Durante años, May, el ama de llaves escocesa de James Bond, ha sido la única constante de su agitada existencia. Pero May tiene gravemente dañado el pulmón izquierdo, lo cual provoca en el superagente un paroxismo de preocupación casi filial. Primero un gran especialista londinense y luego la convalecencia en una carísima clínica alemana tranquilizan la conciencia de Bond, pero no consiguen acallar la cáustica lengua del ama de llaves. Bond ha sido advertido de que, en caso de negarse a “colaborar”, la mujer corre el peligro de no celebrar su próximo cumpleaños.

Un incidente en el transbordador del Canal de la Mancha -cuando el buque permanece detenido mientras se busca a un par de jóvenes que, al parecer, han caído por la borda- pone inexplicablemente nervioso al famoso superagente. Y pocas horas después de su desembarco en un puerto belga, se produce el primer movimiento de un desconcertante y mortífero juego del gato y el ratón, en el que la presa es precisamente James Bond. ¿Cuál podrá ser el objetivo de la venganza personal tramada por un atacante que Bond no logra identificar?

Nunca los mecanismos de defensa del superagente 007 han sido sometidos a más dura prueba que en el momento en que comprende que se ha puesto precio a su cabeza…

John Gardner

Nadie Vive Enternamente

Nobody Lives Forever

(1986)

Traducido por Maria Antonia Menini

Para Peter y Peg, con afecto

1 El camino hacia el sur

James Bond hizo la señal con demasiado retraso, pisó el freno con más violencia de la que hubiera deseado un instructor de conducción de la Bentley y efectuó un viraje con su impresionante automóvil para abandonar la autopista E-5 y enfilar la última salida, al norte de Bruselas. Era una simple precaución. Si tenía que llegar a Estrasburgo antes de medianoche, hubiera sido más lógico seguir la carretera de circunvalación de Bruselas y dirigirse después al sur por la N-4 belga. Y, sin embargo, incluso en período de vacaciones, Bond sabía que era prudente permanecer alerta. El pequeño rodeo a través del país le permitiría establecer con rapidez si alguien le pisaba los talones y, al cabo de aproximadamente una hora, podría tomar la E-40.

En los últimos tiempos, se había cursado una circular a todos los agentes del Servicio Secreto, recomendándoles «vigilancia constante, incluso fuera de servicio y, particularmente, en período de vacaciones y allende las fronteras del país».

Tomó el transbordador de Ostende y se produjo un retraso de una hora. A media travesía, el buque se detuvo, lanzaron al mar una lancha salvavidas y ésta inició una operación de búsqueda, surcando las aguas en un amplio círculo. Al cabo de unos cuarenta minutos, la lancha regresó y apareció en el cielo un helicóptero mientras el buque reanudaba la travesía.

Poco después se difundió la noticia entre los pasajeros: dos hombres se habían arrojado por la borda y se daban, al parecer, por perdidos.

– Un par de jóvenes juguetones -dijo el camarero-. Pero se pasaron un poco de la raya. Probablemente han sido despedazados por las hélices.

Tras superar la aduana, Bond se adentró por una calle secundaria, abrió el compartimento secreto del tablero de instrumentos de su Bentley Mulsanne Turbo, comprobó que su ASP automática de 9 mm y los cargadores de repuesto estaban intactos y sacó la pequeña varilla de operaciones, encerrada en una suave funda de cuero. Cerró el compartimento, se aflojó el cinturón e introdujo la funda de tal manera que la varilla le colgara a la altura de la cadera derecha. Era una pieza eficaz, pero que se podía ocultar perfectamente: una barra de color negro de unos quince centímetros de longitud. Utilizada por un hombre experto, podía ser letal.

Al moverse en el asiento del conductor, Bond notó que el duro metal se le clavaba en la cadera. Aminoró la marcha del vehículo hasta cuarenta kilómetros, por hora sin perder de vista los espejos mientras doblaba esquinas y curvas, y la volvió a aminorar automáticamente al llegar al otro lado. Al cabo de media hora, tuvo la certeza de que no le seguían.

Aunque se atenía a las recomendaciones de la circular, le pareció que se mostraba más precavido que de costumbre. ¿Un sexto sentido del peligro o tal vez el comentario que le hizo «M» dos días antes?

– No hubiera podido elegir un peor momento para marcharse, cero cero siete -rezongó el jefe sin que Bond le hiciera mucho caso.

«M» era famoso por su actitud negativa con respecto a las vacaciones de sus subordinados.

– Estoy en mi derecho, señor. Convino usted en que ahora me podría tomar un mes libre. Si bien recuerda, tuve que aplazarlo a principios de año.

– Moneypenny también se irá a deambular por toda Europa. ¿No pensará…?

– ¿Acompañar a miss Moneypenny? No, señor.

– Pues, entonces, supongo que irá a Jamaica o a alguna de sus habituales guaridas Caribeñas -dijo «M», frunciendo el ceño.

– No, señor. Primero, Roma. Después, unos días en la Riviera dei Fiori antes de trasladarme a Austria… para recoger a May, mi ama de llaves. Espero que, para entonces, ya esté lo bastante repuesta como para regresar a Londres.

– Ya…, ya -«M» no se había ablandado lo más mínimo-. Bien, deje su itinerario al jefe de Estado Mayor. Nunca se sabe cuándo podemos necesitarle.

– Ya lo hice, señor.

– Cuídese, cero cero siete. Cuídese mucho. El continente europeo es un semillero de maleantes últimamente, y todas las precauciones son pocas.

La fría y cortante mirada de sus ojos indujo a Bond a preguntarse si le estarían ocultando algo.

Mientras Bond abandonaba el despacho de «M», el anciano tuvo el detalle de decir que esperaba que las noticias sobre May fueran buenas.

En aquellos momentos, May, la anciana ama de llaves escocesa de Bond, parecía ser la única preocupación en un horizonte por lo demás despejado. En el transcurso del invierno, había sufrido dos graves ataques de bronquitis y su estado se había deteriorado bastante. Llevaba con Bond más tiempo del que ambos hubieran deseado recordar. Es más, aparte el Servicio, ella era la única constante en la ajetreada vida de Bond.

Tras el segundo ataque bronquial, Bond insistió en que un médico de Harley Street contratado por el Servicio le hiciera un chequeo completo y, aunque May opuso resistencia, alegando que era «más fuerte que un roble» y que aún no estaba «dispuesta a irse al otro barrio», Bond la acompañó él mismo al consultorio. Hubo a continuación una angustiosa semana durante la cual May pasó de un especialista a otro y no paró de protestar. Sin embargo, los resultados de las pruebas fueron inequívocos. El pulmón izquierdo estaba gravemente dañado y había muchas posibilidades de que la dolencia se extendiera. A menos que el pulmón se extirpara enseguida y la paciente se sometiera por lo menos a tres semanas de obligado reposo y cuidados, no era probable que May pudiera celebrar su siguiente cumpleaños.

La operación corrió a cargo del mejor cirujano que el dinero de Bond pudo pagar y, una vez repuesta lo suficiente, May fue enviada a una clínica mundialmente famosa especializada en su dolencia, la Klinik Mozart, en las montañas del sur de Salzburgo. Bond telefoneaba a la clínica con regularidad y allí le informaban de los asombrosos progresos de May.

La víspera incluso habló con ella personalmente y ahora sonrió para sus adentros al recordar el tono de su voz y su menosprecio al hablar de la clínica. Debía estar reorganizando a todo el personal e invocando la cólera de sus antepasados de Glen Orchy sobre todo quisque, desde las criadas hasta los cocineros.

– No saben preparar un bocado como Dios manda, míster James, esa es la pura verdad; y las criadas no tienen idea de cómo se hace una cama. Yo no las contrataría por nada del mundo…, y usted paga todo este dinero para que yo esté aquí. Le digo, míster James, que es un despilfarro, un despilfarro crinimal.

May jamás había aprendido a pronunciar correctamente la palabra «criminal».

– Estoy seguro de que te cuidan muy bien, May.

Menuda era May, pensó para sus adentros. Si las cosas no se hacían a su modo, no le gustaban. La Klinik Mozart debía de ser un purgatorio para ella. May era demasiado independiente para ser una buena enferma.

Bond comprobó la gasolina y le pareció oportuno llenar el depósito antes de cubrir el largo trecho que le esperaba en la E-40. Tras cerciorarse de que no le seguían, se concentró en la búsqueda de un garaje. Ya eran más de las siete de la tarde y apenas había tráfico. Cruzó dos aldeas y vio las señales indicadoras de la proximidad de la autopista. Después, en un vacío tramo recto de carretera, descubrió los chillones rótulos de una pequeña estación de servicio.

Parecía desierta y no había nadie junto a las bombas, aunque la puerta del pequeño despacho estaba abierta. Una indicación en rojo advertía de que las bombas no eran de auto-servicio, por lo que acercó el Mulsanne a la bomba de la super y apagó el motor. Al descender del vehículo para estirar un poco las piernas, se percató del tumulto tras el pequeño edificio de ladrillo y cristal. Oyó unas voces enfurecidas y un rumor sordo, como de alguien que hubiera chocado con un automóvil. Bond cerró el vehículo, utilizando el dispositivo de cierre central, y se encaminó a grandes zancadas hacia la esquina del edificio.

Detrás del despacho había una zona de garaje. Un Alfa Romeo Sprint de color blanco se hallaba estacionado frente a la puerta abierta. Dos hombres acorralaban a una mujer contra la cubierta del motor. La portezuela del lado del conductor se hallaba abierta y un bolso de mano yacía en el suelo con todo el contenido desparramado a su alrededor.

– Vamos -dijo uno de los hombres en tosco francés-, ¿dónde está? ¡Tiene que haber un poco! Suéltalo.

Al igual que su compañero, el matón vestía unos descoloridos vaqueros, camisa y zapatillas de gimnasia. Ambos eran de baja estatura, anchas espaldas y musculosos brazos bronceados, unos pájaros de cuenta en suma. La víctima protestó y el hombre que había hablado levantó la mano para abofetear el rostro de la mujer.

– ¡Quietos!

La voz de Bond restalló como un látigo mientras éste se adelantaba.

Los hombres le miraron perplejos. Después, uno de ellos esbozó una sonrisa.

– La vendo por dos reales -dijo suavemente, asiendo a la mujer por el hombro y empujándola lejos del automóvil.

El que se encontraba más cerca sostenía una llave de tuerca en la mano y debía pensar que Bond era una presa fácil. Su ensortijado cabello estaba muy sucio y descuidado y su ceñudo rostro mostraba las huellas propias de un experto luchador callejero. Pegó un brinco con el cuerpo medio agachado, sosteniendo la llave a ras del suelo. Se movía como un mono de gran tamaño, pensó Bond mientras acercaba la mano a la varilla de su cadera derecha.

La varilla, fabricada por la misma empresa creadora de la pistola ASP de 9 mm, es un bastoncito metálico de unos quince centímetros de longitud, con un revestimiento de goma antideslizante, y tenía un aspecto totalmente inofensivo. Bond la extrajo de la funda y la sacudió con fuerza, moviendo la muñeca con energía. Del mango revestido de goma surgió como por ensalmo una varilla telescópica de acero de veinticinco centímetros de longitud, la cual quedó automáticamente acoplada al mismo.

La súbita aparición del arma pilló al joven por sorpresa. Este levantó el brazo derecho sin soltar la llave y dudó un instante. Bond dio un salto lateral a la izquierda y blandió rápidamente la varilla.

Se oyó un siniestro crujido seguido de un alarido de dolor al producirse el contacto entre la varilla y el antebrazo del atacante. El chico soltó la llave y dobló la cintura, sosteniéndose el brazo roto mientras profería violentas maldiciones en francés.

Bond efectuó un nuevo movimiento y esta vez golpeó levemente la nuca del individuo, el cual cayó de hinojos y se inclinó hacia adelante. Bond se lanzó de inmediato contra el segundo matón. Pero el hombre no estaba para peleas. Dio media vuelta y echó a correr, aunque no con la suficiente rapidez ya que la punta de la varilla le alcanzó el hombro izquierdo, fracturándole, sin duda, algún hueso.

El sujeto lanzó un grito más fuerte que el de su compañero y luego levantó las manos en actitud de súplica; pero Bond no tenía la menor intención de ser amable con un par de miserables que habían atacado a una mujer prácticamente indefensa. Se abalanzó sobre el hombre y hundió la varilla en su ingle, arrancándole un nuevo grito de dolor interrumpido por un hábil golpe en la parte lateral del cuello que le dejó sin sentido aunque no le produjo ulteriores daños.

Bond apartó a un lado la llave de tuerca por medio de un puntapié y se volvió para atender a la joven, la cual ya estaba recogiendo sus cosas junto al automóvil.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó, tomando nota de su apariencia italiana: larga melena de cabello rojizo, cuerpo elástico, rostro ovalado y grandes ojos castaños.

– Sí. Gracias, sí.

No se le notaba el menor asomo de acento. Al acercarse, Bond observó sus mocasines de la marca Gucci, sus largas piernas enfundadas en unos ajustados vaqueros Calvin Klein y su blusa de seda de Hermes.

– Menos mal que pasó usted por aquí. ¿Cree que deberíamos llamar a la policía? -preguntó la mujer, sacudiendo ligeramente la cabeza mientras echaba el labio inferior hacia afuera y soplaba para apartarse el cabello de los ojos-. Yo sólo quería gasolina.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Bond, echando un vistazo al Alfa Romeo.

– Digamos que los sorprendí con las manos en la masa y se lo tomaron algo mal. El empleado está inconsciente en el despacho.

Los atracadores, haciéndose pasar por empleados, se disculparon al verla acercarse y le dijeron que las bombas de la parte delantera no funcionaban y que si, por favor, quería llevar el automóvil a la bomba de la parte de atrás.

– Caí en la trampa y me sacaron del vehículo a la fuerza.

Bond le preguntó cómo sabía lo que le había ocurrido al empleado.

– Uno de ellos le preguntó al otro qué tal estaba y éste contestó que no recuperaría el conocimiento hasta al cabo de una hora -no había la menor tensión en su voz y Bond observó que no le temblaban las manos mientras se alisaba la desgreñada mata de cabello-. Si quiere marcharse, ya telefonearé yo misma a la policía. No es necesario que se quede, ¿sabe?

– Ni usted tampoco -contestó Bond sonriendo-. Esos dos también van a estar un buen rato dormidos. Por cierto, me llamo Bond. James Bond.

– Sukie -dijo ella, tendiéndole una mano. La palma estaba seca y el apretón era firme-. Sukie Tempesta.

Al final, ambos decidieron aguardar la llegada de la policía, cosa que a Bond le costó una hora y media de retraso. El empleado de la gasolinera estaba herido y necesitaba urgente asistencia médica. Sukie hizo lo que pudo por él mientras Bond trataba de averiguar más detalles acerca de ella ya que todo el asunto empezaba a intrigarle. Tenía la impresión de que la chica no le había dicho toda la verdad. Por muy hábiles que fueran sus preguntas, Sukie conseguía salirse por la tangente con respuestas que no le decían nada.

La simple observación no le permitía conseguir ningún dato. La chica tenía un considerable aplomo y hubiera podido ser cualquier cosa, desde una abogada hasta una dama de la alta sociedad. A juzgar por su aspecto y por las joyas que llevaba, debía gozar de una desahogada situación económica. Cualesquiera que fueran sus antecedentes, Bond llegó a la conclusión de que Sukie era una joven sumamente atractiva que hablaba en voz baja, se movía con gestos pausados y mantenía una actitud reservada, fruto tal vez de la desconfianza.

Lo que sí descubrió rápidamente era que hablaba por lo menos tres idiomas, lo cual era indicio de inteligencia y de excelente educación. En cuanto al resto, ni siquiera podía descubrir su nacionalidad, pese a que la matrícula del Sprint era italiana como su apellido.

Antes de que llegara la policía en medio de un atronador concierto de sirenas, Bond regresó a su automóvil y guardó la varilla, arma ilegal en cualquier país. Los agentes le sometieron a un interrogatorio y después le pidieron que firmara una declaración. Sólo entonces le permitieron llenar el depósito de la gasolina y marcharse con la condición de que hiciera saber su paradero durante las semanas sucesivas y facilitara su dirección y número telefónico de Londres.

Aún estaban interrogando a Sukie Tempesta cuando él se marchó, presa de una extraña inquietud. Recordó la mirada de los ojos de «M» y empezó a preguntarse qué habría ocurrido en realidad en el transbordador.

Pasada la medianoche, ya se encontraba en la E-25 entre Metz y Estrasburgo. Volvió a llenar el depósito de gasolina y se tomó un café aceptable en la frontera francesa. Ahora la carretera estaba casi desierta. Vio los faros del automóvil que le precedía a unos cuatro kilómetros largos de distancia antes de adelantarlo. Puso el control de la velocidad a 110 kilómetros por hora tras cruzar la frontera y adelantó al enorme BMW blanco que parecía circular a 50 por hora.

Por pura costumbre, sus ojos se fijaron en el número de la matrícula que se le quedó grabado en la mente junto con la placa internacional D, que identificaba el vehículo como alemán.

Aproximadamente un minuto más tarde, Bond se puso en estado de alerta. EL BMW aceleró y se desplazó hacia el carril central sin despegarse de él. La distancia variaba entre quinientos y menos de cien metros. Tocó los frenos, pasó de nuevo al control de velocidad y aceleró. Ciento treinta. ¡Ciento cuarenta! El BMW le seguía como si tal cosa.

Después, cuando faltaban unos quince kilómetros para llegar a las afueras de Estrasburgo, Bond observó otros faros delanteros directamente a su espalda en el carril de velocidad, que se acercaban a toda marcha.

Se desplazó al carril de en medio, clavando alternativamente los ojos en la carretera y en el espejo retrovisor. El BMW se había quedado un poco rezagado y, al cabo de unos segundos, la luz de los faros del otro vehículo se intensificó y el Bentley experimentó una leve sacudida mientras un pequeño automóvil negro pasaba por su lado como una exhalación. Rondaría los 160 kilómetros por hora y, a la luz de sus propios faros, Bond apenas pudo ver la matrícula salpicada de barro. Le pareció que debía de ser suiza porque estaba casi seguro de haber vislumbrado fugazmente un escudo del Cantón Tesino a la derecha de la matrícula trasera. Ni siquiera le dio tiempo a identificar la marca del vehículo.

El BMW se mantuvo en su sitio unos instantes y luego aminoró la marcha y perdió terreno. Después, Bond vio la explosión en el espejo retrovisor: una brutal bola carmesí estalló a su espalda en el carril de en medio. El Bentley se estremeció a causa de la onda expansiva y, a través del espejo, Bond pudo ver cómo los fragmentos de metal danzaban por la autopista envueltos en llamas.

Bond pisó con fuerza el acelerador. Nada le obligaría a parar y meterse en un lío a aquella hora de la noche, sobre todo, en un tramo desierto de carretera. De repente, se dio cuenta de que estaba insólitamente inquieto por la inexplicada violencia que le había acompañado a lo largo de todo el día.

A la una y once minutos de la madrugada, el Bentley llegó a la Place Saint-Pierre -le-Jeune de Estrasburgo y se detuvo frente a la entrada del hotel Sofitel. El personal del turno de noche estuvo muy amable. Oui, Monsieur Bond… Non, Monsieur Bond. Pues claro que tenían su reserva. Descargaron el automóvil, se llevaron el equipaje y él mismo condujo el Bentley al aparcamiento privado del hotel.

La suite era casi demasiado grande para una estancia de una sola noche, y había una cesta de frutas con una tarjeta de saludo del director. Bond no sabía si alegrarse o ponerse en guardia. Llevaba por lo menos tres años sin alojarse en el Sofitel.

Abrió el minibar y se mezcló un martini. Vio con satisfacción que en el bar había ginebra Gordons y un vodka aceptable, aunque tuvo que conformarse con un simple vermut Lillet en lugar del Kina que a él le gustaba. Bond se llevó la bebida a la cama y eligió una de sus dos carteras: la que contenía el sofisticado equipo de desmodulación. Lo acopló al teléfono y marcó el número de Transworld Exports (la tapadera del cuartel general del Servicio) en Londres.

El oficial de servicio escuchó pacientemente mientras Bond relataba con cierto detalle los dos incidentes. La línea se cerró en el acto y Bond, cansado del largo viaje por carretera, se tomó una ducha, pidió a recepción que le despertaran a las ocho de la mañana y se desperezó desnudo bajo la ropa de la cama.

Sólo entonces empezó a enfrentarse con el hecho de que estaba algo más que un poco preocupado. Recordó de nuevo la extraña mirada de los ojos de «M»; después, pensó en el transbordador de Ostende y en los dos hombres que habían saltado por la borda, en la chica -Sukie- en apuros de la estación de servicio y en la tremenda explosión que se había producido en la carretera.

2 «El Enano Venenoso»

Bond sudaba la gota gorda mientras hacía sus ejercicios gimnásticos matinales: las veinte planchas con su exquisita tensión residual; luego, los levantamientos de pierna efectuados boca abajo y, por último, los veinte rápidos toques del dedo gordo del pie.

Antes de meterse en la ducha, llamó al servicio de habitaciones y pidió con todo detalle el desayuno que le apetecía: dos gruesas rebanadas de pan integral con la mejor mantequilla que hubiera y, a ser posible, confitura de la marca Tiptree Little Scarlet o mermelada de cítricos Cooper's Oxford. Hélas, Monsieur: no tenían Cooper's, pero sí, en cambio, Tiptree. No era probable que pudieran servirle café De Bry, por consiguiente, tras una detallada serie de preguntas, aceptó la mezcla especial del hotel. Mientras esperaba que le subieran la bandeja, tomó una ducha muy caliente, seguida de otra helada.

Bond era un hombre muy rutinario y normalmente no le gustaban los cambios, pero en los últimos tiempos se había pasado al jabón, champú y colonia de la marca Dunhill Blend 30 porque le gustaba su especial aroma masculino. Ahora, tras secarse vigorosamente con la toalla, se hizo una fricción de colonia y se puso su bata de seda de viaje de la marca Happi-coat para aguardar el desayuno, el cual llegó acompañado de todos los periódicos de la mañana.

El BMW, o lo que quedaba de él, aparecía diseminado por todas las primeras planas, y los titulares afirmaban que la explosión era desde un atroz acto de terrorismo urbano hasta el más reciente asesinato de una lucha entre bandas rivales que hacía varias semanas asolaba toda Francia. Los detalles eran pocos, exceptuando la información facilitada por la policía, según la cual la víctima era una sola persona, es decir, el conductor, y el vehículo estaba registrado a nombre de Conrad Tempel, un hombre de negocios alemán de Friburgo. Herr Tempel faltaba de su domicilio por lo que se suponía que se encontraba entre los fragmentos del vehículo.

Mientras leía la noticia, Bond se bebió dos tazones de café sin azúcar y decidió que aquel día, cuando se adentrara en territorio alemán, evitaría pasar por Friburgo. Tenía el proyecto de volver a cruzar la frontera en Basilea. Una vez en Suiza, bajaría al lago Maggiore, en el Cantón Tesino, y pernoctaría en una de las pequeñas localidades turísticas de la orilla suiza del lago. Tras lo cual, iniciaría el largo recorrido hacia Italia y el agotador trayecto por las autopistas que, finalmente, le conducirían a Roma. Allí, pasaría unos días con el residente del Servicio y su mujer, Steve y Tabitha Quinn.

La etapa de aquel día no seria tan cansada. No necesitaba ponerse en camino antes del mediodía y, por consiguiente, dispondría de tiempo para descansar y pasear un poco. Sin embargo, antes tenía que cumplir la misión más importante del día, la llamada telefónica a la Klinik Mozart para interesarse por el estado de May.

Marcó el 19, el código francés del extranjero, seguido del 61 que le conectaría con el sistema austríaco, y después el número del abonado. El doctor Kirchtum se puso al teléfono casi inmediatamente.

– Buenos días, míster Bond. Se encuentra usted en Bélgica, ¿verdad?

Bond le contestó cortésmente que se encontraba en Francia, que al día siguiente estaría en Suiza y, al otro, en Italia.

– Tal como suele decirse, está usted quemando mucha llanta.

Kirchtum era un hombre menudo, pero tenía una voz atronadora. En la clínica se le podía oír en una habitación mucho antes de que llegara. Las enfermeras le llamaban la Sirena de Niebla.

Bond preguntó por May.

– Sigue muy bien. Nos da órdenes a todos, lo cual es un buen síntoma de recuperación -Kirchtum soltó una sonora risotada-. Creo que el cocinero está a punto de romper la baraja, como dicen ustedes en inglés.

– Acepte su renuncia -dijo Bond, sonriendo para sus adentros.

Estaba seguro de que Herr Doktor cometía deliberados errores en lenguaje coloquial. Preguntó si había alguna posibilidad de hablar con la paciente, y le dijeron que en aquellos instantes la estaban sometiendo a un tratamiento y no podría ponerse al teléfono hasta más tarde. Bond dijo que intentaría llamar de nuevo durante su viaje por Suiza, dio las gracias a Herr Doktor y estaba a punto de colgar cuando Kirchtum le detuvo.

– Hay alguien aquí que desearía hablar un momento con usted, míster Bond. No se retire. Ahora se la paso.

Para su gran sorpresa, Bond oyó la voz del brazo derecho de «M», miss Moneypenny, hablándole con aquel tono cariñoso que siempre reservaba para él.

– ¡James! Qué alegría hablar contigo.

– Pero, bueno, Moneypenny, ¿qué demonios estás haciendo tú en la Klinik Mozart?

– Estoy de vacaciones como tú, y paso unos días en Salzburgo. Me pareció oportuno venir a visitar a May. Está estupendamente bien, James.

Moneypenny parecía contenta y emocionada.

– Te agradezco que hayas pensado en ella. Pero cuídate mucho en Salzburgo… Todos estos aficionados a la música que visitan la casa de Mozart y van a los conciertos…

– Hoy en día, lo único que buscan son los exteriores utilizados en Sonrisas y lágrimas -contestó ella, riéndose.

– Aun así, ten cuidado, Penny. Me han dicho que estos turistas sólo quieren una cosa de una chica como tú.

– Pues, ojalá fueras tú un turista, James.

Miss Moneypenny todavía reservaba un lugar especial para Bond en su corazón. Tras conversar un poco con ella, éste le agradeció de nuevo su amable visita a May.

El equipaje ya estaba listo y el sol penetraba a raudales por las ventanas abiertas. Bond daría una vuelta por los alrededores del hotel, comprobaría el estado del automóvil, se tomaría otro café y se echaría a la carretera. Mientras bajaba al vestíbulo, se percató de lo mucho que necesitaba unas vacaciones. El año había sido muy duro y, por primera vez, Bond se preguntó si habría tomado una decisión adecuada. Quizá hubiera sido mejor un corto viaje a su querido Royale-les-Eaux.

Un rostro conocido se deslizó por la periferia de su ángulo visual en el momento de cruzar el vestíbulo. Bond dudó un instante, se volvió y contempló con expresión distraída la luna del hotel en la que se podía ver la imagen reflejada de un hombre sentado cerca del mostrador de recepción. El hombre hojeaba con aire ausente el ejemplar de la víspera del Herald Tribune sin dar la menor muestra de haber visto a Bond. Era un tipo de baja estatura, pulcra y elegantemente vestido y con el aire de seguridad propio de los individuos bajitos. Bond siempre desconfiaba de las personas bajitas; conocía su tendencia a compensar el defecto por medio de una implacable agresividad, como si sintieran el imperioso impulso de demostrar su valía.

Tras identificar al personaje, dio media vuelta. El rostro le era bien conocido, con sus afiladas facciones de hurón y los mismos ojos brillantes y móviles de este animal. ¿Qué demonios, se preguntó, estaría haciendo Paul Cordova -o la Rata , tal como le conocían en el mundo del hampa- en Estrasburgo? Bond tenía conocimiento de los rumores según los cuales el KGB soviético, haciéndose pasar por un organismo del Gobierno de los Estados Unidos, le había utilizado para cierto trabajo sucio en Nueva York.

Paul Cordova, la Rata , era un ejecutor -término educado para designar a un asesino- de una de las principales «familias» de Nueva York, y su fotografía e historial figuraban en los archivos de los principales departamentos de policía y espionaje de todo el mundo. Parte del trabajo de Bond consistía en reconocer rostros como aquél, aunque Cordova se movía más bien en los ambientes del crimen y no en los círculos de espionaje. Sin embargo, Bond no le llamaba la Rata. Para él, aquel hombre era el Enano Venenoso. ¿Sería su presencia en Estrasburgo otra coincidencia?, se preguntó.

Bajó al aparcamiento, examinó exhaustivamente el Bentley y le dijo al vigilante que lo recogería al cabo de media hora. No quería que ningún empleado del hotel tocara el vehículo. Al llegar, incluso ciertos rostros se enfurruñaron porque no quiso dejar las llaves en el mostrador. En el aparcamiento no pudo evitar ver el siniestro Porsche 911 Turbo Serie 3 de color negro. La matrícula trasera estaba salpicada de barro, pero el escudo del Cantón Tesino resultaba claramente visible. Quienquiera que le hubiera adelantado en la autopista poco antes de la destrucción del BMW se hallaba ahora en el hotel. Sus antenas le dijeron que había llegado el momento de largarse de Estrasburgo. La pequeña nube amenazadora había aumentado ligeramente de tamaño.

Cordova no estaba en el vestíbulo del hotel cuando Bond regresó. Al llegar a su habitación, Bond volvió a llamar a Transworld Exports de Londres, utilizando de nuevo el desmodulador. Aunque estuviera de vacaciones, tenía la obligación de informar sobre los movimientos de cualquier persona como el Enano Venenoso, sobre todo, si ésta se encontraba lejos de su propio medio.

Veinte minutos más tarde, Bond se sentó al volante del Bentley, camino de la frontera alemana. La cruzó sin que se produjera ningún incidente, evitó pasar por Friburgo y, por la tarde, cruzó la frontera con Suiza por Basilea. Tras varias horas de viaje por carretera, tomó el tren, cargó el vehículo en el vagón de automóviles para cruzar el paso del San Gotardo y, a primeras horas de la noche, el Bentley se adentró por las calles de Locarno y enfiló la carretera del borde del lago. Después pasó por Ascona, al paraíso de los artistas tanto profesionales como aficionados, y por la pequeña y bonita localidad de Brissago.

A pesar del sol y los impresionantes paisajes de las pulcras aldeas suizas y las altas montañas, Bond no pudo dejar de experimentar un presentimiento de peligro inminente mientras se dirigía al sur. Al principio, atribuyó su estado de ánimo a los extraños acontecimientos que se habían producido en la víspera y a la desconcertante experiencia de ver a un matón de la Mafia de Nueva York en Estrasburgo. Al acercarse al lago Maggiore, si todo ello no estaría motivado por su orgullo herido. Le molestaba claramente que Sukie Tempesta, tan tranquila y segura de sí misma, no hubiera sucumbido a sus dotes de seductor. Hubiera podido demostrarle, por lo menos, un poco de gratitud. Y, sin embargo, apenas le dirigió una sonrisa.

Cuando vio los rojizos tejados de las aldeas situadas en el borde del lago, Bond empezó a reírse. De repente, se libró de la tristeza y reconoció su propia mezquindad. Introdujo un disco compacto en el estéreo y, al cabo de unos momentos, la combinación del paisaje y el gran Art Tatum interpretando The Shout disipó las sombras y le puso de buen humor. Aunque la zona del país que más le gustaba eran los alrededores de Ginebra, aquel rincón de Suiza lindante con Italia le tenía robado el corazón. En sus años mozos, había tomado el sol en las playas del lago Maggiore y saboreado las mejores comidas de su vida en Locarno, y una vez, en una cálida noche de luna en que las luces de las engalanadas embarcaciones de pesca hacían brillar las aguas de Brissago, hizo inolvidablemente el amor con una condesa italiana.

Precisamente ahora se dirigía a aquel hotel, el Mirto du Lac. Era un sencillo establecimiento familiar situado bajo la iglesia con su arcada de cipreses y a dos pasos del embarcadero del que salían cada hora los barcos que cruzaban el lago. El padrone le recibió como a un viejo amigo y Bond se retiró muy pronto a su habitación cuyo balcón daba al patio interior y al embarcadero flotante.

Antes de deshacer el equipaje, llamó a la Klinik Mozart. Herr Direktor no podía ponerse al aparato, y uno de los médicos más jóvenes le dijo amablemente que no podía hablar con May porque la paciente estaba descansando. Había recibido una visita y se sentía un poco fatigada. Por alguna extraña razón, las palabras sonaban falsas. El vacilante tono de voz del médico puso en estado de alerta a Bond, el cual preguntó si May se encontraba bien. El médico le aseguró que estaba perfectamente, sólo que un poco cansada.

– Esta visita -añadió Bond-, creo que es una tal miss Moneypenny.

– Correcto -dijo el médico con mucha amabilidad.

– No sabrá usted dónde se aloja en Salzburgo, ¿verdad?

El médico no lo sabía.

– Tengo entendido que mañana vendrá a ver otra vez a la paciente -contestó.

Bond le dio las gracias y dijo que volverla a llamar. Cuando terminó de ducharse y cambiarse de ropa, ya empezaba a oscurecer. Al otro lado del lago, el sol abandonó poco a poco el monte Tamaro y empezaron a encenderse las luces de la orilla. Los insectos se concentraron alrededor de los globos de cristal de las lámparas y una o dos parejas se sentaron junto a las mesas del exterior.

Mientras Bond abandonaba su habitación para bajar al bar instalado en un rincón del restaurante, un Porsche 911 Serie 3 de color negro se adentró silenciosamente en el patio frontal y se detuvo con el morro de cara al lago. Su ocupante descendió, cerró la portezuela y se encaminó a pasitos hacia la iglesia, desandando el camino por el que había venido.

Al cabo de unos diez minutos, los clientes sentados alrededor de las mesas y junto a la barra del bar del hotel oyeron unos repetidos gritos desgarradores. Los murmullos de las conversaciones cesaron de golpe en cuanto los clientes se percataron de que los gritos no formaban parte de ningún juego. Varias personas que se hallaban junto a la barra se encaminaron hacia la puerta. Unos hombres que ocupaban las mesas exteriores ya se habían levantado y otros miraban a su alrededor en un intento de averiguar de dónde procedían los gritos. Bond figuraba entre los que salieron corriendo al exterior. Lo primero que vio fue el Porsche. Después, una mujer pálida como la cera y con el cabello volando al viento, bajó corriendo por los peldaños del cementerio de la iglesia con la boca abierta en un grito continuo. Se cubrió el rostro con las manos, se mesó los cabellos y se comprimió la cabeza.

– Assassinio! Assassinio! -gritó, señalando hacia el cementerio.

Cinco o seis hombres se adelantaron a Bond, subieron por los peldaños y se congregaron alrededor de un pequeño bulto tendido en el centro del camino adoquinado mientras contemplaban en sobrecogido silencio el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos.

Bond se aproximó despacio al perímetro del grupo. Paul Cordova, la Rata , yacía boca arriba con las rodillas dobladas, un brazo extendido hacia adelante y la cabeza en ángulo, casi cercenada de un solo tajo en la garganta. La sangre había formado un charco sobre los adoquines.

Bond se abrió paso por entre la gente y regresó a la orilla del lago. Nunca había creído en las coincidencias. Sabía que el ahogamiento de los jóvenes, el incidente de la gasolinera, la explosión en la autopista y la presencia de Cordova, allí y en Francia, guardaban relación entre sí, y que él era el común denominador. Sus vacaciones ya estaban destrozadas. Tendría que telefonear a Londres, presentarse y aguardar órdenes.

Otra sorpresa le esperaba al entrar en el hotel. De pie junto al mostrador de recepción, tan elegante como siempre, enfundada en un modelo de cuero azul, probablemente de Merenlender, se encontraba Sukie Tempesta.

3 Sukie

– ¡James Bond!

La alegría parecía sincera, aunque, con las mujeres bonitas, uno nunca podía estar seguro de ello.

– En carne y hueso -contestó Bond, acercándose a ella.

Ahora vio de verdad sus ojos por primera vez: grandes, de color castaño con manchas violeta, almendrados y realzados por unas largas pestañas naturalmente curvadas. Eran unos ojos, pensó, capaces de levantar o hundir a un hombre. Los suyos se posaron fugazmente en la firme curva de su busto bajo la bien cortada chaqueta de cuero. La chica extendió el labio inferior hacia afuera para soplarse el cabello de la frente, tal como hiciera la víspera.

– No esperaba volver a verle -su ancha boca esbozó una cordial sonrisa-. Me alegro muchísimo. Ayer no tuve ocasión de darle debidamente las gracias. Míster Bond -añadió con una fingida reverencia ceremoniosa-, puede que incluso le deba la vida. Muchísimas gracias. Se lo digo en serio.

Bond se situó a un lado del mostrador de recepción para poder mirarla y vigilar al mismo tiempo la entrada principal del hotel. Presentía un peligro; tal vez el peligro de encontrarse al lado de Sukie Tempesta.

Fuera seguía el tumulto. Había llegado la policía y se escuchaba el silbido de las sirenas desde la calle principal y la iglesia de arriba. Bond sabía que ahora tendría que andarse constantemente con mucho cuidado. Sukie preguntó qué ocurría y, cuando él se lo contó, se encogió de hombros.

– Allí donde yo vivo es algo habitual. En Roma, los asesinatos están a la orden del día; aquí, en Suiza, en cambio, parecen en cierto modo insólitos.

– Son habituales en todas partes -Bond esbozó su más seductora sonrisa-. Pero, ¿qué hace usted aquí, señorita Tempesta? ¿O acaso debo llamarla señora o tal vez signora?

– En realidad, más bien principessa… -contestó la mujer, arrugando graciosamente la nariz y arqueando las cejas-, si queremos guardar las formas.

– Principessa Tempesta -dijo Bond, mirándola inquisitivamente al tiempo que se inclinaba haciendo una profunda reverencia.

– Sukie -le corrigió ella sonriendo mientras en sus inocentes ojos aparecía un leve asomo de burla-. Debe llamarme Sukie, señor Bond. Por favor.

– James.

– James.

En aquel instante, apareció el padrone para completar los datos del registro. En cuanto éste vio el título en los documentos, se deshizo en sonrisas y reverencias.

– Aún no me ha dicho qué hace usted aquí -añadió Bond entre las efusiones del hotelero.

– ¿Podría hacerlo durante la cena? Por lo menos, le debo eso.

La mano de la chica se posó en el antebrazo de Bond y éste experimentó el lógico intercambio de electricidad. Unos timbres de alarma se dispararon en su cerebro. No corras riesgos, se dijo, no los corras con nadie, y tanto menos con una persona que te resulte atractiva.

– Una cena sería muy agradable -contestó, antes de preguntarse una vez más qué estaría haciendo aquella hora la chica en el lago Maggiore.

– Mi pequeño automóvil se ha averiado. Según los mecánicos del garaje de aquí le ocurre algo muy grave, lo cual significa probablemente que lo único que van a hacer será cambiarle las bujías. Pero me dicen que tardarán varios días.

– ¿Y a dónde se dirige?

– A Roma, naturalmente -contestó Sukie, volviendo a soplarse el cabello para apartárselo de la frente.

– Qué feliz coincidencia -dijo Bond, inclinándose de nuevo cortésmente-. Si pudiera ayudarla en algo…

– Estoy segura de que sí -Sukie vaciló un instante-. ¿Le parece que nos reunamos aquí dentro de media hora para cenar?

– La estaré esperando, principessa.

A Bond le pareció que la muchacha arrugaba la nariz y le sacaba un poco la lengua como una colegiala perversa mientras seguía al padrone hasta su habitación.

En la intimidad de su propia habitación, Bond volvió a llamar a Londres para facilitar información sobre Cordova. Tenía puesto el desmodulador y, en el último momento, pidió que le facilitaran los posibles datos que hubiera sobre la principessa Sukie Tempesta tanto en el ordenador de la Interpol como en el de la central. Después le preguntó al oficial de guardia si disponían de alguna información sobre el propietario del BMW, Herr Tempel de Friburgo. Todavía nada, le dijeron, pero parte del material se había enviado a aquella tarde.

– No se preocupe, que, si es importante, en seguida se enterará. Que pase unas felices vacaciones -le dijo el agente.

Muy gracioso, pensó Bond mientras guardaba el desmodulador, un CC-500 que puede utilizarse en cualquier teléfono del mundo y permite que sólo la parte receptora legítima oiga al comunicante en clair. Cada CC-500 tiene que ser programado individualmente para que los oyentes furtivos sólo puedan oír ruidos indescifrables, aunque utilicen un sistema compatible. En aquellos instantes, era costumbre que todos los oficiales del Servicio que se encontraran en el extranjero, tanto si cumplían alguna misión como si estaban de vacaciones, llevaran consigo un CC-500 cuyos códigos de acceso se modificaban diariamente, para evitar intromisiones.

Faltaban diez minutos para su cita con Sukie, aunque Bond dudaba de que la chica fuera puntual. Se lavó rápidamente, se friccionó la cara y el cabello con colonia, y se puso una chaqueta de algodón azul sobre la camisa. Bajó rápidamente y se dirigió al aparcamiento. Reinaba todavía una gran actividad policial en el cementerio de la iglesia y un equipo de la brigada de homicidios había colocado unos focos en el lugar en el que se había descubierto el cadáver de Cordova.

En el interior del vehículo, Bond esperó a que se apagara la luz intermitente del aparcamiento antes de pulsar el botón del compartimento secreto del tablero de instrumentos. Examinó la ASP de 9 mm, volvió a colocarla en su funda y se la puso en su sitio correspondiente bajo la chaqueta. Después se ajustó la funda de la varilla al cinturón. Lo que ocurría a su alrededor era indudablemente peligroso. Ya se habían perdido por lo menos dos vidas -probablemente más-, y no tenía la menor intención de convertirse en el siguiente fiambre.

Para su sorpresa, Sukie ya le aguardaba junto a la barra cuando él regresó al hotel.

– Como una mujer bien educada, no he pedido nada mientras esperaba.

– Me gustan las mujeres bien educadas -Bond se acomodó en el taburete de al lado y se volvió ligeramente para poder ver con toda claridad a cualquier persona que entrara por la gran puerta de cristal-. ¿Qué vas a beber?

– Oh, no, esta noche invito yo. En honor suyo, por haberme salvado la vida, James.

Una de sus manos volvió a rozarle un brazo y Bond percibió la misma electricidad. Y capituló.

– Sé que estamos en el Tesino, donde piensan que la grappa es un buen licor. Aun así, yo prefiero las bebidas ridículas. Un Campari con soda, por favor.

Sukie pidió lo mismo y el padrone se apresuró a organizar el menú. Sería una cosa muy alla famiglia y muy semplice, les explicó. Les vendría bien para variar, dijo Bond. Sukie le rogó que eligiera los platos. Bond comentó que sería un poco exigente y cambiaría un poco el orden, empezando con el melone con kirsch, que pidió les sirvieran sin el licor. No le gustaban los platos aderezados con alcohol.

– Para empezar, exceptuando la pasta, no hay más que un plato que merezca la pena en esta zona. Estará usted de acuerdo, supongo.

– ¿La coscia di agnello? -preguntó Sukie, asintiendo con una sonrisa.

En el norte, aquel plato de carne sazonado con especias se llamaba «Lamm-Gigot». Allí, entre los tesineses, el sabor era menos delicado, pero la adición de mucho ajo lo convertía en una delicia. Sukie rechazó, al igual que Bond, cualquier verdura, pero aceptó la lechuga que éste pidió también, junto con una botella de Frecciarossa Bianco, el mejor vino blanco que, al parecer, tenían en la comarca. Bond echó un vistazo a los espumosos y los juzgó imbebibles, aunque «probablemente adecuados para un aliño», lo que a Sukie le hizo mucha gracia. Su risa era lo menos atractivo de ella, un poco áspera y quizá no del todo sincera.

Una vez sentados, Bond se apresuró a ofrecerle su ayuda para el viaje.

– Salgo hacia Roma mañana por la mañana. Tendría mucho gusto en llevarla. Eso siempre y cuando el príncipe no se ofenda por el hecho de que un plebeyo la acompañe a casa.

– No está en condiciones de ofenderse -contestó ella, haciendo un mohín-. El príncipe Pasquale Tempesta murió el año pasado.

– Lo lamento, yo…

– No lo lamente -dijo Sukie haciendo un gesto de rechazo con la mano derecha-. Tenía ochenta y tres años. Estuvimos casados dos años. Fue simplemente útil -añadió sin sonreír ni tratar de hacerse la graciosa.

– ¿Un matrimonio de conveniencia?

– No, simplemente útil. Me gustan las cosas buenas. El tenía dinero; era viejo; necesitaba a alguien que le cuidara por la noche. En la Biblia, ¿no tomó el rey David a una muchacha -Abisag- para que lo atendiera?

– Creo que sí. Mi educación fue más bien calvinista, pero me parece recordar que solíamos reírnos con disimulo cuando se comentaba esta historia.

– Bueno, pues, eso fui yo, la Abisag de Pasquale Tempesta, y a él le encantaba. Ahora a mi me encanta lo que me dejó.

– Para ser italiana, habla usted un inglés excelente.

– Faltaría más. Soy inglesa. Sukie es diminutivo de Susan.

Volvió a sonreír y después soltó una carcajada, esta vez un poco más melosa.

– En tal caso, habla un italiano excelente.

– Y francés y alemán. Ya se lo dije ayer, cuando intentaba, con sutiles preguntas, averiguar algo acerca de mí. -Sukie se inclinó hacia adelante y cubrió con la suya la mano de Bond apoyada sobre la mesa al lado del vaso-. No se preocupe, James. No soy una bruja. Pero capto en seguida las preguntas indiscretas. Me viene de las monjas y de vivir con la familia de Pasquale.

– ¿Las monjas?

– Soy una buena chica educada en un convento, James. ¿Sabe cómo son las chicas educadas en los conventos?

– Más bien sí.

– Me lavaron el cerebro -dijo Sukie, haciendo pucheros-. Mi padre era un agente de cambio y bolsa. Todo muy vulgar: condados de las cercanías de Londres; una falsa casa Tudor; dos automóviles; un escándalo. Papá fue sorprendido con unos cheques un poco raros y se pasó cinco años en régimen de prisión abierta. Derrumbamiento de una sólida familia. Y yo acabé en el convento. Después querían que estudiara en Oxford. Me harté de todo y contesté a un anuncio del Times en el que se pedía una niñera, con un montón de ventajas, para una familia italiana de noble origen: la del hijo de Pasquale, en realidad. Es un título antiguo, como los de toda la nobleza italiana superviviente, pero con una diferencia. Ellos siguen conservando las propiedades y el dinero.

Los Tempesta aceptaron a la niñera inglesa como si fuera un miembro más de la familia y el anciano príncipe se convirtió en un segundo padre para ella. Sukie se encariñó con él y, cuando el príncipe le propuso el matrimonio -calificado por él mismo de comodo en contraposición a comodità-, Sukie consideró prudente no rechazarle. Sin embargo, tuvo la astucia de evitar que el matrimonio privara a los dos hijos de Pasquale de la herencia que por derecho les correspondía.

– En cierto modo, les privó, pero ambos son ricos y afortunados y no se opusieron. Ya conoce usted a las familias italianas, James. La felicidad de papá, los derechos de papá, el respeto hacia papá…

Bond preguntó de qué forma se habían hecho ricos los dos hijos y Sukie vaciló un instante antes de contestar.

– Ah, pues, con sus negocios. Son propietarios de empresas y cosas por el estilo… Sí, James, aceptaré su oferta de acompañarme a Roma. Gracias.

Estaban a medio comerse el cordero cuando el padrone se acercó presuroso, pidió disculpas a Sukie y se inclinó para susurrarle a Bond que le llamaban urgentemente por teléfono. Indicó por señas el bar donde el teléfono aparecía descolgado.

– Bond -dijo éste en voz baja, acercándose el teléfono al oído.

– James, ¿estás en algún lugar privado?

Bond reconoció inmediatamente la voz,

Era la de Bill Tanner, el jefe de Estado Mayor de «M».

– No, estoy cenando.

– Es urgente. Muy urgente. ¿Podrías…?

– Desde luego -Bond colgó el aparato y regresó a la mesa para disculparse ante Sukie-. No tardaré mucho -dijo, explicándole que May se encontraba enferma en una clínica-. Quieren que les llame yo.

Ya en su habitación, acopló el CC-500 al teléfono y llamó a Londres. Bill Tanner se puso inmediatamente al aparato.

– No digas nada, James, limítate a escuchar. Las instrucciones son de «M». ¿Lo aceptas?

– Pues, claro.

No le quedaba más remedio, puesto que Bill Tanner hablaba en nombre del jefe del Servicio Secreto.

– Deberás quedarte donde estás y andarte con mucho cuidado -dijo Tanner muy nervioso.

– Mañana tenía que irme a Roma y…

– Escúchame, James. Roma vendrá a ti. Tú, repito, tú, corres un gravísimo peligro. Un verdadero peligro. No podemos enviarte a nadie tan de prisa, por consiguiente, tendrás que protegerte tú mismo. Pero quédate donde estás. ¿Comprendido?

– Comprendido.

Al decir que Roma iría a él, Bill Tanner se refería a Steve Quinn, el residente del Servicio en Roma. El mismo Steve Quinn con quien Bond tenía previsto pasar un par de días. Ahora, preguntó por qué razón Roma iría a él.

– Para ponerte en antecedentes. Facilitarte información. Intentar sacarte de la situación -Tanner respiró hondo al otro lado de la línea-. Insisto en que corres un grave peligro, amigo mío. El jefe ya sospechó la existencia de problemas antes de que te fueras, pero la información concreta no la obtuvimos hasta hace una hora. «M» ha tomado un avión con destino a Ginebra, y Quinn se dirige allí para recibir órdenes. Después, acudirá directamente a ti. Se reunirá contigo antes del almuerzo. Entretanto, no te fíes de nadie. Y, por lo que más quieras, ten cuidado.

– Ahora estoy con la muchacha Tempesta. Prometí llevarla a Roma. ¿Qué sabéis de ella? -preguntó Bond con inquietud.

– No tenemos todos los datos, pero sus conexiones parecen limpias. Desde luego, no está relacionada con la «Honrada Sociedad». Aun así, no te fíes demasiado. No dejes que se sitúe a tu espalda.

– En realidad, precisamente estaba pensando lo contrario -contestó Bond, esbozando una amarga sonrisa teñida de crueldad.

Tanner le dijo que intentara retenerla en el hotel.

– Dale largas sobre lo de Roma, pero procura que no recele. En realidad, tú no sabes quiénes son tus amigos y quiénes tus enemigos. Roma te dará mañana toda la fuerza que necesitas.

– Me temo que no podremos salir hasta última hora de la mañana -le dijo Bond a Sukie al regresar a la mesa-. Es un hombre de negocios amigo mío que ha ido a visitar a mi ama de llaves. Pasará por aquí mañana por la mañana y la verdad es que necesito hablar con él.

Sukie contestó que no importaba.

– De todos modos, esperaba que mañana hubiera una demora.

¿Había en su voz una invitación?

Luego, ambos siguieron conversando animadamente y, al terminar, se tomaron un café y un fine en el pulcro comedor de manteles a cuadros blancos y rojos y reluciente cubertería en el que dos imperturbables camareras del norte de Italia atendían a los clientes como si distribuyeran órdenes judiciales en lugar de comida.

Sukie sugirió la posibilidad de que ambos se sentaran a una de las mesas exteriores del Mirto, pero Bond rechazó la idea pretextando que estarían incómodos.

– Los mosquitos y demás bichejos tienden a congregarse alrededor de las luces. Se le pondría esta piel tan preciosa que tiene completamente hinchada. Estamos mejor aquí dentro.

Sukie le preguntó a qué se dedicaba y él consiguió convencerla con sus vaguedades habituales. Más tarde, hablaron de las ciudades y villas que a ambos les gustaban, así como de comidas y bebidas.

– Tal vez pueda invitarla a cenar en Roma -dijo Bond-. No es por despreciar lo de aquí, pero creo que podremos conseguir algo más interesante en el Papa Giovanni o la Augustea.

– Me encantará. Es muy estimulante hablar con alguien que conoce tan bien Europa. Me temo que la familia de Pasquale es muy romana. No suelen ir mucho más allá de la Via Appia.

La velada fue muy agradable, aunque Bond tuvo que hacer un esfuerzo por mostrarse relajado tras las inquietantes noticias que había recibido de Londres. Ahora, todavía le quedaba una noche de espera.

Subieron juntos y Bond se ofreció a acompañar a Sukie a su habitación. Cuando llegaron a la puerta, Bond no tuvo la menor duda con respecto a lo que iba a ocurrir. La mujer se dejó abrazar sin oponer resistencia, pero, cuando Bond la besó, no reaccionó y mantuvo los labios cerrados y el cuerpo en tensión. Vaya por Dios, una puritana, pensó Bond. Sin embargo, lo volvió a intentar, aunque sólo fuera para no perderla de vista. Esta vez, Sukie se apartó y le cubrió delicadamente los labios con sus dedos.

– Lo siento, James, pero no -dijo, esbozando una sonrisa casi espectral-. Recuerde que soy una buena chica educada en un convento -añadió-. Pero ésa no es la única razón. Si sus intenciones son serias, tenga paciencia. Ahora, buenas noches y gracias por la deliciosa velada.

– Soy yo quien debe darle las gracias a usted, principessa -contestó Bond en tono ceremonioso.

La miró mientras ella cerraba la puerta y luego regresó lentamente a su habitación, se tomó un par de tabletas de Dexedrina y se dispuso a pasar toda la noche en vela.

4 La Caza de Cabezas

Steve Quinn era un hombre alto, corpulento, barbudo y de temperamento extrovertido, a diferencia de lo que suelen ser los que ocupan una posición encubierta en el Servicio. Allí se prefieren los llamados «hombres invisibles», las personas grises que pueden pasar inadvertidas entre la muchedumbre. «Es un barbudo hijo de perra», solía comentar la esposa de Steve, la menuda rubia Tabitha.

Bond observó a través de las persianas entreabiertas cómo Quinn descendía de un automóvil de alquiler y se encaminaba hacia la entrada del hotel. Minutos más tarde, sonó el teléfono y le anunciaron al señor Quarterman. Bond pidió que lo enviaran a su habitación.

Quinn se encontró en el interior de la estancia con la puerta cerrada bajo llave casi antes de que se extinguiera el eco de su llamada con los nudillos. No habló inmediatamente, sino que, primero, se acercó a la ventana y contempló el patio frontal del hotel y el barco del lago recién llegado al embarcadero. Normalmente, la impresionante belleza del lago solía dejar boquiabiertos a los turistas que desembarcaban. Sin embargo, aquella mañana, desde la habitación de Bond, se pudo oír la estridente voz de una inglesa, diciendo:

– Francamente, no sé qué tiene eso de interesante, querido.

Bond hizo una mueca de reproche y Quinn esbozó una leve sonrisa casi oculta por su barba. Contempló las sobras del desayuno de Bond y preguntó en voz baja si el lugar estaba limpio.

– Me he pasado la noche revisándolo. No hay nada en el teléfono ni en ningún otro sitio.

– Muy bien -dijo Quinn, asintiendo.

Bond preguntó por qué Ginebra no había ido a él.

– Porque Ginebra tiene sus propios problemas -contestó Quinn, señalando a Bond con el dedo-. Aunque todavía no hay remedio para los tuyos, amigo mío.

– Habla, entonces. ¿Se reunió el jefe contigo para darte instrucciones?

– En efecto. He hecho lo que he podido. A Ginebra no le gusta, pero dos de mis hombres ya deberían estar aquí en estos momentos para protegerte. «M» te quiere en Londres a ser posible, entero.

– O sea que hay alguien que me sigue -dijo Bond sin inmutarse aunque por su mente cruzaron las imágenes del automóvil volado en la autopista y del cadáver de Cordova en el cementerio de la iglesia.

– No -contestó Quinn, acomodándose en un sillón y casi susurrando. No es que te siga alguien. Creemos más bien que ya tienes metidos en el trasero a todas las organizaciones terroristas, las bandas criminales y los servicios de espionaje de países hostiles. Se ha hecho un contrato cuyo objeto eres tú. Un contrato singular. Alguien ha hecho una oferta (por decirlo de alguna manera) que ninguna de estas organizaciones puede rechazar.

– Muy bien, pues, explícamelo poquito a poco para que no me muera del susto -dijo Bond esbozando una amarga sonrisa-. ¿Cuánto valgo?

– Bueno, es que no te quieren todo entero. Sólo la cabeza.

Steve Quinn le contó inmediatamente el resto de la historia. Al parecer, «M» había recibido una noticia confidencial dos semanas antes de la partida de Bond. La empresa que controlaba el sur de Londres había intentado sacar a Bernie Brazier de la isla. En otras palabras, la más poderosa organización del hampa del sur de Londres trató de sacar a Bernie Brazier de la prisión de máxima seguridad de Packhurst, situada en la isla de Wight. Brazier cumplía condena perpetua por el asesinato a sangre fría de un famoso personaje de los bajos fondos de Londres. En resumen, Bernie Brazier era el mejor mecánico de Gran Bretaña, término educado para designar a un asesino a sueldo.

– El plan de huida fracasó. Una auténtica chapuza. Cuando todo terminó, nuestro amigo Brazier quiso cerrar un trato -prosiguió diciendo Quinn-, y, como tú sabes, a la policía metropolitana no le hacen mucha gracia los tratos. Entonces, él pidió entrevistarse con alguien de las hermanas.

Se refería a la organización hermana MI-5. La petición fue rechazada, pero los datos se transmitieron a «M», el cual envió a la prisión de Packhurst a su más hábil interrogador. Brazier afirmó que pretendían sacarle de la cárcel para realizar un trabajo que pondría en peligro la seguridad del país. A cambio de la información, quería una nueva identidad y un lugar en el sol con dinero suficiente como para poder malgastarlo a manos llenas.

Bond permaneció curiosamente impasible mientras Quinn le describía la terrible escena. Sabia que el demonio personificado que era «M» prometía el oro y el moro a cambio de una buena información de espionaje y que, al final, daba a su confidente el mínimo posible. Y así fue. Otros dos interrogadores se trasladaron a Packhurst y mantuvieron una larga conversación con Brazier. Por último, se trasladó allí el propio «M» en persona para cerrar el trato.

– ¿Y Bernie lo dijo todo? -preguntó finalmente Bond.

– Parte de ello. El resto lo revelaría una vez se encontrara a salvo en una isla tropical con suficientes mujeres y vino como para provocarle un infarto antes de un año -el rostro de Quinn se endureció-. Al día siguiente de la visita de «M», encontraron a Bernie en su celda… ahorcado con una cuerda de piano.

En la habitación se escuchaban los gritos de los niños que jugaban junto al embarcadero, la sirena de uno de los barcos del lago y el lejano zumbido de una avioneta deportiva. Bond preguntó qué había revelado el difunto Bernie Brazier.

– Que tú eres el objetivo de este contrato singular. Una especie de competición.

– ¿Competición?

– Al parecer, se han fijado unas normas y el ganador será el grupo que consiga entregar tu cabeza a los organizadores…, nada menos que en bandeja de plata. Cualquier criminal auténtico, terrorista u organismo de espionaje puede entrar en liza, pero tiene que ser aceptado por los organizadores. La competición empezó hace cuatro días, y hay un plazo de tres meses. El vencedor se embolsará diez millones de francos suizos.

– Pero, ¿quién demonios…? -empezó a decir Bond.

– «M» descubrió la respuesta hace menos de veinticuatro horas, con la ayuda de la Policía Metropolitana. Hace aproximadamente una semana, arrestaron a media hampa del sur de Londres y permitieron la intervención de una brigada pesada de «M». Dio resultado o «M» está dando resultado, no sé muy bien cuál de las dos cosas. Lo que sé es que cuatro jefes de bandas criminales de Londres han solicitado protección a lo largo de las veinticuatro horas del día, y creo que la necesitan. El cuarto se le rió a «M» en la cara y se largó dando un portazo. Me parece que le encontraron anoche. En bastante mal estado, por cierto.

Cuando Quinn empezó a explicar los detalles de la muerte del hombre, hasta Bond experimentó un acceso de náuseas.

– Jesús…

– …le salve -dijo Quinn, terminando la frase sin el menor asomo de ironía-. Confiemos en que Él haya salvado a este pobrecillo. El forense dice que tardó una eternidad en morir.

– ¿Y quién organizó esta siniestra competición?

– Por cierto, incluso le han dado un nombre -dijo Quinn con aire ausente-. Se llama la Caza de Cabezas. No hay ningún premio de consolación, sólo el primero. «M» calcula que habrán tomado la salida treinta asesinos profesionales.

– ¿Quién está detrás de todo esto?

– Tus viejos amigos de ESPECTRO – la Dirección Especial de Contraespionaje, Terrorismo, Venganza y Extorsión-; y, en particular, el sucesor de la dinastía Blofeld con quien ya tuviste un roce un poco desagradable, según me ha dicho «M»…

– Tamil Rahani. El llamado coronel Tamil Rahani.

– El cual será, en cuestión de tres o cuatro meses, el difunto Tamil Rahani. De ahí el plazo que se ha fijado.

Bond guardó silencio un instante. Sabía muy bien lo peligroso que podía ser Tamil Rahani. Nunca se pudo averiguar de qué forma consiguió el cargo de jefe de ESPECTRO, cuyo liderazgo siempre estuvo en manos de la familia Blofeld. Sea como fuere, el brillante e ingenioso estratega Tamil Rahani se convirtió en el jefe de ESPECTRO. Bond le vio en su imaginación como si le tuviera delante de los ojos: moreno, musculoso, rezumando dinamismo por todos sus poros. Era un jefe despiadado, cuyo poder se extendía a muchos países.

Recordó la última vez que vio a Rahani, descendiendo en paracaídas sobre Ginebra. Su punto fuerte como comandante lo constituía el hecho de situarse siempre en primera línea de combate. Hacía un mes, tras la última reunión, trató de liquidar a Bond. Desde entonces hubo pocas emboscadas, pero Bond estaba seguro de que aquella espantosa competición era obra del siniestro Tamil Rahani.

– ¿Quieres decir que este hombre tiene los días contados? ¿Que se va a morir?

– Hubo una repentina fuga en paracaídas… -contestó Quinn sin mirarle a los ojos.

– Sí.

– Me han dicho que se rompió la columna vertebral al tomar tierra. Eso le provocó un cáncer de médula. Al parecer, le han visto seis especialistas. No hay esperanza. Dentro de cuatro meses, Tamil Rahani será el difunto Tamil Rahani.

– ¿Quién más interviene, aparte ESPECTRO?

– «M» está trabajando en ello -contestó Quinn, acariciándose la oscura barba-. Muchos de tus viejos enemigos, por supuesto. Para empezar, los miembros del que antiguamente era el Departamento V del KGB, el SMERSH…

– Departamento Ocho del Directorio 5: KGB -dijo Bond sin la menor vacilación.

Quinn siguió adelante como si no le hubiera oído:

– …y después, prácticamente todas las organizaciones terroristas conocidas, desde las antiguas Brigadas Rojas hasta las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional puertorriqueñas, las FALN. Con este premio de diez millones de francos suizos has despertado una enorme expectación…

– Has mencionado el hampa.

– Claro, la británica, la francesa, la alemana, por lo menos tres familias de la Mafia y, me temo que también la Union Corse. Desde la muerte de tu aliado Marc-Ange Draco no han sido muy amables que digamos…

– ¡Ya basta! -exclamó Bond, interrumpiéndole con aspereza.

Steve Quinn se levantó del sillón sin hacer el visible esfuerzo que hubiera cabido esperar de un hombre de su envergadura, simplemente un rápido movimiento de un segundo entre el estar sentado y el estar de pie.

– Sí, sí, lo sé, eso va a ser muy duro -dijo, apoyando una manaza sobre el hombro de Bond. Dudó un instante y después añadió-: Hay otra cosa que debes saber acerca de la Caza de Cabezas…

Bond se apartó para librarse de la mano de su compañero. Quinn no había tenido mucho tacto en recordarle las especiales relaciones que, en otros tiempos, había fomentado entre el Servicio y la Union Corse, una organización capaz de ser todavía más mortífera que la Mafia. Los contactos de Bond con la Union Corse desembocaron en su matrimonio, seguido inmediatamente por la muerte de su esposa, la hija de Marc-Ange Draco.

– ¿Qué más querías decirme? -preguntó fríamente-. Ya me has dicho con toda claridad que no puedo fiarme de nadie. ¿Ni siquiera de ti?

Bond reconoció a regañadientes la verdad que encerraba su última afirmación. No podía fiarse de nadie, ni siquiera de Steve Quinn, el hombre del Servicio en Roma.

– Es algo relacionado con las normas que ha elaborado ESPECTRO a propósito de la Caza de Cabezas -contestó Quinn, mirándole con ojos inexpresivos-. Los contendientes sólo pueden colocar a un hombre en el campo de operaciones…, a uno sólo. Según las últimas informaciones, cuatro ya han muerto violentamente durante las últimas veinticuatro horas… Uno de ellos, a unos cientos de metros de donde ahora nos encontramos.

– Tempel, Cordova y un par de matones en el transbordador de Ostende.

– Exacto. Los pasajeros del transbordador eran representantes de dos bandas de Londres: el sur de Londres y el West End. Tempel estaba relacionado con la Facción del Ejército Rojo. Era un experto conocedor del mundo del hampa y un político de café que intentaba hacerse con parte de los cuantiosos beneficios que genera el terrorismo. A Paul Cordova ya le conocías.

Los cuatro estaban muy cerca de él cuando los asesinaron, pensó Bond. ¿Qué posibilidades había de que todo fuera una simple coincidencia? En voz alta le preguntó a Quinn cuáles eran las órdenes de «M».

– Deberás regresar a Londres cuanto antes. No disponemos de suficientes hombres para protegerte en el continente. Mis hombres te escoltarán hasta el más cercano aeropuerto y después se harán cargo del automóvil…

– No -dijo Bond en tono cortante-. Del automóvil me encargo yo. No quiero que nadie lo haga por mí… ¿Está claro?

– Será tu entierro -contestó Quinn, encogiéndose de hombros-. Eres vulnerable en este automóvil.

Bond empezó a recoger sus cosas para hacer el equipaje, sin quitarle el ojo de encima a Quinn en ningún momento. No te fíes de nadie. Muy bien, pues, no se fiaría ni siquiera de aquel hombre.

– ¿Y tus chicos? -preguntó-. Dame algún informe.

– Están ahí afuera. Míralos tú mismo -contestó Quinn, señalando con la cabeza en dirección a la ventana. Se acercó a las persianas y miró a través de las tablillas entornadas. Bond se situó a su espalda-. Allí está -añadió Quinn-, el de la camisa azul que se encuentra de pie junto a las rocas. El otro está en el interior del Renault aparcado al final de la hilera de automóviles.

Era un Renault 25, V-61, un modelo de automóvil que a Bond no le gustaba demasiado. Si jugaba adecuadamente sus cartas, podría dejarles atrás sin ninguna dificultad.

– Quiero información sobre otra persona -dijo, situándose de nuevo en el centro de la habitación-, una chica inglesa con un título italiano.

– ¿Tempesta? -preguntó Quinn con expresión despectiva.

Bond asintió en silencio.

– «M» no cree que forme parte del juego, aunque podría ser una añagaza. Dijo que debes tener cuidado. Sus palabras fueron: «Tome precauciones». Según creo, ahora está por ahí.

– Más bien sí. Prometí acompañarla a Roma.

– ¡Líbrate de ella!

– Ya veremos. Bueno, Quinn, si no tienes nada más que decirme, voy a intentar regresar a casa. Hasta puede que resulte divertido.

Quinn le tendió una mano, pero Bond no se la estrechó.

– Buena suerte. La vas a necesitar.

– No creo en la suerte. Últimamente, sólo creo en una cosa: en mí mismo.

Quinn frunció el ceño, asintió y dejó a Bond organizando los últimos preparativos. La rapidez era esencial, pero, en aquel instante, la principal preocupación de Bond era qué hacer con Sukie Tempesta. Estaba allí, era un valor desconocido y, sin embargo, tenía la sensación de que podía serle útil. ¿Como rehén tal vez? La principessa Tempesta podía ser un rehén muy adecuado, incluso un escudo, siempre y cuando él tuviera la suficiente dosis de insensibilidad. A modo de respuesta, sonó el teléfono y era Sukie con su melodiosa voz.

– Quería preguntarle a qué hora pensaba salir, James.

– Cuando a usted le vaya bien. Yo ya estoy casi listo.

La mujer se rió sin la menor aspereza.

– Ya casi he terminado de hacer las maletas. Tardaré un cuarto de hora todo lo más. ¿Quiere comer aquí antes de que nos vayamos?

Bond contestó que preferiría detenerse por el camino, si a ella no le importaba.

– Mire, Sukie, hay un pequeño problema. Puede que tenga que desviarme un poco. ¿Me permite venir a hablar con usted antes de salir?

– ¿En mi habitación?

– Sería mejor.

– Podría provocar un pequeño escándalo, siendo yo una chica seria, educada en un convento.

– Le prometo que no habrá ningún escándalo. ¿Le parece bien dentro de diez minutos?

– Si insiste…

No estaba enfadada, pero se mostraba un poco más circunspecta que antes.

– Es importante. Estaré con usted dentro de diez minutos.

En cuanto colgó el teléfono y cerró la maleta, el timbre volvió a sonar.

– ¿Señor Bond?

Inmediatamente reconoció la atronadora voz del Doktor Kirchtum, el director de la Klinik Mozart. Parecía haber perdido parte de su efervescencia.

– ¿Herr Direktor? -dijo Bond con inquietud.

– Lo siento, señor Bond. Tengo malas noticias…

– ¡May!

– Su paciente, señor Bond. Ha desaparecido. La policía está aquí conmigo ahora. Lamento no haber establecido contacto antes. Desapareció con la amiga que la visitó ayer, esta tal señorita Moneypenny. Ha habido una llamada telefónica y la policía desea hablar con usted. La han, ¿cómo dicen ustedes?, secues…

– ¿Secuestrado? ¿May secuestrada, y Moneypenny?

Mil pensamientos distintos se arremolinaron en la cabeza de Bond, pero sólo uno tenía sentido. Alguien había hecho muy bien su trabajo. Era posible que el secuestro de May estuviera relacionado con el de Moneypenny, la cual era siempre un blanco de primera magnitud. Lo más probable, sin embargo, era que uno de los participantes en la Caza de Cabezas quisiera tener a Bond bajo observación. ¿Y qué mejor manera de conseguirlo que obligarle a ir en busca de May y Moneypenny?

5 Nannie

Bien mirado, pensó Bond, Sukie Tempesta estaba demostrando ser una dama insólitamente fría. Dejó la Happi-coat sobre la cama para introducirla en la maleta más tarde y, al ver su cuerpo desnudo reflejado en el alargado espejo, se sintió complacido no por vanidad sino por la evidente buena forma de los tensos músculos de sus muslos y pantorrillas y la curva de sus bíceps.

Se había duchado y afeitado antes de la llegada de Quinn y ahora se vistió mientras elaboraba un plan viable de trabajo con respecto a Sukie. Se puso unos pantalones deportivos, sus mocasines preferidos y una camisa de algodón Sea Island. Para ocultar la ASP, se enfundó en una chaqueta de tejido Alcántara modelo Oscar Jacobson de color gris. Luego, dejó la maleta y dos carteras de documentos junto a la puerta, examinó el arma y bajó a recepción para pagar su propia cuenta y la de Sukie. Tras lo cual, subió a la habitación de la muchacha.

El equipaje de la marca Gucci de Sukie ya estaba pulcramente alineado junto a la puerta que ella abrió en cuanto le oyó llamar con los nudillos. Llevaba puestos de nuevo los vaqueros Calvin Klein, esta vez con una blusa de seda negra que a Bond le pareció de Christian Dior.

Este la empujó suavemente hacia el interior de la estancia y ella no protestó, pero le dijo que ya estaba lista para salir.

– ¿Qué ocurre, James? -preguntó Sukie al ver la severa expresión de su rostro-. Algo muy serio, ¿verdad?

– Lo siento, Sukie. Sí. Muy serio para mi y potencialmente peligroso para ti.

– No lo comprendo.

– Tengo que hacer ciertas cosas que quizá no te gusten. Me han amenazado…

– ¿Amenazado? ¿Cómo?, pero -preguntó la mujer retrocediendo.

– No puedo entrar en detalles ahora, pero sé con toda certeza -y otras personas lo saben también- que tú podrías estar implicada.

– ¿Yo? ¿Implicada en qué, James? ¿En la amenaza que pesa contra ti?

– Es un asunto muy grave, Sukie. Mi vida corre peligro y nos conocimos en unas circunstancias un poco dudosas…

– ¿Sí?, ah, ¿y qué tenía de dudoso todo aquello, exceptuando a aquel par de atracadores?

– Llegué justo en el momento oportuno y te libré de ciertas molestias. Después va y se te avería el coche casualmente cerca de donde yo estoy. Me ofrezco a acompañarte a Roma. Parece una cosa preparada en la que yo soy el blanco.

– Pero yo no…

– No sabes cuánto lo siento, pero…

– ¿No puedes llevarme a Roma? -preguntó Sukie-. Lo comprendo, James. No te preocupes, ya encontraré algún medio. Aunque reconozco que será un pequeño problema…

– Pero si tú vas a venir conmigo, incluso puede que a Roma, aunque un poco más tarde. No me queda otra alternativa. Tengo que llevarte, aunque sea como rehén. Necesito un pequeño seguro. Tú serás mi póliza.

Bond se detuvo para comprobar el efecto de sus palabras y vio con asombro que Sukie esbozaba una sonrisa:

– Bueno, jamás había sido un rehén. Será une nueva experiencia -le dijo. Al ver que Bond la apuntaba con su pistola, añadió:

– ¡Vamos, James! No me vengas con melodramas. No hace falta. De todos modos, estoy de vacaciones. En realidad, no me importa ser tu rehén en caso necesario -se detuvo y le miró fascinada-. Puede incluso que sea emocionante, y a mí las emociones de veras que me encantan.

– Las personas que me persiguen son tan emocionantes como tarántulas, tan peligrosas como escorpiones y tan mortíferas como serpientes de cascabel… Confío en que lo que va a ocurrir no sea demasiado desagradable para ti, Sukie, pero no tengo otra alternativa. Te aseguro que eso no es un juego. Tendrás que hacer todo cuanto yo diga, y hacerlo muy despacio. Lamento tener que pedirte que te des la vuelta con las manos en la cabeza.

Bond buscaba algún arma improvisada y otra más hábilmente escondida. Sukie llevaba un pequeño broche con un camafeo en el cuello de la blusa. La obligó a quitárselo y a arrojarlo delicadamente sobre la cama donde estaba su bolso de bandolera. Después le dijo que se quitara los zapatos.

Bond se quedó con el camafeo; parecía inofensivo, pero sabía que los técnicos podían hacer cosas tremendas con los broches. Llevó a cabo todo el examen con una sola mano mientras con la otra sostenía con firmeza la ASP. Los zapatos y el cinturón eran inofensivos. Bond se disculpó por su indigno comportamiento, pero la ropa y la propia persona de Sukie eran las primeras prioridades. En caso de que la chica no llevara nada sospechoso encima, ya registraría el equipaje más tarde, cuidando de que éste no pudiera ser manipulado hasta que se detuvieran en algún sitio. Vació el bolso sobre la cama. Los habituales artículos femeninos se desparramaron sobre el blanco cobertor acolchado, entre ellos: un talonario de cheques, un diario, diversas tarjetas de crédito, pañuelos de celulosa, un peine, un frasquito de píldoras, varias facturas de la tarjeta Visa, un frasco de perfume Anais Anais de Cacharel, una barra de labios y un estuche de maquillaje dorado.

Bond se quedó con el peine, unos cuantos libritos de cerillas, un equipo de coser del hotel Plaza Athénée, el frasco de perfume, la barra de labios y el estuche de maquillaje. El peine, los libritos de cerillas y el equipo de coser eran armas inmediatamente adaptables para hacer un trabajo a quemarropa. El frasco de perfume, la barra de labios y el estuche de maquillaje se tenían que examinar con más detenimiento. Bond sabía que los frascos de perfume podían contener líquidos letales, que las barras de labios podían ocultar hojas más afiladas que una cuchilla de afeitar, cargas de proyección de distintas clases e incluso jeringas hipodérmicas, y que los estuches de maquillaje en polvo podían ser radios en miniatura o cosas peores.

Sukie estaba más turbada que enfurecida por el hecho de tener que desnudarse. Su piel tenía un suave color café con leche como el que solo se puede conseguir con mucha paciencia, lociones idóneas, un régimen de sol adecuado y un cuerpo desnudo.

Bond examinó los pantalones vaqueros y la blusa, cerciorándose de que no hubiera nada oculto en los forros o las costuras. Finalizado el examen, volvió a disculparse y le dijo a Sukie que se vistiera y luego llamara a recepción. Debería utilizar las palabras textuales que él le indicara, y decir que el equipaje ya estaba listo en su habitación y en la del señor Bond y que deberían trasladarlo directamente al automóvil del segundo.

Sukie hizo lo que él le ordenaba. Tras colgar el teléfono, dijo, sacudiendo la cabeza:

– Haré exactamente lo que me digas, James. Estás visiblemente desesperado y no cabe duda de que eres un profesional. No soy tonta. Tú me gustas. Haré cualquier cosa que sea razonable, pero yo también tengo un problema.

Le tembló ligeramente la voz como si aquella experiencia la hubiera desquiciado.

Bond asintió con la cabeza para darle a entender que podía revelarle su problema.

– Tengo una antigua amiga del colegio en Cannobio, justo en la orilla del lago…

– Sí, conozco Cannobio, un centro italiano de vacaciones de segunda categoría. Bastante pintoresco, turísticamente hablando. No está muy lejos.

– Le dije que la recogeríamos al pasar. Tenía que reunirme Con ella anoche. Nos espera junto a la encantadora iglesia de la orilla del lago, la Madonna della Pietá. Estará allí a partir del mediodía.

– ¿No podríamos darle alguna excusa? ¿Telefonearía?

Sukie sacudió la cabeza.

– Anoche, cuando llegué con el automóvil averiado, telefoneé al hotel donde ella se iba a hospedar. Aún no había llegado. La llamé otra vez después de cenar y estaba esperando allí. Tenían todas las habitaciones ocupadas y ella iba a buscarse otro hotel. Puesto que tú me habías dicho que, a lo mejor, saldríamos un poco tarde, me pareció más oportuno decirle que nos esperara junto a la iglesia de la Madonna della Pietá a partir de las doce del mediodía. No se me ocurrió decirle que me llamara para confirmarlo…

Apareció el padrone para recoger el equipaje.

Bond le dio las gracias, le dijo que bajaría en seguida e inmediatamente se centró en otro problema. Cualquier cosa que hiciera, la distancia que tendría que cubrir sena muy larga. Tenía el propósito de llegar a la Klinik Mozart donde habría bastante protección policial a causa de la desaparición de May y Moneypenny. No tenía la menor intención de ir a Italia y, por lo que podía recordar, el centro de Cannobio sería un lugar muy apropiado para tender una emboscada. La carretera que bordeaba el lago y la explanada de la Madonna della Pietá estaba siempre abarrotada de gente porque Cannobio era un próspero centro industrial y un paraíso veraniego. La plaza de la iglesia era un territorio perfecto para que un solo hombre o un equipo de dos hombres motorizados llevaran a cabo un asesinato. ¿Le estaba Sukie, intencionadamente o no, dirigiendo hacia aquella cita fatal?

– ¿Cómo se llama esta amiga tuya? -preguntó Bond con dureza.

– Norrich -contestó Sukie-. Nannette Norrich. Todo el mundo la llama Nannie. Norrich Petrochemicals es su papá.

Bond asintió. Lo había adivinado.

– La recogeremos, pero tendrá que adaptarse a mis planes -dijo Bond.

Tomó a Sukie firmemente por un codo para darle a entender que él era el amo.

Sabía que el viaje a Cannobio le llevaría una hora, media de ida y media de vuelta, antes de trasladarse a la frontera con Austria. En caso de que decidiera correr el riesgo, tendría dos rehenes en lugar de uno y podría colocar a las chicas en el automóvil de tal forma que sus atacantes no pudieran dar fácilmente en el blanco. Por otra parte, le consolaba pensar que sólo podrían ganar el premio, cortándole la cabeza. Quienquiera que le atacara tendría que hacerlo en un tramo solitario de carretera o durante una parada nocturna. Cercenar una cabeza humana no era difícil. Ni siquiera hacía falta ser muy fuerte. Una sierra flexible semejante a un garrote provisto de cuchilla lo podría hacer en un santiamén. Lo importante para llevar a cabo el trabajo sería cierto aislamiento. Nadie tendría la menor oportunidad frente a la fachada principal de la iglesia de Cannobio, a orillas del lago Maggiore.

Fuera, el padrone permanecía de pie junto al verde Mulsanne Turbo, aguardando pacientemente con el equipaje. Por el rabillo del ojo, Bond vio al hombre de Steve Quinn, que se encontraba en lo alto de las rocas, acercarse con disimulo al Renault. Ni siquiera miró a Bond, sino que se limitó a caminar con la cabeza gacha, como si buscara algo en el suelo. Era alto y tenía el rostro de una estatua griega curtida por el tiempo y la intemperie.

Bond consiguió situarse entre Sukie y el automóvil, y estiró el brazo por detrás de la mujer para abrir el portaequipajes. Una vez cargadas todas las maletas, estrecharon ceremoniosamente la mano al padrone y Bond acompañó a Sukie a su asiento, al lado del conductor.

– Quiero que te ajustes el cinturón y que mantengas las manos bien a la vista sobre el tablero de instrumentos -le dijo sonriendo.

Al final de la hilera de automóviles, el motor del Renault se puso en marcha. Bond se sentó al volante del Bentley.

– Por favor, Sukie, no cometas ninguna tontería. Te prometo que puedo actuar con mayor rapidez que tú. No me obligues a hacer algo que pueda lamentar.

– Soy el rehén -dijo la joven modosamente-. Sé mi papel. No te preocupes.

Hicieron marcha atrás, subieron por la rampa y, siete minutos más tarde, cruzaron la frontera italiana sin ningún contratiempo.

– No sé si te has dado cuenta, pero hay un automóvil que nos sigue -dijo Sukie sin poder evitar cierto temblor en la voz.

– Ya lo sé -contestó Bond esbozando una torva sonrisa-. Nos están cuidando, pero no me gusta esta clase de protección. Ya nos libraremos de ellos más adelante.

Le había explicado a Sukie que tendrían que tratar a Nannie con mucho cuidado. Tan sólo le dirían que podía irse a Roma por su cuenta. Los planes habían cambiado y ellos tenían que dirigirse a Salzburgo a toda prisa.

– Deja que sea ella quien tome la decisión. Discúlpate, pero procura librarte de Nannie. ¿Me has comprendido?

Sukie asintió en silencio.

Había un gran bullicio en las inmediaciones de la iglesia de la Madonna della Pietá cuando llegaron. De pie junto a una pequeña maleta, había una joven muy alta y elegante con el cabello color negro recogido hacia atrás en un severo moño. Llevaba un vestido de algodón estampado que la brisa pegó a su cuerpo un instante, revelando el perfil de sus largos y esbeltos muslos, su redondo vientre y sus bien proporcionadas caderas. Sonrió al ver a Sukie y la llamó alegremente desde su ventanilla.

– ¡Oh, qué maravilla! Un Bentley. Adoro los Bentley.

– Nannie, te presento a James. Tenemos un problema.

Sukie explicó la situación, siguiendo exactamente las instrucciones de Bond. Este estudió el sereno rostro de Nannie: sus finos rasgos y sus ojos grises protegidos por gafas tipo abuelita. Llevaba las cejas depiladas de una manera anticuada, lo cual confería a sus hermosas facciones una expresión casi permanente de dulce expectación.

– Bueno, soy fácil de conformar -contestó Nannie, dando a entender que no se creía ni una sola palabra de lo que Sukie le había dicho-. Al fin y al cabo, estoy de vacaciones… Roma o Salzburgo, da lo mismo. Adoro a Mozart.

Bond se sentía vulnerable en el interior del automóvil detenido y no quería que la conversación se prolongara demasiado.

– ¿Vas a venir con nosotros, Nannie? -preguntó en tono apremiante.

– Pues, claro. No me lo perdería por nada del mundo.

Al ver que Nannie abría la portezuela, Bond la detuvo.

– El equipaje, en el portamaletas -ordenó con excesiva dureza. Después añadió, voz baja, dirigiéndose a Sukie: -Las manos a la vista, igual que antes. Eso es demasiado importante como para tomarlo a broma.

Sukie asintió y volvió a apoyar las manos en el tablero de instrumentos, mientras Bond descendía para ayudar a Nannie a colocar la maleta en el Portaequipajes.

– El bolso también, por favor -le dijo Bond a la chica, esbozando una sonrisa casi encantadora.

– Lo necesito en la carretera. ¿Por qué…?

– Por favor, Nannie, sé buena chica. Los problemas de que te ha hablado Sukie son muy graves. No puede haber equipaje en el automóvil. Cuando llegue el momento, examinaré tu bolso y te lo devolveré. ¿De acuerdo?

Nannie ladeó la cabeza con un gesto inquisitivo, pero hizo lo que le ordenaban. Bond observó que el Renault se hallaba detenido frente a ellos con el motor en marcha. Muy bien, por lo visto pensaban que seguiría viaje por Italia.

– Nannie, acabamos de conocernos y no me gustaría que te lo tomaras a mal, pero tengo que ser un poco maleducado -dijo Bond en un susurro. Había muchas personas a su alrededor, pero lo que iba a hacer era inevitable- No forcejees ni grites. Tengo que tocarte, pero te prometo que no me tomaré ninguna libertad.

Pasó hábilmente las manos por el cuerpo de la joven, utilizando las yemas de los dedos para que la situación no fuera para ella tan embarazosa.

– No te conozco, pero mi vida está en peligro -le dijo mientras la cacheaba-, por consiguiente, en este automóvil, tú también corres un riesgo. Siendo una desconocida, podrías ser peligrosa para mí. ¿Lo comprendes?

Para su sorpresa, la chica le miró sonriendo.

– En realidad, ha sido muy agradable. No lo entiendo, pero me ha gustado. Deberíamos hacerlo otra vez. En privado.

Una vez acomodados en el interior del automóvil, Bond le pidió a Nannie que se ajustara el cinturón porque iba a conducir con mucha rapidez. Volvió a poner el motor en marcha y esperó a que hubiera el suficiente espacio en el tráfico. Luego hizo marcha atrás, dio una vuelta al volante, pisó el acelerador y el freno y el vehículo derrapó describiendo un semicírculo. Tras lo cual, salió disparado y se introdujo por entre un asmático Volkswagen y un camión cargado de hortalizas en medio de la indignación de los respectivos conductores.

Pudo ver a través del retrovisor que había pillado al Renault por sorpresa. Aumentó la velocidad en cuanto el Bentley dejó atrás la zona limitada y empezó a tomar las vueltas y curvas del lago a una velocidad de vértigo.

Al llegar a la frontera, dijo a los guardias que temía que le siguieran unos malhechores y exhibió el pasaporte diplomático que siempre llevaba consigo para casos de emergencia. Los carabinieri quedaron muy impresionados, le llamaron Eccellenza, se inclinaron ceremoniosamente ante las damas y prometieron interrogar de un modo exhaustivo a los ocupantes del Renault.

– ¿Siempre conduces así? -le preguntó Nannie desde el asiento de atrás-. Seguro que sí. Debes de ser un aficionado a los coches rápidos, los caballos y las mujeres. Un hombre de acción.

Bond no hizo ningún comentario. Un hombre violento, pensó, concentrándose en la carretera mientras Sukie y Nannie hablaban de su época escolar, de fiestas y de hombres.

Hubo ciertas dificultades durante el viaje, sobre todo cuando las pasajeras quisieron utilizar los lavabos de señoras. Dos veces en el transcurso de la tarde se detuvieron en áreas de servicio y Bond estacionó el vehículo de tal forma que pudiera ver con toda claridad los teléfonos públicos y las puertas de los lavabos de señoras. Las dejó ir una cada vez, haciendo amablemente veladas amenazas sobre lo que le ocurriría a la que se quedara en el automóvil en caso de que la otra hiciera alguna tontería. Por su parte, no le quedó más remedio que mantener bajo control su propia vejiga. Poco antes de iniciar el largo recorrido montañoso en dirección a Austria, se detuvieron en un café situado al borde de la carretera y comieron un poco. Allí fue donde Bond decidió correr el riesgo de dejar solas a sus dos acompañantes.

Cuando regresó, ambas ofrecían un aspecto inocente e incluso parecieron sorprenderse de que se tomara un par de tabletas de Bencedrina con el café.

– Estábamos comentando… -empezó a decir Nannie.

– ¿Sí?

– Estábamos comentando cómo nos las vamos a arreglar esta noche cuando nos detengamos en algún sitio para dormir. Porque es bien evidente que tú no querrás perdernos de vista…

– Dormiréis en el automóvil. Yo conduciré. No nos detendremos en ningún hotel. Vamos a hacer todo el recorrido de una tirada…

– Muy espartano -musitó Sukie.

– …y, cuanto antes lleguemos a Salzburgo, tanto antes os podré soltar. Después, la policía local se encargará de todo el asunto.

– Mira, James -dijo Nannie, hablando muy tranquila, pero en tono casi admonitorio-, apenas nos conocemos, pero tienes que comprender que, para nosotras, eso es como una especie de aventura emocionante…, de ésas que sólo se leen en los libros. Está claro que tú estás del lado de los ángeles, a no ser que la intuición te haya fallado estrepitosamente. ¿No podrías confiar en nosotras sólo un poquito? A lo mejor, te podríamos ser más útiles si supiéramos algo mas…

– Será mejor que regresemos al automóvil -dijo Bond por toda respuesta-. Ya le expliqué a Sukie que eso es casi tan emocionante como ser atacados por un enjambre de abejas asesinas.

Sabía que Sukie y Nannie pasaban por una fase de transición y que, o bien estaban empezando a identificarse con su secuestrador, o bien pretendían crear un clima de confianza para que éste bajara la guardia. Si quería aumentar sus posibilidades de supervivencia, tenía que mantener una actitud distante, lo cual no era nada fácil con unas chicas tan atractivas y deseables como aquéllas.

Nannie exhaló un suspiro de exasperación y Sukie empezó a decir algo, pero Bond se lo impidió con un gesto de la mano.

– Al automóvil -le ordenó.

Se lo pasaron bien durante el largo recorrido por el serpeante paso de Maloja y St. Moritz hasta cruzar la frontera con Austria por Vinadi. Poco antes de las siete y media, tras haber rodeado Innsbruck, ya se encontraban rodando por la autobahn A-12, rumbo al noroeste. Al cabo de una hora, girarían al este y tomarían la A-8 que les conduciría a Salzburgo. Bond conducía con implacable concentración, maldiciendo su suerte. El día era tan hermoso y el paisaje tan impresionante que, en otra situación, aquellas vacaciones hubieran podido ser auténticamente memorables. Clavó los ojos en la carretera, escudriñando el tráfico, y después dio un rápido vistazo a la velocidad, al consumo de combustible y a la temperatura del motor.

– ¿Te acuerdas del Renault plateado, James? -preguntó Nannie en tono casi burlón desde el asiento de atrás-. Pues, bueno, creo que nos viene siguiendo.

– Angeles guardianes -musitó Bond-. Que el diablo se los lleve.

– La matrícula es la misma -terció Sukie-. Les recuerdo de Brissago, pero me parece que los ocupantes son otros.

Bond miró a través del retrovisor. Un Renault 25 plateado se encontraba a unos ochocientos metros por detrás de ellos. No podía distinguir a los pasajeros. Procuró no ponerse nervioso; al fin y al cabo, eran los hombres de Steve Quinn. Se desplazó al carril exterior y miró a través del espejo.

Captó la tensión de las dos chicas, semejante a la de una presa que percibe la presencia del cazador. En el interior del vehículo, el miedo casi se podía cortar con un cuchillo.

La carretera era una recta cinta desierta con pastizales a ambos lados y, a lo lejos, elevaciones rocosas, pinares y bosques de abetos. Los ojos de Bond se desplazaron de nuevo al espejo exterior y captaron la concentración del conductor del Renault.

Habían dejado a su espalda el rojo disco del sol. Quizás el automóvil plateado utilizaba la táctica del viejo piloto de combate: evitar el sol. Mientras el Bentley se desviaba imperceptiblemente, el fuego carmesí del sol ocupó todo el espejo exterior. Bond pisó inmediatamente el acelerador y sintió la proximidad de la muerte.

El Bentley respondió y se disparó hacia adelante sin el menor esfuerzo, como sólo puede hacerlo un vehículo de sus características. Sin embargo, Bond efectuó la maniobra con una fracción de segundo de retraso. El Renault se encontraba casi a su altura y aceleraba la marcha.

Oyó el grito de una de las chicas y percibió una ráfaga de aire al abrirse una ventanilla trasera. Extrajo la ASP, la dejó sobre las rodillas y extendió una mano hacia los mandos eléctricos de las lunas. Oyó que Sukie les gritaba que se agacharan mientras Nannie Norrich bajaba la luna de su ventanilla accionando el mando individual.

– ¡Al suelo!

Oyó su propia voz mientras la luna de su ventanilla descendía obedeciendo a la presión de su pulgar sobre el mando y una segunda ráfaga de aire penetraba en el interior del vehículo.

– ¡Van a disparar! -gritó Nannie desde el asiento de atrás.

Durante una décima de segundo, asomó por la ventanilla trasera del Renault el típico cañón recortado de un Winchester.

Después hubo dos descargas, una de ellas seca y por detrás de su hombro izquierdo, que llenó todo el automóvil de una grisácea bruma con el inconfundible olor de la cordita. La otra fue más Fuerte, pero más lejana, casi ahogada por el rugido del motor, y el rumor del viento que penetraba en el automóvil y el silbido de sus oídos.

El Mulsanne Turbo se desplazó bruscamente a la derecha como si la puntera metálica de una bota gigantesca le hubiera golpeado con fuerza por detrás; al mismo tiempo, Bond oyó un fragor como de piedras que de súbito les cayeran encima. Después percibió otro golpe en la parte trasera.

Vio el vehículo plateado a la izquierda, casi a su altura, una neblina de humo se escapaba por la parte posterior, donde alguien permanecía agachado junto a la ventanilla, y alguien apuntaba con un Winchester contra el Bentley.

– ¡Agáchate, Sukie! -gritó Bond como si se dirigiera a un perro mientras levantaba la mano derecha para disparar a través de la ventanilla abierta. Efectuó dos descargas contra el conductor.

Notaron una sacudida y un chirrido mientras los costados de ambos vehículos se rozaban y luego volvían a separarse sobre el trasfondo de un fuerte crujido en la parte posterior del vehículo.

Debían de circular a gran velocidad y Bond sabía que casi había perdido el control del Bentley, el cual acababa de derrapar hacia el otro lado de la carretera. Tocó los frenos y notó que disminuía la velocidad mientras las ruedas delanteras rozaban la hierba. El automóvil se deslizó y experimentó una brusca sacudida antes de detenerse.

– ¡Salid! -gritó Bond-. ¡Salid en seguida! ¡Utilizad el vehículo para cubriros!

Cuando llegó a la relativa seguridad del costado del vehículo, vio que Sukie le había seguido y estaba tendida en el suelo como si quisiera hundirse en la tierra. Nannie, por su parte, se había agachado detrás del portaequipajes con la falda de algodón levantada, y mostraba la parte superior de una media y parte de un liguero de color blanco. La falda se había enganchado en una suave funda de cuero ajustada a la parte interior de su muslo y la chica sostenía con ambas manos una pequeña pistola del calibre 22 con la cual apuntaba hacia más allá del portaequipajes.

– Los polis se van a poner furiosos -gritó Nannie-. Vienen en dirección contraria.

– Pero, ¿qué demonios…?

– Toma la pistola y dispara -gritó Nannie, soltando una carcajada-. Vamos, James, Nannie sabe lo que dice.

6 El NUB

Por encima del alargado hocico del Bentley, Bond vio que el Renault plateado regresaba hacia ellos, avanzando en dirección contraria por el carril de vehículos lentos, mientras otros dos automóviles y un camión derrapaban sobre la ancha autobahn para evitar la colisión. No tuvo tiempo de preguntarse los cómos y los por qués se le había pasado por alto el arma de Nannie.

– Los neumáticos -dijo Nannie fríamente-. Dispara contra los neumáticos.

– Dispara tú -replicó Bond con aspereza, enfurecido ante el hecho de que la chica le diera órdenes. Él tenía sus propios métodos para detener el automóvil que, en aquel instante, se les estaba echando prácticamente encima.

En la fracción de segundo que antecedió al disparo, un cúmulo de pensamientos cruzaron por la imaginación de Bond. El Renault llevaba inicialmente a bordo a dos hombres. Cuando apareció de nuevo, había tres: uno en la parte de atrás con el Winchester, el conductor y un hombre de refuerzo que utilizaba, al parecer, un revólver de alta potencia. Ahora, el de la parte de atrás había desaparecido y el que empuñaba el Winchester era el que se sentaba al lado del conductor, cuya ventanilla estaba abierta; en un fanático acto de locura, su compañero se inclinó hacia él para disparar el Winchester contra el Mulsanne Turbo, que se hallaba detenido como una ballena varada al borde de la carretera.

Bond había acoplado a la ASP una mira Guttersnipe, cuyos tres brillantes surcos alargados permitían disparar sin fallo, mostrando un triángulo amarillo sobre el blanco. Ahora no apuntaba a los neumáticos sino al depósito de gasolina. La ASP estaba cargada con proyectiles Glaser, unas balas prefragmentadas que contenían perdigones del número 12 suspendidos en teflón líquido. El impacto de uno solo de aquellos proyectiles era devastador. Podía penetrar en la piel, el hueso, el tejido o el metal antes de que la masa de balines de acero estallara en el interior por la mitad, arrancarle una pierna o un brazo y provocar, por supuesto, el incendio de un depósito de gasolina.

Bond empezó a apretar el gatillo. En cuanto apareció en la mira la parte posterior del Renault, apretó con fuerza y disparó dos balas. Oyó un doble estallido a su izquierda. Nannie disparaba como una loca contra los neumáticos. Después ocurrieron varias cosas en rápida sucesión. El neumático frontal del lado más próximo se desintegró en medio de un terrible incendio y trituración de la goma. Bond recordó haber pensado que Nannie había estado de suerte al conseguir alcanzar con dos insignificantes balas del 22 la zona próxima a la parte interior del neumático.

El automóvil empezó a inclinarse como si estuviera a punto de dar una vuelta de campana y estrellarse contra el Bentley, pero el conductor forcejeó con el volante y los frenos y el plateado vehículo consiguió mantener el equilibrio mientras se deslizaba a toda velocidad y en irremediable condena, hacia el duro saliente del borde de la carretera. Al tiempo que el neumático se desintegraba, dos proyectiles Glaser de la ASP atravesaron la estructura metálica y penetraron en el depósito de gasolina.

El Renault chirrió y siguió avanzando como en cámara lenta. Luego, al pasar a la altura del Bentley, una fina y alargada lengua de fuego parecida a la del gas natural empezó a brotar de su parte posterior. Incluso tuvieron tiempo de ver que la llama era de color azulado antes de que toda la parte posterior del vehículo se convirtiera en una rugiente e irregular bola carmesí.

El vehículo envuelto en llamas volcó antes de que se escuchara un fuerte silbido y estrépito, seguido de un chirriar de neumáticos y metal, precursor de una espectacular agonía de muerte. Por un instante, nadie se movió. Bond fue el primero en reaccionar. Dos o tres automóviles se acercaban al escenario de los hechos, pero él no podía en aquel momento tener ningún trato con la policía.

– ¿En qué situación estamos? -preguntó.

– Con muchas abolladuras y agujeros en la carrocería, pero las ruedas parecen intactas. Hay un arañazo enorme en esta parte. De popa a proa.

Nannie se encontraba al otro lado del vehículo. Se desenganchó la falda del liguero en el que había quedado prendida, dejando al descubierto un fragmento de blanco encaje. Bond le preguntó a Sukie si se encontraba bien.

– Trastornada, pero incólume, creo.

– Subid las dos en seguida -les ordenó Bond. Se arrastró hacia el asiento del volante y vio, por lo menos, un vehículo cuyos ocupantes lucían camisas a cuadros y sombreros contra el sol, acercándose cautelosamente a los humeantes restos. Giró casi con rabia la llave de encendido y el potente motor se puso inmediatamente en marcha. Soltó el freno principal con la mano izquierda, y volvió a colocar el Mulsanne en la autobahn.

El tráfico era todavía muy escaso, lo cual le permitió a Bond comprobar el funcionamiento del vehículo. No se había perdido combustible, aceite ni presión hidráulica; los cambios de marcha estaban intactos. Los frenos no parecían haber sufrido el menor daño. El control de la velocidad de viaje funcionaba con entera normalidad y los daños de la carrocería no parecían haber afectado ni a la suspensión ni al manejo.

A los cinco minutos, se cercioró de que el vehículo estaba relativamente intacto aunque los disparos del Winchester habrían penetrado probablemente en la carrocería. El Bentley sería ahora un blanco seguro para la policía austríaca, la cual no era demasiado entusiasta de los tiroteos entre automóviles en sus relativamente seguras autopistas; sobre todo, si los participantes acababan carbonizados. Tenía que encontrar un teléfono rápidamente y alertar a los de Londres para que éstos pidieran a la policía austríaca que les dejara en paz. Bond estaba preocupado, además, por la suerte de los hombres de Quinn. ¿Y si éstos, atraídos por los millones suizos, se hubieran convertido en traidores? Otra imagen le turbaba: Nannie Norrich con su suculento muslo al descubierto y su experto manejo de la pistola del calibre 22.

– Me parece que será mejor que me entregues el arsenal de armas, Nannie -dijo en voz baja sin apenas volverse a mirarla.

– Oh, no, James. No, James. No, James, no -canturreó la muchacha alegremente.

– No me gustan las mujeres armadas, sobre todo, en las actuales circunstancias y en este automóvil. ¿Cómo demonios se me pudo pasar por alto?

– Porque, aunque está claro que eres un profesional, también eres un caballero como la copa de un pino, James. No buscaste en la parte interior de mis muslos cuando me cacheaste en Cannobio.

Bond recordó los coqueteos y la descarada sonrisa de la chica.

– Y ahora supongo que estoy pagando mi error. ¿Me estás encañonando la nuca con tu pistola?

– En realidad, la tengo apuntando contra mi rodilla izquierda desde su sitio correspondiente. Que, por cierto, no es el más cómodo para tener un arma -Nannie hizo una pausa-. Bueno, por lo menos no esta clase de arma.

Una señal indicaba la proximidad de un área de descanso, al aire libre. Bond aminoró la marcha, se apartó de la carretera y bajó hacia un claro del bosque a través de un camino abierto entre los abetos. Unas mesas y unos rústicos bancos se levantaban en el centro. No había nadie a la vista. A un lado, se podía ver una pulcra cabina telefónica en perfecto estado de funcionamiento.

Bond aparcó el automóvil cerca de los árboles, listo para una rápida huida en caso necesario. Apagó el motor, se desabrochó el cinturón de seguridad y se volvió a mirar a Nannie Norrich, extendiendo la mano derecha con la palma hacia arriba.

– La pistola, Nannie. Tengo que efectuar un par de importantes llamadas y no quiero correr ningún riesgo. Dame la pistola.

Nannie le dirigió una cariñosa sonrisa.

– Me la tendrás que arrebatar a la fuerza, James, y puede que no te sea tan fácil como supones. Mira, he utilizado el arma para ayudarte. Sukie me ha dado las órdenes y voy a colaborar. Puedes estar seguro de que, si me hubiera dado otro tipo de instrucciones, te hubieras enterado en seguida.

– ¿Que Sukie te dio órdenes? -preguntó Bond, perplejo.

– Es mi jefa, por lo menos de momento. Recibo órdenes suyas y…

Sukie Tempesta apoyó una mano en un brazo de Bond.

– Creo que debo explicártelo, James. Nannie es una amiga mía del colegio. Y es también presidente del NUB.

– ¿Y qué demonios es el NUB?

Bond estaba ahora francamente enojado.

– Norrich Universal Bodyguards – Guardaespaldas Universales Norrich.

– ¿Cómo?

– Guardianas -dijo Nannie jovialmente.

– ¿Guardianas? -preguntó Bond en tono incrédulo.

– Guardianas, como esas personas que cuidan de otras por dinero. Guardianas. Protectoras. Guardaespaldas. James -añadió Nannie-, el NUB es una organización exclusivamente femenina, con personal altamente especializado en todo tipo de armas, karate y otras artes marciales, conducción de automóviles, pilotaje de aviones… Cualquier cosa que puedas imaginarte, nosotras la hacemos. Somos francamente buenas y tenemos una clientela muy distinguida.

– ¿Y la principesca Sukie Tempesta forma parte de esta clientela?

– Naturalmente. Siempre procuro hacer yo misma este trabajo.

– Pues, tu gente no lo hizo demasiado bien la otra tarde en Bélgica -dijo Bond en tono despectivo-. En la gasolinera. Tendría que exigirte una comisión.

– Fue muy lamentable… -contestó Nannie, lanzando un suspiro.

– Yo tuve en parte la culpa -terció Sukie-. Nannie quería recogerme en Bruselas cuando su delegada se tuvo que marchar. Yo le dije que llegaría a casa sin ninguna dificultad. Pero me equivoqué.

– Pues claro que te equivocaste. Mira, James, tú tienes problemas. Sukie también los tiene. Sobre todo, porque es una multimillonaria que se empeña en vivir en Roma la mayor parte del año. Es un blanco muy fácil. Ve a hacer las llamadas telefónicas y confía en mí. Confía en nosotras. Confía en el NUB.

Al final, Bond se encogió de hombros, descendió del vehículo y dejó a las dos mujeres encerradas en su interior. Se sacó el CC-500 de la bota y se encaminó hacia la cabina telefónica. Tuvo que efectuar unas conexiones un poco más complicadas para acoplar el desmodulador al teléfono público. Luego marcó el número de la centralita y llamó al residente de Viena.

La conversación fue muy corta y, a su término, el residente accedió a solventar los problemas con la policía austríaca. Sugirió incluso la posibilidad de que una patrulla se reuniera con Bond en el claro del bosque, incluyendo en ella, a ser posible, al oficial encargado del secuestro de May y Moneypenny.

– Quédate ahí -dijo el residente-. Estarán contigo dentro de aproximadamente una hora.

Bond colgó, volvió a llamar a la centralita y, a los pocos segundos, ya estaba hablando con el oficial de guardia del Cuartel General londinense de Regent's Park.

– Los hombres de Roma han muerto -le dijo el oficial-. Fueron encontrados en una zanja con un disparo en la nuca. No te retires. «M» quiere hablar contigo.

Al cabo de unos instantes, Bond oyó la enfurruñada voz del jefe.

– Mal asunto, James.

«M» sólo le llamaba James en circunstancias muy especiales.

– Muy malo, señor. Moneypenny y mi ama de llaves han desaparecido.

– Sí, y quienquiera que las tenga en su poder pretende cerrar un trato muy duro.

– ¿Cómo dice, señor?

– ¿Nadie te lo ha dicho?

– No he visto a nadie con quien poder hablar.

Hubo una prolongada pausa.

– Las mujeres serán devueltas sanas y salvas dentro de cuarenta y ocho horas a cambio de tu persona.

– Ya -dijo Bond-, suponía que iba a ser algo por el estilo. ¿La policía austríaca lo sabe?

– Creo que están al corriente de ciertos detalles.

– En tal caso, ya me los comunicarán cuando lleguen. Tengo entendido que ya están en camino. Por favor, dígale a Roma que lamento mucho lo de sus dos muchachos.

– Cuídate, cero cero siete. En el Servicio no cedemos a las exigencias de los terroristas. Tú lo sabes y debes atenerte a ello. No se te ocurra hacer actos de heroísmo. Ni desperdiciar tu vida. No deberás, repito, no deberás someterte a estas condiciones.

– Puede que no haya otro camino, señor.

– Siempre hay otro camino. Búscalo y procura hacerlo en seguida.

«M» cortó la comunicación.

Bond retiró el CC-500 y volvió lentamente al automóvil. Sabía que su vida podía ser el precio de las de May y Moneypenny. Si no había más remedio, tendría que morir. Sabía también que llegaría hasta el final, por amargo que éste fuera, y que correría cualquier riesgo capaz de resolver su angustioso dilema.

Los dos vehículos de la policía tardaron exactamente una hora y treinta y seis minutos en llegar. Mientras aguardaban, Nannie le explicó a Bond los pormenores de la fundación de Norrich Universal Bodyguards. En sólo cinco años, la organización había conseguido establecer filiales en Londres, París, Roma, Los Angeles y Nueva York, pese a que ella jamás había hecho la menor propaganda del servicio.

– Si lo hiciera, la gente acabaría pensar que somos unas prostitutas. Todo fue desde un principio una labor puramente oral. Y te aseguro que ha sido muy divertido.

Bond se preguntó cómo era posible que ni él ni el Servicio jamás hubieran tenido noticia de la existencia de aquella organización. El NUB era, al parecer, un secreto muy bien guardado dentro de los estrechos círculos de los multimillonarios.

– Apenas se nos nota -añadió Nannie-. Los hombres acompañados de una guardiana dan la impresión de ir con su pareja; y, cuando protejo a una mujer, siempre procurarnos ir con hombres de confianza -se echó a reír-. La pobre Sukie tuvo que soportar dos dramáticas relaciones amorosas sólo el año pasado.

Sukie abrió la boca con las mejillas encendidas de rabia, pero, justo en aquel momento, llegó la policía. Dos automóviles con las bocinas mudas penetraron en el claro del bosque en medio de una nube de polvo. Había cuatro oficiales uniformados en un vehículo y tres en el otro, más un cuarto vestido de paisano. Este descendió de la parte trasera del segundo automóvil y desdobló su largirucha figura. Iba impecablemente vestido, pero su cuerpo era tan desproporcionado que sólo un experto sastre hubiera podido conferirle una apariencia medianamente presentable. Sus largos brazos terminaban en unas minúsculas manitas que parecían colgar, como las de un simio, casi hasta las rodillas. Su rostro, coronado por una mata de lustroso cabello, era demasiado grande en comparación con los estrechos hombros. Tenía las mejillas tan mofletudas y sonrosadas como las de un rubicundo granjero, y unas enormes orejas que semejaban las asas de una jarra.

– Oh, Dios mío -susurró Nannie-. Muéstrales las manos. Que te vean las manos.

Bond ya lo había hecho instintivamente.

– ¡Der Haken! -musitó Nannie.

– ¿El gancho? -tradujo Bond sin apenas mover los labios.

– Su verdadero nombre es Inspektor Heinrich Osten. Ha superado con mucho la edad de la jubilación y pasa por inspector, pero es el más despiadado y corrupto hijo de perra de toda Austria -Nannie seguía hablando en susurros, como si el hombre que ahora se acercaba a ellos pudiera oír sus palabras-. Dicen que nadie se ha atrevido jamás a pedir su jubilación porque sabe demasiadas cosas acerca de todo el mundo… a ambos lados de la ley.

– ¿Te conoce? -preguntó Bond.

– Nunca le había visto en persona. Pero le tenemos en nuestros archivos. Dicen que, de joven, fue un ardiente nacionalsocialista. Le llaman Der Haken porque su instrumento preferido de tortura era un gancho de carnicero. Si tenemos que tratar con este tipo, habrá que irse con cuidado. Por lo que más quieras, James, no te fíes de él.

El Inspektor Osten ya había llegado a la altura del Bentley y ahora permanecía de pie con dos hombres uniformados junto al costado del automóvil en el que se encontraba Bond. Se agachó como si doblara el cuerpo por la cintura -recordándole a Bond una bomba de aceite- y agitó los deditos desde la parte exterior de la ventanilla del conductor como si tratara de atraer la atención de un bebé. Bond abrió la ventanilla.

– ¿Herr Bond?

La voz era delgada y estridente.

– Sí. Bond. James Bond.

– Bien. Le vamos a dar protección hasta Salzburgo. Descienda, por favor, del automóvil un momento.

Bond abrió la portezuela, descendió y clavó los ojos en las lustrosas mejillas de manzana. Después, estrechó la mano escandalosamente pequeña que el sujeto le tendía. Fue como tocar la fría piel de una serpiente.

– Estoy encargado del caso, Herr Bond. Del caso de las damas desaparecidas… Bonito título para un relato de misterio, ¿ja?

Silencio. Bond no quería tomarse a broma la apurada situación en que se encontraban May y Moneypenny.

– Bueno, pues -dijo el inspector, poniéndose otra vez muy serio-. Me alegro de conocerle. Me llamo Osten. Heinrich Osten -su boca se abrió en una mueca que dejó al descubierto unos dientes ennegrecidos-. Algunas personas prefieren llamarme con mi otro nombre: Der Haken. No sé por qué, pero me cuadra. Probablemente porque suelo enganchar a los criminales -volvió a reírse-. Incluso podría haberle enganchado a usted, Herr Bond. Ambos tenemos muchas cosas de que hablar. Muchísimas. Me parece que viajaré en su automóvil para que podamos hablar. Las damas pueden ir en los demás vehículos.

– ¡No! -gritó Nannie secamente.

– Pues claro que sí.

Osten extendió una mano hacia la portezuela trasera y la abrió. Un hombre uniformado ya estaba medio ayudando y medio levantando a Sukie a la fuerza de su asiento. Esta y Nannie fueron sacadas del automóvil y empujadas, entre protestas, hacia los demás vehículos. Bond confió en que Nannie tuviera el suficiente sentido común como para no mostrar su pistola del calibre 22. Después se percató de cómo iba a actuar. Armaría un enorme alboroto y, de este modo, conseguiría la libertad legal.

Osten volvió a esbozar su siniestra sonrisa.

– Creo que hablaremos mejor sin la cháchara de las mujeres. En cualquier caso, Herr Bond, no querrá usted que me oigan acusarle de complicidad en un secuestro y posible asesinato, ¿verdad?

7 «El Gancho»

Bond conducía el automóvil con precaución exagerada. Ante todo, el siniestro sujeto sentado a su lado parecía estar dominado por una locura latente capaz de estallar a la menor provocación. Bond había intuido la presencia del mal muchas veces a lo largo de su vida, pero nunca con tanta intensidad como en aquellos instantes. El grotesco Inspektor Osten apestaba a otra cosa y Bond tardó bastante en identificar el anticuado ron de laurel que debía utilizar con profusión para peinarse la tupida pelambrera. Había recorrido varios kilómetros de carretera cuando se rompió el silencio.

– Asesinato y secuestro -dijo Osten en voz baja, casi como si hablara consigo mismo.

– Deportes sangrientos -contestó Bond sin inmutarse.

El policía soltó una sonora risita.

– Deportes sangrientos, eso es muy bueno, míster Bond. Muy bueno.

– ¿Y va usted a acusarme de ellos?

– Puedo detenerle por asesinato -contestó Osten, riéndose-. A usted y a las dos damas. ¿Cómo es la expresión? Ah, sí, les tengo a mi merced.

– Creo que debería consultar con sus superiores antes de intentar semejante cosa. Sobre todo, con el Departamento de Seguridad y Espionaje, el DSI.

– Estos pelmazos metomentodo tienen muy poca jurisdicción sobre mi, míster Bond -dijo Osten, soltando una breve carcajada despectiva.

– ¿Es usted el único representante de la ley, Inspektor?

– En este caso -contestó Osten, lanzando un prolongado suspiro-, yo soy la ley y eso es lo que importa. Usted se interesaba por dos damas inglesas que han desaparecido de una clínica…

– Una es una señora escocesa, inspector.

– Da igual -dijo Osten, levantando su manita de muñeca en gesto de burla y rechazo-. Usted es la única clave, el eslabón de este pequeño misterio; el hombre que conocía a ambas víctimas. Nada tiene de extraño en este caso que le haga preguntas -hasta que le interrogue exhaustivamente- a propósito de estas desapariciones…

– Yo mismo ignoro los detalles. Una de las señoras es mi ama de llaves.

– ¿La más joven?

La pregunta se hizo en un tono especialmente desagradable y Bond contestó con cierta aspereza.

– No, Inspektor, la dama escocesa de más edad. Lleva conmigo muchos años, La más joven es una compañera. Creo que debería usted olvidarse de los interrogatorios hasta consultar con personas situadas ligeramente más arriba.

– Hay otras cuestiones: introducción de un arma de fuego en el país, un tiroteo en la carretera, cuyo resultado fueron tres muertes, y grave peligro para personas inocentes que circulaban por la autobahn…

– Con todos los respetos, los tres hombres pretendían matarme a mí y a las dos damas que viajaban en mi automóvil.

Osten asintió, pero con reservas.

– Ya veremos. Eso ya lo veremos en Salzburgo.

El hombre a quien llamaban el Gancho se inclinó hacia adelante y extendió el largo brazo semejante a un reptil, moviendo hábilmente la minúscula mano. El inspector no sólo era un experto, pensó Bond, sino que, además, tenía muy desarrollada la intuición. En pocos segundos, sacó de sus respectivas fundas tanto la ASP como la varilla.

– Siempre me encuentro incómodo con un hombre armado de esta manera.

Las mejillas de manzana se hincharon como un globo mientras el Gancho esbozaba una radiante sonrisa.

– Si echa un vistazo a mi billetero, verá que tengo licencia internacional para llevar armas -dijo Bond, asiendo el volante con furor asesino.

– Ya veremos… -Osten exhaló otro suspiro-. Eso ya lo veremos en Salzburgo -añadió.

Ya era tarde cuando llegaron a la ciudad y Osten empezó a dirigir a Bond perentoriamente: aquí a la izquierda, después a la derecha y otra vez a la derecha. Bond vio fugazmente el río Salzach y los puentes que lo cruzaban. A su espalda, el castillo de Hohensalzburg, antigua fortaleza de los príncipes-arzobispos, se levantaban brillantemente iluminado sobre la gran masa de roca dolomítica, dominando la vieja ciudad y el río.

Se dirigían hacia la parte moderna de la ciudad y Bond creía que su acompañante le guiaba hacia la jefatura superior de policía. En su lugar, se vio obligado a circular a través de un laberinto de calles, pasando por delante de dos bloques de apartamentos, antes de bajar a un aparcamiento subterráneo. Los otros dos vehículos, que habían perdido de vista en las afueras de la ciudad, aguardaban perfectamente aparcados, con un espacio intermedio para el Bentley. Sukie se hallaba sentada en uno de ellos y Nannie en el otro.

Una repentina inquietud puso a Bond en estado de alerta. El residente le había asegurado que la policía le iba a conducir sano y salvo a Salzburgo. En su lugar, se encontraba ante un policía muy desagradable y probablemente corrupto, y un plan, al parecer previamente organizado, según el cual deberían conducirle a un aparcamiento privado. Estaba seguro de que el aparcamiento pertenecía a un bloque de apartamentos.

– Baje el cristal de mi ventanilla -dijo Osten en voz baja.

Uno de los policías se había acercado al lado del Bentley en el que se sentaba Osten y un segundo permanecía de pie frente al vehículo. Este llevaba una pistola ametralladora, cuyo peligroso cañón apuntaba directamente a Bond.

A través de la ventanilla abierta, Osten pronunció unas lacónicas órdenes en alemán. Hablaba tan bajito y su acento vienés era tan cerrado que Bond sólo captó algunas palabras: «Las mujeres primero», después, un susurro: «Habitaciones separadas…, bajo constante vigilancia…, hasta que todo se aclare…». El Gancho terminó con una pregunta que Bond no pudo entender. La respuesta, en cambio, la entendió con toda claridad.

– Tiene usted que telefonearle cuanto antes.

Heinrich Osten asintió, moviendo repetidamente la cabezota como uno de esos muñecos que se cuelgan en la ventanilla trasera de un automóvil. A continuación le dijo al hombre uniformado que siguiera adelante. El de la pistola ametralladora no se movió.

– Nos quedaremos sentados aquí unos minutos -añadió, volviéndose a mirar a Bond mientras una beatífica sonrisa le hinchaba las coloradas mejillas.

– Puesto que sólo tiene presuntas acusaciones contra mí, creo que se me debería permitir ponerme en contacto con mi embajada en Viena -dijo Bond, pronunciando las palabras como si de órdenes militares se tratara.

– Todo a su debido tiempo. Hay que cumplir ciertas formalidades.

Osten estaba muy tranquilo y mantenía las manos cruzadas como si dominara por completo la situación.

– ¿Formalidades? ¿Qué formalidades? -gritó Bond-. Las personas tienen sus derechos. Y yo, en particular, estoy cumpliendo una misión oficial. Exijo que…

– No puede usted exigir nada, míster Bond -dijo Osten, haciendo una leve seña al policía que portaba la pistola ametralladora-. Estoy seguro de que lo comprenderá. Es usted un extranjero en un país extranjero. Por el simple hecho de ser yo un representante de la ley y de tenerle a usted encañonado con una pistola Uzi, carece usted de cualquier derecho.

Bond vio cómo sacaban a Sukie y Nannie de los otros vehículos y las mantenían bien separadas la una de la otra. Ambas parecían asustadas. Sukie ni siquiera se volvió a mirar el Bentley; en cambio, Nannie miró hacia atrás. El mensaje de sus ojos estaba muy claro. Todavía iba armada y esperaba el momento oportuno. Era una dama tremendamente dura, pensó Bond: dura y atractiva a un tiempo.

Las mujeres desaparecieron de su ángulo visual y, al cabo de un instante, Osten le clavó la ASP en las costillas.

– Deje las llaves en el automóvil míster Bond. Le tienen que sacar de aquí antes de que amanezca. Salga sin más y muestre constantemente las manos. El oficial que empuñaba la Uzi está un poquito nervioso.

Bond hizo lo que se le ordenaba. El aparcamiento subterráneo, casi desierto, resultaba frío y espectral y olía a gasolina, a neumáticos y a aceite.

El hombre que portaba la pistola ametralladora le indicó por señas que avanzara por entre los automóviles hacia un pequeño pasadizo de salida y lo que parecía ser un muro de ladrillo. Osten efectuó un leve movimiento y Bond vio en su mano izquierda un aplanado mando a distancia. Silenciosamente, parte del muro de ladrillo del tamaño de una puerta se movió hacia adentro y luego se deslizó hacia un lado, dejando al descubierto las puertas de acero de un ascensor. En algún lugar del aparcamiento se oyó el rugido y puesta en marcha de un vehículo.

El ascensor llegó emitiendo un breve suspiro y a Bond le indicaron por señas que entrara. Mientras el camarín subía en silencio, los tres hombres permanecieron en el interior sin hablar. Se abrieron las puertas y esta vez Bond fue empujado a un pasadizo con las paredes cubiertas de modernos grabados. Segundos más tarde, los tres hombres entraron en un lujoso apartamento. Las alfombras eran turcas y el moderno mobiliario era de madera, cristal y costosos tejidos. De las paredes colgaban cuadros y dibujos de Piper, Sutherland, Bonnard, Gross y Hockney. Desde la enorme estancia, una puerta vidriera daba a una espaciosa terraza. A la izquierda, una arcada permitía ver la zona del comedor y la cocina. Unos arcos más bajos se abrían a dos largos pasillos que tenían relucientes puertas blancas a ambos lados. Delante de cada una de ellas parecía montar guardia un agente de policía. Osten ordenó que se corrieran las cortinas del balcón a través del cual se podía ver el castillo de Hohensalzburg brillantemente iluminado. Unas suaves cortinas de terciopelo azul pálido se deslizaron silenciosamente a lo largo de los rieles.

– Qué casa tan bonita para un inspector de policía -dijo Bond.

– Ah, querido amigo. Ojalá fuera mía. Me la han prestado sólo para esta noche.

Bond asintió como dando a entender que ya lo imaginaba aunque sólo fuera por el estilo y la elegancia.

– Bueno, señor -dijo rápidamente, volviéndose a mirar al inspector-. Comprendo perfectamente lo que me ha dicho, pero debe saber que nuestra embajada y el departamento que represento ya han cursado instrucciones sobre mi seguridad y han recibido garantías de las autoridades locales. Dice usted que no tengo derecho a exigir nada, pero en eso comete un grave error. En realidad, tengo derecho a exigirlo todo.

Der Haken le miró con ojos vidriosos y después soltó una sonora risotada.

– Si estuviera usted vivo, sí, señor Bond. Si aún estuviera con vida, sí, tendría derecho, y yo, si también viviera, estaría obligado a colaborar. Por desgracia, ambos estamos muertos.

Bond empezó a comprender las intenciones de Osten y frunció el ceño.

– En realidad, el problema es de su incumbencia -añadió el policía-. Porque usted está muerto. Yo simplemente… ¿cómo es la frase? ¿Aguardando al acecho?

– Es un poco anticuada, pero es correcta.

Osten sonrió y miró a su alrededor.

– Viviré en esta clase de mundo dentro de muy poco. Buen sitio para un espectro, ¿eh?

– Encantador. ¿Y yo en qué clase de lugar habitaré?

Del rostro del policía desapareció todo vestigio de humanidad. Los músculos se endurecieron como rocas y la vidriosa mirada se quebró y desintegró. Hasta las mejillas de manzana parecieron perder color.

– La tumba, míster Bond. Habitará usted la fría tumba. No estará en ningún lugar. Nada. Será como si jamás hubiera existido -Osten levantó una de sus manitas para consultar el reloj de pulsera; luego se dirigió al hombre que empuñaba la Uzi, y le ordenó ásperamente que encendiera el televisor-. El último telediario empezará de un momento a otro. Mi muerte ya debería haberse comunicado. La suya se anunciará como probable…, pero será más que probable antes del amanecer. Por favor, siéntese y preste atención. Estará de acuerdo en que mi improvisación ha sido brillante porque he tenido muy poco tiempo para organizar las cosas.

Bond se hundió en un sillón. Tenía la mitad de su mente centrada en las posibilidades que corría de enfrentarse con éxito a Osten y sus cómplices, y la otra mitad trataba de averiguar qué planes había elaborado el policía y por qué razón.

En la gran pantalla en color aparecieron unos anuncios. Unas atractivas muchachas austríacas sobre un fondo de montañas proclamaban ante el mundo las excelencias de una crema antisolar. Llegó un joven sin sombrero desde el aire, bajó de su avioneta deportiva y dijo que panorama era wunderschön, pero que aún lo sería más si se utilizaba una determinada marca de cámara para fotografiarlo.

El logotipo del noticiario llenó la pantalla e inmediatamente apareció el severo rostro de una morena presentadora. La principal noticia era un tiroteo en la autobahn A-12. El automóvil de unos turistas había sido tiroteado y se había estrellado envuelto en llamas. Las imágenes mostraban el Renault plateado, rodeado de policías y ambulancias. Volvió a aparecer la presentadora con la cara muy seria. El horrendo incidente se había complicado con la muerte de cinco oficiales de policía que se dirigían a toda prisa desde Salzburgo al escenario del tiroteo. Uno de los vehículos de la policía había perdido el control y había chocado de costado con el otro. Ambos automóviles habían patinado hacia una zona arbolada y se habían incendiado.

Otras imágenes mostraban los restos de los dos vehículos. Después apareció, en blanco y negro, la fotografía oficial del inspector Heinrich Osten y la presentadora anunció que Austria había perdido a uno de sus más eficientes y distinguidos servidores públicos. El inspector viajaba en el segundo automóvil y había muerto a causa de las múltiples quemaduras sufridas.

Bond vio luego su propia fotografía y el número de la matrícula de su Bentley Mulsanne Turbo. La noticia decía que era un diplomático británico en viaje privado, probablemente en compañía de dos jóvenes no identificadas. Le buscaban para ser interrogado en relación con el tiroteo de la carretera. Un comunicado de la embajada decía que Bond había telefoneado pidiendo ayuda, pero se temía que hubiera sucumbido a los efectos de la tensión. «Estaba muy fatigado últimamente», declaró un circunspecto portavoz de la embajada a un reportero de la televisión. O sea que el Servicio y el Foreign Office habían decidido repudiarle. Bueno, era lo de siempre. El automóvil, el diplomático y las jóvenes habían desaparecido y se temía por sus vidas. La policía reanudaría los trabajos de búsqueda al amanecer, pero era muy posible que el vehículo hubiera tomado una carretera de montaña. Se temía lo peor.

Der Haken se hechó a reír.

– ¿Ve usted cuán sencillo es todo, míster Bond? Mañana, cuando localicen su automóvil destrozado en el fondo de un barranco, la búsqueda habrá terminado. Y dentro encontrarán tres cuerpos mutilados.

Bond comprendió de inmediato todas las repercusiones del plan del inspector.

– Al mío le faltará la cabeza, ¿verdad? -preguntó serenamente.

– Naturalmente -contestó Der Haken, mirándole con expresión amenazadora-. Veo que empieza a comprender la situación.

– Lo único que comprendo es que ha liquidado usted a cinco compañeros suyos…

– ¡No! ¡No! -exclamó Osten, levantando una manita-. No eran compañeros míos, mister Bond. Eran vagabundos, maleantes… Escoria. Sí, hemos eliminado un poco de basura…

– ¿Con otros dos vehículos de la policía?

– Con los dos que teníamos al principio. Los que hay en el garaje son falsos. Desde hace mucho tiempo tengo un par de Volkswagen con dos calcomanías y placas de la policía de quita y pon por silos necesito. El momento llegó de repente.

– ¿Ayer?

– Cuando descubrí por qué habían secuestrado a sus amigas… y la recompensa. Sí, fue ayer. Tengo medios y maneras de establecer contacto con la gente. En cuanto averigüé la exigencia del rescate, hice indagaciones y me encontré con…

– La Caza de Cabezas.

– Exactamente. Está usted muy bien informado. Las personas que ofrecían la recompensa me dieron a entender que estaba usted en ayunas… Se dice así, ¿verdad?, en ayunas.

– Para haber empezado tan tarde, Inspektor, está usted muy bien organizado -dijo Bond.

– Ach! ¡Organizado! -las lustrosas mejillas se ruborizaron de orgullo-. Me he pasado casi toda la vida preparándome para actuar sin previo aviso…, con medios, maneras, papeles, amigos y transportes.

El hombre estaba muy seguro de sí mismo y no había para menos, ya que tenía a Bond cautivo en un edificio que dominaba Salzburgo, su propio territorio. Incluso se mostraba locuaz.

– Siempre supe que la oportunidad de hacerme rico de verdad me vendría a través de algo muy gordo como, por ejemplo, un chantaje o un secuestro. Los criminales de poca monta jamás me hubieran podido proporcionar la cantidad de dinero que necesito para ser independiente. Si pudiera sellar un pacto privado en un caso de secuestro o chantaje, tendría asegurados mis últimos años. Pero ni en mis sueños más descabellados hubiera podido imaginar el dinero que me puede venir a través suyo, míster Bond -sonrió como un chiquillo travieso-. En el tiempo que llevo aquí, siempre procuré que mi equipo de colaboradores tuviera unos incentivos adecuados. Tienen muchos y muy buenos motivos para ayudarme. No se trata, en realidad, de hombres uniformados, claro. Son mi brigada de investigadores. Pero darían la vida por mí…

– O por el dinero -dijo Bond fríamente-. Puede incluso que le liquiden para Cobrar ellos la recompensa.

– Hay que madrugar mucho para atrapar a un pájaro viejo como yo, míster Bond -dijo Der Haken, soltando una risita-. Supongo que podrían intentar matarme, pero dudo que lo hagan. En cambio, no me cabe la menor duda de que me ayudarán a librarme de usted -Osten se levantó-. Le ruego me disculpe, tengo un par de importantes llamadas que hacer.

– ¡Inspektor! -dijo Bond, levantando una mano-. ¡Un favor! ¿Las dos jóvenes están aquí?

– Naturalmente.

– Ellas no tienen nada que ver conmigo. Nos conocimos por puro azar. No están implicadas en este asunto y le ruego que las deje en libertad.

– Imposible -contestó Der Haken en voz baja sin mirar tan siquiera a Bond mientras se encaminaba hacia uno de los pasillos.

El hombre que empuñaba la Uzi miró sonriendo a Bond por encima del cañón del arma y dijo en muy mal inglés:

– ¿Verdad que Der Haken es muy listo? Siempre nos promete que algún día se nos presentará la ocasión de hacernos ricos. Ahora dice que pronto podremos nadar en el lujo y la abundancia y tendernos a tomar el sol.

Seguro que Osten se las ingeniaría para que sus cuatro cómplices acabaran en el fondo de un barranco antes de largarse con la recompensa…, eso si llegaba a cobrarla. Bond preguntó en alemán cómo se las habían arreglado para elaborar un plan con tanta rapidez.

El equipo de Der Haken trabajaba en el asunto del secuestro de la Klinik Mozart. Hubo muchas llamadas telefónicas. De repente, el inspector desapareció durante aproximadamente una hora. Al volver, no cabía en sí de gozo. Reunió a todo el equipo en aquel apartamento y explicó la situación a sus colaboradores. Lo único que tenían que hacer era apresar a un hombre llamado Bond. El accidente sería muy fácil de organizar. Una vez le tuvieran en su poder, el secuestro terminaría, pero habría una gratificación. Los propietarios del apartamento se encargarían de que las mujeres fueran devueltas sanas y salvas a la clínica, y pagarían una enorme suma a cambio de la cabeza de Bond.

– El Inspektor llamaba constantemente al Cuartel General -añadió el hombre-. Quería averiguar dónde estaba usted. En cuanto lo supo, nos fuimos allí con nuestros automóviles. Ya estábamos en camino cuando la radio nos dijo que se encontraba usted detenido al borde de la A-8. Había habido un tiroteo y un automóvil había quedado destrozado. El inspector piensa con mucha rapidez. Recogimos a cinco vagabundos de la peor zona de la ciudad y los llevamos al lugar donde teníamos los otros automóviles. El resto fue muy fácil. Teníamos unos uniformes en los vehículos; los vagabundos estaban borrachos y conseguimos que perdieran muy pronto el conocimiento. Luego, fuimos por usted.

El hombre no sabía muy bien cuáles iban a ser las siguientes fases del juego, pero estaba seguro de que su jefe conseguiría el dinero. En aquel instante, Der Haken volvió a entrar en la estancia.

– Todo está arreglado -dijo sonriendo-. Me temo que tendré que encerrarle en una habitación como a sus amigas, míster Bond. Pero sólo durante uno o dos horas. Tengo una visita. Cuando el visitante se vaya, iremos a dar una vuelta por las montañas. La Caza de Cabezas está a punto de terminar.

Bond asintió, pensando para sus adentros que la Caza de Cabezas no estaba en modo alguno a punto de terminar. Siempre había maneras. Ahora tenía que encontrar rápidamente una de librarse de las garras de Der Haken. Sosteniendo en una mano la ASP, el grotesco inspector le indicó por señas a Bond que se dirigiera al pasillo de la derecha. Bond dio un paso en dirección al arco y después se detuvo.

– Dos preguntas. O últimas peticiones, si lo prefiere…

– Las mujeres tendrán que desaparecer -dijo Osten fríamente-. No puede haber ningún testigo.

– Yo, en su lugar, haría lo mismo. Lo comprendo. No, le hago esas preguntas sólo para tranquilizar mi conciencia. Primera, ¿quiénes eran los hombres del Renault? Está claro que tomaban parte en esta descabellada caza de mi cabeza. Me gustaría saberlo.

– Según tengo entendido, Union Corse.

Der Haken tenía prisa y estaba muy nervioso, como si temiera que su visitante llegara de un momento a otro.

– ¿Y qué ocurrió con mi ama de llaves y miss Moneypenny?

– ¿Qué ocurrió? Pues que fueron secuestradas.

– Sí, pero, ¿cómo?

Der Haken soltó un gruñido de exasperación.

– No tengo tiempo para entrar en detalles ahora. Fueron secuestradas. No necesita saber más.

Tras lo cual, empujó ligeramente a Bond en dirección al pasillo. Al llegar a la tercera puerta de la derecha, Der Haken se detuvo, la abrió y casi arrojó a Bond al interior de la estancia. Este oyó girar la llave en la cerradura.

Bond se encontraba en un alegre dormitorio en el que había una moderna cama de cuatro pilares, grabados de autor, un sillón, un tocador y un armario empotrado. La única ventana cubierta por unos pesados cortinajes de color crema.

Actuó rápidamente, examinando primero la ventana que daba a una zona más estrecha del balcón lateral del edificio que debía ser una prolongación de la terraza principal. El cristal era grueso e irrompible, y las cerraduras, de alta seguridad y se necesitaría mucho rato para desmontarías. Un asalto a la puerta estaba excluido. Metería mucho ruido para forzarla y las herramientas que llevaba consigo eran muy pequeñas. Con un poco de suerte, tal vez pudiera abrir la ventana, pero, después, ¿qué? Se hallaba por lo menos a seis pisos de altura. Estaba desarmado y no llevaba consigo ningún equipo de escalada.

Examinó el armario y el tocador; todos los cajones estaban vacíos. En aquel instante, oyó sonar un lejano timbre en la zona principal del apartamento. Acababa de llegar el visitante; probablemente, el emisario de Tamil Rahani; sin duda, alguien que ocupaba un puesto de responsabilidad en ESPECTRO. Disponía de muy poco tiempo. Tendría que optar por la ventana.

Osten le había dejado puesto el cinturón, cosa extraña en un policía. Oculto casi de manera invisible entre las gruesas capas de cuero, había un alargado estuche parecido a un cuchillo del ejército suizo. El estuche era de acero y contenía toda una serie de herramientas en miniatura: destornilladores, ganzúas e incluso una minúscula batería y unos empalmadores que podían utilizarse en combinación con tres pequeñas cargas explosivas del tamaño y grosor de una uña, ocultas en el estuche.

El equipo de herramientas había sido diseñado por la experta colaboradora del comandante Boothroyd en la Rama Q, Anne Reilly, universalmente conocida en el Cuartel General de Regent's Park con el apodo de Quti. Bond bendijo en silencio su habilidad y se dispuso a desmontar las cerraduras de seguridad fuertemente atornilladas al marco de la ventana. Había dos, aparte la del tirador, y Bond tardó unos diez minutos en retirar la primera. A aquel paso, tardaría otros veinte minutos -posiblemente más- y no creía disponer de tanto tiempo.

Siguió trabajando febrilmente y se le llenaron los dedos de ampollas y rasguños. Sabía que la alternativa de intentar volar la cerradura de la puerta sería un vano ejercicio. Le abatirían casi antes de que pudiera salir al pasillo.

De vez en cuando se detenía para poder oír algún posible ruido procedente del principal salón del apartamento. Todo estaba en silencio y, al final, consiguió quitar la segunda cerradura. Le quedaba tan sólo la del tirador, pero, justo cuando empezaba a poner manos a la obra, una hoguera de luz inundó la estancia. Alguien había encendido las lámparas del balcón y una de ellas se encontraba precisamente encima de la ventana de aquel dormitorio.

Todo estaba en silencio. Las paredes del apartamento debían de tener aislamiento acústico y las ventanas cerraban tan bien que apenas podían filtrarse los rumores del exterior. Al cabo de unos segundos, sus ojos se acostumbraron a la nueva luz y pudo seguir trabajando en la cerradura principal. Tardó cinco minutos en quitar un tornillo. Se detuvo, se apoyó contra la pared y decidió desmontar el mecanismo de la cerradura que inmovilizaba el pestillo y el tirador. Probó tres tipos de ganzúa antes de dar con la adecuada. El pestillo se deslizó hacia atrás con un fuerte chasquido. Un vistazo a su Rolex le dijo que toda la operación le había llevado más de cuarenta y cinco minutos. No podía quedarle mucho tiempo y aún no había elaborado ningún plan definido.

Bond levantó con cuidado el tirador y abrió la ventana hacia adentro. Esta no chirrió lo más mínimo, pero una fría ráfaga de aire le azotó el rostro y le obligó a respirar hondo varias veces para que se le despejara la cabeza. Permaneció de pie, aguzando el oído para captar cualquier rumor procedente de la terraza principal situada a la vuelta de la esquina y a su derecha.

Sólo silencio.

Bond estaba perplejo. A Der Haken se le debía de estar acabando el tiempo. Estaba clarísimo que uno de sus competidores aguardaba al acecho el momento de atacar, tras haber eliminado cuidadosamente los obstáculos que impedían su avance. Der Haken había aparecido inesperadamente en escena. Era el comodín, el forastero que había resuelto de repente los problemas de ESPECTRO. Tenía que actuar con rapidez para hacerse con la recompensa.

Cuidadosamente, sin hacer el menor ruido, Bond salió por la ventana y se pegó a la pared. No se oía nada. Asomó cautelosamente la cabeza por la esquina del edificio y vio la espaciosa terraza desde la que se admiraba una espléndida vista de la ciudad de Salzburgo. Estaba decorada con lámparas, enormes macetas llenas de flores y muebles de jardín pintados de blanco. Bond contempló la escena boquiabierto de asombro. Las lámparas brillaban con luz cegadora y el panorama de la ciudad nueva y vieja era como un resplandeciente telón de fondo. Los muebles se hallaban cuidadosamente colocados…, al igual que los cadáveres.

Los cuatro cómplices de Der Haken yacían formando una hilera entre las blancas sillas de hierro forjado, cada uno de ellos con la tapa de los sesos volada. Las paredes y los muebles estaban salpicados de sangre y ésta se había extendido por las baldosas del balcón de cemento.

Por encima de las enormes puertas vidrieras que conducían al salón principal, había unas macetas de rojos geranios, sostenidas por unos ganchos empotrados en la pared. Uno de ellos había sido retirado y sustituido por una cuerda con un pequeño lazo reforzado. Alguien había introducido un largo y afilado gancho de carnicero a través del lazo y de su enorme punta colgaba el propio Der Haken.

Bond llevaba mucho tiempo sin contemplar un espectáculo tan espeluznante como aquél. El policía estaba atado de pies y manos, y tenía la punta del gancho clavada en la garganta. Esta punta era lo suficientemente larga como para haber podido penetrar por el velo del paladar y volver a salir a través del ojo izquierdo. Alguien se había empeñado en que el corpulento y desgarbado sujeto sufriera lentamente y sin remisión. Si las viejas historias sobre los nazis eran ciertas, quienquiera que hubiera hecho el trabajo pretendía que la muerte del inspector Heinrich Osten fuera un ejemplo de justicia poética.

Bond tragó saliva y se acercó a la puerta vidriera. En aquel momento, se oyó un grotesco rumor, mezclado con el crujido de la cuerda que estaba en contacto con el gancho. Al otro lado de la calle, un grupo de músicos habían empezado a ensayar una composición. De Mozart, naturalmente; a Bond le pareció que era la mecancólica obertura del Concierto de piano número 20, aunque sus conocimientos de Mozart eran limitados. Calle abajo, un trompetista de jazz, probablemente ambulante, empezó a tocar por su cuenta. El concierto de Mozart mezclado con el Big House Blues de los años treinta formaba un contrapunto de lo más raro. Bond se preguntó si sería una simple casualidad.

8 Bajo disciplina

Bond necesitaba tiempo para pensar, pero el hecho de permanecer en la terraza en medio de aquella carnicería no le permitía concentrarse demasiado. Eran las tres de la madrugada. Aparte la música de la calle, la ciudad de Salzburgo estaba envuelta en silencio: un centelleo de luces con la oscura silueta de las montañas recortándose contra el cielo azul marino.

Cuando entró en el salón principal, las luces aún estaban encendidas. No se observaba la menor señal de lucha. Quienquiera que hubiera liquidado a Der Haken y su equipo había actuado con gran rapidez. Y quienquiera que hubiera llevado a cabo las ejecuciones debía ser un hombre de confianza, por lo menos de Osten. Había manchas de sangre en la pared entre las dos arcadas y otras en la mullida alfombra color crema. Sobre una mesa se encontraban la ASP y la varilla. Bond examinó el arma, todavía cargada y no disparada, antes de volver a guardarla en la funda. Se detuvo y sopesó la varilla en la mano antes de introducirla en la funda cilíndrica que aún llevaba ajustada al cinturón.

Después cerró las puertas vidrieras y el cuerpo de Der Haken golpeó fuertemente contra el cristal. Bond buscó el botón y corrió las cortinas para no ver el terrible espectáculo que ofrecía la terraza.

Se apartó rápidamente del balcón, sabiendo que la persona que había liquidado a los policías podía encontrarse todavía en el apartamento. Extrajo la ASP y empezó a registrar sistemáticamente la vivienda. La puerta que daba acceso al ascensor parecía haber sido cerrada por fuera y tres de las habitaciones estaban cerradas también bajo llave. Una era la habitación de invitados previamente ocupada por él, y las otras dos debían albergar a Sukie y Nannie. Llamó con los nudillos a las puertas y no obtuvo respuesta. No había ni rastro de las llaves.

Dos cosas preocupaban a Bond. ¿Por qué, estando la presa encerrada bajo llave en aquel apartamento, su adversario no había aprovechado la oportunidad de matarle allí mismo? Uno de los participantes en la Caza de Cabezas debía de estar siguiendo un tortuoso camino para eliminar a todos los competidores que se acercaban a la presa. ¿Qué personas podían estar interponiéndose? La posibilidad más obvia era el propio ESPECTRO. Hubiera sido muy propio de aquella gente organizar una competición con un premio fabuloso a cambio de la cabeza de la víctima e intervenir en el último instante para hacerse con la recompensa. Hubiera sido el medio más barato de guisárselo y comérselo ellos mismos.

Pero si ESPECTRO era efectivamente responsable de la liquidación de los competidores, ¿por qué no habían intentado todavía eliminarle? ¿Quién podía quedar en el juego? ¿Tal vez alguna organización de espionaje enemiga? En tal caso, Bond se inclinaba por los sucesores actuales de su viejo enemigo el SMERSH.

Desde que, por primera vez, había conocido la existencia de aquel escurridizo brazo del KGB, el SMERSH (sigla de Smiert Spionam: «Muerte a los Espías») había sufrido toda una serie de transformaciones. Durante muchos años, se llamó Departamento Trece, antes de independizarse por completo bajo la denominación de Departamento V. Y, de hecho, en el Servicio de Bond, exceptuando el círculo interior, todo el mundo siguió llamándolo Departamento V hasta mucho después de su desaparición.

Lo que ocurrió fue obra, en buena parte, del Servicio Secreto de Espionaje, el cual consiguió infiltrar en el Departamento V a un agente suyo llamado Oleg Lyalin. Cuando Lyalin desertó, a principios de los años setenta, el KGB tardó bastante en descubrir que éste había sido un topo durante mucho tiempo. Tras lo cual, el Departamento V sufrió una purga que lo dejó prácticamente fuera de combate.

El propio Bond no fue informado hasta tiempos relativamente recientes de que sus antiguos enemigos habían sufrido una completa transformación bajo el nombre de Departamento Ocho del Directorio 5. ¿Sería ahora esta nueva unidad de operaciones del KGB el más probable caballo desconocido en aquella carrera por su cabeza?

Entretanto, Bond tenía que resolver ciertos problemas muy acuciantes: abrir las habitaciones en las que suponía se encontraban Nannie y Sukie; y tratar de abandonar el bloque de apartamentos. El Mulsanne Turbo no es precisamente el más discreto de los automóviles. Bond calculaba que, con la alerta todavía en vigor, no podría recorrer más de medio kilómetro sin ser detenido.

Registrar el oscilante cuerpo de Der Haken no fue muy agradable, pero le permitió encontrar las llaves del Bentley aunque no las de las habitaciones de invitados ni la del ascensor. El teléfono estaba intacto, pero Bond no podía efectuar una llamada clandestina. Marcó cuidadosamente el número directo del residente del Servicio en Viena. Este sonó nueve veces antes de que se oyera una voz desconcertada.

– Aquí, Depredador -dijo Bond rápidamente, utilizando su apodo de campaña-. Tengo que hablar con claridad aunque el mismísimo Papa te tenga intervenido el teléfono.

– Pero, ¿te das cuenta de que son las tres de la madrugada? ¿Dónde demonios te has metido? Ha habido un revuelo espantoso. Un alto funcionario de la policía austríaca…

– Y cuatro amigos suyos han sido asesinados -dijo Bond, interrumpiéndole.

– Te están buscando. ¿Cómo supiste lo del policía?

– Porque no le mataron…

– ¿Cómo?

– Porque el muy bastardo hacía un doble juego. El mismo lo organizó.

– ¿Dónde estás? -preguntó el residente, sinceramente preocupado.

– En algún lugar de la ciudad nueva, en un bloque de apartamentos de lujo junto con cinco cadáveres y con las dos jóvenes que me acompañaban, o así lo espero por lo menos. No conozco la dirección, pero la podrás averiguar a través del número del teléfono.

Bond lo leyó en voz alta.

– Es suficiente para empezar. Te llamaré en cuanto sepa algo, aunque sospecho que te van a hacer muchas preguntas.

– Al diablo las preguntas, tú déjame ir a la clínica y terminar el trabajo cuanto antes.

Bond colgó el auricular y luego se acercó a la primera de las dos habitaciones cerradas y empezó a aporrear la puerta. Esta vez le pareció oír unos murmullos amortiguados procedentes del interior. No habría más remedio que descerrajar la puerta violentamente, aunque metiera mucho ruido.

En la cocina encontró un afilado cuchillo de cortar carne con el que destruyó la parte de la puerta que rodeaba la cerradura. Sukie Tempesta yacía sobre la cama, atada, amordazada y en ropa interior.

– ¡Me quitaron la ropa! -gritó enfurecida cuando Bond consiguió librarla de las ataduras y la mordaza.

– Ya lo veo -dijo Bond sonriendo mientras la mujer tomaba una manta para cubrirse.

Bond se fue a la otra habitación cuya puerta consiguió abrir con más facilidad. Nannie se encontraba en la misma situación que su amiga, sólo que su ropa interior parecía proceder del lujoso establecimiento Fredericks, de Hollywood. Siempre ocurre así con las que parecen más sencillitas, pensó Bond mientras ella gritaba:

– Me han quitado el liguero con la funda de la pistola.

En aquel instante, sonó el teléfono y Bond se puso al aparato.

– Depredador.

– Un oficial de mucha antigüedad ya está en camino con un equipo de colaboradores -dijo el residente-. Sé discreto, por lo que más quieras, y diles sólo lo que sea absolutamente necesario. Después, trasládate a Viena inmediatamente. Es una orden de arriba.

– Diles que traigan ropa de mujer -contestó Bond; e indicó las tallas aproximadas.

Mientras colgaba el teléfono, oyó unos gritos de alegría procedentes de uno de los cuartos de baño: las chicas habían encontrado su ropa en el interior de un armario. Sukie salió completamente vestida y Nannie apareció sujetándose descaradamente las medias al liguero que aún llevaba ajustada la funda con la pistola.

– Vamos a abrir un poco para que entre el aire -dijo Sukie, acercándose a la puerta vidriera.

Bond se interpuso en su camino, diciéndole que no le aconsejaba que descorriera las cortinas y mucho menos que abriera las ventanas. Luego explicó rápidamente la razón y les dijo a las chicas que se quedaran en el salón principal mientras él se introducía por detrás de los cortinajes y entreabría el balcón para que entrara un poco el aire en la estancia.

El timbre de la puerta sonó con apremio. Tras las oportunas identificaciones, Bond explicó en alemán a través de la puerta cerrada que no podía abrir desde dentro. Oyó el rumor de unas llaves. Al séptimo intento, los de fuera consiguieron abrir la puerta y en el acto entró en el apartamento lo que parecía ser la mitad de las fuerzas policiales de Salzburgo, encabezadas por un elegante y autoritario personaje de cabello canoso a quien los demás trataban con gran respeto. Este se presentó como el comisario Becker. El equipo de investigadores inició su labor en la terraza mientras Becker hablaba con Bond. A Sukie y Nannie las acompañaron unos hombres de paisano que probablemente las iban a interrogar por separado en otro sitio.

Becker tenía una larga nariz aristocrática y una mirada amable. Parecía muy experto y fue inmediatamente al grano.

– He recibido instrucciones de nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores y de los Departamentos de Seguridad -dijo en un inglés casi sin acento-. Tengo entendido que el jefe del Servicio al que usted pertenece también ha establecido contacto. Lo único que yo quiero de usted es una declaración detallada. Después será libre de irse. Pero, considero aconsejable que abandone usted Austria antes de veinticuatro horas, míster Bond.

– ¿Es una orden oficial?

– No, no lo es -contestó Becker, sacudiendo la cabeza-. Sólo es mi opinión personal. Algo que yo le aconsejo. Ahora, míster Bond, empecemos por arriba, tal como se dice en los círculos musicales.

Bond le contó la historia, omitiendo cuanto sabía sobre Tamil Rahani y la Caza de Cabezas organizada por ESPECTRO. Señaló que el tiroteo de la autobahn era uno de los gajes del oficio con que tiene que contar cualquier persona que desarrolle actividades clandestinas.

– No hay por qué avergonzarse de este trabajo -dijo Becker, esbozando una sonrisa bonachona-. En nuestra labor policial aquí, en Austria, entramos en contacto con todo tipo de personas extrañas de muy diversos orígenes (americanos, británicos, franceses, alemanes y soviéticos). Usted ya me entiende. Somos casi un centro de distribución de espías, aunque ya sé que a ustedes no les gusta utilizar esta palabra.

– Es todo un poco anticuado -dijo Bond sonriendo-. En muchos sentidos, somos una tribu pasada de moda y muchas personas quisieran arrojarnos a la basura. Los satélites y los ordenadores han asumido buena parte de nuestra labor.

– Lo mismo nos ocurre a nosotros -contestó el policía, encogiéndose de hombros-.

No obstante, nada puede sustituir a los agentes que patrullan por las calles, y estoy seguro de que, en su actividad, es necesario todavía el hombre sobre el terreno. Lo mismo sucede en la guerra. Por muchos misiles tácticos y estratégicos que aparezcan en el horizonte, los militares necesitan cuerpos vivos en el campo de batalla. Aquí estamos situados en una peligrosa encrucijada geográfica. Tenemos un dicho especial para las potencias de la OTAN. Si vienen los rusos, estarán en Viena a la hora del desayuno, pero tomarán el té de la tarde en Londres.

Con su especial habilidad de investigador, Becker abandonó la digresión, volvió al tema principal del interrogatorio y preguntó cuáles eran los motivos de Heinrich Osten, Der Haken. Bond le explicó palabra por palabra lo ocurrido, excluyendo de nuevo todo lo relativo a la Caza de Cabezas.

– Al parecer, llevaba muchos años esperando la ocasión de llenarse los bolsillos y largarse.

– No me sorprende -dijo Becker, esbozando una amarga sonrisa-. Der Haken, como casi todo el mundo le llamaba, ejercía un extraño dominio sobre las autoridades. Aún hay muchas personas, algunas de ellas en altos cargos de la administración, que sienten todavía muy cercana la época nazi. Me temo que recuerdan demasiado bien a Osten. Quienquiera que le haya llevado a este desagradable final, nos ha hecho un favor -añadió-. Luego, volviendo a cambiar de tema, el policía acabó diciendo-: Dígame, ¿por qué cree usted que se ha fijado un rescate tan alto por las dos damas?

– En realidad, ignoro las condiciones de ese rescate -contestó Bond, adoptando su expresión más inocente-. Es más, aún me tienen que contar toda la historia del secuestro.

Becker sonrió de nuevo, y agitó el dedo en dirección a Bond como si éste fuera un travieso colegial.

– Vamos, vamos, me parece que conoce muy bien las condiciones. Al fin y al cabo, estuvo algún tiempo en compañía de Osten tras el anuncio de su muerte. Yo me hice cargo del caso anoche. Como sabe usted bien, el rescate es usted mismo, míster Bond. Hay asimismo la cuestión de los diez millones de francos suizos, literalmente suspendidos sobre su cabeza.

– De acuerdo -dijo Bond, haciendo un gesto de capitulación-, los rehenes son el precio de mi persona y su colega se enteró de lo del contrato, que vale mucho dinero…

– Aunque usted fuera responsable de su muerte -le interrumpió Becker-, no creo que ningún policía, ni aquí ni en Viena, se empeñara en acusarle de nada…, siendo Der Haken lo que era -Becker arqueó inquisitorialmente una ceja-. Usted no le mató, ¿verdad?

– Si así fuera, se lo hubiera dicho. No, no lo hice, pero creo saber quién lo hizo.

– ¿Sin conocer siquiera los detalles del secuestro? -preguntó Becker sabiamente.

– Sí. Miss May -mi ama de llaves- y miss Moneypenny son el anzuelo. Tal como usted dice, es a mí a quien quieren. Esta gente sabe que haré cualquier cosa para rescatar a las damas y que, en último extremo, me entregaría para salvarlas.

– ¿Está dispuesto a dar su vida por una anciana solterona y una compañera de edad indeterminada?

– También solterona -dijo Bond sonriendo-. La respuesta es que sí lo haría…, aunque mi intención es conseguirlo sin perder la cabeza.

– Mi información, míster Bond, es que usted ha estado muchas veces a punto de perder la cabeza por…

– ¿Lo que antes se llamaba pollita?

– Esa es una expresión que no conozco…, pollita.

– Una pollita, unas faldas…, una mujer atractiva -le explicó Bond.

– Sí. Sí, comprendo, y tiene usted razón. Nuestros informes le muestran a usted como un auténtico San Jorge matando dragones para salvar a hermosas doncellas. Esta es una situación insólita para usted. Yo…

– ¿Puede decirme lo que ocurrió de verdad? -preguntó Bond, cortándole en seco-. ¿Cómo se produjo el secuestro?

El comisario Becker hizo una pausa al ver entrar en la estancia a un oficial de paisano con quien intercambió rápidamente unas frases. El oficial le dijo a Becker que las mujeres habían sido interrogadas. El comisario le ordenó que esperara con ellas un ratito. El equipo de hombres del balcón estaba ultimando también las investigaciones preliminares.

– Las notas del caso del Inspektor Osten son un poco confusas -dijo el comisario-. Pero tenemos algunos detalles sobre sus entrevistas con Herr Doktor Kirchtum de la Klinik Mozart y otros.

– ¿Y bien?

– Al parecer, su colega, miss Moneypenny, visitó un par de veces a la paciente. Después de la segunda vez, telefoneó a Herr Direktor, pidiéndole permiso para llevar a miss May a un concierto. Parecía una sugerencia razonable y relajante. El médico dio su consentimiento. Miss Moneypenny llegó, según lo acordado, en un automóvil conducido por un chófer. La acompañaba otro hombre.

– ¿Hay alguna descripción?

– El vehículo era un BMW…

– ¿Y el hombre?

– Un BMW plateado, un Serie 7. El chófer iba uniformado y el otro hombre entró en la clínica con miss Moneypenny. Los miembros del personal que los vieron dicen que el hombre debía tener unos treinta años, que era rubio, que iba elegantemente vestido y que era alto y musculoso.

– ¿Y cómo se comportó miss Moneypenny?

– Se la veía un poco inquieta y nerviosa. En cambio, miss May estaba, muy animada. Una enfermera observó que miss Moneypenny la trataba con mucho cuidado. Le dio la impresión de que era experta en el cuidado de los enfermos. El joven que la acompañaba también parecía tener ciertos conocimientos de medicina. No se apartó en ningún momento de miss May -el policía respiró hondo con los dientes cerrados-. Subieron al BMW y se alejaron. Cuatro horas más tarde, Herr Doktor Kirchtum recibió una llamada telefónica, en la que le dijeron que habían sido secuestradas. Ya conoce el resto.

– ¿De veras? -preguntó Bond.

– Se lo dijeron. Decidió ir a Salzburgo y luego hubo el tiroteo y la desagradable experiencia con el Inspektor Osten.

– ¿Y el automóvil? ¿El BMW?

– No ha sido visto en ninguna parte, lo cual significa que, o bien salió inmediatamente de Austria con la matrícula cambiada y puede que una nueva mano de pintura, o bien está escondido en alguna parte hasta que todo se calme.

– ¿Y no hay nada más?

Parecía que el comisario se reservara algo y dudara entre si hablar o no. No miraba a Bond, sino a los hombres que tomaban fotografías y medidas en el balcón.

– Sí. Sí, hay otra cosa… No estaba en las notas de Osten, pero figuraba en los archivos generales de nuestro Cuartel General.

Al ver que vacilaba de nuevo, Bond tuvo que espolearle:

– ¿Qué había en los archivos?

– A las tres y diez de la tarde del secuestro -es decir, aproximadamente unas tres horas antes de que éste ocurriera-, las Líneas Aéreas Austríacas recibieron una reserva de última hora de la Klinik Mozart. El comunicante explicó que tenían que trasladar a Francfort a dos damas muy enfermas. Hay un vuelo a las siete y cinco, el OS-421, que llega a Francfort a las ocho y cuarto. Aquella noche había pocos pasajeros y la reserva fue aceptada.

– ¿Y las damas tomaron el avión?

– En primera clase. Tendidas en camillas. Se hallaban inconscientes y llevaban los rostros cubiertos de vendajes.

Un típico truco del KGB, pensó Bond. Lo utilizaban desde hacía muchos años. Hubo el famoso incidente turco y después otros dos en el aeropuerto de Heathrow.

– Iban acompañados por un médico y dos enfermeras -añadió el comisario Becker-. El médico era alto, rubio, joven y apuesto.

– Posteriores investigaciones permitieron establecer que la Klinik Mozart no hizo ninguna reserva -dijo Bond, asintiendo.

– Exactamente -el comisario frunció las cejas-. Uno de nuestros hombres investigó la cuestión de la reserva por propia iniciativa. El Inspektor Osten no le ordenó que lo hiciera, desde luego.

– ¿Y bien?

– En Francfort las aguardaba una auténtica ambulancia con el correspondiente personal sanitario. Las señoras fueron trasladadas a otro vuelo, el 749 de la Air France con llegada a París a las nueve y media. El aparato despegó de Francfort a su hora, es decir, a las ocho y veinticinco. El personal sanitario tuvo que darse prisa para efectuar el traslado. No sabemos qué ocurrió en París, pero la llamada al Doctor Kirchtum, informándole del secuestro, tuvo lugar a las diez menos cuarto. O sea que comunicaron la noticia del secuestro cuando ya tenían a las víctimas en lugar seguro.

– París -repitió Bond con aire ausente-. ¿Por qué París?

Como una respuesta a su pregunta, empezó a sonar el teléfono. Becker lo tomó sin decir nada, en espera de que el comunicante se identificara. Sus ojos miraron alarmados a Bond.

– Para usted -le dijo, pasándole el teléfono-. Herr Doktor Kirchtum.

Bond tomó el aparato y se identificó. Aunque seguía hablando con voz atronadora, el médico estaba claramente asustado. Intercalaba pausas entre las palabras como si alguien le estuviera apremiando.

– Herr Bond -dijo-, Herr Bond, tengo un arma… Ellos tienen una arma… Contra mi oído izquierdo, y dicen que apretaran el gatillo si no le transmito correctamente el mensaje.

– Siga -contestó Bond con serenidad.

– Saben que está usted con la policía. Saben que le han ordenado ir a Viena. Eso es lo que debo decirle en primer lugar.

O sea que tenían intervenido aquel teléfono y habían escuchado su conversación con el residente de Viena.

– No deberá usted informar a la policía de sus movimientos -añadió Kirchtum con voz temblorosa.

– No. De acuerdo. ¿Qué debo hacer?

– Dicen que le han reservado una habitación en el Goldener Hirsch…

– Eso es imposible. Hay que hacer la reserva con muchos meses de adelanto.

El temblor de la voz de Kirchtum se intensificó.

– Le aseguro, Herr Bond, que para esta gente nada es imposible. Saben que le acompañan dos damas. También han reservado una habitación para ellas. Las damas no tienen la culpa de que…, de que…, lo siento, no puedo leer la caligrafía… Ah, sí, de que las hayan mezclado en este asunto. De momento, estas damas deberán permanecer en el Goldener Hirsch, ¿comprende?

– Comprendo.

– Deberá usted quedarse allí, aguardando instrucciones. Le dirá a la policía que se mantenga alejada de usted. No deberá establecer contacto con su gente de Londres, ni siquiera a través de su hombre en Viena. Tengo que preguntarle si está claro.

– Está claro.

– Dicen que muy bien porque, si no estuviera claro, miss May y su amiga desaparecerían y no de una manera demasiado pacífica.

– ¡Está claro! -gritó Bond contra el auricular.

Hubo un instante de silencio.

– Los caballeros de aquí desean pasarle una grabación. ¿Está preparado?

– Adelante.

Se escuchó un clic en el otro extremo de la línea. Después, Bond oyó a May, un poco insegura, pero era la vieja May de siempre.

– Míster James, unos amigos suyos extranjeros se creen que yo me asusto fácilmente. No se preocupe por mí, míster Jam… -decía. Bond oyó el repentino rumor de un manotazo sobre la boca de May. Después, la atemorizada voz de Moneypenny, tan clara como si la tuviera a su lado: -¡James! -gritó ésta-. Oh, Dios mío, James… James…

De repente, un espantoso grito le desgarró el oído a Bond… Un grito fuerte y aterrorizado, y emitido sin lugar a dudas por May. A Bond se le heló la sangre en las venas. Fue suficiente para dejarle a la merced de quienes mantenían cautivas a ambas mujeres. Hacía falta algo horripilante para que May gritara de aquella manera. Bond estaba dispuesto a obedecerles hasta morir.

Cuando levantó los ojos, Becker le estaba mirando fijamente.

– Por lo que más quiera, comisario, usted no ha oído nada de esta conversación.

– ¿Qué conversación? -preguntó Becker con rostro impasible.

9 El vampiro

La ciudad de Salzburgo estaba llena hasta los topes. Un considerable número de ciudadanos norteamericanos quería ver Europa antes de morir, y un número no menos elevado de europeos quería ver Europa antes de que se convirtiera en el Mercado Común de la Calle Mayor. Muchos creían que ya llegaban demasiado tarde, pero Salzburgo, con el fantasma de Mozart y su particular encanto, era todavía un lugar muy bien conservado.

El hotel Goldener Hirsch ha resistido excepcionalmente bien todos los embates, teniendo en cuenta sobre todo que su encanto, bienestar y hospitalidad se remontan a ochocientos anos de antigüedad.

Tuvieron que utilizar uno de los aparcamientos del festival y transportar el equipaje al Goldener Hirsch, situado en el centro de la vieja ciudad cerrado al tráfico, a dos pasos de la bulliciosa y pintoresca Getreidegasse con sus exquisitos marcos de ventana de madera labrada y sus dorados rótulos de hierro forjado.

– Pero, en nombre del glorioso san Miguel, ¿cómo has conseguido reservas en el Goldener Hirsch? -preguntó Nannie.

– Influencias -contestó Bond lacónicamente-. ¿Y por qué san Miguel?

– San Miguel Arcángel. Patrón de los guardaespaldas y de las cuidadoras.

Bond pensó que necesitaría toda la ayuda que los ángeles pudieran prestarle. Sólo el cielo sabía qué instrucciones iba a recibir en las próximas veinticuatro horas, o si éstas asumirían la forma de una bala o de un cuchillo.

Antes de descender del Bentley, Nannie carraspeó y empezó a soltar un sermón.

– James -dijo severamente-, acabas de decir algo que Sukie considera ofensivo y que a mí tampoco me gusta.

– ¿Ah, sí?

– Has dicho que sólo te tendremos que aguantar otras veinticuatro horas aproximadamente.

– Y es verdad.

– ¡No! No lo es.

– Me obligaron por azar a mezclaros en esta situación potencialmente peligrosa. No tuve más remedio que arrastraros a ella. Ambas fuisteis muy valientes y me ayudasteis mucho, pero no debió de ser muy divertido. Lo que yo os digo ahora es que podréis veros libres de todo eso dentro de unas veinticuatro horas.

– No queremos vernos libres -dijo Nannie muy tranquila.

– Sí, ha sido tremendo -terció Sukie-, pero nos consideramos amigas tuyas. Estás en apuros y…

– Sukie me pidió que permaneciera contigo. Que te cuidara, James y, ya que estamos aquí, ella quiere acompañarme.

– Eso puede que no sea posible -dijo Bond, mirando muy serio a las muchachas con sus claros ojos azules.

– Pues tendrá que serlo -dijo Sukie muy decidida.

– Mira, Sukie, puede que yo reciba instrucciones de una autoridad muy persuasiva. Tal vez me exijan que os deje, que os suelte y os ordene seguir vuestro dulce camino.

– En fin -dijo Nannie-, es una lástima que nuestro dulce camino coincida con el tuyo, James. Eso es todo lo que hay.

Bond se encogió de hombros. El tiempo diría la última palabra. Tal vez le ordenaran que llevara a las mujeres consigo como rehenes. En caso contrario, ya encontraría el medio de marcharse discretamente cuando llegara la hora. La tercera posibilidad era que todo terminara allí mismo, en el Goldener Hirsch, en cuyo caso ni siquiera se plantearía el problema.

– Puede que necesite unos cuantos sellos -le dijo Bond a Sukie mientras se dirigían al hotel-. Más bien bastantes. Suficientes para enviar un paquetito al Reino Unido. ¿Me los podrías conseguir? Envía unas cuantas postales inofensivas a través del conserje y pídele que compre al mismo tiempo los sellos.

– Pues, claro, James -contestó Sukie.

El Goldener Hirsch está considerado por muchos el mejor hotel de Salzburgo; era encantador, lujoso y pintoresco aunque todo resulte, en realidad, un poco estudiado. El personal viste el típico paño loden de la zona y todas las habitaciones están cargadas de historia austríaca. Bond pensó que su habitación hubiera podido utilizarse en el rodaje de Sonrisas y lágrimas.

Cuando se fue el conserje, cerrando discretamente la puerta a sus espaldas, Bond oyó resonar de nuevo en su cabeza la advertencia de Kirchtum: «Deberá usted aguardar instrucciones… No deberá establecer contacto con su gente de Londres». Por consiguiente, sería una locura, por lo menos de momento, telefonear a Londres o a Viena e informar sobre los acontecimientos. El que había efectuado las reservas, habría conectado el teléfono con alguna red de fuera del hotel. El hecho de utilizar el CC-500 les alertaría de que pretendía establecer contacto con el mundo exterior. Y, sin embargo, tenía que informar al Cuartel General.

Bond extrajo de su segunda maleta dos pequeñas grabadoras, comprobó la potencia de la batería y las colocó en posición de activación a través de la voz. Enrolló de nuevo las cintas y ajustó al teléfono un aparato con un micrófono aspirador del tamaño de un grano de trigo. El otro lo dejó a la vista sobre el pequeño bar.

El cansancio se había apoderado de él. Había acordado reunirse a cenar con las chicas en el famoso y recoleto bar sobre las seis de la tarde. Hasta entonces, se dedicarían a descansar. Bond llamó a recepción, y pidió que le subieran un café y unos huevos revueltos. Mientras esperaba, examinó la habitación y el pequeño cuarto de baño sin ventana. Había una bonita ducha, protegida por unas sólidas mamparas correderas de cristal. Le pareció bien y decidió que se tomaría una ducha más tarde. Estaba colgando los trajes en el armario cuando llegó el camarero trayendo el café recién hecho y unos huevos guisados a la perfección.

Al terminar de comer, Bond dejó la ASP al alcance de la mano, colgó el letrero de NO MOLESTEN en la puerta y se sentó en uno de los cómodos sillones. Al final, se quedó profundamente dormido y soñó que era el camarero de un café y corría sin parar entre la cocina y las mesas, sirviendo a «M», Tamil Rahani, el difunto Enano Venenoso y Sukie y Nannie. Poco antes de despertarse, les sirvió el té a Sukie y a Nannie junto a un enorme pastel de crema que se desintegró hasta quedar reducido a serrín en cuanto ellas trataron de cortarlo. Las muchachas no parecieron inmutarse porque pagaron la factura y cada una de ellas dejó una joya de propina. Él se agachó para tomar una pulsera de oro y ésta se le escapó de las manos y fue a caer produciendo un gran estrépito sobre una bandeja.

Bond despertó sobresaltado, convencido de que el ruido era real; sin embargo a través de la ventana sólo se filtraban los rumores de la calle. Se desperezó un poco anquilosado a causa de la forzada posición en el sillón y consultó el Rolex de acero inoxidable que llevaba en la muñeca. Se sorprendió de que hubiera dormido tantas horas. Eran casi las cuatro y media de la tarde.

Con los ojos legañosos, se dirigió al cuarto de baño, encendió la luz y abrió las mamparas de la ducha. Una ducha caliente seguida de otra helada, un afeitado y un cambio de ropa le refrescarían.

Abrió el grifo de la ducha, cerró la mampara y empezó a desnudarse. Pensó que los que tenían que darle instrucciones se lo estaban tomando con mucha calma. Si él hubiera organizado aquel secuestro, hubiera atacado tan pronto como su víctima llegara al hotel y la habría apresado cuando todavía estuviera medio atontada a causa de la noche de vigilia.

Regresó desnudo a la habitación para recoger la ASP y la varilla y las dejó en el suelo bajo un par de toallas de tocador, justo a salida de la ducha. A continuación comprobó la temperatura del agua y se situó bajo el chorro. Cerró las mamparas y empezó a enjabonarse, frotándose vigorosamente el cuerpo con un áspero guante.

Empapado de agua caliente y exaltado por la sensación de limpieza, modificó la posición de los grifos y dejó que el agua se enfriara hasta que, al final, se quedó bajo una ducha casi helada. Tuvo la impresión de que avanzaba medio de una tempestad de nieve. Sintiéndose totalmente revitalizado, cerró el grifo y se sacudió como un perro. Luego hizo ademán abrir la mampara corredera.

De repente, se alarmó. Casi podía olfatear la proximidad del peligro. Antes de que su mano tocara el tirador de la mampara, se apagaron las luces, dejándole desorientado una décima de segundo durante la cual su mano no consiguió localizar el tirador mientras la mampara se abría imperceptiblemente y volvía a cerrarse produciendo un sordo rumor. Sabía que no estaba solo. Había en la ducha otra cosa que primero le rozó el rostro y después se volvió loca, golpeando contra su cuerpo y las paredes de la ducha. Bond buscó el tirador a tientas con una mano mientras con la otra agitaba desesperadamente el guante alrededor de su rostro y su cuerpo para alejar a la criatura confinada con él en el interior de la ducha. Sin embargo, cuando sus dedos se curvaron sobre el tirador para abrir la mampara, ésta no se movió. Cuanto más fuerte tiraba, más perversos se volvían los ataques de la criatura. Sintió que una garra se posaba en su hombro y después en el cuello, pero consiguió librarse de ella mientras forcejeaba con la mampara que no se movía en absoluto. La cosa se detuvo un instante, como si se preparara para el asalto final.

Entonces oyó, lejana, la risueña voz de Sukie.

– ¿James? James, ¿dónde demonios te has metido?

– ¡Aquí! ¡En el cuarto de baño! ¡Sácame de aquí, por el amor de Dios!

Un segundo más tarde, se volvió a encender la luz. Vio la sombra de Sukie en el cuarto de baño. Y entonces descubrió también a su adversario. Era algo que sólo había visto en los parques zoológicos, aunque nunca de aquel tamaño. Posado en lo alto de la ducha había un gigantesco vampiro de brillantes ojos y afilados dientes, cuyas alas estaban empezando a desplegarse para iniciar un nuevo ataque. Se abalanzó sobre la bestia, agitando el guante y gritó:

– ¡Abre la ducha!

La mampara empezó a deslizarse.

– ¡Sal del cuarto de baño, Sukie! ¡Sal en seguida! -gritó Bond, intentando cerrar la puerta mientras el vampiro descendía en picado.

Cayó de lado, consiguiendo cerrar la mampara de la ducha, y rodó por el suelo en dirección a las armas mantenidas ocultas bajo las toallas.

Aunque sabía que un vampiro no podía matar instantáneamente, la idea de lo que éste podía inyectarle en la sangre fue suficiente como para provocarle escalofríos. Sin embargo, no había actuado con la suficiente rapidez porque la criatura había huido con él de la ducha. Bond le gritó de nuevo a Sukie que cerrara la puerta y esperara. En una fracción de segundo, le cruzó por la mente todo cuanto sabía acerca del vampiro mordedor, incluso su denominación latina, Desmodus rotundus. Había tres variedades. Solían cazar de noche, acercándose subrepticiamente a su presa y clavando unos dientes caninos increíblemente afilados en una zona sin vello del cuerpo. Chupaban sangre y, al mismo tiempo, escupían saliva para evitar que la sangre se coagulara. Era la saliva la que podía transmitir enfermedades…, sobre todo, la rabia y otras dolencias víricas letales.

Aquel vampiro debía de ser un híbrido y llevar en la saliva una enfermedad especialmente desagradable. La luz del cuarto de baño le desorientó por completo, aunque era evidente que necesitaba sangre y trataría por todos los medios de hincar los dientes en la carne de Bond. Tenía un cuerpo de unos veintisiete centímetros de largo, mientras que la envergadura de las alas debía superar los sesenta, es decir tres veces la longitud de un ejemplar normal de su especie.

Como si adivinara los pensamientos de Bond, el enorme vampiro levantó las patas delanteras, extendió las alas y se elevó en el aire para efectuar un rápido ataque.

Bond sacudió la mano derecha hacia abajo para abrir la varilla y después empezó a agitarla en dirección a la criatura que se acercaba. Consiguió alcanzarla más por azar que por buena puntería, puesto que los vampiros, con sus sentidos de tipo radar, consiguen habitualmente esquivar los objetos. La luz artificial le habría debilitado los reflejos ya que la varilla de acero se descargó directamente sobre su cabeza y lo arrojaba al otro lado de la estancia donde fue a golpear contra la mampara de la ducha. Bond se plantó de un salto junto al crispado y aleteante cuerpo y lo golpeó, una y otra vez, con loco furor. Sabía lo que estaba haciendo y era perfectamente consciente de que su insensata conducta obedecía al temor. Mientras golpeaba repetidamente al animal, pensó en los hombres que habían preparado todo aquello con el ánimo de matarle…, porque no le cabía la menor duda de que la saliva de aquel vampiro contenía algo que le provocaría una rápida y dolorosa muerte.

Al terminar, arrojó la varilla a la ducha, abrió el grifo y regresó al dormitorio. Guardaba un frasco de desinfectante en el botiquín de primeros auxilios que la Rama Q solía facilitar a los agentes del Servicio.

Había olvidado que estaba desnudo.

– Bueno, ahora ya lo he visto todo. Estamos empatados -dijo Sukie muy seria desde el sillón en el que aguardaba sentada.

Empuñaba en la mano derecha una pequeña pistola semejante a la de Nannie. Y apuntaba sin vacilar contra un punto intermedio situado entre las piernas de Bond.

10 El hombre de Mozart

Sukie miró con dureza a Bond y luego contempló la pistola.

– Es bonita, ¿verdad? -dijo sonriendo mientras Bond creía ver una expresión de alivio en sus ojos.

– Deja de apuntarme. Pon el seguro y guárdala, Sukie.

– Lo mismo te digo a ti, James -contestó ella, sonriendo con picardía.

De repente, Bond se percató de su desnudez y tomó apresuradamente el albornoz de rizo del hotel mientras Sukie guardaba la pequeña pistola en la funda ajustada a su blanco liguero.

– Me la ha facilitado Nannie. Es igual que la suya -dijo Sukie, bajándose recatadamente la falda-. Te traje los sellos. James. ¿Qué ocurría en el cuarto de baño? Por un horrible instante, pensé que estabas en graves dificultades.

– Y lo estaba, Sukie. En una dificultad sumamente desagradable que tenía forma de vampiro híbrido, una criatura que no suele verse en Europa y mucho menos en Salzburgo. Alguien me preparó esta trampa.

– ¿Un vampiro? -exclamó Sukie, asombrada-. ¡James! Te hubiera podido…

– …matar. Debía llevar casi con toda certeza algo mucho más mortífero que la rabia o la peste bubónica. Y, por cierto, ¿cómo entraste?

– Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta -contestó Sukie, depositando una tira de sellos sobre la mesa-. Entonces me percaté de que estaba abierta. No encendí la luz hasta que oí el ruido del cuarto de baño. Alguien había atrancado la mampara de la ducha con una silla. Al principio, pensé que era una broma de mal gusto (es el tipo de cosas que suele hace Nannie), pero entonces te oí gritar. Di un puntapié a la silla y me moví como un rayo.

– Y después, esperaste aquí con el arma cargada.

– Nannie me enseñó a utilizarla. Piensa que es necesario.

– Y yo creo que lo verdaderamente necesario es que vosotras salgáis de todo este lío, pero el hecho de que yo lo crea no cambiará las cosas. ¿Me querrías hacer otro favor?

– Lo que tú quieras, James.

Su actitud era sospechosamente sumisa, incluso casi servil. Bond se preguntó si una muchacha como Sukie Tempesta hubiera tenido el valor de manejar a un peligroso vampiro híbrido. Bien mirado, pensó, la principessa Tempesta era capaz de eso y mucho más.

– Quiero que me facilites unos guantes de goma y un frasco grande de desinfectante.

– ¿Alguna marca en particular? -preguntó la mujer, levantándose.

– Algo que sea muy fuerte.

En cuanto Sukie se hubo ido, Bond tomó el frasquito del botiquín de primeros auxilios y se frotó todos los centímetros de la piel con antiséptico. Y para contrarrestar el fuerte olor del desinfectante, se roció con agua de colonia. Tras lo cual, empezó a vestirse.

No sabía cómo librarse del vampiro muerto. En realidad, hubiera tenido que incinerarlo y fumigar el cuarto de baño. Pero no podía acudir al director del hotel y explicarle lo que había ocurrido. Mucho desinfectante, un par de bolsas de plástico del hotel y una rápida visita a la unidad de eliminación de basuras. Después, que fuera lo que Dios quisiera, pensó. Se puso su traje gris de Cardin, una fina camisa azul del establecimiento Hilditch and Key, de Jermyn Street, y una corbata azul marino con lunares blancos. Oyó el timbre del teléfono y tomó el aparato, echando un vistazo a la grabadora. Vio que la minúscula casette empezaba a girar mientras él contestaba lacónicamente.

– ¿Sí?

– ¿Míster Bond? ¿Es usted, míster Bond?

Era Kirchtum; respiraba afanosamente y estaba muerto de miedo.

– Sí, Herr Direktor. ¿Se encuentra usted bien?

– Físicamente, sí. Dicen que debo decirle la verdad y explicarle lo insensato que he sido.

– ¿De veras?

– Sí, intenté negarme a transmitirle ulteriores instrucciones. Les dije que eso era cosa de su incumbencia.

– Y no les debió hacer demasiada gracia -Bond se detuvo. Luego añadió, para que quedara constancia en la cinta-: Sobre todo, tras haberme usted dicho que debía venir aquí con las dos damas, al Goldener Hirsch de Salzburgo.

– Ahora dicen que tengo que transmitirle rápidamente las instrucciones, ya que, de lo contrario, volverán a utilizar la electricidad.

El hombre estaba a punto de echarse a llorar.

– Adelante. Con toda la rapidez que usted quiera, Herr Doktor.

Bond sabia muy bien de qué estaba hablando Kirchtum: del brutal, anticuado, pero eficaz método de la aplicación de electrodos a los órganos genitales. Aquellos métodos de persuasión eran a menudo más rápidos que las drogas utilizadas hoy en día por los interrogadores más sofisticados. Kirchtum habló con voz estridente y Bond se imaginó a sus torturadores, de pie junto a él, con una mano sobre el interruptor.

– Mañana deberá trasladarse a París. Será cosa de un día. Tendrá que seguir el camino más directo, ya les han reservado habitaciones en el hotel George Cinq.

– ¿Tendrán que acompañarme las damas?

– Eso es esencial… ¿Lo comprende? Por favor, diga que lo comprende, míster Bond.

– Yo… -Bond se detuvo al oír un grito histérico. ¿Habrían accionado el interruptor para estimular a la víctima?-, lo entiendo.

– Muy bien -no era la voz del médico, sino una voz hueca y deformada-. Muy bien. De este modo, evitará que las dos damas que se encuentran en nuestro poder tengan un lento y desagradable final. Volveremos a hablar en París, Bond.

La comunicación se cortó y el agente tomó la minúscula grabadora. Pulsó el botón de retroceso y volvió a pasar la cinta. Por lo menos, podría transmitir aquella información a Viena o a Londres. Quizá la segunda voz de la cinta les sería útil. Aunque los hombres que estaban aterrorizando a Kirtchum en la Klinik Mozart hubieran empleado un «pañuelo bucal» electrónico, la Rama Q conseguiría extraer seguramente una reproducción fiel. Por lo menos, se podría llevar a cabo alguna identificación y «M» sabría con qué clase de organización se enfrentaba Bond.

Este se dirigió al escritorio, sacó la pequeña casete de la grabadora y la cerró con el pequeño dispositivo de seguridad para evitar que volviera a ser grabada accidentalmente. Tomó un sobre de papel grueso, escribió el nombre encubierto de «M» como presidente de Transworld y el número del correspondiente apartado de correos, introdujo la casete en el interior de un papel de cartas con el membrete del hotel en el que había escrito unas palabras y cerró el sobre. Calculó el peso y pegó los sellos.

Acababa de finalizar esta importante tarea cuando una llamada a la puerta anunció el regreso de Sukie. Ésta llevaba una bolsa de papel marrón con las compras y parecía dispuesta a quedarse en la habitación hasta que, al fin, Bond le sugirió con firmeza que se reuniera con Nannie y le esperara en el bar.

Tardó quince minutos en limpiar el cuarto de baño; utilizó los guantes de goma y gastó casi todo el frasco de desinfectante que Sukie le había traído. Antes de terminar, introdujo los guantes en el pulcro y siniestro paquete que contenía los restos del vampiro. Estaba razonablemente seguro de que ningún germen había penetrado en su cuerpo.

Mientras trabajaba, Bond pensó en las posibilidades de éxito que tenía el autor de aquel reciente intento de acabar con su vida. Estaba casi seguro de que eran sus antiguos enemigos del SMERSH -ahora Departamento Ocho del Directorio 5 del KGB-, los cuales retenían a Kirchtum y lo utilizaban como mensajero personal. Sin embargo, abrigaba algunas dudas porque la utilización de un vampiro no encajaba en sus métodos.

¿Quién tenía los medios para crear y desarrollar un arma tan espantosa? Pensó que el perfeccionamiento de aquella criatura habría exigido varios años, lo cual presuponía la existencia de una vasta organización con cuantiosos fondos y experto personal especializado. La labor se tenía que haber realizado en mi ambiente de selva tropical artificial, ya que, si la memoria no le engañaba, el hábitat natural de aquella especie eran los bosques y selvas de México, Chile, Argentina y Uruguay.

Grandes sumas de dinero, instalaciones especiales, tiempo y zoólogos sin escrúpulos: ESPECTRO era la apuesta más lógica, aunque cualquier otra poderosa organización interesada en actos de terrorismo y asesinato hubiera podido figurar en la lista, ya que era imposible que se hubiera desarrollado un solo ejemplar de aquella criatura con el exclusivo propósito de inyectar una terrible enfermedad terminal en la corriente sanguínea de Bond. Los búlgaros y los checos eran muy aficionados a estas cosas y tampoco se podía excluir que Cuba hubiera lanzado al vasto campo de la intriga internacional a algún agente de su bien adiestra servicio G-2. La Honorable Sociedad -el eufemístico término con que se designa a la Mafia- también era una posibilidad, ya que ésta no hubiera desdeñado vender productos a organizaciones terroristas siempre y cuando no los utilizaran dentro de las fronteras de los Estados Unidos, Sicilia o Italia.

Tras haber sopesado todas las posibilidades, Bond volvió a centrarse en ESPECTRO…, Sólo que, una vez más, durante aquella extraña danza de la muerte, alguien le había salvado en el último momento de otro intento de asesinato; en esta ocasión, Sukie, una joven conocida aparentemente al azar. ¿Podría ser ella el verdadero peligro?

Bajó a las cocinas y explicó, echando mano de todo su encanto, que se había dejado accidentalmente un poco de comida en el automóvil. Preguntó si había un incinerador y llamaron a un botones para que le acompañara. Este se ofreció a destruir la comida, pero Bond le dio una generosa propina y le dijo deseaba hacerlo él mismo.

Ya eran las seis y veinte. Antes de dirigirse al bar, efectuó una última visita a su habitación y se volvió a echar colonia para disimular el posible olor residual del desinfectante.

Sukie y Nannie deseaban saber qué había hecho, pero él se limitó a decirles que lo sabrían todo a su debido tiempo. De momento, era mejor que disfrutaran de las cosas buenas de la vida. Tras tomarse unas copas en el bar se trasladaron a la mesa que Nannie había tenido el acierto de reservar y saborearon el sabroso plato vienés a base de carne hervida llamado Tafelspitz. Era una carne hervida extraordinaria, una delicia gastronómica con salsa vegetal picante y unas exquisitas patatas salteadas. Prescindieron del primer plato porque en un restaurante austríaco es un sacrilegio rechazar el postre. Eligieron un frágil y delicado Salzburger soufflé, creado, al parecer, hacía casi trescientos años por un cocinero del Hohensalzburg. Se lo sirvieron con una montaña de Schlag, es decir, de rica nata batida.

Después salieron a dar un paseo, mezclándose con la gente que contemplaba los escaparates de la Getreidegasse en medio del tibio aire del atardecer. Bond quería permanecer alejado de los posibles dispositivos de escucha.

– Estoy demasiado llena -dijo Nannie, acercándose una mano al estómago.

– Te va a hacer falta la comida, teniendo, en cuenta lo que nos espera esta noche -dijo Bond en voz baja.

– Promesas, promesas -musitó Sukie con respiración anhelante-. Me siento como un dirigible. ¿Qué nos espera, James?

Bond les dijo que tendrían que trasladarse a París.

– Me habéis dicho claramente que vais a venir conmigo, pase lo que pase. Esta gente que me está haciendo falsas promesas ha insistido también en que me acompañéis y yo tengo que procurar que así sea. Las vidas de una querida amiga y de una compañera no menos querida corren un serio peligro. No puedo decir más.

– Pues claro que iremos -dijo Sukie.

– Y que no se te ocurra impedirlo -añadió Nannie.

– Voy a desviarme un poco de las órdenes recibidas -dijo Bond-. De acuerdo con las instrucciones, tenemos que hacerlo mañana, lo cual significa que esperan que lo hagamos de día. Saldré poco después de medianoche. De esta manera, podré decir que empezamos el viaje mañana y tal vez consiga adelantarme a ellos. No es mucho, pero puede que les desconcierte un poco.

Acordaron reunirse junto al automóvil al dar la medianoche. Mientras regresaban al Goldener Hirsch, Bond se detuvo junto a un buzón de la pared e introdujo en el mismo el sobre que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo hizo disimuladamente en cuestión de segundos y tuvo casi la absoluta certeza de que ni Sukie ni Nannie se habían dado cuenta de ello.

Regresó a su habitación pasadas las diez. A las diez y media, ya tenía hecho el equipaje, y se puso unos vaqueros y una chaqueta deportiva. Llevaba, como de costumbre, la ASP y la varilla. Faltaba hora y media para la partida y decidió sentarse para estudiar de qué forma podría tomar la iniciativa en aquella implacable y peligrosa caza mortal.

Hasta entonces, los ataques contra su vida habían sido muy hábiles. Sólo en los iniciales encuentros se había interpuesto una tercera persona para salvarle la vida, seguramente con el propósito de encauzarle hacia el último acto del drama. Sabía que no podía fiarse de nadie y tanto menos de Sukie, la cual se había convertido sin querer en su salvadora durante el incidente del vampiro. Pero, ¿cómo podía dominar la situación en aquel instante? De repente, se acordó de Kirchtum, mantenido prisionero en su propia clínica. Lo que menos podían esperar era un asalto contra aquella base de poder. La Klinik Mozart distaba de Salzburgo unos quince minutos por carretera y el tiempo apremiaba. Si pudiera encontrar un vehículo apropiado, quizá fuera posible hacerlo.

Bond salió de su habitación, bajó a recepción y preguntó qué tipo de automóviles de alquiler sin chófer tenían inmediatamente disponibles. Por una vez, pareció que estaba de suerte. Tenían un Saab 900 Turbo, que acababan de devolverles. Era un automóvil que conocía muy bien. Dos breves llamadas telefónicas bastaron para reservárselo. Le aguardaba a tan sólo cuatro minutos a pie del hotel.

Mientras el cajero anotaba los datos de su tarjeta de crédito, Bond llamó a Nannie, utilizando uno de los teléfonos interiores. La chica contestó en el acto.

– No digas nada -le advirtió Bond en voz baja-. Espera en tu habitación. Quizá tenga que retrasar la partida una hora. Díselo a Sukie.

Nannie accedió a hacerlo, pero se sorprendió. Cuando Bond regresó al mostrador, ya habían terminado los trámites.

Cinco minutos más tarde, tras recibir el automóvil que le entregó un sonriente empleado, Bond salió de Salzburgo y tomó la carretera de montaña que se dirigía al sur, pasando por delante del extraño depósito de agua de Anif que se levanta como una mansión inglesa en el centro de un estanque. Siguió casi hasta la localidad de Hallein que antaño fuera un baluarte insular en medio de Salzach y que es famosa por ser la villa natal de Franz-Xavier Gruber, el compositor del célebre villancico navideño Stille Nacht, Heilige Nacht («Noche de paz»).

La Klinik Mozart se encuentra a unos dos kilómetros de la carretera en la parte de Hallein que mira a Salzburgo, y el edificio del siglo diecisiete que la alberga se halla protegido de la mirada de los curiosos por una tupida arboleda.

Bond se introdujo con el Saab en un área de emergencia. Apagó los faros y el motor, puso el freno de las ruedas y descendió del vehículo. Al cabo de unos instantes, se introdujo a través de la valía de arbustos y empezó a avanzar cautelosamente por entre los árboles, buscando en la oscuridad la silueta del edificio. No sabía cómo estaba organizada la seguridad de la clínica e ignoraba cuántos eran sus enemigos.

Llegó al final de la arboleda en el preciso momento en que salía la luna. Muchos de los grandes ventanales de la fachada del edificio estaban iluminados, pero la planta baja se encontraba a oscuras. Mientras sus ojos se acomodaban al cambio de luz, Bond trató de distinguir algún movimiento en el espacio de cuatrocientos metros que le separaba del edificio. Había cuatro automóviles aparcados en la ancha calzada de grava, pero no se observaba la menor señal de vida. Extrajo con cuidado la ASP y la sostuvo en la mano derecha. Tomó la varilla en la mano izquierda y la abrió, lista para el uso. Luego, salió de su escondrijo y avanzó en silencio sobre la hierba, evitando la larga calzada.

Nada se movía y no se escuchaba el menor ruido. Llegó a la plazoleta anterior y trató de recordar dónde se encontraba situado el despacho del director en relación con la puerta de entrada. Le pareció que a la derecha, recordando que, cuando acudió allí para disponer el ingreso de May, vio a través de las altas ventanas el césped y la calzada. Ahora recordó que eran puertas vidrieras. Vio a su derecha dichas puertas, a través de cuyas cortinas corridas se filtraban unos débiles haces de luz.

Se acercó sigilosamente a ellas y observó con emoción que estaban abiertas y que se oían unas voces amortiguadas procedentes del interior. Concentrándose un poco, podría entender lo que decían.

– No pueden retenerme aquí indefinidamente…, siendo sólo tres personas -Bond reconoció en primer lugar la voz del director. La arrogancia había sido sustituida por la súplica-. Creo que ya es suficiente.

– Hasta ahora, nos las hemos arreglado muy bien -dijo otra voz-. Ha colaborado usted bastante bien -hasta cierto punto-, Herr Direktor, pero no podemos correr ningún riesgo. Nos iremos cuando Bond esté a buen recaudo y nuestra gente se encuentre lejos. La situación es ideal para el transmisor de onda corta, y sus pacientes no han sufrido la menor molestia. Veinticuatro o cuarenta y ocho horas más no serán demasiado. Después, le dejaremos en paz.

– Stille Nacht, Heilige Nacht -canturreó otra voz entre risas.

A Bond se le heló la sangre en las venas. Se acercó a la puerta vidriera y apoyó las yemas de los dedos en la rendija abierta.

– ¿No pensarán ustedes…?

La voz de Kirchtum temblaba no de miedo histérico, sino del verdadero terror que se apodera de un hombre que se enfrenta a una muerte por tortura.

– Nos ha visto usted las caras, Herr Direktor. Sabe quiénes somos.

– Yo jamas…

– No piense en ello. Tiene que transmitir otro mensaje en nuestro nombre cuando Bond llegue a París. Después… Bueno, después ya veremos.

Bond se estremeció. Acababa de reconocer una voz que jamás hubiera imaginado reconocer en semejante situación. Respiró hondo y abrió cuidadosamente la rendija entre las dos hojas de la puerta. A continuación movió un poco las cortinas para ver el interior de la estancia.

Kirchtum estaba amarrado a un anticuado sillón de despacho de madera y cuero con asiento circular. La librería de la pared habla sido despojada de los libros y albergaba un potente transmisor. Un hombre de anchas espaldas permanecía sentado frente al transmisor, otro se encontraba en pie detrás del sillón de Kirchtum y un tercero se hallaba situado frente al Direktor con las piernas separadas. Bond le reconoció tan de inmediato como había reconocido su voz.

Respiró hondo a través de la nariz, levantó la ASP e irrumpió repentinamente en la estancia. Lo que había oído le decía que los tres hombres eran la única fuerza enemiga que había en la Klinik Mozart.

La ASP se disparó cuatro veces: dos balas destrozaron los pulmones del hombre situado detrás de Kirchtum y las otras dos se incrustaron en la espalda del que manejaba la radio. El tercer hombre giró en redondo con la boca abierta y acercó una mano a la cadera.

– ¡Quieto ahí, Quinn! Un solo movimiento y te arranco las piernas… ¿Está claro?

Steve Quinn, el hombre del Servicio en Roma, permaneció inmóvil con la boca curvada en una mueca mientras Bond le quitaba la pistola del bolsillo interior de la chaqueta.

– ¿Míster Bond? ¿Cómo ha…? -preguntó Kirchtum en un susurro.

– Estás perdido, James. No me importa lo que me hagas, estás perdido.

Quinn aún no se había recuperado de la sorpresa, pero lo estaba intentando.

– No del todo -dijo Bond, sonriendo sin triunfalismo-. No del todo, aunque reconozco que me he quedado de piedra al encontrarte aquí. ¿Para quién trabajas realmente, Quinn? ¿Para ESPECTRO?

– No -contestó Quinn, esbozando una imperceptible sonrisa-. Sólo para el KGB. Para el Primer Directorio, naturalmente…, durante muchos años. Ni siquiera Tabby lo sabe. Ahora estoy provisionalmente adscrito al Departamento Ocho, tu viejo contrincante el SMERSH. A diferencia de ti, James, yo he sido siempre un hombre de Mozart. Prefiero bailar al ritmo de una buena música.

– Pues te aseguro que bailarás -dijo Bond, mirándole con una dura expresión, reflejo de aquellos rasgos de fría crueldad que eran la faceta más oscura de su carácter.

11 Ala de Halcón y Macabro

James Bond no estaba dispuesto a perder el tiempo. Sabía por experiencia el peligro que entrañaba el hecho de permitir que el enemigo siguiera hablando. Era una técnica que él mismo había utilizado algunas veces en su propio beneficio, y Steve Quinn sería muy capaz de ponerla en práctica para ganar tiempo. Sin dejar de mantener la distancia, Bond le ordenó con voz tajante que se apartara de la pared, separara las piernas, estirara los brazos y se inclinara hacia adelante y apoyara las palmas de las manos en la pared. Una vez en dicha posición, le mandó colocar los pies un poco más hacia atrás para privarle del equilibrio e impedirle un rápido ataque.

Sólo entonces se acercó para cachearle con mucho cuidado. En el interior de la cinturilla de los pantalones, a la altura de la región lumbar, Quinn llevaba un pequeño revólver Smith and Wesson Chief's Special. Y en la parte interior de la pantorrilla izquierda, una diminuta pista automática austríaca Steyr de 6,35 mm; en la parte exterior del tobillo derecho, se había ajustado una mortífera navaja automática

– Llevaba años sin ver una de ésas -dijo Bond, arrojando la Steyr sobre el escritorio-. Espero que no lleves granadas ocultas en el trasero -añadió sin sonreír-. Eres un auténtico arsenal ambulante, chico. Debieras tener cuidado. Los terroristas podrían sentir la tentación de asaltarte.

– En este juego, siempre me pareció útil guardarme algunos trucos en la manga.

Mientras Bond pronunciaba esta última palabra, Steve Quinn se desplomó al suelo y, en cuestión de una décima de segundo, rodó a la derecha y extendió el brazo hacia la mesa donde se encontraba la Steyr automática.

– ¡No se te ocurra intentarlo! -gritó Bond al tiempo que le apuntaba con la ASP.

Quinn no estaba dispuesto a morir por la causa por la cual había traicionado al Servicio. Se quedó inmóvil con la mano levantada como un niño grande que jugara al viejo juego de las estatuas.

– ¡Boca abajo! ¡Piernas y brazos extendidos! -ordenó Bond, mirando a su alrededor en busca de algo con que sujetar a su prisionero. Sin dejar de apuntar a Quinn con la ASP, retrocedió para situarse detrás de Kirchtum y le desató, con la mano izquierda, dos correas largas y dos más cortas destinadas a inmovilizar a los pacientes violentos. Mientras lo hacía, siguió dando órdenes a Quinn.

– Boca abajo y comiéndote la alfombra, hijo de perra. Separa más las piernas y coloca los brazos en posición de crucifixión.

Quinn obedeció, soltando maldiciones por lo bajo. Al verse libre de las ataduras, Kirchtum empezó a frotarse los brazos y las piernas para activar la circulación de la sangre. Las duras correas de cuero se habían hundido en la carne de sus muñecas, dejándole unas señales muy visibles.

– Permanezca sentado -le dijo Bond en voz baja-. No se mueva. Deje que la circulación se restablezca poco a poco.

Asiendo las correas, Bond se acercó a Quinn, con la mano en la que empuñaba el arma bien echada hacia atrás para evitar que su enemigo le alcanzara la muñeca con el pie.

– El más mínimo movimiento y te abro un boquete tan grande que hasta los gusanos necesitarán un mapa para orientarse. ¿Entendido?

Quinn soltó un gruñido y Bond le juntó las piernas de un puntapié, golpeándole violentamente el tobillo con la puntera de acero de su zapato hasta arrancarle un grito de dolor. Pasando rápidamente una de las correas alrededor de los tobillos de Quinn, Bond tiró con fuerza e hizo un apretado nudo.

– ¡Ahora, los brazos! ¡Dedos entrelazados a la espalda!

Como para hacérselo entender mejor, Bond le propinó un puntapié en la muñeca derecha. Quinn obedeció, lanzando un nuevo grito de dolor y Bond le ató las muñecas con otra correa.

– Puede que eso sea un poco anticuado, pero te mantendrá quieto hasta que consigamos algo más duradero -musitó Bond mientras juntaba con un nudo las dos correas más largas.

Luego ató un extremo de la correa alargada alrededor de los tobillos de Quinn y luego pasó el resto alrededor de su cuello y lo llevó de nuevo a los tobillos, tirando fuertemente para levantar la cabeza del prisionero y encogerle las piernas hacia el tronco. Era un antiguo método extraordinariamente eficaz. En caso de que el cautivo forcejeara, se estrangularía ya que las correas estaban fuertemente anudadas y convertían el cuerpo de Quinn en un arco, cuyos bordes externos eran el cuello y los pies. Aunque sólo tratara de relajar las piernas, la correa le oprimiría el cuello.

Quinn soltó una sarta de palabrotas y Bond, enfurecido ante el hecho de que su viejo amigo fuera un topo, le propinó un fuerte puntapié en las costillas.

– ¡Cállate ya! -gritó, tomando un pañuelo e introduciéndoselo en la boca.

Ahora, por primera vez, Bond tuvo oportunidad de echar un vistazo a su alrededor. El mobiliario de la estancia era de puro estilo decimonónico: un escritorio de madera maciza, librerías que se elevaban hasta el techo y sillones de respaldo curvo. Kirchtum se hallaba todavía sentado junto al escritorio y tenía el rostro muy pálido y las manos temblorosas. El extrovertido hombretón se había transformado en un ser asustadizo y lloriqueante.

Bond se acercó al transmisor, pisando los libros esparcidos por el suelo. El operador radiofónico estaba hundido en la silla y su sangre, de un rojo intenso, goteaba sobre la descolorida alfombra. Bond lo empujó sin miramientos para expulsarlo de la silla. No reconoció su rostro, retorcido en la inesperada agonía de la muerte. El otro cadáver yacía espatarrado contra la pared, como un borracho en una fiesta. Bond no podía recordar su nombre, pero había visto su fotografía en los archivos: un criminal germano-oriental con inclinaciones terroristas. Se podían alquilar igual que los automóviles, pensó, volviéndose a mirar a Kirchtum.

– ¿Cómo se las arreglaron? -preguntó, aun bajo los efectos de la traición de Quinn.

– ¿Arreglaron? -preguntó Kirchtum como si no le comprendiera.

– Mire… -empezó a decir Bond casi a gritos antes de recordar que el inglés de Kirchtum no siempre era perfecto y podía haberle fallado en aquel instante. Se acercó a él y le rodeó los hombros con un brazo, hablando en voz baja y tono comprensivo-. Mire, Herr Doktor, necesito que me facilite una rápida información; sobre todo, si queremos volver a ver con vida a las dos damas.

– Oh, Dios mío -exclamó Kirchtum, cubriéndose el rostro con sus manazas-. Yo tengo la culpa de que miss May y su amiga… Nunca hubiera debido permitir que miss May abandonara la clínica -añadió casi al borde de las lágrimas.

– No, no… Usted no tiene la culpa. ¿Cómo hubiera podido saberlo? Cálmese y conteste a mis preguntas con la mayor precisión posible. ¿Cómo consiguieron estos hombres entrar y retenerle aquí?

Kirchtum se pasó los dedos por el rostro y miró a Bond con expresión desolada.

– Estos…, estos dos… -dijo, señalando los dos cadáveres-. Se hicieron pasar por técnicos que venían a reparar la antenne…, ¿cómo la llaman ustedes? ¿El poste? Lo de la televisión…

– La antena de televisión.

– Ja, la antena de televisión. La enfermera de guardia les abrió la puerta y les acompañó al tejado. No sospechó nada raro. Cuando la vi acercarse, la cosa me olió a chamusquina.

– ¿Pidieron hablar con usted?

– Aquí en mi despacho. Sólo más tarde me enteré de que habían instalado una antenne para su equipo de radio. Cerraron la puerta. Me amenazaron con usar las armas y torturarme. Me ordenaron que dejara la dirección de la clínica en manos de mi ayudante y dijera que estaré ocupado en mi despacho con asuntos de negocios durante uno o dos días. Se rieron cuando tuve que decir que estaría ligado. Llevaban pistolas. Armas. ¿Qué podía hacer?

– No se puede discutir con las pistolas cargadas -convino Bond-, como usted puede ver -añadió, señalando con un movimiento de la cabeza a los dos cadáveres y mirando a Steve Quinn, que gruñía por lo bajo y se retorcía sin cesar-. ¿Y cuándo llegó esta basura?

– La misma noche, pero más tarde. A través de la puerta vidriera, como usted.

– ¿Qué noche fue ésa?

– La del día siguiente de la desaparición de las damas. Los dos primeros, por la tarde, y el otro, por la noche. Entonces ya me habían inmovilizado en este sillón. Me tuvieron constantemente aquí, excepto cuando tenía que cumplir mis funciones… -Bond le miró sorprendido y Kirchtum explicó que se refería a las funciones naturales-. Al fin, me negué a transmitirle a usted mensajes por teléfono. Hasta entonces, se habían limitado a amenazarme. Pero después…

Bond ya había visto el cuenco de agua y las grandes pinzas conectadas a un enchufe de la pared. Asintió con la cabeza, imaginando lo que Kirchtum había sufrido.

– ¿Y la radio? -preguntó.

– Ah, sí. La utilizaban muy a menudo. Dos, tres veces al día.

– ¿Oyó usted algo?

Bond estudió la radio y vio que había dos auriculares acoplados al receptor.

– Casi todo. A veces, se ponían los auriculares, pero allí hay unos altavoces, ¿alcanza verlos usted?

Había, en efecto, dos pequeños altavoces en el centro del aparato.

– Dígame lo que oyó.

– ¿Qué puedo decirle? Hablaban. Otro hombre hablaba desde lejos…

– ¿Quién hablaba primero? ¿Les llamaba el otro hombre?

– Ah, sí -dijo Kirchtum, tras reflexionar un instante-. La voz se oía en medio de muchas crepitaciones.

Bond, de pie junto al sofisticado transmisor de alta frecuencia, vio que se iluminaban los cuadrantes y oyó un leve chirrido a través de los altavoces… A juzgar por la posición de los cuadrantes, debían de hablar con alguien que se encontraba muy lejos, entre seiscientos y seis mil kilómetros de distancia.

– ¿Puede recordar si los mensajes se recibían en horas determinadas?

Kirchtum frunció el ceño y asintió.

– Ja. Sí, creo que sí. Por la mañana. Temprano. A las seis. Después, al mediodía…

– ¿A las seis de la tarde y de nuevo a medianoche?

– Algo así, sí. Pero no exactamente.

– Un poco antes de la hora o un poco después, ¿verdad?

– Eso es.

– ¿Alguna otra cosa?

El médico hizo una pausa, reflexionó un instante y asintió.

– Ja. Sé que deben enviar un mensaje cuando se comunique la noticia de que usted va a salir de Salzburgo. Tienen a un hombre vigilando…

– ¿En el hotel?

– No. Oí la conversación. Vigila la carretera. Telefoneará cuando usted se vaya y ellos harán una señal con la radio. Tienen que utilizar unas palabras especiales.

– ¿Puede recordarlas?

– Algo así como «el paquete se ha enviado a París».

Muy en consonancia con la ruta, pensó Bond. Intriga y misterio. Los rusos, como antes los nazis, leían demasiadas noveluchas de espionaje.

– ¿Había otras palabras especiales?

– Sí, usaban otras. El hombre que se hallaba al otro extremo del hilo se llama a sí mismo «Ala de Halcón»… Un nombre un poco raro a mi parecer.

– ¿Y los de aquí?

– Los de aquí se llaman «Macabro».

– O sea que, cuando la radio se enciende, los del otro extremo dicen algo así como «Macabro, aquí Ala de Halcón…».

– Cambio.

– Cambio, sí. Y aquí contestan: «Adelante, Ala de Halcón».

– Eso es exactamente lo que dicen, sí.

– ¿Por qué ninguno de sus colaboradores ha entrado en su despacho ni avisado a la policía? Tiene que haberse producido algún ruido. Yo he utilizado una pistola.

– El ruido de su pistola se puede haber escuchado a través de la puerta vidriera, pero nada más -contestó Kirchtum, encogiéndose de hombros-. Mi despacho está insonorizado porque, a veces, hay ruidos molestos en la clínica. Por eso abrían esta puerta. La abrían algunas veces al día para que circulara un poco el aire. Aquí dentro, la atmósfera puede ser muy opresiva. Hasta la puerta está insonorizada con cristales dobles.

Bond asintió en silencio y consultó su reloj. Ya eran casi las once cuarenta y cinco. Ala de Halcón efectuaría la llamada de un momento a otro y el hombre de Quinn estaría montando guardia en proximidad de la autobahn de Ell. Más aún, probablemente tenía todas las salidas vigiladas. Todo era muy pulcro y profesional. Mucho mejor que tener a un solo hombre en el hotel.

Sin embargo, convenía ganar tiempo. Quinn había dejado de retorcerse en el suelo y Bond ya empezaba a elaborar un plan para que no se le escapara de las manos. El hombre llevaba mucho tiempo en aquel juego, y su experiencia y habilidad le convertían en un hueso muy duro de roer, incluso en las más favorables condiciones de interrogatorio. Bond sabía que sólo había un medio de ablandar a Steve Quinn.

Se acercó a la encogida figura y se arrodilló junto a ella.

– Quinn -dijo en voz baja mientras el otro le dirigía una dolorosa mirada de soslayo-, necesitamos tu colaboración.

Quinn gruñó a través de la mordaza improvisada. Estaba claro que no iba a colaborar.

– Sé que el teléfono no es seguro, pero llamaré a Viena para que transmitan el mensaje a Londres. Quiero que escuches con mucha atención.

Bond se dirigió al escritorio, tomó el teléfono y marcó el 0222-43-16-08 de la Oficina de Turismo de Viena donde sabía que, a aquella hora de la noche, habría un contestador automático. Mantuvo el aparato un poco apartado de su oído para que Quinn pudiera escuchar por lo menos una respuesta amortiguada. Cuando ésta se produjo, se comprimió el teléfono al oído y pulsó simultáneamente el botón de desconexión.

– Depredador -dijo en voz baja-, Sí. Prioridad para Londres sobre repetición y actuación con la máxima urgencia -añadió-. Roma ha descarrilado -hizo otra pausa como si escuchara-. Sí, trabaja para el Centro. Le tengo a él, pero necesitamos algo más. Quiero un equipo de secuestro en el apartamento veintiocho del número cuarenta y ocho de la Via Barberini… está al lado de las oficinas de la JAL, las líneas aéreas japonesas. Que secuestren a Tabitha Quinn y esperen órdenes. Diles que avisen a Hereford y llamen a un psíquico, si «M» no quiere mancharse las manos.

Oyó que Quinn gruñía y se agitaba a su espalda. Una amenaza contra su esposa era lo único que podía hacerle efecto.

– Bueno. Será suficiente. Ya seguiré informando, pero quizá sea necesaria una conclusión o una semiconclusión.

Bond colgó el teléfono y, cuando volvió a arrodillarse junto a Quinn, observó que los ojos del hombre habían cambiado; ahora, el odio estaba teñido de inquietud.

– Bueno, Steve. Nadie te va a hacer daño. Pero me temo que no se puede decir lo mismo de Tabby. Lo siento.

No había forma de que Quinn pudiera sospechar una simulación o una doble simulación. Llevaba mucho tiempo en el Servicio y sabía que la petición de un psíquico -el nombre con que se designaba en el Servicio a los asesinos a sueldo- no era una vana amenaza. Conocía las diversas torturas que su mujer podía padecer antes de morir.

– Creo que habrá una llamada dentro de poco -añadió Bond-. Voy a atarte a la silla delante de la radio. Contesta con rapidez. Termina en seguida. En caso necesario, simula una mala transmisión. Pero no se te ocurra pasarte de listo, Steve… No omitas palabras ni incluyas frases de «alerta». Yo me daré cuenta, como tú bien sabes. De la misma manera que tú podrías detectar una respuesta tramposa. Si haces un movimiento en falso, te despertarás en Warminster, te someterán a un largo interrogatorio y pasarás en la cárcel un tiempo todavía más largo. También te mostrarán las fotografías de lo que le hicieron a Tabby antes de morir. Eso te lo juro. Bueno, pues…

Arrastró a Quinn a la silla de la radio, modificó la posición de las correas para que no lo estrangularan y lo amarró fuertemente a la silla. Estaba tranquilo porque Steve Quinn parecía haber perdido la partida. Aunque cualquiera sabía. El desertor podía estar adoctrinado hasta el punto de sacrificar a su mujer.

Al fin, le preguntó a Quinn si estaba dispuesto a jugar limpio. El hombrón asintió con gesto abatido y Bond le quitó la mordaza de la boca.

– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó Quinn en voz baja.

– Son cosas que ocurren en las mejores familias, Steve. Si haces lo que se te ordene, hay alguna posibilidad de que los dos salgáis con vida.

En aquel momento, el transmisor empezó a zumbar y crepitar. Una mano de Bond se acercó al interruptor de recepción y transmisión, colocado en posición de recepción. Una voz incorpórea recitó la clave:

– Ala de Halcón a Macabro. Ala de Halcón a Macabro. Adelante, Macabro.

Bond le hizo una seña a Quinn, colocó el interruptor en la posición de transmisión y, por primera vez en muchos años, musitó una oración.

12 Inglaterra espera

– Macabro, te escucho, Ala de Halcón. Cambio.

La voz de Steve Quinn sonaba demasiado firme para el gusto de Bond, pero no había más remedio que dejarle seguir. La voz del otro extremo chirrió a través de los pequeños altavoces.

– Ala de Halcón a Macabro, comprobación de rutina. Informa sobre la situación. Cambio.

Quinn hizo una imperceptible pausa y Bond le acercó el cañón de la ASP al oído.

– Situación normal. Esperamos desarrollo de acontecimientos. Cambio.

– Llama cuando el paquete esté en camino. Cambio.

– De acuerdo, Ala de Halcón. Cambio y cierro.

Hubo un silencio mientras Bond colocaba de nuevo el interruptor en posición de recepción. Después, se dirigió a Kirchtum y le preguntó si todo le había sonado normal.

– Como siempre -contestó el médico.

– Muy bien, Herr Doktor. Ahora es cuando interviene usted. ¿Puede darle algo a este hijo de puta que le haga dormir cuatro o cinco horas sin que cuando se despierte esté medio atontado y hable con la voz pastosa o algo por el estilo?

– Tengo precisamente lo que me pide.

Kirchtum sonrió por primera vez mientras se levantaba trabajosamente de la silla y se dirigía con paso vacilante hacia la puerta. A medio camino, se percató de que no llevaba calcetines ni zapatos y volvió sobre sus pasos para recogerlos. Se los puso y abandonó muy despacio la estancia.

– Si, por casualidad, hubieras alertado a Ala de Halcón, sabes que Tabby no durará demasiado una vez te descubramos. Haz lo que te ordeno, Quinn, y yo, por mi parte, haré cuanto pueda por ti. Pero la primera persona por quien debes preocuparte es por tu mujer. ¿Está claro?

Quinn le miró con el odio del traidor que se sabe acorralado.

– Eso vale también para tu información. Quiero respuestas claras y las quiero ahora.

– Quizá no tenga las respuestas.

– Dime sencillamente lo que sepas. Al final, ya sabremos lo que es verdad y lo que es mentira.

Quinn no contestó.

– Primero, ¿qué va a ocurrir en París? ¿En el hotel George Cinq?

– Nuestra gente irá por ti. En el mismo hotel.

– Pero eso ya lo hubierais podido hacer aquí. Me consta que bastantes personas lo han intentado ya.

– No eran de las mías. No pertenecían al KGB. Contábamos con que vendrías aquí después del secuestro de May y Moneypenny. Sí, nosotros organizamos el secuestro. Teníamos la idea de echártenos encima a partir de aquí. Llevarte a Salzburgo fue como meterte en un túnel.

– Entonces, ¿no fueron los tuyos quienes intentaron matarme en el automóvil?

– No. Fue alguien de la competencia. Sustituyeron a los hombres del Servicio. Yo no tuve nada que ver con eso. Te ha estado protegiendo constantemente un ángel de la guarda. Los dos hombres que te asigné pertenecían al puesto de Roma. Pensaba quemarles en cuanto te dejaran sano y salvo en Salzburgo.

– ¿Para enviarme después a París?

– Sí, maldita sea. Si fuera otra persona y no Tabby, yo…

– Pero es de Tabby de quien estamos hablando -Bond hizo una pausa-. ¿París? ¿Por qué París?

Quinn clavó los ojos en los de Bond. El hombre sabía algo más.

– ¿Por qué París? Acuérdate de Tabby.

– Según las reglas, tiene que ser en Berlín, París o Londres. Quieren tu cabeza, Bond, pero desean verla. Nosotros aspirábamos a la recompensa, pero el hecho de cortarte la cabeza no era suficiente. Tenía instrucciones de llevarte a París. La gente de allí tiene órdenes de atraparte y…

Se detuvo como si ya hubiera dicho bastante.

– ¿Y entregar el paquete?

Hubo una pausa de quince segundos.

– Sí.

– Entregarlo, ¿dónde?

– Al Hombre.

– ¿A Tamil Rahani? ¿Al jefe de ESPECTRO?

– Sí.

– Entregarlo, ¿dónde? -repitió Bond.

No hubo respuesta.

– Acuérdate de Tabby, Quinn. Me encargaré de que Tabby sufra mucho antes de morir. Luego irán por ti. ¿Dónde me tienen que entregar?

El silencio se prolongó varios minutos.

– En Florida.

– ¿En qué lugar de Florida? Florida es muy grande. ¿Dónde? ¿En Disneylandia?

– La punta más meridional de los Estados Unidos -contestó Quinn, apartando la mirada.

– Ya -dijo Bond, y asintió con la cabeza.

Los cayos de Florida, pensó. Aquella hilera de islotes que se extiende a lo largo de ciento cincuenta kilómetros en el océano. El Cayo de Bahai Honda, el Cayo de Pino Gordo, el Cayo de Cudjoe, el Cayo de Boca Chica… Acudieron a su mente los nombres de los más famosos. Sin embargo, la punta más meridional era Cayo Oeste (o Key West), antigua morada de Ernest Hemingway, ruta del tráfico de narcóticos, paraíso turístico con toda una serie de islitas al otro lado del arrecife. Un lugar ideal, pensó Bond. Cayo Oeste… ¿Quién hubiera podido imaginar que ESPECTRO fuera a instalar allí su Cuartel General?

– Cayo Oeste -dijo en voz alta, y Quinn asintió levemente con expresión avergonzada-. París, Londres o Berlín. Hubieran podido incluir Roma y otras importantes ciudades. Cualquier sitio donde pudieran colocarme en un vuelo directo a Miami, ¿eh?

– Supongo que sí.

– ¿En qué lugar exacto de Cayo Oeste?

– Eso ya no lo sé. De veras que no lo sé.

Bond se encogió de hombros como para dar a entender que no le importaba.

Se abrió la puerta y entró Kirchtum. Sonreía de oreja a oreja y llevaba en la mano un cuenco cubierto con un lienzo.

– Creo que tengo lo que necesita.

– Muy bien -contestó Bond, devolviéndole la sonrisa-. Y yo creo que tengo lo que necesito. Déjele fuera de combate, Herr Doktor.

Quinn no opuso resistencia mientras Kirchtum le subía la manga, le limpiaba con algodón una zona del brazo y le clavaba una aguja hipodérmica. Antes de que transcurrieran diez segundos, Quinn se le relajó el cuerpo y la cabeza le cayó hacia adelante. Bond ya estaba nuevamente ocupado con las correas.

– Dormirá unas cuatro o cinco horas. ¿Se va usted?

– Sí, tan pronto como me cerciore de que no se podrá escapar en cuanto despierte. Uno de los míos llegará primero para encargarse de que reciba la llamada telefónica de su vigilante y la transmita a la fuente. Tengo que disponerlo todo. Mi hombre utilizará las palabras «Me encontrará la luz de la luna». Y usted contestará: «Orgullosa Titania». ¿Entendido?

– Eso es Shakespeare, El sueño de una medianoche de verano, ja?

– El sueño de una noche de verano. Ja.

– Noche o medianoche, ¿qué importancia tiene eso?

– Para el señor Shakespeare está claro que debía tenerla. Es mejor decir las cosas correctamente -dijo Bond mirando con una sonrisa al corpulento médico-. ¿Podrá hacer todo eso que le pido?

– Póngame a prueba Herr Bond.

Cinco minutos más tarde, Bond subió al Saab y regresó a toda prisa al hotel. Desde su habitación, llamó a Nannie para disculparse por el retraso.

– Ha habido un pequeño cambio de planes -le dijo-. Espera aquí. Díselo a Sukie. Volveré a llamarte enseguida. Con un poco de suerte, saldremos antes de una hora.

– Pero, ¿qué demonios pasa? -preguntó Nannie, visiblemente enojada.

– Quedaos aquí y no os preocupéis, que no me iré sin vosotras.

– Eso faltaría -replicó ella, colgándole el teléfono.

Bond sonrió para sus adentros, abrió la cartera que contenía el desmodulador CC-500 y lo ajustó al teléfono.

Aunque, a todos los efectos, estaba completamente solo, ya era hora de llamar al Servicio y pedirle un poco de ayuda.

Marcó el número de Regent's Park, de Londres, sabiendo que la línea era segura, y preguntó por el oficial de guardia, el cual se puso casi inmediatamente al aparato. Tras identificarse, Bond empezó a darle instrucciones. Quería transmitir rápidamente una información a «M» y después al residente de Viena. Se mostró muy firme y concreto y aseguró que sólo había una manera de abordar el asunto: la suya. De otro modo, podían perder la mayor oportunidad de su vida. ESPECTRO se había convertido en un blanco fácil que sólo él podía atacar. Sus instrucciones deberían cumplirse a rajatabla. Terminó repitiendo el número de su habitación del hotel y pidió que le devolvieran la llamada cuanto antes.

La respuesta apenas tardó quince minutos. «M» había dado el visto bueno a todas las instrucciones de Bond y la operación ya se había transmitido a Viena. Un avión privado transportaría a un equipo de cinco personas, tres hombres y dos mujeres. Estos esperarían en el aeropuerto de Salzburgo a Bond, el cual debería conseguir autorización para un vuelo privado a Zurich por medio de su pasaporte B de la Universal Export. Se hicieron reservas en el vuelo 115 de la Pan American de Zurich a Miami con salida a las 10.15, hora local. Bond dio las gracias al oficial de guardia y estaba a punto de colgar el aparato cuando el oficial le detuvo.

– Depredador.

– ¿Si?

– «M» dice: «Inglaterra espera». Nelson, supongo… «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber.»

– Sí -contestó Bond, exasperado-. Sí, conozco la cita.

– Y dice que buena suerte, señor.

Sabía que la iba a necesitar. Retiró el CC-500 y marcó el número de la habitación de Nannie.

– Todo arreglado. Ya estamos casi listos para la partida.

– Ya era hora -la voz de la chica parecía llevar la huella de una sonrisa-. ¿Adónde vamos?

– A ver al Mago -contestó Bond, riéndose sin ganas-. El maravilloso Mago de Oz.

13 Buenas noches, mister Boldman

– James, James, te equivocas de camino. Dejaste el Bentley en el aparcamiento de la izquierda. ¿No te acuerdas?

– No lo vayas pregonando por ahí, Sukie. No utilizaremos el Bentley.

A la vuelta, tras aparcar el Saab, Bond efectuó un desvío y utilizó el viejo truco de introducir las llaves del Bentley en el tubo de escape. No era tan seguro como a él le hubiera gustado, pero no tenía más remedio que conformarse. Ahora estaban cargando el equipaje en el Saab.

– No… -empezó a decir Nannie, respirando hondo.

– Tenemos un medio de transporte alternativo -contestó Bond en tono autoritario.

Su plan de desbordar el flanco de ESPECTRO dependía enteramente de la precaución y de la habilidad. Pensó incluso en dejar a Sukie y a Nannie en el hotel. Sin embargo, a menos que pudiera aislarlas, era mejor llevarlas consigo. De todos modos, ya le habían demostrado su intención de permanecer a su lado. Si ahora las dejara, tal vez hubiera problemas.

– Espero que vuestros visados norteamericanos estén al día -dijo Bond, tras haber cargado el equipaje y puesto en marcha el motor.

– ¿Norteamericanos? -repitió Sukie con voz estridente.

– ¿No tenéis los visados en regla?

Bond salió del aparcamiento y empezó a circular por las calles que les llevarían al aeropuerto.

– ¡Pues claro que lo están! -contestó Nannie, ofendida.

– No tengo nada que ponerme -dijo Sukie.

– Unos pantalones vaqueros y una blusa serán suficientes allí donde vamos.

Bond esbozó una sonrisa mientras enfilaba la carretera de Innsbruck. Los faros delanteros del automóvil iluminaron por un instante la señal indicadora del Flughafen.

– Os tengo que decir otra cosa -añadió-. Antes de que abandonemos este automóvil, tendréis que guardar vuestra quincallería en una de mis maletas. Vamos a Zurich y luego tomaremos un vuelo directo a los Estados Unidos. Tengo un compartimento protegido en la maleta grande y nuestras armas deberán guardarse allí. En Zurich, tomaremos un vuelo comercial.

Nannie empezó a protestar y Bond la cortó en seco.

– Las dos habéis decidido permanecer a mi lado. Si os queréis marchar, decidlo ahora y dispondré que os acompañen nuevamente al hotel. Os lo pasaréis muy bien, yendo a todos estos conciertos de Mozart.

– Vendremos pase lo que pase -dijo Nannie con firmeza-. Las dos. ¿No es cierto, Sukie?

– Pues claro.

– Todo arreglado entonces -Bond vio que las indicaciones del Flughafen eran cada vez más numerosas-. Un aparato privado vendrá a recogernos. Tendré que pasar cierto tiempo con las personas que viajan a bordo del mismo. Me temo que vosotras no podréis estar presentes. Después nos iremos a Zurich.

En el aparcamiento del aeropuerto, Bond abrió la portezuela trasera del coche y sacó una maleta plegable Samsonite. La Rama Q la había modificado, colocando en el centro un resistente compartimento adicional de cierre por cremallera, impermeable a todos los controles habituales de los aeropuertos y muy útil para Bond cuando viajaba con líneas aéreas que no permitían llevar armas personales.

– Por favor, señoras, cualquier cosa que no puedan llevar -dijo extendiendo una mano mientras Sukie y Nannie se levantaban las faldas y sacaban de sus ligueros dos fundas idénticas de pistolas automáticas. Tras haber vuelto a colocar la maleta en el portaequipajes, Bond las invitó a subir otra vez al vehículo.

– No olvidéis que vais desarmadas. No obstante, por lo que a mí me consta, no hay peligro. Las personas que me persiguen, me habrán perdido la pista. Estaré con el director del aeropuerto.

Añadió que no tardaría mucho y se encaminó hacia los edificios del aeropuerto. El director ya había sido advertido y el aterrizaje del aparato de los ejecutivos le parecía de todo punto normal.

– Se encuentran a unos ochenta kilómetros y ya están iniciando las maniobras de aproximación -le dijo a Bond-. Creo que van a necesitar ustedes una sala para celebrar una pequeña reunión mientras se revisa el aparato.

Bond asintió y pidió disculpas por las molestias de tener que abrir el aeropuerto a aquella hora de la noche.

– Menos mal que hace buen tiempo -dijo el director con una leve sonrisa-. De noche, no sería posible si estuviera muy nublado.

Salieron a la explanada de estacionamiento y Bond vio que habían iluminado el aeropuerto para facilitar el aterrizaje. Al cabo de unos minutos, distinguieron las luces intermitentes rojas y verdes, bajando por el invisible sendero de aproximación a la pista principal de aterrizaje. A los pocos segundos, el pequeño jet HS-125 Exec, carente de cualquier indicación, pero con un número británico de identificación, apareció silbando en el umbral, tocó limpiamente tierra y se acercó con una brusca desaceleración. El piloto debía de haber utilizado el aeropuerto de Salzburgo con anterioridad y conocía sus límites. El aparato se detuvo, obedeciendo las señales de alguien que parecía un bateador de béisbol con un par de bastones luminosos.

Se abrió la portezuela anterior y se desdobló la escalerilla. Bond no reconoció a las dos mujeres, pero se alegró de que, por lo menos, dos de los hombres que bajaron fueran personas con quien ya había colaborado antes. El más antiguo de ellos era un bronceado y atlético joven llamado Crispin Thrush, que tenía una experiencia en el Servicio casi tan variada como la suya.

Crispin le estrechó la mano a Bond y le presentó a los restantes componentes del equipo, mientras el director les acompañaba a una pequeña y desierta sala de reuniones. Sobre la mesa circular, había café, botellas de agua mineral y unos cuadernos de notas.

– Servios -dijo Bond, mirando a sus colaboradores-. Yo me voy a lavar las manos y vuelvo.

Le hizo a Crispin una seña con la cabeza y éste le siguió y le acompañó al aparcamiento del aeropuerto donde ambos empezaron a hablar en voz baja.

– ¿Te han informado? -le preguntó Bond.

– Sólo lo esencial. Dijeron que tú ya me ampliarías los datos.

– Bien. Tú y otro de los chicos tomaréis el Saab de alquiler -aquél que está allí con las dos chicas dentro- y os iréis directamente a la Klinik Mozart. ¿Conocéis el camino?

– Sí -asintió Thrush, eso ya nos lo indicaron. Y me dijeron algo casi increíble…

– ¿Te refieres a Steve?

Thrush asintió de nuevo.

– Bien, pues, es cierto. Le encontraréis allí, durmiendo como un tronco gracias al narcótico que le ha administrado el director de la clínica, el Doktor Kirchtum, que es una auténtica bendición de Dios. Quinn y un par de sinvergüenzas le han retenido allí.

A continuación añadió que deberían llevar a cabo una labor de limpieza y preparar a Quinn para la llamada telefónica del hombre del KGB que vigilaba la carretera, aguardando el paso del Bentley.

– Cuando transmita el informe radiofónico, escúchale y obsérvale con cuidado, Crispin. Es un bellaco y no hace falta que te diga lo peligroso que puede ser. Conoce bien todos los trucos y sólo he conseguido su colaboración amenazando a su esposa.

– Tengo entendido que han secuestrado a Tabby. Está escondida en uno de nuestros pisos francos de Roma. Me imagino que la pobre chica estará un poco desconcertada.

– Seguramente no se lo cree. Dice que no tenía la menor idea de que Steve hubiera desertado. Sea lo que fuere, si todo el equipo tiene que viajar en el Saab, será mejor que dejes a las dos chicas que habéis traído y al otro muchacho en el Goldener Hirsh. Si no nos entretenemos en la sala de reuniones, el equipo del Bentley se podrá poner en marcha. El vehículo será observado; por consiguiente, cerciórate de que haya tiempo de resolver todos los asuntos en la clínica cuando despierte Quinn, antes de que el Bentley se ponga en camino. El vigilante dará por descontado que me dirijo a París con mis acompañantes. Eso los confundirá un rato.

Luego, Bond le indicó a Crispin dónde estaba el Bentley, con las llaves en el tubo de escape, y el camino que debería seguir el equipo en su viaje a París. Una vez transmitidos los mensajes, Crispin y su hombre deberían trasladar a Steve Quinn a Viena por la vía más rápida.

Aquí tienes los billetes. Con los mejores saludos del residente -dijo Crispin, metiéndose una mano en un bolsillo de la chaqueta y sacando un grueso sobre alargado.

Bond se lo guardó sin abrirlo en su bolsillo, mientras ambos regresaban despacio a la sala de reuniones. Permanecieron allí menos de quince minutos, tomando café e improvisando una reunión de negocios sobre exportación de chocolate.

Por fin, Bond se levantó.

– Bien, señoras y señores, nos veremos fuera.

Ya había dispuesto que Sukie y Nannie ni siquiera pudieran ver al equipo que acababa de llegar. Echó mano de sus dotes persuasivas para conseguir que un hombre sacara su equipaje del Saab y después acompañó rápidamente a las chicas al edificio del aeropuerto donde las aguardaba el director. Se reunió con ellas unos minutos más tarde, tras haberle entregado a Crispin las llaves del Saab, y deseó suerte al nuevo equipo.

– «M» te va a freír en aceite como esto falle -le dijo Crispin sonriendo.

Bond arqueó una ceja mientras un pequeño mechón de cabello le caía sobre la sien derecha.

– Si es que queda algo de mí para freír. Mientras hablaba, Bond tuvo la extraña premonición de que le acechaba un inminente desastre.

– Tratamiento de personaje importante -dijo Sukie muy contenta al ver el aparato-. Como en los viejos tiempos con Pasquale.

Nannie entró en el juego sin ninguna dificultad. Al cabo de unos minutos, ya se encontraban a bordo con los cinturones abrochados. El avión se deslizó por la pista de despegue y se elevó hacia el negro agujero de la noche. La azafata les sirvió bebidas y bocadillos y luego con mucha discreción les dejó solos.

– Bueno, por enésima vez, ¿adónde vamos, James?

– Y, lo que es más importante, ¿por qué? -terció Nannie, tomando un sorbo de agua mineral.

– El dónde es Florida. Primero, Miami y después, el sur. El porqué ya es más difícil de contestar.

– Ponnos a prueba -dijo Nannie sonriéndole y mirándole por encima de sus gafas de abuelita.

– Bueno, resulta que teníamos una manzana podrida en el cesto. Alguien en quien confiaba. Me tendió una trampa y ahora le devuelvo la pelota organizando una pequeña operación de distracción para que su gente crea que nos dirigimos a París. Sin embargo, como podéis ver, viajamos a lo grande con destino a Zurich. Desde allí nos trasladaremos, por cortesía de la Pan American Airlines, a Miami. En primera clase, claro, pero sugiero que nos separemos en cuanto lleguemos a Zurich. Aquí tienen sus pasajes, señoras.

Abrió el sobre que le había entregado Crispin y les dio los alargados cuadernillos blancos y azules que contenían las reservas para el vuelo Zurich-Miami efectuadas a nombre de la principessa Sukie Tempesta y de miss Nannette Norrich. El se quedó con los billetes de la Providence and Boston Airlines que les trasladarían de Miami a Cayo Oeste. Por una inexplicable razón, le pareció mejor no revelarles el destino final hasta el último minuto. Echó un vistazo a su billete para cerciorarse de que estuviera a nombre de míster J. Boldman, el alias que utilizaba en su pasaporte B, en el cual figuraba como director de empresa. Todo parecía en orden.

Acordaron desembarcar por separado en Zurich, viajar independientemente en el vuelo de la Pan American y reunirse de nuevo en el mostrador de la compañía Delta Airlines en el principal edificio del Aeropuerto Internacional de Miami.

– Utilizad los servicios de un mozo para llegar allí -les aconsejó Bond-. El sitio es muy grande y os podéis perder fácilmente. Y mucho cuidado con los mendigos legales: Hare Krishna, monjas de pacotilla o lo que sea porque son…

– Una auténtica plaga -dijo Nannie, completando la frase-. Ya lo sabemos, James, hemos estado en Miami otras veces.

– Perdón. Bueno, pues, todo arreglado. Si alguna de vosotras se arrepintiera…

– Eso también lo hemos superado. Vamos a seguir -dijo Nannie con firmeza.

– Hasta el amargo final, James -añadió Sukie, inclinándose hacia adelante para cubrirle la mano con la suya.

Bond asintió en silencio. En Zurich, las vio tomando un tentempié en uno de los espléndidos cafés que proliferan en aquel pulcro y agradable aeropuerto. Por su parte, él se tomó un calé y una medialuna antes de embarcar en el aparato de la Pan American.

En el 747, Sukie y Nannie se acomodaron en la parte delantera y Bond ocupó un asiento de ventanilla un poco más atrás, en la banda de estribor. Ninguna de ellas se volvió a mirarle. A Bond le sorprendió con cuanta rapidez Sukie había aprendido la técnica; la actuación de Nannie la daba por descontada porque la muchacha ya le había demostrado con creces lo que era capaz de hacer.

La comida fue aceptable, el vuelo, más bien aburrido y la película violenta y muy cortada. Hacía calor y había mucha gente cuando tomaron tierra en el Aeropuerto Internacional de Miami poco después de las ocho de la tarde. Sukie y Nannie ya se encontraban junto al mostrador de la compañía Delta cuando Bond llegó allí.

– Bueno, pues -les dijo a modo de saludo-. Ahora pasaremos por la Puerta E para tomar el vuelo de la Providence and Boston Airlines.

Les entregó los pasajes del vuelo final.

– ¿Cayo Oeste? -preguntó Nannie.

– Lo llaman el Ultimo Refugio -dijo Sukie, riéndose-. Estupendo. Nunca había estado allí.

– Pues ahora se te ofrece la oportunidad. Quiero llegar…

La señal de un anuncio le obligó a interrumpir la frase. Abrió la boca para seguir hablando, en la creencia de que iba a ser una llamada de rutina para algún vuelo, cuando la voz mencionó el apellido Boldman.

– Se ruega a míster James Boldman, pasajero recién desembarcado de Zurich, que acuda al mostrador de información situado frente al mostrador de la British Airways. Mister Boldman, por favor.

– Iba a decir que quería llegar de incógnito -dijo Bond, encogiéndose de hombros-. Pues menudo incógnito. Debe de haber alguna novedad de mi gente. Esperadme aquí.

Se abrió paso por entre las distintas colas de pasajeros y maletas que aguardaban para embarcar. En el mostrador de recepción, una rubia de dientes deslumbradoramente blancos y labios rojo sangre le miró parpadeando.

– ¿En qué puedo servirle?

– Hay un mensaje para James Boldman -contestó él, observando que la rubia miraba por encima de su hombro izquierdo y hacía una leve seña con la cabeza.

La voz sonó suave e inequívoca en su oído.

– Buenas tardes, míster Boldman. Me alegro de verle.

Steve Quinn se pegó a su cuerpo cuando él se volvió a mirarle. Bond sintió el cañón de la pistola hundiéndose en las costillas mientras en su rostro se dibujaba una expresión de asombro.

– Cuánto me alegro de que volvamos a vernos, míster… ¿cómo se llama ahora? ¿Boldman?

El doctor Kirchtum se encontraba a su derecha y esbozaba una cordial sonrisa de bienvenida.

– Pero, ¿qué…? -empezó a preguntar Bond.

– Dirígete tranquilamente hacia las puertas de salida de allí -le ordenó Quinn, sonriendo con toda naturalidad-. Olvídate de tus compañeras de viaje y del vuelo de la Providence and Boston Airlines. Iremos a Cayo Oeste por otra ruta.

14 La ciudad sin escarcha

El vuelo fue muy tranquilo. Sólo se oía el leve zumbido de los motores de reacción. Bond, que sólo había podido echar un breve vistazo antes de subir a bordo, pensó que debía ser un Aerospatiale Corvette, con su característico morro alargado. El interior estaba decorado en tonos azules y dorados, y había seis millones giratorios y una alargada mesa central.

Fuera, reinaba la oscuridad con alguna que otra luz ocasional a lo lejos. Bond supuso que debían estar sobrevolando los pantanos de los Everglades o dando una vuelta para dirigirse a Cayo Oeste, al otro lado del mar.

La inicial sorpresa de verse flanqueado por Quinn y Kirchtum se desvaneció rápidamente. En su profesión, aprendía uno a reaccionar en el acto. En la situación en que se encontraba, no tenía más remedio que seguir las instrucciones de Quinn: era su única posibilidad de supervivencia.

Hubo un momento de vacilación cuando notó el cañón del arma contra sus costillas. Luego obedeció y caminó tranquilamente entre los dos corpulentos individuos pegados a él como dos policías que acabaran de arrestarle discretamente. En este instante estaba completamente solo. Las chicas tenían los billetes para el vuelo de Cayo Oeste, pero él les había dicho que le esperaran. Tenían asimismo todo el equipaje, con la maleta en la que se ocultaban las armas: las dos pequeñas pistolas automáticas de Nannie y la ASP y la varilla.

Un alargado automóvil negro con cristales ahumados se encontraba estacionado justo frente a la salida. Kirchtum se adelantó para abrir la portezuela de atrás, inclinó su pesado cuerpo y subió primero.

– ¡Adentro! -dijo Quinn, rozando a Bond con la pistola y casi empujándole al interior tapizado en cuero.

A continuación se acomodó rápidamente a su lado y Bond se quedó emparedado entre los dos hombres.

El motor se puso en marcha antes de que se cerrara la portezuela y el vehículo se apartó suavemente del bordillo. Entonces, Quinn extrajo el arma, una pequeña Makarov de fabricación rusa, basada en el diseño de la serie Walther PP alemana. Bond la reconoció en el acto a pesar de la poca luz que los focos del aeropuerto proyectaban hacia el interior del automóvil. Esa misma luz le permitió ver la cabeza del conductor, semejante a un enorme coco alargado cubierto por un gorro puntiagudo. Nadie habló y no se dio ninguna orden. El vehículo avanzó por una calzada que debía conducir, pensó Bond, a las pistas perimétricas del aeropuerto.

– Ni una palabra, James -dijo Quinn en voz baja-, por tu vida y también por la de May y Moneypenny.

Se estaban acercando a las grandes verjas de una alta valía metálica.

El automóvil se detuvo en un cobertizo de seguridad y Bond oyó un zumbido electrónico mientras bajaba el cristal de la ventanilla del conductor. Se acercó un guardia. El conductor le entregó unas tarjetas de identidad y el guardia pronunció unas palabras en voz baja. Se abrió la ventanilla trasera del mismo lado y el guardia echó un vistazo al interior, y examinó las tarjetas que sostenía en la mano y miró a Quinn, a Bond y a Kirchtum.

– Muy bien -dijo con voz nasal-. Crucen la puerta y esperen el camión del guía.

Avanzaron y se detuvieron en una zona oscura. Por delante de ellos se escuchaba el potente rugido de un aparato en el momento de aterrizar. Aparecieron unas débiles luces, y un pequeño camión efectuó un limpio viraje frente a ellos. Estaba pintado a franjas amarillas y llevaba una luz giratoria de color rojo en la cubierta del motor. En la parte de atrás había una indicación de «Síganme».

Manteniéndose detrás del camión, el automóvil pasó muy despacio por delante de toda clase de aparatos: aviones comerciales que estaban siendo cargados y descargados, grandes aparatos de motor de pistón, cargueros, y pequeños aviones privados con emblemas tales como los de la Pan American, la British Airways, la Delta, la Datsun o la Island City Flying Service. A continuación, se dirigió hacia un aparato que permanecía apartado del resto, junto a unos edificios del extremo más alejado del campo. Se acercaron tanto que a Bond le pareció por un instante que iban a rozar el ala.

Para ser unos hombres tan corpulentos, Quinn y Kirchtum se movían con extraordinaria celeridad. Actuando en perfecta sincronía, Kirchtum descendió del automóvil casi antes de que éste se detuviera, mientras Quinn empujaba a Bond hacia la portezuela para que éste se encontrara constantemente cubierto por ambos lados. Una vez fuera del vehículo, Kirchtum le aprisionó un brazo a Bond con mano de acero mientras Quinn descendía. Utilizando una llave de brazo, le obligaron a subir por la escalerilla y a entrar en el aparato. En cuanto Kirchtum recogió la escalerilla y cerró la portezuela con un sólido golpe, Quinn extrajo la pistola sin disimulo.

– Aquel asiento -dijo, indicándolo con la pistola.

Kirchtum colocó unas esposas alrededor de las muñecas de Bond y después las sujetó a unas pequeñas argollas de acero fijadas en los brazos acolchados del asiento.

– Se ve que lo has hecho otras veces -dijo Bond sonriendo.

No convenía demostrar miedo ante aquella gentuza.

– Simple precaución. Sería una estupidez que me viera obligado a utilizar esto en pleno vuelo.

Quinn se mantuvo a prudente distancia, apuntando a Bond con la pistola mientras Kirchtum aherrojaba los tobillos de su prisionero y los sujetaba a otras argollas de acero fijadas a la parte inferior del asiento. Los motores empezaron a rugir y, al cabo de unos segundos, el aparato inició las maniobras de despegue. Se produjo una corta espera mientras rodaban por tierra, y después el pequeño aparato enfiló la pista, cobró vida y se elevó en el aire.

– Te pido disculpas por el engaño, James -dijo Quinn, reclinándose en su asiento sosteniendo una copa en la mano-. Verás, creíamos que visitarías la Klinik Mozart y preferimos estar preparados… con instrumentos de tortura y Herr Doktor en el papel de víctima obligada. Debo reconocer que no nos lo tomamos lo bastante en serio. Hubiera tenido que haber un equipo fuera. Pero me pareció que Herr Doktor estaba magnifico en su papel de víctima asustada.

– Se merecía una nominación para el Oscar -dijo Bond sin modificar la expresión del rostro. Espero que a mis dos amigas no les ocurra nada desagradable.

– No creo que debas preocuparte por ellas -contestó Quinn, esbozando una sonrisa de satisfacción-. Les enviamos recado de que no ibas a salir esta noche. Creen que te reunirás con ellas en el Hotel Hilton del aeropuerto. Supongo que, en estos momentos, te estarán esperando. Si empiezan a sospechar, mucho me temo que no puedan hacer nada al respecto. Mañana a la hora del almuerzo tienes una cita con aquella a la que los buenos revolucionarios franceses llamaban Madame la Guillotine. Yo no estaré allí para presenciarlo. Tal como te dije, tenemos órdenes de entregarte a ESPECTRO. Nos embolsaremos el dinero y nos encargaremos de poner en libertad a May y Moneypenny… En eso puedes fiarte de mí. Serán devueltas sin abrir. Aunque hubiera sido útil interrogar a Moneypenny.

– ¿Y dónde va a tener lugar todo eso? -preguntó Bond, sin que su voz delatara la menor inquietud a propósito de su cita con la guillotina.

– Muy cerca de Cayo Oeste. A unos kilómetros de la playa. Al otro lado del arrecife. Por desgracia, la elección del horario no ha sido muy brillante. Tendremos que permanecer ocultos contigo hasta el amanecer. La navegación por el canal de los arrecifes no es nada fácil y no quisiéramos acabar encallando en un banco de arena. Pero ya nos las arreglaremos. Prometí a mis superiores que te entregaría y me gusta cumplir mis promesas.

– Sobre todo, con estos amos a los que sirves -replicó Bond-. El servicio ruso no aprecia demasiado el fracaso. En el mejor de los casos, te destituirían o te convertirían en instructor de principiantes; y, en el peor, te inyectarían aminazina, esta sustancia tan simpática que te convierte en una simple hortaliza. Me temo que así es como vas a terminar… Y usted también, Herr Doktor -dirigiéndose a Kirchtum-. ¿Cómo consiguieron atraerle?

El pequeño doctor se encogió de hombros.

– La Klinik Mozart es toda mi vida, míster Bond. Toda mi vida. Hace algunos años tuvimos…, ¿cómo se dice? Un apuro económico…

– Estaba usted sin blanca -dijo Bond plácidamente.

– Eso es. Ja. Sin blanca. Sin fondos. Unos amigos de míster Quinn (las personas para quienes trabaja) me hicieron una oferta muy buena. Yo podría seguir desarrollando mi labor, siempre en beneficio de la humanidad, y ellos me facilitarían los fondos.

– Ya me imagino el resto -dijo Bond, interrumpiéndole-. El precio era su colaboración. Algún visitante ocasional al que había que mantener bajo el efecto de un sedante durante cierto tiempo. A veces, un cuerpo. De vez en cuando, una intervención quirúrgica.

– Sí, todas esas cosas -dijo el médico, asintiendo con tristeza-. Reconozco que nunca pensé verme envuelto en una situación como la de ahora. No obstante, míster Quinn me dice que podré regresar sin ningún borrón en mi vida profesional. Oficialmente, me he ausentado un par de días. Para tomarme un descanso.

– ¿Un descanso? -repitió Bond, soltando una carcajada-. Pero, ¿usted se ha creído eso? Ese asunto sólo puede terminar con una detención, Herr Doktor. Con una detención o con una bala de míster Quinn. Probablemente, será esto último.

– Ya basta -dijo Quinn con aspereza-. El doctor nos ha prestado un gran servicio. Será recompensado y él lo sabe -añadió, mirando a Kirchtum con una sonrisa en los labios-. Míster Bond está echando mano de un viejo truco; pretende hacerle dudar de nuestras intenciones para abrir una brecha entre nosotros. Ya sabe usted lo listo que es. Le ha visto en acción.

– Ja -dijo el médico, asintiendo de nuevo con la cabeza-. Las muertes de Vasili y Yuri no tuvieron ninguna gracia. Eso no me gustó.

– Usted tampoco fue manco. Le administró a míster una inyección inofensiva…

– Una solución salina.

– Y después debieron de seguirme.

– Nos pusimos inmediatamente sobre tu pista -dijo Quinn, mirando hacia la ventanilla. Fuera aún estaba oscuro-. Pero me obligaste a cambiar los planes. Mi gente de París hubiera tenido que hacerse cargo de ti. Me vi obligado a modificar rápidamente la coreografía para organizar todo esto, James. Pero lo conseguimos.

– Desde luego.

Bond hizo girar su asiento y se inclinó hacia delante para mirar a través de la ventanilla. Le pareció ver unas luces a lo lejos.

– ¡Ah! -exclamó Quinn, complacido-. Ya llegamos. La isla de Lights-Stock y Cayo Oeste. Deben de faltar unos diez minutos.

– ¿Y qué pasaría si armara un alboroto al bajar?

– No lo harás.

– No te fíes demasiado.

– Tengo un seguro. El mismo que tú tenias conmigo a causa de Tabitha. Sé que vas a hacer lo que te mandemos a cambio de la liberación de May y Moneypenny. Es la única grieta de tu armadura, James. Siempre lo fue. Sí, eres un tipo frío y despiadado. Pero, en el fondo eres también un anticuado caballero inglés. Darías tu vida para salvar a una mujer indefensa, y esta vez estamos hablando de dos mujeres, tu anciana ama de llaves y la ayudante personal de tu jefe que te ama sin esperanza desde hace años. Son las personas a las que más quieres en el mundo. Pues, claro que darás tu vida por ellas. Por desgracia, así eres tú. ¿Por desgracia dije? En realidad, quería decir por suerte…, por suerte para nosotros.

Bond tragó saliva. Sabía en su fuero interno que Steve Quinn había jugado la carta del triunfo. Tenía razón. El agente 007 era capaz de dar su vida para salvar a personas como May y Moneypenny.

– Hay otra razón por la cual no armarás un alboroto -era difícil distinguir la sonrisa de Quinn bajo la poblada barba, y, por otra parte, sus ojos no expresaban nada-. Enséñeselo, Herr Doktor.

Kirchtum tomó un estuche que había en un revistero. De él extrajo algo que parecía una pistola espacial de juguete fabricada en plástico transparente.

– Es una pistola inyectora -explicó Kirchtum-. Antes de llegar, la llenaré. Mire, usted mismo puede ver cómo funciona.

Retiró un pistón de la parte de atrás, acercó el cañón al rostro de Bond y apretó el gatillo. El instrumento no mediría más de siete centímetros de largo, y tenía una culata de unos cinco. En cuanto el médico apretó el gatillo, asomó por el cañón una aguja hipodérmica.

– Se administra la inyección en dos segundos y medio -dijo Kirchtum, asintiendo con la cabeza-. Todo muy rápido. Además, la aguja era muy larga. Penetra con facilidad a través de la ropa.

– Como des la menor señal de armar un alboroto, te clavamos la aguja. ¿Está claro?

– Muerte instantánea.

– Oh, no. Simulación instantánea de ataque cardíaco. Al cabo de media hora, volverías a estar como nuevo. ESPECTRO quiere tu cabeza. En último extremo, te mataríamos con algún instrumento eléctrico. Pero preferimos entregar todo tu cuerpo vivo e intacto. Le debemos a Rahani unos cuantos favores y al pobre hombre no le queda mucho tiempo de vida. Tu cabeza es su última petición.

Momentos más tarde, se oyó la voz del piloto a través del sistema de comunicación, rogándoles que se abrocharan los cinturones y apagaran los cigarrillos, y anunciando que tomarían tierra al cabo de unos cuatro minutos. Bond observó, a través de la ventanilla, cómo se acercaban las luces. Vio agua y vegetación tropical mezclada con calles y edificios de poca altura cada vez más próximos.

– Cayo Oeste es un lugar interesante -dijo Quinn en tono pensativo-. Hemingway lo llamó una vez el St. Tropez de los pobres. Tennessee Williams también vivió aquí. El presidente Truman estableció una pequeña Casa Blanca junto a la antigua base naval, y John F. Kennedy acompañó aquí en una visita al primer ministro británico Harold Macmillan. Los que huían de Cuba por mar desembarcaban aquí, pero, mucho antes, eso era el paraíso de piratas y corsarios. Me han dicho que es todavía el refugio de algunos contrabandistas y que los guardacostas norteamericanos tienen montado un fuerte servicio de vigilancia.

Cruzaron el umbral y tocaron tierra sin apenas sacudidas.

– Este aeropuerto tiene asimismo su historia -añadió Quinn-. El primer correo aéreo regular norteamericano se inicio aquí; y Cayo Oeste es el principio y el final de la autopista número uno.

El aparato se detuvo y luego empezó a rodar hacia una especie de cabaña con una galería. En un muro bajo, Bond pudo leer unas borrosas palabras: «Bienvenidos a Cayo Oeste, la única ciudad sin escarcha de los Estados Unidos».

– Y, por si fuera poco, tienen unas puestas de sol espectaculares -añadió Quinn-. Verdaderamente increíbles. Lástima que no puedas verlas.

El calor les azotó como un horno en cuanto descendieron del aparato. Hasta la suave brisa parecía un viento infernal.

El desembarque del aparato estuvo tan bien organizado como el embarque, y Kirchtum no se apartó en ningún momento de Bond, listo para utilizar la pequeña jeringa tan pronto como el prisionero intentara hacer algo sospechoso.

– Sonríe y simula que hablas conmigo -musitó Quinn, mirando hacia la galería donde aproximadamente una docena de personas aguardaban a los pasajeros de un aparato de la Providence and Boston Airlines que acababa de aterrizar en aquellos instantes. Cruzaron una puertecita abierta en el muro, al lado del cobertizo, y Quinn y Kirtchum empujaron a Bond hacia otro automóvil oscuro que les aguardaba. En cuestión de segundos, Bond se vio nuevamente sentado entre los dos hombres. Esta vez, el conductor era un joven de largo cabello rubio que tenía el cuello de la camisa desabrochado.

– ¿Están ustedes bien?

– Conduce y calla -contestó Quinn-. Si no me equivoco, hay un sitio preparado para nosotros.

– Pues, claro. Les llevaré allí en un periquete -dijo el joven, volviendo ligeramente la cabeza mientras salía a la calle-. ¿Le importa que ponga un poco de música?

– Adelante. Siempre y cuando no asuste a los caballos.

Quinn se mostraba muy tranquilo y confiado. De no haber sido por la tensión de Kirchtum, Bond se hubiera atrevido a intentar algo. Pero el médico parecía un manojo de nervios. Le hubiera bastado con mover un solo músculo, para que le clavara la hipodérmica sin pensar. Una explosión de ruidos estridentes llenó el interior del vehículo mientras una cínica y áspera voz cantaba con dejes lánguidos:

Hay un agujero en el brazo de papá

por donde todo el dinero se va…

– ¡Eso no! -gritó Quinn.

– Ah, perdón. Es que a mí me gusta mucho el rock and roll. Ritmo y nostalgia. Esa es música auténtica.

– He dicho que eso no.

El vehículo quedó en silencio y el conductor enmudeció. Bond estudió los rótulos: South Roosevelt Boulevard, Martha's, un restaurante lleno de gente, casas de madera con adornos un poco cursis a base de grecas en los pórticos y las galerías, letreros iluminados de moteles y residencias. Una densa vegetación tropical bordeaba la parte izquierda de la calle y el océano se extendía a la derecha. Seguían, al parecer, una larga curva que les alejaba del Atlántico. Al llegar a la indicación de Searstown, viraron bruscamente y Bond observó que se hallaban en una extensa zona comercial.

El automóvil se detuvo frente a un supermercado lleno de compradores de última hora y una tienda de óptica. Entre ambos establecimientos había una angosta calleja.

– Es allá arriba. La puerta de la derecha. Encima de la tienda donde venden gafas para leer. Supongo que tendré que venir a recogerles.

– A las cinco en punto -dijo Quinn en voz baja-. Para poder llegar a Garrison Bight al amanecer.

– Quieren ir de pesca, ¿eh?

El conductor se volvió y Bond vio su rostro por primera vez. No era un joven como pensaba, a pesar del largo cabello rubio. Le faltaba la mitad de la cara, hundida y remendada con injertos cutáneos. Debió intuir el espanto de Bond porque le miró directamente con el ojo sano, haciendo una repulsiva mueca.

– No se preocupe. Por eso trabajo para esos caballeros. Me dejaron esta cara nueva en Vietnam y pensé que podría sacarle provecho. Algunas personas se mueren de miedo al verme.

– A las cinco en punto -repitió Quinn, abriendo la portezuela.

Para salir, siguieron el procedimiento habitual. Sacaron a Bond, se adentraron en la callejuela, franquearon una puerta y subieron un tramo de escalera en pocos segundos. Se encontraban en una estancia en la que sólo había dos sillas y dos camas, unas finas cortinas y un ruidoso aparato de acondicionamiento de aire. Utilizaron, una vez más, las esposas y los grilletes y Kirchtum se sentó al lado de Bond con la aguja hipodérmica en la mano mientras Quinn salía por un poco de comida. Comieron melón y pan con jamón y bebieron agua mineral. Después, Quinn y Kirchtum se turnaron para vigilar a Bond, el cual se quedó enseguida dormido a causa del agotamiento.

Era todavía de noche cuando Quinn le despertó y le acompañó a un pequeño y funcional cuarto de baño en el que Bond trató de librarse del cansancio del viaje. Al cabo de unos diez minutos, bajaron a la calle y le llevaron al automóvil.

A aquella hora tan temprana de la madrugada no se observaban apenas señales de vida. El cielo estaba plomizo, pero Quinn dijo que el día iba a ser precioso. Llegaron al North Roosevelt Boulevard y después vieron a su izquierda una dársena con grandes yates y embarcaciones de pesca. A la derecha también había agua.

– Allí es adonde vamos -dijo Quinn, señalando el lugar con la mano-. El golfo de México. La isla se encuentra en el extremo más alejado del arrecife.

Al llegar a la altura del restaurante Harbour Lights, Bond fue sacado del vehículo y acompañado al embarcadero que bordeaba el muro lateral del restaurante dormido. Un alto y musculoso individuo les aguardaba junto a una embarcación de pesca de motor que tenía una superestructura en lo alto del camarote a la que se accedía por medio de una alta escala. Los motores estaban en marcha.

Quinn y el capitán se saludaron con la cabeza, empujaron a Bond para que subiera a bordo y le acompañaron al interior del pequeño camarote. Una vez allí, volvieron a colocarle las esposas y los grilletes. El rugido de los motores se intensificó y Bond percibió el balanceo de la embarcación que se alejaba del embarcadero para adentrarse en el agua, pasando por debajo del puente. En cuanto aumentó la velocidad de la nave, Kirchtum se calmó y dejó a un lado la aguja hipodérmica. Por su parte, Quinn se reunió con el capitán junto a los mandos.

Cinco minutos más tarde, el buque empezó a navegar a toda máquina en medio de leves sacudidas y cabeceos. Mientras los demás se concentraban en la navegación, Bond decidió analizar su apurada situación. Habían hablado de una isla situada al otro lado del arrecife y ahora se preguntó cuánto tiempo tardarían en llegar a ella. Examinó las esposas y se percató de que poco podría hacer para quitárselas. Inesperadamente, Quinn bajó al camarote.

– Voy a amordazarte y a taparte -dijo. A continuación, se dirigió a Kirchtum en voz baja y Bond apenas pudo captar sus palabras-. Hay otra embarcación de pesca a estribor…, parece que tiene dificultades. El capitán dice que tenemos que ofrecerle ayuda… Podrían denunciarnos. No quiero despertar sospechas.

Introdujo un pañuelo en la boca de Bond y ató otro a su alrededor, pero tan apretado que, por un instante, el prisionero temió asfixiarse. Después, tras comprobar que los grilletes estaban bien colocados, Quinn le cubrió con una manta. En la oscuridad, Bond prestó atención. El buque cabeceó un poco y aminoró la velocidad.

Luego oyó la voz del capitán que gritaba desde cubierta:

– Bueno, subiré a bordo. Puede que os recoja a la vuelta.

Hubo una brusca sacudida, como si ambas embarcaciones hubieran chocado, y, de repente, se produjo un estruendo infernal. Bond perdió la cuenta tras los primeros doce disparos. Oyó varios estampidos de pistolas, seguidos por el matraqueo de una pistola ametralladora; a continuación, un grito, que parecía de Kirchtum, y unos sordos ruidos en la cubierta de arriba. Después, se hizo el silencio hasta que unos pies descalzos bajaron al camarote.

Alguien retiró bruscamente la manta y, al volver la cabeza, Bond se quedó boquiabierto de asombro. Nannie Norrich se encontraba de pie junto a él, empuñando en una mano una pequeña pistola automática.

– Vaya, vaya, señorito James, en menudos líos se mete usted -dijo Nannie, volviendo la cabeza-. Todo arreglado, Sukie. Está aquí abajo, atado y listo para asar en el horno a juzgar por la pinta que lleva.

Apareció Sukie, también armada, y esbozó una encantadora sonrisa.

– Creo que lo llaman ataduras de amor.

Soltó una carcajada y Bond replicó con una sarta de palabrotas completamente incomprensibles debido a la mordaza. Nannie trató de quitarle las esposas y los grilletes. Sukie volvió a subir y volvió con las llaves.

– Espero que esos idiotas no fueran amigos tuyos -dijo Nannie-. Me parece que hemos tenido que darles su merecido.

– ¿Qué quieres decir con eso? -farfulló Bond en cuanto le quitaron la mordaza.

Se le heló la sangre en las venas al ver la inocente expresión de Nannie.

– Me parece que están muertos, James. Los tres. Pero tienes que reconocer que hemos sido muy listas al encontrarte.

15 El precio de una vida

La carnicería organizada en la cubierta por aquellas delicadas jóvenes le produjo a Bond una sensación ligeramente molesta, mezclada, sin embargo, con otra de euforia y alborozo, como si el hecho de matar a tres hombres fuera algo parecido a matar moscas en una cocina. Bond comprendió que estaba un poco resentido: él tomó la iniciativa, pero fue engañado por Quinn y Kirchtum que le hicieron caer hábilmente en su trampa. Y no consiguió huir. En cambio, aquellas dos mujeres le habían rescatado y, en lugar de estarles agradecido, se sentía molesto.

Otra embarcación de pesca casi idéntica llamada Prospero estaba abarloada a la suya, y subía y bajaba suavemente al ritmo de las olas, golpeando de vez en cuando contra el casco. Se encontraban al otro lado del arrecife. En la lejanía, se podían ver varios islotes que surgían del mar como montículos. Cuando el sol asomó por el horizonte, el gris perla del cielo se trocó en azul añil. Quinn tenía razón. Sería un día precioso.

– ¿Y bien? -preguntó Nannie a su lado mientras Sukie parecía ocupada en algo en la otra embarcación.

– Y bien, ¿qué? -repitió Bond.

– ¿No hemos sido listas al encontrarte?

– Mucho -contestó él, casi irritado-. Pero, ¿era necesario todo eso?

– ¿Te refieres al hecho de que les hayamos saltado la tapa de los sesos a tus secuestradores? -la expresión sonaba extraña en boca de Nannie Norrich-. Sí, muy necesario -contestó ésta, enrojeciendo de cólera-. ¿Ni siquiera puedes dar las gracias, James? Intentamos resolver el asunto por la vía pacífica, pero ellos abrieron fuego con la maldita Uzi. No nos dejaron otra alternativa -añadió, señalando la siniestra hilera de orificios de bala abiertos en el casco y en el lado de popa de la superestructura que se elevaba por encima del camarote.

Bond asintió con la cabeza y le dio las gracias en un susurro.

– En efecto, fuisteis muy listas al encontrarme. Me gustaría conocer más detalles.

– Los conocerás, no te preocupes -dijo Nannie en tono levemente irritado-, pero primero tenemos que limpiar un poco todo eso.

– ¿Qué armas lleváis?

– Las dos pistolas que había en tu maleta… Tus cosas están en el hotel de Cayo Oeste. Siento decirte que tuve que forzar los cierres. No conseguí descubrir las combinaciones y el tiempo apremiaba.

– ¿Hay más combustible por ahí?

– Un par de latas -contestó Nannie, señalando hacia popa, más allá del encogido cadáver de Kirchtum-. Tenemos otras tres a bordo de nuestro barco.

– Hay que procurar que parezca una catástrofe -dijo Bond, frunciendo el ceño-. Y, sobre todo, no tienen que encontrar los cadáveres. Una explosión sería lo mejor… Y a ser posible, cuando nosotros ya estemos muy lejos de la zona. Es fácil de hacer, pero se necesita una mecha, y eso es lo que no tenemos.

– Pero tenemos una pistola de señales. Podríamos utilizar las bengalas.

– Muy bien -asintió Bond-. ¿Qué alcance tiene…? ¿Unos cien metros? Tú vuelve junto a Sukie y prepara la pistola y las bengalas. Yo me quedaré aquí para preparar lo que haga falta.

Nannie dio media vuelta, saltó sin hacer ningún esfuerzo por encima del pasamanos a la otra embarcación y llamó alegremente a Sukie.

Todavía preocupado por el reciente sesgo que habían adquirido los acontecimientos, Bond se dispuso entonces a iniciar la desagradable tarea. ¿Cómo consiguieron encontrarle? ¿Cómo era posible que hubieran estado en el lugar adecuado en el momento adecuado? Hasta que no encontrara unas respuestas satisfactorias a estas preguntas no podría confiar en ninguna de las dos jóvenes.

Registró cuidadosamente la embarcación y reunió en cubierta todo cuanto le pareció útil: cuerdas, alambres y los fuertes cabos que se utilizaban para arrastrar tiburones y peces espada. Arrojó todas las armas al mar, menos la pistola automática de Quinn, una vulgar Browning de 9 mm, y algunos cargadores de repuesto.

Entonces, afrontó la desagradable tarea de amontonar los cadáveres en la popa. El de Kirchtum ya estaba allí y sólo hacía falta darle la vuelta, lo que Bond consiguió hacer con un pie; el cuerpo del capitán estaba encajado en la puerta de la timonera y tuvo que tirar con fuerza para soltarlo. Quinn fue el más difícil de trasladar porque hubo que arrastrar el decapitado cuerpo ensangrentado por el estrecho hueco que separaba el camarote del pasamanos.

Bond colocó los cadáveres en fila directamente encima de las latas de combustible y los ató con sedal de pescar. Luego, recogió todo el material inflamable que pudo encontrar: sábanas y mantas de las cuatro literas del camarote, cojines, almohadas e incluso trapos. Lo amontonó todo en la proa y colocó encima varios chalecos salvavidas y otros objetos pesados. Después dejó un cabo enrollado junto a los cadáveres y saltó a la otra embarcación donde encontró a Sukie en la timonera y a Nannie a su espalda, de pie en los peldaños de la escala que conducía al camarote de abajo. Nannie sostenía en una mano el voluminoso proyector de bengalas.

– Aquí está. Una pistola de bengalas.

– ¿Tenemos bastantes? -preguntó Bond.

Nannie le señaló una caja de metal que contenía aproximadamente una docena de gruesos cartuchos, cada uno con la indicación del color: rojo, verde o de iluminación. Bond tomó tres bengalas de iluminación.

– Creo que con eso habrá suficiente -dijo.

Luego, empezó a dar rápidamente instrucciones, y Sukie puso en marcha los motores mientras Nannie desamarraba todos los cabos menos uno.

Bond regresó a la otra embarcación para hacer los preparativos finales. Acercó el cabo que había dejado junto a los cadáveres hasta el montón de ropa, lo pasó por debajo del mismo, lo volvió a llevar hacia la pared de popa y lo dejó a pocos centímetros de las latas de combustible. Después tomó una de esas latas y saturó primero la ropa, después los cadáveres y, finalmente, todo el cabo.

Con la segunda lata roció los restos humanos y, desenroscando el tapón de la misma, introdujo en ella el cabo saturado.

– ¡Listo! -gritó.

Luego se alejó corriendo, se encaramó al pasamanos y saltó a la otra embarcación en el preciso instante en que Nannie soltaba el cabo. Sukie abrió poco a poco la válvula y la embarcación empezó a apartarse de la otra, y viró suavemente hasta colocarse en posición perpendicular, de popa hacia ella.

Bond se situó a popa de la superestructura, introdujo una bengala en la pistola, comprobó la dirección del viento y observó cómo ambos buques se iban separando poco a poco. Cuando ya se encontraban a unos ochenta metros de distancia, levantó la pistola y disparó una bengala de iluminación haciéndole describir una trayectoria baja y llana. La bengala pasó silbando por la popa de la otra embarcación. Bond ya había vuelto a cargar la pistola y cambió de posición. Esta vez, la sibilante bengala describió un arco perfecto, dejando a su espalda una densa estela de blanco humo antes de aterrizar en la proa. Hubo una segunda pausa antes de que el material se incendiara produciendo un pequeño chasquido. Las llamas se propagaron a través del cabo hasta llegar a las latas de combustible y los cadáveres.

– ¡A toda máquina y cabecea todo cuanto puedas! -le gritó Bond a Sukie.

El rugido del motor se intensificó y la proa se levantó casi antes de que Bond terminara de dar la orden mientras se alejaban rápidamente de la embarcación en llamas.

Los cadáveres se incendiaron primero. De la popa se elevó una lengua carmesí seguida de una densa nube de humo negro. Se encontraban a más de dos kilómetros de distancia cuando estallaron las latas de combustible con una rugiente explosión de un color rojo más oscuro en el centro, la cual partió la embarcación por la mitad en medio de una tremenda bola de fuego. Por un instante, vieron el humo y una enorme cascada de escombros. Después, nada. El agua pareció hervir alrededor de los restos de la potente embarcación de pesca; luego desprendió una especie de vapor y se quedó en calma. A los dos segundos de producirse la explosión, las ondas expansivas alcanzaron la popa del otro buque. El viento que les azotó las mejillas olía ligeramente a quemado.

A la distancia de unos cinco kilómetros, ya no se veía nada, pero, a pesar de ello, Bond permaneció de pies en la superestructura, contemplando el pequeño y rugiente infierno.

– ¿Café? -le preguntó Nannie.

– Depende del tiempo que permanezcamos en el mar.

– Hemos alquilado este barco para un día de pesca -dijo la joven-. No me parece oportuno despertar sospechas.

– No, e incluso tendremos que intentar pescar algo. ¿Está bien Sukie en el timón?

Sukie Tempesta se volvió a mirarle y asintió con una sonrisa en los labios.

– Ha manejado embarcaciones toda su vida -dijo Nannie, señalando con un gesto la escala que conducía abajo-. Hay café en…

– Yo quiero saber cómo conseguiste encontrarme -dijo Bond, mirándola fijamente a los ojos

– Ya te lo dije. Te estaba cuidando, James.

En este instante, se encontraban sentados el uno de cara al otro en las literas del pequeño camarote. Sostenían en sus manos sendas tazas de café mientras la embarcación cabeceaba y las olas rompían contra el casco. Sukie había reducido la velocidad y ahora estaban describiendo una serie de anchos círculos.

– Cuando la Norrich Universal Bodyguards asume la responsabilidad de cuidar a alguien, lo hace hasta el final.

Nannie mantenía las largas piernas dobladas bajo su cuerpo en la litera y se había soltado el sedoso cabello oscuro que ahora se le derramaba sobre los hombros, confiriendo a su rostro una expresión de duendecillo travieso. Sus bellos ojos grises parecían más dulces e interesantes que nunca. Cuidado, pensó Bond, esta dama tiene que darte explicaciones y más le vale ser convincente.

– O sea que me cuidaste -dijo sin sonreír. Nannie le explicó que, en cuanto le llamaron por los altavoces en el Aeropuerto Internacional de Miami, dejó a Sukie con las maletas y le siguió a prudente distancia.

– Tuve mucha protección -ya sabes la cantidad de gente que había-, pero lo vi todo. Soy lo bastante experta como para saber si le toman el pelo a un cliente.

– Pero se me llevaron en un automóvil.

– Sí. Anoté la matrícula y efectué una rápida llamada telefónica… Mi pequeño NUB tiene aquí una delegación e inmediatamente siguieron la pista al vehículo. Dije que ya les llamaría en caso de que necesitara ayuda. A continuación llamé a la oficina de planificación de vuelos.

– Ingeniosa dama.

– James, en este juego no tienes más remedio que serlo. Aparte los vuelos habituales a Cayo Oeste, tenían el plan de vuelo de un avión privado. Anoté los detalles…

– ¿Y eran?

– Una organización llamada Etudes de la Société pour la Promotion de l'Ecologie et de la Civilisation…

ESPEC, pensó Bond. ESPEC… ECPECTRO.

– Faltaban seis minutos para el vuelo de la Providence and Boston Airlines a Cayo Oeste y calculé que llegaríamos un poquito antes que el aparato privado.

– Calculaste asimismo que me encontraba a bordo del reactor de ESPEC.

– Sí -asintió Nannie-, y allí estabas. En caso contrario, me hubiera llevado un chasco. Aterrizamos unos cinco minutos antes que tú. Tuve incluso tiempo de alquilar un automóvil, enviar a Sukie a reservar habitaciones en el hotel y seguirte hasta el centro comercial de Searstown.

– Y entonces, ¿qué ocurrió?

– Me quedé esperando -Nannie hizo una pausa sin mirarle a la cara-. La verdad es que no sabía qué hacer. Después ocurrió un pequeño milagro y el tipo alto de la barba salió y se fue directamente a la cabina telefónica. Yo me encontraba a pocos pasos de distancia y tengo muy buena vista. Las gafas son para disimular. Le vi marcar un número y hablar un rato. Cuando se fue al supermercado, entré en la cabina y marqué el mismo número. Había llamado la restaurante Harbour Lights.

En el pequeño Volkswagen de alquiler había un plano de la ciudad y no fue difícil encontrar el Harbour Lights.

– Al entrar, me di cuenta de que era un centro de navegación y pesca lleno de hombres morenos y musculosos que alquilaban barcos y se alquilaban a sí mismos como patrones. Uno de ellos (el que acaba de convertirse en humo) me dijo que le habían contratado para primera hora de la mañana. Había bebido más de la cuenta y me dijo incluso que llevaría tres pasajeros y la hora en que iba a salir.

– Entonces, tú alquilaste otra embarcación de pesca.

– Exactamente. Le dije al capitán que no necesitaba ayuda. Sukie puede navegar por las aguas más difíciles con los ojos vendados y las manos atadas. Me acompañó a su embarcación, me hizo insinuaciones, pero le rechacé. Aun así, me mostró las cartas y me describió las corrientes y los canales, que no son fáciles. Me habló del arrecife, de las islas y de la depresión del golfo de México.

– Y a continuación, te reuniste con Sukie en el hotel…

– Y nos pasamos la mitad de la noche estudiando las cartas de navegación. Bajamos a Garrison Bight a primera hora y ya estábamos al otro lado del arrecife cuando apareció tu barco. Os vimos en el radar. Entonces, nos situamos cerca de vuestro rumbo, paramos las máquinas y empezamos a lanzar bengalas de socorro. Ya conoces el resto.

– Intentaste arreglarlo todo por las buenas, pero ellos abrieron fuego con la Uzi.

– Para su desgracia -dijo Nannie, exhalando un suspiro-. Dios mío, qué cansada estoy.

– Y yo también. ¿Y qué me dices de Sukie?

– Parece contenta. Siempre lo está cuando navega -Nannie posó la taza de café vacía y empezó a desabrocharse los botones de la blusa-. Creo que me voy a tumbar un rato, James. ¿Te apetece tumbarte a mi lado?

– ¿Y si nos tropezamos con una borrasca? Nos caeremos al suelo -dijo Bond, inclinándose para darle un beso.

– Preferiría que hubiera marejada -contestó la joven, rodeándole el cuello con los brazos.

Más tarde, dijo que raras veces le habían dado tan bien las gracias por salvar la vida de alguien.

– Tendrías que hacerlo otra vez.

Bond volvió a besarla y ella le preguntó, sonriendo con picardía:

– ¿Por qué no ahora? Parece un precio razonable a cambio de una vida.

16 Se hunde esta noche

– Que yo sepa, al otro lado del arrecife hay tres islas que son de propiedad privada y tienen algunos edificios -dijo Sukie, recorriendo con un dedo la zona que rodeaba Cayo Oeste.

Eran las primeras horas de la tarde y los tres sostenían en sus manos unas cañas en la esperanza de pescar algo. Ya habían pescado cuatro peces bastante aceptables, pero nada que mereciera la pena…, ni tiburones ni peces espada.

– Esta -añadió Sukie, indicando una isla situada justo al otro lado del arrecife- pertenece al propietario del hotel donde nos alojamos. Hay otra más al norte y esta otra -con el dedo señaló una extensión de tierra- se encuentra justo en el mismo borde de la depresión del golfo de México. La plataforma continental se hunde de repente de doscientos setenta metros a más de seiscientos. Hay muchos bancos de peces en la zona de la depresión. Ha habido, asimismo, muchísimos buscadores de tesoros… En cualquier caso -añadió tocando la isla con el dedo en el mapa-, me pareció que vuestro barco se dirigía allí.

Bond se acercó un poco más para leer el nombre.

– La isla del Tiburón -dijo-. Qué bonito.

– A alguien se lo debe parecer. Anoche, hice averiguaciones en el hotel. Hace un par de años, un hombre que se hacía llamar Rainey, Tarquin Rainey, compró la isla. El chico del hotel pertenece a una antigua familia de Cayo Oeste y está al corriente de todos los chismorreos. Dice que este tal Rainey es muy misterioso. Llega en un reactor privado y se traslada a la isla del Tiburón en helicóptero o en una lancha particular. Además, es un tipo muy dinámico. La gente que construye edificios en las islas suele invertir mucho tiempo en ello porque es difícil transportar los materiales hasta allí. Rainey construyó su casa en un verano y, durante el segundo verano, cambió el paisaje de la isla. Tiene árboles tropicales, jardines y yo qué sé más. Los habitantes de Cayo Oeste están muy impresionados, y eso que les cuesta mucho impresionarse porque dicen que son una república. La República de la Caracola.

– ¿Nadie le ha visto? -preguntó Bond, sabiendo que el apodo de Tarquin Rainey no podía ser una simple coincidencia. Aquel hombre tenía que ser Tamil Rahani, lo cual significaba que la isla del Tiburón era propiedad de ESPECTRO.

– Creo que algunos le han podido ver…, de lejos. Pero nadie se atreve a acercarse. Al parecer, algunas personas han intentado aproximarse a la isla del Tiburón en barco y unos hombres muy fornidos a bordo de rápidas lanchas motoras les han rogado con amabilidad no exenta de firmeza, que se alejaran de la zona.

– ¡Hum!

Bond reflexionó un instante en silencio y, luego, le preguntó a Sukie si podía pilotar de noche la embarcación hasta llegar a un par de kilómetros de distancia de la isla.

– Si las cartas de navegar son exactas, sí. Tendría que ir muy despacio, pero es posible. ¿Cuándo pensabas ir?

– Esta noche, tal vez. Si es aquí donde pensaban llevarme, considero de buena crianza visitar a míster Rainey a la primera oportunidad.

Miró a Sukie y después a Nannie y vio que la idea no las entusiasmaba demasiado.

– Creo que ahora deberíamos regresar a Garrison Bight -añadió Bond-. A ver si podéis alquilar la embarcación para un par de días más. Yo procuraré agenciarme unos cuantos accesorios que me van a hacer falta. Zarparemos rumbo a la isla del Tiburón sobre las dos de la madrugada. No os colocaré en ninguna situación de peligro, os lo prometo. Vosotras me esperaréis a poca distancia de la orilla y, si no regreso a una hora determinada, os largáis y volvéis mañana por la noche.

– A mí me parece bien -dijo Sukie, levantándose.

Nannie se limitó a asentir en silencio. Se mostraba muy taciturna desde que habían regresado a cubierta. De vez en cuando, miraba lánguidamente a Bond.

– Muy bien -dijo éste al final-. Vamos a recoger los sedales. Zarparemos a las dos. Entretanto, hay muchas cosas que hacer.

Cuando regresaron, la policía local se encontraba en Garrison Bight haciendo averiguaciones sobre el barco alquilado por Steve Quinn. Otra embarcación había visto una columna de humo, y un helicóptero naval había descubierto los restos. Ellos declararían haberlos visto una hora después de producirse la explosión e incluso haber hecho señales a los posibles supervivientes, a pesar de lo lejos que estaban.

Nannie desembarcó y habló con la policía mientras Sukie se quedaba en cubierta y Bond permanecía en el camarote. Al cabo de una hora, Nannie regresó y dijo que había conquistado a los policías y alquilado el barco para otra semana.

– Espero que no lo necesitemos tanto tiempo -dijo Bond, haciendo una mueca.

– Tal como decimos las nodrizas, es mejor tener que desear… -dijo Nannie, sacando la lengua-. Señorito James -añadió al instante.

– Ya basta con esta broma -dijo Bond, irritado-. Bueno, pues, ¿dónde nos alojamos?

– En Cayo Oeste sólo hay un sitio donde hacerlo -contestó Sukie-. El hotel Pier House. Desde allí, se puede admirar la famosa puesta de sol.

– Tengo muchas cosas que hacer antes de que se ponga el sol -dijo Bond con aspereza-. Cuanto antes lleguemos a este…, ¿cómo se llama?, Pier House, mejor.

Mientras el Volkswagen de alquiler se ponía en marcha, Bond se sintió de repente muy desnudo: no tenía ningún arma que llevarse a la mano. Iba sentado al lado de Nannie; Sukie se había acomodado en el asiento de atrás y, de vez en cuando, hacía algún comentario.

Aquel lugar se le antojaba a Bond una mezcla de localidad turística barata y centro de vacaciones de lujo, con zonas de gran belleza para gente rica. Hacía mucho calor, las palmeras se movían impulsadas por una suave brisa y había gran cantidad de casas de madera muy bien cuidadas, con patios y jardines llenos de vistosas plantas tropicales. Sin embargo, las casas bien cuidadas alternaban con vertederos de basuras. Las aceras estaban muy bien conservadas en una calle y, en otra, aparecían rotas y agrietadas, o eran prácticamente inexistentes.

En un cruce, tuvieron que aguardar ante el paso de un tren de singular aspecto, formado por una especie de locomotora de ferrocarril acoplada a un jeep con motor diesel que tiraba de una serie de jardineras llenas de gente bajo unos toldos a rayas.

– El tren de la Caracola -les explicó Sukie-. Así es como les enseñan Cayo Oeste a los turistas.

Bond oyó al conductor, vestido con un mono azul y tocado con una gorra, recitar una letanía sobre los lugares dignos de interés y su historia mientras el tren recorría la isla.

Al fin, enfilaron una larga calle de edificios construidos en madera y hormigón en la que sólo parecía haber joyerías, tiendas que vendían recuerdos turísticos y objetos de arte, mezcladas con restaurantes de lujo.

– Duval -anunció Sukie-. Baja directamente hasta el mar…, hasta nuestro hotel, en realidad. De noche, es maravilloso. Allí están los célebres almacenes Fast Buck Freddie's. Y allí está Antonia's, un extraordinario restaurante italiano. El Sloppy Joe's Bar era el local predilecto de Hemingway cuando vivía aquí.

Aunque Bond no hubiera leído Tener y no tener, ahora le hubiera sido imposible ignorar que Hemingway había vivido en Cayo Oeste. Había camisetas y dibujos que reproducían su rostro por doquier y el Sloppy Joe's Bar lo proclamaba a los cuatro vientos no sólo desde el rótulo, sino también por medio de una frase pintada en grandes caracteres en la pared.

Al llegar al final de la calle Duval, Bond vio lo que buscaba a dos pasos del hotel.

– Ya te hemos registrado y tienes el equipaje en tu suite -le dijo Nannie mientras aparcaba el vehículo. Cruzaron la zona principal de recepción decorada con mobiliario de bambú y un patio cerrado con una fuente rodeada de flores alrededor de una estatua de gran tamaño de una mujer desnuda. En el techo, unos grandes ventiladores daban silenciosamente vueltas y difundían una corriente de aire fresco.

Bond siguió a las chicas a lo largo de un pasillo y salió con ellas a un jardín de tortuosos senderos bordeados de flores y que tenía una piscina cubierta a la izquierda. Más allá, se podían ver bares y restaurantes construidos en madera y bambú junto a una pequeña playa. El embarcadero que daba nombre al hotel se proyectaba sobre el agua mediante unos grandes pilotes de madera.

El edificio se había construido, al parecer, en forma de U, y los jardines y la piscina se hallaban en el centro. Volvieron a entrar en el hotel junto al extremo más alejado de la piscina y tomaron el ascensor hasta el piso en el que se encontraban sus dos suites.

– Nosotras compartimos una -dijo Sukie, introduciendo su llave en una de las cerraduras-. Pero tú estás aquí al lado, James, por si necesitaras algo.

Por primera vez desde que se conocían, Bond creyó detectar una invitación en la voz de Sukie. En los ojos de Nannie vio un inequívoco destello de cólera. ¿y si ambas estuvieran compitiendo por él?

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Nannie con cierta aspereza.

– ¿Desde dónde se puede admirar mejor esta increíble puesta de sol? -preguntó Bond.

– Desde el muelle situado frente al bar Havana Docks, o eso me han dicho por lo menos -contestó Sukie sonriendo.

– ¿A qué hora?

– Hacia las seis.

– ¿Está el bar en el hotel?

– Allí mismo -dijo Sukie, señalando más o menos la dirección por la que habían venido-. Sobre los restaurantes, mirando hacia el mar.

– Pues me reuniré allí con vosotras a las seis.

Bond esbozó una sonrisa, introdujo la llave en la cerradura y entró en una suite no muy lujosa, pero sí agradable y funcional.

Las dos carteras de documentos se encontraban en el centro de la estancia, así como la maleta plegable Samsonite. Bond tardó menos de diez minutos en deshacer el equipaje. Se sintió mejor cuando tuvo la ASP oculta bajo la chaqueta y la varilla en el cinto.

Estudió cuidadosamente las habitaciones, comprobó la seguridad de los pestillos de las ventanas y a continuación abrió con sigilo la puerta. El pasillo estaba desierto. Cerró en silencio, se dirigió rápidamente al ascensor y bajó al jardín, utilizando, para ir al aparcamiento, una entrada que había visto al pasar. Fuera hacía calor y humedad.

Al otro lado del aparcamiento había un achaparrado edificio llamado Pier House Market, que tenía accesos tanto desde el hotel como desde Front Street. Bond lo atravesó, deteniéndose brevemente para echar un vistazo a la fruta y la carne, y, al salir a Front Street, giró a la derecha y cruzó la calzada llena de baches hasta llegar a la esquina de la calle Duval. Pasó ante la tienda que deseaba visitar y se compró unos vaqueros descoloridos, una camiseta sin frases de mal gusto y un par de mocasines. Eligió también una corta chaqueta de lino muy cara. En su profesión, una chaqueta o un blusón eran siempre necesarios para ocultar la quincallería.

Salió de la tienda y regresó al lugar que había visto desde el automóvil. En la acera, junto a la entrada, tenía un maniquí enfundado en una escafandra. El rótulo decía: «El Emporio del Saqueador de Arrecifes». Un barbudo dependiente trató de venderle una excursión de tres horas y media en un barco que se dedicaba al submarinismo, llamado, como era de esperar, Saqueador de Arrecifes II, pero Bond dijo que no le interesaba.

– El capitán Jack conoce los mejores lugares para practicar el submarinismo que hay en el arrecife -insistió el dependiente sin entusiasmo.

– Quiero un traje impermeable, una máscara de inmersión, una navaja, unas aletas y una linterna subacuática. Y necesitaré también una bolsa de bandolera para llevarlo -dijo Bond con firmeza.

El dependiente le miró, calculó la talla bajo el ligero traje y vio la dura mirada de los gélidos ojos azules del agente.

– Sí, señor. Ahora mismo -dijo, acompañándole a la parte de atrás-. Le va a costar un riñón, pero se nota que es usted un entendido.

– Exacto -contestó Bond en un leve susurro.

– Exacto -repitió el dependiente, vestido como un viejo lobo de mar, con camiseta a rayas y pantalones vaqueros.

Llevaba en el lóbulo de la oreja un arete que más parecía de pirata que de hombre preocupado por las tendencias de la moda. Volvió a mirar a Bond de soslayo y empezó a reunir el equipo que éste le había pedido. Bond tardó más de un cuarto de hora en seleccionarlo. Después, añadió a sus compras una bolsa impermeable con cremallera y pagó con su tarjeta Platinum Amex, a nombre de James Boldman.

– Creo que tendré que hacer una comprobación, míster Boldman.

– No hay por qué y usted lo sabe -dijo Bond, mirándole con ojos glaciales-. Pero, si va usted a hacer una llamada telefónica, quiero estar a su lado. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, de acuerdo… -repitió el pirata, acompañando a Bond a un despachito que había en la trastienda-. Si, señor.

Tomó el teléfono y marcó el número de la Amex. La tarjeta fue aprobada en cuestión de segundos. Fueron necesarios diez minutos para meter todas las cosas en la bolsa. Al salir, Bond acercó la boca a la oreja de la que pendía el arete.

– Óigame bien -dijo-. Soy un forastero en esta ciudad, pero ahora usted ya conoce mi nombre.

– Claro -dijo el pirata, mirándole desconcertado.

– Si alguien más supiera que he estado aquí aparte de usted, la Amex y yo, volveré, le cortaré este anillo de la oreja y haré lo mismo con su nariz y otro órgano más vital -bajó la mano cerrada en puño hasta el nivel de la bragadura del pirata-. ¿Me ha comprendido usted? Hablo en serio.

– Ya he olvidado su nombre, míster… hum…, míster…

– Dejémoslo así -dijo Bond, dirigiéndose hacia la puerta.

Luego, regresó al hotel, abriéndose paso por entre la gente que abarrotaba la calle y, una vez en la suite, sacó el CC-500 de la cartera, lo aplicó al teléfono y efectuó una rápida llamada a Londres. No esperó la respuesta, sino que se limitó a darles su localización exacta, y a decirles que volvería a ponerse en contacto con ellos en cuanto terminara la operación.

– Se hunde esta noche -dijo-. Si no me pongo en contacto dentro de cuarenta y ocho horas, busquen la isla del Tiburón, en las inmediaciones de Cayo Oeste. Repito, se hunde esta noche.

La frase resultaba muy apropiada, pensó, mientras se ponía la ropa que acababa de comprar. Con la ASP y la varilla colocadas en sus lugares correspondientes, ya no se sentía desnudo. Al mirarse al espejo, le pareció que estaría muy a tono con el ambiente turístico.

– Se hunde esta noche -dijo para sus adentros.

Tras lo cual, se fue al bar Havana Docks.

17 La isla del Tiburón

La terraza del Havana Docks, del hotel Pier House, está hecha de tablas de madera levantadas a distintos niveles, y las mesas y las sillas están dispuestas de forma que los clientes tengan la sensación de encontrarse a bordo de un barco fondeado en el muelle. A lo largo de la sólida baranda de madera, hay unas farolas de globo. Es, probablemente, el mejor punto de Cayo Oeste para contemplar la puesta de sol.

La terraza se hallaba abarrotada de gente y se escuchaba el suave murmullo de las conversaciones. Las farolas encendidas habían atraído enjambres de insectos alrededor de los globos de cristal. Alguien interpretaba al piano Mood Indigo. Muchos turistas estaban deseosos de captar con sus cámaras la puesta de sol.

El azul del cielo se intensificó mientras las lanchas rápidas pasaban velozmente por delante del hotel y una avioneta describía un amplio círculo con las luces intermitentes encendidas. A la izquierda, en la Mallory Square que mira directamente al océano, los prestidigitadores, malabaristas, devoradores de fuego y acróbatas llevaban a cabo sus números rodeados por la gente. Todas las noches ocurría lo mismo, y era como una celebración del término de la jornada y una anticipación de los placeres que la noche podía traer consigo.

James Bond se sentó a una mesa y contempló el mar, con la mirada perdida más allá de los montículos verde oscuro de las islas Tank y Wisteria. Si hubiera tenido un mínimo de sentido común, a aquella hora ya se hubiera largado a bordo de un barco o un avión. Tenía plena conciencia de los peligros que coma. Estaba seguro de que Tarquin Rainey era Tamil Rahani, el sucesor de Blofeld, y de que aquella podía ser su última oportunidad de aplastar a ESPECTRO de una vez por todas.

– ¿No os parece precioso? -dijo Sukie muy contenta-. Desde luego, no hay nada igual en el mundo.

No estaba muy claro si se refería a las enormes gambas con salsa picante que se estaban comiendo acompañadas de daiquiris Calypso, o bien al panorama.

El sol pareció aumentar de tamaño mientras empezaba a ocultarse por detrás de la isla Wisteria, tiñendo el cielo de color rojo sangre.

Por encima de ellos, un helicóptero de la aduana norteamericana describió una trayectoria de sur a norte; sus luces verdes y rojas parpadearon mientras efectuaba una vuelta para dirigirse a la base aérea de la marina. Bond se preguntó si ESPECTRO se habría mezclado en el tráfico de narcóticos que se introducía en los Estados Unidos, pasando por determinadas zonas aisladas de los cayos de Florida para su posterior distribución en el país. Tanto la marina como la aduana ejercían una estrecha vigilancia sobre lugares como Cayo Oeste.

La gente prorrumpió en vítores, repetidos como un eco por la muchedumbre que llenaba Mallory Square, cuando el sol se hundió finalmente en el mar, dejando el cielo pintado de escarlata durante un par de minutos antes de que sobreviniera la aterciopelada oscuridad por la noche.

– Y ahora, ¿qué hacemos, James? -preguntó Nannie casi en un susurro.

Los tres permanecían sentados con las cabezas inclinadas sobre los platos de mariscos.

Bond les contestó que, por lo menos hasta la medianoche, deberían dejarse ver por la ciudad.

– Pasearemos por ahí, cenaremos en alguna parte y luego regresaremos al hotel. Después, quiero que cada uno de nosotros se vaya por separado. No utilicéis el automóvil y aseguraos de que nadie os sigue. Nannie, tú estás adiestrada en estas cosas y puedes explicarle a Sukie la mejor manera de no despertar sospechas. Yo tengo mis propios planes. Lo más importante es nuestra cita en Garrison Bight a bordo del Prospero aproximadamente a la una de la madrugada. ¿De acuerdo?

– Y después, ¿qué? -preguntó Nannie, frunciendo el ceño con expresión preocupada,

– ¿Ha examinado Sukie las cartas?

– Sí, y no es nada fácil navegar de noche por estas aguas -dijo Sukie-. Pero me lo tomaré como un reto. Los bancos de arena no están bien indicados y, de momento, necesitaremos un poco de luz. Después, cuando hayamos superado el arrecife, ya no será tan difícil.

– Tú déjame a un par de kilómetros de la isla -dijo Bond en tono autoritario, mirándola directamente a los ojos.

Se terminaron las copas y se levantaron para marcharse. Al llegar a la puerta del bar, Bond se detuvo y pidió a sus acompañantes que esperaran un instante. A continuación regresó a la barandilla y miró hacia el mar. Antes había visto la pequeña lancha motora del hotel, navegando cerca de la orilla. Aún estaba allí, amarrada entre los pilotes de madera del embarcadero. Sonriendo para sus adentros, Bond se reunió con Sukie y Nannie y entró con ellas en el bar donde el pianista estaba tocando Embrujada. En la playa se había improvisado una pequeña pista de baile y un conjunto musical integrado por tres hombres interpretaba pegadizas melodías. Los caminos se habían iluminado con farolillos y la gente nadaba y se zambullía en la piscina iluminada, riéndose alegremente.

Pasearon por Duval tomados del brazo -una muchacha a cada lado de Bond-, contemplando los escaparates y los restaurantes, todos ellos llenos aparentemente hasta el tope. Delante de la iglesia de piedra gris, la gente contemplaba la actuación de media docena de jóvenes que bailaban break al ritmo de una música ensordecedora frente a los almacenes Fast Buck Freddie's.

Por fin, volvieron sobre sus pasos y se encontraron frente al Claire, un restaurante que estaba abarrotado de gente y parecía excepcionalmente bueno. Se acercaron al maître, de pie junto a un alto mostrador en el jardincillo que daba acceso al salón principal.

– Boldman -le dijo Bond-. Reserva para tres. A las ocho en punto.

– El maitre consultó el libro, pareció turbarse y preguntó cuándo se había hecho la reserva.

– Anoche -contestó Bond sin vacilar.

– Tiene que haber habido un error, míster Boldman… -contestó el desconcertado individuo con excesiva firmeza para el gusto de Bond.

– Reservé la mesa especialmente. Es la única noche que tenemos libre esta semana. Hablé anoche con un joven y éste me garantizó que tendría la mesa.

– Un momento, señor -el maitre entró en el restaurante y empezó a discutir, muy nervioso, con uno de los camareros. Al fin, volvió a salir esbozando una sonrisa-. Está usted de suerte, señor. Hemos tenido una inesperada anulación…

– De suerte, no -dijo Bond, apretando los dientes-. Teníamos mesa reservada. Usted se limita a darnos nuestra mesa.

– Pues claro, señor.

Les acompañaron a una mesa colocada en un rincón de un agradable salón decorado en tonos blancos. Bond se sentó de espalda a la pared para poder ver la entrada. Los manteles eran de papel y había paquetes de lápices de colores junto a cada plato. Bond empezó a dibujar una calavera y unas tibias cruzadas. Nannie dibujó algo ligeramente obsceno en color rojo.

– No he visto a nadie -dijo, inclinándose hacia adelante-. ¿Nos vigilan?

– Ya lo creo -contestó Bond, esbozando una sonrisa mientras abría el menú-. Hay dos, uno en cada acera de la calle. Y puede que tres. ¿Has visto al hombre de la camisa amarilla y los vaqueros, alto, de raza negra y con muchos anillos en los dedos? El otro es bajito, viste pantalones oscuros, camisa blanca y tiene un tatuaje en el brazo izquierdo… Me ha parecido una sirena haciendo guarradas con un pez espada. Ahora está en la acera de enfrente.

– Ya los he visto -dijo Nannie, concentrándose en el menú.

– ¿Dónde está el tercero? -preguntó Sukie.

– En un viejo Buick azul. Un tipo corpulento al volante que se paseaba arriba y abajo de la calle. Otras personas lo hacen también, pero él era el único que no parecía interesarse por la gente que circulaba por las aceras. Yo creo que debe ser el de apoyo. Mucho cuidado con ellos.

Apareció el camarero y los tres eligieron sopa de mariscos, ensalada de ternera Thai y un inevitable pastel de lima del Cayo, todo ello regado con un champán de California que ofendió ligeramente el paladar de Bond. Hablaron sin cesar, pero sin referirse para nada a sus planes.

Al salir a la calle, Bond aconsejó a las chicas que tuvieran cuidado.

– Os quiero a las dos aquí a bordo, y sin que nadie os pise los talones, a la una en punto.

Mientras se dirigían hacia el oeste en dirección al cruce de Front Street, el hombre de la camisa amarilla les siguió a cierta distancia desde la otra acera. El del brazo tatuado permitió que le adelantaran, les dio alcance y dejó que volvieran a adelantarle antes de regresar al Pier House. El Buick azul pasó dos veces por su lado y ahora se encontraba estacionado delante de la Lobster House, casi frente a la entrada principal del hotel.

– Nos tienen bien vigilados -musitó Bond mientras cruzaban la calle y subían por la calzaba que conducía a la puerta del hotel. Allí se despidieron en forma ostensible.

Bond no quería correr ningún riesgo. En cuanto volvió a su habitación, comprobó el estado de las trampas que había tendido. Los fragmentos de palillos de cerillas aún estaban encajados en las puertas de los armarios y los hilos de los cajones no se habían roto. Las maletas también estaban intactas. Eran las diez y media, hora de empezar a moverse. No sabía si el equipo de vigilancia de ESPECTRO esperaba que alguien intentara hacer algo en las primeras horas. No reveló a sus compañeras que aquella tarde, se había guardado las demás cartas del Prospero en la chaqueta antes de abandonar la embarcación. Ahora las desplegó sobre la redonda mesa de cristal del salón, empezó a estudiar la ruta entre Garrison Bight y la isla del Tiburón e hizo varias anotaciones. Una vez debidamente orientado, examinó de qué forma podría acercarse a una distancia prudencial de la isla y empezó a vestirse para la operación.

Se quitó la camiseta y sacó de la maleta un fino jersey de algodón negro de cuello cisne. Sustituyó los vaqueros por unos pantalones negros que siempre llevaba consigo. Después, tomó el ancho cinturón que tan útil le fuera cuando Der Haken le encerró en Salzburgo. Sacó la caja de herramientas de la Rama Q y desparramó el contenido sobre la mesa. Comprobó el estado de las pequeñas cargas explosivas y sus conexiones eléctricas, y sacó del doble fondo de la segunda cartera cuatro paquetitos de explosivo de plástico de tamaño no superior al de un chicle. En los bolsillos interiores del cinturón guardó cuatro trozos de mecha, un poco de hilo eléctrico, media docena de pequeños detonadores, una minúscula linterna, no más grande que el filtro de un cigarrillo… y otro importantísimo elemento.

En su conjunto, aquellos explosivos no podían provocar la voladura de un edificio pero podían ser útiles para abrir cerraduras y hacer saltar bisagras. Se puso el cinturón, pasándolo por las presillas de los pantalones, y luego abrió la bolsa que contenía el traje impermeable y el equipo de inmersión. Se puso el traje con cierta dificultad y se colocó el cuchillo en la parte interior del cinturón. Guardó la ASP, dos cargadores de repuesto, las cartas y la varilla en el bolsillo impermeable cosido al cinturón. En la bolsa llevaba las aletas, la máscara, la linterna subacuática y el tubo para respirar.

Abandonó la suite, pero se quedó en el hotel todo el rato que pudo. Los bares, el restaurante y la improvisada pista de baile estaban todavía muy animados cuando, por fin, salió por una puerta que daba al mar.

Agachándose de espaldas a la pared, Bond abrió la cremallera de la bolsa, sacó las aletas y se dirigió muy despacio hacia el agua. La música y las risas sonaban con fuerza a su espalda cuando se encaramó a las rocas que marcaban el límite derecho de la playa privada del hotel. Sacó la máscara, se la puso y conectó el tubo. Tomó la linterna, se adentró en el agua y empezó a nadar alrededor de la valía metálica que protegía a los bañistas de los tiburones. Tardó unos diez minutos en encontrar los gruesos pilotes de madera que sostenían la terraza del bar Havana Docks, pero sólo emergió a la superficie cuando se encontraba a unos dos metros de la lancha motora amarrada.

El ruido que hizo al subir a bordo quedó amortiguado por los rumores del hotel. Una vez en el interior de la pequeña embarcación, estudió el depósito de combustible con la linterna. El personal del hotel era muy eficiente y el depósito estaba lleno con vistas al trabajo del día siguiente.

Soltó amarras y utilizó las manos para alejarse de debajo del embarcadero. Después, dejó la embarcación a la deriva, guiándola ocasionalmente con la palma de la mano sobre el agua para dirigirse al norte, hacia el golfo de México, y pasó en silencio por delante del embarcadero de la Standard Oil.

La embarcación ya se encontraba aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia de la orilla cuando Bond encendió las luces de fondeo. Se dirigió a popa para preparar y encender el motor. Este se puso en marcha a la primera y Bond tuvo que correr a proa, situarse inmediatamente detrás del timón y poner una mano en la válvula. La abrió, echó un vistazo a la pequeña esfera luminosa del compás, y dio en silencio las gracias al hotel Pier House por lo bien que cuidaba la embarcación.

Al cabo de unos minutos, mientras navegaba bordeando la costa, se sacó del bolsillo las cartas de navegación para establecer su primer punto de posición. No podía correr el riesgo de navegar a la máxima velocidad de la lancha. La noche era muy clara y brillaba la luna, pero Bond tenía que forzar la vista para poder ver las oscuras aguas que tenía delante. Vio el punto de salida de Garrison Bight y empezó a navegar con cuidado por entre los traicioneros bancos de arena; de vez en cuando notaba que la embarcación los rozaba. Veinte minutos más tarde, dejó atrás el arrecife y puso rumbo a la isla del Tiburón.

Pasaron veinte minutos antes de que vislumbrara las primeras luces. Entonces, apagó el motor y se dejó llevar por la corriente hacia la orilla. La alargada franja de tierra se recortaba contra el horizonte, y las luces de los edificios parpadeaban a través de los árboles. Bond se levantó, se puso la máscara, tomó la linterna y, por segunda vez aquella noche, se zambulló en el mar.

Permaneció un rato en la superficie y calculó que debía de haber una distancia de dos kilómetros hasta la orilla. A continuación, oyó un rugido de motores y vio una pequeña embarcación que rodeaba la isla, a su izquierda, iluminándose con un potente reflector. La patrulla habitual de Tamil Rahani, pensó. Debía de haber por lo menos dos embarcaciones como aquella, vigilando constantemente. Aspiró aire, se sumergió, y nadó a buen ritmo, pero sin cansarse, para no malgastar energías.

Salió dos veces a la superficie y, a la segunda, vio que habían descubierto su lancha. La patrullera se detuvo y se oyeron unas voces. Bond se encontraba en aquel momento a menos de un kilómetro de la orilla y temía tropezarse con algún tiburón. La isla no hubiera sido bautizada con semejante nombre si aquellas criaturas no merodearan por la zona.

De repente, a unos sesenta metros de la orilla, chocó con una fuerte alambrada. Se encaramó a ella y vio las luces de los ventanales de una enorme casa y unos focos en el jardín. Volvió la cabeza y divisó el reflector de la patrullera y el rugido de un motor. Le estaban buscando.

Se encaramó a la barra metálica que remataba la valla protectora. Una aleta se le enganchó en la tela metálica y tardó unos preciosos segundos en librarse de ella antes de saltar al otro lado.

Volvió a sumergirse y ahora nadó con mayor rapidez. Había recorrido unos diez metros cuando el instinto le advirtió del peligro: tenía algo muy cerca en el agua. El golpe le alcanzó en las costillas y le lanzó hacia un lado.

Bond volvió la cabeza y vio, nadando a su lado como si le acompañara, el impresionante y terrible morro de un tiburón toro. La valla protectora no estaba allí para mantener a aquellas criaturas fuera, sino para asegurarse de que permanecieran dentro y defendieran la isla de los intrusos.

El tiburón le había dado un golpe, pero no había intentado atacarle, lo cual significaba que o bien estaba bien alimentado o bien no consideraba a Bond como un enemigo. Este sabía que su única salvación era conservar la calma, no provocar la hostilidad del tiburón y no darle a entender que estaba asustado…, cosa que probablemente estaba haciendo sin querer en aquellos instantes.

Mientras nadaba al mismo ritmo que el tiburón, deslizó la mano derecha hacia el mango de la navaja y cerró los dedos alrededor del mismo para poder utilizar inmediatamente el arma en caso necesario. Sabía que no tenía que bajar las piernas ya que, en tal caso, el tiburón le hubiera identificado enseguida como presa y le hubiera atacado sin piedad. El momento más peligroso se produciría cuando alcanzara la orilla. Allí, sería sumamente vulnerable.

En cuanto notó la arena bajo el vientre, vio que el tiburón se retiraba. Siguió nadando hasta que las aletas empezaron a remover arena. En aquel momento, sintió que el tiburón se encontraba a su espalda donde seguramente se preparaba para atacarle.

Más tarde, Bond pensó que raras veces se había movido con tanta rapidez en el agua. Dio una fuerte brazada, bajó los pies y empezó a correr hacia la orilla, brincando torpemente a causa de las aletas. La resaca le hizo rodar a la izquierda justo a tiempo. El morro del tiburón, con las mandíbulas abiertas, se abrió paso por entre las espumosas aguas y falló por un pelo.

Bond siguió rodando y trató de impulsar el cuerpo hacia adelante porque sabía que los tiburones toro eran capaces de salir del agua para atacar. Consiguió adentrarse dos metros en la playa y permaneció inmóvil, jadeando, mientras una punzada de temor le traspasaba el estómago.

El instinto le indujo a moverse. Se encontraba en la isla y sólo el cielo sabía qué otros guardianes rodeaban el Cuartel General de ESPECTRO. Se quitó las aletas y corrió agazapado hacia la primera línea de arbustos y palmeras. Al llegar allí, se agachó para analizar la situación. Primero tenía que deshacerse de la máscara, del tubo y de las aletas. Lo dejó todo oculto bajo unos arbustos. El aire era tibio y Bond aspiró el dulce perfume de las flores tropicales.

No se percibía el menor movimiento en el bien iluminado jardín, que tenía cuidados caminos, estanques, árboles, estatuas y flores.

Tan sólo se podía oír un leve murmullo de voces procedente de la casa. Esta era una especie de pirámide levantada sobre unos sólidos pilones de reluciente acero y tenía tres pisos, cada uno de ellos completamente rodeado por un balcón de hierro. Algunos ventanales estaban parcialmente abiertos y otros tenían las cortinas corridas. En lo alto del edificio, un bosque de antenas de comunicación se elevaba hacia el cielo como una extraña escultura de vanguardia.

Bond introdujo cuidadosamente la mano en el bolsillo impermeable, sacó la ASP y soltó el seguro. Ahora respiraba con normalidad. Cubriéndose con los árboles y las estatuas, avanzó en silencio hacia la moderna pirámide. Al acercarse, vio que había varios caminos de acceso a la casa: una gigantesca escalera de caracol en el centro y tres conjuntos de peldaños metálicos, uno a cada lado, que zigzagueaban de uno a otro balcón.

Cruzó la última zona de terreno abierto y prestó atención un momento. Las voces habían cesado; le pareció oír el motor de la patrullera en el agua, pero nada más.

Entonces empezó a subir por los peldaños en zigzag hasta la primera planta, pisando el metal en silencio con el cuerpo ligeramente inclinado a la izquierda para poder tener libre la mano derecha en la que sostenía la ASP. Al llegar al primer balcón, se detuvo con la cabeza ladeada. Se encontraba frente a una ventana panorámica de lunas correderas con las cortinas parcialmente corridas y una parte abierta. Se acercó y miró subrepticiamente.

La habitación era blanca y estaba decorada con mesas de cristal, mullidos sillones blancos y valiosos cuadros modernos. Una alfombra blanca de pelo cubría el suelo. En el centro había una enorme cama con mandos electrónicos para poder inclinarla en cualquier ángulo y mejorar la comodidad del paciente que en ella se encontraba tendido.

Tamil Rahani se hallaba recostado en unas almohadas de seda y mantenía los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia un lado. A pesar de su demacrado rostro y de su apergaminada piel, Bond le reconoció enseguida. En anteriores encuentros, Rahani le había parecido un hombre pulcro, afable y simpático, como suelen serlo los militares. Ahora, el heredero de la fortuna Blofeld había quedado reducido a un guiñapo, en medio del impresionante lujo de aquella cama de alta tecnología.

Bond abrió la ventana y entró. Mientras avanzaba como un gato hasta el pie de la cama, contempló al hombre que controlaba ESPECTRO.

En este instante puedo acabar con él, penso. ¿Por qué no ahora? Si lo hago, puede que no destruya ESPECTRO, pero, por lo menos, lo decapitaré…, tal como su jefe me quiere decapitar a mí.

Respiró hondo y levantó la ASP. Se encontraba a escasa distancia de la cabeza de Rahani. Le hubiera bastado con apretar ligeramente el gatillo y todo habría terminado. Después podría retirarse y esconderse en el jardín hasta que encontrara un medio de huir de la isla.

Cuando se disponía a apretar el gatillo, creyó percibir una ligera corriente de aire en la nuca.

– No me parece oportuno, James. Te hemos llevado demasiado lejos para permitirte que hagas lo que Dios va a hacer muy pronto -dijo una voz a sus espaldas-. Arroja el arma, James. Arrójala, si no quieres morir antes de que te muevas.

La voz le dejó anonadado. La ASP cayó al suelo produciendo un sordo rumor mientras Tamil Rahani se agitaba y gruñía en sueños.

– Bueno, ahora ya puedes darte la vuelta.

Bond se volvió y vio a Nannie Norrich de pie junto a la ventana; tenía una pistola ametralladora Uzi apoyada en su esbelta cadera.

18 Madame espera

– Siento que haya tenido que ser así, James. Estuviste a la altura de tu fama. Ojalá pudieran tener la misma todas las chicas.

Los ojos grises eran tan fríos como el mar del Norte en diciembre y las palabras no significaban nada.

– No tanto como lo siento yo -dijo Bond, esbozando una sonrisa que ni el cañón de la Uzi ni Nannie Norrich se merecían-. Conque tú y Sukie, ¿eh? Conseguisteis que picara el anzuelo. ¿Es una empresa privada o trabajáis para alguna de las Organizaciones?

– Sukie, no, James. Sukie, no -contestó Nannie muy seria. Si tenía algún sentimiento, lo disimulaba muy bien-. Está en la cama en el Pier House. Como en las viejas películas de detectives, le he administrado un narcótico… muy fuerte, por cierto. Pedimos un café al servicio de habitaciones cuando te fuiste. Y yo añadí un Mickey Finn por mi cuenta. Ya te habremos liquidado cuando ella despierte. Si es que despierta.

Bond contempló la cama. La encogida figura de Tamil Rahani seguía inmóvil. Tiempo. Necesitaba tiempo. Tiempo para hablar, y un poco de suerte. Trató de aparentar serenidad.

– En principio, un Mickey Finn era un laxante para caballos. ¿Lo sabías?

– Con este equipo, pareces una rana negra, James -dijo Nannie sin contestar-. No te sienta bien; por consiguiente, quiero que te lo quites muy despacito.

– Si tú lo dices…

– Lo digo y, por favor, no cometas ninguna tontería. Al menor movimiento no vacilaré en arrancarte las piernas con esa pistola.

El cañón de la Uzi se movió una fracción.

Poco a poco y con cierta dificultad, Bond empezó a quitarse el traje impermeable. Entretanto, seguía haciendo preguntas cuidadosamente escogidas para conseguir que Nannie siguiera hablando.

– Desde luego, me engañaste como a un estúpido, Nannie. Al fin y al cabo, me salvaste la vida varias veces.

– Más de las que tú sabes -dijo la joven sin la menor emoción-. Ese era mi trabajo o, por lo menos, el trabajo que me había propuesto.

– Tú liquidaste al alemán (¿cómo se llamaba? Conrad Tempel) en la carretera de Estrasburgo, ¿verdad?

– Claro, y antes hubo otros dos que también iban por ti. Les ajusté las cuentas. En el transbordador de Ostende.

Bond asintió para dar a entender que se acordaba de los dos hombres del barco.

– ¿Y Cordova, la Rata… ., el Enano Venenoso?

– Culpable.

– ¿Y el Renault?

– Eso me pilló un poco por sorpresa. Fuiste muy útil, James. Quinn era una espina que teníamos clavada, pero tú volviste a ser útil. Yo me limité a ser tu ángel de la guarda. Ese era mi trabajo.

Al fin, Bond consiguió quitarse el traje impermeable y se quedó tan sólo con los pantalones negros y el jersey de cuello de cisne.

– ¿Y qué me dices de Der Haken? El policía loco.

– Allí me echaron una mano -contestó Nannie, esbozando una sonrisa glacial-. Mi propio timbre de alarma. Der Haken fue informado y me creía una intermediaria entre su persona y ESPECTRO. Una vez agotada su utilidad, el coronel Rahani envió a un equipo especial para liquidarlo. También querían liquidarte a ti, pero el coronel me permitió seguir, aunque con una cláusula de penalización: sería eliminada en caso de que te perdiera. Y estuve en un tris de perderte porque yo fui la responsable del vampiro. Tuviste suerte de que te salvara. Pero yo las pasé moradas con ESPECTRO. Han estado haciendo experimentos con estos animales, aquí. Querían inocularte la rabia. Tú eras como un conejillo de Indias y el plan era llevarte a la isla del Tiburón antes de que se te declararan los síntomas. El coronel quiere tu cabeza, pero asimismo quería ver el efecto de la rabia antes de que te dieran el pasaporte, como vulgarmente se dice. Ponte contra la pared, James -añadió Nannie, moviendo imperceptiblemente la Uzi-. La posición habitual, pies separados y brazos extendidos. No nos gustaría descubrir que llevas algún juguetito escondido, ¿comprendes?

Le cacheó hábilmente y empezó a quitarle el cinturón. Era el momento que más temía Bond.

– Los cinturones son muy peligrosos -dijo Nannie, abriendo la hebilla y sacándolo de las presillas-. Vaya, vaya. Sobre todo, éste. Muy astuto.

Acababa de descubrir la minúscula caja de herramientas.

– Si ESPECTRO tiene a una persona como tú en nómina, Nannie, no veo por qué razón ha tenido que organizar esta payasada de la Caza de Cabezas.

– No me tiene -contestó Nannie-. En nómina, quiero decir. Entré en la competición por mi cuenta. Había trabajado para ellos otras veces y llegamos a un acuerdo. Hicimos un contrato en virtud del cual yo cobraría un porcentaje del premio en caso de que ganara…, tal como ha ocurrido. El coronel me tiene mucha confianza. Le pareció una buena manera de ahorrar dinero.

Como si hubiera oído su nombre, la figura que yacía en la cama se agitó.

– ¿Quién es? ¿Qué…, quién?

La voz, tan firme y autoritaria la primera vez que Bond la oyó, estaba ahora tan devastada como el cuerpo.

– Soy yo, coronel Rahani -contestó Nannie respetuosamente.

– ¿La chica Norrich?

– Nannie, sí. Le traigo un regalo.

– Ayúdeme… a incorporarme -graznó Rahani.

– En este instante, no puedo. Pero tocaré el timbre.

Vuelto de espaldas e inclinado hacia adelante con las manos apoyadas en la pared, Bond le oyó moverse, pero comprendió que no tendría ninguna posibilidad de emprender una acción precipitada. Nannie era muy rápida y precisa. En este instante, con la presa acorralada, su dedo no vacilaría en apretar el gatillo.

– Ahora te puedes levantar muy despacio, James -dijo Nannie. Bond se apartó de la pared-. Date la vuelta poco a poco con los brazos extendidos y los pies separados, y después apóyate contra la pared.

Bond hizo lo que la chica le ordenaba y pudo ver de nuevo la habitación en el momento en que se abría la puerta y entraban dos hombres armados.

– Tranquilizaos -les dijo Nannie en voz baja-. Lo he traído.

Eran los habituales ejemplares de ESPECTRO, uno rubio y el otro calvo; ambos eran musculosos, miraban con recelo y sus movimientos eran rápidos y cautelosos.

– Vaya -dijo el rubio-. Buen trabajo, miss Norrich.

Hablaba inglés con ligero acento escandinavo. El calvo se limitó a asentir.

A continuación entró un hombre bajito, vestido con camisa y pantalones blancos, con la cara deformada por una extraña mueca de la comisura derecha de la boca que parecía permanentemente torcida hacia la oreja del mismo lado.

– Doctor McConnell -dijo Nannie, saludándole.

– Ah, es usted, miss Norrich. Ha traído al hombre de quien siempre habla el coronel, ¿verdad?

Su rostro le recordaba a Bond el de un muñeco de un extraño ventrílocuo que hablara con exagerado acento escocés. Poco después, entró en la habitación una alta y corpulenta enfermera de andares masculinos y cabello pajizo.

– Bueno, ¿cómo está mi paciente? -preguntó McConnell, acercándose a la cama.

– Creo que quiere ver el regalo que le he traído, doctor -dijo Nannie sin apartar los ojos de Bond.

Ahora que ya le tenía en su poder, no quería correr ningún riesgo.

El médico le hizo una seña a la enfermera y ésta se acercó a la blanca mesita de noche y tomó una aplanada caja de mandos del tamaño de un billetero conectada con un cable eléctrico que se perdía bajo la cama. Apretó un botón y la cabecera de la cama empezó a subir, dejando a Tamil Rahani en posición sentada. El mecanismo emitía un zumbido casi imperceptible.

– Aquí está. Dije que lo haría, coronel Rahani, y lo hice. Míster James Bond, a su servicio.

En la voz de Nannie se detectaba un leve matiz de triunfo.

– Ojo por ojo, míster Bond -dijo la cascada voz de Rahani-. Aparte el hecho de que ESPECTRO le quería muerto desde hace más años de lo que usted y yo quisiéramos recordar, yo tenía una cuenta personal que saldar con usted.

– Me alegro de verle en tan mal estado -dijo Bond con frío desprecio.

– ¡Ya! Pues, sí, Bond -graznó Rahani-. La última vez que nos vimos, usted me obligó a saltar para salvar el pellejo. El defectuoso aterrizaje me lesionó la columna y desencadenó la enfermedad incurable que me está llevando a la muerte. Puesto que usted provocó la caída de los anteriores dirigentes de ESPECTRO y diezmó la familia Blofeld, considero ahora un deber, e incluso un privilegio personal, borrarle de la faz de la tierra… De ahí el pequeño concurso -cada palabra le cansaba y suponía para él un esfuerzo sobrehumano-. Un concurso que era un juego en el que nosotros llevábamos todas las de ganar, ya que miss Norrich es una experta y habilísima operadora.

– Y usted manipuló a otros contendientes -dijo Bond, frunciendo el ceño-. Me refiero al secuestro. Confío en que…

– Ah, la deliciosa dama escocesa y la célebre miss Moneypenny. ¿En qué confía?

– Creo que ya ha hablado suficiente, coronel -dijo el doctor McConnell, acercándose un poco más a la cama.

– No…, no… -replicó Rahani casi en un susurro-. Quiero verle abandonar este mundo antes de que yo me vaya.

– Y así será, coronel -dijo el médico, inclinándose sobre la cama-. Pero primero tendrá que descansar un poco.

– Dice usted que confía… -añadió Rahani, tratando de seguir hablando con Bond.

– Confío en que ambas damas estén sanas y salvas y en que, por una vez, ESPECTRO actúe honradamente y se encargue de que sean devueltas a cambio de mi cabeza.

– Ambas se encuentran aquí. Sanas y salvas. Serán liberadas tan pronto como su cabeza sea separada del cuerpo.

Rahani pareció encogerse todavía más en cuanto hundió la cabeza en las almohadas. Por un instante, Bond recordó la última vez que viera a aquel hombre sobre el lago suizo, fuerte, duro y orgulloso, pero saltando de una avioneta para huir de la victoria de su enemigo.

El médico se volvió a mirar a los matones.

– ¿Está todo listo? ¿Para la…, mmm…, la ejecución?

Ni siquiera miró a Bond.

– Llevamos mucho tiempo preparados -contestó el rubio, sonriendo de oreja a oreja-. Todo está en orden.

– Me temo que al coronel ya no le queda mucho tiempo -dijo el médico, asintiendo-. Un día o dos tal vez. Ahora tengo que administrarle el medicamento y dormirá unas tres horas. ¿Lo podrían hacer entonces?

– Cuando usted quiera -contestó el calvo, mirando fríamente a Bond. Sus crueles ojos eran del color del granito.

El médico le hizo una seña a la enfermera y ésta empezó a preparar la inyección.

– Denle una hora al coronel para que no le moleste el traslado. Al cabo de este tiempo, podrán trasladar la cama a…, ¿cómo la llaman ustedes?, ¿la cámara de la ejecución?

– Es un nombre tan bueno como cualquier otro -dijo el rubio-. ¿Quiere que le acompañemos arriba? -preguntó, dirigiéndose a Nannie.

– Como le toquéis, sois hombres muertos. Conozco el camino. Me basta conque me deis las llaves.

– Tengo una petición que hacer -dijo Bond con voz firme e incluso autoritaria a pesar del miedo que sentía.

– ¿Sí? ¿De qué se trata? -preguntó Nannie con cierto recelo.

– Sé que eso no cambiará las cosas, pero me gustaría estar seguro en lo que respecta a May y Moneypenny.

Nannie miró a los dos hombres armados y el rubio asintió, diciendo:

– Se encuentran en las otras dos celdas. Al lado de la celda de la muerte. ¿Podrá arreglárselas usted sola? ¿Está segura?

– Yo le traje aquí, ¿no? Como se ponga pesado, le arranco las piernas. Después, el doctor ya le hará un remiendo con vistas a la cabezotomía.

Desde la cama en la que estaba administrando la inyección, McConnell soltó una gutural carcajada.

– Me gusta, miss Norrich… Cabezotomía me gusta mucho.

– Lo cual es mucho más de lo que yo puedo decir -terció Bond fríamente.

En su fuero interno, ya estaba haciendo cálculos. Las matemáticas de la huida

– Si quieres una cabeza, pídesela a Nannie, ¿eh? -dijo el médico, soltando otra risotada.

– Vamos -dijo Nannie, casi empujando a Bond con el cañón de la Uzi-. Manos arriba, dedos entrelazados, brazos estirados. Dirígete hacia la puerta. En marcha.

Bond franqueó la puerta y se encontró en un pasillo curvo que tenía una mullida alfombra y paredes pintadas de azul celeste. Dedujo que el pasillo rodeaba todo el piso y probablemente debía ser idéntico a los de los pisos superiores. A pesar de ser externamente una pirámide, la enorme casa de la isla del Tiburón tenía, al parecer, un núcleo circular.

A lo largo del pasillo y a intervalos regulares había unas hornacinas de estilo normando, cada una de ellas con un objet d'art o un cuadro. Bond reconoció por lo menos dos Picabia, un Duchamp, un Dalí y un Jackson Pollock. Era lógico, pensó, que ESPECTRO invirtiera en pintores surrealistas.

Llegaron a unas puertas de ascensor de acero pulido, curvadas para adaptarse a la forma del pasillo. Nannie volvió a ordenarle a Bond que apoyara las manos en la pared mientras ella llamaba el ascensor. Este llegó sin hacer el menor ruido y las puertas se abrieron automáticamente. Todo se había construido de tal forma que reinara en la casa un silencio constante. Nannie hizo pasar al agente al interior del camarín circular. Se cerraron las puertas y, aunque Bond vio a Nannie pulsar el botón del segundo piso, no hubiera podido decir si subían o bajaban. Al cabo de unos segundos, se volvieron a abrir las puertas, esta vez a un pasillo muy distinto: completamente vacío, con paredes de ladrillo y un pavimento de baldosas que absorbía el sonido de las pisadas. El curvo pasillo estaba cerrado por ambos extremos.

– La zona de detención -le explicó Nannie-. ¿Quieres ver a las rehenes? Bueno, pues, muévete hacia la izquierda.

Se detuvieron ante una puerta que hubiera podido pertenecer a un decorado cinematográfico, construida en metal negro, con una cerradura de seguridad y una minúscula mirilla. Nannie le hizo una seña con la Uzi.

A juzgar por lo que podía verse, el interior parecía un dormitorio bastante cómodo, aunque un poco espartano. May dormía en la cama con rostro sereno y su pecho subía y bajaba con regularidad.

– Tengo entendido que les administran sedantes -dijo Nannie con cierto asomo de compasión-. Bastan uno o dos segundos para que se despierten del todo a la hora de las comidas.

A continuación, Nannie le acompañó a una estancia parecida en la que Bond vio a Moneypenny, durmiendo tranquilamente en una cama semejante a la de May.

Bond se apartó de la mirilla y asintió en silencio.

– Ahora te acompañaré al lugar de tu último descanso, James.

No había el menor matiz de compasión en la voz de Nannie. Desandaron el camino y esta vez se detuvieron no ante una puerta, sino ante un panel electrónico empotrado en la pared. Nannie volvió a ordenarle que apoyara las manos en la pared mientras ella pulsaba los botones numerados del código. Una parte de la pared se deslizó hacia atrás y Nannie le indicó que entrara.

A Bond se le revolvió el estómago al entrar en aquella espaciosa sala vacía, con una hilera de cómodos sillones parecidos a los asientos de un teatro, adosados a una pared. Había una mesa de operaciones y una camilla de hospital, pero la pieza central de la estancia, iluminada desde arriba por medio de unos potentes reflectores, era una guillotina auténtica.

Era más pequeña de lo que Bond esperaba, debido probablemente a que las películas sobre la Revolución francesa filmaban el instrumento desde un ángulo muy bajo mientras la hoja bajaba entre dos altos pilares acanalados. Aquel instrumento tenía apenas dos metros de altura y parecía una simple reproducción de todas las representaciones de Hollywood que él había visto.

No cabía la menor duda de que cumpliría muy bien su cometido. Todo estaba a punto, desde los potros para la cabeza y las manos en la parte inferior, y una ovalada caja de plástico para recogerlas una vez desmembradas, hasta la hoja sesgada, esperando en la parte de arriba, entre los pilares.

Una hortaliza -un repollo de gran tamaño, según le pareció a Bond- estaba introducida en el hueco correspondiente a la cabeza. Nannie se adelantó y tocó uno de los pilares. El descenso de la hoja fue tan rápido que Bond ni siquiera lo vio. El repollo quedó cortado limpiamente por la mitad y se escuchó un sordo rumor mientras la hoja se detenía. Fue un macabro e inquietante episodio.

– Dentro de una o dos horas… -dijo Nannie alegremente. Luego permitió que Bond examinara la escena durante un minuto. Y le indicó la puerta de una celda situada al fondo de la cámara, similar a las del pasillo. Se encontraba directamente alineada con la guillotina-. La verdad es que lo han hecho todo muy bien -añadió Nannie casi con admiración-. Lo primero que verás cuando te saquen, será Madame la Guillotine -soltó una risita-. Y también lo último. Te sentirás orgulloso, James. Tengo entendido que Fin te hará los honores, y le han ordenado que vista de etiqueta. Será un acontecimiento muy distinguido.

– ¿Cuántas personas han recibido invitaciones?

– Bueno, supongo que en la isla no habrá más de treinta y cinco personas. Los encargados de las comunicaciones y los guardias estarán trabajando. Diez o tal vez trece si me cuentas a mí y, si el coronel quiere que las rehenes estén presentes, cosa bastante improbable.

Se detuvo en seco al darse cuenta de que estaba facilitando demasiada información y recuperó rápidamente la compostura. No importaba demasiado que el prisionero lo supiera. En cuestión de dos horas, la hoja bajaría como un rayo y separaría la cabeza de Bond de su cuerpo en una fracción de segundo.

– A la celda -dijo en voz baja-. Ya es suficiente… Supongo que debería preguntarte si tienes una última petición -añadió mientras él cruzaba la puerta.

Bond se volvió a mirarla sonriendo.

– Pues, claro. Nannie, pero no estás en condiciones de satisfacerla.

– Me temo que no, mi querido James. Eso ya te lo di…, y fue muy agradable, por cierto. Incluso puede que te guste saber que Sukie se puso furiosa. Está absolutamente loca por ti. Hubiera debido traerla. Te hubiera complacido de mil amores.

– Te iba a preguntar por Sukie.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Por qué no la liquidaste? Eres una profesional y conoces los procedimientos. Yo nunca hubiera dejado a alguien como Sukie por ahí, aunque estuviera bajo los efectos de un narcótico. Hubiera procurado silenciarla para siempre.

– Puede que lo haya hecho. La dosis era casi letal -dijo Nannie, bajando la voz con cierta tristeza-. Pero tienes mucha razón, James. Hubiera tenido que asegurarme. En nuestra profesión no puede haber lugar para los sentimientos. No sé…, supongo que no me atreví. Hemos estado muy unidas y siempre he procurado ocultarle esta faceta más oscura de mi personalidad. Cuando haces estas cosas, necesitas a alguien que te aprecie, ¿o acaso tú no lo crees así? ¿Sabes? Cuando estaba en la escuela con Sukie (antes de conocer a los hombres), yo le tenía un cariño enorme. Ha sido muy buena conmigo. Pero tienes razón. Cuando terminemos contigo, tendré que regresar y liquidarla también a ella.

– ¿Cómo te las arreglaste para organizar el encuentro entre Sukie y yo?

– Eso, en realidad, fue un accidente -dijo Nannie, soltando una carcajada-. Yo iba un poco a tientas. Sabía dónde estabas porque había instalado un dispositivo en tu Bentley. Mandé que lo colocaran en el barco. Sukie insistió en hacer aquella parte del viaje sola y tú la salvaste. Yo iba a preparar algo, según donde estuvieras, porque sabía que te dirigías a Roma igual que ella. Es muy gracioso, pero los dos vinisteis a parar directamente a mis manos. Bueno, ¿alguna otra cosa?

– ¿Puedo hacer una última petición?

– Sí.

– Tengo gustos muy sencillos, Nannie -dijo Bond, encogiéndose de hombros-. Tomaré un plato de huevos revueltos y una botella de champán Taittinger… del setenta y tres a ser posible.

– En mi experiencia, todo es posible con ESPECTRO. Veré qué puedo hacer.

Tras lo cual, Nannie se fue y cerró la puerta de la celda produciendo un sordo rumor. La celda era una pequeña estancia en la que sólo había una cama de metal con una manta. Bond aguardó un instante antes de acercarse a la puerta. La mirilla estaba cerrada, pero tendría que actuar con mucha rapidez y precaución. El silencio del lugar era una desventaja: podía haber alguien al otro lado de la puerta sin que él lo supiera.

Poco a poco, Bond se descosió la cinturilla de los pantalones. Ultimamente raras veces dejaba las cosas al azar. Nannie le había quitado el cinturón en el que ocultaba la caja de herramientas de la Rama Q. El equipo de repuesto que había sacado de la cartera en el hotel Pier House era el que ahora necesitaba. Los pantalones negros también habían sido confeccionados por la Rama Q y contenían unos compartimentos ocultos cosidos a la cinturilla y casi de imposible localización. Tardó algo más de un minuto en sacar el equipo de sus seguros escondrijos. Por lo menos, sabía que tenía una buena posibilidad de descerrajar la puerta y salir a la cámara de la ejecución. Después, ¿quién sabía?

Calculó que tardarían una media hora en llevarle la comida. Durante aquel tiempo, debería averiguar si podía abrir la puerta de la celda. Por segunda vez en pocos días, Bond empezó a trabajar con las ganzúas.

Inesperadamente, comprobó que la cerradura era muy sencilla, una vulgar mortaja que se podía manipular sin dificultad con dos de las ganzúas. En menos de cinco minutos, la abrió y la volvió a cerrar. Después la abrió por segunda vez, empujó la puerta y salió a la cámara de la ejecución. La imagen de la guillotina en el centro de la estancia producía una tremenda impresión. Inmediatamente, Bond inició una labor de reconocimiento y observó que sólo podría encontrar la puerta de entrada gracias a que recordaba más o menos su localización. La puerta funcionaba electrónicamente y encajaba tan bien en la pared que parecía formar parte de ella. En caso de que colocara correctamente los explosivos, tal vez lo consiguiera; sin embargo, la posibilidad de encontrar la posición exacta para volar la cerradura electrónica sería más cuestión de suerte que de habilidad.

Regresó a la celda, cerró la puerta a sus espaldas y ocultó la caja de herramientas bajo la manta. Comprendió que las posibilidades de volar la puerta de la cámara de las ejecuciones eran muy remotas.

Se devanó los sesos en busca de una solución. Incluso consideró la posibilidad de destruir la guillotina. Pero sabía que hubiera sido un inútil acto de locura y un desperdicio de buenos explosivos. Seguirían teniéndole en su poder y había muchas maneras de cortarle la cabeza a un hombre.

Le sirvió la comida la propia Nannie, acompañada del calvo que empuñaba la Uzi.

– Dije que nada era imposible para ESPECTRO -comentó Nannie sin sonreír, mientras señalaba la botella de Taittinger.

Bond asintió en silencio y ellos se retiraron sin más. Mientras cerraban la puerta, a Bond le pareció que aún le quedaba un rayo de esperanza. Oyó que el calvo le decía a Nannie en voz baja:

– El viejo está durmiendo. Ahora le vamos a subir.

Tenían que trasladar a Rahani con tiempo para que pudieran despertar de la medicación en la sala de la ejecución. Mientras la enfermera no estuviera con él, Bond tendría una posibilidad. Empezó a pensarlo mientras se tomaba los huevos revueltos y bebía champán. Se alegró de haber pedido la cosecha del setenta y tres. Era un año excelente.

Le pareció oír ruido al otro lado de la puerta y acercó el oído al duro metal, tratando de captar el más leve rumor. Comprendió casi por intuición que alguien se acercaba a la puerta.

Se tendió rápidamente en la cama y oyó que abrían y volvían a cerrar la mirilla. Contó cinco minutos y sacó la caja de herramientas, dejando ocultos de momento los explosivos y los detonadores. Por segunda vez descerrajó la puerta y, al abrirla, vio que la cámara estaba casi a oscuras; sólo estaba encendida una lamparilla de noche a cuya luz pudo distinguir la cama electrónica de Tamil Rahani.

Cruzó rápidamente la cámara. Rahani seguía durmiendo. Bond tocó el mando electrónico de la cama, descubrió que el hilo salía de debajo del colchón y lo siguió hasta debajo de la cama. Exhaló un suspiro de alivio y regresó a la celda para recoger la caja de herramientas, los explosivos y la linterna de precisión.

Se deslizó rápidamente bajo la cama, boca arriba, y buscó la cajita del sensor eléctrico que permitía subir y bajar la cabecera de la cama de Rahani. El hilo llegaba hasta una caja de distribución fijada más o menos en el centro de la parte inferior de la cama. De ella partía un cable eléctrico conectado a un enchufe de la pared. De la caja de distribución salían varios hilos hasta los distintos sensores que levantaban la cama en distintos ángulos. A Bond le interesaban de un modo especial los hilos que conectaban la caja de distribución con el sensor de la cabecera. Estirando cautelosamente el brazo, cerró el interior de la pared y empezó a trabajar con los hilos del sensor de la cabecera.

Primero los cortó y les quitó aproximadamente un centímetro de su revestimiento de plástico. A continuación reunió todos los explosivos de plástico que llevaba consigo, los colocó en contacto con el canto del sensor e insertó finalmente el detonador electrónico con los dos hilos colgando.

Ahora ya sólo tenía que trenzar los hilos igual que antes, pero añadiendo un tercer hilo a cada par: los hilos del detonador. En la caja de herramientas había un pequeño rollo de cinta aislante de anchura no superior a la de una cerilla plana. Tardó un poco, pero consiguió aislar las distintas series de hilos para que ninguno pudiera rozar con otro en caso de que alguien moviera la cama.

Por fin, recogió el contenido de la caja de herramientas, volvió a abrir el interruptor, regresó a la celda, cerró la puerta con las ganzúas y escondió, una vez más, la caja de herramientas.

La cantidad relativamente exigua de explosivos estallaría en cuanto alguien pulsara el botón para levantar la cabecera. Cuando el plan diera resultado -si es que lo daba, cosa de la que no estaba muy seguro-, tendría que actuar con la rapidez de un rayo. Ahora sólo podía esperar.

Transcurrió una eternidad antes de que oyera de repente el rumor de la llave en la cerradura de la puerta. El guardián rubio llamado Fin apareció vestido de etiqueta y con guantes blancos. A su espalda y a la derecha, el calvo, también de frac, llevaba una pesada bandeja de plata. Querían hacer las cosas por todo lo alto, pensó Bond. Su cabeza sería presentada al moribundo Tamil Rahani sobre una bandeja de plata, como en los viejos mitos y leyendas.

Detrás del calvo se encontraba Nannie Norrich. Bajo la intensa iluminación, Bond la vio por primera vez tal como era de verdad. Llevaba un largo vestido oscuro, el cabello suelto y el rostro tan maquillado que más parecía una prostituta que la encantadora mujer que él creía haber conocido. Su sonrisa sólo era el reflejo de su perversidad.

– Madame la Guillotine te espera, James Bond -le dijo.

Bond echó los hombros hacia atrás y salió a la cámara, echando un rápido vistazo a su alrededor. Las puertas correderas estaban abiertas y en este instante vio algo que antes le había pasado por alto: una pequeña contraventana en la pared, abierta en aquellos momentos, permitía ver un panel idéntico al del pasillo.

Otros dos corpulentos individuos se habían incorporado al grupo y permanecían de pie junto a la puerta con rostro impasible; uno de ellos iba armado con una pistola y el otro, con la Uzi. Otros dos sujetos, también armados, se encontraban de pie junto al lecho de Rahani, al igual que el doctor McConnell y su enfermera.

– Te está esperando -dijo Nannie.

Bond avanzó otro paso y pensó: «No ha dado resultado». En aquel momento se oyó la débil voz de Rahani desde la cama:

– Ver… -gimoteó-, lo quiero ver. Levántenme. ¡Levántenme! -repitió más fuerte.

Los ojos de Bond recorrieron una vez más el grupo. La mano de la enfermera se acercó al mando.

Bond vio, como en un primer plano, los dedos de la mujer pulsando el botón que iba a levantar la cabecera de la cama. Después, de repente, estalló el infierno.

19 Muerte y destrucción

Por espacio de unos segundos, Bond no estuvo muy seguro de haber oído la explosión, a pesar de la violenta ráfaga de aire caliente que le arrojó hacia atrás. Después de la llamarada, fue como si alguien le hubiera tapado los oídos con las manos.

El tiempo pareció detenerse. Todo adquirió la consistencia de un sueño visto en cámara lenta. En realidad, los acontecimientos se desarrollaban a gran velocidad y dos ideas martilleaban, una y otra vez, en la mente de Bond: sobrevivir y salvar a May y Moneypenny.

Vio los restos de la cama de Rahani ardiendo en el más distante rincón de la derecha. Del propio Rahani no quedaba nada. Diversos fragmentos de su cuerpo se habían esparcido sobre el médico, la enfermera y los dos guardias que se encontraban cerca de donde se produjo la explosión. Bond vio que el médico se inclinaba de súbito hacia las llamas que ardían en el lugar antes ocupado por la cama. La enfermera se encontraba de pie petrificada con la cabeza echada hacia atrás y la ropa arrancada de su cuerpo quemado. De su boca se escapó un prolongado grito estrangulado antes de caer asimismo sobre las llamas.

Los dos guardianes habían sido levantados del suelo y lanzados al otro lado de la estancia; uno, hacia la guillotina y el otro, con un brazo medio arrancado y colgando, hacia el hombre de la Uzi que se encontraba de pie junto a la puerta y que, al recibir el golpe, cayó hacia atrás y extendió el brazo, soltando el arma. Esta resbaló por el suelo y se detuvo frente a la guillotina, precisamente al otro lado de Bond. El cuarto hombre no parecía haber sufrido ningún daño, pero estaba aturdido y la pistola se le cayó de la mano y resbaló dando vueltas hacia Bond.

Bond, en cuanto vio que la enfermera acercaba la mano al mando, retrocedió hacia la celda. Le silbaban los oídos y tenía la visión borrosa, pero se había salvado de la explosión. En este momento, sin poder ver ni oír todavía con normalidad, salió automáticamente de la celda y permaneció de pie como hipnotizado mientras la pistola se deslizaba hacia él. Luego se puso cuerpo a tierra, asió el arma y empezó a rodar por el suelo y a disparar, primero contra el restante guardián junto a la puerta y después contra Fin y el calvo. Dos descargas para cada uno, según el acreditado sistema del servicio.

Los disparos le sonaron como minúsculos chasquidos y en el acto se percató de que todos ellos habían dado en el blanco. El guardián de la puerta cayó rodando hacia atrás. La camisa blanca de Fin se tiñó repentinamente de sangre. El calvo se encontraba sentado en el suelo, sosteniéndose el vientre con expresión desconcentrada.

Bond se volvió súbitamente, buscando a Nannie. Esta pretendía apoderarse de la Uzi, situada al otro lado de la guillotina. Para ello, eligió el camino más corto y, aplastando el cuerpo contra el suelo, introdujo los brazos a través de los potros de la guillotina. Bond vio que sus manos asían el arma y, sin pérdida de tiempo, se abalanzó sobre ella y, levantando los brazos, soltó la palanca de la hoja.

A pesar de su sordera, Bond oyó el siniestro rumor y el desgarrador grito de Nannie mientras la hoja le cortaba los brazos. Vio que la sangre manaba a borbotones, oyó el interminable grito y observó que el fuego escupía ahora una densa humareda negra. Se detuvo sólo el tiempo suficiente para tomar la Uzi y librarla de los brazos cortados cuyas manos la asían todavía con fuerza. Le bastó con dos enérgicas sacudidas. Después, salió al pasillo que se estaba llenando rápidamente de humo.

Al volver la cabeza, Bond vio el dispositivo de cierre electrónico de la pared. Parecía un sencillo aparato, pero entonces observó que la hilera inferior contenía unos botones rojos con la indicación «Cierre de relojería». Debajo, había unas instrucciones: «Pulse el botón del tiempo. Pulse el botón de cierre. Cuando se cierren las puertas, pulse el número de horas requerido. Después, pulse de nuevo el botón del tiempo. Las puertas permanecerán cerradas hasta que haya transcurrido el período de tiempo fijado».

Sus dedos pulsaron los botones de Tiempo y Cierre. Las puertas se cerraron. A continuación, marcó los números 2 y 4. Todos cuantos se encontraban en la cámara de la ejecución estaban muertos o moribundos. Si las puertas permanecían cerradas durante veinticuatro horas, tal vez se consiguiera evitar la propagación del fuego. Ahora tenía que ir por las rehenes.

Mientras corría hacia la celda de May, oyó unos timbres de alarma. O el fuego los había disparado o alguien todavía con la fuerza suficiente los había activado desde el interior de la cámara de la muerte.

Llegó a la puerta de la primera celda y miró a su alrededor, buscando la llave, pero no había ninguna a la vista. Situándose hacia un lado, Bond disparó con la Uzi, no contra la cerradura metálica, sino contra la bisagra superior y la zona circundante. Las balas silbaron y rebotaron en el pasillo, pero arrancaron también grandes astillas de madera del marco. Después, efectuó dos disparos contra la bisagra inferior y saltó hacia un lado mientras la plancha metálica se separaba de la pared, vacilaba y caía pesadamente al suelo.

May se echó hacia atrás en la cama, con los ojos desorbitados a causa del terror, como si quisiera escapar a través de la pared.

– ¡Tranquila, May! ¡Soy yo! -gritó Bond.

– ¡Míster James! ¡Oh, Dios mío, míster James!

– Quédate ahí -dijo Bond, percatándose de que levantaba demasiado la voz debido a su transitoria sordera-. Quédate ahí mientras yo voy por Moneypenny. ¡No salgas al pasillo hasta que yo te lo diga!

– Míster James, ¿cómo ha podido…?

Pero él ya corría hacia la otra celda donde repitió el mismo procedimiento con la Uzi. El pasillo se iba llenando rápidamente de humo.

– Tranquila, Moneypenny -gritó Bond, casi sin resuello-. No pasa nada. Es el caballero blanco que ha venido a rescatarte y llevarte a lomos de su corcel, o algo por el estilo.

Moneypenny estaba pálida como la cera y temblaba sin poderse contener.

– ¡James! Oh, James, yo creía… Me dijeron que…

Sin decir más, corrió hacia él y le echó los brazos al cuello. Bond tuvo que utilizar la fuerza para librarse de las efusiones de la ayudante personal de su jefe. Luego, la sacó casi a rastras al pasillo y le indicó la celda de May.

– Necesitaré que me ayudes a sacar a May, Penny. Aún tenemos que salir de aquí. Hay un incendio en el pasillo y, si no me equivoco, varias personas que no desean que nos vayamos. Por consiguiente, por el amor de Dios no te asustes. Saca a May de aquí con la mayor rapidez posible, y después haz lo que yo te diga.

En cuanto la vio reaccionar, Bond corrió a través de la densa humareda hacia las puertas del ascensor. «No utilizar nunca el ascensor en caso de incendio.» ¿Cuántas veces habla leído aquella advertencia en los hoteles? Y, sin embargo, en aquellos instantes no le cabía otra alternativa. Tanto si le gustaba como si no, no había otro medio de salir.

Corrió hacia las curvadas puertas de acero y pulsó el botón. Quizás otros estuvieran huyendo de los pisos de arriba siguiendo el mismo método. A lo mejor, el mecanismo ya se había estropeado. Se oía el rugido del fuego al otro lado de la puerta de la cámara de la ejecución.

Bond tocó las curvadas puertas metálicas y las notó calientes. Esperó, volvió a pulsar el botón y, después, examinó la Uzi y la pistola automática. La automática era una enorme Stetchkin con un cargador de veinte cartuchos de los que sólo había disparado seis. Se colocó la Uzi casi vacía bajo el brazo izquierdo y tomó la Stetchkin con la mano derecha.

Moneypenny avanzó despacio por el pasillo sosteniendo a May justo en el momento en que se abrían las puertas del ascensor y aparecían en su interior cuatro hombres, luciendo oscuras chaquetas de combate. Bond vio sus miradas de asombro y el leve movimiento de la mano de uno de ellos hacia la funda que llevaba en el cinto.

Con el pulgar, Bond modificó la Stetchkin de la posición de un solo disparo a la de disparos automáticos y ladeó un poco la mano porque la Stetchkin tiene la mala costumbre de brincar violentamente hacia arriba cuando dispara de un modo automático. Vuelta ligeramente de lado, dispararía pulcramente las balas de izquierda a derecha. Bond disparó seis descargas y los cuatro hombres se desplomaron sobre el suelo del ascensor.

Después, Bond levantó la mano para indicar a Moneypenny que no siguiera acercándose con May. Rápidamente, sacó los cuerpos del camarín y dejó uno de ellos atravesado en las puertas para evitar que se cerraran mientras llevaba a cabo la tarea.

En menos de treinta segundos consiguió introducir a May y a Moneypenny en el ascensor. Este se estaba calentando cada vez más y Bond pulsó el botón de bajada y mantuvo el dedo en el mismo durante cinco o seis segundos. Cuando volvieron a abrirse las puertas, se encontraron en el curvo pasillo que conducía a la habitación de Tamil Rahani.

– Despacio y con mucho cuidado -les dijo a las dos mujeres.

Una ráfaga de ametralladora estalló a lo lejos. Bond pensó que algo raro estaba pensando. En el piso de arriba se había producido un incendio, pero, por otra parte, ellos debían ser los únicos objetivos de la gente de ESPECTRO que aún pudiera quedar en la isla. Por lo tanto, ¿a qué podía deberse aquel tiroteo no dirigido contra ellos?

La puerta de la habitación de Rahani se encontraba abierta y dentro se estaba produciendo un violento tiroteo. Bond se acercó cautelosamente a la puerta. Dos hombres enfundados en oscuras chaquetas de combate como los del ascensor disparaban hacia el jardín con una ametralladora colocada cerca de los grandes ventanales. A través de los mismos, Bond vio que unos helicópteros sobrevolaban la isla con sus intermitentes luces de color rojo y verde. Una bengala estalló en el cielo nocturno. Tres secos disparos seguidos de rotura de cristales le hicieron comprender a Bond con toda claridad que alguien atacaba la casa.

Confió en que los hombres que se encontraban fuera estuvieran del lado de los ángeles, entró en la habitación, y efectuó limpiamente cuatro disparos contra las nucas de los dos artilleros.

– ¡Quedaos en el pasillo! ¡Agachaos! -les gritó a May y a Moneypenny.

Hubo un instante de silencio. Luego, Bond oyó el inequívoco rumor de unas botas que subían por los peldaños de metal que conducían al balcón. Apuntando con la pistola hacia abajo, les gritó a los que ahora podía ver a través de la ventana.

– ¡Alto el fuego! ¡Somos unos rehenes que huyen!

Un fornido oficial de la marina de los Estados Unidos que blandía un revólver de gran tamaño, apareció en la ventana, seguido por media docena de marinos armados. Detrás de ellos, Bond vio el pálido rostro asustado de Sukie Tempesta.

– ¡Son ellos! -gritó Sukie-. ¡Son míster Bond y las personas que tenían secuestradas!

– ¿Usted es Bond? -preguntó el oficial de la marina.

– En efecto. Soy James Bond -contestó el agente, asintiendo con la cabeza.

– Gracias a Dios. Creíamos que ya estaba usted muerto. Y lo hubiera estado de no ser por esta preciosa señorita. Tenemos que largamos de aquí cuanto antes. Eso se va a convertir en un horno en cuestión de segundos.

El oficial de curtido rostro extendió un brazo, asió a Bond por una muñeca y lo sacó al balcón mientras tres de sus hombres se apresuraban a ayudar a May y a Moneypenny.

– ¡Oh, James, James! ¡Qué alegría verte!

Le habían arrojado casi directamente en brazos de la principessa Sukie Tempesta y, por segunda vez en unos minutos, Bond se vio besado y abrazado con pasión desbordante.

El agente preguntó casi sin resuello qué había ocurrido mientras atravesaban a toda prisa el jardín en dirección al pequeño embarcadero. Una vez todos a bordo, el guardacostas se alejó de la orilla, navegando a gran velocidad. Al volver la cabeza, Bond vio que otras lanchas y buques guardacostas rodeando la isla y que varios helicópteros volaban a baja altura e iluminaban con potentes reflectores los bellos jardines.

– Es una larga historia, James -dijo Sukie.

– ¡Madre mía! -exclamó uno de los oficiales apretando los dientes mientras la cúspide de la gran pirámide del cuartel general de ESPECTRO empezaba a escupir llamas como un volcán.

Los helicópteros ya empezaban a retirarse y uno de ellos pasó en vuelo casi rasante por encima del guardacostas. En la popa, un médico de la marina atendía a May y a Moneypenny. A la pavorosa luz del incendio de la isla del Tiburón, sus semblantes aparecían febriles y enfermos.

– Eso estallará de un momento a otro -musitó el oficial del guardacostas.

En cuanto lo hubo dicho, y por espacio de un segundo, el edificio pareció elevarse en el aire, rodeado por las llamas. Después, estalló en una explosión de tal intensidad que Bond tuvo que apartar el rostro.

Cuando volvió a mirar, el aire estaba lleno de fragmentos en llamas. Un sudario de humo cubría los restos de la isla del Tiburón.

Bond se preguntó si aquél sería efectivamente el final de su viejo enemigo ESPECTRO o si éste volvería a surgir como un nefasto fénix de las cenizas de la muerte y destrucción que él había sembrado.

20 Vítores y aplausos

Sukie contó la historia cuando el guardacostas ya estaba en el interior del arrecife y el rumor de las olas, el viento y los motores no era tan fuerte y no la obligaba a hablar a gritos.

– Al principio, no podía dar crédito a mis ojos… Después, cuando Nannie hizo la llamada telefónica, lo comprendí -dijo.

– Cuéntamelo poquito a poco -le pidió Bond, gritando aún más de la cuenta porque todavía le silbaban los oídos.

La víspera, cuando Sukie y Nannie se separaron de Bond, ésta pidió café al servicio de habitaciones.

– Nos lo subieron cuando yo estaba en el cuarto de baño retocándome el maquillaje y le dije a Nannie que me llenara la taza -dijo Sukie.

Había dejado la puerta abierta y, a través del espejo, vio cómo Nannie vertía en la taza el contenido de un frasco.

– No creía que pudiera ser nada malo y hasta incluso estuve a punto de preguntarle qué hacía. Menos mal que no lo hice. Pensé, por el contrario, que pretendía ayudarme y mantenerme lejos del peligro. Siempre confié en ella… Ha sido mi mejor amiga desde cuando iba a la escuela. Nunca sospeché que hubiera nada… Bueno… Era una amiga muy fiel, ¿sabes, James? Hasta este momento.

– Nunca te fíes de los amigos fieles -dijo Bond con una amarga sonrisa-. Siempre te harán llorar.

Sukie tiró el café y simuló dormirse.

– Permaneció mucho rato a mi lado, incluso me levantó los párpados. Después, utilizó el teléfono de la habitación. No sé con quién habló, pero comprendí claramente lo que se proponía. Dijo que se disponía a seguirte. Sospechaba que pensabas irte a la isla sin nosotras. «De todas maneras, ya le tengo. Dile al coronel que ya le tengo», dijo. Yo me quedé quieta un rato por si Nannie volvía…, lo que efectivamente hizo para llamar a alguien. Fue todo muy rápido. Dijo que habías tomado la lancha motora del hotel y que ella te iba a seguir. Pidió que te vigilaran, pero advirtió que eras su prisionero y no quería que te capturara nadie más. Repetía, una y otra vez, que te llevaría entero ante el coronel y que él podría partirte. ¿Tiene eso algún sentido?

– Vaya si lo tiene -Bond recordó la hoja de la guillotina cercenando los brazos de Nannie Norrich-. Terrible -añadió casi para sus adentros-. ¿Sabes? Le tenía simpatía, incluso le cobré cariño.

Sukie le miró sin decir nada mientras el guardacostas entraba en el pequeño fondeadero de la base naval.

– ¿Y quién pagará todo este lujo? Eso es lo que yo quiero saber -dijo May, visiblemente restablecida.

– El Gobierno -respondió Bond sonriendo-. Y, si no lo pagan ellos, lo haré yo.

– Vivir en este hotel tan caro es tirar el dinero. ¿Sabe usted lo que cuesta estar aquí, mister James?

– Lo sé muy bien, May, y no debes preocuparte. Pronto estaremos en casa y todo eso parecerá un sueño. Tú procura pasarlo bien y disfruta de la puesta de sol. Nunca has visto una puesta de sol en Cayo Oeste y te aseguro que es un auténtico milagro de Dios.

– Ya he visto las puestas de sol en las Tierras Altas de Escocia, hijo mío, y me bastan -luego, May pareció ablandarse-. Es muy amable de su parte, míster James, que otra vez se haya preocupado tanto por mi salud y se lo agradezco de veras. Pero ya echo de menos mi cocina y estoy deseando volver a cuidar de usted.

Habían transcurrido dos días de lo que el periódico local llamaba «el incidente de la isla del Tiburón», y aquella tarde, todos habían sido dados de alta en el hospital de la base naval. En aquel instante, May se encontraba sentada en compañía de Sukie y Bond en la terraza del bar Havana Docks, del Pier House Hotel. El sol se disponía a iniciar su acostumbrado espectáculo nocturno y no cabía en el lugar ni un alfiler. Sukie y Bond saboreaban de nuevo las enormes gambas con salsa picante y los daiquiris Calypso. May rechazó ambas cosas y prefirió tomarse un vaso de leche, expresando en voz alta su esperanza de que por lo menos fuera fresca.

– Dios mío, éste es el verdadero lugar en el que el tiempo se ha detenido -dijo Sukie, inclinándose hacia adelante para besar suavemente a Bond en la mejilla-. Esta tarde, entré en una tienda de Front Street y conocí a una chica que vino aquí para pasar dos semanas. De eso hace nueve años.

– Supongo que ése es el efecto que ejerce en algunas personas.

Bond contempló el mar y pensó que por nada del mundo querría permanecer allí nueve años. Le hubiera hecho revivir demasiados recuerdos desagradables: Nannie, la hermosa muchacha convertida en una cruel y despiadada asesina; Tamil Rahani, a quien acababa de ver por última vez; ESPECTRO, la traidora organización dispuesta a estafar a terceros, privándoles del premio prometido a cambio de la cabeza de Bond.

– ¿En qué piensas? -preguntó Sukie.

– En que no me gustaría quedarme aquí para siempre, pero que no me importaría estar una o dos semanas…, quizá para conocerte mejor.

– Lo mismo pensaba yo. Por eso he dispuesto que trasladen tus cosas a mi suite, querido James -dijo Sukie, esbozando una radiante sonrisa de felicidad.

– ¿Cómo has dicho? -preguntó Bond, mirándola asombrado.

– Lo has oído muy bien, cariño. Tenemos que resarcirnos de muchas cosas.

Bond la miró largamente mientras el cielo se teñía de escarlata y el sol empezaba a ocultarse tras las islas. Después miró hacia la puerta del bar y vio a la fiel Moneypenny, acercándose a ellos y haciéndole señas.

Bond se excusó y se levantó de la mesa.

– Mensaje de «M» -dijo Moneypenny, lanzándole a Sukie una mirada asesina.

– Ya -dijo Bond, temiéndose lo peor.

– «Regresen cuanto antes. Buen trabajo. "M".» -recitó Moneypenny.

– ¿Tú quieres regresar a casa tan pronto? -le preguntó el agente.

Moneypenny asintió con cierta tristeza y dijo que comprendía por qué Bond no deseaba marcharse todavía.

– Podrías llevarte a May -le sugirió él.

– Hice la reserva en cuanto se recibió el mensaje. Nos vamos mañana.

Eficiente como siempre.

– ¿Todos?

– No, James. Comprendí que nunca podría darte debidamente las gracias por salvarme la vida. Quiero decir…

– Oh, Penny, no debes…

– No, James -dijo ella, interrumpiéndole-. He reservado billete para May y para mí. Y he enviado un mensaje.

– ¿Sí?

– «Regreso inmediato. Cero cero siete precisa de tratamiento médico de unas tres semanas de duración.»

– Tres semanas me irán muy bien.

– Así lo creo -dijo Moneypenny, dando media vuelta para regresar lentamente al hotel.

– ¿De veras has mandado trasladar todas mis cosas a tu suite, pillina? -preguntó Bond al volver junto a Sukie.

– Todo lo que compraste esta tarde…, incluida la maleta.

– ¿Cómo podemos? -preguntó Bond sonriendo-. Tú eres una principessa…, una princesa. No estaría bien visto.

– Bueno, podríamos titular el libro algo así como La princesa y el mendigo -contestó Sukie, esbozando una perversa sonrisa llena de sensualidad.

– Sólo que yo no soy un mendigo -dijo Bond, fingiendo ofenderse.

– Con los precios que cobran aquí, lo serás muy pronto -replicó Sukie, riéndose.

En aquel instante, el aire y el cielo se volvieron de un intenso color carmesí y el sol desapareció en el horizonte.

Desde Mallory Square, donde siempre se congregaba la gente para contemplar la puesta de sol, les llegaron los vítores y los aplausos.

John Gardner

***