdad.
Con un aullido de grúa, el cristal protector que los rodeaba comenzó a levantarse. Cinco técnicos y otros tantos agentes de Seguridad aguardaban al pie del gran podio. El cristal es pesado, hermético, tarda un minuto en subir por completo. Se trata de un cilindro transparente de quince centímetros de grosor cubierto con un techo del mismo material. Durante los primeros meses de gira aquel techo no existía. Se pensaba que una barrera antibalas de tres metros de altura era más que suficiente para protegerlos. Pero durante la exhibición de París en enero de 2006 un visitante les arrojó mierda. Era la suya (después lo confesó), la llevaba en el bolsillo y el detector de metales no lo advirtió, tampoco la cinta de rayos X, ni el doppler corporal, ni los programas de análisis de imágenes que indagan en las ropas abultadas, los vientres de las embarazadas y los carritos de bebé. En el siglo XXI -afirmó un periodista a raíz de este suceso- aún es posible hacer terrorismo con mierda. Quién sabe, a lo mejor en el XXII ya no se podrá. El excremento, arrojado con pericia cuando el visitante alcanzó la primera fila y se situó junto al cordón de seguridad, describió una parábola en el aire. Pero el agresor no encestó: las heces rebotaron en el borde del cristal y se esparcieron entre el público. «¿Les ha sucedido alguna vez -preguntaba el mismo periodista a sus lectores-, estando de visita en un museo de arte moderno, sentir como si les cayera mierda en los ojos?» Un poco así.
Desde entonces, la barrera protectora de los hermanos Walden también dispone de techo.
– ¿Qué tal, Hubert?
– Bien, Arnold, ¿y tú?
– No muy mal, Hubert.
Las ropas grises de exhibición de los dos hermanos se desprendían fácilmente con una cremallera oculta en la parte posterior. Al quedar desnudos, Hubertus y Arnoldus Walden parecían dos inmensos luchadores de sumo atendidos afanosamente por sus entrenadores. Los técnicos les colocaban los albornoces con sus respectivos nombres y ellos los ataban a sus planetarios vientres, que hacían sombra a unos genitales diminutos y depilados como huevos de codorniz.
– Un día os equivocaréis de albornoz y el precio del cuadro bajará.
Los técnicos reían al unísono la ocurrencia, porque habían recibido la orden de no contrariarlos.
– Dame este algodón, Franz -dijo Arnoldus-. Me lo frotas con tanta delicadeza como si yo fuera tu mamá.
– Os ha vuelto a llamar el señor Robertson -comentó un ayudante.
– Nos llama todos los días -se burló Hubertus-. Sigue pensando en hacer una película sobre nosotros con ese escritor norteamericano que ha recibido el Nobel.
– Pertenece a la nueva inteligentsia -dijo Arnoldus.
– Nos cuida.
– Nos quiere.
– Nos quiere comprar, Arno.
– Eso es lo que he dicho, Hubert. ¿Puedes rociarme más la espalda con el disolvente, Franz? Me pica la pintura.
– Sólo le interesamos a ese viejo hijo de puta porque quiere comprarnos.
– Sí, pero el Maestro no nos venderá a ese cabrón.
– O sí, no podemos saberlo. Sus ofertas son interesantes, ¿no es cierto, Karl?
– Creo que sí.
– «Cree» que sí. ¿Has oído, Arno…? Karl «cree» que sí.
– Cuidado con el primer escalón del podio…
– Ya lo sabemos, imbécil. ¿Es que eres nuevo? ¿Has empezado a trabajar hoy en Conservación…? Nosotros no somos nuevos, idiota.
– Somos viejos. Somos eternos.
A la niña Jennifer Halley ya le habían quitado el vestido. Llevaba encima tan sólo un par de calcetines blancos con pompones de adorno (Steve, el modelo acondroplásico, estaba siendo retirado en un carrito). Varios técnicos frotaban el lustroso cuerpecito de Jennifer con algodones humedecidos en disolvente. Cuando los Walden pasaron junto a ella, Hubertus intentó una reverencia, aunque lo único que logró fue inclinar la cabeza sobre su triple papada.
– ¡Adiós, mi virginal princesa de cuento de hadas! ¡Que sueñes con los angelitos!
La niña se volvió hacia él y le hizo un corte de mangas. Hubertus no perdió la sonrisa, pero mientras se bamboleaba como un barco escorado en dirección a la salida entornó los párpados hasta convertir su mirada en un par de guiones oscuros.
– Qué maleducada es la putita. Me entran ganas de enseñarle modales.
– Pídele a Robertson que la compre y la instale en su casa, y le enseñaremos modales entre los dos.
– No digas idioteces, Arno. Además, prefiero los langostinos a las ostras, ya lo sabes… ¿Quiere hacer el favor de apartarse, si no le importa, señorita? Tenemos que pasar.
La muchacha de Conservación se quitó de en medio de un salto, sonriendo y pidiendo disculpas. Estaba atendiendo a los retrasados mentales. Impetuosos, los hermanos Walden continuaron su camino seguidos de cerca por una comitiva de agentes. El albornoz de Hubertus era morado, el de Arnoldus zanahoria con reflejos verdes; estaban forrados de dos capas de terciopelo y sus cinturones podrían haber atado a siete hombres adultos.
– Hubert.
– Dime, Arno.
– Debo confesarte algo.
– ¿…?
– Ayer te robé el discman. Está en mi taquilla.
– Yo debo confesarte algo a ti, Arno. -Dime Hubert.
– Mi discman está jodidamente estropeado. Entre risitas de sopranos, los dos enormes gemelos salieron de la sala de exhibición por una puerta de emergencia.
La Haus der Kunst de Munich es un paralelepípedo blancuzco cribado de columnas que se encuentra junto al Jardín Inglés. Sus detractores lo llaman «La Salchicha Blanca». Había sido inaugurado durante un desfile clamoroso setenta años antes por Adolf Hitler, que quiso convertirlo en símbolo de la pureza del arte alemán. En el desfile figuraban jovencitas disfrazadas de ninfas que se movían como muñecas y parpadeaban como accionadas por un interruptor. Al Führer no le gustó aquella forma de parpadear. Coincidiendo con la fastuosa inauguración, se estrenó otra más pequeña pero no menos importante titulada «Arte degenerado», donde se exhibían las obras de los pintores proscritos por el régimen como Paul Klee. Los hermanos Walden conocían aquella historia, y no podían dejar de preguntarse, mientras avanzaban rebosantes y mayestáticos por los pasillos del museo en dirección al vestuario, en cuál de las dos colecciones los hubiera incluido a ellos el gran mandatario nazi. ¿En la que simbolizaba la pureza del germanismo? ¿En la de «Arte degenerado»?
Círculos. A Arno le gusta dibujar círculos. Él mismo se representa como una figura de círculos encadenados: arriba, la cabeza; el vientre es todo el cuerpo; dos piernecitas a los lados.
– ¿De qué te quejas tanto, Hubert?
– Tengo la piel muy sensible desde que me cambiaron el apresto de cola, Arno. Después de la ducha de disolventes me escuece.
– Es curioso, a mí me pasa lo mismo.
Se encontraban en la sala de etiquetado, completamente vestidos, peinándose con la raya a un lado. Los técnicos acababan de colocarles las etiquetas y servirles la suntuosa cena de mariscos, de la que ambos habían dado buena cuenta.
Los Walden eran dos seres simétricos, una de las raras fotocopias exactas de la naturaleza. Como suele ocurrir en estos casos, usaban idéntica ropa (hecha a medida por sastres italianos) y se cortaban el pelo de igual forma. Cuando uno enfermaba, el otro no tardaba en seguir sus pasos. Tenían gustos similares y se irritaban con molestias parecidas. Estaban diagnosticados desde niños del mismo síndrome (obesidad, esterilidad y conducta antisocial), habían ido a los mismos colegios, desempeñado iguales trabajos en las mismas empresas y estado en las mismas cárceles al mismo tiempo acusados de los mismos delitos. En sus antecedentes clínicos y penales figuraban idénticas palabras: «pederasta», «sicópata» y «sadismo». Van Tysch los había llamado a la vez un día de otoño de 2002, poco después de que hubieron salido absueltos en el juicio por el atroz asesinato de Helga Blanchard y su hijo, y los había convertido simultáneamente en obras de arte.
Helga Blanchard era una joven actriz de la televisión alemana, ex amante de un defensa del Bayern de Munich, madre de un niño de cinco años llamado Oswald, fruto de un anterior matrimonio, y agraciada con una notable pensión de divorcio. Nadie sabe muy bien lo que ocurrió, pero la madrugada del día 5 de agosto de 2003 hubo niebla en los alrededores de Hamburgo. Cuando se disipó, Helga y su hijo Oswald aparecieron desnudos y clavados con pernos de tienda de campaña de un centímetro de grosor a las tablas del suelo de su casita de campo de las afueras de la ciudad. Madre e hijo compartían uno de los clavos (el de la mano derecha de ella, izquierda de él). También compartían la amputación de la lengua, la violación con destornilladores y la extirpación de globos oculares (o casi: a Helga le habían dejado el derecho para que pudiera ver cómodamente lo que ocurría con su hijo). El crimen provocó tal escándalo que las autoridades se vieron obligadas a realizar un arresto inmediato, a ciegas: recayó en una pareja de lesbianas que eran las vecinas más próximas de Helga y que en aquellos días se habían hecho célebres a su modo intentando obtener el permiso legal para adoptar a un niño. Un piquete de ciudadanos enfurecidos quiso quemar el chalet donde vivían. Pero fueron puestas en libertad veinticuatro horas después, sin cargos. Una de ellas, la más joven, salió hablando en un programa de televisión, y mucha gente imitó al día siguiente el gesto que hacía con los índices cuando afirmaba que nada tenían que ver con lo sucedido y que no vieron ni oyeron nada. Luego fueron arrestados, por este orden, el ex marido de Helga (un empresario), la actual esposa de su ex marido, el hermano de su ex marido y, por último, el futbolista. Cuando se produjo el arresto del futbolista, el asunto trascendió los límites de Alemania y empezó a discutirse en toda Europa.
Entonces apareció un testigo sorpresa: un anticuado pintor de lienzos de tela que había estado trabajando el día anterior en un óleo campestre que pensaba titular Árboles y niebla. Era médico de profesión y padre de familia. Aquella tranquila mañana festiva se encontraba retocando su lienzo cuando advirtió dos círculos móviles que iban de tronco a tronco entre jirones de niebla difusa y no poseían el color natural de las cosas sanas. Se fijó mejor, y vio a dos hombres inmensamente gordos y desnudos deslizándose entre los árboles, a escasa distancia de la casa de Helga Blanchard. Se quedó tan fascinado con aquellas anatomías que, abandonando todo intento de proseguir con su bosque, se dedicó a dibujarlos en un cuaderno aparte. El boceto fue publicado en exclusiva por Spiegel. No hubo que esforzarse mucho más: los hermanos Walden vivían en Hamburgo y poseían un largo historial de actividades delictivas. Fueron arrestados y hubo un juicio. Sin embargo, el joven abogado de oficio que se les designó actuó brillantemente. Lo primero que hizo fue desmontar con suma habilidad la declaración del médico pintor. Todavía se recuerda la trampa en la que envolvió al testigo: «Si su cuadro se titula Arboles y niebla y usted mismo afirma inspirarse en el paisaje que le rodeaba, ¿cómo pudo distinguir a los acusados en un lugar lleno de árboles y niebla?». Luego tocó la fibra sensible del tribunal. «¿Acaso son culpables porque sus apariencias nos desagradan? ¿O porque poseen antecedentes penales? ¿Debemos inmolarlos para que nuestras conciencias duerman tranquilas?» No hubo forma de demostrar la presencia de los hermanos Walden en el lugar de los hechos, y el juicio se zanjó pronto. Tras recuperar la libertad, los gemelos fueron visitados por un tipo muy amable de tez morena y nariz afilada que olía a dinero a distancia. Cuando juntaba las yemas de los dedos podía advertirse un espléndido trabajo de manicura. Les habló de arte, de la Fundación y de Bruno van Tysch. Fueron imprimados en secreto y enviados a Amsterdam y a Edenburg. Allí, Van Tysch les dijo: «No quiero que le contéis a nadie nunca lo que hicisteis, o lo que creéis haber hecho, ni siquiera a vosotros mismos. No quiero pintar con vuestra culpa sino con la sospecha». La obra acabó siendo muy simple. Los Walden permanecían de pie frente a frente, vestidos con ropas grises de presidiarios y pintados en colores tenues que subrayaban la maligna expresión de sus rostros. Sobre el pecho, como medallas, las fichas de sus antecedentes penales impresos en versalitas. En la espalda, una foto de Helga Blanchard abrazando a su hijo Oswald (el fondo está recortado: es Venecia, durante un viaje) con una interrogación cuyo significado era evidente: ¿fueron ellos? La familia de Helga se querelló contra Van Tysch por el uso de aquella imagen, pero el asunto se resolvió satisfactoriamente para ambas partes con la aportación de una interesante suma de dinero. En cuanto al trabajo hiper-dramático, no hubo ningún problema. Los Walden habían nacido para ser cuadros. No en vano lo único que habían logrado hacer bien toda su vida era posar quietos en algún sitio y dejar que la humanidad los increpase. Eran dos budas, dos estatuas, dos seres gozosos e inalterables. Estaban asegurados por una cantidad que superaba ampliamente la de la mayoría de las creaciones de Van Gogh. Había sido para ellos un largo camino de expulsiones de colegios, despidos laborales, cárceles y soledad. El público, la humanidad de siempre, continuaba mirándolos con desprecio, pero los Walden habían terminado comprendiendo que hasta el desprecio puede hacerse arte.
Una pregunta subsiste: ¿fueron ellos? El asesino de Helga Blanchard y su hijo no había sido atrapado aún. Díganme, por favor: ¿fueron ellos?
– Cuando se sepa la respuesta a esta pregunta nuestro precio bajará -afirmó uno de los Walden a un conocido crítico de arte alemán.
Y las muecas de Hubertus y Arnoldus permanecen tensas y rojizas, los carrillos abultan como hematomas de colorete y en sus ojos arden rescoldos de pasadas orgías.
En aquel momento terminaban de acicalarse y se ponían a disposición de un nada habitual equipo de agentes especiales.
– El Arte es así, señorita Schimmel. El Arte con mayúsculas, me refiero… Yo no pido: es el Arte el que pide y ustedes tienen la obligación de complacerlo. -Hubertus le hizo un guiño a su hermano, pero Arnoldus estaba escuchando música a través de los microauriculares y no lo miraba-. Sí, de pelo platino… Me da igual si le resulta muy difícil conseguirlo para esta noche… Lo queremos de pelo platino, señorita Schimmel, no discuta, estúpida… Fru, buuuzzz, zrriiii, zruzruzruuu… Qué lástima, señorita Schimmel, hay interferencias, tengo que colgar… -La lengua de Hubertus aparecía y desaparecía en sus minúsculos labios con gracia y velocidad reptilescas-. Przzzzz, zuuummm… ¡No la oigo, señorita Schimmel…! Espero que sea rubio platino. En caso contrario, preséntese usted misma… Puede traer una gabardina, pero nada más debajo… Zzzzzzzzzssssss… ¡Tengo que colgar! Auf Wiedersehen!
– ¿Con quién hablabas? -preguntó Arnoldus, bajando el volumen de sus microauriculares.
– Con esa imbécil de Schimmel. Siempre está poniendo inconvenientes.
– Deberíamos quejarnos al señor Benoit. Que la pongan de patitas en la calle.
– Que la hagan mendigar en una esquina.
– Que la prostituyan.
– Que la encadenen, le aten un collar, le inyecten la antirrábica y nos la regalen.
– No, no quiero perras. No me gusta limpiar caquitas. Oye, Hubertus.
– Dime, Arnoldus.
– ¿Crees que somos felices?
Durante un instante, ambos hermanos contemplaron el techo oscuro de la furgoneta, por el que se deslizaba el luminoso ciclorama de la noche de Munich.
– Es difícil saberlo -dijo Hubertus-. La eternidad es una gran tragedia.
– Además, dura para siempre.
– Por eso es una gran tragedia -concluyó Hubertus.
Trémulos, espejeantes, los cristales del hotel Wunderbar se reflejaron en la carrocería de la furgoneta cuando ésta se detuvo frente a la entrada. Los cuatro agentes se distribuyeron en lugares estratégicos. Saltzer, el jefe de la escolta, hizo una señal y uno de sus hombres introdujo la cabeza por la puerta trasera abierta y dijo algo. Ceremonioso, Hubertus Walden depositó su anatomía en la acera, frente a un pasillo de porteros engalanados. A Arnoldus se le enganchó la chaqueta en la manija. Tiró con fuerza y rasgó el bolsillo. Qué importaba. Tenía alrededor de un centenar confeccionadas por el mismo sastre, y además podía usar las de su hermano.
El agente de Seguridad encendió las luces del vestíbulo de la suite mediante un mando a distancia. Una música ambiental emergió de ocultos rincones con la sinuosa elegancia de un pez morena.
– Todo normal en el vestíbulo, cambio -dijo. Se dirigía al pequeño micrófono colocado bajo sus labios.
El salón contenía la piscina climatizada, el bar y el óleo de Gianfranco Gigli, un discípulo de Ferrucioli bastante prometedor que, por desgracia, había muerto dos años antes de una sobredosis de heroína. Debido a ello, su escasa obra (figuras andróginas enmascaradas vestidas con mallas de bailarín) se había revalorizado. El cuadro de Gigli se recostaba en el suelo cerca de la piscina como una sedosa pantera negra. La máscara poseía los rasgos imprescindibles. Toda la figura estaba orlada por la móvil telaraña de luz de los reflejos del agua. El lugar olía a maderas nobles y cloro y la temperatura era mucho más suave que en el resto de la suite.
– Todo normal en el salón, cambio.
La voz del agente siguió resonando por el laberinto de habitaciones. Hubertus se había encaminado hacia la barra de acero del bar y estaba sirviendo champán. Arnoldus intentaba en vano alcanzar sus zapatos. Se ilusionaba pensando que algún día podría tocarse los pies. Esta incomodidad acabó por agriar del todo su humor.
– Jamás entenderé -estalló con repentina suavidad (nunca elevaba la voz)- por qué el señor Benoit no nos ofrece adornos de ayuda para las giras. Estoy hasta el culo de tanto esfuerzo.
– El culo es redondo. -Hubertus volvía a rellenar la copa-. El culo son dos círculos en algunos; en otros, sólo uno. Por ejemplo, el culo de Bernard… ¿Es dos o es uno?
Por suerte, Arnoldus podía quitarse fácilmente los zapatos sin usar las manos, y eso fue lo que hizo. Los pantalones también cedían tras desabrocharse un botón.
– Hubert, ¿puedes atenuar las luces de esa pared? Dan justo en mis ojos.
– Si te apartaras, dejarían de molestarte, Arno.
– Por favor…
– De acuerdo. No quiero discutir.
– Todo en orden en la sauna, cambio -gemía una voz lejana.
– ¿Quieres marcharte de una puta vez, Bernard? Esperamos visita.
– Todo en orden en Bernard, cambio.
– Todo en orden en el culito de Bernard, cambio.
El agente no los miraba mientras revisaba por segunda vez el salón. Estaba inmunizado desde hacía tiempo contra sus burlas. Sabía por qué se mostraban tan impacientes, pero no quería pensar en ello. Es decir, no quería pensar en lo que sucedería en esa habitación cuando la visita llegara.
La visita, casi siempre, venía de la mano de un adulto. Si era mayorcito, podía llegar solo, en traje de botones o de camarero, para no despertar sospechas. Pero lo normal era que llegase de la mano de un adulto. Bernard ignoraba lo que ocurría después, y no deseaba saberlo. Tampoco sabía cuándo se marchaba la visita, si es que se marchaba en algún momento, ni de qué manera ni por dónde. No era ése su cometido. «El problema… El problema estriba en que…»No es que Bernard tenga escrúpulos de conciencia. No es que piense que está haciendo algo mal al cumplir con su deber. A Bernard le gusta trabajar en la Fundación. Gana más que en ningún otro sitio, su tarea no es difícil (si las cosas no se complican) y la señorita Wood y el señor Bosch son jefes admirables. Ahora bien, Bernard pretende ahorrar lo suficiente para dejar su trabajo y marcharse de la ciudad, de aquélla y de todas las ciudades. Quiere irse a vivir en paz a algún remoto lugar con su mujer y su hija pequeña. Nunca lo hará, y lo sabe, pero no deja de pensarlo.
El problema de obras como Monstruos, opina Bernard, era que no podían ser sustituidas. Si los Walden desaparecían, ¿quiénes iban a ocupar su puesto? Sus biografías eran imprescindibles para la pintura como el claroscuro lo era para un Rembrandt. Sin ellos, Monstruos no valdría un centavo: no hubiera hecho correr ríos de tinta ni toneladas de bytes informáticos; no se hubieran escrito libros enteros ni se mencionaría en las enciclopedias; no hubiera suscitado debates televisivos, disputas feroces entre teólogos, sicólogos, juristas, educadores, sociólogos y antropólogos; nadie les habría arrojado mierda hacia el techo; no habría surgido una legión entera de imitadores; tampoco generaría una cantidad astronómica de beneficios debido a los sustanciosos permisos de exhibición que la Fundación cobraba a los más importantes museos y galerías del mundo. Y aquel viejo productor de Hollywood, Robertson, no estaría contando los días que faltaban para que Van Tysch decidiera poner a la venta su obra.
Monstruos era la gallina de los huevos de oro. Lo peor era que la gallina lo sabía.
– Todo en orden, cambio y cierro.
– ¿Ya te vas, Bernard?
– ¿No te gustamos?
– Claro que le gustamos, Arno. El culito de Bernard suspira por nosotros.
Silbando la música de una película, Bernard cerró la puerta insonorizada que comunicaba el salón con el vestíbulo y respiró aliviado. Su trabajo había concluido por esa noche: Monstruos, uno de los cuadros más valiosos de la historia del arte, se encontraba a buen recaudo. Y, afortunadamente, ya no oía a los gemelos.
Desde el momento en que el arte se disocia de la moral, todo marcha cuesta abajo, razona Bernard. ¿Es que el Maestro era incapaz de comprenderlo? Hay cosas que no pueden… que no deben convertirse en arte jamás, piensa Bernard.
– Voy a darme una ducha -dijo Arnoldus-. Estoy pegajoso de pintura. Confío en que no te hayas bebido todo el champán, Hubert.
– No lo he hecho, no lo he hecho. ¿Cómo puedes creerme tan jodidamente aprovechado?
– Hay algo de vaho en el salón. Baja la temperatura de la piscina, por favor.
– Me gusta cálida, cálida, cálida. Ahm, ahm, ahm.
Arno hizo un gesto de indiferencia y se dirigió al lujoso cuarto de baño a través del pasillo que comunicaba con el salón. Se oyeron los grifos de las duchas y su voz de castrato atacando un aria.
Hubertus palmeó el agua con las manos. La piscina era kilométrica y tenía forma de ruedo. Ellos lo habían exigido así. Todo lo circular era muy del gusto de los Walden. Geométricamente correcto en relación con sus anatomías. Sicológicamente correcto en relación con sus preferencias: las juveniles obras de The Circle, por ejemplo. Y uno de sus mejores grupos de fans (tenían miles de admiradores en todo el mundo) se llamaba The Circle of Monsters y les enviaba pegatinas redondas con lemas que defendían la libre expresión del arte y atacaban la intolerancia.
Oyendo la lejana pelea de Arnoldus con la ópera, Hubertus se agachó, avanzando como una boya a la deriva. La etiqueta amarilla colgada del cuello flotaba en el líquido turquesa, remolcada por el gelatinoso cilindro de carne. En el centro de aquella piscina, Hubertus Walden se sentía el Huevo Primordial, el Óvulo solitario en el instante supremo de la fecundación. La profundidad era la misma en todas partes: estando de pie, el agua le llegaba un poco por arriba del vientre. Abuelito Paul no quería de ninguna manera que se ahogasen, oh, no. Entrecerró sus ojos engastados en grasa como pequeñas sortijas y la luz vacilante del agua se le deshizo en rayas blancas. Era maravilloso vivir rodeado de lujo, ser acariciado por las ondas de aquel estanque inmenso calentado a la temperatura exacta. Se preguntó si el cabello rubio platino natural produciría reflejos en el techo cuando la luz de los apliques incidiera directamente sobre él.
Su hermano maltrataba otra aria desde el baño. Oyéndolo, Hubertus pensó que Arnoldus era un ser abyecto, perverso, cobarde y vicioso. Lo odiaba profundamente pero no podía vivir sin él. Lo consideraba como a sus propias vísceras: algo íntimo, inevitable, repugnante. En la escuela primaria, Arno era quien hacía las cosas malas, pero los castigaban a los dos.
«Uno rompe el plato, lo pagáis ambos», decía la señorita Linz, de ojos destellantes. Y así había sido toda la vida, con papá, con los jueces, con la policía. Aquella gorda, fofa y enfermiza criatura que ahora desafinaba en el cuarto de baño (siempre con discreta suavidad) era quien había llevado a Hubertus por el mal camino. ¿Acaso no había sido Arnoldus el que había improvisado el plan de diversión con Helga Blanchard y su hijo?
– A quell'amor… quell'amor ch'è palpito…
Lo recordaba todo de forma fragmentaria, como envuelto en brumas doradas, casi como un fascinante bombón: los ojos dilatados del terror materno, hmmm, los chillidos «destrozatímpanos», las pequeñas manos crispadas…
– … Dell'universo… Dell' universo intero…
… ramalazos de carne frágil, hmmm, bocas que se abren en círculos perfectos, una redondez exangüe…
– … Misterioso, misterioso altero…
Al principio parecía que habían vuelto a meter la pata. Aquel pintor aficionado, instalado en las proximidades de la casa de Helga Blanchard, los había visto. Pero la defensa del joven abogado con caspa en el pelo había sido extraordinaria. Lo que poseía todas las trazas de convertirse en el final de sus vidas resultó ser un maravilloso comienzo. La serpiente se muerde la cola. El círculo perfecto. Qué bella armonía la del círculo, particularmente cuando no se mueve, cuando está muerto o paralizado y puede recorrerse mediante un simple gesto del dedo. Y qué gran hombre, Bruno van Tysch. Gracias a él tenían la vida que deseaban y una porción nada desdeñable de inmortalidad. Ser obra de arte era algo maravilloso.
Se dio la vuelta, mecido en terciopelo tibio.
Fue entonces cuando se percató de que la obra de Gigli se había movido.
– … Croce e delizia… delizia al cooor…
Una miopía de gotas de agua invadió sus ojos. Se los frotó. Miró de nuevo.
– Croce, croce e delizia, croce e delizia… delizia al cooooor…
El cuadro, una sombra flexible con máscara negra, la silueta de un esgrimidor de luto, caminaba con lentitud hacia la barra del bar. Lo hacía con tanta naturalidad que, al pronto, Hubertus pensó que quería simplemente echar un trago. «¡Pero no puede! -comprendió entonces-. ¡Ahora mismo es obra de arte! ¡No puede moverse!»
– ¿Qué haces? -preguntó. Elevó tanto la voz que al final soltó un gallo.
La obra de Gianfranco Gigli rodeó la barra sin contestar, se agachó y sacó algo. Un maletín. Volvió a dar la vuelta, se situó a espaldas de Hubertus y soltó los cierres metálicos, que sonaron a disparo en el inmenso y casi silencioso salón (ah, aaaah, ah-ah-ah-aaaaaaahhh, tremolaba la remota voz de Arno).
Hubert pensó en llamar a su hermano, pero titubeaba. La curiosidad lo mantenía callado. Desplazó su enorme anatomía hasta el borde curvo de la piscina. El Gigli manipulaba un objeto sobre la mesa. ¿Qué era? Algo que había extraído del maletín, sin duda. Ahora lo dejaba a un lado y cogía otra cosa. Lo hacía todo de forma tan delicada, tan suave, tan pulcra, que Hubertus, por un instante, aprobó su conducta. Nada había más placentero para él que la sutil delicadeza de las formas: un bailarín; un niño; una tortura.
Dedujo que tenía que tratarse de un retoque de Gigli. Quizás el pintor había decidido convertir la obra en una acción no interactiva. Desde luego, aquello tenía que ser arte. En el mundo del arte todo es válido y nada posee un significado intrínseco. Las cosas son arte porque sí, porque los artistas lo deciden y el público lo admite. Hubertus recordaba una obra de Donna Meltzer, Reloj, que giraba atada a la pared a un ritmo horario sobre un fondo de terciopelo, pero la artista había decidido que atrasaría todos los días diez minutos y se pararía al cabo de dos semanas. Los cuadros no siempre hacen lo mismo. Algunos evolucionan siguiendo un patrón diseñado por su creador. ¿Y éste? Había cambiado. Nuevas instrucciones, sin duda. ¿Para simbolizar qué? ¿La sociedad mecanizada (por eso sacaba aquellos extraños artilugios)? ¿El símbolo de la autoridad (una pistola)? ¿Los mass media (una grabadora portátil y una cámara de vídeo en miniatura)? ¿La violencia (un juego de instrumentos punzantes)? De todo un poco, quizá. Lo que Gigli quisiera. Al fin y al cabo, él era el pintor y el único que podía…
De repente recordó que Gianfranco Gigli llevaba muerto más de dos años.
Sobredosis de heroína, se lo habían dicho en el hotel cuando le mostraron el cuadro.
– … deliziaaa aaaal coooooooooor… ah-ah-ah-ah-aaaaaaaaaahhhhhh…
Se quedó quieto, con las manos en el borde de mármol de la piscina y el cuerpo sumergido hasta la mitad. Un hormiguero de gotas descendía por su cabeza y su torso. Parecía una montaña de cera que estuviese derritiéndose. ¿Era posible que una obra se retocara a sí misma después del fallecimiento de su creador? Y en caso afirmativo, ¿debía considerarse al resultado obra póstuma o falsificación? Curiosas preguntas.
Y de repente, Hubertus dejó de preocuparse por las actividades de la figura de Gigli («al diablo con lo que esté haciendo») y experimentó una brutal crisis de felicidad. La sensación recorrió tres trillones de moléculas de grasa corporal y produjo en su cerebro un torbellino semejante a un poderoso orgasmo. Se extasió con la dicha de pertenecer a aquel mundo complejo, aquella existencia que sólo raramente (si alguna vez sucedía) tenía explicación o podía describirse con palabras, el secreto e incesante manantial dorado, el selecto círculo al que pertenecían todos, la figura de Gigli, Van Tysch, la Fundación, ellos mismos y unos cuantos elegidos más (bueno, excluyamos a la triste figura de Gigli, que debía renovarse para seguir siendo actual), aquella vida maravillosa que les permitía gozar de sus fantasías y constituir materia de fantasía para otros. Incluso ser tan abrumadoramente gordo era una ventaja en aquel mundo. Ser tan monstruoso como un monstruo, comprendía Hubertus, podía trascender los límites de la realidad cotidiana y convertirse en símbolo, res del arte, arquetipo, filosofía y meditación, teorías y debates. Bendito seas, mundo. Bendito seas, mundo. Benditos tu poder y tus posibilidades. Benditos también todos tus secretos.
El cuadro de Gigli parecía haber terminado por fin con los preparativos, fueran éstos los que fuesen. Dio media vuelta con calma absoluta y se dirigió hacia otro lugar, otro destino inexorable dictado por un artista muerto. Hubertus lo contemplaba expectante. «¿Hacia dónde? Oh, ¿hacia dónde diriges ahora tus armónicos pasos, divina y resplandeciente criatura?», se preguntaba Hubertus Walden.
Invadido de armonía planetaria, demoró un instante en comprender que la obra se dirigía ahora hacia él.
A Arnoldus, de niño, lo atacaba un tigre.
Infalible, preciso, poderoso, mortífero. Un tigre negro de ojos llameantes nacido de sus sueños. Era su pesadilla, su terror de la infancia. Gritaba y despertaba a Hubertus y, de manera inevitable, el ataque felino terminaba convirtiéndose en el cinturón de su padre trazando arabescos al desplomarse una y otra vez sobre su culo desnudo. («No quería gritar, papá, por favor, en serio, créeme, es que no pude evitarlo.») A su padre lo único que le molestaba eran los gritos. «Haced lo que queráis, pero no gritéis», les había ordenado siempre, era su obsesión perenne.
A diferencia de su hermano, Arnoldus no creía haberse resarcido. Opinaba que la vida es un comercio que cada día cambia de dueño y nunca te devuelve lo que has pagado de más. Ahora eran inmensamente ricos, eso era cierto. Estaban considerados una obra de arte de incalculable valor. El señor Robertson, que muy bien podía terminar convirtiéndose en su nuevo papá, los amaba: Arno sabía que a Robertson nunca se le ocurriría azotarlo con el cinturón si lo oía gritar en medio de la noche mientras la saliva amarga de su peor pesadilla se derramaba sobre su rostro. Ahora eran adorados, respetados y admirados como grandes cuadros. Pero ¿acaso aquella nueva vida iba a regalarles la infancia feliz de la que habían carecido? La consideración mundial de la que gozaban, ¿sería retroactiva? ¿Lograría transformar, de alguna manera, los malos recuerdos en buenos? No, ni siquiera transformaba las costumbres. Arnoldus, de adulto, tampoco gritaba. El tigre había muerto, su papá también, pero la vida nunca te devuelve nada.
Escuchando los chapoteos de su hermano en la piscina, Arnoldus arrolló una toalla sobre su descomunal cintura e inició frente al espejo una danza del vientre. Teniendo en cuenta la parte de su anatomía que las protagonizaba, aquellas danzas eran para Arno algo más que simple entretenimiento: llegaban a convertirse en una especie de sutil intento de comprender el universo. La música, silbante, seudoegipcia, provenía de sus labios. Chasqueaba los dedos mientras se movía. Oh, dulce hurí, ¿me complacerás esta noche? Mirando estos dedos de porcelana -piensa mientras lanza la barriga, zas, a un lado, zas, a otro- nadie sospecharía la presencia de esta bolsa de intestinos abyectos que cuelga del centro, esta anaconda hambrienta y enrollada dentro de un saco, este grueso cabo de cuerda marinera envuelto en grasa. ¿Era posible ser tan gordo? «Dios mío, ¿qué has hecho conmigo?» Su madre le contaba (bueno, quizá fuera su padre) que había gritado cuando los vio llegar al mundo, cuando vio aquellas fantásticas hermosuras, aquellas criaturas engendradas con más carne que su propia carne. «¡Ah!», había exclamado la señora Walden. Y su padre (eso les contó ella también), igualmente horrorizado, la regañaba:
– No grites, Emma. Son monstruosos, sí, pero no grites, por favor. Sobre todo, no grites…
Balanceándose, Arnoldus Walden desplazó su pananatomía por el largo pasillo que unía el cuarto de baño con el salón. Mientras tanto seguía sumido en sus pensamientos. Ya no oía los chapoteos de Hubertus. ¿Habría llegado ya Rubio Platino? ¿Su hermano habría empezado sin él, faltando así a su palabra? Oh, Hubertus, ser despreciable, ínfimo, vulgar, rastrero. Mamut pervertido, oso cruel. A su hermano le encantaba echarle la culpa de todo lo malo y arrogarse él solo la responsabilidad de lo bueno. Arnoldus se despertaba cada día intentando ser de otra forma. ¿Cómo? Más amable, más humano, más obediente (en serio, por favor, créeme), pero, cuando volvía la vista hacia su hermano, el odio brotaba por todos sus poros como una llama en una pelota empapada de alcohol. Contemplar aquel reflejo de sí mismo le provocaba tal aborrecimiento que a veces le entraban tentaciones de romper el espejo. Oh, sí: era Hubertus quien lo convertía a él en un ser horrendo. Hubertus lo empujaba hacia el abismo, lo forzaba a soñar con atrocidades.
Por ejemplo, lo de Helga Blanchard y su hijo. Arnoldus intentaba explicarle a Hubert una y otra vez que jamás habían hecho nada malo a esa familia. Ni siquiera habían llegado a conocer a Helga y a su tierno infante: todo había sido un falso recuerdo enterrado en sus mentes por Van Tysch, un color tenebroso añadido a sus cuerpos. «Algo parecido a un pecado original», opinaba Arnoldus. La sombra de una falta que nunca cometieron y que, por tanto, jamás podrían olvidar, porque no hay nada más indestructible que lo imaginario. Quizá ni siquiera eran culpables de los delitos que habían expiado en la cárcel. Puede que tampoco hubieran estado en la cárcel. A fin de cuentas, pintar también consiste en engañar: crees que puedes tocar ese frutero, aquel racimo de uvas o el seno redondo de esta ninfa, extiendes los dedos y tropiezas, comprendes que las esferas son sólo círculos, lo que parecía volumen se aplana, se hace inaccesible al ansia exprimidora de los dedos. Arnoldus sospechaba que ellos eran una de las mejores ilusiones del pintor holandés. «Venid a mí, lienzos monstruosos: voy a construir una ilusión óptica con vosotros.»Tan habilidoso había sido el Maestro pintándoles aquella terrible mentira en sus cerebros que su hermano Hubertus vivía engañado. Hubert sí creía que lo habían hecho. Peor aún: ¡creía que el engañado era él, Arnoldus! «Has querido vendarte los ojos con esa explicación para no recordar lo que hicimos, Amo -le decía. Y agregaba-: Pero lo que hicimos, lo hicimos de verdad. ¿Quieres que te refresque la memoria…?» Arnoldus había dejado ya de discutir sobre aquel desagradable asunto. ¿De qué serviría seguir diciéndole a Hubert que el equivocado era él, que nunca habían cometido una atrocidad semejante, que todo era producto del soberbio arte de Van Tysch?
Bajó la vista hacia la firma en su tobillo izquierdo: BvT. Un pensamiento nuevo lo inquietaba desde hacía algún tiempo. ¿Sería Van Tysch el responsable de aquel odio, aquella ferocidad que le provocaba Hubertus? ¿Había querido despertar su parte de Caín para pintarlo? Sea como fuere, el Maestro ya no les hacía mucho caso. Había perdido el interés por ellos. Se rumoreaba que pronto los pondría en venta.
Quizá lo mejor fuera olvidarse de Van Tysch y hasta de Hubertus, y disfrutar un poco mientras fuera posible.
Abrió la puerta y entró en el salón.
– Aquí estoy, Hubert. Espero que no hayas…
Se detuvo. No había nadie en la piscina. De hecho, la espaciosa sala parecía desierta.
«Ta, ta, ta, esto es una descortesía por tu parte, Hubert.» Arnoldus miró en todas direcciones. La suite era una basílica infinita: columnas; curvatura del techo; paredes de piedra; luz indirecta; largo altar de sacrificios en forma de barra de bar…
Demoró un instante en descubrir el surco de líquido a su derecha, justo a su derecha, un ligero detalle de color oscuro sobre la moqueta, un rastro de agua de piscina, la zigzagueante meada de un dios. Lo siguió, torciendo el voluminoso cuello. En el extremo final, con el vientre hacia arriba (esfera perfecta), yacía su hermano.
Y de pie junto a su hermano, una figura escueta y enmascarada: el tigre negro de sus terrores infantiles, su pesadilla ágil y voraz.
Cuando saltó sobre él, Arnoldus -niño obediente- no quiso gritar.
Un triángulo isósceles de luz. Piernas separadas.
– Descanso -dijo Gerardo-. Luego probaremos otro efecto.
Clara cerró las piernas y el triángulo desapareció. Se encontraba de espaldas a los dos hombres, frente a la ventana, con el cabello incendiado de rojo y el cuerpo perfilado de rayos de sol. Estaba pintada de rosa y ocre con matices en marfil y perla. La espina dorsal, la perfecta uve de la región lumbar y la cruz carnosa de las nalgas resaltaban en tierra natural. Gerardo y Uhl habían decidido las tonalidades aquella misma mañana después de observar detenidamente los colores ya secos de las líneas sobre su piel. Le entregaron una malla porosa y una caperuza de tinte y ella se colocó ambas en el cuarto de baño. Su carne y cabello imprimados absorbieron los colores a la perfección sin necesidad de barnices ni fijadores. Todos los tonos eran provisionales, le advirtió Gerardo, y a lo largo de los días irían modificándolos. También era provisional el color de ojos que le pintó con aerosoles corneales -verde esmeralda brillante- y el esbozo de labios en un rosa más oscuro que dibujó sobre su rostro. Por último, con las manos enguantadas, reunió su cabello, húmedo de pintura, en un moño muy pequeño. Los guantes salpicaron el suelo de falsas gotas de sangre cuando los arrojó a la papelera.
– Ya está -le dijo.
Clara salió del baño y caminó hacia el salón dejando un perfumado rastro de óleo a su paso. Lo primero que hizo fue observarse en los espejos. Entrevió la figura tras el boceto: una muchacha de Manet, alta, esbelta, desnuda, pelirroja, de músculos que destacaban uno a uno sin violencia como dibujados por un experto; bajo la luz del sol su cabello era una hemorragia luminosa. Se encontró bien hecha. Quiso imaginar que aquello no era un simple boceto, que el cuadro desconocido que estaban pintando con ella sería exactamente así.
Habían instalado una cámara de vídeo sobre un trípode y un gran foco de estudio fotográfico, pero las posiciones, al principio, se filmaron con luz natural. Tiene que hacer un día precioso, pensaba Clara contemplando la ventana que tentadoramente se abría ante ella, pero en el interior de aquellas paredes en crudo sobre aquel suelo de líneas paralelas todo se disolvía en resplandores, como si viviera dentro de un prisma. Estaba deseando disponer de tiempo libre para salir a explorar.
– La comida está en la cocina -le avisó Gerardo durante el descanso.
Ella caminó con cuidado, para no agrietar la pintura, hasta el cuarto de baño y se puso uno de los albornoces que colgaban de la puerta. Solía vestirse con algo cuando estaba pintada para no estropearse mientras comía o descansaba.
En la cocina le aguardaba una novedad. Su bandeja plastificada se encontraba, como el día anterior, en el lugar de costumbre, pero Gerardo ocupaba la silla opuesta. Estaba destapando la caja de una pizza recién descongelada en el microondas. Al parecer, iban a comer juntos. Se preguntó dónde estaría Uhl y por qué no comía con ellos. Supuso que entre Uhl y Gerardo existían graves desavenencias. A lo largo de la mañana aquellas desavenencias se habían traducido en discusiones, órdenes bruscas y grandes silencios incómodos. A ella le parecía evidente que Gerardo se dejaba dominar por su colega mayor, quizá porque lo admiraba, o tal vez por una simple cuestión de jerarquía, ya que el puesto de Gerardo se encontraba un peldaño por debajo del de Uhl. Decidió, de cualquier forma, ser discreta.
Se sentó y desgarró el plástico de su bandeja. Tenía dos triángulos de sándwich con una especie de mayonesa en los bordes, uvas, pan integral, margarina, queso crema, una ensalada, una infusión y un zumo vitaminado marca Aroxén. Antes ingirió las pastillas de rigor con un trago de agua mineral. Luego cogió el sándwich. Entretanto, Gerardo se afanaba con una cuña de pizza.
Iniciaron una conversación corriente. Él alabó su Quietud y le preguntó quiénes habían sido sus maestros. Ella le habló de Cuinet y de Klaus Wedekind, y de la semana que había pasado en Florencia trabajando de boceto para Ferrucioli. Comía muy despacio, mordisqueando pequeños trozos de sándwich, porque el óleo del rostro le tensaba la mandíbula y no quería agrietarlo. Mientras untaba una espesa capa de margarina en el pan integral improvisó una sonrisa con sus labios recién dibujados.
– Oye, dime, no seas malo. ¿Qué estáis haciendo conmigo?
– Pintarte -repuso Gerardo.
Ella reprimió una risita pero insistió.
– En serio. Voy a ser uno de los cuadros de la colección «Rembrandt», ¿verdad?
– Lo siento, amiguita, no puedo decírtelo.
– No quiero saber qué figura soy, ni el título del cuadro. Sólo dime si voy a ser un «Rembrandt».
– Mira, cuanto menos sepas sobre lo que estás haciendo, mucho mejor, ¿okay?
– Vale. Perdona.
De repente le avergonzó haber insistido. No quería que Gerardo pensara que ella lo había creído más manipulable que Uhl, más susceptible de revelar secretos artísticos.
Hubo un silencio. Gerardo jugaba a coger y soltar una chapa arrugada de la lata de Coca-Cola que había estado bebiendo. Parecía de mal humor.
– ¿Te ha molestado mi pregunta? -se preocupó ella.
Él habló con notable esfuerzo, como si el tema le resultara amargo, aunque inevitable.
– No. Sucede que estoy un poco enfadado… Pero no contigo sino con Justus. Lo de siempre. Ya te he dicho que tiene un carácter muy especial. Yo lo conozco bien, desde luego, pero a veces me resulta muy difícil soportarlo…
– ¿Desde cuándo trabajáis juntos?
– Tres años. Es un buen pintor, he aprendido mucho con él… -Miró hacia el mediodía de la ventana. Su rostro de perfil seguía pareciéndole a Clara muy atractivo-. Pero hay que hacer todo lo que él dice. Todo.
Se volvió para mirarla, como si aquellas últimas palabras se relacionaran mucho más con ella que con él.
– Él es quien manda -agregó.
– Es tu jefe.
– Y el tuyo, no lo olvides.
Clara asintió, un poco desconcertada. No sabía muy bien cómo interpretar aquella última frase. ¿Era una advertencia? ¿Un consejo? Recordó el extraño examen al que Uhl la había sometido el día anterior. Cuando Gerardo hablaba de hacer «todo» lo que Uhl ordenara, ¿se refería sólo a pintura?
Terminó el pan integral y cogió una uva con dedos brillantes de rosa. La ventana de la cocina, con sus visillos entornados, le recordó el suceso de la noche previa. Decidió comentarlo para cambiar de tema.
– Oye, hay algo que…
Se detuvo y expulsó las semillas de la uva. Gerardo la miraba con aire interrogante.
– ¿Sí?
– Bah, es una tontería.
– No importa, dímelo.
Ahora él se mostraba sinceramente interesado. Se inclinaba hacia ella acodado sobre la mesa. A Clara le gustó su aparente seriedad, casi su preocupación, y optó por ser sincera.
– Anoche alguien merodeaba por los alrededores de la casa. Cuando el temporizador sonó una de las veces lo vi asomado a la ventana del dormitorio. Pero se fue en seguida.
Gerardo la miraba fijamente.
– No juegues.
– En serio. Me llevé un susto de muerte. Me acerqué a la ventana y no vi a nadie, pero estoy segura de que no lo soñé.
– Qué raro… -Gerardo se alisó el bigote y la perilla en un gesto que ella ya le había visto hacer otras veces-. No hay vecinos en las proximidades, sólo otras granjas de la Fundación.
– Pues estoy segura de que escuché pasos cerca de la ventana.
– ¿Y te asomaste y no viste a nadie?
– Ajá.
El joven pintor parecía pensativo. Jugaba con las migas de la pizza. En el extremo superior de su bíceps izquierdo la camisa desvelaba un tatuaje.
– Quizá sea personal de vigilancia, ¿sabes? A veces dan vueltas por las granjas para asegurarse de que los lienzos están bien… Sí, seguro que era personal de vigilancia.
– ¿Hay otros lienzos en otras granjas?
– Ya lo creo, amiguita. Estamos full. Muchos lienzos y mucho trabajo.
Aquella posibilidad -que fuera un vigilante- le resultaba tranquilizadora y en modo alguno improbable. Se disponía a hacer otras preguntas cuando una sombra se interpuso entre la luz y ellos. Uhl había entrado en la cocina. Clara se dio cuenta de que le sucedía algo casi antes de mirarlo. El pintor la observaba con una mueca de disgusto al tiempo que mascullaba un holandés indignado.
– ¿Qué dice? -preguntó ella.
De súbito, antes de que Gerardo pudiese responder, Uhl hizo algo imprevisto. Cogió las solapas del albornoz de Clara y tiró con fuerza. El gesto fue tan violento e inesperado que la hizo levantarse de un salto y volcar la silla. Entonces Uhl aferró el cordón del albornoz y lo desató. Aparecieron los pechos trémulos.
– ¡Oye, qué haces! -exclamó Clara.
Gerardo también se había levantado y parecía discutir con Uhl. Pero era evidente que éste llevaba las de ganar. Más aturdida que enfadada, Clara volvió a cerrarse el albornoz. Notaba que parte de la pintura del vientre se le había agrietado.
– No, no. Quítatelo -dijo Gerardo con brusquedad.
– ¿Que me lo quite?
– Sí, que te lo quites. No puedes llevar nada encima, ¿okay? Los colores son muy sensibles y se estropearían. Debí decírtelo antes, Justus tiene razón. Yo…
Uhl lo interrumpió dando un fuerte golpe con la palma de la mano en la pared, junto a la cabeza de Clara, como metiéndole prisa.
– ¿Qué pasa? -replicó ella, indignada-. ¿A qué vienen esos modos? ¡Ya me lo quito, joder! ¿Lo ves?
Uhl le arrebató el albornoz de las manos y se marchó de la cocina. Clara echaba chispas.
– ¿Está mal de la cabeza? -preguntó.
– Sigue comiendo y no digas nada. Él tiene su forma de ser.
Por un instante cruzó su mirada con la de Gerardo y a través de sus córneas pintadas de verde lo desafió a repetir aquella frase absurda. «Él tiene su forma de ser.» No sabía qué era lo que le desagradaba más: si el enfermizo carácter de Uhl o la sumisión de su ayudante. Decidió capitular, pensando que, fuera como fuese, ella era únicamente el lienzo. Se agachó, puso en pie la silla con un ademán brusco, apoyó las nalgas pegajosas de óleo sobre el asiento, cruzó las piernas y destapó el zumo de Aroxén. «Aquí no ha pasado nada -se dijo-. Si la pintura se estropea, allá vosotros.»Gerardo no volvió a hablarle. Terminó de comer y el trabajo se reanudó.
El sol se había desplazado en la ventana en que ensayaban, de modo que encendieron el foco lateral y probaron las sombras y los efectos de luz en su silueta. Clara se encontraba aturdida. Su disgusto preliminar había dejado paso a un estado de asombro ante la extraña actitud de Uhl. Se preguntaba en serio si estaría enfermo. Ninguno de los pintores le dirigía la palabra. Le parecía obvio que el incidente había desatado un conjunto de fuerzas en aquel triángulo inestable: Uhl continuaba pétreo mientras que Gerardo parecía haber adoptado el papel de amortiguador entre su compañero y ella. Aunque no le hablaba, el joven procuraba sonreírle cada vez que se aproximaba para modificar un aspecto de su postura, como si le dijera: «Ten paciencia. Juntos lo soportaremos mejor». Pero aquella compasión de última hora le resultaba a ella aún más insufrible que las absurdas conductas de Uhl.
A media tarde hubo otro descanso. Gerardo le dijo que en la cocina le aguardaban un zumo y una infusión. A ella no le apetecía tomar nada pero Gerardo insistió con cierta vehemencia. Por supuesto, no se le ocurrió volver a ponerse el albornoz. Se dirigió a la cocina y encontró el zumo, pero la taza de la infusión estaba vacía y la bolsita de hierbas reposaba en el borde del plato. Llenó la taza con agua mineral y la introdujo en el microondas. No sentía frío ni molestia alguna debido a su total desnudez, pero sí cierta extrañeza: estaba acostumbrada a usar algún tipo de protección durante los descansos cuando tenía el cuerpo pintado, y aquella orden de continuar desnuda le resultaba sorprendente. Mientras el microondas zumbaba, se dedicó a contemplar el paisaje que se vislumbraba a través de la abertura triangular de las cortinas: advirtió troncos de árboles, una valla a lo lejos y una vereda. Daba la impresión de que se encontraban aislados.
El microondas campanilleó. Clara abrió la compuerta y sacó la taza humeante.
En ese momento una sombra pasó junto a ella.
Era Uhl. Venía limpiándose las manos en un trapo y ni siquiera la miró al entrar. Ella también desvió la vista. Colocó la taza en el plato y rasgó el sobre de la infusión. Uhl se movía a su espalda. Ella no sabía qué podía estar haciendo. Supuso que había venido a coger algo del frigorífico, pero no escuchaba el ruido de la puerta de la nevera. El silencio tras ella resultaba inquietante. Iba a volverse para saber qué hacía Uhl cuando, de repente, una mano se deslizó entre sus piernas.
Dio un respingo y giró la cabeza. Encontró los ojos de Uhl enterrados en cristal a dos centímetros de su rostro. Casi al mismo tiempo, la otra mano de él la cogió de la nuca y presionó para que siguiera mirando hacia adelante. Escuchó una palabra en bronco castellano:
– Quieta.
Decidió obedecer sin hacer preguntas. La situación no le sorprendía en exceso. En teoría, ella era un lienzo. En teoría, él era un pintor. En teoría, el pintor podía tocar el lienzo con el que trabajaba, en cualquier momento y de cualquier forma que le pareciera oportuno. Ella ignoraba qué clase de obra podían estar haciendo: tal vez incluso el hecho de abordarla de aquella manera, en la cocina, bruscamente, formara parte de la pintura.
Tomó aire para relajarse y permaneció quieta con las manos apoyadas en el fregadero. Los dedos rastreaban la cara interna de su muslo izquierdo con somera lentitud, pero debido al óleo que la cubría, la sensación que experimentaba no era la de unos dedos tocándola. No sentía, por ejemplo, la tibieza o la frialdad de una piel ajena ni las percepciones añadidas a una caricia, sólo la presencia de dos o tres objetos romos y móviles resbalando por su carne. Podía tratarse igualmente de unos pinceles.
La mano continuó su ascenso; la otra se apoyaba firmemente en su hombro izquierdo, sujetándola. Clara intentó aislarse de aquellos dedos que no eran dedos, que no eran carne humana sino tubos de goma articulados que trepaban -aún con calma, aún sin brusquedad- por la zona más suave de su muslo. Quiso pensar que todo aquello tenía una razón artística. Sabía que la barrera era muy difícil de establecer: Vicky, por ejemplo, la traspasaba continuamente en ambos sentidos. La otra humillante posibilidad -que Uhl estuviera abusando de su posición- la hubiera llevado a rechazarlo con violencia. Pero no deseaba imaginar tal cosa por el momento.
Permaneció tranquila controlando la respiración, aun a sabiendas de cuál era el destino final -y obvio- de aquellos dedos. El azul de la ventana, que contemplaba sin parpadear, se le pegó a los ojos. Él es quien manda. Es un hombre muy especial, pero es quien manda. ¿Acaso Gerardo la había estado preparando para lo que sabía que iba a suceder?
Los dedos se abrieron alrededor de su sexo. Clara tensó los músculos. Los dedos rozaban su interior, pero titubeaban, como si estuvieran aguardando alguna clase de reacción por parte de ella. Sin embargo, Clara había decidido no moverse, no hacer nada. Se mantenía quieta con las piernas ligeramente separadas (un triángulo), de espaldas al pintor, conteniendo el aliento. Entonces sintió que los dedos se retiraban. La otra mano, la que sujetaba su hombro, también desapareció. Ella volvió la cabeza preguntándose qué haría él a continuación. Uhl se limitaba a mirarla. Sus gafas de cristales gruesos y su frente abultada le otorgaban la apariencia de un insecto monstruoso. Jadeaba. Su mirada era inquietante. Un instante después, salió de la cocina. Ella lo oyó hablar con Gerardo en el salón. Aguardó un tiempo prudencial, terminó de preparar la infusión sin darle la espalda a la puerta y se la bebió como si se tratara de una amarga medicina. Luego realizó algunos ejercicios de relajación simple.
Cuando Gerardo la llamó para que regresara al trabajo, se encontraba considerablemente más tranquila.
No ocurrió nada más aquella tarde. Uhl no volvió a tocarla y Gerardo se limitó a darle órdenes escuetas. Pero mientras posaba inmóvil y pintada, su cerebro bullía de actividad. ¿Por qué Uhl hacía lo que hacía? ¿Quería abusar de ella, amedrentarla, aumentar su tensión al estilo Brentano?
La única conducta posible para un lienzo en aquel mundo confuso, casi onírico, de la pintura de cuerpos consistía en permanecer tenso y desarrollar estrategias que le impidieran claudicar, caso de que la situación empeorara.
Estaba segura, por otra parte, de que tal cosa sucedería muy pronto.
Creyó que no se dormiría aquella noche, pero cayó en seguida en un agotado sopor.
No supo en qué momento volvió a sentir que alguien la vigilaba.
Bocabajo sobre el colchón desnudo, desnuda ella misma, su conciencia oscilaba con suavidad entre la vigilia y el sueño. En un momento dado, la ventana dibujada con la débil tiza de la luna se tachó de sombras. Lo percibió como el paso brusco de una nube. Pero la nube provocaba ruidos en la hierba.
Se incorporó con gesto de ciervo. En la ventana no había nadie.
Pero un instante antes, una fracción de segundo antes de que no hubiera nadie, el rectángulo había sido recortado con una silueta.
Era un hombre, estaba segura.
Permaneció con la cabeza erguida en la oscuridad, conteniendo la respiración, hasta que un grito enloquecido la hizo gemir de terror. Reconoció, con el corazón en la boca, la alarma del temporizador. Tanteó como una ciega hasta encontrar el aparato en el suelo, junto al colchón, y lo apagó. Ignoraba por qué estaba conectado, ya que Gerardo le había dicho que no era necesario utilizarlo esa noche. Su corazón bombeaba la sangre con energía. Los latidos se le antojaban burbujas estallando en sus tímpanos. El silencio de la casa era enorme. Pero la sensación estaba allí, idéntica a la de la noche previa. Y si aguzaba el oído, lograba percibir el remoto crujido de la hierba.
De alguna forma, y aun sopesando las mejores posibilidades (por ejemplo, que se tratara de un vigilante de la Fundación, como le había dicho Gerardo), aquella misteriosa presencia la agobiaba mucho más que cualquier otra cosa. Se incorporó, puso los pies en el suelo y respiró hondo varias veces. Después de que Uhl y Gerardo se marcharan se había duchado con disolventes para desprenderse toda la pintura del pelo y el cuerpo. Sin óleos encima, el terror le parecía más natural, más crudo, menos apasionante.
Aguardó un poco más y dejó de oír pisadas en la hierba. Quizás el hombre se había marchado, o quizá pretendía asegurarse de que ella se volvería a dormir. Estaba demasiado nerviosa para poder pensar con calma. Conocía varios ejercicios respiratorios que la dejarían como un bálsamo en cuestión de minutos. Comenzó con uno de los más simples, al tiempo que intentaba determinar el origen del miedo que sentía.
Una de las cosas que más la habían atemorizado siempre era la posibilidad de que un desconocido entrara de noche en su habitación. Jorge se reía cuando ella lo despertaba de madrugada para decirle que había oído un ruido.
«De acuerdo. Pues enfréntate a tu miedo y lograrás vencerlo.»Se levantó y caminó hacia el salón a oscuras. Los ejercicios respiratorios le habían otorgado una calma ficticia que envaraba sus movimientos. Se le había ocurrido algo: llamaría a Conservación y pediría ayuda, o al menos consejo. Sólo tendría que hacer eso. Sólo llegar hasta el teléfono, marcar el único número posible y hablar con Conservación. Al fin y al cabo, ella era material valioso y estaba un poco atemorizada. Corría el riesgo de estropearse. Conservación tendría que ayudarla.
Recordó que las luces de la casa se encontraban a la entrada, de modo que atravesó el salón con rapidez, subió los tres peldaños del vestíbulo en medio de la oscuridad y se entregó a una orgía de interruptores como quien efectúa sucesivos disparos contra un enemigo amenazador. No vio nada anormal. Los espejos de cuerpo entero, impávidos en sus armazones, reflejaban las formas de costumbre. Allí estaban también el trípode y el foco de estudio, tal como Gerardo y Uhl los habían dejado. La foto del hombre de espaldas seguía en su sitio y el hombre continuaba de espaldas (otra cosa hubiera sido si ahora estuviera de perfil, ¿no te parece?). Más allá, las tres ventanas negras del salón y la puerta trasera no mostraban ningún detalle fuera de lo común: estaban cerradas y parecían protectoras.
Se pasó la lengua imprimada por los labios imprimados. No quería mirarse en los espejos porque no quería contemplar un rostro sin cejas ni pestañas, provisto sólo de ojos y boca (tres puntos que se dilatan en un triángulo terrorífico) bajo una capucha de delgado pelo rubio. No sudaba (no había gotas que se deslizaran por su piel o que convirtieran su frente en un suave pólder, como los que abundaban en aquel país), ni disponía de saliva que tragar, pero allí estaban, exactos como relojes, el esfuerzo emuntorio del sudor y la invisible agonía del nudo en la garganta. Su terror seguía dentro de ella, picudo y trémulo. Toda la pintura del universo no podía hacer nada frente a eso.
«Tranquilízate. Vas a acercarte al teléfono y llamar. Después cerrarás las persianas, una a una. Luego podrás irte a dormir.»Se acercó como sonámbula a un teléfono huidizo, un teléfono situado en el extremo final de un punto de fuga. No quería mirar hacia las ventanas mientras se acercaba. Precisamente por eso las miraba. Pero sólo veía cristales negros que reflejaban su cuerpo desnudo y amarillento. De repente pensó que si veía aparecer en uno de aquellos cristales una figura, fuera cual fuese, entraría en coma, en catalepsia, quedaría convertida en vegetal y babearía encerrada en algún manicomio durante el resto de sus días. Fue un instante fugaz como un mareo, una fracción de tiempo que ningún reloj podría marcar. El Horror se desabrochó la gabardina frente a ella y le mostró el sexo. Ya. Un parpadeo. La sensación pasó. Y no había visto ninguna figura en los cristales.
Llegó hasta el teléfono, cogió la tarjeta azul marino y comenzó a marcar el número con extremo cuidado. Se encontraba frente a una de las ventanas. Más allá del muro de viento y ramas, los árboles y la noche lo cubrían todo. Su figura debía de ser perfectamente visible para cualquiera que observara desde lejos. «Que observe todo lo que quiera -pensó-, pero que no se acerque.»
– Buenas noches, señorita Reyes -dijo una voz masculina y joven tras el auricular, en perfecto castellano. Una voz tranquilizadora como un queso gouda o unos zuecos de madera-. ¿En qué podemos ayudarla?
– Hay alguien rondando por la casa -declaró sin preámbulos.
– ¿Por la casa?
– Por fuera, quiero decir.
Un instante de silencio.
– ¿Está segura?
– Sí, lo he visto. Acabo de… Acabo de verlo. Una persona asomada a la ventana del dormitorio.
– ¿Sigue estando ahí?
– No, no. Es decir… no creo…
Otro instante de silencio.
– Señorita Reyes, eso es completamente imposible.
Escuchó un crujido a su espalda. Tan pendiente estaba de mirar por las ventanas que se había olvidado (Dios mío) de mirar atrás.
– ¿Señorita…? ¿Señorita Reyes…?
Se dio la vuelta como en mitad de un sueño. Se volvió como un cuerpo muerto al que una patada en un costado hace girar. Se dio la vuelta a cámara lenta, en un carrusel que le ofrecía imágenes distantes del salón (el hombre de espaldas, el…).
– ¿Oiga…? ¿Sigue ahí…?
– Sí.
No había nada. El salón estaba vacío. Pero, durante una fracción de segundo, ella lo había poblado de pesadillas.
– Pensé que había colgado -dijo el hombre de Conservación-. Le explicaré por qué no puede ser eso que usted dice. Toda la zona de granjas en que se encuentra pertenece a la Fundación y es de acceso restringido. Las entradas están vigiladas día y noche por personal de Seguridad, de modo que…
– Yo acabo de ver a un hombre en la ventana -lo interrumpió Clara.
Otro silencio. Su corazón latía con fuerza.
– ¿Sabe lo que le digo? -replicó el tipo cambiando de tono, como si de repente la explicación se hubiera hecho diáfana para él-. Que es muy probable que tenga razón y que haya visto a alguien. Le explicaré. De vez en cuando, sobre todo con el material nuevo, los agentes suelen acercarse a las granjas para saber si las cosas van bien. Últimamente Seguridad anda un poco inquieta con el bienestar de los lienzos. No le quepa ninguna duda: se trata de uno de nuestros agentes. Pero, para cerciorarnos, le diré lo que voy a hacer. Llamaré a Seguridad y pediré que me confirmen si están rondando por ahí. En cualquier caso, ellos tomarán las medidas oportunas. No se mueva del teléfono, por favor. Volveré a llamarla para informarle.
El silencio, mientras aguardaba de pie a que el hombre de Conservación la llamara, le resultó mucho más soportable. Empezaba a sentir sueño cuando oyó el timbre. La voz continuaba siendo tranquilizadora.
– ¿Señorita Reyes? Todo arreglado. En Seguridad me han confirmado que se trata de uno de sus hombres. Le piden disculpas y prometen no volver a molestarla…
– Gracias.
– De cualquier forma, debo decirle que todos los vigilantes de la Fundación están debidamente identificados con tarjetas de color rojo prendidas en la solapa de sus trajes. Si volviera a ver al hombre y distinguiera la tarjeta, no se preocupe lo más mínimo. Ahora regrese a la cama y, si lo desea, deje alguna luz encendida. De este modo el agente no tendrá que acercarse para saber que todo va bien y no la asustará.
– Muchas gracias.
– No hay de qué. Y si necesita algo más, no dude en…
Etcétera, etcétera. Las cortesías de costumbre, pero en aquel momento surtían efecto. Cuando colgó, se encontraba más tranquila. Cerró las persianas de las tres ventanas del salón y las de la cocina y la fachada. Se aseguró de que las puertas de acceso estaban bloqueadas. Sólo titubeó un segundo antes de penetrar en el dormitorio. La ventana reflejaba la luz de la habitación vacía como podría hacerlo un estanque de agua negra. Se acercó al cristal. Aquí, hace un momento, había una persona mirando. «Era un agente de Seguridad», pensó. Ella no recordaba haber visto ninguna tarjeta roja prendida de su solapa, pero, por supuesto, tampoco había tenido demasiada oportunidad de verla. Cerró la persiana.
Pese a lo que le había dicho al hombre de Conservación, no quiso dejar luces encendidas. Se dirigió a la entrada y las apagó todas. Luego regresó al dormitorio completamente a oscuras, se echó boca arriba sobre el colchón y contempló la compacta negrura del techo. Realizó otro ejercicio de respiración y se durmió en seguida. No soñó con su padre. No soñó con el misterioso Uhl. No soñó con nada. Se dejó llevar por su cansancio y se sumergió en la inconsciencia con absoluta placidez.
El hombre que se ocultaba entre los árboles esperó un momento más y volvió a acercarse a la casa.
No llevaba encima ninguna tarjeta.
Susan es una Lámpara.
En la etiqueta cuadrada atada a su muñeca izquierda dice: Susan Cabot, diecinueve años de edad, Johannesburgo, Sudáfrica, cabello trigueño, ojos azules, piel blanca, sin imprimar. Susan lleva iluminando reuniones como Lámpara de Marooder desde hace tan sólo seis meses. Antes había hecho otros tres objetos decorativos para la Fundación. Lo alterna con trabajos para retratistas mediocres (el contrato con la Fundación no es exclusivo), porque un retrato consiste, a fin de cuentas, en que te unten de cerublastina el cuerpo y te moldeen con el aspecto que el cliente desea. No hay mucha labor hiperdramática detrás de eso. A Susan no le gusta el hiperdramatismo, por eso abandonó su temprana carrera como lienzo y decidió hacerse adorno. Sabe que nunca llegará a convertirse en una obra de arte inmortal como las Flores, pero no le importa demasiado. Las Flores mantienen posturas mucho más difíciles durante días enteros, siempre andan drogadas y se han transformado en auténticos vegetales, rosas, narcisos, iris, caléndulas, tulipanes, cosas perfumadas y pintadas que no sueñan, no gozan, no viven. Ser Lámpara, en cambio, te permite ganar un montón de pasta, retirarte pronto, tener hijos. No terminas tus días como uno de esos lienzos estériles condenados por la humanidad al infierno de la hermosura eterna.
Aquella madrugada del jueves 29 de junio de 2006 el buscaadornos de Susan repicó inesperadamente en su mesilla de noche y quebró su profundo descanso. Marcó el número de su código en el teléfono del hotel y recibió la orden de presentarse en el aeropuerto de inmediato. Ella ya tenía suficiente experiencia como para saber que aquello no era un encargo rutinario. Se encontraba desde hacía tres semanas en Hannover iluminando seis horas diarias con períodos de descanso intermedios un pequeño salón de reuniones donde se discutía de biología, pintura y relación entre arte y genética. Susan no se enteraba de nada porque permanecía con los cobertores auditivos puestos. En ocasiones también le colocaban cobertores visuales, y ella suponía que los invitados eran rostros conocidos que deseaban seguir en el anonimato. Como Lámpara, estaba más que acostumbrada a ignorarlo todo. Pero pocas veces la habían llamado de manera tan urgente, en plena noche, sin apenas darle tiempo para vestirse, coger la bolsa con sus útiles de adorno y salir a toda prisa hacia el aeropuerto. Allí la aguardaba un billete de avión con destino a Munich en un vuelo que despegaba media hora después. En Munich se reunió con otras compañeras (no las conocía, pero eso era lo usual entre los adornos) y fue trasladada en un autocar privado custodiado por cuatro agentes de Seguridad hasta el edificio Obberlund, un bloque compacto de acero y cristal destinado a oficinas y congresos que se hallaba muy cerca de la Haus der Kunst, junto al Jardín Inglés. Durante el viaje recibió una llamada en su teléfono móvil: era la supervisora de decoración, una chiquilla llamada Kelly, profundamente antipática, que le explicó en pocas palabras el lugar que debía ocupar en el salón al que se dirigía.
Sólo dispuso de veinte minutos tras llegar al Obberlund para prepararse: se quitó toda la ropa, se calzó una malla porosa, se colocó en el pelo una caperuza de tinte y aguardó a que los colores se fijaran. Luego se arrancó la malla y la caperuza, repasó en el espejo su cuerpo pintado en rosa púrpura con toques de barniz y el cabello en caoba oscuro, sacó la lámpara de la bolsa, cerró la base a su tobillo derecho y cojeó hacia el salón con el cable en la mano procurando no tropezar. Sus compañeras, silenciosas y eficientes, ya estaban colocándose en sus puestos. Susan se echó boca arriba en el suelo y adoptó su propia postura: las manos apoyadas en las caderas, el culo empinado, la pierna derecha levantada, la izquierda flexionada sobre la cara. La esfera de luz con cuatro bombillas frías estaba unida al tobillo que mantenía en alto. El cable no se enroscaba en la pierna sino que se deslizaba suavemente hacia el enchufe. Susan sólo tenía que quedarse inmóvil y dejar que la luz iluminara. Era una postura difícil, pero el entrenamiento y la costumbre la habían convertido en un objeto de notable calidad. Su autonomía era de cuatro horas ininterrumpidas.
Pasó cierto tiempo hasta que alguien -Kelly, sin duda- llegó y la enchufó. Las bombillas se encendieron y Susan comenzó a iluminar. Luego un operario le colocó los cobertores auditivos y visuales y la sumergió en la oscuridad y el silencio.
La reunión tuvo lugar en la décima planta.
El salón cedido por los directivos del Obberlund era cuadrado, hermético e insonorizado. Estaba rodeado de ventanas opacas por fuera. Los adornos y muebles no humanos eran escasos: sillas en metal y plástico de un solo pie distribuidas alrededor de una enorme alfombra cuadrada de color acero. Todo lo demás eran cuerpos humanos pintados. Había Mesas, Lámparas, Aderezos de ventana y rincón, una Bandeja inmóvil y once Bandejas móviles. Salvo estas últimas, que debían ir de un lado a otro atendiendo a los invitados y necesitaban ver y oír con claridad, el resto llevaba cobertores.
El desayuno de trabajo fue servido por las once Bandejas: croissants recién hechos, pan de cinco clases y tres tipos distintos de sucedáneo de mantequilla, además de café, sucedáneo de café y de té, este último destinado a Benoit, que estaba muy nervioso. No faltaron los zumos de frutas, las pastas, los quesos para untar ni los vasos de agua mineral enjoyados de cubitos de hielo. Por último, frutos secos variados sobre una fuente sostenida por una de las Mesas (era preciso acercarse a cogerlos, porque la Mesa -un chico con la espalda en el suelo y una chica colocada en equilibrio sobre sus pies, todo en fucsia- no se movía) y un recipiente de caramelos polícromos reposando entre los pechos de una Bandeja de Marooder pintada de rojo, apoyada en manos y pies sobre la alfombra y arqueada hacia atrás, con el fino y reluciente cabello cobrizo rozando el suelo. Uno de los invitados no cesaba de comer aquellos caramelos: se inclinaba y extendía el brazo hacia el cuerpo de la Bandeja, se llenaba la mano de dulces y los deslizaba bajo el bigote mientras hablaba, como si fueran cacahuetes. Era un joven de pelo negro y frente despejada. Tenía las cejas tan espesas como el bigote. Su traje morado era impecable, de corte perfecto, pero no tan lujoso como el de Benoit, por ejemplo. Parecía un tipo simpático, amistoso, bastante hablador; un don nadie, en definitiva. Pero Bosch intuyó repentinamente que este individuo, justo éste, el joven anónimo y bigotudo devorador de caramelos, era el que más importaba de todos los que importaban. Era el Hombre Clave.
Bosch había sido designado como moderador. Cuando creyó que había transcurrido el tiempo oportuno, y comprobando que la señorita Wood le otorgaba la venia con un gesto de la cabeza, se aclaró la garganta y dijo:
– ¿Qué les parece si comenzamos, señoras y caballeros?
Las Bandejas móviles, que no llevaban cobertores, salieron de inmediato del salón. Los ojos de los invitados siguieron con inevitable curiosidad el desfile de altas y barnizadas desnudeces. Nadie habló durante casi un minuto. Por fin, Paul Benoit pareció despertar de un sueño y fue el primero en intervenir.
– Por favor, Lothar, ¿cómo entró? Dime tan sólo esto. ¿Cómo entró? No quiero ponerme nervioso, Lothar. Sólo explícame… Quiero que April y tú me expliquéis, nos expliquéis ahora mismo cómo diablos entró en la suite ese hijo de puta, Lothar, cómo hizo para entrar en una suite hermética y forrada de alarmas, con cinco agentes de Seguridad en vigilancia permanente en los ascensores, escaleras y puertas del hotel… ¿Me lo quieres explicar?
– Si me dejas decir algo, Paul, te lo explicaré -repuso Bosch con calma-. No tuvo que entrar: ya estaba dentro. El hotel Wunderbar se adorna con obras hiperdramáticas. En la suite había una, un óleo de Gianfranco Gigli…
– Un discípulo de Ferrucioli, un inepto -precisó Benoit-. Sus obras se venderían al peso si no fuera porque se suicidó.
– Por favor, Paul.
– Perdona. Estoy nervioso. Continúa.
– Para hacer la obra de Gigli se turnaban cuatro modelos a la semana. Este tipo, de alguna forma, logró hacerse pasar por uno de ellos, un tal Marcus Weiss, cuarenta y tres años, de Berlín. A Weiss le tocaba hacer la obra los martes. Cuando supimos lo ocurrido fuimos al motel donde se hospedaba y lo descubrimos atado de pies y manos a la cama de su habitación y estrangulado con un alambre. La policía calcula que su muerte se produjo la noche del lunes. No pudo ser él quien se presentó en el Wunderbar al día siguiente con las pinturas y el disfraz de la obra de Gigli.
– ¿He entendido bien? -preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería-. ¿Un tipo que se disfraza de alguien que se disfraza de otra cosa?
– Un tipo que se disfraza de modelo de una obra de arte que se exhibía dentro de la suite -matizó Bosch.
– No, no, no, Lothar. -Benoit cambió de postura y ajustó la raya de su pantalón-. No me convenzo, lo siento, pero no me convenzo. ¿Quién fue el capullo que le dejó entrar en la suite?
– No fue responsabilidad de mis hombres, Paul. En todo caso, yo no tengo inconveniente en asumirla por ellos. A las siete en punto de la tarde del martes un individuo con el aspecto de Marcus Weiss, las etiquetas que llevaba Marcus Weiss y la documentación de Marcus Weiss llegó al Wunderbar. Mis hombres revisaron sus papeles, comprobaron que todo estaba en regla y lo dejaron pasar. Habían estado haciendo lo mismo con Weiss en las semanas previas.
– ¿Y por qué no registraron su bolsa?
– Paul, era una obra de arte y no nos pertenecía. No era de la Fundación. No podemos registrar la bolsa de una obra que no es nuestra.
– ¿Quién dio la alarma?
– Saltzer. Telefoneó a la suite a eso de las doce por pura rutina. No respondió nadie, y ahí quizá resida el único error que cometió. Prefirió esperar abajo y repetir la llamada más tarde. Según me dijo, a veces los gemelos no respondían al teléfono por capricho. Empezó a intrigarse a partir de la tercera llamada y subió. Eso nos permitió controlar mejor el asunto que en Viena, porque fuimos nosotros los que descubrimos los cuerpos y llamamos a la policía cuando nos interesó. Y soy capaz de disculpar su error, Paul. El tipo ya estaba dentro.
– Estaba dentro, de acuerdo -intervino Kurt Sorensen-, pero ¿cómo logró salir después?
– Lo tuvo más fácil, sin duda. Accedió a la escalera y llegó a otra planta. Desde allí cogió otro ascensor. Probablemente utilizó un nuevo disfraz para no despertar sospechas. Nuestros hombres estaban entrenados para impedir que alguien entrara, pero no para evitar que alguien saliera.
– ¿Entiendes ahora, Paul? -rugió Gert Warfell en dirección a Benoit-. Ese cabrón es todo un experto.
Tras un incómodo silencio, el Hombre Clave habló en tono jovial.
– Perdonen que cambie un momento de tema, pero quería decirles que tuve la oportunidad de pasar por la Haus derKunst ayer y ver la colección de «Monstruos». Debo felicitarles. Es increíble. -Parecía dirigirse a todos, pero miraba directamente a Stein-. Algunas cosas no las entendí, sin embargo. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, exhibir a un enfermo de sida en fase terminal?
– Es arte, fuschus -repuso Stein sin alzar la voz-. El único sentido del arte es el arte en sí.
– Yo también la he visto -intervino el representante de Europol, Albert Knopffer-. A mí me impresionó mucho esa niña de ocho o nueve años con una especie de niñito africano en los brazos que en realidad es un modelo masculino deforme, ¿no? Me dio escalofríos.
– Sería para estar todo el día hablando de esas obras -dijo el Hombre Clave llevando la mano hacia el recipiente de caramelos-. A mí me parecen incluso más profundas que las «Flores». Bueno, puntualicemos. Son de otro estilo, no pueden compararse. Pero a mí me parecen más profundas. Enhorabuena.
– Son obras del Maestro -dijo Stein.
– Sí, pero usted colabora con él. Enhorabuena a los dos.
Stein agradeció el cumplido con un gesto de la cabeza.
– ¿Por qué no cuentas ahora lo de la chica llamada Brenda, Lothar? -pidió Sorensen-. Sólo para ilustrar a nuestros amigos -agregó y sonrió hacia el Hombre Clave.
Kurt Sorensen era el hombre que mediaba entre la Fundación y las compañías de seguros, y había aprendido a mostrarse conciliador con todo el mundo. A Bosch, sin embargo, no le agradaba. No sólo su físico, su palidez y sus cejas negras de vampiro, sino también su carácter, le resultaban irritantes. Presumía de saberlo todo, de estar a la última, de conocer siempre la información más verosímil.
– Ahora mismo, Kurt. -Bosch barajó los papeles que tenía sobre las rodillas-. Según nuestros informes, Weiss se exhibía en otra obra durante el resto de la semana, un óleo de Kate Niemeyer en la galería Max Ernst de Maximilianstrasse.
El lunes, después del trabajo, una chica lo estaba esperando a la salida de la galería. Weiss la presentó a una amiga suya, también lienzo. Le dijo que se llamaba Brenda y que era marchante. La amiga de Weiss, a la que interrogamos ayer, afirma que Brenda parecía un cuadro. Tengo que aclarar que los cuadros saben reconocerse muy bien entre sí. Por lo visto, Brenda tenía toda la apariencia de un lienzo profesional joven: cuerpo atlético, piel tersa, belleza llamativa. Weiss y su amiga Brenda, a la que no sabemos ni cómo ni cuándo conoció, fueron a cenar a un restaurante y después se marcharon al motel donde él se hospedaba. Al día siguiente por la tarde Weiss salió solo, saludó y dejó la llave en recepción. El recepcionista conocía muy bien a Weiss y dice que no observó nada raro en él salvo la bolsa que llevaba bajo el brazo. No se fijó bien, pero asegura que no era la que acostumbraba llevar y que, por cierto, había olvidado el día anterior en el restaurante. Nadie vio a la chica salir de la habitación en ningún momento del día, y estoy convencido de que el recepcionista de turno se hubiera fijado en ella en caso contrario. Tampoco entró nadie en la habitación de Weiss durante ese lapso. Por otra parte, el Weiss que salió el martes por la tarde no podía ser el Weiss real, que llevaba más de doce horas muerto en la habitación…
– Ergo… -dijo Sorensen.
– Eso nos hace suponer que el Weiss falso y la chica son la misma persona. Bajo el brazo, con toda seguridad, llevaba los accesorios del disfraz de Brenda.
– Lo cual nos permite relacionarlo con el caso de la indocumentada -acotó Sorensen en dirección al Hombre Clave-. ¿No es así, Lothar?
– En efecto. Creo que ustedes ya lo saben. Óscar Díaz conoció en Viena a una indocumentada de la que no quedan rastros. Después aparecen un falso Díaz y el cadáver del verdadero estrangulado con un cable y flotando en el Danubio. Podemos suponer que nuestro hombre ha vuelto a repetir su táctica.
– Si es que se trata de una sola persona -observó Benoit.
– Es verdad -afirmó Gert Warfell, el encargado de la sección de Prevención de Robos y Sistemas de Alarmas de la Fundación, un tipo impetuoso con cara de bulldog-. Pueden ser varios individuos, un equipo completo de expertos en ceru actuando en común. Puede ser un hombre o una mujer, o varios hombres o mujeres. Puede ser… Joder, puede ser cualquiera.
La mujer del grupo de personas que Bosch había definido como importantes modificó su postura en el asiento, se aclaró la garganta y habló por vez primera. Su pelo rubio platino parecía grabado con cincel. Exhibía un traje de color acero y medias opacas a juego. Sus ojos eran del mismo color que el traje y las medias; Bosch suponía que sus pensamientos también eran de acero. Le habían dicho que se llamaba Roman. Echaba chispas por sus ojos metálicos.
– En resumidas cuentas -dijo en un inglés altisonante y americano-, si he entendido bien, caballeros, hay un individuo, o grupo de individuos, que se ha propuesto destruir los cuadros del señor Bruno van Tysch. Ya se ha anotado dos éxitos y, al parecer, nada le impide anotarse otro. Me pregunto, entonces, qué seguridad puedo ofrecer a mis clientes. ¿De qué forma voy a convencerlos de que sigan invirtiendo en la creación, mantenimiento y custodia de unas obras que cualquiera puede destruir en cualquier momento?
Se alzaron varias voces, pero fue Benoit quien las resumió todas.
– Señorita Roman, nos hemos reunido aquí, precisamente, con la esperanza de resolver este asunto… -El cuello de su espléndida camisa morada empezaba a arrugarse con el sudor-. Nuestro sistema de Seguridad ha cometido fallos, en efecto, y soy el primero en reconocerlo y lamentarlo, como habrá podido comprobar… Pero estos señores… -Hizo un gesto vago hacia el Hombre Clave-… estos señores no pertenecen a la sección de Seguridad de nuestra compañía. Estos señores a los que hemos pedido ayuda… ¿Sabe quiénes son estos señores…?
– Sé quiénes son estos señores -contestó Roman, impasible-. Lo que me gustaría saber es cuánto nos van a costar estos señores.
De nuevo hubo otra pugna de voces. Pero todo cesó de repente cuando tomó la palabra el Hombre Clave.
– No, no, no, no. Nosotros no costaremos nada a la Fundación Van Tysch, señorita Roman. Puntualicemos. Rip van Winkle es un sistema de defensa de la Comunidad Europea. Puntualicemos. Rip van Winkle es un sistema con cargo a los fondos de cohesión de los países miembros. -Hizo una pausa para atesorar caramelos del recipiente de la Bandeja. Uno de ellos se le cayó y rebotó sobre el vientre tenso y desnudo de la muchacha-. Puntualicemos, por favor. Ni el señor Harlbrunner ni el señor Knopffer ni yo estamos aquí porque nos paguen más ni porque tengamos intereses económicos en el asunto. Somos piezas de Rip van Winkle. Piezas, señorita Roman. Puntualicemos. Si estamos aquí, repito, si estamos aquí, es únicamente porque los asuntos que afectan al patrimonio cultural y artístico europeo nos afectan a todos como ciudadanos de países con una larga tradición. Si un grupo terrorista amenazara el Partenón, Rip van Winkle intervendría. Y si las obras de Bruno van Tysch están amenazadas por una organización terrorista, sea cual fuere, Rip van Winkle intervendrá. No es cuestión de dinero, señorita Roman, sino de obligación moral. -Se llevó el puñado de caramelos a la boca y echó la cabeza hacia atrás.
– Se empieza hablando de obligaciones morales y se termina firmando obligaciones bancarias -sentenció la señorita Roman sin provocar risas-. Pero si Rip van Winkle no va a representar una carga adicional para mis clientes, nosotros no tenemos nada que objetar.
– A propósito -se oyó un vozarrón de trueno en un inglés germanizado-, ¿es cierto lo que me han dicho?
¿Que la pérdida de esos dos gordos equivale a perder la Mona Lisa? Era un hombre de cara rojiza y enorme mostacho blanco. Parecía el típico bebedor de cerveza bávaro de las postales de la Hofbräuhaus. Se llamaba Harlbrunner. Su especialidad (así lo había presentado el Hombre Clave) era la dirección de los comandos de asalto del sistema Rip van Winkle. En ese momento se hallaba de pie junto a la Mesa de los frutos secos coleccionando almendras en su enorme mano velluda y blanca, pero contemplaba con absorta curiosidad las piernas abiertas y barnizadas de la parte superior de la Mesa.
Por un instante hubo un silencio distraído por miradas discretas. Era como si los demás estuvieran decidiendo si valía la pena contestar o no a aquella pregunta. Entonces intervino Benoit.
– Nadie puede… Nadie podrá nunca valorar adecuadamente la pérdida de Monstruos. El mundo en que vivimos, el planeta que habitamos, la sociedad que hemos construido… Nada será ya igual sin esta obra. En Monstruos se encontraban las claves de lo que somos, lo que hemos sido y lo que…
– Joder, los destripó como a cerdos -dijo en voz alta Knopffer, de Europol, interrumpiendo a Benoit. Se había levantado para coger las fotos que se hallaban sobre el vientre de la otra Mesa, en el centro de la alfombra, y ahora las contemplaba. La respiración de la Mesa había provocado que una de las fotografías cayera a la alfombra.
– ¿Y por qué estas marcas? -preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería, a quien Knopffer pasaba las instantáneas.
– Diez heridas cada uno, ocho de ellas en aspa -informó Bosch-. Igual que con Desfloración. Los coloca desnudos con las piernas abiertas, pero les deja las etiquetas. No sabemos por qué hace siempre las mismas heridas. Usa un cortalienzos portátil. Lo emplean algunos restauradores para cortar tablas. Y deja siempre una grabación. Ésta la encontramos en el suelo, entre los dos cadáveres. Podemos escucharla ahora, si quieren.
– Queremos -dijo el Hombre Clave.
Bosch se iba a levantar, pero Thea van Droon, que se encontraba a su lado, lo hizo por él. Thea era la supervisora de los comandos de asalto de la Fundación y acababa de regresar de París tras el interrogatorio de Briseida Canchares. Al abandonar Thea su asiento, permitió a Bosch contemplar mejor a la señorita Wood, que se retrepaba un asiento más allá con el mentón hundido en el pecho y las flacas piernas estiradas. «No habla, no participa -pensó, dolorido-. Sabe que ha vuelto a fallar y lo considera humillante.» Le hubiera gustado confortarla, asegurarle que todo iba a arreglarse. Quizá lo hiciera después.
Thea se aseguró de que los cobertores auditivos estaban perfectamente colocados en los oídos de los dos muchachos desnudos que formaban la Mesa. La grabadora portátil poseía amplificadores para mejorar la audición. El aparato estaba colocado sobre el esternón del primer muchacho y los amplificadores se apoyaban en los muslos del segundo. Thea pulsó un botón.
– El arte, después, se hizo sagrado -declaraba en inglés, entre jadeos nerviosos, una voz con timbre de falsete; los laboratorios la habían identificado como perteneciente a Hubertus-. Las figuras buscaban… buscaban descubrir a Dios y honrar el misterio… -Una pausa de sollozos. Benoit hizo una mueca cuando estalló el chirrido en los amplificadores-. El hombre intentaba ser inmortal representando a la muerte… Todo el arte religioso giraba… giraba… giraba en torno al mismo tema… Se pintaban y esculpían la tortura y la destrucción con el fin de… con el fin de… -Hubertus lloraba ahora abiertamente-… afirmar aún más la vida… la vida eter… etern-n-na… ¡¡Por faaavvvv…!!
La grabación se interrumpía con un alud de sollozos histéricos y continuaba con la voz de Arnoldus, más controlada.
– El artista dice: mi arte es muerte… El artista dice: la única forma que tengo de amar la vida es… amar la muerte…
Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto… Si las figuras mueren, las obras perduran.
– Los obliga a leer algún texto, sin duda -dijo Bosch cuando Thea apagó la grabadora.
– ¡Este tío es un loco cabrón hijo de puta! -estalló Warfell-. ¡Está más claro que el agua! ¡Será muy listo, pero está como una chota!
Benoit, iluminado por una Lámpara de Marooder que alzaba las esbeltas piernas desnudas junto a su asiento, se volvió hacia Warfell.
– Es un montaje, Gert. Quieren hacernos creer que se trata de un sicópata, pero todo es un maldito montaje de la competencia, estoy seguro.
– ¿Cómo es posible que las obras perduren si las figuras mueren? -preguntó el Hombre Clave-. ¿Qué sentido tiene eso?
Todos esperaban que Stein contestara. Pero fue Benoit quien lo hizo.
– Carece de sentido. Si se refiere a las figuras de Monstruos, desde luego, la obra ha dejado de existir para siempre con la muerte de las figuras. Eran insustituibles.
Se alzó de nuevo el imperioso violonchelo de Harlbrunner, que no se apartaba de la Mesa de frutos secos. Mientras hablaba deslizaba una mano por la luminosa superficie de los muslos de la muchacha que hacía de parte superior.
– ¿Puede alguien explicarnos a los que somos neófitos en la materia qué diablos es esa… esa ceru… ceru…? -Varias voces completaron la palabra, pero Harlbrunner no quiso pronunciarla-. Según los informes, la cara y las manos del tal Weiss estaban untadas en eso, ¿no?
Le tocó el turno a Jacob Stein. Su tono de voz era muy bajo, pero se hizo un silencio sepulcral que lo amplificó.
– La cerublastina es un material similar a la silicona, pero mucho más avanzado. Se desarrolló en laboratorios de Francia, Inglaterra y Holanda a principios de este siglo con el único fin de ser utilizado para el arte hiperdramático… Galismus, creo que usted, señor Kobb -señaló al hombre de la Cancillería-, tiene un retrato suyo pintado por Avendano, y sabe lo que estoy diciendo.
El aludido asintió con una sonrisa.
– Sí, es idéntico a mí. A veces me produce escalofríos.
Bosch, que estaba recordando el retrato de Hendrickje, también se estremeció.
– La ceru se utiliza en arte para muchas cosas -prosiguió Stein-, no sólo para disfrazar a modelos de retratos sino para copias fraudulentas y oficiales, maquillajes complicados, etcétera… Un experto en su uso puede convertirse, literalmente, en cualquier persona, hombre o mujer. Basta con aplicarla como una pomada sobre la parte que se desea copiar, dejarla secar y desprenderla con cuidado. Es el disfraz perfecto. No obstante, repito, se necesita ser un verdadero experto para manejar los moldes de ceru con facilidad. Son más frágiles que la capa de nata que flota en la leche.
– Y, por lo que he estado oyendo hasta ahora -dijo el Hombre Clave-, este tipo es un verdadero experto.
Hubo un breve silencio. Stein, que parecía tener prisa, pidió a Benoit que resumiera las conclusiones de aquella reunión preliminar. Imbuido de una repentina responsabilidad, Benoit se incorporó en el asiento al tiempo que se colocaba las gafas de lectura y cogía unos papeles. Se inclinó hacia la izquierda para que la luz de la Lámpara de Marooder iluminara el texto.
– Con fecha 29 de junio de 2006, en las oficinas que gentilmente ha puesto a nuestra disposición la administración del edificio Obberlund de Munich, se constituye este gabinete de crisis, cuyos fines…
Los fines estaban bastante claros. Conservación y Seguridad habían desarrollado urgentemente dos clases de estrategias: de defensa y de ataque. Las medidas de defensa incluían tres apartados: retirada, identidad y confidencialidad. El primer apartado consistía en retirar progresivamente todas las obras en exhibición pública de Bruno van Tysch, primero en Europa, después en Estados Unidos, y por último en el resto del mundo. «Flores» sería la primera colección en regresar a Amsterdam, luego le tocaría el turno a «Monstruos» y después a las obras sueltas, como la Atenea del Georges Pompidou. Todos los cuadros serían confinados en lugares de segundad. El segundo apartado, la identidad, desarrollaba un sistema de control de identidad de los empleados que tuvieran contacto personal con los lienzos mediante pruebas de voz y dactiloscopia. Benoit sugirió en este punto que el personal correctamente identificado podría llevar etiquetas.
– Pero entonces seríamos obras de arte también -rezongó Warfell.
– ¿Es que no hay otro modo de distinguir un disfraz de cerublastina? -preguntó el Hombre Clave.
– Fuschus, no lo hay -contestó Stein-. Cuando la ceru se seca, es como una segunda piel. Incluso adquiere su temperatura y consistencia. Tendríamos que arañar al sospechoso para asegurarnos.
La idea de las etiquetas quedó pendiente de estudio. Luego venía el apartado de confidencialidad. El anónimo criminal se designaría a partir de entonces con el nombre en clave de «El Artista», tal como él mismo parecía autoproclamarse en las grabaciones.
– Sólo los componentes de este gabinete de crisis -prosiguió Benoit- conocerán todo lo relacionado con El Artista. Aquellos asesores o colaboradores que no pertenezcan al gabinete de crisis conocerán sólo parte o ignorarán por completo la información relativa a El Artista, incluyendo los detalles de los atentados y las directrices de la investigación. Ni las compañías de seguros, ni los inversores que no sean clientes de la señorita Roman, ni, por supuesto, la prensa o el público en general podrán acceder a esta información. La existencia misma de El Artista constituye, desde este momento, materia reservada.
En las medidas de ataque sólo había un apartado: Rip van Winkle. Bosch había oído hablar con anterioridad de aquel sistema europeo de seguridad. Estaba orquestado por un departamento especial de Europol. El Hombre Clave lo definió como «de autodefensa y retroalimentación». Su nombre hacía referencia al personaje de Washington Irving que permaneció mágicamente dormido durante años. El sistema también permanecía «dormido» hasta que una crisis específica lo «despertaba». Su principal característica consistía en que, una vez «despierto», no se detenía hasta cumplir con sus objetivos. Su única prioridad eran los objetivos a cumplir. Cada objetivo cumplido se denominaba «resultado». Rip van Winkle podía saltarse todas las normas legales, constituciones y soberanías, si era preciso, con el fin de obtener «resultados». Además, se autorregulaba cada semana. Si descubría que no se había producido ningún «resultado», sustituía a sus responsables de inmediato.
– Hoy somos nosotros -dijo el Hombre Clave-. Mañana pueden venir otros.
El sistema llegaría hasta donde fuera necesario para erradicar el problema y utilizaría cualquier medio a su disposición. «Habrá víctimas -anunció, lúgubre, el Hombre Clave-, y casi todas inocentes, aunque necesarias. Puntualicemos. Necesarias. El número de víctimas crecerá de forma exponencial en relación con el tiempo que tardemos en cumplir con los objetivos. Es algo así como una guerra secreta.»El objetivo prioritario de Rip van Winkle en este caso sería simple: detener y eliminar a El Artista, fuera quien fuese, se ocultara quien se ocultase tras ese nombre.
Albert Knopffer, de Europol, tomó la palabra.
– No escatimaremos esfuerzos, puedo asegurarlo. Saben perfectamente, señores, el gran interés que la Comunidad ha depositado en la vida y obra de Bruno van Tysch y la Fundación que ustedes representan.
– Absolutamente cierto -declaró a su vez el Hombre Clave-. Es un orgullo para toda Europa, y para nosotros como ciudadanos europeos, que el señor Van Tysch haya decidido crear sus obras en el Viejo Continente, a diferencia de tantos y tantos artistas emigrantes. Aunque no quiero que mis palabras se entiendan como una crítica hacia estos artistas. Puntualicemos. -Hizo acopio de los últimos caramelos del recipiente y los devoró.
– La Fundación es una herencia de todos los europeos, y todos los europeos debemos cuidarla -completó Knopffer.
Mientras Benoit y Stein devolvían los elogios, Bosch reprimió una sonrisa. Recordaba que Gerhard Weyleb, su anterior jefe, el predecesor de la señorita Wood, le había dicho un día que la verdadera obra maestra de Van Tysch y Stein eran todos los europeos. «Somos sus mejores cuadros hiperdramáticos, ¿no lo comprendes? Ese es el secreto de su increíble éxito.»Harlbrunner, que en aquel instante apoyaba la mano en una de las barnizadas rodillas de la muchacha de la Mesa de frutos secos, se apresuró a intervenir.
– El arte es una prioridad absoluta. Ustedes me perdonarán si no sé expresarme mejor, pero estoy convencido de que el arte es prioritario para Europa.
Y remarcó sus palabras con breves golpes de orador sobre la pequeña rodilla.
Una majestuosa limusina azul oscuro se deslizaba con suavidad de pez grande por la avenida Ludwig Leopold de Munich. El chófer, a kilómetros de distancia de los ocupantes del asiento trasero, llevaba uniforme y gorra con visera. April Wood se sentaba a la izquierda, en actitud pensativa, golpeándose el dorso de la mano con el dedo índice de la otra. Frente a ella tecleaba en un ordenador portátil la secretaria personal de Stein. En el centro, con la cabeza volcada hacia atrás, Stein se echaba gotas de colirio en ambos párpados. Su traje y su medallón de ónice colgado del pecho eran del mismo color negro. Todo el que contemplaba a Jacob Stein aunque sólo fuera una vez se mostraba de acuerdo en cuanto al aspecto: era un fauno. Las cejas protruían en su rostro agrietado, los ojos se hundían bajo bóvedas oscuras, la nariz resaltaba y los labios, gruesos y sensuales, encontraban una fácil ventana entre los rizos de la barba grisácea. Más complicado resultaba determinar cuál era su importancia exacta en la Fundación. Algunos suponían que el Maestro lo dominaba por completo; otros pensaban que él era el verdadero monarca. A Wood no le parecían incompatibles ambas posibilidades. Pero había algo seguro: aquel judío neoyorquino de rostro faunesco y cabeza cuadrada era el principal responsable del éxito del arte HD, el individuo que había convertido el hiperdramatismo en un imperio mundial y en una nueva forma de cultura. Stein había diseñado los primeros adornos y objetos humanos, perfeccionado el sistema de compra y venta de obras, elaborado la producción en serie de copias baratas de cuadros originales y fundado las academias pioneras para lienzos. Con todo, sacaba algún tiempo para pintar, de vez en cuando, sus propias obras maestras.
– Debido a un azar interesante -dijo Stein cerrando la tapa del colirio-, sucede que la excusa que he utilizado esta vez para marcharme de la reunión es rigurosamente cierta, fuschus. El Maestro me espera en Amsterdam para supervisar algunos de los bocetos de «Rembrandt». Por si fuera poco, la preparación del Jacob lucha contra el ángel, con toda esa pintura en aerosol que llevan las figuras, me ha provocado una conjuntivitis… Ah, gracias, Neve.
La secretaria de Stein se había incorporado y le secaba los ojos con un pañuelo de seda. Después dobló el pañuelo, cogió el colirio y lo guardó todo en un bolso. La operación se desarrolló en completo silencio. Wood, que estaba contemplando los arabescos de la moqueta del coche, apenas vio otra cosa que los finos zapatos de tacón y los morenos empeines sin medias de Neve yendo de aquí allí.
– De modo que confío en que lo que tenga que decirme, señorita Wood, sea importante, galismus -concluyó Stein.
A Stein lo apodaban, en broma, «el Señor Fuschus-Galismus». Nadie sabía muy bien qué significaban aquellas dos palabras que tanto repetía y Stein nunca había querido explicarlo. Eran parte del argot que empleaba con pintores y lienzos. Sus discípulos hablaban, por contagio, de la misma forma.
– Suspenda la inauguración de «Rembrandt», señor Stein -dijo Wood sin preámbulos.
Stein soltó una tos mientras sus rasgos de fauno se acentuaban.
– Fuschus, a la esposa del último inversor que me dijo eso la convertimos en cuadro, ¿no es cierto, Neve? -Neve desnudó una dentadura brillante acompañada de una carcajada sutil y musical que a Wood se le antojó nauseabunda.
– Señor Stein, hablo en serio. Si esa exposición se inaugura, es muy probable que una de las obras sea destruida.
– ¿Por qué? -preguntó el pintor con curiosidad-. Hay más de un centenar de cuadros y bocetos del Maestro repartidos en colecciones y exposiciones públicas por el mundo entero. El Artista podría elegir cualquiera de…
– No lo creo -lo interrumpió Wood-. Estoy convencida de que, se trate de un loco que actúa en solitario o de una organización, El Artista sigue un esquema fijo. Van Tysch, hasta ahora, ha sido el autor de dos grandes colecciones, tres contando con la que va a inaugurarse en julio: «Flores», «Monstruos» y «Rembrandt». El resto de su producción son cuadros sueltos. El Artista ha destruido Desfloración, que era una de las piezas de la primera colección, y Monstruos, una pieza de la segunda. -Se detuvo y elevó sus ojos límpidos hacia Stein-. La tercera pertenecerá a «Rembrandt».
– ¿Qué pruebas tiene?
– Ninguna. Es una corazonada. Pero no creo equivocarme.
El pintor se contemplaba las uñas de la mano derecha en silencio. Había diseñado cinco pinceles especiales para adosar a aquellas uñas, por eso las conservaba largas y afiladas como las de un guitarrista.
– Sé que puedo atraparlo, señor Stein -agregó Wood-. Pero El Artista no es un simple sicópata: es un verdadero experto, lo ha planeado todo de antemano y se ha movido a una velocidad escalofriante. Ahora va a por un cuadro de la colección «Rembrandt», lo sé, y es preciso que nos defendamos. -De repente la voz de Wood se quebró-. Usted conoce mi forma de trabajar, señor Stein. Ya sabe que no admito errores. Pero, cuando éstos se producen, mi único consuelo es pensar que son imprevistos. Por favor: no me obligue a soportar un error previsible. Suspenda esa exposición, se lo ruego.
– No puedo. Créame que no puedo, amiga mía. La colección «Rembrandt» está casi terminada, la presentación a la prensa será dentro de dos semanas y la inauguración dos días después, sábado 15 de julio, la fecha del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Rembrandt. Ya están muy avanzadas las obras de instalación del Túnel en el Museumplein. Además, el Maestro lleva demasiado tiempo con estos cuadros. Está obsesionado, y yo soy el guardián del paraíso de sus obsesiones. Eso es lo que siempre he sido, galismus, y voy a seguir siéndolo…
– ¿Y si le explicáramos al Maestro el peligro que corren sus obras?
– ¿Cree que eso le importaría? ¿Acaso conoce usted a algún pintor que no quiera exhibir sus creaciones debido a que pueden resultar destruidas? Galismus, los pintores siempre creamos para la eternidad, no importa que nuestras obras duren veinte siglos, veinte años o veinte minutos.
Wood contemplaba en silencio los arabescos de la moqueta.
– No voy a decirle nada al Maestro -continuó Stein-. Toda mi vida he actuado de barrera entre la realidad y él. Mis propias obras no son nada comparadas con las suyas, pero me doy por satisfecho habiéndole ayudado a concebirlas, manteniéndolo apartado de los problemas, ocupándome del trabajo sucio… Mi mejor cuadro ha sido, y sigue siendo, lograr que el Maestro continúe pintando. Es un hombre sometido a la dictadura de su propio genio. Un ser inefable, galismus, tan extraño como un fenómeno astrofísico, a veces terrible, a veces dulce. Pero si alguna vez, en algún momento, en algún lugar, ha existido un genio, ése es Bruno van Tysch. Los demás sólo podemos esperar obedecerle y protegerle. Su deber, señorita Wood, es protegerle. El mío es obedecerle… Ah, galismus, qué brillo más hermoso. Neve: mira la piel de tus piernas ahora, mientras el sol te da de costado… Bonito, ¿verdad…? Un poco de amarillo de arilamida disuelto en rosa tenue, un barniz, y quedarías perfecta. Fuschus, me pregunto por qué todavía no se han pintado cuadros para el interior de los coches espaciosos. Con lienzos menores de edad sería posible. Ya hemos diseñado y vendido adornos y objetos que hacen de todo y están en todas partes, pero…
– Suspenda esa exposición, señor Stein, o habrá otro cuadro destruido -lo interrumpió Wood sin alzar la voz.
Stein se limitó a mirarla fijamente durante un silencio prolongado. Luego sonrió y movió la cabeza, como si hubiera visto algo en April Wood que se le antojara inconcebible.
– Encuentre a ese tipo -dijo-, sea quien sea. Encuentre a El Artista, muérdalo, tráigalo en la boca y todo estará bien. O si no, espere a que Rip van Winkle lo haga. Pero no intente ponerle barreras al arte, fuschus. Usted no es artista, April, sólo un perro de presa. No lo olvide.
– Rip van Winkle no va a poder hacer nada, señor Stein -replicó la señorita Wood-. Hay algo que usted no sabe.
Se detuvo y miró a su alrededor. Stein comprendió perfectamente el significado de aquella mirada.
– Puede decir todo lo que quiera delante de Neve. Es como mis ojos y oídos.
– Preferiría que no estuvieran presentes tantos ojos y oídos, aunque sean suyos, señor Stein.
La limusina se había detenido a la entrada del aeropuerto. Otro coche aguardaba en la cuneta para llevar a Wood de regreso a la ciudad. Stein hizo una seña y su secretaria salió del vehículo y cerró la puerta. Wood miró hacia el chófer: los cristales impedían que pudiera escuchar.
Cuando volvió a hablar, la voz de Wood denotaba tensión.
– Esto no lo sabe nadie: ni las autoridades de Munich, ni los miembros del gabinete de crisis, ni siquiera Lothar Bosch. Pero a usted quiero contárselo. Quizá le haga cambiar de opinión. -Clavó en Stein su gélida mirada azul-. Ayer, cuando supimos la noticia de la destrucción de Monstruos, llamé personalmente a Marthe Schimmel para saber si podía decirme algo de utilidad. Me contó que los gemelos Walden le habían pedido un chaval la noche del martes. Ya sabe que en Conservación procuraban tenerlos satisfechos. Exigían a un chico de pelo rubio platino. Schimmel estaba buscando a toda prisa al posible candidato cuando recibió una contraorden telefónica. Era una voz desconocida, pero repitió sin errores el código restringido de Conservación de Amsterdam y se identificó como un ayudante de Benoit. Le dijo que el chico ya no tenía que acudir. Marthe pensaba decírselo hoy a Benoit, pero le pedí que no lo hiciera. Entonces llamé a los ayudantes de Benoit en Amsterdam, uno por uno, y a su secretaria. Por último indagué con el propio Benoit. Ni Benoit ni sus ayudantes dieron esa orden jamás, señor Stein.
Wood miraba a Stein directamente a los ojos, sin parpadear. Stein le devolvía la mirada de igual forma. Tras una pausa, Wood prosiguió:
– La llamada no pudo hacerla el criminal, ya que en ese momento se hallaba disfrazado como la obra de Gigli, ¿comprende? De modo que sólo cabe una posibilidad. Alguien le preparó el terreno desde dentro para que la destrucción del cuadro se desarrollara sin problemas. Un alto cargo, sin duda, o por lo menos alguien con capacidad de acceso a los códigos restringidos de Conservación. Por eso le pido que suspenda la inauguración de «Rembrandt». Si no lo hace, El Artista destruirá otro cuadro inevitablemente.
Un avión acababa de despegar y surcaba el cielo azul como un águila de nácar. Stein lo observó con curiosidad y luego volvió a mirar a Wood. Un brillo de ansiedad, casi de temor, velaba los fríos ojos de la directora de Seguridad.
– Por increíble que parezca, señor Stein, uno de nosotros colabora con ese loco.
Cuando Clara despertó aquel miércoles 28 de junio, Gerardo y Uhl ya habían llegado. En sus rostros creyó percibir que aquella sesión iba a ser especial. Dejaron las bolsas en el suelo y Gerardo dijo:
– Hoy no vamos a darte color. Queremos dibujar polígonos.
Así se llamaban los ejercicios de posturas destinados a explorar las capacidades físicas del lienzo. Desayunó con frugalidad y tomó la dosis de pastillas recomendada por F &W para mejorar el rendimiento de sus músculos y disminuir en lo posible sus necesidades orgánicas. Gerardo le advirtió que le esperaba un día difícil.
– Pues vamos allá -dijo ella.
Habían traído un asiento de piel sin respaldo. Uhl lo sacó de la furgoneta y lo colocó en el salón. Apartaron la alfombra y el sofá y comenzaron a manipularla. Arquearon su espalda hacia atrás y apoyaron su rabadilla en el asiento, le alzaron una pierna, luego la otra, las extendieron y flexionaron alternativamente. Fijaron una postura definitiva y programaron el temporizador.
La inmovilidad consiste, sobre todo, en no hacer caso a nada. Recibimos avisos, señales de molestia creciente. El cerebro tensa las cuerdas de su propio potro. La molestia se convierte en dolor, el dolor en obsesión. La forma de resistir (en las academias de arte lo enseñan) estriba en identificar toda esa copiosa información y mantenerla a distancia sin rechazarla pero sin considerarla como algo que sucede. Lo que sucede, de hecho, es que la espalda está doblada o que los músculos de la pantorrilla se contraen. Más allá de estos sucesos sólo hay sensaciones: incomodidad, calambres, un caudal torcido de estímulos y pensamientos, una riada de cristales rotos. Con adecuado entrenamiento, el lienzo aprende a controlar ese cauce, a mantenerlo a distancia, verlo crecer sin que la postura se modifique.
Sumergida en su propia contorsión, la cabeza en el suelo junto a los brazos, la vista fija en la pared, las piernas en alto, la rabadilla apoyada en el asiento, Clara se sentía como una cáscara a punto de romperse para dar paso a otra cosa. No conocía nada mejor para arrancarse de la órbita de su propia humanidad que una postura incómoda. Su mente abandonaba los recuerdos, los temores, los pensamientos complejos, y se concentraba en la albañilería de los músculos. Era maravilloso dejar de ser Clara y convertirse en un objeto con una mínima conciencia de dolor.
Fue tan leve que, al principio, apenas lo notó.
Al modificar la posición de sus piernas en el aire, Uhl le acarició innecesariamente las nalgas. Lo hizo con sutileza, sin gestos bruscos o estereotipados. Simplemente deslizó la mano a lo largo de la columna tensa de su muslo izquierdo y abarcó sus glúteos contraídos. Pero apenas los presionó y se apartó en seguida. Otro borroso lapso de tiempo más tarde sintió unos dedos ásperos sobre su muslo derecho, parpadeó, irguió la cabeza y vio la mano de Uhl descendiendo hacia su ingle. Uhl no la miraba mientras la tocaba. Ella siguió inmóvil y Uhl se retiró casi de inmediato.
La invasión se hizo más evidente la tercera vez, cuando, después de mover sus piernas hasta ajustarías en una posición distinta, Uhl tanteó su sexo con cierta brusquedad. Desconcertada, flexionó las piernas y se hizo un ovillo en el suelo.
– Postura -ordenó Uhl. Parecía enfadado.
Clara se limitó a mirarlo.
– Postura.
Desde donde ella se encontraba, la figura de Uhl resultaba amenazadora. Pero Clara no sentía ningún miedo real. Algo en la actitud del pintor lo convertía todo en una escena perfecta, le otorgaba a todo el adecuado punto artístico. Decidió obedecer. Pese a las protestas de sus tendones (no hay nada peor que perder una postura difícil e intentar recuperarla sin preparación previa), volvió a apoyarse en el asiento, elevó las piernas y se mantuvo inmóvil con la cabeza y los brazos en el suelo. Pensó que Uhl reanudaría el asedio, pero lo que hizo éste fue contemplarla un instante y alejarse.
Clara sabía que Uhl podía estar fingiendo el acoso con fines hiperdramáticos. Las pinceladas estaban tan bien ejecutadas, sin embargo, que le resultaba imposible, pese a su experiencia como lienzo, determinar dónde acababa el verdadero Uhl y comenzaba el artista. Por otra parte, aquel fingimiento no exceptuaba la posibilidad de un acoso real tras los bastidores. Uhl podía haber recibido instrucciones del pintor principal, pero ella ignoraba hasta qué punto no estaba abusando de aquella situación privilegiada. Era difícil marcar límites, porque entre un gesto de pintor y una caricia existe un sinfín de misteriosos grados.
Sonó el temporizador. Los dos asistentes regresaron y cambiaron el boceto. La hicieron incorporarse y quitaron el asiento de piel. Luego la tendieron bocabajo y la manipularon otra vez: cabeza alzada, brazo derecho extendido, izquierdo hacia atrás, pierna izquierda en alto. La posición recordaba la de una persona nadando. Estiraron sus extremidades hasta que las articulaciones ofrecieron resistencia. Era evidente que querían dibujarla tensa. No bastaba una simple contracción: deseaban recalcar los trazos. Cuando se sintieron satisfechos con la firme silueta de sus miembros extendidos, volvieron a programar el temporizador y la dejaron en el suelo.
Ocurrió en un momento impreciso durante aquella nueva postura. Ella percibió sus pasos en el salón y lo vio agacharse a su lado. Su posición dejaba expuestos su pecho izquierdo y su sexo: las manos de Uhl se apropiaron de ambos.
Fue un gesto tan brutal que Clara no pudo evitar soltar las riendas de la inmovilidad y protegerse el cuerpo. Entonces sucedió algo que le cortó el aliento.
Uhl la cogió con violencia de los brazos y se los apartó con fuerza desproporcionada, imprevista, haciéndola gritar. Era la primera vez que empleaba aquella violencia con ella. De hecho, era la primera vez que alguien la trataba con violencia desde que había sido imprimada. La sorpresa la dejó sin habla y sin posibilidad de defenderse. El pintor se agachó aún más y hundió la boca en su cuello mientras le sujetaba las manos. Ella sintió su saliva, su lengua como un pulpo recién capturado y arrojado a su garganta, su aliento gruñendo sobre su yugular. Se debatió como pudo, pero Uhl no aflojó la presa.
– ¿Estás loco? -gimió ella-. ¡Déjame!
Uhl no parecía escucharla. El armazón de sus gafas se torcía bajo la mandíbula de Clara, su boca descendía poco a poco, se arrastraba hacia sus pechos. Ella cesó de debatirse un instante.
De repente, casi de forma simultánea a su abandono de la lucha, Uhl se detuvo, lanzó un suspiro, se incorporó y soltó sus muñecas. Jadeaba incluso más que ella, y toda su cara había enrojecido. Se ajustó las gafas sobre el caballete de la nariz, se alisó el pelo de la nuca. Era como si una súbita vergüenza le hubiese impedido proseguir. Clara continuó en el suelo, frotándose las muñecas. Por un instante permanecieron observándose mientras recuperaban el aliento. Entonces Uhl se marchó.
Ella creyó comprender de repente lo que había ocurrido: había sido su repentina pasividad lo que había frenado a Uhl, como en ocasiones anteriores.
Aquel dato no significaba nada por sí mismo. Podía tratarse de una reacción humana, no artística: quizás Uhl no se había atrevido a llegar más allá, o tal vez pertenecía a ese tipo de hombres que sólo sienten placer al encontrar resistencia. No obstante, Clara quiso pensar que la pincelada le obligaba a detenerse cuando ella no se opusiera. Archivó aquel dato y lo reservó para una prueba posterior.
El nuevo asedio no la cogió desprevenida. La habían dibujado en postura de mesa: boca arriba, apoyada con manos y pies en el suelo, la cabeza hacia atrás y las piernas abiertas. En un momento dado, Uhl se acercó. Ella lo miró a los ojos y supo que todo iba a comenzar de nuevo, pero esta vez decidió oponerse. Abandonó la postura y se incorporó.
– Déjame en paz, ¿vale?
Sin previo aviso, aquellos brazos largos, velludos como fibras de cáñamo áspero o cerdas de pincel, la sujetaron, empujándola de nuevo hacia el suelo. La boca de Uhl se abrió y buscó la suya. Ella apartó la cara con gesto de asco al tiempo que apoyaba los codos en su torso y empujaba. Uhl resistió la presión sin muchas dificultades. Clara lo intentó de nuevo pero encontró un muro infranqueable. Es verdad que estaba más débil de lo normal a causa de los ejercicios, pero era obvio que Uhl poseía una fuerza sorprendente. El pintor aferró sus mejillas con una de sus velludas manos y la hizo volverse hacia él; entonces deslizó la lengua sobre su boca imprimada, sin labios. Clara reunió fuerzas y levantó ambas rodillas a la vez. El intento, en esta ocasión, tuvo éxito: arrojó a Uhl a un lado y rodó sobre sí misma para escapar.
– Quieta -oyó.
El pintor volvió a arrojarse sobre ella pero Clara se evadió con facilidad y lo golpeó otra vez con las piernas. No quería lastimarlo pero deseaba saber qué ocurriría si seguía sin ceder. Ahora sabía -o sospechaba- que Uhl estaba pintándola con un método muy simple: añadía un toque de violencia si la conducta de ella era violenta, pero atenuaba con algo de suavidad si la conducta era suave. Cuando ella cedía, él apartaba el pincel. Clara quería averiguar dónde finalizaría aquel viaje hacia la negrura absoluta que el pintor parecía proponerle.
De súbito, todo adquirió el ritmo incontrolable de una lucha frenética. Uhl la sujetó de los brazos, ella pataleó, las gafas de Uhl cayeron al suelo y produjeron un ruido extrañamente desagradable, y su propietario, enrojecido, alzó la mano preparado para golpearla. Entonces ella sintió miedo. «Puede estropearme», pensó. No era la posibilidad de ser golpeada lo que le asustaba. En algunos art-shocks había recibido golpes del público o de otros lienzos, pero todo estaba planeado así por el artista y pactado de antemano con ella. Lo que le daba miedo era el descontrol. «Está cada vez más nervioso, y puede hacerme daño y estropear mi imprimación.»Aquel pensamiento la condujo a relajarse. Uhl, entonces, se arrojó sobre ella y rastreó con la lengua su barbilla y su garganta.
Pero volvió a detenerse.
Clara siguió en el suelo, jadeante, mientras Uhl se ponía en pie con cierto esfuerzo. Parecían dos deportistas al término de un ejercicio violento. Ella observó con fijeza sus ojos. Sin embargo, nada había en aquel rostro salvo la mirada hundida en el vidrio de unas gafas que en ese momento Uhl procedía a colocarse con educada pulcritud. Poco después el pintor se alejó y abandonó el salón en dirección al porche.
Todo había dado un giro tan espectacular que Clara apenas quería ir a comer cuando llegó la hora del descanso. No deseaba interrumpir aquellos bocetos para sumergirse en la frialdad de lo cotidiano. Pero se obligó a hacerlo, porque sabía que era necesario detenerse un instante en su frenética escalada. Antes pasó por el baño, se lavó, se desprendió todos los rastros de Uhl de su boca y su cuello y se observó en el espejo. No tenía marcas, salvo alguna leve rojez en las muñecas. La piel imprimada era mucho más resistente que la normal, y Uhl habría tenido que pintarla con más violencia para dejarle huellas duraderas. Sonrió, y su rostro adquirió aquella expresión malévola que tanto gustaba a Bassan. «Ya te he pillado: usas la fuerza si yo respondo igual. Quieres dibujarme agresiva», se dijo. Los ojos le ardían, pero sabía que era debido a mantenerlos abiertos durante las posturas. Los enjugó con una solución salina.
Comió desnuda frente a Gerardo. Uhl estaba en paradero desconocido. Gerardo ya había terminado de comer y la observaba con calma.
– ¿Volviste a ver al hombre de la ventana? -le preguntó.
Al pronto no supo a lo que se refería.
– Sí, pero llamé a Conservación. Me dijeron que eran agentes de Seguridad y me quedé más tranquila. Dormí muy bien el resto de la noche.
– Fue lo que yo te dije: vigilantes.
– Ajá.
Hubo un silencio. Ella terminó el sándwich y empezó a untar queso en una rebanada de pan integral. Le dolían todos los músculos, pero eso era lo de menos. Se sentía alegremente rabiosa, efervescente como un líquido de burbujas agitado durante horas. Miraba de vez en cuando hacia la puerta para vigilar la posible entrada de Uhl. Recordaba su aliento. Recordaba su violencia. Y también cómo lo interrumpía todo cuando ella cedía. Pero ¿qué habría ocurrido si no hubiese cedido? ¿Hasta dónde habrían llegado las pinceladas, qué remoto tono de oscuridad habría podido alcanzarse? Eso era lo que la obsesionaba. ¿Qué sucedería si la próxima vez decidía no entregarse de ninguna forma, no ceder bajo ningún concepto? Las posibilidades eran abrumadoras.
– ¿Cómo te ha ido esta mañana?
La pregunta de Gerardo la hizo parpadear. Desde luego, lo que menos le apetecía en aquel momento era una charla banal.
– Bien -dijo.
Entonces él se acodó en la mesa, se inclinó hacia ella y adoptó un tono sombrío.
– Oye, tengo que decirte algo.
Se miraron en silencio. Clara aguardó masticando suavemente.
– Justus está enfadado.
Ella no dijo nada. Su corazón se aceleró.
– Y no es bueno que Justus se enfade, porque si Justus se enfada, tú y yo nos vamos a la calle, ¿oíste?
– ¿A qué te refieres? -preguntó con aire inocente.
Gerardo parecía buscar las palabras adecuadas. Se contemplaba las manos sobre el mantel.
– Nosotros… Nosotros tenemos algunas reglas con los lienzos femeninos jóvenes, tú me entiendes. Y los lienzos deben respetarlas. No me gusta hablar de esto, pero a veces resulta necesario, como en tu caso, porque parece que no te enteras de nada, chica.
– ¿De qué tengo que enterarme?
– De que estás en una posición privilegiada. Eres un lienzo contratado por la Fundación Van Tysch, y eso es una gran suerte, ya lo creo. Pero esa suerte puede terminar en cualquier momento. Justus es senior assistant, ya te dije. En fin, es un pintor de cierta importancia acá en la Fundación. Deberías tenerlo en cuenta. No te lo digo para que te asustes, sino para que comprendas… y hagas lo que tienes que hacer, ¿okay?
– Pues no comprendo nada.
Él resopló, impaciente, y se retrepó en el asiento.
– Mira, chica, pareces boba. Te lo advierto: Justus podría expulsarte hoy mismito si le apeteciera.
– ¿Y qué se supone que debo hacer para que no me expulse?
– Lo sabes perfectamente. No eres tan tonta. A él le gustas mucho. Tú verás.
Aquel diálogo fascinante no acababa de cuajar dentro de ella. Supuso que todo se debía a la torpeza de Gerardo, a sus gestos hoscos y artificiales, a su voz demasiado controlada y a sus maneras tímidas de niño haciendo de malo en un juego. Lo más delicioso para ella era que Gerardo podía estar diciendo la verdad. No había forma de saber con absoluta certeza que todo aquello era una farsa, tal como le parecía.
– ¿Me estás amenazando? -inquirió Clara.
Gerardo enarcó una ceja.
– Te estoy diciendo, simplemente, que Justus es el jefe y que después de él voy yo, y que tú estás a nuestro entero y absoluto servicio. Y que si quieres ser pintada por un gran maestro de la Fundación lo mejor que puedes hacer es no disgustar a los asistentes, ¿oíste?
Una vibración, un escalofrío de puro arte recorrió su cuerpo. Por primera vez experimentó cierta aprensión ante las palabras de Gerardo, y eso le gustó. Había recibido una bonita pincelada y su estado de absoluta desnudez contribuía a otorgarle el apropiado efecto de oscuridad. Cruzó los tobillos, se removió en el asiento y murmuró, desviando la vista de él:
– De acuerdo.
– Espero que te muestres más amable con Justus a partir de ahora, ¿okay?
Ella asintió con la cabeza.
– No oí tu respuesta -dijo él.
Aquella nueva presión del pincel volvió a agradarle. Contestó con rapidez.
– Sí, de acuerdo.
Gerardo entornó los párpados mirándola de forma extraña y no hablaron más.
Probó a «mostrarse amable» durante los bocetos de la tarde. La habían colocado sobre las puntas de los pies, como una bailarina. Pasó el tiempo. Como estaba de pie, pudo observarse en los espejos del salón. Uno de ellos sólo reflejaba la mitad de su anatomía, una silueta partida, un caos de líneas y volumen. La dejaron así durante bastante rato hasta que Uhl, de improviso, se acercó a ella por la espalda.
Ella le devolvió el beso desde el primer momento y con más ardor del que él había puesto al comenzarlo. Movió la lengua dentro de la oscura boca de Uhl, lo estrechó entre sus brazos y presionó su desnudez contra su ropa.
Fue como la picadura de una avispa. El pintor se apartó de ella con violencia y salió de la habitación. No hubo más intentos esa tarde.
«De modo que, si cedo, todo se interrumpe -razonó-. ¿Y si no cedo?»Aquella segunda opción le daba mucho miedo.
Se propuso experimentarla.
Estaba excitada, pero esa noche cayó en la cama como un fardo. Sospechó que era cosa de las pastillas que tomaba. Cuando despertó, supuso que era jueves 29 de junio. Se sentía preparada para un nuevo asalto. No recordaba nada de lo sucedido durante la noche: era como si se hubiera desmayado. Pero había vuelto a dormir con las persianas cerradas, y si algún agente de Seguridad se había acercado a la casa, ella no lo había notado. Además, empezaba a olvidarse de sus temores nocturnos, ya que los diurnos reclamaban toda su atención.
Aquella mañana la abocetaron de pie, con la espalda completamente arqueada hacia atrás. Eran posiciones difíciles y los lapsos del temporizador se le hacían eternos. Casi al mediodía logró controlar sus temblores y la incomodidad de sus vértebras se convirtió en simple paso del tiempo. Uhl no había vuelto a molestarla, lo cual le sorprendía. Se preguntaba si su entrega de la tarde anterior lo habría inhibido por completo.
Después de comer, Gerardo la invitó a dar un paseo. La idea le sorprendió un poco, pero decidió acceder porque estaba deseando salir. Se puso un albornoz y unas zapatillas de plástico acolchadas y recorrieron juntos la vereda de grava del jardín hasta la valla. Luego continuaron por la carretera.
El lugar, tal como había imaginado, resultaba muy bonito a plena luz del día. A izquierda y derecha se extendían más jardines y vallas con nuevas casas de tejados rojizos. Al fondo, un bosque pequeño, y, en medio, la carretera por la que había venido la furgoneta. Para su deleite, distinguió en el horizonte la inequívoca silueta de varios molinos. Parecía una típica postal de Holanda.
– Todas estas casas pertenecen a la Fundación -explicó Gerardo-. Aquí abocetamos a la mayoría de las figuras. Preferimos este ambiente porque nos permite estar aislados. Antes, todos los bocetos se hacían en el Viejo Atelier, que está en Amsterdam, en el barrio de Plantage. Pero ahora abocetamos acá y, si es necesario, perfilamos en el Atelier.
Gerardo se comportaba como si se sintiera liberado. Apoyaba con delicadeza una mano en su hombro para indicarle cosas y sonreía espléndidamente. Era como si la atmósfera del trabajo en el interior de la casa lo agobiara a él aún más que a ella. Caminaron por la cuneta escuchando una banda sonora de campo civilizado: piar de pájaros entremezclado con trasiego de maquinaria lejana. De vez en cuando un avión subrayaba el cielo con su breve rugido. A Clara le dolían un poco los músculos de la espalda. Pensó que podía deberse a las forzadas posturas de la mañana. Se asustó, porque no quería estropearse en plena fase de bocetos. Estaba pensando en eso cuando Gerardo volvió a hablar.
– Esto es un descanso. Descanso oficial, quiero decir. Me comprendes, ¿no?
– Ajá.
– Puedes hablar con tranquilidad.
– Vale.
Lo comprendía perfectamente. Algunos pintores con los que había trabajado utilizaban consignas para avisarle de que el trabajo hiperdramático se había interrumpido. Con lienzos humanos a veces era necesario separar lo que era la realidad del borroso contorno del arte. Gerardo quería decirle que, a partir de ese instante, él sería él, y ella, ella. Le avisaba de que había dejado atrás los pinceles y deseaba pasear y charlar un rato. Después, todo continuaría.
Sin embargo, aquella decisión la confundía. Los descansos constituían una práctica habitual en cualquier sesión de pintura HD, pero era preciso determinar con cuidado el momento exacto en que se producían, porque toda la construcción pictórica podía venirse abajo en un abrir y cerrar de ojos. Y aquel momento no le parecía a ella el más indicado. El día anterior, el mismo joven con quien ahora paseaba la había amenazado para que aceptara someterse a los caprichos sexuales de su colega. Había sido una pincelada especialmente intensa, pero también muy frágil, un contorno sutil que podía estropearse si no se dejaba secar. Quiso creer que Gerardo sabía lo que estaba haciendo. Además, aquel descanso también podía ser fingido.
Tras un silencio, Gerardo la miró. Sonrieron.
– Eres un lienzo muy bueno, amiguita. Te lo digo por experiencia. Material de primera clase, caramba.
– Gracias, pero me considero del montón -mintió Clara.
– No, no: eres muy buena. Justus opina lo mismo.
– Vosotros tampoco sois malos.
La incomodidad que experimentaba era cada vez mayor. Hubiese preferido regresar de inmediato a la casa y entregarse a una situación hiperdramática tensa. Aquella charla banal con uno de los asistentes técnicos le daba miedo. Le parecía inconcebible que Gerardo quisiera desarrollar con ella un aburrido intercambio del tipo de: «¿Qué te gusta hacer a ti y qué me gusta a mí?». Ella sólo podía soportar a Jorge en tales conversaciones, pero Jorge era su vida cotidiana, no el arte.
«Cálmate -pensó-. Déjale llevar las riendas. Es un pintor de la Fundación, un profesional. No va a cometer ninguna torpeza con su lienzo.»
– Justus es mejor que yo -continuó diciendo Gerardo-. En serio, amiguita: es un pintor extraordinario. Yo llevo dos años de asistente. Antes trabajaba de aprendiz de artesano. A Justus acababan de ascenderlo a senior. Nos hicimos amigos, y me recomendó para este puesto. He tenido mucha suerte, no contratan a cualquiera. Además, no me gustaba pintar adornos, ¿sabes? Lo mío son las obras de arte.
– Ya.
– Pero lo que de verdad me gustaría es convertirme en pintor profesional independiente. Tener, incluso, mi propio taller y mis lienzos contratados. Lienzos como tú: buenos y caros. -Ella se echó a reír-. Se me ocurren muchas ideas, sobre todo para exteriores. Me gustaría dedicarme a vender exteriores para coleccionistas de países cálidos.
– ¿Por qué no lo haces? Es un mercado que está bien.
– Se necesita dinero para montar un taller así, amiguita. Pero un día lo haré, no creas. Por ahora me conformo. Estoy ganando bastante plata. No todo el mundo llega a ser asistente técnico en la Fundación Van Tysch.
Clara había dejado de irritarse por el tono de suficiencia de Gerardo. Lo admitía como parte de su gran vulgaridad. Lo que le irritaba cada vez más era aquel diálogo. Estaba deseando regresar a la casa a continuar con los bocetos. Ni siquiera el bello paisaje y el aire libre que la rodeaban lograban mejorar su ánimo.
– ¿Y tú? -preguntó él.
La miraba sonriendo.
– ¿Yo?
– Sí. ¿Qué es lo que deseas? ¿Cuál es tu mayor aspiración en la vida?
Ella no demoró ni un segundo en responder.
– Que un pintor haga una gran obra conmigo. Una obra maestra.
Gerardo sonrió.
– Tú ya eres una obra muy bonita. No necesitarías que nadie te pintara.
– Gracias, pero no me refería a obras bonitas sino maestras. Una gran obra. Una obra genial.
– ¿Te gustaría que hicieran contigo una obra genial, aunque fuera fea?
– Ajá.
– Yo pensé que te gustaba ser bonita.
– No soy una modelo de pasarela, soy un lienzo -replicó ella con más brusquedad de la que deseaba.
– Cierto, nadie dice lo contrario -dijo Gerardo, y hubo una pausa. Entonces él se volvió hacia ella otra vez-: Perdona la pregunta, pero ¿puedo saber por qué? O sea, ¿por qué tienes tantos deseos de que alguien haga una gran obra contigo?
– No lo sé -respondió ella, sincera. Se había detenido a contemplar las flores que flanqueaban la vereda. Entonces se le ocurrió una comparación-. Supongo que un gusano tampoco sabe por qué quiere ser mariposa.
Gerardo reflexionó.
– Eso que acabas de decir es muy bonito, pero no del todo cierto. Porque un gusano está destinado a ser mariposa debido a la naturaleza. Pero las personas no somos obras de arte por naturaleza. Tenemos que fingir.
– Es verdad -admitió ella.
– ¿Nunca te has planteado dejar la profesión? ¿Empezar a ser tú misma?
– Ya soy yo misma.
Gerardo se volvió hacia los árboles.
– Ven. Quiero enseñarte algo.
«Todo esto es un truco -pensó Clara-. Una trampa para oscurecerme el color. Quizás Uhl está escondido en algún sitio y ahora…»Vadearon la cuneta y continuaron por el bosque. Él le tendió la mano al descender una cuesta. Llegaron a un claro poligonal acotado por árboles de hojas relucientes y troncos castaños que parecían barnizados. Olía a algo curioso, imprevisto. A Clara le recordó el olor de las muñecas nuevas. Se oía un ruido extraño: un trino artificial, como el que podría producir la brisa al remover una barroca lámpara de araña. Por un instante miró a su alrededor intentando averiguar la causa de aquel misterioso tintineo. Entonces se acercó a uno de los árboles y comprendió. Quedó fascinada.
– A esta zona la llamamos Plastic Bos, «el bosque de plástico» -explicó Gerardo-. Los árboles, las flores y el césped son falsos. El sonido que oyes es el de las hojas de los árboles cuando el viento las mueve: están elaboradas en un material muy delicado y suenan como pedacitos de cristal. Usamos este lugar para abocetar exteriores durante todos los días del año. Así no dependemos de la naturaleza, ¿comprendes? Da igual que sea verano o invierno: aquí los árboles y la hierba siguen verdes.
– Es increíble.
– A mí me parece horrible -replicó él.
– ¿Horrible?
– Sí. Estos árboles, este césped de plástico… No puedo soportarlo.
Clara se miró los pies: la alfombra de espesa y picuda hierba artificial se le antojaba muy suave. Se descalzó y la probó con el pie desnudo. Estaba mullida.
– ¿Me puedo sentar? -preguntó de repente.
– Por supuesto. Estás en tu bosque. Ponte cómoda.
Se sentaron juntos. La hierba era un ejército de soldados elegantes y diminutos. Nada en aquel lugar estorbaba la vista. Clara acarició el césped y cerró los ojos: era como deslizar la mano por un abrigo de pieles. Se sintió feliz. Gerardo, por el contrario, parecía cada vez más triste.
– Los pájaros no se posan aquí ni de broma, ¿sabías? Se dan cuenta en seguida de que todo es un trompe-l'oeil y se van rapiditos hacia los verdaderos árboles. Y tienen razón, qué carajo: los árboles deben ser árboles, y las personas, personas.
– En la vida real, sí. Pero el arte es distinto.
– El arte pertenece a la vida, chica, no al revés -replicó Gerardo-. ¿Sabes lo que me gustaría? Pintar algo al estilo natural-humanista de la escuela francesa. Pero no lo hago porque el hiperdramatismo se vende mejor y da más dinero. Y yo quiero ganar mucho dinero. -Estiró los brazos al tiempo que exclamaba-: ¡Mucho, muchito dinero, y mandar al carajo todos los bosques de plástico del mundo!
– A mí este lugar me parece precioso.
– ¿En serio?
– Ajá.
Él la miraba con curiosidad.
– Qué chica más increíble eres. He trabajado con muchos lienzos, amiguita, pero nadie tan tremenda como tú.
– ¿Tremenda?
– Sí, quiero decir… tan dedicada a ser un lienzo de verdad, de pies a cabeza. Dime una cosa. ¿Qué haces cuando dejas de trabajar? ¿Tienes amigos? ¿Sales con alguien?
– Salgo con alguien. Y tengo amigos y amigas.
– ¿Algún noviecito por ahí?
Clara peinaba la hierba con extrema delicadeza. Se limitó a sonreír.
– ¿Te molesta que te pregunte estas cosas? -indagó Gerardo.
– No. Me relaciono con una persona, pero no vivimos juntos y yo no lo llamaría «novio». Es un amigo que me gusta.
Sonreía pensando en Jorge como en un «novio». No se lo había planteado nunca de esa forma. Se preguntaba qué significaba Jorge para ella, qué otra cosa compartían además de los instantes nocturnos. De repente comprendió que ella lo «utilizaba» como espectador. Le gustaba que Jorge supiera todas y cada una de las cosas que le ocurrían en el extraño mundo de su profesión. Ella procuraba no callarse nada, ni siquiera lo más vulgar, o lo que a ojos de Jorge constituía lo más vulgar: todo lo que hacía con el público en los art-shocks, por ejemplo, o su trabajo para The Circle o Brentano. Jorge se quedaba trémulo y a ella le agradaba contemplar su rostro entonces. Jorge era su público, su espectador asombrado. Ella necesitaba dejarlo continuamente con la boca abierta.
– De modo que llevas una vida muy normalita cuando dejas de ser lienzo -dijo Gerardo.
– Sí, llevo una vida bastante normal. ¿Y tú?
– Me dedico a trabajar. Tengo algunos amigos acá en Holanda, pero sobre todo me dedico a trabajar. Ya no salgo con nadie. Estuve saliendo con una chica holandesa hace tiempo, pero lo dejamos.
Hubo un silencio. Clara se encontraba inquieta. Seguía confiando en la destreza de Gerardo, pero ahora estaba casi segura de que aquel descanso no era fingido. ¿Qué pretendía él al hablarle «con sinceridad»? Entre un pintor y un lienzo no podía haber sinceridad, y eso lo sabían ambos. En el caso de artistas como Bassan o Chalboux, adictos al natural-humanismo, la sinceridad era forzada, una pincelada más, una especie de «ahora vamos a ser sinceros», una técnica como otra cualquiera. Pero Gerardo, sencillamente, parecía querer hablar con ella como quien habla con alguien a quien se conoce en el tren o en el autobús. Era absurdo.
– Oye, perdona, ¿no se nos está haciendo un poco tarde? -dijo ella-. A lo mejor deberíamos volver, ¿no?
Gerardo la miraba de hito en hito.
– Tienes razón -admitió-. Regresemos.
Y de improviso, mientras se levantaban, le habló en un tono distinto, con rápidos susurros.
– Oye, quería… quería que supieras una cosa. Lo estás haciendo muy bien, amiguita. Has captado la respuesta desde el principio. Pero sigue haciéndolo así, pase lo que pase, ¿okay? La clave es ceder, no lo olvides.
Clara lo escuchaba estupefacta. Le parecía increíble que estuviera revelándole los trucos del artista. Se sintió como si en mitad de una función apasionante uno de los actores se hubiera dirigido a ella y, tras hacerle un guiño, le hubiese dicho: «Esto es sólo teatro, no te preocupes». Por un momento pensó que se trataba de una pincelada oculta pero en el rostro de Gerardo sólo advirtió una preocupación sincera. ¡Preocupación por ella! «La clave es ceder.» Se refería, sin duda, a su estrategia con Uhl: la invitaba a continuar por el camino correcto, o, al menos, por el más seguro. Si sigues cediendo como has hecho la tarde anterior, le decía, Uhl frenará. No estaba pintándola: le revelaba los secretos, la solución de los enigmas. Era el amigo imprudente que venía contando el final de la película.
Le pareció como si Gerardo hubiera volcado a propósito un tintero sobre su dibujo apenas perfilado. ¿Por qué había hecho eso?
Las posiciones continuaron toda la tarde en un silencio perfecto. Uhl no la molestó, pero ella ya había dejado de pensar en Uhl. Consideraba que la torpeza de Gerardo constituía el mayor error que un pintor había cometido con ella en toda su vida profesional, incluyendo al pobre Gabi Ponce, que no era precisamente muy sutil a la hora del hiperdramatismo. Aunque ella sospechaba que el acoso de Uhl era fingido, no era lo mismo sospecharlo que saberlo. Gerardo, de un sólo brochazo, había estropeado el detallado paisaje de amenazas que Uhl y él mismo habían estado pintando minuciosamente a su alrededor. Ahora, cualquier retorno al fingimiento resultaba imposible: el hiperdrama, como tal, había desaparecido. A partir de entonces sólo podría haber teatro.
Más tarde, al acostarse, su enfado menguó. Llegó a la conclusión de que Gerardo debía de ser un novato. Los refinamientos del hiperdramatismo puro lo superaban con creces. Lo inconcebible era que a un pintor como él le hubieran ofrecido un puesto de tanta responsabilidad. Los aprendices no deberían dedicarse a dibujar sobre los originales, pensó Clara. Eso tenía que quedar en manos de artistas experimentados. Pero quizá no todo estaba perdido. Tal vez la torpeza de Gerardo, el inefable manchurrón que había dejado caer sobre ella, podía repararse con el fino arte de Uhl. Puede que Uhl encontrara algún método de aumentar la presión e introducirla de nuevo en la pintura.
Ella confiaba en volver a atemorizarse otra vez.
Se durmió deseando eso.
Cuando despertó, todo seguía increíblemente oscuro. No tenía forma de saber la hora, ni siquiera si era de noche o no, porque antes de acostarse había vuelto a cerrar las persianas de la casa. Supuso que todavía era de noche, ya que no oía cantos de pájaros. Se pasó una mano por la cara y se dio la vuelta, confiando en recuperar el sueño.
Estaba a punto de volver a dormirse cuando lo percibió.
Se incorporó en el colchón, aterrorizada.
Un ligero crujido de las tablas del suelo. Procedía del salón. Había sido un crujido similar -quizá- lo que la había despertado. Pisadas.
Se mantuvo alerta, escuchando. Todo el cansancio y los dolores musculares que sentía desaparecieron de repente. Le costaba trabajo respirar. Intentó un ejercicio de relajación, pero fue en vano.
Había alguien en el salón, Dios mío.
Puso los pies en el suelo. Su cerebro era un estallido desordenado de pensamientos.
– ¿Hola? -dijo, trémula, con la voz del horror.
Esperó, sin hacer ningún otro movimiento, durante unos cuantos minutos, preparada para afrontar la espantosa posibilidad de que el intruso entrara en ese momento y se arrojara sobre ella. El silencio que la envolvía le hizo pensar que quizá se había equivocado. Pero su imaginación -ese extraño diamante, ese polígono de un millar de caras- enviaba fugaces horrores a su conciencia, invenciones diminutas como astillas de hielo puro. Es el hombre de espaldas: ha salido de la foto y viene a por ti. Pero camina de espaldas. Lo verás entrar de espaldas sin tropezar, guiado por tu olor. Es papá, que viene con sus enormes gafas cuadradas a decirte que. Hizo un esfuerzo para que aquellas pesadillas episódicas no permanecieran demasiado tiempo en su cabeza.
– ¿Hay alguien? -se oyó decir de nuevo.
Esperó otro prudente lapso. No apartaba los ojos de la puerta cerrada del dormitorio. Recordó que las luces de la casa se encontraban a la entrada. No tenía forma de iluminar la habitación si no salía de allí y caminaba a oscuras hacia el vestíbulo. Pero no se atrevía a hacerlo. «Quizá sea un vigilante», pensó. Ahora bien, ¿qué hacía un vigilante entrando de noche en la granja y andando furtivamente por el salón?
El silencio proseguía. Los latidos de su corazón, también. Silencio y latidos se mostraban tercos en sus respectivas duraciones. Decidió entonces que se había equivocado. Las tablas de un suelo de madera pueden crujir por diversos motivos. En Alberca se había acostumbrado al sorprendente espanto del azar: la brisa repentina que resucita los visillos muertos, el quejido de una mecedora, un espejo disfrazado de oscuridad. Todo era una falsa alarma de su cerebro fatigado, sin duda, y ella podía levantarse con tranquilidad, dirigirse al salón y encender las luces, como había hecho la noche anterior.
Respiró hondo y apoyó las manos en el colchón.
En ese instante la puerta se abrió y el agresor penetró en su dormitorio como un huracán.
El edificio del Nuevo Atelier de Amsterdam alberga las oficinas centrales de Arte, Conservación y Seguridad de la Fundación Bruno van Tysch en Europa. Es una construcción poco escandalosa, mezcla de alegría holandesa y seriedad calvinista, con ventanas de marcos blancos y gabletes de campana estilo siglo XVII. Como detalle cosmopolita, el arquitecto P. Viengsen ha adosado a la fachada parejas de columnas tipo Brunelleschi. Está situado en la avenida Willemsparksweg, cerca del Vondelpark, en el Barrio de los Museos, donde se concentran las grandes joyas artísticas de la ciudad: el Rijksmuseum, el museo Van Gogh y el Stedelijk. Tiene ocho pisos y tres cuerpos. El vestíbulo y el primer piso se encuentran bajo el nivel del mar, y esto es algo con lo que Amsterdam ha aprendido a convivir. Bosch, en su despacho de la quinta planta, se salvaría -quizá- de una posible inundación, pero tal fortuna no parece importarle especialmente.
El despacho del señor Bosch da al Vondelpark. Posee un escritorio de caoba en ángulo obtuso con cuatro teléfonos de góndola en uno de los lados y tres fotos enmarcadas en el otro. Las fotos están colocadas de tal forma que nadie sentado frente a Bosch puede verlas.
La más cercana a la pared es un retrato de su padre, Vincent Bosch. Vincent era abogado en una empresa holandesa de tabaco. Advertimos su bigote, su mirada suspicaz, su enorme cabeza heredada por Lothar. Podríamos intuir su metódico y riguroso carácter. El lema que intentó transmitir a sus hijos, «conseguir lo mejor posible con los elementos disponibles», parece cincelado en cada uno de sus rasgos. Se hubiera sentido satisfecho con los resultados.
La foto del centro es de Hendrickje. Bonita, de pelo corto y rubio, sonríe mucho. Apreciamos, no obstante, cierta tendencia caballuna de la mandíbula unida a cierta desproporción de los dientes. A Bosch le consta que su cuerpo no mostraba ninguna desagradable desproporción: Hendrickje solía enseñarlo bajo atractivos vestidos de rejillas. Tenía veintinueve años, cinco menos que el inspecteur Bosch, y era rica. Se conocieron en una fiesta cuando una astróloga los emparejó por sus signos zodiacales. A Bosch le cayó mal al principio; luego se casó con ella. El matrimonio funcionó a la perfección. Hendrickje, alta, esbelta, riquísima, atractiva, estéril (una enfermedad diagnosticada diez meses después de la boda), señorial y positiva («piensa en positivo, Lothar», solía decirle), gozaba del privilegio de varios amantes. Bosch, cabezón, serio, solitario, callado y conservador, sólo tenía a Hendrickje, pero consideraba que, por este simple motivo, por el simple hecho de amarla, no podía retenerla en contra de su voluntad como a tantos delincuentes a los que odiaba. Respetar la voluntad del prójimo era parte del ideario de libertad que el joven inspecteur había respirado en Amsterdam durante su inquieta adolescencia, cuando vivía como okupa en un edificio del Spui. Fue casi perverso que el mismo Lothar que tiraba piedras a los antidisturbios desde la estatua del Golfillo ingresara años después en la policía municipal. En las escasas ocasiones en que todavía se pregunta por qué tomó esta decisión, cree hallar la respuesta en el retrato de su padre (retrocedamos a él), en esa mirada triste de calvinista escéptico. Su padre quería que estudiara Leyes, él quería ser útil a la sociedad, su padre quería que ganara dinero, él no quería trabajar con su padre. ¿Por qué no hacerse policía? Una decisión lógica. Una forma de «obtener lo mejor posible con los elementos disponibles». En parte, a Hendrickje le gustaba que él fuera policía. Eso le otorgaba cierta seguridad, cierta «estabilidad» a la fachada matrimonial. Las discusiones eran esporádicas, como los instantes de amor, y en este sentido el matrimonio fue un dechado de equilibrio. Pero una neblinosa mañana de noviembre de 1992 todo concluyó de repente: Hendrickje Michelsen regresaba en coche desde Utrecht cuando la carcasa de un tráiler la guillotinó. Sus sesos se esfumaron con el impacto, y con ellos su cabeza, su preciosa cabeza rubia pelicorta y caballuna, la misma que contemplamos en la foto, pero también su cuello grácil y parte de su torso. Había ido a Utrecht a visitar a uno de sus amantes. Bosch recibió la noticia mientras interrogaba a un sospechoso de asesinato múltiple. Se quedó paralizado, pero decidió proseguir con el interrogatorio. El sospechoso resultó, al final, terriblemente inocente. Y una tarde de marzo, cuatro meses después de aquella tragedia, aconteció un suceso sobrenatural en casa del viudo y solitario inspecteur. Llamaron a la puerta y, al abrirla, Bosch se encontró frente a una chica de pelo trigueño que dijo llamarse Emma Thorderberg. Vestía cazadora y vaqueros y traía una bolsa al hombro. Le explicó a lo que venía y Bosch, asombrado, la dejó pasar. La chica entró en el cuarto de baño y una hora después salió Hendrickje con vestido de rejilla, dio varios largos y parsimoniosos pasos con sus piernas desnudas y relucientes de recién resucitada y se colocó de pie en el comedor sin mirar al boquiabierto Lothar. El retrato era de Jan Carlsen. Como todo artista, Carlsen se había reservado el derecho a modificar el original, y había recortado la falda y el escote hasta lograr una imagen más tentadora. Por lo demás, la cerublastina igualaba ambas figuras: era como si Hendrickje estuviera viva.
Luego supo de quién procedía aquel regalo sorpresa.
«La idea fue de Hannah -le explicó su hermano Roland por teléfono-. No sabíamos qué tal te iba a caer, Lothar. Pero si no te gusta, nos lo devuelves. Carlsen nos ha asegurado que podemos revenderlo después.»Al principio, Bosch pensó en deshacerse del retrato. Se sentía tan estremecido en su presencia que decidió comer en otra habitación para no contemplarlo. Ignoraba si ese sentimiento se debía a que Hendrickje estaba muerta, o a que él no quería recordarla, o a quién sabe qué otra oscura razón. Como buen policía, comenzó descartando lo improbable. Si admitía las fotos y recuerdos de su esposa, ¿por qué no soportaba aquello? Las dos primeras posibilidades quedaban, pues, anuladas. La conclusión a la que llegó fue extraña: lo que le estremecía del retrato no tenía nada que ver con Hendrickje, sino con Emma Thorderberg. Lo que más le impresionaba era ignorar quién se ocultaba detrás de la máscara. Para librarse de aquel fascinante horror, decidió abordar al lienzo. Una noche, cuando ella se marchaba (el contrato estipulaba seis horas de exhibición en su casa), la retuvo con algunas preguntas banales sobre su profesión. Tomaron una copa y Emma se reveló locuaz e impetuosa, mucho menos instruida que Hendrickje, con menos personalidad, más hermosa, bastante más solidaria, menos egoísta. Bosch comprobó algo: Emma no era Hendrickje ni podría serlo nunca, pero también era muy valiosa por sí misma. Una vez que hubo sabido esto (que Hendrickje era, en realidad, Emma Thorderberg disfrazada), el retrato se convirtió en una farsa de carnaval. Ya no le inquietaba mirarlo, comer o leer junto a él. Y, justo a partir de ese punto, decidió devolverlo. Tras un breve acuerdo monetario con Carlsen lograron adjudicárselo a un coleccionista a quien su hermano trataba por una afección laríngea. Incluso le sacaron algún beneficio. Ahora Hendrickje vive con otro. Lo único que Bosch lamenta es que Emma también se ha marchado. Porque no es el arte lo que importa, opina Bosch, sino las personas.
Conocer a Emma Thorderberg le hizo decir que sí cuando, pocos años después, Jacob Stein lo llamó para convertirlo en supervisor de Seguridad de la Fundación. Bosch se consuela pensando que no fue la tentación de la cuantiosa subida de sueldo lo que le impulsó a dejar la policía (no sólo eso, al menos). Proteger obras de arte significaba para Bosch lo mismo que proteger personas. Las cosas, al final -como diría Hendrickje- terminan alcanzando el equilibrio.
La tercera foto es una instantánea dedicada de su preciosa sobrina Danielle, la hija de su hermano Roland. Roland Bosch, cinco años menor que Lothar, había estudiado medicina y se había especializado en otorrinolaringología. Poseía una excelente consulta privada en La Haya, pero era de esa clase de sujetos que sólo son felices cuando hacen algo inusitado: deportes de riesgo, inversiones repentinas en Bolsa, compras y ventas sorprendentes, cosas así. A la hora de buscar novia eligió a una bellísima y famosa actriz de la televisión alemana a la que conoció en Berlín. Rebasó con éxito la tara de fealdad de los Bosch y presumía de haber logrado que su única hija heredara el físico de la madre. Danielle Bosch era preciosa, en efecto, pero también era una niña de diez años de edad, y Bosch opinaba que no se merecía una familia como aquélla. Roland y Hannah la habían educado con un espejo mágico que todos los días le rendía pleitesía. El año anterior quisieron que su pequeña divinidad hiciera cine. La llevaron a varios castings, pero Danielle interpretaba bastante mal y su tono de voz era un poco demasiado grave. Fue rechazada, para disgusto de sus padres y felicidad de su tío Bosch. Las cosas, sin embargo, habían tomado un nuevo e insospechado rumbo hacía tan sólo dos meses: Roland se había propuesto educar a Danielle en serio y la había matriculado como interna en un colegio privado de La Haya. Bosch estaba sorprendido con la noticia, pero al mismo tiempo se preocupaba por Danielle. Quería saber qué tal se encontraba la niña en ese ambiente tan alejado de la inútil complacencia de sus padres. Amaba a Danielle con una locura sólo explicable en un cincuentón viudo y sin hijos, pero no a la Danielle que estaban criando Roland y Hannah, sino a la niña que, a veces, compartía sonrisas y pensamientos con él. Hendrickje no había podido conocer a Danielle, pero Bosch estaba seguro de que se hubieran llevado bien. De hecho, Hendrickje y Roland hacían buenas migas.
El mundo, según Lothar Bosch, se divide en dos clases de seres: los que saben vivir y los que protegen a los que saben vivir. Gente como Hendrickje o su hermano Roland pertenecen a la primera categoría; Bosch es de la última.
Ahora observa el retrato de Danielle de hito en hito mientras Nikki Hartel entra en su despacho.
– Creo que tenemos algo, Lothar.
El despacho de April Wood se encuentra en la sexta planta del Nuevo Atelier y está repleto de cuadros. Son desnudos o casi desnudos en color carne. Ningún artificio, ningún color fascinante, ninguna complejidad. A Wood le gusta el arte abstracto corporal, donde las figuras se muestran como meras anatomías vírgenes en tonos uniformes, siempre caucásicas, casi todas femeninas, con talle de bailarinas o acróbatas. Cuestan mucho dinero, pero ella lo tiene. Y la Fundación le permite decorar su despacho a placer. Casi todas las obras son de autores británicos de la nueva hornada. Junto a la puerta se exhibe un Jonathan Bergmann titulado Culto al cuerpo que gusta a Bosch especialmente, quizá por su hermosa posición de ballet. De pie al fondo, con las piernas abiertas y las manos en la cintura, se planta un Alec Storck pintado con bronceadores y filtros solares de diversa gradación. También hay tres originales de Morris Bird: una chica en azul lunar que hace el pino frente a la ventana, un chico que se equilibra sobre una sola pierna cerca de la mesa -cuyas nalgas amarillas rozan el cable del teléfono- y una chica ocre y fucsia que se agacha en el suelo en postura de rana a punto de saltar.
Por acostumbrado que estuviera, a Bosch siempre le causaba cierta impresión entrar en aquel despacho.
– ¿Sí?
– April, hay buenas noticias.
Ella estaba allí, de pie, paseando con las manos a la espalda, vestida con una pieza tubular en gris plata. («Juana de Arco en armadura», pensó él.) Era como una reina en medio de estatuas desnudas. Su semblante mostraba preocupación.
– Vamos a la salita -dijo.
La salita comunicaba con el despacho a través de un breve pasillo de paredes de espejo. Se trataba de una pequeña habitación sin ventanas y sin decoración humana. Wood cerró la puerta para que los cuadros no pudiesen oírlos y ofreció a Bosch un asiento; ella ocupó el otro. Bosch le entregó los documentos que Nikki le había llevado. Contenían varias impresiones láser en papel de foto.
– Fíjate en esta mujer rubia. Fue filmada en tres ocasiones diferentes por la cámara de entrada en el Museumsquartier de Viena durante el mes de mayo. Ahora observa a este hombre. Filmado por las mismas cámaras cuatro veces y en días distintos a los de la chica. Y lo más increíble. -Mostró un tercer papel con una caricatura informática-. El análisis morfométrico de los rostros ofrece datos muy similares. Con un ochenta por ciento de probabilidad, se trata de la misma persona.
– ¿Y en Munich?
– Aquí están los resultados. Tres visitas ella, dos visitas él, días alternos, durante la segunda quincena de mayo.
– Perfecto. Ya lo tenemos. Dispuso de tiempo suficiente para regresar a Viena y convertirse en la indocumentada. Pero estaría más que perfecto si pudiéramos compararlo con un falso Díaz o un falso Weiss…
– Sorpresa.
Bosch le entregó otro papel. Al inclinarse hacia Wood, apreció la palidez de su rostro ensombrecido por el flequillo. «Se maquilla como un antiguo faraón, Dios mío, como si tuviera miedo de que alguien la contemplara al natural.» También era cierto que desde que habían regresado de Munich la encontraba distinta. Suponía que el trabajo la desmejoraba pero se preguntaba si le ocurría algo más. Tendió un tembloroso índice hacia la foto: eran dos hombres, uno de espaldas y otro de frente. El que estaba de frente era de complexión atlética, llevaba el pelo largo y gafas de sol.
– La imagen está grabada por la cámara del hotel Wunderbar. Se trata del momento en que el falso Weiss llegó al hotel el martes por la tarde para hacer la obra de Gigli. El hombre de espaldas es uno de nuestros agentes y está revisando su documentación. Hemos procesado la imagen de inmediato. Los análisis morfométricos coinciden en un noventa y ocho por ciento con los del hombre de Viena y Munich y en un noventa y cinco por ciento con la mujer. La probabilidad de falsos positivos es del catorce por ciento. Se trata de la misma persona, April, estamos casi seguros.
– Es increíble.
– April, perdona, ¿te sucede algo?
A Bosch le había alarmado que ella, de repente, quedara absorta con la mirada perdida en un punto fijo de la pared.
– Me han llamado de Londres -dijo Wood-. Mi padre está peor.
– Oh, cuánto lo siento. ¿Mucho peor?
– Peor.
Las conversaciones sobre la vida íntima de April Wood se limitaban a monosílabos o bisílabos murmurados con concisión y a largos silencios intermedios. «Bien», «mal», «mejor» y «peor» eran las opciones preferidas. Debido a esto, Bosch apenas conocía otra cosa sobre ella que los rumores. Sabía que su padre la había marcado significativamente de una forma que no se atrevía a conjeturar y que ahora se encontraba enfermo en algún hospital privado de Londres. Sabía que Wood había permanecido soltera toda su vida y que los comentarios sobre su posible lesbianismo no eran infrecuentes. Sin embargo, Gerhard Weyleb, el anterior jefe de Seguridad, le había revelado la tormentosa relación de Wood con uno de los críticos de arte más importantes e influyentes de Europa, Hirum Oslo. Bosch admitía haber conocido a Oslo sólo ligeramente, pero no podía imaginar qué clase de atractivo había encontrado una mujer como April en aquel individuo flaco, tullido e inerme.
Wood era un misterio tan apasionante como el fondo inexplorado del mar. Cuando se la presentaron, a Bosch le cayó muy mal.
A tenor de lo ocurrido con Hendrickje, supuso que terminaría enamorándose de ella.
– Lo siento mucho, April, de veras -dijo.
Ella asintió con un gesto de la cabeza y en seguida cambió de tono.
– Un magnífico trabajo, Lothar.
– Gracias.
Wood no prodigaba los elogios, y aquellas palabras lo hicieron sentirse bien. Lo cierto era que no creía merecerlas personalmente. Su equipo era el que lo había hecho todo: la gran Nikki y los demás. Habían estado enfrascados en la tarea desde que Wood sugiriera la posibilidad de rastrear morfometrías similares entre las imágenes de visitantes de las exposiciones de Viena y Munich. «Es probable que haya venido a explorar el terreno antes de actuar -había dicho-, y lo más seguro es que lo haya hecho disfrazado.» Los ordenadores del Atelier en el segundo sótano no habían cesado su febril actividad desde el miércoles. Bosch había recibido los resultados aquella mañana, viernes 30 de junio, a su regreso de Munich. Se sentía satisfecho de su equipo y le agradaba que ella lo reconociese.
– Te confieso algo -dijo Wood-. Mi duda principal consistía en saber si se trataba de varias personas o de una sola. En el primer caso estaríamos ante una organización bien estructurada con tipos entrenados para llevar a cabo pequeñas funciones. La segunda posibilidad apunta más bien a un especialista, lo cual es más jodido, porque no podemos esperar capturar al pez pequeño y tirar del sedal hasta llegar al grande. Nuestra pesca tendrá que ser de envergadura. Esto es un tiburón, Lothar. ¿Tenemos alguna comparación con los retratos informáticos de la indocumentada y la marchante?
– En la última página.
Wood pasó a la última página. A la izquierda se encontraba una ampliación de la muchacha de Viena y Munich; debajo, el rostro del falso Weiss; arriba, en el centro, el hombre de Viena y Munich; abajo, una foto de Óscar Díaz; a la derecha, los retratos informáticos de la indocumentada y la chica llamada Brenda obtenidos gracias a las declaraciones del barman de Viena y de Sieglinde Albrecht. Eran seis personas distintas: parecía increíble que una sola pudiera haberlas representado a todas. Bosch adivinaba lo que estaba pensando Wood.
– ¿Qué crees tú? -preguntó-. ¿Es hombre o mujer?
– Esbelto -replicó Wood-. Del sexo no estoy segura, pero es esbelto. Como mujer, se muestra casi desnudo. Como hombre, siempre lleva trajes y se cubre hasta el cuello. Pero la ceru no puede quitar, sólo añadir. Observa estas piernas. Son las de la chica llamada Brenda. Si es un hombre, se trata de un joven muy esbelto, con apariencia bastante femenil, depilado. Díaz y Weiss tenían una complexión semejante, y probablemente los resolvió con un molde en los hombros y otro en los muslos. Para la barriga del tipo del bigote usó algo más simple; un accesorio teatral, quizá. No se han encontrado huellas dactilares en ningún caso, ni siquiera en el volante de la furgoneta de Desfloración, por ejemplo. Esto sugiere que usó moldes de ceru para las manos, lo cual también explica que arrancara la ropa de Desfloración a pedazos, ¿recuerdas? Las manos de Díaz eran grandes. Si el tipo las usó de molde para hacerse unas manos de ceru tuvo que sentirse como si llevara guantes de jardinero. No pudo trabajar con finura. Le hubiera resultado difícil incluso desabrocharse su propia chaqueta. El Artista tiene unas manos muy delgadas, Lothar.
Bosch movía la cabeza contemplando las fotos.
– Parece increíble que se trate de una sola persona -dijo.
– A mí no me sorprende tanto -replicó la señorita Wood-.
He presenciado, custodiado y comprado ciertas obras transgenéricas que, me temo, echarían por tierra todas tus convicciones sobre identidad y género. Vivimos en un mundo confuso, Lothar. Un mundo que se ha convertido en arte, en mero placer de ocultar, de fingir aquello que no se es o que no existe. Quizá nunca fuimos así, tal vez esto haya surgido a pesar de nuestra verdadera naturaleza. O quizás éramos así desde el principio, nuestra verdadera naturaleza era el disfraz, y ahora, por fin, hemos logrado adaptar las cosas a nuestra medida.
Hubo una pausa. A Bosch le había sorprendido aquel inusual discurso filosófico en boca de la mujer más práctica que había conocido jamás. Se preguntó hasta qué punto estaba afectada por la enfermedad de su padre.
– No comparto esa opinión -dijo Bosch-. Somos algo más que simple apariencia. Estoy convencido.
– Yo no -replicó Wood con voz extrañamente rota.
Se miraron a los ojos un instante. Para Lothar Bosch, fue un momento doloroso. Ella era tan bella que casi lo hacía llorar. Mirarla era un placer punzante. De joven había fumado marihuana y experimentado siempre la misma reacción en las noches en que se permitía ciertos excesos: una tenue felicidad que rodaba por una pendiente oscura y aceitada hasta una tenue tristeza. De alguna forma, sus placeres siempre habían dejado a su paso un rastro de lágrimas.
– Sea como fuere, El Artista es arte -dijo ella después de un silencio.
– ¿Qué quieres decir?
– Hasta ahora hemos pensado que se trata de un experto, pero podríamos ir más allá. Tú mismo lo has dicho: es «increíble». Un simple experto en ceru sabría usar la ceru, pero nada más. Sería como un adorno: el artesano lo disfraza y se acabó. Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre un adorno y una obra de arte? Pues que la obra de arte se transforma. Los retratos son obras de arte porque saben convertirse en el individuo al que representan.
– Un lienzo… -murmuró Bosch.
– Exacto. El Artista podría ser un antiguo lienzo experto en cerublastina. En su currículo figurarán, sin duda, varios retratos.
– Un lienzo que odiara a Van Tysch… Un lienzo que odia al pintor. Suena verosímil.
– Como hipótesis de trabajo puede funcionar. ¿Tenemos listas morfométricas de todos los lienzos del mundo? No sólo los que están en activo, también los retirados.
– Podríamos conseguirla a través de la red. Hablaré con Nikki. Pero investigar la morfometría de todos los modelos nos llevaría meses, April. Necesitamos acotar el terreno.
De repente la atmósfera había cambiado. Bosch se sentía ahora enérgico, activo, razonando junto a Wood. Ambos se inclinaban hacia adelante contemplando las fotos mientras hablaban.
– No podremos acotar el género…
– No, pero sí su experiencia profesional: uso de cerublastina, por ejemplo. Debe de superar la de un simple adorno, pero también la de una obra de arte marginal. Puede que haya hecho hipertragedia y art-shocks, pero sobre todo debe de haber hecho mucho arte transgenérico. Es un verdadero especialista en transgenerismo.
– Estoy de acuerdo -admitió Bosch.
– Y podríamos pensar que ha trabajado, o estado en contacto de alguna forma, con la Fundación: como boceto, como modelo de esquemas, como original, lo que se te ocurra… ¿Cuántos crees que nos quedarían después de esta criba?
– Varias decenas.
Wood suspiró.
– Limitemos la edad a… -Reflexionó un instante y movió la cabeza-. Bueno, hagámoslo según criterios lógicos. Por ejemplo, exceptuaremos a niños y ancianos. Puede ser un adolescente o un adulto joven. Tenemos sus datos morfométricos aproximados, eso nos servirá de ayuda. Habla con Nikki. Que busque a un modelo que haya trabajado con nosotros, joven, de cualquier sexo, con experiencia en ceru y transgenerismo y cuyos datos morfométricos correspondan. Una vez obtenida la lista con los posibles sospechosos, será preciso investigar paraderos actuales e ir descartando aquellos cuyas coartadas sean firmes. Necesitamos resultados para mediados de la semana próxima.
– Lo intentaremos. -Bosch se sentía eufórico-. Esto es fabuloso, April… ¡Vamos a adelantarnos incluso a ese sofisticado sistema de Rip van Winkle! Puede que hasta seamos nosotros quienes lo atrapemos. Me gustaría ver la cara que pone Benoit entonces…
La señorita Wood lo miraba fijamente. Tras una pausa dijo:
– Hay un pequeño problema, Lothar. Después de la reunión con la gente de Rip van Winkle ayer en Munich acompañé a Stein hasta el aeropuerto, ¿recuerdas?
– Sí, pero aún no sé lo que le dijiste.
– Metí la pata, quizá. Le conté cosas que no debí contarle. No puedo fiarme de nadie. De nadie, salvo del Maestro. Pero el Maestro es inaccesible.
– ¿Por eso no me las has contado a mí? ¿Porque no te fías?
Bosch había hecho la pregunta con absoluta delicadeza. Nada en su tono de voz ni en su expresión inducía a pensar que se sintiera ofendido.
Wood no respondió. Miraba hacia el suelo. Bosch empezó a sentirse inquieto.
– ¿Es algo muy grave? -aventuró.
Lenta, casi dolorosamente, Wood le refirió el asunto de Marthe Schimmel y el chico rubio platino. Bosch la escuchaba, lívido.
– Ese hijo de puta juega con ventaja -dijo Wood-. Alguien le pasa información desde dentro. ¡Alguien lo ayuda! Llevo dos noches sin dormir pensando en eso… Es un alto cargo: dispone de códigos, conoce con antelación nuestras medidas de seguridad… Puede ser… ¿Quién…? Paul Benoit. Quizá sea Benoit. O Jacob Stein, aunque me resulta imposible creer que sea Stein, por eso se lo confesé ayer. Stein nunca dañaría una obra del Maestro, estoy segura: lo admira igual que yo, o más… Pese a todo, se ha negado a suspender la exposición de «Rembrandt»… Pueden ser Kurt Sorensen o Gert Warfell… O Thea… O puedes ser tú, Lothar. -Clavó sus ojos azules en Bosch. Su rostro era una superficie crispada y reluciente de maquillaje-. O yo. Sé que no lo soy, pero me gustaría que tú pensaras que puedo serlo…
– April…
Jamás había visto a la señorita Wood tan alterada. Se había puesto en pie y casi temblaba. Parecía estar a punto de echarse a llorar.
– No estoy acostumbrada a trabajar así… No soporto fallar y sé que voy a fallar…
– April, por Dios, cálmate…
Bosch se levantó, aturdido. Deseaba abrazarla, y, pese a que nunca lo había hecho ni se había atrevido siquiera a intentarlo, se acercó a ella y lo hizo. Sintió que envolvía una estructura tan frágil y efímera que casi le entró miedo. Ahora que estaba con ella, ahora que la notaba, April se le aparecía como una figurita de plata, algo mínimo y trémulo de pie al borde de una mesa y a punto de volcarse. Tal pensamiento le hizo perder todas las reservas y la estrechó con más fuerza, unió sus manos tras la espalda de Wood y la atrajo con firmeza hacia sí. Ella no lloraba, sólo temblaba. Apoyaba la barbilla en su hombro y temblaba. Bosch, incapaz de hablar, continuó abrazándola.
De pronto todo terminó. Unas manos lo apartaron con suavidad pero sin titubeos. Wood le dio la espalda. Cuando volvió a ver su rostro, Bosch reconoció de inmediato a la directora de Seguridad. Si ella se había dado cuenta de algo, si se había percatado de su afecto, no parecía concederle al tema ninguna importancia.
– Gracias, ya me siento mejor, Lothar. El problema es… El asunto es… Uno de nosotros quiere cargarse ciertas obras del Maestro, eso me parece claro. El motivo no nos importa por ahora. Quizá lo odia. O bien le pagan por colaborar. Sus antenas seguirán informando a El Artista, sus jodidas antenas seguirán enviándole información, y El Artista elaborará su plan, o lo modificará (porque estoy segura de que ya tiene un plan), de acuerdo a nuestras decisiones… De modo que no creo que podamos atraparlo. Nuestra única posibilidad consiste en anticiparnos a él. Saber cuál va a ser su próximo objetivo y tenderle una trampa por nuestra cuenta.
Hizo una pausa. Había recobrado de nuevo su rigidez habitual. Fruncía el ceño mientras hablaba.
– El Artista va a intentar destruir uno de los cuadros de «Rembrandt»: partiremos de esta hipótesis. Pero ¿cuál? Son trece obras. Estarán expuestas en un túnel de quinientos metros de longitud construido con telones en el Museumplein. El interior del túnel se encontrará completamente a oscuras, salvo el resplandor procedente de los propios cuadros. No podremos usar ni siquiera infrarrojos para vigilarlos. Trece pinturas hiperdramáticas basadas en otras tantas obras de Rembrandt: Lección de anatomía, La ronda nocturna, Cristo en la cruz, La novia judía… Una exposición asombrosa pero también arriesgada. Si lográramos saber con antelación cuál elegirá, podríamos tenderle una trampa. Pero ¿cómo saberlo? Algunos de los cuadros ni siquiera están acabados. De hecho, los ayudantes de Arte siguen abocetando figuras en las granjas. ¿Cómo saber qué cuadro va a elegir El Artista esta vez, si ni siquiera están terminados?
Bosch decidió mostrarse tranquilizador.
– La exposición de «Rembrandt» no me preocupa, April: casi un ejército entero va a vigilar cada cuadro dentro y fuera del túnel, además de la policía regional y la KLPD. Y en el hotel habrá varios agentes de Seguridad montando guardia en el interior de las habitaciones. Los cuadros no van a estar solos ni un segundo. Controlaremos constantemente la identidad de nuestros hombres con análisis de huellas y de voz. Y serán agentes nuevos que acudirán a última hora. ¿Qué puede fallar?
Wood lo miraba fijamente. Entonces preguntó:
– ¿Te han enviado ya la lista de los modelos originales que van a hacer las obras?
– No me la han pasado todavía. Sé que Kirsten Kirstenman y Gustavo Onfretti intervienen, pero… -Observó que el rostro de Wood volvía a mostrar preocupación. Se desesperó. Intentó animarla de alguna forma-. April, no va a pasar nada, ya lo verás. No es simple optimismo, es algo lógico. Vamos a conseguir salvar la colección «Rembrandt», estoy…
Wood lo interrumpió.
– Tú conoces perfectamente a uno de los modelos, Lothar.
Hizo una pausa. Bosch la contemplaba desconcertado.
– Tu sobrina Danielle hará un cuadro.
Los brazos que se lanzaron hacia ella en medio de la oscuridad parecían un dibujo de la noche.
Lanzó un grito e intentó rodar sobre el colchón mientras su cerebro se licuaba en un océano de horror. Algo aferró sus muñecas, una carga áspera y pesada se desplomó sobre su vientre. Quedó de espaldas, debatiéndose y gritando. Una araña controlada por una inteligencia superior palpó su boca sin labios, su boca donde los labios habían sido difuminados, y se aplastó contra ella. Era una mano. No pudo gritar. Otra mano presionaba su muñeca derecha. Luchó por recibir una bocanada de aire. La mordaza le despejaba la nariz, pero ella necesitaba tragar oxígeno. Sus pechos se aplastaban contra un pedazo de tela. Dos pequeños espejos flotaban a escasos centímetros de distancia de sus ojos: los vio perfectamente, incluso en la oscuridad, y le pareció que podía vislumbrar en ellos su propio rostro amordazado.
– Calla… Quieta… Quieta…
Ahora, por fin, sabía quién era (aquella voz, aquellos brazos, no podía haber dos personas iguales) y lograba intuir lo que ocurría. Pero el impacto previo había sido demasiado grande y no estaba preparada. Sabía que ellos necesitaban que no estuviese preparada. Aun así, quería estarlo. Si se encontraba a punto de traspasar el último límite, necesitaba reunir fuerzas. Se debatió. Una mano aferró sus cabellos.
– Voy a decirte… Te voy a decir… qué pasará… si no me complaces… tú… Si no me complaces…
A cada frase derramada en su oído seguía un violento tirón de pelo. Uhl le hacía ver las estrellas con ellos. Pero había cometido un error: había permitido que se recuperase demasiado. Clara volvía a ser dueña de su cuerpo y sus emociones. Aún estaba muy débil, pero podía responder. Apoyó los talones en el suelo y proyectó las caderas hacia arriba en un gesto que desconcertó a Uhl. Esperaba una respuesta más violenta, que no tardó en producirse. Recibió una bofetada. No muy fuerte, pero quedó aturdida.
– No vuelvas a… Qué quieres hacer, eh, qué…
Quedó inmóvil, jadeante, pensando en lo que haría a continuación. Sabía que si se entregaba, todo se detendría. Estaba completamente segura de eso. Pero no quería hacerlo. Si se arriesgaba, si plantaba cara a la actividad de Uhl, éste aumentaría la oscuridad de su pincelada. Si ella seguía negándose, la tensión superaría el límite y se produciría un «salto al vacío». Ella nunca había «saltado al vacío» con ningún pintor, era una técnica demasiado peligrosa. Podía llegarse a cualquier extremo: la dañarían, quizá gravemente. El daño podía resultar irreparable. Aunque no estaba trabajando en un art-shock, era evidente que el boceto era muy fuerte (lo más duro y arriesgado). Tenía mucho miedo, no quería sufrir, no quería morir, pero no deseaba detener el proceso. Ya no quedaba ninguna duda de que estaban pintándola y no quería frenarlos. Se entregaba a ellos como se había entregado a Vicky, a Brentano, a Hobber, a Gurnisch.
Sin soltar sus cabellos, Uhl se apartó como si deseara mostrar su rostro capturado a alguien. Un rayo de linterna la cegaba.
– Complacer, ¿eh…? ¿Vas a ser buena…? ¿Vas a complacer…?
Respondió lanzando una rodilla hacia las sombras. Entonces su agresor se echó sobre ella con redoblada furia. Volvió a debatirse ofreciendo resistencia. Estaba aterrorizada, y precisamente por eso, precisamente por eso, deseaba continuar. Temblaba, jadeaba, esperaba que sucediera algo horrible, confiaba en que sucediera algo horrible, confiaba en que la mano negra del arte, por fin, la condujera hacia aquella soberana oscuridad sin retorno, sin posibilidad de salvación. Deseaba que Uhl la pintara con tonos más intensos y sombríos: con tonos holandeses. Se revolvió como una gata, abrió la boca para intentar morder. Esperó otra fuerte bofetada y se preparó para recibirla.
En vez de eso, todo se detuvo. Oyó gritos. Uhl la soltó. Se quedó sola, boca arriba sobre el colchón. Apenas podía creerlo. Reconoció el ímpetu juvenil de la voz de Gerardo. Las luces se encendieron y la hicieron parpadear.
En la cocina, la calma era prodigiosa. Uhl había preparado café para Gerardo y Clara y sucedáneo de café para él. Explicó, en su torpe castellano, que tenía la tensión alta. Teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir en el dormitorio media hora antes, su comentario parecía una broma, pero nadie rió.
– ¿Azúcar? -preguntó Uhl.
– No, gracias -dijo Clara.
Todavía jadeaban después del violento ejercicio de pintura. Clara presentaba algunas magulladuras de poca importancia que ni siquiera le dolían. Se había puesto el albornoz. Cuando Uhl se marchó de la cocina, Gerardo y Clara permanecieron un instante en silencio, bebiendo café. La mañana estaba cambiando de color en la ventana. Los pájaros habían iniciado su límpida conversación sobre un fondo de lejanos ruidos de vehículos. De repente, Gerardo la miró. Sus ojos estaban enrojecidos, como si hubiera llorado. Su perilla de mosquetero y su fino bigote parecían confabulados con el aspecto general de desánimo que asomaba a su rostro, y se mostraban peor recortados que de costumbre. Pero cuando habló un momento después, lo hizo en el tono jovial y firme de siempre.
– Lo he jodido todo, amiguita. Pero te juro por Dios que no podía seguir. Simplemente, no podía. Me da igual que me despidan, ¿oíste? El Maestro me dará la patada, pero me da igual. Estoy harto.
La miró y sonrió. Clara permaneció cruelmente callada.
– Lo estabas pasando mal, amiguita. Lo estabas pasando muy mal. ¿Por qué no cediste? ¿No sabías que la única forma de rebajar el tono era que cedieras? Habríamos dejado de pintarte si hubieras cedido…
Hubo un silencio.
– Anda, vamos a dar un paseo -dijo Gerardo, levantándose.
– No, yo no voy.
– Venga, vamos, no seas…
– No.
– Por favor.
El tono de súplica hizo que ella lo mirase.
– Quiero decirte algo importante -murmuró él.
Era temprano y una brisa fría soplaba desde el norte removiendo hojas, ramas y hierbas, nubes y polvo, los ángulos de la ropa, el borde inferior de su albornoz, el flequillo de su pelo imprimado. Los molinos eran sólo sombras fantasmales en la distancia. Gerardo caminaba junto a ella con las manos en los bolsillos. Cruzaban ante las vallas y las casas, y Clara se preguntaba qué otros cuadros habría dentro de cada una y quiénes estarían pintándolos. A su izquierda quedaba el pequeño bosque. Olía a flores y a hierba cortada. Los pájaros iniciaban su particular alba de sonidos.
– Hay cámaras -dijo Gerardo. Fue lo primero que dijo-. Por eso no quería hablar dentro. Hay cámaras ocultas en los ángulos de las paredes. No las ves si no te fijas. Lo graban todo, incluso en la oscuridad. Después, el Maestro revisa las grabaciones y descarta posturas, gestos y técnicas. -Torció la boca en una sonrisa desganada-. Puede que ahora me descarte a mí.
– ¿El… Maestro?
No quería hacer la pregunta que más le importaba, pero casi podía oír los latidos de su corazón mientras miraba a Gerardo fijamente.
– Sí. Qué importa que te lo diga ya… Supongo que lo supiste desde el principio. Te va a pintar el Maestro en persona, Bruno van Tysch. Es él quien te ha contratado. Serás una de las figuras de la colección «Rembrandt». Felicitaciones. Era lo que más deseabas, ¿no?
No contestó. Era lo que más deseaba, en efecto. Y allí estaba. Lo había conseguido. Su meta, su principal objetivo. Y, sin embargo, recibía la noticia de esa forma, mientras caminaba en albornoz en medio de aquel estúpido paisaje campestre, por boca de aquel inepto, aquel inútil, aquel patán a quien ella se sentía ya incapaz de odiar.
– Nunca he visto a Van Tysch en persona -dijo, por decir algo.
– Lo has estado viendo desde que llegaste a la casa -sonrió Gerardo-. El hombre fotografiado de espaldas que hay en el comedor es él. La foto se la hizo un tipo famoso, Sterling, creo que se llama…
Clara se concentró en delinear la silueta de aquel hombre de espaldas rodeado de oscuridad que tanto le había llamado la atención desde su llegada a la granja, aquella figura silenciosa y trágica de cabello negro… ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Van Tysch. El Maestro. La sombra.
– Será el Maestro quien te dé los retoques finales, amiguita -explicó Gerardo-. ¿No te pone contenta saberlo?
– Sí -dijo ella.
Había salido el sol. Los primeros atisbos reptaron en forma de dorados resplandores a espaldas de Clara. Los árboles, las cercas de madera, el camino y su propio cuerpo quedaron bañados de luz y proyectaron sombras. Gerardo caminaba con las manos en los bolsillos, mirando al suelo. Empezó a hablar como si lo hiciera consigo mismo.
– Mira, Justus y yo llevamos algún tiempo abocetando figuras para el Maestro y Stein. En «Rembrandt», por ejemplo, ya hemos dibujado a dos sin contarte a ti. Y en algunas podíamos saltar al vacío, pero todas frenan a tiempo. Siempre frenan. Uhl y yo podíamos alcanzar el extremo contigo, pero estábamos esperando que frenaras como hiciste ayer por la tarde… ¡Si hubieras vuelto a ceder esta madrugada, habrías detenido el proceso! ¿Por qué carajo no frenaste?
– ¿Por qué no alcanzaste el extremo?
El tono de voz de Clara era imperturbable. Gerardo la miró sin responder.
De repente, Clara sintió que no podía dominar su furia. La fue descargando en lentas palabras, sin desviar la vista de él.
– Lo único que has hecho desde el principio ha sido intentar estropearme. Ayer, durante el descanso, me dijiste cosas que no debiste decirme… ¡Me revelaste parte de la técnica que usaba Uhl…!
– ¡Ya lo sé! Sólo quería ayudarte. ¡Me preocupaba que pudiéramos hacerte daño!
– ¿Por qué no te has limitado a pintarme, como ha hecho Uhl?
– Uhl juega con ventaja.
A ella le pareció que, de haberlo pensado dos veces, Gerardo se habría mordido la lengua antes de decir aquello. De repente su rostro era de grana. Desvió la vista.
– Quiero decir que yo no soy como él… A Justus tú nunca podrías… Bueno, esto no viene al caso… Lo que quería decirte es que, contigo, él puede fingir mejor, comportarse con más frialdad que yo. Por eso él tomó la iniciativa desde el principio.
Ella lo miraba desconcertada. Le parecía increíble que Gerardo aludiera a las tendencias de su compañero para intentar disculpar sus propios errores.
– Necesitábamos crear una sensación de acoso constante a tu alrededor -continuó Gerardo-. De chantaje sexual, pero también de vigilancia. Desde que te contrataron en Madrid, Arte ha estado intentando que te sientas vigilada. Justus y yo nos turnábamos para ir por las noches a la granja y asomarnos a la ventana del dormitorio. Hacíamos ruido para que te despertaras y nos vieras. Conservación tenía instrucciones para darte otra explicación, más tranquilizadora. De esta forma disponíamos del factor sorpresa para cuando decidiéramos, como hoy, dibujarte con un trazo más violento. Luego, por las mañanas, fingíamos llevarnos mal para que creyeras que Justus era un tipo desagradable que abusaba de los lienzos femeninos. En realidad, Uhl es una bellísima persona… Todo esto tiene mucho que ver con la obra que estamos pintando contigo. Es de Rembrandt, pero no puedo decirte cuál es…
– Fueron instrucciones directas del Maestro, ¿verdad? -Clara no apartaba sus ojos amarillentos, imprimados, sin pestañas ni cejas, de los ojos de Gerardo-. El «salto al vacío» de esta madrugada. Van Tysch quería lograr una expresión conmigo, ¿no es cierto? -La desesperación y la rabia apenas la dejaban hablar. Se detuvo para tomar aire-. Y tú has jodido el dibujo. Por completo. Yo estaba saliendo ya esta madrugada… ¡Yo estaba ya casi dibujada, casi a flote, y tú…! ¡Tú me has cogido, me has arrugado, has hecho una bola de papel y me has tirado a la mierda?
Pensó que estaba llorando, pero se dio cuenta de que sus ojos seguían secos. El rostro de Gerardo se había transformado en una máscara pálida. Temblando de rabia, Clara agregó:
– Felicidades, amiguito.
Dio media vuelta y se alejó en dirección a la casa. El viento la golpeaba ahora por el lado opuesto. Oyó la voz de él, cada vez más lejana, cada vez más aguda.
– ¡Clara…! ¡Clara, ven, por favor…! ¡Escúchame…!
Apretó el paso sin mirar atrás hasta que, por fin, dejó de oírlo. Nubes poligonales comenzaban a ocultar el primer sol.
Uhl estaba en el porche cuando ella llegó. La detuvo con un gesto y le preguntó por Gerardo.
– Viene detrás -contestó ella con desgana.
Advirtió entonces la forma en que Uhl la miraba. Sus ojos, pequeños y dióptricos en sus prisiones de cristal, parpadeaban. Clara se percató de que estaba muy nervioso. El pintor habló en su lento castellano.
– Secretaria de Van Tysch llamar ahora mismo… Van Tysch viene hacia aquí.
Sentía un frío terrible. Se frotaba los brazos con fuerza pero el frío no menguaba. Sabía que nada tenía que ver con el hecho de llevar encima tan sólo aquel breve albornoz que apenas cubría sus muslos: había sido imprimada con una capa protectora de blanco amarillo de base y, como cualquier otro lienzo profesional, estaba acostumbrada a soportar temperaturas más ingratas. Aquel frío era íntimo, directamente relacionado con la noticia que acababa de recibir.
Van Tysch. Venía. Su llegada se esperaba de un momento a otro.
Las emociones de un lienzo ante la proximidad de un gran maestro son difíciles de explicar. Clara intentaba pensar en alguna comparación y no se le ocurría: un actor no se dejaría atropellar así por la sombra de un gran director; nunca un alumno soportaría esos escalofríos frente al profesor al que admira.
Dios mío, estaba temblando. Para impedir que Uhl se diera cuenta de que le castañeteaban los dientes, entró en la casa, caminó por el salón, se quitó el albornoz y adoptó una postura simple de boceto, consiguiendo casi un estado de Quietud.
Allí, frente a ella, estaba la foto del hombre de espaldas.
Del aspecto físico de Van Tysch la gente sólo conocía sus cambiantes imágenes en revistas y reportajes. En cuanto a su forma de ser, Clara tampoco sabía nada definitivo. Pintores y cuadros hablaban mucho sobre él, pero en realidad emitían opiniones sin ninguna base real. Sin embargo, ella recordaba perfectamente las impresiones de aquellos que 5zTo habían visto. Vicky, por ejemplo, que había asistido a algunas de sus lecciones magistrales, afirmaba haber tenido la sensación de estar frente a un autómata, una cosa que no tenía vida propia, un monstruo de Frankenstein creado por el propio monstruo. «Pero a su creador se le olvidó darle vida», añadía. Dos años antes, en Bilbao, pudo conocer a Gustavo Onfretti, uno de los lienzos masculinos más importantes del mundo. Onfretti, que se exhibía en el Guggenheim vasco como el San Sebastián de Ferrucioli, había sido pintado por Van Tysch en otra obra religiosa: el San Esteban. Ella le preguntó por su experiencia con el gran pintor de Edenburg. El modelo argentino le dedicó una inmensa y oscura mirada antes de decirle, tan sólo: «Van Tysch es tu sombra».
Van Tysch. El Maestro. La sombra. Iba a venir.
Desvió la vista de la foto y la fijó en las paredes. Distinguió bordes romos en las esquinas del techo y supuso que las cámaras estarían camufladas detrás. Imaginó a Van Tysch escrutando la pantalla, golpeando teclas, juzgando su expresión y su valor como lienzo. Se reprochó por no haber pensado antes en la posibilidad de que hubiera cámaras ocultas. Muchos pintores las usaban: Brentano, Hobber, Ferrucioli… De haberlo sabido, o sospechado, se habría esforzado más por darlo todo. Aunque de poco le habría servido, claro, después del estropicio de Gerardo. ¿Y si Van Tysch venía para despedirla? ¿Y si le decía (si es que se dirigía a ella y no a sus lacayos, porque al fin y al cabo ella era sólo el material): «Lo siento, lo he pensado mejor, no eres la adecuada para este cuadro»?
«Tranquilízate. Deja que las cosas sucedan.»Gerardo y Uhl habían entrado en el salón y se dedicaban a recoger las pinturas y guardarlas en bolsas. Clara abandonó su postura de boceto y los miró.
– ¿Os vais? -preguntó en inglés. No le gustaba la idea de quedarse sola en la casa esperando al gran genio.
– No, no podemos, tenemos que esperarlo -dijo Uhl-. Estamos limpiando un poco para dar buena impresión -agregó, o, al menos, Clara pudo traducir eso. El inglés de Uhl era muy rápido-. Tenemos que esperarle para saber si continuamos en la misma línea o no. Tal vez quiera abocetar personalmente. O tal vez… -En este punto descargó una ráfaga de palabras que despistaron a Clara-. Cualquier cosa. Debemos estar preparados. A veces… -Enarcó las cejas e hizo un gesto con las manos al tiempo que resoplaba, como si le indicara que Van Tysch era imprevisible y había que esperar lo peor. Ella no comprendió muy bien lo que quería decir y le dio miedo profundizar-. ¿Comprendes?
– Sí -respondió ella, mintiendo en inglés.
– Calma -dijo Uhl en castellano-. Todo está bien.
«Él me devuelve la mentira en español», pensó.
La sombra.
Puntos, líneas, polígonos, cuerpos. Y, en último lugar, la sombra que resalta los contornos y otorga volumen a la forma definitiva.
Cuando aguardamos la llegada de alguien a quien no conocemos, lo vemos como una silueta que se alza frente a nosotros. Entonces comenzamos a perfilarla, a dibujar sus rasgos, a anticiparla. En todo momento somos conscientes de que nos vamos a equivocar, que el personaje real no será exactamente igual que nuestra silueta, pero no podemos quitarnos esta última de la cabeza. Se convierte, así, en un fetiche, en una representación sencilla del sujeto, un muñeco con el que podemos practicar. Nos situamos frente a ella y valoramos nuestras posibles reacciones. ¿Qué debo decir o hacer? ¿Le caeré bien tal como soy? ¿Sonreiré y me mostraré amable, o, por el contrario, lo recibiré con frialdad, marcando las distancias? Clara había dibujado ya su silueta de Van Tysch: lo imaginaba alto y delgado, silencioso, de mirada intensa. Sin saber por qué (quizá porque recordaba un par de imágenes así en una revista), le había añadido gafas, unas lentes de cristales amplios que aumentarían el diámetro de sus pupilas. Y defectos, naturalmente, porque la posibilidad de una desilusión le daba pavor. Van Tysch sería feo. Van Tysch sería egoísta. Van Tysch sería descortés. Van Tysch sería brutal. Descubrió que estos «defectos» podía admitirlos de buen grado en un genio como él. Intentó, pues, añadir aquellos otros menos admisibles: un Van Tysch estúpido, torpe o vulgar. El último, el Van Tysch vulgar, era el que más insoportable le parecía. Aun así, luchó por imaginárselo. Un Van Tysch que hablara y pensara como Jorge (Dios mío), que la tranquilizara y a quien ella pudiera sorprender. Un Van Tysch maduro junto al cual ella, a sus veinticuatro años, pudiera sentirse superior. O un Van Tysch como Gerardo, novato, poco sutil. Se castigó con todos estos Van Tysch como quien se azota con un cilicio. Los usó como penitencia contra el placer que el verdadero, sin duda, le iba a proporcionar.
Decidió convertir la mañana en una situación de espera constante. Instaló en la cocina su cuartel general, desde cuya ventana podía vigilar la parte delantera de la casa. Prefería dedicarse a esperar antes que fingir, como Gerardo y Uhl (que habían salido al porche a charlar), que nada sucedía. A mediodía abrió un zumo vitaminado de Aroxén, lo perforó con una pajita y comenzó a saborearlo. El albornoz permanecía entreabierto sobre sus muslos cruzados. Durante un tiempo había valorado la idea de «prepararse» de alguna forma. ¿Quizá sería mejor si se desnudaba por completo? ¿Y si se pintaba unas facciones o, al menos, se coloreaba los ojos o perfilaba sus labios para fabricar una sonrisa? Pero ¿acaso no era ella un papel en blanco? ¿Y no debía seguir siéndolo? Supuso que mostrarse pasiva sería lo más apropiado.
El sol comenzó a rodar por la ventana y rozó sus pies. Al ascender por sus espinillas su piel imprimada destelló. A veces, el ruido de un motor o el paso fugaz de un vehículo por la vereda la sobresaltaban. Luego volvía la calma.
Poco después, la puerta de la cocina se abrió y entró Gerardo. Se había quitado el chaleco y lucía sus bíceps con la camiseta sin mangas y el logotipo de la Fundación. Manoseaba nerviosamente la tarjeta color turquesa con su foto y su nombre. Abrió el frigorífico, pareció pensarlo mejor, lo cerró sin sacar nada y se sentó frente a ella en el otro extremo de la mesa. «Pobre criatura», pensó Clara desde su Nirvana particular, infinitamente compasiva.
– Oye, mira, siento mucho lo sucedido, ¿oíste? -dijo Gerardo tras una pausa.
– No, no, qué va, al contrario -replicó ella de inmediato-. Fui una tonta. Lamento haberme puesto así.
Ambos estaban sentados de perfil y torcían el cuello (Gerardo hacia la izquierda, ella hacia la derecha) para mirar al otro mientras hablaban. Luego escuchaban la respuesta contemplando la ventana y el pequeño espacio de cielo azul y las sombras de las nubes.
– De todas formas, quería decirte que no te preocuparas. Si el Maestro la toma con alguien será conmigo, chica. Tú eres el lienzo y no tienes la culpa de nada, ¿okay?
– Bueno, vamos a ser optimistas -repuso ella-. A lo mejor Van Tysch viene tan sólo a supervisar el boceto, ¿no? Faltan apenas dos semanas para mi exhibición.
– Sí, quizá tengas razón. ¿Estás nerviosa?
– Un poco.
La coincidencia de sonrisas los sumergió en un nuevo silencio.
– Yo apenas lo he visto en un par de ocasiones -dijo Gerardo al cabo de un rato-. Y siempre a distancia.
– ¿No has hablado nunca con él?
– Nunca. En serio, no te engaño. El Maestro no suele hablar con los asistentes porque no lo necesita. La cabeza visible de la Fundación es el Señor Fuschus-Galismus… Jacob Stein, quiero decir. Lo llamamos así porque siempre está diciendo esas palabras… Stein es quien te llama, te contrata, habla contigo, te da órdenes… Van Tysch tiene ideas y las escribe. Sus ayudantes nos las pasan, y nosotros, los asistentes técnicos, nos encargamos de ejecutarlas, y ya está. Es un tipo muy raro. Imagino que todos los genios son bastante raros. Conoces su vida, ¿no?
– Sí, algo he leído.
En realidad, Clara había devorado una a una todas las biografías del pintor y estaba al tanto de los pocos datos ciertos que se sabían sobre él.
– Su vida es un cuento de hadas, ¿no te parece? -dijo Gerardo-. De repente, un multimillonario norteamericano se encapricha con él y le lega toda su fortuna. Increíble. -Apoyó la nuca en las manos y observó el paisaje más allá de la ventana-. ¿Sabes cuántas casas tiene Van Tysch en la actualidad? Alrededor de seis, pero no son casas, sino palacios: un castillo en Escocia, una especie de monasterio en Corfú… Y fíjate, dicen que nunca las visita.
– ¿Y para qué las quiere?
– No lo sé. Supongo que le gusta tenerlas. Él vive en Edenburg, en el castillo en que su padre trabajó de restaurador. Los que han estado allí vienen contando cada cosa que ya no sabes qué creerte. Dicen, por ejemplo, que no hay ni un solo mueble y que Van Tysch come y duerme en el suelo.
– Vaya exagerados.
Gerardo se disponía a replicar algo cuando se oyó un ruido. Una furgoneta había aparcado frente a la valla. El corazón de Clara bombeó la sangre con fuerza y todo su cuerpo se tensó. Pero Gerardo le hizo un gesto tranquilizador.
– No, no es él.
Sin embargo, era alguien a quien Gerardo y Uhl conocían, sin duda, porque Clara los vio avanzar juntos hasta la valla. De la furgoneta se bajó un negro con boina y chaleco de cuero. Detrás salieron, en albornoz, un tipo mayor y barbudo y una chica de largo pelo negro. La chica era bajita y su pelo llegaba hasta los tobillos. Ambos estaban descalzos y sus piernas se hallaban manchadas de barro y pintura roja, o quizás era sangre. Llevaban etiquetas color naranja colgadas del cuello, muñeca y tobillos, y parecían fatigados. Clara recordó que el naranja identificaba a los modelos de bocetos, los que servían para entrenar y dibujar a los bocetos originales. El negro era joven y esbelto y mostraba una perilla muy semejante a la de Gerardo. Sus botas estaban manchadas de barro. Un instante después, todos se despidieron y el negro y sus muñecos cansados y sucios volvieron a subir a la furgoneta y se alejaron.
– Era otro assistant amigo nuestro -le explicó Gerardo cuando regresó a la cocina-. Está trabajando en una granja cercana con modelos de bocetos, pero traía noticias frescas y vino a contarnos. Parece que han retirado la exposición de «Flores» del Museumsquartier de Viena.
– ¿Por qué?
– Nadie se lo explica muy bien. En Conservación afirman que los lienzos necesitaban un descanso y que han preferido acortar la temporada del Museumsquartier en beneficio de otras. Pero nuestro amigo dice que van a hacer lo mismo con «Monstruos» en la Haus der Kunst de Munich, figúrate. No sé lo que está pasando. Ah, pero no pongas esa cara. «Rembrandt» sigue adelante -le dijo.
Por la tarde, Van Tysch seguía sin dar señales de vida y Clara ya no podía más. La ansiedad la estaba humanizando, arrebatándole su condición de objeto y transformándola en persona, en una muchacha nerviosa que deseaba comerse las uñas. Sabía muy bien que una ansiedad excesiva era peligrosa. Resultaba imprescindible librarse de aquel adversario porque el pintor podía llegar en cualquier momento y ella tenía que aguardarlo tersa y tranquila, lista para ser usada del modo que a Van Tysch se le ocurriera.
Optó por algunas flexiones intensas. Se encerró en el dormitorio, se quitó el albornoz y se echó de bruces al suelo con las piernas un poco separadas. Apoyándose en las manos y en la punta de los pies inició una serie de duras flexiones combinadas con respiraciones profundas que, al principio, no tuvieron otro efecto que hacer que su corazón bombeara más aprisa. Pero conforme proseguía, hacia abajo, hacia arriba, hacia abajo, hacia arriba, usando sus brazos y tendones, esculpiendo los músculos de sus extremidades, logró por fin olvidarse de sí misma y de la situación en la que se encontraba, y se entregó a la agotadora conciencia de ser un cuerpo, una herramienta.
Transcurrió un tiempo impreciso. No se percató de que alguien había entrado en la habitación hasta que casi lo tuvo encima.
– Eh.
Levantó la cabeza bruscamente. Era Gerardo.
– ¿Qué? -preguntó, trémula.
– Calma. No hay nada nuevo. Es que he pensado que será mejor que te pintemos el pelo para que el Maestro nos diga su opinión sobre la tonalidad.
La operación se realizó en el cuarto de baño. Clara se recostó sobre el respaldo de una silla con las piernas extendidas y una toalla envolviendo su cuerpo. Gerardo utilizó una caperuza impregnada en un tono rojo caoba y un aerosol fijador.
– La mariposa sale de la crisálida. -Al tiempo que decía esto le desprendió la caperuza. Empezó a amasar el color rojo con sus manos enguantadas-. ¿No dijiste eso ayer, cuando te pregunté por qué querías ser una obra maestra? Respondiste que no lo sabías, «porque tampoco sabe el gusano por qué quiere ser mariposa». Yo te dije que me parecía una respuesta bonita pero falsa. Tú no eres ningún gusano, ¿sabes? Eres una chica muy atractiva, aunque ahora mismo puedas parecer, sin facciones, imprimada, con el pelo empapado de rojo, una muñeca de plástico a la que no han acabado de pintar. Pero por debajo de todo ese plástico, la verdadera obra de arte eres tú.
Clara no dijo nada. Contemplaba la cabeza de Gerardo al revés, inclinada sobre ella.
– Cierra los ojos… Voy a usar el fijador… Así… -Sintió el disparo de rocío sobre su pelo. Gerardo prosiguió-: Comprendo que estés disgustada conmigo, amiguita. Pero ¿sabes lo que te digo? Si se presentara la misma situación de esta madrugada, volvería a hacer lo mismo… Yo llego hasta cierto punto. No soy, ni nunca seré, un gran maestro de la pintura de personas… Ah, ahora está quedando bien el color… Espera, no hables… Justus sí pudo llegar a serlo, pero carece de ambición. Yo soy incapaz de asustar o hacer daño a una chica que me agrada, ni siquiera a causa de un gran cuadro. En mis manos, todo el hiperdrama se convierte… ¿Sabes en qué…? En hipercomedia. Reconozco que soy un poco payaso, ya me lo decía mi mamá. Así… Ahora hay que esperar unos minutos…
Ella escuchaba en silencio. Cuando volvió a abrir los ojos, Gerardo había desaparecido de su campo visual. El denso aroma del fijador taponaba su nariz. Entonces las manos de Gerardo regresaron. Sostenían un pequeño bote de pintura ocre y un pincel cónico fino.
– Para mí, hay una barrera -dijo mientras mojaba el pincel y lo acercaba al rostro de Clara-. Una barrera, amiguita, que el arte no podrá cruzar jamás. Son los sentimientos. Del lado de allá están las personas. Del lado de acá, el arte. Nada en el mundo puede romper esa barrera. Es infranqueable.
«Me está pintando cejas», pensó ella. Se puso rígida, quiso decirle que a lo mejor al Maestro no le gustaba que tuviese facciones, pero se calló. Notaba las curvas frías del pincel sobre su frente.
Con pulso seguro, con mano muy firme, Gerardo rubricó los arabescos y dirigió la húmeda punta hacia sus ojos. Ella los cerró y sintió una caricia de pájaro: aleteos trémulos; el inicio de los sutiles flecos de las pestañas, el marco de la mirada.
– Creo en el arte, amiguita, pero creo mucho más en los sentimientos. No puedo traicionarme a mí mismo. Prefiero mil veces un cuadro mediocre al desprecio de alguien que me agrada… Alguien a quien he empezado… a respetar y conocer… No te muevas ahora…
Cejas. Pequeñas gotas de pestañas pardas. Dibujos levísimos sobre los bordes de los ojos. Clara iba a hablar pero Gerardo la detuvo con un gesto.
– Silencio, por favor. El artista se dispone a rematar su tarea.
Una curva ascendiendo con pulcritud desde su comisura izquierda.
– Me parece que este mundo no sería tan perverso si todos opináramos igual… Qué difíciles son los labios siempre… ¿Por qué tendrán esta forma tan rara…? Será de decir mentiras.
La línea se prolongó hacia abajo. Clara sentía como si un pájaro caminara por el borde de su boca.
– Me gustas -dijo Gerardo y retrocedió para observarla de lejos-. Decididamente, me gustas. Me has quedado muy bella. Espera, que vas a verte.
Cogió algo del lavabo. Era un pequeño espejo redondo. Se acercó a ella.
– ¿Preparada?
Clara asintió. Gerardo sostuvo el espejo como si fuera un sacerdote con una forma consagrada y lo situó al nivel de su rostro.
Ella miró.
Unas facciones la miraban.
Suaves ondas bajo la frente, cofres elípticos, simetría de curvas ocres. Enarcó las súbitas cejas, maravillándose de su recién nacida forma de expresar asombro. Parpadeó y recibió la caricia de unas pestañas móviles como gorriones que rodeaban el lenguaje de sus ojos, unos ojos que nunca habían enmudecido, que sólo habían sido desposeídos durante un tiempo de su apariencia pero que volvían a mostrarse colmados de luz. Sonrió y elevó las comisuras descubriendo que una brecha hendida en el rostro nunca, nunca podía ser una sonrisa; que la sonrisa era eso que Gerardo le había pintado, exactamente eso: un conjunto de formas que se distienden, el volumen alabeado que se mueve al tiempo que los ojos cumplen su misión y los párpados se entornan. Era maravilloso volver a tener facciones otra vez.
Gerardo sostenía el espejo donde flotaba su rostro como un regalo valioso.
– Ya puedo verte sonreír -dijo, muy serio-. Trabajito me ha costado, amiguita. Pero ya me sonríes.
A Clara le impresionaba su seriedad. Le parecía que lo había juzgado mal desde el principio. Era como si lo viera por primera vez. Como si hubiera algo dentro de Gerardo mucho más sabio y maduro que él mismo o que sus palabras. Pensó por un instante que el rostro de Gerardo también estaba pintado, delineado como el suyo, aunque con sombras borrosas. Fue una alucinación fugaz, pero por un momento le pareció que el secreto de la vida consistía en llegar más allá del dibujo de los rostros y alcanzar a las personas que yacen detrás.
No supo cuánto tiempo permaneció así, sentada frente a aquel espejo que él sostenía, mirándolo y mirándose. En un momento dado, volvió a oír su voz. Pero el espejo ya no estaba y Gerardo se inclinaba hacia ella con el semblante crispado, muy nervioso.
– Clara… Clara, ya está ahí… He oído su coche… Escúchame… Haz todo lo que él te diga… No discutas su manera de trabajar, ¿oíste…? Sobre todo, por encima de todo, no le discutas… Y no te sorprendas de que te pida cualquier cosa… Es un tipo muy extraño… Le gusta confundir a los lienzos… Ten cuidado con él. Ten mucho cuidado.
En ese instante oyeron la voz de Uhl llamándolos. Palabras en frenético holandés, ruido de puertas. Corrieron hacia el salón, pero no había nadie. La puerta de entrada estaba abierta y se oía una conversación en el porche. Avanzaron hacia allí y Clara se paró en seco.
Había un hombre de espaldas charlando con Uhl. El sol de la tarde recortaba su silueta a contraluz: una sombra austera y negra.
Uhl vio a Clara e hizo un gesto. Estaba muy pálido.
– Te presento… Te presento al señor Bruno van Tysch -dijo.
Entonces el hombre se volvió lentamente hacia ella.
TERCER PASO
Ahora es necesario perfilar a los personajes: otorgarles un aspecto, una entidad. Cuando los personajes quedan dibujados, sólo entonces puede afirmarse que el cuadro se acaba.
Tratado de pintura hiperdramática
Bruno van Tysch
– La cuestión es… si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas diferentes. -La cuestión es… saber quién es el que manda, eso es todo.
Carroll
El personaje sentado tras el escritorio es un hombre maduro y corpulento. Lleva un traje impecable de color azul oscuro y una tarjeta roja colgada del bolsillo superior de la chaqueta. Está sentado en el centro de un escritorio en ángulo obtuso con tres fotos enmarcadas en uno de los lados. La luz que llega desde atrás a través de dos ventanas altas incide en su calva bastante notoria, asediada de cabellos encanecidos. Sus rasgos poseen cierta nobleza: ojos garzos, nariz aguileña, labios finos, arrugas de un envejecimiento inclemente pero distinguido. Parece muy concentrado en lo que le dicen, pero, si lo observamos con más detenimiento, quizá lleguemos a la conclusión de que sólo finge concentración. El cansancio y la preocupación lo dominan, es incapaz de entender las palabras que le dirigen y, por tanto, apenas escucha. Tiene dolor de cabeza. Por si fuera poco, es lunes. Lunes 3 de julio de 2006.
– ¿Qué te ocurre, Lothar? Te veo perdido en el espacio.
Alfred van Hoore (que era quien había hablado) y su colaboradora Rita van Dorn lo miraban con los ojos muy abiertos. Discutían en aquel momento (o habían estado discutiendo en el instante previo al trance de Bosch) sobre la distribución de agentes de Seguridad camuflados entre los invitados a la presentación a la prensa de la colección «Rembrandt» del día 13 de julio. Van Hoore opinaba que era necesaria cierta protección adicional para el Jacob lucha contra el ángel, la única obra de la colección que se exhibiría ese día. Los dos agentes colocados a ambos lados no eran suficientes -opinaba Van Hoore- para impedir que alguien de la primera fila saltara hacia el podio con un arma cortante y dañara a Paula Kircher o Johann van Allen, los dos lienzos que componían el Jacob. Resultaban necesarios otros dos de refuerzo en el área central porque un ataque desde esta posición no podría ser repelido a tiempo desde los ángulos. Luego estaban los peligros a larga distancia. Le mostró a Bosch una simulación de ordenador donde un supuesto terrorista arrojaba un objeto hacia el cuadro desde cualquier punto del salón. Al joven Van Hoore le encantaban las simulaciones, y las diseñaba él mismo. Había aprendido a hacerlo mientras coordinaba la vigilancia de exposiciones en Oriente Medio. Bosch pensaba que a Van Hoore le hubiera gustado ser director de cine: movía los muñecos informáticos de un lado a otro como si fueran actores, los dotaba de vestidos y gestos humanos. Fue durante el desarrollo de la simulación cuando Bosch se despistó. No soportaba aquellos dibujos animados.
– Quizás es que estoy cansado -adujo como disculpa y tamborileó con los dedos sobre la mesa-. Pero me parece muy interesante lo que planteas, Alfred.
Las pecas en el juvenil semblante de Van Hoore se riñeron de rojo.
– Me alegro -dijo-. Mi razonamiento es muy sencillo: si dejamos que Seguridad Visual controle a los invitados nadie intentará hacer nada junto a ellos. Un supuesto terrorista se alejaría de Seguridad Visual en cuanto pudiera. Es necesario que algunos de nuestros hombres formen parte de un nuevo equipo que he bautizado como Seguridad Visual Secreta. Irán de paisano, sin identificaciones, y enviarán señales de alarma a Seguridad de Intervención…
Jacob lucha contra el ángel era el primer original de la colección «Rembrandt» que se presentaría al público. Toda precaución, por tanto, era poca. Nadie había visto aún la obra, pero se sabía que sus figuras eran Paula Kircher (Ángel) y Johann van Allen (Jacob) y que estaba basada en el óleo de Rembrandt del mismo título. Las vestimentas serían mínimas y sus cuerpos billonarios y firmados a mano por Van Tysch estarían arriesgadamente expuestos durante las cuatro horas que duraría la fiesta de presentación. Los departamentos de Seguridad y Conservación andaban desesperados con aquel tema.
– Me pregunto -observó Rita- por qué no podemos convertir la mitad de la Seguridad Visual en Seguridad de Intervención durante una crisis.
Bosch iba a decir algo, pero Van Hoore le quitó la palabra.
– Es el mismo tema de siempre, Rita. El grupo de Seguridad Visual no está camuflado y, por tanto, forma parte, oficialmente, del personal de la Fundación. Eso significa que debe estar especialmente vestido. Pero bajo el traje que Nellie Siegel ha diseñado para los hombres apenas puede esconderse un chaleco antibalas. Y, desde luego, las agentes femeninas no podrían llevar chaleco. Ni siquiera muñequeras eléctricas.
– El vestuario de los agentes no debería influir en la seguridad de las obras -sentenció Rita, molesta.
Bosch cerró los ojos como si de esta forma también pudiera dejar de oír. Lo que menos deseaba en aquel momento era una discusión entre sus colaboradores. El dolor de cabeza continuaba martirizándolo.
– A la Fundación le interesa tanto la apariencia como la seguridad, Rita -apuntó Van Hoore que, al contrario que Bosch, sí deseaba discutir-. No hay remedio. Si tiene que haber una decena de individuos de pie en un rincón vigilándolo todo, deben resultar muy llamativos. Si es posible, incluso llevar el mismo color de pelo. «Simetría, fuschus, simetría» -agregó, con una pasable imitación del tono engolado de Stein.
En aquel momento entró Nikki. Para Bosch fue como si entrara el aire puro.
– Alfred, Rita: creo que vamos a interrumpir esta agradable conversación durante un rato. Tengo un asunto pendiente con el equipo de rastreo.
– Como quieras -aceptó Van Hoore, que parecía decepcionado-. Pero aún debemos hablar de las medidas de identificación.
– Después, después -dijo Bosch-. He quedado para comer con Benoit, pero, atención todos, antes de comer, oídme bien, antes de comer dispongo de unos cuantos minutos durante los cuales no tendré nada que hacer. Asombroso, ¿verdad? Los dedicaré a vosotros.
Rita y Alfred se levantaron sonriendo.
– Todo está bajo control, Lothar -le dijo Rita, compasiva, antes de salir-. No sufras.
– Intentaré pensar en positivo -replicó Bosch, y se sorprendió al caer en la cuenta de que aquélla era la misma respuesta que a veces ofrecía a Hendrickje sólo para lograr que se callara.
Cuando la puerta se cerró, Bosch se sujetó la cabeza con ambas manos y exhaló el aire lentamente. Nikki, sentada frente a él, con el vértice de la mesa casi apuntando hacia su torso, lo observaba con placidez. Aquella mañana vestía traje de chaqueta y pantalones ceñidos en color canario a juego con sus espléndidos cabellos en tono limón. El auricular blanco la coronaba como una diadema.
– Podría haber venido un poco antes -dijo Nikki-, pero tuve que arreglarme, porque hemos estado toda la noche frente a las pantallas, Chris, Anita y yo. Mi aspecto como empleada de la Fundación dejaba mucho que desear esta mañana.
– Comprendo. La imagen ante todo. -Bosch sonrió en simetría con la resplandeciente sonrisa de Nikki-. Dame sólo buenas noticias, por favor.
Ella le entregó los papeles al tiempo que hablaba.
– Similares morfometrías, experiencia notable en retratos y prótesis de ceru. Todos han hecho transgenerismo con figuras andróginas o de cualquier sexo. Y están en paradero desconocido: no hemos podido contactar con ellos ni siquiera a través de pintores o dueños previos.
Bosch observaba los papeles que Nikki había desplegado sobre la mesa.
– Son casi treinta individuos. ¿No podéis reducir más el campo?
Nikki negó con la cabeza.
– La lista comenzó con más de cuatrocientas mil personas el viernes, Lothar. A lo largo del fin de semana logramos reducir las posibilidades: cinco mil, doscientas cincuenta… Anita dio un salto de alegría ayer por la tarde cuando conseguimos quedarnos con cuarenta y dos. De madrugada logramos descartar con absoluta seguridad a quince. Esto es lo mejor que tenemos.
– Te diré lo que vamos a hacer… Te diré lo que vamos a hacer…
– Vamos a tomarnos un par de aspirinas -sonrió Nikki.
– Sí, no es mala idea para empezar.
Debía obrar con prudencia. Nikki y su equipo no pertenecían al «gabinete de crisis», como pomposamente había sido bautizado aquel comité del Obberlund, y por tanto ignoraban todo lo relacionado con El Artista y la destrucción de los cuadros. Sólo sabían que resultaba imprescindible localizar a un individuo experto en cerublastina con determinados datos morfométricos faciales. Por otra parte, dejarlos fuera de la investigación era absurdo. «Thea no va a poder rastrear sola las veintisiete pistas que quedan», pensó Bosch.
– Una persona no se esfuma en el aire, ni siquiera un adorno sin sexo -dijo-. Quiero que los busquéis hasta debajo de las piedras: familiares, amigos, últimos dueños…
– Es lo que hemos estado haciendo, Lothar. Sin resultados.
– Si es preciso, utiliza el equipo de Romberg. Tienen capacidad operativa para desplazarse de un sitio a otro.
– Podríamos buscarlos durante un año entero con idénticos resultados -repuso Nikki, y Bosch advirtió que el cansancio empezaba a irritarla-. Quizás estén muertos, o ingresados en algún hospital con otro nombre. O quizás hayan abandonado la profesión, quién sabe. Nosotros no vamos a poder rastrearlos. ¿Por qué no informamos a Europol? La policía cuenta con mejores medios.
«Porque Rip van Winkle se enteraría -pensó Bosch-. Y, después de Rip van Winkle, El Artista.» Wood y él habían decidido no contar con Rip van Winkle salvo en caso de extrema necesidad. Suponían que el colaborador de El Artista pertenecía al gabinete de crisis y que, por tanto, todas las actividades de este sistema serían completamente inofensivas para el criminal. Intentó improvisar una excusa creíble.
– La policía no busca a nadie si no hay una denuncia previa, Nikki. Y aunque un familiar haya denunciado la desaparición de alguno de estos lienzos, los sistemas policiales siguen su propio ritmo. Tendremos que ser nosotros.
Nikki lo observaba con expresión escéptica. Era demasiado lista para no percibir que aquello era una razón superflua, comprendió Bosch, porque Europol hubiera bailado la danza del vientre si la Fundación se lo hubiera pedido, con o sin denuncia previa.
– De acuerdo -dijo Nikki tras una pausa-. Emplearé el equipo de Romberg. Nos dividiremos el trabajo.
– Gracias -manifestó Bosch con sinceridad. «Nikki: eres mucho más inteligente de lo que yo creía», pensó, admirado.
El interfono zumbó y se oyó la voz de una operadora.
– Señor Bosch: por la línea tres, el señor Benoit, pero ha dicho que le haga yo la pregunta si está muy ocupado. Y por la línea dos, su hermano.
«Roland -pensó. Sin poder evitarlo, dirigió una mirada de soslayo a la foto de Danielle. La niña le sonreía pícaramente-. Roland, por Dios, al fin.»
– Dile a Benoit… ¿Qué es lo que quiere preguntarme?
Benoit quería confirmar que almorzarían juntos en su despacho ese mediodía. Bosch respondió que sí con impaciencia.
– Que mi hermano no cuelgue -dijo y se volvió hacia Nikki-: Averigua paraderos actuales. No descartaremos a ninguno hasta asegurarnos de que están muertos, comprados o en plena subasta.
– De acuerdo. Y no olvides las aspirinas.
– No podría olvidarlo aunque quisiera. Gracias, Nikki.
Bosch cerró los ojos cuando Nikki sonrió. Quería conservar aquella sonrisa como la última imagen mental antes de que abandonara el despacho. Al quedarse solo, descolgó uno de los inalámbricos de góndola y pulsó el botón de la línea dos.
– ¿Roland?
– Hola, Lothar.
Se lo imaginaba hablando desde su propio despacho, bajo aquella espantosa holografía de una garganta humana que exhibía en la pared. Bosch aún se preguntaba qué había ocurrido con la familia Bosch. Uno de los grandes enigmas del universo se resolvería cuando alguien lograra descifrar por qué su padre había sido abogado de una empresa tabacalera, su madre profesora de Historia, él mismo policía y después encargado de seguridad de una empresa privada de arte, y su hermano, otorrinolaringólogo. Sin olvidar a la pequeña Danielle, que quería ser… Mejor dicho, que ya era…
– Roland, llevo intentando comunicarme contigo desde hace varios días…
– Lo sé, lo sé. -Oyó la risita de su hermano-. Estuve en un congreso en Suecia y Hannah se fue a París. Supongo que me llamas por lo de Nielle. Ya te has enterado, ¿verdad…? En fin, te hemos gastado una mala pasada y nos arrepentimos. Pero debes comprendernos: Stein nos prohibió terminantemente que te dijéramos nada. Para que no te intrigaras por la ausencia de tu sobrina tuvimos que inventarnos lo de que había ingresado interna en un colegio. Pero no creas que eres el único engañado. Yo mismo me enteré hace menos de dos meses… Fue idea de Hannah presentar a Nielle al señor Stein. ¡Y Van Tysch no dudó un instante en aceptarla como figura para un original! Todo se ha llevado a cabo en el más absoluto secreto. Incluso nos aseguraron que si Danielle no fuera menor de edad, ni siquiera nos hubiéramos enterado nosotros.
– Comprendo, Roland. No te preocupes.
– Dios mío, qué cosa más fantástica. Tú sabrás más de esto que yo. La han… ¿Cómo se dice…? La han imprimado, le han depilado las cejas… Al principio no nos dejaban verla… Después nos llevaron al Viejo Atelier y pudimos observarla a través de un cristal de una sola dirección. Llevaba etiquetas en el cuello, la mano y el pie. Me pareció… Nos pareció una criatura bellísima. Creo que debemos sentirnos orgullosos, Lothar. Pero ¿sabes lo que más le hace ilusión a ella? ¡Que su tío sea quien la custodie!
Otra vez aquella risa lejana. Bosch cerró los ojos y apartó el auricular. Sentía el impulso feroz de romper algo. Pero no se atrevió a dejar de oír a Roland.
– Vigílala bien, tío Lothar. Es una obra valiosísima. ¿Puedes imaginar…? No, creo que no podrías. La semana pasada nos informaron de su precio inicial. ¿Sabes lo que pensé al oír cuánto iba a valer nuestra hija? Pensé: ¿por qué diablos me hice médico y no me dediqué a ser obra de arte también…? ¡Hemos perdido el tiempo, Lothar, te lo juro! ¿Puedes creerlo? ¡A sus diez años Nielle va a ganar más dinero del que tú y yo podríamos soñar con reunir en toda nuestra vida! Me pregunto qué hubiera opinado papá sobre esto. Creo que nos habría comprendido. Al fin y al cabo, él siempre le dio mucha importancia al valor de las cosas, ¿no? ¿Cómo decía? «Lo mejor posible con los elementos disponibles…»Hubo una pausa. Bosch miraba fijamente el retrato de Danielle.
– ¿Lothar? -dijo su hermano.
– Sí, Roland.
– ¿Sucede algo?
«Claro que sucede algo, imbécil. Sucede que has dejado que tu hija se convierta en cuadro. Sucede que has permitido que Danielle se exhiba en esta exposición. Sucede que me gustaría morderte.»
– No, nada de particular -contestó-. Quería saber qué tal estabais.
– Muy nerviosos. Lo de Nielle tiene a Hannah subiéndose por las paredes. Y es lógico. No todos los días tu hija de diez años se convierte en una obra de arte inmortal. Me han dicho que a fines de la semana próxima la firmará Van Tysch con un tatuaje en el muslo. ¿Eso hace daño?
– No más que tus operaciones de amígdalas -bromeó Bosch sin ganas. Entonces reunió coraje para decir lo que tenía que decir-. Me preguntaba, Roland…
La veía. Podía verla acostada en la casita de Scheveningen, las sombras de las hojas de un manzano dibujando un rompecabezas en su piel. La veía tumbada al sol, o hablando mientras se rascaba la planta de un pie. Podía verla en Navidad con un jersey de cuello de tortuga, los bucles rubios desparramados por sus hombros y la boca manchada de pastel. Era una niña. Una niña de diez años. Pero no se trataba de la casi inaceptable posibilidad de que se hiciera cuadro. No era la terrible fantasía de encontrársela desnuda e inmóvil en casa de cualquier coleccionista. Todo eso habría sido deprimente, pero no se le hubiera ocurrido protestar: a fin de cuentas, él no era su padre.
Se trataba de El Artista. Su hermano ignoraba aquella amenaza.
«Actúa con cautela. No permitas que sospeche que Danielle puede estar en peligro.»
– Me preguntaba, Roland… -Intentó darle a su voz un tono intrascendente-. Esto debe quedar entre tú y yo… Pero me preguntaba si no sería mejor exhibir una copia en vez de a Nielle.
– ¿Una copia?
– Sí, deja que te explique. Cuando el modelo es menor de edad, los padres o tutores legales tienen siempre la última palabra…
– Hemos firmado un contrato, Lothar.
– Lo sé, pero no importa. Déjame hablar. Nielle seguirá siendo el modelo original de la obra a todos los efectos, pero durante una temporada otra niña ocupará su lugar. Eso es lo que se llama una copia.
– ¿Otra niña?
– Los cuadros valiosos casi siempre tienen sustitutos, Roland. No importa que no sean parecidos físicamente: existen productos para disfrazarlos, ya sabes. Nielle seguiría siendo el original y cuando alguien la comprara nos encargaríamos de que fuera ella quien se exhibiera en casa del comprador. Pero esta medida evitaría que pasara por la exposición. Las exposiciones son siempre complicadas. Habrá mucho público y los horarios serán duros…
Se asombraba de sí mismo, de ser capaz de mostrar aquella espeluznante hipocresía. Sobre todo, le inquietaba pensar en su absoluta ausencia de compasión por la niña que sustituyera a Danielle. El plan era siniestro, y él mismo lo reconocía, pero se trataba de elegir entre su sobrina y una niña desconocida. Personas como Hendrickje hubieran optado por la sinceridad, por declarar abiertamente lo que sucedía o por aceptar que fuera Danielle quien se arriesgara, pero él no era tan perfecto como Hendrickje. Él era vulgar. Lo propio de la gente vulgar, comprendía Bosch, era comportarse así, de forma tan mezquina, tan laberíntica. Toda su vida había preferido el silencio a las palabras, y ahora no iba a hacer una excepción.
– ¿Quieres decir que los padres tenemos la potestad de retirar a Danielle de la obra y hacer que pongan en su lugar a una sustituta? -preguntó Roland tras una pausa.
– Eso es.
– ¿Y por qué deberíamos hacerlo?
– Te lo he explicado. La exposición será dura para ella.
– Pero ha estado casi tres meses entrenándose, Lothar. La han pintado en secreto en una especie de granja al sur de Amsterdam, y no…
– Te lo digo por experiencia. Una exposición de este calibre es muy fuerte…
– Oh, vamos, Lothar. -De repente el tono de su hermano era burlón-. No hay nada malo en lo que va a hacer Nielle. Para calmar un poco tu conciencia calvinista te diré que ni siquiera se exhibirá desnuda. No sabemos aún el título de la obra ni cómo será la figura, pero en el contrato que hemos firmado se advertía bien claro que no se exhibiría desnuda. Por supuesto, todos los ensayos los hace en completa desnudez, pero eso también se estipulaba en el contrato…
– Escucha, Roland. -Bosch intentaba no perder la calma. Sostenía el auricular con una mano mientras se daba furiosos masajes en la sien con la otra-. No se trata de cómo se exhiba Nielle ni de lo preparada que esté. Se trata de que la exposición será muy dura. Si tú aceptas, una sustituta podría ocupar su lugar en el Túnel. Exhibir una copia en vez del original es una práctica muy común en muchas exposiciones…
Hubo un silencio. Bosch casi quería rezar. Cuando Roland volvió a hablar, su tono de voz había cambiado: era más serio, más inflexible.
– Jamás podría hacerle esa jugarreta a Nielle, Lothar. Está muy ilusionada. Tengo escalofríos y fiebre cada vez que pienso en ella y en la enorme oportunidad que se le ha presentado. ¿Sabes lo que nos ha dicho Stein? Que jamás había visto a un lienzo tan joven y tan profesional al mismo tiempo. Así la llamó: lienzo… ¡Y añadió que, con el tiempo, nuestra hija podría llegar a convertirse, incluso, en una nueva Annek Hollech…! ¿Te imaginas a nuestra Nielle convertida en la Annek Hollech del futuro? ¿Puedes imaginártelo?
El mundo había desaparecido para Bosch. Sólo existía aquella voz excitada que arañaba palabras en su oído.
– Te juro que me ha costado mucho acostumbrarme a ver a mi hija de esta forma, pero ahora estoy metido de lleno en el asunto y Hannah está conmigo. Queremos que Nielle se exhiba y sea admirada. Creo que es el sueño secreto de todo padre. Comprendo que la experiencia será fuerte, pero no lo será más que participar en una película o una obra de teatro, ¿no crees? Te sorprendería saber cuántos niños, hoy día, son cuadros famosos… ¿Lothar…? ¿Sigues ahí…?
– Sí -dijo Bosch-. Sigo aquí.
La voz de Roland, por primera vez, titubeaba.
– ¿Hay algún problema que no me has contado, Lothar?
«Diez cortes, ocho de ellos en aspa. Los huesos saltaron en astillas y las vísceras quedaron reducidas a simple polvo, a ceniza de cigarrillo. ¿Qué te parece este problema, Roland? ¿Qué tal si te hablo de un loco llamado El Artista?»
– No, Roland, no hay ningún problema. Creo que la exposición saldrá muy bien y que Danielle estará magnífica. Adiós.
Cuando colgó, se levantó y se acercó a la ventana. El sol flotaba denso y dorado sobre los pequeños edificios y la zona verde del Vondelpark. Recordó que un informe meteorológico reciente pronosticaba mal tiempo para las fechas próximas a la inauguración. Quizá Dios permitiera que cayese un diluvio sobre los malditos telones y «Rembrandt» terminara suspendiéndose.
Pero sabía que no tendría tanta suerte: la historia demostraba que Dios protegía las artes.
A Benoit le gustaba de vez en cuando dar la impresión de que no le ocultaba nada a los cuadros. En su aterciopelado despacho de la séptima planta del Nuevo Atelier había ocho, y dos de ellos, al menos, eran lo bastante valiosos como para que el director de Conservación les demostrara, cada vez que podía, que los trataba con más respeto que a los seres humanos. Esto incluía, por supuesto, dialogar abiertamente con sus invitados sin necesidad de colocarles cobertores auditivos.
El despacho era un lugar pacífico y cómodo, almohadillado en azul. La luz destellaba intensamente en los hombros del delicado óleo de Philip Brennan, de sólo catorce años de edad, colocado detrás de Benoit. Bosch lo veía pestañear a ratos perdidos. Colgado del techo pendía una copia oficial de la Claustrofilia 17 de Buncher en una caja de cristal con orificios para respirar. A espaldas de Bosch, un Cenicero de Jan Mann se abrazaba las piernas sosteniendo el plato con el trasero. En la ventana, la espléndida anatomía de una rubia Cortina de Schobber esperaba, en postura de ballet, orden de descorrerse. La comida fue servida por dos utensilios de Lockhead, chico y chica, de pasos suaves, gatunos, perfumados. La Mesa era de Patrice Flemard: una plancha rectangular apoyada en la espalda de una figura rapada y pintada de azul de manganeso que, a su vez, se apoyaba en la espalda de otra figura similar. Cada una estaba atada por las muñecas a los tobillos de la otra. La inferior era una chica. Bosch sospechaba que la superior también, pero resultaba imposible cerciorarse.
La comida, en realidad, fue un pequeño banquete. Benoit no perdonaba nada: sopa de anguilas y eneldo con algas hiladas, pierna de ciervo en nuez moscada y fondo de parra con ensalada de hierbas y endivias y un postre que semejaba la huella de un crimen reciente: mousse de arándanos y frambuesa en sopa de leche agria, todo confeccionado por un catering que servía diariamente al Atelier. Antes y después, Benoit se entregó al ritual de las medicinas. Ingirió en total seis cápsulas rojiblancas y cuatro grageas esmeraldas. Se quejaba de la úlcera, afirmaba que no podía permitirse nada de lo que comía y que, para permitírselo, debía compensarlo con fármacos. Aun así, probó el Chablis y el Laffite que las figuras de Lockhead depositaron sobre la Mesa con gestos elegantes. La respiración suavísima de la Mesa hacía oscilar el vino. Bosch comió mal y apenas bebió. La atmósfera del despacho lo aturdía.
Hablaron de todo lo que podían hablar en voz alta en presencia de la docena de personas que había en la habitación aparte de ellos (aunque el silencio hacía pensar que estaban solos): de «Rembrandt» y las discusiones con el alcalde de Amsterdam sobre la instalación de la estructura de telones en el Museumplein; de los invitados que acudirían a la gala de presentación; de la posibilidad cada vez más firme de que la familia real holandesa visitara el Túnel antes de la inauguración.
Cuando la conversación languideció, Benoit alargó la mano hacia el empinado culo del Cenicero y atrapó los cigarrillos y el encendedor del gran plato dorado que se equilibraba sobre sus nalgas. El Cenicero era claramente masculino y estaba pintado en azul turquesa mate y decorado con líneas negras que recorrían sus piernas depiladas.
– Vamos al otro salón -dijo Benoit-. El humo no es conveniente para los cuadros y adornos.
«Eres un artista de la hipocresía, abuelito Paul», pensó Bosch. Sabía que Benoit había previsto desde el principio aquella segunda charla en privado, pero quería que sus obras se llevaran la buena impresión de que lo hacía para no molestarlas mientras fumaba.
Se dirigieron al salón contiguo y Benoit cerró la pesada puerta de roble. Casi sin transición, comenzó:
– Lothar, la situación es caótica. Esta mañana me he reunido con Saskia Stoffels y Jacob Stein. Los norteamericanos han decidido frenar. La financiación de la nueva temporada está paralizada. El asunto de El Artista les preocupa, y no les está gustando nada la retirada masiva de cuadros de Van Tysch. Desde aquí intentamos venderles la idea de que El Artista es un problema europeo, un loco nacional, por decirlo así. El Artista no es exportable, les explicamos, actúa en Europa y sólo en Europa. Pero ellos dicen: «Sí, sí, muy bien, pero ¿lo habéis atrapado?».
Apagó el cigarrillo en un cenicero metálico. Era un cenicero normal y corriente: Benoit sólo gastaba dinero en los adornos de carne y hueso. Al tiempo que hablaba sacó un pequeño aerosol del bolsillo interior de su impecable chaqueta de Savile Row.
– ¿Tienes idea de lo que cuesta mantener esta empresa, Lothar? Cada vez que me reúno en una sesión de finanzas con Stoffels me ocurre igual: sufro vértigos. Nuestros beneficios son inmensos pero el agujero es enorme. Además, Stein lo comentaba esta mañana, antes éramos pioneros. Pero ahora… Dios mío. -Abrió la boca, apuntó con el pequeño aerosol a la garganta y disparó dos veces. Lo agitó furiosamente y disparó una vez más-. Cuando Art Enterprises apareció en 1998, no le augurábamos dos años de futuro, ¿recuerdas? Ahora es líder de ventas en América y monopoliza el apetitoso sector de coleccionistas de California. Y esta mañana Stoffels nos informó de que los japoneses están mejor. Eres libre de creértelo o no, pero la facturación de Suke en 2005 superó a la Fundación y a Art Enterprises en casi quinientos millones de dólares. ¿Sabes con qué?
– Con adornos -contestó Bosch.
Benoit asintió con la cabeza.
– Han logrado darnos un golpe decisivo, incluso en Europa. Actualmente no hay nada, óyeme bien, nada que supere a la artesanía humana japonesa. Y lo peor es que los artesanos europeos están confiando en los japoneses para la gestión de sus obras. Esa magnífica Cortina de mi despacho… ¿Has visto qué figura tan perfecta…? Pues es de Schobber, un artesano austríaco, pero la distribuye Suke. Sí, tal como te lo digo… Te parecerá extraño, pero estoy deseando que El Artista pertenezca a Suke, te lo juro. Relacionar a ese jodido sicópata con Suke sería una buena forma de ponerlos en entredicho… Pero no tendremos tanta suerte.
Guardó el aerosol y colocó una mano ante la boca. Expulsó el aliento y lo olió. No pareció satisfecho con el resultado, o quizás era que la úlcera volvía a dolerle, Bosch no estaba seguro. Entonces se sentó y durante un instante permaneció en silencio.
– Malos tiempos para el arte, Lothar, malos tiempos para el arte. La figura del artista solitario y genial sigue vendiendo, pero con independencia del artista. Van Tysch se ha convertido en un mito, como Picasso, y los mitos ya están muertos aunque sigan vivos porque ya no necesitan crear para vender; les basta con firmar el tobillo, el muslo o la nalga de sus obras. Sin embargo, sus obras son siempre las que mejor se venden y, por tanto, las que más importan. Eso equivale a la muerte del artista, claro. Y éste es el destino del arte actual, su meta inevitable: la muerte del artista. Regresamos a los tiempos prerrenacentistas, cuando pintores y escultores eran considerados poco menos que hábiles artesanos. Ahora bien, la pregunta es… Si los artistas han dejado de ser útiles para el arte pero resultan imprescindibles para el negocio, ¿qué debemos hacer con ellos?
Benoit acostumbraba a plantear preguntas sin esperar una respuesta específica. Bosch, que lo sabía, guardó silencio permitiéndole proseguir.
– Esta mañana Stein sugirió algo curioso: cuando Van Tysch desaparezca, tendremos que pintar otro. El arte tendrá que crear a sus propios artistas, Lothar: no para ser arte, porque no los necesita, sino para producir dinero. Hoy día cualquier cosa puede ser una obra de arte pero sólo un nombre llegará a valer tanto como el de Van Tysch. De modo que tendremos que esforzarnos para pintar a otro Van Tysch, sacarlo de la nada, otorgarle los colores apropiados y hacerlo resplandecer en el mundo. ¿Cómo dijo Stein…? Espera que recuerde sus palabras exactas… Me las aprendí de memoria porque me parecieron… Ah, sí. «Debemos crear a otro genio que siga guiando los pasos ciegos de la humanidad, y a cuyos pies los poderosos puedan continuar depositando sus tesoros…» Fuschus, me encanta. -Se detuvo un instante y frunció el ceño-. Pero menuda tarea, ¿no? Crear la capilla Sixtina siempre fue más fácil que crear a Miguel Ángel, ¿no crees?
Bosch asintió sin demasiado interés.
– ¿Cómo va vuestra investigación, Lothar? -preguntó Benoit de repente.
Bosch sabía percibir cuándo llegaba el turno, para Benoit, de las preguntas que exigían respuesta.
– Paralizada. Estamos esperando los informes de Rip van Winkle.
«No confíes en nadie -le había advertido Wood-. Diles que nos hemos quedado quietos. A partir de ahora tendremos que jugar en solitario.»
– ¿Y April? ¿Dónde está?
– Se ha marchado urgentemente a Londres. Su padre ha empeorado.
Era cierto que Wood había tenido que regresar a Londres el fin de semana debido al estado de salud de su padre. Pero le había dicho a Bosch que seguiría trabajando desde allí. La naturaleza de ese trabajo no la conocía ni siquiera él, pero le parecía obvio que la señorita Wood había diseñado su propio plan de contraataque. Bosch confiaba en aquel plan.
Se despidió de Benoit en cuanto pudo. Necesitaba descansar un poco. En la puerta, el director de Conservación lo detuvo con un gesto mientras volvía a rociarse la garganta de aerosol contra el mal aliento.
– Si puedes, calienta un poco los traseros de la gente del BAH. Están montando una fiesta para la semana de la inauguración. La policía habla de unos cinco mil procedentes de varios países. Eso estaría muy bien.
El grupo BAH era una de las organizaciones internacionales que más se oponían al arte hiperdramático. Su fundadora y líder, la periodista Pamela O'Connor, acusaba a artistas como Van Tysch o Stein de violación de derechos humanos, pornografía infantil, trata de blancas y degradación de la mujer. Sus quejas eran escuchadas y sus libros de denuncia se vendían muy bien, pero ningún tribunal le hacía caso.
– No creo que tiren cohetes, Paul -observó Bosch-. La gente de Pamela O'Connor se cansa incluso de escribir pancartas.
– Lo sé, pero me gustaría que los irritaras un poco, Lothar.
Necesitamos cierto grado de escándalo. En esta inauguración todo juega en contra nuestra, empezando por el título. ¿A quién diablos le importa Rembrandt hoy día, salvo a cuatro o cinco gilipollas especialistas en arte antiguo? ¿Quién va a pagar por venir a ver un homenaje a Rembrandt? El público vendrá a ver lo que ha hecho Van Tysch con Rembrandt, que no es lo mismo. Esperamos numerosos visitantes, pero necesitamos el doble o más. Las colas deberían llegar a Leidseplein. Un altercado entre miembros del BAH y de nuestro equipo de seguridad sería ideal… Varios periodistas situados en el lugar oportuno, fotos, noticias… La verdad es que grupos como el BAH son muy útiles. Stein, incluso, nos ha propuesto que lo financiemos en secreto, ¿puedes creerlo?
Bosch podía creerlo.
– Haz todo lo posible por caldear el ambiente -le guiñó un ojo Benoit.
– Intentaré pensar en positivo -replicó Bosch.
Se marchó sin haber hablado con Benoit del tema que más le importaba: la presencia de Danielle en la exposición.
La muchacha que está de pie junto al árbol lleva tan sólo un albornoz blanco y corto atado a la cintura, impropio para salir a la calle o permanecer quieta al aire libre. Pero otras cosas nos intrigan más de su aspecto. Por ejemplo, alguien le ha dibujado cejas, pestañas y labios con un pincel y su cabello es de un color bermellón reluciente y huele a óleo. La piel que podemos contemplar, la de la cara, cuello, manos y piernas, revela un lustre artificial, como si estuviera plastificada. Sin embargo, por rara que sea su apariencia, algo en su mirada, algo que nada tiene que ver con el disfraz de pintura ni con su absurdo vestuario, un rasgo profundo, previo a toda figura y todo dibujo, pero visible, colocado ahí, dentro de sus ojos, nos impulsaría quizás a detenernos e intentar conocerla mejor. Un niño quedaría fascinado ante los maravillosos colores de su cuerpo. A un adulto le intrigaría más su forma de mirar.
El hombre que está de pie frente a ella es uno de los mayores artistas de este siglo; en el futuro será considerado uno de los más grandes de todos los tiempos. Saber esto nos llevará a pensar que su aspecto está marcado por la celebridad. Es un hombre alto y esbelto, de unos cincuenta años. Viste completamente de negro y lleva unas gafas colgando del cuello. El rostro es alargado y estrecho, rematado por abundante pelo azabache que clarea en las patillas. La frente es amplia y está surcada de líneas. Dos líneas más negras, como engrosadas por la insistencia del lápiz, forman las cejas. Los ojos son grandes y oscuros pero los párpados penden ligeramente, de manera que la mirada se muestra a medias, siempre capaz de mirar más. La nariz es recta y ostentosa. El rictus de los labios está enmarcado por un bigote y una perilla compactos. No hay ni una sola mancha de barba en sus mejillas. Nos esforzamos por abstraer sus facciones del recuerdo de fotos y reportajes, del conocimiento del hombre al que pertenecen, y, tras meditar con detenimiento, concluimos por fin que no: no hay nada especial en esta fisonomía, todo lo especial que tiene este rostro lo añado yo con lo que sé sobre él. Podría ser el médico que me atiende en la consulta, el asesino cuya foto destella una sola vez en la televisión, el mecánico que me devuelve el coche revisado.
Él no le había dirigido la palabra todavía. Había hablado con Uhl en holandés y Gerardo se apresuró a traducir sus instrucciones. Debía ponerse el albornoz y acompañarlo: al Maestro le gustaba pintar al aire libre. Salieron en silencio, Van Tysch caminando delante de ella. La temperatura de aquella tarde de viernes era excelente, quizás un poco fresca, pero a ella no le importaba. Tampoco le importó olvidar las zapatillas. Estaba demasiado nerviosa para preocuparse por esos detalles. Además, aunque el terreno de grava era incómodo, se hallaba acostumbrada a andar descalza. Van Tysch abrió la cancela y Clara se escabulló antes de que la puerta se cerrara. Atravesaron la vereda y continuaron por el césped hasta llegar al Plastic Bos, donde Gerardo la había llevado el día anterior. Los rayos de sol penetraban entre las ramas bajas. Eran como pinceladas de oro ejecutadas con tiralíneas. Van Tysch se detuvo y ella lo imitó. Se quedaron mirándose durante un rato.
El Plastic Bos se extendía como un charco en medio del pequeño bosque de pinos. Su área de veinte metros de largo por seis de ancho la demarcaban once árboles falsos que se diferenciaban de los de verdad sobre todo porque eran más bonitos y porque sus hojas producían una melodía de granizo cuando el viento soplaba con fuerza. A Clara no le parecía mal el Plastic Bos. Pensaba que encajaba con Holanda, país de paisajes de Vermeer y Rembrandt; de ciudades para duendes como Madurodam, con casitas, canales, iglesias y monumentos a escala; de diques y pólders donde las tierras han sido inventadas por la voluntad humana en su terca pugna con el mar. Se encontraba descalza sobre la tupida alfombra de césped de silicona, junto a uno de los árboles. El sol que descendía le daba en la cara pero ella procuraba no parpadear.
Quería mantener los ojos bien abiertos porque a tres metros de distancia estaba Bruno van Tysch.
– ¿Le gusta Rembrandt? -fue lo primero que dijo él, en correcto castellano.
Su voz era grave y majestuosa. En el teatro griego, voces como aquélla encarnaban a Zeus.
– No conozco mucho su pintura -respondió Clara. Su lengua, imprimada y amarilla, se había movido con esfuerzo.
Van Tysch repitió la pregunta. Era evidente que su respuesta no le había satisfecho. Clara buscó dentro de sí misma y extrajo toda su sinceridad.
– No -dijo-. La verdad es que no me gusta.
– ¿Por qué?
– Pues no sé. Pero no me gusta.
– A mí tampoco -replicó el pintor inesperadamente-. Por eso no me canso de mirar sus cuadros. Es conveniente enfrentarnos una y otra vez a lo que no nos gusta. Lo que no nos gusta es como un amigo honrado: nos ofende diciéndonos la verdad.
Hablaba en un tono apagado y cansino. Clara pensó que era un hombre inmensamente triste.
– Nunca lo había visto de esa manera -murmuró ella-. Es muy interesante esa opinión.
Pensó que Van Tysch no necesitaba de sus elogios y apretó los labios.
– ¿Su padre ha muerto? -preguntó él de repente.
– ¿Perdón?
Volvió a repetir la pregunta. Por un momento a Clara le pareció extraño que Van Tysch hubiera cambiado de tema con tanta brusquedad. El hecho de que conociera detalles de su biografía, sin embargo, no le sorprendía en absoluto. Supuso que el Maestro indagaba en la vida de cada uno de los lienzos que contrataba.
– Sí -respondió.
– ¿Por qué se asusta tanto por las noches?
– ¿Qué?
– Cuando mis ayudantes la despertaban haciendo ruidos en la ventana. ¿Por qué ponía esa cara de horror?
– No lo sé. Tenía miedo.
– ¿De qué?
– No sé. Siempre he tenido miedo de que alguien entre en mi casa de noche.
Van Tysch se acercó y movió la cabeza de Clara como una gema bajo la luz, sujetándola de la barbilla. Luego se apartó de ella dejando su cabeza ladeada hacia la derecha. Los rayos del sol enguirnaldaban las ramas. La atmósfera del bosque de plástico era húmeda, prismática, y las tangentes de luz se desmenuzaban en colores puros.
Él parecía observarla, pero ella no podía estar segura de eso.
– Mi madre era española -comentó Van Tysch.
Los increíbles cambios de tema eran, al parecer, la norma en el diálogo con aquel hombre. Clara lo aceptó sin problemas.
– Sí, lo sé -repuso ella-. Y usted habla muy bien el castellano, por cierto.
Otra vez se dio cuenta de su inútil elogio. Van Tysch prosiguió, como si no la hubiese escuchado:
– Yo nunca la conocí. Mi padre rompió todas sus fotos cuando ella murió, y nunca pude verla. Mejor dicho, la vi en los dibujos que le hizo. Eran acuarelas. Mi padre era buen pintor. Vi por primera vez a mi madre en las acuarelas de mi padre, de modo que no estoy muy seguro de que él no la embelleciera aún más. A mí me pareció muy, muy, muy hermosa. -Había pronunciado aquel triple «muy» con lentitud, evocando un sonido distinto cada vez, como si quisiera descubrir significados ocultos en la palabra entonándola de diversas maneras-. Pero quizá todo se debía al arte de mi padre. No sé si las acuarelas eran mejores o peores que el original, nunca lo he sabido, nunca he querido saberlo. No conocí a mi madre, eso es todo. Más tarde comprendí que eso es lo normal. Quiero decir que lo normal es no conocer.
Hizo una pausa y se acercó. Movió la cabeza de Clara hacia el lado opuesto pero pareció cambiar de idea y volvió a girarla del lado en que se encontraba. Retrocedió unos pasos y se acercó otra vez. Apoyó una mano en su nuca y le hizo inclinar la cabeza. Se puso las gafas de lectura que colgaban de su cuello y miró algo. Se las quitó y retrocedió unos pasos.
– Su padre también debió de morir joven -dijo.
– ¿Mi padre?
– Sí, su padre.
– Murió a los cuarenta y dos años de un tumor cerebral. Yo tenía nueve años.
– Entonces tampoco lo conoció. Sólo le quedan imágenes de él. Pero nunca lo conoció.
– Bueno, un poco sí. A los nueve años ya me había hecho alguna idea sobre él.
– Siempre nos hacemos alguna idea sobre las cosas que no conocemos -replicó Van Tysch-, pero eso no significa que las conozcamos mejor. Usted y yo no nos conocemos, pero ya nos hemos hecho una idea el uno del otro. Usted no se conoce a sí misma, pero ya se ha hecho una idea sobre usted.
Clara volvió a asentir. Van Tysch prosiguió.
– Nada de cuanto nos rodea, nada de cuanto sabemos o ignoramos, nos es completamente desconocido ni completamente conocido. Los extremos son invenciones fáciles. Sucede igual con la luz. No existe la oscuridad total, ni siquiera para un ciego, ¿no lo sabía? La oscuridad está poblada de cosas: formas, olores, pensamientos… Y observe la luz de esta tarde de verano. ¿Diría usted que es pura? Mírela bien. No me refiero sólo a las sombras. Mire entre los resquicios de la luz. ¿Advierte los diminutos grumos de tiniebla? La luz está bordada sobre una tela muy oscura, pero es difícil verlo. Hay que madurar. Cuando maduramos, entendemos por fin que la verdad es un punto intermedio. Es como si los ojos se nos acostumbraran a la vida. Comprendemos que el día y la noche, y quizá la vida y la muerte, no son sino grados de un mismo claroscuro. Descubrimos que la verdad, la única que merece tal nombre, es la penumbra.
Tras una pausa, como si hubiera reflexionado sobre lo que acababa de decir, repitió:
– La única verdad es la penumbra. Por eso todo es tan terrible. Por eso la vida es tan absolutamente insoportable y terrible. Por eso todo es tan espantoso.
A Clara no le pareció que pusiera emoción en lo que decía. Era como si pensara en voz alta mientras trabajaba. La mente de Van Tysch canturreaba en el vacío.
– Quítese el albornoz.
– Sí.
Mientras ella se desnudaba, él preguntó:
– ¿Qué sintió al morir su padre?
Clara estaba doblando el albornoz sobre una rama. El aire envolvía su cuerpo desnudo e imprimado como la caricia de un agua muy pura. La pregunta la hizo interrumpirse y mirar a Van Tysch.
– ¿Al morir mi padre?
– Eso es. ¿Qué sintió?
– No mucho. Quiero decir… No creo que lo sintiera tanto como mi madre y mi hermano. Ellos lo conocieron más y fue más duro para ellos.
– ¿Lo vio usted morir?
– No. Murió en el hospital. Estaba en casa cuando le dio una crisis, una convulsión. Se lo llevaron al hospital y no me dejaron ir a verle.
Van Tysch continuaba mirándola. El sol se había movido un poco e iluminaba parcialmente su rostro.
– ¿Ha soñado con él después?
– Algunas veces.
– ¿Cómo son esos sueños?
– Sueño con su… con su cara. Su cara se me aparece, me dice cosas raras, luego se va.
Un pájaro cantó y enmudeció. Van Tysch entornaba los ojos mirándola.
– Camine hacia allí -le dijo. Señalaba la sombra de un árbol falso.
La hierba plástica se aplastó dócilmente bajo sus pies descalzos. Van Tysch elevó el brazo derecho.
– Ahí está bien.
Se detuvo. Van Tysch se había colocado las gafas y se acercaba. El no la estaba tocando, apenas la trazaba con órdenes breves, pero ella ya se percibía distinta, con una fisonomía diferente, mejor dibujada que nunca. Estaba convencida de que su cuerpo haría todo lo que él le dijese sin esperar a que su cerebro lo aprobara. En cuanto a su mente, intentaría rendirla también a sus pies. Toda. Por completo. Lo que él dijera, lo que él quisiera. Sin límites.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Van Tysch.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
– ¿Ahora?
– Sí, ahora. Dígame lo que está pensando. Dígame exactamente lo que está pensando ahora.
Decidió hablar casi sin necesidad de que las palabras acudieran a su cerebro.
– Pienso que jamás me había sentido así con ningún pintor. Que me he entregado a usted. Que mi cuerpo hace lo que usted dice casi antes de que usted lo diga. Y pienso que mi mente también tiene que entregarse. Estaba pensando eso cuando usted me preguntó qué pasaba.
Cuando terminó fue como si hubiera arrojado un lastre. Se revisó. Descubrió que no le quedaba nada por confesar. Guardó silencio como un soldado esperando órdenes.
Van Tysch se quitó las gafas. Parecía aburrido. Murmuró algunas palabras en holandés mientras sacaba del bolsillo un pañuelo y un pequeño frasco. En algún lugar del cielo rugió un avión. El sol agonizaba.
– Vamos a borrar estos rasgos -dijo, mojando una punta del pañuelo en el líquido del frasco y dirigiéndolo hacia su frente.
Ella no movió un músculo. El dedo de Van Tysch envuelto en el pañuelo raspaba su cara con fuerza. Cuando descendió hacia sus ojos se obligó a no cerrarlos, ya que él no le había dicho que lo hiciera. Imágenes débiles de Gerardo la visitaban como remotos ecos. Se había sentido bien cuando él le dibujó el rostro, pero ahora se alegraba de que Van Tysch lo borrara. Había sido una torpeza más por parte de Gerardo, como si un niño pintarrajeara en una esquina de un lienzo que Rembrandt pensaba usar. Le parecía increíble que Van Tysch no hubiera protestado.
Cuando finalizó, Van Tysch volvió a calarse las gafas. Por un momento ella creyó que no estaba satisfecho. Luego lo vio guardar el frasco y el pañuelo.
– ¿Por qué tiene miedo de que alguien entre en su casa de noche?
– No sé. De verdad, no lo sé. No recuerdo que me haya pasado nada nunca.
– Vi las grabaciones nocturnas que le hicimos y me sorprendí con las caras de terror que ponía usted cuando mis asistentes se acercaban a la ventana. Pensé que podíamos fijar alguna expresión de ese tipo. Pintarla así, quiero decir. Y quizá lo haga. Pero voy en busca de algo mejor…
Ella no dijo nada. Siguió mirándolo. Por encima de la cabeza de Van Tysch el cielo se oscurecía.
– ¿Qué sintió al morir su padre?
– Me sentí bastante mal. Fue un poco antes de las navidades. Recuerdo que esas navidades fueron muy tristes. Al año siguiente se me fue pasando.
– ¿Por qué ha parpadeado?
– No lo sé. Quizá su aliento. Al hablar, lo echa sobre mí. ¿Quiere que intente no parpadear?
– ¿Qué sintió al morir su padre?
– Mucha tristeza. Lloré mucho.
– ¿Por qué le excita tanto que alguien entre en su casa de noche?
– Porque… ¿Excitarme? No, no me excita. Me da miedo.
– No es usted sincera.
La frase la cogió desprevenida. Dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
– No. Sí.
– ¿Por qué no es sincera?
– No sé. Tengo miedo.
– ¿De mí?
– No sé. De mí.
– ¿Está excitada ahora mismo?
– No. Un poco, quizá.
– ¿Por qué responde siempre dos cosas distintas?
– Porque quiero ser sincera. Decir todo lo que se me ocurre.
Van Tysch parecía vagamente irritado. Sacó un papel doblado del bolsillo de su chaqueta, lo desdobló e hizo algo inesperado. Se lo arrojó a ella a la cara.
El papel golpeó su rostro y planeó hasta el suelo de plástico. Cuando cayó, Clara pudo reconocerlo: era un maltrecho catálogo de Muchacha ante el espejo, de Alex Bassan. En el catálogo aparecía una foto en primer plano de su rostro.
– Vi esta foto cuando buscaba un lienzo para una figura de «Rembrandt» y me atrajo de inmediato el brillo que hay en su mirada -dijo Van Tysch-. Ordené que la contrataran, la hice tensar e imprimar y pagué por usted una fortuna para traería desde Madrid como material artístico. Pensé que ese brillo sería ideal para mi obra y que podría pintarlo mucho mejor que este tipo. ¿Por qué no lo consigo? En las grabaciones de la granja no lo he visto. Pensé que se relacionaría con su terror nocturno y ordené a mis ayudantes que saltaran al vacío esta madrugada con usted. Pero no creo que dependa de la tensión del momento, por eso he venido personalmente. Ahora mismo me ha parecido sorprenderlo durante una décima de segundo, cuando me acercaba a usted. Le pregunté qué había pasado. Pero no creo que el brillo se relacione con usted. Creo que es independiente de usted. Aparece y desaparece como un animal tímido. ¿Por qué? ¿Por qué de improviso sus ojos relumbran así?
Antes de que ella pudiese contestar, Van Tysch habló con otra voz. Era un susurro helado, una corriente galvánica.
– Me he cansado de hacerle preguntas para verlo aparecer y fijarlo en su mirada, pero usted responde a todo como una idiota y no veo lo que me interesa por ninguna parte. Se comporta como una niña guapita que buscara una oportunidad. Un cuerpo bonito que quiere ser pintado. Se considera muy bella y quiere destacar. Desea ser convertida en algo precioso. Cree ser un lienzo profesional, pero no sabe lo que es ser lienzo y morirá sin saberlo. Las grabaciones de la granja me lo han demostrado: como lienzo, es usted absolutamente mediocre. Lo único que me interesa de usted es lo que hay en sus ojos. Hay cosas dentro de nosotros que son más grandes que nosotros, y aun así, siguen siendo ínfimas. Por ejemplo, el tumor de su padre. Cosas diminutas pero más importantes que toda nuestra vida. Cosas que dan miedo. El arte se hace con esas cosas. De vez en cuando las sacamos afuera: a eso lo llamamos «purgar». Es como si vomitáramos. Para mí, usted es más despreciable que su vómito. Yo quiero su vómito. ¿Y sabe por qué?
Ella no respondió. Agradecía, de alguna forma, carecer de lágrimas, porque estaba deseando llorar.
– Dígame. ¿Sabe por qué lo quiero? -volvió a preguntar Van Tysch en tono indiferente.
– No -murmuró ella.
– Porque es mío. Está en usted, pero es mío. -Se golpeaba el pecho con el dedo índice-. Ese brillo que a ratos surge en sus ojos me pertenece. Yo fui quien lo vio primero, y por lo tanto es mío.
Se apartó, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Clara lo oyó manipular algo. Cuando se volvió, pudo ver que sostenía una pipa que acababa de rellenar.
– De modo que aquí nos quedaremos, usted y yo, hasta verlo aparecer.
Acercó la llama de una cerilla a la cazoleta. La oscuridad que los rodeaba era cada vez más profunda. Arrojó al suelo la cerilla y la apagó con el pie.
– Ventajas de los bosques de plástico no inflamable -dijo.
Fue aquella inusitada broma, justo aquella pésima broma que él había intercalado en su helado discurso, lo que a ella le pareció más atroz. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no decir ni hacer nada, para seguir mirándolo inmóvil.
– Voy a azuzar a ese animalito brillante de sus ojos para que salga de la madriguera -dijo Van Tysch-. Y cuando lo vea salir, lo atraparé. Lo demás no me interesa.
Y, tras una breve pausa, añadió:
– Lo demás sólo es usted.
Ignoraba cuántas horas llevaba inmóvil, de pie sobre la hierba de plástico, soportando la noche sobre su tersa desnudez. Se había levantado un viento frío, norteño. Las nubes cubrían el cielo. Un helor lento y profundo, que parecía provenir del interior de su cuerpo, horadaba su voluntad como un taladro. Pero intuía que su sufrimiento no provenía de las incomodidades físicas sino de él.
Van Tysch iba y venía. De vez en cuando se acercaba y contemplaba su rostro en la creciente oscuridad. Entonces torcía el gesto y se alejaba. En una ocasión se marchó. Estuvo ausente un tiempo indeterminado y regresó con lo que parecían unas frutas. Apoyó la espalda en un árbol de plástico y se puso a comer, ignorándola. Ella, a lo lejos, de pie e inmóvil, lo veía como una mancha oscura de largas piernas, una araña inmensa y esbelta. Luego lo vio echarse en la hierba y cruzar los brazos. Parecía dormitar. Clara sentía hambre, frío, intensos deseos de relajar la postura, pero nada de eso le preocupaba en aquel momento. Estaba intentando, ante todo, conservar intacta su voluntad.
En un momento dado Van Tysch se acercó de nuevo. Caminaba a trompicones, resoplando como una bestia enfurecida.
– Dígame -le espetó.
Ella no entendió. Él soltó entonces una especie de furioso alarido. La voz se le quebró a mitad de palabra, como la de un fumador veterano.
– ¡Dígame lo que sea!
A ella le costaba trabajo hablar. La poderosa inercia de silencio que había mantenido durante horas se lo impedía. Sin embargo, obedeció. Sus palabras emergieron de ella como si sólo la boca interviniera.
– Me siento mal. Quiero hacerlo lo mejor posible pero me siento mal porque usted me desprecia. Pienso que está usted loco o que es un cabronhijodeputa, puede que sea las dos cosas, loco y cabronhijodeputa. Le odio, y creo que usted quería que yo le odiara. No soporto que me desprecie. Antes usted me excitaba. Se lo juro. Me excitaba sentirme en sus manos. Ahora ya no. Empieza usted a importarme una mierda. Y aquí estoy.
Cuando terminó, comprendió que Van Tysch apenas la había escuchado. Seguía mirándola a los ojos.
– ¿Qué sintió al morir su padre? -preguntó Van Tysch.
– Alivio -dijo Clara de inmediato-. Su enfermedad era espantosa. Se quedaba en el sofá mucho tiempo y babeaba. Se tiraba pedos delante de mí y me sonreía como si fuera un animal. Un día vomitó en el comedor, se agachó y comenzó a buscar algo en el vómito. Estaba enfermo, pero yo no podía entenderlo. Mi papá había sido siempre una persona amable y culta. Adoraba la pintura clásica. Aquella cosa no era mi padre. Por eso me alivió su muerte. Pero ahora sé que…
– Cállese -dijo Van Tysch sin elevar la voz-. ¿Por qué le aterroriza que alguien entre de noche en su habitación?
– Tengo miedo de que alguien me haga daño. Tengo miedo de que alguien me haga daño. Le estoy diciendo todo lo que sé.
El viento había acrecido. En la rama del árbol más próximo, el albornoz osciló y terminó cayendo, pero Clara no lo supo.
– La sinceridad nos cuesta, ¿no es cierto? -gruñó Van Tysch-. Nos han enseñado que es lo opuesto a la mentira. Pero le diré algo. La sinceridad, para muchos, no es otra cosa que la obligación de no decir mentiras. Se trata también de un artificio.