El apuesto oficial de caballería sir Gabriel Boscastle, regresa de Waterloo siendo un héroe, sólo para retomar su búsqueda de placeres prohibidos en Londres. No hay apuesta que este cínico caballero no acepte, ni mujer que no pueda seducir. Pero cuando viaja a la mansión campestre que ganó a las cartas, descubre que existe un juego al que jamás ha jugado, y que podría haber encontrado la horma de su zapato. Su contrincante y vecina no es otra que Alethea Claridge, la única persona que le plantó cara durante sus años más alocados y la única mujer que ha logrado capturar su corazón.

La hermosa y solitaria lady Alethea sigue, aparentemente, de luto por su prometido, que murió en la batalla. Pero bajo su escudo de fingida aflicción, oculta un atroz secreto que podría destruir su reputación para siempre. De modo que, cuando una noche este apuesto jinete regresa como un trueno a su vida, comprensiblemente recela de él. Alethea defendió a Gabriel cuando era un muchacho travieso. Pero ahora que es un seductor, le revela sus deseos sensuales sin la menor duda, pese a que jura que se reformará. ¿Se redimirá este irresistible granuja y le devolverá a Alethea la confianza en el amor o la arruinará para siempre? Alethea no tardará en tener la respuesta mientras Gabriel pone en tela de juicio todo lo que ella cree acerca del amor, de sí misma, y de lo que se precisa para ser un héroe.

Jillian Hunter

Perverso como el pecado

7° de la Serie La Familia Boscastle

Wicked as Sin (2008)

CAPÍTULO 01

Enfield, Inglaterra. 1816.

El diablo había venido a tomar posesión de Helbourne Hall. Era un suceso no del todo sorprendente considerando la historia reciente del malvado titular de la escritura de la mansión. Lady Alethea Claridge no podía distinguir apropiadamente los detalles de la indigna llegada de su vecino con el agrietado catalejo que tenía en la ventana. Sin embargo, lo que logró percibir trajo poco consuelo a alguien que había buscado aislarse de los caballeros de mala conducta en sociedad. Junto a dos criados que estaban a su lado en la larga galería de la casa de su hermano, miraba al jinete en un embelesado silencio.

Mientras reconsideraba su dramática comparación de esta persona con Mefistófeles, se dio cuenta que podía decir más amablemente, que parecía un oscuro caballero de épocas brumosas, con la misión de arrasar con todo. Esta imagen le habría dado más seguridad, si hubiese comprendido la verdadera naturaleza de su búsqueda.

El alto usurpador, envuelto en una capa oscura, se sentaba en su hermoso andaluz negro como si dirigiera una brigada de caballería. Vociferó bajando la cuesta iluminada por la luna con una indiferencia apocalíptica por la seguridad y el decoro.

¿Estaba atacando o huyendo? No vio que nadie lo persiguiese.

– La esposa del posadero dijo que casi lo habían matado en Waterloo -dijo en voz baja, la señora Sudley, el ama de llaves, agolpándose para ver más cerca-. Tiene cicatrices horrendas en el cuello, de una herida que hubiese matado a un hombre normal.

– Creí que había dejado de escuchar habladurías -murmuró Alethea-. Aun más, ese irreflexivo despliegue de equitación, no podría haber sido efectuado por un hombre que no estuviese en el máximo de su destreza física, a menos que sea un fantasma.

El fuerte sonido nasal de la señora Sudley, indicó que se había ofendido.

– Solo escuché lo que se dice en el pueblo por su propio bien, Lady Alethea.

– ¿Por mi bien? -Alethea la miró por el rabillo del ojo-. ¿Qué tengo que ver con él?

La señora Sudley frunció el ceño.

– Es vital saber, para su bienestar, si resultará un buen guardián de su finca.

Alethea suspiró ante esta improbable posibilidad.

– ¿Cuántos guardianes “buenos” le roban a un hombre su hogar, en un juego de cartas, me pregunto?

– Aparentemente es de Londres -agregó la señora Sudley en un tono de voz que indicaba que él podría también haber surgido del mundo subterráneo.

Ella sonrió. -No todos los de Londres…

Un escalofriante ulular se levantó dentro de la tranquilidad de la noche campestre. Alethea visualizó un reflejo acerado en la mano levantada del jinete, no era el escudo medieval que hubiese preferido que un vecino empuñara, sino más bien una espada. Se le erizó el cuero cabelludo con una premonición.

– Cielos -dijo con los ojos marrones enormes por la sorpresa-. Suena como si hubiese dado un grito de batalla. ¿Estará planeando asaltar su propia casa?

– Despertó a cada niño y perro del pueblo -murmuró su lacayo de hombros caídos, con una sacudida siniestra de la cabeza-. Sólo escuchen esos endiablados aullidos. Si sigue así, la próxima vez va a levantar a los muertos. No es decente. Yo digo que cerremos con llave todas las puertas y nos armemos hasta que su señoría vuelva a casa.

– Se matará si no presta atención a donde va -dijo Alethea alarmada-. Se está aproximando al puente viejo. Nunca lo cruzará yendo…

– …como un murciélago del infierno -murmuró el lacayo con gusto-. Que se mate, es lo que pienso.

Ella lo miró severa.

– Guarda tus pensamientos para ti mismo, Kemble.

El ama de llaves se llevó una mano de venas azules a los ojos.

– No puedo soportar ser testigo. Díganme cuando haya pasado, y si son malas noticias, sean suaves cuando describan cómo murió. Tengo un estómago delicado con el derramamiento de sangre y cosas por el estilo.

– Aquí -dijo el lacayo impacientemente-. Hay una advertencia justo frente a ese puente, a menos que esos pequeños rufianes del orfanato de la parroquia lo hayan vuelto a quitar. El tonto sólo se podrá echar la culpa a sí mismo si se quiebra el cuello.

Alethea sacudió su cabeza de rizos castaños.

– No se puede discutir eso. Sin embargo no será culpa del caballo si el jinete no se molesta en leerlo. Está más allá de lo irresponsable.

Golpeó el puño impotentemente en la ventana mientras el imprudente jinete daba la vuelta y llevaba su caballo al bosque que daba al puente, la ruta más corta a Helbourne Hall.

– No -dijo fuerte mientras su rostro ovalado palidecía-. Para, para antes…

Por supuesto él no la podía oír; que absurdo incluso intentar una advertencia. El jinete había desaparecido de su vista en la delgada extensión de árboles que separaba las tierras bajas de las dos fincas.

Retrocedió de la ventana. No se perdonaría si el caballo tenía una caída fatal desd e el puente podrido a las afiladas rocas de abajo. El hecho que a su hermano no le correspondiera mantener el puente, sino a quién quiera que fuese el dueño de Helbourne Hall, no importaba en ese momento.

– Suelta los perros, Cooper -le dio instrucciones al segundo lacayo que había subido las escaleras al oír la conmoción-. Señora Sudley, tráigame las botas y…

– ¿Hiervo agua, señorita? ¿Y busco una sábana limpia y caliente?

– Dudo que vaya a dar a luz -dijo Alethea divertida-. Sin embargo, una botella de brandy no haría daño. Aunque la use sólo para recuperar mis nervios. -Dio una última mirada preocupada por la ventana-. Tal vez esté esperando matarse. Me sentiría inclinada a eso si tuviese que tomar la responsabilidad de ese lugar.

Helbourne Hall, la finca cuyas tierras de labor colindaban con la superficie bien mantenida del hermano de Alethea, había sido entregada un mes atrás, en una casa de juegos de Londres, por su frívolo dueño a un amo desconocido. La otrora gran mansión georgiana parecía haber caído bajo una maldición. Esta era la cuarta vez, en igual número de años, que la hipoteca cambiaba de manos.

Cada sucesivo dueño había resultado ser más descuidado que el anterior, hasta resultar asombroso que todavía existiese. Alethea suponía que no se podía esperar mejores aspiraciones de un jugador experimentado. Aunque no pudo recordar un amo anterior que tomase su capital de una forma tan perturbadora.

Su lacayo Kemble podría tener razón. Este asedio nocturno no auguraba nada bueno para un pueblo adormilado que sólo tenía una asamblea al año.

Tampoco presagiaba un futuro seguro para una dama como Alethea que deseaba retirarse del mundo y sanar las heridas que otro hombre le había ocasionado.

CAPÍTULO 02

El coronel Sir Gabriel Boscastle lanzó un ronco grito de guerra de puro placer, y desenvainó su espada para atacar a los murciélagos que había perturbado con su palpitante y poderosa cabalgata a lo largo del terraplén. A su izquierda se elevaba una gran mansión isabelina cuyas ventanas reforzadas brillaban con una calidez dorada. A su derecha se alzaba una monstruosa granja georgiana sin nada majestuoso, ni siquiera una vela encendida para disipar su mirada de tristeza embrujada.

Y en su camino inmediato, en la parte inferior de la colina cubierta de hierba, había un puente que seguramente no soportaría el peso de un caballero medio borracho y su robusto caballo español. Contrajo las rodillas, el trasero y la espalda.

– Bien. Entonces lo cruzamos. O no. No estoy para discusiones. Es tu decisión.

Su montura disminuyó la carrera a un trote.

El brandy que Gabriel había bebido en la última posada había comenzado a disiparse. La voz de la razón que tan frecuentemente lograba subyugar, reapareció para recordarle que ya no era un general de la brigada de caballería pesada atacando ladera abajo a la infantería francesa, en un caballo de guerra bien entrenado. Cabalgaba en dirección a una granja inglesa mal mantenida. No había soldados enemigos a la vista.

El caballo andaluz rehusó seguir, señalando su rechazo a saltar el puente destartalado. Tampoco obedecía la orden tardía de Gabriel para cambiar de rumbo. Sintió, por la fuerza musculosa bajo él, que tenía que prepararse para un minucioso traqueteo óseo.

El semental se detuvo, agitando su cola. Gabriel se agarró con las rodillas en forma refleja y exhaló el aire a través de sus dientes apretados, logrando, con fuerza de voluntad, mantenerse en la silla. Cuando la cabeza dejó de darle vueltas lo suficiente como para poder ver, notó que alguien había apoyado un cartel de advertencia en un vagón al lado del puente.

CUIDADO.

EL PUENTE HELBOURNE ESTÁ DEFECTUOSO.

Como un antiguo oficial de caballería, entendía la importancia estratégica de un puente. Napoleón había ordenado a sus pontonniers, sus constructores de puentes, erigir puentes como una parte crucial de su campaña de guerra. Gabriel con su brigada, había ayudado a volar uno o dos, para frustrar un ataque francés.

Los duendes se escondían debajo de los puentes.

Y también lo hacían los dragones franceses homicidas.

Su caballo obviamente tenía más sentido común que su amo en este momento, y se rehusaba a cruzar. Aunque Gabriel no era particularmente supersticioso, había aprendido que la vida frecuentemente susurraba pequeñas advertencias a aquellos que escuchaban. Un cartel de advertencia, sin embargo era difícil de ignorar. No era como que tenía que cruzarlo. Solo se había ganado esta finca, de manera que podría jugársela y volar rápido como una alondra.

Sin embargo, al descubrir que estaba ubicada en el pueblo de sus años de infancia y humillaciones juveniles, había decidido que valdría la pena por lo menos una visita, con la esperanza de exorcizar algunos demonios.

Tenía que haber otro camino para cruzar en alguna parte, podía vadear el agua con sus botas militares, excepto que no le apetecía empaparse. Podía caminar por el bendito bosque. Se había escondido de niño con mucha frecuencia para escapar del látigo de su padrastro.

Sin embargo se había olvidado que las afueras de Helbourne Hall se asentaban en medio de tierras pantanosas. Bonitas de día. Difíciles de noche. Supuso que en su época, los techos puntiagudos y las ventanas sobresalientes fueron agradables de ver.

Ahora las esculturas geométricas de influencia gótica con el yeso blanco descascarillándose y el negro de la madera, danzaban burlonas en su campo visual. A menos que… Ah, esa monstruosidad pudiese ser la casa de los cuidadores, solamente. Y el cuidador tenía que ser un excéntrico que había permitido que un muro de espinas y malas hierbas creciera hasta el torreón, como un elemento disuasorio para cualquiera que se atreviese a molestar. Sin embargo, era peculiar. No podía imaginarse que alguien viniera hasta aquí bajo ninguna otra circunstancia que la suya.

Miró hacia las aguas que pasaban de prisa bajo el puente. Tal vez no debería cruzarlo. Los puentes jugaban un papel simbólico en la poesía y la pintura, ¿verdad?

Un paso a otro mundo, a otra vida.

Y en su caso no parecía ser una mejor.

Desmontó y le dio una palmada en la grupa a su caballo.

– ¿Qué opinas? Confío en tu juicio. ¿Vamos?

El caballo permaneció como una estatua conmemorativa. Gabriel solo podía reír.

– ¿Cabalgas directo al fuego del cañón y rehúsas cruzar un puente del campo? Está bien. No se puede discutir contigo cuando estás con ese humor. Yo iré primero. Observa.

Caminó cuidadosamente por los tablones de madera con las rodillas dobladas. Las pesadas vigas crujían pero sostenían su peso. Su montura, aparentemente, no se convencía que era seguro cruzar y no lo siguió.

– Mira. -Y dio una patada en un tablón retorcido-. Resistente como la cama de una puta. Yo…

El susurro de las hojas, el eco de cascos de caballos, se elevaron en la noche. En alguna parte un búho amarillento ululó y se echó a volar.

Giró y miró al bosque.

Podía oír la voz de una mujer por encima del clamor. Esperó con curiosa cautela, a la expectativa.

Nunca dejaba de asombrarlo cómo podía estar tambaleándose con un pie en la tumba, y el otro apoyado en una muleta, y sin embargo recuperarse con toda su fuerza, cuando una mujer aparecía en escena.

Incluso su caballo alzó las orejas y volvió la cabeza al tumulto. Desafortunadamente, los gritos frenéticos de la mujer invisible para que sus compañeros se dieran prisa, no aumentaron las esperanzas de Gabriel de tener una compañía agradable. Sabía cuándo una dama estaba disgustada, cuando la escuchaba.

¿Qué había hecho o prometido, esta vez? Parecía que había fracasado. No creía que lo hayan seguido desde Londres, o incluso desde la última taberna. No tenía amantes actuales, o hasta donde sabía, ninguna con la que tuviese una cuenta que saldar como para perseguirlo tan lejos. Era irresponsable, y no tenía raíces ni ataduras.

El estruendo de un disparo en el bosque, acabó con sus reflexiones.

Se apoyó contra la baranda del puente. Ésta hizo un crujido intimidador.

Una mujer joven, despeinada, irrumpió de un bosque de árboles.

– Señor, se lo imploro, no…

Él levanto las manos.

– Baje sus armas. Tiene al hombre equivocado. Tengo primos por toda Inglaterra. Incluso tengo hermanos en alguna parte. Todos somos parecidos. Cabello negro, ojos azules, cualquiera que sea la injusticia que le hayan hecho, sólo me puedo disculpar, pero la culpa…

– …cruce el puente -finalizó ella con un grito potente-. No lo cruce, está balbuceando tonterías. Está equivocado.

Se quedó mirándola con un asombro inicial. No escuchó su advertencia. Dios querido. La conocía. Esa salvaje cascada de cabello rizado, atractivos ojos oscuros, y si eso no fuese suficiente para agitarle la sangre a un hombre y las impresiones latentes de sus primitivos deseos, un pecho voluptuoso que su horrible capa no ocultaba, y que se agitaba de preocupación por él.

Un súbito reconocimiento bajó por su espalda. Lady Alethea Claridge, la hija del conde local, y doncella inalcanzable de las fantasías de la infancia de Gabriel. Su recuerdo se había desvanecido en un eco que él se había entrenado para ignorar, pero que había persistido invadiendo su mente en los momentos más inconvenientes.

Alethea, probablemente, se había olvidado de él hacía mucho tiempo. ¿No se había casado con el hijo del Lord del pueblo y se había trasladado a una mansión cercana? Aunque reconociese a Gabriel, dudaba que se dignara a admitir que una vez había salido en defensa de ese malvado muchacho Boscastle.

Que Dios la bendiga. Él se acordaba demasiado bien. La boca se le curvó en una sonrisa agridulce. La imagen de su último encuentro lo llenó de humillación. La mayoría de los recuerdos de su niñez, lo hacía. Lo habían amarrado a la picota de la plaza y le habían arrojado repollos y nabos podridos, y estiércol de oveja.

Uno de los nabos, marchito y duro como una piedra, le había cortado la frente. La sangre le corría por los ojos. Sus asaltantes, la mayoría supuestos amigos, se reían culpablemente. Entonces el elegante carruaje del padre de Alethea, el tercer Conde de Wrexham, disminuyó la velocidad en la plaza del pueblo. Su padre, con voz estentórea, le había ordenado que permaneciera dentro del coche, advirtiéndola para que no se avergonzara y se aventurara donde no debía.

Ella no obedeció, aunque era una joven dama, probablemente horrorizada de que el mismo padrastro de Gabriel lo hubiese arrastrado a la prisión para castigar su conducta incontrolable.

La había visto escoger cautelosamente un sendero entre los deshechos aplastados para el ganado. Se había levantado sus faldas azules hasta los tobillos y las zapatillas plateadas de tacón bajo. No había visto un espectáculo más hermoso en su vida antes o desde entonces. Se agachó con gracia. Gabriel escuchó a su madre, Lady Wrexham, dar un grito ahogado de horror dentro del carruaje.

– Te dije que había un hada malvada dentro de mi habitación el día que ella nació, William.

– Sí, sí, -él respondió con voz impaciente-. Una y mil veces. ¿Pero qué voy a hacer al respecto?

– ¿Es estúpido, Gabriel Boscastle? -Alethea había susurrado

– No me siento particularmente académico en este momento. -Él recordó levantar la mirada desde ese pecho tentador a su dulce cara, encontrando súbitamente que todo el cuerpo le dolía cuando respiraba. Nabo molido y sangre caliente se escurrían por su mejilla. Se sentía horrible-. ¿Va a tomarme un examen?

– Sólo quiero saber -dijo con una franqueza que no esperaba-, porqué sigue haciendo cosas que desatan la ira de su padrastro, si al final lo castiga.

– No es asunto suyo, ¿verdad? -contestó con actitud desafiante. Podía ver a una banda de conocidos juntando tomates reventados y manzanas podridas para tirarle. Si la golpeaban, los mataría a cada uno con sus propias manos cuando quedara libre. Apretó los dientes frustrado. Finalmente había conocido a la muchacha más hermosa que había visto, y se sentía como un cerdo.

– Mejor que vuelva al carruaje -susurró siniestramente.

– Lo haré. -Dirigió una mirada de desdén al grupo sonriente, hasta que cada muchacho y hombre retrocedió varios pasos. Entonces se le ocurrió a Gabriel que su belleza aristocrática era un arma más potente que cualquiera que hubiese empuñado-. ¿Le limpio la cara? -susurró mientras se levantaba.

– No -contestó furioso-. Márchese, ya. Me está doliendo el cuello de tanto mirar hacia arriba.

Ella inhaló profundo. -Bueno, usted me mira con frecuencia cuando voy a la iglesia.

– ¿Eso es lo que piensa? -Creía que había sido más sutil-. Está equivocada. Primero, no voy a la iglesia. Segundo, admiro los caballos de su padre. Los miraba a ellos, no a usted. Todos saben que me gustan los caballos.

Su boca llena se apretó. Entonces, antes que pudiese apartar la cara, ella le sacó de la mejilla un manojo de nabos chorreado con sangre, con el índice cubierto con un guante de cabritilla con botones perlados.

– Mi madre cree que va a terminar muy mal -le dijo suavemente.

Respingó ante su toque. Se veía deslumbrantemente limpia y pura. Él apestaba a repollo y excremento.

– Todavía no llegó el final. Oh, maldición. Su madre tiene razón. También su padre y su abuelo. ¿Le importa dejarme con mi miseria, ahora? No está ayudándome, sabe.

– ¿No lo estoy?

Se maldijo a sí mismo.

– Me va a ocasionar más problemas.

Se acercó despacio a los postes que lo aprisionaban. Los lacayos de su padre habían saltado del carruaje, ostensiblemente para protegerla.

– Pero es el hijo de un vizconde. El hijo de un Boscastle. ¿Cómo…?

– Mi padre está muerto y con él, todo lo bueno y la gloria. ¿No ha escuchado? Apártese de mí.

– Sólo estaba tratando de ser amable -dijo herida e indignada.

Tratando de ser amable.

Incluso entonces podría haberle dicho que la gentileza no sólo era una pérdida de tiempo sino también una debilidad que otros explotarían. Había aprendido eso a su temprana edad y los años posteriores no hicieron nada para disipar esa creencia.

– ¿Le he pedido algo? -le preguntó con una voz desapasionada.

Bajó la vista con una actitud de desinterés incluso aunque cada músculo de su cuerpo confinado se sentía apretado y algo en él deseaba que se quedase. Los dos lacayos la escoltaron delicadamente de vuelta a sus padres. Podía ver a su madre en la ventanilla del carruaje sosteniendo un frasquito naranja en la nariz como si Gabriel hubiese estado sufriendo de una enfermedad contagiosa en vez de un padrastro abusador y de mal carácter.

Suprimió una oleada de furia inútil. Infierno, infierno, infierno. Los odiaba a todos, especialmente a sí mismo, teniendo a la muchacha más bella que había visto actuando como su heroína.

La zapatilla bordada de Lady Alethea tropezó con un repollo. Un lacayo la sostuvo antes que perdiera el equilibrio, y justo cuando esperaba que se le arrugara la nariz de disgusto, se agachó, agarró el repollo chorreando y se lo arrojó a su asombrado grupo de verdugos. Observó más allá de ella. Ahora su humillación empezaba a hervir.

¿Qué esperaba probar?

¿No sabía que los muchachos tenían que proteger a las muchachas? ¿Y a las mujeres? Gabriel había hecho todo lo que podía para proteger a su madre. No había sido suficiente.

– Le he visto mirarme, Gabriel Boscastle -susurró, soltando los hombros de la protección del criado.

Su mirada subió desde la zapatilla sucia a la barbilla firme. Prefería que lo creyera belicoso a débil. ¿Por qué se había molestado? Lo hacía sentirse peor.

– ¿Y qué?

– Lo he notado, eso es todo. Y creo… cualquiera que haya sido la razón, probablemente no era decente.

– Miraré lo que quiera – gritó tras ella, el desafío la única arma a su disposición.

Ella se detuvo echando una mirada alrededor. -Muchacho de la picota [1]. No me importa si mira.

CAPÍTULO 03

El sentido común, así como la experiencia pasada con sus anteriores vecinos, advirtió a Alethea que no se podía confiar en cualquier hombre que hubiera ganado Helbourne Hall en un juego de cartas. Aun así, uno tenía que conceder incluso a un jugador, el beneficio de la duda, sin extender la mano de la amistad.

Podía no tener más esperanzas de casarse y ser la señora de su propia finca. Podía haber renunciado a su creencia en hombres apuestos y finales felices en el último año. Pero sin duda el destino podría al menos considerar enviar a Helbourne a un hombre decente que sacase provecho de su suerte y se estableciese ahí.

Parecía un pequeño favor el que pedía. Que por una vez, Helbourne desafiase su lóbrega historia y reclamara a un propietario de buena reputación para que Alethea pudiera seguir aislándose del mundo y de sus cosas desagradables.

El guardabosque de su hermano, Yates, llegó corriendo entre los árboles con tres mastines enlazados, ladrando furiosamente al puente. Su gorro verde estaba corrido por encima de su oreja izquierda. Su antiguo trabuco, cuyo rugido ensordecedor demostraba que todavía funcionaba, se apoyaba en su hombro. -Averiguamos su nombre, milady. Su cochero fue a parar a nuestra casa por error. Es un Boscastle.

Alethea volvió la cabeza. El asombro le disparó los nervios. -Un…

– Los Boscastles son una familia muy conocida -añadió Cooper, el lacayo que le había acompañado-. Cada sirviente en Londres sueña con trabajar para el marqués, y ahora una de las hermanas acaba de casarse con un duque. Siempre están en los periódicos.

Alethea estudió la robusta figura que parecía estar conversando con su enorme caballo. Un caballero oscuro, pensó de nuevo. La aprensión se mezcló con un recuerdo conmovedor del pasado. Así que él había vuelto a casa, y al parecer sin más decoro que el que había tenido cuando se fue.

El lacayo se aclaró la garganta.

– ¿Ha oído lo que dije, milady? No es un diablo ordinario.

– ¿Uno especial, entonces?

– Es un Boscastle de Londres.

– Hay más ramas de la familia Boscastle que la notoria línea de Londres -murmuró ella, dando otra mirada furtiva a la figura de hombros anchos en el puente. El corazón le empezó a latir con un ritmo irracional.

– ¿Conoce personalmente a alguno de los Boscastles? -preguntó cuidadosamente el guardabosque. No llevaba mucho tiempo al servicio de su hermano y por lo tanto sabía poco de la historia de Helbourne.

– Hace mucho tiempo conocí a tres de los jóvenes caballeros. -Sonrió a su pesar-. No nos relacionábamos. Cuando era más joven, su familia residía no muy lejos de aquí. Pero este hombre…

– Sir Gabriel Boscastle -irrumpió el guardabosque, su mirada ahora también fija en el hombre del puente-. Ese fue el nombre que su cochero nos dio.

– Gabriel. Sir Gabriel ahora, ¿verdad?

– Sí -dijo el guardabosque-. Era un coronel de caballería.

– Eso parece apropiado. Siempre tuvo pasión por los caballos.

– He oído que ahora tiene otras pasiones.

– ¿De verdad, Yates?

– Perdone, Lady Alethea.

Ella se acercó un poco más al puente. Su caballero oscuro ahora también la estaba mirando. Dudaba que la pudiese reconocer. En los viejos tiempos, había realizado grandes esfuerzos con su apariencia. Ahora su cabello había crecido y era rebelde. Se vestía de un gris opaco por comodidad y raramente se acordaba de usar guantes. No es que le importara impresionar a un granuja, que era en lo que Gabriel se había convertido, sin gran sorpresa de nadie.

Por lo que había oído, su chico malo había sido un soldado en España. Un libertino entre los regimientos, y un jugador despiadado que ganaba las propiedades de imprudentes jóvenes caballeros.

Siempre había rezado para que no acabara mal. Mamá había tenido razón, excepto… que todavía no había llegado realmente el final ¿verdad? Sus primeros años de vida no habían sido fáciles. Tal vez se las había arreglado lo mejor que pudo. Su padrastro había tenido una reputación de ser cruel.

Ahora sabía lo que no supo entonces. Que otras personas, incluso aquellas que dicen preocuparse por ti, pueden causarte un profundo dolor. Pueden herirte de una manera indescriptible.

– ¿Qué hacemos, milady? -preguntó el lacayo-, parece un tipo formidable.

– Creo que lo es.

No estaba segura de qué hacer. Podía estallar en un ataque de risa por la ironía, o más sabiamente cabalgar a la iglesia del pueblo y pedir santuario al vicario. Sir Gabriel sin duda exudaba un aire diabólico que desafiaba su deseo de ver, para variar, a un hombre decente tomar posesión de Helbourne.

De todas maneras, ella no era responsable de sus costumbres.

Caminó lentamente hacia él.

– ¿Gabriel Boscastle? No lo puedo creer. ¿Es realmente usted, después de todos estos años?

Él se rió un poco incómodo, sin moverse pero observándola tan atentamente que supo que los rumores acerca de él debían ser ciertos.

– Si admito esa identidad, ¿me van a disparar por un crimen del cual no tengo conocimiento de haber cometido?

– ¿Ha cometido muchos crímenes? -preguntó burlona.

Él sonrió, produciéndole un rubor involuntario en las mejillas.

– ¿Me va a castigar si los admito?

– No.

– Qué lástima.

Ella se había acercado lo suficiente para examinarlo a la luz de la luna salpicada de árboles. Ah, qué rostro tan imponente. Esos mismos rasgos esculpidos, los intensos ojos azules que quemaban con fuego interior, pero ahora estaba más adulto, más tenso, todo rastro de dolor y humillación de la niñez enterrado, si no muerto. La cicatriz púrpura que dividía en dos su mandíbula inferior para terminar en un profundo corte arrugado a través de la garganta se veía espantosa, pero no lo desfiguraba. Podría haberse asustado si no lo hubiese conocido antes.

Gabriel siempre había tenido una actitud que hacía que aquellos que se le acercaban, hiciesen una pausa. Ahora tenía una marca física para desanimar a cualquiera cuya presencia no hubiese sido invitada. Ella supuso que eso no le importaba en lo más mínimo. Sin embargo todavía la tentaba, según las palabras de su difunto padre, a aventurarse donde no debía.

Ella no llegó a pisar el puente.

– No creo que debiera cruzar hasta aquí -le remarcó él calmadamente, evaluando su cuerpo cubierto con la capa-. Puede caerse y me vería obligado a salvarla.

Ella dejó escapar el aire. Su voz era más áspera de lo que recordaba, tal vez más cínica, baja, controlada.

– Tampoco usted debería cruzarlo, ¿No vio el cartel?

Se encogió de hombros. Ahora también era más alto, sus hombros anchos, su torso bien formado.

– Creí que era para mantener alejados a los intrusos. De todos modos, ¿de quién es el puente?

– Es suyo. -Ella hizo una pausa.

Se había convertido en un hombre extraordinariamente atractivo, y parecía darse cuenta. Ciertamente, no hizo ningún intento de ocultar su evidente interés en su apariencia femenina, examinando lentamente su rostro y figura hasta que el calor le subió por los hombros y el cuello.

– Dígame que sólo es un intruso -dijo en voz baja-. O que es un visitante de la persona a quien ahora le pertenece el lugar. Oh, por Dios, Gabriel… ¿No me recuerda?

Él sonrió, los ojos fijos en los de ella.

– Lady Alethea. -E hizo una reverencia burlona. El puente donde él estaba parado crujió, otra advertencia no tomada en cuenta-. El placer de volver a verla es sin duda todo mío.

Chico malvado.

Ella luchó contra una sonrisa hasta que rompió en carcajadas.

– Sólo puedo esperar que sea más agradable que la última vez que hablé con usted. ¿Se acuerda? Me ofenderé si se ha olvidado.

Era difícil de creer que una vez hubiese sentido lástima por Gabriel. Se había estado metiendo en problemas, cada vez más profundamente, en los meses que siguieron a la muerte de su padre. Siempre había parecido más maduro que su edad. Hasta esa noche, todavía podía sentir los fieros ojos azules, evaluándola cuando ella pasó por delante de él con su delicado y pequeño poni. Había sido grosero por su parte que continuara mirándola fijamente. Su mozo de cuadra había incluso regañado a Gabriel una vez por hacerlo.

Pero eso no lo detuvo.

Chico desgraciado.

Hombre seductor.

Él la seguía mirando de esa manera que la hacía sentir avergonzada y acalorada.

Sin embargo, parecía haber algo diferente en sus ojos ahora. Conocimiento. Una consciencia cautelosa, que ella reconocía de sus propias experiencias.

– No creería que alguna vez la olvidaría, ¿verdad, mi bella campeona? -preguntó con los brazos apoyados en la endeble baranda.

Ella miró a su séquito avergonzada.

– Apenas nos conocíamos. Creo que sólo hablamos en algunas ocasiones, la última fue cuando estuvo confinado en la plaza del pueblo.

– Recuerdo nuestra conversación. -Levantó su mano y se la llevó al corazón-. Las palabras estarán para siempre grabadas en esta cavidad vacía. Me temo que ese no fue uno de mis mejores recuerdos. No por culpa suya.

– ¿Por qué ha vuelto? -preguntó en voz baja.

– He venido a reclamar mi propiedad… Helbourne Hall. ¿Me podría indicar dónde está?

Sacudió la cabeza decepcionada. -Está cruzando el puente, justo detrás de usted. No se puede perder. -Señaló más allá de él-. Allá.

Sus blancos dientes brillaron en una sonrisa triste. -La casa del cuidador querrá decir… -miró a su alrededor dando un resoplido de burla-. ¿O eso es el granero?

Ella sonrió lentamente, pensando que de todos los usurpadores anteriores de la mansión, Gabriel parecía el más adecuado para la finca.

– Voy a darle otra advertencia… acerca del personal que ha heredado. Me han dicho que son propensos a dar problemas y a dejar de lado sus deberes.

Ella oyó la risita de su lacayo, y le lanzó una mirada para silenciarlo.

– Los sirvientes son inestables por la rápida sucesión de los dueños -continuó-. Sin estabilidad y una correcta orientación, han aprendido a aprovecharse. -Lo que era una manera educada de informarle que su personal estaba compuesto de borrachos, ex delincuentes y marginados sociales.

Por un momento satisfactorio, pensó que había tocado sus principios más elevados. Entonces levantó una ceja como un demonio empeñado, y preguntó: -¿Supongo que usted no viene con la casa?

Ella le dirigió una media sonrisa desdeñosa y retrocedió un paso.

– Dulces sueños, sir Gabriel. Si el río se lo lleva lejos, no diga que nadie lo advirtió.

– Alethea…

Ella vaciló.

– ¿Sí?

– Nada. No importa.

CAPÍTULO 04

Advertirle. Como si alguna vez en su vida hubiera prestado atención a una advertencia, cuando una mujer se preocupaba.

Observó a su elegante figura desaparecer bajo el sendero cubierto de árboles hacia donde el caballo esperaba hasta que él entrara en razón. Incluso cuando era una chica Lady Alethea Claridge había acudido a él cuando se sentía perdido. ¿Quién se pensaba ella que era para acudir a rescatarlo? Él podría haberle dicho que recordaba el día que le había hablado en la picota, como el punto más bajo de su humillación pública.

Su padrastro le había procurado humillaciones más intensas en privado, pero la intromisión de Alethea sólo había aumentado la vergüenza que Gabriel había luchado por mantener en secreto. Él nunca se había hundido tan profundamente otra vez en su propia estimación personal, a pesar que otros podrían aventurar una opinión en sentido contrario.

De hecho, estaba casi-tentado a llamarla otra vez y decirle que se había vuelto absolutamente loca si pensaba que tanto un puente roto como una destartalada finca le importaban mucho después de las cosas que había visto y hecho. Menudo coñazo, que aún pudiera desconcertarlo.

No era un completo inútil, ya había obtenido sus ganancias de otras hipotecas anteriormente, según sus cálculos, si el desvencijado puente era indicativo de lo que había debajo, Helbourne Hall le costaría probablemente una fortuna en reparaciones sin producir una sola libra de beneficio a cambio.

Calculó que desperdiciaría como máximo una quincena o dos allí. Su atractiva vecina, Alethea, se merecía unos cuantos días de su atención aunque sólo fuera por los viejos tiempos. Después de todo, podía contar con una mano el número de valientes almas que se habían molestado en defenderlo. Tres de sus primos Boscastle. Su comandante de infantería.

Una chica joven y testaruda que se había atrevido a desafiar su educación y se había ensuciado los guantes limpiando la inmundicia de una mejilla salvaje.

Valiosas eran aquellas personas que habían osado hacerse sus amigos durante sus años más oscuros, por miedo a que se volviese y los mordiese.

Le gustase o no, incluso para los principios de un bribón, le debía un favor. ¿Había algún indeseable pretendiente que desease que desapareciese de la faz de la tierra? ¿Algún recalcitrante al que esperase poner celoso? Quizá la joven se encontraba de manera vergonzosa necesitada de fondos. Quizá sus padres habían muerto, y su hermano (creía recordar que tenía uno) había traído la desgracia sobre el nombre de la familia.

Se decía que como parte de un código personal, un miembro de la familia Boscastle nunca olvidaba un insulto o un favor. Algo que no se decía, pero que se suponía, era que Gabriel debería llevarse una recompensa durante el pago a Alethea por su pasada amabilidad, que estaba obligado a aceptar.

¿Qué clase de chica desafiaba a su padre para ayudar a un chico testarudo al que todos los del pueblo tenían la precaución de no cruzarse? Hacía que se preguntase sobre el juicio de la chica. Su voz flotaba entre los árboles.

– Hay fantasmas que persiguen ese puente, Gabriel. Un amante celoso ahogó a su amor y después se suicidó. Intenta no perturbarlos más.

Él la miró fijamente. Coquetos rizos se escapaban de la capucha de la capa para acariciar su cara. Siempre se había preguntado si había sido tan guapa como recordaba. Lo era, pero verla de nuevo le provocaba dolor por la pena de los sueños abandonados en las encrucijadas.

– ¿Me oye, Gabriel? No sé si es supersticioso, pero un par de espíritus infelices persiguen el mismo lugar sobre el que te encuentras.

Sacudió la cabeza, bufando mientras se giraba hacia el puente. Había fantasmas que lo perseguían también, pero nunca más se asustaría de ellos.

Le devolvió una sonrisa. Luego cruzó el puente. Y su caballo lo siguió.

CAPÍTULO 05

Gabriel había llamado su atención por primera vez al verlo peleando con uno de los chicos mayores del pueblo. Incluso siete años antes, parecía lo suficientemente fuerte como para cuidar de sí mismo. Según recordaba, hasta ese momento iba ganando a su oponente de nariz ensangrentada.

Los dos la vieron. Al momento se separaron, parando la pelea. Entonces el otro chico huyó, y Gabriel sacudió la cabeza con indignación. Ella sabía que probablemente había empezado la pelea, pero algo en su modo de actuar enfadado y herido, la indujeron a calmarlo.

Aquello había exigido todo su valor, y se ganó una buena reprimenda de su institutriz por sonreírle desde su poni, cuando la miró de repente, desde el banco donde estaba reunido con sus amigos, en el exterior de la taberna.

La miró enfurecido como un joven dragón. A pesar de saber que debería sentirse ofendida, en su interior se había estremecido de emoción cuando sus malhumorados ojos le sostuvieron la mirada brevemente. No siempre se comportaba como un salvaje, había escuchado por casualidad que su madre le explicaba a la institutriz, aunque su mamá le advirtió repetidamente que lo evitase, haciendo insinuaciones sobre las graves repercusiones que les sucedían a las chicas que se involucraban con chicos incorregibles.

Otras veces mamá casi se había compadecido de Gabriel, comentando que él y sus hermanos habían sido caballeros jóvenes y corteses antes de que asesinaran a su padre, y su madre se casara con aquel comerciante al que le gustaba demasiado beber, y que visitaba a la camarera de la taberna. Sus tres hermanos mayores habían abandonado el hogar. Alethea nunca supo qué había sido de ellos.

Pero sabía que cada vez que veía a Gabriel había problemas maquinándose en sus ojos. Sabía, que incluso lo habían puesto en la picota, y que no merecía ser castigado.

La hija del boticario Rosalinde, se lo había contado una tarde mientras su padre le preparaba un remedio para el dolor de muelas de su hermano.

– No fue culpa suya -susurró Rosalinde. Como Alethea y varias chicas del pueblo, ella se sentía intrigada por Gabriel, y sus fechorías sólo aumentaban aquel prohibido interés-. Tiró al suelo al hijo del doctor por abusar del viejo vendedor ambulante.

Alethea hubiera hecho lo mismo de haber podido. El anciano vendedor ambulante nunca vendía nada de valor. Había sido soldado, y no hacía daño a nadie. Los del pueblo le compraban por amabilidad.

Pero incluso después de haber tirado al hijo del doctor a la cuneta, Gabriel lo había golpeado, hasta que varios ancianos le habían detenido. La hija del boticario dijo que había gran cantidad de sangre, que el vendedor lloraba, y que el boticario había llevado a Gabriel aparte para confiarle: -Todos sabemos que se lo merecía, Gabriel, pero en privado. Tú sufrirás por esto, no él. Mantenlo en privado, chico. Todos deberíamos mantenerlo en privado.

Ahí tendría que haber terminado todo. El matón tenía demasiado miedo para contarlo. Pero el médico estaba conduciendo su faetón, y el padrastro de Gabriel había salido de la taberna para ver que hacía tanta gente en medio de la calle.

– Estaba bebido, como siempre -le dijo la chica a Alethea-. Y cuando averiguó lo que había sucedido, sacudió a Gabriel como a una rata y se burló de él. -¿No nacieron los Boscastles para ser los mejores? ¿Acaso no es lo que crees? Bueno, pues vas a ser castigado como si fueras de mi sangre.

De fragmentos de conversaciones que había recogido durante sus visitas a Londres a lo largo de los años, Alethea comprendió que Gabriel había seguido explorando su atracción por los problemas. Pensaba que era una lástima, pero nadie más en el pueblo pareció sorprenderse de que tomase el camino duro. Se esperaba que sus hermanos lo hubieran hecho mejor. Su madre regresó a su Francia natal, cuando su segundo esposo murió una noche en una pelea. Lo último que Alethea había escuchado, era que Gabriel se había reconciliado con su familia de Londres.

Aun así, sin importar en qué se había convertido, o que había hecho, ella se preguntaba qué vida había llevado durante esos años, para dejar grabados esos rasgos cínicos en su cara. Era un hombre atractivo, al que recordaba con triste cariño, aunque desde luego no el caballero más educado que hubiese conocido.

Pero por entonces, ya sabía que no se podía confiar en un hombre sólo por sus modales. Y su facilidad para el engaño.

El caballero al que sus padres la habían prometido antes de morir, la había violado durante el baile celebrado la noche en la que anunciaron su compromiso en Londres. Lord Jeremy Hazlett tenía planeado marcharse al día siguiente, para ir a Waterloo. La obligó a entrar en uno de los dormitorios privados de los anfitriones, y le había explicado que puesto que iban a casarse, bien podía disfrutar de una luna de miel anticipada.

Terminó antes de que pudiese luchar. De hecho, la violó tan rápida y eficientemente, sin desarreglar su ropa de fiesta, que sospechó que no era la primera vez. Cuando acabó, le advirtió que no llorase.

Pero había llorado en el baño, y una mujer, una famosa cortesana llamada Audrey Watson, había adivinado de alguna manera lo que había ocurrido, e insistido en llevarla discretamente en su carruaje privado a su establecimiento en Bruton Street, hasta que Alethea se sintiese mejor y pudiese hacer frente otra vez a los demás invitados del baile.

Dos horas más tarde, el trauma de lo que Jeremy había hecho, se había convertido en una fría ira, y había vuelto a la fiesta y estado de pie a su lado, mientras todo el mundo los felicitaba y deseaba suerte a Jeremy en la batalla. Jeremy reía y la tomaba de la mano, como si nada hubiese sucedido, como si no hubiese destrozado totalmente todas sus ilusiones, o incluso sin darse cuenta de que había pasado las últimas dos horas, irónicamente, en el burdel más exclusivo de Londres, siendo consolada por su propietaria.

Jeremy se marchó a la guerra, sin disculparse por lo que había hecho. Alethea volvió a su casa y esperó la llegada de una carta rompiendo el compromiso. Esperó a descubrir si la violación tenía como resultado un embarazo. Y mientras esperaba, una bala de cañón francesa mataba a su prometido y lo convertía en héroe.

Sinceras expresiones de conmoción y compasión llegaron a la casa de campo de su hermano en forma de cartas y visitas. Pero todo en lo que Alethea podía pensar mientras los escuchaba, y leía aquellas bienintencionadas palabras, era en que ahora no la forzarían a casarse con el monstruo. Tampoco era probable que se casase con nadie más.

De hecho, se había resignado a esperar su regreso, y compensara lo que había ocurrido.

Aun delante de su solemne lápida, no pudo obligarse a llorar, y se sintió culpable mientras los dolientes asistentes elogiaban su coraje, cuando en realidad, deseaba que su prometido muerto hiciera un rápido viaje al infierno.

Era tentador pensar que su fallecimiento había sido un castigo divino por su crueldad. Pero para aceptarlo, debería creer que todos los demás soldados, hombres honrados que habían muerto en la guerra sin deshonrar mujeres, merecían su destino.

Conocía a demasiados amigos y familiares que habían perdido seres queridos, como para dar crédito a aquella suposición más de un minuto. Jeremy se había ido, un campeón, un dragón de infantería en Waterloo, y de repente era libre para retirarse de la sociedad, compadecida por su posición. Tal vez se convertiría en una solterona, la institutriz de los hijos de su hermano, siempre que éste desarrollase el coraje para proponerle matrimonio a la joven señorita de Londres a la que deseaba.

La vida de Alethea había sido alterada para siempre. Soportó la mancha, invisible para los demás, imborrable para ella. Pero poco a poco, mientras pasaban los meses, su espíritu revivió. Continuaba viva, y su naturaleza práctica no podría tolerar un futuro inútil de auto compasión.

Y ahora Gabriel había regresado para amenazar, no sólo aquella paz mental duramente ganada, sino también la del pueblo que había atemorizado en su juventud. No sabía lo que sentía por él, sólo que después de un largo periodo de letargo, había empezado a sentir otra vez.

No era el primer chico en la historia de Helbourne al que habían puesto en la picota para que aprendiera una lección. Pero lo que había aprendido, pensaba Alethea, no era tanto cómo comportarse sino cómo sobrevivir. Y a su edad, probablemente era demasiado tarde para cambiar.

Y le daba miedo que lo mismo pudiera decirse sobre ella.

CAPÍTULO 06

Gabriel se rió de sí mismo ante la idea de fantasmas mientras subía la colina hacia la ensombrecida propiedad. ¿Acaso no era un hombre que jugaba con el azar?¿Fantasmas? Bueno, una persona aprendía a convivir con ellos. Pensó en el hecho de que Alethea le había avisado que no esperase demasiado de Helbourne Hell, estaba bastante equivocada aunque era un dulce intento por su parte. Esperaba poco de sus ganancias mal jugadas. Pocos hombres apostaban una propiedad con auténtico valor, sería un tonto si esperase ser bien recibido en Helbourne Hell con vítores de alegría. Entendía que era un usurpador, considerado vulgar incluso para los criterios de un condado.

No se esperaba, sin embargo, la bala que le pasó zumbando sobre la cabeza, y que se incrustó en el marco de la puerta en la entrada principal de la casa.

Soltó una palabrota y tiró las alforjas al suelo. Levantó la mirada hacia la confusa figura que desapareció detrás de la barandilla de la galería.

– Quédate quieto, maldito cobarde, o te cortaré las orejas y las pondré en conserva.

– Señor, señor… ¿Ya le han disparado? Oh, Dios mío. Eso fue rápido.

La cara agradable de una mujer de cabellos canosos despeinados se apresuraba hacia él desde la cortina del pasillo. A primera vista le recordó la imagen de un hada madrina, agitando lo que parecía ser una varita mágica entre sus manos. Una inspección más cuidadosa de la varita la transformó en una carabina de aspecto mortífero.

Frunció el ceño mientras la figura que estaba encima de las escaleras miró tímidamente a través de la baranda.

– ¿Y tú eres… la guardabarrera?

La mujer bajó el arma con una mirada asustada.

– Soy el ama de llaves, señor, la señora Miniver. Rogamos que no se enfade por habernos tomado la libertad de defendernos. No hemos tenido ningún señor que nos aconsejase y nos protegiese desde hace meses. Pero ahora que está aquí, todo irá a mejor.

– Yo no contaría con eso -contestó, mirando detrás de ella-. ¿Es su costumbre, señora Miniver, recibir a los invitados, especialmente a su señor, con una carabina?

Ella le hizo una pequeña reverencia tardía.

– Discúlpeme, señor, pero uno nunca sabe quien merodea por la puerta estos días. Hemos tenido toda clase de visitas desagradables en los últimos meses, jugadores y personas por el estilo, si sabe a lo que me refiero.

Gabriel caminó a su alrededor. Definitivamente no se imaginaba un futuro allí.

– ¿Dónde está el resto del personal? Mi caballo necesita que lo lleven a la cuadra, y una atención adecuada. Me gustaría un brandy y la oportunidad de explicar lo que espero del personal durante mi estancia.

Ella miró con inquietud en dirección a la galería. Gabriel se remontó para forcejar contra la carabina que llevaba en sus manos y hacerla apuntar hacia la barandilla.

– Una de mis reglas personales, aunque suene tonta, es que yo no voy a ser usado para práctica de tiro. ¿Entiende usted, allí arriba?

– Sí, señor -replicó la voz ronca de un anciano-. Pensé que podría ser uno de los chicos del pueblo queriendo entrar otra vez. Soy Murphy, su mayordomo.

– Realmente tenemos un problema con los muchachos locales, señor -dijo la señora Miniver-. Con los patrones que no son firmes para imponer sus derechos, la chusma se empeña en aprovecharse. Por supuesto, ahora que está aquí, estaremos protegidos.

– ¿Y quién me va a proteger de vosotros?

Ella se apresuró a ir detrás de él, limpiando la capa de polvo del vestíbulo con su delantal.

– Un joven señor fuerte como usted es lo que nos estaba faltando, no pretendemos ser irrespetuosos con los lamentables cabrones anteriores que administraron la casa. Espero que ponga a cada uno en su lugar, ahora que está aquí para enseñarle a todo el mundo cómo están las cosas.

Gabriel podría haberse reído. Que Dios fuese misericordioso con las ignorantes almas que pensasen que él sería el que trajese la disciplina a esa casa. Bueno, lo haría si tuviese alguna intención de quedarse.

– Mi caballo necesita agua y comida -dijo firmemente-. Estoy dispuesto a esperar hasta mañana para presentarme oficialmente y, como dijiste, poner a cada uno en su lugar.

– Sí, señor.

– Ese brandy…

– Inmediatamente, señor. Póngase cómodo, está en su casa.

¿En casa?

¿Quién en su sano juicio en los dos siglos pasados podría afirmar sentirse en casa en esta excusa cubierta de telarañas como una caverna? Miró el polvo que cubría las pinturas colgadas de la pared de roble. Suficientemente bueno, supuso, para impresionar a aquellos cuya ascendencia no tuviesen raíces importantes en la historia inglesa. Se acercó, notando un objeto negro que colgaba de un candelabro.

– ¿Qué demonios es eso?

– Que me condenen. Es uno de esos murciélagos otra vez. -La mujer golpeó la pared con la mano. La criatura no se pandeaba-. No sé de dónde salen.

Él se apartó de ella.

– ¿De dónde es usted? ¿De Bedlam?

– Oh, no, señor. De Newgate. -Ella suspiró detrás suyo mientras él giraba, sacudiendo la cabeza.

– He rezado para que nos liberasen, señor -añadió. -Es una auténtica buena señal que sobreviviese a aquel maldito puente.

Él se quitó los guantes de montar.

– ¿Conoce a alguno de los vecinos, señora Miniver?

– ¿Lord Wrexham? Un perfecto caballero, señor.

– ¿Y su esposa?

– Vaya, aún no está casado. Algún día seremos capaces de entenderlo.

– ¿Tiene alguna amante? -preguntó bruscamente.

– Por Dios, no debo ni pensarlo. No mientras Lady Alethea viva en la casa.

– Y el esposo de Lady Alethea vive con ellos, supongo.

– No está casada, señor. Un corazón roto. Perdió a su amado en la guerra y no ha vuelto a ser la misma desde entonces. Solía estar llena de encantadoras diabluras, aquella joven señorita, y ahora cabalga por los campos o se sienta en la casa de su hermano sola con sus libros.

– Tomaré el brandy ahora, señora Miniver -dijo tranquilamente-. Debería servírmelo en el establo. Soy muy exigente sobre dónde duerme mi caballo.

CAPÍTULO 07

Alethea durmió mejor de lo que lo había hecho en meses, soñando con héroes épicos que vestían capas henchidas por el viento y montaban de forma estruendosa a caballo. Por la mañana, por primera vez en casi un año, se tomó el tiempo para encontrar en su armario su hábito verde favorito para montar en lugar del solemne negro de seda que solía llevar. Se cepilló el pelo cien veces y se puso una cinta blanca en sus rizos trenzados. Corrió escaleras abajo, llena de energía, para jugar con sus tres perros antes de salir a dar su paseo matinal.

De hecho, acababa de conducir a su caballo castrado al patio cuando la señora Bryant, la vigorosa esposa de piernas largas del vicario, la interceptó en el camino de acceso con su calesa. El trío de perros de Alethea comenzó a ladrar, sabiendo que siempre había algo encantador en una de las rebosantes cestas de la señora Bryant. Se reunieron con entusiasmo mientras ella se deslizaba de su asiento.

– No monte todavía -La señora Bryant se quitó el sombrero de paja y lo agitó a través de la pradera hacia Alethea-. Tengo una invitación para que hagamos juntas.

La señora Bryant no había mantenido en secreto el hecho de que estaba preocupada por el futuro de Alethea. Confiaba en que alguien estaría dispuesto a escuchar que la joven se había vuelto tan retraída en su dolor que era responsable de encerrarse en sí misma en la casa de su hermano. No era un encierro normal por el duelo, en opinión de la señora Bryant, aunque si hubiera adivinado alguna vez la verdadera razón de la soledad auto-impuesta por Alethea, no diría ni una palabra.

Alethea reprimió un suspiro.

– Ya tengo mi caballo ensillado y listo para hacer ejercicio. ¿Alguien se ha puesto enfermo?

– No, por lo que yo sé. Es por el nuevo amo de Hellbourne Hall. Espero que pueda convencerlo de que permanezca aquí. ¿Por qué no monta delante de mí? La alcanzaré después de entregar un poco de queso a la viuda de Hamlin.

Alethea dio un golpecito con la fusta contra su rodilla. -No estoy de humor para hacer una visita social. Sólo voy a echarle a perder su bienvenida.

– Bueno, no puedo ir sola -insistió la señora Bryant, a pesar de que manejaba por sí misma día y noche, sobre la colina y el arroyo, cuando uno de los aldeanos se enfermara.

La brisa de la tarde golpeó la cara de Alethea, revelando la posibilidad de la llegada de un otoño temprano. Pensó en un hombre con espeso cabello negro, una corbata torcida y los ojos azules que la atraían como un cristal oscuro. -En realidad, ya me lo he encontrado anoche, tuve que advertirle sobre el puente y…

– Bien. -La señora Bryant se apresuró a regresar a su calzada-. Entonces, me puede presentar. Y vamos a estar juntas… esto es sólo entre usted y yo, creo que los sirvientes llevan la voz cantante en la finca. Ya es hora de que detenerlo. ¿Cree usted que… ya sé que sólo lo ha conocido, pero es posible que él sea ese hombre que todos hemos estado esperando para que asuma el control?

Un centenar de demonios perforaban agujeros en los sueños de Gabriel. Uno de ellos clavó sus garras en el hombro y lo zarandeó sin piedad, él no hizo caso de la irritación. Tenía los huesos cansados después del duro viaje desde Londres y de las cuatro horas limpiando un puesto digno para su caballo en un establo de Augean que no había visto la paja fresca o una horca en un mes, por lo menos.

Se tragó dos botellas de coñac en la madrugada, su caballo saturado con agua, cepillado y alimentado, se lavó en la bomba antigua, enjuagándose el polvo del viaje de su boca y pelo, luego cayó en un sueño profundo.

No podía decir que recordaba lo que había estado soñando. Una mujer de ojos oscuros y zapatillas plateadas con un murciélago en el hombro. Deseaba desvestirla.

Se despertó de mala gana. Tenía la camisa desabrochada colgando de un brazo. Gimió en señal de protesta, agitando su codo sobre su cara.

El demonio de garras afiladas lo sacudió duramente.

Espíritu maligno.

Se obligó a abrir uno de los ojos inyectados en sangre, entonces rápidamente lo cerró al reconocer a la criatura que estaba exigiendo su alma. Que Dios lo ayudara, si tuviera que renunciar por alguien, bien podría ser por ella.

– Sir Gabriel, ¿está bien? -preguntó con una voz tan afectada que cualquier hombre con buena consciencia respondería para calmar sus pensamientos.

En cambio, se hizo el muerto, preguntándose cómo iba a reaccionar. Su corazón comenzó a latir contra sus costillas. Su masculino cuerpo se despertó tan bruscamente que lo tentó a ponerse el abrigo en aquella parte de su anatomía que se estaba comportando como un barómetro en los momentos más inoportunos. Pero no tenía su abrigo.

Se estiró boca abajo.

– Bueno, usted todavía está respirando -murmuró-, y hay una botella de brandy… oh, dos de ellas. Despierte, gandul. Y pensar que estaba preocupada por usted. Oh, despierte.

– Estoy despierto -musitó-, vuelva más tarde cuando yo esté coherente. Quiero quedarme en la cama, si no le importa.

– Usted no está en una cama -exclamó, estrujándole el brazo-, la mujer del vicario llegará en un momento. Siéntese y finja por lo menos que no es un insensible.

– ¿El vicario? -esto llamó su atención. Bajó el brazo-. ¿Qué vicario? ¿Acaso le pedí matrimonio durante la noche?

– Sí. -Ella tiró su arrugada camisa de batista hacia arriba de su hombro-. Y tenemos un hijo en camino.

Él soltó un gruñido.

– Me acordaría de eso incluso si hubiera sumergido mi cabeza en un barril de ginebra toda la noche.

– Por su aspecto, estuvo cerca. Por favor haga un esfuerzo por presentar una apariencia decente.

– ¿Qué quiere la mujer del vicario de mí, de todos modos? -preguntó irritado, rascándose la mejilla sin afeitar.

Alethea lo estudió con disgusto.

– Viene a darle la bienvenida como el nuevo amo.

– ¿Amo de qué? -él le quitó una brizna de paja de su falda.

– De Helbourne Hall -le replicó, con la mirada fija en su mano hasta que él la alejó.-Pudo haber escapado a su atención, siendo tan sobrio y atento como sois, Sir Gabriel, pero vuestra casa se viene abajo viga tras viga, los establos apestan, y vuestros sirvientes son el grupo más descuidado de inadaptados desvergonzados que nunca ha existido en la profesión doméstica.

– No es por mi culpa -él le frunció el ceño-, y no me importa.

– Tiene que importarle -dijo con un demoníaco tono que lo atravesó directamente hacia abajo de su espalda como una navaja-, se ha ganado la casa. La responsabilidad recae en vos. Ahora levántese antes de que yo…

– ¿Antes de que usted qué? -le preguntó, sus ojos brillantes llenos de desafío. De hecho, fue una de las pocas cosas que dijo que había obtenido su interés.

Ella se inclinó hasta que su nariz lo tocó.

– Voy a arrastrar su ebrio cadáver hasta el bebedero de caballos y mojarlo hasta que se ponga bizco.

Resignado a que no le daría descanso, finalmente se dignó a prestarle su plena atención. Su mirada detrás de los párpados pesados deambuló sobre ella, retornando a su oscuro rostro gitano. Le sorprendía como después de todos esos años ella podía hacerle sentir como si aullara a la luna.

– Con el debido respeto, mi señora -dijo-, acabo de regresar de la guerra. Mi obligación moral con la sociedad está saldada.

– ¿Moral?

– Si quiero dormir en el granero toda la noche, lo haré. Y si los sirvientes de Hellbourne desean bailar desnudos escaleras arriba y abajo mientras pulen la barandilla, no veo porqué debo detenerlos.

– Entonces, ¿por qué ha venido hasta aquí? -le preguntó con frustración.

– ¿No va a dejar en paz, verdad?

Ella se mordió el borde del labio inferior. -No.

– ¿Por qué quieren que sea el nuevo amo de Hellbourne? -inquirió divertido, preguntándose qué haría si la besara.

Ella retrocedió un poco.

– Es desgarrador ver la caída de bienes en el olvido, pero no tanto como ver a un caballero hacerlo.

– Quizás podría ser persuadido de permanecer un mes o dos. Dependiendo de la amabilidad de mis vecinos.

Ella le lanzó una dura mirada.

– Siempre me pregunté qué pasó con usted después que desapareciera el invierno pasado.

Él se aclaró la garganta. Era una agradable sorpresa saber que ella había pensado en él, pero su preocupación estaba malgastada. De repente, en lugar de sentirse una persona de mundo, en lo más alto de su juego, se sentía agobiado, indigno de su benevolente espíritu.

– Bueno, ahora lo sabe -le dijo con una sonrisa de disculpa-, y no me diga que no cumple con sus expectativas de lo que podrá llegar a ser.

– Siente lástima de sí mismo, ¿cierto? -preguntó después de una larga vacilación.

– No. -Respondió con la voz entrecortada.

– Entonces, si no hay nada que pueda hacer para persuadirlo de que cambie de opinión, debería irme.

La agarró por la muñeca sin saber porqué y la atrajo hacia sí.

– Yo no he dicho que no me pudiera persuadir. Es lo menos que puede hacer después de despertarme.

Antes de que ella pudiera reaccionar u ofenderse, le pasó el brazo por su espalda y la apoyó contra él. No le dio la oportunidad de hablar. Le instó a bajar hasta la paja que había debajo de él y la besó, su lengua abriéndose paso entre sus labios entreabiertos. Dios sabía que si ella no hubiera sido Alethea Claridge, él hubiera tomado mucho más que un simple beso. Ella sabía a miel y fuego y vino estival. Su cuerpo se moldeaba con la seducción de él. Movió su boca sobre sus labios, recorriendo con su mano, su bien formada cadera. Ella no se movió. Se sintió duro, preso de una urgencia que desconocía.

La presionó más profundamente sobre la paja. Ella apretó su espalda, los cálidos huecos de su cuerpo se acomodaban a los duros músculos de él. No sabía que había hecho para merecer esta visita no solicitada, pero de repente nada en su cabeza había estado nunca tan claro. O su cuerpo más excitado.

– Alethea -se hizo a su lado, su mano aún firme sobre su trasero. -Puedo…

Sintió el escalofrío que la recorrió. Que fácil era convencerse a sí mismo que eso era deseo. La emoción sombría en sus ojos despertaba algo menos halagador. Sin embargo, sus labios la buscaron, ansiando hasta la última gota de néctar.

– Gabriel Boscastle.

Él se acomodó sobre su codo. Recorrió con el dedo el camino de su boca a la ordenada fila de botones de su cuello hasta llegar a la hendidura de sus pechos. Su corazón se aceleró cuando alzó la mirada hacia ella. Era realmente hermosa, de una manera oscura, sutil, con los pómulos esculpidos y unas pobladas pestañas en sus ojos que le hacía sentirse como el joven que había sido años atrás. Ahora sabía mucho más. ¿Le importaría eso a ella?

Su pulgar se deslizó por debajo de la banda de encaje de la camisa que apretaba sus pechos.

– Muy hermosa. Y suave.

Ella gritó sobresaltada. Él se quedó inmóvil, momentáneamente, aturdido por la intensidad de su tentación a continuar. Hizo una pausa, sus impulsos aumentando.

– Si piensa que va a seducirme en un granero, ha debido de tener su cabeza metida en un barril de ginebra.

– ¿No supuse que me invitaría a compartir su cama? -le preguntó con una insolente sonrisa.

– ¿Realmente, necesita preguntarlo?

– Si existe la menor posibilidad de que estará de acuerdo, entonces sí, debo hacerlo. Y no estoy por debajo de la mendicidad, tampoco.

Esperó, preso de una necesidad que no estaba seguro que pudiera controlar. Y si había aprendido algo sobre sí mismo, era que necesitaba mantener el control.

– Tendrá que perdonarme -dijo cuando se hizo evidente que ella no iba a permitir más intimidades-. No estoy acostumbrado a ser despertado así.

Ella sonrió maliciosamente.

– Entonces no voy a preguntar sus rituales de costumbre al levantarse.

Él le ofreció una sonrisa tan culpable que ella se echó a reír.

– La mujer del vicario no va a encontrarnos juntos. Usted está peor que la última vez que lo vi, Gabriel. No puedo entender porqué me molesto tanto con usted, después de todo.

– Yo tampoco. Sin embargo, en mi defensa, debo decir que cuando una hermosa mujer despierta a un hombre con mala reputación de un profundo sueño, debe estar preparada para que él responda con…, bueno que él responda. Cualquier hombre respondería de la misma manera, yo apostaría, si encontrase a alguien como usted, inclinada sobre él con esa mirada que me estaba ofreciendo.

Ella se levantó sobre sus manos y rodillas, su falda de montar estaba enredada alrededor de sus botas llenas de polvo, su trasero al aire. Era una posición muy provocativa, una de sus posturas amorosas favoritas, tanto que él tuvo que apretar sus dientes para aplacar la creciente tensión de su cuerpo.

– Esperaría que un perro dormido reaccionase, quizás -dijo ella-, o un…

Levantó su brazo izquierdo con impaciencia para despejar un rizo andante de su hombro. El gesto atrajo la atención de él, fijando su mirada en sus firmes y moldeados pechos que asomaban por debajo de la blusa abotonada de su traje de montar. Tragó con dificultad, culpando de su repentina sensación de vértigo al pésimo aguardiente.

Él desvió la mirada.

– ¿Quiere que le ayude a quitar la paja de su vestido?

– No. No me molesta. Sólo mantenga esas manos perversas para usted mismo.

Él sonrió.

– Muy bien. Lo que usted quiera. Pero a cambio voy a pedir que no me levante la voz. La cabeza me duele como si se hubiera convertido en un odre de vino hinchado.

Ella miró con disgusto las botellas apoyadas contra la bala.

– Me pregunto por qué. Esconda esas… Y dese prisa. Póngase sobre sus pies antes de que la señora Bryant llegue.

– Yo no pedí que me diera la bienvenida -refunfuñó-, no tengo ninguna intención de quedarme. Podría estar tan pronto deseando también despedirme. Evite la molestia de preocuparse.

Se colocó detrás de él y tomó una de sus botellas de brandy vacías. La intuición le advirtió que ella estaba contemplando golpearlo en la cabeza. Para su alivio, se arrastró sobre sus pies, su irritación aparentemente satisfecha con sólo arrojar la botella dentro de un compartimento vacío. Decidió que su beso había sido el menor de sus ultrajes. Y ella podría golpearlo todo lo que quisiera si él pudiera tenerla para sí mismo durante otra hora.

– ¿Por qué se deja degenerar dentro de la oscuridad, Gabriel? Podría haber superado cualquier carga que pesara sobre usted. Ninguno de nosotros encuentra que la vida no tiene algún tipo de aflicción. Esperaba que se hubiera convertido, bueno, en algo más.

Su crítica lo golpeó. Pero ella no lo entendía y él se negó a rebajarse a sí mismo por intentar explicárselo.

– Quizás mi estado fue predestinado por mi linaje

Ella sacudió la cabeza, sus labios tentándolo, húmedos por su beso. Su defensa había sonado falsa, incluso a sus propios oídos.

Él sabía que no podía culpar a los más retorcidos giros de su naturaleza oscura de su ascendencia Boscastle. La escandalosa prole sólo había transmitido las primeras lecciones de amor y una pasión por la vida que había aprendido de su padre. Durante un tiempo, se había resentido por los estrechos vínculos de sus primos y había ocultado su envidia detrás de burlas y rivalidad, incluso cuando esperaba probarse a sí mismo como un igual. Ninguno de sus familiares en Londres sabía mucho acerca de sus tribulaciones anteriores. Durante años había asumido que no le preguntaban porque no sentían verdadero interés en lo que él había experimentado.

Pero ahora que había sido aceptado dentro de la familia adecuadamente, se dio cuenta que ellos habían estado más probablemente respetando su vida privada que mostrando indiferencia. Llegó a la conclusión de que si su orgullosa madre francesa hubiera pedido ayuda antes de la muerte de su padre, los Boscastle le hubieran ofrecido su apoyo sin dudarlo.

Sin embargo, su madre se había sentido avergonzada, culpable y temerosa de que los Boscastle la desairaran por casarse tan pronto después de la muerte de Joshua. Deseó haber sabido entonces que los Boscastle eran todo menos una familia intolerante.

Apasionados por los escándalos, sí, pero estrechamente vinculados y leales el uno con el otro. No se avergonzaba de ser parte del clan.

Frunció el ceño.

– ¿En qué cree que me he convertido, de todos modos? Sea sincera.

– No lo sé. Tal vez debiera mirarse al espejo y preguntarse a sí mismo.

– No tan temprano en la mañana, cariño.

– Son pasadas las dos de la tarde.

– ¿Recién? No debería levantarme hasta pasadas cinco horas más. Vamos a echar una siesta juntos.

– Usted era un coronel de caballería -dijo secamente-. ¿Sólo luchaba por la noche?

– No. -La miró con franqueza. No podía decirle que había comenzado a cambiar por su bien antes de Waterloo. Y que inexplicablemente había comenzado a caer de nuevo en sus malos hábitos después de su última batalla-. ¿Y qué me dice de usted? ¿Sigue siendo el dechado que afecta a todos los jóvenes hombres de Hellbourne encegueciéndolos de amor?

– Difícilmente.

– Bueno, no sabe mirarse -hizo una pausa. Tenía que darse cuenta de lo hermosa que era-. Me enteré de su pérdida. Es una pena.

Ella lo miró con su cara determinante y él deseó de pronto no haber traído el tema a colación. Era demasiado fácil hablar con ella. Había caído en una cómoda conversación sin siquiera darse cuenta. Pero ahora, después de que hubiera mencionado la muerte del hombre que había amado, ella parecía distante, disgustada y él sabía que esto sería una barrera entre ellos.

– Todo está bien -dijo torpemente-. Perdí muchos amigos el año pasado, también.

Ella sintió con la cabeza, mirando a su alrededor.

– Oigo el ruido en la puerta. ¿Dónde está su capa?

– La dejé en mi caballo.

– Oh, Gabriel.

– Bueno, las otras estaba sucias.

– ¿Qué voy a hacer con usted?

Él pasó los dedos por su pelo y se puso de pie, sólo un segundo antes de que una alegre mujer mayor llegara a grandes zancadas al granero.

– Traiga su abrigo -Alethea le susurró-, y no le diga lo que acaba de suceder.

CAPÍTULO 08

– ¡Ah!, ahí estás, Alethea -gritó una voz amistosa desde la puerta-. Debería haber sabido que estarías en los establos. Y lo limpio que está aquí. Nuestro nuevo vecino ha estado trabajando duro, ya veo. Me inspira ver esta casa antigua restaurada a lo que solía ser. Esos pastos ruegan por un pura sangre o dos, y sin duda, un oficial de caballería se enorgullecería…

Caroline Bryant, la esposa del vicario, era una amable matrona rubia en un vestido de percal con un gorro atado debajo de su doble barbilla, y charlaba con tanta energía que parecía que no le importaba que el nuevo amo de la casa hubiera pasado la noche en el establo. Por lo poco que Gabriel sabía, Helbourne tenía un historial de propietarios disolutos, por lo tanto, su comportamiento probablemente no era diferente.

Él se agachó disimuladamente y cogió la fusta que Alethea había dejado caer.

– Esto es tuyo -dijo en un tono irónico-. No voy a preguntar para que lo utiliza.

Por un momento pensó que ella lo ignoraría. Luego, con una sonrisa ella tomó la fusta y respondió en voz baja.

– Es un arma secreta para mantener a mis vecinos bajo control.

Él le sonrió a la vez.

– Uno nunca sabe cuando un poco de disciplina será necesaria.

Apoyó el brazo hacia atrás en un fardo de heno y casi perdió el equilibrio. Alethea cogió su manga con un suspiro despectivo, a continuación, lo alejó de ella con un gesto de advertencia. La esposa del vicario parloteaba, ajena a lo que ella se había perdido. Él podría haberles dicho a ambas que era una esperanza perdida, oficial de caballería o no. Las buenas posibilidades de Gabriel habían muerto antes de que él tuviera quince años. Durante la guerra, cuando él había ayudado a volar un puente sobre el río Elba, él también había renunciado a su propio espíritu. Había tenido que cortarse casi todo su cabello, ya que se había quemado y tenía una fea cicatriz en su garganta. Realmente parecía el dragón que los oficiales franceses solían llamarlo.

Parpadeó, dándose cuenta de repente de que la esposa del vicario acababa de pasar la mano delante de su cara. No estaba seguro si ella estaba dándole una bendición o tratando de resucitarlo de entre los muertos. Obligó a su garganta a responder.

– ¿Decía usted, señora? -preguntó con voz ronca.

– Somos bendecidos los que vivimos retirados de las malas influencias de nuestro tiempo -confirmó con una voz piadosa pero alta que resonó en las cavidades de su cráneo.

Él miró hacia ella.

– Londres, quiere decir. Escandaloso lugar. Arruina personas. Acabo de dejarlo.

Ella asintió con la cabeza.

– Aquí en el campo vivimos por la fe, el amor y la caridad.

– Amén -dijo, ganando otra mirada dudosa de Alethea. ¿Qué se suponía que iba a decir?-. Vamos a comenzar a arar, entonces.

La señora Bryant lo miró durante unos instantes. Él atrapó a Alethea poniendo los ojos en blanco. Era evidente que él había dicho algo fuera de lugar.

– Hemos arado en octubre, sir Gabriel.

– Ah. Me había olvidado. Entonces, tal vez deberíamos empezar en septiembre. -No es que pensara en quedarse en este pantano tanto tiempo-. Para ir por delante de los otros que esperan hasta octubre.

Alethea le concedió una sonrisa socarrona.

– Ahí es cuando hacemos nuestra trillada.

– ¿No podríamos trillar antes?

Él miró su boca fijamente. Sus ojos se burlaban de él. Iba a hacer mucho más que darle un beso si ella le daba otra oportunidad.

– Sólo si usted conoce alguna manera de convencer al maíz para madurar antes de tiempo. -Hizo una pausa, él quería tirar de ella hacia abajo sobre la paja de nuevo-. ¿Lo sabe?

Él sonrió.

– Usted pensaría que soy un maldito idiota si dijera que sí, ¿verdad?

Ella se echó a reír.

– Sí.

– No soy agricultor. -Se encogió de hombros-. Nunca lo fui.

Alethea lo estudió.

– Tal vez usted no es un agricultor, pero tiene inquilinos que lo son. No muchos, lo reconozco. Los pocos que han quedado son su responsabilidad.

Él negó con la cabeza.

– Ni siquiera los conozco.

– ¿Podríamos cabalgar juntos para que pueda presentárselos?

– Tal vez otro día -dijo, intentando que su mirada pareciera sincera.

Y no la engañó ni por un momento.

Ella recordaba lo que él había sido.

Dios quiera que él se fuera antes de que ella descubriera lo que era ahora.

La señora Bryant le dirigió una sonrisa alentadora.

– Sabemos que usted no era un agricultor. Pero ¿puedo preguntar lo que es?

– Bueno, soy un jugador -dijo sin pensar-. Y…

– ¿Eso no es útil? -Alethea murmuró.

– …Y un oficial de caballería. Bueno, lo era. Conozco de caballos. Lo hago.

La señora Bryant apreció su fuerte forma. -Eso es un buen comienzo.

– Caballos y mujeres -él enmendó.

– Y supongo que en su modo de pensar no hay mucha diferencia -dijo ella con una mirada amonestadora.

Él le sonrió.

– Por supuesto que las hay. Un caballo bien educado puede darle a un hombre una fortuna. Una mujer bien educada gastar la misma cantidad diez veces más.

Alethea emitió un suspiro.

– Creo que es hora de irnos, señora Bryant. El pobre sir Gabriel estuvo toda la noche atendiendo a su caballo.

Él parpadeó otra vez cuando los tres salieron afuera. El sol estaba oculto por un banco de nubes sombrío. Era un típico día gris inglés con un resplandor que le provocaba un dolor detrás de sus ojos.

Y le hizo darse cuenta de nuevo de cuan verdaderamente hermosa se había convertido Alethea. Tal vez ella era un poco demasiado alta para ser vista como una belleza de Londres. Sus rasgos, la nariz patricia, su demasiado generosa boca, y su mentón anguloso, no eran delicados según la norma clásica.

Pero él había besado aquella boca imperfecta y ella seguía hablando con él. El hecho lo animó considerablemente. Después de todo, ella lo había visto en el punto más bajo de su vida y aunque no se había convertido en una persona mejor en los últimos años, no era peor. O al menos no había cogido nada. Y no tenía otros planes para el resto del verano, a menos que visitara a algunos viejos amigos en Venecia.

La señora Bryant empujó un pesado cesto hacia sus manos.-En nombre de la parroquia, por favor, acepte esta pequeña muestra de nuestro aprecio. Bienvenido a Helbourne, Sir Gabriel.

Él tragó fuertemente saliva.

– Gracias -dijo, dándose cuenta de que ella esperaba alguna respuesta-. ¿Qué… es, exactamente?

– Jalea de Violetas. Tres frascos de la misma. Un suculento jamón. Y un libro de oraciones.

Jalea de Violetas y oraciones. Se preguntó si estaría preparado para la dentadura postiza.

– Eso es muy amable de su parte -dijo amablemente.

La señora Bryant lo miró a los ojos.

– Usted necesitará conservar toda su fuerza si va a estar a cargo de Helbourne. No debe permitir que su personal lo intimide -le dijo vigorosamente-. Debe hacerse cargo de su patrimonio.

Gabriel aventuró una mirada a Alethea, sus ojos bailaban de risa.

– ¿Debo?

La señora Bryant golpeó con sus pies sobre la paja.

– Dígale a los rufianes quién tiene el control.

– Lo hice anoche. Por lo menos creo que lo hice.

– Entonces ¿por qué, puedo preguntar, durmió en el granero?

– Bueno, porque…

La señora Bryant asintió con la cabeza con comprensión.

– Porque tenía miedo de dormir en la casa. Temeroso de lo que uno de esos bribones podría hacerle durante la noche. No lo culpo por haber tomado precauciones.

– Creo que los tendré controlados muy pronto -dijo, aunque el pensamiento que había cruzado por su mente después de ese tiro en la larga galería, fue que él se había alejado de una guerra sólo para luchar en otra.

– Supongo que Alethea le habló del hombre que tomó posesión de Helbourne hace tres años.

Gabriel negó con la cabeza.

– ¿Qué pasó con él? -preguntó con cautela.

– Nadie lo sabe -Alethea respondió-. Se le vio corriendo por las colinas en su camisa de dormir y nunca más se le volvió a ver.

– Pero eso no va a suceder a Sir Gabriel -dijo la señora Bryant con una sonrisa alentadora.

Alethea arqueó las cejas con curiosidad.

– ¿Por qué no?

– Porque por regla no uso ropa de dormir -respondió sin rodeos-. Y porque nadie me perseguirá en esta casa hasta que me vaya por mi cuenta.

– Entonces, está decidido -dijo la señora Bryant, con un gesto de satisfacción-. Helbourne tiene un nuevo amo, y él no es ningún debilucho que le permita a nadie que lo eche afuera.

CAPÍTULO 09

Debilucho no era, pensó Alethea. Ni siquiera en sus primeros años podría haber sido denominado como tal. Resistente, irrespetuoso, desafiante, obstinado en su propio detrimento. Esos defectos duraderos que ella no podía negar, y probablemente tampoco lo haría él. Pero él era un réprobo descarado si alguna vez había conocido a uno. Ella se montó en su caballo castrado y pasó por delante de la valla de pastos roto con toda la compostura que pudo reunir.

Gabriel estaba apoyado contra la puerta del establo, su arrugado abrigo negro recuperado y colgando sobre un ancho hombro. Su expresión delataba sólo una desconcertada diversión cuando él la miró. La señora Bryant se había ido a realizar sus visitas diarias y a orar por sus feligreses.

– Esta valla tiene que ser reparada -gritó hacia él por impulso.

Él asintió con la cabeza.

– Puedo verlo. Se ve fuerte, sin embargo.

Ella sacudió la cabeza con desprecio. Él no estaba mirando a la valla, en absoluto. Él estaba mirando justo a… ella enderezó su espalda. Ella nunca había pensado de sí misma que era hermosa. Su nariz tenía una protuberancia. Era casi tan alta como su hermano. Pero se enorgullecía de su postura, el resultado de usar un corsé de ballenas desde la edad escolar todos los días para corregir sus hombros redondeados.

Ella frunció el ceño.

– Espero que disfrute de su jalea de violetas. Es deliciosa sobre una tostada.

Una sonrisa cruzó su rostro.

– Y de mis oraciones.

La única oración que Alethea podía pensar en este momento era que debía prestar atención a su despedida y no cabalgar en la dirección equivocada. O peor aún, girar en circulo y regresar a su alta y sensual figura, ese delgado rostro burlón. Ella no podía creer que su inesperado beso pudiera desequilibrarla tan gratamente después de lo que Jeremy había hecho. Tendría que sentirse sucia e insultada. En cambio, estaba temblando por dentro con una sensación no del todo desagradable.

Y cuando él la había besado, en realidad no había tratado de detenerlo. Se sentía casi culpable de que él se disculpara por ello. Todo el tiempo que su boca estuvo sobre la suya, ella había estado riendo y llorando por dentro, ella habría querido decirle que era casi tan mala como él, pero nunca dejaría que nadie lo supiera.

Iría directamente a casa y bebería media pinta [2] de diente de león y bardana destilada. Y entonces… enderezó su asiento en la silla de montar. Hombre descarado. Poniendo esas atrevidas manos sobre su trasero como si estuviera probando su suavidad.

Por supuesto, él no se había sentido suave en absoluto. El breve contacto con su musculoso cuerpo le había dado una impresión de fuerte roca dura. Ella debería haber estado más molesta de que él no se haya detenido en el instante en que ella dejó en claro que debía comportarse. Ella le había rogado a Jeremy que parara, suplicando hasta que su garganta estuvo en carne viva, pero él había seguido adelante y la hirió. Ella estaba sorprendida de que el beso de Gabriel hubiera sido perversamente dulce en comparación y que no la ofendiera su duración, a menos que se contara la extraña compulsión que había sentido para ordenarle que siguiera.

Ella cabalgaba lentamente, preguntándose ociosamente si él habría alguna vez forzado a una mujer y sabiendo que no. Era más probable que se lastimara a sí mismo en alguna desventura. Sin embargo, él parecía como una especie en bruto que podría volverse peligroso si fuera provocado. La institutriz de Alethea había afirmado que él y sus hermanos habían heredado de su madre la afinidad de la sangre de origen Borbón por las conspiraciones y la intriga. De su sangre Boscastle había obtenido a su impactante apariencia y magnetismo.

Ella no podía decidir qué hacer con él. Él no había mencionado los tres hermanos mayores que habían desaparecido antes de que él lo hiciera. La madre de Alethea había confesado una vez que había suspirado de alivio en beneficio de ellos. La condesa había creído que cualquiera que fuera la desgracia que los hermanos desaparecidos encontraran en el mundo, no podía ser igual a la maldad de lo que habían sufrido en la intimidad de su hogar.

Pero Gabriel se había quedado atrás con su madre para protegerla de su padrastro. No fue hasta años más tarde que Alethea había llegado a comprender lo miserable que la vida debió haber sido para un joven que había perdido a un brusco pero cariñoso padre, sólo para encontrar a un hostil desconocido ocupando su lugar. Aprender a defenderse a sí mismo lo había convertido comprensiblemente en duro de corazón.

Lo que sugería que, mientras él podría resultar un beneficio para Helbourne, un amo formidable que supervisara por una vez la propiedad, no necesariamente contribuiría a la paz mental de Alethea.

Sin embargo, era difícil de evitar por completo un vecino. Era enloquecedoramente difícil cuando uno albergaba un inexplicable y prolongado interés en su destino. Ellos se habían conocido antes, antes de que él hubiera perdido a su padre, antes de que ella hubiera perdido su autoestima y todo lo que un futuro como mujer casada le hubiera proporcionado. Ella sólo podía esperar que las dos personas que habían sido una vez estuvieran de acuerdo en una asociación cortés. Ella no tenía ninguna razón para tenerle miedo.

En cierto modo era un alivio estar arruinada. Ya no tenía que fingir que nunca se sentía mal o impaciente o que no podría encontrarse a un hombre como Gabriel en su propio terreno.

CAPÍTULO 10

Una lluvia suave comenzó a repiquetear unos minutos después de que Alethea cabalgó hasta desaparecer de su vista. No la había observado en secreto. Ni pretendería ser el caballero elegante que deseaba como vecino. No iba a engañarla. La hubiera tomado si lo hubiese animado. Pero nunca deshonraría a una mujer, a menos que fuera parte del decadente juego amoroso. De hecho, no le gustaría nunca angustiar a Alethea. Aparentemente todavía estaba tratando de obtener lo mejor de los demás. Tal vez había tenido éxito antes que él.

Hizo un gesto cuando la lluvia del techo del establo le mojó la mejilla. Se volvió, casi tropezando con el canasto que le entregó la señora Bryant. La fusta de Alethea estaba al lado. Tomó ambos con una gran sonrisa.

– Jalea de violetas y…

El relincho de su caballo desde el fondo de su puesto, lo interrumpió. Miró alrededor bruscamente y percibió una sombra moviéndose a hurtadillas detrás de los fardos de paja donde había dormido. La borrosa figura pasó rápido, pero no sin antes de que Gabriel reconociera la costosa brida y la espada de caballería debajo de un brazo larguirucho.

La sangre se le agolpó en la cara. Él era un hombre de pocas posesiones, pero las que tenía, las atesoraba.

– ¡Tú, ladrón! -gritó indignado-. No des otro maldito paso a menos que quieras encontrarte ensartado en la misma arma que piensas robar.

Esta advertencia brutal solo sirvió para darle ímpetu al ladrón para escapar por la ventana trasera del granero. Maldiciendo en voz baja, dejó caer la fusta y el canasto pesado y lo persiguió siguiendo la misma ruta del ágil ladrón furtivo que pensaba robarle. Un muchacho joven con una chaquetilla amarilla y pantalones parchados del centro de detención de la parroquia. Conocía la ropa demasiado bien.

– ¡Deja esa brida y la espada antes de que te lastimes, bastardo estúpido! -rugió.

La conmoción atrajo la atención de un grupo de criados curiosos del fregadero, aunque ninguno se aventuró a la lluvia para asistir a su amo que bramaba enrabiado. Gabriel les dirigió una mirada disgustada que los hizo desaparecer a todos, pero una joven niña de la cocina se escabulló rápidamente para esconderse. Ésta se quedó con la boca abierta presenciando la conmoción.

Ahora, el ágil ladrón, sin duda motivado por el hecho de que le había robado a un Lord lunático, había escalado la cerca del potrero y se dirigía a un sendero que no se veía.

Pronto Gabriel lo alcanzó, ya que esos caminos escondidos le eran familiares a un hombre que había hecho peores trastadas en su época. Por un momento desorientador, podía haber estado escapando de alguien a quién había ofendido, en vez de estar haciendo lo contrario. El ya había jugado este juego antes, sólo que con los papeles cambiados.

Los años en el intertanto habían pasado volando. ¿Por qué había vuelto? ¿Qué había esperado probar? ¿Que era mejor que un niño detenido que tenía las agallas de tratar de engañarlo? ¿O que era digno de besar a la única niña que se había atrevido a mirar a los ojos al dragón?

Estiró la mano, agarró al niño del cuello de la chaqueta y cayeron al suelo luchando. La espada cayó en el barro. La brida voló del huesudo brazo del ladrón y aterrizó en el pasto.

Bajó la mirada a un rostro rojo de rabia, y a un par de ojos azules que quemaban con el odio del infierno.

– Suéltame, mugroso,-dijo el niño con una mueca desdeñosa.

– ¿Sabes donde terminan los imbéciles como tú? -le preguntó fríamente.

– Sí, pero dímelo en otro momento.

Gabriel levantó su puño, sabiendo que no serviría de nada, que nadie le podía sacar a golpes los demonios a otro, que la violencia sólo hacía más fuerte al rebelde. Pero él quería…

Una mano firme lo tomó del hombro. Dio vuelta la cabeza y vio incrédulo la cara de Aleta.

– No, Gabriel -dijo ella-. No le hagas daño… tiene la mitad de tu tamaño.

– ¿Conoces a este pequeño ladrón? -le preguntó incrédulo.

– Lo he visto por el pueblo, sí.

– Me estaba robando… mi espada y la brida. Probablemente en el mismo momento en que la esposa del vicario me estaba dando instrucciones para que rezara y…

– Aquí. -Sacando ventaja de la falta de atención de su captor, el muchacho se retorció y se liberó, y se levantó de un salto, sólo para que Gabriel saltara a su vez y le cerrara el paso-. La dama dijo que me tenías que dejar ir. Sólo me estaba llevando la espada y la brida para pulirlas y sorprenderte.

– Maldito mentiroso -le respondió Gabriel divertido.

– Es verdad -insistió el niño-. Estaba buscando trabajo, y pensé probarme a mí mismo primero. Las hubieras tenido de vuelta al anochecer. Soy rápido.

Gabriel miró atrás, distraído por la mujer que estaba de pie detrás suyo. La lluvia estaba cayendo con más fuerza ahora, filtrándose por las ramas que se arqueaban en una maraña sobre ellos. Varios mechones del cabello de Alethea quedaron pegados a su garganta. Una joven de grandes pechos y pelo oscuro, con cara de gitana. Lo hizo olvidarse de lo que había estado pensando, Dios sabría lo que estaba pasando por la cabeza de ella. Sintió un destello de pánico, su equilibrio inestable. ¿Qué se suponía que debía decir?

– ¿Te das cuenta que él está mintiendo?

Ella asintió con la cabeza y su mirada pasó sobre él, brillando con culpa. Él oyó una ramita chasquear detrás suyo y supo que su prisionero había huido.

– Tienes que recoger tus posesiones y alejarte de la lluvia -dijo ella-. Ni siquiera ahora estás usando una chaqueta.

Se quedó mirándola frustrado. No sentía la lluvia en absoluto. Pero lo que sentía le hacía difícil respirar.

– Pensé que querías que demostrara disciplina en mi papel de amo.

Ella sonrió y lo rodeó, sacando la espada del barro.

– Pero sí demostraste disciplina -dijo mientras le entregaba la espada-. Dominaste tu propia rabia. Y tengo plena confianza de que te das cuenta que incluso un ladrón merece una oportunidad para redimirse.

Él se rió y estuvo a punto de preguntarle qué creía que se merecía él. Nunca se había preocupado, realmente, de la opinión de nadie acerca de sí mismo. Por lo que sabía de Alethea, le daría una respuesta demasiado honesta.

Pasó el día llamándole la atención a su descarriado personal por los incontables delitos.

Reprendió al mozo de cuadra por la paja mohosa de los establos y el agua oscura de los canales. Ordenó que limpiaran las caballerizas tres veces al día, que revisaran los pastizales por piedras y hoyos, y se reparara la cerca del potrero.

Podría tener intención de no quedarse, pero tampoco iba a caminar en medio de la suciedad del dueño anterior, y le gustaba arrimar el hombro al trabajo duro.

Las cocinas olían tan asquerosas como el horno del demonio, con las vigas ennegrecidas por el hollín y salpicaduras de grasa antigua. Sospechaba que cualquier hombre que fuese lo suficientemente tonto como para consumir una comida completa preparada por las manos de la cocinera, moriría agónicamente bajo la mesa del comedor.

– Quiero que estas cavernas sean fregadas de arriba abajo y queden lo suficientemente limpias como para que uno pueda comer en el piso.

– Comemos en el piso todo el tiempo -le informó la criada de la trascocina-. Nadie se ha enfermado todavía.

– Está disgustado, señor -dijo inútilmente el ama de llaves-. Es una gran responsabilidad hacerse cargo de la casa de otra persona. Toda esa preocupación de si uno de los antiguos amos volverá a hurtadillas y lo asesinará mientras duerme.

Gabriel hizo un ruido nasal despectivo.

– Casi fui asesinado en el vestíbulo por alguien de mi propio personal.

– Bueno, eso no volverá a pasar, señor -le prometió-. Por un tiempo encerramos en la despensa al ofensor. ¿Por qué no se lleva una buena botella de ginebra al jardín y se calma mientras veo que puedo hacer para la cena?

– ¿Hogar? -murmuró mientras ella se escurría rápido a la cocina-. No es muy probable.

No se podía imaginar señoreando este lugar. El jardín amurallado donde se suponía que tenía que calmarse, era una maraña de rosas espinosas, malezas que le llegaban hasta el hombro, hierbas hediondas que liberaban el olor de los recuerdos amargos al pisarlas con las botas.

¿Cómo podía alguien preferir la vida rústica a la actividad de Londres? El aire de aquí lo mataba con la acidez de las bostas de vaca y las cosas que crecían. La quietud misma le roía los nervios. No había nadie con quién jugar o incluso fumarse un cigarro. Aunque lo que más detestaba era el silencio porque podía oír sus pensamientos, fuertes y enrabiados, por tantas preguntas sin respuesta, de una época sobre la que había decidido no reflexionar. Era un hombre del presente. Tal vez volver había sido un error. La venganza que había esperado, podía volverse contra sí mismo.

Cuando anocheció, incluso encontró que la luna brillaba mucho más en el campo. Se había olvidado las veces que había observado las estrellas y había esperado. No sabía cuando perdió la esperanza y ahora las estrellas habían dejado de titilar, pero estaba muy viejo para esa tontería.

Se lavó, se enjuagó el sabor de la mala ginebra de la boca, y volvió al comedor. El estómago le gruñía. No había comido desde que había devorado el jamón de la señora Bryant, hacía horas.

Platos Wedgwood [3] que no combinaban y cuchillos de estaño estaban sobre una mesa cubierta con un mantel color damasco.

Pero no había nada comestible a la vista. Ni tampoco oía el traqueteo de los platos camino al comedor.

El hambre lo condujo a las dependencias de la cocina, donde encontró al penoso lote del personal de Helbourne en medio de un juego de azar en la mesa.

– ¿Dónde está mi comida, señora Miniver? -dijo mientras levantaba la tapa de una olla vacía en la cocina.

Escondiendo el par de dados en su delantal, la ama de llaves se levantó para hacer una reverencia.

– Estaba a punto de hacer un pastel fresco, señor, pero me di cuenta que se había acabado la harina. Si me autoriza, iré a la mansión vecina a pedir prestado un tazón.

– ¿No va al mercado, señora Miniver?

Ella se quitó el mugriento delantal.

– Cuando hay dinero para gastar, señor. No me demoraré mucho. Lady Alethea entiende.

– ¿Lo hace? -preguntó él frunciendo el ceño.

– Oh, sí, señor. Tiene un ojo puesto en sus vecinos, pobre dama. Espero que eso le alivie la pena ahora que ya no tiene expectativas de criar a su propia familia.

– Iré yo, señora Miniver. Será más rápido.

– ¿Usted, señor? -preguntó maliciosamente-. El Conde no está en casa, ya sabe.

Hizo caso omiso de su mirada perspicaz. Quería preguntarle más, pero se resistió. Alethea no había parecido estar demasiado triste, pero el dolor que corre profundo no debe ser compartido. Trató de imaginarla sentada sola en su mesa, un lugar vacío frente a ella. Tal vez conservaba un lugar en memoria de su prometido fallecido. Por lo que sabía ella había invitado a otra persona, un niño malditamente estúpido de la penitenciaria, que causaba problemas en el pueblo.

– ¿Está seguro, señor? -El ama de llaves lo miró con curiosidad.

No estaba seguro de nada, excepto de que si se quedaba aquí, seguramente se volvería loco, y que no tenía sentido en que Alethea y él se sentaran solos. Aun más, como ya había cruzado el puente sin retorno, tenía poco más que arriesgar cruzándolo otra vez.

CAPÍTULO 11

Alethea estaba encerrada en la biblioteca de su hermano, Robin Claridge, el Conde de Wrexham, cuando el ayudante del lacayo apareció evidentemente agitado para informarle que un extraño estaba en la puerta.

– ¿Un extraño? -dejó a un lado la pluma.

– Un caballero que afirma tener una antigua amistad contigo-, agregó con un aire misterioso.

Alethea se sentó estática en su silla. Ya se había soltado el cabello, lavado los dientes, usado el baño y bebido su vaso de jerez de la noche. No pudo recordar a nadie que viniera a visitarla a esta hora, aunque se necesitaba poca imaginación para dilucidar quién era su visita.

Se levantó, súbitamente llena de valor. Gabriel podría haber disfrutado de sus entretenimientos de medianoche en Londres, donde los señoritos rehusaban ir a casa hasta la mañana. Pero en el campo se disfrutaba de noches tranquilas con alguna fiesta ocasional. Por supuesto que a veces deseaba actividades más animadas, pero la fiesta de máscaras anual pronto se llevaría a cabo, antes que el frío del otoño los mantuviera a todos cerca del fuego por las noches.

Mojigata. Solterona. En eso se estaba convirtiendo, en una de esas damas que inspiraban lástima, de las cuales ella y sus amigas solían reírse en secreto, no hacía mucho tiempo. Gabriel debía encontrarla aburrida comparada con sus pajaritas londinenses, y tenía que admitir que él vigorizaba el ambiente y que… esperaba que fuese él. Se rió suavemente de sí misma con el pensamiento. No podía creer que estuviera ansiosa de regañarlo por venir tan tarde en la noche. No se pudo acordar cuando había sido la última vez que había esperado con ansias algo.

De todas maneras no era Gabriel el que estaba esperándola en el vestíbulo. Y cuando la visita se volvió, no sólo sintió una gran decepción, sino un pánico rotundo y un deseo de salir corriendo a buscar las pistolas de su hermano.

Un fantasma. El fantasma de Jeremy.

Pero entonces él levantó la cara hacia la luz. La ilusión se esfumó y se dio cuenta, con un escalofrío de alivio, que se trataba del hermano mayor de Jeremy, El Mayor Lord Guy Hazlett. Adusto, tenía un aspecto más demacrado que su hermano fallecido. No había intercambiado más de tres palabras con él en el funeral. Sin embargo sintió que la examinaba con una intensidad desconcertante, como también lo estaba haciendo ahora.

Había esperado no verlo nunca más. Junto con su familia, tenían una gran finca en el cercano Ashwell. ¿Qué lo traería? ¿Qué querría? ¿El anillo de compromiso que su hermano le había dado?

Lo había arrojado por el puente para los dos amantes que habían muerto allí. No tenía nada más de valor que le pudiese dar al hombre que podría haber sido su cuñado.

Se encontró con su mirada. Los mismos ojos verdes de Jeremy, los mismos rasgos cincelados y la manera arrogante. Guy no se había dignado a visitar Helbourne durante años. Consideraba la aldea por debajo de él.

¿Qué quería?

Se adelantó de prisa y la abrazó cálidamente.

– Perdóname por molestar a esta hora, Alethea. Tenía negocios personales por esta área, y le prometí a mi esposa que averiguaría como te encontrabas. Ésta ha sido una época difícil para nosotros, ahora que Jeremy se fue.

Él dejó caer la cabeza en un momento de silencio solemne. Su corto discurso debería haberla aliviado. Tenía sentido, cuando recordó las miradas de simpatía que su esposa Mary le había dado durante el funeral de Jeremy. El hecho de que Jeremy hubiese resultado ser un monstruo, no significaba que su hermano compartiese su inclinación hacia la crueldad.

– Estoy bien, milord.

Y sin embargo mientras estaba parada delante de él, con su pesada bata roja oscura, se sintió inexplicablemente expuesta e incómoda. Asumió que su incomodidad derivaba de lo mucho que se parecían físicamente los hermanos.

Su voz melosa hizo que una chispa desagradable le bajara por la columna. -Mary quería saber si te encontrabas indispuesta por una buena razón. Deseamos ofrecerte nuestro apoyo.

– ¿Cómo está tu esposa? -preguntó pensando en la agradable aunque feúcha heredera que adoraba abiertamente a Guy.

– Está esperando otro niño. La matrona nos advirtió que es una niña otra vez. – Sus ojos pálidos la recorrieron, calculadores, inquietantes-. ¿Puedo hablar francamente?

Ella vaciló. ¿Por qué no le había pedido al lacayo que se quedara? ¿Porque había esperado que la visita fuese otro hombre?

– Hay criados que podrían escuchar. Si se trata de algo personal, tal vez deberíamos esperar hasta que mi hermano y mi primo vuelvan. No creo adecuado que…

– Vamos afuera -la persuadió-. Caminemos por el jardín. El aire del campo es seguro para compartir confidencias.

No era seguro para otros propósitos. Su corazón se sacudió contra las costillas. En su mente vio a Jeremy forzándola en la oscuridad, cubriéndole la boca con su mano.

– Es muy tarde para caminar…

– Alethea -dijo delicadamente-. Sé lo que pasó entre tú y mi hermano.

Sintió una sacudida de alarma en su cabeza.

– ¿Qué dijiste?

– Sé que fuiste su amante la noche antes de irse.

Su amante. Una versión retorcida de la verdad. Para nada un acto de amor.

Su mal humor se disparó.

– ¿Eso fue lo que dijo?

La tomó suavemente por los codos.

– Si has tenido un niño en secreto, Mary y yo hemos discutido cómo ayudarte mejor.

– Por favor, no me toques, milord. Es la última vez que te lo pediré. Y para satisfacer tu curiosidad, no hay ningún niño secreto.

Le soltó los brazos. Ella retrocedió.

– Te retiraste al campo hace más de un año. Había pensado que si la pena había… no importa. Lo que importa es que necesitas un protector, Alethea. -Sin embargo, la manera que empezó a rodearla, no la hizo sentir segura-. Una mujer en tu posición… adolorida, vulnerable. Es una invitación a ciertas realidades feas del mundo.

¿Cuánto sabía, realmente? ¿Estaba sacando conjeturas? ¿O Jeremy se había confesado para limpiar su consciencia? Guy debería haber pensado que era extraño que no hubiese llorado en el funeral de su hermano.

– Me hubiese gustado que me hubieras pedido ayuda, Alethea. -Hizo una pausa-. Si mi hermano se hubiese casado contigo, nos habríamos acercado, estoy seguro. Hubieses confiado en mí. Confía en mí.

– Te dije la verdad.

Pero no dijo que esperaba no verlo nunca más, ni a ningún otro miembro de la familia de Jeremy. La incertidumbre acerca de una concepción, había pasado hacía mucho tiempo. Su flujo había llegado después de una semana con los nervios de punta, después de su pesadilla. Habría encontrado la fuerza para soportar esa cruz si se la hubiesen puesto sobre los hombros. Ahora sólo tenía que conformarse con su estado arruinado y lo que eso implicaba. Tenía muy poca paciencia para sufrir por su virtud robada. La habían humillado, pero todavía tenía a su hermano y a su primo para que la cuidaran, sus amigos en la aldea.

– Lord Hazlett -dijo resueltamente-, ¿hay algo más que desees de mí? ¿El anillo de compromiso de tu hermano? Lamento decirte que lo perdí el día que me enteré de su muerte.

– No, querida. Además puedo comprarte otro. ¿Es eso lo que deseas? ¿Deseas joyas? ¿Vestidos bonitos?

Se forzó para mirarlo todo el tiempo a la cara. -No tengo nada de valor para darte a cambio, excepto asesoramiento sobre modales, que sospecho no tomarías en cuenta.

– Estás equivocada, Alethea.

Tomó su preocupación con reticencia cínica. Los ojos verdes parecían ofrecerle solo simpatía; sus instintos no confiaban en él. Pero ahora estaba más enojada que asustada. No sufriría más una violación.

– Me temo que no me entiendes -dijo él-. No poseo, digamos, el mal humor y la tendencia a la agresión de mi hermano.

Así que él sabía.

– Tu compostura es admirable -agregó-. No sé si podría perdonar si estuviese en tu lugar.

– Tal vez no hay nada que perdonar.

Sonrió conocedor.

– Otra mujer hubiese tenido un ataque de histeria. El tonto de mi hermano temía que le dijeras a media Inglaterra lo que te había hecho.

La boca se le puso tensa por la repulsión.

– Bien, dejemos al muerto descansar en paz. No tengo ninguna confesión que hacer.

– Pero soy digno de tu confidencia. Mantendré tu secreto. Y si me lo permites, haré tu vida mejor de lo que hubiese sido de otra manera. Sé el pequeño cerdo que era mi hermano. Malcriado, tomando todo lo que deseaba.

Tragó tensamente. No tenía que entrar en pánico. Si gritaba, los criados la escucharían.

– Mi preocupación primaria, es tu futuro, Alethea.

– Es mi preocupación, no la tuya.

– Esas son las opciones para una mujer caída, como tú.

Sintió que el estómago se le revolvía. Sin embargo se las arregló para decir: -Si me caí, ya estoy de pie.

– Entre tú y yo, no veo vergüenza en la pasión. Jeremy juró que lo alentaste, que lo buscaste para darle placer la noche antes de irse.

– ¿Lo hizo? -preguntó en voz baja, pues “placer” era la última palabra que describiría su experiencia.

– Si fue así, fue un regalo generoso, uno que…

– Yo digo que hubo vergüenza.

Se encogió de hombros, acercándose lentamente otra vez.

– Entonces ese mal recuerdo debe ser suplantado por una experiencia más deseable. Tal vez por el mismo deseo.

– ¿Es esta una proposición en nombre de tu hermano o de ti mismo? -preguntó disgustada.

– No estás disponible, Alethea, apartada en este lugar. Hay arreglos para mujeres como tú, que ya no caben en el mundo bien educado.

– Sé lo que soy, y lo que esos arreglos son -dijo con la voz temblando de rabia.

– Entonces sabrás lo que te estoy ofreciendo, y por qué es una solución sensata para una bella mujer joven como tú, que no fue hecha para ser una institutriz.

CAPÍTULO 12

Gabriel se había comenzado a sentir un poco idiota mientras se acercaba a la tranquila casa solariega. Había olvidado que en el campo todos los palurdos se iban a la cama a una hora impía. Ciertamente no ofendía sus reglas de comportamiento el visitar a una señorita sin anunciarse, usando la despensa desabastecida de su ama de llaves como excusa. Sin embargo, él no podía recordar cuándo, o si alguna vez, había visitado a una bella mujer para mendigar un tazón de harina para su cena.

Era una situación ridícula. Él no podría mantenerse serio cuando se presentara allí, y Alethea viera directamente a través de él, como sospechaba que ella siempre hacía. Era un pensamiento agradable, compartir una risa con ella a costa suya. Pero cuando alcanzó el final del camino, su diversión desapareció. Había un carruaje estacionado delante de los escalones de la entrada, aunque sólo una o dos trémulas luces resplandecían detrás de las ventanas. Alethea aparentemente todavía no se había retirado. Y, aparentemente, ella no estaba sola. Él no debería haber estado sorprendido, pero lo estaba.

Pero él no era ingenuo. Negar la implicación de una visita nocturna sería la ingenuidad extrema. Alethea era una mujer sola, invitadora, bella. No era difícil imaginar que otros hombres la desearan o quisieran atraerla con engaños mientras él estaba en su puerta.

Desmontó y ató a su caballo en el poste de la curva del camino. Los dos lacayos apoyados en contra del carruaje asintieron con la cabeza cuando pasó. Los ignoró.

Un caballero, por supuesto, no se entrometería en un amorío. Pero él era curioso. Era un jugador. Un mendigo sin principios con un tazón vacío.

Subió corriendo los escalones frontales. Golpeó suavemente, esperó algunos segundos, luego entró por sí mismo.

Voces moderadas llegaban desde el final del vestíbulo que conducía a la escalera principal. Él se aclaró la garganta.

– ¿Hay alguien en casa? ¿El mayordomo, el panadero… Alethea? Lady Alethea, ¿está aquí?

Él hizo una pausa. Oyó la profunda y refinada voz de ella. Por el sonido de ésta, ella no estaba en medio de una conversación agradable.

– Ese debe ser uno de tus lacayos llamándote, mi lord -ella estaba diciendo. -. Te daré las buenas noches.

– ¿Reconsiderarás mi oferta?

Los pelos del cuello de Gabriel se erizaron. Caminó hacia las dos figuras iluminadas por las velas. ¿Qué clase de oferta hacía un hombre a esta hora?

– Bueno, allí está -dijo él cordialmente-, he estado golpeando mucho tiempo.

– No oí a alguien golpear -dijo el otro hombre.

– Yo sí -dijo ella rápidamente.

Él estudió su evidentemente nervioso rostro en busca de señales de que él estaba siendo inoportuno y decidió que ella se sentía aliviada por la intrusión. El hecho avivó sus instintos agresivos. Su visita no había sido invitada. Miró más allá de ella evaluando abiertamente a un hombre alto con una chaqueta floreada de brocado que estaba parado a su lado. No era un hacendado local, por su mirada, pero no completamente desconocido, tampoco. ¿Era un pretendiente?

No uno cuya compañía ella había buscado, a juzgar por el entusiasmo con el cual ella se apresuró a adelantarse para conducirlo por el vestíbulo.

– Sir Gabriel -ella lo anunció con tal jocosidad forzada que él se preguntó rápidamente si ella se había convertido en una de esas amantes de la bebida de medianoche-. ¡Qué bueno que haya venido! Había perdido las esperanzas.

Él podría haber jurado que cuando se habían encontrado por última vez en el bosque, se habían separado en términos más inestables.

– Bien, realmente…

Ella lo asió por debajo del brazo y lo arrastró entre ella y el otro hombre. -Llega una hora tarde, señor.

– Así soy yo -dijo él suavemente, deliberadamente empujándola detrás de él.

– Más vale tarde que nunca, sin embargo -dijo con una risa nerviosa.

El otro hombre se enderezó.

– Entonces debe ser más tarde de lo que creí, y debería estar en camino si quiero tener una comida antes de irme a la cama.

Gabriel afirmó su cadera en contra del aparador como si no tuviera intención de ser el primero en salir. De hecho, él no se iría hasta que estuviera seguro de que ella estaba libre de su invitado no deseado. Alethea no se había movido, excepto por un involuntario pequeño temblor cuando la visita la recorrió con la mirada.

– Lo que te he propuso aún sigue en pie -el caballero le dijo a Alethea, al mismo tiempo que le volvía la espalda a Gabriel-. No me gusta pensar que estás soportando tu pena en soledad.

– He tenido un año para apenarme -Alethea le replicó.

Gabriel bufó ligeramente. A él le gustaría encontrar a este hombre solo en un callejón oscuro y proporcionarle alguna pena. No llegaría ese momento demasiado pronto por lo que parecía.

– Mejor apresúrese -le dijo él-. Los puentes en esta área pueden ser homicidas. Hay fantasmas, también. Y murciélagos.

El hombre más grande miró alrededor para dirigirle una prolongada y dura mirada.

– Usted no es alguien que reconozca, señor. ¿Nos hemos conocido?

– No a menos que usted frecuente los infiernos de los juegos de azar.

El labio superior del hombre se curvó en una mueca.

– Afortunadamente, no lo hago. Pero lo he visto… ¿Boscastle?

Gabriel miró detrás de él. Ahora él sabía quién era este idiota pomposo. El Mayor Hazelnuts. El heredero. Los hermanos mayores de Gabriel habían robado el caballo de Guy y se lo habían dado a los gitanos cuando lo habían atrapado azotándolo en una rabieta.

– Usted tiene ventaja. Yo no conozco su nombre.

– Mayor Lord Guy Hazlett.

– Ah. -Gabriel respondió con una sonrisa despectiva, dando a entender que el nombre no significaba nada para él-. ¿Y usted es… el tío de Lady Alethea? -Le preguntó, como si remarcar la diferencia de edad entre los dos fuera una señal de respeto y no un insulto patente.

Hazlett frunció el ceño.

– Habría sido su cuñado si no hubiese ocurrido la desgracia en mi familia. -Con lo cual él claramente quiso decir que eso le daba el derecho de visitarla sin avisar a avanzadas horas de la noche.

Su cuñado, su culo. Gabriel se rió interiormente. Él conocía una intención más oscura cuando veía una.

Hazlett alzó su hombro.

– ¿Y su relación con ella, señor?

Él se desplomó pesadamente en la dura silla de roble del vestíbulo. No había sido invitado a sentarse. Era maleducado. Sin embargo, mientras Alethea no expresara ninguna objeción, él decidió que era responsabilidad suya despachar a Hazelnuts. Ella podría sermonearlo por su conducta más tarde.

– Somos vecinos -le dijo sucintamente-. De hecho, tengo algo para ella.-Apoyó su tazón en el piso y sacó de debajo de su brazo la fusta que a ella se le había caído más temprano durante el día-. Se dejó esto en la paja cuando me despertó hoy -le dijo cándidamente.

Las cejas de Alethea se levantaron.

– Qué considerado de su parte.

– Bueno, dado que estaba viniendo de cualquier manera…

– Todo ese camino para entregar un látigo -Hazlett masculló-. Como si no podría haber esperado hasta que sea de mañana o pudiese haber sido traído por un criado.

Gabriel sonrió abiertamente cuando ella tomó la fusta de su mano.

– Uno nunca sabe cuándo una pequeña disciplina será muy útil -le dijo-. Entiendo que uno no puede abrirle la puerta por la noche a cualquier persona que no sea segura, incluso aquí en el campo. ¿Quién sabe lo que las personas repugnantes podrían estar buscando?

Hazlett sonrió sin humor.

– De hecho. ¿Puedo llevarlo a su casa, ahora que su buena obra ha sido finalizada? Mi carruaje está justo afuera.

– No hay necesidad -Gabriel dijo frívolamente-. Tengo a mi caballo, gracias, y de hecho, he sido enviado por otra persona para un asunto diferente. Uno privado, debería agregar.

– ¿Un asunto privado? -Alethea y Hazlett dijeron a coro.

Gabriel hizo una solemne inclinación de cabeza. -Es más bien embarazoso. No tengo la libertad de revelarlo a nadie que no sea Lady Alethea.

Alethea presionó los labios y no hizo comentarios. Hazlett sacudió la cabeza rendido.

– Debería ponerme en camino antes de que la posada se llene para la noche -dijo-. Me encargaré personalmente de saber cómo estás de vez en cuando, Alethea.

Gabriel saltó sobre sus pies.

– Pienso que entre el hermano de ella y la parroquia, podremos preservarla de las malas influencias… ¿no lo cree, Alethea?

Ella murmuró algo por lo bajo. Él volvió a sonreír con brillante inocencia. Tenía la sensación de que estaba metiéndose en problemas con ella por juguetear. Quizá a ella en realidad le gustara este Lord Hazelnuts. Sin embargo, cuando finalmente el hombre se fue, Gabriel no sintió ni la más mínima culpa. Ninguna en absoluto.

Ni siquiera cuando Alethea lo miró y le preguntó, -¿qué hace usted aquí a estas horas de la noche, Gabriel?

– Vi una luz en la ventana…

– ¿Y una luz lo atrajo hasta mi casa? Mentiroso.

– Pensé que acababa de decir que había sido invitado.

– Oh, honestamente.

– ¡Qué bueno que haya venido! -Él citó-. Había perdido las esperanzas.

– Eso fue… -Ella se mordió los labios-. Una excusa.

Él se rió silenciosamente. -¿Entonces no soy realmente bienvenido?

– Gabriel, usualmente estoy acostada a esta hora.

El poderoso sentido de protección que él ya sentía ahora se mezcló con la lujuria.

– ¿Mejor tarde que nunca?

– ¿Es ese el asunto privado por el que ha venido?

Él vaciló.

– Mi ama de llaves me envió por un tazón de harina.

Ella sacudió la cabeza con resignación.

– Debería haberlo sabido. La Señora Miniver es la peor ama de llaves en el mundo. Sígame.

– Mi tazón…

– No importa. Le enviaré una bolsa.

Fue una larga caminata hasta las cocinas. Por una vez Gabriel bendijo la antigua arquitectura de épocas pasadas que separaba a un edificio de otro. Causaba ciertas incomodidades, pero le daba algunos momentos a solas con Alethea, aunque ella no pareciera inclinada para apreciar la oportunidad por sí misma.

Entraron en un oscuro vestíbulo con vigas de madera, al final del cual la luz del fuego resplandecía a través de la puerta arqueada de la chimenea de la cocina. Él le puso una mano en su hombro.

– No le gustaba ese hombre -le dijo suavemente.

Ella se dio vuelta, sus oscuros ojos evadiendo los de él.

– No. Gracias.

– ¿Por…?

– Su intervención fue bienvenida.

– ¿La molestó? -Le preguntó, su cólera encendiéndose-. Por Dios, ¿llegué demasiado tarde o justo a tiempo?

Ella sacudió la cabeza.

– Llegó en el momento perfecto.

– ¿Estaba afligida porque le trajo recuerdos de su hermano? -Él presagió, repentinamente sintiéndose torpe y no queriendo que este momento terminara. Sospechaba que ella no tenía muchas ganas de contestar, que probablemente esperaba que él se fuera.

Su voz fue apenas audible. -Fue desconcertante verlo, eso es todo.

Él frunció el ceño, dándose cuenta de que ella se había escapado de una respuesta sincera.

– ¿La estoy molestando?

Ella se rió inesperadamente.

– Sí. . Desde el preciso momento en que posé mi vista sobre usted, usted ha sido un desconcierto. Siempre había esperado…

– Alethea.

Él la agarró por la cintura, sus ojos fijos en los de ella, y lentamente la moldeó contra su longitud. Por un momento ninguno de ellos se movió. Él pensó que era mejor actuar como si estuviera contemplando la situación en la que estaban, que confesar que su deseo por ella lo estaba atormentando.

– Gabriel -ella susurró-, esto es…

– No me hagas ir todavía. Por favor, por favor.

Ella se movió indecisamente, luego se apaciguó con beneplácito, elevando la mano para apoyarla ligeramente sobre su brazo. El cuerpo de él se endureció con desvergonzada anticipación. Necesitaba besarla tan desesperadamente como necesitaba el aire. Pero esta vez se preparó para lo que ella le haría sentir, y decidió que ella sentiría una agitación similar.

Él la contempló en silencio meditando, esperando, hasta que sus labios se abrieron en el más puro de los suspiros. Su invitación. Él deslizó su mano hacia arriba de su espalda, entre sus omoplatos, hacia su nuca, para sostener su cabeza. Ella no dijo nada, sus ojos oscuros deshaciéndolo, cuestionando cuál sería su siguiente maniobra.

Él inclinó su cabeza en respuesta. Ella se tensó. Él ubicó su otra mano firmemente en su cadera mientras sus labios tentaban a los de ella. Ella cerró los ojos. Su guardia se cayó, y el corazón de él golpeó con excitación hasta que cada pulso de su cuerpo hacía eco con la despiadada contención de su deseo.

Ella era suya por este momento. Él sabía eso mientras la besaba. Ella fue suya hasta que hizo un sonido confuso que le devolvió los sentidos. Incluso entonces él no pudo moverse, su boca todavía tocando la suya de manera que saboreaba su exhalación de aliento, el dulce sabor que deja el jerez.

– Lo siento. Creo que he perdido el hilo de nuestra conversación.

Ella sonrió, mirándolo a los ojos, y suavemente lo abofeteó en la parte trasera de su muslo con su fusta.

– Y yo creo que usted fue el que mencionó el momento oportuno para otorgar una disciplina.

Él cerró los ojos, permitiéndose un delicioso momento de auto-tortura. -Yo pedí eso.

– Y yo le pregunté qué está haciendo aquí a estas horas -dijo ella suavemente. -Podría haber enviado a un criado por harina.

Él abrió los ojos. -La estaba rescatando, ¿verdad?

Ella le arrastró la fusta hacia arriba de su pecho, delicadamente acariciándole la cicatriz de su garganta.

– A menos que usted haya estado espiando a través de las ventanas, no puedo imaginarme cómo habría sabido que necesitaba ser rescatada.

Ella giró, sólo para encontrarse a sí misma arrastrada hacia atrás y atrapada otra vez dentro de sus brazos. Su corazón revoloteó con una inesperada excitación cuando la miró directamente a los ojos. Ella no lo hizo, no podía, encontrar la fuerza para apartar la mirada. Él sonrió, entonces la apretó contra su pecho. Sin una palabra, bajó la cabeza y la besó otra vez.

Ella tomó una respiración e intentó contar hasta diez para aclarar sus pensamientos. Perdió la cuenta de los números en el tres. Su beso lograba que cualquier esfuerzo para ignorarlo fuera inútil. El calor palpitaba abajo de sus hombros, sus brazos, su columna vertebral. Repentinamente se sentía desinhibida, prendiéndose fuego. Liviana como una llama, capaz de abrasar cualquier cosa que tocara. Gabriel. El único hombre de quien ella debería alejarse cueste lo que cueste. Pero él había llegado para rescatarla, su caballero andante. Sólo por ese único acto ella podría convencerse a sí misma que él merecía un beso, incluso aunque ella no tuviera idea de quien la rescataría de él.

Se apartó de él. Él continuó, sus manos expertamente rozando la forma de sus pechos, su espalda, luego abandonó ese malvado saqueo antes de que ella pudiera protestar.

¿Quién habría sabido que sus gruesos dedos llenos de callos podrían evocar este anhelo de entregarse?

– ¿Por qué? -susurró con desconcierto-. ¿Por qué le permití besarme?

Él se rió.

– No tengo ni idea. Mi consejo, la regla que sigo, es gozar ahora y arrepentirme más tarde.

CAPÍTULO 13

Dos días después, Gabriel vociferaba en la oscuridad antes del amanecer de ese martes, de vuelta a Londres, dejando atrás los peajes, caseríos, y la tentación. Se despertó antes del alba, miró por la ventana a través del jardín colmado de malezas hacia la casa de Alethea y se dio cuenta de que estaba en peligro de perderse. Cuando era más joven sabía perfectamente contra qué se las estaba viendo. Su suerte le había parecido injusta, pero al menos la entendía.

No era un caballero rural. Era un jugador, un soldado, y si las circunstancias le habían formado el carácter de manera indeseable, no tenía ninguna razón para cambiarlo. No era posible que pudiese echar raíces, ni siquiera en el suelo que lo había visto nacer. Sólo Dios sabía en qué se transformaría. Sería desconsiderado con Alethea si se quedaba más tiempo. De hecho, sería una muestra de su verdadero afecto por ella, salir de su vida.

Se vistió, bajó a toda velocidad la escalera, pidiendo a gritos su caballo, su desayuno, su cochero. Vociferando a un personal indolente que no se movía por nada a menos que el techo se viniese abajo. Le puso las bridas y la silla al caballo en la oscuridad. Y a decir verdad el andaluz parecía tan ansioso de escapar a la acción, como su dueño. Su cochero, acostumbrado a las maneras inquietas de Gabriel, tranquilamente acordó seguirlo.

No se podía quedar otro día, otra hora, la vida entera. Esto era de lo que estaba escapado. Se había dicho tantas veces que irse era una atención hacia Alethea, que se lo había creído. Anoche, si le hubiese dado un poco de ánimo, le habría demostrado que no era mejor que su otro visitante. Le hubiese prometido cualquier cosa que ella quisiera, sin realmente desearlo.

O lo hubiese deseado, lo que era una posibilidad aún peor, sugiriendo que no estaba corriendo de vuelta a Londres para salvar el honor de Alethea tanto como para salvarse a sí mismo.

Alethea pensó que era una señal alentadora. Una indicación de respeto a sus sentimientos que Gabriel no la visitara en los dos días siguientes. Si hubiese aparecido sin anunciarse otra vez en su puerta, después del disgusto que había expresado con la visita intempestiva de Guy, podría haberse rehusado a recibirlo. Pero también podría haberse sentido inclinada a invitarlo a tomar té.

Y permitirle que la besara otra vez.

Sin embargo, sólo podía esperar que haya seguido su consejo, y estuviera poniendo en orden su finca. Por otra parte, ella había dejado a los perros libres alrededor de la casa, se había soltado el pelo como una pagana, y abierto la ventana para ver a Venus elevarse en la noche. El hecho que un nuevo dueño hubiese llegado a Helbourne Hall, no tenía nada que ver con su repentina afición por el aire nocturno, o la energía que sentía después de meses de melancolía. Pensaba en ella como un tulipán tardío de invierno, rompiendo capas de costra de la tierra para disfrutar al sol.

Incluso su hermano, Robin, notó su espíritu elevado cuando volvió a casa, polvoriento, desordenado y con su buen humor habitual.

– ¿Los gitanos te pagaron por adelantado mientras estuve afuera? No te había visto sonreír así en años.

– ¿Tan hosca me he puesto? -preguntó apenada. Quiso agregar que no había olvidado reír. Sólo que no había mucho que la divirtiera por estos días.

Él la miró cariñosamente mientras la seguía al salón, donde había una mesa puesta con un desayuno liviano con tocino, panes dulces y café amargo caliente.

Él era sólo una pulgada más alto que Alethea, delgado, con sedoso cabello castaño que constantemente le caía sobre la ceja izquierda.

– Me hubiese gustado que hubieras venido a Londres conmigo. Tus amigos me suplicaron por noticias tuyas. Cassandra Waverly acaba de tener mellizos. Te haría muy bien visitarla.

Pero no hubiese sido así. Se habría sentido envidiosa, temerosa de sólo conocer la cercanía de los niños como institutriz. Él parloteaba. Los pensamientos de ella vagaron, hasta que él hizo una pausa, y para su vergüenza, soltó inesperadamente,

– Tenemos un nuevo vecino. Uno antiguo, en realidad. Es Gabriel Boscastle. -Ahora que había pronunciado su nombre en voz alta, se dio cuenta de que no lo había desterrado de su mente, pero admitió que él sólo dominaba sus pensamientos. No ayudaba que después de la expresión en blanco de la cara de su hermano, él se haya quedado observándola con divertido horror.

– ¿Lo recuerdas? -apuntó-. Su padre murió…

– Gabriel y sus hermanos golpeaban a los niños de la escuela hasta dejarlos con las tripas afuera. Creo que una vez lo pusieron en la tabla pública por…

Alethea le deslizó un plato de panecillos dulces.

– Has adelgazado desde que te fuiste. ¿No te dieron ninguna comida decente en Londres?

Él miró la mesa.

– Me acabo de comer tres de esos. Ahora, volviendo a…

– Bien, come otro. No durarán. O come más tocino… y huevos. Le pediré a la señora Sudley que haga unos.

– Lo pusieron en la picota. -Él continuó, dejando su plato a un lado-. Espera, él…

– Nunca te dio una paliza, ¿verdad? -le preguntó conteniendo la respiración-. Quiero decir que no recuerdo que hayas vuelto a casa maltratado y magullado. No peleabas con él, que recuerde.

Él repiqueteó sus largos dedos en el borde de la mesa, mirándola con sospecha.

– No. No lo hice. Y siempre me pregunté por qué. ¿Tienes alguna idea?

Alethea levantó la taza, pretendiendo no darse cuenta de su cauteloso escrutinio.

– Tal vez le gustabas. Eres más bien del tipo agradable, aunque seas mi hermano. Sé que Emily cree eso. Hablando de Emily, ¿la visitaste en Londres? ¿O le propusiste matrimonio como has estado prometiendo los últimos cinco meses? ¿O son cinco años? No es justo que la dejes esperando tanto tiempo. No creo que no te quieras casar.

Se quedó mirándola.

– Creo que deberías venir conmigo la próxima vez que vaya.

– ¿Cuándo será? -preguntó ella, exhalando aliviada de que el tema de su notorio vecino haya sido suplantado por el del interés amoroso de Robin. Cada vez que reunía el valor para declararse a Emily, se veía asaltado por un ataque de nervios. Alethea había empezado a temer que ambos se harían viejos sin amor, juntos, sin niños que les enriquecieran el futuro. Probablemente lo iba a estar alimentando con panecillos dulces para siempre.

– Partiré otra vez el viernes por la mañana -dijo con una gran sonrisa-. Y si todo sale bien me declararé esa noche. ¿Quieres esconderte detrás del sofá, para que me apuntes en caso que la resolución me flaquee?

– ¿Viernes? He hecho planes… Invité a la señora Bryant y a algunos otros amigos a cenar. Ha pasado un tiempo en que no nos hemos juntado.

Él suspiró.

– Está bien -dijo después de varios minutos-. Entiendo. Lo echas de menos a él, y todavía estás de duelo.

Él. Quería decir Jeremy. Ese bastardo flagrante que había sido canonizado en la memoria local.

Sintió que las lágrimas le quemaban los ojos. No eran lágrimas de dolor, más bien eran de amargura y frustración. Como le gustaría decirle a Robin la verdad. Pero si lo hiciera, su hermano nunca se recuperaría. Se echaría la culpa por no protegerla. Por no haberlo confrontado esa noche en Londres. Aun así, las palabras burbujeaban en su interior, como una peste pudriéndola lentamente, y ansiaba eliminarlas.

Pero, porque era la mejor manera de distraerlo, dijo:

– Invité a Gabriel Boscastle a cenar, también. Pensé que estarías en casa para hacer de anfitrión, o no lo hubiera hecho. Y sería de mala educación decirle ahora que no puede venir. Lo invité, y eso es todo.

CAPÍTULO 14

Un trotamundos no debería reunir ni musgo ni recuerdos. Gabriel estaba acostumbrado a salidas precipitadas y escapes no planeados, tanto de escenas de batalla como de alcoba. Ahora era prácticamente un hábito arrojarse sobre su caballo y cabalgar medio dormido hacia lugares desconocidos.

Pero no fue sino tres horas después, en el Gran Camino a Londres que se dio cuenta que el peso que sentía en el pecho no se debía al alivio habitual, sino a arrepentimiento. Viviría el resto de su vida preguntándose en lo que se había perdido al marcharse.

Maldición, un hombre no podía perderse lo que no conocía, ¿verdad? Y nunca antes había tenido un amorío con alguien como Alethea. ¿Quién diría que no sería su fin si se quedaba? Además, no podía imaginarse cenando en su casa sin hacer algo para merecer el destierro para siempre.

Por muy rudo que fuese, parecía más fácil retirarse que humillarse en su presencia.

Parecía más fácil soñar con ella, sabiendo que sus anhelos nunca se realizarían, que enfrentar el fin de sus fantasías más preciadas.

Al menos ese era el pensamiento con el que se consolaba cuando llegó a la mansión Mayfair de su primo mayor, el teniente coronel Lord Heath Boscastle. Podría haber aparecido como un gato callejero en la puerta de cualquiera de los Boscastles de Londres, y sería invitado a quedarse. De hecho lo había hecho más veces de las que podía contar, desde que había hecho las paces con este lado de la familia.

El hecho era que de todos sus parientes masculinos, Lord Heath parecía el menos probable a juzgar o hacer preguntas… una presunción que el más reservado de los hombres Boscastles hizo oídos sordos en el mismo minuto que Gabriel bajó la guardia en el estudio de su primo.

Era una habitación misteriosa, silenciosa y reverente, con una atmósfera de conocimientos antiguos y secretos no revelados, no muy diferente al ex espía de pelo negro como un cuervo, que estaba sentado en la penumbra evaluando silenciosamente detrás de su escritorio militar. Libros con lomos rotos y pergaminos cubiertos de cuero, muchos en lenguas arcaicas, llenaban los estantes que cubrían las paredes. Varios mapas de Egipto y Europa, campañas militares en relieve colgaban entre el encortinado mirador.

Gabriel comprendió que Heath no sólo había leído todos esos libros oscuros de su biblioteca, sino que lo más probable era que poseyera el intelecto para haberlos escrito. Era la esfinge de la familia, el calmado, del cual se decía que podía persuadir y obtener una confesión del adversario más duro. Su silencio ponía nervioso.

Gabriel se echo a reír.

– ¿Qué he hecho? ¿Qué pasa? Sólo he estado fuera unos días. ¿Qué pudo haber sucedido en una semana?

– ¿En esta familia? -Heath le dirigió una sonrisa socarrona-. No debería tener que explicar. Los Boscastles apenas requieren una hora para deshonrarse.

– Cierto. ¿No es eso parte de su encanto?

– ¿Dónde has estado, Gabriel?

– En Enfield, haciéndome cargo de una mansión en el campo, que gané a las cartas.

– ¿Enfield? ¿No naciste ahí?

Diablos, qué memoria. Gabriel nunca hablaba de su pasado con nadie.

– Sí.

Heath bajó la vista a la pila ordenada de cartas y documentos sobre su escritorio.

– ¿Y encontró el hijo pródigo lo que buscaba? ¿Evasión? ¿Diversión?

– Difícilmente -Gabriel contestó divertido.

– ¿Ninguna excursión secreta de regreso a Londres?

Se enderezó.

– No en la última semana.

Heath alzó la vista.

Años atrás, mientras Gabriel le hacía la guerra a sus demonios privados, se había aislado de los Boscastles de verdad, el tronco de Londres del notorio árbol genealógico ancestral. Pero en el pasado reciente se había hecho un confortable hueco para sí mismo en la familia, y mientras que el código de conducta de Gabriel todavía podía alzar las cejas en las casas estiradas, nunca había desvelado confidencias, ni se había visto envuelto en algún tipo de verdadera deslealtad contra sus primos.

– ¿Qué tipo de excursiones secretas estamos discutiendo, Heath? -preguntó, más cómodo ahora que había hecho una evaluación rápida de su consciencia por alguna fechoría oscura.

Esto no podía tener nada que ver con Alethea. Joder, había tenido la mejor de sus conductas, al menos para su antiguo código de sinvergüenza. La había besado. Eso no era una mancha negra en el libro de los pecados de los Boscastles. Sólo era el comienzo… y el mero pensamiento de volver a besarla, reforzó su deseo de volver.

Heath se limitó a sonreír.

– Que el diablo me lleve -dijo molesto-. Me olvidé del baile de cumpleaños de Grayson, ¿verdad? ¿En el que los boletos son para la subasta de una de las organizaciones benéficas de Jane? No me puedo imaginar que alguien me eche de menos en una muchedumbre como esa. Tendré que enmendarme. ¿Qué le podría comprar a Jane? Le gustan los zapatos y las joyas, ¿qué tal si le mando a hacer un par de zapatos de baile especiales para sus delicados pies, unos con diamantes en los dedos?

Heath negó con la cabeza. -El cumpleaños de Grayson es a finales de mes. Estás invitado. Siempre estás invitado.

– No siempre -dijo antes de darse cuenta de lo que había admitido. Ahí estaba el problema con Heath. Uno simplemente tenía que sentarse a solas con él e intercambiar unos comentarios sin sentido, y los secretos empezaban a derramarse como una fuente.

Aún así, había habido una época en que Gabriel no había estado en estrecha armonía con sus primos. Se había opuesto a ellos deliberadamente durante las pocas reuniones a las que había asistido. Había parecido fácil, en medio de esa camaradería Boscastles, fingir que su propia familia no se había desmoronado y que no había mirado con envidia al bullicioso grupo.

– Esa fue tu elección Gabriel -dijo Heath, sin ningún rastro de condena-. Te hubiésemos dado la bienvenida en cualquier momento. Si no recuerdo mal, fuiste invitado a todos los actos importantes. Tú y tus hermanos, nos rechazaron la mayoría de las veces.

– Esos fueron años difíciles para mi familia. Yo no era, precisamente, una compañía apta para la alta sociedad.

Heath encontró su mirada.

– Eso lo entiendo. Sin embargo nunca nos lo dijiste. Ni tampoco lo hizo tu madre.

¿Qué más sabía Heath de su pasado? ¿Cosas que Gabriel había olvidado o que nunca había contado?

– No entiendo -dijo-. Si no es un asunto de familia lo que me perdí, por qué estoy bajo tu sospecha, porque eso es lo que subyace a esta conversación.

– Mi sospecha, no. Pero tengo que admitir que tengo colegas en Londres que han venido a mí en privado preguntando por tu paradero reciente.

Heath podría referirse a cualquier número de informantes de los bajos fondos, incluyendo policías y contrabandistas, políticos y prostitutas. Como oficial de inteligencia retirado, tenía una lista de partidores leales que se habían hecho amigos de él hasta hoy.

– Bueno, ¿vas a decirme por qué quieren saber mi paradero, o se trata de una forma de tortura Boscastle? -preguntó cordialmente.

No podía creer que su juego hubiese despertado las sospechas de la corona. Y por primera vez en muchos años, su conciencia estaba realmente limpia, a menos que uno contara su deseo por Alethea Claridge.

Heath tomó su pluma.

– Esperaba que tú me lo dijeras.

– Podría, si tuviera la más mínima idea de de qué va toda esta charla.

– Un hombre de tu descripción ha estado envuelto en allanamientos de moradas en Londres, que implican damas durmiendo en Mayfair.

Gabriel se encogió de hombros.

– Eso no es nada nuevo. Difícilmente ando buscando una dispensa papal por mis pecados.

– Pareces estar buscando algo. Mira esto, por favor. -Heath deslizó sobre el escritorio una de las caricaturas cómicas que andaban circulando en las calles y salones de Londres.

– Oh, no, tú no -dijo Gabriel, levantando la mano-. Si este es otro dibujo que tu mujer hizo de tus partes íntimas, no quiero tener nada que ver con eso.

– No soy yo -replicó Heath molesto.

– Bueno, ciertamente no -miró la impresión, y súbitamente se quedó silencioso. Representaba a un hombre saliendo por una ventana con un par de calzones de una dama entre los dientes y varias medias de seda enrolladas en el cuello.

Como caricaturas, Gabriel las había visto más crudas aún, incluyendo la que Julia Boscastle había dibujado representando el órgano masculino de Heath como un cañón de proporciones gigantescas.

No. Lo que le molestaba de este dibujo en particular era que el sujeto en cuestión tenía un parecido notable con Gabriel. Pero no era él. De hecho, le hizo gracia que Heath siquiera lo considerase una posibilidad.

– Estás asumiendo que este guapo bribón soy yo -dijo, frunciendo el ceño hoscamente.

– Estás asumiendo que eres guapo -replicó Heath-. ¿Y estás diciendo que este hombre no eres tú? No voy a dudar de tu palabra, pero necesito preguntar.

– Confieso que no tengo ni idea de de qué estás hablando. ¿Qué ha hecho exactamente este sinvergüenza en Mayfair?

Heath se hundió más en su sillón.

– Ha irrumpido en los dormitorios de varias damas jóvenes.

– ¿Bienvenido o sin invitación?

– Sin invitación, definitivamente.

– Bueno, no era yo. Nunca entro en un dormitorio sin una invitación.

– Y estuvo saqueando sus cajones, buscando un objeto sin especificar…

– Ese no era yo -dijo Gabriel, con confianza-. Nunca he revuelto los cajones de una mujer sin saber exactamente lo que estaba buscando.

– En realidad nadie te ha acusado. O incluso nombrado.

Gabriel cruzó los brazos sobre su pecho.

– No es sorprendente, teniendo en cuenta que no era yo.

– Nunca he dicho que lo fueras.

Gabriel miró la puerta, su atención distraída. Le pareció haber escuchado pasos fuera de la habitación, lo que no era sorprendente, ya que Heath alojaba una pequeña academia para damas jóvenes, quienes estaban a la espera de una nueva ubicación. Su hermana Emma había abierto la escuela, y aunque ahora estaba casada con el Duque de Scarfield, no había abandonado sus cargos.

Se puso de pie, inquieto, y cada vez más ofendido.

– Honestamente, ¿pensaste que irrumpiría en el dormitorio de una mujer?

– No sin una buena razón. Oh, y supuestamente las oficinas de algunos caballeros también fueron registradas. Debe ser una coincidencia, Gabriel, que el intruso corresponda con tu descripción. Te ruego aceptes mis disculpas.

– Quienquiera que sea, espero que lo haya disfrutado.

– ¿A dónde vas? -dijo Heath.

Gabriel se volvió.

– A disfrutar por mí mismo. Tal vez pueda inventar un nuevo par de crímenes de novela para provocar algunas acusaciones legítimas.

Heath lo siguió hasta la puerta.

– Podría ir un par de horas para hacerte compañía.

Gabriel se echó a reír.

– Querrás decir para mantenerme vigilado. Tus informantes deben ser muy persuasivos.

– No necesariamente. Pero tienden a ser fidedignos, y dicen que donde hay humo…

– …por lo general hay un Boscastle -concluyó Gabriel-. O más de uno. Quédate en casa con tu esposa, Heath. Atesora la paz que te has ganado. Estaré bien solo. Mañana nos podemos encontrar en Tattersalls si tienes tiempo.

– ¿Vas en busca de un nuevo carruaje?

Gabriel hizo una pausa cuando el mayordomo de Heath abrió la puerta a la noche de Londres. Más que nunca deseaba ver a Alethea de nuevo.

– Pensé que podría criar purasangres.

Heath asintió con la cabeza en señal de aprobación.

– Un soldado de caballería podría tomar una decisión peor para su futuro.

CAPÍTULO 15

Él pasó dos horas en el Club de Arthur de la calle St. James, sin envolverse en el juego, sino ofreciendo consejos a unos pocos antiguos amigos. No estaba con ánimo de jugar. No se podía concentrar. De hecho, se sintió aliviado que nadie notase cuando se fue del club, y tomó un coche hacia un establecimiento de mala fama en Pall Mall que proveía entretenimiento a los jugadores de alto rango. El mismo antro donde había ganado Helbourne.

Varios caballeros levantaron la vista para mirarlo. Un mozo le recogió el sobretodo.

– Qué bueno que esté de vuelta, señor.

– ¿Tanto tiempo he desaparecido?

– Las mesas le han echado de menos. Y más de unas cuantas damas de Londres, según he oído.

– Sólo han sido, ¿cuántas… dos semanas? -dijo Gabriel sarcástico.

– ¿Sólo eso, señor? -El mozo se quedó al lado de Gabriel y bajó la voz-. Su pichón desplumado ha venido a instalarse en su silla vacía todas las noches.

– ¿Ha tenido suerte?

– No, señor. Según un rumor, se metió en un problema familiar por apostar Helbourne Hall, y lo quiere recuperar.

– ¿Está aquí ahora?

– Fue a ver a su agente comercial y abogado para tratar de arreglar una compra -comentó un hombre acercándose a él. Era un antiguo amigo de juego, Lord Riverdale, un padre de cinco hijos, felizmente casado, que compartía con Gabriel la atracción por las mesas de juego.

– ¿Supongo que él ha averiguado que el título de la escritura es inflexible y que en realidad yo soy el propietario de la desafortunada propiedad?

– No quieres una granja al borde del desastre, ¿verdad? -le preguntó Riverdale con un tono divertido.

Gabriel se encogió de hombros.

– Puede ser útil algún día. Tengo pensado criar purasangres.

– Ah. ¿Quién es ella? ¿Le gusta la casa?

– Es una vecina. Y la detesta, con buenas razones.

– Un lugar para criar caballos -Riverdale reflexionó-. Bueno, por qué…

– ¿Sir Gabriel ha escogido la corrupción o el campo? -una voz masculina arrastrada intervino desde la esquina de una mesa-. Hicimos una apuesta. Me siento aliviado de ver que ganó la corrupción.

Gabriel levantó la vista irritado. Maldición si no era el mismo Oliver Webster, el sesos de campanilla que había jugado y perdido Helbourne Hall.

– ¿Qué estás tratando de perder esta noche?

Webster tomó la pregunta de Gabriel como una invitación para desafiarlo a un juego de cartas en su mesa. Gabriel aceptó y cortaron para ver quién barajaría las cartas. Webster perdió.

– Quiero ganar Helbourne Hall -anunció-. Echo de menos a ese murciélago viejo.

– ¿La señora Miniver?

– No. Ese de la muralla.

Gabriel sonrió.

– Interesante. Debe haber un tesoro escondido en la cripta de la familia.

Webster frunció el ceño.

– No hay nada valioso ahí, que yo sepa. Es un lugar viejo y espantoso, pero perderlo me ha hecho parecer como un idiota.

– Helbourne no está en la apuesta -Gabriel dijo-. ¿Qué tal tres mil?

Webster se encogió de hombros, mirando a Gabriel repartir cinco cartas para cada uno.

– ¿Por qué no te vas a casa? -preguntó Gabriel suavemente, mirando la mesa.

Webster se ruborizó.

– Es fácil para ti decirlo cuando estás arriba. Pero no soy bienvenido en estos momentos, precisamente.

Gabriel se rió, aunque ya no estaba prestando atención. Colocó la undécima carta boca arriba, un rey. Webster gruñó.

– Punto -dijo Gabriel sin inflexión en la voz.

Webster pidió cartas nuevas e hizo un gesto al mozo para que trajese otra botella. La ventaja de Gabriel seguía. El juego continuó, Gabriel ganando la mayoría de los juegos, concentrándose, hasta que de repente levantó la vista y miró alrededor, sintiendo que lo observaban.

Dos caballeros familiares, con unas sonrisas demoníacas, flanqueaban la entrada. Sus primos Drake y Devon Boscastle, no por mera coincidencia en este antro. Asintió en reconocimiento, socarrón.

– No me digáis que vuestras esposas os quitaron el lazo esta noche.

Drake fue el primero en aproximarse, con una sonrisa cínica.

– Fueron ellas las que nos mandaron a observarte.

– Él ganó mi casa -se quejó Webster-. Me parece justo tener una oportunidad para recuperarla.

Gabriel negó con la cabeza. Había perdido interés en el juego, más contento de ver a sus primos de lo que demostraba. Habían hecho arder suficientes infiernos en sus días de solteros, pero sabía que probablemente era Heath el que los había mandado… ¿realmente, Heath no creía que era él, el que hacía todas esas trastadas en Mayfair?

– Mañana voy a Tattersalls. Le tengo echado el ojo a un caballo árabe para mejorar mis establos del campo.

Devon, el más joven de la pandilla de Bocastle de Londres, se apoyó contra la ventana con cortinas pesadas, con su largo cuerpo relajado.

– ¿Es verdad que te estás instalando en el campo?

– Confíen en mí -dijo Riverdale mirando su vaso-. Hay una mujer involucrada.

Webster negó vigorosamente con la cabeza.

– Créanme. No hay ninguna mujer para llevar a la cama en Helbourne. Ninguna digna de mencionarse… bueno, excepto Alethea Claridge, y ella podría estar viviendo en el Olimpo.

Drake Bocastle rodeó la mesa de cartas. Compartían con Gabriel una expresión sombría similar y unos hombros anchos y poderosos.

– ¿Por qué no cuenta? ¿Está casada?

– Estuvo prometida con el pobre Hazlett -dijo Webster-, hasta que le volaron las tripas con una bala de cañón. Cuando estuve allá, todo lo que hacía era andar a caballo y caminar con sus perros. No me prestó atención. No sé por qué.

Drake miró la cara baja de Gabriel.

– Bueno, a veces todo lo que una dama triste necesita es un poco de consuelo, un hombro para llorar.

Webster hizo un ruido grosero.

– ¿Estamos jugando cartas, o tomado té en beneficio de los parientes del difunto?

– Cinco puntos. Juego. -Gabriel se echó hacia atrás en su silla-. ¿Podemos cambiar de tema?

Webster entrecerró los ojos.

– No me digas que Alethea Claridge te llamó la atención, Gabriel. Ella está por encima de todos los hombres de este club.

Gabriel levantó su dura mirada de la mesa. Se dio cuenta de que sus primos estaban esperando su reacción como lo estaban el resto de los hombres que estaban al alcance del oído.

– Lady Alethea es sólo mi vecina, y una antigua conocida. No me referiría a ella como si fuese una cortesana.

– Tal vez en eso terminará algún día -dijo un abogado flaco que se había acercado a la mesa-. Vi a la dama hacer una visita a la señora Watson, tarde una noche, el año pasado. Me llamó la atención. Que belleza.

Gabriel se paró, con la cara tensa de rabia.

– No valoras tu vida, ¿verdad?

La mano de Drake cayó sobre su hombro.

– Prudencia, primo -murmuró-. Si retas al cretino a un duelo, por el honor de una dama, sólo le darás a la gente una causa para preguntarse si sus palabras tienen algún mérito.

– Pero no andará diciendo nada si lo mato -amenazó Gabriel-. Y no te hagas el hipócrita, primo. Peleaste más de un duelo por una mujer en tu época.

Los ojos de Drake centellearon.

– Por supuesto que sí. Pero es más fácil dar consejos a otro cuando uno no tiene el corazón comprometido.

Gabriel sintió una descarga eléctrica a través del cuerpo.

– Mi corazón no tiene nada que ver -dijo rápidamente-. Apenas conozco lo suficientemente bien a la dama como para arriesgar mi vida por ella.

– Pensé que la habías conocido años atrás -dijo Devon con una sonrisa inocente.

Gabriel frunció el ceño. Los diablos lo conocían demasiado bien.

– No hablamos más de unas pocas palabras.

Devon asintió astutamente.

– A menudo un asunto amoroso es mejor por no hablar. He aprendido la sabiduría de contener la lengua cuando Jocelyn está disgustada.

– ¿Podríais vosotros dos dejar de ser tan condenadamente amables? Quiero que este boca-abierta se trague lo que dijo, y que nunca más lo repita.

Drake y Devon volvieron toda su intimidante presencia Boscastle hacia el otro hombre, pues aunque estuviesen de acuerdo o no con Gabriel, él había arrojado el guante. Y la sangre Boscastle era más espesa que el brandy.

Un brillo de sudor apareció en el labio superior del abogado. Sacó un pañuelo de seda del bolsillo. Todos los ojos del salón estaban dirigidos hacia él.

– Tal vez me… me equivoqué.

Gabriel exhaló.

– ¿Tal vez?

– Bueno, estaba oscuro.

– Generalmente lo está en la noche -dijo Drake.

La voz del abogado se quebró un poco.

– Pensándolo bien, la mujer de la que estoy hablando, usaba uno de esos sombreros con velo.

– ¿Está seguro siquiera que era una mujer? -preguntó Devon con los brazos cruzados en el pecho.

El abogado hizo una pausa.

– Bueno, por supuesto… estoy seguro. -Tragó mientras el poder de sus miradas combinadas conspiraban contra sus nervios-. No. Ustedes tienen absolutamente toda la razón, y como hombre de mente legal, debía haberlo reconsiderado. En retrospectiva, podría haber sido la esposa del primer ministro…

– O el primer ministro -dijo Devon.

– Pudiera -dijo el abogado.

Drake forzó la risa.

– Ahí lo tienes, Gabriel. Todo está bien, ¿verdad? ¿Disfrutamos de lo que nos queda de la noche? No salgo desde que me casé.

CAPÍTULO 16

Menos de una hora después los tres hombres Bocastles estaban sentados en el coche de Drake, estacionado frente al exclusivo burdel de Audrey Watson. Drake y Devon observaban en silencio desapasionado a Gabriel soltándose la corbata y tragando media botella de brandy.

Los guardias de la señora Watson habían salido de la casa a investigar. Al reconocer a los Bocastles, los centinelas del prostíbulo inmediatamente se retiraron, sólo para volver un minuto más tarde con otra botella de brandy y una invitación personal de la propietaria para entrar. Los tres hombres se excusaron educadamente.

Finalmente se levantó un viento que trajo una lluvia fina. Gabriel, mirando por la ventana pareció no darse cuenta. Uno de los dos lacayos de Drake tosió sutilmente para que se decidieran. El cochero, un hombre más viejo que había pasado muchos más años al servicio del amo y era menos inclinado a las sutilezas, pateó con su bota pesada, la cabina.

Gabriel se dejó caer hacia atrás en el asiento, cubriéndose la cara con una mano. Por supuesto el abogado tenía que estar equivocado, o había una explicación perfectamente apropiada. Tal vez Hazlett había tenido una amante, y a través de la señora Watson las dos mujeres habían querido encontrarse y, bueno, hacer lo que dos mujeres hacían cuando se daban cuenta que habían estado compartiendo el mismo hombre que ahora estaba muerto. No iba a insultar a Alethea preguntándole por eso.

De hecho iba contra sus intereses recordarle que había amado a otro hombre. Sería un caballero y pretendería que nunca escuchó nada acerca de su misteriosa visita que podía o no haber hecho al exclusivo serrallo de la calle Bruton.

Desgraciadamente, el problema era que a Gabriel hasta hace poco, no le había importado, si lo veían como un caballero o no, y él mismo había buscado entrar a este establecimiento, pero nunca había visto una dama como Alethea en ninguna de las piezas.

Lo cierto es que Alethea no se había envuelto en la vida alegre de las cortesanas desde la muerte de su prometido. Gabriel la habría reclamado en el mismo momento que hubiese sentido que estaba en el mercado buscando un protector. No. Por su dinero, era lo que parecía ser: una hermosa mujer joven cuyo potencial sensual se enterraría en el campo a menos que un terrateniente de mente aguda atrajera su atención.

Devon, no era precisamente el más paciente de los varones Boscastle, finalmente lo tocó con el pie.

– Bueno, anda. Audrey mandó una invitación. Ve a ver lo que puedes descubrir. No podemos sentarnos aquí como escolares con la boca abierta.

– No quiero entrar -dijo Gabriel obstinadamente.

Drake bufó.

– Bueno. Es un capítulo para los libros de historia. Que recuerde, nunca antes te negaste. Sólo entra y termina con esto. Cuando el corazón de un hombre está comprometido, es inútil evadir la verdad.

Gabriel negó indignado.

– ¿Por qué insistes en decir que mi corazón está implicado?

– Si no es un asunto del corazón -dijo Devon-, debe ser algo corporal, y no dudo que Audrey también tiene una respuesta para eso.

Gabriel apretó los labios.

– Eres tan elocuente y agradable, ¿por qué no entras y haces los honores?

– ¿Yo? -Devon levantó las palmas-. Soy un esposo devoto, ya me metí en un problema antes por una visita a Audrey, a pesar de que era inocente. Jocelyn me coronaría si lo hago otra vez.

Gabriel se volvió a mirar a Drake, que dijo francamente.

– No. Mis días de sesiones privadas en lo de Audrey ya pasaron. El hecho que hayamos estado sentados aquí durante una hora será publicado en todos los diarios y me presionarán duramente por una explicación. ¿Qué dices Gabriel?

Sonrió resignado.

– Digo que no hay un bálsamo en Gilead ni en Londres para mí. Nos vamos.

CAPÍTULO 17

¿Una simple carne asada con patatas untadas con mantequilla y… manjar blanco? ¿Pierna de carnero y repollo picado con compota de frutas? Alethea había revisado el menú para la cena del viernes por la noche, más de una docena de veces. Había escuchado a la señora Bryant, que había escuchado de la señora Minivert, que Gabriel había ido a Londres unos días por un negocio no especificado. Y cuando el jueves por la mañana el cielo azul de septiembre y las nubes de tormenta se acumularon sobre las colinas, trató de no tomarlo como una profecía o de no preocuparse porque él no había vuelto. O preguntarse si al final volvería.

Entró las vacas, y a pesar de las protestas de Wilkins, el cuidador del parque de su hermano, ayudó a reparar el gallinero y el palomar. También se aseguró que Wilkins pusiese otro cartel en el puente a Helbourne Hall… una buena lluvia arrasaría con el riachuelo, el camino local, y todo lo demás, vivo o no, que estuviese a su paso. La actividad física le calmaba los nervios. Una dama de campo no se podía quedar sentada.

El jueves por la tarde la tormenta llegó desde la costa. Alethea apenas tuvo tiempo para su cabalgata después del té, que incluyó una pasada por Helbourne Hall, y no, no estaba comprobando si Gabriel había vuelto. Pasaba todas las mañanas por su casa como parte de su ejercicio diario.

Pero se puso a llover intensamente, justo cuando iba galopando por el camino de la entrada a casa. Al anochecer los campos de Gabriel yermos y baldíos estarían cubiertos de lodo. Aunque dudaba que le importara.

Hubo una vez que ella creyó en cuentos de hadas. Había confiado en el príncipe guapo que sus padres le habían escogido, que le había robado no sólo la virtud, sino también los finales felices.

Por lo tanto no tenía sentido que esperase domesticar a un hombre que nunca había pretendido ser virtuoso con ella. Y sin embargo eso esperaba.

Cuando llegó a casa, estaba empapada hasta el forro de su capa. Tiritando, pero determinada a mantener su buen ánimo, le ordenó a los criados que llevaran al comedor, dos candelabros góticos, que medían más de siete pies de altura. Compró un canasto de flores a las gitanas que vinieron a su puerta, a pesar que la señora Sudley la reprendió delicadamente por la extravagancia y murmuró que se las habían robado del propio jardín de Alethea.

Y si no volvía el viernes, Alethea sabría que era una causa perdida para siempre.

Lo había hecho lo mejor que podía. Incluso había invitado a un puñado de vecinos comunes a comer para que conocieran a Gabriel y después compartieran un amistoso juego de cartas.

Si Gabriel escogía declinar su invitación sólo reflejaría sus malas maneras y probaría lo que cada uno en Helbourne pensaba en privado de él.

Cada uno desafortunadamente, excepto ella. No sabía por qué trataba de probarle al resto de la parroquia que estaban equivocados.

CAPÍTULO 18

El viernes en la mañana, durante un aguacero, llegaron dos mensajes separados para Alethea. Uno había sido enviado por su hermano donde le explicaba que se había visto obligado a quedarse debido al mal tiempo y que probablemente estaría de vuelta el sábado por la mañana. No preocuparía a Alethea cabalgando en la tormenta.

El otro venía de Gabriel que le comunicaba que lo esperara para comer, con tormenta o con cielo despejado, y por favor, ¿podría perdonarlo si no estaba muy presentable? Llegaría directamente a su casa y no tendría tiempo de ir a cambiarse.

Alethea sacó de quicio a su pobre cocinera.

– ¿Qué piensa señora Hooper? ¿Es Sir Gabriel un epicúreo o no?

La criada de rostro rubicundo frunció el entrecejo con esta pregunta.

– Bueno, eso es difícil de contestar. Nació en Inglaterra, ¿verdad? Y perteneció a la caballería. Así que yo creo…

Alethea contuvo una gran sonrisa.

– ¿Opina que no es un comensal sofisticado?

– No tengo que hacer sopa de tortuga, ¿verdad? No soy muy afecta a los platos extranjeros.

– Santo cielo, no. Estaba pensando en un sabroso corte de carne y uno de tus deliciosos pudines de ciruelas.

La señora Hooper asintió de acuerdo.

– Una comida inglesa abundante. Establezco mi límite de tolerancia al servir caracoles en mi mesa. El Señor Gabriel parece ser un joven hombre saludable que no creo que aprecie gusanos como comida.

– Tampoco me podría imaginar que el Señor Gabriel coma caracoles.

– Bueno, los soldados tienes que arreglárselas bajo circunstancias duras. Confía en mí, milady, organizó una mesa apropiada.

– Tus talentos culinarios no están en duda -dijo Alethea-. Sólo si nuestro invitado de honor estará aquí para apreciarlos.

Gabriel había realizado el viaje en un tiempo considerable desde Londres, decidido a que el mal tiempo no lo disuadiera. Había salido el viernes antes que saliera el sol y llegó a Helbourne Hall con apenas una hora para bañarse y cambiarse con su ropa de vestir. Con suerte estaría presentable para la cena. Afortunadamente era una cabalgata corta a la casa de Alethea, la lluvia había parado y no se iba a avergonzar de sí mismo llegando tarde.

Pero le tomó una frustrante media hora, que no había anticipado, atravesar el largo camino entre los bosques. Deseó, demasiado tarde, haberse dado el tiempo para reparar el puente. Mientras iba a paso lento, por el punto fatal del cruce, se imaginó haber oído los espíritus inquietos de la jovencita y de su asesino que habían muerto ahí hacía un siglo.

– Tonto -se dijo. ¿Cuándo había empezado a creer en fantasmas? ¿Cuándo, siquiera, había dedicado un solo pensamiento a los amantes con mala estrella? ¿O al amor, en todo caso?

Alethea se apresuró por pasillo, abrió la puerta del frente y salió a los peldaños mojados con la lluvia. El pequeño parque que rodeaba la finca brillaba a la luz de la luna como si lo hubiesen salpicado de brillantes. Respiró la humedad con un estremecimiento de placer. Algo mágico destellaba en el aire. Pensó que podría ser la esperanza.

– Te arruinarás el pelo, milady, y el vestido -la advirtió el ama de llaves-. Ninguna persona en su sano juicio vendrá a cenar con este tiempo. Una vergüenza, toda esa excelente comida se perderá.

Alethea no le prestaba la más mínima atención. Estaba mirando con deleite al jinete vestido de oscuro que acababa de salir del bosque. Gabriel, más guapo de lo que podía soportar, estaba aquí.

Había mantenido su palabra. Bajó corriendo los escalones para recibirlo, llevando la mano a su boca cuando vio manchas de barro en las botas hessians y en la capa de vestir forrada en seda.

Con una gran sonrisa, desmontó frente a ella. Uno de los mozos de cuadra corrió a tomar el caballo de Gabriel.

– Alguien tiene que reparar ese puente -dijo él-. Tendré una seria conversación con el dueño de la propiedad.

– Oh, Dios -dijo con simpatía bajando la mano-. Has arruinado tu ropa elegante.

– También tú te estás mojando. -Aunque obviamente ella se vería elegante con cualquier cosa que usara. O con nada. Especialmente con nada. La respiración se le detuvo al pensar en la lluvia deslizándose sobre su cuerpo desnudo, en ser invitado a abrigarla con sus manos. Su boca. Supuso que no podía besarla acá afuera sin arriesgar ser vistos.

– ¿Gabriel?

Se aclaró la garganta.

– ¿Sí?

– ¿Hay alguna razón para que estemos parados aquí? -preguntó con una sonrisa fugaz que daba a entender que adivinaba lo que estaba pensando. No. No era probable. Alethea era tan pura de corazón, uno de esos seres inocentes que siempre daban el beneficio de la duda a hombres como él que no lo merecía.

– ¿Estamos esperando a tu hermano? -preguntó mirando más allá de ella a la casa.

Ella sonrió.

– Mi hermano no podrá reunirse con nosotros, desafortunadamente. Mandó sus disculpas. Y te recuerda.

Gabriel escondió una mueca. Podía imaginar que lo que Lord Wrexham recordaba de él no era halagador… todas las peleas en la escuela, las travesuras. Mientras el conde más reflexionara acerca de esos días, desafortunadamente, menos alentaría a Alethea a invitar la compañía de Gabriel.

Ella se mordió el labio, como si estuviese tentada de reírse.

– Pasa. Vickers, el ayuda de cámara de mi hermano, está en casa. -Giró, y lo tomó de la mano-. Él te quitará el barro. Está acostumbrado. Y si te vas a quedar…

Ella se detuvo, soltándole la mano de repente.

– Creciste en el campo. Espero que no te esté diciendo algo que no sepas.

Él sonrió.

– No importa. Probablemente me he olvidado de lo que sabía. Mi vida era…

– ¿…desagradable? Eso recuerdo. Pero las cosas son diferentes ahora.

Él pasó los dedos enguantados a través de su mejilla.

– Te estás empapando.

– No me importa la lluvia -dijo con una voz tan suave como el humo.

– Tampoco a mí. -Trazó con el dedo un húmedo surco de gotas de lluvia desde su cuello al hombro-. Podemos cenar aquí afuera si quieres. Todo lo que echaremos de menos será la luz las velas.

– Oh, Gabriel. -Ella sacudió la cabeza como si recuperara los sentidos-. Para ser soldado, creo que tienes un poco de poeta en tu alma.

– Estás bromeando.

– ¿Nunca puedes aceptar un cumplido?

– No sé. Podría, cuando me merezca uno.

– Vamos. Oigo un carruaje que viene por el camino.

– ¿Realmente invitaste a otra gente?

Se quedó mirándolo asombrada.

– ¿Creíste que eras el único que venía a cenar?

Una sonrisa le cruzó su dura cara bronceada por el sol.

– No me hubiese importado.

CAPÍTULO 19

Le dio indicaciones para ir a la habitación de su hermano, llamó a Vickers, y se escapó a su propia habitación a arreglarse el pelo. Naturalmente, éste había tomado vida propia, rizándose salvajemente en cada dirección, desafiando su peineta. Nunca había visto a Gabriel en ropa de noche, y su oscura elegancia la había dejado sin aliento y decidida a verse de lo mejor. Pensó llamar a su criada, pero en seguida se paró a mirar su reflejo desaliñado en el espejo.

– Esto -dijo disgustada-, es en lo que se transforma una mujer joven que pasa mucho tiempo con los caballos. Oh, caramba, mira este vestido. Sólo una cabeza de chorlito se pararía en la lluvia con un vestido de seda verde claro. Yo soy el escándalo de la parroquia, no Gabriel.

Tenía que cambiarse y apurarse. Podía sentir voces conversando abajo. Sus invitados, desafiando la lluvia para cenar con ella. Tenía que verse por lo menos no como una vagabunda.

Sacó un vestido de noche de gaza delgada color limón del guardarropa y trató de desabrocharse la espada. La puerta se abrió atrás de ella.

– Estaba a punto de llamarte, Joan. Tengo tres minutos para verme presentable. Y si puedes ayudarme con estos broches…

– Lo puedo hacer de dos en dos.

Giró asombradísima, mirando los azules ojos risueños de Gabriel. Su negro cabello corto había sido cepillado y brillaba, su capa descartada, el barro removido de su chaqueta de noche y sus pantalones ajustados. Gabriel, un demonio guapo como nunca lo había visto. ¿Y cómo se veía ella? Una desarrapada vestida a medias con el pelo como un pajar.

¿Qué estaba haciendo él en su habitación? ¿Y por qué no le ordenaba que saliera inmediatamente?

– Permíteme -dijo él.

– ¿Permitirte qué?

– Hacerte ver presentable. -Su examen cálido le advirtió que la presentación era lo menos importante en su mente, una sospecha que demostró al agregar-, aunque estaría condenado si hubiese algo más atractivo que tú en estos momentos.

Una ola de excitación malvada la invadió. Era estupendo, arrogante, entretenido… y estaba solo con ella en su dormitorio.

– No debías estar mirándome en absoluto.

– ¿Tienes una media que pueda usar como venda? -le preguntó, el brillo de sus ojos azules desmintiendo la pregunta bien educada.

– ¿Una media?

– Estoy tratando, Alethea, de ser un caballero.

Nunca había escuchado una afirmación tan absurda en su vida. Y mientras estaba parada ahí, completamente inmóvil, él pasó las manos por sus hombros y le desabrochó expertamente el vestido.

Ella se tragó un grito de indignación.

– Gabriel Boscastle -dijo en una voz muy baja que la hizo sonar como una niñita estúpida saludando a un admirador en su primera reunión-. Eso no fue un acto de caballero.

Él se encogió de hombros ligeramente.

– Sólo dije que trataría, no que tendría éxito.

– Bueno, esfuérzate más. -Ella miró alrededor por un chal para cubrirse o bien a sí misma o a su guapa y burlona cara-. Baja y tómate un brandy.

– ¿Debería traer uno arriba para ti?

– No, baja y preséntate tú mismo a quien quiera que haya llegado.

– ¿Me veo suficientemente arreglado para tu fiesta? -le preguntó con una sonrisa viril claramente diseñada para desarmarla. Usaba una camisa de muselina con volantes debajo de su larga chaqueta entallada.

Ella suspiró.

Él frunció el ceño afectadamente.

– ¿Son los volantes? Nunca he sido un hombre de volantes y adornos.

– ¡Estás en mi dormitorio!

– Me debo haber perdido. -Pasó la mano ligeramente sobre su hombro medio desnudo-. O de lo contrario tengo instintos infalibles.

– Tienes los instintos del diablo -susurró.

– Querida -la regañó-, ¿Es esa la forma de hablarle a un invitado?

– La puerta está justo atrás de ti. -Ella tembló suavemente. Los dedos estaban causando encantadores estragos sobre su hombro-. ¿El tocador y la cama dan una impresión de comedor?

Él miró alrededor.

– Pensándolo bien, no. -La acercó más a él-. Debo admitir, sin embargo, que me abres el apetito más que ninguna otra cosa que haya visto en un banquete. -Su voz se hizo más profunda-. ¿Es esa tu cama?

Ella tomó aliento. Trató de no pensar en lo que él tenía en mente, trató de no imaginarse debajo de él en su cama, su poderoso cuerpo sobre ella.

– Sí.

Él fizo una pausa.

– ¿Dónde duermes?

– Pensaría que es obvio.

– ¿Justo debajo de esa ventana? -le preguntó, mirando más allá.

– ¿Quieres una descripción del techo? ¿de los aleros?

– Puedo ver tu habitación desde la mía.

– ¿Cómo sabes que esta es la mía? -ella le preguntó sin pensar.

Una sonrisa curvó sus labios.

– Gabriel -dijo en un susurro-. Esta es la casa de mi hermano, y como tal…

– Me encanta tu pelo suelto -dijo en voz muy baja-. Nunca me imaginé que era tan largo y brillante. ¿Por qué no lo usas suelto más a menudo? Te ves como una de esas princesas italianas de una pintura.

– Una dama de nuestra época debe seguir ciertas reglas -logró pronunciar-, y un caballero de hoy, no…

– … ¿se aprovecha?

Pero él lo hizo, frotando su mejilla recién afeitada contra la de ella, antes de apoderarse de su boca con un beso duro sin disculpas. Y luego otro hasta que la boca de ella se suavizó debajo de la delicada agresión. La mano se cerró alrededor de su cintura, atrayéndola contra su cuerpo, hasta que ella se sintió a sí misma ceder ante su fortaleza.

¿Peligroso? Sin duda.

Pero como un fuego a mitad del invierno, el calor que él le ofrecía la atraía. Y si se quemaba, ¿eso no sería mejor que la fría soledad del año anterior?

Abrumador, la calidez de su boca sobre la de ella. Seguramente el invierno no duraría para siempre.

– Gabriel…

Cuando abrió los labios fue con la intención de objetar, pero él se burló penetrando con la lengua profundamente en su boca. El rostro de él estaba borroso a la luz de la vela. Ella se estaba deslizando, inestable, entre la oscuridad y la luz, entre la entrega y la auto protección.

– Cabalgué todo el camino de vuelta de Londres en la lluvia para estar aquí – susurró.

– Para cenar -le recordó estremecida.

– Lo siento. -Arrastró la boca contra su mejilla-. No lo puedo evitar. Eres todo encanto, y pureza, y…

Ella sacudió la cabeza confundida. -¿Entonces por qué te estoy besando?

Él trazó la curva de su cadera con la yema de los dedos.

– Porque soy todo peligroso y malo, una tentación para la pureza, y siempre lo he sido. -Hizo una pausa, sus ojos brillantes-. ¿Quieres que te ayude a quitarte el vestido?

– ¿Qué? -Respondió ella, muerta de la risa como si no lo hubiese oído bien.

– Sé que no es apropiado, pero ya que estoy aquí, mejor será que demuestre que soy capaz de hacerlo. Odio estar parado siendo un inútil.

Alethea apoyó la mano contra su firmemente musculoso pecho, preguntándose por qué su voz baja la estremecía, cuando debería hacerla correr. Apropiado. Inapropiado. Una vez, las líneas que demarcaban su conducta habían estado claramente talladas. Sabía con quién casarse, de quién ser amiga, en quien confiar. Ahora esa imagen de lo que debía ser estaba manchada. No podía juzgar por el pasado.

Ni podría volver nunca a lo que había sido en sus años de gloria, aunque dudaba que llegase a ser lo que un hombre como Gabriel, inevitablemente, desearía. Arruinada o no, ella no podría entregarse a sí misma a una vida de placer sin amor.

Tomó una inestable respiración. Él ya le había liberado los broches imposibles del vestido. Y mientras ella había estado perdida en sus pensamientos, descansando en su abrazo, también había desenlazado la camisola en un hombro.

Hombre malvado y arremetedor. Tal vez ella no había solicitado su seducción, pero ¿había hecho algo para disuadirla?

– Gabriel -dijo con severidad.

Su hermosa boca esculpida le rozaba la parte superior de los pechos. Con alguna magia oscura, había desamarrado esas ataduras también. Ella jadeó, sus rodillas doblándose en una involuntaria sumisión. Sensaciones, prohibidas y estremecedoras, bajaban como cascadas sobre ella. Sus pezones se apretaron. Profundamente en su útero se acumuló un calor pulsante. Ella saboreó el extraño placer, por algunos minutos más.

– Diablos, Gabriel -susurró sintiendo que sus brazos la sostenían-. No te invité para esto.

Tropezaron hacia atrás cayendo en el sillón al lado del ropero, sus muslos abiertos la sostuvieron. Ella levantó la mano con toda la intención de empujarlo. Pero por el contrario, envolvió su brazo sobre el hombro, en un gesto que hablaba más de entrega que de determinación.

Era una sutileza del lenguaje que él entendía demasiado bien.

– Te pido disculpas -murmuró él, sus ojos febriles, de un brillante azul caliente.

– Ya lo creo.

Levantó la vista brevemente de la parte delantera del vestido.

– Si no fueses una dama en todo el sentido de la palabra, la más decente que alguna vez haya agraciado mi patética vida, yo…

Ella presionó los dedos sobre los labios de él.

– Espero que esto no haya tenido la intención de ser un ejemplo de tu control.

– Confía en mí, Alethea. Por ti le he puesto cadenas con llave a mis deseos y me tragué la llave.

– Te has convertido en un hombre sin principios.

– ¿Crees que puedo cambiar?

– No a tiempo para la cena. -Ella llevó las manos atrás para tratar de cerrar el corsé, torpemente-. Oh, cómo voy a explicar por llegar tarde a mi propia fiesta y apenas ser capaz de…

La boca de él se estiró en una sonrisa cínica.

– Pareces estar teniendo dificultades para respirar. ¿Tal vez debería soltarte más broches?

– Si no puedo respirar apropiadamente, no tiene nada que ver con los lazos apretados del corsé.

– Ah. -Su sensual voz le envió escalofríos por los brazos-. ¿Entonces, puedo asumir que hay sólo otra razón?

Ella hizo una leve sacudida con su cabeza. Lejos estaba de ella el admitir que él había logrado trastornarla más que sus ataduras. Y si ella no recuperaba el control, se encontraría completamente deshecha, en todo el sentido de la palabra.

– ¿Sabes por qué las damas se aprietan tanto dentro de su corsé? -preguntó él, procediendo a juntar las partes del corsé y del vestido-. No es para realzar sus encantadoras formas. Es para mantener alejados a canallas como yo.

Ella miró a otro lado, su respuesta apenas fue audible.

– Aunque no detiene a los peores, sin embargo.

Extraña respuesta.

Por un momento alarmante, él se preguntó que habría querido decir. Si no hubiese estado ocupado tratando de restringir sus instintos canallas, pudiese haber tenido la perspicacia de preguntarle. Pero siendo el hombre débil ante la carne que era, estaba totalmente absorto en el atractivo terrenal de ella. Quería cualquier excusa para continuar.

Él había tenido alguna experiencia con la inocencia.

Era más versado en los placeres oscuros.

Vi a la dama hacer una visita a la casa de la señora Watson, tarde una noche.

Sin embargo Gabriel juraría por todo lo valioso que tenía, que ella era inocente. Seguramente, Alethea nunca había oído hablar de la señora Watson, e incluso si lo hubiese hecho, era muy bien educada como para admitirlo.

– Oigo que viene alguien -susurró alarmada.

Él no. O tal vez sí, pero esperaba ignorarlo. Estaba dolorosamente excitado. No podía esconderlo. A través de las capas de ropa, su erección empujaba contra ella demandando, fuera de control. Si no ganaba su autocontrol, haría… Dios, haría cualquier cosa si le otorgaba su favor, si lo invitaba a su cama.

Su mirada franca encontró la de ella.

– ¿Hay alguna posibilidad de que me desees tanto como yo a ti?

Su leve vacilación le dio esperanzas.

– Por favor, Gabriel -dijo ella, sus ojos oscuros de emoción-. No nos avergüences a los dos, cuando invité a mis amigos para que te conozcan. Les hablé bien de ti. No me hagas parecer engañada.

– ¿Más tarde, entonces? -le preguntó él después de un momento-. ¿Me asegurarás, por lo menos, que no te hice enojar? ¿Me prometes…?

Ella se rió sin querer.

– No te prometeré nada excepto una cena y una noche de entretenimiento en el campo. Y no estoy enojada.

– Bastante claro. -Se retiró con una expresión divertida-. No me queda más que portarme bien y parecer un invitado de buenas maneras.

– No aceptaré nada menos que eso.

Estaba un poco cautelosa por lo fácil que él estuvo de acuerdo. ¿No eran los canallas de su calaña conocidos por ser persuasivos y seductores? Y, en realidad, mientras él le permitía levantarse, ella notó la oscura sonrisa que le contraía la boca.

– Ten cuidado de las falsas retiradas -la dijo con voz burlona.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó, su corazón golpeando con inestables palpitaciones. Tal vez era mejor si no lo sabía.

Él se puso de pie. Se veía tan elegantemente estupendo, mientras ella se veía desordenada.

– Me voy ahora. Si encuentro a alguien en el pasillo, simplemente le explicaré que me perdí en la oscuridad.

CAPÍTULO 20

Gabriel salió de su cuarto perplejo, pensando que lo último que había dicho no era mentira. Se sentía perdido, y todos los puntos de su brújula lo dirigían a ella.

Era la primera vez en su vida que abandonaba un intento de seducción, porque deseaba a una mujer tan desesperadamente que le importaba lo que podría pensar de él después. Esperaba que no significara nada. Alethea estaba entretejida en su pasado desde que podía recordar. La única mujer que él siempre había soñado poseer. Si ella hubiese sabido lo que pensaba mientras la besaba, como había querido persuadirla, ella habría estado justificada en usar su fusta con él otra vez.

Hizo una pausa, mientras llegaba a la parte alta de la escalera. Ningún invitado a la vista. Estaba a salvo y no la descubrirían. Aunque no estaba a salvo de él. Todo su cuerpo pulsaba con sexualidad primitiva.

Se preguntó si sería capaz de sobrevivir a la cena sin delatarse. Se vería algo raro si pasaba toda la noche con las piernas cruzadas. ¿Se originaría de ahí la costumbre de ponerse una servilleta en el regazo?

– Señor -una masculina ansiosa voz juvenil preguntó-. ¿Le ocurre algo?

Gabriel miró al ayudante del lacayo que apareció al fondo de las escaleras.

– Estoy bien, gracias.

Le gustaría poder asegurarle a ella, que ya no era como el niño rebelde que la ponía en ridículo que ella recordaba. Desgraciadamente ni él mismo estaba convencido que fuese muy diferente ahora.

Aparentemente no se había enterado que casi había asesinado a su padrastro una semana antes que mataran al repugnante sodomita en una pelea en la taberna. Algo bueno, en todo caso. Era cuestión de tiempo que él matara a John por todos los abusos a los que había sometido a su madre.

Había algo diferente en Alethea, sin embargo, pero no sabía qué.

Ella todavía lo aturdía. Y pensaba que él también la aturdía a ella.

Pero había comenzado a notar en ciertos momentos, un cinismo en ella, que no había esperado. Bueno, había perdido a su verdadero amor, al hombre escogido por sus padres, que la habría protegido de las pequeñas bestias como Gabriel. Y con razón.

No quería creer que la tristeza que veía en ella era pena por el hombre que había escogido primero. Que era el tipo de mujer que sólo ama una vez.

Pero era la respuesta obvia.

CAPÍTULO 21

La prima mayor de Alethea, Lady Miriam Pontsby, una agradable cuarentona entrometida, detuvo a Alethea antes que entrase al comedor formal. Lady Pontsby no había sido invitada oficialmente. Sin embargo, era una pariente querida, con el instinto de un sabueso ante el cambio de aire, y en el minuto en que oyó que su prima estaba entreteniendo a uno de los notorios hombres Boscastle, había atravesado acarreándose a sí misma y a su esposo en su chirriante coche, las lluviosas cinco millas entre su casa y la del conde.

Lady Pontsby tiritó dramáticamente cuando el lacayo le quitó la capa mojada.

– Vine lo más rápido que pude, Alethea, cuando supe quién era tu invitado de honor. Canalla, Boscastle, jugador. Y tu querido hermano no está aquí para protegerte. ¿Por qué no me lo hiciste saber antes?

Alethea sonrió con cariño a su prima baja y rellenita.

– Creo estar bastante segura. El vicario y su esposa están aquí. Y no había ninguna necesidad de alarmarte.

– ¿Tu hermano ya se declaró a Emily? -preguntó Miriam.

– Creo que todavía está juntando valor.

– ¡Ya ha pasado un año! -exclamó Miriam-. ¿Qué está esperando?

Miriam sofocó el impulso de hacerle la misma pregunta a su joven prima. A su práctica manera de pensar, una mujer no fracasaba si hacía un matrimonio menos-que-perfecto. El único fracaso era si no se casaba. La difícil situación de Alethea la preocupaba. Ni viuda ni solterona, no precisamente joven en el mercado matrimonial, presentaba un problema que no estaba cubierto por las reglas de la buena sociedad.

Fue una desgracia que el novio de Alethea hubiese encontrado su fin en el campo de batalla. La gente bien educada no podía discutir los detalles vulgares de la defunción poco digna de Jeremy. Desgraciadamente se había ido, y nadie podía cambiar eso.

¿Pero qué hacer con la dama que había dejado atrás? A Miriam no se le ocurría nada. Alethea pasaba sus horas libres cabalgando y atendiendo los animales de la hacienda, en vez de estar buscando un esposo. Sin darle importancia al duelo. Nadie en Helbourne seguía los dictados estúpidos de la Sociedad.

Y ahora su linda joven prima, a través de las manos de un incomprendible destino, había atraído a uno de los hombres Boscastle a su mesa. ¿Estaba ya Alethea hechizada? No había mostrado interés en otro hombre desde la muerte de Jeremy, o incluso antes, que Miriam recordase. ¿Qué le había pasado a Alethea para invitar a un miembro de la pícara familia de Londres a la casa mientras Robin no estaba?

Miriam no perdió un solo momento para apresurarse a ir a Helbourne a supervisar este curioso asunto. Lo mínimo que podía hacer, como una pariente responsable en el campo, era que su desconsolada prima no fuese persuadida con halagos a un arreglo ilícito con un hombre del encanto indecente de Sir Gabriel.

– Comprendo tu deseo, querida, en ofrecer hospitalidad a un vecino -Miriam continuó mientras su esposo las escoltaba al comedor-. ¿Pero qué si él tiene la intención de convertir Helbourne en una de esas aldeas donde los hombres corrompen a doncellas involuntarias… o voluntarias… y hacen orgías cada luna llena?

Alethea y Lord Pontsby intercambiaron una sonrisa sobre la cabeza de Miriam.

– ¿Sin ayuda de nadie? -Pontsby susurró.

– Imagino que hay más sinvergüenzas de donde él proviene -dijo Miriam-. Esa familia está llena de ellos.

Alethea alzó sus cejas.

– ¿Sabías que en realidad nacimos a menos de una milla de distancia? ¿Y que su…?

– La gente buena de esta parroquia, incluida tú, Alethea, se morirían de vergüenza si miraran por la ventana en una noche de luna, y fuesen testigos de los nobles persiguiendo a las doncellas desnudas, subiendo y bajando por las colinas.

– ¿Por qué no esperamos a ocuparnos de ese asunto cuando y si ocurre? -Alethea se mordió el labio inferior-. Aunque me atrevo a decir que sería una vista menos alarmante que la del hacendado Higgins corriendo detrás de su gallina clueca.

Miriam empalideció.

– Tu querida mamá me está frunciendo el ceño desde su residencia celestial, por haber descuidado mi deber contigo.

Alethea se detuvo en la entrada. Como era una persona que nunca estaba pendiente de las formalidades, había hecho que el lacayo sentase a las personas que habían llegado temprano.

Sin embargo, no había esperado que cada persona que había invitado, se atreviese a salir con lluvia para honrar su mesa. Ella tenía una nutrida concurrencia en sus manos. Wilkins ya había traído media docena de sillas del salón de música.

La principal atracción de la noche entró detrás de ella, ancho de hombros, cabello y alma tan oscuros como la medianoche, un hombre que no sólo había confundido el ingenio de su anfitriona, sino que al parecer había alterado la compostura colectiva de las cinco, súbitamente atentas, invitadas a la cena.

Que sean seis, corrigió silenciosamente Alethea mientras Miriam se volvía a Gabriel con el ceño fruncido que rápidamente se disolvió en un asombro boquiabierto. De hecho su prima se veía tan perpleja con Sir Gabriel en carne y hueso, que casi deseó su desaprobación previa.

– Miriam -le enterró el codo en el costado a su prima-. Canalla, Boscastle, jugador. ¿Recuerdas?

– No creo en todos los rumores que dicen -Miriam respiró, apoyándose contra la puerta mientras Gabriel hacía una reverencia.

– Madam -Gabriel dijo con profunda ironía-, no había tenido el placer…

Miriam miró distraídamente a Alethea.

– Una de las mejores familias de Inglaterra. -Susurró por un lado de la boca-. Por favor, no te desmayes ni eches a perder la noche. Veo posibilidades en tu futuro que no esperaba. Admito que mis comentarios anteriores derivaban de mi ignorancia.

Alethea tomó con firmeza el brazo de su prima, hablándole en tono bajo.

– Piensa en los perversos nobles, Miriam. Imagínate desnuda… yendo en busca de los brazos del canalla.

La mano enguantada de Miriam aleteó en espiral hacia su hombro.

– ¿Qué ocurre si la Sociedad lo ha juzgado mal? -le susurró con una sonrisa pensativa-. ¿Tenemos pruebas de que es un mujeriego? ¿Nos rebajaremos al escándalo y calumniaremos a aquellos que más nos pueden beneficiar?

Gabriel le dirigió una mirada inocente a Alethea.

– ¿Hice algo malo?

Ella miró a otro lado antes de que el rubor culpable la delatara.

– Espero que le guste una comida normal de campo, Sir Gabriel. Un buen asado y pudín.

Se quedó mirándola unos cuantos momentos imprudentes, entonces le ofreció su brazo.

– Es con lo que crecí.

– Y no te ha perjudicado, por lo que parece- dijo Lady Pontsby, avanzando a zancadas con su marido.

Alethea dejó escapar el más leve suspiro y compuso una sonrisa en su rostro mientras ella y Gabriel se dispusieron a separarse para ocupar sus respectivos puestos. Cuando su prima la miró con una sonrisa ladina, pretendió no notarla, y dijo,

– Sir Gabriel ha cenado en muchas mesas desde temprana edad. Espero que nuestra hospitalidad campestre no lo aburra.

Él sonrió galante.

– Sólo necesito una noche tranquila para entretenerme.

Alethea separó los labios.

– Se lo recordaré si empieza a quedarse dormido.

– ¿Con usted en la sala? -sonrió perversamente-. Su presencia haría levantar a un muerto de su tumba.

Ella sacudió la cabeza.

– No se atrevas a decir nada como eso en la cena.

– ¿Por qué no?

– Oh, sólo siéntate, Gabriel. Cómete tu comida y sé un invitado agradable.

Su sonrisa se amplió.

– ¿Serás una buena anfitriona si lo hago?

CAPÍTULO 22

Ante su silencio, él se sentó entre una baronesa viuda y Lord Pontsby. La baronesa inmediatamente entabló una conversación con él.

– El propietario anterior de Helbourne Hall planeaba construir una gruta donde actualmente está ubicado el encinar. Consultó a un arquitecto extranjero para el diseño.

¿Encinar? Gabriel bajó la cuchara sopera tratando de parecer respetuoso, mientras se devanaba los sesos. Quería desesperadamente causar una buena impresión. Pero, ¿dónde diablos estaba el encinar en su finca?

– Ah -dijo, tratando de captar la atención de Alethea-. El encinar. No es una mala idea para una gruta, ¿verdad?

La baronesa de pelo plateado pareció dulcemente consternada.

– Entendemos que su predecesor quería utilizar ese edificio para seducir mujeres jóvenes para… bueno, espero que me entienda.

Gabriel dejó caer la cuchara. Sólo había hablado unas pocas palabras. ¿Cómo diablos había llegado a su puerta la seducción de las jóvenes? Miró a través de la mesa a Alethea, pidiendo ayuda.

Fingiendo no darse cuenta de su dilema, le dio una vaga sonrisa y procedió a untar con mantequilla su rebanada de pan.

Él tosió ligeramente.

– Bueno, de acuerdo con los antiguos druidas, un encinar es un refugio sagrado para… -No sabía exactamente qué. Sin embargo se acordó de él y sus hermanos despertándose en la ocasional aurora a mediados de verano, para observar a las chicas del pueblo que se reunían para saludar el amanecer. Si había habido robles en el fondo, ninguno de los chicos se había dado cuenta o importado.

– Usted es más bien alto para ser un druida, ¿no? -aventuró la baronesa después de unos momentos de silencio-. Lo suficientemente oscuro, pero nada de diminuto.

Se encontró con la mirada divertida de Alethea.

– No creo que Sir Gabriel esté admitiendo cualquier tendencia pagana, Lady Brimwell.

– Bueno, ¿qué está admitiendo entonces? -bromeó el Reverendo Peter Bryant-. Hable Sir Gabriel. He oído todo tipo de pecados confesados.

Alethea negó con la cabeza.

– No en mi mesa. Puede tener a mi invitado en otro momento, por favor.

– Lo que estoy diciendo -continuó Gabriel, dándose cuenta de que en realidad estaba divirtiéndose sin los juegos de azar, sin beber en exceso, ni acumular más pecados en su alma mortal-, es que los árboles son bonitos, y despojar inocentes no lo es.

No es que Gabriel hubiese dedicado más que un pensamiento fugaz a los inocentes. Sin embargo si Dios castigaba a muerte a los culpables o a los hipócritas, pronto sería derribado por un rayo justo a través del techo. Levantó la vista por la expectativa. Afortunadamente tal retribución divina no ocurrió. Tal vez Dios estaba guardando su venganza para cuando Gabriel menos lo esperara.

Como jugador empedernido, que no podía resistirse a correr el riesgo, agregó y lo dijo de verdad,

– No se construirán grutas para fines ilícitos mientras yo esté en Helbourne. -Un dormitorio común y corriente era lo suficientemente bueno.

– ¿Y cuanto tiempo se quedará, Sir Gabriel? -preguntó Alethea trazando con sus dedos el tallo de su copa.

Maldito si lo sabía. Estaba en la punta de su lengua responder que su decisión dependía de ella. Pero ya había resuelto poner Helbourne en el mercado y volver a Londres, ¿verdad?

– Estoy seguro que se habrán cansado de mí antes de que me vaya -dijo.

Y si bien eludió una respuesta definitiva, estaba seguro de que no había engañado a Alethea. Con mucho cuidado, cambió de tema y levantó la vista mientras el plato principal llegaba a la mesa. Gabriel debería sentirse aliviado de que Alethea lo hubiese liberado de tener que mentir.

En cambio, se esforzaba por comprender. ¿Por qué siquiera había mostrado algún interés en él? ¿Por los viejos tiempos? ¿Porque tenía un punto débil en su corazón para los chicos errantes? Esperaba que ella no fuera una de esas damas que creía que una naturaleza torcida podía enderezarse con unos pocos gestos amables.

La conversación cambió de los sinvergüenzas arruinando mujeres jóvenes a la agricultura. Gabriel habló como si tuviese el más leve interés en espantar los cuervos de los maizales, el futuro de los artesanos del campo y el empleo para la feria de Michaelmas. Le recordaron comprar sus gansos temprano, antes de que todos los buenos se fueran. Como si supiese qué hacer con ellos.

Finalmente, fortificados con vino, nueces confitadas, pastelillos y queso, los invitados pasaron a la sala de música para un juego de Golpear al que Pasa. Gabriel quedó hombro con hombro con Alethea hasta que eso fue todo lo que pudo hacer para no deshonrarse a sí mismo de nuevo. Fue casi un alivio cuando le asignaron otro compañero para jugar al Whist. Él y el vicario se sentaron frente a Alethea y la señora Bryant. Cuando las trece cartas fueron repartidas, se tuvo que obligar a contener una sonrisa condescendiente. No era justo apostar contra estos aficionados, y entonces la señora Bryant le tomó el truco, lo que le obligó a abandonar su actitud condescendiente y prestar atención.

Perdió.

– Le ganamos al jugador de Londres -alardeó la señora Bryant-. ¿Lo puedes creer, Alethea?

Alethea pretendió fruncir el ceño.

– ¿No se supone que debemos estar avergonzadas de nosotras mismas por alentar su afición al juego? Por lo menos no parece correcto presumir que le quitamos un chelín a un hombre cuyas actividades criticamos.

– Dígale que la próxima vez subiremos las apuestas -dijo el cura jovial, mientras se levantaba para irse.

– ¿Habrá una próxima vez? -preguntó Gabriel casualmente, mientras salían con Alethea por la puerta principal a la húmeda noche.

– ¿No te aburrimos? -le preguntó sorprendida-. ¿Realmente volverías?

– Sólo si soy bienvenido. ¿Lo soy?

Le dio una sonrisa ingenua que aumentó el doloroso deseo que llevaba subyugando durante horas.

– Sí -respondió, con los ojos llenos de picardía. Vamos a jugar más juegos. ¿Te gusta La Caza del Dedal?

La miró fijamente, afectado por una repentina necesidad de besarle la garganta y la piel cremosa más abajo, medio escondida bajo los rizos.

– ¿Podemos jugar solos?

– No creo que fuese tan divertido.

Le sostuvo la mirada.

– Creo que te sorprenderías.

– Ya veremos -le dijo cautelosa.

– Eso suena prometedor.

– Voy a traer a mis dos hermanas mayores la próxima vez -dijo la señora Bryant, detrás de ellos, mientras esperaba su capa-. No van a creer que le gané a Sir Gabriel.

– ¿La dejaste ganar? -indagó Alethea en voz baja.

– No -él y Caroline contestaron al unísono.

– Sospecho, sin embargo -dijo Gabriel con una fingida mueca-, que la señora Bryant es una experta tramposa.

La señora Bryant cuadró los hombros.

– ¿Puede probarlo?

Gabriel sonrió.

– Probablemente, la próxima vez tendré que vigilarla más de cerca en busca de cartas dobladas y guiños sutiles. Ahora que lo pienso, tosió bastante, y nunca examinamos el mazo de naipes por marcas.

Parecía encantada.

– ¿Me retará a un duelo de honor si me pilla?

– ¿Cuáles van a ser las armas?

– Versículos de la Biblia -dijo con una risita maliciosa.

– Entonces -dijo riendo con impotencia-, creo que acabo de ser engañado para hacer una donación a la parroquia.

– La donación no importa -aseguró la señora Bryant-. Será suficiente con que nos encontremos en la mesa de nuevo, para darle la oportunidad de redimirse.

Y Gabriel no tenía ninguna duda de que se refería a las cartas, no a una gran redención. El problema era que difícilmente podía admitir que la proximidad de Alethea podía doblegar su necesidad de jugar, pero ciertamente no disminuía sus otros impulsos.

Porque cuando al fin dejó su compañía, se dio cuenta de que de todos sus placeres pasados y presentes, de todas las apuestas que había ganado, ninguna igualaba el ser invitado para estar en su compañía, regocijándose con su risa.

Alethea corrió por el prado en el césped mojado y lo vio perderse a medio galope en la bruma. Que hermosa vista. Después de ese interludio amoroso en su dormitorio, había sido todo un caballero. Amable con sus amigos. Aún así, sabía que no todos los caballeros eran atentos en la oscuridad. Y que lo más probable era que Gabriel creyera que su resistencia a los avances amorosos estaba pasada de moda, comparada a las conductas de las damas que conocía en Londres.

Todo el mundo sabía lo que era, y sin embargo a todos en Helbourne les gustó, deseaban que probase que los rumores eran erróneos. Y nadie lo deseaba más que Alethea.

Le había recordado que ella todavía disfrutaba de una buena risa, que a pesar de que Jeremy la había violado con una crueldad terrible, se recuperaría.

Gabriel le había demostrado que todavía era capaz no sólo de sentir el deseo, sino también de sufrir sus incautos impulsos. Teniendo en cuenta su reputación como un maestro consumado en el arte del amor en Londres, ella sabía que él entendía cómo despertar pasiones ocultas.

Pero que podría hacerla enamorarse de él cuando ella sabía lo que era… bueno, ella misma se detendría.

Se rehusaba a caer por otro verdadero príncipe del amor, después de que el último resultó ser el rey de los sapos ante sus ojos horrorizados. Su primer corazón roto.

No. Eso no era del todo cierto. Había conocido a Gabriel antes de conocer a Jeremy en un bautizo local. Era justo concederle a Gabriel la dudosa distinción de haber sido el primero en romperle el corazón. Porque él había herido profundamente sus sentimientos, cuando ella corrió el riesgo de enojar a sus padres para ayudarlo en la picota.

Nadie antes había rechazado sus tiernos gestos, y con tanta rudeza. Siempre había sido elogiada por su capacidad de mostrar compasión hacia los demás. Pero había sido orgullosa al pensar que las palabras de simpatía de una niña serían suficientes para fortalecer a un niño como Gabriel.

Y lo era más aún, pensar que una mujer le podía tender la mano para ayudarlo a salir del sendero que había escogido.

CAPÍTULO 23

De esa manera se llegó a establecer una pauta durante las últimas semanas del verano. Cada viernes por la noche, ya sea que hiciera buen o mal tiempo, una fiesta con cena ligera entretenía a la alta burguesía local en la casa de campo del conde de Wrexham, con su hermana Alethea de anfitriona, cuando Robin no podía hacer los honores. Pocos invitados faltaban a esta animada fiesta, pues desafiar a Sir Gabriel a las cartas y poder afirmar que se había derrotado a un jugador profesional, había derivado en un travieso entretenimiento.

Entre una y otra cena, inventaba una razón tras otra para encontrarse con Alethea en sus cabalgatas diarias, hasta que ella dejó de burlarse de él por sorprenderla, y él dejó de excusarse. Dos veces la escoltó junto a la señora Bryant en sus visitas a la parroquia. Algo que juró no repetir, después de una visita a un viudo ya mayor, que informó a Alethea de que el maestro de la escuela del pueblo había pillado a Gabriel escribiendo rimas groseras en latín.

Ella se rió todo el camino de vuelta a casa. También lo hizo la señora Bryant.

– No fui yo -insistió-. Fue mi hermano Colin. Él tenía talento.

– ¿Para los problemas? -adivinó Alethea, con las cintas del sombrerito bailando en su blanca garganta. Estaba sentada incómodamente cerca de la señora Bryant, que conducía como Cibeles su carro de leones.

Gabriel cabalgaba al lado en su caballo andaluz, disfrutando de la vista. Nunca había sido tan bueno en latín como para crear versos, y no podía pensar en uno ahora. No le importaba si se reía de él. Le gustaba estar con ella, escuchar su voz. Pero cuando sus ojos se encontraban, algo afilado le bajaba por la espina dorsal. Y no sabía si podía soportarlo.

Miró hacia el bosque, a lo lejos.

– ¿Viene a tomar el té? -preguntó la señora Bryant, alegre.

Parpadeó. Le pareció ver una figura entre los árboles, tan furtiva que podría estar viendo su propio reflejo. Té. No lo quería, pero lo bebería.

Al final de la quinta fiesta, cada una terminando un poco más tarde que la anterior, Gabriel no pudo conformarse e irse a su casa. El conde de Wrexham había ido a Londres, a visitar a los padres de la joven dama a la que pretendía. Lord y Lady Pontsby habían partido temprano, quejándose los dos del molesto reuma.

Gabriel se despidió cortésmente.

Pero como persona maleducada que era de corazón, cabalgó en círculos alrededor de la casa, hasta que estuvo seguro de que todos los invitados se habían marchado. Y regresó. Alethea fue a la puerta con el chal de cachemira de Lady Pontsby.

– Sabía que ibas a volver a por…

– ¿…Ti? -bajó la mirada al costoso chal, haciendo un gesto con los labios-. No es mi estilo. Todos esos flecos, y el diseño. Soy más un…

– ¿…canalla? -se cruzó de brazos mientras él se auto invitaba de regreso al pasillo, cerrando la puerta a la tranquila noche-. ¿O eres ladrón de casas? Gabriel, me pregunto en qué has ocupado tu tiempo en estos años…

La hizo caminar de espaldas por el pasillo, bajo los escudos de armas, sus pasos apagados por el estrépito de los criados yendo de allá para acá, acarreando los platos de la cena y apagando las velas que habían iluminado el comedor y el salón.

Ahora, en la oscuridad humeante, había vuelto.

– He cambiado de opinión sobre el postre.

Ella sacudió la cabeza, a punto de sonreír.

– Demasiado tarde.

– ¿Para todo?

– Supongo que todavía quedará algo de brandy y tarta…

– No es eso lo que quiero -le dijo con una franqueza que hizo que se le abrieran los ojos.

– No sé cómo responder Gabriel -dijo después de una pausa-. Seguramente soy una compañía aburrida en comparación con las damas que has conocido en Londres.

Él sonrió con remordimiento.

– Estás bromeando, ¿sabes lo cabezas huecas que son esas mujeres?

– No son cabezas huecas, algunas son bastante brillantes.

Frunció el ceño.

– Bien, ninguna de mis conocidas parecen saber cómo jugar a Golpea al que Pasa.

– Ese difícilmente sea un pasatiempo intelectual.

Los ojos le resplandecían con humor.

– Ninguna de ellas me ha vencido nunca al Whist.

– Nos dejaste ganar, Gabriel.

Él hizo una pausa, inclinándose para jugar con su simpatía.

– ¿Tienes idea de lo solitario que es Londres para un hombre como yo?

Su respuesta lo cogió con la guardia baja.

– No más que mi vida aquí.

La miró fijamente, al darse cuenta de lo que había admitido.

– ¿No puedo reemplazarlo, verdad?

Ella frunció el ceño.

– Nunca le compararía contigo -dijo con una voz sorprendentemente feroz.

Él se enderezó. ¿Por qué no había aprendido a mantener la boca cerrada? Ahora había echado a perder su camaradería, trayendo el recuerdo de otro hombre.

– Lo siento. Sé cuan profundamente lo amabas…

– No lo amaba.

– ¿Qué?

¿Ella no había amado a Jeremy? ¿Había querido decir eso? Seguro que no.

Ella giró, evidentemente angustiada. Se le ocurrió que se resistía a pronunciar el sagrado nombre de Jeremy, por temor a derrumbarse. A pesar de su descontento al pensar que su pena era tan enorme que buscaba consuelo en dejarse seducir por un jugador, no se desalentó como para rechazar lo que el destino le había entregado en mano.

La abrazó y la besó en la nuca. Ella tembló pero no se alejó. La sangre se le calentó con anticipación. Por favor, haga lo que haga, no dejes que arruine esta oportunidad. Pues, aunque la deseaba desesperadamente, todavía era su dulce niña, de corazón atrevido, de los dolorosos días del pasado. Preferiría morir antes que deshonrarla.

Lentamente la acercó aun más.

Cerró las manos bajo sus pechos, tragándose un gemido al sentirla. Sus curvas voluptuosas se adaptaban a la perfección con los ángulos firmes de su cuerpo. Sus sentidos estallaron. Deliciosa. Adoraba como se apoyaba en él, como si entre ellos hubiese más que un deseo ordinario.

– Te lo advierto -susurró en su garganta-, no me invites a tu cama, a menos que realmente lo desees.

– ¿Me deseas, Gabriel? -susurró, volviéndose lentamente hasta que quedaron cara a cara, su sonrisa incierta, con los brazos alrededor de su cintura.

– Mi deseo más profundo eres tú.

Ella suspiró.

– Qué bonito.

Le besó las comisuras de los labios, apretando el abrazo.

– ¿Te impresionan las palabras bonitas?

– No.

– Ya me lo parecía.

Ella bajó la vista levemente.

– ¿Quieres impresionarme?

– Más que ver salir el sol cada mañana.

Se rió y levantó la vista otra vez.

– Palabras lindas y tontas. Pero… él ya no está.

No supo qué responder a eso. Cuando mencionó al hombre con el que iba a casarse, se alteró visiblemente. Y sin embargo afirmaba no haberle amado. Echó hacia atrás los rizos que oscurecían su rostro.

– ¿Puedo quedarme?

Ella estudió su rostro duro e intimidante.

– Has sido un buen compañero este mes.

Logró sonreír.

– Ambos sabemos por qué.

– Nunca creí que te fueras a adaptar a nuestros simples placeres.

– ¿Un hombre no puede cambiar sus costumbres?

– Algunas, supongo.

Ella sabía quién era él. ¿Pero sabía él quién era ella? Aún no, pero quería saberlo. La tomó de la mano.

– Llévame adentro.

– A mi dormitorio no. Mi doncella duerme al lado. Arriba hay un salón privado donde suelo leer.

No iba a discutir. Su mano se sentía firme en la de suya. Y no estaba seguro de por qué lo llevaba adentro, sólo de que no quería llevarla a ninguno de los oscuros lugares que había conocido.

La siguió a una escalera lateral. Había dicho que se sentía sola. ¿Se estaba aprovechando él de su vulnerabilidad? Ni siquiera podía pronunciar el nombre de Jeremy, cuando había pasado más de un año de su muerte. En el pasado, nunca había necesitado planear sus asuntos amorosos. Estuviera donde estuviera, eran el momento y el lugar perfectos.

Pero ahora se estaba muriendo por dentro, sin control.

La pequeña sala iluminada por el fuego parecía ser su retiro privado. Libros, cartas, una cesta de hacer punto. Un lugar de paz y reflexión.

– Tal vez no deberías haberme traído aquí, Alethea. Sé que no puedo reemplazar lo que una vez esperaste.

Cerró la puerta, con los ojos brillantes de cólera.

– ¿Y tú qué sabes?

Él sacudió la cabeza. Que Dios lo perdonara. No deseaba aprovecharse de una mujer tan sumergida en el dolor, que se ofrecía a un granuja como él, para buscar alivio momentáneo. Pero si podía hacerla olvidar su dolor, incluso a pesar de que en la mañana lo despreciara, no podía resistirse.

– Nunca he sido un santo -dijo-. Voy a tenerte, no importa cuál sea tu razón. Aunque sólo sea para calmar tu pena.

Esperó su protesta. Y cuando no llegó, la condujo a lo que en la oscuridad parecía ser un mullido sofá con un chal encima, un catalejo y un montón de papeles. Ella rió cuando los tiró al suelo.

– Alethea -dijo, y comenzó a reírse-. He imaginado este momento en unas cien fantasías…

– …pero en una habitación más ordenada.

– Eso no importa. -Ahora, nada sino ella importaba. La acercó, susurrando-, Por favor, ¿Puedo desnudarte?

Ella volvió a reír en la oscuridad, esta vez de incertidumbre.

– ¿Por qué? No puedes ver nada aquí.

– Voy a tocarte. Y voy a hacer el amor contigo. -Con qué facilidad sus manos la liberaron de la sus ropas, parecía tener todo el derecho a dejarla sin la restricción del vestido y la camisola. La acarició, dándole tiempo para relajarse, para anticipar lo que vendría. Cuando se arrodilló para quitarle las medias, sintió que se ella se movió alarmada.

– Gabriel.

– No cambies de opinión -le dijo, levantando la vista y mirándola desolado-. No me pidas que pare, o moriré.

Ella soltó una risita temblorosa.

– Pareces muy decidido.

– Oh, lo estoy.

Volvió a mirarla, fascinado con la belleza de su cuerpo desnudo. Sus oscuros pezones se erguían en sus dulces pechos, su vientre ligeramente redondeado y sus caderas curvadas, una mata de rizos coronaba su abertura. La garganta se cerró ante su tímida sonrisa.

Le devolvió la sonrisa.

– Pensaría que esto es un sueño, si las demandas carnales de mi cuerpo no me dijesen lo contrario.

– Dejé de creer en los sueños. -Le pasó los dedos levemente por su corto cabello negro-. Hasta que volviste.

Le había dado tantas claves esta noche. Le reveló cómo era sutilmente, y un hombre sensible lo habría reconocido. Él se había perdido cada pista. Su única excusa era que el deseo lo volvía insensible a todo, excepto a sus instintos más bajos. Mañana podría reflexionar sobre los sutiles matices. Era todo lo que podía hacer para seguir sus pistas, para controlar su deseo.

Le besó el tobillo, la pantorrilla, el espacio suave de la rodilla, hasta que el perfume secreto de su carne invadió sus sentidos. Se levantó del suelo para quitarse la chaqueta, la corbata, los pantalones, y desabrocharse la camisa.

– Nunca me perdonarás por esto -le dijo con tristeza mientras se quitaba las botas.

Por un momento, mientras se volvió, con el corazón y el cuerpo desnudos, ella no habló. Sin embargo no parecía ofendida por sus cicatrices y su descarada excitación. Solo podía esperar que lo encontrara la mitad de deseable que él a ella.

– ¿Cómo sabes lo que voy a perdonar? -dijo al fin-. ¿Me conoces lo suficiente?

Él se sentó a su lado.

– Quiero conocerte. -Le acarició la cara y deslizó la mano alrededor de su cuello.

– Ya no soy como era – susurró.

– Eres mucho mejor -murmuró él, e inclinó la cabeza para besarla.

Con otra dama hubiese atribuido sus comentarios a una broma, a falsa modestia. Pero la deseaba tan desesperadamente que no pudo comprender lo que estaba tratando decirle. Como el tonto arrogante que era, asumió que tenía el monopolio del sufrimiento. Asumió lo que las apariencias le decían. Que mientras el mundo le había asestado un golpe tras otro, Alethea había permanecido intacta, la perfecta joven dama, a salvo del pecado, del dolor. Como estaba destinado.

– Y lo que yo sé, es que no te dejaré hasta que no seas mía. Y que no tengo intenciones de arruinarte.

– ¿No es eso lo que los libertinos deben hacer? -dijo Alethea, ahora con burla.

– No necesariamente. -Le pasó lo dedos por la garganta, bajando por sus pechos y su vientre, y más abajo aún, hasta que ella tembló. Sintió el pulso de su sangre bajo la palma-. Algunos simplemente nos arruinamos.

– ¿Crees que aquellos a quienes les importas no les afecta? -le preguntó, dando un grito ahogado cuando le introdujo un dedo en la vagina. Su cuerpo se contrajo, no por resistencia, sino por desesperada necesidad. La acarició. Y ella se abrió, derritiéndose lentamente.

La voz se le enronqueció.

– ¿Eso significa que te preocupas por mí?

Movió las caderas, dolorida, buscando más.

– ¿No te habías dado cuenta?

– ¿Tú me escogiste?

Suprimió un gemido. Lo que le estaba haciendo, esta delicada invasión, era demasiado, y sin embargo ansiaba más. ¿Pero cómo se había dado cuenta él, cuando ni ella lo sabía?

Su mano quedó inmóvil. Trató de apretar los muslos, de recuperar el aliento.

– Lo siento -le dijo con voz ronca, fascinante-. Tuve que marcharme, pero… ¿Habría importado si me hubiese quedado?

– Sí. No estoy segura… .

– ¿Por qué?

– Porque… porque entonces no hubiera podido ser la prometida de… él.

¿Qué le estaba diciendo? ¿Qué su pérdida había sido tan profunda que deseaba no haber amado nunca a Jeremy?

– ¿Hubo otro hombre, además de Hazlett? -le preguntó con la respiración y el corazón en suspenso.

Ella envolvió la mano alrededor de su cuello, sus dedos alisando el relieve de su cicatriz.

– ¿Volviste esta noche para investigar la historia de Helbourne, o para hacerme el amor? -preguntó con ligereza.

Él la presionó para acostarla sobre su espalda.

– Sería un tonto si rechazara esa oferta, cuando apenas puedo ver con claridad en tu presencia.

– Él se fue, Gabriel -le dijo con un susurro apenas audible-. Y me gustaría que nunca hubiese existido -dijo en voz tan baja, que no estuvo seguro de haberlo escuchado.

– ¿Estás segura de que deseas esto?

– No. Pero hazlo de todas maneras. Lo que quiero es olvidar.

Ella vio su expresión de sorpresa, y oró porque no tratase de obtener una explicación. Lo que había dicho era cierto. Cuando estaba con Gabriel, olvidaba las partes feas y espantosas de su vida. Y lo que pasase entre ellos, sería porque así lo había decidido. Sí. Ella había escogido esta noche.

Ella enterró el rostro en su duro hombro. Olía suavemente a almizcle y colonia. Tan maravilloso. Su piel estaba caliente, sus tendones y músculos entretejidos debajo de un escudo de fuerza. Que tentador darle poder sobre ella. Derretirse. El final del invierno.

– Una vez que nos unamos -le dijo, besándole la coronilla-, hay ciertas consecuencias que debemos enfrentar.

– ¿Cómo la concepción de un niño?

¿Cuándo se había vuelto tan franca con las realidades de la vida? En el espejo del tiempo, ella había permanecido inocente, intocable. ¿Era él el que se había perdido las lecciones más profundas de la vida? ¿Estaban todos sus reflejos distorsionados? No. No los de ella.

– Sí -dijo tragando-. Es una consecuencia que tenemos que aceptar.

– ¿Tienes algún hijo, Gabriel?

– No. Yo… -¿Qué podía decir? ¿Qué era un hombre que había eludido todo compromiso y escapado de un destino que probablemente merecía? No siempre había sido cuidadoso, pero ahora, súbitamente, tantas cosas que siempre había despreciado, parecían importar.

– ¿Me has deseado siempre? -susurró-. Sé que te gustaba mirarme algunas veces. Nunca entendí lo que significaba. ¿En qué pensabas?

– No estoy seguro de haber pensado esos días. Tal vez quería lo que no podía tener. -Presionó la cara entre sus pechos, inhalando su aroma-. Nunca he perdido un juego, una vez que me he concentrado en él.

– No soy un juego, Gabriel -dijo levemente indignada.

– Lo sé. Pero si lo fueses, ¿Qué tendría que hacer para ganarte? -Levantó la cara, con una atractiva sonrisa-. He dependido de peleas y trucos toda mi vida para sobrevivir. No conozco otra manera de vivir.

– ¿No es posible que puedas cambiar?

– ¿Desearías ayudarme?

Rió con nostalgia.

– Siempre pensé que te las arreglabas bien por tu cuenta.

– ¿Por qué derribaba a cualquiera que se cruzara en mi camino?

– Luchaste contra tu padrastro. Eso fue valiente por tu parte.

Él tragó. Le avergonzaba que lo supiese.

– Nunca fui visto como el caballero blanco del pueblo.

Los ojos de ella centellearon con picardía.

– Algunas damas son atraídas por la oscuridad.

– Nunca te consideré una de ellas.

– ¿No me deseas, Gabriel? -preguntó con voz inestable.

– Sí. Pero por más de una noche.

– ¿Pero eso no está prohibido en el libro de las reglas de un libertino?

– ¿Puedes pensar en mí en otros términos? -le preguntó molesto.

– Podría pedir lo mismo de ti.

– A mis ojos, siempre has sido perfecta.

– Pero no soy perfecta. Y si esa es la única razón por la que me deseas, entonces te estás engañando.

– Vas a cambiar de opinión…

– Oh, Gabriel. No lo entiendes.

Él cerró los ojos.

– No quiero herirte.

– Entonces no me dejes.

¿Cómo podría dejarla? Su cuerpo absorbía su calor, su invitación. Su respiración se estremeció sobre la boca de ella. Se levantó sobre ella. La había tomado en miles de fantasías incumplidas. Imaginándola debajo de él, mientras otras mujeres compartían su cama.

Se dijo que después habría tiempo para discutir lo que fuese que le rondaba por la mente. En realidad no quería darle más tiempo a ella para reflexionar o negarse. Su instinto le decía que sellara su unión.

No la dejes cambiar de parecer. No la dejes darse cuenta de que soy la persona equivocada para ella. Seguro que no merezco a alguien tan perfecta y pura, pero juro que nunca más pediré algo en la vida, si tengo la oportunidad de amarla.

– Me estás mirando como solías hacerlo -dijo ella, con los ojos súbitamente muy abiertos-. ¿En qué estás pensando ahora?

– En que nunca he visto una mujer más hermosa. -La besó enredando la mano en su pelo. Ella gimió. Con ese sonido desinhibido de aprobación, profundas olas de placer se desplazaron desde los hombros a las piernas de él. Alethea, desnuda, abriendo los muslos para ofrecerle placer. La lujuriosa sensualidad de su cuerpo lo tenía fascinado.

La apretó entre sus brazos, arqueando la espalda, y sus miradas quedaron fijas. Contrariamente a lo que se decía de él, no tenía por costumbre desflorar vírgenes. Sin embargo, comprendió que la primera vez no sería tan deliciosa para ella como para él.

Aun así, el espacio entre sus muslos se sentía húmedo, su carne preparada, atrayéndole. Le separó los hinchados pliegues y la penetró con dos dedos, lo más profundamente que se atrevió.

Respiró profundamente varias veces. No podía imaginar peor pesadilla que tener que parar ahora, ni un destino más deseable que empujar muy dentro de ella.

Le besó los párpados, la cara.

– Creo que he sido tuyo siempre.

– Gabriel. -Exhaló su nombre, los dedos hundiéndose en sus hombros, su cuerpo abriéndose a él, como si tuviese voluntad propia-. ¿Me deseas?

– Por favor -susurró él con voz ronca.

– ¿Es pasión lo que nos hace arder, o amor? -susurró ella.

– ¿No pueden ser ambos? -La miró a la cara, traspasándola con los ojos. Sus pechos se elevaban tentadoramente-. ¿Importa?

– Sí, aunque me pregunto…

Él no le dio la oportunidad de finalizar, de pensar su respuesta. Su corazón retumbaba. En ese momento no le importaban las palabras que ella demandaba,

– Pregúntame más tarde -murmuró y deslizó la mano izquierda debajo de su suave cadera-. Tómame completamente en tu interior…

Ella dejó escapar un gemido que rompió las cadenas de su control. Se echó hacia atrás, ignorando su leve grito ahogado de vulnerabilidad, y la penetró hasta el fondo. La descarga de placer retumbó en su pecho. Estar enterrado en su estrecho pasaje, sentir sus estremecimientos debajo de él. Las más dulces fantasías se hicieron realidad. Apoderándose de su mente, de sus sentidos hasta que no percibió nada más que las reacciones.

Ella se arqueó contra él. Su cuerpo luchaba por responder con suavidad, apretó los dientes, y disminuyó el ritmo de sus embestidas. Su primera vez. Ya habría más noches juntos de sensual exploración. Él aprendería lo que le gustaba, y compartirían sus deseos secretos. Con toda seguridad encontraría un lugar más apropiado para hacer el amor que un viejo sofá tan macizo como, afortunadamente, resultó ser.

Escuchó su susurro entrecortado como si sonara muy, pero muy lejos.

– Esperé que regresaras.

– Ahora estoy aquí.

– Hazme olvidar, Gabriel.

CAPÍTULO 24

Cuando Jeremy Hazlett la había violado, Alethea no se había dado cuenta de que era la inocencia de su corazón lo que él había quebrado, no su habilidad para amar, ni la capacidad de su cuerpo para conocer el placer sexual. El apetito carnal que Gabriel había avivado, y procedido a satisfacer, la había avergonzado tanto como excitado. Estaba convencida de que ningún otro hombre podría haber despertado su pasión.

Considerando el mismo acto, o más bien su parodia violenta, sólo le había ocasionado repulsión antes y ahora sentía sus deseos naturales volver con una intensidad que no podía atenuar. En su corazón, él era su primer amante, su único amor. Y para un hombre que era innegablemente bien versado en el pecado, siempre había habido un coraje en él que equilibraba sus aspectos más oscuros. Ella saboreó cada sensación, placentera e incómoda, que él invocó, hasta que al final, se entregó a él completamente.

Él aventajó su vergüenza pasada, obligándola no sólo a someterse, sino a reconocer su deseo. Viril. La hizo sentir viva y fuerte, sin miedo de revelar lo que anhelaba. Él exigió. Ella se rindió, apenas consciente del instante en que su gran cuerpo dejó de moverse. Ella simplemente supo… en su propia explosión inesperada de placer, su liberación… que el estremecimiento de sus hombros, el profundo calor de su semilla dentro de ella, significaba que él había encontrado la culminación.

Y si incluso por un momento ella temió que este acto había estado motivado sólo por el deseo, él no perdió el tiempo reconfortándola de otra manera.

– Eres la mujer más deseable, la única mujer que alguna vez he deseado verdaderamente -le dijo mientras levantaba la cabeza.

– ¿Yo? -Alethea susurró, pasando su dedo hacia abajo del profundo pliegue en su mejilla.

– Recuerdo la primera vez que tocaste mi cara.

– Eres considerablemente más atractivo ahora.

Él tiró de uno de sus oscuros rizos que habían caído a través de su pecho. -Tú lo eres.

– Yo creo…

– Mis primos de Londres querrán conocerte.

– ¿Tus primos?

– Mi familia. Los otros Boscastles. Los chicos.

Ella hizo un intento poco entusiasta para incorporarse, sus pensamientos repentinamente moviéndose de la perturbadora desnudez de ellos a las implicaciones de conocer a sus infames parientes masculinos, no como su vecina, no como una debutante, sino como su amante.

– Nos acusarán de impulsivos.

Él levantó las cejas. Era impetuoso, seguro de sí mismo, dispuesto a llevarse el mundo por delante para impresionarla.

– Siete años no son exactamente lo que se puede llamar un acto de impulsividad.

Ella lo consideró con entusiasmo.

– No es como si hubiéramos tenido un cortejo todo ese tiempo.

Él sonrió abiertamente.

– Sí lo tuvimos.

Su jovialidad era contagiosa, y todavía el secreto que estaba en medio de ellos ensombrecía su corazón. Él no había sabido, no había adivinado. ¿Cambiaría cómo se sentía él? Ella no podía soportar echar a perder esta mágica intimidad, pero la intimidad no podría sobrevivir sin confianza, y la confianza se forjaba con la verdad.

Ella tenía que confesarlo. Pero ¿cómo, cuándo? ¿Él la vería diferente, todavía la desearía como ahora? Ella miró hacia arriba a su oscuro rostro sardónico.

– Siete años -él dijo otra vez.

– ¡No tuvimos contacto!-Ella exclamó.

– Sí, Alethea. Lo tuvimos.

Ella sabía que tenía la razón porque lo habría recordado. Lo había visto sólo una vez desde sus tempranos años… en Londres, coqueteando en el parque… aunque él no la había visto. Si ella habría estado tentada de saludarlo con las manos, su batallón de señoritas admiradoras la habrían más que desalentado. Ella, sin embargo, frecuentemente escudriñaba los periódicos de las noticias para enterarse de sus actividades, hasta que se había vuelto dolorosamente obvio que él había cumplido con la profecía de sus padres de una vida decadente.

– No recuerdo de que tú alguna vez me escribieras o que hicieras algún esfuerzo para verme -dijo ella, frunciéndole el ceño.

– Le preguntaba a Jeremy sobre ti cada vez que lo veía.

Ella apartó la mirada.

– Él nunca lo dijo.

Él besó su hombro desnudo.

– Quizás tenía la intención de protegerte del flagelo del pueblo. Y si no te veía, tú estabas tan a menudo en mis pensamientos que era como si nosotros aún tuviésemos contacto -hizo una pausa, su voz seductora-. ¿Nunca pensabas en mí?

– Por supuesto que pensaba en ti -le dijo sin titubear.

– Yo soñaba contigo, también.

Ella volteó la cabeza, sonriendo tristemente.

– Podría habérsete ocurrido decírmelo alguna vez en todos esos años.

Él se agachó para recoger sus desparramadas prendas de vestir.

– Estabas comprometida en matrimonio con otro hombre. ¿Aún tengo eso contra mí?

– No.

Ella le guardaba rencor a ese otro hombre, y sólo deseaba que Gabriel hubiera sido lo suficientemente deshonroso para desafiar su reclamo. ¿Pero cómo podría él haberlo sabido? Incluso ahora él asumía lo que ella había dejado al resto del mundo creer. Que había amado a su prometido, ese Jeremy que no sólo había muerto como un héroe sino que había vivido como uno. Nadie quería pensar que un caballero refinado, un hombre con modales prístinos y ascendencias impecables, deshonraría a la mujer que afirmaba adorar.

Pero esta noche ella había necesitado a Gabriel, para sostenerla, para exorcizar el recuerdo de su deshonra. Era como si escogiéndolo, ella hubiera desafiado al fantasma del hombre que había prometido protegerla.

Si sólo se atreviera a ser honesta con él acerca de lo que sucedió.

Se vistieron lentamente, deteniéndose para compartir besos, para ayudarse el uno al otro. Alethea debería estar llorado de arrepentimiento, planificando su penitencia. En lugar de eso, esto era todo lo que ella podía hacer para no pedirle que se quedara. ¿Comprometería él su corazón con ella? No había garantías de que él no hubiera hablado en el calor de la pasión, no tenía ninguna seguridad de que por la mañana él no se arrepentiría. Pero al menos por ahora ella se sentía esperanzada, y malvadamente feliz.

Ella había confiado en Gabriel con su cuerpo. Y sería honesta. Seguramente él había oído historias más desagradables de sus mujeres de cuestionable reputación. Si sólo él no la hubiera puesto sobre un pedestal por su virtud.

Su voz ronca la distrajo. Estaba parado, levantándola con él. Su corazón se agazapó de su descarada sonrisa.

– Olvidé algo. -Sacó un valioso sobre de vitela del bolsillo de su abrigo de noche-. Tuve la intención de entregarte esto cuando te vi más temprano esta noche. Es una invitación.

– ¿Para mí? -Le preguntó sorprendida-. ¿De quién es? -había rechazado cada invitación social que había recibido en el pasado año hasta que habían dejado de llegar-. ¿Vas a dármelo?

– Sólo si me prometes que vendrás conmigo.

– ¿Ir contigo a dónde, demonio? -trató de alcanzar la misiva sellada, sólo para encontrarse atrapada en contra de su duro pecho.

Sus ojos oscuros la tentaron, calurosamente seductores.

– Es sólo una invitación para la fiesta anual de cumpleaños de mi primo Grayson en Mayfair. Y si no te dejo ir ahora mismo, todavía estaré aquí para el día de la fiesta.

Ella sonrió mirando hacia arriba a su rostro ensombrecido. Todavía podía sentirlo en su interior, el placer de su posesión.

– En Londres -le dijo, entregándole la invitación a ella-, en la fiesta, te presentaré.

– Confío en que no te importará si llevo a mi prima o a mi hermano como carabina.

Él se inclinó para besarla.

– Aunque lleves al pueblo entero de Helbourne, no serás alejada de mí otra vez.

Por la mente de Gabriel se cruzó por sólo una fracción de segundo que no había encontrado la barrera de su himen durante su encuentro sexual. No es que él sea devoto de seducir vírgenes o gritara aleluyas por la pérdida de virtud de una amante. Los placeres sexuales estaban envueltos en mitos y misterios. Él entendía instintivamente cuándo complacía a una mujer sin haberse dedicado a un estudio del tema.

Se decía que las señoritas podrían dañarse ciertos delicados tejidos durante el transcurso de una vigorosa cabalgata. Ciertamente Alethea era una ferviente amazona. Y por todo lo que él sabía, había causado su incomodidad, y ella se había refrenado de expresárselo. Quería pensar que ella había quedado tan devastada por la pasión que cualquier daño que él había infligido pasó inmediatamente al olvido.

Él, por otra parte, nunca lo olvidaría ni sería igual luego. Y no podría esperar para ver la reacción de sus primos en Londres cuando les dijera que se había enamorado de Alethea Claridge y que… sí, él sabía que ella no se habría entregado a ningún hombre de otra manera… ella lo amaba, también.

CAPÍTULO 25

Alethea se quedó en la cama bastante rato después de su hora habitual, escuchando a medias a los criados ocupados abajo.

No lo había soñado, ¿verdad? La cálida decadencia, el afecto de él. Rodó agarrando la almohada. Lentamente se dio cuenta del profundo despertar de su cuerpo. La ternura que daba un adecuado testimonio de la proeza de Gabriel.

Se sentía completamente como una mujer tomada. Liada. Seducida. Habiendo hecho lo apropiado. Todas esas palabras de las cuales uno susurraba en tonos bajos solamente, si es que lo hacía. Gabriel había puesto en práctica cada una de ellas en el sentido más perverso.

– ¿Lady Alethea? -La familiar voz de una mujer la llamó al otro lado de la puerta-. ¿Se siente mal?

Suspiró, volviendo a la cama. Sabía que había algo que hacer. Siempre era así.

– No, Joan. ¿Necesitas algo?

– No creo que tenga tiempo de tomar un desayuno decente si va a ir a las salas de la Asamblea a las diez.

– ¿Las salas de la Asamblea?

– Me debo haber equivocado. Pensé…

Alethea voló de la cama. ¿Cómo podía habérsele olvidado? Era la auspiciadora del baile anual de Helbourne. La persona que supervisaba las comidas, y las decisiones que cambiaban al mundo, tales como si las damas del comité comprarían un pianoforte nuevo, o pulirían el piso de la pista de baile para que las zapatillas de las damas no se atascaran en medio de la cuadrilla.

Y hoy día había prometido hacer una inspección del salón donde las damas tomaban té antes de bailar. Su hermano había hecho una donación considerable, para gastar como ella quisiese, en cortinas o sillas. El año pasado la madre del cura había traspasado una silla antigua de roble y había aterrizado en su trasero.

Se apuró con su aseo matinal y todavía se ponía los guantes mientras Wikins la llevaba a las salas de Asamblea. Nadie había llegado todavía. Sólo el antiguo cuidador que vivía en la misma calle más abajo. Le pidió que pusiera agua para el té, y le tomó unos pocos minutos para recuperarse.

De hecho no tuvo necesidad de preguntar. Apenas había llegado al pequeño salón de arriba, cuando oyó los sonidos de las tazas en la bandeja.

– Señor Carson, es usted muy atento. ¿Cómo adivinó que andaba tan apurada que no pude tomar mi té de la mañana? Me quedé dormida.

– No necesitas disculparte -se deslizó una voz desde a puerta-. También yo tuve una noche bastante activa. Espero que tu noche no haya sido muy agotadora.

– Gabriel. -Giró y se rió al verlo acarrear la bandeja con el té y las tostadas-. No tenía idea de tus talentos domésticos. Que sorpresa más agradable.

Él frunció el ceño.

– ¿Te importaría no verte tan linda, hasta que tenga las manos libres? Me temo que dejaré caer tu té y desapruebes mi trabajo del hogar. -Como evidencia de su declaración, depositó su carga en la mesa entre ellos, las tazas agitándose precariamente en sus platos-. Allí. -Le dirigió una sonrisa peligrosa-. Ahora tengo las manos libres y veo que todavía estás encantadora.

Ella sacudió la cabeza, más feliz de verlo de lo que podía demostrar.

– ¿Cómo supiste que estaría aquí?

– Fui a tu casa justo después de que te fuiste, aparentemente, y le pregunté a tu ama de llaves dónde estabas. Me dio indicaciones y otro saco de harina.

– No noté que nadie me siguiera.

– Me adelanté, y te traje tu té. Puedo ser un buen chico cuando lo intento.

Pero no había sido bueno anoche. Ni ella tampoco.

La sonrisa conocedora que le cruzó la cara, le recordó lo maravillosamente malos que habían sido juntos anoche.

Ella tragó, sus ojos clavados en los de él, su amante demonio-protector. Su corto cabello negro estaba despeinado por el viento. Su chaqueta gris oscura de equitación y sus pantalones ajustados, se moldeaban de manera tan pecaminosa a su cuerpo anguloso, que ella repentinamente sintió la necesidad de dejarse caer en una silla.

La consideró atentamente.

– ¿Quieres tu té?

– Todavía no, gracias. -Sonrió-. Estoy sorprendida de que el señor Carson te haya dejado acarrear la bandeja. No se preocupa por mucha gente.

Él caminó alrededor de la mesa.

– Una vez trabajó para mi padre. -Por un momento su expresión reveló un resquicio de vulnerabilidad-. Y se preocupa por ti… lo que no me sorprende en lo más mínimo.

– Le gusta servirme el té. Me pregunto por qué no vino contigo.

Levantó los hombros ingenuamente.

– Lo mandé con un pequeño encargo.

– ¿Qué tipo de encargo? -le preguntó escéptica.

– A comprar un poco de queso al pueblo.

– ¿Queso?

– Bueno, se me acabó el jamón.

Cruzó los brazos, divertida.

– Pero no la audacia.

Su mirada la recorrió lentamente, haciéndole chisporrotear los nervios.

– En todo caso, ¿por qué estás sola aquí? -le preguntó.

Ella se obligó a retroceder algunos pasos hacia las ventanas.

– Estoy revisando las cortinas buscando polillas y mohos. -Aunque con Gabriel en la habitación no estaba segura de poder diferenciar una cosa de la otra.

– Que emocionante. -Fue hacia ella-. ¿Te puedo ayudar?

Ella entrecerró los ojos. Ni por un instante creía en la inocencia de su galantería. De hecho sus ojos desprendían destellos inequívocamente peligrosos. Una mujer de buena conducta estaría alerta. Mientras que una con tendencias más malignas, estaría… tentada.

Definitivamente pertenecía al grupo de las tentadas.

Él la fue acorralando paso a paso, hasta quedar contra el alféizar, con una mano de él a cada lado de ella.

Contuvo la respiración, a la expectativa.

– ¿Bueno, qué piensas?

La miró hacia abajo con abierta satisfacción.

– Pienso que estás atrapada… No puedes ir a ninguna otra parte.

– Cortinas, Gabriel. Las cortinas.

Él parpadeó, en seguida lanzó una mirada desinteresada a las desteñidas cortinas que los flanqueaban.

– Sí. Picadas de polillas y con mohos. ¿No hemos establecido eso ya?

La besó suavemente en la boca, sus manos todavía a cada lado encerrándola. Los latidos del corazón de ella se dispararon.

– Lo que quise decir es que…

– …vas a casarte conmigo -dijo, aliviando su lengua entre sus labios abiertos-. Entonces hablaremos de cortinas todo lo que quieras.

Su sangre se encendió ante el íntimo calor que crecía entre ellos. Con qué facilidad su breve beso la trastornaba.

– ¿Casarme contigo?

– ¿Tu respuesta?

Ella no podía respirar.

– Donde hay cortinas -se las arregló para continuar-, hay generalmente una ventana. En caso de que no te hayas dado cuenta, estamos a la vista del camino de los coches.

– Entiendo tu preocupación -susurró-. Hazme un favor, querida. Vuélvete.

– ¿Qué…? -No sabía por qué le obedecía, pero lo hizo-. ¿Y ahora?

Su cálida boca viajaba hacia abajo de su nuca.

– No te muevas.

– ¿Por qué no?

– Por favor, sólo dame el gusto. ¿Notaste alguna actividad sospechosa afuera?

– No. Sólo directamente detrás de mí.

Él se rió.

Ella miró hacia abajo al tendinoso brazo que la sujetaba por su parte media. Que varonil se veía, incluso su muñeca, su piel dorada en un contraste sensual con el inmaculado blanco del puño de la camisa. Recordó esas manos en su cuerpo anoche. Delicadas, pero sin clemencia. Tuvo un escalofrío y cerró los ojos, esperando con anticipación deliciosa…

– Tu respuesta -Gabriel dijo-. La estoy esperando impacientemente.

Ella giró, levantando la vista.

– Es, sí.

Su dura boca se curvó en una sonrisa.

– Pasión -dijo, bajando la cabeza para besarla otra vez-. Y amor.

Ella suspiró anticipadamente. Pero sus labios apenas se tocaron levemente antes de que él levantara la cabeza y maldijera en voz baja.

– La ventana.

Ella volvió a suspirar.

– Tienes razón… Esto puede esperar. -Sin embargo, no estaba segura de si ella podría.

– Hay un coche parado en la calle -dijo él-. Pensé que te estaban esperando.

Ella se volvió apenada.

– Pertenece a las primas Shrewsbury, tres mujeres casadas que adoran hacer pequeños escándalos de nada.

– Bien. Yo sólo estoy aquí para traerte el té.

El clic-clac de tres pares de tacos de zapatos que subían las viejas escaleras a las salas de la Asamblea, resonaban en la quietud. Alethea se quedó mirando la puerta con pánico. Medio Helbourne ya se había dado cuenta de que no había estado invitando a cenar a Gabriel por sus habilidades para jugar a las cartas, solamente.

La otra mitad, pronto se enteraría.

– Nos tendremos que casar en Londres -dijo él rápidamente, soltándola-. Mis primos insistirán en una boda familiar. Y una fiesta, para anunciar nuestro compromiso.

– Hablas en serio.

– ¿Tú no?

El estrépito de las pisadas se hizo más fuerte. Miró alrededor pensativamente.

– ¿Quieres que me esconda tras de las cortinas?

– Como si eso no pareciera sospechoso. Es lo mismo que servir…

La puerta se abrió. Un torbellino de susurros femeninos se deslizó en el silencio.

– En estas últimas semanas, Lady Alethea ya no parece estar más de duelo por Jeremy.

– ¿Tú crees? -La más joven de las primas preguntó-. Boscastle es perversamente guapo.

– Y guapamente perverso, según entiendo -la mayor dijo con un suspiro.

– Es un contraste bastante grande con Lord Jeremy -dijo la del medio mientras entraban a la pieza-. Él era tan educado.

Luego las tres levantaron la vista al guapamente perverso tema de su debate. Él hizo una reverencia.

– ¿Puedo ir a buscar más tazas para humedecer esas lenguas movedizas? -preguntó con una sonrisa que Alethea sabía por experiencia, que les quitaría todos los pensamientos de sus cabezas.

– Lo sentimos, Alethea -dijo la mayor de las primas Shrewsbury-. No teníamos idea de que Sir Gabriel estaba aquí…

– Para ayudar -dijo Alethea apurada-. Me está ayudando a sacar las cortinas.

– Y para servir el té -agregó él.

Alethea lo observó con atención, como lo hicieron las otras tres mujeres en la habitación. No era sorprendente que haya salido favorecido cuando lo compararon con su novio fallecido. Pero aunque sus comentarios secretamente la habían complacido, dado que ella deseaba anunciar que él era suyo, sus susurros también habían proyectado una sombra sobre su estado de ánimo.

Jeremy todavía era una sombra para su felicidad. Su vergüenza era más profunda de lo que creía.

CAPÍTULO 26

Alethea fingió dormir durante el largo viaje del carruaje hacia Londres, demasiado absorta en los pensamientos acerca de Gabriel y de la próxima fiesta, como para importarle la conversación. Su prima, Lady Pontsby, y su hermano, Robin, hablaban en susurros a su alrededor, comentando lo distraída que ella aparentaba estar últimamente y lo bien que le haría asistir a una fiesta de la alta sociedad otra vez como le correspondía por su derecho de nacimiento. No podían sospechar que ella y Gabriel habían estado encontrándose en privado durante días y que la causa de su distracción aún no la había revelado. Su hermano no había superado del todo sus dudas acerca de Gabriel, mientras que ella estaba tan irremediablemente enamorada del hombre que no podía dormir por las noches quedándose con la mirada fija fuera de la ventana de su casa.

– Ella es solitaria -dijo lady Pontsby preocupada-. Se ha recluido hasta el punto de que seguramente terminará siendo una solterona. Y mientras Sir Gabriel ha resultado una visita encantadora, uno no puede dejar de preguntarse cuánto tiempo se quedará.

– Necesita tiempo para llorar a Jeremy -dijo Robin discretamente-. No ha sido ella misma desde que él se ha ido.

– Tonterías. Ella necesita a un marido. Nunca me importó todo eso de Hazlett, si quieres saberlo.

– Pensé que lo adorabas -dijo Robin sorprendido.

– Sólo fingí por el amor de Alethea -le confió lady Pontsby por lo bajo-. Honestamente pensaba que era un joven mezquino, siempre dándole órdenes a su familia.

Alethea logró suprimir un suspiro. Se preguntaba si podría fingir estar dormida todo el camino hasta la ciudad, y continuar el simulacro cuando encontrara a Gabriel en la fiesta de su primo. Pronto todo el mundo lo sabría.

– ¡Santo Dios! -Exclamó lady Pontsby en tal tono de genuino horror que Alethea se vio obligada a esforzarse más en su farsa-. ¡Bandoleros! Protégenos, Robin.

Alethea abrió sus ojos cuando, ciertamente, la vibración de los cascos se acercaron al pesado carruaje. Para su deleite el jinete que trotaba a medio galope al lado de ellos, con un manto oscuro sobre sus anchos hombros, era Gabriel.

– Amigos -él dijo, subiendo su mano enguantada en cuero a su frente. -Permítanme ofrecerles escoltarlos. Hay… -sus ojos parpadearon y evitó mirar directamente a Alethea-… momentos peligrosos para el viajero.

– Hay momentos peligrosos para todos -Alethea murmuró mientras se reacomodó en contra de los cojines otra vez.

Su hermano la estudió por varios minutos.

– De hecho. Creo que hay peligros alrededor nuestro, los cuales he estado ignorando.

Una fiesta para celebrar el cumpleaños de Grayson Boscastle, el Más Honorable, el quinto Marqués de Sedgecroft, era una ocasión que la crème de la crème de la sociedad no podía rehusar. Unos cuantos de lo más alto de la alta sociedad ya habían regresado de la playa o del país para la Pequeña Temporada.

Uno no podía imaginarse una forma más entretenida de regresar a la vida londinense que jactarse de una invitación para la magnífica mansión de ladrillo rojo de Grayson en Park Lane, una vez, aunque no era mencionado, el hogar de la horca. Ahora su proximidad cercana a Hyde Park le otorgaba una elegancia incuestionable.

Los vendedores de ganado y la gente curiosa de la ciudad miraban con atención a través de los principales portones heráldicos bajo el escrutinio vigilante de varios lacayos con pelucas empolvadas y formales pantalones bombachos. Weed, el eficiente lacayo más viejo del marqués, supervisaba los detalles personales del festejo, desde abastecer al cantante italiano de ópera con champaña hasta jugar cucú detrás de las columnas del corredor de mármol con el hijo de Grayson y heredero, Lord Rowan.

Para cuando Alethea llegó, la mayor parte de los invitados ya se habían desplazado desde las numerosas salas de recepción hacia el pabellón lateral y por consiguiente dentro de un jardín agradablemente ensombrecido por majestuosos plátanos y estatuas clásicas de piedras resistentes.

No había signos de Gabriel.

– ¿Pero en este elegante apretujón quién puede divisar a su amigo favorito? -murmuró sin pensar a su prima.

Lady Pontsby le sonrió con consentimiento, a pesar de que estaba demasiado deslumbrada por el desfile de aristócratas que pasaban para hacerle un comentario a Alethea acerca de cualquier reflexión profunda.

– Uno no lo reconocería, de cualquier manera, sin un anuncio del mayordomo.

– La mitad de Londres ya ha sido anunciada, por lo que se ve -dijo Alethea. -. Aún así, sería agradable ver…

– Lo lindo que es verte aquí -una profunda voz burlona le dijo desde detrás de ellas-, confío en que tu viaje fue tan agradable como nuestras carreteras agrestes lo permitieron.

Alethea refrenó una jubilosa sonrisa y dio vueltas lentamente para enfrentar a su caballero oscuro.

– Como si no nos seguiste a través de cada carretera, Sir Gabriel.

– Y muy galante de su parte, ciertamente -dijo lady Pontsby-. Una dama no puede aducir demasiados escoltas en estos días arriesgados.

Gabriel le concedió una sonrisa cordial. Antes de que ella pudiera continuar, sin embargo, él había fijado la mirada en su prima. Había estado a la espera… no, caminando de un lado a otro como un condenado prisionero… de que Weed le avise de su llegada. Se embriagó con la vista de ella. Se había cepillado su oscuro cabello crespo hacia atrás en un nudo flojo que él deseaba deshacer para extenderlo por su hermoso cuerpo. No podía creer que la había conquistado.

Quería anunciárselo a todo el mundo, o al menos a su familia, y mantener el secreto al mismo tiempo. ¿Podría llevársela como por arte de magia a algún sitio recóndito y reanudar sus acaloradas intimidades? No era como si la casa de su primo no hubiera presenciado su parte de escándalos amorosos.

Continuó con los ojos clavados en Alethea hasta que ella arqueó una ceja en una reprimenda sutil. Afortunadamente, Lady Pontsby parecía inconsciente de que él deseaba nada más que estar a solas con su prima. Para el final de la fiesta o tan pronto como pudiera congregar a los otros Boscastles en un cuarto, podría revelar lo que ella significaba para él. Hasta entonces tendría un endiablado momento de actuar como si se preocupara por alguien más aparte de esta única mujer quien podría deshacerlo, castigarlo, y ennoblecerlo con una mirada negligente. No había nadie más por quien él descartaría su vida anterior sin ni una punzada de lamento.

Se había saciado a sí mismo en el pecado. Ahora la quería sólo a ella, y si jugaran whist en el campo cada noche antes de que se la llevara a la cama, bien, él no podría ser más feliz.

– No está prestando atención, ¿verdad? -dijo Lady Pontsby levantando la voz.

Él sacudió la cabeza.

– ¿Prestando atención a qué?

Ella lo escudriñó con una sonrisa deliberada.

– Si los dejo a ambos por algunos momentos para charlar con Lord y Lady Farnsworth. No los he visto en años. Robin está allí mismo, con el padre de Emily. No los interrumpan, ¿de acuerdo? Estoy deseando que éste sea el día por el que hemos estado velando.

Él se encogió de hombros en un intento de no revelar su placer por esta oportunidad.

– Supongo que podemos arreglarnos por algunos momentos.

– Bien. Ahora pasen un buen rato.

CAPÍTULO 27

Gabriel extendió su brazo.

– ¿Puedo llevarte a dar un paseo?

– ¿Puedo confiar en ti? -Le preguntó, como si no fuera evidente que no había nadie más en quien ella confiara.

– Por supuesto que no. Sin embargo, tu prima dio instrucciones para que pasemos un buen rato. Y, por cierto, te he echado de menos.

El brillo perverso en sus ojos la tentó.

– ¿A dónde vamos?

Sus magníficos hombros se levantaron en otro encogimiento de hombros.

– Aquí y allá.

– ¿Y por qué razón exactamente?

– Oh, esto y aquello.

Ella se echó a reír.

– En ese caso no creo que debamos ser vistos caminando cogidos del brazo.

Su sonrisa diabólica desató un delicioso remolino de sensaciones dentro de ella.

– Como quieras. Me siento obligado a recordarte que a partir de esta noche ya no importará. Nuestras familias sabrán que estamos comprometidos.

– Lo que no significa que podemos disfrutar a voluntad de…

– ¿Esto y aquello? -la guió por el interminable pasillo de altas columnas, parecía indiferente ante las miradas llamativas de las señoras que lo reconocían y esperaban por su reconocimiento.

– Parece que tienes una cadena de admiradoras -dijo secamente, robando un vistazo a su perfil duro y cincelado.

– ¿Yo?

– Sí. ¿No te das cuenta?

Miró a su alrededor.

– ¿Dónde?

– Ellas estaban… -vaciló, mirando detrás de él con sorpresa. Mientras que ella había estado prestando atención a la conmoción que había causado, la había llevado por otro corredor a una sala de recepción calentada por un pequeño fuego de carbón. Una silla de seda azul marino ocupaba una esquina. Una mesa de palisandro sostenía una canasta de frutas importadas, dos copas y una botella de vino espumoso-. No podemos entrar aquí. Está claramente destinado a…

– La familia -la guió a través de la puerta y la cerró tras ellos-. Vas a ser parte de la familia más infame de Londres.

– ¿Cómo puedes estar seguro de que aceptarán nuestro compromiso tan fácilmente?

Él la acompañó unos pasos hacia el centro de la habitación. La sonrisa que curvó su boca cincelada hizo que saltaran sus pulsaciones.

– Si me aceptaron en el rebaño, ellos absolutamente te aceptarán como mi esposa.

Ella se aproximó a la chimenea. Él se movió casualmente a su izquierda, sus ojos azules bailaban con alegría.

– ¿Por qué siento como si estuviéramos jugando a las Cuatro Esquinas? [4] -dijo, con el ceño fruncido.

Sacudió la cabeza, dio otro paso lánguido en su dirección.

– ¿Prefieres otro juego?

Ella asintió con firmeza. ¿La silla se había movido hacia ella? Se dio cuenta de una mesa de juego al otro lado de la habitación. Naipes. Eso podría mantener su mente ocupada.

– El Whist está muy bien. Sentémonos…

– ¿Qué pasa con el Triunfo? -Preguntó, desabrochando su chaqueta gris marengo.

– Ese es un chaleco encantador, Gabriel – dijo, mientras él suavemente la tomaba de la mano-. Es… ¿Dijiste Triunfo? ¿Es un juego de cartas?

– Oh, ¿lo has jugado antes? -de repente se detuvieron en el borde de la silla hasta que él presionó su boca en la suya, y sus rodillas cedieron-. Dios mío -murmuró, manteniéndose de pie por encima de ella sólo por un momento-. ¿Te sientes mareada? ¿Debería aflojar tu vestido?

– Sí. No. No… no debes… no es…

Él descendió sobre su forma medio reclinada, besándola hasta que ella se había olvidado de lo que estaba tratando de decir. Su musculoso torso y los muslos obstaculizaron su débil lucha para desplazarlo. Cuando ella recuperó su juicio, así como la respiración, lo miró, sintiendo que su corazón se saltaba varios latidos por la sensual pasión que oscurecía su rostro.

– No sé cuándo vamos a tener la oportunidad de estar solos de nuevo. Una vez que los Boscastles se den cuenta de que vas a ser uno de ellos, te invitarán a todas partes.

– Ni siquiera he conocido a la mayoría de tu familia, todavía -susurró.

Sus ojos viajaron de su boca a los diminutos lazos que mantenían sujetas sus abultadas mangas de seda rosa y su canesú.

– ¿No vamos a ser familia?

Ella se reclinó hacia atrás, su voz entrecortada.

– Iniciaremos nuestra propia familia a este ritmo.

Él se quitó su chaqueta. Para distraerse a sí misma, la tomó y dobló cuidadosamente sobre la barandilla de caoba de la silla. El agradable indicio de colonia sobre la elegante prenda incitó sus sentidos, y ella levantó la vista lentamente. Él se veía magnífico con su camisa plisada de batista, chaleco marfil y pantalones ajustados que hacían hincapié en su masculinidad. No era de extrañar que otras mujeres lo hubieran mirado con la esperanza de atraer su atención. Emanaba una peligrosa elegancia, una promesa de placeres impíos, que hacía a una mujer abandonar la prudencia y el decoro. Y sin embargo, a pesar de su sexualidad sin reservas, le había mostrado más preocupación que el hombre que sus padres habían elegido para ella. Aún así, no debería dejarlo que la sedujera en la fiesta de su primo.

– Creo que… -ella comenzó a levantarse-. ¿Hay alguien en el pasillo?

Su pulgar le trazó la línea de la mandíbula, luego lentamente bajó al hueco profundo entre sus pechos. Ella se deslizó hacia abajo sobre la silla, vencida, incapaz de recordar por qué había querido levantarse en primer lugar.

– No importa. La puerta está cerrada.

Ella se estremeció mientras le acariciaba los pechos hinchados. Un hormigueo caliente de excitación bajó por su espalda. Se agitó, sus pezones hinchados, su cuerpo inquieto.

– Pensé… ni siquiera tienes una baraja de cartas, Gabriel -le dijo con un resoplido de indignación.

Sus ojos brillaban mientras se acomodaba a su lado.

– No necesitas ninguna para este juego. Se llama Triunfo Boscastle.

– Farsante -susurró, el poder de su cuerpo duro debilitándola-. No hay tal juego. Lo inventaste.

Una sonrisa pícara se esparció en su rostro. Bajó la cabeza y presionó besos calientes a través de su escote. Ella sintió un calor palpitante entre sus muslos.

– No lo hice. -Sopló suavemente sobre sus pechos. El placer la inundó-. Es un juego de salón real. Para dos jugadores.

– ¿Uno de ellos es la doncella? -preguntó, arqueando su espalda, su cuerpo invitando a más.

Hizo una pausa, mirando seductoramente a los ojos.

– Ahora que lo pienso, es la versión Boscastle de otro juego.

Sus pechos le dolían de sus besos excitantes. Sabía que la estaba manipulando.

– ¿Un juego de triunfo sin cartas?

– Es más un juego de manos. -Él se sentó con una expresión de seriedad-. Una ilusión -reflexionó, cambiando su posición de nuevo para recorrer con su mano sus tobillos cruzados.

Ella clavó la mirada con fascinación en las puntas desnudas de sus dedos hasta que desaparecieron bajo su vestido.

– Una ilusión muy convincente -dijo, bajando los ojos con placer involuntario.

– ¿Qué debo hacer para ganar?

Su hombro izquierdo se levantó en un encogimiento de hombros. Su mano, por su parte, se deslizó a lo largo de su media, luego al liguero.

– Bueno, el más rápido gana la mano.

Ella se agachó para alcanzar su muñeca antes de que perdiera por completo el juicio. Era demasiado hábil para desarmarla, el calor que se acumulaba en la boca de su estómago pronto inundaría todo su cuerpo si continuaba con su toque.

– ¿El más rápido gana la mano? ¿Eso es todo?

Él la miró de nuevo, el deseo encendido en sus ojos.

– Hay una habilidad un poco más complicada que eso. ¿Quieres que te enseñe el juego?

Su cuerpo quería. -Me voy a morir si somos atrapados.

– Yo moriré si no puedo tenerte. -Levantó la rodilla entre sus piernas, su mano se deslizó en el hueco húmedo por encima de sus muslos. Ella se dejó caer contra el cojín decorado con borlitas, liberando su muñeca para tocar los botones inferiores de su chaleco.

Sus ojos se estrecharon.

– No me estás desnudando, ¿verdad?

– Dios mío, no. Todo es una ilusión.

Gabriel dirigió una oscura mirada sobre su figura relajada. La punta de sus hermosos pechos se asomaba misteriosamente desde el borde de su corpiño. Sentía arder su sangre, su corazón latiendo, al ver su sensual despertar. Ella había cerrado los ojos, pero su cuerpo respondía a su ligera caricia. Sus dedos pasaban rozando los sedosos vellos de su sexo, deliberadamente no tocando la necesitada carne por debajo que tanto lo tentaba. Sus músculos del vientre se estremecieron.

– ¿Las reglas de este juego, Gabriel? -murmuró ella, humedeciéndose los labios con la lengua.

Él levantó su vestido hasta la cintura.

– Por lo general las hago a medida que avanza.

Ella suspiró.

– Ya me lo imaginaba.

– Tú puedes hacer lo mismo. Abre los ojos.

Ella obedeció.

Él apoyó el pulgar por encima de su tensa perla, tentándolo con perezosos círculos hasta que su respiración se volvió irregular, sus ojos vidriosos. Cuando sintió que su cuerpo no podía soportar más la tensión, él condujo los dedos profundamente dentro de su brillante vaina. El bajo gemido de excitación agudizó su insaciable hambre por ella. La dulce esencia que se filtraba de su delicado sexo tentaba su apetito, como la ambrosía.

Ella atrapó el borde de su labio con los dientes. Sus oscuros pezones dilatados. Su suave trasero levantado del cojín, una señal que él sabía que significaba que estaba cerca de su clímax. Se inclinó más cerca para disfrutar del momento cuando ella estallara. Empujó otro dedo dentro de su pasaje, se inclinó y lamió sus pechos. Ella agarró su camisa y la sacó de su cintura. Su eje se endureció preparándose para el sexo desde la nudosa cabeza hasta la raíz. Pero si él tenía que esperar hasta después de su liberación, no le importaba. Desarmar a Alethea era el afrodisíaco más potente que podía imaginar.

Y él jugaba para ganar.

– Gabriel -gimió ella, tirando del faldón de su camisa-. Creo que este… juego…

– Sí -murmuró él, refrenando una sonrisa.

– Creo que estás haciendo trampa.

Él se echó a reír con facilidad.

– ¿Tiene importancia, si ambos ganamos?

Ella pasó la mano debajo de las ataduras de su bragueta. Él apretó la mandíbula hasta que le dolieron los dientes. Un velo de lujuria nubló su visión. Ella estaba tan cerca, tan palpitantemente mojada que podría haberse enterrado dentro de ella y con gratitud exhalar su último aliento. Él aceleró los movimientos de sus dedos, impulsándose en su interior hasta que sus caderas se retorcieron.

Ella dio otro gemido, luego convulsionó, con la mirada desenfocada, su mano acurrucada contra su incontrolado pene. Él se estremeció cuando sintió la ondulación de placer de su cuerpo, los espasmos menguando. Lentamente retiró los dedos de su carne palpitante.

Él echó hacia atrás la cabeza, tomando varias respiraciones largas para aquietar el fuego en su sangre.

– Yo gano -susurró-, a pesar de que mi corazón está golpeando muy duro…

Ella se irguió de golpe.

– Ese no es tu corazón, Gabriel. Es la puerta.

Él miró a su alrededor, indiferente, -No, no lo es. Y está cerrada…

– No procede de esa puerta… viene de allá… de la chimenea.

Antes de que ella pudiera apuntar para indicar la estrecha abertura de la enorme chimenea gótica, Gabriel había levantado su corpiño, bajado su vestido, y él mismo se había puesto su chaqueta y estaba de pie. Había, sin embargo, olvidado meterse adentro el faldón de la camisa, lo que provocó un gesto desesperado de Alethea.

Se había olvidado también de que la casa del marqués estaba plagada de pasadizos secretos y rutas de escape ocultas que habían sido más utilizadas para las artimañas de los niños Boscastle que para casos de emergencia.

Eran artimañas que enfrentaba ahora, en la figura de cabello oscuro de su primo Lord Drake Boscastle.

– Ahí estás, Gabriel -dijo Drake amablemente, desempolvando el hombro al salir de la sombría abertura-. Y Lady Alethea. Creo que jamás he tenido el placer. Qué gusto en conocerte.

Ella sonrió cortésmente, aunque le temblaban las manos hasta que las estrechó en su regazo.

– Es un honor, milord.

– ¿Por qué no llamaste? -preguntó sin rodeos Gabriel.

– En realidad, lo hice. Pero nadie respondió. ¿Estabas jugando al Triunfo Boscastle? -adivinó, su sonrisa suave.

Alethea se levantó, sin sentirse agradecida por la sonrisa de satisfacción que Gabriel le envió.

– Fue de mala educación habernos retirado.

– Yo no diría que fue de mala educación -dijo, Drake, con una significativa mirada que reforzaba el cojín que se había caído de la silla-. De hecho, más bien detesto estos grandes acontecimientos y siempre me voy solo en la primera oportunidad.

Gabriel se aclaró la garganta.

– ¿Cuál es la razón por la que te colaste aquí, porque somos mejor compañía?

Los ojos de Drake brillaron con buen humor.

– Vine, en realidad, porque tu compañía está siendo buscada por bastantes personas en la fiesta y no creo que ninguno de ustedes desee las inevitables conclusiones que serían extraídas. Me estaba quedando sin excusas para vuestra repentina desaparición.

Alethea llevó la mano a sus ojos.

– Oh. Estoy avergonzada.

– Todo está bien -dijo, Drake, con una sonrisa de consuelo-. La familia está acostumbrada a estos… momentos.

Ella bajó la mano.

– Mi hermano y mi tía estarán buscándome, también. Tengo que irme, Gabriel.

– No por esa puerta -dijo, Drake, poniendo la mano sobre su hombro guiándola a la chimenea-. Este camino termina en un pasillo privado que da a cualquier número de habitaciones. No es ninguna mentira afirmar que tomó un giro equivocado.

Ella miró con ironía a Gabriel.

– Ciertamente.

– No te preocupes -dijo, sonriéndole-. Está noche todo será revelado.

Él se movió entre ella y Drake, mirando hacia la cavidad oscura.

– Ella no puede ir sola a través de ese túnel. Es asqueroso y…

Drake alzó la mano.

– Está bien. Weed está esperando para escoltarla.

Gabriel le dirigió una mirada larga y dura.

– Has pensado en todo, ¿no?

Drake sonrió.

– Bueno, no es como si yo nunca hubiera jugado al Triunfo Boscastle.

CAPÍTULO 28

Alethea estudió los tapices medievales italianos en la pared del corredor por varios minutos antes de considerar seguro aventurarse a salir. Cuando por fin se reunió con la mayoría de los invitados en el jardín, descubrió que no había sido echada de menos.

Su prima se había alejado para saludar a viejos amigos. Su hermano y su novia se abrían paso entre los otros bailarines en el césped. Al parecer Gabriel se había reintegrado a la fiesta.

Como Alethea estaba en un humor reflexivo, vagó por el jardín cubierto de vegetación y sus caminos privados protegidos por las estatuas clásicas estratégicamente posicionadas.

Esta noche todo sería revelado.

Gabriel había querido decir que su compromiso sería anunciado. Pero había llegado el momento de su propia confesión. ¿Cómo? ¿Cómo le diría? ¿Había esperado demasiado tiempo?

– ¿Alethea? -una voz suave preguntó desde detrás de una estatua de la fuente de Las Tres Gracias-. ¿Estás sola? No te des vuelta a menos que estés sola.

Se detuvo en el sendero de grava y se giró lentamente para ver una mujer de cabello castaño rojizo cubierta de seda blanca salir detrás de la fuente: la Sra. Audrey Watson, cortesana, famosa anfitriona y una de las más admiradas mujeres mundanas de Londres. Alethea no la había visto desde la noche en que Audrey había tratado de ofrecerle comprensión en su angustia. Fue un encuentro tan lleno de dolor que había pensado en ello lo menos posible.

De hecho, Alethea sentía vergüenza incluso ahora mientras recordaba detalles de su plática. Audrey la había llevado rápidamente en su carruaje desde la fiesta a una habitación privada en su casa de Bruton Street. Recordó que Audrey le había dado un vaso de vino y tiempo precioso para calmarse. En una explosión de emoción irracional, Alethea había ofrecido sus servicios como cortesana entre lágrimas y sorbos de vino.

Audrey simplemente había sonreído y le dio unos minutos para que se calmase.

– Eres una joven encantadora, Alethea -dijo por fin-. No tengo ninguna duda de que podrías ganarte la vida como una prostituta.

– Una…

– Sin embargo -añadió Audrey-, no creo que seas apropiada para mi establecimiento. Eres simplemente demasiado trágica. Ningún hombre quiere pagar una fortuna para retozar con una compañera infeliz.

– No pensé que importaría.

– Querida, has sido arruinada y desilusionada. Las damas que trabajan para mí no ven su ocupación como un castigo. Es un privilegio ser una cortesana profesional.

– ¿Un privilegio? -preguntó débilmente.

– Tendrías una cierta libertad. Si terminas casándose con ese sinvergüenza tuyo, vas a compartir su cama y serás maltratada por el resto de tu vida.

– ¿Entonces qué hago? -susurró -. ¿Qué hago ahora?

– Espera.

– ¿Para qué?

– Tengo la sensación de que esto se resolverá con el tiempo. Cómo, no lo sé.

Inclinó la cabeza, avergonzada, dudosa. Había seguido el consejo de Audrey… y esperó. Mirando hacia el pasado, se dio cuenta de lo mucho que había ayudado tener una mujer de experiencia que la escuchara.

– Perdóname -dijo ahora, encontrándose con la sonrisa cauta de Audrey-. No…

– …me conoces en absoluto -dijo Audrey con una sacudida de cabeza en advertencia-. Somos sólo dos damas en una fiesta que se reunieron por accidente en el jardín.

Alethea soltó el aliento.

– Si el marqués consideró adecuado invitarte a su fiesta, madam, no fingiré ignorarte.

– Valientes palabras -dijo Audrey irónicamente-. Sedgecroft, sin embargo, es intachable y no tiene necesidad de complacer a nadie excepto a él mismo. -Examinó a Alethea con una mirada experta-. Me complace verte mucho menos trágica que la noche en que nos conocimos. ¿Es cierto que has captado el interés de Gabriel Boscastle?

La amenaza de pasos que se acercaban desvió la atención inmediata de Alethea. Se volvió distraídamente, continuando sólo cuando parecía que la persona había tomado otro de los innumerables senderos del jardín.

– Sir Gabriel y yo somos vecinos -respondió finalmente, sospechando que esta respuesta no engañaría a una mujer con la experiencia de la Sra. Watson.

Audrey se rió.

– Es el último hombre en la tierra que encasillaría como un granjero.

– El campo tiene sus encantos -dijo Alethea, con una sonrisa delatadora.

– Siendo tú uno de ellos -dijo Audrey con un suspiro afable-. Os deseo a ambos lo mejor. Hubo un tiempo, no hace mucho tiempo cuando pensé que Gabriel se convertiría en un visitante asiduo. Entiendo ahora qué… o quién… ha provocado la misteriosa desaparición de nuestras diversiones.

Alethea miró alrededor, bajando su voz.

– ¿No le vas a decir? Ni siquiera estoy segura que cuando hablé contigo esa noche estaba en plena posesión de mis facultades mentales. No tengo idea que haría si supiera la verdad.

– Te prometí que guardaría tu secreto -dijo suavemente Audrey-. No podría haber construido mi reputación divulgando secretos.

– Tenía la esperanza de poder confiar en ti.

Audrey la miró con reproche.

– Hay muy pocas personas en este mundo en las que confío. Me siento honrada, sin embargo, al contar con la familia Boscastle como mis amigos. No te traicionaré.

– Gracias.

Audrey asintió gentilmente.

– Puede parecer extraño que una cortesana se jacte de su discreción, pero los asuntos privados son mi negocio.

– Entiendo -murmuró Alethea, aunque la mención de la pasada asociación de Gabriel con la casa de la Sra. Watson no había escapado a su atención. Dudaba que él hubiera ido allí a pedir consejo o consuelo… bueno, no el consuelo de naturaleza emocional que Alethea había necesitado en esa triste noche. Aún con la amabilidad de la Sra. Watson, le complacería muchísimo a Alethea que ni ella ni Gabriel volvieran a hacer uso de su experiencia.

– No sé cómo decirle -admitió.

– ¿Crees que la verdad alterará sus sentimientos? -dijo Audrey.

– No estoy…

– Silencio -Audrey se volvió bruscamente para estar de cara a la fuente-. Alguien viene. Te beneficiaría ignorarme hasta que seamos presentadas públicamente. A menos que decidas no reconocerme.

Alethea se enderezó.

– He aprendido, Sra. Watson, que no son las personas más criticadas de la sociedad las que merecen censura. Tendré el honor de reconocer una relación contigo si nos volvemos a encontrar.

CAPÍTULO 29

Gabriel miró al suelo pensativo. Había ido directamente con el hermano de Alethea a decirle su intención de casarse con ella, pero el conde estaba enfrascado en su propio coqueteo. Gabriel había decidido esperar más o menos media hora, aceptando la oferta de Drake para caminar por el jardín. Naturalmente, tenía la esperanza de encontrarse con Alethea. Y la encontró. Pero no de la forma que esperaba.

Era consciente que Drake había oído tanto de esa conversación condenatoria entre Alethea y la Sra. Watson como él. Sin duda su primo había llegado a la misma inevitable, sin duda, única conclusión que un hombre podía llegar.

El intercambio, aunque breve, que había ocurrido entre Alethea y la Sra. Watson lo hirió en lo más profundo. Indicaba una alianza previa, un lazo clandestino más que una amistad casual. Había estudiado con la suficiente maestría las expresiones enmascaradas a través de las innumerables mesas de juego en su vida para captar una señal.

Y si había una pequeña esperanza en el corazón de Gabriel de haber malinterpretado esta comunicación, se desvaneció por el evidente intento de su primo de disminuir el golpe.

– Bueno, las fiestas de mi hermano son una fuente inagotable de escándalo y diversión.

Gabriel sacudió su cabeza. Bajo la sensación de entumecimiento, el dolor se intensificó.

– No digas una palabra más. No hay necesidad que ninguno de los dos entre en detalles sobre lo que es obvio.

Empezaron a caminar hacia la celebración en curso sobre el césped. Ninguno de los dos habló durante un rato.

– No sé si lo que oímos implica necesariamente un engaño por parte de Alethea -dijo finalmente Drake-. Al menos no en la profundidad que sospechas.

– ¿Esperas convencerme de que conoció a Audrey Watson en un baile de campo?

– Cuanto más lo pienso -continuó Drake-, hay una docena de explicaciones posibles que no indican culpabilidad de su parte.

– Siento la necesidad de golpear a alguien, Drake. Me encantaría mucho cometer un homicidio en este momento. Por favor no me insultes más pidiéndome que niegue lo que ambos escuchamos.

– Lo siento.

– Si estuvieras en mi lugar, ¿creerías que es completamente inocente? -preguntó Gabriel con desprecio.

Drake le lanzó una sonrisa cautelosa.

– Probablemente no. Pero por otra parte no soy conocido por tener el temperamento más calmado de mi familia.

Lo que era un eufemismo completamente. Drake había sido famoso por el mal humor que su reciente matrimonio parecía haber dominado si no vencido. Él y Gabriel, de hecho, antes habían discutido a menudo, una rivalidad que se había convertido en una inesperada camaradería.

– ¿Y con cuál Boscastle -reflexionó Gabriel en voz alta-, soy comparado más a menudo?

Drake se rió con simpatía.

– Si insistes en pelear, tendremos que ir al local de Jackson. Jane tendrá nuestras cabezas si arruinamos el día de Grayson.

Un joven de cabello rubio salió detrás de un arbusto. Su rostro se iluminó al reconocer a los primos Boscastle.

– Allí estás, Gabriel. Te he estado buscando por todas partes.

Gabriel frunció el ceño mientras otro hombre… el gemelo, en realidad, del intruso… apareció en el camino.

Los hermanos Mortlock, Ernest y Erwin, un par de los vergüenzas más notables de la sociedad. Ricos, esbeltos, el dueto de aspecto inocente destacados como asiduos participantes en los pasatiempos más vergonzosos de Londres. Gabriel estaba francamente sorprendido de que a estas alturas nadie los había matado.

– ¿Qué queréis? -pregunto fríamente.

– Bueno, mi mitad fea y yo nos acabamos de enterar que una paloma gorda estará en Piccadilly esta noche. Hazard está en su juego, y tiene dinero para perder.

Drake suspiró con disgusto.

– ¿Alguno de vosotros fue invitado el día de hoy?

– ¿Vienes, Gabriel? -preguntó Erwin-. Nadie te ha visto en ninguna parte en casi un mes.

Drake juró en voz baja. -Terminó de jugar. Vayan solos a los infiernos.

– Perdona -Gabriel le dirigió una sonrisa ofensiva-. Ni siquiera he comenzado a jugar todavía.

Drake lo miró.

– ¿Cómo se supone que voy a explicar tu ausencia a una cierta dama cuando pregunte a donde te fuiste?

– Sabe lo que soy.-Gabriel se encogió de hombros, retrocediendo unos pasos-. Dudo que se sorprenda cuando descubra donde escogí pasar el resto del día.

Miró a través de los arbustos que separaba su camino de uno que llevaba a la fuente donde Alethea estaba parada. Su pecho se oprimió mientras la miraba.

Se giró sin previo aviso y miro en dirección de Gabriel.

No podía imaginarla en un burdel.

Pero por otra parte, hasta estas últimas semanas pasadas, nunca la hubiera imaginado desnuda y apasionada en sus brazos, tampoco.

Cerró los ojos. Qué ironía la suya, le había preocupado avergonzarla.

Se había reconciliado con el desagradable hecho de que había amado a alguien antes que a él. Y ahora… bueno, cualquiera que sea la verdad, la tenía que saber. Nunca había hecho el papel de tonto con una mujer.

Era probablemente muy tarde para deshacer lo que sentía por ella. Pero estaría malditamente seguro de proceder con los ojos abiertos.

CAPÍTULO 30

Alethea estaba mordisqueando una tarta de limón y queso, chismoseando con la prima de Gabriel, Chloe, la Vizcondesa de Stratfield y su cuñada Eloise, la esposa de Drake Boscastle, la antigua institutriz, cuyo amor había metido a su perverso marido en vereda. Le sorprendió con qué calidez las esposas Boscastle la abrazaban para compartir confidencias. Esto hacía que Alethea anhelara la comprensión femenina, además de la de la señora Watson, quien podría divulgar su propio opresivo secreto. Pero eso sería una fea confesión.

Sin embargo, esta aparentaba ser una familia en la que uno podía confiarle los asuntos privados y contar con una sincera admisión. Tenía la tranquilizadora sensación de que todo lo que se hablaba con estas mujeres no sería traicionado.

Era Gabriel quien merecía la verdad, por supuesto. Pero a medida que las sombras acechaban por la tarde, se le ocurrió a Alethea que su caballero oscuro parecía haber desaparecido. Tal vez no quería inmiscuirse en la cháchara femenina. Tal vez estaba hablando con su hermano.

Su intuición le susurró lo contrario.

Y cuando poco después el Señor Drake se acercó al círculo de las damas, ahora animado por la presencia de Jane, la marquesa de Sedgecroft y la propia prima de Alethea, la señora Pontsby, reconoció la fría corazonada. Se le heló los huesos.

Los ojos de Drake revelaban importunas, pero no inesperadas, noticias.

– Alethea -comenzó, dando a su esposa, Eloise, una sonrisa íntima antes de que se inclinase para besar la mano de Alethea-, se me ha pedido entregarle un mensaje.

Por unos instantes no oyó el aumento inquietante de la sangre en sus sienes. Había un toque de vergüenza en los ojos de Drake, que no podía malinterpretar.

Ella lo sabía.

Gabriel la había abandonado y su propio primo, un libertino reformado a sí mismo, había sido enviado para poner excusas. ¿Cuántas veces había hecho esto? ¿A cuántas mujeres despechadas?

– ¿Dónde fue? -preguntó en voz baja

– Se reunió con algunos amigos que le recordaron una obligación previa.

Sintió como una desagradable oleada de calor inundaba su rostro. Apuestas, pensó. U otra mujer. Tal vez ambas cosas. De repente, recordó porqué había preferido siempre la vida tranquila a la farsa de la sociedad londinense. Por lo menos sus caballos y los vecinos del campo no la abandonaban a la primera tentación.

– Ya veo -dijo después de un largo lapso de incómodo silencio.

– Bueno, pues yo no -dijo la señora Pontsby, estudiando a Alethea con preocupación-. Entendí que quería hablar con nuestras mutuas familias en privado, esta noche. Esto debió ser una obligación urgente, ya que no hubo ni siquiera una apropiada despedida.

– ¿Tal vez tenga planeado regresar antes de que termine la fiesta? -preguntó Jane, con su mirada puesta en el rostro de Drake.

Él tosió.

– No podría decirlo. No pensé en averiguar. El recordatorio de esta prioridad le sobrevino de sorpresa.

Jane miró a Alethea con una sonrisa reconfortante. Era la hija de un conde, una mujer que podría haber sido célebre si no se hubiera casado con el sinvergüenza del marqués.

– ¿Lo hizo? Bueno, vamos a pasarlo bien sin él. Londres ha sido privado de la compañía de Alethea demasiado tiempo para perder un solo minuto por la ausencia de Gabriel. ¿Recuerdas, Alethea, el baile al que tú y yo asistimos dónde cierta condesa vestida de hombre desafió a su marido a un duelo, porque no la reconoció?

Alethea forzó una sonrisa.

– No podría olvidarlo

Parecía difícil creer que no hacía tantos años, Alethea había gozado de cierta popularidad en la ciudad. Es cierto, que no había visitado Londres tan a menudo como una joven moderna debería hacer con su decente presencia. Pero entonces, no tenía necesidad de cazar un marido o desfilar arriba y abajo de Rotten Row con su carabina a determinada hora.

Se había comprometido con el perfecto caballero. Había cabalgado a través de las colinas del campo hasta su casa en su tiempo libre y había sentido verdadera comodidad con la convivencia con sus vecinos. Su vida había sido planeada por sus padres.

Era a la vez tan desconcertante como interesante arrojarse de nuevo en la escena social de Londres, desarmada y fuera de práctica como ella lo estaba. Esperaba recibir comentarios sobre la pérdida no sólo de su prometido, sino de un lugar estable en la sociedad. Sus simpatizantes habrían jadeado sorprendidos al saber cuán fortalecida estaba ante esas genuinas y superficiales expresiones de simpatía.

No esperaba, sin embargo, ser sumariamente abandonada por el hombre que había conseguido situarla en esta vulnerable posición. Ni tampoco la atención de los diversos miembros de su familia que la animaban pero resaltaban el hecho de que Gabriel se había marchado al infierno sin decir una sola palabra. Ellos sabían. ¿Qué podían decir?

– Tengo plena confianza en que Sir Gabriel regresará antes de irnos -murmuró la señora Pontsby, compartiendo una sonrisa forzada con la vivaz prima de pelo negro, Chloe, que era menos hábil para ocultar su molestia que Jane.

Chloe levantó su vaso medio vacío de limonada hacia el lacayo.

– No me importa si no lo hace. Pienso que encontraremos a otro sin escrúpulos para ocupar su lugar. Ven conmigo, Alethea. No nos sentaremos aquí a echar raíces como los alhelíes, mientras haya diversión que tener. Va en contra de mis principios.

La señora Pontsby suscitó.

– Enséñenos el camino, señora Stratfield.

Alethea rió de mala gana. Su corazón estaba físicamente herido. ¿Porqué lo había hecho? Hacía una hora él había sido tan pícaro, pero entonces, había ganado. Tal vez era eso todo lo que había querido desde el principio.

– Sir Gabriel no me debe su presencia. No somos más que viejos amigos y vecinos recientes.

– Entonces hagamos nuevos amigos -dijo Chloe con una contagiosa malicia-. Fuiste una maravillosa coqueta una vez, Alethea. Envidiaba con qué facilidad revoloteabas dentro y fuera de la sociedad sin dar un paso falso.

– Sí, pero…

– Pero ahora soy una mujer casada que está posiblemente esperando un hijo. Voy a vivir a través de mis amigos. No es que me esté quejando acerca de Dominic.

El resto de mujeres presentes jadearon. Chloe había abortado su primer hijo y había afrontado la profunda pérdida. Siempre radiante, tenía un brillo excepcional y mucha energía a su alrededor.

– Lo sé -dijo Jane con una sonrisa de júbilo-, se lo dije a Grayson esta mañana.

– ¿Tu marido lo sabe? -preguntó Alethea, sonriendo a pesar de su propia decepción. Si Gabriel había desaparecido, había decidido que no era un hombre hecho para el matrimonio, no habría un anuncio de compromiso matrimonial o alegres bautizos para sus hijos. Y si Alethea tuviera un hijo, lo educaría sola.

Chloe sonrió.

– Está en el paraíso ante la idea del bebé.

– Estoy muy contenta por ti -dijo Alethea, tratando de no sentir nostalgia.

– Por lo tanto, ¿me acompañarás? -dijo Chloe, tomándola de la mano-. Te he contado mi secreto. Ahora cuénteme uno de los tuyos, y recuerda que es de mala suerte negárselo a una dama en mi estado.

Al final, como había aprendido para su propio perjuicio, no había nada que realmente se le pudiera negar a un Boscastle, en absoluto. Y a pesar de que Chloe sólo quería compensarla por el abandono de Gabriel, Alethea había sentido el aguijón en lo más profundo de su ser. Él le había advertido que no era bueno en absoluto.

Era su culpa si ella había decidido no creerle.

CAPÍTULO 31

Estaba de vuelta en su familiar zona de recreación, sumido en el bajo mundo de los placeres, y sin embargo se sentía un extraño. ¿Cómo podía ser? Siempre le habían atraído los antros oscuros, el peligro de la vida secreta de Londres, la incertidumbre. Si pudo sobrevivir a estas calles, podría sobrevivir a cualquier cosa. Bebía poco como solía hacerlo con sus compañeros cuando visitaban algunos viejos refugios. Una vez que había encontrado el envalentonado mundo nocturno de la ciudad, el filo que necesitaba para seguir con vida.

Nada de eso le tentaba esta noche. Ni las citas realizadas en Vauxhall, los encuentros en los palcos, las conspiraciones urdidas en los callejones de West End. ¿Cuándo había cambiado? ¿En Waterloo? ¿La noche que había cruzado el maldito puente y había caído en algo más profundo que en el fondo del rio?

Quería volver atrás y deshacerlo todo. Tal vez toda su vida. No tenía nada que mostrar a cambio, excepto una modesta pensión militar y una casa de campo tan lamentable como se sentía.

¿Y la mujer que había amado durante el tiempo que podía recordar?

Y todavía lo hacía. Maldita su obsesión por ella. Deseaba no haberla oído, deseaba que sus suaves palabras no le hubieran clavado un cuchillo en el corazón. ¿Y si ella había tenido una buena razón para asociarse con Audrey Watson?

Pasó por delante de dos boxeadores que custodiaban la puerta al infierno de la clase alta. El altamente exclusivo establecimiento atendía a los nobles que preferían jugar en una atmósfera más peligrosa que los usuales clubes de caballeros.

Se acercó a la mesa de azar y le dio la bienvenida a la ráfaga de anticipación que corrió por sus venas. Un juego de dados con un buen usufructo. Su presa, un joven caballero que había girado la capa forrada de seda del revés buscando la suerte, estaba ruborizado con porte y falsa bravuconería.

Gabriel sonrió con amargura sobre su hombro a los hermanos Mortlock.

– No puedo desplumar a este tonto. Es un niño. Su madre va a despellejarme. No puedo creerme que haya dejado la fiesta de cumpleaños de mi primo por esto.

Por no hablar de la mujer cuya engañosa dulzura invadía su mente en cada momento. Maldición. Había vivido sin ella la mayor parte de su vida. ¿Cuán difícil sería pretender que no la necesitaba ahora?

– Mira, si juegas, tendrás algo que darle -dijo Erwin Mortlock por detrás.

Gabriel levantó la vista con irritación.

– ¿De quién estás hablando?

– De tu primo, el marqués. Puedes comprarle un bonito regalo de cumpleaños ahora que vas a ganar aquí. Todos volveremos a la fiesta más tarde.

– Puedes comprarme un regalo a mí también -agregó su hermano con una sonrisa.

Un camarero que llevaba un delantal negro se acercó a los tres hombres y se inclinó. -Sir Gabriel, se me ha pedido que lo invite a la planta baja para un juego privado.

Gabriel estiró los puños.

– ¿Quién?

– El Barón Gosfield, señor.

Gabriel dudó. La sala de la planta baja del infierno estaba reservada para las apuestas más intensas y arriesgadas. Conocía a Gosfield sólo casualmente y no le gustaba.

– ¿Cuál es su petición? -preguntó

– Ombre [5], señor.

– Vamos, Boscastle -Erwin le instó-. Es tu juego.

Afortunado en el juego, desafortunado en el amor. Nunca había pensado demostrar o refutar el dicho popular. El concepto de amor había significado poco. Siempre se había aventurado a perder en las aventuras amorosas. La intimidad emocional había sido una puerta en la que se había negado a llamar.

Bajó la escalera de caracol hacia las oscuras profundidades del privado infierno. Por primera vez desde que se había acercado a una mesa de tapete verde y evaluado a su oponente, tuvo un momento de incertidumbre. Pasó. Otra oportunidad de probarse a sí mismo.

Afortunado en el juego, desafortunado en el amor.

Se sentó en una silla alejada de él, su postura relajada. Gosfield levantó la vista y lo evaluó. La sangre de Gabriel se aceleró. Reconoció la rivalidad enmascarada detrás de esos agradables rasgos.

– Es tu juego -dijo Erwin otra vez, sintiendo la tensión entre los dos jugadores-. Tú siempre ganas.

Había pensado lo mismo hasta que había apostado en otro juego. Nunca había apostado en las batallas entre perros y gallos de pelea, creyendo que el riesgo de la vida de un animal indefenso era una apuesta cobarde. En lo concerniente a su propia mortalidad y bienestar, siempre había sido un poco más descuidado.

Esta noche le importaba un carajo todo.

Alethea estaba haciendo sus maletas para irse a casa sólo tres horas más tarde en la sala de arriba de la casa de su hermano. Él y la señora Ponstby habían permanecido en la fiesta de Grayson y no esperaban marcharse hasta la madrugada.

Alegando un dolor de cabeza, una excusa que no era más que una invención, había regresado a la dirección de Cavendish Square para no tener que fingir que estaba disfrutando. No veía la razón para arruinar el placer de su familia de Londres por culpa de su propio dilema.

La familia Boscastle había hecho todo lo posible por disculpar el comportamiento de Gabriel hasta que no pudo soportar su amabilidad otro momento más. Tampoco es que se alentara por la promesa de su amable anfitrión Grayson, el marqués de Sedgecroft, de llamarle la atención a Gabriel cuando pusiera sus manos sobre él.

Alethea se haría cargo de Gabriel, ella misma, si el canalla tuviera el valor de enfrentarla cara a cara alguna vez. Era decente con una pistola. Quizás si le disparara en el brazo o en la pierna nunca regresaría al campo.

No parecía probable, sin embargo, que ella tuviera esta gratificante oportunidad. Si Gabriel podía escaparse tanto de la celebración de su propia familia y de su promesa hacia ella, dudaba que pudiera volver a verlo jamás.

Una vez antes en Londres ella había sido decepcionada, profundamente herida por palabras. Pero no así. Gabriel la había hecho reír, la había hecho creer nuevamente en el amor. Estaba demasiado entumecida para poder llorar. No lo entendía. ¿Había sido todo un juego? No lo podía creer.

Por lo menos ahora ya no tendría que revelar su secreto a nadie. Estaba agradecida de haber sabido lo que era Gabriel antes de confesarle lo que Jeremy le había hecho.

CAPÍTULO 32

Su imaginación lo conducía a lugares posiblemente peores que la verdad no revelada. Por lo que sabía, Alethea había solicitado una posición como criada en el harem de la señora Watson.

Pero en las escenas que su mente fabricaba mientras se lanzaba dentro de su carruaje y recorría la distancia corta a la casa de Grayson, y de ahí a la Plaza Cavendish, veía a Alethea sometiéndose a todo tipo de degradación y depravación. Cuando llegó a su destino, casi estaba echando humo por la nariz y dejando un rastro de mal humor y confianza chamuscada a su paso. Y cuando le dio instrucciones a su cochero con cara de piedra para que se quede, prometiendo que no se demoraría mucho tiempo, el tipo hizo crujir el látigo en el aire y movió el coche al borde del camino.

Después de recuperarse del golpe inicial al descubrir que Alethea y Audrey Watson realmente se conocían, había tratado de razonar con su rabia. ¿Cuán importante era que Alethea hubiese dormido con otros hombres? ¿Que hubiese usado sus encantos para sobrevivir?

Supuso que ese había sido su motivo. ¿Podía echarle la culpa a Audrey? Desafortunadamente, no. De hecho tendría que ser un maldito hipócrita si le hacía un desaire a una mujer como Audrey, que había ayudado amistosamente a su familia en más ocasiones de las que podría contar. Pero no significaba que le agradara que se hiciese amiga de Alethea.

Y aunque la mayoría de los caballeros prefería una doncella virgen para conseguir la aprobación de la familia para el matrimonio, Gabriel no tenía padres vivos a los cuales impresionar. En todo caso, sus hermanos, que nunca se habían molestado en mantenerse en contacto con él, y que hasta pudiesen estar muertos, no se podían quejar de la mujer que escogía para esposa, si ni siquiera tenía la menor idea de cómo informarles que se iba a casar.

Sintió la sacudida que ella le había infligido hasta la médula de sus huesos mientras subía los peldaños de la residencia en Londres del hermano de Alethea. Los criados no se habían molestado en cerrar la puerta con llave, por lo que pasó como bólido con la capa ondeando detrás.

Apostó que después de esta noche, la dueña de casa iba a estar mejor protegida contra los demonios que asediaban de la noche. Cerraría bien todos los cerrojos a partir de esta noche.

Tomó por asalto las escaleras, sus zancadas enojadas lo llevaron por la galería iluminada por la luna al salón, sin que ningún alma abriera una puerta, o un párpado, preguntándose lo que pasaba.

No tenía ni idea de lo que esperaba encontrar, ¿a su amada entreteniendo a siete amantes en siete posiciones repugnantes? Estaba preparado para cualquier cosa. Dudaba que se fuera a sentir más herido.

La causa de la miseria de Alethea estaba traqueteando por la casa como un forajido. Ella apretó los dientes y se fue a la parte alta de la escalera. Los pocos criados a cargo de la vivienda en Londres de Robin, habían salido de sus cuartos y la miraban hacia arriba, desconcertados. Se imaginó que estaban aterrados de que ella hubiese llevado a sus rudos amigos del campo.

Uno de los lacayos elevó su voz disgustada.

– Milady, ¿quiere que vaya a buscar a un oficial de la policía?

Ella se apresuró a bajar, con los hombros preparados para una confrontación.

– No, yo voy a arreglar esto.

– Pero…

– Váyanse, por favor.

Los seis, dos lacayos, un mayordomo, la joven ama de llaves escocesa, y un par de camareras retrocedieron en un silencio común que parecía gritar que Alethea no sobreviviría un encuentro con quien quiera que fuese que había irrumpido en la casa como una bestia desatada.

Pero extrañamente, la irrupción grosera de Gabriel, la había calmado. Estaba furiosa con él. Y si verdaderamente se había vuelto loco, explicaría por qué había huido de ella. Pero no lo perdonaría. Sin embargo, puede que hiciese un esfuerzo y lo visitara una vez al mes en el manicomio. Tal vez terminaría en la celda al lado de la de él.

Dio una mirada rápida alrededor para asegurarse que los criados habían desaparecido y se fue por el pasillo a confrontarlo.

– Entra al salón inmediatamente, Gabriel, antes de que el nochero o mi hermano, lleguen.

Su bravuconería flaqueó cuando sus miradas se encontraron. La miraba fijamente con un desafío desconcertante. Su chaqueta negra, sobretodo y camisa de batista, su chaleco, estaban arrugados y olían a brandy y humo.

– ¿Qué me tienes que decir? -le exigió, enojada por la forma en que la había tratado hoy, e incluso más, porque todavía pudiera hacerla doler de deseo después de eso. Era impensable. ¿Cómo podía importarle un hombre que había decepcionado tanto a su familia como a la de ella? ¿Después de todo lo que había sufrido en manos de otro hombre? ¿Era ella la que se estaba volviendo loca? ¿Era el amor un veneno que hacía imposible razonar?

Pasó ante ella directo al salón, sin responder. Su paso era lánguido, insolente tal vez, con la gracia de un oficial de caballería. Cuando finalmente se volvió, dio un grito ahogado de consternación. Tenía un ojo morado.

– ¿Qué te pasó? -susurró-. ¿Qué has estado haciendo?

– Me metí en una pelea a separar a los hermanos Mortlock -dijo bruscamente-. Debería haberlos dejado que se mataran, o me mataran.

Levantó la cabeza con el estrépito de las ruedas de un carruaje que venía por la calle.

– Dios querido, eso suena como que es Robin.

Le puso las manos en los hombres y la forzó a volverse a él.

– No me importa si Alí Babá y los cuarenta ladrones llegan con el arzobispo de Canterbury.

– ¿Te importa algo, acaso? -demandó con los ojos fijos en los de él.

– Pensaría que era obvio.

– Tu mala educación fue lo único obvio hoy.

– Lo has sabido por años -respondió con una sonrisa implacable-. Y sin embargo dormiste conmigo y consentiste el ser mi esposa.

Ella se encogió.

– Me has importado durante años, pero en este momento, no me preguntes por qué.

– Sí. No te merezco. Pero de todas maneras te deseo.

La deseaba. Lo deseaba. Había poco consuelo en darse cuenta de estas verdades. Ni en admitir ella misma que su sola presencia la confortaba y amenazaba a la vez. Se había entregado a Gabriel por su propia libre elección. El único hombre en su vida que le había robado el amor.

Al menos Gabriel era el diablo que había escogido, y si la había arrastrado a su mundo decadente, lo había hecho gustosa, y sólo se podía culpar a sí misma de la caída.

Pero no significaba que seguiría cayendo más aun.

Lo que sea que Gabriel fuera, granuja o héroe, sus vidas se habían enredado, incluso antes que tuviese consciencia de a dónde podía llevar este enredo.

¿Qué si su pasado había sido problemático? También el suyo lo había sido, aunque había logrado mantener la parte más humillante para sí misma. Siempre se había preguntado cuan diferente hubiese sido la vida para ella y Gabriel si su padre, Joseph Boscastle, hubiese vivido. Podría haber sido la novia de Gabriel desde un comienzo.

¿Era muy tarde para corregir la historia? Gabriel podría haber estado destinado a romperle el corazón, por lo que ella sabía. Y ahora que ellos, finalmente, habían tenido la oportunidad de estar juntos, ¿qué habían hecho para probar que uno pertenecía al otro?

– Te voy a decir un secreto, Gabriel -le dijo, reacia a tolerar su mal humor por otro segundo más-. Me hubiese gustado no haber venido jamás a Londres.

Se quitó la chaqueta y la lanzó a un sillón.

– Bueno, yo desearía nunca haberme ido de aquí.

– No tienes que quedarte en el campo -le dijo, indignada-. Puedes vender esa casa. No tienes futuro como granjero. Todos los que han vivido en Helbourne Hall, se han ido. ¿Por qué tendrías que aspirar a ser mejor? No te molestes en contestar. Agotaste el camino de la auto compasión y castigo cuando tu padre murió.

– ¿Es verdad? No me respondas. Estoy de acuerdo. Helbourne Hall está embrujado y tiene una reputación perturbadora.

Rehusó moverse mientras avanzaba hacia ella.

– Lo mismo se podría decir del dueño actual.

Avanzó hasta que quedaron apenas separados.

– Si estoy embrujado, es por ti.

El corazón le aleteó. Nunca antes había visto el dolor desnudo en la cara de un hombre. Sus instintos femeninos deseaban sacarlo de su humor atormentado, a pesar de lo que había hecho hoy.

– Debes estar poseído por un demonio -le dijo angustiada-. Nunca te había visto con este ánimo.

– Nunca he estado con este ánimo, Alethea.

– ¿Entonces, te importaría decirme qué te puso de tan mal humor? Estabas bien cuando te dejé con tu primo. Estabas… bromeando.

Sonrió fríamente.

– Continúa.

– ¿Qué continúe con qué? -preguntó con impaciencia-. Nos separamos con el acuerdo de que anunciaríamos nuestro compromiso. Y tomé limonada con tu familia.

La indagó con los ojos.

– ¿Y entre nuestro último encuentro y la limonada?

Ella sacudió la cabeza confundida.

– Caminé por el jardín, Gabriel.

– ¿El jardín de las delicias terrenales?

– El jardín del marqués, tu primo -dijo, como si fuese tonto.

Miró a otra parte.

– ¿Caminaste sola?

– Había otra gente en el jardín -ella vaciló-. Otros invitados.

– Caminaste con Audrey Watson -le dijo, mirándola acusadoramente.

Se quedó mirándolo con el corazón en la garganta.

– Sí.

– ¿Y tu defensa? -le preguntó muy bajo.

– ¿Necesito una?

Cerró los ojos.

– ¿Estoy enamorado de… una aspirante a cortesana? Si es así, por favor dímelo ahora.

Alethea no le respondió al principio. Estaba demasiado impresionada para encontrar las palabras. ¿Había hablado con Audrey? ¿Podría haber obligado a la mujer o encantado, para que rompiera la confidencia de Alethea? ¿Quién le había dicho que había hablado con Audrey?

– ¿Es eso lo que te dijo la señora Watson? -preguntó, temiendo su respuesta.

– La señora Watson no me dijo una maldita cosa. De hecho, no he hablado con ella, después de veros juntas. Sin embargo escuché la conversación con mis propios oídos. Con Drake de testigo.

Sintió que se le helaba la sangre.

– Escuchaste a escondidas, Gabriel -le dijo en voz baja-. Te escondiste en los arbustos cuando podías haber anunciado tu presencia y haber satisfecho tu curiosidad.

Él se rió amargamente.

– Tal vez no estaba preparado para saber que la mujer de la cual estoy enamorado es una…

– …cortesana -dijo con la voz calmada-. Ya lo dijiste antes, y lo puedes repetir otra vez.

– No te acuso -dijo rápidamente-. Solo pregunté… bueno, maldición, Alethea. ¿Qué conclusión debería sacar de tu conversación con ella? Creo que merezco la verdad.

– ¿Cuánto has bebido, Gabriel?

– No lo suficiente para alejarme de ti.

– Creo que deberías irte de esta casa ahora -dijo débilmente.

– ¿Y no verte jamás? -le preguntó desconcertado-. ¿No merezco por lo menos una explicación?

Ella negó con la cabeza. Que enredo.

– Sí, pero no mientras estés tan disgustado y hayas asustado a los criados de mi hermano.

– Perdí los estribos. No fuiste honesta conmigo, ¿verdad?

– ¿Honestamente deseas saber cómo me siento en estos momentos, Gabriel?

– Sí. Honestamente sería un cambio agradable en este punto.

Ella entrecerró los ojos.

– Quiero que te vayas -dijo con la voz quebrada-. No oscurezcas mi… mi vida otra vez.

Él resopló.

– Dices eso como si tú hubieses hecho la mía mejor.

Se mostró insultada.

– ¿No fue así?

– No. -La boca se le curvó en una sonrisa dura-. Me has hecho miserable.

Se quedó sin aliento, rehusando llorar.

– Si fuese un hombre te llevaría afuera y te mataría.

– Demasiado tarde -le dijo burlándose-. Morí en el momento en que te vi.

Ella jadeó.

– Desprecio el aire que respiras.

– Maldigo el día en que fuiste concebida.

Ella lo alejó de un empujón.

– Al menos mi origen es conocido.

– Pensando en eso, no te pareces en nada a tu hermano.

– ¿Bueno, y sabes lo que pareces? -preguntó ella con una sonrisa amarga.

Él bajó su rostro al de ella.

– Dilo.

– Un… un condenado canalla. Eso es. Ahora vete.

Él resopló.

– No me puedo escapar lo suficientemente rápido.

– ¿Todavía estás aquí?

– Maldición, Alethea, no vine a pelear.

– Sin embargo no has hecho otra cosa.

La miró devastado. Ella sentía que la rabia se le desmoronaba, quería que la tomara en sus brazos.

– ¿Puedo volver mañana en la mañana? -preguntó más tranquilo.

– Será un caos. No estaré sola.

– Entonces te voy a seguir al campo. -Se quedó mirándola fijamente-. ¿Me has engañado con otro?

Ella se echó a reír, sus ojos llenos de lágrimas.

– ¿Qué crees?

– ¿Me amas?

Ella cerró los ojos. Sus brazos la envolvieron. Su boca se aplastó en la de ella. Su beso encendió unas pequeñas llamas muy profundas en su interior. Aun así, sentía frío, miedo, vergüenza por no haberle dicho la verdad, vergüenza de la verdad misma.

– Ven conmigo ahora -le susurró al oído-. Quédate esta noche en mi casa, y hablaremos. Pruébame tu amor.

– Ya te he probado mis sentimientos -le dijo suavemente-. Ahora te toca esperar hasta que lo sepas todo antes de decidir si todavía me quieres.

Su respiración le calentó el hueco de la garganta.

– Te voy a querer siempre.

– ¿Cómo tu esposa? -le preguntó, negándose a reaccionar mientras la besaba debajo de la mandíbula.

– ¿Hay alguna razón para que no puedas casarte conmigo? -la mordió el hombro en un gentil escarmiento-. ¿Tienes otro esposo? -La tomó la mano y la llevó al sofá-. ¿Tienes una vocación secreta?

Ella se volvió, pero él aún aseguraba su mano, arrastrándola hacia abajo a su lado.

– Tienes un golpe en la mejilla -dijo ella con desesperación-. Y has… has estado algo peligroso esta noche, te diré.

– Tal vez.

– Qué maleducado.

– Sabías lo que era desde el principio. -Pasó sus dedos callosos bajando desde el hombro a la corrida de botones de la manga-. ¿No era eso lo que te gustaba de mí, Alethea? La verdadera pregunta, yo creo, es ¿Qué eres tú? ¿En qué te has convertido?

– Puedes ser antipático, ¿verdad?

– También sabías eso.

– No. Sabía que me importabas. Sucio, sombrío, lanzado al camino de la auto destrucción. Me habría parado directamente en ese camino para salvarte. Pero nunca imaginé que la batalla sería contigo.

– ¿Vas a renunciar a mí?

Ella giró la cabeza.

– Hay un coche afuera. Probablemente es mi hermano y mi prima. Les íbamos a comunicar esta noche que nos íbamos a casar.

– Entonces haz el amor conmigo antes de que entren. -La acarició bajando desde su nuca, su espalda, el comienzo del trasero, con los nudillos enguantados.

– Por favor, verte a casa ahora Gabriel.

Él escondió la cara en su pelo.

– No, no me voy a ir. De hecho, podría acampar en este salón hasta el próximo invierno. ¿Me quieres todavía?

Una sombra de pena oscureció los ojos de ella. No quería que otro hombre la reclamase diciendo que la quería cuando lo único que tenía en el corazón era rabia.

Su boca la quemaba como un fierro al rojo vivo en la garganta.

– Sólo te quiero a ti, y quiero la verdad. Sé honesta conmigo.

– ¿Y si después me odias? -preguntó angustiada.

Se le apretó el pecho con un presentimiento. ¿Qué verdad podría estar escondiendo? ¿Se había ofrecido como cortesana? Si así fuese, tendría que aceptar esa sorpresa desagradable. Sabía que había amado a un hombre. ¿Pero otros hombres? ¿Qué había hecho ese año en que todos asumieron que estaba de duelo? No sabía si podía tolerar el dolor. Podía ser hipócrita, pero en sus sueños la había hecho suya hacía una década. ¿Quién se la había arrebatado?

– Perdóname por insistir en la honestidad -dijo con ironía-. No siempre recuerdo ser un caballero.

Los ojos de ella resplandecieron.

– Escasean por estos días.

– ¿No soy tan decente como tu querido difunto, Hazlett? -continuó, incapaz de controlarse-. ¿Fue él quien liberó el deseo que compartimos?

Ella se quedó inmóvil, y él supo que la había herido.

– No quise decir eso.

Desvió la cara.

– ¿No?

– Maldición, Alethea, no te puedo dejar ir, no importa lo que eres. Por favor, ven a casa esta noche.

– ¿No importa lo que soy? -preguntó suavemente.

– Cualquier cosa que seas, no renunciaré a ti.

Sacudió la cabeza, herida.

– No haré el amor contigo mientras estés con este mal humor.

Los cascos de los caballos sonaron en la calle. La puerta de un coche se abrió y se cerró de un portazo. La mirada cínica de Gabriel le examinaba la cara.

– ¿Me amas, Alethea?

– Sí. Pero no me preguntes por qué.

– ¿Hay alguien más?

Se quedó mirándolo fijo, al borde de las lágrimas.

– No, hombre estúpido.

– ¿Entonces, me dirás todo?

– Sí. No es lo que estás pensando. Audrey solo me aconsejó.

– ¿Consejo? ¿Sobre qué?

– No puedo… no puedo decirlo.

– Por Dios, Alethea. ¿Qué es?

Ella sacudió la cabeza.

La puerta detrás de él se abrió.

– Te amo – le dijo él, su voz baja. Y ahora tenía que enfrentar la verdad de que sin importaba de que se tratara su explicación, sus sentimientos por ella no cambiarían.

CAPÍTULO 33

A Lord Wrexham se le escapó una palabrota cuando volvió de la fiesta y divisó el carruaje de Gabriel frente a su casa.

– ¿No tiene nada de decencia, este hombre? -le gritó a Lady Pontsby, que tenía una opinión completamente diferente de la conducta de Gabriel.

– No te metas en la casa sin ser anunciado -le advirtió mientras se bajaban del vehículo y subían juntos los peldaños.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó airadamente-. Es mi casa y por lo que puedo ver, ese libertino y Alethea, están solos. Tengo el derecho a interrumpir cualquier…

Robin se calló abruptamente mientras el lacayo le abría la puerta para que entraran.

– ¿Qué está haciendo Sir Gabriel aquí, Bastwick? ¿Y dónde diablos está mi hermana?

El lacayo movió la cabeza, confundido.

– Nos pidieron que no interfiriéramos, milord.

– ¿Interferir qué? -inquirió Lady Pontsby, plantándose deliberadamente en medio del pasillo para evitar que Robin avanzara.

– Sabes perfectamente bien que -replicó él-, esa es una pregunta que difícilmente le hace uno a un lacayo.

– No lo sé. Tampoco tú. Así que contrólate.

– Deja de tratar de estorbarme.

Ella levantó su voz. -¿ESTOBARTE EN QUÉ, ROBIN? SIR GABRIEL ES UN CABALLERO DE VERDAD. NO ME PUEDO IMAGINAR QUE ESTÉ HACIENDO NINGUA TRASTADA EN ESE CUARTO.

Él le frunció el ceño completamente disgustado y subió las escaleras hasta la puerta del salón. Sabía muy bien que había tratado de alertar a Boscastle y a su hermana. A decir verdad, si Gabriel y Alethea se estaban comportando inapropiadamente, no tenía ninguna gana de entrar y pillarlos desprevenidos en un encuentro amoroso. Pero era tiempo de parar una situación que parecía no tener límites decentes.

– Por lo menos golpea -lo apremió Lady Pontsby detrás de él.

– No soy un intruso en mi propia casa.

Sin embargo, golpeó. Pero para demostrar su firmeza, no esperó por una invitación para entrar. Para su gran alivio, Gabriel estaba de pie en la ventana, y Alethea estaba tiesa como una bayoneta, sentada en un sillón.

– Perdón -dijo sin convicción-. No sabía que estabas acompañada, Alethea. Espero que tu invitado…

Gabriel se volvió.

Los ojos de Lady Pontsby se agrandaron.

– …tu invitado… – Robin se atragantó, mirando el ojo morado de Gabriel-. ¿Alethea te hizo eso?

Alethea saltó del sillón.

– Que suposición más ridícula.

Lady Pontsby se colocó al lado de Gabriel.

– No importa querida. Tu hermano no quiso ofenderte. Es que… ¿cómo se hizo esa desagradable magulladura, Sir Gabriel, si no le importa contarnos?

Gabriel suspiró.

– Tuve la mala suerte de interrumpir una pelea, sólo para que mi rostro sea utilizado como un amortiguador entre las partes oponentes.

Lord Wrexham observó preocupado a su hermana.

– Y esta pelea… que dice haber parado… ¿fue la razón de que abandonara tan groseramente a Alethea, en la fiesta?

– No, exactamente.

– Entonces no entiendo lo que pasó hoy -dijo Lord Wrexham.

Gabriel echó una mirada mordaz a Alethea.

– Yo tampoco.

– Entonces tal vez usted debería irse, señor, así mi hermana podría darnos su versión de la situación.

Gabriel vaciló, estudiando a Alethea hasta que ella finalmente lo miró.

– Tal vez debería -dijo él al fin-. Le haré una visita tan pronto vuelva al campo.

Lord Wrexham pareció confundido con esa declaración.

– ¿Tiene más asuntos pendientes conmigo, señor? -preguntó él bruscamente, haciendo que su hermana y Lady Pontsby, fruncieran el ceño.

Gabriel suspiró, tomando su sobrero y chaqueta de la silla, y se fue solemnemente hacia la puerta.

– Con su permiso, su hermana y yo nos casaremos tan pronto como sea conveniente. Creo que desea una boda en el campo. Los Boscastles, por su parte, insistirán en lo contrario. A mí me da lo mismo dónde nos casemos, pero supongo que el marqués preferiría una boda privada en su casa.

Lady Pontsby dio un ahogado grito de deleite. Alethea podía haber reaccionado de cualquier manera… Robin estaba demasiado sorprendido como para prestarle atención, a pesar de su papel estrella en esta obra sin precedentes. Había pensado, a medias, estrangular a Gabriel por supuestas ofensas no confirmadas. Pero ahora que Boscastle se iba a convertir en su cuñado, tenía que tragarse las críticas y poner buena cara.

– Pero… ¿cuándo pasó esto? -le preguntó a Gabriel mientras se marchaba.

– Hace siete años, cuatro meses y trece días, para ser más preciso. -Gabriel se paró en la puerta para sonreírle sombríamente a Alethea-. Hora más, hora menos.

CAPÍTULO 34

No tenía idea de lo que estaba haciendo. Había herido a Alethea esta noche y a él le dolía aún más. Ahora que había hecho de sí mismo un tonto monumental frente a ella y su familia, se preguntó si esa alianza con Audrey Watson siquiera importaba.

¿Podría amarla para siempre si había sido una cortesana en secreto? No podía haber sido una larga y exitosa carrera. Y no era como si él no hubiese tenido relaciones con prostitutas y buscado una invitación abierta de Audrey. Pero era hombre, y ahí estaba la diferencia.

Pero entonces él se había degenerado sin compensación. Una cortesana, al menos, le ponía un valor a sus favores.

El sólo pensamiento de ella debajo de otro hombre, por amor o por dinero, lo ponía enfermo.

¿Cómo había descendido a este humillante estado de miseria tan poco varonil? No se lo podía explicar. Lo qué sí sabía, sin embargo, era que nunca se había sentido tan confrontado en su vida. No podía imaginar nada que lo hiciese sentirse peor… hasta que subió a su coche y encontró a sus tres primos Boscastles, Heath, Devon y Drake, esperándolo. Un trío de diablos de pelo negro y ojos azules.

Frunció el ceño y se sentó frente a Devon.

– No estoy con el ánimo de discutir mi…

– ¿Alethea te hizo eso en la cara? -dijo Devon con un gesto de simpatía-. Si es así, diría que te ama demasiado.

Gabriel miró a sus primos, molesto. Era desconcertante lo mucho que se parecía a ellos, tanto en lo físico así como en la manera de ser… prueba, temía, de la dominante sangre Boscastle.

– ¿Es que no tienen esposas esperándolos en casa con las batas de lana listas y fuentes de gachas?

Drake se rió.

– No sé por qué tengo la sensación de que pronto formarás parte de ese estimado club.

Antes de lo que nadie pensaba. Al menos Gabriel suponía… esperaba, que así fuera, a menos que Alethea estuviese en estos momentos informándole a Robin que había cambiado de parecer. Se contuvo y no miró atrás, a la casa, mientras el coche partía. Ya era demasiado que los Boscastles se dieran cuenta de la atracción desesperada que sentía por Alethea, como para que encima les dejara entrever lo enamorado que estaba.

– ¿Se les ocurrió alguna vez a ustedes tres que mis asuntos privados no les pertenecen?

Devon ululó burlándose.

– Naciste en la familia equivocada. Entre nosotros no hay privacidad. Cada pecado y escándalo es sometido a la cábala para su escrutinio y discusión.

– Dios mío -murmuró Gabriel levantando la vista al cielo, como si recordase que alguna vez había recibido ayuda de ahí.

No. Eso no era justo. Había rezado dos veces en su vida, que pudiese recordar. Una vez que su madre estaba ardiendo en fiebre y el doctor había predicho que moriría. No había muerto. La segunda petición al Todopoderoso había sido cuando estaba en la tabla de castigo y el coche de Alethea había entrado a la plaza. Rezó para que no lo notara. Y lo había notado. ¿Y en cuanto a haber nacido en la familia equivocada? No iba a mostrar que cuando lo incluyeron le agradó e hizo que se preguntara qué diablos había pasado con sus tres salvajes hermanos. No importaba las veces que se decía que le daba lo mismo su desaparición, sentía igual sus ausencias en su vida. ¿Tenía sobrinos y sobrinas que nunca había conocido? Una parte de él lamentaba esa pérdida. Era como si le faltara uno o dos miembros.

Familia. No podía sanar todas las penas, pero las hacía llevaderas.

Heath se inclinó hacia delante.

– Alégrate, primo. La historia de tus pecados no saldrá de nuestras bocas bajo pena de tortura para caer en las delicadas manos de mi hermana Emma. Desprecia el cotilleo bajo.

– Lo que no es ninguna garantía que otros no hablarán de tu mala conducta pública -se apresuró en agregar Drake.

Devon estiró sus desgarbados miembros.

– En realidad, está garantizado que todo o todos los crímenes que cometas, serán sometidos a juicio por la opinión pública, hasta el día que te mueras.

Gabriel miró fijo a cada uno de sus primos de ojos azules.

– ¿Y vosotros, sólo por la bondad de vuestro corazones, decidisteis juntaros en mi coche para darme este consejo inútil?

Heath se quedó mirándolo.

– Me gustaría llevarte a un lugar.

– ¿Qué tal si te digo que no quiero ir a ninguna excursión familiar con vosotros? -preguntó Gabriel directamente.

Heath sonrió.

– Creo que tendríamos que persuadirte.

CAPÍTULO 35

Alethea, incómodamente sentada en el sillón, bebía leche descremada en un tazón, mientras su hermano y Lady Pontsby la interrogaban acerca del sorprendente anuncio de Gabriel.

– Es bastante repentino -dijo Robin por cuarta vez consecutiva.

Lady Pontsby levantó la vista de su revista de modas.

– Se conocieron hace siete años. Me atrevería a decir que si esperasen más tiempo, estaríamos planeando un funeral, no una boda.

– ¿Cuándo será la ceremonia? -le preguntó Robin a Alethea.

Frunció el ceño, apretando el tazón, pensando que debería contener jerez en lugar de leche descremada. Esta era una noche que requería jerez para poder sobrevivirla.

– Es una buena pregunta.

Lady Pontsby bajó la revista.

– ¿Será en Londres? ¿Fue eso lo que entendí?

– Tendrás que preguntarle a mi… a Gabriel -dijo con un suspiro.

Lady Pontsby la miró con curiosidad.

– Bueno, esto arroja una luz diferente a su conducta de hoy. Tal vez tenía una buena razón para irse de la fiesta. Tal vez fue al joyero a buscar tu anillo.

Su voz pasó sobre los pensamientos de Alethea, sobre la tormenta que le revolvía el interior. Lo amaba desesperadamente, pero en este momento casi deseaba haber pasado de largo ese día del castigo en la tabla. Sus padres habían tenido razón.

Había sido una niña que se aventuraba donde no debía. Todos los esfuerzos de su padre para formarla de acuerdo a su linaje, habían sido inútiles. Se había enamorado del niño de la tabla, después pretendió estar contenta cuando se comprometió con ese desgraciado inmoral de Jeremy.

Sus padres y Jeremy habían muerto. Rezó para que sus almas encontrasen la paz, pues ella había encontrado una libertad inesperada y más apreciada de lo que era adecuado admitir. Y con esta libertad y un mal paso, había encontrado el dolor del corazón, que todos los dechados de virtudes del mundo habían pronosticado. ¿Era posible amar sin dolor?

– ¿Dijiste algo? -preguntó, avergonzada, a su prima-. Mi mente estaba vagando.

Lady Pontsby la miró con una indulgente sonrisa.

– Es compresible que estés distraída, considerando las circunstancias, querida.

Un cuarto de hora más tarde, cuando el pequeño grupo se dispersó y Alethea se excusó para retirarse a su habitación, su pri ma entró cautelosamente al dormitorio para seguir la conversación.

– No sé lo que pasó hoy, pero puedo ver que fue un disgusto. Espero que tú y Gabriel lo superen.

– No estoy segura de que sea posible, Miriam.

– Lo fundamental es que ustedes se amen.

– Pero tú no sabes lo que pasó -respondió Alethea.

– Sé que volvió esta noche y que tú querías eso. El resto ya se pondrá en su lugar.

Gabriel gruñó cuando se dio cuenta que el destino era un exclusivo burdel de la calle Brutton. La casa fuertemente custodiada de la infame Audrey Watson atraía y admitía sólo a los clientes de élite de la alta sociedad y a medio mundo londinense.

Las delicias que proporcionaba en sus salones pri vados, costaban sus buenos peniques. Para los caballeros que no buscaban gratificación sexual, la casa también los proveía de excelentes vinos y comida y la conversación y compañía de invitados talentosos. Artistas, poetas y políticos, a menudo distinguían el salón de Audrey. Gabriel, en una época, había ansiado tener el privilegio de entrar y de los voluptuosos placeres de la casa.

Ahora había sólo una mujer que deseaba y no pertenecía aquí, sino a él. Y tenía que creer que su alianza con Audrey no tenía ningún significado oscuro.

– ¿Es una broma? -le exigió a sus pri mos.

Drake lo miró con una sonrisa compungida.

– Según recuerdo, una vez trajiste a mi esposa aquí, para jugarme una mala pasada.

Gabriel le sonrió sin entusiasmo. Dios, él había sido un demonio de mala muerte.

– Terminó bien, ¿verdad?

– No gracias a ti -contestó Drake sin rencor.

– Apúrate, Gabriel. -Heath abrió la puerta-. El resto estamos casados, y esta pequeña excursión va a llegar a los diarios si no somos discretos. Da la vuelta a una entrada que hay a la izquierda. Un guardia te escoltará a las escaleras secretas. Autrey está esperando. Te recogeremos en una hora.

En pocos minutos fue escoltado a las habitaciones privadas de Autrey… un conjunto de habitaciones abarrotadas de cartas perfumadas, libros, dos caniches y un hombre joven que fue guiado afuera tan furtivamente como Gabriel fue admitido a una audiencia con la propietaria del serrallo.

– Oh, Gabriel -murmuró, sometiéndolo lánguidamente a un examen de pies a cabeza-. El amor te ha dado un aspecto tan sensual que realmente no lo puedo resistir. ¿Alethea te hizo eso en el ojo?

Levantó las manos sin responder, en seguida dio unos pasos antes de sentarse en el único lugar desocupado de la pieza… el sofá, al lado de ella. Si creyó que se sentiría avergonzado, o que se mantendría de pie, no fue así. No estaba siendo deliberadamente maleducado, simplemente era un hombre tan fuera de sí, que le importaba un soberano bledo que lo hubiesen llamado a la habitación privada de la cortesana más buscada de Londres.

Ella frunció el ceño, como si le hubiese leído la mente.

– Por Dios, Gabriel, ¿podrías al menos pretender prestarme atención?

Su mirada fue hacia ella en un lento escrutinio.

– Perdóname -dijo, suspirando pesadamente.

– ¿Cómo está tu madre? -le preguntó ella, tomándole la barbilla para volverle la cara a la luz.

Se soltó de un tirón.

– ¿Qué?

– Esa magulladura se está oscureciendo a cada minuto… tu madre… la duchesse. Quería tanto asistir a su boda. Después de todo, ¿cuántos ducs franceses conoceré en mi vida? ¿Tú no fuiste?

– No sólo no fui, además no lo sabía… ¿Se casó mi madre? ¿Con un duque francés? -preguntó, con una sorpresa tan genuina que era suficiente para desplazar todos sus otros males. Por lo menos por ahora. Apoyó la cabeza en el cojín de brocado-. ¿Tengo que entender que me trajiste aquí para felicitarme por la boda de mi madre?

– ¿Tengo que entender que me estabas espiando en la fiesta de Grayson?

– Bueno, ¿y qué? Era una fiesta. Tú estabas hablando en el jardín, no en un confesonario.

– Era una conversación pri vada.

– Y yo, como futuro esposo de Alethea, insisto en conocer la naturaleza de tu alianza con mi mujer.

Ella frunció los labios, sin esconder totalmente la sonrisa.

– Tu futura esposa. Y te ama. Esa fue la esencia de lo que discutimos.

– Me parece que falta una gran parte en esa explicación tan simplificada… Cómo se conocieron y por qué Alethea fue vista en esta casa el año pasado.

Ella entrecerró los ojos.

– ¿Quién te dijo eso?

– Así que te visitó.

– No he admitido nada parecido -respondió cáusticamente-. Sólo he declarado que te ama.

Gabriel asintió.

– Sí, pero no puedo evitar preguntarme a cuántos otros hombres ha amado antes que a mí.

La semi sonrisa de Audrey no confirmaba ni aliviaba sus temores.

– ¿Importa acaso? ¿La desearías menos por ser el tipo de mujer que hasta no hace mucho tiempo encontrabas irresistible?

La boca se le contrajo.

– Esto es diferente. Me quiero casar con ella.

– ¿Cuánto? -preguntó, con la cabeza echada hacia atrás, con curiosidad.

– Lo suficiente para no volver nunca más aquí, ni para mirar a otra mujer mientras viva.

Una risa nostálgica se escapó de ella.

– Un Boscastle enamorado es una fuerza terrible, en realidad. Eres muy poderoso Gabriel. Creo que voy a soñar con esta conversación esta noche. ¿Por qué vosotros, los hombres Boscastle, tenéis esa forma de calentar una habitación?

– Sólo dime la verdad.

– Lo hice. Te ama. Es bien simple, ¿verdad?

– Maldición, Audrey. Tú sabes lo que estoy preguntando… ¿vino aquí a trabajar? ¿Durmió con alguno de esos hombres que vi abajo? ¿O con los que me siento en la mesa a jugar a las cartas? Tengo que saberlo.

– Entonces debes preguntarle a ella.

Estaba frustrado, temeroso… sin embargo necesitaba saber la verdad.

– Creo que siempre la has amado -le dijo en voz baja, mientras él le daba la espalda-. Y ahora te corresponde. Falta que le demuestres que eres su héroe.

– ¿Su héroe? -Miró alrededor, negando con la cabeza-. Me voy, madam, más confundido que cuando llegué.

– No tienes que irte, Gabriel -le dijo con una atractiva sonrisa.

Pero se fue antes de que ella pudiese agregar más detalles.

CAPÍTULO 36

Se apresuró a bajar la escalera central, el decoro era la última cosa en su mente. Bueno, no su decoro, por lo menos. La alianza de Alethea con Audrey Watson seguía siendo un misterio a desentrañar. Pero como Audrey había señalado, había vivido al filo de la buena sociedad durante más tiempo del que podía recordar.

Jugador. Canalla. Endeudado hasta los ojos un día, con los bolsillos repletos de dinero el próximo. Su padrastro le había golpeado en la cabeza, gritándole cuán sin valor era en su oído tantas veces, que era parcialmente sordo de un lado y sospechaba que había sacrificado algunas funciones cerebrales del otro.

Sin embargo, había sobrevivido. Con la fuerza de voluntad de su padre Boscastle y la obstinación de la sangre francesa de su madre, se las había arreglado para convertirse en un buen oficial de caballería, un maldito inmejorable jugador, y parte inherente de la infame rama familiar de Londres.

Y Alethea no lo había desterrado de su vida, un bendito milagro teniendo en cuenta que ella lo había visto en sus peores momentos, y no había renunciado a él, por razones que él nunca imaginaría. Él la amaba. ¿Qué hombre en su sano juicio no lo haría? ¿Qué vio en él? Era desconfiado, engañoso, impulsivo, y estaba lleno de cicatrices por encima de todo.

Sólo sabía que cuando fue derribado, se levantó, tambaleándose a menudo, demasiado entumecido o tonto para hacer otra cosa. El día de su muerte sería el día en que no podría levantar su aguerrido cuerpo de la tierra. La vida asaltándolo. La asaltaría, él mismo, de nuevo. Nunca había tenido aspiraciones de ser un héroe, excepto tal vez en lo que se refiere a Alethea, y si ella pensaba que era valiente, bien, había hecho un trabajo condenadamente bueno al engañarla, eso era todo.

Bajó las escaleras para llegar al vestíbulo de la planta baja, mirando a un escenario que había recurrido a él en lo que podría llamarse su vida anterior. Las cortesanas presentes contaban con una belleza refinada, sus habilidades eran legendarias en Londres. Reconoció un miembro prominente de la Oficina de Guerra, un secretario de la Compañía East India, un vizconde que se había hecho un nombre conociéndose como pintor de retratos. Oyó que le llamaban, se quedó atrás vacilando hasta que una figura oscuramente vestida se delató a sí misma desde el aparador, levantando una copa de brandy en reconocimiento.

– Es pasada la medianoche, Cenicienta. Tengo que regresar a la casa como un hombre casado.

Él y Drake caminaron juntos en un amigable silencio hacia la puerta, el rígido mayordomo de la señora Watson hizo una reverencia y chasqueó los dedos huesudos en el aire. Dos hombres a pie aparecieron portando antorchas para iluminar el camino de los hombres hacia el transporte que esperaba.

– ¿Hay algo que pueda hacer para que su viaje de regreso a casa sea más cómodo, Lord Drake… Sir Gabriel? -les preguntó, tan exacto como un reloj Continental.

Drake pasó junto a él.

– Estamos bien para la noche. Si me permite darle…

Gabriel miró a los huéspedes recién llegados, que merodeaban en el escalón más bajo de la casa, y su mirada de inmediato se endureció con desprecio. Se detuvo mientras Drake continuaba hacia el carro.

El hombre de la capa de rayas de leopardo lo miró con una sonrisa de reconocimiento.

– Ah, Sir Gabriel, veo que nos encontramos de nuevo… aunque en casa de otra prostituta.

Drake giró en el pavimento, su hermoso rostro oscureciéndose.

– Le ruego me disculpe, señor. ¿Se está dirigiendo a mi primo?

El sutil cambio en la postura de Drake debió haber transmitido un mensaje. En el momento en que sus hermanos Heath y Devon Boscastle se habían unido a él en la acera, su cochero y los dos lacayos dieron un paso atrás. Gabriel miró a los bastones de aspecto siniestro que sus primos sostenían, y luego sacudió la cabeza con firmeza.

Esta era su lucha.

– Lord Hazlett -dijo con voz fría-, había esperado realmente que usted y yo nos encontráramos otra vez. Hay algo sin terminar entre nosotros.

Guy quedó junto a él a la luz de las velas del vestíbulo del serrallo. Tenía el rostro cruel de un hombre privilegiado, acostumbrado a usar a otros, un hombre que verdaderamente creía que tenía derecho a hacer lo que quisiera. Ahora, estando de pie delante de Sir Gabriel Boscastle y sus primos, parecía asumir que compartirían sus puntos de vista degradantes sobre la mujer, y el mundo, en general.

– Gabriel -dijo con una sonrisa condescendiente-, somos caballeros que comparten las mismas debilidades. Faltaría a mi deber si no te confiara que Alethea Claridge no es mejor que las chicas de la casa de la señora Watson.

Gabriel vio a Devon dar un paso hacia adelante como para protegerlo. Hizo un gesto repentino, y su primo se quedó atrás.

– ¿Qué me estás diciendo, Hazlett?-le preguntó en voz baja.

Guy miró a su alrededor como si se acabara de dar cuenta de que él y Gabriel no estaban solos.

– ¿Estás embrujado, mi amigo? No lo estés. Mi hermano estaba dispuesto a casarse con ella, él ya la domó para ti. Estoy seguro de que apreciarás no tener que iniciar a otra virgen. Entiendo que ella dio batalla al principio.

Si Guy dijo cualquier otra cosa, Gabriel no pudo escucharlo por el rugido de la sangre en su cabeza. Dio un paso atrás, sus puños apretados. Sintió a alguien, Drake o Devon, poniendo una mano sobre su brazo, tratando de detenerlo. Pero no sería detenido. Entendía que sólo tenían la intención de luchar por él. Pero él había pasado su vida luchando sus propias batallas.

La verdad era que nunca había luchado por nada tan importante para él, excepto tal vez por su madre. No había sentido mucho esta pasión incluso en Waterloo.

Golpeó a Guy directamente debajo de la barbilla y oyó el satisfactorio crujido de los huesos. Podría haberse roto sus propios nudillos, pero no podía sentir nada. El gemido de dolor de Guy indicó que había sufrido al menos una fractura de la articulación de la mandíbula, lo que debería mantenerle la boca cerrada durante un mes o dos.

– Vamos, Gabriel -dijo Drake amablemente por encima del hombro-. No es nada agradable cometer asesinato justo antes de tu propia boda. Espera una semana o dos.

Gabriel se enderezó con la intención de exigir que el cabrón de su primo se fuera y se metiera en sus propios asuntos cuando Guy se levantó de un salto y le dio un puñetazo en el ojo.

Gabriel vio luces estallar detrás de su párpado derecho mientras se tambaleaba contra la dura estructura de Drake, sólo para ser empujado de nuevo hacia Guy murmurando un incentivo de Drake.

– Dale una buena en los huesos por mí. Eso fue un golpe sucio, golpear a un hombre cuando gira la cabeza. Si yo estuviera en tu lugar…

Esas palabras de aliento se afianzaron en la fértil tierra de la ira enconada de Gabriel. Entumecido por el punzante dolor de su ojo, ignorando la carne ensangrentada que colgaba de sus nudillos, golpeó a Guy otra vez. Y otra vez. Atacó hasta cuándo Hazlett finalmente se tambaleó hacia atrás y se desplomó en las escaleras, sin hacer ningún intento de levantarse.

Le había tomado un momento a Gabriel darse cuenta de lo que Guy había dicho. Ahora, una insinuación aún más oscura se propagó por su mente como una sombra. Él ya la domó para ti. Los hombres hacían chistes verdes sobre el sexo todo el tiempo. Los hermanos compartían secretos acerca de sus conquistas, exagerando sus proezas para superar al otro. La mitad del tiempo los comentarios eran sólo gilipolleces y fanfarronadas inflamadas para aumentar la propia idea de la hombría.

Pero las burlas de Guy habían insinuado crueldad y violación. Y ahora, de repente, Gabriel entendía, o creyó que lo hacía, por qué Alethea vaciló al mencionar el nombre de Jeremy. Por qué ella había acusado a Gabriel de volver demasiado tarde.

Hazme olvidar, Gabriel.

¿Olvidar qué? Oh, Dios.

No había estado allí para protegerla. Ella había sido degradada tan profundamente que no lo pudo admitir ante nadie. Que idiota era, no lo había hecho más fácil para ella ser honesta acerca de su humillación. Lo había manejado todo mal, sin consideración ni honor.

No era demasiado tarde, sin embargo. Él y Alethea podría estar rotos en partes, pero se pertenecían el uno al otro, y siempre lo serían. Juntos harían un ser completo.

Ahora comprendía que la había herido con sus celosas acusaciones hoy en vez de comprender lo que ella y Audrey no decían. Se tragó el sabor amargo en la parte posterior de su garganta. Él la había dejado con una imagen de sí mismo que no era mejor que la del bastardo que la había herido.

– Gabriel. Gabriel. -Una voz masculina, a continuación un par de manos firmes sobre sus hombros, penetraron su desconcertada furia-. Vamos, entra al coche. Has hecho tu demostración más elocuente. Mírame, primo. ¿Cuántos dedos sostengo?

Se dio la vuelta, sin detenerse a considerar a quien asaltaba, reaccionando por puro reflejo. Un brazo musculoso bloqueo el golpe que tenía la intención de lanzar. Él se echó hacia atrás, recuperó el equilibrio, y se encontró mirando el dedo índice de su primo Devon meneando debajo de su nariz.

– Te has dado un buen golpe en la cabeza, Gabriel. ¿Cuántos dedos sostengo?

Gabriel golpeó con fuerza la mano de su primo con un resoplido de burla.

– No me puedes engañar. No es un dedo eso que estás ondeando en mi cara. Es tu vara, esa cosa escuálida que tienes. Me daría vergüenza mostrarla en público.

Devon se echó a reír.

– No hay necesidad de rebajarse a insultos personales. Vámonos.

– Pero no he terminado.

Devon miró más allá de él a la figura encapuchada tendida aturdidamente en los escalones de la entrada de Audrey.

Un par de lacayos ya estaban listos para sacar a Guy fuera de la vista de los transeúntes. No complacería a los clientes de clase alta tener que caminar alrededor de ese espectáculo ofensivo.

El ayudante del mayordomo salió de la casa, echó una mirada de reconocimiento a los Boscastles, y luego dijo a los criados:

– Llevad a esta persona al montón de basura. La señora Watson no quiere que sea admitido en su casa ni que ensucie su entrada. Tenemos una reputación que mantener.

Gabriel se volvió hacia los tres hombres reunidos en un semicírculo a su alrededor. Él sonrió con tristeza. Nadie había estado nunca de modo tan decisivo para él antes, con la excepción de Alethea Claridge. Había llegado a pensar que no merecía tal lealtad.

Infierno, que había trabajado suficientemente duro para demostrar lo mal que estaba, y ahora tenía que hacer la elección final… ¿podrían las personas que lo amaban tener justificativos para creer que era un buen hombre, o demostraría que era tan inútil como su padrastro había afirmado?

Heath le puso la mano en el hombro.

– Estamos volviendo a la fiesta. ¿Vienes?

– ¿Fiesta?

– El cumpleaños de Grayson -dijo Drake, apoyándose en la portezuela del coche-. ¿Te acuerdas… el jaleo privado para la familia y amigos cercanos después de que todo el mundo se va?

Gabriel sonrió con cansancio.

– Agradezco la invitación, y en cualquier otro momento me habría sentido honrado de celebrar la edad avanzada de Grayson.

– ¿Pero? -dijo Devon, sonriendo como si no tuviera ningún interés-. ¿Otro juego de cartas?

Gabriel negó con la cabeza.

– No. Tengo que ir a casa.

Drake se apartó de la puerta del carruaje.

– ¿A una casa vacía? -le preguntó con ironía.

Gabriel no respondió. No tenía sentido intentar mentirle a sus primos, hombres que habían pecado como lo había hecho él, pero habían cambiado sus caminos. Ellos podían ver a través de él, y se sentía bien no pretender por una vez que no a él no le importaba. Estaba enamorado, a punto de embarcarse en el mayor juego de azar que nunca había jugado.

– Me voy a casa, a Helbourne -dijo.

Heath asintió con la cabeza.

– Bueno, déjanos en casa de Grayson de camino. Haremos un brindis por ti en la mesa.

CAPÍTULO 37

Llovió tres días seguidos. Al antiguo árbol que crecía sobre el río, le cayó un rayo y se desplomó a través del puente de Helbourne Hall. Varios niños osados, y una pocas niñas, ya había hecho un juego de cruzar al otro lado.

El prado se había inundado y las malezas brotaron en una noche, creciendo en venganza hasta la altura de la cintura de una persona. A la luz de la luna, la muralla de piedra que separaba el hogar de Alethea de Helbourne Hall, desaparecía en cúmulos de neblina húmeda. Los campesinos habían predicho que verdaderamente el otoño llegaría pronto. Sus esposas estaban preocupadas, aunque no se atrevían a decirlo en voz alta, de que algunos de los fantasmas más desafiantes se arriesgarían a la condena eterna, al no volver a sus lugares de descanso después de visitar a sus seres queridos para la víspera del Día de Todos los Santos. El diablo siempre era justo. Y el amor no era una excusa.

Alethea hizo largas caminatas bajo la lluvia, pretendiendo no mirar el camino a cada rato, esperando ver aparecer a cierto caballero oscuro. Ni tampoco admitía mirar de noche desde su ventana para contar si había más ventanas iluminadas en la casa de Gabriel. Su hermano declaró que sería temerario que un hombre viajase con este tiempo, y que Gabriel había pedido su mano, y mantendría su palabra.

Pero ella sabía que Gabriel no era el tipo de hombre que dejaría que una tormenta le impidiera hacer lo que quería. Sus períodos menstruales habían vuelto y se dijo lo afortunada que había sido que no la hubiese dejado esperando a su hijo. No se podía decir que un canalla preferiría una mercancía dañada como esposa.

Se había enamorado de la Alethea pura y perfecta. Y si se había disgustado porque la había visto hablando con Audrey Watson, no se podía imaginar qué iba a sentir cuando admitiera que él no era el primer hombre en conocer su cuerpo.

Pero había prometido decirle la verdad. ¿Volvería para que mantuviera su palabra?

Cuatro días después de haber vuelto a casa, amaneció con el cielo despejado y un arcoíris sobre las colinas. Se puso su viejo vestido de muselina verde-gris, y las botas de media caña usadas, y ayudó a sacar el heno sucio de los establos. Los mozos de cuadra le dieron un espacio amplio para que usara la horquilla. Si adivinaron que estaba atacando a un noble ausente, fueron lo suficientemente sensatos como para permitírselo; pero no era raro ver a Lady Alethea trabajando en los establos, así que ellos trabajaron a su lado.

Tarde esa noche, después de que se había agotado haciendo visitas que podían haber esperado, se dio un baño bien caliente y se vistió para la cena, pero cambió de parecer y se acostó en la cama con las ventanas abiertas. Se sorprendió cuando se quedó dormida, pues tenía muchas cosas en la cabeza. Aún así pudo escuchar a un jinete tronando en sus sueños, las patas del caballo sonaban cada vez más fuerte y más fuerte, hasta que…

Se sentó en la cama, temblando más de anticipación que de frío, mientras la tierra bajo su ventana vibraba en sincronía con su corazón. Alguien cabalgaba en su jardín.

Saltó de la cama y se apresuró a identificar al intruso a caballo que aplastaba los geranios desordenados y las flores de terciopelo que apenas habían sobrevivido el invierno pasado. Él estaba cabalgando el más hermoso árabe gris que alguna vez había visto. La luz de la luna acentuaba el cuello arqueado y orgulloso del animal, y los lustrosos cuartos traseros, y su jinete… él era un magnífico animal en sí mismo también.

Se moría por mirarlos más de cerca, y justo cuando recobró el aliento para llamar a Gabriel, éste enterró sus talones y saltó el muro sur sin ningún esfuerzo, haciendo que el corazón se le parara.

– Fanfarrón -le gritó suavemente, y lo vio volverse a medias para hacerle una caballerosa reverencia.

Se fue a medio galope hacia las colinas, enseguida giró con una gracia que ella envidió.

– No le rompas el cuello a ese magnífico animal, ni tampoco el tuyo -susurró, volviéndose de la ventana.

Voló mientras bajaba las escaleras a oscuras y salió al jardín, casi esperando que el jinete y el caballo de fina sangre hubiesen desaparecido otra vez. Pero Gabriel la estaba esperando en el muro, todavía montado en el musculoso caballo árabe, que levantó su elegante cabeza mientras ella se acercaba torpemente.

– No estás vestida para cabalgar – le dijo, mirándola tan posesivo y nostálgico, que casi olvidó que había jurado vivir sin él.

Pero no podía. Lo que Jeremy le había robado no era nada comparado al dolor que habría sufrido si Gabriel no hubiese vuelto. Pues se había entregado gustosa a él, sabiendo como mujer, que podía perder.

Había vuelto, no como un caballero, lo que era bueno pues se consideraba más una gitana que una dama, sino como la fuerza oscura e ingobernable que siempre había sido.

El niño rebelde que, como sus padres habían predicho, la sacaría del sendero de virtudes que la Sociedad valoraba, si no se cuidaba.

– ¿Sabes qué hora es?

Él sonrió.

– ¿Es muy tarde para ir a cabalgar?

El corazón le dolía con la felicidad de verlo, aunque por dos chelines le podría borrar esa sonrisa pagana de la cara.

– ¿A esta hora? ¿Estás trastornado? Solo un loco…

– …o alguien profundamente enamorado…

– …andaría galopando en este… este hermoso caballo.

– Te gusta. Qué bueno… es tu regalo de bodas. Mis primos me aconsejaron que te comprara joyas. Les aseguré que preferirías un caballo elegante.

– Seguro de ti mismo, ¿verdad? -Lo desafió levantando su cara a la de él.

– Para nada. Pero me gustaría estar seguro de ti.-Estiró su mano enguantada para asirle la muñeca. Sus huesos se sentían frágiles, pero el espíritu debajo era fuerte, inquebrantable. -Cabalga conmigo.

Ella rió con inseguro regocijo.

– Si alguien nos ve…

– …entonces sabrán que los rumores de que rapto doncellas son ciertos. -Se agachó y la levantó, poniéndola delante de él. Sus cuerpos se ajustaban perfectamente en el lomo sin silla del caballo.

Se volvió hacia Gabriel, la risa desapareció mientras la envolvía en sus brazos.

– Prometí decirte la verdad la próxima vez que estuviéramos juntos.

– Está todo bien, Alethea.

– No lo está. Tú deseabas a la niña que yo era, que yo fui, hace mucho tiempo.

– Te deseo como eres ahora -dijo despacio.

– ¿En serio? No soy pura. Estoy deshonrada, arruinada… toda esa inocencia que encontrabas tan atractiva, se fue.

– Alethea.

– Una vez era pura, luego ya no lo era. No era virgen cuando hicimos el amor.

Le besó la nuca.

– Lo sé.

Ella le empujó el brazo.

– No, no sabes. No puedes…, a menos que Audrey te lo haya dicho. Oh…. Te lo dijo. -La voz le tembló.

Él respiró profundo. El aire le quemaba los pulmones, a pesar de estar limpio, sin hollín o jabón de caldera. No la dejaría irse, aunque se estaba retorciendo para soltarse.

– Audrey no me dijo nada.

Inclinó la cabeza para mirarlo.

– Entonces no sabes, no entiendes lo que pasó.

– Lo sé. Vi a Lord Guy Hazlett después de que me fui de la casa de tu hermano.

Se quedó inmóvil, blanca.

– ¿Guy dijo lo que su hermano había hecho?

Él se tragó la rabia que le apretaba la garganta. Deseó que Jeremy no estuviese muerto para poder matarlo él. Deseó haber matado a Guy cuando tuvo la oportunidad. Deseó haber tenido el valor de haberse quedado en Helbourne, para que nadie le hubiese causado este dolor a ella.

– Maldición -dijo con voz ronca-. No te deseaba por tu pureza, lo que sea que eso signifique.

– ¿No? -Descansó la cabeza contra su hombro. Los rizos oscuros se desparramaron sobre su regazo-. Lo mencionaste más de una vez.

Se limpió la garganta.

– Lo hice porque creí que te agradaría que yo… bueno, que no me atraía la impureza, como mi reputación afirmaba.

– Audrey fue amable conmigo la noche que pasó.

Se sintió enfermo por dentro, avergonzado por la conclusión a la que había llegado.

– Me habría gustado haberlo sabido entonces.

– No te lo habría dicho -le contestó sin aliento.

– ¿Por qué no?

– Me has visto como si hubiese estado en un pedestal toda mi vida.

Él profundizó el abrazo, hundió los talones y el caballo salió disparado.

– Me viste una vez en la tabla de castigo público, y si entonces te puse en un pedestal, nada de lo que alguien te haya hecho, hará que disminuya lo que eres ante mis ojos.

CAPÍTULO 38

Alethea contuvo la respiración mientras Gabriel medio la arrastraba por la crujiente escalera de Helbourne Hall.

– ¿Qué fue esa cosa que voló sobre nuestras cabezas? -susurró.

– No lo vi. -Él se rió-. Pudo haber sido un murciélago o una bala. No, no fue una bala. Todos los criados están borrachos en la cama a esta hora.

– ¿Murciélagos? -Su voz hizo eco-, creía que era sólo un rumor. Me daba cuenta que esta casa es una desgracia. Pero, murciélagos…

– He oído que el dueño es peor aún. -La hizo echarse hacia atrás, contra la balaustrada, su cuerpo duro dominándola-. Diría que tanto él como esta casa, están necesitando terriblemente una esposa.

Su erección gruesa protruía en la barriga de ella a través de sus pantalones de gamuza. De repente le surgió una necesidad inesperada de explorar los secretos varoniles de su cuerpo. Dejó escapar el aire, abrazándole el cuello mientras él la levantaba en sus brazos.

– Yo diría que la esposa va a necesitar un buen suministro de lejía, y varios pares de manos resistentes.

Una sonrisa lenta se expandió a través de su cara.

– El esposo tiene dos manos robustas, pero esta noche serán para darte placer. Podríamos salir a los establos si estás con ánimo de acrobacias en el campo. Están tan bien fregados como los acantilados de Dover.

– Y tan frío como me lo imagino -dijo con una inflexión en la voz, de sólo pensar en sus manos sobre ella.

Subió a grandes trancos el resto de los peldaños, llevándola por el pasillo, abrió la puerta de una patada y entró a un dormitorio escasamente amoblado con una gran cama de roble, un escritorio rayado, y un lavabo en una esquina. Las altas ventanas estaban abiertas al viento de la noche, como lo habían estado las de ella.

Se estremeció cuando la depositó en la cama deshecha, y se enrolló en la almohada que olía a él. Su duro rostro la excitaba. Tembló al pensar en someterse a sus deseos más perversos. ¿En qué se había transformado? No le importaba. Era de él.

– Todavía te observo desde mis ventanas -murmuró quitándose los guantes, para en seguida quitarle el vestido de muselina verde manzana, las enaguas bordadas, la camisa de seda. Se puso al lado de su cuerpo desnudo, la mano de él deslizándose por su espalda hacia los globos de las nalgas-. Aunque debo admitir que prefiero la vista desde aquí. ¿Te importaría si prendo una vela para verte mejor?

Se estiró y lo tomó de las solapas de su gruesa capa de lana.

– Sí, me importa. Solo quítate la ropa y abrígame.

Se le oscurecieron los ojos.

– Lo haré mejor.

Ella arqueó la espalda, sintiendo la humedad entre sus muslos.

– Gabriel, te deseo tanto.

Se agachó y la besó, hasta que se calmó bajo él con un suspiro.

– Soy tuyo. -Y cuando deslizó la mano por sus muslos, ella se estremeció con una descarada anticipación y se elevó, invitando su toque.

– Gabriel. -Sintió cuando sus dedos la abrieron y se enterraron profundo, luego más profundo aún, hasta que jadeó, dejando de lado toda pretensión de inhibición, haciendo surcos con los talones en el colchón, sacudiendo las caderas para ofrecerle más-. Gabriel te necesito. Te necesito dentro de mí.

– He esperado toda mi vida para escucharte decir eso.

Retiró la mano. Ella gimió. Su hendidura palpitaba, solo él podía calmar su excitación y dolor.

Él se quitó la camisa y los pantalones, estirando sus músculos relajadamente, como si supiese que la vista de su cuerpo escultural la excitaría. Puso su pene grueso en sus palmas, y la miró a los ojos.

– No puedo respirar cuando me miras así. Quiero que me toques.

Se rió con eso y se abrió gustosa, permitiéndole creer que la había reclamado hacía mucho, cuando era una muchacha voluntariosa, y lo había escogido como su campeón.

– No te esperaré otros siete años, Gabriel.

– Y sería una maldita bendición -susurró-, porque no creo poder durar otros siete minutos.

La besó mientras se arrodillaba entres sus muslos abiertos y se introducía a sí mismo en el íntimo calor de su cuerpo. Ella gimió guturalmente y se esforzó hacia arriba para tomar más de él. Sus pezones oscurecidos y la humedad de su sexo, facilitaban la penetración.

Pero él quería proporcionarle placer, rehusando penetrarla completamente, burlándose, con pequeños empujes superficiales de su pene, frotándole el grueso nódulo entre los hinchados labios vaginales, hasta que ella empezó a moverse en un ritmo lento y excitante.

Se levantó apoyada en los codos.

– Haré cualquier cosa que me pidas.

– ¿Cualquier cosa? -le dijo, levantando las cejas-. Lady Alethea, creo que te he llevado por el mal camino.

– ¿Te has olvidado de que no soy el ideal de tu pasado? -susurró, mientras acariciaba con las yemas de los dedos su impresionante erección.

– Una buena cosa, de todas maneras -dijo respirando con dificultad-. ¿Qué haría un hombre como yo con un ideal?

– ¿Qué sugieres?

Ella se mordió el labio inferior, temerosa de perder el juicio. Héroe de sangre caliente, pensó. Quería empujar. Su cuerpo no sólo respondía a las demandas de él, sino que se encontraba en una búsqueda propia. Él le sonrió como si supiese. Hombre, mujer. Gabriel, Alethea. ¿Por qué se habían demorado tanto?

– Todavía estás estrecha – le dijo con los dientes apretados-. No creo que estés lista para lo que quiero hacer.

– Estoy lista para jugar.

– ¿Sí? -susurró, empujando lentamente, con la espalda arqueada-. Me gusta jugar. -Se retiró totalmente y la observó luchar para respirar-. Y siempre gano.

– No al whist.

– Pero este es mi juego.

Ella desafió su afirmación, y en ese desafío rompió las cadenas que la ataban. Crianza, humillación, aceptación de un destino sola. Todos engaños desenmascarados por su mano. No podría creer que se habría casado con otro hombre, sabiendo en su interior que en sus sueños vería la cara de Gabriel, y que era a quién deseaba cada vez que pasaba por la plaza donde lo habían avergonzado…y le había robado el corazón.

Y ahora estaba en la cama con el chico más perverso de Helbourne. Si la naturaleza seguía su curso, el próximo año para esta época, estaría corriendo atrás de un niño en el parque del pueblo. Dio un grito apagado tratando de respirar. Rogó tener fuerza, y pasó las manos codiciosamente por la espalda, los flancos, las nalgas. No lo podía tomar más profundamente en su cuerpo. Nunca iba a poder estar suficientemente cerca del hombre que había amado su vida entera.

La penetró más. Ella invitaba cada embestida, dándole la bienvenida, hasta que se partió en dos con él.

CAPÍTULO 39

Gabriel se despertó una hora después, sus piernas enredadas en las sábanas que llevaban el anagrama del anterior dueño de Helbourne. Durante unos largos momentos de incomparable dicha no se movió. Observó con solemne contemplación la espalda de Alethea mientras ella dormía.

En sus encuentros anteriores este podía haber sido el momento en que él se habría subrepticiamente vestido y escabullido de la habitación. Ahora no sentía ningún deseo de escapar sino sólo una conmovedora gratitud por que ella no lo había abandonado.

– Y no te dejaré marchar -dijo en voz baja.

– Sí, lo hará -una colérica voz dijo desde la puerta.

Se incorporó, alcanzando lentamente la pistola a los pies de la cama. Pero cuando reconoció a la figura que caminaba a través del umbral bajó su brazo y lo colocó alrededor de los hombros de Alethea. Ella no se despertó. Él se movió con cuidado contra el cabecero, su cuerpo orientado para protegerla.

– La advertí sobre usted -el intruso dijo. Era el intrigante ladrón que Gabriel había cogido en los bosques. Y maldición si el joven depravado no sólo había irrumpido en la habitación de Gabriel sino que estaba blandiendo la misma espada que él no había podido robar antes.

Gabriel tiró de la cocha hacia arriba alrededor de los hombros de Alethea.

– Todo el mundo la ha advertido sobre mí. ¿Cuál es tu nombre?

– Gabriel.

Sonrió.

– ¿Quién infiernos te llamó así?

– La gente en la parroquia, quienes me llevaron dentro después de que yo me escapara del orfanato. Dijeron que les recordaba a alguien. -La espada tembló ligeramente en su agarre-. ¿Las ha lastimado?

– No. ¿Por qué pensarías eso?

– La he visto llorando en los bosques esta última semana, y usted se había ido. Y ahora… -no miró hacia abajo a la cama-…usted está aquí.

– Así es. Me voy a casar con ella. Esa espada parece pesada. Pienso que deberías dejarla.

Gabriel.

– ¿Ella quiere casarse con usted?

Gabriel bajó la mirada al perfil de ella.

– Sí. -Levantó la mirada con una irónica sonrisa-. ¿Eres tú el que va a luchar contra mí si la lastimo?

– No. Lo mataré.

– Una valiente ambición. Deja mi espada.

– ¿Está seguro de que ella está bien?

– Sí. -Gabriel replicó-. Y estoy muy seguro de que si se despierta y se da cuenta de que la has visto aquí, estará muy trastornada.

Él se alejó de la cama.

– Deja la espada en la puerta -dijo Gabriel, todavía sin moverse.

El muchacho se encogió de hombros pero bajó su brazo, su cara denotando un fugaz alivio.

– ¿Te gustan los caballos? -Gabriel le preguntó con curiosidad.

– Dios, sí.

– ¿Y lucharías para proteger a Lady Alethea? ¿Por qué?

Se encogió de hombros otra vez. -Ella ha sido amable conmigo. No soy un lunático detrás de ella, aunque, es que eso lo que usted está consiguiendo.

Gabriel sonrió.

– No es cierto. Pero necesitaré otro mozo de cuadra para ella y su caballo.

– ¿El árabe en su establo?

– Pienso que podría criar purasangres. Si estás interesado, ven a mis establos mañana.

Él asintió con la cabeza con entusiasmo.

– Y Gabriel…

– Sí.

– Nunca debes levantar un arma hacia mí de nuevo, sólo si alguien alguna vez amenaza a Lady Alethea…

– Sé que hacer.

Alethea suspiró y giró la cabeza. -Gabriel -murmuró con una sonrisa-. ¿Has dicho algo?

Él sintió una oleada de protector amor y anhelo físico.

– Tengo que llevarte a tu casa. Casi es de día.

– Abrázame. No quiero irme.

– No quiero que lo hagas, tampoco, pero no voy a enfadar a tu hermano otra vez. Después del desayuno mañana iré a verlo y haré las paces.

– Él no entiende lo que pasó entre nosotros -dijo ella.

– No me imagino por qué. Pero cuando estemos todos viajando de regreso a Londres para reunirnos con mi familia y planificar nuestra boda, prometo tener mi mejor comportamiento.

Ella tocó su hombro. Siempre amó su oscura, morena complexión, una combinación del sol y su sangre de Borbón.

– ¿Crees que tu madre vendrá?

– Lo dudo. Al parecer se ha casado con un duc.

– ¿Una duquesa francesa?

– Así me han contando -sacudió su cabeza-. He oído de ella sólo dos veces en un año. Ella me envía dinero. Yo lo envío de vuelta.

Ella se contoneó hacia arriba contra su pecho. -¿Y tus hermanos?

– No tengo ni idea. -Miró fuera de la ventana-. Han seguido sus propias vidas. Si yo hubiera sido más mayor puede ser que me hubiera ido con ellos, pero… bien, no podía dejarla con mi padrastro.

– ¿Habrías regresado?

– Sí, con el tiempo, pero nunca me hubiera quedado si no fuera por ti.

– ¿Me habrías amado si me hubiera convertido en una prostituta y trabajado en la casa de la Sra. Watson?

Él se dio cuenta que provocaría su ira sin importar que respuesta diera así que dijo la primera cosa que le vino a la mente, nunca el camino más prudente al tratar con una dama.

– Sí. Todo hombre desea una cortesana por esposa, asumiendo que ella sea sólo su cortesana, y… -la hizo girar debajo de él, su pesadamente musculoso cuerpo fijándola a la cama-. Y probablemente te he ofendido. Así que no te dejaré marchar hasta que me perdones.

La boca de ella se curvó en una sonrisa.

– No estoy ofendida. Intrigada, tal vez.

Él miró en sus ojos.

– Me casaría contigo aunque te convirtieras en un húsar prusiano.

Ella le sonrió.

– No estaría permitido.

– Encontraríamos una forma -dijo él, moviéndose con cuidado sobre su lado-. Está amaneciendo. -Miró pensativamente hacia abajo a su fascinante cuerpo, enrojecido después de una noche en su cama-. Vistámonos antes de que me tientes de nuevo.

– Gabriel -su voz fue suave, pensativa.

– ¿Sí? -preguntó, inclinando su cabeza para introducir un hinchado pezón en su boca.

– ¿Estabas hablando con alguien cuando yo estaba dormida?

– Sí. -Levantó la cabeza-. Con Gabriel.

Su mirada vagó sobre sus exuberantes pechos y culo cuando ella se levantó de la cama. Toda esa piel de melocotón satinada y su sensual belleza, suya para siempre. Sus ojos siguieron sus gráciles movimientos mientras ella se agachaba hacia el suelo a por sus medias. Su salvaje pelo derramado sobre la cama, sobre sus muslos.

– ¿Estabas hablando contigo mismo? -le preguntó con diversión, levantando la mirada, sus enaguas en su mano.

Él titubeó, mirando la espada junto a la puerta. Encontraría la forma de decírselo más adelante sin admitir que su joven defensor la había atrapado en la cama.

– En una forma de hablar. -Y había verdad en eso, porque entendió lo que quizá ella había visto en su huerfanidad. La parte quebrada de él mismo que había deseado luchar contra el mundo-. ¿Sólo te sentías atraída hacia mí porque yo era un chico travieso? -la preguntó con indiferencia, tirando de sus pantalones de piel de ante.

Ella se apartó el pelo de la cara, sus ojos marrones danzando.

– Igual que tú te sentiste atraído por mí sólo porque yo era la dama perfecta.

Se arregló entre Gabriel y el hermano de Alethea al día siguiente que la boda se llevaría a cabo el Día de la Fiesta de San Miguel en Londres. Cuando Robin reveló esta información a Lady Ponsby, quien había estado esperando con el alma en vilo por el anuncio, lanzó un suspiro de alivio que pudo ser oído desde la habitación contigua, donde Alethea estaba sentada escribiendo cartas a las damas Boscastle quienes habían hecho amistad con ella y se habían convertido en su familia.

– ¿El día de la Fiesta de San Miguel? -murmuró Lady Pontsby-. ¿El día que Lucifer fue expulsado del cielo?

– Si hay una superstición contra contraer matrimonio en ese día -dijo Robin-, por favor, no lo compartas con mi hermana.

– La única superstición en cuanto a la Fiesta de San Miguel de la que soy consciente es que una nunca debe comer moras después de ese día porque el diablo ha escupido sobre ellas.

– Entonces esperemos que si hay moras servidas en el desayuno de bodas nuestro diablo estará a mano para dar de comer a su novia.

Pasó una semana de alegre correspondencia de ida y vuelta entre Sir Gabriel, sus viejos amigos y los Boscastles. El conde, su hermana Alethea, sus amigos, y la familia Boscastle.

– Dios del cielo -dijo Lady Pontsby con placer ante la colección de cartas y pequeños regalos que llegaban diariamente-. Uno pensaría que ella está casándose con una institución.

– La familia Boscastle lo es -dijo Robin-, y cada uno más infame que el otro.

Además se acordó que la semana anterior a la boda la pasarían en Londres satisfaciendo las obligaciones sociales y haciendo compras para la novia, de quien su prima mayor se lamentó de que vistiera como un ratón de campo. Alethea señaló que no había tiempo para unas pruebas de ropa adecuadas de todos modos. Sin embargo, de repente se sintió fuera de moda, recordando la elegancia natural de las mujeres Boscastle que había conocido.

Pasó los primeros tres días en la ciudad con su prima y Chloe, la Vizcondesa Stratfield, quien la arrastró del sombrerero a la modista y a la costurera con inagotable energía. En la tarde del cuarto día fue invitada por Jane Boscastle, la Marquesa de Sedgecroft, a asistir a una privada reunión familiar.

Gabriel fue invitado por uno de sus antiguos oficiales de regimiento a asistir a una cena esa misma noche, el propósito era lamentar la pérdida de uno de los libertinos de Londres por la ratonera del párroco.

CAPÍTULO 40

La cena tuvo lugar en Mayfair en la casa de Lord Timothy Powell y su amante Merry Raeburn, una popular joven actriz de Drury Lane que una vez había fijado sus esperanzas en demandar a Gabriel como su protector. A pesar de que otros hombres más viejos y más ricos la habían perseguido, había estado encaprichada con él durante más de un año, demasiado tiempo para una aspirante a cortesana. Al parecer el Duque de Wellington se había declarado a sí mismo como su pretendiente. Varios folletos exhibidos en las ventanas de una imprenta de Londres hicieron alusión a una relación de buena fe. Merry negó esas acusaciones, al igual que el duque. Ahora se había conformado con Timothy, quien no era ni tan hermoso ni tan excitante como Gabriel Boscastle. No obstante, él había luchado dos duelos por su honor y se movía en los círculos aventureros.

Ahora que Gabriel, para incredulidad de todos, se casaba con una dama que parecía tener pocos intereses en los juegos amorosos de la sociedad, las oportunidades de Merry para seducirlo parecían muy débiles. Consiguió, sin embargo, atraparlo en el pasillo durante unos pocos momentos en su camino hacia las escaleras que conducían a la sala de juegos.

– Merry. -Parecía incómodamente divertido de estar a solas con ella-. Justo voy a reunirme con Timothy -dijo, sin aceptación en sus ojos que alguna vez habían estado en el borde de una aventura amorosa-. Esta es una espléndida fiesta, probablemente mi última como soltero. Yo…

Era tan cortés, tan formal en contraste al granuja que ella había conocido en primer lugar, que Merry supo que lo había perdido como potencial protector. Sin embargo, su orgullo no le permitía soltar totalmente el gancho. Se consoló a sí misma con la posibilidad de que sus instintos varoniles hubieran sido dañados en Waterloo. ¿Por qué un libertino se adhería ahora a las normas que previamente había alardeado? Ella creía estar a la altura de su deseabilidad sexual. Había rechazado varias ofertas antes de que Timothy le presentara un generoso contrato para ser su protector. Ella había dicho que Gabriel era insuperable en la cama. Lo deseaba, aunque sólo fuera una vez. Él era delicioso, un peligro que las mujeres adoraban.

– ¿Estás enamorado, Gabriel? -le preguntó suavemente, la posibilidad tan intrigante para ella como tan poco probable de que ella experimentara alguna vez ese tipo de aflicción. Una cortesana exitosa no se atrevía a pensar en semejantes términos, incluso si ocasionalmente caía en el error de encariñarse por uno de sus admiradores. Si Gabriel de verdad se había enamorado de esa dama de pueblo, Merry y sus cohortes tendrían que preguntarse cómo había sucedido, y cómo habían perdido la oportunidad de capturar su esquivo corazón. Ninguna de ella lo había considerado como un potencial marido.

Se colocó a sí misma directamente en su camino. Por si él tuviera la más mínima intención de apartarse. Merry estaba ofreciéndole cada incentivo. Era delgada, apenas veintiún años, una joven culta una belleza rubio platino que vivía para complacer.

– Nunca imaginé que perderíamos tu compañía -añadió con un enfurruñado suspiro-. ¿Tienes que casarte con ella? -preguntó, como si que él hubiera fecundado a la hermana de un conde explicara la repentina ceremonia.

Él sonrió.

– Sí, estoy enamorado, y tengo que casarme con ella, aunque por ninguna otra razón más que porque no puedo vislumbrar mi vida sin ella. ¿Esto ha satisfecho tu curiosidad?

La resultó imposible admitir su franqueza.

– En verdad, Gabriel, confieso que mi curiosidad es más despecho que satisfacción. Nunca soñé que estabas dispuesto a tener una relación permanente.

Él sonrió mirándola a la cara.

– No lo estaba. De hecho, puede que haya estado encerrado en una picota toda mi vida, esperándola para liberarme.

Ella arrugó su nariz.

– Que horroroso sentimiento. Espero que no te vuelvas poético con nosotros después de casarte. Eras un invitado más provocativo como jugador.

– Hablando de lo cual, estoy en mi camino a la sala de juegos. ¿Quieres acompañarme? Estoy seguro de que Timothy está extrañándote.

– Ve tú mismo. No deseo oler a cigarrillos para el resto de la noche.

Él se giró. No había ningún criado en el pasillo para guiar las correrías de los invitados.

– Es a la izquierda, ¿verdad?

– Sí -dijo ella distraídamente cuando una voz la llamó desde la parte inferior de las escaleras-. La tercera habitación al fondo… frente a mi dormitorio, no es que estés interesado. La puerta está abierta. Siempre está abierta para ti.

Sonrió mientras ella se marchaba enfadada, mirando una vez hacia atrás para darle una esperanzadora mirada. -Habríamos tenido un affaire hermoso, Gabriel. Nunca sabrás lo que te has perdido.

Él sacudió su cabeza y siguió caminando por el pasillo, echando una mirada divertida a la habitación espléndidamente decorada de Merry.

La colcha de raso ámbar había sido puesta para la noche. Vino y copas colocadas sobre una bandeja junto con un plato de desmenuzable queso blanco, galletas y pasteles de crema de frambuesa.

Y no lo tentó en absoluto.

Cuando se giró de nuevo al pasillo, escuchó la débil rotura de un cristal, seguido por unos amortiguados pasos. ¿Había tenido Merry un admirador secreto al acecho? ¿Uno que se había enojado, o uno que no había estado invitado en absoluto? Contó el número de invitados con quienes había cenado. Cinco se habían ido con Timothy a jugar a las cartas. Los otros habían permanecido escaleras abajo.

Atravesó la puerta.

La ventana que daba al callejón trasero estaba abierta, una brisa fresca fruncía las cortinas. Sintió una punzada de alerta en su nuca. Un pequeño tarro de cosmético yacía roto en el suelo de madera. ¿Una ráfaga de viento lo tiró del tocador? Inverosímil, considerando la distancia.

Cruzó el cuarto y bajó la mirada al callejón de abajo. Había otra casa en la esquina que era utilizada como una casa de juegos. Podía ver un puñado de hombres bien vestidos jugando en el balcón, aristócratas quienes podían permitirse perder y que perdían a menudo.

Se giró de la ventana y vio la figura enmascarada de un hombre de pie en la puerta del armario ropero, mirándole.

Pero el entretenimiento de la noche no había sido un baile de máscaras.

– ¿Está usted perdido, señor? -el hombre le preguntó con aire de autoridad.

Gabriel caminó alrededor de una silla. Algo en esa profundamente resonante voz revolvió un nebuloso recuerdo. ¿Era uno de los Boscastles interpretando un ardid en su última noche de excesos de soltero?

Reprimió una sonrisa. Merecía ser atrapado después de todas las perversas tácticas que había utilizado con sus primos, particularmente con Drake y Devon, quienes habían sido invitados a la fiesta de esta noche pero no habían presentado su comparecencia. Si no miraba detrás de él, probablemente terminaría en un carro de nabos rodando por Picadilly o en cualquier otra fiesta atendido por cada mujer y compañeros de juegos que tuvieran rencor contra él.

El pensamiento de aguantar otra fiesta lo volvió impaciente por ver a Alethea. Sus amigos reirían si supieran que él prefería jugar al whist con ella que al faro con un príncipe extranjero quien no se estremecería si él ganaba o renunciaba a una fortuna.

Pero él parecería una mala presa si al menos no fingiera estar de acuerdo con sus bromas, aunque todavía no podía determinar la identidad de este enmascarado caballero-bromista. ¿Y toda esa conversación con Merry… había sido parte de un elaborado esquema para atraerlo a esta habitación?

Sólo podía imaginar las humillantes consecuencias si hubiera sucumbido a su oferta. Era la clase de sucio truco que hubiera jugado él mismo.

Se relajó, mirando fijamente al otro hombre.

¿Era su primo Devon Boscastle, cuya corta etapa de vida como salteador de caminos que demandaba besos de sus víctimas femeninas le había traído una breve pero embarazosa celebridad? Entrecerró los ojos.

Devon no.

Este hombre tenía unos hombros ligeramente más anchos y una graciosa aura sobre él, como si estuviera burlándose de Gabriel para identificarlo. Quizá necesitaba oírlo hablar otra vez.

– ¿Está usted perdido, señor? -Gabriel preguntó, acercándose más.

– No -el extraño contestó con regocijo-. No pero como todo el mundo cree que lo estoy, agradecería si usted no los ilumina. Supongo que puedo contar con usted.

Gabriel buscó en su cerebro para situar esa voz.

– ¿Es usted parte de una broma que se me gastó?

– Puede que lo haya sido alguna vez -el hombre respondió con una irónica sonrisa.

– ¿Entonces eres un Boscastle?

– Sí. Y tú vas a casarte pronto, según tengo entendido.

– ¿Estás invitado a la boda? -Gabriel preguntó con indiferencia, intentando bajar la guardia del hombre para que así continuara hablando. Su máscara y la capa con capucha le hacían difícil poner una cara a esa actitud vagamente familiar.

– ¡Ay! no voy a poder asistir.

– ¿Vienes a jugar a las cartas, sin embargo? -Gabriel preguntó con curiosidad.

– En realidad no, estaba a punto de salir.

– ¿A través de la ventana de la habitación de su anfitrión y anfitriona? Eso no demuestra muy buenas maneras.

– No estoy seguro de que la Srta. Raeburn haya respetado los buenos modelas ella misma. O así he oído.

Gabriel asintió con la cabeza como si estuviera dentro de una conspiración.

– ¿En qué me estoy metiendo esta noche? No tienes que derramar el bol entero de sopa. Haré lo mejor para actuar como el chico retardado de la familia.

Una suave pisada retumbó fuera de la habitación. El hombre de la máscara miró hacia arriba bruscamente.

– No me reconoces, ¿verdad?

Una sospecha se levantó en la mente de Gabriel. No era uno de sus primos.

– ¿Dominic?-supuso-. ¿El marido de Chloe?

Ante la breve vacilación del hombre, ese recuerdo oculto se movió dentro de la mente de Gabriel de nuevo.

– ¿Eres parte de una broma? -le preguntó directamente-. Si es así más vale que termines con esto. Tomaré mi destino como un hombre.

El sibilante susurro de la seda detrás de la puerta podría haber sido desapercibido para hombres menos acostumbrados a robar a través de las sombras. Cuando eso sucedió ambos se giraron a mirar al unísono hacia la interrupción. El instinto inicial de Gabriel fue escapar. Pero entonces se recordó a sí mismo que por primera vez en una década, no había hecho nada que le exigiera huir u ocultar su presencia.

Era el invitado de honor en esta casa esta noche. La presencia del hombre junto a él todavía no había sido clarificada. Quizá no era un bromista después de todo. Quizá Merry tenía una inclinación por los enmascarados caballeros furtivos en su dormitorio. Ella tenía un apetito lujurioso, y de repente él comprendió lo torpe que sería explicar que estaba haciendo él allí dentro.

No tenía ningún deseo en absoluto de ser atrapado otra vez por Merry, o aún peor por otro invitado, quien comprensiblemente asumiría que Gabriel no estaba haciendo nada bueno. Iba a casarse en poco días. Alethea nunca creería que él era inocente. ¿Y quién la culparía?

– Pienso que debería irme- dijo con precipitación.

– Supongo que la señora está buscándote. Francamente, has sido invitado por ella. -Volvió la mirada al huésped enmascarado, quien se había lanzado furtivamente al vestidor-. Espera un minuto -murmuró-. No te atrevas a dejarme solo con la mujer que se ha tomado toda la molestia de invitarte a su cama.

Los hombros cubiertos del hombre se sacudieron por la risa.

– ¿Su cama? -Trabó la puerta del vestidor y se giró para abrir el marco de la ventana, que daba a un callejón repleto de pequeños carruajes, coches de alquiler y carros-. ¿Puedo pedirte un favor?

Gabriel dio unos pocos pasos acercándose, resoplando con regocijo. ¿Cómo demonios había terminado en este rollo?

– ¿Vas a saltar?

– Sí, lo haré. He disfrutado charlando contigo, pero me temo que tendremos que continuar nuestra conversación en otro momento. -El cerrojo crujió cuando fue manipulado por una palanca o la llave maestra. Gabriel miró a su alrededor y sólo entonces se dio cuenta de que dos de los cajones del armario chapeado no habían sido empujados hacia atrás correctamente en su sitio.

– Eres un ladrón -dijo con repugnancia-. No eres ningún amante ni eres parte de ninguna conspiración Boscastle.

El hombre rió de nuevo, apoyándose en el marco de la ventana.

– Quizá no la conspiración que tú pensabas. Es bueno verte de nuevo. Lamento no poder asistir a tu boda. Tu novia es muy bonita, según recuerdo. Sucede que lo has hecho bien por ti mismo.

Gabriel arrancó la daga de su bota.

– Y sucede que no suelo ser condenadamente cordial con un ladrón de casas.

– Tú, Gabriel… ¿en el lado de la rectitud moral? Me gustaría poder quedarme y descubrir como le sucedió eso al duro pequeño hermano que recuerdo con tanto cariño. Creo que estoy orgulloso de ti. Un día tendrás que explicarme como llegaste a esto.

– Hermano… tú. ¡Tú!

La puerta se abrió y una morena, también enmascarada y vestida con un elaborado traje estilo isabelino, se deslizó gradualmente por la habitación.

– ¿Dónde estás, demonio? -susurró ella en voz baja-. He estado buscándote toda la noche.

– No suena muy amistosa para ser una socia -Gabriel dijo irónicamente, inclinándose contra la pared.

– No me delates.

– El infierno que no lo haré. ¿Por qué debo ayudarte? Ni una maldita vez hiciste nada por mí.

– Te devolveré el favor. -Los dientes blancos del hombre destellaron con una mueca familiar, y Gabriel bajó su cuchillo.

– Tú bastardo. Eres el pícaro de Mayfair por el que me han estado echando la culpa.

– Encantador el verte, también, Gabriel.

Y la encapuchada figura se deslizó por una cuerda que había sido asegurada al travesaño, colgó durante dos segundos en el aire, después aterrizó en cuclillas sobre un carro lleno de heno.

Otro hombre emergió del callejón y saltó al carro para conducir un par de ponis moteados. Gabriel maldijo y miró a las sombras de la noche envolviéndolos hasta que sintió la inconfundible boca de una pistola clavarse en sus costillas.

– Gira lentamente con tus manos levantadas. Juro que te dispararé si saltas de otra ventana esta noche. ¿Cómo has cambiado tus ropas tan rápido?

CAPÍTULO 41

A las seis de la tarde de ese mismo jueves, Alethea había pasado rápidamente de la casa de su hermano en Cavendish Square, al más impresionante coche que había tenido el placer de ver. Como hermana menor de un conde, no se conmovía fácilmente, como alguien acostumbrado a movilizarse en un coche de postas. Y cuando los dos lacayos solícitos la habían instalado en el interior, con los seis caballos blancos relinchando con impaciencia aristocrática, una multitud de de curiosos se había reunido en la calzada a observar.

Alguien preguntó fuerte si el Marqués de Sedgecroft había instalado a una amante.

Ella sacó la cabeza afuera por la ventana y dijo,

– Por supuesto que no. Es fiel a la marquesa.

Uno de los reunidos era su prima, Lady Pontsby, que acababa de volver de una conferencia con su esposo. Le hizo una señal de aprobación a Alethea, levantó la nariz y secamente dio instrucciones a los espectadores para que la dejasen pasar. Cuando este intento falló, un lacayo alto e intimidante salió del coche a grandes trancos, con los tacos sonando, y altivamente ordenó que dejasen el paso libre.

– ¿Me podrías decir a dónde me van a llevar? -Alethea le preguntó a esta persona formidable, que reconoció como el lacayo mayor del marqués, el mismo que la había guiado a través de los pasillos secretos de la casa de su patrón.

Usaba peluca, tenía la nariz larga, y era muy atento con esta encantadora dama joven, que según le habían informado, iba a hacer una conexión deseable con la dinastía Boscastle.

Dijo que se llamaba Weed, lo que ya sabía. Le reveló que tenía un hermano, Thistle, también al servicio Boscastle, y ninguna tarea era demasiado trivial para ellos, o sus subalternos, para agradar a Alethea.

Y se dedicó a hacer una inspección minuciosa del interior espacioso del carruaje, como para asegurar su comodidad. Aparentemente todo estaba bien, hasta que la mirada astuta se fijó en sus zapatillas de raso azul, gastadas.

Pareció que se iba a ahogar. A ella se le encendieron las mejillas, probablemente todos sus zapatos tenían una mancha o una peladura o les faltaba un tacón.

– ¿Me llevan a ver al marqués? -preguntó súbitamente ansiosa ante la perspectiva de un encuentro privado, cuando había estado tan serena. No había ninguna razón para temer un encuentro con Grayson otra vez, pero todo este alarde, demostraba una importancia que la ponía nerviosa.

– No, milady – dijo gravemente-. Ha sido invitada a una merienda liviana con la marquesa y las otras damas de la familia.

– Oh, cielos. No sé si estoy vestida de acuerdo a la ocasión. -Por lo que Alethea recordaba, la marquesa podría haber posado para una revista de modas.

Weed golpeó en el techo, con una sonrisa tranquilizadora.

– Haremos un pequeño desvío, y entonces todo saldrá bien.

Alethea se acomodó bajo la manta forrada de armiño, sintiéndose en buenas manos. Si Weed tenía más hermanos disponibles además de Thistle para trabajar, como Dandelion, Burdock o Thorn [6], con la aprobación de la familia, les rogaría que entraran al servicio de su marido.

La posibilidad de volver a Helbourne Hall, que estaba en tan malas condiciones, y criar a los niños de Gabriel ahí, la hacía fruncir el ceño.

El coche rodó por las calles y en esos momentos se estaba deteniendo frente a una tienda cerrada. Echó un vistazo afuera y no se sorprendió al ver titilar una luz en las ventanas encima de la tienda y a alguien que se acercaba a la puerta haciéndole señas a Weed para que entrara. Escasamente habían pasado cinco minutos, y el lacayo volvió con dos cajas, que depositó delicadamente en el asiento frente a ella.

– Cortesía de Lady Sedgecroft.

El coche volvió a partir. Miró a la calle y vio a un hombre joven, extraño, sentado en la acera, que la miró con admiración. Desde el día que había sido testigo de la humillación de Gabriel en la tabla de castigo, cada vez que paseaba en coche, pensaba en él, incluso cuando estaba felizmente prometida con otro. Incluso cuando sabía que Gabriel estaba lejos, peleando en la guerra junto a su hermano y primos.

Tal vez siempre tendría un lugar tierno en su corazón para aquellos niños malos, perdidos, y las niñas que no podían evitar amarlos. Y Gabriel parecía compartir esta simpatía, y aunque no quería admitir ninguna debilidad, había descubierto que había tomado a su tocayo bajo su alero, antes de irse de Helbourne.

Finalmente el coche disminuyó la velocidad. Bajó la vista y se dio cuenta de que tenía que abrir las cajas que había traído Weed.

– ¿Está lista para escoltarla adentro, milady? -Weed preguntó asomándose por la ventana.

Rápidamente abrió la primera caja, y en medio de un delicioso despilfarro de papel tisú, encontró un par de zapatos de seda gris. La segunda, contenía un delicado chal de cachemira plateada que centelleaba con el brillo de una telaraña en una noche de verano.

Se puso los zapatos y el chal, un complemento perfecto para su vestido azul-tormenta, y respondió,

– Estoy lista… pero esta no es la residencia principal del marqués.

Weed inclinó la cabeza y la ayudó a bajar a la calzada.

– Es la residencia de su hermano mayor, Lord Heath, milady.

– Lord Heath -exclamó abriendo mucho los ojos. No lo había conocido en la fiesta de Grayson, pero en el campo Alethea y la esposa del cura se habían reído de la infame caricatura que exponía las partes privadas de Lord Heath, y que su esposa había dibujado en broma sólo para perderla y encontrarla circulando por toda Inglaterra.

– Oh, cielos. -Ella murmuró-. Es alguien intimidante, ¿verdad? ¿El que la familia llama la Esfinge?

– Lord Heath no está en casa. -Weed le informó, curvando sus delgados labios en lo que parecía una sonrisa-. Su esposa y las otras damas de la familia la están esperando.

Por cierto fue Julia, la esposa de Heath, la que se paró para darle la bienvenida a Alethea. En realidad, la reunión se parecía más a la iniciación de un aquelarre de guapas brujas jóvenes. No sabía lo que decía de su carácter el que se sintiera tan a gusto en medio de este círculo lleno de cotilleos, como le pasó esa tarde que la acogieron. Las damas hicieron una pausa en la conversación para saludar a Alethea y ofrecerle una selección de bebidas. Cuando se sentó, el animado intercambio se reinició.

– Los hombres Boscastle son retorcidos. – Julia anunció con su vaso de vino levantado para dar énfasis.

– Tengo una salvedad a eso -dijo Chloe Boscastle desde el sofá donde estaba con la cabeza apoyada en el hombro de su cuñada Jane-. Las mujeres Boscastle también lo son. Tenemos una antigua reputación de desarrollada astucia como auto defensa.

– Jane y yo no nacimos Boscastle -Julia dijo sirviéndole un vaso de vino a Alethea-. Pero creo que somos retorcidas.

– Eso prueba mi teoría -dijo Chloe-. Los hombres Boscastle las empujaron para que se pasaran de listas.

– Yo era astuta antes de conocer a Grayson -dijo Jane con una sonrisa socarrona-. Mi reputación se habría arruinado si no me hubiese casado con él.

– Pero fue un varón Boscastle el que te forzó al engaño, en primer lugar -dijo Julia.

Jane se encogió de hombros.

– Es verdad. Oh, me gustan tu chal y tus zapatos, Alethea.

– Gracias -Alethea dijo con una sonrisa agradecida-. Son perfectos.

– Alethea tiene una reputación intachable -dijo Chloe-. ¿O tienes algún secreto oscuro que confesar?

– No debiera confesar nada hasta después de la boda -dijo Jane-. Y me siento obligada a mencionar que nuestro miembro ausente, Emma, que está hasta su delicada nariz en asuntos ducales, es la excepción a la reputación de la familia completa, hombres y mujeres.

– El tema que estábamos discutiendo antes de que llegaras -dijo Chloe ondeando el dedo en dirección a Alethea-, es que el varón Boscastle… cualquier hombre en realidad… debe ser entrenado desde el principio. Confío en que te des cuenta de lo que te espera. Gabriel ha tenido una vida bastante dura, pero así fue con mi Dominic.

Alethea abrió la boca. -Bueno, yo…

– Has logrado más de lo que cualquiera de nosotras nos atrevíamos a esperar -intercedió Julia-. Nunca nadie pensó que Gabriel sería domesticado.

Los ojos azules de Chloe destellaban con picardía.

– Dinos cómo lo conociste, Alethea. Todos creíamos que nunca se enamoraría. Vosotras, las niñas del campo sois muy tranquilas, pero fue en el campo que me metí en los mejores problemas.

Charlotte Boscastle movió el lápiz para llamar la atención. Era una rubia esbelta que había sido promovida recientemente a la posición de directora de la academia para damas jóvenes que su prima Emma había mantenido en esa misma casa, hasta que se había casado con el Duque de Scarfield, un título que había heredado hacía dos meses.

– Habla lentamente, si no te importa. Estoy registrando la historia de la familia para la posteridad.

CAPÍTULO 42

Gabriel había deslizado la navaja dentro de su manga, permitiéndole a la dama del vestidor que se aproximara a él, antes de volverse divertido y capturarle la mano en la suya.

– Estuviste cerca, amor. Más que una charla es sólo por invitación. Y no creo que nos hayamos conocido como se debe.

Ella retorció su muñeca hacia atrás con fuerza, como si esperase que él se esforzara para retenerla. Cuando no lo hizo, entrecerró los ojos tras el antifaz que usaba. ¿Ella y su hermano desaparecido habían concurrido a un baile de máscaras juntos con el propósito de irrumpir en otra casa de Mayfair?

¿Eran socios en las aventuras criminales? Prestó atención para escuchar el estrépito del carro en la calle. Todo lo que escuchó fue una retahíla de palabrotas muy poco femeninas que se referían a su linaje.

– No eres él -susurró exasperada.

– ¿Quién no soy? -preguntó esperando que lo iluminara acerca de los últimos diez o más años de la vida de su hermano, Sebastián.

Ella se movió hacia la ventana ignorando la pregunta. Gabriel no la siguió, sino que se quedó examinando la pistola que le había confiscado. Tal vez necesitaba identificar al otro hombre, por supuesto, pero tenía curiosidad de lo que sabía de su hermano. Le podía haber dicho que Sebastián había sido un gran maestro de las huidas desde que supo cabalgar.

Lo miró acusadoramente.

– Lo dejaste irse. ¿Tienes idea de quién es?

Tenía más que una noción.

– No sé quién eres , ni por qué querías dispararle.

– No lo hice, en realidad.

– ¿Entonces por qué…?

– Probablemente es mejor que nunca lo descubras. -Volvió a entrecerrar los ojos tras la máscara. El pelo se le estaba escapando por los bordes de la capucha-. Te pareces asombrosamente a él.

– ¿Sí? Bueno, no puedo discutir o discrepar, sólo lo vi con el disfraz. -Hizo una pausa-. ¿Te importaría decirme por qué estáis vestidos así?

– Fuimos a un baile de máscaras -dijo lentamente-. Nuestro anfitrión nos mandó en busca de un tesoro.

– Ah. ¿E irrumpieron dentro de esta casa en lugar de simplemente golpear a la puerta, y pedir ayuda a su dueño?

– No, exactamente. No estábamos robando nada. Las reglas del juego son mantener nuestras identidades secretas.

– ¿Y entonces, por qué tu compañero se escapó de ti?

– Estamos compitiendo. Me temo que no te puedo dar más respuestas.

– Le vas a tener que responder a las autoridades.

Gabriel miró el mueble alto contra la pared del vestidor, y de repente notó una carta doblada que había quedado agarrada entre los bordes disparejos de dos cajones parcialmente abiertos.

Cambió levemente de posición para bloquear la vista. Cuando ella miró directamente ahí, se dio cuenta de que no se trataba de una búsqueda ordinaria del tesoro. Y La mascarada no tenía nada de inocente.

Notó lo tensa que estaba. Pensó usarlo para extraer más información, pero súbitamente ya no estaban solos.

Otra persona había entrado a la habitación, una mujer, que llamó juguetonamente,

– ¿Gabriel, eres tu esperándome? ¿En mi dormitorio? Vaya, querido malvado, ¿qué te hizo cambiar de idea?

Merry, Dios Santo. La miró a través del filo de la puerta del vestidor e hizo una mueca. Nadie en el mundo creería que no estaba ahí por una cita a escondidas. Nadie creería que había pillado a dos extraños haciendo no sabía qué, y que uno de ellos había sido su hermano.

Y la otra…

Volvió la cabeza. La compañera de su hermano había desaparecido, así no más, sigilosa como un gato. Maldijo en voz baja y fue a la ventana. La vio bajar una cuerda y aterrizar ágilmente sobre sus pies, sus engorrosas faldas inflándose.

– ¿Qué está pasando aquí? -exigió un hombre en el fondo.

Retrocedió desde la ventana. Merry estaba ahora detrás de él, hablando excitadamente a su anfitrión, Timothy. Gabriel la miró, aliviado al comprobar que no había hecho nada estúpido, como empezar a quitarse la ropa, mientras estaba distraído.

Llevó a Timothy al vestidor.

– Cuando iba a la sala de juego, escuché un ruido y vi a un hombre que andaba furtivamente por aquí. Lo noté sospechoso y lo seguí. Acaba de escapar. Mira.

Timothy y Merry se agolparon a su alrededor, y los tres vieron la cuerda que caía a la calle.

Timothy levantó la vista a Gabriel, agradecido.

– Nos podrían haber asesinados a todos mientras tomábamos brandy, si no hubiese sido por ti, Boscastle.

– Gabriel -Merry dijo con voz astuta-. Hay rumores que tú has estado hurtando en los cajones de las damas de Mayfair, estos últimos meses.

Gabriel sonrió.

– Es una invención encantadora. Estoy comprometido, alma y corazón, con una hermosa dama. No tengo ningún interés en robar los cajones de ninguna otra dama.

– No ese tipo de cajones -dijo Timothy socarrón-. El villano en cuestión ha estado saqueando a través…

Los tres se volvieron al unísono y se quedaron mirando la carta que se asomaba entre los cajones de Merry.

– Mi correspondencia privada -exclamó horrorizada-. Si alguien publica esas…

– Tu precio subirá en el mercado y no seré capaz de mantenerte -dijo Timothy sobre su hombro.

– ¿Eres tú, realmente, el hombre que las autoridades están buscando? -le preguntó subrepticiamente, empujando la carta al cajón.

Timothy bufó.

– Por supuesto que no. Sin embargo, me pregunto, Gabriel, si pudiste mirar bien a ese intruso para que puedas ayudar a los detectives a identificarlo. Cuida a Merry por mí, mientras voy a buscar un lacayo para que pida ayuda.

CAPÍTULO 43

Sir Gabriel contestó todas las preguntas que le hicieron los detectives tan honestamente como pudo.

¿Conocía al intruso?

No. No conocía a su hermano. Era un extraño para él, y dijo eso, exactamente.

¿Podría reconocerlo en un grupo?

Improbable. Y si lo reconocía, no se detendría a renovar la relación. Tampoco se molestó en mencionar a la mujer que parecía estar siguiendo a Sebastián.

Sin embargo, todavía tenía su pistola, pero como no le preguntaron, no ofreció esa información. De todas maneras, estaba vacía.

– Caballeros -dijo finalmente Gabriel a sus interrogadores-, les he dado toda la información que pude, y… ¿les mencioné que me voy a casar pasado mañana? Tenía la esperanza de pasar mis dos últimas noches de soltero en actividades más estimulantes.

Los dos detectives le ofrecieron abundantes disculpas. Explicaron que sólo detenían a los ladrones, y que el oficial regular había sido llamado a un asesinato en la calle Old Bond.

Una hora después, la excitación de la aventura del enmascarado de Mayfair se había desparramado por todo Londres. No se había robado nada. Probablemente se trataba de un bromista. Y el testigo más confiable hasta ahora, la única persona que había hablado con el hombre, Sir Gabriel Boscastle, no podía entregar ninguna información útil para identificarlo.

Desgraciadamente hubieron algunas almas sospechosas que cuestionaron la afirmación de Sir Gabriel de haber confrontado a una persona que se decía era muy parecida a él.

¿Se trataba de un complot ingenioso para desviar a las autoridades de la pista? Algunos se habrían convencido de esta posibilidad, si el cochero de un viejo carruaje no hubiese declarado que esa noche casi había chocado con un carro que llevaba a un hombre disfrazado.

Cuando el interrogatorio estaba terminando, Lord Drake y Lord Devon Boscastle aparecieron a buscar a Gabriel para llevarlo por la ciudad. Les contó lo que pasó, dejando fuera los detalles.

Era su última noche de soltero. Mañana en la noche llevaría a Alethea al teatro a ver una obra. Sus primos no se habían decidido si llevarlo a Covent Garden, el antro de juego con la peor fama, o si dejarlo donde Audrey Watson para una buena charla.

Al final ganó el juego. Alethea sólo se enojaría si volvía con otra hipoteca. Nunca le volvería a hablar otra vez si ponía un pie en lo de Audrey, a pesar del mutuo aprecio que ambos sentían por la mujer.

Así que partieron en tres coches diferentes, Gabriel y sus primos en uno, otros amigos de la fiesta de Timothy en el segundo y, el tercero, transportaba a los seguidores que iban donde los Boscastles iban, por el privilegio de poder contar que el grupo infame los habían invitado.

Los clubs les daban la bienvenida. Los antiguos amigos se quedaban un rato, a compartir una broma, un trago, recuerdos de cuando eran solteros. Pero para la mayoría, la vida había cambiado en Londres. La guerra había acabado y la expansión mundial consumía la mente de los políticos. Aquellos que eran suficientemente sensatos para darse cuenta del esfuerzo que se requería para sanar los problemas en casa, no tenían ningún interés en empujar los límites territoriales hacia reinos lejanos. Otros, buscaban nuevas riquezas y tierras para saquear.

El resto parecía contento de volver a sus vidas en casa. Gabriel tenía mucho en la mente para disfrutar. Ya estaba aburrido con el juego del faro [7] que estaba ganando. Sus primos, Drake y Devon, no estaban jugando, hablaban de política con un miembro del gabinete.

Los jugadores consagrados iban apareciendo a medida que la noche avanzaba. Ese era el momento en que Gabriel, típicamente, hacía su aparición.

Pero ahora solamente jugaba, y dividió las tres mil libras que ganó, entre sus amigos. El bribón al que le había ganado quedó en silencio, mirando a Gabriel sin expresión, bajo el sombrero alón de paja. Gabriel nunca había jugado con él antes. Pero un amigo dijo que había estado ganado continuadamente, y que era un tramposo. Se trataba de un ex cirujano del ejército de Yorkshire que andaba con un grupo violento de soldados descontentos.

– Voy a Brooks a tomar un café -le dijo Gabriel a Drake-. Terminé aquí.

– Espera, iremos todos.

– Encontrarme allá -dijo estirando los brazos sobre la cabeza-. Necesito caminar.

En realidad necesitaba tiempo para pensar acerca de lo que había pasado esta noche.

Seguramente sería la última vez que caminaría por las calles de Londres, al menos camino a algún entretenimiento. El impulso de buscar una distracción había sufrido una muerte tan natural, que no se había dado cuenta que ya se había ido. En el pasado, habría jugado media noche, comido carne y pescado en Covent Garden, y enseguida pasaría una hora en Ranelagh o Vauxhall. Habían habido clubs, apuestas de caballo, cenas gastronómicas y mujeres bonitas deseosas de compartir sus dormitorios con un bribón Boscastle. Había gozado tomando riesgos.

Pero ninguno de estos ex lugares favoritos, lo tentaba. Incluso cuando cruzó la calle y un grupo de oficiales amigos lo llamaron e invitaron a ir en coche para ir a comer langosta a la calle Bond, sólo se rió y los despidió con una mano. No sería una buena compañía con el ánimo que tenía.

Se había convencido que le daba lo mismo que sus hermanos lo hubiesen abandonado. Había sentido rabia cuando era más joven, cuando su padrastro le quebró una mano porque había llevado un perro callejero a casa, cuando el hombre le magulló la cara a su madre por defenderlo. Había crecido, peleado en una guerra, se hizo jugador, viviendo de las pérdidas de otros hombres. Nunca le había hecho daño a nadie sin razón. Incluso su mundo tenía reglas que seguir.

Porque Alethea lo había escogido, él había escogido dejar esta vida que tarde o temprano lo hubiese matado. Con su dama criarían hijos y caballos purasangre, juntos, llevarían perros callejeros y niños perdidos a casa, siempre que pudiesen. Y si muriese joven, como le había pasado a su padre, sabía que sus parientes Boscastles, protegerían a su esposa y familia, cuando ya no estuviese más.

Era un hombre. Sus días de rabia e irresponsabilidad, quedaban atrás. Había tenido la oportunidad de realizar los sueños que sus padres habían tenido para él. Todos los pensamientos de venganza que lo habían impulsado, ya no tenían ningún valor.

Esto era lo que había creído hasta unas pocas horas atrás, cuando su hermano había reaparecido en su vida.

Súbitamente sintió rabia otra vez, sus demonios habían despertado, y los recuerdos que creía enterrados se levantaron de sus tumbas para atormentarlo. Su padrastro tirándole agua sucia a la cara cuando se quedaba dormido, o cortándole con un cuchillo el pelo negro lustroso a su madre porque un aldeano le había hecho un cumplido en el mercado. Los libros que Gabriel llevaba a casa de la escuela para leer, ardiendo en la chimenea. Las pullas crueles acerca de la muerte de su padre, y Gabriel aguantando las lágrimas.

Solo. Sus tres hermanos se habían ido. El mayor se había escapado antes que muriera su padre, pero Sebastián y Colin podrían haberse quedado. ¿Por qué tenía que proteger a Sebastián? ¿Por qué no entregaba a ese bastardo podrido a las autoridades?

Y no quería nada de él.

Dio vuelta una esquina y se dio cuenta que no estaba en la calle St. James, sino en un callejón angosto hacia Piccadilly.

Y no estaba solo.

Tres hombres vestidos de oscuro estaban parados frente a dos coches, demasiado bien vestidos para ser carteristas, pretendiendo obviamente, que no habían notado que él se aproximaba.

Lanzó una mirada al otro lado de la calle. La tienda de chocolate hacía rato que estaba cerrada; un borracho iba en la otra dirección.

Respiró profundo y continuó caminando. Uno de los hombres levantó la vista. Y Gabriel los reconoció. El cirujano de Yorkshire al que le había ganado en el antro. Con él había dos jóvenes altos, paseándose agitados. Su mirada bajó al palo que uno de ellos tenía tapado con la capa.

Susurró una palabrota, sacó el cuchillo de la bota sin perder el paso. No había ningún otro vehículo en la calle. Excepto un carro maltrecho tirado por un burro cargado con trapos y diarios, diablos, sería el mismo carro que…

Miró al borracho desplomado contra una rueda, con una botella colgando de la mano.

¿Se imaginó que sus ojos se encontraron?

Este no era… sí era. Sebastián.

¿Era un arreglo? ¿Una emboscada?

¿Podía el último juego ser una trampa desde un comienzo? ¿Algún tipo de intriga política? ¿Una deuda personal que envolvía a una mujer?

Iba a tener que figurarse los detalles más tarde.

Por el momento tenía que reaccionar. Agarró bien el cuchillo.

Tal vez le podría agradecer después a su hermano por someter a Gabriel al ataque de una banda callejera, justo cuando tenía que presentarse intacto a su boda pasado mañana.

Sin embargo sabía que tenía que correr, incluso podía volverse. Sus instintos le dijeron que lo perseguirían, pero él era malditamente rápido con sus pies.

No había pasado la calle del nochero con su cartel de advertencia de “Cuidado con las Casas Malas”. Lo más probable era que el raspador de huesos de Yorkshire y sus dos demonios fuesen extraños en Londres. Gabriel podría lanzarse a toda carrera a través de la calle Half Moon y perderlos en Piccadilly. Pero estaba empezando a lloviznar. Prefería pelear en vez de correr como un cobarde bajo la lluvia.

Sentía curiosidad acerca de qué tenía que ver su hermano en este asunto desagradable.

Examinó la calle; sus pasos hacían eco en la bruma que bajaba. La figura echada sobre la rueda no se movió, inerte al mundo, despeinado, y la cara ensombrecida con la mugre.

Buen disfraz, pensó Gabriel divertido. Los tres hombres se apresuraron contra él, mientras un pequeño carruaje traqueteó por la esquina y desapareció en la niebla. Gabriel arrojó a la alcantarilla al primer hombre que lo atacó, antes que los otros dos lo inmovilizaran por el cuello y hombros y lo arrastraran a un callejón atrás de la taberna. Un gato pasó como una flecha. Un postigo se cerró en la ventana de arriba iluminada con una vela.

– ¿Dónde está mi dinero? -preguntó el cirujano con una sonrisa, poniéndole un bisturí en el cuello mientras su compañero forcejeaba por restringirlo.

Gabriel se quedó inmóvil un momento, apoyándose con una sumisión engañosa en el pecho del otro hombre para usarlo como palanca. Con una sonrisa sin humor, sacó una pierna hacia adentro y con una patada en dos tiempos, mandó al hombre más alto hacia atrás unos cuantos peldaños más abajo.

– Lo di para caridad -dijo limpiándose los puños-. Si quieres más, hay una iglesia a la vuelta que admite mendigos.

El cirujano se puso de pie de un salto.

– No quiero sólo dinero. -La saliva marcaba sus palabras y una hoja larga y curva brilló en la llovizna-. Quiero que tu sangre corra por la alcantarilla. Quiero destriparte y alimentar a las ratas de la ciudad con tu cuerpo.

Gabriel suspiró. Dios sabía que disfrutaba una buena pelea como cualquier oficial de caballería desocupado, pero ya tenía un ojo morado, y sería feo si le prometía fidelidad a su esposa con una sonrisa sin dientes.

– Eres un maldito mal jugador. No tengo ninguna razón para creer que serás mejor peleando. Y en nombre de todos esos pobres bastardos que murieron bajo tu cuchillo en nombre de la medicina, voy a igualar el marcador.

El cuchillo de Gabriel brilló, e inmediatamente puso al estúpido contra la pared, con la punta de la hoja presionando delicadamente la yugular.

– Realmente debiera matarte. Pero la visión de la sangre fresca…

Dejó la frase a medias mientras oía pasos corriendo detrás de él, en seguida sintió el palo golpearle el hombro. El primer bastardo se había recuperado lo suficiente como para vengarse. Y lo golpeó duro, balanceando el palo en la parte de atrás de la cabeza de Gabriel esta vez.

Se agachó, giró y le dio un cabezazo en el estómago.

– Mantenlo firme -dijo el cirujano y Gabriel tiró el codo hacia atrás mientras el bisturí le cortaba la manga de la chaqueta. La piel le escoció. Nada fatal, una cicatriz más.

– ¡Gabriel!

Vio movimiento a su derecha, dobló la cabeza lo suficiente para ver al infeliz de la calle que había estado tirado a un lado del carro. Sus dos asaltantes también lo notaron, y con la distracción momentánea, se pudo soltar mientras su hermano avanzaba.

– ¿Quién te pidió ayuda? -dijo, mientras agarraba la espada que Sebastián le tiró.

– Nuestra madre. -La cara sucia de Sebastián rompió en una sonrisa atractiva-. Parece que descuidé mis deberes fraternales contigo, y ahora tengo que compensarlo.

Gabriel probó el peso de la espada en su brazo, y gruñó.

– No he tenido necesidad de mi familia por… ni siquiera creo que tengo una familia, excepto unos cuantos primos en Londres.

Sebastián retrocedió hacia Gabriel hasta que quedaron hombro con hombro, las espadas levantadas, los cuerpos haciendo un círculo al unísono, para defenderse del ataque que viniese de cualquier parte.

– ¿Todavía quieres renegar de mí? -Sebastián preguntó a la ligera.

Gabriel se rió.

– Tú renegaste de mí hace mucho tiempo. No quiero saber nada de ti. ¿Qué quieres de mí, en todo caso, aparte de hacerte pasar por mí para robar a las mujeres?

– ¿Creíste que iba a faltar a darle los mejores deseos a mi hermano menor el día de su boda?

Gabriel entrecerró los ojos. El cirujano había sacado una pistola del cinturón.

– Faltaste para despedirte cuando te fuiste, para qué molestarse ahora, tiene una pistola, sabes.

– ¿No eres el héroe que confiscó cuatro cañones enemigos y jugó cartas sobre el quinto? Te manejaste muy bien sin mí.

Empujó a Gabriel detrás suyo cuando la pistola brilló en la llovizna.

– El arma funciona, también.

Gabriel empezó a maldecir. Una quemadura que empezó a extenderse desde sus costillas inferiores izquierdas, apagó las palabras en su garganta. Miró hacia abajo esperando ver una mancha oscura de sangre. Y la vio… sangre que fluía de su propia carne así como del brazo de su hermano que lo había pasado a su alrededor para absorber el balazo.

Sangre de hermanos. Diablos, no se iba a dejar llevar por el sentimentalismo.

– No voy a olvidar tan fácilmente, Sebastián, bastardo -murmuró, agachándose en una posición protectora para lanzar el cuchillo, con la espada en alto en la otra mano.

Sebastián se dejó caer a su lado, sonriendo sombríamente.

– Me da lo mismo si no olvidas. Es nuestra madre la que me preocupa.

Los otros tres hombres se acercaron alrededor de los dos hermanos, que tiempo atrás habían atacado a los niños del pueblo por deporte.

– Ella no va a volver a Inglaterra, ¿verdad? -preguntó Gabriel preocupado.

– Eso depende de su nuevo esposo. Si lo hace, tendremos mucho que explicar.

Gabriel saltó hacia arriba atacando con la espada a uno de los asaltantes y dándole una patada en la ingle al otro. El sable de Sebastien centelleó. El cirujano cayó con un gemido en un charco de inmundicia.

– Le he escrito regularmente – dijo Gabriel distraído-. Aunque no estoy orgulloso de todo lo que he hecho, no tengo nada que esconder.

– Aunque no es ninguna sorpresa, yo sí tengo -dijo Sebastián en una respuesta impecable.

– Lo último que supe -Gabriel hizo una pausa y continuó-, habías dejado la infantería y estabas desaparecido.

– Bueno, todavía lo estoy -contestó-. Oficialmente hablando, eso sí. No dejes que mamá me llore, si viene a Inglaterra. Después te contaré todo.

Gabriel hizo retroceder a su oponente hasta una pared, con el sable apuntándole al cuello, pero cambió de parecer y se movió para dejarlo escapar, lo que éste hizo sin ni una mirada de pesar hacia atrás por sus cómplices.

– ¿Debería preguntar por mis otros hermanos?

Gabriel se volvió bajando la espada. Arrastrando al cirujano con él, el otro atacante desapareció. Y al parecer eso mismo había hecho Sebastián. Sin contar el daño sufrido por el cuerpo de Gabriel, sólo la delgada espada francesa que tenía en la mano, era prueba que el ataque había ocurrido.

Cuando salió del callejón, ya había parado de lloviznar.

El carro en la esquina también se había ido, como si nunca hubiese estado ahí, y una precesión de coches de una fiesta que estaba terminando en la calle Curzon, iluminaba el camino con sus faroles.

Le dolía el brazo, la cabeza le zumbaba. Parecía un mujeriego poco respetable buscando problemas.

En dos días, si Dios quería, tendría una esposa, a menos que lo viera en estos momentos y desistiera de la boda. Tendría su propia familia que no incluía a los tres hermanos que lo abandonaron.

– Oh, Dios mío -dijo una profunda voz varonil, en una esquina donde había llegado caminando -. Te dejamos solo una hora, y mira cómo estás.

– ¿Supongo que no tienes una botella de brandy y un pañuelo contigo, Drake?

Drake se enderezó consternado.

– Métete en el coche. ¿Dónde estás herido?

Devon y Heath saltaron a la calzada, echándose hacia atrás ante la ola de molestia de Gabriel.

– ¿Cuántos hombres eran? -exigió Heath-. ¿Se fueron?

– ¿Dónde conseguiste esa elegante espada? -dijo Devon mirando la espada que Gabriel casi había olvidado-. No la tenías cuando te fuiste del antro.

– La… la encontré.

– ¿La encontraste? -dijo Heath en esa voz calmada que había desarmado y engañado a incontables enemigos que los llevaba a creer que era lo que parecía ser: un aristócrata inglés que hablaba suave, interesado más en lo académico que en ninguna otra cosa.

Pero Gabriel sabía.

Heath había sufrido torturas horribles y no se había quebrado.

Y Gabriel tampoco se iba a quebrar.

– Uno de los hombres que me atacó, puede haberla dejado caer -dijo encogiéndose de hombros-. O tal vez le pertenece a ese personaje tosco del carro parado frente a la tienda de muñecas cuando pasé. Tal vez se la robó. Todo lo que sé es que la recogí y me sirvió muy bien.

– ¿Te importa si me la llevo a casa? -preguntó Heath.

Gabriel vaciló.

– Ya que lo mencionas, me gustaría dejármela como un talismán. La examinaré más tarde. Si noto algo sospechoso o alguna pista que indique la identidad de su dueño, volveré corriendo donde ti.

– ¿Así que no le preguntaste el nombre? -Heath preguntó abriendo la puerta del coche.

Gabriel movió la cabeza.

– No. Tampoco le pedí un certificado de antecedentes.

– Lo encuentro un poco desconcertante.

– Sabes cómo es Londres. La mayoría de la gente que anda tan tarde en la noche, anda buscando el peligro o son desequilibrados.

– Bien, confío en que hayas recompensado al misterioso Galahad.

– Lo habría hecho si la guardia Boscastle no hubiese llegado a espantarlo. -Empujó la mano contra la puerta-. No quise ser maleducado, pero ya es tarde para una conversación, y me estoy reformando.

– Tienes la camisa rota, un ojo morado, y se te está empezando a hinchar el labio. Alethea está con Julia y las damas. Les vas a dar un buen susto.

Gabriel se frotó la cara.

– Nunca va a creer que no fui yo el que empezó la pelea.

Haeth le dio una sonrisa irónica.

– Entonces somos dos los que pensamos igual.

– Te confieso, Heath, que estoy demasiado cansado para darle sentido a cualquier cosa esta noche.

– Espero que sepas que puedes confiar en mí. Si tú, o cualquier miembro de nuestra familia están alguna vez en problemas…

Así que sabía, o por lo menos sospechaba, que el extraño que había ayudado a Gabriel esta noche, era Sebastián. ¿Qué más sabía? ¿O era un truco?

Se tiró al asiento.

– El único problema que anticipo, es la explicación que le voy a tener que dar a mi novia cuando llegue maltrecho y sangrando, después de haberle prometido que me comportaría.

CAPÍTULO 44

Alethea se deleitó en compañía de las damas Boscastles. Le habían servido sopa de berros, salchichas, higos rellenos y pastelillos franceses, así como trozos sabrosos de los cotilleos de la ciudad.

Cómo había echado de menos la compañía de otras mujeres, aunque este no se tratara de un grupo ordinario de mujeres. Nunca había oído una conversación tan franca entre los miembros de su propio sexo.

Jane, la marquesa de pelo color miel, que había encantado el ambiente con su aplomo inimitable, había pedido su mejor champagne para celebrar la incorporación de una nueva aliada contra los bien amados hombres de la familia. Chloe Boscastle, o más bien Lady Stratfield, le había ofrecido generosamente, su vestido de novia a Alethea, advirtiéndole que podría quedarle un poco corto.

– No me importa -había dicho Alethea, un poco apresurada, aunque por suerte, nadie pareció darse cuenta.

No tenía ningunas ganas de explicar su reticencia de situarse en al altar al lado de Gabriel, llevando el vestido de novia que Jeremy le había escogido de una revista francesa de moda. Se habría sentido más como un sudario, que la hermosa creación barroca con perlas que era. Había tenido la tentación de quemarlo. Ahora suponía que donarlo a una organización de caridad sería un gesto menos derrochador y ciertamente no tan dramático.

– No espero que alguno de los hermanos de Gabriel asista a la boda -dijo Charlotte Boscastle, levantado la vista del cuaderno donde estaba tomando notas.

Jane volvió la cabeza.

– ¿Gabriel tiene hermanos?

– Tres -murmuró Alethea mordisqueando otro higo.

– ¿Por qué nadie me lo mencionó? -Jane frunció el ceño irritada-. ¿Cómo voy a invitarlos a los asuntos de la familia e incluirlos en las festividades, si no estoy al tanto de su existencia? Es realmente imperdonable por su parte. Grayson debería habérmelo dicho ya que Gabriel no se tomó la molestia.

Alethea se revolvió en su silla. Como su futura esposa, supuso que tenía que defenderlo, bueno, ella no podía defender a sus hermanos.

– Se fueron de casa cuando eran muy jóvenes, y no creo que Gabriel haya mantenido el contacto con ellos desde entonces. Tengo entendido que se escribe con su madre, pero sólo de vez en cuando.

– Cielos -dijo Jane, sus ojos centellearon con un fuego que eclipsaron a los diamantes que brillaban en su cuello-. ¿Gabriel tiene una madre, y no va a ser una invitada en su boda?

Alethea sonrió. Recordaba a la madre de Gabriel como una mujer vital, una joven medio francesa cuya esencia parecía animar las funciones del pueblo. Hasta que había perdido a su marido, Joshua Boscastle, había mantenido a sus hermosos hijos bajo control.

– Creo que actualmente está viviendo en Francia.

– He oído que se va a convertir en la esposa de un acaudalado duque francés -dijo Charlotte sin pensar-. Todo lo que sé de su enamorado es que perdió a toda su familia durante la época del Terror.

– Creo que es cierto -dijo Alethea-, aunque Gabriel no había revelado esto con tantas palabras. Él nunca habla de su familia. Por su silencio, uno podría asumir que para él ya no existían.

– Bueno, a mí me hubiese gustado que alguien de mi familia me hubiese informado -dijo Jane molesta-. Aún así, espero que como madre se sienta aliviada de que su hijo haya encontrado una pareja como Alethea. ¿Dónde está Gabriel, Alethea? Tengo algunas instrucciones del ministro para la ceremonia.

Alethea dejó la copa de champagne con un tintineo agudo.

– Esa es una pregunta que hay que contestar sinceramente. Sólo te puedo asegurar que si en estos momentos está haciendo alguna trastada, será la última. Helbourne Hall está literalmente cayéndose mientras hablamos. Sus obligaciones como terrateniente lo mantendrán ocupado por mucho tiempo. -Así como sus deberes conyugales. Alethea tenía una buena idea de cómo ocuparía su tiempo junto con Gabriel durante las frías noches de otoño.

Jane frunció los labios.

– Ya entiendo.

– Esperemos que él también lo haga -agregó Alethea, vagamente consciente de que tres vasos de champagne y un novio ausente no provocaban su buen humor, a pesar de que le hacía aflojar la lengua a un grado alarmante. Si no se contenía, terminaría confesando más de lo que a cualquiera le gustaría oír.

– Yo no me preocuparía por Gabriel esta noche -dijo Charlotte con voz conocedora-. Drake y Devon prometieron hacerle compañía hasta la boda. Por lo que, supongo, quisieron decir que lo mantendrían alejado de cualquier bribonada.

– Ya tiene un ojo morado -dijo Alethea antes de que pudiera detenerse-. Si se ha metido en alguna travesura, simplemente para demostrar que es capaz una última vez, entonces, bueno será la última vez. Eso es todo lo que tengo que decir sobre el tema.

– Puedes decir más, si quieres -la animó Chloe-. Me encanta el escándalo.

Alethea hizo una pausa.

– Hay murciélagos en Helbourne Hall.

Chloe jadeó.

– ¿Murciélagos? ¿De verdad?

– Sí -suspiró Alethea-. Murciélagos y malos sirvientes.

Chloe se sentó en el sofá.

– Yo me casé con un fantasma. Desafío Boscastle. Ahora te toca a ti, Julia.

Los ojos grises de Julia se iluminaron.

– Yo le disparé a Heath antes de casarnos, porque lo confundí con un zorro rabioso.

– Eso no es nada comparado con la viñeta que dibujaste de él -murmuró Chloe traviesa.

– Eres la siguiente Jane.

Jane sonrió contrita.

– Me enamoré de Grayson en medio de mi boda con otro hombre.

Chloe le hizo un gesto a Aletea. -Tu turno.

Alethea vaciló.

– Me enamoré de Gabriel cuando estaba en la tabla de castigo.

– Dios mío -exclamó Jane-. Espero que hubieras sido capaz de soltarlo.

– ¿Y tú, Charlotte? -Chloe preguntó con una sonrisa burlona.

– Nunca he estado enamorada -dijo Charlotte alzando la vista-. Y probablemente nunca me casaré.

– No si sigues todo el tiempo con la nariz metida en un libro y permaneces como directora del colegio de niñas -dijo Chloe sin rodeos.

– Su turno llegará un día -dijo Jane con un gesto contundente que ni siquiera el destino hubiese impugnado.

Chloe se levantó del sofá.

– Hay alguien en la puerta. Probablemente mis diabólicos hermanos.

Alethea volvió la cabeza.

– ¿Y viene el diablo de mi novio entre ellos?

Chloe se apartó de las ventanas con un suave suspiro.

– Sí, pero está con… -Alethea y las otras damas fueron hasta ella-. ¿Otra mujer?

Chloe negó con la cabeza.

– No. Viene con nuestro doctor y me temo que está herido.

CAPÍTULO 45

Alethea estaba demasiado agotada como para hacer otra cosa que sentarse en el borde de su cama, cuando regresó dos horas más tarde a casa de su hermano. Cuando había visto la sangre en la camisa de Gabriel se había sentido enferma, a continuación enojada y finalmente aliviada cuando se dio cuenta de que sobreviviría a su última desgracia.

Sin embargo, incluso después de que el médico lo atendiera, se veía distraído y no parecía él mismo. Pensó que sentía más dolor del que admitía.

– No me duele -insistió-. Sin embargo, estoy avergonzado por toda esta molestia.

Cerrando los ojos, ella cayó de espaldas sobre la cama. Confesiones. Sopa de berros y champagne. Un matrimonio inminente. ¿Qué le había pasado esta noche a Gabriel? Incluso sus primos no podían explicar por qué había decidido caminar solo por las calles. O ese sable del que rehusaba despegarse siquiera un momento.

– ¿Qué te pasó esta noche, Gabriel? -susurró-. Yo te conté mi secreto.

Su voz la sobresaltó.

– Yo mismo no estoy seguro de entender lo que pasó. Tal vez tenga sentido por la mañana.

Abrió los ojos con incredulidad, mirando su rostro duro y anguloso.

– No estarás vivo por la mañana si mi hermano te pilla en mi habitación. ¿Cómo has entrado? Desde que irrumpiste como un bárbaro, los sirvientes cierran las puertas con llave todas las noches.

– Tu hermano me invitó a entrar. – Dio un paso atrás y se dejó caer en la silla junto a la cama-. Sospecho que pensó que me metería en menos problemas bajo su escrutinio que si me quedaba solo.

– En ese caso… – ella se levantó de la cama y fue detrás de su silla deslizando sus manos sobre sus hombros-. Debería sentirte como… trajiste esa horrible espada a mi dormitorio. Espero que no haya nada de sangre en ella.

– Por favor, ¿la puedo dejar aquí? No es mía.

– ¿Realmente te la encontraste?

– Me la dio un hombre que no quiere que se conozca su identidad.

Dio la vuelta a la silla para arrodillarse frente a él, sus ojos graves.

– ¿Espionaje?

– No lo sé. Lo dudo.

– ¿Pero no estás involucrado en algo peligroso?

– No.

Lo examinó atentamente.

– ¿Es el que te hirió?

– No. -Le acarició la mejilla y dijo abruptamente-. Me voy a ir.

– ¿Por qué? -dijo-. ¿Te duele? ¿Te vas a encontrar con ese hombre?

– El único dolor que tengo es desearte y tener que honrar la confianza que tu hermano ha depositado en mí.

– Entonces confía en mí ahora, como yo confié en ti -le dijo desafiándolo-. ¿Con quién te encostraste esta noche?

Sacudió la cabeza.

– Un fantasma.

– ¡Por el amor de Dios, Gabriel!

La miró y se rió.

– Fue mi hermano Sebastián. Estaba en la fiesta de Timothy esta noche.

– ¿Sebastián? -ella sólo podía conjurar una vaga imagen de un Gabriel más alto y algo mayor-. Tenías tres hermanos.

– Era el tercero.

– ¿Y os reunisteis por casualidad en la fiesta?

Alzó una ceja.

– No nos encontramos comiendo en la mesa, precisamente. Y no puedo decir si fue coincidencia o no. Creo que lo sorprendí en el acto de irrumpir en la casa.

– ¿Tu hermano? ¿Te lo confesó?

Sonrió con cansancio.

– En circunstancias tensas. No tenía idea de que estaba haciendo e incluso si estaba vivo. Así que cuando me he referido a él como un fantasma, es como he llegado a pensar de él. De todos ellos. Nunca han tratado de ponerse en contacto conmigo.

– ¿Has intentado contactar con ellos? -preguntó, alisando una arruga de la manga de su chaqueta.

– ¿Por qué debería hacerlo?

– Honestamente, Gabriel. No se puede mantener el afecto sin un módico esfuerzo. Nunca me viniste a visitar, a pesar de lo que afirmas acerca de tus sueños.

Inclinó la cabeza hacia ella.

– ¿Sabes por qué?

– No. Dímelo.

– Debido a que incluso en mis sueños, nunca pensé que me aceptarías.

Se levantó más alto en sus rodillas y le pasó los brazos por el cuello.

– ¿Te duele demasiado para una seducción desvergonzada… la última como hombre soltero?

Aspiró profundamente.

– No.

Deslizó su mano por el hombro hasta los botones de la camisa.

– Entonces, permíteme.

Le tomó la mano, sus azules ojos encendidos.

– Esta noche no, amor.

– ¿Me estás rechazando?

– Estoy mostrando a tu hermano que soy un hombre de palabra.

– ¿Y qué hay de tu deseo por mí? -susurró.

Su voz ronca le aceleró la respiración.

– Mientras más tiempo arde, más quema. -Miró significativamente a la puerta, aclarándose la garganta-. Me olvidé de mencionar que Robin está sentado justo afuera, leyendo un libro.

Se puso de pie de un salto.

– ¿No lo está?

– Sí, está -respondió su hermano desde el otro lado de la puerta-. Dejarme saber si alguno de vosotros quiere una taza de chocolate antes de que Gabriel se despida.

CAPÍTULO 46

Alethea y Gabriel se casaron en el día de Michaelmas, la fiesta de San Miguel, en la capilla privada en Mayfair del Marqués de Sedgecroft. Sólo asistieron la familia y sus amigos de confianza. Pero los bancos estaban abarrotados con el apasionado clan Boscastle y un pequeño grupo de los amigos más cercanos a Alethea, de Helbourne. Su hermano la entregó en matrimonio… y levantó una ceja cuando lady Pontsby empezó a llorar.

Alethea contuvo las enormes e inapropiadas ganas de reír; las risotadas y bromas de los primos de Gabriel para alterarle la expresión, no la ayudaban en lo más mínimo. Prudentemente, éste se mantuvo de espaldas a la audiencia, excepto una vez que echó un vistazo alrededor. Su mirada buscaba en la capilla… ¿A su hermano o alguien más? ¿Había alguien que hubiese invitado o que le hubiese gustado que fuese testigo de su boda? Y si alguno de sus hermanos se hubiese molestado en venir, ¿se presentaría como amigo, o enemigo?

Suspiró cuando se dio cuenta de que a él le importaba más de lo que demostraba. A pesar de afirmar que los había olvidado, no había sido el mismo desde la noche que vio a Sebastián. Cuando vio que su mirada buscaba por segunda vez, lo miró con una sonrisa comprensiva. Le respondió con una promesa en los ojos, que la hizo sentirse placenteramente débil.

– ¿El fantasma? -susurró.

Parpadeó como sorprendido que se hubiese dado cuenta de su leve distracción. Sin embargo, su respuesta fue más sorprendente.

– Dudo que venga.

– ¿Quieres que venga? -le preguntó en voz baja.

Inclinó la cabeza, acercándola a ella. La fragancia a especias de su jabón la hicieron sentirse frágil.

– No estoy seguro.

Bajó la vista a su ramo de rosas rojas tardías, crisantemos blancos e hiedra.

– Debo admitir que espero que no venga. No si se va a vestir con un estúpido disfraz y blandiendo un sable.

El rostro de Gabriel se relajó con una gran sonrisa.

– Se dice que cuando la familia Boscastle se reúne, el escándalo es inevitable.

– ¿Pero no en una boda? -susurró.

– Especialmente en una boda -respondió-. Bueno, tal vez no en esta boda. Mi prima Emma ha advertido a todos en la familia para que se comporten, bajo pena de muerte.

El ministro levantó la vista del libro de salmos. De repente sintió la sensación de que la estaban mirando. Al volver a cabeza a la derecha se encontró bajo el escrutinio de Emma, la prima de Gabriel, la Duquesa de Scarfield. Le sonrió. La duquesa le devolvió la sonrisa.

Se hizo el silencio en la capilla, pero para su desconcierto, Alethea no se podía concentrar en ese momento.

En el pueblo donde ella y Gabriel habían crecido, en la plaza pública donde lo habían castigado, se estaría llevando a cabo una celebración. Un niño fuerte del pueblo, generalmente el hijo de un Señor, se vestiría como San Miguel para matar al dragón… una cadena de niños vestidos con trajes de trozos de género verde.

En general todos estaban de acuerdo que la mejor celebración en Helbourne, había sido cuando los entusiastas niños Boscastles habían hecho de dragón haciendo que San Miguel… que en ese caso era Lord Jeremy Hazletz… los persiguiera por toda la plaza y los cerros, hasta que se tuvo que dar por vencido, avergonzado y enojado.

Hasta ese año, San Miguel siempre había ganado. También podría haber perdido al año siguiente, si la tragedia no hubiese golpeado a la familia Boscastle, cuando Joshua Boscastle murió, y la vida de la viuda y sus hijos se desintegró.

Por lo tanto, a Alethea le parecía extraño estar casándose con el dragón del pueblo, cuando se suponía que le pertenecería a su santo matador y que el héroe que sus padres habían escogido para ella había fracasado.

Sólo ahora entendía que un héroe falso podía esconder un corazón cruel tras las hazañas valerosas.

Y un hombre que había pecado como una segunda naturaleza, podía ser el héroe más poderoso de todos cuando se le daba la oportunidad para probarse a sí mismo.

Su voz fue tan segura cuando intercambiaron los votos, que sus primos le silbaron. Dominic, el esposo de Chloe, sonrió abiertamente. Un par de oficiales de caballería que conocían a Gabriel hicieron sonar los pies y cuando la amenaza de una anarquía general era patente, la Delicada Dictadora, la Duquesa de Scarfield, se levantó, barrió a los congregados con el ceño fruncido y los acalló. Después de eso y durante el desayuno de gambas, pavo asado y croquetas de cangrejo; durante el primer baile, los brindis con champán y el corte de la tarta, todos se comportaron.

Puesta sobre aviso con el persuasivo brillo de la mirada de su esposo mientras viajaban por los caminos con baches de vuelta a Helbourne Hall, Alethea se dio cuenta que había sido sensata al insistir en devolverle el vestido de novia a Chloe antes de irse de Londres. Gabriel se había negado a parar en las dos hosterías respetables del camino. Declaró con tono convincente, que al estar tanto tiempo lejos de casa, bien podían hacer un sacrificio y viajar durante la noche.

Alethea sabía bien que el verdadero motivo era apurarse para llegar a casa. También el suyo. No hallaba el momento de llegar al lecho matrimonial.

– El hogar -dijo ella con una sonrisa nostálgica-. Espero que los criados recuerden que vamos a llegar.

– Espero que se hayan ido.

Cuando el coche llegó frente a la vieja iglesia normanda, en la plaza del pueblo, pidió parar un momento, para que los dos pudiesen caminar entre los fantasmas.

– Todavía se ve igual. No sé por qué creí que se vería diferente.

Nada había cambiado desde que lo habían castigado años atrás. La antigua jaula se balanceaba con la brisa detrás de la tabla de castigo y el palo de los azotes de la parroquia.

No se habían castigado sinvergüenzas aquí desde que Gabriel había vuelto. Ningún niño que se había visto tan desesperado, como para que una dama de alcurnia le insistiera a su padre que parara el coche.

– No sé qué lección tenía que haber aprendido con eso -dijo, su alta figura envuelta en la capa negra eclipsando el lugar de su humillación.

– ¿Te acuerdas por qué te castigaron?

– Sí.

Y recordaba la suave mano enguantada de una niña en la mejilla, el susurro de su vestido mientras se agachaba a mirarlo y que cuando se había levantado, tenía una mancha en los guantes.

– Incorregible -dijo su esposa, abrazándolo.

La acercó al calor de su cuerpo, a su corazón.

– ¿Estás hablando de mí o de ti?

– De ambos… Pero no lo cambiaría por nada.

Aunque estaba muy distraído por el deseo que sentía por su esposa, logró contenerse hasta que llegaron a Helbourne Hall. Se sintió aliviado de que los criados hubiesen hecho un esfuerzo para poner la casa en orden para su nueva dueña; les había mandado un mensaje hacía varios días que pagarían con el infierno si no cumplían. Gabriel, su mozo de cuadra y tocayo, estaba esperando despierto en el establo a su amo, ansioso de demostrarle su aprecio.

Subió a Alethea en brazos por las escaleras, con una sonrisa indecente en la cara que anunciaba sus intenciones. Los cristales de las ventanas necesitaban una limpieza, pero así y todo, la luz de la luna lograba entrar. Y bueno, si había murciélagos en la residencia, se habían escondido temporalmente.

Le desabrochó la capa con una mano y después las mangas del vestido incluso antes de llegar al rellano.

– Gabriel -dijo en un gemido suave, inflamada por el calor pecaminoso de sus ojos-. Te deseo.

– No digas eso hasta que no estemos en mi cama -le advirtió-, o te tomaré aquí en las escaleras, y que los murciélagos y los criados se vayan al infierno.

– Qué manera de hablarle a tu esposa -le dijo sin aliento-. De todas maneras, ya es casi de mañana, y prefiero un poco de privacidad.

La capa se le resbaló de los hombros. Podría haber protestado, pero en vez de eso lo besó en el poderoso cuello bronceado y le desató la corbata con la mano libre. Su cuerpo musculoso se sentía caliente e invitante. Se movió levemente. La dura protuberancia de su erección le presionaba en el trasero.

– Mira lo que has hecho -la dijo con una gran sonrisa.

Ella cerró los ojos.

– Apúrate o me voy a desmayar.

La agarró firmemente.

– No te desmayarás hasta que no te dé una buena causa. -La devoró con los ojos-. Y te la daré.

La sangre le fluía febril, mientras entraba al dormitorio y la dejaba en la cama con una colcha y sábanas limpias y frescas, con el aroma de ramitas de romero y jabón de lavanda.

La sonrisa de ella lo invitaba a la seducción. Se había desinhibido en su lecho, pero tenía otras lecciones sensuales que revelarle.

Aparentemente, ella también.

Levantó la mano y pasó los dedos hacia abajo por su pecho, desabrochando los botones y lazos. Siguió descendiendo pasando por su cintura, después de lo cual hizo un rápido trabajo desabrochando el cuero que lo ataba.

– ¿Se siente mejor así? -le dijo acariciándolo todo a lo largo a través de sus pantalones abiertos.

– Se siente… No puedo…

Por un momento su garganta se cerró y tuvo que hacer un esfuerzo para respirar. O tal vez dejaría de respirar totalmente y sobreviviría de pura alegría. Ángel. Gitana. Dama. De todas las imágenes que tenía de ella a través de los años, nada le producía un placer más primario que pensar en ella como su esposa.

La desnudó entre besos lentos que quitaban el aliento, estudiando su cuerpo suave y sonrosado, como cuando se abre un regalo ansiado desde hace mucho tiempo.

– ¿Puedo terminar de desnudarte? -susurró. Y le sacó la camisa por los hombros sin esperar por su aprobación.

– En un minuto -dijo, atrapándole la mano. Su lengua rodó alrededor de la de ella con tal destreza erótica, que las manos le cayeron a los lados, dominada.

– Quiero borrar de tu mente todo recuerdo que te haya hecho desdichada.

– Pero te quiero tocar -dijo obstinadamente.

– ¿Con cicatrices y todo? -le preguntó, pero ya estaba a su merced, antes de que ella levantara las manos, esta vez para tirarle de las caderas.

– Quiero que olvides cómo te hiciste esas cicatrices.

Se sacó la chaqueta y la camisa y las arrojó al armario jacobino que estaba contra la pared. Balanceándose brevemente para quitarse las botas y los pantalones, se estremeció al sentir sus manos bajando por su espina dorsal.

– Tengo cicatrices por todas partes -dijo levantándose un momento, la luna acentuando los duros ángulos de su cuerpo y su erección.

Su respiración se hizo superficial, mientras él la estrechaba entre sus piernas, con una mano deslizándose debajo de su cadera.

– Pensar que me enamoré del hijo más malvado de Helbourne.

Le trazó los delicados pezones con la lengua hasta que ella levantó la espalda estremeciéndose de placer.

– Para mí fue bueno que no fueses, precisamente, una niña obediente. -La otra mano la puso entre sus muslos y sus hábiles dedos la sometieron a una agonía sensual que le esclavizó cada sentido.

– Tal vez -le dijo, con los oscuros ojos burlones-, no seré una esposa obediente.

– Pero una complaciente. La obediencia es secundaria.

– Te amo, Gabriel.

– Y yo te amo más de lo que tú me amas.

– Te he amado por más tiempo.

Se rió.

– Entonces tendré que amarte más poderosamente.

– Ámame ahora mismo -ella susurró pasando su talón ligeramente bajando por su pierna musculosa hasta su pie.

Pero él no estaba particularmente apurado esta noche, su momento de volver a casa, su luna de miel. Atesoraba cada momento, gozaba cada detalle, el viento frío que aullaba pero que no penetraba en esta extraña casa, la mujer de sangre caliente que lo había esperado durante siete años. La dejaría esperar un momento más, él haría que su espera valiese la pena. Como jugador, había sabido la primera vez que lo besó, que las probabilidades estaban a su favor.

SOBRE LA AUTORA:

Jillian Hunter hasta el día de hoy tiene escritas más de una decena de novelas, pero a pesar de ello es una de las autoras más prometedoras del género romántico. Todas ellas han sido grandes éxitos e incluso ha obtenido premios como el Romantic Carrer Achivement Award.

La serie Boscastle ha sido su debut en España y también quien la ha lanzado a la fama gracias a que dichas novelas se caracterizan por una combinación de humor irónico y ternura que cautiva a las lectoras de todo el mundo.

Actualmente Jillian reside en California con su marido y sus tres hijas.

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