Chase Donnelly no estaba dispuesto a creer la predicción de su abuela respecto a la mujer con la que se casaría. No obstante, resultó bastante raro que conociera a Natalie Hillyard justo al día siguiente. Encajaba perfectamente en la descripción… pero ya estaba comprometida con otro. ¡Aquello fue decisivo! Para Chase, un reto siempre era irresistible.

Kate Hoffmann

Ella es mi sueño

Ella es mi sueño (1999)

Historia corta incluida en la antología Cuentos de verano 1999

Título Original: She's the one

Sello / Colección: Internacional 192

Capítulo 1

Nubes oscuras atravesaban raudas el cielo empujadas por un viento húmedo del Atlántico. Donnelly se apoyó en la barandilla del porche y contempló las aguas agitadas, siguiendo el curso de una ola espumosa hasta que se disolvió sobre la arena. Recordó las veces incontables en que había contemplado aquel mismo paisaje desde la terraza de la gran casa victoriana de su abuela, soñando aventuras de niño en lugares lejanos. Summerhill había sido como un segundo hogar para él desde que tenía memoria.

Recordaba la primera vez que había llegado con sus dos hermanos. Nana había mandado a su chofer para recogerlos en el momento en que acabaran las clases y llevarlos de Boston a Woods Hole.

El verano comenzaba oficialmente en el momento en que Winston metía el Bentley en el ferry que iba a Martha's Vineyard. Su vida en Boston, tan regular y correcta, desaparecía tras él mientras el verano se alzaba sobre el horizonte con sus resplandecientes aguas azules, sus dunas de arena blanca y su hierba susurrante que se agitaba con el viento. Eran unos días de verano interminables, llenos de aventuras en su pequeño balandro, con sus velas quemadas por el sol y su mástil de madera. La vida nunca había sido tan buena ni tan feliz y él hubiera querido que durara para siempre.

Rió para sí. Según su familia, seguía pasando los veranos igual que cuando era un niño. Su padre decía que nunca había crecido, pero Charles Donnelly III no sabía nada del mayor de sus hijos, Charles IV. De lo único que su padre sabía era de beneficios y pérdidas, de estrategias y maniobras. Conocía los negocios de la familia mucho más íntimamente que a la propia familia.

– ¿Otra vez soñando despierto?

Nana Tonya estaba en la puerta, el pelo de nieve escapándose del moño prieto y azotándole la cara surcada de arrugas suaves.

– No pasará mucho antes de que venga a hacer una visita. Quiero botar el barco el primero de abril.

Nana se acercó despacio, apoyándose pesadamente en su bastón.

– ¿Y luego qué? ¿Te pasarás el tiempo navegando como el verano pasado y el anterior?

Chase aún podía detectar restos de su acento rumano en aquella voz. Le sonrió.

– Pues es una buena idea.

– Tu padre no diría lo mismo.

Chase le pasó una mano por el hombro a su abuela.

– Lo siento, es tu fiesta de cumpleaños. Se supone que somos una familia feliz. Lo último que quería era discutir con mi padre.

Nana le acarició la mejilla.

– Yo no esperaba otra cosa.

– ¿Esa famosa clarividencia tuya ha vuelto a funcionar?

Nana Tonya se enorgullecía mucho de sus orígenes gitanos y de su capacidad para ver el futuro. Al resto de la familia le parecía bochornoso, sobre todo cuando hablaba sin tapujos de sus visiones. Sin embargo, para Chase era encantador.

– Vuestras peleas se han convertido en una tradición familiar.

– Ya sé que soy la diversión de los cumpleaños, vacaciones y demás fiestas.

– No podrás hacerle feliz hasta que no sientes la cabeza y ocupes el lugar que por derecho te corresponde en los negocios de la familia -dijo con un suspiro-. Y él nunca podrá hacerte feliz hasta que no entienda la clase de hombre que eres. Con vosotros dos, nunca hay lugar para llegar a un acuerdo.

– Dime, ¿qué ves en mi futuro, Nana? -bromeó él.

– No tengo respuestas para tus preguntas, Chase.

– De acuerdo. ¿Qué tal algún consejo sobre cotizaciones? Me has dirigido bien en más de una ocasión y he ganado montones de dinero. Me conformo con el resultado del béisbol. ¿Van a ganar los Sox el partido inaugural del verano?

Nana le acarició otra vez la mejilla y se volvió a mirar al océano.

– Ya sabes que mis visiones no son como la tele. No puedo apagarlas y encenderlas cuando me apetece.

– ¿Y tú? ¿Cómo pudiste encontrar un sitio en esta familia, Nana? Me extraña que con tu sangre gitana te casaras con una familia bostoniana tan tradicional y estirada.

– Me enamoré de tu abuelo y él de mí.

Recuerdo cuando Charles le dijo a su familia que quería casarse conmigo. Siempre fue un rebelde, pensaban que me había escogido precisamente porque era la menos apropiada. Tú te pareces mucho a mi Charles -dijo ella con una sonrisa de añoranza.

– Pero tú hiciste que funcionara, Nana. Conseguiste encajar.

– Sólo porque, para mí, la familia es lo más importante del mundo.

Nana se quedó contemplando las olas. Entonces, se estremeció y frunció el ceño.

– Esta noche soñarás con la mujer con quien vas a casarte.

Chase parpadeó, pero su risa murió en el viento.

– Vamos, Nana. No me gastes bromas.

– Lo he visto -dijo ella encogiéndose de hombros-. Ahora mismo.

– ¿Hablas en serio?

– Puedes creer lo que más te plazca.

– Siempre me tomo muy en serio tus visiones porque siempre tienes razón. Pero yo quería alguna pista para la bolsa, no estoy buscando esposa.

Nana se colgó del brazo de su nieto.

– Una esposa te haría mucho bien, Chase Donnelly. Ahora debemos entrar. Seguramente tu madre le habrá prendido fuego a mi tarta y debo formular un deseo y poner buena cara por haber cumplido un año más.

Volvieron al interior de la casa tomados del brazo, todos guardaron silencio al ver a Chase. Seguían sentados en torno a la mesa, igual que quince minutos antes. El padre de Chase, sus dos hermanos menores y sus esposas con sus mejores vestidos de diseño.

Siempre rebelde, Chase se había presentado con pantalones de deporte arrugados y un polo viejo.

– Aquí está la dama de la casa -anunció el padre, levantándose de la cabecera de la mesa.

Tomó la mano de Nana sin perder ocasión de lanzarle una mirada furiosa a su hijo.

– Quizá ahora podamos comportarnos como adultos.

– Mejor que no -dijo Chase sentándose en su sitio-. Nana se merece ver a nuestra familia en su estado natural, ¿no creéis?

– Será mejor que no -dijo su madre-. Nana, no deberías haber salido sin tu chal. Vas a pillar un resfriado de muerte.

– Después de noventa años, ¿no crees que soy mayorcita como para cuidar de mí misma, Olivia? Chase y yo hemos tenido una charla muy agradable.

– ¿Ya te ha estado pidiendo las cotizaciones de la bolsa? -preguntó John.

Era el mediano de los tres, el más parecido al padre; conservador, engreído y cínico. Patrick, el más joven, aún no había revelado su verdadera personalidad. Aunque demostraba cierta inclinación hacia John, de vez en cuando seguía tomando como modelo a Chase.

Nana empezó a apagar las velas, pero tuvo que dejar gran parte de la tarea para Olivia.

– Le he dicho a Chase que esta noche soñará con la mujer con la que va a casarse.

Mientras la abuela sonreía, todos los ojos se centraron en él. Patrick estaba boquiabierto.

– ¿Chase casado? Antes apostaría mi dinero por la bancarrota de las Donnelly Enterprises.

– ¿Por qué te parece tan difícil de creer? -dijo Chase-. ¿No crees que llegará el día en que siente la cabeza? Me gustaría conocer a una mujer y casarme, no soy distinto del resto de los hombres -añadió a la defensiva.

– Claro -replicó John-. Serías un marido estupendo si fueras capaz de quedarte más de una semana en el mismo sitio y de conformarte con una mujer.

– Cuando conozca a la mujer adecuada, lo sabré. Sólo que aún no ha sucedido.

– Me sorprendería que la encontraras -dijo John.

– Chicos, es el cumpleaños de Nana -intervino Olivia-. ¿No podemos cambiar de tema?

Por lo general, era el padre quien intermediaba, pero estaba demasiado entretenido viendo el enfrentamiento de sus hijos.

– Careces de las más mínima aspiración en tu carrera -continuó John a pesar de su madre-. Pasas de una cosa a otra como si nada.

– No quiero trabajar en el negocio de la familia -contestó Chase-. Pero eso no significa que no trabaje.

– ¿Cómo puedes considerar ese negocio de importación una carrera? -dijo Patrick, uniendo fuerzas contra la oveja negra-. ¿Cuánto ganas al año?

– ¡Un vendedor de quesos! -exclamó John-. Eso cuando no navega alrededor del mundo persiguiendo mujeres. ¿Cuánto te parece a ti que puede ganar?

– Tengo intereses en una empresa que importa comida de gourmet y vino, no sólo quesos -dijo Chase, esforzándose por mantener la calma-. ¿He de recordaros que el tatarabuelo vendía leche y queso de puerta en puerta con una carretilla?

Nuestra familia mantiene una antigua relación de negocios con el queso.

– ¿Tener un pequeño negocio de importación no se parece ni de lejos a dirigir una división de las Donnelly Enterprises. ¿Cuándo fue la última vez que pusiste un pie en nuestras oficinas? -preguntó John.

– No me acuerdo de la última vez que fui invitado -contestó Chase.

El padre tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó maldiciendo en voz baja.

– Pues ahora te invito, maldita sea. Eres accionista y miembro de la junta. Ya es hora de que demuestres algún interés por el negocio. Te presentarás en el despacho de John mañana por la mañana.

– ¿Es una orden?

La expresión del padre se volvió gélida.

– Haz lo que quieras, pero si quieres conservar tu asiento en la junta, te sugiero que dediques unos cuantos días a la semana a aprender un poco más del negocio de la familia -dijo antes de salir del comedor.

Otro silencio incómodo se adueñó de la mesa. Nana miraba a Chase con una expresión curiosa. Como de costumbre, las esposas de John y de Patrick empastaron unas sonrisas educadas en sus labios, manteniéndose a una distancia segura de las riñas familiares. Y Oliva, la eterna forjadora de la paz, se aclaró la garganta antes de empezar a cortar la tarta.

– ¿Por qué no tomamos la tarta con un café en el solarium? -sugirió animadamente.

Todos se levantaron excepto Nana y Chase.

– No sé por qué tengo la impresión de que has sido tú la que ha orquestado todo esto -dijo él cuando se quedaron solos.

– Cree lo que más te plazca -dijo ella con una sonrisa enigmática en los labios.

Esa misma noche, más tarde, cuando dormía en su vieja habitación cargada de recuerdos de su infancia, Chase soñó con una mujer con el pelo del color del lino hilado y los ojos azules como un atolón del Pacífico. Estaba de pie, en la proa de su velero, la brisa agitaba su vestido largo y blanco, el sol había dorado su piel.

Ella sonreía y caminaba hacia Chase, pronunciando su nombre como si fuera el canto de una sirena. Cuando estuvo lo bastante cerca, él levantó una mano y empezó a desabrocharle el vestido. La tela cayó de sus hombros y se arremolinó a sus pies antes de que la brisa salada la atrapara y se la llevara por la borda. Ella se echó a reír con un sonido dulce y musical que el viento esparcía.

Y entonces cayó entre sus brazos, toda piel cálida y curvas suaves. Él la besó. Chase supo que nunca podría separarse de aquella mujer, de aquel deseo, de su esposa.

– ¡Estamos hablando de una boda, no de una OPA hostil!

Natalie Hillyard no respondió al principio, sino que siguió caminando por la acera, esquivando peatones a la hora de comer por las calles de Boston. Su hermana Lydia trataba de mantenerse a su altura, pero cuando llegaron al vestíbulo del Edificio Donnelly, se encontraba sin aliento y con las mejillas sonrosadas por el frío. Al fin, Natalie se detuvo y le dio la oportunidad de recuperarse.

– No entiendo por qué te parece tan sorprendente. Tengo toda mi boda plasmada en un organigrama. Le he puesto fecha a todas las decisiones, a cada compra, a cada acontecimiento con el minuto preciso y su exacto precio en dólares. Y el organigrama dice que tú y yo tenemos que visitar al florista exactamente a las cinco y treinta y siete, p. m. ¿Te vas a quitar esa mecha morada del pelo para el mes que viene?

Lydia se tocó el pelo. Nadie habría adivinado que eran hermanas. Natalie llevaba un traje de chaqueta y un sobretodo de cachemira. Salvo por la mecha morada, Lydia vestía enteramente de negro, encajando con su imagen de estudiante de arte.

– Bueno, quizá tu organigrama debería haberte dicho que me llamaras con unos cuantos días de antelación para hacérmelo saber. No puedo ir, Natalie. Tengo clase.

– Tengo todas tus clases en mi programa de horarios y no tienes clase esta tarde. Eres mi dama de honor, Lydia. La norma es que me ayudes con estas cosas.

– Nat, esto es una boda. El día más importante de tu vida. No tienes por qué hacerlo todo según las normas y al pie de la letra.

Frustrada, Natalie se sentó en un banco de mármol. Al cabo, la tensión de los preparativos estaba pasándole factura.

– Lo siento. Es que este día tiene que ser perfecto. No conoces a la familia de Edward. Su madre habría sido feliz pagando y dirigiendo, claro, toda la boda ella sola, pero es importante que demuestre que soy capaz de hacerlo yo. Cuando me case con Edward, tendré que organizar nuestra vida social. No quiero que piense que soy una mentecata.

– ¿Y tú quieres integrarte en su familia?

Lydia se pasó una mano por los cabellos, del mismo color que el pelo de su hermana salvo por el mechón morado.

– Es fácil ser de sangre azul si tienes el corazón de hielo -añadió-. El de tu futura suegra hace años que no se descongela.

– Lydia, no digas eso. Van a convertirse en mi familia. Por primera vez en mi vida, voy a disfrutar de la seguridad de una familia de verdad.

Una expresión dolida pasó por el rostro de Lydia.

– «Yo» soy tu familia. Desde que papá y mamá murieron, nos hemos tenido la una a la otra y siempre ha sido suficiente. Nat, hemos pasado mucho juntas durante los últimos veinte años y hemos sobrevivido. ¿Para qué necesitas a ese estirado de Edward? Él no te merece.

– Me ha estado esperando, durante toda la carrera y hasta que he podido consolidar mi posición. No todo el mundo hace eso, es un buen hombre. Le debo organizar la boda más perfecta que jamás se haya visto.

– Pero, ¿te estás oyendo? ¿Le debes casarte con él? Se supone que te debes casar con Edward porque estás locamente enamorada y no puedes vivir sin él. Hasta hoy, ni una sola vez te he oído decir que lo amabas. Y pasáis más tiempo separados que juntos.

Natalie se picó. La intuición de Lydia se acercaba a la verdad más de lo que ella quería admitir.

– Estás tergiversando mis palabras porque no te gusta. Pero resulta que yo le tengo mucho cariño…

– ¿Lo ves? ¡Ni siquiera eres capaz de pronunciar la palabra amor!

– ¿Amor? Bueno, ahí la tienes. Amo a Edward.

Lydia cruzó los brazos sobre el pecho y estudió a su hermana detenidamente.

– No te creo.

– Pues no me importa. Además, el amor está muy sobrevalorado. Edward y yo nos respetamos. Compartimos las mismas metas, el mismo enfoque de la vida. Nuestro matrimonio se basará en el compañerismo y la confianza, no en la lujuria.

Lydia gimió.

– ¡Ay, Señor! Nat, esto es peor de lo que imaginaba. Dime que al menos tienes una buena vida sexual.

– Mi vida sexual no es asunto tuyo -dijo ella, testarudamente-. ¿Qué hay de malo en lo que yo siento? Se supone que nuestros padres se querían, pero se pelearon como dementes hasta el último momento.

Lydia tomó la mano de su hermana.

– Sé que casarse con Edward parece una buena idea, pero creo que te casas con él por las razones más equivocadas. La seguridad monetaria y toda una familia de parientes políticos que van a estar pendientes de vosotros no lo son.

Natalie consultó su reloj, se quitó el sobretodo y se lo echó al brazo. Recogió su maletín, se alisó la falda.

– Llego tarde. Llegamos tarde. Se supone que me tienes que traer de comer quince minutos antes para que mi personal pueda darme la fiesta.

– Se supone que eso era una sorpresa -dijo Lydia con el ceño fruncido.

– Detesto las sorpresas. Además, lo tengo apuntado en el organigrama hace una semana. Voy a llegar tarde. ¿Nos vemos luego? ¿A las cinco treinta y siete en la floristería?

Lydia asintió y Natalie se despidió con un beso. Fue al ascensor preocupada con las dudas de su hermana. Quizá no estaba locamente enamorada de Edward, pero iba a fundamentar su matrimonio sobre algo mucho menos inconstante que una emoción. Siempre había sido una persona práctica, una mujer que prefería los hechos a las fantasías, el sentido común a los sentimientos.

La mayoría de la gente consideraba a Edward estirado y un poco aburrido. Pero, en él, Nat había encontrado toda la estabilidad y seguridad que había perdido el día en que murieron sus padres. A partir de ese momento, su vida había sido un trastorno creciente, su hermana y ella pasaban de la casa de algún familiar al orfanato y vuelta a empezar. Edward siempre tendría un hogar para ella y eso era todo lo que Nat necesitaba para ser verdaderamente feliz.

Con otro vistazo al reloj, apretó el botón del ascensor y zapateó impacientemente. Llegaba realmente tarde. Tenía la esperanza de que las mujeres de la oficina le regalaran un obsequio conjunto en vez de una multitud de paquetitos que tendría que abrir y, en consecuencia, perder un tiempo precioso. Eran su personal, no amigas suyas. En el lugar de trabajo no había espacio para hacer amigos.

El ascensor llegó. Nat entró y, cuando estaba a punto de apretar el botón de subida, oyó un voz masculina.

– ¡Espere un momento!

Cuando una mano apareció entre las puertas activando el sensor que desconectaba el mecanismo, ella volvió a apretar el botón. No tenía tiempo para esperar a desconocidos. Que tomara el siguiente ascensor.

Las puertas empezaron a cerrarse, pero aquel hombre volvió a interponer la mano. Así estuvieron, abriéndolas y cerrándolas hasta que el desconocido dejó escapar una maldición y metió el hombro. Natalie quitó la mano del panel de botones y se retiró al fondo con una sonrisa de plástico en los labios.

El hombre entró con una manifiesta expresión de enfado. Pero entonces se quedó inmóvil y la miró sin parpadear y sin vergüenza. Abrió la boca y la cerró otra vez con un chasquido. Fruncía el ceño, pero seguía mirándola y ella no pudo evitar hacer lo mismo. Después de todo, era increíblemente atractivo, con unos rasgos afilados que ella sólo había visto en los anuncios de moda.

Una extraña corriente de atracción crepitó entre ellos. Nat sintió escalofríos. Pero no podía apartar la mirada. El tenía los ojos más verdes que había visto nunca, claros y directos, sin dobleces. Tras toda una infancia de cuidar y proteger a su hermana pequeña había aprendido a juzgar a los desconocidos de aquella manera, a adivinar su personalidad mirándolos a los ojos. No había nada que temer de aquel hombre, de eso estaba segura.

Entonces, ¿por qué sentía de repente que le faltaba el aire? Claro, era muy guapo, cualquier mujer se daría cuenta, pero era el modo en que la miraba, como si la desnudara lentamente. Nunca un hombre la había mirado así, ni siquiera Edward. Natalie tampoco lo esperaba porque sabía que no era particularmente bonita.

Se obligó a apartar la vista, a fijarla en el panel de control. Pero, inexplicablemente, volvía a fijarla en él, y tuvo que echarle otra mirada de reojo cuando las puertas empezaban a cerrarse. Se preguntó si no debía salir de allí, pero ya iba con retraso y eso era algo que ella detestaba, también detestaba a la gente que hacía caso omiso de las reglas no escritas de la etiqueta en los ascensores. Aquel atractivo desconocido no se volvió hacia la puerta ni centró su atención en las luces del techo. No, continuó mirándola como si la conociera.

Natalie se hizo a un lado, preguntándose si se habían visto en alguna parte. Pero ella no lo hubiera olvidado, los rasgos perfectos, el bronceado profundo que hablaba de un invierno pasado en climas más cálidos. El pelo negro era mas largo de lo que el estricto código de los hombres de negocios dictaba y rozaba el cuello de la cazadora de cuero.

Natalie lo miró de arriba abajo antes de ser ella quien fijara los ojos en el techo. Llevaba vaqueros y una camisa de color caqui y, ¡cielos! Una corbata con una bailarina de «hula-hula» pintada a mano. Natalie reprimió una sonrisa y le miró los zapatos.

– ¿Nos conocemos?

Tenía una voz profunda y cálida, que resonó en la cabina. Por un instante, Natalie no se dio cuenta de que estaba hablando con ella, pero entonces recordó que no había nadie más en el ascensor. Se volvió para hablar, pero apartó la mirada. Su sentido común le decía que ignorara a aquel hombre, sin embargo no podía. Excepto por la corbata, no parecía de los que se dedican a ligar en los ascensores.

– No -murmuró-. No lo creo.

– Es raro. Podría haber jurado…

Natalie se encontró sonriéndole.

– Tengo muy buena memoria para los nombres y las caras. Estoy segura de que no nos conocemos.

El desconocido apretó un botón en el panel. El ascensor se detuvo.

– Esto le va a parecer raro, pero creo que sé dónde nos hemos visto.

Nat hubiera debido asustarse, atrapada en un ascensor detenido con un extraño por toda compañía. Pero el caso era que no tenía miedo. A pesar de todo su sentido común, sabía que aquel hombre no pretendía hacerle ningún daño. La verdad era que su atención la halagaba.

– Estoy completamente segura de que no…

El hombre se pasó la mano por el pelo y entonces levantó la otra.

– De acuerdo. Fue en un sueño. Estábamos en un velero y yo te… Bueno, la verdad es que eso no importa.

Natalie sonrió otra vez. Desde luego, aquél era el cuento más original que había oído, aunque esperaba algo más suave, más sofisticado. Sin embargo, que el desconocido intentara ligar, le produjo una extraña sensación de placer.

– Todo esto es muy divertido, pero estoy comprometida.

Su declaración pareció pillarlo completamente desprevenido y volvió a fruncir el ceño.

– Pero no puede ser. Se supone que tienes que casarte conmigo.

Natalie abrió desmesuradamente los ojos, de repente recuperó todo su sentido común. Aquel hombre no sólo era guapo, sino que estaba loco, majara, ido sin remedio. Sin perder tiempo, puso en marcha el ascensor pero sólo hasta que el lunático volvió a apretar el botón.

La furia de Natalie empezó a encenderse. ¿Quién se había creído? ¿Qué derecho tenía a secuestrarla en un ascensor?

– Escuche, señor. No sé qué querrá, pero como no…

– ¡Espera! Escúchame un momento. Te juro que no estoy loco.

– No quiero escucharlo -gritó ella-. Llego tarde y estoy comprometida. Nada de lo que usted diga va a cambiar eso.

El hombre cerró los ojos y sacudió la cabeza.

– Tienes razón -dijo mientras ponía el ascensor en marcha-. Es que mi abuela tuvo una visión y ella nunca se equivoca. Y entonces apareciste tú en mi sueño. Y ahora aquí. Y en algún lugar entre la tarta de cumpleaños y este ascensor he perdido por completo el juicio.

El extraño maldijo entre dientes y la observó de soslayo.

– No querrás cenar conmigo esta noche, ¿verdad?

Natalie tuvo que echarse a reír. El sonido burbujeante que brotó de su garganta la dejó sorprendida, porque rara vez encontraba algo que la divirtiera de verdad. No obstante, aquel atractivo desconocido tenía la extraordinaria capacidad de echar abajo su habitual dominio de sí misma.

– Ya se lo he dicho, estoy comprometida.

– Y yo soy Chase -dijo él, ofreciéndole la mano-. El diminutivo de Charles. Me alegro de conocerte. ¿Quizá podamos vernos para tomar un café después del trabajo?

Insegura, Natalie juntó las manos, convencida de que, en el momento en que lo tocara, toda su resolución se derrumbaría y caería víctima de sus considerables encantos.

– No me importa cómo se llame. Y no tomo café. Le repito que estoy prometida.

– ¿Un té entonces? Ya sé, estás comprometida. Pero si no bebes algo, acabarás deshidratada.

Natalie sacudió la cabeza, tentada a decir que sí, pero decidida a no permitirse considerar su oferta. ¿Por qué se movía tan lento aquel ascensor? ¿Y por qué aquel tal Chase tenía un efecto tan desconcertante sobre ella? ¡Natalie Hillyard no hablaba con desconocidos! Aunque el desconocido en cuestión fuera el hombre más atractivo que había visto en su vida. No aceptaba invitaciones de improviso y, desde luego, no se tragaba aquel cuento chino del sueño.

– Agua -insistió él-. Podríamos salir y bebernos un buen vaso de agua.

– ¡No!

Para su alivio, el ascensor llegó a su piso. Ella se apresuró a salir mirando por encima del hombro para asegurarse de que no la seguía. Pero él se había quedado quieto, el hombro apoyado contra la puerta y diciéndole adiós con la mano.

– Te caería bien. La gente dice que soy buena persona.

– ¡Y yo estoy prometida!

Chase se echó a reír y el sonido cálido de su risa llenó todo el pasillo. Natalie abrió la puerta de recepción, decidida a poner la máxima distancia posible entre ella y aquel atractivo extraño.

– Ya nos veremos, cariño -dijo él mientras la puerta se cerraba-. Es el destino.

Capítulo 2

– ¡Ya era hora de que llegaras! ¡Se suponía que debías presentarte esta mañana!

Chase metió las manos en los bolsillos de la cazadora. No esperaba que lo recibieran con los brazos abiertos.

– Yo también me alegro de verte, hermanito.

Siento llegar tarde. El ascensor… se ha quedado atascado.

– Nuestros ascensores siempre se encuentran en un perfecto estado operativo -dijo John, y su fanfarronada fue una imitación perfecta de las de su padre-. Tendré que hablar con mantenimiento al respecto.

– Déjalo para después. No es importante.

– Nunca dejes para mañana lo que puedas hacer hoy -dijo John sabiamente.

– Espera, deja que me apunte eso. Quiero bordarlo en mi almohada.

John lanzó un suspiro de exasperación.

– Y veo que esto va a ser una pérdida de tiempo. No sé por qué te has molestado en venir.

Chase le dio una palmadita en el hombro.

– No desesperes, Johnny. Ya que estoy aquí, me encantaría que me dieras una vuelta por las oficinas. Puedes presentarme a toda esa gente tan simpática.

En realidad, sólo había una persona a la que Chase quería conocer. La chica de sus sueños se encontraba en algún lugar de aquel edificio, la rubia preciosa que lo había dejado plantado en el ascensor un momento antes.

Había sido como un puñetazo en el estómago. Se había quedado sin respiración, con la vista borrosa. Por un instante, había tratado de convencerse de que no le resultaba conocida, que sólo era una chica bonita. Pero el recuerdo de su sueño era tan vivido que cada detalle de aquel rostro y de aquel cuerpo estaba grabado en su memoria. Era ella, la misma de la que le había hablado su abuela. Pero ya no se trataba de un sueño, sino de una mujer de carne y hueso y, si había que creer en las predicciones de Nana, algún día acabaría siendo su esposa.

Aunque el tiempo le había enseñado a creer en las visiones de su abuela, se sentía obligado a encontrar una explicación lógica. Pero no tenía respuestas para el torbellino de preguntas que se arremolinaban en su cabeza. Ella trabajaba en las oficinas de las Donnelly Enterprises. Con un poco de suerte, sería una empleada con una mesa y una placa con su nombre. Si no, el recepcionista tendría que acordarse de ella.

– Sí, supongo que podríamos empezar con una visita a las oficinas -gruñó John-. Podría presentarte a nuestro equipo de dirección, aunque la mayoría estarán comiendo ahora. Si hubieras leído nuestro boletín, sabrías que hemos consolidado varias divisiones bajo…

– Ahórrate los comentarios, hermano. Tú enséñame las oficinas. Ya te haré las preguntas conforme se vayan presentando.

La visita pareció alargarse horas, tediosas e inútiles horas. Cuando por fin entraron en la sección financiera, Chase estaba a punto de darse por vencido y recurrir al recepcionista. Se volvió hacia su hermano, pero entonces un grupo de mujeres apretujadas en un cuarto de conferencias con las paredes de cristal llamó su atención. Se detuvo de golpe cuando vio que una de ellas levantaba un negligé negro.

– ¡Es ella! -murmuró mirando a través del cristal.

– ¿Qué?

– ¿Quién es esa? Esa de ahí, la que tiene un salto de cama en las manos.

John chasqueó la lengua disgustado.

– Jamás habría esperado un comportamiento tan poco profesional de Natalie Hillyard, pero supongo que todas las mujeres pierden un poco de sentido común antes de casarse. Ella lo hace el mes que viene pero, gracias a Dios, no se va de luna de miel. La señorita Hillyard es nuestra directora de finanzas, lleva todo el departamento. Dentro de unos cuantos años más, estará lista para la vicepresidencia, si no decide echar a perder su carrera con niños y una casa en las afueras.

– Es preciosa.

John frunció el ceño y miró en la misma dirección que su hermano.

– ¿Preciosa? ¿Natalie Hillyard?

Chase asintió. Aunque seguramente pasaría desapercibida para la gran mayoría de los hombres, Natalie Hillyard era la encarnación de la belleza sencilla, irradiaba un resplandor interno que parecía iluminar sus rasgos, pelo claro y pómulos altos, grandes ojos verdes y una boca delicada. Seguramente, pocos hombres se fijarían en ella, pero Chase no era un hombre del montón y veía mucho más allá. Percibía una vulnerabilidad que ella se las arreglaba para ocultar tras una expresión desapasionada.

– Ni se te ocurra, Chase. Está prometida y es una empleada muy competente y valiosa. Master de Administración Mercantil por la Universidad de Boston. Llega a trabajar a las siete de la mañana y no se va hasta las siete de la tarde. Desde luego, no es tu tipo.

– ¿Y dices que se llama Natalie Hillyard?

– Los Donnelly no perseguimos a las empleadas de la empresa. Como te acerques a ella, se lo diré a papá.

– Siempre has sido un bocazas, Johnny. Anda, preséntamela.

Chase entró en el cuarto de conferencias, fijándose en los globos y en los adornos y los crespones. Había una tarta sobre una mesa larga. Las charlas festivas se interrumpieron en el momento en que las damas se dieron cuenta de su presencia. Pero Chase sólo tenía ojos para Natalie. Él sonrió e hizo un gesto hacia la prenda de encaje que sostenía entre las manos.

– Muy bonita -dijo. Lo último en moda de ejecutiva, supongo.

El rubor que había provocado en ella la prenda desapareció ante la palidez que se adueñó de su rostro. Natalie parpadeó sorprendida.

– Es usted -murmuró, apretando las manos sobre la prenda.

John se aclaró la garganta y se puso delante de Chase.

– Señoras, quisiera presentarles a mi hermano mayor, Charles Donnelly IV. Chase, estas damas trabajan en nuestra sección financiera.

Chase recorrió la habitación estrechando manos, disfrutando de las presentaciones personales. Unos susurros apagados se suscitaban a su paso, especulando sobre su repentina aparición. Según su padre, Chase era protagonista de un sinfín de chismorreos, aunque rara vez se lo veía por el edificio. Cuando llegó frente a Natalie, volvió a tenderle la mano.

– Señorita Hillyard. Mis mejores deseos para su próxima boda.

Chase se fijó en las cajas abiertas de lencería y pasó la mano sobre un body de color verde claro.

– El verde te sienta muy bien -susurró para que sólo ella pudiera oírlo.

El sonrojo volvió a sus mejillas. Natalie aflojó la mano que él sostenía.

– Es… un placer conocerlo, señor Donnelly.

– Chase, por favor. Al fin y al cabo, somos viejos amigos, ¿no?

Natalie musitó su nombre una vez más antes de ponerse a recoger torpemente las cajas de lencería. Chase se quedó mirándola un rato y volvió a dirigirse a su hermano.

– Nana me ha dicho que tengo un despacho aquí, ¿por qué no me lo enseñas? Puedo dedicarme a contar los clips mientras tú vuelves a tu trabajo.

John suspiró exasperado, pero fue a la puerta. Chase le echó una última mirada a Natalie y sonrió para sí mismo. Al infierno con las buenas maneras de la empresa; un hombre no soñaba con la chica con la que iba a casarse y la dejaba sin cruzar una palabra.

– Señoras, ha sido un placer.

El clamor estalló en el momento en que cerró la puerta. Si Natalie no se había enterado de su reputación, ahora la pondrían al día. Chase hizo una mueca para sus adentros. Por primera vez deseó que su reputación no lo precediera.

– Estupendo -dijo cuando vio su despacho y hubo probado el sillón-. ¿Tengo secretaria?

Careciendo de sentido del humor, John no encontró nada divertida su pregunta. Cruzó los brazos sobre el pecho y lanzó una mirada admonitoria a su hermano.

– Chase, no molestes a las empleadas y no pongas conferencias con los teléfonos de la empresa. Si tienes alguna pregunta, mi número es el 8674 por el intercomunicador.

– ¿Funciona el ordenador? -preguntó Chase mientras giraba en el sillón.

– Tienes acceso a todo lo que no sea confidencial, incluso a la información reservada para ejecutivos. Hay una lista de comandos en tu cajón. Utiliza los últimos seis dígitos del número de tu seguridad social como clave de acceso.

Chase esperó a que su hermano se marchara para encender el ordenador.

– Natalie Hillyard -murmuró al tiempo que escribía-. Vamos a conocernos un poquito mejor.

A los pocos minutos, disponía de un perfil personal, una especie de resumen que informaba de su curriculum y de su historial con la empresa. La dirección y el número de teléfono no presentaron dificultad. Chase los apuntó en un trozo de papel y se lo guardó en el bolsillo. Entonces tropezó con algo inesperado, mejor que todo lo demás. La dulce Natalie también guardaba su horario personal en el ordenador.

– City Florists a las cinco treinta y siete de hoy -leyó Chase con una sonrisa satisfecha.

Imprimió todo su horario y programa de citas. No estaba seguro de que hubieran nacido el uno para el otro, pero no podía negar que sentía curiosidad. ¿Resultaría ser la misma mujer extraordinaria con la que había hecho el amor en sueños? ¿O acabaría siendo la fantasía mucho más excitante que la realidad?

Chase había conocido demasiadas mujeres maravillosas, que entraban y salían de su vida tan regularmente como la marea. Ni una sola de ellas había captado su atención como Natalie. Ella era un misterio, una fachada de frialdad impenetrable en el primer contacto. Pero allí había mucho más de lo que se apreciaba a simple vista. ¿Por que lo fascinaba tanto la idea de explorar sus profundidades?

Siempre que se veía como un hombre casado y con familia, se imaginaba una mujer como Natalie a su lado, una mujer alta, esbelta, de rostro dulce, segura e inteligente. Una mujer con quien pudiera emplear toda su vida en conocerla, una mujer más compleja que una cara bonita y un cuerpo sexy.

Pero, ¿qué estaba haciendo? No había cruzado con ella sino un par de frases y ya se la estaba imaginando como algo permanente en su vida. ¿Es que había perdido la cabeza por completo?

Estaba comprometida, algo que había dejado claro más de una vez. Lo más probable era que ir tras ella fuera perder el tiempo. Si embargo, la visión de Nana tenía que significar algo. Necesitaba probar por lo menos que Natalie no era la mujer de sus sueños, de lo contrario, tendría que casarse con ella.

Era empleada de las Donnelly Enterprises y, según John, se tomaba su trabajo muy en serio. Pondría toda clase de reparos a salir con un Donnelly. Era lo primero que debía solventar. Después se encargaría de su prometido. ¿Qué había dicho John? Que se casaba al mes siguiente. Consultó el esquema que había impreso, el cuatro de abril. Maldijo en voz baja. Tenía el presentimiento de que hubiera sido más fácil olvidarla.

Pero Chase Donnelly se había pasado la vida haciendo realidad todos sus sueños y no estaba dispuesto a tirar éste por la borda.

Una lluvia fría de primavera mojaba a los peatones de la hora punta cuando Natalie llegó a la floristería un minuto antes de la hora a la que había quedado con su hermana. La cita no era hasta las seis menos cuarto, pero Lydia siempre llegaba unos ocho minutos tarde en promedio. Natalie tenía en cuenta el retraso de su hermana.

Había comenzado a visitar la floristería tres meses antes, pero necesitaba estar segura de que las violetas combinaban a la perfección con su esquema de colores. La señora Jennings no toleraría la menor imperfección.

Si hubiera podido elegir, ella se habría conformado con una sencilla ceremonia civil. En realidad, la boda no era sino una fiesta para Edward; su familia y sus numerosos amigos y socios. Pero una no entraba a formar parte de los Jennings sin una ceremonia de recepción de lo más formal y correcta.

Natalie entró y dejó el paraguas. Sólo había otro cliente, de espaldas a ella, hablando con la empleada del mostrador. Le pareció notar algo familiar en él, el pelo negro que le llegaba hasta el cuello de la cazadora de cuero, los vaqueros que se amoldaban a sus…

Natalie se quedó helada. ¿Qué hacía «él» allí? Ahogando una maldición, se escondió detrás de una palmera y espió al hombre que había invadido sus pensamientos durante toda la tarde. Chase se dio la vuelta para contemplar un ramo de narcisos y Natalie se quedó extasiada con su perfil. No recordaba haber experimentado una sensación tan excitante y perturbadora en toda su vida, ni siquiera con Edward. Pero Chase era distinto a todos los hombres que ella había conocido.

– Es peligroso -musitó para sí misma.

– ¿Quién es peligroso?

Sobresaltada, Natalie se giró para ver a Lydia, que estaba junto a ella y también espiaba a Chase. Tomó a su hermana del brazo y la metió a la fuerza tras el tiesto enorme de la palmera mientras le ponía la mano en la boca.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -dijo en un susurro.

– Tú me has pedido que viniera -dijo Lydia, tratando de librarse de la mordaza de sus dedos.

– Llegas antes de lo previsto.

Lydia le dio un azote en la mano.

– ¿Pero qué haces? ¿Y por qué estamos cuchicheando?

– Él está aquí. Ahí, ése que mira los narcisos.

– ¿Quién es?

– Chase Donnelly. Lo he conocido en el ascensor. Bueno, en realidad, no lo he conocido. Nosotros…

– ¿Donnelly de Donnelly Enterprises? -preguntó Lydia frunciendo el ceño-. ¿Por qué te escondes de él?

– Yo no me escondo.

– ¿Es tu jefe?

– Técnicamente, no trabaja en la empresa. Pero forma parte de la junta directiva, de modo que podría haberme despedido si hubiera querido. Primero lo del ascensor, luego la fiesta de las empleadas y yo…

– ¿Qué ascensor? Nat, estás desvariando y tú nunca desvarías.

– ¿Crees que me habrá seguido? No, imposible -se contestó ella misma-. Estaba aquí cuando yo he llegado. Sólo es una… coincidencia. El destino -murmuró-. El destino -repitió recordando sus palabras.

– ¿Por qué te escondes tras los tiestos? Seguramente no te reconocerá.

– ¡Sí que me reconocerá! Dice que tengo que casarme con él, que me ha visto en sus sueños. No sé, tenía algo que ver con la tarta de cumpleaños de su abuela. La verdad es que no acabo de entenderlo. Es un poco… agobiante.

– ¿Bromeas? ¿Tu jefe te ha dicho que tienes que casarte con él? ¿Es que está loco?

– Lo más seguro. Pero no es mi jefe, sólo un pariente. Quizá por eso nunca vaya a la oficina, quizá la familia lo tiene ingresado en una institución mental. ¿De verdad un tipo tan guapo puede estar loco? Tiene unos ojos de lo más amables y un hoyuelo en la barbilla y…

Lydia abandonó el escondrijo, pero Natalie tiró de ella otra vez.

– ¿Adonde vas?

– Voy a investigar.

– Si hablas con él, dile que me deje en paz. Dile que estoy comprometida.

Natalie vio cómo su hermana se acercaba al mostrador. Lydia siempre había sido más positiva y segura de sí que ella, más dispuesta a correr riesgos. Y siempre se había sentido más cómoda con los desconocidos, sobre todo con los hombres.

Al principio, Lydia lo estudió con disimulo. Pero luego, para consternación de Natalie, entabló conversación. Cuando vio que charlaban amigablemente, Natalie sintió una punzada de algo muy parecido a los celos. Les dio la espalda.

¿Qué le estaba pasando? Aquellas sensaciones extrañas no hacían más que confundirla y asustarla. Jamás había actuado de una manera tan irracional, pero aquel hombre sacaba a la superficie defectos de carácter que desconocía poseer.

– ¿Natalie?

Cuando se dio la vuelta, vio horrorizada que Lydia avanzaba hacia ella seguida de Chase. Frenéticamente, Natalie calculó sus probabilidades de escapar. Pero no podía salir corriendo, tenía que poner punto final a aquella situación ridícula lo antes posible.

– ¡Nat, mira a quién acabo de conocer! ¡Es Chase Donnelly! Chase, ya conoces a mi hermana, Natalie Hillyard.

Con una sonrisa revoloteando en las comisuras de sus labios, Chase extendió la mano, retándola una vez más a poner sus dedos en ella. Natalie estaba extasiada con su atractivo, con la mirada de sus vibrantes ojos verdes, con el hoyuelo de su mentón. Su mente era un torbellino de confusión, atracción y frustración.

– Me alegro de volver a verte, Natalie -dijo él en un tono guasón.

Su mano era cálida y fuerte; un cosquilleo, que empezaba a ser familiar, le subió a Natalie por el brazo, Notó que se sonrojaba y luchó por encontrar su voz. Cuando trató de retirar la mano, él se la retuvo.

– ¿Qué… hace aquí… señor Donnelly? -Pasaba por aquí a encargar unas flores para mi abuela.

– ¿Has oído, Nat? -dijo Lydia-. Está comprando flores para su abuela, ¡qué bonito! No me parece que sea cosa de locos -añadió bajando la voz.

– Sí -dijo Natalie-. Muy bonito.

Chase pasó lentamente la yema del pulgar sobre el dorso de su mano. Natalie sintió que se perdía en la simple felicidad de aquella caricia.

– No sabes lo que me alegro de que tengamos Otra oportunidad para vernos. Así podré disculparme por mi comportamiento de esta tarde en el ascensor. Estoy seguro de que debo haberte parecido un loco de atar.

– Sí. Quiero decir, no. En absoluto.

– ¿Sería mucho atrevimiento preguntarte si te importa venir a tomar un café conmigo cuando termines aquí? Quisiera compensarte por las molestias.

– Sí. Me refiero a que no sería mucho atrevimiento.

– Bien. Entonces, te espero en el Jitterbug dentro de media hora. Está en esta misma manzana.

– Jitterbug -repitió ella como una autómata-. Sí, en esta misma manzana.

Entonces él le soltó la mano y se dirigió a la puerta. Se volvió una vez para mirarla antes de salir. Natalie no supo el tiempo que se quedó allí, mirando hacia la puerta y frotándose el dorso de la mano. Si no hubiera sido por Lydia, se habría pasado toda la tarde allí.

– ¡Ay, Dios! -dijo Lydia suspirando-.¿Acabas de aceptar una cita con él?

Natalie parpadeó.

– No, no. ¿Verdad que no? Le he dicho que no era demasiado atrevido pedírmelo, pero no le prometido que iría.

– Yo creo que sí.

Natalie sujetó a su hermana por el codo y lo apretó con todas sus fuerzas.

– ¡No puedo tomarme un café con él, estoy prometida!

– ¡No me grites! Eres tú la que ha aceptado la invitación.

– ¿Por qué no me has detenido? ¿Has olvidado a qué habíamos venido? Tenemos que elegir las flores para mi boda.

– ¿Qué boda? Creo que deberías olvidarte de Edward. Este tipo es mucho mejor.

– ¿Olvidar a Edward? ¿Cómo podría olvidarme de mi prometido?

– Bueno, pues ¿dónde está? ¿No crees que debería ayudarte con los preparativos? Nunca está cuando se supone que debería echar una mano.

– Edward ha ido a Londres por negocios, estará toda la semana en el extranjero.

– Genial. Entonces puedes tomarte un café con Chase cuando terminemos y nadie tiene por qué enterarse.

– Lydia, ¿por qué me haces esto? Corren rumores de que Chase Donnelly es un auténtico casanova.

– Porque creo que te mereces algo mejor que Edward Jennings y esa panda de buitres que él llama familia. Y, desde luego, este tipo es muchísimo mejor, ¿no te parece?

Natalie maldijo la impulsividad que se había apoderado de ella. Había planificado toda su vida como un cuento de hadas que estaba a punto de hacerse realidad. Y ahora, de buenas a primeras, aceptaba una cita con un desconocido, con un famoso playboy por añadidura.

– Son los nervios de antes de la boda -musitó-. Todas las novias pasan por momentos de duda, ¿verdad?

– Claro, aunque la mayoría se sienten mejor con un buen grito. Pero una cita para tomar café con un hombre tan atractivo, desde luego es un enfoque novedoso.

La verdad era que Natalie quería ir. Quería averiguar por qué Chase sentía aquella fijación con ella y por qué ella perdía todo sentido del decoro y de la decencia cuando él estaba cerca. Y, por encima de todo, quería poner fin a todas las sensaciones estúpidas que despertaba en sus entrañas.

– No iré, no puedo -gimió-. Después de todo, estoy prometida.

Chase estaba sentado en una mesa junto a la Ventana cuando ella llegó. Aún tenía el pelo mojado por la lluvia y se lo había echado hacia atrás con las manos. Aún era más atractivo con las luces intensas del café.

Natalie se acercó conteniendo el aliento y evitando mirarlo a los ojos.

– Esto es un error -dijo con voz firme-. No pretendía aceptar su invitación. Ha sido un malentendido.

Chase se echó hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho, mirándola con aire dubitativo.

– Pero estás aquí. Si no querías venir, ¿por qué no te has limitado a dejarme plantado?

Natalie movió las manos inquieta. Ella también se había preguntado lo mismo.

– Yo… eso no sería educado. Después de todo, técnicamente, trabajo para usted. Es mejor cultivar una relación profesional correcta, ¿no le parece?

– Vamos, Natalie -dijo él con una sonrisa encantadora-. Reconócelo, tienes tanta curiosidad como yo.

– ¿Sobre qué? -preguntó ella, levantando la barbilla.

– Sobre lo que está pasando entre nosotros.

Natalie se envaró y trató de guardar la compostura.

– No pasa nada entre nosotros. Usted es un completo desconocido para mí. Si ni siquiera lo conozco, ¿cómo puede haber algo entre nosotros?

– Nos atraemos. Lo sentí en el momento en que entré en el ascensor. Lo que ocurre es que eres demasiado testaruda como para admitirlo.

– No… no. Nada de eso.

– ¿Que no eres testaruda o que no te sientes atraída hacia mí?

– Atraída -repitió ella.

– Entonces, te lo vuelvo a preguntar. ¿Qué haces aquí?

– ¡De acuerdo! -dijo ella, harta de jugar al ratón y al gato-. Quizá me atraiga usted, pero eso no significa que tenga que seguir el dictado de mis impulsos. Quiero olvidar nuestro encuentro en el ascensor y voy a olvidar que he aceptado su invitación a tomar café. Lo mejor es que finjamos que esto no ha sucedido.

– No puedo hacer eso, Natalie. Y tampoco quiero. No hasta que esté seguro.

– Tengo que irme -dijo ella, confusa con aquellas palabras crípticas.

Mientras ella daba media vuelta, Chase se levantó y la sujetó del brazo. Natalie no pudo soltarse. Con suavidad, Chase la hizo girar, le puso la mano bajo la barbilla y la obligó a mirarlo. Natalie estaba segura de que iba a besarla y tuvo miedo pensando en las consecuencias.

– No quiero que me bese -murmuró. Chase sonrió apenas.

– No iba a hacerlo. Aún no.

Natalie vio su mirada chispeante y sintió que se sonrojaba.

– Sólo quédate un poco más. Toma asiento. Podemos hablar un rato.

Natalie obedeció. Pidió un café «latte» y esperó a que él empezara.

– ¿Por qué no te quitas el abrigo? -Porque no pienso quedarme tanto. -Cuando entré en el ascensor, me pillaste desprevenido. Era como si ya nos conociéramos. ¿Crees en el destino, Natalie?

A Natalie le habría gustado, eso explicaría la muerte de sus padres y todos los acontecimientos que se sucedieron en su infancia. Pero sólo podía creer en los hechos fríos y duros. En el camionero que se había quedado dormido al volante y en la policía que llamó a la puerta de madrugada. En la horrible sensación de abandono que Lydia y ella habían sufrido cuando sólo tenía trece años y seis su hermana. Natalie negó con la cabeza.

– No, no creo en el destino. Todo sucede por una razón y sólo se ha de buscar atentamente para encontrar una explicación lógica.

– ¿Y nuestro encuentro?

– Yo volvía de comer y llegaba tarde. Y usted… ¿qué estaba haciendo en la oficina?

– Era un intento de conseguir la armonía familiar.

– De modo que no era el destino. Los dos teníamos que estar donde estábamos.

– Y ahora nos encontramos aquí, tomando café. Venga, Natalie, ¿por qué no me cuentas algo de tu vida?

– Estoy prometida -repitió ella, que ya empezaba a cansarse de sonar como un disco rayado.

– ¿Qué diría tu prometido si supiera que has tomado café conmigo?

Natalie abrió la boca y volvió a cerrarla. Edward no diría nada, no era propenso a los celos. Claro que ella tampoco le había dado motivos nunca.

– Confiamos completamente el uno en el otro.

Chase soltó una risilla.

– Si fueras mi prometida, no sería tan magnánimo.

Natalie siempre se había preguntado cómo sería que un hombre sintiera tanta pasión por ella que pudiera tener celos. Pero Chase no la sorprendía, parecía que sólo actuaba por impulsos, únicamente dejándose llevar por las emociones y eso era algo que ella ni siquiera podía empezar a imaginar.

– Pero no es mi prometido -dijo Natalie-. Ni siquiera es amigo mío. Aunque he oído hablar de usted y no crea que me engaña con su encanto.

– Dime la verdad, Natalie. ¿En serio eres feliz con ese prometido tuyo?

– Edward es todo lo que siempre he buscado en un marido -dijo ella secamente-. Nada de lo que digan los demás va a impedir que me case con él.

Chase se la quedó mirando un momento y entonces se levantó.

– Muy bien -dijo mientras dejaba unos billetes sobre la mesa-. Demonios! Creí que debía intentarlo. Un hombre no puede ignorar las señales del destino, ¿verdad?

– No, supongo que no.

Chase sonrió sarcásticamente y entones se inclinó y la besó en la mejilla.

– Ha sido maravilloso no enamorarme de ti, Natalie Hillyard. Cuídate mucho.

Natalie lo vio irse a través de la ventana, encogiendo el cuello como los demás peatones que poco a poco lo ocultaron de su vista. Respiró hondo. Ordenó lentamente los objetos que había sobre la mesa, la taza, la servilleta, la cuchara, hasta que todo estuvo perfecto. Cuando acabó, unió las manos y trató de hacer lo mismo con sus pensamientos.

– Lo que pasa es que he tenido un mal día -se dijo a sí misma-. Mañana todo volverá a la normalidad.

Se quedó sentada en el café largo rato, tratando de convencerse de que todo volvería a ser como antes. Sin embargo, de alguna manera, sabía que no era verdad, que siempre se preguntaría adonde podía haberla llevado aquel encuentro de haber estado dispuesta a dejar a un lado toda precaución y arriesgarse.

Capítulo 3

Los regalos empezaron a llegar a la mañana siguiente, justo cuando Natalie había conseguido conciliar el sueño. Había sido una noche de dar vueltas en la cama, de soñar que un hombre moreno y de sonrisa picara se superponía a las imágenes de su boda, un día lleno de equívocos, desgracias y tormentas.

Exhausta, se levantó de madrugada y comenzó a ordenar alfabéticamente todos los archivos de su boda, las cartas de respuesta, el ajuste del presupuesto, la lista de invitados y el orden en que se sentaban y que su futura madre política le había entregado. Pero, cuanto más pensaba en el día de su boda, más inquieta se sentía.

Tras numerosos intentos infructuosos, dejó de llamar a Edward a Londres y se quedó dormida en el sofá. Poco después de amanecer, la despertó el timbre de la puerta. Lo que menos esperaba era aquel ramo descomunal de narcisos amarillos.

Natalie no tuvo que mirar la tarjeta para adivinar quién los enviaba. Edward jamás le había mandado flores y no tenía motivos para empezar ahora. Sólo podían ser de Chase Donnelly.

Acababa de ponerlos en un jarrón cuando llegó la segunda entrega, seguida por otra más cada cuarto de hora. Pero ya no hubo más flores. Era una colección extraña de regalos, baguettes recién horneadas y queso, una caja de ostras, tres botellas de vino distintas, una caja de bombones belgas tremendamente caros y una cesta de fruta fresca.

Con cada entrega, Natalie echaba un vistazo a la calle para asegurarse de que sus vecinos no veían nada. Vivir en la misma ciudad pequeña que los padres de Edward le provocaba un estado de tensión constante. Pero Edward se había empeñado en llevar una vida que era un calco exacto de la de sus progenitores.

Como no hubiera sido decoroso que vivieran juntos antes de la boda, la habían dejado sola en aquella casa enorme y cavernosa, sin muebles y que pedía a gritos una mano de pintura. Edward le había prometido que trabajarían juntos en ella cuando se casaran. Natalie habría preferido una casita pequeña en el campo, pero la vida con su prometido significaba habitar una mansión de cien años que parecía perpetuamente vacía.

A las once, el vestíbulo parecía una tómbola de delicatessen. Por alguna extraña razón, Chase parecía convencido de que el modo más directo de ganarse a una mujer era a través de su estómago. Natalie lo hubiera llamado, pero no sabía su teléfono. Cuando volvieron a llamar a la puerta, fue a abrir mascullando maldiciones contra Donnelly hasta que se lo encontró, sonriendo pícaramente, apoyado en el quicio de su entrada.

– Buenos días. Estás muy bonita con el pelo mojado.

Se inclinó y la besó del mismo modo que la noche anterior, con la misma familiaridad que si lo hubiera hecho cientos de veces. Natalie escudriñó la calle, le hizo pasar y cerró la puerta.

– ¿Qué hace aquí? ¿Cómo me ha encontrado?

– ¿Te parece manera de saludar a un amigo?

– Usted no es amigo mío -dijo ella, estampando un pie descalzo sobre el suelo de mármol.

– Bueno, ¿te parece manera de saludar a un conocido al que apenas puedes soportar?

– ¿Cómo me ha encontrado? -insistió ella.

– Podría decir que he contratado a un detective privado, o que anoche te seguí. Pero, la verdad es que pirateé los archivos de los empleados con el ordenador de la oficina. ¿De verdad vives aquí? -prosiguió él, sin darle tiempo a respirar-. Sí que es una casa enorme.

– Edward y yo la compramos un mes después de que decidiéramos la fecha de la boda. Ahora tiene que irse. Si alguien lo ha visto entrar…

– O sea, que él también vive aquí, ¿no? La verdad es que me gustaría conocerlo. ¿Está en casa?

Natalie sacudió la cabeza.

– Ahora vive con sus padres. Se mudará aquí después de la boda.

– Lástima -dijo Chase-. Siempre conviene conocer a la competencia. Haría falta un ejército para sacarme a mí de la cama de mi novia, con boda o sin boda. Debe ser un hombre muy disciplinado.

Natalie suspiró frustrada, segura de que aquello era un insulto.

– ¿A qué ha venido? Creí haber dejado claro que no quería tener nada que ver con usted.

– Sí, pero yo no te creí. Digamos que fuiste poco convincente, sobre todo cuando nos dimos la mano en la floristería, ¿te acuerdas?

– Vagamente.

– Querías que te besara. Lo vi en tus ojos.

– Yo… no quería semejante cosa.

Chase se acercó hasta que casi se tocaron. Natalie podía sentir el calor de su cuerpo, la dulce caricia de su aliento en las sienes. Quería apartarse, pero le fallaba la voluntad. Toda su resolución se esfumaba ante la intensidad de su mirada.

No estaba preparada para lo que pasó a continuación, aunque le pareció la cosa más natural del mundo. Chase la besó, larga y profundamente, consumiendo su boca en una avalancha de puro deseo. Las rodillas le temblaron, pero él le pasó un brazo por la cintura y la atrajo contra su cuerpo firme y musculoso. La cabeza le daba vueltas pero, por mucho que lo intentara, no conseguía reunir las fuerzas necesarias para apartarse de él.

Una pasión que nunca había conocido corría por sus venas, incendiando sus nervios, poniendo a prueba todas sus nociones de dominio de sí. Todos sus pensamientos se centraban en aquellos labios, en el sabor de aquella lengua, el movimiento de aquella boca sobre la suya. Al instante, se sintió viva y excitada, deseada más allá del sentido común y las reglas del decoro.

Natalie sólo había besado a un hombre en su vida, Edward. Pero nada la había preparado para lo que sentía con Chase. Como una droga adictiva, su beso le entumecía el cerebro hasta que no le quedaba más remedio que sucumbir a un maravilloso torrente de sensaciones.

Pero, con el último retazo de juicio, se separó de él con un grito y se llevó la mano a los labios henchidos.

– Yo… Acabo de engañar a mi prometido -dijo horrorizada.

Chase la miró. Poco a poco, la pasión que ardía en sus ojos se fue aplacando. Entonces, maldijo entre dientes.

– Yo… Lo siento, Natalie. No debería haberlo hecho, no es justo.

– No, no. Ha sido culpa mía -dijo ella, empezando a andar de un extremo a otro del vestíbulo-. Deseaba que me besaras. No sé lo que me pasa -añadió llevándose las manos a las sienes-. Se supone que estoy prometida y lo único que se me ocurre es besar a un desconocido.

Chase la sujetó por los brazos y la obligó a mirarlo a la cara.

– Si de verdad sientes algo y lo ignoras, a la única persona que engañas es a ti misma.

– No tengo elección, lo que acaba de pasar es un error… un error de juicio. Mejor será que lo olvidemos todo y que hagamos como si nunca hubiera sucedido.

– Pero ha sucedido y yo me alegro.

Natalie se separó de él y sacudió la cabeza.

– Gracias por tus encantadores regalos, pero será mejor que te vayas enseguida.

– ¿De verdad quieres casarte con ese tipo? -preguntó él, poniéndole la mano bajo la barbilla.

– Le hice una promesa a Edward y tengo la intención de cumplirla.

Furioso, Chase fue a la puerta.

– No te merece -espetó.

– ¿Y tú sí? -preguntó ella con voz temblorosa-. Dime una cosa, ¿estás dispuesto a casarte conmigo? ¿A darme un hogar y un futuro?

– Apenas nos conocemos -contestó él, dándole la espalda.

Entonces fue ella la que lo tomó del brazo y lo obligó a darse la vuelta.

– Exacto. Hace menos de veinticuatro horas que nos conocemos y tú quieres destruir una relación que forma parte de mi vida desde hace años. No voy a consentir que eso suceda.

– Demuéstrame que lo quieres -la retó él-. Pasa el día conmigo. Te prometo que no volveré a tratar de besarte. Ni siquiera te tocaré. Pero no puedo rendirme tan fácilmente, Natalie.

– ¿Qué derecho tienes a invadir mi vida? ¿Por qué me haces esto?

– No lo sé -murmuró él mientras se pasaba una mano por el pelo-. Ojalá lo supiera. Quizá si pasáramos unas horas juntos conseguiría entenderlo.

– No -dijo ella firmemente.

– Sólo un día. Entonces desapareceré, te lo prometo.

Natalie cerró los ojos y respiró hondo. Quería echarlo de allí, pero una vocecita interior la impulsaba a olvidarse del sentido común y a satisfacer su propia curiosidad. Si no lo hacía, seguiría pensando en aquel hombre el resto de su vida. No podía permitir que un beso impetuoso arruinara toda su felicidad futura con Edward.

– Sólo un día -dijo ella-. Pasaré un día contigo y luego me dejarás en paz.

Chase asintió, aunque no muy convencido.

– ¿No habrá más besos?

Chase sonrió.

– Te lo prometo. Por ahora, sólo somos amigos.

La primavera había llegado temprano al Noroeste, la nieve y el hielo dejaban paso a una lluvia fresca y a días de sol. Chase sentía la llamada del mar. Recogieron comida del vestíbulo y subieron al baqueteado Porsche Speedster de Chase. Entonces, en un impulso, bajó la capota. Natalie había subido remisa al coche, pero lo que más temía eran las miradas de los vecinos. Se pasó la primera parte del viaje encogida en el asiento, la capucha de su abrigó echada por la cabeza para ocultar su rostro. Sin embargo, cuando reunió el valor suficiente como para quitársela, Chase se quedó admirado de cómo su pelo rubio flotaba en el viento. A Natalie le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas. No importaba la promesa que ella le hubiera hecho a otro hombre, Chase se había jurado a sí mismo que sería toda para él.

– Eres preciosa -gritó, apartando los ojos de la carretera para mirarla.

– No deberías decirme esas cosas -lo regañó ella.

– ¿Por qué no? Es la verdad.

El color de sus mejillas se acentuó mientras una sonrisa pugnaba por brotar de sus labios. Entonces sacudió la cabeza. Parecía tan incómoda con el halago que él se preguntó si Edward se había molestado alguna vez en piropearla.

– ¿Adonde vamos? -gritó ella para hacerse oír con el viento.

– A un lugar muy especial.

Natalie aceptó la explicación sin hacer preguntas. Al poco, dejaron atrás los amplios campos y los bosques y salieron a la llanura arenosa que bordeaba el Atlántico. Sand Harbor yacía recostado en la costa occidental de la Bahía de Cape Cod, una aldea diminuta a un lado de la carretera que serpenteaba hasta el extremo de la península.

Chase había escogido vivir en Sand Harbor más por lo recoleto de su puerto que por su cercanía a Boston. Tenía una casita cerca del mar desde la que realizaba casi todos sus negocios. Pero no estaba ansioso por enseñarle a Natalie la casita de Cape Street. Al contrario, giró hacia los muelles. Detuvo el coche frente a una valla de cadenas, bajó e intentó darle la mano para ayudarla. Natalie se negó.

– ¿A esto llamas tú un sitio muy especial?

– Espera y verás.

Chase recogió las bolsas de comida del maletero y fue a la cancela para luego forcejear con un candado viejo y cubierto de óxido. La portezuela gimió, Natalie lo siguió adentro.

– ¿Qué sitio es este?

– Un almacén de botes. Y ahí está el mío, el Summer Day.

Natalie contempló el balandro de doce metros que reposaba el casco en unas cuñas de madera.

– Si hiciera mejor tiempo, te llevaría a navegar, te enseñaría unas playas escondidas. Pero hace demasiado frío y tengo que pintar el casco antes de que empiece la temporada.

– Yo… nunca he subido en un barco. Siempre me ha dado miedo marearme. Chase se rió. -Bueno, no corres peligro en tierra.

Dejó la comida en el suelo y llevó una escalera que apoyó contra la borda.

– Sube tú y yo te iré pasando las bolsas.

Cuando acomodó a Natalie y las provisiones en cubierta, buscó un sacacorchos y un par de copas de vino en la cabina. Cuando regresó, Natalie se había arrastrado hasta la proa y estaba de pie allí, de cara al viento, mirando hacia el puerto.

Chase aprovechó para contemplarla, recordando al mismo tiempo su sueño. Excepto por la chaqueta y los vaqueros, era exactamente igual que él la recordaba. Tenía la sensación de que pertenecía a aquel sitio, al barco, a él… La veracidad de la predicción de Nana se hacía más real con cada minuto que pasaba junto a ella.

– Eres la primera mujer que he traído a mi barco, a excepción de mi abuela.

Natalie se volvió y le sonrió mientras se apartaba el pelo de la cara.

– Según los rumores que corren por la oficina, eres la clase de hombre que siempre tiene una mujer entre sus brazos.

– Pero jamás en mi barco. Cuando navego, me gusta estar solo.

Natalie empezó a regresar hacia la escotilla, agarrándose a las lonas para mantener el equilibrio.

– ¿Y por qué me traes a mí?

– Porque éste es tu sitio. Ya has estado aquí antes.

Natalie le lanzó una mirada escéptica.

– Parece que este barco significa mucho para ti.

Chase le puso una copa de vino y ella se sentó.

– A la mayoría de hombres les da por algún coche, pero a mí no. Cuando era niño, empecé a ahorrar para comprarme un barco. Lo conseguí cuando tenía dieciséis años. Era una bañera que apenas se mantenía a flote. El verano que me licencié en la universidad, navegué con él hasta las dos Carolinas. Había prometido volver y aceptar un trabajo en la empresa de mi familia, pero continué navegando durante tres años.

– ¿Y de qué vivías?

– Pues de trabajos que iban saliendo aquí y allá.

– O sea, que huiste de tu vida, de tus responsabilidades, ¿no?

– No, acepté la vida con todas sus posibilidades.

Natalie contempló el almacén y suspiró.

Cuando yo era más joven, después de que mis padres murieran, soñaba en escaparme algún día, dejar todos mis problemas atrás y empezar una vida nueva como si fuera otra persona.

– ¿Y qué te detiene ahora?

– Que he madurado. Tengo compromisos, una carrera, una relación, una nueva familia. Estabilidad y seguridad. Eso es lo que deseo y eso es lo que voy a lograr.

– ¿Todas esas cosas te hacen feliz?

– Creo que sí. No estoy segura. Nunca las he tenido antes.

– Creo que estás vendiendo tu vida muy barato, Natalie. A mí me pareces una mujer que podría disfrutar con un poco de aventura, con un poco de peligro.

– Sólo ves lo que quieres ver. No me conoces en absoluto.

Chase la miró tratando de evaluar la verdad que había en sus palabras. Por mucho que ella pudiera engañarse a sí misma, a él no podía engañarlo. Natalie Hillyard no era lo que parecía. Chase presentía que había una mujer muy distinta tras aquella fachada de orden y decoro. Una mujer fascinante y sin límites que él estaba decidido a descubrir.

El día había pasado tan deprisa que Natalie se sorprendió al ver que el sol se hundía en el horizonte. La comida y el vino le habían proporcionado una sensación de calor y bienestar tan agradables que no tenía ganas de irse. Pero le había concedido a Chase un solo día y ya estaba acabando.

Había contado con sentir alivio, satisfacción, cuando él saliera definitivamente de su vida. Pero lo único que notaba era una sensación de pesar, una punzada de duda y el miedo de no volver disfrutar de tanta paz.

Chase era divertido, reía y bromeaba y hacía que se sintiera especial. Le contaba historias absurdas y se deleitaba con sus reacciones. Muchas veces lo había descubierto observándola, absorbiendo cada detalle de su rostro, como si tratara de grabárselos en la memoria.

Pero ella no quería que las horas que habían pasado juntos fueran sólo una recuerdo, necesitaba aferrase a ellas como si fueran un salvavidas, conservar algo que saborear si la felicidad la esquivaba.

¿Cómo era posible que dudara? Ella había tomado su decisión y su elección era Edward. Sin embargo, el hombre que conocía apenas dos días había sumido su vida en un caos total. ¿Amaba a Edward? ¿O simplemente se estaba conformando con lo que creía creer, como Chase decía?

Chase Donnelly no era en absoluto como ella esperaba. Los comadreos de la oficina pintaban el retrato distorsionado de un playboy degenerado que vivía para la seducción. Chase parecía divertirse mucho con esos chismorreos, y la espoleaba constantemente hasta que Natalie ya no estaba segura de si estaba probándola o sólo era una broma. Pero al final, Chase bajó la guardia y se reveló como un hombre tierno y considerado.

Pero, ¿y si lo que ella quería era precisamente él? Se preguntaba si su pasión por ella sería tan fuerte como para hacerle olvidar que era una mujer prometida. Nunca se había considerado capaz de inspirar tales sentimientos en un hombre, pero tampoco había conocido nunca a un hombre como Chase.

– ¿Lista para irnos?

Natalie le sonrió. Chase tenía el pelo revuelto. Se lo echó hacia atrás y le ofreció una mano.

– Para ser la primera vez que estás en un barco, yo diría que lo has hecho muy bien. La próxima tendremos que probar con el barco en el agua.

«Pero no habrá próxima vez».

– Sí, volvamos. Se está haciendo tarde.

Chase la ayudó a bajar, con cuidado de tocarla sólo lo imprescindible, pero ella no podía ignorar el contacto de sus manos en el hueco de la espalda, sus dedos cálidos parecían grabarse sobre su piel a través de la ropa.

Chase puso la capota para el viaje de vuelta. Sin el rugido del viento que los distrajera, el trayecto estuvo presidido por un silencio incómodo. Natalie se sentía presa de un temblor frío que se acentuaba con cada milla que recorrían.

Se dijo que estaba tomando la decisión correcta. ¿Cómo era posible que renunciara al matrimonio que le brindaba una vida estable por un navegante cuya abuela había tenido una premonición? Tendría que estar loca. Además, ¿qué sabía en realidad sobre Chase, más allá de los chismes que circulaban por la oficina?

Eran polos opuestos. Él prefería vivir sin un plan predeterminado, zarpando hacia lo desconocido a su capricho. Ella prefería la comodidad de la rutina. Chase creía en el destino, en un sueño bobo que su abuela había pronosticado. Y ella creía en lo pragmático. No podía haber dos personas más distintas en temperamento y modo de ver la vida que Chase y Natalie.

– Me lo he pasado muy bien -dijo ella mirándolo.

Chase sonrió, pero no apartó los ojos de la carretera.

– Yo también. Me alegro de que tuviéramos la oportunidad de conocernos un poco mejor.

– Y la comida ha sido magnífica.

– «Sólo lo mejor», es el nombre de mi empresa. Importamos comida para gourmets, muchos vinos franceses y quesos. El negocio perfecto para alguien a quien le gusta la buena comida.

– Edward es banquero.

– Suena bastante aburrido.

– Sí, pero le gusta el dinero, de modo que también es el trabajo perfecto. Su padre es banquero, una tradición familiar. A toda la familia le gusta el dinero.

– ¿Pero tú lo quieres a él o al dinero?

– La verdad es que nunca he tenido demasiado dinero hasta hace poco. Edward y yo somos perfectos el uno para el otro.

– ¿Estás segura de eso?

– Mira, Chase. No quiero acabar este día con una discusión.

Hicieron el resto del viaje en silencio. Casi se sintió aliviada cuando detuvo el coche frente a la casa de Birch Street. Habría preferido bajar del coche sola, pero él se apresuró a abrirle la puerta. La acompañó hasta la puerta, deteniéndose bajo las sombras del porche mientras ella buscaba las llaves.

– Supongo que éste es el adiós -dijo él con una sonrisa.

– Gracias por este día. Espero que encuentres a la mujer que estás buscando.

– Ya la he encontrado -susurró él en la oscuridad.

Natalie quiso echarse a correr y cerrar la puerta, pero no podía despedirse de él así.

– Yo no puedo ser esa mujer. Lo siento. Confío en que lo entiendas.

Chase levantó una mano y ella retrocedió. Sin embargo, lentamente, él siguió adelante hasta pasarle la mano cerca de la mejilla, tan cerca que ella pudo sentir el calor que irradiaba. Con todo, no la tocó.

– Me gustaría besarte si pudiera.

– Pero no puedes.

Chase levantó la otra mano, pero tampoco la tocó.

– Me gustaría sostener tu preciosa cara entre mis manos, así, y llevar mi boca a la tuya. Tú tendrías un sabor dulce y cálido.

Natalie se echó a temblar. Instintivamente llevó la cara hacia sus manos, pero él las apartó. Entonces, se acercó a ella hasta que sus labios casi se rozaron y ella pudo sentir su aliento en ellos.

– Y mientras te besara, apretaría tu cuerpo contra mí porque te amoldarías perfectamente, porque cada curva está hecha para mí.

– Chase, por favor.

– Y después de que hubiera conocido todo tu cuerpo de memoria, te haría el amor. Nosotros sí seríamos perfectos, Natalie.

Natalie levantó la mano para ponérsela en los labios, para evitar que siguiera volviéndola loca con aquellas palabras. Pero, una vez más, Chase se apartó. Ella pudo ver su perfil contra las luces de la calle, tenía una expresión gélida y distante, absolutamente controlada.

Natalie dejó caer la mano y cerro los ojos.

– Me gustaría ser un poco más como tú, más impulsiva, más impetuosa. Subiríamos a mi habitación y haríamos el amor, pero no soy así, Chase.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo vas a saberlo alguna vez si te conformas con la vida que tú misma has fabricado?

– Tú no lo comprendes. Hay planes, invitaciones a la boda y regalos. Es demasiado tarde.

– Nunca es demasiado tarde. Tienes el resto de la vida por delante, Natalie. ¿Estás dispuesta a malgastarla con un hombre al que no amas?

Lágrimas de frustración pugnaban por brotar de sus ojos y ella las contuvo con todas sus fuerzas. Quería chillarle, abofetear su cara y gritarle que sí quería a Edward, pero hacía demasiado tiempo que conocía una verdad que había preferido ignorar. Su única esperanza era que, con el tiempo, pudiera llegar a querer a su esposo.

Chase sacó del bolsillo una tarjeta y se la puso en la mano.

– Si alguna vez necesitas algo, quiero que me llames sea de día o de noche. Te prometo que vendré, Natalie. En cualquier momento, esté donde esté. Sólo tienes que llamarme.

Con un suspiro trémulo, Natalie se guardó la tarjeta en un bolsillo de la chaqueta.

– Adiós Chase.

Abrió la puerta con una mano temblorosa, pero cuando consiguió llegar a la seguridad de su casa, todo el mundo comenzó a trepidar.

– Sácatelo de la cabeza -murmuró-. Has tomado tu decisión y no hay forma de echarse atrás.

Capítulo 4

La casa estaba a oscuras, excepto la luz que alumbraba en un balcón del segundo piso. Chase se subió el cuello de la chaqueta, hacía tres noches que se quedaba allí, mirando hacia la ventana de Natalie hasta que la luz se apagaba.

No había podido soportar la idea de mantenerse lejos de ella. ¿Por qué no podía olvidarla con la misma facilidad con que ella lo había olvidado? Por mucho que ella dijera, había en Chase un instinto oscuro que lo impulsaba a impedir que se casara con su prometido. Si se hubieran conocido en otra época, en otro lugar, la habría cortejado despacio, dejando que el amor se desarrollara a su propio ritmo. Pero el reloj corría y cada minuto que pasaba los arrastraba a un acontecimiento irreversible, su matrimonio con Edward.

Chase se pasó una mano por el pelo y se apoyó contra su coche. ¿Qué podía ofrecerle él que Edward no pudiera? Chase había pasado la vida evitando responsabilidades. Quizá si aceptara un trabajo fijo, empezara a ingresar dinero en el banco y se comprara unos cuantos trajes de ejecutivo, podría tener una posibilidad. Pero la idea de pasar el resto de sus días en un despacho de las Donnelly Enterprises ponía un sabor amargo en su boca.

De todas maneras, los rumores eran difíciles de superar y dudaba que le dieran una oportunidad. Echó a andar hacia la puerta de la casa, no podía marcharse sin intentar verla una vez más. En el último momento trepó a un roble cuyas ramas casi rozaban la ventana de Natalie.

Cuando estuvo al nivel de su habitación, lanzó una bellota contra el cristal. Lanzó tres bellotas más antes de ver su silueta contra los visillos. Las cortinas se abrieron y Natalie escudriñó la oscuridad.

Tiró otro fruto para llamar su atención. La persiana se levantó y ella apareció frente a Chase.

– ¿Chase? -dijo con una voz suave en el viento helado, a pesar de lo cual, él sintió escalofríos de satisfacción-. ¿Que haces ahí?

– Tenemos que hablar.

– ¿Y por qué no has llamado al timbre?

– Porque sabía que, en cuanto abrieras la puerta, iba a tener que besarte. He estado pensando en ti, Natalie. La verdad es que no puedo dejar de pensar en ti.

– Pues tienes que hacerlo -dijo ella con un suspiro.

Chase se sentó a horcajadas sobre la rama y se arrastró hacia ella.

– Se me ha ocurrido hacer algunos cambios. Cosas como sentar la cabeza y tomarme la vida un poco más en serio.

Natalie sonrió con tristeza.

– Es curioso, porque yo he estado pensando que me he tomado la vida demasiado en serio. Quizá fueras tú quien tenía razón.

– Puedo cambiar, siempre que tuviera una razón lo suficientemente poderosa.

Natalie hizo un gesto negativo con la cabeza, el viento le enredó el pelo. Chase sintió que sus dedos se agarrotaban con el impulso de acariciar aquellos mechones sedosos.

– No quiero que cambies, Chase. Y menos por mí. Me he pasado la vida para ser la persona que soy. Edward me comprende y yo lo comprendo a él. No habrá sorpresas entre nosotros. Estaré bien, te lo prometo.

– ¿Qué sientes cuando besas a Edward? Cuando te acaricia, ¿hace que te hierva la sangre?

– La pasión no es lo único que hay en el matrimonio.

– Entonces, dime cómo te sientes cuando yo te toco. Sé sincera contigo misma.

– Yo… siento pesar. Remordimiento por haber traicionado la confianza de Edward. Contigo, quizá me habría convertido en una mujer distinta.

Chase siguió avanzando por la rama, acercándose lo bastante como para mirarla a los ojos.

– Creo que te quiero, Natalie.

Natalie se quedó estupefacta.

– Pero si ni siquiera me conoces.

– Lo único que sé es que no puedes casarte con él.

– Ya hemos hablado de esto, Chase.

Frustrado, Chase trató de seguir avanzando,

Abría la boca cuando sonó un crujido. La rama cedió y él cayó como un peso muerto sobre la hierba. Natalie gritó su nombre, pero lo único que él podía oír eran los desesperados intentos que hacía su propio cuerpo para respirar.

Cuando Natalie llegó a su lado, había conseguido respirar el aire frío de la noche unas cuantas veces.

– No te muevas. ¿Dónde te duele? ¿Notas si tienes algo roto?

Chase gimió al sentir que ella le pasaba las manos por todo el cuerpo. Gruñó y trató de ignorar la marea de deseo que lo inundaba. Natalie no sabía qué le estaba haciendo y tampoco sabía lo que él hubiera querido hacerle a ella.

– Estoy bien.

Chase la sujetó por la cintura y la hizo caer al suelo a su lado, la cubrió con su propio cuerpo mientras le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. Ella empezó a debatirse, pero sus movimientos se hicieron menos inconscientes y más deliberados con cada segundo que pasaba.

– Suéltame -murmuró Natalie.

Arqueaba su cuerpo contra él, volviéndolo loco. Chase le rozó la boca con los labios.

– ¿De verdad quieres que te suelte?

Natalie entreabrió los labios, jadeaba. Chase podía oír el martilleo de su propio pulso y luchó por dominarse. Si ella le hubiera dado una señal, el menor gesto, la hubiera poseído allí, en el césped, pero un haz de luz contra la casa llamó su atención.

Un coche de policía pasaba lentamente por la calle. Gruñó y arrastró a Natalie tras la sombra de unos arbustos. Ella comenzó a quitarse las hojas secas del camisón. Chase aprovechó que estaba detrás para deleitarse con la silueta de su desnudez contra el haz de la linterna que los buscaba. Chase tuvo que reírse cuando ella saludó al coche patrulla.

– ¿Señorita Hillyard? ¿Se encuentra bien?

Natalie cruzó los brazos sobre el pecho, dándole a Chase la posibilidad de contemplar su trasero.

– No se preocupen. Me ha parecido oír a alguien rondando por aquí, pero sólo era un perro callejero. No hay nada de qué preocuparse.

– ¿No quiere que eche un vistazo?

– No, no se preocupe. Todo está bien. Yo estoy, bien, todos andamos bien por aquí.

Los dos se quedaron observando hasta que el coche patrulla se perdió en la calle siguiente. Natalie se inclinó y lo agarró por el cuello de la chaqueta.

– Quiero que salgas de mis arbustos enseguida. Vete a tu casa, Donnelly! ¡largo!

Chase sonrió, la tomó de la mano y le besó la palma.

– Estoy enamorado de ti, Natalie.

– He dicho que te vayas. Procura dormir. Por la mañana verás las cosas de otro modo.

Natalie se recogió el borde del camisón y fue a la puerta de su casa. Chase rodó hasta quedar tumbado de espaldas y miró al cielo mientras suspiraba.

– Empiezas a gustarme, Natalie Hillyard. Lo noto. Ya falta poco.

– ¡Vete a casa! -gritó ella.

Chase se rió y se puso en pie. Al final, había sido una buena noche. Él le había dicho a Natalie que la amaba y ella le había repetido que la dejara en paz. Echó a andar silbando alegremente porque había descubierto un resquicio en la armadura. O mucho se equivocaba o Natalie también se estaba enamorando de él.

– ¡Un calientaplatos de plata! Mamá, es justo lo que yo quería.

– Una esposa como Dios manda nunca dispone de suficientes calientaplatos.

Era una reunión familiar que examinaba la cubertería de plata que iba pasando de mano en mano. Natalie no tenía la más remota idea de qué podía hacer con seis calientaplatos de plata, pero algo le decía que iba a averiguarlo muy pronto.

– En mi vida he visto tanta plata junta -rezongó Lydia junto a su hermana-. ¿Pero dónde está la escobilla de plata para la taza? ¿Y la llave inglesa de plata? ¡Cielos! Espero que te acuerdes de incluirlos en tu lista de bodas.

– Basta -masculló Natalie entre dientes-. Van a oírte.

– Que me oigan. Son unas pajarracas de mal agüero que no tienen otra cosa mejor que hacer que meter sus narices en las vidas de los demás. Bueno, en «tu» vida, Nat.

Natalie se levantó del sofá.

– Si me… -tuvo que aclararse la garganta-. Señoras, si me excusan, volveré ahora mismo.

Lydia se levantó tras ella, pero Natalie le hizo gestos de que no la siguiera.

– Mamá, ¿por qué no le cuenta a Lydia toda la cristalería que nos ha regalado el primo segundo de Edward? Mi hermana adora la cristalería fina.

Lydia le lanzó una mirada venenosa antes de que Natalie consiguiera escabullirse. Con alivio, se encerró en los aseos de la parte de atrás de la casa. Pasándose las manos por la cara, se miró al espejo. Pero la imagen que le devolvió la mirada la pilló por sorpresa. Estaba pálida, consumida, surcada de arrugas de tensión. Se tocó las comisuras de los labios y trató de sonreír, pero lo único que consiguió fue una mueca helada.

Si era sincera, tenía que reconocer que no había conocido un momento de sosiego desde la ultima vez que había visto a Chase, hacía cuatro días.

Recordó la noche que la había abrazado sobre la hierba. Pero todo se difuminaba cuando miraba a la mujer que había en el espejo.

– ¿Qué estoy haciendo? -musitó-. Este no es mi sitio.

De repente, se olvidó de respirar. Tuvo que apoyarse en el lavamanos mientras luchaba por tranquilizar su corazón desbocado.

– No lo quiero, no quiero casarme con él. Y por nada del mundo estoy dispuesta a llamar madre a esa arpía.

Se fijó en el teléfono que había sobre el lavabo. Ella se había criado en una casa donde sólo había un teléfono. Edward vivía en una casa donde había teléfono en todos los baños y dos en el garaje. Lo tomó sin muchas contemplaciones, se sacó el organigrama del bolsillo y marcó el número de Edward en Londres, necesitaba oír su voz.

Contestó al tercer tono.

– ¿Edward? -preguntó con voz quebrada.

Edward carraspeó. Natalie se lo imaginó sentándose en la cama.

– ¡Natalie! ¿Para qué me llamas?

Natalie frunció el ceño. Sonaba frío y distante, igual que cuando lo interrumpía en el trabajo.

– Yo… Estoy bien Edward. No, la verdad es que no estoy nada bien.

– Natalie, ¿no podemos hablar en otro momento? ¿Ahora estoy verdaderamente ocupado?

– Edward, si estabas durmiendo.

– Bueno, sí. Es que ha sido un día muy duro y…

– Edward, yo… yo…

Natalie respiró hondo.

– ¿Qué? ¿Qué te pasa?

Ni ella misma lo sabía, quizá fuera el tono irritado de su voz o su negativa a poner las preocupaciones de su novia por encima de unas horas de sueño.

– Te llamo para decirte que no habrá boda, que rompo nuestro compromiso. No puedo casarme contigo.

Hubo un largo silencio mientras ella esperaba alguna respuesta.

– ¿Edward, estás ahí?

– Ya hablaremos de esto cuando vuelva a casa. Por ahora, quiero que te tranquilices y que consideres tu comportamiento. Estás siendo irracional e impetuosa. Por el amor de Dios, Natalie, madura.

– Ya he considerado mi comportamiento y, créeme, se ha acabado Edward. Siento decírtelo por teléfono, pero no puedo soportarlo. La boda está cancelada.

Natalie esperó temblando, pero él no le contestó, no protestó, ni siquiera se mostró sorprendido. Lo único que ella oyó fue que colgaba. Esperaba sentir remordimientos, tristeza, pero mientras miraba el teléfono que tenía en la mano, lo único que pudo sentir fue rabia. Lo había llamado para que la reconfortara, para que le ofreciera seguridad, pero lo único que había recibido era palabras de indiferencia e irritación por haberlo despertado.

Cada vez estaba más rabiosa.

– Se acabó -masculló poniéndose a andar por el baño-. Lo he hecho, se acabó.

Más allá de eso, lo único que sabía era que tenía que salir de la casa de los Jennings. Ni siquiera se había llevado su coche, pero podía escapar con el de su hermana. Sin embargo, Lydia seguía atrapada en el salón, entre las tías y demás familia. No había modo de hacerle llegar un mensaje sin enfrentarse al resto de la parentela. Y Natalie nunca había sabido mentir.

Pero tenía otro recurso. Volvió a sacar la hoja de su organigrama y marcó el número. Chase había dicho que lo llamara a cualquier hora del día o de la noche, para lo que fuera.

– ¿Chase? Soy Natalie -dijo cerrando los ojos y dejando que el sonido de su voz la inundara.

– Pensé que no ibas a llamarme. ¡Dios mío! Natalie, no sabes cómo echaba de menos tu voz.

– Me dijiste que te llamara si te necesitaba. Pues te necesito. Necesito que vengas a sacarme de aquí, enseguida. Estoy en Redmond, en el 721 de Kensington, al otro lado de la plaza. ¿Puedes venir?

– Ya estoy en el coche, llegaré dentro de quince minutos.

Natalie suspiró y al fin pudo sonreír.

– Gracias.

Se sentó en la taza a esperar impacientemente. No habían pasado diez minutos cuando llamaron a la puerta.

– ¿Natalie? ¿Estás ahí dentro?

Abrió la puerta apenas una rendija. En el pasillo sólo estaba su hermana.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lydia-. ¡Dios bendito! Si vuelvo a oír más chorradas sobre cuál es la mejor plata, te juro que vomito. ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?

Natalie abrazó a su hermana.

– Perfectamente. No voy a casarme con Edward -dijo ella, con la misma facilidad que si estuviera hablando del tiempo.

Lydia tuvo que sentarse en la taza, aunque no acertó a cerrar la boca.

– ¿Qué?

– He decidido que no puedo casarme con Edward. Lo he llamado y he cancelado la boda.

– ¿Cuándo lo has decidido?

– Bueno, hace unos minutos. Me di cuenta de repente de que no puedo casarme con él. Todos estos preparativos han sido para nada.

– ¿De modo que piensas encerrarte en el aseo hasta que todas las arpías se vayan a casa y la señora Jennings a la cama? ¿O tienes pensado dejar caer la bomba antes de marcharte?

– He llamado a Chase. Vendrá a recogerme dentro de un momento.

– ¿Chase Donnelly? ¿Te vas a ir de aquí con él?

– Si es que puedo salir de una pieza. Necesito que vuelvas al salón y las distraigas, sobre todo a la señora Jennings. No quiero tener que enfrentarme a ella, aún no. Chase llegará en cualquier momento -dijo, volviendo a mirar el reloj-. Anda, ve. No te preocupes por mí.

Lydia se echó a reír.

– No puedo creerlo, Nat. Suspendes tu boda y te vas con un hombre al que apenas conoces -dijo abrazándola-. ¡Ah, qué orgullosa me siento de ti!

– Anda, haz lo que hemos acordado. Yo te llamaré mañana.

Lydia salió y Natalie esperó algunos minutos más antes de abrir el ventanuco encima del inodoro. Sin embargo, calculó mal sus posibilidades porque llegó el momento, justo cuando se encontraba a la mitad, en que no pudo ir ni hacia delante ni hacia atrás.

– ¿Natalie? ¿Estás ahí dentro?

La voz de la señora Jennings resonó por el pasillo. Natalie hizo una mueca cuando oyó que la puerta del aseo se abría.

– ¡Por Dios, Natalie! ¿Qué estás haciendo ahí?

Natalie se quedó helada. Estaba atrapada. ¡No!

Sintió que la señora Jennings le tiraba de las piernas y la metía poco a poco en el baño.

– Explícate -exigió la madre de Edward-.¿Qué clase de comportamiento es éste?

Natalie se alisó el traje de chaqueta y echó a andar hacia la puerta procurando esquivar la considerable mole de la señora Jennings.

– Creo que debería llamar a Edward. Él se lo puede explicar.

– ¿Explicar? ¿Qué ha de explicarme?

– Que… acabo de romper nuestro compromiso. No puedo casarme con su hijo.

La señora Jennings la siguió por el pasillo, su cara sonrosada congestionada de ira.

– Querida, ¡no hablarás en serio! Falta una semana para la boda, hay que pensar en los invitados, en los regalos, ¡en mi reputación!

Natalie se encaró con ella, las manos en las caderas.

– Podemos llamar a los invitados y devolver los regalos. Sencillamente, no soy capaz de casarme.

La señora Jennings la sujetó del brazo, le clavó los dedos con tanta fuerza que a Natalie se le saltaron las lágrimas.

– Escúchame bien. Ni vas a avergonzar a mi familia ni a humillar a mi hijo.

– ¡Precisamente lo hago por su hijo! No lo quiero, nunca lo he querido y no estoy segura de poder quererlo algún día. Es un buen hombre y ya encontrará otra esposa buena y que sea de confianza. Pero Edward y yo no estamos hechos el uno para el otro.

– ¡Desde luego que te casarás con mi hijo! -la amenazó la señora Jennings-. No quiero oír más excusas.

Natalie estaba segura de que iba a darle dos bofetadas, pero la salvó el timbre de la puerta. Con un gruñido, soltó a Natalie, colocó una sonrisa momificada en sus labios y fue a abrir. Parpadeó confusa cuando vio a Chase en la puerta.

– ¿Quién eres tú?

– He venido a recoger a Natalie -dijo Chase. Entonces la vio y, sin hacer caso de la señora Jennings, pasó a la casa y tomó a Natalie de la mano-. ¿Estás bien?

– Y lista para marcharnos.

Chase la llevó a la puerta sin perder de vista a la señora Jennings, que parecía a punto de explotar.

– Parece enfadada -masculló él-. ¿Quién es?

– La madre de Edward. Vamos, sácame de aquí.

Chase le puso una mano bajo la barbilla.

– Cariño, te llevaré donde tú quieras.

Cuando cerraron la puerta a sus espaldas, el grito agudo de la señora Jennings se elevó en el aire.

– ¿Cariño? ¿Te ha llamado cariño? ¡Ven aquí, zorra impertinente!

Entonces Natalie oyó la risa cálida de Chase y supo que todo iba a ir bien. Mientras que él estuviera a su lado no habría nada que ella no pudiera conquistar.

Capítulo 5

Lo neumáticos del Speedster chirriaron cuando Chase arrancó. Miró un momento a Natalie, vio que estaba pálida y empezó a darle masajes en el cuello.

– Respira hondo y seguido. Ya verás como te sientes mejor. ¿Qué ha pasado ahí?

Primero, Natalie siguió sus instrucciones. Cuando comenzó a hablar, aún le temblaba la voz.

– Pues que lo he llamado para decirle que no podía casarme con él. ¡Jamás había hecho una cosa así!

Chase dio un volantazo a la derecha y hundió el pie en los frenos hasta detenerse patinando. Hizo que Natalie lo mirara a la cara.

– ¿Ya no estás prometida?

Natalie sacudió la cabeza, los ojos atónitos.

Con un gruñido, Chase la estrechó entre sus brazos y la besó larga y profundamente. Tras la sorpresa inicial, ella le respondió con la misma fogosidad, sus labios se suavizaron e hinchieron. Era maravilloso dejarse llevar por aquella dulzura.

Chase había estado a punto de volverse loco. Incluso había hecho planes para navegar con el Summer Day lejos de Natalie y de sus recuerdos.

Ahora, tomó su rostro entre las manos y descargó sobre ella una lluvia de besos.

– Gracias por venir a rescatarme.

– De nada, cuando tú quieras, cariño.

Natalie se sonrojó.

– Me gusta que me llames cariño.

– Pues bien, cariño. ¿Dónde quieres que te lleve? Esta es tu escapada, tuyo es el plan.

Natalie parpadeó.

– No estoy segura de que tenga un plan.

Además, supongo que me he quedado sin casa. No puedo vivir en Birch Street. Mi hermana tiene un estudio minúsculo, de modo que tendré que buscar un hotel.

– Antes volveremos a tu casa y recogeremos tus cosas.

– No quiero volver allí -dijo ella.

Chase le tomó la mano y se la llevó a los labios.

– No te preocupes, yo estoy contigo.

– ¿Qué crees que pasará cuando Edward vuelva? ¿Crees que se pondrá furioso? Acaba de colgarme el teléfono.

– ¿A qué te refieres?

– Que ni siquiera ha discutido, ni me ha dicho que me quería. En realidad, ni siquiera estaba enfadado, sólo me ha colgado.

– Cualquier hombre que te deje ir con tanta facilidad no te merece.

– No quería herirlo. Chase. Esto no es culpa suya. ¿Crees que me perdonará algún día?

Chase deseó que hubiera un modo de calmar sus miedos y borrar los remordimientos. Había estado con Edward casi toda su vida adulta y, tanto si se querían como si no, era verdad que compartían un afecto y unos vínculos que los habían llevado a hacer planes para casarse. Maldijo en silencio.

Esto era lo que él deseaba. Pero, ¿y si Natalie se arrepentía de haber tomado aquella decisión? ¿Iba a ser capaz él de hacerla feliz por el resto de su vida? No, si no lo intentaba. Y estaba dispuesto a intentarlo con todas sus fuerzas.

– A mí me parece que, si le das tiempo, Edward acabará dándose cuenta de que sólo querías su felicidad.

– Yo sí que me siento feliz ahora -dijo ella-. Y asustada. Y aliviada.

Cuando estaban ante la puerta del caserón, Natalie se detuvo y sacudió la cabeza.

– No quiero entrar ahí. ¿Por qué no nos vamos? Puedo comprar la ropa que me haga falta.

Chase la abrazó y la besó en la cabeza.

– Vamos a hacer una cosa, quédate aquí fuera mientras entro yo. Sólo será un momento.

Natalie asintió. Chase tomó las llaves y entró en la casa. Encontró una maleta bajo la cama y comenzó a llenarla con todo lo que pensaba que podía necesitar. Cuando bajó, se encontró a Natalie en la puerta.

– Nunca me gustó esta casa, me producía una sensación de frialdad y vacío. Es demasiado pretenciosa. Creo que nunca me habría parecido mi hogar.

– Ven conmigo -dijo él-. Salgamos de aquí. Voy a llevarte a casa. A mi casa de Sand Harbor. Puedes quedarte conmigo hasta que decidas lo que quieres hacer.

Natalie le puso una mano en el hombro.

– Hay una cosa más.

Chase miró mientras ella se sacaba el anillo de diamantes del dedo. Después se lo entregó.

– ¿Quieres dejarlo en la consola, bajo el espejo? Edward siempre deja sus llaves ahí, seguro que lo encuentra. Quizá pueda devolverlo o venderlo… O regalárselo a otra.

Chase hizo lo que le pedía pensando que había logrado su propósito: había conseguido que Natalie dejara a su prometido. Respiró profundamente y vio que ella miraba a su alrededor.

– Creo que ahora no hay vuelta atrás -dijo.

– No, no hay vuelta atrás -repitió él.

Con cada milla que avanzaban, la vida que Natalie había llevado en Birch Street parecía perderse en la distancia. La tarde era soleada y Chase bajó la capota del Porsche para ver cómo el viento jugaba con sus cabellos y ponía color en sus mejillas.

Natalie sentía que se había quitado un peso de encima, se sentía libre, como si su vida con Edward nunca hubiera existido. En el pasado, había elegido la seguridad, el camino más trillado, pero algo había sucedido en el aseo de los Jennings. Un nuevo camino había aparecido en el horizonte y ella quería seguirlo.

Tampoco estaba segura de lo que iba a pasar entre Chase y ella, pero quería averiguarlo. Él no le había prometido nada excepto una pasión desenfrenada y un amor incuestionable. Por ahora le bastaba. La prueba vendría después. Al fin y al cabo, Chase era su destino, ¿no?

– Ya hemos llegado. No sé cómo estará por dentro. Hace tiempo que no viene la señora de la limpieza. Espero que no te importe que haya un poco de polvo.

Una estrecha senda de adoquines llevaba a una casa que podía haber cabido en un rincón de el caserón de Birch Street. No estaba cerrada, como podría esperarse de un Donnelly. Estaba construida en madera que los años habían curtido. Un amplio porche se abría en toda la amplitud de la fachada, una franja azul proporcionaba un contraste agudo con los muros grises. Un jardín a ambos lados de los escalones de la entrada esperaba a que lo plantaran con flores de primavera. La casa estaba a unas pocas manzanas del mar, que llenaba el aire con su olor salino.

Era la casa que ella siempre había imaginado en sus sueños de finales felices.

– Es perfecta -dijo en voz alta.

– A mí me gusta, no necesito una más grande.

Cuando entraron, Natalie se tomó su tiempo para observar los detalles del interior. Los muebles eran cómodos, las alfombras estaban muy usadas, la cama era enorme… Natalie se volvió hacia él con una sonrisa en los labios.

– Yo… No puedo creer que haya roto mi compromiso.

– Ya no estás prometida -dijo él en un murmullo.

– ¡No, no estoy prometida!

Se quedaron mirando. Entonces, sin siquiera parpadear, Chase dejó las cosas en el suelo y se plantó junto a ella en tres zancadas. Natalie salió a su encuentro y se lanzó a sus brazos buscando su boca con el deseo que por tanto tiempo habían negado. El contacto fue como un chispazo eléctrico, instantáneo, apabullándola en su inmensidad. Chase la levantó del suelo y la abrazó fieramente, antes de dejar que resbalara sobre él hasta que sus pies volvieron a tocar el suelo.

Sin romper el beso, Chase se quitó la cazadora con manos torpes. Natalie se retorcía bajo sus manos. Unos dedos frenéticos luchaban contra botones, cremalleras y hebillas mientras se desnudaban el uno al otro. Momentos después, ella sólo llevaba puestas unas braguitas de seda y una camisola. Chase llevaba los vaqueros, con el primer botón abierto.

Natalie había pasado miedo con aquel deseo irresistible que parecía tragársela en el momento en que los labios de Chase la tocaban. Tenía el poder de quebrar sus inhibiciones hasta que nada se interponía entre ellos. Con Chase, ella carecía de pasado. Parecía que todo lo experimentaba por primera vez.

– Yo… no soy muy experta… -dijo ella, con un temblor en la voz.

Chase la miró a los ojos mientras le acariciaba el pelo. Luego la besó suavemente y sonrió.

– Lo que ocurre es que no has estado con el hombre adecuado.

– ¿Y ése eres tú?

Chase la sujetó por la cintura y tiró de la camisola hasta que sus labios se encontraron y pudo apretar el bulto de la erección contra su estómago a través de las barreras de los vaqueros y las braguitas.

– Cariño, de ahora en adelante, soy el único hombre.

Una risilla se escapó de la garganta de Natalie, que apoyó la cara contra su pecho desnudo.

– Entonces, ¿por dónde empezamos?

– Primero nos libraremos del resto de la ropa.

– ¿Aquí? -dijo ella, mirando a su alrededor.

– Empezaremos aquí.

Chase le sacó la camisola por los hombros.

Natalie sintió el roce de la tela sobre sus senos. Instintivamente, levantó las manos para cubrirse, pero Chase la sujetó por las muñecas. Suavemente, le bajó los brazos, negándose a aceptar su cohibición. La camisola cayó entre las demás prendas.

– Ahora te toca a ti.

Natalie respiró profundamente e intentó calmarse. ¿Y si hacía algo mal? Nunca había sido una participante activa en aquel juego en particular. Tampoco había hecho el amor a plena luz del día y fuera de los límites de un dormitorio.

Le puso las manos en la cintura de los pantalones y le bajó la cremallera. Al hacerlo, le rozó el miembro enhiesto y oyó que Chase gemía. Impaciente, Chase se bajó los pantalones al mismo tiempo que se quitaba los zapatos y los calcetines.

Tenía un cuerpo espléndido, musculoso y firme y una piel bronceada. Se quedó en calzoncillos y Natalie siguió la suave línea de vello quemado por el sol y que iba desde las clavículas a la descarada evidencia de su deseo.

Envalentonada, lo tocó, ligeramente, por encima de aquel tejido suave. Había poder en lo que ella hacía, porque la respiración de Chase se aceleró y echó la cabeza hacia atrás mientras una mezcla de dolor y placer se apoderaba de su hermoso rostro.

De repente, contuvo el aliento y volvió a sujetarle la mano. Chase se la llevó a los labios y le besó la palma, una indicación muda de que había llegado su turno de atormentarla. Con una ternura exquisita, exploró el cuerpo de Nat con la boca. Ella sintió que la cabeza le daba vueltas, que las piernas se negaban a sostenerla con cada punto nuevo que él descubría. Y entonces la boca desapareció, se encontraba en sus brazos y Chase la llevaba al dormitorio.

Quería detenerle, decirlo que aún no estaba preparada, pero su cuerpo la traicionaba. Quería algo más, algo que no alcanzaba a describir. Estaba muy cerca, retorciéndose en sus entrañas con insoportable anticipación. Y ella sabía que sólo Chase podía satisfacerla ahora.

Cayeron enredados en la cama, un desorden de sábanas arrugadas, almohadas y un ligero aroma a loción de afeitar. Chase la estrechó contra sí, deslizando la mano por su vientre hasta que llegó a las bragas.

Natalie sabía que su alivio se escondía allí, bajo su mano, y arqueó el cuerpo hacia arriba, decidiendo seguir a sus instintos, a su cuerpo que necesitaba más. Chase encontró su lugar más húmedo con los dedos y empezó a acariciarla. El deseo hizo que gritara cuando la tensión fue excesiva, se le escapó el nombre de Chase de los labios, una y otra vez, en una suplica dulce.

Y entonces Natalie contuvo el aliento y se puso rígida. De repente estaba allí… rompiéndose, cayendo, ahogándose con oleada tras oleada de puro placer que traspasaba sus nervios, sus venas. Se suponía que no era tan increíblemente bueno, insoportablemente perfecto. Pero así era y eso sólo hizo que deseara más. Cuando su pulso y su respiración se hubieron calmado, se puso de rodillas y miró a Chase, su hermoso cuerpo tumbado. Le pasó la palma de la mano por el pecho, deleitada al darse cuenta de que podía hacerlo sin titubear. En aquel instante, él le pertenecía por completo. Y ella le quería en cuerpo y alma.

– Hazme el amor -susurró.

Chase gimió y la colocó encima de él. La carne tierna tocó el deseo duro mientras él se libraba de las últimas barreras que los separaban. Natalie lo sintió debajo, maduro y dispuesto, con el miembro satinado palpitando a sus puertas.

Natalie siempre había sabido que ése era el modo en que debía ser, intenso y sin inhibiciones, que el placer carnal era lo único que importaba. No había nada que ella se negara a hacer, ningún acto demasiado íntimo. Con la mano lo guió a su interior, dejándose caer sobre él hasta que le dolió. Se movieron juntos, lentos al principio. Pero la pasión los arrastró y las reservas dejaron de estar a su alcance. Al poco, se agitaban frenéticos, meciéndose el uno contra el otro, buscando la plenitud. Él la llamó, una súplica de alivio y Natalie fue a encontrarlo allí, en un momento único que hacía añicos las almas, un momento que ella nunca había conocido.

Después hicieron el amor otra vez. Más despacio, más tiernamente y para Natalie todo volvió a ser nuevo. Desconocía lo placentero que podía ser para un hombre y una mujer porque antes no conocía a Chase. Él le había desvelado un aspecto distinto de su naturaleza, la pasión que se escondía dentro de ella. Una pasión que iba a ser de Chase y únicamente de él.

Chase la miraba desde la cama. Ella se había puesto un polo de su armario, que realzaba las deliciosas curvas de su trasero y se dedicaba a explorar la habitación.

– Has estado en muchos sitios. Yo nunca he viajado.

Chase sonrió.

– Entonces, tendremos que cambiar eso. Cuando vuelvas al trabajo el lunes, creo que deberías conseguir algunos días de vacaciones. Quiero llevarte a un sitio.

– Pero no puedo. Yo…

– ¿Por qué no? El día que fui a la oficina, John me comentó que nunca te tomabas días libres. Me dijo que Edward y tú ni siquiera pensabais ir de luna de miel.

– Edward detesta las vacaciones. No es un hombre que sepa relajarse.

– Pero yo sí. ¿Adonde te gustaría ir? ¿Tahití, Las Canarias? ¿Qué te parecen las Islas Griegas?

Natalie volvió a la cama sonriendo, se acurrucó contra él y le echó una pierna por encima de las caderas.

– ¿Por qué no nos quedamos aquí? Dos semanas juntos en la cama. Hay muchos lugares que todavía quiero explorar.

– Eso suena de maravilla. ¿Cuándo empezamos?

– Me muero de hambre -dijo ella de repente-. Parece que no haya comido hace días. ¿Sabes cocinar?

– Eso digo yo, ¿sé cocinar?

– Será mejor que sepas que yo no. Como regalo de bodas, la señora Jennings iba a contratar a un ama de llaves para mí. De modo que, como no sepas cocinar, tampoco vamos a comer demasiado bien.

– En este momento, no me importa la comida -murmuró él.

Con una risilla, Natalie se zafó de él y salió de la cama. Luego se acercó al escritorio.

– Necesito un papel. Voy a hacer una lista de la compra.

Chase gruñó y rodó a un lado. La sábana con que se cubría cayó de sus caderas.

– Podemos pedir que nos la traigan. Vuelve a la cama, Natalie.

– No, quiero preparar la cena. Será otra experiencia nueva para mí.

Registrando el escritorio, tropezó con un ejemplar del boletín interno de las Donnelly Enterprises.

– ¿Te has leído esto?

– Sí, los he leído todos.

Natalie lo abrió y le señaló una foto.

– Aquí estoy yo. La verdad es que no me gusta esta fotografía. Me hace parecer demasiado femenina y muy poco ejecutiva.

– ¿Me dejas que la vea? -preguntó Chase.

Sentía un vago cosquilleo en el fondo de su mente.

– Es el último número. Salió hace dos o tres semanas.

– Te digo que lo he leído. Y también el artículo sobre ti.

– Es raro que lo leas y luego…

Natalie se puso pálida.

– Lo leí, pero no me fijé en ti en ese momento. O quizá sí -añadió, empezando a preocuparse-. Y luego, unas cuantas noches después, soñé contigo.

Natalie se apartó de él, los ojos clavados en la foto.

– Entonces… no era el destino. No soñaste con la mujer con quien te ibas a casar. Soñaste con la mujer que acababas de ver en el boletín de la empresa.

Chase no sabía qué decir. En el instante en que vio la fotografía había llegado a la misma conclusión. Nana había plantado una semilla en su mente y él sólo tuvo que soñar con una mujer. Pero, ¿de verdad era la mujer con quien iba a casarse?

– En mi sueño eras tú, no otra, Natalie. Eso es lo único que importa.

Chase deseaba disipar sus temores, pero incluso él tenía dudas. Natalie sacudió la cabeza. Despacio, se alejó de la cama.

– No, no es lo único que importa. Se suponía que esto era el destino, hiciste que lo creyera.

Chase saltó de la cama con la sábana en torno a la cintura.

– ¿Y qué pasa si no lo fuera? Estamos juntos, somos felices y yo te quiero.

– ¿Ah, sí? -dijo ella desafiante-. ¿O sólo crees que me quieres? ¿No te habrás convencido de que me quieres sólo porque tu abuela te metió en la cabeza una idea fantástica? Y no me digas que no porque también tienes tus dudas, ¿verdad?

– Muy bien -dijo él, tomándola de la mano-. Quizá me haya obsesionado. Pero olvídate del sueño y de los vaticinios de mi abuela. Piensa en nosotros, en que estamos juntos. Piensa en lo que compartimos, en quiénes somos.

Natalie cerró los ojos, apartó la mano de él y se la puso bajo la barbilla. Entonces, lo miró directamente a los ojos.

– Yo sabía quién era. Y sabía exactamente lo que quería hasta que apareciste tú y me convenciste para que cambiara. ¿Por qué no me dejaste en paz?

– ¡Maldita sea, Natalie! Esto no supone ninguna diferencia.

– Mírame y dime que lo crees. Que no piensas que todo eso del destino es un montón de porquería.

Chase no le podía decir eso, no podía mentirle. Se había dejado llevar por un sueño que ni siquiera era un sueño en realidad. Ahora que la realidad empezaba a imponerse a su alrededor, no sabía qué hacer.

– Lo único que necesitamos es tiempo para pensar.

– Todo esto es un gran error. Quizá hubiera debido casarme con Edward desde el principio.

Chase maldijo en voz alta.

– No es posible que pienses eso, Natalie. No después de lo que acabamos de compartir.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -dijo con una voz que temblaba de emoción y con lágrimas en los ojos-. No puedes estar mas seguro que yo -añadió sollozando.

Natalie empezó a recoger su ropa, desperdigada por el suelo.

– Tengo que salir de aquí. Tengo que encontrar un sitio tranquilo para pensar.

– Natalie, no tienes que irte. Esto es algo que debemos pensar juntos.

– Yo te creí -gritó ella-. Creí que verdaderamente estábamos destinados el uno al otro, aunque nunca antes había creído en el destino. Acabo de descubrir que es un error. ¿Cómo he podido ser tan ingenua?

– ¡Esto no ha sido un error!

– No pensé. Algo extraño me pasó al conocerte y… me volví loca. Yo no soy así. Yo no actúo precipitadamente, no soy una mujer que se meta en la cama por capricho, ¡no soy una mujer apasionada!

Natalie acabó de vestirse de cualquier manera. Chase la siguió a la puerta.

– ¡Natalie espera! Me visto y voy contigo.

Natalie no miró hacia atrás.

– Necesito estar sola.

Chase cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. ¿Qué demonios había pasado allí? Después de que todo estuviera arreglado entre ellos y ¡ahora esto! ¿De verdad significaba que su sueño había sido un error? No podía negar las dudas que le habían acosado al ver la foto, pero eso no tenía nada que ver con el amor que sentía por Natalie.

Nunca había experimentado una atracción tan intensa, un deseo tan fulminante hasta que la había conocido. Natalie se había convertido en parte de su futuro, Chase supo desde el momento en que entró en el ascensor que algún día se casaría con ella.

Pero ¿cuánto era realidad y cuánto sólo fantasía? ¿Acaso Natalie siempre había estado en su subconsciente, esperando el momento de salir a la superficie? Se apretó la frente con la mano.

– ¿Eso que llevas puesto es una sábana?

Chase abrió los ojos y, para su asombro, vio que era su abuela la que lo miraba desde los escalones del porche.

– ¡Nana Tonya! ¿Qué haces aquí?

– ¿Evitar que te arresten por indecencia pública, quizá?

Chase sonrió avergonzado y se subió la sábana que había empezado a resbalar por sus caderas.

– Lo siento. Estaba…

– ¿En la cama? ¿A mediodía?

– No hagas preguntas. No me gustaría explicarle a mi abuela mi vida sexual. Además, eres tú la que tienes que dar explicaciones.

– ¿Yo?

– ¿Por qué no entramos? Así me dices a qué has venido. Y no quiero oír que has tenido otra de tus visiones.

Nana entró en la casa y se quitó los guantes con gestos impacientes.

– Estoy aquí porque me invitaste a cenar contigo. ¿Y cómo me recibes? Llego y me encuentro con que has estado… haciendo un poco el salvaje, ¿no es así como lo decís?

Chase no pudo contenerse y se echó a reír, no sólo por los comentarios, sino por el gracejo con que los pronunciaba.

– Será mejor que no digas una palabra, Nana. Todo esto ha sido por tu culpa.

– ¿Tu vida sexual es culpa mía? Vaya, eso sí que es nuevo para mí.

– Me refiero al sueño. ¿Recuerdas la visión que tuviste? Esa misma noche, la de tu fiesta de cumpleaños, soñé con una mujer preciosa. Y, al día siguiente, me tropecé cara a cara con ella.

Nana Tonya se llevó una mano al corazón.

– ¿De verdad? ¿Has conocido a la mujer con quien vas a casarte?

– Yo creía que sí. ¡Demonios! Incluso he sido responsable de que rompiera su compromiso con otro hombre. Pero entonces, justo antes de que tú llegaras, todo se ha fastidiado. El destino es una patraña.

Nana avanzó y estiró el cuello para echar un vistazo al dormitorio.

– ¿Ella sigue ahí?

– No, se ha ido a dar un paseo. Mira, acabamos de descubrir que no apareció en mi sueño por las buenas. La había visto antes, al menos en fotografía, en el boletín de la empresa.

– ¿Y cuál es el problema?

– Porque eso significa que el destino no tuvo nada que ver con mi sueño.

Nana movió la mano y chasqueó la lengua.

– Pero tú la quieres, ¿no?

Chase le había dicho esas palabras impulsivamente a Natalie unos momentos antes para luego ponerlas en duda. Sin embargo, nunca había analizado la verdadera profundidad de sus sentimientos.

Tras un momento de reflexión, encontró su respuesta.

– Sí, la quiero. Me enamoré de ella en el momento en que la vi.

Nana se acercó a él y le clavó un dedo en el pecho.

– Entonces, ¿a qué vienen tantas dudas? Tú amas a esa mujer y yo diría que ella siente algo por ti. ¿Qué haces aquí, hablando con tu abuela cuando deberías estar buscándola?

Chase la miró y sacudió la cabeza con una risa irónica. Nana tenía un talento infalible para ir directa al grano. La besó en la frente y le dio una palmadita en la mejilla.

– Creo que es eso exactamente lo que voy a hacer.

Capítulo 6

La había encontrado aquel mismo día, en un banco desde el que se dominaba el puerto y hablaron. Pero, al final, ella no pudo creer que nada había cambiado entre ellos. Chase acabó llevándola, a ella y a su equipaje, a casa de su hermana.

Natalie se asombraba de que él no se diera cuenta de que todo había cambiado. Ella había depositado su confianza en el destino, en el sueño en que los dos habían creído. Había dejado a un lado el sentido común y la lógica, dos rasgos de su carácter en los que se había apoyado desde siempre. Natalie Hillyard no corría riesgos, no actuaba impetuosa ni irracionalmente. Y, por supuesto, no se enamoraba de un hombre al que apenas conocía.

Natalie contempló por la ventana de su oficina las luces nocturnas de la ciudad bajo una llovizna monótona. Allí la había llevado su impetuosidad. No tenía a Edward y no quería saber nada de Chase. De nuevo estaba sola, abandonada, exactamente igual que veinte años antes, más lejos que nunca de encontrar la seguridad y la familia que siempre había anhelado.

La había encontrado, brevemente, con Edward, sólo que ella no lo amaba. Y la había vuelto a encontrar con Chase, sólo que no había confiado en él.

Cerró sus ojos cansados y se masajeó la frente. Esperaba poder ocupar su mente con trabajo, pero sus pensamientos volvían a Chase y a la sombra de duda que había visto en sus ojos, a sus inquietos intentos de calmar sus temores. Si él no estaba seguro, ¿cómo quería que lo estuviera ella?

Suspiró frustrada y fue a ponerse el abrigo. Aunque no quería volver a la diminuta casa de Lydia, a las miradas de curiosidad y los comentarios de su hermana, tampoco podía quedarse más tiempo en la oficina. Apagó la luz y cruzó el vestíbulo oscuro hacia el ascensor.

– Trabajas mucho.

Natalie se sobresaltó y tuvo que llevarse la mano al pecho. Una anciana se sentaba recatadamente en una de las sillas de espera. Se levantó despacio, apoyándose pesadamente en el bastón y entonces levantó una mano.

– Siento haberte asustado -dijo con un acento que a Natalie no le resultaba familiar-. Pero necesitaba hablar contigo.

Natalie miró a su alrededor, preguntándose cómo había conseguido llegar allí aquella mujer.

– La verdad es que ya me iba a casa. Si tiene algo que tratar con la empresa, puede concertar una cita durante las horas de trabajo.

– He venido para verte a ti, señorita Hillyard.

– ¿Cómo conoce mi nombre?

– Soy Antonia Donnelly, aunque quizá hayas oído hablar de Nana Tonya.

Natalie ahogó una exclamación. Antonia Donnelly era la mayor accionista del clan. Nana Tonya, la abuela de sangre gitana de Chase. Hasta eses momento, Natalie no se había dado cuenta de que se trataba de la misma persona.

– Señora Donnelly, es un placer conocerla. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Esperaba que tuviéramos la oportunidad de hablar, mi coche espera abajo. ¿Puedo llevarla a su casa?

– Por supuesto. Ahora estoy con mi hermana -dijo mientras entraban en el ascensor-. Vive cerca de la universidad. No está lejos de aquí.

– En este ascensor fue donde conociste a Chase, ¿verdad?

Natalie la miró asombrada de sus poderes psíquicos. Antonia se echó a reír.

– No me mires así. Chase me lo ha contado. Sólo hay otro ascensor más, tenía un cincuenta por ciento de posibilidades.

– Chase me dicho que usted… tenía visiones.

– ¡Hum! Yo le dije que soñaría con la mujer con quien iba a casarse y él soñó contigo. Ahora tú eres desgraciada.

– Chase ya había visto mi foto, por eso soñó conmigo. No hay nada mágico en eso.

– Eso no tiene importancia -dijo Antonia-. Lo importante es que soñó contigo, mi visión sigue siendo acertada. Mira, raramente me equivoco.

– ¿Raramente?

La anciana le dio unas palmaditas en el brazo.

– Con las elecciones presidenciales y las finales de fútbol, perece que no les pillo el tranquillo. Pero soy bastante buena con los caballos, según dice mi nieto.

El guardia de seguridad las saludó en el vestíbulo de la planta baja. Fuera, el chofer las esperaba con el paraguas preparado para llevarlas al coche.

– Ven -dijo Antonia-. Te llevaré donde tú digas. Pero antes vamos a tomar un té.

Cuando el coche arrancó, Antonia comenzó a quitarse los guantes.

– Estaba deseando hablar contigo. Después de mi visión, siento curiosidad.

– Señora Donnelly, la verdad es que no creo que…

– ¿No crees en mis visiones? Chase ya me lo ha dicho. Pero, aun así, es importante que hable contigo. Esta tarde, estaba regando mis plantas y contemplando una violeta africana de aspecto muy triste, cuando te vi a ti. Dormías en el sofá de un piso diminuto.

– Ya le he dicho que vivo en casa de mi…

– Lo sé, lo sé. Con tu hermana. Su nombre era… ¿Lydia? ¿No estudiaba arte?

– Pero, ¿cómo sabe…?

– Chase me lo ha contado.

Natalie se preguntó si estaba dispuesta a creer en los poderes paranormales de Antonia Donnelly. Una mujer que escuchaba tan atentamente todo lo que le contaba su nieto, ¿no merecía al menos que le siguiera la corriente?

– Cuando anulé mi boda ayer, me convertí en una persona sin casa. Tengo que buscarme un piso.

– Deberías vivir con mi nieto -dijo la anciana, sacudiendo los guantes contra la palma de su mano-. Serías feliz con él, eso puedo verlo ahora mismo.

– ¿Es otra predicción?

– No. Sencillamente, conozco a mi nieto y sé lo que siente por ti. Él te haría feliz, de eso estoy segura. Y tendrías unos niños preciosos. La verdad es que no me importaría convertirme en tatarabuela.

Natalie empezó a sentirse incómoda con aquel tema.

– La verdad es que no creo que Chase y yo estemos hechos el uno para el otro. Somos demasiado diferentes.

– ¡Estupendo Mi marido y yo éramos muy distintos y nos queríamos con locura. Ser iguales no siempre es bueno. Es mejor ser distintos.

– ¿Por eso ha venido a verme? ¿Para convencerme de que vuelva con Chase?

– He venido a convencerte de que sería una tontería no hacer caso de lo que sientes por él. Winston, llévanos a ese restaurante de coches que tanto me gusta, ése que tiene un dinosaurio monstruoso. Tomaremos té y unas pastas, ¿te apetece, querida?

Natalie asintió. A los pocos minutos, tomaban té en tazas de plástico en un restaurante de comida basura. Antonia hablaba de Chase, contándole historias de su infancia hasta que Natalie tuvo la impresión de que hacía siglos que se conocían. Sin embargo, en ningún momento trató de convencerla de que volviera con él, aunque no se recató de enumerar las buenas cualidades que harían de su nieto un buen marido.

La última vez que Natalie había hablado con él, Chase le prometió que le daría tiempo para pensar y ella pensaba tomarse todo el necesario hasta aclarar su confusión. Llegó a pensar que había mandado a su abuela para apremiarla. Pero no, algo le decía que Antonia había ido a buscarla por su propia voluntad.

Cuando llegaron frente al edificio donde vivía Lydia, Antonia la tomó de la mano.

– No importa cómo se llega a amar, lo importante es amar de verdad.

Natalie le dio un beso en la mejilla. Por un instante, la anciana se quedó inmóvil y luego parpadeó.

– Esta noche vas a soñar con tu boda.

Un tanto perpleja por el extraño comportamiento de la abuela, Natalie se despidió y corrió hacia el portal. Cuando se volvió para ver que el coche se alejaba, no pudo evitar un escalofrío helado.

Esa noche, no podía dormir por miedo a lo que lo esperaba al otro lado de la consciencia… Estaba en el sofá cama, muerta de cansancio, pero realizando complicadas multiplicaciones de cabeza. Pero, cuando se durmió, soñó con su boda.

Iba vestida de blanco y caminaba despacio hacia el altar. Como a través de una niebla, vio a Edward esperándola. Cerca de allí, sus padres los observaban. Pero cuando se acercaba, un viento abrió todas las ventanas de la iglesia. Arremolinándose en torno a ella, el viento levantó el velo que flotaba por encima de su cabeza como si fuera una nube. Natalie intentó alcanzarlo dando saltos hasta rozar el tul con los dedos. Pero no conseguía recuperarlo y tampoco podía casarse sin velo. No podía… no podía…

Natalie se despertó sin aliento. Gimió al darse cuenta de que Antonia no se había equivocado. Pero no había soñado con Chase, sino con Edward… el hombre con quien estaba destinada a casarse desde el principio. Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo había podido arruinar su vida de esa manera? ¿Por qué había permitido que un hombre como Chase la desviara de su rumbo?

Natalie dio la vuelta y ahuecó la almohada. Mañana iba a arreglarlo todo. Mañana volvería a su vida de siempre.

– La presión era excesiva. Al fin y al cabo, nada me había preparado para las… obligaciones sociales, las responsabilidades, pero espero que podáis perdonar mi comportamiento, mi falta de juicio.

Natalie puso las manos sobre el escritorio miró a Edward y a su madre. No esperaba que Edward aceptara su invitación para conversar y mucho menos que se trajera a su madre. Pero los dos la estaban esperando cuando llegó a su oficina el miércoles por la mañana. Había mantenido una conversación con él la noche anterior, después de que él volviera a la casa de Birch Street y habían acordado reunirse para hablar de la devolución de los regalos. En un lugar remoto de su mente, tenía la esperanza de que él encontrara un modo de perdonarla.

La señora Jennings se aclaró la garganta.

– Desde luego, no pienso preguntarte qué provoco ese súbito cambio en tu personalidad, aunque tengo mis sospechas.

Natalie sabía que se refería a Chase y se preguntó cuánto de lo sucedido el domingo había llegado a oídos de Edward. Lo que menos deseaba explicar era su loca atracción por un hombre completamente inadecuado y que de verdad había creído que su breve relación había sido impuesta por el destino.

Había logrado poner a Chase y a su aventura en el lugar que les correspondía, el pasado. Y ahora, gracias a Edward y a la señora Jennings, a recuperar su vida de siempre.

– La verdad es que no quisiera extenderme sobre mi comportamiento -dijo Natalie-. Sólo decir que lo siento terriblemente si os he herido. Yo te fui fiel mientras estuvimos prometidos, Edward.

– Entonces, el daño no es irreparable -dijo la madre, mirándola astutamente.

– Pero sus amigos, su familia, su reputación… No hay modo de que yo…

– Aún no se lo hemos dicho a nadie -le explicó Edward.

Natalie miró asombrada a su prometido. Se mantenía tranquilo, indiferente, ocultando por completo sus sentimientos tras una fachada pétrea. Era un hombre muy guapo, aunque raramente sonreía.

– ¿Que aún no la habéis cancelado oficialmente? ¡Ay, querido! Supongo que yo soy la responsable, ¿verdad?

– He decidido perdonarte, Natalie. Todos tenemos nuestros momentos de duda. Y sé que puedo parecer… desinteresado en ocasiones.

– Sí, lo pareces -dijo ella, sin salir de su asombro.

– Quisiera pedirte disculpas por eso y espero cambiar. No te culpo por buscar… solaz en los brazos de otro hombre.

– Edward, fue mas que eso…

– No hace falta oír los detalles -dijo la señora Jennings con un suspiro dramático-. Estoy convencida de que todos sabemos perfectamente lo que sucedió. Pero eso ya no tiene importancia ¿verdad Edward?

– Los dos hemos cometido errores -dijo Edward-. Que sean cosa del pasado.

– Entonces, ¿podrás perdonarme?

– Sí, y te espero en la iglesia el domingo -dijo, poniéndose de pie-. Por favor, no te retrases.

– ¿En la iglesia? -repitió Natalie con dificultad-. ¿Quieres seguir adelante con la boda?

– Querías hablar conmigo para salvar del naufragio nuestros planes de boda, ¿no? Bueno, todos nos hemos perdonado nuestros errores. Seguiremos adelante como si nada de todo esto hubiera sucedido.

– Yo no esperaba… -Natalie suspiró-. Tendré que pensarlo. Os agradezco en el alma vuestra comprensión, pero…

– ¿Dónde demonios está su despacho?

El grito sonó justo en la puerta de Natalie. Reconoció la voz con un escalofrío de aprensión. Chase sabía que tarde o temprano se cansaría de esperar. Pero no imaginaba que tendría que enfrentarse a él delante de Edward y su madre.

La voz de John Donnelly se unió al alboroto antes de que la puerta de su despacho se abriera. Natalie sintió que le daba un vuelco el corazón al ver a Chase. Estaba igual que el día que habían pasado en la cama, sólo que vestido. Lentamente, se levantó de su sillón mientras sus miradas se encontraban.

– He estado esperando que me llamaras. ¡Maldita sea! ¿Tienes idea de lo preocupado que estaba?

Natalie miró a Edward y a su madre y Chase se dio cuenta de que no estaban solos en su despacho.

– ¿Qué hacen ellos aquí?

– Hablábamos de la boda -dijo Natalie.

– ¿Qué boda? -preguntó Chase.

– Edward, señora Jennings, gracias por venir a verme y por vuestra comprensión. Sin embargo, necesito hablar con Chase a solas. ¿Queréis disculparnos?

La señora Jennings le lanzó una mirada asesina mientras Edward se limitó a levantar la nariz con desagrado. Parecía que Chase iba a darle un puñetazo, pero pudo controlarse.

Cuando se quedaron solos, Chase se volvió hacia ella.

– ¿Ese era Edward? ¿Ese era el hombre con el que ibas a casarte? ¿Con ese engreído pomposo? Por Dios, Natalie, ¿qué ves en él?

– Edward y yo nos respetamos mutuamente. Hacemos mejor pareja que tú y yo.

– Eso no es verdad.

– Edward me ha perdonado por mi… No sé cómo llamarlo, ¿aventurilla de un día? Resulta que él se echa parte de la culpa de mis inseguridades. Y ahora que hemos aclarado las cosas, vamos a continuar con nuestras vidas como si nada hubiera sucedido.

– Pero es que sí ha sucedido algo, Natalie. Tú y yo nos hemos enamorado.

– No, eso fue un capricho momentáneo. Y sólo ocurrió porque yo pensaba que tú y yo estábamos destinados a vivir juntos.

– Yo lo sigo creyendo -dijo él-. Quiero que te cases conmigo.

– Yo… no puedo. Me voy a casar con Edward tal como habíamos planeado.

Chase maldijo, apartó a empujones las sillas y se acercó a ella. Puso las manos abiertas sobre la mesa del despacho mientras la miraba fijamente a los ojos.

– Dime que esto es una broma estúpida, Nat. Dime que no hablas en serio.

– Tu abuela vino a verme anoche. Tuvimos una conversación muy interesante. Cuando nos despedimos, me dijo que iba a soñar con mi boda. Y era verdad. Pero, ¿sabes quien me esperaba en el altar? ¡Edward!

Chase se echó a reír amargamente.

– ¿Estás dispuesta a creer en esa visión y no en lamía?

– Mi sueño tiene más sentido que el tuyo -contestó ella.

– Pero no se trata de sueños, ni de visiones ni del destino, ¿verdad? Todo se resume en una cosa, en que tienes miedo.

– No sé de qué hablas.

– Tienes miedo de quererme, por eso estás dispuesta a conformarte con un matrimonio sin amor. Tienes miedo de que si amas te abandonen, igual que tus padres te abandonaron.

– ¡Eso es ridículo! -exclamó ella, levantando la barbilla.

– No, es muy sencillo. Nat, tú no quieres dejarte a ti misma amarme porque tienes miedo de que pueda abandonarte.

– Yo… vuelvo con Edward. Voy a casarme con él y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión.

Chase suspiró frustrado y bajó la cabeza. Natalie quiso acariciarle el pelo, pero él retrocedió.

– No -dijo en tono amenazante-. No pienso aceptarlo.

– ¿No lo comprendes, Chase? nada de esto debió pasar nunca. Nos lo pasamos maravillosamente, pero yo no soy la persona con la que estuviste. Esa era otra que fingía ser irresponsable e impetuosa.

– Eso no es verdad, Natalie. Cuando estábamos abrazados haciendo el amor, hacía el amor contigo. Con la mujer que eres de verdad. Me importa un rábano el sueño y puedo vivir con tus temores. La pura y simple verdad es que te quiero y quiero casarme contigo. Entre los dos podemos conseguirlo, te lo prometo.

– No nos conocemos, Chase.

– Lo suficiente como para que no pueda vivir sin ti.

– Sí que podrás. Y yo viviré sin ti -dijo Natalie mientras iba a la puerta y la abría-. He tomado mi decisión, nada de lo que digas puede cambiarla. Y ahora, vete.

– No nos hagas esto, Natalie.

– Por favor -dijo ella en un susurro-. Esto es lo que yo quiero.

Chase se pasó una mano por el pelo, maldijo entre dientes y echó a andar hacia ella. Natalie pensó que iba a marcharse sin pronunciar una sola palabra más. Pero al pasar por su lado, la tomó entre sus brazos y la besó en la boca con toda la frustración que sentía.

Las rodillas de Natalie se aflojaron y el deseo hirvió en sus entrañas, prendiendo fuego a sus nervios.

Le devolvió el beso, echándole los brazos al cuello mientras daba la bienvenida a su lengua. Y entonces, con la misma rapidez que la había abrazado, la apartó de sí y Natalie se encontró mirando a unos ojos fríos como el hielo.

– Recuerda este momento, cariño. Recuerda lo que te hago sentir. Y cuando estés junto a tu marido en la cama, una sombra desapasionada de la mujer que habrías podido ser, quizá te des cuenta del error que has cometido.

Entonces le dio a espalda y salió de su despacho y de su vida.

Capítulo 7

Natalie se acostó con el sonido de la lluvia y se despertó con él.

«Bien, aquí tenemos la tormenta del noreste de la que os hablábamos ayer -canturreó el locutor-. Los gurús del tiempo pronostican que vamos a seguir a remojo una temporada. Bueno, si no puedes soportar mi voz, prueba un poco de Eric Clapton en Let It Rain.

Natalie se restregó los ojos y apagó la radio. Entonces contempló el cielo raso de la casa de Birch Street. Llovía el día de su boda. Aunque no creía en augurios, esperaba que el tiempo le hubiera dado un respiro para empezar su vida de casada.

La señora Jennings estaría echando chispas. ¿Cómo se atrevía el tiempo a ensombrecer el gran día de su hijito? Con lo que la pobre mujer había soportado la semana anterior, a Natalie no le sorprendería que la tormenta supusiera lo último que su futura suegra podía soportar. Pasara lo que pasara, Natalie sabía que la señora Jennings acabaría encontrando una manera de cargar la culpa sobre Natalie.

Sólo eran las siete en punto. El peluquero llegaba a las diez Y sería el primero. Luego, a las doce, vendría su hermana para acompañarla a la iglesia en una limusina con chófer. Tenían que llegar allí a las doce cincuenta y cinco, o a la una como mucho. De repente, no tenía ganas de seguir las reglas. En realidad, empezaba a odiarlas.

«Sonríe, querida, y asegúrate de que hablas con todos los invitados. Las notas de agradecimiento has de mandarlas antes de una semana. Y levanta esa barbilla, ahora eres una Jennings.

Aún estaba a tiempo de llamar a Lydia y pedirle que se trajera el tinte de pelo morado. ¿Cómo le sentaría a la señora Jennings una buena mancha morada en el velo de Natalie? A Chase le habría encantado. Parecía deleitarse cada vez que ella demostraba el más leve signo de comportamiento impulsivo. Volvió a verlo tumbado en la cama, su cuerpo bronceado y musculoso al desnudo. Un escalofrío la traspasó y le oprimió la garganta.

Había sido tan maravilloso que, por mucho que lo intentara, no podía apartar de su mente los recuerdos de cuando habían hecho el amor. La acompañarían todos los días de su matrimonio con Edward. Pero Natalie confiaba en que el tiempo los atenuara.

Había tomado la decisión correcta, tampoco era la primera mujer que se casaba enamorada de otro hombre. Pero eso no significaba que no pudiera ser feliz en su matrimonio… Edward era un hombre estable en quien se podía confiar y había sido más que atento con su necesidades durante los últimos días. Además, se tomaba seriamente sus responsabilidades-. Natalie nunca tendría que preocuparse de que la abandonara.

No podía decir lo mismo de Chase. Había logrado que ella rompiera su compromiso con Edward. ¿Qué le garantizaba que en el futuro no iba a comportarse de la misma manera impulsiva con otra mujer? El amor estaba muy bien, pero no se puede confiar en él.

Decidida a no pensar más en él, salió de la cama y buscó algo en que entretenerse. Podía escribir las notas de agradecimiento, algo capaz de embotar el cerebro más privilegiado. Cuando bajaba las escaleras, llamaron al timbre y Natalie se quedó paralizada. Entonó una plegaria silenciosa para que no fuera la señora Jennings que hubiera decidido hacerle una visita sin avisar. Con un suspiro, fue abrir la puerta. Allí estaba la persona que menos esperaba ver el día de su boda, Chase.

Llevaba el pelo empapado y el agua le resbalaba por la cara. Sintió el impulso de levantar la mano y recoger las gotas que colgaban de sus pestañas, pero apretó los brazos contra los costados para dominarse.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Te he traído un regalo de bodas -dijo con una voz profunda y cálida.

Era la misma voz que ella oía una y otra vez en sueños, la misma que había gritado su nombre en las cumbres de la pasión. Le ofreció un paquete envuelto en un papel atractivo, lo suficientemente pequeño como para que le cupiera en la palma de la mano. Natalie lo aceptó y se obligó a sonreír.

– Eres muy considerado. No tenías que hacerlo.

– Quería hacerlo y quería tener la oportunidad de decirte que no me arrepiento de lo que pasó entre nosotros.

– Yo tampoco -dijo ella.

Pareció que él iba a tocarla. En el último momento, Chase lanzó una maldición y retiró la mano.

– Sólo deseo que seas feliz.

Natalie jugueteó con el regalo.

– ¿Y tú?

– Sobreviviré. Mi barco ya está en el puerto y he decidido hacer un viaje en cuanto escampe.

– ¿Adonde vas? -preguntó ella, dándose cuenta de que la conexión entre ellos se rompería para siempre.

– No tengo ningún plan. Donde me lleve el viento.

– Entonces, supongo que éste es el adiós definitivo.

Chase asintió, mirándola. Natalie podía ver la indecisión en sus ojos y se preguntó si él sería capaz de marcharse. Ella no podía mover los pies. Sus instintos la apremiaban a que se arrojara a sus brazos y no le soltara, pero había tomado una decisión y no podía echarse atrás.

– ¿Estás segura de lo que haces? -preguntó él, dándole una última claridad.

Natalie se mordió los labios para evitar que se le escaparan las palabras y asintió. Al final, Chase fue a su coche. Ella se quedó en la puerta, esperando que volviera mientras el viento helado la azotaba. Cuando no pudo soportar más el frío, entró en la casa y se sentó en un escalón. Sin darse cuenta abrió el paquete. Dentro había una saquito de cuero que contenía una brújula antigua, pequeña y delicada.

Se preguntó por qué se la habría regalado Chase. Al darle la vuelta encontró la respuesta. «En cualquier momento, esté donde esté». Eran las palabras que le había dicho y que ahora estaban grabadas en la brújula.

Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras apretaba el obsequio contra su corazón. Había consuelo en saber que él siempre estaría al otro lado del horizonte, esperando a que ella lo llamara. La conexión que había entre ellos no podían romperla matrimonios, años o mares infinitos. Chase siempre ocuparía un lugar muy especial en su corazón. Porque era el único hombre al que ella, podía amar.

– Nat, tenemos que irnos. Con esta lluvia habrá que salir un poco antes.

Natalie miró a su hermana y después volvió a contemplarse en el espejo.

– No te preocupes, no pueden empezar la boda sin la novia.

Se suponía que una boda debía ser el comienzo de un sueño, pero no para ella. Para Natalie significaba el final, la última página en una hermosa historia de amor. Al menos conservaba la brújula entre sus pechos, bajo el vestido, para que le diera valor para vivir con las decisiones que había tomado.

– ¿Nat?

Se volvió hacia su hermana con una sonrisa melancólica en los labios.

– Estás muy guapa, Lydia, como una princesa. ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeñas, después de que papá y mamá murieran? Nos metíamos en la cama y soñábamos que éramos unas princesas que habían raptado cuando eran bebés y las obligaban a vivir como huérfanas.

– Y esperábamos el día en que el rey y la reina vinieran a rescatarnos -siguió Lydia-. Habría grandes festejos en el reino y llevaríamos vestidos preciosos y diademas de diamantes.

– Y después nos casaríamos con príncipes guapos y viviríamos felices para siempre.

Lydia miró a su hermana como si tratara de leer sus pensamientos. Respiró profundamente y dejó escapar el aire.

– ¿Estás segura de lo que haces, Nat? Aún no es demasiado tarde para echarse atrás.

– ¿Por qué todo el mundo me pregunta si estoy segura? Primero Chase y ahora tú. He tomado mi decisión y no hay nada más que hablar.

– ¿Has visto a Chase? -preguntó Lydia arqueando una ceja.

– Ha venido esta mañana a darme un regalo. No te preocupes, todo va bien. Él lo comprende.

– Estupendo, así podrá explicármelo a mí -rezongó Lydia.

Natalie se obligó a sonreír y dio una vuelta completa para que su hermana le dijera qué tal estaba. Lydia tuvo que morderse los labios para no llorar.

– Como una princesa -dijo-. Será mejor que nos vayamos antes de que nos deshagamos en lágrimas. El chófer nos espera abajo.

– Ve tú primero -dijo Natalie.

– ¿Qué quieres decir?

– Que te adelantes tú. Yo iré en mi propio coche.

– Natalie, no puedes ir en tu coche a tu propia boda. No con este tiempo.

– No te preocupes -dijo Natalie, tomándola de la mano-. Adelántate y evita que todos se pongan nerviosos. Necesito pasar unos momentos sola.

– ¿Crees que vendrá? -preguntó Lydia.

– ¿Quién? -dijo Natalie, aunque sabía perfectamente a quién se refería.

– ¿Por eso sigues esperando, porque crees que volverá?

Natalie negó con la cabeza. No bastaba con desearlo para que sucediera, ya se habían despedido.

– Se ha ido para siempre. No volverá. Pero necesito pasar unos momentos a solas.

Lydia aceptó remisamente. Natalie volvió a contemplar a la desconocida del espejo. No estaba segura de cuánto tiempo hacía que estaba allí y la verdad era que no le importaba. Esperó hasta que ya no pudo seguir esperando mas y salió de la habitación.

La lluvia y el viento azotaban la ciudad, los truenos retumbaban en el cielo. Natalie tomó un paraguas, se subió el ruedo del vestido y corrió a su coche. Cuando la lluvia empezó a mojar el vestido y el velo, se arrepintió de no haber ido en la limusina. Además, descubrió que pisar el freno y el acelerador con aquel vestido resultaba casi imposible. La iglesia sólo estaba a diez manzanas de allí, pero las calles eran irreconocibles bajo la tormenta. El coche patinó y se dio cuenta de que había pasado por encima de un charco antes de que el agua saliera despedida a los lados. Sólo pudo avanzar unos metros más, el coche se detuvo. Natalie cerró los ojos.

– Quizá éste sea mi destino. Quizá esté escrito que no llegue a la iglesia -dijo mientras probaba la ignición-. Si no he de casarme con Edward, el coche no arrancará.

Pero el coche arrancó y Natalie consiguió aparcar frente a la iglesia. El destino quiso que llegara a pesar de todas las veces que lo tentó. Ni se perdió entre las calles, ni la alcanzó un rayo. Cuando llegó junto a Edward y su madre, tenía empapados los bajos del vestido y sus zapatos rezumaban agua.

– Llegas quince minutos tarde, dijo Edward -En qué estabas pensando.

– ¡Dios mío! -gimió la madre-. Estás hecha un desastre, las fotos saldrán horrorosas. ¡Qué humillación! Tú mírate.

Natalie se sacudió el vestido y le hizo una seña al organista de que empezara.

– Estoy bien. Podemos empezar cuando queráis.

Con un bufido de disgusto, la señora Jennings tomó a su retoño del brazo y lo arrastró hacia el altar. Cuando ocuparon su lugar, se dieron la vuelta para mirar al pasillo.

Lydia apareció a los pocos instantes.

– ¿Estás bien? Vaya susto, Nat. Creía que esta vez te habías ido de verdad. Edward ha estado a punto de mandar a casa a los invitados y la señora Jennings me miraba con ganas de estrangularme.

– Estoy bien -dijo Natalie cuando empezaban a sonar los primeros acordes de la marcha-. Anda, empieza. Te digo que no te preocupes.

Natalie esperó a que Lydia estuviera a una distancia conveniente e hizo su entrada. Los invitados se levantaron al verla. Natalie observó que Edward tenía una expresión acongojada en el rostro. Natalie chapoteaba dentro de los zapatos, llevaba el vestido empapado y el velo caído sobre un ojos. Se sentía como la atracción principal de un circo de fenómenos, por la forma en que la miraban, se le debía haber corrido el maquillaje. La risa se le escapó sorprendiendo a todos.

A mitad del pasillo, Natalie se detuvo, incapaz de seguir soportando impávida aquella situación ridícula. Miró a Edward, a la señora Jennings, a los invitados, y vio su futuro claro como el agua.

– ¡Qué demonios! -exclamó, limpiándose la nariz con la manga-. ¿De qué tengo miedo?

Los murmullos comenzaron a hacerse audibles.

Lydia se volvió hacia ella, perpleja con la conmoción. Le lanzó a su hermana una mirada de ánimo, pero Natalie negó con la cabeza y se encogió de hombros. Lydia sonrió de oreja a oreja.

– ¡Vete! -gritó.

La señora Jennings se abanicaba frenéticamente con el programa. Aun así, se lanzó hacia Natalie. La novia miró a su hermana una vez más, lanzó una carcajada, tiró el ramo y, subiéndose el vestido echó a correr rezando para que no se hubiera dejado las llaves dentro del coche.

Casi había llegado a la calle cuando vio el Porsche de Chase aparcado junto a su coche. Natalie se detuvo de golpe en mitad de la lluvia. Entonces, Chase se inclinó sobre el asiento del pasajero y le abrió la puerta. Natalie se inclinó para verlo.

– ¿Necesitas que te lleve? -preguntó él con una sonrisa en las comisuras de los labios.

– Yo creo que será lo más conveniente -dijo, oyendo los gritos que atronaban la iglesia.

No sin esfuerzo, Natalie consiguió meterse en el coche, junto con los varios metros de satén chorreante.

– Has venido por mí -dijo con un suspiro cuando pudo quitarse el velo.

Chase se rió entre dientes y le dio un beso en los labios mojados.

– A cualquier hora, esté donde esté.

Una brisa viva rizaba las velas del Summer Day, que cortaba las aguas de un mar picado. Chase viró hacia el canal de Cape Cod. La lluvia había cesado mientras iban a puerto. El sol resplandecía a pesar de que los meteorólogos habían pronosticado tormentas para varios días.

Natalie, aún presa en su vestido de novia, se sujetaba a un estay y contemplaba las aguas bravas. Chase estaba deseando ir a su lado, abrazarla y decirle que había tomado la decisión acertada, pero eso ya lo descubriría ella sola y en su momento. No sabía cuánto tiempo les iba a costar superar todas las inseguridades, pero estaba dispuesto a esperar la vida entera. La amaba y jamás habría otra mujer para él. Natalie le sonrió.

– ¿Adonde vamos?

– A donde el viento quiera llevarnos. Costearemos por si el tiempo vuelve a empeorar y pasaremos la noche cerca de Buzzer's Bay.

Cuando ella volvió a sonreír, Chase pensó que no había visto nada más hermoso en su vida. Y ahora se sentía segura en el barco, donde la familia Jennings no podría encontrarla. Maravillado, la miró mientras ella se desprendía del velo y el viento se lo llevaba por la borda.

– Es igual que en mi sueño -grito ella-. El viento y el velo, eso fue lo que vi cuando soñé con mi boda.

Natalie se acercó, los pies descalzos asomaban por debajo del vestido. Despacio, se llevó una mano a la espalda y comenzó a bajar la cremallera mientras le sonreía tentadora. El sueño de Natalie se había hecho realidad y ahora sucedía con el de Chase, que no podía apartar la mirada de ella mientras se liberaba del vestido y lo lanzaba al mar.

Se había quedado en ropa interior de encaje y volantes, con un liguero y medias blancas. Provocándolo deliberadamente, se quitó el liguero y deslizó las medias hasta sus tobillos. Chase tenía los nudillos blancos de tanto apretar el timón.

Por supuesto, conectó el piloto automático y esperó a que ella llegara. Natalie se lanzó a sus brazos, todo carne suave y curvas dulces, sus lenguas se buscaron, los cuerpos se fundieron en la brisa fría. Natalie se puso a temblar.

– ¿Tienes frío? -le preguntó él.

– Estoy helada, pero tú puedes calentarme.

– ¿Qué voy a hacer contigo? Menuda mujer imprudente, has tirado toda tu ropa por la borda.

– Tendrás algo que pueda ponerme, ¿verdad?

– Nanay. Me gusta lo que llevas, es el uniforme perfecto para el primer sobrecargo.

– ¡Chase! ¡No puedo llegar al paraíso sin ropa!

– ¿Ahí es donde vamos? ¿Al paraíso?

Entonces vio lo que ella llevaba entre los pechos, era su brújula. Natalie la sostuvo en alto y él le pasó los dedos, como si la acariciara.

– Quiero vivir la vida -dijo ella-. Quiero que cada día sea una nueva aventura. Y no pienso conformarme con nada menos que amor absoluto.

– ¿Y tu carrera?

– Estaba pensando que me sentiré feliz si no vuelvo a poner el pie en ese edificio.

– Y yo que pensaba en sentar la cabeza -dijo él, riéndose-. Tengo un despacho en «ese edificio». Quizá deba aprender a usarlo.

Natalie le puso una mano en la mejilla.

– No tenemos por qué decidirlo ahora. Vamos a buscar alguna isla donde estemos solos, podamos correr desnudos por la playa y hacer el amor sobre la arena.

– Un sitio con una iglesia pequeña y blanca donde podamos casarnos.

– El paraíso -dijo ella.

Chase la besó de nuevo. No necesitaba sino lo que tenía, a la mujer que amaba a su lado, el viento en la espalda y el horizonte ilimitado delante de la proa. Fueran donde fueran, siempre se tendrían el uno al otro. Porque había logrado convertir un sueño en realidad y tenía el paraíso entre las manos.

Kate Hoffmann

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