El hallazgo fortuito de una fosa común, a orillas de un lago en el norte de Maine, pone al descubierto un espeluznante asesinato en masa cometido hace más de treinta años. Todos los miembros de una comunidad religiosa, los Baptistas de Aroostook, desaparecieron sin dejar rastro en 1964, y, ahora que sus cadáveres han vuelto al presente como una muda acusación, alguien parece muy interesado en que el misterio quede sin resolver. Pero el pasado regresa con inusitada brutalidad. La primera víctima es Grace Peltier, una estudiante que, al investigar sobre el fanatismo religioso en el estado de Maine, ha ahondado en la vida y el enigmático final de la comunidad de Aroostook. En apariencia, Grace se ha suicidado, pero hay indicios de asesinato más que suficientes para que la familia solicite la intervención del detective Charlie Parker, «Bird», el protagonista de las anteriores entregas de John Connolly.

John Connolly

Perfil asesino

Charlie « Bird » Parker, 3

Para mi madre

Primera parte

Y trabajoso es el paso

de los vivos; pero los muertos,

a su regreso, danzan con pies ligeros…

Edward Thomas, «Caminos»

Prólogo

Este mundo es una colmena. Esconde un corazón hueco.

La verdad de la naturaleza, escribió el filósofo Demócrito, reside en minas y cavernas profundas. La estabilidad de aquello que vemos y sentimos bajo nuestros pies es una ilusión, porque las apariencias engañan. Bajo la superficie hay grietas, fisuras y bolsas de aire fétido y malsano; estalagmitas y estalactitas y oscuros ríos ignotos de cauce descendente. Es un lugar de cuevas y cascadas donde el agua resbala por las piedras, un laberinto de tumores cristalinos y columnas heladas donde la historia deviene primero futuro y después presente.

Porque, en medio de la oscuridad total, el tiempo carece de significado.

El ahora forma una capa imperfecta sobre el pasado; no se asienta bien en todos sus puntos. Las cosas caen y mueren, y su descomposición crea nuevas capas, aumenta el grosor de la corteza y añade otra fina membrana que cubre lo que subyace, nuevos mundos que descansan sobre los restos de mundos anteriores. Día a día, año a año, siglo a siglo, se agregan capas y se multiplican las imperfecciones. El pasado nunca muere realmente. Está ahí, a la espera, justo bajo la superficie del presente. Todos tropezamos de vez en cuando con él, todos, a través de reminiscencias y evocaciones. Traemos a la memoria antiguos amantes, niños perdidos, padres fallecidos, el milagro de ese único día en que, aunque sea sólo por un instante, capturamos la belleza fugaz e inefable del mundo. Éstos son nuestros recuerdos. Los guardamos celosamente y los consideramos algo muy nuestro, y sabemos dónde encontrarlos cuando los necesitamos.

Pero a veces no somos nosotros quienes decidimos: un fragmento del presente se desprende sin más y asoma debajo el pasado como un hueso viejo. Después, ya nada vuelve a ser como antes y nos vemos obligados a reconsiderar la forma de lo que creíamos verdadero a la luz de nuevas revelaciones acerca de su esencia. La verdad se descubre por un mal paso y por la sensación repentina de que pisamos en falso. El pasado borbolla como lava líquida y, en su camino, las vidas quedan reducidas a ceniza.

Este mundo es una colmena. Nuestros actos reverberan en sus profundidades.

Aquí abajo existe una vida oscura: microbios y bacterias que extraen su energía de sustancias químicas y radiactividad natural, más antiguos que las primeras células vegetales que dieron color al mundo de la superficie. Bullen en cada balsa profunda, en cada pozo de mina, en cada núcleo de hielo. Viven y mueren sin que se los vea.

Pero también hay otros organismos, otros seres: criaturas que conocen sólo el hambre, entes que existen única y exclusivamente para cazar y matar. Pululan sin cesar por las cavidades ocultas, lanzando dentelladas con sus fauces a la noche infinita. Sólo salen a la superficie cuando no les queda más remedio, y todo ser vivo se aparta de su camino.

Fueron en busca de Alison Beck.

La doctora Beck tenía sesenta años y practicaba abortos desde 1974, en la etapa inmediatamente posterior al polémico caso «Roe versus Wade». Empezó a dedicarse a la planificación familiar en su juventud, después de la epidemia de rubeola de principios de los años sesenta que tuvo como resultado el que miles de mujeres dieran a luz niños con graves defectos congénitos. Más tarde se incorporó abiertamente a la organización feminista NOW y a la Asociación Nacional por la Despenalización del Aborto, antes de que los cambios por los que lucharon le permitiesen abrir su propia clínica en Minneapolis. A partir de entonces desafió a la Red de Acción Pro-Vida de Joseph Scheidler, a sus indeseables consejeros y a su mafia del megáfono; y en 1989, cuando la Operación Rescate intentó bloquear el acceso a su clínica, se enfrentó a Randall Terry. Se opuso a la enmienda Hyde del año 1976, que suprimía las ayudas estatales para la práctica de abortos, y lloró cuando el antiabortista C. Everett Koop fue nombrado director general de Salud Pública. En tres ocasiones los activistas pro-vida inyectaron ácido butírico en las paredes de la clínica, y la obligaron a cerrar las puertas hasta que se disiparon los efluvios. Le habían pinchado las ruedas del coche tantas veces que ya había perdido la cuenta, y sólo el cristal reforzado de la vidriera de la clínica evitó que el edificio ardiese hasta los cimientos a causa de un artefacto incendiario alojado en un extintor.

Pero en los últimos años las tensiones de su profesión habían empezado a pasarle factura y aparentaba mucha más edad de la que tenía. En casi tres décadas había disfrutado de la compañía de sólo un puñado de hombres. David fue el primero, se casó con él y lo amó, pero David ya no estaba. Lo sostuvo entre sus brazos mientras moría, y aún conservaba la camisa que él llevaba puesta aquel día, las manchas de sangre flotando en su prístina blancura como sombras de oscuros nubarrones. Los hombres con quienes estuvo después ofrecieron muchas excusas al marcharse, pero a la postre todas esas excusas se reducían a una esencia única y elemental: el miedo. Alison Beck era una mujer marcada. Vivía a diario con la clara conciencia de que algunos preferían verla muerta a permitirle continuar con su trabajo, y pocos hombres estaban dispuestos a permanecer al lado de una mujer así.

Se sabía los datos de memoria. En Estados Unidos se habían producido, durante el año anterior, veintisiete agresiones de extrema violencia contra clínicas donde se practicaban abortos, y habían muerto dos médicos. A lo largo de los cinco años precedentes habían perecido asesinadas siete personas entre médicos y ayudantes, y otras muchas habían resultado heridas en tiroteos y atentados con bombas. Sabía todo esto porque llevaba unos veinte años documentando los índices de violencia, averiguando los factores comunes, estableciendo vínculos. Para ella, era la única manera de llegar a asumir la muerte de David, el único medio de que disponía para asegurarse de que algo mínimamente bueno surgía de las cenizas de su muerte. Sus investigaciones sirvieron de apoyo a los centros dedicados a la práctica del aborto cuando, en la lucha contra sus adversarios, se acogieron con éxito a la ley RICO para la prevención del crimen organizado, aduciendo una conspiración a nivel nacional para cerrar las clínicas. Fue una victoria conseguida a base de grandes esfuerzos.

Sin embargo, poco a poco empezó a ponerse de manifiesto otro trasfondo: nombres que se repetían y su eco resonaba en los desfiladeros del tiempo, siluetas que se adivinaban entre las sombras detrás de algunas acciones violentas. Las convergencias eran perceptibles en apenas media docena de casos, pero ahí estaban. Alison Beck tenía la firme convicción de que así era y, al parecer, los demás coincidían con ella. Juntos se acercaban cada vez más a la verdad.

Pero eso comportaba sus propios riesgos.

Alison tenía instalado en su casa un sistema de alarma conectado directamente a una empresa de seguridad privada, y en la clínica siempre había de servicio dos guardias armados. En el armario de su habitación guardaba un chaleco antibalas, que se ponía para ir y venir de la clínica pese a la incomodidad que le representaba. Otro idéntico colgaba de una barandilla de acero en su consulta. Conducía un Porsche Boxster rojo, el único verdadero lujo que se permitía. Coleccionaba multas por exceso de velocidad del mismo modo que otros coleccionan sellos.

Alison era muy formal en su indumentaria. Por norma, vestía una chaqueta tres cuartos desabrochada. Debajo de la chaqueta llevaba pantalones con cinturón marrón o negro a juego, y prendida del cinturón una funda Alessi en la que guardaba una pistola Kahr K40 Covert. La Kahr iba provista de un cargador con cinco balas de calibre 40. Durante una época utilizó cargadores de seis balas, más largos, pero descubrió que a veces se le enganchaban en los pliegues de la blusa. La Kahr tenía una empuñadura corta, idónea para sus manos pequeñas, ya que Alison Beck medía poco más de metro cincuenta y era de constitución menuda. En un campo de tiro, con el suave gatillo de doble acción de la Kahr apretado, era capaz de poner las cinco balas en el corazón de un blanco a diez metros de distancia en menos de diez segundos.

En el bolso llevaba, además, un aerosol de gas lacrimógeno y un paralizador cuya descarga de 20.000 voltios dejaba a un hombre tendido en el suelo boqueando y temblando como un pez fuera del agua. Si bien nunca había disparado la pistola en un momento de ira, sí se había visto obligada a utilizar el aerosol en una ocasión cuando un manifestante antiabortista intentó entrar por la fuerza en su casa. Más tarde recordaría, con una punzada de vergüenza, que gasear a aquel individuo le había producido cierta satisfacción. Ella había elegido esa forma de vida -no podía negarlo-, pero el miedo y la rabia por las restricciones que le imponía, así como el odio y la animadversión de quienes la despreciaban por lo que hacía, la habían afectado de diversas maneras, aunque ella se negaba a admitirlo. Aquella noche de noviembre, con el aerosol en la mano y el hombre bajo y barbudo desgañitándose y llorando en la entrada de su casa, toda esa tensión y esa cólera salieron de ella a borbotones simplemente apretando un botón de plástico.

Alison Beck era un personaje conocido, un personaje público. Si bien residía en una calle arbolada de Minneapolis, viajaba dos veces al mes a Dakota del Sur, donde pasaba consulta en el hospital de Sioux Falls. Aparecía con regularidad en la televisión local y nacional para hacer campaña en contra de lo que, a su juicio, era una gradual erosión del derecho a elegir de las mujeres. Las clínicas estaban cerrando, había comentado en una cadena local afiliada a la NBC hacía sólo una semana, y en la actualidad el ochenta y tres por ciento de los condados de Estados Unidos no disponía de servicios para la práctica del aborto. Más de treinta miembros del Congreso, una docena de senadores y cuatro gobernadores se declaraban abiertamente contra la libre elección de las mujeres con respecto a su propia maternidad. Por su parte, la Iglesia católica era en ese momento el principal proveedor de asistencia sanitaria privada del país, y el acceso al aborto, la esterilización, el control de la natalidad y la fecundación in vitro eran cada vez más limitados.

Sin embargo, mientras se hallaba cara a cara ante una muchacha afable y bien hablada de Derecho a la Vida de Minnesota, que concentraba sus argumentos en la salud femenina y las nuevas actitudes de una generación joven que no podía recordar los tiempos anteriores a «Roe versus Wade», Alison Beck empezó a tener la impresión de que era ella, la médica defensora de los derechos de la mujer, quien en ese momento parecía provocadora e intolerante, y de que quizá no se había dado cuenta de hasta qué punto estaba cambiando la opinión pública. Eso lo reconoció en presencia de unos amigos días antes de su muerte.

Pero había otra cosa que despertó sus temores. Había vuelto a verlo, a aquel extraño pelirrojo, y sabía que estaba estrechando el cerco en torno a ella, que se proponía actuar contra ella y los demás antes de que pudieran acabar su labor.

– Pero no pueden haberse enterado -le había dicho Mercier para tranquilizarla-. Todavía no hemos tomado ninguna medida contra ellos.

– Te lo aseguro, lo saben. Le he visto. Y…

– ¿Sí?

– Esta mañana he encontrado algo en el coche.

– ¿Qué? ¿Qué has encontrado?

– Una piel. He encontrado la piel de una araña.

Al crecer, las arañas mudan su exoesqueleto, se desprenden del viejo y lo sustituyen por uno mayor y menos opresivo en un proceso conocido como ecdisis. La piel desechada, o exuvio, que Alison Beck había encontrado en el asiento del acompañante de su coche pertenecía a una tarántula ornamental autóctona de Ceilán, Poecilotheria fasciata, un arácnido de hermosos colores pero muy temperamental. Alguien había escogido esa especie con toda la intención por su capacidad para asustar: su cuerpo medía alrededor de siete centímetros de largo, coloreado de grises, cremas y negros, y sus patas abarcaban casi diez centímetros. Alison se aterrorizó, y sólo cuando advirtió que la forma que veía a su lado no era una araña viva y coleando se le aplacó un poco el pánico.

Al oír eso, Mercier enmudeció. Al cabo de un momento le aconsejó que se marchase por un tiempo y le prometió que prevendría a sus colegas para que permaneciesen alerta.

Y de este modo Alison Beck, en esa última semana de vida, decidió tomarse unas vacaciones por primera vez en casi dos años. Planeó ir en coche a Montana, haciendo altos en el camino durante la primera semana, y visitar luego a una vieja amiga de la universidad en Bozeman. Desde allí, las dos pensaban viajar al norte hasta el Glacier National Park si las carreteras no estaban cortadas, ya que era abril y tal vez la nieve aún no se hubiese fundido por completo.

Al ver que Alison no llegaba el domingo por la noche como había prometido, su amiga empezó a preocuparse. El lunes a media tarde seguía sin saber nada de ella y telefoneó a la jefatura del Departamento de Policía de Minneapolis. Dos agentes, Ames y Frayn, familiarizados ya con la situación de Alison por incidentes anteriores, fueron enviados a echar un vistazo a su casa del número 604 de la calle 26 Oeste.

Nadie abrió cuando llamaron al timbre, y la puerta del garaje estaba firmemente cerrada. Ahuecando las manos en torno a los ojos, Ames escrutó el interior a través del cristal. En la entrada de la cocina había dos maletas y, poco más allá, una silla de cocina volcada con las patas hacia la pared. Segundos después, Ames se calzaba unos guantes, rompía una ventana lateral y, pistola en mano, entraba en la casa. Frayn se encaminó hacia la parte posterior y penetró por la puerta de atrás. Era una casa pequeña de dos plantas, y los agentes no tardaron en constatar que estaba vacía. Una puerta comunicaba la cocina con el garaje. Al otro lado del cristal esmerilado se distinguía claramente el contorno del Boxster de Alison Beck.

Ames respiró hondo y abrió la puerta.

El garaje estaba a oscuras. Echó mano de la linterna del cinturón y la encendió. Por un momento, cuando el haz de luz iluminó el coche, no supo qué tenía ante los ojos. Al principio creyó que se había resquebrajado el parabrisas, pues unas finas líneas se extendían por él en todas las direcciones irradiando cúmulos irregulares que salpicaban el cristal como orificios de bala impidiendo ver el interior del coche. Después, cuando se aproximó a la puerta del conductor, tuvo la impresión de que, de algún modo, el coche se había llenado de algodón de azúcar, pues las ventanas, por dentro, parecían recubiertas de hebras blancas y suaves. Sólo cuando alumbró de cerca el parabrisas y algo veloz y marrón se deslizó por el vidrio como una exhalación comprendió qué era aquello.

Era una telaraña, con sus plateados filamentos a la luz de la linterna. Bajo la tela se dibujaba una silueta oscura, erguida en el asiento del conductor.

– ¿Doctora Beck? -dijo. Apoyó la mano enguantada en la manija de la puerta y tiró.

Le llegó el sonido de los pegajosos hilos al partirse, y la sedosa tela tembló en el aire cuando la puerta se abrió. Algo cayó a los pies de Ames con un ruido blando y sordo, apenas audible. Al bajar la vista, vio una diminuta araña marrón que avanzaba por el suelo de cemento hacia su pie derecho. Era una araña reclusa, de poco más de un centímetro de largo, con un surco oscuro longitudinal en el dorso. De manera instintiva levantó el zapato con puntera de acero y la aplastó. Por un instante se preguntó si aquello constituía una destrucción de pruebas, hasta que miró dentro del coche y se dio cuenta de que, a efectos reales, lo mismo habría sido que robase un grano de arena de la orilla del mar o hurtase una única gota de agua del océano.

Alison Beck estaba atada al asiento en ropa interior. Le habían envuelto la cabeza con cinta adhesiva gris, que le cubría la boca y la inmovilizaba contra el cabezal. Tenía la cara hinchada, casi irreconocible, y manchas de descomposición en el cuerpo, y un cuadrado en carne viva a la vista justo por debajo del cuello, de donde le habían extraído una sección de piel.

Sin embargo, la desintegración del cuerpo quedaba disimulada por los fragmentos de telaraña que la cubrían como un velo blanco hecho jirones, y el rostro aparecía casi oculto por densas acumulaciones de hilo. Alrededor correteaban pequeñas arañas marrones sobre sus patas arqueadas, que, al percibir el cambio en el aire, contraían los palpos; otras permanecían apiñadas en rincones oscuros, con sacos de huevos anaranjados suspendidos a su lado como racimos de fruta venenosa. Las telarañas estaban salpicadas de caparazones vacíos de insectos, así como de los cuerpos de arañas que habían sido presa de sus congéneres. Moscas de la fruta revoloteaban en torno a los asientos, y Ames vio en el suelo, a los pies de Alison Beck, naranjas y peras podridas. Por todas partes chirriaban grillos invisibles, integrados en el pequeño ecosistema que se había creado dentro del coche de la doctora, pero casi toda la actividad procedía de las arañas marrones y compactas que se afanaban en la cara de Alison Beck, deslizándose con suavidad por las mejillas y los párpados y prosiguiendo la construcción de telarañas irregulares que revestían de hilo el interior del coche.

Pero quienes encontraron a Alison Beck se llevaron aún una última sorpresa. Durante la autopsia, cuando le retiraron de la cara la cinta adhesiva y le abrieron la boca, pequeñas bolas rojas y blancas rodaron de sus labios y fueron a parar a la mesa de acero como canicas deformes. Alojadas en el tórax y atrapadas bajo la lengua tenía más. Algunas habían quedado prendidas entre los dientes, aplastadas por las convulsiones de la boca al empezar las picaduras.

Sólo una seguía con vida: la descubrieron en la cavidad nasal, con sus largas patas negras enroscadas. Cuando la atenazaron con las pinzas por el abdomen esférico, forcejeó lánguidamente bajo la presión y el reloj de arena rojo que tenía dibujado por la parte de abajo pareció pararse de golpe, como una vida interrumpida inesperadamente.

Y bajo la intensa luz de la sala de autopsias los ojos de la viuda negra resplandecieron como pequeñas y oscuras estrellas.

Este mundo es una colmena. La historia es su fuerza de gravedad.

En el extremo norte de Maine, unas figuras avanzan por la carretera, sus siluetas aparecen recortadas contra el cielo de primera hora de la mañana. Las sigue un bulldozer, una grúa y dos camiones pequeños, y el reducido convoy recorre una carretera secundaria en dirección al chapoteo del agua. En el aire flotan risas y palabras soeces, y los penachos de humo de los cigarrillos se elevan y se funden con la bruma matutina. Aunque hay sitio para estos hombres y mujeres en las cajas de los camiones, prefieren caminar y disfrutar del contacto de la tierra bajo sus pies, del aire limpio en los pulmones, de la camaradería de aquellos que pronto acometerán un trabajo físico duro pero dan las gracias por el sol que lucirá suavemente sobre ellos, por la brisa que los refrescará mientras realizan su tarea, y por la amistad de quienes andan a su lado.

Son dos grupos de trabajadores. El primero lo forman peones de desbosque, contratados conjuntamente por la Compañía de Servicios Públicos de Maine y la Compañía de Teléfonos y Telégrafos de Nueva Inglaterra para limpiar de árboles y maleza las cunetas de la carretera. Es una labor que debería haberse llevado a cabo en otoño, cuando la tierra estaba seca y despejada, y no a finales de abril, cuando la nieve helada y compacta aún cubre las elevaciones del terreno y en las ramas asoman ya los primeros brotes. Pero hace mucho que los peones dejaron de asombrarse de los métodos de sus superiores y se dan por contentos mientras no llueva cuando recorren el asfalto.

El segundo grupo lo componen los trabajadores contratados por un tal Jean Beaulieu para limpiar de vegetación las orillas del lago St. Froid a fin de preparar el terreno para la construcción de una casa. Es mera coincidencia que los dos grupos se hayan encontrado en el mismo tramo de carretera en esta mañana clara, pero marchan en buena armonía, cruzando comentarios sobre el tiempo y encendiéndose unos a otros los cigarrillos.

A las afueras de la pequeña localidad de Eagle Lake, los trabajadores doblan hacia el oeste por Red River Road, con el río Fish a la izquierda y el edificio de obra vista de la Compañía de las Aguas y el Alcantarillado de Eagle Lake a la derecha. Una pequeña alambrada termina allí donde el río desemboca en el lago St. Froid y empiezan a aparecer casas en la orilla. Por entre las ramas de los árboles se atisba la reluciente superficie del agua.

Pronto otro ruido viene a sumarse al del convoy. En el terreno que queda por encima de ellos hay unas casetas de madera donde se divisan unas siluetas: animales grises de pelaje espeso y ojos de mirada aguda e inteligente. Son híbridos de lobo, todos encadenados a sus respectivas casetas con armellas de hierro, que ladran y aúllan cuando los hombres y las mujeres pasan por debajo de ellos, forcejeando para abalanzarse sobre los intrusos en medio del tintineo de cadenas. La cría de estos híbridos es relativamente común en esta parte del estado, una peculiaridad regional que sorprende a los forasteros. Algunos de los trabajadores se detienen y miran. Varios de ellos hostigan a los animales desde la seguridad de la carretera, pero los más prudentes siguen adelante. Saben que es mejor dejar en paz a estas bestias.

Comienza el trabajo acompañado de un coro de motores y de voces, de picos y de palas que rompen la tierra, de motosierras que desgarran las ramas y los troncos de los árboles; y los olores a gasoil, a sudor y a tierra removida se mezclan en el aire. El ruido ahoga los ritmos de la naturaleza: las ranas de bosque aclarándose la garganta, los reclamos de los zorzales ermitaños y de los carrizos, los chillidos de un único somorgujo desde el agua.

El día avanza y el sol se desplaza hacia el oeste por encima del lago. En los terrenos de Jean Beaulieu, un hombre se quita el casco, se enjuga la frente con la manga y enciende un pitillo antes de volver al bulldozer. Sube a la cabina, echa marcha atrás lentamente y las notas guturales del áspero ronquido del motor se suman a los sonidos de los hombres y de la naturaleza. Arriba se desatan de nuevo los aullidos, y él mira al hombre de la grúa, a corta distancia, y mueve la cabeza en un gesto de hastío.

Estas tierras han permanecido intactas durante muchos años. La hierba ha crecido larga y silvestre y las matas se aferran con tenacidad al duro suelo. En la cabina, el hombre no tiene motivo alguno para dudar de la firmeza de la orilla donde se encuentra, hasta que un fragor extraño se desata en medio del susurro de los pinos y del zumbido de las sierras. El bulldozer emite un gruñido estridente, como un animal aterrorizado, cuando una enorme cantidad de tierra empieza a desplazarse. Los aullidos de los híbridos cobran mayor intensidad, y algunos, al percibir sonidos nuevos, comienzan a girar en círculo y a forcejear otra vez con las cadenas.

Al hundirse una sección de la orilla afloran las raíces de una picea blanca, que se inclina poco a poco hasta caer al agua creando ondas en la mansa superficie del lago. A su lado, el bulldozer parece quedar suspendido por un momento, con una oruga adherida todavía al suelo y la otra sobre el espacio vacío, y enseguida empieza a ladearse. Huyendo del peligro, el operario salta para apartarse del vehículo mientras éste vuelca y cae ruidosamente en los bajíos. Los otros dejan sus herramientas y echan a correr hacia él. Se abren paso hasta la nueva orilla, donde las aguas marrones se han apresurado ya a aprovecharse del repentino ensanchamiento de las márgenes. Su compañero, empapado y tembloroso, se levanta por su propio pie en el lago, fuerza una sonrisa y alza una mano para indicarles que está bien. Los hombres apiñados en la orilla contemplan el bulldozer allí varado. Un par de ellos lanza desganados vítores. A su izquierda, otra enorme placa de tierra se disgrega y se desploma en el agua, pero ellos apenas se dan cuenta al concentrar sus esfuerzos en ayudar a salir del agua fría a su compañero.

Pero el trabajador en lo alto de la grúa no mira el bulldozer, ni los brazos extendidos para sacar del lago al hombre empapado. Permanece inmóvil, motosierra en mano, y mantiene la mirada fija en la orilla que acaba de quedar al descubierto. Se llama Lyall Dobbs. Tiene mujer y dos hijos y, en este momento, desea con toda su alma estar con ellos. Desea con toda su alma estar en cualquier sitio menos aquí, a orillas del lago St. Froid, mirando los huesos oscurecidos que asoman entre las raíces de los árboles y entre la tierra removida, y el pequeño cráneo que se sumerge lentamente en las frías aguas del lago.

– ¿Billy? -grita.

Billy Laughton, el capataz del equipo de desbosque, se aparta del grupo de hombres apiñados en la orilla moviendo la cabeza con expresión de perplejidad.

– ¿Sí?

Por un momento no se oye una palabra más. Lyall Dobbs tiene de repente la garganta tan seca que es incapaz de producir sonido alguno. Traga saliva y continúa hablando.

– Billy, ¿tenemos algún cementerio cerca?

Laughton arruga la frente. Extrae del bolsillo un mapa plegado y lo examina por un instante. Niega con la cabeza.

– No -contesta sin más.

Dobbs, pálido, lo mira.

– Pues ahora ya lo tenemos.

Este mundo es una colmena.

Uno ha de vigilar dónde pisa.

Y ha de estar preparado para lo que pueda encontrar.

1

Era primavera y el color había vuelto al mundo.

Las lejanas montañas se transformaban; los árboles grises se recubrían de nueva vida, sus hojas eran un eco desvaído de la erupción de color del otoño. Dominaba el escarlata de los arces rojos, pero había que sumar ya las hojas de los robles rojos, de un amarillo verdoso, el plateado de los chopos de hoja dentada, y los verdes de los álamos temblones, de los abedules y de las hayas. Los álamos y los sauces, los olmos y los avellanos, todos arrancaban a florecer, y en los bosques resonaban los gritos de las aves migratorias ya de regreso.

Desde el gimnasio de One City Center veía los bosques, las copas de los árboles de hoja perenne se imponían aún en el paisaje en medio de los de hoja caduca en lenta transformación. Llovía en Portland, y abajo, en las calles, los paraguas bullían irradiando un oscuro resplandor como caparazones de cucarachas.

Me sentía a gusto por primera vez en muchos meses. Trabajaba con relativa regularidad. Comía bien, hacía ejercicio tres o cuatro veces por semana y Rachel Wolfe vendría de Boston ese fin de semana, así que alguien podría admirar la gradual mejora de mi físico. Desde hacía un tiempo no tenía pesadillas. Mi mujer y mi hija muertas no habían vuelto a aparecérseme desde la Navidad pasada, cuando me tocaron en medio de la nevada y me dieron un respiro de las visiones que me acosaban desde hacía mucho.

Completé una serie de levantamientos por encima de la cabeza y dejé la barra. El sudor me goteaba de la nariz y un halo de vapor se elevaba de mi cuerpo. Mientras bebía agua sentado en un banco, vi entrar a dos hombres desde la recepción, echar un vistazo alrededor y fijarse en mí. Vestían traje oscuro de corte formal y corbata de color apagado. Uno era corpulento, con el cabello castaño y rizado y un poblado bigote, como un actor de cine porno en decadencia, y en el espejo que había detrás de él vi el bulto de la pistola en una funda barata bajo la chaqueta. El otro, de menor estatura, era un hombre atildado y pulcro, de pelo prematuramente cano e incipiente calvicie. El más alto sostenía unas gafas de sol en la mano y su compañero llevaba puestas unas gafas con montura dorada y lentes cuadradas. Éste se acercó a mí con una sonrisa.

– ¿Señor Parker? -preguntó con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

Asentí con la cabeza, y él separó las manos y me tendió la derecha con un movimiento preciso, como un tiburón abriéndose paso a través de aguas conocidas.

– Me llamo Quentin Harrold, señor Parker -se presentó-. Trabajo para el señor Jack Mercier.

Me sequé la mano derecha con una toalla para eliminar parte del sudor y acepté el apretón. A Harrold le temblaron un poco los labios al notar el contacto de mi palma todavía sudorosa, pero resistió la tentación de limpiarse la mano en el pantalón. Supuse que no quería estropearse la raya.

Jack Mercier venía de buena familia, gente de dinero desde hacía tantas generaciones que ya a alguno de ellos debió de tintinearle la bolsa a bordo del Mayflower. Había sido senador de Estados Unidos, como lo fueron antes su padre y su abuelo, y vivía en una gran mansión de Prouts Neck cara al mar. Tenía intereses en compañías madereras, periódicos, televisión por cable, software e Internet. De hecho, tenía intereses prácticamente en todo aquello que podía garantizar nuevas inyecciones de dinero con suficiente regularidad como para que los Mercier siguiesen siendo gente de dinero en las generaciones venideras. Como senador había mostrado tendencias más o menos liberales y aún contribuía con generosas donaciones a financiar varios grupos ecologistas y defensores de los derechos civiles. Era un abnegado padre de familia; no andaba por ahí acostándose con otras -o al menos no se sabía-, y, tras su breve devaneo con la política, no se había visto empañada su reputación sino realzada, fruto tanto de su autonomía económica como de la aparente probidad moral. Corrían rumores de que pensaba volver a la política, quizá como candidato independiente para el cargo de gobernador, pero el propio Mercier aún no los había confirmado.

Quentin Harrold se cubrió la boca con la palma de la mano para carraspear y utilizó el gesto como excusa para sacar un pañuelo del bolsillo y enjugarse discretamente la mano.

– El señor Mercier desea verle -dijo con el tono de voz que reservaba probablemente para el chófer y para el hombre que limpiaba la piscina-. Tiene un trabajo para usted.

Le miré. Sonrió. Le devolví la sonrisa. Así seguimos, sonriéndonos, hasta que no quedó más opción que hablar o empezar a salir juntos.

– Quizá no me ha oído, señor Parker -dijo-. El señor Mercier tiene un trabajo para usted.

– ¿Y?

La sonrisa de Harrold vaciló.

– No sé si acabo de entenderle, señor Parker.

– Señor Harrold, no estoy tan desesperado por trabajar como para echar a correr en busca del palo cada vez que alguien me lo tira.

Eso no era del todo verdad. Portland, en el estado de Maine, no era un hervidero de vicio y corrupción tal que me permitiese hacer ascos a muchos trabajos. Si Harrold hubiese sido más guapo y de distinto sexo, habría corrido en busca del palo y luego me habría tendido boca arriba para que me restregase la tripa si pensaba que así podía ganarme al menos un par de pavos.

Harrold echó una ojeada al tipo corpulento del bigote. Éste se encogió de hombros y siguió mirándome impasible, preguntándose quizá cómo quedaría mi cabeza colgada encima de la chimenea de su casa.

Harrold volvió a carraspear.

– Disculpe. No era mi intención ofenderle. -Parecía tener dificultades para expresarse, como si las palabras fuesen parte del vocabulario de otra persona y él simplemente las tomase prestadas por un rato. Esperé a que la nariz empezase a crecerle o la lengua se le redujese a ceniza y cayese al suelo, pero no ocurrió nada-. Le estaríamos muy agradecidos si encontrase un momento para hablar con el señor Mercier -se dignó decir con cierta crispación en el rostro.

Consideré que ya estaba bien de hacerme el inabordable, aunque todavía no tenía muy claro que aún fuesen a respetarme a la mañana siguiente.

– Cuando acabe aquí, tal vez pueda acercarme a verle -dije.

Harrold alargó un poco el cuello, dando a entender que creía haberme oído mal.

– El señor Mercier confiaba en que nos acompañase ahora, señor Parker. Como sin duda comprenderá, el señor Mercier es un hombre muy ocupado.

Me puse en pie, hice un estiramiento y me preparé para otra serie de levantamientos.

– Claro que lo comprendo, señor Harrold. Iré lo antes posible. Si los caballeros tienen la bondad de esperarme abajo, me reuniré con ustedes en cuanto termine. Están poniéndome nervioso y podría caérseme una pesa encima de alguno de ustedes.

Harrold desplazó el peso del cuerpo de una pierna a otra y, al cabo de un momento, asintió con la cabeza.

– Estaremos en el vestíbulo -contestó.

– Diviértanse -dije, y observé en el espejo cómo se alejaban.

Acabé los ejercicios con mucha calma, me di una larga ducha y hablé del futuro de los Pirates con el hombre que limpiaba el vestuario. Cuando calculé que Harrold y el actor porno ya habían pasado tiempo suficiente mirando el reloj, bajé al vestíbulo en ascensor y esperé a que se acercasen. La expresión de Harrold, advertí, oscilaba entre la exasperación y el alivio.

Harrold insistió en que los acompañase en su Mercedes, pero, a pesar de sus protestas, decidí seguirlos en mi Mustang. Tuve la impresión de que mi testarudez iba a más conforme me adentraba en la treintena. Si Harrold me hubiese propuesto ir en mi propio coche, seguramente me habría encadenado a la columna de dirección del Mercedes hasta que accediesen a llevarme.

El Mustang era un Boss 302 de 1969, y sustituía al Mach 1 que me habían destrozado a balazos el año anterior, El 302 me lo había suministrado Willie Brew, que tenía un taller mecánico en Queens. Los alerones y los guardabarros eran un tanto aparatosos, pero cuando aceleraba se me saltaban las lágrimas, y Willie me lo había vendido por ocho mil dólares, unos tres mil por debajo del precio de mercado para un coche en esas condiciones. El lado negativo era que bien podría haber llevado escrito en un costado el rótulo ETERNA ADOLESCENCIA en grandes letras negras.

Seguí al Mercedes en dirección sur hasta salir de Portland y luego por la Interestatal 1. En Oak Hill doblamos al este y permanecí tras él a unos constantes cincuenta kilómetros por hora hasta el extremo del cabo. En el Black Point Inn, los huéspedes, sentados con copas en la mano tras las ventanas panorámicas, contemplaban Grand Beach y Pine Point. Un coche patrulla del Departamento de Policía de Scarborough avanzaba lentamente por la carretera para asegurarse de que todos respetaban el límite de velocidad y ningún indeseable rondaba por allí el tiempo suficiente para estropear la vista.

La mansión de Jack Mercier estaba en Winslow Homer Road y ya se veía desde la antigua casa del pintor que daba nombre a la calle. Cuando nos aproximábamos, se abrió una barrera accionada electrónicamente y, procedente de la casa, vino hacia nosotros un segundo Mercedes en dirección a Black Point Road. En el asiento trasero viajaba un hombre menudo de barba oscura tocado con un solideo. Nos miramos cuando los dos coches se cruzaron y él me saludó inclinando la cabeza. Su cara me resultó familiar, pensé, pero no lo identifiqué. A continuación, el camino quedó despejado y seguimos adelante.

Mercier vivía en una enorme mansión pintada de blanco con jardines ornamentales y tantas habitaciones que tendrían que organizar una partida de rescate si alguien se perdía camino del baño. El hombre del bigote fue a aparcar el Mercedes mientras yo entraba detrás de Harrold por la gran puerta de dos hojas. Ya en el vestíbulo me condujo a una habitación situada a la izquierda de la escalera principal. Era una biblioteca amueblada con sofás y sillones antiguos. Los libros cubrían tres paredes hasta el techo; en la pared que daba al este, una ventana ofrecía vistas del jardín con el mar de fondo, y junto a ella había un escritorio y una silla y, a la derecha, un pequeño bar.

Harrold cerró la puerta cuando entré y me dejó allí examinando los lomos de los libros y las fotografías de la pared. Los libros abarcaban desde biografías de políticos hasta obras históricas, en su mayoría tratados sobre la guerra de Secesión, Corea y Vietnam. No incluían literatura. En un rincón se alzaba una pequeña vitrina. Contenía libros distintos a los de los estantes abiertos. Tenían títulos como Mito e historia en el Apocalipsis; El Apocalipsis y el milenarismo en la poesía romántica inglesa; El Apocalipsis: fin del mundo e imperio y Lo sublime apocalíptico. Eran lecturas alegres: libros de cabecera para el fin del mundo. También había biografías críticas de los artistas William Blake, Alberto Durero, Lucas Cranach el Viejo y Jean Duvet, además de facsímiles de lo que parecían textos medievales. Finalmente, en el estante superior, vi doce delgados volúmenes casi idénticos, todos encuadernados en piel negra y con seis bandas doradas en el lomo dispuestas en tres grupos equidistantes. En la base de cada lomo figuraba la última letra del alfabeto griego: omega. La cerradura no tenía llave, y las puertas permanecieron cerradas cuando di un ligero tirón para probar.

Dirigí mi atención a las fotografías de la pared. Incluían retratos de Jack Mercier con varios miembros de la familia Kennedy y de la familia Clinton, e incluso con un caduco Jimmy Carter. Otras mostraban a Mercier de joven en diversas poses atléticas: ganando carreras, simulando lanzar un balón de fútbol, llevado en hombros con veneración por sus compañeros de equipo. Había asimismo homenajes de universidades agradecidas, galardones enmarcados de organizaciones benéficas presididas por estrellas de cine, e incluso unas cuantas condecoraciones otorgadas por naciones pobres pero orgullosas. Parecía la peor pesadilla de un fracasado.

Una fotografía más reciente atrajo mi atención. En ella, Mercier aparecía sentado a una mesa, junto a una mujer de unos sesenta años con una elegante chaqueta negra entallada y un collar de perlas. A la derecha de Mercier estaba el hombre con barba que había pasado junto a mí en el Mercedes, y a su lado un personaje que reconocí por sus apariciones en los noticiarios de televisión de máxima audiencia, generalmente con actitud triunfal en lo alto de la escalinata de algún juzgado: Warren Ober, de Ober, Thayer & Moss, uno de los bufetes más importantes de Boston. Ober era el abogado de Mercier, y bastaba mencionar su nombre para que la mayor parte de sus adversarios huyese al monte. Cuando Ober, Thayer & Moss aceptaban un caso, llevaban tal número de abogados a la sala que apenas quedaba espacio para el jurado. En presencia de ellos, incluso los jueces se ponían nerviosos.

Al observar la fotografía, tuve la impresión de que nadie parecía particularmente contento. Se advertía cierta tensión en las posturas, a uno le daba la sensación de que aquello tenía un trasfondo más turbio y de que el fotógrafo era una distracción innecesaria. En la mesa, ante ellos, había varias carpetas gruesas, y unas tazas blancas de café desechadas como rosas del día anterior.

A mis espaldas se abrió la puerta y entró Jack Mercier, que dejó sobre el escritorio un fajo de papeles cubiertos de gráficos de barras y de cifras. Era alto, un metro ochenta y cinco o más. Sus hombros delataban su pasado atlético y llevaba un Rolex de oro que indicaba su actual rango de hombre muy rico. Tenía el cabello blanco y espeso; peinado hacia atrás, dejaba despejada la frente, siempre bronceada, sobre unos ojos grandes y azules, una nariz romana y una boca risueña de labios finos y dientes blancos y uniformes. Vestía un polo azul, chinos de color tostado y unos Sebago marrones. Sus brazos estaban cubiertos de vello cano, que también le asomaba en mechones por el cuello del polo. Al verme concentrado en la fotografía su sonrisa vaciló por un instante, pero el rostro se le iluminó enseguida de nuevo cuando me aparté de ella. Entretanto, Harrold se quedó junto a la puerta como un casamentero nervioso.

– Señor Parker -dijo Mercier y me estrechó la mano con fuerza suficiente para desencajarme los empastes-. Le agradezco que me dedique un poco de su tiempo.

Me señaló una silla. Del vestíbulo entró un hombre de piel aceitunada que vestía una túnica blanca e iba cargado con una bandeja de plata. Las dos tazas de porcelana, la cafetera de plata y el azucarero y la lechera de plata a juego tintinearon ligeramente cuando la bandeja golpeó la mesa. Parecía pesar bastante, y dio la impresión de que el criado sintió alivio al dejarla allí.

– Gracias -dijo Mercier.

Lo miramos mientras se marchaba seguido de Harrold. Éste me lanzó una última mirada lastimera antes de salir, cerró la puerta con delicadeza y Mercier y yo nos quedamos solos. -Sé muchas cosas de usted, señor Parker -empezó a decir al tiempo que servía el café y me ofrecía leche y azúcar. Actuaba de un modo espontáneo y natural, concebido para crear un ambiente distendido, incluso entre aquellos con quienes se relacionaba de la manera más fugaz. Tan natural era que debía de haberse pasado años perfeccionándolo.

– Lo mismo digo -contesté.

Arrugó el entrecejo en un gesto cordial.

– Dudo que tenga edad suficiente para haber votado alguna vez por mí.

– No, se retiró usted antes de que se me presentase la ocasión.

– ¿Me votó su abuelo?

Mi abuelo, Bob Warren, fue ayudante del sheriff del condado de Cumberland y se pasó toda la vida en Scarborough. Mi madre y yo nos fuimos a vivir con él al morir mi padre. Sobrevivió a su mujer y a su hija, y lo enterré un día de otoño cuando por fin falló su gran corazón.

– No creo que votase siquiera, señor Mercier -dije-. Mi abuelo sentía una desconfianza natural hacia los políticos.

El único político por quien mi abuelo demostró cierto respeto fue el presidente Zachary Taylor, que jamás votó en unas elecciones y ni siquiera se votó a sí mismo.

Jack Mercier volvió a desplegar su amplia y blanca sonrisa.

– Es posible que tuviese buenas razones para ello. La mayoría de los políticos ha vendido su alma diez veces antes incluso de salir elegidos. Y una vez vendida ya no es posible recuperarla. A uno sólo le queda la esperanza de haberla vendido al mejor precio.

– ¿Y usted se dedica a comprar almas, señor Mercier, o a venderlas?

La sonrisa permaneció inmutable, pero entornó los ojos.

– Yo cuido de mi propia alma, señor Parker, y dejo que los demás hagan lo que quieran con la suya.

Nuestro momento especial de intimidad se vio interrumpido por la entrada de una mujer en la habitación. Llevaba un conjunto engañosamente informal de pantalón negro y jersey negro de cachemir, y una fina cadena de oro resplandecía con brillo mate sobre la lana oscura. Rondaba los cuarenta y cinco años, y los llevaba bien. Tenía el cabello rubio, agrisado en algunas zonas, pero debido a la dureza de sus facciones parecía menos hermosa de lo que ella probablemente creía.

Era Deborah, la mujer de Mercier, que disfrutaba de una especie de contrato permanente con las crónicas de sociedad de la prensa local. Era una belleza sureña, si la memoria no me engañaba, graduada en la academia para señoritas Madeira, de Virginia. Aparte de dar al mundo damiselas que utilizaban siempre la cuchara correcta y nunca escupían en la acera, la academia Madeira sólo se distinguía por el hecho de que, en 1980, su ex directora, Jean Harris, había matado a tiros a su amante, el doctor Herman Tarnower, cuando éste la abandonó por una mujer más joven. Al doctor Tarnower se le conocía más como autor de La dieta Scarsdale, de modo que su muerte parecía aportar una prueba concluyente de que las dietas podían resultar perjudiciales para la salud. Jack Mercier conoció a su futura esposa en el Baile del Cisne, el acontecimiento social de máximo esplendor en el sur, y se presentó a ella comprándole, con su American Express, un Coupe de Ville del 55 en la subasta posterior a la cena. Como alguien comentó más tarde, fue amor al primer tarjetazo.

La señora Mercier sostenía una revista en la mano y puso cara de sorpresa, pero la expresión de sus ojos reflejaba lo contrario.

– Perdona, Jack. No sabía que estabas acompañado.

Mentía, y advertí en el rostro de Mercier que él lo sabía, que los dos lo sabíamos. Intentó disimular su irritación tras la sonrisa que le era característica, pero oí cómo le rechinaban los dientes. Se levantó, y yo me levanté con él.

– Señor Parker, le presento a mi esposa, Deborah.

La señora Mercier dio un paso hacia mí y, a continuación, esperó a que yo cruzase la biblioteca antes de tenderme la mano, que colgó flácida entre mis dedos cuando se la estreché mientras me taladraba la cara con los ojos y me roía el cráneo con los dientes. Su hostilidad era tan manifiesta que casi resultaba graciosa.

– Encantada de conocerle -saludó con desdén antes de dirigir una mirada iracunda a su marido-. Después hablaremos, Jack -dijo con tono de amenaza. Al cerrar la puerta no volvió la vista atrás.

En la habitación la temperatura subió de inmediato varios grados, y Mercier recobró la compostura.

– Le pido disculpas, señor Parker. En casa estamos un poco alterados últimamente. Mi hija Samantha se casa a primeros del mes próximo.

– No me diga. ¿Y quién es el afortunado? -Parecía la pregunta de rigor.

– Robert Ober. Es el hijo de mi abogado.

– Al menos su mujer podrá comprarse un sombrero nuevo.

– Está comprando mucho más que un sombrero, señor Parker, y en estos momentos se ocupa de los preparativos para los invitados. Puede que Warren y yo tengamos que recluirnos en mi yate para huir de las exigencias de nuestras respectivas esposas, aunque ellas son unas marineras tan expertas que posiblemente insistirían en hacernos compañía. ¿Usted navega, señor Parker?

– Con dificultad. No tengo yate.

– Todo el mundo debería tener yate -comentó Mercier, y esto le hizo recuperar con ganas el buen humor.

– Vaya, señor Mercier, es usted prácticamente un socialista.

Se le escapó una risa discreta, dejó la taza de café y mudó el semblante para adoptar una expresión de sinceridad.

– Confio en que sepa perdonarme por curiosear en sus antecedentes, pero necesitaba referencias sobre usted antes de solicitar su ayuda -prosiguió.

Respondí a su disculpa con un gesto de asentimiento y añadí:

– En su situación, seguramente yo haría lo mismo.

– Lamento lo de su familia -dijo con delicadeza y se inclinó hacia mí-. Fue una desgracia espantosa lo que les ocurrió, a ellas y a usted.

Mi mujer, Susan, y mi hija, Jennifer, me fueron arrebatadas por un asesino conocido como el Viajante cuando yo aún era policía en Nueva York. [1] Antes de que pudiera ponerse fin a aquello, acabó con otras muchas vidas. Cuando lo maté, una parte de mí murió con él.

Desde entonces habían pasado más de dos años, y durante casi todo ese tiempo la muerte de Susan y Jennifer había condicionado mi vida. Permití que eso ocurriese hasta que tomé conciencia de que la congoja y el dolor, la culpabilidad y los remordimientos, estaban desgarrándome. Ahora, poco a poco, volvía a encauzar mi vida en Maine, en el lugar donde había pasado la adolescencia y la primera juventud, en la casa donde había convivido con mi madre y con mi abuelo, y en la que ahora vivía solo. Había una mujer que sentía afecto por mí, que me ayudaba a sentir que valía la pena intentar rehacer mi vida con ella al lado, y que quizás había llegado el momento de iniciar ese proceso.

– No puedo imaginar siquiera lo que debe de ser una cosa así -continuó Mercier-. Pero conozco a una persona que probablemente sí puede, y por eso le he pedido a usted que venga hoy.

Fuera había dejado de llover y clareaba. Tras la cabeza de Mercier, el sol lucía con fuerza y entraba a raudales por la ventana, bañando con su resplandor el escritorio y la silla y reproduciendo en la moqueta la silueta de la cristalera. Vi que un insecto reptaba por la mancha de luz intensa, tanteando el aire con sus diminutas antenas.

– Se llama Curtis Peltier, señor Parker -dijo Mercier-. Antes era socio mío, hasta que me pidió que le comprase su participación y siguió su propio camino. Las cosas no le fueron muy bien; hizo alguna que otra inversión poco acertada, me temo. Hace diez días encontraron a su hija muerta en su coche. Se llamaba Grace Peltier. Puede que ya haya leído la noticia en la prensa. De hecho, según tengo entendido, es muy posible que la conociese usted hace tiempo.

Asentí. Sí, pensé, conocí a Grace hacía tiempo, cuando los dos éramos mucho más jóvenes e incluso creímos, por un instante, que podíamos estar enamorados. Fue una relación pasajera, que no duró más de dos meses, después de graduarme en el instituto, una aventura de verano como tantas otras que se marchitó y secó igual que una hoja al llegar otoño. Grace era guapa y morena, de ojos muy azules, boca pequeña y piel del color de la miel. Era fuerte -ganadora de medallas en natación- y poseía una inteligencia extraordinaria, razón por la que, pese a su aspecto físico, muchos chicos la rehuían. Yo no era tan listo como Grace, pero sí lo suficiente para saber apreciar la belleza cuando aparecía ante mí. O al menos eso pensaba. A la postre no la supe apreciar en absoluto, ni a ella ni su belleza.

Recordaba a Grace sobre todo por una mañana que pasamos juntos en Higgins Beach, no muy lejos de donde ahora me hallaba con Jack Mercier. Estábamos de pie a la sombra de la vieja pensión conocida como The Breakers; el viento le agitaba el pelo y las olas rompían ante nosotros. Me dijo por teléfono que no le había venido la regla: cinco días de retraso, y para eso ella era muy puntual. Mientras iba en coche a Higgins Beach para reunirme con ella, sentía como si un torno estuviese estrujándome lentamente el estómago. Cuando en el cruce de Oak Hill pasó ante mí una flota de camiones, por un momento contemplé la posibilidad de pisar a fondo el acelerador y acabar con todo. Supe entonces que lo que sentía por Grace Peltier, fuera lo que fuese, no era amor. Esa mañana, ella debió de verlo en mi cara cuando nos sentamos en silencio a escuchar el rumor del mar. Cuando le vino la regla dos días más tarde después de una angustiosa espera para los dos, me dijo que creía que no debíamos vernos más, y yo me alegré de dejarla ir. No había sido ni remotamente uno de los momentos más honrosos de mi vida, pensé. Desde entonces perdimos el contacto. Habíamos coincidido un par de veces, y la había saludado con la cabeza en algún bar o restaurante, pero no llegamos a hablar. Cada vez que la veía, me acordaba de ese encuentro en Higgins Beach y de mi inmadurez de entonces.

Intenté recordar lo que había oído de su muerte. Grace, en esos momentos estudiante de posgrado en Northeastern, Boston, había muerto de una sola herida de bala en una carretera adyacente a la Interestatal 1, a la altura de Ellsworth. Su cuerpo apareció desplomado en el asiento del conductor de su propio coche, con la pistola todavía en la mano. Suicidio: la forma más extrema de defensa. Era la única hija de Curtis Peltier. La noticia recibió más atención que la de costumbre sólo por los antiguos lazos entre Peltier y Jack Mercier. Yo no asistí al funeral.

– Según los periódicos, la policía no busca a nadie en relación con su muerte, señor Mercier -dije-. Por lo visto, piensan que Grace se suicidó.

Mercier negó con la cabeza.

– Curtis no cree que la herida se la hiciese ella misma.

– Es una reacción muy habitual -contesté-. Todos nos negamos a aceptar que un ser cercano pueda quitarse la vida. Es mucha la culpabilidad que recae en quienes quedan detrás para asumirla fácilmente.

Mercier se levantó, y su ancho cuerpo tapó la luz del sol. Ya no veía el insecto. Me pregunté cómo habría reaccionado al desaparecer la luz. Supuse que se lo había tomado con filosofía, que es uno de los gajes de ser insecto: uno tiene que tomárselo casi todo con filosofía, hasta que algo más grande lo aplasta o lo devora y el asunto pasa a ser intrascendente.

– Grace era una joven fuerte e inteligente con toda la vida por delante. No tenía armas de ninguna clase y, según parece, la policía no sabe cómo consiguió la que se encontró en su mano.

– Suponiendo que se suicidase -añadí.

– Sí, en ese supuesto.

– Cosa que usted, al igual que el señor Peltier, no supone.

Dejó escapar un suspiro.

– Coincido con Curtis. A pesar de la opinión de la policía, creo que alguien mató a Grace. Desearía que usted investigase el asunto para él.

– ¿Curtis Peltier se ha dirigido a usted para plantearle esto, señor Mercier?

Jack Mercier desvió la vista. Cuando volvió a mirarme, algo se había enmascarado en la oscuridad de sus pupilas.

– Vino a verme hace unos días. Hablamos de ello y me contó sus sospechas. Él no tiene dinero para pagar a un investigador privado, señor Parker, pero afortunadamente yo sí. Dudo que Curtis ponga algún inconveniente en tratar de esto con usted, o en permitirle que ahonde en el asunto. Yo pagaré sus honorarios, pero oficialmente trabajará para Curtis. Le ruego que mantenga mi nombre al margen.

Apuré el café y dejé la taza en el platillo. Antes de hablar intenté poner un poco de orden en mis pensamientos.

– Señor Mercier, no me importa haber venido hasta aquí, pero ya no me ocupo de esa clase de trabajo.

Mercier frunció la frente.

– Pero ¿es usted investigador privado?

– Sí, lo soy, pero he tomado la decisión de dedicarme sólo a ciertas cuestiones: delitos de guante blanco, espionaje industrial. No acepto casos de muerte o violencia.

– ¿Lleva arma?

– No. Me asustan los ruidos estridentes.

– Pero ¿llevaba arma antes?

– En efecto, antes. Ahora, si quiero desarmar a un delincuente de guante blanco, simplemente le quito el bolígrafo.

– Como le he dicho, señor Parker, sé mucho de usted. Investigar estafas y hurtos menores no parece su estilo. Ha intervenido en asuntos más… llamativos.

– Esa clase de investigaciones tuvieron un alto coste para mí.

– Cubriré cualquier coste en el que incurra, y de manera más que sobrada.

– No me refiero al coste económico, señor Mercier.

Asintió para sí, como si de pronto hubiese caído en la cuenta.

– ¿Habla, quizá, de un coste físico, moral? Por lo que sé, resultó herido en el transcurso de alguno de sus casos.

No contesté. Había resultado herido, y en respuesta había actuado de manera violenta, destruyendo un poco de mí mismo cada vez que lo hacía, pero eso no era lo peor. Tenía la impresión de que, en cuanto me involucraba en asuntos de esa clase, se producía una fisura en mi mundo. Veía cosas: cosas perdidas, cosas muertas. Era como si al intervenir atrajese hacia mí a aquellos que habían sido arrancados de esta vida de manera dolorosa y violenta. En otro tiempo pensaba que era fruto de mi culpabilidad incipiente, o de una empatía que iba más allá de los sentimientos y se convertía en alucinación.

Pero ahora creía realmente que ellos lo sabían y que en verdad venían.

Jack Mercier se apoyó en su escritorio, abrió un cajón y extrajo un talonario forrado en piel. Escribió por unos segundos y arrancó el cheque.

– Esto es un cheque por diez mil dólares, señor Parker. Sólo le pido que hable con Curtis. Si después considera que no puede hacer nada por él, quédese el dinero y no habrá el menor resentimiento entre nosotros. Si accede a investigar este asunto, negociaremos la remuneración posterior.

Negué con la cabeza.

– Señor Mercier, le repito que no se trata de dinero…

Levantó una mano para interrumpirme.

– Lo sé. No era mi intención ofenderle.

– No me he ofendido.

– Tengo amigos en el cuerpo de policía, en Scarborough y en Portland y en otras partes. Esos amigos me han dicho que es usted un investigador excelente, con aptitudes muy especiales. Quiero que utilice esas aptitudes para averiguar qué le ocurrió en realidad a Grace, por mí y por Curtis.

Advertí que, al pedírmelo, se había puesto por delante del padre de Grace, y una vez más noté cierta discrepancia entre lo que decía y lo que sabía. Pensé asimismo en la manifiesta hostilidad de su mujer, mi sensación de que ella sabía con toda exactitud quién era yo y qué había ido a hacer a su casa, y que mi presencia allí le molestaba sobremanera. Mercier me ofreció el cheque, y vi en su mirada algo que no conseguí identificar con precisión: dolor, quizás, o incluso culpabilidad.

– Hable con él, señor Parker, se lo ruego -dijo-. En definitiva, ¿qué pierde con ello?

«¿Qué pierde con ello?» Esas palabras me asaltarían una y otra vez en los días siguientes. También le asaltarían a Jack Mercier. Me pregunto si acudieron a su memoria durante los últimos momentos de su vida, cuando las sombras lo cercaron y aquellos a quienes quería se ahogaron en un abismo rojo.

A pesar de mis dudas, tomé el cheque. Y en ese momento, sin saberlo ninguno de los dos, se cerró un circuito y transmitió una descarga al mundo que nos rodeaba y se extendía bajo nosotros. Lejos de allí, algo abandonó su escondrijo bajo las capas muertas de la colmena. Tanteó el aire y rastreó la perturbación que lo había agitado, hasta que encontró su origen.

Entonces dio una sacudida y empezó a moverse.

EN BUSCA DEL SANTUARIO

El fervor religioso en el estado de Maine y la desaparición de los Baptistas de Aroostook

Fragmento de la tesis doctoral de Grace Peltier, presentada a título

póstumo con arreglo a la normativa de los cursos de posgrado de la

Facultad de Sociología de la Universidad de Northeastern.

Para comprender los motivos de la formación y ulterior desintegración del grupo religioso conocido como los Baptistas de Aroostook, es importante comprender primero la historia del estado de Maine. Para entender por qué cuatro familias compuestas por personas bienintencionadas y no faltas de inteligencia siguieron a un individuo como el reverendo Faulkner al bosque y no volvió a saberse de ellas, debemos ser conscientes de que en este estado, durante casi tres siglos, hombres como Faulkner han atraído adeptos, a menudo frente al desafío de Iglesias mayores y movimientos religiosos más ortodoxos. Puede afirmarse, pues, que existe algo en el carácter de los habitantes del estado, una vena de individualismo que se remonta a los tiempos de los colonizadores, que los induce a dejarse cautivar por predicadores del talante del reverendo Faulkner.

Durante buena parte de su historia, Maine ha sido un estado fronterizo. A decir verdad, desde la llegada de los primeros misioneros jesuitas, en el siglo XVII, hasta mediados del siglo XX, los grupos religiosos consideraron Maine un territorio de misiones. Proporcionó durante casi trescientos años un terreno bien abonado, aunque no siempre fructífero, para los predicadores ambulantes, los movimientos religiosos no ortodoxos e incluso los charlatanes. La economía rural no permitía mantener iglesias y clérigos permanentes y, con frecuencia, la práctica religiosa no era una cuestión prioritaria para familias desnutridas, desharrapadas y sin una vivienda en condiciones.

En 1790 el general Benjamín Lincoln observó que muy pocos pobladores de Maine habían recibido el bautismo debidamente y que algunos nunca habían comulgado. El reverendo John Murray de Boothbay, en 1793, escribió acerca de "los inveterados vicios y la ausencia de remordimientos'' de los habitantes y dio gracias a Dios por haber encontrado "una familia devota y a un humilde practicante al frente de ella". Resulta interesante mencionar que el reverendo Faulkner tenía por costumbre citar este pasaje de Murray en los sermones a sus fieles.

Los predicadores ambulantes oficiaban de pastores para aquellos que carecían de iglesia. Algunos eran excepcionales, instruidos frecuentemente en York o en Harvard. Otros eran menos dignos de elogio. Según se sabe, el reverendo Jotham Sewall de Chesterville, Maine, pronunció 12.593 sermones en 413 asentamientos, de Maine en su mayor parte, entre 1783 y 1849. En contraste, el reverendo Martin Schaeffer de Broad Bay, un luterano, engañó en gran medida a sus feligreses hasta que al final lo expulsaron del pueblo.

Los predicadores ortodoxos tenían serias dificultades para introducirse en el estado, siendo los calvinistas los peor acogidos tanto por sus intolerantes doctrinas como por su vinculación a las fuerzas del gobierno. Los baptistas y metodistas, con su noción del igualitarismo y la igualdad, encontraban prosélitos mejor predispuestos. En treinta años, de 1790 a 1820, el número de iglesias baptistas en el estado pasó de diecisiete a sesenta. A su debido tiempo, se les unieron los baptistas del libre albedrío, los baptistas libres, los metodistas, los congregacionalistas, los unitarios, los universalistas, los shakers, los milleristas, los espiritualistas, los sandforditas, los holy rollers, los higginsitas, los librepensadores y los Black Stocking.

Aun así, la tradición de Schaeffer y de otros charlatanes permaneció viva: en 1816 se desarrolló en torno a la figura del carismático Cochrane el «engaño» del cochranismo, que acabó en acusaciones contra el fundador por abusos deshonestos graves. En la década de los sesenta del siglo XIX, el reverendo George L. Adams persuadió a sus adeptos para que vendiesen sus casas, sus tiendas e incluso sus aparejos de pesca y para que le entregasen el dinero a él con el objeto de contribuir a fundar una colonia en Palestina. Tras la fundación de la colonia de Gaza en 1886 murieron dieciséis personas durante las primeras semanas. En 1887, acusado de alcoholismo y malversación de fondos, Adams abandonó con su esposa la efímera colonia de Gaza. Más tarde reapareció en California, donde intentó convencer a la gente para que invirtiese en una caja de ahorros a pequeña escala, hasta que su secretario sacó a la luz su pasado.

Por último, a finales del siglo XIX, el evangelista Frank Weston Sandford fundó en Durham la comunidad de Shiloh. Sandford merece especial atención porque la comunidad de Shiloh fue, a todas luces, el modelo en que se inspiró el reverendo Faulkner para lo que se propuso llevar a cabo medio siglo después.

La secta ritualista de Sandford recaudó grandes sumas de dinero para misiones en el extranjero y proyectos de construcción de viviendas y envió barcos de vela llenos de misioneros a zonas remotas del planeta. Persuadidos por Sandford, sus seguidores vendieron sus casas y se radicaron en el asentamiento de Shiloh en Durham, a sólo cincuenta kilómetros de Portland. Muchos de ellos murieron a causa de la desnutrición y las enfermedades. El hecho de que estuviesen dispuestos a seguirlo y a morir por él da fe del magnetismo de Sandford, natural de Bowdoinham (Maine) y graduado por la Facultad de Teología del Bates College, en Lewiston.

Sandford contaba sólo treinta y cuatro años cuando se fundó oficialmente la colonia de Shiloh el 2 de octubre de 1896, fecha dictada a Sandford supuestamente por el propio Dios. Al cabo de varios años había en el asentamiento edificios por valor de más de doscientos mil dólares, cuya construcción se financió esencialmente con las donaciones y la venta de propiedades de sus seguidores. El edificio principal, el propio Shiloh, tenía 520 habitaciones y más de ochocientos metros de circunferencia.

Pero la creciente megalomanía de Sandford -afirmó que Dios lo había proclamado el segundo Elias- y su insistencia en la obediencia absoluta empezaron a provocar fricciones. El crudo invierno de 1902-1903 ocasionó una gran escasez de víveres y la viruela se cebó en la comunidad. Empezó a morir gente. En 1904 Sandford fue detenido y acusado de cinco delitos de crueldad contra menores y uno de homicidio sin premeditación como consecuencia de los actos de pillaje de ese invierno. El veredicto de culpabilidad fue revocado en la apelación.

En 1906 Sandford zarpó hacia Tierra Santa junto con un centenar de fieles en dos barcos, el Kingdom y el Coronel. Pasaron los cinco años siguientes en el mar, navegando hasta África y Sudamérica, pero su técnica de conversión no era muy ortodoxa: mientras los dos navíos costeaban esos territorios, los seguidores de Sandford rezaban sin parar a Dios implorándole que los nativos acudieran a él. El contacto real con los posibles conversos fue prácticamente nulo.

Al final, el Kingdom naufragó frente a la costa occidental de África, y cuando Sandford ordenó a la tripulación del Coronel que pusiese rumbo a Groenlandia, se amotinaron y lo obligaron a regresar a Maine. En 1911 Sandford fue juzgado por la muerte de seis tripulantes y condenado a diez años de prisión por homicidio sin premeditación. Puesto en libertad en 1918, se afincó en Boston y dejó la administración diaria de Shiloh en manos de sus subordinados.

En 1920, tras oír testimonios de las atroces condiciones en que vivían los niños de la comunidad, un juez ordenó su traslado. Shiloh se desintegró, se redujo el número de miembros de cuatrocientos a cien a raíz de un incidente que dio en llamarse la Dispersión. Sandford anunció que se apartaba de toda actividad en mayo de 1920 y se retiró a una granja en la zona norte del estado de Nueva York, donde intentó, sin éxito, reconstruir la comunidad. Murió en 1948 a los ochenta y cinco años de edad. La comunidad de Shiloh existe todavía hoy, aunque de forma muy distinta a como fue en sus inicios, y a Sandford sigue honrándosele como fundador.

Se sabe que Faulkner consideró a Sandford una fuente de inspiración especial: Sandford había demostrado que era posible establecer una comunidad religiosa independiente mediante las donaciones y la venta de los bienes de los verdaderos creyentes. Resulta, pues, irónico y a la vez curiosamente coherente que el intento de Faulkner de crear su propia utopía religiosa, en las proximidades de la pequeña localidad de Eagle Lake, terminase en resentimiento y acritud, al borde de la inanición y la desesperación, y en último extremo con la desaparición de veinte personas, entre ellas el propio Faulkner.

2

A la mañana siguiente estaba sentado en la cocina de mi casa poco después de amanecer, con una cafetera y los restos de unas tostadas resecas en la mesa al lado de mi PowerBook. Ese día tenía que preparar un informe para un cliente, así que aparté a Jack Mercier de mi pensamiento. Fuera caían gotas de agua del haya que crecía junto a la ventana de la cocina, y, al chocar contra la tierra húmeda, sonaban con una cadencia irregular. Todavía quedaban un par de hojas secas y parduscas adheridas a las ramas del árbol, pero ya estaban rodeadas de brotes verdes, la vida vieja se preparaba para dar paso a la nueva. Un trepador hinchó el pecho rojo y cantó desde su nido de pequeñas ramas. No se veía a su pareja, pero supuse que andaba cerca. Antes de finales de mayo habría huevos en el nido y pronto toda una familia me despertaría por las mañanas.

Cuando empezó el telediario en la WPXT, el canal local afiliado a la Fox, ya había redactado un borrador aceptable y hecho copia en disquete para poder imprimir desde el ordenador de sobremesa. Abrió con las últimas noticias sobre los restos humanos aparecidos en el lago St. Froid el día anterior. Mostraron a la doctora Claire Gray, recién nombrada forense general del estado, a su llegada al lugar del hallazgo con botas de bombero y mono. Tenía el cabello oscuro, largo y rizado, y su semblante no delataba emoción alguna mientras descendía hacia la orilla del lago.

Ya habían levantado diques con sacos de arena para contener las aguas, y en ese momento los huesos descansaban en una capa de espeso barro y vegetación descompuesta, sobre la que se había extendido una lona para protegerlos de los elementos. El examen preliminar lo había efectuado uno de los doscientos forenses a tiempo parcial del estado, quien confirmó que se trataba de restos humanos; y, posteriormente, la policía envió imágenes digitales del lugar por correo electrónico a la oficina de la forense general, en Augusta, para que ella y sus ayudantes se familiarizasen con el terreno y la tarea que debían afrontar. Ya habían avisado a la antropóloga forense de la Universidad de Maine en Orono, que viajaría a Eagle Lake horas más tarde ese mismo día.

Según la periodista, debido a que se corría el riesgo de un mayor deterioro de la orilla y existía la posibilidad de dañar los restos, se había descartado el uso de una excavadora para exhumar los cuerpos y se consideraba ya muy probable que la tarea tuviese que concluirse a mano mediante palas y pequeñas llanas Marshalltown en una meticulosa labor centímetro a centímetro. Mientras la periodista hablaba, se oían claramente de fondo los aullidos de los híbridos de lobo. Puede que tuviese que ver con el sonido de la transmisión en directo, pero los aullidos llegaban con un tono terrible y penetrante, como si en cierta manera los animales comprendiesen qué se había descubierto en su territorio. La intensidad de los aullidos aumentó cuando un coche se detuvo al borde del área acordonada y se apeó el subjefe de la fiscalía, conocido por todos como doctor Bill, para hablar con el agente. En el asiento trasero del coche llevaba a sus dos perros rastreadores de cadáveres: era la presencia de éstos lo que había desencadenado la reacción de los híbridos.

Detrás de la periodista se veía a los técnicos de una unidad móvil del puesto de la policía del estado en Houlton y, al fondo, entre los agentes de la policía del estado y de la oficina del sheriff, a miembros de la BIC III, la Brigada de Investigación Criminal con jurisdicción en Aroostook. Era evidente que la periodista había hablado con la gente indicada. Pudo confirmar que los cadáveres llevaban cierto tiempo bajo tierra, que había entre ellos huesos de niños y que en algunos de los cráneos que quedaban a la vista se advertía la clase de lesiones causadas por el impacto de un objeto contundente. Probablemente el traslado de los primeros cuerpos al depósito de cadáveres de Augusta no se llevaría a cabo hasta pasados uno o dos días; allí, los restos se limpiarían con escalpelos y una mezcla de agua hervida y detergente para luego dejarlos secar bajo una campana extractora antes de analizarlos. Correspondería entonces a la antropóloga forense la tarea de rearticular los esqueletos lo mejor posible.

Pero el comentario final de la periodista resultó especialmente interesante. Según dijo, los inspectores creían disponer de una identificación preliminar de tres de los cadáveres como mínimo, si bien se negaban a dar más detalles por el momento. Eso significaba que habían descubierto algo en el lugar de los hechos, algo que preferían reservarse. El hallazgo despertó mi curiosidad -la mía y la de un millón de personas más-, pero sólo eso. No envidié a los investigadores que debían adentrarse en el barro del lago St. Froid para extraer los huesos con las manos enguantadas, espantando a las primeras moscardas e intentando abstraerse de los aullidos de los híbridos.

Concluidas las noticias, imprimí el texto y fui en coche a las oficinas de PanTech Systems para informar de mis averiguaciones. PanTech tenía su sede en un edificio de tres plantas con ventanas de cristal ahumado en Westbrook y estaba especializada en sistemas de seguridad para las redes informáticas de entidades financieras. Su última innovación incluía un complejo algoritmo ante el que cualquiera con un coeficiente de inteligencia inferior a doscientos quedaba mudo de incomprensión, pero que la compañía consideraba prácticamente infalible. Por desgracia, Errol Hoyt, el matemático que mejor entendía el algoritmo y había participado en su desarrollo desde el principio había llegado a la conclusión de que PanTech lo infravaloraba y en ese momento intentaba vender sus servicios, y el algoritmo, a la competencia a espaldas de su actual empresa. La circunstancia de que, además, estuviese acostándose con su contacto en la firma rival -una tal Stacey Kean, que tenía uno de esos cuerpos esculturales que provocaban colisiones múltiples en la autovía después de la misa del domingo-complicaba un poco más el asunto.

Había interceptado las transmisiones de Hoyt por teléfono móvil mediante un sistema de escucha radiofónica celular Cellmate provisto de una antena de alta ganancia. El Cellmate venía en un compacto estuche de aluminio mate que contenía un teléfono Panasonic adaptado, un decodificador a multifrecuencia y una grabadora Marantz. No tenía más que marear el número del teléfono móvil de Hoyt y el Cellmate se ocupaba del resto. Mediante las escuchas, había seguido el rastro a Hoyt y a Kean hasta uno de sus lugares de encuentro, el Days Inn de Maine Mall Road. Esperé en el aparcamiento y tomé fotografías de los dos

entrando en la misma habitación. Luego pedí la habitación contigua y, una vez allí, saqué de mi bolsa de piel el dispositivo de vigilancia Penetrator II. Aunque, por su nombre, cabría pensar que el Penetrator II era alguna clase de adminículo sexual, se trataba sólo de un transductor especialmente diseñado para acoplarse a la pared y convertir las vibraciones captadas en impulsos eléctricos; después, éstos se amplificaban y transformaban en señales de audio reconocibles. En este caso, la mayoría de las señales de audio reconocible eran gruñidos y gemidos, pero cuando terminaron con la parte placentera, fueron al grano, y Hoyt proporcionó suficientes detalles comprometedores acerca de lo que ofrecía, y de cómo y cuándo iba a producirse el traspaso, para que PanTech pudiese echarlo sin incurrir en una demanda laboral por despido improcedente y una considerable indemnización por daños y perjuicios. Debo reconocer que era una manera un tanto sórdida de ganarse unos dólares, pero me había resultado cómodo y relativamente sencillo. Ahora ya sólo era cuestión de presentar las pruebas a PanTech y de recoger el cheque.

Permanecí sentado en una sala de reuniones junto a una mesa de cristal ovalada mientras, frente a mí, tres hombres examinaron primero las fotografías y escucharon después las conversaciones telefónicas de Hoyt y la grabación de su paréntesis romántico con la encantadora Stacey. Uno de ellos era Roger Axton, vicepresidente de PanTech. El segundo era Philip Voight, jefe de seguridad de la empresa. El tercero se había presentado como Marvin Gross, jefe de personal. Era un hombre de corta estatura y constitución enclenque, y la pequeña barriga que sobresalía por encima del cinturón inducía a pensar que padecía de desnutrición. Era Gross, advertí, quien llevaba el talonario de cheques.

Al cabo de un rato, Axton extendió un rollizo dedo y apagó la grabadora. Cruzó una mirada con Voight y se levantó.

– Todo parece en orden, señor Parker. Gracias por su tiempo y sus esfuerzos. El señor Gross se ocupará de la cuestión del pago.

Advertí que no me estrechaba la mano sino que simplemente abandonaba la sala con un susurro de seda como una viuda acaudalada. Supuse que si yo acabase de escuchar los sonidos de dos desconocidos manteniendo relaciones sexuales, también me habría negado a dar la mano al autor de la grabación. Así pues, seguí sentado en silencio oyendo el rasgueo de la pluma de Gross en el talonario. Cuando acabó, sopló suavemente sobre la tinta y, con sumo cuidado, arrancó el cheque. En lugar de entregármelo de inmediato, lo observó un momento antes de dirigirme una mirada escrutadora con la cabeza aún inclinada y preguntar:

– ¿Le gusta su trabajo, señor Parker?

– A veces -contesté.

– A mí me da la impresión -continuó Gross lánguidamente-de que es un tanto… rastrero.

– A veces -repetí sin inmutarme-. Pero por lo general eso no viene determinado por la naturaleza del trabajo en sí, sino por la naturaleza de algunas de las personas implicadas.

– ¿Se refiere al señor Hoyt?

– El señor Hoyt tuvo relaciones sexuales por la tarde con una mujer. Ninguno de los dos está casado. Lo que hicieron no era rastrero, o al menos no más que un centenar de cosas que la mayoría de la gente hace a diario. Su empresa me ha pagado por escucharlos, y ahí viene el lado rastrero del asunto.

La sonrisa de Gross no se alteró. Sostuvo el cheque en alto entre los dedos como si esperase que rogara por él. A su lado vi a Voight mirarse los pies abochornado.

– No estoy muy seguro de que seamos los únicos culpables de la manera en que ha llevado a cabo su encargo, señor Parker -dijo Gross-. Eso lo ha elegido usted.

Noté que se me cerraba el puño, en parte a causa de mi creciente ira hacia Gross, en parte porque no le faltaba razón. Sentado en aquella sala, viendo a aquellos tres hombres trajeados mientras escuchaban los sonidos de una pareja haciendo el amor, había sentido vergüenza por ellos, y por mí. Gross estaba en lo cierto: era un trabajo sucio, no mucho mejor que la recuperación de artículos por incumplimiento de pago, y el dinero no compensaba debido a la capa de mugre que dejaba en la ropa, en la piel y en el alma.

Continué en silencio, sin apartar la mirada de él, hasta que se puso en pie y devolvió el material concerniente a Hoyt a la carpeta negra de plástico en la que se lo había entregado. Voight se levantó también, pero yo me quedé sentado. Gross echó una última ojeada al cheque y lo dejó en la mesa, frente a mí, antes de abandonar la sala.

– Disfrute su dinero, señor Parker -dijo para concluir-. Creo que se lo ha ganado.

Voight me dirigió una mirada de pesar, encogió los hombros y siguió a Gross.

– Le espero fuera -dijo.

Asentí y empecé a guardar mis anotaciones en la bolsa. Cuando terminé, alcancé el cheque, comprobé la cantidad, lo doblé y lo metí en un pequeño departamento con cremallera de mi billetero. PanTech me había pagado una gratificación del veinte por ciento. Por alguna razón, me hizo sentir aún más sucio que antes.

Voight me acompañó hasta el vestíbulo y puso gran empeño en estrecharme la mano y darme las gracias antes de irme del edificio. Crucé el aparcamiento y pasé ante las plazas reservadas con los nombres de sus propietarios en pequeñas placas de latón clavadas a la tapia. El coche de Marvin Gross, un Impala rojo, ocupaba la plaza número veinte. Saqué las llaves del bolsillo y abrí la pequeña navaja que llevaba prendida del llavero. Me arrodillé junto al neumático izquierdo de la parte de atrás y apoyé la punta de la hoja contra la banda lateral, dispuesto a rajar el caucho. Permanecí en esa postura unos treinta segundos quizás, y, finalmente, me levanté, plegué la navaja y dejé intacta la rueda. Quedó una pequeña hendidura allí donde había rozado la hoja, pero nada más.

Como Gross había dado a entender, seguir a una pareja hasta la habitación de un motel era el pariente pobre de los casos de divorcio, pero me permitía pagar las facturas y los riesgos eran mínimos. Antes aceptaba trabajos por razones caritativas, pero no había tardado en darme cuenta de que, si continuaba obrando por caridad, pronto sería yo quien necesitase de la caridad ajena. Ahora Jack Mercier me ofrecía un buen dinero por investigar la muerte de Grace Peltier, pero algo me decía que no sería un dinero fácil de ganar. Lo había visto en los ojos de Mercier.

Fui al centro de Portland, aparqué en el garaje de la confluencia de Cumberland y Preble y entré en el mercado público de Portland. La Port City Jazz Band tocaba en una esquina y en el aire se mezclaban los olores de la repostería y las especias. Compré leche desnatada en Smiling Hill Farm y venado en Bayley Hill y luego añadí verduras frescas y un panecillo de Big Sky Bread Company. Me senté un rato junto a la chimenea para ver pasar a la gente y escuchar la música. Rachel y yo nos acercaríamos aquí juntos el fin de semana, pensé; pasearíamos entre los puestos agarrados de la mano y su aroma me quedaría impregnado entre los dedos y la palma durante el resto del día.

Cuando empezó a llegar la muchedumbre de la hora del almuerzo, me encaminé hacia Congress y atajé por Exchange Street en dirección al Java Joe's en el Puerto Antiguo. En el cruce de Exchange y Middle vi a un niño sentado en el suelo en el Tommy's Park, al otro lado de la calle. Pese a ser un día frío, sólo vestía una camisa a cuadros blancos y negros y pantalón corto. Una mujer se inclinó junto a él y le habló; el pequeño alzó la vista y la miró con atención. Al igual que el niño, la mujer lucía una indumentaria propia de otra época del año. Llevaba un vestido de verano claro, con un estampado de flores pequeñas y rosadas, de tela tan fina que se transparentaba al sol revelando el contorno de las piernas, y el cabello rubio recogido atrás con un lazo de color aguamarina. No le veía la cara, pero, cuando me acerqué, sentí un nudo en el estómago.

Susan llevaba un vestido como ése y se recogía atrás el cabello rubio con un lazo de color aguamarina. Asaltado por ese recuerdo paré en seco al mismo tiempo que la mujer se erguía y se apartaba del niño en dirección a Spring Street. Mientras se alejaba, el niño me miró y vi que llevaba unas gafas viejas de montura negra, una de las lentes estaba tapada con cinta adhesiva negra. Por la lente descubierta me observaba sin parpadear con su único ojo visible. Le colgaba del cuello una tabla de madera, suspendida de un trozo de cuerda gruesa. En la madera había grabado algo, pero no lo bastante nítido para verlo desde donde yo estaba. Le sonreí y, justo en el momento en que él me devolvía la sonrisa, bajé de la acera y me crucé en el camino de un camión de reparto. El conductor pisó el freno y dio un bocinazo, y yo me vi obligado a retroceder de un salto y a dejarlo pasar como una exhalación. Cuando el camionero, tras hacerme un corte de mangas, siguió calle abajo, la mujer y el niño habían desaparecido. No encontré el menor rastro de ellos en Spring Street, ni en Middle, ni en Exchange. Sin embargo, no pude quitarme de encima la sensación de que estaban cerca y me observaban.

Eran casi las cuatro cuando regresé a la casa de Scarborough después de ingresar el cheque y de ocuparme de varios recados. Deambulé descalzo de aquí para allá mientras sonaba la voz de Jim White en el estéreo. Era la canción Still Waters; en ella, Jim decía que había proyectos para los muertos y proyectos para los vivos, pero a veces no distinguía bien unos de otros. En la mesa de la cocina se hallaba el cheque de Jack Mercier y de nuevo me invadió el desasosiego. Había notado algo extraño en su manera de mirarme cuando me ofreció el dinero por hablar con Curtis Peltier. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que Mercier corría con el coste de mis servicios porque se sentía culpable.

Me preguntaba asimismo qué clase de deuda podía tener Mercier con Curtis Peltier para acceder a contratar a un detective que investigase la muerte de una mujer que apenas conocía. Al decir de muchos, su ruptura en los negocios no había estado exenta de acritud, y había puesto fin no sólo a una larga relación profesional sino también a una amistad de diez años. Si Peltier buscaba ayuda, me resultaba curioso que hubiese elegido a Jack Mercier.

Pero tampoco podía rechazar el encargo, pensé, porque también a mí me asaltaba una persistente sensación de culpabilidad en cuanto a Grace Peltier, como si en cierto modo le debiese al menos el tiempo que me llevaría hablar con su padre. Quizá fuese un resto de lo que había sentido por ella años antes y de mi reacción cuando creyó estar embarazada. Por entonces yo era joven, desde luego, pero ella era más joven aún. Recordaba su pelo oscuro y corto, sus ojos azules de mirada inquisitiva e, incluso ahora, su olor, como a flores recién cortadas.

A veces la vida se vive en retrospectiva. Me senté a la mesa de la cocina y contemplé el cheque de Jack Mercier durante un buen rato. Al final, todavía indeciso, lo doblé y lo dejé en la mesa bajo un jarrón de azucenas que había comprado impulsivamente al salir del mercado. Para cenar me preparé pollo con chile y jengibre y vi la televisión mientras comía, pero apenas presté atención. Al terminar, después de lavar y secar los platos, telefoneé al número que Jack Mercier me había dado el día anterior. Contestó una criada cuando el timbre sonó por tercera vez, y Mercier se puso al cabo de unos segundos.

– Soy Charlie Parker, señor Mercier. He tomado una decisión. Investigaré el asunto.

Oí un suspiro al otro lado de la línea. Quizá fuese de alivio; también podía ser de resignación.

– Gracias, señor Parker -se limitó a decir.

Puede que Marvin Gross me hubiese hecho un favor al llamarme rastrero, pensé.

Esa noche, mientras yacía en la cama pensando en el niño de la lente tapada y en la mujer rubia de pie a su lado, el perfume de las flores de la cocina se propagó por toda la casa, llegando a ser casi opresivo. El olor impregnó la almohada y las sábanas. Al frotar los dedos, me parecía notar en la piel granos de polen, como sal. Sin embargo, a la mañana siguiente cuando desperté, las flores ya se habían marchitado.

Y no entendí por qué.

El día de mi primera entrevista con Curtis Peltier amaneció despejado y radiante. Oía pasar los coches por Spring Street junto a mi casa, desde Oak Hill hasta Maine Mall Road, un reducido oasis de calma entre la Interestatal 1 y la I-95. El trepador había vuelto y la brisa hacía ondear los abetos al borde de mi propiedad, poniendo a prueba la resistencia de las agujas recién crecidas.

Mi abuelo rehusó vender parte de sus tierras cuando los promotores inmobiliarios vinieron a Scarborough en busca de terrenos para nuevas viviendas a finales de los años setenta y principios de los ochenta, y gracias a eso la casa seguía rodeada de árboles hasta donde el bosque lindaba con la interestatal. Lamentablemente, lo que quedaba de mi idilio semirrural pronto tocaría a su fin. El Servicio de Correos de Estados Unidos había proyectado construir un enorme centro de procesamiento postal a un paso de Mussey Road, en unas tierras que incluían las parcelas de la cantera Grondin y la granja Neilson. Tendría una superficie de tres hectáreas y media, y a lo largo del día entrarían y saldrían del recinto más de cien camiones; a lo que se sumaría el tráfico aéreo de las instalaciones previstas para el transporte por avión. Era bueno para la ciudad pero malo para mí. Por primera vez me había planteado vender la casa de mi abuelo.

Sentado en el porche, tomando café y viendo revolotear las avefrías, pensé en el viejo. Había muerto hacía casi seis años, y yo echaba de menos su serenidad, su amor al prójimo y su callada preocupación por las personas vulnerables y las menos favorecidas. Eso lo había inducido a entrar en las fuerzas del orden y, sin duda, lo había obligado a abandonarlas cuando llegó a identificarse tanto con las víctimas que se le hizo insoportable.

Un segundo cheque por valor de diez mil dólares había llegado a casa la noche anterior, pero yo, pese a lo que le había prometido a Mercier, continuaba intranquilo. Compadecía a Curtis Peltier, lo compadecía sinceramente, pero dudaba que fuese capaz de darle lo que él quería; quería recuperar a su hija, tal como había sido, y conservarla a su lado para siempre. El recuerdo que guardaba de ella había quedado empañado por la clase de muerte que había sufrido, y quería limpiar esa mancha.

Pensé también en la mujer de Exchange Street.

¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío? La respuesta acudió a mi mente y la aparté como algo indeseado.

¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío?

Alguien que no siente frío.

Alguien que no puede sentir frío.

Apuré el café y, sentado a mi escritorio, intenté ponerme al día con el papeleo atrasado, pero Curtis Peltier y su hija me venían una y otra vez al pensamiento, junto con el niño pequeño y la mujer rubia. A la postre, todo se reducía a colocar las pesas en una balanza: a un lado, mi propio malestar; al otro, el dolor de Curtis Peltier.

Alcancé las llaves del coche y fui a Portland.

Peltier vivía en una casa de piedra rojiza en Danforth Street, cerca de la hermosa Mansión Victoria, de estilo italiano, de la que era una réplica en miniatura. Supuse que la compró en su época de bonanza, y probablemente era lo único que le quedaba. Esa zona de Portland, que abarcaba las calles Danforth, Pine, Congress y Spring, era donde se afincaban los ciudadanos prósperos en el siglo XIX. Era lógico, imaginé, que Peltier se sintiese atraído por el barrio cuando se enriqueció.

Desde fuera, la casa ofrecía una apariencia imponente, pero los jardines estaban descuidados y en los marcos de puertas y ventanas la pintura se veía desconchada. Yo nunca llegué a entrar en la casa con Grace. Según tenía entendido, la relación con su padre empezó a tambalearse en la adolescencia y ella mantenía su vida familiar lejos de todos los demás aspectos de su existencia. Su padre la adoraba, pero ella se mostraba remisa a corresponderle, como si su afecto la agobiase. Grace había sido siempre una persona de una voluntad férrea, dotada de una determinación y una fortaleza interior que a veces la llevaban a comportamientos dolorosos para quienes tenía alrededor, aun cuando no fuese su intención herirlos. En el momento en que decidió excluir a su padre de su vida, él no tuvo más remedio que apartarse. Más tarde supe por amigos comunes que Grace había vencido gradualmente su resentimiento y que la relación entre ambos se había estrechado en los años previos a su muerte, pero los motivos del anterior distanciamiento seguían sin estar claros.

Llamé al timbre y oí cómo resonaba dentro de la enorme casa. Una silueta se dibujó detrás del cristal esmerilado y un anciano abrió la puerta, tenía los hombros demasiado estrechos para la amplia camisa roja y se sujetaba el pantalón de color tostado con unos tirantes negros justo por encima de la cadera, muy por debajo de la cintura, lo que le daba aspecto de payaso pequeño y triste.

– ¿Señor Peltier? -pregunté.

Movió la cabeza en un gesto de asentimiento a modo de respuesta. Me identifiqué enseñándole la licencia.

– Me llamo Charlie Parker. Jack Mercier me ha dicho que posiblemente esperaba usted mi visita.

El rostro de Curtis Peltier se iluminó un poco. Mientras se atusaba el cabello y se arreglaba el cuello de la camisa se apartó para dejarme entrar. La casa olía a humedad. Una fina capa de polvo cubría parte de los muebles del vestíbulo y el comedor, situados a la izquierda. El mobiliario parecía de buena calidad pero nada del otro mundo, como si las mejores piezas ya se hubiesen vendido y la única función de las que quedaban fuese llenar lo que, de lo contrario, sería un espacio vacío. Lo seguí hasta la cocina, pequeña y clara, con revistas atrasadas esparcidas por las sillas, tres paisajes a la acuarela en las paredes y una cafetera que impregnaba el aire con aroma a vainilla. El paisaje de los cuadros me resultaba vagamente familiar; parecían vistas de la misma zona, pintadas desde tres ángulos distintos en apagados tonos marrones y rojos. Árboles desnudos convergían por encima de una extensión de agua oscura y, a lo lejos, unas colinas se difuminaban bajo un cielo encapotado. En el ángulo de cada pintura se leían las iniciales GP. No sabía que Grace pintase.

Unos cuantos libros de bolsillo amarilleaban en el alféizar de la ventana y había un sillón junto a una chimenea abierta de hierro fundido, repleta de leños y papel para que no se viese vacía cuando no se usaba. El anciano llenó dos tazas de café y sacó un plato de galletas de un armario. A continuación, en un gesto de disculpa, apartó las manos de los costados y sonrió.

– Tendrá que perdonarme, señor Parker -dijo, y se señaló la camisa, el pantalón descolorido y los pies, calzados con sandalias y calcetines-. No esperaba visita tan temprano.

– No se preocupe -contesté-. A mí, el técnico de la televisión por cable me sorprendió un día mientras intentaba matar una cucaracha y no llevaba puestas más que las zapatillas.

Sonrió agradecido y se sentó.

– ¿Le ha hablado Jack Mercier de mi hija? -preguntó sin andarse por las ramas.

Le estaba mirando a la cara cuando pronunció el nombre de Mercier y advertí una oscilación, como el parpadeo de la llama de una vela expuesta súbitamente a una corriente de aire.

Asentí.

– Lo siento.

– No se suicidó, señor Parker. Me da igual lo que digan los demás. Pasó conmigo el fin de semana anterior a su muerte y nunca la había visto tan contenta. No se drogaba. No fumaba. Por Dios, ni siquiera bebía, o al menos nada más fuerte que una cerveza sin alcohol. -Tomó un sorbo de café mientras se frotaba el dedo índice de la mano izquierda con el pulgar en un movimiento rítmico y constante. Tenía un callo blanco en la piel a causa del continuo roce.

Saqué el bolígrafo y el cuaderno y escribí mientras Peltier hablaba. La madre de Grace había muerto cuando ella tenía trece años. Tras una serie de empleos sin porvenir, Grace volvió a la universidad y desde hacía un tiempo preparaba la tesis doctoral, que analizaba la historia de ciertos movimientos religiosos en el estado. Recientemente había vuelto a vivir con su padre y viajaba a Boston para visitar la biblioteca cuando era necesario.

– ¿Sabe con quién estuvo hablando? -pregunté.

– Siempre llevaba sus notas encima, así que no sabría decirle -respondió Peltier-. Sin embargo, me consta que tenía una entrevista en Waterville un día o dos antes de… -Su voz se apagó.

– ¿Con quién? -insté con delicadeza.

– Carter Paragon -contestó-. Ese individuo que está al frente de la Hermandad.

La Hermandad era un montaje de orientación marcadamente popular que presentaba programas de medianoche en la televisión por cable y pagaba a ancianas por meter en sobres panfletos religiosos a cinco centavos el sobre. En su reclamo publicitario, Paragon sostenía que era capaz de curar dolencias leves con sólo pedir a los espectadores que tocasen la pantalla del televisor con las manos, o al menos con una mano, ya que la otra la tendrían ocupada llamando al número gratuito de la Hermandad a fin de donar la voluntad para mayor gloria de Dios. Lo único que Carter Paragon había curado alguna vez era el exceso de saldo en una cuenta bancaria.

Como cabía prever, Carter Paragon no era su nombre verdadero. En realidad se llamaba Chester Quincy Deedes: ése era el nombre que constaba en su partida de nacimiento y en sus antecedentes penales, antecedentes que incluían, básicamente, uso fraudulento de tarjetas de crédito, estafas a compañías aseguradoras, participación indirecta en un timo a pensionistas y un par de detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol. Cuando algún periodista hostil sacaba a relucir el tema, el rebautizado Carter Paragon admitía que había pecado, que ni siquiera había buscado a Dios, pero que Dios, a pesar de eso, lo había encontrado a él. Aun así, para empezar, no quedaba del todo claro por qué había ido Dios en busca de Chester Deedes, a menos que Chester hubiese conseguido robarle la cartera a Dios.

La Hermandad era, en esencia, una farsa, pero me habían llegado rumores -en su mayoría infundados- de que financiaba a grupos ultraderechistas e integristas religiosos. Varias organizaciones que presuntamente habían recibido ayuda económica de la Hermandad habían participado en piquetes y agresiones contra clínicas de abortos, líneas de ayuda para enfermos del sida, centros de planificación familiar e incluso sinagogas. Apenas se había conseguido demostrar algo: la Hermandad había ingresado cheques en las cuentas de la Coalición Americana de Activistas por la Vida, una organización bajo cuyos auspicios actuaban algunos de los grupos antiabortistas más radicales, y los Defensores de los Defensores de la Vida, un grupo de apoyo a. presos condenados por atentar contra clínicas y sus familias. Asimismo, ciertas conversaciones telefónicas grabadas después de actos violentos revelaban que elementos de tendencias fascistas, reaccionarias y fanáticas habían mantenido contacto regular con la Hermandad.

Aunque la Hermandad se apresuraba a condenar, en general, toda acción ilegal de los grupos que supuestamente financiaba, Paragon se había sentido obligado a aparecer un par de veces en programas informativos serios para negar como san Pedro un jueves por la noche, y lo había hecho vestido con un traje de un brillo untuoso y con un pequeño crucifijo de oro prendido discretamente en la solapa como si con ello pretendiese cautivar, disculparse y manipular al mismo tiempo. Tratar de forzar a Carter Paragon a adoptar una postura clara con respecto a algo era como querer fijar el humo con clavos.

Y, por lo visto, Grace Peltier había concertado una entrevista con Paragon poco antes de su muerte. Me pregunté si la entrevista se había producido, pues, de ser así, quizá mereciese la pena hablar con Paragon.

– ¿Tiene usted algunas de las notas que ella tomó para la tesis, o disquetes? -proseguí.

Peltier movió la cabeza en un gesto de negación.

– Como le he dicho, lo llevaba todo encima. Tenía previsto pasar unos días en casa de una amiga después de la entrevista con Paragon y trabajar allí en la tesis.

– ¿Sabe quién era la amiga?

– Marcy Becker -contestó de inmediato-. Es licenciada en historia, amiga de Grace desde hace mucho. Sus padres viven en Bar Harbor. Tienen un motel. Desde hace un par de años Marcy está allí con ellos y los ayuda a ocuparse del establecimiento.

– ¿Era una buena amiga?

– Mucho. O eso creía yo.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque no fue al funeral -respondió, y volví a sentir aquella punzada de culpabilidad-. Es un poco raro, ¿no cree?

– Supongo que sí -dije-. ¿Faltó a la ceremonia algún otro amigo cercano?

Pensó por un momento.

– Una chica que se llama Ali Wynn, más joven que Grace. Estuvo aquí un par de veces y, por lo visto, se llevaban bien. Grace compartió apartamento con ella en Boston y acostumbraba a alojarse en su casa cuando iba a investigar allí. Ella también estudia en Northeastern, pero trabaja a tiempo parcial en un restaurante de lujo de Harvard, el Pudding o algo así.

– ¿Upstairs at the Pudding?

Asintió con la cabeza.

– Ese mismo.

Estaba en Holyoke Street, cerca de Harvard Square. Anoté el nombre en mi cuaderno.

– ¿Tenía Grace una pistola?

– No.

– ¿Seguro?

– Completamente. Detestaba las armas.

– ¿Salía con alguien?

– No que yo sepa.

Tomó un sorbo de café y advertí que me observaba con atención por encima de la taza, como si mi última pregunta hubiese alterado su percepción de mí.

– Le recuerdo, ¿sabe? -dijo en voz baja.

Sentí cómo me sonrojaba, y al instante me vi con quince años menos y dejando a Grace Peltier frente a esa misma casa y marchándome, dando gracias por no tener que volver a verla ni abrazarla nunca más. Me pregunté qué sabía Peltier de mi relación con su hija, y mi propia preocupación por algo así me sorprendió e incomodó.

– Le pedí a Jack Mercier que preguntase por usted -prosiguió-. Usted conoció a Grace, y pensé que quizás eso lo predispondría a ayudarnos.

– De eso hace mucho tiempo -contesté con delicadeza.

– Puede ser, pero para mí es como si mi hija hubiese nacido ayer. A su madre la asistió en el parto el peor médico imaginable. No servía ni para repartidor de leche y, a pesar de él, Grace se las arregló para llegar llorando a este mundo. Todo desde entonces, el sinfín de incidentes que compusieron su vida, parece haber ocurrido en un abrir y cerrar de ojos. Si lo mira desde ese punto de vista, verá que no ha pasado tanto tiempo, señor Parker. Para mí, en cierto modo, es como si ella apenas hubiese estado aquí. ¿Investigará el asunto? ¿Intentará averiguar qué le pasó a mi hija en realidad?

Suspiré. Sentía como si estuviese metiéndome en aguas profundas justo cuando empezaba a acostumbrarme a la sensación de hacer pie.

– Lo investigaré -contesté por fin-. No le prometo nada, pero empezaré a trabajar en ello.

Hablamos un poco más de Grace y de sus amigos, y Peltier me dio fotocopia de los registros de llamadas telefónicas de los últimos dos meses, así como los extractos más recientes de las cuentas corrientes y de las tarjetas de crédito de Grace, antes de acompañarme hasta su habitación. Me dejó solo allí dentro. Probablemente era demasiado pronto para que él pasase un rato en un espacio que aún olía a Grace, que aún contenía vestigios de su existencia. Registré los cajones y los armarios, y me sentí incómodo al tomar y volver a dejar sus prendas, al oír el tintineo de las perchas cuando palpé chaquetas y abrigos. No encontré nada aparte de una caja de zapatos que contenía los recuerdos de su vida romántica: tarjetas y cartas de amantes perdidos hacía mucho tiempo y entradas de cine de citas que obviamente habían significado algo para ella. Entre todo aquello no había nada reciente, ni nada mío. Tampoco lo esperaba. Examiné los libros de las estanterías y los medicamentos del botiquín colgado sobre el pequeño lavabo que había en un rincón de la habitación. No vi anticonceptivos que indicasen la existencia de un novio estable ni fármacos de venta con receta que indujesen a pensar que padecía de depresión o ansiedad.

Cuando volví a la cocina había en la mesa, frente a Peltier, una carpeta marrón con papeles. Me la entregó. Al abrirla vi que contenía todos los informes policiales sobre la muerte de Grace Peltier, junto con el certificado de defunción y los resultados de la autopsia. Asimismo incluía fotografías de Grace en el coche, sacadas por impresora. La calidad no era buena, pero tampoco hacía falta más. La herida de la cabeza era claramente visible, y la sangre en la ventana detrás de ella parecía el nacimiento de una estrella.

– ¿Cómo ha conseguido esto, señor Peltier? -pregunté, pero casi en el instante mismo en que las palabras salieron de mi boca supe la respuesta. Jack Mercier siempre obtenía lo que quería.

– Creo que ya lo sabe -respondió. Anotó su número de teléfono en un pequeño bloc y arrancó la hoja-. Me encontrará aquí casi siempre, de día o de noche. Últimamente no duermo mucho.

Le di las gracias. Luego me estrechó la mano y me acompañó a la puerta. Me observaba aún cuando subí al Mustang y me alejé.

Aparqué en Congress y llevé los informes a Kinkos para fotocopiarlos, una precaución que había empezado a tomar recientemente con todo, desde documentos tributarios hasta notas de investigación, quedándome los originales en casa y poniendo las copias a buen recaudo por si los originales se perdían o resultaban dañados. Hacer fotocopias implicaba unas molestias y unos gastos mínimos a cambio de la tranquilidad que proporcionaba. Cuando terminé, fui al Coffee by Design y comencé a leer detenidamente los informes. A medida que avanzaba me gustaba cada vez menos lo que veía.

El informe policial enumeraba el contenido del coche, incluida una pequeña cantidad de cocaína hallada en la guantera y un paquete de tabaco sobre el salpicadero. El análisis dactiloscópico revelaba tres juegos de huellas en el paquete, y sólo uno de ellos pertenecía a Grace. Para ser una persona que no fumaba ni consumía drogas, daba la impresión de que Grace Peltier llevaba muchos narcóticos en su coche.

El certificado de defunción no aportaba gran cosa a lo que ya sabía, aunque una sección despertó mi interés. La sección 42 del formulario del certificado de defunción del estado de Maine exige al forense que atribuya la muerte a una causa entre seis: Por orden son éstas: «natural», «accidente», «suicidio», «homicidio», «pendiente de investigación» y «no ha podido determinarse».

La forense no había marcado la casilla «suicidio» como causa de la muerte de Grace Peltier. En lugar de eso había optado por «pendiente de investigación». En otras palabras, albergaba dudas suficientes acerca de las circunstancias como para solicitar a la policía del estado que prosiguiese con las indagaciones sobre la muerte. Continué con los resultados de la autopsia.

El informe dejaba constancia de las medidas del cuerpo, de la ropa, del estado físico y nutricional en el momento de la muerte, y de su aseo personal. No se habían detectado señales de abandono que pudiesen indicar un trastorno mental o drogodependencia de algún tipo. El análisis de los humores oculares no revelaba rastros de consumo de drogas o alcohol en las horas anteriores a la muerte. También los análisis de bilis y orina daban negativos, señal de que tampoco había ingerido drogas durante los tres últimos días de vida. Una muestra de sangre extraída de una vena periférica de la axila se había mezclado en un tubo de ensayo con fluoruro sódico, un compuesto que reduce la acción microbiológica capaz de aumentar o disminuir cualquier contenido alcohólico en la sangre. Nuevamente dio negativo. Grace no había bebido antes de morir.

Quitarse la vida no es fácil. La mayoría de la gente necesita la ayuda de la bebida para armarse de valor; sin embargo, Grace Peltier no había tomado una sola gota. Pese a que su padre afirmaba que era una mujer feliz, a que no había alcohol ni drogas en su organismo, y a que la autopsia no revelaba ninguna de las señales propias de la clase de personalidad trastornada propensa al intento de suicidio, aparentemente Grace Peltier se había acercado una pistola a la cabeza y se había pegado un tiro.

Una bala de calibre 40 disparada por una Smith & Wesson a una distancia no mayor de cinco centímetros había causado la herida mortal de Grace. La bala había penetrado por la sien izquierda, había quemado y desgarrado la piel y había chamuscado el pelo por encima de la herida y hecho añicos el hueso esfenoides. El orificio era un poco menor que el diámetro de la bala, ya que la epidermis, debido a su elasticidad, se había dilatado para permitir el paso del proyectil y contraído después. Se apreciaba un círculo de piel escoriada en torno al orificio, causado por la fricción, el calentamiento y el tizne de la bala, así como una magulladura alrededor.

La bala había salido por encima y ligeramente por detrás de la sien derecha, y al hacerlo había fracturado la bóveda orbital y había provocado una magulladura en torno al ojo derecho. La herida era grande y hacia fuera, con forma de estrella irregular. La irregularidad se debía a los daños causados al entrar en contacto la bala con el cráneo, que lo había deformado. En el coche sólo había sangre de Grace, y el análisis de la disposición de la mancha concordaba con la herida recibida. El examen balístico del proyectil recuperado coincidía también. Los análisis químico y microscópico de los frotis obtenidos de la piel de la mano izquierda de Grace revelaban residuos de pólvora, indicio de que ella había disparado el arma. Al hallarla, la pistola colgaba de su mano izquierda. En el asiento, junto a la mano derecha, había una Biblia.

Es un hecho constatado que las mujeres rara vez se suicidan con pistola. Aunque existen excepciones, al parecer las mujeres no sienten la misma fascinación por las armas de fuego que los hombres y tienden a elegir métodos menos manifiestamente violentos para poner fin a sus vidas. En el trabajo policial se aplica una regla muy útil: una mujer muerta de un tiro es una mujer asesinada a menos que se demuestre lo contrario. Además, los suicidas tienen ciertas preferencias al elegir dónde dispararse: la boca, la garganta, la frente, la sien o el pecho. Normalmente las descargas en la sien se producen en el lado de la mano dominante, aunque eso no es una verdad universal. Grace Peltier, como yo sabía, era diestra, y sin embargo había optado por dispararse en la sien izquierda con la mano izquierda, empuñando lo que, cabía suponer, era un arma con la que no estaba familiarizada. Según Curtis, ni siquiera tenía pistola, aunque cabía la posibilidad de que hubiese decidido comprarse una por razones que sólo ella conocería.

Los informes contenían otros tres elementos que me parecieron extraños. El primero era que Grace Peltier tenía la ropa empapada de agua cuando se halló el cadáver. Al realizarse el examen, se descubrió que era agua salada. Por algún motivo, Grace Peltier se había zambullido en el mar totalmente vestida antes de pegarse un tiro.

El segundo era que le habían cortado las puntas del pelo poco antes o, más posiblemente, después de morir, y no con unas tijeras sino con el filo de una hoja. Le habían seccionado parte de la coleta y algunos pelos sueltos habían quedado atrapados entre la blusa y la piel.

El tercero no era una inclusión sino una omisión. Curtis Peltier me había dicho que Grace llevaba consigo todas sus notas para la tesis, pero en el coche no se encontró ninguna nota.

La Biblia era un detalle sutil, pensé.

Cuando volvía al coche, sonó el móvil.

– Hola, soy yo -dijo Rachel.

– Hola, ¿qué hay?

Rachel Wolfe era una psicóloga criminalista que en otro tiempo se dedicó a la elaboración de perfiles para la policía. Se reunió conmigo en Louisiana cuando la búsqueda del Viajante llegaba a su fin y nos convertimos en amantes. No fue una relación fácil: Rachel recibió heridas graves tanto físicas como emocionales, y yo tardé mucho en asumir la culpabilidad que me provocaban mis propios sentimientos hacia ella. Ahora estábamos consolidándonos lentamente como pareja, aunque ella seguía viviendo en Boston, donde investigaba y dirigía seminarios en Harvard. Habíamos hablado de pasada un par de veces sobre su posible traslado a Maine, pero nunca habíamos ahondado en el tema.

– Tengo una mala noticia. Este fin de semana no podré ir. Se ha convocado una asamblea extraordinaria del cuerpo docente el viernes por la tarde para hablar de los recortes presupuestarios, y casi con toda seguridad se prolongará hasta la mañana del sábado. No quedaré libre hasta el sábado por la tarde como muy pronto. Lo siento mucho.

Me sorprendí sonriendo mientras ella hablaba. Últimamente hablar con Rachel siempre me hacía sonreír.

– En realidad quizá sea mejor así. Louis me comentó que viajaría a Boston un fin de semana. Si logra convencer a Ángel para que lo acompañe, podría quedar con ellos mientras tú estás en la asamblea, y luego pasar el resto del tiempo juntos.

Ángel y Louis eran, dicho sin ningún orden en particular, homosexuales, delincuentes semirretirados, socios capitalistas en varios restaurantes y talleres mecánicos, y polos opuestos en casi cualquier sentido imaginable, a excepción de su común deleite en el caos y algún que otro homicidio. También eran amigos míos, y no precisamente por casualidad.

– El día cuatro se estrena Cleopatra en el Wang -sondeó Rachel-. Probablemente podría hacerme con un par de entradas.

Rachel era una entusiasta seguidora del Ballet de Boston y se proponía convertirme a esa clase de placeres. En cierto modo empezaba a conseguirlo, aunque con ello había provocado las ofensivas especulaciones de Ángel sobre mi sexualidad.

– Está bien, pero me debes un par de partidos de los Pirates cuando empiece la temporada de hockey.

– Hecho. Llámame para ponerme al corriente de sus planes. Puedo reservar una mesa para cenar y reunirme con vosotros tres después de la asamblea. Y miraré lo de esas entradas. ¿Algo más?

– ¿Qué tal una buena sesión de sexo desenfrenado y ruidoso?

– Se quejarán las vecinas.

– ¿Son guapas?

– Mucho.

– Bueno, si tienen envidia, veré qué puedo hacer por ellas.

– ¿Por qué no ves qué puedes hacer por mí primero?

– De acuerdo, pero cuando te agote, quizá tenga que ir en busca de placer a otra parte.

Aunque no podría asegurarlo, me pareció advertir un tono claramente burlón en su risa antes de colgar.

Cuando volví a casa, llamé al Upper West Side de Manhattan desde el teléfono fijo. A Ángel y a Louis no les gustaba recibir llamadas desde un móvil, porque -como el desdichado Hoyt estaba a punto de averiguar en carne propia- las conversaciones por móvil podían ser escuchadas o localizadas, y Ángel y Louis eran la clase de individuos que a veces se dedicaban a asuntos delicados que tal vez la policía no vería con buenos ojos. Ángel era un ladrón de casas, y muy bueno, aunque, en la actualidad, oficialmente «descansaba» gracias a las rentas conjuntas que él y Louis obtenían. La presente situación profesional de Louis era más turbia: mataba a personas por dinero, o eso hacía antes. Ahora mataba a personas a veces, pero no le preocupaba tanto el dinero como el imperativo moral que exigía esas muertes. A manos de Louis morían malas personas, y acaso el mundo estuviera mejor sin ellas. Conceptos como moralidad y justicia adquirían un sentido un tanto complicado por lo que a Louis se refería.

El teléfono sonó tres veces y a continuación una voz con todo el encanto de una serpiente silbándole a una mangosta dijo:

– ¿Qué?

La voz sonaba también un tanto entrecortada.

– Soy yo. Veo que aún no has llegado al capítulo sobre la buena educación al teléfono de aquel libro de la Señorita Modales que te regalé.

– Tiré esa mierda a la basura -contestó Ángel-. Seguramente aún intenta venderlo en Broadway algún muerto de hambre.

– Te noto la respiración entrecortada. ¿Es acaso de mi incumbencia saber qué he interrumpido?

– El ascensor está averiado. He oído el teléfono desde la escalera. He ido a un recital de órgano.

– ¿Y tú qué hacías? ¿Pasar la gorra?

– Muy gracioso.

Dudé que lo pensase de verdad. Obviamente, Louis seguía empeñado en el vano intento de ampliar los horizontes culturales de Ángel. Uno tenía que admirar su perseverancia y su optimismo.

– ¿Qué te ha parecido?

– Ha sido como pasar dos horas atrapado con el fantasma de la ópera. Me duele la cabeza.

– ¿Tienes previsto un viaje a Boston?

– Louis sí. En su opinión, es una ciudad con clase. A mí me gusta más el orden de Nueva York. Boston es como Manhattan por debajo de la calle Catorce, ya me entiendes, con todas esas callejuelas que se cruzan entre sí. Es como la Twilight Zone del Village. Ni siquiera me gustaba ir de visita cuando tú vivías allí.

– ¿Has acabado? -le interrumpí.

– En fin, supongo que ahora sí, impaciente del carajo.

– Voy a bajar este fin de semana, y quizá quede a cenar con Rachel el viernes. ¿Quieres venir?

– No cuelgues.

Oí una conversación en susurros y finalmente una grave voz masculina preguntó al otro lado de la línea:

– ¿Estás haciéndole proposiciones a mi chico?

– Dios me libre -contesté-. En mis relaciones me gusta ser el guapo, pero en este caso sería pasarse de la raya.

– Nos alojaremos en el Copley Plaza. Llámanos cuando tengáis mesa reservada.

– Cómo no, jefe. ¿Alguna cosa más?

– Ya te lo haremos saber -dijo, y se cortó la comunicación.

Era una verdadera lástima que se hubiesen deshecho del libro de la Señorita Modales.

Los extractos de las tarjetas de crédito de Grace Peltier no revelaban nada fuera de lo corriente; el registro telefónico, en cambio, incluía llamadas al motel de los padres de Marcy Becker, a un número particular de Boston que ahora estaba dado de baja pero había sido, supuse, de Ali Wynn, y varias llamadas a las oficinas de la Hermandad en Waterville. A media tarde telefoneé a ese mismo número de la Hermandad y un mensaje grabado me pidió que eligiese «uno» si quería hacer un donativo, «dos» si quería escuchar la oración grabada del día, o «tres» para hablar con una operadora. Pulsé «tres», y cuando me atendió la operadora, le di mi nombre y le pedí que me pusiera con el despacho de Carter Paragon. La operadora contestó que me pasaba con la ayudante de Paragon, la señorita Torrance. Tras un silencio, oí otra voz femenina.

– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo con el tono que cierta clase

de secretarias reserva para aquellos a quienes no tienen la menor intención de ayudar.

– Desearía hablar con el señor Paragon, por favor. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.

– ¿De algo en concreto, señor Parker?

– De una mujer llamada Grace Peltier. Creo que el señor Paragon le concedió una entrevista hace dos semanas.

– Lo siento pero ese nombre no me suena de nada. Esa entrevista no se celebró. -Si las arañas se disculpasen antes de devorar a las moscas, conseguirían aparentar mayor sinceridad que aquella mujer.

– ¿Le importaría comprobarlo?

– Como le he dicho, señor Parker, esa entrevista no se celebró.

– No, me ha dicho que el nombre no le sonaba y luego me ha dicho que esa entrevista no se celebró. Si no reconoce el nombre, ¿cómo recuerda si la entrevista se celebró o no?

Se produjo un silencio al otro lado de la línea, y me dio la impresión de que el auricular empezaba a enfriarse perceptiblemente en mi mano. Al cabo de un rato, la señorita Torrance volvió a hablar.

– Veo en la agenda del señor Paragon que había concertada una entrevista con una tal Grace Peltier, pero no vino.

– ¿La canceló ella?

– No, sencillamente no se presentó.

– ¿Puedo hablar con el señor Paragon, señorita Torrance?

– No, señor Parker, no es posible.

– ¿Puedo pedir hora para hablar con el señor Paragon?

– Lo siento. El señor Paragon es un hombre muy ocupado, pero le diré que ha llamado.

Colgó antes de que le diese mi número de teléfono, así que supuse que no tendría noticias de Carter Paragon en un futuro cercano, o ni siquiera en un futuro lejano. Al parecer me vería obligado a hacer una visita a la Hermandad, aunque, a juzgar por el tono de la señorita Torrance, mi presencia allí sería casi tan bien acogida como un burdel en Disneylandia.

Desde la lectura del informe policial me asaltaba una duda sobre el contenido del coche, de modo que alcancé el teléfono y llamé a Curtis Peltier.

– Señor Peltier, ¿recuerda si Marcy Becker o Ali Wynn fumaban? -pregunté.

Guardó silencio antes de contestar.

– Pues creo que las dos, ahora que lo dice, pero hay otra cosa que debe saber. La tesis de Grace no era de carácter general; le interesaba un grupo religioso en concreto. Los Baptistas de Aroostook, se llamaban. ¿Ha oído hablar de ellos?

– Creo que no.

– La comunidad desapareció en 1964. Mucha gente dio por supuesto que habían desistido y se habían marchado a otra parte, a algún lugar más cálido y hospitalario.

– Disculpe, señor Peltier, pero no entiendo qué quiere decir.

– Se los conocía también como Baptistas de Eagle Lake.

Recordé las noticias del norte del estado, las fotografías en los periódicos de figuras que se movían al otro lado de la cinta con que se había acordonado la escena del crimen, los aullidos de los animales.

– Los cadáveres aparecidos en el norte -susurré.

– Se lo habría dicho cuando estuvo aquí, pero acabo de verlo en el telediario -dijo-. Creo que son ellos. Creo que han encontrado a los Baptistas de Aroostook.

3

Ya vienen, los ángeles de las tinieblas, los violentos, sus alas negras contra el sol, las espadas desenvainadas. Se abren paso sin piedad entre la gran masa de la especie humana: purgando, arrebatando, matando.

No forman parte de nosotros.

La Brigada de Homicidios de Manhattan Norte, con oficinas en el número 120 de la calle Ciento Diecinueve Este, se considera un grupo de élite dentro del Departamento de Policía de Nueva York. Todos los miembros han servido durante años como inspectores de distrito antes de pasar a Homicidios tras una rigurosa selección. Son inspectores experimentados y sus insignias de oro llevan los distintivos de una larga vida en activo. Los miembros más jóvenes tienen probablemente veinte años de trabajo a sus espaldas; los más veteranos están desde hace tanto tiempo que ciertos comentarios jocosos se han pegado a ellos como lapas a las proas de barcos viejos. Como solía decir Michael Lansky, que era inspector jefe en la brigada cuando yo era un agente novato: «Cuando entré en Homicidios, el mar Muerto sólo estaba enfermo».

Mi padre también fue policía hasta el día en que se quitó la vida. Yo solía estar preocupado por mi padre. Era lo normal cuando se era hijo de un policía, o al menos era lo que rae ocurría a mí. Lo quería; sentía envidia de él: de su uniforme, de su poder, de la camaradería con sus amigos. Pero también me preocupaba por él. Siempre estaba preocupado. En la década de los setenta, Nueva York no era como el Nueva York actual: cada vez morían más policías en las calles, exterminados como cucarachas. Uno lo veía en los periódicos y en la televisión, y yo lo veía reflejado en los ojos de mi madre cada vez que, cuando mi padre estaba de servicio, sonaba el timbre de la puerta ya entrada la noche. No quería vivir de la caridad de una asociación benéfica al servicio de viudas de policías. Sólo quería que su marido llegase a casa, vivo y quejándose, al final de la jornada. También él notaba la tensión; guardaba un frasco de Mylanta en su taquilla para combatir el ardor de estómago, que padecía a lo largo de casi todo el día, hasta que con el tiempo algo se rompió dentro de él y todo acabó en un final violento.

Mi padre sólo tuvo algún contacto esporádico con la Brigada de Homicidios de Manhattan Norte. Principalmente los veía pasar mientras mantenía a la muchedumbre tras un cordón policial o mientras montaba guardia ante una puerta verificando insignias y documentos de identidad. Un sofocante día de julio de 1980, poco antes de morir, lo mandaron a un modesto apartamento en la esquina de la calle Noventa y Cuatro con la Segunda Avenida que tenía alquilado una tal Marilyn Hyde, investigadora de una compañía de seguros cercana al centro.

Su hermana, al ir a visitarla, percibió un olor fétido procedente del interior del apartamento. Cuando intentó entrar con una copia de la llave que le había dado Marilyn, descubrió que alguien había trabado la cerradura con pegamento e informó al portero, quien avisó a la policía de inmediato. Mi padre, que estaba tomando un bocadillo en una cafetería a la vuelta de la esquina, fue el primero en llegar al edificio.

Resultó que Marilyn Hyde había telefoneado a su hermana dos días antes de morir. Le contó que, mientras subía por la escalera de la boca del metro de la calle Noventa y Seis con Lexington, su mirada se cruzó con la de un hombre que bajaba. Era alto y pálido, de cabello oscuro, boca pequeña y labios finos. Llevaba un chubasquero amarillo y unos vaqueros bien planchados. Probablemente, Marilyn no le sostuvo la mirada más de un par de segundos, le dijo esa noche a su hermana, pero vio algo en los ojos del hombre que la obligó a retroceder contra la pared como si le hubiesen dado un puñetazo en el pecho. Notó humedad en las perneras del pantalón de su traje chaqueta y, al bajar la vista, se dio cuenta de que había perdido el control de sus funciones.

Un día después, por la mañana, volvió a telefonear a su hermana y le comunicó su preocupación por el hecho de que alguien la seguía. No sabía quién exactamente; era sólo una sensación. Su hermana le aconsejó que hablase con la policía, pero Marilyn se negó, aduciendo que no tenía la menor prueba ni había visto a nadie comportarse de manera sospechosa cerca de ella.

Ese día salió del trabajo antes de hora con la excusa de que se encontraba mal y regresó a su apartamento. Como a la mañana siguiente no se presentó en la oficina ni atendió el teléfono, su hermana fue a ver si le ocurría algo y desencadenó así la sucesión de acontecimientos que llevaron a mi padre hasta la puerta de la casa de Marilyn. El rellano estaba en silencio, ya que la mayoría de los inquilinos se había ido a trabajar o a disfrutar del sol veraniego. Después de llamar, mi padre desenfundó su arma y echó la puerta abajo de una patada. En el apartamento, el aire acondicionado no estaba en marcha, y el olor lo azotó con tal fuerza que la cabeza empezó a darle vueltas. Pidió al portero y a la hermana de Marilyn Hyde que se quedasen allí, y a continuación atravesó la pequeña sala de estar, pasó frente a la cocina y el cuarto de baño y entró en el único dormitorio del apartamento.

Encontró a Marilyn encadenada a la cama, con las sábanas y el suelo empapados de sangre. Las moscas zumbaban alrededor. Tenía el cuerpo abotargado por el calor, la piel manchada de verde claro en el vientre, y las venas más superficiales de los muslos y los hombros destacaban de color verde más intenso y rojo como la nervadura de las hojas en otoño. Resultaba imposible saber si había sido hermosa o no.

La autopsia reveló cien heridas de arma blanca en el cuerpo. La incisión final en la yugular había sido la causa de la muerte: las noventa y nueve anteriores no tuvieron más finalidad que desangrarla lentamente durante horas. Junto a la cama se encontró un recipiente con sal y un tarro con zumo de limón recién exprimido. El asesino los había utilizado para despertarla cada vez que perdía el conocimiento.

Aquella noche, cuando mi padre volvió a casa despidiendo aún el intenso olor al jabón con que se había limpiado los rastros de la muerte de Marilyn Hyde, se sentó a la mesa de la cocina y abrió una botella de Coors. Mi madre se había marchado en cuanto él llegó a casa, impaciente por reunirse con unas amigas que no veía desde hacía muchas semanas. La cena de mi padre estaba en el horno, pero no la tocó. En lugar de eso bebió a sorbos de la botella y permaneció largo rato en silencio. Cuando me senté ante él, sacó un refresco de la nevera y me lo entregó para que tuviese algo con que acompañarlo mientras bebía.

– ¿Qué pasa? -pregunté por fin.

– Hoy le han hecho daño a una mujer -respondió.

– ¿Una mujer que conocemos?

– No, hijo, no la conocemos, pero creo que era buena persona. Seguramente merecía la pena conocerla.

– ¿Quién ha sido? ¿Quién le ha hecho daño?

Me miró, luego extendió el brazo, me acarició el pelo y apoyó la palma de la mano levemente en mi cabeza por un momento.

– Un ángel de las tinieblas -dijo-. Ha sido un ángel de las tinieblas.

No me contó lo que había visto en el apartamento de Marilyn Hyde. Me enteré muchos años después -por mi madre, por mi abuelo, por otros inspectores-, pero nunca me olvidé de los ángeles de las tinieblas. Muchos años después me arrebataron a mi mujer y a mi hija, y el hombre que las mató creía ser, también él, un ángel de las tinieblas, el fruto de la unión entre mujeres de este mundo y quienes habían sido expulsados del cielo por su orgullo y su lujuria.

San Agustín creía que la maldad natural podía atribuirse a la actividad de seres libres y racionales pero no humanos. Nietzsche consideraba el mal una fuente de poder independiente de lo humano. Esa capacidad para hacer el mal podía existir fuera de la psique humana, y representaba una capacidad para la crueldad y el daño distinta de nuestras propias facultades, una inteligencia malévola y hostil cuyo objetivo último era minar la esencial humanidad de los hombres, despojarnos de la capacidad de sentir compasión, empatía, amor.

Creo que mi padre vio ciertos actos fruto de la violencia y de la crueldad, como la atroz muerte de Marilyn Hyde, y se preguntó si había fechorías que rebasaban incluso el potencial de los seres humanos, si había criaturas que eran a la vez superiores e inferiores a los humanos y que se cebaban en nosotros.

Eran los violentos, los ángeles de las tinieblas.

Manhattan Norte, la mejor brigada de Homicidios de la ciudad, quizás incluso de todo el país, investigó el caso de Marilyn Hyde durante siete semanas, pero no encontró el menor rastro del hombre del metro. No había más sospechosos. El hombre a quien Marilyn Hyde miró durante un segundo de más y que, según se creía, la desangró hasta matarla por puro placer había vuelto al escondrijo del que salió.

El asesinato de Marilyn Hyde permanece sin resolver, y los inspectores de la brigada, inconscientemente, escrutan aún los rostros en el metro, a veces cuando van acompañados de sus mujeres e hijos, intentando dar con el hombre de cabello oscuro y boca pequeña. Y algunos de ellos, si se les pregunta, contestarán que quizás experimentan un instante de alivio al comprobar que no está entre la gente, que su mirada no se ha cruzado con la de él, que no han entrado en contacto con ese hombre mientras tienen al lado a sus familias.

Existen personas cuya mirada debe eludirse, cuya atención no debe atraerse. Son criaturas extrañas, parásitos, almas extraviadas que pretenden salvar el abismo y establecer un contacto fatal con el flujo cálido y continuo de la humanidad. Viven en el dolor y su único cometido es infligir ese dolor a los demás. Un vistazo fortuito, la momentánea persistencia de una mirada, basta para darles la excusa que buscan. A veces es mejor mantener la vista fija en el reguero de la alcantarilla por miedo a que, en caso de levantarla, nuestra mirada se cruce con la de ellos, como formas negras recortándose contra el sol, y nos cieguen para siempre.

Y ahora, en una porción de tierra húmeda y lodosa junto a un frío lago del norte de Maine, la obra de los ángeles de las tinieblas se revelaba lentamente.

La fosa se había descubierto en los límites de las tierras de uso público conocidas como Winterville. La actividad de las cuadrillas de mantenimiento y construcción había puesto en peligro la integridad del lugar, pero ya nada podía hacerse excepto evitar daños mayores.

Aquel primer día el equipo de emergencia, tras tomar los nombres de todos los trabajadores reunidos en la orilla del lago e interrogar brevemente a cada uno de ellos, había acordonado la zona con cinta y agentes de uniforme. En un principio surgieron ciertos problemas con una de las compañías madereras que utilizaban esa carretera, pero finalmente la compañía accedió a interrumpir el paso de camiones hasta que se determinase la extensión de la fosa.

Después del examen inicial se reforzaron los diques de sacos de arena y, en un punto donde la Red River Road se ensanchaba, se estableció un puesto de mando, incluida la unidad móvil asignada a la escena del crimen, con una rigurosa política de acceso para impedir una mayor contaminación del área afectada. Se creó y se marcó con cinta un camino a través del lugar, y después se grabó en vídeo un recorrido por la zona para aleccionar a los agentes de policía que no intervendrían directamente en la investigación.

Se fotografió la escena: primero planos generales para preservar lo esencial del lugar en el momento del descubrimiento; luego tomas orientativas de los huesos visibles, y por último primeros planos de los propios huesos. La videocámara entró en juego de nuevo, esta vez para mostrar detalles de la escena en lugar de simplemente grabarla. Una vez fijado mediante una estaca metálica de un metro de altura el punto central desde donde se medirían todas las distancias y ángulos, se realizaron dibujos. Se marcaron y grabaron los límites de la Red River Road por si una futura ampliación de la carretera alteraba el territorio, y se utilizó equipo GPS para obtener una estimación por satélite de la ubicación de la escena del crimen.

Después de una última reunión, ya casi sin luz, el equipo de investigación se dispersó y dejó a los agentes de la policía del estado y a los ayudantes del sheriff para vigilar la escena. El equipo forense llegaría al amanecer y entonces se iniciaría en serio la investigación de las muertes de los baptistas de Aroostook.

Y mientras trabajaban aquel día y los días siguientes, el alboroto de los híbridos fue constante, hasta el punto de que cada noche, cuando volvían a casa e intentaban conciliar el sueño, se despertaban a causa de aullidos imaginarios y creían estar otra vez a orillas del lago con las manos frías y las botas cubiertas de barro, rodeados de los huesos de los muertos.

Esa noche, por primera vez en muchos meses, soñé, y los recuerdos de Grace y de mi padre me siguieron de la vigilia al reposo. En el sueño, yo estaba de pie en un claro con árboles desnudos alrededor y aguas heladas y resplandecientes al fondo. Sobre unos montículos de tierra recientes dispuestos sin orden, la tierra parecía cambiar de posición, como si bajo ellos se moviese algo.

Y en las ramas de los árboles se congregaron unas siluetas: figuras negras y enormes con apariencia de ave y ojos rojos, que miraban la tierra que se movía con expresión voraz. De pronto, una de ellas desplegó las alas y bajó en picado, pero, en lugar de dirigirse hacia los montículos, voló hacia mí, y entonces vi que no era un ave sino un hombre, un viejo de melena canosa y suelta y dientes amarillos, cuyas correosas alas le nacían de unos nódulos en la espalda. Tenía las piernas descarnadas, las costillas se le marcaban bajo la piel, y su arrugado órgano viril oscilaba obscenamente mientras volaba. Se cernió ante mí batiendo sus oscuras alas en la noche. Las enjutas mejillas se le tensaron y, con voz sibilante, prorrumpió: «¡Pecador!». Agitando aún las alas, escarbó en un montón de tierra con sus pies como garras hasta dejar a la vista una porción de piel blanca que despidió un resplandor translúcido bajo la luz de la luna. Abrió la boca y bajó la cabeza hacia el cuerpo, que se estremeció y se retorció mientras él lo mordía, la sangre le resbalaba por el mentón y formaba un charco en el suelo.

Después me sonrió, y al volverme para apartar la vista de aquello me vi reflejado en las aguas que se extendían ante mí. Vi mi propia cara emparejada con la luna, fundiéndose su blancura con mis hombros y mi pecho desnudos. Y en mi espalda se desplegaron unas alas oscuras y enormes y cubrieron la superficie del lago como tinta negra y espesa acallando todo indicio de vida bajo ella.

EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier

En abril de 1963 un grupo de cuatro familias abandonó sus hogares en la Costa Este y viajó hacia el norte en diversos automóviles y camiones. Recorrieron más de trescientos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de la localidad de Eagle Lake, a treinta kilómetros al sur del límite entre New Brunswick y Maine. Las familias eran los Perrson, de Friendship, al sur del pueblo costero de Rockland; los Kellog y los Cornish, de Seal Cove; y los Jessop, de Portland. Conjuntamente, pasó a conocérselos como los Baptistas de Aroostook, o a veces los Baptistas de Eagle Lake, pese a que no existen pruebas que induzcan a pensar que, a excepción de los Perrson y los Jessop, las familias fueran originariamente miembros de esa fe.

Cuando llegaron a su destino, vendieron todos los vehículos, y con el dinero reunido compraron las provisiones esenciales para las familias durante un año, hasta que la colonia fuese autosuficiente. Las tierras de la comunidad, unas quince hectáreas aproximadamente, se arrendaron a un hacendado local por un periodo de treinta años. Tras el abandono de la colonia, las tierras revirtieron a la familia del propietario original, si bien hasta fecha reciente una disputa por la demarcación de los límites ha impedido que la zona se urbanizase.

Aquel mes viajaron al norte dieciséis personas en total: ocho adultos y ocho niños, separados por sexos también a partes iguales. En Eagle Lake los recibieron: el hombre a quien conocían como Predicador (o a veces reverendo Faulkner), su esposa, Louise, y sus dos hijos, Leonard y Muriel, de diecisiete y dieciséis años respectivamente.

Fue Faulkner quien había instado a las familias, en su mayor parte campesinos y obreros pobres, a vender sus propiedades, hacer un fondo común con el dinero obtenido y trasladarse al norte para fundar una comunidad basada en estrictos principios religiosos. Varias familias más se mostraron dispuestas a emprender el viaje, impulsadas por diversos motivos como el persistente temor a la amenaza comunista, las creencias religiosas fundamentalistas, la pobreza y la incapacidad de hacer frente a lo que consideraban el deterioro moral de la sociedad que los rodeaba, así como, quizás inconscientemente, la tradición de adhesión a movimientos religiosos marginales que tan importante papel había desempeñado en la historia del estado. Estos otros solicitantes fueron rechazados en virtud del número de miembros de las familias y de las edades y sexos de los hijos. Faulkner expresó su propósito de crear una comunidad en la que los integrantes de las familias pudiesen casarse entre sí, para fortalecer de este modo los lazos entre ellas en generaciones venideras, y exigió por tanto igual número de parejas de edad similar. Las familias seleccionadas se distanciaron, en mayor o menor medida, de sus parientes, y, al parecer, no les inquietó la idea de aislarse del mundo.

Los Baptistas de Aroostook llegaron a Eagle Lake el 15 de abril de 1963. En enero de 1964 la colonia ya había sido abandonada. No volvió a encontrarse el menor rastro de las familias fundadoras ni de los Faulkner.

4

A la mañana siguiente dormí hasta tarde, pero al despertar no me sentí descansado. Conservaba un vivo recuerdo del sueño y, pese al frío de la noche, había sudado.

Decidí desayunar en Portland antes de visitar la sede de la Hermandad, pero sólo cuando me encontraba ya en el coche advertí que el indicador rojo del buzón estaba levantado. Era un poco temprano para el reparto del correo, pero no le di mayor importancia. Recorrí el camino de entrada y, cuando me disponía a tender la mano hacia el buzón, vi corretear por la hojalata algo ágil y diminuto. Era una araña pequeña y marrón con una extraña marca en forma de violín en el dorso. Tardé un momento en reconocerla: una araña violín, de la especie de las reclusas. Retiré la mano en el acto. Aunque nunca había visto una tan al norte, sabía que picaban. La aparté con un palo, pero entonces asomaron otras patas por la rendija de la tapa del buzón y una segunda araña violín salió comprimiéndose a través del estrecho espacio, seguida de una tercera. Circundé el buzón con cautela y vi más arañas, unas reptando por la base, otras descendiendo lentamente a la tierra por hebras de hilo de seda. Respiré hondo y descorrí el pasador del buzón con el palo.

Centenares de arañas minúsculas se precipitaron al exterior. Algunas cayeron sobre la hierba; otras se abrieron paso lentamente por el interior de la tapa, aferrándose a los cuerpos de las que tenían debajo. Por dentro, el buzón era un hervidero de arañas. En el centro había una caja de cartón con respiraderos a un lado por donde empezaron a escapar arañas en cuanto les dio el sol. Vi algunas arañas muertas encogidas en la caja y en los rincones del buzón, las patas contraídas contra el abdomen mientras sus congéneres las devoraban. Di un paso atrás con una sensación de repugnancia, procurando no pensar qué habría ocurrido si, en la penumbra, hubiese metido la mano en el buzón sin darme cuenta.

Fui al coche, saqué del maletero la lata de gasolina de reserva y luego tomé un Zippo de la guantera. Rocié el buzón por dentro y por fuera y también la tierra seca que lo rodeaba. A continuación, prendí una hoja de periódico enrollada y la arrojé adentro. El buzón se consumió entre las llamas al instante y empezaron a caer pequeños arácnidos achicharrados. Retrocedí cuando la hierba comenzó a arder y me acerqué a la manguera del jardín. La acoplé al grifo de fuera y mojé la hierba para contener el fuego. Después me quedé allí un rato viendo cómo ardía el buzón. Cuando tuve la seguridad de que nada había sobrevivido, sofoqué las llamas en medio del siseo que emitía la hojalata al entrar en contacto con el agua y el vapor que se elevaba en el aire. Cuando se enfrió, me calcé unos guantes de becerro y eché los restos de las arañas en una bolsa negra, que tiré al cubo de basura contiguo a la puerta trasera. Luego permanecí de pie largo rato en el borde de mi propiedad, escrutando los árboles y dando manotazos a las arañas invisibles que me corrían por la piel.

Desayuné en Bintliff's, una cafetería de Portland Street, y tracé el plan de acción para el día. Me senté en uno de los amplios reservados rojos del piso superior, con el ventilador del techo girando despacio mientras sonaba de fondo una suave música de blues. Bintliff's tiene un menú de tan alto contenido calórico que los Weight Watchers deberían plantar un piquete permanente ante la puerta; tortas de pan de jengibre con salsa al limón, biscotes a la naranja y langosta Benedict no son la clase de desayuno que contribuye a tener la cintura esbelta, aunque con toda certeza inducen a enarcar las cejas incluso al dietista menos entusiasta. Me conformé con un poco de fruta, tostadas de pan de trigo y café, y con eso me sentí virtuoso pero también un tanto triste. De todos modos, ver las arañas me había quitado el apetito. Podía haber sido cosa de algún niño para gastar una broma, supuse, pero si era así, se trataba de una broma perversa y de muy mal gusto.

Waterville, donde la Hermandad tenía su sede, estaba a medio camino entre Portland y Bangor. Pasado Bangor, podía ir al este hasta Ellsworth y el tramo de la Interestatal 1 donde se encontró a Grace Peltier. Desde Ellsworth, Bar Harbor, el pueblo de Marcy Becker, buena amiga de Grace pero ausente en el funeral, se hallaba bastante cerca yendo hacia la costa. Me terminé el café, lancé una última mirada al plato de manzanas a la canela y tostadas con pan de pasas que iba camino de una mesa junto a la ventana y luego salí y me metí en el coche.

En la acera de enfrente vi a un hombre sentado al pie de la escalinata de la central de correos. Vestía un traje marrón con camisa amarilla y corbata blanca y roja bajo un abrigo largo de color marrón oscuro. Tenía el cabello corto y rojo, apenas salpicado de gris, y tan erizado como si estuviese enchufado a una toma eléctrica. Comía un helado de cucurucho. Masticaba el helado con un inexorable y metódico movimiento de mandíbula, sin detenerse a saborearlo ni una sola vez. En su forma de mover la boca había algo desagradable, casi más propio de un insecto, y sentí que me miraba cuando abrí la puerta del coche y me senté al volante. Al apartarme del bordillo, sus ojos me siguieron. Por el retrovisor le vi volver la cabeza para observarme mientras avanzaba, moviendo aún la boca como las mandíbulas de una mantis.

La Hermandad tenía su sede oficial en el 109A de Main Street, en plena zona comercial de Waterville. En Waterville hay rincones preciosos, pero el centro es un caos, básicamente porque da la impresión de que las espantosas galerías Ames han caído del cielo sin orden ni concierto y las han dejado allí tal cual, y una amplia extensión del centro de la localidad ha quedado reducida a una especie de aparcamiento con pretensiones. Aun así, se habían conservado suficientes construcciones de piedra rojiza para sostener un cartel de bienvenida a los encantos del centro de Waterville, entre ellos las modestas oficinas de la Hermandad. Éstas ocupaban los dos pisos superiores de un edificio sin tienda en los bajos frente a Joe's Smoke Shop, encajado entre el salón de belleza Head Quarters y la cafetería Jorgensen's. Dejé el coche en el aparcamiento de Ames y crucé la calle a la altura de Joe's. Junto a la puerta de cristal cerrada del 109A había un portero automático con un pequeño objetivo de ojo de pez debajo. Una placa metálica sujeta al marco de la puerta llevaba grabadas las palabras:

LA HERMANDAD. DEJA QUE EL SEÑOR TE GUÍE. A un lado había un pequeño estante con un fajo de folletos. Después de tomar uno y guardármelo en el bolsillo llamé al timbre, y, en respuesta, oí una voz entre interferencias. Se parecía sospechosamente a la de la señorita Torrance.

– ¿En qué puedo servirle?

– He venido a ver a Carter Paragon -contesté.

– Lamento decirle que el señor Paragon está ocupado.

El día acababa de empezar y yo experimentaba ya una sensación de déjà vu.

– Pero yo he dejado que el Señor me guíe hasta aquí -protesté-. No querrá hacer quedar mal a Dios, digo yo.

Del altavoz sólo me llegó el silencio que sigue cuando se interrumpe la comunicación. Volví a llamar.

– ¿Sí? -Su irritación era palpable.

– Quizá podría esperar a que el señor Paragon se desocupe.

– No es posible. Esto no es un organismo municipal. Para ponerse en contacto con el señor Paragon primero debe solicitarlo por escrito. Buenos días.

Me dio la impresión de que un buen día para la señorita Torran-ce sería probablemente un día más bien malo para mí. También me chocó que en el transcurso de la conversación no me hubiese preguntado mi nombre ni el motivo de la visita. Podía deberse sólo a mi suspicacia natural, pero habría dicho que la señorita Torrance ya sabía quién era yo sin ningún género de dudas. Más aún, sabía cómo era y me había reconocido.

Rodeé la manzana hasta Temple Street, calle a la que daban las oficinas de la Hermandad por la parte trasera. Allí encontré un reducido aparcamiento con el cemento del suelo resquebrajado y hierbajos en las grietas, dominado por un árbol seco bajo el que había dos depósitos de gas propano. La puerta de atrás del edificio era blanca y las ventanas estaban cubiertas de tela metálica. La negra escalera de incendios de hierro parecía tan decrépita que a los ocupantes les valdría más arriesgarse con las llamas que bajar por ella. Daba la impresión de que la puerta trasera del 109A no se había abierto en mucho tiempo, lo cual significaba que los vecinos de la finca entraban y salían por la puerta de Main Street. En el aparcamiento había un Explorer 4x4 rojo. Al escudriñar el interior por la ventanilla, vi en el suelo una caja que contenía aparentemente más folletos religiosos sujetos con gomas elásticas. Recurriendo a mis más elementales dotes deductivas, llegué a la conclusión de que había encontrado el medio de transporte de la Hermandad.

Regresé a Main Street, compré un par de periódicos y el último ejemplar de Rolling Stone y me dirigí a Jorgensen's, donde tomé asiento en una mesa situada en alto sobre una plataforma junto a la cristalera. Desde allí disponía de una vista perfecta de la entrada del 109A. Pedí café y un bollo y me recosté contra el respaldo a leer y esperar.

Los periódicos informaban ampliamente sobre el hallazgo de St. Froid, pero apenas añadían algo nuevo a lo que ya había visto en los noticiarios de la televisión. Aun así, alguien había rescatado una antigua fotografía de Faulkner y de las cuatro primeras familias que viajaron al norte con él. Era un hombre alto, de cabello oscuro y largo, cejas negras muy rectas y mejillas hundidas, vestido con sencillez. Incluso en la fotografía se adivinaba en él un innegable carisma. Debía de tener cerca de cuarenta años, y su esposa alguno más. Sus hijos, un chico y una chica de diecisiete y dieciséis años respectivamente, estaban de pie ante él. Debió de tenerlos muy joven.

Aun sabiendo que la fotografía era de la década de los sesenta, parecía que aquellas personas habían quedado inmovilizadas en cualquier instante de los últimos cien años. Había algo de atemporal en ellos y en su fe en la posibilidad de escapar, veinte personas humildemente ataviadas que soñaban con una utopía consagrada a la mayor gloria de Dios. Según el breve pie de foto, el dueño de las tierras, un hombre religioso también, había cedido el usufructo a la comunidad por dos dólares la hectárea al año, pagados por adelantado para el plazo fijado en el contrato de arrendamiento. El traslado a un lugar tan septentrional garantizaba prácticamente que la congregación gozara de una total privacidad. El pueblo más cercano era Eagle Lake, al norte, pero se encontraba ya en decadencia, con los aserraderos cerrados y la población diezmada. A la postre, el turismo salvaría la zona, pero en 1963 Faulkner y sus seguidores tendrían que valerse básicamente por sí mismos.

Me concentré en el folleto de la Hermandad. En esencia, era una perorata destinada a suscitar la reacción adecuada en los lectores: a saber, que entregasen todo el dinero suelto que llevasen encima en ese momento, más cualquier otra cantidad prescindible cuya donación dejase sus extractos bancarios en números redondos. En la portada había una interesante ilustración medieval, al parecer una representación del Juicio Final: demonios cornudos desgarraban los cuerpos desnudos de los condenados bajo la mirada de Dios, en lo alto, rodeado de un puñado de buenas personas que, cabía suponer, sentían un gran alivio. Me fijé en que los condenados superaban a los salvados en una proporción de cinco a uno aproximadamente. Así las cosas, las probabilidades de salvación para la mayoría de la gente que yo conocía eran más bien escasas. Bajo la ilustración se leía una cita: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; se abrieron unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras (Apocalipsis 20:12)».

Dejé a un lado el folleto y me alegré de haber comprado Rolling Stone. Dediqué la hora siguiente a decidir quiénes entre los buenos y no tan buenos del panorama de la música moderna tenían opción a entrar en el espacio de la salvación en la otra vida. Había elaborado ya una lista bastante amplia cuando, poco después de la una y media, salieron de las oficinas de la Hermandad una mujer y un hombre. El hombre era Carter Paragon: lo reconocí por el pelo oscuro y lustroso peinado hacia atrás, el traje gris reluciente y la actitud untuosa. Sólo me sorprendió que no dejara a su paso una estela de plata.

La mujer que lo acompañaba era alta y probablemente de su misma edad: poco más de cuarenta. El cabello, lacio y castaño oscuro, le caía hasta los hombros y llevaba el cuerpo oculto bajo un abrigo azul de lana. Su rostro no podía considerarse muy atractivo en un sentido convencional; tenía la mandíbula demasiado angulosa, la nariz demasiado ancha, y los músculos maxilares desarrollados en exceso, como si mantuviese los dientes apretados permanentemente. Llevaba maquillaje blanco y carmín de color rojo intenso, como un graduado de la escuela de payasos, aunque si lo era, nadie se reía. Calzaba zapato plano y, aun así, medía cerca de un metro ochenta y le sacaba a Paragon al menos diez centímetros. Al dirigirse hacia Temple Street cruzaron una extraña mirada. Daba la impresión de que Paragon la trataba con deferencia y advertí que él retrocedía rápidamente cuando ella se dio la vuelta tras comprobar que la puerta quedaba bien cerrada, como si temiese interponerse en su camino.

Dejé cinco dólares en la mesa, salí a Main Street y me encaminé tranquilamente hacia el Mustang. Había estado tentado de abordarlos en la calle, pero sentía curiosidad por saber adónde iban. El Explorer rojo salió a Temple y luego pasó por delante de mí a través del aparcamiento en dirección sur. Lo seguí a cierta distancia hasta que llegó a Kennedy Memorial Drive, donde dobló a la derecha por West River Road. Dejamos atrás el instituto de enseñanza secundaria de Waterville y el campo de golf de Pine Ridge antes de que el Explorer girase de nuevo a la derecha por Webb Road. Hasta ese momento me había mantenido a un par de automóviles por detrás, pero allí fue el único que se desvió a la derecha. Me rezagué tanto como pude y creí que los había perdido cuando apareció ante mí un tramo de carretera vacío después de pasar junto al aeródromo. Cambié de sentido y desanduve un trecho hasta que vi el destello de las luces de freno del Explorer a unos doscientos metros a mi derecha. Había tomado por Eight Rod Road y en ese instante entraba en el camino de acceso de una casa particular. Llegué a tiempo de ver cómo se cerraba la verja de acero negro y desaparecía la carrocería roja del 4x4 bordeando una modesta casa blanca de dos plantas con postigos negros en las ventanas y molduras negras en el hastial.

Me detuve frente a la verja, aguardé unos cinco minutos y llamé al interfono del poste. Noté que llevaba incorporado otro objetivo de ojo de pez y lo tapé con la mano.

– ¿Sí? -contestó la voz de la señorita Torrance.

– Mensajero de UPS -dije.

Siguió un breve silencio mientras la señorita Torrance se preguntaba qué pasaba con la cámara de la verja, y finalmente dijo que enseguida salía. Había albergado la vaga esperanza de que me dejase entrar, pero me contenté con mantener la mano sobre la cámara y el cuerpo oculto. No me asomé hasta que la señorita Torrance estuvo cerca de la verja. No pareció alegrarse mucho al verme, pero me costaba imaginar que llegara a alegrarse mucho de ver a cualquier persona. El mismísimo Jesucristo habría recibido una fría acogida por parte de la señorita Torrance.

– Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado. Desearía ver a Carter Paragon, por favor. -Estas palabras empezaban a adquirir carácter de mantra, aunque sin el menor asomo de la serenidad que suele asociarse a éste.

La señorita Torrance adoptó una expresión tan dura que podría haber cortado diamantes.

– Ya le he dicho antes que el señor Paragon no tiene tiempo para recibirle -respondió.

– El señor Paragon es muy escurridizo, por lo que parece -comenté-. ¿Lo desinfla y lo guarda en una caja cuando no se lo necesita?

– Lamentablemente no tengo nada más que decirle, señor Parker. Haga el favor de marcharse o llamaré a la policía. Está usted acosando al señor Paragon.

– No -corregí-. Estaría acosando al señor Paragon si pudiese dar con él. Como no puedo, no me queda más remedio que seguir acosándola a usted, señorita Torrance. Se llama señorita Torrance, ¿verdad? ¿No es usted feliz, señorita Torrance? Desde luego no lo parece. De hecho, parece tan poco feliz que está consiguiendo que yo también me sienta infeliz.

La señorita Torrance me echó el mal de ojo. -Váyase a la mierda, señor Parker -musitó.

Me incliné hacia ella en actitud de confidencialidad.

– Sepa que Dios la oye hablar de esa manera.

La señorita Torrance giró sobre sus talones y se alejó. Por detrás ofrecía mucho mejor aspecto que por delante, lo cual no era mucho decir.

Me quedé allí un rato, mirando a través de los barrotes como un invitado no deseado. Aparte del Explorer, sólo había otro vehículo en el camino de acceso de la casa de Carter Paragon, un Honda Civic azul en estado lastimoso. No parecía la clase de coche que conduciría un hombre de la talla de Carter Paragon, así que quizás era el medio de locomoción que empleaba la señorita Torrance cuando no hacía de chófer de su superior. Regresé al Mustang, escuché un programa de música clásica en la NPR y continué leyendo Rolling Stone. Empezaba a preguntarme si sería lo bastante optimista como para comprar cien condones por 29,99 dólares cuando se detuvo un Acura blanco detrás de mí. Un hombre alto vestido con chaqueta negra, vaqueros, camisa blanca y corbata de seda negra se acercó a la puerta del Mustang y golpeteó el cristal con los nudillos. Bajé la ventanilla, miré la insignia y el nombre junto a la foto y sonreí. Recordé haber leído el nombre en el informe policial sobre Grace Peltier. Era el inspector John Lutz, el responsable del caso, sólo que Lutz estaba adscrito a la BIC III y trabajaba desde Machias, en tanto que Waterville, en rigor, pertenecía a la circunscripción de la BIC II.

Curiorífico y rarífico, como diría Alicia.

– ¿En qué puedo ayudarle, inspector Lutz? -pregunté.

– ¿Puede apearse del coche, caballero, si es tan amable? -dijo, y retrocedió cuando abrí la puerta.

Mantenía el pulgar de la mano derecha prendido del cinturón, apartándose la chaqueta a un lado con los otros dedos para enseñar la culata de su H &K calibre 45. Medía entre un metro ochenta y cinco y un metro noventa y estaba en buena forma, con el vientre liso bajo la camisa. Tenía los ojos castaños, la piel ligeramente bronceada, y el cabello y el bigote, también castaños, se veían bien recortados. Su mirada delataba que rondaba los cuarenta y cinco años.

– Dese la vuelta, apoye las manos en el coche y separe las piernas -ordenó.

Cuando me disponía a protestar, me empujó bruscamente, obligándome a girar y lanzándome contra el costado del coche. Su agilidad y su fuerza me pillaron por sorpresa.

– Calma -dije-. Me salen moraduras con facilidad.

Me cacheó pero no encontró nada digno de mención. No iba armado, cosa que, creo, le decepcionó. Sólo se había quedado con mi cartera.

– Ya puede volverse, señor Parker -dijo cuando acabó.

Mientras examinaba mi licencia me echó un par de vistazos, como si desease descubrir suficientes elementos de duda sobre su validez que le diesen un pretexto para llevarme detenido.

– ¿Por qué anda merodeando frente a la casa del señor Paragon, señor Parker? -preguntó-. ¿Por qué acosa a sus empleados?

No sonreí. Hablaba con voz grave y bien modulada. Se parecía un poco a la de Carter Paragon, pensé.

– Pretendía concertar una entrevista -respondí.

– ¿Por qué?

– Soy un alma descarriada que busca orientación.

– Si quiere encontrarse, quizá debería buscar en otra parte.

– A dondequiera que vaya, allí estoy yo.

– Es una desgracia.

– He aprendido a convivir con ello.

– Dudo que tenga otra alternativa, pero el señor Paragon sí la tiene. Si él no quiere verle, usted debería aceptarlo y marcharse en el acto.

– ¿Sabe algo acerca de Grace Peltier, inspector Lutz?

– ¿Y eso a usted qué le importa?

– Me han contratado para investigar las circunstancias de su muerte. Alguien me dijo que usted podía saber algo al respecto. -Dejé flotar en el aire el doble sentido, su ambivalencia, como el tictac de una bomba de relojería entre nosotros. Lutz tamborileó con los dedos en el cinturón por un momento, pero ése fue el único indicio de que podría perder la calma.

– Creemos que la señorita Peltier se suicidó -dijo-. No buscamos a nadie en relación con el incidente.

– ¿Interrogó a Carter Paragon?

– Hablé con el señor Paragon. No llegó a conocer a Grace Peltier.

Lutz se desplazó un poco hacia la izquierda. El sol brillaba a sus espaldas y él se situó de modo que los rayos pasasen por encima de su hombro y me dieron directamente a los ojos. Levanté la mano para protegerme de la luz y volvió a acercar la suya a la pistola.

– Eh, eh -dijo.

– Lo veo un poco nervioso, ¿no, inspector? -Bajé la mano con cuidado.

– El señor Paragon a veces atrae a elementos peligrosos -contestó-. A menudo los hombres buenos se ven amenazados por sus creencias religiosas. Es nuestra obligación protegerle.

– ¿No debería ocuparse de eso la policía de Waterville? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– La secretaria del señor Paragon ha preferido ponerse en contacto conmigo. La policía de Waterville tiene cosas mejores en qué emplear el tiempo.

– ¿Y usted no?

Sonrió por primera vez.

– Es mi día libre, pero puedo dedicarle unos minutos al señor Paragon.

– Las fuerzas del orden nunca descansan.

– Exacto, duermo con los ojos abiertos. -Me devolvió la cartera-. Váyase ahora mismo, y que no vuelva a verlo por aquí. Si quiere una entrevista con el señor Paragon, diríjase a él en horas de oficina, de lunes a viernes. Su secretaria le ayudará encantada, estoy seguro.

– Su fe en ella es admirable, inspector.

– La fe siempre es admirable -contestó y se encaminó hacia su coche.

Ya prácticamente había llegado a la conclusión de que el inspector Lutz no me caía bien. Me pregunté qué ocurriría si lo provocaba. Decidí averiguarlo.

– Amén -dije-. Pero si no tiene inconveniente, preferiría quedarme aquí y leer mi revista.

Lutz se detuvo, entonces se abalanzó hacia mí al instante. Vi venir el puñetazo, pero me hallaba de espaldas contra el coche y sólo pude echarme a un lado para encajar el golpe en las costillas en lugar del abdomen. Me golpeó con tal fuerza que creí oír el chasquido de una costilla, y una punzada me recorrió la mitad inferior del cuerpo lanzando ondas expansivas hasta los dedos de los pies. Reclinado contra el Mustang, me desplomé despacio y me quedé sentado en la calzada mientras un dolor sordo se me propagaba por el abdomen y el bajo vientre. Tenía ganas de vomitar. A continuación, Lutz tendió las manos hacia mí y me presionó justo debajo de las orejas con los pulgares y los índices. Estaba utilizando técnicas que paralizaban causando dolor pero sin dejar rastro físico, y yo lancé un alarido cuando me obligó a levantarme.

– No se burle de mí, señor Parker -dijo-. Y no se burle de mi fe. Ahora suba al coche y márchese.

La presión remitió. Lutz se dirigió hacia su coche y se sentó en el capó a esperar. Miré la casa de Paragon y vi que una mujer me observaba desde una ventana del piso superior. Antes de entrar en el coche, habría jurado que vi sonreír a la señorita Torrance.

El Acura blanco de Lutz avanzaba detrás del Mustang hasta que salí de Waterville y tomé la I-95 en dirección norte, pero el dolor y la humillación que sentí hicieron que su recuerdo me acompañase hasta Ellsworth. El Puesto del Condado de Hancock, sede de la Unidad J de la policía estatal, se había encargado en primera instancia del hallazgo del cadáver de Grace Peltier. Era un edificio pequeño en la Interestatal 1 con un par de coches patrulla azules aparcados delante. Un sargento llamado Fortin me informó de que el agente Voisine había encontrado el cadáver en un solar conocido como Happy Acres, donde estaba prevista la construcción de nuevas viviendas. Voisine había salido de patrulla, pero Fortin me dijo que se pondría en contacto con él y le pediría que se reuniese conmigo en el solar. Le di las gracias y luego, siguiendo sus indicaciones, me dirigí hacia el norte hasta llegar a Happy Acres.

La compañía Estate Executives anunciaba la futura creación de «carreteras y vistas», aunque de momento sólo había caminos de tierra surcados de roderas y la vista dominante era de árboles secos o caídos. Aún quedaban restos de cinta agitados por el viento donde encontraron el coche de Grace, pero aparte de eso nada indicaba que la vida de una mujer joven había acabado en aquel lugar. Sin embargo, al mirar alrededor, algo me inquietó: desde allí no veía la carretera. Regresé al Mustang y lo conduje por el camino hasta encontrarme más o menos en el sitio donde debía de haber estado el coche de Grace. Encendí los faros, volví a pie a la carretera y miré atrás.

Seguía sin poder verse el coche, y tampoco se veía la luz de los faros a través de los árboles.

Mientras estaba en el arcén, un coche patrulla azul se detuvo junto a mí y el agente se apeó.

– ¿Señor Parker? -preguntó.

– ¿Agente Voisine? -Le tendí la mano y él la aceptó.

Era aproximadamente de mi misma estatura y edad, con entradas en el pelo, una sonrisa de desdén, y una pequeña cicatriz triangular en la frente. Me sorprendió mirándola y se llevó la mano derecha a la cabeza para frotársela.

– Paré a una mujer por exceso de velocidad y me golpeó con un zapato de tacón -explicó-. Le pedí que bajase del coche, se tambaleó, y cuando tendí la mano para ayudarla, recibí el taconazo en la frente. A veces la cortesía no compensa.

– Como dicen algunos -comenté-, hay que disparar primero contra las mujeres.

Su sonrisa vaciló, pero enseguida la recuperó en parte.

– ¿Es usted forastero? -preguntó.

«Forastero.» Hacía tiempo que no oía esa expresión. En la región, la palabra «forastero» incluía a cualquier persona procedente de un lugar a más de media hora en coche. También podía aplicarse a todo aquel cuyos lazos de parentesco en la zona no se remontasen como mínimo cien años atrás. Había gente que tenía a sus abuelos enterrados en el cementerio más cercano y a la que seguía considerándosela «forastera», si bien no era un término tan ofensivo como «urbanita», el epíteto preferido por los lugareños para calificar a la gente de la ciudad que se trasladaba al nordeste a fin de entrar en contacto con la vida rural.

– Soy de Scarborough -contesté.

– Ah. -Voisine no parecía impresionado. Se reclinó contra su coche, tomó un paquete de Quality Light del bolsillo de la camisa, sacó un cigarrillo y me ofreció el paquete. Negué con la cabeza y me quedé observando mientras lo encendía. Quality Light: más le habría valido tirar el tabaco e intentar fumarse el envoltorio.

– ¿Sabe? -dije-, si esto fuese una película, fumar lo convertiría de forma automática en el malo.

– ¿Ah, sí? -repuso-. Procuraré recordarlo.

– Tómelo como un consejo práctico para la lucha contra el crimen.

Por alguna razón, básicamente gracias a mi empeño, la conversación parecía haber adquirido un cariz de cierto antagonismo. Observé a Voisine mientras me examinaba a través de la nube de humo del cigarrillo, como si la mutua antipatía que sin duda sentíamos se hubiese materializado entre nosotros.

– Dice el sargento que quiere hablarme de la mujer aquella, Grace Peltier -comentó Voisine por fin.

– Así es. Tengo entendido que usted fue el primero en llegar a la escena del crimen.

Asintió con la cabeza.

– Había mucha sangre, pero vi que tenía el arma en la mano y pensé: suicidio. Fue lo primero que pensé, y resultó que no me equivocaba.

– Por lo que sé, aún no se ha establecido la causa de la muerte.

Me miró con cara de perplejidad y se encogió de hombros.

– ¿La conocía? -preguntó.

– Un poco -contesté-. La conocí hace mucho tiempo.

– Lo siento. -Ni siquiera trató de poner la menor emoción en sus palabras.

– ¿Qué hizo al encontrarla?

– Notifiqué el hecho y me quedé esperando.

– ¿Quién fue el siguiente en llegar?

– Otra patrulla, la ambulancia. El médico dictaminó la muerte en el acto.

– ¿Algún inspector?

Echó la cabeza atrás como quien de pronto cae en la cuenta de que ha olvidado algo importante. Fue un gesto curiosamente teatral.

– Claro. De la BIC.

– ¿Recuerda su nombre?

– Lutz. John Lutz.

– ¿Llegó aquí antes o después que la segunda patrulla?

Voisine volvió a encogerse de hombros.

– Supongo que estaba en la zona.

– Posiblemente -dije-. ¿Había algo en el coche?

– No entiendo la pregunta.

– Un bolso, un maletín…, esas cosas.

– Había una bolsa de viaje con una muda y un neceser, un billetero…, cosas así.

– ¿Nada más?

Un ruido seco brotó de la garganta de Voisine antes de que empezase a hablar.

– No.

Le di las gracias. Acabó el cigarrillo, tiró la colilla al suelo y la aplastó con el tacón. Cuando volvía a su coche, dije:

– Sólo una pregunta más, agente.

Me acerqué. Se detuvo en el momento de subir al coche y me miró fijamente.

– ¿Cómo la encontró?

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que si vio el coche desde la carretera. Yo no veo mi coche desde aquí y lo he dejado poco más o menos en el mismo sitio. Simplemente me preguntaba cómo consiguió encontrarla teniendo en cuenta que estaba oculta por los árboles.

Por un momento guardó silencio. La cortesía profesional había desaparecido, y no supe con certeza a qué había dado paso. El agente Voisine tenía actitudes difíciles de interpretar.

– En esta carretera el exceso de velocidad es una infracción habitual -dijo por fin-. A veces paro aquí a esperar. Así la encontré.

– Ah -dije-. Eso lo explica. Gracias por su tiempo.

– No hay de qué -contestó.

Cerró la puerta, arrancó y cambió de sentido para dirigirse hacia el norte. Me coloqué en la calzada y me aseguré de que me veía por el retrovisor hasta desaparecer.

Apenas había tráfico en la carretera de Ellsworth a Bar Harbor mientras me adentraba por la creciente oscuridad del atardecer. La temporada turística aún no había comenzado, con lo cual los lugareños tenían el pueblo sólo para ellos. En las calles reinaba el silencio, la mayoría de los restaurantes estaba cerrada, y había un equipo de excavación en el parque, donde montones de tierra se alzaban donde antes estaba el césped. En Main Street, la librería Sherman's seguía abierta, y era la primera vez que veía vacío el Ben & Bill's Chocolate Emporium, que incluso ofrecía un descuento del cincuenta por ciento en todas las golosinas. Si intentaban algo así después del Día de los Caídos, a finales de mayo, la gente moriría en la avalancha.

El motel Acadia Pines estaba situado junto al cruce de Main y Park. Era un establecimiento para turistas bastante corriente, destinado probablemente a la franja baja del mercado. Se componía de un único bloque de dos pisos en forma de L pintado de amarillo y blanco y contaba con alrededor de cuarenta habitaciones. En el aparcamiento sólo había otros dos coches y se percibía cierta desesperación en la ferocidad con que resplandecía y zumbaba el rótulo habitaciones libres. Al bajar del coche noté que el dolor del costado apenas era ya una molestia apagada, pero cuando me examiné a la luz del salpicadero, vi que tenía todavía en la piel la huella de los nudillos de Lutz.

En la recepción del motel me encontré tras el escritorio a una mujer vestida de azul claro, estaba viendo un programa de noticias por televisión y tenía un ejemplar abierto de TV Guide a un lado. Bebía de una taza de los Grateful Dead decorada con hileras de osos de peluche bailando y lucía en las uñas de los dedos esmalte rojo descascarillado. Llevaba el pelo teñido de color negro violáceo y le brillaba como un moretón reciente. Tenía arrugas en la cara y las manos avejentadas, pero seguramente rondaba los cincuenta y cinco a lo sumo. Cuando entré intentó sonreír, pero daba la impresión, más bien, de que alguien hubiese insertado un par de anzuelos en su labio superior y tirara suavemente.

– Hola -dijo-. ¿Busca habitación?

– No, gracias -contesté-. Busco a Marcy Becker.

Se produjo un silencio muy elocuente. En la oficina el silencio era absoluto, y, aun así, yo oía claramente los gritos en el interior de su cabeza. La observé mientras repasaba las distintas opciones de que disponía: se ha equivocado usted de sitio; no conozco a ninguna Marcy Becker; no está ni sé dónde puede encontrarla. Al final optó por una variante de la tercera posibilidad.

– Marcy no está. Ya no vive aquí.

– Entiendo -dije-. ¿Es usted la señora Becker?

Guardó silencio otra vez y luego asintió.

Me llevé la mano al bolsillo y le enseñé la licencia.

– Me llamo Charlie Parker, señora Becker. Soy detective privado. Me han contratado para investigar las circunstancias de la muerte de Grace Peltier. Creo que Marcy era amiga de Grace, ¿verdad?

Silencio. Gesto de asentimiento.

– Señora Becker, ¿cuándo fue la última vez que vio usted a Grace?

– No lo recuerdo -respondió. Tenía la voz seca y cascada, así que carraspeó y repitió la respuesta con apenas un poco más de aplomo-. No lo recuerdo. -Tomó un sorbo de café de la taza.

– ¿Fue cuando vino a recoger a Marcy, señora Becker? De eso hará un par de semanas.

– No vino a recoger a Marcy -se apresuró a decir la señora Becker-. Marcy no la ve desde hace… no sé cuánto tiempo.

– Su hija no asistió al funeral de Grace. ¿No le parece extraño?

– No sé -contestó.

La vi deslizar los dedos bajo la mesa y tensar el brazo al pulsar el botón de alarma.

– ¿Está preocupada por Marcy, señora Becker?

Esta vez el silencio se prolongó durante lo que se me antojó una eternidad. Cuando habló, su boca contestó no, pero sus ojos susurraron sí.

A mis espaldas, oí abrirse la puerta de la oficina. Al darme la vuelta vi ante mí a un hombre calvo, de corta estatura, con un suéter de golfista y un pantalón azul de poliéster. Sujetaba un palo de golf en la mano.

– ¿Le he interrumpido el recorrido? -pregunté.

Cambió de posición el palo. Parecía un hierro del nueve.

– ¿Puedo ayudarle en algo, caballero?

– Eso espero, o quizá pueda ayudarle yo -dije.

– Estaba preguntándome por Marcy, Hal -aclaró la señora Becker.

– Yo me ocuparé de esto, Francine -le aseguró su marido, aunque ni siquiera él parecía muy convencido.

– No creo, señor Becker, al menos si lo único que tiene es un palo de golf barato.

Por efecto del pánico, unas gotas de sudor le resbalaron por la frente y le entraron en los ojos. Parpadeó para limpiárselas y, acto seguido, empuñando el palo con ambas manos, lo levantó a la altura de los hombros.

– Lárguese -dijo.

Yo tenía aún la licencia a la vista en la mano derecha. Con la izquierda extraje una tarjeta de visita del bolsillo y la dejé en la mesa.

– Muy bien, señor Becker, como usted diga. Pero antes de marcharme permítame decirle una cosa. Es muy posible que alguien matase a Grace Peltier. Quizás esté usted diciendo la verdad, pero si no es así, sospecho que su hija sabe quién puede ser esa persona. Si yo he podido llegar a esa conclusión, también podrá llegar a ella quienquiera que haya matado a su amiga. Y si esa persona viene a hacer preguntas, dudo mucho que sea tan amable como yo. Tenga esto presente cuando me vaya.

El palo avanzó tres o cuatro centímetros.

– Se lo digo por última vez: salga de esta oficina.

Cerré la cartera, me la guardé en el bolsillo y me dirigí hacia la puerta mientras Hal Becker se me acercaba lo justo con el palo de golf a fin de mantener entre nosotros distancia suficiente para golpear.

– Tengo la sensación de que me llamará -dije al abrir la puerta y salir al aparcamiento.

– No cuente con ello -contestó Becker.

Cuando puse el coche en marcha y me alejé, seguía en la puerta con el palo en alto como un amateur frustrado con un gran handicap atascado en el búnker más extenso y profundo del mundo.

En el viaje de regreso a Scarborough repasé lo que había averiguado, que no era mucho. Sabía que Carter Paragon vivía oculto tras el velo de misterio que en torno a él había corrido la señorita Torrance y que Lutz parecía tener un interés no estrictamente profesional en mantener las cosas así. Sabía que ciertos detalles del hallazgo del cadáver de Grace por parte de Voisine me incomodaban, y la intervención de Lutz en el hallazgo me incomodaba más aún. Y sabía que Hal y Francine Becker estaban asustados. Existían múltiples razones por las que una persona podía no desear que un detective privado interrogase a un hijo suyo. Tal vez Marcy Becker era actriz porno o vendía droga a los alumnos del instituto. O tal vez su hija les había dicho que no revelasen su paradero hasta que el asunto que la preocupaba se hubiese olvidado. Aún me faltaba hablar con Ali Wynn, la amiga de Grace en Boston, pero Marcy Becker parecía ya una mujer digna de que se la vigilara.

Por lo visto, Curtis Peltier y Jack Mercier no andaban desencaminados en sus sospechas con respecto a la versión oficial de la muerte de Grace, pero también tenía la sensación de que todas las personas que había visto en los dos últimos días me mentían o escondían algo. Ya era hora de corregir la situación, y sabía por dónde empezar. A pesar del cansancio no tomé la salida de Scarborough, sino que fui primero por Congress Street, seguí por Danforth y me detuve frente a la casa de Curtis Peltier.

El anciano abrió la puerta en bata y zapatillas. Dentro oí el televisor en la cocina y, por tanto, deduje que no le había despertado.

– ¿Ha averiguado algo? -preguntó a la vez que me hacía pasar al vestíbulo y cerraba la puerta.

– No -contesté-, pero espero hacerlo pronto.

Lo seguí a la cocina y, mientras Peltier quitaba el volumen del televisor con el mando a distancia, ocupé la misma silla que el día anterior. Estaba viendo La noche del cazador, con Robert Mitchum destilando maldad en su papel de predicador psicótico con los nudillos tatuados.

– Señor Peltier -empecé-, ¿por qué rompieron Jack Mercier y usted su relación profesional?

No desvió la vista, pero cerró los ojos con un parpadeo algo más prolongado que de costumbre. Cuando volvió a abrirlos, parecía cansado.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero saber si fue por razones profesionales o personales.

– Cuando uno se asocia con un amigo, todo lo profesional es personal -contestó. Esta vez sí apartó la mirada al hablar.

– Eso no responde a mi pregunta.

Aguardé a que se explicase. El único ruido en la cocina era el que hacía al respirar. A mi izquierda, en la pantalla, los niños iban río abajo en un bote y el predicador los seguía por la orilla.

– ¿Alguna vez le ha traicionado un amigo, señor Parker? -preguntó por fin.

En esta ocasión fui yo quien se resistió a contestar.

– Una o dos veces -dije por fin en un susurro.

– ¿Cuántas, una o dos?

– Dos.

– ¿Qué fue de esos amigos?

– El primero murió.

– ¿Y el segundo?

Oí los latidos de mi corazón durante los segundos que tardé en responder. Sonaban con una estridencia inconcebible.

– Lo maté.

– O bien la traición fue muy grave, o juzga usted a los hombres con mucha severidad.

– Antes yo llevaba una vida muy tensa.

– ¿Y ahora?

– Respiro hondo y cuento hasta diez.

Sonrió.

– ¿Le da resultado?

– No lo sé. Nunca he llegado a diez.

– Sospecho, pues, que no le sirve de mucho.

– Posiblemente. ¿Quiere contarme qué pasó entre Jack Mercier y usted?

Negó con la cabeza.

– No, no quiero, pero me da la impresión de que usted ya tiene sus propias ideas al respecto.

Así era, pero me sentía tan reacio a expresarlas en voz alta como Peltier a contarme lo ocurrido. Incluso el mero hecho de pensarlas junto a aquel hombre que había perdido a su única hija en fecha tan reciente me parecía una descortesía imperdonable.

– Fue por motivos personales, ¿verdad? -pregunté con delicadeza.

– Sí, muy personales.

Lo observé con detenimiento a la luz de la lámpara, observé sus ojos, la forma de su cara, el pelo, e incluso las orejas y la nariz griega. No había en Grace nada de él, nada que yo recordase. En cambio, ella sí tenía algo de Jack Mercier. Estaba casi seguro. El parecido entre ambos me había llamado mucho la atención cuando estuve en la biblioteca y miré las fotografías de la pared, las imágenes de Jack de joven en actitud triunfal. Sí, veía a Grace en él y veía a Jack en ella. Ahora bien, no tenía la certeza absoluta, e incluso, si era verdad, decirlo heriría al anciano. Pareció adivinar lo que estaba pensando y mi respuesta a ello, porque lo que dijo a continuación lo aclaró todo.

– Era mi hija, señor Parker. -Sus ojos rebosaron dolor, orgullo y el recuerdo de una traición-. Mi hija en todos los sentidos importantes. Yo la crié, la bañé, la tomé en brazos cuando lloraba, fui a recogerla al colegio, la vi crecer, la apoyé en todo y le di las buenas noches con un beso mientras vivió conmigo. Jack apenas tuvo nada que ver con Grace, al menos mientras vivió. Pero ahora necesito que haga algo por ella y por mí, y quizá por él mismo.

– ¿Grace lo sabía?

– ¿Quiere saber si se lo conté? No. Pero usted lo ha sospechado, y ella también.

– ¿Tuvo contacto con Jack Mercier?

– Él le pagó la investigación de posgrado porque yo no podía permitírmelo. Se hizo a través de una fundación con fines educativos que creó, pero imagino que eso confirmó lo que Grace siempre había creído. A partir del momento en que recibió la beca, coincidió con él unas cuantas veces, normalmente en actos organizados por la fundación. Además, Jack le permitió consultar libros que tenía en su casa, algo relacionado con la tesis. Pero nunca hablamos del asunto de la paternidad. Era un pacto entre nosotros: Jack, mi difunta esposa y yo.

– ¿Continuaron juntos?

– Yo la quería -se limitó a decir-. Seguí queriéndola incluso después de lo que hizo. Las cosas ya nunca volvieron a ser como antes, pero sí, continuamos juntos, y yo lloré su pérdida cuando murió.

– ¿Estaba casado Mercier en el momento de…? -Dejé la frase en el aire.

– ¿En el momento de la aventura? -concluyó él-. No, conoció a su mujer unos años después y se casaron al cabo de un año o algo así.

– ¿Cree que ella sabía lo de Grace?

Peltier dejó escapar un suspiro.

– No lo sé, pero supongo que Jack debió de contárselo. Es de esa clase de hombres. Sólo le diré que a mí me lo confesó él, no mi mujer. Jack necesitaba quitarse el peso de encima. Tiene todas las flaquezas propias de los hombres con conciencia, pero ninguna de las virtudes. -Era el primer asomo de resentimiento que traslucía.

– Una pregunta más, señor Peltier. ¿Por qué decidió Grace centrar su investigación en los Baptistas de Aroostook?

– Porque dos de ellos eran parientes suyos -contestó con toda naturalidad, como si en ningún momento se le hubiese ocurrido que eso podía tener la menor trascendencia.

– No me lo mencionó -dije sin alterar la voz.

– No lo consideré importante, supongo. -Tras un titubeo, suspiró-. O quizá pensé que si se lo decía tendría que contarle lo de Jack Mercier y… -Movió la mano en un gesto de desaliento-. Los Baptistas de Aroostook fueron la causa que nos unió a Jack Mercier y a mí. Por entonces aún no éramos amigos. Coincidimos en una conferencia sobre la historia de Eagle Lake, la primera y la última a que asistimos. Fuimos más por curiosidad que por interés. Mi prima era una mujer llamada Elizabeth Jessop. El primo segundo de Jack Mercier era Lyall Kellog. ¿Le suenan de algo esos nombres, señor Parker?

Recordé el artículo del periódico del día anterior y la fotografía de las familias reunidas tomada antes de que partiesen hacia el norte, rumbo a Aroostook.

– Elizabeth Jessop y Lyall Kellog eran miembros de los Baptistas de Aroostook -contesté.

– Exacto. En cierto modo, Grace estaba emparentada con los dos a través de Jack y de mí. Por eso le interesaba tanto su desaparición. -Negó con un movimiento de cabeza-. Lo siento. Debería haberle hablado con franqueza desde el principio.

Me levanté, apoyé una mano en uno de sus hombros y le di un suave apretón.

– No -respondí-. Soy yo quien lamenta haber tenido que preguntárselo.

Cuando retiré la mano e hice ademán de dirigirme hacia la puerta, él levantó la suya para detenerme.

– ¿Cree que su muerte tiene algo que ver con los cadáveres encontrados en el norte?

Sentado ante mí, parecía menudo y frágil. Me sentí extrañamente identificado con él: los dos padecíamos la maldición de haber sobrevivido a nuestras hijas.

– No lo sé, señor Peltier.

– Pero ¿seguirá investigando? ¿Seguirá buscando la verdad?

– Seguiré investigando -le aseguré.

Mientras abría la puerta y salía a la oscuridad de la noche, volví a sentir el débil estertor de su respiración. Al mirar atrás, él continuaba sentado, con la cabeza gacha y los hombros temblorosos por la intensidad del llanto.

5

La confesión de Curtis Peltier no sólo explicaba en gran medida el comportamiento de Jack Mercier, sino que también me complicaba mucho las cosas. El lazo de sangre entre Mercier y Grace no era buena noticia.

Tampoco me esperaban buenas noticias cuando llegué a la casa de Scarborough. No habría sabido decir por qué exactamente, pero percibí algo anormal en cuanto aparqué frente a la puerta. Al principio lo atribuí a esa sensación de desorientación que lo asalta a uno al regresar a casa tras una ausencia por breve que sea, pero no era sólo eso. Parecía que alguien hubiese agarrado la casa y la hubiese desplazado un poco sobre su eje, de modo que la luz de la luna ya no la iluminaba igual que antes y las sombras se proyectaban sobre el suelo de manera distinta. El olor a gasolina que despedía el buzón me recordó lo que había ocurrido esa mañana. Encontrar arañas en el buzón ya era bastante malo, pero no sabía si sería capaz de hacer frente a la presencia de reclusas en la casa.

Me acerqué a la puerta, abrí la mosquitera y palpé la cerradura. Permanecía intacta. Introduje la llave y empujé la puerta esperando encontrar ante mí una escena desoladora, pero a simple vista no noté nada. En la casa reinaba el silencio y las puertas estaban entornadas para que corriese el aire por las habitaciones. En el vestíbulo, un viejo perchero que utilizaba para dejar el correo y las llaves había sido apartado ligeramente de la pared. Vi en el suelo con claridad las marcas donde antes descansaban las patas, ahora cubiertas de motas de polvo. En la sala de estar experimenté la misma sensación, como si alguien hubiese recorrido la casa y dejado a su paso un mínimo desorden. Habían levantado y recolocado de manera imprecisa el sofá y las sillas. En la cocina habían cambiado de sitio la vajilla y habían sacado los alimentos de la nevera y vuelto a meterlos cada cosa por su lado. Incluso habían tocado la ropa de la cama y dejado la sábana encimera mal remetida en los pies. Fui al escritorio, al fondo de la sala de estar, y creí saber qué habían venido a buscar.

Se habían llevado la copia del expediente sobre el caso.

A continuación me dediqué durante una hora a hacer algo imprevisto pero, bien pensado, natural. Fui de un lado a otro de la casa limpiando, pasando la aspiradora y barriendo, quitando el polvo y sacando brillo. Retiré las sábanas de la cama y las eché a la bolsa de la ropa sucia, junto con la pequeña selección de ropa del armario. Luego lavé todas las tazas, platos y cubiertos con agua hirviendo y los coloqué en el escurridor. Cuando acabé, el sudor me corría por el rostro, tenía las manos y la cara sucias, y la camisa se me adhería a la espalda, pero sentía que había rescatado un poco mi espacio de aquellos que habían irrumpido en él. Si no lo hubiese hecho, todo en la casa me habría parecido empañado de su presencia.

Después de ducharme y ponerme las últimas prendas de ropa que me quedaban en la bolsa de viaje telefoneé a la casa de Curtis Peltier, pero no descolgó. Deseaba prevenirle de que quienquiera que hubiese registrado mi casa podía intentar hacer lo mismo en la suya, pero me salió el contestador. Le dejé un mensaje pidiéndole que me devolviese la llamada.

Tomé el coche y llevé la ropa sucia a la lavandería de Oak Hill. Luego di la vuelta y me dirigí al guardamuebles Kraft de Gorham Road, cerca de casa. Con mi propia llave abrí uno de los trasteros que tenía allí, todavía lleno de viejos enseres de mi abuelo, junto con algunas cosas que había conservado de la casa que había compartido brevemente con Susan y Jennifer en Brooklyn. Me senté en el borde de una caja de embalar bajo la intensa luz y revisé los informes policiales uno por uno, concentrándome especialmente en aquellos que había elaborado Lutz en calidad de inspector responsable de la investigación de la muerte de Grace Peltier. Su intervención en el caso no me tranquilizó demasiado; aun así, no advertí nada en sus informes que justificase mis sospechas con respecto a él. Había realizado un trabajo más que aceptable, llegando al extremo de interrogar al esquivo Carter Paragon.

Cuando regresé a casa, fui a mi habitación y retiré una sección de zócalo de cuarenta y cinco centímetros de detrás de la cómoda. Del hueco que yo mismo había hecho saqué un paquete envuelto en hule. Contenía otros dos paquetes, uno más grande y otro más pequeño, pero no los toqué. Lo llevé a la cocina, extendí un periódico sobre la mesa y desenvolví el arma.

Era una Smith & Wesson de tercera generación modelo 1076, una versión de 10 milímetros desarrollada de forma específica para el FBI. Durante un año tuve una similar, hasta que la perdí en un lago del norte de Maine mientras huía desesperadamente para salvar la vida. En cierto modo me había alegrado de perder de vista aquella pistola. Con ella había cometido actos atroces y acabó representando todo lo peor que yo llevaba dentro.

Sin embargo, dos semanas después de perderla me llegó una nueva 1076; me la enviaba Louis y me la entregó uno de sus emisarios, un negro gigantesco con una camiseta en la que se leía KLAN killer. Louis me telefoneó una o dos horas después de la entrega.

– No la quiero, Louis -le dije-. Estoy harto de las armas, y en especial de ésta.

– Eso es lo que sientes ahora, pero ésa era tu arma -comentó-. La usaste porque no te quedaba alternativa, y la manejabas bien. Quizá llegue un día en que te alegres de tenerla.

En lugar de tirarla la envolví con el hule. Hice lo mismo con el Colt Detective Special calibre 38 de mi padre y una Heckler & Koch semiautomática de 9 milímetros para la que no tenía permiso. Luego corté la sección de zócalo y dejé las armas a buen recaudo en el hueco que había hecho para ellas. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Ahora desprendí el cargador mediante el resorte situado en el lado izquierdo de la culata. Fiel a la vieja rutina de seguridad, eché atrás la corredera por si quedaba alguna bala en la recámara. Inspeccioné ésta por la abertura del eyector, solté la corredera y apreté el gatillo. Durante media hora me dediqué a limpiar y engrasar el arma. Después la cargué y apunté hacia la puerta. Incluso totalmente cargada pesaba poco más de un kilo. Palpé el contorno con el pulgar, pasé el dedo por el número de serie, en el lado izquierdo del bastidor, y sentí un miedo inexplicable.

Todos llevamos dentro recursos oscuros, un depósito de dolor y rabia al que echar mano cuando surge la necesidad. La mayoría de nosotros no nos vemos obligados nunca, o casi nunca, a hurgar demasiado hondo en él. Así debería ser, porque recurrir a él tiene un coste, y uno pierde un poco de sí mismo en cada ocasión, una parte de aquello que uno tiene de bueno, honorable y honrado. Cada vez que se utiliza hay que ahondar un poco más, penetrar un poco más en la negrura. Criaturas extrañas se deslizan en sus profundidades, iluminadas desde dentro por una luz cegadora y alimentadas únicamente por el deseo de sobrevivir y matar. El peligro de zambullirse en ese estanque, de beber esas aguas oscuras, es que un día uno puede sumergirse tanto que ya no sea capaz de aflorar de nuevo a la superficie. Si uno se abandona a él, está perdido para siempre.

Al contemplar el arma, al sentir su poder, su vil e incontestable letalidad, me vi al borde de esas aguas negras y percibí la quemazón en la piel, oí el chapoteo de las olas que me llamaba y atraía a sus profundidades. No bajé la vista por miedo a lo que pudiera ver reflejado en la superficie.

En un esfuerzo por apartarme me levanté y escuché los mensajes del contestador. Había uno de Rachel que telefoneaba para saludarme. Le devolví la llamada de inmediato, y descolgó cuando el timbre sonó por segunda vez.

– Hola -dijo-. Ya he conseguido esas entradas para el Wang.

– Estupendo.

– No te veo muy entusiasmado.

– No he tenido muy buen día. Un policía me ha agredido por mofarme de sus creencias y otro hombre me ha amenazado con arrancarme la cabeza con un hierro del nueve.

– Parece mentira, con ese encanto natural tuyo -comentó antes de adoptar un tono más serio-. ¿Quieres contarme qué está pasando?

Le expliqué parte de lo que sabía o sospechaba hasta el momento. No mencioné a Marcy Becker, ni a Ali Wynn ni a los dos policías. Prefería no hablar de eso por teléfono, ni en una casa que había sido allanada tan recientemente por unos desconocidos.

– ¿Vas a continuar con el caso?

Guardé silencio antes de contestar. A mi lado, la Smith & Wesson despedía un resplandor apagado a la luz de la luna.

– Creo que sí -respondí en voz baja.

Rachel suspiró.

– Entonces me parece que será mejor que devuelva las entradas.

– No, no lo hagas. -De pronto deseaba estar con Rachel más que nada en el mundo, y, en todo caso, aún tenía que hablar con Ali Wynn-. Nos veremos tal como habíamos acordado.

– ¿Seguro?

– Nunca he estado tan seguro de algo.

– Muy bien, pues. Parker, sabes que te quiero, ¿verdad? -Tenía la costumbre de llamarme Parker de vez en cuando, simplemente porque ninguna otra persona cercana a mí me había llamado así nunca.

– Yo también te quiero.

– Bien. Siendo así, más vale que te cuides.

Y dicho esto colgó.

El segundo mensaje del contestador era sin duda insólito. Una voz masculina decía: «Señor Parker, me llamo Arthur Franklin. Soy abogado. Tengo un cliente muy interesado en hablar con usted». Arthur Franklin parecía un tanto nervioso, como si detrás de él, en las sombras, alguien blandiese un trozo de manguera. «Le agradecería que me llamase cuanto antes.»

Había dejado su número de teléfono particular, así que le llamé. Cuando le dije quién era, el alivio brotó de él como el aire de un neumático pinchado. Debió de darme las gracias tres veces en igual número de segundos.

– El nombre de mi cliente es Harvey Ragle -explicó sin darme ocasión a decir nada más-. Es director de cine. Tiene los estudios y la distribuidora en California, pero recientemente ha venido a vivir y a trabajar a Maine. Por desgracia, el estado de California se muestra disconforme con el carácter de su arte y ahora hay en curso una demanda de extradición. Y lo que es más, ciertos individuos al margen de la ley también se han sentido ofendidos por el arte del señor Ragle, y ahora mi cliente cree que su vida corre peligro. Tenemos una vista preliminar mañana por la tarde en el juzgado federal, y después mi cliente estará disponible para hablar con usted.

Por fin hizo un alto para tomar aire y me dio oportunidad de interrumpirlo.

– Perdone, señor Franklin, pero dudo que su cliente sea asunto mío, en estos momentos no acepto ningún caso nuevo.

– Ah, no -repuso Franklin-. No lo entiende. No se trata de un caso nuevo. Es una ayuda en el caso que le ocupa actualmente.

– ¿Qué sabe usted de mis casos?

– Dios mío -respondió Franklin-. Sabía que esto no era buena idea. Se lo dije, pero se negó a escucharme.

– ¿A quién se lo dijo?

Franklin exhaló un suspiro trémulo y profundo, como si estuviese al borde del llanto. No era precisamente Perry Mason. Por algún motivo, tenía la sensación de que Harvey Ragle estaría tomando el sol de California en un futuro cercano.

– Me pidió que le llamase cierto individuo de Boston -prosiguió Franklin-. Se dedica a la venta de cómics. Creo que usted conoce ya al caballero en cuestión.

Conocía al caballero. Se llamaba Al Z y, a todos los efectos, controlaba la mafia de Boston desde un despacho situado encima de una tienda de cómics de Newbury Street.

De pronto me hallaba metido en problemas serios.

6

Cuando me desperté, el sol que entraba resplandeciente por las ventanas salpicaba de millares de puntos luminosos el tenue tejido de las cortinas. Oía el zumbido de las abejas, atraídas por los trilliums y las hepáticas que crecían en el extremo del jardín, y por los capullos de color rosa del único manzano silvestre que señalaba el comienzo del camino de acceso.

Me duché, me vestí y luego tomé la bolsa de deporte y me dirigí a One City Center para hacer ejercicio durante una hora. En el vestíbulo me crucé con Norman Boone, uno de los agentes del ATF (la sección del Departamento de Justicia destinada al control del alcohol, el tabaco y las armas de fuego) radicado en Portland, y lo saludé con un gesto. Me devolvió el saludo, que ya era mucho, pues Boone normalmente era tan cordial como un gato en un saco. Tanto los federales como la jefatura de policía y el ATF tenían oficinas en One City Center, y saber eso contribuía a que uno se sintiese bastante seguro al utilizar el gimnasio, siempre y cuando a algún fanático resentido contra el gobierno no se le ocurriese hacer historia con una camioneta cargada de Semtex.

Intenté concentrarme en mi rutina, pero me distraía continuamente a causa de los acontecimientos de los últimos días. Acudían a mi pensamiento imágenes de Lutz, Voisine y los Becker, y tenía plena conciencia de la Smith & Wesson, dentro de su funda Milt Sparks Summer Special, que en ese momento tenía guardada en la taquilla. También era muy consciente de que Al Z se interesaba por mis asuntos, lo cual, en la escala de las «cosas buenas que pueden pasarle a una persona», aparecía en algún lugar entre contraer la lepra y tener a un inspector de hacienda instalado en casa.

Al Z había llegado a Boston a principios de los años noventa, después de varias operaciones bastante eficaces del FBI contra la mafia de Nueva Inglaterra en las que habían intervenido grabaciones en vídeo y audio y un pequeño ejército de informantes. Mientras Action Jackson Salemme y Baby Shanks Manocchio (de quien una vez se dijo que, si alguna mosca se posaba en él, pagaba alquiler) se disputaban ostensiblemente el control del negocio, ambos acosados por la vigilancia policial y los rumores de que uno de ellos, o los dos, podían estar informando a los federales, Al Z intentaba devolver la estabilidad entre bastidores, impartiendo consejos y disciplina a diestro y siniestro poco más o menos en igual medida. La posición que ocupaba formalmente en la jerarquía era un tanto imprecisa, pero, según aquellos con un interés no meramente pasajero en el crimen organizado, Al Z estaba al frente de las actividades de la mafia en Nueva Inglaterra desde todos los puntos de vista menos el nominal. Nuestros caminos se habían cruzado ya una vez, con repercusiones violentas; desde aquel momento yo vigilaba mucho dónde pisaba.

Al salir del gimnasio, fui por Congress hasta la biblioteca de la Sociedad Histórica de Maine, donde dediqué una hora a revisar todo el material disponible sobre Faulkner y los Baptistas de Aroostook. El expediente estaba a mano y aún caliente después de la última tanda de fotocopias para los medios de comunicación, pero apenas contenía algo más que vagos detalles y recortes de prensa amarillentos. El único artículo digno de mención procedía de un número de la revista Down East, publicado en 1997. El autor firmaba sólo como «G.P.». Una llamada a la redacción de Down East confirmó que la colaboradora había sido Grace Peltier.

En lo que probablemente fueron los pasos preliminares para su tesis, Grace había recopilado información sobre las cuatro familias y elaborado una breve historia de la vida y creencias de Faulkner, en su mayor parte basada en sermones no publicados y recuerdos de quienes lo habían oído predicar.

Para empezar, Faulkner no era un verdadero pastor; aparentemente lo había «ordenado» su propia grey. No era premilenarista, uno de aquellos que creen que el caos en la tierra anuncia la inminencia del Segundo Advenimiento y que los fieles, por tanto, no deben hacer nada para impedirlo. En sus prédicas, Faulkner mostraba un lúcido conocimiento de los asuntos terrenos y alentaba a sus seguidores a oponerse al divorcio, la homosexualidad, el liberalismo y prácticamente a todo aquello que los años sesenta promovieron. En este sentido delataba la influencia de John Knox, uno de los primeros pensadores del protestantismo, pero Faulkner también era discípulo de Calvino. Creía en la predestinación: Dios había elegido a quienes habían de salvarse aun antes de su nacimiento y, por tanto, las personas no podían salvarse a sí mismas fueran cuales fuesen sus buenas obras en este mundo. Sólo la fe conducía a la salvación; en este caso, la fe en el reverendo Faulkner, lo que se consideraba una consecuencia natural de la fe en Dios. Si uno era seguidor de Faulkner, tenía garantizada la salvación. Si uno lo rechazaba, tenía garantizada la condenación. Todo quedaba bastante claro.

Se adhería al punto de vista agustiniano, popular entre ciertos fundamentalistas, según el cual Dios tenía el propósito de que sus seguidores construyesen una «Ciudad en la Montaña», una comunidad consagrada a la veneración y mayor gloria del Señor. Eagle Lake se convirtió en el enclave elegido para su gran proyecto: un pueblo de sólo seiscientas almas que nunca había llegado a recuperarse del éxodo provocado por la segunda guerra mundial, cuando quienes regresaron del frente optaron por quedarse en las ciudades en vez de volver a las pequeñas localidades del norte; un lugar con una o dos carreteras aceptables y sin más electricidad en la mayoría de las casas que la que producían los generadores particulares; una comunidad donde la carnicería y la tienda de artículos de confección habían cerrado en la década de los cincuenta, y donde la mayor empresa del pueblo, el aserradero de Eagle Lake, que fabricaba bolos de madera noble, había quebrado en 1956 después de sólo cinco años en activo, y luego, desviándose hacia otras líneas de producción, había seguido en situación precaria hasta cerrar definitivamente en 1977; una pequeña localidad compuesta en su mayoría por católicos franceses, que consideraban a los recién llegados una rareza y los abandonaban a su suerte, agradeciendo cualquier pequeña suma que gastasen en simientes y víveres. Ése fue el lugar elegido por Faulkner, y ése fue el lugar donde murió su gente.

Y si parece extraño que veinte personas pudiesen llegar a alguna parte en 1963 y desaparecer menos de un año más tarde sin que volviera a saberse de ellos, conviene recordar que éste es un estado extenso, con una población aproximada de un millón de habitantes dispersos en un área de más de ochenta y cinco mil kilómetros cuadrados, en su mayor parte de terreno forestal. Pueblos enteros de Nueva Inglaterra se han visto engullidos por el bosque y han dejado de existir sin más. En otro tiempo eran localidades con calles y casas, aserraderos y escuelas, donde hombres y mujeres trabajaban, rendían culto a Dios y eran enterrados, pero hoy en día habían desaparecido, y el único vestigio de su existencia eran las ruinas de viejos muros de piedra y la anómala disposición de los árboles a lo largo de lo que antes fueron carreteras. En esta parte del mundo las comunidades iban y venían: así eran las cosas.

Este estado poseía rasgos propios y poco comunes que a veces se olvidaban, características singulares fruto de su historia y de las guerras libradas en su territorio, de los bosques y de su naturaleza elemental, del mar y de los desconocidos que las olas arrastraron hasta sus costas. Había cementerios con una sola fecha en cada lápida, en comunidades fundadas por gitanos que nunca habían nacido oficialmente y sin embargo habían muerto con la misma certeza que cualquier otro. Había pequeñas tumbas separadas de las sepulturas familiares, donde yacían los hijos ilegítimos, sin que la causa de su fallecimiento se hubiese indagado alguna vez muy a fondo. Y había tumbas vacías, sus lápidas eran monumentos a los desaparecidos, a aquellos que se habían ahogado en el mar o extraviado en el bosque y cuyos huesos descansaban ahora bajo la arena y el agua, bajo la tierra y la nieve, en lugares adonde nunca llegaría la huella del hombre.

Después de pasar uno tras otro los recortes amarillentos, los dedos me olían a moho y, sin darme cuenta, empecé a frotarme las manos en el pantalón para librarme del olor. Por lo que veía, el mundo de Faulkner no era un entorno en el que yo desease vivir, pensé al devolver el expediente a la bibliotecaria. Era un mundo donde la salvación no estaba en nuestras manos, donde no existía posibilidad de expiación; un mundo habitado por los condenados, de quienes aquellos pocos con la salvación asegurada se mantenían a distancia. Y si eran condenados no le importaban a nadie; su destino, por horrendo que fuese, no era ni más ni menos que el que merecían.

Cuando regresaba a casa, una furgoneta de UPS me siguió desde la interestatal y se detuvo detrás de mí cuando entré en el camino de acceso. El repartidor me entregó un paquete urgente del abogado Arthur Franklin a la vez que lanzaba un cauto vistazo al buzón ennegrecido.

– ¿Tiene algo contra el cartero? -preguntó.

– El correo basura -expliqué.

Movió la cabeza en un gesto de asentimiento sin mirarme mientras yo firmaba el recibo de la entrega.

– Es una lata -convino antes de apresurarse a subir a la furgoneta y regresar rápidamente a la carretera.

El paquete de Arthur Franklin contenía una cinta de vídeo. Volví a la casa y la puse. Al cabo de unos segundos empezó a sonar una música pegadiza y en la pantalla aparecieron las palabras PRODUCCIONES CHÁFALOS PRESENTA seguidas del título, Muerte de un insecto, y el crédito del director: Rarvey Hagle. La fiscalía del Condado de la Naranja tendría que rumiar un rato ese pequeño acertijo. Durante treinta minutos vi mujeres en distintos grados de desnudez aplastar con sus zapatos de tacón una amplia variedad de arañas, cucarachas, mantis y pequeños roedores. En la mayoría de los casos, los insectos y ratones parecían pegados o grapados a una tabla y forcejeaban mucho antes de morir. Pasé el resto en avance rápido, extraje la cinta y me planteé quemarla. Al final decidí devolvérsela a Arthur Franklin cuando lo viese, preferiblemente encajándosela en la boca, pero seguía sin comprender por qué Al Z había puesto a Franklin y su cliente en contacto conmigo, a menos que considerase que mi vida sexual podía estar cayendo en la monotonía.

Sin salir aún de mi asombro, preparé café, me serví una taza y me la llevé afuera para tomármela en el tocón de un árbol que mi abuelo, muchos años antes, había convertido en una mesa añadiéndole una sección transversal de roble. Me quedaba más o menos una hora libre antes de mi cita con Franklin, y había descubierto que ponerme a la mesa, donde mi abuelo y yo a veces nos sentábamos juntos, me ayudaba a relajarme y a pensar. A mi lado, la brisa agitaba suavemente las hojas del Portland Press Herald y el New York Times.

Mi abuelo tenía el pulso firme cuando hizo esta tosca mesa, cuando desbastó el roble hasta dejarlo completamente plano y aplicó después una capa de protector para que brillase al sol. Años después, esas mismas manos le temblaban y le costaba escribir.

Empezó a fallarle la memoria. Una noche lo trajo a casa un ayudante del sheriff, hijo de uno de sus antiguos compañeros en el cuerpo, que se lo encontró vagando por Old County Road, cerca del cementerio de Black Point; buscaba en vano la tumba de su esposa. A partir de ese momento contraté a una enfermera para cuidarlo.

Aún conservaba la fortaleza física; cada mañana hacía carreras de fondo y levantaba pesas. A veces corría por el jardín, a paso ligero pero constante, hasta acabar con la espalda de la camiseta empapada de sudor. Recobraría cierta lucidez durante un tiempo después de aquello, nos dijo la enfermera, hasta que el cerebro se le ofuscase de nuevo y las células siguiesen apagándose como las luces de una gran ciudad cuando empieza a salir el sol. Más que mis padres, ese anciano era quien me había guiado y había intentado convertirme en un buen hombre. Me pregunté si se sentiría decepcionado por el hombre que ahora soy.

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de un coche que se metía por el camino de acceso. Segundos después, un Cirrus negro se detuvo al borde del césped. Dentro había dos personas, un hombre al volante y una mujer en el asiento contiguo. El hombre apagó el motor y salió; la mujer continuó sentada. Tenía el sol detrás, así que en un primer momento era poco más que una silueta, fina y oscura como la hoja de un cuchillo en su funda. La Smith & Wesson estaba bajo la sección de arte del New York Times y sólo yo veía la culata. Mientras se acercaba, lo observé detenidamente, apoyando la mano con aparente despreocupación a unos centímetros de la pistola. Aquel desconocido me inquietaba, quizá por su actitud, por su evidente familiaridad con mi finca; o quizá se debiese a la mujer, que me miraba de hito en hito a través del parabrisas, la enmarañada melena de cabello castaño grisáceo cayéndole por los hombros.

O quizá fuese porque me acordé de aquel hombre comiendo un helado en una mañana fría, succionándolo febrilmente con los labios como una araña al vaciar a una mosca y observándome mientras me alejaba por Portland Street.

Se detuvo a tres metros de mí y desenvolvió con los dedos de la mano derecha algo que sostenía en la palma de la izquierda, hasta que quedaron a la vista dos terrones de azúcar. Se los echó a la boca y empezó a chuparlos; a continuación plegó cuidadosamente el envoltorio y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Vestía un pantalón marrón de poliéster ceñido mediante un cinturón barato de piel, una desteñida camisa en otro tiempo de color amarillo chillón, que tenía ahora la palidez del rostro de un enfermo de ictericia, una miserable corbata marrón y amarilla y una chaqueta a cuadros marrones también de poliéster. Un sombrero marrón le ensombrecía la cara; al detenerse se lo quitó y, sosteniéndolo con gesto relajado en la mano izquierda, se golpeteó el muslo a un ritmo lento e intencionado.

Era de estatura media, un metro setenta y cinco poco más o menos, y parecía tan consumido que la ropa le pendía suelta alrededor del cuerpo. Caminaba despacio y con cuidado, como si, en su extrema fragilidad, pudiera partírsele una pierna al menor paso en falso. A través de su cabello hirsuto, mezcla de rojo y gris, asomaban porciones de piel rosada. También tenía las cejas rojas, así como las pestañas. Sus oscuros ojos castaños, demasiado pequeños para la cara, escrutaban entre extraños repliegues de carne, como si le hubiesen estirado hacia abajo la piel de la frente y hacia arriba la de las mejillas y luego se la hubiesen cosido a las comisuras de los párpados. Debajo destacaban unas ojeras de color rojo azulado, de manera que su visión parecía depender por completo de dos estrechos triángulos de color blanco y castaño a ambos lados del puente de la nariz. Ésta era larga y la punta le colgaba casi hasta la boca. Tenía los labios muy finos y una ligera hendidura en el mentón. Debía de rondar los cincuenta años, calculé, pero presentí que aquella aparente fragilidad era engañosa. Aquéllos no eran los ojos de un hombre que teme por su seguridad a cada paso.

– Un día caluroso -comentó golpeándose aún la pierna suavemente con el sombrero.

Asentí pero no contesté.

Inclinó la cabeza en dirección a la carretera.

– Veo que ha tenido un accidente con el buzón. -Sonrió y dejó a la vista unos dientes amarillos y desiguales con un visible hueco delante, y supe de inmediato que era él quien había dejado las reclusas.

– Arañas -contesté-. Las quemé todas.

La sonrisa desapareció.

– Es una desgracia.

– Parece que se lo toma usted de manera personal.

Sin apartar de mí la mirada, masticó los terrones de azúcar.

– Me gustan las arañas -dijo.

– Desde luego arden bien -convine-. Y ahora dígame, ¿puedo ayudarle en algo?

– Eso espero -contestó-. O quizá sea yo quien pueda ayudarle a usted. Sí, estoy seguro de que puedo ayudarle.

Hablaba con un extraño tono nasal que achataba las vocales y dificultaba la localización de su acento, una tarea que se complicaba aún más si se usaban locuciones formales. La sonrisa reapareció de forma gradual, sin llegar a reflejarse en aquellos ojos de párpados carnosos. De hecho, éstos conservaban una expresión alerta y vagamente malévola, como si algo se hubiese adueñado del cuerpo de aquel hombre extravagante y anticuado, vaciándolo por dentro y controlando su avance a través de las cuencas vacías de su cabeza.

– No creo necesitar su ayuda.

Me señaló con un dedo en un gesto de discrepancia y por primera vez vi bien sus manos. Muy delgadas, tanto que resultaban ridículas, semejaban insectos por la forma en que asomaban de las mangas de la chaqueta. Daba la impresión de que el dedo corazón medía doce centímetros de largo y, al igual que los demás, acababa en punta: no sólo parecía que tuviese la uña afilada, sino que todo el dedo parecía estrecharse cada vez más. Las uñas debían de medir cinco milímetros en su parte más ancha y las tenía manchadas de un color negro amarillento. Por debajo de los nudillos le nacía un vello rojo y corto que se extendía hasta cubrir casi todo el dorso de la mano y desaparecer en mechones bajo la manga. Le confería un extraño carácter animal.

– Vaya, vaya, caballero -dijo, e hizo ondear los dedos del mismo modo que levanta a veces un arácnido las patas cuando se siente acorralado. Sus movimientos no parecían guardar relación con sus palabras ni con el lenguaje del resto de su cuerpo. Eran como criaturas autónomas que de algún modo conseguían adherirse a un huésped y sondear sin cesar y con sutileza el mundo que las rodeaba-. No se precipite. Admiro la independencia como el que más, se lo aseguro. Es una cualidad digna de elogio en un hombre, caballero, una cualidad digna de elogio, no me malinterprete, pero puede inducirle a uno a cometer temeridades. Peor aún, caballero, peor aún: puede llevarlo a vulnerar los derechos de quienes viven a su alrededor sin saberlo siquiera. -Adoptó un tono de horror por la conducta de tales hombres y movió la cabeza en un lento gesto de desaprobación-. Usted mismo es un ejemplo, viviendo a su aire y causando a otros con ello dolor y malestar. Eso es pecado, caballero; eso es un pecado, ni más ni menos.

Aún sonriente, cruzó sus delgados dedos ante el vientre y aguardó mi respuesta.

– ¿Quién es usted? -pregunté. También mi voz delataba cierto horror. Aquel individuo era a la vez cómico y siniestro, como un mal payaso.

– Permítame que me presente -dijo-. Me llamo Pudd, señor Pudd, para servirle.

Me tendió la mano derecha para saludarme, pero no la acepté. No pude. Me repugnaba. Un amigo de mi abuelo metió una vez una araña lobo en una caja de cristal, y un día me aposté con el hijo de aquel hombre a que le tocaba una pata. La araña se apartó casi en el acto, pero me dio tiempo de percibir su textura peluda y el cuerpo articulado. Fue una experiencia que no deseaba repetir.

La mano quedó suspendida en el aire por un momento, y una vez más su sonrisa vaciló fugazmente. A continuación, el señor Pudd retiró la mano y los dedos se escabulleron bajo su chaqueta. Deslicé la mano derecha unos centímetros y agarré la pistola bajo los periódicos, a continuación retiré el seguro con el pulgar. El señor Pudd no pareció advertir el movimiento, o al menos no dio señales de ello, pero tuve la impresión de que algo cambiaba en su actitud hacia mí, como una viuda negra que cree haber acorralado a un escarabajo y de pronto descubre que está mirando a los ojos a una avispa. Su chaqueta se tensó mientras buscaba bajo ella con la mano y vi el revelador bulto de un arma.

– Preferiría que se marchase -dije sin levantar la voz.

– Lamentablemente, señor Parker, sus preferencias personales tienen poco que ver con esto. -La sonrisa se desvaneció y sus labios se contrajeron en una mueca de exagerado dolor-. A decir verdad, caballero, yo preferiría no estar aquí. Éste es un deber ingrato, pero por desgracia me lo ha impuesto usted con sus desconsiderados actos.

– No sé de qué me habla.

– Le hablo del acoso al señor Carter Paragon, de la falta de respeto por la labor de la organización que él representa, y de la insistencia por relacionar la desafortunada muerte de una mujer con esa misma organización. La Hermandad es una entidad religiosa, señor Parker, con los derechos que nuestra justa constitución otorga a tales entidades. Conoce usted la constitución, ¿verdad, señor Parker? Ha oído hablar de la Primera Enmienda, ¿verdad?

A lo largo de su alocución, el señor Pudd mantuvo en todo momento un tono sosegado y razonable. Se dirigía a mí como un padre a un niño descarriado. Tomé nota mentalmente de que debía añadir el término «paternalista» a los de «repulsivo» e «insecto» en la lista de calificativos referentes al señor Pudd.

– Ésa, y la Segunda Enmienda -dije-, de la que seguramente usted también ha oído hablar. -Retiré la mano de debajo del periódico y lo encañoné con la pistola. Me alegró comprobar que no me temblaba la mano.

– Esto me parece muy lamentable, señor Parker -contestó con tono dolido.

– Coincido con usted, señor Pudd. No me gusta que entren personas armadas en mi propiedad, ni que me vigilen mientras me ocupo de mis asuntos. Es de mala educación, y me pone nervioso.

El señor Pudd tragó saliva, sacó los dedos del interior de la chaqueta y apartó las manos del cuerpo.

– No era mi intención ofenderle, pero los siervos del Señor sufrimos el acoso de nuestros enemigos en todas partes.

– Dios le protegerá mejor que un arma, ¿no cree?

– El Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos, señor Parker -contestó.

– Dudo que el Señor vea con buenos ojos el allanamiento de morada -repliqué, y el señor Pudd enarcó una ceja de manera casi imperceptible.

– ¿Está acusándome de algo?

– ¿Acaso tiene algo que confesar?

– A usted no, señor Parker. A usted no.

Sus dedos fluctuaron de nuevo en el aire lentamente, pero esta vez el movimiento parecía tener una finalidad y me pregunté cuál era el significado. No lo comprendí hasta que oí abrirse la puerta del coche y vi avanzar por el césped la sombra de la mujer. Me puse en pie al instante y retrocedí empuñando la pistola con ambas manos a la altura del hombro, apuntada hacia el pecho del señor Pudd.

La mujer se acercó desde detrás de Pudd por el lado izquierdo. No habló, pero llevaba la mano bajo el chaquetón negro. No iba maquillada y tenía la tez muy pálida. Bajo el chaquetón, vestía una falda plisada que le cubría casi hasta los tobillos y una sencilla blusa blanca desabrochada en el cuello, donde llevaba un pañuelo negro anudado alrededor de la garganta. En su aspecto se apreciaba algo desagradable en extremo, una fealdad interior que se filtraba por los poros y le contaminaba la piel. La nariz era demasiado fina para aquel rostro, los ojos demasiado grandes y demasiado blancos, los labios extrañamente abotargados. Tenía la barbilla desdibujada y hundida en los pliegues de carne del cuello. En su cara no se movía un solo músculo.

El señor Pudd volvió un poco la cabeza hacia ella sin apartar de mí la mirada.

– Creo que el señor Parker nos tiene miedo, ¿sabes, querida?

La mujer no cambió de expresión. Se limitó a seguir avanzando.

– Dígale que retroceda -musité, pero sin darme cuenta fui yo quien dio otro paso atrás.

– ¿Y si no qué? -preguntó el señor Pudd sin levantar la voz-. No va a matarnos, señor Parker. -Sin embargo alzó los dedos de la mano izquierda para indicar a la mujer que se detuviese, y ella obedeció.

En tanto que el señor Pudd tenía la mirada alerta, y su malevolencia esencial parecía velada por una tenue bruma de buen humor, los ojos de su acompañante eran como los de una muñeca, vidriosos e inexpresivos. Los fijó en mí y tomé conciencia de que, pese a tener un arma en la mano, era yo quien corría peligro.

– Saque la mano del chaquetón, muy despacio -le ordené, apuntándola a ella por un momento y luego otra vez a él para mantenerlos a raya a los dos-. Y será mejor que esté vacía cuando aparezca.

La mujer no se movió hasta que el señor Pudd asintió con la cabeza.

– Haz lo que te dice.

Ella reaccionó de inmediato y sacó la mano vacía del chaquetón, con cuidado pero sin ningún temor.

– Y ahora, señor Pudd -continué-, dígame quién es usted exactamente.

– Represento a la Hermandad -respondió-. En su nombre le pido que dé por concluida su intervención en este asunto.

– ¿Y si no lo hago?

– En ese caso nos veremos obligados a tomar medidas. Podríamos implicarlo en un litigio muy costoso en términos de dinero y tiempo, señor Parker. Contamos con excelentes abogados. Ésa no es la única opción a nuestro alcance, claro está. Hay otras. -Esta vez la advertencia era explícita.

– No veo razones para un conflicto -dije imitando su peculiar tono y manera de hablar-. Sólo quiero averiguar qué le ocurrió a Grace Peltier y creo que el señor Paragon puede ayudarme en ese cometido. -El señor Paragon está muy atareado con la obra del Señor.

– ¿Cosas que hacer, personas que desplumar?

– Es usted un hombre irreverente, señor Parker. El señor Paragon es un siervo del Señor.

– Hay que ver lo mal que está el servicio hoy día.

El señor Pudd dejó escapar un extraño bufido, la expresión audible de la agresividad contenida que percibía dentro de él.

– Si habla conmigo y contesta a mis preguntas, le dejaré en paz -dije-. Vive y deja vivir, ése es mi lema.

Sonreí, pero él no me devolvió el favor.

– Con el debido respeto, señor Parker, no creo que ése sea su lema. -Abrió la boca un poco más y casi escupió-. No lo creo en absoluto.

Señalé con la pistola.

– Lárguese de mi propiedad, señor Pudd, y llévese a esa amiga suya tan habladora.

Eso fue un error. A su lado, la mujer se movió de pronto hacia la izquierda e hizo ademán de saltar sobre mí; tenía la mano izquierda tensa como las garras de un halcón mientras la derecha se desplazaba hacia el interior del abrigo. Bajé la pistola y disparé entre los pies del señor Pudd, lo que provocó un lluvia de tierra y la desbandada de los pájaros de los árboles cercanos. La mujer se detuvo cuando el señor Pudd extendió la mano y le sujetó el brazo.

– Quítate el pañuelo, querida -dijo sin desviar la mirada de la mía.

La mujer permaneció inmóvil por un instante; luego se desató el pañuelo negro y lo sostuvo lánguidamente con la mano izquierda. Tenía el cuello surcado de cicatrices, costurones de color rosa pálido causantes de tal grado de deformidad, que dejarlos a la vista sería invitar a cualquiera que pasara por su lado a quedárselos mirando.

– Ábrela bien, querida -dijo el señor Pudd.

La mujer abrió la boca y dejó a la vista unos dientes pequeños y amarillos, las encías rosadas y una masa roja y desgarrada al fondo de la garganta que era lo que le quedaba de la lengua.

– Ahora canta. Permite al señor Parker que te oiga cantar.

Abrió la boca y movió los labios, pero no surgió de ella el menor sonido. Sin embargo siguió entonando una canción que se oía sólo en su cabeza, con los ojos entornados en una expresión de éxtasis, meciendo suavemente el cuerpo al son de aquella música muda, hasta que el señor Pudd levantó la mano y ella cerró la boca al instante.

– Antes tenía una voz hermosísima, señor Parker, muy delicada y pura. Se la arrebató un cáncer de garganta, un cáncer de garganta y la voluntad de Dios. Quizá fue una extraña bendición, una visitación del Señor para poner a prueba su fe y confirmarla en el único camino verdadero hacia la salvación. Al final, creo, sirvió esencialmente para aumentar su amor al Señor.

Yo no compartía su fe en aquella mujer. La rabia que anidaba en su interior era tangible, la ira por el dolor que había padecido, la pérdida que había sufrido. Había consumido cualquier capacidad de amor que en otro tiempo hubiese poseído, y ahora se veía obligada a mirar fuera de sí misma para alimentarla. Ese dolor nunca se aplacaría, pero su carga sería más tolerable haciéndoselo experimentar también a los demás.

– Pero a mí me gusta decirle que eso le ocurrió porque su voz despertaba la envidia de los ángeles -concluyó el señor Pudd.

Tuve que aceptar su palabra. No veía en ella nada más capaz de suscitar la envidia de los ángeles.

– Bueno -dije-, al menos le queda la belleza.

El señor Pudd no respondió, pero por primera vez asomó a sus ojos auténtico odio. Fue sólo un destello fugaz, que desapareció tan deprisa como su efímera y habitual expresión de falso buen humor. Aun así, lo que había titilado brevemente en sus ojos cobró forma de magnífica y brutal conflagración en los de la mujer; en las pupilas de ésta vi arder iglesias, con los fieles todavía dentro. El señor Pudd pareció percibir la violencia contenida que emanaba de ella, porque se volvió y le rozó la mejilla suavemente con el dorso peludo de un dedo.

– Nakir mía -susurró-. Calla.

Ella reaccionó a la caricia con un breve parpadeo, y me pregunté si serían amantes.

– Vuelve al coche, querida. Nuestra misión aquí ha concluido de momento.

La mujer me miró una vez más y se alejó. El señor Pudd hizo ademán de seguirla, pero se detuvo y se volvió hacia mí.

– No es prudente que siga con esto. Le aconsejo por última vez que dé por concluida su intervención en el asunto. -Demándeme -respondí.

El señor Pudd negó con la cabeza.

– No, por desgracia ya hemos llegado demasiado lejos para eso. Me temo que volveremos a vernos en circunstancias menos favorables para usted. -Levantó las manos-. Voy a sacar del bolsillo una tarjeta de visita, señor Parker. -Sin esperar respuesta extrajo una pequeña caja de plata del bolsillo derecho de la chaqueta. La abrió con una sacudida y sacó una tarjeta de visita blanca, que sostuvo con delicadeza por una esquina.

Una vez más me tendió la mano, pero ahora no vaciló. Aguardó con paciencia hasta que me vi obligado a aceptar la tarjeta.

Al agarrarla, movió un poco la mano y las yemas de sus dedos rozaron los míos. Di un respingo involuntariamente al producirse el contacto y el señor Pudd movió la cabeza en un parco gesto de asentimiento, como si de algún modo hubiese constatado una sospecha.

En la tarjeta sólo podía leerse Elias Pudd en letra redonda negra. No constaba el número de teléfono ni la dirección ni el cargo. El dorso de la tarjeta estaba en blanco.

– Su tarjeta no dice mucho de usted, señor Pudd -comenté.

– Al contrario, lo dice todo de mí, señor Parker. Me temo que es usted quien no la lee correctamente.

– A mí lo único que me dice es que es usted tacaño o minimalista -contesté-. Además, es irritante, pero eso tampoco lo dice en la tarjeta.

Por primera vez el señor Pudd exhibió una sonrisa sincera, que dejó a la vista sus dientes amarillentos y le iluminó los ojos.

– A su manera sí lo dice -afirmó, y chasqueó con la lengua.

Lo mantuve encañonado hasta que se subió al coche y la extraña pareja desapareció en medio de una nube de humo y gases de escape que pareció teñir la luz del sol que la traspasaba con sus rayos.

Los dedos empezaron a llenárseme de ampollas casi en el instante en que se alejaron. Al principio fue sólo una sensación de ligera irritación, pero pronto se convirtió en dolor verdadero y me aparecieron pequeños bultos en las yemas y la palma de la mano. Me apliqué hidrocortisona, pero la irritación persistió durante casi todo el día, un escozor intenso y molesto allí donde la tarjeta y los dedos del señor Pudd me habían tocado la piel. Con unas pinzas introduje la tarjeta en un sobre de plástico, lo cerré y lo dejé en la mesa del vestíbulo. En mi viaje a Boston le pediría a Rachel que la hiciese examinar.

7

Dejé la pistola bajo la rueda de repuesto en el maletero del Mustang antes de encaminarme hacia la granítica mole del juzgado Edward T. Gignoux en la esquina de Newbury y Market. Crucé el detector de metales, subí por la escalera de mármol hasta la Sala 1 y tomé asiento en una de las sillas del fondo.

Las últimas filas de bancos estaban ocupadas por lo que, en tiempos menos ilustrados, podría haberse descrito como el reparto de un espectáculo de fenómenos de feria. Había cinco o seis personas de muy corta estatura, dos o tres mujeres obesas y un cuarteto de mujeres viejísimas vestidas como busconas. Las acompañaba un hombre calvo, enorme y musculoso, que debía de medir un metro noventa y cinco y pesar más de ciento treinta kilos. Todos parecían prestar mucha atención a lo que ocurría en el estrado.

Ya había empezado la sesión y un abogado, supuse que Arthur Franklin, discutía alguna cuestión legal con el juez. Al parecer existía en California una orden de busca y captura contra su cliente por diversos delitos, entre ellos violación de la ley de propiedad intelectual, crueldad contra los animales y evasión de impuestos, y tenía tantas probabilidades de eludir una pena de prisión como los pavos de llegar vivos al día de Acción de Gracias. Lo dejaron en libertad bajo una fianza de cincuenta mil dólares y con la obligación de comparecer ante ese mismo juez antes de fin de mes, momento en el que se tomaría una decisión definitiva en cuanto a su extradición. Después todos se pusieron en pie y el juez se marchó por una puerta que había detrás de su butaca de piel marrón.

Recorrí el pasillo central seguido de cerca por el hombre musculoso, y me presenté a Franklin. Contaba poco más de cuarenta años y vestía un traje azul bajo el que sudaba ligeramente. Tenía el cabello de color negro intenso, y los ojos, bajo las pobladas cejas, mostraban la expresión de pánico de un ciervo ante las luces de un camión que se acerca.

Por su parte, Harvey Ragle, sentado junto a Franklin, no era como lo había imaginado. Rondaba los cuarenta años y llevaba un traje ocre bien planchado, una camisa blanca y limpia con el cuello desabrochado y unos mocasines de color rojizo. Tenía el pelo castaño y rizado, muy corto, y no exhibía más joyas que un reloj de oro de Raymond Weil con correa de piel marrón. Estaba recién afeitado y se había rociado con loción Armani como si la regalasen. Se levantó y me tendió la mano, que parecía haber pasado por una manicura.

– Harvey Ragle -dijo-. Director ejecutivo de Producciones Cháfalos. -Me dedicó una cálida sonrisa dejando a la vista los dientes, de una blancura sorprendente.

– Encantado -contesté-. Sintiéndolo mucho, no puedo darle la mano. Según parece, he tocado algo desagradable.

Mostré mis dedos ampollados y Ragle palideció. Para ser un hombre que se ganaba la vida aplastando criaturas diminutas, tenía un alma muy sensible. Abandoné la sala detrás de ellos, después de detenernos por un momento para que las ancianas, las mujeres obesas y los enanos, por turno, lo abrazaran y le desearan buena suerte. Luego cruzamos el pasillo y entramos en la sala de reuniones para abogados 223, contigua a la Sala 2. El hombre enorme, que se llamaba Mikey, esperó fuera con las manos cruzadas al frente.

– Protección -explicó Franklin cuando cerramos la puerta.

Nos sentamos a la mesa y fue Ragle quien habló primero.

– ¿Ha visto mi trabajo, señor Parker? -preguntó.

– ¿El vídeo de aplastamientos, señor Ragle? Sí, lo he visto.

Ragle dio un ligero respingo, como si acabase de echarle aliento a ajo.

– No me gusta esa expresión. Yo hago películas eróticas de toda clase, y soy como un padre para mis actores. Esas personas que había hoy en la sala son estrellas, señor Parker, estrellas.

– ¿Los enanos? -pregunté.

Ragle sonrió con expresión melancólica.

– Son personas pequeñas, pero con mucho amor que ofrecer.

– ¿Y las ancianas?

– Tienen mucha energía. Con la edad sus apetitos han aumentado en lugar de disminuir.

«Santo cielo», pensé.

– ¿Y ahora hace películas como la que me mandó su abogado?

– Sí.

– En las que aparece gente pisando insectos.

– Sí.

– Y ratones.

– Sí.

– ¿Le gusta su trabajo, señor Ragle?

– Mucho -respondió-. ¿He de interpretar eso como desaprobación?

– Llámeme mojigato, pero a mí eso me parece morboso, además de cruel y probablemente ilegal.

Ragle se inclinó y me golpeteó la rodilla con el dedo índice. A duras penas me contuve para no rompérselo.

– Sin embargo, la gente mata insectos y roedores a diario, señor Parker -dijo-. Algunos incluso sienten un extraordinario placer al hacerlo. Por desgracia, en cuanto admiten ese placer e intentan reproducirlo de alguna manera, nuestras fuerzas del orden, con una absurda tendencia a la censura, intervienen y los penalizan. No olvide, señor Parker, que, en este estado mismo, dejamos morir a Wilhelm Reich en la cárcel por vender sus «cajas de sexo» desde Rangeley. Forma parte de nuestra historia penalizar a quienes buscan satisfacción sexual por medios poco ortodoxos.

Se reclinó en su asiento y me dirigió una sonrisa radiante.

Yo se la devolví.

– Creo que el estado de California no es el único que tiene serias dudas sobre la legitimidad de lo que usted hace.

La aparente tranquilidad empezó a venirse abajo y pareció palidecer bajo su piel bronceada.

– Esto…, sí -dijo. Tosió y alcanzó un vaso de agua que había en la mesa ante él-. Por lo visto, un caballero en particular tiene graves objeciones contra algunas de mis producciones más…, digamos especializadas.

– ¿Y quién es?

– Se hace llamar señor Pudd -intervino Franklin.

Procuré mantener una expresión neutra.

– No le gustaron las películas de arañas -añadió.

Imaginé la razón.

La aparente tranquilidad que Ragle había mostrado hasta entonces se vino abajo del todo, como si la mención de Pudd lo hubiese llevado por fin a admitir la realidad de la amenaza a que se enfrentaba.

– Quiere matarme -gimoteó-. No quiero morir por mi arte.

Así pues, Al Z sabía algo de la Hermandad y de Pudd, y había considerado oportuno guiarme en dirección a Ragle. Por lo visto, tenía otra buena razón para viajar a Boston aparte de Rachel y la escurridiza Ali Wynn.

– ¿Cómo supo de usted?

Ragle sacudió la cabeza con gesto airado.

– Tengo un proveedor, un hombre que me suministra roedores e insectos y, cuando es necesario, arácnidos. Estoy convencido de que él le habló de mí a ese individuo, ese señor Pudd.

– ¿Qué razón tenía para hacerlo?

– Desviar la atención de sí mismo. Creo que el señor Pudd se enfurecería tanto con quien me vendiese esas criaturas como conmigo.

– Así que ese proveedor le facilitó a Pudd su nombre y luego pretextó que no sabía lo que usted planeaba hacer con los bichos.

– Eso es, sí.

– ¿Cómo se llama el proveedor?

– Bargus. Lester Bargus. Tiene una tienda en Gorham especializada en reptiles e insectos exóticos.

Dejé de tomar nota.

– ¿Lo conoce, señor Parker? -preguntó Franklin.

Asentí. Lester Bargus era lo que solía llamarse «dos kilos de mierda en un saco de un kilo». Era la clase de tipo que consideraba patriótico ser estúpido y llevar a su madre a Denny's a celebrar el aniversario del nacimiento de Hitler. Lo recordaba de mi época en el instituto de educación secundaria de Scarborough, cuando me quedaba de pie junto a la cerca que delimitaba el campo de fútbol, con el gran logotipo de los Redskins en el marcador, y me preparaba para afrontar una paliza. Esos primeros meses fueron los más difíciles. Yo sólo tenía catorce años y hacía dos meses que había muerto mi padre. Los rumores nos siguieron al norte: que mi padre había sido policía en Nueva York; que había matado a dos personas, un chico y una chica, disparándoles pese a que ni siquiera iban armados; que posteriormente se metió la pistola en la boca y apretó el gatillo. Lo empeoraba el hecho de que todo eso era verdad; no había forma de eludir la acción de mi padre, como no la había de explicarla. Los había matado, sin más. Ignoro qué vio al apretar el gatillo contra ellos. Estaban provocándole, intentando hacerle perder la paciencia, pero desconocían cuáles serían las consecuencias. Después mi madre y yo huimos al norte, de regreso a Scarborough, junto al padre de ella, que también había sido policía, y los rumores nos pisaron los talones como perros rabiosos.

Tardé un tiempo en aprender a defenderme, pero lo conseguí. Mi abuelo me enseñó a parar un puñetazo y a devolverlo en un único y controlado movimiento que siempre haría sangrar a mi rival. Pero cuando recuerdo aquellos primeros meses, me viene a la cabeza aquella cerca y un corrillo de muchachos aproximándose a mí, y recuerdo a Lester Bargus con sus pecas y su pelo castaño de corte recto, sorbiéndose la saliva que había empezado a resbalarle entre los labios por el placer de golpear a otro ser humano desde la seguridad que el grupo le confería. Si hubiese nacido coyote, Lester Bargus habría sido el animal más enclenque de la manada, el que se queda en los márgenes del grupo tendiéndose boca arriba ante la presencia de los más fuertes y sin embargo siempre está dispuesto a arremeter contra los débiles y los heridos cuando se desata el frenesí. Durante el último curso que fue al instituto torturó e intimidó y estuvo a punto de cometer una violación. Ni siquiera se sacó el graduado escolar; se requeriría una nueva escala para medir la profunda ignorancia de Bargus.

Había oído decir que, en la actualidad, Bargus tenía una tienda de animales en Gorham, pero, según se creía, eso no era más que una tapadera para su otro interés: la venta ilegal de armas. Si uno necesitaba con urgencia un arma en buen estado, Lester Bargus era el indicado para proporcionársela, en particular si sus puntos de vista políticos y sociales se hallaban tan a la derecha que a su lado el Ku Klux Klan parecía la Unión Americana por las Libertades Civiles.

– ¿Y hay muchas tiendas que suministren insectos, señor Ragle?

– No en este estado, pero a Bargus se le considera una notable autoridad a nivel nacional. Los herpetólogos y los aracnólogos le consultan habitualmente. -Ragle se encogió de hombros-.

Aunque, dicho sea de paso, no en persona. El señor Bargus es un individuo muy desagradable.

– ¿Y por qué me cuenta todo esto?

– Porque mi cliente -terció Franklin- está seguro de que el señor Pudd lo matará si nadie se lo impide. El caballero de Boston, que ha actuado como conducto de algunos de los productos más convencionales de mi cliente, cree que uno de los casos en que usted interviene actualmente puede incidir en los intereses de mi cliente. Ha sugerido que cualquier ayuda que podamos facilitarle redundará en beneficio de nuestra causa.

– ¿Y Lester Bargus es la única pista con la que cuentan?

Franklin encogió los hombros en un gesto de pesar.

– ¿Ha intentado Pudd ponerse en contacto con usted?

– En cierto modo. Mi cliente ha estado aislado en una casa refugio de Standish. La casa ardió hasta los cimientos. Alguien lanzó un artefacto incendiario por la ventana del dormitorio. Afortunadamente, el señor Ragle logró escapar ileso. Después de ese incidente contratamos a Mikey como guardia de seguridad.

Cerré el cuaderno y me levanté para marcharme.

– No puedo prometerle nada -dije. Ragle se inclinó hacia mí y me agarró el brazo.

– Si encuentra a ese hombre, señor Parker, aplástelo -instó con un siseo-. Aplástelo como a un insecto.

Retiré el brazo con delicadeza.

– No creo que haya tacones de aguja tan grandes, señor Ragle, pero lo tendré en cuenta.

Esa misma tarde visité Gorham. Estaba sólo a tres kilómetros, pero fue un viaje en balde, como yo preveía. Bargus envejecía mal. Había perdido casi todo el pelo y casi todos los dientes y tenía los dedos amarillos de nicotina. Llevaba una camiseta con el lema no al nuevo orden mundial y un casco de las Naciones Unidas bajo el aspa de la mira telescópica de un francotirador. En la exigua luz de su tienda había arañas agazapadas en urnas mugrientas y serpientes enroscadas en torno a ramas, y se oía el golpeteo de los duros exoesqueletos de las cucarachas al chocar entre sí. En el mostrador, junto a él, una caja de cristal contenía una mantis de diez centímetros de largo, con las patas delanteras erizadas de púas. Bargus le echó un grillo, que brincó por la tierra del fondo de la caja en un vano esfuerzo por evitar ser aniquilado. La mantis volvió la cabeza para observarlo, como si le divirtiese su presunción, y después emprendió la captura.

Cuando me acerqué al mostrador, Bargus tardó unos instantes en reconocerme.

– Vaya, vaya -dijo-. Mira quién asoma la cabeza.

– Tienes buen aspecto, Lester -contesté-. ¿Qué haces para conservarte tan joven y guapo?

Me miró con expresión ceñuda y se hurgó entre dos de los dientes que le quedaban para sacarse algo.

– ¿Eres de la acera de enfrente, Parker? Siempre pensé que eras marica.

– Vamos, Lester, no vayas a creer que no me siento halagado, pero la verdad, no eres mi tipo.

– No me digas. -No parecía muy convencido-. ¿Has venido a comprar algo?

– Busco cierta información.

– Sal por la puerta, dobla a la derecha y sigue recto hasta llegar al culo del infierno. Diles que te envío yo.

Volvió a concentrarse en la lectura de un libro, que, a juzgar por las ilustraciones, parecía una guía para fabricar un mortero con latas de cerveza.

– Ésa no es manera de hablarle a un viejo amigo del instituto.

– Tú no eras mi amigo, y no me gusta que estés en mi tienda -dijo sin levantar la vista del libro.

– ¿Puedo saber por qué?

– Cerca de ti, la gente tiene cierta tendencia a morirse.

– Si te fijas bien, verás que la gente se muere cerca de cualquiera.

– Es posible, salvo que cerca de ti se mueren mucho más deprisa y con mucha más frecuencia.

– Si es así, cuanto antes me marche, menos riesgo corres.

– Yo no te retengo.

Golpeteé el cristal de la caja de la mantis, directamente en la línea de visión del insecto, y éste, sobresaltado, echó atrás la cabeza. La mantis es el insecto de apariencia más humana; tiene los ojos dispuestos de forma que le permiten mirar al frente, dotándolo así de percepción en perspectiva. Puede ver cierta cantidad de color y volver la cabeza para mirar por encima del «hombro». Además, como los humanos, come todo aquello que puede someter, desde un avispón hasta un ratón. Cuando deslicé el dedo, la mantis giró la cabeza y siguió atentamente el movimiento sin dejar de masticar el grillo. La mitad superior del cuerpo de éste ya había desaparecido.

– No la molestes más -dijo Bargus.

– Es todo un depredador.

– Ese mal bicho te devoraría si creyese que ibas a quedarte quieto el tiempo suficiente. -Sonrió mostrando sus dientes podridos.

– He oído decir que son capaces de engullir a una viuda negra.

El libro sobre la fabricación de morteros a base de latas de cerveza yacía ahora olvidado ante Bargus.

– Lo he visto con mis propios ojos -asintió.

– Quizá no es tan mal bicho, después de todo.

– Si no te gustan las arañas, te has equivocado de tienda.

Hice un gesto de indiferencia.

– No me gustan tanto como a otros. No me gustan tanto como al señor Pudd.

De pronto Lester volvió a clavar la mirada en la página en que se había quedado, pero mantuvo la atención fija en mí.

– Nunca he oído hablar de él.

– Ah, pero él sí ha oído hablar de ti.

Lester alzó la vista y tragó saliva.

– ¿Qué carajo estás diciendo?

– Lo pusiste tras la pista de Harvey Ragle. ¿Aclara eso las cosas?

– No sé de qué me hablas. -En el ambiente caluroso y húmedo de la tienda, Lester Bargus empezó a sudar.

– Yo diría que se ocupará de Ragle y luego volverá a por ti.

– Lárgate de mi tienda -soltó Lester con un bufido. Trató de dar un tono amenazador a sus palabras, pero el temblor de la voz lo delató.

– ¿Sólo le vendes arañas, Lester? ¿No le has ayudado, quizá, con alguna de sus otras necesidades? ¿Es aficionado a las armas?

Le vi mover las manos torpemente bajo el mostrador y supe que estaba buscando un arma. Eché mi tarjeta sobre el mostrador y lo observé mientras la alcanzaba con la mano izquierda, la arrugaba en la palma y la tiraba al cubo de la basura. En su mano derecha apareció, sujeta por la culata, una escopeta de cañones recortados. No me moví.

– Le he visto, Lester -dije-. Da miedo.

Lester amartilló la escopeta con el pulgar.

– Como ya te he dicho, no sé de qué me hablas.

Dejé escapar un suspiro y retrocedí.

– Tú verás, Lester, pero tengo la sensación de que tarde o temprano volverá a acosarte.

Me di media vuelta y me dirigí hacia la puerta. Ya la había abierto cuando me llamó.

– No quiero problemas. Ni contigo ni con él, ¿me entiendes? -dijo.

Aguardé en silencio. En su cara se puso de manifiesto el forcejeo entre el miedo a no revelar nada y las consecuencias de hablar demasiado.

– No tengo su dirección -prosiguió vacilante-. Se pone en contacto conmigo cuando necesita algo, pasa a recogerlo él mismo y paga en efectivo. La última vez que apareció me preguntó por Ragle y le conté lo que sabía. Si lo ves de nuevo, dile que no tiene motivos para venir a molestarme. -La confesión pareció devolverle parte del aplomo, porque recuperó su habitual y repugnante mueca de desdén-. Y yo que tú orientaría tu trabajo en otra dirección. El hombre por el que preguntas es de los que no quieren que se pregunte por ellos, no sé si me entiendes. El hombre por el que preguntas es de los que matan a quienes se meten en sus asuntos.

Aquella noche no tenía ganas de estar en casa ni de prepararme la cena. Cerré bien todas las ventanas, coloqué una cadena en la puerta de atrás y puse una cerilla rota sobre la puerta delantera. Si alguien intentaba entrar, me enteraría.

Fui a Portland y aparqué en la esquina de Cotton con Forest en el Puerto Antiguo. Luego me dirigí a pie hasta Sapporo, en Commercial Street, con el sonido del mar resonándome en los oídos. Comí un buen teriyaki, tomé té verde y traté de poner en orden mis pensamientos. Las razones para ir a Boston se multiplicaban por momentos: Rachel, Ali Wynn y ahora Al Z. Pero aún no había conseguido acorralar a Carter Paragon, aún me preocupaba Marcy Becker, y estaba sudando bajo la chaqueta porque no podía quitármela sin dejar a la vista la pistola.

Pagué la cuenta y salí del restaurante. En la otra acera, una multitud de chicos hacía cola para entrar en el Three Dollar Dewey's mientras el portero verificaba sus carnets de identidad con el escepticismo de un fogueado profesional. El Puerto Antiguo estaba abarrotado y un bullicioso gentío se congregaba en la esquina de Forest con Union, al final de la arteria principal del barrio. Deambulé un rato por allí para no sentirme solo, para no volver a mi casa de Scarborough. Al pasar frente al Calabash Cigar Café y el Gritty McDuffs, eché un vistazo a la zona peatonal de Moulton Street.

La mujer que vi oculta entre las sombras llevaba un veraniego vestido claro estampado de flores rosadas. Estaba de espaldas a mí y el cabello rubio le colgaba en una cola recortándose contra la blancura de su espalda, sujeto por un lazo de color aguamarina. A mi alrededor, el tráfico se detuvo y los pies de los transeúntes quedaron suspendidos a medio paso, interrumpidas momentáneamente sus vidas. Sólo oía mi respiración; sólo veía el movimiento procedente de Moulton.

Junto a la mujer había un niño, y ella, con su mano izquierda, le sujetaba la mano derecha con delicadeza. El niño vestía la misma camisa a cuadros y el mismo pantalón corto que el día que lo vi por primera vez en Exchange Street. Mientras lo observaba, la mujer se inclinó y le susurró algo. Él asintió y volvió la cabeza para mirarme, la única lente transparente de sus gafas brilló en la oscuridad. A continuación, la mujer se irguió, le soltó la mano y se alejó de nosotros hasta doblar a la derecha en la esquina de Wharf Street. Cuando se perdió de vista, fue como si el mundo a mi alrededor dejase escapar el aliento y recuperase la movilidad. Me eché a correr por Moulton y dejé atrás al niño. Cuando llegué a la esquina, la mujer cruzaba por Dana Street, atravesando en silencio los charcos de luz creados por las farolas.

– Susan.

Pronuncié su nombre sin pensarlo apenas, y por un instante tuve la impresión de que se detenía a escuchar. Luego pasó de la luz a la oscuridad y desapareció.

En ese momento el niño estaba en la esquina de Moulton con la vista fija en los adoquines. Cuando me acerqué, alzó la mirada y me escrutó con curiosidad desde detrás de las gafas de montura negra con su ojo izquierdo; el derecho permanecía oculto bajo la cinta adhesiva oscura con la que habían cubierto de manera inexperta la otra lente. No tendría más de ocho años, y el cabello castaño claro, con raya a un lado, se le agitaba sobre la frente. Los pantalones, en algunas partes, habían quedado rígidos por el barro y la camisa estaba mugrienta, aunque casi toda ella quedaba oculta tras la tabla de madera -quizá de unos cuarenta y cinco centímetros por doce, y dos y medio de grosor- que llevaba colgada al cuello de una cuerda. En la madera había grapado algo con letra irregular e infantil, probablemente escrito con un clavo, pero los surcos se habían llenado de tierra en algunos sitios, confabulándose con la oscuridad para que resultara casi imposible leerlo.

Me puse en cuclillas ante él.

– Hola -dije.

No se lo veía asustado. No parecía famélico ni enfermo. Simplemente estaba… allí.

– Hola -respondió.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté.

– James -dijo.

– ¿Te has perdido, James?

Negó con la cabeza.

– ¿Qué haces aquí, pues?

– Espero -se limitó a contestar.

– ¿Qué esperas?

No respondió. Tuve la sensación de que yo debía saberlo y a él le sorprendía un poco que no lo supiese.

– ¿Quién era esa señora que estaba contigo, James? -pregunté.

– La Señora del Verano -dijo.

– ¿Sabes si tiene nombre?

Aguardó un momento antes de responder. Cuando lo hizo, el aliento pareció abandonar mi cuerpo y me asaltó una sensación de mareo y de miedo.

– Ha dicho que tú sabías su nombre. De nuevo lo noté perplejo, casi desilusionado.

Cerré los ojos por un instante y me balanceé sobre los talones. Sentí su mano en la muñeca, sujetándome para que no me cayese, la tenía fría. Cuando abrí los ojos, estaba inclinado hacia mí. Vi tierra entre sus dientes.

– ¿Qué te ha pasado en el ojo, James? -pregunté.

– No lo recuerdo.

Tendí la mano hacia él y me soltó la muñeca mientras yo frotaba la madera para desprender la tierra y la suciedad. Al caer al suelo en pequeños terrones, quedaron a la vista las palabras:

JAMES JESSOP

PECADOR

– ¿Quién te obliga a llevar esto, James?

Una diminuta lágrima rodó desde su ojo izquierdo, y luego otra.

– Me porté mal -musitó-. Todos nos portamos mal.

Pero las lágrimas sólo le caían de un ojo, y sólo se le formaban churretes en la mejilla izquierda. Con manos trémulas, cogí sus gafas por ambos lados de la montura y se las quité lentamente. Sin tratar de impedírmelo, fijó en mí su único ojo con una expresión de absoluta confianza.

Y cuando retiré las gafas por completo, apareció un agujero allí donde había estado el ojo derecho, la carne desgarrada y quemada y la herida seca como si fuese muy antigua y hubiese dejado de sangrar, o incluso de doler, hacía mucho tiempo.

– Te he estado esperando -dijo James Jessop-. Todos hemos estado esperándote.

Me erguí y me aparté de él. Las gafas se me cayeron al suelo cuando me di la vuelta.

Y los vi a todos.

Me observaban inmóviles, hombres y mujeres, niños y niñas, todos con tablas colgadas del cuello. Había al menos una docena, quizá más. Estaban en la penumbra de Wharf Street y a la entrada de Commercial, vestidos con ropa sencilla, ropa concebida para usarse en el campo: pantalones que no se romperían al primer traspié y botas que la lluvia no calaría ni perforaría una piedra.

KATHERINE CORNISH, PECADORA

VYRNA KELLOG, PECADORA

FRANK JESSOP, PECADOR

BILLY PERRSON, PECADOR

Los otros se hallaban más atrás, y los nombres grabados en las tablas eran más difíciles de leer. Algunos presentaban heridas en la cabeza. Vyrna Kellog tenía el cráneo partido, y la herida abierta se extendía casi hasta el puente de la nariz; Billy Perrson había recibido un disparo en la frente; a Katherine Cornish le colgaba por detrás de la cabeza una tira de cuero cabelludo que le cubría la oreja izquierda. Estaban allí de pie y me miraban, y alrededor de ellos el aire parecía crepitar cargado de energía oculta.

Tragué saliva, pero tenía la garganta seca y me dolió por el esfuerzo.

– ¿Quiénes sois? -pregunté, pero ya en el momento en que se desvanecían lo supe.

Retrocedí a trompicones hasta sentir el frío contacto de los ladrillos contra mi cuerpo y vi árboles altos y hombres abriéndose paso entre barro y huesos. El agua chapoteaba contra un dique de sacos de arena y los animales aullaban. Y mientras estaba allí temblando, cerré los ojos con fuerza y oí mi propia voz que comenzaba a rezar.

Por favor, Dios mío, dijo.

Por favor, no permitas que esto empiece otra vez.

8

Al día siguiente fui en coche a Boston en unas dos horas, pero me quedé atrapado en el espantoso tráfico de la ciudad durante casi otra hora. A las interminables obras de vialidad de Boston las llamaban «la Gran Excavación», y los letreros dispuestos alrededor de varios socavones grandes prometían: Merecerá la pena. Si uno escuchaba con la debida atención, oía decir entre dientes a millones de votantes que más valía que fuese así.

Antes de salir telefoneé a Curtis Peltier a su casa. La noche anterior había ido a cenar con unos amigos, me dijo, y al regresar se encontró allí a la policía.

– Alguien intentó forzar la puerta trasera -explicó-. Unos niños oyeron el ruido y avisaron a la policía. Probablemente eran yonquis de Kennedy Park o Riverton.

Tuve mis dudas al respecto. Le comenté lo de las notas desaparecidas.

– ¿Cree que contenían algo importante?

– Es posible -contesté, si bien no se me ocurría qué podía ser. Sospechaba que quienquiera que se las hubiese llevado, ya fuese el señor Pudd u otra persona todavía desconocida, sencillamente se proponía complicarme las cosas al máximo. Le dije a Curtis que se cuidase y me aseguró que lo haría.

Poco antes del mediodía llegué a Exeter Street, casi a la altura de Commonwealth Avenue, y aparqué frente a la casa de Rachel. Tenía alquilado un apartamento en un edificio de piedra rojiza delante de donde vivió en otro tiempo Henry Lee Higginson, el fundador de la Orquesta Sinfónica de Boston. En Commonwealth la gente hacía jogging, paseaba al perro o estaba sentada en los bancos respirando la contaminación del tráfico. Cerca, las palomas y los gorriones comían antes de presentar sus respetos a la estatua del historiador y marino Samuel Eliot Morison, que permanecía en su pedestal con la expresión vagamente preocupada de un hombre que ha olvidado dónde aparcó el coche.

Rachel me había dado una llave del apartamento, así que dejé allí mi bolsa de viaje, fui a comprar un poco de fruta y una botella de agua al Deluca's Market de Fairfiled y subí por Commonwealth Avenue hasta llegar al Public Garden entre Arlington y Charles. Bebí agua, me comí la fruta y observé a los niños que jugaban bajo el sol y a los perros que perseguían discos voladores. Quería un perro, pensé. En mi familia siempre habíamos tenido perro, también mi abuelo, y me gustaba la idea de ver un perro rondando por la casa. Supuse que deseaba compañía, lo cual me llevó a preguntarme por qué no le pedía a Rachel que viniese a vivir conmigo. Pensé que quizá Rachel se hacía la misma pregunta. Últimamente me parecía percibir cierta tensión en su voz cada vez que surgía el tema, un tono nuevo y perentorio en sus tanteos. Había mostrado paciencia durante más de catorce meses, e imaginé que ahora sentía la tensión de ver la relación detenida en un punto muerto. La culpa era mía: la deseaba cerca de mí, y sin embargo aún temía las posibles consecuencias. En una ocasión había estado a punto de morir por mi causa. No quería verla sufrir otra vez.

A las dos de la tarde tomé la línea roja hasta Harvard y me encaminé hacia Holyoke Street. Ali Wynn terminaba su turno del mediodía a las dos y media y le había dejado un mensaje diciéndole que me pasaría por allí para hablar con ella de Grace. El edificio de obra vista donde se hallaba el restaurante tenía yedra en la fachada y las ventanas del piso superior estaban adornadas con pequeñas luces blancas. Del salón de abajo llegaba el sonido de los bailarines de claqué que ensayaban sus pasos, con un ritmo semejante al tecleo de una antigua máquina de escribir Underwood.

En la escalinata del edifico había una joven de veintitrés o veinticuatro años ajustándose el tornillo del piercing de la nariz. Llevaba el pelo teñido de color negro carbón, los ojos maquillados de negro azulado y los labios con un carmín tan rojo que podría haber parado el tráfico. Era muy pálida y delgada, así que difícilmente podía ser una clienta asidua de su propio restaurante. Cuando me acerqué, me miró con una mezcla de expectación e inquietud.

– ¿Ali Wynn? -pregunté.

Asintió con la cabeza.

– ¿Es usted el detective?

– Charlie Parker.

Alargó el brazo y me estrechó la mano sin despegar la espalda de los ladrillos del edificio.

– ¿Como el jazzista?

– Eso creo.

– Era una pasada. ¿Lo ha escuchado?

– No. Prefiero la música country.

Arrugó la frente.

– Seguro que, para ponerle un nombre así sus padres eran muy aficionados al jazz.

– Escuchaban a Glenn Miller y Lawrence Welk. Dudo que supiesen siquiera quién era Charlie Parker.

– ¿Le llama Bird la gente?

– A veces. A mi novia le parece encantador. Mis amigos lo hacen para fastidiarme.

– Para usted debe de ser una lata.

– Me he acostumbrado.

La deconstrucción de los procedimientos de mi familia para elegir nombre mitigaron aparentemente un poco su recelo hacia mí, ya que se separó de la pared y se colocó a mi lado. Fuimos a pie hasta el Au Bon Pain de Harvard Square, donde se fumó cuatro pitillos y se tomó dos cafés exprés en quince minutos. Ali Wynn poseía tal cantidad de energía nerviosa que a su lado los electrones parecían en calma.

– ¿Conocías bien a Grace? -le pregunté cuando se había fumado ya la mitad de su segundo pitillo.

Exhaló una columna de humo.

– Claro, muy bien. Éramos amigas.

– Su padre me contó que vivió contigo y que a veces se alojaba en tu casa, incluso después de trasladarse.

– Venía los fines de semana para ir a la biblioteca y yo le dejaba pasar la noche en el sofá. Grace era divertida. O más bien lo había sido.

– ¿Cuando dejó de serlo?

Ali se terminó el segundo cigarrillo y encendió el tercero haciendo uso de una caja de cerillas del Grafton Pub.

– Más o menos cuando empezó la tesis.

– ¿Sobre los Baptistas de Aroostook?

Trazó un lento arco con el cigarrillo.

– Exacto. Estaba obsesionada. Tenía un montón de cartas y fotografías de ellos. Se tendía en el sofá, ponía esa mierda de música fúnebre en el estéreo y se quedaba así horas y horas, mirándolas una y otra vez.

»¿Puede traerme otro café?

Hice lo que me pedía. Supuse que no escaparía antes de terminarse el pitillo.

– ¿No te preocupan los efectos de tanta cafeína? -pregunté al regresar.

Se tiró del tornillo de la nariz y sonrió.

– No, espero morir antes por el tabaco.

No obstante el aparente descaro a lo Siouxsie and The Banshees, Ali Wynn inspiraba simpatía. El sol le arrancaba chispas de los ojos y tenía levantado permanentemente el lado derecho de la boca en una sonrisa seudocínica. Era todo fachada; el humo del tabaco no permanecía en su boca ni el tiempo suficiente para provocarle un colocón de nicotina a un mosquito e iba maquillada con demasiado esmero para asustar de verdad. Imaginé que probablemente inspiraba temor, deseo e irritación, a partes poco más o menos iguales, en sus compañeros de clase de sexo masculino. Ali Wynn podría haber obligado al mundo entero a comer en la palma de su mano si hubiese tenido la necesaria confianza en sí misma. Todo se andaría, a su debido tiempo.

– Estabas hablándome de Grace -apunté para que tanto ella como yo retomásemos el hilo de la conversación y tomarlo yo mismo.

– Sí, claro. No hay mucho más que decir. Era como si toda esa historia familiar estuviera consumiéndola, sorbiéndole la vida. Todo era «Elizabeth» esto, «Lyall» aquello. Se convirtió en un verdadero plomo. Estaba obsesionada con Elizabeth Jessop. No sé, quizá pensaba que el espíritu de Elizabeth había entrado en ella o algo así.

– ¿Pensaba que Elizabeth estaba muerta?

Ali asintió.

– ¿Dijo por qué?

– Era un presentimiento, sólo eso. En cualquier caso, como ya he contado, estaba pasándose de rosca. Le expliqué que no podía quedarse más en casa porque mi compañera de piso se había quejado, lo cual era, por así decirlo, una mentira absoluta. Eso ocurrió en febrero. Dejó de venir y apenas volvimos a hablar desde entonces hasta… -Dejó el final de la frase en el aire y aplastó la colilla con rabia-. Pensará usted que soy un mal bicho -añadió en un susurro cuando desapareció el último rastro del humo.

– No, no pienso eso ni mucho menos.

No me miró, como si temiese que mi expresión desmintiese mis palabras.

– Quería ir al funeral pero… no fui. Odio los funerales. Luego quería mandarle una tarjeta a su padre, que era un viejo encantador, pero tampoco lo hice.

Finalmente levantó la vista y sólo me sorprendí a medias al ver que tenía los ojos empañados.

– Recé por ella, señor Parker, y no recuerdo la última vez que había rezado. Recé para que estuviese bien y para que quienquiera que tuviese al lado…, Dios, Buda, Alá…, cuidase de ella. Grace era buena persona.

– Es muy probable -dije mientras ella encendía un último pitillo-. ¿Tomaba drogas?

Ali movió la cabeza en un vehemente gesto de negación.

– No, nunca.

– Aparte de estar demasiado absorta en su tesis, ¿se la notaba deprimida o ansiosa?

– No más que a cualquiera.

– ¿Salía con alguien?

– Había tenido un par de rollos, pero nada serio desde hacía al menos un año. Me lo habría contado.

La observé un rato en silencio, pero supe que decía la verdad. Ali Wynn no estaba en el coche con Grace la noche de su muerte. Marcy Becker parecía, por momentos, la candidata más probable. Me recosté en el asiento y examiné al gentío que entraba y salía del metro, turistas y bostonianos cargados con bolsas de vino y caramelos de Cardullos, jamón de la Selva Negra y tés exóticos procedentes del Jackson's de Picadilly, sales de baño y jabones de Origins. Grace aún debería estar entre ellos, pensé. El mundo se había empobrecido con su fallecimiento.

– ¿Le sirve de algo todo esto? -preguntó Ali. Me di cuenta de que quería marcharse.

– Me aclara unos cuantos puntos. -Le di mi tarjeta después de anotar al dorso mi número particular-. Si te acuerdas de algo más o si aparece otra persona y pregunta por Grace, llámame.

– Claro. -Tomó la tarjeta y se la guardó cuidadosamente en el bolso. Se disponía a irse, pero de pronto se detuvo y apoyó con delicadeza una mano en mi brazo-. Cree que la mató alguien, ¿verdad? -Mantuvo apretados sus labios rojos, pero no pudo contener el temblor de la barbilla.

– Sí -contesté-. Creo que la mataron.

Me agarró con más fuerza por un instante y sentí cómo el calor que desprendía se me metía en la piel.

– Gracias por el café -dijo, y se marchó.

Pasé el resto de la tarde comprando un poco de ropa para mi mermado vestuario antes de dirigirme a Copley y al Starbucks de Newbury con la intención de leer el periódico. La lectura casi diaria del New York Times era un hábito que no había perdido, aunque comprarlo en Boston me creaba cierta culpabilidad, como si, con el periódico enrollado, hubiese golpeado al alcalde. Ni siquiera me fijé en el principio del artículo, en la columna derecha de la primera plana, hasta que llegué a la página siete, donde continuaba, y vi la fotografía que lo acompañaba. Un hombre me miraba en blanco y negro, tocado con un sombrero negro, y entonces recordé al tipo que me saludó con la cabeza desde un Mercedes cuando me acercaba a la casa de Jack Mercier, y a quien también vi sentado, visiblemente incómodo, en compañía de otras tres personas en una fotografía enmarcada de la biblioteca de Mercier. Era el rabino Yossi Epstein, y estaba muerto.

Según fuentes policiales, el rabino Yossi Epstein salió de la shul de Eldridge Street a las 17.30 horas de un frío martes, cuando el flujo del tráfico en el Lower East Side cambiaba, mudando de cariz, conforme quienes vivían en las afueras daban paso a aquellos cuyas razones para estar en la ciudad tenían más que ver con el placer que con el trabajo. Epstein vestía traje negro y camisa blanca, pero distaba mucho de ser el tradicionalista que su apariencia inducía a pensar. En la shul había quienes lo criticaban a sus espaldas; toleraba a los homosexuales y a los adúlteros, decían. Se mostraba demasiado dispuesto a ponerse ante las cámaras de la televisión, aducían, demasiado presto a sonreír y a consentir los caprichos a los medios de comunicación nacionales. Se interesaba demasiado por las cosas de este mundo y demasiado poco por la promesa del más allá.

Epstein se había labrado un nombre a raíz del desastre de Crown Heights, cuando suplicó tolerancia alegando que las comunidades judía y negra debían dejar de lado sus diferencias, que los negros pobres y los judíos pobres tenían más en común que los miembros más ricos de sus propias razas. Resultó herido en los disturbios posteriores, y una fotografía suya en el Post, con la sangre manándole de una herida en la cabeza, le había servido para conocer la celebridad gracias a un desafortunado y fortuito parecido de la imagen con las representaciones de Cristo martirizado.

Epstein también había tenido relación con el templo de B'Nai Jeshurun, en la esquina de la calle Ochenta y Nueve con Broadway, fundado por Marshal T. Meyer, cuyo mentor había sido el extremista conservador Abraham Yoshua Heschel. Era fácil comprender por qué una persona con los puntos de vista de Epstein podía sentirse atraída hacia Meyer, quien se había enfrentado a los generales argentinos en un intento por localizar a judíos desaparecidos. Desde la muerte de Meyer en 1993, dos rabinos argentinos habían proseguido su labor en Nueva York, que incluía proveer de refugio a la gente sin hogar y apoyar la creación de una feligresía formada por homosexuales. B'Nai Jeshurun estaba hermanado incluso con una parroquia de Harlem, la iglesia baptista de Nueva Canaán, cuyo pastor a veces pronunciaba sermones en la sinagoga. Según el Times, Epstein, tras ciertas discrepancias con B'Nai Jeshurun, había empezado a celebrar dos servicios mensuales en el viejo Centro Orensanz del Lower East Side.

Una de las razones del distanciamiento con B'Nai Jeshurun era, por lo visto, la creciente implicación de Epstein con los grupos antinazis, incluidos el Centro para la Remodelación Democrática de Atlanta y el Searchlight de Gran Bretaña. Había fundado su propia organización, la Liga Judía por la Tolerancia, formada básicamente por voluntarios y dirigida desde un pequeño despacho de Clinton Street, encima de una librería judía abandonada.

Según el Times, se creía que Epstein había recibido una considerable suma de dinero en las últimas semanas para iniciar una serie de investigaciones centradas en organizaciones presuntamente relacionadas con actividades antisemitas, entre ellas los sospechosos habituales: grupos de fanáticos cuyos nombres contenían la palabra «ario» en un lugar destacado y elementos escindidos del Ku Klux Klan que se habían separado de éste porque ahora veía con malos ojos la quema de sinagogas y el encadenamiento de negros al eje trasero de las furgonetas.

Fueran cuales fuesen las críticas de sus detractores, Yossi Epstein era un hombre valiente, un hombre de firmes convicciones, un hombre que trabajaba incansablemente por mejorar la vida no sólo de los judíos de la ciudad sino también de sus otros conciudadanos. Había aparecido muerto en su apartamento a las 23:00 horas de la noche del miércoles, en apariencia tras sufrir una apoplejía. El apartamento, donde vivía solo, había sido registrado y no se encontraron su cartera ni su agenda. Existían sospechas de posible juego sucio, según el informe policial, reforzadas por otro incidente ocurrido poco antes esa misma noche.

A las 22:00 horas alguien había lanzado una bomba incendiaria a las oficinas de la Liga Judía por la Tolerancia. Una joven voluntaria, Sarah Miller, estaba trabajando allí en ese momento, imprimiendo direcciones para un mailing que debía enviarse al día siguiente. Le faltaban tres días para cumplir diecinueve años cuando, a su alrededor, el despacho se convirtió en una pira. Seguía en estado crítico, con quemaduras en el noventa por ciento del cuerpo. Estaba previsto que se diese sepultura a Epstein en el cementerio de Pine Lawn ese mismo día, después de la autopsia inmediata.

Otro detalle atrajo mi atención. Además de su labor contra las organizaciones de extrema derecha, se informaba de que Epstein preparaba una recusación contra la exención fiscal concedida por Hacienda a diversos grupos religiosos. La mayoría de los nombres me era desconocida, excepto uno: la Hermandad, con sede en Waterville, Maine. El bufete contratado por Epstein para llevar el caso era Ober, Thayer & Moss, de Boston, Massachusetts. No era coincidencia que el bufete se ocupase también de los asuntos jurídicos de Jack Mercier y que el hijo de Warren Ober fuese a contraer matrimonio en fecha próxima con la hija de Mercier.

Releí el artículo y después telefoneé a Mercier. Una criada atendió la llamada, pero cuando di mi nombre y le pedí que me pusiera con el señor Mercier, otra voz femenina sonó en la línea. Era Deborah Mercier.

– Señor Parker -dijo-. Mi marido no está. ¿Puedo ayudarle yo en algo, quizá?

– No lo creo, señora Mercier. Necesito hablar con su marido.

Se produjo una pausa en la conversación suficientemente larga para dejar claros nuestros mutuos sentimientos, y a continuación Deborah Mercier concluyó:

– En ese caso, tenga la bondad de no volver a telefonear a esta casa. Ahora Jack está fuera, pero me encargaré de comunicarle que ha llamado.

Dicho esto colgó, y tuve la corazonada de que Jack Mercier no llegaría a enterarse de mi llamada.

No había conocido al rabino Yossi Epstein y no sabía de él nada más que lo que acababa de leer, pero sus actividades habían despertado algo, algo que había permanecido envuelto en su propia tela de araña hasta que Epstein hizo temblar uno de los hilos y la criatura dormida salió de su sueño y fue a por él, destruyéndolo antes de regresar al lugar oscuro donde vivía.

A su debido tiempo, yo encontraría ese lugar.

9

Regresé al apartamento de Rachel, me duché y, en un esfuerzo por animarme de cara a la noche, me puse algunas de mis flamantes adquisiciones: un abrigo negro de Joseph Abboud con el que parecía dispuesto a presentarme a una prueba para el segundo remake de Nosferatu, un pantalón negro de tela de gabardina y un jersey negro con el cuello en pico de DKNY. Proclamando a todas luces mi condición de víctima de la moda, me encaminé hacia el hotel Plaza de Copley y entré en el Oak Bar.

Fuera, el tráfico de Copley se desvaneció, pues el sonido de las bocinas y los motores quedó amortiguado por las cortinas rojas del bar. Los cuatro grandes ventiladores del techo segaban el aire y, en el mostrador de las ostras, el hielo resplandecía bajo la tenue luz. Louis ya estaba sentado a una mesa junto a la ventana, doblado su largo cuerpo en una de las cómodas sillas rojas del bar. Vestía un traje de lana negro con camisa blanca y zapatos negros. Ya no llevaba la cabeza afeitada y se había dejado crecer una pequeña barba vagamente satánica que, en el mejor de los casos, le daba un aspecto más amenazador aún. Antes, cuando iba rapado y desprovisto de vello facial, la gente cambiaba de acera para eludirlo. Ahora probablemente sentirían el impulso de contratar un viaje a algún lugar seguro y tranquilo, como Kosovo o Sierra Leona.

En la mesa tenía ante sí un Martini Presidencial y estaba fumando un Montecristo N.° 2. Eso equivalía a unos cincuenta y cinco dólares en vicios. Exhaló hacia mí un chorro de humo azul a modo de saludo.

Pedí un cóctel sin alcohol y, al quitarme el abrigo, le mostré a Louis ostensiblemente la etiqueta.

– Sí, impresionante -comentó con poca convicción-. Ni siquiera es de la temporada pasada. Estás por los suelos, tanto que tu tarifa por hora probablemente no pasa de noventa y nueve centavos.

– ¿Por dónde anda tu pobre acompañante? -pregunté sin hacerle caso.

– Comprando ropa. La compañía aérea le ha perdido la maleta.

– Le han hecho un favor. ¿Les has pagado para que la pierdan?

– No ha sido necesario. Seguro que los mozos de equipajes se han negado a tocarla. Esa mierda de maleta casi fue al aeropuerto de La Guardia por su propio pie. ¿Qué tal?

– Bastante bien.

– ¿Sigues persiguiendo a chupatintas? -Louis no aprobaba plenamente mi paso al ámbito de la delincuencia de guante blanco. Consideraba que estaba malgastando mi talento. Decidí dejar que lo siguiera pensando por un rato.

– En cuanto al dinero no puedo quejarme, y no suelen armar jaleo -contesté-, aunque una vez uno me insultó.

Cerca de la puerta, la gente empezó a volverse y un camarero, del susto, estuvo a punto de tirar una bandeja con bebidas. Entró Ángel, vestido con una camisa hawaiana verde y amarilla, una corbata amarilla y una chaqueta azul pastel, vaqueros lavados a la piedra, y un par de botas rojas tan brillantes que palpitaban. Las conversaciones se interrumpieron a su paso y algunos incluso intentaron taparse los ojos.

– ¿Vas de visita al hechicero? -pregunté cuando las botas rojas llegaron por fin a nosotros.

Louis tenía la misma cara que si alguien acabase de salpicarle el coche de pintura.

– Joder, Ángel, ¿dónde te crees que estás? ¿En un carnaval?

Ángel tomó asiento con parsimonia, pidió una Beck's a un camarero visiblemente consternado y estiró las piernas para mirarse las botas nuevas. Se arregló la corbata, cosa que, a largo plazo, sirvió de poca ayuda pero al menos le ocultó la camisa durante un rato.

– Tienes el mal gusto de un empedernido bebedor de alcohol de quemar -le dije.

– Tío, yo ni siquiera sabía que en Filene's Basement había un sótano -dijo Louis-. Debe de ser donde guardan la verdadera mierda.

Ángel movió la cabeza y sonrió.

– Estoy intentando expresar algo -dijo como un maestro explicando la lección a un par de niños de cortos alcances.

– Ya sé yo lo que intentas expresar -repuso Louis al mismo tiempo que llegaba la cerveza de Ángel-. Estás diciendo: «Matadme, tengo mal gusto».

– Deberías llevar un cartel -recomendé-: TRABAJO A CAMBIO DE CONSEJOS EN CUESTIÓN DE MODA.

Me sentía bien en su compañía. Ángel y Louis eran lo más parecido que tenía a unos amigos íntimos. Habían estado a mi lado cuando se acercaba el enfrentamiento con el Viajante, y habían hecho frente a los pistoleros de un tipejo de Boston llamado Tony Celli para salvar la vida de una chica a quien no conocían. Su oscura moralidad, influida por la conveniencia, se aproximaba más a la bondad que la virtud de mucha gente.

– ¿Qué tal va la vida en el culo del mundo? -preguntó Ángel-. ¿Aún vives en aquel cuchitril rural?

– Mi casa no es un cuchitril.

– Ni siquiera había alfombras.

– Tiene el suelo de madera.

– Tiene madera. No basta con que las tablas caigan a tierra para formar un suelo.

Se calló por un momento para tomar un sorbo de cerveza, y aproveché la ocasión para cambiar de tema.

– ¿Alguna novedad en la ciudad? -pregunté.

– Mel Valentine ha muerto -respondió Ángel.

– ¿Mel el Psicópata?

Mel Valentine el Psicópata había recorrido todo el abecedario del crimen: atraco, bandidaje, coacción, drogas… Si no hubiese muerto, el zoológico del Bronx no habría tardado en poner guardia de seguridad en el recinto de las cebras.

Ángel asintió con la cabeza.

– Siempre pensé que ese apodo, «Mel el Psicópata», no era del todo exacto. Quizás habría sido un psicópata si lo hubiesen calmado un poco, pero, tal como era, el apelativo no describe sus aptitudes en la medida justa.

– ¿Cómo ha muerto?

– Un accidente de jardinería en Buffalo. Intentaba entrar por la fuerza en una casa, y el dueño lo mató con el rastrillo.

Levantó su vaso en memoria de Mel Valentine el Psicópata, víctima de la jardinería.

Rachel apareció al cabo de unos minutos, mucho antes de lo previsto, con un abrigo amarillo que le llegaba hasta los tobillos. Llevaba la larga melena roja recogida sobre la nuca y sujeta con un par de agujas de madera.

– Bonito pelo -comentó Ángel-. ¿Alcanzas todas las emisoras con esos palos, o sólo las locales?

– No debo de estar sintonizando bien -contestó ella-, porque todavía te oigo.

Se quitó las agujas del pelo y se lo dejó caer suelto sobre los hombros. Un mechón me rozó la cara cuando me besó tiernamente, luego pidió una Mimosa y tomó asiento a mi lado. No la veía desde hacía dos semanas y sentí una punzada de deseo cuando cruzó las piernas enfundadas en medias y la falda negra se le levantó hasta medio muslo. Vestía una camisa blanca de hombre con un solo botón desabrochado. Siempre llevaba así las camisas: si se desabrochaba más botones, quedaban a la vista las cicatrices que le había dejado en el pecho el Viajante. Al sentarse, colocó a sus pies una enorme bolsa de Neiman Marcus. Contenía algo rojo y caro.

– Pagas la marca -dijo Louis con un silbido-. Si vas regalando el dinero, ¿puedes darme a mí un poco?

– El estilo tiene su precio -respondió ella.

– Gran verdad -convino Louis-. Intenta explicárselo al otro cincuenta por ciento del grupo.

El veinticinco por ciento que encarnaba Ángel registró la bolsa de NM hasta encontrar el tique de caja, y lo soltó de inmediato frotándose los dedos como si se hubiese quemado.

– ¿Qué ha comprado? -preguntó Louis.

– Una casa -dijo él-. Quizá dos.

Rachel le sacó la lengua.

– Llegas antes de hora -dije.

– Pareces decepcionado. ¿He interrumpido una conversación sobre fútbol o monster trucks?

– Eso son estereotipos -contesté-. ¡Vaya una psicóloga!

Charlamos un rato y luego fuimos al Anago de Lenox, en la otra acera, donde hablamos de todo y de nada durante un par de horas ante nuestros platos de venado, ternera y salmón al horno. Al final, cuando llegó el café, mientras los otros tres tomaban armañac, los puse al corriente sobre Grace Peltier, Jack Mercier y la muerte de Yossi Epstein.

– ¿Y tú crees que esos viejos tienen razón, que Grace Peltier no se mató? -preguntó Ángel cuando acabé.

– Hay cosas que no concuerdan. Quizá Mercier podría haber presionado a través de Augusta para que se continuase con la investigación, pero así habría atraído la atención sobre sí mismo, y eso no le interesa.

– Razón por la cual te contrató a ti -apuntó Ángel-. Para remover el asunto.

– Es posible -respondí, pero presentía que había algo más que eso, aunque no sabía qué exactamente.

– ¿Y tú qué piensas que le pasó a Grace? -preguntó Rachel.

– Especulando, diría que Marcy Becker fue la persona que acompañó en coche a Grace la mayor parte del viaje hacia el norte. Pero Marcy Becker ha desaparecido, y se marchó tan deprisa que se olvidó un paquete de tabaco en el salpicadero, delante de ella.

– Y quizá se dejó también la papelina de coca -dijo Ángel.

– Es una posibilidad, pero lo dudo. Parece que la coca la pusieron allí para enturbiar la imagen de Grace. Drogas, la presión de los estudios, y se quita la vida con una pistola salida de la nada.

– ¿Qué clase de pipa era? -preguntó.

– Smith & Wesson Saturday Night Special.

Ángel se encogió de hombros.

– No es difícil echarle la mano a una de ésas si sabes a quién preguntar.

– Pero no creo que Grace Peltier supiese a quién preguntar. Según su padre, ni siquiera le gustaban las armas.

– ¿Crees que podría haberla matado Marcy Becker?

Jugueteé con mi vaso de agua.

– Es otra posibilidad, pero eran amigas y me parece improbable que esa chica fuese capaz de simular tan bien un suicidio. Si tuviese que hacer conjeturas, y bien sabe Dios las que he hecho ya, diría que Marcy Becker quizá vio algo, tal vez a la persona que mató a su amiga mientras estaba fuera del coche por alguna razón. Y si yo puedo deducir que Grace no fue sola en el coche la mayor parte del viaje, también otros pueden llegar a la misma conclusión.

– Y eso significa que debes encontrar a Marcy Becker -dijo Louis.

– Y hablar con Carter Paragon, cuya secretaria sostiene que Grace no se presentó a la entrevista.

– ¿Y qué tiene que ver la muerte de Epstein con todo eso?

– No lo sé, pero él y Mercier tenían los mismos asesores legales y es evidente que Mercier conocía a Epstein lo suficiente como para invitarlo a su casa y colgar una fotografía suya en la pared.

Por último les hablé de Al Z y Harvey Ragle, así como del señor Pudd y la mujer que lo acompañó a mi casa.

– ¿Estás diciendo que te envenenó con su tarjeta de visita? -preguntó Ángel con incredulidad.

Incluso a mí me avergonzaba la idea, pero asentí.

– Tuve la impresión de que vino a verme porque era eso lo que se esperaba de él, no porque creyese que me disuadiría realmente de seguir en el caso -expliqué-. La tarjeta formaba parte de eso: era un medio para incitarme a entrar en acción, como para hacerme entender que me tenían vigilado.

Louis me miró por encima de su copa.

– Ese fulano quería echarte un vistazo -dijo con tranquilidad-. Ver contra quién se enfrentaba.

– Lo apunté con mi pistola -contesté-, y se marchó.

Louis enarcó ligeramente la ceja.

– Ya te dije que algún día te alegrarías de tener esa pistola a mano.

Pero no sonrió al decirlo, ni yo tampoco.

Rachel y yo volvimos a pie a su apartamento después de cenar, agarrados de la mano pero en silencio, contentos de estar cerca el uno del otro. No seguimos hablando ni de Grace Peltier ni del caso. Una vez en su habitación, me descalcé y me tendí en la cama, desde donde la observé moverse en el tenue resplandor amarillo de la lamparilla de noche. De pronto se plantó ante mí y sacó un pequeño paquete de la bolsa de Neiman Marcus.

– ¿Eso es para mí? -pregunté.

– Más o menos -contestó.

Rompió el envoltorio y con ello reveló un diminuto sujetador y unas bragas de encaje blancos, un liguero más delicado aún y un par de medias de seda natural.

– No creo que sean de mi talla -comenté-. A decir verdad, dudo incluso que sean de la tuya.

Rachel hizo un mohín, se bajó la cremallera de la falda y la dejó caer al suelo. Luego empezó a desabotonarse lentamente la camisa.

– ¿No quieres que me lo pruebe siquiera? -susurró.

Quizá sea débil, pero hombres más fuertes que yo habrían sucumbido ante semejante presión.

– De acuerdo -dije con voz ronca al tiempo que la sangre se me iba de la cabeza y descendía hacia el sur para pasar el invierno.

Esa misma noche, ya tarde, yacía junto a ella en la oscuridad escuchando los sonidos de la ciudad al otro lado de la ventana. Pensé que estaba dormida, pero al cabo de un rato me rozó el pecho con la cabeza y noté sus ojos clavados en mí.

– ¿En qué estabas pensando? -preguntó.

– ¿Qué me das si te lo digo?

– Un beso. -Unió sus labios tiernamente a los míos-. En Grace Peltier, ¿verdad?

– En ella, en la Hermandad, en Pudd -contesté-. En todo. -Me volví hacia ella y vi el blanco de sus ojos en la oscuridad-. Creo que tengo miedo, Rachel.

– ¿Miedo de qué?

– Miedo de lo que puedo llegar a hacer, de lo que quizá tenga que hacer.

Tendió la mano hacia mí, un pálido espectro en el vacío de la noche. Recorrió con los dedos las cuencas de mis ojos, mis pómulos, el contorno del cráneo bajo la piel.

– Miedo de lo que hice en el pasado -concluí.

– Eres un buen hombre, Charlie Parker -susurró-. No estaría contigo si no lo creyese.

– He hecho cosas que estaban mal. No quiero que se repitan.

– Hiciste lo que tenías que hacer.

Le agarré la mano con fuerza y percibí la palma apoyada en mi sien, la suave caricia de los dedos en mi pelo.

– Hice más que eso -contesté.

Tenía la sensación de estar flotando en un lugar negro, con la noche infinita por encima y por debajo de mí, y que sólo su mano impedía que me cayera. Rachel lo comprendió, ya que se apretó contra mí y envolvió mis piernas con las suyas como para decirme que, si yo caía, caeríamos juntos. Hundió la barbilla en mi cuello y permaneció callada un rato. En el silencio, sentí el peso de sus pensamientos.

– No sabes si la Hermandad fue la responsable de su muerte o de la de alguna otra persona -dijo por fin.

– No, no lo sé -admití-. Pero intuyo que el señor Pudd es un hombre violento, quizás algo peor. Lo presentí cuando lo tenía cerca, cuando me tocó.

– Y la violencia engendra violencia -musitó Rachel.

Asentí con la cabeza.

– No disparo un arma desde hace casi un año, Rachel, ni siquiera en un campo de tiro. Ni siquiera había tenido una en la mano hasta hace dos días. Pero presiento que, si me implico más en esto, me veré obligado a utilizarla.

– Entonces aléjate. Devuélvele el dinero a Jack Mercier y deja que otro se ocupe del asunto. -Pero incluso mientras lo decía supe que no era eso lo que pensaba realmente, que en cierto modo yo estaba poniéndome a prueba a través de Rachel, y ella lo sabía.

– Sabes que no puedo hacer eso. Es posible que Marcy Becker esté en apuros, y creo que alguien asesinó a Grace Peltier e intentó camuflarlo. Y no puedo pasarlo por alto.

Se acercó aún más a mí y me acarició la mejilla y los labios con la mano.

– Sé que harás lo correcto, y creo que procurarás eludir la violencia en la medida de lo posible.

– ¿Y si no es posible?

No contestó. Al fin y al cabo, sólo había una respuesta.

Fuera se oía el zumbido del tráfico y la gente dormía. Una raja de luna pendía del cielo como una cuchillada en el firmamento. Y mientras yo yacía despierto en la cama de la mujer que amaba, el viejo Curtis Peltier bebía leche caliente sentado en la cocina de su casa intentando conciliar el sueño. Llevaba la raída bata roja abierta sobre un pijama azul, y unas zapatillas de estar por casa. Tomó un sorbo de leche, dejó el vaso en la mesa y se levantó para volver a la cama.

Lo que ocurrió a continuación son sólo conjeturas, pero en mi cabeza oigo abrirse la puerta trasera, veo cómo las sombras se proyectan a lo lejos y avanzan hacia él. Una mano enguantada tapa la boca del anciano mientras la otra le dobla el brazo por detrás de la espalda con tal fuerza que le disloca el hombro de inmediato y el anciano pierde el conocimiento. Un segundo par de manos lo agarra de los pies, y lo llevan escaleras arriba hasta el cuarto de baño. Entonces se oye el borboteo del agua en la bañera mientras ésta se llena lentamente. Curtis Peltier vuelve en sí y se encuentra arrodillado en el suelo con la cara en la bañera. Ve subir el agua y sabe que va a morir.

– ¿Dónde está, señor Peltier? -le pregunta al oído una voz masculina.

Él no le ve la cara, ni ve a la segunda persona, que está de pie más atrás, pese a que sus sombras se deslizan sobre los azulejos frente a él.

– No sé de qué me hablan -contesta asustado.

– Sí lo sabe, señor Peltier. Me consta que lo sabe.

– Por favor -dice él poco antes de que le hundan la cabeza en el agua. No tiene tiempo de tomar aire y el agua se le mete al instante por la boca y la nariz. Forcejea, pero el dolor le traspasa el hombro y sólo puede chapotear inútilmente con la mano izquierda. Al levantarle la cabeza, jadea y salpica y, tosiendo, expulsa el agua en el suelo.

– Se lo preguntaré una vez más, señor Peltier. ¿Dónde está?

Y el anciano descubre que está llorando, llorando de miedo, de dolor y de pesar por su hija perdida, porque ella no puede protegerlo a él del mismo modo que él no pudo protegerla a ella. Siente presión en el hombro, unos dedos que le hurgan la articulación desencajada, y vuelve a perder el conocimiento. Cuando despierta está en la bañera, desnudo, y un hombre pelirrojo se cierne sobre él. Nota un agudo dolor en los brazos, que se apaga gradualmente. Lo invade el sueño y se esfuerza por mantener los ojos abiertos.

Baja la vista. Tiene largos cortes desde las muñecas hasta los codos y el agua de la bañera se ha teñido de sangre. Las sombras lo observan mientras lenta, muy lentamente, la luz se extingue, mientras su vida se escapa y siente que por fin su hija lo abraza y se lo lleva consigo a la oscuridad.

10

En todos los casos, según Platón, el principio consiste en conocer el objetivo de la investigación.

Jack Mercier me había contratado para averiguar la verdad sobre la muerte de Grace Peltier. Mientras esperaba frente a su casa había visto a Yossi Epstein, quien parecía haber participado en acciones contra la Hermandad fomentadas por Mercier. Ahora Yossi Epstein estaba muerto y su despacho había ardido hasta los cimientos. Grace Peltier estudiaba la historia de los Baptistas de Aroostook, que después aparecieron bajo una capa de barro a orillas del lago St. Froid. Por alguna razón, Grace consideró necesario ponerse en contacto con Carter Paragon en el transcurso de la investigación, haciendo asomar una vez más el espectro de la Hermandad. Lutz, el inspector que se ocupaba del caso Peltier, mantenía lazos con la Hermandad lo bastante estrechos como para desplazarse hasta Waterville y disuadirme de que importunara a Paragon. Si relacionaba estos hechos y añadía la figura del señor Pudd, el objetivo de la investigación era la Hermandad.

El sábado por la mañana, Rachel se marchó temprano para asistir a la continuación de la asamblea. Se llevó la tarjeta de visita del señor Pudd dentro de una pequeña bolsa de plástico, ya que alguien le había prometido analizarla antes del almuerzo. Me duché, preparé café y luego, envuelto en una toalla, empecé a telefonear. Me puse en contacto con Walter Cole, mi antiguo compañero en Homicidios cuando trabajaba en el Departamento de Policía de Nueva York, y él a su vez hizo unas cuantas llamadas. Por mediación suya conseguí el nombre de uno de los inspectores de la Brigada de Casos Importantes que investigaba la muerte de Epstein y el incendio provocado en su despacho. El inspector se llamaba Lubitsch.

– Igual que el director de cine -explicó cuando por fin se puso al teléfono-. Ernst, ¿sabe?

– ¿Es pariente suyo?

– No, pero he dirigido el tráfico un par de veces.

– Dudo que eso cuente.

– ¿Usted era policía?

– Sí.

– ¿Se gana uno bien la vida como detective privado?

– Depende de lo escrupuloso que uno sea. Hay mucho trabajo si se está dispuesto a seguir a maridos y esposas infieles. En general eso no da mucho dinero, así que hay que aceptar un caso tras otro para llegar a fin de mes. ¿Por qué lo pregunta? ¿No le gusta ser policía?

– Sí, no está mal, pero la paga es una mierda. Ganaría más vaciando cubos de basura.

– Una variante del mismo trabajo.

– Usted lo ha dicho. ¿Me preguntaba por Epstein?

– Cualquier cosa que pueda facilitarme.

– ¿Puedo saber por qué?

– ¿Intercambio de información?

– Por supuesto.

– Estoy investigando el suicidio de una mujer que quizá tuviese algún contacto con Epstein en el pasado.

– ¿Su nombre?

– Grace Peltier. Lleva el caso la BIC III de Machias.

– ¿Cuándo murió?

– Hace un par de semanas.

– ¿Cuál es su relación con Epstein?

No veía inconveniente en poner a la policía tras la pista de la Hermandad. En todo caso, el interrogatorio de Lutz a Paragon constaba en el expediente.

– La Hermandad. Era una de las organizaciones a las que se oponía Epstein. Puede que Grace Peltier, poco antes de morir, se entrevistase con su hombre de paja, Carter Paragon.

– ¿Eso es todo?

– Puede haber más. Acabo de ponerme con ello. Oiga, si puedo ayudarle de alguna manera, lo haré.

Se produjo un silencio de al menos treinta segundos. Pensé que se había cortado la línea.

– Confiaré en usted, pero sólo una vez.

– Con una me basta.

– Oficialmente es un homicidio. Hemos descartado el robo como móvil y en la actualidad investigamos una posible conexión con las bombas incendiarias lanzadas contra la Liga Judía por la Tolerancia.

– Muy bien, ¿y qué omite?

Lubitsch bajó la voz.

– La autopsia detectó un pinchazo en la axila de Epstein. Aún intentan confirmar qué le inyectaron, pero las últimas conjeturas apuntan a algún tipo de veneno. -Se oyó ruido de papeles-. Le leo, ¿de acuerdo? Se trata de un neurotóxico, es decir, impide la transmisión de impulsos nerviosos a los músculos sobreestimulando los transmisores -se trabó con las siguientes palabras- acetilcolina y noradrenalina, lo cual causa la parálisis de los sistemas nerviosos -se trabó de nuevo- simpático y parasimpático, con el resultado de una repentina y severa tensión en el organismo. -Lubitsch tomó aire-. Dicho en términos más llanos, el veneno provocó la aceleración del ritmo cardiaco, el aumento de la presión sanguínea, dificultades respiratorias y parálisis muscular. Epstein sufrió un ataque al corazón fulminante en dos minutos. Murió en tres. Los síntomas, y esto queda estrictamente en el apartado de hipótesis, ¿comprendido?, son sistémicos, relacionados por lo general con las arañas. En esencia, a menos que a alguien se le ocurra una teoría mejor, el autor del crimen tiró a Yossi Epstein al suelo, se sentó sobre su pecho y le inyectó una gran dosis de veneno de araña. De viuda negra, suponen, pero las pruebas aún no se han completado. Además, el autor se llevó una porción de piel de la parte inferior de la espalda, de unos cinco centímetros de anchura. Así pues, ¿es o no es un asunto extraño?

Bajé el bolígrafo y miré las confusas notas que había tomado en el taco para mensajes telefónicos de Rachel.

– ¿Se ha interesado alguien más en el asunto? -pregunté.

– ¿A qué me suena eso? -contestó Lubitsch-. Me suena a alguien que abusa de la cortesía profesional.

– Disculpe -dije-, pero interpreto eso como un sí.

Lubitsch dejó escapar un suspiro.

– El Departamento de Policía de Minneapolis. Por la posible relación con la muerte de una doctora llamada Alison Beck hace una semana. La encontraron amordazada, con viudas negras dentro de la boca.

– Dios mío.

– Ajá. -Aparentemente, a Lubitsch le complació mi reacción, porque continuó-: El forense supone que adormecieron las arañas con dióxido de carbono y que las introdujeron en la boca cuando empezaban a reanimarse. Sólo sobrevivió una viuda: las otras se picaron entre sí y picaron a la mujer. Murió de insuficiencia respiratoria.

– ¿Tienen alguna pista?

– Practicaba abortos, así que han hecho redadas entre los fanáticos de la zona procurando ocultar la mayor parte de los detalles a la prensa. Parece que se las vieron y desearon para sacarla del coche.

– ¿Por qué?

– El asesino lo llenó de reclusas.

Pudd.

Le di las gracias. Le prometí que volvería a telefonear y colgué el auricular. Me conecté a Internet y en menos de dos minutos tenía en la pantalla una imagen de Alison Beck. Parecía más joven que en la fotografía de la biblioteca de Jack Mercier; más joven y más feliz. Los periodistas habían llevado a cabo un buen trabajo de sondeo de las fuentes, llegando al punto de especular sobre la posibilidad de que la causa de la muerte de Alison Beck fuese una picadura de araña. Es difícil mantener en secreto esa clase de detalles.

Apagué el ordenador y llamé a Rachel, ya que la asamblea se interrumpiría para un café a las once.

– ¿Alguien ha tenido tiempo ya de examinar la tarjeta? -pregunté.

– Vaya, un afectuoso saludo también para ti -respondió-. El amor ha desaparecido, desde luego.

– No ha desaparecido, sólo se ha distraído. ¿Y bien?

– Siguen analizándola. Ahora márchate antes de que me olvide de por qué estoy contigo.

Colgó, y eso me dejó sólo una alternativa: no hacer nada, o probar suerte con el Departamento de Policía de Minneapolis. Por desgracia no tenía ningún contacto allí y dudaba que con mi encanto natural fuese a llegar muy lejos. Intenté llamar de nuevo a Mercier, pero me encontré con las evasivas de la criada. Sin otra cosa que hacer hasta esa tarde, cuando Rachel y yo teníamos previsto asistir a la representación de Cleopatra en el Wang, me vestí, tomé una novela de Harían Coben de la estantería de Rachel y bajé por la escalera dispuesto a matar el tiempo en Newbury Street. En Newbury había una tienda de cómics, recordé. Pensé que quizá merecía la pena visitarla.

Resultó que Al Z ya había organizado nuestro encuentro. En cuanto pisé la calle se abrió la puerta de un Buick Regal verde aparcado en la otra acera y salió de él un hombre de gran corpulencia.

– Un buen carro, Tommy -comenté-. ¿Piensas llevar a los niños a Disneylandia?

Tommy Caci sonrió. Llevaba una camiseta negra sin mangas y un ajustado vaquero negro. Tenía los trapecios tan grandes que parecía que se hubiese tragado una percha, y desde sus descomunales hombros el tronco descendía hasta reducirse a una estrecha cintura. En conjunto, Tommy Caci parecía un vaso de Martini andante, pero sin su fragilidad.

– Bienvenido a Boston -dijo-. Al Z te agradecería una visita de cortesía. Sube al coche, por favor.

– ¿Te importa si voy por mi cuenta? -pregunté. Por mucho que Tommy sonriese, no subiría ni loco a la parte trasera de aquel Buick. Antes preferiría ir a pie con los ojos vendados por el carril rápido de la interestatal. No quería ni pensar en los viajes que algunas personas habrían emprendido en ese coche.

La sonrisa de Tommy no vaciló.

– Así es más fácil. A Al no le gusta que le hagan esperar.

– No lo dudo. Pero ¿qué te parece si tomo un poco el aire y te acompaño hasta allí a pie?

Tommy hizo un gesto de indiferencia. No merecía la pena enfadarse.

– Si te apetece tomar el aire, por nosotros no hay inconveniente -dijo con resignación.

Así que caminé hasta la oficina de Al Z en Newbury Street. Por supuesto, el Buick no se despegó de mí en todo el camino, sin pasar en ningún momento de los tres o cuatro kilómetros por hora, pero eso me hizo sentir deseado. Cuando llegué a la tienda de cómics, Tommy se despidió de mí con un gesto y el Buick se alejó a toda velocidad, dispersando a los turistas a su paso. Llamé al interfolio, di mi nombre, empujé la puerta y subí por la desangelada escalera hasta la oficina de Al Z.

No había cambiado mucho desde la última vez que estuve allí. El parqué seguía desnudo y la pintura desconchada. Aún montaban guardia junto a la puerta dos matones, y no había donde sentarse aparte de un sofá rojo y raído adosado contra una pared y la butaca tras el escritorio de Al Z, butaca que en ese momento ocupaba el propio Al Z.

Vestía traje negro, camisa negra y corbata negra y llevaba el cabello gris peinado hacia atrás, adherido al cráneo, con lo que su enjuto rostro aún parecía más cadavérico que de costumbre. Se veían claramente los audífonos en sus pequeñas y puntiagudas orejas. Al Z venía perdiendo oído desde hacía unos años. Seguro que se debía a las detonaciones de tantas armas alrededor.

– Veo que ya ha sacado la ropa de verano -dije.

Bajó la vista para mirar su propia indumentaria como si la viese por primera vez.

– He estado en un funeral -contestó.

– ¿Lo ha organizado usted?

– No, he ido simplemente a presentar mis respetos a un amigo. Todos mis amigos se están muriendo. Pronto sólo quedaré yo.

Advertí que Al Z parecía bastante convencido de que sobreviviría a sus amigos. Conociendo a Al Z, supuse que probablemente tenía razón.

Señaló el sofá.

– Tome asiento. No recibo muchas visitas.

– No entiendo por qué, con un despacho tan acogedor como éste.

– Tengo gustos espartanos. -Sonrió y se recostó contra el respaldo de su butaca-. Vaya, vaya, éste es mi día de suerte. Primero un funeral y ahora resulta que Charlie Parker me hace una visita de cortesía. Después de esto seguro que se me cae la polla y se me mueren las plantas.

– Lamentaría mucho la desaparición de sus plantas.

Al Z estiró su largo cuerpo en la butaca. Era como ver desenrollarse a una serpiente.

– ¿Y cómo está el escurridizo Louis? Últimamente apenas tenemos noticias de él. Según parece, hoy día sólo mata para usted.

– Él siempre ha matado sólo para sí mismo -repuse.

– Si usted lo dice. La única razón por la que aún puede viajar en metro cuando visita Nueva York, señor Parker, es que su socio liquidará a cualquiera que haga algo contra usted. Sospecho que incluso me liquidaría a mí si fuese necesario, y yo me considero, en general, un hombre bastante agradable. Bueno, con algunas excepciones. -Movió la cabeza en un gesto de desconcierto-. Y ahora dígame, ¿qué puedo hacer por usted, aparte de dejarle salir vivo de aquí?

Esperaba que no hablase en serio. Al Z y yo habíamos tenido algún que otro roce en el pasado; en una ocasión me dio veinticuatro horas de vida para encontrar un dinero que habían robado ante las mismísimas narices del lugarteniente Tony Celli. Encontré el dinero y por eso seguía vivo, pero Tony el Limpio estaba muerto. Vi cómo Al Z lo mataba. El único aspecto que le causó cierta preocupación a Al Z de todo aquello fue el coste de la bala. Muchos de los hombres de Tony murieron en Dark Hollow, [2] debido en gran parte a los esfuerzos de Louis y míos, pero Tony fue el único pez gordo que cayó, y como lo mató el propio Al Z, nos libramos de buena parte de la presión. A su vez, nosotros aliviamos la presión que recaía en Al Z devolviendo el dinero que Tony había estafado, con intereses. Mi relación con Al Z podría servir para ilustrar la palabra «complicado» en el diccionario.

Desde que terminó el asunto de Celli, Al Z me había tenido bajo vigilancia. Conocía mis actividades hasta el punto de enterarse de que estaba investigando a la Hermandad, y que, de algún modo, el tal señor Pudd estaba ligado a su funcionamiento.

– Si no recuerdo mal -señalé con delicadeza-, es usted quien me ha invitado.

Al Z simuló perplejidad.

– ¿Ah, sí? Ha debido de ser en un momento de debilidad. -Prescindió inmediatamente de las banalidades-. He oído que anda entrometiéndose en los asuntos de la Hermandad.

– ¿Y eso por qué habría de interesarle a usted?

– Hay muchas cosas que son de mi interés. ¿Le cayó bien el señor Ragle?

– Es un hombre atribulado. Piensa que alguien intenta matarlo.

– Me temo que el señor Ragle está a punto de sufrir gravemente por su arte.

Hizo una señal a los dos matones. Éstos salieron del despacho y cerraron la puerta.

Al Z se levantó y se acercó a la ventana. Allí contempló a los turistas que iban de compras a Newbury repasando uno a uno con su mirada de basilisco. Nadie murió.

– Me gusta esta calle -dijo casi para sí-. Me gusta la normalidad que reina en ella. Me gusta el hecho de que puedo salir a la acera y saber que alrededor la gente se preocupa por su hipoteca, por el coste del grano de café, o simplemente por si va a perder el tren o no. Bajo ahí y me siento normal por asociación. -Se volvió para mirarme-. Usted, por su parte, parece normal. Viste como cualquiera. No parece mejor ni peor que otro centenar de tipos en la calle. Pero entra aquí y me pone nervioso. Se lo juro, nada más verle siento un cosquilleo en las palmas de las manos. No me malinterprete; le respeto. Puede que incluso me inspire cierta simpatía. Pero le veo y tengo una sensación de catástrofe inminente, como si estuviese a punto de hundirse el techo. La presencia en Boston de esos asesinos por los que siente tanto cariño no me ayuda a dormir más tranquilo. Sé que tiene una mujer aquí, y sé también que anoche estuvo cenando con sus amigos en Anago. Comió ternera, por cierto.

– Estaba buena.

– Por treinta y cinco pavos, ya podía estar buena. Tendría que haber cantado mientras la masticaba. ¿Hablaron de trabajo o de placer?

– Un poco de cada.

Asintió.

– Eso pensaba. ¿Quiere saber por qué le mandé a Ragle, por qué siento interés por ese hombre que se hace llamar Pudd? A lo mejor se cree que me pregunto: ¿qué puedo hacer por Charlie Parker, a quién puedo amargarle la vida induciéndolo a usted a hurgar en ella?

Esperé. No estaba muy seguro de adónde iba a parar la conversación, pero el giro que dio de pronto me sorprendió.

– O quizá sea otra cosa -prosiguió, y el tono de su voz cambió. Ahora parecía un poco quejumbrosa. Era la voz de un viejo. Al Z se apartó de la ventana y se acercó al sofá, donde se sentó no muy lejos de mí. Tenía una expresión de angustia en la mirada, pensé-. ¿Cree usted que una buena acción puede compensar las fechorías de toda una vida? -preguntó.

– No soy quién para juzgarlo -contesté.

– Una respuesta diplomática, pero no es la verdad. Usted sí juzga, Parker. Eso es lo que hace, y le respeto porque actúa conforme a sus juicios, igual que yo. Somos tal para cual, usted y yo. Pruebe otra vez.

Me encogí de hombros.

– Quizá sí, si es un acto de sincero arrepentimiento, pero ignoro cómo se equilibra la balanza del juicio.

– ¿Cree en la salvación?

– La espero.

– Entonces también cree en la reparación. La reparación es la sombra que proyecta la salvación.

Cruzó las manos sobre el regazo. Las tenía muy blancas y limpias. Como si a diario dedicase horas a restregarse la suciedad de las arrugas de la piel.

– Me estoy haciendo viejo. Esta mañana miraba alrededor de la tumba y veía a hombres y a mujeres muertos. Entre todos no les quedaban más que un par de años de vida. Muy pronto nos juzgarán a todos, y a todos nos encontrarán deficientes. Lo mejor que nos cabe esperar es misericordia, y no creo que uno reciba misericordia en la otra vida si él mismo no la ha demostrado en ésta. -Para concluir, añadió-: Y yo no he sido misericordioso. Nunca lo he sido.

Esperé observándolo mientras daba vueltas a la alianza de boda en su dedo. Su esposa había muerto hacía tres años, y no tenía hijos. Me pregunté si albergaba la esperanza de reunirse con ella en alguna otra vida.

– Todo el mundo merece la oportunidad de enmendarse -dije en voz baja-. Nadie tiene derecho a quitarnos eso.

Atraído por la luz, lanzó una mirada a la ventana.

– Sé algo de la Hermandad y del hombre a quien manda para resolver sus asuntos -declaró.

– El señor Pudd. Es un encanto.

– ¿Lo conoce? -preguntó Al Z con tono de sorpresa.

– Lo conozco.

– Entonces posiblemente tiene los días contados -se limitó a decir-. Yo sé de él porque saber forma parte de mi trabajo. No me gusta la imprevisibilidad, a menos que piense que vale la pena correr el riesgo si conviene a mis propios fines. Por eso usted sigue vivo. Por eso no le maté cuando vino en busca de Tony el Limpio, y por eso no le maté siquiera cuando usted y sus amigos eliminaron a la mayoría de los hombres de Tony en aquel pueblucho perdido en la nieve hace dos inviernos. Lo que usted quería y lo que yo quería… -Movió la mano derecha con la palma hacia abajo, como el platillo de una balanza-. Además, encontró el dinero y con eso compró su propia vida.

»Ahora quizá piense que podríamos llegar a otro entendimiento con respecto a Pudd. Me da igual si él lo mata, Parker. Le echaría de menos, eso sí. Usted y sus amigos nos alegran la vida, pero no pasa de ahí. Sin embargo, si usted lo mata a él, sería bueno para todos.

– ¿Y por qué no lo mata usted mismo?

– Porque no ha hecho nada que reclame mi atención inmediata o la de mis socios. -Se inclinó-. Pero eso es como ver a una viuda negra en un rincón de la habitación y dejarla estar porque aún no nos ha picado. -La analogía de la araña, supe, era intencionada. Al Z era un hombre interesante-. Y el problema no se acaba en Pudd. Hay otra gente, gente en las sombras. Es necesario obligarlos a salir, pero si actúo contra Pudd sin más razón que el hecho de que lo considero malvado y peligroso, y eso suponiendo que lo encontrase y que los hombres que mandase por él consiguiesen matarlo, cosa que dudo, los otros que están entre bastidores vendrían por mí y yo sería hombre muerto. No lo dudo ni por un segundo. A decir verdad, sospecho que tan pronto como actuase contra Pudd me mataría. Así de peligroso es.

– Por tanto se propone utilizarme como señuelo.

Al Z se echó a reír.

– Nadie le utiliza, creo yo, si usted no quiere. Va detrás de Pudd por sus propias razones, y en mi organización nadie se interpondrá en su camino. Incluso he intentado encaminarlo en la dirección correcta por medio de nuestro amigo el pornógrafo. Si acorrala a ese hombre y podemos ayudarle a acabar con él sin atraer la atención de nadie, lo haremos. Pero le aconsejo que aleje de su alcance a todas aquellas personas por las que siente aprecio, porque las matará y luego intentará matarlo a usted. -Esbozó una sonrisa de complicidad-. Pero también he oído decir que quizá tope con cierta competencia a la hora de acabar con Pudd. Parece que unos judíos se han cansado de los incendios provocados y de los asesinatos, y que la muerte del rabino en Nueva York esta semana ha sido la gota que ha colmado el vaso. Una advertencia: no se entrometa en los asuntos de esos jodidos judíos. Quizá las cosas ya no son como en los tiempos de Bugsy Siegel, pero esa gente sabe lo que es guardar rencor. ¿Le parecen malos los jodidos sicilianos? Pues los judíos tienen miles de años de experiencia en cuestiones de rencor. Son al rencor lo que los chinos a la pólvora. Ese jodido pueblo inventó el rencor, y disculpe mi vocabulario.

– ¿Han contratado a alguien? -pregunté.

Al Z negó con la cabeza.

– Por lo que se refiere a este hombre, el dinero no es la principal motivación. Se hace llamar Golem. Es un judío de la Europa del Este, claro. No tengo el gusto de conocerlo, y mejor así, probablemente. Por lo que sé, todo aquel que lo conoce termina muerto. El día que lo vea, iré a besar el anillo de san Pedro y a pedir perdón por mi ataque de amnesia selectiva en lo que respecta a los diez mandamientos. -Volvió a dar vueltas a la alianza de boda, y la luz de la ventana se reflejó en el metal y se proyectó en forma de pequeños rayos dorados sobre la pared-. A usted le conviene hablar con Mickey Shine, Michael Sheinberg. Le llamábamos Mickey el Judío. Ahora está retirado, pero pertenecía a la banda de Joey Barboza hasta que éste empezó a eliminar a gente. Me llegaron noticias de que quizá fue él mismo quien mató a Joey en San Francisco en el año setenta y seis. Acabó trabajando para Action Jack-son durante un tiempo y al final se cansó de todo ese tinglado y abrió una floristería en Cambridge. -Alcanzó un bolígrafo y anotó una dirección en un papel, lo arrancó del bloc y me lo entregó-. Mickey Shine -repitió con una mirada remota y un tono sepia de nostalgia en la voz-. Un día salimos de copas, en el verano del sesenta y ocho. Empezamos en Alphabet City, y no recuerdo nada más hasta que desperté en un baño turco sin más ropa que una toalla, tendido en una losa y rodeado de azulejos. Creí que estaba en el puto depósito de cadáveres, se lo juro. Mickey Shine. Cuando hable con él, dígale que recuerdo esa noche.

– Se lo diré -contesté.

– Pediré a alguien que lo avise con antelación -continuó Al Z-.

Barboza recibió cuatro disparos de escopeta. Si se presenta usted allí con una pistola al hombro preguntando por el pasado de Mickey Shine, es muy posible que averigüe qué sintió Barboza. No sé si me explico.

Le di las gracias y me levanté para marcharme. Cuando llegué a la puerta, había vuelto a sentarse a su escritorio y seguía jugueteando con la alianza de oro.

– Somos tal para cual, usted y yo -repitió cuando me detuve en la puerta.

– ¿En qué sentido?

– Usted ya lo sabe -respondió.

– Una buena acción -musité, pero no estaba seguro de que bastase con eso. El negocio de Al Z se basaba en las drogas y la prostitución, en el porno y en el robo, en la intimidación y en las vidas arruinadas. Si se cree en el karma, todas esas cosas se suman. Si se cree en Dios, quizás uno no debería hacer nada de eso ya de entrada.

También yo había hecho cosas de las que me arrepentía. Había segado vidas. Había matado a un hombre desarmado con mis propias manos. Quizás Al Z tenía razón: quizás éramos tal para cual, él y yo.

Al Z sonrió.

– Como usted dice, una buena acción. Le ayudaré, modestamente, a encontrar al señor Pudd y a acabar con él y quienes lo rodean. Ándese con cuidado, Charlie Parker. Aún hay gente pendiente de usted.

Cuando salí, tenía otra vez las palmas de las manos juntas bajo el mentón y el rostro suspendido sobre ellas como el de un Dios malévolo e impío.

11

Mickey Shine, de alrededor de un metro sesenta y cinco, era calvo y llevaba coleta y barba plateadas, ambas destinadas a desviar la atención del hecho de que no tenía más de seis pelos por encima de las orejas. Por desgracia, si uno se llama Mickey Shine, Mickey «Brillo», y las intensas luces de su tienda se le reflejan en el cráneo con un resplandor deslumbrante, cultivar una barba de chivo y optar por dejarse crecer el pelo por detrás no son precisamente alternativas infalibles como táctica de distracción.

– ¿Conoce el chiste de los dos náufragos perdidos en medio del océano? -le pregunté cuando se desvaneció el tintineo de la campanilla de la puerta, en Kendall Square-. Uno mira al otro y le dice: «¿Sabes?, si no se hubiese llamado Marina, ya me habría olvidado de ella».

Mickey Shine me miró con rostro inexpresivo.

– Marina -dije-. Marina.

– ¿Quiere comprar algo? -preguntó Mickey Shine-. ¿O lo manda alguien para alegrarme el día?

– Más bien he venido a alegrarle el día, supongo -contesté-. ¿Lo he conseguido?

– ¿Me ve muy alegre?

– Diría que no. Al Z me facilitó su nombre.

– Ya lo sé. Me llamaron. Pero no me dijeron que vendría a verme un cómico. ¿Le importa echar el cerrojo a la puerta y poner el cartel de CERRADO?

Hice lo que me pedía y luego lo seguí a la trastienda. Había una mesa de madera con un tablero de corcho colgado encima. En el tablero estaban, clavados con alfileres, los pedidos de flores para esa tarde. Mickey Shine empezó a sacar orquídeas de un cubo negro y a colocarlas en una lámina de plástico transparente.

– ¿Quiere que pare? -preguntó Mickey-. Tengo varios pedidos, pero si quiere que pare, paro.

– No -contesté-. No hay problema.

– Sírvase un café -dijo.

En un estante había una cafetera Mr. Coffee y, al lado, un recipiente con tarrinas de leche descremada y sobres de azúcar. El café olía como si algo se hubiese arrastrado hasta el interior de la cafetera para morir dentro y hubiese pasado sus últimos minutos en agua hirviendo.

– ¿Viene por lo de Pudd? -quiso saber. Parecía atento a las orquídeas, pero al pronunciar aquel nombre advertí en sus manos cierta vacilación.

– Sí.

– Ha llegado la hora, pues -dijo, más para sí que para mí. Continuó arreglando las flores en silencio durante un momento. Finalmente suspiró y abandonó la tarea. Le temblaban las manos. Se las miró, las levantó para que yo las viera y se las metió en los bolsillos, olvidándose de las orquídeas-. Es un hombre repugnante, señor Parker. He pensado mucho en él en los últimos cinco días. En sus ojos y en sus manos. Sus manos -repitió en un susurro y se estremeció-. Cuando me acuerdo de él, imagino su cuerpo como una carcasa, algo hueco hecho para acarrear el espíritu maligno que reside en el interior. ¿Le parece un disparate todo esto, quizá?

Negué con la cabeza y recordé la primera impresión que tuve del señor Pudd, el modo en que sus ojos escrutaban entre los párpados carnosos, los movimientos extraños e inconexos de sus dedos, el vello bajo los nudillos. Entendí con toda claridad a qué se refería Mickey Shine.

– Señor Parker, creo que ese hombre es un dybbuk. ¿Sabe qué es un dybbuk?

– Lo siento pero no.

– Un dybbuk es el espíritu de un muerto que entra en el cuerpo de un ser vivo y se apodera de él. Ese señor Pudd es un dybbuk: un espíritu maligno, vil e infrahumano.

– ¿Cómo lo conoció?

– Acepté un contrato, así le conocí. Fue después de marcharme, cuando las viejas tradiciones empezaron a desmoronarse. Yo era judío, y los judíos no cuentan, señor Parker. No era un pez gordo, así que pensé en abandonarlo todo y dejarlos que se mataran entre sí como animales. Hice un último favor y me aparté de ellos para siempre.

Se aventuró a lanzarme una mirada, y supe que Al Z no se había equivocado; fue Mickey Shine quien apretó el gatillo contra Barboza en San Francisco en 1976, el último favor que le permitió retirarse.

– Compré la tienda y las cosas me fueron bien hasta el ochenta y seis. Por esas fechas me puse enfermo y tuve que cerrar durante un año. Abrieron otras tiendas, perdí clientes, y así sucesivamente… -Hinchó las mejillas y dejó escapar el aliento en una sonora y larga exhalación-. Me enteré de que había una recompensa por un hombre, un hombre delgado y extraño que mataba por… motivos religiosos erróneos, o eso decían. Médicos de clínicas donde se practican abortos, homosexuales, incluso judíos. Yo no creo en el aborto, señor Parker, y el Viejo Testamento es muy claro respecto a… esa clase de hombres. -Eludía mi mirada, supuse que Al Z le había hablado vagamente de Ángel y Louis, previniéndole para que midiese sus palabras. Con el aplomo de un hombre que ha matado para ganarse la vida, continuó-: Pero matar a esa gente no es solución. Acepté el contrato. No disparaba un arma desde hacía muchos años, pero los viejos instintos, ya sabe, no se van fácilmente.

Volvió a frotarse el brazo, advertí, y su mirada era más distante, como si se hubiese remontado al recuerdo de un antiguo dolor.

– Y le encontró -dije.

– No, señor Parker, me encontró él a mí. -Se frotó con frecuencia e intensidad crecientes, cada vez más deprisa-. Averigüé que residía en algún lugar de Maine, así que viajé hasta allí para buscar cualquier rastro de él. Me alojé en un hotel de Bangor. ¿Conoce la ciudad? Es un vertedero. Dormía, y de repente me despertó un ruido en la habitación. Fui por la pistola, pero no estaba donde la había dejado, y de pronto recibí un golpe en la cabeza, y cuando recobré el conocimiento, me encontraba en el maletero de un coche. Tenía las manos y los pies atados con alambre, y la boca tapada con esparadrapo. No sé cuánto duró el viaje, pero a mí me parecieron horas. Al final el coche paró, y después de un rato se abrió el maletero. Tenía los ojos vendados, pero veía un poco por debajo de la venda. Allí estaba el señor Pudd, con su ropa de viejo mal conjuntada. Señor Parker, vi en sus ojos una luz que no había visto nunca. Vi…

Se interrumpió y apoyó la cabeza en las manos. A continuación se las pasó por la calva, como si desde un principio pretendiese sólo atusarse cualquier pelo despeinado que le quedase allí.

– Casi perdí el control de la vejiga, señor Parker. No me avergüenza decírselo. No soy un hombre que se asuste con facilidad y me he enfrentado a la muerte muchas veces, pero la mirada de aquel hombre y el contacto de sus manos, de sus uñas, me superaron.

»Me sacó del coche… Es fuerte, muy fuerte…, y me llevó a rastras por la tierra. Estábamos en un bosque oscuro y más allá de los árboles se veía una silueta, como una torre. Oí que se abría una puerta, y tiró de mí hasta el interior de un cobertizo con dos habitaciones. La primera contenía una mesa y sillas, nada más, y había manchas de sangre en el suelo, secas e incrustadas en la madera. En la mesa había una caja, con agujeros en la tapa, y se hizo con ella al pasar por su lado. La otra habitación, con una bañera vieja y un váter roto e inmundo, estaba embaldosada. Me metió en la bañera y volvió a golpearme en la cabeza. Y mientras yacía allí aturdido, me cortó la ropa con un cuchillo para dejar al descubierto la parte delantera de mi cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos. Se olió los dedos, señor Parker, y después me habló: "Apesta a miedo, señor Sheinberg". Eso fue todo lo que dijo.

Las paredes de la tienda se alejaron a nuestro alrededor y desaparecieron. El ruido del tráfico se desvaneció y la luz del sol que penetraba por la ventana pareció apagarse. En ese momento todo se reducía a la voz de Mickey Shine, el olor húmedo y viciado del viejo cobertizo, y el suave sonido de la respiración del señor Pudd al sentarse en el borde de la taza del váter, colocarse la caja sobre las rodillas y quitar la tapa.

– En la caja había frascos, unos pequeños, otros grandes. Sostuvo uno ante mí, fino y con orificios en el tapón, y dentro vi una araña. Odio las arañas, siempre las he odiado, incluso de niño. Era una araña pequeña de color marrón, pero a mí, tendido en la bañera, oliendo mi sudor y mi miedo, se me antojó un monstruo de ocho patas.

»El señor Pudd no dijo nada. Simplemente agitó el frasco, desenroscó el tapón y dejó caer la araña en mi pecho. Quedó prendida del vello e intenté sacudírmela, pero parecía adherida y, se lo juro, sentí su picada. Oí un tintineo de cristales y otra araña pequeña cayó junto a la primera, y después otra más. Me oí gemir, pero mi voz parecía salir de otra persona, como si yo no emitiese ningún sonido. No podía pensar en nada más que en las arañas.

»De pronto el señor Pudd chasqueó los dedos y me obligó a mirarle. Elegía frascos de la caja y los sostenía en alto frente a mí para que viese el contenido. En uno había una tarántula encogida en el fondo. En un segundo, una viuda negra, agazapada bajo una hoja. Un tercero tenía un pequeño escorpión rojo con la cola contraída.

»Se inclinó y me susurró al oído: "¿Cuál, señor Sheinberg? ¿Cuál?". Pero no las soltó. Volvió a guardarlas en la caja y sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta. En el sobre había fotografías: mi ex mujer, mi hijo, mis hijas y mi nieta. Eran fotos en blanco y negro, tomadas mientras iban por la calle. Me las enseñó una por una y las metió otra vez en el sobre. "Usted va a ser una advertencia, señor Sheinberg", dijo, "una advertencia para cualquier otro que piense que puede ganarse un dinero fácil viniendo a cazarme. Quizá sobreviva usted a esta noche, o quizá no. Si vive y vuelve a su floristería y se olvida de mí, dejaré en paz a su familia. Pero si intenta buscarme otra vez, esta niñita… Se llama Sylvia, ¿verdad?… Bien, pues la pequeña Sylvia no tardará en estar tendida donde está usted ahora, y lo que va a pasarle a usted le pasará a ella. Y le aseguro, señor Sheinberg, que no sobrevivirá". Entonces se levantó y, de pie junto a mis piernas, tiró del tapón de la bañera y susurró: "Prepárese para hacer nuevas amistades, señor Sheinberg".

»Al bajar la vista vi salir arañas por el desagüe. Daba la impresión de que había cientos, todas luchando entre sí. Creo que algunas ya estaban muertas y simplemente las arrastraba el resto, pero las otras…

Aparté de él la mirada, asaltado por un fugaz recuerdo de mi juventud. Alguien me hizo una vez algo parecido cuando era adolescente: un hombre llamado Daddy Helms, que me atormentó con hormigas del fuego por romper unas ventanas. Daddy Helms ya había muerto, pero en ese instante su espíritu me miró con malevolencia desde detrás de los párpados del señor Pudd. Creo que cuando miré de nuevo a Mickey, él debió de ver algo de ese recuerdo en mi cara, porque se le alteró el tono de voz. Se suavizó. Y pareció disiparse parte de la rabia que sentía hacia mí por obligarlo, a través de Al Z, a hacer aquella confesión.

– Las tenía por todo el cuerpo. Grité y grité pero nadie me oía. No me veía la piel de tantas como había. Y Pudd, allí inmóvil, me observó mientras corrían sobre mí y me picaban. Creo que me desmayé, porque al despertar la bañera estaba llenándose de agua y las arañas empezaron a ahogarse. Fue la única vez que vi algo distinto al placer en la cara de aquel psicópata; parecía triste, como si la pérdida de aquellas jodidas monstruosidades le doliese realmente. Y cuando estuvieron todas muertas, me sacó de la bañera de un tirón, me llevó otra vez al maletero del coche y me alejó de allí. Me dejó en una calle de Bangor. Alguien llamó a una ambulancia y me trasladaron a un hospital, pero el veneno ya había empezado a hacer efecto.

Mickey Shine se levantó y comenzó a desabotonarse la camisa, dejando los puños para lo último. Me miró y a continuación se abrió la camisa y la dejó caer alrededor del cuerpo, sujetando con las manos los extremos de las mangas.

Se me secó la boca. En el brazo derecho le faltaban cuatro trozos de carne del tamaño de una moneda grande, como si le hubiese mordido un animal. Tenía otra cavidad en el pecho, allí donde estuvo antes el pezón izquierdo. Cuando se dio la vuelta, vi marcas similares en la espalda y los costados, con la piel moteada y gris en los bordes.

– La carne se me pudrió -susurró-. Fue atroz. Ésta es la clase de hombre a quien se enfrenta, señor Parker. Si decide ir tras él, asegúrese de matarlo, porque si escapa, no le quedará a usted nadie en esta vida. Los matará a todos y luego lo matará a usted.

Se puso otra vez la camisa y empezó a abrochársela.

– ¿Tiene idea de adónde lo llevó? -pregunté cuando hubo acabado.

Mickey negó con la cabeza.

– Creo que fuimos hacia el norte, oí el mar. Es lo único que recuerdo. -De pronto se interrumpió y arrugó la frente-. Había una luz a gran altura, a mi derecha. La vi cuando me arrastró a la cabaña. Quizá fuese un faro.

«Además me dijo otra cosa. Me advirtió que, si volvía a buscarlo, todos nuestros nombres quedarían escritos y estaríamos condenados.

Noté que se me fruncía el entrecejo.

– ¿Qué quería decir con eso?

Mickey Shine pareció dispuesto a contestar, pero en lugar de eso bajó la vista y se concentró en abotonarse los puños. Se sentía incómodo, pensé, avergonzado de lo que consideraba su debilidad ante el sadismo del señor Pudd, pero también tenía miedo.

– No lo sé -respondió, y arrugó los labios por el sabor de la mentira en la boca.

– ¿A qué se refería antes al decir que había llegado la hora? -pregunté.

– Hasta ahora sólo Al Z había oído esta historia -contestó-. Usted y él son los únicos que la conocen. Se suponía que yo debía ser un testigo mudo de lo que Pudd era capaz de hacer, de lo que haría, a cualquiera que fuese tras él. Yo no debía hablar, sólo debía existir. Pero comprendí que llegaría un día en que quizá fuese posible actuar contra él, eliminarlo. He esperado mucho tiempo este momento, mucho tiempo para volver a contar esta historia. Así que eso es lo que sé; está al norte de Bangor, en la costa, y cerca hay un faro. No es gran cosa, pero es lo único que puedo ofrecer. Asegúrese de que esto queda entre nosotros; entre usted, Al Z y yo.

Deseé presionarle con respecto a lo que omitía, a la amenaza de que un nombre estuviese «escrito», pero sentí que empezaba a replegarse.

– Así lo haré -contesté.

Él asintió.

– Porque si Pudd se entera de que hemos hablado, de que vamos a actuar contra él, somos hombres muertos. Nos matará a todos.

Me estrechó la mano y me dio la espalda.

– ¿No va a desearme suerte? -pregunté.

Volvió a mirarme y negó con la cabeza.

– Si necesita suerte -musitó-, ya está muerto.

A continuación se concentró de nuevo en sus orquídeas y guardó silencio.

Segunda parte

No juzguéis al predicador, ya que él es vuestro juez.

George Herbert, «El pórtico de la iglesia»

EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier

Se conservan pocas fotografías de Faulkner (ninguna posterior a 1963) y escasa información acerca de su pasado, así que nuestros conocimientos sobre él se limitan en gran medida al testimonio de quienes le oyeron hablar o se encontraron con él en el transcurso de alguna de sus misiones como sanador.

Era un hombre alto de cabello largo y oscuro y frente ancha, ojos azules bajo unas cejas rectas y oscuras, y piel muy pálida, casi translúcida. Vestía siempre la indumentaria de un trabajador -vaqueros, toscas camisas de algodón, botas-, excepto cuando predicaba. En tales ocasiones prefería un sencillo traje negro con una camisa blanca sin cuello abrochada hasta el último botón. No llevaba joyas y su única concesión a la ornamentación religiosa era un recargado crucifijo de oro colgado al cuello. Quienes tuvieron la oportunidad de examinarlo de cerca lo describen como una pieza de extrema delicadeza, con diminutas caras y miembros labrados en los brazos de la cruz. El rostro de Cristo era de un detallismo casi fotográfico, con los padecimientos del hombre crucificado representados de manera tan clara y precisa que resultaba perturbador, y su agonía indudable.

No he podido encontrar el menor dato sobre Faulkner en ninguna de las facultades de teología oficiales, y mis indagaciones en iglesias, importantes y secundarias, tampoco han aportado pista alguna en cuanto a los orígenes de su formación religiosa si la hubo. La primera etapa de su vida apenas está documentada, aunque sabemos que al nacer le pusieron el nombre de Aaron David Faulkner, hijo ilegítimo de Reese Faulkner y Embeth Thule, de Montgomery, Alabama, 1924. Fue un niño más pequeño de lo normal, con la visión del ojo izquierdo notablemente mermada, circunstancia que más tarde lo incapacitaría para el servicio militar, pero entrada ya la adolescencia creció muy rápido. Según los vecinos que lo recuerdan, este crecimiento físico se vio acompañado de un análogo desarrollo de la personalidad, y pasó de ser retraído y hasta cierto punto torpe a autoritario e imponente. Vivió con su madre hasta la muerte de ésta poco antes de que él cumpliese dieciséis años. Después del funeral, Aaron Faulkner abandonó Montgomery y no volvió jamás.

De los cuatro años siguientes hasta la fecha de su boda nada se sabe, salvo algunas posibles excepciones. En Columbia, Carolina del Sur, un tal Aarn (sic) Faulkner fue acusado de agresión en 1941 tras un incidente en el que una prostituta llamada Elsa Barker fue apedreada, lo que le produjo heridas en la cabeza y la espalda. Elsa Barker no compareció ante el tribunal para atestiguar, y como su declaración a la policía se consideró poco fidedigna, el caso se sobreseyó. No volvió a encontrarse el menor rastro de Elsa Barker.

Hay otro incidente digno de mención. En 1943 una familia de tres miembros, apellidada Vogel, natural de Liberty, Mississippi, desapareció de su granja. Dos días después de iniciarse la búsqueda los hallaron enterrados en una tumba poco profunda a unos dos kilómetros de sus tierras. Los cadáveres estaban cubiertos de cal viva. Según los informes policiales, un joven vagabundo se había alojado en la casa de los Vogel varios días antes de que desaparecieran. Los Vogel lo acogieron porque parecía un hombre religioso. Ninguno de los vecinos lo conoció ni llegó a verlo, pero recordaban su nombre: Aaron. Una vez muertos, se supo que los Vogel no estaban casados y que su hija era ilegítima. Entre los interrogados en el curso de la investigación se incluía a Aaron Faulkner, detenido en un motel de Vicksburg. Quedó en libertad tres días más tarde por falta de pruebas.

(Si bien no existe conexión directa entre las muertes de los Vogel y la agresión y posterior desaparición de la prostituta Elsa Barker, mi opinión es que ambos incidentes presentan indicios de reacción violenta a un comportamiento considerado transgresión sexual, vinculado acaso a un deseo sexual sublimado: respectivamente, la relación extramarital de los Vogel y el nacimiento de su hija ilegítima -con resonancias de la situación familiar del propio Faulkner- por un lado y las actividades de Elsa Barker por otro. Considero que los ulteriores intentos de Faulkner por refrenar y regular las relaciones sexuales en la comunidad de Eagle Lake representan una pauta de conducta similar.)

Después de su boda en 1944, Faulkner trabajó con el impresor George Lemberger de Richmond, Virginia, y permaneció a su lado durante los siguientes doce años a la par que se forjaba una reputación como predicador sin preparación formal. Una discusión a causa de las actividades de Faulkner como predicador, unida a la acusación de que Faulkner había falsificado la firma de Lemberger en un cheque, provocó su salida de la imprenta a principios de 1957. Posteriormente se trasladó al norte acompañado por su esposa y sus dos hijos. Entre 1958 y 1963 se ganó la vida mal que bien durante un tiempo como predicador itinerante, y con el tiempo fundó pequeñas congregaciones de fieles en los pueblos de Maine, de las que salieron los dieciséis miembros del grupo original. Complementó sus ingresos trabajando, en distintos periodos, como impresor, jornalero y pescador.

Inicialmente, Faulkner se estableció en una pensión de Montgomery Street en Portland, Maine, propiedad de un primo de los Jessop. Oficiaba en el comedor, en ocasiones hasta para treinta personas. A raíz de esos primeros y extensos sermones, su fama se difundió y Faulkner empezó a contar con un reducido grupo de seguidores pero fiel en extremo.

Faulkner no era un predicador de talante apocalíptico. Más bien atraía a sus oyentes con un tono de serena insinuación y penetraba en su conciencia de manera gradual y furtiva. (Si esta descripción parece innecesariamente peyorativa, cabe mencionar que las opiniones en retrospectiva de aquellos con quienes hablé son en gran medida negativas por lo que se refiere a Faulkner. Si bien es obvio que ejercía una gran influencia con su oratoria, y que había gente más que suficiente dispuesta a seguirlo para permitirle fundar, si así lo hubiese decidido, una comunidad mucho mayor que la inicial colonia de Eagle Lake, también había quienes experimentaban cierto malestar cerca de él.)

Por lo que cuentan, su esposa, Louise, era una mujer de extraordinaria belleza, con una melena oscura sólo un poco más larga que la de su marido. No se relacionaba con la congregación del predicador: si se acercaba al final del servicio, permanecía de pie detrás de él, escuchando la conversación entre el predicador y el suplicante, sin hacer el menor comentario ni participar de modo alguno. Por lo visto, fue su continua y muda presencia al lado de su marido lo que indujo a la gente a recelar de ella, aunque dos testigos declararon que intervino físicamente cuando se acusó a su marido de cometer fraude durante un servicio de curación en Rumford, Maine, en 1963. Lo hizo en completo silencio, pero la fuerza y el carácter de su intervención bastaron para que quienes lo presenciaran lo recuerden con todo detalle casi cuarenta años después. No obstante, ella siempre respetó a su marido y no dio señales de desobediencia hacia él, en consonancia con la doctrina religiosa fundamentalista.

La familia de Louise, los Dautrieve, eran originarios del este de Texas y baptistas del sur. Según recuerdan los miembros de la familia, apoyaron en conjunto su decisión de contraer matrimonio con Faulkner, que sólo contaba diecinueve años cuando se conocieron, y lo consideraron un hombre de buena fe pese a no ser baptista. Después de la boda apenas hubo contacto directo entre Louise y su familia, y los parientes vivos afirman que el contacto se interrumpió por completo desde que se marchó a Eagle Lake. Personalmente, la mayoría cree que ha muerto.

12

Rachel ya estaba en su apartamento cuando volví de entrevistarme con Mickey Shine. Me saludó con un beso en los labios.

– ¿Ha ido bien el día? -preguntó.

Teniendo en cuenta las circunstancias, «bien» era probablemente un concepto relativo.

– He averiguado alguna que otra cosa -contesté sin darle más importancia.

– Ajá. ¿Cosas buenas o malas?

– Mmm, más bien malas, pero nada que no sospechase ya.

No preguntó si quería seguir hablando de ello. A veces tenía la clara impresión de que Rachel me conocía bien, y yo, en cambio, no la conocía en absoluto. Observé cómo abría el bolso y sacaba uno de sus cuadernos de espiral, del que extrajo una única hoja impresa.

– No creo que lo que he de decirte pueda calificarse tampoco de buena noticia -prosiguió-. Un agente del Departamento de Química ha examinado la tarjeta de visita. Me han enviado los resultados por correo electrónico. Supongo que les parecía demasiado técnico para explicarlo por teléfono.

– ¿Y?

– La tarjeta estaba impregnada de un fluido llamado cantaridina, o, para ser más exactos, cantaridina concentrada. Es una sustancia que se utiliza a veces en ciertos tratamientos médicos para provocar ampollas. Una pequeña parte del ángulo superior derecho estaba recubierta de una ligera capa de cera, con el propósito, cabe suponer, de que ese tal señor Pudd pudiese tocarla sin que su piel quedase afectada. En cuanto la rozaste, la temperatura corporal y la humedad de tus dedos activaron la cantaridina y empezaron a salirte ampollas.

Reflexioné un momento.

– Así que utilizó un producto médico en la tarjeta… -comencé a decir, pero Rachel me interrumpió con un gesto de negación.

– No, he dicho que se utiliza con fines médicos, pero la sustancia de esa tarjeta es una forma muy específica de la toxina, producida, según el ayudante de investigación que la examinó, sólo por «ciertos artrópodos vesicantes». Es veneno de escarabajo aceitero. El hombre que te la entregó debió de cultivar el veneno, concentrarlo y aplicarlo luego a la tarjeta.

Recordé la sonrisa del señor Pudd cuando tuve la tarjeta en la mano.

«Además, es irritante, pero eso tampoco lo dice en la tarjeta.»

«A su manera sí lo dice.»

Me acordé también de Epstein y de la sustancia que le habían inyectado.

– Si es veneno cultivado de escarabajo, supongo que también podría cultivar veneno de otras clases, ¿no? -pregunté a Rachel.

– ¿Como por ejemplo?

– ¿Veneno de araña, quizá?

– He telefoneado al laboratorio después de recibir el mensaje para aclarar un par de detalles sobre el procedimiento, así que no veo por qué no. Por lo que he entendido, el veneno del escarabajo podría haberse extraído mediante alguna forma de descarga eléctrica para inducir al insecto a liberar la toxina. Parece que el cultivo de veneno de araña es un poco más complicado. Hay que sedar a la araña, normalmente con dióxido de carbono, y luego ponerla bajo un microscopio. Cada vez que recibe una descarga eléctrica produce una mínima cantidad de veneno, que entonces puede recogerse. En principio se puede someter a una araña a tres o cuatro descargas antes de enviarla a retiro.

– ¿Se necesitan, pues, muchas arañas para producir una cantidad de veneno aceptable?

– Probablemente -contestó.

Me pregunté cuántas arañas habrían sido ordeñadas para matar a Yossi Epstein. Me pregunté asimismo por qué alguien se tomaría semejante molestia. Al fin y al cabo, habría sido mucho más fácil, y menos evidente, matarlo de una manera más convencional. Me acordé entonces de Alison Beck, y de cómo debía de haberse sentido mientras las viudas negras forcejeaban en su boca y las reclusas iban de un lado al otro en el reducido y cerrado espacio del coche. Recordé la expresión en los ojos de Mickey Shine al hablarme de las arañas en la bañera, y las heridas producidas en su piel por las picaduras. Y pensé en mis propios sentimientos cuando me salieron las ampollas y en la sensación que me había causado el roce de los delgados y vellosos dedos del señor Pudd.

Lo hizo porque le divertía, porque sentía verdadera curiosidad por los efectos. Lo hizo porque convertirse en presa de una criatura pequeña, oscura y voraz, con múltiples patas y ojos, aterrorizaba a las víctimas de una manera que ni una bala ni un cuchillo podían igualar, y confería una nueva intensidad al sufrimiento que se podía padecer. Incluso Epstein, que murió a causa de una inyección, experimentó parte de ese dolor cuando sus músculos se agarrotaron y convulsionaron, su respiración empezó a fallar y su corazón sucumbió por fin bajo la presión a que se vio sometido su organismo.

Era también un mensaje, de eso estaba seguro. Y la única persona a quien podía ir dirigido ese mensaje era Jack Mercier. Epstein y Beck aparecían en la fotografía colgada en la pared de su casa, y el bufete de Warren Ober se ocupaba de la recusación legal de la exención fiscal concedida a la Hermandad. Sabía que tenía que regresar a Maine, que de algún modo la muerte de Grace Peltier estaba relacionada con las acciones que su padre y otros habían emprendido contra la Hermandad. Pero ¿cómo podían saber Pudd y quienes lo ayudaban que Grace Peltier era hija de Jack Mercier? A eso se sumaba la duda de por qué una mujer que investigaba la historia de un grupo religioso desaparecido mucho tiempo atrás acababa intentando acorralar a la cabeza visible de la Hermandad. Sólo se me ocurría una respuesta: alguien había encauzado el trabajo de Grace Peltier hacia la Hermandad, y ella había muerto por eso.

Cuando Rachel se metió en la ducha, traté de telefonear otra vez a Mercier, pero me atendió la misma criada y recibí de nuevo la promesa de que el señor Mercier sería informado de mi llamada. Pregunté también por Quentin Harrold y se me comunicó de manera parecida que no podía ponerse. Estuve tentado de tirar el móvil al suelo y de aplastarlo de un pisotón, pero imaginé que podía llegar a necesitarlo, así que me conformé con lanzarlo, indignado, al sofá de Rachel. En todo caso, tampoco tenía nada que contarle a Mercier, o desde luego nada que él no supiese ya. Simplemente me disgustaba que me dejasen a oscuras, sobre todo si el señor Pudd ocupaba cierto espacio en esa misma oscuridad.

Pero existía otra razón para los métodos de asesinato elegidos por el señor Pudd que yo aún no había descubierto, un principio que tenía su origen en el pasado remoto y otras tradiciones más antiguas.

Era la creencia de que las arañas eran las guardianas del submundo.

El Centro Wang, en Tremont, era el teatro más hermoso de la zona norte de la Costa Este, y el Ballet de Boston era, dada mi limitada experiencia, una gran compañía, así que la combinación resultaba bastante irresistible, especialmente en una noche de estreno. Cuando pasamos andando frente al Boston Common, había un grupo tocando tras la vidriera de la emisora de radio WERS del Emerson College, y la gente que se encaminaba a la zona de los teatros se detenía un instante a observar la cara contorsionada del cantante. Recogimos las entradas en la taquilla y pasamos al recargado vestíbulo de mármol y oro, por delante de los puestos que anunciaban objetos y libros de recuerdo de Cleopatra. Teníamos butacas de platea, al fondo del teatro a la izquierda, un poco por encima de las filas anteriores, así que nadie nos tapaba. Los colores rojo y oro del teatro eran casi tan exuberantes como el diseño del escenario, lo cual creaba un ambiente de decadencia contenida.

– ¿Sabes una cosa? Cuando le dije a Ángel que veníamos aquí, me preguntó si estaba seguro de que no era gay -susurré a Rachel.

– ¿Qué le contestaste?

– Le dije que no iba a bailar con el ballet, sino simplemente a verlo como espectador.

– ¿Y yo soy, pues, sólo un medio de reafirmarte en tu heterosexualidad? -preguntó con tono burlón.

– Bueno, un medio muy placentero…

Por encima de nosotros, a la derecha, entró una figura en uno de los palcos, cerca del proscenio. Se acomodó en una butaca con movimientos parsimoniosos y después se ajustó los audífonos. A sus espaldas, Tommy Caci dobló el abrigo de Al Z, le sirvió una copa de vino tinto y se sentó detrás de él.

El Wang es un teatro igualitario: no hay palcos cerrados, pero ciertas secciones son más privadas que otras.

La zona que ocupaba Al Z se conocía como «el palco del Wang»; se hallaba parcialmente protegido por una columna, si bien quedaba abierto al pasillo de la derecha. Las butacas adyacentes estaban vacías, lo que significaba que Al había reservado toda la sección para la noche del estreno.

Al Z, pensé, viejo romántico.

Cuando el público quedó en silencio, se apagaron las luces. La música de Rimsky-Korsakov, arreglada para ballet por el compositor John Lanchbery, llenó el inmenso espacio al comenzar la representación. Las siervas danzaban en torno a la alcoba de Cleopatra mientras la reina dormía al fondo y su hermano Tolomeo y el confidente de éste, Potino, tramaban su caída. Todo estaba magníficamente realizado, y sin embargo no pude evitar distraerme durante la primera mitad, asaltado por visiones de criaturas reptantes e imaginándome los últimos momentos de vida de Grace Peltier. No se me iban de la cabeza diversas imágenes: «Una pistola cerca de su cabeza, una mano que se hunde en su pelo para mantenerla erguida mientras el dedo apretaba el gatillo. Es su dedo el que aprieta el gatillo pero otro ejerce presión sobre él. Está aturdida, medio inconsciente por un golpe en la sien, y no puede defenderse mientras le colocan el brazo en posición. El golpe no ha dejado sangre, y en todo caso la herida de entrada desgarrará la piel y el hueso disimulando cualquier lesión previa. Sólo cuando el frío metal entra en contacto con su piel se da cuenta, por fin, de lo que ocurre. Forcejea y abre la boca para gritar…».

Se oye un rugido en la noche y una llama roja brota de su sien y se derrama sobre la ventanilla y la puerta. La luz se apaga en sus ojos y su cuerpo se desploma a la derecha, y en el aire flota un olor a quemado mientras su cabello chamuscado crepita débilmente.

No hay dolor.

Nunca más habrá dolor.

Noté una presión en el brazo y advertí que Rachel me miraba con expresión burlona en el momento en que el ballet alcanzaba el clímax previo al interludio. En su alcoba, Cleopatra seducía a César bailando para él. Le di una palmada en la mano a Rachel y vi su expresión ceñuda por el paternalismo del gesto, pero antes de que pudiese explicárselo atrajo mi atención un movimiento a la derecha. Tommy Caci, de pie en actitud alerta, se llevó la mano al interior de la chaqueta. Ante él, Al Z seguía viendo el ballet, en apariencia ajeno a lo que ocurría a sus espaldas. Tommy se apartó de su butaca y desapareció por el pasillo.

En el escenario asomó entre bastidores el asesino, Potino, aguardando la oportunidad de atacar a la reina, pero Cleopatra y César, sin saberlo, seguían bailando. La música aumentó de volumen, y en ese momento una figura tomó asiento detrás de Al Z, pero no era Tommy Caci, sino alguien más delgado y anguloso. Al Z permaneció absorto en la acción, meciendo la cabeza al ritmo de la música, su mente llena de evasivas imágenes en un intento de olvidar por unos momentos ese mundo más oscuro en el que había decidido habitar. Se movió una mano, y algo despidió un destello plateado. Potino salió como una exhalación de entre bastidores, espada en mano, pero César, más rápido, le traspasó el vientre con el filo de la suya.

Y, en el palco, el cuerpo de Al Z se tensó y algo rojo brotó de su boca al tiempo que la figura se inclinaba hacia él, con una mano sobre el hombro de Al Z y la otra cerca de la base de su cráneo. Desde detrás debía de dar la impresión de que estaban hablando, nada más, pero yo había visto el brillo de la hoja y sabía qué había ocurrido. Al Z tenía la boca abierta y, ante mis ojos, el señor Pudd se la tapó con la mano enguantada y lo sostuvo mientras se convulsionaba y moría.

A continuación, el señor Pudd pareció mirar en dirección hacia donde yo estaba sentado antes de cubrir los hombros de Al Z con su abrigo y retroceder en la penumbra.

En el escenario bajaba el telón y el público prorrumpía en aplausos, pero yo ya estaba en movimiento. Corrí por el pasillo lateral de la platea y abrí las puertas ruidosamente de un empujón. Una escalera a mi izquierda, con el clásico reloj del águila americana en lo alto, conducía al piso superior. Subí los peldaños de dos en dos, apartando a un acomodador a la vez que sacaba mi pistola.

– Avise a una ambulancia -le dije al pasar-. Y a la policía.

Al llegar al rellano con la pistola ya en alto frente a mí oí el eco de sus pisadas en el mármol. Había una salida de emergencia abierta y la escalera de incendios que funcionaba con un sistema de contrapesos y que acababa de bajar por el peso de un cuerpo, volvía en ese instante a su posición inicial. Abajo vi una zona de carga, de la que se alejaba un coche a toda velocidad, un Mercury Sable plateado. Doblaba por Washington Street, así que sólo lo vi de lado y no conseguí anotar la matrícula, pero dentro había dos personas.

Detrás de mí, las butacas se vaciaban para el intermedio y una o dos personas echaron un vistazo a la puerta abierta. Todas aquellas puertas estaban provistas de alarma, así que el servicio de seguridad pronto se presentaría allí para averiguar quién las había abierto y por qué. Volví a entrar y me dirigí hacia la zona donde Al Z seguía sentado. Le colgaba la cabeza con el mentón contra el pecho, y el abrigo que caía sobre sus hombros ocultaba el arma. La empuñadura de ésta lo mantenía sujeto al asiento, impidiendo que cayese de bruces. La sangre manaba de su boca y empapaba la pechera de su camisa blanca. Unas gotas habían caído en la copa de vino en un acto final y terrible de consagración. No veía a Tommy Caci.

A mis espaldas aparecieron dos miembros del servicio de seguridad del Centro Wang, pero retrocedieron al ver la pistola que yo tenía en la mano.

– ¿Han avisado a la policía?

Asintieron con la cabeza.

A mi derecha, al otro lado del pasillo, había una puerta entornada. La señalé.

– ¿Que hay ahí?

– La sala de VIPS -contestó uno de los guardias de seguridad.

Miré hacia la base de la puerta y, a través de la abertura, vi lo que parecía la puntera de un zapato. La empujé suavemente con el codo.

Tommy Caci yacía boca abajo en el suelo, con la cabeza ladeada y el borde de una herida en la garganta claramente visible. La sangre encharcaba el suelo y salpicaba las paredes. Por lo visto, lo habían atacado por detrás al abandonar su asiento y entrar en la sala. Más allá había un bar con unos cuantos sillones y sofás, pero el lugar parecía vacío.

Retrocedí de nuevo hacia el pasillo al tiempo que dos uniformes azules aparecían detrás de mí, avanzando con sus armas desenfundadas. Oí la orden de soltar la pistola en medio de los gritos de sorpresa y miedo del público. Obedecí de inmediato y los dos agentes se acercaron a mí.

– Soy detective privado -dije mientras uno de ellos me empujaba contra la pared y me cacheaba en tanto que el otro iba a examinar a Tommy Caci y luego se dirigía hacia el cadáver de la primera fila.

– Es Al Z -le informé cuando regresó, y sentí cierta tristeza por el viejo matón-. Ya no les molestará más.

Un par de inspectores llamados Carras y McCann me interrogaron en el lugar del crimen. Les conté todo lo que había visto, pero no lo que sabía del señor Pudd. En lugar de eso lo describí con el mayor detalle posible y dije que había reconocido a Al Z de un caso anterior.

– ¿Qué caso fue ése? -preguntó McCann.

– Cierto problema en un pueblo llamado Dark Hollow, el año pasado.

Al mencionar Dark Hollow y la escena de la muerte de Tony Celli a manos del hombre cuyo cadáver teníamos ahora al lado, los inspectores adoptaron una expresión más benévola y McCann se ofreció incluso a invitarme alguna vez en el futuro a una copa. Nadie lamentaba la desaparición de Tony Celli.

Me quedé con ellos en la puerta principal del teatro mientras se desalojaba al público y se preguntaba a cada uno de los asistentes, a su paso por los controles del cordón policial, si había visto algo, antes de pedirle que se identificase y dejase un número de teléfono. En jefatura presté declaración sentado junto al desordenado escritorio de McCann y luego facilité mi número de móvil y la dirección de Rachel por si necesitaban ponerse en contacto conmigo otra vez.

Cuando me dejaron marchar, intenté llamar a Mickey Shine a la floristería, pero no contestó, y me informaron de que su número particular no aparecía en la guía. Otra llamada y cinco minutos después tenía un número de teléfono particular y la dirección de un tal Michael Sheinberg en Bowdoin Street, en Cambridge. En ese número tampoco contestaron. Dejé un mensaje y luego paré un taxi para ir a Cambridge. En una calle arbolada, antes de apearme pedí al taxista que me esperase. Mickey Shine vivía en un bloque de apartamentos de piedra rojiza, pero nadie me abrió cuando llamé al timbre. Estaba planteándome forzar la entrada cuando un vecino se asomó a la ventana. Era un anciano vestido con un jersey y unos desaliñados vaqueros azules y a quien, mientras hablaba, le temblaban las manos a causa de un trastorno nervioso.

– ¿Busca a Mickey?

– Sí.

– ¿Es amigo suyo?

– Sí, de fuera de la ciudad.

– Pues lo siento, pero se ha marchado. Ha salido hace cosa de una hora.

– ¿Ha dicho adónde iba?

– No, sólo lo he visto irse. Daba la impresión de que se marchaba por un par de días. Llevaba una maleta.

Le di las gracias y volví al taxi. La noticia de la muerte de Al Z debía de haber corrido como la pólvora y probablemente circulaban muchas especulaciones sobre quién podía estar detrás, pero Mickey lo sabía. Sospecho que sabía qué ocurriría desde el momento en que recibió la llamada para avisarle de mi visita, y que por fin había llegado la hora de la verdad.

El taxi me llevó hasta el Jacob Wirth's de Stuart, donde me esperaba Rachel en compañía de Ángel y Louis. Un grupo del público, todos sordos de nacimiento y dispuestos alrededor del piano, destrozaban la canción The Wanderer. Los dejamos a lo suyo y fuimos al Montien, unas cuantas puertas calle arriba, donde ocupamos un reservado e, inquietos, tomamos comida tailandesa.

– Hace bien su trabajo -dijo Louis-. Probablemente ha estado vigilándote desde que llegaste.

Asentí con la cabeza.

– Si es así, sabe de mi contacto con Sheinberg y con vosotros dos. Y con Rachel. Lo siento.

– Para él todo esto es una diversión -continuó Louis-, Te das cuenta, ¿verdad? La tarjeta de visita, las arañas en el buzón. Está jugando contigo, tío, está poniéndote a prueba. Sabe quién eres y le gusta la idea de enfrentarse a ti.

Ángel movió la cabeza para expresar su conformidad.

– Ya te has labrado una reputación. Lo raro es que todos los psicópatas de aquí a Florida no hayan tomado un autobús camino de Maine para ver si eres tan bueno como cuentan.

– Eso no resulta muy tranquilizador, Ángel.

– Si necesitas que te tranquilicen, llama a un sacerdote.

Nadie habló durante un rato, hasta que Louis dijo:

– Supongo que ya imaginas que vamos a reunimos contigo en Maine.

Rachel me miró.

– Yo también voy.

– Mis ángeles de la guarda -comenté. De sobra sabía que era inútil discutir con ellos. Me alegraba asimismo de que Rachel estuviese cerca de mí. Sola, era vulnerable. Sin embargo, una vez más, descubrí que aquella mujer hermosa y comprensiva me leía el pensamiento.

– No en busca de protección, Parker -añadió con expresión seria y mirada severa-. Voy porque vas a necesitar ayuda con Marcy Becker y sus padres, y quizá también con los Mercier. Si el hecho de que esté contigo y con la extraña pareja te hace sentir mejor, es una ventaja añadida, nada más. No sólo estoy aquí para que puedas salvarme.

Ángel le sonrió con admiración y regodeo a la vez.

– Mira que eres marimacho -susurró a Rachel-. Si te diéramos una pistola y un chaleco antibalas, podrías convertirte en icono de las lesbianas.

– Muérdeme, regordete -contestó ella.

Por lo visto, estaba decidido. Levanté mi vaso de agua y ellos alzaron sus cervezas en respuesta.

– Bueno -dije-, bienvenidos a la guerra.

13

A la mañana siguiente, junto al titular ASESINADO UN CAPO DEL HAMPA, una fotografía bastante aceptable de Al Z desplomado en su butaca del Wang dominaba la primera plana del Herald. Hay pocas palabras que gusten más a los redactores de los periódicos que «asesinado» y «hampa», excepto, quizá, «sexo» y «cachorrillo», y el Herald había optado por presentarlas en un cuerpo de letra tan grande que apenas quedaba espacio para el artículo.

Tommy Caci había sido degollado de izquierda a derecha. El corte era tan profundo que había seccionado tanto las habituales arterias carótidas como las yugulares externa e interna, prácticamente lo había decapitado. Después, el señor Pudd había apuñalado a Al Z por la nuca con un arma blanca de hoja larga y fina, que le había perforado el cerebelo y penetrado en la corteza cerebral. Por último, con un cuchillo pequeño y muy afilado, había realizado una incisión oblicua en el extremo superior del dedo medio de la mano derecha de Al Z, a una altura equivalente a unas tres cuartas partes de su longitud total, y cercenado la última falange.

Me enteré de esto no por el Herald, sino por el sargento McCann, que me telefoneó al móvil mientras leía los periódicos en la mesa de la cocina del apartamento de Rachel. Ella estaba en la bañera, tarareando sin afinar canciones de Al Green.

– Hay que tener huevos para cargarse a dos hombres en un lugar público -comentó McCann-. En las salidas de emergencia no hay cámaras, así que no disponemos de información visual aparte de su descripción. Un hombre que estaba en la zona de carga anotó la matrícula; corresponde a un Impala robado hace dos días en Concord, así que por ese lado nada. El asesino tuvo que acceder a la sala de VIPS con una tarjeta codificada; suponemos que llegó provisto de una que se había preparado él mismo. No es tan difícil falsificarlas si uno sabe lo que hace. Al Z iba todas las noches de estreno. Quizá fuese un hijo de puta miserable y corrupto, pero tenía clase. Y siempre ocupaba esos asientos u otros cercanos, por lo tanto era fácil adivinar dónde estaría. En cuanto a la falange desaparecida, imaginamos que se trata de una tarjeta de visita y estamos buscando en los archivos del Programa para la Detención de Delincuentes Violentos un modus operandi equivalente.

Me preguntó si recordaba algo más de la noche anterior -yo ya sabía que no se trataba sólo de una llamada de cortesía-, pero le contesté que no podía ayudarle. Me pidió que me mantuviera en contacto y le aseguré que así lo haría.

McCann tenía razón: Pudd había corrido un gran riesgo para llegar a Al Z. Quizá no le quedaba otra alternativa. No había modo de acceder a Al Z en su despacho o en su casa, porque siempre tenía a sus hombres alrededor y las ventanas estaban diseñadas para repeler cualquier cosa menor que una ojiva. En el teatro, con Tommy a sus espaldas y cientos de personas alrededor, podía perdonársele que se sintiese seguro, pero había subestimado la tenacidad de su asesino. Cuando se presentó la ocasión, Pudd la aprovechó.

Tenía la impresión de que, además, Pudd quizás intentaba atar cabos sueltos, y sólo había un número limitado de razones por las que alguien podía sentirse impulsado a eso. La principal era como preparativo para desaparecer, para asegurarse de que no quedaba nadie dispuesto a continuar la persecución de la que era objeto. Yo suponía que, si Pudd decidía desaparecer, nadie lo encontraría jamás. Había sobrevivido a esa situación durante mucho tiempo, incluso después de ponerse precio a su cabeza, así que, si se lo proponía, podía evaporarse como el rocío al salir el sol.

Además había otra cosa que me inquietaba: al parecer, Pudd no sólo era aficionado a coleccionar insectos. También le interesaban la piel y el hueso, y extraía articulaciones y fragmentos de piel de cada una de sus víctimas. Su gusto en materia de recuerdos era muy personal, pero Pudd no me parecía la clase de hombre que mutilaría cadáveres sólo para guardar los trozos en tarros y admirarlos. Tenía que existir otra razón.

Sentado a la mesa de la cocina, abandonados ya los periódicos, me pregunté si no me convenía contar a la policía todo lo que sabía sin más. Tampoco es que supiera gran cosa, pero las muertes de Epstein, Beck, Al Z y Grace Peltier estaban relacionadas, vinculadas bien a la propia Hermandad, bien a las acciones emprendidas contra ésta por el padre biológico de Grace, Jack Mercier. Ya iba siendo hora de mantener una conversación seria, cara a cara, con el señor Mercier, y dudaba que fuese a ser muy divertida para cualquiera de los dos. Me disponía a hacer la maleta para regresar a Scarborough cuando recibí la segunda llamada de la mañana, no del todo imprevista. Era Mickey Shine. El identificador de llamadas sólo me informó de que me llamaban desde un número privado y secreto.

– ¿Ha leído los diarios? -preguntó.

– Yo estaba allí -contesté.

– ¿Sabe quién lo hizo?

– Creo que fue quien usted y yo ya conocemos.

Se produjo un silencio al otro lado de la línea.

– ¿Cómo se enteró de su entrevista con Al?

– Es posible que estuviese vigilándonos -admití-. Pero también podría ser que estuviese al corriente de que Al Z se interesaba por él desde hacía tiempo, y que mi investigación haya precipitado una actuación que ya tenía planeada.

Pudd había aprendido de sus mascotas que, si algo empieza a tirar del extremo más lejano de la tela, no está de más averiguar de qué puede tratarse y, a ser posible, detenerlo.

– Anoche no estaba usted en su apartamento -continué-. Lo comprobé.

– Me largué de la ciudad en cuanto lo supe. Alguien me informó de la muerte de Al, un amigo de otra época, y supe que tenía que ser Pudd. Nadie más se atrevería a una maniobra así contra Al Z.

– ¿Dónde está?

– En Nueva York.

– ¿Cree que puede esconderse ahí, Mickey?

– Aquí tengo amigos. Haré unas cuantas llamadas y veré cómo pueden ayudarme.

– Debemos hablar otra vez antes de que desaparezca. Tengo la sensación de que no me ha contado todo lo que sabe.

Pensé que pondría alguna objeción. En lugar de eso admitió:

– Algunas cosas sé, otras son simples conjeturas.

– Veámonos. Bajaré a Nueva York.

– No sé…

– Mickey, ¿va a huir de ese tipo durante el resto de su vida? No me parece una existencia muy satisfactoria.

– Es mejor que estar muerto. -No parecía muy convencido.

– Sabe qué se propone Pudd, ¿verdad? -le pregunté-. Sabe qué significa la amenaza de que los nombres «quedarían escritos». Lo ha averiguado.

No contestó de inmediato, y yo esperaba oír en cualquier momento que la comunicación se cortaba.

– Los Claustros -dijo de pronto-. Mañana a las diez. Hay una exposición en el Tesoro que quizá le interese ver antes de que yo llegue. Contestaré a algunas de sus preguntas e intentaré llenar las lagunas. Pero si no está allí a las diez, me marcharé y no volverá a verme.

Dicho esto colgó.

Reservé un billete en el puente aéreo de la compañía Delta a La Guardia y luego llamé a Ángel y a Louis al Copley. Rachel y yo quedamos para tomar café con ellos en el Starbucks de Newbury antes de que yo me subiera a un taxi para ir a Logan. A las 13:30 estaba en Nueva York y me alojé en una habitación doble del Larchmont en la calle Once Oeste del Village. Sin ser la clase de establecimiento que frecuentaría Donald Trump, el Larchmont era limpio y asequible y, a diferencia de la mayoría de los hoteles económicos de Nueva York, las habitaciones no eran tan pequeñas como para verse obligado a salir afuera hasta para pensar. Además, disponía de cerradura de seguridad en la entrada principal y de un conserje del tamaño del Edificio Flatiron, así que las visitas no deseadas se reducían al mínimo.

En la ciudad el calor y la humedad eran sofocantes, y llegué al hotel empapado en sudor. Según los pronósticos, esa noche cambiaría el tiempo, pero hasta entonces el aire acondicionado permanecería a plena potencia en toda la ciudad, mientras que aquellos demasiado pobres para permitírselo se conformaban con ventiladores baratos. Después de una ducha rápida en un cuarto de baño compartido, tomé un taxi hasta la calle Ochenta y Nueve Oeste. B'Nai Jeshurun, la sinagoga con la que Yossi Epstein había mantenido una estrecha relación hasta fecha reciente, tenía una oficina en la 89 Oeste, cerca de la academia de equitación Claremont, y me pareció que, durante mi estancia en Manhattan, podía ser útil tratar de averiguar un poco más acerca del rabino asesinado. El bullicio de los niños que salían de la escuela pública número 166 resonó en mis oídos cuando me acerqué a la oficina de la sinagoga, pero hice el viaje en vano. En B'Nai Jeshurun nadie parecía en condiciones de informarme de mucho más de lo que ya sabía acerca de Yossi Epstein, y me enviaron al Centro Orensanz de Norfolk Street en el Lower East Side, donde se había instalado Epstein después de sus discrepancias con la congregación del Upper West Side.

Para eludir el tráfico de la hora punta, tomé el metro en Central Park West hasta el cruce de Broadway y East Houston, y acabé sudando otra vez. Luego recorrí Houston, dejé atrás el Katz's Deli y numerosas tiendas que vendían basura disfrazada de antigüedades, hasta llegar a Norfolk Street. Ése era el centro del Lower East Side, un lugar que en otro tiempo había estado lleno de estudiosos y yeshivas, de lituanos antihasídicos y el resto de la primera generación de judíos rusos, a quienes los judíos alemanes que ya se habían establecido allí consideraban unos orientales atrasados. Se decía que, antes, Allen Street pertenecía a Rusia, de tantos judíos rusos como vivían allí. Los oriundos de un mismo pueblo formaban asociaciones, se convertían en comerciantes, ahorraban para que sus hijos fuesen a la universidad y mejorasen en la vida. Compartían sus barrios en precario equilibrio con los irlandeses y se peleaban con ellos en las calles.

Ahora, en gran medida, esos tiempos habían quedado atrás. Aún existía una cooperativa de trabajadores en Grand Street, unas cuantas librerías judías y tejedores de solideos entre Hester y Division, una o dos buenas panaderías, la vinatería kosher de Schapiro, y, naturalmente, Katz's, la última tienda de comida preparada al estilo antiguo, atendida en la actualidad casi exclusivamente por dominicanos; pero la mayor parte de la comunidad judía ortodoxa se había trasladado a Borough Park y Williamsburg, o a Crown Heights. Quedaban allí básicamente aquellos demasiado pobres o demasiado tozudos para retirarse a las afueras o a Miami.

El Centro Orensanz, la sinagoga más antigua de Nueva York, conocida en otra época como la Anshe Chesed, «la Gente de la Amabilidad», parecía pertenecer al pasado remoto. Construida por el arquitecto berlinés Alexander Saeltzer en 1850 para la congregación judía alemana, y diseñada a imagen de la catedral de Colonia, dominaba Norfolk Street, un vestigio del pasado todavía vivo en el presente. Entré por una puerta lateral, crucé un vestíbulo oscuro y me encontré en la sala principal neogótica entre elegantes columnas y galerías. Por las ventanas se filtraba una luz tenue, bañaba la estancia con el color del bronce viejo y proyectaba sombras sobre unas flores y cintas blancas, restos de una boda celebrada varios días antes. En una esquina, un hombre de cabello cano, vestido con un mono de trabajo azul, barría papeles y cristales rotos hacia un rincón. Cuando me acerqué a él dejó de trabajar. Saqué mi licencia y le pregunté si encontraría allí a alguna persona dispuesta a hablar conmigo sobre Yossi Epstein.

– Aquí no hay nadie hoy -contestó-. Vuelva mañana. -Continuó barriendo.

– ¿Podría telefonear a alguien, quizá? -insistí.

– Llame mañana.

Mi cara bonita y mi encanto natural, por sí solos, no estaban llevándome muy lejos.

– ¿Le importa si echo un vistazo? -pregunté y, sin esperar respuesta, me encaminé hacia una pequeña escalera que descendía al sótano. Topé con una puerta cerrada, en ella habían prendido un cartel donde se expresaba el dolor por la muerte de Epstein. A un lado, un tablón de anuncios informaba del horario de servicios y clases de hebreo, así como de una serie de charlas sobre la historia del barrio. No había mucho más que ver, así que, después de husmear otros diez minutos por el sótano, me sacudí el polvo de la chaqueta y volví a subir.

El viejo de la escoba había desaparecido. En su lugar, me esperaban dos hombres. Uno era joven, llevaba un solideo negro que parecía pequeño para su cabeza, y ésta parecía grande para sus hombros. Vestía una camisa oscura y vaqueros negros y, a juzgar por la expresión de su cara, no formaba parte de la «Gente de la Amabilidad». El otro hombre era mayor, canoso, de cabello ralo y barba poblada. Vestía de manera más tradicional que su amigo -camisa blanca y corbata negra bajo un traje y un abrigo negros-, pero no parecía mucho más amable.

– ¿Es usted el rabino? -le pregunté.

– No, no tenemos ninguna relación con el Centro Orensanz -contestó para añadir al instante-: ¿Acaso piensa que todo el que viste de negro es rabino?

– ¿Me convierte eso en antisemita?

– No, pero ir armado en una sinagoga quizá sí.

– No es nada personal, ni siquiera religioso.

El hombre de mayor edad asintió con la cabeza.

– No lo dudo, pero conviene llevar cuidado con esas cuestiones. Tengo entendido que es usted detective privado. ¿Me haría el favor de enseñarme algún documento que lo identifique?

Levanté la mano y la metí lentamente en el bolsillo interior de mi chaqueta para sacar la cartera. Se la entregué al joven, quien a su vez se la tendió al hombre mayor. Éste la examinó durante un minuto largo. Luego la cerró y me la devolvió.

– ¿Y por qué un detective privado de Maine se interesa por la muerte de un rabino en Nueva York?

– Creo que la muerte del rabino Epstein puede estar relacionada con un caso que investigo. Esperaba que alguien ampliase la información de que dispongo sobre él.

– Está muerto, señor Parker. ¿Qué más necesita saber?

– Para empezar, quién lo mató, ¿o eso a usted no le preocupa?

– Me preocupa mucho, señor Parker. -Se volvió hacia el hombre más joven, le hizo una seña con la cabeza, y los dos observamos cómo abandonaba el vestíbulo y cerraba la puerta con suavidad al salir-. ¿Cuál es ese caso que está investigando?

– La muerte de una mujer. Fue amiga mía hace mucho tiempo.

– Entonces investigue su muerte y déjenos a nosotros ocuparnos de nuestro trabajo.

– Si su muerte está relacionada con la del rabino, su ayuda podría redundar en beneficio de ambos. Yo puedo encontrar al hombre que cometió el asesinato.

– El hombre -repitió haciendo hincapié en la segunda palabra-. Parece muy convencido de que fue un hombre.

– Me consta que así fue -me limité a decir.

– Entonces los dos lo sabemos -contestó-. El asunto está en nuestras manos. Ya se han tomado medidas.

– ¿Qué medidas?

– Ojo por ojo, señor Parker. Lo encontraremos. -Se acercó a mí, y la expresión de su mirada se ablandó un poco-. Esto no es cosa suya. No todo homicidio tiene por qué alimentar su ira.

Me conocía. Lo veía en su cara, vi mi pasado reflejado en los espejos de sus ojos. Las muertes de Susan y Jennifer, así como el violento final del Viajante, habían recibido tanta cobertura informativa que siempre habría quien me recordase. En ese momento, en esa vieja sinagoga, sentí que quedaba otra vez a la vista de todos mi pérdida más íntima, como una mota de polvo atrapada en el haz de luz que se filtraba por las ventanas.

– La mujer sí es cosa mía -dije-. Si la muerte del rabino está relacionada con ello, se convierte en cosa mía también.

Movió la cabeza como para decir que no y me sujetó por el hombro con delicadeza.

– ¿Sabe qué es el tashlikh, señor Parker? Es un acto simbólico, consiste en lanzar migas de pan al agua como símbolo de los pecados del pasado, una carga con la que uno decide no seguir viviendo. Creo que debe buscar dentro de sí la manera de librarse de sus cargas antes de que acaben con usted.

Se alejó, y ya casi estaba en la puerta cuando hablé.

– «Esto es lo que mi padre dijo, y yo soy la expiación por la que él descansa.»

El hombre se detuvo y se volvió para mirarme.

– Es una frase del Talmud -declaré.

– Sé lo que es -respondió casi en un susurro.

– No se trata de una venganza.

– ¿De qué se trata, pues?

– De una reparación.

– ¿Por los pecados de su padre o por los suyos propios?

– Por los unos y por los otros.

Pareció abstraerse en sus pensamientos durante unos segundos, y cuando la luz volvió a sus ojos, había tomado una decisión.

– Señor Parker, existe la leyenda del Golem -empezó a decir-, un hombre artificial hecho de arcilla. El rabino Loew creó el primer Golem en Praga en el año 5340. Lo modeló con barro y colocó en su boca el shem, el pergamino con el nombre de Dios. En la leyenda, el rabino tiene motivos justificados para crear un ser capaz de defender a los judíos contra los pogromos, contra la ira de los enemigos. ¿Cree usted que puede existir tal criatura, que puede alcanzarse la justicia creándola?

– Creo que pueden existir hombres como él -contesté-. Pero dudo que la justicia haya influido siempre a la hora de crearlo, o que pueda alcanzarse a través de sus acciones.

– Sí, quizás un hombre -dijo el viejo judío en voz baja-. Y quizá la justicia sí es de inspiración divina. Nosotros hemos mandado a nuestro Golem. Hágase la voluntad de Dios.

En sus ojos vi la ambivalencia de su respuesta a lo que se había desencadenado; habían enviado a un asesino para seguir el rastro de otro, desatando violencia contra violencia, con todos los riesgos que ese acto entrañaba.

– ¿Quién es usted? -pregunté.

– Me llamo Ben Epstein -respondió-, y soy la expiación por la que descansa mi hijo.

La puerta se cerró suavemente cuando salió, y en la sinagoga vacía fue como si se hubiera escuchado el aliento exhalado de la boca de Dios.

Lester Bargus se encuentra solo detrás del mostrador de la tienda el día en que muere, el mismo día que conozco al padre de Yossi Epstein. Jim Gould, que trabaja para Bargus a tiempo parcial, está fuera desmontando un par de H &K semiautomáticas robadas, así que no hay nadie en la trastienda, donde dos monitores la muestran por dentro desde dos ángulos: uno desde una cámara visible encima de la puerta, el otro desde una lente oculta dentro de la carcasa de un estéreo portátil colocado en un estante junto a la caja. Lester Bargus es un hombre precavido, pero no lo suficiente. En su tienda hay micrófonos escondidos, pero Lester Bargus no lo sabe. Sólo lo saben los agentes del ATF, que llevan vigilando el negocio ilegal de armas de Bargus desde hace once días.

Pero hoy en particular hay poca actividad en la tienda, y Bargus, despreocupado, está dando de comer grillos a su mantis de compañía en el momento en que se abre la puerta. Incluso en las grabaciones en blanco y negro realizadas por las cámaras desde ángulos anómalos, el recién llegado resulta extrañamente fuera de lugar. Viste un traje negro, lustrosos zapatos negros y una estrecha corbata negra sobre una camisa blanca. Le cubre la cabeza un sombrero negro, y un largo abrigo negro le cae hasta media pantorrilla. Es alto, entre un metro ochenta y cinco y un metro ochenta y ocho, y de complexión atlética. Su edad es difícil de calcular; podría tener entre cuarenta y setenta años.

Pero sólo cuando se detienen y se amplían las pocas imágenes claras obtenidas por las cámaras se pone plenamente de manifiesto lo raro que es. Tiene la piel de la cara estirada y parece desprovisto de carne casi por todas partes, tanto es así que las estrías de los tendones de la mandíbula y el cuello se dibujan con toda nitidez y los pómulos sobresalen como esquirlas de cristal bajo los ojos oscuros. No tiene cejas. Los agentes del ATF que examinan la cinta después sospechan en un primer momento que quizá sea tan rubio que el vello ni siquiera se ve, pero las imágenes ampliadas sólo revelan, encima de los ojos, una piel ligeramente áspera como viejas cicatrices.

Es evidente que su aparición sobresalta a Lester Bargus. En la cinta se ve que da un paso atrás sorprendido. Lleva una camiseta blanca con el logotipo de Smith & Wesson en la espalda y unos vaqueros muy holgados en la entrepierna y los fondillos. Quizás alberga la esperanza de llenarlos algún día.

– ¿En qué puedo servirle? -En su voz se percibe un tono cauto pero esperanzado. Incluso si el cliente es un bicho raro, una venta es una venta, y más en un día de poco movimiento.

– Busco a este hombre. -Por el acento, salta a la vista que el inglés es sólo su segunda lengua, o incluso la tercera. Parece europeo; no alemán sino acaso polaco, o checo. Más tarde, un experto lo identificará como húngaro, con inflexiones yídish en algunas palabras. Es judío, originario de la Europa del Este pero residente durante un tiempo en la zona occidental del continente, posiblemente en Francia.

Saca una fotografía del bolsillo y la desliza sobre el mostrador hacia Lester Bargus. Lester ni siquiera la mira. Se limita a decir:

– No lo conozco. -Mírela. -Y, por el tono de voz, Lester Bargus sabe que haga lo que haga en adelante, diga lo que diga, nada va a salvarle de ese hombre.

Lester tiende una mano y toca la fotografía por primera vez, pero sólo para apartarla. No mueve la cabeza. Todavía no ha mirado la fotografía, pero mientras deja la mano izquierda a la vista, mueve la derecha para alcanzar la escopeta de debajo del mostrador. Ya casi la tiene cuando aparece la pistola. Los expertos en balística la identificarán más tarde como una Jericho 941, fabricada en Israel. Lester Bargus vuelve a apoyar la mano derecha en el mostrador junto a la izquierda, y las dos comienzan a temblar al unísono.

– Por última vez, señor Bargus, mire la fotografía.

En esta ocasión, Lester baja la vista. Fija la mirada en la fotografía un momento, sopesando sus opciones. Es evidente que conoce al hombre del retrato y que el pistolero está al corriente de ello, porque, si no, no estaría allí. En la cinta casi se oye cómo Lester traga saliva.

– ¿Dónde puedo encontrar a este hombre?

A lo largo de todo el encuentro, la expresión en el rostro del pistolero permanece inalterable. Es como si tuviese la piel sobre el cráneo tan tensa que el mero hecho de hablar le exigiese un gran esfuerzo. La tangible amenaza que representa ese hombre se percibe con toda claridad incluso a través de la grabación en blanco y negro. Lester Bargus, obligado a vérselas con él cara a cara, está aterrorizado. Su voz destila miedo cuando enuncia lo que será su penúltima frase en este mundo.

– Me matará si se lo digo -contesta Bargus.

– Y yo le mataré si no me lo dice.

A continuación, Lester Bargus pronuncia sus últimas palabras, y denotan una presciencia que yo nunca le hubiese atribuido.

– Va a matarme de todos modos -dice, y algo en su voz indica al pistolero que eso es todo lo que conseguirá sonsacarle a Lester.

– Sí -responde-, así es.

Después de la conversación que acaba de desarrollarse las detonaciones son atronadoras, pero también llegan distorsionadas y amortiguadas, porque desbordan la capacidad de los controles de sonido. Lester Bargus se sacude cuando el primer proyectil le alcanza en el pecho, y sigue agitándose y contrayéndose espasmódicamente mientras lo traspasan los posteriores balazos y se suceden los estampidos en medio de las interferencias hasta dar la impresión de que nunca terminarán. Se producen diez disparos, y después, tras un sonido, se advierte movimiento a la izquierda de la imagen y aparece en el encuadre parte del cuerpo de Jim Gould. Suenan dos tiros más y Gould cae sobre el mostrador a la vez que el pistolero salta por encima de éste y cruza como una exhalación la trastienda. Cuando llegan los agentes del ATF, ha desaparecido.

La fotografía sigue en el mostrador, ahora salpicado por la sangre de Lester Bargus. La imagen muestra a un grupo de manifestantes frente a una clínica de abortos en Minnesota. Hombres y mujeres sostienen pancartas: algunos expresando a gritos sus protestas mientras la policía intenta contenerlos; otros boquiabiertos de consternación. A la derecha de la imagen yace el cuerpo de un hombre desplomado contra una pared en tanto que una multitud de médicos y auxiliares se apiña alrededor. Hay manchas negras de sangre en la acera y en la pared detrás de él. En la periferia del grupo, otro hombre ha sido captado en el momento de marcharse, un individuo de ojos semiocultos por los repliegues de piel de sus párpados, con las manos en los bolsillos del abrigo, vuelto hacia atrás para mirar en dirección al hombre agonizante, revelando su rostro a la cámara sin saberlo. En torno a su cabeza hay trazado un círculo rojo.

En la fotografía, el señor Pudd sonríe.

El asesino de Lester Bargus había llegado en avión un día antes y entrado en el país con pasaporte británico, tras declarar que era un hombre de negocios interesado en la compra de animales disecados. La dirección que proporcionó a los agentes de Inmigración correspondía, como se supo más tarde, a un restaurante chino de Balham, en el sur de Londres, demolido en fecha reciente.

En el pasaporte figuraba el nombre Clay Daemon, «demonio de arcilla».

Era el Golem.

14

Aquella noche, mientras trasladaban al depósito los cadáveres de Lester Bargus y Jim Gould, me encaminé hacia el Chumley's de Bedford, el mejor bar del Village. En rigor, estaba entre Barrow y Grove, pero incluso quienes lo frecuentaban desde casi una década tenían de vez en cuando problemas para localizarlo. Fuera no había nombre alguno, sino sólo una luz sobre la gran puerta de rejilla. El Chumley's nació como local clandestino en los tiempos de la Ley Seca, y durante más de setenta años mantuvo su carácter discreto. Los fines de semana atraía en general a la clase de jóvenes banqueros y cibercomunistas que llevaban camisa azul bajo el traje, pues pensaban que los inconformistas como ellos debían mantenerse unidos, pero entre semana el Chumley's se reconocía aún como el bar al que acudían asiduamente Salinger, Scott Fitzgerald, Eugene O'Neill, Orson Welles y William Burroughs como alternativa al White Horse o al Marie's Crisis.

Mientras iba hacia allí, unas nubes bajas cubrían el Village y en el aire se notaba una espantosa quietud que parecía transmitirse a los transeúntes. Las risas sonaban apagadas; las parejas discutían. La gente salía del metro con expresión tensa y picajosa, con los zapatos demasiado apretados, las camisas demasiado gruesas. Todo parecía húmedo al tacto, como si la propia ciudad transpirase lentamente, expulsando inmundicia y desechos por todas las grietas de cada acera y por todas las fisuras de las paredes. Miré hacia el cielo y esperé en vano ver un relámpago.

Dentro del Chumley's, dos perros labradores descansaban inquietos en el suelo cubierto de serrín y los parroquianos se plantaban ante la pequeña barra o desaparecían en los oscuros reservados del fondo del bar. Tomé asiento en uno de los largos bancos cercanos a la puerta y, siendo las hamburguesas, las costillas y el pescado frito lo mejor del Chumley's, pedí una hamburguesa y una Coca-Cola.

Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde mi última visita al Village, como si hubiesen transcurrido décadas, y no años, desde el día en que abandoné mi apartamento para regresar a Maine. Viejos fantasmas me acechaban en aquellas esquinas: el Viajante en la esquina de St. Marks en el East Village, donde la cabina de teléfono aún marcaba el lugar donde me detuve después de que me enviase los restos de mi hija en un tarro; el Corner Bistro, donde Susan y yo quedábamos cuando empezamos a salir juntos; el Elephant & Castle, donde desayunábamos ya bien entrada la mañana del domingo durante los primeros meses de nuestra relación, para subir después a la parte alta de la ciudad y pasear por Central Park o visitar los museos.

Ni siquiera el Chumley's quedaba inmune, pues ¿acaso no eran aquellos perros labradores los mismos que Susan acariciaba mientras esperaba su copa, los mismos que Jennifer abrazó una vez cuando su madre le dijo que eran preciosos y la llevamos a verlos para complacerla? Todos aquellos lugares eran potenciales burbujas de dolor a la espera de que un pinchazo les permitiese liberar los recuerdos que contenían. Debería haber sentido pena, pensé. Debería haber sentido el sufrimiento de antes. En cambio sólo experimenté una gratitud extraña y desesperada hacia aquel lugar, hacia los dos perros gordos y viejos y hacia los inmaculados recuerdos que me habían dejado.

Porque algunas cosas nunca debían caer en el olvido. Era bueno y conveniente recordarlas, encontrar para ellas un lugar en el presente y el futuro de modo que se convirtiesen en una parte preciosa de uno mismo, algo digno de guardarse como un tesoro, no de tenerle miedo. Recordar a Susan y a Jennifer tal como fueron, y amarías por ello, no suponía una traición a Rachel y a lo que ella significaba para mí. Y si eso era verdad, buscar una manera de vivir en la que los amores perdidos y los nuevos comienzos coexistiesen no era mancillar el recuerdo de mi mujer y de mi hija. Y en el silencio de aquel lugar me abstraje durante un rato, hasta que uno de los labradores se acercó con andar perezoso y me rozó con el hocico para reclamar mi atención, manchándome los vaqueros con la caliente baba de sus belfos y cerrando los tiernos ojos con expresión de felicidad al notar el peso de mi mano.

Había encontrado un ejemplar del Portland Press Herald en el Barnes & Noble de Union Square y, mientras comía, lo hojeé en busca de alguna noticia sobre Eagle Lake. Incluía dos artículos: uno describía las continuas dificultades para desenterrar los restos, pero el reportaje principal anunciaba las presuntas identidades de dos de los muertos. Eran Lyall Cornish y Vyrna Kellog, ambos víctimas de homicidio: Lyall Cornish había muerto de un disparo de escopeta en la nuca; Vyrna Kellog tenía el cráneo aplastado, al parecer por el impacto de una roca.

Poco a poco salió a la luz la verdad sobre el destino de los Baptistas de Aroostook. No se habían dispersado, desperdigándose a los cuatro vientos y llevándose las simientes de nuevas comunidades. Habían sido asesinados y relegados a una fosa común en un pedazo de tierra no urbanizada; y allí habían permanecido, atrapados en una olvidada cavidad de la colmena que es este mundo hasta que salieron a la luz en un día de primavera.

¿Había muerto Grace por eso, porque al colarse a través de las capas muertas que escondían el pasado había averiguado algo sobre los Baptistas de Aroostook que nadie debía descubrir jamás? Cada vez deseaba más regresar a Maine para enfrentarme a Jack Mercier y a Carter Paragon. Tenía la impresión de que persiguiendo al señor Pudd me alejaba de la investigación sobre la muerte de Grace, y, sin embargo, de algún modo, Pudd y la Hermandad habían desempeñado un papel en todo lo ocurrido. Pudd estaba relacionado con el fallecimiento de Grace de alguna manera, de eso no me cabía duda, pero él no era el eslabón débil de la cadena. Lo era Paragon, y tendría que encararme a él si quería comprender qué había impulsado a alguien a acabar con la vida de Grace.

Pero antes debía encontrarme con Mickey Shine. Había consultado el Village Voice y encontrado la cartelera de exposiciones. Los Claustros, que albergaba la colección medieval del Museo Metropolitano, presentaba esos días una exposición itinerante sobre las respuestas artísticas al Apocalipsis de san Juan. Una imagen del estante de Jack Mercier surgió ante mis ojos. Parecía que el Museo Metropolitano y Mercier tenían en la actualidad un interés común en libros y cuadros sobre el fin del mundo.

Salí del Chumley's poco después de las diez, tras dar unas últimas palmadas a los perros dormidos para que me trajeran buena suerte. El caliente y húmedo olor de los animales seguía impregnado en mis manos mientras paseaba bajo el cielo encapotado, y el bullicio de la ciudad parecía rebotar en lo alto y caer de nuevo sobre ella. Una sombra se movió en un portal a mi derecha, pero no le presté atención y permití que se situase detrás de mí sin reaccionar.

Crucé los semáforos y mis pisadas reverberaron en el suelo con sonido hueco.

El hueso es poroso; después de diez años bajo tierra adquiere el color del terreno en el que fue inhumado. Los huesos hallados a orillas del lago St. Froid eran de un marrón intenso, como si los Baptistas de Aroostook se hubiesen fundido con el mundo natural que los rodeaba, una impresión reforzada por las pequeñas plantas que crecían bajo los restos y se alimentaban de la descomposición. Las cajas torácicas se habían convertido en enrejados para las raíces y la concavidad de un cráneo actuaba como criadero de diminutos brotes verdes.

La ropa se había podrido casi por completo, ya que en su mayor parte era de fibras naturales y éstas no sobrevivían a décadas bajo tierra en igual medida que los tejidos sintéticos. Las marcas del agua en los árboles de los alrededores indicaban que el terreno se había inundado alguna que otra vez, cosa que había provocado que aparecieran nuevas capas de barro y de vegetación descompuesta y que quedaran sepultados cada vez más los huesos de los muertos en la tierra. La recuperación del material, la separación de huesos y tierra, de lo humano y lo animal, de lo infantil y lo adulto, iba a ser un proceso laborioso. Se llevaría a cabo de rodillas, con dolor de espalda y dedos ateridos, todo ello supervisado por la antropóloga forense. La policía del estado, los ayudantes del sheriff, los guardabosques e incluso algunos estudiantes de antropología habían sido convocados para colaborar en la excavación. Dado que la oficina del forense disponía de un solo vehículo, una furgoneta Dodge, para transportar los restos, se solicitó la ayuda de las funerarias locales y la Guardia Nacional para el traslado de los cadáveres a la cercana localidad de Presque Isle, desde donde el Bill's Flying Service los llevaría en avión a Augusta.

En el lago St. Froid se habían utilizado flechas de aluminio de color naranja, la marca distintiva del ayudante de la forense, para crear un recuadro arqueológico, delimitado y protegido con cuerdas. Se había llevado a la escena del crimen un equipo aparentemente primitivo pero, en último extremo, necesario: plomadas para medir la profundidad a la que se encontraban los restos bajo la superficie; llanas y paletas con las que excavar, teniendo siempre en cuenta que los huesos, al ser quebradizos, podían dañarse al menor descuido; cedazos para cribar pequeñas pruebas, primero con malla de seis milímetros y después malla corriente de mosquitera; cinta adhesiva; papel milimetrado para dibujar un plano de la excavación que representase la zona vista desde arriba y registrar la posición de los restos a medida que aparecían; bolsas de plástico, bolsas resistentes para cadáveres de color azul chillón, y bolígrafos a prueba de agua; detectores de metal para buscar armas u otros residuos metálicos; y cámaras para fotografiar objetos y artefactos conforme se encontraban.

Cada vez que se descubría algo se fotografiaba, se marcaba y guardaba con una etiqueta adhesiva en un recipiente donde constaba el número de caso, la fecha y la hora del hallazgo, una descripción del objeto, su ubicación y la firma del investigador que lo había recuperado. A continuación el objeto se transportaba a un depósito de pruebas seguro, en este caso la oficina del forense en Augusta.

Se tomaban muestras de la tierra cuidadosamente apilada y se guardaban en bolsas. Si el terreno a orillas del lago hubiese sido sólo un poco más ácido, los restos se habrían desintegrado y la única señal de su presencia allí habría sido la floreciente vida vegetal de la superficie, alimentada por los restos orgánicos humanos. En las condiciones existentes, la depredación animal, la erosión y la dispersión habían contribuido a la pérdida y el deterioro de los miembros, pero quedaban suficientes pruebas para que se sometieran al escrutinio de los especialistas reunidos por la oficina del forense. Éstos incluían -además de la antropóloga forense, el personal permanente de la propia oficina y los científicos del laboratorio estatal de Augusta- un anatomista, tres equipos dentales para actuar como odontólogos forenses, y el radiólogo del Centro Médico General de Maine en Augusta. Cada uno aportaría su conocimiento específico para contribuir a la identificación formal de los restos.

Se había dictaminado que eran restos humanos mediante un examen de los huesos intactos, y el sexo de las víctimas se confirmaría mediante posteriores exámenes del cráneo, la pelvis, el fémur, el esternón y los dientes cuando los hubiera. La estimación de la edad de las víctimas menores de veinticinco años, con un margen de error no mayor a un año, se llevaría a cabo a partir de los dientes, si se conservaban, y a partir del aspecto y la fusión de los centros de osificación y las epífisis, los extremos de los huesos largos, que se desarrollan independientemente del cuerpo del hueso en la primera etapa de la vida. En el caso de los huesos de víctimas de mayor edad se recurriría al examen radiológico de la forma trabecular de la cabeza del húmero y el fémur, que se remodela con la edad, además de los cambios en la sínfisis púbica.

La estatura se calcularía midiendo el fémur, la tibia y el peroné de las víctimas, ya que en tales casos los huesos del brazo eran menos fiables. Los dientes servirían para el establecimiento preliminar de la raza, puesto que las características dentales asociadas de manera predominante a determinadas razas permitía conocer con un alto grado de probabilidad si las víctimas eran caucasoides, negroides o mongoloides.

Por último, los historiales dentales, el examen radiológico de los restos en busca de fracturas y los análisis comparativos del ADN se combinarían en un esfuerzo por obtener identificaciones definitivas de las víctimas. En este caso, la reconstrucción facial y la superposición fotográfica (la colocación de una fotografía de la presunta víctima sobre una transparencia del cráneo, que en la actualidad se realizaba por lo general en pantalla) podían ser útiles para la investigación, ya que existían fotografías de las presuntas víctimas, pero el estado no había previsto presupuesto para las técnicas de superposición fotográfica, básicamente porque quienes tenían el control del dinero no comprendían de hecho en qué consistía. Tampoco comprendían la mecánica de los análisis del ADN, pero no era necesario; les bastaba con saber que daba resultado.

Pero en este caso los investigadores contaron con la ayuda de una inesperada y extraña fuente. Alrededor del cuello de cada víctima se encontraron los restos de una tabla de madera. Algunas estaban muy descompuestas, pero se creía que los escáneres electrónicos, los aparatos de detección electrostática, o la iluminación en ángulo oblicuo revelarían los trazos de lo que hubiese grabado en la madera. En cambio otras, en particular las que habían estado enterradas en puntos más elevados de la orilla, permanecían casi intactas. Una de ellas apareció bajo la cabeza de un niño de corta edad sepultado junto a un abeto. Las raíces del árbol habían crecido a través y alrededor de los restos, y su recuperación iba a ser una de las más complicadas de llevar a cabo sin dañar los huesos. A su lado había otro esqueleto más pequeño, identificado provisionalmente como una niña de alrededor de siete años, ya que la sutura metópica del hueso frontal del cráneo aún no había desaparecido por completo. Los huesos de las manos estaban mezclados, como si los niños hubiesen tenido los dedos entrelazados en los últimos momentos de sus vidas.

Los huesos del niño estaban semiexpuestos, el cráneo claramente visible, la mandíbula separada a un lado. Presentaba un pequeño orificio en el punto donde se unían los huesos occipital y parietal en la parte posterior de la cabeza, sin el correspondiente orificio de salida en el hueso frontal, si bien parecía que, por efecto de la bala, un pequeño fragmento se había desprendido del foramen supraorbital, el saliente de hueso por encima del ojo derecho.

Las marcas en la tabla de madera hallada junto a su cráneo, grabadas en la veta por una mano infantil, rezaban

JAMES JESSOP

PECADOR

EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier

No está claro cuándo empezaron a aparecer los primeros indicios de dificultades en la nueva colonia.

A diario, la comunidad se ponía en pie y rezaba al despuntar el alba. Luego colaboraba en el levantamiento de las casas y las construcciones agrícolas para la colonia, algunas de las cuales se realizaban con tablas de viejos kits de montaje de los catálogos de venta por correo de Sears, Roebuck, de la década de los treinta. Faulkner mantenía el control de las finanzas y racionaba la comida, ya que el predicador creía en las virtudes del ayuno. Se oraba cuatro veces al día y Faulkner pronunciaba un sermón en el desayuno y otro después de la cena.

Los detalles de la vida cotidiana de los Baptistas de Aroostook proceden de conversaciones con lugareños que tuvieron un limitado contacto con la comunidad, y de alguna que otra carta enviada por Elizabeth Jessop, la esposa de Frank Jessop, a su hermana Lena de Portland. De hecho, estas cartas salían a escondidas de la colonia. Elizabeth llegó a un acuerdo con el propietario, quien, a cambio de un módico pago, se comprometió a mirar en el hueco de un roble en el límite de la colonia todos los martes y mandar por correo toda la correspondencia que encontrase allí. Asimismo accedió a recoger y entregar cualquier respuesta recibida.

Elizabeth ofrece una imagen cruda pero feliz de los tres primeros meses, impregnada de una sensación de que los Baptistas de Aroostook, como los pioneros de otra época, creaban un mundo nuevo donde antes sólo había naturaleza agreste. Las casas, aunque sencillas y mal aisladas de los elementos, se construyeron en poco tiempo, y las familias habían transportado el mobiliario básico en los camiones. Criaron cerdos y pollos y tenían cinco vacas, una de ellas preñada. Cultivaron patatas -esa zona de Aroostook era productora de patatas de primera calidad-, brécol y guisantes, y recogieron la fruta de los manzanos de la finca. Utilizaron pescado podrido para fertilizar la tierra y los víveres que llevaron consigo los almacenaron en cavernas subterráneas excavadas bajo las orillas, donde el agua de manantial mantenía el aire a baja temperatura todo el año, actuando como frigorífico natural.

Las primeras señales de tensión surgieron en julio, cuando resultó evidente que los Faulkner y sus hijos vivían apartados de las otras familias. Faulkner, como líder de la comunidad, se apropió de una proporción mayor de víveres y se negó a entregar siquiera una pequeña cantidad de los fondos que las familias habían reunido, una suma que ascendía como mínimo a veinte mil dólares. Incluso cuando Laurie Perrson, la hija de Billy y Olive Perrson, enfermó gravemente de gripe, Faulkner insistió en que se la atendiese en la propia comunidad. La salud de la niña quedó en manos de Katherine Cornish, cuya formación médica era rudimentaria. Según las cartas de Elizabeth, Laurie sobrevivió de milagro.

La animadversión hacia los Faulkner creció. Sus hijos, a quienes por insistencia de Faulkner debía llamarse sólo Adán y Eva, intimidaban a los miembros más jóvenes de la comunidad: Elizabeth alude enigmáticamente a actos crueles y arbitrarios perpetrados por ellos contra animales y humanos. Como es obvio, estas noticias inquietaron a su hermana, ya que en una carta del 7 de agosto de 1963 Elizabeth intenta tranquilizar a Lena aduciendo que sus dificultades «no son nada en comparación con los sufrimientos que sobrellevaron los colonos del Mayflower, o aquellos espíritus fuertes que viajaron al Oeste pese a la hostilidad de los indios. Tenemos fe en Dios, que es nuestro salvador, y en el reverendo Faulkner, que es la luz que nos guía».

Pero esta carta incluye también la primera referencia a Lyall Kellog, de quien al parecer Elizabeth se estaba enamorando. Por lo visto, la relación entre Frank Jessop y su esposa carecía de vida sexual, aunque se desconoce si debido a desavenencias conyugales o a alguna incapacidad física. De hecho, es posible que la aventura entre Lyall y Elizabeth ya hubiese empezado en el momento en que escribió esa carta de agosto, y desde luego en noviembre había evolucionado ya lo suficiente para que Elizabeth se lo describiese a su hermana como «este hombre maravilloso».

En mi opinión, esta aventura, y sus repercusiones a partir del momento en que se supo en la comunidad, contribuyó en gran medida a la desintegración de la colonia. Queda claro asimismo, por las posteriores cartas de Elizabeth Jessop, que Louise Faulkner desempeñó un papel importante en dicha desintegración, un papel que, según parece, sorprendió a Elizabeth y quizás, al final, provocó un grave conflicto entre Louise y su marido.

15

El ascensor de la estación de metro de la calle Ciento Noventa estaba decorado con fotografías de cachorros de gato y de perro. Dos macetas con plantas y banderas de Estados Unidos clavadas en la tierra colgaban del techo y un pequeño aparato estéreo emitía música relajante. El ascensorista, Anthony Washington, que era el responsable de la insólita ambientación del ascensor de la calle Ciento Noventa, ocupaba una cómoda butaca tras un pequeño escritorio y saludaba por su nombre a los numerosos pasajeros. La MTA, responsable de los transportes públicos urbanos, intentó en una ocasión obligar a Anthony a retirar la decoración del ascensor, pero, a causa de una campaña llevada a cabo por la prensa y el público, no tuvo más remedio que echarse atrás. La estación tenía la pintura del techo desconchada, olía a orina y un continuo arroyo de agua sucia corría entre las vías. Así las cosas, los usuarios del metro agradecían los esfuerzos de Anthony y consideraban que la MTA debía agradecerlos también.

Eran poco más de las nueve y cuarto de la mañana cuando el ascensor de Anthony Washington llegó al nivel de la calle y salí por la boca de Fort Tryon Park. El tiempo había cambiado. Había empezado a tronar poco después del amanecer y en menos de una hora comenzó a llover. Desde hacía cuatro horas que caía una constante lluvia cálida e intensa que había provocado la aparición de paraguas como setas por toda la ciudad.

Ningún autobús esperaba junto al bordillo para trasladar a los visitantes a los Claustros, pero poco importaba, ya que, por lo visto, yo era la única persona que iba en esa dirección. Me arrebujé en el abrigo y enfilé Margaret Corbin Drive. Frente a la pequeña cafetería situada a la izquierda de la calle, un grupo de empleados del servicio de recogida de basuras, se resguardaban apiñados de la lluvia mientras tomaban café. Sobre ellos danzaban los restos de Fort Tryon, que se defendió de los mercenarios hessianos durante la guerra de la Independencia con la ayuda de la mismísima Margaret Corbin, la primera mujer norteamericana que empuñó las armas como soldado en la lucha por la libertad. Me pregunté si Margaret Corbin habría tenido las agallas necesarias para resistirse a las tropas de yonquis y atracadores que merodeaban ahora por el escenario de su triunfo, y llegué a la conclusión de que probablemente sí las tendría.

Segundos después, surgió ante mí la mole de los Claustros, con la costa de New Jersey a mi izquierda y el incesante tráfico del puente de George Washington. John D. Rockefeller Jr. había donado estos terrenos a la ciudad y reservado lo alto de la colina para la construcción de un museo de arte medieval, que se inauguró por fin en 1938. Porciones de cinco claustros medievales se integraron para formar un único edificio moderno, que recordaba las estructuras medievales de Europa. Visité aquel lugar por primera vez de niño, acompañado por mi padre, y desde entonces siempre me había asombrado. Rodeado por la alta torre central y las almenas, los arcos y las columnas, uno podía sentirse por un rato un caballero andante, siempre y cuando pasase por alto el hecho de que tenía ante sí los bosques de New Jersey, donde las únicas damiselas en apuros muy posiblemente eran víctimas de atracos o madres solteras.

Subí por la escalera a la zona de acceso, pagué los diez dólares de la entrada y crucé la puerta de la Sala Románica. Allí no había ningún otro visitante; la hora relativamente temprana y el mal tiempo habían disuadido a la mayoría, y calculé que en esos momentos el número de personas no pasaba de una docena en todo el museo. Atravesé despacio la capilla de Fuentidueña, y me detuve a admirar el ábside y el enorme crucifijo que pendía del techo. A continuación crucé los claustros de Saint-Guilhem y de Cuxá en dirección a la capilla gótica y la escalera que conducía a la planta inferior.

Faltaban unos diez minutos para la cita con Mickey Shine, así que me encaminé hacia el Tesoro, donde el museo guardaba los manuscritos. Entré por una moderna puerta de cristal a una sala revestida con los paneles del coro de la abadía de Jumiêges. Los manuscritos se encontraban en vitrinas, abiertos por páginas que ofrecían una muestra de especial calidad del arte del iluminador. Me detuve un rato ante un magnífico Libro de Horas, pero reservé mi atención sobre todo para la exposición itinerante.

El libro del Apocalipsis había sido tema en la iluminación de manuscritos desde el siglo IX, y si bien en un principio los ciclos apocalípticos se producían para los monasterios, hacia el siglo XIII empezaron a realizarse también para mecenas seglares. Para esta exposición se habían reunido varias de las mejores muestras y llenaban la sala imágenes del juicio final y del castigo eterno. Dediqué un rato a contemplar cómo los pecadores medievales eran devorados, descuartizados o atormentados con pinchos -o, en el caso de la representación de la Boca del Infierno del salterio de Winchester, las tres cosas a la vez, mientras un diligente ángel cerraba las puertas desde fuera- antes de pasar a los grabados de Durero, la obra de Cranach para la traducción alemana del Nuevo Testamento de Martín Lutero y las visiones de dragones rojos de Blake, hasta que por fin llegué a la pieza central de la exposición.

Era el Apocalipsis de los Claustros, de principios del siglo XIV, y la ilustración de la página abierta era casi idéntica a la que había visto en el panfleto de la Hermandad. Mostraba a una bestia con múltiples ojos y largas patas vagamente arácneas que sacrificaba a los pecadores con una lanza mientras Jesucristo y los santos contemplaban la escena impasibles desde el ángulo derecho de la página. Según la nota explicativa de la vitrina, la bestia mataba a aquellos cuyos nombres no aparecían en el Libro de la Vida del Cordero de Dios. Abajo constaba también la traducción de una nota en latín del iluminador añadida al margen: «Y si los nombres de los salvados se recogen en el Libro de la Vida, ¿no estarán también escritos los nombres de los condenados? Y si es así, ¿dónde puede encontrárselos?».

Oí el eco de la amenaza del señor Pudd a Mickey Shine y a su familia: sus nombres estarían escritos. La duda, tal como la había planteado el iluminador, era dónde.

Ya eran las diez, pero aún no se veían señales de Mickey Shine. Salí del Tesoro, crucé la Galería de Cristal y abrí una pequeña puerta sin rótulo alguno que daba al claustro de Trie. Aparte de la lluvia, sólo se oía el gorgoteo del surtidor en el centro de las arcadas de mármol, dominado a su vez por una cruz de piedra caliza. A mi derecha, una abertura llevaba al claustro descubierto de Bonnefont. Cuando lo atravesé, me encontré en un jardín con vistas al río Hudson y a la costa de New Jersey. A mi derecha se alzaba la torre de la capilla gótica; a mi izquierda estaba el muro principal de los Claustros, con una altura de unos siete metros y, al pie, una extensión de césped. Arcadas con columnas delimitaban los otros dos lados de la plaza.

Arbustos y árboles comunes en la época medieval poblaban el jardín. Un cuarteto de membrillos se alzaba en el centro, y ya empezaba a brotar su fruta dorada. Una valeriana crecía a la sombra de las enormes hojas de una mostaza negra; cerca había alcaraveas y puerros, cebollinos y apios, rubia y asperillas, estas dos últimas, ingredientes de los tintes utilizados por los artistas de los manuscritos expuestos en el edificio principal del museo.

Tardé unos segundos en notar la nueva incorporación al jardín. Contra la pared del fondo, junto a la entrada a la torre, crecía un peral enredado a una espaldera, cuya forma recordaba a una menorah. Las deshojadas ramas eran como ganchos, y seis de ellas salían del tronco del árbol. La cabeza de Mickey Shine estaba empalada en la punta misma del tronco, cosa que lo convertía en una criatura de carne y madera. Colgaban de su cuello hilos de sangre coagulada semejantes a zarcillos, y la lluvia mojaba la palidez de sus facciones y se encharcaba en las cuencas hundidas de los ojos. Jirones de piel ondeaban suavemente al viento y tenía restos de sangre alrededor de la boca y las orejas. La coleta había sido seccionada al cortar la cabeza y el cabello suelto se adhería ahora a la piel azul grisácea.

Me llevaba ya la mano a la pistola cuando, a mi derecha, surgió de entre las sombras de la arcada la silueta arácnea del señor Pudd. Empuñaba una Beretta con silenciador. Me paré en el acto. Me ordenó que levantara las manos lentamente. Obedecí.

– Así que aquí le tenemos, señor Parker -dijo, y tras los carnosos y oscuros párpados sus ojos brillaron con una intensidad hostil-. Espero que le guste cómo he decorado este lugar.

Señaló hacia el árbol con el arma. Al pie se encharcaban la sangre y la lluvia en un siniestro reflejo de lo que había en lo alto. Vi brillar trémulamente el rostro de Mickey Shine por efecto de las gotas de lluvia, y sus rasgos inmóviles parecieron cobrar vida y expresión.

– Encontré al señor Sheinberg en un hotel de tres al cuarto de Bowery -prosiguió-. Cuando descubran lo que queda de él en la bañera, me temo que el hotel no llegará ni a tres al cuarto. -Continuaba lloviendo. El mal tiempo mantendría alejados a los turistas, y eso era lo que el señor Pudd deseaba-. La idea ha sido mía. Me ha parecido apropiado en este entorno medieval. La ejecución, pues ha sido una ejecución, le ha correspondido a mi… socia.

A mi derecha, aún al abrigo de la arcada, la mujer de la garganta mutilada estaba apoyada contra una columna con una mochila abierta a los pies. Nos observaba con actitud impasible, como Judith después de deshacerse de la cabeza de Holofernes.

– Se ha resistido mucho -explicó el señor Pudd casi abstraído-. Pero, claro, hemos empezado desde atrás y nos ha costado un rato llegar a la arteria vertebral. Después de eso ya no ha ofrecido tanta resistencia.

Notaba bajo el abrigo el peso de la Smith & Wesson contra la piel, como una promesa que jamás se cumpliría. El señor Pudd volvió a concentrar toda su atención en mí, levantando un poco la Beretta.

– Esa Peltier nos robó algo, señor Parker. Queremos recuperarlo.

Por fin hablé.

– Ya estuvo usted en mi casa. Se lo llevó todo.

– Miente. El viejo no lo tenía, pero creo que usted quizá sí lo tenga, y aunque no sea así, sospecho que sabe quién lo tiene.

– ¿El Apocalipsis?

Era sólo una suposición, pero certera. El señor Pudd contrajo los labios y asintió con la cabeza.

– Dígame dónde está, y morirá sin sentir nada.

– ¿Y si no se lo digo?

Con el rabillo del ojo vi que la mujer sacaba un arma y me apuntaba. El señor Pudd se movió simultáneamente. Su mano izquierda, hasta entonces oculta en el bolsillo del abrigo, asomó de entre los pliegues. Sostenía una jeringuilla.

– Le dispararé, no para matarlo sino para incapacitarlo, y luego… -Levantó la jeringuilla y un chorro de líquido transparente brotó de la aguja.

– ¿Es eso lo que utilizó para matar a Epstein? -pregunté.

– No -contestó-. En comparación con lo que usted va a padecer, el desdichado rabino Epstein pasó cómodamente a mejor vida. Usted está a punto de experimentar un dolor extremo, señor Parker.

Inclinó el arma para apuntar hacia mi vientre, pero yo no miraba el arma. En lugar de eso observé un pequeño punto rojo que apareció en la entrepierna del señor Pudd y empezó a subir lentamente. Pudd bajó los ojos para ver qué miraba y abrió la boca en expresión de sorpresa mientras el punto continuaba su ascenso por el pecho y el cuello hasta detenerse en el centro de la frente.

– Usted primero -dije, pero él ya estaba en movimiento.

La primera bala le arrancó un trozo de la oreja derecha a la vez que él descerrajaba un tiro en dirección a mí. Sentí el siseo de la lluvia junto a la cara cuando el calor del proyectil calentó el aire. A continuación se produjeron otros tres disparos, que le abrieron unos boquetes negros en el pecho. Las balas deberían haberlo traspasado, sin embargo saltó hacia atrás a causa del impacto como si hubiese recibido un puñetazo y, tambaleándose, fue a chocar contra la pared.

Junto a mi pierna izquierda saltaron esquirlas de piedra y, en la arcada, oí el eco sordo de los disparos silenciados. Desenfundé la pistola, me puse a cubierto tras la torre de la capilla y abrí fuego contra la columna donde poco antes estaba la mujer, pero ésta, agachada, se escabullía hacia la puerta de la Galería de Cristal; vi las sacudidas de su arma mientras respondía a los disparos que llegaban a ella desde dos direcciones: desde la pared donde yo me hallaba y desde la arcada, donde la oscura silueta de Louis avanzaba entre las sombras para cortarle el paso. La puerta de la galería se abrió a espaldas de la mujer y ésta desapareció dentro. Me disponía a seguirla cuando una bala silbó cerca de mi oreja y me eché cuerpo a tierra hundiendo la cara en una mata de asperilla. Al otro lado del jardín, Louis saltó hacia la pared de la arcada al mismo tiempo que yo me levantaba y me ocultaba tras el muro principal. Respiré hondo y me asomé.

No había nadie. Pudd ya se había ido y no quedaba de su presencia más indicio que un rastro de sangre en la hierba aplastada.

– Sigue a la mujer -dije.

Louis asintió con la cabeza y corrió hacia la galería sosteniendo el arma con discreción al costado. Me encaramé al muro y, al saltar al otro lado, caí pesadamente en la hierba y rodé pendiente abajo. Cuando me detuve, me puse en pie de un brinco y apunté al frente con los brazos extendidos, pero Pudd no estaba a la vista. Me dirigí hacia el oeste siguiendo el rastro de sangre paralelo al muro, hasta que en algún lugar en el lado opuesto del edificio oí un disparo y después otro, seguidos de un chirrido de neumáticos. Segundos después, un Voyager azul pasó a toda velocidad por Margaret Corbin Drive. Corrí hacia la calle con la esperanza de tener pista libre para disparar, pero en ese instante dobló la esquina un autobús de la MTA y me contuve por miedo a herir a los pasajeros. Antes de desaparecer el Voyager vi una figura desplomada sobre el salpicadero. Aunque no estaba seguro, me pareció que era Pudd.

Tras sacudirme la hierba del pantalón y del abrigo enfundé el arma y me encaminé rápidamente hacia la entrada principal. Un guardia del museo en traje gris yacía desmadejado contra la pared rodeado de un grupo de turistas franceses recién llegados. Tenía manchas de sangre en la pierna y el brazo derechos, pero no había perdido el conocimiento. Oí unas pisadas en la hierba a mis espaldas y, al volverme, vi a Louis a la sombra de la pared. Obviamente, después de perseguir a la mujer había dado la vuelta al complejo para no cruzar el museo de nuevo.

– Llama al novecientos once -dijo mirando hacia la calle por donde había tomado el Voyager-. Ésa es una elementa de cuidado.

– Se han escapado.

– No jodas. De repente me he visto en medio de la maraña de turistas. Esa mujer le ha disparado al guardia para sembrar el pánico.

– Hemos herido a Pudd -dije-. Algo es algo.

– Le he dado en el pecho. Debería estar muerto.

– Llevaba chaleco antibalas. Los disparos sólo lo han levantado del suelo.

– Mierda -exclamó-. ¿Piensas quedarte aquí?

– ¿Para explicarles qué hace la cabeza de Mickey Shine en un árbol? Me parece que no.

Subimos al autobús de la MTA, el conductor no era consciente del alboroto de la puerta principal, y ocupamos asientos separados mientras arrancaba. Por un momento, al doblar hacia la calle principal, vio la entrada a los Claustros y la multitud congregada alrededor del guardia caído.

– ¿Ha pasado algo? -nos preguntó.

– Creo que se ha desmayado alguien -respondí.

– Tampoco es un sitio tan bonito -comentó, y no dijo nada más hasta que nos dejó en la estación de metro. Había un taxi junto a la acera y le pedimos que nos llevara al centro.

Dejé a Louis en el Upper West Side y yo continué hasta el Village para recoger mi bolsa de viaje. Después, pasé por la Strand Book Store de Broadway y busqué el libro publicado con motivo de la exposición de los Claustros. A continuación me senté en la cafetería Balducci's de la Sexta Avenida, donde hojeé las ilustraciones y vi pasar a la gente. Lo que Mickey Shine había deducido o sospechado había muerto con él, pero al menos ahora sabía qué se había llevado Grace Peltier de la Hermandad: un libro, algún tipo de registro, que el señor Pudd identificaba como un Apocalipsis. Pero ¿por qué un texto bíblico era tan importante como para que Pudd estuviese dispuesto a matar por recuperarlo?

Rachel seguía en Boston y se iba a reunir conmigo en Scarborough al día siguiente. Había rechazado la protección que le había brindado Ángel y la Colt Pony Pocketlite que le había ofrecido Louis. Sin saberlo ella, la vigilaban discretamente un caballero llamado Gordon Buntz y una de sus colaboradoras, Amy Brenner. Me habían hecho un descuento profesional; aun así, se llevaban un buen pellizco del anticipo de Jack Mercier. Entretanto, Ángel estaba ya en Scarborough; se había alojado en el Black Point Inn de Prouts Neck, que le daba libertad para deambular por la zona sin atraer la atención del Departamento de Policía de Scarborough. Le había dado una guía de Nueva Inglaterra de la National Audubon Society; provisto de unos prismáticos, ahora era oficialmente el ornitólogo más inverosímil del mundo. Vigilaba a Jack Mercier, su casa y sus movimientos desde la tarde anterior.

Frente a Balducci's, un Lexus SC400 negro se detuvo junto al bordillo. Louis iba al volante. Cuando abrí la puerta, Johnny Cash entonaba solemnemente la letra de Rusty Cage del grupo Soundgarden.

– Un coche precioso -comenté-. ¿Te lo ha recomendado el director de tu banco?

Movió la cabeza con lástima.

– Tío, te lo vengo diciendo: necesitas más un poco de clase que un yonqui un chute.

Eché la bolsa al asiento trasero de piel. Al caer se oyó un ruido de lo más desagradable, aunque eso no fue nada en comparación con el rugido que emitió Louis al ver la marca que dejó en la tapicería. Tras separarnos del bordillo, Louis sacó del bolsillo de la chaqueta un enorme puro cubano de contrabando y lo encendió. El espeso humo azul llenó de inmediato el coche.

– ¡Eh! -protesté.

– ¿Qué carajo quiere decir eso de «eh»?

– No fumes en el coche.

– Es mi coche.

– Como fumador pasivo, mi salud peligra.

Louis se atragantó con una bocanada de humo antes de enarcar en dirección hacia mí una ceja cuidadosamente depilada.

– Te han dado palizas, te han disparado dos veces, te han ahogado, electrocutado, congelado, inyectado venenos, un viejo que todo el mundo daba por muerto te ha saltado tres dientes de una patada, ¿y ahora te preocupa ser fumador pasivo? Ser fumador pasivo no es un peligro para tu salud. Tú mismo eres un peligro para tu salud.

Dicho esto, volvió a concentrar la atención en la carretera.

Le dejé fumar el puro en paz.

Al fin y al cabo, no le faltaba razón.

EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier

Aparte de destacar por su vinculación a Eagle Lake, Faulkner sólo sobresalió como encuadernador, en particular de Apocalipsis, versiones profusamente ilustradas del último libro del Nuevo Testamento, donde se ofrece un detallado relato de la visión de san Juan sobre el fin del mundo y sobre el Juicio Final. Al crear esas obras, Faulkner siguió una tradición que se remonta al periodo carolingio -en los siglos IX y X-, durante el que se crearon en el continente europeo los manuscritos iluminados del Apocalipsis más antiguos que se conservan. A principios del siglo XIII se realizaban en Europa Apocalipsis exquisitamente iluminados, con textos y comentarios en latín y francés vernáculo, para los ricos y poderosos, entre los que se incluían potentados y eclesiásticos de alto rango. Siguieron creándose incluso después de inventarse la imprenta, señal de la permanente resonancia de la imaginería y el mensaje del propio libro.

Existen doce «Apocalipsis de Faulkner», y, según los registros de su proveedor de pan de oro, es poco probable que Faulkner hiciese más. Cada libro estaba encuadernado en piel trabajada a mano, con incrustaciones de oro, e ilustrado a mano por Faulkner, con una marca distintiva en el lomo: seis líneas doradas horizontales, dispuestas en tres grupos de dos, y la última letra del alfabeto griego:

El papel no era de madera sino de trapos de hilo y algodón macerados en agua hasta quedar reducidos a pulpa. Faulkner hundía una bandeja rectangular en la pulpa y extraía aproximadamente dos centímetros y medio de esa sustancia, que se escurría a través de una tela metálica en la base de la bandeja. Con delicadeza, agitaba la bandeja y así se entrelazaban las fibras apelmazadas del líquido. Esas láminas de pulpa parcialmente solidificadas se comprimían después con una prensa y luego se sumergían en gelatina animal para encolarlas, lo que permitía que retuviesen la tinta. El papel se cosía en pliegos de seis para reducir al mínimo la acumulación de hilo en el lomo.

Las ilustraciones de los Apocalipsis de Faulkner proceden en su mayor parte de artistas anteriores y todas mantienen un criterio uniforme. (Los doce volúmenes son propiedad de una misma persona, y se me permitió examinarlos detenidamente.) El primer Apocalipsis se inspira en Alberto Durero (1471-1528); el segundo, en manuscritos medievales; el tercero, en Lucas Cranach el Viejo (1472-1553), y así hasta el último libro existente que incluye seis ilustraciones basadas en la obra de Frans Masereel (1889-1972), cuyo ciclo del Apocalipsis partió de imágenes de la segunda guerra mundial. Según quienes trataron con él, parece que a Faulkner le atraía la imaginería apocalíptica por sus connotaciones de castigo divino, no porque la viera como anuncio de un segundo Advenimiento o un Juicio Final. Para Faulkner, el juicio ya había empezado: el castigo divino y la condenación eran un proceso en curso.

Faulkner creó sus Apocalipsis exclusivamente para coleccionistas ricos y, en opinión de algunos, su venta proporcionó en gran medida la financiación inicial a la comunidad de Faulkner. Desde la fecha de la fundación de la colonia de Eagle Lake, no aparecieron más versiones realizadas por Faulkner.

16

Louis me dejó en casa y siguió hacia el Black Point Inn. Telefoneé a Gordon Buntz para comprobar que Rachel estaba bien, y una breve llamada a Ángel me confirmó que en la mansión de los Mercier no había ocurrido nada fuera de lo corriente, salvo la llegada del abogado Warren Ober y de su mujer. También había visto cuatro clases distintas de golondrinas de mar y dos chorlitos. Esa noche acordamos reunirnos más tarde Louis, él y yo.

Durante mi estancia en Boston y Nueva York había ido escuchando mis mensajes con regularidad, pero tenía dos nuevos desde esa mañana. El primero era de Arthur Franklin, que deseaba saber si la información facilitada por su cliente, el pornógrafo Harvey Ragle, me había sido de utilidad. De fondo oí el gimoteo de Ragle: «Soy hombre muerto. Díselo. Soy hombre muerto».

El segundo mensaje era del agente Norman Boone del ATF. Ellis Howard, el subjefe del Departamento de Policía de Portland, me dijo en una ocasión que Boone olía como una puta francesa pero carecía del encanto que suele asociarse a éstas. Me había dejado en el contestador los números de su teléfono particular y del móvil. Lo llamé a casa.

– Soy Charlie Parker. ¿En qué puedo ayudarle, agente Boone?

– Vaya, gracias por devolverme la llamada, señor Parker. Sólo han pasado -lo imaginé consultando su reloj de manera ostensible-… cuatro horas.

– He estado fuera.

– ¿Le importa decirme dónde?

– ¿Por qué? ¿Teníamos una cita?

Boone dejó escapar un teatral suspiro.

– Hable ahora, señor Parker, o hable mañana en One City

Center. Debo advertirle que soy un hombre ocupado, y probablemente mañana mi paciencia estará más cerca de agotarse.

– He estado en Boston de visita a un viejo amigo.

– Un viejo amigo que, según tengo entendido, ha acabado con un agujero en la cabeza a media representación de Cleopatra.

– Seguramente ya sabía cómo terminaba la obra. Ella muere, por si no está usted enterado.

Pasó por alto el comentario.

– ¿Tenía algo que ver su visita con Lester Bargus?

Aunque la pregunta me desconcertó, no vacilé ni un segundo.

– No directamente.

– Sin embargo, visitó al señor Bargus poco antes de marcharse de la ciudad.

Maldije para mis adentros.

– Lester y yo nos conocemos desde hace mucho.

– Siendo así, quedará usted transido de pena cuando le diga que ya no está entre nosotros.

– «Pena» quizá no sea la palabra. ¿Y el interés del ATF en todo esto se debe a…?

– El señor Bargus ganaba un poco de dinero con la venta de arañas y cucarachas gigantes y mucho dinero con la venta de semiautomáticas y diversas armas de fuego a la clase de personas que tienen esvásticas en la vajilla. Era lógico que captase nuestra atención. Mi pregunta es por qué captó la atención de usted.

– Buscaba a una persona y pensé que tal vez Lester supiese dónde estaba. ¿Es esto un interrogatorio, agente Boone?

– Es una conversación, señor Parker. Si la mantuviésemos mañana, cara a cara, sería un interrogatorio.

Aun separados por una línea telefónica, debía admitir que Boone hacía bien su trabajo. Estaba acorralándome, dejándome casi sin espacio para maniobrar. No iba a hablarle de Grace Peltier, porque Grace me llevaría a Jack Mercier y posiblemente a la Hermandad, y el último de mis deseos era que el ATF la tomase por asalto a lo Waco. Decidí, pues, dirigirlo hacia Harvey Ragle.

– Lo único que sé es que Arthur Franklin, un abogado, me llamó y me pidió que hablase con su cliente.

– ¿Quién es su cliente?

– Harvey Ragle. Hace películas pornográficas con bichos. La gente de Al Z distribuía algunas.

Esta vez fue Boone el desconcertado.

– ¿Bichos? ¿De qué demonios me está hablando?

– Mujeres en ropa interior aplastando bichos -le expliqué como si fuese un niño-. También se dedica al porno geriátrico, la obesidad y las personas de baja estatura. Es un artista.

– Veo que conoce a gente encantadora en su trabajo.

– Para mi satisfacción, usted se aparta de la norma, agente Boone. Según parece, un individuo que tiene cierta afinidad con los insectos quiere matar a Harvey por hacer esas películas porno para psicópatas. Lester Bargus era el proveedor de bichos y también parecía saber algo del individuo ese, así que accedí a hablar con él en nombre de Ragle.

La inverosimilitud de aquello era pasmosa. Percibí que Boone se preguntaba hasta qué punto estaba tomándole el pelo.

– ¿Y quién es ese misterioso herpetólogo?

«Herpetólogo.» Saltaba a la vista que el agente Boone era aficionado al Scrabble.

– Se hace llamar señor Pudd, y me parece que, en rigor, es aracnólogo, no herpetólogo. Le gustan las arañas. Creo que es él quien mató a Al Z.

– ¿Y usted se dirigió a Lester Bargus con la esperanza de encontrar a ese hombre?

– Sí.

– Pero no llegó a ninguna parte.

– Lester era un hombre irascible.

– Pues ahora está mucho más tranquilo.

– Si lo tenía bajo vigilancia, ya sabe lo que ocurrió entre nosotros -dije-. Y eso significa que quiere algo más de mí.

Tras un ligero titubeo, Boone pasó a explicar que un hombre que viajaba con el nombre de Clay Daemon había entrado en la tienda de Lester, había pedido que le dieran información acerca de cierto hombre que aparecía en una fotografía y acto seguido había matado a tiros a Lester y a su ayudante.

– Me gustaría que le echase un vistazo a la fotografía -dijo.

– ¿La dejó?

– Suponemos que tiene más de una copia. En ese sentido los asesinos a sueldo tienden a hacer las cosas bien.

– ¿Quiere que vaya? Podría ser mañana.

– ¿Y ahora?

– Mire, agente Boone, necesito una ducha, un afeitado y una siesta. Le he dicho todo lo que sé. Quiero ayudarle, pero deme un respiro.

Boone cedió un poco.

– ¿Tiene correo electrónico?

– Sí, y una segunda línea.

– Entonces no se retire de ésta. Enseguida vuelvo.

La línea quedó en silencio, así que conecté el portátil y esperé el mensaje de Boone. Cuando llegó, contenía dos imágenes. Una era la fotografía del asesinato en la clínica de abortos. Localicé al señor Pudd de inmediato. La otra era un fotograma procedente de la videocámara instalada en la tienda de Lester Bargus, que mostraba al asesino Clay Daemon. Segundos después, Boone volvió al teléfono.

– ¿Reconoce a alguien en la primera foto?

– El tipo que está a la derecha en segundo plano es Pudd, de nombre Elias. Se presentó en mi casa para preguntarme por qué andaba entrometiéndome en sus asuntos. No conozco al hombre del fotograma.

Al otro lado de la línea oí chasquear a Boone con la lengua rítmicamente incluso mientras le daba el número del abogado de Ragle.

– Volveré a ponerme en contacto con usted, señor Parker -dijo por fin-. Tengo la sensación de que sabe más de lo que cuenta.

– Todo el mundo sabe más de lo que cuenta, agente Boone -contesté-. Incluso usted. Una pregunta.

– Diga.

– ¿Quién es el hombre herido de la primera fotografía?

– Se llamaba David Beck. Trabajaba en una clínica de abortos de Minnesota, y en esa fotografía ya está muerto. El asesinato forma parte de los archivos del VAAPCON.

El VAAPCON, siglas de Conspiración para la Acción Violenta contra las Prácticas Abortistas, era el nombre en clave de la investigación conjunta llevada a cabo por el FBI y el ATF en esta área. El ATF y el FBI tenían una mala relación de trabajo; durante mucho tiempo, el FBI se había resistido a investigar las agresiones contra médicos y clínicas con el pretexto de que no eran de su competencia, y, por consiguiente, la investigación en torno a las acusaciones de conspiración para la acción violenta quedaba en manos del ATF. Esta situación cambió a raíz de la creación del VAAPCON y la promulgación de nuevas leyes que facultaban al FBI y al Departamento de Justicia para actuar contra la violencia relacionada con el aborto. No obstante, las tensiones entre el FBI y el ATF contribuyeron al relativo fracaso del VAAPCON; no se descubrió prueba alguna de conspiración y los agentes empezaron a tomarse a risa la investigación, a pesar de los crecientes indicios de vínculos entre las milicias de ultraderecha y los antiabortistas radicales.

– ¿Se encontró al asesino? -pregunté.

– Todavía no.

– Como tampoco se ha encontrado al asesino de la esposa de ese hombre.

– ¿Qué sabe de eso? -preguntó Boone.

– Sé que cuando se descubrió el cadáver, tenía arañas en la boca.

– Y a nuestro amigo Pudd le gustan las arañas.

– El mismo Pudd cuya cabeza aparece rodeada por un círculo en esta fotografía -comenté.

– ¿Sabe para quién trabaja?

– Diría que por cuenta propia. -No era del todo mentira. Pudd no rendía cuentas a Carter Paragon, y la Hermandad, como era de dominio público, no era tan importante para requerir sus servicios.

Boone permaneció en silencio por un momento. Sus últimas palabras antes de colgar fueron:

– Volveremos a hablar.

No lo dudaba.

Sentado ante el ordenador, salté de una imagen a otra. Reconocí a Alison Beck, más joven, que sostenía entre los brazos a su marido muerto, con el rostro contraído por el dolor y manchas de sangre en la blusa, la falda y las manos. Luego volví a mirar los pequeños ojos del señor Pudd, tras los párpados carnosos y entornados, mientras se escabullía entre la gente. Me pregunté si él mismo había apretado el gatillo o si simplemente había organizado el asesinato. En cualquier caso, estaba implicado, y otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio. De algún modo, Mercier había encontrado a Epstein y a Beck, dos personas que, cada una por sus propias razones, estaban dispuestas a colaborar con él en sus actuaciones contra la Hermandad. Pero ¿por qué preocupaba tanto la Hermandad a Mercier? ¿Era sólo una muestra más de su liberalismo o había otros motivos más profundos?

Casualmente, una posible respuesta a esta pregunta se presentó ante mi puerta media hora después en un Mercedes descapotable negro. Deborah Mercier, sola y sin ayuda, se apeó del asiento del conductor vestida con un abrigo negro largo. Pese a la creciente oscuridad, llevaba gafas de sol. El pelo no se le movía con la brisa. Podía deberse a la laca, o a un acto de voluntad. También podía ser que ni siquiera el viento se atreviese a importunar a la esposa de Jack Mercier. Me pregunté con qué excusa habría dejado solos a los invitados en su casa; quizá les había dicho que necesitaba comprar leche.

Abrí la puerta cuando pisó el primer peldaño del porche.

– ¿Se ha equivocado de camino, señora Mercier? -pregunté.

– Sin duda uno de nosotros dos se ha equivocado -contestó-, y puede que sea usted.

– Nunca pierdo la oportunidad. Veo dos caminos que se separan en el bosque y de fijo tomo el que acaba al borde de un precipicio.

Nos encontrábamos a unos diez pasos de distancia, observándonos como un par de pistoleros que no cuadran el uno con el otro. Deborah Mercier, con todo el aspecto propio de una mujer de su clase, se quitó las gafas y sus ojos de color azul claro revelaron la calidez del mar Ártico, sus pupilas diminutas y menguantes parecían los cuerpos de marineros ahogados hundiéndose en las profundidades.

– ¿Quiere entrar? -pregunté. Me di media vuelta y oí a mis espaldas cómo avanzaba por la madera. Se detuvo antes de llegar a la puerta. Miré atrás y vi que arrugaba un poco la nariz en un gesto de ligera repugnancia al recorrer mi casa con la mirada.

– Si espera que la coja en brazos para cruzar el umbral, debo advertirle que tengo problemas de espalda y quizá no lo consiguiésemos.

Arrugó la nariz un poco más y la expresión de su mirada se heló por completo, las pupilas se le redujeron al tamaño de puntas de alfiler. Después, acompañada del ruido de los tacones de sus zapatos de salón negros contra las tablas, semejante a un castañeteo de huesos, me siguió con cautela al interior de la casa.

La llevé a la cocina y le ofrecí café. No lo aceptó, pero empecé a prepararlo de todos modos. La miré mientras se desabrochaba el abrigo, dejando a la vista un vestido negro formal y ajustado que le llegaba casi hasta las rodillas, y se sentaba. Sus piernas, como el resto de su cuerpo, no estaban nada mal para una mujer de cuarenta y tantos años. De hecho, no estaban mal para una mujer de cuarenta, ni siquiera para una de treinta y cinco. Sacó un paquete de tabaco del bolso y encendió un cigarrillo con un Dunhill de oro. Dio una larga calada y dejó escapar un hilo de humo entre los labios apretados.

– Puede fumar con entera libertad -comenté.

– Si eso me preocupase, se lo habría preguntado.

– Si me preocupase a mí, la obligaría a apagarlo.

Ladeó un poco la cabeza y esbozó una vacua sonrisa.

– ¿Cree, pues, que puede obligar a los demás a hacer lo que usted quiera? -preguntó.

– Creo que tal vez usted y yo tengamos eso en común, señora Mercier.

– Probablemente es lo único que tenemos en común, señor Parker.

– No perdamos la esperanza -respondí. Llevé la cafetera a la mesa y me serví una taza.

– Pensándolo mejor, tomaré un poco de café -dijo.

– Huele bien, ¿verdad?

– O quizá sea que aquí dentro todo lo demás huele mal. ¿Vive solo?

– Solo con mi ego.

– Estoy segura de que los dos son muy felices juntos.

– Rebosamos felicidad. -Tomé otra taza y la llené. A continuación, saqué un cartón de leche descremada de la nevera y lo coloqué entre nosotros.

Metió la mano en el bolso otra vez y extrajo un sobre de edulcorante. Lo echó en el café y lo agitó antes de probarlo con recelo. Dado que no se desplomó en el suelo agarrándose la garganta y respirando entrecortadamente, supuse que le parecía aceptable. Permaneció callada por un momento, limitándose a tomar sorbos de café y a fumar.

– Su casa necesita un toque femenino -comentó por fin, y dio otra calada al cigarrillo. Retuvo el humo hasta que pensé que le saldría por las orejas. -¿Por qué lo dice? ¿También es usted mujer de la limpieza?

No contestó. En lugar de eso, exhaló por fin el humo y echó la colilla al café. Una mujer con clase. Eso no lo aprendió en la Academia para Señoritas Madeira.

– He oído decir que estuvo casado.

– Así es, lo estuve.

– Y tenía una hija, una niña pequeña.

– Jennifer -contesté manteniendo el tono más neutro posible.

– Y su mujer y su hija murieron. Alguien las mató, y luego usted lo mató a él. -No respondí. Mi silencio no pareció inquietar a la señora Mercier-. Debió de ser una experiencia muy dura para usted -prosiguió. En su voz no se advirtió el menor rastro de compasión, pero algo que quizá fuese sorna desheló por un instante la expresión de su mirada.

– Sí, lo fue.

– Pero como usted sabe, señor Parker, yo aún tengo un matrimonio, y aún tengo una hija. No me hace ninguna gracia que mi marido le haya contratado, contra mi voluntad, para investigar la muerte de una mujer que no tiene nada que ver con nuestras vidas. Está alterando la relación entre nosotros y entorpeciendo los preparativos para la boda de mi hija. Quiero que esto se acabe.

Percibí el énfasis en el adjetivo posesivo al decir «mi hija», pero me abstuve de hacer comentarios. Por tercera y última vez sacó algo del bolso. Era un cheque.

– Sé cuánto le pagó mi marido -dijo, y me tendió el cheque doblado por encima de la mesa, sus uñas rojas parecían garras de águila teñidas de sangre de conejo-. Le pagaré la misma cantidad para que lo deje. -Retiró la mano. El cheque quedó entre nosotros, como algo solitario y no deseado-. Dudo mucho que sea usted tan rico como para permitirse rechazar una suma de dinero así, señor Parker. Si estuvo dispuesto a recibirla de mi marido, no debería tener inconveniente en aceptarla de mí.

Sin hacer ademán de alcanzar el cheque, me serví otro café. No le ofrecí a la señora Mercier. Por la colilla que flotaba en su taza, deduje que ya había tomado suficiente.

– Hay una diferencia. Su marido compraba mi tiempo y mis posibles aptitudes para un trabajo. Usted, en cambio, pretende comprarme a mí.

– ¿En serio? Entonces, dadas las circunstancias, mi oferta es especialmente generosa.

Sonreí. Ella sonrió también. De lejos -de muy lejos- podía dar la impresión de que nos lo estábamos pasando bien. Al parecer había llegado el momento de poner fin a ese malentendido.

– ¿Cuándo descubrió que Grace era hija de su marido? -pregunté. Experimenté una fugaz satisfacción cuando palideció y echó atrás la cabeza como si la hubiesen abofeteado.

– No sé de qué me habla -contestó de manera poco convincente.

– Para empezar, están la ruptura profesional entre su marido y Curtis Peltier siete meses antes de nacer Grace y la decisión de su marido de gastar una considerable cantidad de dinero en contratarme para investigar las circunstancias de su muerte. Otra cuestión, claro está, es el parecido físico. Para usted, señora Mercier, debía de ser como una patada en el estómago cada vez que la veía.

Se levantó y retiré el cheque de la mesa.

– Es usted un cabrón miserable -musitó entre dientes.

– Eso quizá me doliese un poco más si viniese de otra persona, señora Mercier, pero no de usted. -Alargué el brazo de improviso y le agarré con fuerza la muñeca. Por primera vez pareció asustada-. Fue usted, ¿verdad? Fue usted quien dirigió los pasos de Grace hacia la Hermandad. ¿La puso sobre la pista sabiendo qué le harían? No creo que su marido le dijese a ella nada al respecto, y su tesis trataba del pasado, no del presente, así que no existía razón alguna para que ella empezase a hurgar en la organización. Pero usted debía de estar enterada de las actividades de su marido, de sus acciones contra la Hermandad. ¿Qué le dijo a Grace, señora Mercier? ¿Qué información le dio para inducir a esa gente a matarla?

Deborah Mercier me enseñó los dientes y me arañó el dorso de la mano, comencé a sangrar de inmediato.

– Me aseguraré de que mi marido le arruine la vida por lo que acaba de decir -gruñó cuando le solté la mano.

– No lo creo. Me parece, más bien, que cuando se entere de que usted envió a la muerte a su hija, será su propia vida la que no merezca la pena vivirse.

Me puse en pie en cuanto agarró el bolso y se encaminó hacia el pasillo. Antes de que llegase a la puerta de la cocina, le corté el paso con el brazo.

– Hay otra cosa que le conviene saber, señora Mercier. Usted y su marido han desencadenado una serie de acontecimientos que escapan a su control. Hay personas dispuestas a matar para protegerse. Así pues, debería alegrarse de que su marido me pague, porque, hoy por hoy, soy la mejor opción que ustedes tienen para encontrar a esas personas antes de que vayan a por ustedes.

Mantuvo la vista al frente mientras yo hablaba. Cuando terminé, aparté la mano y se dirigió rápidamente hacia la puerta. La dejó abierta, y la observé mientras ponía en marcha el Mercedes y salía a la carretera con un giro brusco. Me miré la mano y las cuatro profundas líneas paralelas que me había dejado. La sangre me corría por los dedos para ir a parar a las uñas, y por un momento pensé que así se parecían mucho a las de Deborah Mercier. Me limpié los arañazos bajo el grifo, me puse una chaqueta y unos guantes de piel para ocultar la herida, tomé las llaves y me dirigí al coche.

Debería haberle pedido que me llevase, pensé mientras seguía las luces del Mercedes hacia Prouts Neck. Me mantuve a suficiente distancia para no despertar sospechas, pero lo bastante cerca para atravesar la barrera de seguridad antes de que se cerrase tras haber pasado el Mercedes.

Cuando aparqué y me apeé del Mustang, había allí otros cinco o seis coches. La señora Mercier ya había entrado en la casa y el actor porno del bigote se acercó a mí parsimoniosamente desde el porche. Llevaba un micrófono prendido de la solapa y un auricular. Imaginé que habían aumentado el nivel de seguridad después de la muerte de Epstein.

– Esto es una fiesta privada -dijo-. Tendrá que marcharse.

– Me parece que no -contesté.

– Entonces no me queda más remedio que obligarle -insistió. La perspectiva parecía complacerle, y me clavó un dedo en el pecho para ponerlo de relieve.

Le agarré el dedo con la mano izquierda, le sujeté la muñeca con la derecha y tiré. Se oyó un suave chasquido al dislocársele la falange, y el actor porno abrió la boca en una mueca de dolor. Le obligué a dar media vuelta, le doblé el brazo tras la espalda y lo lancé contra el costado del Mercedes de un violento empujón. Chocó con la cabeza y se oyó un ruido hueco, luego se desplomó al tiempo que se llevaba la mano herida al cuero cabelludo.

– Si es buen chico, le arreglaré el dedo cuando me vaya -dije.

Cuando otros dos guardias de seguridad se encaminaban ya hacia mí, Jack Mercier apareció en la escalinata y los detuvo. Formaron un impreciso círculo a mi alrededor, como lobos esperando una señal para abalanzarse sobre su presa.

– Parece que se ha invitado usted mismo a mi fiesta, señor Parker -dijo Mercier-. Será mejor que entre.

Subí por la escalinata y atravesé la casa detrás de él. No había un gran ambiente de fiesta. Mucha bebida cara flotaba sobre bandejas de un lado para otro y un puñado de personas permanecían inmóviles en ropa elegante, pero en realidad nadie parecía divertirse. Un hombre a quien reconocí como Warren Ober dejó la copa de champán y nos siguió.

Mercier me llevó a la misma habitación llena de libros en la que me había recibido la semana anterior, donde ahora un fino jirón de la débil luz de la luna sustituía al rombo de sol. El insecto había desaparecido, devorado ya probablemente por alguna criatura más grande y perversa de lo que él podía llegar a ser. En esta ocasión no se sirvió café. Jack Mercier no me ofrecía su hospitalidad. Tenía los ojos ribeteados de rojo y se había afeitado mal, dejándose restos de barba bajo el mentón y la nariz. Incluso su camisa blanca de etiqueta parecía arrugada y, al quitarse la chaqueta, quedaron a la vista manchas de sudor en las axilas. Llevaba la pajarita un tanto torcida, y me pareció percibir un olor acre bajo el aroma a colonia.

Fui derecho a la fotografía en que aparecían Mercier y Ober con Beck y Epstein y la descolgué de la pared. Se la lancé y él la atrapó al vuelo torpemente.

– ¿Qué me ha ocultado? -pregunté en el instante en que se abría la puerta y entraba Ober. La cerró y los dos nos quedamos mirando a Mercier.

– ¿A qué se refiere?

– Mi pregunta, señor Mercier, es qué hacían ustedes cuatro para atraer la atención de esa gente. ¿Y cómo cree que se vio implicada Grace? -Dio un visible respingo al oír mis palabras-. ¿Y por qué me contrató si ya debía de saber quién era el responsable de su muerte?

En silencio, se sentó pesadamente en un sillón frente a mí y apoyó la cabeza en las manos.

– ¿Sabe que Curtis Peltier ha muerto? -me preguntó en voz tan baja que apenas podía oírse.

Sentí un profundo dolor en el estómago y me recliné contra la mesa para mantener el equilibrio.

– Nadie me lo ha dicho.

– Lo han encontrado esta tarde. Llevaba varios días muerto. Pensaba llamarle en cuanto se fuesen los invitados.

– ¿Cómo murió?

– Alguien entró en su casa por la fuerza, lo torturó y luego le cortó las venas en la bañera.

Alzó la vista para mirarme con una expresión que reclamaba lástima y comprensión. En ese instante estuve a punto de golpear a Jack Mercier.

– Él no lo sabía, ¿verdad? -dije-. No sabía nada de la Hermandad, ni de Beck ni de Epstein. A él sólo le importaba su hija, y le dio todo lo que estaba a su alcance. Vi cómo vivía. Tenía una casa enorme que no podía mantener limpia, y apenas salía de la cocina. ¿Sabe usted siquiera dónde está la cocina de su propia casa, señor Mercier?

Sonrió. No era una sonrisa agradable. No se advertía en ella compasión ni bondad. Dudé que un solo votante más hubiese visto sonreír así alguna vez a Jack Mercier.

– Mi hija, señor Parker -gruñó-. Grace era mi hija.

– Se engaña, señor Mercier. -No pude evitar el tono de aversión en mi voz.

– Me mantuve al margen de su vida porque eso era lo que todos habíamos acordado, pero siempre me interesé por ella. Cuando solicitó la beca, vi la oportunidad de ayudarla. Por Dios, le habría dado el dinero aunque hubiese querido hacer surfing en Malibu Tech. Se proponía estudiar los movimientos religiosos en el estado durante los últimos cincuenta años, y uno en particular. La alenté para tenerla cerca de mí mientras consultaba los libros de mi colección. Fue culpa mía, un error mío. Porque no conocíamos el vínculo, entonces aún no -dijo, y el peso de la culpabilidad cayó sobre él como el hacha de un verdugo.

– ¿Qué vínculo?

Detrás de nosotros, Warren Ober carraspeó.

– Jack, debo aconsejarte que no digas nada en presencia del señor Parker. -Utilizó su mejor voz de abogado a mil dólares la hora. Por lo que a Ober se refería, la muerte de Grace era intrascendente. Sólo le importaba asegurarse de que la culpabilidad de Jack Mercier continuase siendo una cuestión privada, no pública.

Sin darme cuenta, me encontré con la pistola en la mano. A través de una bruma roja vi retroceder a Ober y cómo luego el cañón del arma se hundía en la carne blanda bajo su mentón.

– Si dice una sola palabra más -susurré-, no me consideraré responsable de mis actos.

Pese al miedo patente en su mirada, Ober escupió las siguientes seis palabras:

– Es usted un matón, señor Parker.

– Y usted también, señor Ober -repuse-. La única diferencia es que usted está mejor remunerado.

– ¡Basta ya!

Era la voz de un emperador, una voz destinada a ser obedecida. No lo defraudé. Aparté la pistola del mentón de Ober y la enfundé.

– Tenía puesto el seguro -le dije-. La prudencia nunca está de más.

Ober se arregló la pajarita y empezó a calcular las horas de trabajo necesarias para arruinarme ante un tribunal.

Mercier se sirvió un coñac y le sirvió otro a Ober. Levantó la licorera en dirección a mí, pero dije que no. Le entregó a Ober su copa, dio un largo sorbo, volvió a sentarse y comenzó a hablar como si nada hubiese ocurrido.

– ¿Le comentó Curtis nuestras respectivas relaciones familiares con los Baptistas de Aroostook?

Asentí. A mis espaldas, una nube pasó por delante de la luna y la luz que iluminaba la habitación se perdió de pronto en sus profundidades.

– Llevaban desaparecidos treinta y siete años hasta ahora -musitó-. Creo que el responsable de sus muertes aún vive.

El primer indicio de que Faulkner vivía se conoció en marzo procedente de una fuente insólita. Un Apocalipsis de Faulkner salió a subasta, y Jack Mercier lo adquirió, del mismo modo que había adquirido sin problemas los otros doce ejemplares existentes de la obra de Faulkner. Mientras hablaba sacó uno de su vitrina y me lo entregó. Faulkner poseía el talento de un iluminador medieval y había utilizado letras ornamentales con animales fantásticos entrelazados al principio de cada capítulo. La tinta era de ácido tánico, la misma mezcla de taninos y sulfato de hierro utilizada en la Edad Media. Cada capítulo contenía ilustraciones extraídas de obras análogas al Apocalipsis de los Claustros, imágenes del juicio final, del castigo y del tormento realizadas con tal detalle que rayaban en el sadismo.

– Las ilustraciones y la caligrafía siguen unas pautas uniformes en toda la obra -explicó Mercier-. Otros Apocalipsis de Faulkner se inspiran en iluminadores posteriores, tales como Meidner y Grosz, y el texto es, en consonancia, más moderno, aunque en algunos sentidos igualmente hermoso.

Pero el Apocalipsis decimotercero adquirido por Mercier era distinto. Se había utilizado cola antes de coser las hojas porque el peso del papel era menor y, por lo visto, el encuadernador había encontrado dificultades para aplicar los puntos. Mercier, un bibliófilo, había encontrado rastros de adhesivo poco después de la compra y había enviado el libro a un especialista para que lo examinase. La caligrafía y las pinceladas de las ilustraciones eran auténticas -sin lugar a dudas, Faulkner había creado ese Apocalipsis-, pero el tipo de cola se producía desde hacía menos de una década, y se había empleado en la encuadernación original del libro, no durante una reparación posterior.

Al parecer, pues, Faulkner estaba vivo, o al menos lo había estado hasta fecha relativamente reciente, y si lo encontraban quizá sería posible hallar la respuesta al enigma de la desaparición de los Baptistas de Aroostook.

– Para serle sincero, mi interés se centraba en los libros, no en las personas -comentó Mercier quitándole importancia. Una declaración que consolidó mi creciente aversión hacia él-. Mis lazos de parentesco con un miembro de la grey de Faulkner le daba un toque algo más escalofriante, pero sólo eso. El carácter de su obra me fascinaba.

La procedencia del decimotercer Apocalipsis fue lo que condujo a Mercier hasta la Hermandad; tras una investigación, se supo que se había vendido a través de un bufete de abogados de tercera fila de Waterville por encargo de Carter Paragon para cubrir sus deudas de juego. En lugar de echarse sobre Paragon, Mercier decidió esperar y presionar a su organización por otros medios. Encontró a Epstein, quien sospechaba ya que la Hermandad era mucho más peligrosa de lo que parecía y estaba dispuesto a ser el demandante nominal en la solicitud de revocación de su exención tributaria. Encontró a Alison Beck, que había presenciado el asesinato de su marido años antes y que en la actualidad exigía la reapertura del caso y una investigación completa del posible vínculo con la Hermandad, basada en las amenazas por parte de sus esbirros durante los meses anteriores a la muerte de David Beck. Si Mercier conseguía desmantelar la fachada de la Hermandad, quizá quedase al descubierto lo que se escondía detrás.

Entretanto proseguía el trabajo de Grace sobre los Baptistas de Aroostook. Mercier prácticamente se había olvidado de eso, hasta que la vida de Grace terminó con el sonido de un disparo que ahuyentó a los búhos de los árboles y a los pequeños animales entre la maleza. Después, Peltier acudió a él, y el lazo que los unía a Grace los acercó a pesar de la incomodidad que suponía para ambos.

– Grace arremetió contra la Hermandad, señor Parker, y murió por ello. -Me miró, y vi en sus ojos el desesperado intento de ocultarse tras un velo de desconocimiento-. No sé por qué lo hizo -añadió para negar una acusación que nadie había formulado aún. La voz se le quebró con un gorgoteo, como si pugnase por evitar que la bilis subiese a su garganta.

– Creo que sí lo sabe -repuse-. Creo que por eso me contrató, para confirmar sus sospechas.

Y por fin vi rasgarse y caer envuelto en llamas el velo de sus ojos. Parecía a punto de negarlo de nuevo, hasta que al otro lado de la puerta se oyó una voz femenina y las palabras se fundieron como copos de nieve en la boca de Mercier.

Deborah Mercier irrumpió en la habitación. Horrorizada, me miró primero a mí y luego a su marido.

– Me ha seguido hasta aquí, Jack -dijo-. Ha entrado por la fuerza en nuestra casa y ha agredido a nuestros empleados. ¿Qué haces ahí sentado bebiendo con él?

– Deborah… -empezó a decir Mercier con un tono que, en otras circunstancias, habría sido apaciguador pero ahora sonaba igual que los susurros de un verdugo para tranquilizar a un condenado.

– ¡No! -gritó ella-. No sigas. Ordena que lo detengan. Ordena

que lo echen de la casa. Por mí puedes ordenar que lo maten, pero que salga de nuestras vidas.

Jack Mercier se levantó y se acercó a su mujer. La agarró con firmeza por los hombros y la miró; por primera vez, ella pareció más pequeña y menos poderosa que él.

– Deborah -repitió, y la atrajo hacia sí. Inicialmente podría haberse interpretado como un gesto de amor, pero cuando ella comenzó a forcejear entre sus brazos, se convirtió en todo lo contrario-. Deborah, ¿qué has hecho?

– No sé a qué te refieres. ¿A qué te refieres, Jack?

– Por favor, Deborah -insistió él-. No mientas. No mientas, por favor, ahora no.

Al instante, ella renunció al forcejeo y rompió a llorar.

– Ya no necesitamos sus servicios, señor Parker -dijo Mercier mientras el cuerpo de su mujer se estremecía entre sus manos. Habló de espaldas a mí, sin hacer el menor ademán de volverse-. Gracias por su ayuda.

– Irán a por usted -dije.

– Nos ocuparemos de ellos. Pienso entregar a la policía el Apocalipsis de Faulkner después de la boda de mi hija. Eso pondrá fin a este asunto. Y ahora, por favor, váyase de mi casa.

Al salir de la habitación, oí susurrar a Deborah Mercier una y otra vez:

– Perdóname, Jack; perdóname.

Algo en su voz me indujo a volver la vista atrás, y la feroz mirada de uno solo de sus fríos ojos me traspasó como un alfiler a una mariposa.

El actor porno no estaba cuando salí, así que no pude encajarle el dedo. Cuando me disponía a subir al coche, Warren Ober bajó por la escalinata detrás de mí y se quedó en la concha de luz que proyectaba la puerta abierta.

– Señor Parker -me llamó.

Me detuve y observé que se esforzaba por formar una sonrisa con sus facciones. Abandonó el intento a medio camino, y en su rostro quedó la expresión de un hombre que acababa de probar un trozo de pescado podrido.

– Olvidaremos el pequeño incidente de la biblioteca, siempre y cuando entienda que no ha de seguir investigando la muerte de Grace Peltier ni ningún otro hecho relacionado con ella.

Negué con la cabeza.

– Las cosas no funcionan así -contesté-. Como ya le he explicado a la señora Mercier, su marido sólo compró mi tiempo y mis posibles aptitudes para resolver el caso. No compró mi obediencia, no compró mi conciencia, ni me compró a mí. No me gusta abandonar casos sin resolver, señor Ober. Me crea malestar moral.

El rostro de Ober se demudó, y sus ordenadas facciones se descompusieron bajo el peso de la frustración.

– Entonces será mejor que se busque un buen abogado, señor Parker.

Me marché sin contestar y dejando a Ober allí de pie, a la luz, como un ángel solitario en espera de que lo engullese la oscuridad.

Jack Mercier no me contrató para averiguar quién había matado a Grace, o al menos no era ésa su razón principal. Quería conocer qué motivos la habían llevado a investigar sobre la Hermandad, y creo que sospechó la respuesta desde el principio, que la había visto en los ojos de su mujer cada vez que se mencionaba el nombre de Grace. Deborah deseaba que Grace se alejara, que desapareciese. Ella y Jack ya tenían una hija juntos; él no necesitaba otra. Por mediación de su marido, sabía lo peligrosa que era la gente implicada en la Hermandad, y les puso a Grace en bandeja.

Aparqué en la zona de huéspedes del Black Point Inn y me reuní con Ángel y Louis en el amplio comedor, donde me esperaban sentados junto a una ventana, la mesa salpicada con los restos de lo que parecía una cena muy apetitosa y bastante cara. Me alegró ver que se gastaban el dinero de Mercier. Un dinero manchado tras haberlo tocado él y su familia. Pedí café y postre y les conté lo ocurrido. Al terminar, Ángel movió la cabeza de un lado a otro para mostrar su disconformidad.

– Una buena pieza, esa Deborah Mercier.

Dejamos la mesa y entramos en el bar. Ángel, advertí a mi pesar, calzaba aún las botas rojas, además de unos chinos de la peor calidad y una camisa blanca con una costura retorcida. Me sorprendió mirándole la camisa y desplegó una sonrisa de satisfacción.

– TJ Maxx -dijo-. He conseguido un vestuario nuevo por cincuenta y nueve dólares y noventa y cinco centavos.

– Es una lástima que no te lo hayas puesto todo y te hayas tirado al mar -contesté.

Pidieron cerveza, y yo un refresco. Éramos los únicos en el bar.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Louis.

– Mañana por la noche haremos la visita a la Hermandad que les debemos desde hace tiempo -contesté.

– ¿Y hasta entonces?

Fuera, los árboles susurraban y las olas rompían en Crescent Beach con un resplandor blanco. Vi las luces de Old Orchard flotar en la oscuridad como los relucientes señuelos de extrañas e invisibles criaturas marinas surcando las profundidades del negro océano. En ese momento me llamaron los ecos del pasado, de mi infancia y de mi juventud.

Al igual que esos depredadores sin color de las pesadillas, el pasado podía devorarlo a uno si no se andaba con cuidado. A Grace Peltier se la había llevado consigo, había sacado su mano muerta del barro y el cieno de un lago en el norte de Maine para hundirla en él. Grace, Curtis, Jack Mercier: todos vinculados por los sueños, la desaparición y la posterior exhumación de los Baptistas de Aroostook. Grace ni siquiera había nacido cuando se esfumaron sin dejar rastro, y sin embargo una parte de sí misma siempre había estado enterrada con ellos, y su corta vida se había visto malograda por la desaparición de la comunidad.

Ahora un paso en falso, un accidente menor, había revelado la verdad sobre su final. Habían surgido al mundo traspasando la fina corteza que separaba el presente del pasado, la vida de la muerte.

Y yo los había visto.

– Me voy al norte -anuncié-. Todo esto está relacionado de un modo u otro con los Baptistas de Aroostook. Quiero ver el lugar donde murieron.

Louis me miró. A su lado, Ángel guardó silencio.

Volvía a ocurrir, y ellos lo sabían.

EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier

Forzosamente, el carácter y el alcance exactos de la relación entre Lyall y Elizabeth tuvo que permanecer oculto, pero es lógico pensar que la atracción sexual fue un aspecto significativo. Al unirse a la comunidad, Elizabeth era una mujer bien parecida de treinta y cinco años. Es difícil encontrar fotografías de la primera época en que no esté sonriendo y, en cambio, posteriormente se convirtió en una presencia más apagada junto a su adusto marido, Frank. Elizabeth procedía de una familia pequeña y humilde, pero por lo visto fue una joven brillante que, en una comunidad más progresista (o liberal), y en circunstancias económicas menos precarias, quizás habría dispuesto del espacio que necesitaba para desarrollarse. Sin embargo, contrajo matrimonio con Frank Jessop, quince años mayor que ella pero con un poco de dinero y tierras. Al parecer, no fue una unión especialmente feliz, y Frank se vio aquejado de mala salud tras el nacimiento de su primer hijo, James, razón por la que los esposos se distanciaron más aún.

Lyall Kellog era dos años menor que Elizabeth y diecisiete más joven que el marido de ésta. Las fotografías que se conservan de Lyall muestran a un individuo fornido de estatura media y facciones toscas; en otras palabras, para nada era un hombre atractivo desde el punto de vista convencional. A decir de todos, estaba felizmente casado, y Elizabeth Jessop debió de ejercer una extraordinaria influencia sobre él para que no sólo pusiese en peligro su matrimonio y se arriesgase a despertar la ira del reverendo Faulkner sino que, además, contraviniese sus sólidas convicciones religiosas.

Quienes conocían a Lyall lo recuerdan como un hombre afable, casi sensible, capaz de discutir con personas considerablemente más ilustradas que él sobre lo que a veces a otros les parecían abstrusas cuestiones de fe religiosa. Tenía muchos folletos y comentarios bíblicos y no le importaba viajar todo un día para escuchar a un orador de especial renombre. Fue en uno de estos desplazamientos cuando conoció al reverendo Faulkner.

Entretanto, hacia noviembre de 1963, Faulkner ejercía un estricto control sobre la comunidad. Al igual que Sandford antes que él, exigía obediencia absoluta y prohibía todo contacto con personas ajenas a la comunidad, excepto durante un periodo en las primeras semanas del invierno, cuando pedía a cada familia que escribiese a sus parientes a fin de solicitar donativos en forma de alimentos, ropa y dinero. Dado que la mayoría de las familias se habían distanciado de sus parientes, estas cartas eran prácticamente inútiles, aunque Lena Myers mandó una pequeña suma de dinero.

El único pariente que intentó ponerse en contacto directamente con miembros de la comunidad fue un primo de Katherine Cornish. Temiendo que les hubiese ocurrido alguna desgracia a sus familiares, llevó a un ayudante del sheriff a la colonia. Para aplacar sus temores, se autorizó a Katherine Cornish a reunirse con él por un breve espacio de tiempo, bajo la supervisión de Faulkner. Según Elizabeth Jessop, después la familia Cornish fue castigada a pasar toda la noche rezando en un establo sin ninguna clase de calefacción. Cuando les vencía el sueño, «Adán», Leonard Faulkner, los despertaba echándoles agua fría.

Carta de Elizabeth Jessop a su hermana, Lena Myers, con fecha de noviembre de 1963 (utilizada con permiso de los herederos de Lena Myers).

«Querida Lena:

»Gracias por tu generosidad. Siento no haberte escrito antes como prometí, pero aquí la situación es difícil. Tengo la sensación de que Frank me observa continuamente y espera que cometa un error. No creo que lo sepa con certeza, pero quizá yo me he estado comportando de manera distinta.

»Sigo viendo a L. siempre que puedo. Lena, he vuelto a estar con él. He rogado a Dios que me ayude, pero lo veo en sueños y lo deseo. Tengo la sensación de que esto no puede acabar bien, pero soy incapaz de evitarlo. Lena, hacía mucho tiempo que un hombre no me tocaba así. Ahora que he probado el fruto ya no quiero otro. Espero que lo entiendas.

»Los colonos tienen malos presentimientos. Algunos han criticado al predicador Faulkner por su manera de comportarse. Dicen que es demasiado severo e incluso se han planteado pedirle que devuelva parte del dinero que le dimos, sólo lo justo para recurrir a él si surge la necesidad. También hay problemas con los hijos. La hija ha estado enferma, y casi ha perdido la voz. Ya no puede cantar a la hora de la cena, y el predicador propone que se destine parte de nuestro dinero para pagar a un médico. Laurie Perrson estuvo a punto de morir por falta de atención médica, pero él no quiere que su propia hija sufra. Billy Perrson lo llamó hipócrita a la cara.

»Pero el hijo es el peor de todos. Es malo, Lena. No hay otra palabra para describirlo. James tenía un gatito. Se lo trajo de Portland. Se alimentaba de ratones de campo y de las pocas sobras de nuestra mesa. Era un animalito pardo y precioso, y James lo llamaba Jake.

»Ayer desapareció Jake. Buscamos por toda la casa, pero no encontramos ni rastro de él. A la hora en que James tenía que ir a casa del predicador para sus lecciones diarias, se ha escapado en busca de su gatito. No sabíamos que se había ido hasta que Lyall lo oyó llorar en el bosque y fue a ver qué le ocurría.

»Lo encontró de pie junto a un cobertizo entre los árboles. Antiguamente fue una dependencia de alguna granja que se quemó hace años y los niños tienen prohibido ir hasta allí por miedo a que les pase algo si se acercan. Lyall me dijo que James estaba de pie temblando y llorando ante la puerta.

«Alguien había atado con una cuerda a Jake por el cuello a un clavo en el suelo del cobertizo. La cuerda medía sólo siete u ocho centímetros y el gatito casi estaba tendido en el suelo. Tenía arañas por todas partes, Lena, unas arañas marrones que nadie había visto antes, no mayores que una moneda de veinticinco centavos. Corrían por la boca y los ojos del gatito, y éste se rascaba y maullaba y casi se asfixiaba con la cuerda. Luego, dijo Lyall, el gatito empezó a tener convulsiones y murió, así sin más.

»Lyall jura que vio a Adán hijo rondar por los alrededores del cobertizo cuando no tenía nada que hacer allí y se lo contó al predicador. Pero el predicador le advirtió del castigo por levantar falsos testimonios contra un vecino. Los hombres apoyaron a Lyall, y el predicador les previno que no se indispusieran contra él. Adán hijo se pasó todo el rato mirando sin pronunciar una sola palabra, pero Lyall dice que el chico le sonrió y Lyall pensó que quizá si el chico hubiese encontrado la manera de atarlo a un clavo y dejar que las arañas se cebasen en él, con toda seguridad lo habría hecho.

»No sé qué ocurrirá aquí, Lena. El invierno se nos echa encima y sólo puedo prever mayores dificultades para nosotros, pero con la ayuda del Señor saldremos adelante. Rezo por ti y los tuyos. Con cariño para todos vosotros.

»Tu hermana,

«Elizabeth.

»P.D.: Adjunto un recorte de periódica Extrae tus propias conclusiones.»

Hoy recibirá sepultura la víctima de una trágica muerte por ahogamiento

Eagle Lake. Edie Rattray, que murió en el lago St. Froid, Aroostook, el pasado viernes, será enterrada hoy. El cuerpo de Edie, 13 años, fue hallado flotando en el lago junto a Red River Road, cerca de la localidad de Eagle Lake. El cuerpo de su perro, un cachorro, apareció no muy lejos de allí.

Según la única testigo, Muriel Faulkner, 15 años, Edie se vio en dificultades al tratar de rescatar al perro cuando éste cayó desde la orilla, y se ahogó antes de que Muriel pudiese ir en busca de ayuda.

Edie era una destacada miembro del coro de la iglesia de Santa María, Eagle Lake, y el coro cantará en su funeral. Muriel pertenece a la pequeña comunidad religiosa conocida en la zona como los Baptistas de Aroostook. Su padre, Aaron, es el pastor de la comunidad.

La policía del estado considera que se trata de una muerte accidental, si bien continúa sin explicarse cómo pudo ahogarse Edie en aguas tan poco profundas.

Esta semana se mantendrán velas encendidas en todas las casas del pueblo por la muchacha cuya hermosa voz le valió el sobrenombre de «Ruiseñor de Eagle Lake».

Tercera parte

A la legión de los perdidos, a la cohorte de los condenados.

Rudyard Kipling, «Caballeros y soldados»

17

A la mañana siguiente desperté con una palpitación en el dorso de la mano, recordatorio de mi encuentro con Deborah Mercier. Ya no trabajaba para su marido, pero aún tenía llamadas pendientes. Telefoneé una vez más a Buntz en Boston, que me aseguró que Rachel estaba sana y salva, antes de ponerme en contacto con el Departamento de Policía de Portland.

Quería ver el lugar donde habían sido enterrados los Baptistas de Aroostook. Se me podía acusar, supuse, de curiosidad morbosa, pero no era sólo eso; todo lo que había ocurrido -todas las muertes, todas esas historias familiares contaminadas- estaba vinculado a esas almas extraviadas. El lugar de St. Froid donde se habían enterrado era el epicentro de una serie de ondas expansivas que habían afectado a varias generaciones de vidas, incidiendo incluso en aquellos que no tenían relación consanguínea con las personas sepultadas bajo aquella tierra fría y húmeda. Había unido a los Peltier y a los Mercier, y esa unión había encontrado expresión definitiva en Grace.

Me asaltó una visión de ella, asustada y triste, en Higgins Beach mientras un joven egoísta lanzaba piedras al agua preocupado sólo por las oportunidades que perdería si era padre a tan temprana edad. Le eché la culpa a ella, lo sabía: por desearme, por permitirme estar con ella, por dejarme penetrarla. Mientras las piedras caían, me hundí con ellas, descendiendo lentamente hasta el lecho marino, donde el embate de las olas ahogaba la voz de Grace, y el sonido de su llanto y el mundo adulto, con sus tormentos y traiciones, se desdibujaba en una mancha verde azulada.

Ya por entonces ella debía de conocer el pasado de su familia. Quizá sentía cierta afinidad con Elizabeth Jessop, que muchos años antes había partido hacia una nueva existencia y nunca se la volvió a ver. Grace era una romántica, y pienso que habría deseado creer que Elizabeth había encontrado el paraíso terrenal que buscaba, que de algún modo había rehecho su vida, aislándose del pasado con la esperanza de poder empezar de cero. Salvo que en su interior una voz susurraba que Elizabeth estaba muerta: Ali Wynn me lo había dicho.

Luego Deborah Mercier sembró en Grace la idea de que Faulkner quizás estuviese vivo aún, y que por mediación de él podía revelarse la verdad sobre la desaparición de Elizabeth Jessop. Casi con toda seguridad, Grace se dirigió entonces a Carter Paragon, quien, debido a su propia debilidad y a la venta de un Apocalipsis creado recientemente por Faulkner, había sacado a la luz la posible supervivencia del predicador. Después de esa entrevista, alguien asesinó a Grace y se apropió de sus notas y de otro objeto. Ese segundo objeto, sospeché, era otro Apocalipsis que de algún modo había llegado a manos de Grace. Para averiguar cómo había ocurrido, tendría que volver a presionar a los Becker por si su hija Marcy podía ayudarme a atar los cabos sueltos. Eso lo dejaría para el día siguiente, ya que de momento tenía por delante a Paragon y el lago St. Froid, así como otra visita que había preferido no mencionar a Ángel y a Louis.

Por lo general, los detectives privados no tienen acceso al lugar de un crimen, excepto cuando son los primeros en llegar. Ésta era la segunda vez en menos de dieciocho meses que pedía ayuda a Ellis Howard, el subjefe de la Brigada de Investigación del Departamento de Policía de Portland, para transgredir un poco las normas. Durante un tiempo, Ellis había intentado convencerme para que me uniera a la brigada, hasta que los acontecimientos de Dark Hollow se confabularon para inducirlo a reconsiderar la proposición.

– ¿Por qué? -me preguntó cuando le telefoneé y accedió por fin a atender mi llamada-. ¿Por qué habría de hacerlo?

– Ni siquiera me saludas.

– Hola. ¿Por qué? ¿Qué interés tienes en esto?

No le mentí.

– Grace y Curtis Peltier.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio mientras Ellis repasaba la lista de posibles permutaciones sin llegar a ninguna conclusión.

– No veo la relación.

– Eran parientes de Elizabeth Jessop, una de las Baptistas de Aroostook. -Decidí no mencionar el otro lazo de sangre por parte de Jack Mercier-. Antes de morir, Grace estaba preparando una tesis sobre la historia del grupo.

– ¿Por eso murió Curtis Peltier en la bañera?

Ése era el problema de negociar con Ellis; al final, siempre hacía preguntas espinosas. Traté de concebir la respuesta más nebulosa posible en un esfuerzo por oscurecer la verdad en lugar de mentir descaradamente. Tarde o temprano, como yo bien sabía, las mentiras que estaba diciendo, tanto directas como por omisión, vendrían a perseguirme. Tenía la esperanza de que, llegado ese momento, hubiese acumulado ya información suficiente para salvar el pellejo.

– Al parecer, alguien pensó que Curtis Peltier sabía más de lo que sabía -dije.

– ¿Y quién podría ser esa persona, en tu opinión?

– No sé nada de él salvo el nombre -contesté-. Se hace llamar señor Pudd. Intentó disuadirme de seguir investigando las circunstancias de la muerte de Grace Peltier. También puede estar relacionado con el asesinato de Lester Bargus y Al Z en Boston. Norman Boone, del ATF, tiene más detalles por si quieres hablar con él.

Había excluido el nombre de Curtis Peltier de mi conversación con Boone, pero ahora Curtis estaba muerto y yo no sabía con certeza en qué medida seguía en deuda de confidencialidad con Jack Mercier. La presión para revelar los verdaderos vínculos con la Hermandad crecía por momentos. Estaba mintiéndole a la gente, ocultando posibles pruebas de una conspiración, y ni siquiera tenía muy claro por qué. En parte se debía probablemente al deseo romántico de compensar el pequeño dolor que en la adolescencia había causado a Grace Peltier, un dolor que casi con toda certeza ella había olvidado hacía mucho tiempo. Pero también era consciente del peligro que corría Marcy Becker, y de que Lutz, un policía, guardaba algún tipo de relación con la muerte de la amiga de Marcy. Carecía de pruebas de la implicación de Lutz, pero si contaba a Ellis o a cualquier otra persona lo que sabía, me vería obligado a revelar la existencia de Marcy. Y si lo hacía, sería como firmar su sentencia de muerte

– ¿Trabajabas para Curtis Peltier? -preguntó Ellis interrumpiendo mis pensamientos.

– Sí.

– ¿Investigabas la muerte de su hija?

– Así es.

– Pensaba que ya no te dedicabas a esa clase de trabajos.

– Grace era amiga mía.

– Gilipolleces.

– Eh, yo también tengo amigos.

– No muchos, juraría. ¿Qué averiguaste?

– Poca cosa. Creo que antes de morir habló con Carter Paragon, el fulano que dirige la Hermandad, pero la ayudante de Paragon lo niega.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

– ¿Y por eso te pagan un buen dinero?

– A veces.

Suavizó un poco el tono de voz.

– La investigación sobre la muerte de Grace Peltier ha sido… reactivada desde el asesinato de su padre. Trabajamos en colaboración con la policía del estado para evaluar los posibles vínculos.

– ¿Quién es el enlace de la BIC del estado?

Oí movimiento de papeles.

– Lutz -respondió Ellis-. John Lutz, de Machias. Si sabes algo sobre la muerte de Grace Peltier, seguro que le gustaría hablar contigo.

– Sí, no lo dudo.

– ¿Y ahora quieres examinar la fosa común en el norte de Maine?

– Sólo quiero ir a ver el lugar. No quiero hacer todo el viaje hasta allí para que un cortés agente de la policía del estado me obligue a dar media vuelta a dos kilómetros del lago.

Ellis dejó escapar un largo suspiro.

– Haré una llamada. No te prometo nada. Pero… -Sabía que habría un «pero»-. Cuando vuelvas -continuó Ellis-, quiero que hables conmigo. Todo lo que me digas será tratado confidencialmente, te lo garantizo.

Accedí. Ellis era un hombre de honor, y yo deseaba ayudarle en la medida de mis posibilidades. Simplemente no sabía cuál era esa medida sin llegar al punto de echarlo todo a perder.

Tenía que hacer un alto en el camino antes de viajar al norte, un paso atrás en mi propio pasado y mis propios sentimientos. Tenía que visitar la Colonia.

El acceso a la comunidad conocida como la Colonia era poco más o menos tal como lo recordaba. Desde South Portland me dirigí al oeste pasando por Westbrook, White Rock y Little Falls, hasta encontrarme ante el lago Sebago. Seguí la orilla hasta el propio pueblo de Sebago Lake y luego tomé hacia el noroeste por Richville Road hasta el desvío de Smith Hill Road. Había agua a ambos lados de la carretera, y las afiladas copas de las coníferas se reflejaban en el pantanal inundado. Los corazones de virgen y los lirios de agua desplegaban sus hojas y los cornejos florecían en la tierra húmeda. Más adelante, la carretera estaba alfombrada de semillas de abedul que habían caído de las piñas secas. Finalmente la carretera quedó reducida a poco más que un camino de tierra, dos roderas idénticas con hierba en medio, hasta perderse en una arboleda unos cien metros más allá. Nada indicaba qué había detrás de los árboles, excepto un pequeño cartel de madera a un lado del camino que tenía grabadas una cruz y dos manos juntas y ahuecadas.

En mis horas más bajas, después de la muerte de Susan y Jennifer, pasé una temporada en la Colonia. Sus miembros me encontraron hecho un ovillo ante la puerta tapiada de una tienda de electrónica de Congress Street, apestando a alcohol y desesperación. Me ofrecieron cama para esa noche; luego me subieron a la parte trasera de una furgoneta y me llevaron a la comunidad.

Pasé con ellos seis semanas. Acogían a otros como yo. Algunos eran alcohólicos o drogadictos. Otros eran hombres que simplemente habían perdido el rumbo y se habían visto rechazados por familiares y amigos. Habían llegado a la comunidad por iniciativa propia, o los había enviado alguien que aún se preocupaba por ellos. En algunos casos, como el mío, la comunidad los había encontrado y les había tendido una mano. Todos eran libres de marcharse en cualquier momento, sin reproches; pero mientras formaban parte de la comunidad debían atenerse a las reglas. No se permitía el consumo de alcohol o drogas ni la actividad sexual. Todos trabajaban. Todos contribuían al bien de la comunidad. Nos reuníamos a diario para lo que podía describirse como el momento de oración, pero éste se acercaba más a la meditación, a la reconciliación con nuestros propios defectos y los defectos de los demás. De vez en cuando consejeros externos a la comunidad se unían a nosotros para facilitarnos la labor o para ofrecer apoyo y asesoría especializada a quienes lo necesitaban. Pero sobre todo nos escuchábamos y nos ayudábamos mutuamente, auxiliados por los fundadores de la comunidad, Doug y Amy Greaves. La única presión para permanecer allí procedía de otros miembros; se dejaba muy claro que no sólo estábamos allí para ayudarnos a nosotros mismos sino también, mediante nuestra presencia, para ayudar a nuestros hermanos.

Volviendo la vista atrás, pienso que aún no estaba preparado para lo que la Colonia tenía que ofrecer. Cuando me marché, el hombre confuso y propenso a la autocompasión que era al principio había dado paso a un hombre con un propósito, con un objetivo claro: encontraría al asesino de Susan y Jennifer y lo mataría. Y al final hice eso mismo. Maté al Viajante. Lo maté y destruí a todo aquel que intentó interponerse en mi camino.

Al cruzar la arboleda apareció la casa. Tenía las paredes enjalbegadas y cerca había graneros y depósitos, también blancos, y establos convertidos en dormitorios. Pasaban de las nueve de la mañana y los miembros de la comunidad ya habían emprendido sus tareas cotidianas. A mi derecha, un hombre negro recogía huevos en el gallinero, y más allá vi moverse unas siluetas en los pequeños invernaderos. El zumbido de una sierra circular me llegó de uno de los graneros, donde aquellos con la destreza necesaria ayudaban a fabricar los muebles, los candelabros y los juguetes que se vendían para contribuir a la financiación de las actividades de la comunidad. El resto del dinero procedía principalmente de donativos privados, en parte de quienes á lo largó de los años habían cruzado las puertas de la Colonia y, al hacerlo, habían dado los primeros pasos hacia la reconstrucción de su vida. Yo les había mandado lo que había estado a mi alcance, y había escrito a Amy una o dos veces. Pero no había regresado a la comunidad desde el día en que le volví la espalda.

Cuando me acercaba a la casa, apareció en el porche una mujer. Era de baja estatura, no mucho más de un metro cincuenta, con el cabello largo y canoso parcialmente recogido. Sus anchos hombros se perdían bajo una holgada sudadera, y los dobladillos deshilachados de sus vaqueros casi ocultaban las zapatillas. Me observó mientras me apeaba del coche. Al aproximarme a ella, una sonrisa apareció de pronto en su rostro. De inmediato bajó al jardín para abrazarme.

– Charlie Parker -dijo Amy con cierto asombro. Me estrechó entre sus fuertes brazos y percibí el aroma a manzanas de su cabello. Retrocedió y me examinó con detenimiento hasta fijar su mirada en la mía. A su cara asomó todo lo que estaba pensando, y en el movimiento de sus facciones me pareció ver representados los sucesos de los últimos dos años y medio. Cuando por fin apartó la vista, se advirtió en su mirada el choque entre la preocupación y el alivio.

Me tomó de la mano, subimos al porche y entramos en la casa. Me guió hasta una silla junto a la larga mesa comunal del desayuno y a continuación desapareció en la cocina para volver con una taza de café descafeinado para mí y un té a la menta para ella.

Y durante una hora hablamos de mi vida desde que dejé la comunidad, se lo conté casi todo. Al este, la tierra anegada chispeaba bajo el sol de la mañana. De vez en cuando pasaba algún que otro hombre junto a la ventana y saludaba con la mano. Advertí que uno parecía andar con dificultad. El vientre le colgaba sobre el cinturón y, a pesar del frío, su cuerpo brillaba por el sudor. Le temblaban las manos descontroladamente. Supuse que no llevaba en la Colonia más de uno o dos días, y la abstinencia atormentaba su organismo.

– Un recién llegado -comenté cuando por fin acabé de desahogarme con ella. La cabeza me daba vueltas, con una sensación de euforia y profundo dolor a la vez.

– Tú eras así en otro tiempo -dijo Amy.

– ¿Un alcohólico?

– Nunca fuiste alcohólico.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por la manera como lo dejaste -contestó-. Por la razón que te llevó a dejarlo. ¿Piensas en la bebida?

– A veces.

– Pero ¿lo haces acaso todos los días, a todas horas todos los días?

– No.

– Entonces tú mismo has respondido a tu propia pregunta. Para ti la bebida era sólo una forma de llenar un vacío en tu interior, y te habría servido cualquier cosa: el sexo, las drogas, correr maratones. Cuando te fuiste de aquí, simplemente sustituiste el alcohol por otra cosa. Encontraste otro modo de llenar ese vacío. Encontraste la violencia y la venganza.

Amy no era una persona propensa a dorar la píldora. Ella y su marido habían construido una comunidad basada en la importancia de la honestidad absoluta: con uno mismo y, a partir de ahí, con los demás.

– ¿Te crees con derecho a arrebatar vidas, a juzgar a los demás y a declararlos culpables?

En sus palabras oí el eco de los comentarios de Al Z. No me gustó.

– No tuve elección -contesté.

– Siempre hay elección.

– En su momento a mí no me lo pareció. Si hubiesen vivido ellos, habría muerto yo. Y también habrían muerto otras personas, personas inocentes. No podía permitir que eso ocurriese.

– ¿La necesidad como circunstancia eximente?

La necesidad como circunstancia eximente era un viejo concepto del derecho consuetudinario inglés según el cual un individuo que infringe una ley menor en función de un bien mayor debe ser declarado inocente de la acusación menor. Aún se invocaba alguna que otra vez, para ser rechazada de inmediato por cualquier juez que se preciase.

– Quitar una vida sólo tiene dos consecuencias -prosiguió Amy-: o bien la víctima alcanza la salvación, en cuyo caso has matado a un buen hombre; o bien la condenas al infierno, en cuyo caso la privas de toda esperanza de redención. Por consiguiente, la responsabilidad recae en ti, y tú cargas con el peso.

– No les interesaba la redención -contesté sin alterarme-, Y no querían la salvación.

– ¿Y tú sí?

No contesté.

– No alcanzarás la salvación con una pistola en la mano -insistió.

Me incliné hacia ella.

– Amy -musité-, he pensado en todo esto. He reflexionado. Creía que podía alejarme, pero no es así. Hay que proteger a la gente de los impulsos de los hombres violentos. Eso sí puedo hacerlo. A veces no llego a tiempo de protegerlos, pero quizá pueda contribuir a que se haga cierto grado de justicia con ellos.

– ¿Por eso has venido, Charlie?

Oí un ruido a mis espaldas y Doug, el marido de Amy, entró en el comedor. Por un momento me pregunté cuánto tiempo llevaba allí. Tenía una botella grande de agua en la mano. El agua le había resbalado por el mentón y mojado la pechera de la camisa blanca y limpia. Era un hombre alto, de un metro ochenta y cinco como mínimo, de piel clara y cabello cano. Tenía los ojos de un verde llamativo. Cuando me levanté para saludarlo, me sujetó del hombro por un rato y me examinó de manera parecida a como lo había hecho su mujer. Luego tomó asiento al lado de Amy y los dos aguardaron en silencio a que yo contestase a la pregunta de Amy.

– En cierto modo -dije por fin-. Investigo la muerte de una mujer. Se llamaba Grace Peltier. En otro tiempo, hace mucho, fue amiga mía.

Respiré hondo y volví a dirigir la mirada una vez más hacia la luz del sol. En aquel lugar cuya única finalidad era intentar mejorar la vida de quienes pasaban por allí, las muertes de Grace y de su padre y la figura de un niño fuera del tiempo, sus heridas ocultas tras cinta adhesiva negra, se me antojaban por alguna razón lejanas. Daba la impresión de que esta reducida comunidad fuese inmune a las atrocidades de los hombres violentos y las consecuencias de actos perpetrados mucho tiempo atrás y lejos de allí. Pero la aparente simplicidad de la vida en aquel lugar, y la claridad de los objetivos que propugnaba, escondía una poderosa y profunda sabiduría. Por eso había ido; era, a su modo, casi la antítesis del grupo al que perseguía.

– Esta investigación me ha obligado a entrar en contacto con la Hermandad, y con el hombre que parece actuar en su representación.

Tardaron un rato en responder. Doug fijó la mirada en el suelo y movió el pie derecho de un lado a otro sobre las tablas. Amy desvió la vista hacia los árboles, como si las respuestas que yo buscaba pudiesen hallarse entre sus ramas. Finalmente cruzaron una mirada y Amy habló.

– Algo sabemos de ellos -dijo en voz baja, como yo esperaba-. Te creas enemigos interesantes, Charlie. -Tomó un sorbo de té antes de continuar-. Existen dos Hermandades. Está la que tiene en Carter Paragon su imagen pública, la que vende panfletos para la oración por diez dólares y promete la curación de enfermedades a quienes tocan la pantalla del televisor. Esa Hermandad es mendaz y superficial y se ceba en los crédulos. No se diferencia en nada de otros cien movimientos similares; no es mejor que ellos pero desde luego tampoco es peor.

»La segunda Hermandad es muy distinta. Es una fuerza, una entidad, no una organización. Da apoyo a hombres violentos. Financia a asesinos y a fanáticos. Está alimentada por la rabia, el odio y el miedo. Sus objetivos son todos aquellos que no están dentro de ella o no se parecen a ella. Algunos son evidentes: homosexuales, judíos, negros, católicos, aquellos que colaboran en la práctica del aborto o los servicios de planificación familiar, aquellos que fomentan la coexistencia pacífica entre personas de distinta raza y distinto credo. Pero en realidad esta Hermandad odia a la humanidad. Odia los defectos de los hombres y no ve el lado divino que existe incluso en los más humildes de nosotros.

Junto a ella, su marido movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

– Actúa contra todo aquello que considera una amenaza para ella o para su misión. Empieza con proposiciones correctas, luego pasa a la intimidación, los daños materiales y personales, y finalmente, si es necesario, al asesinato.

Alrededor pareció cambiar el aire, porque se había levantado el viento procedente del lago, y había traído consigo el olor del agua estancada y la descomposición.

– ¿Quién está detrás de eso? -pregunté.

Doug se encogió de hombros, y fue Amy quien contestó.

– Lo ignoramos. Sabemos lo que tú sabes; su cara pública es Carter Paragon. Su cara privada permanece oculta. No es una gran organización. Se dice que la mejor conspiración es la conspiración de una sola persona; cuantos menos sepan algo, tanto mejor. Tenemos entendido que sólo hay un puñado de personas implicadas.

– ¿Policías?

Amy entornó los ojos.

– Quizá. Sí, casi con toda seguridad uno o dos policías. A veces los utilizan para borrar su rastro, o para mantenerse en contacto con cualquier maniobra legal contra ella. Pero su instrumento principal es un hombre, un pelirrojo delgado propenso a la depredación. A veces lo acompaña una mujer, una muda.

– Es él -dije-. Ése es Pudd.

Por primera vez desde que empezó a hablar de la Hermandad, Amy alargó el brazo hacia su marido. Le tomó de la mano y se la apretó con fuerza, como si la sola mención de Pudd pudiese invocar su presencia y obligarlos a enfrentarse a él juntos.

– Usa nombres distintos -continuó después del silencio-. He oído que se llamaba Ed Monker, Walter Zaren, Eric Dumah. Creo que en otro tiempo fue Ted Bune, y Alex Tchort durante una época. Sin duda habrá usado otros nombres.

– Parece que sabéis mucho de él.

– Somos religiosos pero no ingenuos. Esa gente es peligrosa. Conviene saber de ellos. ¿Te dicen algo esos nombres?

– No lo creo.

– ¿Sabes algo de demonología?

– Lo siento pero cancelé mi suscripción a Amateur Demonologist. Asustaba al cartero.

Doug se permitió un asomo de sonrisa.

– Tchort es el Satán ruso, también conocido como Dios Negro -dijo-. Bune es el demonio de tres cabezas que lleva a los cadáveres de una tumba a otra. Dumah es el ángel del silencio y la muerte, y Zaren es el demonio de la sexta hora, el espíritu vengador. Monker es el nombre que utiliza más a menudo. Por lo visto, para él tiene especiales resonancias.

– ¿Y Monker es también un demonio?

– Un demonio muy particular junto con otro. Monker y Nakir son demonios islámicos.

Una imagen asaltó mi mente: Pudd acariciando con los dedos la mejilla de la muda y susurrando: «Nakir mía».

– Llamó a la mujer «Nakir mía» -dije.

– Monker y Nakir examinan y juzgan a los muertos y luego les asignan el cielo o el infierno. Ese señor Pudd, o como prefieras llamarlo, parece encontrar divertidas las asociaciones demoniacas. Es una broma.

– Es un humor muy especializado -comenté-. No me lo imagino presentándolo en el programa de David Letterman.

– El nombre Pudd también tiene para él un significado especial -añadió Doug-. Lo encontramos en una página web de aracnología. Elias Pudd fue uno de los pioneros en el campo de la aracnología en Norteamérica, contemporáneo de Emerton y McCook. Publicó su obra más famosa, Historia natural de los arácnidos, en 1933. Su especialidad eran las reclusas.

– Arañas. -Moví la cabeza en un gesto de incredulidad-. Dicen que, con el tiempo, la gente empieza a parecerse a sus animales de compañía.

– O eligen el animal de compañía que más se parece a ellos -corrigió Doug.

– Lo habéis visto, pues.

Asintió.

– Vino aquí una vez, con la mujer. Aparcaron junto al gallinero, esperaron a que saliésemos y, entonces, Pudd tiró un saco desde el coche. Luego echó marcha atrás y se fue. No volvimos a verlo.

– ¿Me interesa saber qué había en el saco?

– Conejos -respondió Amy. Mantenía la vista fija en el suelo para ocultarme la expresión de su rostro.

– ¿Vuestros?

– Los teníamos en una conejera al lado del gallinero. Una mañana, cuando salimos, habían desaparecido. No se veían rastros de sangre, ni de piel, nada que indicase que se los había llevado un depredador. Dos días más tarde vino Pudd y dejó el saco. Cuando lo abrimos, contenía los restos de los conejos. Les había picado algo. Estaban cubiertos de marcas de un color marrón grisáceo y la carne había empezado a descomponerse. Llevamos uno al veterinario del pueblo, y nos dijo que eran picaduras de reclusa. Así descubrimos la trascendencia del nombre de Pudd para él.

«Estaba advirtiéndonos que no nos entrometiésemos en sus asuntos. Habíamos hecho indagaciones sobre la Hermandad y lo dejamos estar después de su visita.

Levantó la cara. Salvo por cierta tensión alrededor de la boca, su expresión no revelaba el menor indicio de cómo se sentía.

– ¿Tenéis algo más que decirme?

– Sólo rumores -contestó Doug, y se llevó la botella de agua a los labios.

– ¿Rumores sobre un libro?

La botella quedó inmóvil, y Amy le apretó la mano a Doug.

– Están anotando nombres, ¿verdad? -proseguí-. ¿Es eso el señor Pudd, una especie de ángel consignador del infierno que escribe los nombres de los condenados en un gran libro negro?

No respondieron, y el silencio se vio roto de pronto por el ruido de los hombres que entraban en la casa para el descanso de media mañana. Doug y Amy se pusieron en pie. Doug me estrechó la mano otra vez y se marchó para ocuparse de los preparativos de la comida. Salí del comedor con Amy, y me acompañó hasta el coche.

– Como Doug ha dicho, ese libro es sólo un rumor -insistió-, y la verdad sobre la Hermandad sigue sin conocerse en su mayor parte. Nadie ha conseguido demostrar aún la relación entre su cara pública y sus otras actividades.

Amy respiró hondo, haciendo acopio de valor para lo que tenía que decir a continuación.

– Hay otra cosa que debo decirte. No eres el primero que viene a preguntarnos por la Hermandad. Hace unos años vino un hombre de Nueva York. Por entonces todavía no sabíamos gran cosa de la Hermandad, y le contamos menos de lo que sabíamos; aun así, eso fue lo que provocó la advertencia posterior. Siguió su camino, y nunca volvimos a tener noticias suyas… hasta hace dos años.

El mundo se sumió en tinieblas a mi alrededor y desapareció el sol. Cuando alcé la vista, vi en el cielo formas oscuras que descendían en espiral; su aleteo llenaba el aire de la mañana y tapaba la luz. Amy tendió la mano para sujetarme la mía, pero yo tenía puesta toda mi atención en el cielo, donde se cernían los ángeles de las tinieblas. De pronto uno de ellos se acercó y sus facciones, que previamente sólo eran un claroscuro de luz y sombra, cobraron nitidez.

Y reconocí aquel rostro.

– Era él -susurró Amy, y el ángel de las tinieblas me sonrió desde lo alto, sus dientes puntiagudos, sus enormes alas revestidas de noche. Un padre, un marido, asesino de hombres, mujeres y niños, transformado ahora por su tránsito al otro mundo.

– Era el Viajante.

Me quedé sentado en el capó del coche hasta que se me pasó el mareo. Recordé una conversación que había mantenido en Nueva Orleans unos meses después de la muerte de Susan y Jennifer, una voz que me explicaba la firme creencia de que, de algún modo, los peores asesinos podían encontrarse mutuamente y a veces establecer relación, que eran sensibles a la presencia de los de su propia clase.

«Se huelen los unos a los otros.»

Él debía de haberlos localizado. Su naturaleza y su posición en las fuerzas del orden se lo permitieron. Si andaba tras los pasos de la Hermandad, sin duda encontró el rastro.

Y los dejó con vida, porque eran de su misma casta. Volví a recordar sus enigmáticas alusiones bíblicas, su interés en los textos apócrifos, su convicción de que él mismo era algo así como un ángel caído enviado para juzgar a la humanidad, a todos aquellos que considerase deficientes.

Sí, los encontró, y ellos le ayudaron a avivar su propia llama.

Amy me agarró las manos entre las suyas.

– Hace seis o siete años -dijo-. No le habíamos dado importancia hasta ahora.

Asentí con la cabeza.

– ¿Vas a seguir buscando a esas personas?

– No me queda más remedio, especialmente ahora.

– ¿Puedo decirte una cosa, una cosa que quizá no quieras oír? -Adoptó una expresión grave. Asentí-. Por todo lo que has hecho, por todo lo que me has contado, da la impresión de que te has propuesto ayudar tanto a los muertos como a los vivos. Pero nuestro principal deber es para con los vivos, Charlie, para con nosotros mismos y aquellos que nos rodean. Los muertos no necesitan nuestra ayuda.

Guardé silencio antes de contestar.

– No sé hasta qué punto puedo creer eso, Amy.

Por primera vez vi asomar la duda a su semblante.

– No puedes vivir en los dos mundos -dijo con voz vacilante-. Debes elegir. ¿Aún sientes que las muertes de Susan y Jennifer son un lastre para ti?

– A veces, pero no sólo las de ellas.

Y sospecho que Amy vio algo en mi cara o percibió algo en el tono de mi voz, y por un breve instante estuvo dentro de mí, viendo lo que yo veía, oyendo lo que yo oía, sintiendo lo que yo sentía. Cerré los ojos y sentí formas que se movían a mi alrededor, voces que me susurraban al oído, manos pequeñas que se aferraban a la mía.

Todos hemos estado esperándote.

Un niño de corta edad con un orificio de salida en lugar de ojo, una mujer con un vestido de verano que resplandecía en la oscuridad, figuras que flotaban en la periferia de mi visión: todos ellos, del primero al último, me decían que no era verdad, que alguien debía actuar en nombre de quienes ya no podían actuar por sí mismos, que debía hacerse cierto grado de justicia por los extraviados y los caídos. Por un momento, mientras sujetaba mis manos entre las suyas, Amy Greaves tuvo una percepción de esto, un fugaz presentimiento de lo que aguardaba en las profundidades de la colmena que es este mundo.

– Dios mío -dijo.

Y a continuación me soltó las manos y la oí alejarse y entrar en la casa. Cuando abrí los ojos, estaba solo bajo el sol del verano, y, transportado por el viento me llegaba el olor de la pinaza descompuesta. Una urraca voló entre los árboles rumbo al norte.

Y yo la seguí.

EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier.

Carta de Elizabeth Jessop a su hermana, Lena Myers, con fecha 11 de diciembre de 1963 (utilizada con permiso de los herederos de Lena Myers).

«Querida Lena:

»Ésta ha sido la peor semana que recuerdo. Se ha descubierto la verdad sobre Lyall y yo, y ahora todos nos rehúyen. No se ha visto al predicador desde hace dos días. Ha ido a pedirle al Señor que lo guíe para juzgarnos.

»Fue el chico quien nos encontró, el hijo del predicador. Creo que nos vigilaba desde hacía tiempo. Estábamos juntos en el bosque, Lyall y yo, y vi a Leonard entre los arbustos. Creo que grité al verlo, pero cuando fuimos a buscarlo ya había desaparecido.

»El predicador nos esperaba a la hora de la cena. Nos negaron el alimento y nos dijeron que volviésemos a nuestras casas mientras los otros comían. Cuando Frank volvió esa noche, me pegó y me hizo dormir en el suelo. Ahora nos mantienen separados, a Lyall y a mí. Muriel, la hija, lo vigila a él, y Leonard es como mi sombra. Ayer me tiró una piedra a la cabeza y me salió sangre de la herida. Me dijo que así se castigaba en la Biblia a las rameras y que su padre me daría a mí el mismo trato. Los Cornish vieron lo que hacía y Ethan Cornish le golpeó antes de que pudiese lanzar una segunda piedra. Leonard sacó un cuchillo e hirió a Ethan en el brazo. Todas las familias se muestran a favor del perdón por el bien de la comunidad, pero la esposa de Lyall se niega a mirarme y una de sus hijas me ha escupido al pasar por su lado.

«Anoche se oyeron grandes voces en la casa del predicador. Las familias expresaron su opinión al predicador, pero él no se conmovió. Ahora existe rencor entre nosotros: hacia mí y hacia Lyall, pero más aún hacia el predicador y su manera de actuar. Se le ha pedido que rinda cuentas del dinero que nos guarda en fideicomiso, pero se ha negado. Temo que a Lyall y a mí nos obliguen a abandonar la comunidad, o que el predicador nos expulse a todos para empezar de nuevo en otra parte. Le he pedido perdón al Señor por nuestro pecado y he rogado ayuda, pero una parte de mí no lamentaría marcharse si Lyall estuviese a mi lado. Pero no puedo abandonar a mis hijos y siento tristeza y vergüenza por lo que le he hecho a Frank.

»Ethan Cornish me dijo otra cosa. Según él, la esposa del predicador le pidió a su marido que nos tratase con misericordia, y el predicador no ha vuelto a dirigirle la palabra desde entonces. Se comenta que nos obligará a dispersarnos a los cuatro vientos para que cada familia expíe los pecados de la comunidad difundiendo la palabra de Dios en pueblos y ciudades. Mañana los hombres, las mujeres y los niños se dividirán en grupos separados y cada grupo rogará orientación y perdón.

»Le he pedido a Ethan Cornish que deje esta carta en el lugar de siempre y he rezado para que la recibas con buena salud.

»Soy tu hermana,

»Elizabeth.»

18

Cuando yo tenía catorce años, mi padre me llevó, por primera vez en avión. Consiguió una oferta especial por mediación de un empleado de American Airlines, un vecino nuestro a quien mi padre había ayudado cuando detuvieron a uno de sus hijos por posesión de radios robadas. Volamos de Nueva York a Denver y de Denver a Billings, Montana, donde alquilamos un coche y pasamos la noche en un motel antes de seguir hacia el este a primera hora de la mañana siguiente.

El sol lucía encima de las montañas, trazando pinceladas de color plata sobre el verde y el beige del paisaje antes de fundirse con las aguas del río Little Bighorn. Cruzamos el río por Crow Agency y llegamos en silencio a la entrada del campo de batalla de Little Bighorn. Era el día de la Conmemoración y se había instalado una plataforma en el cementerio; delante, la escasa concurrencia ocupaba unas cuantas hileras de sillas de jardín mientras los pocos que no encontraron asiento permanecían de pie entre las pequeñas lápidas y escuchaban el servicio. Sobre ellos, la bandera ondeaba con la brisa matutina, pero no nos quedamos a escuchar, sino que subimos hacia el monumento y oímos fragmentos del sermón, con palabras como «juventud», «caídos», «honor» y «muerte» desvaneciéndose y aumentando otra vez de volumen, reverberando sobre la hierba cambiante como si fuesen pronunciadas en el presente y a la vez en el pasado lejano.

Fue allí donde las cinco compañías de caballería de Custer, en su mayoría hombres jóvenes, fueron aniquiladas por las fuerzas conjuntas de los lakotas y los cheyenne. La batalla se libró durante una hora, pero probablemente los soldados apenas vieron siquiera al enemigo en todo ese tiempo; éste permaneció oculto entre la hierba, aguardando el momento oportuno, y eliminó uno por uno a los hombres de caballería.

Oteé el paisaje desde lo alto de la montaña y pensé que Little Bighorn era un lugar inhóspito para morir, rodeado de colinas bajas de color verde, amarillo y marrón que a lo lejos se degradaban en tonos azules y morados. Desde cualquier promontorio se veía a una distancia de varios kilómetros. Los hombres que allí murieron sabían sin duda que nadie iría a rescatarles, que aquéllos eran sus últimos momentos en este mundo. Sufrieron una muerte atroz y solitaria lejos de sus casas, y posteriormente sus cuerpos fueron mutilados y quedaron dispersos en el campo de batalla durante tres días antes de recibir sepultura por fin en una fosa común en lo alto de una pequeña sierra en el este de Montana, donde sus nombres quedaron grabados en un monumento de granito.

Cerré los ojos e imaginé que sus fantasmas se congregaban a mi alrededor. Me pareció oírlos: los relinchos de los caballos, las detonaciones de las armas, el ruido de la hierba rota bajo sus pies, los gritos de dolor, de rabia, de miedo.

Y por un instante estuve allí con ellos y lo comprendí todo.

Hay sitios donde los años no significan nada, donde sólo un pequeño resquicio de historia separa el presente del pasado. De pie en aquella ladera inhóspita, donde habían muerto otros jóvenes como yo, era posible percibir la conexión con el pasado, la sensación de que en algún lugar lejano en el cauce del tiempo aquellos jóvenes seguían luchando, seguían muriendo, que siempre librarían esta batalla, en este lugar, una y otra vez, con el mismo propósito.

Aquél fue mi primer vislumbre de la colmena que es este mundo, mi primera percepción de que el pasado nunca muere realmente sino que permanece vivo en el presente de una manera extraña y hermosa. Existe una interconexión entre todas las cosas, un vehículo entre lo que yace enterrado y lo que vive sobre tierra, una capacidad de mutabilidad que permite que una buena acción hecha en el presente rectifique un desequilibrio de tiempos pasados. En definitiva, ésa es la esencia de la justicia: no reparar el pasado sino, mediante una intervención posterior en la línea del tiempo, restaurar cierta armonía, cierta posibilidad de equilibrio, para que los vivos puedan continuar libres de carga y los muertos encuentren la paz en otro mundo.

Ahora, mientras me dirigía hacia el norte, volví a acordarme de aquel día en el campo de batalla, un día en recuerdo de los muertos, y de mi padre a mi lado, en silencio, con el cabello agitado por el viento. Éste sería otro peregrinaje, otro reconocimiento de la deuda que los vivos teníamos con los muertos. Sólo acudiendo allí donde las familias habían estado en otro tiempo, sólo estando en medio de los recuerdos de sus últimos momentos y aguzando el oído para escuchar los ecos, podía albergar la esperanza de comprender lo ocurrido.

Este mundo es una colmena. En el lago St. Froid había quedado a la vista lo que tenía dentro.

Mientras conducía, exigí el pago de un antiguo favor. En Nueva York, una voz de mujer me preguntó el nombre, se produjo un silencio, y me pusieron con el despacho del agente especial Hal Ross. Ross había sido ascendido recientemente y era uno de los tres agentes con rango de jefe en las oficinas del FBI en Nueva York, bajo las órdenes directas de un subdirector. Ross y yo cruzamos nuestros sables cuando nos conocimos, pero después de la muerte del Viajante nuestra relación adquirió gradualmente un cariz más cordial. El FBI estaba revisando todos los casos en los que había intervenido el Viajante como parte de la investigación en curso sobre sus crímenes, y en Quantico se había destinado una habitación al material pertinente reunido por las agencias del orden de todo el país. La investigación había recibido el nombre en clave de «Caronte», por el barquero de la mitología griega que llevaba las almas extraviadas al Hades, y todas las referencias al Viajante incluían ese nombre. Era un proceso largo y estaba lejos de completarse.

– Soy Charlie Parker -me presenté cuando Ross se puso al teléfono.

– Ah, ¿qué tal? ¿Es una llamada de cortesía?

– ¿Te he hecho alguna vez una llamada de cortesía?

– No que yo recuerde, pero siempre hay una primera vez.

– No será ésta. ¿Recuerdas que me prometiste devolverme un favor?

Se produjo un largo silencio.

– Desde luego vas directo al grano. Adelante.

– Se trata de Caronte. Hace siete u ocho años vino a Maine para investigar una organización llamada «la Hermandad». ¿Puedes averiguar adónde fue y los nombres de todos aquellos con quienes habló?

– ¿Puedo saber por qué?

– Es posible que la Hermandad esté relacionada con un caso que investigo: la muerte de una mujer. Cualquier información que puedas facilitarme quizá me sirva.

– Es todo un favor, Parker. Normalmente no andamos repartiendo por ahí nuestros expedientes.

La impaciencia y el enojo se adueñaron de mi voz y tuve que esforzarme para no gritar.

– No pido los expedientes, sino sólo cierta idea de dónde pudo estar el Viajante. Es importante, Hal.

Suspiró.

– ¿Cuándo lo necesitas?

– Pronto. Cuanto antes mejor.

– Veré qué puedo hacer. Acabas de agotar tu séptima vida. Espero que seas consciente de eso.

Mentalmente hice un gesto de indiferencia.

– En todo caso, tampoco estaba sacándole mucho partido.

Con el coche moteado por la luz del sol, avancé por avenidas arboladas, donde las ramas se veían ya verdes por los nuevos brotes, hasta aquel lugar marcado por las esperanzas defraudadas y la muerte violenta. Seguí por la I-95 hasta Houlton; luego tomé por la Interestatal 1 en dirección norte hasta Presque Isle y después atravesé las localidades de Ashland, Portage y Winterville, hasta llegar por fin al límite del pueblo de Eagle Lake. Pasé junto a una furgoneta de la cadena de televisión WCSH y le di mi nombre al agente encargado del control de carretera. Me franqueó el paso.

Ellis me había telefoneado para facilitarme el nombre de un inspector del cuartelillo de la policía estatal en Houlton. Se llamaba John Brouchard, y lo encontré hundido en el barro hasta la cintura bajo la enorme lona colocada para proteger los restos, cavando con una pala a ritmo uniforme y sin prisas. Así funcionaban aquí las cosas; todo el mundo desempeñaba su papel. La policía del estado, los guardabosques, los ayudantes del sheriff, el personal de la oficina del forense, todos se remangaban y se ensuciaban las manos. Como mínimo eran horas extra, y cuando uno tenía hijos en la universidad o pagos en concepto de alimentos que cubrir, el sobresueldo era siempre bienvenido, fuera cual fuese la manera de ganarlo.

Lo llamé desde detrás del cordón que delimitaba el lugar del crimen. Me saludó con la mano en señal de reconocimiento, salió del cenagal y desplegó el cuerpo, que debía de medir más de un metro noventa y cinco. Al plantarse ante mí me tapó el sol con la cabeza. Tenía las uñas negras de barro y la camisa empapada de sudor bajo el mono. La tierra mojada se le adhería a las botas de trabajo y oscuros churretes le surcaban la frente y las mejillas.

– Me ha explicado Ellis Howard que está colaborando con ellos en una investigación -dijo cuando nos estrechamos las manos-. ¿Puede decirme qué hace aquí si su investigación se centra en Portland?

– ¿Se lo ha preguntado a Ellis?

– Me dijo que se lo preguntara a usted, que usted tenía todas las respuestas.

– Ellis es muy optimista. Curtis Peltier, el hombre asesinado en Portland el fin de semana pasado, era pariente de Elizabeth Jessop. Creo que sus restos estaban entre los que aparecieron aquí. La hija de Curtis era Grace Peltier. La BIC III investiga las circunstancias de su muerte. Estaba trabajando en una tesis sobre la gente enterrada en esta fosa.

Brouchard me miró de arriba abajo durante diez segundos y luego me condujo a la unidad móvil del lugar del crimen, donde me permitió ver el recorrido en vídeo en un televisor portátil que les habían prestado mientras durase la recuperación de cadáveres. Me pareció que agradecía la excusa para tomarse un descanso y sirvió café para los dos, mientras yo, sentado, veía la cinta: barro, huesos y árboles; imágenes de cráneos fracturados y dedos esparcidos; agua negra; una caja torácica rota y astillada por el impacto de un disparo de escopeta; el esqueleto de un niño en posición fetal.

Al acabar la cinta, lo seguí por la carretera hasta el borde de la fosa.

– No puedo permitirle pasar de aquí -se disculpó-. Algunas de las víctimas siguen ahí abajo y además buscamos otros objetos.

Asentí. No me hacía falta entrar. Veía todo lo que necesitaba ver desde donde estaba. El lugar ya había sido fotografiado y medido. Junto a los agujeros abiertos en el barro, habían clavado estacas de madera con trozos de cartón donde constaba el carácter de los restos hallados. En algunos casos los agujeros estaban vacíos, pero en un ángulo vi a dos hombres con mono azul trabajar con cuidado en torno a un trozo de hueso que sobresalía. Cuando uno de ellos se apartó, vi el contorno curvo de una caja torácica, como dedos oscuros a punto de unirse en oración.

– ¿Todos tenían el nombre colgado al cuello?

El detalle de los nombres escritos sobre tablas de madera había aparecido en un artículo del Maine Sunday Telegram. Dado el carácter del hallazgo, era un milagro que los investigadores hubiesen conseguido mantener algo en secreto.

– La mayoría, pero a veces la madera estaba muy podrida.

Brouchard se llevó la mano al bolsillo de su camisa, sacó un papel plegado y me lo entregó. En la hoja había diecisiete nombres mecanografiados, obtenidos posiblemente mediante el cotejo de las identidades originales de los Baptistas y los nombres descubiertos en los cuerpos. Cuando no se disponía de historiales dentales, se tomaban muestras de ADN de los parientes vivos. Algunos nombres aparecían marcados con un asterisco para indicar que no existía aún identificación positiva. El nombre de James Jessop era el penúltimo de la lista.

– ¿Todavía está enterrado el hijo de los Jessop?

Brouchard echó un vistazo a la lista que yo sostenía en la mano.

– Van a trasladarlo hoy, a él y a su hermana. ¿Le dice algo ese nombre?

No contesté. Me llamó la atención otro nombre de la hoja: Louise Faulkner, la esposa del reverendo Faulkner. Advertí que en la lista no constaban ni el nombre de Faulkner ni el de sus hijos.

– ¿Tienen ya idea de cómo murieron?

– No sabremos nada con seguridad hasta disponer de los resultados de las autopsias, pero todos los hombres y dos mujeres presentaban heridas de bala en la cabeza o en el cuerpo. Al parecer, a los otros los mataron a palos. La mujer de Faulkner probablemente fue estrangulada; encontramos fragmentos de cuerda alrededor de su cuello. Algunos niños tienen el cráneo fracturado, como si los hubiesen golpeado con una piedra o un martillo. En apariencia, un par presenta heridas de bala en la cabeza. -Se interrumpió y dirigió la mirada al lago-. Tengo la impresión de que usted sabe algo acerca de esta gente.

– Un poco -admití-. A juzgar por los nombres de esta lista, hay al menos un sospechoso.

Brouchard asintió con la cabeza.

– El predicador, Faulkner, a no ser que alguien colocase esas tablas para despistarnos y Faulkner esté ahí muerto junto con los demás.

Era una posibilidad, aunque yo sabía que la existencia del Apocalipsis adquirido por Jack Mercier prácticamente la descartaba.

– Mató a su propia mujer -dije más para mí que para Brouchard.

– ¿Tiene idea de por qué?

– Quizá porque se opuso a lo que él se disponía a hacer.

En su artículo para la revista Down East, Grace Peltier había mencionado que Faulkner era un fundamentalista. Según esta doctrina, una esposa debía someterse a la autoridad de su marido; no se permitían discusiones ni desafíos. Asimismo supuse que Faulkner necesitaba la admiración y la aprobación de ella para todo lo que hacía. Cuando ella se las retiró, para él dejó de tener el menor valor.

Ahora Brouchard me miraba con interés.

– ¿Tiene idea de por qué los mató a todos?

Recordé lo que Amy me había contado sobre la Hermandad, su odio hacia todo aquello que percibía como flaqueza y falibilidad humanas; los ornamentados Apocalipsis de Faulkner, las visiones del Juicio Final; y la palabra grabada bajo el nombre de James Jessop en un trozo de madera con tierra incrustada: PECADOR.

– Son sólo conjeturas, pero creo que lo decepcionaron de algún modo, o que se volvieron contra él y él los castigó por sus defectos. En cuanto se opusieron a él estuvieron acabados, maldecidos por rebelarse contra el ungido de Dios.

– Es un castigo muy severo.

– Supongo que era un hombre muy severo.

Me pregunté también si, en algún rincón oscuro de su alma, Faulkner había sabido desde el principio que lo defraudarían, que así eran los seres humanos: intentaban y erraban y volvían a errar, y seguían errando hasta que por fin se enmendaban o se les terminaba el tiempo y tenían que pagar por sus acciones. Pero Faulkner les concedió una única oportunidad: cuando erraron, vio en ello una demostración de su inutilidad, de su imposibilidad de salvación. Estaban condenados. Siempre habían estado condenados y cuanto ocurriese era intrascendente en este mundo y en el otro.

Aquellas personas habían seguido a Faulkner hasta la muerte, cegadas por la esperanza de una nueva época dorada, por el deseo de tener convicciones, de algo en que creer. Nadie había intervenido. Al fin y al cabo, corría el año 1963: los comunistas eran la amenaza, no la gente temerosa de Dios que deseaba crear una forma de vida más simple.

Pasarían quince años hasta que Jim Jones y sus discípulos asesinaran al congresista Leo Ryan antes de organizar el suicidio masivo de novecientos seguidores, tras el cual la gente empezó a adoptar un punto de vista distinto.

Pero incluso después de los acontecimientos de Jonestown, los falsos Mesías seguían atrayendo adeptos. Rock Theriault torturó sistemáticamente a sus seguidores en Ontario hasta que mató con sus propias manos a una mujer llamada Solange Boilard en 1988. Jeffrey Lundgren, el líder de una secta mormona escindida, mató a cinco miembros de la familia Avery -Dennis y Cheryl Avery, y sus jóvenes hijas Trina, Rebecca y Karen- en un establo de Kirtland, Ohio, en abril de 1989 y sepultó sus restos bajo tierra, rocas y basura. Nadie fue a buscarlos hasta transcurrido casi un año, a raíz de un soplo a la policía de un miembro despechado de la secta. La familia LeBaron y sus discípulos, de la escindida Iglesia Mormona del Primogénito, asesinaron a casi treinta personas, incluida una niña de dieciocho meses, en un ciclo de violencia que se prolongó desde principios de los años setenta hasta 1991.

Y luego vinieron los hechos de Waco, que demostraron por qué tradicionalmente las fuerzas del orden son reacias a intervenir en los asuntos de grupos religiosos. Pero en 1963 tales incidentes eran casi inimaginables; nadie habría visto razón alguna para temer por la seguridad de los Baptistas de Aroostook, ni la necesidad de dudar de las intenciones del reverendo Faulkner, ni habría motivo alguno para que sus discípulos temiesen entrar con él en el valle de la sombra y de la muerte.

La furgoneta Dodge de la oficina del forense llegó mientras permanecíamos callados a orillas del lago, y entonces se iniciaron los preparativos para el transporte de más cuerpos al aeródromo de Pesque Isle. Mientras Brouchard se ocupaba de los detalles del traslado, me acerqué al linde del bosque y observé las siluetas que se movían bajo la lona. Eran casi las tres y junto al río hacía fresco. El viento que soplaba desde el lago agitaba el cabello de los hombres del equipo forense mientras se llevaban del lugar del crimen una bolsa con restos humanos, sujeta con correas a una camilla para impedir mayores daños en los huesos. Desde el norte, los híbridos aullaban.

No todos habían muerto allí, de eso estaba seguro. Aquellos terrenos ni siquiera formaron parte de la parcela que les arrendaron. Los campos que habían labrado estaban al otro lado de la colina, detrás de las perreras; y las casas, desaparecidas desde hacía tiempo, se hallaban aún más allá. A los adultos seguramente los habían asesinado en la colonia o cerca de ella, pues habría resultado difícil conducirlos al sitio previsto para su enterramiento, y más todavía controlarlos una vez iniciada la matanza. Era sensato enterrarlos lejos del centro de la comunidad por si, en el futuro, las sospechas se transformaban en acción y se llevaba a cabo un registro de la finca. Era más seguro, pues, deshacerse de ellos junto al lago.

Según el artículo de Grace, la comunidad se había disgregado aparentemente en diciembre de 1963. Cualquier indicio del enterramiento habría quedado oculto bajo las nieves del invierno. Cuando llegó el deshielo y el suelo se convirtió en barro, habría pocas señales para distinguir este trozo de tierra de cualquier otro. Era terreno sólido; no debería haberse hundido, pero se hundió.

Al fin y al cabo llevaban esperando mucho, mucho tiempo.

Cerré los ojos y escuché mientras el mundo se desvanecía alrededor, intentando imaginar aquellos minutos finales. Los aullidos se acallaron, el ruido de los coches en la carretera se transformó en el zumbido de las moscas, y en medio del suave susurro de las ramas sobre mi cabeza…

Oigo disparos.

Hay hombres corriendo, sorprendidos mientras trabajan en los campos. Ya han caído dos con enormes e irregulares agujeros ensangrentados en la espalda. Uno de los que aún viven se da media vuelta con una horca en las manos. Su vientre se desgarra traspasado por el disparo, y en su cuerpo penetran simultáneamente la madera y el metal. Sin detenerse siquiera a recargar las armas, persiguen al último a través de la hierba. Sobre ellos vuela en círculo una bandada de cuervos emitiendo sonoros graznidos. Los gritos del último en morir se funden con los de las aves y a continuación reina el silencio.

Oí algo entre los árboles a mis espaldas, pero al mirar sólo vi el ligero movimiento de las ramas, como si el paso de un animal las hubiese alterado. Más allá, el verde se tornaba negro y las formas de los árboles no se veían claramente.

Las mujeres son las siguientes en morir. Les han dicho que se arrodillen y recen en una de las casas, que piensen en los pecados de la comunidad. Oyen los disparos pero no comprenden su significado. Se abre la puerta y Elizabeth Jessop se vuelve. La silueta de un hombre se recorta contra la luz vespertina. Le dice que desvíe la mirada, que se incline ante la cruz y pida perdón.

Elizabeth cierra los ojos y empieza a rezar.

Detrás de mí volví a oír lo mismo que antes, como unos delicados pasos que se acercaban. Algo surgía de la oscuridad, pero no me volví.

Los niños son los últimos en morir. Presienten que algo va mal, que ha pasado algo que no debería haber ocurrido, y sin embargo han seguido al predicador hasta el lago, donde ya se ha cavado la tumba y las aguas están quietas ante ellos. Son obedientes, como deben ser los pequeños.

También ellos se arrodillan a rezar, con el barro húmedo bajo las rodillas, las pesadas tablas de madera al cuello, la piel irritada por las cuerdas. Les han dicho que mantengan las manos contra el pecho, con los pulgares cruzados como les han enseñado, pero James Jessop agarra la mano de su hermana. A su lado, ella se echa a llorar y él se la aprieta con más fuerza.

– No llores -dice.

Una sombra se proyecta sobre él.

– NO…

Sentí que algo frío me tocaba la mano derecha. James Jessop estaba de pie junto a mí a la sombra de un abedul amarillo, su mano pequeña en torno a la mía. El sol se reflejaba en el único cristal transparente de sus gafas. De la zona cubierta por la lona, salieron dos hombres acarreando en una camilla otro bulto de menor tamaño.

– Te van a llevar a otro sitio, James -dije.

Asintió y se acercó a mí; al sentir su presencia, una sensación de frío me recorrió las piernas y las costillas.

– No me hizo daño -dijo-. Sólo quedó todo a oscuras. Me alegré de que no hubiese sentido dolor. Intenté apretarle la mano, transmitirle algo, pero allí no había nada, únicamente aire frío.

Alzó la vista para mirarme.

– Ahora tengo que irme.

– Lo sé.

Su único ojo era castaño, con destellos amarillos en el centro eclipsados por la luna oscura de su pupila. Debería haber visto mi cara reflejada en su ojo y en la lente de sus gafas, pero fui incapaz de detectar el menor rastro de mí mismo. Daba la impresión de que yo fuese el ser irreal, el fantasma, y James de carne y hueso, piel y sangre.

– Dijo que éramos malos, pero yo nunca me porté mal. Siempre obedecí, hasta el final.

La sensación de frío desapareció de mis dedos en cuanto me soltó la mano y volvió a adentrarse en el bosque levantando las rodillas para no rozar las zarzas y la hierba alta. No quería que se marchase.

Quería darle consuelo.

Quería comprender.

Lo llamé por su nombre. Se detuvo y me miró.

– ¿Has visto a la Señora del Verano, James? -pregunté. Una lágrima me cayó por la mejilla y resbaló hasta la comisura de mis labios. La saboreé con la lengua.

Asintió con expresión solemne.

– Me está esperando -dijo-. Va a llevarme con los demás.

– ¿Dónde está, James?

James Jessop alzó la mano y señaló hacia la oscuridad del bosque. Luego avanzó entre los árboles y la maraña de follaje hasta que la sombra de las ramas lo envolvió y ya no lo vi más.

19

Cuando me dirigí en coche a Waterville para reunirme con Ángel y con Louis, sentía en la mano un cosquilleo porque me la había tocado un niño perdido. St. Froid se me había antojado un lugar de una desolación indescriptible. Los aullidos de los híbridos aún me resonaban en los oídos, un perpetuo coro de lamentación por los muertos. Imágenes de la lona agitada por el viento y de los montones de tierra, del agua fría y de los huesos viejos y parduscos asaltaban mi mente hasta fundirse en la visión de James Jessop alejándose hacia lo más recóndito del bosque, donde una mujer invisible con un vestido de verano lo esperaba para llevárselo.

Experimenté una repentina gratitud al pensar que alguien lo esperaba en el linde de las tinieblas, que no tendría que emprender solo ese viaje.

Albergué la esperanza de que, al final, a todos nos aguardase alguien.

En Waterville aparqué frente a las galerías Ames y esperé. Transcurrió casi una hora hasta que apareció el Lexus negro, que dobló por la calle mayor y estacionó en el otro extremo. Vi que Ángel se apeaba y se dirigía como si tal cosa hacia la esquina de Main con Temple. Tras comprobar que la calle estaba despejada, entró en el aparcamiento trasero del edificio de la Hermandad por el lado contiguo al restaurante chino Human Legends. Cerré el Mustang con llave, me reuní con Louis y, juntos, bajamos por Temple para encontrarnos con Ángel. De pie en la penumbra, nos entregó un par de guantes a cada uno. Él ya se los había puesto y sujetaba el picaporte de la puerta recién abierta.

– Creo que voy a añadir Waterville a la lista de sitios donde no vendré a vivir cuando me retire -comentó Ángel después de entrar en el edificio-. Junto con Bogotá y Bangladesh.

– Comunicaré la triste noticia a la Cámara de Comercio -le dije-. No sé cómo se las arreglarán sin ti.

– ¿Y tú adónde piensas retirarte?

– Quizá no viva el tiempo suficiente para tener que planteármelo.

– Tío, si sigues así desde luego vas por el buen camino -dijo Louis-. Seguro que la Parca tiene tu número en las teclas de marcación rápida.

Seguimos a Ángel por la enmoquetada escalera hasta llegar a una puerta de madera con un pequeño letrero de plástico clavado a la altura de los ojos. Simplemente decía: LA HERMANDAD. En el marco de la puerta, a la derecha, había un timbre por si alguien conseguía colarse por la puerta delantera sin que la señorita Torrance se abalanzase sobre él como un rottweiler hambriento. Saqué mi minilinterna y alumbré la cerradura. Había tenido la precaución de cubrir de cinta adhesiva el contorno del extremo superior para que produjese sólo un delgado haz de luz no mayor que media moneda de diez centavos. Ángel extrajo del bolsillo una ganzúa y un tensor y abrió la puerta en cinco segundos escasos. Dentro, las luces de las farolas iluminaban la recepción, amueblada con tres sillas de plástico, un escritorio de madera con un teléfono y un cartapacio encima, un archivador en un rincón y, en las paredes, unos cuadros vagamente inspiradores que representaban puestas de sol, palomas y niños pequeños.

Ángel sacudió la cerradura del archivador y, al oír el chasquido, abrió el cajón superior. Con su propia linterna alumbró un montón de folletos religiosos publicados por la propia Hermandad y otros grupos que, cabía suponer, contaban con su aprobación. Incluían: La familia cristiana; Otras razas, otras normas; Enemigos del pueblo; Los judíos: la verdad sobre el pueblo elegido; Matar el futuro: la realidad del aborto; y Papaya no me quiere: el divorcio y la familia americana.

– Fíjate en éste -dijo Ángel-. Leyes naturales, actos contranaturales: cómo la homosexualidad está envenenando América,

– Quizás han olido tu aftershave -contesté-. ¿Y en los otros cajones?

Ángel los inspeccionó rápidamente.

– Parece más de lo mismo.

Abrió la puerta del despacho principal. Estaba decorado con más elegancia que la recepción; además del escritorio, ligeramente más caro, había detrás de éste una butaca de respaldo alto imitación piel y, contra las paredes, dos sofás del mismo material separados por una mesita de centro. Cubrían las paredes fotografías de Carter Paragon en distintos acontecimientos, por lo general rodeado de personas que, en su ingenuidad, parecían contentas a su lado. El sol había iluminado directamente aquellas paredes durante mucho tiempo. Algunas de las fotografías habían perdido el color o amarilleaban en las esquinas, y una capa de polvo les restaba aún más brillo. En un rincón, bajo un recargado crucifijo, había otro archivador, más robusto que el de la recepción. Ángel necesitó un par de intentos para abrirlo, pero al hacerlo arrugó la frente en expresión de sorpresa.

– ¿Qué pasa?

– Echa un vistazo -contestó.

Me acerqué e iluminé el cajón abierto. Salvo por una gruesa capa de polvo, estaba vacío. Ángel abrió sucesivamente los otros cajones, pero sólo el último contenía algo: una botella de whisky y dos vasos. Cerré el cajón y volví a abrir el de encima: sólo había polvo, y obviamente llevaba mucho tiempo intacto.

– O bien es polvo sagrado -comentó Ángel-, lo cual explicaría por qué tienen que guardarlo bajo llave por la noche, o bien aquí no hay nada y nunca lo ha habido.

– Es sólo fachada -afirmé-. Todo esto no es más que fachada. -Tal como Amy me había dicho, la organización de Waterville no era más que una tapadera para engañar a los incautos. La otra Hermandad, la que poseía poder real, existía en otra parte-. Debe de haber documentos de alguna clase.

– Puede que los guarde en su casa -sugirió Ángel.

Lo miré.

– ¿Tienes algo mejor que hacer?

– ¿Mejor que entrar a robar en una casa? No, la verdad es que no. -Observó con atención la cerradura del archivador-. Además voy a decirte otra cosa: me parece que alguien ha intentado abrir esto antes que nosotros. Hay marcas alrededor de la cerradura. Son pequeñas, pero ha sido un trabajo de aficionados.

Volvimos a cerrar las puertas y bajamos. En la puerta trasera, Ángel se detuvo y examinó la cerradura con la ayuda de su linterna.

– Esta puerta ha sido abierta desde fuera -dijo-. Hay señales recientes alrededor del ojo de la cerradura, y no las he hecho yo. Si antes no las he visto, es porque no las he buscado.

No había nada más que decir. No éramos los únicos interesados en averiguar qué contenían los archivos de Carter Paragon, y sabía que no éramos los únicos que andábamos tras los pasos del señor Pudd. Lester Bargus descubrió eso mismo poco antes de morir.

La casa de Carter Paragon estaba en silencio cuando pasamos por delante. Aparcamos fuera de la carretera, en las sombras proyectadas por un pinar, y seguimos la tapia de la finca hasta una verja de seguridad detrás de la casa. No se veían cámaras, pero había un interfono en el poste de la verja, al igual que en la entrada principal. Saltamos la tapia, primero Ángel y yo, seguidos de Louis tras una reticente pausa. Cuando cayó en el blando césped, se miró con consternación las marcas que había dejado la tapia blanca en sus vaqueros negros, pero no dijo nada.

Al amparo de los árboles, rodeamos la casa. Sólo había una luz encendida, correspondía a una habitación con cortinas del piso superior, en el lado oeste. En el camino de acceso continuaba aparcado el mismo coche abollado, pero el capó estaba frío. Esa noche no lo habían puesto en marcha. El Explorer no se hallaba a la vista. Las cortinas de la ventana estaban corridas por completo y era imposible ver el interior.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Ángel.

– Llamar al timbre -contesté.

– Pensaba que veníamos a robarle -dijo Ángel entre dientes-, no a venderle la revista de los testigos de Jehová.

Pulsé el timbre de todos modos, y Ángel permaneció en silencio. Nadie atendió, ni siquiera cuando volví a llamar durante diez segundos largos. Ángel nos dejó y desapareció en dirección a la parte de atrás. Regresó al cabo de un par de minutos.

– Me parece que tienes que echarle un vistazo a esto -dijo.

Lo seguimos a la parte posterior de la casa y entramos por la puerta abierta a una cocina pequeña y pobremente equipada. En el suelo había cristales rotos, dejados allí por quienquiera que hubiese hecho añicos uno de los paneles para acceder al cerrojo.

– Doy por sentado que esto no es obra tuya -dije a Ángel.

– No voy a dignarme siquiera responder a esa pregunta.

Louis ya había desenfundado su pistola, tomé ejemplo. Eché una ojeada a un par de habitaciones al pasar por delante, pero estaban prácticamente vacías, sin apenas muebles, ni cuadros en las paredes o alfombras en el suelo. En una habitación vi un televisor y un vídeo frente a un par de sillones viejos y una mesita de centro destartalada, pero la mayor parte de la casa parecía deshabitada. El salón delantero era el único espacio donde se hallaba algo de interés: cientos y cientos de libros y panfletos recién empaquetados en cajas, listos para que se los llevaran. Incluían manuales de adiestramiento clandestino y guías de armas improvisadas; instrucciones para la fabricación doméstica de munición, temporizadores y detonadores; catálogos de suministros militares, e infinidad de libros sobre vigilancia encubierta. En la caja más cercana a la puerta había un montón de textos fotocopiados y encuadernados toscamente; en la tapa de cada uno de ellos se leían las palabras Ejército de Dios escritas con plantilla.

El nombre «Ejército de Dios» se acuñó en 1982, cuando el médico abortista Héctor Zevallos y su esposa fueron secuestrados en Illinois y sus secuestradores utilizaron ese nombre al negociar con el FBI. Desde entonces, el Ejército de Dios había dejado su tarjeta de visita en atentados con bomba contra clínicas, y el manual publicado anónimamente que yo sostenía en la mano se había convertido en sinónimo de una determinada clase de extremismo religioso. Era una especie de «recetario anarquista» para fanáticos religiosos, una guía para enseñar a volar edificios y, si era necesario, personas para mayor gloria de Dios.

Louis tenía en la mano un grueso fajo de fotocopias de un listado, uno de varios amontonados en el suelo.

– Clínicas de abortos, clínicas para el tratamiento del sida, direcciones particulares de médicos, números de matrícula de activistas de grupos de defensa de los derechos civiles, feministas. Este tipo de la página tres, Gordon Eastman, es activista en favor de los derechos de los homosexuales en Wisconsin.

– Ese tipo de trabajo no te interesa -susurró Ángel-. Como vender consoladores en Alabama.

Eché el manual del Ejército de Dios a la caja.

– Esta gente exporta caos de baja intensidad a todo chiflado con un motivo de resentimiento y un buzón.

– ¿Y dónde están, a todo esto? -preguntó Ángel.

Los tres miramos a la vez hacia el techo y hacia el piso superior de la casa.

– Eso me pasa por hablar -se lamentó Ángel en un susurro.

Subimos por la escalera sigilosamente, Louis en cabeza, Ángel detrás de él y yo el último. La habitación con la luz encendida estaba al fondo del pasillo, en la parte delantera de la casa. Louis se detuvo ante la primera puerta y echó un vistazo para asegurarse de que no había nadie. Sólo contenía el armazón de hierro de una cama y una maleta medio llena de ropa de hombre. En las habitaciones contiguas se había retirado todo el mobiliario.

– Quizás organizó una subasta en el jardín -comentó Louis.

– La organizó, y luego alguien no quedó contento con la mercancía -respondió Ángel con tono solemne. Con la pistola a un lado, se encontraba cerca de la puerta de la única habitación iluminada.

Dentro había una cama, un calefactor eléctrico y una estantería desmontable de Home Depot llena de libros en rústica y coronada por una planta en una maceta. Un pequeño armario contenía varios trajes de Carter Paragon, y había otros extendidos sobre la cama. Una silla de madera se alzaba junto a un tocador. Un televisor portátil permanecía mudo y oscuro sobre un módulo barato.

Carter Paragon se hallaba sentado en otra silla de madera, a juego con la del tocador, y alrededor de él la moqueta estaba manchada de sangre. Tenía los brazos a la espalda, inmovilizados con unas esposas. Había recibido una paliza brutal. Tenía la cara tumefacta y amoratada y un ojo había quedado reducido a pulpa. Estaba descalzo y presentaba fracturas en los pulgares de los pies.

– Fíjate en esto -dijo Ángel, señalando detrás de la silla.

Al mirar hice una mueca. Le habían arrancado cuatro uñas. Le busqué el pulso. No tenía, pero el cuerpo seguía caliente cuando lo toqué.

Carter Paragon tenía la cabeza inclinada hacia atrás y la cara levantada hacia el techo. En su boca abierta, entre la sangre, vi algo pequeño y marrón. Extraje un pañuelo del bolsillo para sacar el objeto y lo acerqué a la luz. Un hilo de saliva sanguinolenta cayó al suelo.

Era un fragmento de arcilla.

20

Volvimos a Scarborough esa misma noche. Ángel y Louis se adelantaron mientras yo hacía una breve parada en Augusta. Telefoneé desde una cabina a la redacción del Portland Press Herald, pedí que me pusieran con la sección de noticias y le comuniqué a la mujer que contestó que había un cadáver en la casa de Carter Paragon en Waterville pero que la policía aún no estaba enterada. A continuación colgué. El Herald, como mínimo, se pondría en contacto con la policía, que a su vez iría a llamar a la puerta de Paragon. Así eludía la posibilidad de que el 911, tras la reciente incorporación de mejoras técnicas, localizase mi llamada, con el consiguiente riesgo de que me interceptase el coche patrulla más cercano, o grabasen mi voz utilizando el sistema RACAL o cualquier otro procedimiento similar. Después conduje en silencio, pensando en Carter Paragon y en el trozo de arcilla que alguien había depositado en su boca como mensaje para quienquiera que lo encontrase.

Ángel y Louis ya se habían puesto cómodos cuando llegué a la casa de Scarborough. Oí a Ángel en el baño, revolviéndolo. Aporreé la puerta.

– No lo dejes todo patas arriba -le advertí-. Viene Rachel, y lo he limpiado especialmente para la ocasión.

A Rachel no le gustaba el desorden. Era una de esas personas que obtienen cierta satisfacción en limpiar el polvo y quitar la suciedad incluso de otra gente. Siempre que se quedaba unos días conmigo en Scarborough, yo podía tener la seguridad de que tarde o temprano me la encontraría encaminándose hacia el baño o la cocina con guantes de goma y una expresión resuelta en el rostro.

– ¿Te limpia el baño? -me preguntó Ángel una vez, como si le hubiese dicho que ella sacrificaba cabras con regularidad o jugaba al golf femenino-. Yo no limpio siquiera mi propio baño, y desde luego no limpiaría el baño de un desconocido.

– Yo no soy un desconocido, Ángel -expliqué.

– Oye -repuso-, cuando se trata de asuntos de baño, todo el mundo es un desconocido.

En la cocina, Louis desechaba alimentos agachado frente a la nevera y los dejaba en el suelo. Consultó la fecha de caducidad de unos fiambres pasados.

– Maldita sea, ¿es que compras toda esta comida en subastas?

Mientras telefoneaba para pedir unas pizzas me pregunté si, después de todo, había sido buena idea permitirles entrar en mi casa.

– ¿De quién se trata? -quiso saber Louis.

Estábamos sentados a la mesa de la cocina hablando del fragmento de arcilla que había dejado el asesino de Paragon, mientras esperábamos a que llegase la comida.

– Al Z me contó que se hace llamar Golem y el padre de Epstein me lo confirmó. Es lo único que sé. ¿Has oído hablar de él?

Negó con la cabeza.

– Eso significa que es muy bueno, o un aficionado. Aun así, el nombre es guapo.

– Sí, ¿y por qué no puedes tener tú un nombre como ése? -preguntó Ángel.

– Eh, Louis es un nombre guapo.

– Sólo si eres el rey de Francia. ¿Creéis que le sonsacó mucho a Paragon?

– Ya habéis visto lo que le hizo -contesté-. Probablemente Paragon le contó todo lo que recordaba desde la escuela primaria.

– ¿Ese tal Golem sabe más que nosotros, pues?

– Todo el mundo sabe más que nosotros.

Se oyó parar un coche ante la casa.

– El pizzero -dije.

En torno a la mesa, nadie más hizo ademán de sacar la cartera.

– Por lo que se ve, la cena corre de mi cuenta.

Fui a la puerta y tomé las dos cajas de pizzas de manos del chico. Cuando le entregué el dinero, me habló en voz baja.

– No quiero preocuparle, pero hay un tipo vigilando su casa.

– ¿Dónde? -pregunté.

– Por encima de mi hombro derecho, entre los árboles.

– No le mires -dije-. Márchate como si no pasase nada.

Le di otros diez dólares de propina y, cuando el coche se puso en marcha, eché una mirada a mi izquierda con toda naturalidad. Entre los árboles flotaba algo blanco en la oscuridad: el rostro de un hombre. Entré de nuevo en casa, desenfundé la pistola y anuncié en voz baja:

– Chicos, tenemos compañía.

Salí al porche con la pistola al costado. Ángel me siguió empuñando su Glock. Louis no estaba a la vista, pero supuse que había ido ya a dar la vuelta por detrás de la casa. Bajé lentamente del porche y, sin levantar la pistola, avancé hasta que tuve una perspectiva más clara del mirón. Le vi la cara y el cuero cabelludo sin pelo, la piel pálida, los labios finos y los ojos oscuros. Mantenía las manos ligeramente separadas de los costados para demostrarme que las tenía vacías. Vestía un traje negro con camisa blanca y corbata negra bajo un largo abrigo también negro. Se parecía al hombre que había eliminado a Lester Bargus y probablemente también a Carter Paragon.

– ¿Quién es? -preguntó Ángel entre dientes.

– Imagino que es el tipo del nombre guapo.

Me agaché, dejé la pistola en el suelo y me dirigí hacia él.

– Bird -dijo Ángel con un tono de advertencia en la voz.

– Está en mi propiedad -respondí-, y sabe que es mía. Lo que tiene que decir, sea lo que sea, ha venido a decírmelo a la cara.

– Entonces mantente a la derecha -me indicó-. Si intenta algo, quizá pueda liquidarlo antes de que te mate.

– Gracias. Ya me siento más seguro -respondí, pero me situé a la derecha como me había indicado.

Cuando llegué a unos pasos de él, alzó una de sus blancas manos.

– Ya no hace falta que se acerque más, señor Parker. -Tenía un acento poco común, con extrañas inflexiones europeas-. Sugiero que su amigo también deje de avanzar por el bosque. Aquí no voy a causarle daño a nadie.

Me detuve y, levantando la voz, dije:

– Louis, todo en orden.

A unos cinco metros a mi izquierda, una silueta oscura se separó de los árboles apuntando con su arma al frente. Louis no bajó la pistola, pero tampoco siguió adelante.

De cerca, el Golem era asombrosamente blanco, sin color en los labios ni en las mejillas y con sólo unas tenues manchas oscuras bajo los ojos. Éstos eran de un azul deslavazado, casi sin vida. Unidos a la ausencia de vello en la cara, le daban el aspecto de un maniquí de cera inacabado. Tenía unas profundas cicatrices en el cuero cabelludo y en el lugar donde deberían haber estado las cejas. Reparé en otro detalle: tenía la piel de la cara seca y escamosa en alguna zona, como un reptil en el momento de la muda.

– ¿Quién es usted? -pregunté.

– Me parece que ya sabe quién soy.

– El Golem -dije.

Esperaba que asintiese, quizás incluso que sonriese, pero no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que replicó:

– El Golem es un mito, señor Parker. ¿Cree usted en los mitos?

– Antes no, pero más de una vez he podido comprobar que me equivocaba. Ahora procuro mantener una actitud abierta. ¿Por qué ha matado a Carter Paragon?

– La pregunta es en realidad por qué he hecho daño a Carter Paragon. Por la misma razón por la que usted ha entrado en su casa una hora después: para averiguar qué sabía. Su muerte ha sido una consecuencia, no el resultado de una intención.

– También mató a Lester Bargus.

– El señor Bargus suministraba armas a hombres malvados -se limitó a contestar-. Pero ya no.

– No estaba armado.

– Tampoco el rabbi. -Lo pronunció en hebreo.

– Ojo por ojo -dije.

– Quizá. También sé cosas de usted, señor Parker. No creo que esté en situación de juzgarme.

– No le juzgo. Lester Bargus era un hombre despreciable y nadie le echará de menos, pero por lo que he observado a lo largo de mi vida, la gente dispuesta a atacar a un hombre desarmado no tiene, por lo general, muchos escrúpulos a la hora de elegir a quien mata. Eso me preocupa.

– Le repito que no es mi intención causarles daño alguno a usted y sus amigos. El hombre a quien busco se hace llamar Pudd. Usted lo conoce, creo.

– Lo he visto en alguna ocasión.

– ¿Sabe dónde está?

Por primera vez asomó a su voz cierta ansiedad. Supuse que o bien Paragon había muerto antes de contárselo todo, o bien, más interesante aún, que no había podido revelarle a su asesino dónde tenía Pudd su cubil porque no lo sabía.

– Todavía no. Pero me propongo averiguarlo.

– Sus intenciones y las mías pueden entrar en conflicto.

– Tal vez los dos tengamos objetivos parecidos -sugerí.

– No, no es así. Los suyos son una cruzada moral. Quienes me han encargado a mí esta tarea tienen una meta más específica.

– ¿La venganza?

– Yo hago lo que se me exige -respondió-. Ni más ni menos. -Tenía una voz grave. Las palabras parecían reverberar dentro de él, como si fuese un hombre hueco, simple forma sin sustancia-. He venido a transmitirle un mensaje. No se interponga entre ese hombre y yo. Si lo hace, me veré obligado a actuar contra usted.

– Eso parece una amenaza.

Ni siquiera le vi moverse. Estaba frente a mí, con las manos vacías, y de pronto lo tenía a mi lado con una pequeña pistola de cañón corto apoyada en mi garganta, el doble cañón apuntándome hacia el cerebro. Desde la oscuridad, Louis proyectó el láser de la mira Beamshot en un intento de encontrar un blanco bien definido, pero mi cuerpo y la oscuridad de la ropa del Golem protegían a éste de Louis y de Ángel.

– Dígales que retrocedan, señor Parker -susurró, tenía la cabeza justo detrás de la mía-. Quiero que me acompañe al coche. Tiene dos segundos.

Acto seguido les transmití a gritos su advertencia, y Louis apagó el rayo de la mira. El Golem tiró de mí guiándome a través de los árboles. Se le había subido la manga del abrigo y vi en su brazo el primero de los pequeños números azules marcados en su piel. Era un superviviente de los campos de concentración. Advertí asimismo que no tenía huellas digitales. En lugar de eso, la piel y la carne parecían haberse hundido, creando una cicatriz arrugada e irregular en la yema de cada dedo. Fuego, pensé. Aquello se debía al fuego: las cicatrices de la cabeza, la desaparición de las huellas digitales.

¿Cómo se crea un demonio de arcilla?

Se cuece en un horno.

Cuando llegamos al coche, me obligó a situarme frente a la puerta del conductor mientras él se sentaba al volante sin apartar el arma de mi columna vertebral.

– Recuerde, señor Parker -dijo a mis espaldas-. No entorpezca mi trabajo.

A continuación, agachando la cabeza, se alejó a gran velocidad.

Louis y Ángel salieron de entre los árboles. Temblando, me llevé la mano a la garganta y me palpé las dos marcas que me había dejado al hincarme la pistola en la carne.

– ¿Crees que habrías podido darle antes de que me matase? -pregunté mientras las luces del coche se desvanecían a lo lejos.

Louis pensó por un momento.

– Probablemente no. ¿Crees que habría sangrado?

– No. Creo que simplemente se habría resquebrajado.

– ¿Y ahora qué? -dijo Ángel.

– Ahora cenemos -propuse, aunque no estaba seguro de si mi estómago retendría la comida. Nos encaminamos a la casa.

– Desde luego te buscas personas muy pintorescas para enemistarte -comentó Louis a la vez que se colocaba junto a mí.

– Sí -respondí-. Supongo que sí.

Los tres oímos al mismo tiempo cómo se acercaba el coche por detrás. Entró en el jardín a cierta velocidad y nos quedamos paralizados bajo los haces de sus faros con las armas en alto y los ojos desorbitadamente abiertos. El conductor apagó las luces al instante. Todavía parpadeando, nos dispersamos a izquierda y derecha. Tras un momento de silencio, se abrió la puerta del conductor y la voz de Rachel Wolfe dijo:

– Muy bien, ya no vais a tomar más café. Nunca.

Después de la cena, Rachel fue a darse una ducha. Mientras Ángel se tomaba una cerveza junto a la ventana, Louis, sentado a la mesa, terminaba una botella de vino. Era un blanco sauvignon de Flagstone, de una nueva bodega de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Louis recibía dos veces al año dos cajas de surtido variado importadas especialmente y se había traído dos botellas en el maletero del coche. Él y Rachel se habían pasado tanto rato elogiándolo embobados que pensé que uno de los dos había dado a luz a la botella.

– Si eres detective privado, ¿cómo es que no tienes despacho? -preguntó Ángel por fin.

– No puedo permitirme un despacho. Si tuviese un despacho, tendría que vender la casa y dormir en el escritorio.

– Tampoco habría tanta diferencia. En esta casa vieja apenas hay cosas. ¿Alguna vez te ha preocupado que entren ladrones?

– ¿Ladrones en general o uno en concreto que casualmente está en mi cocina en este preciso momento?

Frunció el entrecejo.

– En general.

– No tengo nada que valga la pena robar.

– A eso me refiero. ¿Te has parado a pensar en el efecto que causaría una casa grande y vacía como ésta en alguien que se tomase la molestia de entrar por la fuerza? Más te vale que no sea agorafóbico o, si no, te las verás con una demanda.

– ¿A qué te dedicas, a organizar la Asociación Local en Defensa del Ladrón?

– No, sólo comento lo que veo, como simple observador, y lo que veo es una cocina en un estado lamentable.

– ¿Qué insinúas?

– ¿Qué insinúo siempre? Necesitas compañía.

– Estoy pensando en comprarme un perro.

– No me refería a eso, y tú lo sabes. ¿Hasta cuándo te propones mantenerla a distancia? ¿Hasta que te mueras? No sé si sabes que no os enterrarán uno al lado del otro. Bajo tierra no os tocaréis.

– La oportunidad sólo llama a la puerta una vez, tío -añadió su compañero arrastrando las palabras-. No llama una vez, y luego otra, y luego deja una nota pidiéndote que le devuelvas la visita cuando hayas resuelto tus malos rollos.

Detrás de nosotros se oyeron las pisadas de unos pies descalzos sobre la madera. Rachel apareció en la puerta secándose el pelo. Louis me lanzó una mirada, se puso en pie y dejó la botella vacía en la caja de la basura reciclable.

– Hora de irse a la cama -dijo. Al llegar a la puerta, señaló a Ángel con el mentón-. Para ti también. -Dio un beso a Rachel en la mejilla y se encaminó hacia el coche.

– Y vosotros dos, niños, no os quedéis despiertos hasta tarde besuqueándoos y demás -agregó Ángel con una sonrisa, y después se adentró en la noche detrás de Louis.

– Unidos por dos alcahuetes homosexuales y armados -dije cuando oímos alejarse el coche-. Será algo para contarles a nuestros nietos.

Rachel me miró como intentando decidir si mi comentario era frívolo o no. Sinceramente, yo mismo no estaba seguro.

No se anduvo por las ramas.

– ¿Contrataste a alguien para vigilarme en Boston? -preguntó.

– ¿Te diste cuenta? -Me quedé impresionado, aunque me pareció que el sentimiento no era mutuo.

– Supongo que estaba alerta. Hice una llamada para verificar el número de matrícula de su coche cuando cambiaron de turno. Uno de ellos me ha seguido hasta la puerta de tu casa.

El hermano de Rachel había sido policía, muerto en acto de servicio hacía unos años. Ella aún conservaba amigos en distintos cuerpos de policía.

– Estaba preocupado por ti.

Levantó la voz.

– Ya te lo dije: no quiero que te sientas obligado a protegerme.

– Rachel, esta gente es peligrosa -contesté-. También me preocupa Ángel, pero él al menos lleva un arma. ¿Qué habrías hecho si hubiesen ido a por ti? ¿Tirarles platos?

– Tendrías que habérmelo dicho.

Descargó una violenta palmada en la mesa. En su mirada advertí auténtica ira.

– Si te lo hubiese dicho, ¿lo habrías permitido? Te quiero, Rach, pero eres tan tozuda que podrías dirigir un sindicato.

Parte de la rabia desapareció de sus ojos y, sobre la mesa, su mano se contrajo en un puño, que empezó a temblar al disminuir gradualmente la tensión.

– ¿Cómo podemos estar juntos si siempre tienes miedo de perderme? -preguntó con ternura.

Me acordé de los muertos de St. Froid, congregados en una estrecha calle de Portland. Me acordé de James Jessop y la figura que había visto brevemente inclinada sobre él, la Señora del Verano. Ya la había visto antes: en un vagón de metro; frente a la casa de Scarborough; y en una ocasión reflejada en la ventana de mi cocina, como si estuviese detrás de mí, pero cuando me volví, no había nadie. Sentado en el Chumley's hacía sólo unas cuantas noches me había parecido que era posible reconciliarse con el pasado. Pero eso fue antes de ver la cabeza de Mickey Shine empalada en un árbol, antes de ver a James Jessop surgir de un bosque oscuro y sujetarme la mano. ¿Cómo podía llevar a Rachel a ese mundo?

– No puedo competir con los muertos -dijo ella.

– No te pido que compitas con los muertos.

– Si lo pides o no, no es el problema -se sentó frente a mí, apoyó la barbilla en las palmas de las manos y me miró con una expresión triste y distante.

– Lo estoy intentando, Rachel.

– Lo sé -dijo ella-. Lo sé.

– Te quiero. Deseo estar contigo.

– ¿Cómo? -susurró y agachó la cabeza-. ¿Los fines de semana en Boston, o los fines de semana aquí?

– ¿Y si fuese sólo aquí? -Levantó la vista, como si no estuviese segura de haber oído bien-. Lo digo en serio.

– ¿Cuándo? ¿Antes de que llegue a vieja?

– A más vieja.

Me dio una bofetada en broma y yo alargué el brazo para acariciarle el pelo. Me dirigió una parca sonrisa.

– Todo llegará -dije, y la noté asentir con la cabeza bajo mi mano-. Y no tardará, te lo prometo.

– Más vale -dijo en voz tan baja que casi tuve la sensación de haber oído sus pensamientos. La abracé y de algún modo presentí que tenía algo más que decir, pero guardaba silencio. Al cabo de un rato, cuando su calor se extendió por mi cuerpo, preguntó-: ¿Qué clase de perro piensas comprar?

Le sonreí. Probablemente había sentido toda mi conversación con Ángel y Louis. Sospeché que ésa había sido la intención de ellos.

– Aún no lo he decidido. Quizá tú podrías ayudarme a elegir uno.

– Eso es muy típico de las parejas.

– Bueno, somos una pareja.

– Pero no una pareja normal.

– No. Louis nunca nos lo perdonaría si lo fuésemos.

Me besó y le devolví el beso. El pasado y el futuro se alejaron de nosotros como acreedores temporalmente rechazados, y sólo nos envolvió la breve y fugaz belleza del presente. Esa noche la estreché entre mis brazos mientras dormía e intenté imaginar nuestro futuro juntos, pero éste pareció perdérseme entre marañas y recovecos. Sin embargo, al despertar tenía el puño firmemente cerrado, como si hubiese atrapado algo de vital importancia en mis sueños y me negase a dejarlo escapar.

21

Acostado con Rachel, escuché el creciente ululato de un papamoscas entre las copas de los árboles. Su estancia en Nueva Inglaterra sería breve; probablemente había llegado en la última semana y se marcharía a finales de septiembre, pero si conseguía eludir a los halcones y a los búhos, su pequeño vientre amarillo pronto se llenaría de los más variados insectos cuando se produjese el desenfrenado aumento de la población de bichos. Las primeras moscardas volaban ya en círculos, con un brillo voraz en los grandes ojos verdes. Pronto se les unirían los tábanos y las langostas, las garrapatas y las crisopas. En la marisma de Scarborough convergirían nubes de mosquitos dorados; los machos se alimentaban de los jugos de las plantas mientras las hembras recorrían las aguas y las inmediaciones de los caminos y de las carreteras en busca de manjares más suculentos.

Y los pájaros comerían, y las arañas engordarían a su costa.

A mi lado, Rachel murmuró en sueños, y yo noté su cálida espalda contra el vientre, la línea de su columna vertebral bajo la piel cálida parecía un camino de piedras alfombrado de nieve recién caída. Me incorporé con cuidado para mirarla a la cara. Tenía unos mechones de pelo rojo atrapados entre los labios, y se los aparté con delicadeza. Aún con los ojos cerrados, sonrió y me rozó el muslo suavemente con los dedos. La besé con ternura detrás de la oreja y ella hundió la cabeza en la almohada, descubriéndome su cuello mientras yo recorría su contorno hacia el hombro y el hueco de la garganta. Arqueó el cuerpo apretándose contra mí, y cualquier otro pensamiento se perdió entre la luz del sol y los trinos de los pájaros.

Era casi mediodía cuando dejé a Rachel cantando en el cuarto de baño para ir a comprar panecillos y leche, consciente aún del peso de la Smith & Wesson en la funda bajo el brazo. Me inquietaba la facilidad con que había recuperado la antigua rutina de armarme antes de salir de casa, incluso para algo tan elemental como una visita a la tienda.

A pesar de lo tarde que era aquella mañana, aún albergaba la esperanza de encontrar a Marcy Becker ese mismo día. Las circunstancias me habían obligado a aplazar la búsqueda, pero estaba cada vez más convencido de que ella era la clave de lo que había ocurrido la noche que murió Grace Peltier, una pieza más de un rompecabezas cuyas dimensiones sólo comenzaba a vislumbrar. Faulkner, o algo de él, había sobrevivido. Él, en connivencia con otros, asesinó a los Baptistas de Aroostook y a su propia esposa y luego desapareció para resurgir al cabo del tiempo oculto tras la organización conocida como la Hermandad. Paragon simplemente había sido una fachada, un títere. Faulkner era la verdadera Hermandad, la sustancia detrás de la sombra, y Pudd era su espada.

Aparqué y alcancé la bolsa de comida del asiento delantero. Aún estaba poniendo en orden mis pensamientos, combinando posibilidades, cuando llegué a la puerta de la cocina. La abrí y algo blanco se alzó del suelo y revoloteó por el aire debido a la corriente.

Era el envoltorio de un terrón de azúcar.

Rachel estaba en el pasillo, y Pudd, junto a ella, la obligó a entrar en la cocina a empujones. La había amordazado con un pañuelo e inmovilizado los brazos a la espalda.

Detrás de ella, Pudd se detuvo.

Dejé caer la bolsa y me llevé la mano a la pistola. Simultáneamente, Rachel forcejeó entre las manos de Pudd y, con un único movimiento, echó la cabeza atrás contra su cara, acertándole en el puente de la nariz. Pudd se tambaleó y la abofeteó con el dorso de la mano. Cuando mis dedos rozaban ya la culata de la Smith & Wesson, algo me golpeó con fuerza un lado de la cabeza y me desplomé al tiempo que un intenso dolor blanco me traspasaba el cerebro. Sentí unas manos en el costado, y mi pistola desapareció a la vez que gotas rojas estallaban como rayos solares en la leche derramada. Intenté levantarme, pero me resbalé al apoyar las manos en el suelo mojado y me noté las piernas pesadas y torpes. Al alzar la mirada, vi a Pudd descargar una lluvia de golpes sobre la cabeza de Rachel mientras ella caía al suelo. Pudd tenía la cara y la palma de la mano ensangrentadas. A continuación recibí un segundo impacto en la cabeza, seguido de un tercero, y no sentí nada más durante lo que pareció mucho rato.

Recobré el conocimiento lenta y laboriosamente, como si avanzase con dificultad a través de aguas rojas y profundas. Tenía la vaga conciencia de que Rachel estaba sentada en una silla de la cocina junto a la mesa, vestida aún con su bata blanca de algodón. Se le veían los dientes a causa del tenso pañuelo que le impedía cerrar la boca y tenía las manos atadas a la espalda. Su. rostro presentaba magulladuras en la mejilla y el ojo izquierdo y la sangre le corría por la frente y le resbalaba por la cara hasta manchar la mordaza. Me miró con expresión suplicante y dirigió los ojos desesperadamente a mi derecha, pero, cuando intenté mover la cabeza, recibí otro golpe y todo quedó a oscuras.

Permanecí en estado de semiinconsciencia durante un rato. Con lo que parecían ser trozos de cable me habían atado los brazos separados, cada muñeca amarrada a uno de los barrotes de la silla. Se me hincaron en la piel cuando intenté moverme. Sentía un dolor atroz en la cabeza y la sangre me cubría los ojos. A través de la bruma oí decir:

– Así que éste es el hombre.

Era la voz de un anciano, débil y cascada como la de una grabación escuchada en una radio antigua. Traté de levantar la cabeza, vi que algo se movía en la penumbra del pasillo de la casa: una figura un poco encorvada, envuelta en negro. Otra silueta más alta la acompañaba, y pensé que quizás era una mujer.

– Me parece que deberías marcharte ya -dijo una voz masculina.

Reconocí el tranquilo y cuidadoso ritmo que adoptaba el señor Pudd al hablar.

– Preferiría quedarme -fue la respuesta de la voz, ahora más cerca de mí-. Ya sabes lo mucho que me gusta verte trabajar.

Sentí unos dedos en la barbilla mientras el viejo hablaba, y me llegó un olor a salitre y cuero. El hedor de la descomposición interna se percibía en su aliento. Hice el esfuerzo de abrir los ojos por completo, pero la habitación dio vueltas y sólo fui consciente de la presencia del viejo, del modo en que sus dedos me agarraban la cara, palpando la estructura ósea bajo la piel. Deslizó la mano hasta mi hombro y luego me recorrió las manos y los dedos.

– No -contestó Pudd-. Ya ha sido una imprudencia que vinieses precisamente hoy. Tienes que marcharte.

Oí una exhalación de hastío.

– Los ve, ¿sabes? -comentó el anciano-. Lo percibo en él. Es un hombre poco común, un hombre atormentado.

– Acabaré con su sufrimiento.

– Y con el nuestro -dijo el viejo-. Tiene huesos fuertes. No le estropees los dedos ni los brazos. Los quiero.

– ¿Y la mujer?

– Haz lo que tengas que hacer, pero la promesa de perdonarle la vida quizás induzca a su amante a cooperar.

– Pero ¿y si muere?

– Tiene una piel hermosa. Puedo utilizarla.

– ¿Cuánta? -preguntó Pudd.

Se produjo una pausa.

– Toda -contestó el viejo.

Oí unos pasos en la cocina a mi lado. La película roja que me cubría los ojos se desvanecía a medida que parpadeaba para quitarme la sangre. Vi a la mujer extraña y sin nombre con cicatrices en el cuello que me miraba con los ojos entornados rebosantes de odio. Me tocó la mejilla con los dedos y me estremecí.

– Marchaos ya -dijo el señor Pudd.

Ella se quedó junto a mí por un momento y luego se alejó casi con pesar. Vi cómo se fundía con las sombras, y después dos figuras cruzaron la puerta entreabierta de la entrada y salieron al jardín. Intenté seguirlos con la mirada hasta que una bofetada en la mejilla me obligó a volverme y alguien apareció en mi ángulo de visión, una mujer vestida con pantalón y jersey azules, el pelo suelto sobre los hombros.

– Señorita Torrance -dije con la boca seca-. Espero que el señor Paragon le haya dejado buenas referencias antes de morir.

Me golpeó en la nuca. No fue un golpe fuerte. No era necesario. Me dio en el mismo punto en que había recibido los golpes anteriores. Casi podría haberse visto el dolor, como relámpagos en el cielo nocturno, y sentí náuseas. Dejé caer la cabeza apoyando el mentón en el pecho, y procuré contener el vómito. Desde la parte delantera de la casa me llegó el sonido de un coche que se alejaba, y después percibí un movimiento frente a mí, en la puerta de la cocina apareció un par de zapatos marrones. Recorrí los zapatos hasta los dobladillos del pantalón marrón, luego hasta la cintura un tanto tirante, la chaqueta marrón de cuadros y por último los ojos oscuros de párpados carnosos del señor Pudd.

Ofrecía un aspecto considerablemente peor que en nuestro último encuentro. Tenía los restos de la oreja derecha cubiertos de gasa y la nariz hinchada por el cabezazo de Rachel. Le quedaban restos de sangre en torno a los orificios nasales.

– Bienvenido, caballero -dijo sonriente-. Le doy la bienvenida con toda sinceridad.

Señaló a Rachel con la mano enguantada.

– Hemos tenido que buscarnos un entretenimiento mientras usted estaba fuera, pero dudo que su fulana tenga mucho que contarnos. En cambio usted, señor Parker, seguramente sabe mucho más.

Dio un paso al frente y se colocó junto a Rachel. De un solo movimiento le arrancó la manga de la bata y dejó a la vista la piel blanca del brazo, salpicada aquí y allá de pequeñas pecas marrones. La señorita Torrance, advertí, estaba en ese momento de pie ante mí y un poco a mi derecha, apuntándome con su Khar K9; mi Smith & Wesson se encontraba en la funda sobre la mesa. Los restos de mi teléfono móvil se hallaban esparcidos por el suelo y vi que habían arrancado el cable del teléfono en la cocina.

– Como usted sabe, señor Parker, buscamos algo -comenzó a explicar Pudd-, algo que nos quitó la señorita Peltier. Ese objeto está aún en paradero desconocido. Como lo está también, creemos ahora, un pasajero que viajaba en el coche con la difunta señorita Peltier poco antes de que muriese. Pensamos que quizás ese individuo tiene el objeto que buscamos. Nos gustaría que nos confirmase usted la identidad de esa persona para que podamos recuperarlo. También nos gustaría que nos contase todo lo que ocurrió entre usted y el difunto señor Al Z, el contenido de la conversación que mantuvo con el señor Mercier hace dos noches, y todo lo que sepa del hombre que mató al señor Paragon.

No contesté. Pudd guardó silencio durante unos treinta segundos y luego lanzó un suspiro.

– Sé que es usted un hombre muy obstinado. Creo que quizás estaría incluso dispuesto a morir con tal de no proporcionarme lo que quiero. Admito que es muy loable dar la vida para salvar otra. En cierto sentido, eso es lo que nos ha llevado a este punto. Al fin y al cabo, todos somos fruto del sacrificio de un hombre, ¿no es así? Y usted, señor Parker, morirá hable o no. Su vida está a punto de acabar. -Se inclinó por encima del hombro de Rachel y, agarrándole la barbilla, la obligó a mirarme-. Pero ¿está dispuesto a sacrificar la vida de otro para proteger a quien acompañaba a Grace Peltier o para alimentar su extraña cruzada? Ésa es la verdadera prueba: ¿Cuántas vidas vale esa persona? ¿Ha llegado usted a conocer siquiera al individuo en cuestión? ¿Puede alguien que no conoce tener más valor para usted que la vida de esta mujer? ¿Tiene derecho a entregar la vida de la señorita Wolfe para salvaguardar sus principios? -Soltó la mandíbula de Rachel e hizo un gesto de indiferencia-. Son preguntas difíciles, señor Parker, pero tenga por seguro que en breve conseguiremos las respuestas.

Recogió del suelo un maletín grande de plástico con pequeños orificios en la superficie. Lo colocó en la mesa junto a su Beretta y lo abrió de cara a mí. Contenía cinco recipientes. Tres de ellos eran cajas de diez o doce centímetros de largo y los otros dos eran simples frascos de hierbas y especias adaptados para su finalidad.

Extrajo los dos frascos de especias, que eran de los reutilizables con la tapa perforada. En cada uno de ellos, algo pequeño con múltiples patas palpaba el cristal con un pequeño apéndice en alto. Pudd dejó uno de los frascos en la mesa y se aproximó a mí con el otro, que sostenía con delicadeza entre el pulgar y el índice para que yo viese el contenido con toda claridad.

– ¿Reconoce esto? -preguntó.

Dentro del frasco, la araña reclusa marrón se levantó contra el cristal mostrando su abdomen y sondeando el aire con las fibrosas patas antes de retroceder. En el cefalotórax tenía una diminuta marca de color marrón más oscuro, en forma de violín, a la que la araña debía su nombre común de araña violín.

– Es una reclusa, señor Parker, Loxosceles reclusa. Le he contado lo que les hizo usted a sus hermanas en el buzón. Las quemó vivas. Eso no me parece muy justo.

Acercó el frasco a un par de centímetros de mis ojos y lo agitó con suavidad. Dentro, la araña, cada vez más nerviosa, recorrió desoladamente el reducido espacio moviendo las patas sin cesar.

– Algunas personas consideran a las reclusas unos arácnidos dañinos y repugnantes; yo, en cambio, las admiro. Poseen una agresividad extraordinaria. A veces les doy de comer viudas negras, y le sorprendería ver con qué rapidez una viuda se convierte en un sabroso refrigerio para una familia de reclusas.

»Pero el aspecto más interesante, señor Parker, es el veneno. -Le brillaron intensamente los ojos bajo los párpados, y percibí un tenue olor procedente de él, un hedor químico y desagradable, como si su cuerpo, conforme crecía su excitación, hubiese empezado a segregar su propia toxina-. El veneno que utiliza para atacar a los humanos no es el mismo que el que emplea para paralizar y matar a los insectos de que se alimenta. En el veneno que utiliza contra nosotros, hay un componente más, una toxina adicional. Es como si esta pequeña araña fuese consciente de nuestra existencia, lo hubiese sido siempre, y hubiese encontrado una manera de hacernos daño. Una manera en extremo desagradable.

Se alejó hasta situarse de nuevo junto a Rachel. Le rozó la mejilla con el frasco. Ella rehuyó el contacto, y vi que había empezado a temblar. Las lágrimas le resbalaban desde los ojos. El señor Pudd dilató las aletas de la nariz, como si olfatease en ella el miedo y la aversión.

Pero Rachel me miró de pronto y movió la cabeza una vez en un discreto gesto de negación.

– El veneno provoca necrosis. Vuelve a los glóbulos blancos contra su propio organismo. La piel se hincha y comienza a corromperse y el cuerpo es incapaz de reparar el daño. Algunas personas sufren mucho, las hay que incluso mueren. Supe de un hombre que murió en menos de una hora después de la picadura. Resulta asombroso que semejante sufrimiento pueda causarlo una araña tan pequeña, ¿no cree? El difunto señor Shine experimentó una revelación íntima de su forma de actuar, como sin duda le contó a usted antes de morir.

»Sin embargo, a algunas personas no les afecta en absoluto. El veneno sencillamente no surte en ellas el menor efecto. Y eso es lo que da interés a esta pequeña prueba. A menos que me diga lo que quiero saber, voy a depositar la reclusa sobre la piel de su fulana. Es probable que ella ni siquiera sienta la picadura. Luego esperaremos. Para que el antídoto contra el veneno de la reclusa sea eficaz, debe administrarse antes de media hora. Si usted no colabora, me temo que estaremos aquí mucho más tiempo. Empezaremos por los brazos y luego seguiremos con la cara y los pechos. Si aun así no conseguimos conmoverle, puede que haya que pasar a otros de mis especímenes. Tengo una viuda negra en el maletín, y una araña de arena de Sudáfrica por la que siento especial cariño. Podrá saborearla en su boca mientras muere. -Levantó el pequeño frasco-. Por última vez, señor Parker, ¿quién era el otro pasajero y dónde está ahora esa persona?

– No lo sé -contesté-. Todavía no lo he averiguado.

– No le creo.

Lentamente, Pudd empezó a desenroscar el tapón del frasco.

Me revolví en la silla cuando acercó de nuevo el frasco a Rachel. Pudd interpretó el movimiento como indicio de mi inquietud, y eso le excitó más aún. Pero se equivocaba. Aquéllas eran sillas viejas. Llevaban en la casa prácticamente cincuenta años. Se habían roto, habían sido arregladas y se habían vuelto a romper. Ejerciendo presión con los hombros y retorciendo la mano, noté que el barrote del respaldo de mi silla se aflojaba. Empujé con los hombros y oí un ligero crujido. El barrote subió casi un centímetro cuando el armazón de la silla comenzó a desmontarse.

– Es verdad -dije-. No lo sé.

Agarré el barrote más firmemente con la mano derecha y noté que giraba en la entalladura. Casi se había desprendido. A mi lado, la señorita Torrance tenía toda su atención puesta en Rachel y en la araña. Pudd abrió el tapón y volvió el frasco del revés, y la reclusa quedó atrapada sobre la piel del brazo de Rachel. Vi cómo reaccionaba la araña cuando Pudd agitó un poco el frasco incitándola a picar. Rachel, con los ojos desorbitados, dejó escapar un grito ahogado tras la mordaza. Junto a ella, Pudd abrió la boca y emitió una ronca exclamación cuando la araña le picó. A continuación me miró con un placer absoluto y perverso.

– ¡Malas noticias, señor Parker! -dijo al tiempo que el barrote se soltaba y yo, girando la muñeca, se lo hincaba a la mujer en el costado izquierdo con toda mi fuerza. Noté una breve resistencia antes de que se desgarrase la piel entre la tercera y la cuarta costillas y la traspasase. Ella lanzó un alarido en el momento en que yo me levantaba. Le golpeé en la cara con la frente y se desplomó contra el fregadero dejando caer el arma. Simultáneamente, Rachel desplazó su peso en la silla y la volcó hacia atrás obligando a Pudd a apartarse de la mesa. Con la silla colgándome todavía de la mano izquierda, alcancé mi pistola y descerrajé dos tiros en dirección a Pudd. Él los esquivó abalanzándose hacia el pasillo, y del marco de la puerta volaron varias astillas.

Junto a mí, la mujer me lanzaba manotazos a las piernas. Sin mirar, le asesté una patada y sentí cómo le alcanzaba. Los manotazos cesaron. Me liberé de los restos de la silla y salí al pasillo justo a tiempo de ver abrirse la puerta delantera y desaparecer a la derecha el cuerpo alargado de Pudd. Corrí por el pasillo, me aventuré a echar un rápido vistazo por la puerta y escondí raudo la cabeza al sonar los disparos. Tenía una segunda arma. Tras respirar hondo, rodé por el porche y empecé a disparar, notando el retroceso de la Smith & Wesson en la mano derecha. Pudd se escabulló entre los árboles y le seguí. Al oír que el coche arrancaba apreté el paso. Segundos después, el Cirrus salió de su escondite. Continué disparando hasta vaciar el cargador mientras él bajaba por el camino de acceso y se alejaba por Mussey Road. La luna posterior se hizo añicos y una luz trasera estalló. Lo dejé ir y regresé rápidamente a la casa para desatar a Rachel. Ella retrocedió de inmediato hacia el pasillo, donde se quedó hecha un ovillo frotándose sin cesar la zona en que le había picado la reclusa.

La mujer avanzaba a rastras hacia la puerta con el barrote aún hundido en el costado, iba dejando un rastro de sangre negra en el suelo. Tenía la nariz rota y un ojo semicerrado por efecto de mi patada. Me miró con los ojos empañados cuando me incliné sobre ella, y vi cómo su mirada y su vida se apagaban.

– ¿Adónde ha ido? -pregunté con ira.

Movió la cabeza en un gesto de negación y me escupió sangre a la cara. Agarré el barrote y lo hice girar. Apretó los dientes de dolor.

– ¿Adónde ha ido? -repetí.

La señorita Torrance golpeó el suelo con una mano. Abrió la boca tanto como le fue posible mientras se retorcía y contorsionaba, y finalmente la recorrió un espasmo. Solté el barrote y me aparté de ella al ver que ponía los ojos en blanco y moría. La registré, pero no llevaba documentación encima ni indicio alguno de dónde podía tener Pudd su base. En un gesto de rabia impotente le asesté una patada en las piernas. Luego inserté un cargador de reserva en la pistola y acompañé a Rachel a mi coche.

22

Telefoneé a Ángel y a Louis desde el Centro Médico de Maine, pero no los encontré en su habitación del hotel. Luego llamé al Departamento de Policía de Scarborough. Informé de que una pareja había entrado por la fuerza en mi casa y agredido a mi novia, y uno de ellos yacía muerto en el suelo de la cocina. Les facilité asimismo una descripción del Cirrus con el que el señor Pudd se había marchado, incluyendo la rotura de la luna trasera y la luz de posición.

El Departamento de Policía de Scarborough estaba provisto de QED, o distribución de misiones asistida por ordenador, lo que significaba que se asignaría un coche patrulla a la casa de inmediato. Además, alertarían a los departamentos de localidades vecinas y a la policía del estado en un esfuerzo por localizar a Pudd antes de que se deshiciese del automóvil.

En el centro médico de Maine administraron el antídoto a Rachel después de hacerle contestar a un sinfín de preguntas de las que yo no tuve conocimiento. Luego, para que descansara, la acostaron sobre una camilla en una sección aislada por una cortina. Por entonces Ángel y Louis ya habían recibido mi mensaje, y Ángel estaba ahora sentado junto a ella, hablándole con dulzura, mientras Louis esperaba en el coche. Cierta gente aún hacía preguntas sobre los acontecimientos ocurridos en Dark Hollow el invierno del año anterior, y Louis llamaba mucho más la atención que Ángel.

Rachel no habló durante el viaje al hospital. Temblorosa, se limitó a mantener la mano apoyada en la zona donde le había picado la araña. También había sufrido cortes y contusiones en la cabeza, pero no tenía conmoción cerebral y se pondría bien. A mí me habían hecho una radiografía y me habían dado diez puntos para cerrar la herida del cuero cabelludo. A primera hora de la tarde aún me sentía aturdido y embotado cuando llegó Ramos, uno de los inspectores de Scarborough, acompañado del inspector del departamento, Wallace MacArthur, y una carretada de preguntas. La primera fue: ¿Quién era la mujer muerta? Más aún: ¿Dónde estaba?

– Al irme, estaba allí tendida -respondí.

– Pues no estaba allí tendida cuando ha llegado a tu casa el primer coche patrulla. Había mucha sangre en el suelo de la cocina y también en el jardín, pero no una mujer muerta -explicó sentado frente a mí en una pequeña sala privada destinada normalmente a ofrecer consuelo a los familiares de pacientes recién fallecidos-. ¿Seguro que estaba muerta?

Asentí y tomé un sorbo de café tibio.

– Le clavé el barrote de una silla hasta la mitad, justo entre la tercera y la cuarta costilla, y empujé con fuerza. La vi morir. Es imposible que se haya levantado y se haya ido por su propio pie.

– ¿Crees que ese individuo, ese señor Pudd, ha vuelto a buscarla? -preguntó.

– ¿Han encontrado un maletín lleno de arañas en la mesa de mi cocina?

MacArthur negó con la cabeza.

– Entonces ha sido él.

Había asumido un gran riesgo; probablemente había dispuesto de apenas unos minutos para rescatarla.

– Sospecho que pretende mantener las aguas lo más revueltas posible -dije-. Sin la mujer no hay identificación concluyente, nada que pueda vincularla a él. Ni a nadie más -añadí.

– ¿Sabes quién es?

Asentí.

– Me parece que se llama Torrance. Era la secretaria de Carter Paragon.

– ¿El difunto Carter Paragon?

– Enseguida vuelvo -dije a MacArthur.

Por unos segundos me dio la impresión de que estaba tentado de sentarse sobre mí, agarrarme por el cuello y sacudirme hasta que desembuchase todo lo que sabía. No obstante, asintió de mala gana y me dejó ir.

Ángel se levantó y se fue discretamente hacia la ventana cuando me acerqué. Rachel estaba pálida, y el sudor le cubría la frente y el labio superior, pero me apretó la mano con fuerza cuando me senté en el borde de la cama.

– ¿Qué tal?

– Tengo más aguante del que tú te crees, Parker.

– Sé que tienes mucho aguante.

Movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

– Supongo que sí. -Miró en dirección a donde esperaban Ramos y MacArthur-. ¿Qué vas a decirles?

– Todo lo que pueda. -Pero ¿no todo lo que sabes?

– Eso sería poco prudente.

– Todavía tienes intención de visitar a los Becker, ¿no? -preguntó en un susurro.

– Sí.

– Te acompaño. Quizá yo consiga convencerles más fácilmente. Si tú y Louis os presentáis ante esa gente con vuestro actual ánimo, es probable que les deis un susto de muerte. Y si encontramos a Marcy, será útil una cara cordial.

Tenía razón.

– De acuerdo -contesté-. Descansa un rato, y luego nos marchamos. Nadie va a ir a ninguna parte sin ti.

Me dirigió una sonrisa complacida y me soltó la mano. Ángel volvió a tomar asiento junto a ella. Llevaba la Glock en una funda IWB al cinto, oculta bajo la larga camisa.

De la sala donde había dejado a MacArthur y a Ramos llegó un vocerío. Vi salir a Ramos a toda prisa. MacArthur lo seguía, pero se detuvo al verme.

– ¿Qué pasa?-pregunté.

– Un barco pesquero ha visto el yate de Jack Mercier a marcha lenta a unas dos millas mar adentro. La marea lo arrastra hacia la costa. -MacArthur tragó saliva-. Dice el capitán que ha visto un cuerpo atado al mástil.

El yate, llamado Revenant, había atracado en el puerto deportivo de Portland hacía cinco días. Era un Grady White Sailfish 25 de ocho metros de eslora, con dos motores fueraborda Suzuki de doscientos caballos. Su propietario había pagado 168 dólares por adelantado por una semana de amarradero, conforme a la tarifa establecida de tres dólares por día y por metro. El nombre, la dirección, el número de teléfono y la matrícula del barco que dio a los Portland Yacht Services, administradores del puerto deportivo, eran todos falsos.

Era un hombre de baja estatura, bizco y con la cabeza rapada. Pasó la mayor parte del tiempo dentro del barco o en las inmediaciones, durmiendo en el único compartimento. De día se sentaba en la cubierta con unos prismáticos en una mano, un teléfono móvil en la otra y un libro en el regazo. No habló con nadie y rara vez dejó el barco durante más de quince minutos. Daba la impresión de que mantenía la vista fija en las aguas de Casco Bay, de que vigilaba algo.

A primera hora de la mañana del sexto día, un grupo de seis personas -dos mujeres, cuatro hombres- subieron a bordo de un yate en la bahía. Era el Eliza May, un barco de veintiún metros de eslora construido hacía tres años por Hodgdon Yachts de East Boothbay. Tenía la cubierta de teca, y el casco de resina epoxídica, cristal y caoba sobre cedro de Alaska. Además de la vela Doyle para el mástil de veinticuatro metros de altura, iba provisto de un motor diesel Perkins de ciento cincuenta caballos y tenía capacidad para albergar a siete personas con toda comodidad. Estaba equipado con un radar cuyo radio de acción era de sesenta y cinco kilómetros, con GPS, loran y WeatherFax, así como con radio de banda única y VHF y un sistema de emergencia EPIRB. Le había costado a Jack Mercier más de dos millones y medio de dólares y era demasiado grande para el puerto de Scarborough, así que disponía de un atracadero permanente en Portland.

El Eliza May zarpó de Portland por última vez poco después de las seis de la mañana. El viento soplaba en dirección noroeste, hacía un tiempo magnífico para navegar, y a Mercier se le agitaba el cabello blanco cuando, al timón, dirigió el barco hacia el interior de Casco Bay. Deborah Mercier estaba sentada lejos de su marido, con la cabeza gacha. En esos momentos se habían unido al hombre bizco otras dos personas, una mujer de azul y un hombre pelirrojo y delgado vestido de marrón, ambos con cañas para la pesca del atún. Cuando el Eliza May salió hacia alta mar, el Revenant abandonó el puerto y lo siguió sin dejarse ver.

Alcancé a MacArthur en el ascensor.

– Mercier está implicado en esto -dije. Ya no tenía sentido

mantener en secreto el papel de Mercier.

– ¿Qué demonios…?

– Créeme. He estado trabajando para él. -Advertí que consideraba las opciones que le quedaban, así que decidí adelantarme a él-. Llévame. Te contaré lo que sé por el camino.

Se detuvo, me miró por un largo momento con expresión severa y extendió la mano.

– Puedes venir hasta Pine Point. Entrega el arma, Charlie -exigió.

A mi pesar, le di la Smith & Wesson. Tras extraer el cargador y comprobar la recámara, me la devolvió.

– Puedes dejársela a tu amigo.

Asentí, entré en el compartimiento de Rachel y le entregué la pistola a Ángel. Cuando me di media vuelta para marcharme, sentí un ligero tirón en la cintura y la frialdad de su Glock al deslizarse sobre mi piel. Alcancé mi chaqueta de la silla, me despedí de Ángel cortésmente-con un gesto y seguí a MacArthur.

La última entrada de Mercier en el diario de a bordo dejó constancia de que el Revenant se puso en contacto con el Eliza May poco después de las nueve de la mañana a unas cincuenta millas del puerto. El viento noroeste quizá fuese ideal para navegar, pero también podía arrastrar mar adentro a una embarcación con dificultades, y ése era el caso del Revenant. El aviso de socorro del Revenant llegó por VHF, pero sólo lo recibió el Eliza May, pese al hecho de que había otros dos barcos a dos y tres millas respectivamente. Habían puesto la radio a baja potencia, quizás un vatio, para evitar que otros oyesen la señal y contestasen. El Revenant se había quedado casi sin batería e iba a la deriva. Mercier cambió el rumbo y fue derecho a su muerte a toda velocidad.

Se lo conté casi todo a MacArthur, desde la primera entrevista que tuve con Jack Mercier hasta el encuentro de esa mañana con el señor Pudd. Las omisiones fueron pocas pero cruciales: dejé de mencionar a Marcy Becker, el asesinato de Mickey Shine y nuestro imprevisto hallazgo del cadáver de Carter Paragon. Tampoco hice referencia a mi sospecha de que un miembro de la policía del estado, posiblemente Lutz, Voisine o ambos, estaban implicados en la muerte de Grace Peltier.

– ¿Crees que Pudd mató a los Peltier?

– Es muy probable. La Hermandad, o al menos su cara pública, es sólo una fachada tras la que se esconde algo o alguien más. Grace Peltier lo averiguó, y eso bastó para que la mataran.

– Y Pudd pensó que Curtis Peltier estaba al corriente de lo que sabía Grace, y ahora piensa que quizá tú también lo sepas.

– Sí -contesté.

– Pero no lo sabes.

– Todavía no.

– Si Jack Mercier ha muerto, se va a armar una gorda -comentó MacArthur con vehemencia.

A su lado, Ramos asintió en silencio a la vez que MacArthur se volvía para mirarme.

– Y no creas que a ti no va a salpicarte también -añadió.

Fuimos por la Interestatal 1 en dirección sur y tomamos la 9 hacia la costa, dejando atrás la iglesia baptista de obra vista y el campanario blanco de la iglesia católica de San Judas. En el Departamento de Bomberos de Pine Point, en King Street, había siete u ocho coches en el aparcamiento y las puertas estaban abiertas de par en par. Un bombero vestido con vaqueros y una camiseta del departamento nos señaló hacia la cooperativa de pescadores de Pine Point, donde el Marine 4 ya estaba en el agua.

El Departamento de Policía de Scarborough utilizaba dos embarcaciones para el servicio en el mar. El Marine 1 era un bote hinchable de setenta caballos con base en Spurwink, al norte de Pine Point, que salía a la mar desde Ferry Beach. El Marine 4 era un Boston Whaler de seis metros y medio de eslora provisto de un motor Johnson de doscientos veinticinco caballos, con base permanente en la cooperativa de Pine Point y amarrado, cuando no se lo necesitaba, en el Departamento de Bomberos. Lo tripulaban cinco personas, todas ya a bordo cuando nos detuvimos ante el edificio blanco y gris de la cooperativa. El barco del capitán del puerto estaba junto al Whaler, y había a bordo dos agentes del Departamento de Policía de Scarborough. Los dos portaban escopetas Mossberg de calibre doce, las armas reglamentarias en los coches patrulla de Scarborough. Otros dos policías a bordo del Whaler iban armados con fusiles M-16. Todos llevaban impermeables azules. Los pescadores observaban con curiosidad desde el muelle.

Ramos y MacArthur se pusieron los impermeables, y yo los seguí hasta el barco. MacArthur se disponía a bajar al Whaler cuando me vio.

– ¿Qué demonios te crees que haces?

– Vamos, Wallace -rogué-. No me hagas esto. No estorbaré. Mercier era mi cliente. No quiero quedarme aquí esperando como un padre expectante si le ha ocurrido algo. Si no me dejas acompañarte, no tendré más remedio que sobornar a un pescador para que me lleve y entonces sí que me convertiré en un verdadero estorbo. Peor aún, puede que desaparezca y entonces habrás perdido a un testigo crucial. Te pondrán a dirigir el tráfico otra vez.

MacArthur cruzó una mirada con los otros hombres del barco. El capitán, Ted Adams, se encogió de hombros.

– Sube al barco, maldita sea -contestó MacArthur entre dientes-. Pero basta con que te pongas de pie para desperezarte, y serás pasto de las langostas.

Bajé detrás de él y con Ramos siguiéndome. No quedaban más impermeables, así que me arrebujé en la chaqueta y me senté encogido en el banco de plástico con las manos en los bolsillos y el mentón apoyado en el pecho mientras el Whaler se alejaba del muelle.

– Dame la mano -dijo MacArthur.

Extendí el brazo derecho, me esposó y me encadenó a la barandilla.

– ¿Y si nos hundimos?-pregunté.

– Entonces tu cuerpo no irá a la deriva.

El barco surcó las grises y oscuras aguas de Saco Bay levantando espuma blanca a su paso. MacArthur, de pie junto a la cabina, mantenía la vista fija en Scarborough y el horizonte se mecía alegremente con el movimiento del barco en el mar.

En la timonera, Adams respondía a alguien por la radio.

– Todavía se mueve -dijo a MacArthur-. Ahora está a sólo dos millas mar adentro y se dirige hacia la costa.

Miré por encima de los policías sentados y de los tripulantes de la cabina e imaginé que veía, como un pequeño desgarrón en el cielo, el mástil largo y delgado del yate. Algo me corroyó las entrañas, los últimos y desesperados arañazos de un gato ahogándose dentro de un saco. La proa se hundió y el agua salpicó la cubierta y me empapé. Me estremecí cuando las gaviotas se deslizaron sobre la superficie del mar dejando oír sus estridentes chillidos por encima del ronroneo del motor.

– Allí está -anunció Adams y señaló con el dedo un pequeño punto gris en la pantalla del radar mientras, simultáneamente, la aguja del mástil que nos pareció ver antes asomaba en el horizonte.

A mi lado, Ramos comprobó el seguro de su Glock de calibre cuarenta.

Lentamente la forma cobró nitidez: un yate blanco de veintiún metros de eslora con un mástil alto navegaba a la deriva entre las olas. Un barco de menor tamaño, el del pescador de langostas de Portland que había avistado el yate, lo seguía a cierta distancia. Del norte llegó el sonido cada vez más cercano del Marine 1. Por razones de seguridad, las dos embarcaciones acudían siempre juntas a cualquier aviso.

El Marine 4 viró hacia el sur para situarse al este del yate, cuya silueta se recortaba contra el sol poniente. Cuando el Whaler lo circunnavegó, en la cubierta quedó sangre a la vista que ni siquiera el agua salada había conseguido eliminar por completo, y la madera parecía acribillada a balazos. Cerca de la popa, el yate presentaba una marca chamuscada donde al parecer una bengala había prendido en la cubierta.

Y en lo alto del mástil, parcialmente oculto por la vela plegada, pendía un cuerpo con los brazos extendidos y atados al palo transversal. Estaba desnudo excepto por unos calzoncillos blancos, manchados de negro y rojo. Tenía las piernas blancas y los pies atados, y una segunda cuerda alrededor del pecho lo sujetaba al mástil y descendía, tensa y en ángulo, hasta una de las barandillas. El cuerpo estaba socarrado desde el vientre hasta la cabeza. Había perdido la mayor parte del pelo, los ojos eran huecos oscuros, y enseñaba los dientes en una mueca de dolor; aun así supe que estaba viendo los restos de Jack Mercier.

El Whaler dio el alto al yate y, al no recibir respuesta, se aproximó por babor y un joven tripulante abordó el Eliza May y apagó el motor. Ramos y MacArthur, calzándose guantes de protección, saltaron a bordo detrás de él con paso vacilante.

– ¡Inspectores! -gritó el tripulante desde la cabina.

Se encaminaron hacia él procurando no tocar nada con las manos mientras el barco se mecía suavemente entre las olas. El tripulante señaló un rastro largo y oscuro de sangre escalera abajo. Alguien, muerto o agonizante, había descendido a rastras bajo cubierta. MacArthur se arrodilló y examinó las huellas con mayor detenimiento. Un cabello largo y rubio asomaba entre la sangre. Revolvió en sus bolsillos y extrajo una pequeña bolsa de pruebas donde a continuación guardó el cabello con sumo cuidado.

– Quédese aquí -ordenó al tripulante, y Ramos lo siguió.

En la cubierta de las dos embarcaciones de la policía todas las armas apuntaban hacia los otros dos accesos que había en el yate a los camarotes. Con MacArthur al frente, los dos policías descendieron pisando los extremos de los peldaños, la única parte que no estaba cubierta de sangre.

Esto fue lo que encontraron:

Había un pasillo pequeño y oscuro, con el baño inmediatamente a la derecha y una litera a la izquierda. El baño estaba vacío y olía a productos químicos; una cortina descorrida revelaba un plato de ducha blanco y limpio. La litera no estaba ocupada. El pasillo tenía el suelo enmoquetado y el tejido crujía bajo sus pies mientras la sangre brotaba de entre las fibras a su paso. Dejaron atrás la cocina y un segundo par de puertas enfrentadas que conducían a los dormitorios, ambos provistos de camas de matrimonio y armarios en los que no cabían más de dos pares de zapatos juntos.

La puerta que daba al salón principal estaba cerrada y no se oía sonido alguno al otro lado. Ramos miró a MacArthur y se encogió de hombros. MacArthur, pistola en mano, retrocedió hasta uno de los dormitorios. Ramos entró en el otro y gritó:

– ¡Policía! Si hay alguien ahí, salga ahora mismo con las manos en alto.

No hubo respuesta. MacArthur volvió al pasillo, acercó la manó al picaporte de la puerta y, apoyando la espalda contra la pared, la abrió lentamente.

La sangre salpicaba las paredes, el techo y el suelo. Goteaba de los apliques y oscurecía los cuadros colgados entre los ojos de buey. Tres cuerpos desnudos pendían de los travesaños del techo: dos mujeres y un hombre. Una de las mujeres tenía el cabello rubio canoso, que casi rozaba el suelo; la otra era pequeña y morena. El hombre era calvo excepto por un estrecho círculo de cabello gris, empapado casi por completo de su propia sangre. Los habían degollado a los tres, aunque la rubia también presentaba puñaladas en el abdomen y en las piernas. Era su sangre la que había manchado los peldaños y embebido la moqueta. Deborah Mercier había intentado correr o intervenir cuando atraparon a su marido.

En aquel reducido espacio el olor a sangre era abrumador y los cadáveres oscilaban y entrechocaban con el vaivén del barco. Los habían matado de cara a la puerta, y la sangre de sus arterias sólo había alcanzado tres lados del salón.

Pero también había sangre detrás de ellos. Entre los cuerpos en movimiento se veía algo que parecía un dibujo. MacArthur alargó el brazo y detuvo el balanceo del cadáver de Deborah Mercier. Colgaba a la izquierda de los otros, así que, al sujetarla, los otros también dejaron de moverse. Estaba fría, y MacArthur se estremeció cuando la tocó, pero entonces vio con toda claridad lo que había escrito detrás de ellos en sangre arterial roja y brillante.

Era una palabra:

PECADORES

23

«¿Qué pierde con ello?»

Recordé las palabras que Jack Mercier pronunció el día que me pidió que investigase la muerte de Grace cuando supe lo que se encontró en el salón principal del Eliza May, con la cubierta manchada de rojo y la figura crucificada de Jack Mercier colgada del mástil. Volvieron a mi memoria cuando, al día siguiente, vi las imágenes del yate en los periódicos, junto con las fotografías de menor tamaño de Jack y de Deborah Mercier, del abogado Warren Ober y de su esposa, Eleanor.

«¿Qué pierde con ello?»

Me acordé del momento que pasé sentado en la popa del Marine 4, mojado y tembloroso, envuelto por los gritos de las gaviotas mientras se organizaba el remolque del Eliza May a tierra. Permanecí allí más de dos horas mientras la silueta de Jack Mercier se desdibujaba lentamente a medida que anochecía. Mac Arthur fue el único que me dirigió la palabra, y sólo para informarme del hallazgo de los cuerpos y de la palabra escrita con sangre en la pared detrás de ellos.

PECADORES.

– Los Baptistas de Aroostook -dije.

MacArthur hizo una mueca.

– Un poco pronto para imitaciones, ¿no crees?

– No es la imitación de un asesinato -contesté-. Son las mismas personas.

MacArthur se dejó caer pesadamente junto a mí. El agua del mar se arremolinaba en torno a sus zapatos negros de piel.

– Los Baptistas llevan muertos más de treinta años -dijo-. En el caso de que la persona que los mató siguiese con vida, ¿por qué habría de empezar ahora otra vez?

Estaba muy cansado para seguir escondiendo información, demasiado cansado.

– Creo que nunca han dejado de matar -expliqué-. Han seguido haciéndolo desde entonces, con discreción y en secreto. Mercier estaba estrechando el cerco alrededor de ellos, intentando ejercer presión sobre la Hermandad por medio de los tribunales y de la Dirección General Tributaria. Quería obligarlos a salir a la luz y lo consiguió. Reaccionaron matándolo a él y a todos aquellos dispuestos a respaldarlo: Yossi Epstein en Nueva York, Alison Beck en Minneapolis, Warren Ober, e incluso Grace Peltier.

Ya habían aplicado casi todas las medidas destinadas a contrarrestarlo. La palabra de la pared era indicio de ello, un eco intencionado de la matanza con que habían empezado y que sólo en fecha reciente se había descubierto. Les quedaba una única acción final: recuperar el Apocalipsis perdido. En cuanto lo consiguiesen, desaparecerían, se esfumarían bajo la superficie para permanecer en estado latente en alguna caverna silenciosa y oscura de la colmena que es este mundo.

– ¿Quiénes son? -preguntó MacArthur.

– La familia Faulkner -contesté-. La familia Faulkner es la Hermandad.

MacArthur movió la cabeza en un gesto de negación.

– Estás con la mierda hasta el cuello -dijo.

El sonido del Marine 1 al acercarse perturbó mis pensamientos.

– Vuelven a la costa para recoger al forense, que declarará muertas a las víctimas en el lugar del crimen -dijo MacArthur a la vez que me quitaba las esposas-. Regresa con ellos. Alguien te llevará al departamento. Yo llegaré en menos de una hora y reanudaremos la conversación donde la hemos dejado.

Me observó mientras bajaba con cuidado del Whaler a la embarcación de menor tamaño. Ésta trazó un amplio arco y tomó rumbo a la orilla dejando atrás el Eliza May. El sol se ponía y las olas parecían en llamas. El cuerpo de Jack Mercier pendía oscuro contra el cielo rojo como una bandera negra izada en el firmamento.

En el Departamento de Policía de Scarborough, sentado en el vestíbulo, observé durante un rato a los responsables de la distribución de misiones detrás del cristal de protección. Tenía la ropa empapada y me resultaba imposible volver a entrar en calor. Sin proponérmelo, empecé a leer una y otra vez los avisos de las campañas contra la rabia y la conducción bajo los efectos del alcohol colocados en los tablones de anuncios. Tenía la sensación de que estaba subiéndome la temperatura. Me dolía la cabeza y me parecía que el cuero cabelludo se me contraía en torno a los puntos de sutura.

Al final, me llevaron a la sala general. Los altos cargos acababan de abandonar la sala de reuniones, donde MacArthur había sido amonestado por permitirme subir a bordo del Whaler. Yo intentaba recuperar el calor con una taza de café, vigilado desde la puerta por un agente para que no robase ninguno de los trofeos caninos expuestos en la vitrina, cuando llegó MacArthur acompañado del capitán Bobby Melia, uno de los dos capitanes que actuaban como lugartenientes del jefe Byron Fischer. MacArthur traía una grabadora. Se sentaron frente a mí. Se cerró la puerta, y me pidieron que lo repitiera todo. Luego aparecieron Norman Boone del ATF y Ellis Howard del Departamento de Policía de Portland.

Y lo repetí otra vez.

Y otra vez.

Y otra vez.

Estaba cansado, aterido de frío y con un hambre voraz. Cada vez que les contaba lo que sabía, me resultaba más difícil recordar lo que había omitido, y sus preguntas se hicieron más y más perspicaces. Pero no podía hablarles de Marcy Becker, porque si la Hermandad tenía conexiones en las fuerzas del orden, hablar de ella a la policía equivaldría a firmar su sentencia de muerte. Me amenazaron con acusarme de complicidad en el asesinato de Mer-cier, además de ocultar pruebas, entorpecer la acción de la justicia y cualquier otra de las causas que la ley permitía. Dejé que sus oleadas de ira rompieran contra mí.

En el barco faltaban dos cuerpos: el del actor porno y el de Quentin Harrold, ambos embarcados en el yate para proteger a los Ober y a los Mercier. El Departamento de Policía de Scarborough sospechaba que habían muerto en la primera ráfaga de disparos. Jack Mercier había intentado en vano lanzar una bengala, pero sólo había conseguido prender su propia ropa. Había un revólver Colt en la cabina donde se hallaron los cuerpos, pero no había sido disparado. Alrededor, en el suelo, estaban esparcidos los cartuchos allí donde alguien había hecho un último y desesperado esfuerzo por cargarlo.

«¿Qué pierde con ello?»

Deseaba marcharme de allí. Deseaba hablar con los Becker, obligarlos -a punta de pistola si era necesario- a decirme dónde se escondía su hija. Deseaba saber qué había encontrado Grace Peltier. Deseaba dormir.

Sobre todo, deseaba encontrar al señor Pudd, a la muda y al viejo que quería la piel de Rachel: el reverendo Faulkner. Entre los muertos de St. Froid se hallaba su esposa, pero no había rastro ni de él ni de sus dos hijos. Un chico y una chica, recordé. ¿Qué edad tendrían en el presente? ¿Cerca de cincuenta o poco más? La señorita Torrance era demasiado joven, y Lutz también. A menos que hubiese otras personas ocultas en alguna parte, cosa que dudaba, la única posibilidad eran Pudd y la muda: ellos eran Leonard y Muriel Faulkner, enviados en misión, cuando se requería, para cumplir la voluntad de su padre.

Me acompañaron hasta mi coche pasadas la once de la noche, con las amenazas de castigo resonándome aún en los oídos. Ángel y Louis estaban con Rachel cuando regresé, bebiendo cerveza y viendo la televisión casi sin volumen. Los tres me dejaron en paz mientras me desnudaba, me duchaba y me ponía unos chinos y un jersey. En la mesa de la cocina había un móvil nuevo, la tarjeta rescatada de entre los restos del antiguo y reinstalada. Saqué de la nevera una botella de Pete's Wicked Ale y la destapé. Olí el lúpulo y el característico aroma afrutado. Me la llevé a los labios y tomé el primer sorbo de alcohol en dos años, reteniéndolo en la boca tanto como pude. Cuando por fin me lo tragué, estaba caliente y espeso por la saliva. Serví el resto en un vaso y me bebí la mitad. Luego permanecí sentado contemplando lo que quedaba. Al cabo de un rato, llevé el vaso al fregadero y lo vacié en el desagüe.

No fue exactamente un momento de revelación, sino más bien de confirmación. No lo quería, no en ese momento. Podía tomarlo o dejarlo, y elegí dejarlo. Amy tenía razón; el alcohol, para mí, sólo había servido para llenar un vacío, y había encontrado otras maneras de hacerlo. Pero de momento el contenido de una botella no iba a mejorar las cosas.

Volví a estremecerme. Pese a la ducha y a la ropa seca, aún no había entrado en calor. Percibía el sabor de la sal en los labios, olía el salitre en mi pelo. Cada vez que eso ocurría, me sentía de nuevo en las aguas de la bahía, con el Eliza May lentamente a la deriva ante mí y el cuerpo de Jack Mercier balanceándose contra el cielo.

Dejé la botella en la caja de la basura reciclable y, al alzar la mirada, vi a Rachel apoyada contra la puerta.

– ¿No te la acabas? -preguntó en voz baja.

Negué con la cabeza. Por un momento fui incapaz de hablar. Sentí que algo se rompía dentro de mí, como una piedra en el corazón que mi organismo ya estuviese en condiciones de eliminar. Un dolor en el centro mismo de mi ser comenzó a propagárseme por el cuerpo: hasta los dedos de las manos y de los pies, la entrepierna, la punta de las orejas. Me sacudió en varias oleadas, hasta tal punto que tuve que sujetarme al fregadero para no caerme. Cerré los ojos con fuerza y vi: una joven que sale de un barril de petróleo junto a un canal de Louisiana, sus dientes al descubierto en la agonía final y el cuerpo envuelto en un capullo de grasas corporales trasformadas, arrojada allí por el Viajante después de arrancarle los ojos y matarla; un niño muerto que corre por mi casa en plena noche, llamándome para que juegue con él; Jack Mercier desesperado entre las llamas mientras arrastran a su mujer, sangrando, bajo cubierta; sangre y agua mezcladas en las facciones pálidas y distorsionadas de Mickey Shine; mi abuelo, su recuerdo cada vez más lejano y desdibujado; mi padre sentado a la mesa de la cocina, alborotándome el pelo con su mano grande; y Susan y Jennifer desmadejadas en una silla de cocina, perdidas y a la vez no perdidas, lejos y sin embargo siempre conmigo…

El dolor me traspasó con un ruido tumultuoso, y creí oír voces que me llamaban una y otra vez cuando, por fin, llegó a su punto culminante. Tensé el cuerpo, abrí la boca y me oí hablar.

– No ha sido culpa mía -susurré.

Rachel arrugó la frente.

– No te entiendo.

– No… ha… sido… culpa… mía -repetí, con prolongados silencios entre las palabras a medida que vomitaba y escupía cada una de ellas, parpadeando a la luz. Me lamí el labio superior y percibí de nuevo el sabor del salitre y de la cerveza. La cabeza me palpitaba al ritmo del corazón, y pensé que iba a arder de un momento a otro. El pasado y el presente se entrelazaron como serpientes en su nido. Muertes nuevas y antiguas, culpas antiguas y nuevas, el dolor que me producían al rojo blanco mientras hablaba.

– Nada de todo eso -dije. Se me empañaron los ojos, y de pronto tenía agua salada reciente en las mejillas y los labios-. No he podido salvarlos. Si hubiese estado con ellos, habría muerto también. Hice todo lo que pude. Sigo intentándolo, pero no habría podido salvarlo.

Y no sabía de quién estaba hablando. Creo que hablaba de todos ellos: el hombre colgado del mástil, Grace y Curtis Peltier; una mujer y un niño, un año antes, tendidos en el suelo de un apartamento barato; otra mujer, otra niña, en la cocina de nuestra casa en Brooklyn un año antes de eso; mi padre, mi madre, mi abuelo; un niño con una herida de bala en vez de ojo.

Todos ellos.

Y los oí llamarme por mi nombre desde los lugares donde yacían, el eco de sus voces a través de los surcos y de los hoyos, de grutas y de cavernas, de huecos y de aberturas, hasta que la colmena que es este mundo vibró con su sonido.

– Lo he intentado -susurré-. Pero no he podido salvar a ninguno.

Y entonces me rodeó con sus brazos y el mundo se desmoronó, esperando a que lo reconstruyésemos a nuestra imagen.

24

Esa noche dormí en un extraño estado de agitación entre sus brazos, revolviéndome e intentando agarrarme a cosas invisibles. Ángel y Louis ocuparon la habitación libre y cerramos todas las puertas a cal y canto. Durante un rato, pues, nos sentimos seguros, pero ella no encontraba paz a mi lado. Imaginé que me hundía en unas aguas oscuras donde me esperaba Jack Mercier, su piel ardiendo bajo las olas, y a su lado Curtis Peltier derramaba la sangre negra de sus brazos en las profundidades. Cuando traté de salir a la superficie me retuvieron, hincando sus manos muertas en mis piernas. Me palpitaba la cabeza y me dolían los pulmones, y la presión aumentó sobre mí hasta que me vi obligado a abrir la boca y el agua salada me inundó la nariz y la garganta.

Luego me despertaba, una y otra vez, y ella se encontraba cerca de mí, susurrándome con ternura, acariciándome despacio la frente y el pelo. Y así transcurrió la noche.

A la mañana siguiente desayunamos deprisa y nos preparamos para separarnos. Louis, Rachel y yo iríamos a Bar Harbor para enfrentarnos con los Becker. Ángel había reparado la línea telefónica de casa y se quedaría allí para que dispusiéramos de mayor espacio de maniobra si era necesario. Cuando comprobé los mensajes del móvil camino del coche, sólo tenía uno: era de Ali Wynn y me pedía que la llamase.

– Me pidió que me pusiese en contacto con usted si alguien preguntaba por Grace -dijo cuando la telefoneé-. Bien, pues alguien ha preguntado.

– ¿Quién?

– Un policía. Vino ayer al restaurante. Era inspector. Vi la placa.

– ¿Te dio su nombre?

– Lutz. Dijo que investigaba la muerte de Grace. Quería saber cuándo la vi por última vez.

– ¿Qué le dijiste?

– Lo mismo que a usted, nada más.

– ¿Qué impresión te causó?

Antes de contestar se lo pensó un poco.

– Me asustó. Anoche no fui a casa. Me quedé con una amiga.

– ¿Has vuelto a verlo desde ayer?

– No, me parece que me creyó.

– ¿Te dijo cómo consiguió tu nombre?

– Por la profesora que dirigía la tesis doctoral de Grace. Hablé con ella anoche. Me dijo que le había dado los nombres de dos amigas de Grace: Marcy Becker y yo.

Eran poco más de las nueve y ya casi estábamos en Augusta cuando sonó el móvil. No reconocí el número.

– ¿Señor Parker? -preguntó una voz femenina-. Soy Francine Becker, la madre de Marcy.

Mirando a Rachel, formé con los labios las palabras «señora Becker».

– Ahora precisamente íbamos a verles, señora Becker.

– Sigue buscando a Marcy, ¿verdad? -En su voz se advertía resignación y también miedo.

– Los que mataron a Grace Peltier están cada vez más cerca de ella, señora Becker -dije-. Mataron al padre de Grace; mataron a un hombre llamado Jack Mercier, junto con su mujer y sus amigos, y matarán a Marcy en cuanto la encuentren.

La oí echarse a llorar al otro lado de la línea.

– Siento lo que pasó cuando vino usted a vernos. Estábamos asustados. Temíamos por Marcy y por nosotros. Es nuestra única hija, señor Parker. No podemos permitir que le ocurra nada.

– ¿Dónde está, señora Becker?

Pero me lo diría a su debido tiempo y a su manera.

– Esta mañana ha venido un policía. Era inspector. Ha dicho que Marcy corría grave peligro y que quería llevarla a un lugar seguro. -Se interrumpió-. Mi marido le ha dicho dónde encontrarla. Somos personas respetuosas con la ley, señor Parker. Marcy nos advirtió que no dijéramos nada a la policía, pero este inspector era tan amable y se le veía tan preocupado por ella… No había razón para desconfiar de él y no tenemos forma de ponernos en contacto con Marcy. En la casa no hay teléfono.

– ¿Qué casa?

– Tenemos una casa en Boothbay Harbor. Es sólo una cabaña, en realidad. Antes la alquilábamos en verano, pero durante los últimos años la hemos dejado muy abandonada.

– Dígame dónde está exactamente.

Rachel me alcanzó un bolígrafo y un taco de papel adhesivo. Anoté sus indicaciones y se las leí de nuevo.

– Por favor, señor Parker, no permita que le pase nada.

– No lo permitiré, señora Becker -contesté para tranquilizarla procurando adoptar un tono convincente-. Una cosa más: ¿Cómo se llamaba el inspector que ha hablado de Marcy con usted?

– Lutz -respondió-. Inspector John Lutz.

Puse el intermitente de la derecha y paré en el arcén. El Lexus de Louis apareció en el retrovisor segundos después. Salí del coche y corrí hacia él.

– Cambio de planes -anuncié.

– ¿Adónde vamos? -preguntó.

– A buscar a Marcy Becker. Sabemos dónde está.

Debió de percibir algo en mi semblante.

– Y déjame adivinar -dijo-. Alguien más lo sabe también.

– Exacto.

– ¿Acaso no sucede siempre así?

Treinta años atrás, Boothbay Harbor era un sitio agradable, cuando se reducía a poco más que una aldea de pescadores. Y treinta años antes de eso, probablemente todo el pueblo olía a estiércol, ya que por entonces Boothbay era un centro para el comercio y transporte de fertilizantes. Si uno se remontaba aún más en el tiempo, el lugar debió de ser lo bastante agradable para convertirse en el primer asentamiento permanente de la costa de Maine, allá por 1622. Hay que reconocer que el asentamiento fue uno de los más míseros del litoral este, pero todo el mundo ha de empezar por algún sitio.

Actualmente, durante la temporada estival, Boothbay Harbor se llena de turistas y marinos en sus ratos de ocio que abarrotan una primera línea de mar muy castigada por el crecimiento urbanístico incontrolado. Ha recorrido un largo camino desde sus tristes orígenes; o, si uno se empeña en ver el lado negativo de las cosas, ha recorrido un largo camino para volver al triste estado inicial.

En Augusta tomamos la 27 en dirección sudeste y en poco más de una hora llegamos a Boothbay, donde seguimos por Middle Street hasta que pasó a llamarse Barters Island Road. Había estado tentado de pedirle a Rachel que nos esperase en Boothbay, pero aparte de no querer arriesgarme a recibir un puñetazo en la mandíbula, sabía que su presencia tranquilizaría a Marcy Becker.

Finalmente llegamos a una pequeña carretera particular que subía dando una curva hasta un descuidado camino arbolado que accedía a una casa de madera en lo alto de una colina, con un ruinoso porche y tablas empotradas en la pendiente a modo de peldaños. Calculé que no tendría más de dos o tres habitaciones. Estaba rodeada de árboles por el oeste y por el sur, lo que permitía una vista despejada de la mayor parte de la carretera hasta la casa. No se veía ningún coche en el camino, pero a la izquierda de la puerta de entrada, bajo la ventana, había una bicicleta de montaña.

– ¿Quieres que dejemos los coches aquí? -preguntó Louis cuando nos detuvimos uno junto al otro al pie de la carretera. Si seguíamos adelante nos verían de inmediato desde la casa.

– Ajá -contesté-. Quiero llegar y marcharme antes de que aparezca Lutz.

– Suponiendo que no esté ya allí.

– ¿Crees que ha subido hasta aquí en bicicleta?

– Podría haber estado aquí y haberse marchado ya.

No respondí. Me negaba a contemplar esa posibilidad.

Louis se encogió de hombros.

– Será mejor que no lleguemos con las manos vacías.

Abrió el maletero y bajó del coche. Eché otro vistazo a la casa y miré a Rachel con un gesto de incertidumbre. No se advertía la menor señal de actividad, así que dejé de mirar y me reuní con Louis. Rachel me siguió.

Louis había levantado la alfombrilla del maletero y dejado la rueda de recambio a la vista. Aflojó el perno que la mantenía sujeta, la retiró y me la entregó, de modo que el maletero quedó vacío. Sólo cuando descorrió un par de cierres ocultos caí en la cuenta de lo poco profundo que era el maletero. El motivo se puso de manifiesto un par de segundos después cuando se levantó toda la base, articulada mediante unas bisagras en la parte de atrás, y reveló un pequeño arsenal de armas encajadas en compartimentos especialmente diseñados.

– Estoy seguro de que tienes permiso para cada una de las armas -dije.

– Tío, hay cosas aquí para las que ni siquiera existe permiso.

Vi una de las minimetralletas Calico por las que Louis sentía particular cariño, con dos cargadores de cincuenta balas a cada lado. Contenía una Glock de nueve milímetros de reserva y un rifle Mauser SP66 para francotirador, junto con una metralleta BXP de fabricación sudafricana provista de silenciador y lanzagranadas, lo cual me pareció una contradicción en sí mismo.

– Oye, si pisas un bache en la carretera serás el único asesino a sueldo muerto con un cráter que lleve su nombre -dije-. ¿Nunca te ha preocupado conducir bajo los efectos de ser negro?

Conducir bajo los efectos de ser negro era casi un delito tipificado por la ley.

– No, tengo licencia de chófer y una gorra negra. Si alguien me pregunta, le digo sencillamente que trabajo para el señor.

Se inclinó y sacó una escopeta del fondo del maletero, que me entregó antes de bajar la base y volver a colocar la rueda de recambio.

Nunca había visto un arma como aquélla. Tenía aproximadamente la misma longitud que una escopeta de cañones recortados y una mira en alto. Bajo los dos cañones idénticos había un tercero, más grueso, que hacía las veces de empuñadura. Pesaba muy poco y la culata se adaptó bien a mi hombro cuando ajusté la mira.

– Impresionante -comenté-. ¿Qué es?

– Una Neostead, sudafricana. Treinta cartuchos de balas estabilizadas y un retroceso tan ligero que puede dispararse con una sola mano.

– ¿Es una escopeta?

– No, es «la» escopeta.

Negué con la cabeza en un gesto de desesperación y se la devolví. Detrás de nosotros, Rachel se reclinó contra el coche con los labios apretados. A Rachel no le gustaban las armas. Tenía sus razones.

– Está bien -dije, y asentí con la cabeza-. Vamos.

Louis movió la cabeza en un ademán de tristeza mientras subía al Lexus y dejaba la Neostead apoyada contra el salpicadero.

– No puedo creer que no te guste mi arma -comentó.

– Tienes demasiado dinero -respondí.

Subimos por el camino de acceso a toda velocidad y, cuando frenamos, la grava frente a la casa crujió sonoramente. Yo me apeé primero, seguido por Louis instantes después. Cuando él salía del coche, oí que se abría la puerta trasera de la cabaña.

Los dos nos movimos a la vez, Louis a la izquierda y yo a la derecha. Mientras rodeaba la casa, vi a una mujer con una mochila al hombro, camisa roja y vaqueros correr colina abajo buscando el amparo de los árboles. Era grande y un poco lenta, y yo casi la había alcanzado ya cuando no había cubierto aún ni la mitad de la distancia. En el bosque, poco más allá del linde, vi el contorno de una moto tapada con una lona.

Cuando tenía a Marcy casi al alcance de la mano, ella se volvió de repente y, sujetando la mochila por las correas, me golpeó con fuerza en un lado de la cabeza. Me tambaleé y me zumbaron los oídos, pero tendí un pie y le eché la zancadilla cuando intentó escaparse. Cayó pesadamente y la mochila voló de sus manos. Me coloqué sobre ella sin darle tiempo siquiera a pensar en levantarse. A mis espaldas, oí que Louis aflojaba el paso y, al cabo de un momento, su sombra se proyectó sobre nosotros.

– Maldita sea -exclamé-. Por poco me arrancas la cabeza.

Marcy Becker se retorcía furiosamente debajo de mí. Tenía casi treinta años, cabello castaño claro y facciones corrientes y poco pronunciadas. Sus hombros eran anchos y musculosos, como si hubiese sido en otro tiempo nadadora o atleta. Cuando vi la expresión de su rostro, sentí una punzada de culpabilidad por asustarla.

– Cálmate, Marcy -dije-. Hemos venido a ayudarte. -Me puse en pie y dejé que se levantara. Casi de inmediato intentó echar a correr otra vez. La rodeé con los brazos, la agarré de las muñecas y la obligué a girar de cara a Louis-, Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Me contrató Curtis Peltier para averiguar qué le había ocurrido a Grace, y creo que tú lo sabes.

– Yo no sé nada -contestó entre dientes.

Lanzó un taconazo hacia atrás y casi me alcanzó en la espinilla. Era una mujer corpulenta y fuerte, y mantenerla sujeta representaba todo un esfuerzo. Louis me miró con una ceja enarcada y expresión risueña. Adiviné que por ese lado no recibiría la menor ayuda. La obligué de nuevo a volverse para mirarme a la cara y la sacudí con violencia.

– Marcy -dije-. No tenemos tiempo para esto.

– ¡Vete a la mierda! -repuso. Estaba rabiosa y asustada, y tenía buenas razones para ello.

Sentí la presencia de Rachel junto a mí, y Marcy desvió la mirada hacia ella.

– Marcy, viene hacia aquí un hombre, un policía, y su intención no es protegerte -se apresuró a decir Rachel-. Ha averiguado dónde te escondes por tus padres. Cree que eres testigo de la muerte de Grace Peltier, y también nosotros lo pensamos. Podemos ayudarte, pero sólo si nos dejas.

Marcy desistió de su forcejeo e intentó leer en la mirada de Rachel si lo que decía era verdad. Al aceptarlo, la expresión de su rostro cambió, se le borraron las arrugas de la frente y se apagó el fuego de sus ojos.

– A Grace la mató un policía -se limitó a decir.

Me volví hacia Louis.

– Esconde los coches -dije.

Él asintió y corrió cuesta arriba. Segundos después, el Lexus se detuvo en el jardín por encima de nosotros, oculto a la vista desde la carretera por la propia casa. El Mustang se le unió al cabo de un momento.

– Creo que el hombre que mató a Grace se llama Lutz -le comenté a Marcy-. Es él quien viene hacia aquí. ¿Vas a permitirnos que te ayudemos?

Movió la cabeza en un mudo gesto de asentimiento. Recogí la mochila y se la tendí. Cuando la tenía casi al alcance de los dedos, la aparté.

– Nada de golpes, ¿entendido?

Esbozó una sonrisa asustada y, asintiendo, repitió:

– Nada de golpes.

Empezamos a subir hacia la casa.

– No sólo me busca a mí -susurró.

– ¿Qué más busca, Marcy? -pregunté.

Tragó saliva y el miedo volvió a asomar a sus ojos. Sostuvo la mochila en alto.

– Busca el libro -contestó.

Mientras Marcy Becker guardaba sus otras pertenencias, la ropa y los cosméticos que había abandonado al huir de nosotros, nos contó las últimas horas de Grace Peltier. Sin embargo, no nos permitió mirar en la mochila. Yo no tenía la certeza de que en ese momento confiase en nosotros plenamente.

– Salió a toda prisa de la entrevista con Paragon -nos dijo-. Vino corriendo hasta el coche, subió de un salto y arrancó. Estaba muy furiosa, furiosa como nunca la había visto. Lo llamó embustero y no dejó de maldecir en todo el rato.

»Esa noche me dejó en el motel de Waterville y no regresó hasta las dos o las tres de la madrugada. No me contó dónde había estado, pero a primera hora de la mañana siguiente nos fuimos en coche hacia el norte. Me abandonó otra vez en Machias y me dijo que me quedara al margen. No la vi durante dos días.

»Me pasé la mayor parte del tiempo sentada en mi habitación, bebí cerveza, vi la televisión. A eso de las dos de la madrugada de la segunda noche oí que aporreaban la puerta y allí estaba Grace. Tenía el pelo mojado y apelmazado y la ropa húmeda. La noté muy, muy pálida, como si se hubiese llevado un susto de muerte. Me dijo que teníamos que irnos… sin pérdida de tiempo.

»Me vestí, tomé la mochila, subimos al coche y nos pusimos en marcha. En el asiento trasero había un paquete en una bolsa de plástico. Parecía un bloque de madera oscura.

»-¿Qué es eso? -pregunté.

»-No te conviene saberlo -me contestó sin más explicaciones.

»-Bueno, ¿y adónde vamos?

»-A ver a mi padre.

Marcy dejó de hablar y nos miró a Louis y a mí. Louis, junto a la ventana, vigilaba la carretera.

– Será mejor que nos vayamos cuanto antes -advirtió.

Yo sabía que Lutz venía de camino, pero ahora que Marcy Becker había empezado a hablar quería que acabase.

– ¿Te dijo algo más, Marcy?

– Parecía histérica. Dijo: «Está vivo» y algo de que lo habían llevado a la ciudad porque estaba enfermo. Lo había visto desplomarse en la carretera. Sólo dijo eso. Me explicó que, por el momento, era mejor que yo no supiese nada más.

»Llevábamos en el coche alrededor de una hora. Yo dormía en el asiento trasero cuando Grace me sacudió para despertarme. Nada más abrir los ojos supe que estábamos en apuros. Ella miraba continuamente por el retrovisor. Nos seguía un policía con las luces de aviso encendidas. Grace pisó el acelerador y siguió a toda velocidad hasta perderlo de vista. Entonces paró en el arcén y me pidió que saliera del coche. Insistí en que me dijera por qué, pero se negó. Simplemente me lanzó la mochila y me entregó el paquete y todas las notas para su tesis y me pidió que se lo guardara hasta que se pusiese en contacto conmigo. En ese momento apareció el policía y abrí la puerta para ir a esconderme entre los arbustos. Supongo que Grace me contagió algo de su manera de actuar, porque de pronto yo estaba asustada y no veía razón para estarlo. Es decir, ¿qué habíamos hecho? ¿Qué había hecho ella? Al fin y al cabo, aquel tipo era policía, ¿no? Incluso si Grace había robado algo, quizá tendría algún problema, pero poco más.

»En todo caso, vi que intentaba arrancar el coche, pero el policía se acercó a la puerta y le ordenó que apagara el motor. Era como tú de alto. A pesar de que estaba fumando, no se había quitado los guantes. Oí que le hablaba a Grace, le preguntaba qué hacía, dónde había estado. Inclinado junto a ella, no le permitió salir del coche. Oí que le preguntaba una y otra vez: «¿Dónde está?», y a Grace que le contestaba que no sabía de qué le hablaba.

»Le quitó las llaves del coche e hizo una llamada por el móvil. Debieron de pasar quince o veinte minutos hasta que llegó el otro hombre. Era grande, con bigote. -Marcy se echó a llorar-. Debería haber intentado ayudarla, porque sabía qué iba a ocurrir incluso antes de que ese individuo sacase la pistola, lo sabía. Presentí que él lo estaba pensando. Lo vi subir al coche y estuve a punto de gritar. Pensé que quería violarla, pero el miedo me paralizó. Oí gritar a Grace y él le golpeó en la cabeza para obligarla a callarse. Después salió para registrar el maletero y el resto del coche. Luego miró en la cuneta. Retrocedí, y hubo un momento en que pensé que me había oído, porque paró y escuchó con atención antes de seguir con lo que estaba haciendo. Al no encontrar lo que buscaba, dio un manotazo al capó del coche de Grace y lo oí maldecir. -Por un instante guardó silencio-. Luego se acercó al lado del conductor con la pistola en la mano. Volvió a gritarle a Grace y le empujó la cabeza con la pistola. Ella intentó impedírselo; hubo un forcejeo. La pistola se disparó y las ventanillas se mancharon de rojo. El otro policía empezó a vociferar, le preguntaba al hombre corpulento qué se había creído que era aquello y que qué iban a hacer a continuación. Pero él le ordenó que se callase.

«Después se inclinó hacia el interior y le hizo algo a Grace en la nuca. Cuando volví a verlo, tenía un mechón de pelo en la mano y miraba hacia los árboles, como si hubiese adivinado que yo estaba allí escondida. Me alejé a rastras. Vi a Grace por el parabrisas, señor Parker. La cabeza le colgaba a un lado y dentro del coche había sangre por todas partes. Era mi amiga y la dejé morir.

Rachel alargó el brazo y la tomó de la mano.

– No pudiste hacer nada -dijo con dulzura, y en su voz oí el eco de la mía la noche anterior-. Nada. Ese tal Lutz os habría matado a las dos y entonces nadie habría sabido qué pasó. Pero ¿no le has contado a nadie lo que viste?

Marcy negó con la cabeza.

– Quería contarlo hasta que vi el libro. A partir de ese momento tuve demasiado miedo. Pensé que lo mejor que podía hacer era ocultarme y mantenerme lejos de la policía. Si me encontraban, si el hombre que mató a Grace llegaba a saber lo que había visto, seguramente haría lo mismo conmigo. Telefoneé a mi madre y le dije que a Grace le había ocurrido una desgracia y que debía apartarme de todo el mundo hasta que supiese qué hacer. Le rogué que no contase a nadie dónde estaba, ni siquiera a la policía. A la mañana siguiente me monté en el primer autobús desde Ellsworth y aquí he estado desde entonces, excepto por un par de visitas a la tienda. Alquilé la moto por si tenía que marcharme precipitadamente.

– ¿Pensabas quedarte aquí para siempre, Marcy? -pregunté.

Dejó escapar un suspiro largo y profundo.

– No tenía otro sitio adonde ir -respondió.

– ¿Te contó Grace dónde había estado?

– No. Mencionó un faro, sólo eso, pero estaba muy tensa. Es decir, estaba asustada y excitada al mismo tiempo, ¿entiendes? No se explicaba con claridad.

– ¿Y conservas ese libro, Marcy?

Asintió con la cabeza y señaló la mochila.

– Está ahí -contestó-. Lo he tenido bien guardado.

Louis me llamó en ese momento.

Le miré.

– Ahí vienen -anunció.

El Acura blanco de Lutz subió ruidosamente por el camino de grava y se detuvo a unos veinte metros de la entrada de la casa. Lutz salió primero, seguido de cerca por un hombre menudo y delgado con el pelo cortado a cepillo. Era bizco y llevaba un mono de pintor y guantes de goma. Tenía el aspecto de lo que Louis solía llamar un «ahogacachorros», la clase de individuo que sólo se sentía a gusto cuando hacía daño a algo más pequeño y débil que él. Los dos empuñaban armas.

– Imagino que la quieren viva o muerta -comenté.

El hombre de menor estatura abrió el maletero del Acura y sacó una bolsa para cadáveres vacía.

– No -dijo Louis-. Parece que acaban de expresar qué prefieren.

Cuando Lutz examinó las ventanas de la casa desde donde estaba, nos echamos atrás. Con una seña, ordenó al otro hombre que se dirigiese a la parte de atrás al tiempo que él se encaminaba hacia la puerta de entrada. Me llevé el dedo a los labios e indiqué a Rachel que condujese a Marcy Becker al pequeño dormitorio y la mantuviese callada. Louis entregó su SIG a Rachel, y ella, tras una breve vacilación, la aceptó. A continuación, escopeta en mano, Louis se dirigió con sigilo a la puerta trasera de la cabaña, la abrió y desapareció para interceptar al acompañante de Lutz. Cuando estuvo fuera, le quité el seguro a mi pistola y consideré las opciones.

La puerta de entrada se abría ante una pared desnuda. A poco más de un metro a la izquierda empezaba la sala de estar, con un reducido espacio de cocina al fondo. A la derecha de la sala se encontraba el dormitorio donde en esos momentos estaban acurrucadas Marcy Becker y Rachel bajo la ventana para que nadie las viese si miraba desde fuera. Levanté la pistola, me acerqué a la pared donde se acababa el pasillo y empezaba la sala de estar y, oculto a la vista de quienquiera que entrase, esperé. Oí girar el picaporte y, al cabo de un instante, sonó un estampido como el disparo de un cañón en la parte de atrás de la casa, seguido de un ruido sordo. Lutz entró de inmediato, con el arma por delante. Asustado por el ruido, había entrado demasiado deprisa, apuntando hacia el centro de la sala, no hacia mí. Me abalancé sobre él, aparté la pistola con el brazo izquierdo y lo empujé contra la ventana. Allí le golpeé con la culata de la Smith & Wesson en un lado de la cabeza tan fuerte como pude. Se tambaleó y le asesté otro culatazo. Descerrajó un tiro al techo y lo golpeé por tercera vez. Cayó de rodillas. Cuando estaba en el suelo le quité el arma y la arrojé hacia la cocina. Lo registré por si llevaba una de repuesto. No encontré ninguna, pero sí las esposas. Le golpeé una vez más para mayor seguridad, lo esposé, lo llevé a rastras afuera y lo dejé en la grava. Esperaba encontrarme allí a Louis, y así fue, pero no solo.

Ni siquiera iba armado.

Estaba de pie con las manos en la cabeza y, delante de él, la enorme escopeta en el suelo. Detrás asomaba la silueta alta y calva del Golem, con su Jericho a cinco centímetros de la cabeza de Louis. Sostenía una segunda Jericho en la mano izquierda, apuntada hacia mí, y un trozo de cuerda le colgaba del brazo.

– Lo siento, tío -dijo Louis. A su izquierda, yacía muerto boca arriba el acompañante de Lutz con un agujero enorme en el pecho.

El Golem me miró sin pestañear.

– Deje la pistola, señor Parker, o mataré a su amigo.

Sujetando la Smith & Wesson por la guarda del gatillo, con el brazo extendido al frente a la altura del hombro, la dejé con cuidado en el suelo ante mí. Lutz levantó la cabeza ensangrentada y miró aturdido al calvo. Me complació ver la expresión de temor que se propagó gradualmente por su rostro, pero fue un placer pequeño y pasajero. Todos corríamos peligro con aquel hombre extraño y vacío.

– Ahora quiero que le quite al inspector los zapatos y los calcetines. -Arrodillándome sobre las piernas de Lutz para inmovilizarlo, obedecí. El Golem sacudió la muñeca y me lanzó la cuerda-. Átele las piernas.

Volví a arrodillarme y lo até. Entretanto, Lutz me susurraba:

– No permita que me lleve, Parker. Le diré lo que quiere saber, pero no permita que me lleve.

El Golem lo oyó.

– Cállese, inspector. El señor Parker y yo hemos llegado a un acuerdo.

Vi que Rachel se movía detrás de la ventana y, con un breve gesto de negación, le indiqué que no se implicase.

– ¿Ah, sí? -pregunté.

– Les dejaré con vida a usted y a su amigo, también a su novia, y puede llevarse a la otra mujer -dijo. Debería haber sabido que a aquel hombre no se le escaparía un solo detalle-. Yo me llevaré al inspector Lutz.

– ¡No! -exclamó Lutz-. No le haga caso. Va a matarme.

Miré al Golem, aunque apenas necesitaba que me confirmara que los temores de Lutz eran justificados.

– El inspector Lutz está en lo cierto -afirmó-, pero primero me contará dónde encontrar a sus socios. Métalo en la bolsa para cadáveres, señor Parker, y luego usted y su amigo lleven la bolsa a mi coche.

No me moví. No estaba dispuesto a entregar a Lutz sin averiguar antes qué sabía.

– Los dos queremos lo mismo -repliqué-. Los dos queremos encontrar a los responsables de estas muertes.

Mantuvo las Jerichos firmemente empuñadas. No admitía discusión.

Tras un forcejeo metimos a Lutz en la bolsa, lo amordazamos con sus calcetines y lo bajamos por la carretera hasta donde se hallaba el Lincoln Continental del Golem. Abrimos el maletero, lo echamos dentro y bajamos el capó sobre él con la hueca rotundidad de una tapa de ataúd. Oí sus gritos ahogados a través del metal y un pataleo contra los lados del maletero.

– Ahora vuelvan a la casa, por favor -dijo el Golem.

Retrocedimos y nos encaminamos lentamente hacia la casa, sin apartar la vista del calvo y sus armas.

– No creo que volvamos a vernos, señor Parker -dijo.

– No me lo tomaré de manera personal.

Cuando estuvimos a unos cincuenta metros del coche, se dirigió rápidamente a la puerta del conductor, entró y se alejó. A mi lado, Louis dejó escapar un largo suspiro.

– Las cosas han salido bien -comenté-. Pero tu prestigio profesional ha sufrido un revés.

Louis frunció el entrecejo.

– Oye, yo tardaba meses en preparar un golpe. Tú sólo me das cinco minutos. No soy James Bond.

– Descuida, no parece la clase de persona que vaya a ir contándolo por ahí.

– Supongo que no.

Volvimos sin pérdida de tiempo a la casa. Rachel salió al porche a recibirnos. Se le había ido el color de la cara, y pensé que estaba a punto de desmayarse.

– ¿Rachel? -dije sujetándola por los hombros-. ¿Qué pasa?

Me miró.

– Ven a verlo tú mismo -susurró.

Encontré a Marcy Becker sentada en uno de los grandes sillones, con las piernas dobladas contra el cuerpo. Tenía la vista fija en la pared y se mordía una uña. Me miró, posó los ojos por un instante en lo que había en el suelo y volvió a clavarlos en la pared desnuda. Nos quedamos así durante lo que se me antojó mucho, mucho tiempo, hasta que percibí la presencia de Louis detrás de mí y oí que maldecía en un susurro al ver lo que había ante nosotros.

Era un libro.

Un libro hecho de huesos.

Cuarta parte

Un gran libro es como un gran mal.

Calimaco (c. 305 – c. 240 a. de C.)

25

El libro tenía unos treinta y cinco centímetros de largo y unos dieciocho de ancho. Seis huesos pequeños cruzaban el lomo horizontalmente en tres grupos equidistantes de dos. Se veían un poco amarillentos y recubiertos de alguna clase de conservante que los hacía brillar a la luz del sol. Aunque no habría podido asegurarlo, pensé que quizá se trataba de los extremos de unas costillas. En comparación con la textura del material sobre el que estaban embutidos, resultaban suaves al tacto. La tapa del libro había sido teñida de rojo intenso, a través del cual se veían pliegues y arrugas. Cerca del ángulo superior izquierdo sobresalía un lunar.

Era piel humana. La habían secado y cosido en retazos, usado como hilo lo que parecía tendón y tripa. Al acariciar la tapa con los dedos, no sólo percibí los poros y las líneas de la dermis utilizada para encuadernarlo, sino también las formas de los huesos que constituían el armazón: radios y cubitos, sospeché, y probablemente más costillas. Daba la impresión de que el propio libro hubiese sido antes un ser vivo, piel sobre hueso, y de que sólo le faltaban la carne y la sangre para devolverle la plenitud original.

No había texto escrito ni en la tapa ni en el lomo, ni indicio alguno del contenido del libro. La única marca era la ilustración de la cubierta, de estilo jansenista con un único motivo central que se repetía en los cuatro ángulos. Era una araña, grabada con pan de oro, sus ocho patas enroscadas para sujetar una llave de oro.

Abrí el libro utilizando sólo las yemas de los dedos. El lomo lo formaba una espina dorsal humana, unida mediante hilo de oro, el único material que por lo visto no procedía de un cuerpo humano. Las páginas también habían sido cosidas con tendón. Por dentro, las tapas no estaban teñidas y se adivinaba más claramente la diferencia de pigmentación de las diferentes pieles empleadas. De lo alto del lomo descendía un punto de lectura hecho con mechones de pelo humano trenzados, obtenidos de cuerpos que, por razones de discreción y para ocultarlos, no podían ser presentados de manera más evidente.

El libro tenía alrededor de treinta hojas de diversos tamaños. Dos o tres se habían confeccionado mediante un único retazo de piel, con un ancho del doble del propio libro. Éstas habían sido plegadas y luego cosidas al lomo por el pliegue para crear dobles páginas; otras se componían de secciones menores de piel cuidadosamente cosidas entre sí, algunas no mayores de quince o veinte centímetros cuadrados. Las hojas variaban de grosor; una era tan fina que trasparentaba mi mano, pero las otras tenían más capas. En su mayoría parecían fragmentos extraídos de la parte baja de la espalda o de los hombros; sin embargo, una presentaba el extraño orificio hundido de un ombligo humano y otra, cerca del centro, un pezón encogido. Como los bifolios de la antigüedad, los pergaminos hechos de piel de cabra y de vitela utilizados por los escribas medievales, un lado de la hoja, donde se había eliminado cualquier resto de vello corporal, era suave, en tanto que el otro era rugoso. Las caras suaves contenían las ilustraciones y el texto, de modo que en algunas dobles páginas sólo se había llenado el lado derecho.

Hoja tras hoja, en hermosa letra ornamental, aparecían pasajes del Apocalipsis; algunos eran capítulos completos, otros simplemente citas empleadas para desarrollar el significado de las ilustraciones. La caligrafía era de origen carolingio, una versión de la nítida y bella letra inspirada en el erudito anglosajón Alcuino de York, cada carácter con su forma precisa pero sencilla para mejor legibilidad. Faulkner había tenido en cuenta los orificios y defectos naturales de la piel, disimulándolos cuando era necesario con el carácter o el adorno adecuados. Las mayúsculas eran unciales en todas las páginas, cada una de dos centímetros y medio de altura, resultado de centenares de trazos de pluma. Grotescos animales y seres humanos retozaban en torno a las bases y los trazos rectos.

No obstante, eran las ilustraciones lo que atraía la atención. Se advertían resonancias de Durero y Duvet, de Blake y Cranach, así como de artistas posteriores: Goerg, Meidner y Masereel. No eran copias de las ilustraciones originales, sino variaciones sobre el mismo tema. Algunas estaban pintadas con vivos colores; otras sólo en negro carbón mezclado con ácido tánico para crear una tinta densa que sobresalía de la hoja. La primera página contenía una versión de la Boca del Infierno extraída del Salterio de Winchester, cientos de cuerpos diminutos retorciéndose dentro de lo que parecían las fauces de una criatura mitad hombre mitad pez. Se había añadido a las figuras humanas un tinte verdoso para distinguirlas de la piel en la que estaban dibujadas, y las escamas del pez aparecían diferenciadas una por una en tonos azules y rojos. Otras páginas incluían los cuatro jinetes del Apocalipsis de Cranach; la Cosecha del mundo de Burgkmair en verde y oro; una visión de una bestia arácnida, inspirada en el artista del siglo XX Edouard Goerg, junto a las palabras «la bestia que ascendió del pozo sin fondo les declarará la guerra y los vencerá a todos y los matará»; y una variación hecha con exquisito detalle del frontispicio de Duvet para su Apocalipsis de 1555, que representaba a san Juan con una gran ciudad de fondo, rodeado de símbolos de la muerte, incluido un cisne con una flecha en el pico.

Pasé las páginas hasta la última ilustración completa, acompañada de una cita del Apocalipsis 10:10: «Tomé el librito de la mano del Ángel y lo devoré; y en mi boca fue dulce como la miel; pero, cuando lo tragué, se me amargaron las entrañas». Inspirada en Durero, la ilustración mostraba, una vez más, a san Juan, espada en mano, mientras se comía una representación del mismo libro que yo tenía entre las manos, con la espina dorsal humana y la araña con la llave claramente visibles. Lo observaba un ángel con columnas de fuego por pies y un sol por cabeza.

San Juan aparecía dibujado en tinta negra y la expresión del rostro había sido reproducida con sumo detalle. Era un retrato de Faulkner tal como fue en su juventud y como yo lo había visto en la fotografía del periódico tras el descubrimiento de los cadáveres en el norte. Tenía la misma frente ancha, las mismas mejillas hundidas y una boca casi femenina, las mismas cejas rectas y oscuras. Iba envuelto en una larga capa blanca, con la espada en alto apuntando al cielo en la mano izquierda.

Faulkner estaba en todas las ilustraciones. Era uno de los cuatro jinetes; aparecía en las fauces del infierno, era san Juan; era la bestia. Faulkner: juzgando, atormentando, consumiendo, matando; creando un libro que era a la vez un registro del castigo y un castigo en sí; una revelación y una ocultación de la verdad; una vanidad y una burla de las vanidades; una obra de arte y un acto de canibalismo. Era la obra de su vida, iniciada cuando las flaquezas humanas de sus seguidores se pusieron de manifiesto y él se volvió contra ellos, aniquilándolos a todos con la ayuda de su progenie: primero los hombres, luego las mujeres y por último los niños. Tal como había empezado continuó, y los caídos habían pasado a formar parte de su gran libro. En el ángulo inferior derecho de cada página, a modo de glosas marginales, había nombres escritos. Las páginas confeccionadas con una sola lámina de piel contenían un solo nombre, en tanto que aquellas realizadas con varias secciones incluían dos, tres o a veces cuatro nombres. El nombre de James Jessop constaba en el tercer fragmento de piel, el de su madre en el cuarto y el de su padre en el quinto. El resto de los Baptistas de Aroostook ocupaba la mayoría de las entradas del libro, pero también aparecían otros nombres, nombres que no reconocí, algunos relativamente recientes a juzgar por el color de la tinta sobre la piel. El nombre de Alison Beck no estaba entre ellos. Ni los de Al Z, Epstein o Mickey Shine. Todos debían ser agregados más tarde, cuando se recuperase el libro, del mismo modo que tendría que añadirse también el de Grace Peltier, y quizás el mío propio.

Me acordé de Jack Mercier y del libro que me había mostrado en su biblioteca, las tres dobles líneas del dorso ahora en hueso en lugar de oro. Un artesano como Faulkner nunca habría dejado de crear los libros que amaba tanto. El ejemplar obsequiado a Carter Paragon era una prueba de ello. Ahora era evidente que Faulkner tenía una visión más amplia: la creación de un texto cuya forma reflejase a la perfección el contenido, un libro sobre la condenación hecho a partir de los condenados, un registro del juicio final compuesto con los restos de aquellos que habían sido juzgados.

Y Grace lo había descubierto. Deborah Mercier, celosa de la primera hija de su marido, la había informado de la existencia del nuevo Apocalipsis y de su procedencia. Por entonces Jack Mercier ya había comenzado a actuar contra la Hermandad reclutando a Ober, a Beck y a Epstein para su causa, pero eso Grace no podía saberlo, porque era más de lo que Deborah Mercier estaba dispuesta a contarle. Deseaba poner en peligro a Grace, pero no a su propio marido.

Grace le había dicho a Paragon que sabía de la venta del Apocalipsis, pero Paragon era sólo un títere, y Grace, mujer sagaz, debía de haberse dado cuenta. Paragon temía decir a Pudd y a Faulkner que había vendido el libro, pero también le dio miedo hablarles de la visita de Grace. Por tanto, Grace lo vigiló y esperó a que sucumbiese al pánico. ¿Lo siguió al norte o esperó a que ellos fuesen a verlo? Supuse que había sido esto último si es que Paragon había muerto por no poder revelar al Golem su escondrijo. Fuera como fuese, Grace había encontrado de algún modo el camino a las mismísimas puertas del infierno privado de Faulkner. Y entonces, cuando surgió la oportunidad, entró y logró escapar con el libro, un libro que contenía la verdad sobre el destino de los Baptistas de Aroostook y, en particular, de Elizabeth Jessop. Su robo había obligado a la Hermandad a reaccionar con premura; mientras Pudd y los otros lo buscaban, tomaron la decisión de eliminar a todos aquellos que actuaban contra ellos y para quienes la obra robada por Grace Peltier habría sido un arma poderosa, una labor que se volvió más urgente con el hallazgo de los cadáveres en el lago St. Froid.

Cerré el libro, lo coloqué con cuidado en su envoltorio y luego me lavé las manos bajo el grifo de la cocina; después de lavármelas a fondo, alcancé una toalla y me volví de cara a Rachel y Louis.

– Parece que tenemos una definición completamente nueva de la palabra «loco» -musitó Louis-. ¿Y qué se supone que es eso? ¿Lo sabes?

– Un registro -contesté-. Un obituario, o quizá más que eso. Es una relación de los condenados, lo opuesto al libro de la vida. Ahí están consignados los Baptistas de Aroostook y por lo menos otra docena de nombres, hombres y mujeres, utilizados todos ellos para crear un nuevo Apocalipsis.

»Y lo hizo Faulkner. Sus restos no estaban entre los que se hallaron en la fosa común, ni los de sus hijos. Mataron a esa gente, a todos, y luego usaron partes de ellos para crear el libro. Supongo que los otros nombres son de personas que tuvieron la desgracia de cruzarse en el camino de la Hermandad en algún momento, o que representaron una amenaza. Con el tiempo, partes de Grace y Curtis Peltier, de Yossi Epstein, y quizá de Jack Mercier y los otros que murieron en el barco habrían pasado a formar parte del libro una vez recuperado. Habría sido un registro lo más completo posible, o de lo contrario no habría tenido sentido.

– Doy por hecho que empleas la palabra «sentido» en su acepción más amplia -comentó Rachel con evidente disgusto.

Aun después de frotarme las manos con la toalla hasta enrojecérmelas me sentía manchado por el roce del libro.

– El sentido carece de importancia -dije-. Si es posible relacionar esto con Faulkner, nos encontramos ante la confesión de un asesinato.

– Siempre y cuando lo encontremos -añadió Louis-. ¿Qué pasará cuando Lutz no dé señales de vida?

– Enviarán a otra persona, probablemente a Pudd, para averiguar qué ha ocurrido. No puede permitir que este libro siga perdido en el mundo. Eso suponiendo que nuestro amigo el calvo no lo encuentre primero.

Reflexioné sobre lo que sabía, o sospechaba, del paradero oculto de Faulkner. Ahora sabía que estaba en el norte, más allá de Bangor, cerca de la costa y a corta distancia de un faro.

En el litoral de Maine había alrededor de sesenta faros, en su mayoría automatizados o sin supervisión humana, y un par cedidos para uso civil. De todos ellos, probablemente sólo unos cuantos se hallaban al norte de Machias.

Me arrodillé y tomé entre las manos el libro envuelto.

– ¿Qué vas a hacer con él? -preguntó Rachel.

– Nada -respondí-. Todavía nada.

Se acercó a mí y me miró a los ojos.

– Quieres encontrarle, ¿verdad? No estás dispuesto a dejárselo a la policía.

– Tenía a Lutz y a Voisine trabajando para él -expliqué-, y Voisine aún anda suelto por alguna parte. Podría haber más. Si entregamos esto a la policía y uno solo de ellos comparte las lealtades de Lutz, Faulkner será alertado y se irá para siempre. Mi sospecha es que ya está preparándose para desaparecer. Probablemente lo planea desde el momento en que perdió el libro y, con toda certeza, desde el hallazgo de los cadáveres en St. Froid. Por esta razón, por la seguridad de Marcy, vamos a mantener esto de momento en secreto. ¿Marcy?

Ella recogió la mochila y se levantó con actitud expectante.

– Vamos a llevarte a un lugar seguro. Puedes llamar a tus padres y decirles que estás bien.

Asintió. Salí y llamé a la Colonia por el móvil. Contestó Amy.

– Soy Charlie Parker -dije-. Necesito vuestra ayuda. Tengo aquí a una mujer. Necesito esconderla.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio.

– ¿De qué clase de problema estamos hablando?

Pero creo que ya lo sabía.

– Estoy cerca de él, Amy. Puedo poner fin a esto.

Cuando contestó, percibí resignación en su voz.

– Puede quedarse en la casa.

Con la excepción obvia de Amy, normalmente la Colonia no admitía mujeres, pero en la casa principal había habitaciones libres que a veces se utilizaban en circunstancias excepcionales.

– Gracias. La acompañará un hombre. Va armado.

– Charlie, ya sabes lo que opinamos aquí de las armas.

– Lo sé, pero es Pudd a quien nos enfrentamos. Y quiero que dejéis quedarse a mi amigo con Marcy hasta que esto termine, será un día, como mucho dos.

Le pedí que aceptara también a Rachel. Amy accedió y colgó.

Marcy hizo una breve llamada a su madre y a continuación nos alejamos de la casa y entramos en Boothbay. Allí nos separamos. Louis y Rachel irían a Scarborough, donde Ángel llevaría a Marcy Becker y a Rachel, a pesar de ella, a la Colonia. Louis se reuniría conmigo en cuanto Marcy y Rachel se encontraran bajo la protección de Ángel. Yo me quedé con el libro y lo oculté cuidadosamente bajo el asiento del acompañante del Mustang.

Fui a Bangor, allí compré en la Betts Bookstore de Main Street un ejemplar de Faros de Maine de Thompson. Había siete faros en la zona de Bold Coast, cerca de Machias, el pueblo donde Grace había dejado a Marcy Becker para ir a ocuparse de sus asuntos: Whitlock's Mill en Calais; East Quoddy en Campobello Island; y, más al sur, Mulholland Light, West Quoddy, Lubec Channel, Little River y Machias Seal Island. Machias Seal estaba demasiado mar adentro, lo cual dejaba sólo seis.

Telefoneé a Ross en Nueva York con la esperanza de avivar su interés, pero sólo conseguí hablar con su secretaria. Nos encontrábamos ya a treinta y cinco kilómetros de Bangor cuando me devolvió la llamada.

– He visto los informes de Caronte procedentes de Maine -empezó a decir-. Esta parte de la investigación era secundaria, puro trabajo preliminar. Un activista de un grupo en favor de los derechos de los homosexuales fue asesinado en el Village en 1991, muerto de un tiro en los lavabos de un bar de Bleecker; el modus operandi coincidía con el de otro asesinato a tiros de Miami. El autor fue detenido, pero sus registros telefónicos revelaron que había hecho siete llamadas a la Hermandad en los días previos al homicidio. Una tal Torrance declaró a Caronte que el tipo era un bicho raro y que ella misma había denunciado las llamadas a la policía local. Lo confirmó el inspector Lutz.

Así pues, si el asesino trabajaba para la Hermandad, tenían una coartada. Lo habían denunciado a la policía antes del asesinato, y Lutz, ya por entonces su policía privado, lo confirmó.

– ¿Qué fue del asesino?

– Se llamaba Lusky, Barrett Lusky. Salió en libertad bajo fianza y apareció muerto dos días después en un contenedor de Queens con una herida de bala en la cabeza.

«Según el informe de Caronte, el lugar más al norte al que llegó durante sus investigaciones fue Waterville. Pero hay una anomalía; sus gastos incluyen un recibo de gasolina de un lugar llamado Lubec, a unos doscientos cincuenta kilómetros de Waterville. Está en la costa.

– Lubec -repetí. Encajaba.

– ¿Qué hay en Lubec? -preguntó Ross.

– Faros -contesté-. Y un puente.

Lubec tenía tres faros. Era además la localidad de Estados Unidos situada en la latitud más oriental. Desde allí, el puente conmemorativo de Franklin Delano Roosevelt se extendía sobre el agua hasta Canadá. Lubec era una buena elección si uno necesitaba una ruta de escape permanentemente abierta, porque había todo un país nuevo a sólo unos minutos en coche o en barco. Estaban en Lubec. No me cabía duda, y el Viajante los había encontrado allí. El recibo de la gasolinera era un descuido, pero sólo en el contexto de lo que ocurrió después y de los asesinatos que él mismo cometió amparándose en una extraña justificación basada en la flaqueza y la incoherencia humanas que reflejaban las creencias del propio Faulkner.

Pero yo había infravalorado a Faulkner, y había infravalorado a Pudd. Mientras estrechaba el cerco en torno a ellos, ellos se habían llevado al más vulnerable de nosotros, al único que estaba solo.

Se habían llevado a Ángel.

26

Había sangre en el porche y en la puerta de entrada. En una pared de la cocina irradiaban grietas de un orificio de bala en el yeso. Había más sangre en el pasillo, un rastro curvo y sinuoso como la huella de una víbora cornuda. La puerta de la cocina casi había sido arrancada de las bisagras; la ventana estaba hecha añicos por otro disparo.

Dentro no había cadáveres. Llevarse a Ángel era en parte una precaución por si nosotros encontrábamos antes a Marcy Becker, pero también un acto de venganza contra mí personalmente. Sin duda habían venido a liquidarnos a todos y, al encontrar sólo a Ángel, optaron por llevárselo a él. Imaginé al señor Pudd y a la muda con las manos sobre él, la ropa y la piel manchadas de su sangre mientras lo sacaban a rastras de la casa. Nunca deberíamos haberlo dejado solo. Ninguno de nosotros debería haberse quedado solo.

No lo dejarían con vida, parecía claro. Al final no nos dejarían con vida a ninguno. Si escapaban y los perdíamos de vista, sabía que un día resurgirían y nos encontrarían. Podíamos buscarlos, pero este mundo, esta colmena, es profundo, intrincado y tenebroso. Hay muchos lugares donde esconderse. Transcurrirían semanas, meses, quizás años de dolor y miedo, y cada amanecer despertaríamos de un sueño agitado con la idea de que ése, por fin, sería el día en que vendrían a por nosotros.

Porque al final desearíamos que viniesen para acabar con la espera.

Mientras Rachel me contaba todo lo que había visto, oí el motor de un coche como ruido de fondo. Estaba llevando a Marcy Becker a la Colonia en su propio coche; ahora que tenían a Ángel, ella estaba fuera de peligro por un tiempo. Louis venía hacia el norte y me llamaría en unos minutos.

– No está muerto -dijo Rachel con voz serena.

– Lo sé -contesté-. Si estuviese muerto lo habrían dejado para que lo viésemos.

Me pregunté cuánto habría tardado Lutz en hablar y si el Golem ya habría llegado hasta ellos. Si era así, quizá todo esto carecía de importancia.

– ¿Está bien Marcy? -pregunté.

– Está dormida en el asiento del copiloto. No creo que haya dormido mucho desde la muerte de Grace. Quería saber por qué Ángel, Louis, yo, pero especialmente tú estamos dispuestos a arriesgar nuestras vidas por esto. Ha dicho que ésa no era tu lucha.

– ¿Qué le has contestado?

– Le ha contestado Louis. Le ha dicho que tú luchas contra todo. Creo que sonreía. Con él es difícil saberlo.

– Sé dónde están, Rachel. En Lubec.

Cuando volvió a hablar, noté más tensión en su voz.

– Entonces cuídate.

– Siempre me cuido -respondí.

– No, no es verdad.

– De acuerdo, tienes razón, pero esta vez lo digo en serio.

Acababa de pasar Bangor. Lubec se encontraba a doscientos kilómetros por la Interestatal 1. Podía llegar en menos de dos horas, suponiendo que ningún agente ojo avizor decidiese pararme por exceso de velocidad. Pisé el acelerador y sentí la potencia del Mustang.

Louis telefoneó cuando pasaba por Ellsworth Falls en dirección a la costa por la IA.

– Estoy en Waterville -informó.

– Creo que están en Lubec -contesté-. Es un pueblo de la costa norte, cerca de New Brunswick. Aún te queda un largo trecho.

– ¿Te han llamado?

– No.

– Espérame en las afueras del pueblo -dijo con tono neutro. Podría haber estado recomendándome que no me olvidase de recoger la leche.

En Milbridge, a unos ciento veinte kilómetros de Lubec, sonó el móvil por tercera vez. En esta ocasión, cuando pulsé el botón, vi que el identificador de llamada no reconocía el número.

– Señor Parker -dijo Pudd.

– ¿Está vivo?

– Apenas. Diría que sus esperanzas de recuperación se desvanecen por momentos. Hirió gravemente a mi acompañante.

– Bravo por él, Leonard.

– No podía dejarlo impune. Ha sangrado mucho. De hecho, sigue sangrando mucho. -Dejó escapar una desagradable risa-. Así que ha deducido nuestro pequeño árbol genealógico. No es ninguna maravilla, ¿verdad?

– No especialmente.

– ¿Tiene el libro?

Sabía que Lutz había fracasado. Me pregunté si sabía también por qué y si la sombra del Golem se cernía ya sobre él.

– Sí.

– ¿Dónde se encuentra ahora?

– En Augusta -contesté.

Habría lanzado una exclamación de alivio cuando pareció creerme.

– Hay una carretera particular que se desvía de la Ruta 9, donde cruza el río Machias -dijo Pudd-. Lleva al lago Machias. Esté en la orilla del lago dentro de noventa minutos, solo y con el libro. Le entregaré lo que queda de su amigo. Si llega tarde o si huelo a policía, lo ensartaré desde el ano hasta la boca como a un cerdo.

Colgó.

Me pregunté cómo planeaba matarme Pudd cuando llegase al lago. No podía dejarme vivo, no después de todo lo ocurrido. Y noventa minutos no bastaban para viajar de Augusta a Machias, no por aquellas carreteras. No tenía la menor intención de llevar a Ángel vivo hasta allí.

Telefoneé a Louis. Era una prueba de confianza y no estaba seguro de cómo respondería. Yo me hallaba más cerca de Lubec; no había manera de que Louis llegase allí antes de cumplirse el plazo fijado por Pudd. Si yo me equivocaba con respecto a Lubec, alguien debería reunirse con Pudd en el lugar de encuentro. Tendría que ser Louis.

El silencio previo a su respuesta afirmativa fue apenas perceptible.

27

Tres faros de madera decoraban el cartel a las afueras de la localidad de Lubec: el faro de Mulholland, blanco y rojo, al otro lado del canal de Lubec, en New Brunswick; el faro del canal de Lubec, de color blanco, una estructura de hierro forjado en forma de bujía en el canal de Lubec; y el faro de West Quoddy Light, de listas rojas y blancas, en el parque estatal de Quoddy Head. Eran símbolos de estabilidad y certidumbre, una promesa de seguridad y salvación corrompida ahora posiblemente por la mancha de la presencia de los Faulkner.

Después de un breve alto en el límite del pueblo, seguí adelante, dejé atrás el local tapiado del viejo Hillside Restaurant y el edificio blanco de la Legión Americana, hasta llegar a Lubec propiamente dicho. Era un pueblo lleno de iglesias: los Baptistas de White Ridge, la Primera Asamblea de Dios, los Adventistas del Séptimo Día, los Congregacionalistas y los Discípulos del Templo Cristiano habían convergido en aquel lugar, enterrando a sus muertos en el cementerio cercano o erigiendo monumentos conmemorativos a quienes se habían perdido en el mar. Grace Peltier tenía razón, pensé; sólo había leído por encima las notas para la tesis que Marcy me dio, pero me había fijado en que Grace empleaba el término «fronterizo» para describir el estado de Maine. Allí, en el punto más oriental del estado y del país, entre las iglesias y los huesos de los muertos, uno experimentaba la sensación de que aquél era el fin de todo.

En el puerto, las aves marinas se posaban en el ruinoso muelle, donde letreros con el rótulo propiedad privada prohibían el paso. Había un rompeolas de rocas a la izquierda y, a la derecha, un conjunto de edificios, entre ellos el antiguo ahumadero de McMurdy en proceso de restauración. El faro de Mulholland se veía al otro lado del estrecho de Lubec, sobre cuyas aguas se extendía el puente conmemorativo de Franklin Delano Roosevelt.

Ya oscurecía cuando recorrí Pleasant Street, con el mar a mi izquierda, hasta un aparcamiento sin asfaltar junto a la planta depuradora de aguas residuales del pueblo. Desde allí descendía un sendero hasta la orilla. Lo seguí sorteando algas y rocas, latas de cerveza y paquetes de tabaco vacíos hasta llegar a la playa. Se componía básicamente de piedras y barrones, con alguna que otra porción de arena gris a la vista. Más allá, la luz del faro del canal de Lubec horadaba la creciente oscuridad.

A unos ochocientos metros a mi derecha se adentraba en el mar un paso elevado. Terminaba en una pequeña isla poblada de árboles, sus copas semejaban chapiteles de iglesia negros recortados contra los tonos más claros del cielo vespertino. Una mortecina luz verde brillaba entre los árboles, y cerca del extremo norte de la isla vi las luces blancas más intensas de un edificio anexo.

En el cartel de Lubec aparecían tres faros porque ya sólo existían tres faros. Pero antiguamente hubo otro: una estructura de piedra construida en la orilla norte del estrecho de Quoddy por un pastor baptista del lugar como aviso a los navegantes y, a la vez, como símbolo de la luz de Dios. Era un edificio imperfecto y defectuoso, y su desmoronamiento durante un fuerte temporal en 1804 le había costado la vida al hijo del pastor, que era el farero. Dos años más tarde, un grupo de ciudadanos concienciados consideró que West Quoddy Head, más al sur, era un emplazamiento más idóneo, y en 1806 Thomas Jefferson ordenó la construcción de un faro de cascotes en aquel lugar. El faro del norte prácticamente había caído en el olvido y ahora la isla en la que se alzaba era propiedad privada.

Averigüé todo esto por una mujer en la gasolinera y tienda de saldos de McFadden camino del pueblo. Me contó que las personas de la isla llevaban una vida muy reservada, pero que se creía que eran religiosas. Había un anciano que a veces enfermaba y había que llevarlo de visita al médico del pueblo, y dos personas más jóvenes, un hombre y una mujer. El hombre compraba a veces en la tienda, y siempre pagaba en efectivo.

No obstante, conocía su nombre.

Se llamaba Monker.

Ed Monker.

Había empezado a llover, un preludio del temporal que esa noche azotaría el norte de Maine, y gruesas gotas caían sobre mí como mazazos mientras observaba el paso elevado. Volví al coche y tomé la carretera al parque de Quoddy Head hasta que vi un camino particular sin indicador que bajaba hacia la costa. Apagué las luces y seguí el camino hasta que empezó a estrecharse en una espesa arboleda. Dejé el coche y continué por la hierba, al amparo de los árboles, hasta el final del camino. Frente a mí se alzaba una verja con una alta cerca a ambos lados y una cámara montada en uno de los postes. La cerca estaba electrificada. Al otro lado había un cobertizo cerrado en medio de un pinar. Por entre las ramas se veía el faro del canal de Lubec. Imaginé qué había en el cobertizo: una bañera vieja de hierro con un inodoro al lado y arañas muertas descomponiéndose en el desagüe.

Saqué la linterna de la guantera y, tapando parcialmente la luz con la mano, iluminé la cerca. Detecté dos sensores de movimiento a menos de quince metros, con la hierba recortada alrededor. Supuse que había más entre los árboles. Con el pelo y la piel mojados por la lluvia, seguí la cerca hasta hallarme en lo alto de una escarpada pendiente que descendía hasta la orilla. Subía la marea y el agua cubría ya la base del paso elevado. La única manera de llegar a la isla sin empaparse, o sin ser arrastrado por el mar, era saltar la verja y recorrer el paso elevado, pero por ese camino alertaría de mi presencia a quienes se encontraban en la isla.

Grace Peltier debía de haberse detenido en ese mismo punto semanas antes, para escalar después la verja y cruzar el paso elevado. Seguramente esperó hasta que se marcharon, hasta tener la certeza de que la isla quedaba vacía y nadie regresaría durante un rato, y entonces pasó al otro lado. Pero de esa manera activó los sensores, alertándolos de la intrusión, y el sistema debió de avisar a Pudd o a su hermana mediante una señal automática conectada a un busca o a un teléfono móvil. Cuando volvieron y le impidieron la salida por el paso elevado, Grace se echó al mar. Por eso tenía la ropa embebida de agua marina. Era buena nadadora. Sabía que podía conseguirlo. Pero ellos le vieron la cara en la grabación de la cámara, quizá localizaron incluso el coche. Pusieron sobre aviso a Lutz y Voisine, y la trampa se cerró sobre Grace.

Contemplé las oscuras olas, el resplandor blanco al romper, y decidí arriesgarme con el mar. Descargué la pistola calibre 38 de reserva que llevaba sujeta al tobillo, guardé las balas en una bolsa hermética y comprobé el seguro de la Smith & Wesson bajo la axila. Se me formó un nudo en el estómago y volvió a asaltarme la antigua sensación. El mar ante mí era un charco oscuro, el lugar oculto al que me había visto arrastrado una y otra vez, y estaba a punto de zambullirme en él de nuevo.

Con los dientes castañeteando, me adentré en el agua y me aproximé al paso elevado. Las olas me mecían y en un par de ocasiones casi me devolvieron a la orilla con su ímpetu. Las piedras y las rocas que componían la base del paso elevado estaban resbaladizas y cubiertas de algas y, con la creciente marea, el agua me llegaba ya a la cintura. Intenté afianzar las botas en las grietas y en los huecos, pero las rocas estaban aglutinadas con cemento y, después de dos torpes movimientos, patiné y perdí el equilibrio. Me precipité de nuevo al mar sumergiéndome hasta la barbilla. Mientras me recobraba de la impresión, surgió a mi izquierda una línea blanca y apenas tuve tiempo de tomar aire antes de que una ola enorme me levantase y me arrastrase al menos cinco metros hacia atrás, la boca se me llenó de agua mientras caía la lluvia y las algas se arremolinaban a mi alrededor.

Cuando pasó la ola, volví a hacer pie y caminé por el borde de las rocas buscando un punto desde el que encaramarme a la calzada. Me llevó unos diez minutos y otros dos chapuzones encontrar un hueco donde una de las piedras se había desprendido del cemento. Con grandes dificultades, coloqué una de mis botas húmedas en el boquete, pero volví a resbalar y me raspé la rodilla dolorosamente. Aferrándome con los dedos a una de las piedras más altas lo intenté de nuevo y por fin logré trepar a la calzada. Me quedé allí tendido por unos instantes, recuperando el aliento y temblando. Descubrí que mi teléfono móvil estaba en esos momentos en el fondo del mar. Me levanté, vacié el agua del cañón de la Smith & Wesson, volví a cargar la pistola de calibre 38 y, agachado, avancé por el paso elevado hasta llegar a la isla.

Flanqueada de abetos verdes y frondosos, la carretera seguía hacia los restos del faro, donde desembocaba en un patio de grava al que daban las puertas de entrada de todas las estructuras de la isla. Allí donde se alzó en otro tiempo el faro original no debería haber existido más que un montón de piedras viejas y sin embargo encontré un edificio de unos diez metros de altura con una galería abierta en lo alto delimitada por una alambrada, que ofrecía una vista despejada del paso elevado y la costa. Era un faro sin luz, excepto por la tenue iluminación de una de las ventanas del piso superior.

A la derecha del nuevo faro había un edificio alargado de madera de una sola planta con cuatro ventanas cuadradas cubiertas de tela metálica, dos a cada lado de la sólida puerta. De él emanaba un resplandor verdoso, como si la luz interior pugnara por filtrarse a través del agua o las hojas de las plantas. Frente al faro, impidiéndome ver la entrada, se hallaba un anexo que, supuse, era el garaje. Más allá, casi en el extremo este de la isla, se alzaba una segunda estructura similar, probablemente un cobertizo para embarcaciones. Me apoyé contra la pared posterior del garaje y escuché, pero no oí nada salvo el sonido uniforme de la lluvia. A través de la hierba, a cubierto tras el edificio, me encaminé hacia el faro.

No lo vi hasta que dejé atrás el garaje. Habían formado un aspa con dos troncos de árbol amarrados, sostenidos a su vez por otro par de troncos que mantenían la cruz en un ángulo de sesenta grados respecto al suelo. Estaba desnudo y tenía los brazos y las piernas sujetos a la madera con alambre. Presentaba muchas magulladuras en la cara y el tronco, así como hinchazón en los brazos, el pecho y las piernas, resultado aparentemente de picaduras. En la tierra, bajo él, se había encharcado la sangre derramada por las heridas de los miembros y el torso. La lluvia bañaba su cuerpo pálido, goteaba de la carne suave de sus brazos y resplandecía en su cráneo desnudo y su rostro blanco y lampiño. Le faltaba una porción de piel del abdomen. Al acercarme a él para comprobar el pulso, noté el cuerpo todavía caliente. El Golem estaba muerto.

Cuando me disponía a marcharme, a mi derecha crujió la grava y apareció la muda. Tenía las botas y los holgados vaqueros embarrados y llevaba un impermeable amarillo, abierto sobre un suéter oscuro. En la mano derecha empuñaba un arma, dirigida al suelo. Aunque hubiese querido, no habría tenido tiempo de esconderme.

Al verme, se detuvo en seco, abrió la boca sin emitir el menor sonido, levantó el brazo y abrió fuego. Me lancé a la izquierda. Junto a mí, el cuerpo del Golem se estremeció al recibir el impacto de la bala en el hombro, cerca de donde poco antes se hallaba mi cabeza. Me arrodillé, apunté y apreté el gatillo. El primer tiro la alcanzó en el cuello, el segundo en el pecho. Giró en redondo, se le enredaron las piernas y se desplomó, descerrajando dos disparos al aire cuando chocó contra el suelo. Sin dejar de encañonarla, corrí hasta ella y, de un puntapié, alejé la Beretta de su mano derecha. La pierna izquierda le temblaba de manera incontrolada. La sangre que manaba de la herida ocultaba las cicatrices del cuello. Me miró, abrió y cerró la boca dos veces con un estertor y murió.

En el anexo situado a mi derecha, una figura distorsionó por un instante el resplandor verde procedente del interior. Una sombra delgada se deslizó al otro lado del cristal y supe instintivamente que el señor Pudd me esperaba dentro. Por fuerza tenía que haber oído los disparos, y sin embargo no había reaccionado. Detrás de mí, la puerta del faro seguía cerrada, pero cuando miré hacia el piso superior, la luz que había encendida un momento antes estaba ahora apagada. Debía ocuparme primero de Pudd, pensé; no lo quería pisándome los talones.

Sin pérdida de tiempo, rozando la hierba mojada con las manos, corrí hacia la puerta del anexo. Tenía un pequeño cristal protegido con tela metálica a la altura de la cara a modo de mirilla, y pasé bajo él agachándome más aún. En la mitad inferior de la puerta vi un cerrojo descorrido, y el candado abierto que pendía de él. Situándome a un lado, acerqué el pie lentamente al resquicio y la empujé.

Sonaron tres detonaciones y el marco de la puerta estalló en una lluvia de astillas y fragmentos de pintura. Metí la pistola por la rendija y disparé cinco veces trazando un arco. A continuación, me abalancé al interior. Aún oía caer cristales cuando, a toda velocidad, me dirigí hacia la pared de la izquierda, pero no hubo más disparos. Rápidamente, expulsé el cargador de la Smith & Wesson y lo sustituí por otro completo sin dejar de recorrer el espacio con la mirada mientras manipulaba el arma.

El hedor era increíble, un fuerte olor a descomposición y excrementos. No había lámpara en el techo ni en las paredes y la única claraboya estaba revestida de gruesas tiras de algodón para impedir la entrada directa del sol. La iluminación procedía de pequeñas bombillas colocadas bajo los anaqueles metálicos de las estanterías, dispuestas en cinco filas a lo ancho de la sala. Cada una tenía cuatro anaqueles, y la coloración verde de la luz se debía a las plantas de las macetas distribuidas junto a las cajas de cristal que ocupaban los estantes. Cada caja o jaula iba provista de un termómetro y un higrómetro, y las bombillas disponían de potenciómetros para reducir la intensidad del calor radiante. Las bombillas estaban parcialmente cubiertas con papel de aluminio para proteger de la luz directa a las arañas e insectos de los terrarios, y las hojas de las plantas atenuaban más aún el resplandor. Las bombillas no tenían potencia suficiente para que su luz penetrase hasta los rincones de la sala más alejados, donde se formaban densas zonas de oscuridad. Allí, en algún lugar, aguardaba Pudd, oculto por las sombras y las plantas.

Oí algo cerca de donde tenía apoyada la mano, un leve golpeteo en el suelo de piedra. Miré a mi izquierda y vi, en un pequeño arco de luz verde, una forma oscura semicircular; su cuerpo medía unos cuatro centímetros de largo y sus afiladas patas otro tanto. Retiré la mano de un tirón instintivamente. La araña se tensó, levantó el primer par de patas y enseñó unas mandíbulas rojizas.

De pronto, y con sorprendente velocidad, enfiló hacia mí sus patas desdibujadas por la rapidez del movimiento y el ritmo del golpeteo cada vez más intenso. Retrocedí, y a pesar de que le lancé una patada y sentí el contacto contra algo blando, siguió aproximándose. Volví a golpear a la araña con la puntera de la bota y salió rodando hacia un rincón de la sala, donde había unas cuantas cajas de cristal vacías apiladas de cualquier manera.

Presa del pánico, me arrastré casi hasta el pasillo entre la primera y la segunda hilera de estanterías. A mi derecha, los fragmentos de cristal reflejaban la luz y en el segundo anaquel permanecían los restos de una caja hecha añicos por mis balas de diez milímetros. En el suelo, entre los cristales, había una tarjeta plastificada que llevaba escritas las palabras Phoneutria nigriventer en elaborada letra negra, y a continuación el nombre común «Araña errante de Brasil». Volví a echar un vistazo en dirección a las sombras hacia donde había salido despedida la agresiva araña marrón y me estremecí.

A mi derecha, en el otro extremo de la sala, oí un roce contra las hojas de una planta y las sombras cambiaron en el techo por un instante. Ahora Pudd sabía dónde estaba. El ruido de mis desesperados puntapiés a la araña lo había alertado. Noté que me temblaba la mano izquierda y la uní a la derecha en torno a la empuñadura del arma. Si no la veía temblar, podría convencerme de que no tenía miedo. Lentamente me acerqué a la segunda fila de estanterías, respiré hondo y me asomé al pasillo.

Estaba vacío. Junto a mi ojo izquierdo, una forma se movió dentro de una caja. De pequeño tamaño, no medía más de tres centímetros en total, y una ancha banda roja le recorría el abdomen a lo largo. En la telaraña que la rodeaba pendían sacos de huevos blancos y esféricos casi tan grandes como la propia araña. La tarjeta rezaba: Latrodectus hasselti, «Araña de dorso rojo». Formando familia, pensé. Enternecedor. Lástima que papá probablemente no viviese para ver el nacimiento.

En la tercera hilera había otras dos cajas rotas, una al lado de la otra. Entre los afilados bordes permanecía inmóvil una larga silueta verde. La mantis parecía mirarme con sus grandes ojos mientras accionaba las mandíbulas en torno a los restos del ocupante de la caja contigua. Unas pequeñas patas marrones se movían débilmente mientras el enorme insecto masticaba. No sentí pena por lo que fuese que la mantis devoraba. Por mí, cuanto antes terminase el aperitivo y se ocupase de algunos de los platos principales que rondaban por el suelo, tanto mejor.

Se me había erizado el vello y tenía que contener el impulso de rascarme la cabeza y el cuello, así que estaba un tanto distraído cuando llegué al siguiente pasillo. Miré a la izquierda y vi al señor Pudd de pie en el extremo opuesto con la pistola en alto. Me arrojé hacia delante y la bala alcanzó la caja de los fusibles junto a la puerta. Se produjo un chisporroteo y se apagaron las luces mientras yo rodaba por el suelo e iba a parar contra la pared. Apoyé la mano en tierra sólo el tiempo que tardé en darme cuenta de que algo blando recorría mi piel. Al instante la levanté y la sacudí, pero no sin sentir antes una dolorosa picadura, como si me clavasen dos agujas. Contrayendo los labios en una expresión de repugnancia, me puse de pie inmediatamente y me examiné la mano a la escasa luz que penetraba por las ventanas. Justo debajo del nudillo del dedo medio empezaba a formarse ya un habón rojo.

A mi derecha, en un par de amplios acuarios de plástico, se movían millares de cuerpos diminutos. Del primer acuario llegaba el estridular de los grillos. El segundo contenía harina de avena y copos de salvado entre los que se movían gorgojos, acompañados de unos cuantos escarabajos negros que ya habían llegado a su fase adulta. A mi izquierda, dispuestos a lo largo de la pared en vitrinas con varios estantes, había filas y más filas de vasos de plástico. Me incliné hacia delante y distinguí una pequeña forma negra y roja en el fondo de cada vaso, con restos de grillos y de fruta en la desagradable tela que se extendía junto a la araña. Allí el olor era especialmente intenso, tanto que empecé a sentir náuseas.

Aquello era el criadero de viudas negras del señor Pudd.

Cuando volví a concentrar la atención en la sala, me zumbaban los oídos a causa de las detonaciones y veía destellos por efecto del fogonazo del arma. En el techo se proyectó una sombra alargada que se alejaba de mí. A través de las hojas distinguí apenas una mancha de color tostado que podía ser la camisa de Pudd y disparé. Oí un gruñido de dolor y ruido de cristales rotos al caer al suelo las cajas vacías de ese rincón. Los cristales crujieron bajo sus pies cuando los pisó. Pudd estaba junto a la pared del fondo, cerca del lugar donde me hallaba yo al principio, y supe qué debía hacer.

Las estanterías no estaban sujetas al suelo de cemento, sino que descansaban sobre trípodes, asegurada sobradamente su estabilidad ante cualquier impacto accidental por el peso mismo del armazón y de las cajas. Olvidando el dolor que se extendía por mi mano y la posibilidad de que el insecto causante todavía anduviese cerca, me agaché, afiancé la espalda contra la pared junto a las ventanas y empujé la estantería con las plantas de los pies. Por un momento pensé que sólo lograría desplazarla por el suelo, pero de pronto la parte superior se ladeó y el pesado armazón comenzó a caer lentamente hasta chocar con estrépito contra la siguiente estantería y crear un efecto dominó; se desplomaron dos, tres, cuatro estanterías en medio de un ruido de cristales rotos y metal chirriante, y por fin el peso acumulado de todas ellas cayó en la última, y oí algo que podía ser la voz de un hombre antes de quedar ahogada en el atronador estruendo final de metal y cristales.

Para entonces yo ya estaba de pie y salté sobre los armazones de las estanterías caídas para evitar cualquier contacto con el suelo. Percibía movimiento por todas partes mientras criaturas depredadoras de múltiples patas corrían y luchaban, cazaban y morían. Llegué a la puerta y la abrí de un empujón. Agradecido, sentí de inmediato la brisa marina y la fría lluvia después del ambiente viciado y del hedor a podredumbre de insectos y de arañas. La puerta se cerró a mis espaldas. Eché el cerrojo y retrocedí. La mano me palpitaba y la hinchazón iba en aumento, pero no me dolía demasiado. Aun así, necesitaría un antídoto, y cuanto antes mejor.

Se oyó movimiento en el interior del criadero. Levanté la pistola y apunté. Un rostro apareció tras la mirilla, y la puerta empezó a sacudirse por las embestidas del señor Pudd. Tenía los ojos desorbitados, uno de ellos ya sanguinolento, y un músculo de una de las mejillas se le contraía en espasmos. Diminutas arañas marrones, no mayores de un centímetro, corrían por su cara y se perdían de vista entre el pelo perseguidas implacablemente por una enorme araña negra de patas esqueléticas. De pronto Pudd abrió la boca y, en las comisuras, asomaron dos patas abriéndose camino entre los labios. Entreví salir de dentro los palpos y el grupo de ojos oscuros de la araña. Desvié la vista por un instante y, cuando miré de nuevo, Pudd había desaparecido.

Oí a mis espaldas un tableteo apagado y, al volverme, vi que la puerta del faro batía suavemente contra el marco. Estaba empapado y empezaba a sentir el frío con desesperación; aun así, me limpié el agua de los ojos y me encaminé hacia el faro.

Al otro lado de la puerta el suelo estaba enlosado y una escalera de caracol de hierro ascendía hacia la parte superior de la estructura. No había pisos entre el lugar donde yo me encontraba y la plataforma abierta en lo alto del faro, en la que un pequeño panel daba acceso a la galería.

A mis pies vi una trampilla abierta. Era de roble macizo guarnecido de hierro y, debajo, unos peldaños de piedra conducían a una mancha de intensa luz amarilla.

Había hallado la entrada a la colmena.

Descendí despacio por la escalera con la pistola apuntada hacia abajo. Daba a un búnker de hormigón, amueblado con sillones y un viejo sofá. En el rincón opuesto había una pequeña mesa de comedor sobre una raída alfombra persa. A mi derecha, un portillo oscilante de dos hojas separaba la estrecha y alargada cocina del salón principal. Del techo colgaban lamparillas de armazón metálica. En un rincón se alzaba una estantería vacía y al pie de ésta, en el suelo, una caja contenía libros y periódicos. Flotaba en el aire un olor a cera abrillantadora. La superficie de la mesa resplandecía, como también los estantes y la encimera del desayuno.

Pero fueron las paredes lo que atrajo mi atención: todo el espacio disponible, hasta el último centímetro de un rincón al otro, desde el techo hasta el suelo, estaba cubierto de ilustraciones. Incluían representaciones de la muerte a lomos de un caballo negro al estilo de Kohn; imágenes de víctimas de la guerra inspiradas en Dix y Goerg; ciudades desmoronándose en un furor de rojos y amarillos como los paisajes apocalípticos de Meidner. Se superponían entre sí desdibujándose en verdes y azules en los contornos allí donde se mezclaban los pigmentos. Las imágenes tomadas de un artista reaparecían en la obra de otro, fuera de contexto y a la vez parte de la visión global. Uno de los demonios de Goerg se abalanzaba sobre la muchedumbre que huía de la destrucción de Meidner; el caballo de Kohn vagaba entre los cadáveres del campo de batalla de Dix.

No era extraño que los hijos de Faulkner acabasen perturbados.

La habitación siguiente presentaba una decoración análoga, aunque aquí las imágenes eran de origen medieval y mucho más recargadas. Esta habitación, con el suelo de linóleo, era mayor que la contigua y estaba dividida por una mampara de listones con una cama de matrimonio a cada lado. Completaban el mobiliario unos toscos estantes con libros y revistas y dos armarios. En un rincón unas puertas corredizas de cristal separaban de la habitación un pequeño plato de ducha y un inodoro. La única iluminación procedía de una lamparilla colocada sobre una mesa de noche. Cerca de mí, vi dos cajas de cartón llenas de ropa de mujer y una maleta con unos cuantos trajes y chaquetas de hombre. Todas las prendas parecían de dos décadas atrás por lo menos. Habían quitado las sábanas de las camas y formado dos fardos con ellas. En un rincón había una aspiradora, y al lado se hallaba la bolsa del polvo extraída. Daba la impresión de que estaban eliminando todo rastro de los ocupantes del búnker.

Una puerta entreabierta daba a la tercera habitación. Me detuve al oír un sonido procedente del interior, un ruido parecido a un tintineo de cadenas. El aire olía a sangre. No percibí movimiento alguno cerca de la puerta. Me llegó de nuevo el roce de metal contra metal. Empujé la puerta con el pie y me puse a cubierto tras la pared, esperando disparos. No los hubo. Aguardé unos segundo más antes de echar un vistazo adentro.

En el centro, sobre el suelo de piedra, se alzaba un tajo de carnicero apoyado en cuatro gruesas patas. Tenía sangre seca en los bordes. Más allá, adosada a la pared del fondo, se extendía una mesa de acero inoxidable con un lavabo acoplado y un tubo de desagüe que descendía desde el sumidero hasta un recipiente metálico herméticamente cerrado. En la mesa había instrumentos quirúrgicos, algunos utilizados hacía poco. Vi una sierra para huesos y dos bisturís con las hojas ensangrentadas. Detrás, una cuchilla de carnicero colgaba de un gancho en la pared. La habitación entera apestaba a carne.

No vi a Ángel hasta que entré. Estaba desnudo y esposado a una barra de metal embutida en la pared encima de una bañera de hierro. Medio derecho, medio arrodillado en la bañera, tenía los costados manchados de sangre ya pardusca. Colgaba vuelto hacia mí, amordazado con esparadrapo. Tenía el rostro veteado de sangre y sudor y los ojos entreabiertos. Cuando me acerqué a él, los cerró por un instante y emitió un leve gimoteo, ahogado por la mordaza. Presentaba magulladuras en la cara y una larga herida en la pierna derecha; parecía una cuchillada y la habían dejado sangrar.

Me disponía a rodearle la espalda con el brazo para sujetarlo antes de liberarlo cuando el gimoteo subió de intensidad. Retrocedí y giré su cuerpo lentamente. Le habían extraído de la espalda una sección de piel de unos treinta por treinta centímetros, y la carne viva palpitaba con un color rojo encendido. La sangre se había encharcado y secado a sus pies. Mientras miraba con asombro la herida, Ángel empezó a sollozar y le temblaron las piernas. Encontré las llaves de las esposas colgadas de un gancho. Sosteniéndolo por la cintura, lo solté, y todo su peso se desplomó en mis brazos mientras lo sacaba de la bañera y lo dejaba de rodillas en el suelo. Le arranqué el esparadrapo con la mayor delicadeza posible; luego tomé un tazón de plástico de un estante y, al abrir el grifo del lavabo para llenarlo, el agua arrastró la sangre hacia el sumidero en un remolino. Ángel aceptó el tazón y bebió con avidez, derramándosele el agua por la barbilla y el pecho.

– Dame el pantalón -fueron sus primeras palabras.

– ¿Quién ha hecho esto, Ángel?

– Por favor, dame el pantalón, maldita sea.

Su ropa estaba apilada junto a la bañera. Busqué sus chinos y lo ayudé a ponérselos mientras él, sentado en el suelo, se apoyaba como podía en los brazos debilitados para evitar el contacto de la espalda con la pared.

– El viejo -dijo mientras le subía el pantalón hasta la cintura. La tela se adhirió de inmediato a la herida de la pierna y una mancha roja se extendió por ella. Contraía la cara de dolor y tenía que apretar los dientes para reprimir un grito cada vez que se movía-. Fuera se han oído disparos, y cuando me he vuelto, él ya había desaparecido por aquella escalera. Ha dejado el horno abierto. Puede que yo necesite lo que hay dentro.

Señaló detrás de mí, hacia una caja de acero con un control de temperatura en lo alto colocada contra la pared. En el interior pendía una fina lámina de lo que podría haber sido papel, en el supuesto de que el papel sangrase. Apagué el secador y cerré la puerta con el pie.

– ¿Te has tropezado con los otros dos? -preguntó.

Asentí con la cabeza.

– Son sus hijos, Bird.

– Lo sé.

– ¡Vaya una familia de mierda! -Casi sonrió-. ¿Los has matado?

– Diría que sí.

– ¿Qué significa eso?

– La mujer está muerta. Al señor Pudd se lo he echado como alimento a sus animales de compañía.

Dejé a Ángel y me acerqué a una escalera que ascendía desde una puerta pequeña al fondo de la habitación. A la izquierda del primer peldaño había una habitación con otra cama y un crucifijo colgado del techo. Allí las paredes estaban cubiertas de estantes combados por el peso de los libros. Habían retirado ya algunos como parte de los preparativos para la huida, pero muchos seguían en su sitio; la llegada de Ángel debía de haber inducido a Faulkner a reajustar sus prioridades. Dudaba que hasta ese momento hubiese dispuesto de muchos sujetos vivos con quienes practicar. Contra la pared había un banco de trabajo y, en él, un estuche metálico con tintas, estilográficas, cuchillos y plumines cuidadosamente colocados. En un hueco, frente al dormitorio, zumbaba un generador.

Cuando regresé a la sala de preparación de Faulkner, Ángel había logrado levantarse y se apoyaba en la pared con las manos, un poco encorvado, la pierna herida en alto. La espalda había empezado a sangrarle otra vez.

– ¿Crees que lo conseguirás?

Asintió con la cabeza. Le ayudé a pasarme el brazo izquierdo por encima de los hombros y lo sujeté con cuidado por la cintura. Muy despacio, y con el dolor claramente grabado en el rostro, subió por los peldaños de piedra. Cuando estaba casi arriba, resbaló y se golpeó la espalda contra la pared. Dejó en ella una mancha de vivo color rojo a la vez que perdía el conocimiento, y tuve que cargar con él el resto del camino. La escalera terminaba en un hueco donde había una puerta de acero abierta. El viento agitaba una gruesa lámina de plástico extendida en el suelo junto a ésta. Al lado, un cuerpo yacía enrollado en una segunda lámina manchada de sangre por dentro. Parte de la cara de Voisine quedaba a la vista. Recordé el enojo de Pudd por las heridas infligidas por Ángel a su acompañante; por lo visto, Voisine había muerto a causa de ellas.

Ángel volvió en sí cuando lo tendí boca abajo en el suelo. Saqué la pistola calibre 38 de la funda y se la coloqué en la mano.

– Mataste a Voisine.

Fijó la mirada en mí con los ojos empañados.

– Bravo. ¿Podré mearme en su tumba?

– Haré unas cuantas llamadas y veré qué puede hacerse.

– ¿Adónde vas?

– A buscar a Faulkner.

– Si lo encuentras, dale saludos de mi parte antes de matarlo.

Llovía sin cesar y la tierra se había convertido en barro cuando pisé la hierba con cautela. A unos quince metros detrás de mí la muda continuaba donde había caído y no llegaba el menor sonido del interior del criadero de arañas del señor Pudd. El faro se alzaba a mis espaldas, y frente a mí una pendiente cubierta de hierba descendía hasta el cobertizo para botes. Allí, en una cala protegida del viento, había un malecón flotante. La puerta del cobertizo estaba abierta y un bote se mecía al pie de la rampa de hormigón. Era una pequeña motora Cape Craft con un fueraborda Evinrude. Una silueta, de pie en la cubierta, echaba gasoil en el depósito del motor. La lluvia caía sobre su cabeza descubierta, sobre el cabello largo y blanco que se le pegaba a la cara y los hombros, sobre el abrigo negro y los zapatos negros de piel. Debió de presentir que me acercaba, ya que alzó la vista, derramando el gasoil en la cubierta al perder la concentración.

Y sonrió.

– Hola, pecador -dijo el reverendo Faulkner.

Se llevó la mano al revólver que llevaba al cinto y disparé una vez. Se tambaleó hacia atrás y la lata de gasoil se le cayó de las manos. El brazo derecho destrozado le colgaba ahora inerte al costado y el arma, resbalando de sus dedos, fue a parar a la cubierta del bote; sin embargo, la sonrisa permaneció en su boca, un tanto trémula a causa del dolor de la herida. Disparé otras dos veces y agujereé el fueraborda. El gasoil brotó del depósito perforado.

Medía, calculé, alrededor de un metro ochenta. Tenía los dedos blancos y afilados, la tez pálida y las facciones alargadas. A la luz de la cabina, sus ojos eran de un azul oscuro e intenso, casi negro. Con una nariz extraordinariamente larga y delgada y unos labios muy finos, casi inexistentes, la boca parecía empezar allí donde acababan los orificios nasales. Tenía el cuello esquelético y estriado, y los pliegues de carne flácida colgaban bajo su mentón como una carúncula.

A mis pies vi una maltrecha mochila impermeable de emergencia y le di un puntapié.

– ¿Va a alguna parte, reverendo? -pregunté.

Pasó por alto la pregunta.

– ¿Cómo nos ha encontrado, pecador?

– El Viajante me guió hasta aquí.

El viejo movió la cabeza.

– Un individuo interesante. Lo lamenté cuando le mató.

– Fue usted el único. Su hija ha muerto, reverendo, y su hijo también. Todo ha terminado.

El viejo escupió al mar y miró por encima de mi hombro hacia donde la mujer yacía muerta bajo la lluvia. No reveló emoción alguna.

– Baje del bote. Será juzgado por las muertes de sus feligreses, por los homicidios de Jack Mercier y su esposa y amigos, por los asesinatos de Curtis y Grace Peltier. Va a rendir cuentas por todos ellos.

Negó con la cabeza.

– No he de rendir cuentas de nada. El Señor no envió demonios a matar a los primogénitos de Egipto, señor Parker; envió ángeles. Nosotros éramos los ángeles encargados de llevar a cabo la obra del Señor, de segar pecadores.

– Matar a mujeres y a niños no parece obra de Dios.

La sangre goteaba de sus dedos en las tablas del bote. Con cuidado levantó el brazo herido, aparentemente ajeno al dolor, y me mostró la sangre de la mano.

– Pero el Señor mata a mujeres y a niños cada día -replicó-. Se llevó a su mujer y a su hija. Si hubiese creído que eran dignas de salvación, seguirían vivas.

Tensé la mano alrededor del arma y noté que se desplazaba ligeramente el gatillo.

– A mi mujer y a mi hija no las mató Dios. Se ensañó con ellas un hombre, un hombre enfermo y violento alentado por usted.

– No necesitaba mi aliento. Requería sólo un marco para sus ideales, una dimensión más amplia. -Calló por un momento y, ladeando la cabeza, pareció examinarme. Por fin preguntó-: Los ve, ¿verdad?

No contesté.

– ¿Cree que es usted el único? -Volvió a sonreír-. Yo también los veo. Hablan conmigo. Me cuentan cosas. Están esperándole, pecador, todos ellos. ¿Piensa que todo acabó con sus muertes? No es así: están esperándole. -Se inclinó hacia mí en actitud de complicidad-. Y mientras esperan, se folian a su puta -dijo entre dientes-. Se folian a sus dos putas.

Me bastaba la presión de un dedo para matarlo. Cuando exhalé y sentí cómo el gatillo se desplazaba hacia delante, casi pareció decepcionado.

– Es un embustero, Faulkner -respondí-. Dondequiera que estén mi mujer y mi hija, se encuentran a salvo de usted y de los de su clase. Ahora, por última vez, baje del bote.

No hizo ademán de moverse.

– No me juzgará ningún tribunal de este mundo, pecador. Dios será mi juez.

– Algún día -contesté.

– Adiós, pecador -dijo el reverendo Faulkner, y algo me golpeó con fuerza en la espalda.

Caí de rodillas, y un zapato marrón me pisó los dedos. La pistola se disparó en dirección al malecón antes de que la alejasen de mí de un puntapié y fuese a parar al mar. A continuación, pareció precipitarse sobre mí un peso enorme y me encontré con la cara hundida en el barro. Tenía unas rodillas sobre la espalda, obligándome a expulsar el aire de los pulmones, y la boca y la nariz se me llenaban de tierra. Afiancé las puntas de los pies en el terreno blando y empujé contra el suelo con el brazo izquierdo a la vez que lanzaba hacia atrás el puño derecho. Sentí que el golpe daba en el blanco y se reducía un poco el peso sobre mi espalda. Intenté apartarlo por completo a la vez que me volvía, pero recibí un fuerte rodillazo en la entrepierna y unas manos se cerraron en torno a mi cuello. Tendido de espaldas, me encontré mirando la cara del infierno.

El señor Pudd tenía el rostro tumefacto por las picaduras de araña. Los labios enormes y amoratados parecían rellenos de colágeno. La hinchazón casi le taponaba las ventanas nasales, y se veía obligado a respirar trabajosamente por la boca, con la lengua dilatada colgando entre los dientes. Tenía un ojo casi cerrado y el otro había crecido hasta el doble de su tamaño original, de modo que parecía a punto de reventar. Presentaba una coloración grisácea, roja por la sangre allí donde se le habían roto los capilares. Hebras plateadas de telaraña se mezclaban con su pelo y una araña negra, atrapada entre el cuello de la camisa y su garganta túmida, agitaba las patas en vano mientras le picaba. Le golpeé los brazos pero no me soltó. Sangre y saliva rezumaban de su boca y le resbalaban por el mentón. Alargué el brazo derecho y le hinqué los dedos en la cara, intentando alcanzar el ojo herido.

Detrás, oí arrancar el motor del bote, y Pudd cambió la posición de las manos para tratar de aplastarme la nuez con los pulgares. Al sentir aumentar la presión en mi cabeza por el gradual estrechamiento de la traquea, le arañé las manos. Resoplando, el fueraborda se apartó del malecón, pero en ese momento poco me importaba. En mis oídos resonaba el fragor de mi propia cabeza y el salivoso jadeo del hombre que pretendía matarme. Sentí quemazón detrás de los ojos y un hormigueo que se propagaba desde los dedos. Desesperado, le clavé las uñas en el rostro, pero perdía ya la sensibilidad en las manos y se me nublaba la vista.

De pronto a Pudd le estalló la tapa de los sesos y me salpicó una lluvia de sangre y materia gris. Permaneció erguido por un momento, con la mandíbula distendida y sangrando a borbotones por la nariz y la boca, y luego se desplomó de costado sobre el barro. Al desaparecer la presión de mi garganta, tomé aire dando estertóreas y dolorosas bocanadas a la vez que, a patadas, apartaba de mí el cuerpo de Pudd. Me puse de rodillas y escupí tierra.

En lo alto de la pendiente de hierba, Ángel, tendido boca abajo, empuñaba la pistola calibre 38 con la mano derecha ante él y sostenía la lámina de plástico con la izquierda para protegerse la espalda herida. Al tomar nuevamente conciencia del sonido de la motora alejándose en las aguas picadas y oscuras, miré hacia el mar. Estaba sólo a diez o quince metros de la orilla, con la espuma blanca arremolinándose ante la proa y Faulkner de pie al timón, su cara pálida contraída de rabia y de dolor.

El motor petardeó y se apagó.

Nos hallábamos cara a cara separados por las olas, mientras la lluvia caía sobre nuestras cabezas, sobre los cadáveres que yacían detrás de mí, sobre las aguas oscuras de la bahía.

– Veré tu condenación, pecador.

Levantó el revólver con la mano izquierda y disparó. El primero fue un tiro a bulto, e impactó en las rocas detrás de mí con un gemido. Se balanceó ligeramente con el movimiento del bote, apuntó y disparó otra vez. En esta ocasión noté el tirón de la bala en la manga del abrigo pero no me hirió; traspasó la lana, dejando sólo un leve olor a quemado en su estela. Los dos siguientes disparos silbaron en el aire húmedo cerca de mi cabeza mientras, arrodillado, abría la mochila de emergencia.

El lanzabengalas era un Helly-Hanson, y me complació sentir su peso en la mano. Me acordé de Grace y de Curtis, y del parche de cinta adhesiva negra que cubría el ojo destrozado de James Jessop. Me acordé de Susan, de su belleza el día que nos conocimos, del olor a pacanas en su aliento. Me acordé de Jennifer, del contacto de su pelo rubio al rozar con el mío, del sonido de su respiración cuando dormía.

Volvió a disparar, esta vez errando el tiro por más de un metro. Apunté hacia las olas e imaginé el resplandor incandescente que se propagaba por el agua mientras la bengala surcaba la superficie; el fogonazo de colores rosa y azul al prenderse el gasoil, surgiendo de las olas y avanzando hacia el hombre del revólver; la explosión del fueraborda y las llamas que se extendían por la cubierta y engullían aquella figura. El calor me chamuscaría la cara mientras el mar se iluminaría de rojo y oro, y el viejo viajaría, envuelto en fuego, de este mundo al otro.

Tensé el dedo en el gatillo.

Oí un chasquido.

Sobre las olas, Faulkner se mecía ligeramente cuando el percutor golpeó la recámara vacía del revólver. Intentó disparar una vez más.

Otro chasquido.

Me acerqué al agua y levanté el lanzabengalas. Oí de nuevo aquel sonido hueco, pero el viejo no parecía notarlo ni darle importancia. El cañón de su arma seguía mis movimientos, como si a cada gatillazo el revólver vacío arrojase una andanada de plomo que me traspasase y me condujese, centímetro a centímetro, a la muerte.

Otro chasquido.

Por un instante, mantuve el lanzabengalas apuntado hacia él, su ancha boca centrada en el cuerpo del viejo, y vi satisfacción en su rostro. Moriría, pero con su aniquilación yo me condenaría, y me convertiría en alguien como él.

Otro chasquido.

Entonces alcé el cañón hasta que el arma quedó por encima de mi cabeza, apuntada al cielo.

– ¡No! -gritó Faulkner-. ¡No!

Apreté el gatillo y la bengala se elevó proyectando una luz intensa sobre las oscuras olas, transformando la lluvia en plata y oro, y el viejo vociferó colérico mientras una nueva estrella nacía en el vacío.

Me aproximé a Ángel. Una mancha de sangre se extendía por todo lo ancho del protector de plástico, que se había caído sobre la herida. Con cuidado, lo levanté para que no se adhiriese. Aún tenía la pistola en la mano y los ojos abiertos, la mirada fija en la figura sobre el agua.

– Debería haber ardido -dijo.

– Arderá -contesté. Y lo sostuve entre los brazos hasta que vinieron a buscarnos.

EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier

«La verdad existe», escribió el pintor Georges Braque. «Sólo las mentiras se inventan.» En algún lugar, la verdad sobre los Baptistas de Aroostook espera a ser descubierta y escrita por fin. Yo sólo he intentado proporcionar un contexto a lo que ocurrió: las esperanzas que inspiraron la empresa, las emociones que la minaron y las acciones finales que acabaron con ella.

En agosto de 1964 se enviaron cartas a los parientes de cada una de las familias que se habían unido a Faulkner más de un año antes. Cada carta fue escrita por el padre o la madre de la familia en cuestión. Lyall Kellog escribió la carta de su familia; tenía matasellos de Fairbanks, Alaska. La carta de Katherine Cornish procedía de Johnstown, Pennsylvania; la de Frida Perrson de Rochester, Minnesota, y la de Frank Jessop, que aseguró a su familia que su esposa y sus hijos estaban bien, de Porterville, California. Las cartas, todas sin fechar, mandaban saludos y se limitaban a anunciar que los Baptistas de Aroostook se habían disgregado y las familias implicadas habían decidido difundir al mundo el mensaje del reverendo Faulkner como los antiguos misioneros. Pocos de los parientes sentían especial interés. Sólo Lena Myers, la hermana de Elizabeth Jessop, persistió en la creencia de que quizá le había ocurrido algo a su hermana y a la familia de ésta. En 1969, con la autorización del propietario de las tierras, contrató a una constructora privada para excavar partes de la finca de la comunidad de Eagle Lake. La búsqueda no dio resultado. En 1970, Lena Myers murió como consecuencia de las heridas sufridas al ser atropellada por un conductor que se dio a la fuga en Kennebec, Maine. Nunca se ha procesado a nadie en relación con su muerte.

No se ha encontrado el menor rastro de las familias en ninguna de las localidades de donde partieron las cartas. Sus nombres no constan en ningún registro. No se han localizado descendientes. Ninguna volvió a dar señales de vida.

Con toda certeza, la verdad sigue enterrada.

Epílogo

Este mundo es una colmena, un panal donde cada celdilla está unida a la siguiente, cada vida entrelazada inextricablemente a las vidas de los demás. La pérdida de uno solo reverbera en la totalidad, alterando el equilibrio, cambiando el carácter de la existencia de ínfimas e imperceptibles maneras.

Sin querer, vuelvo una y otra vez a una mujer llamada Tante Marie Aguillard, su inverosímil voz de niña llegando a mí desde su inmensa humanidad. La veo recostada contra una montaña de almohadas en una habitación oscura y caliente del oeste de Louisiana, flotando en el aire el olor del río Atchafalaya; una sombra negra y resplandeciente entre formas cambiantes, ajena a los límites entre lo natural y lo artificial mientras uno y otro mundo se funden. Me sujeta la mano y me guía hasta mi mujer y mi hija perdidas. Ellas la llaman y le hablan del hombre que les quitó la vida.

No necesita luz; su ceguera, más que un impedimento, es una ayuda para alcanzar una percepción más profunda y significativa. La vista sería una distracción para su extraña y errante conciencia, para su intensa y valiente compasión. Ella sufre por todos: los extraviados, los desaparecidos, los desposeídos, los asustados, las almas en pena que se han visto violentamente arrancadas de esta vida y no hallan descanso en su mundo dentro de otros mundos. Les tiende la mano, les ofrece consuelo en sus últimos momentos para que no mueran solos, para que no tengan miedo al pasar de la luz a la oscuridad.

Y cuando el Viajante, el ángel de las tinieblas, viene en su busca, ella me tiende la mano a mí, y yo la acompaño mientras muere.

Tante Marie conocía la naturaleza de este mundo. Deambuló por él, lo vio tal como era y comprendió su propio lugar en él, su responsabilidad para con quienes moraban dentro y fuera de él. Ahora, poco a poco, también yo he empezado a comprender, a reconocer mi deber para con el resto, tanto aquellos a quienes no he conocido como aquellos a quienes he amado. El carácter de la humanidad, su esencia, consiste en sentir el dolor ajeno como propio, y actuar para aliviar ese dolor. Existe nobleza en la compasión, belleza en la empatía, gentileza en el perdón. Soy un hombre con defectos, con un innegable pasado violento, pero no consentiré que personas inocentes sufran cuando esté en mis manos ayudarlas.

No les volveré la espalda.

No me alejaré.

Y si con ello puedo enmendar, compensar, todo aquello que he hecho y todo lo que he dejado de hacer, ése será mi consuelo.

Ya que la reparación es la sombra proyectada por la salvación.

Tengo fe en un mundo mejor después de éste. Sé que mi mujer y mi hija moran en él, porque las he visto. Sé que ahora están a salvo de los ángeles de las tinieblas y que dondequiera que habiten Faulkner y Pudd y otros muchos que han deseado convertir la vida en muerte, están lejos, lejos de Susan y Jennifer, y nunca podrán volver a tocarlas.

Esta noche llueve en Boston, y en el cristal de la ventana se revelan con todo detalle las intrincadas venas trazadas por el agua en su superficie. Me despierto con el nudillo aún dolorido a causa de la picadura ya curada y me vuelvo con cuidado para sentirla moverse cerca de mí. Me acaricia el cuello con la mano y de algún modo sé que, mientras dormía, ella ha estado observándome en la oscuridad, esperando a que llegase el momento.

Pero me vence el cansancio y, cuando mis ojos se cierran de nuevo,

estoy de pie en el linde del bosque, y los aullidos de los híbridos vibran en el aire. A mis espaldas, los árboles extienden sus ramas unos hacia otros, y cuando se tocan, emiten un sonido semejante a los susurros de los niños. Y mientras escucho, algo se mueve en las sombras ante mí.

– ¿Bird?

Siento su mano caliente sobre mí, y mi piel, en cambio, está fría. Deseo quedarme con ella, pero

me veo arrastrado otra vez, ya que la oscuridad me llama y la silueta todavía se mueve entre los árboles. Lentamente, el niño aparece, la lente de sus gafas tapada con cinta negra, su piel blanca como el papel. Intento aproximarme a él, pero no puedo ponerme en pie. Detrás de él se deslizan otras figuras, pero se alejan de nosotros, se adentran en el bosque hasta desvanecerse, y el niño pronto se irá con ellas. Se ha despojado de la tabla de madera, pero las quemaduras de la cuerda todavía se le ven a los lados del cuello. No habla, pero continúa mirándome durante mucho, mucho tiempo, agarrado a la corteza del abedul amarillo que crece junto a él, hasta que, por fin, también él retrocede,

– Bird -susurra ella.

se desdibuja, se adentra más y más,

– Estoy embarazada.

se sumerge en las profundidades de la colmena que es este mundo.

AGRADECIMIENTOS

Los siguientes libros han tenido para mí un valor inestimable mientras escribía esta novela:

Wrath of Angels: The American Abortion War, de James Risen y Judy L. Thomas (Basic Books, 1998); Eagle Lake, de James C. Ouellette (Harpswell Press, 1980); The Red Hourglass: Lives of the Predators, de Gordon Grice (Alien Lane, 1998); The Book of the Spider, de Paul Hillyard (Hutchinson, 1994); The Bone Lady, de Mary H. Manheim (Louisiana State University Press, 1999); Maine Lighthouses, de Courtney Thompson (Catnap Publications, 1996); Apocalypses, de Eugen Weber (Hutchinson, 1999): The Apocalypse and the Shape of Things to Come, edición a cargo de Francis Carey (British Museum Press, 1999); y The Devil's Party, de Colin Wilson (Virgin, 2000). Por otra parte, Simpson's Forensic Medicine, de Bernard Knight (Arnold, 1997) e Introduction to Forensic Sciences, segunda edición, a cargo de William G. Eckert (CRC Press, 1997), rara vez han abandonado mi mesa.

Buena parte del material en relación con los movimientos religiosos de Maine procede de la introducción de Elizabeth Ring a su Directory of Churches & Religious Organizations in Maine, 1940 (Maine Historical Records Survey Project); del artículo «Till Shiloh Come», de Jason Stone (revista Down East, marzo de 1990); y «The Promised Land», de Earl M. Benson (revista Down East, septiembre de 1993).

A medida que avanza cada una de mis novelas se pone cada vez más de manifiesto mi profunda ignorancia. Para este libro he contado durante mis investigaciones con los conocimientos y la amabilidad de muchas personas: entre ellas James Ferland y el personal de la Oficina del Forense de Maine, Augusta; el agente Joe Giacomantonio, del Departamento de Policía de Scarborough; el capitán Russell J. Gauvin, del Departamento de Policía de la Ciudad de Portland; el sargento Dennis R. Appleton, CID III, Policía del Estado de Maine; el sargento Hugh J. Turner, Policía del Estado de Maine; L. Dean Paisley, mi excelente guía en Eagle Lake; Rita Staudig, historiadora del St. John Valley; Phineas Sprague Jr., de los Servicios del Puerto Deportivo de Portland; Bob y Babs Malkin y Jim Block, que me ayudaron en cuanto a los judíos de Nueva York; Big Apple Greeters; Phil Procter, director del Wang Center de Boston; Beth Olsen, del Boston Ballet; el personal del Center for Maine History de Portland, Maine; Chuck Antony; y otros muchos. A todos ellos les debo una copa, y probablemente una disculpa por todos los errores que he cometido. Por último, deseo dar las gracias a mi agente, Darley Anderson, y a sus ayudantes, Elizabeth and Carrie; a mi agente para los derechos en el extranjero Kerith Biggs; a mi editora, Sue Fletcher; y a todo el personal de Hodder & Stoughton por su paciencia conmigo.

John Connolly

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