El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.

El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.

Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

José Rodrigues dos Santos

El séptimo sello

© 2009

A Catarina y a Inés, y a los hijos que estén por venir.

Para que sepan que todo lo hice

para impedir lo que vendrá.

… yo soy el primero y el último, el viviente, que

fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos,

y tengo las llaves de la muerte y del Infierno.

Escribe, pues, lo que vieres, tanto lo presente

como lo que ha de ser después de esto.

Apocalipsis, 1,18

(traducción de Nácar-Colunga)[1].

Aviso .

La información histórica, técnica y científica que se reproduce en esta novela es verdadera

Prólogo

Crrrrrrrrrrrr.

– Marambio a McMurdo. Crrrrrrrrrrr. Marambio a McMurdo.

Crrrrrrrrrrrr.

El estadounidense de gafas redondas y de rala barba canosa se sentó frente a la radio y pulsó el botón del intercomunicador, interrumpiendo momentáneamente el molesto zumbido de la estática que desgarraba el aire.

– Aquí McMurdo. Habla Dawson. ¿Qué ocurre, Marambio?

Crrrrrrrrrrrr.

– ¿Dawson?

Crrrrrrrrrrrr.

– Sí, habla Howard Dawson en McMurdo. ¿Qué ocurre, Marambio?

– Aquí Mario Roccatagliatta, del Instituto Antártico Argentino, División Glaciológica, en la base Marambio.

– Hola, Mario, ¿algún problema?

Crrrrrrrrrrrr.

– No lo sé.

Crrrrrrrrrrrr.

– ¿Puedes repetir? Crrrrrrrrrrrr.

– No sé qué está pasando -dijo la voz eléctrica desde el otro lado, en un inglés con fuerte acento español-. Aquí ocurre algo raro.

– ¿Qué quieres decir con eso de algo raro?

– Se trata de Larsen B.

– ¿Qué le pasa a Larsen B?

– Está temblando.

– ¿Temblando?

– Sí, Larsen B está temblando.

– ¿Puede ser un sismo?

– No, no es un sismo. Empezó hace unos días y ya he hablado con unos amigos de la División de Sismología, en Buenos Aires. Ellos dicen que no es un sismo.

– Entonces, ¿por qué razón está temblando Larsen B?

– No estoy seguro. Pero han empezado a aparecer grietas y fisuras en el hielo.

– ¿Grietas y fisuras en el hielo?¡Imposible! La plataforma tiene más de doscientos metros de espesor de hielo.

– Pero estamos viendo grietas y fisuras en el hielo y registrando temblores en toda la plataforma.

– ¿Y tenéis alguna explicación para eso?

Crrrrrrrrrrrr.

– Claro.

– ¿Entonces?

– Me temo que no vas a creer en nuestra explicación.

– Suéltala ya.

– Larsen B está deshaciéndose.

Crrrrrrrrrrrr.

– ¿Cómo?

– Larsen B está deshaciéndose.

Crrrrrrrrrrrr.

– ¿La plataforma está deshaciéndose?

– Sí, está deshaciéndose.

– ¡Pero eso es imposible! Larsen B existe desde la última gran glaciación, hace doce mil años. Una plataforma de hielo tan grande y tan antigua no se deshace así como así.

Crrrrrrrrrrrr.

– Lo sabemos. Pero se está deshaciendo.

El cuerpo esmirriado y nervioso de Brad Radzinski irrumpió en el Crary Science and Engineering Center con una cartera en la mano. Radzinski se quitó el abrigo y, después de colgarlo en el perchero de la entrada, se dirigió apresuradamente al despacho del director. En la puerta, que estaba cerrada, había una placa metálica que identificaba a su anfitrión: «S-001. DAWSON».

La S correspondía a Science y el 001 identificaba la posición jerárquica de su ocupante. Radzinski golpeó la puerta con impaciencia y, casi sin esperar, entró.

– ¿Se puede?

– Hi, Brad -saludó Howard Dawson, sentado frente al escritorio revisando papeles-. ¿Tiene alguna novedad?

Con actitud preocupada, Radzinski respondió algo incomprensible y, después de darle la mano al director del laboratorio, se sentó sin rodeos frente a la mesa de reuniones. Dawson abandonó su escritorio de aspecto futurista, pasó delante de un armario lleno de libros y se acomodó al lado del recién llegado, en el lugar que daba a la pared, con un gran mapa de la Antártida colgado justo enfrente. Sin perder tiempo, Radzinski se inclinó sobre la cartera que llevaba en la mano, de donde sacó varias fotografías y las desparramó sobre la mesa.

– Éstas son imágenes obtenidas mediante el sensor Modis, que está instalado en un satélite de la Nasa -dijo yendo directo al grano. Hablaba muy deprisa, casi comiéndose las palabras-. Me las acaba de enviar desde Colorado el National Snow and Ice Data Center.

Dawson se agachó y observó las imágenes.

– ¿Son fotografías de Larsen B?

– Sí. Las han sacado hace una hora.

El director del Crary Lab cogió una fotografía y la examinó con atención. Esbozó una mueca con la boca, se encogió de hombros y miró a su interlocutor.

– Me parece normal.

Radzinski volvió a inclinarse sobre la cartera, de donde sacó un objeto metálico circular con una lente gruesa. Una lupa. Cogió una fotografía, acercó la lupa sobre ella e indicó unos hilos que se prolongaban por la estructura blanca ampliada gracias a la lente.

– ¿Lo está viendo?

– Sí.

– Son fisuras en el hielo.

Dawson analizó los hilos sombreados que surcaban la superficie láctea de la plataforma.

– ¿Son realmente fisuras?

– Sí.

– ¿Larsen B tiene fisuras?

– Larsen B se está resquebrajando.

– ¿Seguro?

– Absolutamente seguro.

Dawson se irguió en la silla, se quitó las gafas y suspiró.

– In be damned! Los argentinos tenían razón.

– Sí.

El responsable del laboratorio se limpió las gafas redondas con un paño violeta. Acabado el trabajo, se las caló encima de la nariz, alzó los ojos y contempló el paisaje sereno que se extendía más allá de la ventana del despacho.

El monte Discovery rasgaba el cielo azul claro y parecía levitar sobre la planicie blanca, con nuevos picos que se elevaban desde la falda; eran cimas que no existían, acantilados nacidos de la ilusión, de los juegos de luz y frío entre la montaña y la planicie. Se cernía al fondo una fata morgana, espejismo común en la Antártida, resultante de la curva que trazaba la luz de la montaña al pasar por el aire a diferentes temperaturas. El monte Discovery parecía tener más peñascos que lo normal, aunque esa visión sorprendente, incluso maravillosa, no animase al científico. Dawson miraba la fata morgana, es cierto, pero su atención estaba fija en el distante hilo de sus pensamientos.

Un buen rato después, se levantó pesadamente, cogió el teléfono y marcó un número.

– Aquí Howard Dawson, del Crary Lab. ¿Puedo hablar con el mayor Schumacher? -Pausa-. Sí, ¿habla el mayor? Buenos días, ¿cómo está? Escuche: necesito un transporte aéreo lo más pronto posible. -Pausa-. No, un Huey no sirve. Tengo que ir a la península. -Pausa-. Ya sé que la península está lejos. Por eso no sirve un Huey. -Pausa-. ¿Cuál de las pistas? ¿Willy o Pegasus? -Pausa-. Perfecto. Aquí lo espero. Gracias.

Radzinski se mantuvo atento a la conversación.

– ¿Va a Larsen B? -preguntó en cuanto el director colgó el teléfono.

– Sí. ¿Quiere venir conmigo?

– ¿A hacer qué?

– Tenemos que ver qué ocurre.

– ¿No pueden hacerlo los argentinos?

– Los argentinos son buenos. Pero nos hace falta más información.

– ¿Ha probado con Palmer?

– La base Palmer no tiene nada. Larsen queda al otro lado de las montañas.

– ¿Y Rothera?

– ¿Los ingleses?

– Sí, puede ser que los tipos del British Antarctic Survey tengan más información.

– Pero ellos también están al otro lado -observó Dawson, mirando el mapa de la Antártida en la pared del despacho. Rothera quedaba un poco más al sur de Palmer-. Aunque no cuesta nada intentarlo.

Dawson salió del despacho y se dirigió hacia la radio, instalada en un cuartucho del edificio. El técnico de comunicaciones se había tomado el día libre y el director, con aquel práctico sentido de la informalidad del que sólo son capaces los estadounidenses, se encargó del control. Dawson se sentó frente al aparato, comprobó si estaba conectado y pulsó el botón.

– McMurdo a Rothera. McMurdo a Rothera.

Crrrrrrrrr.

– Aquí Rothera -respondió una voz afable con fuerte acento británico-. ¿Es McMurdo el que está en línea?

– Sí, aquí McMurdo.

– Cheerio, chaps. Aquí John Killingbeck, en Rothera. ¿Cómo le va a MacTown?

MacTown era el apodo de McMurdo.

– MacTown está bien y manda saludos, John.

– ¿Y la lager del Gallagher's? ¿Sigue siendo la peor cerveza del The Ice?

El Gallagher's era uno de los bares de McMurdo y The Ice el sobrenombre de la Antártida.

– Es mejor que vuestra cerveza caliente.

La voz inglesa del otro lado soltó una carcajada.

– Lo dudo -exclamó-. Jolly good, chaps. ¿Cómo os puedo ayudar?

– Escucha, John. ¿Vosotros estáis monitorizando la situación de Larsen B?

– ¿Larsen B? Un momento, voy a comprobarlo.

Crrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.

La estática se prolongó durante casi un minuto. Dawson se quedó de brazos cruzados, expectante, hasta que el silencio rompió aquel sonido desgarrado y la voz británica reapareció. -Rothera a McMurdo. Rothera a McMurdo. -Estamos aquí, Rothera.

– Escuchadme: no tenemos a nadie en Larsen B…

– Ah, qué pena.

– … pero tenemos a alguien en el mar de Larsen B. Crrrrrrrrr.

– ¿Cómo?

– Tenemos un barco en el mar de Larsen B.

– ¿Ah, sí?

– Es el RRS James Clark Ross, el barco de investigación que se encuentra al servicio del British Antarctic Survey. El comandante Nicholls está sintonizando nuestra frecuencia en este momento. ¿Necesitáis hablar con él?

– Sí, sí, por favor.

– Rothera a James Clark. ¿Me oye?

– Perfectamente, Rothera. Aquí el capitán Nicholls.

– McMurdo necesita decirle algo. -Una inflexión de tono, para señalar el cambio de interlocutor-. Go on, McMurdo. Dawson pulsó el botón.

– McMurdo al capitán Nicholls. -Estoy aquí.

– Capitán, nos han llegado informaciones inquietantes sobre el comportamiento de la plataforma de hielo de Larsen. Rothera me ha dicho que usted está cerca.

– Así es.

– ¿Puede verla?

– Sí, sí. Se encuentra allí al fondo. La estoy viendo.

– ¿Nota algo anormal?

– ¿A cuál de las plataformas se refiere? ¿La B o la C?

– Larsen B, capitán.

– Un momento, voy a usar los prismáticos.

Crrrrrrrrr.

– ¿Y? ¿La está viendo?

Crrrrrrrrr.

– Pues… sí… Quiero decir…, no lo sé.

– ¿Y?

Crrrrrrrrr.

– Hay…, hay algo extraño. No lo sé… Espere.

– ¿Capitán Nicholls?

Crrrrrrrrr.

– Estoy viendo una nube que se eleva desde el…, desde la plataforma.

– ¿Una nube?

– Parece…, qué sé yo, parece vapor.

– ¿Una nube de vapor?

Crrrrrrrrr.

– ¡Dios mío!

– ¿Capitán Nicholls?

– La plataforma… La plataforma…

– ¿Qué ocurre?

– ¡Dios mío!

– ¿Qué ocurre?

Crrrrrrrrr.

– ¡La plataforma está desmoronándose!

La trepidación era permanente, pero no les impidió a Lawson y a Radzinski dormir un poco. Llevaban varias horas de vuelo, que parecía no acabar nunca, aunque los dos científicos estaban resignados a ello; al final, antes de embarcar, ambos sabían que aquél no era el más confortable de los aviones. El Hércules C-130 siempre fue un aparato muy seguro, el único avión de carga capaz de aterrizar sin problemas en el Polo Sur, pero, con sus cuatro motores de hélice, asientos rudimentarios y aquella vibración ruidosa, difícilmente sería la opción más popular entre los amantes de la clase ejecutiva.

Dawson se mantuvo encogido en su parka roja, con los auriculares pegados a los oídos para ahogar el rumor permanente del avión, y los ojos cerrados en un cabeceo leve y agitado. Al despertarse por algún que otro traqueteo, miró dos veces más por la ventanilla, intentando vislumbrar algo nuevo en la vasta altiplanicie de la Antártida; pero la imagen era la misma de siempre, una extensa sábana de nieve perdiéndose más allá del horizonte, encorvándose aquí y allá en montañas, abriéndose en hermosos desfiladeros, una mancha lechosa reluciendo al sol, que brillaba bajo en el cielo eternamente azul. El paisaje sería fascinante para un recién llegado, pero la verdad es que ya no representaba una novedad para él. Además, tenía en la mente otras preocupaciones.

Sintió un movimiento y abrió los ojos. El teniente Schiller se inclinaba sobre él y le hacía un gesto. Dawson se quitó los auriculares, que lo aislaban del ruido del avión.

– Estamos llegando -anunció el ingeniero de vuelo, casi gritando, e hizo un gesto con la mano-. Venga a ver.

Dawson siguió a Schiller por la carga del aparato y Radzinski fue detrás. Subieron los escalones y después al cockpit, donde se encontraban los dos pilotos y el navegante. El C-130 trepidaba y se balanceaba, por lo que los recién llegados tuvieron que agarrarse a los apoyos de seguridad para no perder el equilibrio.

El piloto los vio entrar e hizo una seña por la ventanilla, apuntando hacia abajo. Dawson estiró la cabeza y vio extenderse la península Antártica por el mar, rompiendo las aguas como una daga; era la protuberancia aguzada de la Antártida que apuntaba hacia el norte y casi tocaba el extremo de América del Sur. Los glaciares bajaban por las cuestas y se detenían abruptamente sobre las aguas, como si fuesen yogures blancos con focos de un color azul turquesa fluorescente destellando en las hendiduras; múltiples islas e icebergs salpicaban la costa sinuosa en los estrechos y bahías entre la península y el mar de Bellingshausen, tanto, tanto hielo que la navegación se volvía allí imposible sin un poderoso rompehielos.

El copiloto viró a la derecha, el avión cruzó la estrecha cordillera de montañas y, en cuanto llegó al otro lado, redujo la altitud. El piloto señaló específicamente un punto de la península.

– ¡Fíjese allí!

Dawson centró su atención en el lugar indicado. Observó la pantalla arrugada del mar de Weddell, el agua azul oscuro, casi negro, salpicada por bloques blancos, y buscó la familiar superficie láctea de la plataforma de hielo.

Asombro.

La mancha nívea, aquel espejo brillante y cristalino que se había acostumbrado a encontrar entero entre las montañas nevadas y el mar tormentoso, como una mancha de leche volcada en un plato, ya no existía. El espejo se había fracturado en mil pedazos, la plataforma se deshacía como cristal hecho añicos; en vez de la superficie vítrea que llenaba su memoria de aquel sitio, veía millares y millares de astillas blancas, agujas de hielo esparcidas sobre el mar, como porexpán desmigajado en mil trozos.

– Good Lord! -murmuró Dawson aterrorizado.

Toda la tripulación del C-130 contemplaba el espectáculo, los ojos fijos en aquella imagen, como si las agujas de hielo fuesen un péndulo que hipnotizara a todos, un poderoso imán al que no podían ni sabían resistirse.

– Larsen B ha desaparecido -observó el piloto, aún digiriendo lo que veía allí abajo-. lt's just fucking gone!

Radzinski cogió la cámara de vídeo y comenzó a registrar las imágenes. El Hércules C-130 hizo varios recorridos sobre el lugar, unas veces en vuelos rasantes, otras a gran altura, como para permitir la observación del fenómeno desde varias perspectivas diferentes. Dos veces pasaron sobre la base argentina de Marambio y una vez cerca del barco británico RRS James Clark Ross, que deambulaba por entre los bloques de hielo a la deriva en el mar de Weddell, pero todos fijaban la atención en aquel espectáculo aterrador: los miles de icebergs en que se había transformado Larsen B.

El ambiente a media luz en la Coffee House era acogedor, sobre todo si se lo comparaba con el frío cortante que imperaba en las calles oscuras y descuidadas de McMurdo. Un aroma agradable a capuchino caliente y a donuts llenaba la cafetería, mecida por el murmullo tranquilo de los clientes que habían ido allí a matar el tiempo parloteando o jugando a las cartas.

Se abrió la puerta de la calle y las conversaciones quedaron suspendidas cuando entró un hombre con una parka azul.

– ¿Quién es éste? -susurró un cliente en medio de una partida de cribbage, inclinándose hacia el camarero, que colocaba botellas de vino en un armario.

El camarero volvió la cabeza, miró al visitante y se encogió de hombros.

– Qué sé yo -dijo-. Es un finjy.

En el argot de McMurdo, un finjy es un desconocido recién llegado.

– Fucking finjies -refunfuñó el cliente, y sus compañeros de cribbage hicieron un gesto de asentimiento.

El hombre de la parka azul atravesó el local con todas las miradas fijas en él. Nadie podía distinguir sus facciones, ya que mantenía la gorra cubriéndole la cabeza y las gafas espejadas ocultándole los ojos; de la cara sólo se veían el mentón puntiagudo y los labios finos, casi crueles. Era evidente que no pretendía quedarse mucho tiempo en la cafetería, pues ni siquiera se quitó los guantes. Divisó al camarero junto al armario del vino y se acercó.

– Necesito una información -dijo sin saludar a nadie. La voz, ronca y baja, revelaba un indefinido acento extranjero-. ¿Dónde está el Crary Lab?

El camarero vaciló, dudando sobre cómo explicarle el trayecto. La Coffee House era un barracón de madera que no tenía ventanas, parecía un exiguo hangar semicilíndrico, y el camarero, sin poder ver el exterior, apuntó hacia la puerta de entrada.

– ¿Ha visto la capilla blanca al final de la calle?

El finjy asintió con un movimiento mecánico de la cabeza, casi como si fuese un autómata.

– Yep.

– Es la Chapel of the Snows. Siga por la carretera y, después de pasar por la capilla y por el MacOps, encontrará el Crary Lab.

El desconocido mantuvo el rostro vuelto hacia el camarero, con los ojos siempre invisibles detrás de las gafas espejadas.

– ¿Hay allí mucha gente?

– Sí, los beakers.

– ¿Beakers?

– Perdón, es la jerga de la región -dijo el camarero-. Llamamos beakers a los científicos. Ellos trabajan en el Crary Lab.

Sin decir una palabra más, el hombre dio media vuelta y se alejó, con la clara intención de marcharse. Antes de pasar la puerta, el camarero lo llamó.

– Disculpe, sir -dijo-. ¿Usted va al Crary Lab?

Con la cara medio tapada por la puerta entreabierta, el frío invadiendo la cafetería, el finjy volvió la cabeza y lo miró de soslayo.

– No meta su fucking nariz donde no lo llaman.

– Ah, perdón -balbució el camarero, pillado de sorpresa por la susceptibilidad del desconocido-. Sólo quería decirle que ahora no va a encontrar a nadie allí. Hoy es domingo y el personal se ha ido al bingo.

– ¿El profesor Dawson se ha ido al bingo?

– No, él no. El profesor se pasa los domingos trabajando.

El hombre volvió la espalda para salir.

– Pero mire que él no está allí ahora -añadió el camarero.

El finjy se detuvo de nuevo, con un reflejo de luz que centelleaba en sus gafas espejadas.

– ¿No?

– Lo he visto pasar hace poco en un Nodwell y me dijeron que iba a coger un vuelo.

– ¿Se ha ido de McMurdo?

– No lo sé. Pero hable con el chófer del mayor Schumacher, fue él quien lo llevó al Willy Field.

Sin despedirse siquiera, el desconocido cerró la puerta de madera y se fue.

Dentro de la cafetería, se reanudaron las conversaciones con una animación que no habían tenido hasta entonces. McMurdo era como una aldea provinciana, nunca ocurría nada especialmente excitante en aquel rincón perdido en las costas de la Antártida, por lo que la llegada de un extraño, para colmo de actitud arrogante y malos modales, constituyó una agradable novedad. Ya había tema para alimentar chismorreos.

– Un tipo siniestro, ¿eh? -comentó el cliente del cribbage a sus compañeros de juego y al camarero-. ¿Os habéis fijado en el bulto que llevaba debajo de la parka?

– No.

– Era una pistola.

– Give me a break, man!

– En serio. Este finjy tenía una pistola escondida en la parka.

Al cabo de una hora sobrevolando Larsen B, el Hércules C-130 efectuó un último recorrido y dio media vuelta, rumbo al sur, a lo largo de la lengua de tierra por la que se extiende la península Antártica y en dirección al mar de Ross y la base McMurdo.

Los dos científicos regresaron a sus sitios, pero ninguno tenía ganas de dormir.

– ¿Qué rayos está ocurriendo aquí? -preguntó Radzinski al sentarse, con la cámara de vídeo aún balanceándose nerviosamente en sus manos.

– Es el calentamiento del planeta -repuso Dawson, lúgubre-. El aire se está calentando en la Antártida a un ritmo de medio grado Celsius por década, o sea, cinco veces más deprisa que en el resto del mundo. Y esto se viene dando, por lo menos, desde 1940. -Adoptó una expresión pensativa-. Da la impresión de que ahora está atravesando un valor crítico.

– ¿Un valor crítico?

– Sí, un valor a partir del cual todo cambia. -Suspiró-. Hace siete años se desintegró Larsen A. Ahora es Larsen B. Lo peor es que Larsen B es mucho más grande.

Radzinski se quedó callado un instante. Hacía mucho que oía hablar del calentamiento global, pero era la primera vez que observaba con sus propios ojos las consecuencias de tal fenómeno.

– ¿Eso hará subir el nivel del mar?

– ¿Qué? ¿El calentamiento del planeta?

– No, la desaparición de Larsen B.

Dawson meneó la cabeza.

– Larsen B era una plataforma de hielo. Las plataformas de hielo son gruesas placas que flotan pegadas a la Antártida. Como flotan en el agua, ya contribuyen al actual nivel de los océanos, por lo que el hecho de que se derritan no elevará la altura del mar.

Radzinski sonrió, aliviado.

– Entonces no hay problemas.

Su interlocutor meneó de nuevo la cabeza, esta vez afirmativamente.

– Claro que hay problemas. Y no son pequeños. -Hizo un gesto con la mano hacia la ventanilla-. Las plataformas de hielo actúan como un sistema de freno de los glaciares. Como se sitúan entre la Antártida y el mar, impiden que el aire marítimo más caluroso llegue al continente, moderando así el derretimiento de los glaciares. Pero la desaparición de las plataformas de hielo alterará este equilibrio. El aire caliente comenzará a llegar a la Antártida y los glaciares se derretirán. Al derretirse, volcarán agua en el mar y entonces sí subirá el nivel de los océanos. -Alzó las manos en un gesto de súplica-. Cuando eso ocurra… God help us!

Radzinski clavó los ojos en el suelo.

– Shit!

En cuanto se abrió la puerta del avión, una brisa helada azotó el rostro de Howard Dawson como una bofetada. El científico se arrebujó con la parka y enfrentó las escaleras, que bajó con dificultad. Hacía solamente cinco grados bajo cero en McMurdo, pero, con la intervención del viento, la temperatura bajaba a los veinte bajo cero.

Pisó el asfalto de la pista de Willy Field y se enderezó. El sol brillaba cerca del horizonte, pero Dawson sabía que hasta dentro de dos meses no vendría el crepúsculo casi permanente, iniciándose medio año de la terrible noche del invierno antártico, cuando los termómetros podían descender hasta un mínimo de noventa grados bajo cero. No era una perspectiva que alentase al científico. Mientras tanto, prefería disfrutar del instante, apreciar el extenso día del verano, vivir aquella jornada de breve ocaso, en la que el sol giraba casi continuamente a lo largo del horizonte.

Los motores del C-130 se fueron acallando uno a uno, y Dawson se puso a deambular por la pista. Se sentía saturado por el ruido que lo había atormentado en las últimas horas, aquel fragor que mezclaba el estrépito del avión y el rumor de sus pensamientos después de observar las astillas de Larsen B, y deseó un instante de paz que le restableciese el equilibrio. Se alejó unos metros del aparato ahora silencioso y, en un rincón de la pista, encontró al fin la placidez que buscaba.

El silencio. Un manto opaco de silencio recorrió el horizonte plano y se abatió sobre el científico inmovilizado en aquella planicie ahora quieta. Era el sonido más pronunciado de la Antártida. El silencio. Un silencio tan grande, tan profundo, tan vacío que parecía zumbarle en los oídos. No se oía un ave, una voz, un sonido. Nada de nada. A veces se levantaba viento y rumoreaba bajito, pero pronto amainaba y volvía el silencio. Aguardó un instante más.

Nada. De la nada brotaba entonces un ruido tenue, vibrante, ritmado. Bump-bump, bump-bump, bump-bump. Era su corazón, que latía. Cuando lo oyó, Dawson supo que había recuperado el equilibrio. Sonrió, dio media vuelta y se dirigió al hangar, donde lo esperaba Radzinski.

– ¿Te sientes bien? -quiso saber el compañero.

– Muy bien -afirmó Dawson, siempre caminando, con las bunny boots soltando ruidos sordos sobre el suelo helado-. Era yo, que echaba de menos el silencio.

Radzinski se rio.

– El Herc es terrible, ¿no?

Caminaron los dos hacia el Nodwell que los aguardaba cerca del hangar.

– ¿Vienes al Crary Lab? -preguntó Dawson.

– No, estoy cansado -repuso Radzinski-. Voy a relajarme un poco al Southern Exposure. -Era uno de los bares de McMurdo-. Hoy hay bingo en la MacTown y no quiero perder la oportunidad de hacerme rico.

Dawson meneó la cabeza y adoptó una expresión jocosa.

– Eres el único tipo que conozco que cree que puede enriquecerse en The Ice.

Entraron en el Nodwell, un vehículo con cadenas adaptado para la nieve, y el chófer enviado por el mayor Schumacher los llevó por la carretera abierta en el hielo hasta McMurdo, a quince kilómetros de distancia. A Dawson le gustaba mucho más aterrizar en la Ice Runway, que estaba situada sobre una plataforma helada en el mar del cabo Armitage, a unos escasos cinco minutos de McMurdo, pero el problema es que esa pista sólo estaba operativa de octubre a diciembre. Con el calor, el hielo tendía a derretirse y no era seguro usar la Ice Runway en los meses menos fríos del verano.

– Profesor Lawson -dijo el chófer, a medio camino de McMurdo-. Ha venido un hombre a buscarlo.

– ¿Quién? ¿Un beaker?

– No, sir. Un finjy.

– ¿Un finjy? ¿Ha dicho qué quería?

– No, sir. Sólo ha preguntado por usted.

– ¿Y qué le ha respondido?

– Que usted se había ido a la península y que volvería pasadas unas horas, sir.

– ¿Y él?

El chófer se encogió de hombros.

– Debe de haber ido a tomar una copa al Gallagher's, sir.

El Nodwell dejó a Radzinski frente al edificio donde estaba situado el Southern Exposure y reanudó la marcha hacia el destino siguiente, zigzagueando por la Coffee House, por la capilla y por el MacOps. Dawson se preguntó por momentos quién sería el desconocido que lo buscaba, pero su mente se distrajo deprisa con el paisaje familiar que desfilaba al otro lado de la ventanilla del coche.

McMurdo era una antigua base militar estadounidense compuesta por edificios de dos y tres pisos asentados sobre estacas, todos ellos separados unos de otros, detalle que irritaba a Dawson. El científico prefería el sistema que habían adoptado los neozelandeses en la vecina base Scott, donde casi todas las construcciones estaban interconectadas. Considerando los rigores del tiempo en la Antártida, ese modelo se le antojaba incomparablemente superior. Pero lo peor, meditó, era la fealdad del conjunto. Las canalizaciones, los conductos de los desagües y las líneas de electricidad no estaban bajo tierra, sino que se encontraban sobre la nieve o colgadas entre los postes, a la vista de todos como entrañas descarnadas, tripas expuestas al viento glacial. A veces le parecía que McMurdo no era un puesto científico, sino una degradada población minera del Viejo Oeste.

– Hemos llegado, sir -anunció el chófer, trayéndolo de vuelta a la realidad.

Dawson se despidió y bajó del Nodwell, que partió enseguida. Frente a él se levantaba el Crary Science and Engineering Center, un edificio largo de color cemento que parecía una casa prefabricada. El científico dio un puntapié a la nieve sucia, disgustado porque hubiesen construido la base justamente en ese sitio. McMurdo fue edificada junto al único volcán activo de aquella zona de la Antártida, el monte Erebus, en un extremo de la isla Ross, y las cenizas volcánicas enmugraban el suelo de la base, con lo que rompían el efecto de pureza virginal y cristalina que constituía la imagen de marca del continente.

Cruzó refunfuñando el pequeño pontón hasta la entrada, insertó la tarjeta digital en la ranura, abrió la puerta y entró en el edificio. Sintió el calor interior que le envolvía el cuerpo con dulzura y se apresuró a cerrar la puerta. Se quitó la parka, liberó sus pies de las bunny boots y se puso cómodo, deambulando con calcetines por el edificio desierto a aquella hora tranquila de un domingo de bingo. Fue hacia el despacho, encendió el ordenador y, mientras se animaba la pantalla, decidió ir a comer algo. Recorrió los estrechos pasillos rodeados por despachos, las puertas cerradas con la indicación de los números de proyecto de sus ocupantes, S-015, S-016, S-017, y así sucesivamente. Algunas tenían una placa metálica con los marbetes de los proyectos: aquí los Penguin Cowboys, allí los Sealheads, más allá los Bottom Pickers. Pasó después por las salas de reunión y por los laboratorios plagados de microcentrifugadoras y tubos de ensayo, atravesó el gran salón con su enorme ventanal hacia el McMurdo Sound, que exhibía una vista espectacular sobre las montañas Transantárticas, y llegó a la cocina.

Además del microondas, del horno, del frigorífico y de todo lo que normalmente se encuentra en una cocina, se acumulaban aquí múltiples depósitos de basura, en conformidad con el protocolo del Waste Management Program de la base. Lejanos estaban los tiempos en que la basura se abandonaba sobre el hielo o se quemaba todos los sábados en McMurdo. La Antártida se había convertido en una inmensa zona protegida y el protocolo de protección ambiental del continente requería que todos los residuos se guardasen para ser llevados después a los países de origen, en este caso Estados Unidos. Hasta el reactor nuclear de la base, que habían llevado allí en 1961, acabó siendo retirado once años después. En conformidad con el protocolo, había en la cocina ranuras para dieciocho tipos diferentes de residuos y a Dawson solía llevarle diez minutos verse libre de una simple bolsa de basura; las tarjetas usadas tenían su depósito, los metales otro, hasta el aceite de cocina disponía de un contenedor propio, por lo que el científico perdía mucho tiempo en elegir el sitio donde echar cada desperdicio.

Esta vez, sin embargo, el contenedor de la junk food sería su propio estómago. Desmayado de hambre, Dawson sacó del arca un chili con carne, congelado, y puso a calentar la comida en el microondas.

– ¿Profesor Dawson?

El científico dio un salto del susto. Miró hacia un lado y vio a un desconocido parado bajo el dintel de la puerta, con unas gafas espejadas que le ocultaban los ojos.

– Jesus-Christ! -exclamó, rehaciéndose aún del sobresalto-. ¿Quién es usted?

– ¿Profesor Howard Dawson?

– Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarlo?

El desconocido dio un paso adelante, alzó el brazo derecho y apuntó la pistola.

Pam.

Pam.

Howard Dawson se dobló sobre sí mismo y se desplomó con dos orificios en el pecho.

El desconocido se acercó y apoyó el cañón caliente y humeante en la frente del científico moribundo.

Pam.

Capítulo 1

Un haz de luz se expandió por una estrecha rendija del cortinaje, iluminando el rostro arrugado y dormido de Graça Noronha. El foco apareció de repente, probablemente era una nube que afuera había destapado por momentos al sol; fue sólo un claror fugaz, pero suficiente para despertar a la mujer. Doña Graça entreabrió los ojos, el verde cristalino brillando bajo el efecto de la luz, palpó la mesilla de noche, encontró las gafas, se las puso y se incorporó en la cama.

– ¡Manel!¡Manel! -llamó-. ¿Dónde te has metido, hombre?

Tomás se levantó del sofá de la sala y casi salió corriendo hacia la habitación.

– ¿Qué hay, madre? ¿Ya se ha despertado?

Doña Graça miró a su hijo con expresión interrogativa.

– ¿Tu padre? ¿Aún está en la oficina? -Meneó la cabeza-.¡Ese hombre siempre está en la Luna! Oye, Tomás, ve a preguntarle si quiere un tecito, ¿sí?

El hijo se aproximó a su madre y se sentó en la cama.

– ¿Qué hay, madre? ¿De qué estás hablando?

– Ve a ver si tu padre quiere tomar un té, anda. Ya se hace tarde.

Tomás suspiró, deprimido.

– Escuche, madre, él no está aquí.

– ¿Que no está aquí? No me digas que aún sigue en la facultad. -Reviró los ojos, armándose de paciencia-. Válgame Dios, este hombre es realmente despistado.

– Madre -respondió el hijo con la voz cansada-. Él murió el año pasado.

Doña Graça adoptó una expresión de sorpresa .

– ¿Que tu padre murió el año pasado? Pero ¿qué disparate estás diciendo, eh?

– ¿No se acuerda, madre?

– Claro que me acuerdo. Esta misma mañana estuve preparándole el desayuno.

Tomás meneó la cabeza.

– Usted ha estado toda la mañana en la cama durmiendo, madre.

Doña Graça se puso rígida.

– ¿Eres tonto o te lo haces? ¿Me vas a decir que no le he preparado hoy el desayuno a tu padre?

– Está confundida, madre.

– ¿Confundida yo? Pero ¿qué dices? -Hizo un gesto impaciente con la mano-. Ve a llamar a tu padre, anda.

Tomás respiró hondo. Cogió la mano fría de su madre y la acarició con cariño. Después se levantó y se dirigió hacia la puerta de la habitación.

– Deje a papá tranquilo. ¿Quiere que vaya yo a preparar un té?

– No quiero té.

– Entonces es mejor que se cambie -dijo el hijo.

– ¿Cambiarme? ¿Para qué?

– ¿No se acuerda?

– ¿De qué?

– Vamos a ver al doctor Gouveia.

– ¿Para hacer qué?

– Tenemos cita para una consulta.

– ¿Qué consulta? Que yo sepa, no estoy enferma…

– Es a las cuatro. Ande, prepárese.

La enfermera sonrió a Tomás y éste le devolvió la sonrisa. Era una muchacha joven y la presencia de ese hombre de ojos verdes luminosos, tan felinos en el contraste con el pelo castaño oscuro, no le resultaba indiferente. Pero pronto Tomás la ignoró, intimidado por aquel lugar de sufrimiento; se sentía incómodo por encontrarse de vuelta en los hospitales de la Universidad de Coímbra, justamente el lugar donde había muerto su padre el año anterior. Lo cierto, no obstante, es que era allí donde el médico de cabecera tenía la consulta y no había escapatoria posible; si quería que el doctor Gouveia siguiese controlando a su madre como lo venía haciendo desde hacía tantos años, tenía que someterse a aquella prueba.

– ¿Tu amiga árabe va a preparar hoy la cena? -preguntó doña Graça de repente.

El hijo respiró hondo.

– No es árabe, madre. Es iraní.

– Da igual.

– No da igual -dijo meneando la cabeza-. Qué confusión. -Miró a su madre-. Además, no va a preparar la cena porque volvió a su país el año pasado. ¿No se acuerda?

– ¿Estás tonto? Si ayer mismo la vi…

– No, madre. Fue el año pasado.

Se callaron un largo instante, doña Graça parecía confusa e intentaba reordenar sus recuerdos. Se abrió, rompiendo ese silencio deprimido, la puerta del despacho, y un bulto blanco apareció en la sala de espera, colmando a la madre de Tomás con una sonrisa. El médico le tendió las manos y adoptó una expresión llena de bondad.

– Graça, ¿cómo se encuentra? -saludó Gouveia-.¡Siempre es bueno verla por aquí!

– Ah, doctor -dijo ella-. Ya no me acordaba de que tenía consulta con usted, fíjese. -Esbozó una sonrisa leve-. Vaya, mi cabeza anda realmente despistada, parezco una gallina tonta. -Bajó la voz, como si contase un secreto-. ¿Sabe a qué se debe? Me estoy poniendo vieja…

– ¿Graça vieja?¡No me haga reír!

– Es que, doctor, ya son setenta años, ¿no?

– ¿Y qué son setenta años hoy en día, eh?

Doña Graça entró en el despacho.

– No bromee, doctor, no bromee.

El médico saludó a Tomás con un gesto y cerró la puerta del despacho.

Sentado en la sala de espera, Tomás cruzó los brazos y se preparó para quedarse allí durante un buen rato aguardando el final de la consulta. Reparó en la mesita con las revistas y cogió una de ellas, que se puso a hojear distraídamente.

Sonó el móvil.

– ¿Profesor Noronha?

Era un portugués casi perfecto, pero un leve acento traicionaba la voz extranjera. -¿Sí?

– Mi nombre es Alexander Orlov y trabajo para la Interpol.

El hombre se calló, esperando que su interlocutor asimilase esta información.

– ¿Sí?

– Necesito conversar con usted. ¿Está disponible para cenar…, digamos…, mañana?

Tomás frunció el ceño, desconfiado. ¿Qué querría la Interpol de él?

– ¿De qué se trata?

– Es una cuestión algo delicada. Si no le importa, me gustaría exponérsela personalmente, no por teléfono.

– Pero ¿puede darme una idea de qué se trata? Como debe de imaginar, soy una persona ocupada.

– Sin duda -asintió la voz al otro lado de la línea-. Profesor Noronha, ¿le resulta de algún modo familiar el nombre de Filipe Madureira?

Tomás vaciló, sorprendido.

– ¿Filipe Madureira?

– Sí.

– Bien…, fue mi amigo en el instituto de Castelo Branco.

– El instituto…, eh…, Nuno Álvares, ¿no?

– Sí, ése mismo. ¿Por qué? ¿Qué pasa con Filipe?

– Su amigo ha desaparecido.

Aquella información, en boca de un hombre de la Interpol, dejó a Tomás intrigado.

– ¿Qué quiere decir con eso de que «ha desaparecido»?

– La Interpol necesita hablar con su amigo, pero él ha desaparecido.

El historiador intentó sopesar la noticia. Sin duda resultaba desagradable saber que un amigo del instituto estaba desaparecido, pero lo cierto es que Tomás no veía a Filipe desde hacía más de veinticinco años y no lograba entender qué quería de él la Interpol a propósito de esa antigua amistad.

– La situación es preocupante -dijo-, pero no llego a entender qué tiene que ver conmigo.

– Aún no tiene nada que ver con usted, profesor Noronha, aunque nos gustaría que tuviese algo que ver. -Cambió el tono de la voz-. ¿Nos encontramos mañana por la noche? A las ocho en el Saissa, ese restaurante de Oeiras, junto a la avenida Marginal.

– Espere un poco -exclamó Tomás-. No llego a entender qué puede importar nuestra conversación. ¿Qué pretende decir con eso de que les gustaría que el asunto tuviese algo que ver conmigo?

– La Interpol necesita su ayuda, profesor Noronha.

– ¿Para qué?

– Voy a darle dos pistas que, espero, tengan el poder de avivar su curiosidad.

– Dígame.

– Dos asesinos y el Diablo.

Tomás se quedó tan sorprendido que hasta miró el móvil.

– ¿Cómo?

– Hasta mañana, profesor Noronha.

Se abrió la puerta del consultorio y el doctor Gouveia acompañó a doña Graça hasta la sala de espera, sin parar ambos de parlotear, la charla fluyendo a merced de las palabras intercambiadas entre dos viejos conocidos.

– Graça, espere aquí un momento, ¿de acuerdo? -concluyó el médico, ayudándola a sentarse en una silla-. Ahora necesito conversar un poco con su hijo.

Tomás siguió a Gouveia hasta el despacho. Era un cuartucho ventilado, con un ventanal abierto a la ciudad, los tejados rojos de Coimbra bajando por la cuesta y resplandeciendo al sol; allá al fondo, el Mondego serpenteaba por las apretadas márgenes de la vieja urbe por entre hileras de árboles.

El médico le hizo una seña para que se sentase.

– ¿Su madre está tomando los comprimidos que le he recetado? -comenzó preguntando.

Tomás frunció los labios.

– Mire, doctor, para ser sincero, no lo sé.

– ¿Usted no controla esos detalles?

– ¿Cómo quiere que controle la medicación de mi madre?

No se olvide de que vivo en Lisboa, sólo vengo a Coimbra dos veces al mes…

– ¿Cree que ella ha tomado los comprimidos?

Tomás inclinó la cabeza.

– ¿Qué le parece?

El médico cogió una estilográfica y jugó con ella sosteniéndola con la yema de los dedos.

– Me parece que no.

– Yo también sospecho que no.

Gouveia suspiró, dejó la estilográfica y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en el escritorio.

– Dígame, Tomás. ¿Cómo ha visto la evolución del estado de su madre?

Los ojos verdes de Tomás se perdieron, por momentos, en algún punto del caserío más allá del ventanal del despacho.

– No veo muchos cambios, doctor. -Fijó la mirada en el médico-. Usted la conoce, ¿no? Ella siempre ha sido una mujer alegre, muy activa, llena de vida, siempre ha encarado las cosas de una forma increíblemente positiva, siempre ha tenido una gran fuerza interior. -Hizo una mueca-. Pero desde la muerte de mi padre las cosas han cambiado mucho y muy deprisa.

– ¿Cómo?

– Mire, primero empezó por olvidarse de nombres y de pequeñas cosas. Al poco tiempo ya no sabía en qué mes estaba ni qué día de la semana era. Y ahora habla de personas muertas como si estuvieran vivas. Hoy mismo, por ejemplo, se puso a llamar a mi padre, fíjese.

– Por tanto, ha tenido pérdida de memoria. ¿Y hay algún comportamiento más que se haya alterado?

– Bien…, a ver: empezó a comer poco y ya he notado que se va a acostar a cualquier hora. Eso me parece extraño. A veces se pasa el día durmiendo y la noche despierta, ese tipo de cosas.

– ¿Y los hábitos de higiene?

– Ah, eso también se ha alterado, claro. Ha dejado de lavarse con frecuencia. No me di cuenta de ello hasta el otro día, cuando llegué de Lisboa. Cuando la besé, reparé en que olía mal. -Esbozó una mueca de disgusto al recordar lo sucedido-. Fue una tortura hacer que se diese una ducha, no lo puede imaginar.

El médico lo miró a los ojos.

– ¿Usted sabe qué edad tiene su madre?

Se inmovilizó un instante, mientras sacaba la cuenta.

– Tiene setenta años. -Esa edad, que en su juventud le parecía tan avanzada y ahora ni por ésas, le resonó en la cabeza y lo dejó pensativo-. ¿No cree que es aún demasiado pronto… para esto?

Gouveia asintió.

– Sí, ella aún es relativamente joven. Pero, ¿sabe?, esto de la edad varía de persona a persona. Hay quien tiene cien años y está perfectamente lúcido, y hay quien…, mire, hay quien envejece antes. En el caso de su madre, es evidente que esta degradación precoz está relacionada con la muerte de su padre.

– ¿Le parece?

– Es evidente que hay una relación. Me acuerdo de que eran muy compañeros. Cuando las parejas están muy unidas, la desaparición de uno tiene siempre un efecto devastador en el que sobrevive.

Tomás bajó los ojos.

– Supongo que sí.

El médico afinó la voz.

– Oiga, Tomás, ¿no le preocupa que ella se olvide de todo, que no tome los comprimidos, que no se lave, que se pase los días en la cama?

– ¡Claro que me preocupa! ¿Por qué piensa, si no, que he pedido esta consulta con usted?

– Lo que quiero preguntarle es lo siguiente: ¿cree que ella está en condiciones de quedarse sola en casa?

– Creo que no.

– Así pues, ¿qué va a hacer para resolver el problema?

– Le he conseguido una asistenta. Va cinco veces por semana a limpiarle la casa, a lavarle la ropa y a prepararle la comida.

– ¿Y le parece que con eso basta?

Tomás se encogió de hombros, impotente.

– Creo que no, pero ¿qué puedo hacer? No puedo abandonar mi trabajo en Lisboa y venir aquí a ocuparme de mi madre…

– Ni yo se lo estaba sugiriendo.

– Entonces, ¿qué me aconseja hacer?

El médico se recostó en el asiento, volvió a coger la estilográfica y a hacerla girar entre las yemas de los dedos.

– ¿Se ha planteado la posibilidad de llevarla a una residencia?

«¿Se ha planteado la posibilidad de ir a vivir a una residencia?» Había hecho aquella pregunta de un modo casi casual, poco después de haber vuelto a casa. Tomás caminaba hacia la cocina cuando volvió la cabeza y lanzó la idea, como si se le acabara de ocurrir. Doña Graça, sin embargo, la sintió como un puñetazo asestado en el estómago.

– ¿Ir a una residencia?

– Sí, ¿ha llegado a pensarlo?

Tomás siguió comportándose con naturalidad. Abrió la puerta del frigorífico y buscó un zumo. La madre lo siguió despacio y se quedó en la entrada de la cocina.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Lo que quiero decir es que usted, madre, no puede quedarse sola.

Se hizo un silencio.

Tomás dejó de hurgar en el frigorífico y miró a su madre.

– ¿No cree que es una buena idea?

Doña Graça sintió cómo se le revolvía el estómago, se le llenaba el pecho y le estallaba en el rostro.

– ¿Una buena idea? ¿Una buena idea? -vociferó, roja de furia-. ¿Tú quieres mandarme a una residencia? ¿Es eso? ¿Tú quieres…?

– No, no, no es…

– ¿Deshacerte de mí? ¿Tú quieres…?

– No es eso, madre. No es eso. Quédese…

– ¿Desembarazarte así de…, de tu propia madre?

– Quédese tranquila, quédese tranquila.

La madre lloraba ahora, y las lágrimas dibujaban surcos en su rostro arrugado.

– ¿Tú quieres hacerme eso a mí? ¿A mí? ¿A mí, que me he ocupado de ti? ¿Que te he alimentado, te he vestido, te he educado? ¿A mí, que te he dado tanto amor, tanto cariño, tanto de mí misma? ¿A mí? ¿Quieres hacerme eso a mí? ¿A tu…, a tu propia madre?

– Madre, quédese tranquila, no es eso lo que estoy diciendo.

Doña Graça sollozó.

– Es eso, es eso.

– Oiga, madre. Usted últimamente está en la Luna, vive sola, se olvida de las cosas, no toma los comprimidos, come mal, ya ni siquiera se lava… ¿No entiende que es peligroso estar así sin ningún apoyo? ¿Y si le ocurre algo? ¿Quién la ayuda? ¿Eh?

– Pues… doña Mercedes.

– Doña Mercedes sólo viene de vez en cuando a hacer la limpieza. ¿Y si le ocurre algo cuando ella no está aquí?

– Telefoneo.

– ¿Telefonea? ¿A quién?

– Telefoneo al…, al…, al número ese de Urgencias.

– ¿Lo ve? Se está olvidando de todo.¡Ni siquiera se acuerda del número de Urgencias?

– No me vengas con tonterías.

– No son tonterías. Este es un problema muy serio.

Más lágrimas le surcaron el rostro.

– Tú lo que quieres es desembarazarte de mí, eso es lo que quieres.¡De mí, que he hecho tanto por ti! Si no me quieres, mira, lo mejor es que no pongas más los pies en esta casa, ¿me oyes? Yo aquí me las arreglo sola.

– No diga eso.

– Lo digo, lo digo. -Alzó el dedo, perentoria-. Los hijos tienen que ocuparse de los padres como los padres se ocuparon de sus hijos, ¿me oyes?

– Pero yo estoy ocupándome de usted.

– ¡Ocuparte, un cuerno! Lo que quieres es encerrarme en una residencia, eso es lo que quieres. -La barbilla le temblaba de indignación-. Yo me quedé con tus abuelos aquí en mi casa hasta que ellos se murieron. Hasta que ellos se murieron, ¿me oyes? En mis tiempos, los hijos asumían sus responsabilidades.¡No es como ahora, que todo lo que quieren es buena vida y los viejos, hala, que se vayan a la residencia!

– En su tiempo era diferente. Usted no trabajaba y se podía ocupar de sus padres. -Se dio una palmada en el pecho-. Pero yo trabajo. ¿Cómo podré hacer para ocuparme de usted?

– ¡Ésas son disculpas!

– No lo son, no. Mi vida no me permite pasar el tiempo aquí, pero usted, madre, no está en condiciones de seguir viviendo sola. Necesita tener personas cerca para que la ayuden siempre que lo necesite.

Doña Graça se enjugó las lágrimas y encaró a su hijo con despecho.

– Si no quieres ocuparte de mí, márchate. ¿Has oído? Márchate, que no te necesito.

Le dio la espalda y se fue a acostar.

Salió por la noche de la casa de su madre muy abatido; se sentía el peor hijo del mundo. Incluso pensó en alterar los planes, pernoctar en Coimbra y faltar al control de la mañana siguiente, pero recapacitó: el ciclo lectivo estaba acabando, tenía previsto un control y no podía eludir sus obligaciones con los alumnos. Necesitaba realmente ir a Lisboa.

Bajó en el viejo ascensor del edificio y cruzó cabizbajo la Praça do Comercio, despoblada a aquella hora tardía, con las mesas de las terrazas recogidas y las puertas cerradas, sometidas a la media luz de las farolas tristes. No sabía bien qué hacer. Por un lado, tenía la convicción de que la madre era dueña de sí misma, una mujer adulta, señora de su voluntad; si no quería ir a una residencia, era un derecho que la asistía, ¿qué podía hacer? Pero, por otro, tenía conciencia de la frágil situación en que ella se encontraba, entendía perfectamente que su madre no estaba en condiciones de ocuparse de sí misma. ¿Y si le ocurría algo en su ausencia? ¿Podría alguna vez perdonarse por no haber hecho nada en el momento justo?

Recorrió la Baixinha sin prestar atención a los transeúntes, tan engolfado estaba en el problema. Bien, reflexionó, la verdad es que había hecho algo para afrontar la situación; había seguido el consejo del médico y le había sugerido la idea de la residencia: era ella quien no había aceptado. Pero Tomás dudaba de que eso sirviese para apaciguar su conciencia en caso de que algo saliese mal. ¿Y si le ocurría realmente algo? Tenía que llevarla, concluyó. Pero no era tan sencillo, añadió luego para sus adentros. Lo cierto es que, si ella no quería ir a la residencia, ¿qué podía hacer él? ¿Arrastrarla a la fuerza? ¿Encerrarla contra su voluntad? No, se dijo. No, eso estaba fuera de discusión. Pero el problema seguía estando sin respuesta.

¿Qué hacer?

Pasó delante de la estación de trenes y cruzó la avenida Marginal, desgarrado por el dilema. Le dio pena no tener una hermana o ya no estar casado. Las mujeres eran más prácticas, sabían siempre cómo encarar estos casos delicados, tenían un don especial que las distinguía. Pero él era un hombre, y los hombres son buenos para la juerga, no para afrontar este tipo de problemas. Aunque dejase el trabajo en la facultad y en la fundación y dedicase todo su tiempo a ocuparse de su madre, posibilidad que sólo admitía como mera conjetura, dudaba de que fuera suficientemente hábil para cuidarla de la manera adecuada. Tendría que lavarla, alimentarla, vestirla, sacarla de paseo, pasar todo el tiempo con ella. No haría otra cosa. Meneó la cabeza. Pues no, eso no podía ser.

Volvió en sí frente a su viejo Volkswagen azul, sucio y con una abolladura junto al faro delantero derecho. El coche se encontraba estacionado junto al río, las aguas borboteaban a apenas tres metros de distancia, en la sombra que se abatía del otro lado del muro situado enfrente de la avenida Marginal.

Subió al coche y lo puso en marcha. Encendió los faros, miró por el retrovisor, esperó que pasase un automóvil y arrancó. Dejó atrás la estación de trenes, que observó de refilón por el espejo, y fijó su atención en el semáforo.

Fue lo último que registró su memoria.

Capítulo 2

La primera imagen apareció desenfocada. Vio un bulto blanco que pasaba frente a él; pero era una visión difusa, vaga, casi etérea, una mancha nebulosa, un borrón nublado. Oyó un ruido tranquilo, palabras murmuradas pero incomprensibles. Se sintió confuso, desmañado, ebrio; los ojos tardaban en enfocar las imágenes, parecían pesados, lerdos, hasta desobedientes. La mente divagaba, embrutecida, perezosa, incapaz de comprender, demasiado lenta para razonar.

Piensa, Tomás.

Hizo un esfuerzo para concentrarse. Meneó la cabeza, como si así pudiese expulsar el demonio que lo embriagaba, y trató de entender lo que ocurría. Piensa, Tomás, se repitió a sí mismo.

Con los ojos desorbitados, intentando de ese modo liberarse de la neblina que le empañaba la visión, se esforzó en aprehender el mundo allí y en aquel momento; sabía que para comprender necesitaba ver, pero ver le resultaba difícil. Tan difícil… Hizo un esfuerzo para captar lo que ocurría, para registrar las imágenes, para vencer el aturdimiento, para atravesar la niebla que todo lo volvía opaco.

Fijó la atención en el bulto blanco y los ojos lo enfocaron gradualmente. Era una mujer, eso es lo que pudo distinguir al principio. Llevaba algo en la cabeza: ¿un pañuelo? No, era una cofia, una cofia blanca. La mujer vestía de blanco, parecía una monja. Claro que no era una monja, concluyó despacio; la mente, aún desorientada, tardaba en ajustar los reflejos. No era una monja. Era una enfermera.

– ¿Nuestro paciente ya se está despertando? -preguntó la enfermera, inclinándose sobre él con una sonrisa.

Tenía los ojos castaños y pecas en la nariz, le recordaba vagamente a su ex mujer.

– Hmm -murmuró.

– ¿Ha dormido bien?

– ¿Hmm?

– Ande, descanse -dijo la enfermera con infinita dulzura-. Vuelvo dentro de un rato.

El rostro pecoso salió de delante y Tomás miró alrededor, con una modorra despreocupada. Se dio cuenta con esfuerzo de que se encontraba en una pequeña habitación de aspecto aséptico. Había una maquinilla a la derecha, un mueble con un televisor enfrente y una ventana a la izquierda que daba a unos plátanos frondosos, las ramas iluminadas por la luz del día. Era por la mañana, comprobó, y se encontraba en un sitio inesperado. Un hospital. La idea se afirmó despacio en su mente y lo sorprendió. «Pero ¿qué rayos estoy haciendo yo en un hospital?», se preguntó.

Sintió que el cansancio invadía su cuerpo y que le pesaba en los ojos: la absurda embriaguez lo acosaba irresistiblemente. Se recostó en la cama, se arrebujó disfrutando del calorcito, acomodó la espalda, respiró hondo y se dejó llevar por la modorra del sueño.

Una voz masculina lo hizo despertar de nuevo. Abrió los ojos y vio a un hombre con bata blanca y bigotes finos al lado de la cama; la enfermera pecosa, detrás de él.

– Entonces, muy buenos días, profesor Noronha. ¿Cómo se siente?

Tomás lo miró interrogativamente.

– ¿Dónde estoy?

– En la Clínica do Choupalinho. ¿Cómo se siente?

El paciente se dio cuenta de que recuperaba gradualmente sus facultades, incluida el poder de razonar con claridad. Con los ojos desorbitados, recordando.¡El control! ¿Y el control, pues? «¡Los alumnos me están esperando en la facultad para el control!» Levantó la mano izquierda y consultó el reloj. Eran las nueve de la mañana, aún estaba a tiempo. El control se había fijado para dentro de una hora.

– Oiga, necesito salir de aquí-dijo, con la lengua aún algo trabada-. Tengo un control a las diez y no puedo faltar.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde es ese control?

– En la facultad.

– ¿Qué facultad? ¿La de Coimbra?

– No, mi facultad, en Lisboa.

– Pero usted está en Coimbra, hombre -se rio el médico-. Aunque saliese ahora de aquí corriendo, no llegaría a tiempo.

Tomás hizo un esfuerzo por recuperar sus últimos recuerdos.

– ¿Aún estoy en Coimbra?

– Sí, señor. En la Clínica do Choupalinho.

Dejó caer la cabeza en la almohada, frustrado.

– ¡Caramba!¡Voy a faltar al control!

– Me temo que sí-asintió el médico-. ¿Cómo se siente?

Tomás ponderó la pregunta.

– Un poco raro -observó descubriendo un sabor pastoso en la boca-. Me duele ligeramente la cabeza.

– Pues sin duda tiene que dolerle.

– ¿Qué ha ocurrido?

– ¿No se acuerda de nada?

Tomás volvió a hurgar en los archivos más recientes de su mente.

– Me acuerdo de que puse el coche en marcha para ir a Lisboa. Fue anoche.

– ¿Nada más?

Reflexionó un instante.

– Pues… creo que nada más.

– ¿Cuál es la última imagen que guarda en su memoria?

– Fue…, fue la estación. -Alzó las cejas-. No, fue el semáforo. Iba a girar hacia el puente y paré en el semáforo.

– ¿No se acuerda de nada más?

– No -dijo Tomás.

Meneó la cabeza para reforzar la negación, pero pronto tuvo que parar, le retumbaba el cerebro.

– ¿Seguro? -insistió el médico.

– Sí -confirmó con impaciencia el paciente-. ¿Qué ha ocurrido?

El médico cogió un bloc de folios A4, como si consultase unas notas.

– Ha tenido un accidente. Cruzó el puente e iba a pasar por la Praça da Canção, supongo que camino de la autopista para Lisboa, cuando el coche se estrelló contra un poste y usted perdió el sentido.

– ¿Yo me estrellé contra un poste?

– Sí. -Volvió a consultar las anotaciones-. A eso de las diez de la noche.

– ¿En la Praça da Canção?

– Sí.

Tomás adoptó una expresión intrigada.

– Tiene gracia, no me acuerdo de nada de eso. Sólo recuerdo que arranqué y paré en el semáforo esperando que se pusiera en verde.

El médico sonrió.

– Es natural. Cuando se sufre un traumatismo en la cabeza y se pierde el sentido, es normal que en las personas se borre el recuerdo de los cinco minutos anteriores al accidente. Hay incluso quien pierde la memoria de las horas anteriores, fíjese.

– ¿En serio?

– Es muy común, quédese tranquilo.

Esta vez fue Tomás quien sonrió.

– Caramba, no me acuerdo realmente de nada. Es como si no hubiese ocurrido. En un momento estoy parado en el semáforo; al momento siguiente estoy mirando a su enfermera. Es como si no hubiese pasado nada entre tanto. He saltado automáticamente de un lado al otro, ¿entiende?

– Es extraño, sí -asintió el médico-. Pero muy común.

Tomás se palpó la cabeza. Sintió unas vendas ceñidas al pelo y se alarmó.

– ¿Qué es lo que tengo? ¿Es grave?

– No, no es nada especial, tranquilícese. -El médico se acercó y le tocó suavemente la nuca-. Debe de haber hecho un movimiento extraño con la cabeza cuando se estrelló contra el poste, porque el traumatismo fue aquí atrás, en la nuca. -Le cogió el brazo derecho y le mostró una venda en el dorso de la mano-. Y se magulló ligeramente en la mano, ¿lo ve? Nada grave, pero no debe hacer esfuerzos, ¿entendido?

– Sí.

– Si le pica el dorso de la mano, no se rasque. Eso es muy importante. No se rasque. Es señal de que la herida está cicatrizando.

– Muy bien, no me voy a rascar -prometió Tomás, observando la venda en la mano derecha. Alzó la cabeza hacia el médico, cuyo nombre leyó en una plaquita que llevaba colgada del pecho-. ¿Usted es el doctor Cariano?

El médico sonrió.

– Sí, Luís Cariano.

– Doctor, esta noche tengo una cena en Lisboa -dijo el paciente-. ¿Cree que podré ir o tendré que anular la cita?

– Puede ir, claro. -Consultó el reloj-. Veamos… Son las ocho, ¿no? Mire, pretendo darle el alta a primera hora de la tarde. Quiero que se quede toda la mañana aquí para comprobar si todo va bien. Después del almuerzo, lo dejaré en libertad.

– Ah, qué maravilla.

– Pero sea prudente, ¿ha oído? No quiero volver a verlo aquí otra vez.

La enfermera se llevaba la bandeja con el almuerzo consumido y Tomás se ponía los zapatos y se preparaba para abandonar la habitación de la clínica cuando sonó el móvil.

– Hola, Tomás. Aquí Gouveia.

Caramba. ¿Cómo diablos se habría enterado el médico de cabecera de que lo habían hospitalizado en esa clínica? Bien, la comunicación entre médicos debía de ser rápida, concluyó.

– Buenos días, doctor. Las noticias corren deprisa, ¿eh?

– En este caso, la noticia vino a mi encuentro -observó Gouveia del otro lado de la línea-. Además, está justamente aquí, en la sala de al lado.

Tomás frunció el ceño, sin entender ese comentario.

– ¿La noticia está ahí al lado, en la sala? No lo entiendo…

– Hombre, es su madre.

– ¿Mi madre?

– Sí, está aquí, en la sala de al lado.

– ¿Dónde? ¿En el hospital?

– Sí, han venido a traérmela.

Tomás se sintió alarmado.

– ¿Han llevado a mi madre al hospital? ¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa a ella?

– No tiene nada, está bien -se dio prisa en aclarar el médico, intentando tranquilizarlo-. O, mejor dicho, tiene lo mismo de siempre. Está perdiendo facultades.

Sin saber aún qué pensar, Tomás se sentó en la cama.

– Dígame, doctor, qué es lo que ocurre.

– Su madre se perdió. Por lo que parece, salió esta mañana para ir de compras y, cuando venía de la tienda de comestibles, no pudo encontrar su casa. Se puso a deambular por la Baixinha y fue a dar al Largo das Olarias. Parecía confundida y la llevaron a la comisaría. De la comisaría la mandaron aquí, al hospital, y mi enfermera se encontró con ella en Urgencias y vino a traérmela.

– Ay -exclamó Tomás, llevándose la mano derecha a la cabeza-. ¿Ella se encuentra bien?

– Sí, se encuentra bien. Ya he estado conversando con ella, pero aún me parece que sigue un poco confundida.

– ¡Qué disgusto! ¿Y ahora?

Oyó a Gouveia suspirar del otro lado.

– Oiga, Tomás, ¿ya le he dicho lo que tiene que hacer, no?

– Doctor, conversé ayer con ella, en cuanto llegamos a casa. No se imagina qué escena me montó.

– Me lo imagino, me lo imagino. Yo también le hablé del tema hace poco y se puso increíblemente furiosa. Dice que todos quieren librarse de ella.

Tomás alzó los ojos, aliviado por no ser el único en atender a las quejas de su madre. Tal vez así el médico comprendiese mejor su dilema.

– ¿Lo ve? ¿Qué podré hacer?

– Va a tener que llevarla, Tomás. Ella no está en condiciones de vivir sola.

– Pero ¿cómo, doctor? Ella no quiere ir…

El médico respiró hondo.

– Oiga, Tomás -dijo-. Es muy arriesgado dejarla sola. Las cosas no van a ir a mejor, ¿entiende? Ella se muestra desorientada y éste es un proceso degenerativo. Su madre necesita ayuda, no puede quedarse sola. Además, en una residencia tiene otras personas con las que va a convivir, y eso le hará bien.

– Lo creo, lo creo. Pero el problema se mantiene. ¿Cómo voy a llevarla a una residencia si ella no quiere ir?

– Tiene que ir.

– Pero ¿cómo lo hago?¡Ella no quiere!

– Tiene que conversar con ella y convencerla.

Tomás rio sin convicción.

– ¿Conversar con ella? ¿Y cómo lo hago? No quiere escuchar y se pone…, se altera muchísimo. ¿Cómo la convenzo?

Gouveia carraspeó.

– Oiga, lo que voy a decir ahora no se lo digo como médico, ¿entiende?, sino como amigo.

– Dígame.

– Usted sabe que, a medida que la edad avanza, los viejos entran en regresión y, en cierto modo, vuelven a la infancia, ¿lo sabe o no?

– Lo sé.

– Entonces imagine que su madre es una niña.

– Sí.

– Ella es una niña y no quiere ir al colegio. Usted sabe que necesita ir al colegio, que eso es bueno para su futuro, pero ella no lo sabe, ¿de acuerdo? Sólo sabe que no quiere ir al colegio, prefiere quedarse en casa y jugar con las muñecas. Frente a esa negativa, ¿qué es lo que hace usted? ¿Satisface su capricho o elige lo que es bueno para ella?

– No es lo mismo.

– Responda a mi pregunta. Si la niña no quiere ir al colegio, ¿usted qué hace? ¿No la lleva? ¿La deja que se quede siempre en casa jugando? ¿No va a educarse nunca más? ¿Perjudica su futuro sólo para no contradecirla en ese instante?

– Claro que la llevo al colegio.

– ¿Aunque sea a la fuerza?

– Sí.

– Esa es la respuesta.

Capítulo 3

El aroma salado de la marea llenaba el restaurante, fresco y vigoroso, acompañando el murmullo arrullador y cadencioso en el arduo vaivén sobre la playa. Tomás se asomó por la ventana y vislumbró el bulto blancuzco de la espuma pegándose a la arena, daba la impresión de algodón dulce impregnado de azúcar; pero el mar se mantenía invisible, era de un negro profundo que se confundía con la noche, cortado por el foco intermitente del faro del Bugio y los puntos iluminados de los barcos que, en el horizonte escondido, se deslizaban dulcemente por la boca del Tajo. Las farolas públicas llenaban de luz la playa de Oeiras, casi como si fuese de día, pequeños solos rasgando la noche; su claridad se revelaba fuerte para la corta lengua de arena, impotente, sin embargo, frente a las inmensas tinieblas duras del océano.

Miró el reloj: eran más de las ocho y cuarto. «Se retrasa», pensó. Mordisqueó una empanadilla de gambas más y mantuvo los ojos fijos en el manto oscuro de las aguas, mecido por el rumor ritmado de las olas en su incansable vals con la playa.

– ¿Profesor Noronha? -preguntó la voz con leve acento.

Era un hombre corpulento, dueño de un abdomen enorme; llevaba en la mano una cartera vieja; tenía un pelo rubio fino, con entradas en el extremo de la frente, y densos ojos azules, una papada hinchada bajo el mentón, como un sapo.

– ¿Sí?

– Le pido disculpas por mi retraso -dijo casi jadeante y extendió su mano gruesa-. Alexander Orlov, de la Interpol. Mis amigos me llaman Sacha.

Se saludaron; Orlov colocó la cartera bajo la mesa y se sentó con dificultad: la silla era casi demasiado estrecha para su corpachón.

El camarero se acercó e hizo un gesto de saludo dirigiéndose al recién llegado.

– Buenas noches, señor Orlov. ¿Quiere pedir ya?

Orlov era un conocido de la casa. El voluminoso cliente cogió el menú que le extendían y pasó los ojos superficialmente por las sugerencias del restaurante. Estuvo a punto de hacer el pedido de inmediato, pero se calló a tiempo y miró a Tomás.

– ¿Ya ha elegido?

– No conozco bien los platos.

– Le recomiendo el centollo relleno. Es una delicia.

– Muy bien -aceptó Tomás-. El centollo, pues.

– Y vino verde blanco muy frío -añadió Orlov, que encaró a Tomás en busca de aprobación-. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

El camarero se alejó y Orlov se abalanzó sobre los aperitivos y comió en un instante tres empanadillas, dos croquetas y dos tostadas untadas con crema de atún.

– ¿Qué tiene en la cabeza? -preguntó reparando en la venda que Tomás llevaba en la nuca.

El historiador tocó levemente la venda.

– ¿Esto? Oh, no es nada. Tuve un pequeño accidente de coche, sólo eso.

– Nada grave, espero.

– No, nada grave.

Orlov se llevó dos sarnosas a la boca.

– Supongo que se habrá quedado sorprendido con mi llamada -dijo con la voz casi ahogada por la boca llena.

– Sí -admitió Tomás-. No llego a imaginar lo que pretende la Interpol de mí. Usted me habló de un amigo mío del instituto, pero, con toda franqueza, no entiendo qué tiene que ver eso conmigo.

– No voy a andarme con rodeos -dijo Orlov levantando la mano-. Soy una persona informal.

– Muy bien.

– Sé que usted es profesor de Historia, experto en lenguas antiguas y uno de los mejores criptoanalistas del mundo, ¿no?

Tomás enrojeció y sonrió.

– ¿Uno de los mejores del mundo? Qué exageración…

– De exageración, nada. Yo he hecho los deberes en casa.

– Devoró una empanadilla más-. Lo importante es que eso es útil en la investigación que estoy llevando a cabo para la Interpol.

Tomás cambió de posición en la silla.

– Estamos en una situación desigual, ¿se da cuenta? Usted sabe todo sobre mí y yo no sé nada de usted.

Orlov soltó una carcajada.

– Tiene razón, le pido disculpas. Mi nombre es Alexander Ivanovich Orlov. Nací en San Petersburgo en la época en que mi gran ciudad se llamaba Leningrado. Estuve en el Ejército, fui consejero en Angola y después…

– Ah, ¿fue ahí donde aprendió portugués?

– Sí, fue en Luanda. Había muchos consejeros soviéticos trabajando con los cubanos y el MPLA. -Sonrió-.¡En esa época aquello era una juerga! -Suspiró-. Después fui a trabajar para la Policía rusa, pero el fin del comunismo me hizo ver que mi futuro no estaba en Rusia. La autoridad central se desmoronó y el país quedó entregado a los oligarcas y a las mafias. -Esbozó una mueca y meneó la cabeza-. La corrupción se impuso en todas partes, incluso en la Policía. Preferí irme a quedarme viendo a mis jefes y a mis compañeros vendiéndose por un puñado de rublos. Y quien no se vendía acababa con un tiro en la cabeza. -Mordisqueó una rebanada de pan-. Me postulé entonces para un puesto en la Interpol y acabé yéndome a vivir a Lyon, donde me integraron en el Specialized Crime Directorate, una unidad dedicada a combatir el crimen especializado. -Se llevó la mano al pecho-. Me pusieron a trabajar en casos que afectaban a sectas y cosas por el estilo.

– ¿Sectas?

– Sí, esos chiflados que cometen crímenes por los motivos más estrafalarios que te puedas imaginar. Suicidios colectivos y asesinatos motivados por creencias políticas o religiosas, por ejemplo. -Hizo un gesto con la mano-. Son esos tipos que creen en el Demonio o piensan que está por llegar el fin del mundo…

– Ah, ya veo.

– Estoy lidiando con esos idiotas desde hace siete años. No se imagina los tarados con los que me he tenido ya que ver…

El camarero se acercó con una bandeja. Puso los platos calientes sobre la mesa: dos humeantes caparazones de centollo, y sirvió vino verde helado en las copas. Inclinó la cabeza, deseó buen apetito a los clientes y se retiró.

Los dos comensales probaron el plato, Tomás puso cara de aprobación y ambos alzaron las copas.

– ¿Cómo brindan en ruso? -preguntó el historiador con la copa sostenida con la yema de los dedos.

– Nazdrovie!

Hicieron el brindis y empezaron a comer. Orlov jadeaba cuando se llevaba la comida a la boca, parecía hambriento; daba la impresión de que su vasto estómago era muy exigente y que requería grandes cantidades de alimento.

Tomás alzó el tenedor y apuntó en dirección a su interlocutor.

– Aún no me ha explicado qué tiene que ver eso conmigo o con mi amigo del instituto…

– Allá vamos -dijo Orlov, comiendo con ansiedad dos abundantes bocados más-. Allá vamos. -Observó el plato, que vaciaba a un ritmo acelerado, y llamó al camarero con la mano-. Oiga, tráigame un centollo más, por favor.

Tomás se rio.

– ¡Caramba, realmente tiene hambre!

Orlov se pasó el dorso de la mano por la frente, para limpiarse el sudor.

– No me diga nada, esto es una tortura. -Devoró un bocado más-. Me encanta comer.

– Me he dado cuenta, sí.

El ruso comió dos rebanadas más de pan, ambas generosamente untadas con crema de atún, y las regó con un largo trago de vino verde. Dejó la copa y respiró hondo antes de atacar de nuevo lo que quedaba del centollo.

– Volvamos entonces a tu amigo del instituto.

– Filipe.

Orlov hizo desaparecer los últimos restos de su primer centollo y, después de limpiarse la boca con la servilleta, sacó un sobre de la cartera que había dejado bajo la mesa.

– En marzo de 2002 se dio entrada en la Interpol a una solicitud del FBI para investigar un homicidio. -Abrió el sobre y sacó una fotografía-. Se trataba de la muerte de un científico estadounidense en la Antártida, un experto en climatología. -Mostró la fotografía de un hombre de mediana edad, con los ojos son-rientes tras unas gafas redondas y una barba rala canosa cubierta de hielo. El hombre se encontraba de pie en un paisaje plano, con una hilera de banderas clavadas en la nieve detrás de él y un cielo limpio azul claro por encima-. El profesor Howard Dawson.

Tomás colocó su plato a un lado y analizó la foto.

– ¿Esta fotografía se sacó en la Antártida?

– Polo Sur.

Observó mejor la fila de banderas.

– ¿Esto es realmente el Polo Sur?

– Simbólicamente, sí. -Comió un bocado-. En realidad, la localización exacta del Polo Sur varía todos los años, ¿no?

Tomás miró al ruso interrogativamente.

– ¿Cómo?

– Existen varios Polo Sur. -Apuntó a la fotografía-. Esta se sacó en el Polo Sur ceremonial. Las banderas de los doce primeros firmantes del Tratado Antártico ofrecen el escenario perfecto para registrar imágenes. -Se encogió de hombros-. Pero todo es una escenificación, claro. El verdadero Polo Sur va trasladándose de un lado al otro.

– No entiendo -murmuró Tomás-. Que yo sepa, el Polo Sur está siempre en el mismo sitio.

Orlov meneó la cabeza.

– Existen tres tipos de Polo Sur. -Alzó tres gruesos dedos-. El Polo Sur magnético, cuya presencia se registra mediante agujas magnéticas, está en algún sitio del mar de la Antártida, en la bahía de la Commonwealth. Se desplaza actualmente de diez a quince kilómetros por año en dirección norte.

– ¡Caramba!

– Después está el Polo Sur geomagnético, donde se manifiesta el flujo del campo electromagnético de la Tierra. Este Polo Sur se localiza en la altiplanicie antártica, cerca de la estación rusa de Vostok. -Volvió a apuntar a la fotografía-. Finalmente, existe el Polo Sur geográfico, situado cerca del Polo Sur ceremonial. Cuando nos referimos al Polo Sur, en general significa el Polo Sur geográfico, ¿no?

– Exacto.

– El problema es que el Polo Sur geográfico nunca está mucho tiempo en el mismo lugar.

Tomás frunció el ceño.

– Eso es lo que no entiendo -dijo-. El Ecuador se encuentra siempre en el mismo sitio y el Polo Norte también. ¿Por qué razón habría de ser diferente el Polo Sur?

– Por el hielo.

– ¿Qué tiene que ver el hielo con esto?

– Fíjese, profesor, el Polo Sur está cubierto de hielo, ¿no? Pero ese hielo no se mantiene estático. Por el contrario, se encuentra siempre en movimiento. El hielo en el Polo Sur se desplaza diez metros por año en dirección a América del Sur, lo que significa que la marca del Polo Sur geográfico se aleja diez metros por año del sitio verdadero.

– Ah.

– Esto obliga a que todos los años se calcule la nueva posición del Polo Sur y se coloque la marca en el sitio preciso. Esto implica que, en la práctica, todos los años tenemos un nuevo Polo Sur.

El camarero reapareció con el nuevo centollo, sobre el cual se lanzó Orlov de inmediato y sin cuartel, como si aún no hubiera comido nada. Mientras el ruso masticaba con ansiedad el plato recién traído, Tomás cogió la fotografía que había quedado sobre la mesa.

– ¿Este científico fue asesinado en el Polo Sur?

Orlov emitió un gruñido mientras comía.

– No -dijo, en cuanto tragó lo que tenía en la boca-. Lo mataron en McMurdo.

– ¿Dónde?

– McMurdo. -Deglutió un bocado de comida garganta abajo-. McMurdo es la mayor estación existente en la Antártida. -Casi jadeaba al hablar-. La construyeron los estadounidenses en 1956 como base militar, pero se transformó en estación científica al entrar en vigor el Tratado Antártico. Cuenta con más de mil habitantes durante el verano y doscientos en invierno.

– ¿Y dónde queda?

– En un extremo de la isla de Ross, unida a la Antártida por la gigantesca plataforma de hielo de Ross, en la parte del continente que baña el océano Pacífico. -El ruso hizo un gesto en dirección al rostro sonriente en la fotografía-. El profesor Dawson era el director del Crary Science and Engineering Center, el principal edificio de investigación de McMurdo. Se dedicaba a un proyecto de análisis climático cuando murió.

– ¿Dice que lo asesinaron?

– Una mañana de febrero de 2002 lo encontraron tumbado en la cocina del centro donde trabajaba, con dos tiros en el cuerpo y uno en la frente. -Contuvo un eructo-. No parece muerte natural, ¿no?

– ¿Quién lo mató?

Orlov sonrió.

– Si lo supiese, no estaría hablando aquí con usted.

Esta vez fue Tomás quien se rio.

– ¿Ha venido a hablar conmigo para esclarecer un crimen cometido en la Antártida? Debe de estar de broma…

Más bocados.

– Nunca bromeo cuando estoy trabajando. La verdad es que estoy convencido de que usted podrá ayudarme a desvelar el misterio.

– ¿Cómo?

– Tenga calma -contestó el ruso, que atacó los últimos trozos del segundo centollo-. Déjeme que primero le cuente toda la historia. -Tenía restos de comida en las comisuras de los labios y a Tomás le daban náuseas; por más que evitase mirar, su atención parecía caer irresistiblemente en aquellos bocados grasientos que casi se escurrían por los labios lustrosos del ruso-. Cuando la Interpol recibió la solicitud del FBI y analizó las características del homicidio, decidió remitirme el caso a mí. En cuanto me enteré de los detalles, me di cuenta de que este asesinato presentaba extrañas semejanzas con un homicidio cometido en España y que yo había analizado días antes. Fui a revisar el dosier del homicidio de España y descubrí que sólo unas horas separaban los dos acontecimientos. El profesor Howard Dawson fue asesinado en la Antártida; el profesor Blanco Roca apareció muerto poco después en su despacho, en la Universidad de Barcelona, donde daba clases de Física. También de un tiro, esta vez uno solo, en la nuca, mientras trabajaba con el ordenador.

– ¿Qué tenían los dos casos de semejante?

– En ambos casos se trataba de científicos muertos a tiros en sus lugares de trabajo en un lapso de sólo unas horas.

Tomás miró al ruso sin comprender.

– ¿Y? Uno fue asesinado en la Antártida; el otro, en España. Uno era estadounidense; el otro, español. Uno era climatólogo; el otro, físico. En mi opinión, son demasiadas las diferencias.

Orlov esbozó una sonrisa maliciosa.

– No diría lo mismo si viese las fotografías de los lugares del crimen.

– ¿Qué tienen de especial esas fotografías?

El ruso se limpió las manos con la servilleta y metió sus gruesos dedos en el sobre, de donde sacó más fotografías. Pero, en vez de mostrarlas, las mantuvo frente a sí mismo, como si estuviese jugando al póquer y quisiese ocultar el juego.

– Déjeme decirle ante todo que, en ambos casos, las consultas a las respectivas agendas han permitido concluir que las dos víctimas se conocían.

– ¿Ah, sí?

– Por los nombres que encontramos en las agendas, concluimos también que compartían dos amigos, igualmente científicos. -Inclinó la cabeza-. Aún más curioso: los nombres de cada uno de los tres amigos encontrados en la agenda estaban marcados con la misma señal.

– Hmm -murmuró Tomás, lleno de curiosidad por ver las fotografías-. ¿Qué señal es ésa?

– La misma señal que se encontró en un papel junto a los cuerpos de las dos víctimas. -Orlov mostró por fin las fotografías-. Esto.

Las imágenes mostraban los cuerpos tumbados en el suelo y un folio al lado de las manos inertes con tres dígitos garrapateados con una caligrafía gruesa:

– ¿«6-6-6»?

– Sí. ¿Sabe lo que es esto?

Tomás no lograba apartar los ojos de las fotografías. Miraba los tres guarismos dibujados en los papeles al lado de las víctimas con una fascinación incrédula, no quería ver pero no podía dejar de ver, era como si estuviese hipnotizado, subyugado por la tremenda fuerza simbólica de aquella tremenda señal.

– El número de la Bestia.

Capítulo 4

El sonido de las olas y el olor del mar eran más vivos fuera del restaurante. El perfume de la sal, suave y picante, llenaba la terraza adonde fueron a tomar el postre; la noche estaba agradable y los dos hombres se sentaron en una mesita a media luz, saboreando la placentera brisa marina que soplaba desde la oscuridad.

El camarero se acercó y dispuso sobre la mesa los postres que le habían pedido. Tomás había elegido unamousse de mango, pero no podía dejar de sentirse impresionado con la hilera de platitos colocados frente a su interlocutor, como si cada postre aguardase su turno con los nervios de un condenado que espera su hora ante el pelotón. En primer lugar había una copa con cinco bolas de helado regados con chocolate caliente, seguido de una tarta de galletas, un pastel de nata y unas crepes Suzette, y lo más extraordinario es que Orlov atacó enseguida el helado con una ansiedad voraz.

– ¿Usted no tiene problemas con el colesterol? -se atrevió a preguntarle Tomás.

– Bah -gruñó Orlov, con la boca llena de helado. Tragó deprisa para poder responder-. Reconozco que soy un tragaldabas, pero es más fuerte que yo, ¿qué quiere?

– Por mí, haga lo que le plazca.

El ruso hizo un gesto con los ojos hacia las fotografías de los muertos, colocadas entre las crepes y la tarta de galletas.

– ¿Qué me dice de esto? ¿Eh?

Tomás volvió a mirar la señal que habían dejado los asesinos junto a sus víctimas.

– Me resulta perturbador -observó-. Sin duda el triple seis remite estos crímenes al trabajo de una secta.

– Fue lo que pensamos nosotros -coincidió Orlov, que lamió ruidosamente los restos de los postres que le habían caído en los dedos-. Debo decir, no obstante, que no entiendo las sutilezas bíblicas en torno al «6-6-6». Me parece todo muy confuso.

– ¿Qué sabe sobre eso? -preguntó Tomás.

– Todo lo que sé es que ése es el número de la Bestia -dijo Orlov, y sus ojos se desorbitaron, en una expresión exageradamente dramática-. Una señal del Diablo. -Se lanzó sobre el pastel de nata-. Ya he hablado con varios curas y teólogos sobre ello y me mostraron la parte del Apocalipsis donde se menciona el triple seis. -Emitió un gemido de satisfacción por el sabor del pastel que estaba devorando, con la cobertura crujiente que reverberaba entre sus dientes-. Todo muy terrible, claro está, pero me temo que no ha servido de nada. Lo único que entendemos es que estamos frente a una secta de culto satánico.

– ¿Ellos no hicieron la lectura de ese número?

Orlov dejó por un momento de manducar.

– ¿La lectura del número de la Bestia? -Volvió a masticar-. No, no. Lo que me dijeron es que es la señal del Diablo, el número del Anticristo que viene para desatar el apocalipsis.

– Pero ¿no le dieron la clave para descifrar ese mensaje?

– ¿Cree que este número esconde un mensaje?

– Claro que sí. A primera vista, me parece claro que estamos ante un mensaje oculto inserto en la Biblia. Sólo lo pueden descifrar los iniciados.

Orlov balanceó el dedo índice y sonrió con malicia.

– Usted es un iniciado.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque usted es un experto en lenguas antiguas. De los mejores del mundo.

Tomás se rio.

– Ya me viene con esa historia…

– Ya he visto que va de modesto -inclinó la cabeza-. Dígame la verdad: ¿es o no es capaz de descifrar ese enigma bíblico?

El historiador enrojeció levemente y bajó la vista.

– Creo que sí.

El ruso dio un golpe con la mano en la mesa.

– ¡Ah! -exclamó-.¡Lo sabía! -Apuntó con el dedo a su interlocutor-.¡Es un iniciado! Confiéselo, ¿lo es o no?

Tomás se encogió de hombros.

– En cuanto historiador, sí, soy un iniciado. -Señaló la fotografía-. Dado que el triple seis es un mensaje oculto, cualquier historiador con formación en lenguas antiguas puede, en principio, descifrarlo.

– Es su caso.

– Es mi caso.

– Entonces, dígame: ¿cómo se descifra el triple seis? -lo desafió Orlov, hundiendo la cuchara en la última bola de helado.

– Calma, tampoco es tan sencillo. Tendría que estudiar este enigma con cuidado.

– Estúdielo, pues.

Tomás se rio.

– Si tuviese tiempo, lo estudiaría -dijo-. Pero la verdad es que tengo mucho que hacer.

– Nosotros lo contratamos.

– ¿Cómo?

– La Interpol lo contrata.

– ¿Para qué? ¿Para descifrar el misterio del triple seis de la Biblia?

Orlov meneó la cabeza con una expresión divertida.

– No, profesor. Para ayudarnos a despejar todo el misterio en torno a estas muertes. Claro que eso incluye el desciframiento del triple seis, pero va más allá de eso.

– ¿Va hasta dónde?

– ¡Hasta donde haga falta, pues!

El historiador suspiró.

– Oiga, yo no sé si dispongo de tiempo para esto. Tengo una serie de proyectos en marcha y me temo que no estaré disponible para convertirme ahora en un detective. Mi trabajo no es ayudar a la Interpol ni esclarecer asesinatos.

– ¿Cuál es el problema? Que yo sepa, varias instituciones ya lo contrataron en el pasado. Basta con citar la American History Foundation y la Fundación Gulbenkian, sin hablar de cierta agencia estadounidense cuyo nombre no necesito mencionar aquí.

Tomás clavó los ojos en Orlov, como si intentase leerle el pensamiento.

– Está bien informado.

– Soy policía, ya se lo he dicho. -Señaló las fotografías-. Necesito su ayuda para aclarar este caso.

– Y yo ya le he dicho que no sé si tengo tiempo.

– Le pagamos quince mil euros por mes, más cualquier gasto que le surja, incluidos los viajes. Y le damos la inolvidable oportunidad de volver a ver a un viejo amigo del instituto.

– Ah, Filipe. ¿Cuál es, al fin, su papel en medio de todo esto?

Orlov se enderezó en la silla y adoptó una actitud grave.

– Me temo que su amigo está metido en esta historia hasta el cuello.

– ¿Ah, sí? ¿Qué ha hecho él?

– Tal vez apretó el gatillo.

– ¿Filipe?

– Sí.

– ¿Qué lo lleva a afirmar semejante cosa?

– Su nombre se encuentra apuntado en la agenda de las dos víctimas y, en ambos casos, con un triple seis por delante.

– ¿En serio?

– ¿Tengo cara de estar bromeando?

Tomás consideró la revelación.

– Pero eso no quiere decir nada.

– Quiere decir que las dos víctimas conocían a su amigo. Quiere decir que las dos víctimas estaban relacionadas con él a través del número de la Bestia.

– ¿Ya han hablado ustedes con Filipe?

Orlov abrió las manos, como un prestidigitador que acabara de hacer desaparecer una paloma.

– El desapareció. Se esfumó.-Resopló-.¡Puf!

– ¿Y no lo encuentran?

– Es como si nunca hubiese existido. Cuando descubrimos su nombre y el de otro científico en las agendas de las dos víctimas con la señal del Diablo, nos pudo la curiosidad, claro. Para colmo, ésa fue la señal que dejó el asesino junto a los cadáveres. De modo que decidimos ir a interrogarlos de inmediato. -Hizo una breve pausa-. Pero no encontramos ni a uno ni al otro. Se esfumaron al mismo tiempo.

– Realmente extraño.

– Eso no es extraño, querido profesor. -Enarcó las cejas, como si quisiera subrayar su conclusión-. Es sospechoso.

– ¿Y qué otro nombre encontraron en las agendas?

– James Cummings. Se trata de un físico inglés ligado a la tecnología nuclear. Le pedimos a Scotland Yard que lo interrogase, pero la Policía llegó demasiado tarde. Hacía dos días que nadie veía al hombre, ni en su casa ni en el laboratorio en el que trabajaba, en Londres.

– ¿Y Filipe? ¿Qué relación tenía él con todos esos…, todos esos científicos?

– Su amigo también es científico.

Tomás adoptó una expresión de asombro.

– ¿Ah, sí? No lo sabía. ¿Ya qué se dedica?

– Se graduó en Geología y se dedica al área energética. Era consultor de dos empresas portuguesas ligadas con ese sector. -Consultó los nombres en un pequeño bloc de notas-. La…, la Galp y la EDP.

Tomás reflexionó sobre esos datos.

– Ha dicho que Filipe y el inglés desaparecieron, ¿no? ¿Cuándo ocurrió eso?

– En 2002, justo en el momento de los asesinatos.

– ¿Ellos siguen desaparecidos desde entonces?

– Sí.

– ¿Y por qué razón ha esperado hasta ahora para hablar conmigo?

– Porque interceptamos hace días una comunicación entre ellos. Los sistemas de monitorización del proyecto secreto Echelon captaron un e-mail y lo enviaron al FBI, que lo remitió a la Interpol.

Tomás tamborileó sobre la mesa.

– ¿Dónde entro yo en esta historia?

– Espere -dijo Orlov, haciéndole un gesto para indicar que tuviese paciencia-. El profesor Cummings envió originalmente a su amigo el e-mail interceptado. Como se trataba de una comunicación a través de Internet, no tenemos forma de detectar los puntos de origen y de destino. Sólo podemos leer el mensaje.

– ¿Y qué dice ?

– El sentido de una parte es muy claro, pero en la otra parece cifrado. Ahora bien: usted es uno de los mejores del mundo en esta especialidad y por un agradable coincidencia, conoce incluso personalmente a uno de los sospechosos. -Frunció el ceño-. ¿Quién mejor que usted para ayudarnos a esclarecer el caso?

– Hmm -murmuró Tomás, que reflexionó lo que acababa de decirle Orlov-. Por eso la Interpol quiere contratarme.

– Con las condiciones económicas que ya le he mencionado.

Casi inadvertidamente, el historiador fijó la mirada en el bloc de notas del hombre de la Interpol.

– Pero explíqueme: ¿qué dice el mensaje?

Orlov sonrió.

– Ya veo que está ardiendo de curiosidad -observó-. ¿Debo deducir, por su pregunta, que se considera contratado?

– Puede deducirlo, sí. Pero dígame…

El ruso le tendió la mano.

– Entonces, enhorabuena -interrumpió, efusivo-.¡Bienvenido a la Interpol!

Se dieron la mano sobre la mesa, sellando el acuerdo.

– Calma -pidió Tomás-. Que yo sepa, no he entrado en la Interpol. Solamente voy a colaborar con las investigaciones, ¿no?

– Claro, pero eso merece celebrarse, ¿o no? -Orlov cogió la copa de vino casi vacía y la alzó frente a su nuevo colaborador-. Na zdrovie!

– Eso, eso -repuso Tomás, levantando tímidamente su copa-. Pero aún no ha respondido a mi pregunta.

– Recuérdemela.

– ¿Qué dice el mensaje que interceptaron?

– ¿El mensaje entre el profesor Cummings y su amigo?

– Ese mismo.

Orlov consultó el sobre de donde había sacado las fotografías de las víctimas de los asesinatos.

– Mire, aquí tengo una fotocopia. ¿Quiere verla?

El ruso extendió un papel y Tomás lo leyó de un tirón.

Filipe,

When He broke the seventh seal,

there was silence in heaven.

See you.

Jim

El historiador miró interrogativamente al policía.

– ¿Qué diablos quiere decir esto?

Orlov se rio.

– ¡Justamente acabo de contratarlo para responder a esa pregunta!

Tomás releyó el mensaje.

– Bien… Nadie podría decir que esto no requiere un profesional.

El ruso cogió la fotocopia.

– Fíjese: aquí hay una parte que para nosotros resulta clara. -Señaló la tercera línea-. Esta despedida, see you, sugiere que James Cummings y Filipe Madureira planean encontrarse en breve. -Golpeó con el dedo sobre la segunda línea-. Pero lo esencial del mensaje, y ése es nuestro gran problema, está en la frase principal.

Tomás cogió la fotocopia y observó la segunda línea.

– Esta, ¿no?

– Sí. Ahora léala.

El historiador afinó la voz y, en un susurro bajo y con palabras pausadas, enunció entonces el enigma que encerraban esas líneas.

– «Cuando Él rompió el séptimo sello, se hizo silencio en el Cielo.»

Capítulo 5

Una tranquilidad inquietante parecía dominar el ambiente. Era algo irreal, incluso perturbador, como si un espectro invisible se cerniese en el aire, flotando fantasmagóricamente sobre las conversaciones susurradas. No fue hasta el mediodía, deambulando por la tercera residencia que visitaba esa mañana, cuando Tomás se dio cuenta de qué lo desorientaba.

El mutismo.

Figuras encorvadas y arrugadas, frágiles, las cabezas calvas o cubiertas por copos blancos de pelo, rodeaban la gran mesa, como resignadas al inexorable expirar del tiempo; la hoguera que años antes las había animado de vida se encontraba ahora casi extinta, mera leña de la que ya no salía llama ardiente, sólo un vago hilo de humo; su vida se había convertido en el calor tenue de la chimenea que se apagaba, pronta a ser vencida por el gran frío que se acercaba, cruel y eterno.

Algunos viejos sumergían despacio las cucharas en la sopa; otros, con babero, tenían mujeres con bata que les llevaban la comida a la boca, como si fuesen bebés; y dos parecían zozobrar de sueño sobre la mesa, con la cabeza pendiendo entre espasmos hacia delante, los ojos húmedos casi derrotados por la modorra, las bocas desdentadas soltando saliva. Pero lo que todos tenían en común, además del aspecto desgastado y de la llama que se les apagaba en el pecho, era comer en silencio. Los murmullos irrumpían intermitentes, marcados por el tintineo de los cubiertos en la loza blanca y por el schlurp mojado de las bocas desdentadas sorbiendo la sopa. Los sonidos del almuerzo.

Tomás se quedó largo rato contemplando la escena, casi sorprendido porque hubiese quien almorzase así. Desde la infancia se había habituado a la idea de que las comidas en grupo eran acontecimientos sociales, el momento en que la familia o los amigos se reúnen alrededor de una mesa para afirmar su sentido de grupo, intercambiar impresiones, compartir sentimientos, esgrimir argumentos. Era el momento de la palabra, de las historias, de las carcajadas, de la discusión, hasta de la disputa, el instante en que la comida a veces se veía relegada a segundo plano, como si no pasase de un mero pretexto para la animada reunión diaria.

Allí, sin embargo, todo era diferente. La comida parecía haber perdido su sentido social, se había reducido al instante en que aquellas figuras carcomidas por los años convergían en la misma sala para chupar ruidosamente sus cucharas de sopa. Era un momento de soledad. Tomás ya había oído decir que, con la edad, las personas tienden a regresar a la infancia; no a la infancia del niño inquieto que todo lo pone patas arriba, sino a la infancia más tierna, más primitiva, más inerte, a la infancia del bebé que ronronea y duerme y come y defeca y ronronea y duerme y come y defeca. Una cosa, no obstante, es oír en abstracto esa descripción de lo que es el envejecimiento; otra, mucho más brutal, es tenerlo enfrente, verlo ante tus ojos, sentirlo palpable, constatarlo real, saberlo tan crudamente verdadero.

– Es una escena extraña, ¿no le parece?

Tomás volvió la cabeza hacia atrás y posó los ojos verdes en los castaños achocolatados de la mujer que había hablado. Tenía una mirada dulce y un rostro bonito, el cabello oscuro ondulado con mechones claros.

– Sí -asintió él-. Nunca imaginé que el ambiente de una residencia tuviese este aire tan…, tan de nido.

La mujer extendió la mano.

– Maria Flor -se presentó-. Soy la directora de la residencia. -Se saludaron-. ¿Ha venido a visitar a algún familiar?

– No. Estoy buscando un lugar para mi madre.

Maria le pidió datos sobre el estado de salud de la madre y, después de escucharlo, adoptó la expresión de persona experta.

– No es fácil, ¿no?

– No, no lo es.

La directora recorrió con la mirada el comedor, donde los viejos comían la sopa en silencio.

– A veces, cuando estoy aquí viendo a mis huéspedes a la hora de las comidas, me descubro pensando en los triunfos de la medicina. Se anuncian curas para el cáncer, soluciones para las enfermedades cardiacas, vacunas nuevas, antibióticos más eficientes, descubrimientos increíbles que nos permiten prolongar la vida. -Sonrió sin humor-. Dicho así, es muy bonito, ¿no? Prolongar la vida, triunfar sobre las enfermedades, vivir hasta los cien años.¡Qué cosa magnífica! -Observó a Tomás-. Cada vez se muere más tarde, ¿se ha dado cuenta?

– Sí, es extraordinario.

– ¿Verdad que sí? -Volvió a contemplar el almuerzo-. Pero ¿para qué? -Frunció los labios-. Cuando se dice que vivimos mucho más tiempo, hasta da la impresión de que es como una fiesta que se prolonga hasta la madrugada. Me hace recordar a cuando yo era pequeña y mis padres me mandaban a la cama después de ver Bonanza en la televisión. Me encantaba Bonanza y detestaba que el programa se acabase, porque era señal de que tenía que irme a acostar. Aquí ocurre lo mismo. Los avances de la medicina dan la impresión de que ha llegado un Bonanza que dura horas y más horas. En vez de ir a la cama a las diez de la noche, me dicen que me puedo acostar a las cinco de la mañana. -Con los ojos desorbitados, imitó una voz juvenil-:¡Vaya chollo!

– Es un poco eso, sí -coincidió Tomás-. La medicina nos permite irnos a la cama mucho más tarde.

Maria alzó el dedo.

– Es un hecho que morimos mucho más tarde, sí. Pero eso tiene un precio, ¿sabe?

– ¿Cuál?

La directora hizo un gesto amplio que abarcó todo el comedor.

– Este. Prolongamos la vida y, a partir de cierto límite, empezamos a vegetar. -Se volvió hacia Tomás-. Imagínese a sí mismo con la edad de esta gente. No puede andar, confunde las cosas, no puede cuidar de sí mismo ni para las cosas más elementales. Le ponen pañales, le limpian el culo, le dan la sopa en la boca, se pasa el tiempo sentado o acostado viendo pasar el día. ¿Qué sentido tiene decir que ha aumentado su esperanza de vida? ¿De qué vida estamos hablando exactamente? ¿De la vida de los pañales, del babero, del culo que nos limpian?

– Bien, ésa es una manera un poco cruda de ver las cosas…

– ¿Le parece? Mire, hay personas que dicen: «¿Va a la residencia?¡Qué horror!». Pero no entienden que el horror no es la residencia. La residencia es la solución que encontramos para enfrentar el verdadero horror, el problema del envejecimiento hasta el límite. Postergamos el horror de la muerte para conocer el horror de la vejez extrema. Es el horror de la degradación, del deterioro indigno, de la sumisión a la humillación.

– ¿Las personas se sienten humilladas en su residencia?

– No, no es mi residencia lo que humilla a las personas. Por el contrario, intentamos dar lo mejor para que se sientan bien. Lo verdaderamente humillante es aquello a lo que tienen que someterse las personas para poder vivir más años. Son sus limitaciones y su degradación. Es su vejez.

– ¿La vejez es humillante?

– No la vejez en sí, sino el hecho de que perdamos facultades y quedemos enteramente a merced de los otros, ¿entiende? -Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los viejos sentados en silencio a la mesa-. ¿Qué cree usted que es la vejez extrema? Imagínese a sí mismo, un hombre seguro, bien parecido, independiente, que siempre supo ocuparse de sus cosas. Imagine que de repente ya no consigue andar y que por ello no puede ir cada media hora al cuarto de baño. ¿Qué le ocurre?

– Alguien me lleva al cuarto de baño, supongo.

– Oiga, un enfermero es capaz de hacer eso con usted una, dos, tres veces, no digo que no. Pero, si le pide al enfermero que lo haga veinte veces al día, todos los días, semana tras semana, mes tras mes, y hay diez viejos más que piden lo mismo y el enfermero está cargado de tareas que debe realizar en poco tiempo, ¿sabe lo que ocurre? ¿Lo sabe? -Dejó sentir el peso de la pregunta-. Le ponen un pañal. Y allí está usted, que durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, sentado en el sofá orinándose en los pañales. Y eso para el resto de su vida, sin perspectiva de recuperar la autonomía anterior. ¿Cómo se sentirá cuando eso ocurra?

– Pues…, no lo sé…

– Humillado. Se sentirá humillado. Y cuando tenga que defecar, ¿qué va a hacer? Se defecará en los pañales. Después vendrá el enfermero a quitarle las faldas y a limpiarle el culo. ¿Cómo se sentirá usted? Humillado. ¿Y cuando ya no pueda sujetar bien la cuchara porque le tiembla la mano y usted, por más que lo intente, no logre controlarla? Le pondrán un babero en el pecho y le darán la sopa en la boca. Y usted, que durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, un hombre independiente, un ser humano autónomo, orgulloso, ¿cómo se sentirá?

– Humillado -asintió él, bajando la cabeza.

Maria Flor miró la mesa donde transcurría el almuerzo silencioso.

– Es así como se sienten ellos.

Tomás volvió a casa algo deprimido. Fue a la habitación y se encontró con su madre durmiendo en la cama, la luz amarillenta de la lámpara encendida en la cabecera, un libro caído entre las manos con las páginas abiertas. Puso el libro en la mesilla, apagó la lámpara con un clic suave, estiró la manta para abrigar más a su madre, la sintió respirar de forma tranquila y cadenciosa y la besó suavemente en la frente.

Entornó la puerta de la habitación y fue al antiguo despacho de su padre. Había tenido una idea y quería ponerla en práctica. Encendió el ordenador y buscó el sitio en el que pensaba. La página se abrió en la pantalla y Tomás contempló con una sonrisa nostálgica los rostros familiares que lo miraban como si los hubiesen transportado en una máquina del tiempo. Era el sitio de la gente de su generación en el instituto de Castelo Branco. Se veían fotos de la época e imágenes actuales; algunos rostros seguían siendo casi los mismos, pero otros se habían transformado, habían perdido el pelo o engordado un montón. Contempló escenas en la puerta del instituto, equipos de fútbol, fiestas, excursiones, sonrisas, payasadas, amoríos, motos; desfilaba allí un compendio de recuerdos. Clicó en el chat y entró en la página en la que los antiguos alumnos intercambiaban mensajes.

Tecleó:

«Filipe Madureira. Necesito hablar contigo

con mucha urgencia. Dime algo. Tomás Noronha».

Le dio al enter y el mensaje entró en el sistema de chat.

Apagó el ordenador y se recostó en la silla, analizando sus opciones. Iría al día siguiente a Lisboa a hacer el control suspendido y entonces quedaría libre para la investigación que le había encargado la Interpol. No estaba seguro de si el mensaje que había lanzado en el chat tendría respuesta, así que necesitaba explorar otros caminos. Pero ¿qué caminos?

Se levantó y fue al estante a buscar una Biblia de su padre, que llevó hasta el escritorio. Hojeó el grueso volumen hasta localizar, en una de las páginas finales, el texto que buscaba.

Apocalipsis.

«Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro, no selles los discursos de la profecía de este libro, porque el tiempo está cercano», murmuró en un susurro, leyendo el párrafo inicial.

«Una profecía», se repitió a sí mismo. «Esto es una profecía. Y el tiempo está cercano.»Cercano.

Volvió la atención al texto y lo siguió línea a línea, frase a frase, párrafo a párrafo; porfió entre la maraña de palabras, paciente y meticuloso, hasta que, unas páginas más adelante, localizó por fin el fragmento crucial. Lo leyó en silencio una vez y después repitió la lectura en un susurro, como si el sonido de su propia voz lo ayudase a detectar sentidos ocultos.

– «Aquí está la sabiduría» -leyó-. «El que tenga inteligencia que calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis.» -Alzó los ojos, pensativo, y repitió la frase misteriosa-: «Su número es seiscientos sesenta y seis».

Dibujó los tres guarismos en una hoja de papel:

Se quedó un buen rato mirando el triple seis, analizando las alternativas que tenía frente a sí, contemplando los caminos para la solución. «Este número contiene una palabra. Más que una palabra, es un mensaje», concluyó.

Un mensaje cifrado.

Se levantó y fue de nuevo al estante a buscar otro libro, un viejo volumen de páginas amarillentas, las hojas casi despegadas por el tiempo, letras orladas en oro con el título Cábula en la cubierta y en el lomo descolorido. Abrió el libro y sintió el olor dulzarrón del tiempo liberarse de las páginas envejecidas; las volvió una a una, con movimientos delicados, como si tuviese miedo a que se deshicieran en polvo bajo sus dedos.

Mientras hojeaba el volumen, su mente regresó al mensaje que había dejado en la página del instituto. ¿Y si Filipe no respondía? Consideró lo poco que sabía, y deprisa concluyó que necesitaba reunir más información sobre su viejo amigo.

Dejó el libro momentáneamente de lado, cogió el móvil y marcó el número.

– Orlov, dígame una cosa -pidió, después de intercambiar saludos con el hombre de la Interpol-: ¿qué tipo de trabajo estaba haciendo mi amigo Filipe?

– Consultoria en el área energética.

– Sí, pero ¿qué es eso de área energética? ¿Electricidad?

La voz del otro lado emitió unos sonidos cercanos al jadeo que Tomás pudo captar que eran propios de alguien que estaba masticando. Ese hombre no paraba de comer.

– Petróleo -dijo Orlov, después de tragar algo-. Se licenció en Geología y le preocupaban cuestiones energéticas en general, pero su verdadero interés residía en el área petrolera.

– ¿Ah, sí?

– Además, la última persona que lo vio, por lo que sé, fue un tipo llamado Abdul Qarim, en la sede de la OPEP.

– ¿Vieron a Filipe por última vez en la sede de la OPEP?

– Sí.

– Pero ¿la sede no está en Arabia Saudí?

Orlov se rio.

– No, profesor. Está aquí, en Europa.

– ¿La OPEP está afincada en Europa?

Más sonidos confusos revelaban que el ruso estaba comiendo un nuevo bocado. Masticó deprisa e, instantes después, con la voz ahogada por el alimento y la respiración casi jadeante de tanto esfuerzo de deglución, pudo volver a hablar.

– En Viena.

Capítulo 6

Cuando le dijeron que el edificio estaba situado junto al canal del Danubio, Tomás se imaginó un palacete rodeado de verdor, imponente en su arquitectura imperial, el espejo azul del río a sus pies como un vasallo postrado ante el señor feudal. Tal vez por ser tan altas sus expectativas, vaciló con decepción al llegar al número noventa y tres de aquella calle de Leopoldstadt. Se quedó un instante observando el edificio bajo y feo, con estructuras blancas o grises interrumpidas por líneas azules; en el extremo, una bandera azul y blanca, un reloj digital y la sigla OPEP.

La sede de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo era todo menos grandiosa. No pasaba de una mera arca encajada entre edificios de oficinas en el segundo distrito de Viena; no había allí magnificencia ni esplendor, nada que sugiriese que desde ese lugar se generaba el negocio mayor y más lucrativo del planeta, el producto milagroso que hacía mover el mundo. Llegó a dudar de sus sentidos, pensando que aquélla no era la dirección que buscaba, sin duda debía de haber un error, pero la sigla OPEP en lo alto y el noventa y tres sobre la puerta cubierta por una complicada estructura acristalada no ofrecían dudas. Estaba realmente frente a la sede de la OPEP.

Entró en el edificio y se dirigió a la recepción.

– El señor Abdul Qarim, por favor.

– ¿Tiene cita con él?

– Sí. Mi nombre es Tomás Noronha. Vengo de parte de la Interpol.

El empleado árabe marcó un número y transmitió la información al otro lado de la línea. Tomás no entendía nada de la algarabía, excepto su nombre y el de la Policía internacional. El empleado escuchó las instrucciones, agradeció y colgó.

– El señor Qarim ya viene -dijo, y señaló en dirección a la calle-. Espere allí fuera, por favor.

– ¿Fuera? -se sorprendió.

– Sí, me ha pedido que lo esperase fuera.

Sin entender nada, Tomás salió del edificio y aguardó junto a la estructura acristalada del vestíbulo, observando a menudo el interior de la sede de la OPEP. Se veía a muchos hombres con turbante, otros con corbata, casi todos árabes o africanos; pasaban con carteras hacia un lado y hacia el otro, pero sin prisa, el suyo no era el ritmo propio del estrés. Fuera, Tomás se impacientaba. Cambiaba la pierna de apoyo y se sentía cada vez más irritado por la falta de cortesía, nunca había visto a nadie mandar a un visitante a esperar en la calle.

Los coches pasaban en medio de un runrún constante, con los ojos cerrados se parecía al sonido del mar, el murmullo furioso interrumpido por bocinazos exasperados de la misma manera que entrecorta el rumor de las olas el graznar melancólico de las gaviotas. Se trataba realmente de una desconsideración, concluyó.

Los bocinazos se volvieron tan insistentes que volvió la cara para saber lo que ocurría. Un reluciente Mercedes plateado, un deportivo de dos plazas con líneas aerodinámicas, había parado frente a la puerta de la sede de la OPEP y, entre la penumbra del interior, vislumbró una mano agitándose en el aire. No distinguió bien lo que era y se inclinó hacia delante, intentando ver mejor. La mano parecía apuntar en su dirección y daba la impresión de que lo llamaba. «¿Será a mí?», se preguntó. Esbozó un gesto interrogativo señalándose a sí mismo y la mano indicó que sí. Se acercó cauteloso y, al otro lado de la ventanilla abierta, vio a un hombre con turbante al volante.

– ¿Usted es el tipo de la Interpol? -preguntó el desconocido.

– No…, quiero decir sí, soy yo.

El hombre extendió el brazo desde el interior y empujó la puerta del coche hacia fuera.

– Entre, entre -le invitó-. Yo soy Abdul Qarim.

Superando la sorpresa, Tomás se acomodó en el coche y saludo a su anfitrión. Era un hombre delgado, de mediana edad, con una barba puntiaguda y los pómulos salientes. Llevaba un shumag rojo y blanco en la cabeza y el cuerpo cubierto con un thoub, una larga túnica oscura, atuendos tradicionales que ofrecían un extraño contraste con la sofisticada tecnología que brillaba como ámbar en el salpicadero del Mercedes. Sujetaban el volante del automóvil unos dedos repletos de anillos relucientes, tantos que esa mano se diría cubierta por una corona.

– Creía que nuestra conversación sería en su oficina.

Apenas cerró la puerta, el coche arrancó con tal brusquedad que los neumáticos chirriaron y hasta el cuerpo se le pegó al asiento, como si fuese un astronauta en el momento del despegue.

– Viena es mi oficina -dijo el árabe, que señaló con el pulgar el edificio que desaparecía deprisa tras ellos-. Nuestra sede es horrible, ¿no le parece? Voy a llevarlo a un sitio más interesante. -Miró a su pasajero-. ¿Conoce Viena, señor Tomás?

– No.

– Es una ciudad encantadora -dijo-. Paso aquí la mitad del año. Una mitad en Medina, donde está mi mujer y mi familia, y la otra en Viena.

– ¿Medina? ¿En Arabia Saudí?

– Sí. Es mi tierra. -Golpeó el volante-. ¿Ve mi coche? -Alzó la mano llena de anillos y la hizo girar, como si mostrase todo lo que los rodeaba-. ¿Ve estos automóviles en la carretera? ¿Estas oficinas, esta actividad, esta vida? ¿Ve todo esto?

– Sí.

– Todo esto es posible gracias a mi país.

Tomás sonrió.

– Oiga, Viena es una ciudad muy antigua. Es más antigua que Arabia Saudí.

– Sin duda. Pero todo lo que existe en Occidente sólo existe de esta forma gracias a nosotros. Sin Arabia Saudí, nada de lo que ve a nuestro alrededor sería posible.

– ¿Se está refiriendo al petróleo?

– Claro. Es el petróleo el que hace que el mundo se mueva.

– Pero hay mucho petróleo fuera de Arabia Saudí.

– Dígame dónde.

– Bien…, qué sé yo, en Iraq, en Irán, en Kuwait…

– Todos son países que forman parte de la OPEP y que, por ello, se articulan con Arabia Saudí.

– Pero hay otros.

– ¿Cuáles? Dígalo.

– Mire: Rusia, Estados Unidos…

El árabe soltó una carcajada.

– No me haga reír.

Tomás lo miró, desconcertado.

– ¿Dónde está la gracia?

Bajaban por la Obere Donaustrasse, la calle paralela al canal del Danubio; el canal serpenteaba al lado, más allá de una alfombra de césped bien recortado, el agua reflejaba los árboles y los edificios como un vasto espejo. El Mercedes deportivo parecía deslizarse por el asfalto, era un felino de plata cortando la vegetación, un perdiguero veloz corriendo por la carretera, la avenida Marginal transformada en su coto.

– Millones de personas en todo el mundo disfrutan hoy de un nivel de vida increíblemente elevado, gracias a Dios -dijo Qarim, con los ojos atentos al tráfico-. Se quejan de ganar poco, de no tener dinero para comprar un coche mejor o para construir una casa más grande, pero se olvidan de que hace apenas setenta años tener un coche o una casa era privilegio de ricos, se olvidan de que tener calefacción en el hogar o poder ir a pasar las vacaciones al extranjero era exclusivo de la aristocracia. El ciudadano común casi se contentaba con comer y calentarse junto a una chimenea. Aunque eso no nos ocurra, la verdad es que hoy vivimos una era de prosperidad, y quiera Dios que se prolongue. Inch'Allah! -Clavó los ojos en Tomás-. ¿Sabe en qué se asienta esta abundancia?

– ¿En el petróleo?

– No es simplemente en el petróleo, habibie. Es en el petróleo barato.

– ¿Barato? ¿Cree que el petróleo es barato? Mire que yo, cuando voy a llenar el depósito, lo encuentro siempre muy caro, y está cada vez peor.

– Eso porque nunca se ha parado a pensar en el asunto. ¿No ha reparado ya en que, considerando toda la prosperidad que genera el petróleo, éste es un producto increíblemente barato?

Mire el caso del perfume, por ejemplo. Un litro de perfume es infinitamente más caro que un litro de petróleo, ¿o no?

– Creo que sí.

– Hasta el más ordinario de los perfumes es más caro que el petróleo. -Alzó el índice, adornado con un magnífico anillo de diamantes-. Pues yo le aseguro que nuestro modo de vida podría pasar perfectamente sin perfume, pero sería del todo imposible sin petróleo.

– De eso no me cabe duda.

– Todo lo que consumimos, desde un Wiener Schnitzel hasta un zumo de naranja, desde una mísera mesa de madera hasta la consulta de un dentista, desde una sofisticada pantalla de plasma de televisión hasta un billete para ir a la Staatsoper a escuchar a Strauss, todo representa una medida de energía producida y consumida.

– No llego a entenderlo…

Qarim carraspeó.

– Oiga, ¿qué sabe usted de la historia de la humanidad?

– Algo sé -se rio Tomás-. Al fin y al cabo, soy historiador.

El árabe lo miró con los ojos desorbitados.

– ¿Usted es historiador? Pensé que era policía.

– No, soy historiador. Este trabajo para la Interpol, realmente, es sólo una…, una colaboración puntual. Digamos que la investigación parece tener conexiones con enigmas antiguos y fue eso lo que llevó a la Policía a pedirme ayuda.

– Hmm…, entiendo. Entonces, si es historiador, supongo que está al tanto de la relación entre el progreso y el consumo de energía.

Tomás vaciló.

– Es decir, sí y no. ¿A qué se está refiriendo, concretamente?

– Me estoy refiriendo a la organización social en función de las necesidades energéticas.

– Bien… Confieso que ésa no es mi especialidad.

– Es muy fácil de explicar -dijo Qarim con entusiasmo; ésta era, claramente, una materia que conocía a fondo-. Dígame una cosa: ¿por qué cree que los hombres primitivos preferían cazar animales grandes?

– Vaya, eso es fácil. Los cuerpos de esos animales, al ser grandes, tenían más alimento.

– Claro. O, dicho de otro modo, porque las calorías necesarias para cazar se compensaban más fácilmente con un trozo grande que con uno pequeñito de carne. Si matar una vaca exige tanta energía como matar un conejo, es mejor matar a la vaca, ¿no? Esto quiere decir que la valoración beneficio-costo energético ya estaba en la mente de los hombres más primitivos de una forma instintiva. Por esta razón, además, se pasó de una economía de caza a una economía agrícola. Nuestros antepasados se dieron cuenta de que la agricultura ofrecía ventajas en esa relación entre consumo y adquisición de energía.

– Planteado así, me resulta evidente.

– Ahora bien: ¿qué ocurrió cuando comenzó la agricultura? La vida se hizo más fácil y prosperaron las comunidades. La prosperidad trajo más población y nacieron las ciudades. El problema es que cada persona consumía media tonelada de leña al año, de media. Como había mucha más gente que antes, eso implicó la destrucción de superficies cada vez más grandes de bosques con el fin de satisfacer las necesidades de una población creciente. Como los bosques iban retrocediendo, año tras año, se hizo necesario ir cada vez más lejos a buscar cada vez más leña para cada vez más personas. -Arqueó las cejas-. Repara en el problema que eso produjo, ¿no?

– El abastecimiento dejó de satisfacer el consumo.

– Exacto. Para dar respuesta a ese problema, nació la primera economía energética. Las personas no podían recorrer, antiguamente, distancias cada vez mayores para ir a buscar cantidades crecientes de combustible, y decidieron organizar equipos a los que se les atribuyó esa tarea. Pero las nuevas invenciones hicieron disparar aún más las necesidades energéticas. El hierro, por ejemplo. Hacía falta una tonelada de leña para obtener unos míseros kilos de hierro. Como la industria del hierro se expandió, se volvieron enormes las necesidades de leña para fabricarlo. Pero, como había cada vez más gente y menos bosque, en un momento dado esa economía basada en la leña empezó a entrar en quiebra. -Observó a Tomás-. ¿Sabe cuál fue la solución?

– No.

– El carbón. El carbón era muy abundante y fácil de transportar. Además, un kilo de carbón contiene cinco veces más energía que un kilo de leña. Sin el carbón, la Revolución industrial no habría sido posible. La leña no era suficiente para obtener las cantidades de hierro que requería la industrialización. Sólo el carbón lo permitiría. Y lo permitió. Gracias al carbón aparecieron las fábricas, las máquinas, las vías férreas, los ingenios a vapor, los grandes barcos. Esta nueva fuente de energía no trajo sólo más calor y más transportes. Trajo más comida, más ropa, más máquinas, más papel, más de todo. Entramos en un ciclo devorador. Cuanto más se produce, más energía es necesaria. Y cuanta más energía tenemos, más cosas podemos producir. -Le guiñó el ojo-. ¿Entiende por qué razón le digo que cualquier producto es una medida de energía? -Señaló los castaños que otorgaban colorido a las calles de alrededor-. Si sólo tuviésemos leña como combustible, la vida tal como la conocemos no sería posible. -Golpeó el volante-. Hace falta energía para producir toda la riqueza que nos rodea, desde este automóvil hasta cualquier otro bien de consumo.

– Y es entonces cuando aparece el petróleo.

– Precisamente. El carbón ofrecía grandes ventajas sobre la leña y por él se hizo viable la Revolución industrial, pero tenía algunos graves inconvenientes. Para empezar, era muy contaminante. El aire en las ciudades se volvió negro e irrespirable. Además, la energía que producía no era suficiente para los nuevos procesos industriales que aparecieron entre tanto. Fue entonces cuando, una mañana de 1901, una perforación en un pequeño monte llamado Spindletop, en Texas, provocó una erupción de gas y de un líquido negro. El petróleo. Spindletop fue el primero…

– Disculpe -interrumpió Tomás-. Eso no es verdad.

Qarim lo miró con los ojos desorbitados.

– ¿Qué?

– Eso de que el petróleo no apareció hasta 1901. He leído textos árabes antiguos que mencionan la existencia de petróleo.

El árabe se rio.

– Claro que el petróleo ya era conocido. -Miró hacia arriba-. Allah u akbarl Dios es grande e infinita es su sabiduría. Dios crea todas las maravillas y el petróleo es una de sus creaciones. No fue por casualidad que Él lo depositó en Oriente Medio. Dios nos entregó el petróleo para que lo usemos contra los infieles. Mis antepasados, por ejemplo, ya lo utilizaban en la guerra contra los cruzados, aprovechando su facilidad de combustión.

– Entonces me está dando la razón.

– Me temo que no me he explicado bien. Hace mucho tiempo que se sabía que el petróleo existía, es cierto. El problema es que se pensaba que era raro. Ya se tenía conciencia de que el petróleo era más potente, más seguro y más limpio que el carbón, pero se pensaba que no existía en grandes cantidades. En Rusia se producía un máximo de cinco mil barriles por día, y eso ya era algo extraordinario. Pero Spindletop empezó a producir la misma cantidad en una sola hora. ¿Se da cuenta? Spindletop probó que el petróleo era abundante.

– Ah, ya veo.

– Spindletop marcó el inicio de la edad del petróleo. Toda la economía se transformó. Algunos procesos industriales que no eran viables con el carbón se volvieron posibles con el petróleo. Aparecieron los automóviles, que permitieron que las personas viviesen lejos del sitio donde trabajaban. No hace falta que le explique el impacto urbanístico y social que ese fenómeno trajo aparejado, ¿no?

Tomás se rio.

– No es necesario ser un científico para darse cuenta de ello.

– Y yo le pregunto: ¿dónde está concentrada esa riqueza?

– ¿Cuál? ¿El petróleo?

– Sí.

– Qué sé yo… Por aquí, por allá, ¿no?

El árabe meneó la cabeza y esbozó una sonrisa condescendiente.

– Esa riqueza está hoy casi enteramente en las manos de la OPEP, y quiera Dios que continúe así. Inch'Allah!

– Pero, entonces, ¿y los Estados Unidos? ¿Y Rusia? ¿No producen también petróleo?

Qarim lo miró de reojo.

– Ese petróleo se está acabando.

– ¿Cómo?

El coche circulaba por la zona de Schottenring y Alsergrund, ya bien dentro del perímetro urbano. Era una zona elegante, con una arquitectura imponente, los edificios bien conservados. El Mercedes redujo la marcha, forzado por los semáforos y el flujo del tránsito. El automóvil había dejado de ser un lobo para transformarse en un cordero.

– Ese fue el tema de mi conversación con el hombre que usted busca.

– ¿Filipe Madureira?

– Sí.

– ¿El vino a hablarle sobre el petróleo estadounidense y ruso?

– Vino a hablarme sobre el estado de la producción y de las reservas mundiales de petróleo.

Tomás sacó el bloc de notas del bolsillo. La conversación había entrado en el asunto que lo había llevado a Viena.

– Dígame, por favor, las circunstancias en las que ustedes se encontraron -dijo-. ¿Cuándo se puso él en contacto con usted?

– Oh, fue ya hace unos años.

Tomás consultó sus notas.

– ¿Habrá sido en…, en febrero de 2002?

– ¿De 2002? No lo sé, tendré que comprobarlo en mi agenda. -Adoptó una actitud pensativa-. Espere, me acuerdo de que conversamos sobre el 11-S y la invasión estadounidense de Afganistán, que habían ocurrido poco tiempo antes. ¿Cuándo fue eso? A finales de 2001, ¿no? -Balanceó la cabeza, más convencido-. Pues debimos de encontrarnos alrededor de febrero de 2002. Recuerdo que hacía mucho frío, estábamos en pleno invierno y hasta tuvimos que evitar la nieve que se acumulaba aquí, en las aceras de la ciudad.

– ¿Cómo llegó Filipe Madureira a usted?

– A través de un cliente nuestro. El ingeniero Ferro, de la Galp.

– ¿La petrolera portuguesa?

– Sí.

Tenemos negocios con la Galp, y mi interlocutor suele ser el ingeniero Ferro. Él me telefoneó y me dijo que tenía un consultor que, debido a la crisis política internacional, necesitaba hacer una evaluación de las reservas disponibles y de la capacidad de producción instalada, y me preguntó con quién tenía que hablar. Le dijo que viniese a reunirse conmigo.

– Y él vino.

– Sí.

– ¿Aquí a Viena?

– Sí, nos encontramos aquí. -Hizo un gesto vago hacia atrás-. Fuimos a almorzar a la Lusthaus, un restaurante del Prater, y después pasamos por el hipódromo para ver los caballos.

– Y él quería hablar sobre la producción mundial de petróleo…

– Sí, la producción y las reservas. Pero estaba preocupado sobre todo por las reservas.

– ¿Le dijo por qué motivo necesitaba…?

Qarim levantó la mano opulenta.

– Espere un poco: usted aún no me ha explicado exactamente por qué motivo necesita conocer esa conversación -le interrumpió-. Como ha de imaginar, no me siento muy a gusto revelando el contenido de mis conversaciones con los clientes.

– Lo comprendo, pero ésta es una investigación de la Interpol.

– Ya me ha dicho eso por teléfono, y por esa razón accedí a encontrarme con usted. Pero ¿podría ser un poco más concreto?

Tomás suspiró.

– Filipe Madureira es sospechoso de estar implicado en dos homicidios.

El árabe abrió mucho los ojos y la boca, en una mezcla de asombro y sobresalto.

– ¿En serio?

– Sí. Se han descubierto conexiones entre él y dos científicos que aparecieron muertos a tiros.

Qarim meneó la cabeza.

– Qué increíble -exclamó-.¡He estado conversando con un asesino y he sobrevivido! -Volvió los ojos hacia arriba con una expresión de gratitud-. Allah u akbar!¡Dios es grande y misericordioso!

– Espere: yo no he dicho que él es el asesino. Aún se está investigando el caso.

El hombre de la OPEP fijó los ojos en el tráfico.

– Pero lo cierto es que lo está buscando la Policía. -Frunció el ceño-. ¿En qué parte de la película entro yo?

– Los homicidios se produjeron en el momento en que usted se reunió con él.

– Oiga, le aseguro que ése no fue un tema de conversación, puede estar seguro. Alá es mi testigo.

– Lo creo -dijo Tomás-. Pero hay otra circunstancia que nos parece relevante. Es que, según nuestros cálculos, usted fue la última persona que vio a Filipe en público.

– ¿Yo?

– Sí. El desapareció después de los homicidios. Nunca más se le volvió a ver.

– ¿No le habrá ocurrido algo?

– Tal vez, no lo sé.

– Es posible que también lo hayan matado. ¿No son ustedes, los cristianos, quienes dicen que quien a hierro mata a hierro muere?

– No, él está vivo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Tenemos un registro de intercambio de e-mails entre él y un amigo inglés.

– Entonces es muy simple. Hablen con ese inglés.

– No podemos. El inglés también ha desaparecido.

El coche se detuvo junto a una fila de estacionamiento. Qarim miró por el retrovisor antes de darle al embrague, poner el cambio y hacer una maniobra marcha atrás.

– Es una historia extraña. Pero, con toda franqueza, no veo en qué podría ayudarlo.

– Oiga, estoy intentando reconstruir lo que tenía Filipe en la mente en el momento en que esto ocurrió. Por eso es necesario que me detalle la conversación que mantuvo con él.

El coche comenzó a retroceder.

– Lo haré -prometió Qarim, mirando hacia atrás durante la maniobra-. Pero no aquí.

Y estacionó el coche.

Capítulo 7

Fueron a pie desde el magnífico edificio de la Bolsa, donde dejaron el coche. Atravesaron el jardín del parque Gmeiner, un espacio verde en plena Bõrseplatz, y enfilaron la Renngasse, la calle que irrumpe por entre el soberbio palacio barroco Schõnborn-Batthyány y el esplendoroso conjunto medieval del antiguo priorato de la Schottenkirche. Cruzaron la plaza y, como un cicerone, Qarim condujo a Tomás hacia el edificio de enfrente, el palacio Ferstel, cuyo interior reveló una suntuosa galería, la Pasaje Freyung. Recorrieron la galería, giraron a la izquierda y entraron en un enorme establecimiento, con la entrada guardada por la figura en papier maché de un hombre sentado en una silla.

– El café Central -anunció Qarim.

El café casi parecía una catedral. Enormes columnas griegas sustentaban el techo alto y abovedado, de donde pendían, como frutos silvestres en una rama, los pálidos candelabros esféricos que intentaban inútilmente iluminar el salón. Lo cierto es que la pujante claridad del día ofuscaba su luz tenue, y los rayos del sol se derramaban vigorosos por las anchas ventanas de extremo redondeado y se explayaban con fulgor por el Central. Pero hasta esa claridad parecía relegada a segundo plano, ensombrecida por el gran estilo de la decoración y de la arquitectura interior; más que por la luz, el ambiente estaba dominado por el color y las líneas armoniosas, una elegante mezcla entre el difuso tono amarillento que lo impregnaba todo y cierto estilo art nouveau que otorgaba al café un toque clásico. En otros tiempos, cuando se usaba frac, bastón y bombín, se hubiera dicho que aquél era un sitio chic.

Algunos clientes hojeaban distraídamente el periódico, otros parecían engolfados en un libro agradable y un puñado saboreaba un Kapuziner o un Pharisaer; pero todos, realmente todos, se mostraban mecidos por la sonata melancólica que el pianista tocaba con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, arrebatado por la embriagadora pasión de la música. Mozart llenaba la Kaffehaus de melodía, las notas sonaban melifluas, como el pipiar tierno de las golondrinas recibiendo a la primavera.

Con pasos ligeros, para no molestar al inspirado músico ni estropear la hermosa sonata que fluía del teclado, cruzaron la sala y fueron a sentarse a una pequeña mesa ovalada, en el rincón, junto a una ventana.

– Este sitio es notable -murmuró Tomás, contemplando las bóvedas del techo-. Notable.

– ¿Verdad? -sonrió Qarim, acomodándose en su silla-. Dicen que antiguamente se reunían aquí los escritores de Viena. -Señaló con el dedo la figura en papier maché que vigilaba la entrada del café-. Aquél era uno de ellos.

Tomás observó la figura con bigote.

– ¿Quién es?

– Qué sé yo. Un poeta, por lo que parece.

– ¿Es famoso?

Qarim observó por la ventana la Herrengasse y la Minoritenplatz, por donde se movían los transeúntes.

– No tengo la menor idea -dijo-. Pero los intelectuales frecuentaban mucho toda esta zona de Schottenring y Alsergrund. Mire, Freud vivía por aquí, por ejemplo. Su casa es ahora un museo.

Un camarero con un esmoquin de rigor se acercó con un bloc de notas en la mano.

– Guten Tag -saludó. Revelaba una actitud incierta, era evidente que no sabía si el cliente con shumag en la cabeza y thoub cubriéndole el cuerpo lo entendería-. Was mõchten Sie?

– Yo quiero un Türkischer y un Rehrücken -respondió Qarim en inglés. Se levantó y miró a Tomás-. Voy al cuarto de baño. Pida lo que quiera.

Mientras el árabe se alejaba, ágil dentro de su túnica oscura, el historiador consultó la carta que le entregaron.

– Yo…, yo tengo un poco de hambre -le dijo al camarero. Señaló una imagen reproducida en la carta-. ¿Qué es esto? El austríaco se inclinó y observó la fotografía.

– ¿La Heringsalat?

– Sí, ¿qué lleva?

– Es ensalada de arenque.

– Tráigame una.

– ¿Y para beber?

– Una cerveza de barril.

– ¿Pfiff, Seidl o Krügel?

– No lo sé. Cualquiera.

El camarero meneó la cabeza.

– No, no. Lo que necesito saber es qué tamaño de jarra quiere.

– Ah. Puede ser una de medio litro.

– Ach so. Krügel.

Cuando Qarim regresó a la mesa lo estaba esperando un café turco humeante y una suculenta porción de tarta de chocolate. El piano ya no sonaba y el pianista se había sentado en la terraza para hacer descansar sus dedos y tomar un Einspanner. Tomás se aferraba a una gran jarra de cerveza y comía la ensalada ya servida; parecía disfrutar del sol que le acariciaba el rostro por la ventana, pero tenía el bloc de notas abierto sobre la mesa, listo para tomar sus apuntes.

– Tal vez sea bueno aprovechar la pausa en la música para que avancemos en nuestra conversación -sugirió en cuanto vio regresar a Qarim.

– Muy bien -asintió el hombre de la OPEP, acercando los dedos a la taza de café para medir la temperatura-. Dígame lo que quiere saber.

– Me dijo hace poco que, cuando vino a encontrarse con usted, Filipe Madureira quería conocer el estado de la producción mundial de petróleo. ¿Le pareció normal ese interés?

Qarim adoptó una expresión pensativa.

– ¿Normal? No lo sé. Es decir, es normal querer evaluar las condiciones del mercado, claro; al fin y al cabo, poco tiempo antes se habían producido los atentados del 11-S, los Estados Unidos habían invadido Afganistán y había una gran incertidumbre en cuanto a la situación internacional. En esas condiciones, me parece comprensible que los diferentes gobiernos quieran preservar sus intereses y saber si el mercado se sostiene. Pero me acuerdo de que él se mostraba muy insistente en cuanto a la situación de la producción de la OPEP.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Bien… Supongo que eso era de esperar, ¿no? Si se observan bien las cosas, la situación de la producción fuera de la OPEP se encuentra en un estado calamitoso…

– ¿Cómo es eso?

Qarim bebió muy despacio un trago de su café turco y se quedó callado un buen rato.

– Oiga -dijo por fin-, ¿qué sabe usted sobre el negocio del petróleo?

– Poca cosa. No se olvide de que soy historiador. Las sutilezas del mercado energético nunca fueron un asunto que me hiciese saltar de excitación.

El árabe se mordió el labio mientras consideraba un modo de explicarle el tema a aquel lego.

– Bien, usted tiene que entender que éste no es un negocio cualquiera -comenzó-. En primer lugar, se trata del negocio que mueve más dinero en todo el mundo. Y, gracias a Dios, está centrado en Oriente Medio. -Lanzó preces a los Cielos y alabó la grandeza de Dios-. Allah u akbar! -Miró de nuevo a Tomás-. En segundo lugar, es un negocio hasta tal punto importante que se funde con la política. -Inclinó la cabeza-. Cuando hablo de política, estoy hablando de alta política, de asuntos de vida y muerte, del destino de países y civilizaciones. -Cerró el puño, como si estuviese haciendo fuerza-. Petróleo es poder, ¿entiende? -Hizo más fuerza con el puño cerrado, que acercó al rostro-. Poder.

– Sí, claro. Dinero implica poder.

Qarim meneó la cabeza.

– No, usted no está entendiendo. No estoy hablando del poder que deriva del dinero. Estoy hablando de un poder más profundo, más fundamental, mucho más primario que ése. -Bebió un nuevo sorbo de café-. Oiga: siete años después del descubrimiento de Spindletop, Gran Bretaña decidió convertir su marina de guerra, abandonando la combustión del carbón y pasando a los motores movidos mediante derivados del petróleo. -Amusgó los ojos, como si hubiese acabado de decir algo de importancia trascendente-. ¿Está entendiendo el significado de esa decisión?

– Bien… Supongo que, al modernizar su marina, los británicos se hicieron más poderosos.

– No, nada de eso. -Golpeó la mesa con el dedo-. Lo que hicieron los británicos fue dar un paso muy delicado. Ellos tenían una marina movida a carbón, una materia prima que era abundante en Gran Bretaña, y la convirtieron en una marina movida mediante derivados del petróleo, una materia prima de la que no disponían en su país. -Abrió mucho los ojos-. ¿Ha comprendido ahora? Ellos no disponían de esa materia prima. -Hizo una pausa para dejar que la idea se asentase-. Esa conversión implicó que el abastecimiento de combustible dejó de ser un dato adquirido. Si Gran Bretaña quería asegurar que su fuerza militar se podía mover, estaba obligada a garantizar la seguridad de las vías de abastecimiento. O sea, que estaba forzada a proteger sus intereses en Oriente Medio. A partir de ese momento, la seguridad nacional quedó irrevocablemente ligada a la cuestión crucial del acceso al petróleo. -Volvió a cerrar el puño-. Es a ese poder al que me refiero.

– Ahora entiendo.

Alzó el puño hasta la altura de los ojos.

– Quien tiene el petróleo en la mano tiene el mundo en sus manos. No sólo las grandes potencias necesitaban petróleo para hacer la guerra, sino que comenzaron a hacer la guerra a causa del petróleo. ¿Entiende? A causa del petróleo. Cuando Hitler decía que necesitaba de Rusia para el Lebensraum, el espacio vital de Alemania, no se estaba refiriendo a la agricultura rusa, sino a los campos de petróleo existentes al sur del país. Los alemanes no disponían de esa materia prima en el interior de sus fronteras y necesitaban garantizar la seguridad de su abastecimiento para afirmarse como gran potencia mundial.

– Hmm.

– Y por la misma razón los japoneses bombardearon la flota estadounidense en Pearl Harbor.

– Vamos, no me va a decir que fue a causa del petróleo…

– Lo digo, lo digo.

– No había petróleo en Pearl Harbor.

– Pero lo había en las Indias Orientales holandesas, la actual Indonesia. Japón se encontraba exactamente en la misma situación de Alemania: no poseía petróleo dentro de sus fronteras y necesitaba ir a buscarlo a algún sitio. Los japoneses tenían una necesidad absoluta de apoderarse de los pozos de las Indias Orientales holandesas, pero temían la intervención de la escuadra estadounidense, dado que Estados Unidos había decretado un embargo petrolero a Japón. Por ello los japoneses atacaron y neutralizaron a la escuadra en Pearl Harbor.

– Ah, claro.

– ¿Y por qué razón lideraron los estadounidenses la operación para liberar Kuwait en 1991? ¿Cree que se habría efectuado esa operación si el país sólo produjese plátanos?

Tomás se rio.

– Claro que no.

– Más que cualquier otra, la Guerra del Golfo fue una guerra por el petróleo. Y lo mismo se puede decir de la invasión de Iraq en 2003. ¿Por qué piensa que fue motivada? ¿Por las armas de destrucción masiva que, por otra parte, no existían?

– Por el petróleo.

Qarim asestó una ruidosa palmada en la mesa.

– ¡Claro que fue por el petróleo! Además, el vicepresidente de los Estados Unidos, Dick Cheney, llegó a afirmarlo en público, hasta que alguien lo mandó callar. Lo cierto es que los estadounidenses querían rediseñar el mapa de Oriente Medio según sus intereses estratégicos. Todo lo demás eran palabras.

Tomás se revolvió en la silla e hizo una mueca.

– Pero, escúcheme: ¿los estadounidenses no son grandes productores de petróleo?

– Son el tercer productor mundial.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

Qarim mantuvo una actitud retraída durante un instante, como si tuviese que hacer una importante revelación.

– El problema es que ese petróleo se está acabando.

– ¿Qué quiere decir con eso?

El árabe abrió las palmas de las manos hacia arriba.

– Ése es el tercer hecho que usted tiene que conocer sobre el petróleo: es finito. ¿Entiende? El petróleo es finito -repitió casi deletreando la frase.

Tomás alzó una ceja.

– Claro que es finito. Pero siempre he oído decir que aún va a durar mucho.

– Y va a durar, por la gracia de Dios.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– El problema es que el petróleo que va a durar mucho es el de la OPEP. -Acercó la cara a su interlocutor y esbozó una leve sonrisa-. En particular el de Arabia Saudí, inch'Allah!

– ¿Y el petróleo fuera de la OPEP?

– Se está acabando.

– No lo creo.

– Puede creerlo.

– Pero ellos van a descubrir más.

Qarim se rio.

– Se ve claramente que no está familiarizado con este asunto -dijo-. ¿Usted sabe qué es el petróleo?

– Bien… Es esa materia líquida viscosa que sale de la tierra.

– Sí, pero ¿qué es el petróleo?

– Elementos químicos, supongo.

– Todo en la vida son elementos químicos, estimado profesor. -Señaló a Tomás-. Hasta usted mismo. Lo que le estoy preguntando es si sabe qué es exactamente el petróleo.

El historiador se encogió de hombros.

– Sólo sé lo que todo el mundo sabe.

– O sea, casi nada -dijo el árabe-. Entonces preste atención. -Cogió la taza de café turco y la agitó, haciendo girar el líquido negro-. Tanto el petróleo como el carbón son restos de materia viva. El carbón deriva sobre todo de plantas muertas, mientras que el petróleo deriva de animales que murieron hace millones de años. La grasa de los animales está llena de hidrógeno que, aliándose al elemento más común de los seres vivos, el carbono, crea los hidrocarburos. El petróleo es, en realidad, una mezcla de hidrocarburos resultantes de la grasa de animales muertos. Esa grasa tiende a acumularse en depósitos bajo tierra, donde se transforma en petróleo cuando se encuentra durante cierto tiempo en una zona donde la temperatura varía entre los cien y los ciento treinta y cinco grados Celsius. En cuanto se forma, el petróleo tiende a brotar hacia arriba, como una mancha de tinta que surge de una esponja.

– Pero hay animales por todas partes. Si el petróleo viene de la grasa de los animales, entonces tendrá que ser abundante.

– No necesariamente. Hay que encontrar un equilibrio difícil. La grasa no se transforma en petróleo sin más ni más. Hacen falta condiciones de temperatura adecuadas durante un determinado periodo para que se pueda transformar en petróleo. Si el sitio donde se encuentra no es suficientemente profundo, la grasa no alcanzará la temperatura necesaria y, en consecuencia, no se transformará en petróleo. Si el sitio es demasiado profundo, la temperatura será excesivamente alta y el petróleo se transformará en gas o se destruirá. ¿Me comprende? Las condiciones adecuadas son muy específicas y delicadas. Además, en cuanto se forma, el petróleo desaparece, dado que llega inmediatamente a la superficie. Para que lo encontremos bajo tierra, es preciso también localizar una zona donde el petróleo se haya acumulado y no haya logrado subir porque se lo ha impedido un bloque impermeable. Es como si ese bloque fuese un tapón, ¿se da cuenta? El petróleo intenta subir, pero el tapón le impide la salida. El problema es que son muy raros los sitios donde estas condiciones se dan de manera simultánea, y nosotros ya los conocemos casi todos.

– ¿Realmente los conocemos?

– No lo ponga en duda. Para que haya petróleo es necesario que exista una fuente donde la grasa animal se acumula durante determinado tiempo a una determinada temperatura, de tal modo que pueda transformarse en petróleo. Hace falta también una roca porosa que permita que el petróleo suba y una piedra impermeable arriba que sirva de tapón, y que lo obligue a acumularse. Este tipo de suelo está identificado y, gracias a las modernas tecnologías de satélite, ya ha sido posible localizar todos los sitios donde se puede encontrar.

– Entonces…

– Existen en el mundo sólo seiscientos sistemas con las condiciones adecuadas para producir petróleo o gas. Cuatrocientos ya han sido o están siendo explotados; los restantes doscientos están situados en zonas de aguas profundas o en el Ártico. -Alzó el dedo-. Y tenga en cuenta que en ninguno de los doscientos que faltan por explotar hay garantías de que exista petróleo.

– Pero tal vez se pueden encontrar allí grandes cantidades, quién sabe.

Qarim meneó la cabeza.

– Es poco probable. Los doscientos sistemas que faltan son de difícil acceso y, con toda probabilidad, resultará que son pequeños. Los grandes sistemas son más fáciles de encontrar que los pequeños, razón por la cual fueron los primeros en ser descubiertos. A medida que la explotación va progresando, va disminuyendo la dimensión de los campos. Esto es algo que le puede explicar cualquier geólogo.

– ¿Y cuál es la situación de los cuatrocientos sistemas ya explotados?

– En lo que respecta a la OPEP, todo está bien. Tenemos petróleo para dar y tomar, inch Allah! Pero fuera de la OPEP existe un gran problema. -Casi entonó las palabras-. Un problema grande, muy grande.

– ¿Cómo de grande?

– Oiga: después del descubrimiento de Spindletop se comprobó que Texas estaba llena de petróleo. Después se encontraron grandes yacimientos en otras partes de Estados Unidos, como Oklahoma, y hasta en Venezuela, en México y en Rusia. Las potencias europeas se concentraron en Oriente Medio, con los británicos de la BP en Irán y los holandeses de la Shell en Iraq, seguidas por las compañías estadounidenses, que crearon la Aramco en Arabia Saudí. Pero en 1951 Irán nacionalizó la compañía británica que operaba en su territorio, ejemplo que siguieron los demás países de la región, los cuales se reunieron en 1961 para establecer la OPEP -sonrió-: la organización para la que tengo el honor de trabajar.

– Y cuya producción, según me ha dicho, se encuentra bien.

– Se encuentra muy bien, gracias a Dios. -Qarim miró hacia arriba y alabó una vez más la grandeza del Señor-. Allah u akbar! Loado sea el Señor por protegernos a nosotros que somos sus fieles seguidores, a quienes Él confía la verdadera palabra, tal como está registrada en el sagrado Corán.

– Se atusó la barba puntiaguda-. ¿Sabe cuánto petróleo hay en Oriente Medio?

– No, pero sospecho que me lo va a decir.

– Más de la mitad del petróleo que existe en el mundo, lo que quiere decir que las nacionalizaciones han dejado a las grandes compañías petroleras occidentales con menos de la mitad del petróleo existente, que recibe el nombre de petróleo no OPEP.

– ¿Petróleo no OPEP?

– Así es -golpeó nuevamente la mesa con el dedo-, y es ese petróleo el que se está acabando.

– Pero ¿cómo se está acabando?

– Se está acabando. -Qarim cogió el bloc de notas de Tomás y preparó la estilográfica-. ¿Conoce el concepto de pico?

– No.

El árabe dibujó una línea ascendente en una hoja limpia del bloc.

– Toda la producción de bienes finitos tiene un pico. La producción sube, sube, sube, hasta que alcanza la mitad y comienza a descender, como una montaña. -La estilográfica alcanzó un punto elevado en la hoja e inició la trayectoria descendiente-. Eso se llama un «pico». Cuando cruzamos el pico de producción… -alzó los ojos, sumido en una plegaria-, que Allah, el todopoderoso, tenga misericordia de nosotros.

– ¿Por qué?

– Porque eso significa que ya no podemos aumentar la producción. Por el contrario, empezamos a producir menos petróleo. -Se inclinó sobre la mesa, hacia delante-. ¿Se da cuenta del problema que eso implica? -Dibujó una nueva línea ascendente en el bloc de notas-. La demanda mundial está aumentando siempre. Hay cada vez más gente y más consumidores en el planeta. China, que antes se movía mediante la fuerza de los pedales de las bicicletas, está ahora apuntando a los automóviles. La India también. -Cruzó la línea ascendente de la demanda con una línea descendente de la oferta-. Y la producción de petróleo va bajando.

Tomás mantuvo los ojos fijos en las dos líneas cruzadas.

– Ya veo -murmuró-. Se van a disparar los precios de los combustibles.

– Van a entrar en los tres dígitos. Y, aun así, el petróleo no alcanzará para todos. Se acaba el petróleo barato y la economía mundial quedará al borde del precipicio.

– ¿Cuándo va a ocurrir eso?

– En el caso del petróleo no OPEP, el pico es inminente. En los Estados Unidos, ya ocurrió en 1970, y lo mismo ocurrió en los grandes yacimientos petrolíferos de Canadá y del mar del Norte. El mayor productor de Europa Occidental, Noruega, está a punto de entrar en el pico, lo que ocurrirá alrededor de 2010, y Rusia también se encuentra muy cerca de esa situación. Se calcula que el petróleo no OPEP alcanzará ya el pico en 2015, tal vez antes.

– ¡Dios mío!

– Y eso no es todo. Desde 1961, ha entrado en un proceso de declinación el descubrimiento de petróleo nuevo. A pesar del desarrollo de nuevas tecnologías de prospección, cada año que pasa se descubre menos petróleo. Desde 1995, el mundo consume, por lo menos, veinticuatro mil millones de barriles por año, pero apenas descubre nueve mil millones de barriles de petróleo nuevo por año.

Al oír esto, Tomás amusgó los ojos.

– Pero eso es un gran problema.

Qarim asintió con la cabeza.

– Muy grande. Cuando el petróleo empiece a faltar, la economía mundial irá cuesta abajo. ¿No se acuerda de lo que ocurrió las tres últimas veces en que la producción de petróleo sufrió rupturas abruptas? -Levantó tres dedos-. Fue durante el embargo árabe de 1974, la revolución iraní de 1979 y la guerra del Golfo de 1991. ¿Recuerda lo que le pasó entonces a la economía mundial?

– Entró en recesión.

– Exactamente. Y fíjese en que estamos hablando de efectos derivados de rupturas transitorias. -Hizo una pausa-. Transitorias. -Dejó que la palabra se asentase-. Imagine ahora los efectos derivados de una ruptura permanente, como la que ocurrirá después del pico de producción. -Una nueva pausa, sombría-. Será el fin de la civilización tal como la conocemos.

Tomás suspiró.

– Bien, eso quiere decir que tendremos que optar por una nueva forma de energía.

El árabe esbozó una expresión burlona.

– ¿Qué nueva forma de energía? ¿Volver al carbón?

– No, tendremos que conseguir otra fuente de energía.

– Pero eso es una ilusión. No hay, en este momento, otra fuente de energía capaz de sostener la actual economía mundial.

– Se descubre una nueva.

Qarim se rio, meneando la cabeza.

– Me temo que no será tan sencillo.

– ¿Por qué? Si hemos sido capaces de llegar a la Luna, seremos sin duda capaces de descubrir una nueva forma de energía.

– Tal vez, no digo que no. El problema es que aún no la hemos encontrado. El mejor candidato es, en este momento, el gas natural. Existe en abundancia y es poco contaminante.

– ¿Lo ve?

– El problema es que el gas es mucho más caro que el petróleo y su transporte desde la zona de producción es difícil. No tenga dudas de que la transposición de la economía hacia el gas natural, forzada por el fin del petróleo, tendrá efectos muy negativos en la economía mundial. Además, y a pesar de que el gas es relativamente abundante, seguimos hablando de una materia prima finita, como el petróleo.

– ¿No habrá otras alternativas?

– Está la energía nuclear. Pero sus problemas son conocidos, ¿no? Las centrales nucleares se han revelado increíblemente caras y plantean complicados problemas de seguridad, como se comprobó en Chernóbil. Y también está la cuestión de saber qué hacer con los residuos radioactivos, que contaminan todo lo que tocan y cuyo tiempo de vida puede prolongarse miles de años. Estas centrales son tan problemáticas que la mayoría de los países están incluso desactivándolas.

– Tiene que haber alguna otra solución.

– Tenemos también la energía solar y la energía eólica. Ambas son limpias, pero el problema es que siguen siendo poco eficientes y poco maleables. La célula fotovoltaica, por ejemplo, sólo transforma en electricidad una décima parte de la energía solar que recibe. Por otro lado, tanto el sol como el viento son intermitentes, no están siempre dándonos energía. En cuanto el viento se detiene, las turbinas eólicas dejan de producir energía, y lo mismo ocurre con la energía solar por la noche o cuando el cielo está nublado. Y está incluso la cuestión de que ambas son prohibitivamente caras. -Hizo un gesto enfático con la mano-. Estas dos fuentes energéticas tienen sin duda un papel que cumplir, no digo que no, pero no se debe pensar en asentar en ellas la economía mundial.

Tomás suspiró.

– Entiendo -dijo-. Entonces, ¿no tenemos salida?

– Sigue en pie la posibilidad de que descubramos un modo de alcanzar la fusión nuclear controlada, que nos traería una fuente inagotable de energía limpia.

– ¿Ah, sí?

– La dificultad es que serán necesarios unos cien años para desarrollarla.

– ¿Cien años? -se alarmó Tomás-. Nosotros no tenemos cien años de petróleo por delante.

– ¿Quién le ha dicho eso?

El historiador se quedó desconcertado.

– Bien…, pues…, usted.

– Yo he dicho que el pico del petróleo no OPEP es inminente.

– ¿Y el de la OPEP?

– Oh, ése parece ser abundante, gracias a Dios.¡Loado sea el Señor, el misericordioso! Si nuestras estimaciones son correctas, Oriente Medio y, en particular, Arabia Saudí, están nadando en petróleo. Nuestro pico sólo está previsto para dentro de unos cincuenta a cien años.

– ¿Y esas estimaciones son realmente correctas?

Qarim volvió los ojos hacia arriba, como quien entrega su destino a la Divina Providencia.

– Inch'Allah!

Capítulo 8

Al atravesar el enorme salón, Tomás no se sorprendió en absoluto al encontrarse con Alexander Orlov rodeado de platos llenos de comida. En cuanto regresó de Viena, el historiador entró en contacto con el voluminoso agente de la Interpol y, previsiblemente, éste lo invitó a almorzar en un restaurante de Lisboa.

El local elegido fue una casa brasileña en el Campo Pequeno, una de esas churrasquerías especializadas en cebar clientes hasta dejarlos con los sentidos embrutecidos.

El ruso se levantó pesadamente para saludar al recién llegado. Lo primero que Tomás notó fue que Orlov estaba sudando mucho, señal de que ya llevaba un tiempo comiendo.

– Disculpe por comenzar antes de que usted llegase -gruñó el ruso limpiándose el sudor de la frente y acariciándose la enorme barriga-. Tenía tanta hambre que hasta me dolía el estómago, no se imagina cuánto.

– Ha hecho muy bien, no se preocupe.

El plato de Orlov estaba abarrotado de carne, los filetes sanguinolentos de carnes como la picanha, la maminha y elcupim amontonados junto al arroz y los frijoles negros, condimentados confarofa y una botella de vino tinto del Alentejo ya medio vacía, al lado del vaso lleno. Tomás pidió una caipiriña y se sirvió arroz y frijoles, pero dejó claro que no quería seguir el rito delrodízio [2], sólo dos filetes de picanha.

– ¿Qué tal Viena? -jadeó Orlov, masticando un gran trozo de carne-, ¿Muchos valses?

Tomás meneó la cabeza.

– La música ha sido otra.

– Me imagino. ¿Qué sonata le cantó el tipo de la OPEP?

– Me dijo que Filipe estaba investigando la producción y las reservas de petróleo; se había mostrado particularmente interesado por lo que ocurre en los países de la OPEP.

El ruso frunció los labios impregnados de grasa.

– Tiene sentido -asintió-. Si era consultor de la Galp, es natural que necesitara informarse sobre esos asuntos, ¿no cree?

Tomás esbozó una mueca.

– No sé si tiene exactamente ese sentido.

– ¿Entonces?

– ¿Por qué razón iría Filipe a Viena a hacer preguntas cuya respuesta podría obtener por teléfono o por correo electrónico? ¿Cuál era la necesidad de volar hasta Viena?

Orlov comió un trozo más de picanha.

– Tal vez le apetecía probar unas delicias de la gastronomía austriaca, quién sabe.

– O tal vez en esta historia hay algo más de lo que se dice.

– Claro -exclamó el hombre de la Interpol, y bebió un trago de vino para ayudarse a masticar-. No se olvide de que, después de Viena, su amigo desapareció y, acto seguido, alguien se cargó a los otros dos tipos. ¿El árabe no le dio ninguna pista útil?

– Ni por asomo. Me dijo que el petróleo no OPEP está a punto de cruzar el pico, pero que la OPEP cree que sus pozos siguen llenos.

El ruso paró de masticar por un momento.

– No veo cuál es la relevancia de esa información para nuestro problema.

– Ni yo.

– Entonces, ¿en qué quedamos?

Tomás suspiró.

– Estoy intentando avanzar por otra vía.

– ¿Cuál?

– A través de un mensaje que dejé la semana pasada en un sitio especial que creó el grupo de mi promoción en el instituto de Castelo Branco y que es probable que Filipe consulte. El siempre tuvo un gran espíritu de grupo y seguro que conoce este lugar en Internet.

– ¿Ah, sí? ¿Y lo envió la semana pasada?

– Sí.

– ¿Y ?

Tomás meneó la cabeza.

– Por el momento, nada.

El camarero apareció con la picanha y la caipiriña para Tomás, mientras que otro servía en el plato del ruso más filetes de carne, que había anunciado como solomillo de búfalo. Cuando los dos se fueron, Orlov miró a su interlocutor.

– Si usted no ha descubierto nada, ¿por qué razón me ha llamado para hablar conmigo?

– ¿Quién le ha dicho que no he descubierto nada?

– Bien… Acaba de decírmelo usted…

Tomás se inclinó y cogió su cartera.

– No he descubierto nada sobre Filipe, es verdad, pero tengo novedades relativas a los enigmáticos mensajes que se vinculan con todo este caso.

Orlov frunció el entrecejo, sorprendido.

– ¿Qué mensajes? ¿Se está refiriendo a la señal del Diablo?

– Sí, el triple seis.

– ¿Ha descifrado la señal?

– Creo que sí.

– Vaya, hombre. ¡Muéstreme eso!

El historiador sacó de la cartera el grueso volumen de la Biblia y hojeó las últimas páginas, en busca del texto final del Nuevo Testamento. Lo localizó y se lo indicó al ruso.

– Éste es el Libro de la Revelación, el más enigmático de todos los textos bíblicos, el documento de las profecías. Fue escrito en el año 95 en una pequeña isla del mar Egeo por un hombre llamado Juan. La tradición dice que fue el apóstol Juan, el mismo Juan que escribió el cuarto Evangelio, pero no hay certidumbres al respecto. Existen importantes diferencias de estilo, pero al mismo tiempo se encuentran algunas semejanzas.

– Creía que ese texto se llamaba Apocalipsis.

– Y así es.

Orlov se mostró confundido.

– Pero usted ha dicho que era el Libro de la Revelación.

– «Apocalipsis» es la palabra griega que significa «revelación», ¿me entiende? Decir que el libro final del Nuevo Testamento se llama «Apocalipsis» o «Revelación» es lo mismo.

– Ah, de acuerdo. No lo sabía.

Tomás volvió a mostrar el texto.

– Es un libro aterrador. -Los ojos se detuvieron sobre el primer párrafo-. Comienza con estas palabras: «Apocalipsis de Jesucristo, que para instruir a sus siervos sobre las cosas que han de suceder pronto ha dado Dios a conocer por su ángel a su siervo Juan». -Levantó la cabeza y repitió-: «Que han de suceder pronto…».

– Hmm… Tenebroso.

Golpeó con el dedo las páginas abiertas.

– Puede estar seguro de que, a lo largo de los siglos, mucha gente quedó presa del pánico por lo que aparece escrito aquí. Y no es para menos. -Hojeó las páginas-. Se trata de un libro de profecías que habla sobre el fin de los días y es el responsable de varias expresiones llamadas apocalípticas, como el día del Juicio Final, la batalla de Armagedón y los cuatro caballeros del Apocalipsis, pero la más famosa expresión que introdujo este texto bíblico fue la propia palabra «apocalipsis», la cual, en su sentido común, dejó de significar «revelación» para hacerse equivalente a decir «fin del mundo».

– Y es ahí donde está también el número de la Bestia.

– Sí, es aquí. -Se puso a buscar el fragmento-. Fíjese en que en el Apocalipsis los números tienen mucha importancia. El texto está lleno de guarismos simbólicos. Da la impresión de que esconde mensajes tras mensajes, como un inmenso holograma.

– ¿Es el caso del triple seis?

– Exacto. -Tomás dejó de hojear y señaló un párrafo con el dedo-. Aquí está -exclamó-. Es la parte en la que se refiere a la aparición de la Bestia. -Aclaró la voz-. Dice así: «Aquí está la sabiduría. El que tenga inteligencia que calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis».

Alzó los ojos hacia su interlocutor, a quien un camarero le servía más picanha.

– ¿Y usted dice que eso es descifrable? -preguntó el ruso.

– No le quepan dudas. Este es un mensaje oculto y tiene una solución. -Señaló las líneas que acababa de leer-. ¿Ve esta expresión? «Aquí está la sabiduría», dice. Quiere decir que quien tenga sabiduría podrá desvelar el enigma.

– ¿Qué sabiduría es ésa?

– La sabiduría de los iniciados. -Indicó con el dedo la expresión siguiente-. Fíjese en esta frase: «… calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre». Significa que se trata de la sabiduría de los números.

– ¿La matemática?

– La guematría o gematriah.

– ¿La geometría?

– Gue-ma-trí-a.

– ¿Qué es eso?

– La guematría es una disciplina de la cábala que está en la génesis de la moderna numerologia. Se trata de un método para obtener el valor numérico de las palabras hebreas a través de la conversión de las letras en números.

Orlov hizo una mueca.

– Pero ¿para qué sirve?

– La idea es llegar al meollo de las palabras, a la revelación de los misterios ocultos en el lenguaje, al establecimiento de vínculos invisibles entre expresiones aparentemente diferentes, para comprender el sentido divino de la Creación. Los místicos cabalistas creían que Dios creó el universo con las letras del alfabeto y ocultó secretos en los números y en las palabras por detrás de esas letras. La guematría permite alcanzar el sentido oculto de la palabra de Dios.

– No logro entender…

Tomás apartó el plato, cogió una estilográfica, sacó el bloc de notas de la cartera y lo colocó frente a sí.

– Una vez, en Jerusalén, un viejo cabalista me explicó esto en detalle -dijo-. La idea es ésta. A cada letra del alfabeto hebreo le corresponde un número. Las nueve primeras letras se asocian a las nueve unidades; a las nueve letras siguientes se les asocian las nueve decenas; y con las cuatro letras restantes están asociadas las cuatro primeras centenas.

Garrapateó una ecuación.

– Así, las letras de la palabra hebrea shanah, que significa «año», suman un total de trescientos cincuenta y cinco. ¿Lo ve? Ahora bien: trescientos cincuenta y cinco es exactamente el número de días del año lunar. Esto significa que hay una relación numérica entre la palabra y el objeto al que ella se refiere.

– ¿Por qué razón ha escrito la «a» con minúscula?

– La escritura hebrea ignora muchas vocales. Cuando la letra está escrita, se pone con mayúscula. Cuando la letra es dicha, pero no escrita, queda en minúscula.

– Ya veo -murmuró Orlov-. Por tanto, por lo que he entendido de su explicación de la geome…, uf…, de este sistema, cada letra tiene un valor y la suma del valor de cada letra que compone una palabra da el valor de esa palabra. ¿Es así?

– Exacto -amusgó los ojos-. Pero la cuestión se vuelve más interesante cuando entramos en los aspectos místicos. Fíjese en la equivalencia entre las palabras Elohim y Hateva, o «Dios» y «naturaleza».

– Tienen el mismo número: ochenta y seis. Eso significa que Dios es la naturaleza. Nueva ecuación.

– Observe en este caso la equivalencia entre or, o «luz», y raz, «misterio». Ambas valen doscientos siete. O sea, que la luz remite al misterio. Cuando Dios dijo: yehi orí, o «haya luz», se inició el misterio de la Creación.

– Es asombroso.

– Lo es, ¿no? -Golpeó los apuntes con los dedos-. La guematría revela significados ocultos en las palabras.

El ruso vaciló.

– Y…, y ¿cree que es posible con ese sistema llegar a la revelación del triple seis?

Tomás volvió a buscar el fragmento de la Biblia que había consultado minutos antes.

– No sólo es posible, sino que es el único y verdadero camino -observó-. Fíjese en lo que dice aquí: «El que tenga inteligencia calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre». -Miró a Orlov-. ¿«Calcule el número de la Bestia»? ¿«Es número de hombre»? -Dejó que una sonrisa aflorase a sus labios-. No podía ser más claro. El misterio del triple seis se puede descodificar mediante la guematría.

– Entonces es preciso recurrir a la cábala.

– Eso fue justamente lo que pensé al principio. Pero después me di cuenta de que podía no ser la cábala.

– ¿Ah, no?

– La cábala es un método hebreo. -Pasó la palma de la mano por el texto-. El Apocalipsis fue escrito en la zona del mar Egeo. Esto significa que es posible que tengamos que recurrir al griego.

– ¿Al griego?

– Tiene mucho más sentido. -Preparó la estilográfica-. Fíjese: «Jesús» se dice en griego Iesous. Son seis letras. Vamos a calcular su valor numérico.

– En griego, el número de Cristo es, como vemos, un triple ocho. Resulta lógico que el número del Anticristo sea igualmente simétrico, pero inferior, y descifrable a través de la guematría aplicada al griego. El triple seis se inserta en ese perfil.

– Ya veo.

– Lo que demuestra que este enigma bíblico se puede resolver recurriendo al griego. Siendo así, me puse a buscar nombres cuya guematría dé un triple seis. Adivine lo que he encontrado.

– No me hago la menor idea.

– Ande, lance un nombre.

– No lo sé.

El hilo de una sonrisa recorrió el rostro de Tomás.

– Mahoma.

Orlov se quedó boquiabierto.

– ¿Mahoma? ¿Mahoma da un triple seis?

– Sí.

– ¿Está insinuando que Mahoma es el Anticristo?

– No estoy insinuando semejante cosa. Sólo estoy diciendo que la guematría del nombre de Mahoma da un triple seis.

– ¡Caramba!

– Pero hay otro nombre con el que se obtiene el mismo resultado. Un nombre aún más sorprendente, un nombre que parece perfecto para desempeñar el papel de la Bestia, un nombre que remite irresistiblemente al Anticristo.

– ¿Cuál?

Tomás miró la mesa y después recorrió con la vista todo el salón. Se sentía hastiado, el Olor a comida le causaba náuseas y el espectáculo de Orlov con la boca embadurnada de grasa lo angustiaba más de lo que podía soportar.

– Oiga: ¿ya ha terminado de almorzar?

– ¿Yo? -Se sorprendió el ruso-. Ya. ¿Por qué?

– Ocurre que no soporto seguir más tiempo aquí. Salgamos, ¿le parece bien?

– Así no vale -protestó Orlov-. Tiene que decirme cuál es el otro nombre que da un triple seis.

– Se lo digo, pero sólo si me promete que podemos salir inmediatamente de aquí.

– De acuerdo.

Tomás se levantó de la silla.

– Vámonos, pues.

– Espere -dijo casi en un grito su interlocutor, estirando la mano para retenerlo en su sitio-. Primero tiene que decirme qué nombre es ése.

El historiador sonrió, disfrutando anticipadamente del placer que le daría ver la cara de Orlov cuando pronunciase el nombre.

– Hitler.

Capítulo 9

Alexander Orlov parecía en estado de choque cuando tuvo que pagar la cuenta. No lo dejó sin reacción el precio de la comida, como sería de esperar en una ocasión de aquéllas y frente al importe exorbitante que el camarero le presentó en una bandeja de plata, sino el torbellino de ideas que le había encendido la imaginación ¿Hitler? ¿Hitler era la Bestia que profetizaba el Apocalipsis de san Juan? ¿Hitler era el Anticristo previsto por el último libro del Nuevo Testamento? La idea le parecía aterradora y al mismo tiempo irresistible. ¿Cómo era posible que un texto bíblico del siglo I contuviese un número cuya guematría fuese la del nombre del mayor genocida de la historia?

Salieron del restaurante en silencio y fueron a pasear al parque que rodeaba el Campo Pequeno. Acababan de restaurar la plaza de toros y el jardín que la rodeaba se presentaba acogedor e incitante, un rincón tranquilo en medio del bullicio urbano. El ruso caminó un largo rato con los ojos fijos en el suelo, hasta que rompió el silencio.

– ¿Está seguro de que el nombre de Hitler corresponde al número seiscientos sesenta y seis?

– He hecho las cuentas varias veces y no hay dudas. Si «a» es igual a cien, «b» a ciento uno y así sucesivamente, la guematría del nombre de Hitler da un triple seis.

– Dios mío, eso es increíble.

– ¿Se da cuenta? ¿Hitler como el Anticristo?

Orlov refunfuñó.

– Pero, finalmente, ¿cuál de ellos es el Anticristo? ¿Hitler o Mahoma?

– ¿Qué le parece?

– Yo creo que Hitler.

Tomás se rio.

– Tiene sentido, ¿no? El hombre que provocó la Segunda Guerra Mundial, el hombre responsable de millones de muertes, el hombre que planeó y ejecutó el Holocausto.

– Y que invadió la Santa Rusia -se apresuró Orlov a añadir-. No se olvide de eso. Invadió la Santa Rusia.

– Sí, Hitler es el candidato perfecto. Su nombre tiene el número de la Bestia y él es la encarnación del mal.

– Sin duda.

– Pero está equivocado.

Una mezcla de sorpresa y decepción pareció pesar sobre Orlov.

– ¿No es Hitler?

– No.

– ¿Seguro?

– Absolutamente seguro.

– Pero mire que es realmente perfecto para ese papel.

– Lo sé. No obstante, no es Hitler el indicado como la Bestia del Apocalipsis.

– ¿Cómo puede estar seguro de eso?

– Lo muestra el contexto de toda la profecía. No se olvide de que éste es un antiguo texto cristiano.

– ¿Cree entonces que el Anticristo es Mahoma?

– No, tampoco.

Orlov inclinó la cabeza.

– Oiga, si no es Hitler, en cierto modo Mahoma tiene bastante sentido, ¿se ha fijado? Él es el principal enemigo del cristianismo. Además, el islam se encuentra por detrás de todos los actos de terrorismo que se cometen en tantos sitios. En Chechenia, en Afganistán, en Iraq, en Irán, en Argelia, el 11-S, todo tiene la marca del islam.

– No diga disparates -le interrumpió Tomás-. Mahoma respetaba a Cristo, lo consideraba un verdadero profeta. Y la intolerancia que hoy se manifiesta por ciertos sectores del islam también existió en el cristianismo. Basta con que recordemos la Inquisición y las cruzadas.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– ¿Los pogromos contra los judíos en el mundo cristiano fueron hace mucho tiempo? ¿El Holocausto fue hace mucho tiempo? -suspiró-. La intolerancia cristiana duró demasiado, ¿qué se piensa? Mire, cuando yo era adolescente me acuerdo de haber visto al presidente de la Cámara de Lisboa manifestándose a la puerta de un cine sólo porque en la sala se exhibía una película francesa que presentaba a María como una mujer diferente de la que describe la Iglesia. Me acuerdo también de que, hace algunos años, un humorista gráfico hizo una caricatura del Papa con un preservativo en la nariz y que eso provocó un vendaval de protestas. Me acuerdo también de…

– Como quiera -se impacientó Orlov-. Pero ¿cómo puede estar seguro de que la Bestia no es Hitler ni Mahoma, si sus nombres dan un triple seis, tal como prevén las profecías del Nuevo Testamento?

– Por una razón muy sencilla -dijo Tomás-. El Apocalipsis se escribió en el siglo i y, en el texto, su autor, Juan, desafió a los lectores a resolver un enigma de su tiempo. -Buscó el párrafo inicial-. Recuerde lo que él escribió justo en la apertura del libro: «Apocalipsis de Jesucristo, que para instruir a sus siervos sobre las cosas que han de suceder pronto ha dado Dios a conocer por su ángel a su siervo Juan». -Miró a Orlov-. ¿Lo ve? «Las cosas que han de suceder pronto.» Juan estaba refiriéndose a hechos de su tiempo. Hitler y Mahoma son muy posteriores.

– Pero, siendo una profecía, ¿no cree que sería de esperar que el Apocalipsis se refiriese a figuras del futuro?

– No es exactamente así. En el Apocalipsis, Juan está pidiéndoles a los lectores que desvelen el misterio. Los lectores son personas de su tiempo y, si la profecía se refiriese a individuos que iban a vivir mil o dos mil años más tarde, no habría la menor posibilidad de que esos lectores descifrasen el enigma. Sólo tiene sentido que Juan le pidiese a la gente de su tiempo que resolviese el acertijo si la solución fuese contemporánea. Acuérdese de que Juan deja claro que las profecías se refieren a «cosas que han de suceder pronto».

– Entiendo.

Se sentaron en un banco largo, a la sombra de un árbol, y Tomás cogió la estilográfica y el bloc de notas.

– Volviendo al griego, he descubierto otras soluciones.

Escribió en una hoja limpia.

– To mega Therion, es decir, «la gran Bestia». La guematría de esta expresión es un triple seis.

Escribió una palabra más.

– Lateinos es la palabra griega que significa «latino» o «romano». También da un triple seis.

Aún otra palabra más.

– Teitan es el equivalente griego de Titán, uno de los nombres del Sol. Titán es una solución interesante, porque tiene cierto aire pagano, lo que, en aquella época, correspondía a algo anticristiano. Titán era el nombre que los griegos daban al dios Sol o Apolo.

El rostro de Orlov se retorció en una mueca escéptica.

– ¿El Anticristo es el dios Sol? Eso no tiene mucho sentido…

Tomás le hizo un gesto con la mano para que esperase.

– Tal vez tenga más sentido de lo que usted piensa -dijo-. Sigamos, tenga paciencia. -El historiador golpeó el bloc de notas con la estilográfica-. Es importante aclarar primero que, aunque la mayor parte de las versiones existentes del Apocalipsis dan el triple seis como el número de la Bestia, hay algunas versiones que aluden a ese número como el «seis, uno, seis».

– ¿Seiscientos dieciséis?

– Sí. Son versiones aisladas, pero existen.

– Eso no interesa para nada -repuso el hombre de la Interpol-. Los asesinos de los dos científicos dejaron el triple seis al lado de sus víctimas. Por tanto, lo que nos interesa es el seiscientos sesenta y seis, no el seiscientos dieciséis.

– No es exactamente así -insistió el historiador-. Las dos versiones contienen la clave del misterio, pronto se dará cuenta. -Clavó los ojos en Orlov-. A ver si puede responder a la pregunta que le voy a hacer: ¿quién era el principal enemigo de los cristianos en el siglo I, cuando Juan escribió el Apocalipsis?

Los ojos del ruso se perdieron en una expresión meditativa.

– Hmm… Déjeme que le diga…

– Piénselo. -Hizo un gesto con las dos manos, como si transportase algo de un lado para el otro-. Usted está de vuelta en el siglo I. Es cristiano. ¿Cuál es su principal enemigo? ¿Quién es la persona a la que más teme?

– ¿Al Diablo?

– Me estoy refiriendo a una figura humana. No se olvide de que el Apocalipsis dice que es el nombre de un hombre. ¿Quién es él? -Se dio unos golpecitos con los dedos en las sienes-. Piense.

– ¿Pilatos?

Tomás se rio.

– No diga disparates. Pilatos no constituía ninguna preocupación para los cristianos en el momento en que fue escrito el Apocalipsis.

– ¿Herodes?

– Tampoco él era una preocupación para los cristianos del siglo i.

Orlov respiró hondo, dando una señal de que desistía.

– Mire, no lo sé.

El historiador mantuvo los ojos fijos en su interlocutor.

– Nerón.

– ¿Nerón?

– Nerón es la Bestia del Apocalipsis.

Orlov adoptó una expresión de perplejidad.

– Pero ¿por qué Nerón?

– En el Libro de la Revelación, el seis es un número maldito. Nerón era el sexto emperador y tenía la marca del triple seis. -Volvió a coger la estilográfica-. Ahora mire.

Garrapateó en el bloc de notas.

– En griego, Nerón se pronuncia Nerón. El «emperador Nerón» es Nerón Kaisar. Transliterado en hebreo, este nombre da el triple seis. Aún más: si le quitamos la «n» final, queda simplemente Ñero, el nombre romano del sexto emperador. Transliterado en hebreo da seiscientos dieciséis, la versión minoritaria del número de la Bestia.

– ¿Nerón?

– Nerón era kaisar o «emperador» y, por ello, se lo comparaba con el Sol. Séneca llegó a escribir sobre Nerón: «El es el Sol en persona». En ese sentido, Nerón era titán. Pero también era lateinos o «romano», palabras que, en griego, dan una guematría de seiscientos sesenta y seis.

Recapituló todo en una única ecuación.

– O sea, que el emperador Nerón es un romano y equivale al Sol y a la gran Bestia. Él es el Anticristo del Apocalipsis porque, en aquel tiempo, mandaba matar a los cristianos en el circo romano. Era la figura que más temían los cristianos en el momento en que se escribió el Libro de la Revelación.

El rostro de Orlov adoptó una expresión pensativa.

– Ya he entendido -murmuró-. Pero aquí hay algo que no tiene mucho sentido. Si la Bestia del Apocalipsis es Nerón, ¿por qué razón los asesinos de los dos científicos dejaron el número de la Bestia junto a los cuerpos de sus víctimas?

El historiador alzó dos dedos.

– Sólo veo dos hipótesis -dijo-. La primera es más simple. El triple seis es, simbólicamente, el número del Diablo. Si los asesinos pertenecen a una secta, como acabó concluyendo de inmediato la Interpol, es natural que quieran firmar sus actos con ese valor simbólico. En ese contexto, es evidente que el triple seis no corresponde a Nerón, sino al Diablo.

– Esa interpretación es obvia -comentó Orlov-. ¿Cuál es la segunda hipótesis?

– La segunda hipótesis es más elaborada y audaz, pero temo no disponer aún de todos los datos para formularla.

– Oiga, no me va a dejar así de intrigado. Diga lo que tiene in mente.

– Usted no se lo va a creer.

– Vamos, hable.

El historiador suspiró. Era enormemente reacio a adelantar conclusiones sin disponer de toda la información que consideraba necesaria. Pero tal vez podía dar una pequeña pista.

– Aquí va, pues -dijo-. Creo que, al dejar el triple seis al lado de las víctimas, los asesinos estaban lanzando una especie de anuncio.

– ¿Un anuncio? ¿Qué anuncio?

Tomás vaciló, aún más indeciso. ¿Debería realmente decirlo? Le faltaban algunas certidumbres, había huecos que llenar. Lo cierto, sin embargo, es que el ruso lo observaba con expectativa y se veía claro que no se separaría de él si no revelaba su conclusión, aun siendo preliminar. Tendría que darle algo más, por pequeño que fuese. Así pues, venciendo finalmente su vacilación, levantó la punta del velo bajo el cual se ocultaba el misterio.

– El anuncio del fin del mundo.

Capítulo 10

– Hoy vamos a pasear.

La invitación que le hizo Tomás a doña Graça, cuando ésta despertó, la dejó sorprendida.

– ¿Pasear? -preguntó aún somnolienta-. ¿Ir a pasear adonde?

Tomás subió las persianas y dejó que el sol invadiese la habitación. Hacía un día espléndido y la soleada Coímbra resplandecía de vida; la mañana se había despertado acogedora e incitante, mecida por el gorjear meloso de los mirlos y por la brisa tibia que subía del río. Al otro lado de la ventana se extendía el caserío a horcajadas, con sus paredes blancas y tejados rojos recortados en el azul profundo del cielo. Las murallas antiguas abrazaban la urbe con celos, posesivas; parecían un castillo medieval erguido como una corona en el extremo del burgo. Eran al fin las paredes gastadas de la vieja universidad, la torre del campanario sobresaliendo como la joya más vistosa.

– ¿Ha visto, madre, el día que hace? -Hizo un gesto señalando la ventana-. Vamos a salir, a dar vueltas por ahí, a respirar aire puro, a tomar un poco de este sol.

Doña Graça, aún medio cubierta por las sábanas, lo miró con una expresión inquisitiva.

– ¿Tú te encuentras bien, hijo?

Tomás se acercó a la cama.

– Oiga, madre, ¿cuánto tiempo hace que no sale de casa?

– Pues…, en fin, no lo sé…

– Usted, madre, no sale de casa desde que se perdió y la llevaron al hospital. Ya va para dos semanas.

– ¿Y?

– Pero, madre, ¿cómo puede usted vivir así?

– Ah, ya estás tú con tus historias. Doña Mercedes me hace las compras, gracias a Dios. No necesito andar vagando por ahí.

– ¡Ya ni siquiera va a misa, madre!

– ¿Y eso a ti qué te importa? Rezo aquí en casa y ya es suficiente.

El hijo se volvió hacia el ropero y abrió la puerta, revelando los cajones y las ropas colgadas en perchas.

– ¿Qué quiere ponerse?

– ¿Para ir adonde?

– Para que salgamos, madre.

Doña Graça apartó las sábanas y se sentó al borde de la cama.

– ¿Tu padre también viene?

– Olvide a padre. Vamos fuera a tomar sol y a respirar aire puro. ¿Qué quiere ponerse, madre?

– Tráeme algo bonito. -Señaló un vestido colgado en el ropero; era de color rosado y tenía volantes blancos en los tirantes-. Dame ése, lo compré en Lisboa el día en que tú te doctoraste.

Tomás sacó el vestido y lo colocó encima de la cama.

– Entonces póngaselo. Vaya a lavarse y échese perfume. La quiero guapa, ¿ha oído?

Graça miró el vestido.

– Pero ¿adónde vamos?

El hijo salió de la habitación para dejarla sola; antes de cerrar la puerta, repitió una vez más lo que le había dicho al despertar.

– Hoy vamos a pasear.

El automóvil avanzó despacio entre el tráfico del final de la mañana. Al pasar entre la Casa do Sal y la Conchada, giró a la derecha y subió como si fuese a los hospitales de la universidad. Hacía calor dentro del Volkswagen y Tomás abrió la ventanilla para dejar entrar el aire; un vientecito fresco recorrió el coche, suave y agradable, refrescando el interior y endulzando el paseo. Rodearon la rotonda de Coselhas y, al acercarse a la Quinta de Santa Comba, se internaron por una callejuela y fueron a desembocar en una hermosa plazoleta, un lugar tranquilo y apacible, donde las copas de los árboles acariciaban el tejado de las grandes viviendas y el tiempo parecía haberse hecho más lento.

– ¿Y si parásemos aquí? -propuso Tomás estacionando el coche sin esperar la respuesta.

– ¿Aquí? ¿Para qué?

– ¿No ve todo este verdor? Es bonito, ¿no?

Doña Graça miró a su alrededor.

– Sí, parece agradable.

– Vamos a andar un poco a pie. Venga, que le va a hacer bien.

Ayudó a su madre a bajarse del coche y caminaron reposadamente por entre los árboles. Era un sitio ameno; el aire fluía puro, perfumado por los pinos mansos y animado por el concierto de los insectos, las cigarras se desafiaban chirriando por el bosque vecino, invisibles pero ruidosas. Pasaron delante de un muro invadido por las plantas, los setos bien recortados en los extremos, y Tomás se detuvo frente al portón.

– Mire qué extraño -comentó-. ¿Ya ha visto cómo se llama este sitio?

La madre estiró el cuello, intentando leer las palabras pintadas en el azulejo.

– El Lu…, Lu… ¿Qué dice aquí?

– El Lugar del Reposo -leyó Tomás-. Qué curioso. Debe de ser para que las personas descansen.

Doña Graça adoptó una expresión de perplejidad.

– ¿Un sitio para descansar? Pero ¿descansar de qué? -Miró en dirección al bosque-. ¿Será para reposar después de los paseos?

– Debe de ser eso -se apresuró el hijo a decir-. Venga, vamos a mirar qué hay allí dentro.

Cruzaron el portón y caminaron por las piedras colocadas entre el césped. El verdor relucía en las puntas, eran gotas de agua que brillaban al sol, indicio seguro de que habían hecho el canal de riego hacía poco tiempo. Golpearon la puerta de la vivienda y una muchacha con cofia y bata blanca vino a recibirlos con una sonrisa simpática.

– Hola, buenos días.

– Hemos venido a ver la casa -dijo Tomás-. ¿Podemos entrar?

– Adelante, por favor.

La muchacha los guio durante la visita. Comenzaron por la cocina, donde dos mujeres se atareaban en torno a grandes cacerolas bienolientes, y pasaron después por el salón. Todo tenía un aspecto acogedor y bien ordenado, aunque un poco sombrío. En el salón, estaba encendido el televisor y varias personas reposaban en los amplios sofás, algunas con los ojos fijos en la pantalla, otras tejiendo, dos durmiendo con la boca abierta.

Doña Graça tiró a su hijo del brazo.

– Oye, Tomás, ¿has visto?

– ¿Qué, madre?

– Son todos viejos -susurró para que no la escuchasen los que estaban cerca-. Aquí sólo hay viejos.

– Pero la casa es agradable, ¿no?

– Sí, eso sí. Pero sólo hay viejos, ¿te has fijado?

– ¿Y? Aquí usted podría hacer un montón de amigos.

– ¿Yo?

– Sí, ¿por qué no? Son todas personas de su edad.

– Nada, no son nada de mi edad. Éstos son todos vejetes, ¿no lo ves?

Tomás se rascó la cabeza, algo desconcertado.

– Usted, madre, aquí estaría muy bien -insistió-. Parece una vivienda agradable y aquí viven personas de su edad. Se entretendría con amigas nuevas, ya iba a ver.

– ¿Estás tonto o qué? ¿Para qué me hace falta a mí venir a este sitio?

– Es mejor que estar sola en casa. Fíjese: aquí no tiene que preocuparse por nada. Hay personas que la cuidan y existe un montón de gente con la que puede conversar. -Bajó la voz, pero puso más intensidad en las palabras-. ¿Es o no es mejor que estar sola encerrada en casa?

– Vamos, no digas tonterías.

– En serio, aquí se ocupan de usted.

– Yo no necesito que se ocupen de mí. Para eso me basta con doña Mercedes, que Dios la bendiga. Además, están mis vecinas, que son unas santas y que me ayudan siempre que lo necesito.

La muchacha con cofia y bata blanca los interrumpió.

– ¿Vamos al piso de arriba?

– Ah, gracias, es muy amable, pero no vale la pena -se disculpó doña Graça-. ¿Sabe? Nosotros ya…

– Vamos arriba, vamos -intervino Tomás, encaminándose hacia el pasillo-. Ya que estamos aquí, lo vemos todo.

Doña Graça suspiró y se resignó a seguir a su hijo y a la anfitriona. Cogieron el ascensor y salieron a un pasillo largo, resonando los pasos por la tarima de madera clara, seguramente de haya.

– Ay, no sé si podré -dijo la madre, desanimada al comprobar la extensión del pasillo-. Ya estoy cansada, Tomás. Mira que no tengo tu edad, hijo.

– Falta poco -dijo la muchacha de blanco, señalando la tercera puerta a la derecha-. Estamos a punto de llegar.

Recorrieron los últimos metros del pasillo y entraron en una habitación. No era muy espaciosa, pero presentaba un aspecto aseado. El mobiliario de pino era de estilo antiguo; la habitación disponía de ropero, televisor, un sofá y una cama grande, un ramo de flores sobre la escribanía, todo muy bien arreglado.

– Es agradable la habitación, ¿no? -preguntó Tomás, que se acercó a la ventana y observó el exterior-.¡Vaya! Tiene vistas al bosque y todo.

Doña Graça se acercó también y miró. El bosque era el pequeño pinar por donde habían pasado hacía poco.

– Bien, ¿ya podemos irnos? -preguntó ella algo impaciente.

– ¿No le gusta la habitación, madre?

– Ah, es muy agradable, eso sí. Pero ya me siento un poquito cansada, ¿sabes? Quiero ir a casa.

Tomás tragó saliva. Llegaba la hora de enfrentar a su madre con la realidad y necesitaba armarse de valor para hacerlo.

– Oiga, madre -comenzó diciendo-. Doña Mercedes me ha dicho que no puede ocuparse de usted por un tiempo.

– ¿Ah, no? Ayer mismo la he visto y no me ha dicho nada. ¿Qué le ocurre?

– Es un…, pues… un problema familiar que le ha surgido de repente.

– Debe de ser el marido. El pobre hombre sufre de gota, pobre, y doña Mercedes ha estado muy preocupada por eso. ¿Acaso él ha tenido otra crisis?

– Sí, debe de haber sido eso.

– Voy a telefonearle ya.¡Pobre mujer! Incluso el otro día me llegó a contar que…

– Madre, madre -interrumpió Tomás-. El problema es que usted va a estar un tiempo sin que nadie la atienda.

– ¿Y ?

– ¿Y? ¿Quién le hará las compras? ¿Quién le preparará la comida? ¿Quién le limpiará la casa?

– Ah, se lo pido a la vecina. Maria Clotilde es una joya de chica y ya me ha dicho que siempre que…

– Oiga, madre, sus vecinas se van todas de vacaciones durante un tiempo.

Doña Graça abrió mucho los ojos, incrédula.

– ¿Mis vecinas se van todas de vacaciones? ¿Adónde se van de vacaciones?

Tomás empezaba a transpirar.

– Qué sé yo, madre. Se van al Algarve o a Brasil, no lo sé ni me interesa.

– Todo eso me parece muy extraño. Mira: Maria Clotilde anda siempre angustiada, pobre, porque su marido está en el paro.¡De Dulce, la del segundo piso, mejor ni hablar! La pensión no le alcanza y no tiene dinero ni para pagar la comunidad. Mira, salvo que sea esa…, esa…, ¿cómo se llama esa mal encarada del primero izquierda, la que heredó de su tía? Graciete. Salvo que sea ella.

– Doña Graciete ya ha muerto, madre.

– ¿Graciete ha muerto?

– Hace cinco años.

– Debes de estar equivocado. Si ella hubiese muerto, tu padre y yo ya lo sabríamos.

Tomás se sentía a punto de estallar. Tenía que resolver el problema y tenía que hacerlo de inmediato.

– Madre, eso no importa -dijo encarándola, apoyándole las manos en los hombros-. Usted no puede ir a casa porque allí no hay nadie que la atienda. Tenga paciencia, va a tener que quedarse un tiempo aquí.

Doña Graça miró a su hijo, confundida.

– ¿Qué me estás diciendo?

– Que tiene que quedarse aquí, madre. Sólo por un tiempo, quédese tranquila.

Ella miró a su alrededor, cohibida.

– Pero…, pero ésta no es mi casa. Yo quiero ir a casa.

– No la puedo llevar a casa porque allí no hay nadie que la cuide. Tiene que quedarse aquí un tiempo. Sólo unas semanitas…

El labio inferior de doña Graça comenzó a temblar y un brillo húmedo le inundó los ojos verdes. El rostro se contrajo en una expresión desesperada de súplica, de pánico.

– Yo quiero ir a casa -lloriqueó angustiada-. Hazme el favor, llévame a casa.

Del cuero cabelludo del hijo brotaron más gotas de sudor que pronto se escurrieron por las sienes y finalmente por la cara. Esos momentos estaban siendo penosos. Consideró la posibilidad de volver atrás en la decisión que había tomado: ¿qué derecho tenía, al fin y al cabo, para obligar a su madre a hacer algo contra su propia voluntad? ¿No era ella una persona adulta? De pequeño siempre había sido su madre la que le daba órdenes: ¿cómo era posible que los papeles se hubiesen invertido? Incluso tal situación le parecía contra natura. Desde que se había hecho adulto, los padres respetaban su espacio, y él el de ellos, naturalmente. Podía ocurrir que Tomás diese un consejo a su padre o a su madre, pero jamás se había atrevido a darles una orden, eso sería impensable; ellos eran soberanos, dueños de su voluntad, y en cierto modo preservaban incluso una vaga autoridad sobre él. ¿Cómo podía forzar ahora a su madre a vivir donde ella manifiestamente no quería? ¿Con qué derecho la obligaba a salir de su propia casa? ¿No era ella dueña de su destino? ¿Cómo se atrevía a tratarla como a una niña?

En el instante en que decidió retroceder, sin embargo, evaluó las consecuencias que tendría hacerlo. Vio a su madre encerrada en casa, sola durante la noche, su estado degradándose; podía resbalar y golpearse la cabeza en algún sitio, podía dejar el gas encendido o la plancha enchufada sobre la ropa, podía salir a la calle y perderse nuevamente. No, definitivamente no. Ella no se encontraba en condiciones de quedarse sola,ni tenía cómo cuidar de sí misma. La realidad, la terrible realidad, es que aquél era un camino sin retorno y le correspondía a él asumir sus responsabilidades y decidir lo que nunca había imaginado que tendría que decidir.

No podía volver atrás.

– Yo quiero ir a casa.

Tomás miró a su madre y se quedó sin saber qué decirle. Tal vez fuese mejor no decirle nada. Eso es, concluyó: no decirle nada, renunciar a seguir hablando. Al fin y al cabo, jamás llegaría a convencerla, eso era evidente. Sin pronunciar una palabra más, salió de la habitación a paso rápido y desapareció por el pasillo.

Huyó.

Reapareció minutos más tarde con una maleta que doña Graça, entre la visión que las lágrimas enturbiaban, reconoció con sorpresa como suya. Su vieja maleta de viaje. Tomás había ido al coche a buscar el equipaje que había preparado a escondidas esa mañana, mientras su madre aún dormía. Al volver a entrar en la habitación, la encontró sentada en la silla enjugándose los ojos con un pañuelo, la directora al lado, acuclillada, intentando consolarla.

– Madre, aquí le he traído su ropa -dijo mostrándole la maleta-. Si necesita alguna cosa más, dígamelo. -Colocó la maleta sobre la cama y la abrió-. Puedo traerle sus libros, las fotos…, lo que quiera.

– Yo lo que quiero es volver a mi casa -se quejó ella con un trémulo hilo de voz.

Esforzándose por ignorar las lamentaciones, Tomás comenzó a colgar vestidos en el ropero y a guardar prendas en los cajones.

– Sólo se quedará aquí unas semanas, madre -dijo mientras colgaba un vestido de una percha-. Después ya veremos, ¿de acuerdo?

– ¿Dónde está tu padre? Cuando se entere, ya verás.

– Fue él quien me pidió que la alojase en una buena residencia.

– No lo creo. Tu padre nunca te pediría una cosa así.

– Pero me lo pidió. Me rogó que la protegiese.

Doña Graça alzó el dedo, temblando de furia, de rebeldía, de indignación.

– ¿Con qué derecho me haces esto? Tú…, tú…, mi propio hijo… ¿Con qué derecho?¡No me vas a abandonar aquí!

– Es sólo por unas semanas.

– Ni un día, ¿has oído?¡Ni un día!

– Madre, cálmese.

– Yo quiero ir a casa. Si tengo que morir, quiero morirme en casa. Llévame a casa, por favor.

– Ahora no puede ser -murmuró Tomás, aún atareado con las ropas, una forma de no tener que mirar a su madre-. Dentro de una semana, tal vez.

La vieja mujer se recostó en la silla, el saco de furia parecía haber estallado y se desinflaba, se vaciaba como un globo. Se sentía demasiado cansada, deshecha por dentro, le faltaban fuerzas hasta para indignarse.

– Yo quiero ir a casa -gimió.

La directora, aquella atractiva mujer de los ojos color chocolate que había conocido cuando había ido a visitar la residencia por primera vez, una tarjeta en el pecho con el nombre Maria Flor indicaba su nombre, se mantenía acuclillada junto a doña Graça y seguía la conversación en silencio. Viéndola desistir de luchar, se inclinó hacia delante, le murmuró algo al oído y se incorporó. Le hizo una seña a Tomás y se apartaron los dos yendo hacia la puerta.

– ¿Usted no le comunicó a su madre que venía aquí?

– No, no le dije nada. Nunca lo habría aceptado.

Maria se cruzó de brazos y lo miró con desaprobación.

– Pero debería haber hablado con ella.

– Créame que ya he hablado muchas veces con ella sobre este asunto. Muchas veces. El médico también le habló. Lo cierto es que se negaba a venir, ¿qué podía hacer yo? ¿Cree que debía arrastrarla a la fuerza hasta el coche?

– ¿Y ella necesitaba realmente venir?

– Oiga, he estado bastante tiempo dejando que las cosas se diesen sin roces, ¿sabe? Ella no quería venir y yo no quería forzarla, de modo que fui aplazando la decisión. -Bajó los ojos-. Pero las cosas se precipitaron hace dos semanas. Mi madre salió a hacer la compra y se perdió en la ciudad. Nadie sabía quién era y ella hablaba de manera inconexa. Tuvieron que llevarla a la comisaría y después al hospital, donde afortunadamente una enfermera la reconoció. Fue en ese momento cuando tomé conciencia de que había que resolver el problema de una vez por todas.

La directora suspiró.

– Lo comprendo -dijo, y se enderezó, adoptando una postura profesional-. Necesito saber algunas cosas sobre ella y usted va a tener que rellenar una ficha, ¿de acuerdo?

– Como quiera.

– Por lo que he podido observar, ella no tiene deterioro funcional, ¿no?

– Así es. Tiene total autonomía de movimientos, aunque pase mucho tiempo durmiendo. Lo más complicado es realmente su constante pérdida de memoria. A veces acaba absolutamente desorientada. Por ejemplo, es frecuente que se olvide de que mi padre ya ha muerto.

– Eso es normal. Los recuerdos más recientes son siempre los primeros en desaparecer. -Observó a doña Graça de reojo-. Su madre sólo tiene setenta años, ¿no?

– Sí.

– Me parece incluso demasiado pronto para que tenga este tipo de problemas…

– ¿Sabe? Esto comenzó después de la muerte de mi padre.

– Hmm… Ya veo. -Amusgó sus ojos castaños y frunció su boca carnosa-. Una vez tuvimos aquí a una pareja que estaba muy unida. Los dos se pasaban la vida entre besos y susurros, iban juntos a todas partes y hasta tuvimos que poner las camas una al lado de la otra para que durmiesen cogidos de la mano. Eran muy cariñosos. Un día ella tuvo un ataque al corazón y la llevaron al hospital, donde falleció días después. La familia se quedó presa del pánico, temiendo la reacción que él tendría cuando se enterase de la noticia, y nos pidió que no le dijésemos nada. Pero una semana más tarde hubo una enfermera que se fue de la lengua y le contó la verdad. -Una pausa-. Él murió al día siguiente.

La historia quedó cerniéndose en el aire, insidiosa, como una neblina obstinada, una sombra agorera que no desaparece.

– ¿Eso ocurrió aquí?-preguntó Tomás.

– Sí -repuso Maria-. Fue hace unos años. El caso conmovió a todo el personal de la residencia. Pero lo importante es que nos mostró el efecto que puede tener la muerte de un miembro de la pareja sobre el otro cuando los dos están muy unidos y viven juntos hace bastante tiempo. -Volvió a mirar a doña Graça-. Fue probablemente lo que ocurrió con su madre. La muerte de su marido debe de haber sido un golpe muy grande y desencadenó un proceso degenerativo prematuro.

Tomás se quedó sin saber qué decir. En cierto modo, había reconocido en aquella historia la relación existente entre los padres y los acontecimientos del último año; hacía mucho que había relacionado la muerte de su padre con la rápida degradación del estado de su madre, y el episodio que había contado la directora le confirmaba lo que ya él había presentido.

Acuciado por los remordimientos, pidió permiso y volvió junto a su madre. Le murmuró palabras de consuelo, sin saber cuál de los dos tenía más necesidad de que lo reconfortaran, si la madre que no podía ir a casa, si el hijo que la forzaba a quedarse en la residencia. Se sentía un miserable, un crápula, un cobarde. Le besó el rostro mojado y, rehaciendo el poco valor que le quedaba, dio media vuelta y salió de la habitación, preparándose para irse. Cuando iba a abrir la puerta del ascensor, ya en el pasillo, oyó la voz de su madre tras él.

– ¿Tomás?

– ¿Sí, madre?

– Llévame a casa.

El hijo respiró hondo.

– Madre, no vamos a empezar de nuevo, ¿no?

Doña Graça miró hacia el fondo del pasillo.

– Entonces me voy a tirar por las escaleras.

Capítulo 11

Las primeras veinticuatro horas después de haber dejado a su madre en la residencia fueron las más difíciles para Tomás. Cuando regresó del paseo fatídico y volvió a entrar en el piso de sus padres, lo sintió extrañamente vacío, como si se hubiera vaciado de sentido. Era verdad que en los últimos meses el declive acelerado de su madre había llenado aquel lugar de silencio, un sosiego en cierto modo inquietante, sobre todo debido a las muchas horas que pasaba durmiendo; sólo el hecho de saberla en casa, sin embargo, se le antojaba algo reconfortante, le parecía que una centella de luz aún brillaba allí, tenue, es cierto, pero viva. Ahora, no obstante, todo era diferente. El piso estaba efectivamente vacío, despojado de vida, no era más que un cuerpo hueco abandonado al olvido.

El silencio pesado había forzado a Tomás a la introspección, y había agravado su sentimiento de culpa. No era sólo el problema de haber alojado a su madre en la residencia, contra su voluntad, lo que lo atormentaba; era también la cuestión de haberla llevado engañada, de haberla convencido de que sólo iban a dar un paseo. Se acordaba de que, siendo niño, su madre le anunció cierta vez que iban al hospital a dar una vueltecita y de que esa vueltecita acabó con los enfermeros clavándole agujas en las nalgas. Siempre había conservado de ese episodio un recuerdo amargo; era en definitiva el recuerdo de una traición de su madre. Temía ahora por la inversión de los papeles, tenía miedo a lo que ella pensaría de ahora en adelante sobre lo que acababa de hacerle. Analizando la cuestión a fondo, por primera vez Tomás le había negado a su madre su estatuto de adulta, de ser la mayor, y ¿qué era eso sino una forma de violencia? Pero, por otro lado, y por más que se mortificase, no vislumbraba una alternativa mejor. ¿Qué otra cosa debería haber hecho? ¿Dejar a su madre en aquel estado sola en casa? ¿No sería eso una forma de abandono? ¿Y si le ocurría algo? ¿Podría él perdonarse alguna vez?

Para huir de la angustia que lo sofocaba, se refugió en el trabajo. Cuando volvió de la residencia, y después de una deprimente cena solitaria en la despensa del piso, se encerró en el despacho de su padre. Decidió distraer la mente e intentar descifrar el enigmático e-mail que Cummings le había enviado a Filipe, el extraño mensaje que había interceptado la Interpol. Consultó sus anotaciones y localizó la copia de ese mensaje.

Filipe:

When He broke the seventh sea!,

there was silence in heaven.

See you.

Jim

Así, a primera vista, le parecía un código. Sí, consideró, balanceando afirmativamente la cabeza, era un código. Si fuese una cifra, el texto tendría un aspecto diferente. El problema era que, siendo un código, resultaba claro que tenía por delante un verdadero rompecabezas, dado que su sentido preciso sólo lo conocían, probablemente, las dos personas que intercambiaron el mensaje. Entre ellas, por cierto, se había acordado previamente el significado del enigma, y sólo ellas lo podrían explicar.

Un detalle, sin embargo, llamó la atención de Tomás. Leyó de nuevo la frase: « When He broke the seventh seal, there was silence in heaven». Abrió mucho los ojos. No había dudas, aquél era un detalle revelador. He: El. El mensaje decía He, con «H» mayúscula; era lo mismo que decir «Él» con «E» mayúscula. Era un indicio, una pista, una señal que apuntaba en una dirección inconfundible. En la experiencia de Tomás, «Él» sólo podía referirse a una entidad: Dios. Se trataba, con toda certidumbre, de una cita religiosa.

Súbitamente animado y excitado, se levantó y fue a buscar la Biblia al estante. Pero, cuando se sentó de nuevo frente al escritorio, vencido el fulgor que había suscitado el entusiasmo del descubrimiento de una pista segura, miró el libro y casi se desanimó al comprobar su voluminoso tamaño. El hecho de que la Biblia fuese enorme nunca le había llamado tanto la atención como en aquel instante, sobre todo porque, al hojearla, comprobó que se encontraba impresa en papel muy fino y en letra microscópica: parecía un contrato de una compañía de seguros. Era mucho texto.

Venció el primer impulso de desistir y comenzó a leer desde el inicio: «Al principio creó Dios los Cielos y la Tierra. La Tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían la luz del abismo, pero el espíritu de Dios estaba incubando sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: "¡Haya luz!"; y hubo luz». Todo esto ya lo había leído en el pasado, varias veces y en diversas circunstancias. Pero nunca había leído la Biblia de cabo a rabo, Antiguo y Nuevo Testamento de un tirón, y suponía que aquella circunstancia era tan buena como cualquier otra para hacerlo. Lo cierto es que había una cita que localizar y sólo podría llegar a ella si leyese lo que tenía que leer.

Y eso fue lo que hizo: leer.

Le llevó seis días recorrer la Biblia de la primera a la última palabra, comenzando «En el principio» y acabando con el «Amén» final. La leyó sin pausas, a no ser las naturales, y cuando cerró el volumen no sabía qué pensar. Se sentía desconcertado con lo que había descubierto, asustado hasta con las implicaciones del sombrío misterio que acababa de desvelar parcialmente.

Intentó relajarse y encendió el ordenador. Fue derecho al correo electrónico y, entre la mucha basura que recibía habitualmente, detectó un mensaje enviado por el séptimo sello. ¿El séptimo sello? El e-mail tenía cuarenta y ocho horas. Febril con la expectativa, Tomás hizo clic de inmediato en aquella línea y abrió el mensaje. Era corto, informativo y, teniendo en cuenta el nombre que lo firmaba, explosivo.

Filipe.

El e-mail venía firmado por un viejo amigo, de su juventud, Filipe Madureira, el mismo al que buscaba la Interpol por su presunta implicación en el asesinato de los dos científicos, el mismo con quien había pasado tardes enteras estudiando o jugando al futbolín o hablando de chicas en la época del instituto de Castelo Branco. Por lo visto, Filipe había consultado realmente el sitio de los antiguos alumnos del instituto y se había encontrado con el mensaje que Tomás le había remitido. Aquélla era la respuesta.

Después de una breve ponderación, Tomás cogió el móvil y marcó el número.

– Hola, Orlov -saludó-. Tengo novedades para usted.

– ¿Qué ocurre?

– He recibido un contacto de mi amigo Filipe.

– ¿En serio? ¿Dónde está él?

– Me temo que no tengo libertad para decírselo.

El hombre de la Interpol vaciló al otro lado de la línea.

– ¿Cómo es eso? ¿Que no me lo puede decir?

– No. Él me pidió confidencialidad en cuanto a su paradero.

– Pero, entonces, ¿cómo puedo avanzar en la investigación?

– Tendré que hacerlo yo.

– ¿Usted? -se sorprendió Orlov-. Pero usted ni siquiera es policía…

– Oiga, Filipe acepta encontrarse conmigo siempre que yo mantenga el secreto acerca del lugar donde está. Si asumo ese compromiso, debo respetarlo, ¿entiende?

– Hmm.

– Entonces, ¿qué hago? ¿Asumo el compromiso o no?

El ruso se mantuvo un instante callado, evaluando la situación.

– No me parece que haya alternativa, ¿no?

– Usted es el que sabe.

– Mire, acepte -decidió Orlov-. Encuéntrese con él y obtenga toda la información que sea posible.

– Muy bien -asintió Tomás-. Voy a necesitar dinero para el viaje.

– ¿En qué país está?

– No le puedo revelar eso.

Orlov se rio.

– No importa -dijo-. Era por ver si lo pillaba. -Cambió de tono-. Vamos a transferir dinero a su cuenta, ¿de acuerdo? Usted coge ese dinero y hace con él lo que tenga que hacer, sin necesidad de presentar cuentas ni entregar facturas. De ese modo mantiene el sigilo en cuanto a su desplazamiento. ¿Le parece bien así?

– Me parece perfecto.

– Pues muy bien -concluyó el ruso ya para despedirse-. Dígame algo cuando vuelva.

– Espere -exclamó Tomás.

– ¿Qué?

– Aún no le he contado todo.

El agente de la Interpol pareció desconcertado.

– Ah, disculpe. Creí que había dicho que no podía, por el momento, revelar nada sobre el e-mail de su amigo.

– Y no puedo. Pero tengo otras novedades.

– ¿Qué?

– Creo que ya he entendido el sentido del mensaje que el inglés le envió a Filipe.

Orlov soltó una nueva carcajada.

– Usted es realmente un crack -exclamó-, ¿En serio? ¿Ya ha descifrado aquel galimatías?

– Lo he descodificado -corrigió Tomás-. El mensaje no es una cifra, es un código. Las cifras se descifran, los códigos se descodifican.

– ¿Usted cree que es un código?

– Sin duda.

– ¿Y cuál es el mensaje que oculta?

El historiador se inclinó sobre el escritorio y cogió el grueso volumen que acababa de leer.

– El sentido del código lo revela la Biblia.

– ¿En serio?

– Sí. Y adivine en qué parte de la Biblia.

– No tengo idea.

– En el Apocalipsis. La respuesta está en el Apocalipsis. -Se rio-. Pero fíjese en qué mala suerte la mía. Como la cita se encuentra en el último texto del Nuevo Testamento y yo comencé por el principio, tuve que leer toda la Biblia hasta llegar a encontrarla.

– No ha hecho más que cumplir con su obligación -se impacientó el ruso-. Dígame cuál es el mensaje que oculta la frase.

Tomás abrió la Biblia apoyada en la mesa y hojeó las últimas páginas hasta llegar al Libro de la Revelación.

– Para entender el sentido del mensaje es necesario comprender el contexto en el que aparece inserto -dijo-. ¿Usted ya ha leído el Apocalipsis?

Orlov soltó un chasquido inesperado con la lengua.

– ¿Usted me ve cara de beato o qué? ¿Piensa que tengo tiempo para leer esas cosas?

– Entonces, si nunca ha leído el Apocalipsis, déjeme que le haga una presentación. Como ya le dije el otro día, firma este texto Juan, supuestamente el apóstol. -Recorrió con la mirada las primeras líneas de las páginas abiertas frente a él-. Comienza diciendo que Jesucristo se le apareció a Juan y le entregó mensajes para siete comunidades cristianas en Asia Menor. -Avanzó unas páginas-. La historia se torna muy interesante justo después, cuando Juan es llevado al Cielo.

– ¿El apóstol voló al Cielo? -bromeó Orlov-. ¿Fue en clase preferente o turista?

– Ascendió al Cielo -repuso Tomás, ignorando la broma, y fijó los ojos en el párrafo-. Aquí está escrito lo siguiente -dijo, y comenzó a leer el texto-: «… tuve una visión, y vi una puerta abierta en el Cielo, y la voz, aquella primera que había oído como de trompeta me hablaba y decía: "Sube acá y te mostraré las cosas que han de acaecer después de éstas". Al instante fui arrebatado en espíritu y vi un trono colocado en medio del Cielo, y sobre el trono, uno sentado"». -Alzó los ojos de las líneas-. Ese «uno» era, está claro, Dios.

– ¿Dios? ¿Juan dice que vio a Dios?

– Sí.

– ¿Y cómo es El? ¿Tiene luengas barbas blancas?

– El Dios que describe Juan en el Apocalipsis no es antropomórfico. Fíjese en la descripción que el autor hace de Él. -Volvió al mismo párrafo-. «El que estaba sentado parecía semejante a la piedra de jaspe y a la sardónice, y el arcoíris que rodeaba el trono parecía semejante a una esmeralda.» Tomás se saltó una línea-. «Salían del trono relámpagos, y voces, y truenos…»-Pero ¿qué rayos de Dios es ése?

– Es el Dios que Juan dice haber visto. No es una persona, sino luz, color y sonidos.

– Todo eso es una alucinación, ¿no?

– Tal vez -admitió Tomás-. Pero no lo creo. Este texto está muy pensado, ¿sabe?

– ¿Por qué dice eso?

– Por su estructura. Las escenas están descritas con mucho detalle y muestran influencia de escritos judaicos, en particular de los de Daniel. La estructura parece obedecer a un plan y utiliza patrones numéricos, lo que no es característico de las alucinaciones.

– ¿Cómo la historia del triple seis?

– Exacto. El triple seis no es una alucinación. Como ya hemos visto, se trata de la guematría del nombre de Nerón. Por tanto, este texto está pensado, no es el resultado de una alucinación.

– Comprendo -aceptó Orlov, y cambió de tono-. Decía entonces usted que Juan subió al Cielo y vio a Dios. ¿Y después? ¿Qué ocurrió?

Tomás volvió al texto.

– Juan escribe lo siguiente: «Vi a la derecha del que estaba sentado en el trono un libro, escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos».

– ¿Un libro con siete sellos?

– Sí. En realidad, se titula el Libro de los Siete Sellos. En la descripción de Juan, Cristo se dirigió al trono y recibió de Dios ese libro. Fue en ese momento cuando Jesús, presentado bajo la forma de un cordero, comenzó a romper los sellos uno a uno.

Orlov se mostraba ahora enteramente absorbido por la narración.

– ¿Y entonces?

– Los primeros cuatro sellos hicieron aparecer a cuatro jinetes destructores. Son los cuatro jinetes del Apocalipsis. Uno es un conquistador, los otros son portadores del hambre, de la guerra y de la muerte. El quinto sello hizo aparecer a los mártires y el sexto trajo un terremoto y otros terribles cataclismos destinados a castigar los pecados de la humanidad. -Tomás hizo una pausa-. Es entonces cuando el texto presenta la frase fatídica.

– ¿Cuál de ellas?

– La frase que incluye el mensaje que ustedes interceptaron en Internet.

– ¿Qué mensaje? ¿El del inglés?

– Sí. -Tomás apoyó el índice en la línea y leyó-: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el Cielo…».

La frase resonó en la mente de Orlov. En efecto, ése había sido el mensaje que James Cummings le había enviado a Filipe Madureira.

– Muy bien -asintió-. En la Biblia viene escrita esa frase. Cristo rompió el séptimo sello del Libro de los Siete Sellos. ¿Y después? ¿Qué ocurrió después?

El historiador cerró la Biblia colocada sobre su escritorio y respiró hondo.

– Juan vio truenos, relámpagos y terremotos por todas partes. En la tierra y en el mar se lanzan fuego, granizo y sangre, y un tercio del planeta se vuelve inhabitable. Cae una estrella del cielo y el Sol queda oscurecido por la humareda. En una extinción en masa, parte de la humanidad y de la vida desaparecen. -Hizo una pausa-. En resumen, comienza el Apocalipsis.

Orlov ponderó durante un instante la descripción.

– ¿Cuándo ocurre eso?

– Ocurre cuando aparece en la Biblia la cita usada en el mensaje que ustedes interceptaron. -Recitó de memoria-: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el Cielo…».

El ruso hizo un chasquido con la lengua.

– Caramba -exclamó-. Su instinto apuntaba bien.

– Pues sí -dijo Tomás-. ¿Ha visto ya lo que esta frase desencadena?

– El fin del mundo, querido profesor. El fin del mundo.

Capítulo 12

El agente de seguridad, un hombre corpulento y calvo, con la cabeza lustrosa, lo midió con suspicacia, disecándolo de pies a cabeza, los ojos escrutadores como rayos X. Al comprobar que se trataba de un extranjero, pareció relajarse; aceptó los setecientos cincuenta rublos e hizo una seña con la cabeza para que entrase. Tomás agradeció, empujó la puerta y entró en el Night Flight.

Un ambiente cálido y sofisticado lo acogió en el interior del club más famoso para hombres de la ciudad. Un camarero, impecablemente vestido, se acercó de inmediato.

– Dobriy vetcher -saludó ceremonioso.

– Buenas noches -respondió Tomás en inglés. Vaciló, en busca de las palabras precisas que había memorizado en el hotel-. Vy govorite… po-angliyski?

El camarero sonrió.

– Da -asintió-. Aquí todos hablamos inglés. -Hizo un gesto que abarcó todo el Night Flight-. ¿Desea ir al restaurante o al night club?

– Al night club, por favor.

El hombre señaló un rincón y Tomás se dirigió hacia allí. Bajó unas escaleras de caracol y dio con un bar en tonos dorados, una pared espejada corrida con sofás forrados de negro, la otra escondida por un largo bar. Una música suave flotaba en el aire y el local tenía un aspecto distinguido, como si se tratase de un club para caballeros de la alta sociedad. Pero los pequeños grupos que hormigueaban por el night club contradecían esa apariencia sofisticada; los hombres mostraban el aspecto exuberante de los nuevos ricos, alardeando de alcohol y rublos, de poder y testosterona, y las mujeres, mucho más jóvenes, los colmaban de atenciones, todas ellas guapas, rutilantes y, sobre todo, disponibles.

El recién llegado se dirigió a la barra y alzó la mano para llamar la atención del hombre de esmoquin que preparaba las bebidas.

– Zdrávstvuyte -saludó el hombre, preguntándole qué quería tomar-. Tchego zhelayete?

– Helio -saludó Tomás, y consultó el nombre que llevaba escrito en un papel-. ¿Puedo hablar con Nadezhda?

– ¿Nadezhda?

– Sí.

El hombre esbozó una leve sonrisa, como si aquel nombre tuviese un significado secreto que los miembros de una misma cofradía entendían instantáneamente, y señaló un balconcillo en la parte de arriba.

– Está allí.

Tomás alzó la cabeza y vio a una mujer pelirroja casi desnuda que bailaba, con los senos turgentes y firmes, el cuerpo delgado e insinuante, una ceñida tela escarlata que le servía de braga. Un foco de luz incidía en la sensual bailarina, proyectando sobre ella sombras suntuosas y colores lascivos, la carne lúbrica y transpirada.

El cliente recién llegado bajó los ojos y le preguntó al hombre del bar:

– ¿Esa es Nadezhda?

– Da -confirmó el camarero, que arqueó las cejas, como quien esconde dobles sentidos entre las palabras-. ¿Quiere que ella venga a hacerle compañía?

– Pues… sí -dijo Tomás sonrojándose ante la insinuación-. Necesito hablar con ella.

– Nadezhda está a punto de terminar su número -guiñó el ojo, cómplice-. Cuando acabe, le digo que hay un cliente esperándola. -Hizo un gesto hacia las botellas ordenadas a lo largo del bar-. Mientras espera, ¿quiere tomar algo?

– ¿Qué tiene ahí?

– Whisky, konyak, vodka…

Tomás contempló las botellas.

– Creo que un vodka será, tal vez, lo más apropiado.

– ¿Puro o aromatizado?

– Hmm… -vaciló-. No lo sé. ¿Qué me aconseja?

El hombre del bar cogió una botella ambarina y sirvió el vodka en un vaso.

– Este vodka está aromatizado. Se llama Okhotnichya, el vodka de los cazadores, e incluye una mezcla de jengibre y clavo. -Le extendió el vaso-. Bébalo todo de una vez. A nuestra manera.

El cliente analizó el líquido que bailaba en el vaso con una expresión de desagrado. Se sentó en un espacio vacío en el banco corrido a lo largo de la pared, por debajo del espejo, y decidió seguir el consejo. A donde fueres…, pensó. Cerró los ojos y, antes de perder definitivamente el valor, se bebió el vodka de una sola vez.

Fue como si un volcán hubiese hecho erupción en sus entrañas.

– ¿Desea mi compañía?

La voz femenina, aterciopelando el inglés con un exótico acento eslavo, hizo a Tomás alzar los ojos. Frente a él, observándolo desde el otro lado de la mesita, estaba la beldad pelirroja envuelta en un voluptuoso manto de seda púrpura, casi chillón. Sus ojos eran de un azul líquido, grandes y expresivos, y tenía labios gruesos, como gajos apetecibles, al estilo de Nastasja Kinski.

Superando la sorpresa, el portugués se incorporó y, desmadejado, extendió la mano con tal brusquedad que hizo caer el vaso de vodka.

– Hola -dijo, al borde del susto por el vaso que inadvertidamente había tirado al suelo-. Ups, disculpe.

La bailarina reprimió la risa.

– ¿Puedo sentarme?

– Sí, sí, desde luego.

Tomás se apartó para hacerle sitio y, sin querer, empujó la mesita, que cayó a un lado con gran estruendo. Se hizo un silencio súbito en las conversaciones dentro del night club; los demás clientes se interrumpieron momentáneamente para ver lo que pasaba allí.

– Ah, caramba -exclamó el historiador, que se llevó las manos a la cabeza cuando vio la mesa caída en el suelo-. Estoy francamente torpe, no sé lo que me pasa. Disculpe.

Nadezhda soltó una carcajada.

– ¿Usted siempre es así?

– No, de ninguna manera -aseguró Tomás-. Debe de ser su presencia. Cuando vine aquí, no esperaba en absoluto encontrar a alguien como usted, tan…, en fin…, tan guapa.

La muchacha se echó el pelo hacia atrás, divertida.

– ¡Vaya!¡Me ha salido un Don Juan!

El portugués contrajo el rostro, angustiado, temiendo haberse concedido demasiadas libertades.

– Oh, perdón -balbució-. Imagino que está harta de escuchar a los hombres decirle siempre lo mismo.

Los camareros del night club acudieron a poner todo en orden; la mesa volvió a su sitio y quedó limpia la parte del suelo donde se había derramado el vodka, lo que permitió que se reanudase el habitual murmullo de las conversaciones que servían de fondo a la música ambiente. Le sirvieron más vodka a Tomás y una copa de champán que había pedido Nadezhda. Cuando el camarero se alejó, la bailarina se acomodó el insinuante manto de seda de tal modo que dejó los hombros descubiertos y exhibió la piel ebúrnea y la curva turgente de los senos.

– Usted es extranjero, ya lo he notado -constató Nadezhda-. ¿Está en Moscú en viaje de negocios?

– Bien…, en cierto modo, sí.

La rusa lo evaluó con una mirada apreciativa.

– En ese caso, es un hombre de negocios. -Alzó la ceja delicadamente recortada e intentó atinar con la actividad de Tomás-. ¿Petróleo? ¿Banca? ¿Importación-exportación?

Tomás se rio con ganas.

– No, nada de eso. Soy historiador.

Nadezhda lo miró con sus ojos azules desorbitados, genuinamente sorprendida.

– ¿Historiador? Pero ¿qué negocios traen a un historiador a Moscú?

– He venido en busca de una persona.

La rusa se expandió en una sonrisa lánguida y en una mirada provocadora, semejante a una gata.

– Espero que esa persona sea yo -musitó.

– No, no es de usted.

– Qué pena…

Tomás la apuntó con el dedo.

– Pero tengo la esperanza de llegar a esa persona a través de usted.

Nadezhda se irguió, súbitamente desconfiada.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Mi nombre es Tomás Noronha y he venido de Lisboa para encontrarme con un amigo. Ese amigo me dijo que viniese a verla.

La bailarina amusgó los ojos, intentando medir lo que le decía Tomas.

– ¿Ha venido de Lisboa?

– Sí.

– ¿Y cómo se llama su amigo?

– Filipe Madureira. El me mandó un e-mail en el que me decía que viniese aquí, al night club del Night Flight, en Moscú, y preguntase por usted.

Nadezhda sonrió, más tranquila.

– Ah, entonces usted es el amigo de Filhka -reconoció, identificando a Filipe por el diminutivo en ruso-. ¿Por qué no lo dijo desde el comienzo?

– Bien, creo que lo dije a la primera oportunidad que me dio.

La rusa lo observó atentamente de nuevo.

– Hmm… Filhka no me había dicho que usted era tan interesante.

Tomás se ruborizó.

– Ah, gracias.

Ella se inclinó y le pasó la mano por el traje oscuro, como si lo acariciase.

– Y ha venido muy elegante. Pensé que era un cliente, fíjese.

– En cierto modo lo soy, ¿no es verdad? -Miró a su alrededor-. Esta noche soy un cliente del Night Flight.

– Sí, pero pensé que sería un cliente como los demás. -Señaló la mesa de al lado-. Como ésos. Mire: ¿está viendo a ese tipo?

Tomás se volvió y vio a un hombre sentado a tres metros de distancia; era un individuo corpulento, con el pelo rubio cortado a cepillo y un elegante traje italiano, conversando con tres mujeres más jóvenes y muy guapas, de una exuberancia casi deslumbrante.

– Sí, ¿qué pasa con él?

Nadezhda bajó la voz.

– Ese es Igor Beskhlebov. -Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la escuchaba-. Es solntsevskie.

– ¿Qué es eso?

– Mafia -aclaró ella.

– ¿Mafia? ¿Es un mafioso?

– Droga y prostitución -aclaró la bailarina-. Esas chicas trabajan para él.

El portugués las contempló, fascinado. Dos eran rubias, muy altas, y la tercera parecía una exótica mezcla euroasiática, con los ojos verdes almendrados y el pelo negro reluciente y muy fino; todas llevaban vestidos ceñidos y generosamente escotados, insinuando la curva de los cuerpos y, por encima de todo, su disponibilidad.

– ¿Cómo lo sabe?

Nadezhda se encogió de hombros.

– Ocurre que en un tiempo yo también trabajé para él.

– ¿Usted?

– Sí, claro -dijo la rusa con gesto indiferente-. Aquí todas trabajan para alguien. -Se levantó e hizo una seña con la cabeza para que la siguiese-. Venga.

– ¿Yo? ¿Adónde vamos?

– Usted es el amigo de Filhka, ¿no?

– Sí.

– Si es su amigo, no necesito saber nada más. Además, hoy está de suerte.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Porque me cae bien. -Lo llamó chascando los dedos, como si Tomás fuese su animal de compañía-. Venga.

El portugués se incorporó, pero parecía vacilante.

– ¿Adónde vamos?

– A hacerlo gratis con usted.

Capítulo 13

El golpe ligero en la puerta, un toc toc tan suave que se llegó a confundir con los sonidos del sueño, despertó a Tomás de su lánguido sopor. Aún con los ojos cerrados extendió el brazo y palpó la cama, que descubrió vacía. Alzó la cabeza, medio atontado de sueño, y entreabrió un párpado, intentando vislumbrar dónde estaba, qué hora era, si realmente había alguien tras la puerta, si ese sonido que había creído oír había formado a fin de cuentas parte de su sueño. Oyó un ruido y sintió movimiento en la habitación y, en ese instante, como si alguien hubiera encendido la luz y se aclarase todo de repente, se acordó.

Nadezhda.

La rusa salió del cuarto de baño aún arreglándose el pelo y sonrió al verlo despierto.

– Dobroye utro -saludó con un tono jovial.

– Buenos días.

Ella se acercó e, inclinándose sobre Tomás, lo besó con sus labios cálidos y aterciopelados.

– ¿Cómo ha dormido mi semental portugués? ¿Bien?

– Muy bien. ¿Y tú?

Nadezhda hizo una mueca de dolor.

– Aún estoy recuperándome de la noche que me has dado. -Guiñó uno de sus ojos azules-. Blin, hasta me cuesta andar.

Toc toc toc.

Tomás volvió la cabeza hacia la puerta. En definitiva no había soñado, habían estado llamando.

– ¿Quién será a esta hora?

La rusa se dirigió a la puerta, la abrió e intercambió algunas palabras con un bulto que, desde la cama, Tomás no logró distinguir. La puerta se abrió entonces por completo, se oyó el tintineo de cubiertos y de platos y un camarero empujó una mesilla con ruedas hasta el interior de la habitación, exhibiendo dos bandejas con platos tapados, una jarra con zumo de naranja, una tetera humeante y una cesta con pan oscuro.

– He pedido el desayuno en la habitación -explicó ella, guardando en el bolso un sobre que le había entregado el recadero.

El camarero dispuso la comida sobre la mesa de la habitación y se retiró de inmediato. Tomás se puso el albornoz del hotel y se sentó a la mesa, contemplando la comida.

– Tengo un hambre de lobo -anunció, e hizo un gesto apuntando a los platos-. ¿Qué es esto?

Nadezhda cogió una empanadilla frita.

– Éstos son pirozhki salados. Están rellenos de carne y repollo o queso.

El portugués señaló enseguida algo parecido a la loncha de una albóndiga.

– ¿Y esto?

– Kulebyaka. Es una masa con salmón, huevo, arroz y champiñones. -Destapó un cestito con pasteles dulces-. Pero, si eres goloso, tal vez prefieras los vatrushkis de queso o los vareniki con fruta. -Mordió el pirozhki que tenía entre los dedos-. Pruébalo, es bueno.

Tomás comenzó a comer, con la duda invadiéndole el espíritu, en algún sitio entre la incertidumbre y la curiosidad. No conocía la cocina rusa ni por su reputación, por lo que todo constituía una novedad para él. Después de los primeros mordiscos no le pareció mal, pero no sabía si ello se debía a la calidad de los platos o al hambre que se agudizaba siempre que iba al extranjero.

– Nadezhda -dijo él, a vueltas con una loncha de kulebyaka-, explícame, por favor…

– Nadia -interrumpió la rusa.

Tomás la encaró, desconcertado.

– ¿No te llamas Nadezhda?

– Claro que sí. Pero es un nombre muy grande y formal, ¿no te parece? En ruso, las Nadezhda son Nadia.

– ¿Ah, sí? ¿Y Tomás?

– ¿Tomasz? Puede ser Tomik.

– Hmm… Me gusta.

– Nadia y Tomik.

Se rieron los dos. A Tomás aquello le sonaba un poco a Bonnie and Clyde, pero no le importó. Contempló a Nadezhda y casi se derritió con su belleza felina; tenía aquella mezcla de calidez y frío que caracterizaba a las beldades eslavas, simultáneamente distantes y familiares. Lo cierto, sin embargo, es que no sabía nada de ella, a no ser que era bailarina en el mayor night club de Moscú y, lo más importante, el único nexo posible con Filipe.

– Nadia -retomó Tomás-, explícame, por favor, cómo puedo llegar a mi amigo Filipe. El ha hablado contigo, ¿no?

– Sí, Filhka me avisó que alguien me contactaría en el Night Flight.

– ¿Y ahora? ¿Cómo llego a él?

Nadezhda cogió el bolso y sacó el sobre que había guardado un momento antes.

– A través de esto -dijo ella, agitando el mensaje-. Mandé al recadero de compras mientras dormías.

– ¿Qué es eso?

La rusa meneó la cabeza.

– Disculpa, Tomik, no te lo puedo decir ahora. Son órdenes de Filhka.

Tomás observó el sobre, intrigado.

– ¿Qué tiene eso de tan especial?

– Es algo que, en cierto modo, revela el actual paradero de Filhka. Sólo podrás saberlo en el momento preciso.

– Pero ¿por qué tanto misterio?

– Porque el paradero de Filhka es secreto.

– Pero ¿por qué? -insistió.

– Eso tendrá que explicártelo él. -Volvió a guardar el sobre en el bolso e hizo un gesto con la cabeza apuntando a la maleta de Tomás, abierta en el suelo-. Después de comer tienes que preparar tu maleta.

– ¿Adónde vamos?

– Vamos a abandonar este hotel.

Y

Cuando salieron a la calle a última hora de la mañana, el check out concluido, Nadezhda le explicó que aún disponían de casi toda la tarde y podían ir a pasear para matar el tiempo. La maleta de Tomás tenía ruedecitas y se podía llevar a rastras, por lo que el historiador no vaciló en aprovechar la oportunidad.

– ¿Puedo ir a ver el Kremlin?

Fueron a coger el metro en la estación más próxima, la Belorusskaya, y Tomás se quedó boquiabierto cuando bajó la escalinata. Jamás había visto tanto lujo en una línea de metro, parecía estar en un palacete subterráneo, con las paredes ricamente trabajadas, como un monumento barroco, y el vestíbulo central cubierto de mosaicos que mostraban escenas rurales. Compraron los billetes en una máquina automática y recorrieron los largos pasillos abiertos en arco, vastos y elegantes, iluminados por la claridad verduzca de la luz de las farolas.

– ¿Éste es vuestro metro?

– Sí. Es bonito, ¿no?

Tomás se rio.

– Parece un hotel de cinco estrellas.

– Mi estación favorita es la Park Kultury -dijo ella-. Tiene medallones de mármol en bajorrelieve con figuras patinando, leyendo o danzando. Es espectacular. -Señaló el suelo-. Fíjate en esto.

El portugués observó el suelo que pisaban.

– Sí. Son baldosas.

– Imitan una alfombra típica de Bielorrusia. Por eso esta estación se llama Belorusskaya.

Completaron el trayecto en unos diez minutos, se bajaron en la estación de Borovitskaya y asomaron a la calle en pleno centro de la ciudad.

Rodearon las grandes murallas frente a la calle hasta abrirse el espacio en una enorme plaza que Tomás reconoció instantáneamente por las fotografías que había visto.

– Ésta es la Krasnaya Ploschad -anunció Nadezhda.

– Oh -exclamó él, sorprendido-. Creí que era la Plaza Roja.

La rusa lo miró con expresión burlona.

– Lo es -exclamó-. La Krasnaya Ploschad es la Plaza Roja.

– Ah, ya me parecía. Pero ¿por qué la siguen llamando Plaza Roja? Si el comunismo ya acabó, ¿no sería lógico cambiarle el nombre?

– El nombre no tiene nada que ver con el comunismo.

– ¿No? Esta es la Plaza Roja y, que yo sepa, el color del comunismo es el rojo.

– Es una coincidencia, Tomik -explicó ella-. La plaza se llama Krasnaya Ploschad desde el tiempo de los zares. Krasnaya viene de krasnyy, una palabra que originalmente significaba «bonito» y después empezó a designar también el color «rojo».

Los ojos de Tomás se quedaron prendados del majestuoso monumento que se alzaba al otro lado de la plaza, exactamente como lo mostraban las innumerables fotografías. Era un edificio grandioso, dominado por hermosas torres con cúpulas en forma de bulbo, pintadas de varios colores; parecía un palacio de las mil y una noches, un juguete de tamaño gigante. No había engaño posible, aquél era el ex libris de Moscú.

– Caramba -exclamó, casi embelesado por la magnificencia de la arquitectura de cuento de hadas-. El Kremlin.

Nadezhda soltó una carcajada.

– No, Tomik. Ése no es el Kremlin.

– ¿Cómo?

– Es la catedral de San Basilio.

– Pero…, pero siempre he oído decir que ése era el Kremlin…

– Todos los turistas se confunden, no hagas caso. -Señaló las murallas a la derecha, que habían rodeado desde la salida del metro-. Esto sí es el Kremlin.

Tomás observó las murallas color teja, primero sorprendido, después desconfiado.

– Nadia, me estás soltando una trola.

– Juro que esto es el Kremlin. -Señaló una estructura frente a las murallas-. Allí enfrente, ¿lo ves? Aquél es el mausoleo de Lenin, adonde iban Stalin, Breznev y toda esa gente cuando había grandes marchas militares aquí en la Plaza Roja. Detrás de las murallas está el Kremlin.

– No puede ser.

– En serio. Kremlin viene de kreml, que quiere decir «fortaleza». Éstas son las murallas de la fortaleza que el zar mandó construir aquí. -Señaló los edificios más allá de las murallas-. El Kremlin es un complejo administrativo que incluye palacetes, jardines y hasta iglesias. -Apuntó a unas cúpulas doradas que relucían a la distancia-. ¿Ves aquello? Son las cúpulas de la catedral de la Asunción, construida exactamente en medio del complejo.

Decepcionado, Tomás ya no quiso visitar el Kremlin. Prefirió arrastrar la maleta hasta la espectacular catedral de San Basilio, que siempre había confundido con el Kremlin, y se quedó contemplándola, maravillado. Para él, el Kremlin sería siempre aquel hermosísimo monumento, dijeran lo que dijesen. Recorrieron las capillas del interior una a una, pero los encantos de la catedral no consiguieron aplacarles el hambre. Cerca de las tres de la tarde, ya cansados y con cierta desgana, dieron la visita por concluida y decidieron escapar a otro lado.

Nadezhda lo llevó hasta las elegantes galerías próximas al Gosudarstvennyy Universalnyy Magazin, el gran edificio de la Plaza Roja cuyo techo se presentaba cubierto por una imponente estructura de vidrio, como si fuese un sofisticado invernadero. Recorrieron las múltiples tiendas de marcas occidentales, instaladas entre pasajes abovedados y las balaustradas de hierro forjado; en el límite del agotamiento, se instalaron por fin a la mesa de un simpático café de aspecto parisiense.

– ¿No tienes que ir a trabajar? -preguntó Tomás después de haber pedido dos bif stroganov y dos cervezas para el almuerzo.

– Ya les he telefoneado esta mañana para decirles que tenía que ausentarme durante una semana.

– ¿Y ellos no te despiden?

– No, hay otras chicas que pueden sustituirme.

El historiador se pasó la mano por el pelo, armándose de valor para ir un poco más lejos en sus preguntas.

– ¿Cómo es que fuiste a parar al Night Flight?

– Oh, a través del amigo de un amigo. Ya sabes cómo son estas cosas…

– ¿Te pagan bien por bailar entopless?

– No me quejo.

Tomás tamborileó sobre la mesa del café.

– ¿Y no haces nada más?

– ¿Qué quieres decir?

– Qué sé yo: ¿sueles irte a la cama con…, con los clientes?

Nadezhda se encogió de hombros.

– A veces.

El portugués vaciló antes de hacer la pregunta siguiente.

– ¿Ellos te pagan?

La rusa clavó los ojos azules en los verdes de Tomás y reprimió su irritación a duras penas.

– Un yo-o-o! -gritó-. ¿Te interesa? ¿Qué quieres saber?

– Nada -se apresuró él en decir, cohibido, y respiró hondo-. Es decir, me interesa. Me gustaría saberlo.

– ¿Para qué?

– Bien, he ido a la cama contigo, ¿no? Me gusta saber esas cosas.

– ¿Acaso te he pedido dinero?

– No, claro que no.

– ¿Entonces? ¿Cuál es tu problema?

– Me gustaría saberlo -insistió.

Nadezhda apartó los ojos y se fijó en la luz que se difundía por la entrada del café. -Sí, pagan. Se hizo un silencio.

– ¿Cuánto?

– Trescientos dólares por hora, mil dólares una noche. -Volvió a encararlo, con los ojos chispeantes-. ¿Satisfecho? Tomás se mordió el labio.

– ¿Por qué lo haces?

La rusa se encogió de hombros una vez más.

– Por el dinero.

– ¿Te hace falta tanto dinero?

– Me hace falta dinero para vivir bien y me hace falta dinero para los estudios. No quiero vivir lavando platos.

– ¿Ah, sí? ¿Estás estudiando?

– Claro, en la universidad. Estudio de día y trabajo por la noche.

– ¿Y qué estudias?

– Climatología.

– Hmm… ¿Quieres ser meteoróloga?

– Sí. Estoy en el último curso.

El camarero trajo las cervezas y los bif stroganov, las tiras de carne que empezaron a comer con kasha, o trigo sarraceno cocido, y pan oscuro. La conversación sobre la vida de Nadezhda tornó el ambiente un poco pesado y Tomás sintió que le correspondía a él aligerar la atmósfera. Al fin y al cabo, él había llevado el diálogo hacia ese terreno pantanoso.

– ¿Cómo conociste a Filipe? -preguntó cuando ya había comido la mitad del plato.

– En la facultad.

– ¿Aquí en Moscú? ¿El pasó aquí por la facultad?

– No, él conocía a unos profesores y fueron ellos quienes lo trajeron.

– Ah, claro. Pero ¿qué vino a hacer?

– Tiene un proyecto especial, algo de alcance internacional. Necesitaba personas para trabajar en el proyecto y un profesor me llamó y me presentó. Yo acababa de entrar en la facultad y aproveché enseguida la ocasión.

– ¿Comenzaste a trabajar con Filipe?

– Sí, él me mandó a Siberia durante el verano.

– ¿A Siberia? ¿A hacer qué?

– Unas mediciones meteorológicas. Todo formaba parte del proyecto.

– Pero ¿qué rayos de proyecto era ése?

Nadezhda suspiró.

– Ahora no me apetece hablar sobre eso. -Consultó el reloj-. Blin, ya son las cuatro. Es mejor que vayamos saliendo.

El portugués se bebió la cerveza de un solo trago e hizo un gesto para llamar al camarero y pedirle la cuenta.

– Aún no me has dicho adónde vamos -observó, mientras el camarero hacía la suma.

– Yaroslavsky.

– ¿Dónde queda eso?

– Es una estación de trenes de Moscú.

– Vamos a coger el tren, ¿no?

– Da.

El camarero presentó la cuenta y Tomás le entregó los rublos en la mano.

– Pero ¿cuál es nuestro destino?

Nadezhda sacó del bolso el sobre que le había entregado esa mañana el recadero del hotel, lo abrió y mostró dos billetes.

– Aún vas a tener que pagarme mil trescientos dólares por esto. Son lugares de spalny vagón. -Olió los billetes, como si estuviesen perfumados-. Primera clase.

– ¿Adónde vamos?

– Vamos a coger el Rossiya, número 2, a las cinco y cuarto, en Yaroslavsky.

– ¿El Rossio?

– El Rossiya, número 2. ¿Nunca has oído hablar de él?

– Yo no.

Malhumorada, Nadezhda metió los billetes de nuevo en el sobre, lo guardó otra vez en el bolso, se levantó y cogió la bolsa de viaje, dispuesta salir.

– Es el Transiberiano, idiota.

Capítulo 14

Los vagones azules y rojos del Transiberiano iniciaron la marcha a las diecisiete horas dieciséis minutos, como anunciaba la pizarra de la estación de Yaroslavsky, en el mismo momento en que Tomás y Nadezhda se instalaban en su cabina de lujo, en medio del spalny vagón.

Ya con el tren ganando velocidad, acomodaron la maleta e inspeccionaron el compartimento que les habían destinado. Se trataba de un agradable recinto de dos plazas, pequeño pero fastuosamente decorado; las sábanas de las camas, planchadas con cuidado y abiertas de modo incitante, con el extremo desdoblado sobre una suave manta; las almohadas estaban dispuestas con el ángulo hacia arriba y en medio había una mesilla, junto a una gran ventanilla, el cristal adornado con un cortinaje carmesí. La cabina estaba toda forrada en madera y era más confortable de lo que Tomás había imaginado. Las camas lo llenaron incluso de ideas, se hacía claro en su mente que aquel delicioso compartimento se transformaría en un ardiente nido de amor, pero cuando él, ardiendo de deseo, la quiso arrastrar hacia las literas, ella volvió la cara y se resistió.

– Ahora no, Tomik -dijo la rusa, observando la puerta de reojo-. El provodnik puede aparecer en cualquier momento.

– ¿Quién?

– El provodnik. El revisor.

No fue el provodnik el que apareció poco después para comprobar los billetes, sino una provodnitsa de media edad y aspecto cansado. La mujer les entregó las toallas en bolsas de plástico selladas, recibió una pequeña propina y, antes de despedirse, dijo que, en caso de necesidad, la podrían encontrar en el primer compartimento, al frente del tren, y prometió mantener la cabina limpia durante todo el viaje.

Cuando se quedaron a solas, los dos pasajeros decidieron echarle un vistazo al vagón. Recorrieron el pasillo y comprobaron que la mitad de las cabinas del spalny vagón se encontraban ocupadas. Casi todos los pasajeros de la primera clase eran turistas; había algunos occidentales distribuidos en la decena de cabinas del vagón, pero la mayor parte de los viajeros eran asiáticos.

– Japoneses -aclaró Nadezhda-. Van a Vladivostok.

Los cuartos de baño se encontraban al fondo del pasillo, uno en cada extremo, y les parecieron aseados; disponían de un retrete y un lavabo de aluminio. Allí cerca hallaron un samovar del que salía agua caliente para el té o el café.

Pasaron al vagón siguiente y vieron un snack bar, pero la comida exhibida en la barra, unos bocadillos grasientos y unos fritos de aspecto dudoso, a los que se sumaban unas sopas aguadas, suscitaron en ambos una mueca de rechazo.

– Esto va a ser duro -constató él sombríamente.

Salieron de aquel vagón con pocas ganas de aventurarse por los inciertos laberintos de la oleosa gastronomía ferroviaria. Prefirieron explorar el resto del Transiberiano y pasaron por los vagones de la Cupe, la segunda clase, antes de regresar a su cabina.

Al cabo de tres horas de viaje, sonó una voz en ruso por todo el vagón. Acto seguido, el tren empezó a disminuir la marcha.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Tomás.

– Estamos acercándonos a Vladimir -explicó Nadezhda-. ¿Tienes ahí dinero o no?

El historiador abrió la cartera y le entregó unos cientos de rublos.

– ¿Para qué te hace falta el dinero?

– ¿Te gustó la comida que viste en el vagón restaurante?

Tomás reaccionó con una mueca.

– ¡Puaj! -gruñó-. No.

Ella se levantó y se inclinó a observar las luces de fuera.

– Vamos a parar aquí veinte minutos -explicó-. Es tiempo más que suficiente para salir a comprar algo de cenar.

Eran más de las ocho de la noche y hacía frío en la estación de Vladimir. Se dirigieron a un puesto de comida ocupada por una viejababushka y compraron unos pinchos de shashlyk y unos pirozhki caseros, las empanadillas saladas con apariencia muy suculenta, además de unos bizcochos khvorost de postre y dos cervezas Baltika. Cuando se preparaban para regresar al spalny vagón con la comida envuelta en bolsas de plástico, oyeron una conversación exaltada en el andén. Miraron y vieron a tres hombres uniformados discutiendo con un viajero japonés, al que le revisaban los documentos y examinaban la cámara fotográfica que llevaba colgada al cuello. Parecía que algo no les había gustado a los policías porque, instantes después, aferraron al turista por el brazo y lo escoltaron hacia el interior de la estación.

– ¿Qué ha ocurrido? -quiso saber el portugués.

– Va a tener que pagar una multa.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Le sacó fotografías a un vagón viejo donde viven unos vagabundos.

– ¿Y?

Nadezhda apoyó el pie en el escalón y subió al interior del vagón.

– A la Policía no le gusta eso -dijo con indiferencia-. Da una mala imagen del país.

Comieron en la cabina, con la mesita puesta como si estuviesen en casa: aquel compartimento, lujoso como un hotel, se había convertido, en realidad, en su hogar. Cuando terminaron de comer, Nadezhda se quedó ordenando las cosas mientras Tomás fue al samovar a buscar agua caliente para el té. Era una extraña forma de tener ambos una vida doméstica.

Esa noche, acurrucados entre las sábanas de una única litera, hicieron el amor con los sentidos bien despiertos. El tren ondulaba a su propio ritmo, con el sonido de las ruedas metálicas doblando las junturas a un compás interminable; a esa ondulación de aceros se unía la cadencia hambrienta de la carne, los dos cuerpos danzando como uno, uno, uno y solamente uno, unidos ya no en la voluptuosidad del descubrimiento, sino en el bienestar de la familiaridad. Se tocaban y no les extrañaba el choque; por el contrario, sentían ahora que se conocían, como si el cuerpo del otro siempre hubiese sido suyo. Nadezhda, la mujer pública de Moscú, era en ese instante la mujer privada de Tomás; pertenecía a todos, pero esa noche se había entregado únicamente a él.

La litera no paraba de balancearse bajo la cadencia monótona del Transiberiano en su carrera nocturna por las estepas. Los dos amantes descansaban en brazos el uno del otro, entregados a una modorra deleitosa, los cuerpos saciados, los párpados entreabiertos, los sentidos entorpecidos. Nadezhda rodeó la cabeza de Tomás con el brazo, pasó los finos dedos por el pelo castaño oscuro y lo atrajo hacia sí, cariñosa, de modo que llegó a rozarle la oreja con los labios.

– ¿En qué piensas, Tomik? -murmuró ronroneando como una gata.

– En nada.

– Mentiroso. Cuéntame.

– Nada especial.

– Cuéntame.

Tomás respiró hondo y sonrió.

– Estaba pensando en nuestra charla durante el almuerzo, cuando me revelaste cómo conociste a Filipe.

– Ah, era eso.

El portugués se incorporó en la litera, apoyando el cuerpo en el codo.

– Aún no me has dicho cuál fue el proyecto que trajo Filipe a Rusia.

– Tal vez sea mejor que te lo diga él.

– Disculpa, Nadia, pero tienes que contármelo. Ya me has abierto el apetito por esta historia y no puedes dejarme así colgado, ¿no te parece? -Miró por la ventana y vio todo oscuro-. Además, tenemos mucho tiempo por delante, necesitamos llenarlo. -Hizo un gesto rápido con la mano-. Así que vamos, habla ya.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo.

Nadezhda se rio.

– Pero yo no lo sé todo.

– Entonces cuéntame lo que sabes.

– Sé que uno de mis profesores, el viejo Oleg Karatayev, me llamó un día al despacho y me presentó a un amigo de Portugal. Era Filhka.

– Que te quería reclutar, ¿no?

– Sí. Filhka me dijo que formaba parte de un equipo internacional y que necesitaba dirigir unos estudios en Siberia. El grupo que él representaba pretendía contratar a un estudiante para hacer esos estudios, y el profesor Karatayev, que tenía debilidad por mí, sugirió mi nombre. Filhka vino a conocerme y preguntó si yo estaba interesada.

– ¿Y tú?

– Yo respondí que sí, claro. Aquello me parecía una forma de entrar en la profesión. Además, necesitaba dinero, ¿no?

– ¿Aún no ibas al Night Flight?

La rusa desvió la mirada, molesta por la referencia a esa parte de su vida.

– En aquel entonces yo trabajaba en otro night club, el Tsunami, que funciona en la Petrovka Ulitsa. Hacía un número de sirenas en una piscina que, según parece, excitaba mucho a los hombres. -Reviró los ojos-. Fue allí donde conocí a Igor Beskhlebov, el mañoso que te señalé ayer en el Night Flight.

– ¿El de las tres chicas?

– Sí, ese cabrón. Cuando comencé a trabajar para él, me llevó al Rasputín, otro club nocturno. Me fui después al Night Flight para librarme de él.

– Entiendo -dijo Tomás, que en realidad no estaba entendiendo nada. Además, la conversación se apartaba de lo esencial, y él, por muy interesado que estuviese en la vida de la rusa, y lo estaba, sentía que tenía que corregir el rumbo-. Por tanto, Filipe te contrató para ir a Siberia, ¿no?

– Sí, fui en verano a la zona de la tundra. Comenzaron a llegar noticias inquietantes de esa región y Filhka me necesitaba para hacer una serie de mediciones.

– ¿Noticias inquietantes? ¿Qué quieres decir con eso?

Nadezhda hizo una mueca indecisa.

– No sé si debería contarte esto, Tomik -dijo-. Tal vez sea mejor que hables primero con Filhka.

– Déjate de disparates, Filhka no está aquí.

– Por eso mismo. Sería mejor que te lo contase él.

– Escucha, Nadia. No nos vamos a encontrar con Filipe hasta dentro de algún tiempo. ¿Para qué todas esas vacilaciones? Si no me lo cuentas ahora, él me lo contará más tarde. Me parece ventajoso llegar a verlo con los deberes ya hechos en casa, ¿no crees? Siempre ahorraremos tiempo, él y yo. Además, nos vamos entreteniendo mientras charlamos.

– Hmm .

– Anda, dímelo -insistió Tomás-. ¿Qué noticias inquietantes eran ésas?

La rusa suspiró.

– Está bien, te lo contaré -se rindió Nadezhda-. Lo que pasó fue que en ese momento empezó a circular la información de que el suelo había aparecido por debajo de la tundra.

– ¿El suelo? ¿Qué suelo?

– La tierra.

– ¿La tierra apareció por debajo de la tundra? ¿Y después?

Nadezhda lo miró con una expresión interrogativa.

– Escucha: ¿tú sabes lo que es la tundra?

– Pues… no.

– Se nota -exclamó ella con sarcasmo-. La tundra es el terreno más inhóspito que existe en Siberia. Cubre todo el Círculo Polar Ártico y está congelada. Hay puntos donde se acumulan más de mil metros de espesura de hielo, y en el extremo, a lo largo de la superficie, se extiende una fina alfombra de césped donde crecen muy pocos árboles. Son kilómetros y kilómetros así, siempre con la tierra congelada.

– ¿Y estás diciendo que la tierra apareció debajo de la tundra?

– Sí. En verano.

Tomás miró a Nadezhda con una expresión vacía, sin entender adonde ella quería llegar.

– El hielo de la tundra se derritió en el verano y apareció la tierra. -Curvó la boca-. ¿Y entonces? ¿Qué tiene eso de especial?

La muchacha inclinó la cabeza.

– Tomik, aquello era la tundra. -Se inclinó en su dirección para enfatizar lo que estaba diciendo-. La tundra.

– Sí, ¿y?

– La tundra está siempre helada. Por encontrarse permanentemente congelado, este tipo de terreno se designa como vétchnaya merzlotá: congelación eterna. Los ingleses dicen permafrost. -Se desorbitaron sus ojos azules-. Ahora hace milenios que la tierra por debajo de la vétchnaya merzlotá no veía la luz del sol.

– ¿Hace cuánto tiempo?

– Milenios.

Tomás se acarició, pensativo, el mentón.

– Eso es realmente mucho tiempo -coincidió-. ¿Y qué ha ocurrido para que la tierra aparezca ahora? ¿Hay actividad volcánica en esa zona?

– No es eso, Tomik. No ha sido la tierra la que ha subido, sino que se ha derretido el hielo que la cubría, ¿entiendes?

– ¿El hielo se ha derretido? ¿Por qué?

– Porque han subido las temperaturas -exclamó ella como quien expone una evidencia-. Desde la década de los setenta, las temperaturas medias en Siberia han aumentado cinco grados. -Repitió el valor, casi deletreándolo-: Cinco grados.

– ¿Y?

– La tundra comenzó a derretirse. El hielo retrocedió un tres por ciento en el Ártico y abrió un canal de agua líquida en la costa norte de Siberia, que antaño se encontraba permanentemente congelada. La tundra ha desaparecido y, en su lugar, ha surgido el suelo. -Bajó el tono de voz, que se hizo sombrío-. El problema es que ese suelo es oscuro.

– ¿Qué tiene eso de especial?

– Tomik, piensa un poco. Antes, cuando el verano llegaba, los rayos de sol chocaban con la nieve y el calor era reflejado hacia el espacio. Pero ahora esos rayos ya no encuentran el espejo de nieve que refleja el calor, sino tierra oscura, que lo absorbe.

– Ya veo.

– Se produce el efecto «bola de nieve». El calor queda retenido en la tierra oscura de Siberia y hace subir la temperatura, lo que acelera el derretimiento del resto de la tundra, lo que expone más tierra oscura que provoca más derretimiento, y así sucesivamente. Siberia ha entrado en un ciclo vicioso de calentamiento que va a destruir todo el hielo del Círculo Polar Ártico.

– Bien, pero sin duda ha de quedar el hielo del Polo Norte.

– Tomik, según nuestros cálculos no habrá hielo permanente en el Polo Norte en 2030, tal vez incluso antes.

Tomás contrajo el rostro en una mueca incrédula.

– No lo creo. Todo aquel hielo no se derrite así, sin más ni más.

– ¿Ah, no? Entonces déjame contarte una historia. Durante la Guerra Fría siempre se pensó que el Ártico sería uno de los escenarios de batalla si el conflicto se agravaba, lo que nos llevó, a nosotros y a los estadounidenses, a llenar de submarinos nucleares las aguas por debajo del hielo. La idea era que, en caso de guerra, los submarinos subiesen rápidamente a la superficie y lanzaran los misiles contra el enemigo. Con el fin de detectar los puntos más adecuados para emerger y tomar posiciones, esos submarinos pasaron toda la Guerra Fría midiendo el espesor de la capa de hielo del Ártico. ¿Sabes lo que descubrieron? -Alzó el pulgar y el índice y los juntó-. Entre la década de los sesenta y la de los noventa, esa capa se hizo un cuarenta por ciento más fina. -Se le desorbitaron los ojos, enfatizando el número-. Cuarenta por ciento, Tomik.

– ¿En serio?

– Por eso Filhka me contrató. Para medir el retroceso de la tundra. Se hicieron las mediciones y los resultados son concluyentes. Dentro de algunos años, si vas al Polo Norte en verano, ¿qué crees que vas a encontrar?

– ¿Osos?

Nadezhda suspiró.

– Agua y nada más que agua.

Capítulo 15

La luz del sol penetró por el cortinaje y despertó a Tomás. Soñoliento, consultó el reloj y comprobó que aún era de madrugada. Miró hacia la ventana, tan sorprendido con la claridad diurna que la mente despertó por completo. ¿Sol a esta hora? Considerando que ya había llegado el verano, eso sólo podía significar que el tren se había desplazado hacia el norte durante la noche, lo que le provocó curiosidad.

Sintió la respiración pesada de Nadezhda en el cuello y se movió con mucho cuidado, para no despertarla. Se deslizó levantándose de la litera, se vistió y descorrió la puerta del cuarto del compartimento para ir al cuarto de baño, siempre con gestos silenciosos. El Transiberiano parecía un tren fantasma, el pasillo del vagón de primera clase a aquella hora matinal. Ni la provodnitsa daba señales de vida. Cuando regresó, se sentó junto a la ventana y corrió ligeramente el cortinaje, mirando hacia fuera.

Una planicie colorida se extendía hasta donde la vista alcanzaba, los verdes y amarillos de la taiga mezclándose con los azules cristalinos de los lagos y riachos que cruzaban el bosque de pinos, de alerces, de abetos. Se descubrían en diferentes sitios una casucha de madera, un establo o un cobertizo o, si no, la desolación industrial de fábricas abandonadas, las paredes sucias, los metales oxidados, las chimeneas negras. Pronto reaparecían, sin embargo, las aldeas pintorescas; se veían animales pastando en grandes prados o solamente el dédalo de coníferas extendiéndose por el horizonte, las copas aguzadas recortando el azul profundo del cielo limpio. A veces venían nubes grises que descargaban agua, pero era sólo por breves momentos; luego volvía el sol, más brillante si era posible, el reflejo de la luz límpida refulgiendo en las hojas mojadas como el centellear ofuscador de las piedras preciosas.

– Dobroye utro, Tomik -dijo una voz amodorrada, dando los buenos días.

Tomás desvió la atención del paisaje.

– Hola, princesa. -Se incorporó y fue a besar a la rusa, que lo observaba desde la litera, la cabeza envuelta en la manta caliente, los cabellos cobrizos desparramados por la almohada, los párpados aún entreabiertos-. ¿Ya te has despertado?

– Extendí la mano y vi que habías desaparecido -murmuró con una queja, simulando un puchero-. ¿Qué estás haciendo ahí?

El portugués volvió junto a la ventana y, descorriendo la cortina, dejó ver el paisaje.

– Estaba admirando el campo -dijo-. ¿Sabes dónde estamos?

Nadezhda estiró la cabeza y, abriendo con dificultad los ojos, observó el panorama. Se sentía aún despertando, con la mente lenta y perezosa, y le llevó unos minutos reconocer aquellos parajes.

– Ya hemos pasado las estepas -comprobó-. Eso significa que el Volga ha quedado atrás. -Reflexionó un instante más-. Debemos de estar en la región del Viátka.

– Es bonita.

Ella se acurrucó aún más bajo las mantas.

– Pero ten cuidado, Tomik. -Advirtió con la voz ronca del sueño-. No veas de más, puede ser peligroso.

– ¿Peligroso? ¿Por qué?

– Este es el sector de Kirov. -Amusgó los ojos, adoptando una actitud sigilosa-. Zona militar. -Hizo una pausa, para acentuar el efecto-. Todo esta parte estuvo cerrada a los visitantes durante muchos años y aún hoy es algo sensible.

Tomás miró furtivamente la puerta de la cabina como si temiese la entrada de alguien.

– ¿Estás hablando en serio?

La rusa se rio.

– Claro -dijo-. Pero no te preocupes, Tomik. Estamos en el Transiberiano y nadie nos va a molestar.

Aún inquieto, Tomás observó de reojo el paisaje.

– Después de lo que vi en la estación aquella, cuando fuimos a comprar la cena, ya nada me sorprende. -Se desinteresó del paisaje y se pasó la mano por el estómago-. Oye, ¿no tienes hambre?

– ¿Quieres comer?

– Bien, lo lógico es que tomemos el desayuno…

Nadezhda se sentó en la litera y se desperezó, destapándose el pecho. Los ojos de Tomás se desviaron, casi sin querer, hacia los senos desnudos, llenos y atrevidos, los pezones grandes y rosados, gordos como chupetes. La rusa notó su mirada golosa y, tras un largo bostezo, sonrió.

– No sé bien en qué clase de desayuno estás pensando -observó maliciosa-. Pero lo que yo quiero ahora es comidita caliente. ¿Vamos al vagón restaurante?

– ¿Qué? ¿Esa bazofia? ¿No es mejor que esperemos a la próxima parada y bajemos a comprar algo, como hicimos ayer?

– ¿Estás loco, Tomik? La próxima parada es Ekaterinburg.

– ¿Y?

– No llegaremos a Ekaterinburg hasta el atardecer.

El portugués se enderezó, sorprendido.

– ¿Tanto tiempo?

– Sí, el Transiberiano no vuelve a parar hasta allí.

Tomás analizó las opciones que tenían. No las había. O, mejor dicho, había dos: o bien pasaba hambre, o bien se sometía a la carta del vagón restaurante. El estómago le dictó la decisión final.

– Vamos al restaurante.

Eran aún las seis de la mañana y casi tuvieron que arrancar al malhumorado cocinero de la cama. Se instalaron junto a una de las ventanillas del vagón restaurante y encargaron esas filloas que llaman blini, mermelada, pan y tostadas; él regó el desayuno con un ácido sok de naranja; ella con una taza de leche caliente. El vagón iba vacío, lo que no era de extrañar a esas horas de la mañana; los demás pasajeros del tren seguían durmiendo.

Como se sentían a gusto, se quedaron pegados a la ventanilla, perezosos y relajados, disfrutando del sol bajo del sureste; era débil, pero no dejaba de entibiar la piel.

– ¿Y? -provocó ella-. ¿Te gustó nuestro juego de anoche?

– Me gustó tanto que sería capaz de repetir.

Nadezhda se rio.

– No pierdes una oportunidad, ¿eh? -Bebió un sorbo de leche-. ¿Y dormiste bien?

– Me costó dormirme.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

Tomás se encogió de hombros.

– Qué sé yo. -Se rascó la barbilla, meditativo-. Me quedé pensando en lo que me contaste ayer.

– ¿Mi investigación en Siberia?

– Sí.

– ¿Qué tiene de especial?

– No lo sé… Hay algo de extraño en todo eso.

– ¿Extraño? ¿Qué es extraño?

Tomás respiró hondo, decidido a despejar sus dudas.

– Mira, la cuestión es ésta -dijo, las palabras más firmes, el tono resuelto-. ¿Por qué razón estaba Filipe interesado en ese asunto?

– Por el estudio internacional en el que se hallaba metido. ¿Qué tiene eso de extraño?

– Pero ¿qué estudio era ése?

– No me lo explicó bien -admitió la rusa-. Pero lo que me pareció entender es que Filhka y otros científicos querían medir los cambios climáticos y prever su evolución. Por eso me contrató. Como yo estaba terminando Climatología en la facultad, supongo que me veía en la posición ideal para participar en ese estudio.

Tomás torció la boca, intrigado.

– Pero eso no tiene mucho sentido -exclamó.

– ¿Qué es lo que no tiene sentido?

– Que Filipe estuviera metido en un estudio como ése. -Meneó la cabeza-. No tiene sentido.

– ¿Por qué?

– Porque ese ámbito no tiene ninguna relación con sus intereses profesionales. Filipe es un geólogo consultor de la industria energética, no un climatòlogo.

– Disculpa, Tomik, pero la relación me parece obvia.

– ¿Obvia? ¿En qué?

La rusa adoptó una actitud impaciente, mirándolo como una profesora mira a un alumno que no conoce el tema más elemental.

– ¿Tienes idea de lo que está ocurriendo con el clima de nuestro planeta?

– Bien, sé lo que dicen los periódicos.

– Está subiendo la temperatura.

Nadezhda señaló hacia arriba, como si indicase una dirección.

– Se ha disparado -exclamó-. En un siglo ya ha subido un grado y medio.

El historiador esbozó una mueca escéptica.

– ¿Llamas «dispararse» a una mera subida de un grado y medio? ¿No te parece que estás exagerando un poco?

– Blin! -dijo ella en voz muy alta-. Un grado y medio es mucho, ¿qué te piensas? ¿Tienes alguna noción de cuál es la diferencia de temperatura media entre la última era glacial y ahora?

– Qué sé yo.

– Di un numero.

– Unos diez o veinte grados, creo.

La rusa meneó la cabeza y los labios espesos se curvaron en una sonrisa sin humor.

– Cinco grados -dijo-. Cinco. -Se inclinó hacia delante-. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Basta que bajemos cinco miserables grados para que el planeta quede congelado. Ahora imagina lo que ocurrirá si, por el contrario, subimos cinco grados…

– ¿Nos asamos? -se rio Tomás.

– Tomik,¡esto no es una broma! -protestó ella-. Si la temperatura media del planeta sube cinco grados, y va a subir, puedes estar seguro de que habrá regiones que se volverán inhabitables, sin ninguna duda. Mira, sólo para que lo tengas en cuenta, acuérdate de eso: desde que en 1850 se comenzaron a hacer registros de las temperaturas, once de los doce años más calurosos de los que se tiene memoria se produjeron después de 1995. Las consecuencias de la continuación de esta tendencia son catastróficas. Para empezar, el nivel del mar subirá, lo que, como podrás deducir, se revelará como algo desastroso.

– Sí -continuó Tomás, considerando el problema-. Si el hielo de los polos se derrite, el nivel del mar subirá, eso es evidente. El problema es saber cuánto.

– Mira, cincuenta centímetros bastan para tragarse la Polinesia entera.

El historiador se encogió de hombros.

– Es lamentable para los polinesios -concedió-. Pero cincuenta centímetros no me parecen nada dramático para el resto del mundo.

– Cincuenta centímetros bastan para sumergir parte de la costa de tu país -dijo ella apuntándolo con el dedo-. Desde principios del sigloXX, y debido al calentamiento global, el nivel del mar ya ha subido diecisiete centímetros. Pero el problema es que subirá más que eso.

– ¿Cuánto?

– La información paleoclimática es muy clara. La última vez que las regiones polares estuvieron más calientes que ahora, de manera constante, fue hace ciento veinticinco mil años, cuando las temperaturas eran tres grados Celsius más altas que ahora, debido a diferencias en la órbita de la Tierra. En ese momento, el hielo polar retrocedió y el nivel de las aguas subió en todo el planeta entre cuatro y seis metros.

– ¿Cuánto? -se sorprendió Tomás-. ¿Seis metros?

– Sí -confirmó ella-. Y en el momento el hielo no se derritió del todo. Si llega a derretirse, se calcula que la subida alcanzará los siete metros -estimó, alzando la mano con la palma hacia abajo, como si mostrase así el nivel de la aguas subiendo-. Serán tragadas muchas islas y parte de la costa de todos los continentes.

– Pero ¿hay realmente tanta agua congelada en los polos como para hacer que el nivel del mar suba siete metros?

– Claro que la hay. La Antártida, por ejemplo, es un continente entero lleno de hielo, a veces con un espesor superior a cuatro kilómetros. Si todo ese hielo se derrite, será terrible. Y además también está Groenlandia.

El historiador dobló los labios mientras cavilaba en el problema.

– Pues sí -asintió-. Eso es complicado.

– Y lo peor es que el problema más grave no está en el hielo de los polos. Si el derretimiento de ese hielo contribuye a la subida de las aguas en siete metros, hay que considerar también una mayor subida del nivel del mar debido a otro fenómeno.

– ¿El nivel del mar va a subir más de siete metros?

– Claro.

– Pero ¿por qué?

– En razón de una ley física -dijo ella-. ¿Nunca has oído decir que el calor dilata los cuerpos?

– Sí, en el instituto.

– Pues será eso lo que ocurrirá. Las mediciones efectuadas desde 1961 muestran que la temperatura media global de los océanos ya ha aumentado hasta profundidades de tres mil metros, y que el mar está absorbiendo la mayor parte del calor del planeta.

– ¿Y?

– El problema es que el aumento del calor dilatará toda el agua existente en el planeta. La dilatación será imperceptible en un metro cúbico de agua, pero te aseguro que se va a notar cuando estemos hablando de los trillones de metros cúbicos de toda el agua de los océanos. Y será justamente esa dilatación acumulada la que hará que el nivel de las aguas del mar suba más de siete metros.

– ¿Cuánto más? ¿Ocho metros? ¿Nueve?

– Te he dicho que, según el análisis paleoclimático, la subida del nivel del mar alcanzará los seis metros en caso de que el aumento de las temperaturas globales llegue a los tres grados, ¿no? Pero en el Plioceno, cuando el clima también era tres grados más caluroso que ahora, esa subida llegó a los veinticinco metros.

– ¿Qué?

– Tomik, los cálculos actuales apuntan a un calentamiento entre uno y seis grados este siglo, probablemente más cerca de los seis. Eso significa un verano permanente por todas partes, con grandes extensiones de tierra invadidas por el mar, los continentes casi reducidos a islas, las regiones tropicales transformadas en desiertos, sequías cada vez más graves, tormentas crecientemente violentas, incendios forestales generalizados, erosión de los suelos, alteración de los ciclos climáticos, destrucción de cosechas y proliferación de las enfermedades tropicales. La malaria, por ejemplo, se difundirá por Europa, y lo mismo ocurrirá con otras pestes ahora sólo conocidas en el Tercer Mundo.

– ¡Joder!

– ¿Y sabes por qué razón todo eso es inminente?

– Sí, los periódicos y la televisión hablan de eso -dijo él-. Debido a los humos de la contaminación.

Nadezhda dijo que no moviendo la cabeza.

– Respuesta equivocada.

Tomás esbozó una expresión admirativa.

– ¿No es la contaminación?

– Depende de lo que entiendas por contaminación.

– Contaminación es todo el humo que sale de los tubos de escape y de las chimeneas, supongo.

– Pues que sepas que esos humos traban el calentamiento.

– Disculpa, pero estás equivocada. Incluso el otro día leí una noticia en la que decía que el humo de los automóviles y de las fábricas provoca el calentamiento global.

– Estás confundiendo las dos cosas -aclaró ella-. Pero eso es normal, mucha gente lo mezcla todo.

– No te entiendo.

– Al contrario de lo que se piensa, el humo de los tubos de escape y de las chimeneas de las fábricas no provoca el calentamiento del planeta. Todo lo contrario. Hay estudios que demuestran que esa contaminación hace bajar la temperatura.

Tomás meneó la cabeza, negándose a aceptar esa afirmación.

– Disculpa, Nadia, pero lo que dices no tiene ningún sentido. Siempre he oído decir que los humos provocaban el calentamiento global.

Nadezhda suspiró.

– No es exactamente así -insistió ella-. Lo que provoca el calentamiento del planeta no es el humo. Es la quema de los combustibles fósiles.

Tomás frunció la boca y el rostro exhibió una expresión vacía.

– ¿No es todo lo mismo?

– Oye, Tomik -dijo ella intentando reordenar sus pensamientos-, cuando se quema combustible en el motor de un automóvil o en la chimenea de una central térmica, se liberan tres cosas: energía, dióxido de carbono y aerosoles. La energía es el objetivo del ejercicio, dado que los combustibles fósiles se queman para obtenerla. -Hizo un gesto rápido con la mano, como si sacudiese algo-. Todo lo demás son consecuencias indeseables. El dióxido de carbono es el que desencadena el aumento de la temperatura, puesto que se trata de un compuesto que, al ser liberado en la atmósfera, permite la entrada del calor del sol, pero no lo deja salir, con lo que transforma el planeta en un invernadero gigantesco. Los aerosoles, a su vez, provocan la contaminación del aire que, curiosamente, tiene un efecto opuesto al del dióxido de carbono. La liberación de aerosoles ha llevado a la aparición en las grandes ciudades de nubes de smog, las cuales comenzaron a funcionar como un gigantesco espejo, reflejando los rayos solares en el espacio, lo que producía un efecto de enfriamiento que compensaba el calentamiento provocado por el dióxido de carbono. ¿Me sigues?

– Más o menos -repuso él, vacilante-. En pocas palabras, lo que estás queriendo decirme es que el dióxido de carbono aumenta la temperatura, pero los aerosoles la disminuyen. ¿Es eso?

– Es eso. Ocurre que, como la contaminación ha aumentado muchísimo y ha convertido en irrespirable el aire de las ciudades, en la década de los ochenta se introdujeron alteraciones técnicas que redujeron la emisión de aerosoles. Pero, al contrario del dióxido de carbono, que perdura en la atmósfera durante siglos, los aerosoles sólo se mantienen durante algunas semanas. Con la reducción de su emisión, han cesado las lluvias ácidas y el aire se ha vuelto más puro, pero el problema es que ha desaparecido el efecto de enfriamiento provocado por los aerosoles, mientras que se ha mantenido el efecto de calentamiento del dióxido de carbono. En conclusión: sin el freno del enfriamiento que generaba el smog, se han disparado las temperaturas desde 1980.

Tomás se rascó la cabeza.

– Entiendo. -La miró como quien ha tenido una idea, pero sin estar muy seguro de que fuese buena-. Eso significa que el calentamiento global tiene una solución fácil, ¿no?

– ¿Cuál?

– Que se recuperen los aerosoles.

Nadezhda hizo una mueca.

– No sirve. Sería cambiar una muerte por otra. En vez de morir asados, moriríamos asfixiados.

El historiador consideró esa perspectiva.

– Pues no es una buena salida, desde luego que no -concluyó-. En ese caso, sólo nos queda parar la emisión de dióxido de carbono.

– Es lógico.

– ¿Y es posible parar?

– En teoría, sí. Basta con que dejemos de quemar combustibles fósiles. Pero, en la práctica, las cosas son mucho más complicadas. Los combustibles fósiles constituyen la fuente energética en la que se asienta la economía mundial y lo que se está produciendo no es una disminución en la emisión de dióxido de carbono, sino una aceleración.

– ¿Por qué? ¿Nadie ve lo que está pasando?

– Los países en vías de desarrollo se niegan a detener la emisión de dióxido de carbono, dado que necesitan de los combustibles fósiles para desarrollar sus economías. El caso más preocupante es el de China, donde el automóvil está sustituyendo a la bicicleta como principal medio de transporte. -Hizo una pausa, como subrayando lo que iba a decir-. Tomik, en China hay mucha gente. -Desorbitó los ojos-. ¿Te imaginas a toda esa población yendo en coche?

Tomás consideró la idea.

– Pues sí, es un gran problema, sí.

– Y lo que está en cuestión no son sólo los automóviles. Lo peor es que los chinos han decidido basar su infraestructura en el carbón, que emite mucho más dióxido de carbono que el petróleo. Se han propuesto construir más de trescientas nuevas centrales de carbón hasta 2020. Es una catástrofe. Según nuestros cálculos, ese año China será la mayor estufa de todo el planeta.

– ¡Entonces esto no va a parar!

– Pues parece que no.

La rusa cogió un bolígrafo y escribió tres letras en el mantel de papel que cubría la mesa.

– ¿Sabes qué es esto?

– No.

– Son las iniciales de «partes por millón» o ppm. Es una forma de medir el dióxido de carbono en la atmósfera. Establece la relación entre el número de moléculas de gas con efecto invernadero y el número total de moléculas de aire seco. Por ejemplo, 200 ppm significa que hay doscientas moléculas de gas con efecto invernadero en cada millón de moléculas de aire seco.

– Muy bien. ¿Y?

– Nuestro planeta tuvo, en sus orígenes, una atmósfera repleta de dióxido de carbono, como Venus, lo que imposibilitaba la aparición de vida animal en la Tierra. Ocurre que el mar y las plantas son absorbentes naturales del dióxido de carbono, por lo que ambos empezaron a actuar y, a lo largo de millones de años, hicieron disminuir el dióxido de carbono en la atmósfera. Los estudios paleoclimáticos muestran que el dióxido de carbono es responsable de la mitad de las alteraciones térmicas del pasado. Cuando había mucho dióxido de carbono en la atmósfera, la temperatura tendía a subir. Cuando disminuía, la temperatura tendía a bajar. Ya hace quinientos años que el dióxido de carbono alcanzó el mínimo de 270 ppm. Pero la expansión de la presencia humana, con la consecuente destrucción de los bosques y la quema de leña, a la que se añadió después la quema de carbón y de petróleo para la obtención de energía, hizo aumentar el dióxido de carbono hasta los 380 ppm actuales.

– ¿Eso es mucho?

– Es sólo el valor más alto de los últimos seiscientos cincuenta mil años.

– Caramba. ¿Y tú dices que continúa creciendo?

– ¡Continúa, y mucho! Si solidificásemos todo el dióxido de carbono que lanzamos actualmente a la atmósfera, crearíamos una montaña de dos kilómetros de altura. Una montaña por año, Tomik. -Suspiró-. Pero lo peor ocurrirá cuando un día superemos el valor crítico.

– ¿Qué valor crítico?

– Los 550 ppm. -Abrió los brazos, como si abarcase un gran objeto-. Imagina que estás en la cumbre de una montaña y comienzas a empujar una gran piedra, primero con poca fuerza, pero aumentándola gradualmente. Al principio la piedra no se mueve, ¿no? Pero, cuando la fuerza con que se empuja supera un valor crítico, la piedra empieza a moverse. Primero despacio, hasta que adquiere una dinámica propia y ya no necesita que se la empuje para rodar cuesta abajo, provocar un alud y destruir una aldea al fondo del valle. -Amusgó los ojos-. Fíjate, fue al superar un valor crítico de fuerza cuando logré hacer que la piedra se moviera. Después la catástrofe se produjo ya sin mi ayuda. -Golpeó con el dedo en la mesa-. De esto estoy hablando. A medida que lanzamos carbono a la atmósfera estamos empujando el clima a que supere un valor crítico. La mayoría de los científicos considera que el valor crítico son los 550 ppm de carbono. Cuando superamos ese valor crítico, nos asamos.

– Tenemos actualmente 380 ppm, ¿no? -confirmó Tomás-. Eso significa que aún estamos lejos de los 550 ppm. -Se encogió de hombros-. Aún tenemos tiempo más que suficiente para parar antes de alcanzar ese valor.

– Me temo que no va a ser tan sencillo.

– ¿Entonces?

– En primer lugar, nadie sabe a ciencia cierta cuál es el valor crítico. Hay quien piensa que ya lo hemos superado y que la catástrofe es ahora inevitable. Un estudio publicado en Estados Unidos en 2009, sostiene que seguirá habiendo cambios térmicos aun mil años después de haberse interrumpido del todo las emisiones de dióxido de carbono. Y hay quien considera que el umbral crítico está en los 400 o en los 450 ppm, aunque el consenso científico apunte, en realidad, a los 550 ppm. Pero, aunque el valor crítico sea éste, tenemos que acordarnos de que el efecto es acumulativo. Si, gracias a algún milagro, lográsemos parar ya hoy con la emisión de dióxido de carbono, aun así su concentración atmosférica se mantendría durante un milenio, dado que ése es el tiempo que tardan el mar y las plantas en reabsorber esa cantidad del compuesto.

El rostro de Tomás se contrajo en una estudiada expresión de asombro.

– ¿Cuánto?

– Un milenio.

– Joder.

– Fíjate en que, como el efecto es acumulativo, estamos sintiendo ahora la concentración generada en los últimos cincuenta años. La actual concentración se sentirá en los próximos años. Si parásemos hoy con la emisión de dióxido de carbono, aun así la concentración mantendría una media de un ppm y medio por año, hasta alcanzar los 450 ppm en 2100. -Levantó el índice en señal de advertencia-. Eso si parásemos hoy.

– Ya veo.

– Lo peor es que ya no logramos parar. China se está industrializando y la India también, y esos dos países necesitan combustibles fósiles para su desarrollo. Por otro lado, los grandes productores mundiales de dióxido de carbono, los Estados Unidos y Europa, se han habituado a las comodidades que proporciona la actual economía energética y no prescinden de ella, dado que tienen que asegurar la continuación de su crecimiento económico. Y está también nuestra Santa Rusia, el segundo mayor productor del mundo de dióxido de carbono, con sus graves problemas de contaminación y con su tecnología obsoleta, que seguirá emitiendo este compuesto como quien produce panecillos. ¿Sabes en qué resulta la suma de todo esto?

– En más calor.

– En mucho más calor -confirmó ella acentuando el «mucho»-. Los estudios paleoclimáticos muestran que en el Plioceno, cuando los niveles de dióxido de carbono llegaban a los actuales 380 ppm, la temperatura del planeta era casi unos tres grados más calurosa. Pero, como la tendencia mundial es de aceleración en las emisiones de dióxido de carbono, tenemos que prepararnos para algo mucho más grave. Al ritmo actual, la concentración atmosférica de este compuesto alcanzará los 1.100 ppm en 2100.

– ¡Dios mío!

– Los modelos climáticos consideran imperativo que estabilicemos la situación en los 450 ppm. Eso acarrearía un calentamiento moderado, con alguna línea de la costa sumergida en el mar, un aumento de la desertificación, una intensificación de la violencia de las tormentas y más incendios forestales, pero nada demasiado serio. Podríamos sobrevivir. El problema es que los 450 ppm ya no son posibles, dado que sólo nuestras actuales emisiones van a elevar acumulativamente la concentración de dióxido de carbono hasta ese valor en 2100. Pero como a las actuales emisiones tenemos que añadir además las futuras, yo diría que la situación ya está descontrolada.

Tomás se mordió el labio, angustiado.

– Y de qué manera -asintió sombríamente-. Estamos cercados.

– ¿Entiendes ahora cuál es la relación entre el negocio del petróleo y el calentamiento del planeta?

– Sí.

Nadezhda contempló melancólicamente el paisaje que desfilaba veloz al otro lado de la ventanilla. La taiga se extendía por la línea del horizonte en un inmenso y plácido océano de coníferas; las copas cónicas y estrechas apuntadas al cielo eran agujas verdes clavadas en el vacío azul. Con los ojos fijos en el bosque inmenso, imaginó el terrible destino al que permanecía ajeno aquel maravilloso pulmón; imaginó el fuego que lo consumiría un día, como si aquellos árboles esbeltos fuesen víctimas inocentes haciendo fila para la hoguera, condenados a las llamas eternas del infierno que se acercaba, furtivo y despiadado.

– Filhka tenía una manera terrible de describir lo que aún nos espera en este siglo. -Meneó la cabeza-. Usaba una palabra aterradora.

– ¿Cuál?

La rusa respiró hondo y volvió a encarar a Tomás.

– Apocalipsis.

Capítulo 16

Tomás se encontraba inmerso en un libro de poemas de Fernando Pessoa, que había traído providencialmente para pasar el tiempo, cuando una voz en ruso llenó los altavoces del Transiberiano, como ocurría siempre que se acercaban a una estación. Acto seguido, sintió que Nadezhda se levantaba y sacaba la maleta del armario.

– Hemos llegado -anunció de manera sorpresiva.

El portugués giró la cabeza, aturrullado, no estaba al tanto de que ése fuera el destino; es verdad que ya se encontraban encerrados allí hacía tres días, pero las cosas anunciadas tan de repente le dejaban la impresión de una interrupción brusca del viaje.

– ¿Qué? -balbució-. ¿Dónde? ¿Adónde hemos llegado?

– Hemos llegado a nuestro destino, Tomik -sonrió la rusa-. Anda, coge tu maleta, muévete.

Tomás miró por la ventanilla y, más allá de la oscuridad, vislumbró las aguas frías de un río corriendo paralelas a la línea férrea: era una vigorosa mancha oscura de líquido, negra como crudo, las luces de la otra margen reflejadas en el centelleante espejo negro parecían formas bamboleantes que danzaban al ritmo nervioso de la ondulación. Transcurría la tercera noche de viaje y el tren empezó a disminuir su marcha, chirriando el freno en los raíles. Las luces de la otra margen se fueron acumulando, cada vez más, hasta hacerse evidente que habían abandonado la taiga y cruzaban ya el caserío de lo que parecía una gran ciudad.

– ¿Dónde estamos?

– Éste es el Angara.

– ¿Angara? ¿Esta región se llama Angara?

Nadezhda se rio.

– No, tonto. El río se llama Angara.

– ¿Y la ciudad?

– Irkutsk.

El Transiberiano se detuvo y los dos bajaron las escalerillas con cuidado. La estación estaba llena; eran viajeros que desembarcaban y familiares que los estaban esperando, vendedores al acecho de clientes y ferroviarios que iban de un lado para el otro. Un rumor atrajo la atención hacia un reencuentro; en medio de un grupo se vislumbraba el uniforme de camuflaje de un soldado con la emoción de la acogida familiar.

– Debe de venir de Chechenia, pobre -observó Nadezhda.

Al recorrer el andén, Tomás no pudo dejar de sentirse impresionado por la grandeza de la populosa estación, un hermoso edificio amarillo y verde, de líneas clásicas, con cúpulas de hierro al estilo art nouveau. Su compañera de viaje fue derecha a la ventanilla de información y volvió de allí con un folleto con horarios.

– Aún tenemos que coger un autobús -anunció ella señalando en el folleto.

– ¿Qué? ¿Aún no ha acabado el viaje?

– No, Tomik. Nos falta un rato más.

Tomás reviró los ojos, fastidiado por la noticia.

– Joder -exclamó-. Qué agobio.

Nadezhda no hizo caso de las protestas y se concentró en la tabla de horarios que le habían entregado en la ventanilla.

– Hay un autobús que sale de la estación mañana a las nueve de la mañana -dijo-. Pero si vamos a la terminal de autobuses tendremos otro más temprano, a eso de las ocho. ¿Cuál prefieres?

– Prefiero ir a descansar -farfulló él, masajeándose los riñones-. Estoy molido del viaje, no puedo más. Tres días en un tren derriban a cualquiera.

Hacía algo de frío cuando salieron a la calle, eran más de las diez y media de la noche. Nadezhda llamó un taxi y al cabo de dos minutos se vieron atravesando el puente sobre el Angara y sumergiéndose en la vieja urbe. A pesar de que la iluminación nocturna revelaba los encantos de la gran ciudad siberiana, Tomás no prestó mucha atención a lo que giraba a su alrededor; se sentía demasiado fatigado para apreciar cualquier cosa, se mostraba indiferente a la novedad y sólo quería echarse en una cama.

Acabaron la noche en un pequeño hotel junto al estadio. Comieron en silencio una sopa borsch y un goluptsi asado y se durmieron casi inmediatamente después de acostarse, calentándose el cuerpo mutuamente.

El día amaneció esplendoroso.

Después del desayuno con leche y khachapuri, llamaron un taxi y se internaron en la ciudad. Ya parcialmente rehecho del agotamiento de tres días en el tren, Tomás se pegó al cristal del automóvil y absorbió Irkutsk con la mirada.

La ciudad era diferente de lo que esperaba. Se admiró sobre todo de la elegancia arquitectónica de los edificios, líneas distinguidas que Irkutsk aliaba a cierta apariencia cosmopolita; definitivamente, nadie diría que estaban en una tierra perdida en medio de Asia, a unos dos pasos apenas de Mongolia. La arquitectura presentaba los imponentes rasgos europeos del siglo xix, elegante y clásica, interrumpida por graciosas casas de madera y, de vez en cuando, algún mamotreto de la era soviética que desentonaba en la composición casi armoniosa.

– Es bonito esto -comentó el visitante sin apartar los ojos de las calles.

– Claro que es bonito -coincidió Nadezhda-. Irkutsk era una ciudad aristocrática, conocida como el París de Siberia.

– Qué nombre tan burgués -dijo él-. Esa apariencia parisina debe de haber acabado en cuanto los comunistas tomaron el poder, ¿no?

– Te equivocas. Los zaristas resistieron aquí mucho tiempo, ¿qué creías? Los comunistas no lograron entrar en la ciudad hasta 1920.

El taxi cruzó toda la parte antigua de Irkutsk por la larga Ulitsa Karla Marksa hasta coger al fondo la Ulitsa Oktyabrskoy Revolyutsii y dejarlos en la terminal de autobuses. Nadezhda le pidió setecientos rublos a Tomás y entró en la taquilla, de donde salió con dos rectángulos en la mano.

– Busca el autobús que va a Khuzhir -le dijo.

Tomás miró las indicaciones en la parte de los cristales y se encogió de hombros.

– Disculpa, Nadia, no entiendo nada -dijo sintiéndose un inútil, un verdadero peso muerto-. Está todo escrito en caracteres cirílicos.

– Blin! -blasfemó la rusa, con los ojos en busca de la indicación para Khuzhir-. ¿Por qué razón no aprendéis a leer como todo el mundo?

Se acomodaron en los últimos asientos del autobús, que ya ronroneaba para calentar el motor. El vehículo se llenaba de pasajeros de rasgos asiáticos y origen evidentemente humilde, buryats que llevaban cajas con polluelos y bolsas de plástico cargadas de compras; unos eran campesinos; otros, pescadores; y todos exhalaban el olor fuerte de las gentes rudas de la provincia.

Partieron minutos más tarde, zigzagueando por la maraña urbana hasta dejar la ciudad y, gradualmente, entrar en la taiga, recorriendo una carretera paralela a la cadena de montañas Primorskij Hrebet. El trayecto les pareció monótono, tan tedioso que, mecido por el perezoso traqueteo del autobús, Tomás fue sintiendo que le pesaban los ojos y que cabeceaba, como si respondiese a los rugidos del motor; algún que otro trompicón lo despertó a ratos, entonces se enderezaba con brusquedad y sonreía fugazmente a su compañera de viaje, pero pronto volvía a deslizarse hacia el sosiego, invadido por una pesada e irresistible laxitud, hasta que se fue asentando el sueño y hasta que dejaron de molestarlo las sacudidas más violentas.

La súbita percepción de que había ocurrido algo nuevo lo despertó de su letargo. Alzó la cabeza y, aún soñoliento, ignorando el cuello dolorido por lo incómodo de la posición en que se había dormido, intentó entender qué pasaba.

Parada.

El autobús había parado. El motor ya no estaba conectado y los pasajeros se levantaban con dificultad de sus asientos, agarrando bolsas y cogiendo cajas, estirándose para desentumecer los cuerpos molidos y soltando las pequeñas risas del penitente que anticipa con alivio el fin del suplicio. Miró hacia un lado y vio a Nadezhda ponerse en pie: también ella se preparaba.

– ¿Hemos llegado?

– Aún no, Tomik.

El portugués miró alrededor sin comprender. Los pasajeros seguían disponiéndose para salir, algunos ya bajaban, y el autobús se encontraba definitivamente estacionado.

– ¿Qué ocurre?

– Estamos en Sakhyurta -dijo la mujer haciéndole una seña para que saliese-. Ahora vamos a coger el ferry.

– ¿Todavía hay que coger un ferry? -Su expresión era desesperada-. Pero ¿no acaba nunca este maldito viaje?

Nadezhda apuntó hacia delante. Tomás miró y, más allá del verdor desnudo que cubría el parque donde se había detenido el autobús, vio un pequeño muelle y una vasta sábana de agua reluciendo al sol, cuyos reflejos bailaban en el espejo inquieto.

– Tenemos que ir al otro lado.

Bajaron a la calle y la rusa llevó a Tomás por una cuesta accidentada que desembocó al borde de un acantilado, junto a una peña erguida a unos metros de altura. La vista desde allí era magnífica; la superficie líquida serpenteaba delante de ellos, rodeada por peñascos a la izquierda, una lengua de tierra enfrente y la línea del horizonte a la derecha, más allá del cual se extendía la planicie de agua.

– ¿Qué mar es éste? -preguntó el portugués sorprendido.

– Es el Baikal.

– ¿Qué?

– Es el Baikal -repitió ella-. El mayor lago del mundo. Se concentra aquí un quinto del agua potable existente en todo el planeta.

Tomás clavó los ojos incrédulos en el azul cristalino de las aguas mansas, agitadas con dulzura por una ondulación tenue.

– No puede ser. ¿Un quinto del agua potable del planeta?

– Es increíble, ¿no? En extensión, el Baikal es mayor que tu país, fíjate.

– ¿En serio?

– Lo llamamos la perla de Siberia, por ser tan bonito. -Hizo una mueca-. Pero en la facultad, el Baikal es más conocido como la cocina de Siberia.

– De perla a cocina hay una gran distancia -sonrió Tomás-. ¿Por qué razón le dan ese nombre horroroso?

– Sólo en la facultad lo llamamos así -aclaró ella-. ¿Sabes?, se estudia mucho este lago en mi carrera debido a su influencia en todo el clima de la región. Aquí se cuece el tiempo de Siberia, de ahí el apelativo. Lo cierto es que los sistemas meteorológicos de Asia bailan al ritmo de lo que ocurre en el Baikal.

Tomás contempló el gran espejo azul que se entrometía entre el verde acastañado de la estepa, como una carretera, reflejando el cielo y los copos de nubes. El agua era transparente, tan límpida que incluso llegaba a vislumbrar cardúmenes serpenteando bajo la superficie, los peces yendo de un lado para el otro todos al mismo tiempo, como un único cuerpo.

– Qué pureza -observó, inspirando el aire fresco perfumado por las fragancias de la hierba rastrera-. Menos mal que hay sitios en el mundo a los que no ha llegado la contaminación.

La rusa afinó la voz.

– No es del todo así -lo corrigió-. Existe una fábrica de celulosa en Baikalsk, justo en el extremo sur del lago, que lleva cuatro décadas vertiendo detritos en estas aguas.

– No me digas.

– Y eso no es todo. El delta del río Selenga, que es tan grande, casi tiene el tamaño de Francia, desagua en la margen sur con detritos orgánicos e inorgánicos de las minas de Buryatia y del pastoreo de Mongolia. Es una inmundicia terrible. Y el colmo es que ahora han descubierto petróleo en el Baikal y quieren construir un oleoducto.

– Pero el agua está tan limpia…

– El Baikal es un lago enorme -explicó ella-. Y afortunadamente la contaminación se ha quedado limitada a zonas específicas, como el delta del Selenga y el extremo sur. Pero, si no tenemos cuidado, cualquier día desaparece todo esto.

Tomás suspiró y se quedó un largo momento contemplando el lago. Los ojos recorrieron todo el horizonte; comenzaron por la pequeña ensenada a la izquierda, donde relucían los tejados bajos de la aldea de pescadores de Sakhyurta, y acabaron por detenerse en el muelle, más abajo, donde una rampa de cemento desembocaba en el agua, como un puente inacabado.

– ¿Tarda mucho en venir el ferry?

– Ya vendrá, ten paciencia.

– ¿Adónde vamos al fin?

La rusa señaló la lengua de tierra de enfrente.

– A aquella isla.

La isla se alzaba cerca, separada del continente por un estrecho pasaje, la tierra ondulada acastañada por la estepa.

– ¿Qué isla es ésa?

– Es una isla mágica.

El portugués frunció el ceño.

– ¿Mágica en qué sentido?

– Es una isla chamánica, un sitio de meditación donde el mundo de la materia interactúa con el mundo de los espíritus.

– Estás de guasa…

– En serio. Este es un sitio sagrado y misterioso, el escenario de leyendas y de cuentos de hadas, la casa de los espíritus del Baikal. Los místicos dicen que se encuentra aquí uno de los cinco polos globales de la energía chamánica.

– ¿Ah, sí? -Contempló la isla con más atención, ardiendo de curiosidad, en una mezcla de fascinación y escepticismo, como si esperase que de sus brumas emergiese el misterio, que de su sombra se hiciese la luz-. ¿Cómo se llama?

– Oljon.

Cuando el ferry apareció, los sorprendió apaciblemente sentados en la casa de té de un campamento yurt, junto al lago, tomando una tisana de pimienta y deleitándose con unos pirozhki dulces. Terminaron la bebida con calma, pagaron y caminaron de vuelta hacia el autobús, en el que confluían ya los demás pasajeros. El aparcamiento se agitó al unísono; se oían gritos y órdenes, motores puestos en marcha, bocinazos y portazos: eran todos los autobuses, camiones y automóviles que se preparaban para reanudar el viaje.

El ferry maniobró hasta colocarse en posición y, una vez anclado correctamente, abrió su gran puerta y, como un monstruo famélico con las fauces acechantes, devoró a los vehículos que se alineaban frente a él. El espacio en el buque no era grande, sólo cabían allí dos autobuses lado a lado y unos cuantos automóviles, y los pasajeros tuvieron incluso que empujar uno de los autobuses por la rampa. Toda la operación acabó llevando más tiempo que la propia travesía, una viaje que duró apenas unos quince minutos.

El primer sitio por el que pasaron fue el ventoso cabo Kobylia Golova, la forma de cuyas rocas se asemejaba a un caballo de piedra bebiendo agua en el lago. Una buryat que venía con ellos en la popa observó, orgullosa, con los cabellos negros y lacios agitados por el aire, que Gengis Khan y sus guerreros, todos ellos también buryat, antaño habían saciado allí su sed.

– Dicen incluso que el gran conquistador del universo fue enterrado aquí -explicó la mujer.

– ¿Quién?

– El gran conquistador del universo -repitió-. Gengis Khan.

Pasaron al lado de la pequeña bahía de Khul y anclaron en plena estepa, donde el gran barco evacuó su carga sobre ruedas.

Oljon.

Llegaron a Oljon, la isla mágica.

El autobús reanudó el viaje y cruzó la pradera desnuda a trompicones, rugiendo el motor con la aceleración costosa, el escape echando el humo negro del gasóleo quemado. La hierba rastrera formaba matas y se extendía hasta el lago, pero pronto surgieron señales de que el paisaje poseía contornos diferentes en otros sitios. Al cabo de unos minutos aparecieron hileras de árboles a la derecha; era la taiga que subía por los montes y le disputaba a la estepa el control de la isla. La pradera estaba volcada hacia la margen norte; el bosque de coníferas, hacia el lago abierto.

Serpentearon por las elevaciones del pasaje Jaday y descendieron hacia la planicie junto al Baikal. El autobús atravesó una aldea y prosiguió, abriéndose la margen occidental de la isla en pequeñas bahías y graciosas ensenadas. Del otro lado del estrecho se vislumbraba la taiga continental, escarpada en las montañas. El vehículo se acercó a un pueblo y sólo entonces disminuyó la marcha.

– Juzhir -anunció Nadezhda.

Tomás se animó en el asiento.

– ¿Estamos llegando?

– Casi.

El autobús se detuvo en la plaza principal de Juzhir y el motor emitió un ronquido final antes de callarse definitivamente, como el último suspiro de un moribundo. Los pasajeros descendieron por la puerta con una gran excitación, acogidos por vecinos y conocidos en medio de una animada algazara. Parecía que la aldea entera se había movilizado al llegar el autobús en busca de las novedades de la civilización. Todos se concentraron frente al portaequipajes para recoger los productos que habían ido a comprar a Irkutsk; la confusión era tal que Tomás y Nadezhda casi tuvieron que luchar para recuperar sus maletas.

Ya con el equipaje en la mano, la rusa fue al Gastronom, la tienda de comestibles de la plaza, y salió con un hombre de mediana edad.

– He conseguido que nos lleven -anunció-. Pero vas a tener que pagar diez dólares, Tomik.

El hombre los llevó hasta un viejo Lada medio oxidado, parecido a un pequeño Fiat de la década de los setenta, y los invitó a entrar. Los tres se acomodaron en el espacio exiguo y el automóvil enfiló la carretera con un extraño fragor en el motor; el tubo de escape liberaba una densa humareda negra. No tuvieron que andar mucho, sin embargo; atravesaron una aldea y, cuatro kilómetros después de Juzhir, llegaron a un campamento yurt junto al lago, donde los dejó el coche.

Habían levantado los yurts junto a la playa, como hongos blancos esparcidos al borde de la bahía de Ulan-Jushin. Eran frágiles construcciones cilíndricas con la estructura de madera tapada por una cobertura de tela clara, como una tienda, y la entrada oculta por lo que parecía ser una alfombra con motivos geométricos carmesí. El tejado cónico estaba cubierto con la misma tela y tenía vagamente el aspecto de un casco mongol. Algunas personas deambulaban por el campamento, la mayor parte turistas occidentales, pero también se avistaban rusos y buryats autóctonos.

Pararon un instante, como apreciando extasiados la belleza exótica de aquel magnífico rincón. Todo allí aparentaba serenidad, el tomillo florecido, los alerces vigorosos. Parecía un lugar salido de un cuento de hadas. Se oían voces y el gorjear de las aves, pero era el Baikal el que dominaba el panorama. El ondular suave de las aguas acariciaba dulcemente la arena blanca de la playa, centelleante el lago con un fascinante azul turquesa. Se diría que habían llegado a las Antillas de Asia.

– ¿Y, Casanova? -preguntó una voz-. ¿Tú por aquí?

Las palabras fueron pronunciadas en portugués. Tomás identificó su apodo de los tiempos del instituto, cuando todos lo conocían como el mayor seductor de Castelo Branco. Se dio la vuelta y encaró al hombre que le había hablado.

Era Filipe.

Capítulo 17

El sol se recogía despacio por detrás de los montes, a la izquierda, pintando el poniente de un violeta luminoso; pero el atardecer en Oljon adoptaba sobre todo el frío tono del azul grisáceo, oscureciendo las montañas nevadas y la taiga más allá de Maloye Morye, el estrecho que separa la isla de la costa continental que rodea el Baikal.

Sentados en sillas dispuestas sobre la arena, los dos portugueses contemplaban las olas dóciles del lago con dos bebidas en la mesa: un kvas de poca graduación alcohólica para Tomás; un mors escarlata para Filipe. Nadezhda había ido a dar una vuelta al campamento y los había dejado solos, intercambiando recuerdos de sus tiempos en el instituto, reminiscencias de muchachos que compartían complicidades antiguas, relatos de las tropelías y amoríos que le habían valido a Tomás su apodo. Y durante una pausa del relato jocoso de episodios casi olvidados, cuando ya parecía que no tenían más tema que alimentase la conversación y las palabras se les morían en la boca seguidas de silencios embarazosos, el recién llegado tocó por fin el tema que lo había llevado hasta allí.

– ¿Por qué viniste a parar a este sitio?

Filipe soltó un chasquido con la comisura de los labios.

– Es una larga historia -dijo, como si la tarea de contarla fuese inaccesible para él-. ¿Y tú, Casanova? ¿Qué estás haciendo tú aquí?

– Es otra larga historia -se rio Tomás, haciendo eco a la respuesta que había recibido.

– Me gustan las largas historias, sobre todo cuando no son mías. Cuéntame la tuya.

Tomás observó con atención a su viejo amigo del instituto.

Filipe mantenía la expresión de chico travieso que siempre le había chispeado en los ojos pálidos, pero ya había arrugas surcándole la cara y el pelo rebelde tirando a rubio se le había vuelto parcialmente gris. Era como si lo hubiesen metido en una máquina del tiempo: un día parecía fresco, al otro apareció gastado. De un modo extraño, era simultáneamente la misma persona y alguien diferente.

– No hay mucho que contar, pero lo poco que sé es inquietante -observó Tomás, regresando al presente. Afinó la voz y se concentró en lo que tenía que decir. Había llegado el momento de abrir el juego-. En 2002 asesinaron a dos científicos casi al mismo tiempo, un estadounidense en la Antártida y un español en Barcelona. Ambos tenían tu nombre en sus agendas y había un papelito con un triple seis al lado de sus cuerpos tiroteados. -Observó a Filipe de reojo, evaluando el modo en que reaccionaba a lo que le estaba relatando. Sin sorpresa, vio que enderezaba el cuerpo, la sonrisa se le evaporaba del semblante, el rostro se ponía serio-. En el momento en que ellos murieron, tú desapareciste de circulación y no volvieron a verte. En las agendas de las víctimas constaba igualmente el nombre de un científico inglés que también se esfumó por aquel entonces. Nadie más volvió a oír hablar de vosotros. -Filipe le parecía tenso escuchando el relato, casi alerta, no había duda de que el asunto le concernía-. Hace algunas semanas, y después de mucho tiempo sin una sola pista sobre vuestro paradero, interceptaron un e-mail que te envió el inglés con un mensaje un poco extraño. El mensaje mencionaba el séptimo sello. Al consultar el Nuevo Testamento, comprobamos que el triple seis y el séptimo sello constituyen dos elementos simbólicos de gran importancia en el último de los textos bíblicos, el Apocalipsis. -Abrió las manos con las palmas hacia arriba, como si expusiese una evidencia-. Como debes comprender, todos estos hechos hicieron alzar muchas cejas y suscitaron una inmensa curiosidad sobre lo que tienes que decir.

Filipe se mordió el labio y lo miró, escrutador.

– ¿Curiosidad por parte de quién?

– Anda, de la Policía, claro.

– ¿Qué Policía?

– La Interpol.

Su amigo lo estudió inquisitivamente.

– ¿Ahora eres policía?

Tomás soltó una carcajada.

– Claro que no. Doy clases de Historia en la Universidade Nova de Lisboa.

– Entonces, ¿cuál es tu papel en esta historia?

– Los tipos de la Interpol contactaron conmigo para que los ayudase a esclarecer el caso. Tan sencillo como eso.

– Pero ¿por qué contactaron contigo justamente? ¿Qué tienes tú de tan especial que pueda serles útil?

– Ellos sabían de nuestra relación en la época de Castelo Branco. Además, como criptoanalista y experto en lenguas antiguas, me necesitaban para desvelar ese misterio del triple seis bíblico.

– A ver si comprendo. -Lo apuntó con el dedo-. ¿Tú estás trabajando para la Interpol?

– Sí, me contrataron para asesorarlos en esta investigación.

– ¿Y por eso estás aquí?

– Sí.

Filipe se calló un instante, evaluando la situación.

– Confieso que todo esto es un poco inesperado, no te imaginaba metido en todo este lío. -Alzó las cejas y miró a su amigo-. Dime una cosa: ¿tú crees que yo maté a los dos científicos?

– No, no lo creo -vaciló-. Mejor dicho: ni lo creo ni lo dejo de creer. En realidad, no tengo elementos suficientes para formarme una opinión sobre este asunto.

– ¿Y qué piensa la Interpol?

Tomás inspiró despacio, sopesando las palabras.

– Ellos quieren saber más -dijo por fin-. Pero no niego que el descubrimiento de la relación entre los científicos asesinados y tú, y el hecho de que hayas desaparecido en el mismo momento en que ellos murieron ha dejado a los tipos de la Interpol…, ¿cómo te lo diría?, los ha dejado…, en fin, llenos de sospechas, ¿no? Y la comprobación de que hay un vínculo entre el séptimo sello, mencionado en el e-mail que recibiste, y el triple seis, encontrado junto a las dos víctimas, ambas expresiones provenientes del mismo texto bíblico, no ha ayudado mucho a quitarte de la lista de los sospechosos, como has de comprender.

Filipe amusgó los ojos, escrutando a su viejo amigo del instituto, atento a su reacción a la pregunta que tenía que hacerle.

– Oye, la Interpol no sabe que yo estoy aquí, ¿no?

– No, he cumplido a rajatabla con tus instrucciones, quédate tranquilo.

– ¿No le has dicho a nadie que venías hacia aquí?

– No, nadie sabe nada.

– ¿Seguro?

– Es decir, la Interpol sabe que estoy de viaje para encontrarte, claro, pero no les he dicho adónde iba.

Filipe pareció relajarse, aunque no demasiado.

– Si me hubiese enterado de que estabas detrás de ese asunto, no te habría dicho que vinieses.

– ¿Por qué?

– Porque esta historia es muy peligrosa, Casanova. Al venir aquí, y estando tú al tanto de algunos acontecimientos y a la orden de una organización policial, se ha creado un problema de seguridad, ¿entiendes?

– No, no entiendo.

– Tu presencia aquí es un riesgo.

– Entonces, ¿por qué me dijiste que viniese?

Su amigo suspiró.

– Yo no sabía nada de tu conexión con la Interpol. -Miró distraídamente el vaso rojo con mors que tenía en la mano-. Echaba de menos a mi país, hace mucho tiempo que no te veía, y cuando me encontré con tu mensaje en el sitio del instituto, cedí a la nostalgia. Ha sido una estupidez, pero ya está hecha.

Filipe se calló, pensativo y preocupado. La presencia de su viejo amigo tenía repercusiones que inicialmente no había considerado y necesitaba analizar la situación.

– No entiendo -dijo Tomás rompiendo con el silencio embarazoso-. Si eres inocente, ¿por qué razón tienes miedo de la Interpol?

Filipe alzó una ceja, como si la pregunta fuese absurda.

– ¿Yo te he dicho que fuese inocente?

La frase quedó suspendida entre los dos, como una nube negra antes de deshacerse en tormenta.

– ¿No lo eres?

Filipe sonrió sin ganas y, apartando los ojos del horizonte, bebió un trago de mors.

– Esta historia es muy complicada -dijo sombríamente-. Muy complicada.

Se hizo una pausa. La conversación parecía avanzar a trompicones, llena de sobreentendidos e insinuaciones, silencios comprometedores y sentidos ocultos, como si lo más revelador no fuese lo que se decía, sino lo que quedaba sin decirse.

– ¿Tienes alguna responsabilidad en esas dos muertes? -arriesgó Tomás.

Silencio.

– En la vida siempre tenemos responsabilidades por todo lo que ocurre a nuestro alrededor.

Nuevo silencio.

Esta última respuesta arrastraba aún más sobreentendidos, pero Tomás no se dio por satisfecho; necesitaba romper aquella niebla de sutilezas que le encapotaba el entendimiento, y así aclarar las cosas.

– Pero ¿fuiste tú quien… quien provocó esas muertes?

Un suspiro más de Filipe.

– Tal vez sea mejor que te cuente la historia desde el principio.

– Sí, tal vez sea mejor.

Filipe se llevó el vaso a la boca y bebió la mitad del mors-, era como si buscase aliento allí para iniciar su relato.

– Toda esta situación comenzó en 1997, en Japón -dijo, con su mente viajando en el tiempo-. Como consultor de la Galp y del Gobierno portugués para el área energética, formé parte de la comitiva de Portugal que fue a participar en la gran conferencia climática de Kioto. -Miró a Tomás-. Ya debes de haber oído hablar de esa conferencia, supongo.

– Sí, fue aquella que acabó con un acuerdo sobre el medio ambiente, ¿no?

– Justamente -confirmó-. El llamado Protocolo de Kioto. -Afinó la voz-. Lo que ocurrió en Kioto fue que la mayor parte de los países desarrollados asumió el compromiso solemne de, hasta 2012, reducir las emisiones globales de dióxido de carbono hacia valores inferiores los de 1990. Había señales de que el planeta se estaba calentando debido a la quema de los combustibles fósiles, y Kioto señaló la voluntad internacional de controlar la situación.

– Gracias a Dios.

– Fue lo que pensó la gran mayoría de los científicos. -Alzó las manos y los ojos al cielo, en un gesto teatral-.¡Gracias a Dios que se hacía algo! -Encaró a Tomás-. Pero hubo algunos expertos que participaron en esa conferencia y que se dieron cuenta de que todo aquello no era más que una fachada. Por pequeños detalles de comentarios entre delegaciones y por la forma en que cada delegación anunciaba generosas intenciones generales, pero evitaba comprometerse en medidas específicas que incluyesen costes, esos especialistas llegaron a la conclusión de que, a la hora de la verdad, los políticos darían largas y postergarían el problema, legándoselo a sus sucesores.

– ¿Por qué?

– Por las ramificaciones del protocolo, claro. Es que lo esencial de los cortes en las emisiones de dióxido de carbono recayó en el mundo industrializado. La Unión Europea se comprometió a reducir sus emisiones en un ocho por ciento; Japón en un seis por ciento; y los Estados Unidos, que son el mayor emisor de dióxido de carbono del planeta, en un siete por ciento.

– ¿Eso es poco?

– No, es magnífico -hizo una pausa para acentuar la frase siguiente-: si se hiciese.

– ¿Y no era así?

Filipe meneó la cabeza.

– No -murmuró-. Había tres problemas. El primero es que los estadounidenses no se atrevían a enfrentar los intereses instalados. Reducir la emisión de dióxido de carbono implica atacar tres industrias de gran importancia en Estados Unidos: la industria petrolera, la industria automovilística y la industria del carbón. Los ocupantes de la Casa Blanca no se atreven, lisa y llanamente, a enfrentarse a esos colosos.

– Entiendo.

– El segundo problema estaba aquí, en Rusia. El calentamiento global es una catástrofe para muchos países, pero no para éste. -Señaló en dirección a las montañas y a la taiga, al otro lado del lago-. Aquí en Siberia, por ejemplo, los inviernos más moderados y cortos sólo tienen ventajas agrícolas. Además, si la tundra se derrite, será más fácil y barato explotar el petróleo ruso del Ártico. El hielo queda más fino y las perforaciones se vuelven más sencillas. El petróleo corresponde a un tercio de las exportaciones de Rusia, por lo que este país, que es el tercero entre los mayores emisores mundiales de dióxido de carbono, no tiene ningún interés en poner fin al calentamiento del planeta. Por el contrario, sólo tiene que ganar con ello.

– Bien, una posición como ésa mina cualquier esfuerzo por controlar las cosas.

– Sin duda -coincidió Filipe-. Pero aún había un tercer problema. Kioto impuso muchas obligaciones al mundo industrializado, que es el que emite la mayor parte del dióxido de carbono que está causando el calentamiento global, pero ignoró a los países en vías de desarrollo.

– Eso me parece lógico, ¿no? -intervino Tomás-. Si el mundo industrializado es el que está causando el problema, es el mundo industrializado el que tiene que resolverlo.

Su amigo hizo una mueca.

– No es del todo así -corrigió-. Los países en vías de desarrollo amenazan con convertirse en grandes emisores de dióxido de carbono.

Tomás se rio.

– ¿Estás insinuando que países como Mozambique son una amenaza para la estabilidad climática del planeta?

– Mozambique, no. Pero China y la India, sí. -Se inclinó en la silla-. A ver si entiendes una cosa: todo acto económico es un acto de consumo energético. -Señaló el vaso con el líquido anaranjado en las manos de Tomás-. Por ejemplo, ese kvas. El kvas es una bebida dulce y poco alcohólica hecha con cebada y centeno. Eso significa que han hecho falta tractores para cultivar y recoger la cebada y el centeno. Pero los tractores se mueven a gasóleo. Después ha habido que destilar la bebida. Para hacerlo se ha usado energía eléctrica, gran parte de la cual se produce recurriendo a combustibles fósiles. A continuación ha sido necesario fabricar la botella, y eso ha exigido calor generado en los hornos por los combustibles fósiles. Finalmente, se ha transportado la botella de kvas hasta el supermercado y de ahí hasta este campamento yurt, y ello sólo ha sido posible consumiendo más combustible. -Golpeó con el índice el vaso de Tomás-. Si hace falta energía para producir esa parte insignificante de kvas que tienes en la mano, imagina la energía que es necesaria para generar cada uno de los trillones de bienes que toda la humanidad produce diariamente: hamburguesas, patatas, frutas, juguetes, ropa, automóviles y…¡yo qué sé!

– Lo que quieres decir es que cada bien que consumimos resulta de una cadena de operaciones que consumen energía.

– Así es. O, en otras palabras, la actividad económica y la energía son dos caras de la misma moneda.

– El yin y el yang.

– Una no existe sin la otra. -Volvió a recostarse en la silla, ya puesto el énfasis en su idea-. Esto significa que el crecimiento económico requiere energía y esta energía genera crecimiento económico, un proceso que nadie desea ver interrumpido. Repara en este ciclo: la riqueza despierta el deseo de hacer compras, las compras generan demanda, la demanda requiere más fábricas y más materia prima, las fábricas y la materia prima producen más bienes, la producción de bienes genera crecimiento económico, el crecimiento económico despierta el deseo de hacer compras, las compras generan demanda…, y así sucesivamente. -Al volver al punto de partida, sonrió-. Actividad económica y energía son dos caras de la misma moneda.

– Lo he entendido. Pero ¿qué tiene que ver eso con China y con la India?

– La fuerte relación entre la energía y el crecimiento económico es algo que apenas entienden los ciudadanos europeos o estadounidenses. Estamos de tal modo habituados a la abundancia que no vemos que los dos cosas son en realidad la misma. Aceptamos todo como quien acepta el aire que respira, es como si fuese un derecho adquirido. Pero quien vive en los países más pobres tiene perfecta conciencia de la importancia de la energía para conseguir que la vida vaya hacia delante. Les falta todo y sobre todo les falta energía, razón por la cual le dan mucho valor. Ellos saben que necesitan de la electricidad para iluminar el aula o para hacer funcionar una bomba de agua potable, y saben que necesitan del gasóleo para hacer que se mueva el tractor que requiere la cosecha que les saciará el hambre, o ir en camioneta hasta el pueblo y vender sus productos en el mercado. Los países más pobres tienen perfecta noción de la importancia de la energía para generar el crecimiento económico.

– ¿Y entonces?

Filipe deslizó la mano por los rizos de su pelo claro.

– Ocurre que China y la India están decididas a romper las barreras del desarrollo. -Señaló hacia atrás, en dirección al sur-. Veamos el caso de nuestros vecinos chinos. Durante décadas, la China de Mao Tse Tung cultivó un enorme desprecio por la industria automovilística, que consideraba un símbolo de la burguesía decadente. Todo el mundo andaba a pie o en bicicleta, y la pobreza era generalizada. Pero cuando Mao desapareció, las cosas cambiaron. El nuevo liderazgo chino entendía que tenía que generar crecimiento económico y el país empezó a valorar lo que antes despreciaba. Los chinos produjeron y vendieron automóviles por primera vez en 2002, entrando en tal frenesí consumista que la General Motors previo que una quinta parte de su producción estaría cubierta por el mercado chino. Todos los años hay más automóviles en China, hasta el punto de que el país tiene ahora siete de las diez ciudades más contaminadas del mundo. Millones y millones de chinos consideran que tener un automóvil es un símbolo de estatus social. -Inclinó la cabeza-. ¿Llegas a imaginar el impacto que ello tiene en la economía energética mundial?

– Bien, significa que hay un jugador más en este mercado, ¿no?

– Casanova, no estoy hablando de un país cualquiera. Estoy hablando de un país con mucha gente. Más de mil millones de personas. -Subrayó la cantidad, sílaba a sílaba, y sus ojos se desorbitaron-. Son más de mil millones de personas que quieren andar en coche, son más de mil millones de personas que quieren consumir combustible, son más de mil millones de personas que emiten enormes cantidades de dióxido de carbono en la atmósfera.

Tomás se rascó la cabeza.

– Nadia ya me había hablado de eso-dijo-. Es un problema, ¿no?

– ¡Un problemón! China ya ha superado a los países industrializados en la demanda de electricidad y de combustibles industriales y el país es, en este momento, el segundo mayor consumidor de energía del mundo, y se está preparando para superar en breve al primero, los Estados Unidos. Los chinos están devorando los recursos energéticos con una ansiedad increíble. Para alimentar esa hambre insaciable, han entrado con fuerza en el mercado de consumo del petróleo, desequilibrando la oferta y la demanda, y están invirtiendo fuertemente en el carbón, el combustible fósil que más gases emite e intensifica el efecto invernadero. Dentro de un tiempo, China será responsable de dos quintas partes de todo el carbón quemado en el planeta y una séptima parte de toda la electricidad producida, gran parte de ella generada por la quema de carbón o de petróleo. En resumidas cuentas, China emitirá en breve una quinta parte de todo el dióxido de carbono lanzado a la atmósfera.

– Caramba.

– Ahora añade a China todos los países que se quieren desarrollar. Añade la India, Rusia y América Latina. Todos aspirando a tener automóviles, frigoríficos, aire acondicionado, televisores…,¡todo! Imagina el impacto que esto tiene en la producción de calor y en el consumo de los recursos energéticos existentes.

– Sí, esto va a ser complicado.

– ¿Complicado? -Filipe casi se escandalizó con la elección de la palabra-. Caminamos alegremente hacia la catástrofe, aceleramos por la autopista del suicidio y ni siquiera nos damos cuenta de ello. El consumo de energía y la emisión de dióxido de carbono no se están reduciendo, sino acelerándose. Y acelerándose exponencialmente. Toda la economía energética, de la producción al consumo, se está poniendo patas arriba, con el equilibrio de la oferta y de la demanda al borde de la ruptura. Además, el clima se muestra totalmente alterado. El calentamiento de los últimos cincuenta años se ha duplicado en intensidad en relación con los últimos cien años, y el nivel del mar ha subido diecisiete centímetros en el sigloXX. Llueve más en el este del continente americano y en el norte de Europa, y llueve menos en el sur de Europa, en África y en Asia. Desde la década de los setenta ha aumentado la actividad de los ciclones en el Atlántico Norte, y en 2005 se ha producido el primer huracán en la costa occidental de Europa, el Vince, que entró en el norte de Portugal ya como tormenta propia de los trópicos. Desde que hay registros meteorológicos, nunca se había visto un huracán en esos parajes. Y lo mismo ocurre en el Atlántico Sur. Un huracán llamado Catarina cruzó la costa brasileña en 2004, un fenómeno tan inédito que a los meteorólogos brasileños les llevó algún tiempo creer en lo que les mostraban las fotografías del satélite. -Hizo una breve pausa-. El panel intergubernamental de científicos creado por la ONU estableció en 2007 que las temperaturas del planeta subirán en este siglo entre uno y seis grados, y que, en general, los fenómenos meteorológicos se volverán más extremos: lluvias más fuertes, sequías más graves, vientos más violentos, tormentas más brutales. -Meneó la cabeza-. Y lo peor es que el clima podrá estar a punto de cruzar un valor crítico, ¿entiendes? Un valor más allá del cual se desencadenan fenómenos que volverán inhabitables importantes partes del planeta.

– ¿Qué valor crítico? ¿Estás hablando de los 550 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera?

– También estoy hablando de eso, pero estoy hablando sobre todo de lo que ocurrirá cuando se supere determinada temperatura.

– Bien, supongo que todo se volverá gradualmente más caluroso, ¿no?

– No, no es así. La naturaleza está concebida de tal forma para que, en ciertos puntos críticos, se produzcan alteraciones abruptas. Y son los valores térmicos los que determinan muchas veces esas alteraciones. Por ejemplo, el agua se mantiene líquida a medida que la temperatura baja, pero, cuando se llega al grado cero, se vuelve de repente sólida. ¿Lo ves? El grado cero es un valor crítico, a partir del cual todo cambia.

– Sí, lo entiendo. Pero ¿adónde quieres llegar?

– Lo que estoy intentando explicarte es que lo mismo ocurre con el clima. A partir de cierta temperatura, las cosas cambian radicalmente y el planeta puede volverse inhabitable para gran parte de la vida actualmente existente, incluida la humana.

Tomás adoptó una expresión escéptica.

– Espera -dijo-. Una cosa es que sepamos que el agua se vuelve repentinamente sólida con grado cero; otra es decir que las alteraciones del clima serán tan bruscas que la propia supervivencia de la humanidad está amenazada. ¿No crees que estás exagerando un poco?

La primera respuesta fue un suspiro paciente. Filipe se levantó de la silla y se desperezó.

– Ven, Casanova -dijo comenzando a caminar por la arena de la playa-. Voy a mostrarte una cosa.

Capítulo 18

Las aguas del Baikal iban a abrazar la arena con olas suaves; el lago era manso y en la superficie oscura se veían puntitos brillantes, como diamantes que reflejasen el centelleo del sol en el crepúsculo. Filipe se quitó los zapatos y recorrió la orilla, chapoteando en el agua.

– Ven aquí -invitó-. Disfruta del agua.

Tomás también se quitó los zapatos y pisó el líquido burbujeante, pero se detuvo de inmediato.

– Está fría. -Se quejó, dando rápidos saltitos de vuelta a la arena.

Su amigo se rio.

– No huyas, pedazo de maricón. Ven aquí al agua.

– ¿Estás loco?

Filipe se agachó y sumergió la mano en el lago.

– Crees que está fría, ¿eh?

– Helada.

El geólogo se enderezó y sacudió la mano mojada, salpicándose los pantalones y el jersey.

– Y, no obstante, esta agua fría es esencial para mantener a nuestro planeta vivo.

– Ya estás exagerando -exclamó Tomás-. Todo el mundo sabe que la vida prefiere el agua caliente.

Filipe comenzó a caminar por la orilla del lago, siempre chapoteando con los pies en el agua, mientras Tomás mantenía una distancia prudente a su lado, acompañándolo por la arena.

– Déjame que te explique una cosa, Casanova -dijo Filipe, con los ojos fijos en las olitas que se deshacían a sus pies-. Aunque no nos demos cuenta de ello, la Tierra es un ser vivo. De la misma manera que el ser humano es un ser vivo constituido por billones de seres vivos, las células, la Tierra es un ser vivo constituido por billones de seres vivos, la fauna y la flora. Por ejemplo, si la temperatura cambia mucho en la Luna o en Venus, eso es indiferente para esos astros, dado que ambos están muertos, no son más que piedra y polvo. Tanto les da que haga mucho frío como mucho calor, los astros muertos son como esculturas de mármol. Pero las alteraciones térmicas no son indiferentes para la Tierra, que se encuentra viva y que, por ello, está constantemente regulando su temperatura y composición. ¿Sigues mi razonamiento?

– Hmm… Más o menos.

– Una de las cosas que la ciencia ya ha reconocido es que la Tierra, como cualquier ser vivo que la habita, tiene la capacidad de autorregularse. -Alzó el dedo para hacer una salvedad-. Pero, también como cualquier ser vivo, eso sólo ocurre dentro de determinados parámetros de temperatura. -Dio un puntapié en una ola, provocando un burbujeo aparatoso-. En el caso del agua, se ha descubierto que la temperatura crítica son los diez grados. Cuando la temperatura sube por encima de los diez grados, el agua tiende a quedarse libre de nutrientes, lo que perjudica la vida. De ahí que las aguas tropicales sean tan transparentes y límpidas: no tienen nutrientes, a excepción de una limitada cantidad de algas. Esas aguas son al mar como los desiertos son a la tierra. Por el contrario, los bosques del mar son las aguas del Ártico y del Antàrtico, dado que esos océanos polares tienen temperaturas inferiores a los diez grados y, por ello, pueden encontrarse nutrientes por todas partes.

– Disculpa, pero eso no es del todo así -argumentó Tomás-. Que yo sepa, existe mucha vida marina en las aguas tropicales.

– Sólo en profundidad, Casanova. -Señaló hacia abajo-. Sólo en el fondo, donde la temperatura es inferior a los diez grados, la vida marina encuentra nutrientes.

– Hmm.

– Eso significa que la mayor parte de los océanos son desiertos.

– ¿Estás hablando en serio?

– Muy en serio -insistió Filipe-. Las aguas por encima de los diez grados en la capa superior cubren el ochenta por ciento de la superficie de agua en el mundo. Quiere decir que el ochenta por ciento de la superficie del mar es un desierto.

Tomás torció la boca.

– No tenía la menor idea.

– Las implicaciones de este descubrimiento son graves. Si la temperatura global sube, el porcentaje de agua caliente aumentará, lo que tendrá como consecuencia el ensanchamiento del desierto marítimo.

– Entiendo.

Filipe se movió en su lugar.

– Ahora presta atención, Casanova, porque esto es importante. -Hizo un gesto que abarcó el horizonte verde en Oljon y la taiga en la otra margen del lago-. Este fenómeno de desertificación en el mar también se produce en la tierra. Se ha descubierto que las temperaturas críticas en el exterior no son los diez grados, como en el mar, sino los veinte. Cuando la temperatura desciende por debajo de los veinte grados, como ocurre en invierno, el agua de la lluvia se mantiene mucho tiempo en la tierra y el suelo se conserva húmedo, lo que facilita el crecimiento de la vida. Pero cuando, en verano, las temperaturas medias rondan los veinte grados, el agua de la lluvia tiende a evaporarse rápidamente y los suelos se secan. La Tierra, en cuanto ser vivo que se autorregula, ha respondido a este problema haciendo que la estación de las lluvias se dé justamente en verano. La lluvia más frecuente compensa la evaporación, ¿me entiendes? Pero, cuando la temperatura media sube por encima de los veinticinco grados, la evaporación se vuelve demasiado rápida y, a no ser que la lluvia sea casi continua, la tierra se transforma en desierto.

– ¿Y los bosques ecuatoriales? Que yo sepa, están por encima de los veinticinco grados.

– Los bosques ecuatoriales, como el Amazonas o el gran bosque del Congo, constituyen justamente una nueva respuesta de autorregulación de este formidable ser vivo que es la Tierra. Como la evaporación por las altas temperaturas es muy rápida, la Tierra ha creado allí un ecosistema que permite mantener las lluvias sobre el bosque, con lo que obtiene lluvia casi continua, ¿entiendes?

– Ah, entonces el bosque atrae las nubes.

– Eso es. Pero este sistema también sólo es viable dentro de determinados límites térmicos.

– ¿Por qué?

– Debido a las propiedades del agua, Casanova. Una subida de cuatro grados de la temperatura media acelera aún más la evaporación y destruye este equilibrio, y transforma el bosque ecuatorial en un desierto.

– ¿Cómo sabes eso?

– Basta mirar los desiertos, como el Sáhara, por ejemplo. La temperatura allí es tan elevada que toda el agua se evapora demasiado deprisa y los suelos se secan. Pues ¿sabes lo que diferencia a un bosque ecuatorial de un desierto? -Una breve pausa-. Apenas cuatro grados Celsius. Hay sólo cuatro grados de diferencia entre un gran bosque virgen y un desierto, lo que significa que esos cuatro grados traspasan en alguna parte un valor crítico.

– Voy entendiendo.

– De ahí que el aumento de la temperatura global sea un problema muy grande si supera determinado límite térmico. Y lo peor es que hay indicios de que ese proceso ya se ha desencadenado.

Tomás adoptó una actitud aprensiva.

– ¿Cómo?

– ¿Nunca has oído hablar del efecto Budyko?

– ¿Efecto qué?

– Mijail Budyko es el mayor climatòlogo ruso. Descubrió que la nieve refleja en el espacio la mayor parte del calor del sol que incide sobre ella, lo que ayuda a mantener el clima frío. El problema es que, como el dióxido de carbono que han liberado los combustibles fósiles ha elevado la temperatura global, la nieve ha empezado a derretirse, dejando asomar el suelo oscuro que había por debajo. Pero ese suelo, como es oscuro, absorbe el calor, lo que provoca más calor, el cual provoca más derretimiento de nieve, lo que hace que emerja más suelo oscuro que provoca aún más calor, en una espiral sin fin. Ese es el efecto Budyko.

– Nadia me ha hablado de eso.

– Pues ella estuvo implicada en las primeras mediciones que se hicieron aquí, en Siberia. Lo grave es que la temperatura traspasó un límite tal que este tipo de proceso se desencadenó en todo el planeta, incluso en el mar. Sólo en 2005 desapareció el catorce por ciento del hielo permanente del Ártico.¡Catorce por ciento! ¿Sabes por qué? Porque los océanos se están calentando. Como el agua se ha vuelto más caliente, ha empezado a derretirse más hielo, lo que es un problema, porque, como te he dicho, el hielo funciona como un espejo y refleja más del ochenta por ciento del calor del sol. El océano, por el contrario, absorbe más del noventa por ciento de ese calor, debido a que es oscuro. ¿Alcanzas a ver las consecuencias o no? Como el hielo se está derritiendo, hay más océano recibiendo calor, lo que vuelve más caliente al agua y hace derretir aún más hielo, lo que disminuye más la superficie reflectora y ensancha de nuevo la superficie absorbente de calor, en un ciclo vicioso que intensifica el efecto invernadero. Y esto no es todo. Como el océano está más caliente, el agua se vuelve más pobre en nutrientes y en algas. Pero son las algas las que atraen el dióxido de carbono hacia el fondo del mar. Como hay menos algas, el dióxido de carbono queda en la superficie, lo que también agrava aún más el efecto invernadero. Como el calor aumenta, el agua pierde más nutrientes y sobreviven aún menos algas, dejando encima mayores cantidades de dióxido de carbono, que agravan cada vez más el efecto invernadero, y así sucesivamente en una nueva espiral interminable. Es una especie de efecto Budyko marítimo.

– Pero ¿realmente está ocurriendo eso?

– Pues sí. Y en todas partes. Mira los bosques ecuatoriales de los que estábamos hablando hace apenas unos instantes. Como la temperatura ha aumentado, están disminuyendo. El problema es que sin la sombra de los árboles el suelo se calienta más y, en consecuencia, hace calentar más el planeta, lo que provoca una mayor disminución de los bosques y quita sombra a más suelos, que así se calientan más y provocan una mayor disminución forestal, en un nuevo círculo vicioso. Además, ya están ahí las primeras señales de este fenómeno. La Amazonia vivió en 2005 una sequía que no se había dado nunca antes. Se secaron varios afluentes del río Amazonas y hubo que enviar, mediante helicópteros, el agua potable para las aldeas de la gran floresta supuestamente húmeda. ¿Y sabes por qué razón se utilizaron helicópteros?¡Porque el agua de los ríos estaba demasiado baja para la navegación! La sequía de 2005 puede haber sido la primera señal del inminente y catastrófico colapso de la Amazonia, que es inevitable si las temperaturas suben entre tres y cuatro grados Celsius. En esa situación, la floresta se transformará en un desierto. -Señaló la taiga al fondo-. Es necesario, además, mencionar que la muerte de las florestas provoca una brutal liberación de dióxido de carbono, que intensifica el efecto invernadero. Por otro lado, fíjate en que los árboles son la esponja natural que absorbe el dióxido de carbono. Menos árboles implican menor absorción de dióxido de carbono, lo que agrava igualmente el efecto invernadero.

– Pero lo que quieres decir, entonces, es que entramos en todas partes en un ciclo vicioso que provoca cada vez más calor.

– Exactamente eso -confirmó Filipe-. Por eso te digo que, cuando se traspasa determinada temperatura crítica, se desencadenan fenómenos descontrolados. Como ya te he explicado, la Tierra es un ser vivo con capacidad de autorregulación, lo que significa que siempre ha logrado mantenerse próxima a la temperatura y a la composición química más adecuadas para la vida. Lo ha hecho durante tres mil millones de años. Pero ahora, debido a la liberación en masa de dióxido de carbono de los combustibles fósiles, la temperatura se acerca a un valor crítico a partir del cual el planeta pierde capacidad de autorregulación. Y es justamente eso lo que vuelve el calentamiento global potencialmente catastrófico.

Filipe cambió de dirección y salió del agua, yendo hacia las sillas que habían abandonado unos minutos antes. Tomás lo acompañó con actitud pensativa, incómodo con aquel alud de datos aterradores.

– Bien, ya he entendido que la situación es grave -dijo-. Pero ¿cuál es la relevancia de todo esto para nuestra conversación?

– La relevancia, Casanova, es que durante la conferencia de Kioto hubo algunos técnicos que se dieron cuenta de que el acuerdo no era más que una fachada. Se ignoraron deliberadamente las cuestiones de fondo. Kioto reunió a muchos países, cada uno con su propia agenda, pero pocos reflejaban una preocupación genuina por aquello que había motivado la reunión: los cambios climáticos. Por el contrario, nosotros veíamos a los políticos guiñándose el ojo y diciendo que lo que verdaderamente les interesaba no era el calentamiento del planeta, sino el enfriamiento de la economía. Aceptaban todas las medidas que fuesen buenas o inofensivas para su economía y rechazaban todas las que les parecían perjudiciales. Ése era el estado de ánimo dominante. En el razonamiento de los políticos, lo que ocurra dentro de veinte años ya no tendrá que ver con ellos, pues está fuera de su horizonte de reelección. Que resuelvan el problema los gobernantes que vengan después.

– ¿Ellos decían realmente eso?

– En público no, claro. Frente a los micrófonos asumían una posición de gran responsabilidad y parecían realmente preocupados por el calentamiento global. Unos verdaderos estadistas. Pero en privado los veíamos muy bien encogiéndose de hombros y riéndose de lo que ellos mismos acababan de declarar en público.¡La verdad es que les importaba lisa y llanamente un bledo!

– Pero entonces esa conferencia no sirvió para nada…

– Fue una fachada. El problema es que, tal como las cosas se presentan, las emisiones de dióxido de carbono no van a disminuir sino a acelerarse. Por otra parte, ya se están acelerando. Además, Kioto partía del principio ingenuo de que basta con cerrar el grifo del dióxido de carbono para resolver el problema del calentamiento global. -Hizo un gesto brusco con la mano, cortando el aire-. Nada más errado. El calentamiento del planeta es acumulativo. Aunque hoy paremos de emitir dióxido de carbono, y no vamos a parar, el calentamiento proseguirá durante décadas. Se traspasará inevitablemente el valor crítico de 550 ppm y el planeta estará literalmente frito. Ante la actual evolución, me parece seguro decir que llegaremos a traspasar los 1.100 ppm aún durante este siglo. -Adoptó una expresión de impotencia-. Es una catástrofe.

Tomás lo miró a los ojos, inquieto por lo que acababa de escuchar. Parte de esto ya se lo había explicado Nadezhda, pero era chocante oírlo aunque fuese por segunda vez.

– ¿Qué se puede hacer?

Filipe sonrió.

– Justamente fue eso lo que me pregunté a mí mismo en Kioto. ¿Qué se puede hacer?

La interrogación se mantuvo un buen rato flotando entre los dos amigos. Se acercaron a las dos sillas colocadas sobre la arena y se sentaron.

– ¿Entonces?

– Llegué a descubrir que yo no era el único que se había formulado esa pregunta. Había otros técnicos que entendieron el fraude de la conferencia y que se preguntaron qué podrían realmente hacer. En conversaciones en los pasillos o en la cafetería, descubrimos que compartíamos las mismas preocupaciones y formamos un pequeño grupo. -Se rio, con la memoria sumergida en las reminiscencias de Kioto-. ¿Sabes cuál es el nombre que nos dimos?

– Hmm .

– Los Cuatro Caballeros del Apocalipsis. Piensa a ver si estos nombres te dicen algo: Howard Dawson, Blanco Roca y James Cummings.

Tomás los reconoció.

– Los dos primeros son los tipos que murieron, ¿no?

– Sí. Howard era un climatòlogo de la delegación estadounidense y Blanco un físico integrado en la comitiva española.

– Y el tercero es el inglés que también desapareció.

– Exacto. James fue el consultor científico de la delegación británica.

– Contigo suman cuatro.

– Los Cuatro Caballeros del Apocalipsis.

– En la Biblia, los cuatro caballeros son los que provocan el apocalipsis…

– En nuestro caso, queríamos ser los cuatro caballeros que impidiesen el apocalipsis.

– ¿Y eso es posible?

– Fue lo que nos preguntamos nosotros. Como climatòlogo, Howard tenía mucha información privilegiada, resultado de observaciones que estaba efectuando por todo el planeta, sobre todo en las zonas heladas. Nos contó que la gran mayoría de los glaciares están ardiendo. Los glaciares de los Alpes ya han perdido el cincuenta por ciento de su hielo y los de los Andes han triplicado la velocidad de retroceso, disminuyendo un cuarto de su superficie en sólo tres décadas.

– Joder.

– La temperatura del suelo en Alaska ha aumentado en el sigloXX entre dos y cinco grados Celsius, y nueve estaciones del Ártico han registrado subidas de la temperatura de superficie del orden de los cinco grados Celsius. El calentamiento global ya ha provocado la desintegración de cinco de las nueve plataformas de hielo existentes en la península Antàrtica. Groenlandia y la altiplanicie tibetana registran fenómenos semejantes.

– ¿Todo eso os lo contó el estadounidense?

– Sí, pero nos dijo mucho más. El Niño, por ejemplo, ¿sabes qué es?

– Lo he leído en los periódicos -dijo Tomás haciendo un esfuerzo de memoria-. Es un fenómeno meteorológico en el Pacífico, ¿no?

– Más o menos. El Niño es la aparición periódica de agua caliente en las latitudes tropicales del Pacífico Oriental. La emersión de estas aguas alimenta violentas tempestades en el Pacífico, inundaciones en California y en el golfo de México, así como sequías en Australia y en África. A lo largo de la historia, el Niño se ha revelado como un fenómeno cíclico, alternando cada cuatro años con la Niña, un fenómeno exactamente opuesto, dado que implica la aparición de agua fría en aquella misma zona. Ocurre que, a mediados de los setenta, se alteró el ciclo y el Niño muestra una tendencia a volver casi permanente, llegando a durar seis años.

– ¿Y los otros océanos? ¿También han sufrido alteraciones?

– Las alteraciones están en todas partes, Casanova. Las olas del Atlántico Norte alcanzan una altura un cincuenta por ciento mayor que en la pasada década de los sesenta. Eso se debe a alteraciones sutiles en la temperatura del agua.

– Hmm.

– Lo que pasa es que descubrimos que el clima es mucho más volátil de lo que antes se pensaba. Pequeñísimos cambios causan alteraciones desproporcionadas en el equilibrio global.

– Una especie de efecto mariposa.

– Así es. Y nadie va a escapar. El Medio Oeste de los Estados Unidos, por ejemplo, que ha sido el granero de América, está en vías de convertirse en un desierto. Y el sur de Europa también. Las olas de calor se han hecho más frecuentes y más largas, y ya se encuentra en marcha un proceso de desertificación gradual en Italia, en Grecia, en España y en Portugal, con el Sáhara creciendo hacia el norte. Esto tiene implicaciones catastróficas. Mira lo que ha ocurrido con las grandes olas de calor de 2003 y 2007 en el sur de Europa. Más allá de los gigantescos incendios que consumieron en Portugal una superficie forestal del tamaño de Luxemburgo, la ola de temperaturas elevadas en 2003 ha provocado una quiebra del veinte por ciento en la cosecha de cereales y ha producido una inflación en los precios del cincuenta por ciento. Y en 2007 fue aún peor, con temperaturas récord que provocaron miles de incendios en Grecia, en Turquía y en los Balcanes. Dubrovnik llegó a ser evacuada y los griegos tuvieron que declarar el estado de emergencia en todo el país cuando los incendios descontrolados mataron a más de sesenta personas en tres días y llegaron a los suburbios de Atenas.

– ¿Crees que esas calamidades se van a hacer frecuentes?

– Ah, no te quepa duda. Estos incendios han sido solamente el preludio de lo que viene, y fíjate en que surgen en un momento en que se advierte que el planeta necesita duplicar su producción alimentaria en los próximos treinta años, con el fin de sustentar a una población que habrá de duplicarse en sesenta años. El problema es que la desertificación, la erosión de los suelos y la salinización están reduciendo la tierra arable a un ritmo de un uno por ciento al año. -Inclinó la cabeza para subrayar este aspecto-. Un uno por ciento al año significa un diez por ciento en una década. Hay quien dice que, dentro de unas décadas, la mitad del globo se encontrará cubierto por el desierto. Los resultados ya están a la vista: el crecimiento de la producción alimentaria alcanzó su pico a mediados de los ochenta y se presenta ahora en franco declive.

– ¿Estás hablando en serio?

– ¿Por qué razón piensas tú que estamos tan preocupados? Los modelos muestran que, duplicándose el dióxido de carbono en la atmósfera, la mayor parte de los Estados Unidos estará sometida a graves sequías, con el consecuente colapso agrícola.

Bastará con que suba un grado para que aparezcan desiertos en Nebraska, en Wyoming, en Montana y en Oklahoma. Y, por encima de los dos grados Celsius, también el sur de Europa se habrá transformado en un desierto. Algunos científicos franceses, por ejemplo, se han dedicado a pensar cuánto aumentará la evaporación de agua en toda la región mediterránea cuando se produzca una ligera subida de la temperatura. Los modelos de ordenador han revelado que la evaporación disminuirá, lo que es sorprendente, dado que el calor aumenta la evaporación. Después de analizar mejor los datos, los científicos se han dado cuenta de que la evaporación disminuirá por la sencilla razón de que dejará de haber agua en el suelo: sin agua no hay evaporación. Eso significa que el Sáhara habrá cruzado el Mediterráneo y el sur de Europa se habrá transformado en un desierto. -Hizo un gesto con tres dedos-. El panel de la ONU prevé que, si se cruza el umbral de los tres grados, la desertificación podrá conducir a un hambre generalizada en el planeta. La producción agrícola china, por ejemplo, entrará en ruptura total, con los campos de arroz, maíz y trigo decayendo en un cuarenta por ciento. Las poblaciones de estas nuevas zonas desiertas tendrán que huir en masa hacia el norte en busca de comida, lo que implica que se verán forzadas a invadir los ya densamente poblados países industrializados del norte, donde la producción alimentaria también estará bajo presión. Como es evidente, los habitantes de estos países van a reaccionar muy negativamente a esa invasión de hambrientos y los conflictos serán inevitables. Los partidos fascistas, con la promesa de frenar por la fuerza a las hordas de refugiados famélicos, se volverán dominantes.

– Eso es aterrador.

– Lo es, ¿no? Y me temo que no he revelado aún lo peor.

Tomás frunció el ceño, inquieto.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que lo más grave no es lo que acabo de contarte.

– Entonces, ¿qué es?

Filipe suspiró y miró a su amigo, recobrando el ánimo para entrar en la cuestión que verdaderamente lo aterrorizaba.

– ¿Sabes lo que es una extinción en masa?

Capítulo 19

El crepúsculo ya había pintado el cielo de violeta y lila sobre el horizonte y una brisa fría y agreste cortaba la playa, levantando pequeñas nubes de arena. El aire se estaba poniendo desagradable, pero Tomás se sentía atado a la silla, incapaz de interrumpir el hilo de la conversación. La referencia a extinciones en masa le parecía algo del mundo de la ficción, lenguaje catastrofista sin ninguna relación con la realidad, pero oír la expresión en aquel contexto era diferente. Interrogó a su amigo con los ojos y, conteniendo la impaciencia, aguardó a que él revelase lo que aún no había contado.

– Durante la vida en nuestro planeta ya ha habido cinco grandes extinciones en masa -comenzó a decir Filipe, después de una corta pausa para ganar aliento-. La más famosa fue la del Cretácico, hace sesenta y cinco millones de años, provocada por la caída de un meteoro en la península de Yucatán, en México. Ese impacto alteró el clima y provocó una mortandad generalizada que puso fin a la era de los dinosaurios.

– Sí, fue una gran catástrofe.

– Lo que poca gente sabe es que no fue la peor. La más grave de todas las extinciones se produjo en el Pérmico, hace casi doscientos cincuenta millones de años. En ese momento, sin que se sepa exactamente aún por qué, desaparecieron abruptamente el noventa y cinco por ciento de los animales que conocemos por los registros fósiles.¡Puf! -resopló-. Noventa y cinco por ciento. -Dejó que el valor resonase en la mente de Tomás-. Eso representó más de la mitad de las familias de especies existentes. Sólo entre los insectos desaparecieron cerca de un tercio de las especies, en lo que fue la única vez en la historia del planeta en que los insectos murieron en masa. La extinción del Pérmico representó el momento en que la vida en la Tierra estuvo más cerca de la aniquilación total.

– Yo sé muy bien lo que ocurrió en el Pérmico -intervino Tomás-. Lo que no entiendo es qué relevancia tienen esos acontecimientos en el objeto de nuestra conversación.

– Es muy sencillo, Casanova. El análisis geológico de las muestras del Pérmico revela alteraciones en los isótopos de carbono, indicando que algo terriblemente errado ocurrió en la biosfera y en el ciclo del carbono -respiró hondo-. Lo que quiero decir es que la extinción del Pérmico coincidió con un abrupto aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Las temperaturas subieron seis grados Celsius. -Extendió seis dedos frente a los ojos de su amigo-. Seis grados. Tantos cuantos prevé el panel de la ONU para finales de este siglo.

Tomás se quedó un instante callado, mirando a Filipe.

– Estás bromeando.

– Ojalá.

– ¿Cuál era la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera cuando se produjo la extinción del Pérmico?

– Cuatro veces más que los actuales 380 ppm. Más o menos lo que se prevé que lleguemos a tener a finales de este siglo. -Filipe bajó el brazo izquierdo y cogió un puñado de arena, que dejó escurrir despacio entre los dedos-. Además de la subida de seis grados de temperatura, los estudios geológicos muestran que el planeta se volvió súbitamente árido, con desiertos en el sur de Europa y de Estados Unidos, y el nivel del mar veinte metros más elevado.

– Exactamente lo que se prevé para este siglo -comprobó Tomás-. ¿Y tú dices que eso fue abrupto?

– Sí.

– Bien, nosotros al menos tenemos un tiempo, ¿no? No vamos a enfrentarnos con los cambios de un día para otro.

– Casanova, cuando digo abrupto, estoy utilizando referencias a la escala de la larga vida del planeta. Las alteraciones climáticas de la gran extinción del Pérmico se produjeron en un periodo excepcionalmente rápido. Cuando digo rápido quiero decir diez mil años.

Tomás reaccionó con los ojos desorbitados, presa del horror.

– ¿Diez mil años?

– En términos geológicos, diez mil años corresponden a un cambio abrupto.

– Pero los cambios actuales se van a producir ya en este siglo…

Filipe afirmó con la cabeza.

– ¿Crees que no lo sé?

– Pero ¡eso es…, es una catástrofe!

– Pues sí. Existen estudios que muestran que entre un tercio y la mitad de las especies actualmente existentes se habrán extinguido alrededor de 2050. Y, si no se ponen frenos, dentro de algunos siglos la gran extinción del Pérmico parecerá una broma de niños.

– Tenemos que parar ya con la emisión de dióxido de carbono.

– Claro, pero no sé si estamos a tiempo.

– Tiene que haber un acuerdo político radical.

– Sin duda, pero tenemos que ser realistas: ese acuerdo aún no existe. Y, aunque llegue a existir, repito que puede ser demasiado tarde. El planeta es una máquina muy pesada y cuesta mucho ponerla en marcha. Pero, a partir del momento en que entra en marcha, ya no es posible frenarla; de la misma manera que la piedra, cuando comienza a rodar por la cuesta de una montaña, ya no para.

– ¿Por qué? ¿Por el efecto acumulativo del dióxido de carbono?

– Sí. Pero también por otra cosa de la que aún no te he hablado. El metano.

– ¿Qué metano? ¿De qué estás hablando?

– El dióxido de carbono es un poderoso gas de efecto invernadero, pero no es el peor. El verdadero demonio es el metano que se encuentra oculto en el fondo del mar o debajo del hielo, contenido por el frío o por las altas presiones. El metano es veinte veces más poderoso que el dióxido de carbono como gas de invernadero. Ocurre que, si la temperatura sube, se desencadena un proceso que libera el metano, trayéndolo a la atmósfera.¡Ese sí que será el comienzo del desastre! Una vez el metano esté fuera, el calentamiento de la atmósfera se acelerará exponencialmente. Se supone que eso ocurrió en la extinción marítima del Paleoceno, cuando desapareció todo lo que vivía en el fondo de los océanos, hace más de cincuenta millones de años.

– ¿Y cuándo comienza el metano a ser liberado?

Filipe se llenó los pulmones antes de responder sombríamente.

– Ya ha comenzado.

Se hizo el silencio en la playa. Tomás se frotó la barbilla, intentando dirigir esta nueva revelación.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Su amigo hizo un gesto en dirección a la taiga, del otro lado del lago.

– Está ocurriendo aquí, en Siberia -dijo-. El hielo de la tundra ha comenzado a derretirse y por debajo se encuentra el metano. Como en esta región se ha disparado la temperatura, fuimos a ver lo que está pasando en los lagos que se han descongelado. Lo que vimos nos dejó aterrados: el metano ya ha comenzado a burbujear. Está liberándose a un ritmo cinco veces superior al que preveían las estimaciones más frecuentes. A medida que el hielo vaya retrocediendo en Siberia, más metano saldrá al exterior.

– ¿Y ahora?

– El efecto Budyko también se ha desencadenado ya en el metano. Hay quien cree que es como si ya hubiésemos empujado la piedra y ésta ya estuviese rodando por la cuesta. El efecto acumulativo del dióxido de carbono podrá volver inevitable el colapso de la Amazonia. Si la gran floresta desaparece, se liberarán 250 ppm en la atmósfera, lo que nos llevará a una subida de cuatro grados Celsius. En ese umbral, el equilibrio podrá revelarse imposible, dado que se acelerará la liberación del metano siberiano. Ello nos catapultará inexorablemente a una subida de seis grados que, a su vez, liberará el metano marítimo. -Suspiró-. Si eso ocurre, superaremos los niveles de la gran extinción del Pérmico.

– ¡Dios mío!

– Es imperativo que la temperatura no suba más de dos grados, de modo que no desencadene el proceso que llevará al planeta a traspasar el umbral del metano. Hay quien piensa que esto ya no es posible, dado que el proceso ha adquirido una dinámica propia, pero la mayor parte de los científicos cree que aún estamos a tiempo. Para que se produzca el freno, no obstante, la emisión de gases de efecto invernadero tiene que cruzar inmediatamente el pico y bajar un noventa por ciento hasta 2050. Hay que evitar los 550 ppm, cueste lo que cueste.

– Pero ¿tienen los políticos conciencia de lo que está pasando?

Filipe sonrió sin ganas.

– Nadie tiene conciencia de nada, Casanova. -Meneó la cabeza-. Lo más increíble, para mí, es cómo se ha difundido esta indiferencia general. No sé si ya te has fijado, pero suele existir un gran contraste en las reacciones de los expertos y del público en relación con un tema determinado. Cuando se enfrenta con un gran cambio, el público tiende a alarmarse mucho más que los expertos.

– ¿Te parece?

– Claro. Piensa en la cuestión nuclear, por ejemplo. Las personas que no entienden bien las cuestiones relacionadas con la energía nuclear se asustan más que los expertos, que conocen el tema a fondo y se sienten más tranquilos. -Carraspeó-. Pero en este caso es al contrario. El público parece muy relajado con la cuestión del calentamiento global, mientras que los expertos se sienten presa del pánico. Del pánico, ¿has oído? -Casi deletreó la palabra «pánico»-. Cuando los científicos del panel de la ONU confirmaron públicamente que, en las próximas décadas, las tormentas van a hacerse más violentas, que el desierto se extenderá por más de la mitad del planeta y que el nivel del mar subirá diez metros o más, ¿qué debiera haber ocurrido? Creo que la CNN tendría que haber interrumpido la emisión con gran aparato, millones de personas deberían haber salido a la calle aterradas a exigir cambios inmediatos en la política energética, los dirigentes políticos tendrían que aparecer en televisión para anunciar medidas de emergencia con el fin de afrontar tal catástrofe. ¿No crees que ésa sería una reacción normal?

Tomás aún estaba recuperándose del choque de las revelaciones sucesivas y balanceó mecánicamente la cabeza.

– Es posible que tengas razón.

– Pero no fue eso lo que ocurrió, ¿no? Los científicos hicieron un anuncio de esta dimensión y…,¡y sólo faltó ver a las personas bostezando de aburrimiento! ¿Te parece eso normal? -Volvió a menear la cabeza-.¡Y los políticos, que deberían tener cierta prudencia, siguen igual! Por ello nos quedamos muy preocupados por la postura que detectamos en los gobernantes, todos ellos con la filosofía del dejar pasar y el conformismo de quienes piensan que los que vengan que apaguen la luz y paguen la cuenta. Primero en Kioto, y después en encuentros que fuimos teniendo a través del tiempo, nosotros cuatro nos dedicamos a conversar sobre el mayor desafío que hoy afronta la humanidad: ¿será posible impedir el apocalipsis?

Tomás se inclinó en la silla, traicionando una ansiedad mal disimulada.

– ¿Llegasteis a alguna conclusión?

– Concluimos que necesitábamos hacer una evaluación rigurosa de dos cosas fundamentales, ambas relacionadas entre sí: el calentamiento del planeta y el estado de las reservas mundiales de petróleo. Y necesitábamos desarrollar un plan energético alternativo para que entrase en vigor cuando las condiciones fuesen propicias.

– Eso parece muy ambicioso.

– Y lo es. El trabajo se reveló verdaderamente ciclópeo, y nosotros, en resumidas cuentas, no éramos más que cuatro gatos locos. Afortunadamente nuestros talentos se complementaban, de manera que decidimos dividir las tareas. Howard logró un puesto importante en la Antártida, donde el calentamiento es más acelerado que en el resto del planeta y donde se encuentran los mejores registros paleoclimáticos, y fue allí a desarrollar nuevos trabajos para entender mejor la alteración del clima. James y Blanco eran físicos con gran capacidad. Blanco era más teórico; James, más práctico. Ambos se quedaron encargados de buscar soluciones tecnológicas innovadoras. Y yo, que me siento como pez en el agua en el área energética, me dediqué a la evaluación de las reservas globales de combustibles fósiles, para poder indicar cuál es el momento psicológico adecuado para avanzar con las soluciones que James y Blanco llegasen eventualmente a desarrollar.

– ¿Y fue eso lo que estuvisteis haciendo todo este tiempo?

– Sí, aunque no de una forma totalmente autónoma. James y Blanco trabajaban mucho en equipo, mientras que yo me encontraba más próximo a Howard. Llegué a ir a la Antártida a ver los trabajos paleoclimáticos a los que él se estaba dedicando. -Su mirada se perdió en la memoria de ese viaje-. Aquello es muy curioso, ¿sabes? Una de las cosas que descubrí es que penetrar en las capas de hielo es como viajar en el tiempo.

– ¿En qué sentido?

– El hielo de la Antártida está formado por capas sucesivas de nieve, ¿no? Esas capas se van acumulando unas encima de las otras a lo largo de millares de años. Pero cada capa de nieve contiene pequeñas burbujas de aire, lo que significa que, si hiciéramos un agujero lo suficientemente profundo en el hielo y recogiéramos una capa que tiene doscientos mil años, podríamos detectar en ella burbujas con el aire existente en ese periodo y analizar su contenido. Así es como se sabe, por ejemplo, cuál es el nivel de dióxido de carbono que existía en una determinada época en la atmósfera, y cuál era la temperatura media en ese momento. Howard me mostró un trozo de hielo extraído a tres mil quinientos metros de profundidad en la base de Vostok, en el centro de la Antártida. El análisis de ese hielo mostró que el planeta está ahora cerca del punto más caluroso del último medio millón de años.

– Entiendo. ¿Y hacías ese trabajo con Howard?

– No, sólo iba observando el proceso. Pero es un hecho que, en nuestro grupo, las parejas se formaron en función de la proximidad de las áreas de trabajo. Por ejemplo, en uno de mis viajes a Kazajistán, para inspeccionar el gran yacimiento petrolífero de Kashagan, pasé por Rusia y, a petición de Howard, contraté personal para hacer mediciones del clima en Siberia, donde las temperaturas, como en la Antártida, están subiendo más que la media planetaria.

– Fue en ese momento cuando conociste a Nadia.

– ¿Ella te lo ha contado?

– Sí.

– Es verdad, la contraté en la Universidad de Moscú, con la ayuda de un profesor ruso amigo de Howard. -Guiñó el ojo, en un intento de aligerar la conversación-. Está buena, ¿eh?

Tomás casi se sonrojó.

– Sí, es mona.

– ¿Ya le has puesto el diente encima?

– ¿A quién, a Nadia?

Filipe se rio.

– ¡No, a la Madre Teresa de Calcuta! -exclamó irónico-. Claro que a Nadia, bobo.

– ¿Por qué? ¿Crees que debería?

– Debes de estar bromeando, Casanova. Si no te conozco mal desde los tiempos del instituto, debes de haberte echado encima de ella ya en la primera noche.

– ¡Qué disparate!

– Te conozco, Casanova. De sobra. Y, a menos que algo haya cambiado, estoy seguro de que ellas siguen sin poder resistirse a tus ojos verdes y a esas palabritas dulces de seductor.

Tomás adoptó una expresión impaciente, de alguien a quien no le está gustando el rumbo que ha tomado una conversación.

– Bien, ya nos estamos desviando del tema -dijo y se puso serio, intentando volver a centrarse en lo que estaban hablando-. Hay algo en medio de todo esto que aún no he entendido.

– Dime.

– ¿Por qué razón erais sólo cuatro? ¿Por qué no ampliasteis el grupo, considerando la dimensión de la tarea?

– Por una cuestión de seguridad.

– ¿Seguridad? ¿Seguridad con respecto a qué?

El hombre meneó la cabeza y sonrió sin ganas, casi con tristeza.

– Está claro que no conoces los intereses que hay en juego.

– ¿De qué estás hablando?

– Estoy hablando del mayor negocio del mundo. El petróleo.

– ¿Qué hay con eso?

– ¿Qué crees que ocurriría cuando las fabulosas fortunas y el inmenso poder que el petróleo alimenta descubriesen que había unos pelmas haciendo un trabajo que podría poner en entredicho la fuente de esas fortunas y de ese poder suyo?

– Imagino que no se quedarían satisfechos.

– Pues claro que no. Eso me parece seguro.

– Pero ¿qué tiene eso de especial? Que yo sepa hay miles de científicos en todo el mundo estudiando las alteraciones climáticas. Es evidente que a la industria petrolera no debe de gustarle mucho eso, pero… ¿qué pasa? Si no les gusta, paciencia. Los científicos no dejan de hacer su trabajo porque a la industria petrolera no les gusta, ¿o sí?

Filipe se quedó un momento callado, como si cavilase en lo que podría decir.

– Hay cosas que tú no sabes sobre nuestra investigación.

– ¿Como por ejemplo?

Su amigo se movió en la silla, incómodo. La conversación entraba en un ámbito peligroso.

– Déjame que te responda con otra pregunta -sugirió-. ¿Qué harían los hombres que controlan el mayor negocio del mundo si supiesen que su negocio está amenazado de muerte?

Tomás consideró esta pregunta.

– Qué sé yo. ¿Qué harían?

Filipe se inclinó en la silla, con los ojos amusgados y las cejas cargadas.

– Llegamos al punto de partida.

– ¿Qué punto de partida?

– ¿Qué has venido a hacer aquí?

– ¿Yo? Ya te lo he dicho, Filipe. He venido a propósito de la investigación sobre la muerte de los dos científicos.

El hombre se mantuvo un instante callado, a la espera de que esta observación se revelase íntegramente.

– Entonces ya has respondido a la pregunta.

Tomás lo miró, perplejo.

– ¿Qué pregunta?

– ¿Qué harían los hombres que controlan el mayor negocio del mundo si supiesen que su negocio está amenazado?

– Sí, ¿qué harían?

Filipe respiró hondo.

– Piensa en lo que les ha ocurrido a Howard y a Blanco. -Se recostó en la silla y contempló el lago que desaparecía en las tinieblas siberianas, envuelto en la profunda sombra de la noche. Sólo se oía el suave rumor de las olas besando la playa-. Ahí tienes la respuesta.

Capítulo 20

El bar del campamento se animaba con unos ruidosos clientes alemanes que bebían cerveza Klinskoe entre jubilosas canciones bávaras, pero el ruido de los juerguistas siempre era mejor que el frío seco que comenzaba a sentirse en la playa. Por tal razón, los dos amigos se recogieron en el interior cálido del bar y pidieron un shashlyk para entretener el estómago; cuando llegó el pincho de carnero, lo acompañaron con pan de centeno y un afrutado tinto georgiano de uva akhasheni.

– ¿Crees entonces que los intereses del petróleo provocaron la muerte de tus amigos científicos? -observó Tomás, reiniciando la conversación en el punto en que la habían suspendido.

– No es que lo crea -le corrigió su amigo-. Lo sé.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

– No te olvides, Casanova, de que conozco el mundo del petróleo como la palma de mi mano. -Mostró las manos, como si allí estuviese la prueba de lo que acababa de decir-. Las personas pueden tener el aspecto más civilizado del mundo, y en el caso del mundo del petróleo hay muchas que ni siquiera tienen ese aspecto, pero, cuando se trata de defender intereses de esta envergadura, querido amigo, no hay aire civilizado que resista. Todo se vuelve primitivo, violento, básico. La preservación de este tipo de poder afecta a los instintos más primarios y a las acciones más brutales que se puedan imaginar.

– Pero ¿tienes alguna prueba de que hayan asesinado a tus amigos por intereses ligados al petróleo?

– Tengo las pruebas que me llegan.

– ¿Y cuáles son?

– Mira, para empezar, lo que ocurrió conmigo. Por un feliz azar, en el momento en que mataron a Howard y a Blanco, yo estaba en el extranjero.

– Viena, ¿no?

Filipe adoptó una expresión interrogativa.

– ¿Cómo lo sabes?

– He hecho los deberes.

– Sí, estaba en Viena. Ocurre que, ese mismo día, unos desconocidos asaltaron mi casa. Lo extraño es que no se llevaron nada, lo que indica que no encontraron lo que habían ido a buscar, es decir, a mí.

– Puede ser pura coincidencia.

– Lo sería si lo mismo no hubiese sucedido con James. Asaltaron su casa en Oxford al mismo tiempo que la mía, el mismo día en que Howard y Blanco fueron asesinados. Afortunadamente, James se había ido a Escocia a consultar unos documentos y tampoco se encontraba en casa. O sea, que, de una sola vez, mataron a dos miembros del grupo y asaltaron las casas de los otros dos, que por casualidad se habían ausentado sin aviso. Todo el mismo día.

– ¿Le dijisteis eso a la Policía?

– ¿Qué? ¿Que nos asaltaron la casa?

– Sí. Eso y la coincidencia de que los asaltos hayan ocurrido el mismo día de la muerte de los otros miembros del grupo.

– Casanova, la Policía no nos libraba de lo que nos esperaba. ¿Tú piensas que la PSP, Scotland Yard o la Interpol suponen algún impedimento para quien dispone de los vastos recursos que proporcionan los beneficios del negocio del petróleo?

– Pero ¿cuál es la alternativa, entonces?

– Desaparecer del mapa.

Tomás se quedó con los ojos fijos en su interlocutor.

– Que fue lo que vosotros hicisteis -observó entendiendo por fin la cuestión-. Pero nada de eso prueba que hayan sido los del negocio del petróleo quienes mataron a tus amigos.

– Entonces, ¿quiénes han sido?

– No lo sé. Tal vez fueron los tipos del petróleo, no digo que no. Pero no tienes pruebas.

– Los mensajes son una prueba.

– ¿Qué mensajes?

– ¿No fuiste tú quien dijo que se encontraron al lado de los cuerpos de Howard y de Blanco unos mensajes con un triple seis?

– Sí. ¿Eso qué prueba?

– Eso prueba que los asesinatos se debían a las actividades de nuestro grupo.

– ¿Por qué dices eso?

Filipe se golpeó las sienes con el dedo.

– Casanova, piensa un poco. Nuestro grupo se llamaba «Los Cuatro Caballeros del Apocalipsis». Los mensajes mostraban el triple seis. ¿No llegas a ver la relación entre las dos cosas?

Tomás asintió.

– El Apocalipsis de Juan -observó.

– Exacto -confirmó su amigo-. Son dos referencias simbólicas extraídas del último texto de la Biblia. Al dejar esos mensajes al lado de las víctimas, los asesinos estaban implícitamente relacionando las muertes de Howard y de Blanco con las actividades del grupo, dejando claro que estaban al tanto de todo.

– Tienes razón -reconoció Tomás, balanceando afirmativamente la cabeza-. Eso tiene sentido.

– Y esa relación queda reforzada por el verdadero sentido del triple seis.

– Ahora ya no entiendo. ¿Qué quieres decir con eso?

– Escucha, Casanova. Tú, que eres un experto en lenguas antiguas, dime: ¿qué es el triple seis?

– Es el número de la Bestia.

– Ese es el sentido simbólico, tal como se menciona en el Apocalipsis. Pero lo que yo quiero saber es otra cosa. Si cogemos ese número y lo desciframos, ¿qué da el triple seis?

– Usando la guematría, el 666 se transpone al Nero Kaisar, o César Nerón.

– ¿Y quién era Nerón?

Tomás se quedó cohibido con la pregunta, tan obvia le parecía la respuesta.

– Bien, era el emperador de Roma que persiguió a los cristianos.

– Sí, pero ¿qué acontecimiento lo hizo célebre, a él y a su lira?

– ¿El incendio de Roma?

Filipe golpeó la mesa con la palma de la mano.

– Eso es -exclamó-. ¿Qué significa, que Nerón es fuego? -Alzó las cejas-. ¿Y con quién comparó Séneca a Nerón?

– ¿Con el Sol?

– ¡Bien! -confirmó Filipe-. Séneca comparó a Nerón con el Sol cuando escribió: «El propio Sol es Nerón y toda Roma».

– Conozco ese poema.

– A ver si ahora llegas al jackpot: ¿qué astro tiene un nombre que, traspuesto en números mediante la guematría, presenta un triple seis como valor?

– Teitan -se rindió Tomás.

– ¡Es cierto otra vez! -apuntó en la dirección de la claridad del crepúsculo, cuyos últimos rayos se extinguían más allá de la ventana del bar-. Teitan o Titán. Uno de los nombres del Sol.

– Pero ¿qué significa eso?

– ¿No es obvio? -preguntó Filipe-. Nerón es fuego y Nerón es el Sol. ¿Qué generan el fuego y el Sol?

– ¿Calor?

– Entonces, ése fue el mensaje que dejaron los asesinos cuando soltaron esos papelitos al lado de las víctimas. El triple seis es un mensaje que concibieron los criminales para asociar los homicidios con el grupo de Los Cuatro Caballeros del Apocalipsis y para asociar los homicidios con el trabajo del grupo: el combate contra el calentamiento del planeta. ¿Cómo se hace ese combate? Creando las condiciones para acabar con los combustibles fósiles. Y de ese modo, ¿qué industria se pone en entredicho?

– La industria del petróleo.

– Exacto. -Cogió el vaso y observó el vino balanceándose en el interior-. La industria del apocalipsis. -Se mordió el labio-. Por ello, cuando tomamos conocimiento de los asesinatos y de los asaltos de nuestras casas, y cuando supimos que habían dejado el triple seis al lado de los cuerpos de nuestros amigos, lames y yo entendimos instantáneamente lo que pasaba y que sólo teníamos una cosa que hacer. -Bebió el vino tinto de un trago, como si quisiese que el alcohol borrase el instante en que habían tomado la decisión-. Desaparecer de la faz de la Tierra.

Tomás se quedó un largo rato callado, casi perplejo, inmerso en sus pensamientos, evaluando lo que se había dicho y considerando explicaciones alternativas.

– Lo entiendo todo -observó, al cabo de unos segundos-. Pero ¿llegarían esos tipos al extremo de…, de matar sólo por detener una investigación científica? Eso no tiene mucho sentido…

Filipe suspiró.

– Por el contrario, tiene absolutamente sentido.

– Pero ¿cómo?

– Escucha, Casanova. Ya te he dicho que conozco la industria del petróleo como nadie y, por ello, cree en lo que te digo: los intereses para mantener el mundo dependiente de los combustibles fósiles son vastos y poderosos. Casi todos los agentes de la economía mundial desean el mantenimiento del statu quo y consideran que cualquier cambio fundamental pone en entredicho sus intereses. Lo que es la pura verdad.

– Eso es muy vago.

– No lo es, no. Todo ello tiene nombres y rostros.

– Entonces dime cuáles.

– Mira, vamos a comenzar por los países en desarrollo en África, en Asia y en América Latina. Todas sus opciones de crecimiento económico pasan, como ya te he dicho, por el aumento del consumo de energía lo más barata posible, energía que tiende a ser muy contaminante y que se produce a partir de los componentes que más calientan la atmósfera. Estos países encaran las políticas de reducción de la emisión de dióxido de carbono como un ataque directo a su esfuerzo para escapar de la pobreza. Y como ellos dependen de energía barata, que es la más contaminante, para alcanzar el crecimiento económico, es evidente que se han convertido en opositores naturales a los esfuerzos para poner fin a la dependencia mundial en relación con los combustibles fósiles.

– Ah, sí-exclamó Tomás, acordándose de lo que su amigo le había contado media hora antes en la playa-. Por eso Kioto fracasó, ¿no?

– Ésa fue una de las razones, sí -asintió Filipe-. Pero el segundo grupo de sospechosos también tuvo mucho que ver con ese fracaso.

– ¿Quiénes?

– Los productores de combustibles fósiles.

– ¿Las petroleras?

– Sí, pero no sólo ellas. Los países de la OPEP y la industria del carbón forman con la industria petrolera un implacable triángulo de resistencia al cambio. A la cabeza de este grupo están las seis principales petroleras del globo: la Aramco saudí, la compañía iraní de petróleo, la PEMEX mexicana, la PdYSA venezolana y los dos gigantes occidentales, ExxonMobil y Shell. Cualquier sugerencia de que los combustibles fósiles nos están llevando a la catástrofe constituye una amenaza real contra el negocio de este grupo. En consecuencia, sus miembros reaccionan de modo implacable a esa amenaza, utilizando gigantescos recursos financieros, políticos y diplomáticos para silenciar tales sugerencias.

Tomás arrancó un trozo de carne del pincho, lo puso sobre el pan y lo mordió.

– ¿Qué hicieron ellos en concreto? -preguntó mientras masticaba.

– Muchas cosas, pero sobre todo presión sobre el tercer gran freno al cambio, los Estados Unidos. La economía estadounidense es el mayor consumidor mundial de energía, y cualquier intento de enfrentar los combustibles fósiles es encarado como una amenaza a la estabilidad del país. Los legisladores y presidentes estadounidenses, a través del tiempo, han adoptado políticas que defienden el statu quo energético y las industrias de combustibles fósiles.

– Pero ¿es tan amenazadora para la economía estadounidense una alteración del modelo energético?

Filipe esbozó una mueca vacilante.

– Tal vez no.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Claro.

– El problema son las elecciones.

Tomás dejó momentáneamente de masticar.

– ¿Las elecciones?

– La industria petrolera contribuye con centenares de millones de dólares a las campañas electorales de los candidatos al Congreso o a la Casa Blanca. Por ello, siempre que se plantean cuestiones ambientales, los gobernantes estadounidenses defienden la industria de los combustibles fósiles. No están haciendo más que retribuir el favor de las contribuciones a sus campañas.

– Pero ¿eso es realmente así?

– Es peor que eso. Una de las maneras de enfrentar el problema del calentamiento del planeta es limitar con impuestos el consumo de energía. Si la gasolina fuese más cara, el consumidor quemaría menos.

– Es lógico.

– Pues la cuestión llegó hasta tal punto que el código fiscal estadounidense subsidió la industria de los combustibles fósiles. -Hizo una pausa y repitió la palabra decisiva-. Ellos subsidian esa industria. Como si al petróleo le hicieran falta subsidios.

– ¡No puede ser!

– No sólo puede serlo, sino que lo es. Toda la industria estadounidense paga una media del dieciocho por ciento de impuestos. ¿Sabes cuánto paga la industria petrolera? Once por ciento. Eso representa un ahorro de miles de millones de dólares por año.

– Es increíble.

– Otra de las formas de afrontar el calentamiento del planeta es exigir que los fabricantes de automóviles inventen tecnología que consuma combustible de un modo más eficiente. Por ejemplo, en vez de gastar diez litros en cien kilómetros, gastar cinco litros. Eso significaría reducir a la mitad la emisión de carbono en la atmósfera. ¿Sabes por qué razón esa exigencia no existe en los Estados Unidos?

– No.

– Porque los fabricantes de automóviles, que gastan centenares de millones de dólares en contribuciones electorales, se opusieron, temiendo que tal exigencia beneficiase a los constructores europeos y japoneses, cuyos coches son mucho más eficientes en el consumo de combustible.

Tomás meneó la cabeza.

– Es increíble.

– Pues mira, no es más que el resultado de la forma en que está montado el sistema en los Estados Unidos. Las petroleras y la industria automovilística pagan las campañas electorales, los políticos devuelven el favor cuando son elegidos. Es así como funcionan las cosas. Si el mundo avanza hacia el precipicio por ello, mala suerte.

– Por tanto, si no lo entiendo mal, lo que estás diciendo es que todo el planeta se encuentra convertido en rehén del sistema electoral estadounidense.

– En el fondo, es eso -asintió Filipe-. Las políticas energéticas de la antigua Administración Bush, por ejemplo, no fueron más que la defensa de los intereses de la industria petrolera. Por otra parte, la familia Bush viene del negocio del petróleo y fue la industria del petróleo la que contribuyó con la partida más importante de sus fondos electorales. En esas condiciones, ¿qué estábamos esperando? ¿Que él tomase medidas contra los intereses fundamentales de la industria que lo alimentaba, sólo para defender el planeta?

– Pero, concretamente, ¿qué hizo?

Filipe se rio.

– Lo que hizo la antigua Administración Bush para proteger la industria del petróleo va más allá de lo imaginable. Mira, para empezar: adulteración de documentos.

– ¿Cómo?

– Los tipos falsificaron informes con el único objetivo de salvaguardar el negocio de las industrias fósiles.

– ¿Cómo puedes afirmar eso?

– Es la verdad. Mira, en el verano de 2003, precisamente ni el mismo momento en que Europa hervía bajo una ola de calor nunca vista, que desencadenó incendios inauditos por todas partes, la principal agencia ambiental estadounidense, la Invironmental Protection Agency, recibió órdenes de la Casa Blanca para borrar una serie de referencias que constaban de un informe sobre el medio ambiente en el planeta. -Adoptó un semblante irónico-. ¿Sabes cuáles fueron las partes tachadas?

– Dime.

– Fueron las referencias a un estudio que mostraba cómo las temperaturas del planeta habían subido más entre 1990 y 2000 que en cualquier otro periodo en los últimos mil años. Pero la Casa Blanca quiso sobre todo que se eliminase la conclusión de que el calentamiento se debe a la acción humana. Es decir, a los combustibles fósiles: petróleo, carbón, gas.

– ¿En serio?

– Tuvieron que eliminar eso, fíjate. Y la Casa Blanca ordenó a la agencia que añadiese una referencia a un nuevo estudio que cuestionaba la relación entre los combustibles fósiles y el calentamiento del planeta. Y ¿sabes quién financió parcialmente este nuevo estudio? El American Petroleum Institute.

– Es de juzgado de guardia.

– Pero la adulteración de informes fue sólo lo más inocente que hizo la antigua Administración Bush, sobre todo si se compara con otros de sus actos. Llegaron hasta el punto de declarar guerras, fíjate.

El rostro de Tomás se contrajo en una mueca incrédula.

– ¿Guerras? Estás exagerando un poco, ¿no crees?

– ¿Qué piensas que fue la invasión de Iraq en 2003? ¿Una guerra para instaurar la democracia en Bagdad? ¿Una guerra para eliminar las armas de destrucción masiva que Saddam Hussein, por otra parte, no poseía? ¿Una guerra para derrotar a Al Qaeda, que no estaba en Iraq y ni siquiera tenía relaciones con el régimen de Saddam? -Dejó que se asentaran los interrogantes-. La invasión de Iraq fue una guerra por el petróleo. Punto final. Ni más ni menos.

– Bien, pero sólo fue posible en el contexto de los atentados del 11-S…

– Estás equivocado -intervino Filipe-. Hay indicios de que Iraq hubiera sido invadido incluso sin el pretexto del 11-S.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por lo que ocurría en la Casa Blanca. No era sólo el presidente quien venía del negocio del petróleo. Sus dos personas de mayor confianza también. La consejera de Seguridad Nacional, Condoleeza Rice, desempeñó funciones de dirección en la Chevron Oil, y el vicepresidente, Dick Cheney, estaba ligado a una importante multinacional de explotación y producción petrolera, una empresa llamada Halliburton. Esto por no hablar del secretario de Comercio, Donald Evans, que también dirigió una compañía de explotación de petróleo.

– ¿Entonces?

– Nada de eso es mera coincidencia, querido amigo.

– Pero tampoco es ningún crimen.

– No estamos hablando de crímenes, Casanova -dijo el geólogo con un tono de infinita paciencia-. Aunque, bajo cierta perspectiva, todos esos actos sean crímenes. Pero de lo que estamos hablando es de los intereses instalados que dictaminan la perpetuación de nuestra dependencia en relación con los combustibles fósiles. Mira, ¿quieres un ejemplo? -Se inclinó hacia Tomás, como si fuese a contarle un secreto-. Ocho meses antes del 11-S, el entonces vicepresidente Dick Cheney creó una comisión de política energética cuyos objetivos y trabajos quedaron sometidos al más riguroso sigilo. Algunos miembros del Congreso quisieron conocer a los miembros de la comisión y el contenido de los trabajos, pero Cheney se negó a revelar hasta el menor detalle. Hasta que dos organizaciones privadas de interés público llevaron el asunto ante los tribunales y consiguieron obtener una orden judicial para saber lo que se hacía en esa comisión secreta. Así se divulgaron unos pocos documentos, pero entre ellos había tres mapas. ¿Sabes cuáles?

– No tengo idea.

– Dos de esos mapas eran de Arabia Saudí y de los Emiratos Árabes Unidos. ¿Y el tercero?

– ¿De Kuwait?

– De Iraq. -Arqueó las cejas-. ¿Entiendes ahora?¡El hombre estuvo inclinado ante los mapas donde se localizan los campos petrolíferos iraquíes! Allí lo tenía todo: los yacimientos, los oleoductos, las refinerías y la división en ocho bloques de la zona petrolera iraquí. Aún más:¡se tomó incluso el trabajo de calcular cuánto petróleo iraquí podría lanzarse rápidamente en el mercado! Los documentos muestran que Cheney quería perforar el mayor número posible de pozos en Iraq, para lograr aumentar la producción a siete millones de barriles por día.

– ¿Eso fue después del 11 de Septiembre?

– Fue antes, Casanova -repitió Filipe-. «Antes» del 11-S. ¡Los mapas están fechados en marzo de 2001, seis meses antes de los atentados y dos años antes de la invasión de Iraq! -Sonrió sin ganas-. Las armas de destrucción masiva, la democracia en Oriente Medio y todas esas patrañas no fueron más que pretextos para enmascarar el verdadero objetivo estratégico de la invasión de Iraq: controlar las segundas mayores reservas mundiales de petróleo e imponer un orden estadounidense en la zona donde más petróleo se produce en el mundo. Todo obedeció a esa idea fundamental. No sólo Iraq es el segundo país con más petróleo, sino que es el país donde resulta más barato extraerlo. E, instalándose en Iraq, los estadounidenses lograban imponer y hacer sentir su presencia en toda la región. ¿Entiendes?

– Sí.

– En el momento en que la ONU estaba discutiendo la cuestión bizantina de las armas de destrucción masiva de Iraq, Cheney llegó a afirmar en público que Saddam amenazaba los abastecimientos regionales de petróleo y presentó ese argumento como razón suficiente para lanzar el ataque. -Sonrió-. La gente de la Casa Blanca fue presa del pánico cuando lo oyó hablar tan abiertamente del verdadero objetivo de la guerra y, como es evidente, los estrategas lo mandaron callar. Una guerra por el petróleo era algo que nunca galvanizaría la opinión estadounidense o internacional ni legitimaría la acción militar. Por ello, se empezó a ocultar ese argumento y la Administración Bush llegó incluso a negar que la guerra tuviese algo que ver con el petróleo. -Abrió las manos-. Pero no es posible negar la evidencia. ¿Tú crees que, si Iraq no produjese petróleo sino cacahuetes, los estadounidenses iban a gastarse una fortuna en invadir el país?

Tomás se rio.

– Claro que no.

– Los hechos están ahí para quien los quiera ver. Incluso antes de que la guerra comenzase, la Halliburton de Cheney tenía un contrato de siete mil millones de dólares firmado por el petróleo iraquí. Y cuando las tropas avanzaron, su prioridad operativa fue proteger los gigantescos campos petrolíferos de Kirkuk. En cuanto entraron en Bagdad, las fuerzas estadounidenses fueron corriendo a cerrar el Ministerio del Petróleo, ignorando lo que sucedía en el resto de la ciudad, donde reinaba el pillaje. Todo podía ser pillado, excepto el Ministerio del Petróleo. ¿Por qué sería?

– Pues, puedo imaginármelo.

– Al invadir Iraq, los Estados Unidos no estaban haciendo otra cosa que poner en práctica la agenda de la industria petrolera. El plan era claro. Por un lado, enriquecer a los financiado- res de su campaña electoral y a todos sus amigos del mundo del petróleo. Por otro, asegurarse de que aquel petróleo no fuese a caer en manos de China y de Rusia. Y, finalmente, imponer una visión geoestratégica que asegurase la presencia y la influencia estadounidenses en todo Oriente Medio. Al controlar el golfo Pérsico y Oriente Medio, los Estados Unidos garantizaban el acceso a las mayores reservas mundiales de petróleo, en un momento en que el petróleo no OPEP ya ha superado su pico de producción y está agotándose.

Acabaron el shashlyk y el vino y se recostaron en las sillas. I.os alemanes ya se habían callado, entorpecidos por la cerveza, y el ambiente del bar se había vuelto apacible.

– ¿Vamos andando? -sugirió Tomás.

Filipe alzó la mano y le hizo una seña al camarero ruso, dibujando en el aire una firma.

– Espera, voy a pedir la cuenta.

El camarero cogió un lápiz y un bloc y sumó las consumiciones. Tomás se quedó observándolo, pero su mente volvió a la situación en la que su amigo se había metido.

– Respecto a toda esta historia -comentó-, vuelvo a de- c ir que hay algo que no tiene sentido.

– Dime qué.

– Vosotros erais cuatro científicos estudiando el problema del calentamiento global, ¿no es verdad?

– Sí.

– Pero en el mundo existen cientos o miles de otros científicos estudiando el mismo problema. ¿Por qué razón los intereses de la industria petrolera querían vuestra muerte en concreto? ¿Qué teníais vosotros de diferente en relación con los demás?

El camarero entregó la cuenta y Filipe le dio un puñado de rublos.

– ¿Quieres saberlo? -preguntó.

– Claro.

– Ocurre que hemos descubierto algo.

Tomás lo encaró interrogativamente.

– ¿Qué?

Filipe se incorporó, se puso la chaqueta y se dirigió hacia la puerta del bar.

– Hemos descubierto algo que marca el final de la industria petrolera -afirmó-. Y eso es una cosa que ellos no pueden tolerar.

Y salió.

Capítulo 21

Encontraron a Nadezhda sentada en un ancho banco de madera entre dos yurts, con las piernas estiradas sobre un tronco cilíndrico, envuelta en un grueso y suave abrigo de piel. Los yurts se asemejaban a panecillos alineados uno al lado del otro, separados unos cinco metros y con un banco de plaza entre ellos; detrás había una densa hilera de árboles que marcaban la linde del bosque, como si las tiendas estuviesen apoyadas en una pared de troncos y arbustos. La rusa tenía un farol de petróleo colocado en el suelo, al lado del banco, y la luz macilenta proyectaba sombras fantasmagóricas alrededor, como espectros danzando en la noche.

– ¿Y? -la saludó Filipe al acercarse a la tienda con Tomás detrás de él-. ¿Por dónde has andado?

– Por ahí.

– No me digas que has ido a reunirte con el Jamagan.

La rusa lanzó un chasquido irritado.

– Oh, no me fastidies.

Filipe se rio y volvió la cabeza hacia atrás.

– Nadia tiene aquí un amigo especial -dijo-. Es un viejo chamán que le llena la cabeza de disparates.

– No son disparates, Filhka -protestó ella-. Tiene realmente poderes sobrenaturales.

– ¿Qué poderes sobrenaturales?¡El viejo es un trapacero!

– Habla con los espíritus.

El geólogo portugués soltó una carcajada.

– Me parece que habla más con las bebidas espiritosas.

– Oh, ya estamos.

Tomás se acomodó sobre el tronco colocado en el suelo, pinto a los pies de Nadezhda.

– ¿Qué historia es esa de un chamán?

– Es un embustero que anda por ahí engatusando a la gente -dijo Filipe-. Ha convencido a Nadia de que es un mago.

Nadezhda reviró los ojos, enfadada.

– No le hagas caso, Tomik -interrumpió ella-. Filhka no sabe lo que dice.

– ¿Ah, no lo sé?

– No, no lo sabes.

– Entonces, ¿qué hace el viejo? ¿Eh? ¿Qué hace?

– El Jamagan tiene poderes místicos -le contestó-. Tienes que respetar eso.

– Esos poderes no son místicos -replicó Filipe con una sonrisa irónica-. Son míticos.

Sintiéndose incómodo, Tomás se movió sobre el tronco colocado en el suelo, junto a los pies de Nadezhda, en busca de una postura mejor.

– Nadia, explícame eso.

Ella hizo un gesto amplio, abarcando la noche que rodeaba el yurt.

– ¿Te acuerdas que te dije, cuando llegamos aquí, que esta isla es mágica?

– Sí.

– Oljon es uno de los principales polos chamánicos del mundo. Conocí al Jamagan cuando anduve por Siberia haciendo aquellas mediciones meteorológicas para Filhka. Vine a esta isla porque oí decir que la temperatura de aquí es más calurosa que en el resto de la región, y fue entonces cuando me presentaron al Jamagan. Llegué a descubrir que él es uno de los chamanes más importantes que existen.

– Pero ¿qué hace él de especial?

– Cura a las personas.

– ¿De qué?

– Qué se yo, de las enfermedades que tengan.

– ¿Como los hechiceros tribales?

La mano de ella flotó en el aire, balanceándose rápidamente.

– Más o menos -dijo, no muy satisfecha con la comparación-. El chamán utiliza sus poderes místicos para viajar por otras dimensiones y comunicarse con los espíritus, con el fin de conseguir un equilibrio entre los dos mundos, el físico y el espiritual.

– ¿Está poseído por los espíritus?

– No, no. El Jamagan controla los espíritus.

– ¿Y quiénes son ellos?

– Bien, son las almas de los muertos, además de los demonios y los espíritus de la naturaleza.

Tomás hizo una mueca.

– Todo eso parece un poco fantasioso, ¿no crees?

– Admito que, planteadas así las cosas, tal vez parezca fantasioso, sí -reconoció ella-. Pero la verdad es que funciona.

– ¿Cómo sabes que funciona?

– Lo sé porque lo he visto.

– ¿Qué es lo que has visto?

– He visto al Jamagan curar a personas recurriendo al trance.

El historiador frunció el ceño, escéptico.

– ¿No podrá haber sido sugestión?

– Tal vez. Pero no hay duda de que esas personas se curaron.

Filipe se agitó, impaciente. Ya conocía esa historia y no la quería incentivar. Estiró el cuerpo, flexionó los brazos para combatir el frío que le entumecía las articulaciones, e hizo una seña hacia el incitante interior del yurt.

– ¿Qué tal un té?

El interruptor hizo un clic, pero la tienda se mantuvo a oscuras, sólo iluminada por la claridad del farol de petróleo colgado de la mano de Nadezhda.

– Mierda -exclamó Filipe-. El generador debe de estar otra vez bajo de potencia.¡Qué asco!

– ¿El campamento está iluminado por un generador? -se sorprendió Tomás.

– No sólo el campamento -le explicó su amigo-, sino toda la isla.

– ¿Qué? ¿La isla no tiene red eléctrica?

– No. Todo funciona mediante el generador.

Tomás se rio.

– Pero ¿dónde he venido a meterme?

– Oljon es la naturaleza en estado puro, Casanova. Esto es tan salvaje que, en tiempos de la Unión Soviética, la isla, a pesar de ser muy bonita, fue integrada en el sistema de los gulags. Vinieron muchos deportados, sobre todo lituanos, y gran parte de ellos murieron aquí.

– ¿Tan dura resulta la vida en este lugar?

– No, el clima de Oljon es incluso moderado si se lo compara con el resto de Siberia. El problema es que no existen infraestructuras suficientes. Por ejemplo, no hay conexiones telefónicas ni red de electricidad.

– ¿Y los móviles?

– No tienen cobertura en esta zona.

– ¿En serio? Entonces, ¿cómo hago si necesito hablar con el exterior?

– Existen dos teléfonos vía satélite. Uno aquí, en el campamento; el otro en la pensión de Bencharov, en Juzhir. Si te hace falta hablar, dímelo. Cuesta cien rublos el minuto.

Hubo iluminación dentro de la tienda gracias al farol de petróleo de Nadezhda. Allí nada funcionaba, salvo el samovar: era un viejo cilindro calentado a carbón, que debía de remontarse a la época de Stalin. Sacaron del grifo el agua hirviendo que necesitaban para el té. Se sentaron en las dos camas del yurt con las tazas humeantes en las manos y sorbieron un trago caliente que les confortó las entrañas.

– Hace poco me dijiste algo que me ha dejado confundido -observó Tomás en portugués, retomando la conversación del bar-. Me dijiste que vosotros hicisteis un descubrimiento que pone en entredicho la industria del petróleo.

– Sí.

– ¿Qué descubrimiento fue ése?

Filipe fijó los ojos en el vapor que se elevaba de la taza y sopló con suavidad el té, para enfriarlo.

– No te lo puedo decir -murmuró.

– ¿Por qué?

– Por varios motivos. Uno de ellos es que, si te lo contase, tu vida también correría peligro.

– No te preocupes por mi vida. Yo aquí represento a la Interpol.

El geólogo se rio.

– Tendría que valerte de mucho.

Tomás ignoró el sarcasmo.

– Pero ¿no te parece importante contar eso?

– Sí -coincidió-. Pero en el momento apropiado.

– ¿Y cuándo será el momento apropiado?

El rostro de Filipe adoptó una expresión ambigua.

– Pronto.

Nadezhda, enfadada por verlos dialogar en portugués, cortó la conversación y disparó una ráfaga de ruso furioso que hizo sonreír a Filipe. El geólogo respondió en ruso y después se volvió a Tomás.

– Nadia se está sintiendo excluida de la conversación -explicó-. Como no hablas ruso y ella no entiende portugués, es mejor que sigamos hablando en inglés.

– Es mejor -asintió la muchacha.

– Confieso que estoy atónito con tu ruso -observó Tomás-. ¿Dónde lo aprendiste?

– Aquí en Rusia, claro.

– ¿Vives aquí hace mucho tiempo?

– Viví aquí hace mucho tiempo.

– ¿Viviste?

– Sí. ¿No te acuerdas de que mis padres eran del Partido Comunista?

– ¡Cómo no acordarme! -sonrió Tomás-. Ellos representaban todo un escándalo en Castelo Branco. Votaban a candidatos con nombres extraños, como Octavio Pato y otros de ese tipo.

– Gracias a mis padres, cuando terminé el instituto conseguí una beca y fui a estudiar Geología en la Universidad de Leningrado. Fue en la época de la Unión Soviética, claro.

– ¿Leningrado? San Petersburgo, quieres decir.

– Leningrado era el nombre que tenía la ciudad en aquel entonces.

– ¿Y? ¿Te gustó?

– La ciudad es espectacular -dijo-. Pero, como era de prever, al cabo de dos semanas ya me había convertido en un.anticomunista primario.

– Te marchaste enseguida.

– No. Me quedé cuatro años.

– ¿Cuatro años?

Filipe se encogió de hombros.

– Fueron las rusas las que hicieron que me quedara -dijo, con una expresión entre impotente y resignada-. El país era una mierda, las personas antipáticas, el sistema comunista no funcionaba, hacía un frío increíble en invierno, pero aun así no pude irme. -Suspiró-. Las chicas de aquí fueron mi perdición, no había nada que hacer.

– ¿Qué tienen ellas de tan especial?

– ¿Acaso no lo ves? -contestó, tras mirar a Nadezhda como si exhibiese la prueba.

Intercambiaron miradas cohibidas a la hora de irse a acostar. El yurt sólo tenía dos camas y ellos eran tres. Tomás supuso inicialmente que Filipe disponía de su propia tienda, donde pasaría la noche, pero fue en el momento en que decidieron acostarse cuando entendió que aquélla era la tienda de su amigo.

En la situación embarazosa que siguió, varios pensamientos cruzaron su mente. El primero, casi instintivo, fue el de que Nadezhda y él irían a una cama y Filipe a la otra. Le parecía una solución natural, teniendo en cuenta la relación que había desarrollado con la rusa los últimos días. Pero, momentos después, lo reconsideró. Quedaría mal irse a dormir con la muchacha en la tienda de su amigo. Acaso la mejor opción, y la más caballerosa, era que ellos se acostasen en la misma cama y ella fuese a la otra. Una especie de segregación sexual.

Iba a hacer la propuesta honorable cuando vio a Filipe coger a Nadezhda por el brazo.

– Tú hoy duermes conmigo, guapa -dijo él.

Tomás no quería dar crédito a lo que oía. ¿Habría oído bien? Pero lo que pasó después le quitó cualquier asomo de duda. Nadezhda, para su asombro, no reaccionó contrariada a la invitación, sino que se rio y se dejó llevar, envuelta en el abrazo lúbrico de Filipe. Se tumbaron los dos en una de las camas y, con risitas que le parecieron imbéciles, desaparecieron entre las sábanas y las mantas.

El historiador se quitó la ropa despacio, con los sentimientos confundidos. Se sentía chocado por la forma liviana y descarada con la que Nadezhda lo había cambiado por otro, incluso allí, delante de sus propias narices. Se puso el pijama y se acostó. Se había habituado a ella, a su familiaridad, a considerarla suya, pero se había roto esa ilusión con violencia, como un espejo que se parte y ahora sí dice la verdad, y que muestra la realidad no como la unidad perfecta que avizoraba antes, sino como el mosaico astillado que era en su esencia.

Apagó el farol de petróleo y el yurt se sumió en la oscuridad completa. Pero no en el silencio. Las risitas de Nadezhda y las carcajadas de Filipe se transformaron en otra cosa; ella ahora gemía y él gruñía y jadeaba. El colchón se agitaba a trompicones, chillando y chirriando, balanceándose como un bote en aguas tumultuosas. Tomás cerró los ojos y, desesperado, puso la cabeza debajo de la manta, como si así lograse evadirse de aquella pesadilla. Por momentos le pareció mejor, pero su curiosidad lo traicionó y, concentrando la atención, captó los sonidos de la refriega tumultuosa que agitaba la cama de al lado.

«Una puta -pensó-. Soy realmente estúpido. Sólo a mí se me ocurre encariñarme con una puta.»Los gemidos y los gruñidos subieron de tono y estallaron en una apoteosis de gritos y vahídos, hasta que todo se serenó, como una bonanza que se impone abruptamente. Después de un breve arrullar, con un manso repiqueteo, se impuso por fin el silencio en el yurt y Tomás, esforzándose por ignorar lo que había pasado, vació su mente y se dejó deslizar gradualmente en el sueño.

Ruido.

Un ruido en mitad del sueño lo trajo de vuelta a la conciencia, como si estuviese sumergido en aguas quietas y una fuerza desconocida lo empujase bruscamente hacia la superficie. Había soñado con su madre y había oído el sonido del cuerpo de ella rodando por las escaleras, cumpliendo la amenaza que le había hecho cuando la dejó en la residencia. ¿Sería un sueño premonitorio? ¿Estaría ella bien? En rigor, ¿habría realmente soñado? Aún entumecido por el sueño, pero molesto por la súbita inquietud, decidió confirmarlo. Era la mejor manera de recuperar la tranquilidad y la paz de espíritu. Aguzó por ello los oídos y se puso a la escucha.

Más ruido.

Sintió movimiento fuera. No había dudas, aquello no había sido un sueño, la madre no se había tirado por las escaleras. Lo cierto es que alguien se acercaba, oía sus pasos y la respiración jadeante.

Se incorporó en la cama, ya despierto, con los codos apoyados en el colchón, e intentó ver en la oscuridad.

– ¡Filhka! -llamó un hombre a la puerta del yurt, con una voz que transmitía urgencia-.¡Filhka!

– Chto? -Era la voz soñolienta de Filipe-. Kto eto?

– Eto ya, Borka.

– Chyo takoe, Borka?

– Tam tebya rebyata ichut, u nikh stvoly.

Filipe saltó de la cama, alarmado, y Tomás sintió que su corazón se aceleraba; no sabía de qué se trataba, pero entendía que algo estaba ocurriendo.

– ¿Qué hay? ¿Qué pasa?

– Vístete -ordenó Filipe-.¡Vamos, rápido!

– ¿Qué pasa?

– Unos hombres armados nos están buscando.

Capítulo 22

Se deslizaron por la puerta del yurt y se sumergieron apresuradamente en la oscuridad, Tomás aún ajustándose el cinturón de los pantalones, Nadezhda abrochándose el abrigo. Seguían al desconocido que los había alertado, un flacucho llamado Boris que los llevó a oscuras a través del perímetro del campamento y después fuera de él. Oyeron algunos gritos por detrás y volvieron la cabeza para intentar vislumbrar lo que pasaba, pero la sombra era opaca y no llegaron a ver nada; de allí venían sólo sonidos de órdenes y de carreras y de metales tintineando.

Avanzaban con los brazos extendidos hacia delante, a ciegas, tanteando el camino, distinguiendo solamente el bulto esquivo del compañero que los guiaba. Boris era el único que parecía saber exactamente adónde iba y por ello ocupaba la delantera, conduciéndolos por el bosque de tomillos y alerces; a veces daban contra un tronco, tropezaban con una rama, chocaban con un arbusto o se rasguñaban con cardos, pero el miedo los impelía hacia delante, los empujaba a la fuga, las piernas leves, los sentidos atentos, el corazón a saltos, el dolor anestesiado.

Recorrieron la taiga durante unos cuantos minutos, desembocando a veces en callejones de vegetación que los obligaban a retroceder, hasta que el bosque se abrió bruscamente en un claro y se encontraron frente a un pequeño pueblo.

– Jarantsy -anunció Boris.

– Estamos en la aldea de Jarantsy -explicó Filipe susurrando, sin atreverse a levantar la voz-. Borka conoce bien esto.

– ¿Quién es Borka?

Su amigo señaló al ruso.

– Es Boris. Lo llamamos Borka.

Boris les hizo una seña para que esperasen y desapareció en la noche, dejando a los tres inmóviles a la entrada de la aldea, temblando de frío y de miedo, sin saber qué hacer.

– ¿Adonde ha ido?

– A buscar la manera de sacarnos de aquí. Vamos a esperar.

Se quedaron callados un buen rato, casi con la respiración suspendida para oír mejor; aguzaron la atención con el fin de intentar identificar cualquier ruido sospechoso, cualquier sonido fuera de lo normal, pero todo permanecía tranquilo y sólo escuchaban su propio jadear reprimido.

– ¿Quiénes son los tipos armados?

– No lo sé.

– Entonces, ¿por qué estamos huyendo?

– Porque no es normal que surja gente entrando con armas en medio de la noche en el campamento. -Filipe respiraba afanosamente-. Cuando Howard y Blanco murieron, vine a esconderme aquí, a Oljon, que conocía de mis tiempos de estudiante en Leningrado. -Hizo una pausa para recuperar el aliento-. He estado todo este tiempo esperando que ocurriera algo así, y por ello monté un sistema de alerta con unos muchachos a los que les pago una mensualidad. -Hizo un gesto en dirección a la oscuridad que había engullido a Boris-. Borka es uno de ellos.

Se callaron de nuevo, atentos a posibles ruidos sospechosos. Nada. Sólo oían su respiración aún jadeante y el vigoroso rumor de los árboles que murmuraban al viento.

– Los hombres armados -dijo Tomás-. ¿Cómo es posible que hayan descubierto tu paradero?

– Buena pregunta.

– ¿Crees que nos han seguido a Nadia y a mí?

– Es lo más probable.

– ¿Desde Moscú?

– Es lo más probable.

– Mierda -murmuró el historiador, desalentado-. No me di cuenta de nada.

Filipe suspiró.

– La culpa es mía -dijo-. Nunca debí haber respondido a tu e-mail.

– Pero ¿cómo lo habrán sabido?

Su amigo consideró la pregunta.

– ¿Tú no fuiste a Viena?

– Sí. Me acerqué a la OPEP para intentar entender lo que estabas investigando el día en que mataron al estadounidense y al español.

– Entonces ha sido ahí. Los tipos te descubrieron y pusieron a alguien detrás de ti para ver adonde los llevabas.

Tomás meneó la cabeza, irritado.

– Francamente, soy un estúpido.

– La culpa es mía -repitió Filipe-. Debería haber sido más listo.

Oyeron pasos y se callaron, los tres muy alarmados, intentando identificar la amenaza. Un bulto se materializó junto al grupo, haciéndolos estremecer del susto. Era Boris, que había vuelto de la sombra. El ruso susurró algunas palabras y los llevó por las calles dormidas de la aldea hacia un edificio que les pareció un establo.

– Borka quiere saber si estás en forma -dijo Filipe.

– ¿Yo? Sí, creo que sí -repuso Tomás-. ¿Por qué?

Boris encendió una linterna y la apuntó hacia la pared del establo. Los focos bailaron por la madera hasta localizar lo que buscaban.

– Porque vamos a tener que usarlas.

Eran bicicletas.

Pedalearon por un sendero, con los faros encendidos, y fueron a dar a una calle de tierra apisonada, donde se detuvieron. Los tres que iban delante se pusieron a discutir en ruso y a apuntar en varias direcciones: había un desacuerdo visible en el grupo.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Tomás, interrumpiendo la algarabía eslava.

– Estamos decidiendo adónde vamos -explicó Filipe, hablando en inglés para mantener a los rusos al tanto de la conversación-. Borka quiere llevarnos a Juzhir, pero a mí me parece arriesgado. Seguro que los tipos armados van para allá.

– Entonces, ¿cuál es la alternativa?

– Pues ése es el problema observó Filipe-. No lo sé.

– Yo tengo una solución -dijo Nadezhda.

– Dila.

– El viejo Jamagan.

– No digas disparates.

– Escúchame, Filhka -imploró-. Fui hoy a visitarlo a la Shamanka. Tiene una forma de sacarnos de aquí si vamos a verlo.

– ¿A la Shamanka?

– Sí.

Se hizo un silencio mientras Filipe consideraba la opción. Interrogó a Boris en ruso y, después de oír su opinión, puso el pie en el pedal y asintió con la cabeza.

– Vamos allá.

Se internaron por la carretera y pedalearon hacia el oeste. El lago estaba próximo y vislumbraron una tenue claridad más adelante: eran las luces escasas de Juzhir centelleando en la noche. Decidieron arriesgarse y atravesar el pueblo, pero, cuando se acercaban a las primeras cosas, avanzando con mucha cautela, oyeron el sonido de motores detrás de ellos. Boris hizo una señal, salieron de la carretera y se apartaron en el arcén.

Creció el rumiar de los motores, la carretera quedó de repente iluminada por faros y vieron que dos jeeps pasaban con gran fragor. Tomás estiró el cuello y observó el interior de los dos vehículos: iban llenos de hombres.

– Son ellos -murmuró Filipe-. Nos están buscando.

Los jeeps pararon unos metros más adelante y se quedaron allí, con los faros encendidos, como si estuviesen evaluando la situación: parecían felinos al acecho de la presa. Se mantuvieron así unos segundos, hasta que se encendieron las luces traseras de marcha atrás del coche que iba delante y, acto seguido, las del que se encontraba detrás.

– ¡Vienen para aquí! -se asustó Tomás.

Igualmente alarmado por la posibilidad de que los jeeps volviesen a pasar junto al lugar donde estaban escondidos, Boris susurró algo en ruso y Filipe le hizo una seña a Tomás para que lo siguiese.

– Esto se está poniendo realmente muy peligroso -dijo-. Borka va a llevarnos por un atajo.

Se deslizaron por el arcén y zigzaguearon a oscuras por la estepa. El suelo estaba cubierto de hierbas y plantas aromáticas que exhalaban una fragancia fuerte y agradable. Algunos centenares de metros más adelante tomaron un nuevo sendero, montaron en las bicicletas, rodearon Juzhir muy despacio, avanzando con sumo cuidado, con los faros apagados y el camino hecho a ciegas, y pedalearon hasta que las piernas les pesaron como plomo.

– La Shamanka.

La voz de Boris anunció su destino. Habían llegado. Los ojos de Tomás ya se habían habituado a la oscuridad, pero lo primero que notó al llegar al lugar no fue una imagen ni un olor, sino un sonido.

El rumor tranquilo de las aguas.

La ensenada tenía una pequeña playa de arena, curva como una U ancha, y un bulto oscuro se alzaba en la punta izquierda de la U, como un castillo gótico sumergido en la noche. Los cuatro se apearon de las bicicletas y bajaron hasta la playa caminando en dirección al macizo sombrío.

– ¿Qué es aquello? -preguntó Tomás señalando un bulto que le daba la impresión de vigilar el lago.

– Es la Piedra Chamán -dijo Filipe-. La llaman Shamanka.

– ¿Una piedra chamán?

– No es una piedra chamán -corrigió el geólogo-. Es la «Piedra» Chamán -dijo subrayando lo de «la piedra»-. Este peñasco es uno de los nueve lugares más sagrados de Asia.

Tomás analizó con atención la sombra hacia la cual caminaban.

– ¿Qué tiene este sitio de tan especial?

– Cuéntaselo, Nadia.

La rusa, que iba delante caminando en silencio, disminuyó el paso y se dejó alcanzar por Tomás.

– Fue aquí, en la Shamanka, donde nació el primer chamán -explicó-. Dice la tradición que ese chamán era un hombre y que, al cabo de un tiempo, comenzó a sentirse muy solo. Fue entonces cuando creó a la primera mujer chamán.

La sombra creció delante del grupo, enorme, amenazadora, tan próxima que Tomás ya podía desentrañar sus formas. Era un peñasco escarpado con dos picos, y presentaba una superficie agreste, cubierta de ángulos cortantes como un erizo; daba la impresión de que la playa hacía un esfuerzo por extenderse, estirándose hasta tocar este monstruo de piedra, como una fiera de espaldas vueltas hacia la tierra, un centinela de guardia de las aguas del Baikal. Había algo de irreal en su esencia, como si fuese un trozo de la Luna atraído hacia el lago, un cuerpo extraño tumbado en la playa, una escultura extraña extraída de otra dimensión.

Una luz amarilla y roja centelleó en la ladera del peñasco, tenue y oscilante.

– ¿Qué es aquello?

– Es el Jamagan -lo tranquilizó Nadezhda-. Ha encendido una hoguera.

Llegaron hasta la base del peñasco y escalaron la cuesta acantilada en dirección a las llamas que temblequeaban en un rincón. Tomás se dio cuenta de que la piedra era una especie de mármol cristalizado, cubierto por líquenes rojos. Todo allí era natural, primitivo, con excepción de una placa con letras que, esculpidas en la piedra, le parecieron propias del sánscrito.

Nadezhda llamó al Jamagan en voz alta. El nombre resonó por la pequeña ensenada y oyeron que una voz débil respondía. Se encontraron con el viejo chamán envuelto en mantas y acostado en una gruta abierta en la piedra, con la hoguera encendida justo a la entrada. Era un hombre de rostro ancho y trigueño, con los ojos negros almendrados y los pómulos salientes, como la faz de los mongoles; sus cabellos blancos asomaban por el gorro azul como hebras de paja gastada.

Después, los recién llegados y el chamán conversaron en ruso, con Boris y Filipe gesticulando mucho, como si ésa fuese la única forma de enfatizar la urgencia de lo que tenían que decirle. Pero el Jamagan parecía resistir, nada impresionado con lo que le decían los recién llegados, e intervino Nadezhda. La rusa comenzó a hablar con calma y pausadamente con el viejo chamán. Este la escuchó en silencio, absorbiendo todo lo que ella le decía; era evidente que la respetaba.

– ¿Qué hace ella? -preguntó Tomás en un susurro.

– Nadia está explicándole que nos persiguen unos hombres que amenazan el tegsh.

– ¿Qué es eso?

– ¿El tegsh? Es un concepto chamán.

– Pero ¿qué significa?

– Equilibrio -tradujo Filipe-. Los chamanes veneran el aire, el agua y la tierra y consideran que es importante mantener el equilibrio en el mundo. Según ellos, el planeta no es un sitio muerto, sino que cada cosa y cada lugar vibran con la presencia viva de espíritus. Todo tiene un alma, incluidos los animales y las plantas. La ética chamánica preconiza el respeto por la naturaleza y la defensa de las cosas naturales y es a esa ética a la que Nadia está apelando.

Nadezhda se calló y le tocó al anciano comenzar a hablar.

– ¿Qué dice?

– La Madre Tierra y el Padre Cielo nos crearon y nos alimentaron durante millones de años y merecen nuestro respeto -murmuró Filipe, traduciendo simultáneamente las palabras del Jamagan-. Los hombres creen que el mundo es inerte y está aquí para ser explotado. No lo es y no está para eso. El problema de los hombres es que han perdido el respeto por la Madre Tierra y eso nos condena a todos. Necesitamos respetar el lago y la montaña, la taiga y la estepa, al águila y al pez; si no, lo perderemos todo. Necesitamos de tenger medne. Cada uno de nosotros es responsable de lo que hace y tenger ve todo lo que se ha hecho y es el último juez y el hacedor de destinos.

– ¿Necesitamos de qué? -preguntó Tomás, interrumpiendo la traducción simultánea.

– Tenger medne -repitió Filipe-. Es la responsabilidad personal, la relación que tenemos con el universo. Los chamanes sostienen que la relación de los seres humanos con el universo es directa, sin nada que se interponga, ni libros sagrados ni sacerdotes, ni siquiera chamanes. Sólo tenger medne.

El Jamagan se calló en ese instante y la rusa volvió a hablar, esta vez más agitada, señalando sucesivamente hacia la playa, hacia el interior de la gruta y hacia el lago. Filipe se quedó tan absorto en lo que ella decía que dejó de traducir, pero pronto eso se hizo irrelevante. El viejo chamán la escuchó en silencio, balanceó la cabeza cuando ella al fin calló, y pronunció entonces una única palabra.

– Da.

Aquel sí los impulsó a la acción. Entraron en la gruta, se inclinaron en la sombra y cogieron un objeto cuyas formas no lograba Tomás distinguir. Lo levantaron y lo arrastraron hacia fuera de la pequeña caverna.

– ¿Qué es eso?

– Es un kayak, ¿no lo ves?

Era, en efecto, una embarcación de madera, estrecha y larga, con capacidad para dos personas. Descendieron por el declive, depositaron el kayak en el agua y volvieron a la gruta para ir a buscar la segunda canoa. Tomás fue con ellos y esta vez ayudó a transportar la embarcación. Cuando franqueó la puerta de la gruta con el kayak en brazos, tropezó con una piedra y estuvo a punto de caerse, pero logró recuperar el equilibrio a tiempo. Fue en ese instante cuando se oyó la voz de Nadezhda.

– Están llegando.

Torció la cabeza, elevó aún más el kayak y observó, intentando entender lo que pasaba. Por encima de la playa, entre una nube de polvo, vio dos pares de faros que se acercaban.

Eran los jeeps.

– ¡Deprisa!¡Deprisa!

Los tres hombres casi corrieron por la cuesta con el kayak a hombros. Echaron la canoa al agua y Filipe señaló a Tomás.

– Tú vas con Nadia en este kayak -indicó la embarcación más próxima-. Yo voy con Borka en el otro.

Nadezhda se equilibró en la canoa y esperó que Tomás se acomodase. El historiador miró de reojo el lugar donde había visto a los jeeps y comprobó que se habían inmovilizado, que las puertas se abrían y los ocupantes bajaban. No necesitaba ver más; ocupó su lugar y cogió el remo.

– ¡Deprisa!

Filipe increpó en portugués mientras entraba en el segundo kayak.

– Pero ¿cómo estos cabrones saben dónde estamos?

– ¿Nos habrá denunciado alguien? -aventuró Tomás.

– Pero ¿quién? Hace muy poco que decidimos venir a la Shamanka…

– Tal vez estén registrando toda la isla.

Oyeron voces al fondo. Eran los hombres de los jeeps, que ya los habían identificado y gritaban órdenes.

Los remos de los dos kayaks entraron en el agua y las embarcaciones empezaron a alejarse del peñasco.

– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó Tomás, que había dejado de ver la otra canoa.

Le respondió la oscuridad.

– Vamos a separarnos -dijo la voz de Filipe-. Tú vas con Nadia.

– ¿Dónde nos encontramos?

– No lo sé. Después me pongo en contacto contigo.

Los desconocidos corrían por la playa y llegaron en un instante a la Piedra Chamán. Remando furiosamente, Tomás consiguió ganar alguna distancia antes de atreverse a mirar hacia atrás. Vio la silueta de los hombres recortada en el promontorio por la hoguera del Jamagan; algo les centelleaba en los brazos.

zzmm,

zzmm,

zzmm.

Un zumbido cortó el aire alrededor del kayak, seguido por un resplandor de estampidos. El agua hizo unos plocs sucesivos más adelante: eran proyectiles que caían en el lago.

– Están disparando contra nosotros -exclamó Tomás, al borde del pánico.

Su mente pareció dividirse en ese instante. Una parte la invadió el miedo y el impulso de escapar, de salir de allí, de escabullirse a cualquier precio; pero otra, la racional, contemplaba la situación con un extraño distanciamiento. Tenía la impresión de no ser más que un mero espectador apreciando la escena desde fuera, como si nada de aquello tuviese que ver con él. Esa mitad racional se sorprendió por la forma en que todo sucedía; nunca hubiera imaginado que sería el blanco de disparos. Siempre había supuesto que primero se oían los estampidos y sólo después el zumbar de las balas, como en las películas, pero al final era al contrario: las balas volaban más deprisa que el sonido, los zumbidos llegaban antes que los estampidos.

– Chis -susurró Nadezhda-. No hagas ruido.

– ¡Pero están disparando contra nosotros!

– Han abierto fuego a ciegas -explicó ella-. No nos ven.

Pronto se silenciaron los estampidos y no hubo ya zumbidos alrededor de la canoa. Nadezhda tenía razón. Los desconocidos no veían los kayaks. Sólo vislumbraban el manto negro del Baikal fundiéndose con la noche siberiana.

Capítulo 23

La canoa cortaba el agua con silenciosa rapidez, con los remos danzando alternadamente a babor y a estribor, con los remeros jadeantes por el esfuerzo de mantener el ritmo; un-dos, un-dos, fuerza, fuerza, un-dos, siempre adelante, fuerza, un poco más, un-dos, un-dos.

Diez minutos seguidos remando tuvieron, sin embargo, su precio. Tomás sintió que los músculos de los hombros y del cuello le pesaban como piedras y los brazos casi se le dormían entumecidos. Desvaneciéndose su energía y los pulmones afanosos de aire, el combustible del miedo agotado por el esfuerzo desesperado de fuga, ambos acabaron por disminuir la cadencia con la que empujaban el agua con los remos; el kayak, deslizándose ahora más despacio, dejó de ser un proyectil disparado por el lago y se convirtió en una frágil y delicada cáscara de nuez, de repente infinitamente sensible al tierno ondular del Maloye Morye, el estrecho entre la isla y el continente.

– ¿Dónde están? -murmuró Tomás entre dos bocanadas de aire, con el corazón golpeteando de cansancio.

– ¿Quién? ¿Filhka y Borka?

– Sí.

– No lo sé. Andan por ahí.

Recuperando el aliento, el historiador miró alrededor e intentó vislumbrar algún movimiento, pero la oscuridad en torno a la canoa era opaca; sólo conseguía distinguir algunos puntos luminosos enfrente, probablemente casas aisladas en medio de la estepa o de la taiga. A lo lejos, las luces de Juzhir y la llama vacilante de la hoguera del Jamagan, destacando la Shamanka, les mostraban que la costa de Oljon continuaba peligrosamente próxima. El agua parecía petróleo de tan irnpenetrablemente negra; reflejaba sólo las pocas luces que rodeaban el lago, hachotes trémulos que ondulaban al antojo nervioso de las olas.

Al cabo de algunos minutos de descanso, volvieron a remar, pero ya sin el vigor frenético que los había impulsado minutos antes. En la mente de ambos se repetía incesantemente el sonido escalofriante que habían oído después de abandonar la Shamanka, el silbar siniestro y bajo de las balas segando el aire a su alrededor, como dagas invisibles que disecaban el viento, recordándoles que los mayores peligros nunca se hacen anunciar con alharaca, sino que aparecen calladamente, con insidiosa brusquedad, invisibles y traicioneros.

Perdieron la cuenta del tiempo que pasaron remando. Vista desde la playa del campamento yurt, a la luz acogedora del atardecer, la costa que se erguía al otro lado del Maloye Morye parecía al alcance de un brazo, tan tentadoramente próxima; pero ahora allí, ciegos por la noche y hambrientos por el ansia de devorar el camino, con la espalda dolorida y el miedo rumiándoles en el estómago, la extensión se hacía insoportable. ¿Estarían cerca? ¿Estarían lejos? Contemplando las luces, la distancia parecía permanecer siempre igual; o tal vez no: si se miraba con atención, la hoguera del Jamagan no pasaba de ser un temblequeo casi insignificante, una estrella que centelleaba en el horizonte, indicio seguro de que la Shamanka ya había quedado bien atrás.

El kayak chocó de repente con algo invisible y los dos se sobresaltaron. ¿Habrían encallado? ¿Se habrían estrellado contra una roca? Nadezhda se inclinó y palpó la madera a ciegas, intentando comprobar si había agua, si el embate había rajado la base de la canoa.

– ¿Qué ha sido? -susurró Tomás, ansioso.

La mano de Nadezhda recorrió toda la madera, pero el interior del kayak permanecía seco, lo que la hizo suspirar de alivio.

– Está todo bien -aseguró.

– Entonces, ¿qué ha ocurrido?

La pregunta era buena, sobre todo porque el kayak seguía inmovilizado. La rusa se incorporó con cuidado y se inclinó hacia delante, con la intención de palpar el exterior de la canoa.

Sumergió la mano en el agua fría, a proa, y la recorrió de un lado para el otro, sin entender todavía lo que había ocurrido. Como no detectó nada, se inclinó un poco más y hundió el brazo en el agua, medio con miedo, hasta que los dedos tocaron una superficie suave y granulosa.

– Arena -exclamó ella-. Hemos dado contra un banco de arena.

– Oh, no. ¿Y ahora?

– Blin! Tenemos que salir de aquí.

Tomás se mantuvo en equilibrio en la canoa y, con el remo, inspeccionó el fondo. En efecto, allí había arena y todo indicaba que la proa había encallado, dado que la popa flotaba pero la parte delantera parecía enclavada en algo.

– ¿Crees que hemos llegado a la playa? -aventuró él.

– Es posible. ¿Consigues ver algo?

Ambos abrieron mucho los ojos, intentando vislumbrar señales de la costa. Ya se habían habituado a la oscuridad, pero era difícil, sin referencias de luz, avizorar algo más allá de las tinieblas densas que tenían enfrente. Era como si estuviesen rodeados por el abismo, incapaces de reconocer un dedo a poca distancia de la nariz, totalmente perdidos en aquella sombra espesa. Y, no obstante, era imperativo que descubriesen dónde estaban. Tomás volvió a experimentar el suelo con el remo, pero esta vez tocó la parte situada delante de la canoa; la arena parecía allí mucho más próxima que en la popa. Sintiéndose más confiado, se quitó los zapatos y los calcetines, se arremangó los pantalones hasta encima de las rodillas y, con preparativos de auténtico aldeano, se acercó a la proa.

– Déjame pasar -pidió.

– Ten cuidado, Tomik.

Metió el pie en el agua, con mucho miedo, y el frío le recorrió el cuerpo y le hizo doler los oídos. Sumergió la pierna con cuidado y pisó la arena aun antes de que el agua le llegase a la rodilla. Después apoyó el otro pie y, con enorme cautela, se separó de la canoa y avanzó, paso a paso, hasta que el agua le cubrió sólo los pies y después ni siquiera eso.

– Es la playa -comprobó con alivio-. Hemos llegado al otro lado.

Volvió hacia atrás y ayudó a Nadezhda a salir del kayak.

Caminaron los dos cogidos de la mano hasta la playa, como ciegos explorando sin bastones un camino desconocido, y sólo se detuvieron cuando dejaron la arena y sintieron la hierba de la estepa siberiana arañándoles las plantas de los pies.

– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Tomás, que se puso de nuevo los calcetines y los zapatos.

– Creo que es mejor que vayamos hasta Sajyurta.

– ¿A pie?

Nadezhda emitió un chasquido irritado con la lengua.

– ¿Ves por aquí alguna parada de autobús?

– No.

– Entonces, ¿por qué haces esa pregunta idiota, Tomik? Claro que tenemos que ir a pie.

Tomás se levantó, impaciente.

– Muy bien -dijo-. ¿Vamos?

La rusa se quedó sentada en la hierba.

– Oye, ¿tú consigues ver algo en la oscuridad?

– Yo, no.

– Entonces siéntate y calla.

Dormían agarrados el uno al otro, unidos en un abrazo cálido que los protegía del frío agreste de la noche en la estepa, cuando notaron la claridad azulada que poco a poco iba pintando el cielo. El primero en entreabrir los ojos fue Tomás, y su movimiento despertó a Nadezhda.

Amanecía en el Baikal y los primeros rayos de la aurora despuntaban al otro lado de Oljon, recortando la sombra negra y larga de la isla en el añil oscuro del firmamento. Miraron alrededor y vieron por primera vez el escenario de la costa donde habían acabado encallando; los rodeaba la estepa, con la taiga y las montañas creciendo delante, la costa rasgada por sucesivas ensenadas, bahías y cabos; aquí lenguas de playa, allí peñascos escarpados. Buscaron en la tierra y en el agua señales de sus compañeros, pero sólo vislumbraron la sombra del kayak abandonado balanceándose frente a la playa, como un tronco perdido, oscilando al ritmo cadencioso de las olas que se deshacían y rehacían en la arena.

– Es mejor que vayamos andando -sugirió Tomás.

Esta vez Nadezhda coincidió con la sugerencia y se levantó. La luz de la alborada era aún tenue, pero suficiente para vislumbrar el camino. Sentían frío y hambre y urgía que se pusiesen en marcha. Pisaron la hierba baja de la estepa y torcieron hacia el suroeste, siguiendo la línea de la costa siempre que era posible, buscando caminos interiores cuando hacía falta.

– ¿Aún está lejos el sitio al que vamos?

– ¿Sajyurta? Son unos cuarenta kilómetros.

Tomás reviró los ojos.

– ¡Joder! Eso es una maratón. -Escrutó el horizonte-. ¿No hay nada antes de Sajyurta?

– Que yo sepa, no.

– ¿Ese pueblo no es el sitio donde cogimos el ferry para Oljon?

– El mismo. Podemos coger allí un autocar e ir hacia Irkutsk.

– Pero ¿no es peligroso? Los tipos que andan detrás de nosotros pueden estar vigilando ese pasaje…

– ¿Y cuál es la alternativa, Tomik?

– No lo sé. Dímelo tú.

Nadezhda señaló las montañas al noroeste.

– Podemos ir en aquella dirección hasta que lleguemos a Manzurka -sugirió-. Pero son unos ochenta kilómetros.

– ¿Y si subimos la costa?

– Aún es peor. La próxima población es Baikalskoe, a unos trescientos kilómetros.

Tomás frunció los labios.

– Bien, entonces es mejor que nos arriesguemos por el pueblo del ferry -dijo con resignación-. Hasta es posible que consigamos hacer autostop antes de llegar allí, quién sabe.

La estepa no era lisa, sino ondulada, y los obligaba a escalar elevaciones y a descender declives. Aparecían pequeños arbustos dispuestos a espacios regulares, como si los hubiesen cultivado; se veían cardos y salvias y un toque de amarillo de los girasoles otorgaba color al paisaje acastañado y seco.

– ¿Aquí no vive nadie? -se exasperó Tomás al cabo de apenas media hora de marcha.

– Niet -confirmó Nadezhda sin apartar los ojos del suelo-. El suelo es muy pobre, ¿no ves? La estepa tiene poca agua. Como esto es casi un desierto, nadie quiere venir aquí.

Pequeños montes les obstruían a veces el paso, obligándolos a sortear los obstáculos para poder seguir adelante. La conversación entre ambos era esporádica, como espasmos. Tenían hambre y se sentían cansados, querían salir de allí lo más pronto posible, pero se veían forzados a conformarse con la situación.

En Tomás anidaba, sin embargo, un resentimiento que hasta ese instante había decidido callar, pero ahora, con tanto andar y sin nada que decirse, se sentía tentado a manifestar aquel resquemor que lo martirizaba a fuego lento.

– ¿A ti te gusta Filipe? -aventuró.

Nadezhda se encogió de hombros.

– No me quejo -dijo-. Siempre ha cumplido con lo acordado. Además, está haciendo algo importante, ¿no te parece?

– Claro -asintió Tomás-. Pero lo que yo quiero saber es si realmente te gusta.

– Oh, eso.

Caminó callada.

– ¿Y ?

– Los hombres son hombres. A vosotros os gusta el sexo, a mí me gusta el sexo. ¿Qué hay de malo?

– Pero ¿te gusta Filipe?

– Me gustan todos los hombres con los que salgo. Siempre que paguen, todo está bien.

Tomás se quedó un instante rumiando esta última afirmación.

– ¿No te gustaría salir de esa vida?

– ¿Qué vida? ¿La de profesional del sexo?

– Sí.

– Blin! -lo increpó-. Pero ¿cuál es tu problema?

– Ninguno. Sólo tengo curiosidad, nada más que eso. -La miró con intensidad-. ¿Estás obligada a esa vida?

Nadezhda se rio.

– Quieres salvarme, ¿eh?

– Sí, ¿por qué no?

La rusa se quedó unos instantes callada, analizando el suelo que pisaba.

– Eres un encanto, Tomik. Pero no necesito salvarme.

– ¿Crees que no?

– Sé que no. Nadie me obliga a llevar la vida que llevo. Lo hago porque me gusta el dinero y porque me da placer. Si yo quisiese acabar hoy mismo, acabaría. -Lo miró con jovialidad-, ¿Sabes lo que quiere decir mi nombre?

– ¿Nadia quiere decir algo?

– No, tonto. Nadezhda. ¿Sabes lo que quiere decir?

Tomás contrajo el rostro en una expresión de ignorancia.

– No tengo la menor idea.

– Nadezhda significa «esperanza». -Sonrió con alegría-. Esperanza. ¿Entiendes, Tomik? Yo tengo esperanza. -Miró el horizonte con actitud soñadora-. Cuando termine la facultad, el próximo año, ¿sabes qué voy a hacer? Voy a conseguir un Iván cualquiera y me iré a vivir con él a Crimea. -Sacudió su pelo cobrizo, en un gesto despreocupado-. No te preocupes por mí.

– ¿Y la mafia te deja?

– Pero ¿qué mafia? Llevo la vida que quiero llevar y la dejaré cuando quiera dejarla. Aquí no hay mafias que me den órdenes. Hago lo que quiero con mi cuerpo y quien lo quiera tiene que pagar. -Señaló a Tomás-. Y tú, con esa charla de cura, entérate ya de que se acabaron los favores, ¿has oído? A partir de ahora, si quieres follar, tendrás que pagar. No eres más que los otros.

Capítulo 24

Una nube de polvo fue el indicio que les indicó que estaban muy cerca de una carretera de tierra apisonada. Las agujas del reloj de pulsera de Tomás marcaban casi las doce del mediodía y los dos fugitivos se arrastraban en silencio por la estepa, demasiado cansados y hambrientos para poder hablar. La floresta bajaba por las montañas y se acercaba a la pequeña franja de la pradera, pero ambos prefirieron mantenerse en el descampado, donde el avance era más fácil.

El polvo que se levantaba a lo lejos tuvo la virtud de despertarlos del letargo en que se habían sumido, y los animó, como un globo vacío que recibe un soplo de aire.

– Ahí viene gente -exclamó Nadezhda, súbitamente espabilada-. ¡Por fin!

– Pero vienen hacia aquí-observó Tomás-. Necesitamos alguien que vaya para el otro lado.

– No importa. Si allí viene un coche, es porque aquí hay una zona de paso. Eso es formidable.

Intentaron prever el recorrido del automóvil que levantaba todo aquel polvo, pero pronto se dieron cuenta de que sólo había un itinerario posible: el que los conducía hasta ellos. La estepa no era allí más que una estrecha franja ceñida entre la taiga y el lago, por lo que no abundaban las alternativas. Como era evidente que ningún coche podía cruzar el bosque denso y no vieron ninguna otra nube de polvo que señalase más tránsito en una eventual carretera por el bosque vecino, se hizo claro que el recorrido del vehículo que se acercaba tendría inevitablemente que hacerse por la orilla, donde los dos se encontraban. Subieron a una elevación y se quedaron allí de pie, aguardando con expectativa que el vehículo fuese hacia ellos.

La nube creció y el motor del automóvil se hizo audible; parecía un rugido in crescendo. El coche surgió de repente de una loma y se quedó a la vista de ambos. Era un todoterreno. Justo atrás apareció otro, y Tomás sintió una sacudida en el pecho al reconocer a los de la noche anterior.

– ¡Son ellos! -gritó.

Aferró a Nadezhda por el brazo y corrió cuesta abajo, huyendo desenfrenadamente por la estepa. No estaba seguro de que los hubiesen visto, pero le parecía posible y hasta probable. El miedo le aligeró el paso y el cansancio se diluyó, sustituido por una inyección de energía que ya creía no tener. Corrieron los dos por el descampado, midiendo la aproximación de los jeeps con los oídos y el rabillo del ojo, y en un instante cruzaron la linde de los árboles y se internaron en la taiga.

Rodeados por los pinos y los arbustos, el avance se hizo más lento, tan lento que pudieron percibir el silenciar de los motores y el ruido de los portazos. Los habían localizado, les estaban dando caza. Oyeron gritos de hombres y, como una descarga de adrenalina, esos sonidos de la persecución les dieron nuevas fuerzas, impeliéndolos hacia delante en una ceguera de fuga; corrieron lo más posible entre los árboles, topándose con las ramas, rasgándose las ropas y la piel con los cardos y las flores silvestres. Nada, sin embargo, los frenaba; corrían como liebres entre las plantas, deslizándose entre los pinos, buscando a toda costa ganar distancia de sus perseguidores.

Seguían vociferando órdenes en algún sitio detrás de ellos, ya más próximas, ya más distantes. A veces tenían la nítida impresión de que los aniquilarían en cualquier momento, pero poco después seguían con la convicción de que se distanciaban de los desconocidos. Sentían los pulmones a punto de reventar y creían que el fragor de la respiración era tan alto que inevitablemente los denunciaría, pero prosiguieron la carrera, avanzando cada vez más, internándose profundamente en el corazón de la floresta.

Un ay gemebundo hizo a Tomás mirar hacia atrás. Vio a Nadezhda caída junto a un arbusto.

– Venga -dijo, retrocediendo y dándole la mano-. Deprisa.

La rusa intentó incorporarse, pero pronto esbozó una mueca de dolor.

– No puedo -sollozó-. Me he torcido el pie.

Tomás tiró de ella con más fuerza.

– Venga. No podemos parar.

La muchacha se levantó y dio algunos pasos, pero eran más bien saltos a la pata coja que una carrera; se hacía evidente que no estaba en condiciones de continuar.

– No puedo -se quejó-. Me duele.

Tomás miró hacia atrás. Los perseguidores aún no habían aparecido, aunque le pareciese claro que, si se quedaban allí, pronto los atraparían. Miró alrededor, desesperado, en busca de soluciones rápidas, pero sólo una idea le martillaba la mente.

– Tenemos que salir de aquí.

– Huye tú -dijo ella-. Tú puedes correr, yo no. Huye, Tomik.

La miró, tentado por aquella posibilidad. Lo que Nadezhda estaba diciendo tenía realmente sentido. Si se quedaba con ella, los atraparían a los dos; si huía, tal vez conseguiría escapar. En cualquier caso, ella estaba perdida. Lo más sensato era, sin duda, huir.

Casi aceptó la sugerencia, pero en el último momento flaqueó. No la podía dejar allí. Se acordó de lo que les había ocurrido a los dos científicos abatidos años antes por esos mismos hombres u otros semejantes: dejarla atrás sería condenarla a una muerte segura. No, no era capaz de hacerlo. Si lo hiciese, sabía que no podría vivir tranquilo de entonces en adelante. Pero el problema es que no moverse de ese lugar era un verdadero suicidio. ¿Qué hacer? ¿Debería huir o sería mejor quedarse?

Volvió a buscar señales de los perseguidores. Aún no habían aparecido, pero ya oía las voces acercándose. No podían permanecer allí más tiempo, tenían que moverse. Los segundos se agotaban y necesitaba a toda costa superar la indecisión y encontrar una salida.

– Apóyate aquí -dijo ofreciéndole el hombro y sujetándola por el brazo, que enlazó alrededor de su cuello-. Vamos.

La arrastró por la floresta al paso más rápido del que fue capaz: ella cojeando apoyada en él, Tomás arrastrándola con esfuerzo; sin embargo, pronto se dio cuenta de que así no irían a ningún lado. Comenzaba a sentirse exhausto y, avanzando a duras penas, era obvio que en cualquier instante los alcanzarían. En la congoja del momento vislumbró un arbusto entre dos pinos y corrió hacia allí. Ayudó a Nadezhda a refugiarse detrás de las ramas y le siguió el ejemplo, intentando ocultarse entre el follaje. Respiraban los dos penosamente, con los pechos jadeantes. Tomás hizo una seña para que controlasen ese jadeo convulsivo y lograran un absoluto silencio.

Silencio.

El gorjeo de las aves llenaba la taiga con una melodía serena, pero lo que antes habrían considerado un simple concierto de la naturaleza, ahora se les figuraba como una siniestra entrega a las fuerzas primitivas de la floresta. El trinar de los pájaros les recordaba que aquél no era el mundo de los hombres, que las leyes allí eran diferentes, que cualquier cazador se podía convertir en presa de alguien. Esperaron en silencio, con la atención centrada en otro tipo de sonido, y no tuvieron que aguardar mucho. Oyeron voces de hombres y que alguien agitaba la vegetación. No había dudas, los perseguidores se encontraban cerca. Se mantuvieron un buen rato quietos, con la respiración casi suspendida, los ojos moviéndose en todas direcciones, gotas de sudor que brotaban de la parte alta de la frente, rezando para que el arbusto llegase a ocultarlos de verdad.

Entregado a la angustia de la espera, Tomás empezó a cuestionar la eficacia del escondrijo. Momentos antes, en la congoja de la fuga, en el vértigo de la desesperación, aquel arbusto le había parecido una excelente solución. Pero ahora no estaba tan seguro. Imaginó a los perseguidores cerca de allí, con los ojos escrutadores, la atención redoblada, y se dio cuenta de que Nadezhda y él se encontraban expuestos, casi desnudos, como niños que se esconden detrás de una cortina y con los pies denuncian su presencia. Imposible que no los vieran, concluyó, con el corazón saltando de miedo y de agotamiento. Imposible. Qué disparate haber ido hasta allí, se mortificó. Pero ya no había nada que hacer, se escondieron allí y no disponían de alternativa. Sólo les restaba permanecer quietos, inmóviles como estatuas, y rezar para que los desconocidos no los descubriesen, lisa era la única posibilidad de…

Un hombre.

Vieron una rama que se movía y un hombre apareció de pronto frente al escondrijo, caminando con cautela, furtivo, atento a los sonidos, con la pose felina de un cazador. Vestía vaqueros y chaqueta de piel, pero lo que más terror inspiró a Tomás fue el objeto que llevaba en las manos. Sin haberla visto nunca, salvo en películas y fotografías de periódicos, el historiador reconoció la AK-47. El hombre avanzaba por la taiga con un kalashnikov entre las manos: no había duda de que ellos eran la presa de la cacería.

Tomás y Nadezhda se helaron de terror, con los latidos del corazón tan violentos que temieron que alguien pudiese oírlos a más de cien metros de distancia; era como si la muerte rondase por allí, husmeándoles el miedo, sintiéndoles el rastro caliente. Oyeron otra voz, parecía resonar del otro lado, pero no apareció nadie más. El hombre del kalashnikov se inmovilizó por momentos en el claro frente al arbusto, dijo algo en ruso a alguien que desde allí no veían y retomó la marcha, desapareciendo entre el follaje.

Los dos fugitivos permanecieron paralizados, con el corazón en la boca, temiendo que aparecieran más desconocidos. Oyeron nuevas voces, ahora a la derecha; era como si la línea de cazadores acabase de pasar junto a ellos sin haberlos visto. Ahora parecían alejarse las palabras que se decían los desconocidos y Tomás soltó un suspiro de alivio.

– Se están yendo -susurró, tan bajo que él mismo tuvo dificultad en oírse.

– Sí -repuso ella en el mismo tono.

– ¿Entendiste lo que decían?

– Nos están buscando.

– Pero ya nos han perdido. Tal vez sea mejor que aprovechemos para huir en la otra dirección.

– Quédate quieto. Ellos saben que estamos escondidos.

– ¿Lo saben?

– Sí. Están hablando de eso.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– Tenemos que quedarnos quietos. Si nos movemos o hacemos ruido, darán con nosotros.

Se callaron y siguieron allí, muy quietos y tensos, con tanto pánico que ansiaban salir de allí corriendo, con tanto miedo que no eran capaces de moverse. Nuevas voces confirmaron que los hombres andaban aún por allí y el sonido de la vegetación al ser movida llenaba la taiga, como si los desconocidos estuviesen registrando cada rincón de la floresta. Los sonidos pararon y los hombres se pusieron por un momento a dialogar.

– Van a volver atrás -murmuró Nadezhda, que seguía la conversación.

Acto seguido, las voces se volvieron, en efecto, más altas, y los dos fugitivos suspendieron de nuevo la respiración. Sintieron la presencia otra vez cerca y ambos se paralizaron, sin saber muy bien cómo resistirían sus corazones a un amenazador segundo paso de los extraños. Oyeron el ruido de más ramas apartadas y, de repente, dieron con las piernas de un hombre frente a ellos, a medio metro del arbusto, con el kalashnikov apuntado hacia abajo. El desconocido también llevaba vaqueros, pero era más corpulento que el anterior. El hombre se detuvo un instante, tan próximo que sólo se le veían las piernas y la barriga, y desearon intensamente que se alejase lo más deprisa posible.

Pero el desconocido siguió sin moverse. Se unió a él un segundo hombre y se quedaron los dos mirando a un lado y al otro, como si estuviesen desconcertados. De repente, el segundo se acuclilló y miró hacia el arbusto.

Se vieron.

– Vot oni! -gritó el ruso.

Aterrorizado, Tomás casi saltó del arbusto para ponerse a correr, pero las piernas estaban demasiado débiles, parecían espaguetis hervidos, de modo que no tuvo fuerzas para esbozar una reacción.

Se desencadenó un infierno en torno al arbusto. Los dos desconocidos en el claro volvieron los kalashnikov hacia el escondrijo y pronto se sintió un movimiento caótico alrededor. Aparecieron más cañones de armas venidas no se sabía bien de dónde, algunas metiéndose entre el follaje, y una voz bramó.

– Vykhodíte ottuda! -ordenó-. Bystro.

Nadezhda temblaba de pavor.

– Quieren que salgamos de aquí-tradujo.

Como un sonámbulo, con los sentidos entorpecidos, Tomás apartó las ramas y ayudó a la rusa a salir. En cuanto se enderezó, recibió un puñetazo en el estómago, se dobló en dos y se golpeó la frente en el suelo.

– Eto ti gueólog? -rugió una voz, amenazadora.

Sintió un cañón pegándosele a la nuca y le llevó unos segundos recuperar la respiración.

– No entiendo el ruso -dijo en inglés, con la boca llena de tierra.

Oyó un golpe y un gemido de mujer: habían golpeado a Nadezhda. Hubo nuevas preguntas en ruso, que la muchacha fue respondiendo entre sollozos.

«Este es el final», pensó Tomás.

Los rusos le gritaban a ella, que respondía llorando. Después se volvieron hacia él, lo tiraron del pelo hacia atrás y un hombre le pegó la boca al oído gritando alguna cosa más en ruso. El desconocido le palpó el cuerpo, buscó los bolsillos, se los revisó y sacó de ellos todo lo que pudo encontrar. Después le soltó el pelo y Tomás sintió que volvía a apoyarle el cañón en la nuca. Oyó voces conversando y, pasados unos minutos, los demás hombres se alejaron dos pasos, como si quisieran evitar que los alcanzase lo que iría a ocurrir a continuación.

«Me van a fusilar», comprendió con terror.

Nadezhda no paraba de sollozar. Por el rabillo del ojo, Tomás se dio cuenta de que ella estaba tumbada en el suelo, con un kalashnikov pegado a la nuca. Se hizo el silencio en el claro.

Pam.

Un estruendo brutal sonó al lado de Tomás, y le ensordeció el oído derecho. Volvió el rostro y comprobó, horrorizado, que Nadezhda tenía la cabeza deshecha. La sangre y la masa encefálica se desparramaban por el suelo mezcladas con los cabellos cobrizos.

El cañón pegado a la nuca de Tomás lo empujó hacia delante, haciendo que su cabeza se golpease en el suelo. En ese instante, pensó que todo había acabado. Iban a disparar. La presión en la nuca desapareció y, sin comprender bien lo que pasaba, sintió el cuerpo de un hombre que se inclinaba sobre su espalda y le acercaba de nuevo la boca al oído.

– Márchate, portugués -dijo el desconocido, ahora en inglés-. Márchate y no vuelvas nunca más.

Los hombres empezaron a moverse y, al cabo de pocos segundos, el claro quedó desierto. Temblando de nervios, con la conciencia poseída por un sentimiento de irrealidad, sin saber si aquello no era más que un sueño, Tomás se levantó despacio y se sentó en el suelo. Los hombres habían desaparecido de verdad, dejándole la cartera y el pasaporte a sus pies.

Sus ojos incrédulos se posaron entonces en el cuerpo inerte y ensangrentado de Nadezhda, extendido en el suelo húmedo como una muñeca rota, y fue en ese momento cuando se echó a llorar.

Capítulo 25

De la vivienda se apreciaba el mismo aspecto tranquilo de siempre, tal vez un poco más risueño que las otras veces que había ido; al fin y al cabo, la primavera siempre se adelantaba y los parterres del jardín ya florecían con exuberancia. Las rosas comunes centelleaban al sol, rojas y amarillas, intensas de vida, compitiendo con el naranja de los alquequenjes, las hojas traslúcidas a contraluz; pero era el azul celeste de los ajenuces, con sus pétalos abiertos como estrellas, lo que otorgaba la apariencia exótica a la vegetación.

Tomás entró en la casa y fue como si estuviese a la puerta de otro mundo. Hasta ese instante, había vivido obcecado por la aterradora experiencia que acababa de tener en Siberia. No lograba borrar de la memoria el sonido de la detonación del kalashnikov que había destruido la cabeza de Nadezhda ni la imagen de la muchacha tendida en el suelo de la taiga, con el cerebro esparcido en el claro donde la habían ejecutado. El sonido y la imagen asombraban a Tomás sin parar y fue con ese recuerdo martilleándole la mente como hizo todo el viaje de regreso, desde las márgenes del Baikal hasta el porche de la residencia, en Coímbra.

En el instante en que traspuso la puerta de entrada, el machacar ininterrumpido cesó abruptamente; parecía que la mente le había concedido una tregua piadosa. Era como si el subconsciente supiese que, para lidiar con el nuevo problema, no podía arrastrar el anterior; todo tenía su tiempo y sólo podía ocuparse de una cosa cada vez. Por ello, con la cabeza inesperadamente limpia, fue derecho al despacho de la directora, en medio del pasillo, y no se detuvo hasta que vio el nombre de Maria Flor señalado en una pequeña placa atornillada a la madera de la puerta.

– ¿Puedo pasar? -preguntó asomándose después de golpear.

La directora, sentada frente al escritorio consultando papeles, lo acogió con una sonrisa encantadora.

– Adelante, profesor. -Hizo un gesto para que se sentase en la silla al otro lado del escritorio-. Ya creía que usted había desaparecido de la faz de la Tierra.

Tomás se acomodó en el asiento.

– Poco faltó -comentó estremeciéndose-. He estado ausente del país, he vivido una situación muy complicada y no he vuelto hasta hoy. En cuando bajé del avión, en Lisboa, fui a buscar el coche y he venido derecho hasta Coímbra. Acabo de llegar.

– Me di cuenta de que no ha estado por aquí.

Tomás se encogió en la silla y bajó los ojos, ligeramente avergonzado por lo que podría pensarse de su ausencia después de haber dejado allí a su madre.

– Le pido disculpas, pero fueron obligaciones profesionales -se justificó de nuevo, y alzó la cabeza, como si diese ya por suficientes las autoinculpaciones-. ¿Cómo está mi madre?

– Se ha escapado.

Tomás la miró con los ojos desorbitados. La información lo había afectado con la violencia de una bofetada.

– ¿Cómo?

– Su madre se ha escapado.

– ¿Cómo que se ha escapado?

– Muy sencillo. Cogió sus cosas y se marchó.

– Pero…, pero… ¿la dejaron irse?

La directora suspiró.

– Profesor, ¿qué podríamos hacer nosotros? No se olvide de que todo esto es nuevo para ella. Su madre estaba habituada a una determinada rutina y a su modo de vida, que le era muy familiar, y de repente se vio transportada a un medio totalmente extraño, para colmo contra su voluntad. Como era de esperar, reaccionó mal.

Sentado en la silla, Tomás comenzó a sentir que la furia le crecía en el pecho como un volcán a punto de entrar en erupción.

– Pero ¿ustedes la dejaron salir?

– Que yo sepa, profesor, su madre es adulta y mantiene todos sus derechos, incluida la libertad de movimientos. Si ella cogió sus cosas y se fue, ¿qué podíamos hacer? Ella no es una prisionera, ¿no? No fue condenada por ningún tribunal, ¿no?

– Pero ella no puede andar suelta por ahí, es un peligro para sí misma. ¿Dónde está mi madre ahora?

Maria señaló la puerta.

– Está aquí.

– ¿Perdón?

– Está aquí en la residencia.

Miró a la directora, desconcertado.

– Disculpe, no la estoy entendiendo. ¿No me había dicho que se había escapado?

– Dije eso y es verdad. Se escapó al tercer día.

– ¿Y ahora está aquí?

– Sí, conseguimos traerla de vuelta, gracias a Dios.

Tomás soltó un bufido de alivio.

– ¡Uf!

– Intentamos hablar con usted en ese momento, pero su móvil no estaba accesible. No imagina las veces que lo hemos llamado. Como sabíamos que su madre era paciente del doctor Gouveia, nos acordamos de contactar con el hospital y acabamos por hablar con él. Fue el doctor Gouveia quien la localizó y la trajo de vuelta.

– ¿Y cómo se siente ella ahora?

– Se va adaptando, afortunadamente. ¿Quiere ir a verla?

– Claro que sí-dijo levantándose de inmediato-. Pero se encuentra bien, ¿no?

– Se encuentra bien, teniendo en cuenta los condicionamientos de la situación y de la edad, claro -respondió la directora, aún sentada-. Habría sido importante que usted hubiese estado aquí para acompañarla en los primeros días de integración en la residencia.

– Sí, lo sé, pero créame que me resultó del todo imposible.

Tomás se quedó un instante indeciso, sin saber si debería salir o sentarse de nuevo. La actitud de la responsable de la residencia le indicaba que la conversación no había terminado y que tal vez sería mejor que volviese a su sitio.

– Estas cosas son un poco complicadas para nosotros, como debe comprender -dijo Maria, decidida a hacer que aquel cliente asumiese sus responsabilidades-. Dirigir una residencia no es fácil, y siempre estamos enfrentándonos con situaciones nuevas. Ayer, por ejemplo, hubo una octogenaria que se pasó parte de la noche deambulando por la casa, en busca de la cocina. Se desorientó al volver a la habitación y sin querer fue a parar a la cama de tres residentes distintos.

– ¿En serio? -se sorprendió Tomás, de vuelta a la silla-. Vaya, vaya: cuando sea viejecito quiero venir aquí.

– No bromee.

– Disculpe, pero mire lo que son las cosas. Estoy acostado muy tranquilo en mi habitación y, en medio de la noche, viene una mujer a meterse en mi cama.¡Ese es el sueño de cualquier hombre!

Maria se rio.

– ¿Aun siendo una anciana?

– Con esa edad, creo que no podemos ser tiquismiquis, ¿no? En tiempo de guerra, incluso se comen ratas.

Ambos soltaron una carcajada, pero la directora pronto se recompuso. No le pareció de buen tono estar divirtiéndose a costa de aquel tema.

– Oiga, usted está bromeando, pero esto es serio.

La sonrisa se diluyó en el rostro de Tomás, que asintió con la cabeza.

– Lo sé.

– Tenemos clientes que son un amor. Son muy educados y hasta piden disculpas si no consiguen comer solos o se lo hacen en la cama durante la noche. -Alzó los ojos hacia el techo, como desesperada-. Pero hay otros…

Dejó la frase suspendida en el aire.

– ¿Y? ¿Qué hacen los otros?

– Todo y alguna cosa más. Unos no se controlan y dejan excrementos por toda la habitación, es algo terrible. Yo sé que no tienen culpa, pero aun así cuesta entrar allí y limpiarlo todo, ¿no? A veces me dan pena las empleadas de la limpieza.

– Esos deben de ser los peores.

– No. Los peores son los malhumorados, los que nos agreden verbalmente desde que se despiertan. O el desayuno es demasiado temprano o es demasiado tarde, o la cama está demasiado cerca de la ventana o demasiado lejos, o somos todos unos hijos de una tal o dejamos un pelo sin quitar de la bañera, o les quitamos dinero de la cartera o los maltratamos, o la comida está demasiado salada o demasiado insulsa, en fin, siempre todo está mal. Y después crean conflictos con los demás, se acusan mutuamente, es una olla de grillos. -Meneó la cabeza-. Oiga, hay personas que hacen de nuestra vida un verdadero infierno.

– Con la edad, los defectos se acentúan, ¿no?

– Y de qué manera -coincidió Maria-. Pero lo que pasa es que muchos se soliviantan y, a falta de algo mejor, la pagan con nosotros. Esa es la raíz del problema, y tenemos que comprenderlo.

– No me diga que mi madre está en ese grupo.

– No, pobre. Doña Graça es un encanto. Ha tenido dificultades para adaptarse, es verdad, pero se nota que es una persona con clase, incapaz de maltratar a nadie.

– Sí, mucho me sorprendería oírla insultar a alguien.

La directora se levantó por fin de la silla, indicando de ese modo que la conversación se acercaba a su fin.

– Están también los que no paran de incordiar, claro. Pobres, no tienen la culpa, pero fastidian un montón el trabajo. Unos se pasan el día gritando, otros nos siguen por todas partes, y hay dos o tres que preguntan lo mismo o cuentan la misma historia cincuenta veces al día. Necesitan mucho apoyo, pero las exigencias del trabajo nos impiden conversar demasiado. ¿Cómo puede una empleada de la limpieza quedarse media hora conversando con un residente cuando tiene diez habitaciones que limpiar durante la mañana?

– Realmente…

Maria Flor acompañó a Tomás hasta la puerta del despacho y salieron al pasillo. Una anciana se cruzó con ambos, casi arrastrando las chanclas; usaba una bata blanca con volantes de encaje y tenía los cabellos blancos recogidos en una cola de caballo.

– ¿Ve a esta mujer? -susurró la directora cuando la anciana se alejó.

– Sí.

– Se pasa la vida andando por los pasillos. La sentamos a la mesa a la hora de las comidas, pero basta con que nos distraigamos un minuto y, cuando volvemos a encontrarla, está de nuevo paseando por los pasillos. Es exasperante.

– Tal vez sería mejor que estas personas se quedasen todas en casa, ¿no?

– ¿Y quién cuidaría de ellas? Hoy en día las personas no tienen ánimo para quedarse en casa limpiándoles el culo a sus padres y soportándoles sus manías. La verdad es ésa. Las personas hoy viven más tiempo y el estilo de vida de las familias no permite lidiar con tanta población envejecida. Antes poca gente llegaba a vieja, y para esos pocos que alcanzaban una edad avanzada había toda una estructura familiar que les servía de apoyo. Fíjese en que las mujeres en aquel entonces no iban a trabajar, se quedaban en casa ocupándose de los suyos. Hoy ya no es así. Gracias a los avances de la medicina, hay muchos más viejos que en el pasado y, con la entrada forzosa de las mujeres en el mercado de trabajo, ha dejado de haber una estructura familiar montada para atender a los ancianos, ¿me entiende?

– Pues sí, el perfil demográfico de la sociedad ha cambiado.

– Que ha cambiado, ha cambiado -coincidió ella, enfática-. Tal como están las cosas, la ayuda profesional que proporcionan las residencias, siempre que sean de calidad, es fundamental, no tenga dudas. -Apuntó hacia el suelo, indicando la residencia-. Pero hace falta saber lo que es la vejez para entender lo que ocurre aquí dentro. Hay quien dice que una residencia tiene que ser como la casa del residente, pero eso no es más que una ilusión que las personas de fuera alimentan para no sentirse afectadas por la incómoda realidad. -Hizo un gesto alrededor-. La verdad es que una residencia es como un hospital, ¿ha visto? Los residentes autónomos y que se valen por sí mismos se cuentan con los dedos. La mayor parte necesita ayuda para las tareas más sencillas. No pueden lavarse solos, no pueden comer solos, algunos ni siquiera andan, otros tienen una enorme dificultad para orinar, muchos ya no están en posesión de todas sus facultades mentales. En fin, aquí tenemos más pacientes que huéspedes.

– Esto es complicado.

Maria señaló a Tomás.

– Y después, además, tenemos que aguantarlos a ustedes, ¿no?

– ¿A mí?

– Sí, a ustedes. Los familiares.

– ¿Qué hacemos nosotros?

– Usted no ha hecho nada…, lo que, dicho sea de paso, no habla mucho en su favor.

– No me va a echar un rapapolvo, ¿no?

– Oiga, no me corresponde meterme en su vida, pero me gustaría que entendiese que la presencia de los familiares es crucial para ayudar a los ancianos en esta fase difícil de la vida. Muchos de los viejos parecen no entender ya nada de nada, es verdad, pero eso no quiere decir que se hayan vuelto insensibles. Por el contrario, son muy sensibles a la atención que les presta la familia.

– Sé que he estado ausente, pero créame que no podía realmente venir -se disculpó de nuevo-. He tenido compromisos impostergables.

– Usted sabrá, yo no me meto en eso -repitió ella-. Pero, sin querer darle una lección de moral, creo que es importante que sepa que su presencia puede marcar la diferencia en la adaptación de su madre a la vida en este sitio. Las personas no deben meter a los ancianos en una residencia y después esperar que la residencia resuelva todos los problemas, como por arte de magia, porque eso no va a ocurrir. Nuestro trabajo es mantener a las personas aseadas, medicadas, abrigadas y alimentadas. Damos las condiciones materiales que la familia, comprensiblemente, ya no puede dar. Pero, en el plano emocional, y por más simpáticos y cariñosos que seamos con el residente, nada sustituye el contacto con la familia. Por favor, venga a visitar a su madre con frecuencia, no la haga sentirse rechazada y abandonada.

Tomás bajó la cabeza y se mordió el labio. Sabía que era un mensaje que apuntaba directamente a él.

– Tiene razón.

Se detuvieron frente a la sala. La directora paseó los ojos de la izquierda a la derecha y se fijó en la figura sentada junto a la ventana.

– Allí está su madre -dijo-. Antes de que vaya a reunirse con ella, déjeme recordarle una cosa: a esta edad, siempre estamos perdiendo algo.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Las neuronas se van muriendo, unas veces más deprisa, otras más lentamente. Es ley de vida. Lo que quiero es que entienda que, cada vez que venga, puede encontrarla diferente. Y raramente será para mejor.

El sol acariciaba las arrugas que el tiempo había labrado en el rostro de doña Graça cuando Tomás se inclinó y la besó en la mejilla.

– Hola, madre, ¿está bien?

Doña Gracia alzó los ojos verdes límpidos y miró a su hijo, que la observaba con nerviosa expectativa.

– Padre -exclamó, abriendo los brazos-. Padre.

Tomás la miró, atónito.

– Madre, soy yo. Tomás.

Ella pareció admirada. Se quedó un instante en suspenso mirando al recién llegado, casi indecisa, hasta que volvió en sí.

– Ay, disculpa -dijo meneando la cabeza como si quisiese sacudir algo-. Me estoy volviendo distraída. Me pareció que eras mi padre -le acarició el rostro-. Eres guapo como él.

– Pues habré heredado sus genes.

– Hace unos días, casualmente, mi padre y mi madre me dijeron que parecías un ángel.

El hijo se acomodó en la silla vacía frente a doña Graça. No había dudas de que estaba confundida, hablaba como si sus padres aún estuviesen vivos.

– Entonces, ¿cómo se ha sentido estando aquí? -preguntó, desviando la conversación.

– Echo de menos la casa. Ya le he dicho a tu padre que quiero volver.

Todos los recuerdos se le mezclaban. En su vivencia, su marido permanecía vivo, probablemente aún más joven.

– ¿Duerme bien, madre?

– Ni por asomo. Entran en mi habitación unas personas extrañas, es un agobio.

– Son las enfermeras, para ver si todo está bien.

– Prefiero a Alzira, ya estoy habituada a ella. -Alzira era la asistenta de la época en que Tomás estudiaba en el instituto-. Además, cocina mejor. Las chicas que trabajan aquí deberían hacer un curso de cocina, como aquellos de la televisión, ¿sabes? Como el de…, de Maria de Lurdes Modesto. Esos.

Tomás miró alrededor, observando a los ancianos sentados en el salón. Unos dormitaban, otros tenían la mirada perdida en el infinito, una tejía y tres jugaban a las cartas.

– ¿Aún no ha hecho amigas, madre?

– Claro que sí -dijo ella-. ¿Sabes con quién me he encontrado aquí?

– No.

– Con Deolinda. ¿Te acuerdas de ella?

– No tengo idea de quién es.

– ¡Claro que sabes quién es! La conocimos cuando íbamos al instituto.

– Madre, yo nunca he ido al instituto con usted. Cuando usted iba al instituto, yo ni siquiera había nacido.

Doña Graça reflexionó, intentando reordenar la memoria.

– Tienes razón, últimamente se me va la olla. Tu padre y yo sí que la conocimos en el instituto. -Se encogió de hombros-. Pues mira, me he encontrado con ella aquí.

– ¿Y cómo está?

La madre se rio.

– Una depravada -murmuró-. Esa chica siempre fue un poco alocada y por lo visto no se ha corregido. Eso lo lleva en la sangre, no hay nada que hacer.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué lo dice?

– Tú no te imaginas las escenas que monta todos los días.¡Válgame Dios!

– Dígame.

Doña Graça se inclinó y bajó la voz, como si estuviese contando un secreto.

– Mira, está viendo a ver si se liga al enfermero.

– ¿Qué enfermero?

– Un chico joven que trabaja aquí. Deolinda se pasa todo el tiempo exigiéndole que le ponga crema en el ano, pero el médico ya la ha visto y ha concluido que no tiene ningún problema en el ano.-Soltó una risita. Y la bribona insiste. Dice que ya no hay hombres como antes, que son todos unos maricones, y exige que le pongan la pomada en el ano.

– Demonio de vieja -sonrió Tomás.

Doña Graça miró hacia un lado y se estremeció.

– Chis -dijo-. Ahí viene.

El hijo volvió la cabeza hacia la puerta y vio a una anciana que se acercaba a paso ligero con una taza de té en la mano. Llevaba un vestido gris, con la falda arrastrándose por el suelo.

– Pero ¿de dónde ha salido este hermoso muchacho? -preguntó la recién llegada, acercándose a la mesa.

Doña Graça afinó la voz.

– Oye, Deolinda, déjate de disparates. -Apoyó la mano en el brazo de su hijo-. Este es mi Tomás.

Deolinda lo miró de pies a cabeza.

– Hmm… No está nada mal -dijo con la voz insinuante-. Oye, chico, ¿tú sabes ponerle pomada a una mujer?

Capítulo 26

El cartel a la salida de la autopista señalaba el familiar peaje de Alverca cuando Tomás, con una mano en el volante y la otra ultimando los preparativos para la llamada, acomodó el auricular y marcó los números.

El móvil sonó al otro lado de la línea.

– Hola, profesor -saludó la voz que lo atendió-. ¿Ya está de vuelta?

– ¿Cómo está, Orlov?

– ¡Muerto de hambre! -se lamentó el ruso-. Aún no he cenado. -Suspiró-. Cuénteme, pues. ¿Se encontró con su amigo?

– Sí.

– ¿Dónde está?

– No lo sé.

Orlov chascó la lengua disgustado.

– Oiga, profesor -dijo con un tono de infinita paciencia-. Usted tiene que contarnos algo, ¿no? Al fin y al cabo, fue la Interpol la que pagó todos los gastos de su viaje. Si pagamos, tenemos al menos el derecho de saber lo que pasó.

– Sin duda -reconoció Tomás-. El problema es que no les puedo decir dónde se encuentra porque yo mismo no lo sé.

– ¿Cómo es eso? ¿No ha estado con él?

– Claro.

– ¿Dónde?

– En Rusia.

Orlov se rio.

– ¿Su amigo se ha escondido en mi tierra? -Soltó una rápida risotada-. Debería haberlo imaginado. ¿Sabe?, cuando leí que había cursado la carrera en Leningrado, presentí que podría haber huido hacia allá. Al fin y al cabo, ya conocía el sitio, ¿no? Pero después dejé a un lado ese presentimiento y me pregunté dónde me escondería si estuviese en el lugar del tal Filipe Madureira. ¿En un lugar frío? ¿Iba a pasar el resto de mis días en medio del hielo? Hmm…¡Ni pensarlo! -Se rio de nuevo-. ¡Me iba a las Antillas!

– Pues sí, pero la verdad es que me he encontrado con Fi- lipe en Rusia.

– ¿Dónde fue el encuentro? ¿En San Petersburgo?

– En Siberia.

El ruso silbó al otro lado de la línea.

– No es de sorprender que nadie haya tenido noticias de él durante todo este tiempo -observó-. ¿El tipo se fue a Siberia?

– Sí.

– ¿Y aún está allí?

Tomás carraspeó.

– Oiga, Orlov. No es posible mantener esta conversación por teléfono. ¿Cuándo podemos encontrarnos?

– Hoy.

– Hoy no puedo. Mi avión aterrizó esta mañana en Lisboa, he ido corriendo a ver a mi madre a Coímbra y ahora estoy de vuelta en Lisboa. Estoy molido y necesito dormir. No imagina lo que ha sido mi vida en los últimos días.

– Muy bien, mañana entonces -dijo Orlov-. Pero usted tiene que darme algo palpable. Mi jefe en Lyon ya me ha estado dando la tabarra. Está impaciente, quiere resultados muy deprisa y necesito presentarle algún informe.

– Dígame dónde nos podernos encontrar.

– A mediodía en el Victor, ¿puede ser?

– ¿Victor? ¿Quién es ése?

– Es un restaurante en Alcabideche, cerca de Cascais. ¿Lo conoce?

A pesar de la fatiga, Tomás no pudo contener una sonrisa, tan previsible era Orlov. Le habría resultado muy raro que el ruso no hiciese referencia a un restaurante en la conversación.

El aroma cálido de la carne asada llenaba el gran salón del Victor, algunas de cuyas mesas ya estaban ocupadas. Aún era temprano, faltaban dos minutos para mediodía, pero los camareros se atareaban de un lado al otro con bandejas en equilibrio sobre las manos y botellas de vino envueltas en servilletas. El ambiente era tranquilo, perfumado por los aromas deliciosos de las especias y por el olor que hacía la boca agua de los alimentos a la lumbre; la media luz amarillenta que iluminaba los rincones parecía acariciar la cerámica de la decoración, otorgando al restaurante el aspecto acogedor de las bodegas.

Tomás observó a los clientes de reojo y, al no identificar a Orlov, se internó en el salón y, metiéndose por el pasaje más apartado a la derecha, desembocó en el segundo salón. Se encontró con el volumen macizo del ruso en una mesa preparada en un rincón, su corpachón inclinado sobre el plato, gotas de sudor que se escurrían por su mejilla ardiente, la boca embadurnada de grasa.

– ¿Ya está comiendo? -preguntó el recién llegado al acercarse a la mesa.

– Hmpf -gruñó Orlov, que se levantó asustado, como si fuese un niño pillado in fraganti en la despensa con la mano metida en el frasco de los caramelos-. Hola, profesor. -Hizo un gesto desmañado señalando los platos dispuestos sobre la mesa-. Disculpe, pero no aguantaba el hambre. Cuando entré y me llegó este olorcito…, mire, no resistí.

– Ha hecho muy bien, no se preocupe -lo tranquilizó Tomás, que ocupó su lugar en la mesa-. La comida se ha hecho para ser comida.

– ¿Le apetece?

La mesa estaba cubierta con una variedad de entrantes, todos ellos irresistiblemente deliciosos, formidables bombas de colesterol. Se veían morcillas, chorizos, dátiles con beicon, jamón con melón, queso de la Serra mantecoso, huevas en aceite, almejas a la Bulháo Pato, [3] coquinas, un centollo gratinado, una botella de vino Dáo ya por la mitad y un vaso al lado con el vidrio ya embadurnado de grasa.

– ¡Qué bien se trata, hombre!

– Oh, se hace lo que se puede, se hace lo que se puede.

Tomás se sirvió unas almejas, lo que constituyó una señal para que Orlov se lanzase de nuevo sobre los manjares, metiendo la cuchara en los entrantes y reaprovisionando su plato compulsivamente.

– Lo primero que quiero hacer es darle cuenta de un homicidio -anunció Tomás yendo derecho al grano.

Orlov suspendió momentáneamente la cuchara en el aire: eran huevas chorreando aceite.

– ¿Un homicidio? ¿Qué homicidio?

– Fui a Siberia con una muchacha llamada Nadezhda, una amiga de Filipe que fue mi contacto en Moscú. Ella fue una especie de guía, ¿entiende? Ocurre que, al regresar, nos persiguieron unos hombres armados que la mataron.

– ¿Qué demonios de historia es ésa? ¿Lo persiguieron unos hombres armados?

– Ahora se lo explico. Pero primero me gustaría informarle sobre el homicidio. Mataron a la muchacha en una floresta, junto a la margen norte del lago Baikal, y su cuerpo aún debe de estar allí.

– Si es así, la Policía rusa ya ha ido seguramente a recoger el cadáver.

– No, porque todo ocurrió en un lugar yermo en medio de la floresta y yo no alerté a las autoridades.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué?

– Vaya, porque no quería más complicaciones. Si hubiese ido a la Policía, no habría salido de Rusia hasta dentro de unos meses.¡Y esto si hubiese podido salir! En una de ésas, hasta me acusaban de homicidio y yo acababa en la prisión o en un campo de trabajos forzados.

– Sí, no es imposible.

– Por tanto, al hablar con usted estoy alertando a la Interpol acerca de lo sucedido. Supongo que ustedes pueden hablar con la Policía rusa, y yo estoy disponible para hacer las aclaraciones necesarias.

Orlov adoptó una actitud pensativa.

– Eso va a ser complicado -consideró-. Oiga, póngalo todo por escrito, que yo enviaré el informe a Lyon. Al margen de eso, voy a efectuar unos contactos informales con unos amigos míos de la Policía rusa para ver qué se puede hacer.

– Se lo agradezco.

– Pero lo que me está contando me deja un poco preocupado. ¿Así que hubo hombres armados que lo siguieron y mataron a su guía?

– Sí.

– ¿Quiénes eran esos tipos?

– Son probablemente los mismos que liquidaron al científico estadounidense en la Antártida y al español en Barcelona. O son los mismos, o están bajo el mando de la misma persona u organización. En todo caso, este homicidio se encuentra evidentemente relacionado con los asesinatos que usted está investigando.

– ¿Cómo diablos lo sabe?

– Esos tipos iban detrás de Filipe.

– ¿Y? Podía ser un ajuste de cuentas local. Su amigo ha tenido en esta historia un comportamiento sumamente sospechoso, qué quiere que le diga.

Tomás inspiró despacio, sin saber aún por dónde debería comenzar.

– Oiga, esta historia es muy complicada -dijo-. Filipe formaba parte de un grupo de científicos que estaba investigando el calentamiento global y su relación con los combustibles fósiles. En 2002, como sabe, asesinaron a dos de esos científicos. Los otros dos, Filipe y el tal Cummings, tuvieron que esconderse para escapar de los asesinos.

– Eso es lo que dice su amigo -observó Orlov, haciendo una mueca de escepticismo-. ¿Quién me asegura a mí que ellos no tuvieron que esconderse para escapar de la justicia? ¿Eh? Si son tan inocentes como afirman, ¿por qué razón no se han presentado aún ante la Policía?

– Por la sencilla razón de que la Policía no los puede proteger. No puede hacer nada por ellos.

El ruso se rio con sarcasmo.

– Qué disparate -exclamó-. Claro que puede. -Golpeó la mesa con el dedo, para enfatizar su idea-. Si no se han presentado a la Policía, no le quepa la menor duda, es porque no tienen la conciencia tranquila.

– Oiga, no es tan simple. Los asesinos están al mando de una organización muy poderosa. Tal vez es más que una organización. Son países.

– ¿Países? ¿De qué habla?

– Es como se lo estoy diciendo. No hay Policía capaz de hacer frente a los intereses que están en juego.

– ¿Quién lo dice?

– Se lo digo yo y lo dice Filipe.

– Pero ¿qué intereses tan poderosos son ésos?

– Son los intereses del mayor negocio del mundo.

– ¿La droga?

– El petróleo.

– ¿Los intereses ligados al petróleo están detrás de los asesinatos de los profesores Dawson y Roca? -dijo, sorprendido, Orlov-. Eso no tiene ningún sentido.

– Por el contrario, todo el sentido está allí -insistió Tomás-. El descubrimiento de la relación entre el calentamiento global y los combustibles fósiles pone a la industria del petróleo en un grave peligro. Están en juego billones de dólares y la supervivencia de multinacionales y hasta de países. Esos intereses han dictado la política internacional, con la industria petrolífera financiando campañas presidenciales en los Estados Unidos y viendo sus intereses estratégicos defendidos de manera intransigente por la Casa Blanca. Sin petróleo, las empresas petrolíferas no pueden sobrevivir. Y sin petróleo se acaba también el poder de los países de Oriente Medio. ¿Qué van a exportar Arabia Saudí y Kuwait, por ejemplo, cuando el mundo ya no quiera el petróleo? -Arqueó las cejas-. ¿Arena? ¿Camellos? -Meneó la cabeza-. Sin petróleo, muchos países de la OPEP dejan de tener futuro. Y mi pregunta es ésta: ¿cómo cree que esos países y esas multinacionales van a enfrentarse, o están enfrentándose, con todos aquellos que ponen su futuro en entredicho? ¿Cree que se van a quedar quietos? ¿Que se van a arrimar a un árbol y a hacer como si nada? -Inclinó la cabeza, como si estuviese mostrando otro camino-. ¿O harán algo? ¿O actuarán para poner fin a la amenaza?

Orlov masticaba dos dátiles con beicon, pero sus ojos estaban fijos en los rincones del salón con una expresión meditativa.

– ¿Usted cree realmente que son los intereses del petróleo los que están detrás de todo esto?

– Después de todo lo que he visto y oído, no me quedan demasiadas dudas.

– Esa acusación es muy grave.

– Oiga, Orlov, ¿se ha fijado en que los intereses del petróleo están en todas partes? Son una red inmensa y se extienden de la Casa Blanca a Oriente Medio. -Bajó el tono de voz, casi con miedo a que lo escuchasen desde las mesas de al lado-. Estamos frente a fuerzas muy poderosas y profundamente motivadas para defender a cualquier precio un negocio tremendamente lucrativo. Si tienen que apartar a cuatro o cinco personas que se les atraviesen en el camino, no veo que eso constituya un problema para esos intereses.

El ruso meneó la cabeza, con el escepticismo impreso en su rostro.

– Aun así, sigo pensando que no tiene sentido.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué razón estarían los intereses del petróleo detrás de esos cuatro científicos en particular? A fin de cuentas, existen muchos científicos estudiando las relaciones entre el calentamiento global y los combustibles fósiles. ¿Por qué perseguir a esos cuatro?

– Porque han hecho un descubrimiento que, por lo visto, despacha de una vez el negocio del petróleo.

Orlov frunció el ceño.

– ¿Qué descubrimiento?

Su interlocutor se encogió de hombros.

– Filipe no me lo explicó.

– ¿Por qué? ¿El no confía en usted?

– No es eso. Ha dicho que lo contará todo cuando llegue el momento oportuno.

– ¿Cuándo será eso?

– No tengo la menor idea.

El ruso se acarició la barbilla.

– ¿Por dónde anda ahora su amigo?

– No lo sé. Ni siquiera sé si aún está vivo.

– Debe de estar vivo, seguro.

– Espero que sí. Pero lo único que sé es que estábamos los dos en Siberia cuando aparecieron los hombres armados y, en cuanto comenzaron a perseguirnos, tuvimos que separarnos.

– ¿Adonde ha ido él?

– No lo sé. Filipe huyó con un amigo ruso, yo me escapé con la guía que conocí en Moscú. Más tarde, en las márgenes del Baikal, los hombres armados nos encontraron y mataron a la guía. No sé si han atrapado también a Filipe, no tengo ni idea.

– Si lo hubiesen atrapado, probablemente ya lo sabríamos -conjeturó Orlov-. Pero, si las cosas son como usted dice, atraparlo es mera cuestión de tiempo. Su amigo sólo tiene una posibilidad de librarse de este embrollo. ¿Sabe cuál es?

– ¿Hmm?

– Que nosotros nos reunamos primero con él.

– ¿Nosotros, quiénes? ¿Usted y yo?

– Nosotros, la Interpol. -Hizo girar el tenedor en el aire-. ¿Quedaron en volver a encontrarse?

– Sí, Filipe dijo que se pondría en contacto conmigo.

– Entonces tal vez le convendría llevarme con usted, ¿no cree?

– Eso depende de las condiciones que Filipe imponga. Está convencido de que ninguna Policía del mundo es capaz de protegerlo de quien lo persigue.

– Tal vez -consideró Orlov-. Pero la Interpol es su mejor esperanza. Me parece aconsejable que yo vaya con usted al próximo encuentro.

– No sé si habrá próximo encuentro. Pero, como le he dicho, todo depende de las instrucciones que Filipe me dé.

– Como quiera -se rindió Orlov, que levantó la mano para llamar al camarero-. Pero después no se quejen.

Los entrantes se habían acabado y mandó traer el cabrito asado.

Tomás pasó el resto del día tratando los asuntos que había dejado pendientes. Cuando salió del restaurante, telefoneó desde el coche al doctor Gouveia para cambiar impresiones sobre el estado de su madre y después se dirigió a la facultad. Tenía una reunión de la comisión científica, pero, una vez allí, y aunque su cuerpo estuviera presente, la verdad es que no logró estar atento a los trabajos; las preocupaciones lo llevaron lejos de allí, los ojos de Tomás registraban lo que ocurría en la sala de reuniones y la mente deambulaba por las imágenes dolorosas de lo sucedido en la taiga de Baikal. Asistió a la reunión como un sonámbulo y, como un sonámbulo, pasó después por la Gulbenkian para comprobar la llegada de documentación sobre los últimos bajorrelieves asirios adquiridos recientemente en Amán para el museo de la fundación.

Ya era de noche cuando el profesor de Historia entró por fin en su solitario piso. Encontró todo desordenado, como lo había dejado antes de irse a Rusia, casi dos semanas antes, y le vino a la mente una palabra para describir lo que tenía delante: pocilga. Los hombres, concluyó al recorrer desanimadamente con los ojos el caos de desorden y suciedad en que se habían transformado los aposentos en que vivía, no han sido hechos para vivir solos, como siempre le habían dicho las mujeres de su vida; él, en cierto modo, no era más que un niño, un bebé eternamente dependiente de una madre, un hombre a la espera de quien tuviese la paciencia de ordenarle la vida. Su piso era, al fin y al cabo, el espejo fiel de aquello en que se había transformado su existencia, una incesante cabalgata de un lado al otro, encadenado por sucesivas responsabilidades y ansiando una libertad redentora. Tal vez su destino no estuviese en aquel confinamiento exiguo entre cuatro paredes, consideró, sino que habría de extenderse por las vastas estepas y taigas del mundo, como si encarnase el espíritu chamánico del viento.

Comió una pizza que trajo de un take away por donde había pasado en el trayecto hacia su casa y, al final, con los dedos aún sucios de grasa, dio un salto al despacho y se sentó frente al ordenador. Su buzón de correo electrónico estaba casi bloqueado; centenares de e-mails se habían acumulado a lo largo de los últimos días, desde que se había ausentado. La abrumadora mayoría la integraban mensajes con virus o anuncios publicitarios. Algunos contenían vídeos que sus amigos hacían circular por la red, justamente los que más sobrecargaban la memoria de la dirección y, como era inevitable, fueron los primeros que borró. Restaban algunos mensajes sueltos que se revelaron genuinos: unos de la facultad, otros de la Gulbenkian, dos del Centro Getty, uno del museo de Bagdad, tres de un instituto hebreo en Jerusalén.

Y uno de «elseptimosello».

Su corazón se aceleró cuando reparó en ese mensaje. Su sentido inmediato era que Filipe estaba vivo. Movió el ratón e hizo clic para abrir el e-mail. El contenido era de una sencillez apabullante. El mensaje, en efecto, venía firmado por Filipe y, además de la indicación de top secret en el extremo superior, daba una fecha y una hora, dos valores en grados que supuso que eran coordenadas en un mapa y, además, una palabra cuyo verdadero significado se le escapaba en ese instante.

Centrepoint.

Capítulo 27

Se sentó en un banco del Circular Quay, junto a la terminal trasatlántica de pasajeros, y apreció la vista que se abría frente a él. Aquel lugar de The Rocks era realmente magnífico, sobre todo porque la mañana había amanecido deliciosa y el sol moderado acariciaba con blandura la urbe exuberante. Inspiró hondo la brisa que soplaba en el muelle; era el mar oliendo a ciudad, como si la curiosidad royese la naturaleza frente a tan admirable obra del ingenio humano.

Recostándose en el banco, las piernas cruzadas placenteramente, Tomás Noronha dejó que sus sentidos se embriagasen con la armonía urbana de aquel espléndido rincón. A la izquierda, elevándose por encima del espejo de agua y del verdor tropical, se destacaba la característica maraña de hierro enrojecido del Harbour Bridge, que parecía una Torre Eiffel elíptica tumbada sobre el brazo de mar que separaba el centro de la zona residencial; a la derecha, elevándose como gigantescas agujas de cemento, centelleaban los rascacielos imponentes en Sydney Cove, símbolos de poder que afirmaban la pujanza de la ciudad, pero la joya de la corona, la piedra más preciosa de aquella elegante diadema, que brillaba al otro lado de la ensenada, besando el mar, era la estructura vanguardista de la Opera House, con sus múltiples conchas blancas encajadas unas en las otras, vueltas en todas las direcciones como si exhibiesen, con orgullo, el encuentro de la genialidad humana con la sencillez de la naturaleza.

Sídney resplandecía en la primavera austral.

Durante veinte minutos, el visitante se abandonó al plácido espectáculo de la arquitectura fundiéndose con el mar y la tierra, como si aquella ciudad no la hubiesen construido presos y forzados, la ralea de la especie humana, sino artistas e iluminados, gente de saber y talento. Tomás tenía tiempo libre y no veía mejor modo de aprovecharlo que sentir a Sídney respirar el día.

Fue entonces cuando reparó en él. Era un hombre de traje oscuro y corbata gris, gafas de marca ocultándole los ojos, que se había sentado en el banco de al lado. El desconocido tenía un periódico en las manos, el Sydney Morning Herald, pero parecía más preocupado por observar a Tomás que por leer las noticias. La sensación de que lo estaba observando hizo que Tomás se sintiera primero incómodo, e inquieto después. Siempre que miraba al hombre, éste parecía engolfado en la lectura del periódico. Pero, en tres ocasiones, mientras contemplaba el edificio de la Ópera, al otro lado de Sydney Cove, se volvió deprisa y sorprendió al desconocido mirándolo.

– El cabrón me está espiando -murmuró Tomás.

Se levantó del banco y recorrió el Circular Quay en dirección a los rascacielos, pero siempre por el Writer's Walk, la acera empedrada junto al agua. Caminó dos minutos y sólo entonces volvió la cabeza, como si estuviese apreciando la fachada art déco del Museo de Arte Contemporáneo. Por el rabillo del ojo, advirtió el bulto oscuro del hombre; venía unos cien metros detrás de él con el periódico bajo el brazo.

¿Sería coincidencia? La posibilidad de que lo estuvieran vigilando se le figuraba como algo absolutamente increíble, cosa de películas, incluso porque no le había comunicado a nadie su destino. Orlov le había transferido el dinero a la cuenta y él había comprado el billete de avión, sólo en cash, cuando había llegado al aeropuerto de Fráncfort. Tal vez todo aquello era mera coincidencia, admitió. Decidió comprobar esta hipótesis y abandonó el Writer's Walk; se encaminó por Argyle Street y volvió enseguida a la agitada George Street. Recorrió cierta distancia y espió por el reflejo del cristal de una tienda para saber qué ocurría detrás. Como una sombra que no se despegaba, allí venía el hombre del traje oscuro y gafas de marca, siempre con el periódico bajo el brazo.

No había dudas, concluyó aterrado. Realmente lo estaban siguiendo. Ahora que se encontraba establecida la evidencia con firmeza, el problema siguiente, en el que había evitado pensar hasta entonces, se le impuso con brutalidad. ¿Quién era aquel hombre? ¿Quién lo había enviado? Y, sobre todo, ¿qué quería de él? Las preguntas eran escalofriantes, dado que las respuestas lo trasladaban inexorablemente a Siberia, a los desconocidos que habían invadido el campamento yurt en medio de la noche y los habían perseguido por Oljon hasta Shamanka, y después más allá, por el Baikal hasta el fatídico claro de la taiga donde habían ejecutado a Nadezhda. Si aquel hombre estaba tras él, razonó Tomás, era porque se encontraba al mando de alguien, y ese alguien era evidentemente aquel que había mandado eliminar a los científicos molestos.

Los intereses del petróleo.

La idea lo puso al borde del pánico. Si los asesinos lo habían seguido hasta Sídney, en breve desencadenarían el caos. Sea como fuere, el encuentro con Filipe estaba comprometido. Si los llevaba hasta él, su amigo sería abatido con la misma frialdad con que habían ejecutado a Nadezhda: a ella, al estadounidense en la Antártida y al español en Barcelona. Miró de reojo al espectro que lo acompañaba por las calles de The Rocks y sintió que el vello se le erizaba de miedo. ¿Qué hacer ahora? ¿Volver al hotel y fijar el vuelo de regreso? Eso significaría perder el rastro de Filipe. No, pensándolo bien, había una alternativa. Necesitaba a toda costa despistar a esa sombra.

En el instante en que tomó la decisión, aceleró el paso y se dedicó a elaborar un plan. Le hervía la cabeza de ideas. Pasó por debajo de la agitada Cahil Expressway, cruzó Bridge Street, permaneciendo siempre en la gran George Street, hasta que la abandonó más al fondo, cuando giró a la derecha y se dirigió al Darling Harbour.

La figura imponente de un velero que cruzaba Cockle Bay cortó frente a él el asfalto repleto de automóviles, y por un instante olvidó al perseguidor y se dejó maravillar por aquella visión sorprendente; sólo en una ciudad como ésa podía entrar así por las calles, con las velas de un barco avanzando tranquilamente entre dos edificios, como si fuese la cosa más natural del mundo. Pero el encantamiento pronto se disipó; había algo más urgente atormentándolo, el peligro lo inquietaba más que cuanto lo maravillaba el asombro. Se dirigió a un coche estacionado, miró por el espejo retrovisor como si fuese a ordenarse el pelo y vio al hombre del traje oscuro que lo seguía.

«No se despega», pensó.

El Darling Harbour era un rincón armonioso rodeado de construcciones de líneas vanguardistas. El velero que había visto instantes antes maniobraba en la Cockle Bay, rodeado por el muelle, donde se divisaban varios barcos de recreo atracados, y por el Pyrmont Bridge, un puente móvil que atravesaba el agua y era cruzado por un monocarril futurista. Bajó hasta el muelle y, aprovechando un punto en que su perseguidor había dejado de verlo, se internó súbitamente por el colorido Cockle Bay Wharf, el recinto de ocio de la Marina. Se mezcló con la multitud y abandonó el recinto por el otro lado, y se puso a correr por un camino protegido por una hilera de árboles.

Miró hacia atrás y el hombre ya no estaba allí.

Para asegurarse de que había despistado al perseguidor, se metió por la primera puerta de la gran estructura comercial que encontró al otro lado del muelle, el Harbourside Complex, y se refugió allí dentro. Subió por la escalera mecánica y fue a la terraza instalada en el balcón corrido que daba a la dársena, desde donde escudriñó a la multitud que hormigueaba en Darling Harbour.

Permaneció allí unos diez minutos, intentando asegurarse así de que el hombre le había perdido el rastro. El corazón regresó gradualmente a la normalidad y la confianza también; el encuentro con Filipe estaba a salvo. Consultó el reloj y se dio cuenta de que el tiempo había pasado más deprisa de lo que su ponía. Sólo tenía media hora para llegar al lugar de encuentro.

No fue difícil localizar ese sitio. A decir verdad, su estructura esbelta era visible desde toda la ciudad y, desde que había llegado a Sídney, la observaba a menudo, desde la habitación del hotel en la víspera, desde el banco de Sydney Cove esa mañana, desde la terraza del Harbourside Complex unos instantes antes. En realidad, el lugar fijado para encontrarse con Filipe lo atraía como un imán; parecía un faro plantado en la parte más baja de la gran urbe, como si proclamase que aquél era el centro del mundo.

Observando en todas las direcciones, abandonó Darling Harbour a ritmo de paseo y entró por Market Street hacia el extremo norte de Hyde Park, siempre con la mira puesta en el sitio adonde quería llegar. A pesar de la inquietud, sintió el ritmo apacible de la ciudad; Sídney trajinaba con calma, las calles inmaculadamente limpias y cuidadas, la población multiétnica cruzando las aceras: ése era el punto de encuentro de Europa con Asia y Oceanía. Alcanzó su meta un poco más adelante, en el bloque entre Pitt Street y Castlereagh Street, y se detuvo junto al edifico para medir la altura del colosal monumento que Filipe había elegido para encontrarse.

Centrepoint.

El nombre oficial era Sydney Tower, pero los australianos la conocían como Centrepoint, por haber sido concebida como parte del centro comercial con ese nombre. Era una estructura de trescientos metros de altura, una especie de palmera de acero, con un eje cilíndrico muy delgado y alto, y una corona dorada en el extremo, como un alfiler gigante invertido, que mantenía el equilibrio con la punta y con la base arriba. Algunos cables de acero se enmarañaban en el eje como las cuerdas de las velas colgadas en el mástil de los barcos y el torreón del extremo centelleaba al sol; era el polvo de oro del revestimiento que reflejaba la luz límpida del final de la mañana.

Después de una última inspección para asegurarse de que ya no lo seguían, se metió en el ascensor y subió hasta el torreón. La mayor parte de los pasajeros iban muy excitados hacia el deck de observación, en el cuarto piso de la estructura, pero Tomás bajó un piso antes.

El café.

Enormes rectángulos de cristal servían de pared al vasto pasillo circular del tercer piso. Sídney se extendía más allá de las anchas ventanas, revelando el mar que entraba en la tierra mediante múltiples ensenadas; por todos lados se alzaban islas verdes de vegetación o estructuras blancas y grises de hormigón con corcho: era en aquella ciudad donde se cruzaban el hombre, la tierra y el océano. En un lado se veían las Blue Mountains; en el otro el azul de Botany Bay; abajo la maraña de edificios y calles y estructuras de arquitectura sofisticada.

– ¿Qué hay, Casanova?

Una voz inconfundible venía de una de las mesas.

– Hola, Filipe. ¿Hace mucho tiempo que estás aquí ?

Se saludaron con un apretón de manos. Tomás se acomodó en la silla junto a una gran ventana.

– He llegado hace poco -dijo Filipe, que se pasó los dedos por el pelo claro y rizado-. ¿Te han seguido?

Tomás bajó la voz.

– Casualmente, sí, me han seguido.

Filipe miró alrededor, alerta.

– ¿Quién?

– No lo sé. Pero logré despistarlo.

– ¿Seguro?

– Sí. No lo he vuelto a ver.

– Pero ¿cómo han dado contigo?

– No lo sé.

– ¿Dejaste alguna pista al tomar el avión?

– Creo que no.

– ¿Crees o estás seguro?

Tomás bostezó: el jet lag al ataque.

– Después de lo que ocurrió en Siberia, ya no estoy seguro de nada. Pero hice todo el esfuerzo posible por confundir las pistas. Fui a Faro en automóvil, tomé el avión a Londres, de ahí seguí hasta Fráncfort y sólo entonces compré el billete para Sídney, menos de dos horas antes de que saliese el vuelo.

– ¿Con tarjeta de crédito?

– Con dinero.

– ¿Qué nombre diste para el vuelo y aquí, en el hotel?

– Rosendo.

– ¿Y lo aceptaron?

– Sí, es mi segundo nombre: Tomás Rosendo Noronha, está en el pasaporte. Rosendo me lo puso mi madre.

Filipe suspiró.

– Que sea lo que Dios quiera. -Se relajó en la silla y bebió un vaso de agua fría que había cogido de la mesa-. Cuéntame lo que ocurrió después de separarnos, en Baikal.

– Mataron a Nadia.

– Lo sé. Pero ¿cómo ocurrió?

– Nos pillaron al final de la mañana junto al lago. Luego huimos hacia la floresta, pero dieron con nosotros. Le deshicieron la cabeza de un tiro. -Se estremeció-. Fue horrible.

Permanecieron un buen rato sentados, con los ojos recorriendo la ciudad que se extendía abajo; a la distancia, todo parecía irrelevante, sin significado.

– Pobre Nadia -murmuró Filipe-. La culpa fue mía, fui yo quien la metió en esto.

Tomás carraspeó.

– Oye, Filipe. ¿Por qué razón fijaste este encuentro? Sabes tan bien como yo que esto es peligroso.

Su amigo lo miró sorprendido.

– ¿No querías encontrarte conmigo?

– Claro que quería -se apresuró a decir Tomás-. Eso no impide que yo sea, aunque involuntariamente, un peligro para ti. Mira lo que ocurrió en Siberia.

– Tú has tomado precauciones, ¿no?

– Claro que las he tomado. Ya te lo he dicho. Pero el solo hecho de que estemos juntos es un riesgo, ¿no te parece?

– Es evidente.

– Entonces, ¿por qué fijaste este encuentro?

– Porque te necesitamos.

– ¿Me necesitan? ¿Quiénes?

– James y yo. Te necesitamos.

– ¿Para qué?

– Para ver cuál es la mejor forma de abordar lo que hemos descubierto.

– ¿Estás hablando del descubrimiento que pone en entredicho el negocio del petróleo?

– Sí, precisamente de eso.

– Pero ésa es un área que desconozco. No veo cómo puedo serte útil.

– ¿No te ha comprometido la Interpol en esto?

– Sí.

– Entonces puedes ser útil.

Tomás balanceó afirmativamente la cabeza. Era evidente que Filipe se sentía acosado y, aun no confiando en los policías, sabía que su última esperanza residía en ellos. ¿Y qué Policía podía ser mejor que la de la Interpol?

– Aún no me has contado cuál fue ese descubrimiento.

Filipe se puso bruscamente de pie e hizo una seña con la mano, como si lo invitase a seguirlo.

– Venga -dijo-. Te voy a mostrar algo.

Capítulo 28

Los dos hombres descendieron de regreso a la planta baja atentos a las personas que había alrededor, intentando sorprender miradas sospechosas o movimientos llamativos. Pero todo parecía tranquilo y normal: los visitantes de Centrepoint parloteaban en medio de una gran excitación, la animación era enorme dentro del ascensor durante el descenso. El comportamiento de toda aquella gente se les antojó de tal modo natural que, en el instante en que se abrieron las puertas y Tomás y Fi- lipe salieron del complejo y se sumergieron entre la multitud, ambos se sintieron de inmediato invadidos por una relativa sensación de seguridad.

Aun así, caminaron tensos por la calle, mirando a menudo hacia atrás u observando los rincones con miedo de las sombras. El geólogo recorría la acera a paso ligero, asumiendo el liderazgo con la determinación de quien sabe adónde va, y condujo a Tomás hasta Pitt Street. Giró allí en dirección al sur y atravesó la gran arteria en el sentido opuesto a The Rocks. Era una calle bulliciosa, casi enteramente entregada al comercio y a los peatones; el hormiguear laborioso de los transeúntes se revelaba aquí lleno de vida y color. La multitud era tan densa que ningún perseguidor invisible llegaría a localizarlos.

– Si he entendido bien lo que me dijiste en Siberia, fuiste a Viena a rehacer mis pasos -observó Filipe, ya suficientemente a gusto para retomar la conversación.

– Sí, fui a hablar con el tipo de la OPEP con quien tú te encontraste en 2002.

– ¿Abdul Qarim?

– Ese mismo. Él me contó que estabas evaluando el estado de las reservas mundiales de petróleo.

– ¿Y qué más te contó?

Tomás hizo un esfuerzo de memoria.

– Bien, me habló sobre la situación de la producción internacional. Me dijo que el petróleo no OPEP está al borde del pico de producción y que, después de eso, la economía mundial acabará dependiendo del petróleo de la OPEP.

– ¿Te dijo cuánto tiempo va a durar el petróleo de la OPEP?

Nuevo esfuerzo de memoria.

– Si mal no recuerdo, dijo que aún duraría muchas décadas. Tal vez un siglo.

Filipe caminaba con los ojos fijos en el suelo, como si estuviese absorto en algo.

– ¿Y te contó algo sobre nuestra conversación?

– Bien, me habló sobre las cuestiones del petróleo y de la energía, pero lo esencial de su mensaje era eso. El petróleo no OPEP va a entrar en declive y el mundo quedará en manos del petróleo de la OPEP.

– ¿No te habló de los documentos técnicos de la Aramco?

– ¿Los documentos de quién?

– De la Aramco. La compañía petrolífera saudí.

Tomás torció la boca.

– No, no me habló de eso. -Miró a su amigo-. ¿Por qué? ¿Debería haberme hablado?

Se detuvieron delante de un semáforo para peatones, encendido en rojo. Los automóviles fluían frente a ellos, acelerando por Park Street, mientras los transeúntes aguardaban su turno para pasar a la otra acera de Pitt.

– En el ámbito de mi trabajo para el grupo que se creó después de Kioto, me correspondía, como ya te he contado, estudiar el problema de la energía -dijo ignorando la pregunta de Tomás-. Me dediqué a inspeccionar los principales campos existentes en el planeta. Fui a Texas, a Rusia, a Kazajistán, al mar del Norte, al golfo de México, a Alaska…, en fin, a donde hubiese grandes pozos de petróleo. Pero, como es evidente, también tuve que visitar los países de la OPEP. El problema es que allí fue mucho más complicado el acceso a la información.

– Son dictaduras.

– Ése no es el problema. Hace mucho tiempo que en los países de la OPEP gobiernan regímenes autoritarios, pero siempre han proporcionado información adecuada sobre sus reservas y la producción de petróleo. Desde 1950, tenían disponibles datos detallados en cuanto a lo que pasaba en cada uno de sus campos. -Miró a Tomás-. ¿Entiendes? Los tipos no se limitaban a proporcionar informaciones sobre la situación general. Daban detalles específicos sobre la producción en cada campo petrolífero.

– ¿Y dejaron de darlos?

Filipe asintió con la cabeza.

– Fue en 1982 cuando los países de la OPEP cerraron el grifo de la información. De un momento al otro, todo lo que se relacionaba con sus reservas y la producción de petróleo se convirtió en un secreto de Estado. La poca información que empezaron a ofrecer era demasiado escasa y difícilmente cotejable. El mercado comenzó entonces a regularse por estimaciones y los datos de la OPEP se tornaron tan poco creíbles que hasta el secretariado de la organización, en Viena, tuvo que registrar las informaciones sobre la producción de la OPEP en esas estimaciones, no en los datos oficiales que aportaban sus propios miembros.

– ¿En serio?

– Es increíble, ¿no? Ni la OPEP cree en los datos que proporcionan sus propios miembros.

– Pero ¿por qué razón adoptaron esa política de oculta- miento?

Filipe fijó los ojos en su amigo.

– Ésa es la gran pregunta, ¿no? ¿Qué llevó a la OPEP a detener el suministro de información sobre su producción petrolífera? O, haciendo la pregunta de otra manera: ¿qué tiene la OPEP que ocultar?

La luz de los peatones se puso en verde y la multitud que se había aglomerado en las dos aceras avanzó y se cruzó en mitad de la calle, como dos enjambres que confluyeran fundiéndose y después alejándose.

– Dime, pues -insistió Tomás, evitando chocar con dos australianos con bermudas color caqui que atravesaban la calle en sentido contrario-. ¿Por qué razón cerró la OPEP el grifo de la información?

– La respuesta oficial es que el petróleo tiene una importancia geoestratégica tan grande que los miembros de la OPEP, para protegerse de las maquinaciones de Occidente, tienen que mantener la información reservada.

– Pero tú no crees en esa explicación…

– No -confirmó Filipe-. No me la creo.

– ¿Por qué?

– Porque es simplista. Porque no es atinada. Porque es un indicio de que la OPEP está ocultando algo.

– Pero ¿qué? ¿Qué es lo que están ocultando?

– Ésa fue la pregunta que me hice repetidas veces. En busca de la respuesta, anduve unos meses volando con destino a las distintas capitales de Oriente Medio y empecé a tener la sensación de que me estaba estrellando con auténticas paredes. Me encontré con un tupido velo de secreto en Teherán, en Bagdad, en la ciudad de Kuwait, en Riad. No te lo puedes imaginar: parecía que estaba hablando solo.

– ¿Se irritaban contigo?

– No, al contrario. Siempre han sido muy simpáticos, me hacían muchos regalos, me ofrecían excelentes cenas, me trataban con gran cortesía, pero, en resumidas cuentas, no revelaban nada. De esas bocas sólo salía la versión oficial de que Oriente Medio dispone de tanto petróleo que el pico de la OPEP no se alcanzará hasta dentro de muchos años.

– Fue exactamente eso lo que me dijo Qarim.

– Ésa es la versión oficial -insistió Filipe-. Hasta que, en mi última visita a Arabia Saudí, me benefició un golpe de suerte. Cansado de estrellarme contra esos sucesivos muros de silencio, decidí intentar hacer una visita al campo de Ghawar, el mayor supercampo petrolífero del mundo. Claro que se trataba de una misión imposible, pero aun así decidí intentarlo. Para poder llegar a Ghawar tuve que dejar de lado el circuito rutinario del Ministerio del Petróleo, de donde no salía ninguna información, y fui a golpear la puerta de un departamento de ingeniería de la Aramco. Acordé una reunión con el jefe del departamento y, al día siguiente, aparecí a la hora fijada en la sede de la Aramco, un edificio de vidrio elevado junto al desierto, en Dhahran. El hombre me recibió con gran cortesía y allí me explicó que no me podía llevar a Ghawar, que eso no era materia de su competencia, que le gustaría mucho ayudarme, pero que no era más que un ingeniero, que tendría que dirigirme a los circuitos normales.

– ¿El Gobierno?

– El Ministerio del Petróleo. Pero ese circuito ya lo conocía yo al dedillo. Lo recorría ya desde hacía algunos meses y nunca me había llevado a sitio alguno. Como resulta fácil de ver, enseguida me di cuenta de que esa tentativa se encontraba, también ella, condenada al fracaso, y me quedé muy desanimado. -Se detuvo un instante para orientarse en la calle y enseguida retomó la conversación-. Ocurre que, ya cerca del final de la reunión, el ingeniero saudí tuvo otra visita y, con una delicadeza de la que sólo son capaces los árabes, salió para hablar con el recién llegado e insistió en que lo esperase en su despacho. -Arqueó las cejas-. ¿Estás entendiendo lo que ocurrió?

– Te quedaste solo en el despacho.

– Eso mismo. Cuando quise darme cuenta, el hombre se había ido y yo estaba solo en el despacho. Para matar el tiempo, me levanté del sofá y me dediqué a ojear los libros y las carpetas que guardaba en los estantes. -Se detuvo en medio de la acera, como si hubiese llegado a un punto importante-. Recuerda que yo no estaba en uno de los habituales despachos de relaciones públicas del Ministerio del Petróleo, en Riad, donde sólo existen folletos de propaganda. Me vi solo en el despacho del jefe de uno de los departamentos de ingeniería de la Aramco, en Dhahran. Se trataba de un lugar de trabajo y los documentos en los estantes no eran meros folletos cantando loas a las enormes reservas petrolíferas de Arabia Saudí, sino verdaderos documentos técnicos. -Retomó la marcha-. Recorriendo con la vista los lomos de las carpetas, di con una titulada Problems in Production Operations, Saudi Fields. El título me pareció curioso, de modo que cogí la carpeta y me puse a hojearla. Lo que encontré, leyendo rápidamente en diagonal las primeras páginas, me dejó espantado de tal modo que, en un impulso, arranqué todas las hojas y las escondí deprisa en mi maletín.

Tomás adoptó una expresión atónita, dividida entre el escándalo y la admiración.

– ¿Robaste las páginas que estaban en esa carpeta?

– Sé que parece una locura, pero aquello era una verdadera mina de información y no pude controlarme. Coloqué la carpeta vacía en su lugar en el estante y después me senté en el sofá muy quietecito, lleno de dudas sobre lo que acababa de hacer, ya medio arrepentido, maldiciendo mi impulso e intentando volver a ponerlo todo en su lugar. Pero, mientras tanto, regresó el ingeniero y ya no tuve oportunidad de hacerlo. Me despedí de él algo deprisa y me fui corriendo enseguida al aeropuerto, sin pasar siquiera por el hotel.

– ¿Y saliste del país con esa carpeta?

– Con todo -dijo Filipe-. Me lo llevé todo.

– ¿No te descubrieron?

– Supongo que sí. Cuando aparecí en Viena por sorpresa y se lo conté a Qarim no pareció muy sorprendido porque yo supiera vina serie de cosas que no debía saber. Y la verdad es que fue ese mismo día, dos meses después de haber robado esas hojas, cuando mataron a Howard y a Blanco y estuvieron registrando mi casa y la de James.

– ¿Crees que sus muertes están relacionadas con el hurto de esos documentos?

– No estoy seguro -admitió Filipe-, pero los papelitos con el triple seis al lado de los cadáveres prueban que las muertes estaban relacionadas con nuestra investigación. Y esto responde también a la pregunta que me hiciste el otro día: ¿por qué razón nos perseguían a nosotros si había muchos científicos estudiando igualmente el calentamiento global del planeta? ¿Qué hacía de nuestro grupo un caso especial? -Hizo una pausa, como si quisiera prolongar la duda-. La respuesta es que estábamos en posesión de informaciones altamente confidenciales sobre lo que ocurría en los campos petrolíferos de la OPEP. -Bajó la voz-: Informaciones que ponen en entredicho la supervivencia del negocio del petróleo.

Tomás inclinó la cabeza y se volvió hacia su amigo, intrigado, espoleada su curiosidad.

– Caramba -exclamó-. Pero ¿qué demonios de informaciones son ésas?

Cruzaron Bathurst Street y siguieron avanzando, siempre por la agitada Pitt.

– Para que entiendas lo que tengo que contarte, es importante que domines algunos conceptos básicos del mundo del petróleo -observó Filipe-. Por ejemplo, ¿sabes lo que es un pico de producción?

– Qarim me lo explicó en Viena -dijo Tomás, íntimamente satisfecho por no tener que mostrarse como un absoluto ignorante en esta materia-. Se da cuando la producción supera la mitad de la reserva total. Se llama pico porque el gráfico de producción parece una montaña. -Hizo un dibujo en el aire con el dedo-. Sube hasta alcanzar el pico y después comienza a bajar.

Filipe esbozó una mueca.

– Es eso, pero no exactamente.

– Entonces, ¿qué es?

Esta vez fue su amigo quien dibujó el gráfico en el aire.

– La curva de la producción no es semejante a la curva de una montaña que sube, alcanza un pico y desciende, sino a la de una altiplanicie. Sube despacio, alcanza el pico, se mantiene elevada durante un determinado periodo y, de repente,¡pumba! -El dedo bajó bruscamente-. Cae como si se hubiese precipitado en un abismo.

– Una altiplanicie, ¿no?

– Es así la curva de la producción global del petróleo. Sube, alcanza el pico, se mantiene en el pico por un tiempo y, de un momento a otro, cae abruptamente. Y esto porque, al alcanzar el pico, las compañías petroleras y los países que son grandes productores hacen un enorme esfuerzo por mantener la producción elevada, y ese esfuerzo es el que explica la altiplanicie de la curva. El problema es que el esfuerzo no puede sostenerse indefinidamente, dado que las reservas son finitas, por lo que es inevitable que la producción caiga… y caiga con violencia. De un año para el otro.

– ¿Cuándo será ese pico?

– Como te dijo Qarim, el pico del petróleo no OPEP es inminente. De todos los países fuera de la OPEP, sólo Rusia parece capaz de aumentar la producción, pero no por mucho tiempo, e incluso eso es incierto. Un informe de la Academia de Ciencias rusa reveló que casi el sesenta por ciento de las reservas de Siberia Occidental están al borde del agotamiento, y que el presidente Putin ha promulgado un decreto en el que se clasifican las informaciones sobre las reservas petrolíferas como secreto de Estado. Si lo ha hecho, estimado amigo, es porque Rusia quiere ocultar algo. Por otro lado, el mar del Norte se encuentra agotado, Texas también, Canadá da señales de declive y Noruega parece a punto de cruzar el pico.

– Sí, me habló de eso. El petróleo no OPEP se acerca al final de su tiempo de vida. Pero ¿crees realmente en eso? ¿No es posible encontrar nuevos pozos?

– El problema es que el petróleo es un producto relativamente raro, debido a las condiciones excepcionales que se necesitan para que la naturaleza lo fabrique. En todo el planeta se han detectado, en total, sólo seiscientos sistemas capaces de producir petróleo y gas en cantidades rentables. De esos seiscientos sistemas, cuatrocientos ya han sido o están siendo explotados, y los doscientos restantes se encuentran en el Ártico o en aguas profundas, y no existe la seguridad de que posean petróleo o gas. Sólo para que te hagas una idea, en los últimos cuarenta años únicamente se han descubierto cuatro campos petrolíferos supergigantes fuera de Oriente Medio: el campo chino de Daqing, en 1961; el campo ruso de Samotlor, en 1963; el campo de Prudhoe, en Alaska, en 1967; y el campo mexicano de Cantarell, en 1975. Desde entonces hasta ahora, nada más. Sólo pozos más pequeños. Y, de estos cuatro últimos supergigantes, sólo Daqing y Cantarell mantienen producciones elevadas, aunque ya con señales de declive. Ya se han traspasado los picos en todos ellos. Y, si dejamos de lado los supergigantes y sólo nos concentramos en los campos gigantes, comprobamos que la tendencia es la misma. La mayor parte de los que han entrado en producción después de 1970 se agotaron hacia el año 2000, como es el caso de los campos Brent y Forties, del mar del Norte. Y sólo tres han entrado en funcionamiento desde 1990. -Miró a Tomás a los ojos-. ¿Entiendes lo que está pasando? El petróleo no OPEP está realmente al borde del pico irreversible, si es que no lo ha cruzado ya.

– Pero ¿cómo es que nadie sabe nada?

– Por varias razones -consideró Filipe-. La principal es que la información sobre el petróleo aún existente es muy engañosa. Por ejemplo, una de las agencias petroleras más respetadas del mundo, el US Geological Survey, calcula que las reservas mundiales de petróleo se sitúan en alrededor de 2,5 billones de barriles.

– ¿Eso es mucho?

– Para que te hagas una idea: se estima que hasta ahora el mundo ha consumido poco más de un billón de barriles.

– Entonces 2,5 billones es mucho.

– Claro que lo es -confirmó el geólogo-. Esta estimación suma 1,6 billones de reservas probadas, la mitad de ellas en Oriente Medio, con novecientos mil millones de barriles de petróleo aún sin descubrir.

– Con todo ese petróleo aún sin utilizar, ¿cuándo se llegará al pico?

Filipe frunció el ceño, haciendo las cuentas mentalmente.

– Veamos: el mundo consume actualmente más de ochenta millones de barriles por día, ¿no? -Dibujó los números en el aire, como si así los pudiese visualizar-. Si el consumo sigue creciendo a un índice del dos por ciento al año, los 2,5 billones de barriles deberán alcanzar el pico en…, en…, déjame ver…, alrededor de 2030.

– ¿En 2030?

– Año más, año menos.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

Su amigo forzó una sonrisa.

– Estos números son falsos.

– ¿Falsos? Pero ¿no has dicho que eran la estimación de una de las agencias petroleras más respetadas del mundo?

– Sí, pero eso no impide que sean falsos.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– Por dos motivos. Primero, porque son los estadounidenses quienes hacen esa afirmación. Como ya te he explicado alguna vez, los intereses del petróleo dominan el poder político en Estados Unidos y todo lo que dice una agencia estadounidense debe ser visto a la luz de esa realidad. Por ejemplo, el US Geological Survey, que ahora calcula que aún hay abundante petróleo en el planeta, es el mismo US Geological Survey que, en la década de los noventa, presentó una estimación pesimista de las reservas petrolíferas existentes en el Ártico. ¿Sabes lo que ocurrió después?

– Hmm …

– Los intereses del petróleo reaccionaron y la agencia tuvo que borrar la estimación pesimista y sustituirla por una más optimista. -Le guiñó un ojo-. ¿Entiendes ahora?

Tomás meneó la cabeza, incrédulo.

– No creo que sea tan así.

– Puedes creerlo -le aseguró su amigo-. Hay incluso una anécdota que circula en los ambientes del mundo del petróleo sobre el modo en que las agencias estadounidenses recluían a su personal. ¿Quieres oírla?

– Cuéntamela.

– El US Geological Survey necesitaba contratar a un empleado y, un día, decidió entrevistar a tres candidatos: un geólogo, un geofísico y un analista de reservas petrolíferas. Les preguntó a los tres: ¿cuánto es dos más dos? El geólogo respondió: cuatro. El geofísico respondió: veintidós. Cuando le tocó el turno al analista de reservas petrolíferas, el hombre llamó al entrevistador a una sala contigua, cerró la puerta y las ventanas, desconectó los teléfonos, y después, en voz muy baja, le susurró: ¿cuánto quiere usted que sea? Lo contrataron.

Los dos hombres se rieron.

– Muy bien -dijo Tomás, de buen humor-. Ya he entendido que no se puede confiar en las agencias estadounidenses. ¿Y cuál es la otra razón para que desconfíes cuando dices que los números no son verdaderos?

– El segundo motivo por el cual la estimación de los 2,5 billones de barriles es falsa se vincula con el propio análisis de ese número. Fíjate: el cálculo de la existencia de 2,5 billones de barriles de petróleo en el planeta parte de la suma de reservas probadas y de recursos sin descubrir, ¿no? Las reservas probadas son, según el US Geological Survey, de 1,6 billones de barriles. El problema es que, cuando hablamos de reservas probadas, estamos hablando de datos que proporcionan los países productores, información que, en el caso de la OPEP, tiene una fiabilidad muy dudosa, como ya te he explicado. Por ejemplo, a finales de la década de los ochenta, seis de los mayores productores de la OPEP añadieron de repente más de trescientos mil millones de barriles a sus reservas colectivas. Pero sólo se aumenta la cantidad de petróleo en reserva en dos situaciones específicas: cuando se hacen nuevos descubrimientos o cuando nuevas metodologías de evaluación de reservas revelan que existe, en un determinado campo, más petróleo del que se pensaba. El problema es que, en ese periodo, ninguno de esos seis países de la OPEP anunció nuevos descubrimientos importantes de petróleo, ni las tecnologías de evaluación de reservas sufrieron ninguna evolución significativa.

– Entonces, ¿cómo han descubierto ellos que sus reservas eran mayores de lo que se pensaba?

– Buena pregunta -exclamó Filipe-. Esos países alegaron que sólo estaban corrigiendo un error del pasado. Pero sospecho que la verdad es otra. En 1985, la OPEP resolvió que cuanto mayores fueran las reservas de un país, más petróleo podría exportar ese país. O sea, tendría más beneficios. Acto seguido, todos se pusieron a aumentar administrativamente sus reservas.

Tomás se rio.

– Pero ¿ellos pueden hacer eso?

– No sólo pueden: lo hicieron. ¿Quién los controla? Los datos de la OPEP son secretos y no hay forma de cotejarlos. Si ellos dicen que tienen mil trillones de barriles de reserva, ¿quién puede afirmar lo contrario? No hay inspecciones independientes…

– Pero ¿estás realmente seguro de que ese aumento fue administrativo?

– Ah, Casanova, no seas ingenuo. Fíjate en el caso de Iraq, por ejemplo. Iraq fue uno de los seis países que, de un día para el otro, aumentó milagrosamente las reservas petrolíferas. Analizando este caso en detalle, comprobamos que, desde 1980, los iraquíes han cuadruplicado el valor de sus reservas. -Hizo una mueca-. Pero ¿cómo es posible eso si el país pasó todo ese tiempo en guerra o sujeto a embargos de petróleo?

Tomás consideró la objeción.

– Realmente…

– Por tanto, ya no hay mucho más que decir sobre la Habilidad de los datos relativos a las reservas probadas -concluyó Filipe-. Veamos ahora la aún más dudosa situación del petróleo sin descubrir. Como ya te he dicho, el petróleo es un producto raro y hay sólo doscientos sistemas en el mundo que permanecen inexplorados. Las estimaciones parten del principió de que casi todos esos sistemas tienen petróleo, pero eso no es necesariamente verdad. Lo cierto es que no sabemos qué hay allí, dado que, como la propia definición indica, esos sistemas permanecen inexplorados. -Alzó el dedo-. Hay algo, no obstante, que yo sé a ciencia cierta. Se hace cada vez más difícil encontrar nuevos campos de petróleo. Los mayores, porque eran más fáciles de descubrir, ya están localizados. Estamos ahora encontrando sólo los más pequeños, que escaparon a los escrutinios anteriores. Y desde 1961, las compañías petroleras descubren menos petróleo cada año que pasa. Desde 1995, el mundo gasta un mínimo de veinticuatro mil millones de barriles por año, pero sólo se están descubriendo nueve mil millones de barriles de petróleo nuevo por año. -Fijó la mirada en un punto indefinido de Pitt Street-. En realidad, el petróleo existente en el mundo fuera de la OPEP deberá rondar el billón de barriles.

– ¿Un billón? ¿Esa cantidad da un pico para cuándo?

– Para dentro de poco. Nosotros vamos a estar vivos y nos tocará verlo.

– Pero ¿cuándo será el pico?

Filipe suspiró.

– Entre 2010 y 2015.

– Ésa es también la estimación de Qarim.

– Puedo equivocarme en dos o tres años, pero ésta es la fecha de referencia para el pico del petróleo no OPEP.

Una multitud se aglomeraba en medio de Pitt Street, rodeando a dos malabaristas que hacían un arriesgado número con botellas. Se oían unos «aaah» y unos «oooh» sucesivos, a veces sonaban aplausos; eran los mirones que reaccionaban a las emociones del espectáculo callejero. Pero los dos amigos pasaron por ese sitio como si nada ocurriese, sin lanzar siquiera una mirada de reojo, totalmente absortos por el problema que los ocupaba en aquel instante.

– Hay algo que no llego a entender -observó Tomás.

– Dime qué es.

– Si la situación es tan crítica, ¿cómo es posible que aún no hayan reaccionado los mercados? Quiero decir: basta con que haya una tormenta más fuerte en el golfo de México y, upa, el precio del petróleo se dispara. Los mercados siempre se han revelado hipersensibles a las mínimas fluctuaciones en el abastecimiento, aun cuando esas fluctuaciones sean manifiestamente temporales, como es el caso de los perjuicios que causan las tormentas. Siendo así, ¿cómo es posible que aún no hayan reaccionado ante tan tremenda situación? -Meneó la cabeza-. No tiene sentido.

– Los mercados aún no han llegado a sentir pánico por un motivo muy sencillo -dijo Filipe-. Se trata de la confianza existente acerca de las reservas disponibles en Oriente Medio. Los mercados creen que Oriente Medio aún posee reservas increíbles de petróleo, cantidades tan elevadas que pueden, en cualquier momento, cubrir una eventual ruptura en la producción de otros países. Existe en los mercados la convicción generalizada de que Arabia Saudí y Kuwait disponen de pozos que no se están usando y que pueden volverse operativos de un momento a otro. Eso se llama spare capacity o capacidad de reserva.

– ¿Estás diciendo que el mercado cree que nunca habrá reducción en el abastecimiento?

– Eso mismo -asintió el geólogo-. Debido a la capacidad de reserva de la OPEP. -Frunció el ceño-. El problema es que, si nos fijamos bien, esta capacidad de reserva es un arma de doble filo. A medida que cae la producción del petróleo no OPEP, los países de la OPEP aumentan su producción, e impiden que haya ruptura en el abastecimiento. En consecuencia, los precios se mantienen estables y así no sirven como sistema de aviso. Por otro lado, es bueno recordar que el precio de un producto sólo refleja la escasez o abundancia de ese producto si estamos operando en un mercado libre.

– ¿Y no lo estamos?

– En el caso del petróleo, no. La OPEP impide que el sistema funcione en libertad.

– ¿En qué sentido?

Filipe hizo una pausa, cavilando sobre la mejor forma de explicar el funcionamiento del negocio.

– Mira, imagina que el mercado del petróleo fuese libre y que todo el petróleo existente estuviese accesible a todos -propuso-. En una situación como ésta, lo normal sería que las compañías petroleras vendieran primero el petróleo más accesible, justamente por ser más barato de producir y por ser de mejor calidad frente a la competencia, ¿no?

– Claro.

– A medida que ese petróleo accesible se fuera agotando, las compañías se inclinarían por el petróleo más inaccesible, de producción más cara. En esas circunstancias, los precios irían subiendo gradualmente, según los crecientes costes de producción, y darían a los consumidores y a los Gobiernos un aviso a tiempo, útil para comenzar a consumir menos y buscar fuentes alternativas de energía.

– ¿Y por qué eso no funciona así?

– Justamente porque el mercado no es libre. Para que el mecanismo de los precios funcione, es fundamental que se tenga acceso libre al petróleo barato. El problema es que el petróleo barato está en manos de la OPEP, que ha envuelto todas sus operaciones en un manto de secreto y ha sometido su producción a cuotas.

– Cuando hablas de petróleo barato, ¿de qué estás hablando exactamente? ¿Qué tipo de petróleo es ése?

– El petróleo más barato del mundo es el iraquí, seguido por el saudí. Iraq y Arabia Saudí disponen de campos increíbles, en los que basta con hacer una perforación y… ¡puf!, el petróleo comienza a manar como de una fuente. En esos países es tan fácil acceder al petróleo que su extracción se vuelve muy barata, ¿entiendes?

– Pero ¿de qué valores estamos hablando?

– Para que te hagas una idea: Rusia gasta quince dólares para extraer un solo barril de petróleo. Para la misma cantidad de petróleo, Arabia Saudí necesita sólo un dólar y medio. O menos.

– ¡Caramba!

– Como la OPEP impone límites a su propia producción, lo que ocurre es que el mundo está recurriendo primero al petróleo caro. Las implicaciones son obvias. Acabándose el petróleo caro, entra en el mercado el petróleo barato, lo que significa que se ha invertido la lógica del mercado y los precios no sirven como sistema de alerta. El precio del petróleo se mantiene relativamente bajo debido a este fenómeno, ¿entiendes? La falta de libertad del mercado oculta así los graves problemas de producción y abastecimiento que se avecinan.

– Ahora lo entiendo.

Filipe siguió concentrado.

– Pero incluso este efecto comienza a amortiguarse. Un barril de petróleo costaba solamente diez dólares en 1998 y, apenas unos nueve años después, ese valor ascendió a los noventa dólares. El problema es que laspare capacity, que era de ocho millones de barriles por día en 1987, se ha reducido ahora casi a cero, debido a que la demanda ha aumentado más que la oferta. La prueba es que ha bastado una ligera caída de producción, después de los dos huracanes de 2005, el Katrina y el Rita, para provocar el caos en el precio del petróleo. Que los mercados reaccionaran así frente a una caída de producción tan pequeña, es una señal evidente de que ya no existespare capacity. -Fijó los ojos en el suelo, sombrío-. Cuando la producción entre efectivamente en quiebra, el mundo será pillado por sorpresa.

Se acercaron a Liverpool Street. El geólogo señaló el edificio de la esquina de enfrente. Era un edificio moderno, lleno de ventanas a uno y otro lado.

– ¿Es tu hotel? -preguntó Tomás.

Su amigo asintió.

– Quiero mostrarte una cosa -dijo, inmóvil en la acera-. ¿Sabes?, el gran problema no es saber si el petróleo se va a acabar, porque no hay forma de evitar que así suceda. El gran problema es saber si recibiremos a tiempo el aviso de que se ha acabado y si tendremos capacidad de prepararnos para esa situación.

– ¿Lo que me quieres mostrar está relacionado con ese problema?

– Sí.

Miraron alrededor y no captaron nada sospechoso. Cruzaron la calle, traspasaron la entrada del hotel, y lo primero que vio Tomás fueron las cinco estrellas indicadas en la puerta.

– Vaya, qué bien te tratas.

Habituado a los lujosos circuitos del mundo del petróleo, Filipe no respondió. Se dirigió a la recepción y pidió acceso a la caja fuerte. El recepcionista lo invitó a entrar en un compartimento privado, y ambos desaparecieron por una puerta lateral, claramente una zona de seguridad reforzada. Tomás se quedó deambulando frente a la recepción, apreciando el mármol crema pulido que relucía en el suelo y las hermosas alfombras en la sala de los sofás, pero no esperó mucho tiempo; poco después, su amigo y el recepcionista reaparecieron en el vestíbulo. Filipe llevaba en la mano una pequeña carpeta de cartulina azul bebé.

– Aquí está -dijo él mostrándole la carpeta con un movimiento sutil.

– ¿Qué es eso?

– Es el secreto.

– ¿Qué secreto?

– El secreto que le robé a la OPEP.

Capítulo 29

Se instalaron en el bar del hotel, junto a un cartel en el que se anunciaba para esa noche la compañía musical de una cantante estadounidense cuyo principal atributo era la «gracia angelical». El Avery's Bar estaba casi desierto; la mayoría de los clientes habían salido del hotel, y los que se habían quedado parecían preferir, a aquella hora, el restaurante contiguo. Satisfecho con el ambiente tranquilo a la media luz del bar, Filipe encargó un saté de gallina Balinese style, mientras que Tomás se inclinó por una ensalada de cordero y sésamo Thai style, que ambos completaron con un pedido de cerveza australiana.

– Esto es sólo algo ligero, antes de que salgamos -dijo Filipe-. Tenemos tiempo para conversar, pero no mucho.

– ¿Adónde vamos?

– Ya verás.

Cuando el camarero se alejó, el geólogo dejó la carpeta de cartulina azul bebé sobre la mesita de madera oscura y cruzó las piernas, instalándose cómodamente en el sofá.

– Para que entiendas lo que llevo aquí guardado, primero hay algo que tiene que quedarte claro -indicó acariciando la cartulina-. La importancia del petróleo saudí.

– Pero ya lo tengo claro desde hace mucho tiempo -dijo Tomás-, Arabia Saudí es el mayor productor mundial de petróleo.

– No es sólo el mayor productor -insistió Filipe-. Es mucho más que eso.

– ¿Entonces?

– Sin el petróleo saudí, se acaba el negocio del petróleo. El mundo se queda sin energía.

El historiador esbozó una expresión escéptica.

– ¿No crees que estás exagerando un poco? Es evidente que Arabia Saudí, siendo el mayor productor mundial, es un país muy importante en ese negocio, sin duda. Pero de ahí a decir que sin su petróleo el mundo se queda sin energía…, en fin…, hay un gran paso, ¿no te parece?

– Casanova, oye lo que te digo. Sin el petróleo saudí no hay negocio del petróleo.

– Pero ¿cómo puedes afirmar tal cosa?

– Por una razón muy sencilla. Ya hemos visto que el petróleo no OPEP está al borde del pico, ¿no es verdad?

– Sí.

– Cruzando el pico, entra en declive en un momento de creciente demanda mundial, y el planeta acaba dependiendo, esencialmente, del petróleo de la OPEP.

– Hasta ahí lo entiendo.

– La pregunta siguiente es ésta -dijo casi deletreando-: ¿cuánto petróleo hay en definitiva en la OPEP?

Tomás se encogió de hombros, como si no considerase esa cuestión especialmente relevante.

– Qarim me dijo que era lo suficiente para durar cien años.

– Qarim se limitó a repetirte la versión oficial -intervino Filipe-. El problema, el gran problema, ¿sabes cuál es? Es que nadie lo sabe. Desde que la OPEP trata toda la información relativa al petróleo como si fuese un secreto de Estado, y puesto que no hay modo de cotejar sus escasas revelaciones sobre el estado de las reservas de los países que integran el cártel, lo cierto es que nadie tiene la menor certeza sobre cuánto petróleo posee exactamente la OPEP. ¿Entiendes?

– Sí.

El geólogo afinó la voz.

– Pero hay algunas cosas que sabemos sobre varios de los grandes productores de la OPEP. Veamos el caso de Irán, que sólo es el cuarto productor mundial de petróleo. ¿Te haces una idea de cuál es el estado de las reservas petroleras iraníes?

– No.

– Están en declive.

– ¿En serio?

– Irán tiene cuatro campos petrolíferos supergigantes: Aghajari, descubierto en 1936; Gach Saran, detectado en 1937; Marun, en 1963; y Ahwaz, en 1977. Todos ellos ya han cruzado el pico y la producción iraní está descendiendo año tras año.

– ¿Y tú dices que Irán es el cuarto mayor productor mundial de petróleo?

Filipe frunció los labios.

– Es preocupante, ¿no? Y lo peor es que hay más países de la OPEP en la misma situación. Por ejemplo, el único supergigante de Omán, el campo de Yibal, cruzó el pico en 1997. Nigeria también ya ha pasado el pico y, factor muy preocupante, Kuwait ha reducido la tasa de producción del complejo de Burgan, el segundo mayor campo petrolífero del mundo, supuestamente para recuperar la presión de los pozos. La compañía petrolera kuwaití anunció, a finales de 2005, que Burgan estaba exhausto. Y, además de Kuwait, ya se ha cruzado el pico igualmente en Iraq, en Siria y en Yemen.

Tomás se enderezó en el sofá.

– Disculpa, no logro entender -dijo vacilante-. ¿Estás insinuando que también la OPEP ha entrado en declive?

– No -rectificó-. Estoy afirmando que la mayor parte de los grandes productores de la OPEP han entrado en declive. -Alzó el índice-. Pero hay un productor, uno solo, en quien todo el mundo confía para resolver los problemas del abastecimiento petrolero global.

– ¿Arabia Saudí?

– Exacto -sonrió el geólogo-. El reino de Arabia Saudí. Éste es el principal productor mundial de petróleo, la red de seguridad montada por debajo del circo energético, la almohada que amortigua la caída de producción en todo el planeta. -Arqueó las cejas-. ¿Entiendes ahora por qué razón dije hace poco que Arabia Saudí es mucho más que el principal productor del mundo?

– Sí.

– Sin Arabia Saudí no habría energía suficiente para satisfacer las necesidades globales. La economía mundial entraría en una profunda recesión y el caos se extendería por todas partes. ¿Has pensado en lo que sería el petróleo si se volviese tan caro que, en vez de costar ochenta dólares por barril, costase setecientos dólares?

– Sería complicado.

– ¿Complicado? -Filipe se rio-. Sería el fin, amigo mío. -Abrió los brazos-. El fin. -Se inclinó hacia Tomás-. ¿Tú sabes lo que significa el barril a setecientos dólares?

– El acabose.

– Ah, de eso puedes estar seguro -coincidió-. El barril a setecientos dólares quiere decir que, en vez de gastar setenta euros para llenar el depósito de tu coche, por ejemplo, gastarías setecientos. -Dejó que el número resonase en la mente de Tomás-. Setecientos euros para llenar un simple depósito.

El historiador silbó, impresionado ante esa perspectiva.

– Andaríamos todos en bicicleta, ¿no?

– Pues sí. ¿Y te haces alguna idea del impacto que eso tendría en la economía mundial?

– Entraríamos en recesión.

Filipe volvió a reírse.

– Recesión es una palabra ridícula para describir lo que ocurriría en esas circunstancias. Fíjate en que, de las últimas siete recesiones económicas mundiales, seis están directamente relacionadas con reducciones temporales de abastecimiento de petróleo. -Repitió las dos palabras decisivas-: Reducciones temporales. -Hizo una pausa-. Ahora imagina lo que ocurriría si la ruptura no fuese temporal sino permanente. O sea, una ruptura que no fuese coyuntural, sino estructural, sin perspectiva de solución.

– La recesión sería profunda.

El geólogo fijó los ojos en su amigo.

– Casanova, una situación semejante podría acarrear el fin de la civilización, ¿qué te parece? El fin de la civilización.

– ¿No estarás exagerando un poco?

– ¿Tú crees? -Hizo un gesto señalando a su alrededor el ambiente tranquilo y primoroso del bar-. Mira todo esto e imagina lo que ocurriría si hubiese una súbita ruptura del abastecimiento energético. En una situación así, todas las cosas a las que estamos habituados, estos lujos que ya damos por seguros, se evaporarían de un momento al otro. -Comenzó a enumerar los problemas con los dedos, cruzándolos sucesivamente-. No podríamos desplazarnos al trabajo, el transporte de bienes de un lado a otro se estancaría, las fábricas dejarían de recibir materias primas, la producción quedaría suspendida y la distribución también, la economía se paralizaría, las empresas irían a la quiebra en cadena, las personas se quedarían sin medios de subsistencia, se pararía el transporte de alimentos a los mercados, habría alteración del orden público, tumulto, pillajes, los países se volverían ingobernables, el hambre se difundiría por todas partes y nos hundiríamos en el caos.

Tomás consideró el panorama.

– Sería muy complicado.

– Sería el fin de la civilización, Casan ova. -Sus ojos se desorbitaron, dando énfasis a la idea-. El fin de la civilización.

Se hizo un silencio sombrío en la mesa. La conversación se había vuelto aterradora y el historiador, mirando el bar desierto, no pudo dejar de pensar que todo en la vida es, ciertamente, frágil, y que la historia está repleta de civilizaciones que en cierto momento parecieron eternas, inquebrantables, y que al final se desmoronaron de un instante al otro.

– Bien, pero esa perspectiva no es efectivamente posible, ¿no es verdad? -comento Tomás-. Al fin y al cabo, las reservas de Arabia Saudí son nuestra válvula de seguridad.

– Es lo que dice Arabia Saudí.

– ¿Y hay alguna razón para ponerlo en duda?

El geólogo torció la boca.

– Casanova, voy a decirte lo mismo una vez más. ¿Cómo sabemos que Arabia Saudí tiene tanto petróleo si los datos relativos a su producción son secretos de Estado y las raras informaciones que los saudíes divulgan siguen sin poder cotejarse?

– Pero ¿hay alguna razón para plantear dudas sobre la veracidad de esas raras informaciones?

Filipe se mantuvo un instante callado, como si estuviese reflexionando sobre la mejor manera de decir lo que tenía que decir.

– Casualmente la hay.

Tomás abrió la boca, entre sorprendido y alarmado.

– ¿Cómo?

Su amigo abrió la carpeta de cartulina azul bebé y sacó unos folletos impresos a color que le mostró a Tomás.

– ¿Sabes qué es esto?

El historiador examinó los folletos. Estaban impresos en un buen papel, con hermosas imágenes de pozos de petróleo y maquinaria sofisticada en funcionamiento en las arenas del desierto. El texto estaba escrito en inglés y lo encabezaba la imagen de la que parecía una estrella brillando en un cuadrado verde y azul, con una frase en árabe al lado y «Saudi Aramco» debajo.

– Es un folleto, ¿no?

– Sí, son folletos de la Aramco, la compañía petrolera de Arabia Saudí. Los conseguí en un despacho de relaciones públicas del Ministerio del Petróleo, en Riad.

Tomás volvió a observar los folletos.

– ¿Y qué tienen estos folletos de especial?

– ¿Has visto ya el texto?

El historiador leyó un poco.

– No veo nada anormal -dijo-. Habla de la alta tecnología que usa Arabia Saudí para explotar el petróleo, recurriendo a técnicas muy avanzadas y sofisticadas. -Alzó los ojos-. Si quieres que te diga, hasta me deja más tranquilo.

– Claro que te deja tranquilo. Cualquier lego que lea esto no puede dejar de sentirse impresionado por la inversión tecnológica que han hecho los saudíes para asegurar el abastecimiento energético del planeta.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– El problema, amigo, es justamente esta inversión tecnológica.

– ¿Qué tiene de especial esa inversión?

Filipe suspiró.

– ¿Te acuerdas de que te dije que el petróleo saudí es el segundo más barato del mundo?

– Un dólar y medio el barril, ¿no?

– O menos. ¿Por qué razón es tan barato?

– Bien, si no recuerdo mal lo que explicaste hace poco, tiene que ver con las características de la producción. En Arabia Saudí, basta con hacer una perforación y el petróleo mana como de una fuente.

El geólogo cogió el folleto que sostenía Tomás y señaló la fotografía de la cubierta, que exhibía maquinaria instalada en el desierto.

– Si es así, ¿por qué razón necesitan los saudíes recurrir a este tipo de tecnología tan sofisticada? -Arqueó las cejas-. ¿Eh?

– No lo entiendo.

– Casanova, el petróleo de Arabia Saudí siempre ha sido muy fácil de explorar. Basta, en efecto, con hacer un hoyo y comienza a saltar hacia fuera como champán. ¿Por qué razón, en este caso, a Aramco le ha dado por invertir fuertemente en alta tecnología para extraer el petróleo?

Tomás se encogió de hombros.

– Qué sé yo.

– Un lego no repara en este tipo de cosas, pero un geólogo sí, sobre todo si está familiarizado con las especificidades de la extracción de petróleo. -Golpeó el folleto con el dedo-. Sólo hay una explicación que aclare por qué los saudíes están invirtiendo en tecnología muy sofisticada para extraer petróleo del desierto.

– ¿Cuál?

– El petróleo ha dejado de manar como de una fuente.

Se hizo el silencio por un momento.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Lo que quiero decir es que estos folletos de propaganda revelan inadvertidamente algo muy inquietante: el petróleo de Arabia Saudí ya no está fluyendo con la facilidad de antes.

Tomás se quedó reflexionando sobre este argumento.

– Ahora lo entiendo.

– Cuando vi estos folletos por primera vez, en el Ministerio del Petróleo, en Riad, pronto se pusieron a sonar las sirenas de alarma en mi cabeza. Algo está pasando en Arabia Saudí y nadie se entera de nada. -Se acomodó en el sofá-. Fíjate, Casanova, en que todos los modelos internacionales de abastecimiento energético parten del presupuesto de que el petróleo saudí es tan abundante y barato que podrá responder a la demanda mundial hasta, por lo menos, el año 2030.

– ¿2030? ¿No eran cien años?

– Cien años es una fórmula para patanes. El horizonte de 2030 parece más realista y la verdad es que los saudíes alientan a los mercados para que crean en esa fecha. Al mismo tiempo, no obstante, siempre han estado impidiendo la comprobación independiente de sus reservas. Afirman poseer reservas probadas de doscientos sesenta mil millones de barriles, pero la contribución de cada campo petrolífero a esta meta se trata como un secreto militar. Fíjate en que nosotros ni siquiera nos enteramos de cuánto petróleo produce exactamente el reino y nos encontramos ahora en la delicada situación de tener que confiar nuestro destino global a un país que asegura tener valores extravagantes e indemostrables de producción petrolera. -Cogió el folleto de la mesa y lo movió de un lado a otro-. Y, en medio de todo esto, me encuentro con folletos que revelan indirectamente que el petróleo ya no fluye en Arabia Saudí con la facilidad de antes. Por ello, cuando vi estos folletos, empecé a intentar romper con el bloqueo de información y me puse a llamar a todas las puertas. -Acarició la carpeta de cartulina-. Hasta que tuve el golpe de suerte que ya te he descrito y logré hacerme con estos documentos técnicos.

– ¿Qué revelan?

Filipe se inclinó hacia delante y fijó los ojos en Tomás.

– La verdad, Casan ova -dijo con un tono críptico-. La verdad.

Capítulo 30

El camarero apareció manteniendo una bandeja en equilibrio con la yema de los dedos, y Filipe se vio obligado a poner la carpeta de cartulina sobre el sofá vacío de al lado, como para hacer espacio en la mesa. El australiano depositó delante de los clientes las dos jarras de cerveza y los platos indonesio y tailandés que le habían encargado y, después de un «enjoy, mates» con acento fuertemente australiano, se alejó tan deprisa como había venido.

– No está mal, ¿no? -comentó el geólogo, después de probar un trozo del saté balinés.

– Buena comida, sí -confirmó Tomás-. Pero aún no has respondido a mi pregunta.

Su amigo acarició la cartulina apoyada en el sofá vecino.

– ¿Quieres saber qué guardo en esta carpeta?

– Sí.

Filipe hizo girar el tenedor en el aire, con un trozo de carne sazonada clavado en la punta.

– Sólo puedes entender lo que hay aquí si tienes una noción exacta de lo que es el petróleo saudí y de cómo funciona la ingeniería implicada en su extracción.

– Por lo que me has contado, no hay nada más sencillo. Se hace un hoyo y el petróleo salta hacia fuera.

El geólogo se rio.

– En líneas generales, es así -confirmó-. El petróleo se descubrió en Arabia Saudí en 1938, en un lugar llamado Daininam. Los campos eran tan abundantes que los geólogos estadounidenses llegaron a detectar pozos mientras sobrevolaban el desierto en avión, fíjate.

– ¿Eso es posible?

– Sí, siempre que lo permitan las características topográficas del terreno, como en este caso. El hecho es que los campos se revelaron fácilmente identificables desde el aire. Arabia Saudí presentó un perfil tan interesante que las compañías petroleras acudieron en masa y nació así la Arabian America Oil Company, Aramco, cuyos accionistas eran la Standard Oil, la Shell, la BP, la Mobil, la Chevron, la Texaco y la Gulf Oil.

– Todos grandes tiburones, en definitiva.

– Huy, ni te lo imaginas. Y venían todos con los dientes afilados. Claro que la Segunda Guerra Mundial puso el negocio al baño María; no obstante, en cuanto la guerra acabó, se reanudó la prospección y se fueron descubriendo más campos aún mayores. La Aramco acabó nacionalizada y echaron a los tiburones, pero Arabia Saudí ya tenía, a esas alturas, una posición firmemente establecida en el mapa geoestratégico. -Bebió un trago de cerveza y encaró a Tomás con una sonrisa maliciosa-. Ahora tengo una pregunta para ti.

– Dime cuál es.

– Teniendo en cuenta que Arabia Saudí es el mayor productor mundial, ¿cuántos campos imaginas que producen el setenta y cinco por ciento de su petróleo?

El historiador adoptó una actitud pensativa.

– Qué sé yo… Unos quinientos.

Filipe frunció la nariz.

– Anda, sé razonable -lo exhortó-. Recuerda que el setenta y cinco por ciento corresponde a tres cuartos de todo el petróleo de Arabia Saudí. Es mucho. ¿Crees que quinientos campos llegan para llenar tres cuartos de esa cantidad colosal?

– Tienes razón, pues -coincidió Tomás, rascándose la cabeza, y arriesgó un número que le pareció más realista-. ¿Mil campos?

– No.

– ¿Cinco mil?

– No.

– ¿Diez mil?

– Tampoco.

– Oye, tío. Desisto.

– Inténtalo, anda. Sugiere una cantidad por intervalos, tal vez sea más fácil.

Tomás sugirió un intervalo amplio.

– Entre mil y cinco mil campos.

– No.

– Mira, no lo sé. No tengo la menor idea y no voy a quedarme aquí todo el día soltando números.

El geólogo sonrió y alzó el índice y el medio, como si formase la V de victoria.

– Dos.

Tomás lo miró, sin entender.

– ¿Dos qué?

– Dos campos.

– ¿Cómo?

– Dos campos -repitió Filipe-. El setenta y cinco por ciento del petróleo que produce Arabia Saudí proviene de sólo dos campos.

El historiador meneó la cabeza, como si estuviese aturdido.

– No puede ser.

– Se llaman Ghawar y Safaniya.

– ¿Estás hablando en serio?

– Voy a repetírtelo, Casanova -insistió el geólogo, tan lentamente que casi deletreaba las palabras-. El setenta y cinco por ciento del petróleo saudí lo producen solamente dos campos. ¿Has entendido? Esto significa que el futuro inmediato del mundo depende de algo que se llama Ghawar y de otra cosa que se llama Safaniya.

– ¡Dios mío! ¿Cómo es posible?

– Es así, como te lo acabo de decir.

– Pero ¿tienen alguna noción de eso los Gobiernos occidentales?

– Yo creo que nadie ha entendido muy bien lo que ocurre en Arabia Saudí, amigo. Las personas tienen esa idea fantasiosa de que hay millares de campos casi inagotables dispersos por el desierto, todos ellos con una enorme producción, capaces de dar respuesta a la creciente demanda mundial y a los múltiples problemas de los restantes grandes productores. Lo que nadie ha entendido todavía es que, si la economía global depende esencialmente de Arabia Saudí, eso representa una dependencia en relación con sólo dos campos.

Tomás casi tembló al preguntar:

– Y…, y esos campos, ¿cómo están? ¿Funcionan bien?

– Buena pregunta -repuso su amigo con un tono sibilino-. La verdad es que nadie sabe lo que pasa en Arabia Saudí, ¿no? Los datos son confidenciales y no hay comprobación independiente de la capacidad de producción instalada ni de las evaluaciones de las reservas. Lo único que tenemos son las extravagantes afirmaciones de los saudíes. Nada más.

El historiador apoyó los codos en la mesa y se sostuvo la cabeza con la palma de las manos.

– Dos campos -murmuró, aún estupefacto-. Todo está concentrado en dos campos. -Miró a Filipe con una expresión inquisitiva-. Pero ¿qué demonios de campos son ésos, en definitiva?

El geólogo hojeó uno de los folletos, localizó una imagen con el mapa de Arabia Saudí e indicó un punto en la costa del golfo Pérsico, justo al sur de Kuwait.

– Aquí está Safaniya -dijo-. Es el mayor campo petrolífero offshore del mundo y el segundo más productivo de Arabia Saudí. Lo llaman la Reina de la Arena, porque su extremo sur se sitúa por debajo de las playas doradas de la costa arábiga del golfo Pérsico. Safaniya fue descubierto en 1951 y produce sobre todo petróleo pesado. En el mapa tiene el formato de una gota estrecha, con setenta kilómetros de un extremo al otro.

– ¿Setenta kilómetros? -se sorprendió Tomás-. Es grande, ¿eh?

– Muy grande. Este campo produce aproximadamente un quince por ciento de todo el petróleo del país.

– ¿Sólo el quince por ciento? Pero ¿no has dicho que esos dos campos representan el setenta y cinco por ciento del petróleo saudí?

– Lo he dicho, y es verdad.

– ¿Y el resto, entonces?

– Lo produce el otro campo.

El historiador adoptó una expresión incrédula.

– Estás bromeando.

– Se llama Ghawar y equivale al sesenta por ciento del petróleo existente en Arabia Saudí. Es el único campo petrolífero supergigante del mundo, el mayor depósito de petróleo jamás encontrado en el planeta. Lo llaman Rey de Reyes, pero hasta esa definición peca de demasiado modesta. Si Ghawar fuese un emperador, junto a él los campos supergigantes no serían reyes, sino meros príncipes.

Tomás analizó el mapa del folleto.

– ¿Y dónde está situada esa maravilla?

El geólogo señaló una franja en el desierto, paralela a la costa saudí, junto a Bahréin y a Qatar.

– Aquí -dijo-. Es un campo largo y estrecho, con la forma de una pierna. Si el extremo sur de Ghawar estuviese en Lisboa, el extremo norte llegaría a Aveiro.

– Caramba.

– Son más de doscientos kilómetros de una punta a la otra, y la parte más ancha alcanza casi cincuenta kilómetros. Ghawar entró en actividad en 1951 y, desde entonces, ya ha producido más de cincuenta y cinco mil millones de barriles. -Sonrió complacido-. Sé que es un número de tal magnitud que se vuelve absolutamente incomprensible. Vamos a plantear las cosas de modo más sencillo: en este momento, uno de cada doce barriles consumidos en todo el mundo viene de Ghawar.

– ¡Impresionante!

– La producción de Ghawar se convirtió en un secreto de Estado en 1982; la única información segura que se ha filtrado entre tanto es que este supergigante producía en 1994 el sesenta y tres por ciento de todo el petróleo de Arabia Saudí. Por otra parte, se sabe muy poco más. Pero hay algo de lo que todos tenemos certidumbre: la longevidad del campo de Ghawar está en el corazón del problema de la sostenibilidad del petróleo como fuente energética. Cualquier análisis de la producción petrolífera global pasa inevitablemente por Ghawar. Si este campo sigue siendo rico, queda salvaguardado el abastecimiento mundial. -Alzó la mano como si lanzase un alerta-. No obstante, si por casualidad hubiera problemas en Ghawar… sería el fin de la línea.

– ¿Y los hay? -Hizo la pregunta muy apresuradamente, con un asomo de ansiedad que le alteró el tono.

Filipe no respondió de inmediato. Se inclinó hacia la izquierda, estiró el brazo y cogió la carpeta de cartulina azul bebé, que apoyó en su regazo. Abrió la carpeta y mostró el contenido: eran pliegos de folios con texto en inglés y en árabe, grapadas en grupos.

– Estos son los documentos que saqué del despacho de uno de los jefes de ingeniería de la Aramco, en Dhahran. Como ya te he explicado, todo estaba archivado en una carpeta bajo el título Problems in Production Operations, Saudi Fields.

– ¿Y qué son, en fin, esos documentos?

– Son informes de ingenieros. -Cerró la carpeta de nuevo, como si no hubiese llegado la hora de mostrar los papeles-. Hay algunas cosas técnicas que tienes que saber para que puedas comprender mejor lo que aquí aparece escrito.

– ¿Como por ejemplo?

– Los problemas de ingeniería que implica todo el proceso -aclaró Filipe-. ¿Cómo crees que el petróleo sale hacia fuera?

– Bien, es el sistema de la perforación, ¿no? Se hace una perforación en el suelo y el petróleo comienza a manar, supongo.

– Esa es la idea que tiene todo el mundo. Lo que ocurre, en realidad, es que el proceso de extracción de petróleo abarca tres elementos: el petróleo, el gas y el agua. Había un amigo mío que decía que si el proceso de extracción fuese una película de Hollywood, el petróleo sería la estrella principal, el galán que atrae a los espectadores para ir al cine, y los papeles de actor y actriz secundarios quedarían a cargo del gas y del agua. En realidad, en líneas generales un depósito consiste en petróleo mezclado con gas y un depósito de agua situado por debajo. El gas funciona en el petróleo como en el champán: es lo que le da fuerza, son esas burbujas que lo hacen moverse y le otorgan vitalidad. El petróleo sin gas es como el champán sin gas: apenas un líquido inerte. Son el gas mezclado con el petróleo y el agua que empuja desde abajo los que hacen que el depósito esté lleno de presión, un poco como una botella de champán agitada antes de ser abierta, ¿me entiendes?

– Sí.

– Cuando se hace la perforación en el depósito es como cuando se quita el tapón de la botella de champán. El petróleo salta hacia fuera con gran presión y es en ese momento cuando se da la extracción primaria. El petróleo viene en grandes cantidades, es una maravilla. -Cambió la expresión del rostro, como quien dice que todo lo que es bueno se acaba-. El problema es que, una vez hecha la perforación, al cabo de algún tiempo la presión comienza a bajar, ¿no?

– Como el champán fuera de la botella…

– Exactamente. -Estiró el dedo y señaló un punto invisible en el aire-. Es entonces cuando comienzan los contratiempos. La presión empieza a bajar y el petróleo deja de manar con la misma intensidad. En realidad, hasta va perdiendo gradualmente fuerza, dado que abajo, y a medida que sale cada vez más petróleo, la presión del depósito sigue bajando, hasta un punto en que se vuelve inferior a la presión de la superficie y el petróleo deja de salir.

– ¿El petróleo se ha acabado?

– No, no se ha acabado. Aún queda petróleo abajo. El problema es que el depósito ha dejado de empujar hacia arriba.

– Cuando eso ocurre, ¿cuánto petróleo ha salido ya?

– ¿En el caso de la extracción primaria? Cerca de un cuarto de todo el petróleo existente en el depósito. Lo que significa que abajo han quedado unos tres cuartos.

– ¿Y cómo se hace para ir a buscar el resto?

– Entra en acción la extracción secundaria. Recurriendo a la tecnología, se intenta aumentar la presión en el depósito, con el fin de hacer que el petróleo vuelva a manar. Uno de los métodos que se pueden utilizar es lanzar gas en el depósito, especialmente dióxido de carbono, que se mezcla con el petróleo y lo hace de nuevo enérgico, como el champán. Otro método, muy utilizado en Arabia Saudí, es infiltrar agua en el depósito.

– ¿Agua? ¿Ellos mezclan agua con el petróleo?

– No, de ninguna manera. El agua no se inyecta en el petróleo, sino en los depósitos de agua que ya existen por debajo del depósito de petróleo, ¿me entiendes? Con más agua que entra, la presión crece, el agua sube y empuja el petróleo hacia arriba. La consecuencia de todo esto es que, a medida que se va extrayendo el petróleo, es necesario inyectar aún más agua, para mantener elevada la presión en el depósito. Sólo que este proceso acarrea un nuevo gran problema.

– ¿Cuál?

– Lo llaman water cut o tenor de agua. Como hay que inyectar agua en los depósitos para aumentar la presión, en cierto momento esa agua comienza a mezclarse con el petróleo, señal de que el crudo se acerca al agotamiento. En la extracción primaria, el petróleo viene tendencialmente puro, pero, a medida que la extracción secundaria se procesa y se vacía el depósito, comienzan a aparecer dosis de agua mezcladas con el petróleo. Primero un uno por ciento, después un dos por ciento y así sucesivamente. Eso es el water cut. Un pozo llega al fin cuando el tenor de agua absorbe el tenor de petróleo. Se dice entonces que el petróleo se ha ahogado en el agua.

– Quiere decir que se ha acabado.

– No, no se ha acabado. Normalmente sólo se logra extraer la mitad del petróleo existente en un depósito. La otra mitad queda abajo en rincones aislados, pero su extracción se vuelve económicamente inviable y el pozo se cierra.

– Ya veo.

El geólogo reabrió la carpeta que mantenía apoyada en su regazo. Cogió algunas hojas y se las mostró a Tomás.

– Estos documentos son los informes técnicos de la Aramco -dijo-. Casi todos los han preparado ingenieros de la compañía saudí de petróleo, aunque algunos los hayan elaborado consultores de la empresa. Cada informe analiza desafíos específicos de un determinado campo petrolífero, e identifica problemas operacionales que han ido surgiendo o se han ido acumulando.

– ¿Eso dónde? ¿En el supergigante que has mencionado hace poco?

– En varios campos -precisó-. Los informes analizan lo que ocurre en varios campos. -Indicó las posiciones de los depósitos en el mapa del folleto-. Como te he dicho, Ghawar y Safaniya producen, juntos, el setenta y cinco por ciento de todo el petróleo de Arabia Saudí. Pero, si añadimos los otros dos supergigantes saudíes, Abqaiq y Berri, esa cuota asciende al noventa y tres por ciento. O sea, que hay cuatro campos petrolíferos que, en conjunto, producen más del noventa por ciento de todo el petróleo de Arabia Saudí.

– Es increíble.

Filipe hojeó los documentos que tenía entre sus manos, como si buscase uno en especial.

– Veamos lo que pasa con Abqaiq. Este campo comenzó a producir en 1946; su petróleo siempre se ha considerado de excelente calidad, tal vez el mejor que ha existido nunca. -Localizó el folio que buscaba-. Si se analiza este informe, se comprueba que Abqaiq cruzó el pico en 1973, y ya ha producido más del setenta por ciento de sus reservas. -Hizo un gesto de saludo con la mano-. Por tanto, adiós, Abqaiq. -Guardó el folio y buscó el siguiente-. El campo de Berri fue descubierto en 1964, uno de los últimos supergigantes encontrados en el reino, y también tiene petróleo de primera calidad. -Encontró el documento unas páginas más adelante-. Este informe muestra que la presión del depósito de Berri descendió a valores atmosféricos en diez años de explotación, momento en que se puso en marcha la extracción secundaria a través de inyección de agua. Todo anduvo bien hasta 1977, cuando el agua empezó a mezclarse con el petróleo que brotaba del suelo. El water cut fue subiendo hasta el punto de ahogar el petróleo en una cuarta parte de los pozos de Berri, en 1990, lo que obligó a la Aramco a cerrarlos. Este informe revela que los problemas comenzaron entonces a multiplicarse, y en 1994 la producción había declinado en más del sesenta por ciento. En 2001 estuvo claro que ya sólo restaban pequeños segmentos de Berri donde el petróleo aún no se había ahogado en agua. -Ordenó el informe-. Berri se dispone a pasar a la historia. -Recorrió con las manos unos folios, buscando otro informe-. Ahora Safaniya, del que ya te he hablado. Es el mayor campo petrolífero offshore del mundo y el segundo más productivo de Arabia Saudí. -Extrajo nuevos folios-. Entró en producción en 1957 y su petróleo se mantuvo relativamente limpio hasta finales de los años ochenta, momento en que comenzó a aparecer arena en el crudo, señal de que la presión estaba bajando peligrosamente. También apareció agua, y creció hasta tal punto que el water cut se volvió muy elevado en la mayor parte del campo en 2001.

– ¿Cuál es el porcentaje?

– ¿En Safaniya? Algunos pozos ya han llegado al cincuenta por ciento de water cut.

– ¡Caramba!

– Safaniya está en manifiesto declive, amigo. Cruzó el pico alrededor de 1980, y los informes muestran que los problemas de agua y arena tienden a agravarse. -Guardó los folios en la carpeta-. Lo que estos informes dicen, en definitiva, es que los tres mayores supergigantes de Arabia Saudí -Safaniya, Abqaiq y Berri- ya han cruzado el pico y están en declive.

– Queda el más grande de todos.

– Sí, queda Ghawar.

Tomás fijó los ojos en la carpeta de cartulina.

– ¿Qué dicen los documentos sobre ese campo?

El geólogo localizó nuevos folios.

– Ghawar es tan grande que todo el depósito se ha dividido en áreas regionales, como Ain Dar, Shedgum, Uthmaniya, Hawiya, Haradh y otras. En consecuencia, la mayor parte de los informes se concentra en el análisis de diferentes aspectos de estos diversos pozos -observó pasando los papeles hasta que indicó un documento-. Este informe, por ejemplo, estudia la misteriosa inclinación del depósito, en particular en la zona de contacto entre el agua y el petróleo. -Se detuvo en un segundo documento-. Este aborda los problemas de inyección horizontal en la sección Árabe D. -Uno más-. Aquí la atención se vuelca en los intervalos de permeabilidad. -Otro-. Mira, éste tiene una simulación numérica que intenta compatibilizar la información sobre la presión de los pozos horizontales en diferentes tipos de heterogeneidades.

Cada vez más impaciente, Tomás observó los papeles.

– Este discurso me suena a chino.

– Sí, la jerga es eminentemente técnica.

– Traducido para niños, ¿qué dicen esos informes?

Filipe paró de ojear los documentos amontonados en un pliego.

– Tenemos aquí múltiples análisis de diferentes aspectos de las operaciones en Ghawar -dijo mirando a su amigo-. Fíjate: ninguno de estos informes presenta una visión de conjunto. Es la suma de todos ellos la que nos revela una imagen relativamente clara de lo que está pasando en este gran coloso.

– ¿Y qué imagen es ésa?

El geólogo consultó el reloj y, sorprendido por la hora, interrumpió bruscamente el diálogo.

– Casanova, ya se hace tarde -exclamó sobresaltado, de repente invadido por la prisa-.Tenemos que irnos.

– ¿Irnos? -Tomás estaba asombrado-. ¿Irnos adonde?

Alzó el brazo y llamó la atención del camarero. Cuando el australiano hizo ademán de acercarse, simuló una firma en el aire y el camarero entendió: era la señal para que trajese la cuenta, y a toda prisa.

– Tengo que ir a la habitación a hacer la maleta y después vamos a salir de la ciudad.

– ¿Adónde vamos?

– Lejos de aquí. Te advierto que ni se te ocurra que pasemos por tu hotel para recoger tus cosas.

– ¿Por qué?

– Es una medida de seguridad. Después de lo que ocurrió en Siberia y de que te siguieran hoy aquí, en Sídney, no podemos correr riesgos innecesarios, ¿no te parece? Tendrás que desaparecer conmigo sin dejar rastro; por eso vas a tener que abandonar todo en el hotel hasta tu regreso.

– Pero ¿adónde vamos?

– Vamos a encontrarnos con James.

– ¿Tu amigo de Oxford?

– Sí, está aquí.

Se hizo la luz en la mente de Tomás.

– Ah, bien. Ya estoy entendiendo para qué has venido a Australia. -Alzó una ceja, intrigado-. ¿Está aquí, en Sídney?

– No.

– Entonces, ¿dónde está?

– Ya lo verás.

Capítulo 31

La cuenta llegó en una pequeña bandeja de plata. Tomás insistió en pagar; al fin y al cabo, la Interpol acabaría cubriendo ese gasto. Se levantaron los dos, salieron del Avery's Bar y se dirigieron a la zona de los ascensores, en el lujoso vestíbulo del hotel.

– Aún no has respondido a mi pregunta -insistió Tomás.

– Ya te he dicho que sabrás adónde vamos en el momento oportuno.

– No es eso, idiota.

– Entonces, ¿cuál es la pregunta?

– Estábamos hablando de los campos gigantes de Arabia Saudita -recordó, e hizo una señal en dirección a la carpeta de cartulina que su amigo llevaba en la mano-. Has dicho que los depósitos supergigantes ya han cruzado el pico de producción, pero aún no me has contado lo que revelan esos informes sobre el mayor de todos.

– Ah -comprendió Filipe-. ¿Ghawar?

– Sí. ¿Qué pasa en ese campo?

Llegaron frente a los ascensores y entraron en uno que ya tenía las puertas abiertas. El geólogo pulsó el botón del quinto piso y las puertas se cerraron para el breve viaje.

– Como ya te he dicho, Ghawar comenzó a producir en 1951 y, durante una década, el petróleo fluyó libremente de su depósito sin que hicieran falta métodos especiales de extracción. Al final de la década, sin embargo, los depósitos comenzaron a registrar cierta caída de presión. Para responder al problema, la Aramco inició un programa de inyección de gas en el sector de Shedgum. A principio de los años sesenta, y frente al agravamiento de la caída de presión, se lanzó un nuevo programa, esta vez inyectando agua en las paredes del reservorio. La situación finalmente se controló, pero sólo por algunos años. En los años setenta, apareció agua en el petróleo que salía de los pozos de Ghawar.

– ¿En serio?

Filipe inclinó la cabeza, como si la sorpresa de su amigo fuese desorbitada.

– Casan ova -dijo-. Ghawar estuvo veinte años produciendo petróleo seco. Eso es muy bueno.

– Ah, está bien. Creí que la aparición de agua era grave.

– La aparición de agua es grave.

Tomás pareció desconcertado, sin saber qué pensar.

– Disculpa, pensé que habías dicho que no había problema.

Un sonido discreto señaló la llegada del ascensor al quinto piso. Las puertas se reabrieron y ambos salieron al pasillo.

– La aparición de agua en la extracción siempre es algo grave -dijo Filipe sin perder el hilo-. Eso no impide que el hecho de que un campo esté veinte años sin extraer agua sea bueno. Ha sido excelente, sin duda. El problema es que las cosas buenas no duran para siempre, ¿no?

– Entiendo.

– La producción de Ghawar a lo largo de esa década se disparó, y pasó de un millón y medio de barriles diarios en 1970 a cinco millones setecientos mil diarios en 1981. A partir de ese momento, el consumo mundial se redujo y, en respuesta, la Aramco disminuyó deliberadamente la producción en este campo supergigante. El sector de Haradh, por ejemplo, paró por completo, en un esfuerzo por darles un descanso a los reservorios.

– Quieres decir ahorro.

– Descanso -insistió el geólogo-. ¿Sabes?, cuanto más petróleo produce un campo, más baja la presión de sus depósitos. Un modo de combatir el problema es parar la producción, lo que permite aumentar la presión de forma natural. Fue lo que hicieron los saudíes a partir de 1982. Comenzaron a dejar descansar los campos petrolíferos, intentando recuperar la presión perdida.

– ¿Y lo lograron?

– Un poco, sí. La presión ha aumentado y los problemas con el agua han disminuido ligeramente, pero no es nada decisivo. -Acarició la carpeta de cartulina que tenía en la mano-. Estos informes revelan que los problemas con el agua volverán en breve y de manera inevitable.

– ¿Te estás refiriendo al tenor del agua?

– Sí, al water cut.

– ¿Y cómo ha evolucionado el problema?

Se detuvieron frente a una puerta y una tarjeta magnética se materializó entre los dedos de Filipe. La introdujo en la ranura y la puerta de la habitación hizo clic.

– Como ya te he dicho, el agua apareció en Ghawar en los años setenta -indicó entrando en la habitación-. Desde entonces, su porcentaje con respecto al petróleo no ha parado de aumentar… y a una velocidad alarmante.

– Pero ¿cuánto?

Filipe apoyó la carpeta en la cama, se sentó en el borde, e invitó a Tomás a acomodarse en un sillón junto al escritorio.

– El water cut se cifraba ya en el veintiséis por ciento en 1993, y de entonces en adelante hubo que buscar formas de salir del atolladero -dijo prosiguiendo el razonamiento-. Tres años después, ya estaba en el veintinueve por ciento, y en 1999 en un treinta y seis por ciento. La situación amenazaba con descontrolarse por completo y la Aramco decidió abrir nuevos pozos, para ver cómo sortear el problema. Pero al cabo de algunos meses también ellos empezaron a extraer agua. -Colocó la palma de la mano por encima de los ojos-. El agua apareció incluso en depósitos situados en puntos elevados, adonde no era previsible que llegase tan deprisa.

– ¿Y qué hicieron los saudíes?

– Empezaron a sentir que perdían la cabeza, claro. Para salir del paso, la Aramco recurrió a la alta tecnología y a nuevas técnicas de pozos horizontales.

– ¿Y resultó?

– Los informes ya no abarcan el periodo posterior. Pero, en 2005, logré sobornar en Viena a un empleado saudí que se endeudó por el juego y que me dio informaciones más actualizadas sobre el preocupante water cut de Ghawar. Por lo que parece, recurrir a nuevas técnicas sofisticadas le permitió a la Aramco bajar el porcentaje de agua al treinta y tres por ciento en 2003. -Meneó la cabeza-. Pero fue una acción de corto alcance. La tendencia volvió a invertirse y, en 2005, el water cut ya estaba en el cincuenta y cinco por ciento, con varios pozos que subieron en sólo dos años de un veinte por ciento a un valor absolutamente alarmante, algo impensable.

– ¿Cuánto?

– Setenta por ciento.

– Dios mío -se asombró Tomás, con los ojos desorbitados-. ¿Sólo en dos años?

– En un lapso de dos a cinco años, según los casos.

– ¿En Ghawar?

– Sí.

– Pero ¡eso es…, es catastrófico!

– Puedes estar absolutamente seguro. Observando los datos, se llega a la conclusión de que el pico de producción de Ghawar fue el récord de cinco millones setecientos mil barriles diarios en 1981. Desde entonces, este coloso no volvió a producir nunca más tanto petróleo en un solo año. Ghawar alcanzó el pico a principios de los años ochenta y, gracias al aporte de las nuevas tecnologías, se encuentra ahora en la altiplanicie de la producción. Pero, atención, las nuevas tecnologías son un arma de doble filo. Por un lado, es verdad que ayudan a mantener la producción elevada, pero, por otro, aceleran el vaciamiento de los depósitos y la disminución de la presión respectiva.

– ¿Cuánto tiempo se va a mantener esta altiplanicie de producción?

Filipe se acarició la barbilla.

– Nadie lo sabe -dijo taciturno-. Todo indica, no obstante, que el declive es inminente y una cosa es segura: cuando comience, será inesperado y brutal.

– ¿Qué significa eso de inminente?

– Escucha, Casanova. -Abrió las dos manos delante del rostro, como si exhibiese un cuadro-. Mira la imagen general del problema. El petróleo no OPEP está cerca del pico, que se prevé para 2015, año más, año menos. Esto significa que la gran esperanza en cuanto al futuro energético del mundo está depositada en el petróleo de la OPEP. El problema es que la mayor parte de los países de la OPEP ya han cruzado el pico, como es el caso de Irán, Iraq, Kuwait, Yemen, Omán y Nigeria. La salvación reside entonces en Arabia Saudí, cuya producción, según acabamos ahora de descubrir, se asienta en definitiva en un puñado de viejos campos petrolíferos muy explotados. Todos ellos ya han cruzado el pico de producción y registran elevadísimos tenores de agua en la extracción, indicio seguro de la avanzada degradación de las operaciones. Las cosas parecen ahora depender del funcionamiento de Ghawar, pero la información técnica sobre este campo es muy preocupante. Analizando la producción de los campos supergigantes fuera de la OPEP que ya han cruzado el pico, como es el caso de Brent, Oseberg, Romashkino, Samotlor o Prudhoe, por ejemplo, se comprueba que la altiplanicie de producción de los mayores reservorios tiende a durar unos diez años. Siendo el único supergigante del mundo, es plausible que Ghawar tenga una altiplanicie más larga. Pero es importante que recordemos que este campo descomunal alcanzó el récord de producción en 1981 y que entró en altiplanicie desde entonces. -Hizo una pausa-. Frente a este panorama, ¿qué quieres que te diga? -Arqueó las cejas-. ¿Eh?

Se hizo el silencio mientras Tomás asimilaba todo aquello, e intentaba abarcar todo lo que implicaba.

– ¿No era el petróleo saudí el que iba a durar muchos años? -preguntó casi con miedo.

– Tal vez dure cien años, no lo sé. Lo que no va a durar mucho, ciertamente, es la alta tasa de producción actual. Eso implica que el mercado tendrá en breve mucho menos petróleo disponible, en un momento en que la demanda está aumentando exponencialmente. ¿Y sabes lo que eso significa?

– Que el precio del petróleo va a alcanzar los tres dígitos.

– Tan cierto como que dos y dos son cuatro -sentenció Filipe-. La era del petróleo barato se está acabando. La reducción de la oferta y el aumento de la demanda van a hacer subir el precio del petróleo hasta valores hasta ahora impensables. Y lo peor es que este proceso ya ha comenzado. El petróleo costaba en 1998 diez dólares por barril y, en menos de diez años, se ha puesto nueve veces más caro. Cuando el petróleo cueste trescientos dólares por barril, por ejemplo, necesitarás unos trescientos euros sólo para llenar el depósito de tu automóvil.

– Tendré que ir a pie.

– Debes de estar bromeando -se rio su amigo-. La actual economía mundial no se sostiene con las personas que andan a pie. Pero la verdad es que el petróleo se pondrá caro para todo, no sólo para el depósito de tu automóvil, lo que significa que los autobuses, los trenes y el metro también serán diez veces más caros. En resumidas cuentas, mucha gente acabará por comprobar que, lisa y llanamente, no tendrá dinero para moverse, el salario no llegará para pagar el transporte hasta el trabajo. Y los transportes, amigo, son sólo la punta del iceberg. Lo cierto es que, para fabricar un automóvil o un frigorífico, hacen falta hornos, y los hornos se alimentan sobre todo de combustibles fósiles. Lo que quiero decir es que el petróleo más caro conlleva productos más caros. Pero ¿qué nombre tiene este fenómeno de la subida generalizada de los precios?

– ¿Inflación?

– Galopante, Casanova. -Suspiró-. En la historia reciente de los Estados Unidos, por ejemplo, ha habido sólo tres periodos en que la tasa de inflación alcanzó los dos dígitos: entre 1917 y 1920, en la década de los cuarenta y entre 1974 y 1981. ¿Sabes lo que tuvieron en común estos tres periodos? La falta de petróleo. Y las cinco recesiones que se produjeron desde 1973 estuvieron precedidas por la subida del precio del petróleo. Los economistas se dedicaron a analizar estos números con lupa y descubrieron que la inflación había alcanzado los dos dígitos siempre que los costes energéticos llegaban al diez por ciento del PIB. Claro que si esto ocurre en momentos de carencia coyuntural de petróleo, imagina lo que ocurrirá cuando esa carencia se haga permanente.

– Lo que quieres decir es que disminuirá la actividad económica.

– Claro. El aumento del precio del petróleo provoca el aumento del precio de los productos y eso conduce a la inflación y a la caída de la actividad económica. Comenzará despacio, claro. No obstante, como el problema no es coyuntural, sino estructural, la situación se agravará cada vez más. El petróleo sube, la actividad económica disminuye, la inflación se torna gradualmente descontrolada. Es bueno recordar que fue la hiperinflación la que destruyó a Alemania en la década de los veinte. Ahora imagina esa situación en toda la economía mundial. En tales circunstancias, el colapso económico se hará inminente. Y conviene señalar que un colapso económico acarrea una gran agitación social. Si eso ocurre, se sucede el rosario del que ya hemos hablado, ¿no? Recesión, hambre, pillajes, caos. -Abrió los brazos, como quien se entrega al destino-. En otras palabras, nuestra civilización puede estar, ciertamente, a punto de desmoronarse.

Tomás se acomodó en el sillón y miró por la ventana, como si intentase orientarse.

– Estoy un poco confundido -dijo.

– ¿Por qué?

– Considerando la contribución de los combustibles fósiles al calentamiento global, el fin del petróleo debería ser algo bueno, ¿no?

– Debería serlo y lo es.

– ¿Ah, sí? Pero ¿de qué nos sirve frenar el calentamiento del planeta si, con el fin del petróleo, nuestra civilización acaba destruida y volvemos todos a la Edad Media?

– El fin del petróleo ayuda a poner término a la tendencia al calentamiento global, y eso es indudablemente bueno, aunque sea preciso subrayar que los efectos del cese de emisiones de carbono sólo se harán sentir al cabo de unas décadas, debido a la acción acumulativa del calentamiento, como ya te he explicado. Pero todas las monedas tienen cara y cruz, y el precio de poner fin a las emisiones de carbono podría ser demasiado elevado para nuestra civilización.

– Entonces, ¿qué podemos hacer?

Filipe sonrió.

– Volvamos a la pregunta de nuestro pequeño grupo en Kioto -observó-. Cuando nos conocimos en Japón, Howard, Blanco, James y yo sabíamos que las emisiones de combustibles fósiles tendrían que parar, so pena de que el planeta terminase frito en el plazo de algunas décadas, pero el problema que se planteaba era justamente ése: ¿cuál es la alternativa a los combustibles fósiles? Sabíamos también que la industria del petróleo moviliza mucho dinero y no nos hacíamos ilusiones en cuanto a nuestra impotencia frente a los gigantescos intereses que estaban en juego. La situación es, pues, de gran delicadeza. Tal como se presentan las cosas, el panorama que tenemos por delante es verdaderamente apocalíptico. Estamos frente a la peor de todas las perspectivas. Por un lado, vemos que la temperatura del planeta sube desmesuradamente, desencadenando fenómenos descontrolados. Es posible que estemos a punto de cruzar valores críticos de temperatura, más allá de los cuales la Tierra se ha de convertir en un verdadero infierno. Y, en el mismo momento en que eso ocurra, la gran producción de petróleo decaerá bruscamente, sin aviso. Las políticas secretistas de la OPEP, el interés de toda la industria petrolera en prolongar el statu quo lo más posible, la gestión política según breves ciclos electorales y la perversión de los precios del petróleo en el mercado mundial están camuflando el brutal derrumbe de producción que se avecina. Fíjate en que el gran problema no es que el petróleo se acabe, sino el hecho de que se acabe de repente. Nos va a pillar a todos por sorpresa, sin tiempo suficiente para que desarrollemos una alternativa eficiente. -Miró alrededor de la habitación, ansioso, como si aún no hubiese logrado expresar todo lo que sentía-. ¿Te has fijado bien en lo que nos espera?

Tomás meneó la cabeza.

– Un verdadero desastre.

– No te imaginas hasta qué punto, Casanova -observó Filipe rotundamente-. Se avecinan calores cada vez más infernales; una subida del nivel del mar que llevará a las aguas a devorar islas y a invadir continentes; van a producirse tormentas de una brutalidad creciente; la desertificación se extenderá a la mitad del planeta; y las cosechas más productivas serán destruidas por la sequía. En el mismo instante en que eso ocurre, el petróleo en grandes cantidades acaba de modo abrupto y nos pilla en bragas, totalmente desprevenidos. La economía entra en una profunda recesión, cierran las empresas, aparece el hambre, se altera el orden público y, en el momento menos pensado, la civilización ya ha desaparecido. -Balanceó el cuerpo hacia delante, acercando su cara a la de su amigo, y repitió la pregunta-: ¿Te has dado cuenta de lo que va a desatarse?

– El apocalipsis.

– Ni más ni menos -exclamó el geólogo-. El apocalipsis.

Y no ocurrirá dentro de un siglo con nuestros biznietos. -Apuntó la alfombra con el dedo-. Eso va a ocurrir dentro de muy poco, aun durante el margen de vida que nos queda. -Dejó que la idea se asentase-. Nosotros lo vamos a ver, Casanova. Nosotros lo vamos a ver.

Tomás casi se acurrucó en el sillón.

– Es…, es aterrador.

Filipe se enderezó en el borde de la cama.

– Cuando nos conocimos en Kioto, nosotros cuatro intercambiamos informaciones relativas a cada uno de nuestros campos específicos de investigación y nos dimos cuenta de que la situación era de catástrofe inminente. El mundo no está preparado para esta crisis, no existe nada pensado para evitarla. Por ello elaboramos un plan.

– ¿Un plan? ¿Qué plan?

– Como mi especialidad es justamente el sector energético, y en particular el del petróleo, ya disponía de algunas señales de que podría haber problemas en el futuro abastecimiento mundial de petróleo. Eran cosas pequeñas, fragmentos de información aparentemente irrelevantes, ciertos comentarios a la sordina que a veces escuchaba en los mercados financieros, ese tipo de cosas. Uniendo las piezas sueltas de este rompecabezas, comencé a entender que el fin del petróleo barato podría producirse en un breve periodo de tiempo y eso, siendo un gravísimo problema, era también una oportunidad.

– Una oportunidad para enfrentarse al calentamiento global, quieres decir.

– Exacto. Si el petróleo fuese a durar, puedes estar seguro de que los poderosos intereses que se mueven a su alrededor jamás permitirán el surgimiento de una alternativa viable. Todos nosotros, en aquel grupo, lo sabíamos. Pero, si acaso el petróleo está en el final de su vida económicamente viable, entonces las cosas puede que sean diferentes. El negocio se acabará y esos intereses perderán fuerza, como consecuencia del final de su fuente de ingresos. Por eso dividimos el trabajo entre nosotros cuatro en función de nuestras cualificaciones y ámbitos de especialidad. Howard quedó encargado de ocuparse de la evolución climática, como para poder prever con exactitud cuál será el momento más crítico del calentamiento. Con ese objetivo en mente, logró colocarse en una estación estadounidense en la Antártida, donde el calentamiento está siendo más rápido que en el resto del planeta. Blanco y James, que eran los físicos e ingenieros del grupo, se quedaron con la responsabilidad de buscar y desarrollar una fuente energética alternativa. Y yo me dispuse a determinar la situación exacta de las reservas de petróleo, con el fin de establecer cuál sería el momento políticamente más propicio para avanzar con la energía alternativa que Blanco y James llegasen eventual- mente a desarrollar.

– ¿Energía alternativa?

– Sí -confirmó Filipe-. El mundo tendrá que dar un salto hacia delante y encontrar una nueva fuente energética. Si no lo hace, es el fin.

– ¿Estás hablando de la energía solar?

– No, la energía solar es un buen complemento, pero nunca llegará a ser más que eso. Las noches y los días nublados impiden que esa solución sea viable como principal fuente energética.

– Pero ¿cuál es la alternativa? Qarim me dijo en Viena que el viento tampoco servía.

– Y tiene razón. Ocurre que, al igual que la energía solar, la eólica es intermitente. ¿Qué se hace cuando deja de soplar el viento?

– Pues eso, dilo: ¿qué se hace?

– Buena pregunta -observó-. La nuclear sería una opción, si no fuese porque resulta cara y tiene una gran resistencia pública, con el problema adicional de que los residuos se mantienen radioactivos durante miles de años. Otras fuentes, como las mareas, podrán ser complementos interesantes, pero nunca la base en la que podrá asentarse toda la economía. El gas y el carbón, sigue habiéndolo en grandes cantidades, son energías fósiles emisoras de carbono, por lo que tendrán que dejarse aparte, sobre todo el carbón, que para colmo es muy contaminante. -Su rostro se contrajo en una expresión interrogativa-. Así pues, ¿qué hacer? Blanco y James, justamente, se dedicaron a investigar en torno a este problema.

– ¿Y llegaron a alguna conclusión?

– Howard y yo estábamos un poco alejados del trabajo de los dos físicos, por lo que no conozco los detalles. Sólo sé que Blanco tuvo una idea interesante. Él y James estaban trabajando en esa idea cuando se produjeron los homicidios. Blanco murió, pero lo esencial del trabajo teórico ya estaba, al parecer, completo. A consecuencia de los asesinatos, James y yo salimos de circulación, pero nos mantuvimos activos. Yo seguí estudiando la evolución de las reservas mundiales de petróleo y él, que es un hombre muy práctico, dedicó todo este tiempo a desarrollar los conceptos teóricos que había delineado Blanco.

– ¿Vosotros dos os mantuvisteis en contacto?

– Claro -asintió Filipe-. A través de Internet.

Dichas estas palabras, se levantó de la cama, abrió la maleta en la que, apoyada sobre una banqueta, comenzó a doblar y guardar la ropa que había ido sacando del armario.

– ¿Y cómo son esos contactos? ¿Frecuentes?

– No, en absoluto. Somos perfectamente conscientes de los recursos de que disponen los intereses ligados al petróleo y no queríamos correr riesgos innecesarios. Quedamos en que él me enviaría un mensaje codificado cuando necesitara encontrarse conmigo.

– ¿Qué mensaje? ¿Aquella cita del Apocalipsis?

– Así es. -Filipe dejó de doblar la ropa sobre la maleta e, irguiéndose, recitó de memoria-: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el cielo». -Volvió a inclinarse sobre la maleta y siguió ordenando sus cosas-. Por eso estamos aquí.

– ¿Tu amigo inglés sabe que yo también vengo?

– Claro.

– ¿Y cuál va a ser mi papel?

– Tú estás trabajando para la Interpol, ¿no? Entonces vas a ayudarnos, Casanova.

El historiador se levantó del sillón, incapaz de quedarse sentado.

– Pero ¿cómo? ¿Cómo te podré ayudar?

Filipe alzó los ojos.

– Para dar el próximo paso, vamos a necesitar una organización policial de confianza.

Capítulo 32

Un bochorno abrasador los recibió en el momento en que la puerta del avión se abrió y bajaron las escaleras hacia la pista del Aeropuerto Connellan; parecían haberse sumergido en un horno o haber cruzado la entrada de un sofocante invernadero seco, instalado en medio de la planicie semidesértica donde el aparato había aterrizado.

– Welcome to Yulara -los recibió una azafata en el último escalón, una morena que exhibía una sonrisa profesional.

Bufando de calor, Tomás y Filipe recorrieron el suelo de asfalto a una velocidad vacilante; ora se apresuraban para escapar del horno lo más deprisa posible, ora disminuían el paso porque el cuerpo parecía derretirse bajo aquel calor bochornoso. Nubes de minúsculos insectos les rozaban la cara, obligándolos a sacudir el aire frente a la nariz; y fue con alivio como entraron por fin en la terminal, disfrutando de la frescura del aire acondicionado con la alegría de quien inspira el aire después de haber estado a punto de morirse ahogado. El aeropuerto era pequeño, apenas un aeródromo ventilado; en cuanto el geólogo recogió su maleta, salieron al vestíbulo principal.

– ¡Philip! -llamó alguien.

Miraron ambos en la dirección de la voz y vieron a un sesentón alto y delgado, con el pelo canoso y la barba blanca puntiaguda, la piel rubicunda y unos ojos azules gastados por detrás de unas gafas muy graduadas.

– Hola, James -saludó Filipe, que lo recibió con una amplia sonrisa.

Los dos hombres se abrazaron y, cuando se soltaron, el desconocido encaró a Tomás con una expresión inquisitiva.

– ¿Éste es tu amigo?

Filipe hizo un gesto amplio, como si los quisiese abarcar a los dos.

– Sí, éste es Tomás. Está trabajando para la Interpol.

El anfitrión extendió la mano huesuda.

– How do you do? -saludó-. No te imaginas cómo… humpf…, qué contento estoy de conocerte.

– Tomás, te presento a James Cummings, físico de Oxford exiliado en Yulara.

Se dieron la mano, el inglés estaba enormemente complacido por la presencia de un miembro de la Interpol a su lado, como si Tomás fuese la garantía del fin de la inseguridad que lo abrumaba desde la muerte de los otros integrantes del grupo. Cummings observó más allá de los recién llegados, como si buscase a alguien que viniese detrás.

– ¿Y los otros? -preguntó.

– ¿Qué otros?

– Bien… ¿No han venido más policías con vosotros?

– James, Tomás ha venido solo -explicó Filipe, con un toque de impaciencia en la voz-. Ya te había explicado que él venía solo.

El inglés parecía contrariado.

– Es verdad -reconoció-, pero yo tenía la esperanza… humpf… de que viniesen más agentes para protegernos. -Estudió a Tomás de los pies a la cabeza-. ¿Y el arma? ¿Dónde traes el arma?

– Tomás no es policía. Es historiador.

– ¿Historiador? Humpf… Pero ¿para qué necesitamos nosotros un historiador?

– Ya te he explicado que es mi amigo y que está trabajando para la Interpol. -Le apoyó la mano en el hombro-. Confía en mí, todo va a ir bien. -Miró a Tomás y habló en portugués-. Disculpa, Casanova. James es uno de esos científicos que parecen vivir en la Luna. Una especie de Ungenio Tarconi, ¿te das cuenta? Pero en lo que respecta a trabajo, todo hay que decirlo, no hay genio más inventivo que éste, puedes creerlo.

– No te preocupes -repuso el historiador-. Mi padre también era así.

Cummings los condujo al exterior de la terminal y los llevó bajo el sol abrasador hasta el aparcamiento.

– Hace calor, ¿eh? -comentó Tomás.

– ¿Calor? -se rio el inglés-. Debes de estar bromeando, old chap. Me gustaría verte aquí en febrero. Entonces verías… humpf… lo que es calor en serio.

El historiador observó a su anfitrión. Era un hombre muy alto, casi de un metro noventa, de fisonomía seca, piernas y brazos largos y delgados; usaba camisa y bermudas de color caqui, con la cabeza cubierta con un sombrero australiano, adornado con una pluma verde y amarilla de pájaro. Parecía desencajado, un payaso disfrazado de cowboy.

Llegaron junto a un Land Rover verde oliva, el color atenuado por una capa de polvo, y Cummings abrió las puertas; se acomodaron los tres dentro del coche, pero el calor era tal que los asientos quemaban y el aire casi les abrasaba los pulmones. Sin perder tiempo, el inglés encendió el motor y el poderoso aire acondicionado australiano refrescó el interior del todoterreno en sólo tres segundos. Si Tomás no lo hubiese visto, jamás lo habría creído.

– ¿Y, James? -dijo Filipe, que ocupaba el asiento al lado del conductor-. ¿Cómo se te ha dado la vida aquí en Australia?

– Humpf-soltó el físico, en lo que a Tomás le parecía una peculiaridad del habla. El tic se asemejaba a un sollozo, pero uno de aquellos sollozos afectados, aristocráticos, un visaje que le nacía en el estómago y estallaba con pompa en los labios-. Esto es un infierno, un verdadero infierno.

El todoterreno arrancó y avanzó por la carretera impecablemente asfaltada.

– ¿Un infierno? -se sorprendió Tomás, instalado en el asiento trasero-. Y a mí me está gustando mucho, fíjese, este país. Me resulta bonito.

Cummings hizo un gesto señalando el paisaje que los rodeaba.

– ¿Bonito? ¿Esto te parece… humpf… bonito?

La carretera cortaba una planicie de tierra árida, de un castaño rojizo que impregnaba todo con su color como si fuese un paisaje alienígena, marciano: tierra, piedras, polvo, todo se veía rojo, excepto las matas verdes de vegetación y la paja amarillenta de la hierba de sabana que se extendía hasta el horizonte.

– Sí, es bonito.

– Seguro que no pensarías lo mismo si… humpf… estuvieses desterrado aquí varios años, old chap. Este infierno en medio de la nada acaba conmigo. -Reviró los ojos, exasperado-.¡Cuando pienso que… humpf… yo vivía en Oxford!¡En Oxford, by]ove! -Meneó la cabeza, lleno de nostalgia-. Cómo echo de menos aquel verde sereno y apacible de mi dulce Inglaterra.

– Entiendo tu punto de vista -admitió Tomás, sin dejar de contemplar el paisaje rojizo-. Una cosa es estar de paso, otra es vivir aquí.

– No te quepa… humpf… la menor duda. Y ten en cuenta que esto no va para mejor, old chap. Si la temperatura media del planeta llega a subir tres grados Celsius… humpf…, Australia se convertirá en desierto y cenizas. -Señaló el terreno árido-. Por otra parte, ese proceso ya ha comenzado. Los grandes incendios de 2003 desencadenaron en diez minutos más energía que… humpf… la bomba atómica de Hiroshima, y el humo de los árboles ardiendo se elevó por el aire con una fuerza tan explosiva que entró en la estratosfera y comenzó a circular por el globo. ¿Te lo llegas a imaginar? -Se calló un instante, aparentemente concentrado en el volante-. Con los termómetros subiendo tres grados, los incendios van a destruirlo todo -comentó entre dientes-. Además, las sequías se extenderán y habrá un colapso de la agricultura. La ola de calor de 2008 ha sido la peor desde que en 1885 se comenzaron a medir las temperaturas en Australia. Este continente… humpf… está al borde del abismo.

– Imagino que la gente está asustada.

Cummings se rio.

– ¿Asustada? Good Heavens, claro que no. Australia fue, junto con los Estados Unidos, la única nación supuestamente civilizada que se negó a firmar el Protocolo de Kioto.

– ¿Qué piensa la gente de eso?

– ¿Los aussies?

– Sí, los australianos.

– Hooligans -exclamó con desdén-. Los aussies no son más que… humpf… hooligans que han venido a vivir a un sitio con sol. No quieren saber nada del calentamiento global.

Filipe se volvió hacia atrás.

– Tú no conoces a James -dijo-. Para él sólo se salva Inglaterra. Todo lo demás es barbarie.

El silencio se instaló en el todoterreno, que recorría la planicie semidesértica bajo el sol ardiente. Admirando el paisaje exótico, Tomás avistó un bulto enfrente, inclinado hacia la izquierda, sobre la línea del horizonte; era un coloso rojizo anaranjado, de piedra desnuda, como si hubiesen arrojado allí un gigantesco menhir.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

El inglés miró en la dirección indicada.

– Uluru.

El historiador analizó el extraño cuerpo que se erguía sobre la sabana, semejante a una montaña árida; no era puntiaguda y aserrada, como las del Himalaya, sino más bien un monstruo de piedra con una altiplanicie en la cima, una especie de mesa maciza.

– Es curioso -comentó-. Ya he visto esta montaña en algún sitio.

– Uluru es famoso -dijo Cummings, sin apartar la vista de la carretera-. También lo llaman… humpf… Ayers Rock.

– Ah, ya sé.

– Toda esta zona es sagrada para los… humpf… aborígenes. Pero hay místicos de todo el mundo que vienen aquí a venerar a Uluru. Dicen que la montaña está situada en una importante coordenada planetaria, tal como… humpf… la Gran Pirámide de Gizeh.

– ¿En serio?

– Humpf… supersticiones.

Tomás examinó mejor la piedra que se alzaba sobre el horizonte.

– Pero no se puede negar que la montaña es extraña -observó-. ¿De qué está hecha?

– ¿Uluru? Arenisca. Es el segundo mayor monolito del mundo. El primer explorador europeo que lo vio lo definió… humpf… como un peñasco impresionante. Y, por cierto, tengo que admitir que esta montaña puede ser algo sorprendente. Una de sus cualidades más curiosas es que cambia de color a lo largo del día. -Señaló la montaña-. Ahora se la ve anaranjada, ¿no? Pero el monolito también puede mostrarse… humpf… rojo, castaño, violeta o azul. Después de la lluvia se vuelve plateado y hasta negro brillante. A veces parece que hay una fuente de luz que mana del interior, como una lámpara.

– ¿En serio? ¿Ya lo has visto así?

– Right ho -asintió-. Ocurre algunas veces por año. Creo que es… humpf… un efecto de luz, como si la naturaleza nos estuviese gastando una broma.

– ¿Y cómo apareció aquí algo semejante?

Cummings hizo una seña con la cabeza al pasajero que iba a su lado.

– Esa es una pregunta para… humpf… nuestro geólogo.

Filipe se movió en el asiento.

– No lo sé muy bien -reconoció-. He oído decir que Ayers Rock formaba parte del fondo del océano, hace unos quinientos millones de años. Pero no conozco en detalle la historia geológica de esta formación.

– ¿Y cómo se explica el extraño fenómeno de las variaciones de color? ¿Eh?

– Bien, como ya ha dicho James, la montaña es de arenisca, ¿no? Pero también está impregnada de otros minerales, no sólo arenisca. Las variaciones de color se deben justamente a la acción de un mineral en particular, el feldespato, que tiene la propiedad de reflejar la luz. Creo que es eso lo que crea la impresión de que la piedra irradia luminosidad. El color rojo, ese matiz herrumbroso del rojo, se debe a la oxidación. -Apreció el aspecto exótico del monolito situado enfrente-. De cualquier modo, no hay duda de que este monstruo es realmente misterioso.

– ¿Y qué dicen los aborígenes?

Cummings retomó la palabra.

– Oh, ellos tratan a Uluru como si fuese Dios en persona -exclamó-. Creen que la montaña es hueca por dentro y tiene una fuente de energía a la que llaman… humpf… tjukurpa.

– ¿Qué quiere decir esa palabra?

– Tiempo de sueño. Es una especie de historia aborigen sobre la creación del universo y de los hombres. Creen que cada acontecimiento deja una especie de… humpf… vibración en la tierra, un poco como las plantas dejan una imagen de sí en las semillas que liberan. -Hizo un gesto en dirección a la montaña-. Uluru sería el eco de la Creación y, según ellos, está poblado… humpf… por espíritus ancestrales.

– No me digas.

El inglés miró alrededor.

– ¿Ves este desierto en el Red Centre de Australia? Todo esto está lleno de lugares sagrados para los aborígenes. -Señaló otra forma rocosa, más lejos, a la derecha, una mera protuberancia de cumbres redondeadas al filo del horizonte-. Aquélla, por ejemplo, es otra… humpf… formación sagrada. Son las Olgas, pero los aborígenes las llaman Kata Tjuta.

Una aglomeración urbana apareció de repente al borde de la carretera, por entre las dunas, una visión inesperada en medio de aquel desierto rojizo. Un cartel anunciaba Yulara y el todoterreno abandonó la carretera y se encaminó hacia el caserío.

– ¿Vosotros tenéis una ciudad aquí en el desierto? -se sorprendió Tomás.

– Vosotros no -corrigió James, casi ofendido-. Que yo sepa no soy ningún… humpf… Aussie hooligan.

– Disculpa -dijo, y volvió a formular la pregunta-: ¿los australianos han construido una ciudad en medio del desierto?

– Yulara es lo que los aussies designan como aldea turística. Fue construida para recibir a los… humpf… turistas que vienen a visitar Ayers Rock.

– ¿Hay muchos turistas?

– Humpf…, no te imaginas cuántos. Medio millón por año.

– ¿Medio millón? ¿Esta aldea consigue alojar a medio millón de personas?

Cummings señaló las fachadas elegantes y bien cuidadas de la población, los espacios verdes decorados con palmeras y arbustos, como si allí hubiese un oasis.

– Lo que no faltan aquí son sitios para alojarse. Desde hoteles de cinco estrellas hasta campings. Pero te advierto ya que el mejor sitio para estar es… humpf… la piscina. En Yulara, la piscina no es un lujo, old chap, sino una necesidad. Con el calor que hace aquí, es el único sitio donde se puede estar cuando queremos evitar el aire climatizado del interior.

El todoterreno deambuló despacio por las calles cuidadosamente trazadas de Yulara. En cierto momento abandonó la zona poblada y enfiló un camino de tierra, internándose en el desierto. El Land Rover iba a trompicones por los baches de la tierra apisonada y casi volaba sobre las crestas onduladas de las dunas, levantando detrás de sí una nube cobriza de polvo seco. Avanzó por el desierto durante diez minutos, rugiendo y estremeciéndose, hasta que por fin se detuvo bruscamente. La nube de polvo cubría el todoterreno como un manto, deslizándose despacio por el aire a merced del viento; parecía una sombra colorida, y fueron necesarios algunos instantes para que Tomás pudiera vislumbrar, entre el denso polvo que había levantado el vehículo, las paredes blancas de una casa.

Bajaron y avanzaron hacia la vivienda. Cummings había apagado el motor y un silencio profundo se abatió sobre los recién llegados. Era un mutismo vacío, sin un tenue zumbido de fondo siquiera. La ausencia de sonido se revelaba de tal modo desoladora que llegaba a desconcertar, a ser incluso asfixiante.

– ¿Esta es tu casa? -preguntó Tomás, rasgando su voz el silencio.

Cummings asintió.

– La he bautizado con el nombre de Arca.

Tomás sonrió. El nombre le parecía prometedor; hacía mucho calor y realmente sólo la frescura de un frigorífico podría aliviarlo en aquel momento.

– Arca, ¿eh? ¿Fresca como un arca frigorífica?

– No. Como el Arca de Noé.

– ¿El Arca de Noé?

El inglés caminó en dirección a la casa; sus pasos resonaban en la arena seca.

– Aquí se encuentra algo precioso para la humanidad.

– ¿Qué? Cummings aferró el picaporte y abrió la puerta.

– La última esperanza.

Capítulo 33

La casa parecía un sitio ruinoso a merced de los animales. Había papeles por casi todos lados, libros amontonados en sofás rotos, ropa desparramada por los rincones, los muebles cubiertos por una espesa capa de omnipresente polvo rojizo; a diestro y siniestro se veían en el suelo restos de comida seca y cartuchos vacíos de patatas fritas, mientras que montones de latas de cervezas y de gaseosas yacían abandonadas sobre los muebles de madera exótica. Las cortinas tenían lamparones de grasa, y el cristal de las ventanas estaba empañado de tan sucio.

– Disculpad el… humpf… desorden -dijo Cummings, que se movía por la sala como un explorador que atravesara la selva espesa-. Nunca se me han dado bien las tareas domésticas.

Tomás no era un modelo de hombre ordenado, pero aquello le pareció excesivo; la casa llevaba por lo menos seis meses sin que se hiciera una limpieza. El y Filipe se abrieron camino hasta los sofás y se acomodaron cautelosos, evitando las partes de la tela donde las manchas parecían más frescas.

– ¿Así que es aquí donde has trabajado?-preguntó Filipe reprimiendo una mueca de asco.

– Right ho -confirmó el inglés-. Éste es mi cubil secreto.

Tomás miró a su amigo con sorpresa.

– ¿Nunca habías estado aquí?

– No -dijo el geólogo-. Sabía que James estaba escondido en Yulara, claro, pero nunca había venido. -Inclinó la cabeza, como si explicase algo obvio-. Por motivos de seguridad.

El anfitrión salió momentáneamente de la sala y volvió enseguida, con la cabeza asomando por la puerta.

– ¿Queréis beber algo? ¿Té? ¿Café? ¿Cerveza?

– Tal vez un poco de agua fría -pidió Tomás, con la boca seca por el calor del viaje desde el aeropuerto hasta allí.

Cummings reapareció con una botella de litro bien fría y se la entregó a Tomás.

– No he traído vasos -se disculpó-. Están todos… humpf… sucios.

El historiador no quería ningún vaso de aquella casa; el gollete sellado le daba mayores garantías de higiene. Abrió la botella de agua mineral y bebió con avidez casi hasta la mitad. Cuando acabó, Filipe le pidió la botella y aplacó su sed con la mitad que quedaba.

– Entonces decidme -comenzó Tomás, yendo derecho al grano-: ¿qué queréis de mí?

Filipe y Cummings intercambiaron una mirada; el inglés se sentó frente a ellos e hizo una seña a su amigo portugués para que fuese él quien explicase las cosas.

– Creo, Casanova, que ya conoces lo esencial de la historia -dijo Filipe, que cruzó las piernas y se relajó en el sofá-. Desde la muerte de Howard y de Blanco, James y yo hemos tenido que escondernos. Yo me fui a Siberia, él se vino a Australia. Pero no dejamos de trabajar. Yo seguí analizando la situación de las reservas petrolíferas mundiales y él prosiguió las investigaciones que había iniciado con Blanco. Cuando nos separamos, quedamos en que no nos pondríamos en contacto, a no ser en caso de necesidad extrema y siempre a través de mensajes codificados. Hasta que, hace algunas semanas, James me envió uno de esos mensajes, el de la cita bíblica que ya he mencionado.

– La del Apocalipsis.

– Esa -asintió-. La que contiene el nombre de código de nuestro proyecto.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama el proyecto, en definitiva?

– El Séptimo Sello.

Tomás balanceó afirmativamente la cabeza.

– Hmm -murmuró-. De ahí esa frase de código.

– Exacto -confirmó Filipe-. Que James me mandara esa cita era una señal de que el proyecto estaba concluido y de que debíamos encontrarnos en Australia para ultimar los detalles. El problema es que teníamos conciencia de que solos no llegaríamos a ningún sitio y yo no sabía adónde debería volver. Hasta que vi tu mensaje en el sitio del instituto y, además de avivarme la nostalgia, confieso que creí que podrías ser un contacto importante, una especie de agente invisible, ¿me entiendes? Eso reforzó mi decisión de invitarte a venir para reunirte conmigo. Necesitaba de la ayuda de alguien que estuviese fuera del circuito, alguien cuya existencia desconociesen en absoluto los intereses del petróleo.

– Entiendo.

– Cuando en Oljon me revelaste que estabas al servicio de la Interpol, me llevé un gran disgusto, pues significaba que, al fin y al cabo, no estabas fuera del circuito. Si la Interpol te había llamado para que ayudases en la investigación de los homicidios, era evidente que los autores morales de esos asesinatos se enterarían de tu existencia.

– ¿Te estás refiriendo a los intereses ligados al petróleo?

– ¡Claro!

– Hmm .

– Por otra parte, esto acabó confirmándose en el Baikal. Unas horas después de que aparecieras, irrumpieron en el campamento yurt aquellos hombres armados. Y ahora me pregunto cómo demonios llegaron ellos allí.

– Seguramente me siguieron.

– Es evidente que te siguieron -coincidió Filipe, que retomó su narración-. Después de que escapamos, consideré que estábamos frente a una situación de emergencia y contacté con James. El se mostró muy preocupado, como es natural, pero el nombre de la Interpol le quedó resonando en los oídos.

El inglés captó la alusión y tomó la palabra.

– Lo ideal sería que estuvieses al servicio de la… humpf… de Scotland Yard, of course -dijo-. Pero supongo que la Interpol da garantías de seguridad suficientes y por ello le dije a Philip que, pensándolo bien, tal vez… humpf… fuese mejor así. Necesitábamos ayuda y, quitando Scotland Yard, ¿quién mejor que la Interpol para echarnos una mano?

– ¿En qué clase de mano estáis pensando?

– Para empezar, necesitamos… humpf… protección.

– Pero Filipe me había explicado que, considerando los colosales intereses que están en juego, ninguna Policía del mundo os podría proteger.

– Durante mucho tiempo -matizó Filipe-. Ninguna Policía del mundo podría protegernos durante mucho tiempo.

– No entiendo.

El geólogo respiró hondo.

– Si hubiésemos acudido a la Policía en 2002, cuando asesinaron a Howard y a Blanco, a esta hora no estaríamos vivos. Ninguna Policía podría protegernos durante mucho tiempo de las garras de los intereses petroleros, de eso puedes estar seguro. Pero ahora las cosas son diferentes, Casanova.

– ¿En qué?

– James ha acabado el proyecto que comenzó con Blanco. El mercado mundial del petróleo se encuentra dispuesto a cruzar el pico. Los efectos de la subida de las temperaturas globales ya se están haciendo sentir de una forma palpable. -Abrió los brazos, con la palma de las manos hacia arriba-. Lo que quiero decir es que el mundo ya no tiene que esperar más, éste es el momento justo para actuar. Lo que necesitamos hacer ahora es coger el proyecto y entregárselo a las manos adecuadas. Para ello no necesitamos años, nos bastan semanas. -Sonrió-. La Interpol jamás lograría mantenernos vivos durante años. Pero ¿unas semanas? No veo cuál es la dificultad.

– ¿Y cuándo se agoten esas semanas? ¿Qué os ocurrirá entonces?

Filipe se encogió de hombros.

– A los intereses del petróleo ya no les dará ninguna ventaja neutralizarnos. En ese momento el Séptimo Sello estará fuera y nuestra muerte no invertiría el proceso. Por el contrario, constituiría incluso un riesgo demasiado grande, ya que, a esas alturas, se habría vuelto demasiado evidente la identidad de los que ordenaron los asesinatos. Si logramos hacer público el Séptimo Sello, creo que ellos ya no se arriesgarán.

Tomás se pasó la mano por el pelo y ponderó la cuestión.

– Muy bien -exclamó-. ¿Qué queréis que haga?

– Queremos que expliques la situación a la Interpol y los traigas aquí para que garanticen nuestra seguridad. Necesitamos que creen condiciones para favorecer nuestro contacto con un conjunto de instituciones decisivas. -¿Y qué les digo exactamente? -Les cuentas lo que has visto aquí. El historiador miró a su alrededor, desconcertado.

– ¿Aquí? Aquí sólo he visto desierto. Filipe sonrió.

– Voy a decirlo de otra manera -corrigió-. Les cuentas lo que vas a ver ahora.

– ¿Y qué es lo que voy a ver?

– El Séptimo Sello.

Capítulo 34

El cajón parecía haberse atascado, pero, con un tirón fuerte y rotundo, Cummings logró finalmente abrirlo. Puso las manos dentro y sacó un cuaderno grueso, de tapa dura negra, como los que se usan en los registros contables. Después se incorporó y les mostró el cuaderno a sus invitados.

– Aquí está, old chap -anunció con su habitual tono afectado-. El Séptimo… humpf… Sello.

Sin contener la curiosidad, Tomás se levantó del asiento y se acercó al inglés. Cogió el cuaderno y lo hojeó con cuidado. Estaba escrito con bolígrafo, lleno de ecuaciones y esquemas, y con un texto manuscrito de letra difícil de leer. Lo intentó con un fragmento, pero se detuvo a mitad de la primera línea.

– Está en español -exclamó sorprendido.

– Right ho -confirmó James-. Lo escribió Blanco.

– Pero ¿tú entiendes español?

– Good Heavens, no. -Casi parecía escandalizado por la idea-. Blanco es que…, humpf…, no lograba razonar en inglés, poor chap. Primero tomaba apuntes en su… humpf…, en su lengua, y después una vez registrado todo, traducía al inglés más adelante. -Señaló un párrafo posterior-. ¿Lo ves? Esta parte está en inglés.

Tomás devolvió el libro y, al volverse, distinguió un bulto verduzco al otro lado de la ventana. Observó y vio que era una piscina, sucia y descuidada, que James tenía en el patio de la casa. El agua estaba cubierta de polvo rojo, de ese polvo que se levantaba de la tierra y lo cubría todo, como las nubes más al fondo.

Miró mejor, intrigado.

Las nubes eran polvo que se agitaba en el aire, como si lo levantase el soplo violento de una tormenta. Pero el cielo se veía azul límpido; no podía ser ninguna tormenta. Amusgó los ojos y distinguió un punto en medio de la nube de polvo, como si asomase una pulga de la neblina.

– James -llamó, sin apartar los ojos de la ventana-. ¿Sueles tener visitas?

– Sí -confirmó el inglés-. El dueño de la tienda de comestibles me manda todos los días a un chico con… humpf… comida y bebidas.

– Ah, entonces el que viene es él.

El profesor de Oxford se acercó y miró la nube de polvo que se acercaba.

– No es posible.

– ¿Hmm?

– El chico del tendero. El… humpf… ya vino aquí esta mañana.

Filipe se levantó de golpe del sofá y se unió a sus amigos; todos miraron por la ventana con una expresión de sobresalto.

– Entonces, ¿quién viene por ahí?

La nube creció rápidamente, y deprisa pudo verse que no era sólo una nube, sino dos.

Salieron de casa, algo temerosos, los dos portugueses con la memoria bien fresca acerca de lo que había pasado en el Baikal. Tomás miró alrededor, calculando de dónde podría venir ayuda o por dónde podrían escapar, pero estaban en medio del desierto y no había ni un alma cerca.

– ¿No será mejor que nos metamos en el todoterreno? -preguntó señalando el Land Rover.

– Ya no tenemos tiempo -dijo Filipe-. De cualquier modo, no debe de ser nada especial. Hemos tomado todas las precauciones, ¿no?

– Bien… sí. Pero en Rusia yo también las había tomado y después pasó lo que pasó, ¿no? Y en Sídney también…

– Ahora es diferente. Hemos tenido mucho más cuidado.

El rugido de los motores acelerados reverberó por el desierto y los dos jeeps se acercaron rápidamente. Disminuyeron la marcha ya cerca de la casa y se separaron, uno para un lado y el otro para el otro; giraron en un movimiento de tijera y convergieron con gran aspaviento frente a la casa. Los motores rugían cuando llegaron a su destino y frenaron en medio de una nube de polvo tan grande que los tres hombres, inmóviles en el patio, tuvieron que taparse la cara, cerrar los ojos y contener la respiración, mientras el viento soplaba llevándose lejos todo aquel polvo.

El polvo se asentó y se oyeron las puertas que se abrían. De la nube que se deshacía asomaron unos bultos, como si fuesen espectros surgiendo de la niebla. Los bultos se acercaron, despacio, y llevaban entre los brazos algo que parecían unos palos largos. Miraron mejor y los corazones se dispararon, desenfrenados. No eran palos.

Eran armas.

Los recién llegados venían armados; en las manos no llevaban unas armas cualesquiera; traían escopetas automáticas, claramente de arsenal militar. Los tres retrocedieron un paso y después otro, recelosos, hasta toparse con la fachada de la casa. No tenían hacia dónde huir.

Un bulto más macizo se distinguió entre los demás. Caminaba pesadamente y, al salir de la nube de polvo, Tomás logró por fin distinguir sus facciones.

– ¡Orlov!

El ruso se detuvo. Tenía la cara empapada de sudor; estaba claro que aquél no era el clima que más le gustaba.

– Hola, profesor. ¿Usted por aquí?

– Eso pregunto yo -exclamó el historiador, aún sorprendido-. ¿Cómo supo que yo estaba aquí?

– Digamos que tengo mis medios.

Filipe le tocó el brazo a Tomás.

– ¿Quién es?

Tomás dio un paso hacia un lado, facilitando el encuentro entre las dos partes.

– Ah, disculpa. -Señaló al ruso-. Este es Alexander Orlov, mi contacto de la Interpol. -Enseguida su mano apuntó a Filipe-. Orlov, éste es Filipe Madureira, mi amigo, el mismo que usted andaba buscando. -Hizo un gesto hacia el inglés-. Y éste es james Cummings, el físico de Oxford que también estaba desaparecido.

El físico y el geólogo avanzaron, extendiendo las manos para saludar al recién llegado, pero Orlov alzó la escopeta automática y los frenó con un gesto brusco.

– Quédense donde están -ordenó.

– ¡Orlov! -se escandalizó Tomás-. ¿Qué está usted haciendo?

– Quietos.

– Pero ellos no son los asesinos -dijo en un esfuerzo por aclarar el malentendido-. Ya se lo expliqué.

Los otros hombres armados se acercaron; eran tres y establecieron un perímetro de seguridad en el patio. Ya sin paciencia para soportar aquel calor opresivo, el ruso hizo un gesto con el arma apuntando hacia la puerta de la casa.

– Entren.

Tomás no entendía la actitud del hombre de la Interpol.

– Pero ¿qué está usted haciendo? Ya le he dicho que ellos no son los asesinos.

Orlov volvió el arma en dirección a Tomás, que se resistía a dar crédito a lo que veían sus ojos.

– Usted también, profesor. Adentro.

Estupefacto, casi sin reacción, Tomás obedeció y entró en la casa; tenía la impresión de que un autómata se había apoderado de su cuerpo.

El interior estaba fresco, para alivio del enorme ruso, que señaló el sofá. Los tres se sentaron, muy juntos, como si los uniese un instinto de defensa. Del grupo, Filipe parecía el más sereno; cruzó las piernas, poseído por una extraña calma, y fijó los ojos en el hombre que los amenazaba.

– Usted no es de la Interpol, ¿no?

Los labios de Orlov se curvaron en una sonrisa maligna.

– Su amigo es listo -observó dirigiéndose a Tomás-. Eso no me sorprende, por otra parte. Sólo un hombre listo logra escapárseme durante tanto tiempo. -Acarició el arma, como si la preparase para el trabajo-. Pero tengo novedades para usted. -La sonrisa se ensanchó en el rostro seboso-. La listeza se ha agotado.

– ¿No es de la Interpol? -preguntó el historiador, perplejo-. ¿Usted no es de la Interpol?

Orlov miró a Tomás con una expresión burlona.

– ¿Usted qué cree?

La verdad cayó sobre Tomás, siniestra y terrible. Había estado todo aquel tiempo trabajando para un desconocido y nunca había sospechado nada; el hombre no era quien él pensaba.

– Pero, entonces, ¿quién es usted?

– ¿Es tan difícil de entender?

Filipe se inclinó hacia delante.

– Ya me he dado cuenta de quién es usted -dijo-. Lo que me gustaría saber es quién le paga.

El ruso volvió el arma hacia el geólogo.

– Tú, listillo. Estate quieto.

– ¿Por qué razón he de quedarme quieto? -preguntó Filipe-. Nos va a matar de todos modos.

Los ojos de Orlov recorrieron los tres rostros ansiosos que estaban frente a él.

– Tal vez.

– Entonces tenemos derecho a saber la verdad.

De los tres hombres que habían venido con Orlov, dos entraron también en la casa y comenzaron a registrar los rincones. Uno de ellos fue a la cocina y apareció en la sala con varias latas de cerveza australiana fría en las manos.

– Smotri, chto ya nashol v jolodilnike -dijo en ruso, exhibiendo lo que acababa de encontrar-. Jolodnoe pivkó.

– Dáy mne odnó -farfulló Orlov pidiendo una lata.

El hombre le entregó la cerveza y el voluminoso ruso la bebió hasta el final, casi de un solo trago. Al final se enderezó, eructó con violencia y se rio.

– Ah, qué maravilla. -Ya saciado y de mejor humor, se sentó en un sillón, suspiró y encaró a los tres académicos que lo observaban intimidados-. Así que ustedes piensan que tienen derecho a saber la verdad, ¿no?

Filipe mantenía la sangre fría, lo que suscitó la profunda admiración de Tomás.

– Si tuviese la amabilidad de explicarnos en nombre de qué vamos a morir -dijo el geólogo, muy controlado, casi desafiante-, se lo agradecería.

– Usted sabe muy bien en nombre de qué -replicó el ruso-. ¿Para qué quiere saber si quien pagó el cheque fue el país A o la sociedad B, la empresa C o la organización D? -Se encogió de hombros-. Eso no interesa para nada. -Alzó el dedo pulgar-. Lo que interesa, lo que realmente interesa, es que ustedes han estado jugando con fuego y ha llegado la hora de que pongamos fin al jueguecito.

– Pero ¿quién ha dado la orden? -insistió el geólogo.

– Quizá fue un país, tal vez fue una petrolera, tal vez fue un grupo de intereses, tal vez no fue nadie. -Cogió la lata vacía y se la mostró a uno de sus compañeros-. Igor -llamó pidiendo una nueva cerveza-. Dáy mne yeshó odnó. -Se volvió hacia los tres prisioneros y retomó su discurso-. ¿Qué interesa quién dio la orden? -apuntó a Filipe y a Cummings-. Lo que interesa es que ustedes deberían haber tenido un poco de juicio. Cuando liquidamos a sus dos amigos, deberían haber aprendido la lección y haberse quedado quietecitos. -Meneó la cabeza-. Pero no. No pudieron quedarse quietos, ¿no? No pudieron parar con sus maquinaciones, ¿no? Nos obligaron a ir otra vez detrás de ustedes. -Adoptó una expresión de impotencia, como un padre que, contrariado, se ve en la obligación de castigar a un hijo que se ha portado mal-. Y ahora aténganse a las consecuencias. ¿O pensaban que se iban a escapar?

Igor se acercó con una nueva lata en la mano, que le entregó a su jefe. Orlov volvió a bebérsela de un trago y a soltar un brutal eructo al acabarla.

– Disculpen -se rio.

Filipe no se dio por vencido.

– ¿Cómo diablos supo usted dónde estábamos?

El ruso señaló a Tomás con el pulgar.

– A través de nuestro profesor. El ha sido nuestro agente infiltrado.

Los ojos de Filipe y Cummings se posaron en Tomás, acusadores. El historiador reaccionó casi anestesiado; con los ojos desorbitados, sintiéndose aún más estupefacto de lo que alguien podría haber pensado alguna vez que sentiría, abrió la boca, pero tardó un buen rato antes de lograr emitir algún sonido.

– ¿Yo? -Miró a Orlov con una expresión absolutamente pasmada-. ¿Yo? -Se volvió a los dos compañeros, como si les implorase que creyesen en él-. ¡Yo no he hecho nada!

– Por favor, profesor. -El ruso parecía divertirse-. Vamos, no sea tímido. Confiéselo todo.

Tomás sintió que el rubor de la irritación le invadía el cuerpo.

– ¿Usted está loco? -dijo casi rugiendo-. Pero ¿qué es eso de que yo he estado informándolo? ¿Cuándo he hecho eso?

– Oh, no se ofenda. Cuando yo era joven, en la época de la Unión Soviética, chivarse era algo totalmente normal, algo mundano.

– ¿Chivarse? -Esbozó una mueca de repugnancia y desprecio, el miedo vencido por el desdén que ahora le provocaba el hombre que tenía enfrente-. Usted está loco, Orlov. Loco perdido.

El ruso soltó una sonora carcajada, sólo interrumpida por un nuevo eructo, la cerveza aún hacía notar su efecto en el estómago.

– ¿Así que estoy loco?

– Sí, loco. Ya no hace más que desvariar.

– ¿Y si pruebo que usted denunció a su amigo? ¿Y si lo pruebo?

Esta vez le tocó a Tomás reírse.

– Nadie puede probar algo que nunca ha ocurrido.

– ¿Ah, no? ¿Y si yo se lo pruebo?

– Pues pruébelo, espero ver cómo lo hace.

Orlov puso la escopeta en posición horizontal y tocó con el cañón el brazo derecho de Tomás.

– Muestre su mano.

– ¿Mi mano?

– Sí, muéstrela.

Sin entender adonde quería llegar el ruso, extendió el brazo y mostró la mano derecha. Orlov le cogió la mano, la analizó durante unos segundos y apretó en un punto.

– ¿Siente algo aquí?

Una sensación molesta recorrió la mano del historiador.

– Sí, ése es el sitio donde me magullé el otro día. Tuve un accidente y me quedó una herida en esa mano.

– Un accidente, ¿eh? ¿Y si yo le digo que aquí hay un pequeño transmisor alimentado con una batería de litio?

– ¿Un transmisor?

– Se llama Proyecto Iridium. Este chip usa una identificación de radiofrecuencia para emitir una señal GPS que captan más de sesenta satélites que operan en el planeta. Gracias a esa señal, los satélites pueden identificar el lugar donde usted se encuentra con un margen de error de apenas unos centímetros.

Tomás analizó su mano, completamente atónito.

– ¿Un transmisor? -repitió, intentando aún digerir lo que acababa de decirle el ruso-. Pero…, pero ¿cómo? ¿Cómo me han puesto aquí un emisor?

Una sonrisa condescendiente llenó el rostro de Orlov.

– ¿Y, profesor? ¿No se acuerda del día en que lo llamé por primera vez? ¿Se acuerda de eso?

– Sí. Estaba en el hospital, esperando a mi madre.

– ¿Se acuerda de lo que ocurrió esa noche?

El historiador hizo un esfuerzo de memoria.

– ¿Esa noche?

– Sí. ¿No se acuerda de lo que ocurrió? Usted subió al coche para ir a Lisboa y… ¡pumba!, ¿dónde despertó?

El recuerdo llenó su memoria en ese instante. Vio al hombre de bata blanca y bigote fino al lado de la cama y a la enfermera pecosa justo detrás.

– En la clínica -exclamó-. Desperté en la clínica.

– ¿Y qué estaba haciendo allí?

– Tuve un accidente. Mi coche chocó con un poste.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Se acuerda de haber visto el coche chocando con el poste?

– Bien… No, no me acuerdo.

– Entonces, ¿cómo sabe que chocó con el poste?

– Me lo dijeron.

Orlov sonrió, con una expresión sarcàstica que destellaba en sus ojos azules.

– Se lo dijeron, ¿no?

Tomás miró al ruso, vacilante.

– ¿No fue así? ¿No tuve un accidente?

Orlov apuntó a la mano derecha de su prisionero.

– ¿Cómo cree usted que el transmisor fue a parar ahí? ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo?

El historiador observó la mano con ojos escrutadores, como si intentase ver a través de la piel.

– ¿Me pusieron este implante en la clínica? ¿Fue eso? ¿El accidente fue una farsa? ¿No tuve ningún accidente?

El ruso le hizo una seña para que volviese a su lugar. Tomás se acomodó de nuevo en el sillón.

– Creo que ahora puede imaginar lo que ocurrió esa noche, no es difícil. Lo cierto es que, aun antes de nuestro primer encuentro, ya teníamos su posición en el mapa perfectamente identificada. Gracias a ese transmisor, lo seguimos por Siberia hasta Oljon y lo sorprendimos después en la taiga, ¿recuerda?

– Cabrones -farfulló Tomás-. Fueron ustedes…

– Lo lamento por su amiga. -Señaló a Tomás-. Y usted se salvó simplemente porque aún nos hacía falta. ¿Sabe por qué? -Miró a Filipe-. Para llegar a él. Su suerte fue que se hubiesen separado en el Baikal, por la noche. El GPS sólo nos daba su posición, no la de su amigo. Cuando lo descubrimos con la muchacha en las márgenes del Baikal, pero sin su amigo, entendimos que tendríamos que dejarlo suelto, con la esperanza de que nos llevase hasta él. -Hizo un gesto hacia Cummings-. Conseguir la pista del inglés ya fue el colmo de la suerte. Nunca pensamos que también nos condujese hasta él. -Sonrió-. Pero nos condujo. -Hizo un gesto admirativo con la cabeza-. Usted sería un agente cojonudo, ¿lo sabía? En la época de la Unión Soviética, seguro que lo habría reclutado el KGB. -Suspiró-. Pero la Unión Soviética ya se ha acabado y me temo que usted tendrá que seguir su ejemplo.

– ¡Hijo de puta!

– ¿Qué pasa, profesor? ¿Estamos bajando de nivel?

– ¿Por qué no nos mata ya?

Orlov balanceó la cabeza, como si estudiase esa posibilidad.

– Es una alternativa -dijo-. Pero antes de pasar a la parte más desagradable de nuestra conversación, hay algunas cosas que me gustaría entender, si no les importa.

– ¿Qué cosas?

El ruso desvió los ojos de Tomás y fijó su atención en Filipe y Cummings, las personas que podrían darle las respuestas que buscaba desde hacía mucho.

– ¿Qué es eso del Séptimo Sello?

Capítulo 35

El cuerpo largo y esbelto de James Cummings, hasta entonces encogido en el sofá, adquirió vida como si de repente lo hubiesen conectado a la corriente eléctrica. El profesor de Oxford se levantó del rincón y, con sus característicos gestos bruscos y desmañados, casi a trompicones, cogió el cuaderno que había dejado sobre un mueble y se volvió hacia ese público inesperado.

– El proyecto del Séptimo Sello está recogido en este cuaderno -anunció-. Lo concibió, en términos teóricos, mi colega de Barcelona, el profesor Blanco Roca, cobardemente… humpf… asesinado en su despacho.

Orlov se movió en el sillón, acusando el golpe.

– Adelante -ordenó-. Adelante.

El inglés se enderezó y se mantuvo muy erguido, mirando al ruso con actitud altanera.

– Este proyecto presenta lo que podrá ser la solución para los problemas que ya está afrontando la humanidad y que se van a agravar en el futuro. Se trata de una batería que no precisa nunca de recarga, que no emite calor, que no emite sonido, que no contamina y que se alimenta de un combustible muy abundante en nuestro planeta.

– ¿Un combustible muy abundante? -se sorprendió Orlov-. ¿Qué? ¿Caca de vaca?

Cummings miró al ruso con frialdad glacial, centelleándole el desdén en los ojos.

– Agua.

Los hombres reunidos en la sala, salvo Filipe, contrajeron el rostro en una mueca incrédula.

– ¿Agua? -interrogó Tomás, que había decidido quedarse callado, pero que en aquel instante no pudo reprimir la sorpresa-. ¿El agua como combustible del futuro?

– El agua -insistió el inglés.

– Pero…, pero ¿cómo?

El profesor de Oxford se volvió hacia el mueble y abrió un cajón, lo que llevó a los rusos a amartillar las armas, en actitud de alerta, sin saber qué saldría de allí. Cummings metió las manos en el cajón y sacó un gran panel blanco, que fue a colgar de un clavo ya colocado en la pared. Era una pizarra, de superficie láctea y lisa como el marfil, igual a tantas otras usadas en las reuniones de trabajo de las empresas. El académico cogió un rotulador y marcó un punto negro en la blancura.

– Todo comenzó en un punto, hace quince mil millones de años -dijo-. Toda la materia, el espacio y las fuerzas estaban comprimidos en un punto infinitamente pequeño que, de repente, sin que sepamos por qué, se expandió… humpf… y fue creando el universo.

– El Big Bang -observó Tomás, ya familiarizado con ese tema.

– Exacto -confirmó Cummings-. El Big Bang. Los primeros segundos fueron, como debéis imaginar… humpf… muy atribulados. Comenzaron a formarse quarks y anti-quarks, que constituyeron los hadrones. Al cabo de un milisegundo, se formaron los electrones y los neutrinos, junto con sus antipartículas. El universo estaba en… humpf… expansión acelerada y, a medida que crecía, iba enfriándose. Eso permitió que, a los cien segundos, los neutrones comenzasen a convertirse en protones. Unos instantes después, las partículas se reunieron en núcleos, pero aún había poco espacio en el universo y la temperatura era demasiado elevada, por lo que los… humpf… electrones colisionan con los fotones y se destruyen unos a otros. Si pudiésemos viajar en el tiempo, veríamos que el universo parecía, en ese momento, una niebla densa. Sólo al cabo de trescientos mil años, cuando la temperatura descendió hasta menos de tres mil grados Celsius, los núcleos lograron atraer electrones de un modo estable. Se formaron… humpf… los primeros átomos. -Contempló a su extraño público, formado por dos académicos portugueses y cuatro gánsteres rusos-. ¿Y cuál fue, os pregunto, el primer átomo que se formó?

Los rusos se encogieron de hombros, casi indiferentes. Su especialidad era otra.

– Hidrógeno -respondió Filipe, que ya conocía la respuesta.

Cummings se volvió hacia la pizarra y trazó una gran H en la superficie blanca.

– Hidrógeno -confirmó-. El primer elemento de la tabla periódica, el más simple de todos los átomos. -Marcó dos puntos, uno al lado del otro, y dibujó un círculo a su alrededor-. Hay un protón y un neutrón en el núcleo y un electrón que órbita. Humpf…, nada más elemental. -Se volvió a su público-. También se crearon los átomos de helio, pero los de hidrógeno eran los más abundantes. Por cada átomo de helio había nueve de hidrógeno.

Orlov suspiró, claramente impaciente.

– Disculpe, pero ¿qué interés tiene toda esa cháchara?

El inglés alzó la ceja, en una pose muy afectada.

– ¿No quería… humpf…, caballero, que le explicase lo que es el Séptimo Sello?

– Sí, claro. Pero ¿qué tiene que ver eso con el Séptimo Sello?

– Tenga paciencia -pidió Cummings. Su cuerpo de gigante esmirriado se estremeció, como si hubiese sufrido un pequeño impacto-. ¿Por dónde… humpf… iba?

– Por el hidrógeno.

– Ah, right ho. El hidrógeno. -Miró la H que había dibujado en la pizarra blanca-. El hidrógeno, pues, es el átomo más pequeño, más simple, más antiguo y más abundante que existe en el universo. -Alzó la mano-. Destaco sobre todo la idea de… humpf… abundante. El hidrógeno es muy, muy abundante. Tres de cada cuatro de todos los átomos que se pueden encontrar en el universo son de hidrógeno. El hidrógeno… humpf… corresponde al setenta y cinco por ciento de la masa existente en el cosmos. -Arqueó las cejas-. Es mucho. -Golpeó la H con la punta del rotulador-. Siendo tan abundante, sin embargo, es difícil encontrar hidrógeno en estado puro. ¿Alguien sabe por qué razón ocurre eso?

Se hizo silencio en la sala. Nadie lo sabía.

– El hidrógeno es reactivo -dijo por fin Filipe, el único que estaba al tanto del asunto.

– El hidrógeno es altamente reactivo -confirmó el profesor de Oxford. Se hacía evidente que Cummings estaba más habituado a hablar para un público de universitarios imberbes que para bandas de mafiosos mal encarados-. Eso quiere decir que el hidrógeno odia… humpf… la soledad. Como no le gusta quedarse solo en casa, lo que hace es juntarse con gran facilidad con otros átomos. Si fuese una mujer… humpf…, el hidrógeno sería una prostituta.

Los rusos se rieron. Estas alusiones estaban más a su alcance.

– ¿Y las tetas? -preguntó Igor con un tono grosero, mientras la escopeta automática se balanceaba excitadamente de una mano a la otra-. ¿Y las tetas? ¿Son grandes? ¿Eh? ¿Son grandes?

Cummings se arrepintió de la imprudencia de haber recurrido a aquella metáfora frente a tales asistentes y adoptó una actitud digna, como si no hubiese escuchado los comentarios.

– Lo que quiero decir con esto es que el hidrógeno, siendo extraordinariamente abundante, casi sólo se encuentra… humpf… en forma híbrida. Por ejemplo, cuando el hidrógeno se acerca al oxígeno, se adhiere enseguida a él, y forma el agua. Si por casualidad pasa el nitrógeno por allí, el hidrógeno se asocia de inmediato a él y ambos forman amoniaco. Y, si el átomo que pasa por allí cerca es el carbono, el hidrógeno se aferra a él y… humpf… nacen los hidrocarburos.

– ¡Vaya putón! -gruñó un ruso a carcajadas-.¡Se va con el primer átomo que le pasa por delante!¡Quiere que se la metan los electrones de todo el mundo!

– Silencio -farfulló Orlov, alzando la voz para mandar callar a sus hombres-. Dejad escuchar.

Los gánsteres se calmaron, intimidados por la orden del jefe, entre risitas reprimidas, y Cummings, que se había callado para dejar pasar la broma obscena, manteniendo una actitud imperturbable, reanudó su argumentación.

– Al juntarse a los otros átomos, el… humpf… hidrógeno almacena energía.

– ¿La energía nuclear? -preguntó Orlov, en cuya mente la palabra «energía», asociada a «hidrógeno», daba como resultado «bomba de hidrógeno».

– No -corrigió el inglés-. Eso es otra cosa. Se llama energía nuclear a la energía asociada a la fuerza fuerte que… humpf… mantiene el núcleo unido. En este caso, sin embargo, estamos hablando de otro tipo de energía, una energía que se almacena cuando el hidrógeno se une a otros átomos.

– Ah, bien.

Cummings dio dos pasos hacia un lado y, acercándose a la ventana, señaló algo que estaba al otro lado del cristal sucio.

– ¿Estáis viendo lo que hay allí? -preguntó.

Orlov se levantó y observó por la ventana en la dirección indicada. Era un enorme arbusto, de aspecto robusto y rudo, semejante a los miles que se extendían por la planicie.

– Sí, ¿qué pasa con eso?

– Se llama wanari y es una especie de acacia. -Se encogió de hombros-. En realidad, me resulta indiferente que sea un… humpf… wanari o cualquier otra cosa. Lo que importa es que se trata de una planta. ¿Y esto por qué? ¿Qué tienen que ver las plantas con… humpf… el hidrógeno?

Orlov, que había vuelto a su sitio, relacionó la pregunta con el anuncio que había hecho Cummings al comienzo de su exposición.

– ¿El agua?

La observación tuvo la virtud de hacer que todos contuviesen la respiración en la sala. Sintiendo la expectativa, el inglés se dirigió despacio hasta la pizarra blanca, donde seguía trazada la H y la estructura esquemática del átomo de hidrógeno, e hizo pleno uso de la pausa dramática.

– El agua -confirmó-. Humpf… ¿Y qué es el agua? -Se volvió hacia la pizarra y escribió «H2O»-. Son dos átomos de hidrógeno, asociados a uno de oxígeno.

– Ménage á trois -soltó desde atrás uno de los rusos, que no pudo resistirse a la tentación del chistecito.

– Zatknis! -vociferó Orlov, mandando callar al impertinente y fijando en él una mirada amenazadora-. Si dices una cosa más, ya verás lo que te ocurre.

El ruso de los chistes se encogió, comprimió los labios y bajó los ojos. Después de aquella reprimenda, estaba claro que no pronunciaría ni una palabra más.

– A donde realmente yo quería llegar era a un proceso llamado,… humpf… fotosíntesis -dijo Cummings, esforzándose por mantener un hilo conductor en su exposición-. En términos generales, la fotosíntesis se produce cuando las plantas transforman el aire, la luz del Sol y el agua en azúcar. -Se volvió hacia la pizarra y dibujó el Sol por encima y una hoja por debajo, con una gota de agua sobre su superficie-. Lo que ocurre es lo siguiente. -Desde el Sol dibujó una flecha que apuntaba a la hoja de la planta-. La energía solar incide sobre la hoja y… humpf… provoca una escisión de las moléculas de agua. El oxígeno y el hidrógeno, que están unidos en el agua, se separan. -Golpeó con el rotulador la gota dibujada sobre la hoja para enfatizar ese punto-. Se separan -repitió-. Ahora, como ya hemos visto, al hidrógeno no le gusta quedarse solo. La energía solar lo ha obligado a separarse del oxígeno, y el átomo de hidrógeno, para recuperar su estabilidad, sale enseguida en busca de un nuevo compañero. ¿Y con quién se encuentra en la planta? Con el carbono. O sea, que el hidrógeno se asocia con el carbono y… humpf… forma un nuevo compuesto, llamado carbohidrato, con quien comparte su energía extra. -Se volvió hacia los asistentes-. ¿Qué nombre les damos nosotros a los carbohidratos?

– Azúcar -respondió Filipe de inmediato, siempre consciente de que nadie más daría la respuesta.

– Exacto -confirmó el inglés-. Algunos carbohidratos, que nacen de la conjunción del carbono con el hidrógeno cargado de energía solar, son conocidos habitualmente como… humpf… azúcar. -Alteró el tono de voz, en un aparte-. De ahí que el azúcar sea muy energético. ¿-Ah, ya empiezo a entender -murmuró Orlov.

– Lo que quiero decir… humpf… es que el azúcar es un depósito de energía solar, la cual se encuentra almacenada en el hidrógeno que compone el azúcar. Esa energía solar puede liberarse después de diversas maneras. -Simuló el gesto de llevarse algo a la boca-. Si yo como una lechuga, por ejemplo, el carbohidrato entra en mi cuerpo y… humpf… se somete a la acción química de mi metabolismo, que funciona como la fotosíntesis al contrario. O sea, que el hidrógeno se separa del carbono y vuelve a juntarse con el oxígeno, y crea una molécula de agua. -Agitó el rotulador en el aire. Y aquí viene lo importante -subrayó-: para poder juntarse al oxígeno, el hidrógeno tiene que deshacerse de la energía solar que almacena. Ese proceso se llama oxidación y… humpf… gracias a él nuestro cuerpo produce calor. El calor es la energía solar liberándose en el momento en que, en nuestro cuerpo, el hidrógeno se separa del carbono de los alimentos y se junta con el oxígeno.

– ¿El calor del cuerpo viene de la energía solar contenida en los alimentos? -se sorprendió el ruso.

– Sí, así es. Pero esta energía del Sol, liberada por el hidrógeno contenido en los alimentos, no adopta solamente la forma de… humpf… calor. También adopta otras formas, como la energía eléctrica, la energía mecánica o la energía química.

– Es, por tanto, lo que nos da fuerza.

– Así es. -Cerró los puños-. La energía de nuestro cuerpo viene de la energía del Sol, almacenada en el hidrógeno. Y lo interesante es que esa energía, en vez de ser liberada, también puede conservarse durante millones y millones de años. -Hizo una seña con el pulgar hacia la ventana-. Por ejemplo, si ningún animal comiese ni se quemasen en un incendio las hojas del wanari que está allí fuera, sino que, en vez de eso, cayesen en el suelo y las fuera cubriendo la tierra, al cabo de mucho tiempo se transformarán en… humpf… carbón. ¿Y qué uso le damos nosotros al carbón?

– Es una fuente de energía -dijo Filipe.

– Exacto. El carbón es una fuente de energía. ¿Y qué tipo de energía es ésa? Es la energía solar, almacenada por el hidrógeno en el momento de la fotosíntesis, que se produce en el momento en que la hoja del wanari… humpf… estaba viva. Cuando echamos el carbón en el horno, se invierte el proceso de fotosíntesis. El hidrógeno suelta el carbono y se asocia con el oxígeno, liberando su energía extra. Y el carbono, que se ha quedado, mientras tanto, solo, también se asocia con el oxígeno, creando el dióxido de carbono, que es liberado en la atmósfera. Esto ocurre con el carbón… humpf… y ocurre con los otros hidrocarburos que se forman a lo largo de millones de años: el petróleo y el gas.

– Si he entendido bien, la energía no está en el carbono -resumió Orlov-. Está en el hidrógeno.

– Así es. Lo que significa que, cuantos más átomos de hidrógeno tiene el hidrocarburo… humpf… más energía contiene ese hidrocarburo.

– ¿Los hidrocarburos no tienen todos la misma cantidad de hidrógeno?

– No, de ningún modo. Por ejemplo, el hidrocarburo con menos energía es… humpf… el carbón. ¿Y por qué? Porque el carbón tiene el carbono y el hidrógeno en la proporción de uno a uno. El petróleo, en cambio, es más energético, ya que, por cada átomo de carbono que posee, existen dos de hidrógeno. Y el gas natural puede liberar aún más energía, puesto que tiene… humpf… cuatro átomos de hidrógeno por cada átomo de carbono. -Miró a sus oyentes-. ¿Esto está claro?

– Sí.

– Entonces prestad atención a esta pregunta… humpf… porque es importante. -Hizo una breve pausa-. ¿Y si, en vez de quemar un combustible que tiene carbono e hidrógeno, quemamos sólo hidrógeno? ¿Qué ocurre?

– ¿Sólo hidrógeno?

– Sí. ¿Y si, en la palabra «hidrocarburos», prescindimos de los «carburos»? ¿Y si… humpf… nos quedamos sólo con los «hidros»?

– ¿Eso es posible?

– ¿Por qué no? Quitamos los carburos de la ecuación y nos quedamos solamente con el… humpf… hidrógeno.

Orlov se encogió de hombros.

– ¿Cuál sería la consecuencia?

Cummings pareció sorprendido con la pregunta.

– A la luz de lo que ya os he explicado,¿¿la consecuencia no os parece… humpf… obvia? Entonces, si la energía del petróleo está en el hidrógeno que contiene y no en el carbono, es evidente que, si yo retiro el carbono de la ecuación, seguiré disponiendo de energía. -Repitió la idea, preocupado por subrayar este punto crucial-: No os olvidéis de que… humpf… la energía está en el hidrógeno, no en el carbono.

– Ya veo.

– O sea, que no necesito carbón, petróleo ni gas natural para nada. Sólo necesito hidrógeno.

– Pero eso es brillante -exclamó Tomás, rompiendo el mutismo al que se había entregado-. Brillante.

Orlov meneó la cabeza, sin entender bien.

– ¿Cuál es la ventaja de eso?

Cummings amusgó los ojos. La cabeza del ruso era dura.

– Oiga: ¿qué provoca el aumento de la temperatura del planeta? -preguntó armándose de paciencia docente.

– Según lo que andan diciendo por ahí los maricas de los ecologistas, la quema del petróleo.

– Que es un hidrocarburo -adelantó el inglés de inmediato-, Fíjese bien en que, cuando se quema petróleo, lo que ocurre… humpf… es que se produce la fotosíntesis al contrario. Es decir, que el hidrógeno se libera del carbono y se asocia con el oxígeno. Como se queda solo, el carbono también se asocia con el oxígeno, y crea un nuevo compuesto. ¿Cómo se llama… humpf… ese compuesto?

– Dióxido de carbono -repitió Filipe sin perder tiempo.

– ¿Y cuál es el compuesto más responsable del efecto de invernadero que provoca el… humpf… calentamiento del planeta?

– El dióxido de carbono -dijo el geólogo como si fuese un disco rayado.

– Entonces, ¿qué ocurre si quitamos el carbono de la ecuación?

– Deja de formarse el dióxido de carbono, porque no hay carbono.

Los ojos de Cummings se posaron en Orlov, insinuando que no era necesario añadir nada más.

– ¿Está entendiendo ahora cuál es la ventaja de quemar solamente el hidrógeno? -Sí.

– Si eliminamos el carbono y nos quedamos sólo con el hidrógeno, retenemos la parte energética del combustible y, al mismo tiempo, dejamos de lanzar dióxido de carbono a la atmósfera. Es una solución beneficiosa en todos los niveles. Ganamos más energía… humpf… y ganamos una energía limpia.

– ¿El hidrógeno puro tiene más energía que la gasolina?

– Claro -exclamó Cummings, casi escandalizado por la pregunta-. Un litro de hidrógeno posee tres veces más energía que un litro de gasolina.

– Hmm .

– Y así matamos dos pájaros… humpf… de un tiro -exclamó el inglés-. Detenemos el calentamiento del planeta y dejamos de depender del petróleo, recurriendo al… humpf… átomo más abundante del universo para ir a buscar el combustible que precisamos.

Orlov se revolvió en el sillón, reflexionando sobre lo que acababa de escuchar.

– Eso es muy poco conveniente para mis jefes -observó sombríamente-. Si esa idea se da a conocer y se desarrolla, van a quedarse sin empleo. -Hizo una pausa-. Y yo también.

Cummings se atusó la barba blanca.

– Pues sí, supongo que eso puede ser… humpf… un poco desagradable para la industria del petróleo, claro.

El ruso acarició el arma.

– Vamos a tener que hacer algo para resolver ese problema, ¿no le parece?

El inglés miró, horrorizado, la escopeta automática en las manos de Orlov.

– Espere, de todos modos, aún hay un problema sin resolver -se apresuró a añadir; sus ojos le saltaban nerviosamente del arma al ruso.

– ¿Problema? ¿Qué problema?

– ¿Adónde vamos a buscar el hidrógeno?

Orlov parecía no entender la pregunta.

– Bien…, ¿no fue usted quien dijo que tres de cuatro átomos existentes en el universo son de hidrógeno?

– Lo dije y… humpf… es verdad.

– Entonces, ¿cuál es el problema? ¿-Es un hecho que el setenta y cinco por ciento de la masa existente en el cosmos es hidrógeno. Pero yo añadí también otra cosa, ¿no lo recuerda?

Orlov hizo un esfuerzo de memoria, pero no llegó a nada.

– ¿Qué?

– Expliqué que el hidrógeno, siendo inmensamente abundante, detesta vivir solo. Lo que le gusta es asociarse con otros átomos.

– Ah, sí -sonrió el ruso-. El hidrógeno es una puta.

– Pues… humpf… así es -murmuró Cummings, revirando los ojos-. Pero la facilidad que tiene el hidrógeno para asociarse con otros átomos hace que sea muy raro encontrar átomos aislados de hidrógeno.

El rostro del ruso se expandió en una sonrisa.

– Ah, pues sí-exclamó-. Fue eso lo que dijo, claro que lo dijo. -Cruzó las piernas, satisfecho-. Entonces, ¿cómo van ustedes a resolver ese problema?

– ¿Quiere realmente saberlo?

– Tengo curiosidad. Esta vez fue el inglés quien sonrió.

– Entonces cojan sus cosas y vengan con nosotros.

– ¿Adónde?

– Ya… humpf… lo verá.

Capítulo 36

Como un rebaño vigilado por feroces perros molosos mostrando los dientes, los tres prisioneros fueron escoltados hasta los dos todoterrenos. Tomás y Cummings entraron en el asiento trasero de uno de los vehículos de los rusos, Igor se puso al volante y el cuerpo macizo de Orlov se sentó al lado, con el arma en las manos, vuelto hacia atrás y atento a los cautivos; Filipe tuvo que ir en el segundo jeep, entregado a los otros dos rusos.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Orlov.

El inglés señaló las rocas de cumbre redondeada, que se alzaban como ampollas rojizas en el horizonte.

– Las Olgas -dijo Cummings-. Esas formaciones que se ven allí.

Igor identificó el destino y miró alrededor, en busca de un camino en esa dirección.

– ¿Cómo se va hasta allí? ¿Tenemos que cruzar el desierto?

– No, es mejor coger la carretera Cuatro y, antes de Uluru, enfilar el sendero a la derecha.

Los todoterrenos arrancaron con fragor, las ruedas patinando en la arena púrpura del desierto australiano y levantando una enorme polvareda, y siguieron por el sendero por donde habían venido, dirigiéndose hacia la carretera asfaltada entre el aeropuerto y Yulara. Hacía un calor infernal, pero esa vez Tomás no lo notó; se sentía demasiado preocupado por su destino inmediato como para preocuparse por naderías.

– ¿Qué es lo que va a mostrarnos, en definitiva? -quiso saber Orlov, interrogando a Cummings.

– Ya lo va… humpf… a ver.

– No -insistió el ruso, con un tono firme-. Quiero saberlo ahora.

Cummings y Tomás intercambiaron una mirada temerosa. Cuanto más deprisa los rusos lo supiesen todo, más pronto llegaría su final. Es verdad que el historiador no se hacía muchas ilusiones sobre sus posibilidades de supervivencia en manos de aquellos hombres; los había visto ejecutar a Nadezhda con espeluznante frialdad y sabía que, para sus carceleros, la vida humana no valía más que la de una hormiga; tenía plena conciencia de que en aquel instante él y los otros dos prisioneros no eran más que insectos a los ojos de sus guardianes, seres insignificantes que habían tenido la osadía de cruzarse en el camino de intereses poderosos y que, entregados ahora a su suerte, afrontarían en breve el final en un rincón cualquiera de aquel remoto desierto. Pero, aun sabiéndolo, aun entendiendo que tenía el destino irrevocablemente trazado y que no podría hacer nada, Tomás se aferraba todavía a la ilusión de la vida, al deseo de escapar, a la esperanza de salvarse; hasta podrían ganar solamente diez minutos, diez miserables minutos, pero siempre serían diez minutos más de vida y valía la pena luchar por ellos.

– ¿Qué pasa? -porfió Orlov, con los ojos clavados en el inglés-. ¿Le han comido la lengua? -Giró el arma, como para hacerse espacio en el asiento casi totalmente ocupado por su cuerpo enorme, y apoyó el cañón en la frente de Tomás-. Si no comienza ya a cantar, me cargo de inmediato al profesor portugués. -Sonrió, malicioso-. Le aseguro que no le va a gustar nada el espectáculo. Verá lo desagradable que es andar limpiando los sesos que queden desparramados en el asiento.

La transpiración de Tomás se hizo copiosa y, en un estado febril, empezó a preguntarse sobre cómo sería el final. ¿Sentiría dolor? ¿O dejaría de existir de un momento a otro? Ahora veía el cañón de la escopeta automática apuntando a su frente, después serían las tinieblas eternas, la enorme nada.

– Por favor -imploró Cummings-. No hay necesidad de eso. Somos todos… humpf… personas razonables, ¿o no?

– Entonces es mejor que usted comience a ser razonable y cuente el resto de la historia -farfulló Orlov, golpeando el reloj de pulsera con el pulgar -. Tenemos un vuelo al atardecer y yo tengo prisa por acabar con mi trabajo, ¿me entiende? No quiero perder el avión y mucho menos quedarme un día más en este pozo perdido en medio de la nada.

– Ya se la contaré, tenga calma. No voy a hacer retrasar su… humpf… trabajo, quédese tranquilo.

El ruso recogió el arma y mantuvo los ojos fijos en el profesor de Oxford, aguardando el resto de la historia. Ya sin el cañón pegado a la frente, Tomás casi tuvo un colapso nervioso; el corazón le saltaba como una pelota rebotando en el pecho, sentía el cuerpo flojo y las rodillas y las manos le temblaban desconsoladamente.

– ¿Y? -volvió Orlov a gruñir, impaciente-. Mire que no tengo todo el día.

Los todoterrenos abandonaron el sendero en el desierto y subieron hacia el impecable asfalto de la carretera Cuatro, justo después de Yulara, girando allí en dirección al magnífico macizo rojo de Uluru.

– Estábamos entonces hablando del hidrógeno, ¿no? -comenzó Cummings, intentando reordenar su pensamiento en aquellas circunstancias penosas-. El carbono es el átomo de los combustibles fósiles que calienta el planeta, pero… humpf… quien tiene la energía es el hidrógeno. Si quitamos el carbono y nos quedamos sólo con el hidrógeno, se acaba el calentamiento del planeta y la dependencia en relación con los combustibles fósiles. Desde el punto de vista conceptual, nada más… humpf… sencillo.

– El problema es conseguir el hidrógeno en estado puro -observó el ruso. ¿-Sí, el hidrógeno es el átomo más abundante del universo, pero… humpf… es difícil conseguirlo en estado puro.

– Entonces, ¿cómo lo haría usted?

Cummings pasó sus dedos delgados por los pelos blancos de la barba, como si lo que fuese a decir a continuación fuese el descubrimiento más obvio de la historia de la humanidad.

– Uso el… humpf… agua.

– ¿Por qué?

– El agua es un compuesto muy abundante en nuestro planeta, ¿no? ¿Por qué no usarla… humpf… como combustible?

– Pero ¿cómo hace usted eso?

El inglés suspiró, algo enfadado por tener que explicar su trabajo a un energúmeno cuya misión, en definitiva, era matarlo.

– Oiga -dijo-. Usted sabe cuál… humpf… es la fórmula química del agua, ¿no?

– H2O -respondió el ruso-. Eso es elemental.

– ¿Y la H de dónde viene?

– Es el símbolo del hidrógeno.

– En consecuencia, el agua tiene… humpf… hidrógeno, ¿no es cierto?

– Sí.

– Entonces es ahí donde voy a ir a buscar la… humpf… energía. Al hidrógeno del agua.

– Pero ¿cómo se hace eso? -insistió Orlov.

– ¿Usted sabe qué es la electrólisis?

El ruso hizo un esfuerzo de memoria.

– Lo aprendí en el colegio -observó-. Es un proceso químico más, ¿no?

– La electrólisis es la descomposición de una sustancia química… humpf… a través de una corriente eléctrica. Sus principios se basan en las leyes de Faraday; a través de ese proceso, es posible separar los dos elementos del agua, el oxígeno y el hidrógeno. Para lograrlo, se coloca agua pura en un recipiente y… humpf… se conecta la corriente eléctrica. Sometidos a la energía eléctrica, los átomos de hidrógeno se separan de los de oxígeno y se juntan a los otros átomos de hidrógeno. La energía eléctrica gastada en este proceso… humpf… queda almacenada en el hidrógeno.

– Ese no es un proceso nuevo, ¿no?

– No, es algo antiguo. La primera vez que… humpf… se experimentó la electrólisis fue en 1800.

– Entonces, ¿adónde quiere llegar?

Cummings se inclinó hacia delante, como si se preparase para confiar un secreto.

– ¿Y si… humpf… invertimos el proceso? ¿Qué ocurre?

– ¿Invertir el proceso? ¿Qué quiere decir con eso?

– Invertir el proceso -repitió el inglés-. En vez de partir del agua y separar sus dos elementos, hidrógeno y oxígeno, ¿por qué no… humpf… unirlos? -Arqueó las cejas-. ¿Qué cree usted que ocurriría?

Orlov consideró esa idea.

– Bien, supongo que, si se juntase el hidrógeno con el oxígeno, se formaría otra vez el agua, ¿no?

– Claro.

– ¿Y entonces? ¿Cuál es la ventaja de eso?

Cummings se recostó en el asiento.

– ¿No se acuerda de que le expliqué que cuando el hidrógeno se vuelve a juntar con el oxígeno… humpf… se libera la energía de conexión entre ellos?

– Sí.

– Entonces ésa es… humpf… la ventaja.

Los todoterrenos se acercaron a un cartel que indicaba«Kata Tjuta/The Olgas», ya cerca del enorme y majestuoso monolito de Uluru, y redujeron la velocidad. Tomás, que durante todo el trayecto de carretera asfaltada se había mantenido atento al tráfico, con la expectativa de ver algún vehículo de la Policía o del Ejército que pasase providencialmente en aquel momento, sintió que el corazón se le comprimía y su esperanza se esfumaba. A la derecha nacía un estrecho camino de tierra, y por ahí bajaron los dos vehículos, abandonando la carretera e iniciando el último tramo en el desierto.

Orlov siguió la maniobra mientras se ejecutó, pero, en cuanto el todoterreno comenzó a traquetear por el sendero, volvió al tema que en aquel instante le ocupaba la atención.

– Por tanto, si he entendido bien, usted quiere aprovechar la energía extra del hidrógeno. -Frunció el entrecejo-. ¿Es eso?

– Claro.

– ¿Y cómo podrá hacerlo?

Cummings alzó el dedo, como si indicase que esa pregunta era muy pertinente.

– Esa es la gran cuestión -exclamó, e hizo un gesto con las manos, como si sujetase un objeto rectangular invisible-. La solución es conseguir una caja… humpf… dividida en dos partes. -Simuló que llenaba cada uno de los lados de la caja-. Colocamos oxígeno en una parte e hidrógeno puro en la otra. Nos valemos de un metal especial, designado como catalizador, y lo ponemos en la parte del hidrógeno, de modo que se provoque una reacción química… humpf… que forzará a soltarse los átomos de hidrógeno. El problema es que, solos, esos átomos se vuelven muy inestables y tienen gran urgencia en asociarse a otros elementos. -Alteró el tono de voz, en un aparte-. Recuerde que ellos detestan la soledad -inclinó la cabeza-. Ahora bien: si los átomos de hidrógeno quieren aparearse con otros átomos, ¿cuáles son… humpf… los candidatos más disponibles en los alrededores?

– ¿El oxígeno?

El inglés sonrió.

– El oxígeno almacenado en el otro lado de la caja -confirmó-. Cuando el catalizador provoca la reacción química que suelta a los átomos de hidrógeno, esos átomos… humpf… van a acudir en dirección a los de oxígeno. -Acercó el dedo izquierdo al derecho, simulando la aproximación entre los dos elementos-. Lo que vamos a hacer es abrir un pasillo que viabilice ese encuentro, colocando un electrolito… humpf… entre las dos partes de la caja. El electrolito deja pasar el protón de hidrógeno, pero, atención, traba el camino al electrón. Este es un problema, dado que el electrón se queda totalmente desesperado con esta separación y quiere a toda costa juntarse con el protón. Como somos buenas personas… humpf… y nos produce una enorme pena el electrón solitario, pobrecito, buscamos la manera de posibilitar ese encuentro romántico.

– ¿Y cómo hacen eso?

– Abrimos un segundo pasillo, instalando un hilo metálico entre los dos lados de la caja. -Buscó al ruso con los ojos-. ¿Queda claro… humpf… esto?

– Sí -dijo Orlov-. El protón del átomo de hidrógeno pasa por el electrolito y el electrón tiene que ir por el hilo metálico.

– Right ho -exclamó Cummings, satisfecho porque hasta un gánster era capaz de entender su explicación técnica-. Allí reside… humpf… el secreto. Un electrón es, en la práctica, una descarga de corriente eléctrica, lo que significa que su desplazamiento libera energía bajo una forma que puede usarse para lo que queramos. Con ella podemos encender lámparas o… humpf… poner motores de automóviles en marcha. -Hizo un gesto vago con la mano-. Lo que queramos. -Señaló la otra mitad de la caja imaginaria -. Una vez al otro lado, el electrón se junta con el protón y, ahora reconstituido, el átomo de hidrógeno… humpf… puede entonces aparearse con el oxígeno y formar agua.

Orlov se quedó un largo rato masajeándose la barbilla mientras asimilaba las implicaciones de este proceso.

– ¿Y es eso el Séptimo Sello?

El inglés asintió con la cabeza.

– En términos esquemáticos, sí. El Séptimo Sello es un proyecto para desarrollar una nueva fuente de energía, al usar un combustible… humpf… mucho más abundante que el petróleo y que funciona sin el carbono, que calienta la atmósfera. Nuestro desafío ha abarcado la resolución de problemas técnicos específicos, incluidas las delicadas cuestiones de la concentración y del almacenamiento del hidrógeno, y lo han convertido en una alternativa ventajosa a los combustibles fósiles. El hidrógeno ya era conocido como alternativa energética. Nosotros nos limitamos a superar los últimos obstáculos.

– ¿Y ya ha pasado a la fase de pruebas?

– No he hecho… humpf… otra cosa.

Orlov señaló el desierto alrededor.

– ¿Para eso vino aquí?

– Bien…, no. Yo podía hacer perfectamente esto en Oxford, un lugar que, para ser sincero, se me antoja mucho más agradable. Ocurre que había unos… humpf… nasty chaps que decidieron que este trabajo era inconveniente y que…

– Sí, ya lo sé -interrumpió Orlov, impaciente-. Pero ¿ya ha experimentado ese sistema en automóviles?

– No le quepan dudas.

– ¿Y cuál ha sido el resultado?

– Cuatro litros de gasolina… humpf… dan para que un automóvil normal recorra, como media, unos cincuenta kilómetros, ¿no? Pero en las pruebas que he efectuado aquí, en el desierto, un coche movido por este tipo de batería ha llegado a recorrer más de cien kilómetros… humpf… con sólo un kilo de hidrógeno.

– ¿En serio?

– Casi se ha triplicado la eficiencia -dijo-. Además, las baterías de hidrógeno son silenciosas, no produjeron ninguna vibración y… humpf… sólo despidieron vapor de agua.

– Alzó el índice-. Sobre todo, es muy importante recordar que no hubo liberación de dióxido de carbono, dado que el proceso… humpf… no incluye carbono.

El ruso amusgó los ojos.

– ¿Dónde se realizaron esas pruebas?

Cummings hizo una señal indicando un sitio más adelante. Al final del camino de tierra que serpenteaba por el desierto australiano, los esperaba la extraña estructura de rocas redondeadas; parecían gigantescos guijarros de playa, una fantástica composición esculpida por el soplo de la naturaleza.

– Allí-dijo-. En las Olgas. Fue allí donde se hicieron las pruebas y es allí donde está guardado el equipo. -Se movió en el asiento-. Pero… humpf… ¿para qué necesita usted verlo?

Orlov mostró los dientes, en una cruel caricatura de sonrisa.

– Para destruirlo todo.

Capítulo 37

Los dos todoterrenos estacionaron junto al extraño conjunto de rocas redondeadas, ovilladas como gigantescos tapices, esculpidas por el viento y por el tiempo, algunas tan grandes que la mayor parecía aún más alta que el monolito vecino de Uluru. Los rusos dieron a los prisioneros la orden de que bajasen. Una vez fuera de los coches, todos se mantuvieron inmóviles un largo rato, indiferentes al calor y al polvo, absortos en la contemplación del enigmático panorama que se alzaba frente a ellos.

– ¿Cómo se llama esto? -preguntó Orlov, sin apartar los ojos de las grandes piedras.

– Las Olgas -dijo Cummings-. Pero los aborígenes las llaman… humpf…: Kata Tjuta. Se dice que significa «muchas cabezas».

El ruso miró alrededor, escrutando el horizonte.

– ¿Y dónde guarda usted el material?

– ¿Qué material?

– No se haga el desentendido.

Cummings apuntó hacia la derecha.

– Tenemos que…, humpf…, ir por allí.

Se volvieron hacia el lugar señalado y vieron un profundo desfiladero abierto entre dos de las piedras mayores del conjunto.

– ¿Qué es aquello?

– Es un sendero -explicó el inglés-. Se llama… humpf…: Walpa Gorge.

Respondiendo a una señal, el grupo se puso en movimiento en fila india, Orlov y Cummings delante, después Igor, a continuación los otros dos prisioneros y, a la zaga, los dos rusos restantes. El suelo era árido y la vegetación rastrera escasa. Al llegar a la entrada del desfiladero sintieron que el viento caliente les azotaba el rostro, como si al fondo hubiese un gigantesco ventilador.

Después de una breve vacilación, Orlov rodeó un peñasco y entró en el desfiladero, inmediatamente seguido por el grupo. Avanzaron por aquel sendero estrecho con pasos cuidados, irresolutos, recorriendo despacio el camino rasgado entre las paredes empinadas de las rocas monstruosas. Sus pasos retumbaban en las laderas, creciendo, multiplicándose; el barullo se hizo tan grande que parecía que un ejército estaba bajando por Walpa Gorge.

Una piedra rodó desde lo alto y Orlov, siempre muy atento, se detuvo.

– Alto -ordenó levantando la mano derecha.

El grupo interrumpió la marcha y los rusos analizaron el desfiladero, en busca de movimientos sospechosos.

– ¡Allí! -exclamó Igor, señalando la cresta de la enorme roca que los emparedaba-.¡Allí hay alguien!

– Deben de ser… humpf… aborígenes -se apresuró Cummings a explicar-. Esta tierra es sagrada para ellos.

– Hmm -murmuró Orlov-. Esto no me gusta nada. -Hizo un gesto en dirección al sitio de donde habían venido-. Tal vez sea mejor que volvamos atrás.

– Son sólo aborígenes -insistió el inglés-. No hay… humpf… ningún problema.

Orlov analizó el desfiladero.

– No, no me arriesgo. Para mi gusto, este paso es demasiado estrecho. -Hizo un gesto con la mano-. Volvamos atrás.

Igor dio una orden a los otros rusos y el grupo dio media vuelta. En ese instante, cuando todos ya caminaban en dirección al sitio de donde habían venido, una voz retumbó en el desfiladero, potente como un trueno.

– ¡Todos quietos!

Se quedaron inmóviles en el sendero, sin saber si debían retroceder o avanzar, intentando reordenar los pensamientos.

– Pero qué demonios… -farfulló Orlov, con el arma en ristre, la cabeza dando vueltas en busca de la voz que había gritado la orden.

El Walpa Gorge pareció suspenderse en el tiempo.

– Tiren las armas al suelo -gritó la misma voz-. Pongan las manos encima de la cabeza.

Por un instante, todo se mantuvo congelado, como en una fotografía; sólo el agitarse indiferente del polvo en el aire rompía esa ilusión. Pero algo se movió en aquella imagen estática, un movimiento allí arriba, una cabeza que asomaba desde la cima del peñasco, un cuerpo que salía de la sombra. Los bultos llevaban un sombrero de ala ancha en la cabeza como el de los cowboys, camisetas y pantalones grises.

– ¡La Policía! -exclamó Orlov, petrificado.

La voz volvió a retumbar por el desfiladero.

– No repetiremos el aviso -dijo-. Tiren las armas y levanten los brazos.

Orlov hizo una señal a sus hombres y los rusos se echaron hacia atrás de las peñas. Igor arrastró a los prisioneros hacia un rincón y miró hacia arriba. Sonó un tiro, luego otro y al fin otro más.

Pam.

Pam.

Eran disparos aislados al principio, un tiro por un lado y la respuesta por el otro, pero pronto se sucedieron sin pausa; de repente la situación pareció fuera de control; los disparos eran tantos y tan próximos que se transformaron en un tiroteo cerrado.

Pam. Pam. Pam. Pam. Pam.

El aire en torno al peñasco hasta el que habían arrastrado a los prisioneros estallaba entre detonaciones y zumbidos de proyectiles; por todas partes se levantaban penachos de polvo: eran las balas que daban en las rocas y herían la tierra.

Tomás miró alrededor y ya no sabía quién disparaba sobre quién, tan grande era la confusión que allí se había instalado. Vio a Igor apoyado en el peñasco en busca de objetivos en la cima de las enormes piedras que emparedaban el sendero. Miró hacia arriba y no vislumbró a nadie; era como si los policías se hubiesen esfumado, como si fuesen fantasmas que ensombreciesen el desfiladero.

Sintió una mano que lo tiraba del brazo y volvió la cabeza. Filipe le hacía una seña con los ojos.

– Vamos -murmuró, tenso.

– ¿Vamos adonde?

– Deprisa -dijo en un tono concluyente.

Su amigo comprobó una última vez que Igor miraba para otro lado y se arrojó más allá de la piedra, arrastrándose y gateando entre matas y rocas. Cummings lo siguió de inmediato, con una agilidad sorprendente para su edad. Tomás, venciendo una última vacilación, se lanzó detrás de él.

– Stop! -gritó alguien atrás.

Era la voz de Igor.

En un impulso, moviéndose lo más deprisa posible, intentando fundirse con el aire, Tomás saltó hacia una zona de sombra: era un pequeño declive, rodó por el suelo, dio con la mano en el ángulo de una piedra, sintió dolor pero lo ignoró, se echó hacia delante y buscó protección entre las rocas.

Pam.

El arma, disparada desde muy cerca, produjo un estampido que sonó junto a sus oídos con violencia.

Pam.

Igor estaba abriendo fuego contra los fugitivos. Con horror, el pánico invadiéndole el cuerpo, Tomás se dio cuenta de que el matón les daba caza. Si no los capturaba, los mataría. O tal vez ya ni siquiera pretendía capturarlos: le bastaba con liquidarlos.

Le dieron ganas de levantarse y correr como alma que lleva el diablo por el desfiladero; el cuerpo le imploraba que lo hiciese, correría como el viento, pero un resquicio de lucidez dominó su impulso primario, una voz en la mente lo avisó de que, si se levantaba en aquel instante, caería de inmediato y para siempre. Confió en esa voz como un ciego confía en el perro que lo guía y se mantuvo agachado, rodando en los declives, trepando por las crestas, arrastrándose por la tierra roja y polvorienta como una víbora que serpentea pegada al suelo. Se detuvo un instante para orientarse, intentando localizar a los otros fugitivos, pero Filipe y Cummings habían desaparecido; en la desesperación de la fuga cada uno había seguido su camino, uno para un lado y otro para otro.

Pam.

La bala silbó cerca del oído de Tomás y el sonido tuvo el efecto de un choque eléctrico. Los movimientos del historiador redoblaron su energía y el cuerpo rodó, buscando la protección del suelo. Sintió que se estrellaba contra una de las paredes que comprimían el desfiladero y gateó entre las matas, cuyas ramas le rasguñaban la piel, hasta que descubrió una hendidura en la roca y se metió por ella.

Era una abertura estrecha y oscura. Con el corazón tamboreándole en el pecho, miró alrededor y se esforzó por absorber la topografía del terreno que lo cercaba. Sabía que su seguridad era momentánea, que Igor iba a su alcance, que disponía de sólo unos segundos para escapar de aquella ratonera. La grieta rajaba la piedra por el interior y Tomás experimentó un terrible sentimiento de indecisión. Podría saltar de nuevo al desfiladero y gatear a lo largo de la pared, pero probablemente Igor lo vería y lo perseguiría de nuevo. Era un riesgo. Podría subir por la grieta y ver adonde lo llevaba, pero era probable que no fuese más que a un callejón sin salida, que lo dejara sin escapatoria cuando Igor llegase al hueco. Era otro riesgo.

¿Qué hacer?

El tiroteo proseguía en el desfiladero, intenso y caótico, hasta que, entre las detonaciones que retumbaban por Walpa Gorge, se dio cuenta de que alguien se acercaba. Era Igor. Al comprobar que era imposible regresar al desfiladero, Tomás se sumergió en las profundidades de la abertura y trepó en dirección a la luz; apoyando el pie en un saliente, aferrando la tierra con una mano, haciendo de una roca un escalón, resbalaba y comenzaba de nuevo, inquieto, intentando controlar el pánico, esforzándose por escalar a toda costa, con la determinación de los desesperados.

Alcanzó un parapeto y s^ sentó para descansar un momento. Le caían gotas de transpiración en abundancia; en realidad no eran gotas, sino un hilo de agua que se le escurría por la punta de la nariz y por la barbilla: nunca pensó que fuese posible sudar tan intensamente. Sintió una sed increíble y la boca muy seca; se pasó la lengua por los labios, pero era como si aquélla fuese de corcho, no consiguió obtener ni una gota de saliva. Se encogió de hombros, resignado. Sabía que en aquel momento crítico el agua constituía la última de las prioridades.

Oyó un movimiento abajo y vio un bulto; era Igor, que se acercaba con la escopeta automática en las manos. Los ojos de ambos se cruzaron en un instante de reconocimiento, pero fue realmente un momento efímero, porque deprisa el ruso giró el arma y dirigió el cañón hacia arriba, en su dirección.

Pam .

Tomás rodó hacia un lado, en el parapeto, y escapó a tiempo de la bala asesina. El parapeto tenía unos dos metros, lo que le daba espacio de retroceso, pero el cerco se estaba estrechando. Cada vez estaba más claro que Igor no necesitaba subir; le bastaba con escalar hasta el borde y apuntar el arma, cosa de segundos.

El fugitivo exploró apresuradamente el parapeto, andando de aquí para allá, como un león enjaulado, siembre en busca de una salida de aquella trampa. No había nada, estaba acorralado. Sintió la respiración jadeante de Igor en el esfuerzo de la escalada y vio que el cañón del arma subía por encima de la línea del borde del parapeto: parecía un periscopio emergiendo de las aguas del mar.

En un acceso de desesperación, Tomás dio un salto hasta el borde, miró hacia abajo y vio la cabeza de Igor a medio metro de distancia. El ruso jadeaba agarrado a los salientes para subir al parapeto. Sin vacilar, el fugitivo levantó la pierna y, en ese instante, pasando de presa a predador, asestó un brutal puntapié en la nuca del ruso. Pillado por sorpresa, Igor dio con la cabeza en la pared, perdió el equilibrio y cayó con estruendo al suelo de la grieta.

El contraataque dio un tiempo adicional a Tomás, que retrocedió hasta la pared del parapeto y sopesó de nuevo la situación. Desde donde se encontraba, no podría subir más. ¿Habría algún otro camino que, en la locura de la fuga, se le hubiese escapado? Estudió mejor la grieta y vio que, si daba un salto sobre el parapeto, pasando por encima del lugar de donde había venido y donde ahora se encontraba su perseguidor, podría acceder a una pequeña plataforma con un sendero abierto en la roca. Pero era arriesgado, ya que tendría que exponerse unos instantes a la mira de Igor; además, si fallaba el salto, se arriesgaba a caer en la grieta donde el ruso lo esperaba.

Mientras evaluaba los pros y los contras, oyó el sonido de la respiración de Igor y se dio cuenta de que éste intentaba acceder de nuevo al parapeto. Fue en ese instante cuando tomó la decisión. Antes de que su perseguidor subiese más, Tomás se acercó al borde y miró hacia abajo. Lo primero que vio fue el cañón del arma apuntando en su dirección.

Pam .

La bala le rozó la cabeza; el estruendo zumbó en sus oídos y lo dejó un rato aturdido.

«Cabrón -pensó-. Estaba pendiente de que yo me asomase.»La táctica del puntapié, comprendió, ya no volvería a sorprender a su enemigo, que ahora escalaba la grieta con cautela redoblada. El tiempo le urgía a hacer algo. Tomás cogió impulso, llenó los pulmones como quien se llena de valor, corrió hasta el borde y saltó.

Aterrizó con un gemido en la plataforma a la que había saltado. Sintió que perdía el equilibrio, giró los brazos en el aire en busca de estabilidad y se agarró por fin a un saliente, con lo que evitó la caída en la grieta. Oyó detrás los movimientos de Igor acelerando su escalada y se dio cuenta de que pronto el ruso lo alcanzaría. Se levantó y recorrió el sendero rasgado en la piedra. Unos metros más adelante, el sendero parecía desaparecer en la sombra, engullido por un hueco del tamaño de un perro. La sensación de que estaba acorralado resurgió con fuerza, porque no podía volver atrás.

Sin alternativas, Tomás se tumbó en el suelo y se arrastró por la entrada del hueco, sin saber qué encontraría en las tinieblas. Nada bueno, imaginó, pero aquélla era la única salida, de manera que siguió el camino. Sintió zumbidos en torno a su cabeza; eran insectos que volaban, sorprendidos por la presencia del intruso. Un haz de luz incidió sobre un extraño lagarto lleno de picos, de aspecto temible; se trataba de un diablo espinoso que lo miraba con asombro al verlo en aquellos parajes.

El fugitivo hizo un esfuerzo por ignorar los bichos, pero aquello era más fuerte que él. Sintió comezones por todo el cuerpo y se dio prisa, no sabía si eran los insectos los que andaban bajo su ropa o si era su imaginación febril, pero decidió no comprobarlo, pues quizá lo que podía descubrir no le gustaría. La verdad es que presentía movimiento por todas partes y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar sus miedos. Se internó en el hueco y, entre contorsiones, logró seguir una curva hacia la izquierda y dejar la entrada bien atrás.

Negro.

Como el abismo más profundo, como la sombra más tenebrosa, era negro todo lo que rodeaba a Tomás. Allí ya no llegaba siquiera la claridad de la entrada, no se distinguía nada y todo se sentía. Casi hacía frío y el intruso tanteaba ahora a ciegas, con la cabeza dando en un saliente invisible, las manos intentando adivinar las curvas abiertas en la roca, los oídos siempre atentos a los sonidos de los animales que se ocultaban allí. «¿Qué amenazas acechan aquí?», se preguntaba Tomás casi sin cesar. ¿Qué insectos, qué lagartos, qué náuseas, qué venenos? ¿Habría escorpiones? ¿Habría serpientes? ¿Cómo podría no haberlos en un antro semejante, tan grande y tan profundo, tan escondido y tan tremendo?

Se detuvo con la respiración pesada, jadeante, afligida. Tuvo ganas de retroceder y volver al punto de partida, de huir de allí, la amenaza desconocida le parecía más terrible que la que sabía que lo esperaba allí atrás; sin embargo, tuvo que cerrar los ojos y controlar el pánico, tuvo que reunir fuerzas para dominar la claustrofobia que lo sofocaba, tuvo que concentrarse y recordar que allí atrás lo acechaba la muerte y que, cualquiera fuese la amenaza invisible que se escondiese en aquel hueco, jamás podría ser peor que la certidumbre que lo aguardaba si retrocedía.

Se llenó de valor y se enfrentó a lo desconocido. Reanudó el rastreo, tanteando en la oscuridad, como un ciego desmañado, buscando con las manos formarse en la mente la imagen de los contornos invisibles de aquel túnel excavado en la roca. Tropezó con una enorme superficie que bloqueaba el camino y se inmovilizó, ansioso. ¿Sería el final? Palpó las paredes frías del hueco, acariciando las piedras y la tierra, hasta que sintió que a la derecha se abría una salida. ¿Sería una guarida de serpientes? Cogió unos guijarros sueltos y los arrojó en esa dirección, como si avisase a los animales que era mejor salir de allí porque iba a pasar gente; y aguardó, expectante, intentando percibir si había movimiento, si los guijarros habían ahuyentado a lo que fuera que se encontrase allí. Nada. No oyó nada. Alentado, se esforzó y se deslizó por la abertura.

Distinguió claridad al fondo. Era la salida. El hueco tenía una salida. Cuando se dio cuenta de ello, sintió que recuperaba el ánimo, que la esperanza le llenaba el alma y que la fuerza regresaba a su cuerpo. Se arrastró muy rápido, desasosegado, ansioso por escapar de allí lo más deprisa posible. Sus movimientos se hicieron frenéticos, bruscos, casi espasmódicos. Ya veía los contornos del túnel, las sombras de las piedras, las hormigas, las cucarachas, los lagartos y sobre todo el cielo azul del otro lado, la libertad que lo esperaba más allá de la gruta. El hueco se ensanchó. Tomás logró erguirse ligeramente, lo que le permitió gatear los últimos metros y, en un último esfuerzo, estirar la cabeza y sentir el aire caliente exterior dándole en el rostro sudado.

– Priviet -saludó una voz.

La luz del sol lo encandilaba después de esos minutos en la oscuridad profunda, y por ello le llevó unos segundos readaptar los ojos a la claridad diurna y distinguir la figura que se agigantaba frente a él, a la salida del hueco.

Igor.

El ruso lo miraba con una sonrisa sarcàstica bailándole en la cara y tenía la escopeta automática con el cañón casi pegado a la frente de Tomás. ¿Cómo diablos había llegado allí? Estaba sorprendido, perplejo y desconcertado ante aquello. «¿Y ahora? ¿Qué va a ocurrir? ¿Acaso me va a llevar como prisionero? ¿Acaso me va a usar como escudo para escapar de aquí? ¿Acaso me va a matar?»Clic.

Tomás se dio cuenta de que Igor acababa de cargar la escopeta y que se preparaba para apretar el gatillo. Estaba perdido, concluyó. Suspiró y se resignó a su destino. Tenía la conciencia de haberlo intentado todo para escapar, pero la verdad es que acababan de atraparlo y no había escapatoria posible. Igor mantenía el arma apuntada a su cabeza y dispararía en cualquier momento. Se acabó.

Fue en ese instante de rendición, sin embargo, cuando, como un animal acorralado y enloquecido de miedo, una parte de sí mismo se sublevó. ¿Moriría como un cordero o lucharía como un lobo? ¿Se entregaría al verdugo o se enfrentaría a él? Cercado, desesperado, sin nada que perder, decidió luchar.

Se echó hacia delante como un nadador que se tira a la piscina y dio con la cabeza en el estómago del ruso.

Pam.

Como el movimiento y la violencia del asalto lo pillaron por sorpresa, Igor disparó contra la pared de piedra y perdió el equilibrio. Sabiendo que no podía dar espacio ni tiempo a su enemigo, Tomás lo abrazó por la cintura y volvió a impulsar el cuerpo. Los dos rodaron por la roca y sintieron de repente que les faltaba el suelo y que caían al vacío.

Al abismo.

Capítulo 38

– ¿Tomás?

La voz, tensa y afligida, surgió de la nada.

– ¿Tomás?

Sintió un líquido fresco que le caía por los ojos. La negrura de la oscuridad se volvió clara.

– Hmm -gimió levemente.

– Está despertando -dijo la misma voz, muy cerca-. ¿El médico? -preguntó, proyectándose ahora en una dirección diferente, como si hablase hacia un lado o hacia atrás-. ¿Cuándo llega?

– Ya viene -repuso una segunda voz más alejada, con un acento australiano arrastrado-. No worries, mate.

– Tomás, ¿te encuentras bien?

La primera voz parecía ahora otra vez muy cerca. En el sopor del despertar, Tomás entreabrió los ojos muy despacio y sintió que la luz le invadía los sentidos.

– Hmm -volvió a gemir.

Una sombra indefinida se recortaba justo enfrente y llenaba su visión, aún desenfocada. Era una figura humana que, inclinada sobre él, con una de las manos le sujetaba la cabeza y movía la otra delante de su nariz.

– ¿Estás viendo mi dedo?

Tomás fijó la vista en el objeto erguido frente a él.

– Síííí.

El dedo osciló hacia la derecha y hacia la izquierda.

– ¿Y ahora? ¿Aún lo ves?

– Síííí.

El hombre inclinado sobre su cuerpo suspiró de alivio.

– ¡Uf! Menos mal.

– Haw, she'll be right, mate -dijo la segunda voz, despreocupada.

En el sopor del despertar, Tomás hizo un esfuerzo por desvelar la confusión que le nublaba las ideas y entender lo que estaba pasando a su alrededor. Con los ojos entreabiertos, identificó finalmente la voz y la figura que se curvaba sobre él. Era Filipe. Sonrió con debilidad al reconocer a su amigo. Después observó más allá de él y se dio cuenta de la presencia de un hombre uniformado atrás, de pie, mirando por encima del hombro de Filipe. Un policía.

Tranquilizado, y con la mente gradualmente más clara, Tomás respiró hondo, apoyó los codos en el suelo árido e incorporó el tronco. Sintió un dolor desgarrador en la pierna izquierda que subió por su cuerpo con la fuerza de un trueno.

– ¡Ay! -gritó viendo literalmente las estrellas.

– Estate quieto -le recomendó Filipe, apoyándole el cuerpo-. No te muevas, Casanova.

– Joder -farfulló, con los ojos y los dientes apretados debido al dolor-. Me duele mucho -gimió-. Por debajo de la rodilla.

– Estate quieto -insistió su amigo-. Creo que te has roto la pierna.

El dolor brutal tuvo el poder de despertarlo totalmente. Fue como si la neblina se hubiese despejado de repente y ahora lo viese todo claro. En cuanto se le calmó el dolor, Tomás estiró el cuello e intentó observar la pierna izquierda.

– ¿Está mal?

– ¿Qué? ¿La pierna? -Filipe miró la pierna-. Te va a quedar bien, no te preocupes. Ya viene ahí el médico de la Policía. -Meneó la cabeza y sonrió-: Nunca he visto a un tipo con tanta suerte como tú.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

Filipe se rio.

– ¿Por qué? ¿Aún tienes la osadía de preguntar por qué?

– No veo de qué…, ay…, te sorprendes.

Su amigo le señaló el enorme peñasco justo al lado.

– Mira: ¿te has fijado bien dónde te caíste? Fueron casi diez metros, ¿qué te crees? Te caíste desde casi diez metros de altura y sólo te rompiste una pierna.

– ¡Estás bromeando!

Filipe apuntó con la cabeza hacia un lado. Tomás miró en aquella dirección y vio un cuerpo tumbado en el suelo.

– Entonces pregúntale a tu amiguito a ver si estoy bromeando.

– ¿Quién es ése?

– Es el ruso con quien te caíste desde ahí arriba.

– ¿Cómo está él?

– ¿Qué te parece?

– ¿Está muerto?

– Más muerto que Tutankamón. -Hizo una mueca-. Tú también lo estarías si no hubieses caído encima de él. El cuerpo del tipo amortiguó tu caída, en eso tuviste suerte.

– Caramba -exclamó Tomás-. ¿Has visto las vueltas que da la vida? Vino detrás de mí para matarme y acabó salvándome la vida.

– Sí, ha sido un tipo legal. Ha dado la vida por ti. -Le guiñó un ojo-. Espero que le devuelvas la gentileza y aparezcas por lo menos en la misa que recen por él, ¿no?

– Vete a la porra. -Miró una cantimplora apoyada en el suelo-. Oye, me estoy muriendo de sed.

Filipe desenroscó el tapón de la cantimplora y le dio de beber. Sorbió el agua con la avidez de un hambriento delante de un banquete. Bebió un trago tras otro hasta que se vació la cantimplora y se sintió medio saciado, pero no del todo; al final, había quedado seriamente deshidratado mientras huía de Igor.

– Caramba -exclamó Filipe al comprobar que la cantimplora se había vaciado-. Realmente tenías mucha sed, Casa- nova. ¿Quieres más?

Tomás hizo un gesto afirmativo.

– Sí -murmuró después, casi sin aliento.

Filipe se dirigió al policía que observaba la escena detrás de él.

– ¿Tiene más agua?

– Creo que sólo en los coches patrulla, que están al otro lado -dijo el australiano-. Voy a buscarla.

El policía dio media vuelta. Tomás vio cómo se alejaba.

– ¿Cómo se enteró la policía de todo esto?

– Es una larga historia.

– Sabes que me gustan las historias largas.

Filipe frunció el ceño.

– ¿Quieres que te la cuente ahora?

– ¿Y por qué no?

Su amigo suspiró.

– La Policía ha estado vigilándonos desde el principio -reveló-. La casa de James tiene micrófonos instalados por todas partes, y ellos siguieron todos los detalles.

Tomás miró interrogativamente a su amigo, con una expresión de perplejidad impresa en el rostro.

– Pero ¿qué demonios de historia es la que me estás contando?

– Bien, estoy contándote lo que ocurrió.

– Pero ¿cómo se enteró la Policía de esto?

– Fui yo quien les di el aviso.

– ¿Avisaste a la Policía? -Meneó la cabeza-. No consigo entenderlo -exclamó, intentando reordenar las ideas-. ¿No eras tú el que decías que, frente a los gigantescos intereses que estaban en juego, no se podía confiar ni en la Policía?

– Lo dije, y es verdad.

– ¿Entonces? ¿Cómo es que aparece la Policía en medio de todo esto?

– Las circunstancias cambiaron y fue necesario alertarlos. Colocaron micrófonos en la casa y observaron la llegada de los gánsteres, además de estar atentos a la conversación que la sucedió.

– Pero ¿por qué razón no los detuvieron enseguida?

– Por varios motivos, Casanova. Era necesario grabar la conversación para reunir elementos que los incriminasen. Por otro lado, teníamos la esperanza de que los rusos revelasen en un descuido quiénes les daban las órdenes.

– Cosa que no llegaron a revelar.

– Pues no, pero al menos lo intentamos. El plan era dejarlos hablar a sus anchas, por lo menos mientras no hubiese un peligro inminente para nuestra seguridad. Después deberíamos llevarlos hasta las Olgas, donde los capturarían a la salida de Walpa Gorge. -Apuntó en una dirección-. Hay allí un claro que habría sido propicio para la intervención, ¿lo ves? El problema fue que un policía resbaló allí arriba, cuando vigilaba nuestro paso por el desfiladero, y los rusos descubrieron la trampa. -Sonrió-. Escapamos por poco, ¿eh?

Tomás esbozó el gesto propio de quien aún no logra entender lo ocurrido.

– Disculpa, pero sigo sin comprender qué te llevó a llamar a la Policía, después de estar años huyendo de ella.

Filipe carraspeó, pensando por dónde empezar. Concluyó que no hay mejor forma de iniciar una narración que empezar por el principio.

– Oye, Casanova, vamos a retroceder en el tiempo -propuso-. Cuando Howard y Blanco aparecieron muertos el mismo día con un triple seis al lado, y James y yo descubrimos que si habíamos escapado se debía al hecho de habernos ausentado inesperadamente de casa, los dos concluimos que teníamos que desaparecer del mapa. La industria del petróleo había descubierto que éramos una amenaza y, por lo visto, había decidido eliminarnos.

– Todo eso ya lo sé.

– El problema es que desaparecer del mapa, como te puedes imaginar, no resulta tan sencillo. Es fácil decirlo, pero no es fácil hacerlo. La verdad es que la industria petrolera dispone de enormes recursos y no les iba a resultar difícil a los tipos que estaban detrás de todo lograr localizarnos, sobre todo porque nuestros recursos son irrisorios cuando se comparan con los suyos. James y yo tenemos algún dinero, pero nada que nos permitiese escapar de un enemigo de tal envergadura.

– Entonces, ¿qué hicisteis?

– Concluimos que teníamos que conseguir un aliado, y deprisa. Una posibilidad obvia era dirigirnos a la Policía, pero, como ya te he dicho, enseguida nos dimos cuenta de que no habría Policía en el mundo que pudiera protegernos durante mucho tiempo. Estuvimos pensando sobre ello, y fue entonces cuando James se acordó del aliado perfecto, alguien que podría tener la voluntad y los recursos para protegernos y hasta para ayudarnos a concluir nuestras investigaciones.

– ¿Quién?

Filipe sonrió, como si quisiera hacer durar el misterio.

– ¿No llegas a imaginarlo?

– Yo, no.

– Piensa bien -lo desafió-. ¿Quién podrá estar interesado en hacer lo posible por frenar el calentamiento global?

– ¿La humanidad?

– Claro que el interés es de la humanidad, idiota. Pero ella no actúa espontáneamente, ¿no? Me estoy refiriendo a un grupo organizado.

Tomás amusgó los ojos, en un esfuerzo por adivinar la respuesta.

– Sólo consigo ver a los ecologistas.

Su amigo se rio.

– Esos hablan mucho, no hay duda, pero no disponen de los recursos necesarios para ayudarnos. Yo estoy hablando de un aliado muy poderoso, lo bastante fuerte para hacer frente a la industria petrolera.

– No imagino quién puede ser.

– Anda, haz un esfuerzo.

Tomás se encogió de hombros.

– ¿El Ejército de los Estados Unidos?

Filipe volvió a soltar una carcajada.

– Graciosillo -comentó-. Vamos, ¿no llegas realmente a imaginar a nadie?

– Ya te he dicho que no. Anda, suéltalo. ¿Quién es vuestro poderoso aliado secreto?

Filipe se inclinó sobre Tomás y le susurró la respuesta al oído.

– La industria aseguradora.

– ¿Quién?

– La industria aseguradora.

Tomás frunció el ceño, desconfiado, y miró a su amigo, intentando descubrir si estaba bromeando. Por la expresión del rostro, sin embargo, dedujo que hablaba en serio.

– ¿Esos embusteros?

Una carcajada más de Filipe.

– Tal vez sean unos embusteros, no lo sé, pero puedes estar seguro de que gracias a ellos aún estamos vivos y hemos podido proseguir con nuestras investigaciones durante todo este tiempo.

– No llego a entender -balbució Tomás-. ¿Qué interés podían tener las aseguradoras en salvaros el pellejo?

– Al salvarnos el pellejo, como tú dices, la industria aseguradora estaba salvando su propio pellejo.

– ¿Cómo es eso?

Su amigo adoptó un tono condescendiente.

– Como casi siempre ocurre, Casanova, todo tiene que ver con el dinero. -Abrió bien los ojos para enfatizar la idea-. Con el dinero y sólo con el dinero.

– No te entiendo.

– Es muy sencillo -dijo Filipe-, En los años ochenta, la industria aseguradora estadounidense pagó una media de menos de dos mil millones de dólares anuales por daños que había provocado el mal tiempo. Pero de 1990 hasta 1995 esos costes se elevaron a más de diez mil millones de dólares anuales, valor que volvió a subir después de 1995. Las inundaciones y las tormentas cada vez más extremas causaron perjuicios muy graves, y las aseguradoras acabaron pagando la factura más pesada. La situación se agravó tanto que las mayores aseguradoras del mundo firmaron un pacto en el que introdujeron consideraciones climáticas en sus evaluaciones de riesgo. Viven ahora en un clima de pánico latente y temen que el calentamiento global produzca fenómenos meteorológicos catastróficos. Según ciertos cálculos, bastan algunos grandes desastres provocados al extremarse las condiciones atmosféricas para que toda la industria entre en bancarrota. -Hizo una pausa, tratando de enfatizar la idea-. ¿Entiendes, Casanova? Toda la industria aseguradora se enfrenta a la posibilidad de una quiebra por culpa del calentamiento global.

– Caramba -exclamó Tomás-. No tenía idea.

– La Lloyds de Londres preguntó hace unos años a un grupo de expertos si las tormentas, las sequías y las crecidas cada vez más violentas se debían al calentamiento del planeta. En ese momento los expertos dijeron que no podían probar que el planeta estaba, en efecto, calentándose, pero que, cuando lo pudiesen probar, las aseguradoras estarían en apuros. -Balanceó la cabeza-. El calentamiento global ahora ya está probado, lo que significa que están en apuros.

– Ya veo.

– De modo que, cuando james y yo nos pusimos en contacto con determinados miembros de las mayores compañías de seguros del mundo, y les explicamos nuestra investigación y la persecución a la que nos estaba sometiendo la industria petrolera, se aferraron a nosotros como si hubiesen encontrado un tesoro. Fueron las aseguradoras las que proporcionaron los medios que nos permitieron desaparecer del mapa y proseguir las investigaciones en secreto. Nos consiguieron una nueva identidad, nos dieron documentos, dejaron disponible una cuenta casi inagotable y nos escondieron donde no nos podrían encontrar los tipos del petróleo: a mí en Siberia y a James aquí, en el desierto australiano.

– Que es donde habéis estado todo este tiempo.

– Sí -confirmó Filipe-. Mejor dicho, a veces hemos tenido que viajar. Necesitábamos ir a un sitio u otro para investigar determinado asunto u obtener cierto componente, ese tipo de cosas. La nueva identidad y el fondo de investigación fueron muy útiles para ello. Pero, en lo esencial, nos mantuvimos escondidos, y sólo dos o tres ejecutivos poderosos de las grandes compañías de seguros conocían nuestro paradero.

– ¿Y la Policía?

– Nada. No le dijimos nada a nadie. La Policía ni siquiera tenía conocimiento de que nosotros estábamos vivos. En lo que se refiere al resto del mundo, James y yo no existíamos.

Tomás hizo un gesto con la mano en dirección al lugar adonde el policía había ido a buscar agua.

– Así pues, ¿cómo se explica que ellos estén aquí?

– Ahora te lo explico -le dijo su amigo-. Lo que ocurrió fue que yo concluí la investigación sobre el estado de las reservas mundiales de petróleo y, poco después, James terminó los trabajos de desarrollo del hidrógeno como fuente energética del futuro. Por fin estaban creadas las condiciones para que avanzáramos. Por un lado, el mercado se acerca al momento en que va a comprobar que no hay petróleo suficiente para satisfacer sus necesidades. Por otra parte, ya tenemos preparada la alternativa que resolverá este problema. Esto significa que es éste el momento justo, pero aún nos faltaba sortear un último obstáculo.

– ¿Cuál?

– Neutralizar a los jefes de los asesinos. Había que desenmascarar a los autores morales de los asesinatos de Howard y de Blanco, so pena de que toda la operación se encontrase bajo una permanente amenaza. James y yo mismo jamás habríamos podido volver a dormir tranquilamente. Habríamos vivido siempre con miedo a que los homicidas del triple seis se nos apareciesen por la noche junto a la cabecera de la cama. Era imperioso neutralizar esta amenaza.

– Fue entonces cuando llamasteis a la Policía.

– Ten calma -insistió Filipe, indicando que ya llegaría a esa parte-. Decidimos tenderles una trampa a los asesinos. Utilizando un canal en Internet que sabíamos que estaba sometido a vigilancia, James me mandó un e-mail con la cita bíblica.

– La del Séptimo Sello.

– Esa. El me mandó el e-mail y esperamos a ver qué ocurría.

Tomás miró a su amigo con una expresión intrigada.

– Pero ¿por qué razón no me contaste todos esos detalles cuando nos encontramos?

– Disculpa, pero tuve que ser prudente. El éxito de la operación dependía del sigilo. Además, y vas a tener que comprenderlo, tú acabaste siendo blanco de sospechas.

– ¿Yo?

– Claro, Casanova. Fíjate en que, en un primer momento, escribimos un e-mail en Internet para atraer al asesino. Semanas después, ¿qué aparece en el sitio del instituto? Un mensaje tuyo buscándome.

– Ah, ya entiendo -exclamó Tomás, cayendo en la cuenta-. Dedujiste que los asesinos se habían puesto en acción.

– Al principio, no. Reconozco que no establecí inmediatamente la relación. Como te he contado en otra ocasión, lo que ocurrió fue que tu mensaje me despertó añoranza por mi país y por mis tiempos de juventud, y por eso quise verte. Además, creí que, como tú no tenías relación alguna con el mundo del petróleo, no habría ningún problema en que nos encontrásemos. Podría hasta haber alguna utilidad en ello.

– ¿Y cuándo entendiste que nuestro encuentro estaba relacionado con la persecución de los asesinos del triple seis?

– Cuando nos persiguieron en Oljon -dijo Filipe-, me resultó extraña la aparición de los hombres armados en el campamento yurt horas después de que tú llegaras. La desconfianza se convirtió en certidumbre cuando vi que nos seguían por todos lados en la isla. Íbamos a un sitio y ellos venían también, íbamos a otro, ellos iban también. No era normal, parecía que alguien los estaba informando. Ese alguien sólo podías ser tú.

Tomás levantó el brazo derecho y se miró el dorso de la mano.

– Y lo era -confirmó-. El chip que me implantaron aquí en la mano los informaba, por lo visto, de nuestros movimientos.

– Yo no sabía nada del chip. Sólo sabía que los tipos lograban encontrarnos cori una facilidad sorprendente. Por ello decidí separarme de ti en el Baikal. Intuía que, si me alejaba de ti, me alejaría también de aquellos gorilas. Y tenía razón.

Tomás frunció el ceño.

– Al final, como amigo me saliste rana. Los tipos mataron a Nadia y casi me matan a mí también.

– Pero yo no podía saberlo -se apresuró Filipe a aclarar-. Tienes que entender que en ese momento todo me parecía sospechoso, y yo admitía como muy probable que estuvieses confabulado con esos tipos, ¿entiendes? No se me pasó por la cabeza que tú y Nadia podíais correr un verdadero peligro. Creía que estabas implicado en la trama, por lo que no os harían ningún daño.

– Ya te entiendo. Sólo la muerte de Nadia te demostró que no era así.

Filipe meneó la cabeza.

– No, todo lo contrario -exclamó-. Cuando supe que ella había muerto y que tú estabas vivo, se me afianzó la idea de que te encontrabas hundido en la mierda hasta el cuello. ¿De qué otro modo se podría explicar el hecho de que te hubieran dejado vivo? Tu supervivencia me parecía una prueba de tu culpabilidad.

Tomás sonrió.

– ¡Qué confusión!

– Por eso te atrajimos hasta Australia. Pero esta vez nos preparamos con cuidado. Nos pusimos primero en contacto con la Interpol, que nos revelo que jamás te había contratado, lo que pareció confirmar nuestras peores sospechas en relación contigo. De ahí que las compañías de seguros hubiesen montado un fuerte dispositivo de seguridad en Sídney, organizando a toda la gente a nuestro alrededor. Por la misma razón, se había contactado con la policía australiana. Hasta contratamos a un tipo para que te siguiera ostensiblemente por la ciudad para estudiar tu comportamiento.

– No me digas que fue aquel tipo…

– Ese mismo. -Filipe sonrió-. Queríamos ver cómo reaccionabas al darte cuenta de que te estaban vigilando. -Encogió el cuello y abrió las manos, en una expresión de perplejidad-. Incluso me quedé conversando un largo rato contigo, a la espera de que pasase algo. Pero, para nuestra decepción, no ocurrió nada en Sídney.

– Fue entonces cuando comenzaste a tener dudas.

– No, de ninguna manera. Concluí que los asesinos querían llegar también hasta James, por lo que decidimos embarcarnos en el juego y avanzamos hacia el plan B. Te traje aquí, a Yulara, y fuimos a aquella casa, a la espera de los acontecimientos. Queríamos ver si atraías de nuevo a los gánsteres y pillábamos a toda aquella gente de una vez.

– ¿No crees que eso fue un poco arriesgado? ¿Y si los tipos hubiesen llegado allí y nos hubiesen matado inmediatamente?

– Claro que fue arriesgado, pero ése era el precio que teníamos que pagar por vernos definitivamente libres de nuestros perseguidores. Si no hacíamos eso, ¿qué otro cebo tendríamos para capturar a los asesinos? Era ahora o nunca.

– Tienes razón.

– Además, se trataba de un riesgo controlado. La Policía tenía micrófonos por toda la casa, además de agentes escondidos en las inmediaciones. El plan era atraer a esos tipos a la casa, haceros confesar todo allí dentro y después llevaros hasta las Olgas, so pretexto de que las pruebas de la «energía a hidrógeno» se habían hecho aquí, y que era aquí donde estaban guardados los resultados. -Volvió a señalar un punto en la parte de atrás-. Sería en aquel claro donde se procedería a vuestra captura.

– ¿Y si los tipos no querían ir a las Olgas y decidían matarnos dentro de la casa?

Filipe se encogió de hombros.

– Ya te he dicho, Casanova, que era un riesgo que teníamos que correr. De cualquier modo, no te olvides de que la Policía australiana estaba escuchando la conversación y tenía hombres en los alrededores. Si por casualidad surgía algún problema, ellos podían intervenir en el lapso de apenas un minuto.

– Ya, ya entiendo -observó Tomás-. De ahí que estuvieses tan tranquilo cuando apareció Orlov…

– Claro.

– ¡Y yo, como un tonto, admirando tu valentía!

Filipe se rio.

– Con las espaldas cubiertas, querido amigo, todos somos muy valientes.

– Ya veo, ya veo.

– De cualquier modo, cuando apareció el gordo…

– Orlov.

– Cuando apareció con sus matones, enseguida me di cuenta, por la conversación dentro de casa, de que finalmente no estabas implicado con ellos.

– ¿Lograste darte cuenta de eso? -bromeó Tomás-. Eres un genio.

– Lo soy, ¿a que sí?

– Eres un genio, pero las cosas se pusieron feas.

– No es posible tenerlo todo. Pero estamos todos vivos, eso es lo que interesa.

Tomás observó el cuerpo de Igor, tendido de bruces a un metro de distancia.

– ¿Y los otros rusos? ¿Qué fue de ellos?

– Murieron éste y otro más; uno acabó herido, y al cuarto lo pillaron ileso.

– ¿Cómo acabó Orlov?

– ¿El gordo asqueroso?

– Ese.

– Ese es el herido. Le dispararon en un brazo.

– ¿Ya ha contado algo?

– Aún no -dijo Filipe-. Pero quédate tranquilo, que los australianos van a hacerlo cantar como un canario.

Oyeron unas voces que se acercaban y ambos volvieron la cabeza hacia el lugar de donde venían los sonidos. Era el médico acompañado por dos policías, uno de ellos con una cantimplora en la mano. Los tres se acercaron a los portugueses. El médico, un hombre de barba rubia con un estetoscopio al cuello, miró a Tomás con una expresión inquisitiva.

– ¿Fue usted el que cayó desde allí arriba?

– Parece que sí.

El médico adoptó un gesto reprobador.

– Ustedes están todos locos -exclamó-. Nadie debería haber movido al herido. -El australiano se arrodilló junto a Tomás y le analizó el cuerpo con mirada experta-. ¿Le duele alguna parte en especial?

– Sí. La pierna izquierda.

El médico centró su atención en la pierna. Después de observarla detenidamente, se volvió hacia uno de los policías, que miraba a Tomás con curiosidad.

– ¿La camilla?

– Ya la traen, doc.

El médico volvió a observar la pierna.

– Voy a tener que arreglarle esto -dijo.

Estudió con atención la posición de Tomás y después, con mucho cuidado, le tocó la pierna y la giró. En ese instante Tomás volvió a ver las estrellas.

– ¡Aaaay!

Epílogo

La primera persona que lo vio entrar en la vivienda fue la recepcionista, una mujer de mediana edad muy propensa a hablar de todo con todos; ella era muchas veces la confidente de los familiares de los huéspedes.

– Buenos días, profesor -saludó con jovialidad-. Hacía más de un mes que no lo veía por aquí.

– Dos meses -corrigió Tomás, apoyándose en las muletas a cada paso-. He estado fuera mucho tiempo.

La recepcionista miró con curiosidad las muletas y la pierna izquierda escayolada.

– ¿Qué le ha ocurrido? ¿Lo atropellaron?

Tomás forzó una sonrisa. Estaba tan cansado de responder a la misma pregunta que hasta había pensado ya en escribir un texto contándolo todo, sacar unas cuantas fotocopias y entregar un ejemplar a cada persona que le hiciese preguntas sobre la pierna. Otra posibilidad era garrapatearse toda la información en la frente; así hasta se ahorraría el trabajo de distribuir las fotocopias entre todos los idiotas que lo interpelasen.

– Más o menos -dijo, evitando dar más explicaciones-. Por culpa de esta pierna he estado tanto tiempo fuera.

La recepcionista se levantó y abandonó el mostrador, solícita, y se acercó a Tomás.

– ¿Necesita ayuda, señor profesor?

– No, quédese tranquila. Me las arreglo solo, ya me he ido habituando. -Se detuvo delante de la recepción y miró hacia el interior de la casa-. ¿Mi madre? ¿Dónde está?

– ¿Doña Graça? -La recepcionista retrocedió unos pasos, se detuvo frente a la puerta del salón y miró a ver quién estaba-. Aquí no la veo.

– ¿Estará en la habitación?

Tomás se acercó a la recepcionista, pero ella entró de inmediato en el salón y fue a hablar con un anciano. Desde la puerta, Tomás oía los sonidos de la conversación, pero no distinguía las palabras. El anciano dijo algo imperceptible y la recepcionista observó por la ventana, dio media vuelta y regresó a la entrada.

– Está fuera, en el jardín -dijo-. ¿Quiere que la llame?

– No, no se preocupe. Yo mismo voy a buscarla.

Moviéndose con dificultad, el cuerpo balanceándose entre las dos muletas y la pierna escayolada, Tomás salió de la estancia y caminó cruzando el césped, entre los parterres coloridos con rosales, corazoncillos y ajenuces. Rodeó la residencia y fue hasta el jardín de la parte trasera, donde varios huéspedes se encontraban sentados en bancos de madera disfrutando del sol matinal. Las golondrinas trisaban en las ramas de los pinos, alegres e inquietas, llenando el verdor de musicalidad; un olor a hierba fresca flotaba en el aire, y era un perfume agradable, una esencia pura y aromática que exhalaba el césped aún mojado por el aspersor de la mañana.

Recorrió el jardín con los ojos y vio a su madre sentada al fondo, a la sombra de un pino doncel, con la mirada perdida en el bosque vecino. Siempre haciendo equilibrios con las muletas, Tomás se acercó despacio, ahora un paso y después otro; atravesó el terreno con césped hasta llegar junto a ella y detenerse al lado de la silla.

– Hola, madre.

Doña Graça volvió la cabeza y lo miró de modo extraño. No lo miró con la alegría del reencuentro, como sería de esperar después de dos meses sin ver a su hijo, sino con curiosidad.

– Buenos días.

El hijo se inclinó y la besó en la mejilla.

– ¿Se encuentra bien, madre?

Doña Graça se mantuvo muy rígida, casi distante.

– Disculpe, usted debe de estar confundiéndome con otra persona.

Tal declaración, lanzada con un tono casi indiferente, lo afectó con la fuerza de una bofetada. Al pillarlo desprevenido, Tomás vaciló, presa del desconcierto.

– Oiga, madre, que soy yo -dijo llevándose la mano al pecho-. Tomás.

Ella extendió la mano para saludarlo.

– ¿Cómo está? -preguntó-. Yo soy Graça Noronha.

Tomás ignoró la mano que ella le extendía e insistió, más vehemente, sacudiéndola por el hombro como si quisiera despertarla del sueño.

– Soy yo, madre. Su hijo. Soy Tomás, su hijo.

Doña Graça sonrió amablemente.

– Usted es muy simpático, pero ya le he dicho que debe estar confundido -murmuró, con una entonación tranquila-. Mi hijo se llama, en efecto, Tomás, pero aún es muy pequeño, pobrecito.

Tomás miró un largo rato a su madre, ansioso. ¿Sería posible que hubiese retrocedido tanto en el tiempo? ¿Sería posible que ya ni siquiera lo reconociese? ¿Sería posible? Miró a su madre con intensidad y, en aquel instante de terrible angustia, entendió que la había perdido para siempre. Ya sin poder contenerse, sintió que se le empañaban los ojos llenos de lágrimas, como si las compuertas de un dique se hubiesen abierto, y tuvo que alejarse deprisa.

Era demasiado.

Caminó torpemente hasta el pino más próximo, dándole la espalda a su madre, y allí se quedó un buen rato sollozando, con las gotas que le brotaban de los ojos y zigzagueaban por el rostro, cálidas e intensas, y un nudo que le oprimía la garganta. No ser reconocido por su propia madre le parecía una de las cosas más tristes que le podían ocurrir a alguien.

– ¿Se encuentra bien, señor Tomás? -preguntó doña Graça desde atrás, preocupada por la súbita emoción de aquel extraño.

Aún de espaldas, Tomás asintió con un gesto de la cabeza. Inspiró hondo, se pasó el dorso de la mano por la nariz, limpiándose los mocos, y con la palma de la otra se secó las lágrimas que le mojaban el rostro. Sintiendo que había retomado el control de las emociones, como si la ola que había amenazado con ahogarlo hubiese pasado, volvió junto a su madre y acercó una silla vacía.

– ¿Le importa que me siente a su lado ?

– Claro que no -condescendió ella, con una sonrisa elegante-. Es muy amable de su parte. -Inclinó la cabeza y lo observó con compasión, atenta a sus ojos enrojecidos-. ¿Se siente mejor?

– Sí, gracias.

– ¿Tiene muchos problemas?

Tomás respiró hondo.

– Más o menos.

– ¿Es algún asunto familiar?

– Sí, puede decirse que es un asunto familiar.

Doña Graça contempló el pinar y suspiró.

– La mía ya no viene a visitarme desde hace mucho tiempo. -Se mordió el labio, asombrada por la nostalgia-. Realmente mucho tiempo.

Tomás asintió con la cabeza. Miró a su madre y, sin entender cómo ni por qué, pensó en la fugacidad de la vida, en la transitoriedad de las cosas, en lo efímero del ser; frente a él, la existencia fluía como un soplo, siempre en mutación, todo cambia a cada instante y nada jamás vuelve a ser lo mismo. No hay finales felices, pensó para sus adentros. Todos tenemos un séptimo sello que romper, un destino a nuestra espera, un apocalipsis en el final de nuestros días. Por más éxitos que cosechemos, por más triunfos que alcancemos, por más conquistas que hagamos, en la última estación siempre nos está reservada una derrota. Si tenemos suerte y nos esforzamos por ello, la vida hasta puede transcurrir bien y ser una increíble sucesión de momentos felices, pero al final, se haga lo que se haga, se intente lo que se intente, se diga lo que se diga, nos aguarda siempre una derrota, la más final y absoluta de todas ellas.

– ¿Le importa que yo sea su familia? -preguntó él, rompiendo un largo silencio melancólico.

Doña Graça lo miró asombrada, con una expresión entre intrigada y divertida.

– ¿Usted? ¿Mi familia?

– Sí, ¿por qué no? -Se encogió de hombros-. Si nadie viene a visitarla, ¿qué tiene usted que perder?

Ella bajó los ojos verdes, súbitamente brillantes por la emoción; no esperaba tanta generosidad de aquel extraño con una vieja de quien su familia parecía haberse olvidado.

– Está bien -susurró, casi inaudible-. Puede ser.

Tomás extendió el brazo hacia su madre y se quedaron allí los dos, sentados, cogidos de la mano, ambos disfrutando del calor tierno y acogedor de la mano del otro, disfrutando de las suaves caricias del sol de la mañana, del trisar melodioso de las golondrinas, del aroma reconfortante del césped y del rumor de los árboles ondulando suavemente al viento. Dejándose mecer por aquel sereno concierto de la naturaleza, Tomás admiró el verdor con los ojos de quien sabe que todo es fugaz, que la vida es frágil, que lo que comienza ha de acabar. Las plantas y las flores murmuraban frente a él como si el ritmo al que bailaban tuviese la marca de la eternidad, cuando al fin y al cabo eran tan efímeras como la brisa que las agitaba.

Nota final

El futuro del abastecimiento energético constituye tal vez el mayor y más importante desafío de la humanidad para la próxima década. En la elección del tipo de energía que nos alimentará reside la supervivencia del planeta en cuanto sistema biológico y la sostenibilidad de la economía en la cual se asienta nuestro modo de vida, y el gran problema es justamente conciliar estos dos aspectos hasta ahora incompatibles.

Muchos expertos consideran el hidrógeno como nuestra mejor posibilidad, por los motivos ampliamente explicados en esta novela, y lo curioso es que el desafío ni siquiera es nuevo. Las potencialidades del hidrógeno fueron descubiertas en 1896 por el científico británico William Grove y, desde entonces, esta fuente energética ha sido tomada como la gran esperanza para el futuro. Otro científico británico, John Haldane, describió en 1929 los alcances de una civilización movida por el hidrógeno, un concepto que ganó fuerza con los conflictos en torno al petróleo de la década de los setenta.

Aún tienen que resolverse algunos problemas importantes, incluidos los relacionados con el coste de las baterías de hidrógeno y la delicada cuestión del almacenamiento de este combustible, obstáculos que sólo pueden superarse invirtiendo en la investigación. Las mayores contribuciones en este ámbito proceden del ingeniero estadounidense Geoffrey Ballard, quien demostró que el hidrógeno es una solución potencial para los desafíos que ahora afrontamos.

La viabilidad de esta hipótesis, por otra parte, se demostró de forma contundente a través del programa espacial estadounidense. Las misiones Apolo a la Luna, por ejemplo, recurrieron al hidrógeno líquido para abastecer las naves espaciales de energía eléctrica, demostrando así la efectividad de esta solución.

Sin embargo, el hidrógeno, a pesar de todas sus potencialidades, es sólo uno de los diversos futuros posibles. Existen otras alternativas, como el metanol, un biocombustible hecho a partir de materia orgánica, y el etanol, otro biocombustible creado a partir del maíz o de la caña de azúcar. Existe también la perspectiva de extraer la energía de la fuerza fuerte de los átomos, a través de la fusión nuclear controlada, pero esa posibilidad parece lejana, dado que aún no disponemos de la tecnología necesaria para usar esa poderosa e inagotable fuente energética: según algunos cálculos, harán falta cien años para que lleguemos a ella. No obstante, el gas natural podría actuar como una energía de transición. Aunque también contribuya al calentamiento global, el gas natural libera menos carbono y es más poderoso que el petróleo. Puede licuarse y generar gasolina o hasta puede emplearse para producir hidrógeno en estado puro.

En realidad, no sabemos aún en qué vamos a cambiar a ciencia cierta. Pero sabemos que vamos a cambiar. De algún modo, ya se ha roto el séptimo sello. Ahora tenemos que prepararnos para enfrentarnos a los cambios que se anuncian en el horizonte.

Según consta en el «aviso» inicial, esta novela está basada en informaciones verdaderas. Algunas fuentes preciosas sobre las alteraciones climáticas han sido el informe «Climate Change 2007: The Physical Science Basis», divulgado en París por el Intergovernmental Panel on Climate Change, un organismo creado por la ONU para evaluar los cambios del clima; también los libros The Heat is On, de Ross Gelbspan; [4] Six Degrees: Our Future on a Hotter Planet, de Mark Lynas; Field Notes from a Catastrophe: Man, Nature, and Climate Change, de Elizabeth Kolbert (traducción al castellano de Emilio Muñiz: La catástrofe que viene, Barcelona, Planeta, 2008);La venganza de la tierra. La teoría de Gaia y el futuro de la humanidad, de James Lovelock (traducción de Mar García Puig, Barcelona, Planeta-De Agostini, 2008); y Mal de terre, de Hubert Reeves y Frédéric Lenoir. Ofrece una perspectiva histórica de la evolución climática El largo verano: de la Era Glacial a nuestros días (traducción de Rafael González del Solar, Barcelona, Gedisa, 2007), de Brian Fagan.

Para la información sobre el fin del petróleo y el problema de la sucesión energética ha sido fundamental el libro El fin del petróleo (traducción de Jordi Vidal i Tubau, Barcelona, Ediciones B, 2004), de Paul Roberts; pero también Beyond Oil, de Kenneth Deffeyes; y La cara oculta del petróleo (traducción de Marta Subra Muñoz de la Torre, Córdoba, Arcopress, 2007), de Éric Laurent. Los documentos técnicos de la Aramco sobre los problemas de la producción saudí son verdaderos y han constituido motivo de análisis para Matthew Simmons en Twilight in the Desert. El devastador impacto económico de la inminente crisis petrolera se encuentra expuesto en el libro de Stephen Leeb y Glen Strathy The Corning Economic Collapse-How You Can Thrive When Oil Costs $200 a Barrel. Para una perspectiva histórica del negocio del petróleo, la obra de referencia es The Vrize (traducción al castellano de María Elena Aparicio Aldazábal, Una historia del petróleo, Barcelona, Plaza y Janés, 1992), de Daniel Yergin.

Por fin, para las cuestiones relacionadas con la tercera edad, resultó valioso el libro La vie en maison de retraite, de Claudine Badey-Rodríguez.

Merecen mi agradecimiento varias personas que colaboraron en diferentes aspectos del libro, comenzando por un spassibo especial a Evgueni Mouravitch, por la ayuda en las cuestiones rusas; a las Quark Expeditions y a la tripulación del Lyubov Orlova, por el inolvidable periplo de investigación polla Antártida; a José Jaime Costa, Manuel Costa, Paulo Farinha y Cláudia Carvalho, de la Volta ao Mundo, que hicieron posibles los viajes a lugares de la acción de la novela; a Filipe Duarte Santos, profesor de Física de la Universidad de Lisboa y uno de los revisores del informe de 2007 del Panel Intergubernamental de la ONU sobre Cambios Climáticos, que comprobó la información de esta novela relativa a! calentamiento global; a Nuno Ribeiro da Silva, el mayor especialista portugués en el área energética, responsable de la revisión científica de todos los datos relacionados con el petróleo; a Guílleme Valente y a todo el equipo de Gradiva, cuyo inquebrantable entusiasmo constituyó una pieza decisiva en la producción de este libro; y, siempre por encima de todo, a Florbela, mi primera y más importante lectora.

José Rodrigues dos Santos

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