Estocolmo. Una familia es asesinada. El único superviviente de la masacre es Josef, el hijo de la familia que tiene sólo 15 años. También sobrevive Evelyn, su hermana mayor, que se ha salvado porque vive en una casa en el campo. Erik Maria Bark es médico e hipnotizador. La noche del asesinato el comisario Joona Linna, encargado de la investigación, le llama para que someta a Josef a una sesión de hipnotismo en el hospital de Estocolmo, donde está ingresado. Unos días más tarde el hijo de Erik Maria Bark, Benjamin, es secuestrado de su propia cama. Erik emprenderá la búsqueda de su hijo junto a Linna, Simone, su mujer y su suegro Kennet Sträng… Juntos intentarán resolver estos dos misterios…

Lars Kepler

El Hipnotista

Hypnotisören (2010)

Prólogo

«Como el fuego, igual que el fuego», ésas fueron las primeras palabras que pronunció el chico hipnotizado. Pese a sufrir lesiones mortales, cientos de cuchilladas en la cara, las piernas, el tronco, la espalda, las plantas de los pies, el cuello y la nuca, se lo había inducido a un estado de hipnosis profunda con la esperanza de poder ver a través de sus ojos lo que había sucedido.

– Intento parpadear -murmuró-. Entro en la cocina pero noto algo raro, suena un crujido entre las sillas y un fuego muy rojo se extiende por el suelo.

El asistente de policía que lo encontró en la casa entre los otros cuerpos pensó que estaba muerto. El chico había perdido gran cantidad de sangre, había entrado en estado de shock y no recuperó la conciencia hasta siete horas después.

Era el único testigo superviviente, y el comisario de la policía judicial Joona Linna consideró que era probable que pudiera dar una descripción válida del asesino. Su intención había sido matarlos a todos, y posiblemente por eso no se había molestado en ocultar su rostro durante los hechos.

No obstante, si las demás circunstancias no hubieran sido tan excepcionales, ni siquiera se habrían planteado recurrir a un hipnotista.

En la mitología griega, el dios Hipnos es un muchacho alado que lleva en la mano una amapola. Su nombre significa «sueño». Es hermano gemelo de la muerte e hijo de la noche y la oscuridad.

El término «hipnosis» fue utilizado por primera vez con su significado actual en 1843 por el cirujano escocés James Braid. Con esa palabra describió un estado similar al sueño, de aguzada atención y gran receptividad.

Hoy en día está científicamente demostrado que casi todas las personas son susceptibles de ser hipnotizadas, aunque aún varían las opiniones sobre la utilidad, la fiabilidad y los riesgos de la hipnosis. Probablemente esta ambivalencia tenga que ver con que se ha hecho un mal uso de la misma por parte de embaucadores, artistas y servicios secretos de todo el mundo.

Desde un punto de vista puramente técnico, es fácil llevar a una persona a un estado de conciencia hipnótico; lo difíciles controlar el desarrollo, acompañar al paciente, analizar y manejar el resultado. Sólo con una amplia experiencia y una gran capacidad es posible dominar verdaderamente la hipnosis profunda. En todo el mundo no hay más que un puñado de verdaderos expertos en hipnosis con cualificación médica.

Capítulo 1

Madrugada del 8 de diciembre

Erik Maria Bark es arrancado repentinamente de su sueño cuando suena el teléfono. Antes de despertar totalmente se oye a sí mismo decir con una sonrisa:

– Globos y serpentinas.

El corazón le palpita por el súbito despertar. Erik no sabe lo que ha querido decir con sus palabras, no tiene ni idea de lo que trataba el sueño.

Para no molestar a Simone, sale sigilosamente del dormitorio y cierra la puerta antes de contestar.

– Sí, soy Erik Maria Bark.

Un comisario de la policía judicial de nombre Joona Linna le pregunta si está lo suficientemente despierto como para asimilar una información importante. Mientras escucha al comisario, sus pensamientos todavía caen en el oscuro espacio vacío posterior al sueño.

– Me han dicho que es usted muy bueno en el tratamiento de traumas agudos -dice Joona Linna.

– Sí -responde Erik con brevedad.

Se toma un analgésico mientras escucha el relato. El comisario explica que necesita interrogar a un testigo. Un chico de quince años ha presenciado un doble asesinato. El problema es que el muchacho ha sido gravemente florido. Su estado es inestable, se encuentra inconsciente, en estado de shock. Durante la noche se lo ha trasladado de la sección de neurología del hospital de Huddinge a la de neurocirugía del hospital universitario Karolinska de Solna.

– ¿Quién es el médico responsable? -pregunta Erik.

– Daniella Richards.

– Es muy competente, estoy seguro de que ella puede…

– Es ella quien me ha pedido que lo llamara-interrumpe el comisario-. Necesita su ayuda urgentemente.

Erik vuelve al dormitorio para coger su ropa. La luz de una farola de la calle se filtra entre los dos estores. Simone está tumbada boca arriba y lo observa con una mirada extraña, vacía.

– No quería despertarle -dice él en voz baja.

– ¿Quién era? -pregunta ella.

– Un policía…, un comisario, no he entendido cómo se llamaba.

– ¿De qué se trata?

– Tengo que ir al Karolinska -contesta él-. Necesitan ayuda con un chico.

– Pero ¿qué hora es?

Ella mira el despertador y cierra los ojos. Erik observa que en sus hombros pecosos hay marcas de los pliegues de la sábana.

– Duérmete, Sixan -susurra él.

Luego saca su ropa al recibidor, enciende la lámpara del techo y se viste rápidamente. Una hoja de acero brillante relampaguea a su espalda. Erick se vuelve y ve que su hijo ha colgado los patines en la manija de la puerta de la calle para no olvidárselos. Pese a que tiene prisa, va al armario, saca el baúl y busca los protectores de los patines. Los coloca en las cuchillas afiladas, luego deja los patines sobre la alfombra del recibidor y sale del apartamento.

Son las tres de la madrugada del martes 8 de diciembre cuando Erik Maria Bark se sienta en su coche. La nieve cae lentamente del cielo negro. No hace nada de viento y los pesados copos se posan somnolientos sobre la calle vacía. Gira la llave en el contacto y la música empieza a sonar en suaves oleadas: Miles Davis, Kind of blue.

Conduce el breve trayecto por la ciudad dormida, desde la calle Luntmakargatan, por Sveavägen, hasta Norrtull. El lago de Brunnsviken se adivina como una abertura grande, negra, tras la nieve que cae. Entra a poca velocidad en el área hospitalaria, entre el hospital Astrid Lindgren, falto de personal, y la maternidad, pasa por delante del edificio de radioterapia y psiquiatría, aparca en su plaza habitual, en el exterior de la clínica de neurocirugía, y sale del coche. El resplandor de las farolas se refleja en las ventanas del alto complejo. Sólo hay unos pocos coches en el aparcamiento de visitantes. Los mirlos se mueven con alas crepitantes en la oscuridad que rodea los árboles. Erik se percata de que a esa hora no se oye el rumor de la autovía.

Introduce la tarjeta de acceso, marca el código de seis cifras y entra en el vestíbulo, sube en el ascensor hasta la quinta planta y recorre los pasillos. Los fluorescentes del techo brillan en el suelo de goma azul como el hielo en una zanja. Es entonces cuando nota el cansancio tras la repentina subida de adrenalina. El sueño era muy bueno, aún tiene un regusto feliz. Pasa frente a un quirófano, continúa ante las puertas de la enorme cámara hiperbárica, saluda a una enfermera y piensa una vez más en lo que le ha contado por teléfono el comisario de la judicial: un chico con varias hemorragias internas, tiene cortes por todo el cuerpo, suda profusamente, no quiere estar tumbado, está inquieto y tiene mucha sed. Hacen un intento de hablar con él, pero su estado empeora rápidamente. Su conciencia se hunde al mismo tiempo que el corazón se acelera y la médico responsable, Daniella Richards, toma la adecuada decisión de no permitir que el policía se acerque al paciente.

Dos agentes uniformados están de pie ante la puerta de la sección número 18. Erik tiene la impresión de que la preocupación aparece en sus caras cuando él se acerca. Quizá sólo estén cansados, piensa cuando se detiene ante ellos y se identifica. Echan un vistazo rápido a la tarjeta, luego pulsan un botón y la puerta se abre con un zumbido.

Erik entra en la sala, le estrecha la mano a Daniella Richards y se da cuenta del gesto tenso en su boca, del estrés contenido en sus movimientos.

– Tómate un café -dice ella.

– ¿Tenemos tiempo? -pregunta Erik.

– Tengo la hemorragia del hígado bajo control.

Un hombre de unos cuarenta y cinco años, vestido con unos vaqueros y una chaqueta negra, está de pie dando golpecitos a la máquina de café. Tiene el pelo rubio completamente revuelto, los labios serios, apretados. Erik piensa que quizá se trate de Magnus, el marido de Daniella. No lo ha visto nunca en persona, sólo en la fotografía del despacho de ella.

– ¿Es tu marido? -pregunta Erik señalando con un gesto.

– ¿Qué? -dice ella entre divertida y sorprendida.

– Pensaba que quizá Magnus te habría acompañado.

– No -se ríe ella.

– ¿Estás segura? Puedo preguntárselo -bromea Erik, y empieza a caminar hacia el hombre.

El teléfono de Daniella suena y ella lo abre riéndose.

– Erik, para ya -dice antes de llevarse el teléfono a la oreja, y contesta-: Sí, soy Daniella.

Escucha pero no oye nada.

– ¿Hola?

Espera unos segundos y luego se despide irónicamente con el saludo hawaiano: «Aloha.» A continuación cierra el teléfono y sigue a Erik.

Él se ha acercado al hombre rubio. La máquina del café emite zumbidos y silbidos.

– Tómese un café -dice el hombre, y le tiende un vaso a Erik.

– No, gracias.

El hombre prueba la bebida caliente, sonríe y se le forman unos pequeños hoyuelos en las mejillas.

– Está bueno -dice, e intenta volver a darle el vaso a Erik.

– No quiero.

El hombre bebe un poco más mientras lo observa.

– ¿Le importaría prestarme su teléfono? -pregunta de repente-. Me he dejado el mío en el coche.

– ¿Quiere que le deje mi teléfono? -pregunta Erik, muy serio.

El hombre rubio asiente con la cabeza y lo mira con sus ojos claros, grises como el granito pulido.

– Puede volver a usar el mío -dice Daniella.

– Gracias.

– De nada.

El hombre rubio coge el teléfono, lo mira y luego la mira a ella.

– Le prometo que se lo devolveré -asegura.

– Al fin y al cabo, sólo lo usa usted -bromea ella.

Él se ríe y se aparta.

– Tiene que ser tu marido -dice Erik.

Ella sacude la cabeza sonriendo; se la ve muy cansada. Se ha restregado los ojos y el perfilador gris plateado se le ha corrido por el pómulo.

– ¿Puedo pasar a ver al paciente? -pregunta Erik.

– Por favor -asiente ella.

– Ya que he venido… -se apresura a añadir él.

– Erik, quiero escuchar tu opinión, me siento insegura.

Ella abre la pesada puerta en silencio y él la sigue al interior de la cálida habitación anexa al quirófano. En la cama yace un chico delgado. Dos enfermeras le vendan las heridas. Tiene cientos de cortes y pinchazos por todo el cuerpo. En las plantas de los pies, en el pecho y en el vientre, en el cuello, en la coronilla, en la cara, en las manos.

Su pulso es débil pero muy rápido. Tiene los labios grises como el aluminio, está sudando y sus ojos están fuertemente cerrados. La nariz parece estar rota. Un hematoma se extiende como una nube oscura bajo la piel, desde el cuello hasta el pecho.

Erik nota que, pese a las heridas, el rostro del chico es hermoso.

Daniella explica en voz baja su evolución, cómo ha variado el estado del muchacho, cuando de repente se interrumpe al oír un golpecito. Es el hombre rubio otra vez. Los saluda con la mano tras el cristal de la puerta.

Erik y Daniella se miran y abandonan la habitación. El hombre rubio vuelve a estar junto a la sibilante máquina de café.

– Un capuchino largo -le dice a Erik-. Podría hacerte falta antes de ver al agente que encontró al chico.

Entonces Erik comprende que el hombre rubio es el comisario de la policía judicial que lo ha despertado hace menos de una hora. Su acento finlandés no era tan evidente por teléfono, o tal vez Erik estaba demasiado cansado para notarlo.

– ¿Por qué iba a querer ver al agente que encontró al chico? -le pregunta.

– Para entender por qué necesito interrogar…

Joona se interrumpe cuando suena el teléfono de Danie11a. Lo saca del bolsillo de su chaqueta, hace caso omiso de la mano tendida de ella y echa un vistazo a la pantalla.

– Probablemente es para mí -dice Joona, y contesta-. Sí… No, lo quiero aquí. Vale, pero eso me da igual.

El comisario sonríe cuando escucha las objeciones de su compañero por el teléfono.

– Pero me he dado cuenta de una cosa -contesta.

Su interlocutor grita algo.

– Lo hago a mi manera -replica Joona con voz calmada, y luego finaliza la llamada.

Le devuelve el teléfono a Daniella y le da las gracias en silencio.

– Tengo que interrogar al paciente -explica a continuación con seriedad.

– Lo siento -dice Erik-. Soy de la misma opinión que la doctora Richards.

– ¿Cuándo podré hablar con él? -pregunta Joona.

– No mientras se encuentre en estado de shock.

– Sabía que iba a decir eso -dice Joona en voz baja.

– Su estado aún es crítico -explica Daniella-. La pleura está afectada, el intestino delgado también, el hígado y…

En la sala entra entonces un hombre con un uniforme de policía sucio. Su mirada es de preocupación. Joona le hace una seña, se le acerca y le da la mano. Dice algo en voz baja y el policía se pasa la mano por la boca mirando a los médicos. El comisario de la judicial le repite al agente que necesitan conocer los detalles; eso podría serles de gran ayuda.

– Bueno, en fin -comienza el policía, y carraspea ligeramente-. Nos dicen por radio que un limpiador ha encontrado a un hombre muerto en el baño del polideportivo de Tumba. Vamos en el coche por la carretera de Huddinge…, sólo tenemos que girar por Dalvägen y subir hacia el lago. Janne, mi compañero, entra mientras yo hablo con el limpiador. Primero pensamos que se trata de una sobredosis, pero en seguida me doy cuenta de que no es así. Janne sale del vestuario muy pálido y parece que no quiere dejarme pasar. Dice tres veces «No hay más que sangre», se sienta en la escalera y…

El policía se interrumpe, se sienta en una silla y mira al vacío con la boca entreabierta.

– ¿Puedes continuar? -pregunta Joona.

– Sí… La ambulancia llega al lugar, el muerto es identificado y se me encarga que hable con los familiares. Vamos un poco justos de personal, así que voy solo. Me manda mi jefa, dice más o menos que no quiere que Janne vaya en el estado en que se encuentra, y es comprensible…

Erik mira su reloj.

– Seguro que tiene tiempo para escuchar esto -le dice Joona con su tranquilo deje finlandés.

– El fallecido -continúa el policía con la mirada baja- era profesor en el instituto de Tumba y vivía en la nueva urbanización de casas unifamiliares que hay en lo alto de la colina. Nadie abre la puerta. Llamo varias veces. En fin, no sé por qué pero finalmente rodeo toda la hilera de casas e ilumino el interior con la linterna a través de una ventana.

El policía se calla, la boca le tiembla y empieza a arañar el reposabrazos de la silla.

– Sigue, por favor -le pide Joona.

– ¿Es necesario? Porque yo…, yo…

– Encontraste al chico, a la madre y a una niñita de cinco años. El chico era el único que aún seguía con vida.

– Pero yo creía…, yo…

Se calla, está muy pálido.

– Gracias por venir, Erland-dice Joona.

El policía asiente con rapidez y se levanta de la silla, se pasa la mano confuso por la chaqueta sucia y se marcha de la sala.

– Los había apuñalado a todos -continúa Joona-. Una locura… Presentaban graves lesiones, les habían propinado patadas, pegado, acuchillado, y la niñita… estaba cortada en dos. La parte inferior del tronco y las piernas estaban en el sillón delante de la televisión y… -Se interrumpe y observa a Brik antes de continuar-. Parece que el asesino sabía que el padre de familia estaba en el polideportivo -explica Joona-. Había partido de fútbol, él era árbitro. El criminal esperó a que se quedara solo antes de matarlo, lo descuartizó…, lo descuartizó de un modo salvaje y luego fue a la casa para matar a los demás.

– ¿Los hechos sucedieron en ese orden? -pregunta Erik.

– Así lo entiendo yo -contesta el comisario.

Erik nota que la mano le tiembla cuando se la pasa por la boca. Padre, madre, hijo, hija, piensa lentamente, y luego mira a Joona Linna.

– El asesino lo que pretendía era eliminar a la familia entera -constata Erik con voz débil.

Joona hace un gesto de duda.

– Eso es lo que… Pero falta uno de los hijos, la hermana mayor. Una chica de veintitrés años. No conseguimos dar con ella. No se encuentra en su piso de Sundbyberg, ni tampoco en casa de su novio. Creemos que es posible que el asesino vaya también a por ella, por eso necesitamos interrogar al testigo cuanto antes.

– Entraré a hacerle una exploración detallada -dice Erik.

– Gracias -asiente Joona.

– Pero no podemos poner en riesgo la vida del paciente con…

– Lo comprendo -interrumpe Joona-. Es sólo que, cuanto más tiempo pase antes de que averigüemos algo con lo que trabajar, más tiempo tendrá el criminal para encontrar a la hija mayor.

– Quizá deberían investigar a fondo la escena del crimen -dice Daniella.

– Estamos en ello -contesta él.

– Vaya allí y métales prisa -insiste ella.

– De todas formas no dará ningún resultado -replica el comisario.

– ¿Qué quiere decir?

– En ambos lugares encontraremos el ADN de cientos de personas.

Erik vuelve junto al paciente. Se queda de pie ante la cama, observa la palidez de sus rostro, cubierto de heridas. La respiración pesada. El entumecimiento de los labios. Erik pronuncia su nombre y algo se tensa dolorosamente en la cara del chico.

– Josef-repite lentamente-. Me llamo Erik Maria Bark, soy médico y voy a examinarte. Puedes asentir si entiendes lo que digo.

El chico está completamente inmóvil, su vientre se sacude con inspiraciones cortas. Sin embargo, Erik está convencido de que ha entendido sus palabras, aunque el nivel de conciencia ha caído después y el contacto se ha perdido.

Cuando Erik sale de la habitación media hora más tarde, Daniella y el comisario de la policía judicial lo miran.

– ¿Saldrá adelante? -pregunta Joona.

– Es demasiado pronto para decirlo, pero…

– El chico es nuestro único testigo -lo interrumpe el policía-. Alguien ha matado a sus padres y a su hermana pequeña, y probablemente esa misma persona esté yendo en este momento a por su hermana mayor.

– Lo sabemos -dice Daniella-, pero pensamos que quizá la policía debería dedicar su tiempo a buscarla en lugar de molestarnos a nosotros.

– Estamos buscando, pero el proceso es demasiado lento. Necesitamos hablar con el chico porque probablemente él viera a su atacante.

– Podrían pasar semanas antes de que podamos interrogarlo -interviene Erik-. No podemos sacudirlo para insuflarle vida y contarle que toda su familia está muerta.

– Pero bajo un estado de hipnosis… -dice Joona.

Se hace el silencio en la sala. Erik piensa en la nieve que caía sobre el lago de Brunnsviken de camino hacia allí, en cómo descendía revoloteando entre los árboles sobre el agua oscura.

– No -murmura para sí.

– ¿La hipnosis no funcionaría?

– No sé nada de eso -replica Erik.

– Tengo muy buena memoria -dice Joona con una amplia sonrisa- y sé que es un hipnotista famoso. Usted podría…

– Yo era un incompetente -lo interrumpe Erik.

– Eso no es lo que tengo entendido -dice Joona-. Además, ésta es una situación de emergencia.

Daniella se ruboriza y sonríe bajando la mirada.

– No puedo -repone Erik.

– En realidad, soy yo la responsable del paciente -dice Daniella en voz más alta-, y no me atrae especialmente la idea de permitir que se practique el hipnotismo con él.

– ¿Y si supiera que no sería peligroso para el paciente? -pregunta Joona.

Erik se da cuenta de que el comisario de la judicial había pensado desde el principio en el hipnotismo como un posible atajo. Entiende que no se trata en absoluto de una ocurrencia repentina. Joona Linna le ha pedido que vaya al hospital para intentar convencerlo de que hipnotice al paciente, no porque sea un experto en el tratamiento de los estados de shock y los traumas agudos.

– Me prometí a mí mismo que no volvería a practicar el hipnotismo -dice Erik.

– Vale, lo comprendo -asiente Joona-. Me han dicho que era usted el mejor, pero estoy obligado a respetar su elección.

– Lo siento -dice Erik.

Mira al paciente a través de la ventana y luego se vuelve hacia Daniella.

– ¿Le habéis dado desmopresina?

– No, pensaba posponer el tratamiento -contesta ella.

– ¿Por qué?

– Por el riesgo de complicaciones tromboembólicas.

– He seguido el debate sobre el tema, pero personalmente no estoy de acuerdo. Yo le doy desmopresina a mi hijo a menudo -dice Erik.

Joona se levanta de la silla.

– Le agradecería que me recomendara a otro hipnotista -dice.

– No sabemos siquiera si el paciente recuperará la conciencia -replica Daniella.

– Cuento con que…

– Tiene que estar consciente para que se lo pueda hipnotizar -concluye ella, y tensa un poco la boca.

– Estaba escuchando cuando Erik le ha hablado -dice Joona.

– No lo creo -masculla ella.

– Sí, la verdad es que me ha oído -interviene Erik.

– Podríamos salvar a su hermana… -continúa Joona.

– Me voy a casa -dice Erik en voz baja-. Dale desmopresina al paciente y evalúa la posibilidad de trasladarlo a la cámara hiperbárica.

Se marcha de la sala y se quita la bata de médico mientras recorre el pasillo y entra en el ascensor. En el vestíbulo hay algunas personas. Las puertas están abiertas y ve que el cielo ha empezado a clarear. Tras sacar el coche de su plaza de parking se estira para coger la cajita de madera que lleva en la guantera. Sin quitar la vista de la calzada, levanta la tapa, en la que se ve un papagayo y un indígena, saca tres pastillas y se las traga con rapidez. Tiene que conseguir dormir un par de horas esa mañana antes de despertar a Benjamín y administrarle su inyección.

Capítulo 2

Martes 8 de diciembre, por la mañana

El comisario de la policía judicial Joona Linna pide una tostada grande de parmesano, bresaola y tomates secos en Il Caffè, el pequeño establecimiento donde sirven desayunos de la calle Bergsgatan. Es primera hora de la mañana y la cafetería acaba de abrir: a la chica que toma nota de su pedido aún no le ha dado tiempo de sacar los panes de las bolsas.

Tras inspeccionar el día anterior a última hora de la noche las escenas del crimen en Tumba, visitar a la víctima superviviente en el hospital Karolinska de Solna y hablar de madrugada con los dos médicos, Daniella Richards y Erik Maria Bark, Joona se fue a casa, a su piso de Fredhäll, donde durmió tres horas.

Mientras espera su desayuno, mira hacia el Palacio de Justicia a través del cristal empañado de la ventana y piensa en el pasadizo subterráneo que se extiende bajo el parque entre dicho edificio y la comisaría de policía. Le devuelven su tarjeta de crédito, coge prestado un bolígrafo enorme que hay sobre el mostrador de cristal, firma el recibo y sale del café.

El aguanieve cae profusamente del cielo mientras se apresura calle Bergsgatan arriba con su tostada caliente en una mano y la bolsa de deporte con el palo de bandy en la otra.

«Esta noche nos enfrentamos a los de investigación… Pobres de nosotros -piensa Joona-. Nos van a dar una paliza, tal y como han prometido.»

El equipo de bandy de la policía judicial pierde habitualmente contra la policía de Seguridad Ciudadana, la policía de tráfico, la policía marítima, las fuerzas de operaciones especiales, la policía antidisturbios y el servicio secreto. Pero eso les proporciona un motivo válido para quedar y consolarse luego en el pub.

«A los únicos a los que hemos ganado son los viejos del laboratorio», piensa Joona.

Mientras camina a lo largo de la fachada de la comisaría, por delante de la entrada principal, no tiene ni idea de que ese martes ni jugará al bandy ni irá al pub. Observa que alguien ha dibujado una esvástica en el cartel que señala la sala de vistas de los juzgados. Continúa a grandes pasos hacia la prisión de Kronoberg y ve que la alta valla se cierra sin hacer ruido detrás de un coche. Los copos de nieve se derriten en el gran cristal de la garita de vigilancia. Joona pasa frente a la piscina cubierta de la policía y cruza el césped hacia el muro del enorme complejo. Bajo el agua, la fachada parece hecha de cobre oscuro, bruñido, se dice. No hay bicicletas en la larga estructura pensada para estacionarlas junto a la sala de vistas, las banderas cuelgan mojadas a lo largo de ambas astas. Joona pasa medio corriendo entre dos bolardos de metal y, bajo el alto techo de cristal escarchado, golpea con los pies en el suelo para sacudirse el agua de los zapatos. Luego accede a través de las puertas de entrada de la Dirección General de Policía.

En Suecia, el Ministerio de Justicia es responsable de la estructura policial, pero carece de competencias para decidir cómo aplicar la ley. La autoridad administrativa central es la Dirección General de Policía. De ella dependen la Dirección General de Policía, la Dirección Nacional de Policía Judicial, el servicio secreto, la Escuela Superior de Policía y el Laboratorio Nacional de la Policía Científica.

La Dirección Nacional de Policía Judicial es el único cuerpo operativo central de Suecia con competencias para luchar contra la delincuencia más grave a nivel nacional e internacional. Joona Linna trabaja allí como comisario desde hace nueve años.

Joona recorre su pasillo, se quita el gorro junto al tablón de anuncios, pasea la mirada por los carteles sobre yoga, el de alguien que quiere vender una autocaravana, información del sindicato OFR/P y los cambios de horario del club de tiro.

El suelo, que se fregó el viernes anterior, está ya muy sucio. La puerta de Benny Rubin está entreabierta. El hombre, de unos sesenta años, bigote canoso y piel arrugada, destrozada de tomar el sol, formó parte del grupo Palme [1] durante algunos años, pero ahora se dedica al trabajo relacionado con la central de comunicaciones y la transición al nuevo sistema de radio, llamado Rakel. Está sentado ante el ordenador con un cigarrillo en la oreja, y escribe con una lentitud pasmosa.

– Tengo ojos en el cogote -dice de repente.

– Quizá eso explique por qué escribes tan mal -bromea Joona.

Se da cuenta de que el último hallazgo de Benny es un póster publicitario de la compañía aérea SAS: una mujer joven, un tanto exótica, de pie con un biquini minúsculo, que bebe un cóctel de frutas con una pajita. Benny se tomó como una provocación la prohibición de colgar calendarios con chicas ligeras de ropa, hasta tal punto que la mayoría pensó que presentaría su dimisión. En lugar de eso, sin embargo, lleva muchos años dedicado a una protesta silenciosa y obstinada. El primero de cada mes cambia la decoración de la pared. Nadie ha dicho que estén prohibidos los anuncios de compañías aéreas, imágenes de patinadoras sobre hielo con las piernas muy abiertas, posturas de yoga o anuncios de ropa interior de H &M. Joona recuerda un póster de la velocista Gail Devers con unos shorts ajustados, así como una atrevida litografía del artista Egon Schiele que representaba a una mujer pelirroja con un par de pololos sentada con las piernas abiertas.

Joona se detiene para saludar a su asistente y compañera Anja Larsson. Está sentada ante el ordenador con la boca medio abierta y su cara redonda muestra una expresión tan concentrada que opta por no molestarla. En lugar de eso, continúa hasta su despacho, cuelga el abrigo mojado tras la puerta, enciende la estrella de Navidad que cuelga de la ventana y repasa rápidamente su bandeja: un memorándum sobre el entorno laboral, una propuesta sobre bombillas de bajo consumo, una solicitud de la fiscalía y una invitación personal al bufet navideño del Skansen. [2]

Luego sale de su despacho, entra en la sala de reuniones, se sienta en su sitio habitual, abre el paquete con la tostada y empieza a comer.

En la gran pizarra blanca que cuelga de la larga pared de la sala puede leerse: «Vestimenta, equipamiento de protección corporal, armas, gas lacrimógeno, equipos de comunicación, vehículos, otros recursos técnicos, canales, señales de radio, opciones de vigilancia, silencio radiofónico, códigos, pruebas de conexión.»

Petter Näslund se detiene en el pasillo, sonríe complacido y se apoya contra el marco de la puerta, dando la espalda a la sala de reuniones. Petter es un hombre musculoso y calvo de unos treinta y cinco años, comisario con funciones especiales, lo que lo convierte en el superior más directo de Joona. Lleva varios años flirteando con Magdalena Ronander sin percatarse de sus miradas molestas y sus constantes intentos de pasar a un tono más profesional. Magdalena es inspectora en el Departamento de Investigación desde hace cuatro años, y tiene como objetivo finalizar sus estudios de derecho antes de cumplir los treinta.

Petter baja la voz y le pregunta a Magdalena qué arma reglamentaria prefiere utilizar ella, y con qué frecuencia cambia de pistola porque las estrías se le han desgastado. Como si no se diera cuenta del doble sentido, ella le explica que lleva un cálculo meticuloso de los disparos realizados.

– Pero te gustan bien grandes, ¿no? -dice Petter.

– No, yo uso una Glock 17 -contesta ella-, porque acepta muchas de las municiones de nueve milímetros reglamentarias.

– ¿No usas checas?…

– Sí, aunque… mejor la m39B -dice ella.

Los dos entran en la sala de reuniones, se sientan en sus sitios y saludan a Joona.

– Además, la Glock tiene la salida de los gases de la pólvora a un lado del punto de mira -continúa ella-. El retroceso se reduce un montón y así puedes realizar el siguiente disparo con mayor rapidez.

– ¿Qué opina el Mumin? [3] -pregunta Petter.

Joona sonríe levemente y sus ojos gris claro se vuelven traslúcidos como el hielo cuando contesta con su cantarín acento finlandés:

– Que no tiene ninguna importancia; son cosas totalmente diferentes las que resultan decisivas.

– Entonces no necesitas saber disparar -se ríe Petter.

– Joona es un buen tirador -dice Magdalena Ronander.

– Él es bueno en todo -suspira Petter.

Magdalena lo ignora y se vuelve hacia Joona.

– La mayor ventaja de la Glock compensada es que los gases de la pólvora no se ven salir del cañón cuando está oscuro.

– Efectivamente -asiente Joona en voz baja.

Ella parece estar contenta mientras abre su cartera de piel negra y empieza a hojear sus papeles. Benny entra, se sienta, mira a todos los presentes, golpea con fuerza el tablero de la mesa con la palma de la mano y luego sonríe ampliamente cuando Magdalena Ronander le lanza una mirada irritada.

– He cogido el caso de Tumba -dice Joona.

– ¿Qué caso? -pregunta Petter.

– El de una familia entera que ha sido asesinada a cuchilladas.

– No tiene nada que ver con nosotros -replica Petter.

– Creo que podría tratarse de un asesino en serie, o al menos…

– Venga ya -lo interrumpe Benny, mira a Joona a los ojos y vuelve a golpear la mesa con la palma de la mano.

– Ha sido sólo un ajuste de cuentas -continúa Petter-. Préstamos, deudas, juego… El hombre era conocido en el hipódromo de Solvalla.

– Un ludópata -confirma Benny.

– Le habían prestado dinero en círculos delictivos locales y tuvo que pagar por ello -concluye Petter.

Se hace el silencio. Joona bebe un poco de agua, coge algunas migas de la tostada y se las lleva a la boca.

– Tengo un presentimiento acerca de este caso -dice luego a media voz.

– Entonces pide el traslado. -Sonríe Petter-. Esto no es para la judicial.

– Yo creo que sí.

– Tendrás que trasladarte a Seguridad Ciudadana de Tumba si quieres el caso -dice Petter.

– Pienso investigar esos asesinatos -insiste Joona, obstinado.

– Soy yo el que decide esas cosas -replica Petter.

Yngve Svensson entra entonces y se sienta. Lleva el pelo engominado y peinado hacia atrás, luce unas grandes ojeras de color azulado, barba rojiza de dos días y, como de costumbre, viste un traje negro arrugado.

– Yngwie -dice Benny con satisfacción.

Yngve Svensson es uno de los principales expertos en crimen organizado del país, es responsable de la sección de análisis y pertenece a la unidad internacional de cooperación policial.

– Yngve, ¿qué opinas tú de lo de Tumba? -pregunta Petter-. Lo acabas de ver, ¿verdad?

– Sí, y parece ser algo local. El cobrador va a la casa. El padre debería haber estado allí a esas horas, pero resulta que está haciendo una sustitución como arbitro en un partido de fútbol. El cobrador probablemente se ha metido speed y Rohypnol, está desequilibrado, nervioso, y algo lo provoca. Entonces ataca a la familia con un cuchillo de caza para que le digan donde está el hombre; seguramente le cuentan la verdad, pero se le cruzan los cables y los mata a todos antes de marcharse al polideportivo.

Petter sonríe con desdén, bebe un par de tragos largos de agua, eructa tapándose la boca con la mano, mira a Joona y pregunta:

– ¿Qué dices a esa explicación?

– Que sería buena si no estuviera totalmente equivocada -contesta él.

– ¿Qué es lo que está equivocado? -inquiere Yngve.

– El asesino mató primero al hombre en el campo de fútbol -contesta Joona tranquilamente-. Luego fue a la casa y mató a los demás.

– Entonces, difícilmente podría ser un ajuste de cuentas -interviene Magdalena Ronander.

– Ya veremos qué dice la autopsia -masculla Yngve.

– Dirá que tengo razón -replica Joona.

– Idiota -le espeta Yngve, y se mete un par de pastillas de tabaco bajo la lengua.

– Joona, no voy a darte este caso -dice Petter.

– Lo comprendo -suspira él, y se levanta de la mesa.

– ¿Adonde vas? Estamos en una reunión -dice Petter.

– Tengo que hablar con Carlos.

– No sobre esto.

– Sí -contesta Joona, y sale de la habitación.

– Quédate -lo llama Petter-. De lo contrario tendré que…

Joona no oye con qué lo amenaza, tan sólo cierra la puerta tranquilamente tras de sí, continúa por el pasillo y saluda a Anja, que lo mira con gesto inquisitivo por encima de la pantalla del ordenador.

– ¿No estabas reunido? -preguntó ella.

– Sí -contesta él, y continúa hasta el ascensor.

En la quinta planta están la sala de juntas de la Dirección General de Policía y la secretaría, y allí se encuentra también Carlos Eliasson, jefe de la Dirección Nacional de Policía Judicial. La puerta está entreabierta, pero como de costumbre está más cerrada que abierta.

– Pasa, pasa -dice Carlos.

Cuando Joona entra, el rostro de Carlos muestra una expresión tanto de preocupación como de alegría.

– Iba a dar de comer a mis chiquitines -dice, y da unos golpecitos en el borde del acuario.

Mira sonriente los peces que nadan hacia la superficie y luego espolvorea un poco de comida sobre el agua.

– Ahí tienes un poquito -murmura.

Carlos señala la comida al pez más pequeño, Nikita, y luego se vuelve y dice amablemente:

– El Departamento de Homicidios ha preguntado si podías echar un vistazo al asesinato de Dalarna.

– Eso pueden resolverlo ellos solos -dice Joona.

– Pues ellos no parecen pensar lo mismo: Tommy Kofoed ha estado aquí para intentarlo…

– No tengo tiempo -lo interrumpe Joona.

Se sienta enfrente de Carlos. El despacho huele bien, a cuero y madera. El sol entra jugueteando a través del acuario.

– Quiero encargarme del caso de Tumba -dice Joona sin rodeos.

Una expresión preocupada domina por un instante el rostro arrugado y cálido de Carlos.

– Petter Näslund me ha llamado hace un segundo; tiene razón, esto no es asunto de la policía judicial -dice con precaución.

– Yo creo que sí -se empeña Joona.

– Sólo si el ajuste de cuentas tiene relación con el crimen organizado, Joona.

– No ha sido un ajuste de cuentas.

– ¿No?

– El asesino atacó primero al padre -afirma Joona-. A continuación fue a la casa para seguir con la familia.

Quería matarlos a todos. Encontrará a la hija mayor y encontrará también al chico, si es que sobrevive.

Carlos dirige una rápida mirada a su acuario, como si tuviera miedo de que los peces hayan podido oír algo desagradable.

– Ah -dice, escéptico-. ¿Cómo lo sabes?

– Porque las pisadas sobre la sangre eran más cortas en la casa.

– ¿Qué quieres decir?

Joona se inclina hacia adelante.

– Había huellas de pisadas por todos los lados -dice-, no las medí, pero tuve la sensación de que los pasos del vestuario eran…, bueno, más ágiles, y los de la casa, más cansados.

– Ya estamos… -dice Carlos, agotado-. Ya la estás liando otra vez.

– Pero tengo razón -contesta Joona.

Carlos niega con la cabeza.

– No creo que la tengas esta vez.

– Sí que la tengo.

Carlos se vuelve de nuevo hacia los peces.

– Este Joona Linna es la persona más testaruda que he conocido nunca -dice.

– ¿Por qué debo echarme atrás cuando sé que tengo razón?

– No puedo pasar por encima de Petter y asignarte el caso sobre la base de un presentimiento -explica Carlos.

– Sí puedes.

– Todos creen que se trata de un ajuste de cuentas por deudas de juego.

– ¿Tú también? -pregunta Joona.

– La verdad es que sí.

– Las huellas eran más ágiles en el vestuario porque el asesino mató primero al hombre -insiste Joona.

– No te rindes nunca, ¿verdad?

Joona se encoge de hombros y sonríe.

– Es mejor que llame directamente al instituto forense -masculla Carlos, y coge el teléfono.

– Dirán que tengo razón -replica el comisario con la mirada baja.

Joona Linna es consciente de que es una persona testaruda, y sabe que necesita de su testarudez para avanzar. Quizá todo empezó con el padre de Joona, Yrjö Linna, que era patrullero en el distrito policial de Märsta. En una ocasión se encontraba en el camino antiguo de Uppsala, al norte del hospital Löwenströmska, cuando la central recibió un aviso y lo mandaron a la calle Hammarbyvägen, en Upplands Väsby. Al parecer, un vecino había llamado a la policía para denunciar que estaban pegando otra vez a los hijos de Olsson. Suecia había sido el primer país del mundo en prohibir el castigo físico a los niños, en el año 1979, y la policía había recibido instrucciones de que se tomaran en serio la nueva ley. Yrjö Linna entró en el patio del bloque de pisos con el coche y estacionó delante del portal. Esperó a su compañero, Jonny Andersen, pero al ver que no aparecía lo llamó pasados unos minutos. Resultó que Jonny estaba en la cola del puesto de salchichas De Mamá, y le dijo que, en su opinión, un hombre debía mostrar a veces quién mandaba en casa. Yrjö Linna era un tipo callado. Sabía que el reglamento exigía que acudieran dos agentes a las intervenciones de ese tipo, pero no insistió; no dijo nada pese a ser consciente de que tenía derecho a solicitar refuerzos. No quería dar la lata, no quería parecer cobarde y no podía esperar, así que subió la escalera hasta el tercer piso y llamó a la puerta. Le abrió una niña de ojos asustados. Él le pidió que se quedara en el rellano, pero ella negó con la cabeza y corrió hacia el interior del piso. El policía la siguió, entró en el salón y vio que la pequeña golpeaba la puerta del balcón. Yrjö descubrió entonces que fuera había un niñito que sólo llevaba puesto un pañal; aparentaba dos años. Se apresuró a cruzar la habitación para socorrer al pequeño, pero se percató demasiado tarde de la presencia del borracho. Estaba tranquilamente sentado en el sofá, tras la puerta, con la cara vuelta hacia el balcón. Yrjö tenía que usar las dos manos para quitar el pestillo y girar el picaporte, pero se detuvo al oír el clic de la escopeta de postas. Treinta y seis perdigones de plomo le atravesaron la columna vertebral y lo mataron casi instantáneamente.

Joona, que por aquel entonces tenía once años, se trasladó con Ritva, su madre, de la luminosa casa en Märsta Centrum al piso de dos dormitorios de su tía materna en Fredhäll, en Estocolmo. Tras terminar la escuela primaria y pasar tres años en el instituto de bachillerato de Kungsholmen, solicitó el ingreso en la Escuela Superior de Policía. Todavía piensa con frecuencia en su grupo de amigos, en los paseos por las grandes extensiones de hierba, la tranquilidad previa al período de prácticas y los primeros años tras licenciarse como policía. Durante todos estos años, a Joona Linna le han caído sus buenas dosis de trabajo de oficina; ha colaborado en los planes de igualdad y trabajo sindical; ha hecho de guardia de tráfico en el maratón de Estocolmo y en cientos de accidentes; se ha sentido avergonzado cuando los gamberros se han metido con sus colegas femeninas cantando a voz en grito en los vagones del metro: «Mujer policía, ¿qué haces con esa porra? ¡Para adentro y para afuera!»; ha encontrado heroinómanos muertos con heridas necrosadas; ha mantenido conversaciones con numerosos rateros; ha ayudado al personal de las ambulancias con borrachos que vomitaban; ha hablado con prostitutas temblorosas por el síndrome de abstinencia, enfermas de sida, asustadas; ha visto a cientos de hombres que habían maltratado a sus esposas y a sus hijos, siempre con el mismo patrón, borrachos pero con control, con la radio a todo volumen y las persianas bajadas; ha parado a conductores por exceso de velocidad y a otros que iban bebidos; se ha incautado de armas, drogas y alcohol de fabricación casera. Una vez, cuando estaba de baja por un pinzamiento vertebral y había salido a dar un paseo para no entumecerse, vio que un cabeza rapada agarraba del pecho a una mujer musulmana en el exterior de la escuela de Klastorp. A pesar del dolor de espalda, corrió tras el neo-nazi a lo largo de la orilla del lago, a través de todo el parque, pasó de largo Smedsudden, subió por el puente Västerbron, cruzó el lago y la isla de Längholmen hasta la de Södermalm y lo atrapó en los semáforos de la calle Högalidsgatan.

Sin un verdadero deseo de hacer carrera, Joona Linna ha ascendido en el escalafón. Le gustan las misiones cualificadas y nunca se rinde. Lleva en su distintivo de rango una corona y dos galones de hojas de roble, pero le falta el cordón cuadrado por servicios especiales. Sencillamente no le interesa la jefatura y se niega a ingresar en el Departamento Nacional de Homicidios.

En esta mañana de diciembre, Joona sigue aún sentado en el despacho del jefe de la policía judicial. Aún no siente el cansancio tras la larga noche en Tumba y el hospital Karolinska mientras escucha hablar a Carlos Eliasson con el director adjunto del instituto forense de Estocolmo, el profesor Nils Ahlén, más conocido como Nálen.

– No, sólo necesito saber cuál es la primera escena del crimen -dice Carlos, y luego escucha durante un rato-. Lo comprendo, lo comprendo…, pero por el momento, ¿cuál es tu impresión?

Joona se reclina en el respaldo del asiento, se rasca la cabeza -lleva el pelo rubio revuelto-, y observa cómo el jefe de la judicial enrojece cada vez más. Carlos escucha la voz monótona de Nálen y, en lugar de responder, sólo asiente y luego cuelga sin despedirse.

– Ellos…, ellos…

– Ellos han constatado que mataron primero al padre -Joona termina la frase por él.

Carlos asiente.

– ¿Qué te había dicho? -dice Joona, sonriente.

Carlos baja la mirada y carraspea.

– Vale, a partir de ahora estás al mando de la investigación -dice-. El caso de Tumba es tuyo.

– Un momento… -contesta Joona, serio.

– ¿Cómo que un momento?

– Primero quiero oír una cosa. ¿Quién es el que tenía razón? ¿Tú o yo?

– ¡Tú! -grita Carlos-. Por Dios, Joona, ¿qué te pasa? ¡Tenías razón como siempre!

Joona se cubre la boca con la mano para que su jefe no vea que está sonriendo, y se levanta.

– Ahora tengo que interrogar a mi testigo antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Vas a interrogar al chico? -pregunta Carlos.

– Sí.

– ¿Has hablado con el fiscal?

– No tengo intención de transferirles las diligencias mientras no tenga un sospechoso -dice Joona.

– No, no quería decir eso -contesta Carlos-. Tan sólo es que creo que es buena idea que el fiscal tome parte si vas a hablar con un chico que se encuentra en un estado tan grave.

– Vale, lo que dices es sensato, como siempre. Llamaré a Jens -conviene Joona, y se marcha.

Capítulo 3

Martes 8 de diciembre, última hora de la mañana

Tras la conversación con el jefe de la policía judicial, Joona Linna se sienta en su coche para conducir el corto trayecto hasta el instituto forense de Estocolmo, en el recinto del Karolinska. Gira la llave del contacto, mete primera y sale lentamente del aparcamiento.

Antes de llamar a Jens Svanehjälm, el fiscal jefe, tiene que repasar lo que ha averiguado hasta el momento del caso de Tumba. La carpeta en la que ha guardado sus notas sobre la investigación está en el asiento del copiloto. Conduce hacia Sankt Eriksplan e intenta recordar lo que ya ha comunicado a la fiscalía sobre la investigación inicial de la escena del crimen y lo que contenían las notas de la conversación de la noche anterior con los servicios sociales.

Joona cruza el puente, ve el pálido palacio de Karlberg a la izquierda y recuerda las objeciones que pusieron ambos médicos por los riesgos de interrogar a un paciente que se encuentra en un estado tan grave. Decide entonces repasar las últimas doce horas una vez más.

Karim Muhammed llegó a Suecia como refugiado desde Irán. Era periodista y fue encarcelado cuando Ruhollah Jomeini volvió al país, tras ocho años en la cárcel, consiguió escapar por la frontera con Turquía y continuó hacia Alemania y hasta Trelleborg. Karim Muhammed lleva casi dos años empleado por Jasmin Jabir, que es propietario de la sociedad Limpiezas Johansson, con sede social en la calle Alice Tegnér, número 9, de Tullinge. El ayuntamiento de Botkyrka concedió a la empresa la limpieza de los colegios Tullingebergsskolan, Vistaskolan, Broängsskolan, la piscina Storvretsbadet, el instituto y el polideportivo de Tumba y los vestuarios del Rödstuhage.

Karim Muhammed llegó al polideportivo Rödstuhage a las 20.50 horas del día anterior, lunes 7 de diciembre. Era su último servicio esa tarde. Estacionó su furgoneta Volkswagen en el aparcamiento, no lejos de un Toyota rojo. Los focos en las altas torretas que rodean el campo de fútbol estaban apagados, pero la luz del vestuario estaba aún encendida. Abrió las puertas traseras de la furgoneta, bajó la rampa, subió al vehículo y soltó las sujeciones del carro de limpieza más pequeño.

Cuando llegó al edificio de madera bajo e intentó girar la llave en la cerradura de la puerta del vestuario de hombres, notó que no estaba echada. Llamó con los nudillos, no obtuvo respuesta y abrió. Tras sujetar la puerta con una cuña de plástico descubrió la sangre en el suelo. Entró, vio al hombre muerto, volvió a la furgoneta y llamó a emergencias.

La central se puso en contacto con un coche patrulla que estaba en la carretera de Huddinge, no lejos de la estación de cercanías de Tumba, y dos asistentes de policía, Jan Eriksson y Erland Björkander, fueron enviados al polideportivo.

Mientras Erland Björkander se encargaba del relato de Karim Muhammed, Jan Eriksson entró en el vestuario. A Eriksson le pareció oír que la víctima decía algo, creyó que aún vivía, y se apresuró a llegar hasta él. Cuando el policía dio media vuelta al cuerpo del hombre comprendió que era imposible: presentaba gravísimas lesiones, le faltaba el brazo derecho y tenía el pecho tan lacerado que parecía un cuenco lleno de una masa sanguinolenta. Llegó la ambulancia y, poco después, la inspectora de policía Lillemor Blom. La víctima fue identificada sin problemas como Anders Ek, profesor de física y química en el instituto de bachillerato de Tumba, casado con Katja Ek, empleada en la biblioteca central de Huddinge. Vivían en un adosado en el número 8 de Gärdesvägen con sus hijos, Lisa y Josef.

Como era tarde, la inspectora Lillemor Blom pidió al agente Erland Björkander que hablara con la familia de la víctima; mientras tanto ella se encargaría personalmente del informe de Jan Eriksson y de acordonar la escena del crimen.

Erland Björkander llegó a la casa de Tumba, aparcó y llamó a la puerta. Como no abrían, rodeó la hilera de adosados para ir a la parte de atrás, encendió la linterna e iluminó el interior de la casa. Lo primero que vio fue un gran charco de sangre en la moqueta del dormitorio, marcas en el suelo, como si hubieran arrastrado a alguien a través del umbral, y un par de gafas de niño. Sin pedir refuerzos, Erland forzó la puerta de la terraza y entró con el arma en ristre. Registró la casa y encontró a las tres víctimas, solicitó inmediatamente que acudieran al lugar más agentes de policía y también una ambulancia, y no se dio cuenta en absoluto de que el chico aún seguía con vida. Accidentalmente, Björkander hizo la llamada a través de un canal que cubría toda el área de Estocolmo.

Eran las 22.10 cuando Joona Linna conducía su coche por la carretera de Drottningsholm y oyó la conmocionada llamada. Un asistente de policía llamado Erland Björkander gritaba que los niños habían sido masacrados, que estaba solo en la casa, que la madre estaba muerta, que todos estaban muertos. Un rato más tarde estaba frente al adosado, ya más calmado, mientras explicaba que la inspectora Lillemor Blom lo había enviado solo a la casa de Gärdesvägen. Björkander se interrumpió entonces bruscamente, masculló que se había equivocado de canal y cortó la comunicación.

En el coche de Joona se hizo el silencio. Los limpiaparabrisas quitaban las gotas de agua del cristal. Mientras circulaba lentamente por Kristineberg pensó en su padre, que no había tenido refuerzo alguno.

Joona detuvo el vehículo en el arcén, junto al colegio Stefanskolan, irritado por la falta de superiores en Tumba. Ningún agente debería hacer una intervención de esa clase por su cuenta. Suspiró, cogió el teléfono y pidió que le pasaran con Lillemor Blom.

La inspectora Blom ingresó en la Escuela Superior de Policía el mismo año que Joona, y se casó tras el período de prácticas con un compañero de la unidad de investigación llamado Jerker Lindkvist. Dos años más tarde tuvieron un hijo al que llamaron Dante. Jerker nunca cogió la baja remunerada por paternidad, pese a estar establecida por la ley, y su decisión tuvo como consecuencia una pérdida económica para la familia y un considerable retraso en la carrera de Lillemor. Luego Jerker la dejó por una agente de policía más joven que acababa de terminar su formación. Joona se enteró posteriormente de que el tipo ni siquiera va a ver a su hijo cada quince días.

El comisario se presentó brevemente cuando Lillemor contestó al teléfono. Aligeró las frases de cortesía y explicó después lo que había oído por la radio.

– Tenemos poca gente, Joona -explicó ella-. La verdad es que evalué la situación…

– Pues tu evaluación fue desastrosa -la interrumpió él.

– No me estás escuchando -repuso ella.

– Ya, pero…

– ¡Pues escúchame!

– Ni siquiera a Jerker puedes mandarlo solo a la escena de un crimen -continuó Joona.

– ¿Has terminado?

Tras un breve silencio, Lillemor Blom le explicó que Erland Björkander sólo tenía órdenes de informar a la familia de la muerte de Anders Ek, y que tomó por su cuenta la decisión de forzar la puerta trasera del adosado. Joona le dijo entonces que había hecho lo correcto, se disculpó varias veces y preguntó, más que nada por cortesía, qué era lo que había sucedido en Tumba.

Lillemor le repitió el informe del agente Björkander sobre los cuchillos y los cubiertos que estaban tirados en el suelo de la cocina, manchados de sangre, las gafas de la niña, las huellas, los rastros de sangre y la ubicación en la casa de los cadáveres y las distintas partes de los cuerpos mutilados. Luego le contó que Anders Ek, que ella supuso que era la última víctima, era conocido de los servicios sociales por su ludopatía. Había hecho una reestructuración de deudas, pero al mismo tiempo había obtenido préstamos de delincuentes importantes del municipio. Un cobrador había atacado a su familia para atraparlo. Lillemor describió el cuerpo mutilado de Anders Ek en el vestuario y añadió que habían encontrado el cuchillo de caza y un brazo cortado en la ducha. Le refirió lo que sabía de la familia en la casa y explicó que al hijo lo habían llevado al hospital de Huddinge. Repitió varias veces que andaban faltos de personal y dijo que la investigación de la escena del crimen tendría que esperar.

– Me pasaré por allí -dijo entonces Joona.

– ¿Por qué? -preguntó ella, sorprendida.

– Quiero echar un vistazo.

– ¿Ahora?

– Sí -contestó él.

– Genial -dijo ella con un tono que le hizo pensar que lo decía en serio.

Joona no comprendió inmediatamente qué era lo que había atrapado su interés por el caso. En primera instancia no se trataba de la gravedad del crimen, sino de algo que no encajaba al cotejar la información que había recibido con las conclusiones que se habían sacado.

Después de visitar ambas escenas del crimen, el vestuario del polideportivo de Rödstuhage y la casa unifamiliar de Gärdesvägen, en Tumba, tuvo la seguridad de que su impresión inicial se podía relacionar con observaciones concretas. Por supuesto, no se trataba de pruebas, pero las apreciaciones eran tan destacadas que no podía pasarlas por alto. Estaba convencido de que el padre había sido asesinado antes de que atacaran al resto de la familia. Para empezar, las pisadas sobre la sangre del suelo del vestuario parecían más vigorosas, más enérgicas, en comparación con las del adosado. Por otra parte, el cuchillo de caza que estaba en la ducha del polideportivo tenía la punta rota, lo que explicaría los cubiertos esparcidos por el suelo de la cocina de la casa: el asesino sencillamente había buscado una nueva arma.

Joona pidió a un médico internista del hospital de Huddinge que lo ayudara como experto mientras esperaban a los forenses y a los técnicos del Laboratorio Nacional de la Policía Científica. Realizaron una inspección inicial de la escena del crimen en el adosado y luego el comisario habló con el instituto forense de Estocolmo y solicitó una autopsia completa de los cadáveres.

Lillemor Blom estaba fumando de pie junto a un armario de contadores situado junto a una farola cuando Joona salió del adosado. Hacía mucho tiempo que no sentía semejante desazón. Se habían ensañado especialmente con la niñita.

Un técnico forense ya estaba de camino. Joona pasó por encima del precinto ondeante de plástico azul y blanco que acordonaba la zona y continuó avanzando hasta llegar junto a Lillemor.

Hacía viento y estaba oscuro. De vez en cuando, algunos copos de nieve secos les azotaban la cara. Lillemor era una mujer hermosa, aunque su aspecto era algo descuidado. Su rostro estaba en la actualidad lleno de arrugas de cansancio y se maquillaba en exceso, pero a Joona siempre le había parecido atractiva, con su nariz recta, sus pómulos altos y sus ojos rasgados.

– ¿Habéis empezado ya las diligencias? -preguntó él.

Ella negó con la cabeza y exhaló el humo de su cigarrillo.

– Yo lo haré -dijo él.

– Entonces me voy a casa a dormir.

– Eso suena bien. -Él sonrió.

– Acompáñame -bromeó ella.

– Comprobaré si se puede hablar con el chico.

– Precisamente he llamado al laboratorio de la científica en Linköping para que se pongan en contacto con el hospital de Huddinge.

– Joder…, genial.

Lillemor tiró el cigarrillo en la cuesta y pisó la colilla.

– En realidad, ¿qué tiene que ver la judicial con este caso? -preguntó ella, y desvió la mirada hacia su coche.

– Eso ya lo veremos -masculló Joona.

Volvió a pensar que el móvil de los asesinatos no había sido un intento de cobrar deudas de juego: sencillamente no cuadraba. Alguien quería eliminar a la familia entera, pero las motivaciones que había tras ese deseo estaban aún ocultas.

Cuando Joona montó de nuevo en su coche, llamó al hospital de Huddinge, donde le informaron de que el paciente había sido trasladado a la sección de neurocirugía del hospital Karolinska de Solna. Dijeron que su estado había empeorado una hora después de que los técnicos de la científica de Linköping hubieron encargado que un médico le tomara muestras biológicas.

Era plena noche cuando Joona empezó a conducir de vuelta a Estocolmo. En la carretera de Sodertälje llamó a los servicios sociales para iniciar la colaboración relacionada con los interrogatorios previstos dentro del marco de las diligencias. Le pasaron con una persona de apoyo a los testigos que estaba de guardia llamada Susanne Granat; le refirió las circunstancias especiales y le pidió poder llamarla de nuevo cuando conociera con exactitud cuál era el estado del paciente.

A las 2.05 de la madrugada, Joona estaba en la sección de cuidados intensivos de neurocirugía del hospital Karolinska. Quince minutos después tuvo ocasión de hablar con la médico responsable, Daniella Richards, quien le explicó que, aunque el chico sobreviviera a las lesiones, seguramente no podría ser interrogado hasta dentro de varias semanas.

– Se encuentra en estado de shock -le dijo la doctora.

– ¿Qué implica eso?

– Ha perdido mucha sangre; el corazón intenta compensar eso y su ritmo se acelera.

– ¿Han conseguido detener las hemorragias?

– Creo que sí; así lo espero, vamos. Le estamos suministrando sangre todo el tiempo, pero la falta de oxígeno en el organismo hace que no puedan eliminarse las sustancias de desecho, la sangre se vuelve más acida y puede dañar el corazón, los pulmones, el hígado, los riñones…

– ¿Está consciente?

– No.

– ¿Se podría hacer algo si tuviera que hablar con él? -quiso saber Joona.

– El único que posiblemente podría acelerar la recuperación del chico es Erik Maria Bark.

– ¿El hipnotista? -preguntó Joona.

Ella sonrió abiertamente y sus mejillas se ruborizaron.

– No lo llame así si quiere que lo ayude -dijo a continuación-. Es nuestro mejor experto en el tratamiento de estados de shock y traumas.

– ¿Hay algún problema si le pido que venga?

– Al contrario, yo también lo había pensado.

Joona buscó su teléfono en los bolsillos, se dio cuenta de que se lo había dejado en el coche y le pidió a Daniella Richards que le prestara el suyo. Tras relatar las circunstancias a Erik Maria Bark, volvió a llamar a Susanne Granat, de servicios sociales, y le explicó que esperaba poder hablar pronto con Josef Ek. Susanne Granat le contó entonces que la familia se encontraba en sus archivos, que el padre era adicto al juego y que habían tenido contacto con la hija hacía tres años.

– ¿La hija? -preguntó Joona, escéptico.

– La hija mayor, Evelyn -explicó Susanne.

Capítulo 4

Martes 8 de diciembre, por la mañana

Erik Maria Bark acaba de llegar a casa tras su visita nocturna al hospital Karolinska, donde ha conocido al comisario de la policía judicial Joona Linna. A Erik le ha caído bien, pese a que ha intentado hacerle romper su promesa de que no volvería a practicar el hipnotismo. Quizá ha sido la sincera y abierta preocupación que el comisario ha mostrado por la hija mayor de la familia asesinada lo que ha hecho que le resultara tan simpático. Probablemente en ese momento alguien estuviera dando caza a la chica.

Erik entra en el dormitorio y observa a su esposa Simone, que está en la cama. Se siente muy cansado, las pastillas han empezado a hacer efecto, nota los ojos sensibles y pesados, el sueño está llegando. La luz se posa sobre Simone como una luna de cristal rayado. Ha pasado casi una noche entera desde que la dejó para examinar al chico herido. Simone ha ocupado toda la cama. Su cuerpo está pesado. El edredón está a los pies, el camisón se le ha subido hasta la cintura. Descansa relajada boca abajo. Tiene la piel erizada en brazos y hombros. Erik le echa cuidadosamente el edredón por encima. Ella dice algo con voz débil y se acurruca. Él se sienta, le acaricia el tobillo y ve que los dedos de los pies reaccionan, se mueven.

– Voy a darme una ducha -dice él, y se echa hacia atrás.

– ¿Cómo se llamaba el policía? -pregunta ella balbuceante.

Pero antes de que le dé tiempo a contestar, Erik se encuentra en el parque Observatorielunden. Está excavando en la arena del área de juegos y encuentra una piedra amarilla, redonda como un huevo, grande como una calabaza. Pasa las manos por encima de ella e intuye un relieve en el lateral, una hilera de dientes punzantes. Cuando da la vuelta a la pesada piedra ve que es el cráneo de un dinosaurio.

– Vete a la mierda -grita Simone.

Él da un respingo y se da cuenta de que se ha quedado dormido y ha empezado a soñar. Las fuertes tabletas han hecho efecto y se ha quedado dormido en mitad de la conversación. Intenta sonreír y busca la mirada fría de Simone.

– Sixan…, ¿qué pasa?

– ¿Ya estamos otra vez? -pregunta ella.

– ¿Qué?

– ¡Qué! -repite Simone, irritada-. ¿Quién es Daniella?

– ¿Daniella?

– Lo juraste, era una promesa, Erik-dice ella, alterada-. Yo confiaba en ti, fui tan tonta como para confiar…

– ¿De qué estás hablando? -la interrumpe él-. Daniella Richards es una compañera del Karolinska. ¿Qué pasa con ella?

– No me mientas.

– Esto es absurdo, la verdad. -Sonríe él.

– ¿Te resulta divertido? -pregunta ella-. A veces he pensado…, he creído incluso que podría olvidar lo que pasó.

Erik se duerme de nuevo unos segundos, aunque oye sus palabras.

– Quizá sea mejor que nos separemos -murmura Simone.

– No ha pasado nada entre Daniella y yo.

– No importa -dice ella, cansada.

– ¿No? ¿No importa? ¿Quieres separarte por algo que sucedió hace diez años?

– ¿«Algo»?…

– Estaba borracho y…

– No quiero oírlo, ya lo sé todo, yo… ¡Joder! No quiero interpretar ese papel. No soy una persona celosa, pero soy leal y exijo lealtad a cambio.

– No he vuelto a engañarte, y jamás voy a…

– ¿Y por qué no me lo demuestras? -lo interrumpe ella-. Es lo que necesito.

– Tienes que confiar en mí -dice.

– Ya -suspira ella, y sale de la habitación con una almohada y un edredón.

Él respira pesadamente, sabe que debería seguirla, no rendirse sin más, debería traerla de vuelta a la cama o tumbarse en el suelo junto al sofá cama del cuarto de invitados, pero el sueño es ahora mismo mucho más fuerte. Ya no tiene fuerzas suficientes para resistirse. Se hunde en la cama, siente la dopamina de las pastillas desplazarse por su cuerpo, el placentero relax que se extiende por su rostro, los dedos de los pies y las puntas de los dedos de las manos. El sueño pesado, químico, envuelve su conciencia como una nube harinosa.

Dos horas después, Erik abre los ojos lentamente y observa la pálida luz que presiona la cortina. De inmediato, las imágenes de la noche empiezan a desfilar frente a él: las acusaciones de Simone, el chico herido, su cuerpo iluminado y cubierto de cientos de cuchilladas negras, las profundas heridas en el cuello, la garganta y el torso.

Erik piensa en el comisario de la policía judicial, que parecía convencido de que el agresor había querido asesinar a la familia entera. Primero al padre, luego a la madre, el hijo y la hija.

El teléfono suena en la mesilla junto a él.

Erik se levanta, pero en lugar de contestar abre las cortinas y mira con los ojos entornados la fachada de enfrente. Aguarda un momento e intenta ordenar sus pensamientos. A la luz del sol de la mañana se ve claramente el polvo sobre los cristales de la ventana.

Simone ya se ha marchado a la galería de arte. Él no entiende su reacción, por qué ha hablado de Daniella. Se pregunta si no se tratará de otra cosa. Quizá de las pastillas. Es consciente de que se encuentra muy próximo a un estado de dependencia seria, pero tiene que dormir. Las noches de guardia pasadas en el hospital le han alterado el sueño. Sin las pastillas estaría acabado, piensa, y se estira para coger el despertador, le da un golpe sin querer y lo tira al suelo.

El teléfono deja de sonar, pero sólo permanece en silencio un momento antes de volver a empezar.

Sopesa ir a la habitación de Benjamín y echarse al lado de su hijo, despertarlo con cuidado, preguntarle si ha soñado algo.

Erik coge el teléfono de la mesilla de noche y contesta.

– Erik Maria Bark.

– Hola, soy Daniella Richards.

– ¿Aún estás en el hospital? Pero ¿qué hora es?

– Las ocho y cuarto. Empiezo a estar un poco cansada.

– Vete a casa.

– Al contrario -dice Daniella sosegadamente-. Tienes que volver. El comisario está de camino hacia aquí. Parece estar aún más convencido de que el asesino está buscando a la hija mayor. Insiste en que tiene que hablar con el chico.

Erik siente un peso repentino y oscuro en los ojos.

– No es una buena idea -dice-, teniendo en cuenta que…

– Pero ¿y la chica? -lo interrumpe ella-. Creo que voy a permitirle al comisario que interrogue a Josef.

– Si consideras que el paciente lo soportará… -dice Erik.

– ¿Soportarlo? No lo hará, es demasiado pronto, su estado es… Se enterará de lo que le ha pasado a su familia de repente, sin ninguna preparación previa… Podría sufrir un brote psicótico…

– La evaluación es cosa tuya -la interrumpe Erik.

– Por un lado, no quiero dar acceso a la policía, pero tampoco puedo quedarme sentada esperando si su hermana está en peligro.

– Pero es…

– Un asesino va detrás de esa chica -replica Daniella elevando la voz.

– Probablemente.

– Perdona, no sé por qué me altero tanto por esto -dice ella-. Tal vez sea porque aún no es demasiado tarde, porque aún hay algo que puede hacerse. Esto no sucede con frecuencia, pero esta vez podríamos salvar a la chica antes de que la…

– ¿Qué es lo que quieres? -la interrumpe Erik.

– Que vengas aquí y hagas lo que se te da bien.

– Puedo hablar con el chico de lo sucedido cuando se encuentre mejor.

– Ven a hipnotizarlo -dice ella con seriedad.

– No, eso no -contesta él.

– Es la única salida.

– No puedo.

– Pero no hay nadie tan bueno como tú.

– Ni siquiera tengo autorización para practicar el hipnotismo en el Karolinska.

– Eso lo arreglo yo antes de que llegues.

– Prometí no volver a hacerlo nunca más.

– ¿No puedes venir sin más?

Se hace el silencio durante un corto instante y luego Erik pregunta:

– ¿Está consciente?

– Pronto lo estará.

Él oye su propia respiración resonar en el teléfono.

– Si no hipnotizas al chico, dejaré pasar a la policía.

Y cuelga.

Erik se queda de pie con el auricular en su mano temblorosa. El peso en los ojos se desplaza hacia el cerebro. Abre un cajón de la mesilla de noche. La caja de madera con el papagayo no está ahí. Debe de haberla olvidado en el coche.

El sol inunda ya todo el apartamento cuando cruza las habitaciones para despertar a Benjamín.

El chico duerme con la boca abierta; tiene el rostro pálido y cansado, pese a toda una noche de sueño.

– ¿Benni?

Benjamin abre los ojos soñolientos y lo mira como si fuera un completo desconocido antes de dibujar una sonrisa que tiene el mismo aspecto desde que nació.

– Es martes. Hora de levantarse.

El chico se incorpora bostezando, se rasca la cabeza y luego mira el teléfono que lleva colgado del cuello. Es lo primero que hace todas las mañanas: comprueba si ha pasado por alto algún mensaje durante la noche. Erik saca la bolsa amarilla con un puma dibujado que contiene el preparado del factor de coagulación, desmopresina, desinfectante, jeringuillas esterilizadas, gasas, esparadrapo y calmantes.

– ¿Ahora o después del desayuno?

Benjamin se encoge de hombros.

– Da igual.

Erik humedece rápidamente el delgado brazo de su hijo, lo vuelve hacia la luz que entra por la ventana, nota la flacidez de los músculos, da unos golpecitos a la jeringuilla y clava cuidadosamente la aguja en la piel. Mientras la inyección se vacía lentamente de su contenido, Benjamin está sentado y teclea en su móvil con la mano libre.

– Mierda, casi no me queda batería -dice, y luego se tumba mientras Erik le presiona el brazo con una gasa para detener el sangrado.

Benjamin permanece así durante un rato hasta que su padre se la fija con esparadrapo en el brazo. Con precaución, flexiona las piernas del chico varias veces, luego mueve las delgadas articulaciones de la rodilla y finaliza masajeando los pies y los dedos.

– ¿Qué tal? -pregunta, mirando todo el tiempo la cara de su hijo.

Benjamin hace una mueca.

– Como siempre -dice.

– ¿Quieres un analgésico?

Él niega con la cabeza y Erik piensa de repente en el testigo inconsciente, el muchacho con las cuchilladas. Quizá el asesino esté buscando a su hermana mayor en ese mismo momento.

– Papá, ¿qué pasa? -pregunta Benjamin con cautela. Erik le devuelve la mirada y dice: -Te llevo al colegio si quieres. -¿Y eso por qué?

El tráfico de la hora punta ruge lentamente. Benjamin está sentado junto a su padre y se deja adormecer por el vaivén del coche. Bosteza ampliamente y nota que su cuerpo aún alberga un calor suave tras el sueño de la noche. Piensa que su padre tiene prisa, pero sin embargo se toma el tiempo para llevarlo al colegio. Benjamin sonríe para sus adentros. Siempre ha sido así, piensa. Cuando papá se las tiene que ver con cosas horribles en el hospital, se preocupa aún más de que me pueda pasar algo.

– Hemos olvidado los patines -dice Erik de repente.

– Es verdad.

– Daremos media vuelta -añade él.

– No, no hace falta, no importa -dice Benjamin.

Erik intenta cambiar de carril, pero un coche le impide incorporarse. Cuando se ve obligado a volver al suyo, casi choca con un camión de la basura.

– Nos da tiempo a volver y…

– Pasa de los patines, no me importa -dice Benjamin elevando la voz.

Erik lo mira de reojo, sorprendido.

– Creía que te gustaba patinar.

Su hijo no sabe qué contestar, detesta que lo interroguen, no quiere tener que mentir.

– ¿No? -pregunta Erik.

– ¿El qué?

– ¿No te gusta patinar?

– ¿Por qué iba a gustarme? -masculla él.

– Hemos comprado unos nuevos…

– ¿Y qué tiene de divertido? -lo interrumpe Benjamin, cansado.

– ¿Así no doy media vuelta para ira por ellos?

Benjamin suspira por toda respuesta.

– Los patines son un rollo -dice Erik-. El ajedrez y los videojuegos son un rollo. ¿Qué es divertido, en realidad?

– No lo sé -contesta el chico.

– ¿Nada?

– No.

– ¿Ver películas?

– A veces.

– ¿A veces? -Erik sonríe.

– Sí -contesta Benjamín.

– Tú, que eres capaz de ver tres o cuatro películas en una tarde -dice Erik divertido.

– ¿Y qué pasa con eso?

– No, nada -continúa su padre, sonriente-. ¿Qué va a pasar? Pero uno podría preguntarse cuántas películas verías al día si te gustara realmente el cine, si te encantara…

– Para ya.

– Quizá tendrías una pantalla doble o pondrías el avance rápido para que te diera tiempo a ver más.

Benjamín siente que no puede evitar sonreír cuando su padre se pone cariñoso con él.

De repente se oye una detonación amortiguada y en el cielo se ve una estrella azul claro con las puntas de color humo que descienden.

– Qué hora tan rara para lanzar fuegos artificiales -comenta Benjamín.

– ¿Qué? -pregunta su padre.

– Mira -dice el chico.

En el cielo hay una estrella de humo. Por algún motivo, Benjamín ve a Aida ante sí y el estómago le da un vuelco, siente un repentino calor. El viernes pasado estuvieron sentados en silencio, pegados, en el sofá del pequeño salón de Aida en Sundbyberg. Vieron la película Elephant mientras su hermano pequeño jugaba en el suelo con cartas de Pokemon y hablaba consigo mismo.

Cuando Erik aparca el coche en el exterior del patio del colegio, Benjamín descubre de repente a Aida. Está de pie al otro lado de la verja y lo está esperando. Cuando la chica lo ve, le hace señas con la mano. Benjamin coge su bolsa y se apresura a decir:

– Adiós, papá, gracias por traerme.

– Te quiero -dice Erik en voz baja.

Benjamin asiente con la cabeza y se aparta.

– ¿Vemos una película esta noche? -pregunta Erik.

– No lo sé -contesta él con la mirada baja.

– ¿Esa chica es Aida? -pregunta su padre.

– Sí -responde Benjamin casi sin voz.

– Me gustaría saludarla -dice entonces Erik, y sale del coche.

– Pero ¿por qué?

Ambos avanzan hacia ella. Benjamin apenas se atreve a mirarla, se siente como un crío. No quiere que ella piense que él quiere que su padre le dé su aprobación. A él no le importa lo que opine su padre. Aida parece nerviosa cuando se acercan. Mira alternativamente hacia él y hacia Erik. Antes de que a Benjamin le dé tiempo a pensar en alguna explicación, Erik alarga la mano y la saluda:

– Hola.

Aida le estrecha la mano, expectante. Benjamin se da cuenta de que su padre se sobresalta al ver su tatuaje: lleva una cruz gamada tatuada en el cuello, y al lado, una pequeña estrella de David. Lleva los ojos pintados de negro, el pelo recogido en dos trenzas infantiles y va vestida con una chaqueta de cuero negra y una falda ancha de tul negro.

– Soy Erik, el padre de Benjamin -dice él.

– Aida.

Su voz es clara y fina. Benjamin se ruboriza, la mira nervioso y luego mira al suelo.

– ¿Eres nazi? -pregunta Erik.

– ¿Y usted? -replica ella.

– No.

– Yo tampoco -dice ella, y lo mira a los ojos muy brevemente.

– ¿Por qué llevas una…?

– Por nada -lo interrumpe ella-. No soy nada, sólo soy…

Benjamin interviene, el corazón le late a toda velocidad por la vergüenza que le está haciendo pasar su padre.

– Estuvo en ciertos círculos hace algunos años -dice en voz alta-, pero llegó a la conclusión de que eran unos idiotas y…

– No tienes que darle explicaciones -lo interrumpe Aida, irritada.

Benjamín se queda mudo durante un breve instante.

– Yo…, yo creo que es muy valiente por asumir sus errores -dice a continuación.

– Sí -dice Erik-, pero yo interpreto que el hecho de no quitársela es seguir sin comprender…

– Para ya -grita Benjamin-. No sabes nada de ella…

– Aida se da media vuelta sin más y se aleja. Benjamin se apresura a ir tras ella.

– Perdona -dice, jadeante-. Mi padre es tan penoso…

– ¿Entonces no tiene razón? -inquiere la chica.

– No -dice Benjamin débilmente.

– Pues yo creo que quizá la tenga -dice ella, sonríe a medias y lo coge de la mano.

Capítulo 5

Martes 8 de diciembre, por la mañana

El instituto forense está situado en un edificio de ladrillo rojo en el número 5 de la calle Retzius väg, enfrente del gran campus del instituto Karolinska, circundado de construcciones más grandes por todos lados. Joona Linna rodea el edificio cerrado, se detiene y deja el coche en el aparcamiento para visitantes. Luego cruza el parterre de césped escarchado y una rampa de acero de camino a la entrada principal.

El comisario piensa que es curioso que en sueco la palabra «autopsia» tenga su origen en un término latino que significa cubrir, ocultar, envolver, cuando en realidad lo que se hace durante el procedimiento sea todo lo contrario. Quizá sencillamente sea que de manera inconsciente se desee poner énfasis en el final, cuando el cuerpo se cierra tras la autopsia y el interior vuelve a ocultarse.

Tras dar su nombre a la chica de la recepción, puede pasar a ver a Nils Ahlén, el catedrático de medicina forense, generalmente conocido como Nälen, ya que siempre firma sus informes como «N. Ahlén».

El despacho de Nálen es de decoración moderna, con unas limpias superficies blancas de acabado brillante y gris claro mate. Es caro y de diseño. Las pocas butacas que hay están hechas de acero malo y tienen los asientos de cuero blanco, tenso. La luz que baña el escritorio procede de una gran lámpara de cristal suspendida.

Nálen le da la mano a Joona sin levantarse. Lleva un jersey blanco de cuello alto debajo de su bata de médico y unas gafas de piloto de montura blanca. Su rostro delgado está bien afeitado, lleva el pelo canoso cortado a cepillo, tiene los labios pálidos y la nariz larga y abultada.

– Buenos días -dice entre dientes.

En la pared cuelga una fotografía descolorida de Nálen y algunos de sus compañeros: forenses, patólogos, especialistas en genética y odontología forense. Todos llevan batas blancas de médico y parecen contentos. Están reunidos alrededor de unos fragmentos de hueso de color oscuro dispuestos sobre una mesa. El texto bajo la imagen cuenta que se trata de un hallazgo realizado en una excavación de las tumbas del siglo IX en las afueras del enclave comercial de Birka, en la isla de Björkö.

– Otra foto nueva -dice Joona.

– Tengo que colgar las fotos con cinta adhesiva -dice Nálen, insatisfecho-. En la antigua sección de patología había un cuadro de dieciocho metros cuadrados.

– Vaya -dice Joona.

– Pintado por Peter Weiss.

– ¿El autor?

Nálen asiente y la luz de la lámpara de escritorio se refleja en sus gafas de piloto.

– Sí, pintó toda la institución en los años cuarenta. Medio año de trabajo por el que recibió seiscientas coronas, según me han dicho. Mi padre está entre los forenses del cuadro. Está cerca de los pies, junto a Bertil Falconer.

Nálen inclina la cabeza y dirige su atención hacia el ordenador.

– Estoy con el informe de la autopsia de los asesinatos de Tumba -dice, dubitativo.

– ¿De veras?

Nälen mira a Joona con los ojos entornados.

– Carlos me ha llamado esta mañana para acosarme.

Joona sonríe.

– Lo sé -dice.

Nálen se sube las gafas con el dedo.

– Al parecer era muy importante establecer la hora de las muertes.

– Sí, necesitábamos saber en qué orden…

Nálen busca en el ordenador con los labios fruncidos.

– Sólo es una evaluación preliminar, pero…

– ¿El hombre murió primero?

– Eso es… Me he basado sólo en la temperatura corporal -dice, y señala la pantalla-. Erixon dijo que en los dos escenarios, el vestuario y la casa, había la misma temperatura, así que mi evaluación fue que el hombre murió poco más de una hora antes que los otros dos.

– ¿Has cambiado de opinión?

Nálen niega con la cabeza y se levanta con un quejido.

– Hernia de disco -dice a modo de explicación; luego sale del despacho y empieza a andar por el pasillo.

Joona Linna sigue a Nálen, que cojea lentamente hacia la sección de autopsias. Pasan junto a una sala a oscuras en la que hay una mesa de acero inoxidable; parece una encimera de cocina, pero con secciones cuadradas y bordes elevados a su alrededor. Luego entran en una sala más fresca, en la que se conservan los cadáveres en cajones tras su examen, a cuatro grados de temperatura. Nálen se detiene, comprueba el número, tira de un cajón grande y ve que está vacío.

– No está. -Sonríe y echa a andar por el pasillo, en cuyo suelo hay miles de pequeñas marcas de ruedas. Abre una nueva puerta y la sujeta para que pase Joona.

Se detienen en una sala iluminada de azulejos blancos con un gran lavabo adosado a la pared. El agua de una manguera naranja cae en un desagüe. En la larga mesa de autopsias recubierta de plástico hay un cuerpo desnudo exento de color, cubierto de cientos de heridas oscuras.

– Katja Ek -constata Joona.

La boca de la mujer muerta está entreabierta, y sus ojos miran con serenidad. Parece como si estuviera escuchando una música hermosa. El gesto de su semblante no encaja en absoluto con los largos cortes en la frente y las mejillas. Joona desliza la mirada sobre el cuerpo de Katja Ek, en el que el rastro de una arteria se adivina en torno al cuello.

– Esperamos que por la tarde nos dé tiempo a hacer el estudio del interior.

– Sí, por favor -suspira Joona.

En ese momento se abre la otra puerta y entra un hombre joven con una sonrisa insegura. Lleva varios piercings en las cejas, y el pelo teñido de negro recogido en una coleta le cuelga por la espalda, sobre la bata de médico. Con una media sonrisa, Nálen levanta un puño, el saludo propio de los amantes del heavy metal, que el joven corresponde inmediatamente.

– Es Joona Linna, de la policía judicial -explica Nálen-. Viene a vernos de vez en cuando.

– Frippe -dice el joven, y le da la mano a Joona.

– Se está especializando en medicina forense -explica Nálen.

Frippe se pone un par de guantes de látex y Joona lo sigue hasta la mesa de autopsias; de inmediato nota la pestilencia que rodea a la mujer.

– Ella fue la que sufrió menos la violencia -señala Nálen-, pese a los múltiples cortes e incisiones. -Los tres observan a la mujer muerta. El cuerpo está cubierto de lesiones grandes y pequeñas-. Además, a diferencia de los otros dos, no está mutilada ni descuartizada -continúa Nálen-. La causa directa de la muerte no son las lesiones en el cuello, sino esto, que va directamente al corazón, según la tomografía por ordenador.

– Pero es algo difícil ver las hemorragias en las fotos -explica Frippe.

– Por supuesto, eso lo comprobamos al abrirla -dice Nálen dirigiéndose a Joona.

– Opuso resistencia -señala el policía.

– Mi impresión es que en un primer momento se defendió activamente -contesta Nálen-, a juzgar por las lesiones en las palmas de las manos, pero luego intentó zafarse y sólo protegerse. -Nálen ve que el joven médico lo mira-.

Observa las lesiones en los laterales de los brazos -dice entonces.

– Heridas defensivas -murmura Joona.

– Exactamente.

El comisario se inclina hacia adelante y observa las manchas marronosas que se aprecian en los ojos abiertos de la mujer.

– ¿Estás mirando las manchas?

– Sí…

– Aparecen algunas horas después de la muerte; a veces, varios días después -dice Nálen-. Al final se vuelven totalmente negras. Es debido a que la presión ocular desciende.

Nálen coge un martillo de reflejos de un estante y anima a Frippe para que compruebe si aún hay contracción idiomuscular. El joven médico golpea el bíceps de la mujer y palpa el músculo con los dedos para ver si hay contracciones.

– Ahora es mínima -le dice a Joona.

– Suele desaparecer pasadas trece horas -explica Nálen.

– Los muertos no están muertos del todo -dice Joona, y se estremece al adivinar un movimiento fantasmagórico en el brazo flácido de Katja Ek.

– Mortui vivos docent: «Los muertos enseñan a los vivos» -contesta Nálen, y sonríe para sí cuando él y Frippe colocan boca abajo el cuerpo de la mujer.

Señala las manchas difusas de color violáceo en las nalgas y la zona del sacro, en los omóplatos y en los brazos.

– Las livideces cadavéricas son débiles cuando la víctima ha perdido mucha sangre -declara.

– Es lógico -asiente Joona.

– La sangre es pesada y, cuando una persona muere, ya no hay un sistema de presión interno -le explica a Frippe-. Quizá resulta evidente, pero la sangre fluye hacia abajo y sencillamente se acumula en los lugares más bajos, y con frecuencia se aprecia en las zonas de contacto sobre las que reposa el cuerpo. -Presiona con el pulgar una mancha de la pantorrilla derecha hasta que casi desaparece-. Ahí lo tiene…, se pueden hacer desaparecer mediante la presión hasta veinticuatro horas después de la muerte.

– Pero antes me ha parecido ver manchas sobre las caderas y los senos -dice Joona, dubitativo.

– Bravo -dice Nálen, y lo mira sonriendo con una leve expresión de sorpresa-. Pensaba que no las descubrirías.

– Al morir, quedó tumbada boca abajo, y luego le dieron la vuelta -dice Joona con sobriedad.

– Durante unas dos horas, me atrevería a aventurar.

– Así que el agresor se quedó dos horas en la casa -medita Joona-. O bien se marchó y regresó más tarde, o quizá fue otra persona la que le dio la vuelta al cadáver.

Nálen se encoge de hombros.

– Aún estoy lejos de haber finalizado con mi evaluación.

– ¿Puedo preguntar una cosa? Me he dado cuenta de que una de las heridas del vientre parece una cesárea…

– ¿Cesárea? -Nálen sonríe-. ¿Por qué no? ¿Lo miramos?

Ambos médicos giran de nuevo el cuerpo.

– ¿Te refieres a esto?

Nálen señala una gran incisión que parte del ombligo y recorre quince centímetros hacia abajo.

– Sí -contesta Joona.

– No he tenido tiempo aún de explorar todas las lesiones.

– Vulnera incisa s scissa -dice Frippe.

– Sí, parece una herida incisiva -conviene Nálen.

– No una herida punzante -dice Joona.

– Teniendo en cuenta la forma regular de la línea y que la superficie de la piel circundante está intacta…

Nálen presiona la herida con el dedo y Frippe se inclina hacia adelante para mirar.

– Sí…

– En las paredes no hay mucha sangre -continúa Nálen-, pero…

Se interrumpe bruscamente.

– ¿Qué ocurre? -pregunta Joona.

Nálen lo observa con una mirada peculiar.

– Este corte se lo han hecho después de morir -dice.

Se quita los guantes.

– Debo echar un vistazo a la tomografía por ordenador -dice, agobiado. Luego va hasta el portátil que hay en la mesa junto a la puerta y lo abre. Avanza tecleando por las imágenes en 3D, se detiene, sigue avanzando y cambia de ángulo-. La herida parece llegar al útero -murmura-. Parece seguir antiguas cicatrices.

– ¿Antiguas? ¿Qué quieres decir? -inquiere Joona.

– ¿No lo ves? -Nálen sonríe y vuelve junto al cadáver-. Una cesárea.

Señala la herida vertical. Joona mira más de cerca y ve que a lo largo de uno de los bordes de la herida hay, como un fino hilo de color rosa pálido, tejido cicatrizado debido a una cesárea curada desde hace mucho.

– Pero ¿ahora estaba embarazada? -pregunta Joona.

– No. -Nálen se ríe y se sube las gafas de piloto con el dedo.

– ¿Así que nuestro asesino tiene formación quirúrgica? -pregunta entonces Joona.

Nálen menea la cabeza y Joona piensa que alguien mató a Katja Ek con gran violencia y mucha saña. Dos horas más tarde, el asesino regresó a la casa, la puso boca arriba y la abrió por la antigua cesárea.

– Comprueba si hay algo similar en los otros cuerpos.

– ¿Le damos prioridad a esto? -pregunta Nálen.

– Sí, creo que sí -contesta Joona.

– ¿Tienes dudas?

– No.

– Pero quieres que demos prioridad a todo -dice Nálen.

– Más o menos. -Joona sonríe y se marcha de la sala.

Cuando se sienta en su coche, en el aparcamiento, siente frío. Arranca el motor, avanza por Retzius väg, sube la calefacción del vehículo y marca el número del fiscal Jens Svanehjälm.

– Svanehjälm -contesta el otro.

– Soy Joona Linna.

– Buenos días… Acabo de hablar con Carlos: me ha dicho que me llamarías.

– Es un poco difícil decir lo que tenemos -señala Joona.

– ¿Estás conduciendo?

– Acabo de terminar en el instituto forense y había pensado pasarme por el hospital. Necesito hablar con el chico superviviente.

– Carlos me ha explicado la situación -dice Jens-. Tenemos que acelerar esto. ¿Has puesto en marcha al grupo de identificación de perfiles?

– No basta con un perfil del agresor -contesta Joona.

– No, lo sé, yo opino lo mismo. Si queremos tener alguna posibilidad de proteger a la hija mayor, es necesario que hablemos con el chico, no hay más.

De repente Joona ve cómo estalla un cohete de fuegos artificiales a lo lejos sin hacer ruido; una estrella de color azul claro sobre los tejados de Estocolmo.

– Estoy en contacto con… -continúa, y se aclara la garganta-. Estoy en contacto con Susanne Granat, de servicios sociales, y tenía pensado llevar al psiquiatra Erik Maria Bark, que es especialista en tratar estados de shock y traumas.

– Es procedente -dice Jens con tono tranquilizador.

– Entonces me voy a neurocirugía directamente.

– Me parece bien.

Capítulo 6

.Madrugada del 8 de diciembre

Por algún motivo, Simone está despierta antes de que el teléfono suene en la mesilla de Erik con el volumen al mínimo.

Erik farfulla algo sobre globos y serpentinas, coge el teléfono y se apresura a salir de la habitación.

Cierra la puerta antes de contestar. La voz que ella oye a través de la pared le resulta delicada, casi tierna. Después de un rato, Erik se desliza de nuevo en la habitación y ella le pregunta quién ha llamado.

– Un policía…, un comisario, no he entendido cómo se llamaba -contesta Erik, y luego le explica que tiene que ir al hospital Karolinska.

Ella mira el despertador y cierra los ojos.

– Duérmete, Sixan -susurra él, y sale de la habitación.

El camisón se le ha enroscado en el cuerpo y le presiona el pecho izquierdo. Lo acomoda, se tiende de lado y luego permanece tumbada en la cama, inmóvil, mientras escucha los movimientos de Erik.

Él se viste, rebusca algo en el ropero, utiliza el calzador, sale del piso y cierra la puerta tras de sí. Después de un momento, Simone oye cerrarse el portal.

Se queda tumbada en la cama, mienta volver a dormirse durante un largo rato pero no lo consigue. Tiene la impresión de que Erik no estaba hablando con un policía; parecía demasiado relajado. Aunque quizá sólo estuviera cansado.

Se levanta para ir al baño, toma un poco de yogur y vuelve a acostarse. Luego empieza a pensar en lo que pasó hace diez años y no logra conciliar el sueño. Se queda tumbada durante media hora, luego se incorpora, enciende la lámpara de la mesilla, coge el teléfono, mira la pantalla y encuentra la última llamada recibida. Sabe que debería apagar la lámpara y dormir, pero de todas formas llama a ese número. Suenan tres señales. Entonces contestan y oye a una mujer que se ríe, algo alejada del teléfono.

– Erik, para ya -dice la mujer animadamente, y luego su voz suena más cerca-. Sí, soy Daniella. ¿Hola?

La mujer espera un poco y luego, con una voz cansadamente inquisitiva, dice «Aloha» y corta la comunicación. Simone se queda sentada con el teléfono en la mano. Trata de entender por qué razón Erik ha dicho que era un policía, un hombre, el que había llamado. Quiere encontrar una explicación razonable pero no puede evitar que su mente se traslade al pasado, a aquella ocasión hace diez años cuando, de repente, se dio cuenta de que Erik la engañaba.

Coincidió que fue el mismo día en que él le comunicó que había dejado el hipnotismo para siempre.

Simone recuerda que ella, por una vez, no estaba esa mañana en su galería, recientemente abierta. Quizá Benjamín no había ido al colegio, quizá se había tomado el día libre, no recuerda, pero el caso es que estaba sentada a la mesa de la cocina de su casa de Järfälla revisando el correo cuando vio un sobre celeste dirigido a Erik. En el remite sólo se leía un nombre de pila: Maja.

Hay momentos en los que uno sabe en cada átomo de su cuerpo que algo va mal. Quizá Simone había adquirido su miedo a la traición al ver a su padre engañado. Él, que había trabajado de policía hasta la jubilación e incluso había sido condecorado por un excelente trabajo de investigación, había necesitado muchos años para descubrir la cada vez más patente infidelidad de su mujer.

Recuerda haberse escondido la noche en que sus padres tuvieron aquella terrible pelea, cuya consecuencia fue que su madre abandonó a la familia. El tipo con el que había estado viéndose durante los últimos años era un vecino, un hombre prejubilado, alcohólico, que en el pasado había grabado algunos discos con una orquesta de baile. Su madre se mudó con él a un piso en Fuengirola, en la Costa del Sol española.

Simone y su padre siguieron con sus vidas, hicieron de tripas corazón y constataron que, después de todo, siempre habían sido sólo dos en la familia. Ella había crecido y tenía la misma piel pecosa que su madre, el mismo pelo cobrizo y rizado. Pero a diferencia de ella, Simone tenía una boca risueña. Erik se lo había dicho en una ocasión, y a ella le gustó esa descripción.

De joven, Simone quería ser artista, pero finalmente desistió, no se atrevió. Su padre, de nombre Kennet, la convenció de que tuviera un empleo como era debido, sin riesgos. Y ella tuvo que hacer concesiones. Empezó a estudiar historia del arte, se sintió inesperadamente a gusto entre los estudiantes y escribió varios trabajos sobre el artista sueco Ola Billgren.

En una fiesta de la facultad conoció a Erik. Se acercó a ella y la felicitó, creía que era ella la que se había doctorado. Cuando se dio cuenta de su error, se ruborizó, le pidió disculpas e hizo ademán de marcharse. No obstante, algo, no sólo que fuera alto y guapo, sino sobre todo sus maneras cuidadosas, hizo que ella quisiera entablar una conversación con él. Su charla resultó de inmediato interesante y divertida, y siguió y siguió. Luego quedaron para ir al cine al día siguiente, a ver Fanny y Alexander de Ingmar Bergman.

Simone llevaba ocho años casada con Erik cuando abrió con dedos temblorosos el sobre remitido por «Maja». Diez fotografías cayeron sobre la mesa de la cocina de la casa unifamiliar. Las fotos no estaban hechas por un fotógrafo profesional. Primeros planos borrosos de un seno de mujer, una boca, un cuello desnudo, bragas de color verde claro y negras, el pelo muy rizado. En una de las imágenes se veía a Erik. Parecía sorprendido y contento a la vez. Maja era una mujer guapa, muy joven, con unas cejas oscuras muy marcadas. Tenía una boca grande, seria. Estaba tumbada en una cama estrecha, desnuda salvo por las bragas, con el pelo negro cayendo en mechones sobre sus grandes y blancos senos. Parecía contenta, ruborizadas las mejillas.

Es difícil evocar la sensación de haber sido traicionada. Todo es sólo pena y un extraño anhelo en el estómago, un deseo de evitar los pensamientos dañinos. Sin embargo, Simone recuerda que lo primero que sintió fue sorpresa. Una sorpresa enorme, tonta, por haber sido engañada por completo por alguien en quien ella confiaba plenamente. Luego vino la vergüenza, seguida del sentimiento desesperado de no valer lo suficiente, una rabia ardiente y una inmensa sensación de soledad.

Simone está tumbada en la cama mientras los pensamientos dan vueltas en su cabeza y van hilándose por diferentes caminos dolorosos. Lentamente amanece sobre la ciudad. Se queda dormida unos minutos antes de que Erik vuelva del hospital Karolinska. Él intenta no hacer ruido, pero cuando se sienta en la cama ella se despierta. Erik dice que se va a duchar. Ella se da cuenta de que ha vuelto a tomar muchas pastillas. Con el corazón desbocado, le pregunta cómo se llamaba el policía que lo llamó por la noche, pero él no contesta y ella se da cuenta de que se ha quedado dormido en mitad de la conversación. Entonces Simone le cuenta que ha telefoneado a ese número y que no ha contestado un policía, sino una mujer que se reía llamada Daniella. Erik no consigue mantenerse despierto y vuelve a dormirse. Entonces ella le grita, exige saber, lo acusa de haberlo estropeado todo justo cuando ella había empezado a confiar de nuevo en él.

Simone permanece sentada en la cama, mirándolo. Él no parece entender por qué está tan alterada. Ella considera que no aguanta más mentiras, y entonces dice las palabras que ha pensado muchas veces pero que, al mismo tiempo, siente muy lejanas, muy dolorosas, las siente como un fracaso:

– Quizá sea mejor que nos separemos.

Simone sale de la habitación con una almohada y un edredón, oye que la cama cruje a sus espaldas y espera que Erik la siga, la consuele y le cuente lo que ha pasado. Pero él se queda en la cama y ella se encierra en el cuarto de invitados y llora durante mucho rato. Luego se suena la nariz, se tumba en el sofá cama e intenta dormir, pero se da cuenta de que no tiene fuerzas para ver a su familia esa mañana. Va al baño, se lava la cara, se cepilla los dientes, se maquilla y se viste, ve que Benjamín está durmiendo aún, le deja una nota en la mesilla y se marcha del piso para ir a desayunar a algún sitio antes de ir a la galería.

Permanece largo rato sentada, leyendo, mientras toma una tostada y un café en la cafetería acristalada del jardín Kungsträdgärden. A través del gran ventanal ve a una decena de personas que están preparando algún tipo de evento. Hay carpas de color rosa delante de un escenario grande. Colocan vallas de protección alrededor de una pequeña rampa de lanzamiento. De repente algo sale mal. Hay un chisporroteo y un cohete sale disparado hacia arriba. Los hombres se alejan tropezando y se gritan entre sí. El cohete estalla con un resplandor azul contra el cielo claro y el estruendo resuena contra las fachadas.

Capítulo 7

Martes 8 de diciembre, por la mañana

Dos figuras descompuestas sujetan un feto gris contra sí. El artista Sim Shulman ha mezclado ocre, hematita, óxido de magnesio y carboncillo con grasa animal, y luego ha extendido la mezcla sobre unas grandes losas de piedra. Sus trazos son suaves y amorosos. En lugar de pinceles, Shulman ha utilizado un palo con la punta carbonizada. Ha tomado prestada la técnica de la cultura magdaleniense francesa y española de hace aproximadamente quince mil años, cuando alcanzaron su apogeo las fantásticas pinturas en cuevas de búfalos a la carrera, venados juguetones y pájaros bailarines.

En lugar de animales, Sim Shulman ha pintado personas: cálidas, que flotan, que se superponen casi por casualidad. Cuando Simone vio su trabajo por primera vez le ofreció inmediatamente una exposición individual en su galería.

El pelo espeso, negro, de Shulman suele estar recogido en una coleta. Sus rasgos oscuros, muy marcados, dan testimonio de su origen suecoiraquí. Creció en Tensta, donde Anita, su madre, que lo crió sola, trabajaba como dependienta en el supermercado Ica.

Cuando tenía doce años, Sim Shulman era miembro de una banda de delincuentes juveniles que practicaba deportes de lucha y robaba dinero y cigarrillos a otros chicos. Una mañana lo encontraron en el asiento trasero de un coche aparcado. Había esnifado pegamento y estaba inconsciente, su temperatura corporal había descendido, y cuando la ambulancia llegó por fin a Tensta, su corazón había dejado de latir.

Sim sobrevivió y participó en un programa de rehabilitación para jóvenes. Tenían que finalizar la primaria y al mismo tiempo aprender un oficio. Él había dicho en alguna ocasión que quería ser artista sin saber en realidad lo que significaba eso, y por aquel entonces los servicios sociales iniciaron una colaboración con la Escuela de Cultura y el artista sueco Keve Lindberg. Sim Shulman le ha contado a Simone lo que sintió cuando entró por primera vez en el estudio de Keve Lindberg. La sala grande, luminosa, olía a trementina y a pintura al óleo. Caminó entre lienzos gigantescos de caras chillonas, boquiabiertas. Poco más de un año después fue admitido en la Academia de Bellas Artes como el alumno más joven hasta la fecha, con sólo dieciséis años.

– Deberíamos poner los cuadros de piedra bastante bajos -le dice Simone a Ylva, su asistente en la galería-. El fotógrafo podría iluminarlos indirectamente. Quedará bonito en el catálogo. Podríamos ponerlos en el suelo directamente, apoyarlos contra la pared y dirigir la luz desde…

– Huy, ahí viene el guaperas otra vez -la interrumpe Ylva.

Simone se vuelve y ve que un hombre sacude la puerta. Lo reconoce al momento. Un artista llamado Norén, que opina que la galería debería hacer una exposición individual con sus acuarelas. Llama golpeando el cristal y grita algo con irritación antes de recordar que la puerta se abre hacia adentro.

El hombre bajo, robusto, entra, mira a su alrededor y luego avanza hasta ellas. Ylva se aleja, dice algo sobre el teléfono y luego desaparece en el despacho.

– Parece ser que a la señora le han entrado ganas de ir al baño -sonríe burlonamente-. ¿No hay ningún hombre aquí con el que se pueda hablar?

– ¿De qué se trata? -pregunta Simone secamente.

El tipo hace un gesto con la cabeza en dirección a una de las imágenes de Shulman.

– Eso es arte, ¿no?

– Sí -contesta Simone.

– Mujeres finas -dice con desprecio-. Nunca una polla es lo suficientemente grande para vosotras, ¿eh? ¿No se trata de eso?

– Quiero que se marche -dice Simone.

– Tú a mí no me dices lo que…

– He dicho que se largue -le interrumpe ella.

– Joder -refunfuña el tipo; sale de la galería, se vuelve una vez pasada la puerta, grita algo y se agarra la entrepierna.

La asistente sale silenciosamente del despacho, sonriendo ligeramente.

– Perdona que me haya ido de esa forma, pero es que me asusté mucho la última vez que estuvo aquí -se disculpa.

– Una debería tener el aspecto de Shulman, ¿verdad? -Simone sonríe y señala un retrato grande del autor en el que posa con un traje negro de ninja y una espada levantada sobre la cabeza.

Ambas se ríen y deciden que comprarán un par de trajes como ése cuando el teléfono empieza a zumbar en el bolso de Simone.

– Galería Simone Bark -dice ella.

– Soy Siv Sturesson, de la secretaría del colegio -dice una mujer de edad al otro lado.

– Ah -responde Simone, dubitativa-. Hola.

– Llamo para saber qué tal está Benjamin.

– ¿Benjamin?

– Hoy no ha venido al colegio -explica la mujer-, y no ha dado aviso de estar enfermo. Siempre nos ponemos en contacto con los padres en estos casos.

– Verá… -dice Simone-, telefonearé a casa para preguntar. Tanto Benjamin como mi marido estaban aún allí cuando yo me marché. La llamaré de nuevo más tarde.

Corta la comunicación e inmediatamente marca el número de casa. No es propio de Benjamin quedarse dormido o pasar de las normas. Tanto ella como Erik se han preocupado de que su hijo sea incluso demasiado formal.

En casa nadie responde al teléfono. Erik debería tener la mañana libre para dormir hoy. Una nueva angustia la atenaza antes de pensar que probablemente esté tumbado en la cama, roncando con la boca abierta, anestesiado por sus somníferos, mientras su hijo está escuchando música a todo volumen. Lo prueba con el teléfono de Benjamín. Nadie contesta. Deja un breve mensaje y luego lo intenta con el móvil de Erik, pero, por supuesto, está desconectado.

– Ylva -grita-, tengo que ir a casa un momento, volveré en seguida.

Su ayudante, con una gruesa carpeta en las manos, levanta la mirada desde el despacho, sonríe y grita a su vez:

– Un beso.

Pero Simone está demasiado nerviosa como para devolverle el sarcasmo. Coge su bolso, se echa el abrigo sobre los hombros y echa a andar a la carrera en dirección al metro.

Hay un silencio especial ante las puertas de los hogares vacíos. Cuando Simone introduce la llave en la cerradura ya sabe que no hay nadie en casa.

Los patines están olvidados en el suelo, pero la mochila, los zapatos y la chaqueta de Benjamín no están, lo mismo que la ropa de abrigo de Erik. En la habitación de su hijo está la bolsa del puma. Espera que eso signifique que Erik le ha dado a Benjamín su medicina.

Se sienta en la silla, se lleva las manos a la cara e intenta detener los pensamientos atemorizantes que la asaltan. Sin embargo, se imagina que Benjamín ha tenido una embolia a causa de la medicación, que Erik grita pidiendo ayuda, que en ese momento corre escaleras abajo con el chico en brazos.

Simone no puede evitar preocuparse. En su mente ve a menudo cómo Benjamín recibe un pelotazo en la cara durante el recreo, o cómo padece repentinamente una hemorragia interna en la cabeza: una perla negra en el cerebro que aumenta de tamaño y acaba por encharcarlo todo.

De pronto la embarga una sensación de vergüenza casi insoportable cuando piensa en cómo perdió la paciencia cuando Benjamin era pequeño porque el niño no quería caminar. Tenía dos años y aún gateaba. Por aquel entonces aún no sabían que era hemofílico y que las venas de las articulaciones se le rompían cuando se ponía de pie. Ella lo regañaba cuando lloraba. Le decía que parecía un bebé cuando gateaba. Benjamin intentaba caminar, incluso daba algunos pasos, pero el terrible dolor lo obligaba a agacharse de nuevo.

Después de que al chico le diagnosticaron la enfermedad de Von Willebrand, fue Erik quien se encargó de los cuidados de Benjamín, no ella. Era él quien, con cuidado, flexionaba repetidamente las articulaciones de su hijo tras la inmovilidad de la noche para reducir el riesgo de sufrir hemorragias internas. Era él quien le administraba complicadas inyecciones en las que la aguja no podía penetrar en el músculo bajo ningún concepto, sino que debían vaciarse cuidadosa y lentamente debajo de la piel. Era una técnica mucho más dolorosa que una inyección normal. Los primeros años, Benjamin se sentaba con la cara apretada contra el estómago de su padre y lloraba en silencio mientras la aguja le atravesaba la piel. En la actualidad seguía con lo que estuviera haciendo, sin mirar, sólo alargaba el brazo hacia Erik, que limpiaba, inyectaba y vendaba.

El preparado que ayudaba a que la sangre de Benjamin coagulara llevaba por nombre Haemate, y en opinión de Simone parecía el apelativo de la diosa griega de la venganza. Era una medicina desagradable e insatisfactoria que venía en formato de granulado liofilizado de color amarillo, un polvo que había que disolver, mezclar, atemperar y dosificar antes de poder administrarlo. El Haemate aumentaba poderosamente las probabilidades de embolia, y constantemente esperaban que apareciera algo mejor. Pero con el Haemate, una dosis alta de desmopresina y Cyklokapron en forma de nebulizador nasal que protegía de las hemorragias de las mucosas, Benjamin estaba relativamente a salvo.

Simone aún recuerda el día en que recibieron su tarjetita plastificada del servicio de urgencia de coagulación de Malmö, con la foto del cumpleaños de Benjamín. Su cara risueña de niño de cuatro años bajo el texto: «Tengo la enfermedad de Von Willebrand. Si me sucede algo, llama inmediatamente al servicio de urgencia de coagulación: 040 331 010.»

Simone mira alrededor en la habitación de Benjamín, piensa que fue un poco triste cuando quitó el póster de Harry Potter de la pared y metió casi todos sus juguetes en una caja del trastero. Cuando conoció a Aida le entró prisa por hacerse mayor.

Simone entonces se detiene y piensa que Benjamín quizá esté ahora con ella.

Su hijo tiene sólo catorce años; Aida, diecisiete. Él dice que son amigos pero está claro que es su novia. Simone se pregunta si se habrá atrevido a contarle siquiera que es hemofílico. ¿Sabe ella que el más mínimo golpe puede costarle la vida si no ha tomado debidamente su medicina?

Desde que Benjamín la conoció, lleva siempre el móvil colgado del cuello con una cinta negra de calaveras. Se mandan mensajes hasta muy tarde por las noches, y él lleva aún el teléfono colgado del cuello cuando lo despiertan por las mañanas.

Simone busca con cuidado entre los papeles y las revistas que hay sobre el escritorio de su hijo, abre un cajón, hace a un lado un libro sobre la segunda guerra mundial y encuentra una nota con un beso estampado con pintalabios negro y un número de teléfono. Se apresura hacia la cocina, marca el número, espera mientras suena la señal de llamada y tira a la basura una bayeta que huele mal cuando, de repente, alguien contesta al teléfono.

Una voz débil, ronca, y una respiración pesada.

– Hola -dice Simone-. Perdona si llamo en mal momento. Soy Simone Bark, la madre de Benjamín. Quería saber si…

Una voz de mujer murmura que no conoce a ningún Benjamín, que debe de haberse equivocado de número.

– Espere, por favor -dice entonces Simone, e intenta parecer tranquila-. Aida y mi hijo suelen ir juntos y me preguntaba si usted sabría dónde pueden estar porque necesito localizar a Benjamín.

– Ten… ten…

– No la oigo. Perdone, pero no entiendo lo que dice.

– Ten… sta.

– ¿Tensta? ¿Aida está en Tensta?

– Sí, el maldito… tatuaje.

A Simone le parece oír de fondo el ruido de una máquina de oxígeno funcionando lentamente, un sonido sibilante, regular.

– ¿Qué intenta decir? -pregunta, suplicante.

La mujer añade algo desdeñosamente y luego corta la comunicación. Simone se queda sentada mirando el teléfono, piensa en llamar de nuevo a la mujer cuando de repente se da cuenta de lo que ha dicho: algo sobre un tatuaje en Tensta. Llama inmediatamente al servicio de información y allí le dan la dirección de un estudio de tatuajes en Tensta Centrum. Un escalofrío recorre la espalda de Simone cuando piensa que a Benjamín lo han convencido para que se tatúe e imagina cómo la sangre empieza a manar sin poder coagular.

Capítulo 8

Martes 8 de diciembre, por la mañana

De camino por los pasillos del hospital, después de haber dejado a Benjamin en el colegio, Erik piensa en lo estúpido que ha sido su comentario sobre el tatuaje en el cuello de Aida. A ojos de los chicos, debe de haber parecido autosuficiente y aleccionador.

Dos policías uniformados le franquean el paso. Joona Linna lo está esperando ya frente a la habitación en la que se encuentra Josef Ek. Cuando ve a Erik sonríe y lo saluda como suelen hacer los niños pequeños, abriendo y cerrando la mano.

Erik se detiene a su lado y mira al chico a través de la ventana de la puerta. Una bolsa con sangre casi negra cuelga encima de él. Se encuentra más estable, pero en cualquier momento podrían producirse nuevas hemorragias en el hígado.

Está tumbado boca arriba en la cama, la boca fuertemente cerrada, el abdomen se mueve arriba y abajo rápidamente y los dedos a veces se sacuden espasmódicamente.

Tiene una nueva vía en el otro brazo. La enfermera prepara una dosis de morfina. El ritmo del gota a gota se ha reducido ligeramente.

– Estaba en lo cierto al pensar que el asesino había empezado el trabajo en el polideportivo -dice Joona-. Primero mató al padre, Anders Ek, luego fue a la casa y se ensañó con Lisa, la hija pequeña, creyó que había matado también al chico y a continuación acabó con la madre, Katja.

– ¿El patólogo lo ha confirmado?

– Sí -asiente Joona.

– Comprendo.

– Así que, si la intención del asesino era eliminar a toda la familia-continúa Joona-, sólo queda la hija mayor, Evelyn.

– Si no se ha enterado de que el chico aún vive… -dice Erik.

– Sí, pero le daremos protección.

– Ya.

– Tenemos que encontrar al agresor antes de que sea demasiado tarde -dice Joona-. Necesito conocer lo que sabe el chico.

– Mi obligación es velar por el bienestar del paciente.

– Quizá ahora lo mejor para él sea no perder a su hermana.

– Soy consciente de ello. Veré al chico una vez más -dice Erik-, aunque en realidad estoy seguro de que aún es demasiado pronto.

– Vale -contesta Joona.

Daniella se acerca entonces con un abrigo fino de color rojo. Camina a paso rápido, dice que tiene prisa y le entrega un historial a Erik.

– Creo que el paciente se despertará pronto -dice él dirigiéndose a Joona-. Puede ser cuestión de unas horas, lo suficiente como para que se pueda hablar con él. Pero después de eso…, debe comprender que tenemos ante nosotros un proceso terapéutico largo. Un interrogatorio podría empeorar el estado del chico, de manera que…

– Erik, nuestra opinión no cuenta para nada -lo interrumpe Daniella-. El fiscal ya ha dictaminado que hay motivos suficientes para ello.

Erik se vuelve y mira inquisitivo a Joona.

– ¿Así que no necesita nuestra aprobación? -pregunta.

– No -contesta Joona.

– Entonces, ¿a qué espera?

– Creo que Josef ya ha sufrido más de lo que nadie debería sufrir -contesta Joona-. No quiero exponerlo a algo que pueda perjudicarlo, pero al mismo tiempo tengo que encontrar a su hermana antes de que lo haga el asesino. Probablemente el chico vio al agresor. Si no me ayuda a hablar con él, lo haré como suele hacerse, pero es obvio que prefiero hacerlo de la mejor manera.

– ¿Qué manera es ésa? -pregunta Erik.

– Hipnotismo -contesta Joona.

Erik lo mira y luego dice lentamente:

– Ni siquiera tengo autorización para hipnotizar…

– He hablado con Annika -dice Daniella.

– ¿Qué ha dicho? -pregunta Erik, y no puede evitar sonreír.

– Difícilmente puede ser una decisión popular permitir que se hipnotice a un paciente inestable que además es menor de edad, pero como yo respondo por el chico, ella me ha permitido realizar la evaluación.

– De verdad que quiero evitar todo esto -dice Erik.

– ¿Por qué? -inquiere Joona.

– No pienso hablar de ello, pero me prometí a mí mismo que no volvería a hipnotizar; es una decisión que tomé, y aún hoy creo que fue la correcta.

– ¿Es lo correcto en este caso? -pregunta Joona.

– La verdad es que no lo sé.

– Haz una excepción -dice Daniella.

– Así que hipnotismo… -suspira Erik.

– Quiero que hagas un intento tan pronto como evalúes que el paciente está mínimamente receptivo para ello -dice Daniella.

– Sería bueno que tú estuvieras presente -repone él.

– He tomado la decisión de emplear el hipnotismo con la condición de que tú asumas la responsabilidad del paciente -explica ella.

– ¿Así que estoy solo?

Daniella lo mira con rostro cansado.

– He trabajado toda la noche -dice-, había prometido llevar a Tindra al colegio, me enfrentaré a ese conflicto esta noche, pero ahora la verdad es que tengo que irme a casa a dormir.

Erik la ve alejarse por el pasillo. El abrigo rojo ondea tras ella. Joona mira al paciente. Erik va al baño, echa el cerrojo, se lava la cara, coge unas cuantas toallas de papel sin doblar y se seca la frente y las mejillas. Saca su teléfono y llama a Simone, pero ella no contesta. Prueba con el número de casa, escucha los tonos y el mensaje de saludo del contestador. Cuando suena el pitido porque ha empezado la grabación, no sabe qué decir:

– Sixan, yo…, tienes que escucharme. No sé qué es lo que crees pero no ha pasado nada. Quizá no te importe, pero te prometo que encontraré la forma de demostrarte que yo…

Erik se interrumpe, sabe que sus palabras ya no tienen ningún significado. Hace diez años le mintió y aún no ha conseguido demostrar su amor, de ninguna manera, no lo suficiente como para que ella haya empezado a confiar de nuevo en él. Corta la llamada y sale del baño. Luego se dirige hasta la puerta con la ventana de cristal, donde el comisario de la judicial está mirando hacia el interior.

– Realmente ¿qué es la hipnosis? -pregunta Joona después de un rato.

– Se trata sólo de un estado de conciencia alterado, relacionado con la sugestión y la meditación -contesta Erik.

– Vale -dice Joona, dubitativo.

– Cuando hablamos de hipnotismo, en realidad nos estamos refiriendo al heterohipnotismo, en el que una persona hipnotiza a otra con un fin.

– ¿Como…?

– Como evocar alucinaciones negativas.

– ¿Qué es eso?

– Lo más habitual es reprimir aspectos conscientes del dolor.

– Pero el dolor permanece.

– Depende de lo que se entienda por dolor -contesta Erik-. El paciente por supuesto responde con reacciones fisiológicas al estimular el dolor, pero no lo sufre; incluso se pueden realizar operaciones quirúrgicas bajo hipnosis clínica. -Joona escribe algo en su bloc de notas-. Desde un punto de vista puramente neurofisiológico -continúa Erik-, el cerebro funciona de una forma especial durante la hipnosis. Partes del cerebro que apenas usamos se activan de repente. Una persona hipnotizada está profundamente relajada, parece casi dormida, pero si se le hace un encefalograma, la actividad cerebral muestra a una persona despierta y atenta.

– El chico abre los ojos de vez en cuando -dice Joona, y mira por la ventana de la puerta.

– Lo he visto, sí.

– ¿Qué pasará? -pregunta el comisario.

– ¿Con el paciente?

– Sí, cuando usted lo hipnotice.

– En el caso de la hipnosis dinámica, es decir, en un entorno terapéutico, el paciente casi siempre se coloca a sí mismo en una posición de yo observante y uno o varios yoes que experimentan y actúan.

– ¿Se ve a sí mismo como en un teatro?

– Si.

– ¿Qué le dirá?

– Lo primero y principal que tengo que hacer es que se sienta seguro; le han pasado cosas terribles, así que empezaré explicándole mi objetivo y luego pasaré a la relajación. Normalmente le digo al paciente de forma relajante que los párpados se le vuelven más pesados, que quiere cerrar los ojos, que respire profundamente por la nariz, repaso todo el cuerpo de arriba abajo y vuelta arriba. -Erik aguarda mientras Joona escribe-. Después viene lo que se llama inducción -continúa-. Incluyo una serie de instrucciones ocultas en mis palabras y hago que el paciente se imagine lugares y sucesos sencillos, realizo una sugestión acerca de un paseo imaginario más y más lejos, hasta que casi desaparezca la necesidad de controlar la situación. Es un poco como cuando uno lee un libro que resulta tan emocionante que finalmente ya no es consciente de que está sentado leyendo.

– Comprendo.

– Si se levanta la mano del paciente en el aire y luego se suelta, la mano se queda levantada, cataléptica, una vez la inducción ha finalizado -explica Erik-. Después cuento hacia atrás y profundizo aún más en la hipnosis. Yo suelo contar, otros hacen que el paciente vea una escala de grises para disolver los límites de los pensamientos. Lo que sucede en la práctica es que en realidad se dejan fuera de juego el miedo o el pensamiento crítico que bloquea ciertos recuerdos.

– ¿Conseguirá hipnotizarlo?

– Si no se resiste, sí.

– ¿Qué sucede en ese caso? -pregunta Joona-. ¿Qué pasa si se resiste?

Erik no contesta. Observa al chico a través del cristal, intenta descifrar su rostro, su receptividad.

– Es difícil adivinar qué voy a conseguir, varía mucho según las personas y las circunstancias -explica.

– No estoy buscando que testifique, sólo necesito una pista, una señal, algo que usar.

– ¿Así que todo cuanto tengo que averiguar es quién les ha hecho esto?

– Si puede ser, un nombre, un sitio o una conexión.

– No tengo ni idea de cómo irá… -dice Erik, e inspira.

Joona entra con él, se sienta en una silla en el rincón, se quita los zapatos y se reclina hacia atrás. Erik baja la luz, acerca un taburete de acero a la cama y se sienta junto a ella. Lentamente empieza a explicarle al chico que quiere hipnotizarlo para ayudarlo a entender lo que pasó ayer.

– Josef, voy a estar aquí sentado todo el tiempo -dice con tranquilidad-. No tienes absolutamente nada que temer. Puedes sentirte completamente seguro. Estoy aquí por ti, no digas nada que no quieras decir, y tú mismo puedes dar por terminada la sesión de hipnotismo cuando quieras.

Ahora Erik comienza a percibir cuánto añoraba el proceso. El corazón le late con fuerza, pesadamente. Tiene que intentar aplacar su ansia. El procedimiento no puede forzarse, no puede acelerarse. Debe hacerlo con calma, sólo así podrá profundizar, a su propio y delicado ritmo.

Es fácil lograr que el chico esté muy relajado, el cuerpo se encuentra ya en estado de reposo y parece desear más.

Cuando Erik abre la boca y empieza la inducción es como si nunca hubiera abandonado la hipnosis: su voz es densa, neutra y calmada, las palabras le vienen con facilidad a la mente y, por supuesto, manan llenas de una calidez monótona y un tono adormecedor, descendente.

Inmediatamente percibe la gran receptividad de Josef. Es como si el chico intuitivamente se aferrase a la seguridad que le proporciona Erik. Su rostro herido se hace más pesado, los rasgos se llenan y la boca adquiere un aspecto más flácido.

– Josef…, piensa en un día de verano -dice Erik-. Todo está tranquilo, silencioso y relajado. Estás tumbado en la cubierta de un pequeño barco de madera que se balancea lentamente. El agua chapotea a tu alrededor mientras tú contemplas las pequeñas nubes que se mueven en el cielo azul.

El chico responde tan bien a la inducción que Erik se pregunta si debería frenar un poco el proceso. Sabe que los sucesos graves con frecuencia pueden aumentar la sensibilidad ante la hipnosis, que el estrés puede funcionar como un motor invertido, la frenada sucede de manera inesperadamente rápida y las revoluciones caen velozmente a cero.

– Ahora voy a contar hacia atrás, y con cada cifra que oigas te relajarás un poco más. Sentirás cómo te inunda una gran paz interior y lo agradable que resulta todo a tu alrededor. Relaja los dedos de los pies, los tobillos, las pantorrillas. Nada te molesta, todo está en calma. Lo único que necesitas oír es mi voz, las cifras que van descendiendo. Ahora te relajas aún más, tu cuerpo se vuelve aún más pesado y relajas también las rodillas, los muslos, las ingles. Siente al mismo tiempo cómo te vas hundiendo en el agua, de forma suave y agradable. Todo está tranquilo, en paz…

Erik pone la mano en el hombro del chico. Tiene la mirada fija en el abdomen y, a cada espiración suya, va contando hacia atrás.

A veces cambia el patrón lógico, pero continúa con la cuenta atrás todo el tiempo. Como en un sueño, una sensación de ligereza y de fortaleza física se apodera de Erik mientras continúa con el proceso. Cuenta y al mismo tiempo se ve a sí mismo hundiéndose en una agua totalmente transparente, rica en oxígeno. Casi se había olvidado de la sensación de mar azul, de océano. Sonriente, se sumerge junto a una enorme formación rocosa. Una falla continental que desciende a una gran profundidad. El agua centellea con pequeñas burbujas. Con una increíble sensación de placidez se desplaza ingrávido hacia abajo, a lo largo de la pared rugosa.

El chico muestra claras señales de descanso hipnótico. Una gran relajación se ha extendido por sus mejillas y su boca. Erik siempre ha pensado que las caras de los pacientes se vuelven más anchas, como más planas; menos hermosas pero frágiles, sin ninguna afectación.

Erik se hunde más aún, estira un brazo y toca la pared de la roca al pasar. El agua clara cambia lentamente de color y se vuelve rosa.

– Ahora estás completamente relajado -dice, tranquilo-. Todo está bien, muy bien.

Los ojos del chico brillan bajo los párpados entreabiertos.

– Josef…, quiero que intentes recordar lo que pasó ayer. Empezó como un lunes normal, pero por la noche alguien fue de visita a tu casa.

El chico está en silencio.

– Ahora vas a decirme qué está pasando -dice Erik.

Josef asiente mínimamente con la cabeza.

– ¿Estás en tu habitación? ¿Es eso lo que haces? ¿Estás escuchando música?

No contesta. La boca se mueve inquisitiva, buscando.

– Tu madre estaba en casa cuando llegaste del colegio -dice Erik.

Él asiente.

– ¿Por qué? ¿Lo sabes? ¿Es porque Lisa tiene fiebre?

El chico asiente y se humedece los labios.

– ¿Qué haces cuando llegas a casa del colegio, Josef?

Él susurra algo.

– No te oigo -dice Erik-. Quiero que me hables de manera que pueda oírte.

Los labios del chico se mueven y Erik se inclina hacia adelante.

– Como el fuego, igual que el fuego -susurra-. Intento parpadear. Entro en la cocina pero noto algo raro, suena un crujido entre las sillas y un fuego muy rojo se extiende por el suelo.

– ¿De dónde viene el fuego? -pregunta Erik.

– No me acuerdo, había ocurrido algo antes…

Vuelve a guardar silencio.

– Ve un poco más atrás, antes de que ese fuego estuviera en la cocina -le pide Erik.

– Hay alguien ahí -dice el chico-. Oigo que golpean la puerta.

– ¿La puerta de entrada?

– No lo sé.

El rostro de Josef se tensa de repente, gime inquieto y los dientes inferiores quedan a la vista con una mueca extraña.

– No pasa nada -dice Erik-. No pasa nada, Josef, aquí estás seguro, estás tranquilo y no sientes ninguna preocupación. Sólo estás mirando lo que pasa, no participas de ello; sólo ves cómo se desarrolla a una distancia adecuada y no es nada peligroso.

– Los pies son azul claro -susurra.

– ¿Qué dices?

– Llaman a la puerta -continúa el chico, balbuceante-. Abro pero no hay nadie, no veo a nadie. Siguen llamando. Me doy cuenta de que alguien quiere hacerme rabiar.

Respira más rápidamente, el abdomen se mueve espasmódicamente.

– ¿Qué pasa ahora? -pregunta Erik.

– Voy a la cocina y cojo pan para hacerme un bocadillo.

– ¿Comes un bocadillo?

– Pero vuelven a llamar otra vez. El ruido viene de la habitación de Lisa. La puerta está entornada y veo que su lámpara de princesa está encendida. Empujo la puerta con cuidado con el cuchillo y miro en el interior. Lisa está en su cama. Lleva las gafas puestas pero tiene los ojos cerrados y respira jadeando. Está pálida. Los brazos y las piernas están totalmente quietos. Entonces echa la cabeza hacia atrás, su cuello se tensa y empieza a patalear, cada vez más de prisa. Le digo que pare pero ella sigue, más fuerte. Le grito, pero el cuchillo ya ha empezado a clavarse. Mamá entra corriendo y tira de mí, yo me vuelvo y el cuchillo avanza, me sale solo. Cojo más cuchillos, tengo miedo de acabar, debo seguir, no es posible parar… Mamá se arrastra por la cocina, el suelo está totalmente rojo… Tengo que probar los cuchillos en todo: en mí mismo, en los muebles, en las paredes, golpeo y acuchillo, y de repente estoy cansado y me tumbo. No sé qué pasa, me duele el cuerpo por dentro y tengo sed, pero no tengo fuerzas para moverme.

Erik siente cómo se mantiene junto al chico en la profundidad del agua clara, sus piernas se agitan suavemente y sigue la pared del acantilado con la mirada, más y más hacia abajo, no acaba nunca, el agua se oscurece, se vuelve de un color azul grisáceo, y luego pasa a ser atrayentemente negra.

– ¿Habías visto…? -pregunta Erik, y oye su voz temblar-. ¿Habías visto antes a tu padre?

– Sí, en el campo de fútbol -contesta Josef.

Se calla, tiene un aspecto inquisitivo. Mira ante sí con expresión adormilada.

Erik nota que el pulso del chico se acelera y comprende que la tensión arterial está cayendo al mismo tiempo.

– Quiero que te sumerjas más aún -dice Erik en voz baja-. Te hundes, te sientes más tranquilo, más cómodo, y…

– ¿Mamá no? -pregunta el chico con voz lastimera.

– Cuenta, Josef… ¿Has visto también a tu hermana mayor, Evelyn?

Erik observa el semblante de Josef, consciente de que aventurar eso puede crear problemas, una grieta en la hipnosis si resulta que está equivocado. Sin embargo, está obligado a dar un paso arriesgado porque el tiempo se le acaba. Tendrá que interrumpir la hipnosis en seguida: el estado del paciente vuelve a ser crítico.

– ¿Qué pasó cuando viste a Evelyn? -pregunta.

– Nunca debería haber ido a verla.

– ¿Fue ayer?

– Se escondía en la cabaña -susurra el chico, sonriente.

– ¿Qué cabaña?

– La de Sonja, mi tía materna -dice él, cansado.

– Describe lo que pasa en la cabaña.

– Estoy ahí sin más. Evelyn no está contenta, sé lo que piensa -murmura él-. Sólo soy un perro para ella, no valgo nada.

Las lágrimas resbalan por las mejillas de Josef, le tiembla la boca.

– ¿Evelyn te dice eso?

– No quiero, no tengo por qué, no quiero… -se lamenta Josef.

– ¿Qué es lo que no quieres?

El párpado le empieza a temblar espasmódicamente.

– ¿Qué pasa ahora, Josef?

– Ella dice que tengo que morder y morder para conseguir mi recompensa.

– ¿A quién tienes que morder?

– Hay una foto en la cabaña…, una foto en un marco con forma de seta… En ella están papá, mamá y Knyttet, pero…

El cuerpo del chico se tensa de repente, sus piernas se mueven rápida y pesadamente, está saliendo de la hipnosis profunda. Erik lo guía con cuidado, lo tranquiliza y lo hace subir varios niveles. Con meticulosidad, cierra las puertas de todos los recuerdos del día y también de los de la hipnosis. Nada puede quedar abierto cuando empiece el delicado proceso de despertar.

Josef está tumbado en la cama, sonriendo, cuando Erik lo deja. El comisario se levanta de la silla del rincón y acompaña a Erik fuera de la habitación. Una vez en el pasillo, camina hasta la máquina de café.

– Estoy impresionado -dice Joona en voz baja, y saca su teléfono.

A Erik lo embarga un sentimiento desolador, la sensación de que algo está irrevocablemente mal.

– Antes de que llame usted a nadie quiero hacer hincapié en una cosa -dice-. El paciente siempre dice la verdad durante la hipnosis, pero por supuesto se trata sólo de su verdad; solamente habla de lo que él percibe como verdad, es decir, describe sus recuerdos subjetivos, no…

– Lo entiendo -lo interrumpe el policía.

– He hipnotizado a esquizofrénicos -continúa Erik.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Josef ha hablado de su hermana…

– Sí, ha dicho que ella le exigió que mordiera como un perro y todo lo demás -asiente Joona.

Marca un número y se lleva el teléfono a la oreja.

– No es seguro que la hermana le dijera que hiciera eso -explica Erik.

– Pero podría haberlo hecho -dice Joona, y levanta una mano para silenciar a Erik-. Anja, tesoro…

Se adivina una voz suave a través del teléfono.

– ¿Puedes comprobar una cosa? Sí, eso es. La tía materna de Josef Ek tiene una casita o una cabaña en algún sitio y… Sí, eso… Qué maja eres.

Joona levanta la mirada hacia Erik.

– Perdone, iba a decir algo más.

– Que tampoco es seguro que fuera Josef quien asesinara a su familia.

– Pero ¿es posible que se causara esas heridas a sí mismo? Según su opinión, ¿podría haberse hecho él mismo esos cortes?

– Es difícil, pero no imposible -contesta Erik.

– Entonces creo que nuestro asesino está ahí dentro -dice Joona.

– Yo también lo creo.

– ¿Está en condiciones de poder huir del hospital?

– No. -Erik sonríe, sorprendido. Joona echa a andar en dirección al pasillo. -¿Va a ir a casa de su tía? -pregunta Erik. -Sí.

– Lo acompaño -dice Erik, y echa a andar a su vez-. La hermana podría estar herida o en estado de shock.

Capítulo 9

Martes 8 de diciembre, hora del almuerzo

Simone está sentada en el vagón del metro mirando por la ventana. Aún está sudorosa por haberse marchado corriendo del piso vacío para ir a la estación.

El tren está ahora parado en Huvudsta.

Piensa que debería haber cogido un taxi, pero intenta convencerse de que no ha pasado nada, se repite que siempre se preocupa innecesariamente.

Mira su teléfono de nuevo y se pregunta si la mujer rara con la que ha hablado antes será la madre de Aida, y si habrá acertado al decir que la chica está en el estudio de tatuajes de Tensta Centrum.

Las puertas del vagón se cierran, pero vuelven a abrirse inmediatamente. Se oyen gritos más adelante, las puertas se cierran una vez más y el tren se pone por fin en movimiento.

Un hombre sacude ruidosamente un periódico enfrente de ella. Lo extiende en el asiento de al lado, parece comparar algo y vuelve a doblarlo. En el cristal de la ventana, ella ve su reflejo y comprueba que él la mira de reojo de vez en cuando. Sopesa cambiar de sitio pero desiste cuando un pitido de su móvil le comunica que ha recibido un mensaje. Es de Ylva, de la galería. Simone no tiene fuerzas para abrirlo. Esperaba que fuera de Erik. No sabe cuántos intentos ha hecho ya pero, aun así, vuelve a llamar a su móvil. Escucha los tonos sordos y el repentino desvío al buzón de voz.

– Eh, tú -le dice entonces el hombre de enfrente en un tono irritantemente exigente.

Ella intenta aparentar que no lo oye, mira por la ventana y finge escuchar por teléfono.

– ¿Hooo-la? -dice el hombre.

Ella se da cuenta de que no piensa rendirse hasta conseguir su atención. Como muchos hombres, parece no entender que las mujeres tienen vida propia, ideas propias, que no viven permanentemente dispuestas a escucharlos.

– Eh, ¿no oyes que te estoy hablando? -repite el hombre.

Simone se vuelve hacia él.

– Te oigo perfectamente -dice ella, tranquila.

– ¿Y por qué no contestas? -pregunta.

– Estoy contestando ahora.

El guiña el ojo un par de veces y luego lo suelta:

– Eres una mujer, ¿verdad?

Simone traga y piensa que es el tipo de hombre que piensa obligarla a decirle su nombre, revelarle su estado civil y al final provocarla para que se comporte de un modo desagradable.

– ¿Eres una mujer?

– ¿Eso es todo cuanto quieres saber? -pregunta ella con brevedad y luego se vuelve nuevamente hacia la ventana.

Él se levanta y se sienta a su lado.

– Verás… -dice-. Yo estaba con una mujer, y mi mujer, mi mujer… -Simone nota que le caen unas gotas de saliva en la mejilla-. Era como Elizabeth Taylor -continúa él-. ¿Sabes quién es?

La sacude por el brazo.

– ¿Sabes quién es Elizabeth Taylor?

– Sí -dice Simone, impaciente-. Claro que lo sé.

Él se reclina complacido hacia atrás.

– Cambiaba de amante constantemente -se queja-. Siempre tenía que ser todo cada vez mejor: anillos de diamantes, regalos, collares…

El tren aminora la marcha y Simone se da cuenta de que tiene que bajarse, ya están en Tensta. Se levanta pero él le corta el paso.

– Dame un abrazo pequeño, sólo quiero un abrazo.

Ella se excusa con serenidad, le aparta el brazo y nota una mano en el trasero. En ese mismo momento el tren se detiene, el hombre pierde el equilibrio y vuelve a sentarse pesadamente en el asiento.

– Puta -dice con toda tranquilidad tras ella.

Simone baja del tren, sale a la carrera de la estación de metro, cruza la pasarela con cubierta de plexiglás y baja la escalera. Sentados en un banco en el exterior del centro comercial hay tres hombres ebrios que hablan con voces ásperas. Simone cruza a toda prisa la entrada principal e intenta localizar de nuevo a Erik en el móvil. De la tienda de Systembolaget [4] sale un fuerte olor a vino rancio por una botella rota. Con la respiración acelerada, pasa apresuradamente por delante de los ventanales de un restaurante. Ve un bufet con maíz de lata, trozos de pepino y hojas de lechuga resecas. En medio de la plaza techada hay un gran panel que informa de los establecimientos que alberga el centro comercial. Lee hasta que encuentra lo que busca: Tensta Tatoo. Según el dibujo del plano, la tienda debe de estar en lo alto del todo. Corre en dirección a la escalera mecánica, entre madres que están de baja por maternidad, jubilados cogidos del brazo y adolescentes que hacen pellas.

En su cabeza visualiza cómo los jóvenes se agrupan alrededor de un chico que está tumbado en el suelo, cómo ella se abre paso hasta llegar allí y se da cuenta de que es Benjamín, de que la sangre no deja de manar del tatuaje ya iniciado.

Sube a grandes zancadas por la escalera mecánica. En el mismo momento en que alcanza el último piso, su mirada detecta un movimiento extraño al fondo del todo, en una zona desierta de la planta. Parece que haya alguien colgando por encima de la barandilla. Echa a andar hacia allí y, según se acerca, ve con más claridad lo que sucede: dos chicos sujetan a un tercero por encima de la barandilla. Una figura grande camina tras ellos de acá para allá mientras abre y cierra los brazos como si intentara entrar en calor.

Los rostros de los chicos están totalmente serenos mientras sujetan a una chica aterrorizada por encima del borde.

– ¿Qué hacéis? -grita Simone mientras camina hacia ellos.

No se atreve a correr, tiene miedo de que se asusten y la suelten. Es una caída de al menos diez metros hasta la plaza de la planta baja.

Ellos la han visto y fingen soltar a la chica. Simone grita, pero ellos tienen a la muchacha sujeta y luego tiran lentamente de ella hacia arriba. Uno de ellos le dirige a Simone una sonrisa extraña antes de salir corriendo. El único que se queda es el chico grandullón. La chica se sienta en cuclillas, agazapada tras la barandilla. Simone se detiene con el corazón desbocado y se inclina junto a ella.

– ¿Estás bien?

Ella niega en silencio con la cabeza.

– Tenemos que hablar con los guardias de seguridad -dice Simone.

La chica niega de nuevo con la cabeza. Le tiembla todo el cuerpo y se hace un ovillo junto a la barandilla. Simone mira al chico grandullón, rollizo, que está de pie totalmente inmóvil, observándolas. Lleva un anorak de plumas oscuro y unas gafas de sol negras.

– ¿Quién eres? -le pregunta Simone.

En lugar de contestar, él saca un mazo de cartas del bolsillo de su chaqueta y empieza a barajar, cortar y mezclar.

– ¿Quién eres? -repite Simone con voz más fuerte-. ¿Eres amigo de esos chicos?

Él ni siquiera hace un gesto.

– ¿Por qué no has hecho nada? ¡Podrían haberla matado! -Simone nota la adrenalina en el cuerpo, el pulso acelerado en las sienes-. Te he preguntado una cosa: ¿por qué no has hecho nada?

Ella lo mira fijamente. Él sigue sin contestar.

– ¡Idiota! -grita ella.

El chico empieza a alejarse lentamente. Cuando sale tras él para que no se escabulla, él tropieza y se le cae la baraja al suelo. Murmura algo para sí y huye escaleras abajo.

Simone se vuelve entonces para ocuparse de la niña, pero ve que ha desaparecido. Echa de nuevo a correr por el pasillo flanqueado de locales vacíos, con las luces apagadas, pero no ve ni a la pequeña ni a ninguno de los chicos. Continúa un poco más y, de repente, se da cuenta de que está delante del estudio de tatuajes. El escaparate está cubierto de un revestimiento negro, abollado, y hay una imagen grande del lobo Fenris. Abre la puerta y entra. La tienda parece vacía. Las paredes están cubiertas con fotografías de tatuajes. Mira a su alrededor y está a punto de volver a salir cuando oye una voz clara, sobresaltada.

– ¿Nicke? ¿Dónde estás?… Di algo.

Se abre una cortina negra y sale una chica con un teléfono móvil a la oreja. Lleva el torso desnudo. Por su cuello resbalan unas pequeñas gotas de sangre. Su rostro muestra concentración y preocupación.

– Nicke -dice la chica, serena, al teléfono-. ¿Qué ha pasado?

Tiene los pezones erectos pero no parece pensar en que está medio desnuda.

– ¿Puedo preguntarte algo? -dice Simone.

La chica sale entonces de la tienda y echa a correr. Simone la sigue hacia la puerta cuando oye a alguien tras ella.

– ¿Aida? -grita un chico con voz ansiosa.

Ella se vuelve y ve que es Benjamín.

– ¿Dónde está Nicke? -pregunta él.

– ¿Quién?

– El hermano pequeño de Aida, es retrasado mental. ¿No lo has visto ahí fuera?

– No, yo…

– Es muy grande y lleva unas gafas de sol negras.

Simone vuelve a entrar lentamente en la tienda y se sienta en una silla.

Aida regresa con su hermano. Él se queda frente a la puerta, asiente con ojos ansiosos a todo lo que ella dice y luego se limpia la nariz. La chica entra, se cubre los senos con una mano, pasa por delante de Simone y Benjamin sin mirarlos y luego desaparece tras la cortina. Simone alcanza a ver que tiene el cuello enrojecido porque se ha tatuado una rosa de color oscuro junto a una pequeña estrella de David.

– ¿Qué ocurre? -pregunta Benjamin.

– He visto a unos chicos…, estaban locos, tenían a una chica agarrada por encima de la barandilla. El hermano de Aida estaba ahí mirando sin más y…

– ¿Les has dicho algo?

– Pararon cuando me acerqué, pero era como si tan sólo pensaran que era divertido.

Benjamin parece molesto, se ruboriza, aparta la mirada y busca a su alrededor como si quisiera salir corriendo.

– No me gusta que andes por aquí -dice Simone.

– Puedo hacer lo que quiera -replica él.

– Eres demasiado joven para…

– Para ya -la interrumpe él en voz baja.

– ¿Qué? ¿También piensas hacerte un tatuaje?

– No, no pienso hacérmelo.

– Me parece espantoso llevar tatuajes en el cuello y en la cara…

– Mamá -la interrumpe él.

– Es feo.

– Aida está oyendo lo que dices.

– Pero opino…

– ¿Por qué no te marchas? -la interrumpe bruscamente.

Ella lo mira, piensa que no reconoce ese tono de voz, pero en el fondo sabe que Benjamin habla cada vez más como su padre.

– Ven a casa conmigo -dice ella con tranquilidad.

– Iré si tú te vas primero -replica él.

Simone sale de la tienda y ve que Nicke está junto al escaparate oscuro con los brazos cruzados sobre el pecho. Se aproxima a él, intenta parecer amable y señala sus cartas de Pokémon.

– A todo el mundo le gusta Pikachu -dice ella.

Él asiente.

– Pero yo prefiero a Mew -continúa ella.

– Mew aprende cosas -dice él cautelosamente.

– Perdona que te haya gritado antes.

– No se puede hacer nada contra Wailord, nadie puede con él, es el más grande -continúa él.

– ¿Es el más grande de todos?

– Sí -contesta el chico con seriedad.

Ella coge una carta que se le ha caído.

– ¿Quién es éste?

Benjamín sale entonces de la tienda con los ojos brillantes.

– Arceus -contesta Nicke, y pone la carta encima de las demás.

– Parece bueno -dice Simone.

Nicke sonríe ampliamente.

– Nos vamos -dice Benjamín en voz baja.

– Adiós -sonríe Simone.

– Adiós-que-vaya-bien -contesta Nicke mecánicamente.

Benjamín camina en silencio junto a su madre.

– Mejor vamos a coger un taxi -decide ella cuando se acercan a la entrada del metro-. Estoy harta de metros.

– Vale -dice Benjamín, y da media vuelta.

– Espera un momento -dice entonces Simone.

Acaba de ver a uno de los muchachos que amenazaban a la chica. Está junto a los torniquetes del metro y parece esperar algo. Ella nota que Benjamín intenta alejarla.

– ¿Qué pasa? -pregunta.

– Venga, vamos, íbamos a coger un taxi.

– Tengo que hablar con él un momento -dice ella.

– Mamá, pasa de ellos -ruega Benjamín.

Está pálido e inquieto, y se queda inmóvil sin más mientras ella se aproxima al chico con resolución.

Simone pone la mano sobre el hombro del chaval. Quizá tenga sólo trece años, pero en lugar de asustarse o sorprenderse, le sonríe burlonamente como si él le hubiera tendido una trampa a ella.

– Me vas a acompañar a ver al guardia de seguridad -dice ella con decisión.

– ¿Qué has dicho, vejestorio?

– Te he visto cuando has…

– ¡Cierra el pico! -la interrumpe el chico-. Cierra el pico si no quieres que te folie para castigarte.

Simone se queda tan estupefacta que no sabe qué contestar. El chico escupe al suelo ante ella, salta luego por encima de los torniquetes y desaparece lentamente por el pasillo del metro.

Abatida, Simone se encamina hacia el lugar donde la espera Benjamin.

– ¿Qué ha dicho? -pregunta él.

– Nada -contesta ella cansada.

Caminan hasta la parada de taxis y suben al asiento trasero del primer coche. Cuando se alejan de Tensta Centrum, Simone le explica a su hijo que hoy la han llamado del colegio.

– Aida quería que la acompañara para modificarse un tatuaje -dice Benjamin en voz baja.

– Es muy amable por tu parte.

Viajan en silencio por la carretera de Hjulsta en paralelo a una vía muerta oxidada en un terraplén de gravilla marrón.

– ¿Le has dicho a Nicke que era idiota? -pregunta Benjamin.

– Me he equivocado, la idiota soy yo.

– Pero ¿cómo has podido?

– A veces me equivoco, Benjamin -dice ella en voz baja.

Desde el puente de Traneberg, Simone mira hacia Stora Essingen. El agua aún no se ha congelado, pero tiene un aspecto denso y pálido.

– Creo que papá y yo nos vamos a separar -dice ella entonces.

– Ah… ¿Porqué?

– No tiene absolutamente nada que ver contigo.

– Te he preguntado por qué.

– No hay ninguna respuesta correcta -empieza ella-. Tu padre… ¿Cómo te lo explico? Es el amor de mi vida, pero eso…, eso puede acabarse de todas formas. No lo piensas cuando te conoces, cuando tienes hijos, y… Perdona, no debería hablar de esto contigo. Sólo quería que entendieras por qué estoy tan descentrada. Quiero decir que aún no es seguro que nos separemos…

– No quiero que me mezcléis en esto.

– Perdona, yo…

– Que lo dejes ya -la reprende él.

Capítulo 10

Martes 8 de diciembre, por la tarde

Erik sabía que no iba a poder dormir, pero aun así ha hecho un intento. Lleva todo el tiempo despierto, pese a que el comisario Joona Linna ha conducido con mucha suavidad por la carretera 274 de Värmdö, en dirección a la cabaña donde se supone que se encuentra Evelyn Ek.

Cuando pasan frente a la vieja serrería, la gravilla rechina bajo los neumáticos del coche. Los efectos secundarios de las pastillas de codeína hacen que los ojos de Erik se vuelvan sensibles y se sequen. Mira con los párpados entornados una zona con casas de fin de semana construidas con troncos sobre unos estrechos parterres de césped. Los árboles están desnudos en el estéril frío de diciembre. La luz y los colores hacen que Erik empiece a pensar en las excursiones con el colegio, cuando era niño. El olor de los troncos en descomposición, los aromas de los hongos que brotan del humus. Su madre trabajaba media jornada como enfermera escolar en el instituto de bachillerato de Sollentuna, y estaba convencida de lo saludable del aire puro. Fue ella quien quiso que se llamara Erik Maria. Al parecer, cuando era joven fue en viaje de estudios a Viena y asistió en el teatro Burgh a la representación de El padre de Strindberg, con Klaus Maria Brandauer como protagonista. Le gustó tanto que retuvo el nombre del actor durante años. De niño, Erik siempre intentó ocultar su segundo nombre, y durante la adolescencia se identificaba con el personaje de la canción A boy named Sue, recogida en un disco de Johnny Cash que fue grabado en la prisión de San Quintín: «Some gal would giggle and I'd get red, and some guy'd laugh and I'd bust his head, I tell ya, Ufe ain't easy for a boy named Sue.» [5]

El padre de Erik, que trabajaba en la Seguridad Social, únicamente había tenido un interés genuino en toda su vida. Era mago aficionado y solía disfrazarse con una capa de confección casera, un frac usado y, en la cabeza, una especie de sombrero cilíndrico plegable que él llamaba su chapeau claque. Erik y sus amigos se sentaban en unas sillas de madera con el respaldo de barras en el garaje, donde había construido un pequeño escenario con trampillas ocultas. La mayoría de sus trucos los había sacado del catálogo de Bernandos Magic, en Bromölla: varitas mágicas que crujían y se abrían, bolas de billar que se multiplicaban con ayuda de una cubierta, una funda de terciopelo con compartimentos ocultos y la reluciente guillotina de mano. En la actualidad, Erik recuerda a su padre con ternura, recuerda cómo ponía en marcha el radiocasete y sonaba la música de Jean Michel Jarre mientras él hacía pases mágicos sobre un cráneo que flotaba en el aire. Erik espera sinceramente que su padre nunca se diera cuenta de que al ir haciéndose mayor se avergonzaba de él y, ante sus compañeros, levantaba la vista al cielo a sus espaldas.

Quizá no había ninguna explicación profunda para que Erik se hubiera hecho médico. Nunca había deseado otro trabajo, nunca se había imaginado otra vida. Recuerda todos los finales de curso lluviosos, la bandera izada y los himnos veraniegos. Siempre había sacado las máximas notas en todas las asignaturas; sus padres contaban con ello. Su madre solía decir que los suecos estaban mal acostumbrados al dar por sentada su sociedad del bienestar, ya que probablemente se trataba tan sólo de un pequeño paréntesis histórico. Sostenía que un sistema de gobierno donde la sanidad, la salud dental y las guarderías, la escuela primaria, el instituto y la universidad fueran gratuitos podía desaparecer en cualquier momento. Pero entonces era posible que todos los chicos estudiaran medicina, arquitectura o un doctorado en economía financiera en cualquier universidad del país, sin necesidad de tener fortuna, solicitar una beca o pedir limosna.

La sensación de comprender esas posibilidades era un privilegio que había rodeado a Erik como un resplandor dorado; le había otorgado ventaja y determinación cuando era joven, pero también algo parecido a la prepotencia.

Recuerda que cuando tenía dieciocho años estaba sentado en el sofá de la casa de Sollentuna mirando sus máximas calificaciones, y que luego paseó la mirada por la sencilla habitación. Las librerías con baratijas de adorno y souvenirs, las fotos en sus marcos de alpaca, imágenes de las confirmaciones, la boda y el cincuenta cumpleaños de sus padres, acompañadas de una decena de fotos de su único hijo: desde que era un bebé regordete vestido de encajes hasta que se convirtió en un jovencito medio sonriente con un ceñido traje.

Su madre entró en la habitación y le pasó los impresos de solicitud para la carrera de medicina. Ella tenía razón, como de costumbre. En cuanto puso un pie en el instituto Karolinska para realizar la formación de medicina, se sintió como en casa. Al especializarse en psiquiatría se dio cuenta de que la profesión de médico encajaba con su personalidad más de lo que en realidad quería admitir. Después de su período como interno, los dieciocho meses de servicio general que exige la Dirección Nacional de Sanidad para otorgar la cualificación como médico, trabajó para Médicos sin Fronteras. Acabó en Chisimayu, al sur de Mogadiscio, en Somalia. Fue una época muy intensa en un hospital de campaña cuyo equipamiento estaba formado por material desechado de clínicas suecas, aparatos de rayos X de los años sesenta, medicamentos caducados y camas sucias y oxidadas de centros cerrados o reformados. En Somalia, Erik se encontró por primera vez con personas fuertemente traumatizadas: niños que habían perdido las ganas de jugar, que eran apáticos, jóvenes que con tono apagado daban testimonio de cómo los habían obligado a realizar actos terribles, mujeres a las que habían hecho tanto daño que ni siquiera eran capaces de hablar, sino que sólo sonreían de forma esquiva sin levantar la mirada. Y entonces sintió que quería dedicarse a ayudar a las personas que eran cautivas de los ultrajes que habían sufrido, que padecían pese a que sus atacantes habían desaparecido hacía mucho.

Erik volvió a casa y se formó como psicoterapeuta en Estocolmo, pero fue al especializarse en psicotraumatología y psiquiatría de emergencia cuando entró en contacto con diferentes teorías sobre la hipnosis. Lo que lo atrajo de ésta fue la rapidez, que el psicólogo pudiera aproximarse tan rápidamente al origen del trauma. Consideró que esa rapidez era increíblemente importante si uno quería trabajar con víctimas de guerra y de catástrofes naturales.

Recibió formación básica en hipnosis por medio de la European Society of Clinical Hypnosis, pronto se hizo miembro de la Society for Clinical and Experimental Hypnosis, la European Board of Medical Hypnosis, la Asociación Sueca de Hipnosis Clínica, y se carteó durante varios años con Karen Olness, la pediatra estadounidense cuyo innovador método de hipnotizar a los enfermos crónicos y a niños con cuadros severos de dolor aún es lo que más lo impresiona.

Durante cinco años, Erik trabajó para la Cruz Roja en Uganda con personas traumatizadas. Durante ese período prácticamente no había tiempo para probar y desarrollar la hipnosis, las situaciones eran demasiado abrumadoras y urgentes, se trataba casi siempre de satisfacer necesidades básicas. Empleó el hipnotismo únicamente una decena de veces durante todo ese tiempo, y en realidad sólo en contextos sencillos, en lugar de paliar el dolor en casos de hipersensibilidad y como un primer bloqueo de fijaciones fóbicas. Pero en una ocasión, durante su último año en Uganda, se encontró con una chica que estaba encerrada en una habitación porque no paraba de gritar. Las monjas católicas que trabajaban como enfermeras explicaron que la chica había llegado arrastrándose por el camino desde el barrio de chabolas al norte de Mbale; creían que pertenecía a la etnia bagisu, ya que hablaba lugisu. No había dormido ni una sola noche, y constantemente gritaba que era un demonio maléfico con fuego en los ojos. Erik pidió a las monjas que le abrieran la puerta de la habitación de la chica, y en cuanto la vio se percató de que estaba gravemente deshidratada. Cuando intentó hacerla beber, la joven chilló como si la visión del agua le quemara como el fuego; daba vueltas por el suelo y gritaba. Erik se decidió entonces a probar el hipnotismo para calmarla. Una de las religiosas, la hermana Marión, tradujo sus palabras al bukusu, un idioma que la chica debería entender, y una vez comenzó a escuchar, fue fácil someterla a hipnosis. En sólo una hora, la joven evocó todo su trauma psíquico. Un camión cisterna proveniente de Jinja se había salido de la carretera de Mbale-Soroti, al norte del suburbio. El pesado vehículo había volcado y había abierto un profundo boquete en la cuneta, y de un agujero en la gran cuba manaba gasolina pura que caía al suelo. La chica fue corriendo a su casa, encontró a su tío, le contó lo de la gasolina que desaparecía en la tierra y él fue corriendo de inmediato hacia allí con dos bidones de plástico vacíos. En el lugar del accidente ya había una decena de personas cuando la muchacha alcanzó a su tío junto al camión; estaban llenando cubos de gasolina del agujero. El olor era terrible, el sol brillaba y hacía mucho calor. El tío de la chica le hizo una seña. Ella cogió el primer bidón y empezó a arrastrarlo para llevarlo a casa. Pesaba mucho, se detuvo para ponérselo sobre la cabeza y vio a una mujer con un turbante azul de pie junto al camión, con gasolina hasta las rodillas, que llenaba unas pequeñas botellas de vidrio. Más alejado por el sendero, en dirección hacia la ciudad, la muchacha vio a un hombre con una camisa amarilla de camuflaje. Iba caminando, llevaba un cigarrillo en la boca, y cuando aspiró, relució su extremo incandescente.

Erik recuerda claramente el aspecto de la chica mientras hablaba. Su voz era densa y sorda, y las lágrimas le rodaban por las mejillas mientras contaba que había capturado el fuego del cigarrillo con sus ojos y se lo había pasado a la mujer del turbante azul. El fuego estaba en sus ojos, dijo, porque cuando volvió a darse media vuelta y miró a la mujer, ésta comenzó a arder. Primero, el turbante azul, y de inmediato toda ella quedó envuelta en llamas. De repente se desató una tormenta de fuego alrededor del camión cisterna, y la chica echó a correr sin oír nada más que gritos tras de sí.

Cuando salió del trance, Erik y la hermana Marión hablaron con ella largo rato sobre lo que había contado estando hipnotizada. Le explicaron una y otra vez que fueron los vapores de la gasolina, aquello que olía tan fuerte, lo que había empezado a arder. El cigarrillo del hombre había prendido fuego al camión cisterna a través del aire, y la explosión no tuvo nada que ver con ella.

Pocos meses más tarde de lo sucedido con la chica, Erik volvió a Estocolmo, donde solicitó una subvención del Consejo de Investigación Médica para profundizar sobre la hipnosis y el tratamiento de hechos traumáticos en el instituto Karolinska. Fue poco después cuando conoció a Simone. Recuerda que la conoció en una gran fiesta universitaria; ella estaba animada, radiante, con las mejillas sonrosadas. Primero reparó en su pelo cobrizo, rizado, y luego vio su rostro. Tenía la frente abombada y pálida, y su piel clara y fina estaba cubierta de pecas de color marrón claro. Parecía un ángel de los marcapáginas antiguos, pequeña y esbelta. Aún recuerda cómo iba vestida esa noche: llevaba una ceñida blusa de seda de color verde, unos pantalones negros y unos zapatos de salón oscuros de tacón alto. Llevaba los labios pintados de un rosa pálido, y sus ojos verde claro resaltaban en el rostro pecoso.

Se casaron al año siguiente y en seguida intentaron tener hijos. No obstante, resultó más difícil de lo que esperaban y ella tuvo cuatro abortos seguidos. Erik recuerda uno especialmente. Simone estaba en la decimosexta semana de embarazo cuando perdió el bebé; era una niña. Exactamente dos años más tarde nació Benjamín.

Erik mira con los ojos entornados por el parabrisas mientras oye la conversación que Joona mantiene con sus compañeros a través de la radio policial, de camino hacia Värmdö.

– Estaba pensando una cosa -dice Erik.

– ¿Sí?

– Antes he dicho que Josef no podía huir del hospital, pero la verdad es que si fue capaz de acuchillarse de ese modo a sí mismo, ahora ya no estoy tan seguro.

– Yo he pensado lo mismo -contesta Joona.

– Vale.

– He ordenado que uno de mis muchachos monte guardia frente a la puerta de su habitación.

– Probablemente sea innecesario pero… -dice Erik.

– Sí.

Tres coches se detienen en fila en el arcén bajo un poste eléctrico. Cuatro policías están charlando de pie bajo la luz blanca mientras se ponen los chalecos antibalas y señalan un mapa. La luz del sol relampaguea en el cristal de un viejo invernadero.

Joona vuelve a sentarse en el asiento del conductor y deja entrar el aire helado en el habitáculo del vehículo. Espera a que los otros suban a sus respectivos coches y, pensativo, tamborilea con los dedos de una mano sobre el volante.

De repente, en la radio de la policía suenan una serie de tonos rápidos y un intenso chisporroteo que se interrumpe bruscamente. Joona cambia de canal, comprueba que tollos los agentes del grupo están conectados e intercambia algunas palabras con cada uno antes de girar la llave en el contacto.

Los coches continúan a lo largo de un sembrado marrón v pasan frente a un bosquecillo de abedules y un silo grande y oxidado.

– Usted espere en el coche cuando lleguemos -indica el comisario en voz baja.

– Sí -responde Erik.

Unos cuervos alzan el vuelo desde el camino y se alejan volando.

– ¿Cuáles son los aspectos negativos de la hipnosis? -pregunta entonces Joona.

– ¿Qué quiere decir?

– Usted era uno de los mejores hipnotistas del mundo, pero lo dejó.

– La gente puede tener buenos motivos para mantener ciertas cosas ocultas -contesta Erik.

– Está claro pero…

– Y esos motivos son muy difíciles de juzgar bajo un estado de hipnosis.

Joona le dirige una mirada escéptica.

– ¿Por qué no me creo que fuera ésa la causa de que lo dejase?

– No quiero hablar de ello -dice Erik.

Los troncos de los árboles pasan de largo a los lados del camino. El bosque se vuelve más espeso y más oscuro más adelante. La gravilla rechina debajo del coche. Giran por un estrecho camino forestal, dejan atrás algunas casas de fin de semana más y finalmente se detienen. A lo lejos, entre los abetos, Joona ve una casa de madera marrón en un claro poco iluminado.

– Cuento con que se va a quedar usted aquí sentado… -le dice a Erik, y luego baja del vehículo.

Mientras el comisario camina hacia el acceso, donde ya están los otros policías, vuelve a pensar en Josef, el chico hipnotizado. En las palabras que salieron sin más de sus labios débiles. Un chico que ha descrito su brutal agresión con claridad distante. El recuerdo debe de haber sido diáfano para él: los espasmos por la fiebre de la hermana pequeña, la ira arrasadora, la elección de los cuchillos, la euforia de rebasar los límites. Tras la hipnosis, las descripciones de Josef se volvieron confusas, era difícil entender lo que había querido decir, lo que comprendía en realidad, si la hermana mayor realmente lo había obligado a llevar a cabo los asesinatos.

Joona reúne a los cuatro policías a su alrededor. Sin detallar demasiado su intervención, describe la gravedad de la situación, da instrucciones sobre cuándo abrir fuego e indica que los posibles disparos deberán dirigirse a las piernas en cualquier circunstancia. Evita hablar en términos policiales y, por el contrario, explica que la persona que se encuentra en la casa probablemente no sea en absoluto agresiva.

– Os pido que actuéis con precaución para no sobresaltar a la chica -dice Joona-. Quizá esté asustada, quizá herida; sin embargo, no podéis olvidar ni por un momento que podría tratarse de una persona peligrosa.

A continuación ordena a tres de los hombres que rodeen la casa, les pide que no pisen el huerto y que se mantengan en el exterior, ya que tienen que acercarse a una distancia segura de la parte trasera.

Echan a andar por el sendero del bosque, uno de ellos se detiene un instante y se mete una pastilla de tabaco bajo la lengua. La fachada marrón chocolate de la casa está formada por paneles horizontales superpuestos. Los marcos son blancos y la puerta negra. Las ventanas están cubiertas con cortinas rosas. No se ve humo en la chimenea. En los escalones de la entrada hay una escoba y un cubo de plástico amarillo con unas piñas secas en el interior.

Joona ve que los policías se despliegan a una buena distancia de la casa, rodeándola, mientras empuñan sus armas. Una rama cruje. A lo lejos oye el eco del golpeteo de un pájaro carpintero. Joona sigue el despliegue de los policías con la mirada y al mismo tiempo se aproxima lentamente a la casa, intenta ver algo a través de la tela rosa de las cortinas. Hace una señal a Kristina Andersson, una policía recientemente licenciada con la barbilla puntiaguda, para que se detenga en el sendero. Tiene las mejillas encarnadas y asiente sin apartar la mirada de la casa. Con serenidad, muy seria, ella saca su arma reglamentaria y da unos pasos hacia un lado.

La casa está vacía, piensa Joona mientras se aproxima a los escalones de la entrada. Las tablas del suelo rechinan ligeramente bajo su peso. Cuando llama a la puerta, busca movimientos repentinos en las cortinas. Pero eso no sucede. Espera un rato y luego se queda inmóvil, le parece haber oído algo y busca con la mirada en el bosque junto a la casa, tras la maleza y los troncos. Saca su pistola, una pesada Smith & Wesson que prefiere al arma estándar de la marca Sig Sauer, le quita el seguro y comprueba los proyectiles del cargador. De repente oye un sonido en el lindero y un ciervo sale corriendo con movimientos rápidos y zigzagueantes. Kristina Andersson le sonríe, tensa, cuando él la mira. Joona señala entonces la ventana, avanza con precaución y echa un vistazo al interior de la cabaña por el lateral de la cortina.

En la oscuridad ve una mesa de bambú con una luna de cristal rayada y un sofá de pana marrón claro. En el respaldo de barras de una silla roja hay dos pares de bragas de algodón blancas secándose. En la cocina americana se ven varios paquetes de macarrones, pesto enlatado, conservas y una bolsa con manzanas. En el suelo, delante del fregadero y bajo la mesa de la cocina, relucen algunos cubiertos. Joona regresa a los escalones de la entrada y le indica con un gesto a Kristina Andersson que va a entrar, luego abre la puerta y se aparta. La agente le da el visto bueno con una seña, él mira en el interior y luego cruza el umbral.

Erik está sentado en el coche y, desde la distancia, sólo puede adivinar lo que sucede. Ve que Joona Linna entra en la casa de madera seguido de otro policía. Tras un instante, vuelve a estar fuera, en los escalones de la entrada. Tres agentes rodean la casa y se detienen ante él. Están de pie, hablando, miran un mapa, señalan el sendero y las demás cabañas. Joona parece querer mostrarles algo en el interior de la casa. Todos lo acompañan y el último cierra la puerta tras de sí para que no se escape el calor.

De repente Erik ve a alguien de pie entre los árboles, donde el suelo se inclina ya hacia el lodazal. Es una joven delgada con una escopeta en la mano, una escopeta de perdigones. Arrastra por el terreno el reluciente cañón doble cuando empieza a dirigirse hacia la casa. Erik ve que camina lenta mente sobre las matas de arándanos azules y el musgo.

Los agentes no han visto a la mujer, y ella tampoco ha tenido posibilidad de verlos. Erik marca el número de Joona.

El teléfono empieza a sonar en el coche, está en el asiento del conductor, junto a él.

La joven camina sin prisa entre los árboles con la escopeta colgando de la mano. Erik se da cuenta de que puede producirse una situación peligrosa si los policías y la chica se sorprenden mutuamente. Sale del coche, corre hacia el acceso y luego camina despacio.

– Hola -la llama.

Ella se detiene y vuelve los ojos hacia él.

– Hace mucho frío hoy -dice él en voz baja.

– ¿Qué?

– Hace frío a la sombra -dice en un tono más alto.

– Sí -contesta ella.

– ¿Eres nueva aquí? -pregunta él, y continúa acercándose a ella.

– No, mi tía me ha prestado la casa.

– ¿Sonja es tu tía?

– Sí -sonríe ella.

Erik llega hasta ella.

– ¿Qué cazas?

– Liebres -contesta ella.

– ¿Puedo ver la escopeta?

Ella la abre y se la da. Tiene la punta de la nariz roja. En su pelo color arena hay agujas de pino secas.

– Evelyn -dice con tranquilidad-, en la casa hay unos policías que quieren hablar contigo.

Ella parece preocupada de repente, da un paso hacia atrás.

– Si tienes tiempo… -añade él, sonriente.

Ella asiente débilmente y Erik grita en dirección a la casa. Joona sale con expresión irritada, listo para volver a mandarlo al coche. Cuando ve a la joven, se queda inmóvil una fracción de segundo.

– Es Evelyn -dice Erik, y le tiende la escopeta.

– Hola -dice Joona.

Ella empalidece, parece que vaya a desmayarse.

– Tengo que hablar contigo -explica el comisario con seriedad.

– No -murmura ella.

– Entra en la casa.

– No quiero.

– ¿No quieres entrar?

Evelyn se vuelve hacia a Erik:

– ¿Tengo que hacerlo? -pregunta con labios temblorosos.

– No -contesta él-. Decídelo tú.

– Por favor, acompáñame -dice Joona.

Ella niega con la cabeza pero, sin embargo, lo acompaña al interior de la casa.

– Yo esperaré fuera -dice Erik.

Recorre un trecho del acceso. La gravilla está llena de agujas de pino y pinas marrones. Entonces oye a Evelyn gritar a través de las paredes de la casa. Un solo grito. Suena a soledad y a desesperación. Una expresión de pérdida incomprensible. Conoce bien ese grito del tiempo que pasó en Uganda.

Evelyn está sentada en el sofá de pana con las dos manos aprisionadas entre los muslos, la tez blanca como el papel. Ha sido informada de lo que le ha sucedido a su familia. La fotografía del marco con forma de seta está en el suelo. La madre y el padre están sentados en algo que parece una hamaca. Entre ellos está su hija pequeña. Los padres entornan los ojos por la intensa luz del sol, mientras que los ojos de la niña están iluminados de blanco.

– Lo siento mucho -dice Joona en voz baja.

A ella le tiembla la barbilla.

– ¿Crees que podrías ayudarnos a entender lo que ha pasado? -pregunta él.

La silla cruje bajo el peso de Joona. Espera un rato y luego sigue:

– ¿Dónde te encontrabas el lunes 7 de diciembre?

Ella sacude la cabeza.

– Ayer -precisa él.

– Estaba aquí -dice ella débilmente.

– ¿En la cabaña?

Ella lo mira a los ojos:

– Sí.

– ¿No saliste en todo el día?

– No.

– ¿Estuviste aquí nada más?

Ella hace un gesto en dirección a la cama y los libros de ciencias políticas.

– ¿Estudias?

– Sí.

– ¿Así que ayer no saliste de casa?

– No.

– ¿Hay alguien que pueda confirmarlo?

– ¿El qué?

– ¿Había alguien contigo aquí? -pregunta Joona.

– No.

– ¿Tienes idea de quién podría haberle hecho eso a tu familia?

Ella niega con la cabeza.

– ¿Hay alguien que os haya amenazado?

Ella no parece oírlo.

– ¿Evelyn?

– ¿Qué? ¿Qué decía?

Ella tiene los dedos estrechamente apretados entre las piernas.

– ¿Hay alguien que haya amenazado a tu familia? ¿Tenéis enemigos, rivales?

– No.

– ¿Sabes si tu padre tenía deudas grandes?

Ella niega con la cabeza.

– Las tenía -declara Joona-. Algunos delincuentes le habían prestado dinero.

– Ah.

– ¿Podría ser que alguno de ellos…?

– No -lo interrumpe ella.

– ¿Por qué no?

– No entienden nada -dice ella alzando la voz.

– ¿Qué es lo que no entendemos?

– No entienden nada.

– Cuéntanos lo que…

– No puedo -grita ella.

Está tan alterada que rompe a llorar abiertamente. Kristina Andersson se acerca a ella y la abraza. Después de un rato, la joven parece más calmada. Está sentada totalmente inmóvil, entre los brazos de la mujer policía, mientras su cuerpo se sacude por algún espasmo aislado a causa del llanto.

– Pequeña… -susurra Kristina Andersson, tranquilizadora.

Mantiene a la chica contra sí mientras le acaricia la cara. De pronto, la agente chilla y le propina un empujón a Evelyn, que cae directamente al suelo.

– Joder, me ha mordido…, me ha dado un buen mordisco…

Kristina se mira estupefacta con los dedos llenos de sangre, que procede de una herida que tiene en mitad del cuello.

Evelyn está sentada en el suelo, ocultando con la mano una sonrisa turbada. De pronto sus ojos se quedan en blanco y cae al piso, inconsciente.

Capítulo 11

Martes 8 de diciembre, por la tarde

Benjamín se ha encerrado en su habitación. Simone está sentada a la mesa de la cocina con los ojos cerrados, escuchando la radio. Es una emisión en directo desde la sala de conciertos Berwaldhallen de Estocolmo. Intenta imaginarse su vida sin pareja. «No sería muy diferente de la que tengo ahora», piensa con ironía. Quizá iría a ver conciertos, al teatro y a galerías de arte, como hacen todas las mujeres solas.

Encuentra una botella de whisky de malta en el armario y se sirve un chorrito con unas gotas de agua: un líquido de débil tono amarillo en un vaso pesado. Se abre la puerta de la calle mientras los cálidos tonos de una suite para chelo de Bach inundan la cocina. Es una melodía suave y triste. Erik está en el umbral y la mira, el rostro grisáceo por el cansancio.

– Tiene buena pinta -dice él.

– Se llama whisky -repone ella, y le tiende el vaso.

Se prepara otro nuevo para ella; luego se quedan de pie el uno frente al otro y brindan, serios.

– ¿Has tenido un día complicado? -pregunta ella en voz baja.

– Bastante -contesta él sonriendo débilmente.

De repente parece agotado. Hay una indefinición en los rasgos de su cara, como una capa fina de polvo.

– ¿Qué estás escuchando? -pregunta él.

– ¿Lo apago?

– Por mí, no; está bien.

Erik vacía el vaso, se lo alarga y ella le sirve más whisky.

– Así que finalmente Benjamín no se ha hecho ningún tatuaje -dice él.

– Has seguido el drama por el contestador…

– Ahora mismo, de camino a casa; no he tenido tiempo antes…

– No -lo interrumpe ella, y piensa en la mujer que le cogió el teléfono.

– Qué bien que hayas ido a recogerlo -dice Erik.

Ella asiente y piensa en cómo todos los sentimientos están entremezclados, cómo ninguna relación es libre y compartimentada, cómo a todo lo atraviesa todo.

Vuelven a beber y de repente se da cuenta de que Erik le está sonriendo. Su sonrisa de dientes torcidos siempre la ha ablandado. Piensa en cuánto le gustaría acostarse con él ahora mismo, sin hablar, sin complicaciones. «De todas formas, todos acabaremos solos algún día», se dice.

– No sé nada -dice ella secamente-. O, más bien…, sé que no confío en ti.

– ¿Por qué dices…?

– Es como si lo hubiéramos perdido todo -lo interrumpe ella-. Tú sólo duermes o estás en el trabajo o donde sea que estés. Yo quería que hiciéramos cosas…, viajar, estar juntos…

Erik aparta el vaso y da un paso hacia ella.

– ¿Y no podemos hacerlo? -se apresura a decir él.

– No digas eso -susurra ella.

– ¿Por qué no?

Él sonríe, le acaricia la mejilla y se pone serio. De repente se besan. Simone siente que todo su cuerpo anhelaba eso, anhelaba sus besos.

– Papá, ¿sabes dónde…?

Benjamín se calla cuando entra en la cocina y los ve.

– Estáis pirados -suspira, y vuelve a salir.

– ¡Benjamín! -lo llama Simone.

El chico vuelve sobre sus pasos.

– Prometiste ir a recoger la comida -dice ella.

– ¿Has llamado ya?

– Estaré lista dentro de cinco minutos -responde Simone, y le da su billetera-. Sabes dónde está el tailandés, ¿verdad?

– No -suspira él.

– Ve directamente allí -dice ella.

– Para ya.

– Escucha a mamá -interviene Erik.

– Voy a recoger la comida a la vuelta de la esquina, no va a pasar nada -replica el chico, y sale al pasillo.

Simone y Erik se sonríen, oyen que se cierra la puerta y luego los pasos rápidos escaleras abajo.

Erik saca tres vasos del armario, se detiene, coge la mano de Simone y la pone contra su mejilla.

– ¿Vamos al dormitorio? -pregunta ella.

Él parece embarazosamente contento, y justo entonces suena el teléfono.

– No lo cojas -dice él.

– Puede ser Benjamín -dice ella, y se lleva el teléfono a la oreja-. Sí, Simone.

No se oye nada, sólo un sonido rasgante, quizá de una cremallera que se abre.

– ¿Hola?

Vuelve a dejar el teléfono en el soporte.

– ¿No era nadie? -pregunta Erik.

Simone piensa que parece nervioso. Va hasta la ventana y mira hacia la calle. De nuevo oye mentalmente a esa mujer que contestó cuando marcó el número desde el que habían llamado a Erik de madrugada. «Erik, para ya», había dicho riéndose. ¿Para de qué? ¿De acariciarla por debajo de la ropa, de chuparle el pecho, de subirle la falda…?

– Llama a Benjamín -dice Erik con voz tensa.

– ¿Porqué?…

Coge el teléfono en el mismo instante en que éste vuelve a sonar.

– ¿Hola? -contesta ella.

Como nadie dice nada, corta la llamada y marca el número de Benjamin.

– Comunica.

– No veo a Benjamin -dice Erik.

– ¿Voy a buscarlo?

– Tal vez sea lo mejor.

– Se enfadará conmigo -sonríe ella.

– Iré yo -dice él, y sale al pasillo.

Coge la chaqueta de la percha justo cuando la puerta se abre y entra Benjamin. Erik vuelve a colgarla y coge la bolsa humeante con las cajas de comida.

Se sientan delante del televisor para ver una película y comen directamente de los envases. Benjamin se ríe con uno de los diálogos. Sus padres se miran complacidos, igual que hacían cuando él era pequeño y se partía de la risa con los programas infantiles. Erik le pone la mano en la rodilla a Simone y ella coloca la suya encima y acaricia sus dedos.

Bruce Willis está tumbado de espaldas, limpiándose con la mano la sangre de la boca. El teléfono vuelve a sonar. Erik aparta la comida y se levanta del sofá. Sale al pasillo y contesta con toda la tranquilidad de que es capaz.

– Erik Maria Bark.

No se oye nada, salvo el débil sonido de unas teclas al ser pulsadas.

– Ya vale -dice él enfadado.

– ¿Erik? -Es la voz de Daniella-. ¿Eres tú, Erik?

– Estamos comiendo…

Él la oye respirar agitadamente.

– ¿Qué quería? -pregunta ella.

– ¿Quién?

– Josef -dice ella.

– ¿Josef Ek? -pregunta Erik.

– ¿No ha dicho nada? -repite Daniella.

– ¿Cuándo?

– Ahora…, por teléfono.

Erik mira hacia el salón a través del vano de la puerta y ve a Simone y a Benjamin sentados, viendo la película.

Piensa en la familia de Tumba. La niña, la madre y el padre. La saña feroz del crimen.

– ¿Por qué crees que me ha llamado? -inquiere.

Daniella se aclara la garganta.

– Debe de haber convencido a la enfermera para que le diera un teléfono. He hablado con la centralita: le han pasado contigo.

– ¿Estás segura? -pregunta Erik.

– Josef estaba gritando algo cuando entré, se había arrancado las vías, le he dado alprazolam, pero ha dicho un montón de cosas sobre ti antes de quedarse dormido.

– ¿El qué? ¿Qué ha dicho?

Erik oye por el auricular que Daniella traga con fuerza y su voz suena muy cansada al contestar:

– Que habías estado jodiendo con su cerebro, que más te valía pasar de su hermana si no querías que te liquidara; lo ha dicho varias veces: que tuvieras por seguro que acabaría contigo.

Capítulo 12

Martes 8 de diciembre, por la tarde

Han pasado tres horas desde que Joona ha conducido a Evelyn a la prisión de Kronoberg. La han llevado a una pequeña celda de paredes lisas y rejas horizontales, con una ventana empañada. El lavabo de acero inoxidable del rincón hedía a vómito. Evelyn se ha quedado de pie junto a la cama con el colchón de plástico verde fijada a la pared, y ha mirado inquisitiva al comisario cuando él la ha dejado allí.

Tras el arresto, el fiscal tiene un máximo de doce horas para decidir si la detenida pasa a disposición judicial o si se la deja en libertad. En el primer caso tiene de margen hasta las doce del tercer día para presentar una solicitud de encarcelamiento al tribunal. Si no lo hace, será puesta en libertad. Si pide que se la encierre, se hará en calidad o bien de sospechosa por indicios razonables o por indicios racionales de criminalidad, que es el grado máximo.

Joona está de nuevo en el pasillo de la prisión con el piso de goma blanco brillante. Camina delante de las puertas de color verde guisante de las celdas. Se ve a sí mismo reflejado en las planchas de metal con picaporte y cerradura. En el suelo, delante de cada puerta, hay unos termos blancos. Los armarios con los extintores están señalados con letreros rojos. Delante de la recepción han dejado un carrito de limpieza con una bolsa blanca para la colada y una verde para la basura.

Joona se detiene e intercambia algunas palabras con un trabajador social de la ONG Individuell Människohjälp, y después entra en la sección de mujeres.

En el exterior de una de las cinco salas de interrogatorios de la prisión se encuentra Jens Svanehjälm, el nuevo fiscal de la región de Estocolmo. Aparenta tener poco más de veinte años, pero en realidad tiene cuarenta. Tiene un algo juvenil en la mirada y en las mejillas que crea la impresión de que en toda su vida se ha visto en una situación comprometida.

– Evelyn Ek -dice Jens dubitativo-. ¿Fue ella quien obligó a su hermano pequeño a matar a la familia?

– Eso es lo que ha dicho el chico cuando…

– No podemos utilizar nada de lo que haya reconocido Josef Ek durante la hipnosis -lo interrumpe Jens-. Va en contra tanto del derecho a guardar silencio como del derecho a no autoinculparse.

– Lo entiendo, pero no era un interrogatorio: él no era sospechoso del asesinato -contesta Joona.

Jens mira su móvil y al mismo tiempo dice:

– Basta con que la conversación toque el asunto del que trata la investigación para que se considere un interrogatorio.

– Soy consciente de ello pero mis prioridades eran otras -replica Joona.

– Lo imagino pero…

Se calía y mira de reojo a Joona, como si esperara algo.

– Pronto sabré lo que ocurrió -dice el comisario.

– Eso está bien -asiente Jens, satisfecho-, porque el único consejo que recibí cuando sucedí a Anita Niedel fue que si Joona Linna dice que va a averiguar la verdad, es que va a hacerlo.

– Tuvimos algunos encontronazos.

– Me lo dio a entender -sonríe él.

– ¿Entramos? -pregunta Joona.

– Tú eres el responsable del interrogatorio pero…

Jens Svanehjälm se rasca la oreja y murmura que no quiere más conceptos, más resúmenes de interrogatorios, más vaguedades.

– Si es posible, mis interrogatorios siempre son en forma de diálogo -contesta Joona.

– Porque si lo grabas, opino que no necesitamos ningún testigo del interrogatorio, no en esta situación -dice Jens.

– Lo suponía.

– Sólo hablaremos con Evelyn Ek con fines informativos -subraya Jens.

– ¿Quieres que le comunique que es sospechosa? -pregunta Joona.

– Tú decides, pero el tiempo corre, y ya no te queda mucho.

Joona llama a la puerta y entra en la anodina sala de interrogatorios, donde las persianas están bajadas ante las ventanas con barrotes. Evelyn Ek está sentada en una silla con los hombros tensos. Su rostro carece de expresión, tiene la mandíbula relajada, la mirada fija en el tablero de la mesa, y los brazos cruzados sobre el pecho.

– Hola, Evelyn.

Ella levanta rápidamente la mirada, asustada. Joona Linna se sienta en la silla frente a ella. Al igual que su hermano, es guapa; sus rasgos no son en absoluto llamativos, pero son simétricos. Tiene el pelo castaño claro y la mirada inteligente. Joona nota que quizá a primera vista su rostro parezca anodino, pero que es más y más hermoso cuanto más se observa.

– Había pensado que podríamos charlar un poco -dice él-. ¿Qué te parece?

Ella se encoge de hombros.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Josef?

– No me acuerdo.

– ¿Fue ayer?

– No -dice ella, sorprendida.

– ¿Cuántos días hace?

– ¿Qué?

– Quiero saber cuándo fue la última vez que viste a Josef -dice Joona.

– Hace mucho tiempo.

– ¿Fue a visitarte a la cabaña?

– No.

– ¿Nunca? ¿Nunca ha ido a visitarte a la cabaña?

Ella se encoge de hombros levemente.

– No.

– Pero él conoce la cabaña, ¿no?

Ella asiente.

– Fue allí de niño -contesta, y lo mira largamente con sus ojos de suave color castaño.

– ¿Cuándo fue eso?

– No sé… Yo tenía diez años, tía Sonja nos dejó la cabaña un verano que se fue a Grecia.

– ¿Y Josef no ha vuelto desde entonces?

La mirada de Evelyn vuela repentinamente hacia la pared que hay detrás de Joona.

– No lo creo -dice ella.

– ¿Cuánto tiempo llevas en la cabaña de tu tía?

– Me trasladé allí nada más empezar las clases.

– En agosto.

– Sí.

– Llevas allí desde agosto. Eso son cuatro meses…, en una cabaña de Värmdö. ¿Por qué?

De nuevo aparta la mirada, que se mueve detrás de la cabeza de Joona.

– Para poder estudiar tranquila -dice ella.

– ¿Durante cuatro meses?

Ella cambia lentamente de postura en la silla, cruza las piernas y se rasca la frente.

– Necesito estar tranquila -suspira ella.

– ¿Quién te molesta?

– Nadie.

– En ese caso, ¿por qué necesitas estar tranquila?

Ella sonríe débilmente, sin alegría.

– Me gusta el bosque.

– ¿Qué estudias?

– Ciencias políticas.

– ¿Y vives de la subvención de estudios?

– Sí.

– ¿Dónde haces la compra?

– Voy en bicicleta a Saltarö.

– ¿No queda lejos?

Evelyn se encoge de hombros:

– Sí.

– ¿Has visto allí a alguien que conozcas?

– No.

El comisario observa la frente lisa y joven de la chica.

– ¿No has visto a Josef allí?

– No.

– Evelyn, escúchame -dice Joona con una nueva entonación, más serio-. Tu hermano dice que fue él quien mató a tu padre, a tu madre y a tu hermana pequeña.

Evelyn mira fijamente la mesa, le tiemblan las pestañas. Un ligero rubor crece en su pálido rostro.

– Sólo tiene quince años -continúa Joona.

El comisario mira sus manos pequeñas y el pelo cepillado, brillante, que le cae por los frágiles hombros.

– ¿Por qué crees que dice que ha matado a tu familia?

– ¿Qué? -pregunta ella, y levanta la mirada.

– Parece que creas que dice la verdad -sugiere él.

– ¿Sí?

– No has parecido sorprenderte cuando te he dicho que había reconocido los asesinatos -dice Joona-. ¿Te has sorprendido?

– Sí.

Evelyn permanece sentada totalmente inmóvil en la silla, helada y extenuada internamente. Una fina arruga se le ha formado en el ceño, en la frente lisa. Parece muy cansada. Mueve los labios como si rezara o murmurase algo para sí.

– ¿Está encerrado? -pregunta de repente.

– ¿Quién?

Ella no levanta la mirada hacia él cuando contesta, sino que habla monótonamente en dirección a la mesa:

– Josef. ¿Lo han encerrado?

– ¿Le tienes miedo?

– No.

– He pensado que quizá llevabas la escopeta porque le tienes miedo.

– Salgo a cazar -contesta ella, y lo mira a los ojos.

Joona piensa que hay algo curioso en ella, algo que aún no comprende. No es lo normal: culpabilidad, ira u odio. Más bien es algo que recuerda a una enorme resistencia. No lo identifica. Un mecanismo de defensa o una barrera de protección que no se parece a nada de lo que ha visto.

– ¿Liebres?

– Sí.

– ¿Está rica la liebre?

– No especialmente.

– ¿Cómo sabe?

– Dulce.

Joona piensa en ella de pie en el frío, frente a la cabaña. Intenta ver la sucesión de los acontecimientos.

Erik Maria Bark le había quitado el arma; la llevaba en el brazo, abierta. Evelyn lo miraba con los ojos entornados a la luz del sol. Esbelta y alta, con el pelo de color arena recogido en una cola de caballo. Chaleco de plumas plateado y vaqueros de talle bajo, las deportivas húmedas, los pinos tras ella, el musgo en el suelo, los arbustos de mirtillos y la seta rota.

De repente Joona descubre una fisura en las palabras de Evelyn. Ya casi había elaborado la idea, pero luego se le escapó. Ahora la fisura vuelve a ser evidente. Cuando habló con Evelyn en la cabaña de su tía, la chica permanecía sentada totalmente inmóvil en el sofá de pana con las manos aprisionadas entre los muslos. En el suelo, a sus pies, había una fotografía en un marco con forma de seta. En la foto se veía a la hermana pequeña de Evelyn. Estaba sentada entre sus padres y la luz del sol se reflejaba en sus grandes gafas.

La niña debía de tener cuatro, quizá cinco años en la foto, piensa Joona. O sea, que la fotografía no puede ser de hace más de un año.

Evelyn ha afirmado que Josef no ha estado en la cabaña desde hace varios años, pero Josef describió la fotografía durante la hipnosis.

Por supuesto puede haber más copias de la instantánea en otros marcos con forma de seta, piensa Joona. También existe la posibilidad de que trasladaran la fotografía de un sitio a otro. Y Josef podría haber estado en la cabaña sin que Evelyn lo sepa.

No obstante, se dice, también podría haber una fisura en el relato de Evelyn. No es totalmente imposible.

– Evelyn -dice-, estoy pensando en algo que has dicho hace un rato.

En ese instante llaman a la puerta de la sala de interrogatorios. La chica se asusta y da un respingo. Joona se levanta y va a abrir. Es el fiscal Jens Svanehjälm, que le pide que lo acompañe.

– Voy a soltarla -declara Jens-. Esto es una estupidez, no tenemos absolutamente nada; un interrogatorio sin validez con su hermano de quince años que insinúa que ella… -El fiscal se interrumpe cuando su mirada se cruza con la de Joona-. Has dado con algo, ¿no? -dice.

– No importa -contesta Joona.

– ¿Está mintiendo?

– No lo sé, quizá…

Jens se toca la barbilla, piensa.

– Dale un bocadillo y un té -dice finalmente-. Tienes una hora más antes de que tome la decisión de si la retenemos o no.

– No es seguro que saque nada en claro.

– ¿Pero lo vas a intentar?

Joona pone delante de Evelyn un vaso de plástico con té inglés y un bocadillo en un plato de papel y luego se sienta en la silla.

– He pensado que quizá tuvieras hambre -dice él.

– Gracias -contesta ella, y durante unos pocos segundos parece más animada.

Le tiembla la mano mientras se come el bocadillo y retira las migas de la mesa.

– Evelyn, en la cabaña de tu tía hay una fotografía en un marco con forma de seta.

Ella asiente:

– Lo compró en Mora, le pareció que quedaría bien en la cabaña y…

Se interrumpe y sopla el té.

– ¿Tenéis más marcos como ése?

– No. -Ella sonríe.

– ¿La foto siempre ha estado en la cabaña?

– ¿A qué viene eso? -pregunta ella débilmente.

– A nada, sólo que Josef ha hablado de esa foto; debe de haberla visto, así que he pensado que quizá hubieras olvidado algo.

– No.

– Sólo era eso -dice Joona, y se levanta.

– ¿Se marcha?

– Evelyn, yo confío en ti -dice Joona con seriedad.

– Todos parecen creer que estoy implicada.

– Pero no lo estás, ¿verdad?

Ella niega con la cabeza.

– No de esa manera… -dice Joona.

Ella se seca apresuradamente las lágrimas de las mejillas.

– Josef vino una vez a la cabaña en taxi y trajo una tarta -declara con voz rota.

– ¿Para tu cumpleaños?

– El suyo… Él era el que cumplía años.

– ¿Cuándo fue eso? -pregunta Joona.

– El 1 de noviembre.

– Hace aproximadamente un mes -dice él-. ¿Qué pasó?

– Nada -contesta ella-. Me sorprendió.

– ¿No te había dicho que iría?

– No tenemos contacto.

– ¿Por qué no?

– Necesito estar sola.

– ¿Quién sabía que estabas viviendo en la cabaña?

– Nadie excepto Sorab, mi novio… Bueno, cortó conmigo, ahora somos sólo amigos, pero me ayuda, le dice a todo el mundo que vivo con él, contesta cuando llama mi madre y…

– ¿Por qué?

– Necesito estar tranquila.

– ¿Josef ha ido allí más veces?

– No.

– Esto es importante, Evelyn.

– No ha ido más veces -contesta ella.

– ¿Por qué me has mentido sobre eso?

– No lo sé -murmura ella.

– ¿En qué más has mentido?

Capítulo 13

Miércoles 9 de diciembre, por la tarde

Erik camina entre los expositores iluminados de la sección de joyería de los almacenes NK. Una mujer vestida de negro habla en voz baja con su cliente. Abre un cajón y coloca un par de joyas sobre una bandeja recubierta de terciopelo. Erik se detiene ante uno de los expositores y admira un collar de Georg Jensen. Gruesos triángulos, delicadamente tallados, que se han engarzado como hojas de una corona cerrada. Un brillo pesado, como de platino, se desprende de la alpaca pulida. Erik piensa en lo bonito que quedaría el collar alrededor del cuello esbelto de Simone y se decide a comprarlo como regalo de Navidad.

Mientras la dependienta envuelve la joya en papel brillante rojo oscuro, el teléfono empieza a vibrar en el bolsillo de Erik y resuena contra la cajita de madera con el indígena y el papagayo. Saca el teléfono y contesta sin mirar el número de la pantalla.

– Erik Maria Bark.

Hay un crepitar raro y se oyen villancicos a lo lejos.

– ¿Hola? -dice él.

Entonces se oye una voz débil:

– ¿Es usted el doctor Bark?

– Sí, soy yo -dice él.

– Quería saber…

A Erik le suena como si de fondo alguien se estuviera riendo por lo bajo.

– ¿Con quién hablo? -pregunta secamente.

– Espere un momento, doctor. Sólo quería pedirle una cosa -dice la voz, que ahora suena claramente burlona.

Erik está a punto de decir adiós cuando la voz del teléfono de repente aúlla:

– ¡Hipnotíceme! Quiero que…

Se aparta el teléfono de la oreja, cuelga e intenta ver quién ha llamado, pero es un número oculto. Una señal revela que ha recibido un sms. Incluso eso procede de un número oculto. Lo abre y lee: «¿Puede hipnotizar un cadáver?»

Confuso, Erik coge la bolsita dorada y roja con el regalo y abandona la sección. En el vestíbulo que da a Hamngatan, cruza la mirada con una mujer que lleva un abrigo negro y suelto. Está de pie debajo del árbol de Navidad colgante de tres metros de altura, observándolo. Él jamás la ha visto, pero su mirada es claramente hostil.

Con una mano abre la tapa de la caja que lleva en el bolsillo del abrigo y se echa una pastilla de Codeisan en la palma de la mano, se la lleva a la boca y se la traga.

Luego sale al frío del exterior. Las personas se apretujan delante del escaparate. Los duendes de Navidad bailan en un paisaje decorado con golosinas. Un caramelo con la boca grande canta un villancico. Los niños de guardería con chalecos amarillos superpuestos a los gruesos monos miran en silencio.

El teléfono vuelve a sonar, pero esta vez Erik comprueba el número antes de contestar, ve que tiene el prefijo de Estocolmo y responde, expectante:

– Erik Maria Bark.

– Hola, me llamo Britt Sundström. Trabajo para Amnistía Internacional.

– Hola -contesta él, extrañado.

– Me gustaría saber si su paciente tuvo alguna posibilidad de negarse al hipnotismo.

– ¿Cómo dice? -pregunta Erik, y ve que en el escaparate un caracol enorme arrastra un trineo cargado de regalos de Navidad.

El corazón empieza a latirle con más fuerza y de pronto siente acidez en el estómago.

– El manual Kubark, el libro de la CÍA en el que se explica cómo torturar sin dejar rastros, incluye el hipnotismo como una de las…

– El médico responsable realizó la evaluación…

– ¿Así que quiere decir que usted no tiene ninguna responsabilidad?

– Creo que no debo comentar esto -dice él.

– Ya ha sido denunciado -dice la mujer con sequedad.

– Ah -contesta Erik débilmente, y luego corta la llamada.

Lentamente empieza a caminar hacia Sergelstorg, la torre de cristal iluminada y la Casa de la Cultura; ve el mercadillo navideño y oye que un trompetista está tocando Noche de paz. Gira por la calle Sveavägen y pasa por delante de todas las agencias de viajes. En el exterior de un Seven-Eleven, se detiene y lee los titulares de los periódicos vespertinos.

NIÑO ENGAÑADO PARA QUE ADMITA EL ASESINATO

DE TODA SU FAMILIA

BAJO HIPNOSIS

ESCÁNDALO EN EL MUNDO DEL HIPNOTISMO:

ERIK MARIA BARK

PONE EN PELIGRO LA VIDA DE UN NIÑO

Erik siente que el pulso se le acelera en las sienes, aprieta el paso, evita las miradas a su alrededor. Pasa por el sitio donde fue asesinado Olof Palme. Hay tres rosas rojas en la sucia placa conmemorativa. Entonces oye que alguien lo llama por su nombre y se mete en una tienda de equipos de alta fidelidad. El cansancio, que hace un momento le proporcionaba una sensación de borrachera, es reemplazado por un estado febril, una mezcla de nerviosismo y desesperación. Le tiemblan las manos al coger otra pastilla de Codeisan, un fuerte analgésico. El estómago le arde cuando el comprimido se disuelve y el polvo penetra por las mucosas.

En la radio emiten un debate sobre si debería prohibirse el hipnotismo como método interrogatorio. Un hombre cuenta que una vez lo hipnotizaron para que creyera que era Bob Dylan.

– «Yo sabía que no era verdad» -dice con voz arrastrada-, «pero era como si me obligaran a decirlo. Yo sabía que estaba hipnotizado, veía a mi colega sentado y esperando y, sin embargo, creía que yo era Bob Dylan, hablaba en inglés, no podía evitarlo, habría admitido cualquier cosa».

El ministro de Justicia dice entonces con su acento de la región de Smäland:

– «Usar el hipnotismo como método interrogatorio sin duda va contra la ley.»

– «¿Así que Erik Maria Bark ha vuelto a quebrantar la ley?» -pregunta el periodista, incisivo.

– Eso tendrá que determinarlo la fiscalía…

Erik sale de la tienda, dobla por una bocacalle y continúa hacia Luntmakargatan.

El sudor le cae por la espalda cuando se detiene delante del portal número 73 de Luntmakargatan, introduce un código en el teclado numérico y abre la puerta. Con manos torpes, busca sus llaves mientras el ascensor zumba a medida que sube. Nada más cruzar la puerta, echa la llave, entra en el salón tambaleándose, trata de quitarse la ropa, pero todo el tiempo se inclina sin querer hacia la izquierda.

Pone el televisor y ve al presidente de la Asociación Sueca de Hipnosis Clínica sentado en un estudio de televisión. Erik lo conoce bien, ha visto a muchos compañeros afectados por su prepotencia y ambición profesional.

– «Expulsamos al doctor Bark hace diez años, así que ahora no tiene la puerta abierta» -dice el presidente con una media sonrisa.

– «¿Eso influye en el prestigio del hipnotismo serio?»

– «Todos nuestros miembros se ciñen a estrictas reglas éticas» -contesta él en un tono de superioridad-. «Por lo demás, en Suecia de hecho hay leyes contra la charlatanería.»

Erik se quita la ropa con movimientos torpes, se sienta en el sofá y descansa, vuelve a abrir los ojos cuando oye un silbato y unas voces infantiles en la televisión. En un patio de colegio iluminado por el sol está Benjamín. Tiene las cejas fruncidas, la punta de la nariz y las orejas rojas y los hombros encogidos; parece tener frío.

– «¿Te ha hipnotizado tu padre alguna vez?» -pregunta el reportero.

– «¿Qué? Eh…, no, claro que no me ha…»

– «¿Cómo lo sabes?» -interrumpe el reportero-. «Si te ha hipnotizado, no es seguro que seas consciente de ello.»

– «No, claro» -ríe Benjamín, sorprendido por el descaro del periodista.

– «¿Cómo te sentirías si se demostrara que lo ha hecho?»

– «No lo sé.»

En las mejillas de Benjamín crece el rubor.

Erik se levanta y apaga la televisión, continúa hacia el dormitorio, se sienta en la cama, se quita los pantalones y mete la caja de madera del papagayo en el cajón de la mesilla.

No quiere pensar en la nostalgia que se despertó en él al hipnotizar a Josef Ek, al acompañarle en el mar azul y profundo.

Erik se acuesta, estira la mano hacia el vaso de agua de la mesilla, pero se queda dormido antes de que le dé tiempo a beber.

Se despierta, en un estado de semisomnolencia piensa en su padre cuando actuaba en las fiestas infantiles, con el frac puesto y el sudor cayéndole por las mejillas. Hacía figuras con globos y sacaba flores de colores intensos de un bastón de paseo hueco. Cuando envejeció y se mudó de la casa de Sollentuna a una residencia de ancianos, se enteró de que Erik practicaba la hipnosis clínica y quiso que organizaran un número juntos. Él haría de ladrón de guante blanco, mientras que su hijo hipnotizaría a la gente y la haría cantar imitando a Elvis y a Zarah Leander.

De pronto, ya totalmente despierto, Erik ve a Benjamín delante de él, pasando frío en el patio del colegio, ante sus compañeros de clase y sus profesores, el cámara de televisión y el reportero sonriente.

Erik se incorpora y siente que el estómago le arde, coge el teléfono de la mesilla y llama a Simone.

– Galería Simone Bark -contesta ella.

– Hola, soy yo -dice Erik.

– Espera un momento.

Él la oye caminar sobre el suelo de madera y cerrar la puerta del despacho.

– ¿Qué pasa? -pregunta ella-. Benjamín me ha llamado…

– La persecución de los medios se ha puesto en marcha y…

– Quiero decir -interrumpe ella-, ¿qué has hecho tú?

– La médico responsable del paciente me pidió que lo hipnotizara.

– Pero reconocer un delito bajo hipnosis es…

– Escúchame -la interrumpe él-. ¿Eres capaz de hacerlo?

– Sí.

– No era un interrogatorio -empieza Erik.

– Tanto da cómo se lo denomine… -Ella se calla. Él oye su respiración-. Perdona -dice ella en voz baja.

– No era un interrogatorio: la policía necesitaba conseguir una descripción, cualquier cosa, porque pensaban que la vida de una chica dependía de esa información, y la doctora responsable del paciente en ese momento evaluó que los riesgos para su salud eran limitados.

– Pero…

– Creíamos que él era una víctima e intentábamos salvar a su hermana.

Erik guarda silencio y oye a Simone respirar.

– Menudo lío has armado -dice ella a continuación con ternura en la voz.

– Todo irá bien.

– ¿Seguro?

Erik va a la cocina, disuelve en agua un comprimido de Treo Comp [6] y se toma un antiácido para la úlcera junto con el brebaje dulce.

Capítulo 14

Jueves 9 de diciembre, por la tarde

Joona mira el pasillo vacío y oscuro. Pronto darán las ocho de la tarde y ya sólo queda él en todo el departamento. En las ventanas brillan estrellas de adviento y los candelabros eléctricos crean un resplandor suave y redondeado al reflejarse en los cristales oscuros. Anja le ha dejado un cuenco con dulces navideños sobre el escritorio, y él come demasiados mientras redacta el informe del interrogatorio con Evelyn.

Después de que resultaron evidentes las primeras mentiras de la chica, el fiscal tomó la decisión de ponerla a disposición judicial. Le informó de sus sospechas de implicación en los asesinatos y del derecho a recibir la asistencia de un abogado. Al permanecer arrestada, tenía un plazo de tres días para decidir si se solicitaba su encarcelamiento. Para entonces, o bien tendrían indicios suficientemente sólidos de que era sospechosa como para que el tribunal considerara al menos posible su culpabilidad, o bien habría que dejarla en libertad.

Joona sabe muy bien que las mentiras de Evelyn no significan en absoluto que sea culpable de delito alguno, pero eso le da tres días para averiguar lo que oculta y por qué.

Imprime el informe, lo pone en la bandeja de salida para el fiscal, comprueba que su pistola está bajo llave en el armero, luego baja en el ascensor, sale de la comisaría y sube al coche.

A la altura de Fridhemsplan, Joona oye que suena su teléfono, pero no consigue sacarlo del abrigo. Al parecer, se ha colado al forro por un agujero en el bolsillo. El semáforo se pone en verde y los coches detrás de él empiezan a hacer sonar el claxon. Acto seguido, el comisario se mete en la parada de autobús que hay delante del restaurante de los Haré Krishna, saca el móvil y devuelve la llamada.

– Soy Joona Linna. Me acabas de llamar.

– Ah, genial -dice el asistente de policía Ronny Alfredsson-. No sabemos muy bien qué hacer.

– ¿Habéis hablado con Sorab Ramadani, el novio de Evelyn?

– No ha ido muy bien.

– ¿Habéis mirado en su trabajo?

– No es eso -dice Ronny-. Está aquí, en su piso, es sólo que no quiere abrir la puerta, no quiere hablar con nosotros. Dice a gritos que nos larguemos, que molestamos a los vecinos, que lo estamos acosando porque es musulmán.

– ¿Qué le habéis dicho?

– Nada, sólo que necesitábamos que nos ayudara en un asunto; hemos hecho exactamente lo que usted nos dijo.

– Entiendo -dice Joona.

– ¿Podemos forzar la puerta?

– Voy para allá. Dejadlo de momento.

– ¿Esperamos en el coche delante del portal?

– Sí, gracias.

Joona pone el intermitente, da media vuelta, pasa por delante del rascacielos del periódico Dagens Nyheter y se dirige hacia el puente Västerbron. En la oscuridad brillan las luces y las ventanas de la ciudad, y el cielo parece una campana gris, brumosa, por encima de ellas.

Vuelve a pensar en las escenas de los crímenes, en que hay algo peculiar en el patrón que se hace patente. Algunas circunstancias resultan sencillamente incongruentes. En el semáforo en rojo de la calle Heleneborgsgatan, aprovecha para abrir la carpeta que está sobre el asiento del acompañante. Ojea rápidamente las fotografías del polideportivo. Tres duchas sin tabiques de separación. El reflejo del flash de la cámara brilla en el alicatado blanco. En una de las imágenes se ve un utensilio para secar el agua del piso con el mango de madera. Está apoyado contra la pared. Las láminas de goma de la base están rodeadas de un charco de sangre, agua y suciedad, pelos, tiritas y una botella de gel de ducha.

Junto al desagüe del suelo hay un brazo entero. La articulación está a la vista, rodeada de cartílago y tejido muscular seccionado. El cuchillo de caza con la punta rota está en la ducha.

Nålen encontró la punta con la ayuda de la tomografía por ordenador: estaba alojada en el hueso pélvico de Anders Ek.

El cuerpo lacerado se encuentra tirado en el suelo, entre el banco de madera y las taquillas de plástico abolladas. De un gancho cuelga una cazadora deportiva de color rojo. Hay sangre por todos los lados: en el suelo, las puertas y los bancos.

Joona tamborilea con los dedos sobre el volante mientras espera a que el semáforo se ponga en verde y piensa que los técnicos extrajeron numerosas muestras de pisadas, huellas digitales, fibras y cabellos. Se trata de enormes cantidades de ADN, de cientos de personas, pero aún no hay nada que pueda relacionarse con Josef Ek. Gran parte del ADN que se ha obtenido estaba contaminado, y las mezclas eran tan complejas que los análisis del Laboratorio de la Policía Científica se han complicado.

El comisario explicó a los técnicos que debían concentrarse en buscar muestras de ADN del padre sobre Josef Ek, que la gran cantidad de sangre que cubría su cuerpo de la segunda escena del crimen no tenía ninguna relevancia. Todos los miembros de la familia que se hallaban en la casa estaban embadurnados con sangre de los otros. Que Josef estuviera manchado con la sangre de su hermana pequeña no era más extraño que el hecho de que ella lo estuviera con la sangre de él. Pero si encontraban sangre del padre sobre Josef o huellas del chico en el vestuario, entonces se lo podría relacionar con ambas escenas del crimen. Bastaba con establecer una conexión entre él y el vestuario para dictar un auto de procesamiento.

En el hospital de Huddingeå, una doctora llamada Sigrid Krans había recibido instrucciones del Laboratorio de la Policía Científica de Linköping, el organismo encargado de realizar las pruebas de ADN en Suecia, para tomarle muestras biológicas a Josef Ek.

A la altura del parque Högalid, Joona llama a Erixon, el corpulento técnico criminalístico responsable de la investigación en la escena del crimen de Tumba.

– Para ya -contesta una voz densa.

– ¿Erixon? -dice Joona-. ¿Erixon? ¿Puedes aportar alguna prueba de vida? -bromea.

– Estoy durmiendo -responde con cansancio.

– Lo siento.

– No, en realidad voy camino de casa.

– ¿Habéis encontrado muestras de Josef en el vestuario? -pregunta Joona.

– No.

– Seguro que sí.

– No -repite Erixon.

– Me parece que estás haciendo una chapuza.

– Te equivocas -replica Erixon tranquilamente.

– ¿Has metido presión a nuestros amigos de Linköping? -pregunta Joona.

– Con todo mi peso -contesta él.

– ¿Y?

– No han encontrado ADN del padre en Josef.

– No me lo creo -dice Joona-. Joder, si estaba embadurnado de…

– Ni una gota -lo interrumpe Erixon.

– No cuadra.

– Parecían la leche de contentos cuando lo dijeron.

– ¿LCN? [7]

– Ni una microgota, nada.

– Joder…, no es posible que tengamos tan mala suerte.

– Sí que lo es.

– No.

– Vas a tener que rendirte -dice Erixon.

– Claro.

Finalizan la llamada y Joona piensa que lo que a veces puede parecer un enigma depende solamente de determinadas coincidencias. El modus operandi del agresor parece idéntico en ambas escenas: las cuchilladas feroces y los intentos de descuartizamiento. Por eso resulta extraño que no hayan encontrado sangre sobre Josef si él es el autor de los crímenes. Debería estar completamente embadurnado de sangre de los distintos cuerpos, piensa Joona, y vuelve a llamar a Erixon.

– ¿Sí?

– He caído en una cosa.

– ¿En veinte segundos?

– ¿Tomasteis muestras en el vestuario de mujeres?

– Nadie miró allí. La puerta estaba cerrada con llave.

– La víctima probablemente tenía llaves.

– Pero…

– Mirad en los desagües de las duchas de mujeres -indica Joona.

Tras rodear Tantolunden, conduce por un sendero y aparca delante de los edificios altos que dan al parque. Se pregunta dónde está el coche de policía que debería estar esperándolo, comprueba la dirección y piensa que quizá Ronny y su compañero se hayan equivocado de puerta. Frunce los labios. Eso explicaría la negativa de Sorab a dejarlos pasar, ya que, si así fuese, el tipo en cuestión ni siquiera se llamaría Sorab.

Hace frío esa noche. Camina rápidamente en dirección al portal mientras piensa cómo Josef describió bajo hipnosis los sucesos ocurridos en la casa. A juzgar por la versión del chico, no hizo nada por ocultar el crimen, no se protegió. No pensó que hubiera consecuencias, sino que permitió que la sangre lo empapara por completo.

Joona Linna piensa entonces que quizá durante la hipnosis Josef Ek únicamente describió lo que él sentía en el momento de cometer los crímenes, un arrebato furioso y confuso, mientras que, en realidad, actuó metódicamente, se puso ropa impermeable de la cabeza a los pies y se duchó en el vestuario de mujeres antes de ir a casa.

Tiene que hablar con Daniella Richards, saber si ella cree que Josef Ek está en condiciones de soportar un interrogatorio.

Joona entra en el portal del edificio, saca su teléfono y ve su cara reflejada en las baldosas negras de la pared, alicatada a modo de tablero de ajedrez. La tez pálida, fría, la mirada seria y el pelo rubio revuelto. Vuelve a llamar a Ronny cuando ya se encuentra frente al ascensor, pero no recibe respuesta. Quizá hayan hecho un último intento y Sorab los haya dejado pasar. Sube hasta el sexto piso, espera a que una madre con un cochecito de bebé baje en el ascensor, y luego va hasta la puerta de Sorab y llama al timbre.

Aguarda un momento, llama con los nudillos, espera unos segundos más, empuja la portezuela del correo con la mano y dice:

– ¿Sorab? Me llamo Joona Linna. Soy comisario de la policía judicial.

Se oye un ruido tras la puerta, como si alguien se hubiera apoyado pesadamente contra ella pero luego se hubiera apartado rápidamente.

– Tú eras el único que sabía dónde estaba Evelyn -continúa.

– Yo no he hecho nada -dice una profunda voz de hombre desde el interior del piso.

– Pero…

– ¡Yo no sé nada! -grita.

– Está bien -dice Joona-. De todos modos, quiero que abras la puerta, me mires y me digas que no sabes nada.

– Márchese.

– Abre la puerta.

– Joder… ¿es que no pueden dejarme en paz? Yo no tengo nada que ver con eso, no quiero verme involucrado.

Su tono de voz es de angustia. Guarda silencio, respira profundamente y golpea algo con la mano.

– Evelyn está bien -dice Joona.

Hay un leve crujido en la portezuela del correo.

– Yo pensaba…

Se calla.

– Necesitamos hablar contigo.

– ¿De verdad no le ha pasado nada a Evelyn?

– Abre la puerta.

– Ya le he dicho que no.

– Estaría bien que pudieras acompañarnos.

Se hace el silencio por un instante.

– ¿Ha estado aquí más veces? -pregunta Joona entonces.

– ¿Quién?

– Josef.

– ¿Quién es?

– El hermano de Evelyn.

– Aquí no ha estado -dice Sorab.

– Entonces, ¿quién ha venido?

– ¿No entiende que no pienso hablar con usted?

– ¿Quién ha venido?

– ¿Acaso he dicho yo que haya venido nadie? Está intentando liarme.

– No, por supuesto que no.

De nuevo se hace el silencio. Luego se oye un sollozo repentino tras la puerta.

– ¿Está muerta? -pregunta Sorab-. ¿Evelyn ha muerto?

– ¿Por qué lo preguntas?

– No quiero hablar con usted.

Joona oye el sonido de unos pasos que se alejan y después una puerta que se cierra. En el interior del piso comienza a retumbar una música a todo volumen. Cuando el policía baja por la escalera, piensa que alguien debió de amenazar a Sorab para que le dijera dónde se escondía Evelyn.

Sale al frío de la noche y ve a dos hombres con cazadoras de Pro Gym esperando de pie junto a su vehículo. Cuando lo oyen llegar se vuelven. Uno de ellos se apoya en el capó con el teléfono contra la oreja. Joona los examina rápidamente. Ambos están en la treintena. El que está sentado en el capó lleva la cabeza afeitada, mientras que el otro va peinado como un niño. Joona calcula que este último debe de pesar más de cien kilos. Quizá practica aikido, kárate o kickboxing. Probablemente toma hormonas del crecimiento, piensa. El otro quizá lleve un cuchillo, pero posiblemente ninguna arma de fuego.

Los parterres de césped están cubiertos por una fina capa de nieve.

Joona da media vuelta como si no hubiera visto a los dos hombres y echa a andar hacia el camino iluminado.

– ¡Eh, tío! -grita uno de ellos.

Joona hace caso omiso y continúa hacia la escalera, junto a la que hay una farola y una papelera de color verde.

– ¿No quieres tu coche?

Joona se detiene y dirige una rápida mirada a la fachada del edificio. Entonces cae en la cuenta de que el hombre que está sentado en el capó está hablando por teléfono con Sorab, y que éste lo está observando desde la ventana.

El más grande de los dos se le acerca lentamente y Joona se vuelve, dispuesto a enfrentarse a él.

– Soy policía -dice.

– Y yo soy un capullo -repone el tipo.

Joona saca rápidamente su móvil y llama de nuevo a Ronny. En el bolsillo del hombre que está de pie empieza a sonar de pronto la melodía de Sweet home Alabama. El tipo sonríe ampliamente, coge el teléfono de Ronny y contesta.

– ¿Sí? Aquí la pasma.

– ¿De qué va esto? -dice Joona.

– Deja en paz a Sorab. No quiere hablar.

– ¿Creéis que podéis ayudarlo si…?

– Esto es una advertencia -lo interrumpe él-. Me importa un carajo quién seas; sólo mantente alejado de Sorab.

Joona comprende que la situación puede ponerse peligrosa, se da cuenta de que ha dejado su pistola bajo llave en el armero de la comisaría y mira a su alrededor en busca de algo que pueda servirle de arma.

– ¿Dónde están mis compañeros? -pregunta con voz tranquila.

– ¿Me has oído? Que dejes a Sorab tranquilo.

El hombre que está enfrente de él se pasa rápidamente la mano por el pelo, peinado como lo llevaría un niño, su respiración se acelera, se aproxima un poco a Joona y levanta unos centímetros del suelo el talón del pie que tiene más atrás.

– Cuando era más joven me entrené -dice Joona-, y te advierto que si me atacas me defenderé y os detendré a los dos.

– Mira cómo temblamos -replica el tipo que está apoyado en el capó del coche.

Joona no retira la mirada del hombre con el peinado infantil.

– Habías pensado darme una patada en las piernas, ¿no? -dice-. Sabes que eres demasiado torpe para dar patadas altas.

– Idiota -farfulla el otro.

Joona se mueve entonces hacia la derecha para abrir el ángulo.

– Si decides darme una patada -prosigue-, no voy a echarme hacia atrás, que es a lo que tú estás acostumbrado, sino que te golpearé en la parte trasera de la rodilla, y cuando caigas hacia atrás, te propinaré un codazo en el cuello con este brazo.

– Joder, sí que dice chorradas -dice el del coche.

– Sí -ríe el otro.

– Si tienes la lengua fuera, te la morderás y te la cortarás en dos -dice Joona.

El hombre del peinado infantil balancea un poco el cuerpo y, cuando llega la patada, es más lenta de lo esperado. Joona ya ha dado un paso adelante cuando el otro empieza el giro de cadera. Y antes de que la pierna se estire y golpee su objetivo, Joona le da una patada con todas sus fuerzas en la corva de la pierna sobre la que el hombre del peinado infantil apoya todo su peso. Ya está desequilibrado y cae hacia atrás al tiempo que Joona se vuelve y le golpea en el cuello con el codo.

Capítulo 15

Viernes 11 de diciembre, por la mañana

Sólo son las cinco y media de la mañana cuando se oyen unos golpes en algún lugar del piso. Simone percibe el ruido como si fuera parte de un sueño frustrante en el que tiene que levantar distintas conchas y tapas de porcelana. Intenta comprender las reglas, pero se equivoca. Un niño da golpes sobre la mesa y señala lo mal que ha elegido. Simone se da media vuelta dormida y gime, abre los ojos y de inmediato está totalmente despierta.

Algo o alguien está dando golpes dentro del piso. Intenta localizar el sonido en la oscuridad, permanece totalmente inmóvil y escucha, pero los golpeteos han cesado.

Oye roncar débilmente a Erik a su lado. Suenan las tuberías. El viento golpea contra las ventanas.

A Simone le da tiempo a pensar que debe de haber amplificado el ruido en el sueño cuando, de repente, vuelven a oírse golpes. Hay alguien en el piso. Erik se ha tomado sus pastillas y duerme pesadamente. El sonido de un coche en la calle se filtra a través de la ventana. Los ronquidos de Erik se amortiguan cuando ella le apoya la mano en el brazo. Se vuelve dormido y resopla. Tan silenciosamente como puede, Simone se levanta de la cama y se desliza por la puerta del dormitorio, que está entornada.

En la cocina hay una luz encendida. Mientras camina de puntillas por el pasillo ve un resplandor que flota en el aire, como una nube de gas azul. Es la luz de la nevera. Tanto el frigorífico como el congelador están abiertos de par en par. El compartimento del congelador gotea, el agua se ha derramado. Las gotas caen de los alimentos descongelados y aterrizan golpeando el suelo.

Simone nota que hace frío en la cocina. Huele a humo de tabaco.

Mira hacia el pasillo.

Entonces descubre que la puerta de la calle está abierta de par en par.

Se apresura hacia el dormitorio de Benjamin, pero comprueba que su hijo está en la cama, durmiendo pacíficamente. Permanece allí unos segundos mientras escucha su respiración regular.

Cuando se dispone a cerrar la puerta de entrada, el corazón le da un vuelco. Hay alguien en el umbral. Le hace un gesto con la cabeza y le alarga un objeto. A Simone le lleva unos segundos darse cuenta de que es el repartidor de prensa, que quiere darle el periódico matutino. Ella le da las gracias, lo coge y cuando por fin cierra la puerta con llave se percata de que está temblando de pies a cabeza.

Enciende todas las lámparas y revisa el apartamento. No parece faltar nada.

Simone está arrodillada en la cocina, secando el agua, cuando entra Erik. Él coge una toalla, la tira al suelo y empieza a secar con el pie.

– Seguro que ha sido culpa mía: me habré levantado sonámbulo -dice.

– No -replica ella, cansada.

– Lo del frigorífico es típico; seguro que tenía hambre.

– No tiene gracia. Yo tengo el sueño muy ligero…, me despierto cada vez que te das la vuelta en la cama o si dejas de roncar; me despierto si Benjamin va al baño, oigo si…

– Entonces habrás sido tú la que se ha levantado sonámbula.

– Pues explícame por qué estaba abierta la puerta de la calle, explícame por qué… -Se interrumpe, no sabe si contárselo o no-. Noté claramente que olía a humo de tabaco aquí, en la cocina -dice finalmente.

Erik se ríe y Simone se ruboriza, enfadada.

– ¿Por qué no crees que ha entrado alguien en casa? -inquiere, irritada-. Después de toda la mierda que ha salido en los periódicos…, joder, no es tan raro que algún loco haya entrado y…

– Venga ya -la interrumpe él-. Eso no es lógico, Sixan. ¿Quién? ¿Quién iba a querer entrar en nuestro piso, abrir el frigorífico y el congelador y marcharse?

Simone tira la toalla al suelo:

– ¡No lo sé, Erik! ¡No lo sé, pero estoy segura de que alguien ha entrado!

– Tranquilízate -dice Erik, irascible.

– ¿Cómo quieres que me tranquilice?

– ¿Puedo decir lo que creo? En mi opinión, que aquí oliera a tabaco no es tan extraño. Probablemente algún vecino se haya fumado un cigarrillo junto a la campana de la cocina. En esta finca el tiro de la chimenea es compartido. O quizá algún capullo se haya fumado un cigarrillo en la escalera…

– No hace falta que seas despectivo -replica ella, cortante.

– Por Dios, Sixan, deja el orgullo a un lado, por favor. Estoy convencido de que debe de haber una explicación lógica para todo esto, y que en cualquier momento daremos con ella.

– Percibí que había alguien en casa cuando me desperté -dice ella en voz baja.

Él suspira y sale de la cocina. Simone mira la toalla sucia con la que ha secado el suelo alrededor del frigorífico.

Entonces llega Benjamín y se sienta en su sitio habitual.

– Buenos días -dice ella.

Él suspira y deja caer la cabeza entre las manos.

– ¿Por qué papá y tú mentís constantemente?

– Eso no es cierto -contesta ella.

– No…

– ¿Tú crees?

Él no dice nada.

– Si estás pensando en lo que te dije en el taxi al volver de…

– ¡Pienso en muchas cosas! -la interrumpe el chico en voz alta.

– No hace falta que me grites.

– Olvida que haya dicho nada -suspira él.

– No sé lo que va a pasar con papá y conmigo. No es tan fácil -dice ella-. Seguro que tienes razón y sólo nos estamos engañando a nosotros mismos, pero eso no es igual que mentir.

– Tú lo has dicho -replica él en voz baja.

– ¿Hay algo más en lo que estés pensando?

– No hay fotos mías de cuando era pequeño.

– Claro que sí -contesta ella sonriente.

– Me refiero de cuando era un recién nacido -dice él.

– Ya sabes que padecí algunos abortos antes…, quiero decir que estábamos tan contentos cuando naciste tú que nos olvidamos de hacer fotos. Sé exactamente cómo eras de bebé, tus orejitas arrugadas y…

– ¡Para ya! -grita Benjamín, y se va a su cuarto.

Erik entra en la cocina y echa un comprimido de Treo Comp en un vaso de agua.

– ¿Qué le pasa a Benjamín? -pregunta.

– No lo sé -murmura ella.

Erik se bebe el medicamento junto al fregadero.

– Piensa que mentimos acerca de todo -dice ella.

– Eso les sucede a todos los adolescentes.

Erik eructa en silencio.

– Llegué a decirle que nos íbamos a separar -cuenta ella.

– ¿Cómo puedes haber hecho semejante estupidez? -dice él con dureza.

– Sólo dije lo que sentía en ese momento.

– Joder, no puedes pensar sólo en ti misma.

– No soy yo la que se comporta de un modo inadecuado, no soy yo la que se acuesta con becadas, no soy…

– ¡Cállate! -grita él.

– No soy yo la que toma un montón de pastillas para…

– ¡Tú no sabes nada!

– Sé que tomas analgésicos fuertes.

– ¿Y qué tiene eso que ver contigo?

– ¿Te duele algo, Erik? Dime si…

– Soy médico y creo que puedo evaluar esto un poco mejor que…

– No puedes engañarme -lo interrumpe ella.

– ¿Qué quieres decir? -se ríe él.

– Tienes una adicción, Erik, ya no nos acostamos porque tomas un montón de medicamentos fuertes que…

– Quizá lo que ocurre es que no quiero acostarme contigo -replica él-. ¿Por qué iba a querer hacerlo si estás tan insatisfecha conmigo todo el tiempo?

– Entonces, separémonos -dice ella.

– Bien -contesta él.

Simone no es capaz de mirarlo. Tan sólo sale lentamente de la cocina, nota cómo el cuello se le tensa y le duele, como las lágrimas brotan de sus ojos.

Benjamin ha cerrado la puerta de su cuarto y tiene la música tan alta que tiemblan paredes y puertas. Simone se encierra en el baño, apaga la luz y llora.

– ¡Mierda! -oye gritar a Erik en la entrada antes de que la puerta se abra y se cierre de un golpe.

Capítulo 16

Viernes 11 de diciembre, por la mañana

Aún no eran las siete de la mañana cuando Joona Linna recibió una llamada de Daniella Richards. La médico telefoneaba para comunicarle que, en su opinión, Josef ya podía soportar un breve interrogatorio, aunque aún se encontraba en la habitación junto al quirófano.

Cuando Joona sube a su coche para ir al hospital, nota un dolor en el codo. Se acuerda de la noche anterior, de cómo el resplandor azul de las luces de los coches patrulla se deslizaba por la fachada del edificio de Sorab Ramadani, en Tantolunden. El grandullón con el peinado de niño había escupido sangre y farfullado algo confuso sobre su lengua mientras lo introducían en el asiento trasero del coche patrulla. Ronny Alfredsson y su compañero, Peter Jysk, habían sido hallados en el sótano del edificio; al parecer los habían amenazado con un cuchillo y los habían encerrado. Luego los dos matones habían conducido su coche patrulla hasta el aparcamiento de otro edificio.

Joona regresó al piso de Sorab, llamó de nuevo y le dijo que sus guardaespaldas estaban detenidos y que, si no abría inmediatamente, sus hombres forzarían la puerta.

Sorab lo dejó entrar, le ofreció asiento en un sofá de piel azul, preparó una infusión de manzanilla y le pidió disculpas por sus amigos.

Ramadani era un tipo de tez pálida con el pelo recogido en una coleta. Parecía claramente angustiado y todo el tiempo miraba a su alrededor. Volvió a disculparse con el comisario por lo sucedido y le explicó que había tenido muchos problemas últimamente.

– Por eso contraté a unos guardaespaldas -dijo en voz baja.

– ¿Qué tipo de problemas has tenido? -preguntó Joona, y luego sorbió la infusión caliente.

– Alguien va detrás de mí.

Sorab se levantó y fue hasta la ventana.

– ¿Quién? -quiso saber Joona.

Con voz monótona, dándole la espalda, el joven respondió que no quería hablar de ello.

– ¿Tengo que hacerlo? -preguntó a continuación-. ¿Acaso no tengo derecho a guardar silencio?

– Sí, estás en tu derecho -concedió Joona.

– Pues entonces… -repuso él encogiéndose de hombros.

– Pero me gustaría que hablaras conmigo -insistió Joona-. Quizá podría ayudarte, ¿no lo has pensado?

– Muchas gracias -replicó Sorab sin dejar de mirar por la ventana.

– ¿Es el hermano de Evelyn el que…?

– No -lo interrumpió él bruscamente.

– ¿No fue Josef Ek quien vino a tu casa?

– Él no es su hermano.

– Entonces, ¿quién es?

– Yo qué sé, pero no es su hermano; es otra cosa.

Tras decir que Josef no era hermano de Evelyn, Sorab volvió a mostrarse visiblemente inquieto, comenzó a hablar de fútbol, de la liga alemana, y ya no contestó razonablemente a ninguna otra cuestión. Joona se preguntó qué le habría dicho Josef a Sorab, qué habría hecho, de qué modo podría haberlo asustado tanto como para que él le contara dónde se encontraba Evelyn.

Joona dobla una esquina y aparca delante de la clínica neurológica, sale del coche, accede por la entrada principal, toma el ascensor hasta la quinta planta, continúa por el pasillo, saluda al policía que está de guardia y luego entra en la habitación de Josef. Una mujer se levanta de una silla junto a la cama y se presenta:

– Lisbet Carien -dice-. Soy trabajadora social y voy a ser la persona de apoyo de Josef durante el interrogatorio.

– Bien -asiente Joona mientras le tiende la mano.

Ella lo observa de un modo que él, de alguna manera, encuentra simpático.

– ¿Es usted el responsable del interrogatorio? -pregunta ella con interés.

– Sí. Discúlpeme, mi nombre es Joona Linna y soy comisario de la policía judicial. Hablamos por teléfono.

A intervalos regulares se oye en la habitación un sonido burbujeante procedente del dispositivo de drenaje, que está conectado con una sonda a la pleura perforada de Josef. De este modo se asegura la presión que ya no existe de forma natural, de manera que su pulmón pueda funcionar durante el proceso de curación.

Lisbet Carien dice en voz baja que la doctora le ha explicado que el chico debe permanecer tumbado, absolutamente inmóvil, ya que de lo contrario corre el riesgo de padecer nuevas hemorragias en el hígado.

– No voy a poner en riesgo su salud -aclara Joona, y deja la grabadora sobre la mesilla, junto a Josef.

Le dirige un gesto interrogativo a Lisbet, que asiente con la cabeza, el comisario pone en marcha el aparato y empieza a hablar. Describe la situación del interrogatorio, dice que Josef Ek es interrogado con fines informativos, que es viernes 11 de diciembre, que son las 8.15 de la mañana. Después indica qué personas hay presentes en la habitación.

– Hola -dice a continuación dirigiéndose al chico.

Él lo mira con ojos pesados.

– Me llamo Joona… Soy comisario de la policía judicial.

Josef cierra los ojos.

– ¿Cómo estás?

La trabajadora social mira por la ventana.

– ¿Puedes dormir con ese aparato burbujeante? -pregunta Joona.

Josef asiente despacio.

– ¿Sabes por qué estoy aquí?

El chico abre los ojos y niega lentamente con la cabeza. Joona espera mientras observa su rostro.

– Ha habido un accidente -dice entonces Josef-. Toda mi familia ha tenido un accidente.

– ¿Nadie te ha contado lo que ha pasado? -pregunta Joona.

– Quizá un poco -responde él débilmente.

– Se niega a ver a psicólogos o asistentes sociales -interviene Lisbet Carien.

Joona piensa en lo diferente que sonaba la voz de Josef durante la sesión de hipnotismo. Ahora es repentinamente frágil, casi inexistente, y todo el tiempo inquisitiva.

– Creo que sí sabes lo que ha pasado.

– No tienes por qué contestar -se apresura a advertirle la trabajadora social.

– Tienes quince años -continúa Joona.

– Sí.

– ¿Qué hiciste el día de tu cumpleaños?

– No me acuerdo.

– ¿Te hicieron regalos?

– Estuve viendo la tele -contesta Josef.

– ¿Fuiste a ver a Evelyn? -pregunta Joona con tono neutro.

– Sí.

– ¿A su piso?

– Sí.

– ¿Estaba allí?

– Sí.

Silencio.

– No, no estaba -se corrige Josef, dudoso.

– ¿Dónde estaba entonces?

– En la cabaña -contesta él.

– ¿Es una cabaña bonita?

– Bonita, no…, pero es acogedora.

– ¿Se alegró de verte?

– ¿Quién?

– Evelyn.

Silencio.

– ¿Llevabas algo contigo?

– Una tarta.

– Una tarta. ¿Estaba rica?

El chico asiente.

– ¿A Evelyn le pareció que estaba rica? -continúa Joona.

– A ella sólo le gusta lo mejor -dice él.

– ¿Te hizo algún regalo?

– No.

– Pero quizá te cantó…

– No quería darme mi regalo -dice él, dolido.

– ¿Eso te dijo?

– Sí, eso hizo -se apresura a contestar.

– ¿Por qué?

Silencio.

– ¿Estaba enfadada contigo? -pregunta Joona.

El asiente.

– ¿Quería que hicieras algo que no podías hacer? -continúa tranquilamente Joona.

– No, ella…

Josef pronuncia el resto de la frase en susurros.

– No te oigo, Josef.

Él sigue susurrando. Joona se acerca y se inclina sobre él para tratar de entender sus palabras.

– ¡Maldito cabrón! -grita entonces Josef en su oído.

Joona se echa hacia atrás, rodea la cama, se frota la oreja y trata de sonreír. El rostro del chico está gris como la ceniza cuando chilla:

– ¡Voy a averiguar dónde está ese maldito hipnotizador y le voy a destrozar el cuello a mordiscos, acabaré con él y con su…

La trabajadora social se precipita hacia la cama e intenta apagar la grabadora.

– ¡Josef! Tienes derecho a guardar silencio si…

– No se meta en esto -la interrumpe Joona.

Ella lo mira indignada y dice, temblando:

– Antes del interrogatorio debería haberle informado…

– No, está usted equivocada; no hay ninguna ley que regule eso -dice Joona en un tono de voz elevado-. Tiene derecho a guardar silencio, es cierto, pero yo no tengo ninguna obligación de advertírselo.

– Disculpe, entonces.

– Está bien -farfulla Joona, y se vuelve de nuevo hacia Josef-. ¿Por qué estás enfadado con el hipnotista?

– No tengo por qué contestar a sus preguntas -replica él, y señala con un gesto de la cabeza a la trabajadora social.

Capítulo 17

Viernes 11 de diciembre, por la mañana

Erik baja la escalera corriendo, sale del portal y se detiene en la calle Sveavägen. Nota que el sudor en su espalda se enfría. Siente náuseas a causa de la angustia, aún no comprende cómo ha podido ser tan estúpido como para rechazar a Simone sólo porque se sentía herido. Continúa caminando lentamente en dirección a Odenplan y se sienta en un banco frente a la biblioteca. Hace frío. Hay un hombre durmiendo un poco más allá, bajo una gruesa capa de mantas.

Erik se levanta y regresa hacia su casa. Compra unos bollos en una panadería y un café con leche para Simone. Se apresura en volver y sube la escalera a grandes zancadas. Encuentra la puerta cerrada con llave, abre y comprende al instante que el piso está vacío. Erik piensa entonces que tiene que demostrarle a Simone que puede confiar en él. Tarde el tiempo que tarde, la convencerá de nuevo. Se toma el café de pie junto a la mesa de la cocina, siente náuseas y se toma un antiácido.

No son más de las nueve de la mañana. Su turno en el hospital no empieza hasta dentro de varias horas. Coge un libro y se echa en la cama, pero en lugar de leer, empieza a pensar en Josef Ek. Se pregunta si el comisario Linna conseguirá hacerle hablar.

El piso está en completo silencio.

Una suave calma se extiende en su estómago por la medicina.

Nada de lo que se diga durante una sesión de hipnotismo puede usarse como prueba policial, pero Erik sabe que Josef dijo la verdad, que fue él quien mató a su familia, aunque no sepan el verdadero motivo, ni por qué de alguna forma parecía sentirse dirigido por la hermana.

Erik cierra los ojos e intenta imaginar el adosado donde vivía la familia Ek. Evelyn debió de darse cuenta pronto de que su hermano era peligroso. Con los años, la chica aprendió a vivir con la falta de control que él tenía sobre sus impulsos, a sopesar siempre sus deseos para evitar el riesgo de un ataque de ira. Josef seguramente fue un niño agresivo, sus padres le regañaban, pero servía de poco. Como su hermana mayor que era, Evelyn no debió de tener ninguna protección contra él. La familia manejó la violencia de Josef de día en día, intentó sobrellevarla, pero no fueron conscientes de la gravedad de la situación. Los padres quizá pensaban que su comportamiento agresivo se debía a que era un chico. Es posible que se culparan por haberle dejado jugar con videojuegos violentos, por haberle permitido ver películas de terror.

Evelyn abandonó el hogar en cuanto pudo, se buscó un trabajo y un piso, pero algo le hizo adivinar la peligrosidad creciente. Un día sintió tanto miedo que fue a ocultarse en la cabaña de su tía y se llevó una escopeta consigo para protegerse.

¿La había amenazado Josef?

Erik intenta imaginarse el miedo de Evelyn durante las noches en la cabaña, en la oscuridad, con la escopeta cargada junto a la cama.

Piensa en su conversación telefónica con Joona Linna tras el interrogatorio de la chica. ¿Qué pasó cuando Josef se presentó en la cabaña con una tarta? ¿Qué le dijo él? ¿Qué sintió ella? ¿Fue entonces cuando se asustó y se hizo con la escopeta? ¿Fue después de su visita cuando empezó a vivir con el miedo de que la matara?

Erik piensa en Evelyn. La ve ante sí frente a la cabaña.

Una mujer joven con un chaleco de plumas de color plateado, jersey de punto rojo, vaqueros desgastados y zapatillas de deporte. Camina lentamente entre los árboles, con su cola de caballo bamboleándose. La expresión de su rostro es indefensa, casi infantil. Sujeta la escopeta de perdigones de manera indolente, la arrastra por el suelo mientras camina suavemente por encima de los arbustos de arándanos azules y el musgo. El sol se filtra entre las ramas de los pinos.

De repente Erik comprende algo decisivo: si Evelyn tuviera miedo, si tuviera una escopeta para defenderse de Josef, la habría llevado de otra forma, no la habría arrastrado tras de sí mientras caminaba hacia la casa.

Recuerda que la chica tenía los vaqueros húmedos en las rodillas, manchas oscuras de tierra.

Se fue al bosque con la escopeta para quitarse la vida, piensa.

Se arrodilló en el musgo y se metió el cañón de la escopeta en la boca pero no se atrevió a hacerlo.

Cuando la vio en el claro, arrastrando la escopeta sobre los arbustos de arándanos, volvía a la cabaña, volvía a la alternativa de la que había querido huir.

Erik coge el teléfono y marca el número del móvil de Joona.

– Aquí Joona Linna.

– Hola, soy Erik Maria Bark.

– ¿Erik? Tenía pensado llamarlo, pero ha habido un montón de…

– No pasa nada -dice él-. He…

– Debe usted saber -lo interrumpe Joona- que siento muchísimo la persecución de los medios, le prometo que investigaré quién dio el soplo a la prensa cuando todo esto se calme un poco…

– No importa.

– Me siento culpable por haberlo convencido de que…

– Yo mismo tomé la decisión, no culpo a nadie más.

– Personalmente sigo opinando, aunque ahora mismo no esté bien decirlo, que hicimos lo correcto al hipnotizar a Josef. Aún no sabemos nada, pero es muy posible que eso le salvara la vida a Evelyn.

– Por eso le he llamado -dice Erik.

– ¿A qué se refiere?

– He caído en una cosa. ¿Tiene tiempo?

Erik oye que Joona mueve algo; parece como si arrastrara una silla y se sentara.

– Sí -dice-. Tengo tiempo.

– Cuando fuimos a la cabaña de Värmdö -empieza Erik-, me quedé en el coche y vi a una mujer entre los árboles. Llevaba una escopeta en la mano. De alguna manera comprendí que era Evelyn, y pensé que podía darse una situación peligrosa si la policía la sorprendía.

– Sí, podríamos haberle disparado a través de la ventana -dice Joona-, si hubiéramos pensado que era Josef quien venía.

– Hace un momento, estando en casa, he pensado otra vez en la chica -prosigue Erik-. La vi entre los árboles. Caminaba lentamente en dirección a la cabaña y sujetaba la escopeta con una mano, con el cañón arrastrándolo por el suelo.

– Continúe.

– ¿Lleva uno la escopeta de ese modo si teme que lo maten?

– No -contesta Joona.

– Creo que había ido al bosque para suicidarse -dice Erik-. Tenía los vaqueros húmedos en las rodillas. Probablemente se había arrodillado en el musgo con la escopeta dirigida a la frente o al pecho pero finalmente no se atrevió a disparar, eso es lo que creo.

Tras decir eso, guarda silencio. Oye a Joona respirar pesadamente en el auricular. En la calle empieza a sonar la alarma de un coche.

– Gracias -responde finalmente el comisario-. Iré a hablar con ella.

Capítulo 18

Viernes 11 de diciembre, por la tarde

El interrogatorio a Evelyn tiene lugar en uno de los despachos de la penitenciaría. Para hacer de la triste sala un lugar un poco más acogedor, alguien ha colocado sobre el escritorio una lata roja de galletas de jengibre y unos candelabros eléctricos de Ikea en el poyete de la ventana. Evelyn y el asistente social que la acompañará durante el interrogatorio están sentados en sus sillas cuando Joona inicia la grabación.

– Sé que mis preguntas te van a resultar difíciles, Evelyn -dice en voz baja mientras le dirige una rápida mirada-. Pero te agradecería que las contestases de todas formas, lo mejor que puedas.

Ella no responde sino que se mira las rodillas.

– No creo que te beneficie en absoluto estar callada -continúa el comisario con suavidad.

Evelyn no reacciona, sólo se mira las rodillas fijamente. Su asistente social, un hombre de mediana edad con el rostro sombreado por una incipiente barba, observa a Joona inexpresivamente.

– ¿Empiezo, Evelyn?

La chica niega con la cabeza. El comisario aguarda. Después de un rato, ella levanta la barbilla y lo mira a los ojos.

– Fuiste al bosque para suicidarlo, ¿verdad?

– Sí -susurra ella.

– Me alegro de que no lo hicieras.

– Yo no.

– ¿Lo has intentado más veces?

– Sí.

– ¿Antes de esta ocasión?

Ella asiente.

– Pero no antes de que Josef fuese a la cabaña con la tarta…

– No.

– ¿Qué te dijo?

– No quiero pensar en ello.

– ¿En qué? ¿En lo que dijo?

Evelyn se levanta de la silla y tensa las mandíbulas.

– No me acuerdo -dice casi sin voz-. Seguro que no era nada especial.

– Ibas a suicidarte, Evelyn -le recuerda Joona.

Ella se levanta, camina hasta la ventana, apaga los candelabros y luego los vuelve a encender, regresa a su silla y se sienta con las manos cruzadas a la altura del estómago.

– ¿Es que no pueden dejarme en paz?

– ¿Eso quieres? ¿De verdad es eso lo que quieres?

Ella asiente sin mirar a Joona.

– ¿Necesitas tomarte un descanso? -pregunta el asistente social.

– No sé qué le ocurre a Josef -dice entonces Evelyn en voz baja-. Está mal de la cabeza. Siempre ha… Cuando era pequeño solía pegarme, con demasiada fuerza, con gran agresividad. Destrozaba todas mis cosas, nunca podía tener nada. -Le tiembla la boca-. Cuando tenía ocho años me preguntó si tenía posibilidades conmigo. Quizá no suene peligroso, pero para mí… Yo no quería, pero él exigía que nos besáramos… Yo le tenía miedo, hacía cosas raras, se colaba en mi habitación por la noche y me mordía hasta que me hacía sangrar. Empecé a devolverle los golpes, pero entonces él se envalentonaba aún más. -Se seca las lágrimas de las mejillas-. Y se vengaba con Buster si yo no hacía lo que quería… Cada vez fue peor, quería verme los pechos, bañarse conmigo… Mató a mi perro y lo arrojó por un puente.

Evelyn se levanta y camina nerviosa hacia la ventana.

– Josef tendría quizá doce años cuando…

Se le rompe la voz y solloza en silencio antes de continuar.

– Me preguntó si quería meterme su colita en la boca. Yo le dije que era un cerdo. Entonce fue a la habitación de Knyttet y le pegó…, sólo tenía dos años.

Evelyn llora durante un rato y luego parece calmarse.

– Me obligaba a mirarlo varias veces al día mientras se hacía una paja…, pegaba a Knyttet si me negaba, decía que la mataría. Poco después, puede que fuera cosa de meses, empezó a exigir que me acostara con él, me lo decía todos los días, me amenazaba… Pero a mí se me ocurrió una respuesta que darle: le dije que él aún no había alcanzado la mayoría de edad sexual y que eso era ilegal, que yo no podía hacer algo que fuera ilegal. -Se seca las lágrimas de las mejillas-. Pensé que con el tiempo se le pasaría. Me marché de casa, pasó un año, pero luego empezó a llamarme… No entiendo cómo supo que estaba en la cabaña, yo… -Llora con la boca abierta, intensamente-. ¡Oh, Dios mío!

– Así que te amenazó -dice Joona-. Te amenazó con matar a toda tu familia si no…

– ¡No dijo eso! -grita ella de pronto-. Dijo que mataría a papá. Todo es culpa mía…, me quiero morir…

Apoya la espalda contra la pared, se deja deslizar por ella y se hace un ovillo en el suelo.

Capítulo 19

Viernes 11 de diciembre, por la tarde

Joona está sentado en su despacho y durante un momento se mira fijamente la palma de la mano. La otra aún sujeta el teléfono. Cuando ha informado a Jens Svanehjälm del inesperado giro en la declaración de Evelyn, el fiscal lo ha escuchado en silencio, suspirando pesadamente de vez en cuando, mientras el comisario le refería el cruel móvil de los crímenes.

– Lo siento, Joona -le ha dicho al cabo-, pero lamentablemente su declaración es demasiado débil, teniendo en cuenta que a su vez Josef Ek ha acusado a su hermana. Quiero decir que necesitaríamos una confesión del chico, o disponer de pruebas físicas.

Joona pasea la mirada por la habitación y se frota la cara con la mano. Luego llama a la médico de Josef, Daniella Richards, y discute con ella el momento adecuado para proseguir con el interrogatorio, cuando el sospechoso no tenga tantos analgésicos en el cuerpo.

– Tiene que estar despierto -dice Joona.

– Podría venir usted a las cinco -indica Daniella.

– ¿De la tarde?

– No van a volver a darle morfina hasta las seis. La planificación se hace a partir de la hora de la cena.

Joona mira el reloj. Son las dos y media de la tarde.

– Está bien -dice.

Después de la conversación con Daniella Richards, llama a Lisbet Carien, la asistente social que se ocupa de Josef, y le informa de la hora.

Se dirige a la sala de personal, coge una manzana del frutero y cuando vuelve ve a Erixon, el técnico responsable de la investigación en el lugar del crimen de Tumba, sentado en su sitio, con todo el volumen de su cuerpo apoyado sobre el escritorio. Tiene la cara roja, saluda débilmente a Joona con una mano y resopla.

– Méteme esa manzana en la boca y ya tienes un cerdo de Navidad -dice.

– Vamos, cállate -replica Joona, y da un mordisco a la pieza de fruta.

– Lo tengo merecido -dice Erixon-. Desde que abrió el tailandés de la esquina he ganado once kilos.

– Sirven buena comida.

– Joder, ya puedes decirlo.

– ¿Cómo ha ido en el vestuario de mujeres? -pregunta Joona.

Erixon levanta una mano rechoncha para detenerlo.

– Prohibido decir «¿Qué te había dicho?», ¿vale?

Joona sonríe ampliamente.

– Ya veremos -dice, diplomático.

– De acuerdo -suspira Erixon, y se seca el sudor de las mejillas-. Había pelos de Josef Ek en el desagüe, y sangre de Anders, el padre, en las juntas del suelo.

– ¿Qué te había dicho? -replica Joona, exultante.

Erixon se ríe y se agarra el cuello como si pensara que se le va a partir.

Mientras baja en el ascensor hacia el vestíbulo de la Dirección Nacional de Policía, el comisario telefonea de nuevo a Jens Svanehjälm.

– Qué bien que hayas llamado -señala Jens-. Me están presionando con eso de la hipnosis… Me parece que vamos a tener que cerrar la investigación relativa a Josef: sólo costará dinero y…

– Espera un segundo -lo interrumpe Joona.

– Pero ya he decidido…

– ¿Jens?

– Sí.

– Tenemos pruebas físicas -dice Joona, muy serio-. Josef Ek está relacionado con la primera escena del crimen.

El fiscal Svanehjälm respira pesadamente en el teléfono y luego declara, contenido:

– Joona, has llamado en el último segundo.

– Suficiente, ¿no? -contesta él.

– Sí.

Jens está a punto de colgar cuando el comisario añade:

– ¿No te he dicho que tenía razón?

– ¿Cómo?

– ¿No tenía yo razón?

Se hace el silencio en el auricular. Luego Jens admite lentamente, como si le hablara a un niño:

– Sí, Joona, la tenías.

Finalizan la llamada y la sonrisa desaparece del rostro del comisario de la judicial. Mientras camina por detrás de la pared de cristal en dirección al jardín, mira de nuevo su reloj. Dentro de media hora tiene que estar en el Museo Nórdico de Djurgärden.

Joona sube la escalera del museo y continúa por los pasillos largos y desiertos. Pasa ante cientos de vitrinas iluminadas sin prestarles la más mínima atención. No ve los objetos de uso común, los tesoros o las artesanías, no se fija en las exposiciones, los trajes regionales y las grandes fotografías.

El guardia ya ha sacado una silla y la ha colocado frente a la vitrina débilmente iluminada. Sin pronunciar palabra, el comisario se sienta como hace siempre y observa la corona de novia saami. Frágil, delicadamente, se ensancha hasta formar un círculo perfecto. Los engarces recuerdan el cáliz de una flor o un par de manos que se han entrelazado con los dedos extendidos. Lentamente, Joona levanta la cabeza para permitir que la luz se desplace por ella y obtener así distintos puntos de vista. La corona de novia está tejida con raíces, elaborada a mano. El material se ha extraído de la tierra y brilla como la piel, como el oro.

En esta ocasión, Joona sólo permanece sentado delante de la vitrina durante una hora. Al cabo se levanta, hace un gesto al vigilante y sale lentamente del Museo Nórdico. El aguanieve del suelo está embarrada y negra y huele al gasoil de un barco que pasa bajo el puente Djurgärdsbron. Lentamente se encamina hacia Strandvägen cuando suena su teléfono. Es Nälen, el forense.

– Qué bien que te encuentro -dice brevemente cuando Joona contesta.

– ¿Habéis terminado ya con las autopsias?

– Casi, casi.

En la acera, Joona ve a un padre joven que inclina repetidamente un cochecito para que se ría su bebé. Una mujer permanece inmóvil en una ventana, observando la calle. Cuando él cruza su mirada con la de ella, inmediatamente retrocede un paso hacia el interior del piso.

– ¿Has encontrado algo más? -le pregunta a Nålen.

– Sí, bueno, no sé…

– ¿Y bien?

– Me refiero al corte en el vientre.

– ¿Sí?

Oye cómo Nålen contiene el aliento y algo que suena de fondo.

– Se me ha caído el bolígrafo -murmura el forense, y a continuación se oyen unos crujidos en el auricular-. Se ensañaron mucho con ellos -dice cuando se pone otra vez al teléfono-. Sobre todo con la niñita.

– Entiendo -dice Joona.

– Muchas de las heridas eran completamente innecesarias, fueron infligidas por puro placer. Si me lo preguntas, te diré que me parece un horror.

– Sí -conviene Joona, y piensa en lo que vio cuando llegó a la escena del crimen.

Los policías en estado de shock, la sensación de caos en el lugar. Los cuerpos en el interior de la casa. Recuerda las mejillas blancas como el papel de Lillemor Blom cuando estaba de pie, fumando con manos temblorosas. Se acuerda de cómo la sangre había salpicado las ventanas, resbalado por las puertas cristaleras de la terraza de la parte de atrás.

– ¿Tienes algo claro sobre el corte en el vientre de la mujer?

Nålen suspira.

– Sí, es lo que creíamos. Le hicieron ese corte unas dos horas después de muerta. Alguien giró su cuerpo e introdujo un cuchillo afilado en la vieja cicatriz de cesárea. -Hojea unos papeles-. Por lo demás, nuestro agresor no sabe mucho sobre sectio caesarea. En el caso de Katja Ek, se le practicó una cesárea de emergencia; el corte describía una trayectoria vertical, desde el ombligo hacia abajo.

– ¿Sí?

Nålen resopla.

– Resulta que el útero siempre se abre horizontalmente, aunque el corte del vientre sea vertical.

– Pero eso no lo sabía Josef -dice Joona.

– No -conviene Nålen-. Él sólo abrió el vientre sin saber que una cesárea siempre consta de dos incisiones: una en el vientre y otra en el útero.

– ¿Hay algo más que debas decirme?

– Quizá que inusualmente dedicó mucho tiempo a ensañarse con los cuerpos. No se detuvo, aunque estuviera cansado; es como si no hubiese tenido nunca suficiente, su ira no se aplacaba.

Se hace el silencio entre ellos. Joona camina por Strandvägen. Empieza a pensar de nuevo en el último interrogatorio al que ha sometido a Evelyn.

– Sólo quería confirmarte lo de la cesárea -dice Nålen después de un momento-. Que el corte se hizo unas dos horas después del fallecimiento.

– Gracias, Nålen -dice Joona.

– Mañana tendrás el informe completo de la autopsia.

Cuando Joona corta la llamada, piensa en lo terrible que debió de resultar crecer junto a Josef Ek. En lo desprotegida que debió de sentirse Evelyn, por no hablar de su hermana pequeña.

Joona intenta recordar lo que la joven refirió durante el interrogatorio acerca de la cesárea que le practicaron a su madre.

Piensa en cómo Evelyn se sentó hecha un ovillo en el suelo, apoyada contra la pared de la sala de interrogatorios, mientra hablaba de los celos casi patológicos que Josef sentía de su hermana pequeña.

– Josef está mal de la cabeza -dijo-. Siempre lo ha estado. Recuerdo cuando nació. Mamá estuvo muy mala, no sé qué le pasó, pero tuvieron que hacerle una cesárea de urgencia. -Evelyn sacudió la cabeza y se mordió el labio antes de proseguir-: ¿Sabe lo que es una cesárea de emergencia?

– Sí, más o menos -contestó Joona.

– A veces…, a veces hay complicaciones cuando un niño nace de ese modo.

Evelyn le dirigió entonces una mirada tímida.

– ¿Te refieres a la falta de oxígeno y esas cosas? -preguntó el policía.

Ella negó con la cabeza y se enjugó las lágrimas de las mejillas.

– Quiero decir que puede acarrear problemas psíquicos a la madre. Una mujer que ha experimentado un parto difícil y a la que duermen de repente para abrirla en canal puede tener problemas para establecer lazos afectivos con su hijo.

– ¿Padeció tu madre una depresión posparto?

– No exactamente -contestó Evelyn con voz densa, espesa-. Mi madre estaba psicótica tras nacer Josef. En la maternidad no se dieron cuenta, así que la dejaron irse a casa con él. Fui yo la que lo descubrí. Todo iba mal. Fui yo la que tuve que encargarme de cuidar a Josef. Yo sólo tenía ocho años, pero a ella él no le importaba, no se ocupaba de él; se limitaba a quedarse en la cama todo el día, y no hacía otra cosa más que llorar. -Evelyn miró entonces a Joona y susurró-: Mamá decía que no era hijo suyo, que su verdadero hijo había muerto, y al final hubo que ingresarla.

La chica dibujó una sonrisa torcida como para sí.

– Mamá volvió a casa con nosotros después de un año, más o menos. Fingía normalidad otra vez, pero en realidad siguió rechazando a Josef.

– ¿Así que no crees que tu madre se recuperara? -preguntó Joona cautelosamente.

– Sí, se recuperó, porque cuando tuvo a Lisa todo fue diferente. Estaba feliz con ella, lo hacía todo por ella.

– Y tú tuviste que encargarte de Josef.

– Empezó a decir que mamá debería haberlo parido como Dios manda. Para él, la explicación a la injusticia que padecía era que Lisa había nacido «por el cono», mientras que él no. Lo repetía todo el tiempo: que mamá debería haberlo parido por el cono, y no…

La voz de Evelyn se apagó de repente. Volvió el rostro y Joona observó sus hombros encogidos, tensos, sin atreverse a tocarla.

Capítulo 20

Viernes 11 de diciembre, por la tarde

La sección de cuidados intensivos del hospital Karolinska, inusualmente, no está en absoluto silencio cuando Joona llega caminando. En el aire flota un olor a comida y hay un carro con recipientes de acero inoxidable, platos, vasos y cubiertos en la sala de espera. Dentro de la habitación alguien ha encendido la televisión, y se oye también ruido de platos.

Joona piensa que Josef rajó la vieja cicatriz de la cesárea en el vientre de su madre, abrió su propio pasaje de acceso a la vida, el pasaje que al mismo tiempo lo condenó a ser huérfano de madre, que hizo que ella jamás se uniera a su hijo.

Josef sintió pronto que no era como los demás niños, que estaba solo. La única persona que le había prodigado cariño y cuidados había sido Evelyn. No aceptó que ella lo rechazara. El más mínimo gesto de distancia lo llenaba de desesperación y rabia, y su furia se canalizó cada vez más hacia la amada hermana pequeña.

Joona saluda con la cabeza a Sunesson, que monta guardia frente a la puerta de la habitación de Josef Ek, y luego al chico. La bolsa de la orina está medio llena y un pesado gotero que está junto a la cama lo provee de suero y plasma. Los pies del muchacho sobresalen por debajo de la manta azul, las plantas están sucias, tiene adheridos pelos y suciedad a los esparadrapos que recubren los puntos. El televisor está encendido, pero él no parece prestarle atención.

Lisbet Carien, la trabajadora social, ya se encuentra en la estancia. Aún no se ha percatado de la presencia de Joona, ya que está junto a la ventana sujetándose un pasador en el pelo.

A Josef vuelve a sangrarle una herida: la sangre le corre por el brazo y gotea hasta el suelo. Una enfermera mayor está inclinada sobre él, presiona una compresa y vuelve a poner esparadrapo en los bordes de las heridas, limpia la sangre y luego sale de la habitación.

– Disculpe -dice Joona alcanzando a la enfermera en el pasillo.

– ¿Sí?

– ¿Cómo está? ¿Cómo está Josef Ek?

– Debe hablar usted con el médico responsable -contesta la mujer, y echa a andar de nuevo.

– Eso haré. – Joona sonríe y se apresura tras ella-. No obstante…, me gustaría mostrarle algo… ¿Podría llevarlo hasta un lugar en silla de ruedas?…

La enfermera niega con la cabeza y se detiene bruscamente.

– El paciente no puede moverse de la cama bajo ningún concepto -dice con tono estricto-. Menuda estupidez: tiene muchísimo dolor, no puede moverse, tendría nuevas hemorragias si se levantara.

Joona regresa entonces a la habitación de Josef. Entra sin llamar, camina hasta el chico, coge el mando a distancia y apaga la televisión. A continuación pone en marcha la grabadora, dice la hora y la fecha, cita a los presentes en la habitación y luego se sienta en la butaca para las visitas. Josef abre pesadamente los párpados y lo mira con escaso interés. El dispositivo de drenaje que está conectado a su torso para estabilizar la presión en su pleura perforada emite un sonido bajo y burbujeante que resulta bastante agradable.

– Deberían darte pronto el alta -dice Joona.

– Fenomenal -contesta Josef débilmente.

– Pero te trasladarán a la cárcel.

– Lisbet ha dicho que el fiscal no está dispuesto a mover un dedo -replica el chico mirando a la trabajadora social.

– Eso era antes de que tuviéramos un testigo.

Josef cierra los ojos suavemente.

– ¿Quién?

– Tú y yo hemos hablado mucho -dice Joona-, pero quizá ahora desees cambiar algo de lo que has dicho o añadir algo que no hayas dicho.

– Evelyn… -susurra él.

– No vas a salir en mucho tiempo.

– Miente.

– No, Josef, te estoy diciendo la verdad. Puedes confiar en ello: se va a solicitar tu encarcelamiento, y a partir de ahora tienes derecho a disponer de asistencia legal.

Josef intenta levantar la mano pero no puede.

– La han hipnotizado -sonríe.

– No.

– Es su palabra contra la mía -dice él.

– En realidad, no -replica Joona, y observa el rostro limpio, pálido, del chico-. También tenemos pruebas.

Josef tensa las mandíbulas.

– No tengo tiempo para permanecer aquí sentado, pero si quieres contarme algo, puedo quedarme un rato más -dice Joona en tono amable.

Deja que pase medio minuto, tamborilea con los dedos en el brazo de la butaca, se levanta, coge la grabadora, y tras dirigir un breve gesto de la cabeza a la trabajadora social, sale de la habitación.

Una vez fuera del hospital, cuando ya está en el coche, Joona piensa que debería haberle referido la versión de Evelyn a Josef para comprobar la reacción. Hay una arrogancia bullendo en el chico que quizá le habría hecho confesar si se hubiera visto suficientemente provocado.

Sopesa volver por un momento, pero decide dejarlo estar o llegará tarde a la cena en casa de Disa.

Está oscuro y hay niebla cuando aparca el coche ante la casa de color claro de Lützengatan. Inusualmente, tiene frío cuando camina hacia el portal, observa el césped helado de Karlaplan, las ramas negras de los árboles.

Intenta recordar a Josef tumbado en su cama, pero lo único que ve es el dispositivo de drenaje burbujeando y silbando. No obstante, tiene la sensación de haber pasado por alto algo importante.

La sensación de que algo no cuadra continúa bullendo en él cuando coge el ascensor hasta el piso de Disa y llama a la puerta. Nadie abre. Joona oye a alguien en la escalera, por encima de él: suspira intermitentemente o llora en silencio.

Disa abre finalmente la puerta con expresión cansada, vestida sólo con un sujetador y unos pantis.

– Contaba con que llegarías tarde -explica.

– He llegado un poco antes -dice Joona, y la besa en la mejilla.

– ¿Puedes entrar y cerrar la puerta antes de que todos los vecinos me vean el culo?

El acogedor vestíbulo huele a comida. Joona se golpea sin querer la cabeza con una lámpara con flecos de color rosa.

– He preparado lenguado con patatas -dice Disa.

– ¿Con mantequilla derretida?

– Y setas, perejil y fondo de ternera.

– Qué rico.

El piso está bastante viejo, pero en general es bonito. Se compone tan sólo de un salón, un dormitorio y una cocina, pero los techos son altos, tiene unas grandes ventanas que dan a Karlaplan, con los marcos de teca, techo de paneles de madera barnizados y un bonito suelo de madera.

Joona acompaña a Disa al dormitorio. Se detiene, intenta entender qué ha visto en Josef. El portátil está encendido sobre la cama deshecha, hay libros esparcidos y hojas de papel sueltas a su alrededor. Se sienta en el sillón y espera mientras ella termina de vestirse. Sin pronunciar palabra, Disa se sitúa de espaldas ante él para que le suba la cremallera de un vestido estrecho, de corte sencillo.

Joona mira un libro abierto y ve una foto grande en blanco y negro de una necrópolis. Los arqueólogos, vestidos con ropa de los años cuarenta, están más al fondo de la imagen y miran al fotógrafo con los ojos entornados. Parecen haber empezado a excavar el lugar, han marcado la superficie con unos cincuenta banderines.

– Son tumbas -dice ella en voz baja-. Los banderines indican la situación de las mismas. El que excavó ese sitio se llamaba Hannes Müller. Murió hace tiempo, pero seguro que llegó a los cien años. Todo ese tiempo en la institución… Parecía una tortuga anciana y bondadosa.

Está ante el espejo alto, se recoge el liso pelo en un par de trenzas y luego se vuelve y lo mira.

– ¿Qué tal estoy? -pregunta.

– Estás bien -dice Joona con amabilidad.

– Sí -contesta ella con tristeza-. ¿Cómo está tu madre?

Joona le coge la mano.

– Está bien -murmura-. Te manda saludos.

– Qué amable, ¿qué te dijo?

– Que no tienes que hacerme caso.

– No -contesta Disa, sombría-. Por supuesto, tiene razón.

Lentamente, ella le pasa los dedos por el pelo, espeso, alborotado, lo mira y sonríe de repente. Luego va hasta el portátil, lo apaga y lo deja en la cómoda.

– ¿Sabías que, según las leyes de los tiempos precristianos, no se consideraba que los niños fueran personas hasta que se les daba el pecho? Era lícito abandonar en el bosque a los bebés durante el período que iba entre el parto y el amamantamiento.

– Uno era humano por decisión de los demás -dice Joona lentamente.

– ¿Acaso no es siempre así?

Ella abre el ropero, levanta una caja de zapatos y saca un par de sandalias de color marrón oscuro con tiras suaves y lacones finos, hechos con diferentes clases de maderas.

– ¿Son nuevas? -pregunta Joona.

– Sergio Rossi. Me las he regalado a mí misma porque tengo un trabajo muy poco glamuroso -dice ella-. Me paso el día arrastrándome por un campo embarrado.

– ¿Aún estás en Sigtuna?

– Sí.

– En realidad, ¿qué habéis encontrado?

– Te lo cuento mientras comemos.

Él señala las sandalias.

– Son muy bonitas -dice al tiempo que se levanta del sillón.

Disa se vuelve y sonríe, acida.

– Lo siento, Joona -dice por encima del hombro-, pero no creo que las hagan de tu tamaño.

Él se detiene de repente.

– Espera -dice, y se apoya contra la pared.

Disa lo mira inquisitiva.

– Era una broma -explica.

– No, eran sus pies…

Joona pasa por su lado camino de la entrada, coge el teléfono de la chaqueta, llama a la central de comunicaciones y dice con voz contenida que Sunesson necesita inmediatamente refuerzos en el hospital.

– ¿Qué pasa? -pregunta Disa.

– Sus pies… estaban muy sucios -dice Joona-. Dicen que no puede moverse, pero es obvio que se ha levantado. Se ha levantado y ha caminado.

Joona marca entonces el número de Sunesson y, cuando nadie contesta, coge su chaqueta, murmura una disculpa, sale del piso y corre escalera abajo.

En el mismo instante que Joona llama a la puerta de Disa, Josef Ek se incorpora en su cama de la habitación del hospital.

La noche anterior comprobó si podía caminar: se deslizó al suelo, tuvo que quedarse parado un buen rato con las manos apoyadas en el cabecero de la cama. El dolor de las heridas lo envolvía como si fuera aceite hirviendo y los pinchazos en el hígado hacían que lo viera todo negro, pero era capaz de caminar. Tiró de las sondas del gotero y del dispositivo de drenaje, comprobó lo que había en el armario del material sanitario y luego volvió a acostarse.

Han pasado treinta minutos desde que el personal de noche ha pasado a hacer su ronda habitual. Los pasillos están casi en completo silencio. Josef se retira con cuidado la vía de la muñeca, nota la succión del tubo cuando lo extrae de su carne y un pequeño reguero de sangre le cae por la rodilla.

El cuerpo no le duele especialmente cuando se levanta de la cama. Camina hasta el armario del material sanitario, encuentra compresas, escalpelos, jeringuillas de un solo uso y rollos de vendas. Se guarda algunas jeringuillas en el amplio bolsillo de la bata de hospital. Abre con manos temblorosas el envoltorio de un escalpelo y corta el cable del drenaje. Por él sale entonces sangre viscosa y su pulmón izquierdo se contrae lentamente. Nota un dolor debajo de un omóplato, tose débilmente pero en realidad no nota el cambio, la capacidad pulmonar reducida.

De repente se oyen pasos en el corredor, el rechinar de unos zapatos sobre el suelo de goma. Con el escalpelo en la mano, Josef se sitúa tras la puerta, mira por la ventanilla y espera.

La enfermera se detiene y habla con el policía que está apostado fuera. Josef los oye reírse de algo.

– He dejado de fumar -dice ella.

– Si tienes un parche de nicotina, no lo rechazaré -continúa el policía.

– También he dejado eso -contesta ella-. Pero puede salir al jardín, de todas formas estaré aquí un rato.

– Cinco minutos -dice el policía, ansioso.

El agente se aleja, se oye ruido de llaves, la enfermera hojea unos papeles y luego entra en la habitación. En realidad sólo parece ligeramente sorprendida. Sus líneas de expresión en las comisuras de los ojos se acentúan cuando la hoja del escalpelo se clava en su cuello. Josef está más débil de lo que imaginaba, tiene que acuchillar varias veces. Su cuerpo se tensa y arde a causa de los movimientos repentinos. La enfermera no se derrumba inmediatamente, sino que intenta sujetarse a él. Se deslizan juntos hasta el suelo. El cuerpo de ella está completamente sudado y caliente. Josef intenta levantarse pero sus manos resbalan en el pelo de ella, que se ha desparramado como si de una frondosa gavilla rubia se tratara. Cuando le extrae el escalpelo del cuello, de la boca de la enfermera sale un ruido similar a un pitido. Sus piernas se convulsionan y Josef se queda de pie un momento y la mira antes de decidir alejarse por el pasillo. La bata del uniforme se le ha subido y ahora puede ver con claridad sus bragas bajo los pantis de nailon.

Recorre el pasillo. Le duele mucho el hígado. Continúa a la derecha, encuentra ropa limpia en un carro y se la pone. Una mujer rechoncha pasa repetidamente la mopa por el brillante suelo de goma. Está escuchando música con unos auriculares. Josef se le acerca, se coloca tras ella, saca una jeringuilla de un solo uso y la clava repetidas veces en el aire en dirección a su espalda, deteniéndose antes de que la aguja la alcance. Ella no se da cuenta de nada. Luego Josef se mete la jeringuilla de nuevo en el bolsillo, empuja a la mujer con la mano y pasa por su lado. A punto de caerse al suelo, ella maldice en español. Él se detiene entonces y se vuelve.

– ¿Qué dices? -la desafía.

La mujer se quita los auriculares y mira estupefacta a Josef.

– ¿Decías algo? -pregunta él.

Ella niega rápidamente con la cabeza y continúa limpiando. El chico la observa durante un rato y luego prosigue su camino hasta el ascensor, pulsa el botón de llamada y espera.

Capítulo 21

Viernes 11 de diciembre, por la tarde

Joona Linna conduce a gran velocidad por Valhallavägen, pasando por delante del estadio en el que se celebraron los Juegos Olímpicos de verano de 1912. Cambia de carril, adelanta a un Mercedes por la derecha y vislumbra la fachada de ladrillo rojo de Sophiahemmet entre los árboles. Las ruedas del vehículo resuenan sobre una gran plancha de metal y el comisario acelera para adelantar a un autobús azul de línea que está a punto de abandonar su parada. El conductor, molesto, toca el claxon largamente cuando Joona gira justo delante de él. El agua de un charco gris salpica los coches aparcados y la acera nada más dejar atrás Tekniska Högskolan.

Joona se salta un semáforo en rojo en Norrtull, pasa por Stallmästaregärden y tiene tiempo de acelerar casi hasta ciento ochenta kilómetros por hora en el corto tramo de la carretera de Uppsala, antes de que la salida gire abruptamente bajo la autovía y suba hacia el Karolinska.

Cuando aparca junto a la puerta principal ve varios coches de policía con las luces azules aún encendidas, iluminando la fachada marrón del hospital de manera intermitente. Un grupo de periodistas rodea a unas enfermeras; están delante de la amplia entrada, tiritando, sus rostros reflejan miedo y un par de ellas lloran abiertamente ante las cámaras.

Joona intenta entrar pero en seguida lo detiene un policía joven que camina nervioso de un lado a otro.

– No se puede pasar -le dice poniéndole la mano en el pecho.

Joona observa sus estupefactos ojos azules, aparta la mano del agente y dice tranquilamente:

– Judicial.

La mirada del joven revela desconfianza.

– Identificación, por favor.

– Joona, por aquí, date prisa.

Carlos Eliasson, el jefe de la Dirección Nacional de Policía Judicial, está de pie haciéndole gestos con la mano bajo la pálida luz amarillenta de la recepción. Ve a través de la ventana a Sunesson sentado en un banco, sollozando con el rostro contraído. Un compañero más joven está sentado a su lado, rodeándole los hombros con el brazo.

Joona le muestra la identificación al agente de la puerta y éste se aparta, huraño. Amplias áreas del vestíbulo están acordonadas. Las cámaras de los periodistas lanzan destellos en el exterior de las paredes de cristal y dentro del hospital toman fotografías los técnicos forenses.

Carlos está al mando de la operación y es responsable tanto de la dirección general y estratégica como de la operativa y la táctica. Da algunas rápidas instrucciones al coordinador del equipo forense y luego se vuelve hacia Joona.

– ¿Lo habéis cogido? -pregunta el comisario.

– Los testigos dicen que salió por el vestíbulo ayudándose de un andador -dice Carlos, agobiado-. Lo hemos encontrado abandonado ahí abajo, junto a la parada del autobús. -Mira su bloc de notas-. Han salido dos autobuses, siete taxis y también algunos transportes para discapacitados…, aproximadamente una decena de coches particulares y sólo una ambulancia.

– ¿Habéis bloqueado las salidas?

– Es demasiado tarde para eso.

Carlos hace una seña a un agente de uniforme para que se acerque.

– Los autobuses están localizados: no hemos encontrado nada -dice el policía.

– ¿Radiotaxis? -pregunta Carlos.

– Hemos terminado con Taxi Stockholm y Taxi Kurir, pero…

El hombre hace un gesto vago en el aire, como si no recordara lo que iba a decir.

– ¿Te has puesto en contacto con Erik Maria Bark? -le pregunta entonces Joona a Carlos.

– Lo hemos llamado: no contesta al teléfono, pero seguimos intentándolo.

– Hay que darle protección.

– ¡Rolle! -grita Carlos-. ¿Has localizado a Bark?

– Acabo de llamarlo -contesta Roland Svensson.

– Pues vuelve a hacerlo -dice Joona.

– Tengo que hablar con Ornar de la central de comunicaciones -dice Carlos, y mira a su alrededor-. Alertaremos a todas las unidades del país.

– ¿Qué quieres que haga?

– Quédate aquí, comprueba si he pasado algo por alto -indica Carlos, y acto seguido llama a Mikael Verner, uno de los técnicos del grupo de homicidios-: Informa al comisario Linna de lo que habéis encontrado hasta ahora -ordena.

Verner mira a Joona inexpresivamente y responde con voz nasal:

– Una enfermera muerta… Varios testigos vieron al sospechoso salir con un andador.

– Enséñamelo -dice Joona, y a continuación suben juntos por la empinada escalera, ya que aún no se han terminado de inspeccionar los ascensores.

Observa las pisadas rojas que Josef Ek ha dejado al bajar descalzo hacia la salida. En el aire flota un olor a electricidad y a muerte. El rastro ensangrentado de una mano en la pared, aproximadamente donde antes estaba el carro de la comida, indica que ha tropezado o ha necesitado apoyarse. En la puerta metálica del ascensor hay también sangre y algo que parece el rastro dejado por una frente y una nariz al apoyarse.

Continúan por el pasillo y se detienen en el umbral de la habitación donde Joona ha tenido un encuentro con Josef hace tan sólo algunas horas. Un charco de sangre casi negra se extiende alrededor de un cuerpo que yace en el suelo.

– Era enfermera -dice Verner, sereno-. Ann-Katrin Eriksson.

Joona observa el pelo castaño claro y los ojos sin vida de la mujer, que tiene el uniforme enrollado por encima de las caderas. Parece como si el asesino hubiera intentado subírselo, piensa.

– El arma homicida es probablemente un escalpelo -informa Verner secamente.

Joona murmura algo, coge su teléfono y llama a la prisión de Kronoberg.

Una somnolienta voz masculina contesta algo que Joona no consigue entender.

– Soy Joona Linna -dice rápidamente-. Quiero saber si Evelyn Ek sigue aún ahí.

– ¿Qué?

Joona repite secamente:

– ¿Evelyn Ek está en el centro?

– Tendrá que preguntárselo al oficial de guardia -contesta la voz, enfadada.

– ¿Puede pasarme con él, por favor?

– Un momento -dice el hombre, y se aparta del teléfono.

Joona oye que se aleja y una puerta que chirría. Luego percibe un intercambio de palabras y un golpe. Mira el reloj. Ya lleva diez minutos en el hospital.

Baja nuevamente por la escalera y continúa hacia la entrada principal con el teléfono pegado a la oreja.

– Aquí Jan Persson -dice una voz amable.

– Joona Linna, de la judicial. Quiero saber qué hay de Evelyn Ek -dice brevemente.

– Evelyn Ek-dice Jan Persson, dubitativo-. Ah, sí, ella… La hemos soltado. No ha sido fácil, no quería marcharse: quería quedarse aquí.

– ¿La han dejado en libertad?

– No, no, el fiscal ha estado aquí, ella está en… -Joona oye que Persson hojea unos papeles-. Está en uno de nuestros pisos protegidos.

– Bien -asiente él-. Ponga agentes de guardia en su puerta, ¿entendido?

– No somos idiotas -replica Persson, arrogante.

Joona finaliza la llamada y va al encuentro de Carlos, que está sentado en una silla con un ordenador sobre las rodillas. Una mujer está de pie a su lado, señalando la pantalla.

Ornar, de la central de comunicaciones, repite el código Echo en su radio, el que se utiliza en las operaciones con unidades caninas. Joona supone que a esas alturas ya habrán localizado la mayoría de los vehículos policiales sin obtener resultados.

Hace una señal a Carlos pero no consigue atraer su atención, así que decide salir por una de las puertas de cristal. Fuera está oscuro y hace frío. El andador está abandonado en la parada de autobuses vacía. Joona echa un vistazo a su alrededor. Pasea la mirada por el grupo de gente que observa el trabajo policial desde fuera de la zona acordonada, contempla la luz azul, los movimientos nerviosos de los agentes y los flashes de las cámaras de los fotógrafos, y finalmente su mirada se centra en el aparcamiento, en las fachadas oscuras de los diferentes edificios del complejo hospitalario.

De pronto echa a andar rápidamente, pasa por encima de la banda de plástico ondeante que acordona la zona, se abre camino entre el grupo de curiosos y mira en dirección al cementerio del Norte. Continúa hasta Solna Kyrkoväg, camina a lo largo de la valla e intenta distinguir algo entre las siluetas negras de árboles y lápidas. Una red de senderos débilmente iluminados discurre por una extensión de unas sesenta hectáreas con zonas conmemorativas, jardines, un crematorio y treinta mil tumbas.

Joona pasa ante la garita que hay junto a la verja, acelera el paso, mira hacia el obelisco de color claro de Alfred Nobel y continúa por delante de la gran capilla.

De repente el silencio es total. La alarma del hospital ha dejado de oírse. Hay un susurro entre las ramas desnudas de los árboles y los pasos del comisario resuenan débilmente mientras camina entre las lápidas y las cruces. Se oye el motor de un vehículo a lo lejos, en la autovía, y un crujido procedente de un montón de hojas secas que hay bajo un arbusto. Aquí y allá se ven velas encendidas dentro de contenedores de cristal empañados.

Joona se encamina hacia el extremo este del cementerio, la zona que da al acceso a la autovía, y de repente ve a unos cuatrocientos metros que alguien se mueve en la oscuridad, entre las altas lápidas, en dirección a la secretaría. Se detiene y aguza la mirada. La silueta camina titubeante, encorvada hacia adelante. Joona echa a correr entonces entre lápidas y plantas, llamas oscilantes y ángeles de piedra. Ve que la pequeña figura se apresura entre los árboles, sobre la hierba helada. La ropa blanca ondea tras él.

– ¡Detente, Josef! -grita.

El chico se oculta de su visita tras un gran panteón con una valla de hierro colado y gravilla. Joona desenfunda el arma y le quita el seguro con rapidez. Corre desplazándose de costado, divisa de nuevo al chico, vuelve a gritarle que se detenga y apunta a su muslo derecho. Pero de repente una anciana se interpone entre ambos: estaba inclinada sobre una tumba y se ha levantado; su rostro está en plena línea de tiro. A Joona se le encoge el estómago mientras Josef desaparece nuevamente tras un seto de cipreses. El comisario baja entonces el arma y va tras él. Cuando pasa junto a la mujer, la oye gimotear que sólo quería encender una vela en la tumba de Ingrid Bergman. Sin mirarla, le grita que se trata de un asunto policial y vuelve a otear en la oscuridad. Josef ha desaparecido entre los árboles y las lápidas. Las escasas farolas iluminan tan sólo áreas pequeñas, un banco de color verde o unos pocos metros de sendero de grava. Joona coge el teléfono, marca el número de la central de comunicaciones y solicita refuerzos inmediatos, es una situación peligrosa, necesita una unidad completa, al menos cinco vehículos y un helicóptero. Asciende rápidamente en diagonal por una pendiente, pasa por encima de una valla baja y luego se detiene. Oye unos ladridos lejanos y un crujido en un sendero un poco más adelante. De inmediato echa a correr en esa dirección, ve a alguien moverse agazapado entre las lápidas, lo sigue con la mirada e intenta acercarse, encontrar una línea de tiro si consigue identificarlo. Unos pájaros negros levantan el vuelo. Un cubo de basura se vuelca. De repente ve a Josef correr encorvado por detrás de un seto marrón, helado. Joona tropieza y rueda cuesta abajo por una pendiente hasta dar contra un soporte con regaderas y jarrones cónicos. Cuando se incorpora ya no ve al chico. El pulso le retumba en las sienes. Nota que se ha hecho un arañazo en la espalda. Tienes las manos frías y entumecidas. Cruza el sendero de grava y mira a su alrededor. Tras el edificio de la secretaría divisa un coche con el emblema de la ciudad de Estocolmo en la puerta. El vehículo da media vuelta lentamente, las luces rojas traseras desaparecen y el haz de los faros delanteros se desliza sobre los árboles y de repente ilumina a Josef, que se detiene tambaleante en el estrecho sendero. La cabeza le cuelga pesadamente hacia adelante mientras da un par de pasos cojeando. Joona corre tan de prisa como puede. Entonces ve que el coche se ha detenido, la puerta delantera se abre y de él sale un hombre con barba.

– ¡Policía! -grita.

Pero no lo oyen.

Dispara al aire y el hombre de la barba mira en su dirección. Pero Josef se está aproximando a él con el escalpelo en la mano. Todo se desarrolla en unos pocos segundos. No hay posibilidad de llegar. Joona se apoya en una lápida, la distancia hasta el chico es de más de trescientos metros, seis veces más que la del campo de entrenamiento de tiro. El punto de mira oscila ante Joona. Es difícil ver nada, parpadea y aguza la mirada. La figura grisácea disminuye de tamaño y se oscurece. La rama de un árbol se cruza una y otra vez en su línea de tiro. El hombre de la barba se vuelve hacia Josef y da un paso atrás. Tratando de mantener la mano firme, el comisario aprieta el galillo. El disparo se produce y el retroceso sacude su brazo hasta el hombro. La pólvora le escuece en la mano helada. La bala desaparece sin rastro entre los árboles, el eco del tiro se desvanece. Vuelve a apuntar y entonces ve cómo Josef acuchilla al hombre de la barba en el estómago. Brota la sangre, Joona dispara, la bala atraviesa la ropa del chico, él se tambalea y suelta el escalpelo, se palpa la espalda, da algunos pasos y se mete en el coche. Joona echa a correr para alcanzar el sendero, pero Josef ya ha puesto el vehículo en marcha, pasa por encima las piernas del hombre de la barba y luego se aleja a toda velocidad. Cuando el comisario se percata de que no le va a dar tiempo a llegar al sendero, se detiene y apunta con la pistola a la rueda delantera, dispara y acierta. El coche se desvía un poco de su trayectoria pero continúa avanzando, aumenta la velocidad y desaparece en dirección a la salida de la autovía. Joona guarda el arma, saca su teléfono e informa de la situación a la central de comunicaciones, solicita hablar con Ornar y repite que necesita un helicóptero.

El hombre de la barba sigue con vida, aunque un reguero de sangre oscura procedente de la herida del estómago le resbala entre los dedos y parece tener las dos piernas rotas.

– Sólo era un chaval -repite, conmocionado-. Sólo era un chaval.

– La ambulancia está de camino -dice Joona, y por fin oye el sonido del rotor del helicóptero sobre el cementerio.

Es muy tarde cuando Joona levanta el teléfono en su despacho de la comisaría, marca el número de Disa y aguarda a que ella responda.

– Déjame en paz -dice, cansada.

– ¿Estabas dormida? -pregunta Joona.

– Pues claro.

Se hace el silencio por un momento.

– ¿Estaba rica la comida?

– Sí que lo estaba.

– Supongo que entiendes que…

Joona se interrumpe, la oye bostezar y sentarse en la cama.

– ¿Estás bien? -pregunta ella.

Él se mira las manos. Aunque se las ha lavado a conciencia, le parece que los dedos aún huelen débilmente a sangre. Permaneció arrodillado durante un rato, presionando la herida del estómago del hombre cuyo coche se llevó Josef Ek. El herido estuvo consciente todo el tiempo, habiéndole ansioso sobre su hijo; le contó que acababa de terminar el bachillerato y que por primera vez iba a viajar solo al norte de Turquía para conocer a sus abuelos paternos. Luego el hombre miró a Joona, observó sus manos sobre el estómago y constató sorprendido que la herida no le dolía en absoluto.

– ¿No es extraño? -dijo mirándolo con los ojos brillantes y claros de un niño.

Joona trató de hablarle con tranquilidad, explicándole que las endorfinas hacían que por el momento no notara el dolor. Su cuerpo se encontraba en estado de shock y optaba por ahorrar una sobrecarga al sistema nervioso.

El hombre guardó silencio unos instantes y luego le preguntó, muy sereno:

– ¿Esto es lo que uno siente al morir? -Casi intentó sonreír-. ¿No duele?

Joona abrió la boca para contestarle, pero en ese mismo momento llegó la ambulancia y notó que alguien le apartaba lentamente las manos del vientre del hombre y lo separaba de él unos metros para que los paramédicos pudieran colocarlo sobre una camilla.

– Joona, ¿cómo estás? -pregunta de nuevo Disa.

– Estoy bien -dice él.

La oye moverse, parece como si estuviera bebiendo agua.

– ¿Quieres otra oportunidad? -pregunta ella a continuación.

– Por supuesto.

– Aunque pasas de mí… -dice con dureza.

– Sabes que no es verdad -repone él, y de repente oye lo terriblemente cansada que suena su voz.

– Perdona -dice ella-. Me alegro de que estés bien.

Finalizan la llamada y Joona permanece sentado un momento, escuchando el silencio que reina en la comisaría. Acto seguido se levanta, saca el arma de la funda que está colgada detrás de la puerta, la abre y se dispone a limpiarla cuidadosamente y a engrasar cada pieza. Luego vuelve a montarla, va hasta el armero y la guarda bajo llave. El olor a sangre se ha ido; no obstante, sus manos huelen ahora intensamente a lubricante para armas. A continuación se sienta y redacta un informe para Petter Näslund, su superior más directo, en el que le refiere por qué ha considerado que estaba justificado usar su arma reglamentaria.

Capítulo 22

Viernes 11 de diciembre, por la tarde

Erik espera mientras se hornean las pizzas y pide más salami para la de Simone. Su teléfono suena entonces y comprueba la pantalla. Al no reconocer el número, vuelve a meter el móvil en el bolsillo: probablemente sea otro periodista, y no aguantaría más preguntas en ese momento. Mientras se dirige hacia su casa con las cajas grandes, calientes, piensa que tiene que hablar con Simone, explicarle que si se enfadó fue porque era inocente, que no ha hecho nada de lo que ella piensa. Se detiene delante de la floristería, duda un instante pero finalmente entra. En el aire flota un olor dulzón y el cristal del escaparate está empañado. Se decide a comprar un ramo de rosas cuando su teléfono vuelve a sonar. Es Simone.

– Hola.

– ¿Dónde estás? -pregunta.

– Estoy de camino.

– Estamos muertos de hambre.

– Vale, voy en seguida.

Se apresura en llegar a casa, cruza el portal y luego aguarda el ascensor. Por el cristal tallado de color amarillo de la entrada, el mundo exterior parece de cuento, como encantado. Erik deposita entonces las cajas en el suelo, abre la portezuela de la rampa de la basura y tira por ella el ramo de rosas.

Sin embargo, nada más subir al ascensor se arrepiente, piensa que quizá a ella le habrían gustado y no lo habría interpretado en absoluto como un intento de comprarla, de evitar la confrontación.

Erik llama a la puerta, Benjamín abre y coge las cajas con las pizzas. Él cuelga su ropa de abrigo y se dirige al baño a lavarse las manos. Coge un blíster con unas pastillas pequeñas de color amarillo limón, saca rápidamente tres, las traga con la ayuda de un poco de agua y luego va a la cocina.

– Ya estamos comiendo -dice Simone.

Erik ve el vaso de agua sobre la mesa y murmura algo sobre Alcohólicos Anónimos mientras saca dos copas de vino.

– Bien -asiente Simone mientras él descorcha una botella.

– Oye -dice Erik entonces-, sé que te he decepcionado pero…

En ese instante suena de nuevo su móvil y ambos se miran.

– ¿Es que no vas a contestar? -pregunta Simone.

– Esta noche no pienso hablar con más periodistas -explica él.

Ella corta un pedazo de pizza, toma un bocado y dice:

– Pues déjalo que suene.

Erik sirve vino en las copas, Simone asiente y sonríe.

– Por cierto -comenta de repente-, ya casi ha desaparecido, pero olía de nuevo a tabaco cuando he llegado a casa.

– ¿Tienes algún amigo que fume? -le pregunta Erik a Benjamín.

– No -contesta él.

– ¿Y Aida?

Benjamín no contesta, come de prisa pero se detiene repentinamente, suelta los cubiertos y mira la mesa.

– ¿Qué pasa, chaval? -pregunta Erik con cautela.

– Nada.

– Sabes que puedes contarnos lo que sea.

– ¿De veras?

– No pienses que…

– No te enteras -lo interrumpe él.

– Explícamelo -intenta Erik.

– No.

Comen en silencio. Benjamin mira fijamente la pared.

– Qué rico está el salami -comenta Simone en voz baja, y luego limpia la marca de pintalabios de la copa-: Es una pena que ya no cocinemos juntos -añade dirigiéndose a Erik.

– ¿Y cuándo íbamos a poder hacerlo? -se defiende él.

– ¿Queréis parar de reñir? -grita Benjamin.

Se bebe el agua y mira por la ventana la ciudad oscura. Erik no come casi nada pero llena su copa un par de veces.

– ¿Te pusiste la inyección ayer? -pregunta Simone.

– ¿Se la salta papá alguna vez?

Benjamin se levanta y deja el plato en el fregadero.

– Gracias por la cena.

– He ido a ver la chaqueta de piel para la que estás ahorrando -dice de pronto Simone-. Había pensado que yo podría añadir lo que te falta.

Benjamin sonríe ampliamente y la abraza. Ella lo estrecha con fuerza pero afloja el abrazo cuando nota el primer indicio de que su hijo quiere alejarse, y luego él se retira a su cuarto.

Erik parte un pedazo de pizza y se lo mete en la boca. Tiene unas profundas ojeras y las líneas de expresión alrededor de la boca muy marcadas. En su frente se forma una arruga de sufrimiento o de tensión.

El teléfono vuelve a sonar, desplazándose por la mesa debido a la vibración.

Erik mira la pantalla y niega con la cabeza.

– No es nadie conocido -dice tan sólo.

– ¿Ya te has cansado de ser famoso? -pregunta suavemente Simone.

– Hoy he hablado sólo con dos periodistas -señala él sonriendo débilmente-, pero ya he tenido suficiente.

– ¿Qué querían?

– Era de la revista ésa, Café, o como se llame.

– ¿La que siempre saca pin-ups en la portada?

– Sí, siempre hay una chica con cara de sorpresa porque la estén fotografiando vestida sólo con unas bragas y la bandera inglesa.

Ella le sonríe.

– ¿Qué querían?

Erik se aclara la garganta y responde, aburrido:

– Me preguntaron si se podía hipnotizar a las mujeres para que accedan a acostarse con uno…

– ¿En serio?

– Sí.

– ¿Y la otra llamada? -pregunta ella-. ¿Era del Ritz o del Slitz?

– «Dagens Eko» -contesta él-. Querían saber lo que opinaba sobre la denuncia del procurador judicial.

– Qué mal.

Erik se frota los ojos y suspira; incluso da la impresión de haber encogido algún centímetro.

– Sin la sesión de hipnotismo -dice lentamente-, quizá Josef Ek habría matado a su hermana en cuanto le hubieran dado el alta hospitalaria.

– De todas formas no deberías haberlo hecho -objeta Simone.

– No, lo sé -asiente él, y pasa el dedo por la copa-. Lamento haber…

Se interrumpe y Simone siente un repentino deseo de tocarlo, de abrazarlo, pero en lugar de eso sólo permanece sentada, mirándolo.

– ¿Qué vamos a hacer? -pregunta entonces.

– ¿Hacer?

– Me refiero a nosotros. Hemos dicho cosas horribles: que nos íbamos a separar… Ya no sé dónde te tengo, Erik.

Él se frota los ojos con fuerza.

– Comprendo que no confíes en mí -dice, y luego guarda silencio.

Ella busca su mirada, cansada, brillante, observa su rostro agotado, el pelo gris, de punta, y piensa que hubo un tiempo en el que casi siempre se divertían juntos.

– No soy lo que tú quieres que sea -continúa él.

– Para -dice ella.

– ¿Qué?

– Dices que estoy insatisfecha contigo pero eres tú el que me engaña, el que opina que no soy suficiente.

– Simone, yo…

Le acaricia la mano pero ella la aparta. Erik tiene la mirada perdida y ella se da cuenta de que ha tomado pastillas.

– Tengo que dormir -dice entonces, y se levanta.

Erik va tras ella; tiene el rostro grisáceo y los ojos cansados. De camino al baño, Simone comprueba que la puerta de la calle esté bien cerrada.

– Puedes dormir en el cuarto de invitados -dice.

Él asiente; parece indiferente, casi anestesiado y, sin más, coge el edredón y la almohada.

En mitad de la noche, Simone se despierta repentinamente al notar un pinchazo en el brazo. Está tumbada boca abajo, se pone de costado y se lo frota. El músculo le pica y le tira. El dormitorio está a oscuras.

– ¿Erik? -susurra, pero entonces recuerda que está durmiendo en el cuarto de invitados.

Se vuelve en dirección a la puerta y ve salir una sombra. El suelo de parquet cruje bajo el peso de alguien. Piensa entonces que tal vez Erik se haya levantado para coger algo, pero concluye que debe de estar profundamente dormido a causa de los somníferos. Enciende la lámpara de la mesilla, gira el brazo hacia la luz y ve una gota de sangre brotar de un pequeño punto rosado en la piel. Debe de haberse pinchado con algo.

Oye unos golpes leves en el pasillo, apaga la lámpara y se levanta de la cama, pero nota las piernas débiles. Se masajea el brazo dolorido mientras entra en el salón. Alguien está susurrando en el pasillo y riendo en voz baja, como un arrullo, pero Simone no tiene la impresión de que se trate de Erik. Nota un escalofrío y advierte que la puerta de la entrada está abierta de par en par. El rellano de la escalera está a oscuras y por ella entra aire fresco. Entonces oye algo procedente de la habitación de Benjamin, un débil gemido.

– ¿Mamá?

El chico parece asustado.

– ¡Ah! -lo oye gimotear; luego rompe a llorar, silencioso y ronco.

Por el espejo del pasillo, Simone ve a alguien inclinado sobre la cama de Benjamin con una jeringuilla en la mano. Los pensamientos se disparan en su mente. Intenta comprender lo que está sucediendo, lo que está viendo.

– ¿Benjamin? -dice con voz ansiosa-. ¿Qué estáis haciendo? ¿Puedo pasar?

Se aclara la garganta, da un paso adelante y de repente le fallan las piernas, intenta agarrarse al aparador pero no consigue mantenerse en pie. Simone cae al suelo, se golpea la cabeza contra la pared y nota que el dolor empieza a arderle en el cráneo. Trata de levantarse pero las piernas no obedecen la orden de su cerebro, no siente la mitad inferior del cuerpo. Percibe un extraño cosquilleo en el pecho y su respiración se vuelve más pesada, pierde la visión unos segundos pero después la recupera, aunque borrosa.

Y entonces ve que alguien arrastra a Benjamin por el suelo tirando de sus piernas. La parte de arriba del pijama se le sube, el chico mueve los brazos despacio, confundido. Intenta agarrarse al marco de la puerta pero parece no tener fuerzas y se golpea la cabeza contra él. Benjamin mira a su madre a los ojos, está aterrorizado, mueve la boca pero no emite ningún sonido. Simone se estira para cogerle la mano pero no la alcanza. Sin fuerzas, trata de arrastrarse tras él, los ojos se le quedan en blanco, no ve nada, parpadea y observa en fragmentos intermitentes cómo arrastran a Benjamin por la entrada hasta el rellano, y cómo luego la puerta se cierra cuidadosamente. Simone intenta gritar para pedir auxilio pero no lo consigue, los ojos se le cierran, respira lenta, pesadamente, no logra inspirar suficiente aire.

Y a continuación todo se vuelve negro.

Capítulo 23

Sábado 12 de diciembre, por la mañana

Simone siente como si tuviera la boca llena de cristales. Nota un intenso dolor al respirar. Intenta tocarse las encías con la lengua pero el músculo está inflamado e inmóvil. Trata de mirar al frente, no obstante sus párpados se elevan tan sólo mínimamente y no consigue descifrar lo que ve. Luego, lentamente, se dibujan luz, metal y cortina.

Erik está sentado en una silla junto a ella y le está sujetando la mano; tiene los ojos hundidos y cansados. Simone intenta hablar pero siente la garganta en carne viva:

– ¿Dónde está Benjamín? -dice finalmente.

Erik da un respingo.

– ¿Qué dices? -pregunta.

– Benjamín -susurra ella-. ¿Dónde está Benjamín?

Erik cierra los ojos y su boca se tensa, traga saliva y la mira a los ojos.

– ¿Qué has hecho? -pregunta en voz baja-. Te encontré en el suelo, Sixan. Casi no tenías pulso, y si no te hubiera encontrado… -Se pasa la mano por la boca y repite-: ¿Qué has hecho?

A Simone le cuesta respirar. Traga varias veces. Comprende que le han hecho un lavado gástrico pero no sabe qué decir. No tiene tiempo para explicarle a Erik que no ha intentado suicidarse. Lo que él crea no es importante. Cuando intenta negar con la cabeza, siente náuseas.

– ¿Dónde está? -susurra ella-. ¿Se ha ido?

– ¿Qué quieres decir?

Las lágrimas ruedan por sus mejillas.

– ¿Se ha ido? -repite.

– Cariño, estabas tumbada en medio del pasillo. Benjamín ya se había marchado cuando me he levantado. ¿Os habéis peleado?

Ella intenta negar de nuevo con la cabeza pero no tiene fuerzas.

– Había alguien en el piso… y se lo llevó -dice débilmente.

– ¿A quién?

Simone llora lastimeramente.

– ¿A Benjamín? -inquiere Erik-. ¿Qué ha pasado con Benjamín?

– Dios mío -murmura ella.

– ¿Qué ha pasado con Benjamín? -casi le grita él.

– Alguien se lo ha llevado.

Erik parece asustarse, mira a su alrededor, se pasa una mano temblorosa por la boca y se arrodilla junto a ella.

– Cuéntame lo que ha pasado -dice con voz contenida-. Simone, ¿qué es lo que ha pasado?

– Vi a alguien arrastrando a Benjamín por el pasillo -explica ella con un hilo de voz.

– ¿Cómo que… arrastrando? ¿Qué quieres decir?

– Me desperté a media noche por un pinchazo en el brazo, me habían inyectado algo, alguien…

– ¿Qué? ¿Dónde te lo inyectaron?

– ¿No me crees?

Trata de remangarse la bata de hospital, Erik la ayuda y encuentra una pequeña marca roja en el brazo. Palpa la inflamación alrededor del pinchazo con la punta de los dedos y empalidece de pronto.

– Alguien se llevó a Benjamín -repite ella-. No pude impedirlo…

– Tenemos que averiguar qué es lo que te han dado -dice él, y pulsa el botón para llamar a la enfermera.

– Olvídalo, eso no importa, tienes que encontrar a Benjamín.

– Lo haré -dice él sucintamente.

Una enfermera entra en la habitación, Erik le da unas breves instrucciones sobre unos análisis de sangre y la mujer sale nuevamente a toda prisa. Luego él se vuelve de nuevo hacia Simone.

– ¿Qué pasó? -inquiere-. ¿Estás segura de que viste a alguien arrastrando a Benjamín por el pasillo?

– Sí -contesta ella con desesperación.

– Pero ¿no viste quién era?

– Tiraba de las piernas de Benjamín arrastrándolo por el pasillo y luego salió por la puerta. Yo estaba tumbada en el suelo…, no podía moverme.

Las lágrimas vuelven a brotar, él la abraza y ella solloza contra su pecho, temblando de la cabeza a los pies. Cuando se calma un poco, lo aleja empujándolo suavemente.

– Erik -dice-, tienes que encontrar a Benjamín.

– Sí -asiente él, y sale de la habitación.

La enfermera llama entonces a la puerta y entra. Simone cierra los ojos para no tener que verla llenar los cuatro tubos de sangre.

Erik se dirige a su despacho en el hospital mientras piensa en el trayecto en ambulancia de esa mañana, cuando encontró a su esposa desvanecida en el suelo, casi sin pulso. El rápido recorrido por la ciudad iluminada, el tráfico de hora punta que se apartaba, los vehículos subiéndose a las aceras. El lavado gástrico, la eficacia de la médico, su serena celeridad. La mascarilla de oxígeno y la pantalla oscura con el ritmo cardíaco irregular.

Enciende su teléfono móvil en el pasillo, se detiene y escucha todos los mensajes nuevos. El día anterior, un policía llamado Roland Svensson lo llamó cuatro veces para ofrecerle protección policial. No hay ningún mensaje de Benjamín o de alguien que tenga que ver con su desaparición.

Decide llamar a Aida y siente una súbita oleada de pánico cuando la chica le dice con voz aterrada que no tiene ni idea de dónde puede estar Benjamin.

– ¿No puede haber ido a ese sitio de Tensta?

– No -contesta ella.

Erik llama entonces a David, un amigo de Benjamin. Es su madre quien contesta. Cuando la mujer le dice que no ha visto a Benjamin desde hace varios días, él corta sin más la llamada dejándola con la palabra en la boca.

Marca el número del laboratorio para que le informen de los análisis de Simone, pero le dicen que aún no pueden darle una respuesta: la sangre acaba de llegar.

– Esperaré al teléfono -dice él.

Los oye trabajar y, después de un rato, el doctor Valdés coge el auricular y declara con voz áspera:

– Hola, Erik. Parece que se trata de Rapifen o algo similar al alfentanilo.

– ¿Alfentanilo? ¿Un anestésico?

– Probablemente robado en un hospital o a un veterinario. Nosotros no solemos usarlo porque es altamente adictivo. Según parece, tu mujer ha tenido muchísima suerte.

– ¿Por qué? -pregunta Erik.

– Porque sigue con vida.

Erik vuelve a la habitación de Simone para preguntarle por los detalles del secuestro, repasarlo todo una vez más, pero ve que se ha quedado dormida. Tiene los labios agrietados a causa del lavado gástrico.

El teléfono suena entonces en su bolsillo y sale apresuradamente al pasillo antes de contestar.

– ¿Sí?

– Soy Linnea, de recepción, tiene usted visita.

Erik tarda unos segundos en comprender que la mujer se refiere a la recepción de neurología, que quien está hablando es Linnea Akesson, que lleva cuatro años trabajando en el hospital.

– ¿Doctor Bark? -pregunta ella con precaución.

– ¿Tengo visita? ¿Quién es?

– Joona Linna -contesta ella.

– Bien, que suba a la cafetería. Lo esperaré allí.

Erik corta la llamada y luego permanece de pie en el pasillo mientras los pensamientos cruzan su mente a toda velocidad. Piensa en los mensajes de su contestador, en que Roland Svensson, de la policía, lo llamó una y otra vez para ofrecerle protección. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Me ha amenazado alguien?, se pregunta, y a continuación se queda petrificado al caer en la cuenta de lo inusual que resulta que un comisario de la policía judicial vaya a verlo personalmente en lugar de llamar por teléfono.

Se dirige a la cafetería, se detiene delante de las campanas de plástico que protegen los diferentes bocadillos, nota el aroma dulzón de las rebanadas de pan con sirope y siente una oleada de náuseas. Le tiemblan las manos cuando se sirve agua en un vaso estriado.

Joona está subiendo para contarle que han encontrado el cuerpo de Benjamín, se dice, por eso viene en persona. «Me va a pedir que me siente y luego me va a contar que mi hijo está muerto.» Erik no quiere ni pensarlo, pero de todas formas la idea está ahí; no la cree, se niega a creerla, pero vuelve todo el tiempo. Más y más rápidamente, los pensamientos muestran imágenes terroríficas del cuerpo de Benjamín tendido en una cuneta, junto a la autovía, dentro de unas bolsas de basura en una zona boscosa, o flotando en una playa fangosa.

– ¿Café?

– ¿Qué?

– ¿Le sirvo?

Una mujer joven con el pelo rubio y brillante está de pie junto a la cafetera, sujetando la jarra llena. El café recién hecho humea. Ella lo mira inquisitiva y entonces él se da cuenta de que tiene una taza vacía en la mano, niega con la cabeza y al mismo tiempo ve a Joona Linna entrando en la cafetería.

– Vayamos a sentarnos -dice.

La mirada del comisario es de preocupación, huidiza.

– Vale -dice Erik en voz baja después de un momento.

Se sientan a una mesa del fondo; está cubierta con un mantel de papel y sobre ella hay un salero. Joona se rasca una ceja y murmura algo.

– ¿Qué? -pregunta Erik.

Joona se aclara la garganta y luego dice:

– Hemos intentado localizarlo.

– Ayer no cogí el teléfono -explica él débilmente.

– Erik, siento tener que informarle de que… -Joona se interrumpe, le dirige una mirada pétrea y explica-: Josef Ek se ha escapado del hospital.

– ¿Qué?

– Tiene usted derecho a protección policial.

A Erik empieza a temblarle la boca y los ojos se le llenan de lágrimas.

– ¿Eso era lo que iba a contarme? ¿Que Josef se ha escapado?

– Sí.

Erik se siente tan aliviado que le gustaría echarse al suelo para dormir. Rápidamente se seca las lágrimas de los ojos.

– ¿Cuándo escapó?

– Anoche… Mató a una enfermera e hirió gravemente a un hombre -dice Joona penosamente.

Erik asiente varias veces y las ideas se conectan rápidamente de forma nueva y aterradora en su cabeza.

– Anoche vino a casa y se llevó a Benjamín -declara.

– ¿Cómo dice?

– Que se ha llevado a Benjamín.

– ¿Lo vio usted?

– No, pero Simone…

– ¿Qué pasó?

– A Simone le inyectaron un potente anestésico -dice Erik lentamente-. Acabo de recibir el resultado del análisis, es un preparado llamado alfentanilo que se usa para realizar intervenciones quirúrgicas importantes.

– Pero ¿está bien?

– Se recuperará.

Joona asiente y anota el nombre del fármaco.

– ¿Simone dice que Josef se llevó a Benjamín?

– No le vio la cara.

– Comprendo.

– ¿Encontrarán a Josef? -pregunta Erik.

– Lo encontraremos, cuente con ello. Se ha alertado a todos los agentes del país -contesta Joona-. Está gravemente herido. No irá a ninguna parte.

– Pero ¿no tienen ninguna pista?

Joona lo mira con rigor.

– Creo que lo cogeremos pronto.

– Bien.

– ¿Dónde estaba usted cuando se presentó en su casa?

– Estaba durmiendo en el cuarto de invitados -explica Erik-. Me había tomado un somnífero y no oí nada.

– Así que cuando el chico entró sólo vio a su esposa en el dormitorio.

– Probablemente.

– No obstante, hay algo que no encaja.

– Es fácil pasar por alto el cuarto de invitados: parece más bien un ropero, y cuando la puerta del baño está abierta, obstruye el acceso.

– No me refiero a eso -dice el policía-. Quiero decir que no encaja con Josef… Él no va por ahí poniendo inyecciones a la gente; su comportamiento es mucho más agresivo.

– Quizá sólo nos parezca agresivo a nosotros -repone Erik.

– ¿Qué quiere decir?

– Quizá sepa lo que hace en todo momento. Quiero decir…, en el adosado no encontraron sangre del padre en sus ropas.

– No, pero…

– Eso indica que actúa de forma fría y calculadora, por lo que tal vez haya decidido vengarse de mí por medio de Benjamín.

Se hace el silencio. Por el rabillo del ojo, Erik ve que la rubia de la cafetera está de pie dando sorbos a su taza mientras observa por la ventana los distintos edificios del hospital.

Joona baja la mirada a la mesa, luego la cruza con la suya y dice sinceramente con su suave y afectuoso tono finlandés:

– Lo siento de veras, Erik.

Tras despedirse de Joona en el exterior de la cafetería, Erik se dirige a su despacho, que es al mismo tiempo su habitación durante las guardias en el hospital.

No puede creer que Benjamín haya sido secuestrado. Todo es sencillamente increíble, resulta demasiado absurdo que un desconocido haya irrumpido en su casa y se haya llevado a su hijo a rastras por el pasillo y el rellano hasta la calle, y luego a otro lado.

Nada de todo eso es lógico.

Quien se ha llevado a su hijo no puede ser Josef Ek. No puede serlo. Erik se niega a creerlo. Es imposible.

Con la sensación de que todo su mundo se está desmoronando, se sienta ante su viejo escritorio y telefonea a las mismas personas una y otra vez, como si en los matices de sus voces pudiera descifrar que han pasado por alto algún detalle importante, si mienten o están ocultando información. Siente que se está comportando como un histérico cuando llama a Aida tres veces seguidas. La primera ocasión le pregunta si sabe si Benjamín tenía algún plan especial para el fin de semana. La segunda llama para preguntarle si tiene el teléfono de algún otro amigo de él; le explica que él no sabe con quién se relaciona Benjamín en el colegio. La tercera vez pregunta si ella y Benjamín han discutido y luego le da todos los teléfonos en los que puede localizarlo, incluido el del hospital y el móvil de Simone.

A continuación llama una vez más a David y éste le confirma que no ha visto a Benjamín desde las clases del día anterior. Entonces empieza a llamar a la policía. Pregunta qué pasa, si han avanzado algo. Después llama a todos los hospitales de Estocolmo. Telefonea al móvil apagado de Benjamín por enésima vez y a continuación a Joona Linna, le exige que intensifique la búsqueda, que solicite más recursos, y finalmente le ruega que haga todo lo posible por encontrar a su hijo.

Luego Erik se dirige a la habitación de Simone pero se detiene en el exterior. Todo le da vueltas, siente que algo se ciñe a su alrededor. Su cerebro lucha por comprender. En su interior oye un repiqueteo incesante: «Encontraré a Benjamin, encontraré a Benjamín.»

A través de la ventanilla de la puerta, Erik ve a su esposa. Está despierta pero su rostro refleja cansancio y confusión, los labios están pálidos y las ojeras son ahora más pronunciadas. Su pelo cobrizo está enredado a causa del sudor. Da vueltas a su anillo de bodas, lo hace girar y lo presiona contra el nudillo. Erik se pasa la mano por el pelo, se toca la barbilla y nota lo mucho que pincha la barba. Simone lo ve a través de la ventana de la puerta pero parece no inmutarse.

Erik entra y se deja caer en la butaca a su lado. Ella lo observa y luego baja la mirada. Él ve que tiene los labios contraídos en un gesto de dolor. De sus ojos brotan grandes lágrimas y su nariz enrojece.

– Benjamín intentó agarrarme, alargó la mano para coger la mía -susurra ella-. Pero yo estaba allí tirada, no podía moverme.

La voz de Erik es débil cuando dice:

– Acabo de saber que Josef Ek se ha escapado… Huyó anoche.

– Tengo frío -dice ella.

Simone lo golpea en la mano cuando él intenta echarle por encima la manta azul del hospital.

– Es culpa tuya -dice-. Tenías tantas ganas de volver a practicar hipnotismo que…

– Por favor, Simone, no ha sido culpa mía. Intentaba salvar a una persona, mi trabajo consiste en…

– ¿Y mi hijo no cuenta? -grita ella.

Cuando Erik intenta tocarla, Simone lo empuja.

– Voy a llamar a papá -dice con voz temblorosa-. Él me ayudará a encontrar a Benjamín.

– No quiero que lo llames bajo ningún concepto -replica Erik.

– Sabía que dirías eso, pero la verdad es que me importa un bledo lo que tú sientas, sólo quiero recuperar a Benjamin.

– Lo encontraré, Sixan.

– ¿Por qué no te creo?

– La policía hace todo lo que puede, y tu padre es…

– ¿La policía? La policía es la que ha dejado escapar a ese loco -dice ella, alterada-. ¿No es así? No van a mover un dedo para encontrar a Benjamin.

– Josef es un asesino en serie y la policía quiere encontrarlo. Pero no soy tonto, y sé que Benjamin no es importante para ellos, no se preocupan por él, no de verdad, no como nosotros, no como…

– Eso mismo es lo que he dicho yo -lo interrumpe ella, molesta.

– Joona Linna me ha explicado que…

– Es culpa suya, fue él quien te hizo hipnotizarlo.

Erik niega con la cabeza y luego traga con esfuerzo.

– Yo tomé la decisión.

– Papá podría conseguirlo -dice ella en voz baja.

– Quiero que tú y yo repasemos cada detalle juntos, necesitamos pensar, necesitamos paz y tranquilidad para…

– ¿Y qué cono podemos hacer nosotros? -grita ella.

Se hace el silencio. Erik oye que alguien enciende la televisión en la habitación contigua.

Simone permanece tumbada en la cama con el rostro vuelto hacia el otro lado.

– Tenemos que pensar -dice Erik con precaución-. No estoy seguro de que fuera Josef Ek el que…

– Tú eres tonto -le espeta ella.

Intenta levantarse de la cama pero no tiene fuerzas.

– ¿Puedo decir algo?

– Voy a conseguir una arma y pienso encontrarlo -dice ella.

– La puerta de entrada estaba abierta dos noches seguidas pero…

– Ya te lo dije -lo interrumpe ella-. Te dije que alguien había entrado en el piso pero tú no me creíste, nunca lo haces, si me hubieras creído, entonces…

– Escúchame -exige Erik-. Josef Ek estaba en cama en el hospital la primera noche, no pudo haber sido él quien entró en el piso y abrió el frigorífico.

Ella no lo escucha, sólo intenta levantarse. Jadea con enfado y consigue caminar hasta el estrecho armario en el que está colgada su ropa. Erik se queda de pie sin ayudarla, la observa vestirse temblorosa, la oye maldecir entre dientes.

Capítulo 24

Sábado 12 de diciembre, por la tarde

Por la tarde, Erik por fin consigue que le den el alta hospitalaria a Simone. En su casa todo está patas arriba: la ropa de cama, tirada en el pasillo; las lámparas, encendidas; el grifo del baño, abierto; los zapatos están revueltos sobre la alfombra de la entrada; el teléfono, tirado sobre el suelo de parquet, con las pilas a un lado.

Erik y Simone miran a su alrededor con la agobiante sensación de que ha desaparecido para siempre algo muy importante de su hogar. Los objetos les resultan ajenos, exentos de significado.

Simone coge una silla, se sienta y se dispone a quitarse las botas. Erik cierra el grifo del baño y luego va a la habitación de Benjamin. Mira el tablero rojo del escritorio. Los libros de texto junto al ordenador, forrados de papel gris. En el tablón de corcho hay una fotografía suya, de la época de Uganda, sonriente y bronceado, con las manos en los bolsillos de la bata. Erik toca levemente los vaqueros de Benjamin que cuelgan de la silla, junto con el jersey negro.

Vuelve al salón y ve que Simone está de pie con el teléfono en la mano. La observa introducir de nuevo las pilas y marcar un número.

– ¿A quién llamas?

– Voy a llamar a papá -contesta.

– ¿No puedes esperar un poco?

Ella le permite que le quite el teléfono de las manos.

– ¿Por qué? -pregunta ella, cansada.

– No tengo fuerzas para ver a Kennet, ahora no, no…

Guarda silencio, deja el teléfono sobre la mesa y se pasa la mano por la cara antes de hablar otra vez:

– ¿Puedes respetar que no quiero dejar todo lo que tengo en manos de tu padre?

– ¿Puedes respetar que…?

– Déjalo ya -la interrumpe él.

Ella lo mira, herida.

– Sixan, ahora mismo me cuesta mucho pensar ordenadamente. No sé, es como si sólo quisiera gritar o algo así… La verdad es que no tengo fuerzas para tener a tu padre cerca.

– ¿Has terminado? -dice ella, y alarga la mano para que le dé el teléfono de nuevo.

– Se trata de nuestro hijo -dice él.

Ella asiente.

– ¿Puede ser así? ¿Puede ser que esto trate sólo de él? -continúa Erik-. Quiero que tú y yo busquemos a Benjamín… junto con la policía, como tiene que ser.

– Necesito a mi padre -dice ella.

– Y yo te necesito a ti.

– Eso no me lo creo -contesta ella.

– ¿Por qué no crees…?

– Porque tú sólo quieres mandar sobre mí -espeta Simone.

Erik da media vuelta, echa a andar y de inmediato se detiene.

– Tu padre está jubilado, no puede hacer nada.

– Tiene contactos -dice ella.

– Eso es lo que cree él: cree que tiene contactos, cree que aún es comisario, pero no es más que un jubilado.

– Tuno sabes…

– Benjamín no es un pasatiempo -la interrumpe Erik.

– No me importa lo que digas.

Mira el teléfono.

– No podré quedarme si viene.

– No hagas esto -suplica ella en voz baja.

– Sólo quieres que venga para que te diga que me he equivocado, que todo es culpa mía, igual que hizo cuando nos enteramos de la enfermedad de Benjamin: todo es culpa de Erik… Quiero decir que entiendo que a ti te resulte cómodo, pero para mí…

– Eres un majadero -lo interrumpe ella, sonriente.

– Si él viene, me marcho.

– Me da lo mismo -replica ella, serena.

Él baja los hombros. Simone se ha dado media vuelta y comienza a marcar el número.

– No lo hagas -ruega Erik.

Ella no lo mira. Él sabe que no puede quedarse. Le resultaría imposible estar allí cuando llegue Kennet. Mira a su alrededor. No hay nada que quiera llevarse. Oye las señales de llamada en silencio y ve la sombra de las pestañas de Simone temblar sobre su mejilla.

– Vete a la mierda -le espeta, y sale al pasillo.

Mientras Erik se pone los zapatos, oye a Simone hablar con Kennet. Con voz llorosa, le pide que vaya allí cuanto antes. Erik coge la chaqueta de la percha, sale del apartamento, cierra la puerta y echa la llave. Baja andando la escalera, se detiene, piensa que debería volver y decir algo, explicarle que no es justo, que es su casa, su hijo, su vida.

– Joder -masculla, luego continúa hasta el portal y sale a la calle oscura.

Simone está en la ventana y adivina su rostro como una sombra transparente en la oscuridad de la tarde. Cuando ve el viejo Nissan Primera de su padre aparcar en doble fila ante el portal, tiene que contener el llanto. Ya está en la entrada cuando él llama a la puerta, abre con la cadena puesta, cierra, quita la cadena e intenta sonreír.

– Papá -dice al tiempo que las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas.

Kennet la abraza y cuando ella percibe el familiar olor a cuero y a tabaco de su chaqueta de piel, se traslada de nuevo durante un par de segundos a su infancia.

– Ya estoy aquí, mi niña -dice él, y se sienta en la silla de la entrada con ella sobre las rodillas-. ¿No está Erik en casa? -pregunta a continuación.

– Nos hemos separado -susurra ella.

– Ah… -intenta Kennet.

Saca un pañuelo y Simone se levanta de su regazo y se suena la nariz varias veces. Luego él cuelga la chaqueta de un gancho, ve que la ropa de Benjamín está intacta, que su calzado está en el zapatero y que la mochila está apoyada contra la pared de la puerta.

Coge a su hija por los hombros, le enjuga cuidadosamente las lágrimas con el pulgar y luego la conduce hasta la cocina. Hace que se siente en una silla, coge los filtros y el bote del café y pone en marcha la cafetera.

– Ahora me lo vas a contar todo -dice tranquilamente mientras saca un par de tazas-. Empieza desde el principio.

Simone le cuenta entonces con detalle lo que sucedió la primera noche, cuando se despertó porque había alguien en el apartamento: le explica que notó olor a tabaco en la cocina, que la puerta de la calle estaba abierta, y que vio una luz neblinosa que salía de la nevera.

– ¿Y Erik? -pregunta Kennet con premura-. ¿Qué hizo él?

Ella duda antes de mirar a su padre a los ojos y responder:

– No me creyó… Dijo que habría sido alguno de nosotros, que se había levantado sonámbulo.

– Joder -murmura Kennet.

Simone nota que vuelve a contraérsele el rostro. Su padre sirve el café en las tazas, anota algo en un papel y le pide que continúe.

Ella le cuenta entonces lo del pinchazo en el brazo que la despertó la noche anterior, que se levantó y oyó ruidos raros en la habitación de Benjamín.

– ¿Qué clase de ruidos? -pregunta Kennet.

– Arrullos -dice, dubitativa-. O murmullos. No sé.

– ¿Y luego?

– Pregunté si podía entrar vi que había alguien más, que estaba inclinado sobre Benjamín y…

– ¿Sí?

– Luego se me doblaron las piernas, no pude pronunciar una palabra más y caí al suelo. Me quedé allí tendida sin poder hacer nada, inmóvil en el pasillo mientras veía como arrastraban a Benjamín… Dios mío, su cara…, estaba muy asustado. Me llamaba e intentó alcanzarme con las manos, pero yo ya no podía moverme.

Luego Simone se queda sentada en silencio, mirando al vacío.

– ¿Recuerdas algo más?

– ¿Qué?

– ¿Qué aspecto tenía el intruso?

– No lo sé.

– ¿No viste nada?

– Se movía de forma rara, con la espalda encorvada, como si le doliera.

Kennet toma nota.

– Piensa -la insta.

– Papá, estaba oscuro.

– ¿Y Erik? -pregunta Kennet-. ¿Qué hizo él?

– Estaba durmiendo.

– ¿Durmiendo?

Ella asiente.

– Últimamente ha estado tomando muchos somníferos -dice ella-. Estaba acostado en la habitación de invitados y no oyó nada.

La mirada de Kennet se carga de desprecio y Simone entiende fugazmente que Erik se haya marchado.

– ¿Qué clase de pastillas? -pregunta su padre-. ¿Sabes su nombre?

Ella le coge las manos entre la suyas.

– Papá, Erik no es aquí el acusado.

Él retira las manos.

– La violencia infantil es ejercida casi siempre por alguien de la familia.

– Lo sé, pero…

– Estamos examinando los hechos -la interrumpe Kennet tranquilamente-. El culpable obviamente tiene conocimientos médicos y acceso a fármacos.

Simone asiente.

– ¿Viste a Erik dormido en la habitación de invitados?

– La puerta estaba cerrada.

– Pero no lo viste, ¿verdad? Y no sabes si había tomado somníferos esa noche.

– No -tiene que admitir ella.

– Sólo estoy repasando lo que sabemos, Sixan -dice él-. Nos consta que no lo viste dormido. Quizá realmente estaba durmiendo en la habitación de invitados, pero eso no lo sabemos.

Kennet se levanta, coge un poco de pan de la despensa y luego saca queso del frigorífico. Le prepara a Simone un bocadillo y se lo tiende.

Después de un rato se aclara la voz y pregunta:

– ¿Por qué le abriría Erik la puerta a Josef?

Ella ¡o mira fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

– Si así fue, ¿qué motivo tenía para hacerlo?

– Me parece que esta conversación no tiene ningún sentido.

– ¿Por qué?

– Erik quiere a Benjamín.

– Sí, pero quizá algo salió mal. Tal vez Erik sólo dejara pasar al chico para hablar con él y luego llamar a la policía, o…

– Basta, papá -dice Simone.

– Tenemos que hacernos todas esas preguntas si queremos encontrar a Benjamín.

Ella asiente con la sensación de que se le va a desencajar la cara y luego dice con voz apenas audible:

– Quizá Erik creyó que era otra persona la que llamaba a la puerta.

– ¿Quién?

– Creo que está viéndose con una mujer llamada Danie11a -dice sin mirar a su padre a los ojos.

Capítulo 25

Domingo 13 de diciembre, por la mañana, festividad de Santa Lucía

Simone se despierta a las cinco de la madrugada. Kennet debió de llevarla a la cama y arropado después. Se levanta y va directamente a la habitación de Benjamin con una esperanza palpitante en el pecho, pero el sentimiento desaparece en cuanto se detiene en el umbral.

La habitación está vacía.

No llora, pero le parece que el sabor del llanto y la angustia lo ha impregnado todo, como una gota de leche enturbia el agua clara. Intenta ordenar sus ideas, no se atreve a pensar en Benjamín, no del todo, no se atreve a dejar que el pánico se apodere de ella.

En la cocina, la luz está encendida.

Su padre ha cubierto la mesa de notas de papel. La radio policial está sobre la encimera y del aparato sale un murmullo susurrante. Kennet está de pie totalmente inmóvil, mira al vacío por un momento y luego se pasa la mano por la barbilla un par de veces.

– Qué bien que hayas podido dormir un rato -dice él.

Ella sacude la cabeza.

– ¿Sixan?

– Sí -murmura ella, va hasta el grifo del fregadero, coge agua fría con las manos y se la echa en la cara. Cuando se seca con el paño de cocina ve su reflejo en la ventana. Aún está oscuro en el exterior, pero pronto llegará el amanecer con su red de plata, su frío invernal y la oscuridad de diciembre.

Kennet escribe algo en un trozo de papel, echa a un lado la hoja y anota algo en un cuaderno. Ella se sienta en la silla frente a su padre e intenta comprender adonde ha podido llevar Josef Ek a Benjamín, cómo ha podido entrar en su casa y por qué se ha llevado a Benjamín y no a otro.

– «Hijo predilecto» -susurra ella.

– ¿Cómo dices? -pregunta Kennet.

– No, nada…

Simone estaba pensando que en hebreo Benjamín significa «hijo predilecto». En el Antiguo Testamento, Raquel era la esposa de Jacob, quien trabajó catorce años para poder casarse con ella. Raquel tuvo dos hijos, José, [8] que interpretó los sueños del faraón, y Benjamín, el hijo predilecto.

El rostro de Simone se contrae al contener el llanto. Sin pronunciar palabra, Kennet se inclina sobre ella y la abraza por los hombros.

– Lo encontraremos -asegura.

Ella asiente.

– He recibido esto justo antes de que te despertaras -dice él, y da un golpe a una carpeta que descansa sobre la mesa.

– ¿Qué papeles son ésos?

– Son sobre el adosado de Tumba, donde Josef Ek… Es el informe de la investigación de la escena del crimen.

– ¿No estás jubilado?

Kennet sonríe y le pasa la carpeta, ella la abre y lee el repaso sistemático de huellas dactilares, palmares, huellas de cuerpos que han sido arrastrados, cabellos, tejido epitelial bajo las uñas, desperfectos en la hoja del cuchillo, restos de médula sobre un par de pantuflas, salpicaduras de sangre en la televisión, en la lámpara de papel de arroz, en el felpudo, en las cortinas. Las fotografías resbalan del interior de una carpeta de plástico. Simone intenta no verlas, pero a su cerebro le da tiempo a captar una habitación de espanto: diversos objetos cotidianos, así como las librerías y el mueble donde se aloja el equipo de música están cubiertos de sangre negra.

Esparcidos sobre el suelo se ven los miembros de varios cuerpos mutilados.

Se levanta, se dirige al fregadero e intenta vomitar.

– Perdona -dice Kennet-. No pensé… A veces olvido que no todo el mundo es policía.

Ella cierra los ojos y piensa en la cara asustada de Benjamín, en una habitación oscura con el suelo cubierto de sangre fría. Se inclina hacia adelante y vomita. Restos de mucosidades y bilis se posan sobre tazas y cucharas. Cuando se enjuaga la boca y oye que el pulso le produce un pitido agudo en los oídos, teme estar sumiéndose en un estado de histeria.

Se agarra a la encimera y respira lentamente, se recompone y mira a su padre.

– No pasa nada -dice débilmente-. Es que no puedo relacionar todo esto con Benjamín.

Kennet va a buscar una manta, la envuelve con ella y se sienta nuevamente en su silla, despacio.

– Si Josef Ek se ha llevado a Benjamín es porque quiere algo, ¿no? Nunca antes había hecho nada parecido…

– Creo que no puedo con esto -susurra ella.

– Tan sólo quiero decir que creo que Josef Ek buscaba a Erik -continúa Kennet-, pero al no encontrarlo, se llevó a Benjamín para hacer un intercambio.

– Entonces tiene que estar vivo…, tiene que estarlo, ¿verdad?

– Por supuesto que lo está -dice Kennet-. Sólo tenemos que averiguar dónde lo ha llevado, dónde está Benjamín.

– En cualquier sitio, puede haberlo llevado a cualquier sitio.

– Te equivocas -dice Kennet.

Ella lo mira.

– Probablemente lo haya escondido en su domicilio o en una casa de veraneo.

– Pero su domicilio es éste -dice ella elevando el tono de voz al tiempo que golpea con el dedo la carpeta de plástico con las fotografías.

Kennet retira unas migas de la mesa con la palma de la mano.

– Dutroux -dice.

– ¿Qué? -inquiere Simone.

– Dutroux, ¿te acuerdas de él?

– No sé…

Kennet le habla con sus maneras asépticas del pedófilo Marc Dutroux, que secuestró y torturó a seis niñas en Bélgica. Julie Lejeune y Melissa Russo murieron de inanición mientras Dutroux cumplía una corta condena de cárcel por el robo de un coche. Eefje Lambrecks y An Marchal fueron enterradas vivas en el jardín.

»Dutroux tenía una casa en Charleroi -continúa-. En el sótano había construido un habitáculo oculto por una pesada puerta de doscientos kilos. Aunque uno golpeara en ella no sonaba a hueco. La única manera de encontrar el escondrijo era midiendo la casa: las medidas eran diferentes por dentro que por fuera. Sabine Dardenne y Laetitia Delhez fueron encontradas con vida.

Simone trata de levantarse. Nota que el corazón le late en el pecho de una forma extraña. Piensa que hay hombres que se dejan llevar por la necesidad de emparedar a otras personas, a quienes tranquiliza saber que se están muriendo de miedo en la oscuridad, que gritan pidiendo ayuda tras las paredes silenciosas.

– Benjamín necesita su medicina -murmura ella.

Luego ve que su padre va hasta el teléfono, marca un número, espera un instante y dice rápidamente:

– ¿Charley? Oye, necesito saber una cosa sobre Josef Ek… No, sobre su casa, sobre el adosado.

Kennet guarda silencio durante un rato. Luego Simone oye que en el auricular alguien habla con voz profunda, baja.

– Sí -dice Kennet-. Me consta que ya lo habéis investigado, he tenido tiempo para echarle un vistazo al informe de la escena del crimen.

El otro continúa hablando. Simone cierra los ojos y escucha el murmullo de la radio policial, que ahoga el sonido zumbante de la voz sorda del teléfono.

– ¿Habéis medido la casa? -oye decir a su padre-. No, claro, pero…

Abre los ojos y de repente nota una breve descarga de adrenalina que despeja la somnolencia.

– Sí, estaría bien… -dice Kennet-. ¿Puedes mandarme los planos por mensajero? Y toda la documentación de los permisos de construcción que… Sí, la misma dirección. Sí…, muchísimas gracias.

Cuelga el teléfono y permanece de pie mirando por la ventana el paisaje oscuro.

– ¿Es posible que Benjamín esté en esa casa? -pregunta ella-. ¿Es posible, papá?

– Eso es lo que vamos a investigar.

– Por favor… -exclama ella con impaciencia.

– Charley me va a mandar los planos por mensajero.

– ¿Qué planos? Paso de planos, papá. ¿A qué esperas? Vayamos allí, soy capaz de romper todos y cada uno de los…

– Eso no serviría de nada -la interrumpe él-. El tema es urgente, pero no creo que ganemos tiempo si vamos a la casa y empezamos a derribar una pared tras de otra.

– Pero algo tenemos que hacer, papá.

– En los últimos días la casa ha estado llena de policías -explica él-. Si hubiera algo evidente, lo habrían encontrado, aunque no estuvieran buscando a Benjamín.

– Pero…

– Debo examinar esos planos, ver dónde se podría construir un cuarto oculto, conseguir medidas que pueda comparar con las que tomamos en la casa.

– Pero si allí no hay ninguna habitación, ¿dónde está?

– La familia Ek compartía una casa de veraneo a las afueras de Bolinas con el hermano del padre… Le he pedido a un amigo que vive allí que vaya a echar un vistazo. Conoce bien la zona donde tenía la casa la familia; está situada en la parte más antigua de un complejo residencial de vacaciones.

Kennet mira su reloj y marca un número en el teléfono.

– Hola Svante, soy Kennet, quería saber…

– Ya estoy allí -lo interrumpe su amigo.

– ¿Dónde?

– En el interior de la casa -dice Svante.

– Sólo tenías que echar un vistazo.

– Los nuevos propietarios, los Sjölin, me han dejado pasar y…

Se oye a alguien hablar de fondo.

– Se llaman Sjölin -se corrige Svante-. Son los dueños de la casa desde hace más de un año.

– Gracias por tu ayuda.

Kennet interrumpe la conversación. Una profunda arruga le recorre la frente.

– ¿Y la cabaña? -sugiere Simone-. ¿La cabaña donde estaba la hermana?

– Hemos mandado gente allí varias veces, pero tú y yo podríamos ir a echar un vistazo de todos modos.

Acto seguido ambos guardan silencio; tienen la mirada pensativa y ensimismada. Se oye un ruido en la portezuela del correo. El periódico de la mañana, que llega tarde, cae pesadamente sobre el suelo del vestíbulo. Ninguno de ellos se mueve. Suenan algunas portezuelas más lejos y luego se abre la puerta del portal.

Kennet sube de repente el volumen de la radio policial. Han emitido un llamamiento. Alguien contesta solicitando información. Hay un breve intercambio de palabras, Simone comprende algo sobre una mujer que ha oído gritos en el piso de al lado. Mandan un coche para allá. De fondo alguien se ríe y empieza una larga explicación sobre por qué a su hermano menor, que ya es adulto, aún le untan las tostadas del desayuno todos los días. Kennet vuelve a bajar el volumen.

– Prepararé café -dice Simone.

Su padre saca entonces una guía de Estocolmo de su chaleco verde militar, retira los candelabros de la mesa y los deja junto a la ventana antes de buscar algo en el plano. Simone está de pie detrás de él y observa la intrincada red de carreteras, trenes y rutas de autobús de colores rojos, azules, verdes y amarillos que se entrecruzan, las extensiones de bosque y los diseños geométricos que conforman las poblaciones del extrarradio.

Los dedos de Kennet siguen una carretera amarilla al sur de Estocolmo que pasa por Älvsjö, Huddinge, Tullinge y llega hasta Tumba. Juntos observan la página de Tumba y Salem. Es un mapa descolorido de un antiguo núcleo urbano en el que recientemente se ha construido un nuevo centro comercial cerca de la estación de cercanías. Observan lo práctico de la construcción del período posterior a la guerra, con edificios altos y tiendas, una iglesia, un banco y una tienda de venta de alcohol. Alrededor del lugar se ramifican hileras de adosados y chalets. Justo al norte de la población hay unos campos amarillos de heno que, unos veinte kilómetros más al norte, son reemplazados por bosques y lagos.

Kennet repasa los nombres de las calles de la urbanización de adosados y señala con un círculo un punto entre los pequeños rectángulos paralelos como costillas.

– ¿Dónde cono está ese mensajero? -farfulla Kennet.

Simone sirve café en un par de tazas y pone ante su padre el paquete con los terrones de azúcar.

– ¿Cómo pudo entrar? -pregunta.

– ¿Josef Ek? Bueno, o bien tenía llave o bien alguien le abrió la puerta.

– ¿No se puede abrir con una ganzúa?

– Esa cerradura no, es demasiado difícil; sería mucho más fácil forzar la puerta.

– ¿Echamos un vistazo al ordenador de Benjamín?

– Deberíamos haberlo hecho ya -dice Kennet-. Lo he pensado antes pero luego lo he olvidado, estoy empezando a estar cansado.

Simone se da cuenta de que su padre se ve anciano. Nunca antes había pensado en su edad. Él la mira con gesto triste.

– Trata de dormir un poco mientras yo miro el ordenador -dice ella.

– Joder, no.

Cuando entran en el cuarto del chico, ambos tienen la sensación de que nunca hubiera estado habitado. De repente Benjamin está terriblemente lejos.

Simone siente cómo una oleada de nausea crece en su estómago. Nota el terror en la boca mientras traga una y otra vez. Desde la cocina le llega el sonido de la radio policial, que murmura, crepita y parlotea. Allí dentro, en la oscuridad, aguarda la muerte como una ausencia negra, una carencia de la que ella está segura de que jamás podrá recuperarse.

Enciende el ordenador y la pantalla parpadea, las luces se encienden y, con un resoplido, el ventilador empieza a girar y el disco duro imparte sus órdenes. Cuando suena la melodía de bienvenida del sistema operativo es como si una parte de Benjamin regresara.

Cada uno de ellos coge una silla y se sientan. Simone hace clic en la foto en miniatura de Benjamin para iniciar la sesión.

– Lo haremos lenta y metódicamente, cariño -dice Kennet-. Empezamos con el correo y…

Pero se interrumpe cuando el ordenador pide una contraseña para continuar.

– Inténtalo con su nombre -dice.

Ella teclea «Benjamin», pero se le deniega el acceso. Luego escribe «Aida», invierte los nombres, los junta. Escribe «Bark», «Benjamin Bark», se ruboriza cuando lo intenta con «Simone» y «Sixan», lo prueba también con «Erik», con los nombres de los grupos y cantantes que escucha Benjamin: Sexsmith, Ane Brun, Rory Gallagher, Lennon, Townes Van Zandt, Bob Dylan.

– Nada -dice Kennet-. Tendremos que hacer venir a alguien que nos abra esta lata.

Simone lo intenta entonces con algunos títulos de películas y nombres de directores de los que suele hablar su hijo pero se rinde después de un rato, es imposible.

– Ya deberíamos tener aquí esos planos -dice Kennet-. Voy a llamar a Charley a ver qué pasa.

Ambos dan un respingo cuando llaman a la puerta. Simone se queda de pie en el pasillo y mira con el corazón desbocado a su padre mientras éste camina hacia la entrada y gira el pomo de la puerta.

La mañana de diciembre es clara como la arena, la temperatura es de algún grado positivo cuando Kennet y Simone entran en el barrio de Tumba en el que nació y se crió Josef Ek, el mismo en el que masacró a casi toda su familia a la edad de quince años. La casa tiene el mismo aspecto que las del resto de la calle: pulcra y sencilla. Si no fuera por el precinto policial azul y blanco que la rodea, nadie podría sospechar que hace pocos días fue el escenario de dos de los crímenes más sangrientos y despiadados de la historia de Suecia.

En la parte delantera hay una bicicleta con ruedas auxiliares apoyada contra un contenedor de arena. El precinto se ha soltado en un extremo y el viento ha hecho que se enganchase en el buzón de enfrente. Kennet no detiene el coche, sino que pasa lentamente por delante de la casa. Simone mira hacia las ventanas con los ojos entornados. Parece totalmente desierta. De hecho, toda la hilera de adosados da la impresión de estar a oscuras. Continúan hasta el final de la calle sin salida, dan media vuelta y vuelven a acercarse a la escena del crimen cuando suena el móvil de Simone.

– ¿Hola? -contesta, y escucha un momento-. ¿Ha pasado algo?

Kennet detiene el vehículo, apaga el motor pero luego gira de nuevo la llave en el contacto, echa el freno de mano y sale del coche. Del gran maletero saca una palanca, un metro y una linterna. Antes de volver a cerrarlo oye cómo Simone dice que tiene que colgar.

– ¿Tú qué crees? -grita ella al teléfono.

Kennet la oye a través de los cristales de la ventanilla y ve su rostro crispado cuando abandona el asiento del acompañante con los planos en la mano. Luego, sin hablar, caminan juntos hacia la baja cerca de color blanco. Kennet saca una llave de un sobre, continúa hasta la puerta y la abre. Antes de entrar, se vuelve hacia su hija, le hace un breve gesto con la cabeza y observa su expresión resuelta.

Nada más acceder al vestíbulo los alcanza un nauseabundo hedor a sangre rancia. Simone nota por un instante cómo la sensación de pánico crece en su interior; allí dentro huele a podredumbre, es una pestilencia dulzona, similar a la de las heces. Mira a su padre de reojo: no da la impresión de estar asustado, sólo concentrado, y sus movimientos parecen estar absolutamente calculados. Pasan de largo frente al salón y por el rabillo del ojo ella intuye la pared ensangrentada, el abrumador caos, el terror que asciende desde el suelo y la sangre en la estufa de piedra jabón.

De pronto oyen un ruido extraño, unos golpes provenientes de algún lugar del interior de la casa. Kennet se detiene en seco, desenfunda con calma su antigua arma reglamentaria, le quita el seguro y comprueba que hay un proyectil en la recámara.

Y nuevamente oyen algo: es un sonido pesado, oscilante. No parecen pasos, sino más bien alguien que se desliza lentamente.

Capítulo 26

Domingo 13 de diciembre, por la mañana, festividad de Santa Lucía

Erik se despierta en la estrecha cama de su despacho del hospital cuando aún es noche cerrada. Comprueba la hora en su teléfono móvil y ve que son casi las tres. Se toma otra pastilla y se acurruca de nuevo bajo la manta hasta que finalmente el hormigueo se le extiende por todo el cuerpo y la oscuridad lo envuelve por completo.

Cuando se despierta horas después, nota un fuerte dolor en la cabeza. Se toma un analgésico, va hasta la ventana y desliza la mirada por la fachada de enfrente con sus cientos de ventanas. El cielo se ve blanco pero los cristales están aún oscuros. Erik se inclina hacia adelante, nota el frío vidrio contra la nariz e imagina que en ese momento se está devolviendo la mirada a sí mismo desde todas y cada una de esas aberturas.

Deja el teléfono sobre su mesa de escritorio y se desviste. La pequeña cabina de ducha huele a plástico y a desinfectante. El agua caliente le cae sobre la cabeza y el cuello y resuena contra las paredes de plexiglás.

Después de secarse, retira el vaho del espejo, se humedece la cara y se echa crema de afeitar. Accidentalmente, la espuma se le mete por los orificios nasales y Erik la expulsa de un resoplido. La superficie limpia del espejo se va reduciendo a un óvalo cada vez más pequeño mientras él se afeita.

Piensa en que Simone le advirtió que la puerta de entrada estaba abierta la noche antes de que Josef Ek se escapara del hospital. Ella se levantó y la cerró, pero esa vez no pudo haberla abierto Josef Ek. ¿Cómo iba a poder hacerlo? Erik intenta comprender qué pasó la otra noche. Hay demasiadas preguntas sin respuesta. ¿Cómo consiguió entrar el chico en su casa? Quizá sólo llamó a la puerta hasta que Benjamín se despertó y le abrió. Entonces imagina a los dos muchachos de pie bajo la débil luz de la escalera, mirándose el uno al otro. Su hijo está descalzo, tiene el pelo de punta, lleva puesto su pijama infantil y parpadea mientras observa con ojos cansados al chico mayor. Tal vez alguien podría decir que guardan algún parecido, pero la principal diferencia entre ambos es que Josef ha asesinado a sus padres y a su hermana pequeña, acaba de matar a una enfermera con un escalpelo en el hospital y ha herido gravemente a un hombre en el cementerio del Norte.

– No -dice Erik para sí-. No pudo haber sucedido de ese modo, no cuadra.

¿Quién podría haber entrado? ¿A quién le abriría su hijo la puerta? ¿A quién le daría él o Simone una llave? Quizá Benjamín estuviera esperando a Aida. ¿Y si fue ella? Erik se dice que tiene que pensar en todas las posibilidades. Tal vez Josef tenía un cómplice que lo ayudó con la puerta, tal vez tenía planeado ir a su casa la primera noche pero no logró escapar del hospital. Tal vez por eso la puerta estaba abierta: era lo que él y su compinche habían acordado.

Erik termina de afeitarse, se lava los dientes y coge el teléfono de la mesa, comprueba la hora y luego llama a Joona Linna.

– Buenos días, Erik -dice en el auricular una voz ronca con acento finlandés.

El comisario debe de haber reconocido su número en la pantalla del móvil.

– ¿Lo he despertado?

– No.

– Perdone que lo llame tan temprano pero…

Erik tose.

– ¿Ha pasado algo? -pregunta Joona.

– ¿Han encontrado a Josef?

– Tenemos que hablar con su esposa, repasar los detalles con detenimiento.

– Pero ¿usted cree que fue Josef quien se llevó a Benjamín?

– No, no lo creo, pero tampoco tengo la certeza. Quiero examinar el piso, hablar con los vecinos para tratar de encontrar algún testigo.

– ¿Le pido a Simone que lo llame?

– No será necesario.

Una gota de agua cae del grifo de acero inoxidable y golpea el lavabo con un sonido breve, cortante.

– Sigo pensando que debería usted aceptar la protección policial -dice entonces Joona.

– Estoy en el Karolinska, y no creo que Josef vaya a volver aquí a por mí.

– ¿Y Simone?

– Pregúntele a ella, es posible que haya cambiado de opinión -dice Erik-. Aunque ahora ya tiene a alguien que la proteja.

– Sí, ya me he enterado -dice Joona, animado-. La verdad es que me cuesta un poco imaginar cómo debe de ser tener a Kennet Sträng como suegro.

– A mí también -contesta Erik.

– Ya lo imagino. -Joona ríe y luego guarda silencio.

– ¿Josef intentó huir también el jueves? -pregunta Erik.

– No, creo que no, al menos no hay nada que lo indique. ¿Por qué lo pregunta?

– Alguien abrió la puerta de entrada la noche anterior, igual que el viernes.

– Estoy bastante seguro de que la huida de Josef se produjo al enterarse de que se iba a solicitar su encarcelamiento, y no conoció la noticia hasta el viernes -explica lentamente el comisario.

Erik sacude la cabeza y se pasa el pulgar por la boca mientras observa que el papel pintado del baño semeja la textura de la fórmica.

– No encaja -suspira.

– ¿Vio usted la puerta abierta? -pregunta Joona.

– No, fue Sixan…, Simone, que se levantó.

– ¿Podría tener ella algún motivo para mentir?

– No se me había ocurrido…

– No tiene por qué contestarme ahora.

Erik contempla su rostro en el espejo mientras repasa su razonamiento por segunda vez: tal vez Josef tuviera un cómplice cuya misión fuera tan sólo comprobar la noche anterior al secuestro que la copia de la llave abría la puerta. No obstante, la curiosidad lo pudo y entró en el apartamento, no pudo evitar colarse y observar a la familia dormida. Tal vez la situación le proporcionaba una placentera sensación de control; se le ocurrió gastarles una pequeña broma y dejó el frigorífico y el congelador abiertos. Quizá luego se lo contó todo a Josef, describió su visita, el aspecto de las habitaciones, quién dormía en cada una de ellas.

Eso explicaría por qué Josef no me encontró, piensa Erik. Porque la primera noche estaba durmiendo en la cama junto a Simone.

– ¿Evelyn estaba en la cárcel el miércoles? -pregunta.

– Sí -dice Joona.

– ¿Todo el día y toda la noche?

– Sí.

– ¿Aún está allí?

– Se la ha trasladado a un piso protegido, pero tiene doble vigilancia.

– ¿Ha mantenido contacto con alguien?

– Tiene usted que dejar a la policía hacer su trabajo, lo sabe, ¿no? -dice Joona.

– Yo sólo hago el mío -contesta Erik en voz baja-. Quiero hablar con ella.

– ¿Qué quiere preguntarle?

– Si Josef tiene amigos, si hay alguien que podría estar ayudándolo.

– Eso puedo preguntárselo yo.

– Quizá sepa con quién podría colaborar el chico, quizá conozca a sus amigos y sepa dónde viven.

Joona deja escapar un suspiro:

– Sabe muy bien que no puedo permitirle que investigue por su cuenta, Erik. Aunque personalmente no tuviera ninguna objeción…

– ¿No puedo estar presente cuando usted hable con ella? Llevo muchos años trabajando con personas traumatizadas…

El silencio se instala entre ellos durante unos segundos.

– Reúnase conmigo dentro de una hora en la entrada del Departamento Nacional de Policía Criminal -dice Joona a continuación.

– Estaré allí dentro de veinte minutos -responde Erik.

– Vale, veinte minutos -dice el comisario y finaliza la llamada.

Con la mente en blanco, Erik se dirige entonces a su escritorio y abre el cajón superior. Entre los bolígrafos, las gomas de borrar y las grapas hay varios envases de medicamentos. Saca tres pastillas de un blíster y se las traga.

Piensa que quizá debería decirle a Daniella que no tiene tiempo para asistir a la reunión de la mañana, pero luego lo olvida. Sale de su despacho y se apresura hacia la cafetería. De pie frente al acuario, se toma una taza de café mientras sigue con la mirada a un grupo de tetras neón, observa su expedición por un barco de plástico naufragado y luego envuelve un sandwich en unas servilletas de papel y se lo mete en el bolsillo.

En el ascensor que baja hasta el vestíbulo de entrada, se mira al espejo y encuentra su mirada vacía. Tiene un aire triste, casi ausente. Se observa a sí mismo y piensa en el vacío que uno siente en el estómago cuando cae desde una gran altura, un vacío que es casi sexual y que al mismo tiempo está fuertemente vinculado con el desvalimiento. Casi no tiene fuerzas, pero las pastillas lo hacen ascender a un plano luminoso y definido. «Aguanta un rato más», se dice. Resiste. Lo único que necesita es aguantar lo suficiente para encontrar a su hijo. Luego todo puede desmoronarse.

Mientras conduce hacia su encuentro con Joona y Evelyn, intenta pensar en los distintos lugares en los que ha estado esa semana, y de inmediato se da cuenta de que en varias ocasiones cualquiera ha podido quitarle las llaves y hacer una copia. El jueves, en un restaurante de Sodermalm, colgó la chaqueta con las llaves en el bolsillo lejos de su vista. La ha dejado también en la silla de su despacho en el hospital, colgada de un gancho en la cafetería y en un montón de sitios más. Probablemente, lo mismo es aplicable también a las llaves de Benjamin y de su esposa.

Cuando pasa frente a las obras de remodelación de Fridhemsplan, saca trabajosamente el teléfono del bolsillo de su chaqueta y marca el número de Simone.

– ¿Hola? -contesta ella con voz alterada.

– Soy yo.

– ¿Ha pasado algo? -pregunta.

Se oye un ruido de fondo, como de una máquina, y luego se silencia de repente.

– Sólo quería decir que deberíais comprobar el disco duro: no sólo el correo, sino toda la actividad en general, lo que ha descargado de Internet, qué sitios ha visitado, carpetas temporales, si ha chateado, y…

– Pues claro -interrumpe ella.

– No os molesto más.

– Aún no hemos empezado con el ordenador -dice ella.

– La contraseña es «Dumbledore».

– Ya lo sé.

Erik gira por Polhemsgatan y luego baja por Kungsholmsgatan, pasa por delante de la comisaría y ve cómo ésta cambia de aspecto: la fachada lisa de un oscuro tono cobrizo, la ampliación de hormigón y finalmente el edificio original, alto y enlucido en color amarillo.

– Tengo que colgar -dice ella.

– Simone -dice entonces Erik-, ¿me has contado la verdad?

– ¿A qué te refieres?

– Sobre lo que pasó: que la puerta estaba abierta la noche anterior, que viste a alguien arrastrando a Benjamin por…

– ¿Tú qué crees? -grita ella, y cuelga en el acto.

Erik siente que no tiene fuerzas para buscar aparcamiento; al fin y al cabo una multa no tiene ninguna importancia, tendrá fecha de vencimiento en una vida totalmente diferente. Sin pensarlo, gira justo delante de la comisaría, las ruedas rechinan y se detiene ante la gran escalera que da al Palacio de Justicia. Los faros del coche iluminan una hermosa puerta de madera. Es antigua, hace mucho que ha dejado de utilizarse, y en unas letras grabadas en su superficie puede leerse: «Sección de detectives.»

Sale del coche y se apresura a rodear el edificio, subir la cuesta de Kungsholmsgatan en dirección al parque y luego hacia la entrada del Departamento Nacional de Policía Criminal. Ve a un padre andando con tres niñas ataviadas con las vestiduras propias de la festividad de Santa Lucía encima de sus monos de invierno, las túnicas blancas tirantes sobre las gruesas prendas de abrigo. Las pequeñas llevan unas coronas de luz en la cabeza y una de ellas sostiene una vela de dama de honor en su mano enguantada. Erik piensa de repente que a Benjamín le encantaba que lo llevaran en brazos cuando era niño. Se agarraba con manos y piernas y decía: «Cógeme, eddes gande y fuette, papá.»

La entrada del departamento de policía es un alto y brillante cubo de cristal. Frente a las puertas giratorias montadas en un marco de acero hay un soporte metálico con un teclado numérico de acceso. Erik está jadeando cuando se detiene ante la alfombrilla de goma negra de la entrada, anterior a otra puerta con un nuevo teclado de acceso. En línea recta, en el luminoso vestíbulo, ve que hay dos grandes puertas giratorias más en la pared de cristal con sendos teclados de seguridad. Se dirige a la recepción, que está situada a mano izquierda. Tras el mostrador de madera hay un hombre sentado que está hablando por teléfono.

Erik le explica por qué está allí, el recepcionista asiente brevemente, teclea algo en su ordenador y luego levanta el teléfono.

– Llamo de recepción -dice en voz baja-. Está aquí Erik Maria Bark.

El hombre escucha y luego se vuelve hacia él.

– Ahora baja -dice amablemente.

– Gracias.

Erik se sienta en un banco bajo sin respaldo con unos asientos de piel negra que chirrían. Observa una obra de arte de cristal verde y luego desliza la mirada hacia las puertas giratorias inmóviles. Tras la gran pared de cristal se ve un nuevo pasillo también de cristal que recorre unos veinte metros a través de un patio interior hasta el siguiente edificio. De pronto, Erik ve a Joona Linna, que pasa junto a los sofás que hay a su derecha, pulsa un botón en la pared y sale por las puertas giratorias. Tira una cáscara de plátano a una papelera de aluminio, hace una seña con la mano al hombre de la recepción y luego camina directamente hacia Erik.

Mientras se dirigen a pie hasta la vivienda protegida de Evelyn Ek en la calle Hantverkargatan, Joona intenta resumir lo que ha sucedido durante los interrogatorios con la chica. Le cuenta que confirmó que había ido al bosque con la escopeta con la intención de suicidarse, que Josef llevaba varios años obligándola a acceder a sus pretensiones sexuales, que maltrataba a su hermana pequeña, Lisa, si Evelyn no hacía lo que él quería. Cuando empezó a exigir relaciones sexuales completas, la joven consiguió aplazar el asunto al objetar que eso era ilegal mientras él no tuviera quince años. Cuando se aproximaba el día de su cumpleaños, Evelyn fue a ocultarse a la cabaña de veraneo de su tía materna en Värmdö. Josef la buscó, fue a ver a Sorab Ramadani, su ex novio, y de alguna manera logró que le confesara dónde se escondía su hermana. El día de su decimoquinto cumpleaños fue a visitarla a la cabaña y, cuando ella se negó a mantener relaciones sexuales con él, Josef le dijo que ya sabía lo que sucedería entonces, y que todo sería culpa suya.

– Parece ser que Josef planificó al menos el asesinato de su padre -dice Joona-. Desconocemos los motivos de que él fuera el primero, pero quizá sólo tuvieran que ver con el hecho de que Anders Ek iba a encontrarse solo en un sitio que no era su casa. El lunes, Josef metió en una bolsa de deporte ropa para cambiarse, dos pares de fundas protectoras para calzado, una toalla, el cuchillo de caza de su padre, una lata de gasolina y unas cerillas y luego fue en bicicleta hasta el polideportivo de Rodstuhage. Tras matar a su padre y mutilarlo, le quitó las llaves del bolsillo, fue al vestuario de mujeres, se duchó y se cambió de ropa, después cerró con llave, quemó la bolsa con las prendas ensangrentadas en un parque infantil y volvió en bicicleta a casa.

– Y lo que pasó después en su casa, ¿ocurrió más o menos como lo describió mientras estaba bajo hipnosis? -pregunta Erik.

– Más o menos, no: parece que fue exactamente así -dice Joona, y se aclara la voz-. No obstante, Josef había prometido tan sólo que mataría a su padre, desconocemos la razón por la que de pronto atacó también a su madre y a su hermana pequeña. -Le dirige una mirada triste a Erik y concluye-: Quizá sólo tuvo la impresión de que no había terminado, de que Evelyn aún no había sido suficientemente castigada.

Justo antes de llegar a la iglesia, Joona se detiene frente a un portal, saca su teléfono, marca un número e informa de que ya están allí. Marca el código en el teclado de acceso, abre la puerta y deja pasar a Erik a la sencilla escalera de paredes pintadas con puntos.

Hay dos policías de guardia frente al ascensor cuando llegan al tercer piso. Joona les da la mano y luego abre la cerradura de una puerta de seguridad que carece de ranura para el correo. Antes de abrir del todo, llama con los nudillos.

– ¿Podemos pasar? -pregunta a través de la puerta entreabierta.

– No lo han encontrado, ¿verdad?

Evelyn está de espaldas a la ventana y sus rasgos no se distinguen a contraluz. Erik y el comisario sólo ven una silueta oscura con una melena que brilla al sol.

– No -contesta Joona.

La joven camina hasta la puerta, permite que pasen y echa de nuevo la llave rápidamente. A continuación comprueba la cerradura y, cuando se vuelve hacia ellos, Erik ve que respira trabajosamente.

– Es una vivienda protegida, tienes vigilancia policial -dice Joona-. Nadie puede dar o buscar información sobre ti, tenemos una orden judicial al respecto. Estás a salvo, Evelyn.

– Quizá mientras esté aquí dentro -dice ella-, pero alguna vez tendré que salir, y a Josef se le da bien esperar.

Camina hasta la ventana, mira al exterior y luego se sienta en el sofá.

– ¿Sabes dónde puede estar escondido tu hermano? -pregunta Joona.

– ¿Creen que yo sé algo?

– ¿Es así? -inquiere Erik.

– ¿Me va a hipnotizar?

– No. -Sonríe, sorprendido.

La joven no lleva maquillaje y, cuando lo mira, sus ojos parecen vulnerables y desprotegidos.

– Si quiere, puede hacerlo -dice ella, y luego baja rápidamente la mirada.

En el piso hay un dormitorio con una amplia cama, un par de sillones y un televisor, un cuarto de baño con ducha y una cocina con una zona para comer. Los cristales de las ventanas son todos antibalas, y las paredes están pintadas de un sereno tono amarillo.

Erik mira a su alrededor y sigue a la chica hasta la cocina.

– Muy bonito -comenta.

Ella se encoge de hombros. Va vestida con un jersey rojo y unos vaqueros desgastados, y lleva el pelo recogido de cualquier forma en una coleta.

– Hoy me van a traer algunos objetos personales -dice.

– Eso está bien -señala Erik-. Uno suele sentirse mejor cuando…

– ¿Mejor? ¿Qué sabe usted sobre lo que haría que me sintiera mejor?

– He trabajado con…

– Perdone, pero no me importa en absoluto -lo interrumpe ella-. Dije que no quería hablar con psicólogos ni asistentes sociales.

– No estoy aquí en calidad de eso.

– ¿Entonces?

– He venido para intentar encontrar a Josef.

Ella se vuelve hacia él y le espeta:

– Pues no está aquí.

Sin saber muy bien por qué, Erik decide no contarle nada sobre Benjamín.

– Escucha, Evelyn -dice en cambio tranquilamente-, necesito tu ayuda para poder establecer quiénes son los conocidos de Josef.

Ella tiene una mirada brillante, casi febril.

– Vale -contesta, y frunce un poco los labios.

– ¿Tiene novia?

Los ojos de Evelyn se oscurecen y su boca se tensa.

– ¿Quiere decir además de mí?

– Sí.

Ella niega con la cabeza después de un rato.

– ¿Con quién se relaciona?

– No tiene ningún círculo de amigos.

– ¿Compañeros de clase?

– Que yo sepa, nunca ha tenido amigos -responde ella encogiéndose de hombros.

– Si necesitara ayuda con algo, ¿a quién se dirigiría? -pregunta entonces Erik.

– No lo sé… A veces habla con los borrachos que están detrás del Systemet.

– ¿Sabes quiénes son? ¿Cómo se llaman?

– Uno de ellos lleva un tatuaje en la mano.

– ¿Cómo es?

– No me acuerdo…, un pez, me parece.

Evelyn se levanta y vuelve junto a la ventana. Erik la observa. La luz del día incide sobre su rostro joven. Puede distinguir perfectamente las arterias pulsantes en su fino y largo cuello.

– ¿Crees que podría alojarse en casa de alguno de ellos?

Ella se encoge levemente de hombros.

– Tal vez… -dice.

– ¿Lo crees de veras?

– No.

– ¿Qué crees, entonces?

– Creo que Josef me encontrará a mí antes de que ustedes lo encuentren a él.

Erik la mira. La chica tiene la frente apoyada contra el cristal de la ventana, y él se pregunta si debe seguir presionándola. Hay algo en su voz apagada, en la desconfianza que demuestra, que le indica que Evelyn sabe cosas sobre su hermano pequeño que nadie más puede saber.

– Evelyn, ¿qué es lo que quiere Josef?

– No tengo fuerzas para hablar de ello.

– ¿Quiere matarme?

– No lo sé.

– ¿Tú qué crees?

Ella inspira profundamente y su voz suena ronca y cansada cuando dice:

– Si cree que usted se ha interpuesto entre él y yo, si siente celos, así lo hará.

– ¿El qué?

– Matarlo.

– ¿Quieres decir que lo intentará?

Evelyn se pasa la lengua por los labios, se vuelve hacia él y luego baja la mirada. Erik quiere repetirle la pregunta pero no le sale la voz. En ese mismo instante llaman a la puerta. La chica mira a Joona y a Erik, parece asustada y da un par de pasos atrás ocultándose en la cocina.

Llaman de nuevo. Joona va hasta la puerta, echa un vistazo por la mirilla y luego abre. Dos agentes de policía entran en el vestíbulo. Uno de ellos carga una gran caja de cartón.

– Creo que hemos traído todo lo que estaba en la lista -dice el de la caja-. ¿Dónde quiere que lo dejemos?

– Donde sea -dice Evelyn débilmente al tiempo que sale de la cocina.

– ¿Me firma aquí?

El agente le entrega un albarán y ella lo firma. Una vez se han marchado, Joona vuelve a echar la llave. La joven se apresura entonces hasta la puerta, comprueba que ha cerrado bien y luego se vuelve de nuevo hacia ellos.

– Pedí que me trajeran algunas cosas de casa…

– Sí, lo has dicho antes.

Evelyn se agacha en cuclillas, retira el precinto marrón de la caja y abre las solapas. Saca una hucha plateada en forma de conejo y un cuadro enmarcado en el que se ve un ángel de la guarda, pero de pronto se detiene en seco.

– Mi álbum de fotos -murmura, y Erik ve entonces cómo repentinamente le tiemblan los labios.

– ¿Evelyn?

– Yo no lo pedí, no dije nada de…

Lo abre y en la primera página ve una fotografía suya de la época del colegio. Parece tener unos catorce años, lleva ortodoncia y sonríe tímidamente. Tiene la tez muy pálida y el pelo corto.

Evelyn pasa la página y del interior del álbum cae un papel doblado que aterriza en el suelo. Lo coge, lo gira entre las manos, lo lee y de inmediato se ruboriza intensamente.

– Está en casa -susurra, y les tiende la carta.

Erik alisa el papel y él y Joona leen juntos:

Soy tu único dueño, eres sólo mía. Mataré a los demás, es culpa tuya. Voy a matar a ese cabrón de hipnotista y tú me vas a ayudar, te lo aseguro. Me mostrarás dónde vive, dónde soléis follar e ir de fiesta, y entonces lo mataré mientras tú miras cómo lo hago. Luego te lavarás el cono con jabón y te follaré cien veces seguidas, y entonces estaremos en paz y podremos empezar de nuevo los dos solos.

Evelyn baja las persianas y luego se queda de pie rodeándose el cuerpo con los brazos. Erik deja la carta sobre la mesa y se incorpora. Josef está en el adosado, se dice, no puede ser de otro modo. Si ha logrado meter el álbum de fotos con la carta en la caja, debe de estar allí.

– Josef ha vuelto al adosado -dice.

– ¿Dónde iba a vivir si no? -replica ella en voz baja.

Joona ya está en la cocina, hablando por teléfono con la central de comunicaciones.

– Evelyn, ¿sabes cómo ha podido ocultarse Josef de la policía? -pregunta Erik-. Hace varios días que la casa está llena de agentes.

– El sótano -dice ella levantando la mirada.

– ¿Qué pasa con el sótano?

– Hay una habitación extraña allí abajo.

– ¡Está en el sótano! -grita Erik en dirección a la cocina.

A través del teléfono, Joona oye cómo su interlocutor teclea lentamente en un ordenador.

– Se cree que el sospechoso está en el sótano -le informa.

– Espere -dice el oficial de guardia al teléfono-. Tengo que…

– Es urgente -lo interrumpe Joona.

Tras hacer una pausa, el oficial prosigue diciendo tranquilamente al teléfono:

– Hace un par de minutos se ha dado otro aviso para esa misma dirección.

– ¿Qué dice? ¿Para el número 8 de Gärdesvägen, en Tumba? -inquiere Joona.

– Sí. Los vecinos han llamado asegurando que había alguien en el interior de la casa.

Capítulo 27

Domingo 13 de diciembre, por la mañana, festividad de Santa Lucía

Kennet Sträng se detiene a escuchar antes de avanzar lentamente por la escalera. Lleva la pistola apuntando al suelo, pegada al cuerpo. La luz del día entra en el pasillo desde la cocina. Simone sigue a su padre y piensa que el adosado de la familia asesinada le recuerda a la casa en la que Erik y ella vivían cuando Benjamín era pequeño.

Se oyen crujidos en algún lugar…, en el suelo, en el interior de las paredes.

– ¿Es Josef? -susurra Simone.

Carga con la linterna, los planos y la palanca, lo que hace que sienta las manos dormidas. El peso de la herramienta para forzar puertas es casi insoportable.

De pronto reina el silencio en la casa; los ruidos que han oído antes, los crujidos y los golpes amortiguados, han cesado repentinamente.

Kennet le dirige un gesto rápido con la cabeza, quiere que bajen al sótano. Ella asiente, aunque cada músculo de su cuerpo se lo desaconseja.

Según los planos, sin duda el mejor sitio para esconderse en la casa es el sótano. Kennet ha hecho algunas marcas en ellos con un bolígrafo. Ha señalado el espacio que ocupa la vieja caldera de combustible, donde podría levantarse un tabique y crear un habitáculo que resultara prácticamente inencontrable. El otro punto que Kennet ha señalado se encuentra inmeditamente debajo del tejado abuhardillado.

Junto a la escalera de madera de pino que conduce al piso superior hay una abertura, estrecha y sin puerta. En la pared aún pueden verse unas pequeñas bisagras de la antigua barrera de protección para los niños. La baranda de la escalera de hierro que baja al sótano casi parece de fabricación casera, las soldaduras son grandes y toscas, y los escalones están enmoquetados con un basto fieltro de color gris.

Kennet pulsa el interruptor de la luz un par de veces pero ésta no se enciende; la bombilla debe de estar fundida.

– Quédate aquí -dice en voz baja.

Simone siente una breve oleada de pánico. Del sótano asciende un olor denso, polvoriento, que le hace pensar en vehículos pesados.

– Dame la linterna -dice él, y alarga la mano.

Ella se la tiende despacio. Él sonríe brevemente, la coge, la enciende y sigue bajando con cuidado.

– ¿Hola? -grita Kennet secamente-. ¿Josef? Tengo que hablar contigo.

En el sótano no se oye nada. Ni un tintineo, ni una respiración.

Simone agarra la palanca y espera.

El haz de la linterna ilumina únicamente las paredes y el techo de la escalera, mientras que la oscuridad del sótano mantiene su densidad. Kennet continúa bajando y la luz comienza a enfocar entonces algunos objetos sueltos: una bolsa de plástico blanco, la tira reflectante de un viejo cochecito de bebé, el cristal de un cartel de cine enmarcado.

– Creo que puedo ayudarte, Josef -dice Kennet en un tono de voz más bajo.

Cuando por fin alcanza el sótano, hace un barrido a su alrededor con la linterna para asegurarse de que nadie se aproxima corriendo desde su escondite. El estrecho haz de luz se desliza por el suelo y las paredes, ilumina objetos cercanos y proyecta sombras sesgadas y oscilantes. Luego Kennet vuelve a empezar y revisa la estancia tranquila y sistemáticamente con el haz de la linterna.

Simone empieza a descender por la escalera. Bajo sus pies, la estructura metálica produce un sonido sordo.

– Aquí no hay nadie -dice Kennet.

– ¿Y qué es lo que hemos oído, entonces? Algo ha tenido que producir el ruido -replica ella.

La luz del día se filtra en el sótano a través de una pequeña claraboya en el techo. Los ojos de ambos se acostumbran poco a poco al débil resplandor. El lugar está lleno de bicicletas de distintos tamaños, un cochecito de bebé, trineos, esquís y un horno portátil, adornos navideños, diversos rollos de papel pintado y una escalera de mano con manchas de pintura blanca. En una caja alguien ha escrito con un grueso rotulador: «Cómics de Josef.»

De pronto Simone oye un repiqueteo en el techo, se vuelve hacia la escalera y luego hacia su padre, que camina lentamente hacia una puerta en el otro extremo de la estancia y no parece haberse percatado del ruido. Simone choca con un caballo balancín al tiempo que Kennet abre la puerta y echa un vistazo al lavadero, donde hay una lavadora vieja, una secadora y una antigua plancha de rodillo. Junto a una bomba de calor puede verse un armario grande cubierto por una vieja cortina.

– Aquí no hay nadie -dice él volviéndose hacia Simone.

Ella lo mira y al mismo tiempo advierte a su espalda la sucia cortina. La tela no se mueve en absoluto, pero sin embargo se hace notar.

– ¿Simone?

Hay una mancha de humedad en la tela, un pequeño óvalo, como el que formaría una boca que exhalara el aliento.

– Saca el plano -pide Kennet.

De repente a ella le parece ver que el óvalo húmedo se hunde hacia adentro.

– Papá… -susurra.

– ¿Sí? -contesta él al tiempo que se apoya contra el marco de la puerta; luego enfunda su pistola y se rasca la cabeza.

Entonces se oye un nuevo crujido, Simone se vuelve y ve que el caballo aún se balancea.

– ¿Qué pasa, Sixan?

Kennet camina hacia ella, le coge el plano de la mano, lo coloca sobre un colchón que está enrollado en el suelo, lo enfoca con la linterna y lo voltea. Luego levanta la mirada, la dirige de nuevo al plano y va hasta una pared de ladrillo junto a la que hay una vieja litera desmontada y un armario con chalecos salvavidas de color naranja. En un panel de herramientas hay colgados escoplos, diferentes sierras y sargentos. El espacio junto al martillo está vacío: falta el hacha de mayor tamaño.

Kennet mide la pared y el techo con la mirada, se inclina hacia adelante y golpea el tabique.

– ¿Qué ocurre? -pregunta Simone.

– Esta pared debe de tener por lo menos diez años.

– ¿Hay algo detrás?

– Sí, creo que sí: una habitación bastante grande.

Kennet ilumina de nuevo con la linterna la pared y el suelo bajo la litera. Las sombras se deslizan por el sótano.

– Enfoca ahí -pide Simone señalando el piso junto al armario.

Algo ha arañado el suelo de hormigón repetidas veces y ha dejado una marca en forma de arco.

– Detrás del armario -dice ella.

– Sujeta la linterna -pide su padre y saca la pistola.

De repente se oye algo tras el armario. Suena como si alguien se desplazara lentamente en el interior, con movimientos precisos pero lentos.

Simone nota que su corazón se acelera. «Dios mío, hay alguien ahí detrás», se dice. Le gustaría gritar el nombre de su hijo, pero de inmediato piensa que no sería prudente hacerlo.

Kennet le hace un gesto con la mano para que retroceda, ella se dispone a decir algo cuando el tenso silencio de repente estalla. En el piso de arriba se oye una fuerte detonación, de madera haciéndose astillas. A Simone se le cae la linterna al suelo y se hace la oscuridad. Pasos rápidos retumban de repente en el techo sobre sus cabezas, suena un repiqueteo, cegadores haces de luz se desplazan como grandes olas escaleras abajo y por el interior del sótano.

– ¡Échate al suelo! -vocifera un hombre histérico-. ¡Al suelo!

Simone está petrificada de pies a cabeza, cegada como un animal nocturno ante un coche que se aproxima por la autopista.

– ¡Túmbate! -grita Kennet.

– ¡Cierra el pico! -grita alguien.

– ¡Abajo, abajo!

Simone no comprende que los hombres se refieren a ella hasta que recibe un fuerte golpe en el estómago y la empujan contra el suelo de hormigón.

– ¡Al suelo, he dicho!

Ella intenta respirar, tose e inspira con fuerza. Un resplandor intenso inunda entonces el sótano. Unas figuras negras tiran de ellos y los empujan hacia el piso de arriba por la estrecha escalera. Simone tiene las manos esposadas a la espalda, le cuesta caminar, cojea y se golpea la mejilla contra el filo de la barandilla metálica.

Trata de volver la cabeza pero alguien se la sujeta con brusquedad y la presiona con dureza contra la pared junto a la puerta del sótano.

Unas figuras parecen estar observándola fijamente. Simone parpadea a la luz del día, le cuesta ver bien. Percibe fragmentos de una conversación más alejada y reconoce la voz austera y rigurosa de su padre. Es una voz que le hace pensar en el olor a café de las mañanas de colegio, mientras el programa radiofónico «Dagens Eko» emitía las noticias del día.

Es ahora cuando se da cuenta de que la gente que ha entrado en la casa son agentes de policía. Quizá algún vecino haya visto la luz de la linterna de Kennet y haya llamado a emergencias.

Un agente de unos veinticinco años con ojeras y unas marcadas líneas de expresión la observa con ojos desorbitados. Lleva la cabeza afeitada, lo que deja a la vista un cráneo tosco, lleno de protuberancias. El tipo se pasa varias veces la mano por el cuello, ansioso, y pregunta con frialdad:

– ¿Cómo te llamas?

– Simone Bark -responde ella con voz temblorosa-. Estoy aquí con mi padre, que es…

– Te he preguntado cómo te llamabas -la interrumpe el agente elevando el tono.

– Tranquilo, Ragnar -dice un compañero.

– Eres una sabandija -continúa él vuelto hacia Simone-. Eso es lo que opino sobre la gente a la que le gusta ver sangre.

Resopla y luego se vuelve de espaldas. Ella aún oye la voz de su padre. Kennet habla en un tono monótono, cansado.

Simone ve entonces que uno de los agentes sale de la casa con su billetera.

– Disculpe -dice dirigiéndose a una mujer policía-, oímos a alguien ahí abajo…

– Cierra el pico -la interrumpe ella.

– Mi hijo…

– Que cierres el pico, he dicho. Ponle cinta. Hay que ponerle cinta.

Simone ve que el policía que la ha llamado sabandija saca un rollo de cinta ancha, pero se detiene cuando la puerta de entrada se abre y en el vestíbulo entra un hombre alto y rubio con unos agudos ojos grises.

– Joona Linna, de la judicial -dice con un marcado acento finlandés-. ¿Qué tenéis?

– Dos sospechosos -contesta la mujer policía.

Joona mira a Kennet y a Simone.

– Yo me encargo -dice-. Esto es un error.

En las mejillas del comisario se forman dos hoyuelos cuando ordena que suelten a los sospechosos. La mujer policía camina hasta Kennet, le quita las esposas al tiempo que se disculpa y luego intercambia algunas palabras con él. Se la ve intensamente ruborizada y tiene rojas hasta las orejas.

El tipo de la cabeza afeitada, en cambio, se limita a dar algunos pasos frente a Simone mientras la mira fijamente.

– Suéltala -ordena Joona.

– Se ha resistido violentamente y me he lesionado el pulgar -contesta.

– ¿Piensas detenerlos? -inquiere Joona.

– Sí.

– ¿A Kennet Sträng y a su hija?

– No me importa quiénes sean -replica el agente con evidente agresividad.

– Ragnar-dice la mujer policía en tono tranquilizador-, es un colega.

– Es ilegal irrumpir en la escena de un crimen, y te prometo…

– Tranquilízate -lo interrumpe Joona con decisión.

– ¿Acaso estoy equivocado? -pregunta el agente.

Kennet ha llegado hasta él, pero no dice nada.

– ¿Estoy equivocado? -repite Ragnar.

– Luego hablamos sobre eso -contesta Joona.

– ¿Por qué no ahora?

El comisario baja entonces la voz y replica secamente:

– Por tu bien.

La mujer policía se dirige de nuevo hacia Kennet, se aclara la voz y dice:

– Sentimos lo ocurrido, mañana le haremos llegar una tarta con nuestras disculpas.

– Está bien -contesta Kennet al tiempo que ayuda a Simone a levantarse del suelo.

– El sótano -dice ella entonces casi de manera inaudible.

– Yo me encargo -asiente Kennet, y se vuelve hacia Joona-. Hay una o varias personas en un cuarto oculto en el sótano, detrás del armario con los chalecos salvavidas.

– Escuchadme -llama el comisario dirigiéndose a los policías-. Tenemos motivos para pensar que el sospechoso se encuentra en el sótano. Yo estoy al mando, ¿entendido? Si se da una situación en la que haya implicados rehenes, yo actuaré como negociador. El sospechoso es un tipo peligroso, pero si tenéis que abrir fuego, disparad en primer lugar a las piernas.

Joona se coloca un chaleco antibalas y se lo abrocha. Luego manda a dos agentes a la parte de atrás de la casa y reúne a su alrededor a un grupo de operación. Todos escuchan las rápidas instrucciones y a continuación desaparecen junto con él por la puerta del sótano, con la escalera metálica retumbando bajo su peso.

Kennet está de pie abrazando a Simone mientras le repite una y otra vez que todo saldrá bien. Ella está tan asustada que tiembla toda. Lo único que desea es poder oír la voz de su hijo en el sótano, reza para poder oírla de un momento a otro.

Tras un breve instante, Joona regresa junto a ellos con el chaleco antibalas en la mano.

– Ha escapado -dice, adusto.

– Benjamín…, ¿dónde está Benjamín? -pregunta Simone.

– Aquí no -contesta el comisario.

– Pero esa habitación…

Simone se dirige hacia la escalera, Kennet intenta retenerla pero ella se suelta, se abre paso ante Joona y se apresura escaleras abajo. El sótano está iluminado ahora como en un día de verano. Tres focos con pie llenan la habitación de luz. La escalera de mano manchada de pintura ha sido movida de su sitio y ahora está bajo la pequeña claraboya abierta. El armario con los chalecos ha sido desplazado hacia un lado y un policía vigila la entrada al cuarto secreto. Simone camina lentamente hacia él, oye a su padre decir algo a su espalda, pero no comprende las palabras.

– Tengo que hacerlo -dice con voz débil.

El policía levanta una mano y niega con la cabeza.

– Lo siento pero no puedo dejarla pasar -dice.

– Es mi hijo.

Nota los brazos de su padre alrededor pero intenta soltarse.

– No está aquí, Simone.

– ¡Suéltame!

Continúa avanzando y se asoma a la habitación. En su interior Simone ve que hay un colchón tirado en el suelo, montones de cómics antiguos, bolsas vacías de patatas fritas, fundas protectoras para calzado de color azul claro, latas de conservas, varias cajas de cereales y una hacha grande y reluciente.

Capítulo 28

Domingo 13 de diciembre, mediodía, festividad de Santa Lucía

Simone está sentada en el coche de vuelta de Tumba, escuchando a su padre hablar sobre la falta de coordinación de la policía. Ella no contesta, sino que lo deja protestar mientras observa por la ventanilla a las familias que pasean por la calle. Madres de camino a algún lugar con pequeños excesivamente abrigados que parlotean con el chupete en la boca. Algunos niños intentan avanzar por el fango helado con patinetes de nieve. Todos llevan mochilas parecidas colgadas a la espalda. Un grupo de chicas con adornos de Santa Lucía en el pelo comen algo de una bolsa y se ríen divertidas.

«Ya ha pasado más de un día entero desde que secuestraron a Benjamín, desde que lo sacaron a rastras de su propio hogar», piensa Simone mientras se mira las manos, que descansan sobre sus rodillas. Las marcas rojas de las esposas son aún claramente visibles.

Nada indica que Josef Ek esté implicado en su desaparición. No había huellas de Benjamín en el cuarto oculto, sólo de Josef. Con toda probabilidad, el chico estaba dentro del habitáculo cuando ella y su padre bajaron al sótano.

Simone piensa que debía de estar agazapado, escuchándolos, debió de darse cuenta de que habían descubierto su escondite y lo más silenciosamente que pudo se estiró para coger el hacha. Cuando surgió el tumulto, cuando los policías entraron y los arrastraron a ella y a Kennet al piso de arriba, Josef aprovechó para empujar el armario, llevar la escalera hasta la claraboya y salir al exterior.

Escapó del hospital, engañó a la policía y aún sigue libre. Dieron la alarma a nivel nacional, pero Josef Ek no pudo haber secuestrado a Benjamin. Se trata tan sólo de dos sucesos que tuvieron lugar al mismo tiempo, como ha intentado explicarle Erik.

– ¿Vienes? -pregunta Kennet.

Simone levanta la mirada y piensa que ahora hace más frío. Su padre le dice varias veces que baje del coche y finalmente se da cuenta de que ha aparcado en Luntmakargatan.

Al llegar a su apartamento abre la puerta de entrada y ve la ropa de abrigo de Benjamin colgada en el recibidor. El corazón le da un vuelco al pensar que su hijo está en casa, antes de recordar que se lo llevaron de allí en pijama.

Su padre está pálido, comenta que quiere ducharse y desaparece en el baño.

Simone se apoya contra la pared, cierra los ojos y piensa: «Si recupero a Benjamin, prometo que olvidaré todo lo que ha pasado en estos días. Nunca hablaré de ello, no me enfadaré con nadie, jamás volveré a pensar en ello, sólo estaré agradecida.»

Oye a Kennet abrir el agua en el baño.

Se quita los zapatos con un suspiro y deja caer la chaqueta en el suelo, luego entra en el dormitorio y se sienta en la cama. De repente no consigue recordar qué ha ido a hacer a la habitación, si quizá iba a coger algo o sólo quería echarse un rato y descansar. En la palma de la mano nota el frío de las sábanas y ve los pantalones del pijama arrugado de Erik sobresaliendo por debajo de la almohada.

En el mismo momento en que el grifo de la ducha se cierra se acuerda de lo que iba a hacer. Había pensado coger una toalla para su padre y luego encender el ordenador de Benjamín e intentar buscar algo que pudiera tener relación con su secuestro. Se levanta, saca una toalla de baño gris del armario y regresa al pasillo. La puerta del aseo se abre y sale Kennet, vestido.

– Toalla -dice ella.

– He usado la pequeña.

Tiene el pelo húmedo y huele a lavanda. Simone se da cuenta de que debe de haber usado el jabón barato del dispensador del lavabo.

– ¿Te has lavado el pelo con jabón de manos? -pregunta ella.

– Olía bien -contesta él.

– Hay champú, papá.

– Es lo mismo.

– De acuerdo. – Ella sonríe y decide no contarle para qué se usa la toalla pequeña.

– Voy a preparar café -dice Kennet dirigiéndose hacia la cocina.

Simone deja la toalla gris sobre el aparador y continúa hacia la habitación de Benjamín, pone en marcha el ordenador y se sienta en la silla frente al escritorio. Allí todo está igual que antes: la ropa de cama se halla tirada en el suelo y el vaso de agua está volcado.

Cuando suena la melodía de bienvenida del sistema operativo, Simone coloca la mano sobre el ratón, espera unos segundos y hace clic en la foto en miniatura de Benjamín para iniciar la sesión.

El ordenador solicita un nombre de usuario y una contraseña. Simone teclea «Benjamín», respira profundamente y luego escribe «Dumbledore».

La pantalla parpadea, como un ojo que se cierra y luego se abre nuevamente.

Está dentro.

En el fondo de escritorio del PC se ve una fotografía de un ciervo en un claro de un bosque. Una luz mágica cubre la vegetación, y el tímido animal da la impresión de estar tranquilo, sereno.

Pese a que Simone sabe que está invadiendo el ámbito más privado de Benjamín, siente como si de pronto algo de él estuviera de nuevo cerca.

– Eres un genio -oye decir a su padre a su espalda.

– No -contesta ella.

Kennet apoya una mano en su hombro mientras ella abre el programa de correo electrónico.

– ¿A partir de qué fecha revisamos los mensajes? -pregunta ella.

– Los revisaremos todos.

Simone examina los encabezados de los correos electrónicos y los abre uno detrás de otro.

Un compañero de clase tiene una pregunta sobre una colecta.

Hay que hacer un trabajo en grupo.

Alguien asegura que Benjamin ha ganado cuarenta millones de euros en la lotería española.

Kennet sale de la habitación y al poco regresa con un par de tazas.

– El café es la mejor bebida del mundo -dice sentándose-. ¿Cómo leches has conseguido meterte en el ordenador?

Ella se encoge de hombros y bebe un sorbo de su café.

– Llamaré a Kalle Jeppson y le diré que ya no necesitamos su lenta ayuda.

Simone sigue revisando el correo. Abre un mail de Aida donde la chica bromea sobre el argumento de una película y asegura que Arnold Schwarzenegger es un Shrek lobotomizado.

Una circular semanal del colegio.

El banco aconseja no dar los datos de tus cuentas de ahorros.

Facebook, Facebook, Facebook y más Facebook.

Simone entra en la cuenta de Facebook de Benjamin y observa que hay cientos de solicitudes de amistad de un grupo llamado Hypno Monkey. Todas las entradas se refieren a Erik. Hay diferentes teorías hirientes acerca de que Benjamin ha sido hipnotizado para comportarse como un tonto, pruebas de que su padre ha practicado hipnotismo con toda la sociedad sueca, un mensaje de alguien que exige una compensación económica porque Erik le ha hipnotizado el pene.

Hay también un enlace a un vídeo de Youtube. Simone lo abre y ve un vídeo corto titulado Asshole. [9] La voz en off de un científico describe en qué consiste el hipnotismo serio mientras las imágenes muestran a Erik abriéndose paso entre varias personas; accidentalmente, empuja a una anciana con un andador que le hace un corte de mangas a sus espaldas.

Simone vuelve entonces a la bandeja de entrada de Benjamín y encuentra un breve mensaje de Aida que le pone el vello de punta. Hay algo en esas pocas palabras que hace que una angustia informe empiece a ascender desde su estómago. De repente nota las palmas de las manos sudorosas. Se vuelve y llama la atención de Kennet.

– Lee esto, papá -dice, y gira la pantalla hacia él para que pueda leer el correo de Aida.

Nicke dice que Wailord está enfadado, que ha dicho cosas malas sobre ti. Creo que esto puede ser realmente peligroso, Benjamín.

– Nicke es el hermano pequeño de Aida -explica Simone.

– ¿Y Wailord? -pregunta Kennet, e inspira profundamente-. ¿Sabes algo sobre esto?

Simone niega con la cabeza. La angustia repentina se ha encogido hasta convertirse en una canica de color oscuro que rueda en su interior. ¿Qué sabe ella en realidad de la vida de Benjamín?

– Creo que es el nombre de un Pokémon -dice-. El hermano de Aida, Nicke, habló de Wailord.

Simone abre la carpeta de elementos enviados y encuentra la respuesta alterada de Benjamín:

Nicke tiene que quedarse en casa. No dejes que vaya al mar. Si Wailord está realmente enfadado, alguno de nosotros saldrá malparado. Deberíamos haber ido directamente a la policía. Creo que es demasiado peligroso hacerlo ahora.

– Joder -dice Kenet.

– No sé si esto es de verdad o forma parte de un juego.

– No suena a juego.

– No.

Kennet resopla y se rasca la tripa.

– Aida y Nicke… -dice lentamente-, ¿qué clase de chicos son en realidad?

Simone mira a su padre mientras se pregunta qué va a contestar. Nunca entendería a alguien como Aida. Una chica que viste de negro, que lleva piercings, que se maquilla en exceso y se hace tatuajes, y cuya situación familiar es algo extraña.

– Ella es la novia de Benjamín -responde finalmente-, y Nicke es su hermano pequeño. Hay una foto de ella por algún lado.

Coge la billetera de Benjamín y mira la foto de la chica. Benjamín le rodea los hombros con el brazo. Ella parece ligeramente molesta pero ríe alegremente ante la cámara.

– Pero ¿qué clase de chicos son? -insiste Kennet mirando el rostro intensamente maquillado de Aida en la fotografía.

– Qué clase de chicos… -repite ella despacio-. No lo sé. Solo sé que a Benjamín le gusta mucho Aida. Y que ella parece cuidar de su hermano. Creo que tiene algún tipo de deficiencia mental.

– ¿Es agresivo?

Simone niega con la cabeza.

– No lo creo -dice. Medita un instante y luego añade-: Parece ser que su madre está enferma. Tengo la impresión de que padece un enfisema pulmonar, pero no estoy segura.

Kennet cruza los brazos sobre el pecho. Se reclina en su silla y levanta la mirada al techo. Luego se yergue y dice con seriedad:

– Entonces Wailord es un personaje de dibujos animados, ¿no?

– Un Pokémon -contesta ella.

– ¿Eso es algo conocido?

– Si uno tiene hijos de cierta edad, lo conoce lo quiera o no -dice Simone. Su padre le dirige entonces una mirada vacía-. Pokémon -repite ella-. Es una especie de juego.

– ¿Un juego?

– ¿No recuerdas que Benjamin estaba siempre con eso cuando era más pequeño? Coleccionaba cartas y parloteaba sobre los poderes de los diferentes personajes, acerca de cómo éstos iban evolucionando.

Kennet niega con la cabeza.

– Estuvo con eso al menos dos años -añade ella.

– ¿Pero ya no?

– Ya es demasiado mayor.

– A ti te vi jugando con muñecas incluso después de que volviste del campamento de equitación.

– Sí, quién sabe, quizá juegue en secreto -comenta Simone.

– ¿De qué va eso de los Pokémon?

– ¿Cómo te lo explico? Tiene que ver con unos animales, aunque no son animales de verdad, sino que más bien parecen insectos o robots, no lo sé. Algunos son muy monos y otros son sencillamente espantosos. Se trata de un juego japonés que surgió en algún momento de los años noventa y se convirtió en toda una industria a finales de la década. El jugador lleva en el bolsillo sus figuritas, que a su vez pueden meterse dentro de unas pequeñas bolas. El juego en sí resulta bastante tonto, la verdad: consiste en competir contra otros jugadores fingiendo que sus diferentes Pokémon luchan. Todo muy violento, claro. El objetivo es vencer a tantos contrincantes como sea posible, porque entonces se consigue dinero…, es decir, el jugador consigue dinero, y los Pokémon consiguen puntos.

– Y gana el que más puntos acumula -dice Kent.

– La verdad es que no lo sé. Parece que el juego no acaba nunca.

– ¿Y eso es un videojuego?

– Bueno, hay varias cosas, seguro que por eso se ha hecho tan famoso: hay dibujos animados, cartas, peluches, golosinas, juegos de ordenador, para la Nintendo…

– No sé si acabo de entenderlo -responde él.

– Ya -dice ella vacilante.

Kennet la mira.

– ¿En qué piensas?

– Acabo de darme cuenta de que se trata precisamente de eso, de que los adultos se queden fuera -dice ella-. Así, a los niños se los deja en paz y pueden estar tranquilos porque nosotros, los abuelos, no podemos entender el mundo de los Pokémon, es demasiado amplio, excesivamente grande.

– ¿Crees que Benjamin ha empezado a jugar otra vez? -pregunta Kennet.

– No, no de la misma forma. Esto…, esto tiene que ser otra cosa -contesta Simone señalando la pantalla.

– ¿Crees que Wailord es una persona de verdad? -inquiere su padre.

– Sí.

– ¿Que no tiene nada que ver con los Pokémon?

– No lo sé… El hermano pequeño de Aida, Nicke, me habló de Wailord como si se refiriera a un Pokémon. Quizá es sólo su manera de hablar. Pero todo esto adquiere un matiz distinto cuando Benjamin escribe «No dejes que Nicke vaya al mar».

– ¿Qué mar? -pregunta Kennet.

– A eso me refiero, aquí no hay ningún mar, sólo en el juego.

– Pero al mismo tiempo parece como si Benjamin se tomara la amenaza en serio -dice Kennet-. Es real, ¿no?

Ella asiente.

– El mar es de mentira, pero la amenaza es real.

– Tenemos que encontrar a ese Wailord.

– Podría ser un nick -dice Simone dubitativa.

Kennet la mira y frunce los labios.

– Creo que ahora entiendo por qué ya era hora de que me jubilara -comenta.

– Un nick es una identidad en una sala de chat -explica ella, y se acerca de nuevo al ordenador-. Voy a hacer una búsqueda de Wailord.

El procedimiento arroja 85.000 resultados. Kennet se dirige a la cocina y ella oye que sube el volumen de la radio policial. Los crujidos y lo susurros se mezclan con voces humanas.

Simone revisa mientras tanto una página web tras otra sobre material japonés de Pokémon: «Wailord es el más grande de los Pokémon descubiertos hasta el momento. Este Pokémon gigante puede sumergirse a grandes profundidades en el mar e ingerir abundantes cantidades de alimento de una sola vez gracias a su enorme boca.»

– Ahí está el mar que buscábamos -dice Kennet en voz baja leyendo por encima de su hombro.

Ella no lo ha oído volver.

El texto describe cómo el Pokémon ballena persigue a sus presas dando gigantescos saltos, aterriza en mitad del banco de peces, se llena la boca con cientos de ellos y sigue nadando. Es terrible, lee Simone, ver cómo Wailord se traga a sus presas de un solo bocado.

A continuación afina más la búsqueda para que sólo aparezcan páginas en sueco en la lista de resultados y entra en un foro donde encuentra una conversación:

– «Hola, ¿cómo se consigue un Wailord?»

– «Para conseguir un Wailord lo más fácil es atrapar un Wailmer en el mar.»

– «Vale, pero ¿en el mar, dónde?»

– «Casi en cualquier sitio, siempre que uses una supercaña.»

– ¿Encuentras algo? -pregunta Kennet.

– Puede llevar tiempo…

– Repasa todos los correos, mira en la papelera e intenta rastrear a ese Wailord.

Ella levanta la mirada y ve que su padre se ha puesto la chaqueta de piel.

– ¿Qué haces?

– Me voy -contesta él con brevedad.

– ¿Adonde? ¿A casa?

– Tengo que hablar con Nicke y Aida.

– ¿Te acompaño? -pregunta ella.

Su padre niega con la cabeza.

– Es mejor que revises el ordenador.

Kennet intenta sonreír mientras ella lo acompaña a la entrada; parece muy cansado. Ella lo abraza antes de que se vaya, cierra la puerta con llave y lo oye pulsar el botón de llamada del ascensor. El motor se pone en marcha. De repente Simone recuerda cómo una vez se pasó un día entero de pie frente a la puerta de entrada esperando a que su padre volviera a casa. Debía de tener unos nueve años, se había dado cuenta de que su madre pensaba abandonarlos y no confiaba del todo en que su padre fuera a quedarse.

Cuando entra en la cocina, ve que Kennet ha cortado un bizcocho encima del envoltorio que lo contenía. La cafetera está encendida y se ve un poso oscuro en la jarra. El olor a café quemado se mezcla con la sensación de pánico que ella siente porque posiblemente se encuentre en los límites del período feliz de su vida, ya que ésta ha quedado dividida en dos actos. El primero, el acto feliz, acaba de terminar, y Simone no tiene fuerzas para pensar en el que le seguirá. Va hasta el lugar donde ha dejado su bolso y saca su teléfono móvil. Como era de esperar, Ylva ha llamado varias veces desde la galería. Shulman también está en la lista de llamadas perdidas. Simone recupera su número y pulsa la tecla de llamada, pero se arrepiente antes de que el teléfono empiece a sonar y cuelga. Luego deja nuevamente el móvil, regresa a la habitación de Benjamín y vuelve a sentarse frente al ordenador.

Afuera reina la oscuridad de diciembre. Parece que hace viento, pues las farolas colgantes se zarandean de un lado a otro, y el aguanieve cae a contraluz.

En la carpeta de elementos eliminados, Simone encuentra un mail de Aida. El texto dice: «Siento pena por ti; vives en un hogar repleto de mentiras.» El correo lleva un archivo adjunto de gran tamaño. Simone siente el pulso acelerado en las sienes mientras coloca el cursor encima. Justo cuando se dispone a elegir el programa con el que abrir el archivo, llaman con suavidad a la puerta. Es casi como si la arañaran. Contiene el aliento, oye que vuelven a llamar y se levanta. Nota las piernas débiles cuando echa a andar por el largo pasillo que conduce hasta la puerta de entrada.

Capítulo 29

Domingo 13 de diciembre, por la tarde, festividad de Santa Lucía

Kennet está sentado en su coche frente al portal de Aída, en Sundbyberg, mientras piensa en la extraña amenaza que ha leído en el ordenador de Benjamín: «Nicke dice que Wailord está enfadado, que ha dicho cosas malas sobre ti.» «No dejes que vaya al mar.» Piensa en todas las veces que ha visto u oído el miedo en su vida. Él mismo sabe cómo es porque no hay ninguna persona que viva sin miedo.

El edificio en el que vive Aida sólo consta de tres plantas. Tiene un aspecto inesperadamente idílico, antiguo, e inspira confianza. Mira la fotografía que le ha dado Simone. Una chica con piercings y los ojos pintados de negro. Kennet se pregunta por qué le cuesta imaginársela en esa casa, junto a la mesa de la cocina, en una habitación donde los pósters de caballos han sido sustituidos por los de Marilyn Manson.

Sale del coche para ir a observar el balcón que cree que pertenece a la familia de Aida, pero se detiene cuando ve una robusta figura que camina arriba y abajo por el sendero que hay tras la casa.

De repente se abre el portal. Es Aida, que sale. Parece tener prisa, mira a su alrededor por encima del hombro y saca un paquete de cigarrillos del bolsillo. Extrae uno de la cajetilla aprisionándolo directamente con los labios, lo enciende y fuma sin aminorar el paso. Kennet la sigue en dirección a la estación de metro. Decide hablar con ella cuando sepa adonde va. Un autobús pasa zumbando por su lado y en algún lugar un perro empieza a ladrar. Kennet ve de pronto que la figura voluminosa que se ocultaba tras la casa se abalanza hacia Aida. Ella debe de haber oído cómo él se le acerca a la carrera, porque vuelve la cabeza. Parece contenta y sonríe ampliamente: las mejillas empolvadas de blanco y los ojos pintados de negro adquieren de pronto un aspecto infantil.

El chico grandullón salta con los pies juntos frente a ella. Aida le acaricia la mejilla y él le corresponde con un abrazo. Se dan sendos besos en la punta de la nariz y luego ella se aleja despidiéndose con la mano. Mientras Kennet se aproxima al chico piensa que debe de tratarse de su hermano. Está inmóvil, siguiendo a Aida con la mirada, se despide de ella con la mano y luego se da media vuelta. Kennet ve entonces su rostro, tierno y franco, y observa que bizquea mucho de un ojo. Se detiene debajo de una farola y espera. El chico camina en su dirección con pasos grandes y pesados.

– Hola, Nicke -dice Kennet.

Él se detiene y lo mira asustado. Tiene saliva en las comisuras de la boca.

– No puedo -dice despacio, a la defensiva.

– Me llamo Kennet y soy policía. Bueno, mejor dicho, ahora ya soy viejo y estoy jubilado, pero eso no cambia nada: sigo siendo un policía.

El chico sonríe dubitativo.

– ¿Y tienes pistola?

Kennet niega con la cabeza.

– No -miente-. Y tampoco tengo ya coche de policía.

Nicke se pone serio.

– ¿Te los quitaron cuando te hiciste viejo?

– Sí -asiente Kennet.

– ¿Estás aquí para coger a los ladrones? -pregunta Nicke.

– ¿Qué ladrones?

Nicke se agarra la cremallera de su chaqueta.

– A veces me quitan cosas -dice al tiempo que patea el suelo.

– ¿Quién?

Nicke lo mira impaciente.

– Los ladrones.

– Ah, claro.

– Mi gorro, mi reloj y una bonita piedra con una franja brillante.

– ¿Tienes miedo de alguien?

El chico niega con la cabeza.

– ¿Así que aquí todo el mundo es bueno? -pregunta Kennet, dubitativo.

Nicke resopla y busca a Aida con la mirada.

– Mi hermana está buscando al monstruo más malo de todos.

Kennet hace un gesto en dirección al quiosco que hay junto al metro.

– ¿Te apetece un refresco?

El chico lo sigue mientras le cuenta:

– Los sábados trabajo en la biblioteca. Cuelgo la ropa de la gente en el guardarropa y les doy papelitos con números; hay mil números diferentes.

– Qué bien -dice Kennet mientras pide dos botellas de Coca-Cola.

Nicke lo observa complacido y pide otra pajita. Luego bebe, eructa, bebe y eructa de nuevo.

– ¿Qué has querido decir con eso de tu hermana? -pregunta Kennet en un tono informal.

El muchacho arruga la nariz.

– Es ese chico. El novio de Aida, Benjamín. Nicke no lo ha visto hoy. Pero antes estaba muy enfadado, mucho. Aida ha llorado.

– ¿Benjamín estaba enfadado?

Nicke mira a Kennet sorprendido.

– Benjamín no está enfadado, él es bueno. Cuando está con él, Aida se pone contenta y se ríe.

Kennet mira al chico grandullón.

– ¿Entonces quién está enfadado, Nicke? ¿Quién es el que está enfadado?

De repente el muchacho parece preocupado mientras mira la botella y luego observa a su alrededor.

– No me dejan que acepte cosas de personas…

– Por una vez no pasa nada, te lo aseguro -dice Kennet-. ¿Quién estaba enfadado?

Nicke se rasca la cabeza y se limpia la saliva de las comisuras.

– Es Wailord, tiene una boca así de grande -dice abriendo mucho los brazos.

– ¿Wailord?

– Es malo.

– ¿Adonde iba Aida, Nicke?

Las mejillas del chico tiemblan al decir:

– No encuentra a Benjamín, eso no es bueno.

– Pero ¿adonde iba ahora?

Nicke parece a punto de echarse a llorar mientras sacude la cabeza.

– Huy, huy, huy, no debes hablar con personas mayores que no conoces…

– Mira, Nicke, yo no soy una persona mayor común y corriente -dice Kennet, saca su billetera y encuentra una fotografía suya con el uniforme de policía.

Nicke mira la foto detenidamente y luego dice, muy serio:

– Aida ha ido va a ver a Wailord. Tiene miedo de que haya mordido a Benjamín. -Y añade, abriendo nuevamente los brazos-: Wailord abre la boca tal que así.

Kennet sonríe tratando de aparentar tranquilidad.

– ¿Sabes dónde vive Wailord? -pregunta a continuación.

– No puedo ir al mar, no puedo ni siquiera acercarme.

– ¿Cómo se va al mar?

– En el autobús.

Nicke se palpa algo en el bolsillo y murmura para sí.

– Wailord jugó conmigo una vez y yo tenía que pagar -dice tratando de sonreír-. Sólo estaba de broma. Me engañaron para que comiera una cosa que no hay que comer.

Kennet espera. Nicke se ruboriza y juguetea con la cremallera. Tiene suciedad en las uñas.

– ¿Qué comiste? -pregunta Kennet.

Las mejillas del chico vuelven a temblar intensamente de nuevo.

– No quiero -contesta mientras las lágrimas ruedan por sus rechonchas mejillas.

Kennet le da unas palmaditas en el hombro e intenta emplear un tono de voz sereno al decir:

– Parece ser que Wailord es realmente malo.

– Muy malo.

Entonces se da cuenta de que Nicke está tocando todo el tiempo algo que guarda en un bolsillo de su pantalón.

– Soy policía, ya lo sabes, y te aseguro que nadie va a hacerte daño.

– Eres demasiado viejo.

– Pero soy fuerte.

Nicke parece más contento ahora.

– ¿Puedo tomar otra Coca-Cola?

– Si te apetece…

– Sí, gracias.

– ¿Qué llevas en el bolsillo? -pregunta Kennet tratando de sonar indiferente.

Nicke sonríe.

– Es un secreto -responde.

– Ah -dice Kennet, y se abstiene de preguntar nada más.

El chico muerde el anzuelo.

– ¿No quieres saberlo?

– No tienes que contármelo si no quieres, Nicke.

– Huy, huy, huy -dice-. No puedes ni imaginar lo que es.

– No creo que sea nada especial.

Nicke saca la mano del bolsillo.

– Te voy a decir lo que es. -Abre el puño-. Es mi poder.

En la mano de Nicke hay un pequeño montón de tierra. Kennet mira inquisitivo al chico, que sólo sonríe.

– Soy un Pokémon de tierra -exclama, complacido.

– Un Pokémon de tierra.

Nicke cierra nuevamente el puño con la tierra y vuelve a meterlo en el bolsillo.

– ¿Sabes qué poderes tengo?

Kennet niega con la cabeza y en ese mismo instante descubre a un hombre con la cabeza apepinada que camina por delante de la fachada oscura y húmeda del otro lado de la calle. Da la impresión de estar buscando algo, y en la mano lleva un bastón con el que da pequeños golpes en el suelo. De repente a Kennet se le ocurre que quizá esté tratando de atisbar por las ventanas de la planta baja. Decide ir a preguntarle qué está haciendo, pero Nicke le ha puesto la mano en el brazo.

– ¿Sabes qué poderes tengo? -insiste el chico.

La mirada de Kennet se aparta renuente del hombre. Nicke empieza a contar con los dedos mientras habla:

– Soy bueno contra los Pokémon eléctricos, los Pokémon de fuego, los venenosos, los de piedra y los de acero. No pueden luchar conmigo, así que ahí estoy seguro. En cambio, no puedo luchar contra los Pokémon voladores, ni tampoco contra los de hierba ni los Pokémon insecto.

– ¿Ah, sí? -dice Kennet distraído mientras observa cómo el hombre se detiene. Parece como si fingiera buscar algo, pero en realidad se inclina hacia el interior de una ventana.

– ¿Me escuchas? -pregunta Nicke preocupado.

Él trata de sonreírle animado, pero cuando vuelve de nuevo la vista hacia el edificio, ve que el hombre ha desaparecido. Aguza la mirada hacia la ventana del bajo de la casa pero no consigue distinguir si está abierta.

– No tolero el agua -explica Nicke con tristeza-. El agua es lo peor, no la tolero, le tengo mucho miedo al agua.

Kennet se libera con cuidado de su mano.

– Espera un momento -dice, y da unos pasos en dirección al edificio.

– ¿Qué hora es? -pregunta el chico.

– ¿La hora? Las seis menos cuarto.

– Entonces tengo que irme. Se enfada si llego tarde.

– ¿Quién se enfada? ¿Es tu padre el que se enfada?

Nicke se ríe.

– ¡Yo no tengo padre!

– ¿Tu madre, entonces?

– No, Ariados se enfada, va a recoger unas cosas.

Nicke mira a Kennet dubitativo, luego baja la mirada y pregunta:

– ¿Me das dinero? Si llevo poco, me castigará.

– Espera un momento -dice Kennet, que empieza a prestar de nuevo atención a sus palabras-. ¿Es Wailord el que te pide dinero?

Se alejan del quiosco juntos y él repite su pregunta:

– ¿Es Wailord el que quiere dinero?

– ¿Estás loco? ¿Wailord? Me tragaría…, pero ellos…, los otros, ellos sí pueden nadar hasta él.

Nicke mira atrás un instante por encima del hombro.

– ¿Quién es el que quiere dinero? -insiste Kennet.

– Ya te lo he dicho: Ariados -contesta el chico impaciente-. ¿Tienes dinero? Si me das dinero, puedo hacer algo. Puedo darte un poco de poder…

– No hace falta -dice Kennet sacando su billetera-. ¿Es suficiente con veinte coronas?

Nicke ríe encantado, se guarda el billete en el bolsillo y echa a correr calle abajo sin decir adiós.

Kennet se queda inmóvil un momento e intenta comprender qué es lo que ha dicho el chico. No puede encajar todo lo que le ha contado, pero sin embargo lo sigue. Cuando rodea la esquina ve que está parado esperando junto al semáforo. Éste se pone en verde y el muchacho se apresura a cruzar. Parece como si se dirigiera a la biblioteca de la plaza cuadrada. Kennet cruza las calles tras él y se detiene junto a un cajero a esperar. Nicke ha vuelto a pararse. Luego empieza a caminar impaciente alrededor de la fuente que hay frente a la biblioteca. El sitio está mal iluminado pero, sin embargo, Kennet ve que el chico toca todo el tiempo la tierra en el bolsillo de su pantalón.

De repente un chico más pequeño cruza el parterre de arbustos plantados junto a la clínica odontológica y entra en la plaza. Se aproxima a Nicke, se detiene tías él y dice algo. Nicke se arroja inmediatamente al suelo y alarga el dinero hacia él. El otro lo cuenta y luego le da unas palmaditas en la cabeza. De repente lo agarra por el cuello de la chaqueta, lo arrastra hasta el borde de la fuente y le sumerge la cara en el agua. Kennet tiene el impulso de salir corriendo hacia ellos, pero en cambio se obliga a quedarse inmóvil. Está allí para encontrar a Benjamín, no puede asustar al chico que quizá sea Wailord o que pueda guiarlo hasta él. Permanece de pie con las mandíbulas tensas, apretadas, mientras cuenta los segundos hasta que sea necesario acudir corriendo. Las piernas de Nicke se sacuden, patalean, y Kennet observa la impasibilidad con que lo mira el otro chico mientras lo suelta. Nicke se sienta en el suelo junto a la fuente, tose y eructa. El otro le da una última palmadita en el hombro y luego se aleja.

Kennet se apresura tras él a través de los arbustos y luego cuesta abajo por un parterre de césped embarrado hasta un camino peatonal. Lo sigue por una zona de casas altas hasta un portal, aprieta el paso y alcanza la puerta antes de que ésta se cierre. Suben juntos en el ascensor y ve que el botón del seis está iluminado. Baja también en el sexto piso, disimula, finge buscar algo en los bolsillos y ve que el chico se acerca a una puerta y saca la llave.

– Eh, chaval -lo llama.

El muchacho no se da por aludido y Kennet va hasta él, lo agarra por la chaqueta y lo obliga a volverse.

– Suélteme, vejestorio -dice el chico mirándolo fijamente a los ojos.

– ¿Sabes que es delito quitar dinero por la fuerza a la gente?

Kennet observa sus ojos huidizos y sorprendentemente tranquilos.

– Te apellidas Johansson -dice después de echar un vistazo a la placa de la puerta.

– Sí -dice él-. ¿Cómo se llama usted?

– Kennet Sträng, y soy comisario de la policía judicial.

El chico se queda de pie sin más mientras lo observa impasible.

– ¿Cuánto dinero le has quitado a Nicke?

– Yo no quito dinero, a veces él me lo da, pero yo no le quito nada. Todo el mundo está contento, nadie está triste.

– Pienso hablar con tus padres.

– Ah.

– ¿Quieres que lo haga?

– Por favor, no -bromea el chico.

Kennet llama a la puerta y tras un momento abre una mujer gorda, bronceada.

– Hola -dice él-. Soy comisario de la policía judicial y me temo que su hijo se ha metido en problemas.

– ¿Mi hijo? Yo no tengo hijos -replica ella.

Kennet ve que el chico sonríe mirando al suelo.

– ¿No reconoce a este chico?

– ¿Puedo ver su placa? -dice la mujer gorda.

– Este muchacho…

– No tiene placa -interviene el chico.

– Claro que sí -miente Kennet.

– No es policía. -Sonríe el chico sacando su billetera-. Éste es mi abono de autobús, yo soy más policía que…

Kennet se la arrebata de las manos.

– Devuélvamela.

– Sólo voy a echarle un vistazo.

– Me ha dicho que quería besarme el pito -dice el chico entonces.

– Voy a llamar a la policía -declara la mujer, asustada.

Kennet pulsa el botón de llamada del ascensor mientras ella mira a su alrededor y empieza a golpear las otras puertas del rellano.

– Me ha dado dinero -dice el chico dirigiéndose a la mujer-. Pero yo no quería acompañarlo.

Las puertas del ascensor se deslizan a los lados. Un vecino abre con la cadena puesta.

– Deja en paz a Nicke a partir de ahora -amenaza Kennet en voz baja.

– Es mío -contesta el chico.

La mujer grita «¡policía!». Kennet entra en el ascensor, pulsa el botón verde y ve que las puertas se cierran. El sudor le resbala por la espalda. Comprende que el chico debe de haberse dado cuenta de que lo seguía desde la fuente, tan sólo lo ha engañado, se ha metido en un portal y ha ido hasta una puerta totalmente ajena. El ascensor baja despacio, la luz parpadea, los cables de acero resuenan en lo alto. Kennet mira la billetera del chico: lleva casi mil coronas, la tarjeta de un videoclub, un abono de autobús y una tarjeta de visita arrugada en la que puede leerse: «El Mar. Louddsvägen, 18.»

Capítulo 30

Domingo 13 de diciembre, por la tarde, día de Santa Lucía

Sobre el tejado de la hamburguesería han colocado una enorme salchicha con una boca sonriente que se echa ketchup por encima con una mano mientras mantiene el pulgar de la otra levantado. Erik pide una hamburguesa con patatas fritas, se sienta en uno de los taburetes altos que hay frente a la estrecha barra junto a la ventana y mira por el cristal empañado. Al otro lado de la calle hay una cerrajería. Han decorado el escaparate para la Navidad con Papás Noel que llegan a la altura de la rodilla colocados junto a diferentes cajas de seguridad, llaves y otros artículos.

Erik abre la lata de agua mineral, da un sorbo y luego telefonea a casa. Oye su propia voz en el contestador, que le dice que deje un mensaje. En vez de eso, decide colgar y llamar al móvil de Simone. Ella no contesta, pero cuando su buzón da la señal, Erik dice:

– Hola, Simone… Sólo llamaba para decirte que deberías aceptar la protección policial. Josef Ek parece estar muy enfadado conmigo… Bueno, sólo era eso.

El estómago vacío le duele cuando da un mordisco a su hamburguesa. El cansancio lo envuelve. Pincha las patatas fritas con el tenedor de plástico y piensa en el rostro de Joona Linna cuando leyó la carta que Josef le escribió a Evelyn: empalideció de repente y sus ojos gris claro se volvieron como de hielo.

El comisario lo ha llamado hace cuatro horas para contarle que han vuelto a perder a Josef. Se encontraba en el sótano pero huyó. No obstante, nada indica que Benjamín haya estado allí. Al contrario, los resultados preliminares de ADN indican que Josef estuvo solo en el cuarto todo el tiempo.

Erik intenta recordar entonces la expresión en el rostro de Evelyn y sus palabras exactas cuando de repente comprendió que Josef había vuelto al adosado. No cree que la chica ocultara deliberadamente la existencia del cuarto secreto, sino que simplemente lo olvidó. Fue cuando entendió que su hermano había vuelto a la casa y que debía de estar escondido allí cuando recordó que existía aquella habitación.

«Josef Ek quiere hacerme daño», piensa Erik. «Está celoso y me odia, se le ha metido en la cabeza que Evelyn y yo mantenernos una relación y está empeñado en vengarse de mí. Sin embargo, no sabe dónde vivo. En la carta le exige a su hermana que se lo diga. "Me mostrarás dónde vive", escribió.»

– No sabe dónde vivo -murmura para sí-. Si Josef no sabe dónde vivo, entonces no fue él quien entró en casa y se llevó a Benjamín a rastras.

Erik da otro bocado a su hamburguesa, se limpia las manos con la servilleta y hace un nuevo intento de localizar a Simone. Tiene que saber que no ha sido Josef Ek quien se ha llevado a Benjamín. Repentinamente lo envuelve una sensación de alivio, pese a que tiene que volver a empezar, volver a pensarlo todo desde el principio. Saca una hoja de papel y escribe «Aida», pero luego se arrepiente y lo arruga. «Simone debe acordarse de algo más», se dice, «seguro que vio algo».

Joona Linna la ha interrogado pero no recordaba más. Habían estado muy centrados en Josef, en la coincidencia de que escapara del hospital justo antes de que se llevaran a Benjamín. Ahora resulta casi extraño. Ni siquiera encaja, él lleva todo el tiempo repitiéndolo. La primera intrusión tuvo lugar antes de que Josef huyera. El chico es un asesino en serie, ha probado lo que es matar; secuestrar a alguien no encaja con su modus operandi. A la única que quiere llevarse es a su hermana, está obsesionado con Evelyn, ella es su motivación en todo.

En ese instante su teléfono suena y Erik suelta la hamburguesa, se limpia de nuevo las manos y contesta sin mirar la pantalla.

– Sí, Erik Maria Bark.

El auricular cruje y se oyen unos ruidos sordos de fondo.

– ¿Hola? -dice Erik más alto.

De repente oye una voz débil.

– ¿Papá?

El aceite hirviendo de la freidora crepita cuando sumergen el cestillo en su interior.

– ¿Benjamín?

Dan media vuelta a una hamburguesa en la plancha. Algo retumba en el teléfono.

– Espera, no te oigo.

Erik se abre paso a empujones entre los clientes que entran en el local y sale al aparcamiento. La nieve se arremolina frente a la luz amarilla de la pared.

– ¡Benjamin!

– ¿Me oyes? -pregunta él; su voz suena extrañamente cerca.

– ¿Dónde estás? ¡Dime dónde estás!

– No lo sé, papá, no entiendo nada, estoy tumbado en el maletero de un coche que corre y corre…

– ¿Quién se te ha llevado?

– Me he despertado aquí, no he visto nada. Tengo sed…

– ¿Estás herido?

– Papá… -llora.

– Estoy aquí, Benjamin.

– ¿Qué está pasando?

Parece un niño pequeño y asustado.

– Te encontraré -promete Erik-. ¿Sabes hacia adonde os dirigís?

– He oído una voz, como si hablaran desde debajo de una manta, justo cuando me he despertado. ¿Qué era? Era algo de… una casa, creo…

– ¡Di algo más! ¿Qué casa?

– No, una casa no…, un caserón en ruinas.

– ¿Dónde?

– Estamos frenando papá, el coche se ha detenido, oigo pasos -dice Benjamin con voz asustada-. No puedo seguir hablando.

Se oyen ruidos raros, de cosas que se mueven, golpes, y el grito repentino de Benjamin. Su voz suena amedrentada, crispada, se lo nota terriblemente asustado:

– Déjame en paz, no quiero, por favor, te prometo que…

La llamada se interrumpe y se hace el silencio.

Copos de nieve secos se arremolinan en el aparcamiento frente a la hamburguesería, Erik mira el teléfono pero no se atreve a usarlo, no quiere arriesgarse a bloquear una nueva llamada de Benjamin. Espera junto a su coche a que su hijo vuelva a llamarlo. Trata de repasar la conversación en su cabeza pero está demasiado nervioso y pierde el hilo todo el tiempo. El miedo de Benjamin resuena en oleadas rápidas en su mente. Se da cuenta de que tiene que contárselo a Simone.

Una larga hilera de luces de posición se desliza hacia el norte, dividiéndose como una lengua bífida a la derecha, en dirección a la universidad y Europaväg, 18, y a la izquierda, hacia el hospital Karolinska y Europaväg, 4. Miles de vehículos conforman el tráfico de hora punta, que fluye lentamente. Erik sabe que se ha dejado los guantes y el gorro junto a su plato en la hamburguesería pero no le importa lo más mínimo.

Cuando sube al coche, la mano le tiembla tanto que no consigue introducir la llave en el contacto y se ve obligado a ayudarse de la otra. La calzada brilla mojada por el aguanieve mientras da marcha atrás en la oscuridad y gira hacia la izquierda en Valhallavägen.

Aparca en Dobelnsgatan, se encamina a grandes pasos hasta Luntmakargatan, nota una curiosa sensación de extrañeza al cruzar el portal y continúa escaleras arriba. Llama a la puerta y espera, oye ruido de pasos y el leve sonido de la placa que cubre la mirilla al echarse a un lado. A continuación oye que abren con la llave desde dentro. Tras un instante, Erik empuja suavemente la puerta y entra en el vestíbulo a oscuras. Simone se ha echado atrás y está de pie en el pasillo con los brazos cruzados sobre el pecho. Lleva unos vaqueros y el jersey de punto azul y parece estar muy serena.

– No contestas al teléfono -dice él.

– He visto que has llamado -responde ella en voz baja-. ¿Querías algo importante?

– Sí.

El miedo y la angustia contra los que ha estado luchando se reflejan ahora en su rostro. Erik se lleva una mano a la boca y la mira fijamente.

– Benjamín me ha llamado hace media hora.

– Dios mío…

Simone se acerca de inmediato a él.

– ¿Dónde está? -pregunta elevando el tono.

– No lo sé, él no lo sabía, no sabía nada…

– ¿Qué ha dicho?

– Que estaba tumbado en el maletero de un coche.

– ¿Estaba herido?

– Creo que no.

– Pero ¿qué…?

– Espera -la interrumpe Erik-. Tengo que usar el teléfono, quizá se pueda rastrear la llamada.

– ¿A quién vas a llamar?

– A la policía -contesta-. Tengo allí un contacto que…

– Hablaré con papá; él irá más de prisa -dice Simone.

Coge el teléfono y se sienta en la banqueta del vestíbulo a oscuras, nota que las mejillas le arden.

– ¿Estabas durmiendo? -pregunta-. Papá, tengo… Erik está aquí, ha hablado con Benjamín, tienes que rastrear la llamada. No sé. No, no tengo… Habla con él.

Erik se levanta y hace movimientos de rechazo con los brazos cuando ella se le aproxima. No obstante, finalmente coge el teléfono y se lo lleva a la oreja.

– Hola.

– Cuéntame lo que ha pasado, Erik -dice Kennet.

– Iba a llamar a la policía pero Simone dice que tú podrías rastrear la llamada más rápidamente.

– Puede que tenga razón.

– Benjamín me ha telefoneado hace media hora, no sabía nada, ni dónde se encontraba ni quién se lo había llevado, en realidad sólo sabía que estaba en el maletero de un coche, y mientras hablábamos el vehículo se ha detenido. Ha dicho que oía ruido de pasos, ha gritado algo y luego se ha hecho el silencio.

Erik oye el llanto contenido de Simone.

– ¿Te ha llamado desde su propio teléfono? -pregunta Kennet.

– Sí.

– Hasta ahora lo tenía apagado…, intenté localizarlo durante el día de ayer. Verás, los teléfonos móviles emiten señales a la estación base más cercana incluso cuando no se usan.

Erik escucha en silencio mientras Kennet le explica brevemente que los operadores de telefonía están obligados a colaborar con la policía según los artículos 25, 26 y 27 de la Ley de Comunicaciones si la condena mínima para el delito que se investiga es de dos años de cárcel.

– ¿Qué pueden averiguar? -pregunta Erik.

– La precisión puede variar, depende de las estaciones y de las centrales pero, con un poco de suerte, pronto tendremos una ubicación en un radio de cien metros.

– Date prisa, tienes que darte prisa.

Erik finaliza la llamada, se queda con el teléfono en la mano y luego se lo tiende a Simone.

– ¿Qué te ha pasado en la mejilla? -pregunta él.

– ¿Cómo? Ah, no es nada.

Ambos se miran, cansados y frágiles.

– ¿Quieres pasar, Erik? -pregunta ella entonces.

Él asiente, permanece de pie un momento, luego se quita los zapatos y entra, ve el resplandor de la pantalla del ordenador en el cuarto de Benjamín y se encamina hacia allí.

– ¿Has encontrado algo?

Simone se detiene en el umbral.

– Algunos correos entre Benjamín y Aida -dice ella-. Parece ser que se sentían amenazados.

– ¿Por quién?

– No lo sabemos. Papá está trabajando en ello.

Erik se sienta ante el ordenador.

– Benjamín está vivo -dice en voz baja mientras la mira largamente.

– Sí.

– Josef Ek no parece estar implicado.

– Ya lo has dicho por teléfono: que no sabe dónde vivimos -responde ella-. Pero llamó aquí, ¿no?, así que muy bien podría…

– Eso es diferente -la interrumpe él.

– ¿Sí?

– La centralita del hospital pasó la llamada aquí -explica él-. Tienen órdenes mías de hacerlo si es importante. No tiene el teléfono de casa, ni tampoco nuestra dirección.

– Pero alguien se ha llevado a Benjamín y lo ha metido en un coche…

Simone guarda silencio.

Erik lee el correo de Aida en el que lamenta que Benjamín viva en un hogar repleto de mentiras y luego abre el archivo adjunto. Se trata de una imagen en color tomada con flash por la noche en una extensión de hierba alta de color verde amarillento. El terreno parece inclinarse ligeramente hacia un seto bajo. Tras el seto seco se intuye la parte trasera de una valla de madera marrón. En el extremo del área amarilla se ve una cesta verde de plástico y algo parecido a un campo de patatas.

Examina la fotografía con la mirada, intenta comprender cuál es su significado, si hay un erizo o una musaraña en alguna parte que aún no ha descubierto. Trata de ver en la oscuridad, más allá de la luz del flash de la cámara, si hay una persona, una cara, pero no encuentra nada.

– Qué foto tan rara -murmura Simone.

– Quizá Aida adjuntó una foto equivocada -sugiere él.

– Eso explicaría por qué Benjamín borró el correo.

– Tenemos que hablar con Aida sobre esto y…

– El preparado -gime Simone de repente.

– Lo sé…

– ¿Le diste el preparado el martes?

Antes de que a Erik le dé tiempo a contestar, ella sale de la habitación, cruza el pasillo y entra en la cocina. Él la sigue. Cuando llega, Simone está de pie junto a la ventana, sonándose con un trozo de papel de cocina. Erik alarga una mano para acariciarla pero ella se aparta. Sabe exactamente cuándo fue la última vez que Benjamin recibió la inyección. La inyección con el preparado del factor, la sustancia que ayuda a su sangre a coagularse, que lo protege de hemorragias cerebrales espontáneas, que impide que se desangre quizá sólo por un movimiento brusco.

– El martes por la mañana, a las nueve y diez, le puse la inyección. Iba a patinar, pero en vez de eso se fue a Tensta con Aida.

Ella asiente y responde con gesto tenso:

– Hoy es domingo. El martes tiene que ponerse una nueva inyección -susurra.

– Aún no hay peligro real durante unos días -dice Erik tranquilizador.

Observa su rostro cansado, los rasgos hermosos, las pecas. Los vaqueros de talle bajo, el borde de las bragas amarillas a lo largo de la cintura. Le gustaría quedarse, sólo eso, le gustaría que durmieran juntos; en realidad le gustaría hacer el amor con ella, pero sabe que es demasiado pronto para eso, demasiado pronto para intentarlo siquiera, demasiado pronto para empezar siquiera a echarlo de menos.

– Me voy -murmura.

Ella asiente.

Se miran.

– Llámame en cuanto Kennet haya rastreado la llamada.

– ¿Adonde vas? -pregunta ella.

– Tengo que trabajar.

– ¿Estás durmiendo en el hospital?

– Es práctico.

– Puedes dormir aquí -sugiere ella.

Él se sorprende, de pronto no sabe qué decir, pero el breve instante de silencio es suficiente para que ella interprete que estaba dudando.

– No era una invitación -se apresura a aclarar Simone-. No vayas a pensar otra cosa.

– Lo mismo digo -replica él.

– ¿Te has ido a vivir con Daniella?

– No.

– Ya estamos separados -dice ella en voz alta-, así que no hace falta que me mientas.

– Vale.

– ¿Qué? ¿Vale qué?

– Me he ido a vivir con Daniella -miente él.

– Bien -susurra ella.

– Sí.

– No pienso preguntarte si es joven y guapa ni…

– Lo es -la interrumpe Erik.

Camina hasta el vestíbulo, se pone los zapatos, sale del piso y cierra la puerta. Espera hasta que la oye echar la llave y poner la cadena y luego continúa hacia abajo.

Capítulo 31

Lunes 14 de diciembre, por la mañana

El timbre del teléfono despierta a Simone. Las cortinas están abiertas y la luz invernal inunda el dormitorio. Le da tiempo a pensar que quizá sea Erik y siente ganas de llorar cuando comprende que él no la va a llamar, que esa mañana se despertará junto a Daniella, que ahora está completamente sola.

Coge el teléfono de la mesilla y contesta:

– ¿Sí?

– ¿Simone? Soy Ylva. He intentado localizarte varias veces.

Su ayudante parece agobiada. Son las diez de la mañana.

– He tenido otras cosas en mente -responde Simone, tensa.

– ¿No lo han encontrado?

– No.

Se hace el silencio. Unas sombras se deslizan en el exterior y Simone ve que cae pintura del tejado de enfrente. Unos operarios con ropa de trabajo de color naranja están retirando unas placas desconchadas.

– Perdona -dice Ylva-. No quiero molestarte.

– ¿Ha pasado algo?

– El auditor volverá mañana, las cuentas no cuadran y no puedo ni pensar cuando Norén está aquí dando golpes.

– ¿Golpes?

Ylva hace un ruido extraño con la boca.

– Volvió con un mazo de goma, afirmaba que él hacía arte moderno… -explica Ylva con voz cansada-. Dice que ha acabado con las acuarelas, que en lugar de eso ahora busca espacios huecos en el arte.

– Pues que los busque en otra parte.

– Rompió el cuenco de Peter Dahl.

– ¿Llamaste a la policía?

– Sí, vinieron, pero Norén no hacía más que parlotear sobre su libertad artística. Le advirtieron que se mantuviera alejado de la galería, así que ahora se queda fuera y da golpes.

Simone se levanta y se ve en el espejo ahumado del vestidor. Está delgada y tiene un aspecto cansado. Es como si le hubieran roto la cara en muchos pedazos pequeños y luego hubieran vuelto a juntarlos.

– ¿Y Shulman? -pregunta entonces-. ¿Cómo va su exposición?

Ylva parece ansiosa.

– Dice que tiene que hablar contigo.

– Lo llamaré.

– Hay algún problema con la iluminación. -Baja la voz y luego añade-: No tengo ni idea de cómo van las cosas entre Erik y tú pero…

– Nos hemos separado -dice Simone secamente.

– Realmente creo que… -Ylva se interrumpe.

– ¿Qué crees? -pregunta Simone pacientemente.

– Creo que Shulman está enamorado de ti.

Simone se encuentra con su mirada en el espejo y de repente siente que el estómago le da vueltas.

– Tendré que ir -dice.

– ¿Puedes?

– Antes haré una llamada.

Simone cuelga el auricular y luego se sienta durante un rato en el borde de la cama. Benjamín está vivo, se dice, eso es lo más importante. Está vivo aunque ya han pasado varios días desde que lo secuestraron. Es una muy buena señal, significa que la persona que se lo llevó, de entrada, no tiene interés en matarlo. Sus intenciones son otras, quizá quiera pedir un rescate. Simone repasa brevemente sus bienes. ¿Qué posee en realidad? La vivienda, el coche, algunas obras de arte. Y la galería, por supuesto. Podría pedir un préstamo, eso se podría arreglar. No es rica, pero su padre podría vender la casa de veraneo y también su piso. Luego irían a vivir todos juntos a un piso de alquiler en cualquier parte, eso no supondría ningún problema. Lo único importante ahora es recuperar a Benjamín, recuperar a su niño.

Simone llama a su padre, pero no contesta, así que le deja un breve mensaje diciéndole que va a la galería. Luego se ducha rápidamente, se lava los dientes, se cambia de ropa y sale del piso sin apagar las luces.

Fuera hace frío y viento; están a algunos grados bajo cero. La oscuridad de la mañana de diciembre es sorda, somnolienta, las calles tienen un aire de cementerio. Un perro corre por encima de los charcos con la correa colgando del cuello.

En cuanto Simone llega frente a la galería se encuentra con la mirada de Ylva a través de la puerta de cristal. No se ve a Norén por ninguna parte, pero en el suelo, junto a la pared, hay un periódico doblado en forma de capirote. Una luz verdosa emana de una serie de cuadros pintados por Shulman. Óleos relucientes, verde acuario. Nada más entrar, Ylva se apresura a abrazarla. Simone se da cuenta de que su ayudante ha olvidado teñirse el pelo de negro: las raíces canosas se adivinan en la recta raya al medio. No obstante, su tez se ve tersa, bien maquillada, los labios de rojo intenso, como de costumbre. Lleva puesto un traje de falda pantalón con unas medias negras con rayas blancas y unos voluminosos zapatos marrones.

– Qué bien está quedando -dice Simone echando un vistazo a su alrededor-. Has hecho un gran trabajo.

– Gracias -susurra Ylva.

Simone se aproxima a las pinturas.

– No las había visto así, todas juntas -dice-, sólo por separado.

Da otro paso adelante.

– Es como si se derritieran en los costados.

Continúa hacia la otra sala. Ahí están los bloques de piedra con las pinturas de las cavernas de Shulman, montados sobre soportes de madera.

– Quiere iluminar esta sala con lámparas de aceite -informa Ylva-. Le he dicho que no podía ser, que la gente quiere ver lo que compra.

– No, en realidad no quieren eso.

Ylva se ríe.

– ¿Así que Shulman se saldrá con la suya?

– Sí -contesta Simone-. Se saldrá con la suya.

– Puedes decírselo tú misma.

– ¿Qué? -pregunta Simone.

– Está en el despacho.

– ¿Shulman?

– Ha dicho que tenía que hacer unas llamadas.

Simone mira en dirección al despacho mientras Ylva se aclara la garganta y dice:

– Voy a comprar un bocadillo para almorzar…

– ¿Tan pronto?

– Eso había pensado -responde Ylva con la mirada baja.

– Está bien -dice Simone.

Es tanta la tristeza que la embarga que tiene que detenerse a secarse las lágrimas que empiezan a rodar por sus mejillas antes de llamar a la puerta del despacho y entrar. Shulman está sentado en la silla tras el escritorio, mordisqueando un bolígrafo.

– ¿Qué tal estás?

– No muy bien.

– Me lo imagino.

Se hace el silencio entre ellos. Ella baja la mirada, la invade una sensación de desprotección, como si la hubieran desgastado hasta llegar a la parte más frágil. Los labios le tiemblan cuando dice:

– Benjamín está vivo. No sabemos dónde está ni quién se lo ha llevado, pero está vivo.

– Ésas son buenas noticias -responde Shulman en voz baja.

– Joder -susurra ella, se vuelve y se enjuga con una mano temblorosa las lágrimas del rostro.

Shulman camina hasta ella y le acaricia suavemente el pelo. Ella se aparta sin saber muy bien por qué, ya que en realidad quiere que siga. Él baja la mano. Se miran. Va vestido con un traje negro, suave, una capucha sobresale del cuello de su chaqueta.

– Llevas puesto el traje de ninja -dice ella, y sonríe involuntariamente.

– Shinobi, la palabra correcta para ninja, tiene dos significados -explica él-. Significa «persona oculta», pero también «el que resiste».

– ¿Resistir?

– Es quizá el arte más difícil que existe.

– A solas no se puede, al menos yo no soy capaz.

– Nadie está solo.

– No puedo con esto -susurra Simone-. Me estoy desmoronando, tengo que dejar de darle vueltas, no tengo adonde ir. Pienso que podría golpearme fuertemente en la cabeza o arrojarme en tus brazos sólo para desprenderme de este pánico… -Se interrumpe de pronto-. Eso -trata de buscar las palabras apropiadas-…, eso ha sonado… Te pido disculpas, Sim.

– En ese caso, ¿qué eliges? ¿Arrojarte en mis brazos o golpearte en la cabeza? -pregunta él sonriente.

– Ninguna de las dos cosas -se apresura a contestar ella, pero al oír lo brusca que ha sonado su frase intenta suavizarla-: Quiero decir que… me gustaría…

Vuelve a guardar silencio y nota que el corazón le late rápidamente en el pecho.

– ¿Qué? -pregunta él.

Ella lo mira directamente a los ojos.

– No soy yo -dice-. Por eso me comporto así. Tienes que saber que me siento terriblemente estúpida.

Luego baja la mirada, siente que las mejillas le arden, carraspea:

– Tengo…

– Espera -dice él, y entonces saca un bote de vidrio de su bolsa.

Algo que parecen mariposas rechonchas y oscuras trepa por el interior. Tras el cristal empañado se oye un ruido seco.

– ¿Sim?

– Sólo quiero enseñarte una cosa, es fantástico.

Sujeta el bote en alto. Ella observa los cuerpos marrones, el polvo de las alas que mancha el cristal, los desechos de la metamorfosis. Las mariposas apoyan sus gruesas patas contra el cristal, se pasan febril y mutuamente las trompas por las alas y las antenas.

– De pequeña siempre pensé que eran hermosas -comenta ella-. Pero eso fue hasta que las vi de cerca.

– No son hermosas, son crueles. -Sonríe Shulman, y luego se pone serio-. Creo que es a causa de la metamorfosis.

Ella toca el cristal y roza sus manos, que sujetan el bote.

– ¿Su crueldad es debida a la transformación?

– Quizá -contesta él.

Se miran y ya no son capaces de centrarse en la conversación.

– Las tragedias nos cambian -dice ella, pensativa.

Él le acaricia las manos.

– Y así tiene que ser.

– Pero yo no quiero ser cruel -susurra ella.

Están muy cerca el uno del otro. Shulman deja el bote sobre la mesa con cuidado.

– Tú… -dice, se inclina hacia adelante y la besa brevemente en la boca.

Ella siente que le tiemblan las piernas, las rodillas. Su voz suave y el calor de su cuerpo… El olor de la suave tela de la chaqueta, un aroma a sueño y a ropa de cama, a hierbas aromáticas. Es como si Simone se hubiera olvidado de la maravillosa suavidad de una caricia cuando la mano de él le recorre la mejilla y el cuello. Shulman la observa con una sonrisa en los ojos. Ella no piensa ya en salir corriendo de la galería. Sabe que quizá sea sólo una manera de evitar durante un breve instante la angustia que le martillea el pecho, pero no importa, se dice. Sólo quiere que eso continúe un rato más, únicamente desea poder olvidarse de las cosas terribles que están sucediendo. Los labios de él se acercan de nuevo a los suyos y esta vez ella le devuelve el beso. Su pulso se acelera y Simone respira rápidamente por la nariz. Nota las manos de él en la parte baja de la espalda, en las caderas. Las emociones se disparan en su cabeza, siente que le arde el vientre: un deseo repentino y ciego de acogerlo. Se asusta de la intensidad del impulso y retrocede con la esperanza de que él no note lo excitada que está. Se pasa la mano por la boca y se aclara la garganta mientras él se vuelve y rápidamente se acomoda la ropa.

– Podría entrar alguien -dice ella.

– ¿Qué vamos a hacer? -pregunta Shulman, y Simone percibe un temblor en su voz.

Ella no contesta, sólo da un paso hacia él y lo besa de nuevo. Ya no piensa, busca su piel bajo la ropa y siente sus cálidas manos por todo el cuerpo. Él la acaricia en el medio de la espalda, se abre camino hasta su ropa interior, desciende hasta sus braguitas y, cuando nota lo mojada que está, gime y presiona su pene erecto contra su pubis. Ella piensa que quiere hacerlo así, de pie, contra la pared, sobre el escritorio, en el suelo, como si nada más en el mundo importara, sólo para conseguir olvidar el pánico durante unos minutos. El corazón le late a toda prisa y las piernas le tiemblan. Tira de él hacia la pared y, cuando él agarra sus piernas para penetrarla, ella le susurra que lo haga, que se dé prisa. En ese mismo instante se oye el tintineo de la campanilla de la puerta. Alguien ha entrado en la galería. El suelo de parquet cruje.

– Vayamos a mi casa -propone Shulman.

Ella asiente y nota que está ruborizada. Él se pasa la mano por la boca y sale del despacho. Simone permanece donde está un momento y luego se apoya en el escritorio temblando de pies a cabeza. Se arregla la ropa y, cuando sale de la galería, Shulman ya está en la puerta de la calle.

– Que disfrutes de tu almuerzo -dice Ylva.

Simone se arrepiente cuando están sentados en silencio en el taxi camino de Mariagränd. «Voy a llamar a papá», piensa, «y luego le diré que tengo que irme». Sólo de pensar en lo que está haciendo siente una oleada de náusea causada por la culpabilidad, el pánico y la excitación.

Tras subir por la estrecha escalera hasta el quinto piso, él abre la puerta y ella rebusca el teléfono en su bolso.

– Tengo que llamar a mi padre -dice, esquiva.

Él no contesta, entra delante de ella en el recibidor con las paredes pintadas de color terracota y desaparece por el pasillo.

Ella se queda de pie con el abrigo puesto, mirando a su alrededor en el vestíbulo a oscuras. Las fotografías cubren las paredes y a lo largo del techo hay una hornacina con pájaros disecados. Shulman regresa antes de que a ella le haya dado tiempo de marcar el número de Kennet.

– Simone -susurra-, ¿no quieres entrar?

Ella niega con la cabeza.

– ¿Sólo un momento? -pregunta él.

– Vale.

Ella lo sigue hasta el salón con el abrigo aún puesto.

– Somos adultos, tomamos nuestras propias decisiones -dice él mientras sirve un par de copas de coñac.

Brindan y beben.

– Está bueno -comenta ella en voz baja.

En una de las paredes hay unos grandes ventanales. Simone camina hasta allí y contempla los tejados de cobre de Södermalm y la parte trasera de un cartel luminoso que representa un tubo de pasta de dientes.

Shulman se aproxima a ella, se sitúa a su espalda y la rodea con los brazos.

– ¿Sabes que estoy loco por ti? -susurra-. Desde el primer momento en que te vi.

– Sim, no sé…, no sé muy bien qué estoy haciendo -dice Simone con voz ronca.

– ¿Y por qué tienes que saberlo? -pregunta él sonriente al tiempo que empieza a tirar de ella en dirección al dormitorio.

Ella lo sigue como si todo el tiempo hubiera sabido que pasaría eso. Sabía que Shulman y ella entrarían juntos en un dormitorio. Lo deseaba, y lo único que la ha retenido ha sido la idea de que no quería ser como su madre, como Erik, una mentirosa que hace llamadas telefónicas y manda sms a hurtadillas. Siempre ha pensado sobre sí misma que no es una traidora, que no se permite la infidelidad, pero ahora no alberga sentimiento alguno de traición. El dormitorio de Shulman es oscuro, las paredes están forradas con algo que parece seda de un azul intenso, la misma tela de las largas cortinas que cuelgan frente a las ventanas. La invernal luz oblicua, escasa, se filtra a través del tejido como una leve sombra.

Con manos temblorosas, se quita el abrigo y lo deja caer al suelo. Shulman se desnuda y ella ve sus hombros torneados, su piel cubierta de suave vello negro. Una línea de pelo rizado, más grueso y espeso, asciende desde el pubis hasta el ombligo.

Él la observa tranquilamente con sus ojos oscuros, delicados. Ella empieza a quitarse la ropa pero, al encontrarse con su mirada, se siente de inmediato atrapada por una mareante y terrible sensación de soledad. Él lo nota y baja la mirada, se acerca, se inclina ante ella y se arrodilla. Ella ve cómo el pelo le cae sobre los hombros. Shulman traza entonces con el dedo una línea descendente desde su ombligo y luego baja por la cadera. Simone intenta sonreír pero no lo consigue del todo.

Él la empuja suavemente sobre la cama y comienza a bajarle las braguitas al tiempo que ella levanta las nalgas con las piernas juntas, y nota que se le enganchan en un pie. Simone se echa hacia atrás, cierra los ojos y permite que él le separe los muslos, siente sus besos cálidos en el vientre, en las caderas, en las ingles. Jadea y le pasa las manos por el cabello espeso y largo. Quiere que le haga el amor, lo desea tan ardientemente que nota cómo vibra en su interior.

Campos de oscuridad se extienden por su sangre, oleadas de calor anhelantes y hormigueantes le atraviesan los muslos en dirección al vientre. Él se tumba sobre ella, Simone abre las piernas y se oye gemir cuando él la penetra. Shulman le susurra algo que no consigue entender. Tira de él hacia sí y cuando nota todo el peso de su cuerpo encima de ella es como si se hundiera en el agua caliente y burbujean te del olvido.

Capítulo 32

Limes 14 de diciembre, por la tarde

Al atardecer hace un frío helador y el cielo está despejado y azul. La gente camina taciturna por la calle. Kennet observa a los niños cansados camino de casa de vuelta del colegio. Se detiene frente al Seven-Eleven de la esquina, donde ve que tienen una promoción de café con bollo de azafrán de San La Lucía. Entra y se pone a la cola cuando oye que suena un teléfono. En la pantalla ve que es Simone, pulsa el botón verde y contesta.

– ¿Has salido, Sixan?

– He tenido que ir a la galería. Luego me surgió un asunto que… -dice ella, y luego se interrumpe-. He escuchado tu mensaje, papá.

– ¿Has dormido? Pareces…

– Sí, sí, he dormido un poco.

– Bien -dice Kennet.

Cruza la mirada con los ojos cansados de la dependienta y señala el cartel de la promoción.

– ¿Han rastreado la llamada que hizo Benjamín? -pregunta Simone.

– Aún no tengo respuesta. Me dijeron que como muy pronto sabrían algo esta tarde. Pensaba llamarlos ahora.

La dependienta mira a Kennet para que elija el bollo que quiera y él se apresura a señalar el más grande. La chica lo mete en una bolsa, coge su billete arrugado de veinte y hace gestos con la mano en dirección a la máquina de café y los vasos. Él asiente, pasa por delante del expositor donde dan vueltas las salchichas y coge un vaso del montón mientras continúa la conversación con Simone.

– ¿Hablaste ayer con Nicke? -pregunta ella.

– Es un buen chico.

Kennet pulsa la tecla del café solo.

– ¿Averiguaste algo acerca de Wailord?

– Bastante.

– Cuéntame.

– Espera un segundo -dice él.

Saca el vaso de café humeante de la máquina, lo cubre con una tapa de plástico y se encamina hacia una de las pequeñas mesas redondas.

– ¿Sigues ahí? -pregunta mientras se sienta en un taburete con una pata coja.

– Sí.

– Creo que se trata de unos chicos que le sacan dinero a Nicke y dicen que son personajes de Pokémon.

Kennet ve a un hombre con el pelo revuelto que empuja un moderno cochecito de bebé. Una niña bastante mayor con un buzo de color rosa y un chupete va tumbada en él y sonríe cansada.

– ¿Tiene algo que ver con Benjamín?

– ¿Los chicos Pokémon? No lo sé. Quizá él tratara de frenarlos -sugiere Kennet.

– Tenemos que hablar con Aida -dice Simone, resuelta.

– Había pensado hacerlo más tarde.

– ¿Qué hacemos ahora?

– De hecho, tengo una dirección -dice Kennet.

– ¿De qué?

– Del mar.

– ¿Del mar? -pregunta Simone.

– Es todo lo que sé.

Kennet saca los labios hacia afuera y da un sorbo a su café. Parte un pedazo del bollo de Santa Lucía y se lo mete rápidamente en la boca.

– ¿Dónde está el mar?

– Cerca de Frihamnen -dice Kennet masticando-, en Loudden.

– ¿Puedo acompañarte?

– ¿Estás lista?

– Lo estaré dentro de diez minutos.

– Iré a coger el coche, está junto al hospital.

– Llámame cuando llegues y bajo.

– Vale, hasta ahora -dice él.

Coge el vaso y el resto del bollo y sale del establecimiento. El aire es seco y hace mucho frío. Ve a unos escolares que caminan cogidos de la mano. Un ciclista atraviesa el cruce entre los coches. Kennet se detiene junto al paso de peatones y pulsa el botón del semáforo. Tiene la sensación de que ha pasado por alto algo importante, de que ha visto algo decisivo pero no ha sabido interpretarlo. El tráfico pasa zumbando por su lado a toda velocidad. A lo lejos se oye una sirena de un vehículo de emergencias. Toma un sorbo de café por la abertura en la tapa de plástico y mira a la mujer que espera al otro lado de la calzada con un perro tembloroso a su lado. Un camión de gran tonelaje pasa en ese instante haciendo temblar el suelo. De pronto Kennet oye una risita y le da tiempo a pensar que suena artificial antes de que le propinen un fuerte empujón por la espalda. Da varios pasos en la calzada tratando de no perder el equilibrio, se vuelve y ve a una niña de unos diez años que lo mira con los ojos muy abiertos. Kennet deduce que ha sido ella quien lo ha empujado, ya que allí no hay nadie más. En ese mismo momento oye el estridente frenazo de un coche y nota una fuerza descomunal que se abalanza sobre él. Un mazo gigante lo golpea en las piernas. Su cuello cruje y al instante siente su propio cuerpo blando y distante y se encuentra en caída libre rodeado de una repentina oscuridad.

Capítulo 33

Lunes 14 de diciembre, por la tarde

Erik Maria Bark está sentado frente al escritorio de su despacho. Una luz pálida se abre paso a través de la ventana que da al patio interior, vacío, del hospital. En una bolsa de plástico cerrada quedan los restos de una ensalada. Junto a la lámpara de sobremesa con la pantalla de color rosa hay una botella de plástico de dos litros de Coca-Cola. Erik observa la imagen impresa que Aida le envió a Benjamin: en la oscuridad, un rayo de luz forma un claro en el pasto amarillento, el seto y la parte trasera de la valla. A pesar de que se acerca mucho la fotografía a los ojos, resulta difícil entender qué es lo que ésta pretende mostrar, cuál es su objeto. Sostiene la fotografía cerca de su rostro y trata de adivinar algo en la cesta de plástico verde.

Erik piensa entonces en llamar a Simone para pedirle que le lea el correo electrónico al pie de la letra, para así saber exactamente qué fue lo que Aida le escribió a Benjamin y qué fue lo que él le contestó. Pero luego se dice que Simone no necesita hablar con él; no entiende por qué se comportó de un modo tan estúpido y reconoció, aun sin ser cierto, que tenía un lío con Daniella. Quizá sólo lo hizo porque anhelaba ser perdonado por Simone y porque ella desconfiaba constantemente de él.

De pronto Erik, vuelve a oír en su mente la voz de Benjamin cuando lo llamó desde el maletero del coche, piensa en su actitud adulta al tratar de no parecer asustado. Saca una pastilla rosa de Citadon de la caja de madera y la traga con un poco de café frío. La mano ha empezado a temblarle tanto que le resulta difícil volver a dejar la taza en el plato.

Se dice que Benjamín debía de estar terriblemente asustado, encerrado en la oscuridad del vehículo. Quería oír su voz, no sabía nada. No sabía quién se lo había llevado, ni adonde se dirigían.

¿Cuánto tiempo le llevará a Kennet rastrear la llamada? Erik está furioso por haber tenido que delegar la misión, pero se dice que si su suegro puede encontrar a Benjamín, todo lo demás no tiene ninguna importancia.

Apoya la mano en el auricular del teléfono y piensa en llamar a la policía para meterles prisa. Necesita saber si han llegado a algo, si han rastreado la llamada y si tienen ya algún sospechoso. Cuando comunica con la centralita y explica el motivo de su llamada, lo transfieren mal y debe volver a empezar. Espera poder hablar con Joona Linna, pero le pasan con el agente Fredrik Stensund, quien le confirma que está a cargo del sumario del caso por la desaparición de Benjamín Bark. El asistente de policía se muestra comprensivo y explica que él también tiene hijos adolescentes:

– Cuando salen, uno pasa la noche en vela, preocupado, sabe que debe dejarlos ir pero…

– Benjamín no salió de fiesta -dice Erik con gravedad.

– No, ciertamente tenemos datos que contradicen…

– Lo raptaron -interrumpe Erik.

– Entiendo cómo debe de sentirse, pero…

– No darán prioridad a la búsqueda de Benjamín, ¿verdad? -remacha Erik.

Ambos quedan en silencio. El asistente de policía respira profundamente varias veces antes de volver a hablar:

– Considero seriamente lo que dice y le prometo que haremos todo lo posible.

– Entonces encárguese de rastrear esa llamada -replica Erik.

– Nos estamos ocupando de ello -asegura Stensund.

– Por favor… -termina Erik débilmente.

Luego permanece sentado con el auricular en la mano. Deben rastrear la llamada, piensa. Deben encontrar un lugar, una zona en el mapa, una dirección. Tan sólo pueden atenerse a eso. Lo único que Benjamín pudo contarle fue que había oído una voz.

Como si hablaran desde debajo de una manta, piensa Erik, aunque no está seguro de recordarlo bien. ¿En verdad su hijo dijo que había oído una voz, una voz apagada? Quizá fuera sólo un murmullo, un sonido que le pareció una voz, sin palabras, sin significado. Erik se pasa la mano por los labios. Mira de nuevo la fotografía y se pregunta si hay algo entre la hierba, pero no ve nada. Luego se recuesta hacia atrás en su silla y cierra los ojos. La imagen sigue allí: sobre el seto y la valla oscura se ve un destello rosado, y el montículo verde que se desliza suavemente parece tener una tonalidad azul. Como una tela que se extendiera en el cielo nocturno, piensa. Y en ese mismo instante recuerda que Benjamin dijo algo sobre una casa, un caserón en ruinas.

Abre los ojos y se levanta de la silla. La voz apagada había dicho algo sobre una mansión. Erik no entiende cómo ha podido olvidarlo. Eso fue lo que dijo Benjamin antes de que el coche se detuviera.

Mientras se pone el abrigo intenta recordar dónde ha visto él un caserón; no existen tantos en la zona. Recuerda que vio uno en alguna parte al norte de Estocolmo, cerca de Rosersberg. Piensa con rapidez: la iglesia de Ed, en Runby. Hay que cruzar la avenida y la colina, dejar atrás el pueblo y descender hacia el lago Mälaren. La construcción se encuentra a la izquierda, en dirección al lago, antes de llegar a los barcos de piedra de Runsaborg. Es una especie de castillito de madera con torres, balconadas y un exceso de adornos de carpintería.

Erik abandona su despacho y atraviesa el corredor a toda prisa. Intenta recordar el día de la excursión y piensa que Benjamin también iba en el coche. Habían visto los barcos de piedra, uno de los mayores cementerios vikingos de Suecia, se habían detenido en medio de la elipse de grandes piedras grises sobre el césped verde. Era a finales de verano y hacía mucho calor. Erik recuerda el aire inmóvil y las mariposas sobre la gravilla del aparcamiento cuando subieron de nuevo al vehículo caldeado y emprendieron el viaje de regreso con las ventanillas bajadas.

En el ascensor que lleva al aparcamiento, recuerda que tras algunos kilómetros se desvió al arcén, detuvo el coche, señaló el caserón y le preguntó bromeando a Benjamín si le gustaría vivir allí.

– ¿Dónde?

– En esa casona -había dicho él, pero lo cierto es que ya no recordaba cuál había sido la respuesta de Benjamín.

El sol está a punto de ponerse. La luz oblicua despide destellos en el hielo de un charco en el aparcamiento del sector de neurología. La grava cruje bajo los neumáticos del coche cuando dobla hacia la entrada principal.

Obviamente Erik entiende que es poco probable que Benjamín se refiriera a esa casa en particular, aunque no es del todo imposible. Conduce hacia el norte por la E 4 mientras la luz menguante vuelve turbio el mundo. Parpadea tratando de ver mejor, y en cuanto aparecen los primeros tonos azulados en el horizonte, su mente comprende que está a punto de oscurecer.

Media hora después se acerca a la casona. Ha intentado comunicarse con Kennet cuatro veces para saber si ha conseguido rastrear la llamada de Benjamín, pero nadie ha respondido y Erik no ha dejado ningún mensaje.

El cielo conserva aún un débil brillo sobre el gran lago, mientras que el bosque se ve completamente negro. Conduce lentamente por la estrecha calle de entrada al pueblo, que ha ido creciendo en torno al lago. Los faros del automóvil recorren chalets recién construidos, casas de fin de siglo y pequeñas cabañas de recreo. Las luces relampaguean en las ventanas e iluminan una entrada para vehículos con un triciclo. Erik disminuye la velocidad y ve el caserón dibujarse detrás de una alta colina. Pasa junto a algunas casas más y luego aparca a un lado del camino. Baja del coche y retrocede, abre una verja que da a un terreno con un chalet de ladrillos oscuros, camina por el césped y rodea la casa. Un mástil es azotado por su cuerda. Erik salta la valla hacia el terreno contiguo y pasa junto a una piscina cubierta por un plástico que cruje. El gran ventanal de la casa baja que da al lago se ve de color negro. El empedrado está cubierto de hojas oscuras. Erik apura el paso, intuye el caserón al otro lado del seto y se abre camino a través de él.

Piensa que la finca está más protegida del acceso que las demás.

Los faros de un coche que circula por el camino iluminan algunos árboles. Erik recuerda la extraña fotografía de Aida, el pasto amarillento y el seto. Se acerca a la gran casa de madera y nota que un fuego azul parece arder en una de las habitaciones.

La casona tiene unas altas ventanas con montantes y un tejado voladizo que parece hecho de encaje tejido. Piensa que desde allí la vista del lago debe de ser fantástica. Una torre hexagonal más alta en uno de los costados y dos miradores acristalados hacen que la construcción parezca un palacio de madera en miniatura. El revestimiento de la pared llega hasta la base, pero la línea se interrumpe por un panel falso que crea una impresión multidimensional. El marco de la puerta está hecho en madera tallada, y las jambas terminan en un hermoso arco apuntado.

Al acercarse a la ventana, Erik ve que la luz azul proviene de un televisor. Están viendo un programa sobre patinaje artístico. La cámara sigue los largos desplazamientos, los saltos con giros y los rápidos cortes de los patines. La luz azul titila en las paredes de la habitación. En el sofá hay un hombre obeso con unos pantalones de chándal de color gris. Se quita las gafas y vuelve a reclinarse en el asiento. Parece ser que no hay nadie más con él. Sobre la mesita baja sólo se ve una taza. Erik intenta atisbar en la habitación contigua. Algo rechina débilmente al otro lado del cristal. Camina hasta la siguiente ventana y en el interior ve un dormitorio con la cama sin hacer y la puerta cerrada. Sobre la mesilla de noche hay algunos pañuelos arrugados junto a un vaso de agua y un mapa de Australia cuelga de una pared. Se oye cómo algo gotea en el alféizar. Erik prosigue su camino hacia la siguiente ventana. Las cortinas están cerradas y no se puede ver nada a través de ellas, pero de nuevo oye el extraño chirrido y algo parecido a un «clic».

Sigue adelante, rodea la torre hexagonal y luego ve un comedor. El mobiliario oscuro descansa sobre el brillante suelo de madera. Algo le dice a Erik que deben de utilizarlo en raras ocasiones. Frente a una vitrina hay un objeto negro en el suelo; parece la funda de una guitarra. Entonces oye un crujido, se inclina hacia el cristal, cubre con las manos el reflejo del cielo gris y ve un gran perro correr hacia él. El animal se abalanza contra la ventana y comienza a ladrar con las patas delanteras apoyadas en el cristal. Erik retrocede, tropieza con un tiesto, rodea rápidamente la casa y aguarda a ver qué ocurre con el corazón galopándole en el pecho.

Después de un momento, el perro se calla. Se enciende la luz exterior y luego vuelve a apagarse.

Erik no entiende qué está haciendo allí. Se siente terriblemente solo, desorientado. Comprende que debe regresar a su despacho en el Karolinska y echa a andar hacia el frente de la casa.

Tras rodearla, ve que hay alguien en la entrada. El hombre obeso está de pie en la escalera, con un chaquetón de plumas. En cuanto lo ve, su rostro muestra ansiedad; quizá esperaba encontrar a unos niños jugando, o tal vez un corzo.

– Hola -lo saluda Erik.

– Esto es propiedad privada -replica el hombre con voz estridente.

El perro empieza a ladrar de nuevo tras la puerta cerrada. Erik se acerca a la entrada y descubre que hay un deportivo amarillo en el camino de acceso. Es un biplaza, y el maletero es obviamente demasiado pequeño para transportar a una persona en su interior.

– ¿Es suyo ese Porsche? -pregunta.

– Sí, así es.

– ¿Tiene usted algún otro vehículo?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Mi hijo ha desaparecido -responde Erik, muy serio.

– No tengo más coches, ¿entendido? -replica el hombre.

Erik anota el número de la matrícula en un papel.

– ¿Puede marcharse ya?

– Sí -responde Erik encaminándose hacia la verja.

Se detiene un momento en la oscuridad del camino y observa de nuevo la casa antes de regresar a su coche. Coge su pequeña caja de madera con el indígena y el papagayo, se echa algunas pastillas redondas y escurridizas en la palma de la mano, las cuenta con el pulgar y se las mete en la boca.

Tras un breve momento de duda, marca el número de Simone y oye el tono de llamada. Piensa que tal vez en ese momento esté en casa de Kennet comiendo sandwiches de salchichón y pepinillos en vinagre. La señal se prolonga en medio del silencio. Erik imagina el apartamento de Luntmakargatan a oscuras, el pasillo con la ropa de abrigo, la lámpara en la pared, la cocina con su mesa de roble larga y estrecha, las sillas. El correo se encuentra sobre el felpudo: una pila de periódicos, facturas y folletos publicitarios. No deja ningún mensaje en el contestador al oír la señal, sólo corta la comunicación. Gira la llave en el contacto, da media vuelta con el coche y comienza su camino de regreso a Estocolmo.

Observando la parte irónica del asunto, piensa que no hay nadie a quien pueda recurrir. Él, que ha dedicado tantos años a investigar la dinámica de grupos y la psicoterapia grupal, de repente se encuentra solo y aislado. No tiene siquiera una persona en la que apoyarse, alguien con quien hablar. No obstante, fue la fuerza grupal la que le hizo avanzar en su profesión. Trató de entender el hecho de que a las personas que habían sobrevivido a la guerra en grupo les resultara mucho más fácil enfrentarse a sus traumas que a aquellos que habían sufrido los mismos abusos en soledad. Quería saber cómo podía ser que los individuos pertenecientes a un grupo que habían sido torturados sanaran mejor sus heridas que las personas que se hallaban solas. ¿Qué hay en una comunidad que nos proporciona alivio?, se había preguntado. ¿Es reflejo, canalización, normalización, o verdadera solidaridad?

Bajo la luz amarillenta de la autopista, Erik marca el número de Joona Linna. El teléfono suena cinco veces, corta la comunicación y a continuación prueba a llamarlo al móvil.

– Sí, aquí Joona -dice distraídamente el comisario.

– Hola, soy Erik. ¿Han encontrado a Josef Ek?

– No -suspira Joona.

– Parece seguir un patrón propio.

– Ya se lo he dicho antes y pienso seguir diciéndoselo, Erik: debería aceptar la protección policial.

– Tengo otras prioridades.

– Lo sé.

Ambos guardan silencio.

– ¿Benjamín no ha vuelto a llamarlo? -pregunta Joona con su acongojado acento finlandés.

– No.

Erik oye una voz de fondo, como de un televisor.

– Kennet iba a rastrear la llamada, pero…

– Lo sé, pero eso puede llevar tiempo -repone Joona-. Hay que enviar un técnico a la centralita, a una estación base en particular.

– Pero al menos deben de saber de qué estación se trata.

– Creo que el operador puede saberlo de inmediato -responde Joona.

– ¿Puede saber de qué estación base se trata?

Joona guarda silencio un momento y luego responde en un tono neutro:

– ¿Por qué no habla usted con Kennet?

– Lo he intentado, pero no responde al teléfono.

Joona suspira débilmente.

– Lo comprobaré, pero no espere demasiado.

– ¿A qué se refiere?

– A que posiblemente se trate de una estación base de Estocolmo, y eso no significa nada hasta que un técnico especifique la procedencia de la llamada.

Erik lo oye hacer algo; suena como si destapara un tarro de cristal.

– Le estoy preparando té verde a mi madre -explica Joona brevemente.

Se oye el bramido de un grifo que luego se cierra de nuevo.

Erik contiene la respiración por un segundo. Sabe que el comisario debe dar prioridad a la huida de Josef Ek y que el caso de Benjamín no es en absoluto único para la policía. Un adolescente que desaparece del hogar familiar es el pan de cada día para ellos, pero debe preguntarlo de todos modos.

– Joona -dice-, quiero que se haga usted cargo del secuestro de Benjamín. Realmente lo quiero, me sentiría…

Erik se interrumpe. Le duelen las mandíbulas, las ha estado apretando con fuerza inconscientemente.

– Tanto usted como yo sabemos que ésta no es una desaparición común -prosigue-. Alguien inyectó un anestésico a Simone y a Benjamín. Sé que da usted prioridad a la búsqueda de Josef Ek, y entiendo que mi hijo no es asunto suyo desde el momento en que perdió la conexión con Josef, pero quizá haya ocurrido algo mucho peor…

Erik se interrumpe, demasiado indignado para poder continuar.

– Ya le he hablado sobre la enfermedad de Benjamín -se obliga a decir a continuación-. Después de unos pocos días su sangre ya no estará protegida por el preparado que la ayuda a coagular, y dentro de una semana los vasos sanguíneos habrán sufrido tanto que quizá tenga una parálisis o padezca una hemorragia cerebral o pulmonar al toser.

– Debe ser usted fuerte -dice Joona.

– ¿Puede ayudarme?

Erik permanece sentado en el coche con su indefensa súplica suspendida en el aire. No obstante, no le importa lo más mínimo: con gusto se pondría de rodillas para rogar que lo ayudaran. La mano con la que sostiene el teléfono está húmeda y resbaladiza por el sudor.

– No puedo hacerme cargo sin más de un expediente de la policía de Estocolmo -explica Joona.

– El agente se llama Fredrik Slensund; parece amable, pero no parece tener intención de salir de su cálido despacho.

– Ellos saben lo que hacen.

– No mienta por mí, se lo ruego -dice Erik en voz baja.

– No creo que pueda hacerme cargo del caso -declara Joona pesadamente-. No hay nada que yo pueda hacer al respecto, pero con gusto intentaré ayudarlo. Debe sentarse a pensar quién podría haberse llevado a Benjamin. Podría tratarse de alguien que simplemente lo viera a usted en la primera plana de los periódicos, pero también podría ser alguien conocido. Si no hay un sospechoso, tampoco hay caso, no hay nada. Debe usted reflexionar, repasar su vida entera una y otra vez, pensar en la gente que conoce, en la gente que conoce su esposa y también Benjamin. Examine a vecinos, familiares, colegas, pacientes, rivales, amigos… ¿Hay alguien que lo haya amenazado, que tal vez haya amenazado a Benjamin? Intente recordar. Podría tratarse de un acto impulsivo o bien de algo que ha sido planeado durante años. Analícelo todo detenidamente, Erik, y luego vuelva a llamarme.

Erik está a punto de pedirle una vez más a Joona que asuma el caso, pero no le da tiempo a decir nada antes de oír un clic. Luego sigue conduciendo mientras mira con ojos ardientes la autopista que se extiende frente a él.

Capítulo 34

Lugar y Fecha14 de diciembre, por la noche

La habitación donde pernocta es fría y oscura. Erik se quita los zapatos de una sacudida y percibe un aroma a hierba húmeda cuando cuelga su ropa de abrigo. Tiritando, pone agua a hervir y prepara una taza de té. Se toma un par de tranquilizantes fuertes y se sienta frente a su escritorio. No hay otra luz encendida más que la lámpara de sobremesa. Mira hacia la negra oscuridad de la ventana, en cuyo cristal se adivina a sí mismo como una sombra junto al haz de luz. «¿Quién me odia?», piensa. «¿Quién me envidia? ¿Quién querría castigarme, quitarme todo lo que tengo, destruir mi vida? ¿Quién podría querer acabar conmigo?»

Luego se levanta del escritorio, enciende la luz del techo, y comienza a caminar arriba y abajo por el despacho. Se detiene, alarga un brazo sobre la mesa en busca del teléfono y vuelca sin querer un vaso de plástico lleno de agua. Un charco avanza lentamente hacia una publicación médica. Incapaz de pensar, marca el número del móvil de Simone, deja un corto mensaje diciendo que querría echar un nuevo vistazo al ordenador de Benjamín y luego se queda en silencio. No tiene fuerzas para añadir nada más.

– Disculpa -dice finalmente en voz baja, y arroja el teléfono sobre la mesa.

El ascensor hace un ruido sordo en el pasillo. Oye las puertas deslizarse y el ruido de alguien que pasa junto a su puerta empujando una chirriante cama de hospital.

Las píldoras empiezan a hacer efecto y Erik siente cómo la calma se extiende lentamente por todo su cuerpo, como un recuerdo, una oleada de tranquilidad que se expande en su interior. Como si cayera desde una gran altura, primero a través del aire fresco y claro, y luego en el agua rica en oxígeno.

– Vamos -se dice a sí mismo en voz alta.

«Alguien se ha llevado a Benjamín para vengarse de mí. Debe de haber una ventana hacia ello en algún lugar de mi mente», piensa.

– Te encontraré -susurra a continuación.

Erik observa las páginas mojadas de la publicación médica que está sobre su mesa. En una fotografía, la nueva jefa del instituto Karolinska se inclina hacia adelante sobre un escritorio. Su rostro se ve oscurecido por el agua. Al intentar coger el periódico, nota que se ha adherido al tablero de la mesa. La sección de clasificados de la última página se queda pegada allí, con parte del artículo sobre la Conferencia Mundial de la Salud. Erik se sienta en su silla y comienza a despegar los restos de papel con la uña del pulgar, pero se detiene en mitad del movimiento y mira la combinación de letras: E-V-A.

En su memoria emerge lentamente una ola, cargada de reflejos y facetas, y luego una imagen perfectamente clara de una mujer que se niega a devolver algo que ha robado. Sabe que se llama Eva. Su boca está tensa, tiene salpicaduras de espuma en los finos labios y le grita furiosa: «¡Eres tú el que coge cosas! ¡Coges y coges sin parar! ¿Qué diablos dirías si yo te las quitara a ti? ¿Cómo crees que te sentirías?» La mujer esconde luego el rostro entre las manos y dice que lo odia, lo repite una y otra vez, quizá cientos de veces antes de tranquilizarse. Tiene las mejillas pálidas, rojo el contorno de los ojos, mientras lo mira agotada, sin entender. Erik la recuerda, la recuerda a la perfección.

«Eva Blau», piensa. Supo que cometía un error en cuanto la aceptó como paciente, lo supo desde el principio.

Han pasado ya muchos años desde qué la hipnosis era una parte importante de sus terapias. Eva Blau. El nombre procede de otro tiempo, antes de que abandonara el hipnotismo, antes de que prometiera que nunca volvería a practicarlo.

Erik creía firmemente en el procedimiento. Había comprobado que si un paciente era inducido a un trance hipnótico delante de los demás, la sensación de ultraje que se generaba a raíz de los abusos sufridos no quedaba tan arraigada. Era más fácil de superar y también más fácil de sanar. La culpa se compartía, la identidad de víctima y verdugo se desintegraba. Los pacientes no se culpaban a sí mismos por lo ocurrido al encontrarse en una habitación donde todos los demás también habían pasado por lo mismo.

¿Por qué Eva Blau había sido paciente suya? Erik no puede recordar ahora cuál era su problema. A lo largo de los años conoció muchos destinos terribles. A él acudían personas con un pasado devastador, a menudo agresivas, siempre asustadas, compulsivas, paranoicas, frecuentemente con mutilaciones o algunos intentos de suicidio a sus espaldas. Muchas llegaban cuando ya sólo una delgada línea las separaba de un estado psicótico o esquizofrénico. Habían sido sistemáticamente maltratadas y torturadas, pasado por falsas ejecuciones, perdido a sus hijos, sufrido incesto, violaciones. Habían sido testigos de atrocidades u obligadas a participar en ellas.

«¿Qué era lo que había robado?», se pregunta Erik. La había denunciado por robo, pero ¿qué había robado?

Incapaz de asir el recuerdo, se levanta, da unos pasos, luego se detiene y parpadea. Ocurrió algo más, pero ¿qué? ¿Tuvo algo que ver con Benjamín? Sabe que en una oportunidad le explicó a Eva Blau que podía buscarle otro grupo de terapia, pero, ¿por qué no recuerda qué fue lo que sucedió? ¿Tal vez ella lo amenazó?

Lo único que puede evocar en su memoria es uno de sus primeros encuentros allí, en su despacho: Eva Blau se había afeitado la cabeza y se había aplicado un maquillaje de color intenso alrededor de los ojos. Sentada en el sofá, de repente se desabotonó la blusa y le mostró sus pálidos senos.

– Has estado en mi casa -dijo Erik.

– Y tú en la mía -replicó ella.

– Eva, tú me has contado cosas acerca de tu hogar -continuó él-, eso es algo muy distinto de entrar por la fuerza en una casa ajena.

– No entré por la fuerza.

– Rompiste una ventana.

– La piedra rompió la ventana -precisó ella.

Erik introduce la llave en la cerradura del armario de madera, abre la portezuela y comienza a buscar. Tiene que estar aquí, en algún lugar, se dice. Sabe que hay algo allí sobre Eva Blau.

Cuando por uno u otro motivo sus pacientes actúan de un modo distinto del esperado, cuando se salen de lo habitual, suele conservar el material relacionado con su caso en el armario. Puede tratarse de comentarios, de alguna observación o tal vez de un objeto olvidado. Retira montones de documentos, blocs de notas, papeles y recibos con anotaciones. Fotografías desvaídas en una carpeta de plástico, un disco duro externo, algunos diarios de la época en que creía en una relación abierta y sincera entre paciente y doctor, el dibujo que un niño traumatizado hizo una noche. Varias cintas de audio y de vídeo de las conferencias en el instituto. Un libro de Hermann Broch repleto de anotaciones… De pronto las manos de Erik dejan de rebuscar. Nota un repentino cosquilleo en la yema de los dedos. Envolviendo una cinta de VHS hay un papel con una goma elástica de color pardo. En el lomo del casete sólo se lee: «Erik Maria Bark, cinta 14.» Deja caer el papel, inclina la lámpara y reconoce su propia letra: «Caserón.»

Una corriente helada le recorre la espalda y se extiende hasta los brazos. Se le eriza el vello de la nuca y de repente oye el tictac de su reloj de pulsera. La cabeza le retumba y el corazón se le acelera. Se sienta en la silla, vuelve a mirar la cinta y levanta el auricular del teléfono de la mesa con manos temblorosas. Llama a conserjería y pide que le lleven un reproductor de VHS a su despacho. Con los pies pesados como el plomo, vuelve a caminar hacia la ventana, entreabre las lamas de las persianas y luego contempla la húmeda capa de nieve que cubre el patio interior. Los pesados copos caen lentamente del cielo y van a posarse sobre el cristal de la ventana, pierden su color y se derriten por el calor del vidrio. Erik piensa entonces que posiblemente sólo se trate de casualidades, de extrañas coincidencias, pero a la vez entiende que algunas piezas del rompecabezas realmente encajan con las demás.

«Caserón.» Esa sola palabra en un papel tiene la fuerza de llevarlo de regreso al pasado, a la época en que aún practicaba el hipnotismo. Erik lo sabe. En contra de su voluntad, debe acercarse a una oscura ventana e intentar ver lo que se oculta tras los reflejos, tras las reflexiones creadas por todo el tiempo transcurrido.

El conserje llama suavemente a la puerta. Erik abre, comprueba que le ha llevado lo que ha pedido y luego rebobina la cinta en el obsoleto reproductor de vídeo.

Pone en marcha el videocasete, apaga la luz y se sienta.

– Ya casi había olvidado esto -dice en voz alta dirigiendo el mando a distancia hacia el aparato.

La imagen titila y el audio crepita y golpetea un momento. Luego oye su propia voz a través del altavoz del televisor; parece resfriado cuando recita sin ningún entusiasmo el lugar, la fecha y la hora, y concluye:

– Hemos hecho una corta pausa, pero aún nos encontramos en un estado posthipnótico.

Mientras observa cómo se eleva el trípode de la cámara, piensa que han pasado más de diez años de eso. La imagen tiembla un momento y luego se aquieta. El objetivo muestra diversas sillas dispuestas en semicírculo y a continuación Erik aparece en imagen y comienza a ordenar las sillas. Hay una liviandad evidente en su cuerpo diez años más joven, en sus pasos, que sabe que ya no tiene. En la grabación, su cabello no es gris y no se aprecian las profundas líneas de expresión que ahora tiene en la frente y en las mejillas.

Los pacientes se acercan caminando con apatía y luego se sientan. Unos pocos hablan suavemente con otros. Uno de ellos se ríe. Es difícil distinguir sus rostros: la calidad de la imagen es mala y se ve granulada y difusa.

Erik traga saliva con esfuerzo y oye su propia voz en el televisor explicar con voz metálica que es hora de continuar con la sesión. Algunos charlan, otros permanecen sentados en silencio. Una silla cruje. Se ve a sí mismo de pie junto a la pared mientras hace algunas anotaciones en un bloc. De repente llaman a la puerta y en la sala entra Eva Blau. Está tensa. Erik distingue unas manchas rojizas en el cuello y en las mejillas de Eva cuando se observa a sí mismo coger su abrigo, colgarlo, conducirla hasta el grupo, presentarla brevemente y desearle la bienvenida. Los demás asienten con rigidez, quizá susurran un saludo. Un par de personas fingen no verla y miran hacia el suelo.

Erik recuerda la atmósfera en la habitación: el grupo seguía bajo la influencia de la primera fase de la hipnosis anterior a la pausa y los pacientes se sintieron incómodos al recibir a un nuevo miembro. El resto ya se conocían y empezaban a identificarse con las historias de los demás.

Los grupos se componían siempre de ocho individuos como máximo, y el objetivo de la terapia era examinar el pasado de cada uno de ellos y acercarse a los puntos dolorosos mediante la hipnosis. Ésta siempre se realizaba de manera colectiva, ya que la idea era que, de este modo, todos los pacientes fueran más que testigos de las vivencias de los demás. Al escuchar el testimonio de alguien en estado de trance, el dolor se compartía y lloraban todos juntos las desgracias de los demás.

Eva Blau se sienta en la silla vacía, dirige una breve mirada a la cámara y algo afilado y hostil aparece en su rostro.

Ésa es la mujer que entró en su casa por la fuerza diez años antes, piensa Erik. Pero ¿qué fue lo que robó? ¿Y qué más hizo?

Se observa a sí mismo dar comienzo a la segunda parte de la sesión haciendo una primera asociación de ideas y continuando con otras de manera libre y juguetona. Se trataba de un modo de hacer que los pacientes estuvieran de mejor humor y sintieran que era posible cierta ligereza a pesar de las corrientes subterráneas oscuras y abismales en las que constantemente se movían. Erik se sitúa frente al grupo.

– Comenzaremos haciendo algunas reflexiones acerca de la primera parte -dice-. ¿Alguien quiere hacer algún comentario?

– Confuso -dice una mujer joven y fuerte profusamente maquillada.

Sibel, piensa Erik. Se llamaba Sibel.

– Frustrante -continúa Jussi con su acento de Norrland-. Es decir, sólo tuve tiempo de abrir los ojos y rascarme la cabeza antes de que terminara.

– ¿Qué sentiste? -le pregunta Erik.

– Pelo -contesta con una sonrisa.

– ¿Pelo? -inquiere Sibel riendo tontamente.

– Cuando me rasqué la cabeza -explica Jussi.

Algunos se ríen de la broma. En el sombrío rostro de Jussi se adivina una pálida alegría.

– Estableced asociaciones a partir del pelo -continúa Erik-. ¿Charlotte?

– No sé -dice-. ¿Pelo? Quizá barba…, ¿no?

– Un hippy, un hippy en helicóptero. -Pierre sonríe-. Se sienta así, mastica chicle y se desliza…

Eva se pone repentinamente en pie con gran estrépito y protesta contra el ejercicio.

– Todo esto no son más que tonterías -espeta.

– ¿Por qué opinas eso? -pregunta Erik.

Eva no contesta pero vuelve a sentarse.

– Pierre, ¿quieres continuar? -pide Erik.

Él niega con la cabeza y junta los dedos índices de ambas manos formando una cruz en dirección a Eva, simulando protegerse así de ella.

Pierre susurra de manera conspirativa. Jussi hace un gesto con la mano hacia Eva y dice algo con su acento de Norrland.

Erik cree entender sus palabras, tantea con la mano buscando el mando a distancia pero sin querer lo arroja al suelo y las pilas caen rodando.

– Esto es una locura -murmura para sí mientras se arrodilla en el suelo.

Con manos temblorosas, pulsa el botón de rebobinado rápido en el aparato y sube el volumen cuando vuelve a poner el play.

– Todo esto no son más que tonterías -dice Eva Blau.

– ¿Por qué opinas eso? -pregunta él, y cuando ella no contesta se vuelve hacia Pierre y le pregunta si quiere continuar con su asociación.

El niega con la cabeza y forma una cruz con los dedos dirigida a Eva.

– A Dennis Hopper le dispararon porque era hippy -murmura.

Sibel se ríe tontamente y mira a Erik de reojo. Jussi carraspea y hace un gesto con la mano en dirección a Eva.

– En el caserón te librarías de nuestras tonterías -le dice con su fuerte acento.

Luego todos guardan silencio. Eva se vuelve hacia el hombre, parece que va a reaccionar de manera agresiva, pero algo hace que lo deje pasar, quizá la seriedad en la voz de él y la tranquilidad de su mirada.

«El caserón», resuena en la cabeza de Erik. Al mismo tiempo se oye a sí mismo explicar cómo funcionan esa clase de terapias de grupo, que siempre comienzan con algunos ejercicios de relajación antes de pasar a hipnotizar a uno o a dos de los pacientes.

– A veces -continúa diciéndole a Eva-, si veo que funciona, intento que todo el grupo entre en un estado de hipnosis profunda.

Erik piensa en lo familiar que le resulta la situación, y, sin embargo, parece tan terriblemente lejana. Pertenece a una época completamente distinta, antes de que se alejara del hipnotismo. Se ve a sí mismo acercar una silla, sentarse frente a los pacientes dispuestos en semicírculo y hablarles, decirles que cierren los ojos y se reclinen en sus asientos. Tras un momento, invita a todo el mundo a ponerse cómodo en su silla y a permanecer con los ojos cerrados. Luego se pone de pie mientras les habla sobre la relajación y camina por detrás de ellos observando el grado de calma de cada uno. Los rostros se suavizan y se distienden, cada vez menos conscientes, cada vez más extraños a la representación y a la coquetería.

Erik se ve a sí mismo en la pantalla detenerse detrás de Eva Blau y apoyar una mano en su hombro. Siente un cosquilleo en el estómago al oírse comenzar con el procedimiento, deslizarse suavemente en una profunda inducción al trance mediante órdenes ocultas, totalmente seguro de su capacidad, disfrutando, consciente de su habilidad especial.

– Tienes diez años, Eva -dice-. Diez años. Es un buen día y estás contenta. ¿Por qué estás contenta?

– Porque el hombre baila y chapotea en el charco -dice ella sonriendo para sí con un leve mohín.

– ¿Quién baila?

– ¿Quién? -repite ella-. Gene Kelly, dice mamá.

– Ya entiendo, ¿estás viendo Cantando bajo la lluvia?

– Es mamá quien la está viendo.

– ¿Tú no?

– Sí.

– ¿Y estás contenta?

Ella asiente lentamente.

– ¿Qué ocurre?

Eva aprieta los labios y baja la cabeza.

– ¿Eva?

– Mi barriga está abultada -dice en un hilo de voz.

– ¿Tu barriga?

– Veo que está muy hinchada -insiste mientras las lágrimas comienzan a correr por sus mejillas.

– El caserón -murmura Jussi-. El caserón.

– Eva, tienes que escucharme -continúa Erik-. Puedes oír a todos los demás en esta habitación, pero sólo escucharás mi voz. No debe importarte lo que los otros digan, sólo presta atención a mi voz.

– Bien.

– ¿Sabes por qué tienes la barriga hinchada? -pregunta Erik.

El rostro de la mujer está contraído, abstraído en algún pensamiento, algún recuerdo.

– No lo sé.

– Sí, yo creo que sí lo sabes -dice Erik con calma-. Pero haremos esto a tu propio ritmo, Eva. No tienes que pensar en ello ahora. ¿Quieres mirar la televisión otra vez? Te acompañaré. Todos aquí te acompañarán todo el tiempo, pase lo que pase. Es una promesa. Lo hemos prometido y puedes contar con ello.

– Quiero entrar en el caserón -susurra ella.

Erik está sentado en la cama de su despacho y siente que se acerca a su propio espacio. Se acerca a lo olvidado, a lo expulsado. Se frota los ojos, mira la pantalla titilante del televisor y murmura:

– Abre la puerta.

Oye su propia voz contando en orden descendente, lo que sume a Eva Blau en un trance cada vez más profundo. Explica que pronto ella hará lo que él diga sin pensarlo primero, que sólo aceptará que su voz es una guía correcta. Ella asiente débilmente con la cabeza y él sigue contando, dejando que los números caigan pesados y adormecidos.

La calidad de la imagen empeora de repente. Eva mira hacia arriba y, con los ojos desorbitados, se humedece los labios y susurra:

– Los veo llevarse a alguien, simplemente se acercan y la cogen.

– ¿Quién se lleva a alguien? -pregunta Erik.

Ella empieza a respirar de forma irregular.

– Un hombre con una cola de caballo -se lamenta-. Cuelga a la pobre persona…

La cinta traquetea y la imagen desaparece de pronto.

Erik la pasa hacia adelante pero la imagen no regresa. La mitad de la cinta está arruinada, borrada.

Permanece sentado frente a la negra pantalla del televisor y se ve a sí mismo emerger de la profunda y oscura imagen tal y como es ahora, diez años más viejo que en la grabación. Luego observa la cinta de vídeo, la número 14, y mira la goma elástica y el papel donde está escrito «Caserón».

Capítulo 35

Martes 15 de diciembre, por la mañana

Antes de que se cierren las puertas del ascensor, Erik pulsa el botón más de diez veces seguidas. Sabe que no se pondrá en marcha más de prisa, pero no puede evitar hacerlo. Las palabras de su hijo pronunciadas desde la oscuridad del maletero de un coche se mezclan con fragmentos de recuerdos extraños que el vídeo ha removido en su mente. Una vez más oye la débil voz de Eva Blau decir que un hombre con cola de caballo se ha llevado a alguien. No obstante, había falsedad en sus palabras, intuye que la mujer ocultaba algo.

La cabina del ascensor resuena con fuerza mientras desciende con un silbido.

– El caserón… -dice deseando una y otra vez que sólo sea una coincidencia, que la desaparición de Benjamín no tenga ninguna relación con su pasado.

Finalmente el ascensor se detiene y la puerta se abre. Erik se apresura a cruzar el aparcamiento y a descender luego por la escalera. Dos plantas más abajo abre con la llave una puerta de acero y continúa a través del blanco pasaje subterráneo hasta una puerta equipada con un sistema de alarma. Mantiene pulsado el bolón del interfono un largo rato, recibe una respuesta renuente, se inclina hacia el micrófono y dice cuál es el motivo de su visita. «Nadie es bienvenido aquí», piensa. En el depósito se encuentran archivadas las historias clínicas de todos los pacientes, todos los estudios, todos los experimentos, las pruebas presentadas en contra de determinados fármacos y algunas más que dudosas investigaciones sanitarias. En los estantes hay miles de carpetas donde se conserva el resultado de pruebas secretas realizadas en posibles casos de VIH durante la década de los ochenta, esterilizaciones forzadas, experimentos dentales con disminuidos psíquicos llevados a cabo en la época en que se iba a sancionar la reforma de la asistencia dental sueca. Se obligó a niños de orfanatos, a enfermos mentales y a ancianos a tener pasta de azúcar en la boca hasta que se les corroyeron los dientes.

Se oye un zumbido en la puerta y Erik se interna en la luz inesperadamente cálida. La iluminación hace del depósito un lugar agradable, nada parecido a una cueva subterránea sin ventanas.

De la garita de vigilancia sale música de ópera: borbotones de coloraturas de una mezzosoprano. Erik se repone, intenta imprimir tranquilidad a su expresión y busca una sonrisa en su interior mientras se acerca a la garita.

Un hombre de baja estatura con un sombrero de paja está de espaldas regando unas flores.

– Hola, Kurtan.

El hombre vuelve la cabeza y se muestra felizmente sorprendido:

– Erik Maria Bark…, cuánto tiempo. ¿Cómo estás?

Erik no sabe muy bien qué decir.

– No lo sé -contesta sinceramente-. La verdad es que en este momento tengo bastantes problemas familiares.

– Ya veo, es…

– Bonitas flores -dice Erik tratando de evitar más preguntas.

– Pensamientos. Me vuelven loco. Conny aseguró que nada podría florecer aquí abajo. «¿Que nada podría florecer aquí?», le dije. ¡Pues mira esto!

– Sí, es estupendo -asiente Erik.

– Instalé lámparas de cuarzo por todas partes.

– Vaya.

– El mejor solárium -bromea mostrando un tubo de protector solar.

– Lamentablemente no puedo quedarme mucho tiempo.

– Ponte un poco en la nariz -dice Kurt, presionando el tubo y aplicando un poco de crema en la punta de la nariz de Erik.

– Gracias, pero…

Kurt baja la voz y los ojos le brillan de un modo especial cuando dice:

– A veces ando por aquí en calzoncillos, pero no se lo cuentes a nadie.

Erik le sonríe y nota la tensión en su propio rostro. Quedan en silencio y Kurt lo mira.

– Hace muchos años -comienza Erik-, grabé mis sesiones de hipnotismo.

– ¿Cuánto hace?

– Alrededor de diez años, hay una serie de cintas de VHS que…

– ¿VHS?

– Sí, ya eran obsoletas entonces -continúa Erik.

– Todas las cintas de vídeo se han digitalizado.

– Bien.

– Se encuentran en el archivo del ordenador.

– ¿Y cómo puedo acceder a ellas?

Kurt sonríe y Erik ve resaltar el esmalte blanco de los dientes en su rostro bronceado.

– Creo que puedo ayudarte.

Se dirigen juntos hacia los cuatro terminales que se encuentran en un hueco de las estanterías. Luego Kurt teclea rápidamente la contraseña y recorre con el cursor la pantalla buscando entre las grabaciones transferidas.

– ¿La cinta debería llevar tu nombre? -pregunta.

– Sí, así debería ser -responde Erik.

– No está -dice Kurt al cabo de un rato-. Probaré con «Hipnosis».

Teclea la palabra y realiza una nueva búsqueda.

– Aquí hay algo, míralo tú mismo.

No hay ningún resultado en lo que concierne a la terapia de Erik. Lo único relacionado con él de esa época es un documento sobre solicitudes y concesiones. Teclea la palabra «Caserón» y realiza una nueva búsqueda. Prueba con el nombre «Eva Blau», aunque los integrantes de su grupo no estaban registrados como pacientes del hospital.

– No hay nada -dice finalmente, cansado.

– Verás, hubo muchas complicaciones con las transferencias -explica Kurt-. Mucho material se arruinó, todo lo que estaba en Betamax y…

– ¿Quién lo digitalizó?

Kurt se vuelve hacia él y se encoge de hombros, lamentándose:

– Lo hicimos Conny y yo.

– Pero las cintas originales deben de estar en alguna parte -intenta Erik.

– Lo siento, pero realmente no tengo ni idea.

– ¿Crees que Conny podría saber algo?

– No.

– Llámalo y pregúntaselo, por favor.

– Se ha ido de viaje a Simrishamn.

Erik le da la espalda e intenta pensar con calma.

– Sé que gran parte del material fue destruido por error -dice Kurt.

Erik lo mira fijamente.

– Se trata de una investigación de vital importancia -declara, agotado.

– Ya te he dicho que lo siento.

– Lo sé, no quería…

Kurt retira una hoja seca de una de las plantas.

– ¿Abandonaste el hipnotismo? -pregunta-. Sí, claro que lo hiciste.

– Así es, pero ahora necesito comprobar…

Erik se interrumpe, no soporta continuar, sólo quiere regresar a su despacho, tomarse una pastilla y acostarse.

– A menudo tenemos problemas técnicos aquí abajo -continúa Kurt-, pero cada vez que nos quejamos nos responden que hagamos lo que podamos. «Tomáoslo con calma», nos dijeron cuando borramos los informes relativos a una investigación sobre la lobotomía realizados durante diez años. Viejas admisiones, cintas de 16 milímetros que fueron transferidas a VHS en la década de los ochenta pero que no llegaron a la era del ordenador.

Capítulo 36

Martes 15 de diciembre, por la mañana

Por la mañana temprano, la gran sombra del Palacio de Justicia se reclina sobre la fachada de la comisaría de policía. Sólo la torre central, más alta que las demás, es bañada por la luz del sol. En las primeras horas tras el amanecer, el edificio se va despojando de su sombra y adquiere un brillo dorado. El tejado cobrizo resplandece, el bello diseño con canales incorporados y las pequeñas salientes de cobre donde el agua de lluvia se filtra en los canalones se cubren de pequeñas gotas condensadas. Durante el día la luz permanece mientras las sombras de los árboles giran lentamente como las manecillas de un reloj, y pocas horas antes del anochecer la fachada vuelve a verse gris.

Carlos Eliasson está en su despacho junto al acuario mirando por la ventana cuando Joona Linna llama a su puerta y la abre de inmediato sin aguardar respuesta.

Carlos se sobresalta y se vuelve. Como de costumbre, al ver a Joona su rostro se carga de contradicciones. Le da la bienvenida con una mezcla de timidez, simpatía e irritación, hace un gesto en dirección a la silla que está al otro lado de su escritorio y descubre que aún sostiene en la mano el frasco de comida para peces.

– He visto que ha nevado -dice vagamente mientras deja el bote junto al acuario.

Joona se sienta y echa un vistazo por la ventana. Una fina capa de nieve cubre el parque Kronoberg.

– Quizá tengamos una Navidad blanca, quién sabe. -Carlos sonríe al tiempo que se sienta en su silla, frente a Joona-. En Skåne, donde yo crecí, nunca nevaba en Navidad. El paisaje siempre se veía igual: una luz gris sobre el campo…

Carlos se interrumpe de manera abrupta.

– Pero no has venido a charlar sobre el tiempo, ¿no? -dice con aspereza.

– No exactamente.

Joona le dirige una mirada serena y se apoya en el respaldo del asiento.

– Quiero ocuparme del caso del hijo desaparecido de Erik Maria Bark.

– No -contesta Carlos con rudeza.

– Fui yo quien comenzó con…

– No, Joona. Tenías permiso para continuar mientras estuviera relacionado con Josef Ek.

– Aún lo está -replica Joona, tozudo.

Carlos se pone en pie, da un par de pasos impacientes y se vuelve hacia él.

– Nuestras directrices son muy claras, los recursos no están para…

– Creo que el secuestro del chico tiene relación con la sesión de hipnotismo a la que se sometió a Josef Ek.

– ¿A qué te refieres ahora? -pregunta Carlos, irritado.

– A que no puede ser una coincidencia que el hijo de Erik Maria Bark desapareciera pocos días después del hipnotismo.

Carlos vuelve a sentarse y de repente parece menos seguro cuando intenta argumentar:

– La fuga de un adolescente no es un caso para la policía judicial.

– No se ha fugado -dice Joona secamente.

Carlos echa un rápido vistazo a sus peces, se inclina hacia adelante y prosigue en voz baja:

– Joona, sólo porque tengas remordimientos no puedo permitirte…

– Entonces solicito el traslado -declara Joona poniéndose en pie.

– ¿Adonde?

– Al departamento que se ocupa del caso.

– Otra vez actúas con terquedad -replica Carlos rascándose indignado la coronilla.

– Pero estoy en mi derecho. -Joona sonríe.

– Dios mío -suspira Carlos, mira sus peces y sacude preocupado la cabeza.

Joona echa a andar en dirección a la puerta.

– Espera -lo llama su superior.

Él se detiene, se vuelve y enarca las cejas interrogativamente mirando a Carlos.

– Te diré lo que haremos: no te harás cargo del caso, no será tuyo, pero dispondrás de una semana para investigar la desaparición del muchacho.

– Bien.

– Y ahórrate esa frase tuya de «¿Qué te había dicho?».

– De acuerdo.

Joona baja luego en el ascensor hasta su planta, saluda a Anja, que agita la mano en su dirección sin desviar la vista de la pantalla de su ordenador, y pasa frente al despacho de Petter Näslund. En el interior, la radio está encendida y un periodista deportivo comenta la actuación del equipo femenino de esquí con afectada energía en la voz. Joona retrocede sobre sus pasos y regresa junto a Anja.

– No tengo tiempo -dice ella sin mirarlo.

– Sí lo tienes -replica él con calma.

– Esto es muy importante.

Joona intenta mirar por encima del hombro de ella.

– ¿En qué estás trabajando? -pregunta.

– En nada.

– ¿Dime de qué se trata?

Ella suspira.

– Es una subasta. Mi oferta es la más alta en este momento, pero hay un idiota que hace subir el precio constantemente.

– ¿Una subasta?

– Colecciono figuritas de Lisa Larson -contesta ella con sequedad.

– ¿Esos pequeños niños obesos sonrientes?

– Es arte, pero tú no entiendes de esas cosas.

Anja mira la pantalla.

– Está a punto de terminar. Sólo espero que nadie más puje ahora…

– Necesito tu ayuda -insiste Joona-. Es algo relacionado con tu trabajo. En realidad se trata de algo muy importante.

– Espera, espera, espera.

Ella levanta una mano hacia él para pedirle que guarde silencio.

– ¡Sí, ya son mías! -exclama a continuación-. Tengo a Amalia y a Emma.

Y rápidamente cierra la página.

– Bien, Joona, mi viejo amigo finlandés, ¿qué clase de ayuda necesitas?

– Tienes que hablar con la compañía de telefonía móvil y encargarte de conseguir la procedencia de la llamada que Benjamin Bark realizó el domingo pasado. Quiero datos precisos del lugar desde donde llamó. Dentro de cinco minutos.

– Dios mío, pues sí que estás de buen humor -suspira Anja.

– Tres minutos -se corrige Joona-. Tus incursiones en Internet te costarán dos minutos.

– Vete al infierno -murmura Anja cuando él abandona la habitación.

Joona se dirige a su despacho, cierra la puerta tras de sí, revisa el correo y lee una tarjeta postal de Disa. Ha viajado a Londres y dice que lo extraña. Disa sabe que detesta las fotografías de chimpancés jugando al golf o envolviéndose en papel higiénico y por eso mismo siempre busca postales con esos motivos. Joona duda si darle la vuelta a la tarjeta o tirarla simplemente, pero siente curiosidad, la voltea y se estremece con desagrado. Un bulldog con barba, gorro de marinero y una pipa en la boca. Sonríe ante el esfuerzo de Disa y cuelga la tarjeta en su tablón de anuncios justo cuando suena el teléfono.

– ¿Sí? -contesta.

– Ya tengo una respuesta -dice Anja.

– Ha sido rápido -dice Joona.

– Me han dicho que habían tenido problemas técnicos pero que hace ya una hora habían llamado al comisario Kennet Sträng para informarle de que la estación base quedaba en Gavie.

– En Gavie -repite él.

– También han dicho que aún no habían terminado con el trabajo, que dentro de uno o dos días, en todo caso esta semana, podrán decirnos con exactitud dónde se encontraba Benjamín cuando llamó.

– Podrías haber venido aquí a decírmelo personalmente; estás a cuatro metros de…

– No soy tu esclava, ¿comprendes?

– Sí.

Joona escribe «Gavie» en la página en blanco del bloc de notas que está frente a él y luego levanta nuevamente el auricular.

– Erik Maria Bark -responde Erik de inmediato.

– Soy Joona Linna.

– ¿Cómo va todo? ¿Ha averiguado algo?

– Acaban de informarme de la procedencia aproximada de la llamada.

– ¿Dónde está?

– Lo único que tenemos por ahora es que la estación base queda en Gavie.

– ¿Gavie?

– Un poco más al norte de Dalälven…

– Sé dónde está Gavie, es sólo que no lo entiendo, es decir…

Joona oye a Erik moverse por la habitación.

– Tendremos datos más concretos esta misma semana -dice Joona.

– ¿Cuándo?

– Creen que mañana o pasado.

Oye que Erik se sienta.

– Entonces se hará usted cargo del caso, ¿no es así? -pregunta con voz tensa.

– Así es, Erik -dice Joona con aspereza-. Encontraré a Benjamín, se lo prometo.

Erik carraspea y cuando su voz vuelve a serenarse, explica rápidamente:

– He pensado mucho en quién pudo haber hecho esto y tengo a alguien que quiero que investigue. Fue paciente mía, su nombre es Eva Blau.

– ¿Blau? ¿Como «azul» en alemán?

– Sí.

– ¿Lo amenazó?

– Es difícil de explicar.

– La investigaré de inmediato.

Se hace un silencio al otro lado del auricular.

– Quiero encontrarme con usted y con Simone cuanto antes -dice Joona al cabo.

– ¿Sí?

– En ningún momento se ha realizado una reconstrucción de los hechos, ¿verdad?

– ¿Una reconstrucción?

– Investigaremos quién podría haber visto al secuestrador de Benjamín. ¿Estarán en casa dentro de media hora?

– Llamaré a Simone -dice Erik-. Lo esperaremos allí.

– Bien.

– Joona -dice Erik.

– ¿Sí?

– Sé que apresar al autor de un delito suele ser cuestión de horas, que es el primer día el que cuenta -dice Erik lentamente-. Y ya han pasado…

– ¿Cree que no lo encontraremos?

– Es que… No lo sé -suspira Erik.

– No acostumbro a equivocarme -replica Joona en voz baja-, y creo sinceramente que encontraremos a su hijo.

Joona cuelga el teléfono, coge el papel con el nombre de Eva Blau y vuelve al despacho de Anja. En el aire flota un intenso aroma a naranjas. Junto al teclado de color rosa del ordenador hay un frutero con varios cítricos, y en una pared cuelga una gran lámina brillante que muestra a la musculosa Anja practicando el estilo mariposa en los Juegos Olímpicos.

Joona sonríe.

– Fui guardacostas en el servicio militar, podía nadar a lo largo de diez kilómetros con boyas de señalización, pero nunca supe nadar en estilo mariposa.

– Un gasto inútil de energía, eso es lo que es.

– Yo creo que es muy hermoso, pareces una sirena -dice Joona.

La voz de Anja revela cierto orgullo cuando intenta explicar:

– La técnica de coordinación es bastante exigente, se trata de un ritmo cruzado y… Pero ¿qué más da?

Anja estira la espalda satisfecha y su amplio busto casi roza a Joona, que está de pie junto al escritorio.

– Sí -dice él sacando el papel-. Ahora quiero que busques a una persona.

La sonrisa de Anja se congela en su rostro.

– Imaginaba que querías algo de mí, Joona. Sabía que era demasiado bonito para ser cierto, demasiado agradable. Te he ayudado con la estación de telefonía y luego has aparecido de nuevo con una hermosa sonrisa. Incluso he creído que me invitarías a cenar o algo parecido…

– Lo haré, Anja. A su debido tiempo.

Ella sacude la cabeza y coge el papel de la mano de Joona.

– Que busque a una persona, dices… ¿Hay prisa?

– Hay mucha prisa, Anja.

– Entonces, ¿por qué estás aquí burlándote de mí?

– Creí que querías…

– Eva Blau -dice Anja pensativamente.

– No es seguro que sea su nombre real.

Anja se muerde los labios preocupada.

– Un nombre inventado -dice-. No es mucho. ¿No tienes nada más? ¿Alguna dirección o algo parecido?

– No, ninguna dirección. Lo único que sé es que hace diez años fue paciente de Erik Maria Bark en el hospital universitario Karolinska, probablemente sólo por unos meses. Pero verifícalo con los registros, no sólo con los comunes, sino también con todos los demás. Comprueba si hay alguna Eva Blau inscrita en la universidad. Si compró un coche, estará en el registro de transporte. O si alguna vez solicitó una Visa, o la tarjeta de préstamo de alguna biblioteca…, asociaciones, Alcohólicos Anónimos… También quiero que busques entre personas de identidad protegida, víctimas de delitos…

– Sí, pero ahora vete para que pueda trabajar de una vez -lo interrumpe Anja, despachándolo.

Joona apaga el audiolibro en el que Per Myrberg, con su singular mezcla de tranquilidad e intensidad, lee Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski. A continuación aparca su coche junto a Lao Wai, el restaurante asiático donde sirven comida vegetariana al que Disa tiene tanto empeño por ir a cenar. Echa un vistazo a través de la ventana y lo sorprende la ascética y sencilla belleza de los muebles de madera, la ausencia de lo superfluo, la falta de objetos decorativos en el local.

Cuando llega a casa de Simone, Erik ya está allí. Se saludan y Joona le resume brevemente lo que piensa hacer.

– Reconstruiremos el secuestro con detalle. La única que estaba presente cuando ocurrió fue usted, Simone.

Ella asiente con decisión.

– Hará de sí misma. Yo seré el secuestrador y usted, Erik, será Benjamín.

– Bien -dice él.

Joona mira el reloj.

– Simone, ¿a qué hora cree que el secuestrador entró en la casa?

Ella carraspea.

– No estoy segura…, pero el periódico aún no había llegado…, por lo que debió de ser antes de las cinco. Me levanté a beber agua a las dos…, luego estuve un rato despierta… Calculo que debió de ser entre las tres y las cinco.

– Bien, haremos un promedio y pondré el reloj a las tres y media -dice Joona-. Cerraré la puerta con llave e iré de puntillas hasta la cama de Simone, simularé ponerle una inyección y luego me acercaré a Benjamin, o sea, a usted, Brik. En su cuarto le pondré una inyección y luego lo sacaré de allí. Lo arrastraré a lo largo del vestíbulo y a través de la puerta de entrada. Usted es más pesado que su hijo, así que compensaremos el tiempo restando algún minuto. Simone, intente moverse exactamente del mismo modo que lo hizo entonces. Colóquese en la misma posición en que estaba en todo momento. Quiero saber lo que vio, exactamente lo que pudo ver o sólo intuir.

Simone asiente con el rostro pálido.

– Gracias -suspira-. Gracias por hacer esto.

Joona la mira con sus ojos grises.

– Encontraremos a Benjamin -asegura.

Simone se pasa la mano rápidamente por la frente.

– Iré al dormitorio -dice con voz ronca, y ve a Joona salir del apartamento con las llaves en la mano.

Ella está acostada bajo las mantas cuando Joona entra. Él camina rápidamente hacia ella. No corre, pero se mueve con determinación. Nota un cosquilleo cuando él le agarra el brazo y finge ponerle una inyección. Al tiempo que encuentra los ojos del comisario inclinado sobre ella, recuerda cómo se despertó al sentir un pinchazo en el brazo y cómo vio deslizarse una sombra sigilosamente en dirección al pasillo. El solo recuerdo le hace sentir un molesto cosquilleo en el lugar donde la pincharon. Cuando deja de ver la espalda de Joona, se incorpora, se frota el pliegue del brazo y se pone lentamente de pie. Sale al pasillo, entorna los ojos para mirar en el cuarto de Benjamin y ve a Joona inclinarse sobre la cama. De repente, pronuncia las palabras exactas como si hubieran resonado en su memoria:

– ¿Qué estáis haciendo? ¿Puedo pasar?

Continúa vacilante en dirección al aparador. Entonces recuerda que se quedó sin fuerzas y cayó al suelo. Las piernas se le doblan a la vez que recuerda cómo se hundió más y más profundamente en una mudez negra tan solo entrecortada por destellos de luz cada vez más breves. Se recuesta contra la pared y ve a Joona arrastrar a Erik por los pies. El recuerdo reproduce lo inconcebible: cómo Benjamin intentó aferrarse al marco de la puerta, cómo su cabeza golpeó contra él y cómo trató de asirse a ella con movimientos cada vez más débiles.

Cuando Erik es arrastrado frente a Simone y sus miradas se cruzan, es como si por un corto instante una figura de niebla o vapor se dibujara en el pasillo. Ve el rostro de Joona desde abajo. Éste cambia de pronto y un breve destello del secuestrador se abre paso en su conciencia. El rostro en sombras y la mano amarilla sobre el tobillo de Benjamin. El corazón de Simone late con fuerza cuando oye a Joona arrastrar a Erik hasta la escalera y luego cerrar la puerta tras de sí.

Un malestar flota en el apartamento. Simone no puede evitar la sensación de haber sido anestesiada nuevamente, está enmudecida y siente los miembros pesados cuando se incorpora y espera a que regresen.

Joona arrastra a Erik por el rayado suelo de mármol de la escalera y al mismo tiempo recorre el espacio con la mirada, examinando los ángulos y las alturas para buscar lugares donde podría haber habido testigos. Intenta comprender cuánto más puede ver y piensa que en realidad alguien podría estar cinco peldaños más abajo junto a la columna central, observándolo, en ese momento. Continúa su camino hacia el ascensor. Ya se ha preparado y ha abierto la puerta. Se inclina un poco hacia adelante y ve su rostro reflejado en la brillante moldura metálica del marco y luego la pared, que se desliza por detrás. Arrastra a Erik hacia el interior de la cabina. Entre el marco de la jaula ve la puerta a la derecha, el buzón y la placa de latón con el nombre, pero al otro lado sólo hay una pared. La lámpara en el techo del rellano queda oculta tras el dintel. Una vez dentro del ascensor, Joona dirige la mirada hacia el gran espejo, se inclina y se estira, pero no ve nada. La ventana de la escalera está oculta todo el tiempo. No descubre nada nuevo cuando mira por encima del hombro, pero de repente observa algo inesperado. Desde un determinado ángulo, puede ver a través del pequeño espejo oblicuo la brillante mirilla de la puerta del apartamento que ha permanecido a oscuras todo el tiempo. Cierra la puerta del ascensor y nota que por el espejo aún puede ver la puerta. Si alguien estuviera allí dentro espiando por la mirilla, piensa, esa persona podría ver claramente mi rostro en este momento. Sin embargo, la línea de visión se pierde de inmediato si mueve la cabeza unos cinco centímetros en cualquier dirección.

Cuando abandonan el ascensor, Erik se pone de pie y Joona mira su reloj.

– Ocho minutos -dice.

Regresan al apartamento. Simone está de pie en el pasillo; es obvio que ha estado llorando.

– Llevaba manoplas de cocina en las manos -dice-. Manoplas amarillas.

– ¿Estás segura? -pregunta Erik.

– Sí.

– No tiene sentido buscar huellas digitales -señala Joona.

– ¿Qué vamos a hacer? -pregunta ella.

– La policía ya ha interrogado a los vecinos -dice Erik apesadumbrado mientras Simone le sacude el polvo de la espalda.

Joona saca un papel.

– Sí, tengo la lista de las personas con quienes hablaron. Naturalmente, se centraron en este piso y en los apartamentos inferiores. Hay cinco vecinos con los que no han hablado aún, y uno que…

Examina el papel y ve que el apartamento que queda en un ángulo oblicuo con respecto al ascensor está tachado. Ésa es la puerta que ha visto a través de ambos espejos.

– Uno de los apartamentos está tachado -dice Joona-. Es el que está en diagonal al ascensor.

– Estaban de viaje -señala Simone-. Aún lo están. Seis semanas en Tailandia.

Joona los mira con seriedad.

– Es hora de hacerles una visita-declara brevemente.

En la puerta desde la que se ve el interior de la cabina del ascensor a través de los espejos se lee «Rosenlund». Es el apartamento que los agentes que llevaron a cabo los interrogatorios a los vecinos descartaron porque estaba vacío y a oscuras.

Joona se inclina hacia adelante y echa un vistazo a través del buzón. No ve cartas ni folletos publicitarios sobre el felpudo. De repente oye un débil sonido en el interior del piso: es un gato, que se acerca silenciosamente al pasillo desde la habitación adyacente. El animal se detiene de improviso y mira expectante a Joona, que sostiene abierta la portezuela del buzón.

– Nadie deja a un gato solo durante seis semanas -dice el comisario en voz alta, como para sí.

El animal escucha con una actitud alerta.

– No pareces hambriento -dice Joona dirigiéndose a él.

El gato bosteza abriendo mucho la boca, salta a una silla del pasillo y se enrosca sobre sí mismo.

La primera persona con quien hablará Joona será con el esposo de Alice Franzén. Fue ella quien abrió cuando la policía llamó a la puerta la otra vez. Los Franzén viven en la misma planta que Simone y Erik. Su apartamento está enfrente del ascensor.

Joona llama al timbre y espera. Tiene un breve recuerdo de cuando era niño y recorría las casas con una caja con flores de mayo y una hucha de la organización luterana de ayuda. Recuerda perfectamente la sensación de extrañeza al echar un vistazo a la casa de otras personas, el desagrado en los ojos de quien abría la puerta.

Vuelve a tocar el timbre y finalmente abre la puerta una mujer de unos treinta años. Lo observa con una actitud alerta y un aire de desconfianza que le hace pensar en el gato del apartamento vacío.

– ¿Sí?

– Soy el comisario Joona Linna -le dice mostrándole su identificación-. Me gustaría hablar con su esposo.

Ella echa un rápido vistazo por encima del hombro y luego responde:

– ¿Podría saber de qué se trata? En realidad está muy ocupado.

– Se trata de la madrugada del sábado 12 de diciembre.

– Pero ya me interrogaron sobre eso -dice la mujer, irritada.

Joona echa un rápido vistazo al papel que sostiene en la mano.

– Aquí dice que la policía habló con usted, pero no con su esposo.

Ella suspira con acritud.

– No sé si tiene tiempo -replica.

– Sólo nos llevará un minuto -insiste Joona, sonriendo-, se lo prometo.

La mujer se encoge de hombros y luego llama en dirección al interior del apartamento:

– ¡Tobías! ¡Es la policía!

Un momento después, un hombre se acerca con una toalla enrollada en torno a la cadera. Su piel parece arder, está intensamente bronceado.

– Hola -saluda a Joona-. Estaba tomando el sol…

– Qué agradable -responde el comisario.

– De hecho, no -responde Tobías Franzén-. Me falta una enzima en el hígado. Estoy condenado a tomar el sol dos horas al día.

– Ah, eso es muy diferente -dice Joona con sequedad.

– ¿Quería preguntarme algo?

– Quiero saber si vio u oyó algo extraño la madrugada del sábado 12 de diciembre.

Tobías se rasca el tórax. Sus dedos dejan marcas blancas en la piel bronceada.

– Ya veo, se trata de eso. Lo siento, pero no recuerdo nada en particular. En verdad no recuerdo nada en absoluto.

– Bien, muchas gracias -dice Joona asintiendo con la cabeza.

Tobías alarga un brazo para coger la manija y cerrar la puerta.

– Una cosa más…

Joona hace un gesto con la cabeza en dirección al apartamento vacío.

– Esa familia, los Rosenlund… -comienza.

– Son muy agradables. -Sonríe Tobias tiritando de frío-. Hace algún tiempo que no los veo.

– Están de viaje. ¿Sabe si alguien los ayuda con la limpieza o algo parecido?

Tobias niega con la cabeza. Bajo su bronceado, resulta obvio que ahora está pálido y tiene frío.

– Lo siento pero no tengo ni idea.

– Gracias -dice Joona, y observa cómo Tobias Franzén cierra la puerta.

Continúa con el siguiente nombre de la lista: Jarl Hammar, que vive en la planta inferior a la de Erik y Simone, un jubilado que no estaba en casa cuando acudió la policía.

Jarl Hammar es un hombre delgado que evidentemente padece la enfermedad de Parkinson. Lleva un sobrio suéter y un pañuelo en torno al cuello.

– ¿La policía judicial? -repite Hammar con un hilo de voz mientras recorre a Joona con su mirada borrosa por las cataratas-. ¿Qué quiere la policía de mí?

– Sólo quiero hacerle una pregunta -dice Joona-. ¿Es posible que viera algo fuera de lo común en el edificio o en la calle la madrugada del 12 de diciembre?

Jarl Hammar cierra los ojos y tras un breve instante vuelve a abrirlos y niega con la cabeza en dirección a Joona.

– Tomo una medicina -dice-. Hace que duerma muy profundamente.

Joona vislumbra una mujer detrás de Hammar.

– ¿Y su esposa? -pregunta-. ¿Podría hablar con ella?

El jubilado sonríe de medio lado.

– Mi esposa Solveig era una mujer maravillosa, pero por desgracia se encuentra bajo tierra: murió hace casi treinta años.

El hombre delgado se vuelve y dirige un brazo tembloroso hacia una figura oscura en el interior del apartamento.

– Ella es Anabella -dice-. Me ayuda con la limpieza y otras cosas. Lamentablemente no habla sueco, pero por lo demás es perfecta.

La figura oscura se mueve hacia la luz al oír su nombre. Anabella parece ser peruana, tiene unos veinte años, las mejillas picadas de viruela, lleva el cabello recogido de manera descuidada y es muy baja de estatura.

– Anabella -dice Joona suavemente en español-. Soy comisario de policía, mi nombre es Joona Linna.

– Buenos días -responde ella ceceando, y lo mira con sus ojos negros.

– ¿Limpias más apartamentos aquí, en este edificio?

Ella asiente dándole la razón.

– ¿Cuáles? -pregunta Joona.

– Espere un momento -dice Anabella, y piensa un instante antes de empezar a contar con los dedos-. Los pisos de Lagerberg, Franzén, Gerdman, Rosenlund y también el piso de Johansson.

– Rosenlund -dice Joona-. Es la familia que tiene un gato, ¿no es verdad?

La chica sonríe y asiente.

– Y muchas flores -agrega.

– Muchas flores -repite Joona, y ve que ella asiente de nuevo.

El comisario le pregunta entonces si notó algo raro hace cuatro noches, cuando Benjamín desapareció.

El rostro de Anabella se pone rígido.

– No -dice rápidamente e intenta escabullirse de nuevo hacia el interior del apartamento de Jarl Hammar.

– Espero que estés diciendo la verdad, Anabella -se apresura a decir Joona, y a continuación repite que se trata de algo muy importante, que un muchacho ha desaparecido.

Jarl Hammar, que ha seguido la conversación, dice con su voz ronca y temblorosa mientras extiende las manos, que se sacuden con violencia:

– Por favor, sea bondadoso con Anabella, la chica vale un imperio.

– Debe contarme lo que vio -explica Joona, resuelto, y se vuelve nuevamente hacia ella-:por favor, dime la verdad.

Jarl Hammar se ve indefenso cuando unas grandes lágrimas caen de los ojos oscuros y brillantes de Anabella.

– Disculpe -murmura ella-. Discúlpeme, señor.

– No te pongas triste, Anabella -dice el hombre, y le hace una seña a Joona-. Pase, no puedo dejarla llorando en la escalera.

Entran en el piso y toman asiento en la reluciente sala de estar. Hammar saca un tarro con galletas de jengibre mientras Anabella cuenta en voz baja que no tiene casa, que pasó tres meses sin un lugar donde vivir, escondiéndose por la noche en el hueco de la escalera y en el trastero de las casas donde limpia. Cuando le dieron las llaves del apartamento de los Rosenlund para que se ocupara del gato y de las plantas, al fin pudo asearse y dormir segura. La chica repite una y otra vez que no se ha llevado nada del piso, que no es una ladrona, que no ha cogido comida ni ha tocado nada, ni siquiera se acuesta en las camas de los Rosenlund, sino que lo hace sobre la alfombra de la cocina.

Luego mira con rostro serio a Joona y explica que tiene el sueño muy ligero, es así desde que era pequeña y debía cuidar de sus hermanos menores. El viernes por la noche oyó un ruido en la escalera y se asustó, recogió sus cosas, caminó sigilosamente hasta la puerta y espió por la mirilla.

– La puerta del ascensor estaba abierta -dice-. De repente se oyó un ruido, suspiros y pasos lentos, como si una persona anciana y pesada se acercara.

– Pero ¿ninguna voz?

Ella niega con la cabeza.

– Sólo sombras.

Joona asiente y pregunta:

– ¿Qué viste en el espejo?

– ¿En el espejo?

– Desde la puerta del piso de los Rosenlund puede verse el interior del ascensor -dice Joona.

Ella piensa un momento y luego responde que vio una mano amarilla.

– Y después de un momento -añade-, vi el rostro de ella.

– ¿Era una mujer?

– Sí, una mujer.

Anabella explica que llevaba una capucha que le hacía sombra en el rostro, pero por un breve instante pudo ver una mejilla y la boca.

– Sin duda era una mujer -repite.

– ¿De qué edad?

Ella niega con la cabeza.

– ¿Joven como tú?

– Tal vez.

– ¿Algo mayor? -pregunta Joona.

Ella asiente, pero luego dice que no está segura, que sólo vio a la mujer un segundo y que en realidad su rostro estaba oculto.

– ¿Y la boca? -inquiere Joona-. ¿Cómo era la boca de la mujer?

– Alegre.

– ¿Se la veía alegre?

– Sí, parecía contenta.

Joona no logra que Anabella le proporcione una descripción minuciosa, pide detalles, formula una y otra vez las mismas preguntas de manera distinta, hace algunas sugerencias, pero es evidente que la chica le ha contado todo lo que vio. Él le da las gracias a ella y a Jarl Hammar por su ayuda y se despide.

Mientras sube por la escalera, llama por teléfono a Anja. Hila contesta en seguida.

– Anja Larsson, policía judicial.

– Anja, ¿tienes algo ya sobre Eva Blau?

– Estoy en ello, pero resulta difícil conseguir algo si me incordias todo el tiempo con tus llamadas.

– Perdona, pero es urgente.

– Lo sé, lo sé. Pero aún no tengo nada para ti.

– De acuerdo. Llama en cuanto…

– Deja de molestarme, ¿vale? -lo interrumpe ella, y corta la comunicación.

Capítulo 37

Miércoles 16 de diciembre, por la mañana

Krik está en el coche junto a Joona, soplando un café en un vaso de cartón mientras circulan frente a la universidad y el Museo Nacional de Historia Natural. Al otro lado del camino, en dirección al lago Brunnsviken, el interior de los invernaderos está todavía iluminado, puesto que la mañana es oscura.

– ¿Está usted seguro del nombre? ¿Eva Blau? -pregunta Joona.

– Sí.

– No hay nada en la guía telefónica ni en el registro criminal, nada en el censo, en el registro de sospechosos ni tampoco en el de armas, nada en la oficina de impuestos, el registro civil ni en el de vehículos. He pedido que lo verificaran en los registros de todos los condados, administraciones, registros eclesiásticos, agencias de seguros y en la oficina de inmigración. No hay ninguna Eva Blau en toda Suecia ni la ha habido nunca.

– Fue mi paciente -se empecina Erik.

– Entonces debe de llamarse de otro modo.

– Diablos, sé perfectamente cómo se llamaba…

De pronto se interrumpe, algo ha pasado volando, una leve sospecha de que quizá tuviera otro nombre, pero luego desaparece.

– ¿Qué iba a decir? -pregunta Joona.

– Revisaré mis papeles, quizá se hacía llamar Eva Blau.

El blanco cielo invernal se ve bajo y encapotado; da la impresión de que vaya a empezar a nevar en cualquier momento.

Erik bebe un sorbo de su café y nota el sabor dulce seguido de un regusto amargo. El coche se desvía hacia una zona residencial de Täby. Avanza lentamente entre las casas, bordeando jardines helados con árboles frutales desnudos y pequeñas pilas cubiertas, cenadores de cristal con muebles de ratán, camas elásticas llenas de nieve, coloridas guirnaldas de luces en torno a los cipreses, trineos azules y coches estacionados.

– ¿Adonde vamos? -pregunta Erik de repente.

Pequeños copos de nieve redondeados revolotean en el aire y se reúnen en el capó, junto al limpiaparabrisas.

– Ya casi estamos llegando.

– ¿Llegar adonde?

– Encontré a otras personas con el apellido Blau -responde Joona sonriente.

Gira frente a un garaje particular y detiene el automóvil, pero deja el motor en marcha. Tirado en el césped hay un muñeco de Winnie the Pooh de plástico con su camiseta roja. Aparte de eso, no se ven otros juguetes en el jardín. Un sendero de piedras irregulares conduce hacia la gran casa amarilla de madera.

– Aquí vive Liselott Blau -dice Joona.

– ¿Quién es?

– No tengo ni idea, pero quizá sepa algo de Eva.

Joona ve el gesto de duda de Erik y añade:

– Es lo único que tenemos por ahora.

Erik sacude la cabeza.

– Pasó hace mucho tiempo y la verdad es que ya nunca pienso en esa época, cuando me dedicaba al hipnotismo. -Encuentra los ojos grises de Joona y añade-: Quizá esto no tenga nada que ver con Eva Blau.

– ¿Ha intentado hacer memoria?

– Eso creo -tarda en responder Erik mientras mira el vaso de café.

– ¿Con detenimiento?

– Quizá no el suficiente.

– ¿Recuerda si Eva Blau era peligrosa? -pregunta Joona.

Erik mira a través de la ventanilla del coche y ve que alguien le ha dibujado con un rotulador unos dientes afilados y unas cejas malévolas a Winnie the Pooh. Bebe un sorbo de su café y de repente acude a su memoria el primer día que oyó el nombre de Eva Blau.

Ahora lo recuerda.

Eran las ocho y media de la mañana. El sol brillaba a través de las ventanas cubiertas de polvo. Recuerda que había dormido en el hospital después de cubrir el turno de guardia.

Diez años atrás

Eran las ocho y media de la mañana. El sol brillaba a través de las ventanas cubiertas de polvo. Había dormido en el hospital después del turno de guardia, me sentía cansado, pero igualmente preparé la bolsa de deporte. Lars Ohlson había cancelado los partidos de bádminton durante varias semanas seguidas. Había estado muy ocupado, viajando a menudo del Hospital de Oslo al Karolinska, daba clases en Londres e iba a obtener un puesto en la junta directiva, pero dos días antes me había llamado para preguntarme si estalla listo para jugar.

– Sí, claro -contesté.

– ¿Estás preparado para recibir una paliza? -dijo sin su habitual vigor en la voz.

Vertí el resto del café en el fregadero de la pequeña cocina del personal, corrí escaleras abajo y fui en bicicleta hasta el gimnasio. Lars Ohlson ya se encontraba en el frío vestuario cuando entré. Levantó la vista y me dirigió una mirada casi asustada, se volvió y se puso el pantalón corto.

– Voy a darte tal paliza que no podrás sentarte en una semana -dijo mirándome.

Vi que la mano le temblaba al cerrar la taquilla.

– Has estado trabajando mucho -dije.

– ¿Cómo? Sí, ha sido…

Guardó silencio y luego se dejó caer en el banco.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté.

– Perfectamente -contestó-. ¿Y tú?

– Debo reunirme con la junta directiva el viernes.

– Claro, tu subvención ha terminado, siempre es lo mismo.

– Aunque no estoy especialmente intranquilo -dije-. Es decir, creo que me irá bien: mi investigación avanza por buen camino, he obtenido muy buenos resultados.

– Conozco a Frank Paulsson, de la junta -dijo mientras se incorporaba.

– ¿De veras? ¿Y cómo es eso?

– Hicimos juntos el servicio militar en Boden, al norte. Es un tipo ingenioso y bastante abierto.

– Bien -asentí en voz baja.

Salimos del vestuario y Lars me tomó del brazo.

– ¿Quieres que lo llame y le diga que deben darte su apoyo?

– ¿Puedes hacer eso? -pregunté.

– No está permitido, pero ¡qué diablos!

– Entonces será mejor dejarlo así. -Sonreí.

– Pero debes continuar con tu investigación.

– Todo se andará.

– Nadie tiene por qué enterarse.

Lo miré.

– Bueno -dije-, quizá…

– Llamaré a Frank Paulsson esta misma noche -resolvió él.

Yo asentí y Lars me palmeó el hombro sonriendo. Cuando salimos al gran pasillo, con las zapatillas chirriando en el suelo, él me preguntó de repente:

– ¿Podrías hacerte cargo de una de mis pacientes?

– ¿Por qué?

– No tengo tiempo para ella -explicó.

– Lamentablemente tengo todas las horas ocupadas.

– Está bien.

Comencé a hacer estiramientos mientras esperábamos a que quedara libre la pista cinco. Al poco, Lars se acercó de nuevo a mí, se alisó el cabello y carraspeó.

– Probablemente, Eva Blau se adaptaría fácilmente a tu grupo -dijo-. Sufre un terrible trauma. Bueno, en todo caso, eso es lo que creo, porque lo cierto es que me ha resultado imposible ver a través de su coraza.

– Puedo aconsejarte si tú…

– ¿Aconsejarme? -me interrumpió, y luego bajó la voz para añadir-: Para serte sincero, he terminado con ella.

– ¿Ha ocurrido algo?

– No, es sólo que… Creí que estaba muy enferma, físicamente, quiero decir.

– ¿Y no lo estaba? -pregunté.

Él sonrió, tenso, y me observó.

– ¿No podrías simplemente aceptar el caso? -dijo.

– Lo consideraré -respondí.

– Hablaremos de ello más tarde -se apresuró a añadir él.

A continuación empezó a calentar pero al poco se detuvo y miró hacia la puerta de entrada con expresión inquieta, observó a los que llegaban y luego apoyó la espalda contra la pared.

– No lo sé, Erik -dijo-, pero me sentiría muy bien si vieras a Eva, me…

Se interrumpió y miró la pista, en la que dos mujeres jóvenes con aspecto de estudiantes jugaban el último par de minutos. Una de ellas tropezó y perdió una bola muy sencilla.

– Maldición -murmuró Lars.

Comprobé la hora en mi reloj y me volví hacia él. Estaba de pie mordiéndose las uñas, y observé que tenía manchas de sudor bajo los brazos.

Parecía más viejo, como si hubiera encogido. Alguien gritó en la entrada y él se sobresaltó y miró hacia allí.

Las mujeres recogieron sus cosas y abandonaron la pista charlando.

– Ahora nos toca a nosotros -dije echando a andar.

– Erik, ¿alguna vez te he pedido que te ocuparas de un paciente?

– No, sólo es que estoy muy ocupado.

– ¿Y si yo hago tus guardias? -se apresuró a añadir, observándome.

– Son bastantes -repuse, sorprendido.

– Lo sé, pero he pensado que tenías familia y necesitabas estar en tu casa -dijo.

– ¿Es peligrosa?

– ¿A qué te refieres? -preguntó con una sonrisa insegura mientras toqueteaba su raqueta.

– Eva Blau. ¿Es ésa tu apreciación?

Dirigió una nueva mirada hacia la puerta.

– No sé qué responder -contestó en voz baja.

– ¿Te ha amenazado?

– Bueno…, todos los pacientes pueden resultar peligrosos en un momento dado, es difícil de determinar, pero estoy seguro de que podrás con ella.

– Seguramente lo haré -dije.

– ¿Te harás cargo? Dime que lo harás, Erik. ¿Lo harás?

– Sí -contesté finalmente.

Él se ruborizó, dio media vuelta y echó a andar hacia la línea de saque. De repente, un reguero de sangre comenzó a resbalar por la parte interna de su muslo, Lars lo secó con la mano y me miró. Cuando entendió que yo había visto la sangre, murmuró que tenía un pequeño problema en la ingle, se disculpó y abandonó la pista cojeando.

Acababa de regresar a mi despacho dos días después cuando llamaron a la puerta. Abrí y vi a Lars Ohlson en el pasillo, a varios metros de una mujer que llevaba puesta una capa de lluvia. Tenía una expresión preocupada en los ojos y la nariz roja, como si estuviera resfriada. Su rostro era estrecho y anguloso, e iba profusamente maquillada en torno a los ojos, con sombra azul y rosa.

– Él es Erik Maria Bark -dijo Lars-. Un buen médico, mucho mejor de lo que yo nunca seré.

– Llegáis temprano -dije.

– ¿Te parece bien? -preguntó él, preocupado.

Asentí y les pedí que pasaran.

– Erik, no tengo tiempo -dijo él entonces en voz baja.

– Pero estaría bien que tú también estuvieras presente.

– Lo sé, pero debo marcharme -explicó-. Llámame a cualquier hora del día o de la noche si es necesario, ¿de acuerdo?

Luego se alejó a toda prisa y Eva Blau me siguió al interior de la consulta, cerró la puerta tras de sí y nuestras miradas se encontraron.

– ¿Esto es tuyo? -preguntó de repente. Vi que sostenía un elefante de porcelana en su palma temblorosa.

– No, no es mío -contesté.

– Pero he visto cómo lo mirabas -repuso en tono burlón-. ¿Lo quieres o no?

Respiré profundamente y pregunté:

– ¿Por qué crees que lo quiero?

– ¿No es así?

– No.

– ¿Quieres esto, entonces? -preguntó a continuación levantándose el vestido.

No llevaba ropa interior y se había afeitado el vello púbico.

– Eva, no hagas eso -dije.

– De acuerdo -repuso con labios temblorosos.

Estaba muy cerca de mí, y pude percibir que su ropa despedía un fuerte aroma a vainilla.

– ¿Quieres sentarte? -pregunté en tono neutro.

– ¿Encima de ti?

– Puedes sentarte en el sofá -sugerí.

– ¿En el sofá?

– Sí.

– Claro, así estarás más cómodo -dijo arrojando la capa de lluvia al suelo, luego caminó hacia el escritorio y se sentó en mi silla.

– ¿Quieres hablarme de ti? -propuse.

– ¿Qué que quieres saber?

Me pregunté si, a pesar de lo nerviosa que parecía, sería una persona que se dejaría hipnotizar con facilidad o si ofrecería resistencia, si intentaría mostrarse reservada.

– No soy tu enemigo -le expliqué con tranquilidad.

– ¿No?

Abrió un cajón del escritorio.

– Deja eso -dije.

Hizo caso omiso de mis palabras y hojeó descuidadamente los papeles en el interior. Me acerqué a ella, aparté su mano y cerré el cajón al tiempo que le espetaba:

– No puedes hacer eso. Te he pedido que lo dejaras.

Me miró con terquedad y abrió de nuevo el cajón. Sin apartar su mirada de mí, cogió un montón de papeles y los arrojó al suelo.

– Basta -dije con firmeza.

Entonces sus labios empezaron a temblar y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Me odias -suspiró-. Lo sabía, sabía que me odiarías. Todo el mundo me odia.

De repente parecía asustada.

– Eva -dije con cuidado-, no pasa nada, quédate sentada, por favor. Puedes tomar prestada mi silla o sentarte en el sofá si lo prefieres.

Asintió, se puso en pie y se dirigió al sofá. De repente se volvió hacia mí y preguntó en voz baja:

– ¿Puedo besarte?

– No, no puedes. Siéntate, por favor -le pedí.

Finalmente tomó asiento, pero en seguida empezó a moverse inquieta. Noté que tenía algo en la mano.

– ¿Qué tienes ahí? -pregunté.

Rápidamente la escondió detrás de la espalda.

– Ven a verlo si te atreves -dijo con su tono de asustada hostilidad.

Sentí unas breves punzadas de impaciencia agolparse en mi mente, pero me obligué a que mi voz sonara totalmente tranquila cuando pregunté:

– ¿Quieres contarme por qué estás aquí?

Ella sacudió la cabeza.

– ¿Tú qué crees? -preguntó a continuación. Luego su rostro se contrajo y murmuró-: Porque dije que tenía cáncer.

– ¿Tenías miedo de tener cáncer?

– Creí que él quería que lo tuviera -respondió.

– ¿Lars Ohlson?

– Me operaron del cerebro en un par de ocasiones. Me anestesiaron y me violaron mientras dormía.

Su mirada se encontró con la mía y Eva frunció los labios.

– Así que ahora estoy lobotomizada y además embarazada.

– ¿Qué quieres decir?

– Que está bien: lo cierto es que anhelo tener hijos. Un tilico, un varón que me chupe los pechos.

– Eva, ¿por qué crees que estás aquí? -insistí.

Ella llevó de nuevo al frente la mano que antes tenía a la espalda y abrió el puño apretado. Luego la hizo girar varias veces mostrando que estaba vacía.

– ¿Quieres examinarme el cono? -suspiró.

Decidí que debía abandonar la habitación o llamar a alguien, pero Eva Blau se puso en pie súbitamente.

– Perdón -dijo-. Perdón, sólo tengo miedo de que me odies. Por favor, no me odies. Quiero quedarme, necesito ayuda.

– Eva, tranquilízate. Sólo intento mantener una conversación contigo. La idea es que participes en mi grupo de hipnotismo, lo sabes, ¿no? Lars te lo ha explicado. Me dijo que te habías mostrado predispuesta, que querías hacerlo.

Ella asintió, alargó el brazo y tiró mi taza de café por el suelo.

– Perdón -dijo nuevamente.

Cuando Eva Blau se marchó, recogí mis papeles del suelo y me senté tras el escritorio. Vi que al otro lado de la ventana estaba lloviznando, recordé que Benjamín tenía una excursión con el parvulario ese día, y que tanto Simone como yo habíamos olvidado ponerle su pantalón impermeable.

La fina lluvia empapaba las calles y los parques infantiles.

Pensé en llamar al parvulario para pedirles que Benjamín se quedara dentro. Las excursiones me producían una gran ansiedad. Lo cierto es que ni siquiera me gustaba la idea de que mi hijo debiera atravesar varios corredores y bajar un par de tramos de escaleras para llegar al comedor.

En mi mente veía cómo lo empujaban otros niños alborotados, cómo alguien le cerraba una pesada puerta en las narices, cómo resbalaba en el lindero del bosque al pisar un montón de gravilla. Traté de tranquilizarme pensando que yo mismo le ponía sus inyecciones; la medicina hacía que Benjamín no se desangrara por una pequeña herida, pero aun así era mucho más frágil que cualquier otro niño.

Recuerdo la luz del sol a la mañana siguiente a través de las oscuras cortinas. Simone dormía desnuda junto a mí. Tenía la boca entreabierta, el pelo alborotado. Los hombros y el pecho estaban cubiertos de pequeñas pecas claras. De repente vi que se le erizaba la piel del brazo y la cubrí con la manta. Luego oí toser débilmente a Benjamín. No me había dado cuenta de que estuviera en la habitación. A veces entraba sigilosamente por la noche y se acostaba sobre un colchón en el suelo si había tenido pesadillas. Yo solía adoptar una posición incómoda y sostenía su mano hasta que volvía a dormirse.

Vi que eran las seis, me puse de costado, cerré los ojos y pensé que me gustaría poder dormir un poco más.

– ¿Papá? -murmuró de repente Benjamín.

– Duérmete -dije en voz baja.

Pero él se sentó en el colchón, me miró y dijo con su voz clara y luminosa:

– Papá, anoche estabas acostado encima de mamá.

– ¿Ah, sí? -dije, y noté que Simone se despertaba a mi lado.

– Sí, estabas bajo la manta y te columpiabas encima de ella -continuó.

– Qué raro -traté de decir en tono ligero.

– Mmm.

Simone ahogó una carcajada escondiendo la cabeza bajo la almohada.

– Quizá estuviera soñando -dije vagamente.

Ella se sacudía bajo la almohada, desternillándose.

– ¿Soñabas que te columpiabas?

– Bueno…

Simone levantó entonces la cabeza y sonrió ampliamente.

– Vamos, responde -dijo con voz serena-. ¿Soñabas que te columpiabas?

– ¿Papá?

– Supongo que debió de ser así…

– Pero ¿por qué lo hiciste? -continuó Simone riendo-. ¿Por qué te tumbaste encima de mí cuando…?

– Vayamos a desayunar -atajé.

Me levanté de la cama y vi que Benjamín hacía una mueca de dolor. Las mañanas siempre eran lo peor. Las articulaciones habían permanecido inmóviles varias horas y a menudo se presentaban hemorragias espontáneas.

– ¿Cómo te encuentras?

Él se apoyó en la pared para ponerse de pie.

– Espera, pequeño. Te daré un masaje -dije.

Benjamín dejó escapar un suspiro cuando se tumbó de nuevo en la cama y me dejó que flexionara y extendiera cuidadosamente sus articulaciones.

– No quiero la inyección -dijo con voz triste.

– Hoy no, Benjamín. Pasado mañana.

– No quiero, papá.

– Piensa en Lars, que tiene diabetes -respondí-. Él debe pincharse todos los días.

– David no tiene que ponerse ninguna inyección -se quejó Benjamín.

– Pero quizá haya otras cosas que sean más difíciles para él que para ti.

Hubo un silencio.

– Su papá está muerto -suspiró él.

– Sí -asentí mientras terminaba de masajearle los brazos y las manos.

– Gracias, papá -dijo Benjamín al cabo, y se puso de pie con cuidado.

– Mi chico…

Abracé su pequeño cuerpo delgado, pero como de costumbre me resistí a la tentación de estrecharlo con fuerza contra mí.

– ¿Puedo ver los dibujos animados de Pokémon? -preguntó.

– Pregúntale a mamá -respondí, y oí a Simone gritar «cobarde» desde la cocina.

Tras el desayuno me senté en el estudio frente al escritorio de Simone, levanté el auricular del teléfono y marqué el número de Lars Ohlson. Contestó su secretaria, Jennie Lagercrantz. La mujer llevaba trabajando para él desde hacía al menos veinte años. Charlé un poco con ella, le conté que era mi primera mañana libre en tres semanas y luego le pedí que me pasara con Lars.

– Espera un momento -dijo.

Si aún estaba a tiempo, quería pedirle que no le dijera nada de mí a Frank Paulsson, su amigo de la junta directiva.

Sonó un clic en el auricular y, tras algunos segundos, oí de nuevo la voz de la secretaria:

– Lo siento, pero Lars no puede recibir llamadas en este momento.

– Dile que soy yo.

– Ya lo he hecho -repuso, tirante.

Colgué sin decir nada más, cerré los ojos y me dije que digo no marchaba bien, que quizá Lars Ohlson me había engañado y probablemente Eva Blau fuera más difícil o peligrosa de lo que me había contado.

– Ya encontraré una solución -murmuré para mí.

Sin embargo, luego pensé que el grupo de hipnotismo podía desestabilizarse si ella se incorporaba a la terapia. Había reunido a un pequeño grupo de personas formado por mujeres y hombres cuyos problemas, historial de enfermedades y procedencia eran totalmente diferentes. No había considerado si se los podía o no hipnotizar fácilmente. Mi objetivo era que se estableciera una comunicación, un contacto dentro del grupo, que los pacientes se relacionaran consigo mismos y también con los demás. Muchos de ellos arrastraban una pesada carga de culpabilidad que les impedía relacionarse con otras personas, desenvolverse en sociedad. Se culpaban a sí mismos por haber sido violados o maltratados, habían perdido el control de sus vidas y toda fe en el mundo.

En la última sesión, el grupo había dado un paso adelante. Habíamos conversado como de costumbre durante un rato antes de que intentara inducir a Marek Semiovic a un trance profundo. No me había resultado nada fácil hacerlo anteriormente, ya que él estaba todo el tiempo distraído o a la defensiva. Sentía que no había encontrado la manera correcta de acceder a él, que ni siquiera habíamos hallado por dónde comenzar.

– ¿Una casa? ¿Un campo de fútbol? ¿Una zona boscosa? -propuse.

– No lo sé -contestó Marek como de costumbre.

– Debemos empezar por algún sitio -dije.

– Pero ¿dónde?

– Piensa en un lugar al que te veas obligado a regresar para entender quién eres ahora -dije.

– A Bosnia -dijo Marek con voz neutra. Al cantón de Zenica-Doboj.

– De acuerdo, bien -repuse tomando nota-. ¿Sabes qué fue lo que ocurrió allí?

– Todo ocurrió allí, en una gran casa de madera oscura, casi como un castillo, el caserón de un hacendado, con tejados inclinados, pequeñas torres y balconadas…

El resto del grupo escuchaba ahora con atención, todos parecían entender que de repente Marek había abierto algunas puertas en su interior.

– Creo que yo estaba sentado en un sillón -prosiguió él-. O tal vez sobre algunos cojines. De lo que estoy seguro es que fumaba un Marlboro… Debieron de ser cientos de chicas y mujeres de mi ciudad natal las que pasaron frente a mí.

– ¿Pasaron?

– Durante algunas semanas… Entraban por la puerta principal y eran llevadas escaleras arriba, hacia los dormitorios.

– ¿Es un burdel? -preguntó Jussi con su fuerte acento de Norrland.

– No sé qué ocurría allí, no sé casi nada -repuso Marek en voz baja.

– ¿Nunca viste las habitaciones de la planta superior? dije yo.

Se frotó la cara con las manos y luego respiró profundamente.

– Tengo un recuerdo -comenzó diciendo-. Entro en un pequeño cuarto y veo a una maestra que tuve en la universidad. Yace desnuda y atada sobre una cama, con moretones en la cadera y en los muslos.

– ¿Qué ocurre entonces?

– Yo estoy en el interior, junto a la puerta, con un palo cu la mano y… Ya no recuerdo nada más.

– Inténtalo -dije con calma.

– Ha desaparecido.

– ¿Estás seguro?

– No lo soporto más.

– De acuerdo, no tienes que hacerlo, es suficiente -repuse.

– Espera un momento -dijo, pero luego permaneció sentado en silencio largo rato. Suspiró, se frotó la cara de nuevo con las manos y se puso en pie.

– ¿Marek?

– No recuerdo nada más -dijo con voz chillona.

Tomé algunas notas y sentí que él me observaba.

– No lo recuerdo, pero todo ocurrió en esa maldita casa -declaró.

Lo miré y asentí con la cabeza.

– Todo lo que soy se encuentra en esa casa de madera.

– El caserón -dijo Lydia desde su lugar junto a él.

– Exacto, era un caserón -dijo él riendo con gesto apenado.

Eché un nuevo vistazo a mi reloj. Dentro de un momento, me reuniría con la junta directiva del hospital para presentarles mi trabajo de investigación. Me veía obligado a obtener más medios o bien tendría que suspender la terapia. Hasta el momento no había tenido tiempo de ponerme nervioso. Me acerqué al lavabo y me eché agua en la cara, permanecí allí un momento contemplándome en el espejo e intenté sonreír antes de dejar el cuarto de baño. Cuando cerré con llave la puerta de mi despacho, vi a una mujer joven de pie en el pasillo, a sólo unos pasos de mí.

– ¿Erik Maria Bark?

Su pelo oscuro y espeso estaba recogido en un moño bajo, y cuando me sonrió aparecieron unos grandes hoyuelos en sus mejillas. Llevaba una bata de médico y una placa identificativa en el pecho.

– Maja Swartling -dijo tendiéndome una mano-. Soy una de sus mayores admiradoras.

– ¿A qué puede deberse? -pregunté esbozando una sonrisa.

Parecía alegre y despedía un suave olor a jacintos, a flores pequeñas.

– Quiero participar en su trabajo -dijo entonces sin rodeos.

– ¿En mi trabajo?

Asintió y se sonrojó intensamente.

– Debo hacerlo -dijo-. Es increíblemente emocionante.

– Disculpa que no comparta tu entusiasmo, pero es que ni siquiera sé si la investigación seguirá adelante -expliqué.

– ¿Qué?

– Mi subvención termina este año.

Pensé en la inminente reunión e intenté explicar amablemente:

– Me parece estupendo que te interese mi trabajo. Con gusto discutiría el asunto contigo, pero precisamente ahora tengo una importante reunión que…

Maja se hizo a un lado de inmediato.

– Lo siento -dijo-. Dios mío, lo siento.

– Podemos hablar de camino al ascensor. -Sonreí.

Ella parecía preocupada por la situación. Volvió a ruborizarse y echó a andar junto a mí.

– ¿Cree que habrá problemas con la subvención? -preguntó, intranquila.

Faltaban tan sólo un par de minutos para que me reuniera con la dirección. Resumir en qué consistía la investigación -el programa, el objetivo y el resultado- para solicitar más medios era el procedimiento habitual. No obstante, a mí se me hacía cuesta arriba, pues sabía que me toparía con problemas debido a la gran cantidad de prejuicios que existían en contra del hipnotismo.

– La mayoría aún opina que la hipnosis es bastante imprecisa, y ese estigma hace que no suelan aceptar resultados incompletos.

– Pero al leer sus informes se ven ejemplos increíblemente claros, aunque todavía sea demasiado pronto para publicar algo.

– ¿Has leído todos mis informes? -pregunté, escéptico.

– Fue un trabajo bastante arduo, sí -contestó secamente.

Nos detuvimos frente a la puerta del ascensor.

– ¿Qué opinas de las ideas acerca de los engramas? -la puse a prueba.

– ¿Se refiere a los pacientes con lesiones cerebrales?

– Sí -dije intentando ocultar que estaba sorprendido.

– Interesante -dijo-. Usted contradice las teorías acerca del modo en que el cerebro se ocupa de la memoria.

– ¿Tienes alguna reflexión al respecto?

– Sí, creo que debería profundizar en la investigación de la sinapsis y concentrarse en la amígdala.

– Estoy impresionado -dije mientras pulsaba el botón de llamada del ascensor.

– Debe conseguir esa subvención.

– Lo sé -contesté.

– ¿Qué ocurrirá si dicen que no?

– Espero tener tiempo de cerrar el grupo de terapia y ayudar a mis pacientes a encontrar otras formas de tratamiento.

– ¿Y la investigación?

Me encogí de hombros.

– Quizá me dirija a otras universidades, a ver si alguna quiere acogerme.

– ¿Tiene enemigos en la junta? -preguntó ella.

– Espero que no.

Levantó la mano y la apoyó suavemente en mi brazo mientras sonreía a modo de disculpa. Sus mejillas se sonrojaron aún más.

– Conseguirá ese dinero; su trabajo es innovador, no pueden darle la espalda -aseguró mirándome profundamente a los ojos-. Si ellos no son capaces de verlo, yo lo seguiré a la universidad a la que vaya.

De repente me pregunté si estaba coqueteando conmigo. Había algo en su humildad, en su entonación suave y ronca… Eché un rápido vistazo a su placa para asegurarme de su nombre: «Maja Swartling, medicina interna.»

– Maja…

– No puede rechazarme… -suspiró juguetonamente-, doctor Bark.

– Seguiremos hablando de esto -dije cuando se abrió la puerta del ascensor.

Maja Swartling sonrió mostrando de nuevo sus hoyuelos, juntó las manos bajo el mentón y bromeó haciendo una profunda reverencia y diciendo suavemente:

– Sawadee.

Me descubrí sonriendo para mí tras su saludo en tailandés mientras subía en el ascensor a ver a la directora. La campanilla tintineó y salí al pasillo. A pesar de que la puerta de su despacho estaba abierta, llamé antes de entrar. Annika Lorentzon estaba sentada mirando a través de la ventana panorámica, que ofrecía una maravillosa vista del cementerio Norra y del parque Haga. En su rostro no había vestigios de las dos botellas de vino que, según había oído, se bebía todas las noches para poder conciliar el sueño, y a sus cincuenta años los vasos sanguíneos permanecían todavía ocultos bajo la piel. Tenía algunas líneas de expresión bajo los ojos y en la frente, y su cuello, una vez hermoso, aquel que le hizo obtener el segundo puesto en un concurso de Miss Suecia muchos años antes, se veía ahora arrugado.

Me dije que Simone me habría reprendido por pensar en esos términos. De inmediato habría dicho que era una actitud machista desmerecer a una mujer que ocupaba un importante cargo objetando su apariencia. Nadie cuestionaba la afición a la bebida de su jefe si éste era un hombre, y tampoco se le ocurriría comentar que tenía el rostro flácido.

Saludé a la directora y me senté junto a ella.

– Bien -dije.

Annika Lorentzon me dirigió una sonrisa serena. Se la veía bronceada y delgada y tenía el cabello fino y aclarado. No olía a perfume, sino más bien a limpio, despedía una ligera fragancia a jabón exclusivo.

– ¿Quieres? -preguntó señalando las botellas de agua mineral.

Negué con la cabeza y me pregunté qué sucedía con los demás. Pasaban cinco minutos de la hora fijada y ya deberían haber estado allí.

Annika se puso entonces de pie y explicó, como si me leyera el pensamiento:

– En seguida vendrán, Erik. Es que hoy es el día de su sauna semanal. -Sonrió de un modo ambiguo y añadió-: Una manera muy ingeniosa de evitar que yo esté en la reunión, ¿no te parece?

En ese mismo instante se abrió la puerta del despacho y vi a cinco hombres con el rostro arrebolado. El cuello de sus trajes estaba húmedo por el cabello y la nuca mojados, despedían vapor y aroma a loción para después del afeitado e iban charlando entre sí.

– Pero mi investigación costará dinero -oí decir a Ronny Johansson.

– Por supuesto -contestó Svein Holstein, molesto.

– Entonces deliraba al decir que iban a recortar los gastos, que los encargados de las cuentas querían ajustar el presupuesto de investigación para todo el campo.

– También lo he oído, pero no hay de qué preocuparse -repuso Holstein en voz baja.

La conversación se apagó cuando entraron en el despacho.

Svein Holstein me dio un fuerte apretón de manos.

Ronny Johansson, el representante de la industria farmacéutica de la junta, sólo me dirigió una seña contenida, al tiempo que Peder Mälarstedt, el político de la administración provincial de servicios públicos, estrechaba mi mano. Me sonrió con un jadeo y vi que seguía transpirando profusamente. Tenía la frente perlada de sudor.

– ¿Le gusta sudar? -me preguntó sonriendo-. Mi esposa lo odia, pero yo creo que es beneficioso. Por supuesto que lo es.

Frank Paulsson, por su parte, apenas si me miró; se limitó a hacer un breve gesto de saludo con la cabeza y acto seguido se dirigió al otro lado de la habitación. Después de un momento, Annika dio un par de suaves palmadas pidiendo silencio e invitó a los hombres a tomar asiento junto a la mesa de reuniones. Los recién llegados estaban sedientos tras la sauna, e inmediatamente abrieron las botellas de agua mineral que descansaban sobre la gran mesa de plástico amarilla.

Yo permanecí de pie, inmóvil, tan sólo observando a aquellas personas, en cuyas manos estaba el futuro de mi investigación. Resultaba extraño, pero miraba a la junta y a la vez pensaba en mi grupo de pacientes. Era como si todos estuvieran allí reunidos en ese momento, con sus recuerdos, sus vivencias y sus represiones como quietos torbellinos de humo en una bola de cristal. El trágico y bello rostro de Charlotte; el cuerpo pesado y triste de Jussi; la coronilla de Marek, su mirada inquisitiva y al tiempo asustada; la pálida blandura de Pierre; Lydia, con su maquillaje chillón y su ropa que olía a tabaco; Sibel y sus pelucas, y la sumamente neurótica Eva Blau. Mis pacientes eran una especie de imagen especular de aquellos hombres vestidos de traje, adinerados y seguros de sí mismos.

Los miembros de la junta tomaron asiento finalmente. Uno de ellos suspiró al tiempo que se acomodaba, mientras que otro hacía tintinear las monedas de su bolsillo. Otro, en cambio, se escondió parapetándose detrás de su agenda. Annika elevó la mirada, sonrió con suavidad y luego dijo:

– Adelante, Erik.

– Mi método… -comencé-, mi método consiste en tratar los traumas agudos mediante el hipnotismo grupal.

– Eso ya lo sabíamos -suspiró Ronny Johansson.

Traté de resumir cuáles habían sido los resultados obtenidos hasta el momento. Mis oyentes escuchaban distraídos; algunos me observaban, otros tenían la mirada fija en el tablero de la mesa.

– Lamentablemente, debo irme -dijo Rainer Milch al cabo de un rato poniéndose de pie.

Estrechó la mano de algunos de los hombres y luego abandonó la habitación.

– Han recibido el material con anticipación -continué-. Sé que es bastante extenso, pero era necesario. No era posible abreviarlo.

– ¿Por qué no? -inquirió Peder Mälarstedt.

– Porque aún es algo pronto para extraer conclusiones -expliqué.

– ¿Y si nos adelantáramos dos años? -dijo.

– Es difícil de decir, pero veo algunos patrones -contesté, a pesar de que sabía que no debía tocar ese tema.

– ¿Patrones? ¿Qué tipo de patrones?

– ¿No quieres contarnos lo que esperas hallar? -preguntó Annika Lorentzon sonriente.

– Verán, el objetivo de mi investigación es documentar los bloqueos mentales que persisten durante el trance hipnótico, cómo el cerebro, en un estado de relajación profunda, descubre nuevas maneras para proteger al individuo de lo que lo atemoriza, es decir, cuando se aproxima al origen del trauma. Cuando el recuerdo bloqueado finalmente comienza a aflorar durante el trance, el individuo se aferra a lo que hay a su alrededor en un último intento por proteger el secreto y, entonces, empiezo a presentir, evoca material onírico en sus representaciones mentales, sólo para evitar ver más allá.

– ¿Evitar ver la situación? -preguntó Ronny Johansson con repentina curiosidad.

– Sí, es decir, no…, sólo para evitar ver al culpable -contesté-. Suele reemplazárselo con lo que sea, a menudo con un animal.

Alrededor de la mesa se hizo el silencio.

Vi que Annika Lorentzon, que hasta entonces se había sentido algo avergonzada por mi causa, sonreía con aire tranquilo.

– ¿Es eso posible? -articuló Ronny Johansson casi en un susurro.

– ¿Cuan claros son esos patrones? -preguntó Mälarstedt.

– Evidentes, pero no constatados -contesté.

– ¿Hay algún estudio internacional similar? -inquirió de nuevo Mälarstedt.

– No -contestó Ronny Johansson en tono cortante.

– Me gustaría saber -intervino entonces Holstein-, si se detuviera ahí, según usted, ¿el individuo siempre encontraría nuevos subterfugios en la hipnosis?

– ¿Se podría ir más allá? -preguntó Mälarstedt.

Sentí cómo el calor se agolpaba en mis mejillas, me aclaré la garganta y contesté:

– Creo que se podría llegar a averiguar qué hay debajo de esas imágenes sometiendo a los individuos a un trance más profundo.

– ¿Y los pacientes?

– También pensaba en ellos, por supuesto -dijo Mälarstedt dirigiéndose a Lorentzon.

– Entiendo que todo esto es muy tentador -repuso Holstein-, pero quiero garantías… Nada de psicosis ni suicidios.

– Sí, aunque…

– ¿Podría asegurar que será así? -interrumpió Frank Paulsson mientras jugueteaba con la etiqueta de su botella de agua.

Holstein parecía cansado, miró su reloj.

– Mi prioridad es ayudar a los pacientes -declaré.

– ¿Y la investigación?

– Es… -Me aclaré la garganta y añadí en voz baja-: Sólo es un subproducto. Debo verla de ese modo.

Algunos de los hombres en torno a la mesa desviaron la mirada.

– Buena respuesta -dijo Frank Paulsson súbitamente-. Erik Maria Bark tiene todo mi apoyo.

– Todavía me preocupan los pacientes -señaló Holstein.

– Todo está aquí -repuso Paulsson señalando los informes-. La evolución de los pacientes está recogida en estos papeles.

– Es sólo que se trata de una terapia tan poco común, tan audaz, que debemos estar seguros de poder defenderla si algo sale mal.

– En realidad, no hay nada que pueda salir mal -repuse, y de inmediato noté un escalofrío que me recorría la espalda.

– Erik, es viernes y todo el mundo está deseando irse a casa -intervino Annika Lorentzon-. Creo que puedes contar con la renovación de tu subvención.

El resto de los presente asintieron con la cabeza, y Ronny Johansson se reclinó en su asiento y aplaudió.

Simone estaba de pie en la amplia cocina de nuestra casa cuando llegué. Estaba vaciando sobre la mesa unas bolsas con comestibles: un atado de espárragos, mejorana fresca, pollo, limones y arroz jazmín. Nada más verme, se echó a reír.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Ella sacudió la cabeza y dijo con una amplia sonrisa:

– Tendrías que verte.

– ¿Qué?

– Pareces un niño pequeño la mañana de Navidad.

– ¿Tanto se me nota?

– ¡Benjamín! -llamó.

Él entró en la cocina con el estuche de su medicina en la mano. Simone me señaló ocultando su hilaridad.

– Mira -dijo-. ¿Qué cara tiene papá?

Benjamín me miró a los ojos y vi que esbozaba una sonrisa.

– Pareces contento, papá.

– Lo estoy, pequeño. Lo estoy.

– ¿Has descubierto una nueva medicina? -preguntó.

– ¿Qué?

– Para que me cure, para que nunca más necesite ponerme inyecciones -respondió él.

Lo cogí en brazos, lo estreché contra mí y le expliqué que aún no habían descubierto esa medicina, pero que deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo que lo hicieron pronto.

– Vale -dijo.

Lo dejé en el suelo y vi el rostro pensativo de Simone.

Benjamin me tironeó entonces del pantalón.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

– ¿Por qué estabas tan contento, papá?

– Era sólo por dinero -contesté secamente-. He conseguido el dinero para mi investigación.

– David dice que haces magia.

– No hago magia, hipnotizo a las personas que están tristes y asustadas para intentar ayudarlas.

– ¿Artistas? -preguntó.

Me reí y Simone pareció sorprendida.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó.

– Por teléfono dijiste que ellos estaban asustados, mamá.

– ¿De veras?

– Sí, antes, yo lo oí.

– Es cierto, ahora lo recuerdo. Decía que los artistas se sienten nerviosos y asustados cuando deben exponer sus pinturas al público -explicó.

– A propósito, ¿qué tal ese local cerca del parque Berzelii? -pregunté.

– En Arsenalsgatan…

– ¿Has ido a verlo ya?

Simone asintió lentamente.

– Está bien -dijo-. Mañana mismo firmaré el contrato.

– Pero ¿por qué no me has dicho nada? ¡Felicidades, Sixan!

Ella rió.

– Ya sé qué vestido voy a ponerme para la inauguración -dijo-. Conozco a una chica que asistió a la escuela de arte de Bergen y que es realmente fantástica, diseña…

Simone se interrumpió en ese mismo instante porque llamaron a la puerta. Trató de atisbar quién era a través de la ventana de la cocina, luego fue a abrir y yo la seguí. Desde la distancia observé cómo la luz del día inundaba el oscuro vestíbulo cuando ella abrió la puerta. Simone permaneció de pie, inmóvil en el vano, y me acerqué.

– ¿Quién era? -pregunté.

– Nadie, no había nadie cuando he abierto -dijo.

Miré hacia afuera en dirección a los arbustos que había frente a la entrada.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella de pronto.

En la escalera de acceso a la casa había un instrumento alargado con un mango en un extremo y una pequeña tablilla de madera en el otro.

– Qué extraño -dije recogiendo el viejo artilugio.

– Pero ¿qué es eso?

– Creo que es una palmeta. Antaño se utilizaba para castigar a los niños.

La sesión con el grupo de hipnotismo estaba a punto de comenzar. Mis pacientes llegarían dentro de diez minutos; los seis de costumbre y la nueva mujer, Eva Blau. Cada vez que me ponía la bata de médico, notaba una breve corriente de euforia, como si ésta me proporcionara una presencia teatral. Me sentía como si estuviera a punto de salir a un escenario profundamente iluminado por los focos. No obstante, esa sensación no tenía nada que ver con la vanidad, sino con la experiencia en extremo placentera de poder poner en práctica mis conocimientos especializados.

Cogí mi bloc y leí las anotaciones de la última sesión, celebrada una semana antes, cuando Marek Semiovic nos había hablado sobre la gran casa de madera en la zona rural del cantón de Zenica-Doboj.

Luego yo había inducido a Marek a un trance aún más profundo que el anterior. Él, muy tranquilo, describió entonces una habitación con el piso de cemento situada en el sótano, donde lo obligaron a aplicar descargas eléctricas a sus amigos y familiares. Pero de repente se desvió del tema, cambió de escenario, se abstrajo de mis indicaciones y buscó salir del trance por iniciativa propia. Yo sabía que debía avanzar lentamente, por lo que resolví dejar tranquilo a Marek por ese día. Cuando retomáramos la sesión, sería el turno de Charlotte, y luego haría un primer intento con la mujer nueva, Eva Blau.

La sala donde practicaba hipnotismo pretendía infundir confianza y serenidad en los pacientes. Las cortinas eran de un indefinido tono amarillento, el suelo era gris, los muebles sencillos pero cómodos, las sillas y la mesa eran de abedul, de una madera clara con pequeñas notas de un tono castaño. Debajo de una silla había un par de fundas protectoras para calzado azules que alguien había olvidado. Las paredes estaban desnudas, como litografías de colores indefinidos.

Dispuse las sillas en semicírculo y coloqué el trípode de la cámara de vídeo lo más lejos posible.

La investigación me entusiasmaba. Sentía una gran curiosidad acerca de cuáles serían los resultados, al tiempo que me convencía cada vez más de que esta nueva forma de terapia era mejor que cualquiera de las que había empleado anteriormente. El grupo era la clave en el tratamiento del trauma, cuando los pacientes compartían sus experiencias con los demás, el aislamiento y la soledad se transformaban en un proceso curativo común.

Aseguré la cámara en el trípode y conecté el cable. Introduje una nueva cinta, acerqué el objetivo al respaldo de una silla, luego ajusté la nitidez de la imagen y volví a alejar el objetivo. Una de mis pacientes entró entonces en la habitación; era Sibel. Supuse que había estado esperando frente al hospital durante varias horas a que se abriera la sala y diera comienzo la sesión. Se sentó en una de las sillas y comenzó a hacer ruidos extraños con la garganta, tragando y cloqueando. Con una sonrisa insatisfecha, se acomodó la gran peluca de rizos claros que solía llevar en las reuniones y suspiró a causa del esfuerzo realizado.

A continuación entró Charlotte Cederskiold. Llevaba una gabardina azul oscuro con un cinturón ancho fuertemente ajustado en torno a su delgada cintura. Cuando se quitó la capucha, la espesa cabellera de color castaño se derramó sobre su rostro. Se la veía increíblemente triste y hermosa, como de costumbre.

Me acerqué a la ventana, la abrí y sentí cómo la fresca y suave brisa de primavera me recorría el rostro.

Cuando volví a mirar hacia el interior de la sala también había entrado ya Jussi Persson.

– Doctor -dijo con su pausado acento de Norrland.

Nos dimos la mano y luego fue a saludar a Sibel. Jussi se palmeó la prominente barriga y dijo algo que hizo que ella se ruborizara y riera. Estuvieron charlando en voz baja mientras esperábamos al resto del grupo. Lydia, Pierre y Marek llegaron algo tarde, como era habitual.

Yo aguardé a que todos estuvieran en su sitio. Todos ellos eran individuos con un denominador común: habían sufrido abusos traumáticos. Esos abusos habían causado tal devastación en su psique que, para sobrevivir, habían tenido que ocultarlos incluso de sí mismos. En realidad, ninguno de ellos sabía con exactitud lo que le había sucedido; sólo eran conscientes de que su terrible pasado había arruinado sus vidas presentes.

«Porque el pasado no está muerto. El pasado ni siquiera ha pasado», solía decir yo citando al escritor William Faulkner. Me refería a que cada pequeña cosa que le sucedía a una persona la acompañaba hasta el presente. Todas sus vivencias influían en cada elección, y cuando se trataba de experiencias traumáticas, el pasado ocupaba casi todo el espacio del presente.

A menudo hipnotizaba a todos los integrantes del grupo al mismo tiempo, y cada vez elegía a uno o dos de ellos, con los que profundizaba más que con los demás. De ese modo, siempre teníamos acceso a dos niveles en los que podíamos discutir lo sucedido: el de la sugestión hipnótica y el nivel de la conciencia.

Con el tiempo había descubierto algo acerca de la hipnosis, algo que había empezado siendo tan sólo una sospecha y que había ido convirtiéndose en un patrón cada vez más nítido. Pero, naturalmente, aún se debía demostrar. Yo era consciente de que quizá esperaba demasiado de mi tesis: el culpable del trauma nunca aparecía bajo su propia identidad durante el trance hipnótico. Era posible dar con la situación y observar el suceso aterrador, pero el individuo mantenía oculto al autor de los hechos.

Cuando todos hubieron ocupado sus lugares, caí en la cuenta de que Eva Blau, mi nueva paciente, aún no había llegado. Una ansiedad conocida flotaba en la sala.

Charlotte Cederskiöld solía sentarse alejada de los demás. Se había quitado la gabardina y, como siempre, se la veía extremadamente elegante, con un sobrio vestido gris y un ancho y luminoso collar de perlas en torno a su grácil cuello. La falda azul era plisada y llevaba unas medias opacas también azules. Sus zapatos eran brillantes y de tacón bajo. Nuestras miradas se cruzaron y me sonrió con timidez. Antes de que Charlotte se incorporase al grupo, había intentado quitarse la vida en quince ocasiones. La última vez se había disparado en la cabeza con la escopeta de caza de su pareja en la sala de estar de su chalet de Djursholm. El rifle se le había resbalado y ella había perdido una oreja y parte de la mejilla. Pero nada de eso se veía ahora: se había sometido a un par de operaciones de cirugía plástica y cambiado su peinado a un tupido corte estilo paje que ocultaba la prótesis auricular y el audífono. A menudo sentía una profunda angustia cuando veía a Charlotte inclinar la cabeza y escuchar amable y respetuosamente los relatos de los demás. Era una hermosa mujer de mediana edad, atractiva, a pesar de que había algo terriblemente desgarrador en ella. Yo era consciente de que no podía mantenerme imperturbable ante el abismo que presentía en su interior.

– ¿Estás cómoda, Charlotte? -pregunté.

Ella asintió y respondió con su voz suave y clara:

– Estoy bien, muy bien.

– Hoy exploraremos la habitación interior de Charlotte -expliqué.

– Mi caserón. -Sonrió.

– Exacto.

Marek me dirigió una sonrisa impaciente y exenta de alegría cuando nuestras miradas se cruzaron. Había estado entrenando en el gimnasio toda la mañana y sus músculos se veían hinchados. Miré el reloj. Era hora de empezar, no podíamos seguir esperando a Eva Blau.

– Bien, comencemos -resolví.

Sibel se puso precipitadamente en pie, se sacó un chicle de la boca y lo envolvió en una servilleta de papel que luego arrojó a la papelera. Me dirigió una mirada tímida y declaró:

– Estoy lista, doctor.

Tras la relajación venía la escala pesada y cálida de la inducción, la disolución de los límites de la voluntad. Lentamente inducía al grupo a un trance más profundo evocando la imagen de una escalera de madera húmeda por la que debían descender lentamente.

La energía comenzó a circular al poco entre nosotros, una calidez muy especial que envolvía a todos los presentes. Mi voz era primero aguda y bien articulada, y poco a poco iba bajando el tono. Ese día, Jussi parecía especialmente nervioso, tarareaba y por momentos contraía los labios con agresividad. Mi voz dirigía a los pacientes mientras mis ojos observaban cómo sus cuerpos se hundían en las sillas, cómo sus semblantes se relajaban y adquirían esa peculiar expresión que tiene la gente cuando se la somete a un trance hipnótico.

Comencé a caminar por detrás de ellos tocando suavemente sus hombros. Todo el tiempo los dirigía de manera individual, contando hacia atrás, paso a paso.

Jussi silbaba algo para sí.

Marek Semiovic tenía la boca abierta y un hilo de baba le caía por una comisura.

Pierre se veía más delgado y flácido que nunca.

Las manos de Lydia colgaban laxas por encima de los apoyabrazos de su silla.

– Seguid bajando por la escalera -dije en voz baja.

Ante la junta del hospital no había explicado que durante las sesiones el hipnotista también se sumía en una especie de trance pero, en mi opinión, eso era inevitable y al mismo tiempo bueno.

Nunca había entendido por qué mi propio trance, que tenía lugar en paralelo al de los pacientes, se desarrollaba bajo el agua. Pero lo cierto era que me gustaba la imagen acuática, era nítida y placentera, y me habla habituado a leer los matices del proceso a través de ella.

Naturalmente, mientras yo me sumergía en el mar, mis pacientes veían otras cosas: caían en los recuerdos del pasado, entraban en habitaciones de su infancia o iban a parar a los lugares de su adolescencia, a la casa de veraneo de sus padres o al garaje de la niña vecina. No sabían que para mí ellos también se encontraban en las profundidades submarinas, cayendo lentamente entre enormes formaciones de coral o entre las ásperas paredes de una falla continental. En mi pensamiento, en ese momento nos sumergíamos todos juntos en el agua burbujeante.

Esa vez quería probar a llevarlos a un estado de hipnosis bastante profunda. Mientras contaba en orden descendente y hablaba sobre el placer de la relajación, el agua tronaba en mis oídos.

– Quiero que descendáis todavía un poco más -indiqué-. Seguid bajando, pero ahora hacedlo más lentamente. Pronto nos detendremos, totalmente tranquilos y relajados… Un poco más abajo, un poco más. Ahora nos detendremos.

Vi a todo el grupo dispuesto en semicírculo frente a mí en el arenoso fondo del mar, plano y extenso. El agua era clara y levemente verdosa. La arena formaba pequeñas ondas regulares bajo nuestros pies. Había medusas de color rosado flotando luminosas sobre nuestras cabezas. Cada tanto, algunos peces planos levantaban remolinos de arena y luego se alejaban.

– Ahora todos estamos en el fondo -dije.

Abrieron los ojos y me miraron.

– Charlotte, hoy te toca empezar a ti -continué-. ¿Qué es lo que ves? ¿Dónde te encuentras?

Sus labios se movieron pero no pronunció palabra.

– Aquí no hay nada peligroso -señalé-. Estamos contigo todo el tiempo, detrás de ti.

– Lo sé -dijo con voz monótona.

Sus ojos no estaban abiertos ni cerrados, sino que se entornaban como los de un sonámbulo, vacíos y lejanos.

– Estás tras la puerta -dije-. ¿Quieres entrar?

Asintió y el pelo se movió en su cabeza con la corriente del agua.

– Hazlo -indiqué.

– Sí.

– ¿Qué ves? -continué.

– No lo sé.

– ¿Has entrado? -pregunté con la sensación de que tal vez la apremiaba demasiado.

– Sí.

– Pero ¿no ves nada?

– Sí.

– ¿Es algo extraño?

– No lo sé, no lo creo…

– Descríbelo -dije rápidamente.

Ella negó con la cabeza y unas pequeñas burbujas de aire se liberaron de su pelo y subieron centelleando a la superficie. Me percaté de mi falta de tacto, de que no la estaba guiando, sino que intentaba empujarla hacia adelante. Aun así, no pude evitar decir:

– Estás de vuelta en la casa de tu abuelo.

– Sí -contestó con voz apagada.

– Ya estás dentro y sigues adelante.

– No quiero.

– Da sólo un paso.

– Ahora no -suspiró.

– Alza la vista y mira.

– No quiero.

Su labio inferior tembló.

– ¿Ves algo que parezca extraño? -pregunté-. ¿Algo que no debería estar ahí?

Una gran arruga se formó en su frente y de repente advertí que su resistencia cedería demasiado pronto y que Charlotte se desgastaría aún más con el trance. Podía resultar peligroso, quizá cayera en una profunda depresión si el proceso era demasiado rápido. Grandes burbujas salieron de su boca como una brillante cadena. Su rostro centelleó y un manto azul verdoso recorrió su frente.

– No tienes que hacerlo, Charlotte. No tienes que mirar -la tranquilicé-. Puedes abrir la puerta de cristal y salir al jardín si es lo que quieres.

Su cuerpo se sacudió y supe que ya era demasiado tarde.

– Tranquilízate -suspiré alargando el brazo para tocar su hombro.

Sus labios estaban blancos y tenía los ojos muy abiertos.

– Charlotte, ahora, con cuidado, regresaremos juntos a la superficie -dije.

Sus pies levantaron una espesa nube de arena cuando flotó hacia arriba.

– Espera -dije débilmente.

Marek me miró y dio la impresión de que fuera a decir algo a gritos.

– Ya estamos subiendo, voy a contar hasta diez -continué mientras ascendíamos súbitamente hacia la superficie-. Cuando haya acabado, abriréis los ojos y os sentiréis bien…

Charlotte resolló, se levantó de la silla dando tumbos, se acomodó la ropa y me miró de manera inquisitiva.

– Haremos una breve pausa -dije.

Sibel se incorporó despacio y salió a fumar. Pierre fue I ras ella. Jussi se quedó en la silla, pesado y relajado. Ninguno de ellos estaba totalmente despierto, el ascenso había sido demasiado abrupto, pero como íbamos a volver a bajar en seguida, pensé que sería mejor mantener al grupo en ese difuso nivel de conciencia. Me senté en la silla, me froté el rostro con las manos y estaba haciendo algunas anotaciones cuando Marek Semiovic se acercó a mí.

– Bien hecho. -Sonrió secamente.

– No ha sido como lo había imaginado -contesté.

– A mí me ha parecido divertido -dijo.

Lydia se aproximó también con sus joyas tintineantes. El cabello teñido con alheña adquirió un tono intensamente rojizo cuando un rayo de sol incidió sobre él.

– ¿Qué? -pregunté-. ¿Qué ha sido tan divertido?

– Que pusieras en su lugar a esa ramera de clase alta.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Lydia.

– No estoy hablando de ti, sino de…

– No debes decir que Charlotte es una ramera porque eso no es cierto -dijo Lydia con suavidad-. ¿No es así, Marek?

– De acuerdo, esta bien.

– ¿Sabes lo que hace una ramera?

– Sí.

– Ser una ramera -continuó ella con una sonrisa- no tiene por qué ser malo. Uno elige serlo o no, se trata del shakti, la energía femenina, el poder de la mujer.

– Exacto, quieren tener poder -dijo Marek con fervor-. Diablos, a mí no me dan lástima, te lo aseguro.

Me hice a un lado y eché un vistazo a mis anotaciones, pero seguí oyendo su conversación.

– Hay quienes no logran equilibrar su chakra -dijo Lydia con tranquilidad-, y por supuesto se sienten mal.

Marek Semiovic se sentó. Se lo veía inquieto, se pasó la lengua por los labios y observó a Lydia.

– Seguramente ocurrieron cosas en el caserón -dijo en voz baja-. Lo sé, pero…

Quedó en silencio y apretó los dientes, de forma que se movieron los músculos de su mandíbula.

– En realidad, todo está bien -dijo ella tomándole la mano.

– Pero ¿por qué no puedo recordar?

Sibel y Pierre volvieron a entrar en la sala. Todos estaban taciturnos y apagados. A Charlotte se la veía frágil, tenía los delgados brazos en cruz sobre el pecho y las manos apoyadas sobre los hombros.

Cambié la cinta de la cámara de vídeo, recité la hora y la fecha y expliqué que todos los pacientes se encontraban aún en un estado posthipnótico. Miré por el visor, elevé un poco el trípode y ajusté la cámara. Luego coloqué bien las sillas y les pedí a los pacientes que ocuparan nuevamente sus lugares.

– Por favor, sentaos, es hora de continuar -dije.

De repente llamaron a la puerta y entró Eva Blau. Vi lo tensa que estaba y me acerqué a ella.

– Bienvenida -dije.

– ¿Lo soy? -preguntó.

– Sí -respondí.

Vi que aparecían unas manchas rojizas en sus mejillas y en su cuello cuando fui a coger su abrigo para colgarlo. La acompañé hasta el grupo y acerqué una silla más al semicírculo.

– Eva Blau antes era paciente del doctor Ohlson, pero en adelante formará parte de nuestro grupo. Todos intentaremos hacer que se sienta bienvenida.

Sibel asintió, contenida, Charlotte sonrió con amabilidad y los demás la saludaron retraídamente. Marek fingió no verla en absoluto.

Eva Blau se sentó en la silla vacía y apretó las manos entre los muslos. Regresé a mi lugar y pausadamente di comienzo a la segunda parte.

– Sentaos cómodos, con los pies apoyados en el suelo y las manos sobre las rodillas. La primera parte no ha resultado como yo la había imaginado.

– Pido disculpas -dijo Charlotte.

– Nadie debe pedir disculpas, y menos aún tú, espero que lo entiendas.

Eva Blau me observaba fijamente todo el tiempo.

– Comenzaremos haciendo algunas reflexiones acerca de la primera parte -dije-. ¿Alguien quiere hacer algún comentario?

– Confuso -dijo Sibel.

– Frustrante -continuó Jussi-. Es decir, sólo tuve tiempo de abrir los ojos y rascarme la cabeza antes de que terminara.

– ¿Qué sentiste? -le pregunté.

– Pelo -contestó con una sonrisa.

– ¿Pelo? -inquirió Sibel riendo tontamente.

– Cuando me rasqué la cabeza -explicó Jussi.

Algunos se rieron de la broma.

– Estableced asociaciones a partir del pelo -dije sonriendo-. ¿Charlotte?

– No sé -dijo ella-. ¿Pelo? Quizá barba…, ¿no?

Pierre la interrumpió con su voz clara:

– Un hippy, un hippy en helicóptero. -Sonrió-. Se sienta así, mastica chicle y se desliza…

Eva se puso repentinamente en pie con gran estrépito.

– Todo esto no son más que tonterías -espetó indignada dirigiéndose a Pierre.

La sonrisa de él se desvaneció.

– ¿Por qué opinas eso? -pregunté.

Eva no contestó. Sólo me miró a los ojos antes de volver a sentarse malhumorada.

– Pierre, ¿quieres continuar? -pedí con calma.

Él negó con la cabeza y juntó los dedos índices de ambas manos formando una cruz en dirección a Eva, simulando protegerse así de ella.

– A Dennis Hopper le dispararon porque era hippy -murmuró de manera conspirativa.

Sibel rió tontamente y me miró de reojo. Jussi carraspeó e hizo un gesto con la mano en dirección a Eva Blau.

– En el caserón te librarías de nuestras tonterías -dijo con su fuerte acento.

La sala quedó en completo silencio. Pensé que Eva no podía saber lo que el caserón significaba para nuestro grupo, pero aun así lo dejó pasar. Se volvió hacia Jussi y pareció que iba a reaccionar de manera agresiva, pero él la miró con gesto calmo y serio y finalmente ella se contuvo.

– Eva, comenzamos con ejercicios de relajación y respiración -le expliqué-. Luego los hipnotizo de manera individual o por parejas. Naturalmente, todos participan todo el tiempo, independientemente del nivel de conciencia en el que se encuentren.

Una sonrisa irónica se extendió por el rostro de ella.

– A veces -continué-, si veo que funciona, intento que todo el grupo entre en un trance profundo.

Acerqué una silla y les pedí que cerraran los ojos y se pusieran cómodos.

– Los pies deben descansar firmes en el suelo, las manos sobre las rodillas.

Mientras los guiaba hacia un estado de relajación más profunda, pensé que debía comenzar investigando el cuarto secreto de Eva Blau. Era importante que ella contribuyera pronto con algo para entrar en comunión con los demás. Conté en orden descendente y escuché su respiración, sumí al grupo en una leve hipnosis y luego los dejé flotando justo por debajo de la plateada superficie del agua.

– Eva, ahora me ocuparé sólo de ti -dije con calma-.

Debes confiar en mí, te cuidaré durante la hipnosis. No puede ocurrirte nada malo. Te sentirás relajada y segura, escucharás mi voz y seguirás mis palabras. Sigue todo el tiempo mis indicaciones sin cuestionarlas previamente. Te encontraras envuelta en el flujo de palabras, ni antes ni después, sino siempre en medio de…

Nos hundimos en el agua grisácea y vislumbré al resto del grupo suspendido con la coronilla pegada al ondulado espejo. Luego nos sumergimos en la profunda oscuridad siguiendo una cuerda, un cabo con ondeantes jirones de algas.

Al mismo tiempo, en la realidad, estaba detrás de la silla de Eva Blau con una mano sobre su hombro mientras hablaba calma y quedamente. Su cabello olía a tabaco. Ella permanecía reclinada hacia atrás con el rostro relajado.

En mi propio trance, el agua frente a ella se veía a veces marrón y otras veces gris. El rostro quedaba a oscuras y los labios se cerraban fuertemente apretados. Una cortante arruga se veía entre las cejas, pero su mirada era totalmente negra. Me pregunté por dónde empezar. En realidad, sabía muy poco de ella. El diario de Lars Ohlson no contenía prácticamente ningún detalle de su pasado. Me veía obligado a explorarlo por mí mismo, y decidí intentar entrar con cuidado. A menudo quedaba demostrado que la tranquilidad y una buena disposición de ánimo constituían el camino más corto hacia lo más difícil.

– Tienes diez años, Eva -dije rodeando las sillas dispuestas en semicírculo para poder observarla desde lejos.

Su tórax apenas se movía; respiraba con movimientos calmos y suaves en el estómago.

– Tienes diez años. Es un buen día y estás contenta. ¿ Por qué estás contenta?

Eva hizo un leve mohín con los labios, sonrió para sí y respondió:

– Porque el hombre baila y chapotea en el charco.

– ¿Quién baila? -pregunté.

– ¿Quién? -repitió, y quedó en silencio un breve instante-. Gene Kelly, dice mamá.

– Ya entiendo, ¿estás viendo Cantando bajo la lluvia?

– Es mamá quien la está viendo.

– ¿Tú no? -pregunté.

– Sí. -Sonrió con los ojos entornados.

– ¿Y estás contenta?

Eva Blau asintió lentamente.

– ¿Qué ocurre?

Vi que apretaba los labios con fuerza y bajaba la cabeza.

– Mi barriga está abultada -dijo con un hilo de voz.

– ¿Tu barriga?

– Veo que está muy hinchada -sollozó.

Jussi hinchó el pecho respirando junto a ella. Por el rabillo del ojo vi que movía los labios.

– El caserón -murmuró desde su leve trance-. El caserón.

– Eva, tienes que escucharme -dije-. Puedes oír a todos los demás en esta habitación, pero sólo escucharás mi voz. No debe importarte lo que los otros digan, sólo presta atención a mi voz.

– Bien -dijo con una expresión satisfecha.

– ¿Sabes por qué tienes la barriga hinchada? -pregunté.

Ella no contestó. La contemplé de frente. Su rostro se veía serio y preocupado, con la mirada perdida en algún pensamiento, algún recuerdo. De repente tuve la impresión de que contenía una sonrisa.

– No lo sé -dijo finalmente.

– Sí, yo creo que sí lo sabes -repuse-. Pero haremos esto a tu propio ritmo, Eva. No tienes que pensar en ello ahora. ¿Quieres mirar la televisión otra vez? Te acompañaré. Todos aquí te acompañarán todo el tiempo, pase lo que pase. Es una promesa. Lo hemos prometido y puedes contar con ello.

– Quiero entrar en el caserón -susurró ella entonces.

Pensé que había algo que no encajaba mientras contaba en orden descendente y les hablaba de una escalera que descendía. Me vi rodeado de agua tibia mientras bajaba lentamente a lo largo de un peñasco, más y más profundamente.

Eva Blau levantó entonces el mentón, se humedeció los labios, se succionó las mejillas y luego murmuró:

– Los veo llevarse a alguien, simplemente se acercan y la cogen.

– ¿Quién se lleva a alguien? -pregunté.

Ella empezó a respirar de manera irregular. Su rostro se ensombreció. El agua turbia pasó revuelta frente a ella.

– Un hombre con una cola de caballo. Cuelga a la pobre persona del techo -se lamentó.

Vi que se sujetaba fuertemente con una mano del cabo con las algas ondeantes. Las piernas se movían en un lento chapoteo.

Salí del trance de una violenta sacudida, consciente de que Eva Blau mentía, no estaba hipnotizada. No entendía por qué lo sabía, pero estaba totalmente seguro de ello. Se había defendido de mis palabras y bloqueado la sugestión. Mi cerebro susurró en tono glacial: «Miente, no está hipnotizada en absoluto.»

La vi sacudirse atrás y adelante en la silla.

– El hombre tira más y más de esa pobre persona. Tira de ella con mucha fuerza…

De repente, la mirada de Eva Blau se cruzó con la mía y se quedó inmóvil. Una risa burlona se extendió por sus labios.

– ¿He estado bien? -preguntó.

Yo no contesté. Sólo permanecí de pie mientras la observaba levantarse, coger su capa de lluvia del perchero y salir luego tranquilamente de la habitación.

Escribí la palabra «Caserón» en un papel, envolví con él la cinta de vídeo número 14 y lo sujeté con una goma elástica. En vez de archivar el cásete como de costumbre, la llevé a mi despacho. Quería analizar la mentira de Eva Blau y mi propia reacción, pero una vez en el pasillo ya advertí lo que no había encajado desde el primer momento: el rostro de Eva parecía consciente. Había intentado mostrarse dulce, no tenía el gesto relajado y sincero que siempre tienen los individuos en trance. Quien está sumido en la hipnosis puede sonreír, pero no es su sonrisa habitual, sino otra blanda y adormecida.

Cuando llegué al despacho, la joven estudiante de medicina me esperaba junto a la puerta. Me sorprendí al recordar su nombre: Maja Swartling.

Nos saludamos y, antes de que tuviera tiempo de abrir la puerta, ella se apresuró a decir:

– Perdone que sea tan insistente, pero estoy basando gran parte de mi tesis en su investigación. A mí, y también a mi tutor, nos gustaría que participara en ella.

Me miró con seriedad.

– Entiendo -asentí.

– ¿Le parece bien que le haga algunas preguntas? -dijo finalmente-. ¿Tengo su permiso para hacerlo?

De pronto su mirada me pareció la de una niña pequeña: despierta pero insegura. Sus ojos eran muy oscuros y relucían negros contra la piel inusualmente clara. El cabello se veía bien cepillado en las trenzas enrolladas. El peinado era anticuado, pero le sentaba bien.

– ¿De verdad que puedo? -preguntó suavemente-. No tiene ni idea de lo insistente que puedo llegar a ser.

Noté que la miraba sonriendo. Había algo tan sano y luminoso en ella que, sin pensarlo primero, abrí los brazos y respondí que estaba listo. Maja rió dirigiéndome una mirada larga y satisfecha. Abrí la puerta y me siguió sin rodeos al interior del despacho. Se sentó en la silla para las visitas, sacó un bloc de notas y un lápiz y a continuación me miró sonriente.

– ¿Qué es lo que quieres preguntarme?

Ella se ruborizó intensamente y empezó a hablar, todavía con una sonrisa tan amplia que parecía que no pudiera contenerla.

– Podríamos comenzar con la práctica… ¿Qué opina de la posibilidad de que el paciente le engañe? Que sólo diga lo que cree que usted quiere oír.

– En realidad eso ha ocurrido hoy mismo. -Sonreí-. Una de mis pacientes no quería ser hipnotizada. Se resistió y, por supuesto, no se sumió en el trance, aunque fingió que era así.

Maja se había tranquilizado y ahora parecía menos insegura. Se inclinó hacia adelante, contrajo los labios y preguntó:

– ¿Fingió?

– Lo descubrí, naturalmente.

Ella alzó las cejas de manera inquisitiva.

– ¿Cómo?

– Para empezar, existen signos externos muy claros del reposo hipnótico. El más importante es que el rostro pierde toda afectación.

– ¿Podría desarrollar ese punto?

– Estando consciente, incluso la persona más relajada controla la expresión de su rostro. La boca se cierra, hay actividad en los músculos faciales y en los ojos… Pero en un individuo hipnotizado nada de eso está presente. La boca se abre, el mentón se hunde, la mirada es vaga… Es difícil de describir, pero uno lo sabe.

Parecía que Maja quería preguntar algo, así que hice una pausa. No obstante, negó con la cabeza y me pidió que continuara.

– Acabo de leer sus informes -dijo-. El grupo de hipnotismo no se compone sólo de víctimas, es decir, de quienes fueron sometidos a abusos, sino también de abusadores, personas que sometieron a otros a cosas espantosas.

– Funciona del mismo modo en el subconsciente y…

– ¿Se refiere usted a…?

– Perdona, Maja… Y en el contexto de terapia grupal es en realidad un recurso.

– Interesante -dijo tomando nota-. Quiero regresar a ello más tarde, pero ahora me gustaría saber cómo se ve a sí mismo el abusador durante la hipnosis. Usted sugiere la idea de que la víctima a menudo reemplaza al culpable con alguna otra cosa, como un animal.

– Aún no he investigado cómo se ve el culpable a sí mismo, y no quiero caer en la especulación.

Ella ladeó la cabeza.

– Pero ¿sospecha algo?

– Tengo un paciente que…

Quedé en silencio y comencé a pensar en Jussi Persson, el hombre de Norrland que cargaba a cuestas con su soledad como si de un enorme peso se tratara.

– ¿Qué iba a decir?

– Durante el trance, ese paciente regresa a una torre de caza. Es como si el fusil lo dominara, dispara a los corzos y los deja allí tendidos. Cuando está consciente, niega que hubiera corzos y dice que suele sentarse en la torre a esperar a que aparezca una osa.

– ¿Eso dice cuando está consciente? -Sonrió.

– Tiene una casa en Västerbotten.

– ¿Ah, sí? Creí que vivía aquí -rió.

– Los osos seguramente son reales -dije-. Hay muchos osos allí. Jussi contó que una hembra enorme mató a su perro hace algunos años.

Permanecimos sentados mirándonos en silencio.

– Es tarde -dije.

– Aún tengo muchas preguntas…

Abrí las manos.

– Podemos vernos más veces.

Ella me miró. De repente sentí un extraño calor en el cuerpo cuando advertí que una fina nube de rubor se extendía por su piel clara. Había complicidad entre nosotros, una mezcla de seriedad y avidez de reír.

– ¿Puedo invitarlo a una copa como agradecimiento? Hay un libanés bastante agradable…

Se interrumpió abruptamente cuando sonó el teléfono. Le pedí disculpas y contesté.

– ¿Erik?

Era Simone; parecía tensa.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

– Yo… estoy en la parte de atrás, en el carril para bicicletas. Parece ser que alguien ha entrado por la fuerza en casa.

Me recorrió un temblor helado. Pensé en la palmeta que hallamos frente a la puerta, el viejo instrumento de castigo.

– ¿Qué ha ocurrido?

Oí a Simone tragar con fuerza. A lo lejos se oía jugar a unos niños. Quizá estuvieran en el campo de fútbol. Sonó un silbato y se oyeron gritos.

– ¿Qué ha sido eso? -pregunté.

– Nada, unos niños jugando -repuso tratando de parecer serena-. Erik -continuó presurosa-, han forzado la puerta del balcón de Benjamín, la ventana está rota.

Por el rabillo del ojo vi a Maja Swartling ponerse de pie y preguntarme con un gesto si debía marcharse.

Asentí con un breve movimiento de la cabeza y alcé los hombros pidiendo disculpas.

Sin querer, golpeó una silla, que arañó el suelo.

– ¿Estás solo? -preguntó Simone.

– Sí -dije sin saber por qué mentía.

Maja se despidió con la mano y cerró la puerta en silencio tras de sí. Aún podía sentir su perfume como un matiz sencillo y fresco.

– Mejor que no hayas entrado -continué-. ¿Has llamado a la policía?

– Erik, te noto raro. ¿Ha ocurrido algo?

– ¿Además de que quizá haya un intruso en nuestra casa en este mismo instante? ¿Has llamado a la policía?

– Sí, llamé a papá.

– Bien.

– Dijo que vendría en seguida.

– Debes irte de ahí, Simone.

– Estoy en el carril para bicicletas.

– ¿Ves la casa?

– Sí.

– Si tú puedes verla, alguien que esté dentro también podría verte a ti.

– Ya basta -dijo.

– Ve hacia el campo de fútbol, por favor. Iré para allá de inmediato.

Aparqué detrás del Opel sucio de Kennet y puse el freno de mano, giré la llave en el contacto y bajé del coche. Kennet vino corriendo hacia mí. Tenía una expresión resuelta.

– ¿Dónde diablos está Sixan? -exclamó.

– Le dije que esperara en el campo de fútbol.

– Bien, temía que…

– La conozco y sé que habría entrado en la casa. Se parece a ti.

Se rió y me dio un fuerte abrazo.

– Me alegro de verte, muchacho.

Empezamos a rodear la hilera de casas para ir a la parte trasera y divisé a Simone algo alejada de la nuestra. Posiblemente había estado vigilando todo el tiempo la puerta rota del balcón que conducía directamente a nuestro jardín. Levantó la vista, dejó su bicicleta, caminó hacia nosotros y me abrazó con fuerza. Luego miró por encima de mi hombro y dijo:

– Hola, papá.

– Voy a entrar -dijo él con seriedad.

– Te acompañaré -dije.

– Las mujeres y los niños esperan fuera, ¿no? -suspiró Simone.

Los tres pasamos por encima del solo de poca altura y atravesamos el jardín, donde había una mesa y cuatro sillas de plástico blanco.

– Quizá sólo fueron unos adolescentes que necesitaban un lugar donde follar -sugirió Simone.

– No, en ese caso habría más desorden.

– ¿No te parece extraño que los vecinos no notaran nada? A Adolfsson no se le escapa una.

– Quizá fue él quien lo hizo -propuse.

– ¿Follar en nuestra cama?

Me reí, la abracé y percibí su aroma; olía a un delicado perfume en absoluto pegajoso ni dulzón. Se apretó contra mí y sentí su cuerpo delgado como el de un chico junto al mío. Deslicé las manos por debajo de su blusa suelta y exploré la delicada piel. Sus pechos estaban tibios y turgentes. Gimió cuando besé su cuello y un fragor de aliento cálido recorrió mi oreja.

Nos desvestimos a la luz del televisor. Nos ayudamos uno al otro con manos rápidas y ansiosas, tanteamos las prendas de ropa, nos reímos juntos y volvimos a besarnos. Luego ella me arrastró en dirección al dormitorio y me empujó sobre la cama de manera juguetona.

– ¿Es hora de usar la palmeta? -pregunté.

Ella asintió y se acercó a mí, inclinó la cabeza y dejó que su pelo se arrastrara por mis piernas. Sonrió con una mirada afligida mientras se movía hacia arriba. Los rizos cayeron sobre sus delgados hombros pecosos. Los músculos de los brazos se veían tensos cuando se sentó a horcajadas sobre mi cadera. Sus mejillas se arrebolaron cuando la penetré.

Durante algunos segundos, el recuerdo de ciertas fotografías deambuló por mi mente. Las había tomado una vez en la playa, en las islas griegas. Fue un par de años antes de que naciera Benjamín. Habíamos recorrido la costa en autobús y nos bajamos en el sitio que consideramos más hermoso. Cuando comprobamos que la playa estaba desierta, nos despojamos de nuestra ropa de baño. Comimos sandía tibia a la luz del sol y luego nos metimos desnudos en el agua clara y poco profunda, acariciándonos y besándonos. Ese día hicimos el amor cuatro veces en la playa, cada vez más indolentes y apasionados. Simone tenía el pelo enmarañado por el agua de mar. Su mirada se veía pesada por el sol, y sonreía de manera introspectiva. Los pequeños senos tensos, las pecas, los pezones rosados. Su estómago plano, el ombligo, el vello cobrizo de su sexo.

Simone se inclinó hacia adelante sobre mí y se dispuso a buscar el orgasmo. Se echó un poco hacia atrás y me besó en el pecho y en el cuello. Respiraba cada vez más de prisa. Cerró los ojos, se agarró a mis hombros con fuerza y susurró que continuara:

– Sigue, Erik. No te detengas…

Luego comenzó a moverse con más rapidez; tenía la espalda y las nalgas mojadas de sudor. Gimió en voz alta y siguió moviéndose con fuerza arriba y abajo. Se detuvo un instante con los muslos temblorosos, continuó un poco más y paró, gimiendo. Tomó aire, se humedeció los labios y afirmó la mano en mi pecho. Dejó escapar un jadeo y me miró a los ojos cuando comencé a empujar nuevamente en su interior. Luego ya no me resistí, sino que dejé brotar mi semen en pesados y deliciosos espasmos.

Tras aparcar la bicicleta en el sector de neurología, me quedé de pie un breve instante escuchando el clamor de los pájaros en los árboles y observando sus formas de claros colores a través de la masa de hojas de la arboleda. Pensé en que hacía tan sólo un rato había despertado junto a Simone y mirado sus ojos verdes.

Mi despacho se veía tal como lo había dejado el día anterior. La silla donde se había sentado Maja Swartling para entrevistarme aún estaba desplazada de su sitio y la lámpara de mi escritorio seguía encendida. Sólo eran las ocho y media. Tenía tiempo de repasar mis anotaciones acerca de la fallida sesión hipnótica con Charlotte. Era fácil entender por qué había resultado de ese modo: yo había forzado el proceso persiguiendo tan sólo el objetivo. Era un error típico y debería haberme dado cuenta, tenía demasiada experiencia para cometer errores de ese tipo. No servía de nada obligar a un paciente a ver algo que se negaba a ver. Charlotte había entrado en la habitación, pero no había querido levantar la mirada. Debería haber bastado por esa vez, había sido muy valiente.

Me puse la bata de medico, me lavé las manos y pensé en mis pacientes. No estaba satisfecho con el rol de Pierre en el grupo. A menudo corría en busca de Sibel o de Lydia, era locuaz y bromista, pero su actitud era muy pasiva durante los trances hipnóticos. Era peluquero, abiertamente homosexual y quería ser actor. En apariencia, llevaba una vida normal, excepto por un detalle recurrente: todos los años, por Pascua, se iba de viaje con su madre, se encerraban en la habitación del hotel, bebían hasta embriagarse y mantenían relaciones sexuales. Lo que la madre no sabía era que Pierre terminaba siempre las vacaciones con una profunda depresión, y había tenido repetidos intentos de suicidio.

No quería forzar a mis pacientes; quería que contar algo fuera su propia elección.

Llamaron a la puerta. Antes de que me diera tiempo a contestar, ésta se abrió y Eva Blau entró en mi despacho. Me dirigió un gesto extraño, como si intentara sonreír sin mover los músculos faciales.

– No, gracias -dijo de repente-. No tienes que invitarme a cenar, ya he comido. Charlotte es una buena persona: me prepara comida, raciones para toda la semana que guardo en el congelador.

– Es amable de su parte -señalé.

– Compra mi silencio -replicó Eva enigmáticamente, y acto seguido se situó detrás de la silla en la que Maja se había sentado el día anterior.

– Eva, ¿quieres contarme por qué has venido?

– Para chuparte la polla, desde luego que no, que lo sepas.

– No tienes que seguir en el grupo de hipnotismo -repuse con calma.

Ella bajó la mirada.

– Sabía que me odiabas -murmuró.

– No, Eva. Sólo digo que no estás obligada a formar parte de este grupo. Algunas personas no quieren ser hipnotizadas. Otras no son especialmente receptivas, a pesar de que en verdad lo desean, y otras…

– Me odias -interrumpió.

– Sólo digo que no puedo tenerte en ese grupo si de ningún modo quieres ser hipnotizada.

– No fue mi intención -dijo-. Pero no puedes meter tu polla en mi boca.

– Ya basta -dije.

– Perdón -suspiró y sacó algo del bolso-. Mira, te lo regalo.

Lo cogí. Era una fotografía: en ella se veía a Benjamin el día que fue bautizado.

– Es bonita, ¿verdad? -dijo con orgullo.

Sentí que mi corazón comenzaba a latir rápidamente y con fuerza.

– ¿De dónde has sacado esto? -inquirí.

– Es mi pequeño secreto.

– Contéstame, Eva. ¿De dónde has…?

Me interrumpió con un tono provocador:

– Mira por ti y cágate en los demás, así vivirás siempre feliz.

Volví a mirar la imagen. Era del álbum fotográfico de Benjamin. La conocía muy bien. Incluso tenía en el dorso la marca del pegamento con el que la habíamos fijado. Me obligué a hablar con calma a pesar de que el pulso me retumbaba en las sienes.

– Quiero que me cuentes de dónde has sacado esta fotografía.

Se sentó en el sofá, se desabotonó la blusa y me mostró los senos.

– Méteme la polla -repuso ella-. Así quedarás satisfecho.

– Has estado en mi casa -dije.

– Y tú en la mía -respondió con un tono de rebeldía-. Me obligaste a abrir la puerta…

– Eva, traté de hipnotizarte. Eso no es lo mismo que entrar por la fuerza en una casa ajena.

– No entré por la fuerza -se apresuró a replicar.

– Rompiste una ventana…

– La piedra rompió la ventana.

Estaba exhausto. Sentí que estaba a punto de perder los papeles y de reaccionar con furia hacia una persona enferma y confundida.

– ¿Por qué cogiste esa fotografía?

– ¡Eres tú el que coge cosas! ¡Coges y coges sin parar! ¿Qué diablos dirías si yo te las quitara a ti? ¿Cómo crees que le sentirías?

Escondió el rostro entre las manos y dijo que me odiaba. Lo repitió una y otra vez, quizá cientos de veces antes de tranquilizarse.

– Debes entender que me haces enfadar -añadió luego, más serena- cuando dices que cogí tus cosas. Te he regalado una fotografía muy bonita.

– Sí.

Dibujó una amplia sonrisa y se humedeció los labios.

– Yo te he dado algo -continuó-. Ahora quiero que tú me des algo.

– ¿Qué quieres que te dé? -pregunté con calma.

– No lo intentes -repuso.

– Sólo dime qué…

– Quiero que me hipnotices -contestó.

– ¿Por qué dejaste una palmeta junto a mi puerta? -pregunté.

Eva me dirigió entonces una mirada vacía.

– ¿Qué es una palmeta?

– Antes se castigaba a los niños con eso -dije dominándome.

– Yo no he dejado nada junto a tu puerta.

– Dejaste una vieja…

– ¡No mientas! -gritó.

Se puso de pie y caminó hacia la puerta.

– Eva, hablaré con la policía si no entiendes cuáles son los límites, si no entiendes que debes dejarnos a mi familia y a mí en paz.

– ¿Y mi familia? -replicó.

– ¡Escúchame!

– ¡Cerdo fascista! -gritó, y abandonó la habitación.

Mis pacientes estaban sentados en semicírculo frente a mí. Había resultado fácil hipnotizarlos esa vez. Nos habíamos sumergido lentamente bajo el agua. Continué trabajando con Charlotte. Su rostro se veía tristemente relajado, tenía profundos círculos alrededor de los ojos y el mentón algo arrugado.

– Perdón -suspiró.

– ¿Con quién hablas? -pregunté.

Su rostro se contrajo por un breve instante.

– Perdón -repitió.

Esperé. Era evidente que Charlotte estaba profundamente hipnotizada. Respiró pesada aunque silenciosamente.

– Sabes que estás a salvo con nosotros, Charlotte -dije-. No hay nada que pueda hacerte daño. Te sientes bien, agradablemente relajada.

Ella asintió acongojada y supe que me oía, que seguía mis palabras sin poder distinguir ya el entorno inmediato de la realidad de la hipnosis. En su profundo trance hipnótico, era como si estuviera viendo una película en la que ella misma participaba. Era tanto espectadora como actriz, pero no estaba dividida en dos, sino que formaba una unidad.

– No te enfades -suspiró-. Perdón, perdón. Te compensaré, lo prometo. Te compensaré.

Oí al grupo respirar pesadamente a mi alrededor y entendí que estábamos en el caserón. Habíamos llegado al cuarto peligroso de Charlotte y quería que permaneciéramos allí, deseaba que ella tuviera la fuerza suficiente para elevar la vista del suelo y ver algo, echar un primer vistazo a aquello que tanto temía. Quería ayudarla, pero no forzar el proceso esta vez, no repetir el error de la semana anterior.

– Hace frío en el gimnasio del abuelo -dijo de repente Charlotte.

– ¿Ves algo?

– Largos tablones de madera, un cubo y un cable -dijo con un hilo de voz.

– Da un paso atrás -indiqué.

Ella negó con la cabeza.

– Charlotte, da un paso atrás y apoya la mano en la manija de la puerta.

Vi que sus párpados temblaban y nuevas lágrimas brotaban a través de sus pestañas. Apoyaba las manos sobre su regazo, como una anciana.

– Tocas la manija y sabes que puedes abandonar la habitación cuando quieras -dije.

– ¿Puedo hacerlo?

– Empujas la manija hacia abajo y sales.

– Probablemente sea lo mejor, si me voy…

Guardó silencio, levantó el mentón y luego giró lentamente la cabeza con la boca entreabierta, como una niña.

– Me quedaré un poco más -declaró en voz baja.

– ¿Estás sola ahí dentro?

Negó con la cabeza.

– Lo oigo -murmuró-, pero no puedo verlo.

Arrugó la frente como si intentara distinguir algo impreciso.

– Aquí hay un animal -dijo de repente.

– ¿Qué animal es? -pregunté.

– Papá tiene un gran perro…

– ¿Tu padre está ahí?

– Sí, está aquí. Está de pie en la esquina, junto a las espalderas. Está triste, lo veo en sus ojos. Papá dice que lo hice sentir mal. Está triste.

– ¿Y el perro?

– El perro da algunos pasos frente a sus piernas, olfateando el suelo. Se acerca y luego regresa a su lado. Ahora está en silencio junto a él, jadeando. Papá dice que el perro cuidará de mí… No quiero, no debería poder hacerlo, no está…

Charlotte contuvo la respiración. Corría el riesgo de salir del trance si continuaba precipitándose hacia adelante.

Una terrible sombra se extendió sobre su rostro y pensé que sería mejor abandonar el estado de hipnosis y salir de ese mar negro. Habíamos encontrado al perro. Ella había permanecido allí mirándolo. Era un gran paso adelante. A su debido tiempo resolveríamos la cuestión de quién era en realidad el perro.

Cuando flotamos hacia la superficie entre la masa de agua, vi a Marek separar los labios y enseñar los dientes en dirección a Charlotte. Lydia extendió una mano entre la nube verde oscura de algas y sargazos e intentó acariciar la mejilla de Pierre. Sibel y Jussi cerraron los ojos y se desplazaron hacia arriba. Nos encontramos con Eva Blau, que flotaba apenas bajo la superficie.

Ya casi estábamos despiertos. El límite en el que la realidad se disolvía ante la influencia de la hipnosis era siempre impreciso, y lo mismo ocurría en sentido contrario, en el trayecto hacia el territorio de la conciencia.

– Ahora haremos una pausa -dije, y a continuación me volví hacia Charlotte-. ¿Te sientes bien?

– Gracias -dijo ella bajando la mirada.

Marek se puso de pie, le pidió un cigarrillo a Sibel y luego salió con ella. Pierre se quedó sentado junto a Jussi; miró el suelo y luego se restregó rápidamente los ojos como si hubiera llorado. Lydia se incorporó despacio, estiró lentamente los brazos por encima de la cabeza y bostezó. Pensé en decirle algunas palabras a Charlotte acerca de que me alegraba que hubiera elegido permanecer un momento en su caserón, pero ya no la vi en la sala.

Decidí coger entonces mi cuaderno para hacer unas rápidas anotaciones, pero Lydia me interrumpió al acercarse a mí. Sus joyas tintinearon suavemente y percibí su perfume de almizcle cuando se puso a mi lado y preguntó:

– ¿No me toca ya a mí?

– La próxima vez -contesté sin alzar la vista de mis anotaciones.

– ¿Por qué no hoy?

Dejé el bolígrafo y busqué su mirada.

– Porque había pensado continuar con Charlotte y luego con Eva.

– Creo que Charlotte ha dicho que se iba a su casa.

Le sonreí.

– Esperemos a ver qué pasa -dije.

– Pero ¿y si no regresa? -insistió ella.

– En ese caso, sí, Lydia, por supuesto.

Se quedó observándome por un momento cuando volví a coger el bolígrafo y comencé a escribir.

– Dudo que Eva pueda sumirse en un trance especialmente profundo -señaló de repente Lydia.

Volví a levantar la mirada.

– Porque en realidad no quiere encontrarse con su cuerpo etérico -continuó.

– ¿Cuerpo etérico?

Ella sonrió avergonzada.

– Sé que tú utilizas otras palabras -dijo-, pero entiendes a qué me refiero.

– Lydia, intento ayudar a todos mis pacientes -repuse con sequedad.

Inclinó la cabeza.

– Pero no lo lograrás, ¿verdad?

– ¿Por qué crees eso? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– Según las estadísticas, uno de nosotros se quitará la vida. Un par serán institucionalizados y…

– No se puede razonar de ese modo -intenté explicarle.

– Yo puedo -me interrumpió-, porque quiero formar parte de los que se salvan.

Dio un paso más hacia mí y apareció una inesperada crueldad en su mirada cuando bajó la voz para decir:

– Creo que Charlotte será de los que se quitan la vida.

Antes de que pudiera contestarle, suspiró y añadió:

– Al menos, no tiene hijos.

Luego fue a sentarse en su silla. Cuando eché un vistazo al reloj, me percaté de que habían pasado más de quince minutos. Pierre, Lydia, Jussi y Eva habían regresado a sus lugares. Llamé a Marek, que caminaba arriba y abajo por el pasillo hablando solo. Sibel estaba fumando junto a la puerta y rió cansada cuando le pedí que entrara.

Lydia me miró satisfecha cuando finalmente constaté que Charlotte no había regresado.

– Bien -dije juntando las manos-. Ahora continuaremos.

Observé sus rostros frente a mí. Estaban listos. En realidad, las sesiones siempre resultaban mejores después de la pausa. Era como si todos anhelaran regresar a las profundidades, como si la luz y el sonido susurrante del fondo nos invitara a bajar nuevamente.

El efecto de la inducción fue inmediato, y Lydia quedó sumida en un profundo trance después de sólo diez minutos.

Descendimos y sentí el agua tibia recorrer mi piel. El gran bloque de piedra estaba cubierto de corales. Ondeando en las corrientes se movían los tentáculos de los pólipos. Yo observaba cada detalle, cada color vibrante y luminoso.

– Lydia -dije-. ¿Dónde te encuentras?

Ella se humedeció los labios resecos y echó la cabeza hacia atrás. Los ojos estaban suavemente cerrados, pero tenía un gesto irritado en la boca y una arruga en la frente.

– Cojo el cuchillo.

Su voz era seca y áspera.

– ¿Qué clase de cuchillo es? -pregunté.

– El cuchillo de sierra del fregadero -dijo, sorprendida, y luego permaneció un momento en silencio con la boca entreabierta.

– ¿Un cuchillo para el pan?

– Sí. -Sonrió.

– Continúa.

– Corto el postre helado en dos. Me llevo la mitad y una cuchara al sofá frente al televisor. Oprah Winfrey se vuelve hacia el doctor Phil. Está sentado entre el público y muestra su dedo índice. Se ha atado un hilo rojo en torno al dedo y se dispone a contar por qué cuando Kasper comienza a gritar. Sé que no quiere nada, sólo intenta desafiarme. Grita porque sabe que eso me enfurece, porque no soporto los malos modos en mi casa.

– ¿Qué grita?

– Sabe que quiero oír lo que dice el doctor Phil, sabe que me gusta Oprah… Por eso grita.

– ¿Qué grita en este momento?

– Nos separan dos puertas cerradas, pero oigo que me grita palabras groseras. Dice: «Coño, coño, coño…»

Lydia tenía las mejillas rojas y el sudor perlaba su frente.

– ¿Qué haces tú? -pregunté.

Ella volvió a humedecerse los labios. Su respiración era pesada.

– Subo el volumen del televisor -dijo con voz amortiguada-. Hay un bullicio, se oyen aplausos, pero el programa ya no me parece divertido. Él ha arruinado el momento. Es así, pero debería explicárselo a él.

Sonrió débilmente con los labios apretados. Tenía el rostro muy pálido y el agua centelleaba en espirales metálicas sobre su frente.

– ¿Lo haces? -pregunté.

– ¿Qué?

– ¿Qué haces, Lydia?

– Yo… paso por la recocina y bajo al salón. Se oye un silbido y unos extraños zumbidos que provienen del cuarto de Kasper, es… No sé qué está haciendo, sólo quiero volver a subir a ver la televisión, pero continúo caminando hacia la puerta, la abro y entro…

Quedó en silencio y el agua brotó con fuerza por sus labios entreabiertos.

– Entras -repetí-. ¿Adonde entras, Lydia?

Sus labios se movieron ligeramente. Las burbujas centellearon y se desvanecieron.

– ¿Qué ves? -pregunté con cuidado.

– Kasper finge dormir cuando entro en su cuarto -respondió lentamente-. Ha roto la fotografía de la abuela. Prometió ser cuidadoso si se la prestaba, es lo único que tengo. Ahora la ha destrozado y simplemente finge dormir ahí tumbado. Pienso que hablaré seriamente con él el domingo. Ese día de la semana repasamos cómo nos hemos comportado el uno con el otro. Me pregunto qué consejo me habría dado el doctor Phil. Me percato de que aún tengo la cuchara en la mano. Al mirarla no me veo a mí misma reflejada en el metal, sino a un osito de peluche. Debe de colgar del techo…

Lydia frunció los labios súbitamente afligida. Trató de reír, pero de su boca sólo salieron sonidos extraños. Volvió a intentarlo, aunque no sonó como una risa.

– ¿Qué haces? -pregunté.

– Miro -dijo alzando la vista.

De repente Lydia resbaló de la silla y se golpeó la cabeza contra el asiento. Corrí hacia ella. Quedó sentada en el suelo, todavía en trance, aunque ya no profundo. Me miró perpleja y con ojos asustados mientras le hablaba en un tono tranquilizador.

No sé por qué sentí que debía telefonear a Charlotte. Algo me preocupaba. Quizá se debiera a que durante la hipnosis la había convencido de que permaneciera en su caserón más tiempo del que en realidad podía soportar. Había desafiado su orgullo y la había persuadido de alzar la vista y observar por primera vez al gran perro que se movía entre las piernas de su padre. Me preocupaba su comportamiento al abandonar la sesión sin dar explicaciones o agradecérmelo como acostumbraba a hacer.

Me arrepentí en cuanto marqué el número de su teléfono móvil, pero aun así esperé a oír el buzón de voz antes de colgar.

Tras un almuerzo tardío en el restaurante Stallmästaregården, regresé en bicicleta al Karolinska. Soplaba un viento helado, pero la luz primaveral bañaba las calles y las fachadas de los edificios.

Me sacudí la inquietud por Charlotte, intentando convencerme de que había pasado por una experiencia tan estremecedora que necesitaba estar en paz con sus sentimientos durante un rato. Las hojas de los árboles del cementerio se agitaban en el viento y la luz.

Kennet debía recoger a Benjamín ese día. Le había prometido llevarlo en el coche de la policía desde el parvulario. El chico dormiría en su casa, puesto que yo debía trabajar hasta tarde y Simone iba a la ópera con unas amigas.

Le había prometido a Maja Swartling, la joven estudiante de medicina, que podría entrevistarme por segunda vez. En ese momento noté que ansiaba hablar con ella. Me sentía satisfecho porque, en principio, mis teorías habían sido confirmadas por Charlotte.

Enfilé el pasillo en dirección a mi despacho. La entrada del hospital estaba vacía, excepto por unas ancianas que esperaban el autobús para discapacitados. El día era hermoso: el sol brillaba y motas de polvo flotaban suspendidas en la luz. Pensé que debía salir a correr un poco esa noche en cuanto terminara el trabajo.

Cuando llegué a mi despacho, Maja Swartling ya estaba esperando junto a la puerta. Sus carnosos labios pintados de rojo se abrieron en una sonrisa y el broche de su pelo negro azabache resplandeció cuando se inclinó y preguntó con su acostumbrada picardía:

– Espero que no se arrepintiera tras la entrevista número dos, doctor.

– Por supuesto que no -dije sintiendo un hormigueo en mi interior cuando me detuve junto a ella para abrirle la puerta.

Nuestras miradas se cruzaron y vi una inesperada seriedad en sus ojos cuando pasó frente a mí y entró en la habitación. Súbitamente fui consciente de mi propio cuerpo, de mis pies, de mi boca. Ella se ruborizó al sacar su carpeta llena de papeles, el bolígrafo y el bloc de notas.

– ¿Qué ha ocurrido desde la última vez que nos vimos? -preguntó.

Le ofrecí una taza de café de la pequeña cocina y luego comencé a relatarle la exitosa sesión de ese día.

– Creo que he hallado al abusador de Charlotte -dije-. Aquel que le hizo tanto daño como para que intente quitarse la vida una y otra vez.

– ¿Quién es?

– Un perro -dije seriamente.

Maja no se rió. Estaba bien informada y sabía que una de mis tesis, la más osada y llamativa, se basaba en la antiquísima estructura de las fábulas: representar a las personas mediante animales es una de la maneras más antiguas de contar algo que de otro modo estaría prohibido, resultaría demasiado aterrador o tentador. Para mis pacientes era una forma de manejar lo incomprensible de que quien debía cuidarlos y amarlos, en cambio, los hubiera lastimado del peor modo imaginable.

Me resultaba muy fácil, casi deslealmente fácil, hablar con Maja Swartling. Conocía el tema sin ser una experta, formulaba preguntas inteligentes y sabía escuchar.

– ¿Y Marek Semiovic? ¿Cómo va todo con él? -preguntó chupando el bolígrafo.

– Conoces su pasado. Llegó aquí como refugiado durante la guerra de Bosnia y sólo trataron sus heridas físicas.

– Sí.

– Es interesante para mi investigación, aunque aún no entiendo exactamente lo que ocurre, ya que durante el trance profundo siempre va a dar a la misma habitación, al mismo recuerdo. Es obligado a torturar a personas que conoce, a chicos con los que ha jugado. Pero luego ocurre algo.

– ¿Durante la hipnosis?

– Sí, se niega a continuar.

Maja anotó algo, hojeó su bloc y alzó la vista.

Decidí no contarle que Lydia había resbalado de la silla durante la sesión. Le hablé, en cambio, de la idea de que durante el trance el libre albedrío sólo se ve limitado en que uno no puede mentirse a sí mismo.

El tiempo pasó y se hizo de noche. El pasillo estaba desierto y en silencio fuera de mi despacho.

Maja guardó sus cosas en la carpeta, se envolvió el chal en torno al cuello y se puso de pie.

– El tiempo ha pasado volando -se disculpó.

– Gracias por el día de hoy -dije tendiéndole la mano.

Dudó un instante y luego preguntó:

– ¿Puedo invitarlo a tomar algo esta noche?

Lo pensé. Simone iría con sus amigas a la ópera a ver Tosca y regresaría tarde a casa. Benjamín dormiría con su abuelo y yo había pensado trabajar toda la noche.

– Tal vez -respondí con la sensación de estar cometiendo una infracción.

– Conozco un pequeño local en la calle Roslagsgatan -añadió ella-. Se llama Peterson-Berger. Es un sitio sencillo pero muy agradable.

– Bien -dije simplemente.

Cogí mi chaqueta, apagué la luz del despacho y cerré la puerta detrás de nosotros.

Recorrimos en bicicleta el parque Haga pasando junto al lago Brunnsviken y luego nos dirigimos hacia Norrtull. Casi no había tránsito. No eran más de las siete y media de la noche y la primavera se percibía en el nítido canto de los pájaros en los árboles.

Finalmente, aparcamos las bicicletas frente al pequeño parque del viejo restaurante Claes på Hörnet. Cuando cruzamos juntos la puerta del local y nos encontramos con la mirada sonriente de la propietaria, comencé a dudar. ¿Qué estaba haciendo yo allí? ¿Qué contestaría si Simone llamaba preguntando qué había hecho? Una oleada de malestar me recorrió por un momento y luego se fue. Maja era una colega y queríamos continuar con la charla. De todos modos, Simone había salido con sus amigas esa noche; probablemente estuvieran tomando una copa de vino en el restaurante de la ópera en ese momento.

Maja parecía expectante. Yo no acababa de entender qué hacía conmigo. Era excepcionalmente hermosa, joven y extrovertida; yo debía de ser quince años mayor que ella y estaba casado.

– Me encantan los pinchos de pollo con comino -dijo adelantándose hacia una mesa situada al otro lado del local.

Nos sentamos e inmediatamente se acercó una mujer con una jarra de agua para nosotros. Maja apoyó la mejilla en la mano, contempló el vaso y dijo con calma:

– Si nos aburrimos de esto, siempre podemos ir a mi casa.

– Maja, ¿estás coqueteando conmigo?

Se rió y sus hoyuelos se hicieron más profundos.

– Mi padre siempre decía que había nacido así. Una coqueta sin remedio.

Advertí que no sabía nada de ella, y que ella evidentemente había profundizado en todo lo que yo había hecho.

– ¿Tu padre también era médico? -pregunté.

Asintió.

– El profesor Jan E. Swartling.

– ¿El neurocirujano? -pregunté, admirado.

– O como sea que se llame cuando alguien revuelve el cerebro de otra persona -dijo amargamente.

Ésa fue la primera vez que la sonrisa se desvaneció de su rostro.

Mientras comíamos, empecé a sentirme cada vez más tenso por la situación. Bebí muy de prisa y pedí más vino. Era como si la mirada del personal, la obvia suposición de que éramos una pareja, me hubiera puesto nervioso e intranquilo. Me emborraché, ni siquiera miré el recibo de la cuenta antes de firmarlo. Sólo lo estrujé y fallé al arrojarlo a la papelera del guardarropa. Ya en la calle, en la tibia noche primaveral, estaba decidido a volver a casa, pero Maja señaló una puerta y preguntó si quería subir, sólo para ver su apartamento y tomar una taza de té.

– Maja -dije-, eres incorregible. Tu padre tiene toda la razón.

Ella rió disimuladamente y entrelazó su brazo con el mío.

Subimos en el ascensor muy cerca el uno del otro. Yo no podía dejar de mirar sus labios carnosos y sonrientes, los clientes blancos como perlas, la alta frente y el pelo negro y reluciente.

Maja se percató de ello y me acarició la mejilla con cautela. Me incliné hacia adelante y estuve a punto de besarla, pero me contuve cuando el ascensor se detuvo con una sacudida.

– Ven -susurró abriendo la puerta.

Su apartamento era diminuto, pero muy agradable. Las paredes estaban pintadas de un suave color celeste y de la única ventana colgaban unas cortinas blancas de lino. El rincón de la cocina era fresco, con el suelo de cerámica blanca y una pequeña y moderna estufa de gas. Maja entró en ella y oí que descorchaba una botella de vino.

– Pensé que íbamos a tomar té -dije cuando salió con la botella y un par de vasos.

– Esto es mejor para el corazón -dijo.

– En ese caso, vale -contesté, y derramé vino sobre mi mano al coger un vaso.

Ella me secó con la ayuda de un paño de cocina, se sentó en la estrecha cama y se reclinó.

– Bonito apartamento -dije.

– Es extraño que estés aquí. -Sonrió-. Te he admirado durante tanto tiempo y…

De repente se puso en pie.

– Debo hacerte una fotografía -exclamó con una risa ahogada-. ¡El gran médico, aquí, en mi casa!

Fue a buscar su cámara y se concentró.

– Ponte serio -dijo mirando por el visor.

Me fotografió entre risas, me desafió a hacer poses, bromeó diciendo que estaba muy sexy y luego me pidió que pusiera morros.

– Increíblemente sensual -rió con soltura.

– ¿Saldré en la portada de Vogue?

– Eso si no me escogen a mí -dijo dándome la cámara.

Me puse de pie y sentí que me tambaleaba. Miré por el visor y vi que Maja se había echado sobre la cama.

– Tú ganas -dije sacándole una fotografía.

– Mi hermano siempre me llamaba «cerdita» -dijo-. ¿Piensas que estoy gorda?

– Eres increíblemente hermosa -murmuré mientras la observaba sentarse y quitarse el jersey por encima de la cabeza.

Un sujetador de seda verde claro ocultaba su prominente pecho.

– Hazme una foto así -susurró desabrochándose el sostén.

Se sonrojó ostensiblemente y sonrió. Ajusté el visor y vi sus ojos oscuros y brillantes, los labios sonrientes, sus pechos jóvenes y generosos de pezones rosados.

La fotografié mientras posaba y me hacía señas para que me aproximara a ella.

– Tomaré un primer plano -murmuré sentándome de rodillas y sintiendo cómo el deseo latía en mi interior y tiraba de mí.

Se agarró un seno con la mano y el flash de la cámara centelleó. Luego me susurró que me acercara. Yo tenía una fuerte erección, sentía dolor y tirantez en la entrepierna. Bajé la cámara, me incliné hacia adelante y tomé uno de sus pechos con la boca al tiempo que ella lo presionaba contra mi cara y yo comenzaba a lamer el pezón erecto.

– Dios mío -suspiró-. Es maravilloso.

Su piel estaba ardiente, humeante. Se desabrochó el pantalón vaquero, se lo bajó y se lo quitó de una sacudida. Me puse de pie. Pensé que no debía acostarme con ella, que no podía hacerlo, pero tomé la cámara y volví a fotografiarla. Sólo llevaba unas finas braguitas de un tono verde claro.

– Ven -suspiró.

Volví a mirarla por el visor. Me dirigió una amplia sonrisa y abrió las piernas justo frente a mí. El oscuro vello púbico se adivinaba a los costados de las braguitas.

– Hagámoslo.

– No puedo -contesté.

– Ya lo creo que puedes. -Sonrió.

– Maja, eres peligrosa. Eres muy peligrosa -dije dejando la cámara.

– Sé que soy traviesa.

– Pero estoy casado, ¿entiendes?

– ¿No crees que soy hermosa?

– Eres increíblemente hermosa, Maja.

– ¿Más que tu esposa?

– Ya basta.

– Pero te excito -suspiró, rió y luego se quedó seria.

Asentí echándome hacia atrás y la vi sonreír satisfecha.

– ¿Puedo seguir haciéndote las entrevistas?

– Por supuesto -respondí, y luego me dirigí hacia la puerta.

La vi lanzarme un beso y se lo devolví. Abandoné el apartamento, me apresuré a bajar a la calle y cogí mi bicicleta.

Por la noche soñé que contemplaba un bajorrelieve que representaba a tres ninfas. Me desperté al decir algo en voz alta, tan alta que oí mi propio eco en el cuarto vacío y oscuro. Simone había llegado a casa mientras yo dormía y se movió dormida junto a mí. Estaba sudado y el alcohol aún corría por mi sangre. El camión de la basura pasó tronando y centelleando en la calle frente a nuestra puerta. La casa estaba en silencio. Me tomé una pastilla e intenté dejar de pensar, pero comprendí lo que había ocurrido unas horas antes esa noche. Había fotografiado a Maja Swartling casi desnuda. Había sacado fotografías de su pecho, de sus piernas, de sus bragas verde claro. Pero no nos habíamos acostado juntos, me repetí para mis adentros. No había pensado siquiera en hacerlo, no quería. Había traspasado los límites pero no había traicionado a Simone. Ahora estaba bien despierto. Glacialmente despierto. ¿Qué me ocurría? ¿Cómo era posible que Maja me hubiera convencido para que la fotografiase desnuda? Era hermosa y seductora. Me había sentido halagado por ella. ¿Eso era todo cuanto necesitaba? Sorprendido, entendía que había encontrado un punto débil en mí mismo: era vanidoso. No había nada por lo que pudiera asegurar que estaba enamorado de ella. Tan sólo me sentía bien en su compañía a causa de mi vanidad.

Me di media vuelta en la cama y me cubrí la cabeza con la manta. Un momento después volvía a dormir profundamente.

Charlotte no acudió a la sesión esa semana, lo que me hizo ir mal, ya que ese mismo día quería hacer un seguimiento del resultado. Marek se encontraba en un profundo descanso hipnótico. Estaba hundido en la silla, con el jersey ceñido en torno a los brazos fuertes y trabajados y los hiperdesarrollados músculos de la espalda. Llevaba la cabeza afeitada y la tenía cubierta de cicatrices. Masticaba lentamente. Alzó la cabeza y me dirigió una mirada vacía.

– No puedo dejar de reír -dijo en voz alta- porque las descargas eléctricas hacen saltar al chico de Mostar como en los dibujos animados.

Marek balanceaba la cabeza mientras hablaba, parecía contento.

– El chico yace sobre el suelo de hormigón, oscurecido por la sangre. Respira agitadamente, se arrastra y rompe a llorar. ¡Maldición! Le grito que se ponga de pie, que lo mataré si no lo hace. Que le meteré el maldito cuchillo por el trasero.

Marek guardó silencio un breve instante. Luego continuó en el mismo tono hueco y ligero:

– Se levanta. Le resulta difícil mantenerse de pie. Le tiemblan las piernas, su pene ha encogido. Tiembla, pide perdón y dice que no ha hecho nada malo. Me acerco, miro sus dientes ensangrentados y le aplico una fuerte descarga eléctrica en el cuello. Cae al suelo con estrépito, con los ojos desorbitados, se golpea la cabeza varias veces contra la pared y sus piernas se sacuden. Yo me río a carcajadas. Se desliza hacia un lado siguiendo la barandilla, le chorrea sangre de la boca, y luego se hunde en la manta que hay en un rincón. Le sonrío, me inclino hacia adelante y le aplico una nueva descarga, pero su cuerpo sólo rebota como el de un cerdo muerto. Grito en dirección a la puerta que se ha acabado la diversión, pero entran con el hermano mayor del chico. Lo conozco, trabajamos juntos un año en Aluminij, la fábrica de…

Marek se interrumpió, le temblaba el mentón.

– ¿Qué ocurre ahora? -pregunté en voz baja.

Permaneció en silencio un momento antes de comenzar a hablar otra vez:

– El suelo está cubierto de hierba verde. Ya no veo al chico de Mostar, allí sólo hay un montón de hierba.

– ¿No es extraño? -pregunté.

– No lo sé, quizá. Pero ya no veo la habitación. Estoy fuera, cruzo un prado en verano. Siento la hierba húmeda y fría bajo mis pies.

– ¿Quieres regresar a la casa?

– No.

Lentamente los hice salir del trance. Me aseguré de que todos se sintieran bien antes de empezar a charlar. Marek se secó las lágrimas de las mejillas y estiró la espalda. Tenía grandes manchas de sudor bajo los brazos.

– Tuve que hacerlo, era lo que hacían… Me obligaron a torturar a mis viejos amigos -dijo.

– Lo sabemos -asentí.

Dirigió una mirada retraída e inquieta al grupo.

– Me reí porque estaba asustado. No soy así, no soy peligroso -murmuró.

– Nadie te está juzgando, Marek.

Volvió a estirar la espalda y me miró con una expresión orgullosa.

– Hice cosas terribles -dijo rascándose el cuello.

– Te obligaron a hacerlo.

Marek separó las manos.

– Pero en algún lugar estoy tan jodido que lo añoro -añadió.

– ¿De veras?

– Maldita sea -se quejó-. Sólo es una forma de hablar. No lo sé, no sé nada.

– Yo creo que lo recuerdas todo perfectamente -interrumpió de repente Lydia con una leve sonrisa-. ¿Por qué no quieres contarlo?

– ¡Cierra la boca! -gritó Marek, y se acercó a ella alzando la mano.

– Siéntate -le ordené con firmeza.

– Marek, no me grites -dijo Lydia con calma.

Sus miradas se cruzaron y él se detuvo.

– Disculpa -dijo con una sonrisa insegura.

Se pasó la mano por la coronilla un par de veces y volvió a sentarse.

Durante la pausa miré por la ventana abierta con una taza de café en la mano. Era un día oscuro, la lluvia cortaba pesadamente el aire. El viento que entraba a raudales era frío y traía consigo un fuerte aroma a hojas. Mis pacientes comenzaron a acomodarse en la gran sala de terapia.

Eva Blau iba vestida de azul de la cabeza a los pies. Se había pintado los finos labios con un lápiz de labios azul y se había aplicado sombra de ojos del mismo color. Como de costumbre, parecía intranquila. Se ponía la chaqueta sobre los hombros y volvía a quitársela una y otra vez.

Lydia estaba de pie hablando con Pierre. Él la escuchaba mientras sus ojos y su boca se contraían en un tic repetitivo y doloroso.

Marek me había dado la espalda, y sus músculos de culturista se marcaron cuando buscó algo en su mochila.

Me puse de pie y le hice una seña a Sibel, que inmediatamente apagó el cigarrillo en la suela de su zapato y lo guardó en la cajetilla.

– Sigamos -dije con la idea de hacer un nuevo intento con Eva Blau.

Eva tenía una expresión tensa. Una sonrisa de provocación se extendía en sus labios pintados de azul. Yo permanecía atento a su complacencia manipuladora. No quería que se sintiera presionada, pero tenía una idea acerca de cómo hacer hincapié en la libre voluntad que se ocultaba tras la hipnosis. Era evidente que necesitaba ayuda para relajarse y comenzar a descender.

Cuando indiqué al grupo que dejaran caer el mentón sobre el pecho, Eva reaccionó de inmediato con una amplia sonrisa. Conté en orden descendente, sentí que caía de espaldas y el agua me rodeaba, pero mantuve todo el tiempo la vigilia. Eva miró de reojo a Pierre e intentó respirar siguiendo el ritmo de él.

– Descendéis despacio -dije-, más profundamente en la tranquilidad, sintiendo una agradable relajación.

Caminé por detrás de mis pacientes observando sus cuellos pálidos y sus espaldas redondeadas. Me detuve junto a Eva y apoyé una mano sobre su hombro. Sin abrir los ojos, ella se volvió lentamente, alzó la cabeza e hizo un mohín con la boca.

– Ahora hablaré sólo con Eva -dije-. Quiero que permanezcas consciente pero relajada. Escucharás mi voz cuando me dirija al grupo, aunque no te sumirás en el trance. Sentirás la misma tranquilidad, la misma entrega agradable, y aun así permanecerás despierta todo el tiempo.

Sentí cómo sus hombros se relajaban.

– Ahora volveré a dirigirme a todos. Escuchadme, voy a contar en orden descendente -proseguí-. Con cada número, os sumergiréis más y más profundamente en la relajación. Eva, tú sólo debes seguirnos con el pensamiento. Permanecerás todo el tiempo consciente y despierta.

Seguí contando mientras regresaba a mi lugar y cuando me senté en mi silla frente a ellos vi que el rostro de Eva estaba inexpresivo. Se la veía distinta, casi resultaba difícil entender que se tratara de la misma persona. Su labio inferior colgaba, el interior rosado y húmedo contrastaba con el maquillaje azul. Respiraba con pesadez. Me dirigí hacia mi interior, solté el control y me sumergí en el agua como si del oscuro hueco de un ascensor se tratara. Alcanzamos un naufragio o una casa inundada. Sentí una corriente de agua helada que me rozaba por debajo y vi burbujas de aire que ascendían y pequeños trozos de algas flotando.

– Seguid descendiendo más profundamente, con calma -exhorté con cuidado.

Después de unos veinte minutos, todos estábamos en las profundidades marinas, sobre un suelo de acero completamente plano. Algunas conchas se habían adherido al metal. Aquí y allá se veían pequeñas acumulaciones de algas. Un cangrejo blanco se arrastraba por la superficie lisa. El grupo formó un semicírculo frente a mí. El rostro de Eva estaba pálido y sumido en la sorpresa. La luz que emanaba del agua grisácea enjuagó sus mejillas.

Su rostro se veía desnudo y casi monacal cuando estaba tan profundamente relajada. En su boca blanda y entreabierta se formó una burbuja de saliva.

– Eva, quiero que describas lo que ves con detenimiento.

– Sí -murmuró.

– Cuéntanos -intenté-. ¿Dónde te encuentras?

De repente, su rostro adoptó una expresión extraña. Parecía que ella misma se había sorprendido por algo.

– Me he marchado. Camino por el suave sendero de pinos con grandes pinas -murmuró-. Quizá me dirija al club de canotaje para mirar por la ventana trasera.

– ¿Lo haces?

Eva asintió e infló las mejillas como una niña disgustada.

– ¿Qué ves?

– Nada -se apresuró a responder de manera reservada.

– ¿Nada?

– Sólo una cosa…, que escribo algo con tiza en la calle, frente a la estafeta.

– ¿Qué escribes?

– Una tontería.

– ¿No ves nada en la ventana?

– No…, sólo a un chico. Miro a un chico -masculló-. Es muy guapo. Está tumbado en una cama estrecha, en un sofá cama. Un hombre con una bata de toalla se acuesta sobre él. Me gusta mirarlos. Me gustan los chicos, quiero tocarlos, besarlos.

Luego Eva permaneció sentada con la boca entreabierta mientras con la mirada recorría a todos los presentes.

– No estaba hipnotizada -dijo.

– Estabas relajada, también da resultado -repuse.

– No, no ha salido bien, porque no estaba pensando lo que decía. Dije distintas cosas. No significaban nada, sólo eran fantasías.

– ¿No existe de verdad el club de canotaje?

– No -contestó ásperamente.

– ¿El suave sendero?

– Lo inventé -dijo encogiéndose de hombros.

Era evidente que estaba molesta por haber sido hipnotizada, por haber descrito aquello que le había sucedido de verdad. Eva Blau era una persona que de ningún otro modo contaría algo de sí misma que tuviera que ver con la realidad.

Marek escupió en silencio en su palma cuando notó que Pierre lo miraba. Éste se ruborizó y rápidamente desvió la mirada.

– Nunca le he hecho nada malo a un niño -continuó Eva en voz más alta-. Soy buena, soy una buena persona y les gusto a todos los niños. De hecho, me encantaría trabajar de canguro. Ayer estuve en tu casa, Lydia, pero no me atreví a llamar a la puerta.

– No lo hagas -replicó ella en voz baja.

– ¿Qué?

– No vayas a mi casa.

– Puedes confiar en mí -continuó Eva-. Charlotte y yo ya somos muy buenas amigas. Ella me hace la comida y recojo flores para que las ponga en un jarrón sobre la mesa.

Sus labios se tensaron nuevamente cuando se volvió hacia Lydia:

– Le he comprado un regalo a tu hijo Kasper. Es sólo algo pequeño, un gracioso ventilador que parece un helicóptero. Uno puede echarse aire con la hélice.

– Eva -dijo Lydia en tono sombrío.

– No es nada peligroso, no puede lastimarse con él, te lo prometo.

– No vayas a mi casa, ¿me oyes?

– Hoy no, no puedo: iré a casa de Marek, creo que necesita compañía.

– Eva, ya has oído lo que he dicho -espetó Lydia.

– De todos modos, no tengo tiempo esta noche. -Sonrió.

Lydia la observó con el rostro pálido y tenso. Se puso en pie precipitadamente y abandonó la sala. Eva se quedó sentada donde estaba, mirándola.

Simone aún no había llegado cuando me indicaron cuál era nuestra mesa. Apoyada en un vaso había una tarjeta con nuestros nombres. Me senté y pensé pedir un trago antes de que ella llegara. Eran las siete y diez. Yo mismo había reservado mesa en el restaurante KB de Smälandsgatan. Ese día era mi cumpleaños y estaba contento, puesto que rara vez teníamos ocasión de salir en esa época. Simone estaba ocupada con su proyecto en la galería y yo lo estaba con mi investigación. Cuando podíamos pasar una noche juntos, a menudo elegíamos quedarnos con Benjamín en casa, viendo una película o jugando a un videojuego sentados en el sofá.

Dejé vagar la mirada por las imágenes disonantes en la pared: hombres delgados con una sonrisa misteriosa y mujeres exuberantes. La pintura mural se había realizado una noche después de la reunión del club de artistas en la planta superior, y en ella habían colaborado Grünewald, Chatam, Högfeldt, Werkmäster y el resto de los grandes modernistas. Probablemente Simone supiera al detalle cómo había surgido todo, y reí para mis adentros al pensar en el discurso que me soltaría acerca del modo en que esos hombres célebres habían presionado para dejar fuera del proyecto a sus colegas femeninas.

Pasaban veinte minutos de las siete cuando me trajeron un martini con vodka, un chorrito de Noilly Prat y un largo tirabuzón de cáscara de lima. Decidí esperar antes de llamar a Simone y traté de no sentirme irritado.

Saboreé el trago y al cabo de un rato noté que me estaba poniendo nervioso. Cogí el teléfono, marqué a regañadientes el número de Simone y aguardé.

– Simone Bark.

Sonó distraída y un eco hizo reverberar su voz.

– Sixan, soy yo. ¿Dónde estás?

– ¿Erik? Estoy en el local. Estamos pintando y…

Se hizo un silencio en el auricular. Luego oí cómo Simone dejaba escapar un fuerte quejido.

– Oh, no. No. Tienes que perdonarme, Erik. Lo había olvidado por completo. He tenido tantas cosas que hacer a lo largo del día… El fontanero, el electricista, y…

– Entonces, ¿sigues en el local?

No pude ocultar la decepción en mi voz.

– Sí, llevo retraso con el yeso y el color de la pintura…

– íbamos a cenar juntos -repuse débilmente.

– Lo sé, Erik. Perdóname, lo había olvidado…

– De todos modos, nos han dado una buena mesa -agregué en un tono sarcástico.

– No tiene sentido que me esperes -suspiró.

A pesar de que percibía la tristeza en su voz, no podía evitar sentirme enojado por la situación.

– Erik -susurró en el auricular-, lo siento.

– Está bien -dije, y colgué.

No valía la pena ir a ninguna parte. Tenía apetito y estaba en un restaurante. Rápidamente hice señas al camarero y pedí un plato de arenque con cerveza como entrante, pechuga de pato frito con cochinillo en dados y zumo de naranja regado con un burdeos como plato principal y, para terminar, gruyer Alpage con miel.

– Puede llevarse el otro cubierto -le dije al camarero, que me dirigió una mirada compasiva cuando escanció la cerveza checa en mi vaso y sirvió el arenque y unas galletas de pan.

Deseé haber llevado al menos mi bloc de notas para aprovechar el tiempo mientras comía.

De repente sonó el teléfono en el bolsillo interior de mi chaqueta, y la fantasía de que Simone me había gastado una broma y que en realidad estaba entrando por la puerta en ese momento apareció y se desvaneció como si fuera humo.

– Erik Maria Bark -dije, y oí lo monótona que había sonado mi voz.

– Hola, soy Maja Swartling.

– Hola, Maja -respondí secamente.

– Iba a preguntarte… Oh, cuánto bullicio se oye a tu alrededor. ¿Llamo en un mal momento?

– Estoy en KB -dije-. Es mi cumpleaños -agregué sin saber por qué.

– Felicidades, parece que sois muchos a la mesa.

– Estoy solo -repuse secamente.

– Erik… Lamento haber intentado seducirte. Estoy muy avergonzada -explicó en voz baja.

La oí aclararse la garganta al otro lado del auricular. Luego continuó en un tono de voz neutro:

– Iba a preguntarte si querías leer el informe de mi primera conversación contigo. Está listo y debo entregárselo en breve a mi tutor, pero si quieres echarle un vistazo antes que él…

– Por favor, déjalo en mi casilla -me apresuré a responder.

Nos despedimos y me serví lo que quedaba de cerveza en el vaso, la bebí y el camarero recogió la mesa para regresar casi de inmediato con la pechuga de pato y el vino tinto.

Comí sintiendo un doloroso vacío, demasiado consciente de la mecánica de la masticación y la salivación, del sonido de los cubiertos al tocar el plato. Bebí el tercer vaso de vino y dejé que las personas en la pintura de la pared se transformaran en mi grupo de pacientes. La dama exuberante que se recogía agradablemente el pelo oscuro en la nuca para que sus pechos henchidos se elevaran era Sibel. El hombre apuesto y ansioso vestido con traje era Pierre. Jussi permanecía oculto detrás de una extraña forma gris y Charlotte estaba elegantemente vestida, sentada a una mesa redonda con la espalda erguida junto a Marek, que llevaba mi traje pueril.

No sé cuánto tiempo había permanecido sentado mirando fijamente las imágenes en la pared cuando de repente oí una voz jadeante detrás de mí:

– ¡Gracias a Dios que sigues aquí!

Era Maja Swartling.

Sonrió con ganas y me dio un abrazo que yo le devolví con rigidez.

– Feliz cumpleaños, Erik.

Sentí el aroma a limpio de su espeso cabello negro y una suave fragancia a jazmines que se escondía en alguna parte de su nuca.

Ella señaló la silla frente a mí.

– ¿Puedo?

Pensé que debía rechazarla y explicarle a Maja que me había prometido a mí mismo no volver a encontrarme con ella, que debería haberlo pensado mejor antes de ir al restaurante a verme. Sin embargo dudé, porque a pesar de todo tuve que reconocer que me había alegrado tener compañía.

Permaneció de pie junto a la silla esperando una respuesta.

– Me resulta difícil negarte algo -dije, y de inmediato me percaté de la ambigüedad de la frase-. Me refiero a…

Se sentó, llamó al camarero con una seña y pidió una copa de vino. Luego me miró con perspicacia y depositó una caja frente a mi plato.

– Sólo es una pequeñez -aclaró, y una vez más sus mejillas se tiñeron de rojo.

– ¿Un regalo?

Se encogió de hombros.

– Es sólo algo simbólico… No sabía que fuera tu cumpleaños hasta hace veinte minutos.

Abrí la caja y para mi sorpresa descubrí algo que parecían unos prismáticos en miniatura.

– Es un prisma anatómico -explicó ella-. Lo inventó mi bisabuelo. Incluso creo que obtuvo el Premio Nobel…, no por el prisma, desde luego. Era la época en la que el premio sólo se adjudicaba a suecos y noruegos -agregó excusándose.

– Un prisma anatómico -repetí sorprendido.

– Es un objeto encantador, bastante antiguo. Como obsequio es una tontería, lo sé…

– No digas eso, es…

La miré a los ojos y vi lo hermosa que era.

– Ha sido muy amable de tu parte, Maja. Muchas gracias.

Volví a dejar con cuidado el prisma anatómico en la caja y me lo metí en el bolsillo.

– Mi copa ya está vacía -dijo sorprendida-. ¿Pedimos una botella?

Ya era tarde cuando decidimos continuar en Riche, que quedaba muy cerca del Teatro de Arte Dramático. Estuvimos a punto de caernos al suelo cuando nos disponíamos a dejar el abrigo en el guardarropa. Maja se apoyó en mí y yo calculé mal la distancia hasta la pared. Cuando recuperamos el equilibrio y nos encontramos con el rostro sombrío y severo del encargado del guardarropa, Maja soltó una carcajada y me vi obligado a conducirla hasta un rincón del local.

El lugar era estrecho y hacía calor. Los dos pedimos un gin-tonic. Estábamos muy cerca el uno del otro intentando hablar y de repente comenzamos a besarnos con vehemencia. Sentí que su cabeza golpeaba contra la pared cuando me apreté contra ella. La música era ensordecedora. Maja me habló al oído y repitió que debíamos ir a su casa.

Nos apresuramos a salir del local y subimos a un taxi.

– Vamos a la calle Roslagsgatan -balbuceó-. Roslagsgatan, 17.

El chófer asintió y tomó el carril para taxis de la calle Birger Jarlsgatan. Debían de ser sobre las dos de la madrugada y el cielo se había aclarado. Las casas que centelleaban a los costados eran de un gris pálido como las sombras. Maja reclinó su cabeza en mi hombro y pensé que quería dormir, pero de pronto sentí su mano en la entrepierna. De inmediato tuve una erección, ella murmuró «Huy» y luego rió suavemente contra mi cuello.

No estoy muy seguro de cómo llegamos a su apartamento. Recuerdo que estaba de pie en el ascensor lamiendo su cara. Noté un sabor salado, a lápiz de labios y maquillaje, y vislumbré mi rostro ebrio en el veteado espejo del ascensor.

Maja se quedó de pie en el vestíbulo, arrojó su chaqueta al suelo y se quitó los zapatos de una sacudida. Me arrastró hasta la cama, me ayudó a desvestirme y luego se quitó el vestido y las bragas blancas.

– Ven -suspiró-. Quiero sentirte dentro de mí.

Me tumbé pesadamente entre sus muslos, sentí que estaba muy húmeda y me sumergí en la calidez de su abrazo fuerte y amplio. Ella gimió en mi oído, me agarró la espalda y arqueó suavemente las caderas hacia arriba.

Hicimos el amor ebrios y abandonados. Conforme avanzaba el tiempo iba sintiéndome más y más extraño conmigo mismo, más solo y mudo. El orgasmo estaba próximo, pensé que debía retirarme, pero en vez de hacerlo me dejé ir en un desenlace rápido y espasmódico. Maja respiraba con vehemencia. Yo permanecí tumbado jadeando unos segundos y luego me deslicé fuera de ella. Mi corazón aún latía acelerado. Vi que los labios de ella se separaban formando una extraña sonrisa que me puso de mal humor.

Me sentía mal. No entendía lo que había ocurrido, qué era lo que estaba haciendo allí. Me senté en la cama junto a ella.

– ¿Qué sucede? -preguntó acariciándome la espalda.

Le aparté la mano.

– Basta -dije con sequedad.

Mi corazón latía angustiado.

– ¿Erik? Creía…

Parecía afligida. Sentí que no podía mirarla a los ojos, estaba enojado con ella. Obviamente, lo que había ocurrido había sido culpa mía, pero nunca habría sucedido si ella no hubiera sido tan insistente.

– Sólo estamos cansados y borrachos -murmuró.

– Debo marcharme -dije con voz sofocada.

Recogí mi ropa y fui tambaleándome hasta el baño. Era muy pequeño y estaba repleto de cremas, cepillos y toallas. De un gancho colgaba un salto de cama lleno de pelusas y una maquinilla de afeitar de color rosa. No me atreví a mirar mi rostro en el espejo cuando me lavé en la pila con un jabón azul con forma de flor. Luego me vestí temblando mientras mis codos golpeaban una y otra vez contra la pared.

Cuando salí, ella estaba de pie, esperándome. Se había envuelto con la sábana y parecía muy joven e intranquila.

– ¿Estás enfadado conmigo? -preguntó, y vi que sus labios temblaban como si estuviera a punto de llorar.

– Estoy enfadado conmigo mismo, Maja. Nunca debería haberlo hecho, nunca…

– Pero yo quería que sucediera, Erik. Estoy enamorada de ti, ¿no te das cuenta?

Intentó sonreír pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Ahora no puedes tratarme como si fuera basura -murmuró alargando el brazo para atraerme hacia sí.

Me aparté y dije que había sido un error, en un tono que sonó a rechazo más de lo que pretendía.

Ella asintió y bajó la mirada. Su frente estaba arrugada y triste. No me despedí. Sólo salí del apartamento y cerré la puerta detrás de mí.

Recorrí a pie el camino hasta el Karolinska. Quizá lograría que Simone creyera que necesitaba estar solo y me había quedado a dormir en mi despacho.

A la mañana siguiente tomé un taxi a casa, en Järfälla, desde el hospital. Sentía que me dolía todo el cuerpo, una apagada repugnancia por el alcohol que había ingerido, repulsión por toda la conversación banal que había salido de mí. No podía ser cierto que hubiera traicionado a Simone, no podía ser verdad. Maja era hermosa y divertida, pero no me interesaba en absoluto. ¿Cómo era posible que me hubiera dejado seducir hasta acabar en la cama con ella?

No sabía cómo explicarle todo eso a Simone, pero lo cierto era que debía hacerlo. Había cometido un error, era algo que le ocurría a mucha gente, pero era posible ser perdonado si uno se explicaba.

Pensé que yo nunca dejaría ir a Simone. Me sentiría herido si ella me traicionara, pero la perdonaría. Nunca la abandonaría por algo así.

Simone estaba de pie en la cocina sirviéndose una taza de café cuando entré. Llevaba puesto su salto de cama de seda rosa pálido. Lo habíamos comprado en China cuando Benjamín sólo tenía un año y ambos me habían acompañado a una conferencia.

– ¿Quieres? -preguntó.

– Sí, gracias.

– Erik, siento muchísimo haber olvidado tu cumpleaños.

– He dormido en el hospital -repuse, y sentí que la mentira debía de resultar evidente en mi voz.

Su pelo cobrizo cayó sobre su rostro y sus pecas de color claro resplandecieron suavemente. Sin decir una palabra se dirigió al dormitorio y regresó con un paquete. Yo rasgué el papel con entusiasmo burlón.

Era una caja de discos compactos del saxofonista de be-bop Charlie Parker que contenía todas las grabaciones de su segunda visita a Suecia: dos de ellas en la Sala de Conciertos de Estocolmo; dos en la de Gotemburgo; un concierto en el Amiralen de Malmo y una posterior jam session en la Asociación Académica; las grabaciones en el parque público de Helsingborg, en el centro deportivo de Jönköping y en el parque público de Gavie y, por último, en el club de jazz Nalen de Estocolmo.

– Gracias -dije.

– ¿Qué tienes que hacer hoy? -preguntó.

– Debo regresar al trabajo -respondí.

– Estaba pensando que quizá podríamos cenar algo especial esta noche aquí, en casa.

– Me encantará -dije.

– Pero no podemos prolongar mucho la velada. Mañana he quedado con los pintores a las siete. Me pregunto por qué siempre tienen que presentarse tan temprano…

Entendí que esperaba una respuesta, una reacción o un asentimiento.

– De todos modos, luego siempre llegan tarde -murmuré.

– Exacto. -Sonrió, y bebió un sorbo de café-. ¿Qué cenaremos entonces? ¿Qué tal aquel solomillo de buey al oporto con salsa de pasas de Corinto? ¿Lo recuerdas?

– Fue hace mucho tiempo -dije luchando para que no pareciera que estaba a punto de echarme a llorar.

– No estés enfadado conmigo.

– No lo estoy, Simone -respondí tratando de sonreírle.

Más tarde, cuando ya estaba en el vestíbulo con los zapatos puestos y a punto de cruzar la puerta, ella salió del baño con algo en la mano.

– Erik -preguntó.

– ¿Sí?

– ¿Qué es esto?

Sostenía el prisma anatómico de Maja.

– Ah, eso. Es un regalo -dije, y oí lo distorsionada que había sonado mi voz.

– Es muy bonito. Parece antiguo. ¿Quién te lo regaló?

Me volví para evitar encontrar su mirada.

– Un paciente -dije intentando parecer pensativo mientras fingía buscar mis llaves.

Ella rió, sorprendida.

– Creía que los médicos no debían aceptar objetos de sus pacientes. ¿No es antiético?

– Quizá debería devolvérselo -dije mientras abría la puerta de la calle.

La mirada de Simone me quemaba la espalda. Debería haber hablado con ella, pero tenía demasiado miedo de perderla. No me atreví, no sabía cómo empezar.

Faltaban pocos minutos para que comenzáramos la sesión. En el pasillo olía intensamente a desinfectante y había líneas de humedad que serpenteaban en largos senderos por donde había pasado el carrito de la limpieza. Charlotte se acercó a mí, oí sus pasos mucho antes de que empezara a hablar.

– Erik -dijo con cautela.

Me detuve y me volví.

– Bienvenida de nuevo.

– Perdona por haber desaparecido así -se disculpó.

– Me preguntaba cómo te había sentado la sesión de hipnotismo.

– No lo sé. -Sonrió-. Sólo sé que esta semana me he sentido más alegre y segura de lo que me había sentido en muchos años.

– Era lo que esperaba.

Mi teléfono sonó, me disculpe y vi cómo Charlotte desaparecía tras la curva que describía el pasillo. Miré la pantalla: era Maja. No contesté, sino que dejé que sonara y luego vi que había llamado varias veces antes. Sin ser capaz de escucharlos, borré todos los mensajes que había dejado en el buzón de voz.

Cuando estaba a punto de entrar en la sala de terapia, Marek me detuvo. Bloqueó la puerta y me dirigió una sonrisa vacía y extraña.

– Nos estamos divirtiendo aquí adentro -dijo.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunté.

– Es una fiesta privada.

Oí que alguien gritaba al otro lado de la puerta.

– Déjame entrar, Marek-ordené.

Él rió socarronamente:

– Pero, doctor, no es posible justo ahora…

Le propiné un empujón, la puerta se abrió y Marek perdió el equilibrio. Se agarró de la manija, pero aun así acabó en el suelo con una pierna extendida.

– Sólo estaba bromeando -dijo-. Diablos, sólo se trataba de una broma.

Todos los pacientes se nos quedaron mirando con sus movimientos congelados. A Pierre y a Charlotte se los veía intranquilos. Lydia nos observó un instante y luego me dio la espalda nuevamente. Una atmósfera extraña emanaba del grupo. Delante de Lydia estaban Sibel y Jussi. Sibel tenía abierta la boca y parecía como si sus ojos estuvieran llenos de lágrimas.

Marek se levantó y se sacudió los pantalones con la mano.

Constaté que Eva Blau aún no había llegado. Me dirigí hacia el trípode y comencé a preparar la cámara antes de la sesión. Alejé la imagen, hice zoom y probé el micrófono a través de los auriculares. En el visor de la cámara vi que Lydia le sonreía a Charlotte y al mismo tiempo la oí gritar alegremente:

– ¡Exacto! Siempre ocurre lo mismo con los niños. Mi Kasper no habla de otra cosa, su único tema de conversación es el Hombre Araña.

– Hoy en día están todos locos por él. -Charlotte sonrió.

– Kasper no tiene padre, así que supongo que Spiderman debe de ser como una figura paterna para él -dijo Lydia riendo de tal modo que su risa retumbó en los auriculares-. Pero lo pasamos bien -continuó-. Nos reímos mucho, aunque hemos tenido bastantes peleas últimamente. Es como si él sintiera celos de todo lo que hago. Quiere arruinar mis cosas, no quiere que hable por teléfono, arrojó mi libro favorito al inodoro, chilla cosas horribles… Intuyo que debe de haberle sucedido algo, pero no quiere contármelo.

En el rostro de Charlotte apareció una expresión de preocupación. Jussi gruñó algo y vi que Marek hacía un gesto de impaciencia en dirección a Pierre.

Cuando terminé de preparar la cámara, me acerqué a mi silla y me senté. Instantes después, todos habían ocupado ya sus lugares.

– Seguiremos como el último día -dije sonriendo.

– Me toca a mí -dijo Jussi con calma, y empezó a hablar-. La casa de mis padres en Dorotea, al sur de Lappland…, con grandes extensiones de tierra junto a Sulme. Los lapones aún vivían allí en sus típicas cabañas en la década de los setenta. Vivo muy cerca del lago Djupljarn -contó-, el último tramo es de viejos caminos de troncos. En verano vienen los jóvenes a bañarse aquí; les parece emocionante ver a Näcken.

– ¿Näcken? -pregunté.

– El espíritu del agua. La gente lo ha visto tocando el violín en el lago Djuptjärn a lo largo de más de trescientos años.

– Pero ¿tú no?

– No -respondió con una gran sonrisa.

– ¿Qué haces allí en el bosque todo el año? -preguntó Pierre sonriendo.

– Compro coches y autobuses viejos, los reparo y luego vuelvo a venderlos. El solar parece un depósito de chatarra.

– ¿Es una casa grande? -preguntó Lydia.

– No, pero es verde… Papá la pintó un verano. Quedó de un extraño color verde claro. No sé en qué estaría pensando, quizá alguien le había dado la pintura.

Guardó silencio y Lydia le sonrió.

Ese día resultó difícil lograr que el grupo se relajara. Quizá fuera porque yo estaba distraído a causa de Maja, o porque me preocupaba haber reaccionado con tanta violencia ante la provocación de Marek, pero me figuraba que había ocurrido algo en el grupo, algo que yo ignoraba. Hicieron falta varias idas y venidas hacia las profundidades antes de que sintiera cómo todos caíamos con el peso muerto de una plomada oval hacia el precipicio.

El labio inferior de Jussi se relajó y sus mejillas colgaron.

– Quiero que vayas a la torre de caza -dije.

Jussi murmuró algo sobre un culatazo en el hombro, el dolor que persistía.

– ¿Estás ya en la torre? -pregunté.

– Hay escarcha en la hierba alta del prado -dijo él.

– Mira a tu alrededor. ¿Estás solo?

– No.

– ¿Quién está ahí?

– Un corzo se mueve en el oscuro lindero del bosque. Bala, busca a su cría.

– Vuelve a la torre. ¿Estás solo ahí?

– Siempre estoy solo con mi fusil.

– Hablabas de un culatazo. ¿Ya has disparado? -pregunté.

– ¿Disparado?

Jussi hizo un gesto con la cabeza como si señalara en una dirección.

– Hay un animal quieto -dijo en voz baja-. Desde hace varias horas, pero los demás aún cocean en el pasto ensangrentado, cada vez más cansados.

– ¿Qué haces?

– Espero. Ya ha empezado a oscurecer cuando veo un nuevo movimiento en la linde del bosque. Apunto a una pezuña pero luego me arrepiento. Mejor le apuntaré a una oreja, al pequeño hocico negro, a la rodilla. Ahora vuelvo a sentir el culatazo, creo que le he segado la pata del disparo.

– ¿Qué haces ahora?

Jussi respiraba pesadamente, haciendo largas pausas entre cada inhalación.

– No puedo regresar a casa ahora -respondió finalmente-, así que voy hacia el coche, dejo el fusil en el asiento trasero y cojo la pala.

– ¿Qué vas a hacer con la pala?

Hizo una larga pausa, como si reflexionara sobre mi pregunta. Luego contestó en voz baja:

– Enterrar al animal.

– ¿Qué haces luego? -pregunté.

– Cuando termino, ya ha oscurecido. Voy hacia el coche y bebo café con el vaso del termo.

– ¿Qué haces al llegar a casa?

– Me quito el abrigo en la recocina.

– ¿Y luego?

– Me siento en el banco frente al televisor. El fusil está en el suelo. Está cargado, pero a varios pasos de mí, frente a la mecedora.

– ¿Qué haces, Jussi? ¿No hay nadie en casa?

– Gunilla se mudó el año pasado. Papá murió hace quince años. Estoy solo con la mecedora y el fusil.

– Estás sentado en el banco frente al televisor -dije.

– Sí.

– ¿Ocurre algo ahora?

– Se ha vuelto hacia mí.

– ¿Quién? -pregunté.

– El fusil.

– ¿El mismo que estaba en el suelo?

Él asintió y esperó al tiempo que sus labios se tensaban.

– La mecedora cruje -dijo-. Cruje pero me deja en paz por esta vez.

De repente, el rostro pesado de Jussi volvió a suavizarse, pero su mirada aún era brillante, distante y volcada hacia adentro.

Era hora de hacer una pausa. Los hice salir del trance e intercambié unas palabras con cada uno de ellos. Jussi murmuró algo sobre una araña y luego se unió a los demás. Fui al baño. Sibel desapareció para ir a fumar y Jussi caminó hasta la ventana, como era habitual en el. Cuando regresé, Lydia había sacado un bote de galletas de azafrán y estaba ofreciéndoles a los demás.

– Son ecológicas -dijo haciéndole un gesto a Marek para que cogiera unas cuantas.

Charlotte sonrió y comió una miga que había en un borde.

– ¿Las has hecho tú misma? -preguntó Jussi con una inesperada sonrisa que imprimió un hermoso brillo a su pesado rostro.

– Yo no tengo tiempo. -Sonrió Lydia al tiempo que negaba con la cabeza-. Ayer mismo terminé en medio de una pelea en el parque infantil.

Sibel rió tontamente y comió su galleta de un par de bocados.

– Fue por Kasper. Fuimos al parque como de costumbre, y una vez allí, se me acercó una mujer y me dijo que Kasper había golpeado a su hija en toda la espalda con una pala.

– Joder -murmuró Marek.

– Me quedé patidifusa cuando lo oí -dijo Lydia.

– ¿Qué se hace en una situación como ésa? -preguntó Charlotte, condescendiente.

Marek cogió otra galleta y escuchó a Lydia con una expresión que hizo que me preguntara si estaría enamorado de ella.

– No lo sé. Le dije a la mujer que me parecía terrible lo que me estaba contando. Yo estaba verdaderamente consternada, pero ella repuso que no había sido para tanto, que creía que había sido tan sólo un accidente.

– Por supuesto -convino Charlotte-. ¡Los niños pueden llegar a ser tan salvajes a veces!

– No obstante, le prometí que hablaría con Kasper, que me haría cargo del asunto -continuó Lydia.

– Bien -asintió Jussi.

– La mujer me dijo que Kasper era un chico muy guapo. -Sonrió Lydia.

Me senté a hojear mi cuaderno de notas. Estaba deseoso de volver a empezar con el hipnotismo cuanto antes. De nuevo era el turno de Lydia.

Mi mirada se cruzó con la suya y ella me sonrió con precaución. Todos estaban en silencio, expectantes, cuando comencé el trabajo. La sala vibraba con nuestra respiración. Un oscuro silencio, cada vez más denso, acompañaba los latidos de nuestros corazones. Nos sumergíamos con cada exhalación. Después de la inducción, mis palabras los condujeron hacia las profundidades y, tras un momento, me dirigí a Lydia:

– Desciendes cada vez más, sumergiéndote con cuidado. Estás relajada, sientes los brazos pesados, las piernas y los párpados también. Respiras lentamente y escuchas mis palabras sin cuestionarlas. Mis palabras te rodean, te sientes segura y acompañada. Lydia, en este momento te encuentras junto a aquello en lo que no quieres pensar. Aquello de lo que nunca hablas, aquello que evitas. Aquello que siempre permanece oculto a un lado de la cálida luz.

– Sí -contestó ella con un suspiro.

– Ahora estás allí -dije.

– Estoy muy cerca.

– ¿Dónde estás en este momento? ¿Dónde te encuentras?

– En casa.

– ¿Qué edad tienes?

– Treinta y siete.

La observé. Los reflejos de luz recorrían la frente alta y lisa, la pequeña boca delicada y la tez de una blancura casi enfermiza. Sabía que había cumplido treinta y siete años dos semanas antes. No había retrocedido mucho en el tiempo como los demás, sino solamente algunos días.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que no marcha bien? -pregunté.

– El teléfono…

– ¿Qué ocurre con el teléfono?

– Suena el teléfono, suena otra vez. Levanto el auricular y en seguida vuelvo a dejarlo.

– Puedes tranquilizarte, Lydia.

Se la veía cansada, quizá preocupada.

– La comida se enfriará -dijo-. He preparado hortalizas con leche agria y sopa de judías y he horneado pan. Me disponía a comer mientras veía la televisión, pero por lo visto no va a poder ser…

Su mentón tembló un instante y luego pareció calmarse.

– Aguardo un momento y miro hacia la calle a través de las persianas. Fuera no hay nadie, no se oye nada. Me siento a la mesa de la cocina y como un poco de pan caliente con manteca, pero lo cierto es que no tengo apetito. Vuelvo a mirar en dirección a la sala del sótano. Como de costumbre, hace frío allí abajo. Me siento en el viejo sofá de cuero y cierro los ojos. Tengo que reponerme, debo reunir fuerzas.

Lydia guardó silencio. Jirones de algas cayeron y se agitaron entre nosotros.

– ¿Por qué debes reunir fuerzas? -pregunté.

– Para soportar… para soportar ponerme de pie, pasar frente a la lámpara roja de papel de arroz con caracteres chinos y la bandeja con velas aromáticas y piedras pulidas. Los tablones del suelo ceden y crujen bajo la alfombra de plástico…

– ¿Hay alguien ahí? -le pregunté en voz baja, pero me arrepentí de inmediato.

– Cojo la vara, presiono la protuberancia que forma la alfombra para poder abrir la puerta, inspiro profundamente, entro y enciendo la lámpara. Kasper parpadea por la luz pero permanece acostado. Ha orinado en el cubo y el olor es fuerte. Lleva puesto el pijama celeste. Respira aguadamente. Lo toco con la vara a través de la reja. Él se queja, se mueve un poco y se sienta en la jaula. Le pregunto si ya se ha corregido y él asiente vigorosamente con la cabeza. Empujo hacia adentro su plato de comida. Los pedazos de bacalao han encogido y se ven ennegrecidos. Él se acerca arrastrándose y come. Yo me alegro y estoy a punto de decir que me gusta mucho que nos entendamos cuando vomita sobre el colchón.

El rostro de Lydia se tensó con una mueca de tormento.

– Yo creía que…

Sus labios estaban tensos, las comisuras descendieron.

– Pensé que estábamos listos, pero…

Sacudió la cabeza.

– No lo entiendo…

Se humedeció los labios.

– ¿Entiendes cómo me hace sentir eso? ¿Lo entiendes? Él dice que lo lamenta. Yo repito que mañana es domingo, me golpeo en el rostro y le grito que me mire.

Charlotte contempló a Lydia a través del agua con ojos temerosos.

– Lydia -dije-, ahora abandonarás el sótano sin estar asustada ni enojada. Puedes sentirte tranquila por completo. Lentamente te conduciré fuera del trance profundo, hacia la superficie y la claridad, y hablaremos de lo que acabas de contar, sólo tú y yo, antes de que despierte a los demás.

Ella gruñó cansada, en voz baja.

– Lydia, ¿me escuchas?

Asintió.

– Voy a contar en orden descendente y, cuando llegue al número uno, abrirás los ojos y estarás totalmente despierta y consciente. Diez, nueve, ocho, siete… Asciendes suavemente hacia la superficie, totalmente relajada, con una agradable sensación recorriendo tu cuerpo. Seis, cinco, cuatro… Pronto abrirás los ojos, pero seguirás sentada en la silla. Tres, dos, uno… Ahora abre los ojos, estás completamente despierta.

Nuestras miradas se encontraron. El rostro de Lydia se había cubierto de un halo marchito. Eso era algo con lo que no había contado. Todavía estaba petrificado por lo que acababa de oír. Al sopesar la ley de confidencialidad contra el deber de informar acerca de hechos ofensivos, resultaba evidente que se trataba de un caso en el que ya no regía el secreto profesional, pues había una tercera persona que corría un evidente peligro.

– Lydia -dije-, ¿entiendes que debo informar a los servicios sociales?

– ¿Por qué?

– Estoy obligado a hacerlo después de lo que acabas de contar.

– ¿Por qué?

– ¿No lo entiendes?

Los labios de Lydia se retrajeron.

– Yo no he dicho nada.

– Has descrito cómo…

– Cierra la boca -me interrumpió-. Tú no me conoces, no tienes nada que ver conmigo. No tienes derecho a inmiscuirte en lo que hago en la intimidad de mi propio hogar.

– Sospecho que tu hijo…

– ¡Te he dicho que cierres la boca! -gritó, y abandonó la habitación.

Aparqué junto al alto seto de abetos situado a cien metros de la gran casa de madera de Lydia en Tennisvägen, en Rotebro. La asistente social había accedido ante mi solicitud de acompañarla a la primera visita domiciliaria. En un principio habían recogido mi denuncia con cierta renuencia, pero naturalmente estaban obligados a abrir una investigación.

Un Toyota rojo pasó frente a mí y se detuvo junto a la casa. Salí del coche, caminé hacia la mujer fornida y de baja estatura y la saludé.

Del buzón sobresalían los folletos publicitarios de un par de tiendas: Cías Ohlson y Elgiganten; estaban húmedos. La verja de baja altura estaba abierta. Recorrimos el sendero en dirección a la casa. Noté que no había juguetes en el descuidado jardín. Ningún cajón de arena, ningún columpio colgando del viejo manzano, ninguna bicicleta con ruedas auxiliares en la vía de acceso. Las persianas de todas las ventanas estaban bajadas. Plantas ornamentales secas colgaban de las jardineras. Una tosca escalera de piedra conducía hacia la puerta de entrada. Me pareció intuir un movimiento tras el cristal opaco de color amarillo. La asistente social llamó al timbre. Esperamos pero no ocurrió nada. Ella bostezó y miró su reloj, volvió a llamar y luego tanteó la manija. El cerrojo no estaba echado, abrió la puerta y atisbamos un pequeño vestíbulo.

– ¡Hola! -llamó la asistente social-. ¿Lydia?

Entramos, nos quitamos los zapatos y cruzamos una puerta que daba a un pasillo con papel pintado de color rosa en las paredes y cuadros de personas meditando con fuertes halos de luz en torno a la cabeza. Había un teléfono rosa en el suelo junto a una mesita.

– ¿Lydia?

Abrí una puerta y vi una escalera estrecha que descendía hacia el sótano.

– Es ahí abajo -dije.

La asistente social me siguió escaleras abajo hacia la sala del sótano, donde había un viejo sofá de cuero y una mesa cuyo tablero estaba recubierto de azulejos de color castaño. En una bandeja se veían algunas velas aromáticas entre piedras pulidas y trozos de cristal. Una lámpara de papel de arroz de un rojo subido con caracteres chinos colgaba del techo.

Con el corazón galopando en el pecho, traté de abrir la puerta que daba a la otra habitación pero se atascó al toparse con un bulto en la alfombra de plástico. Aplasté la protuberancia con el pie y entré, pero en el interior no había ninguna jaula. En su lugar, en el medio de la habitación, vi en el suelo una bicicleta del revés a la que le faltaba la rueda delantera. Junto a una caja azul de plástico rígido había un kit de reparaciones: parches de goma, pegamento y llaves tubulares. Uno de los brillantes ganchos estaba ubicado bajo el borde de la cubierta y tensado en dirección de los radios. De repente se oyó un golpe en el techo y comprendimos que alguien estaba caminando por el cuarto de arriba. Sin intercambiar una palabra, nos apresuramos a subir la escalera. La puerta que daba a la cocina estaba entornada. Vi que había un cuchillo para el pan y migas en el suelo amarillo de linóleo.

– ¿Hola? -llamó la asistente social.

Entré y vi que la puerta del frigorífico estaba abierta. Bajo la pálida luz de la lámpara estaba Lydia, con la mirada afligida. Fue sólo después de algunos segundos que descubrí que sostenía un cuchillo en la mano. Era un largo cuchillo dentado para el pan. Su brazo colgaba laxo a un costado, la hoja del cuchillo oscilando temblorosa junto a su muslo.

– No puedes estar aquí -murmuró mirándome de pronto.

– De acuerdo -dije retrocediendo hacia la puerta.

– ¿Nos sentamos a hablar un momento? -sugirió la asistente social con voz neutra.

Abrí la puerta del pasillo y vi que Lydia se acercaba lentamente.

– Erik -llamó.

Me dispuse a cerrar la puerta y observé que corría hacia mí. Atravesé el pasillo a la carrera en dirección al vestíbulo pero la puerta de entrada estaba cerrada con llave. Oí que Lydia se aproximaba a pasos rápidos al tiempo que profería un quejido animal. Tiré de otra puerta y entré trastabillando en una sala en la que había un televisor. Lydia abrió de un tirón y entró detrás de mí. Tropecé con un sillón y seguí en dirección a la puerta del balcón, pero me fue imposible mover la manija. Ella se abalanzó con el cuchillo hacia mí pero logré refugiarme a tiempo tras la mesa del comedor, después de lo cual comenzó a perseguirme alrededor.

– Todo es culpa tuya -me espetó.

La asistente social entró corriendo en la estancia jadeando con fuerza.

– Lydia -dijo severamente-. Deje de hacer estupideces.

– Todo es culpa suya -repitió ella.

– ¿A qué te refieres? -pregunté-. ¿Qué es culpa mía?

– Esto -contestó Lydia llevándose el cuchillo al cuello.

Me miró a los ojos mientras la sangre salpicaba su delantal y sus pies descalzos. Su boca tembló y soltó el cuchillo. Tanteó con una mano en busca de apoyo y entonces cayó al suelo, donde quedó sentada con las piernas encogidas hacia un lado, como una sirena.

Annika Lorentzon sonrió molesta. Rainer Milch alargó un brazo por encima de la mesa y se sirvió agua mineral Ramlösa con un áspero ruido a ácido carbónico. El botón de su puño centelleó en tonos azules y dorados.

– Entenderá por qué queríamos hablar con usted cuanto antes -dijo Peder Mälarstedt acomodándose la corbata.

Miré la carpeta que me tendieron. Allí figuraba que Lydia había presentado una denuncia en mi contra. Sostenía que yo la había empujado hacia el intento de suicidio al presionarla a reconocer como ciertos sucesos inventados. Me acusaba de haberla utilizado como un animal de laboratorio y de haber implantado recuerdos falsos en su mente a través de los trances hipnóticos, de haberla hostigado desde el principio de un modo cínico y desconsiderado frente a los demás hasta que acabó derrumbándose por completo.

Alcé la vista del documento.

– Esto es una broma, ¿no es así?

Annika Lorentzon apartó la mirada. Holstein tenía la boca abierta y su rostro estaba totalmente inexpresivo cuando dijo:

– Es su paciente. Las acusaciones que sostiene son muy graves.

– Sí, pero es evidente que no son ciertas -repuse, indignado-. No es posible implantar recuerdos durante el hipnotismo. Puedo transportarlos hasta un recuerdo, pero no recordar por ellos. Es como una puerta. Los conduzco hacia ella, pero yo no puedo ser quien la abra.

Rainer Milch me miró con seriedad.

– La sola sospecha acabaría con toda su investigación, Erik. Así que debe entender la gravedad del asunto.

Sacudí la cabeza, irritado.

– Lo que esa mujer contó sobre su hijo me pareció tan grave que me vi obligado a informar a los servicios sociales. El hecho de que ella reaccionara de ese modo fue…

Ronny Johansson me interrumpió con brusquedad.

– Pero si aquí dice que ni siquiera tiene hijos -replicó golpeteando la carpeta con su largo dedo.

Resoplé con fuerza y Annika Lorentzon me dirigió una extraña mirada.

– Erik, no te beneficia en absoluto mostrarte arrogante en esta situación -recomendó en voz baja.

– En una situación en la que alguien miente acerca de todo, ¿no? -Sonreí enojado.

Ella se inclinó hacia adelante sobre la mesa.

– Erik -dijo lentamente-, Lydia nunca ha tenido hijos.

– ¿No tiene hijos?

– No.

Se hizo un silencio en la habitación.

Observé las burbujas del agua mineral ascender hacia la superficie.

– No lo entiendo, sigue viviendo en la casa de su niñez -intenté explicar lo más tranquilamente posible-. Todos los detalles coincidían, no puedo creer…

– No puede creerlo. Pero se equivocó usted -me interrumpió Milch.

– No pueden mentir de ese modo bajo hipnosis.

– Quizá no estuviera hipnotizada.

– Sí lo estaba. Lo noto, la expresión del rostro es distinta.

– Ahora eso ya no tiene importancia, el daño está hecho.

– Si no tiene hijos, no sé qué es lo que ha ocurrido -continué-. Quizá hablara sobre sí misma. Nunca me había encontrado con algo similar, pero quizá rememorara de ese modo un recuerdo de la infancia.

– Por supuesto que puede ser como tú dices -repuso Annika-, pero el hecho sigue siendo que tu paciente ha tenido un grave intento de suicidio que apunta directamente a ti. Te proponemos que te tomes unas vacaciones mientras investigamos este asunto.

Luego me sonrió débilmente.

– Se solucionará, Erik, estoy segura -añadió con suavidad-, pero en este momento debes hacerte a un lado hasta que lo hayamos aclarado todo. Simplemente no podemos permitirnos que los periódicos se regodeen en esto.

Pensé en mis otros pacientes. En Charlotte, Marek, Jussi, Sibel, Pierre y Eva. No podía dejarlos colgados, se sentirían traicionados, engañados.

– No puedo -dije en voz baja-. Yo no he hecho nada malo.

Annika me palmeó la mano:

– Se solucionará. Lydia Evers es evidentemente inestable y está confundida. Lo importante ahora es que actuemos siguiendo las reglas. Solicitarás la baja temporal de la actividad de terapia de hipnotismo mientras hacemos una evaluación interna de los hechos. Sé que eres un buen médico, Erik. Como te he dicho, estoy segura de que estarás de vuelta con tu grupo… -Se encogió de hombros-. Quizá dentro de medio año.

– ¿Medio año? -Me puse en pie indignado-. Tengo otros pacientes que confían en mí. No puedo abandonarlos de esta manera.

La suave sonrisa de Annika desapareció del mismo modo que se apaga una vela. Su rostro se contrajo y su voz sonó irritada cuando dijo:

– Tu paciente ha exigido que se suspendiera de inmediato tu actividad. Además, te ha denunciado a las autoridades. No es un asunto de poca monta para nosotros. Hemos invertido dinero en tu trabajo, y si se demuestra que tu investigación ha rebasado los límites, deberemos lomar medidas.

No supe qué contestar, sólo tenía ganas de reírme a carcajadas de todo.

– Esto es absurdo -fue lo único que logré decir.

Luego di media vuelta para marcharme de allí.

– Erik -me llamó Annika-. ¿No entiendes que ésta es una buena oportunidad?

Me detuve.

– No es posible que crean esa estupidez acerca de los recuerdos implantados.

Ella se encogió de hombros.

– Eso no es lo importante. Lo importante es que seguimos unas determinadas reglas. Solicita la baja de la actividad de terapia de hipnotismo, considéralo como una propuesta de conciliación. Puedes continuar con tu investigación y trabajar en paz. Sólo te estamos pidiendo que no practiques la terapia mientras realizamos la investigación.

– ¿Qué quiere decir? No puedo reconocer algo que no es cierto.

– No te estoy pidiendo eso.

– A mí me parece que sí. Si pido la baja parecerá que esté admitiendo que fue culpa mía.

– Di que solicitarás esa baja -ordenó con rigidez.

– Esto es una completa estupidez -repuse riendo, y abandoné la sala.

La tarde estaba avanzada y el sol centelleaba en los charcos de agua. Después de un breve chubasco, percibí el aroma del bosque, el olor a tierra mojada y de raíces sueltas mientras corría por la pista en torno al lago. Iba pensando en el comportamiento de Lydia. Todavía estaba convencido de que había dicho la verdad durante la hipnosis, pero no sabía de qué modo. ¿Cuál era la verdad que había dicho en realidad? Probablemente había descrito un recuerdo real y concreto, pero lo había ubicado en un tiempo equivocado. Durante la hipnosis resulta aún más obvio que el pasado no es pasado, repetí para mis adentros.

Llené mis pulmones con el frío y saludable aire preestival y apreté el paso en el último tramo hasta casa a través del bosque. Cuando llegué a nuestra calle, vi un gran coche negro aparcado junto al camino de acceso. Dos hombres aguardaban inquietos frente al vehículo. Uno se reflejaba en la brillante pintura del capó mientras fumaba un cigarrillo con rápidos movimientos. El otro tomaba fotografías de nuestra casa. Aún no me habían visto. Aminoré la velocidad y me estaba preguntando si podría dar media vuelta justo cuando me descubrieron. El hombre del cigarrillo lo tiró al suelo y lo apagó rápidamente con el pie. El otro dirigió bruscamente la cámara hacia mí. Yo aún estaba agitado cuando me acerqué a ellos.

– ¿Erik Maria Bark? -preguntó el que había estado fumando.

– ¿Qué quiere?

– Somos del periódico vespertino Expressen.

– ¿Expressen?

– Sí, querríamos hacerle algunas preguntas sobre sus pacientes…

Negué con la cabeza.

– No hablo de eso con extraños.

– Ya.

La mirada del hombre se deslizó por mi rostro arrebolado, mi suéter negro para correr, los pantalones anchos y la capucha. Oí toser al fotógrafo, que estaba detrás de él. Un pájaro surcó el aire sobre nosotros, su cuerpo dibujando un arco perfecto que se reflejó en el capó del coche. En el bosque, el cielo se cubría de nubes oscureciéndose. Quizá volviera a llover por la noche.

– Su paciente ha sido entrevistada en el diario de la mañana. Ha hecho acusaciones muy serias contra usted -declaró el periodista secamente.

Lo miré a los ojos. Tenía un rostro bastante simpático. De mediana edad, algo excedido de peso.

– Ahora tiene la oportunidad de defenderse -agregó en voz baja.

Las ventanas de nuestra casa estaban a oscuras. Seguramente Simone seguía en el centro, en la galería. Benjamín aún estaba en el parvulario.

Le sonreí al hombre y él dijo con sinceridad:

– De otro modo, su versión será impresa sin ser contradicha.

– Jamás me pronunciaré sobre un paciente -expliqué con lentitud.

Pasé junto a los dos hombres en dirección al camino de acceso, crucé la puerta de entrada y luego permanecí de pie en el vestíbulo mientras oía cómo se alejaban en el coche.

El teléfono sonó a las seis y media de la mañana siguiente. Era Annika Lorentzon, la directora del hospital Karolinska.

– Erik, Erik -dijo con voz tensa-. ¿Has leído el periódico?

Simone se incorporó en la cama junto a mí y me dirigió una mirada inquieta. Me levanté y salí al pasillo.

– Si se refiere a las acusaciones de Lydia Evers, todo el mundo entenderá que no son ciertas…

– No -me interrumpió con voz estridente-. No todo el mundo lo entiende. Muchos la ven como a una persona indefensa, débil y vulnerable. Una mujer que ha sido sometida a la influencia de un médico extremadamente manipulador y poco serio. El hombre en el que más había confiado, al que se había confiado, la ha traicionado y utilizado. Eso es lo que dice el periódico.

Oí su respiración agitada en el auricular. Su voz sonó ronca y cansada cuando continuó:

– Esto es perjudicial para el hospital, estoy segura de que lo comprendes.

– Declararé para la prensa -dije brevemente.

– No es suficiente, Erik. Me temo que no es suficiente. -Hizo una corta pausa y luego continuó con voz monótona-: Piensa demandarnos.

– Nunca ganará -resoplé.

– Aún no comprendes la seriedad de todo esto, ¿verdad, Erik?

– ¿Qué es lo que dice?

– Mira, es mejor que salgas a comprar el periódico. Luego deberías sentarte a pensar cómo vas a defenderte de sus acusaciones. Convocaré una reunión con la junta directiva esta misma tarde, a las cuatro.

Cuando vi mi rostro en la portada del periódico sentí que mi corazón se detenía. Era una foto mía en primer plano con capucha y suéter. Tenía la cara arrebolada y parecía casi apático. Bajé de la bicicleta con las piernas temblorosas, compré el periódico y regresé a casa. La doble página central mostraba una foto de Lydia con el rostro oculto en la que se la veía acurrucada con un osito de peluche en el regazo. Todo el artículo trataba de cómo yo, Erik Maria Bark, la había hipnotizado y utilizado como un animal de laboratorio para luego acosarla con aseveraciones sobre abusos y delitos. Según el reportero, había llorado y explicado que no le interesaba recibir una indemnización por daños y perjuicios; el dinero nunca podría compensar lo que había tenido que pasar. Lydia se había derrumbado y reconocido cosas que yo había puesto en boca de ella durante las sesiones de hipnotismo y, al parecer, el colmo de mis persecuciones llegó cuando entré súbitamente en su casa y la insté a cometer suicidio. La mujer aseguraba que sólo quería morir, que se sentía como si estuviera en una secta de la que yo era el líder y en la que ella no tenía voluntad propia. Fue durante su ingreso en el hospital cuando por primera vez se atrevió a cuestionar mi tratamiento, y ahora exigía que yo nunca más tuviera licencia para hacerles lo mismo a otras personas.

En la página siguiente había una fotografía de Marek, del grupo de terapia. Estaba de acuerdo con Lydia y decía que mi actividad era extremadamente peligrosa y que yo estaba obsesionado con inventar cosas enfermizas que luego les obligaba a reconocer bajo hipnosis.

Más abajo, en la misma página, un experto llamado Göran Sörensen se pronunciaba también al respecto. Yo nunca había oído hablar antes de ese hombre, pero el caso es que allí estaba, juzgando mi investigación. Comparaba el hipnotismo con una sesión de espiritismo y sugería que probablemente había drogado a mis pacientes para conseguir que accedieran a mis peticiones.

Mi mente quedó vacía y en silencio. Oí el tictac del reloj de pared en la cocina, oí el bramido de algún que otro coche que pasaba por la calle. La puerta se abrió y entró Simone. Cuando leyó el artículo, su rostro se tornó pálido como el de un cadáver.

– ¿Qué es lo que ocurre? -murmuró.

– No lo sé -dije con la boca seca.

Permanecí sentado allí mirando el vacío. ¿Y si yo estaba equivocado acerca de mis teorías? ¿Y si el hipnotismo no funcionaba en las personas profundamente traumatizadas? ¿Y si fuera cierto que mi deseo de encontrar patrones influía en sus recuerdos? Creía que no era posible que Lydia hubiera visto a un niño que no existía durante el trance hipnótico. Estaba convencido de que ella describía un recuerdo real, pero ahora empezaba a sentirme confundido.

Resultó extraño recorrer el corto trecho cruzando el vestíbulo en dirección al ascensor para subir al despacho de Annika Lorentzon, todo el mundo en el hospital evitaba mi mirada. Al pasar junto a las personas que conocía y que solía frecuentar, sólo parecían tensos y afligidos, desviaban la mirada y apuraban el paso.

Incluso el olor del ascensor me era ajeno. Olía a flores marchitas, y pensé en entierros, en lluvia, en despedidas.

Cuando salí al pasillo, Maja Swartling se escabulló rápidamente al cruzarse conmigo, fingiendo no verme. En el vano de la puerta del despacho de Annika estaba esperando Rainer Milch. Se hizo a un lado, entré y saludé.

– Erik, Erik. Siéntese -dijo Rainer.

– Gracias, pero prefiero permanecer de pie -dije secamente, aunque de inmediato me arrepentí.

Seguía preguntándome qué podría haber estado haciendo Maja Swartling con la junta directiva. Quizá había ido allí para defenderme. En realidad, era una de las pocas personas que tenía conocimientos concretos y detallados de mi investigación.

La directora estaba de pie junto a la ventana, al otro lado de la habitación. Pensé que era descortés y extraño en ella no darme la bienvenida. En cambio, se quedó allí con los brazos envolviendo su cuerpo mientras miraba contenida hacia la calle.

– Le dimos una gran oportunidad, Erik -declaró Peder Mälarstedt.

Rainer Milch asintió.

– Pero se negó a dar su brazo a torcer -prosiguió-. Se negó usted a hacerse a un lado voluntariamente mientras nosotros investigábamos lo sucedido.

– Puedo volver a pensarlo -repuse en voz baja-. Puedo…

– Ahora ya es demasiado tarde -me interrumpió-. Anteayer hubiéramos necesitado protegernos con ello, pero hoy sólo resultaría patético.

Annika Lorentzon abrió la boca.

– Yo… -dijo débilmente sin volverse hacia mí-. Esta noche estaré en el programa «Rapport» para explicar por qué te permitimos llevar a cabo tu investigación.

– Pero yo no cometí ningún error -repliqué-. El hecho de que una paciente formule acusaciones disparatadas no puede hacer a un lado años de investigaciones, incontables tratamientos que en realidad siempre han sido intachables…

– No se trata sólo de un paciente -repuso Rainer Milch-, sino de varios. Además, acabamos de escuchar a un experto pronunciarse sobre su investigación…

Sacudió la cabeza y guardó silencio.

– ¿Se refiere al tal Göran Sörensen? -pregunté, irritado-. Jamás he oído hablar de él, y es obvio que no tiene ni idea de lo que está hablando.

– Tenemos un contacto que ha estudiado su trabajo durante varios años -explicó Rainer Milch rascándose el cuello-. Ella dice que tiene usted grandes expectativas pero que basa la mayor parte de sus tesis en castillos de arena. No tiene ninguna prueba fehaciente y constantemente hace caso omiso de lo que es mejor para sus pacientes con tal de tener razón.

Me quedé desconcertado, sin rumbo.

– ¿Cómo se llama su experta? -pregunté finalmente.

No contestaron.

– ¿Tal vez Maja Swartling? -sugerí.

El rostro de Annika Lorentzon enrojeció.

– Erik -dijo finalmente volviéndose hacia mí-. Quedas suspendido de empleo y sueldo desde este mismo instante. Ya no te quiero en mi hospital.

– ¿Y mis pacientes? Debo ocuparme de…

– Serán transferidos a otro médico -me interrumpió.

– Se sentirán mal por…

– En ese caso será culpa tuya -dijo alzando la voz.

La habitación quedó en silencio. Frank Paulsson permaneció inmóvil y tan sólo desvió la mirada. Ronny Johansson, Peder Mälarstedt, Rainer Milch y Svein Holstein me observaban con rostro inexpresivo.

– Está bien -dije en un tono vacío.

Hacía tan sólo algunas semanas que había estado en esa misma sala, unas pocas semanas desde que esas mismas personas me habían asignado más medios para mi investigación. Y ahora todo se había acabado de un plumazo.

Cuando salí a la calle, un grupo de gente se acercó a mí. Una mujer alta y rubia sostenía un micrófono frente a mi rostro.

– Hola -dijo alegremente-. Me gustaría que nos diera su opinión acerca de otra de sus pacientes, una mujer llamada Eva Blau, a quien la semana pasada internaron de urgencia en una institución psiquiátrica.

– ¿De qué está hablando?

Me aparté, pero el cámara me siguió. La oscura lente del objetivo me buscó. Miré a la mujer rubia y vi su identificación en el pecho: Stefanie von Sydow. Vi su gorra blanca de ganchillo y la mano que hacía señas al cámara para que se acercara.

– ¿Aún cree usted que el hipnotismo es una terapia válida? -preguntó.

– Sí -contesté.

– Entonces, ¿seguirá con la práctica?

La luz blanca de las altas ventanas al final del pasillo se reflejaba en el brillante suelo húmedo de la sección de psiquiatría del hospital Södersjukhus. Pasé junto a una larga hilera de puertas de pintura descascarada cerradas con ribetes de goma, me detuve junto a la habitación B39 y observé que mis zapatos habían dejado un rastro de pisadas secas en la brillante película del suelo.

Se oyeron ruidos sordos en una habitación lejana, un débil llanto y luego el silencio. Me quedé allí un momento intentando organizar mis pensamientos antes de abrir la puerta. Saqué la llave, la introduje en la cerradura, la hice girar y entré.

El olor a cera abrillantadora entró conmigo en la oscura habitación cargada de vapores de sudor y vómito. Eva Blau estaba tendida en la cama de espaldas a mí. Me acerqué a la ventana con la intención de dejar pasar la luz, quise alzar las cortinas un poco, pero el sistema de suspensión estaba encallado. Por el rabillo del ojo vi que Eva comenzaba a volverse. Tiré con fuerza de la cortina, y finalmente subió con un fuerte estrépito.

– Lo siento -dije-. Sólo quería que entrara un poco…

En la repentina y penetrante luz, vi a Eva Blau sentada con las comisuras de los labios colgando en una expresión amarga. Me dirigió una mirada anestesiada y mi corazón se aceleró. Eva se había mutilado la punía de la nariz. Su espalda formaba una joroba y tenía un vendaje ensangrentado en la mano. Me miraba fijamente.

– Eva, he venido nada más saberlo -dije.

Se palmeó lentamente el estómago con la mano vendada. La herida redonda que quedaba donde se había cortado la nariz se veía muy roja en su rostro atormentado.

– Intentaba ayudaros -dije-, pero empiezo a comprender que me equivoqué en casi todo. Creía que estaba en el buen camino, que entendía cómo funcionaba el hipnotismo, pero no era así. No entendía nada, y me apena muchísimo no haber podido hacer nada por ninguno de vosotros.

Se pasó el dorso de la mano por la nariz. De la herida comenzó a manar sangre que cayó sobre su boca.

– ¿Eva? ¿Por qué te has hecho eso? -pregunté.

– ¡Fuiste tú, es culpa tuya! -gritó de repente-. Todo es culpa tuya, me has arruinado la vida. ¡Te llevaste todo cuanto tenía!

– Entiendo que estés enfadada conmigo porque…

– Cierra la boca -me espetó-. No entiendes nada. Mi vida está arruinada y yo arruinaré la tuya. Puedo esperar. Esperaré cuanto sea necesario, pero finalmente me vengaré.

Luego gritó con la boca muy abierta, un grito ronco y desquiciado. La puerta se abrió y el doctor Andersen entró en la habitación.

– Será mejor que espere fuera -dijo, sobresaltado.

– La enfermera me ha dado las llaves, así que he pensado…

Me arrastró hacia el pasillo, cerró la puerta y giró la llave en la cerradura.

– Esa paciente está paranoica y…

– No, no lo creo -lo interrumpí con una sonrisa.

– Se trata de mi evaluación y de mi paciente -replicó él.

– Sí, lo siento.

– Todos los días nos exige cientos de veces que cerremos su puerta y guardemos bien la llave.

– Sí, pero…

– Ha dicho que no declarará contra nadie, que podemos someterla a descargas eléctricas y violaciones, pero que no contará nada. ¿Qué les ha hecho en realidad a sus pacientes? Está asustada, terriblemente asustada. Es una locura que usted haya entrado…

– Está furiosa conmigo pero no me teme -lo interrumpí alzando el tono.

– La he oído gritar -repuso él.

Tras mi visita al hospital y el encuentro con Eva Blau, subí al coche y me dirigí al estudio de televisión. Pedí ver a Stefanie von Sydow, la periodista de «Rapport» que había intentado obtener declaraciones mías un rato antes ese mismo día. La recepcionista llamó entonces a una asistente de redacción y me pasó el teléfono. Le dije que estaba dispuesto a ser entrevistado y, tras unos segundos, bajó a mi encuentro una mujer joven de cabello corto y mirada inteligente.

– Stefanie lo recibirá dentro de diez minutos -dijo.

– Bien.

– Lo acompañaré a la sala de maquillaje.

Cuando regresé a casa después de la corta entrevista, vi que todas las habitaciones estaban a oscuras. Llamé a gritos pero nadie respondió. Finalmente encontré a Simone sentada en el sofá frente al televisor apagado en el primer piso.

– ¿Ha ocurrido algo? -pregunté-. ¿Dónde está Benjamín?

– En casa de David -contestó con voz sorda.

– ¿No es hora de que vuelva a casa? ¿Qué le has dicho?

– Nada.

– ¿Qué ocurre? Háblame, Simone.

– ¿Por qué habría de hacerlo? No sé quién eres -repuso.

Sentí que la inquietud me recorría el cuerpo. Me acerqué e intenté retirarle un mechón de pelo del rostro.

– No me toques -me espetó apartando la cabeza.

– ¿No quieres hablar?

– ¿Que no quiero? No se trata de mí -dijo-. Eres tú quien debería haber hablado. No deberías haber dejado que encontrara las fotografías, no deberías haber hecho que me sintiera como una idiota.

– ¿De qué fotografías hablas?

Abrió un sobre de color azul claro y dejó caer algunas fotos. Me vi a mí mismo posando en el apartamento de Maja Swartling y luego una serie de imágenes de ella vestida sólo con unas braguitas verde ciar». El cabello negro caía en mechones sobre sus grandes pechos blancos. Se la veía alegre, ligeramente ruborizada en las mejillas. Había una gran cantidad de primeros planos más o menos borrosos de sus senos. En una de las imágenes, tenía las piernas abiertas frente al objetivo.

– Sixan, intentaré…

– No puedo soportar más mentiras -me interrumpió-. No en este momento.

Encendió el televisor, puso el canal de noticias, y vi que justo estaban dando la información sobre el escándalo del hipnotismo. Annika Lorentzon, la directora del hospital universitario Karolinska, no quería pronunciarse sobre el caso mientras permaneciera abierta la investigación. Sin embargo, cuando el informado periodista tocó el tema de la cuantiosa subvención que la junta había asignado recientemente a Erik Maria Bark, se sintió presionada y se vio obligada a responder.

– Fue un error -dijo en voz baja.

– ¿Cuál cree que fue el error?

– Erik Maria Bark está suspendido de empleo y sueldo por tiempo indefinido.

– ¿Sólo por tiempo indefinido?

– No podrá seguir practicando el hipnotismo en el hospital Karolinska -dijo.

Luego vi mi propio rostro en la pantalla, sentado en un estudio de televisión con la mirada asustada.

– ¿Seguirá con la terapia en otros hospitales? -preguntó la presentadora.

La miré como si no entendiera la pregunta y negué casi imperceptiblemente con la cabeza.

– Señor Bark, ¿aún cree usted que el hipnotismo es una forma válida de tratamiento? -preguntó a continuación.

– No lo sé -contesté débilmente.

– ¿Tiene pensado seguir con la práctica?

– No.

– ¿Nunca más?

– Jamás volveré a hipnotizar a nadie -declaré.

– ¿Es eso una promesa? -preguntó la periodista.

– Sí.

Capítulo 38

Miércoles 16 de diciembre, por la mañana

Erik se estremece. La mano en la que sostiene el vaso se sacude y el café salpica su chaqueta y el puño de la camisa.

Joona lo mira intrigado y coge un pañuelo de papel de la caja que hay sobre el salpicadero del coche.

Erik observa a través del cristal de la ventanilla la gran casa de madera de color amarillo, el jardín y el césped sobre el que hay un enorme muñeco de Winnie the Pooh con unos afilados dientes pintados.

– ¿Es peligrosa? -pregunta Joona.

– ¿Quién?

– Eva Blau.

– Quizá -contesta Erik-. Es decir, es muy capaz de hacer cosas peligrosas.

Joona apaga el motor, ambos se quitan el cinturón de seguridad y salen del vehículo.

– No espere usted demasiado -advierte Joona con su melancólico acento finlandés-. Quizá Liselott Blau no tenga nada que ver con Eva.

– No -dice Erik, pensativo.

Recorren el sendero negro grisáceo de pizarra. Pequeños copos de nieve se arremolinan en el aire. Al alzar la mirada, parece un velo blanco, una niebla lechosa frente a la gran casa de madera.

– No obstante, deberíamos tener cuidado -dice Joona-. Ésta podría ser realmente el «caserón».

Su rostro simétrico y amigable se ilumina con una débil sonrisa. Erik se detiene en medio del sendero al tiempo que nota que la tela mojada en torno a su muñeca se ha enfriado. Huele a café viejo.

– El caserón es una casa en la antigua Yugoslavia -dice-. Es un apartamento en Jakobsberg y un gimnasio en Stocksund, una casa de color verde claro en Dorotea, y así sucesivamente.

No puede evitar sonreír cuando se encuentra con la mirada intrigada de Joona.

– El caserón no es una casa concreta, sino un concepto -explica Erik-. El grupo de hipnotismo llamaba «caserón»… al lugar donde habían tenido lugar los abusos.

– Creo que lo entiendo -dice Joona-. ¿Dónde estaba el caserón de Eva Blau?

– Ése es el problema -repone Erik-. Ella fue la única que no encontró el camino hacia su caserón. A diferencia de los demás, nunca describió un lugar concreto.

– Quizá sea aquí -dice Joona señalando en dirección a la casa.

Siguen avanzando a grandes pasos por el sendero de pizarra. Erik tantea en su bolsillo la caja con el papagayo. Se siente mal, es como si aún estuviera aturdido por los recuerdos. Se rasca la frente. Quiere tomar una píldora, ansia tomar una, pero sabe que debe conservar la mente lúcida. Debe dejar las pastillas, no puede seguir así por más tiempo. Ya no puede seguir ocultándose. Tiene que encontrar a Benjamín antes de que sea demasiado tarde.

Erik pulsa el timbre y oye el pesado sonido a través de la madera maciza. Debe obligarse a no derribar la puerta, correr hacia el interior y gritar llamando a Benjamín. Joona tiene la mano dentro de la chaqueta. Tras un momento abre la puerta una mujer joven con gafas, pelo rojizo y las mejillas picadas de viruela.

– Estamos buscando a Liselott Blau -dice Joona.

– Soy yo -contesta ella expectante.

Joona mira a Erik y entiende que la mujer pelirroja no es la misma que antaño se hacía llamar Eva Blau.

– En realidad, estamos buscando a Eva -dice.

– ¿Eva? ¿Qué Eva? -pregunta la mujer-. ¿De qué se trata?

Joona le muestra su credencial de policía y pregunta si pueden pasar un momento. Ella se niega y el comisario le pide entonces que se ponga un abrigo y salga con ellos. Unos minutos más tarde se sitúan sobre el duro césped cubierto de escarcha y hablan con el vapor escapando de sus bocas.

– Vivo sola -dice la mujer.

– Es una casa grande.

Ella muestra una amplia sonrisa.

– Disfruto de una buena posición.

– ¿Eva Blau es pariente suya?

– Ya les he dicho que no conozco a ninguna Eva Blau.

Joona le enseña tres fotografías de Eva que ha impreso a partir de la grabación de vídeo, pero la mujer pelirroja sólo niega con la cabeza.

– Obsérvelas con detenimiento -dice Joona seriamente.

– No me diga lo que tengo que hacer -replica ella.

– No, sólo le estoy pidiendo que…

– Yo pago su sueldo -lo interrumpe ella hablando lentamente-. Con el dinero de mis impuestos el Estado paga su salario.

– Por favor, mire las fotografías de nuevo -dice él.

– No la he visto en mi vida.

– Es importante -explica Erik.

– Quizá para ustedes -dice la mujer-, pero no para mí.

– Se hace llamar Eva Blau -continúa Joona-. Ése es un apellido muy poco común en Suecia.

De repente Erik ve que una cortina se mueve en el piso superior. Se abalanza hacia la casa mientras oye que Joona y la mujer lo llaman a su espalda. Cruza el umbral a la carrera y mira a su alrededor en el vestíbulo, ve la ancha escalera y sube dando grandes zancadas.

– ¡Benjamín! -grita deteniéndose.

El pasillo se extiende en ambas direcciones; las puertas conducen a diferentes dormitorios y cuartos de baño.

– ¿Benjamin? -llama de nuevo, esta vez en voz baja.

El suelo cruje en alguna parte. Oye que la mujer entra corriendo en la planta baja. Erik intenta entender cuál es la ventana en la que vio ondear la cortina y camina rápidamente hacia la derecha en dirección a una puerta situada al final del pasillo. Intenta abrirla, pero se percata de que está cerrada con llave. A continuación se inclina y mira por el ojo de la cerradura. La llave está puesta, pero cree adivinar un movimiento de oscuros reflejos en el metal.

– ¡Abre la puerta! -dice alzando la voz.

La mujer pelirroja ha empezado a subir la escalera.

– ¡No puede estar aquí dentro! -exclama.

Erik da un paso atrás, abre la puerta de una patada y entra. La habitación está vacía. Ve una gran cama con las sábanas revueltas, una manta de color rosa pálido y un armario con espejos ahumados en las puertas. Una cámara montada sobre un trípode enfoca directamente hacia la cama. Se acerca al armario y abre la puerta, pero comprueba que no hay nadie allí. Se vuelve, mira las pesadas cortinas y el sillón. Luego se agacha y observa que alguien se acurruca en la oscuridad debajo de la cama: tiene unos ojos tímidos y asustados, unos delgados muslos y los pies descalzos.

– Sal de ahí -dice Erik con firmeza.

Alarga un brazo, agarra un tobillo y tira de él hasta que de debajo de la cama aparece un joven desnudo. El chico intenta explicar algo. Habla rápida e intensamente con él en un idioma parecido al árabe mientras se pone un pantalón vaquero. La manta se mueve entonces sobre la cama y de debajo asoma otro chico y le dice algo a su amigo en tono imperioso. El primero se calla de inmediato. Junto a la puerta ha aparecido también la mujer, que repite una y otra vez con voz temblorosa que deje en paz a sus amigos.

– ¿Son menores de edad? -pregunta Erik.

– Fuera de mi casa -dice ella, furiosa.

El segundo muchacho se ha envuelto con la manta. Coge un cigarrillo y observa a Erik sonriendo.

– ¡Fuera! -ordena Liselott Blau.

Erik atraviesa el pasillo y baja la escalera mientras la mujer lo sigue gritando con voz ronca que se vaya al infierno. Erik abandona la casa y sigue el sendero de pizarra. Joona lo está esperando fuera con el arma oculta junto a su cuerpo. La mujer se detiene frente a la puerta.

– ¡No pueden hacer esto! -exclama-. Es ilegal, la policía debe tener una orden judicial para entrar de este modo en un domicilio particular.

– Yo no soy policía -replica Erik.

– Pero… Los denunciaré por esto, se lo aseguro.

– Hágalo si lo desea -dice Joona-. Yo mismo puedo recoger su denuncia.

Capítulo 39

Miércoles 16 de diciembre, por la tarde

Antes de salir a la calle Norrtäljevägen, Joona detiene un momento el coche en el arcén, al tiempo que por su lado pasa un polvoriento camión volquete cargado de piedra molida. El comisario saca un papel del bolsillo de su chaqueta y lee:

– Aún quedan cinco personas que se apellidan Blau en el área de Estocolmo, tres en Västeräs, dos en Eskilstuna y una en Umeä.

Vuelve a doblar el papel y sonríe de manera alentadora en dirección a Erik.

– Charlotte -dice él en voz baja.

– No había ninguna Charlotte -repone Joona, quitando una mancha del espejo retrovisor.

– Charlotte Cederskiöld -contesta Erik-. Era amable con Eva. Creo recordar que le cedió una habitación de su casa a Eva en aquel tiempo.

– ¿Dónde cree que podríamos encontrarla?

– Vivía en Stocksund hace diez años, pero…

Joona ya ha marcado el número de la policía.

– Hola, Anja. Sí, lo mismo digo. Oye, necesito el teléfono y la dirección de Charlotte Cederskiöld. Vive en Stocksund o, en todo caso, vivía allí. Sí, gracias. Bien, esperaré -dice, coge un bolígrafo v, al cabo de unos segundos, escribe en la parte de atrás de un recibo. Muchas gracias.

Pone el intermitente izquierdo y se incorpora nuevamente al carril.

– ¿Sigue viviendo allí? -pregunta Erik.

– No, pero hemos tenido suerte. Ahora vive cerca de Rimbo.

Erik siente que la inquietud le carcome el estómago. No sabe por qué le atemoriza que Charlotte se haya marchado de Stocksund; quizá debería interpretarlo del modo contrario.

– Una casa solariega en Husby -dice Joona introduciendo un disco compacto en el reproductor.

Murmura que es la canción favorita de su madre y sube un poco el volumen.

– Sarja Varjus -exclama.

Se sacude la tristeza de la cabeza y canta siguiendo la música:

– Dam-dam-da-da-di-dum…

El eco de la música triste llena el vehículo. Cuando termina la canción, ambos guardan silencio unos instantes. Luego Joona dice en un tono que casi parece de sorpresa:

– La música finlandesa ha dejado de gustarme.

Carraspea un par de veces.

– A mí me ha parecido una bonita canción -dice Erik.

Joona sonríe y le echa un rápido vistazo de soslayo.

– Mamá estaba allí cuando fue elegida reina del tango en Seinäjoki…

Cuando abandonan la amplia y transitada vía de Norrtäljevägen para tomar la calle 77 cerca de Sätuna, una fuerte lluvia mezclada con nieve empieza a caer sobre el coche. Está oscureciendo hacia el este y los jardines por los que pasan van sumiéndose poco a poco en la penumbra.

Joona tamborilea con los dedos sobre el salpicadero. El aire tibio de la calefacción silba al salir del radiador. Erik nota los pies mojados a causa del calor húmedo que flota en el interior del vehículo.

– A ver ahora -dice Joona para sí mientras continúa atravesando el pequeño pueblo y toma una estrecha calle tras dejar atrás los campos de cultivo helados.

A lo lejos distingue una gran casa blanca detrás de una alta cerca. Aparcan frente a la verja abierta y caminan el último trecho hasta la casa. Una mujer joven con una chaqueta de tela vaquera está rastrillando el sendero de gravilla. Parece asustarse cuando ellos se acercan. Un golden retriever corretea alrededor de sus piernas.

– ¡Charlotte! -llama ella-. ¡Charlotte!

Una mujer rodea la enorme casa arrastrando una gran bolsa de basura negra. Lleva puesto un chaleco rosa y un grueso suéter gris, unos vaqueros gastados y unas botas de agua.

Charlotte, piensa Erik. Realmente es ella.

Lejos ha quedado la mujer delgada y distante con ropas elegantes y el cuidado corte de pelo estilo paje. La persona que se acerca a recibirlos tiene un aspecto totalmente distinto. Lleva el cabello largo y gris recogido en una gruesa trenza, su rostro está surcado de arrugas alrededor de los ojos y no lleva ni una pizca de maquillaje. Está más hermosa que nunca, piensa Erik. Cuando ella lo ve, es como si una ráfaga de calor recorriera su rostro. En un primer momento parece sólo asombrada, pero luego dibuja una amplia sonrisa.

– Erik -dice en un tono de voz que no ha cambiado: profundo, articulado y cálido.

Suelta la bolsa de la basura y estrecha su mano.

– ¿Eres tú? Me alegro de volver a verte.

Saluda a Joona y luego permanece inmóvil un breve instante, observándoles. En ese momento, una mujer robusta abre la puerta de entrada de la casa y los mira. Lleva un tatuaje en el cuello y un holgado suéter con capucha.

– ¿Necesitas ayuda? -grita.

– Son amigos míos -dice Charlotte haciéndole señas con la mano para que se retire.

Charlotte observa con una sonrisa a la fornida mujer mientras vuelve a cerrar la puerta.

– Yo… Construí un hogar para mujeres en la finca. Hay mucho espacio, así que acojo a mujeres que necesitan… alejarse del mundo durante un tiempo. Dejo que vivan aquí, preparamos juntas la comida, cuidamos el lugar…, hasta que sienten que pueden volver a valerse por sí mismas.

– Suena bien -dice Erik.

Ella asiente y hace un gesto en dirección a la puerta invitándolos a entrar.

– Charlotte, estamos buscando a Eva Blau -dice Erik-. ¿La recuerdas?

– Por supuesto que la recuerdo. Fue mi primera huésped aquí. Tenía las habitaciones del ala…

De pronto interrumpe su discurso.

– Es curioso que la menciones -comienza-. Eva me llamó hace tan sólo una semana.

– ¿Qué quería?

– Estaba furiosa -dice Charlotte.

– Sí -suspira Erik.

– ¿Por qué estaba furiosa? -pregunta Joona.

Charlotte respira profundamente. Erik oye cómo el viento sopla entre las ramas desnudas de los árboles mientras observa que alguien ha intentado hacer un muñeco con la poca nieve que ha caído.

– Estaba enfadada con Erik.

Él siente un escalofrío al recordar el rostro afilado de Eva Blau, la agresividad en su voz, su mirada aguda y la punta de la nariz cortada.

– Prometiste no volver a practicar el hipnotismo -dice Charlotte-, pero de repente, hace algunos días, volviste a hacerlo. Apareció en todos los periódicos, hablaron de ello en la televisión. Naturalmente, hubo mucha gente que se sintió indignada.

– Me vi obligado a hacerlo -dice Erik-. Pero fue una excepción.

Ella toma su mano entre las suyas.

– Tú me ayudaste -suspira-. Aquella vez que vi…, ¿lo recuerdas?

– Lo recuerdo -asiente Erik en voz baja.

Charlotte le sonríe.

– Fue suficiente. Entré en el caserón, alcé la mirada y vi a quienes me habían hecho daño.

– Lo se.

– Eso nunca habría sido posible sin tu ayuda, Erik.

– Yo…

– Algo encajó en su lugar aquí dentro -dice haciendo un gesto en dirección a su corazón.

– ¿Dónde está Eva ahora? -pregunta Joona.

Charlotte arruga un poco la frente.

– Cuando fue dada de alta se mudó a un apartamento en el centro de Akersberga y se hizo testigo de Jehová. Al principio mantuvimos el contacto, yo le prestaba dinero, pero luego nos distanciamos. Ella creía que la perseguían, a menudo hablaba sobre buscar protección, decía que el mal la estaba acechando.

Charlotte mira fijamente a Erik.

– Pareces afligido -le dice.

– Mi hijo ha desaparecido; Eva es nuestra única pista.

Charlotte lo observa, preocupada.

– Espero que se solucione pronto.

– ¿Cómo se llama? ¿Lo sabes? -pregunta Erik entonces.

– ¿Te refieres a su nombre verdadero? Nadie lo sabe; tal vez ni siquiera ella misma lo sepa.

– Ya.

– Pero se anunció como Verónica la última vez que llamó.

– ¿Verónica?

– Por el velo de la Verónica, de ahí lo sacó.

Se abrazan un momento y luego Erik y Joona se apresuran a regresar al coche. Cuando avanzan hacia el sur en dirección a Estocolmo, el comisario llama de nuevo por teléfono. Solicita ayuda para hallar a una tal Verónica en el centro de Akersberga y la dirección de la congregación o del salón del reino de los testigos de Jehová.

Erik oye hablar a Joona mientras un pesado cansancio se apodera de su cabeza. Piensa en cómo los recuerdos han corrido frente a él y nota que sus ojos se cierran lentamente.

– Sí, Anja. Lo estoy anotando -oye decir a Joona-. Calle Västra Banvägen… Espera, Stationsvägen, 5. Bien, gracias.

Como si el tiempo se hubiera anudado en torno a sí mismo y atrapado su curso, Erik se despierta cuando enfilan una larga cuesta descendente a lo largo de un campo de golf.

– En seguida llegaremos -informa Joona.

– Me he quedado dormido -dice Erik casi para sí.

– Eva Blau llamó a Charlotte el mismo día en que usted apareció en los periódicos de todo el país -reflexiona Joona.

– Y dos días después secuestraron a Benjamín -dice Erik.

– Porque alguien lo vio.

– O porque falté a mi promesa de no volver a practicar el hipnotismo nunca más.

– En ese caso, fue culpa mía -advierte Joona.

– No, fue…

Erik se interrumpe, no sabe muy bien qué decir.

– Lo siento -dice Joona con la mirada fija en el camino.

Pasan frente a una tienda con los cristales rotos. Joona mira por el espejo retrovisor y ve que una mujer con un pañuelo en la cabeza se dispone a barrer los trozos de vidrio del suelo.

– No sé qué ocurrió con Eva cuando era paciente mía -explica Erik-. Se automutiló y se volvió paranoica. Me echó la culpa de todo a mí y al hipnotismo. Nunca debería haberla aceptado en el grupo, no debería haber hipnotizado a nadie.

– Pero ayudó usted a Charlotte -objeta Joona.

– Eso parece -dice Erik en voz baja.

Después de dejar atrás la rotonda pasan sobre las vías de un tranvía, giran a la izquierda en el polideportivo, cruzan un arroyo y finalmente se detienen junto a un gran bloque de apartamentos de color gris.

Joona señala la guantera.

– ¿Puede darme la pistola otra vez?

Erik abre el compartimento y le alcanza la pesada arma. Joona comprueba la recámara y cuida que la pistola tenga el seguro puesto antes de guardarla en su bolsillo.

Cruzan el aparcamiento a toda prisa y pasan junto a un parque con columpios, un cajón de arena y una jaula para trepar.

Erik señala el portal, alza la mirada y ve centelleantes guirnaldas de luces y antenas parabólicas en casi todos los balcones del edificio.

Al otro lado de la puerta cerrada ven a una anciana con un andador. Joona llama en el cristal con los nudillos y le hace señas alegremente. La mujer los mira y niega con la cabeza. El comisario decide mostrarle sus credenciales, pero ella vuelve a sacudir la cabeza. Erik rebusca en sus bolsillos y encuentra un sobre con unas facturas que debía dejar en la oficina de sueldos. Se acerca al cristal, golpea y le muestra el sobre a la mujer. Ella camina entonces de inmediato hacia la puerta y pulsa un botón para abrirla.

– ¿Es el correo? -pregunta con voz chillona.

– Carta urgente -contesta Erik.

– Ocurren tantas desgracias en el mundo… -suspira la mujer en dirección a la pared.

– ¿Qué le ha dicho? -pregunta Joona.

Erik mira el tablero con los nombres de los inquilinos y encuentra a Verónica Andersson en el primer piso. En las paredes de la estrecha escalera se ven grandes autógrafos pintados con aerosol rojo. El conducto de la basura despide mal olor. Se detienen frente a la puerta en cuya placa se lee el apellido Andersson y llaman. El suelo del rellano está manchado con huellas embarradas de pies de pequeño tamaño.

– Vuelva a llamar -dice Erik.

Joona abre la portezuela del buzón y grita a través de ella que trae un nuevo número de la Atalaya. De pronto Erik ve que la cabeza del comisario retrocede súbitamente como si le hubieran propinado un golpe.

– ¿Qué ocurre?

– No lo sé, pero quiero que espere usted fuera -dice Joona, tenso.

– No -contesta Erik.

– Entraré solo.

Un vaso cae al suelo tras la puerta de algún apartamento del primer piso. Joona se saca un estuche del bolsillo con dos objetos metálicos. Uno de ellos está arqueado en la punta y el otro se asemeja a una llave muy pequeña.

Como si Joona hubiera leído los pensamientos de Erik, murmura que no es ilegal entrar en un apartamento sin una orden judicial.

– Según la nueva ley, es suficiente si hay un buen motivo -explica.

Acaba de introducir el primer instrumento en la cerradura cuando Erik alarga la mano y comprueba la manija. Al parecer, no está cerrada con llave. Un intenso hedor sale a su encuentro cuando abren la puerta. Joona saca su arma y le dirige un cortante gesto para que espere fuera.

Erik oye su corazón latir en el pecho, la sangre silbar en sus oídos. El silencio le transmite una sensación aciaga: Benjamín no está allí. La luz de la escalera se apaga y la penumbra se aproxima rodando hacia él. No está completamente oscuro, pero sus ojos tienen dificultades para distinguir a su alrededor.

Joona sale de nuevo al rellano.

– Creo que debe entrar conmigo, Erik -dice.

Entran en el apartamento y el comisario enciende la lámpara del techo. La puerta del baño está abierta. El olor a podredumbre es insoportable. En el interior de la bañera vacía yace Eva Blau. Tiene el rostro hinchado, las moscas se amontonan en su boca y silban en el aire. La blusa arremangada deja al descubierto la piel del vientre abultado, de una tonalidad verde azulada. Unos profundos cortes negros recorren ambos brazos. En la tela de la blusa y el pelo rubio hay pegotes de sangre coagulada. La piel de la mujer se ve de un color gris pálido, y una red de capilares marrones se extiende por todo su cuerpo. La sangre detenida se ha podrido en el sistema circulatorio. Hay acumulaciones de pequeñas larvas de mosca en los lagrimales y también alrededor de los orificios nasales y la boca. La sangre ha rebasado el borde de la bañera y ha corrido por la pequeña alfombra del baño. Los flecos y los extremos se ven ahora oscuros. En el interior de la bañera, junto al cuerpo, hay un cuchillo de cocina ensangrentado.

– ¿Es ella? -pregunta Joona.

– Sí, es Eva.

– Lleva muerta al menos una semana. El vientre ha tenido tiempo de hincharse por completo.

– Entiendo -asiente Erik.

– Así que tampoco fue ella quien se llevó a Benjamín -constata Joona.

– Debo reflexionar al respecto -dice Erik-. Pensaba…

Mira por la ventana y ve el edificio bajo de ladrillos al otro lado de las vías del tranvía. Eva podía ver el salón del reino desde su ventana. Erik piensa que probablemente eso la hiciera sentirse más segura.

Capítulo 40

Jueves 17 diciembre, por la mañana

Simone nota de pronto una gota de sangre que mana de su labio inferior; se ha mordido sin darse cuenta. Tiene centradas todas sus energías en detener los pensamientos que se agolpan en su mente. Su padre fue atropellado por un coche, ahora está en esa sombría habitación del hospital Sankl Görans desde hace un par de días y los médicos aún no han podido determinar la gravedad de su estado. Lo único que ella sabe es que el golpe podría haberlo matado. El dolor inunda su cabeza. Ha perdido a Erik, quizá haya perdido también a Benjamín y ahora es posible que pierda además a su padre.

No sabe en qué punto se encuentra la investigación, pero para estar segura coge su teléfono móvil de nuevo, comprueba que funcione y vuelve a dejarlo en el compartimento exterior del bolso, de donde puede sacarlo fácilmente si empieza a sonar.

Después se inclina sobre su padre y le acomoda la manta. Está dormido, pero de su boca no escapa sonido alguno. Simone ha pensado a menudo que probablemente Kennet Sträng sea el único hombre en el mundo que no ronca lo más mínimo mientras duerme.

Tiene la frente vendada y por debajo de la gasa asoma una sombra oscura. El moretón se extiende sobre una mejilla.

Su rostro tiene una expresión distinta a causa de la extravasación de sangre, la nariz hinchada y la comisura de los labios que cuelga hacia abajo.

Pero no ha muerto, piensa ella. Está vivo, eso es. Y Benjamín también vive, Simone está segura, tiene que ser así.

Camina de un lado a otro por la habitación. Piensa que unos días antes, tras salir de casa de Sim Shulman, habló por teléfono con su padre justo antes de que ocurriera el accidente. Él le dijo que había encontrado a Wailord, que iba a ir «al mar», en algún lugar de Loudden.

Simone vuelve a mirar a su padre. Duerme profundamente.

– ¿Papá?

De inmediato se arrepiente de haberle hablado. Él no se despierta, pero un gesto de tormento recorre como una nube su rostro dormido. Ella toca con cuidado la herida en su labio inferior mientras su mirada encuentra la corona de adviento. Se mira los zapatos cubiertos con las fundas protectoras de plástico azul. Piensa en una tarde hace muchos años en la que ella y Kennet vieron a su madre despedirse de ellos con la mano para desaparecer a continuación en su pequeño Fiat de color verde.

Simone se estremece, el dolor de cabeza le golpea pesadamente las sienes. Se ajusta la chaqueta de punto y de repente oye a Kennet quejarse débilmente.

– Papá -dice como una niña pequeña.

Él abre los párpados. Tiene la mirada turbia, no parece totalmente despierto. En un ojo se ve un coágulo de sangre.

– Papá, soy yo -dice ella-. ¿Cómo te encuentras?

Él deja vagar la mirada sobre su hija. De repente Simone teme que no pueda ver.

– ¿Sixan?

– Estoy aquí, papá.

Se sienta cuidadosamente junto a él y toma su mano. Sus ojos vuelven a cerrarse, sus cejas se juntan como si sintiera dolor.

– Papá -repite en voz baja-. ¿Cómo te sientes?

Él intenta palmearle la mano pero no tiene la fuerza suficiente.

– Pronto estaré de pie -resuella-. No te preocupes.

Quedan en silencio. Simone intenta detener sus pensamientos, intenta alejar el dolor de cabeza, detener la intranquilidad que avanza. No sabe si debe atosigarlo en su estado, pero el pánico la obliga a hacer el intento.

– ¿Papá? -pregunta en voz baja-. ¿Recuerdas de qué hablábamos justo antes de que te atropellaran?

Él la mira cansado y niega con la cabeza.

– Dijiste que sabías dónde estaba Wailord. Hablaste del mar, ¿lo recuerdas? Dijiste que ibas a ir al mar.

Los ojos de Kennet brillan. Hace un intento de incorporarse en la cama pero de inmediato vuelve a hundirse con un quejido.

– Papá, háblame. Debo saber dónde está. ¿Quién es Wailord? ¿Quién es?

Él abre la boca y su mentón se sacude cuando suspira:

– Un… chico… Es… un chico…

– ¿Qué dices?

Pero Kennet ha cerrado nuevamente los ojos y parece que ya no la escucha. Simone camina hasta la ventana y observa el complejo del hospital. Nota una corriente de aire frío y ve una línea de suciedad en la ventana. Echa el aliento contra el vidrio y por un breve instante ve un rostro impreso en el vaho. Alguien antes que ella ha estado de pie en ese mismo lugar con la cabeza apoyada contra el cristal.

La iglesia al otro lado de la calle está a oscuras, las farolas se reflejan en los vitrales negros. Simone piensa que Benjamín le escribió un correo a Aida en el que le decía que no debía dejar que Nicke fuera al mar.

– Aida -dice en voz baja-. Iré a hablar con ella y esta vez tendrá que contármelo todo.

Es Nicke quien abre cuando Simone llama a la puerta de Aida. Él la mira intrigado. -Hola -dice ella.

– He conseguido nuevas cartas -le cuenta él, ansioso.

– Qué bien -dice ella.

– Son cartas de chicas, pero muchas de ellas son muy fuertes.

– ¿Está tu hermana en casa? -pregunta Simone palmeando el brazo de Nicke.

– ¡Aida! ¡Aida!

Nicke corre hacia el interior del oscuro vestíbulo y se pierde en el apartamento.

Simone aguarda en el rellano. Entonces oye un extraño bombeo y algo que tintinea débilmente. Tras un momento, ve a una mujer delgada con una joroba que se aproxima a ella. Arrastra un carrito con una bombona que suministra oxígeno a la mujer a través de unos finos tubos de goma que lleva insertados en los orificios nasales.

La mujer se golpea el pecho con su pequeño puño.

– En…fisema -dice con voz sibilante.

Luego su rostro arrugado se contrae en un ronco y doloroso acceso de tos. Cuando finalmente queda en silencio, le hace un gesto a Simone para que pase. Recorren juntas el largo y oscuro pasillo hasta llegar a una sala repleta de voluminosos muebles. En el suelo, entre un armario para el equipo de música con las puertas de cristal y la mesita baja del televisor, Nicke juega con sus cartas de Pokémon. En el sofá marrón, apretujado entre dos grandes palmeras, está Aida.

Simone apenas la reconoce. No lleva nada de maquillaje y su rostro se ve joven y hermoso, toda ella se ve delicada. Lleva el pelo cepillado y brillante recogido en una prolija cola de caballo.

Extiende la mano hacia un montón de cigarrillos y enciende uno con mano temblorosa justo cuando Simone entra en la sala.

– Hola -dice ella-. ¿Cómo estás?

Aida se encoge de hombros. Parece que ha estado llorando. Da una calada y lleva un cenicero verde hacia el cigarrillo, como si tuviera miedo de dejar caer ceniza sobre los muebles.

– Sien…tese… -le dice la madre a Simone, que ocupa uno de los anchos sillones apretujados junto al sofá, la mesa y las palmeras.

Aida echa la ceniza en el recipiente de cristal verde.

– Vengo del hospital -dice Simone-. El otro día atropellaron a mi padre. Iba camino del mar, a ver a Wailord.

Nicke se pone repentinamente en pie. Tiene las mejillas coloradas.

– Wailord está enfadado. Muy, muy enfadado.

Simone se vuelve entonces hacia Aida, que traga con fuerza y luego cierra los ojos.

– ¿Quién es Wailord? -inquiere-. ¿De qué va todo esto?

La chica apaga el cigarrillo y luego dice con voz vacilante:

– Han desaparecido.

– ¿Quiénes?

– Una pandilla de chicos que nos molestaban a Nicke y a mí. Eran horribles, me señalaban, iban a hacer una…

Guarda silencio y mira a su madre, que deja escapar un bufido.

– Hicieron un muñeco… de mamá -dice Aida con lentitud.

– Idiotas… -silba la madre desde el otro sillón.

– Utilizan nombres de los distintos personajes de Pokémon. Se hacen llamar Azelf, Magmortar o Lucario y a veces, no sé por qué, se intercambian los nombres.

– ¿Cuántos son?

– No lo sé, quizá sólo sean cinco -contesta-. Son chicos, el mayor tiene mi edad. El menor seguramente no tiene más de seis años. Un día decidieron que todos los que vivían aquí debían darles algo -dice Aida alzando por primera vez la vista hacia Simone.

Sus ojos son del color del ámbar, hermosos y claros, pero parecen aterrados.

– Los demás chicos tenían que darles golosinas, bolígrafos… -continúa con su débil voz-. Vaciaban sus huchas para evitar que les pegaran. Otros les daban sus cosas: el teléfono móvil, un juego de la Nintendo. Yo les di mi chaqueta y también cigarrillos. A Nicke simplemente le pegaban sin más y le quitaban todo lo que llevaba encima. Eran lo peor…

Su voz se apaga y las lágrimas brotan de sus ojos.

– ¿Se han llevado a Benjamín? -pregunta Simone sin rodeos.

La madre agita la mano en el aire.

– Ese… chico… no… está… bien…

– Contéstame, Aida-exige Simone-. ¡Contéstame!

– No le grite… a mi… hija -dice la madre con voz sibilante.

Simone sacude la cabeza y dice una vez más en un tono aún más afilado:

– ¡Ahora vas a contarme todo lo que sabes! ¿Me oyes?

Aida traga con fuerza.

– No sé mucho -dice finalmente-. Benjamín intervino, les dijo a esos chicos que en adelante nosotros no les daríamos nada más. Wailord se puso como loco. Dijo que nos declaraba la guerra y exigió que le diéramos una gran cantidad de dinero.

Enciende un nuevo cigarrillo. Temblorosa, da una calada, hace caer la ceniza con cuidado en el cenicero verde y luego continúa:

– Cuando Wailord se enteró de la enfermedad de Benjamin, repartió agujas entre los demás chicos para que le pincharan…

Guarda silencio y se encoge de hombros.

– ¿Qué ocurrió? -pregunta Simone impaciente.

Aida se muerde el labio y se quita una hebra de tabaco de la lengua.

– ¿Qué ocurrió?

– De repente un día Wailord se esfumó -murmura-. He seguido viendo a los demás chicos…, molestaron a Nicke el otro día sin ir más lejos. Ahora su líder es uno que se hace llamar Ariados, pero están confundidos y desesperados desde que Wailord desapareció.

– ¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo se esfumó Wailord?

– Creo… -Aida piensa un instante-, creo que fue el miércoles de la semana pasada, o sea, dos días antes de que desapareciera Benjamín.

Le tiembla la boca.

– Estoy segura de que Wailord se lo llevó -murmura-. Le ha hecho algo terrible y ahora no se atreve a dejarse ver…

De pronto rompe a llorar con fuerza, espasmódicamente. Simone ve a la madre levantarse con dificultad, tomar el cigarrillo de su mano y apagarlo lentamente en el cenicero verde.

– Maldito… monstruo -jadea la madre sin que Simone sepa a quién se refiere.

– ¿Quién es Wailord? -insiste Simone-. Debes contarme quién es.

– ¡No lo sé! -grita Aida-. ¡No lo sé!

Simone saca entonces la fotografía de la hierba y el seto contra la valla de color marrón que encontró en el ordenador de Benjamín.

– Mira esto -dice con dureza.

Aida observa la imagen con el rostro contraído.

– ¿Qué es este lugar? -pregunta Simone.

La chica se encoge de hombros y dirige una breve mirada a su madre.

– No tengo ni idea -dice con voz monótona.

– Pero fuiste tú quien le envió esta fotografía a Benjamín -replica Simone, irritada-. La recibió de ti, Aida.

La mirada de la chica se desliza y busca de nuevo a su madre, que está sentada con la sibilante bombona de oxígeno a sus pies.

Simone sacude el papel frente a su rostro.

– Mira esto, Aida. Vuelve a mirarlo y dime: ¿por qué le enviaste esto a mi hijo?

– Sólo era una broma -murmura ella.

– ¿Una broma?

Aida asiente.

– Como preguntándole si le gustaría vivir ahí -dice débilmente.

– No te creo -afirma Simone refrenándose-. ¡Dime la verdad!

La madre vuelve a ponerse en pie y agita la mano en su dirección.

– Fuera… de mi casa… ahora…

– ¿Por qué mientes? -pregunta Simone, y finalmente consigue que la chica la mire.

Aida parece infinitamente triste.

– Perdón -murmura con un hilo de voz-. Perdón.

Cuando Simone se dispone a salir del apartamento se encuentra con Nicke. Está de pie en la oscuridad del pasillo, restregándose los ojos.

– Yo no tengo fuerza, soy un Pokémon sin poder.

– Por supuesto que tienes fuerza -dice ella.

Capítulo 41

Jueves 17 de diciembre, al mediodía.

Cuando Simone entra en la habitación de Kennet en el hospital lo encuentra incorporado en la cama. Su rostro ha recuperado un poco de color y, a juzgar por su expresión, parece que supiera que ella cruzaría el umbral en ese mismo momento.

Simone se acerca, se inclina y apoya con cuidado la mejilla sobre su mano.

– ¿Sabes lo que he soñado hoy, Sixan? -pregunta él.

– No. -Sonríe ella.

– He soñado con mi padre.

– ¿El abuelo?

Él ríe suavemente.

– ¿Puedes creerlo? Estaba en el taller, sudado y alegre. «Mi chico», fue todo cuanto dijo. Aún puedo percibir el olor a diesel…

Simone traga saliva y nota un doloroso nudo en la garganta. Kennet sacude lentamente la cabeza.

– Papá… -suspira ella-. ¿Recuerdas lo que hablamos justo antes de que te atropellaran?

Él la mira seriamente y de pronto es como si se encendiera una luz en su mirada áspera y penetrante. Trata de incorporarse pero vuelve a caer sobre la cama.

– Ayúdame, Simone -dice, impaciente-. Tenemos prisa, no puedo quedarme aquí.

– ¿Recuerdas lo que pasó, papá?

– Lo recuerdo todo perfectamente.

El se pasa la mano por los ojos, carraspea y extiende sus manos.

– Sujétame -ordena.

Esta vez, cuando su hija lo sostiene, logra sentarse en el borde de la cama con las piernas colgando.

– Necesito mi ropa.

Simone se apresura a ir hasta el armario para cogerla. Un poco más tarde, está de rodillas pasándole los pantalones por los pies cuando la puerta se abre y entra un joven médico.

– Debo irme de aquí -le dice Kennet bruscamente al hombre antes de que ni siquiera haya tenido tiempo de entrar en la habitación.

Simone se incorpora.

– Hola -dice estrechando la mano del joven doctor-. Mi nombre es Simone Bark.

– Ola Tuvefjäll -responde él, y parece avergonzado cuando se vuelve hacia Kennet, que está de pie abrochándose los pantalones.

– Hola -lo saluda él mientras se mete la camisa por dentro de los pantalones-. Lamento no poder quedarme más tiempo, pero tenemos una urgencia.

– No puedo obligarlo a permanecer aquí -dice el médico con serenidad-, pero debería ser consciente de que recibió un fuerte impacto en la cabeza. Quizá se sienta bien ahora, pero debe saber que podrían surgir complicaciones dentro de un minuto, de una hora…, quizá mañana.

Kennet se acerca al lavabo y se echa agua fría en la cara.

– Como ya le he dicho, lo lamento mucho -dice enderezando la espalda-, pero debo ir al mar.

El médico los mira intrigado cuando se apresuran a atravesar el corredor. Simone le habla a su padre acerca de la visita que le ha hecho a Aida. Mientras esperan el ascensor, ve que Kennet debe apoyarse en la pared para sostenerse.

– ¿Adonde vamos? -pregunta.

Por primera vez, el no protesta cuando su hija ocupa el asiento del conductor. Simplemente sube al coche junto a ella, se ajusta el cinturón de seguridad y se rasca la frente por debajo de la venda.

– Debes decirme adonde vamos -dice ella al ver que él no contesta-. ¿Cómo se llega allí?

Él le dirige una mirada extraña.

– Déjame pensarlo un momento -responde.

Se reclina en el asiento, cierra los ojos y guarda silencio un instante. Ella empieza a pensar que ha cometido un error; resulta evidente que su padre no está bien, que debe regresar al hospital. Entonces él abre de nuevo los ojos y dice:

– Toma Sankt Eriksgatan, cruza el puente y gira a la derecha en Odengatan. Sigue en línea recta hasta la estación Ostra. Desde allí, toma la calle Valhallavägen en dirección al oeste hasta el instituto de cine, donde debes coger Lindarängsvägen, que llega hasta el puerto.

– ¿Quién necesita GPS? -Simone sonríe mientras toma la atestada vía de Sankt Eriksgatan hacia el centro comercial de Västermalmsgallerian.

– Me pregunto… -empieza a decir Kennet, pensativo, pero luego se interrumpe.

– ¿Qué?

– Me pregunto si los padres sabrán algo.

Simone le dirige una rápida mirada de soslayo mientras el coche pasa junto a la iglesia de Gustav Vasa. Ve una larga hilera de niños vestidos con capuchas; llevan velas en la mano y cruzan lentamente el umbral del templo.

Kennet se aclara la garganta.

– Me pregunto si los padres sabrán lo que están haciendo sus hijos.

– Presión, abusos, violencia y amenazas… -responde Simone, agotada-. Los pequeños tesoros de mamá y papá.

Ella piensa en el día que fue a Tensta, al estudio de tatuajes. Unos muchachos sostenían a una chica por encima de la barandilla. No estaban en absoluto asustados. Por el contrario, se los veía amenazantes, peligrosos. Piensa cu cómo Benjamin intentó detenerla luego para que no se acercara al muchacho en la estación de metro. Ahora entiende que debía de ser uno de ellos. Probablemente hubiera oído que usaban nombres de personajes de Pokémon.

– ¿Qué le está pasando al género humano? -pregunta retóricamente.

– No tuve un accidente de tráfico, Sixan. Me empujaron frente a un coche -declara entonces Kennet con voz afilada-. Y vi quién lo hizo.

– ¿Te empujaron? ¿Quién…?

– Fue uno de ellos, una criatura. Una niña.

Los bajos triángulos luminosos brillan en las negras ventanas del instituto de cine. Hay lodo en el punto de la calzada donde Simone gira para tomar Lindarängsvägen. Sobre el barrio de Gärdet penden pesadas nubes, parece que pronto va a caer una verdadera lluvia torrencial sobre los dueños de los perros y sus felices mascotas.

Loudden es un cabo situado inmediatamente después de la zona franca de Estocolmo. A finales de la década de 1920, el cabo se transformó en un puerto petrolero, con casi cien cisternas. La zona abarca construcciones industriales de baja altura, torres de agua y terminales para portacontenedores, refugios abiertos en la roca y muelles.

Kennet saca la tarjeta de visita que encontró en la billetera del chico.

– Calle Louddsvägen, 18 -dice haciéndole un gesto a Simone para que detenga el coche.

Ella gira hacia una zona asfaltada demarcada por unas altas vallas metálicas.

– Andaremos el último trecho hasta allí -dice Kennet al tiempo que se desabrocha el cinturón de seguridad.

Caminan entre enormes cisternas y observan estrechas escaleras enroscarse como serpentinas en torno a las construcciones cilíndricas. El óxido gana terreno en las planchas metálicas soldadas entre sí, en las sujeciones de la escalera y la barandilla de seguridad.

Una lluvia fina y fría comienza a caer. Las gotas golpean a su alrededor con un ruido metálico. Muy pronto oscurecerá y ya no podrán ver nada. Se han formado pequeños senderos amarillos, rojos y azules entre los grandes contenedores allí apiñados. No hay ninguna clase de iluminación exterior, sólo cisternas, contenedores de carga, casetas que se utilizan a modo de oficinas y, más cerca del agua, el sencillo asentamiento del muelle con sus grúas, rampas, gabarras y diques secos. Una camioneta sucia de la marca Ford está aparcada frente a un cobertizo situado en el flanco de un gran local de depósito de planchas de aluminio corrugado. En el oscuro vidrio de la ventana del cobertizo se ven unas letras autoadhesivas casi despegadas: «El Mar.» Las letras inferiores más pequeñas se han desprendido, pero aún es posible leer la marca que las palabras han dejado en el cristal: «Escuela de buceo.» Junto a la puerta hay una pesada tranca.

Kennet espera un breve instante, escucha y luego tira de la puerta con cuidado. La pequeña oficina está a oscuras. En su interior sólo se ve un escritorio, algunas sillas plegables con asientos de plástico y un par de bombonas de oxígeno oxidadas. De la pared cuelga una lámina descolorida de peces exóticos en el agua color esmeralda. Es evidente que la escuela de buceo ya no tiene su oficina allí. Quizá hayan interrumpido la actividad, o quebrado, o tal vez se hayan trasladado.

Un ventilador empieza a girar de pronto tras una rejilla y se oye un ruido en el interior de una de las puertas. Kennet se lleva un dedo a los labios. Claramente se oyen pasos. Se apresuran, abren la puerta y miran el interior de un gran depósito. Alguien corre en la oscuridad. Simone intenta ver algo mientras Kennet baja una escalera de acero y comienza una persecución, pero grita de repente.

– ¿Papá? -llama ella.

No puede verlo pero oye su voz. Él maldice y le grita que tenga cuidado.

– Han tendido un alambre de espino.

Hay un ruido metálico en el suelo de hormigón. Kennet ha comenzado a correr nuevamente. Simone lo sigue, pasa por encima del alambre de espino y entra en el amplio local.

El aire es frío y húmedo. Está oscuro y resulta difícil orientarse. Se oyen rápidos pasos a lo lejos.

A través de una ventana sucia se filtra la luz del reflector de una de las grúas para contenedores. Simone ve a alguien de pie junto a una carretilla elevadora. Se trata de un chico con una máscara que le cubre el rostro, una máscara de tela gris o de cartón. Sujeta una vara de hierro en la mano, da algunos pasos nerviosos y se esconde.

Kennet camina enérgicamente en su dirección entre las estanterías.

– ¡Detrás de la carretilla elevadora! -exclama Simone.

El chico de la máscara corre entonces hacia adelante y le arroja a Kennet la vara metálica, que da vueltas en el aire y pasa justo por encima de su cabeza.

– ¡Espera! ¡Sólo queremos hablar contigo! -grita Kennet.

El chico abre una puerta de acero y corre hacia el exterior. Se oye un retumbo y la luz entra. Kennet ya ha llegado a la puerta.

– Se escapará -dice con un silbido.

Simone lo persigue, pero al salir resbala y cae en el húmedo puente de carga. Al tiempo que nota un fuerte olor a desperdicios, vuelve a levantarse y ve a su padre correr a lo largo del muelle. El suelo está resbaladizo a causa de la nevisca, y cuando se apresura a seguirlo casi resbala de nuevo y está a punto de caer desde el borde. Continúa corriendo mientras a lo lejos divisa a las dos figuras que se alejan por el muelle. El agua oscura y semicongelada de la nieve enfangada golpea contra el borde.

Simone sabe que, si tropezara y cayera, no pasaría mucho tiempo antes de que el agua helada la paralizara. Se hundiría como una piedra con la pesada capa de lluvia y las botas de invierno. De pronto recuerda a aquel periodista que murió junto a su amiga cuando su coche cayó al agua en el muelle. El automóvil se hundió en el agua como una nasa, fue tragado por el cieno suelto del fondo y desapareció. Cats Falk, así se llamaba, piensa Simone.

Está sin aliento y tiembla por el nerviosismo y el esfuerzo. Nota la espalda empapada por la lluvia.

Entonces ve que su padre se ha detenido; al parecer, ha perdido al chico. Está de pie esperándola, con las manos apoyadas sobre las rodillas. El vendaje en torno a su cabeza se ha desprendido y jadea trabajosamente para recuperar el aliento. Un chorro de sangre mana de su nariz. Parece como si algo se hubiera roto en sus pulmones. En el suelo hay una careta de cartón. Está prácticamente deshecha por la lluvia. Cuando el viento la atrapa, vuela y cae al agua.

– Menuda mierda -exclama Kennet cuando ella se le acerca.

Luego dan media vuelta mientras el cielo sigue oscureciéndose a su alrededor. La lluvia ha amainado, pero en cambio ha empezado a soplar un fuerte viento que silba entre las grandes construcciones de chapa. Pasan por un dique seco de forma ovalada y Simone oye el canto oscuro y monótono del viento allí abajo. Hay cubiertas de tractor que cuelgan de cadenas oxidadas en el borde y sirven de escala. Ella mira hacia abajo, en dirección al formidable hueco perforado en la tierra. Una enorme pila sin agua, de paredes de roca ásperas reforzadas con hormigón y sujetas con tirantes de acero. Cincuenta metros más abajo se ve el suelo de cemento con grandes zócalos.

Una lona impermeabilizada se golpea con el viento y la luz de una grúa titila en las paredes verticales del dique seco. Simone ve de repente a alguien sentado detrás de un zócalo de hormigón allí abajo.

Kennet nota que su hija se detiene y se vuelve hacia ella, intrigado. Sin decir nada, Simone señala en dirección al dique seco.

La figura acurrucada se aleja de la luz.

Kennet y Simone se abalanzan hacia la estrecha escalera de la pared. La figura se levanta y echa a correr hacia algo que parece ser una puerta. Kennet se agarra a la barandilla y baja corriendo por los empinados escalones. Resbala, pero recupera el equilibrio. En el aire flota un penetrante olor a metal, óxido y lluvia. Siguen bajando pegados a la pared con el eco de sus pasos resonando en la profundidad del dique.

El fondo está empapado. Simone siente el agua helada filtrarse en sus botas. Tiene frío.

– ¿Hacia adonde ha ido? -exclama.

Kennet se apresura entre los zócalos que mantienen la nave en su lugar mientras se bombea para extraer el agua. Señala el lugar por donde el chico ha desaparecido: como suponían, no hay ninguna puerta, sino una especie de ojo de buey. Kennet echa una ojeada pero no ve nada. Está agitado, se seca la frente y el cuello.

– Sal de una vez -resuella-. Ya basta, vamos.

Se oye un ruido áspero, pesado y rítmico. Kennet empieza a arrastrarse hacia el ojo de buey.

– Ten cuidado, papá.

Algo cruje y luego la compuerta de la esclusa empieza a chirriar. De repente se oye un silbido ensordecedor y Simone entiende lo que está a punto de ocurrir.

– ¡Dejará entrar el agua! -exclama.

– ¡Hay una escalera aquí dentro! -oye que grita Kennet.

Con una presión enorme, pequeños chorros de agua helada comienzan a caer en el interior del dique seco a través del mínimo resquicio entre las compuertas de la esclusa. Se sigue oyendo un ruido metálico y las compuertas se separan aún más. El agua se precipita hacia abajo. Simone se abalanza hacia la escalera mientras el nivel sube. Lucha para avanzar en el agua helada que ya le llega a las rodillas. La luz de la grúa titila en las rugosas paredes. El agua forma una corriente, crea fuertes remolinos y tira de ella hacia atrás. Simone se golpea contra una gran protección metálica y nota que el pie se le duerme a causa del dolor. La pesada masa de agua negra retumba allí abajo. Está a punto de echarse a llorar cuando finalmente alcanza la empinada escalera y empieza a subir por ella. Después de algunos escalones se vuelve, pero no puede ver a su padre en la oscuridad. El agua ya llega hasta el ojo de buey de la pared. Resuena un chirrido que parece un grito, Simone se sobresalta pero continúa subiendo. El aire le quema en los pulmones. De pronto oye que el estrépito del agua ha empezado a amainar. Las compuertas se cierran y el flujo de agua se detiene.

Ha perdido la sensibilidad en la mano que tiene asida a la barandilla metálica. Nota su ropa pesada y tirante en torno a los muslos. Sube y entonces ve a Kennet al otro lado del dique seco. Él le hace señas mientras arrastra al muchacho en dirección a la vieja escuela de buceo.

Simone está empapada, tiene las manos y los pies helados. Su padre y el chico esperan junto al coche. La mirada de Kennet es extraña, distante. El muchacho está de pie frente a él con la cabeza gacha.

– ¿Dónde está Benjamín? -grita Simone antes de llegar.

Él no dice nada. Ella lo agarra por los hombros y lo obliga a mirarla. Se sorprende tanto al ver su rostro que deja escapar un gemido.

Al chico le han cortado la punta de la nariz.

Da la impresión de que alguien ha intentado coser la herida, pero de una manera burda y apresurada. Su mirada es totalmente apática. El viento silba. Los tres suben entonces al coche. Simone arranca el motor para que se ponga en marcha la calefacción y rápidamente se empañan las ven lanillas. Busca una chocolatina y se la tiende al chico. En el interior del vehículo reina el más absoluto silencio.

– ¿Dónde está Benjamín? -pregunta Kennet.

El muchacho se mira las rodillas. Mastica la chocolatina y traga con dificultad.

– Vas a contármelo todo, ¿me oyes? Han golpeado a otros niños para quitarles su dinero.

– Yo ya no estoy con ellos, lo he dejado -murmura él.

– ¿Por qué abusabais de otros niños? -pregunta Kennet.

– No sé, fue algo que surgió cuando…

– ¿Surgió? ¿Dónde están los demás?

– No lo sé, ¿cómo voy a saberlo? Quizá ahora formen parte de otra pandilla -dice el chico-. Entiendo que así es con Jerker.

– ¿Tú eres Wailord?

La boca del chico tiembla.

– Lo he dejado -responde débilmente-. Juro que lo he dejado.

– ¿Dónde está Benjamin? -grita de pronto Simone.

– No lo sé -se apresura a decir él-. No volveré a hacerle daño, lo prometo.

– Escúchame -continúa ella-, soy su madre, debo saberlo…

Pero se interrumpe cuando el chico comienza a mecerse atrás y adelante. Llora desconsoladamente y repite una y otra vez:

– Lo prometo, lo prometo…, lo prometo…, lo prometo…

Kennet apoya la mano en el brazo de Simone.

– Debemos regresar con él -dice con voz hueca-. El muchacho necesita ayuda.

Capítulo 42

Jueves 17 de diciembre, por la noche

En el cruce de las calles Odengatan y Sveavägen, Kennet deja a Simone y luego conduce el corto trayecto hasta el hospital infantil Astrid Lindgren.

Un médico examina de inmediato el estado de salud del muchacho y decide dejarlo en observación. Está deshidratado y desnutrido, tiene heridas infectadas por todo el cuerpo y una leve congelación en los dedos de los pies y de las manos. El nombre del chico que se hacía llamar Wailord es en realidad Birk Jansson y vive en Husby con una familia de acogida. Dan aviso a los servicios sociales y contactan con el titular de la custodia. Cuando Kennet se dispone ya a marcharse del hospital, Birk rompe a llorar y explica que no quiere quedarse solo.

– Por favor, quédese -suspira llevándose la mano a la punta de la nariz.

Kennet siente que su pulso golpea como un martillo, con excesivo esfuerzo. Aún le sangra la nariz después de los saltos que tuvo que dar cuando se detiene junto a la puerta.

– Esperaré aquí contigo con una condición, Birk -dice.

Se sienta en una silla verde junto al chico.

– Debes contármelo todo sobre la desaparición de Benjamín.

Kennet se queda sentado allí, cada vez más mareado, tratando de hacer que el chico hable durante las dos horas que transcurren hasta que llega la asistente social. Sin embargo, lo único que saca en claro es que alguien asustó tanto a Birk que éste dejó de acosar a Benjamin. Ni siquiera parece saber de su desaparición.

Cuando Kennet sale por la puerta, oye a la asistente social y a la psicóloga discutir acerca de internar al muchacho en un hogar para jóvenes de Lövsta, en Sörmland.

En el coche, Kennet llama a Simone y le pregunta si ha llegado bien a casa. Ella contesta que ha dormido un rato y que iba a tomarse una copa.

– Iré a hablar con Aida -dice Kennet.

– Pregúntale acerca de la fotografía de la hierba y la valla. Hay algo que no concuerda.

Kennet aparca el coche en Sundbyberg, en el mismo lugar donde lo dejó la vez anterior, cerca del quiosco de bebidas. Hace frío y algunos copos de nieve se deslizan y caen en el asiento delantero cuando abre la puerta del vehículo frente a la casa de Aida y Nicke. Los ve en seguida. La chica está sentada en el banco del parque junto al sendero asfaltado, detrás de la casa, que conduce hacia el extremo posterior de la bahía de Ulvsundasjön. Aida observa a su hermano. Nicke le muestra algo, parece como si lo dejara caer al suelo y luego volviera a cogerlo. Kennet permanece de pie, observándolos, durante un breve instante. Hay algo en el modo que tienen de recurrir uno al otro que los hace parecer muy solos y desamparados. Son casi las seis de la tarde. Las luces de la ciudad se reflejan en la oscuridad del lago, bastante alejado de las viviendas.

Kennet siente un vahído que le nubla la vista un breve instante. Cruza con cuidado el camino resbaladizo y desciende hacia el lago a través del césped quemado por la escarcha.

– Hola -saluda.

Nicke alza la vista.

– ¡Eres tú! -exclama.

Se acerca corriendo y abraza a Kennet.

– Aida -dice, excitado-. Aida, es él. ¡Ese hombre tan viejo!

La chica le dirige a Nicke una sonrisa pálida e inquieta. Tiene la punta de la nariz roja a causa del frío.

– ¿Y Benjamín? -pregunta-. ¿Lo han encontrado?

– No, aún no -dice Kennet mientras Nicke ríe y continúa abrazándolo y saltando a su alrededor.

– ¡Aida! -exclama Nicke-. Es tan viejo que incluso le han quitado su pistola…

Kennet se sienta en el banco junto a la chica. Los árboles desnudos forman manchas oscuras a su alrededor.

– He venido a decirte que Wailord ha pasado a disposición de los servicios sociales.

Aida vuelve el rostro hacia él; su expresión es de escepticismo.

– Han identificado a los demás -prosigue Kennet-. Eran cinco en el grupo de Pokémon, ¿no es así? Birk Jansson lo ha reconocido todo, pero no tiene nada que ver con la desaparición de Benjamín.

Nicke se queda quieto al oír las palabras de Kennet y lo mira boquiabierto.

– ¿Has vencido a Wailord? -dice.

– Sí -responde Kennet con voz severa-. Se ha ido.

Nicke empieza a bailar dando vueltas en el sendero. Su enorme corpachón despide vapor en el aire frío. De repente vuelve a quedarse quieto y contempla a Kennet.

– Eres el Pokémon más fuerte. ¡Eres Pikachu! ¡Tú eres Pikachu!

Nicke abraza feliz a Kennet y Aida ríe con expresión de sorpresa.

– Pero ¿y Benjamín? -pregunta.

– No fueron ellos quienes se lo llevaron, Aida. Quizá hayan hecho muchas tonterías, pero no se llevaron a Benjamín.

– Pero tienen que ser ellos, tienen que ser ellos.

– En verdad, no lo creo -dice Kennet.

– Pero…

Kennet saca la fotografía impresa del ordenador de Benjamín, la que le envió Aida.

– Ahora debes contarme qué es este sitio -dice con voz amable pero firme.

Ella empalidece y niega con la cabeza.

– Lo prometí -dice en voz baja.

– Las promesas no sirven cuando la vida de alguien está en peligro, ¿me oyes?

Pero ella aprieta los labios y desvía la mirada. Nicke se acerca y mira el papel.

– Fue su madre quien se la dio -dice alegremente.

– ¡Nicke!

Aida mira enojada a su hermano.

– Pero fue así -dice Nicke, indignado.

– ¿Cuándo aprenderás a cerrar la boca? -replica ella.

Kennet los hace callar.

– ¿Sixan le dio a Benjamín esta fotografía? ¿A qué te refieres, Nicke?

El chico mira ansioso a su hermana, como si esperara que le diera permiso para contestar a la pregunta, pero ella niega con la cabeza en dirección a él. Kennet siente que la frente le duele donde recibió el impacto, nota un latido fuerte y constante.

– Ahora contéstame, Aida -dice luchando para mantener la calma-. Realmente no está nada bien callar en esta situación.

– La fotografía no tiene nada que ver con esto -repone ella, angustiada-. Le prometí a Benjamín que no se lo contaría a nadie, pasara lo que pasase.

– ¡Dime lo que representa la imagen!

Kennet oye el eco de su propia voz resonar entre las casas. Nicke parece asustado y triste. Aida aprieta tercamente los labios aún más. Kennet se obliga a tranquilizarse nuevamente. Él mismo puede oír cuan inestable es su voz cuando intenta explicar:

– Aida, escúchame bien. Benjamín morirá si no lo encontramos. Es mi único nieto. No puedo dejar pasar ninguna pista sin investigar.

Se hace un completo silencio. Luego Aida se vuelve hacia él y declara entre sollozos:

– Nicke ha dicho la verdad. -Traga con fuerza antes de continuar-: Fue su madre quien se la dio.

– ¿A qué te refieres?

Kennet mira a Nicke, que asiente varias veces con vehemencia.

– No Simone -dice Aida-, sino su verdadera madre.

Kennet siente náuseas que ascienden rápidamente hacia su garganta. De repente nota un intenso dolor en el tórax. Trata de respirar profundamente y siente que el corazón golpea con pesadez en su pecho. Cuando comienza a pensar que está a punto de sufrir un ataque cardíaco, el dolor remite nuevamente.

– ¿Su verdadera madre? -inquiere.

– Sí.

Aida saca un paquete de cigarrillos de su mochila pero no llega a encender ninguno, ya que Kennet le quita suavemente la cajetilla de las manos.

– No puedes fumar -dice él.

– ¿Por qué?

– No tienes dieciocho años.

Ella se encoge de hombros.

– Vale, de todos modos no me importa -replica secamente.

– Bien -dice Kennet, al tiempo que siente que su mente piensa con una inexplicable lentitud.

Busca en su memoria datos relacionados con el parto de Benjamín. Las imágenes pasan agitándose: el rostro de Simone, rojo de tanto llorar tras un aborto espontáneo, y luego, aquel día de San Juan en que llevaba un holgado vestido estampado. Ya se encontraba en un avanzado estado de gestación. Kennet recuerda cuando fue a visitarlos a la maternidad y ella le mostró al bebé. «Mira que chico tan guapo -le dijo sonriendo con un leve temblor en los labios-. Se llamará Benjamín, el hijo predilecto.»

Kennet se restriega los ojos con fuerza, se rasca debajo de la venda y pregunta:

– ¿Cómo se llama… su verdadera madre?

Aida mira en dirección al lago.

– No lo sé -contesta con voz monótona-, se lo juro. Pero ella le dijo a Benjamin su verdadero nombre. Todo el tiempo lo llamaba Kasper. Era buena, siempre lo esperaba después de la escuela. Lo ayudaba con los deberes y creo que a veces le daba dinero. Estaba muy triste por haberse visto obligada a separarse de él.

Kennet alza la fotografía:

– Y esto, ¿qué es?

Aida echa un vistazo a la imagen.

– Es la tumba familiar, de la verdadera familia de Benjamin. Sus parientes están enterrados ahí.

Capítulo 43

Jueves 17 de diciembre, por la noche

Las escasas horas de luz del día ya han quedado atrás, y la oscuridad de la noche ha descendido nuevamente sobre la ciudad. En casi todas las ventanas al otro lado de la calle se ven estrellas de adviento. Un fuerte aroma a uvas asciende de la copa de grapa italiana que está sobre la mesita baja del salón. Simone está sentada sobre el suelo de parquet mirando algunos bocetos. Después de bajarse del coche de su padre en el cruce de las calles Sveavägen y Odengatan, se dirigió a su casa y se quitó la ropa mojada. Luego se envolvió en una manta y se acostó. Se quedó dormida en el sofá y no se despertó hasta que Kennet llamó. Más tarde llegó Sim Shulman.

Ahora está sentada en el suelo y sólo lleva puesta la ropa interior. Bebe el licor, que le hace arder el estómago. Coloca los bocetos en fila; son cuatro hojas de papel rayado que presentan una exposición que él planea para el centro de arte de Tensta.

Shulman habla por teléfono con el conservador del centro mientras camina en círculos por el salón. De repente, el suelo de parquet, que cruje bajo sus pisadas, deja de hacer ruido. Simone nota que él se ha movido para poder ver entre sus muslos. Lo nota claramente. Junta los bocetos, coge la copa y bebe un sorbo sin mirar a Shulman. Separa un poco los muslos y se imagina cómo la mirada de él intenta penetrar con ardor. Ahora él habla más lentamente, resulta obvio que quiere terminar la conversación. Simone se echa sobre su espalda y cierra los ojos, nota el calor cosquilleante en los senos mientras lo espera, la afluencia de sangre, la entrepierna húmeda. Shulman ha dejado de hablar y se acerca. Ella permanece con los ojos cerrados, separa un poco las piernas. Oye que él baja la cremallera de su pantalón. De repente nota su mano en la cadera. Él la hace rodar sobre su vientre e hincar las rodillas en el suelo, le baja las bragas y la penetra desde atrás. Simone no está preparada todavía. Ve sus propias manos delante de sí, con los dedos inmóviles sobre el parquet de roble. Las uñas, las venas del dorso de la mano. Tiene que sujetarse para no caer hacia adelante cuando él empuja dentro de ella, severo y solitario. El fuerte aroma de la grapa hace que se sienta mal. Querría pedirle a Shulman que se detuviera, que lo hicieran de otro modo. Querría empezar de nuevo en el dormitorio, estando próximos de verdad el uno del otro. Él jadea con pesadez y eyacula en su interior. Se retira y camina hacia el cuarto de baño. Simone se sube las bragas y se queda tendida en el suelo. Una extraña impotencia parece estar a punto de apoderarse de ella, de apagar sus pensamientos, sus esperanzas, su alegría. Ya no le importa nada que no esté relacionado con Benjamín.

Cuando se incorpora, ve que Shulman ya ha terminado de ducharse y sale del baño con una toalla alrededor de las caderas. Ella siente lo doloridas que están sus rodillas. Intenta sonreír al cruzarse con él y cierra la puerta del baño con el pestillo. Nota un intenso escozor en la vagina cuando se mete bajo la ducha. Una terrible sensación de soledad la baña al mismo tiempo que el agua caliente moja su pelo, corre por su cuello, sus hombros y su espalda. Se enjabona y se lava minuciosamente. Se aclara el jabón durante largo rato y alza el rostro hacia el suave flujo de agua.

A través del estruendo en sus oídos, oye un ruido sordo y entiende que están llamando a la puerta del baño.

– Simone -exclama Shulman-. Está sonando tu teléfono.

– ¿Qué?

– Tu teléfono.

– Contesta -dice ella cerrando el grifo.

– Ahora también llaman a la puerta -exclama él.

– Ya voy.

Coge una toalla limpia del armario y se seca. El baño está lleno de un vapor tibio, y su ropa interior, tirada en el suelo de baldosas húmedo. La superficie del espejo está cubierta de vaho y Simone se adivina a sí misma como un fantasma gris exento de rasgos faciales, una figura de barro. Hay un susurro extraño al otro lado de la rejilla de ventilación en el techo. Simone no sabe por qué todos sus sentidos están alertas como si se encontrara ante un grave peligro, por qué abre con sumo cuidado y en silencio la puerta del baño y espía hacia afuera. Un silencio aterrador irradia hacia ella desde todos los rincones del apartamento. Algo no anda bien. Se pregunta si Shulman se habrá marchado, pero no se atreve a llamarlo.

De repente oye el murmullo de una conversación; piensa que quizá provenga de la cocina. Pero ¿con quién está hablando? Intenta ahuyentar la sensación de terror pero no lo logra. El suelo cruje y, por el resquicio de la puerta del baño, ve pasar a alguien rápidamente por el pasillo. No es Shulman, sino una persona mucho más pequeña: una joven con ropa deportiva holgada. La chica regresa de la sala y a Simone no le da tiempo a ocultarse. Sus miradas se cruzan a través de la puerta entornada. La chica se pone rígida y Simone ve que sus ojos se dilatan de miedo. Luego niega rápidamente con la cabeza en su dirección y recorre el pasillo hacia la cocina. Su calzado deportivo deja una huella de sangre en el suelo. Una oleada de pánico se apodera de Simone, su corazón se acelera y piensa que debe salir del apartamento, marcharse lejos. Abre la puerta del baño y sale a hurtadillas al pasillo en dirección al vestíbulo. Trata de moverse sin hacer ruido pero oye su propia respiración y el suelo que cruje bajo su peso.

Alguien habla solo y revuelve los cubiertos en los cajones de la cocina. Hay un cortante ruido metálico.

A través de la oscuridad, Simone ve un bulto en el suelo del vestíbulo. Le lleva algunos segundos entender qué es lo que tiene frente a ella: Shulman yace de espaldas frente a la puerta de la calle. La sangre brota de una herida en su garganta en lentos borbotones. El oscuro charco rojo cubre casi todo el suelo. Shulman mira fijamente al techo y le tiemblan los párpados. Su boca está abierta y flácida. Junto a su mano, entre los zapatos que descansan sobre la alfombra, está su teléfono. Simone se dice que debe cogerlo, salir corriendo del apartamento y llamar a la policía y a una ambulancia. Está sorprendida por no haber tenido el impulso de gritar cuando ha visto a Shulman. Piensa que quizá debería decirle algo y de repente oye unos pasos en el pasillo. La joven regresa. A Simone le tiembla todo el cuerpo; se muerde los labios todo el tiempo e intenta mantener la calma.

– No podemos salir, la puerta está cerrada con llave -susurra la chica.

– ¿Quién ha…?

– Mi hermano menor -la interrumpe ella.

– Pero ¿por qué?…

– Pensaba que se trataba de Erik. No lo ha visto, creía…

Un cajón de la cocina cae al suelo con estrépito.

– ¿Evelyn? ¿Qué estás haciendo? -grita Josef Ek-. ¿Vienes o no?

– Escóndete -susurra la joven.

– ¿Dónde están las llaves? -pregunta Simone.

– Las tiene él, en la cocina -dice la chica, y se apresura a regresar allí.

Simone camina en silencio a través del largo pasillo y entra en el cuarto de Benjamin. Respira agitada, intenta cerrar la boca pero nota que le falta el aire. El suelo cruje debajo de ella pero Josef Ek habla todo el tiempo en voz alta en la cocina y parece no percatarse. Simone se acerca entonces al ordenador de su hijo y lo pone en marcha. Mientras se apresura a regresar, oye que el ventilador empieza a girar con un chirrido. Justo cuando entra sigilosamente en el baño oye la melodía de bienvenida del sistema operativo.

Aguarda unos segundos con el corazón galopando en el pecho, sale del baño, mira el pasillo vacío y se apresura a ir a la cocina. No hay nadie allí. El suelo está repleto de cubiertos y huellas de sangre.

Oye a los hermanos moverse en el cuarto de Benjamín. Josef maldice para sí y arroja algunos libros al suelo.

– Mira debajo de la cama -exclama Evelyn con voz asustada.

Algo cae al suelo, Simone oye arrastrar la caja de los cómics y Josef resopla que no hay nadie allí.

– Ayúdame -dice.

– En el armario -propone ella rápidamente.

– ¿Qué diablos es esto? -grita Josef.

Las llaves están sobre la mesa de roble de la cocina. Simone las coge y se apresura en silencio en dirección al vestíbulo.

– ¡Espera, Josef! -oye gritar a Evelyn.

Quizá esté revisando el segundo armario. Se oye un cristal que se hace añicos y unos fuertes pasos a lo largo del pasillo.

Simone da una zancada para sortear el cuerpo de Shulman y ve que él mueve débilmente los dedos. Entonces introduce la larga llave en la cerradura; la mano le tiembla nerviosamente.

– ¡Josef! -exclama Evelyn, desesperada-. ¡Mira en el dormitorio! ¡Creo que está en el dormitorio!

Simone gira la llave y oye un clic en la cerradura justo en el instante en que Josef Ek irrumpe en el vestíbulo y la mira fijamente. Sus pulmones dejan escapar un ronco jadeo. Simone busca a tientas la manija con el rostro vuelto hacia él. Josef empuña un cuchillo de trinchar, duda un momento pero luego echa a andar hacia ella con rápidos pasos. Las manos de Simone se sacuden tanto que no logra bajar la manija. Evelyn corre entonces hacia el vestíbulo, se lanza a las piernas de su hemano e intenta detenerlo mientras le grita que espere. Con un rápido movimiento y sin mirar, él le hace un corte en la cabeza a Evelyn con el cuchillo. Ella se lamenta, pero él sigue avanzando y Evelyn no puede seguir asiendo sus piernas. Simone logra abrir la puerta y sale dando un traspié al rellano de la escalera. La toalla resbala. Josef se aproxima a ella pero se detiene de pronto y observa su cuerpo desnudo. Detrás de él, Simone ve que Evelyn se embadurna rápidamente la mano con la sangre de Shulman que se ha derramado en el suelo. Se la pasa por el rostro y el cuello y luego se dejar caer.

– Josef, estoy sangrando -exclama-. Cariño…

Tose y queda en silencio, yace de espaldas como si estuviera muerta. Josef se vuelve hacia ella y ve su cuerpo ensangrentado.

– ¿Evelyn? -dice con la voz asustada.

Regresa al interior del vestíbulo y, cuando se inclina sobre su hermana, Simone distingue de repente el cuchillo en la mano de Evelyn, la forma en que se lo clava con una fuerza primitiva. La hoja se hunde en el torso de Josef, entre dos costillas, luego el chico queda inmóvil, ladea la cabeza y cae inerte al suelo.

Capítulo 44

Viernes 18 de diciembre, por la mañana temprano

Kennet pasa caminando junto a dos mujeres policía que murmuran sin parar en el corredor del hospital de Danderyd. En el cuarto que hay detrás de ellas, ve a una joven sentada en una silla mirando al vacío. Tiene el rostro cubierto de sangre y el pelo pegoteado. Se distinguen algunas zonas negras sobre su cuello blanco y el tórax. Está sentada con las piernas levemente encogidas, ausente e infantil. Supone que es Evelyn, la hermana de Josef Ek, el asesino en serie. Como si lo oyera pronunciar su nombre en sus pensamientos, ella alza la vista y lo mira. En sus ojos hay una expresión extraña, una mezcla de dolor y conmoción, arrepentimiento y triunfo, que casi parece obscena. Kennet desvía instintivamente el rostro con la sensación de haber contemplado algo privado, castigado por un tabú. Nota un escalofrío y se dice que puede alegrarse de estar retirado, de no tener que ser él quien entre en la habitación de Evelyn Ek, coja una silla y se siente junto a ella para interrogarla. Nadie debería tener que soportar lo que ella ha vivido a lo largo de su existencia con Josef Ek.

Un hombre uniformado de rostro largo y gris monta guardia frente a la puerta cerrada del cuarto de Simone. Kennet lo reconoce de sus años de servicio, pero le resulta difícil recordar su nombre.

– Kennet -dice el hombre-, ¿todo bien?

– No.

– Lo imaginaba.

Kennet recuerda de repente su nombre: Reine. Su esposa murió de un modo inesperado justo cuando acababan de tener a su primer hijo.

– Reine -dice él-, ¿sabe cómo entró Josef en el piso donde estaba su hermana?

– Parece ser que ella lo dejó pasar.

– ¿Voluntariamente?

– No exactamente.

Entonces Reine le dice que Evelyn le ha explicado que se despertó a medianoche, caminó hacia la puerta de entrada y vio a través de la mirilla a Ola Jacobsson, el policía que dormitaba sentado en la escalera. El día de cobro, ella lo había oído contarle a un colega que tenía niños pequeños en casa, así que no quiso despertarlo, regresó al sofá y una vez más miró el álbum de fotos que Josef había metido en su caja. Las imágenes eran destellos ininteligibles de una vida que había desaparecido hacía ya mucho tiempo. Evelyn volvió a meter el álbum en la caja y reflexionó acerca de si sería posible cambiar de nombre y viajar al extranjero. Más tarde se acercó a la ventana, miró a través de los resquicios de la persiana y le pareció ver a alguien de pie en la acera. De inmediato apartó la cabeza, esperó un momento y luego volvió a echar un vistazo al exterior. Caía una fuerte nevada y no consiguió ver a nadie. La farola de la calle que colgaba entre las casas se sacudía por el fuerte viento. Notó que la piel se le erizaba y, a hurtadillas, caminó nuevamente hasta la entrada. Aplicó la oreja a la puerta y escuchó. Sentía como si hubiera alguien justo al otro lado. Al parecer, Josef despedía un olor particular, un olor a ira, a sustancias químicas candentes, y de repente Evelyn creyó percibir ese olor. Quizá lo hubiera imaginado, pero de todos modos permaneció junto a la puerta sin atreverse a atisbar por la mirilla.

Tras unos instantes se inclinó hacia adelante y murmuró:

– ¿Josef?

En el rellano, todo estaba en silencio. Ya se disponía a regresar al interior del apartamento cuando lo oyó murmurar al otro lado de la puerta:

– Abre.

Evelyn respondió tratando de reprimir un sollozo:

– Sí.

– ¿Creías que te librarías de mí?

– No -suspiró ella.

– Sólo harás lo que yo te diga.

– No puedo…

– Echa un vistazo por la mirilla -la interrumpió él.

– No quiero.

– Hazlo, te digo.

Ella se inclinó temblorosa hacia adelante. Desde un ángulo del cristal vio el rellano de la escalera. El policía que dormía seguía allí, pero ahora un charco oscuro de sangre se extendía en el suelo debajo de él. Tenía los ojos cerrados pero respiraba agitadamente. Evelyn vio entonces que su hermano se ocultaba pegándose a la pared, pero de inmediato se abalanzó contra la puerta y golpeó fuertemente la mirilla con la mano. La chica retrocedió y tropezó con los zapatos del vestíbulo.

– Abre -exigió él-. De lo contrario, mataré al policía. Llamaré al timbre de los vecinos y los mataré también a ellos. Comenzaré con esta puerta de aquí.

Entonces Evelyn se vio obligada a resignarse, ya no lo soportaba más. Sus esperanzas se acabaron cuando la razón le dijo que nunca podría deshacerse de Josef. Con manos temblorosas, abrió la puerta y dejó pasar a su hermano. Su único pensamiento era que prefería morir antes que permitir que él volviera a asesinar a alguien.

Reine explica lo mejor que puede el curso de los acontecimientos a partir de la declaración de la chica. Supone que Evelyn quiso ayudar al policía herido y evitar nuevos asesinatos, y que por eso abrió la puerta.

– Jacobsson se recuperará -dice-. Le salvó la vida al obedecer a su hermano.

Kennet sacude la cabeza.

– ¿Qué es lo que le ocurre a la gente? -se lamenta.

Reine se rasca cansado la frente.

– Le salvó la vida a tu hija -dice.

Kennet llama con cuidado a la puerta de la habitación de Simone y luego la entreabre. Las cortinas están corridas y las lámparas apagadas. Entorna los ojos para ver en la oscuridad. En un sofá divisa un bulto que deduce que podría ser su hija.

– ¿Simone? -susurra.

– Estoy aquí, papá.

La voz proviene del sofá.

– ¿Quieres permanecer a oscuras? ¿Enciendo la luz?

– No lo soporto, papá -suspira ella tras un momento-. No lo soporto más.

Kennet se acerca con pasos silenciosos. Se sienta en el sofá y envuelve a su hija en un abrazo mientras ella rompe a llorar de manera desgarradora.

– Una vez, cuando eras pequeña -suspira él palmeándole la espalda-, pasé frente a tu parvulario con el coche de policía y te vi de pie en el jardín. Tenías el rostro vuelto hacia la valla y llorabas. Los mocos colgaban de tu nariz, estabas mojada y sucia, y ninguno de los profesores hacía nada para consolarte. Sólo estaban allí hablando entre ellos, indiferentes a lo que te ocurría.

– ¿Y qué hiciste? -susurra Simone.

– Aparqué el coche y me acerqué a ti.

Él sonríe para sí en la oscuridad.

– En seguida dejaste de llorar. Tomaste mi mano y viniste conmigo.

Se queda en silencio.

– Imagina si ahora pudiera sólo tomarte la mano e ir a casa contigo.

Ella asiente, inclina la cabeza sobre él y luego pregunta:

– ¿Sabes algo de Sim?

El le acaricia la mejilla y por un breve instante se pregunta si debe contarle o no la verdad. El médico le ha explicado sin cortesía alguna que Shulman había perdido demasiada sangre, tenía severos danos cerebrales y no había nada que se pudiera hacer. Finalmente añadió que no creía posible que despertara alguna vez del coma.

– Todavía no lo saben con certeza -dice cautelosamente-, pero… -Kennet deja escapar un suspiro-. No pinta bien, cariño.

Ella se sacude por los sollozos.

– No lo soporto, no lo soporto -se lamenta.

– Está bien, vamos… He llamado a Erik, está de camino.

Ella asiente.

– Gracias, papá.

Kennet vuelve a palmearle en la espalda.

– No puedo más -murmura Simone.

– No llores, cariño.

Pero ella sigue llorando y lamentándose.

– No lo soporto más…

En ese mismo momento, la puerta se abre y Erik enciende la luz. Se aproxima a ellos y se sienta junto a Simone en el sofá.

– Gracias a Dios que estás bien.

Ella hunde la cabeza en su pecho.

– Erik… -dice casi sofocada en su abrazo.

Él le acaricia la cabeza. Parece muy cansado, pero su mirada es despierta y aguda. Ella piensa que huele a su hogar, a su familia.

– Erik -dice entonces Kennet en tono serio-. Hay algo importante que debes saber. También tú, Simone. He hablado con Aida.

– ¿Ha dicho algo? -pregunta Simone.

– Le conté que habíamos cogido a Wailord y a los demás -dice Kennet-. No quería que siguiera teniendo miedo.

Erik lo mira con curiosidad.

– Es una larga historia, te la contaré cuando tengamos tiempo. Pero…

Kennet respira con fuerza y declara con voz áspera y cansada:

– Alguien contactó con Benjamín algunos días antes de que desapareciera. Alguien que se hizo pasar por su verdadera madre, por su madre biológica.

Simone suelta de inmediato a Erik y mira a su padre. Se limpia la nariz y pregunta con un hilo de voz debido al llanto:

– ¿Su verdadera madre?

Kennet asiente.

– Aida me contó que esa mujer le daba dinero y lo ayudaba con sus deberes.

– Esto es una locura -suspira Simone.

– Incluso le puso otro nombre.

Erik mira a Simone. Luego mira a Kennet y le pide que continúe.

– Sí -asiente él-. Aida me dijo que la mujer que decía ser su madre aseguraba que su verdadero nombre era Kasper.

Simone ve que Erik se demuda y siente una terrible inquietud que de repente hace que se sienta completamente despierta.

– ¿Qué ocurre, Erik? -pregunta.

– ¿Kasper? -repite él-. ¿Ella lo llamaba Kasper?

– Sí -confirma Kennet-. Al principio, Aida no quería contarme nada, le había prometido a Benjamín que…

Se interrumpe. Erik ha empalidecido y casi parece que está a punto de desmayarse. Se pone en pie y da unos pasos hacia atrás, está a punto de tropezar con la mesa, choca contra un sillón y luego abandona precipitadamente la habitación.

Capítulo 45

Viernes 18 de diciembre, por la mañana

Erik baja corriendo la escalera hacia el vestíbulo del hospital y se abre paso entre un grupo de jóvenes que llevan ramos de flores. Tropieza y cae al suelo sucio, se pone de nuevo en pie y pasa frente a un anciano en silla de ruedas. Las alfombrillas empapadas salpican sus zapatos cuando abre de un empujón las puertas de entrada. Continúa bajando la escalera de piedra sin preocuparse por los charcos de agua ni la turbia nieve fangosa. Pasa corriendo frente a un autobús, cruza la calle y entra en el aparcamiento. Ya tiene la llave en la mano cuando se abalanza hacia su coche en la fila de vehículos sucios. Abre la puerta, sube, arranca el motor y da marcha atrás tan bruscamente que el lateral del coche roza el parachoques del vehículo más cercano.

Todavía respira de forma agitada cuando dobla hacia el oeste en Danderydsvägen. Conduce todo lo de prisa que puede pero aminora la marcha cuando se acerca a la escuela de Edsberg. Pasa lentamente por delante, coge su teléfono y llama a Joona Linna.

– Ha sido Lydia Evers -dice casi gritando.

– ¿Quién?

– Lydia Evers se ha llevado a Benjamín -continúa en tono serio-. Le he hablado de ella, es la mujer que me denunció.

– La investigaremos -responde Joona.

– Voy hacia allí.

– Déme la dirección.

– Una casa en Tennisvägen, en Rotebro. No recuerdo el número, pero la casa es roja y bastante grande.

– Espéreme en alguna parte de…

– No, iré directamente allí.

– No haga ninguna tontería.

– Benjamín morirá si no recibe su medicina.

– Espéreme…

Erik corta la comunicación y acelera al cruzar Norrviken y dejar atrás los raíles del tranvía que descienden hacia el extenso lago. Adelanta de manera temeraria a otro vehículo junto a la fábrica de levadura y nota palpitar su pulso en las sienes al girar en Coop Forum.

Se orienta en la zona residencial y aparca junto al mismo seto de abetos de hace diez años, cuando él y la asistente social fueron a hacer la visita domiciliaria a Lydia. Cuando observa la casa desde el interior del coche casi puede sentir su propia presencia allí diez años antes. Recuerda que no encontraron indicios de que hubiera ningún niño, juguetes en el jardín, algo que indicara que Lydia era madre. Sin embargo, apenas tuvieron tiempo de examinar el exterior de la casa. Sólo bajaron la escalera hasta el sótano y regresaron arriba. Luego Lydia lo persiguió con el cuchillo en la mano. Recuerda la imagen de ella rajándose el cuello sin dejar de mirarlo.

El lugar no ha cambiado mucho. La pizzería ha sido reemplazada por un establecimiento de sushi, y hay grandes camas elásticas cubiertas de hojas secas y nieve en todos los jardines.

Erik deja la llave en el contacto, baja del coche y sube corriendo la pendiente hasta la casa. Recorre enérgicamente el último trecho, abre la verja y entra en el jardín. Hay nieve húmeda sobre la hierba alta y amarilla, los carámbanos penden de los canalones. Hay tiestos con plantas secas meciéndose en las jardineras colgantes. Erik llega a la puerta y comprueba que está cerrada con llave. Mira bajo el felpudo;

algunas cochinillas se apresuran a dejar el rectángulo húmedo de la escalera de hormigón. El corazón golpea con rapidez en su pecho mientras tantea con los dedos bajo la barandilla, pero no encuentra ninguna llave. Rodea la casa, coge una piedra del suelo y la lanza contra el cristal de una puerta en la parte de atrás. El vidrio se resquebraja y la piedra vuelve a caer en el césped. Erik vuelve a cogerla, la arroja con más fuerza y el cristal se hace añicos finalmente. Se acerca a toda prisa, abre la puerta y entra en un dormitorio en cuyas paredes cuelgan cuadros de ángeles y del gurú indio Sai Baba.

– ¡Benjamin! -grita-. ¡Benjamin!

Llama a su hijo a pesar de que ve que la casa está abandonada: todo está inmóvil y a oscuras. Huele a encierro, a ropa vieja y a polvo. Se apresura a ir hacia la entrada, abre la puerta que da a la escalera del sótano y percibe un fuerte hedor; un pesado olor a cenizas, madera carbonizada y goma quemada. Baja corriendo y tropieza con un escalón. Se golpea el hombro contra la pared y luego recupera de nuevo el equilibrio. Las lámparas no funcionan, pero gracias a la luz de la ventana alta ve que el salón ha sido destruido por un incendio. El suelo cruje bajo sus pies. Gran parte se ha ennegrecido, pero ciertos muebles parecen aún intactos. La mesa cubierta de azulejos apenas está tiznada, mientras que las velas aromáticas de la bandeja se han derretido. Erik se abre paso hacia la puerta que conduce al otro cuarto del sótano. Los goznes están sueltos y el interior se ve totalmente calcinado.

– Benjamin -dice con voz asustada.

Las cenizas se arremolinan hacia su rostro y Erik parpadea; los ojos le arden. En el centro de la habitación están los restos de lo que parece que en algún momento fue una jaula lo suficientemente grande como para albergar a una persona.

– ¡Erik! -llama alguien desde arriba.

Él se queda quieto y escucha. Las paredes crujen. Las partes quemadas de las placas del techo se desprenden. Erik camina lentamente hacia la escalera mientras oye unos ladridos a lo lejos.

– ¡Erik!

Es la voz de Joona. Está en la casa. Sube la escalera y, al llegar arriba, Joona le dirige una mirada intranquila.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Hubo un incendio ahí abajo -responde él.

– ¿Nada más?

Erik hace un gesto impreciso en dirección al sótano:

– Los restos de una jaula.

– He pedido que trajeran un perro policía.

Joona camina apresuradamente por el pasillo en dirección a la entrada y abre la puerta. Le hace señas a la agente uniformada que lleva el perro, una mujer con el cabello oscuro recogido en una trenza. El labrador negro la sigue de cerca. Ella saluda a Erik con un gesto de la cabeza, les pide que esperen fuera, luego se agacha frente al perro y le habla. Joona intenta hacer que Erik salga con él, pero se rinde al entender que no lo logrará.

El perro negro y brillante se mueve ansioso por la casa, olfatea enérgicamente, respira agitado y sigue buscando. El estómago se mueve con sus jadeos. El animal registra sistemáticamente cuarto por cuarto. Erik aguarda en el vestíbulo, nervioso. De repente siente que va a vomitar y sale de la casa. Dos policías están hablando frente a una furgoneta policial. Erik cruza la verja y camina por la acera en dirección a su coche. Se detiene y saca la pequeña caja con el papagayo y el indígena. Se queda de pie con ella en la mano y luego se acerca a una alcantarilla y vacía el contenido en su interior. Tiene la frente cubierta de un sudor frío. Se humedece los labios como si quisiera decir algo tras un largo silencio. Luego deja caer también la caja y oye el ruido que ésta hace cuando alcanza la superficie del agua.

Regresa al jardín y ve que Joona está de pie frente a la casa. Cruza la mirada con Erik y niega con la cabeza. Él entra. La agente del perro está de rodillas palmeando al labrador en el cuello y acariciándolo detrás de las orejas.

– ¿Han bajado al sótano? -pregunta Erik.

– Por supuesto-responde ella sin mirarlo.

– ¿Al cuarto interior?

– Sí.

– Quizá el olfato del perro no funcione debido a la ceniza.

– Rocky puede hallar un cadáver bajo el agua, a sesenta metros de profundidad -dice ella.

– ¿Y a las personas con vida?

– Si hubiera alguien aquí, Rocky lo habría encontrado.

– Pero aún no han mirado fuera -dice Joona, que ha entrado detrás de Erik.

– No sabía que debiéramos hacerlo -replica la agente del perro.

– Pues sí -contesta secamente Joona.

Ella se encoge de hombros y se incorpora.

– Ven -le dice al labrador con una voz oscura y turbia-. Ven. ¿Vamos a mirar fuera? ¿Vamos a mirar fuera?

Erik sale con ellos, baja la escalera y rodea la casa. El perro negro camina agitado entre la alta hierba, olfatea alrededor de un tonel de agua, donde se ha formado una película de hielo opaco en la superficie, y busca cerca de los viejos árboles frutales. El cielo está oscuro y cubierto. Erik ve que el vecino ha encendido unas coloridas guirnaldas de luces en un árbol. El aire es frío. Los policías se han metido en la furgoneta. Joona se mantiene constantemente cerca de la mujer y del perro, y señala cada tanto en alguna dirección. Erik los sigue hacia la parte trasera de la casa. De repente, reconoce un montículo en la zona más alejada del jardín: la fotografía fue tomada allí. La imagen que Aida le envió a Benjamín antes de que él desapareciera. Erik respira pesadamente. El perro olfatea en torno a un montón de abono y continúa hacia el montículo. Olfatea en los alrededores, jadea y da una vuelta sobre sí mismo. Olisquea entre los arbustos bajos y el lado trasero de la valla color castaño. Regresa, rodea un cesto para las hojas secas y llega hasta un jardín de hierbas. Pequeñas varillas con bolsas de semillas colgadas indican lo que se ha sembrado en cada hilera. El labrador negro gime intranquilo y luego se tumba en medio del pequeño labrantío, sobre la tierra húmeda y mullida. El cuerpo del perro se sacude de excitación mientras la agente lo elogia con rostro apenado. Joona da media vuelta con brusquedad y se acerca corriendo y gritándole algo a Erik, se coloca delante de él y no lo deja seguir hacia el sembrado. Él no entiende lo que dice, qué intenta hacer, pero Joona lo arrastra consigo lejos del lugar y lo hace salir del jardín.

– Tengo que saberlo -dice Erik con voz temblorosa.

Joona asiente y dice en voz baja:

– El perro ha indicado que hay un cadáver bajo tierra.

Erik se derrumba en la acera contra un armario de contadores. Los pies, las piernas, todo su cuerpo parece haber desaparecido. Ve a los policías abandonar la furgoneta con sendas palas y cierra los ojos.

Erik Maria Bark está solo en el coche de Joona Linna, mirando a través de la ventanilla en dirección a Tennisvägen. Las copas negras de los árboles atrapan la luz de las farolas que cuelgan en las calles. Las ramas oscuras y enmarañadas se recortan contra el oscuro cielo invernal. Tiene la boca seca y le duele la cabeza. Murmura algo para sus adentros y luego sale del coche. Sortea de una zancada el precinto policial que acordona la zona y rodea la casa caminando sobre la hierba alta y helada. Joona está de pie observando a los hombres uniformados con sus palas, que trabajan en un controlado silencio, casi con movimientos mecánicos. Han cavado en todo el pequeño labrantío, que ahora es sólo un gran agujero rectangular. Sobre un gran trozo de plástico hay ropa hecha jirones y pedazos de huesos. El ruido de las palas continúa, el metal golpea contra la piedra. El movimiento de las palas se detiene de repente y los policías enderezan la espalda. Erik se acerca lentamente, con pasos renuentes y pesados. Ve que Joona se vuelve y le sonríe con expresión cansada.

– ¿Qué ocurre? -murmura Erik.

Joona va a su encuentro, busca su mirada y dice:

– No es Benjamín.

– ¿Quiénes?

– El cuerpo lleva ahí desde hace al menos diez años.

– ¿Un niño?

– Quizá de unos cinco años -responde Joona notando un escalofrío que le recorre la espalda.

– Entonces, al parecer Lydia sí tenía un hijo -dice Erik con voz apagada.

Capítulo 46

Sábado 19 de diciembre, por la mañana

La nieve cae húmeda y densa. Un perro va y viene correteando en un área de descanso cerca de la comisaría de policía. El animal ladra ansioso por la nevada y se mueve feliz entre los copos. Abre la boca, jadeante, y se sacude. La imagen del perro hace que a Erik se le encoja el corazón. Se da cuenta de que ha olvidado cómo es vivir tranquilo. Ha olvidado cómo es no pensar ininterrumpidamente en la vida sin Benjamín.

Se siente mal y las manos le tiemblan debido a la abstinencia. No ha tomado ninguna píldora durante todo el día y la pasada noche no ha dormido nada.

Mientras camina hacia la gran entrada de la comisaría, piensa en una fotografía de unas ancianas tejedoras que Simone le mostró una vez en una exposición de artesanía femenina. Era como una imagen del cielo en un día como ése: nublada, densa y de un gris difuso.

Simone está de pie en el pasillo frente a la sala de interrogatorios. Cuando ve que Erik se acerca, va a su encuentro y toma sus manos. Por algún motivo, ese gesto hace que él se sienta agradecido. A ella se la ve pálida y serena.

– No es necesario que estés presente -susurra.

– Kennet dijo que eso era lo que querías -responde él.

Ella asiente débilmente.

– Es sólo que estoy tan…

Guarda silencio y carraspea levemente.

– Estaba furiosa contigo -dice con serenidad.

Tiene lágrimas en los ojos y el contorno enrojecido.

– Lo sé, Simone.

– De todos modos, tienes tus pastillas -dice ella, cortante.

– Sí -responde él.

Ella se aleja y camina hasta la ventana. Erik ve su cuerpo delgado, sus brazos fuertemente entrelazados en torno al torso. Tiene la carne de gallina; por debajo de la ventana se filtra un viento helado. La puerta de la sala de interrogatorios se abre entonces y una mujer fornida con uniforme policial los llama en voz baja.

– Adelante, pueden pasar ahora.

Sonríe ligeramente con sus labios rosados y brillantes.

– Mi nombre es Anja Larsson -les dice-. Yo me encargo de tomar declaración a los testigos.

La mujer extiende su mano rolliza y bien cuidada. Sus uñas largas y pintadas con esmalte rojo despiden destellos luminosos.

– Me pareció que tenía un aire navideño -explica alegremente refiriéndose a sus uñas.

– Es bonito -contesta Simone distraída.

Joona Linna ya está en la sala. Ha colgado su chaqueta en el respaldo de la silla. Tiene el pelo rubio alborotado y parece no habérselo lavado. Tampoco se ha afeitado. Cuando se sientan frente a él, le dirige a Erik una mirada seria y pensativa.

Simone se aclara la garganta y bebe un sorbo de agua. Cuando se dispone a dejar el vaso nuevamente sobre la mesa, roza la mano de Erik. Sus miradas se encuentran y él la ve dibujar con los labios la palabra «perdón».

Anja Larsson coloca la grabadora sobre la mesa, entre ellos. Pulsa el botón de grabación, comprueba que se encienda la luz roja y dice resumidamente la hora, la fecha y qué personas se encuentran en la sala. Luego hace una corta pausa, ladea la cabeza y dice con voz amable y luminosa:

– Bien, Simone. Queremos oír lo que tiene usted que decir sobre lo ocurrido anteanoche en su apartamento de Luntmakargatan.

Ella asiente, mira a Erik y luego baja la mirada.

– Yo… estaba en casa y…

Se queda en silencio.

– ¿Estaba usted sola? -pregunta Anja Larsson.

Simone niega con la cabeza.

– Sim Shulman estaba conmigo -dice ella con voz neutra.

Joona escribe algo en su bloc de notas.

– ¿Puede decirnos cómo cree que Josef y Evelyn Ek entraron en su casa? -pregunta Anja.

– No lo sé exactamente; yo estaba en la ducha -dice Simone con lentitud.

Por un momento, su rostro se ruboriza intensamente. El rubor desaparece casi de inmediato, pero deja un brillo vivaz en sus mejillas.

– Estaba en la ducha cuando Sim gritó que alguien llamaba a la puerta… No, espere. Gritó que estaba sonando mi teléfono móvil.

Anja Larsson repite:

– Estaba en la ducha y oyó a Sim Shulman gritar que su teléfono móvil estaba sonando.

– Sí -suspira Simone-. Le pedí que contestara.

– ¿Quién llamaba?

– No lo sé.

– Pero ¿él contestó?

– Eso creo, estoy casi segura de ello.

– ¿Qué hora era? -pregunta de repente Joona.

Simone se sobresalta, como si no hubiera notado hasta el momento su presencia, como si no reconociera su acento finlandés.

– No lo sé -contesta excusándose con el rostro vuelto hacia él.

Él no sonríe, sino que insiste:

– Aproximadamente.

Simone se encoge de hombros y responde de manera evasiva:

– Las cinco.

– ¿No las cuatro? -pregunta Joona.

– ¿A qué se refiere?

– Sólo quiero saberlo -contesta él.

– Ya saben todo esto -le dice Simone a Anja.

– Las cinco, entonces -dice Joona anotándolo en su bloc.

– ¿Qué hizo antes de ducharse? -pregunta Anja-. Resulta más fácil acordarse de la hora que era cuando uno repasa lo que ha hecho a lo largo del día.

Simone sacude la cabeza. Parece muy cansada, casi agotada. No mira a Erik. Él está sentado a su lado en silencio con el corazón galopante.

– No lo sabía -dice de repente, y vuelve a guardar silencio.

Ella se apresura a mirarlo.

– No sabía que tú y Shulman teníais… -dice él.

Ella asiente.

– Sí, Erik. Así era.

El mira a Simone, a la agente de policía y a Joona.

– Siento haberles interrumpido -tartamudea.

Con un tono indulgente, Anja se dirige nuevamente a Simone:

– Continúe, cuéntenos qué fue lo que ocurrió. Sim Shulman gritó que sonaba…

– Fue hacia la puerta de entrada y…

Simone se queda en silencio y luego vuelve a corregirse:

– No, no fue así. Oí a Sim decir: «Y ahora también llaman a la puerta», o algo parecido. Salí de la ducha, me sequé, abrí la puerta con cuidado y vi…

– ¿Por qué con cuidado? -inquiere Joona.

– ¿Qué?

– ¿Por qué abrió usted la puerta con cuidado y no como de costumbre?

– No lo sé, sentí que había algo amenazador en el aire… No puedo explicarlo…

– ¿Había oído algo raro?

– Creo que no.

Simone mira fijamente hacia adelante.

– Continúe -le pide Anja.

– Vi a una chica a través de la puerta entreabierta. Había una mujer joven en el pasillo. Me miró, parecía asustada e hizo un gesto indicándome que me escondiera. -Simone frunce el entrecejo-. Fui hasta el vestíbulo y vi a Sim… tendido en el suelo… Había mucha sangre, cada vez más. Le temblaban los ojos e intentó mover las manos…

La voz de Simone se vuelve turbia y Erik nota que está luchando por no llorar. Querría consolar a su esposa, apoyarla, coger su mano o abrazarla, pero no sabe si ella lo alejaría o se enfurecería si lo intentaba.

– ¿Quiere que hagamos una pausa? -pregunta Anja suavemente.

– Yo…, yo…

Simone se interrumpe y se lleva el vaso de agua a los labios temblando violentamente. Traga con fuerza y se pasa la mano por los ojos.

– La puerta de entrada estaba cerrada con llave -continúa en un tono más sereno-. La chica dijo que él tenía la llave en la cocina, por eso entré en silencio en el cuarto de Benjamín y encendí el ordenador.

– Encendió el ordenador…, ¿por qué? -pregunta Anja.

– Quise que él creyera que me encontraba allí dentro, que oyera el ruido del ordenador y corriera hacia allí.

– ¿A quién se refiere usted?

– A Josef -contesta ella.

– ¿ Josef Ek?

– Sí.

– ¿Cómo sabía que era él?

– En ese momento aún no lo sabía.

– Entiendo -dice Anja-. Continúe.

– Encendí el ordenador y luego me oculté en el baño. Cuando oí que entraban en el cuarto de Benjamín, fui con sigilo hasta la cocina y cogí las llaves. La chica trataba de retener a Josef allí engañándolo para que buscara en distintos lugares, pude oírlos, pero creo que choqué con algo en el vestíbulo, porque de repente Josef vino detrás de mí. La chica intentó detenerlo, se agarró de sus piernas y…

Simone traga con fuerza.

– No lo sé, el caso es que él se liberó de ella. Entonces la chica fingió que él le había cortado, se embadurnó con la sangre de Sim, se tumbó en el suelo y fingió estar muerta.

Se hace el silencio por un momento. Simone parece tener dificultades para respirar.

– Continúe, Simone -la exhorta Anja en voz baja.

Ella asiente y cuenta resumidamente:

– Al verla, su hermano volvió atrás, pero cuando se inclinó ella lo apuñaló en el costado con el cuchillo.

– ¿Vio quién atacó a Sim Shulman con el cuchillo?

– Fue Josef.

– ¿Lo vio usted?

– No.

La sala queda nuevamente en silencio.

– Evelyn Ek me salvó la vida -suspira Simone.

– ¿Quiere agregar algo?

– No.

– Bien, le agradezco su colaboración y doy por terminado el interrogatorio -concluye la mujer y extiende una mano resplandeciente para pulsar un botón y apagar la grabadora.

– Espere -dice Joona-. ¿Quién llamó por teléfono?

Simone lo mira aturdida. Es como si hubiera vuelto a olvidarlo.

– ¿Quién llamó a su teléfono móvil?

Ella niega con la cabeza.

– No lo sé. Ni siquiera sé dónde está el teléfono. Yo…

– No importa -dice Joona tranquilamente-. Nosotros lo comprobaremos.

Anja Larsson espera un momento, observa a Joona con curiosidad y luego apaga la grabadora.

Sin mirar a nadie, Simone se pone de pie y camina lentamente hacia la puerta. Erik saluda rápidamente a Joona con un gesto de la cabeza y luego la sigue.

– Espera -dice.

Ella se detiene y se vuelve.

– Espera, sólo quiero…

Se interrumpe y observa su rostro desnudo y dolorido. Las pecas pálidas, la boca ancha y los ojos verdes y claros. Se abrazan sin decir una palabra, tristes y cansados.

– Está bien -dice él-. Está bien.

Él besa su pelo; su pelo cobrizo y ensortijado.

– Ya no sé nada -suspira ella.

– Puedo preguntar si disponen de alguna sala para que puedas descansar.

Ella se separa lentamente de él y niega con la cabeza.

– Voy a buscar mi teléfono móvil -dice seriamente-. Debo saber quién llamó cuando contestó Shulman.

Joona sale de la sala de interrogatorios con la chaqueta colgada de un hombro.

– ¿El teléfono está en la comisaría? -pregunta Erik.

Joona asiente en dirección a Anja Larsson, que se dirige hacia los ascensores al otro lado del pasillo.

– Anja debe de saberlo -contesta.

Erik se dispone a echar a correr tras ella cuando Joona hace que se detenga con un gesto de la mano. Coge su teléfono móvil y marca un número corto.

Anja se detiene a lo lejos y contesta.

– Necesitamos algunos papeles, tesoro -dice Joona en tono ligero.

Ella se vuelve con expresión malhumorada y echa a andar en su dirección.

– Anja era una verdadera atleta antes de empezar a trabajar aquí -cuenta Joona-. Una nadadora increíble, practicaba el estilo mariposa. Quedó en el octavo lugar en…

– ¿Qué papeles quieres? ¿Papel higiénico tal vez? -exclama Anja.

– No te disgustes por…

– Dices demasiadas tonterías.

– Sólo alardeo un poco por ti.

– Ya -dice ella con una sonrisa.

– ¿Tienes la lista de los objetos que llevamos al laboratorio?

– No está terminada, puedes bajar a comprobarlo.

Luego la acompañan nuevamente hasta los ascensores. Los cables retumban sobre sus cabezas y la cabina chirría mientras descienden. Anja se baja en el segundo piso y se despide de ellos con la mano justo cuando se cierra la puerta.

En el despacho de la entrada, Erik ve a un hombre que le recuerda a un familiar suyo. Caminan rápidamente por un pasillo con puertas a ambos lados, tablones de anuncios y extintores en cajas metálicas con la portezuela de cristal. La sección del laboratorio está notoriamente más iluminada, y la mayoría de los allí presentes visten batas blancas. Joona estrecha la mano de un hombre obeso que dice llamarse Erixon y les muestra el camino hacia otra sala. Sobre una mesa chapada en acero se ven una serie de objetos alineados. Erik los reconoce. Dos cuchillos de cocina con manchas negras están en dos cuencos de metal diferentes. Ve una toalla conocida, la alfombra del vestíbulo, varios pares de zapatos y el móvil de Simone en una bolsa de plástico. Joona señala el teléfono.

– Queremos echarle un vistazo -dice-. ¿Habéis terminado ya?

El tipo obeso se acerca a la lista que se encuentra junto a los objetos. Echa una ojeada al papel y tarda en responder:

– Eso creo. Sí, la carcasa del teléfono ya está lista.

Joona saca el móvil de la bolsa de plástico, lo limpia con un poco de papel y se lo tiende despreocupadamente a Simone. Ella se concentra mientras pulsa los botones para buscar la lista de llamadas. Murmura algo, se cubre la boca con la mano y ahoga un grito cuando mira la pantalla.

– Es… es de Benjamín -balbucea-. La última llamada es de Benjamín.

Todos se arremolinan en torno al teléfono. El nombre de Benjamín titila un par de veces antes de que se acabe la batería.

– ¿Shulman habló con Benjamín? -pregunta Erik alzando la voz.

– No lo sé -gime ella.

– Pero ¿él respondió ‹› no? Sólo me pregunto eso.

– Yo estaba en la ducha y creo que él cogió el teléfono antes de…

– Diablos, puedes ver si se trata de una llamada perdida…

– No es una perdida -lo interrumpe ella-. Pero no sé si Sim tuvo tiempo de oírlo o de decir algo antes de abrirle la puerta a Josef.

– No es mi intención parecer enfadado -dice Erik luchando por mantener la calma-, pero debemos saber si Benjamín dijo algo.

Simone se vuelve hacia Joona.

– ¿No se almacenan todas las llamadas hechas desde un móvil? -pregunta.

– Puede llevar semanas dar con ello -contesta el comisario.

– Pero…

Erik apoya una mano en el brazo de Simone y declara:

– Debemos hablar con Shulman.

– No es posible, está en coma -replica ella, indignada-. Ya te he dicho que está en coma.

– Acompáñame -dice él, y ambos abandonan la sala.

Capítulo 47

Sábado 19 de diciembre, por la tarde

Simone está sentada junto a Erik en el coche. Por momentos lo observa y luego mira a través de la ventanilla. La línea de nieve embarrada que se ha acumulado en medio de la carretera se pierde a lo lejos. Los coches circulan junto a ellos en un interminable sendero titilante. Las farolas de la calle centellean monótonamente a lo lejos. Ella no dice nada sobre los desechos en el asiento trasero y en el suelo alrededor de sus piernas: botellas de agua vacías, latas de refrescos, la caja de una pizza, periódicos, vasos, servilletas, bolsas de patatas fritas vacías y envoltorios de golosinas.

Erik conduce en dirección al hospital de Danderyd, donde Sim Shulman yace en coma. Sabe exactamente lo que hará cuando llegue. Dirige una mirada a Simone. Ve que ha adelgazado y las comisuras de su boca apuntan hacia abajo, está triste e inquieta. Erik logra concentrarse de un modo casi preocupante mientras repasa los acontecimientos de los últimos días fría y nítidamente. Cree entender las circunstancias que rodean lo sucedido a su familia. Antes de pasar por Kräftriket, empieza a explicarle a Simone:

– Cuando entendimos que no podía ser Josef quien se había llevado a Benjamín, el comisario me dijo que buscara en mi memoria -dice rompiendo el silencio en el interior del vehículo-. Y comencé a mirar atrás, hacia el pasado, en busca de alguien que quisiera vengarse de mí.

– ¿Qué encontraste? -pregunta Simone.

Por el rabillo del ojo, ve que ella vuelve el rostro hacia él. Sabe que está lista para escuchar.

– Me encontré con el grupo de hipnotismo que dejé… Sólo han pasado diez años, pero lo cierto es que ya nunca pensaba en ellos, era agua pasada. No obstante, cuando intenté recordar, fue como si el grupo nunca se hubiera disuelto, como si sólo hubiera permanecido a un lado, esperando.

Erik ve que Simone asiente. Continúa hablando, intenta explicar sus teorías acerca del grupo de hipnotismo, las tensiones que había entre sus integrantes, el equilibrio que él había logrado y la confianza de la que se jactaba.

– Cuando fracasé, prometí que nunca más volvería a practicar el hipnotismo.

– Sí.

– Pero luego rompí la promesa porque Joona me convenció de que era el único modo de salvar a Evelyn Ek.

– ¿Crees que todo lo que nos ha ocurrido está relacionado con que hipnotizaste a Josef?

– No lo sé…

Erik guarda silencio y luego dice que ese hecho podría haber despertado un odio dormido; un odio que quizá sólo había sido dominado por su promesa de que nunca más volvería a hipnotizar a nadie.

– ¿Recuerdas a Eva Blau? -continúa-. Entró y salió de manera intermitente de un estado psicótico. Sabes que me amenazó, dijo que arruinaría mi vida…

– Nunca entendí por qué -dice Simone en voz baja.

– Estaba asustada por algo; yo consideré que era paranoia, pero ahora estoy casi seguro de que en realidad Lydia la había amenazado.

– Hasta las personas paranoicas pueden ser perseguidas -dice Simone.

Erik gira hacia la extensa zona azul del hospital de Danderyd. La lluvia golpea con ira el parabrisas.

– Quizá incluso fuera Lydia quien le cortó la nariz -dice Erik casi para sí.

Simone se sobresalta.

– ¿Le habían cortado la nariz? -pregunta.

– Pensé que lo había hecho ella misma, suele pasar-dice Erik-. Pensé que se había cortado la punta de la nariz ante su desesperada necesidad de sentir algo distinto, de evitar lo que en verdad era doloroso…

– Espera. Espera un momento -lo interrumpe Simone, agitada-. ¿Tenía cortada la nariz?

– La punta, sí.

– Papá y yo encontramos a un chico con la punta de la nariz cortada. ¿Te lo contó? Alguien lo amenazó, lo asustó y le hizo daño porque había hostigado a Benjamín.

– Fue Lydia.

– ¿Y también fue ella quien secuestró a Benjamín?

– Sí.

– ¿Qué quiere?

Erik la mira con seriedad.

– Ya ha logrado una parte de su objetivo -dice él-. Lydia reconoció durante el trance hipnótico que tenía a su hijo Kasper encerrado en una jaula en el sótano y lo obligaba a alimentarse con comida en mal estado.

– ¿Kasper? -repite Simone.

– Cuando tu padre contó lo que había dicho Aida, que una mujer llamaba Kasper a nuestro hijo, supe que se trataba de ella. Fui a su casa en Rotebro y entré por la fuerza, pero no había nadie allí, estaba abandonada.

Conduce rápidamente frente a las hileras de vehículos aparcados. Pero todos los lugares están ocupados, así que vuelve a salir con el coche y se dirige hacia la entrada.

– El sótano estaba calcinado, aunque aún quedaban los restos de una jaula, el fuego había sido apagado -continúa Erik-. Supongo que el incendio fue provocado.

– Pero hace años no había ninguna jaula -dice Simone-. Demostraron que Lydia nunca había tenido hijos.

– Joona Linna llevó consigo allí un perro policía que halló el cadáver de un niño en el jardín; al menos llevaba allí diez años.

– Dios mío… -suspira Simone.

– Sí.

– Entonces fue…

– Creo que asesinó al niño que tenía encerrado en el sótano cuando entendió que la habíamos desenmascarado -dice Erik.

– Entonces, tú tenías razón…

– Eso parece.

– ¿Y ahora quiere asesinar a Benjamín?

– No lo sé… Probablemente crea que todo fue culpa mía. Si yo no la hubiera hipnotizado, podría haberse quedado con el niño.

Erik guarda silencio y piensa en la voz de su hijo cuando lo llamó por teléfono. Había intentado no parecer asustado mientras le hablaba del caserón. Debía de referirse a la casa de Lydia. Era allí donde ella había crecido, era allí donde había cometido los abusos y presumiblemente también los había sufrido. Si no había llevado a Benjamín a su casa, podía haberlo llevado a cualquier parte.

Aparca el coche frente a la entrada principal del hospital de Danderyd. No se preocupa por cerrar con llave ni abonar el ticket del aparcamiento. Sólo caminan a toda prisa junto a la oscura fuente repleta de nieve, pasan junto a algunos fumadores que tiritan envueltos en sus batas, cruzan corriendo el vestíbulo atestado y toman el ascensor para ir al sector donde se encuentra Sim Shulman.

El pesado aroma de las flores inunda la habitación. Hay floreros con grandes ramos perfumados junto a la ventana. Sobre la mesa se ve un montón de tarjetas y cartas enviadas por amigos y colegas consternados.

Erik mira al hombre tendido en la cama del hospital: las mejillas hundidas, la nariz, los párpados. Los movimientos demasiado regulares del estómago siguen el ritmo del respirador. Se encuentra en estado vegetativo permanente; sigue con vida tan sólo gracias a los aparatos que hay en la habitación y no sobreviviría sin ellos. Le han insertado una cánula respiratoria en la tráquea a través de una incisión practicada en la garganta. Es alimentado a través de una fístula gástrica, una sonda que va directamente al estómago con una pequeña lámina que hace tope en el vientre.

– Simone, debes hablar con él cuando despierte…

– No es posible despertarlo -lo interrumpe ella con voz chillona-. Está en coma, Erik. Tiene daños cerebrales ocasionados por la pérdida de sangre. Nunca despertará, nunca hablará de nuevo.

Se seca las lágrimas de las mejillas.

– Debemos saber lo que le dijo Benjamin…

– Ya basta -exclama ella, y rompe a llorar con fuerza.

Una enfermera se asoma por la puerta. Ve a Erik abrazar el cuerpo tembloroso de Simone y los deja en paz.

– Le administraré una inyección de zolpidem -dice Erik contra su cabello-. Es un poderoso hipnótico que puede despertar a las personas en estado comatoso.

Él nota que ella sacude la cabeza.

– ¿De qué estás hablando?

– Funciona sólo por un momento.

– No te creo -dice ella dudando.

– El hipnótico disminuye los procesos hiperactivos del cerebro que causan el coma.

– ¿Y entonces despertará? ¿Lo dices en serio?

– Nunca se repondrá. Ha sufrido graves daños cerebrales, Sixan. Pero con el hipnótico quizá despierte por algunos segundos.

– ¿Qué tengo que hacer?

– A veces, los pacientes a los que se les administra el fármaco pueden decir algunas palabras. Otras veces sólo miran.

– No es legal, ¿verdad?

– No voy a pedir permiso. Lo haré sin más y tú debes hablar con él cuando despierte.

– Date prisa -dice ella.

Erik se aleja rápidamente para ir a buscar lo que necesita. Simone se sitúa junto a la cama de Shulman y toma su mano. Lo mira. Su rostro está tranquilo. Los rasgos oscuros y fuertes, casi alisados por la relajación. La boca, habitualmente sensual e irónica, no dice nada. Ni siquiera tiene su habitual arruga seria entre las cejas negras. Ella le acaricia lentamente la frente. Piensa que seguirá exponiendo su obra, que un artista realmente bueno nunca puede morir.

Erik regresa entonces a la habitación. Sin decir una palabra, se acerca a Shulman y, dando la espalda a la puerta, le levanta la manga de la bata de hospital.

– ¿Estás lista? -pregunta.

– Sí -contesta ella-. Estoy lista.

Erik saca la jeringuilla, la conecta al catéter intravenoso y luego inyecta lentamente la solución amarillenta. La sustancia viscosa se mezcla con la clara provisión de líquido y se pierde en la aguja del pliegue del codo y en el torrente sanguíneo de Shulman. Erik guarda nuevamente la jeringa en el bolsillo, se desabotona la chaqueta y coloca los electrodos del pecho de Shulman en el suyo. Le quita la pinza del dedo índice y la sujeta en el suyo. Luego se echa hacia atrás para observar el rostro de Shulman.

No ocurre absolutamente nada. El estómago sube y baja de forma regular y mecánica con la ayuda del respirador.

Erik nota la boca seca; está petrificado.

– ¿Nos vamos? -pregunta Simone después de algunos minutos.

– Espera -murmura Erik.

Se oye el lento tictac de su reloj de pulsera. En la ventana, un pétalo se desprende suavemente de una flor y se acuesta en el suelo con un susurro. Algunas gotas de lluvia golpean el cristal. Se oye la risa de una mujer que proviene de alguna habitación lejana.

Un extraño silbido sale del interior del cuerpo de Shulman, como un viento débil a través de una ventana entreabierta.

Simone nota que el sudor mana de sus axilas y se extiende hacia el resto del cuerpo. La situación le provoca claustrofobia. En realidad querría salir corriendo de allí, pero ya no puede apartar la mirada de la garganta de Shulman. Quizá lo esté imaginando, pero de repente le parece que las fuertes venas de su cuello pulsan más rápidamente. Erik respira con pesadez. Cuando se inclina sobre Shulman, ella ve que parece nervioso. Se muerde el labio inferior y vuelve a mirar el reloj. No sucede nada. Se oye el silbido metálico del respirador. Alguien pasa frente a la puerta. Las ruedas de un carrito chirrían y luego la habitación vuelve a quedar en silencio. El único sonido procede del rítmico trabajo de la máquina.

De repente se oye un ruido débil y áspero. Simone no comprende de dónde proviene. Erik ha dado unos pasos hacia un lado. El sonido áspero continúa. Simone comprende que debe de provenir de Shulman. Se aproxima a él y ve que su dedo índice se mueve en la sábana bien extendida. Nota que su pulso se acelera y está a punto de decirle algo a Erik cuando Shulman abre los ojos. La observa fijamente con una mirada extraña. La boca se cierra en una mueca de miedo. La lengua se mueve con torpeza y le corre saliva por el mentón.

– Soy yo, Sim. Soy yo -dice ella cogiendo su mano entre las suyas-. Voy a hacerte algunas preguntas muy importantes, ¿de acuerdo?

Los dedos de Shulman tiemblan lentamente. Simone sabe que él la ve. De repente, los ojos se le ponen en blanco, las comisuras de la boca se estiran hacia atrás y las cejas se arquean enérgicamente.

– Contestaste una llamada de Benjamín en mi teléfono, ¿lo recuerdas?

Erik, que tiene los electrodos de Shulman en su pecho, ve en la pantalla cómo su propio ritmo cardíaco aumenta. Los pies de Shulman se agitan bajo la sábana.

– Sim, ¿me oyes? -pregunta ella-. Soy Simone. ¿Me oyes, Sim?

Sus ojos regresan, pero se deslizan inmediatamente hacia un lado. Se oyen rápidos pasos en el pasillo frente a la puerta y una mujer exclama algo.

– Cogiste mi teléfono…

Él asiente entonces débilmente.

– Era mi hijo -continúa ella-. Fue Benjamín quien llamó…

Sus pies empiezan a sacudirse de nuevo. Los ojos giran hacia arriba y la lengua se desliza fuera de la boca.

– ¿Qué dijo Benjamin? -pregunta Simone.

Shulman traga, mastica lentamente y sus párpados se cierran.

– Sim, ¿qué dijo?

Él niega con la cabeza.

– ¿No dijo nada?

– No… -dice Shulman con un silbido.

– ¿Qué has dicho?

– No Benja… -dice él casi sin voz.

– ¿No dijo nada? -pregunta Simone.

– No él -responde Shulman con una voz débil y asustada.

– ¿Qué?

– Ussi…

– ¿Qué estás diciendo? -insiste ella.

– Jussi llamó…

La boca de Shulman tiembla.

– ¿Dónde estaba? -pregunta Erik-. Pregúntale dónde estaba Jussi.

– ¿Dónde estaba? -pregunta Simone-. ¿Lo sabes?

– En su casa -contesta Shulman con voz clara.

– ¿Benjamin estaba también allí?

La cabeza de Shulman cae hacia un costado. La boca queda laxa y se dibuja un pliegue en el mentón. Simone mira tensa a Erik, no sabe lo que debe hacer.

– ¿Lydia estaba allí? -pregunta Erik.

Shulman mira hacia arriba y los ojos se deslizan hacia un lado.

– ¿Lydia estaba allí? -repite Simone.

Shulman asiente.

– ¿Jussi dijo algo sobre…?

Simone guarda silencio cuando Shulman comienza a quejarse, le da unas suaves palmadas en la mejilla y de repente él la mira a los ojos.

– ¿Qué ha ocurrido? -pregunta con voz clara, y luego vuelve a sumirse en el coma.

Capítulo 48

Sábado 19 de diciembre, por la tarde

Anja entra en el despacho de Joona Linna y le tiende en silencio una carpeta y una copa de ponche navideño. Él mira su rostro redondo y rosado. Por una vez, no le sonríe.

– Ya han identificado al niño -explica en pocas palabras señalando la carpeta.

– Gracias -dice Joona.

Hay dos cosas que detesta, piensa Joona mientras contempla la carpeta de color marrón. Una es verse obligado a abandonar un caso, a retroceder ante cuerpos no identificados, violaciones no resueltas, robos, situaciones de maltrato y asesinatos. Y la otra cosa que detesta, aunque de un modo muy distinto, es que se solucionen los casos no resueltos, ya que cuando se halla la respuesta a los viejos misterios, rara vez es la que uno desea.

Joona Linna abre la carpeta y lee. El informe dice que el cuerpo encontrado en el jardín de Lydia Evers es el de un niño. Tenía cinco años cuando lo asesinaron. Se cree que la causa de la muerte es una fractura craneal causada por un objeto romo. Además, se han hallado heridas cicatrizadas en el esqueleto que indican repetidos maltratos. El forense ha escrito la palabra «paliza» con un signo de interrogación al lado. Los maltratos fueron tan crueles que supusieron la rotura de huesos y diversas fisuras en el esqueleto. Son principalmente los brazos y la espalda los que parecen haber sido golpeados con un objeto pesado. Varias deficiencias en el esqueleto indican, además, que el niño sufría de malnutrición.

Joona mira por la ventana un breve instante. Jamás se acostumbrará a eso. Se ha prometido a sí mismo que, el día que lo haga, dejará la policía. Se pasa la mano por el pelo espeso, traga pesadamente y sigue leyendo.

Han identificado al pequeño. Se llamaba Johan Samuelsson y su desaparición se había denunciado trece años antes. La madre, Isabella Samuelsson, según su propia declaración, se encontraba en el jardín junto a su hijo cuando sonó el teléfono en el interior de la casa. No se llevó al niño consigo para contestar y en algún momento entre los veinte o treinta segundos que tardó en coger el auricular, comprobar que no respondía nadie y volver a colgar, el niño desapareció.

Johan tenía dos años entonces.

Y cinco años cuando fue asesinado.

Luego sus restos yacieron en el jardín de Lydia Evers durante diez.

De repente, a Joona el aroma del ponche navideño en la copa le resulta nauseabundo. Se pone en pie y entreabre la ventana. Mira hacia abajo, al patio interior de la comisaría de policía. Las desordenadas ramas de los árboles próximos a la prisión, el asfalto húmedo y brillante.

Piensa que Lydia tuvo al niño consigo durante tres años. Tres años de silencio. Tres años de maltratos, hambre y miedo.

– ¿Estás bien, Joona? -pregunta Anja asomando la cabeza por la puerta.

– Iré a hablar con los padres -dice él.

– Puede hacerlo Niklasson -sugiere Anja.

– No.

– ¿De Geer?

– Éste es mi caso -declara Joona-. Iré…

– Entiendo.

– ¿Podrías comprobar algunas dilecciones para mí?

– Amigo mío -responde ella con una sonrisa-, por supuesto que puedo.

– Se trata de Lydia Evers. Quisiera saber dónde ha estado los últimos trece años.

– ¿Lydia Evers? -repite ella.

Joona nota una gran pesadez de espíritu mientras se pone el gorro de piel y el abrigo y parte para comunicar a Isabella y a Joakim Samuelsson que lamentablemente han hallado el cuerpo de su hijo Johan.

Anja lo llama por teléfono cuando está cruzando el peaje.

– Qué rápida -dice él intentando parecer alegre, aunque sin éxito.

– Cariño, me aplico en mi trabajo -canta Anja.

Él la oye respirar con fuerza. Una bandada de pájaros negros levanta vuelo desde un campo cubierto de nieve. Por el rabillo del ojo los ve como gotas pesadas. Tiene ganas de maldecir en voz alta al pensar en las dos fotografías de Johan que se encontraban en la carpeta. En una de ellas se ve a un niño que ríe a carcajadas; tiene el pelo de punta y va vestido con un disfraz de policía. En la otra están los restos de sus huesos acomodados sobre una mesa de metal, prolijamente identificados con etiquetas numeradas.

– Maldita sea -murmura para sí.

– ¡Eh!

– Lo siento, Anja. Ha sido sólo un coche…

– Sí, vale, pero ya sabes que no me gustan los exabruptos.

– Lo sé -dice él cansado y sin fuerzas para participar en la discusión.

Anja parece entender por fin que Joona no está de humor para bromas, así que dice en tono neutro:

– La casa donde se hallaron los restos de Johan Samuelsson es la casa de los padres de Lydia Evers. La mujer creció allí, y ésa fue siempre su única dirección.

– ¿No tiene familia? ¿Padres? ¿Hermanos?

– Espera, te lo leeré. Parece que no… Nunca se supo quién era el padre, y la madre murió. Al parecer ni siquiera tuvo la custodia de Lydia durante mucho tiempo.

– ¿Ningún hermano? -insiste Joona.

– No -dice Anja, y entonces la oye hojear los papeles-. ¡Ah, sí! -exclama-. Tenía un hermano menor, pero parece ser que murió cuando era muy pequeño.

– Entonces Lydia era… ¿Cuántos años tenía ella?

– Diez.

– ¿Y siempre vivió en esa casa?

– No, yo no he dicho eso -interviene Anja-. También ha vivido en otro sitio. Varias veces, en realidad…

– ¿Dónde? -pregunta Joona con paciencia.

– Ulleräker, Ulleräker, Ulleräker.

– ¿El hospital mental?

– Se llama clínica psiquiátrica, pero sí.

En ese mismo momento, Joona toma el camino de Saltsjobaden, donde aún viven los padres de Johan Samuelsson. De inmediato ve la casa, una construcción con tejado a dos aguas del siglo XVIII pintada de rojo. En el jardín hay una vieja cabaña de juguete y, detrás de la colina que ocupa el terreno, se adivina el agua negra y pesada.

Joona se pasa las manos por el rostro antes de bajar del coche. Odia tener que hacer eso. El sendero de gravilla rastrillada está prolijamente demarcado por guijarros. Camina hasta la casa, llama a la puerta y espera. Levanta la mano y vuelve a llamar. Finalmente oye que alguien grita desde dentro.

– Yo abriré.

La cerradura chirría y una adolescente abre la puerta de un tirón. Lleva maquillaje negro alrededor de los ojos y el pelo teñido de lila.

– Hola -dice en tono inquisitivo mirando fijamente a Joona.

– Mi nombre es Joona Linna -dice él-. Soy comisario de la policía judicial. ¿Están tus padres en casa?

La chica asiente y se vuelve para llamarlos. Pero una mujer de mediana edad ya está al otro lado del vestíbulo, observando a Joona.

– Amanda -dice, asustada-. Pregúntale… pregúntale qué quiere.

Joona niega con la cabeza.

– Preferiría no estar de pie en la entrada para decir lo que tengo que decirles. ¿Puedo pasar?

– Sí -susurra la mujer.

Joona da un paso hacia el interior y cierra la puerta de la calle. Mira a la chica, a la que ha empezado a temblarle el labio inferior. Luego mira a la madre, Isabella Samuelsson. Ella se lleva las manos al pecho; su rostro está blanco como el de un cadáver. Joona respira profundamente y explica en voz baja:

– Lo siento muchísimo, pero debo comunicarles que hemos encontrado el cuerpo de Johan.

La madre presiona su puño cerrado contra la boca y profiere un lamento. Se apoya en la pared, pero resbala y cae al suelo.

– ¡Papá! -grita Amanda-. ¡Papá!

Un hombre baja corriendo la escalera. Cuando ve a su esposa llorando sentada en el suelo, aminora la marcha. El color desaparece súbitamente de sus labios y de su rostro. Mira a su esposa, a su hija y luego al comisario.

– Se trata de Johan, ¿verdad? -es todo cuanto dice.

– Hemos encontrado sus restos -contesta Joona manteniendo la calma.

Se sientan en el salón. La chica abraza a su madre, que llora desesperada. El padre parece extrañamente calmo. Joona lo ha visto antes. Esos hombres -y a veces también mujeres, aunque no es tan común- que parecen no reaccionar, que continúan hablando y haciendo preguntas con un peculiar timbre en la voz, una cierta vacuidad, mientras interrogan acerca de los detalles.

Joona sabe que no se trata de indiferencia, sino de una lucha. Es un desesperado intento por prolongar el momento anterior a la llegada del dolor.

– ¿Cómo lo encontraron? -gime la madre entre sollozos-. ¿Dónde?

– Buscábamos a otro chico en la casa de la persona sospechosa de haberlo raptado -dice Joona-. Nuestro perro percibió el olor y señaló la zona en el jardín… Johan lleva muerto diez años, según el informe del médico forense.

Joakim Samuelsson alza la mirada.

– ¿Diez años? -Sacude la cabeza-. Pero… han pasado trece desde que Johan desapareció.

Joona asiente y se descubre totalmente agotado cuando explica:

– Tenemos motivos para creer que la persona que se llevó a su hijo lo mantuvo prisionero durante tres años…

Se mira las rodillas, y se esfuerza en parecer tranquilo cuando vuelve a levantar la mirada.

– Johan pasó tres años en cautividad -continúa-, antes de que le quitaran la vida. Tenía cinco años cuando murió.

El padre se desmorona finalmente. Su férreo intento de mantener la calma estalla en mil pedazos como si de un finísimo cristal se tratara. Resulta muy doloroso verlo. Mira fijamente a Joona mientras su rostro se contrae y las lágrimas empiezan a correr por sus mejillas y penetran en su boca abierta. Sus terribles sollozos rasgan el aire.

Joona mira la casa. Observa los retratos enmarcados en las paredes. Reconoce la fotografía de la carpeta del pequeño Johan con dos años y el disfraz de policía. Ve la imagen de la confirmación de una chica. Hay una foto de los padres, que ríen y alzan a un bebé recién nacido. Traga saliva y espera. Realmente odia eso. Pero aún no ha terminado.

– Hay algo más que debo saber -agrega.

Se arma de paciencia un momento más para que puedan calmarse lo suficiente como para comprender lo que va a decir.

– Debo preguntarles si alguna vez han oído hablar de una mujer llamada Lydia Evers.

La madre niega desesperada con la cabeza. El padre pestañea un par de veces y luego se apresura a responder:

– No, nunca.

Amanda suspira.

– ¿Es ella? -pregunta-. ¿Fue ella quien se llevó a mi hermano?

Joona la mira con expresión seria.

– Eso creemos -contesta.

Cuando se pone de pie, nota que tiene las palmas húmedas y el sudor corre por los costados de su cuerpo.

– Lo siento -dice nuevamente-. Lo siento muchísimo, de verdad.

Deja su tarjeta sobre la mesa delante de ellos, así como el número de teléfono de un asistente social y de un grupo de apoyo.

– Llámenme si recuerdan algo, o si necesitan hablar.

Está a punto de irse cuando ve por el rabillo del ojo que el padre se pone de pie.

– Espere…, debo saberlo -dice-. ¿Ya la han encontrado? ¿La han detenido?

Joona aprieta las mandíbulas cuando se vuelve y separa las manos:

– No, aún no. Pero vamos tras ella. Pronto la atraparemos. Estoy convencido de ello.

Joona marca el número de Anja nada más subir al coche. Ella responde al primer tono.

– ¿Ha ido bien? -pregunta.

– Nunca va bien -replica Joona, sereno.

Quedan en silencio un breve instante y luego ella dice:

– ¿Me llamabas para algo en especial?

– Sí -responde Joona.

– Sabes que es sábado…

– El padre miente -continúa Joona-. Conoce a Lydia. Ha dicho que nunca había oído hablar de ella, pero mentía.

– ¿Cómo sabes que mentía?

– Por sus ojos, por su mirada cuando se lo pregunté. Sé que tengo razón.

– Te creo, siempre tienes razón, ¿no es así?

– Sí, así es.

– Si una no te cree, luego tiene que soportar que vengas diciendo: «¿Qué te había dicho yo?»

Joona sonríe para sus adentros.

– Veo que ya vas conociéndome…

– ¿Querías decirme algo más, aparte de que tienes razón?

– Sí, que voy a ir a Ulleräker.

– ¿Ahora? ¿No sabes que esta noche es la cena de Navidad?

– ¿Es hoy?

– Joona… -lo amonesta Anja-. Es la fiesta del personal, la cena de Navidad en Skansen. No lo habrás olvidado, ¿no?

– ¿Es obligatorio asistir? -pregunta Joona.

– Sí -responde Anja con decisión-. Y te sentarás junto a mí, ¿verdad?

– Sólo si no te pones indiscreta tras tomar algunas copas.

– No podrías soportarlo…

– ¿Quieres ser un verdadero ángel? Llama a Ulleräker y ocúpate de que haya alguien allí con quien pueda hablar de Lydia. Luego podrás hacer conmigo casi cualquier cosa que quieras -dice Joona.

– ¡Dios mío! Llamaré en seguida -exclama Anja alegremente, y luego cuelga.

Capítulo 49

Sábado 19 de diciembre, por la tarde

El calambre en el estómago de Joona Linna ya casi ha desaparecido cuando pone la quinta y el coche zumba sobre la nieve derretida de la E 4 en dirección a Uppsala. La institución para enfermos mentales de Ulleräker sigue en funcionamiento, a pesar de los grandes recortes en la atención psiquiátrica que se introdujeron con la reforma llevada a cabo a principios de la década de los noventa, con la que el gobierno sueco pretendía que una gran cantidad de personas enfermas se las arreglaran por sí mismas tras haber pasado allí media vida. Se les ofrecieron viviendas, pero obviamente tuvieron que abandonarlas pronto, ya que no pagaban las facturas ni estaban en absoluto capacitados para ocuparse de las tareas de la casa. Los internamientos disminuyeron, pero los sin techo aumentaron en la misma proporción. La gran crisis financiera surgió como consecuencia de las políticas neoliberales, y de repente las autoridades no tuvieron recursos suficientes para volver a acoger a esas personas. En la actualidad sólo están en funcionamiento dos instituciones psiquiátricas en Suecia, y Ulleräker es una de ellas.

Como de costumbre, Anja ha hecho un buen trabajo. Cuando Joona cruza la entrada principal se da cuenta por la mirada de la chica de recepción de que lo están esperando.

– ¿Joona Linna? -dice ella simplemente.

Él asiente y le muestra su identificación policial.

– El doctor Langfeldt lo espera. Primer piso, la primera habitación a la derecha del pasillo.

Joona le da las gracias y comienza a subir la ancha escalera de piedra. A lo lejos oye golpes secos y gritos. Por el olor, percibe que alguien está fumando, y oye el sonido de un televisor en algún lugar. Hay rejas en las ventanas. Afuera se ve un parque que más bien parece un cementerio con arbustos oscuros y mojados por la lluvia, así como espalderas podridas por la humedad por las que trepan plantas nudosas. Joona piensa que es un lugar sombrío, y se dice que la finalidad de un sitio como ése no es que los pacientes sanen. En realidad es un sitio de conservación. Llega al primer rellano de la escalera y mira a su alrededor. A la izquierda, detrás de una puerta de cristal, hay un pasillo largo y estrecho. Cavila por un momento acerca de dónde lo ha visto antes, hasta que se da cuenta de que es prácticamente una copia de la prisión de Kronoberg; un corredor con puertas cerradas con candados a lado y lado. Una mujer mayor con un vestido largo sale por una de ellas. Lo mira fijamente a través del cristal. Joona le hace un gesto con la cabeza y luego abre la puerta en dirección al pasillo. Hay un fuerte olor a desinfectante, un olor acre que le recuerda al cloro.

El doctor Langfeldt está de pie esperándolo junto a la puerta cuando Joona llega a la habitación.

– ¿Es usted el policía? -pregunta retóricamente tendiendo su mano ancha y regordeta hacia Joona.

Su apretón es asombrosamente suave; quizá el más suave que le han dado jamás a Joona.

La expresión en el rostro del doctor Langfeldt no cambia cuando dice con un sobrio gesto:

– Si es tan amable de entrar…

El despacho del médico es sorprendentemente grande. Las paredes están cubiertas de pesadas estanterías con carpetas idénticas. En la estancia no hay ningún objeto decorativo, ningún cuadro o fotografía. La única imagen es el dibujo de un niño que cuelga de la puerta. Los pies nacen directamente de la cabeza en el dibujo hecho con ceras de color verde y azul. Los niños de tres años de edad suelen dibujar a las personas de ese modo. Directamente desde el rostro, que tiene ojos, nariz y boca, salen los brazos y las piernas. Se puede considerar o bien que esos dibujos no tienen cuerpo, o que la cabeza es el cuerpo que tienen.

El doctor Langfeldt se acerca a su escritorio, sobre el que descansan pilas de papeles. Retira un teléfono de viejo diseño de la silla para las visitas y vuelve a dirigirle un austero movimiento de la mano a Joona, que lo interpreta como una invitación a tomar asiento.

El médico lo mira pensativo. Su rostro es pesado y arrugado. Hay algo sin vida en sus rasgos, casi como si sufriera de parálisis facial.

– Gracias por haberse tomado la molestia -dice Joona-. Es fin de semana y…

– Sé qué es lo que quiere preguntarme -lo interrumpe él-. Quiere información acerca de Lydia Evers, mi paciente, ¿no es así?

Joona abre la boca pero el doctor alza una mano para detenerlo.

– Supongo que ha oído hablar del secreto profesional y de la ley de confidencialidad en lo que respecta a los pacientes -continúa Langfeldt-. Además…

– Conozco la ley -lo interrumpe Joona-. Si por el delito que se investiga corresponden más de dos años de prisión como consecuencia…

– Sí, sí, sí -dice Langfeldt.

La mirada del médico no es evasiva, sino simplemente exánime.

– Obviamente, también podría citarlo para un interrogatorio -dice Joona suavemente-. El fiscal está preparando la solicitud de prisión preventiva para Lydia Evers. Por supuesto, también tendremos que confiscar la historia clínica.

El doctor Langfeldt golpetea unos dedos con otros y se humedece los labios.

– Es sólo que quiero… -Se interrumpe unos segundos y luego prosigue-: Simplemente quiero tener una garantía.

– ¿Una garantía?

El médico asiente.

– Quiero que mi nombre quede fuera de esta historia.

Joona cruza la mirada con él y se da cuenta en seguida de que esa ausencia de vida es en realidad miedo contenido.

– No puedo prometerle eso -dice ásperamente.

– Por favor.

– Soy pertinaz -explica Joona.

El doctor se recuesta en su silla. Hay una leve tirantez en las comisuras de sus labios. Es el único signo de nerviosismo que ha mostrado hasta el momento.

– ¿Qué es lo que quiere saber? -pregunta.

Joona se inclina hacia adelante y dice:

– Todo, siempre quiero saberlo todo.

Una hora más tarde, Joona Linna sale del despacho del médico. Echa un rápido vistazo hacia el pasillo opuesto, pero la mujer del vestido largo ya no está. Cuando baja apresuradamente la escalera de piedra nota que fuera ha oscurecido por completo, ya no se distingue el parque ni las espalderas. Obviamente, la chica de la recepción ya se ha marchado a su casa. El mostrador está vacío y la puerta que da al exterior está cerrada. El edificio está en completo silencio, a pesar de que Joona sabe que la institución alberga a cien pacientes.

Está tiritando cuando sube a su coche nuevamente y abandona el amplio aparcamiento.

Hay algo que lo perturba, algo que se le escapa. Intenta recordar el punto en el que comenzó a molestarlo.

El doctor cogió una carpeta igual que todas las demás que llenaban los estantes, y golpeó suavemente la primera página al tiempo que decía:

– Aquí está.

La fotografía de Lydia mostraba a una mujer bastante hermosa, de cabello largo teñido con alheña y una extraña expresión sonriente: la furia corría bajo la superficie suplicante.

La primera vez que Lydia fue internada para recibir tratamiento psiquiátrico sólo tenía diez años. El motivo del ingreso fue que había asesinado a su hermano menor, Kasper Evers. Un domingo le abrió el cráneo al partirle un palo de madera en la cabeza. Al doctor le contó que su madre la obligaba a cuidar de su hermano. Kasper era responsabilidad suya cuando la madre estaba trabajando o durmiendo. Castigarlo era tarea suya.

Tas la muerte de Kasper Evers con tres años de edad, las autoridades se hicieron cargo de Lydia y la madre fue condenada a prisión por maltrato infantil.

– Lydia perdió a toda su familia -murmura Joona.

Pone en marcha el limpiaparabrisas cuando un autobús que circula en sentido contrario salpica agua sobre su coche.

El doctor Langfeldt sólo trató a Lydia con fuertes ansiolíticos, no le administró ningún tipo de terapia, ya que consideró que había actuado sometida a una gran presión por parte de la madre. Por prescripción suya, la chica fue internada en un hogar abierto para delincuentes juveniles. Cuando cumplió catorce años desapareció del registro, se mudó a su antigua casa y vivió allí junto a un muchacho que había conocido en el hogar para jóvenes. Cinco años más tarde volvió a aparecer en los documentos cuando fue internada nuevamente, según la ley ahora abolida, porque en repetidas ocasiones había golpeado a un niño en un parque infantil.

El doctor Langfeldt se encontró con ella por segunda vez en la institución y se convirtió en su médico, aunque esta vez no estaba autorizado a darle el alta.

El médico le contó al comisario con voz áspera y distante que Lydia había ido a un parque infantil y había elegido a un niño en especial, un niño de cinco años de edad al que había atraído hacia sí y luego golpeado. A parecer, acudió varias veces al parque antes de que la detuvieran. El último episodio de maltrato fue tan grave que el pequeño estuvo a punto de morir.

– Lydia pasó seis años internada en la clínica psiquiátrica de Ulleräker. Estuvo bajo tratamiento durante todo ese tiempo -explicó Langfeldt sonriendo sin alegría-. Su comportamiento fue ejemplar. El único problema con ella era que constantemente creaba alianzas con los demás pacientes. Creaba grupos a su alrededor, grupos a los que exigía una lealtad absoluta.

Ahora Joona piensa que Lydia está formando una familia. Gira con su coche hacia Fridhemsplan cuando de repente recuerda la fiesta del personal en Skansen. Considera la posibilidad de fingir que lo ha olvidado, pero entiende que le debe a Anja su presencia allí.

Langfeldt había cerrado los ojos y masajeado las sienes antes de continuar:

– Tras seis años sin incidentes, Lydia comenzó a tener permisos de salida.

– ¿Ningún tipo de incidente? -preguntó Joona.

El médico lo pensó.

– Ocurrió algo, pero nunca pudo probarse.

– ¿Qué fue lo que ocurrió?

– Una paciente sufrió una herida en el rostro. Sostenía que ella misma se había cortado, pero se rumoreaba que había sido Lydia Evers quien lo había hecho. Por lo que recuerdo, sólo eran chismes. No había nada serio en ellos.

Langfeldt alzó entonces las cejas como si quisiera proseguir con su exposición.

– Continúe -dijo Joona.

– Obtuvo el alta y se mudó nuevamente al hogar familiar. Continuó bajo tratamiento psiquiátrico y su conducta era buena. No había ningún motivo -añadió el doctor-, ninguno en absoluto, para dudar de su verdadero empeño por sanar. Años más tarde, Lydia finalizó el tratamiento, y entonces eligió una forma de terapia que estaba de moda en aquella época. Se unió a un grupo de terapia con…

– Erik Maria Bark -completó Joona.

Langfeldt asintió.

– Al parecer, el hipnotismo no le resultó tan provechoso -dijo con soberbia-. Al final, Lydia tuvo un intento de suicidio, y acabó volviendo a mí por tercera vez…

– ¿Le habló de lo que le sucedió? -lo interrumpió Joona Langfeldt sacudió la cabeza.

– Según tengo entendido, todo fue culpa de ese hipnotista.

– ¿Es usted consciente de que Lydia reconoció haber maltratado a un niño ante Erik Maria Bark? -preguntó el comisario con aspereza.

Langfeldt se encogió de hombros.

– Algo oí, pero supongo que un hipnotista puede hacer que la gente reconozca cualquier cosa.

– ¿Entonces no tomó en serio su confesión? -preguntó.

Langfeldt dibujó una débil sonrisa.

– Estaba hecha una piltrafa, no existía la posibilidad de entablar una conversación con ella. Tuve que aplicarle terapia de electroshock y administrarle fuertes fármacos neurolépticos. Fue un gran logro conseguir que saliera adelante nuevamente.

– ¿Así que ni siquiera intentó investigar si había algo de cierto en su confesión?

– Supuse que se trataba de un sentimiento de culpa por su hermano menor -contestó Langfeldt severamente.

– ¿Cuándo le dio el alta?

– Hace dos meses. Sin duda estaba bien.

Joona se puso en pie y su mirada volvió a recaer en la única imagen del despacho del doctor Langfelt, el dibujo sin cuerpo que colgaba de la puerta. Una cabeza andante, pensó de repente. Sólo un cerebro, sin corazón.

– Ése es usted, ¿verdad? -dijo señalando el dibujo.

El médico parecía confundido cuando el comisario abandonó la habitación.

Son las cinco de la tarde; el sol se ha puesto hace dos horas. Hace frío y está oscuro como boca de lobo. De las pocas farolas de las calles proviene una luz brumosa. Más allá de Skansen, la ciudad se adivina en manchones de tenue luz. En las casetas se vislumbra a los artesanos del vidrio soplado y la platería. Joona atraviesa el mercado de Navidad. Las fogatas arden aquí y allá, los caballos piafan. Hay gente asando castañas. Algunos niños corretean por un laberinto de piedra y otros beben chocolate caliente. Se oye música, las familias danzan en corros alrededor de un abeto alto colocado en el centro de la pista de baile.

El teléfono de Joona suena y él se detiene frente a un puesto de salchichas y carne de reno.

– Sí, aquí Joona Linna.

– Hola, soy Erik Maria Bark.

– Hola.

– Creo que Lydia se ha llevado a Benjamín al caserón de Jussi. Queda a las afueras de Dorotea, en la provincia de Västerbotten, en Laponia.

– ¿Eso cree?

– Estoy casi seguro -contesta Erik con resolución-. Ya no hay más vuelos hoy. No tiene por qué acompañarme usted, pero he reservado tres pasajes para mañana temprano.

– Bien -dice Joona-. Si puede enviarme un mensaje de texto con los datos de ese tal Jussi, me pondré en contacto con la policía de Västerbotten.

Mientras Joona camina por los estrechos senderos de gravilla hacia el restaurante Solliden, oye las risas de unos niños detrás de él y se sobresalta. El bonito restaurante pintado de amarillo está decorado con guirnaldas de luces y ramitas de abeto. En el comedor han dispuesto cuatro enormes mesas alargadas con comida típicamente navideña. Joona ve a sus compañeros de trabajo nada más entrar. Se han sentado junto a los grandes ventanales, que ofrecen una fantástica vista de las aguas de la bahía de Nybroviken y de Sodermalm, con el parque de atracciones de Grona Lund a un lado y el museo Vasa al otro.

– ¡Estamos aquí! -exclama Anja, llamándolo.

Se pone de pie y le hace señas. Joona siente que se alegra por su entusiasmo. Aún tiene una sensación desagradable que se arrastra por su cuerpo tras la visita al médico de Ulleräker.

Saluda a todo el mundo y luego se sienta junto a Anja. Carlos Eliasson está frente a él. Lleva una caperuza de duende y mueve la cabeza alegremente hacia Joona.

– Hemos tomado aguardiente -dice en un tono confidencial, y su piel, por lo común amarillenta, se sonroja claramente.

Anja intenta pasar la mano por debajo del brazo de Joona, pero él se pone repentinamente en pie y dice que va a por un poco de comida.

Camina entre las mesas repletas de gente que charla y come mientras piensa que en realidad no consigue que despierte en su interior un verdadero espíritu navideño. Es como si una parte de sí mismo aún estuviera en el salón de los padres de Johan Samuelsson. O como si todavía deambulara por la institución psiquiátrica de Ulleräker, subiera por la escalera de piedra y avanzara hacia la puerta cerrada que comunica con el largo pasillo parecido a una cárcel.

Joona coge un plato de la pila, se pone a la cola para servirse unos pocos arenques y observa a sus compañeros de trabajo desde la distancia. Anja ha embutido su cuerpo rollizo en un vestido rojo de moer. Aún lleva puestas las botas de nieve. Petter habla intensamente con Carlos. Se ha afeitado la cabeza y la coronilla se ve brillante bajo la luz de las arañas.

Joona se sirve arenques en escabeche y a la mostaza y permanece de pie. Observa a una mujer de otro grupo. Lleva puesto un vestido gris claro ajustado y dos chicas con bonitos peinados la acompañan hacia la mesa de los dulces. Un hombre con un traje marrón se apresura a seguirlas llevando a una niña con un vestido rojo de la mano.

Se han acabado las patatas de una cacerola. Joona espera un buen rato hasta que una camarera se acerca con un cuenco y la rellena con patatas recién cocidas. Su plato favorito, el pastel de nabicol finlandés, no se ve por ninguna parte. Joona hace equilibrios con el plato entre los agentes que ya van por el cuarto plato. Cinco técnicos criminalistas cantan junto a la mesa una canción de brindis con las pequeñas copas en alto. Joona se sienta y en seguida nota la mano de Anja sobre su pierna. Ella le sonríe.

– ¿Recuerdas que ibas a permitirme que te sobara? -bromea.

Se inclina hacia él y susurra:

– Esta noche quiero bailar un tango contigo.

Carlos la oye y exclama:

– ¡Anja Larsson! ¡Tú y yo bailaremos un tango!

– Bailaré con Joona -dice ella con decisión.

Carlos ladea la cabeza y farfulla:

– Entonces reservaré mi turno.

Anja hace un mohín y saborea su cerveza.

– ¿Cómo te ha ido en Ulleräker? -le pregunta a Joona.

Él responde con una mueca y Anja le habla de un tipo que no estaba especialmente enfermo pero que fue fuertemente medicado porque era lo más cómodo para el personal de la clínica.

Joona asiente, se dispone a probar el salmón ahumado pero de pronto se detiene. Ahora recuerda qué le pareció tan importante acerca de lo que le contó Langfeldt.

– Anja -dice-. Necesito un informe policial.

Ella ríe tontamente.

– Ahora, no -replica.

– Entonces mañana, pero lo más pronto posible.

– ¿Qué clase de informe?

– Es un caso de maltrato. Lydia Evers fue recluida por haber maltratado a un niño en un parque infantil.

Anja saca un lápiz y anota algo en un ticket que hay frente a ella.

– Mañana es domingo, me gusta dormir hasta tarde -dice, disgustada.

– Tendrás que dejarlo para otro día.

– ¿Bailarás conmigo?

– Te lo prometo -susurra Joona.

Carlos dormita sentado en una silla del guardarropa. Petter y sus acompañantes se han marchado ya al centro para seguir la fiesta en el club Café Opera. Joona y Anja han prometido ocuparse de que Carlos llegue a su casa sano y salvo. Mientras esperan el taxi, salen al aire frío de la noche. Joona conduce a Anja hacia la pista de baile y le advierte que la madera de la plataforma está cubierta por una fina capa de hielo.

Luego bailan mientras él tararea suavemente:

– Dum-dum, du-du-dum…

– Cásate conmigo -suspira Anja.

Joona no contesta. Piensa en Disa y en su rostro melancólico. Piensa en la amistad de todos esos años y en cómo se vio obligado a dejarla el otro día. Anja va más allá y trata de lamerle la oreja, pero él aleja despacio la cabeza de ella.

– Joona -dice Anja-, bailas muy bien.

– Lo sé -susurra él haciéndola girar.

A su alrededor huele a leña y a ponche navideño. Anja aprieta su cuerpo contra el de él. Joona piensa que resultará difícil llevar a Carlos hasta la parada de taxis; tendrán que tomar la escalera mecánica.

En ese mismo momento suena su teléfono en el bolsillo. Anja gime desilusionada cuando él se aleja para contestar.

– Joona Linna.

– Hola -saluda una voz tensa-. Soy Joakim Samuelsson. Hoy ha estado en nuestra casa…

– Sí, sé quién es usted -dice Joona.

Piensa en la forma en que se dilataron las pupilas de Joakim Samuelsson cuando él le preguntó acerca de Lydia Evers.

– Me preguntaba si podríamos vernos -dice Joakim Samuelsson-. Hay algo que quiero contarle.

Joona mira su reloj. Son las nueve y media de la noche.

– ¿Podemos encontrarnos ahora? -pregunta Joakim, y agrega que su esposa y su hija han ido a ver a sus suegros.

– Está bien -asiente Joona-. ¿Podría usted ir a la comisaría? A la entrada de la calle Polhemsgatan, dentro de cuarenta y cinco minutos.

– Sí -contesta Joakim con una voz infinitamente cansada.

– No te pongas triste, amiga -le dice Joona a Anja, que lo espera de pie en medio de la pista-. Pero se acabó el tango por esta noche.

– Eres tú quien debería entristecerse -replica ella, disgustada.

– No tolero el alcohol -suspira Carlos cuando lo conducen hacia la escalera mecánica y luego hacia la salida.

– No vomites -dice Anja bruscamente-, o de lo contrario solicitaré un aumento de sueldo.

– Anja, Anja… -dice Carlos, herido.

Joakim Samuelsson está sentado en un Mercedes blanco al otro lado de la calle, frente a la entrada de la comisaría de policía. La luz del interior del coche está encendida, y su rostro se ve cansado y solitario bajo la sombría bombilla. Se sobresalta cuando Joona golpea la ventanilla del coche, como si hubiera estado profundamente sumido en sus pensamientos.

– Hola -dice, y abre la puerta-. Suba.

Joona ocupa el asiento del acompañante. Espera. Hay un vago olor a perro en el habitáculo. Ve que sobre el asiento trasero hay extendida una manta de lana.

– ¿Sabe? -dice Joakim-. Al pensar en mí mismo y en cómo era yo cuando nació Johan, es como si pensara en un extraño. Tuve una infancia bastante difícil, pasé por varias instituciones para jóvenes y hogares de acogida…, pero cuando conocí a Isabella me esforcé por mejorar. Empecé a estudiar en serio y me gradué en ingeniería el mismo año en que nació Johan. Recuerdo que nos fuimos de vacaciones, nunca antes lo había hecho. Viajamos a Grecia, Johan apenas acababa de aprender a caminar y…

Joakim Samuelsson sacude la cabeza.

– Fue hace mucho tiempo. Se parecía mucho a mí, tenía los mismos…

El coche queda en silencio. Una rata gris corre por la oscura acera junto a los arbustos llenos de desperdicios.

– ¿Qué es lo que quería contarme? -pregunta Joona tras un momento.

Joakim se frota los ojos con las manos.

– ¿Está seguro de que fue Lydia Evers quien lo hizo? -pregunta con un hilo de voz.

Joona asiente.

– Estoy muy seguro de ello -dice.

– Bien -susurra Joakim Samuelsson.

Vuelve su rostro cansado y arrugado hacia Joona y declara simplemente:

– La conozco. La conozco muy bien. Estuvimos juntos en el hogar para jóvenes.

– ¿Sabe por qué se llevó a Johan?

– Sí -dice Joakim tragando con fuerza-. Allí, en la institución…, Lydia sólo tenía catorce años cuando descubrieron que estaba embarazada. Por supuesto, se asustaron mucho. Así que la obligaron a abortar. Iban a ocultarlo pero… Hubo muchas complicaciones, padeció una severa infección en el útero que se extendió a los ovarios. Pero le dieron penicilina y se curó.

A Joakim le tiemblan las manos cuando las apoya en el volante.

– Lydia y yo dejamos la institución y fuimos a vivir a su casa de Rotebro. Intentamos tener hijos, ella estaba totalmente obsesionada con ello, pero no funcionó. Un día pidió cita con un ginecólogo para realizarse un examen. Nunca olvidaré el momento en que regresó a casa tras la visita y me contó que se había quedado estéril tras aquel aborto.

– ¿Fue usted quien la dejó embarazada cuando estaban en la institución? -pregunta Joona.

– Sí.

– Entonces le debía un niño -dice el comisario casi para sí.

Capítulo 50

20 de diciembre, por la mañana, cuarto domingo de adviento

Cae una densa nevada. La nieve se ha amontonado en las terminales del aeropuerto de Arlanda. Las pistas de aterrizaje son barridas una y otra vez por los vehículos quitanieves que van y vienen. Erik está sentado junto al ventanal mirando una cinta que transporta maletas hacia un gran avión de llamativos colores.

Simone se acerca a él con café y un plato con bollos de azafrán y galletas de jengibre. Deja las dos tazas de café sobre la mesa frente a Erik y luego hace un gesto en dirección al gran cristal desde el que se ven los aviones. Observan una hilera de azafatas que se disponen a subir a uno de ellos. Todas ellas llevan caperuzas de duende y parecen molestas por la nieve derretida bajo sus zapatos.

En el alféizar de la ventana de la cafetería del aeropuerto hay un duendecillo mecánico que sacude rítmicamente la cadera. Da la impresión de que su batería está a punto de agotarse, ya que los movimientos se vuelven cada vez más espasmódicos. Erik mira a Simone a los ojos. Ella alza las cejas con ironía al ver las contorsiones del duende.

– Nos han invitado a los bollos -dice mirando al frente, y luego recuerda-: Es el cuarto domingo de adviento, hoy es el cuarto domingo de adviento.

Se miran sin saber qué decir. De repente Simone se sobresalta, parece exaltada.

– ¿Qué ocurre? -pregunta Erik.

– Su medicina -dice, sofocada-. La olvidamos… Si está allí, si aún sigue con vida…

– Simone, yo…

– Ha pasado mucho tiempo, no podrá sostenerse en pie…

– Simone, la he traído -dice Erik-. La traigo conmigo.

Ella lo mira con los ojos enrojecidos.

– ¿De verdad?

– Kennet me lo recordó, llamó desde el hospital.

Simone piensa que llevó a Kennet en coche a su casa. Lo vio bajar del vehículo y luego caer de bruces en la nieve fangosa. Creyó que había resbalado, pero cuando corrió para levantarlo él apenas pudo mirarla. Luego lo acompañó al hospital, donde se lo llevaron en una camilla. Sus reflejos eran débiles y las pupilas reaccionaban con lentitud. El médico pensó que su estado se debía a la combinación de la conmoción cerebral con la fatiga excesiva.

– ¿Cómo está? -pregunta Erik.

– Ayer estaba dormido cuando fui a verlo, pero el médico no cree que se trate de nada grave.

– Bien -asiente Erik.

Luego mira el duende mecánico y, sin decir una palabra, coge una servilleta con motivos navideños de color rojo y se la echa por encima.

El duende se mece rítmicamente atrás y adelante con la servilleta sobre la cabeza, como un fantasma. Simone rompe a reír y algunas migajas de galleta salen disparadas de su boca y aterrizan sobre la chaqueta de él.

– Perdona -se disculpa-. Pero es que está tan gracioso. Un duende loco que…

Le da un nuevo ataque de risa y se dobla en dos sobre la mesa. Luego rompe a llorar. Después de un rato guarda silencio, se enjuga el rostro y continúa bebiendo su café.

El contorno de su boca comienza a arrugarse nuevamente en el mismo momento en que Joona Linna se acerca a su mesa.

– La policía de Umeä va de camino hacia allí -anuncia sin rodeos.

– ¿Mantiene contacto por radio con ellos? -pregunta Erik de inmediato.

– Yo no, están conectados con…

Joona se interrumpe abruptamente cuando ve la servilleta que cuelga del duende danzarín. Un par de botas de plástico marrones asoman bajo el extremo del papel. Simone vuelve la cabeza y su cuerpo comienza a sacudirse por la risa, el llanto o una mezcla de ambas cosas. Parece que está a punto de atragantarse. Erik se pone rápidamente de pie y se la lleva de allí.

– Suéltame -dice ella entre las convulsiones.

– Sólo quiero ayudarte, Simone. Ven, salgamos de aquí.

Abren una puerta que da a un balcón y permanecen un rato allí de pie respirando el aire fresco.

– Ya estoy mejor, gracias -suspira ella.

Erik quita la nieve de la barandilla y lleva la muñeca de ella hacia el frío metal.

– Ya estoy mejor -repite ella-. Ya… mejor.

Cierra los ojos y se tambalea. Erik la sostiene y entonces ve que Joona los busca con la mirada desde la cafetería.

– Simone, ¿cómo estás? -susurra.

Ella lo mira con los ojos entornados.

– Nadie me cree cuando digo que estoy muy cansada.

– Yo también estoy cansado, te creo.

– Pero tienes tus píldoras, ¿no es así?

– Sí -contesta él sin pensar en defenderse.

El rostro de Simone se contrae y de repente Erik nota unas cálidas lágrimas que corren por sus mejillas. Quizá se deba a que ha dejado las pastillas, a que ya no cuenta con ningún tipo de protección adicional. Está indefenso y expuesto.

– Todo este tiempo -continúa con labios temblorosos-, sólo he pensado en una cosa: Benjamín no puede estar muerto.

Se quedan quietos y se abrazan. La nieve cae en grandes copos sobre ellos. Un avión plateado se eleva a lo lejos tronando pesadamente. Cuando Joona golpea el cristal de la puerta del balcón, ambos se sobresaltan. Erik la abre y Joona sale al exterior. Se aclara la garganta.

– Pensé que debían saber que hemos identificado el cuerpo hallado en la casa de Lydia.

– ¿Quién era?

– No era hijo de Lydia… El niño desapareció hace trece años.

Erik asiente y espera. Joona suspira con pesadez.

– Los restos de excrementos y orina indican que… -Sacude la cabeza-. Indican que el pequeño vivió allí bastante tiempo, probablemente tres años, antes de que ella le quitara la vida.

Quedan en silencio mientras la nieve cae oscura y susurrante sobre sus cabezas. Un avión brama a lo lejos en su ascenso hacia el cielo.

– Es decir, usted estaba en lo cierto, Erik. Lydia tenía a un niño encerrado en una jaula, en el sótano de su casa, al que consideraba su hijo.

– Sí -asiente Erik en voz baja.

– Se deshizo del pequeño cuando comprendió lo que había contado durante el trance hipnótico y las consecuencias que eso podría acarrearle.

– Realmente creí que me había equivocado. Ya lo había asumido -dice Erik con voz apagada mientras observa la pista de aterrizaje.

– ¿Fue por eso por lo que lo dejó? -pregunta Joona.

– Sí -responde él.

– Creyó que se había equivocado y prometió que nunca más volvería a hipnotizar a nadie -dice Joona.

Simone se pasa una mano temblorosa por la frente.

– Lydia te vio cuando rompiste la promesa, vio a Benjamín -dice en voz baja.

– No, creo que debió de vigilarnos todo el tiempo -susurra Erik.

– Dejaron salir a Lydia de Ulleräker hace dos meses -dice Joona-. Se acercó a Benjamín con cautela. Quizá se contenía debido a su promesa de que no volvería a practicar el hipnotismo.

Joona piensa que Lydia consideraba culpable a Joakim Samuelsson del aborto que le provocó la esterilidad cuando estaba en el hogar para jóvenes, y por eso secuestró a su hijo Johan. Luego consideró que la terapia de Erik era la causa por la que se había visto obligada a asesinar a Johan, y se llevó a Benjamin cuando él volvió a hipnotizar.

El rostro de Erik se ve sombrío, duro y taciturno. Abre la boca para explicar que en realidad le salvó la vida a Evelyn al romper su promesa, pero desiste cuando un asistente de policía se acerca a ellos.

– Debemos irnos ya -dice el hombre brevemente-. El avión despegará dentro de diez minutos.

– ¿Has hablado con la policía de Dorotea? -pregunta Joona.

– Al parecer es imposible establecer contacto con el coche patrulla que ha ido a la casa -responde el agente.

– ¿Por qué?

– No lo sé, pero dicen que lo han intentado durante cincuenta minutos.

– Maldita sea, entonces deben enviar refuerzos -dice Joona.

– Se lo he dicho, pero querían esperar.

Cuando empiezan a recorrer la corta distancia hasta el avión que espera para llevarlos al sur de Laponia, al aeropuerto de Vilhelmina, Erik nota de pronto una breve y peculiar sensación de alivio: durante todo ese tiempo, él estaba en lo cierto.

Alza la cabeza. La nieve cae, gira y se arremolina, liviana y pesada a la vez. Simone se vuelve y toma su mano.

Capítulo 51

Jueves 17 de diciembre

Benjamín está tumbado en el suelo mientras oye cómo los pies curvos de la mecedora chirrían contra la superficie brillante de la alfombra de plástico al balancearse lentamente atrás y adelante. Le duelen mucho las articulaciones. Se oye un crujido y el viento barre el tejado de chapa. De repente el grueso muelle de la puerta que da al vestíbulo hace un ruido metálico. Unos pesados pasos se acercan por el sendero. Alguien se quita las botas de una patada. Benjamín alza la cabeza, pero la correa para perros le aprieta el cuello cuando intenta ver quién entra en la habitación.

– Quédate tumbado -murmura Lydia.

Él baja la cabeza hacia el suelo y vuelve a sentir los flecos largos y ásperos de la alfombra de nudos contra la mejilla y el olor a polvo en la nariz.

– Dentro de tres días será el cuarto domingo de adviento -dice Jussi-. Deberíamos hacer galletas de jengibre.

– Los domingos están para cuidar la disciplina y nada más -dice Lydia mientras sigue meciéndose.

Marek sonríe socarronamente pero permanece en silencio.

– ¿Te ríes? -inquiere ella.

– No.

– Quiero que mi familia sea feliz -dice Lydia con voz apagada.

– Lo somos -contesta Marek.

El suelo está helado. A través de las paredes se filtra una corriente de aire frío que hace rodar las pelusas que hay entre los cables detrás del televisor. Benjamin sólo lleva puesto su pijama. Piensa en el momento en que fueron al caserón de Jussi. Ya había nevado. Luego volvió a caer nieve, que se derritió y posteriormente se congeló. Marek lo condujo a través de la zona habilitada para aparcar situada delante de la casa, entre viejos autobuses cubiertos de nieve y coches desvencijados. Benjamin se quemó la planta de los pies cuando tuvo que caminar descalzo sobre el hielo. Fue como andar por un foso entre los grandes vehículos cubiertos de nieve. En el interior de la casa, la luz estaba encendida. Jussi se asomó a la escalera de la entrada con la escopeta en ristre, pero cuando vio a Lydia fue como si se quedara sin fuerzas. No la esperaba, ella no era bienvenida allí, no obstante, no ofreció resistencia y decidió someterse a su voluntad. Se resignó tal como lo hace el ganado. Jussi tan sólo sacudió la cabeza cuando Marek se acercó a él y cogió su arma. Luego se oyeron pasos en el vestíbulo y apareció Annbritt. Jussi murmuró que era su pareja, que debían dejarla marchar. Cuando Annbritt vio la correa en torno al cuello de Benjamin, su rostro palideció e intentó volver a entrar en la casa y cerrar la puerta, pero Marek la detuvo poniendo el cañón del fusil en la abertura de la puerta y preguntó con una sonrisa si podían pasar.

– ¿Hablamos de la cena de Navidad? -pregunta ahora Annbritt con voz insegura.

– Lo más importante son los arenques y el fiambre de cerdo -dice Jussi.

Lydia suspira irritada. Benjamin alza la vista hacia el ventilador de techo amarillo con cuatro lámparas cuyas pantallas son también de color amarillo. La sombra de las aspas inmóviles parece una flor gris recortada contra el aglomerado blanco.

– Al muchacho le daremos albóndigas -dice Jussi.

– Ya veremos -contesta Lydia.

Marek escupe en un tiesto y mira hacia afuera.

– Empiezo a tener hambre -dice.

– Tenemos mucha carne de reno y de corzo en el frigorífico -contesta Jussi.

Marek se acerca a la mesa, hurga en la cesta del pan, parte una galleta y se lleva un pedazo a la boca.

Cuando Benjamin mira hacia arriba, Lydia tira de la correa. Él tose y vuelve a tumbarse. Está hambriento y cansado.

– Pronto necesitaré mi medicina -dice.

– Estarás bien -contesta Lydia.

– Necesito una inyección por semana, y ya ha pasado más de una semana desde…

– Cállate.

– Moriré si no…

Lydia tira de la correa con tanta fuerza que Benjamin gime del dolor. Rompe a llorar y ella vuelve a tirar de la correa para hacerlo callar.

Marek enciende el televisor. Se oye un chisporroteo y unas voces lejanas. Quizá sea un programa deportivo. Marek cambia de canal sin lograr captar la imagen de ninguno y luego apaga el aparato.

– Debería haber traído el televisor de la otra casa -dice.

– No hay televisión por cable aquí -dice Jussi.

– Eres un idiota -espeta Lydia.

– ¿Por qué no funciona la antena parabólica? -pregunta Marek.

– No lo sé -contesta Jussi-. A veces hace mucho viento, probablemente se haya torcido.

– Pues repárala -replica Marek.

– ¡Hazlo tú!

– Basta de charla -dice Lydia.

– De todas formas, en la televisión sólo dan basura -murmura Jussi.

– A mí me gusta «Let's dance» -dice Marek.

– ¿Puedo ir al baño? -pregunta Benjamin en voz baja.

– Debes orinar fuera -dice entonces Lydia.

– Bien -contesta él.

– Llévalo, Marek -dice Lydia.

– Jussi lo hará -replica él.

– Puede ir solo -dice Jussi-. No puede escapar, afuera hay cinco grados bajo cero y estamos lejos…

– Acompáñalo -lo corta Lydia-. Yo cuidaré a Annbritt mientras tanto.

Benjamín nota un mareo al ponerse de pie. Ve que Jussi ha cogido la correa de las manos de Lydia. Sus rodillas están rígidas y nota un terrible dolor en los muslos cuando comienza a caminar. Cada paso le resulta insoportable, pero aprieta las mandíbulas para obligarse a guardar silencio. No quiere molestar a Lydia, no quiere provocarla.

A lo largo del pasillo hay diplomas colgados. La luz proviene de un aplique metálico en la pared con la pantalla de cristal ahumado. Sobre el suelo de plástico del color del corcho se ve una bolsa de la tienda lea con el texto «Calidad, atención, servicio».

– Tengo que cagar -dice Jussi soltando la correa-. Espera en el vestíbulo cuando regreses.

Jussi se agarra el estómago, se pierde resoplando en el interior del baño y cierra con el pestillo. Benjamín echa un vistazo atrás, ve la espalda fuerte y redondeada de Annbritt a través de la puerta entreabierta y oye a Marek hablar de la pizza griega.

De un gancho que hay en el pasillo cuelga la chaqueta guateada de color verde de Lydia. Benjamín rebusca en los bolsillos y encuentra las llaves de la casa, un monedero dorado y su propio teléfono móvil. El corazón se le acelera cuando ve que el teléfono tiene la batería suficiente para hacer al menos una llamada. Cruza sigilosamente la puerta que da al vestíbulo, continúa hasta la puerta de la despensa y sale al frío paralizante. No hay mucha cobertura. Camina descalzo un trecho por el sendero cubierto de nieve que conduce a la leñera. En la oscuridad, adivina las formaciones de nieve sobre los viejos autobuses y los coches del jardín. Sus manos rígidas se sacuden por el frío. El primer número que encuentra es el del móvil de Simone. Llama y se lleva el teléfono temblando a la oreja. Oye las primeras señales cuando se abre la puerta de la casa. Es Jussi. Ambos se miran. A Benjamin no se le ocurre esconder el teléfono. Quizá debería correr, pero no sabe hacia dónde ir. Jussi se acerca a él a grandes pasos, su rostro se ve pálido y exaltado.

– ¿Has terminado? -pregunta alzando la voz.

Jussi sigue caminando hasta el lugar donde está Benjamin y lo mira a los ojos. Coge el teléfono de sus manos y se dirige a la leñera justo en el instante en que Lydia sale de la casa.

– ¿Qué estáis haciendo? -pregunta.

– Recogeré algunos leños más -exclama Jussi ocultando el teléfono en su abrigo.

– Ya he terminado -dice Benjamin.

Lydia se queda en la puerta y hace entrar al chico en la casa. Una vez en la leñera, Jussi mira el teléfono y comprueba que en la pantalla azul dice «Mamá». Pese al frío, percibe el aroma de la madera y la resina. El lugar está prácticamente a oscuras. La única luz proviene del teléfono. Jussi se lo lleva al oído y en ese mismo momento oye que alguien contesta.

– Hola -dice la voz de un hombre-. ¿Hola?

– ¿Es usted Erik? -pregunta Jussi.

– No, soy…

– Mi nombre es Jussi. ¿Puedo dejar un recado para Erik? Es importante. Estamos en mi casa: Lydia, Marek, yo y…

Jussi se detiene porque el hombre que ha respondido al teléfono de repente profiere un grito gutural. Se oye un gran estrépito, alguien tose, una mujer llora y se lamenta. Luego todo queda en silencio y la llamada se corta. Jussi mira el aparato. Piensa que lo intentará con otra persona y empieza a revisar los números en la guía cuando de repente se agota la batería. El teléfono se apaga en el mismo instante en que se abre la puerta de la leñera y Lydia se asoma.

– He visto tu aura a través del resquicio de la puerta. Era de un azul intenso -dice.

Jussi esconde el teléfono detrás de la espalda, se lo mete en el bolsillo y empieza a recoger leña y a meterla en el canasto.

– Entra en la casa -dice Lydia-. Yo lo haré.

– Gracias -contesta él y sale de la leñera.

Mientras camina hacia la casa por el sendero, ve que los cristales de nieve centellean a la luz de la ventana. Sus botas producen un crujido seco. Entonces oye que alguien se acerca por detrás arrastrando los pies y jadeando levemente Jussi alcanza a pensar en Castro, su perro. Recuerda cuando Castro era un cachorro, cómo cazaba ratones bajo la nieve fresca. Jussi sonríe para sus adentros cuando un golpe en la parte posterior de la cabeza lo hace tropezar e inclinarse hacia adelante. Habría caído de bruces de no ser porque el hacha ha quedado incrustada en su cabeza y tira de él hacia atrás. Se queda inmóvil con los brazos colgando. Lydia sacude el hacha y consigue liberarla. Jussi nota que la sangre le corre por el cuello y la espalda. Cae de rodillas, se derrumba hacia adelante y siente la nieve en su rostro. Sacude el pie y rueda sobre su espalda para intentar incorporarse. Su campo visual disminuye vertiginosamente, pero en los últimos segundos que pasa consciente alcanza a ver a Lydia alzar el hacha nuevamente sobre él.

Capítulo 52

20 de diciembre, por la mañana, cuarto domingo de adviento

Benjamín está acurrucado contra la pared detrás del televisor. Siente un horrible mareo, tiene dificultades para fijar la vista en un punto, pero lo peor es la sed. Está más sediento de lo que nunca lo había estado en toda su vida. El hambre se ha aplacado. No se ha ido, aún siente un vago y persistente dolor que sube desde los intestinos, pero ha sido ensombrecida por la sed y el dolor en las articulaciones. La sed parece asfixiarlo, como si su garganta estuviera cubierta de heridas. Ahora apenas puede tragar, ya no tiene saliva en la boca. Piensa en los días que ha pasado tendido en el suelo de la casa. Cómo Lydia, Marek, Annbritt y él están todo el tiempo en la única habitación amueblada sin hacer nada.

Benjamín oye la nieve caer sobre el tejado. Piensa en el modo en que Lydia entró en su vida, en cómo se acercó corriendo a él un día cuando regresaba a casa desde la escuela.

– Has olvidado esto -le dijo tendiéndole la gorra.

Él se detuvo y le dio las gracias. Entonces ella lo miró de un modo extraño y luego dijo:

– Eres Benjamin, ¿verdad?

El le preguntó cómo sabía su nombre. Lydia le acarició el pelo y declaró que ella era su madre biológica.

– Pero te bauticé como Kasper -dijo-. Me gustaría llamarte así.

Luego le dio una pequeña prenda de ganchillo azul celeste.

– Lo hice para ti cuando aún estabas en mi vientre -suspiró.

Él le explicó que se llamaba Benjamín Peter Bark y que no podía ser su hijo. Le pareció que la situación debía de ser muy dolorosa para ella, así que intentó hablarle con calma y amabilidad. Lydia lo escuchó con una sonrisa y luego sólo negó melancólicamente con la cabeza.

– Pregúntaselo a tus padres -dijo-. Pregúntales si eres su hijo. Puedes hacerlo, pero no te responderán la verdad. Ellos no podían engendrar. Notarás que mienten; lo hacen porque tienen miedo de perderte. Tú no eres hijo suyo. Yo puedo hablarte sobre tu verdadero origen. Eres mi hijo, ésa es la verdad. ¿No ves que nos parecemos mucho? Me obligaron a darte en adopción…

– Pero yo no soy adoptado -repuso él.

– Lo sabía… Sabía que no te contarían la verdad -dijo Lydia.

Él reflexionó un instante y de repente consideró que lo que la mujer decía en realidad podía ser cierto. Durante mucho tiempo se había sentido distinto.

Lydia lo miró con una sonrisa.

– No puedo demostrártelo -dijo nuevamente-. Debes confiar en tus propios sentimientos. Tú mismo debes percibirlo; entonces sentirás que es verdad.

Se separaron, pero Benjamín volvió a encontrarse con ella al día siguiente. Fueron juntos a una confitería y estuvieron charlando allí durante un largo rato. Ella le contó cómo la habían obligado a darlo en adopción, pero aseguró que jamás lo había olvidado. Había pensado en él todos los días desde que nació y lo separaron de ella. Lo había echado de menos cada minuto de su vida.

Benjamín se lo contó todo a Aida y ambos acordaron que ni Erik ni Simone debían saber nada de eso antes de que él hubiera podido pensar un poco;i! respecto. Primero quería conocer a Lydia, quería sopesar si podía ser cierto lo que sostenía. Ella se puso en contacto con él a través del correo electrónico de Aida. Benjamin le había dado su dirección y ella envió la fotografía de la tumba familiar para él.

– Quiero que sepas quién eres -le dijo-. Aquí yacen tus familiares, Kasper. Algún día iremos juntos allí, solos tú y yo.

Benjamin casi había empezado a creerla. Quería creer en ella, lo que decía era interesante. Le resultaba extraño descubrir que alguien lo amaba tanto. Lydia le dio algunos objetos, pequeños recuerdos de su propia infancia y también dinero. Le regaló varios libros y una cámara. Él, a su vez, le dio unos dibujos y otras cosas que guardaba desde pequeño. Ella se ocupó incluso de que el tal Wailord dejara de acosarlo. Un día le mostró un escrito firmado por Wailord en el que daba su palabra de que nunca más se acercaría a Benjamin ni a sus amigos. Sus padres nunca habrían logrado nada parecido. El chico estaba cada vez más convencido de que sus padres, aquellas personas en las que había creído toda la vida, se comportaban como unos verdaderos mentirosos. Se sentía irritado porque nunca hablaban con él, nunca le demostraban lo que significaba para ellos.

Había sido increíblemente necio.

Lydia empezó a hablar de ir a visitarlo a su casa y pasar algunos ratos con él. Quería que le diera las llaves. Benjamin no entendía muy bien por qué debería tenerlas, y le dijo que él le abriría si llamaba a la puerta. Entonces Lydia se enojó con él. Dijo que se vería obligada a castigarlo si no obedecía. El chico se quedó totalmente atónito. Ella explicó que, cuando él era pequeño, les había entregado a sus padres adoptivos una palmeta como signo de que esperaba que le dieran una educación correcta. Luego simplemente cogió las llaves de su mochila y dijo que ella decidiría por sí misma cuándo iba a visitar a su hijo.

Fue en ese momento cuando Benjamin comprendió que ella no estaba totalmente en sus cabales.

Al día siguiente, al ver que Lydia lo estaba esperando, él se le acercó y le dijo con calma que quería que le devolviera las llaves y que no deseaba volver a encontrarse con ella.

– Pero Kasper -dijo ella-, por supuesto que te daré tus llaves.

Y así lo hizo. Benjamín echó a andar y ella lo siguió. Él se detuvo y le preguntó si no había entendido que no quería volver a verla.

Benjamín mira ahora su cuerpo. Ve que tiene un gran hematoma en la rodilla. Piensa que si lo viera su madre se pondría histérica.

Como de costumbre, Marek está de pie mirando por la ventana. Se sorbe la nariz y escupe contra el cristal, a través del cual se ve el cuerpo de Jussi tendido afuera, sobre la nieve. Annbritt está encogida, sentada a la mesa. Intenta dejar de llorar. Traga, se aclara la garganta y luego hipa. Cuando salió de la casa y vio a Lydia asesinar a Jussi, gritó hasta que Marek alzó el fusil hacia ella y aseguró que la mataría si dejaba escapar un solo sollozo más.

A Lydia no se la ve por ninguna parte. Benjamín se incorpora a trompicones y luego dice con voz ronca:

– Marek, hay algo que debes saber…

Él mira a Benjamín con los ojos negros como dos granos de pimienta. Luego se tumba en el suelo para hacer flexiones.

– ¿Qué quieres, joder? -pregunta con un quejido.

Benjamín traga con la garganta dolorida.

– Jussi me contó que Lydia pretendía matarte -miente-. Primero pensaba acabar con él, luego con Annbritt y después contigo.

Marek continúa un poco más con las flexiones y luego se levanta jadeando del suelo.

– Eres un idiota muy gracioso.

– De verdad me lo dijo -dice Benjamín-. Ella sólo me quiere a mí. Quiere quedarse sola conmigo. Es cierto.

– Sí, ¿eh? -dice él.

– Sí, Jussi me dijo que ella le había contado lo que iba a hacer. Dijo que iba a asesinarlo a él primero, y ahora él está…

– Cierra la boca-lo interrumpe Marek.

– ¿Piensas quedarte ahí sentado esperando tu turno?

– inquiere Benjamín-. A ella no le importas, cree que su familia será más feliz si sólo somos ella y yo.

– ¿De verdad Jussi dijo que ella iba a matarme? -pregunta entonces Marek.

– Te lo juro, ella va a…

Marek suelta una carcajada y Benjamín se interrumpe.

– Te aseguro que a lo largo de mi vida ya he oído todo lo que la gente es capaz de decir para evitar el dolor -dice Marek con una sonrisa-. Todas las promesas y todos los ardides, todos los pactos y todos los trucos.

Luego se vuelve hacia la ventana con indiferencia. Benjamín suspira e intenta pensar en algo más que decir cuando entra Lydia. Sus labios están tensos. Tiene el rostro muy pálido y lleva algo a sus espaldas.

– Ha pasado una semana y ya es domingo de nuevo -explica solemnemente cerrando los ojos.

– El cuarto domingo de adviento -murmura Annbritt.

– Quiero que nos relajemos y meditemos acerca de la semana que hemos dejado atrás -dice con lentitud-. Hace tres días que Jussi nos dejó, ya no está en este mundo. Su alma viaja en una de las siete ruedas celestiales. Será castigado por su traición a lo largo de miles de encarnaciones como insecto y res.

Guarda silencio.

– ¿Habéis reflexionado ya? -pregunta después de un momento.

Los demás asienten y ella sonríe satisfecha.

– Kasper, ven aquí -dice con voz apagada.

Benjamín intenta ponerse en pie. Se esfuerza para no hacer muecas por el dolor, pero aun así Lydia le pregunta:

– ¿Te burlas de mí?

– No -murmura él.

– Somos una familia y nos respetamos los unos a los otros.

– Sí -contesta él con un sollozo.

Lydia sonríe y saca el objeto que llevaba escondido a la espalda. Son unas tijeras, unas grandes y afiladas tijeras de sastre.

– Entonces no tendrás ningún problema en recibir tu castigo -añade con calma.

Con el rostro inexpresivo, deja las tijeras sobre la mesa.

– Sólo soy un niño -dice Benjamin tambaleándose.

– ¡Quédate quieto de una vez! -brama ella-. Nunca es suficiente. Nunca entiendes nada, nunca. Lucho y me esfuerzo, trabajo hasta el agotamiento para que esta familia funcione, para que sea pura e intachable. Sólo quiero que esto funcione.

Benjamin llora hundiendo el rostro con pesados y roncos sollozos.

– ¿Acaso no somos una familia? ¿No lo somos?

– Sí -dice él-. Sí, lo somos.

– Entonces, ¿por qué te comportas así? Andas a hurtadillas a nuestras espaldas, nos traicionas y nos engañas. Nos robas, hablas mal de nosotros y arruinas… ¿Por qué me haces esto? Metes las narices en los asuntos de los demás, chismorreas y luego te relames.

– No lo sé -suspira Benjamin-. Lo siento.

Lydia alza las tijeras. Respira pesadamente y su rostro se cubre de sudor. Tiene las mejillas y el cuello arrebatados.

– Recibirás tu castigo y así podremos dejar esto atrás -dice en un tono ligero e imparcial.

Deja vagar la mirada entre Annbritt y Marek.

– Annbritt -dice a continuación-. Ven aquí.

Ella, que hasta entonces ha permanecido sentada mirando la pared, se acerca vacilante. Su mirada tensa vaga en todas direcciones y le tiembla el mentón.

– Córtale la nariz -dice Lydia.

El rostro de Annbritt enrojece intensamente. Mira a Lydia y a Benjamin y luego niega con la cabeza.

Lydia le da un bofetón. La agarra por el brazo y la empuja en dirección a Benjamin.

– Kasper ha metido las narices en asuntos ajenos y ahora se quedará sin nariz.

Annbritt se restriega la mejilla con aire ausente y luego coge las tijeras. Marek se acerca, agarra con fuerza la cabeza de Benjamin y hace girar su rostro hacia Annbritt. Ve frente a él el brillo metálico de las tijeras y el rostro nervioso de la mujer, el tic en torno a los ojos y la boca, las manos que empiezan a sacudirse.

– ¡Corta de una vez! -ordena Lydia.

Annbritt está de pie con las tijeras levantadas en dirección a Benjamín. Ya no puede contener el llanto por más tiempo.

– Soy hemofílico -gime Benjamin-. Moriré si lo haces. ¡Soy hemofílico!

A Annbritt le tiemblan las manos cuando cierra las hojas de las tijeras en el aire frente a él y luego las deja caer al suelo.

– No puedo -solloza-. No puedo… Me duelen las manos, no puedo sostenerlas.

– Esto es una familia -dice Lydia, cansada, mientras se inclina con esfuerzo para recoger las tijeras del suelo-. Debes obedecerme y respetarme. ¿Me oyes?

– ¡Ya te he dicho que me duelen las manos! Esas tijeras son demasiado grandes para…

– Cállate -la interrumpe Lydia propinándole un fuerte golpe en la boca con el mango.

Annbritt gime y da un paso a un lado. Se apoya insegura contra la pared y se lleva una mano a los labios, que le sangran.

– Los domingos están para cuidar la disciplina -dice Lydia jadeando.

– No quiero -suplica ella-. Por favor, no quiero hacerlo.

– Ven -ordena Lydia, impaciente.

Annbritt niega con la cabeza y murmura algo.

– ¿Qué has dicho? ¿Has dicho «cono»?

– No, no -llora ella extendiendo una mano hacia adelante-. Lo haré -solloza-. Le cortaré la nariz, te ayudaré. El dolor pasará pronto.

Lydia le tiende las tijeras con satisfacción. Annbritt se acerca de nuevo a Benjamin, le palmea la cabeza y murmura rápidamente:

– No tengas miedo. Tú sólo corre lo más de prisa que puedas.

Benjamin la mira sin entender mientras intenta descifrar su mirada asustada, su boca temblorosa. Annbritt levanta las tijeras, pero se vuelve hacia Lydia y le corta en la cara sin mucha fuerza. Benjamin ve a Lydia defenderse de su ataque. Ve a Marek agarrar su fuerte muñeca, extender el brazo y dislocarle el hombro. Annbritt grita a causa del dolor. Benjamin ya ha salido de la habitación cuando Lydia coge las tijeras del suelo, se acerca a ella y se sienta a horcajadas sobre su pecho. Annbritt sacude la cabeza para eludirla.

Cuando Benjamin pasa por el frío vestíbulo, baja la escalera y se enfrenta al helado exterior, oye que Annbritt grita y tose.

Lydia se limpia la sangre de la mejilla y busca al muchacho a su alrededor.

Benjamin camina rápidamente por el sendero nevado.

Marek coge la escopeta que cuelga de la pared, pero Lydia lo detiene.

– Es una buena lección -dice-. Kasper no lleva zapatos y va vestido tan sólo con un pijama. Regresará con mamá cuando tenga frío.

– De lo contrario, morirá -agrega él.

Benjamin se lleva un poco de nieve a la boca y hace caso omiso del dolor mientras corre entre las hileras de vehículos. Resbala y cae pero vuelve a levantarse. Después de correr un trecho ya no siente los pies. Marek le grita algo desde la casa, a su espalda. Benjamín sabe que no puede escapar de él, es demasiado pequeño y está débil. Lo mejor es esconderse en la oscuridad y luego bajar hasta el lago cuando todo se haya calmado. Quizá allí encuentre a algún pescador con su taladro y su banco. Jussi había dicho que el hielo se había formado hacía sólo una semana en el Djuptjärn, que el inicio del invierno había sido benévolo.

Benjamin se detiene. Escucha para oír si hay pasos que se acercan y descansa la mano en una camioneta oxidada. Luego alza la vista hacia el negro lindero del bosque y sigue caminando. No resistirá mucho más. Su cuerpo arde por el dolor y el frío. Tropieza, cae y se arrastra bajo la lona rígida que protege un tractor. Sigue arrastrándose sobre la hierba cubierta de escarcha hasta el siguiente vehículo y luego se pone en pie. Se da cuenta de que está entre dos autobuses. Tantea hasta encontrar una ventanilla abierta en uno de ellos, logra trepar y deslizarse por la abertura. Se abre paso en la oscuridad y sobre un asiento encuentra unas viejas alfombras que emplea para cubrirse.

Capítulo 53

20 de diciembre, por la mañana, cuarto domingo de adviento

El edificio rojo del aeropuerto de Vilhelmina es lo único que se ve en el paisaje desierto y blanco. Sólo son las diez de la mañana, pero el cielo sigue en penumbra ese domingo, el cuarto de adviento. La pista de aterrizaje de hormigón es iluminada por reflectores. Tras hora y media de vuelo, ahora avanzan lentamente hacia el edificio de la terminal.

La sala de espera es cálida y sorprendentemente acogedora. En los altavoces suena música navideña y en el aire flota un aroma a café procedente de una tienda que parece ser una combinación de puesto de periódicos, mostrador de información y cafetería. Frente a la tienda cuelgan hileras de la llamada artesanía lapona: cuchillos para la mantequilla, vasijas para beber y alforjas de corteza de abedul. Simone dirige una mirada vacía hacia los gorros lapones que hay en otro puesto. Siente dolor por esa antiquísima cultura de cazadores, que se ve obligada a resucitar en forma de coloridos gorros de flecos rojos ante los socarrones turistas. El tiempo se ha llevado el chamanismo lapón. En las casas, el tambor lapón cuelga de la pared sobre el sofá y la cría de renos va camino de transformarse en una atracción turística.

Joona coge su teléfono y marca un número a la vez que Erik señala un taxi que aguarda frente a la salida vacía. Joona niega con la cabeza y le habla a alguien con creciente irritación. Erik y Simone oyen una voz enlatada gruñir al otro lado del auricular. Cuando Joona cierra el móvil, muestra una expresión reservada. Sus ojos brillantes están tensos y serios.

– ¿Qué ocurre? -pregunta Erik.

Joona estira el cuello para mirar por la ventana.

– Los policías que fueron a la casa aún no se han puesto en contacto con la central -dice en tono distraído.

– Eso no está nada bien -dice Erik en voz baja.

– Llamaré a la comisaría.

Simone intenta hacer a Erik a un lado.

– No podemos quedarnos aquí sentados esperándolos.

– No lo haremos -contesta Joona-. Nos proporcionarán un coche; de hecho, ya debería estar aquí.

– Dios mío -suspira Simone-, todo lleva tanto tiempo.

– Las distancias son distintas aquí, al norte -explica Joona con un afilado destello en los ojos.

Simone se encoge de hombros. Se dirigen a la salida y cuando cruzan la puerta los golpea el incomparable frío seco del norte.

Dos coches color azul oscuro se detienen de repente frente a ellos y bajan un par de hombres vestidos con uniformes anaranjados de socorristas de montaña.

– ¿Joona Linna? -pregunta uno de ellos.

Él asiente con un leve gesto de la cabeza.

– Debíamos traerle un coche.

– ¿Socorristas de montaña? -pregunta Erik, tenso-. ¿Dónde está la policía?

Uno de los hombres se agita y explica conteniéndose:

– No hay tanta diferencia aquí al norte. La policía, los de la aduana y los socorristas de montaña solemos colaborar cuando es necesario.

– Hay falta de personal en este momento -interviene el otro-, con la Navidad tan cerca…

Se quedan parados en silencio. Erik parece desesperado. Abre la boca para decir algo, pero Joona habla primero:

– ¿Han sabido algo del coche patrulla que se dirigió a la cabaña? -pregunta.

– No desde las siete de la mañana -contesta uno de los hombres.

– ¿Cuánto tiempo se tarda en llegar allí?

– Bueno, se tarda entre una y dos horas en llegar hasta Sutme, así que…

– Dos y media -agrega el otro-. Teniendo en cuenta la época del año en que estamos.

– ¿Qué coche cogemos? -pregunta Joona impaciente mientras se acerca ya a uno de los vehículos.

– No sé… -contesta uno de los hombres.

– Cogeremos el que disponga de más gasolina -dice Joona.

– ¿Compruebo el indicador de combustible? -pregunta Erik.

– En el mío hay cuarenta y siete litros -se apresura a responder uno de los hombres.

– Entonces llevas diez más que yo.

– Bien -dice Joona abriendo la puerta.

Suben al vehículo, dotado de calefacción. Uno de los hombres le entrega las llaves a Joona y éste le pide luego a Erik que introduzca la dirección en el aparato de GPS.

– ¡Esperen! -grita Joona en dirección a los hombres que están a punto de subir al otro coche.

Se detienen.

– Los hombres que han enviado esta mañana temprano a la cabaña, ¿también eran socorristas de montaña?

– Sí, todos ellos.

Conducen hacia el nordeste bordeando el lago Volgsjon para llegar a la zona de Brännbäck. Luego, tras sólo un par de kilómetros, tomarán la carretera estatal 45, y seguirán en línea recta hacia el este durante diez más hasta encontrarse con el serpenteante camino de al menos ochenta kilómetros de longitud en el trayecto al sur de Klimpfjäll en dirección a Daimadalen.

Viajan en silencio. Cuando Vilhelmina ya ha quedado atrás y están en el camino hacia Sutme, notan que el cielo da la impresión de querer aclararse. Una luz suave y extraña parece mejorar la visibilidad, y adivinan el contorno de las montañas y de los lagos a su alrededor.

– Miren -dice Erik-. Parece que está aclarando.

– No aclarará hasta dentro de varias semanas -repone Simone.

– La nieve refleja la luz que atraviesa las nubes -dice Joona.

Simone apoya la frente en la ventanilla. Atraviesan bosques cubiertos de nieve a los que les suceden amplias zonas de monte bajo, oscuros pantanos y lagos que se extienden como grandes planicies. Pasan junto a paneles informativos en los que se leen nombres como Jetneme, Trollklinten y el extenso arroyo de Långseleån. En la penumbra, adivinan un hermoso lago de orillas escarpadas, frías y heladas que resplandecen confusamente sobre todo por la gran luminosidad de la nieve y que según el cartel lleva por nombre Mevattnet.

Después de casi una hora y media conduciendo ya hacia el norte, ya hacia el este, el camino empieza a estrecharse y casi a inclinarse sobre el enorme lago Borgasjon. Ahora se encuentran en el municipio de Dorotea. Se acercan a la frontera con Noruega y el paisaje se cierra en altas y escarpadas montañas. De repente, un coche que circula en sentido contrario les hace luces y los deslumbra. Conducen el vehículo hacia el borde del camino y se detienen. Ven que el otro coche frena y se acerca a ellos dando marcha atrás.

– Los socorristas de montaña -dice Joona secamente cuando ve que el otro vehículo es igual que el suyo.

Joona baja la ventanilla y el viento helado se lleva todo el calor del habitáculo.

– ¿Vienen ustedes de Estocolmo? -exclama uno de los hombres desde el otro coche con un fuerte acento finlandés.

– Así es -contesta Joona en finlandés-. Los malditos capitalinos.

Ríen un momento y luego Joona prosigue hablando en sueco:

– ¿Han ido a la casa? No podían establecer contacto con ustedes.

– No llegan las ondas de radio -explica el hombre-. De todos modos, ha sido un derroche de combustible. Allí no hay nada.

– ¿Nada? ¿Ninguna huella alrededor de la casa?

El hombre niega con la cabeza.

– Verificamos las distintas capas de nieve.

– ¿Qué? -exclama Erik.

– Ha nevado cinco veces desde el día 12, así que hemos buscado huellas en cinco capas de nieve.

– Buen trabajo -dice Joona.

– Por eso hemos tardado tanto.

– Pero ¿nadie ha estado allí? -pregunta Simone.

El hombre niega con la cabeza.

– No desde el 12, como ya he dicho.

– Maldita sea -dice Joona en voz baja.

– ¿Regresarán con nosotros? -pregunta el hombre.

– Venimos de Estocolmo -dice Joona negando con la cabeza-, no vamos a volver ahora.

El hombre se encoge de hombros.

– Bien, como quieran.

Se despiden y se pierden en dirección al oeste.

– ¿Que no llega la señal de radio?… -murmura Simone-. Pero Jussi llamó desde la casa.

Siguen viajando en silencio. Simone piensa lo mismo que los demás: que ese viaje puede ser un error fatal, que quizá los engañaron para que acudieran al sitio equivocado, en dirección a un mundo de cristal hecho de nieve y hielo rodeado de pantanos y oscuridad, mientras Benjamín está en cualquier otra parte, sin protección, sin su medicación, quizá hasta sin vida.

Es mediodía. Pero tan al norte, en lo profundo de los bosques de Västerbotten, el día y la noche se parecen en esa época del año. Es una noche compacta que no deja pasar la luz, una noche tan formidable y poderosa que logra eclipsar el alba desde diciembre hasta enero.

Llegan a la casa de Jussi en medio de una oscuridad densa y pesada. El aire está helado y quieto mientras caminan el último trecho sobre la dura capa de nieve. Joona saca su arma. Piensa que ha pasado mucho tiempo desde que vio nieve de verdad y sintió la sensación de sequedad en la nariz producida por el frío intenso.

Hay tres casas dispuestas en forma de U. La nieve ha formado una envoltura curva sobre el tejado y se ha apilado contra las paredes hasta alcanzar las pequeñas ventanas. Erik mira a su alrededor. Los haces de luz paralelos del vehículo de los socorristas de montaña se distinguen claramente, como así también la gran cantidad de huellas en torno a las construcciones.

– Dios mío -suspira Simone apresurándose.

– Espere -dice Joona.

– No hay nadie aquí, la casa está vacía. Hemos…

– Parece vacía… -la interrumpe Joona-. Eso es lo único que sabemos.

Simone espera tiritando mientras Joona camina sobre la capa de nieve en dirección a la casa. Se detiene junto a una de las pequeñas ventanas, se inclina hacia adelante y ve una caja de madera y algunas alfombras hechas de retazos en el suelo. Las sillas están colocadas boca abajo sobre la mesa y el frigorífico tiene la puerta abierta y está limpio y desconectado.

Simone mira a Erik, que de repente comienza a comportarse en forma extraña. Camina en círculos por la nieve con movimientos irregulares, se pasa la mano por la boca, se detiene en medio del jardín y mira en derredor varias veces. Ella está a punto de preguntarle qué ocurre cuando él explica en voz alta y clara:

– No es aquí.

– No hay nadie -exclama Joona, cansado.

– Me refiero… -dice Erik con un tono extraño, casi un chillido-. Me refiero a que éste no es el caserón.

– ¿Qué dice?

– No es la cabaña correcta. El caserón de Jussi es de color verde claro, le he oído describirlo. Hay una despensa a la entrada, el tejado está hecho de chapa y clavos oxidados, hay una antena parabólica cerca del caballete y el jardín está repleto de coches, autobuses y tractores viejos…

Joona hace un movimiento con la mano:

– Es su dirección, está registrado aquí.

– Pero el lugar no es el correcto.

Erik da varios pasos frente a la casa. Luego mira seriamente a Simone y a Joona y dice, empecinado:

– Éste no es el caserón.

Joona maldice y saca su teléfono móvil, pero maldice aún más cuando recuerda que allí no hay cobertura.

– Es muy poco probable que hallemos alguien a quien preguntar, así que tendremos que conducir hasta volver a tener señal -dice mientras suben al coche.

Retroceden en dirección a la entrada y están a punto de salir a la carretera cuando Simone ve una figura oscura entre los árboles. Está de pie y los mira, totalmente rígida y con los brazos colgando a los lados.

– ¡Allí! -exclama-. He visto a alguien allí.

El lindero del bosque se ve oscuro y frondoso. Hay nieve amontonada entre los troncos. Los árboles tienen un aspecto pesado y recargado. Simone baja del coche y oye a Joona gritarle que espere. Los faros se reflejan en las ventanas de la casa. Simone intenta atisbar entre los árboles. Erik la alcanza.

– He visto a una persona -gime ella.

Joona baja a su vez del coche, desenfunda precipitadamente el arma y los sigue. Simone camina con rapidez hacia el lindero del bosque. Vuelve a ver al hombre entre los árboles, un poco más allá.

– ¡Hola! ¡Espere! -exclama.

Corre algunos pasos pero se detiene cuando sus miradas se cruzan. Es un anciano de rostro calmo y surcado de arrugas. Es de muy baja estatura, apenas le llega al pecho, y lleva puesto un grueso anorak y un par de pantalones que parecen hechos de piel de reno. Lleva al hombro varias perdices muertas atadas a una cuerda.

– Disculpe las molestias -dice Simone.

Él responde algo que ella no entiende, luego baja la mirada y murmura. Erik y Joona se aproximan con cautela. Joona ha vuelto a guardar el arma en su chaqueta.

– Parece que habla finlandés -dice Simone.

– Espere -dice Joona dirigiéndose al hombre.

Erik oye que el comisario se presenta, señala el coche y luego pronuncia el nombre de Jussi; habla finlandés en un tono tranquilo y pausado. El anciano asiente lentamente y enciende su estrecha pipa. Luego se queda con el rostro vuelto hacia arriba, como si quisiera divisar algo. Da un par de caladas a su pipa, pregunta algo con una voz melodiosa y escucha la respuesta de Joona. De inmediato niega con la cabeza, excusándose, y luego mira a Erik y a Simone con expresión compasiva. A continuación le ofrece la pipa a Erik, que tiene la suficiente presencia de ánimo para cogerla, fumar y devolvérsela. El tabaco es fuerte y amargo, y se obliga a no toser ni aclararse la garganta.

El lapón vuelve a abrir la boca. Simone ve un brillo dorado entre los dientes negros y lo oye explicarle algo detenidamente a Joona. Corta una pequeña rama de un árbol y dibuja algunos trazos en la nieve. Joona se inclina hacia el croquis, señala y hace preguntas. Saca un bloc de su bolsillo interior y dibuja. Simone susurra «gracias» cuando regresan al coche. El pequeño hombre se vuelve, se dirige hacia el bosque y se pierde en un sendero entre los árboles.

Regresan apresuradamente al vehículo. Las puertas han quedado abiertas y los asientos están tan fríos que les queman la espalda y los muslos.

Joona le tiende a Erik el papel donde ha apuntado las indicaciones del anciano.

– Hablaba en dialecto sami ume, así que no lo he entendido todo. Ha hecho referencia a los terrenos de la familia Kroik.

– Pero ¿conocía a Jussi?

– Sí. Si he entendido bien, Jussi tiene también otra casa, una cabaña de caza que está en el interior del bosque. Veremos un lago a la izquierda. Debemos conducir hasta un sitio donde se han alzado tres grandes piedras en memoria del viejo campamento estival de los lapones. A continuación, la tierra ya no está aplanada. Desde allí debemos seguir a pie hacia el norte sobre la capa de nieve hasta divisar una vieja caravana.

Joona mira con gesto irónico a Simone y a Erik y agrega:

– El anciano ha dicho también que si el hielo del lago Djuptjärn se resquebraja a causa de nuestras pisadas es que nos hemos pasado de largo.

Después de cuarenta minutos, disminuyen la velocidad y se detienen frente a las tres piedras que el municipio de Dorotea mandó tallar y colocar allí. Los faros hacen que todo se vea gris y rodeado de sombras. Las piedras brillan durante unos segundos y luego vuelven a desaparecer en la oscuridad.

Joona deja el coche en el lindero del bosque. Dice que quizá debería cortar algunas ramas y camuflarlo, pero no hay tiempo. Echa un breve vistazo al cielo estrellado y luego echa a andar de prisa. Los demás lo siguen. La dura capa de nieve reposa como una placa pesada y rígida sobre el cúmulo de nieve porosa más abajo. Avanzan con todo el sigilo del que son capaces. Las indicaciones del anciano coinciden: tras medio kilómetro ven una caravana oxidada bajo la nieve. Se apartan del sendero y ven que hay pisadas en el nuevo camino. Más abajo divisan una casa rodeada de nieve. Sale humo de la chimenea. Por la luz que irradian las ventanas, las paredes exteriores parecen ser de un color verde menta.

Erik piensa que ésa es la casa de Jussi. Ése es el caserón.

En el amplio jardín se vislumbran grandes formas oscuras. La zona de aparcamiento cubierta de nieve parece un extraño laberinto.

Se aproximan lentamente a la casa con la nieve crujiendo bajo sus pies. Caminan por los estrechos pasos entre los coches destartalados, autobuses, cosechadoras, arados y motos cubiertas de nieve.

Ven una figura que pasa de repente tras la ventana de la cabaña. Algo ocurre allí dentro, los movimientos son rápidos. Erik no puede esperar más y echa a correr en dirección a la casa. No le importan las consecuencias, debe encontrar a Benjamin, todo lo demás no tiene importancia. Simone lo sigue jadeando. Caminan sobre la gruesa capa de nieve y se detienen al borde de un sendero del que han retirado la nieve suelta.

Frente a la casa hay una pala y un pequeño trineo de aluminio. Se oye un grito sofocado, ruidos sordos que se agitan rápidamente. Alguien se asoma a la ventana. Se parte una rama en el lindero del bosque. La puerta de la leñera golpea. Simone respira agitada mientras siguen acercándose a la casa. La persona que estaba en la ventana se ha ido. El viento ulula en las copas de los árboles y la nieve suelta se arremolina sobre la dura capa de hielo. De repente se abre la puerta y un haz de luz los deslumbra; alguien los está enfocando con una potente linterna. Entornan los ojos y se hacen sombra con las manos para poder ver.

– ¿Benjamin? -grita Erik.

Cuando el haz de luz se dirige al suelo, ve que es Lydia quien está frente a ellos. En una mano sujeta unas grandes tijeras. La luz de la linterna descansa sobre una figura en la nieve: es Jussi. Su rostro tiene un color azulado como el hielo, los ojos están cerrados y tiene un hacha clavada en el pecho. Está cubierto de sangre helada. Simone está de pie en silencio junto a Erik y él nota por sus inhalaciones cortas y asustadas que también ella ha visto el cadáver. En ese mismo momento se percata de que Joona no está con ellos. Erik piensa que debe de haber tomado otro camino. Se acercará a Lydia furtivamente desde atrás si él logra retenerla el tiempo suficiente.

– Lydia -dice Erik-. Me alegro mucho de volver a verte.

Ella está inmóvil, observándolos sin decir nada. Las tijeras centellean en su mano y se mecen, sueltas. La luz de la linterna brilla en el fondo gris del sendero.

– Hemos venido a recoger a Benjamin -explica Erik con calma.

– ¿Benjamin? -pregunta ella-. ¿Quién es?

– Es mi hijo-dice Simone, sofocada.

Erik le dirige un gesto disimulado para pedirle que guarde silencio. Quizá ella lo haya visto, pues da un paso atrás e intenta calmar su respiración.

– No he visto al hijo de nadie, sólo al mío -dice Lydia lentamente.

– Lydia, escúchame -dice Erik-. Si nos entregas a Benjamín, nos iremos de aquí y olvidaremos esto. Te prometo que nunca más volveré a hipnotizar a nadie…

– No lo he visto -repite Lydia, y mira las tijeras-. Aquí sólo estamos Kasper y yo.

– Permite que al menos le demos su medicina -pide Erik, y nota que ha empezado a temblarle la voz.

Piensa febrilmente que Lydia se encuentra en una posición perfecta. Está de espaldas a la casa. Joona sólo debe rodearla, aproximarse en silencio desde la parte trasera y saltar sobre ella.

– Quiero que os vayáis de aquí -dice ella secamente.

Erik cree ver a alguien moviéndose a lo largo de la hilera de vehículos que hay en diagonal a la cabaña y lo embarga un repentino alivio. De repente, la mirada de Lydia se torna afilada, alza la linterna e ilumina la leñera y la nieve.

– Kasper necesita su medicina -dice Erik.

Lydia vuelve a bajar la linterna.

– Soy su madre, sé perfectamente qué es lo que necesita -dice en un tono rígido y frío.

– Tienes razón, así es -se apresura a responder Erik-. Pero si permites que le demos la medicina…, luego podrás castigarlo, reprenderlo. Hoy es domingo y…

Erik se interrumpe cuando ve que una figura se aproxima por detrás de la casa.

– Los domingos -continúa-, sueles…

Dos personas se acercan rodeando la cabaña. Joona se mueve renuente y rígido hacia ellos. Detrás de él está Marek, que lo apunta con un fusil por la espalda.

Lydia frunce los labios y camina por la capa de hielo del sendero.

– Dispárales -dice con sequedad, y señala a Simone-. Ocúpate primero de ella.

– Hay sólo dos cartuchos en el fusil -contesta Marek.

– Hazlo como quieras, pero hazlo -replica ella.

– Marek -dice Erik-. Me suspendieron, habría querido ayudarte a…

– Cierra la boca -lo interrumpe él.

– Habías empezado a hablar sobre lo que te ocurrió en la casa del poblado rural de Zenica-Doboj.

– Si quieres, puedo mostrarte lo que ocurrió -dice Marek mirando a Simone con los ojos brillantes.

– Hazlo de una vez -susurra Lydia, impaciente.

– Túmbate -le dice Marek a Simone-. Y quítate los pantalones.

Ella no se mueve. Marek vuelve el fusil hacia Simone y ella retrocede. Erik da un paso hacia ellos y Marek le apunta rápidamente.

– A él le dispararé en el estómago -dice-. Así podrá mirar mientras nosotros nos divertimos.

– Hazlo de una vez -ordena Lydia.

– Espera -dice Simone, y empieza a desabrocharse los pantalones.

Marek escupe en la nieve y da un paso en su dirección. No parece saber muy bien qué es lo que va a hacer. Mira a Erik y agita el arma hacia él. Simone no lo mira. Él le apunta, dirige la boca del fusil primero hacia su cabeza y luego hacia su estómago.

– No hagas eso -dice Erik.

Marek baja la escopeta y se acerca a Simone. Lydia se mueve hacia atrás. Simone comienza a quitarse los pantalones y los leotardos.

– Sostén el arma -le dice Marek a Lydia en voz baja.

Ella se aproxima lentamente cuando se oye un crujido que proviene de los vehículos cubiertos de hielo. Hay un golpeteo metálico que se repite. Joona tose. El golpeteo continúa y de repente se oye un estampido. Es un motor que se pone en marcha, el ruido cortante de los pistones en funcionamiento. Un potente haz de luz se enciende bajo la capa de hielo y el suelo se torna de un color blanco brillante. El motor emite fuertes bramidos, la caja de cambios chilla y el hielo se resquebraja. Un viejo autobús con una gran lona impermeable sobre el techo se desprende de la pared de nieve, rompe la capa de hielo y avanza hacia ellos.

Cuando Marek vuelve la mirada hacia el autobús, Joona se adelanta con rapidez y alcanza a agarrar el cañón del fusil. Marek no lo suelta, pero se ve obligado a dar un paso adelante. Joona le propina un fuerte golpe en el pecho e intenta darle una patada en las piernas, pero el otro no cae. Trata de girar la escopeta, la culata golpea a Joona en lo alto de la cabeza y se desliza hacia la coronilla. Marek tiene los dedos tan fríos que el arma se le resbala, sale disparada por el aire y cae delante de Lydia. Simone se abalanza hacia ella, pero Marek la agarra del pelo y tira de ella hacia atrás.

El autobús se ha empotrado contra un abeto, el motor truena. Los gases de escape y la nieve revuelta forman nubes de vapor alrededor del vehículo. La puerta delantera del autobús se abre y se cierra una y otra vez con un silbido.

Las revoluciones del motor aumentan y el árbol se agita mientras la nieve cae de las ramas oscuras. El autobús choca empecinadamente contra el tronco y arranca la corteza, con un sonido apagado y metálico. Las ruedas con las cadenas para la nieve giran y giran.

– ¡Benjamin! -grita Simone-. ¡Benjamín!

El rostro confundido del chico puede verse detrás del parabrisas del humeante autobús. Le sangra la nariz. Lydia corre hacia el vehículo empuñando el fusil de Marek. Erik la sigue. Lydia cruza la puerta, sube y le grita algo a Benjamin. Lo golpea con la culata y lo hace levantarse a empujones del asiento del conductor. Erik no los alcanza. El autobús da marcha atrás, gira abruptamente hacia un lado y empieza a bajar por la pendiente en dirección al lago. Erik le grita a Lydia que se detenga mientras corre detrás de ellos siguiendo los surcos dejados por las ruedas en la nieve.

Marek no suelta el pelo de Simone. Ella grita e intenta deshacerse de él. Joona se desliza rápidamente hacia un lado, baja un hombro, gira el cuerpo y golpea con el puño desde abajo. El puñetazo hace impacto en la axila de Marek y su brazo se agita como si se hubiera desprendido. Ya no puede seguir sujetando el pelo de Simone y ella se libera al tiempo que ve las grandes tijeras tendidas en la nieve. Marek manotea pero Joona lo domina y dirige con todas sus fuerzas el codo derecho en diagonal hacia el cuello de Marek, de manera que su clavícula se quiebra con un ruido sordo. Marek cae al suelo profiriendo un alarido. Simone se abalanza entonces hacia las tijeras, pero Marek le da una patada en el estómago, consigue cogerlas y las mueve desde atrás describiendo un arco con el brazo. Ella grita y ve que el rostro de Joona se pone rígido cuando las tijeras se clavan en su muslo derecho. La sangre salpica la nieve. No obstante, el comisario sigue de pie, ha sacado sus esposas y las usa para golpear con fuerza a Marek en la oreja izquierda. Éste se queda totalmente quieto, sólo mira confundido hacia adelante mientras trata de decir algo. Las orejas y la nariz le sangran. Joona se inclina jadeando sobre él y ajusta las esposas en sus muñecas inertes.

Jadeando, Erik corre en la oscuridad detrás del autobús. Los pilotos traseros de color rojo brillan frente a él, y más adelante se agita el débil destello de los faros delanteros sobre los árboles. Se oye un estallido cuando uno de los retrovisores se rompe al golpear contra un árbol.

Erik piensa que el frío está protegiendo a su hijo, que la temperatura bajo cero disminuye la corporal en una décima parte, suficiente para que la sangre de Benjamín corra con más lentitud. Quizá pueda salvarse a pesar de haber sido herido.

Hay una pronunciada pendiente en el terreno detrás de la casa. Erik tropieza y vuelve a ponerse de pie. Las arboledas y las colinas están cubiertas de nieve. El autobús es una sombra a lo lejos, una silueta rodeada por una luz borrosa.

Se pregunta si Lydia intentará conducir rodeando la pequeña laguna hasta el viejo camino de troncos. En cambio, ve que el autobús se detiene de pronto y gira en dirección al hielo. Erik le grita que se detenga.

Una cuerda suelta se enrolla en el muelle y arranca la lona del techo del autobús.

Erik se aproxima a la orilla, percibe el olor a diesel. El autobús ya ha avanzado veinte metros sobre el lago. Resbala en la pendiente, está sin aliento, pero sigue corriendo.

De repente, el autobús se detiene. Presa del pánico, Erik ve que los pilotos rojos de la parte trasera se dirigen hacia arriba, como si alzaran la vista lentamente.

El hielo cruje con un formidable ruido sordo. Él se detiene a la orilla del lago e intenta ver algo, pero entiende que el hielo ha cedido, que el autobús lo ha atravesado. Las ruedas giran hacia atrás, aunque sólo consiguen agrandar más el agujero en el hielo.

Erik coge entonces un salvavidas del muelle y echa a correr por el hielo con el corazón galopando en el pecho. La luz en el interior del autobús que aún flota lo hace brillar como un fanal helado. Se oye un ruido, grandes pedazos de hielo se desprenden y giran en las negras aguas.

Erik cree distinguir un pálido rostro en el agua que se agita detrás del autobús.

– ¡Benjamin! -grita.

El fuerte oleaje hace que el hielo se torne resbaladizo. Se apresura a agarrar la cuerda sujeta al salvavidas, la ata en torno a su cintura y la anuda firmemente para no perderlo. Arroja el salvavidas pero ya no ve a nadie. El motor montado al frente sigue tronando. La luz roja de los faros posteriores se extiende sobre el hielo fangoso.

La parte delantera del autobús se hunde aún más profundamente, de modo que ya sólo se ve el techo. Los faros quedan bajo el agua, el motor ya no se oye. Todo queda prácticamente en silencio. El hielo cruje y el agua burbujea. De repente, Erik ve que tanto Benjamin como Lydia se encuentran en el interior del autobús. El suelo se inclina y ellos se mueven hacia atrás. Benjamin se aferra a una barra de sujeción. A la altura del asiento del conductor, el techo está casi al nivel del hielo. Erik se acerca apresuradamente y salta sobre el autobús. El gran vehículo se mece debajo de él. En la distancia oye que Simone grita algo, ha llegado a la orilla. Erik se arrastra hasta la ventana del techo, se yergue y la rompe de una patada. Esquirlas de vidrio caen sobre los asientos y el suelo. En lo único que puede pensar es en sacar a Benjamin del autobús que se hunde. Entra en el vehículo colgándose del techo, logra apoyar los pies en el respaldo de un asiento y desciende. Benjamin parece aterrorizado. Sólo lleva puesto un pijama, le sale sangre de la nariz y de una pequeña herida en la mejilla.

– Papá -susurra.

Erik busca a Lydia con la mirada. Está de pie al final del pasillo, con una expresión taciturna. Sostiene la escopeta y tiene sangre en la boca. El asiento del conductor está ya bajo el agua. El autobús sigue hundiéndose y el suelo se inclina cada vez más. Entra agua a través de las puertas centrales.

– ¡Debemos salir de aquí! -exclama Erik.

Lydia sólo niega lentamente con la cabeza.

– Benjamin -dice Erik sin apartar la mirada de ella-. Súbete encima de mí y sal por la ventana del techo.

El chico no contesta, pero hace lo que Erik le dice. Se acerca inseguro, trepa a un asiento y sube sobre los hombros de su padre. Cuando alcanza la abertura del techo, Lydia alza el fusil y dispara. Erik no siente nada, sólo un golpe tan fuerte en el hombro que lo hace caer. Nada más incorporarse de nuevo, nota el dolor y la sangre caliente que mana. Benjamin está colgado de la abertura. Erik se acerca a él y lo ayuda a trepar con el brazo que no ha resultado herido, a pesar de que ve a Lydia apuntarle de nuevo con el arma. Benjamin ya se encuentra sobre el techo cuando oye el segundo disparo. Lydia falla. La bala pasa junto a la cadera de Erik e impacta en el gran cristal de una ventanilla que está junto a él. El agua helada entra con furia en el habitáculo y a continuación todo sucede muy de prisa. Erik intenta alcanzar la ventana del techo, pero el autobús gira hacia un lado y él cae bajo el agua.

El violento impacto del frío hace que pierda la conciencia durante unos segundos. Sacude las piernas presa del pánico, sale a la superficie y se llena los pulmones de aire mientras el autobús empieza a hundirse lentamente en las negras aguas con un ruido metálico. El vehículo da un bandazo, Erik se golpea la cabeza y se encuentra nuevamente bajo el agua. Ésta truena en sus oídos y un frío indescriptible lo rodea mientras a través del parabrisas ve la luz de los faros sumergirse en el lago. El corazón galopa en su pecho, siente una fuerte presión en el rostro y en la cabeza. El agua fría lo anestesia de una forma tan poderosa que ya no consigue moverse. Ve a Lydia bajo el agua, aferrada a una barra con la espalda vuelta hacia los asientos traseros. Mira la abertura del techo y la ventana rota y sabe que el autobús va a hundirse por completo. Sabe que debe salir a nado, que debe luchar y darse prisa, pero sus brazos no reaccionan. Casi no siente la gravedad, no tiene sensibilidad en las piernas, intenta moverse y le resulta difícil sincronizar los movimientos.

Erik se ve ahora rodeado por una nube de sangre que mana de la herida en su hombro. De repente su mirada se cruza con la de Lydia. Ella lo mira tranquilamente a los ojos y luego ambos se quedan quietos en el agua helada observándose el uno al otro.

El cabello de ella ondea en el agua y pequeñas burbujas de aire forman una sarta de perlas que sale de su nariz.

Erik necesita respirar, nota una fuerte tirantez en la garganta, pero se resiste a la lucha de sus pulmones por inhalar en busca de oxígeno. Las sienes parecen latir y titilar con una luz blanca en su cabeza. Su temperatura corporal es tan baja que está a punto de perder la conciencia. Nota un zumbido en los oídos, fuerte y oscilante.

Piensa en Simone, en que Benjamín va a salvarse. Parece un sueño poder liberarse en el agua helada. Con una extraña claridad, advierte que ha llegado su hora y nota una punzada de angustia en el estómago.

Ha perdido la orientación y la noción de su propio cuerpo, de la luz y de la oscuridad. De pronto siente que el agua está tibia, casi caliente. Piensa que muy pronto tendrá que abrir la boca y rendirse, simplemente dejar que el final se acerque y los pulmones se llenen de agua. Nuevos y extraños pensamientos lo persiguen cuando de repente ocurre algo. Nota un tirón en la cuerda que tiene atada a la cintura. Había olvidado que llevaba la larga cuerda del salvavidas sujeta alrededor de su cuerpo. Ahora se ha atascado en algún lugar. Erik es arrastrado hacia un lado, no puede evitarlo, ya no le quedan fuerzas. Inexorablemente, su cuerpo laxo es arrastrado hacia un poste y luego en diagonal hacia la ventana del techo del autobús. La parte posterior de su cabeza golpea contra algo, se le sale un zapato y luego se encuentra fuera del vehículo, en las negras aguas. Flota, ve que el autobús sigue sumergiéndose hacia las profundidades sin él, y adivina la figura de Lydia en la brillante caja que silenciosamente cae hacia el fondo del lago.

Capítulo 54

Jueves 24 de diciembre

Simone, Erik y Benjamín entran en una Estocolmo gris bajo el cielo que ya ha oscurecido. El aire es pesado y una niebla casi púrpura envuelve la ciudad. Por todas partes resplandecen las alegres guirnaldas de luces de los árboles de Navidad colocados en los balcones. De las ventanas cuelgan estrellas de adviento y en los escaparates hay duendes entre las brillantes decoraciones.

El taxista, que los deja en el hotel Birger Jarl, lleva puesta una caperuza. Se despide de ellos con un gesto a través del espejo retrovisor y luego ven que ha colocado un pequeño duende de plástico en el indicador del techo.

Simone observa el vestíbulo y las ventanas a oscuras del restaurante y comenta que resulta extraño dormir en un hotel cuando se encuentran sólo a doscientos metros de su casa.

– En realidad no quiero volver a entrar en nuestro apartamento -dice.

– Estoy de acuerdo contigo -contesta Erik.

– Nunca más.

– Yo tampoco -agrega Benjamin.

– ¿Qué hacemos? -pregunta Erik-. ¿Vamos al cine?

– Tengo apetito -dice Benjamin en voz baja.

Cuando el helicóptero llegó al hospital de Umeä, a Erik le diagnosticaron que sufría un principio de congelación. La herida de bala no era grave, el proyectil de punta blanda había atravesado el músculo del hombro izquierdo y el daño en el hueso del brazo era tan sólo superficial. Tras la operación compartió habitación con Benjamín, que había sido ingresado para que le administraran medicinas y sales de rehidratación oral. Benjamín no había padecido hemorragias graves y se recuperó pronto. Después de pasar solamente un día en el hospital, empezó a protestar diciendo que quería regresar a casa. Al principio, Erik y Simone no accedieron; querían que permaneciera en observación a causa de su enfermedad y para que así pudiera hablar con alguien que lo ayudara a asimilar lo ocurrido.

La psicóloga Kerstin Bengtsson se veía tensa y no parecía comprender realmente el grado de peligrosidad al que Benjamín había sido expuesto. Tras conversar con él durante cuarenta y cinco minutos, se entrevistó con sus padres y les aseguró que el muchacho estaba bien, dadas las circunstancias, y que debían esperar, darle tiempo.

Erik y Simone se preguntaron si la psicóloga sólo había querido tranquilizarlos, pues entendían que Benjamín necesitaba ayuda. Veían que el chico se abría paso entre los recuerdos, como si ya hubiera decidido no considerar algunos de ellos, y adivinaban que se encerraría en lo que había ocurrido como una roca en torno a un fósil si lo dejaban solo.

– Conozco a dos psicólogos muy buenos -dijo Erik-. Hablaré con ellos en cuanto lleguemos a casa.

– Bien -respondió Simone.

– ¿Cómo estás tú?

– He oído hablar de un famoso hipnotista que…

– No es de fiar.

– Lo sé. -Sonrió Simone.

– Hablando en serio -prosiguió él-, debemos asimilar todo esto.

Ella asintió y su mirada se tornó pensativa.

– Mi pequeño Benjamín -dijo con suavidad.

Erik se tumbó en la cama junto a la de su hijo y Simone se sentó en la silla situada entre ambas. Luego contemplaron a Benjamín tendido en la cama, pálido y delgado. Miraron su rostro incansablemente, como cuando era un recién nacido.

– ¿Cómo estás? -le preguntó Erik en voz baja.

Benjamin volvió el rostro y miró a través de la ventana. La oscuridad convertía el cristal en un espejo que vibraba bajo la presión del viento.

Una vez que Benjamin consiguió trepar al techo del autobús con la ayuda de Erik, oyó el segundo disparo, resbaló y estuvo a punto de caer al agua. En ese mismo momento vio en la oscuridad a Simone, de pie junto al borde del gran agujero, que le gritaba que el autobús se estaba hundiendo y que debía alcanzar el borde del hielo. Benjamin divisó entonces el salvavidas que se mecía en las negras aguas detrás del vehículo. Saltó y consiguió agarrarlo, se lo puso y nadó en dirección al borde. Ella fue hacia él, lo alzó con el salvavidas y lo alejó de allí. Se quitó el abrigo y lo envolvió con él, lo abrazó y le dijo que un helicóptero estaba de camino.

– Papá sigue allí -sollozó Benjamin.

El autobús se hundió rápidamente, se perdió en el agua y todo quedó a oscuras. Se oyó el ruido de las olas que se levantaban y las grandes burbujas de aire que ascendían. Simone se puso de pie y vio que el bloque de hielo se ladeaba en las agitadas aguas.

Se acurrucó y sostuvo a Benjamin fuertemente contra su cuerpo cuando de repente notó un tirón en el cuerpo de él, el chico fue arrancado de sus brazos, intentó incorporarse y resbaló. La cuerda del salvavidas discurría tensa sobre el hielo y se hundía en el agua. Benjamin fue arrastrado hacia el agujero mientras ofrecía resistencia y gritaba deslizándose con los pies descalzos. Simone logró asirlo y entonces ambos resbalaron cerca del borde.

– ¡Es papá! -gritó Benjamin-. ¡Llevaba la cuerda atada a la cintura!

El rostro de ella se puso tenso y adoptó una expresión decidida. Cogió el salvavidas, pasó ambos brazos por él y presionó los talones contra el hielo. Benjamin hizo una mueca de dolor cuando vio que se acercaban cada vez más al borde. La cuerda estaba tan tirante que emitía una nota sorda al deslizarse por el borde del hielo. De repente, el juego de tira y afloja cambió: aún sentían una fuerte resistencia, pero pudieron moverse hacia atrás y alejarse del agujero. Luego, la resistencia desapareció casi por completo. Habían tirado de Erik a través de la abertura en el techo del autobús, y ahora él flotaba rápidamente hacia la superficie. Segundos después, Simone logró izarlo y subirlo hasta el hielo. Erik se quedó allí tendido tosiendo mientras una gran mancha roja se extendía debajo de él.

Al llegar a la cabaña de Jussi, la policía y la ambulancia encontraron a Joona tumbado en la nieve con un torniquete provisional en el muslo junto a Marek, que gritaba y bramaba. El cadáver azulado y congelado de Jussi yacía frente a la escalera de la entrada con un hacha clavada en el pecho. La policía y los socorristas de montaña hallaron a una superviviente en el interior de la casa. Era Annbritt, la pareja de Jussi, que se había escondido en el armario del dormitorio. Estaba ensangrentada y se había acurrucado entre las ropas colgadas como una niña. El personal de la ambulancia la cargó en una camilla y se dirigieron al helicóptero que los esperaba para proporcionar los primeros auxilios durante el transporte.

Dos días después, los buceadores del equipo de rescate descendieron a través del agujero en el hielo para buscar el cuerpo de Lydia. El autobús se apoyaba sobre sus seis ruedas a sesenta y cuatro metros de profundidad, como si sólo se hubiera detenido en una parada para dejar subir a los pasajeros. Un buceador entró por la puerta delantera y enfocó con su linterna los asientos vacíos. La escopeta estaba en el suelo al final del pasillo. Fue al dirigir la luz hacia lo alto que el hombre vio a Lydia. Había flotado hacia arriba y tenía la espalda contra el techo del autobús. Los brazos colgaban hacia abajo y tenía la nuca doblada. La piel del rostro ya había empezado a ablandarse y a desprenderse. El cabello rojizo ondeaba suavemente con los movimientos del agua. Los labios estaban tranquilos y los ojos cerrados, como en un sueño.

Benjamín no sabía dónde había pasudo los primeros días después del secuestro. Posiblemente, Lydia lo había tenido encerrado en su casa o en la de Marek, pero el chico aún estaba tan aturdido por el anestésico que le habían inyectado que no entendía lo que sucedía. Iban a administrarle más inyecciones cuando comenzó a despertar. Los primeros días parecían oscuros y perdidos.

Había recobrado la conciencia en el maletero del coche camino hacia el norte. Encontró su teléfono móvil y logró llamar a Erik antes de ser descubierto. Debieron de oírlo hablar desde el habitáculo.

Luego se sucedieron varios días largos y dolorosos. En realidad, Erik y Simone sólo lograron arrancarle algunos fragmentos de lo ocurrido. Sólo alcanzaron a entender que lo habían obligado a tumbarse en el suelo en la cabaña de Jussi con una correa alrededor del cuello. A juzgar por las condiciones en que se encontraba al llegar al hospital, no le habían proporcionado comida ni agua en varios días. Uno de sus pies se había congelado, pero se recuperaría. Benjamín les contó que había conseguido escapar con la ayuda de Jussi y Annbritt, y luego guardó silencio un momento. Al cabo, continuó explicando que Jussi lo había salvado cuando intentó llamar por teléfono a Simone, y que cuando salió corriendo de la casa oyó gritar a Annbritt cuando Lydia le cortó la nariz. Benjamín se arrastró entre los viejos coches, pensó que debía esconderse y entró por la ventanilla abierta de uno de los autobuses cubiertos de nieve. Allí encontró algunas alfombras y una manta mohosa que probablemente lo salvaron de morir congelado. Se quedó dormido allí dentro, acurrucado en el asiento del conductor, y despertó algunas horas más tarde al oír la voz de sus padres.

– No sabía que seguía con vida -suspiró Benjamín.

Luego oyó cómo Marek los amenazaba y vio la llave en el encendido del autobús. Sin pensar en lo que hacía, trató de arrancar el vehículo, vio que los faros se encendían y oyó el ronco y furioso bramido del motor cuando se dirigió hacia el lugar donde creía que se encontraba Marek.

Benjamín guardó silencio y unas grandes lágrimas quedaron colgando de sus pestañas.

Tras pasar dos días en el hospital de Umeä, el chico estuvo lo suficientemente fuerte como para caminar otra vez, y acompañó a Erik y a Simone a saludar a Joona Linna, que se hallaba en el pabellón postoperatorio. Las tijeras con las que Marek lo había atacado le habían lastimado bastante el muslo, pero con tres semanas de descanso era probable que se recuperara por completo. Al entrar en la habitación vieron a una hermosa mujer con una trenza rubia sobre el hombro sentada a su lado leyendo un libro en voz alta. Dijo que su nombre era Disa, y explicó que era una vieja amiga del comisario.

– Tenemos un círculo de lectura, así que debo ocuparme de que no se retrase -aclaró con su acento finlandés mientras dejaba el libro a un lado.

Simone vio que estaba leyendo Al Faro, de Virginia Woolf.

– Los socorristas de montaña me han prestado un pequeño apartamento. -Sonrió Disa.

– La policía los escoltará de vuelta desde Arlanda -informó Joona a Erik más tarde.

Pero tanto Simone como él rechazaron el ofrecimiento; sentían que necesitaban estar a solas con su hijo, no ver a más policías. Cuando Benjamín fue dado de alta después del cuarto día, Simone reservó inmediatamente tres pasajes de avión para regresar a casa y luego fue a por café. Pero encontró que por primera vez la cafetería del hospital estaba cerrada. En la sala de espera sólo había una jarra con zumo de manzana y algunas galletas. Salió a la calle para buscar un café en alguna parte, pero todo parecía extrañamente desierto y cerrado. Una apacible calma bañaba la ciudad. Se detuvo frente a las vías del ferrocarril. Se quedó allí parada, simplemente siguiendo con la mirada los raíles brillantes, la nieve sobre las traviesas y el andén. A lo lejos, adivinó en la oscuridad el ancho río Ume, con sus blancas franjas de hielo en la superficie y el agua negra y resplandeciente.

Y en ese preciso instante, algo empezó a relajarse en su interior. Pensó que todo había terminado, que habían recuperado a Benjamín.

Tras aterrizar en el aeropuerto de Arlanda, vieron que la escolta policial solicitada por Joona Linna los esperaba entre una decena de pacientes periodistas con sus cámaras y sus micrófonos en ristre. Sin decir una palabra, decidieron salir por otra puerta, sortearon el gentío y detuvieron un taxi.

Ahora dudan parados frente al hotel Birger Jarl de Estocolmo y luego echan a andar por la calle Tulegatan, continúan por Odengatan, se detienen en la esquina de Sveavägen y miran a su alrededor. Benjamín lleva puesto un chándal demasiado grande que le dieron en la sección de objetos perdidos de la policía, una capucha -artesanía sami para turistas- que Simone le compró en el aeropuerto y un par de mitones ajustados. La zona de Vasastan está desierta. Todo parece estar cerrado. La estación del metro, las paradas de autobús, los oscuros restaurantes que descansan en el silencio.

Erik mira su reloj. Son las cuatro de la tarde. Una mujer camina apresurada por la calle Odengatan con una gran bolsa en las manos.

– Es Nochebuena -dice de repente Simone cayendo en la cuenta-. Hoy es Nochebuena.

Benjamín la mira sorprendido.

– Eso explica por qué todo el mundo repite constantemente «Feliz Navidad». -Erik sonríe.

– ¿Qué vamos a hacer? -pregunta Benjamín.

– Se admiten sugerencias -dice Erik.

– ¿Pedimos el menú navideño de McDonald's? -propone Simone.

En ese instante empieza a llover. Una lluvia fina y helada cae sobre ellos cuando apuran el paso en dirección al restaurante, que está un poco más allá del parque Observatorielunden. Es un local deslucido y bajo que se apretuja contra el suelo del edificio ocre de la biblioteca. Tras el mostrador hay una mujer de unos sesenta años. No ven a otros clientes en la hamburguesería.

– Me gustaría tomar una copa de vino -dice Simone-. Pero supongo que no será posible.

– Un batido -dice Erik.

– ¿Vainilla, fresa o chocolate? -pregunta agriamente la mujer.

Simone parece a punto de sufrir un ataque de risa, pero se contiene y dice esforzándose por mantenerse seria:

– Fresa, pediré el de fresa.

– Yo también -agrega Benjamín.

La mujer teclea el pedido con movimientos breves y bruscos.

– ¿Es todo? -pregunta.

– Pide un poco de cada cosa -le dice Simone a Erik-. Mientras tanto iremos a sentarnos.

Camina con Benjamín entre las mesas vacías.

– Junto a la ventana -le susurra sonriente.

Luego se sienta junto a su hijo, lo abraza y nota que las lágrimas le corren por las mejillas. Fuera ve la larga fuente mal ubicada. Como de costumbre, no tiene agua y está llena de desperdicios. Un chico solitario pasa con su monopatín entre los pedazos de hielo y se oye un fuerte arañazo. En un banco, cerca del teleférico que está más allá del parque infantil situado tras la escuela de negocios, está sentada una mujer. Junto a ella hay un carrito de la compra vacío. El teleférico se mece con el fuerte viento.

– ¿Tienes frío? -pregunta Simone.

Benjamín no responde. Sólo aproxima su rostro al de ella, se queda allí y deja que lo bese en la cabeza una y otra vez.

Erik deposita en silencio una bandeja delante de ellos y va a coger otra antes de sentarse a acomodar las cajas, los paquetes envueltos en papel y los vasos de cartón sobre la mesa.

– Qué bien -dice Benjamín incorporándose.

Erik le tiende un juguete que regalan con el Happy Meal.

– Feliz Navidad -dice.

– Gracias, papá -Benjamín sonríe y luego mira el envoltorio de plástico.

Simone contempla a su hijo. Ha adelgazado terriblemente, pero piensa que hay algo más. Es como si aún tuviera un enorme peso encima de él, algo que tira de sus pensamientos, que lo abruma y lo acosa. Parece estar en otra parte, es como si mirara hacia adentro, como si viera el reflejo de una ventana oscura.

Cuando ve a Erik extender el brazo y palmear la mejilla de su hijo rompe a llorar nuevamente. Vuelve la cabeza y les da la espalda, se disculpa en un susurro y entonces ve una bolsa de plástico que sale volando de una papelera y se aplasta contra el cristal de la ventana.

– ¿Comemos un poco? -sugiere Erik.

Benjamín está desenvolviendo una hamburguesa doble cuando suena el teléfono móvil de Erik. En la pantalla ve que se trata del número de Joona.

– Feliz Navidad, Joona -dice al contestar.

– Erik -responde Joona al otro lado de la línea-. ¿Ya están en Estocolmo?

– Estamos a punto de comenzar la cena de Navidad.

– ¿Recuerda que le dije que encontraríamos a su hijo?

– Sí, lo recuerdo.

– Usted lo dudó alguna que otra vez cuando…

– Sí -asiente Erik.

– Pero yo estaba convencido de que todo saldría bien -continúa Joona con su serio acento finlandés.

– Yo no.

– Lo sé, lo noté -dice Joona-. Por eso hay algo que debo decirle.

– ¿Sí?

– ¿Qué le había dicho?

– ¿Cómo?

– Yo tenía razón, ¿no?

– Sí -contesta Erik.

– Feliz Navidad -dice Joona antes de colgar.

Erik mira sorprendido hacia adelante y luego dirige la mirada hacia Simone. Observa su piel clara y sus carnosos labios. Las arrugas causadas por la preocupación se han vuelto más profundas alrededor de los ojos en los últimos tiempos. Ella le sonríe y luego ambos desvían la mirada hacia Benjamín.

Erik observa a su hijo durante largo rato. Le duele la garganta por el llanto contenido. Benjamin está sentado muy serio comiendo sus patatas fritas. Se ha perdido en algún pensamiento. Tiene la mirada vacía, está atrapado en los recuerdos y el abismo que los separa. Erik extiende el brazo, aprieta los dedos de su hijo y ve que él alza la mirada.

– Feliz Navidad, papá -dice Benjamín sonriendo-. Toma, coge algunas patatas fritas si quieres.

– ¿Qué tal si cogemos la comida y nos la llevamos a casa del abuelo? -sugiere Erik.

– ¿Lo dices en serio? -pregunta Simone.

– ¿Acaso es divertido estar ingresado en un hospital?

Simone le sonríe y llama de inmediato un taxi. Benjamin se acerca a la mujer de la caja y le pide una bolsa para llevar la comida.

Una vez en el taxi, pasan lentamente frente a Odenplan. Erik ve a su familia reflejada en la ventanilla y, al mismo tiempo el enorme abeto decorado de la plaza. Como en un corro, se deslizan por delante del árbol que se extiende generoso, con sus cientos de pequeñas luces encendidas serpenteando hacia la estrella que resplandece en lo alto.

Lars Kepler

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