El inefable Miles Vorkosigan se encuentra en esta ocasión en la Tierra, sin dinero y con los dolores de cabeza que le da el interpretar a dos personajes a la vez con sus respectivos enemigos. La situación se complica cuando algunos de sus hombres organizan un escándalo en una tienda de licores cuando la máquina no les acepta la tarjeta de crédito. Por culpa de una periodista perspicaz Miles se ve obligado a dar una nueva vuelta de tuerca en su farsa: decide que su otra identidad es en realidad un clon suyo, y engaña a la periodista. Sin embargo, lo que no se podía esperar es que realmente un clon suyo estuviera dispuesto a reemplazarle.

Lois McMaster Bujold

Hermanos de armas

A Martha y Andy

1

La lanzadera de combate permanecía inmóvil y silenciosa en la bodega de reparaciones; para los experimentados ojos de Miles, su aspecto resultaba malévolo. La superficie de metal y plastifibra estaba arañada, abollada y quemada. Una nave tan orgullosa, resplandeciente y eficaz cuando era nueva… Tal vez hubiese sufrido algún cambio psicótico de personalidad a causa de sus traumas. ¡Era tan nueva hacía sólo unos meses!

Cansado, Miles se frotó el rostro y resopló. Si había algún caso de psicosis incipiente rondando por allí no estaba en la maquinaria, sino en los ojos del observador. Retiró el pie del banco donde lo tenía apoyado y se enderezó cuanto le permitía su espalda torcida. La comandante Quinn, atenta a cada movimiento suyo, se situó tras él.

—Ése —Miles recorrió cojeando el fuselaje y señaló la compuerta de babor de la lanzadera— es el defecto de diseño que más me preocupa.

Indicó al ingeniero de ventas de Astilleros Orbitales Kaymer que se acercara.

—La rampa de esta compuerta se extiende y se retrae automáticamente, con un sistema de anulación manual… hasta ahí bien. Pero el hueco que la alberga está dentro de la escotilla, lo que significa que, si por algún motivo la rampa se queda colgada, la puerta no puede sellarse. Supongo que imagina las consecuencias.

El propio Miles no tenía que esforzarse: habían atormentado su memoria durante los últimos tres meses. Repetición continua sin botón de interrupción.

—¿Lo descubrió a las bravas en Dagoola IV, almirante Naismith? —preguntó el ingeniero con verdadero interés.

—Sí. Perdimos… personal. Yo estuve a punto de ser una de las bajas.

—Ya veo —dijo respetuosamente el ingeniero. Pero sus cejas se alzaron.

«Cómo te atreves a burlarte…» Afortunadamente para su salud, el ingeniero no sonrió. Era un hombre delgado de altura ligeramente superior a la media. Extendió la mano para palpar el costado de la lanzadera a lo largo de la hendidura en cuestión; se detuvo, alzó la barbilla, miró en derredor y murmuró unas cuantas notas a su grabadora. Miles reprimió las ganas de dar saltos arriba y abajo como una rana y trató de ver qué estaba mirando. Sin resultado. Como sólo le llegaba al ingeniero a la altura del pecho, Miles habría necesitado una escalerilla de un metro para alcanzar de puntillas la rampa. Estaba demasiado cansado para hacer gimnasia y tampoco estaba dispuesto a pedirle a Elli Quinn que lo aupara. Alzó la barbilla en el antiguo e involuntario tic nervioso y esperó en la posición de descanso militar apropiada a su uniforme, las manos unidas a la espalda.

El ingeniero saltó al suelo con un sonoro golpe.

—Sí, almirante, creo que Kaymer puede encargarse bastante bien del asunto. ¿Cuántas de estas lanzaderas ha dicho que tienen?

—Doce.

Catorce menos dos eran igual a doce. Excepto según los cálculos de la Flota de Mercenarios Libres Dendarii; catorce menos dos lanzaderas eran igual a doscientos siete muertos. «Basta ya —Miles detuvo su calculadora mental—. Ya no sirve de nada.»

—Doce —el ingeniero tomó nota—. ¿Qué más? —contempló la ajada lanzadera.

—Mi propio departamento de ingeniería se encargará de las reparaciones menores, ahora que parece que tendremos que quedarnos varados en un sitio durante algún tiempo. Quería encargarme personalmente del problema de esta rampa, pero mi segundo al mando, el comodoro Jesek, es jefe ingeniero de mi flota y quiere hablar con sus técnicos de salto para recalibrar algunas de nuestras varillas Necklin. Traemos un piloto de salto con la cabeza herida, pero tengo entendido que la microcirugía de implantes no es una de las especialidades de Kaymer. ¿Tampoco los sistemas de armamento?

—No, en efecto —respondió apresuradamente el ingeniero. Acarició una quemadura de la superficie de la lanzadera, quizá fascinado por la violencia que anunciaba en silencio, porque añadió—: Kaymer Orbital se ocupa principalmente de naves mercantes. Una flota mercenaria es algo poco común en esta parte del nexo de agujero de gusano. ¿Por qué han venido hasta aquí?

—Fueron el postor más bajo.

—Oh… no me refería a la Corporación Kaymer, sino a la Tierra. Me preguntaba por qué han venido a la Tierra. Estamos bastante lejos de las principales rutas comerciales, excepto para los historiadores y los turistas. Er… pacíficos.

«Se pregunta si tenemos un contrato aquí —advirtió Miles—. Aquí, en un planeta de nueve mil millones de almas cuyas fuerzas militares combinadas convertían en calderilla a los cinco mil dendarii… bueno. ¿Supone que vengo a crear problemas en la vieja madre Tierra? O que quebrantaría la seguridad y se lo diría aunque así fuera…»

—Pacíficos, precisamente —dijo Miles con suavidad—. Los dendarii necesitan descanso y aclimatación. Un planeta pacífico fuera de los principales canales del nexo es justo lo que ordenó el doctor —se estremeció, pensando en la factura médica pendiente.

No había sido Dagoola. La operación de rescate había resultado un triunfo táctico, casi un milagro militar. Su propio Estado Mayor se lo había asegurado una y otra vez, así que tal vez debiera empezar a creer que era cierto.

La aventura de Dagoola IV había constituido la tercera mayor fuga de prisioneros de guerra de la historia, según el comodoro Tung. Y puesto que la historia militar era la afición obsesiva de Tung, tenía que saberlo. Los dendarii habían liberado a diez mil soldados capturados, todo un campamento de prisioneros, justo ante las narices del Imperio cetagandano, y los habían convertido en el grueso de un nuevo ejército guerrillero en un planeta que los cetagandanos consideraban una conquista fácil. Los costes habían sido pequeños, comparados con los espectaculares resultados… excepto para los individuos que habían pagado el triunfo con sus vidas, para quienes el precio era algo infinito dividido por cero.

Fue la consecuencia de Dagoola, la furiosa persecución punitiva de los cetagandanos, lo que había costado tanto a los dendarii. Los habían seguido hasta que lograron llegar a jurisdicciones políticas que las naves militares cetagandanas no pudieron atravesar; luego continuaron el acoso con equipos secretos de asesinos y saboteadores. Miles confiaba en que hubieran despistado por fin a los equipos de asesinos.

—¿Recibieron todo este fuego en Dagoola IV? —continuó el ingeniero, aún intrigado por la lanzadera.

—Dagoola fue una operación encubierta —dijo Miles, envarado—. No discutimos ese tema.

—Las noticias lo cubrieron ampliamente hace unos meses —le aseguró el terrestre.

«Me duele la cabeza…» Miles se apretó la frente con la palma, se cruzó de brazos y apoyó la barbilla en la mano, dirigiendo una sonrisa al ingeniero.

—Maravilloso —murmuró.

La comandante Quinn dio un respingo.

—¿Es verdad que los cetagandanos han puesto precio a su cabeza? —preguntó el ingeniero alegremente.

Miles suspiró.

—Sí.

—Oh. Ah. Pensaba que era sólo una patraña.

Se apartó un poco, como cohibido, o como si la mórbida violencia que exudaba el mercenario fuera algo contagioso que de algún modo pudiera pegársele. Tal vez tuviera razón. Se aclaró la garganta.

—Bien, en lo referente al pago por las modificaciones de diseño… ¿qué tenía pensado usted?

—Dinero en efectivo a la entrega —respondió Miles—, después de que la inspección de mi jefe de ingenieros haya aprobado el trabajo completo. Ésos fueron los términos de su oferta, creo.

—Ah… sí. Mm.

El terrestre desvió su atención del aparato. Miles notó cómo pasaba del modo técnico al comercial.

—Ésas son las condiciones que normalmente ofrecemos a nuestros clientes corporativos establecidos.

—La Flota de Mercenarios Libres Dendarii es una corporación establecida. Registrada en Jackson's Whole.

—Mm, sí, pero… cómo se lo diría… el riesgo más extremo que nuestros clientes normales corren habitualmente es la bancarrota, para la cual tenemos protecciones legales. Su flota mercenaria es, um…

«Se está preguntando cómo se le cobra a un cadáver», pensó Miles.

—… algo mucho más arriesgado —finalizó el ingeniero con candor. Se encogió de hombros para pedir disculpas.

«Un hombre sincero, al menos…»

—No subiremos el precio de nuestra oferta. Pero me temo que tendremos que pedir el pago por adelantado.

«Mientras que nos ciñamos a intercambiar insultos…»

—Pero eso no nos proporciona ninguna garantía contra las chapuzas en el trabajo —dijo Miles.

—Pueden demandarnos —repuso el ingeniero—, igual que todo el mundo.

—Puedo volar su…

Los dedos de Miles tamborilearon contra la costura de su pantalón donde no había ninguna cartuchera atada. La Tierra, la vieja Tierra, la vieja y civilizada Tierra. La comandante Quinn le tocó el codo en un fugaz gesto de contención. Él le dirigió una breve sonrisa tranquilizadora… no, no iba a dejarse llevar por las exóticas posibilidades del almirante Miles Naismith, comandante en jefe de la Flota de Mercenarios Libres Dendarii. Estaba simplemente cansado, dijo su sonrisa. Un leve ensanchamiento de los luminosos ojos castaños de ella respondió: «Chorradas, señor.» Pero ésa era otra discusión que no continuarían allí, en voz alta, en público.

—Busque una oferta mejor si quiere —dijo el ingeniero.

—Hemos buscado —repuso Miles. «Como bien sabes.»—. Bueno. Um… ¿Qué tal… la mitad ahora y la mitad a la entrega?

El terrestre frunció el ceño, sacudió la cabeza.

—Kaymer no hincha los presupuestos, almirante Naismith. Y nuestros costes añadidos se cuentan entre los más bajos del negocio. Es algo que nos enorgullece.

El término costes añadidos hizo que a Miles le dolieran los dientes, a la luz de lo de Dagoola. ¿Cuánto sabían estos tipos realmente de Dagoola?

—Si realmente le preocupa nuestra profesionalidad, el dinero puede ser depositado en una cuenta bloqueada bajo control de un tercer grupo neutral, como un banco, hasta que acepten ustedes la entrega. Desde el punto de vista de Kaymer no es un compromiso muy satisfactorio, pero… es lo máximo a lo que estamos dispuestos.

Un tercer grupo neutral terrestre, pensó Miles. Si no hubiera comprobado ya la eficacia de Kaymer, no estaría allí. Era en su propio dinero en lo que pensaba Miles. Lo cual, por cierto, no era asunto de Kaymer.

—¿Tiene problemas de liquidez, almirante? —preguntó el terrestre con interés. A Miles se le antojó que era capaz de ver en sus ojos cómo aumentaba el precio.

—En absoluto —respondió tímidamente. Los rumores sobre las dificultades económicas de los dendarii sabotearían muchas más cosas que aquel acuerdo de reparación—. Muy bien. Dinero por adelantado a ingresar en una cuenta bloqueada.

Si no iba a disponer de sus fondos, tampoco lo haría Kaymer. A su lado, Elli Quinn sorbió aire entre dientes. El ingeniero terrestre y el líder mercenario se estrecharon las manos con solemnidad.

Mientras seguía al ingeniero de ventas de vuelta a su propio despacho. Miles se detuvo un instante junto a una portilla que ofrecía una bella panorámica de la Tierra desde la órbita. El ingeniero sonrió y señaló con amabilidad, incluso con orgullo, al ver su expresión.

La Tierra. La vieja, romántica, histórica Tierra; la gran canica azul. Miles siempre había soñado con viajar hasta allí algún día, aunque no, sin duda, en aquellas circunstancias.

La Tierra seguía siendo el planeta más grande, más rico, más variado y poblado de todo el nexo de agujero de gusano del espacio explorado. Su escasez de buenos puntos de salida en el espacio local solar y su desunión gubernamental hacían que fuera militar y estratégicamente menor a escala galáctica. Pero la Tierra seguía reinando, aunque no gobernando, con su supremacía cultural. Más lastrada por las guerras que Barrayar, tan avanzada tecnológicamente como la Colonia Beta, el punto final de todas las peregrinaciones religiosas y seglares… Gracias a esto, las embajadas de todos los mundos que podían permitírselo se congregaban aquí. Incluidos, reflexionó Miles mientras mordisqueaba su dedo índice, los cetagandanos. El almirante Naismith debería usar todos los medios a su alcance para evitarlos.

—¿Señor? —Elli Quinn interrumpió sus meditaciones. Él sonrió levemente ante su rostro esculpido, el más hermoso que su dinero había podido comprar después de la quemadura de plasma y, sin embargo, gracias al genio de los cirujanos, todavía inconfundiblemente el propio de Elli. Ojalá todas las bajas de combate a su servicio pudieran ser redimidas de la misma forma—. El comodoro Tung a la espera en la comuconsola.

La sonrisa se desvaneció de sus labios. ¿Y ahora qué? Abandonó la portilla y la siguió para apoderarse del despacho del ingeniero de ventas con un amable e implacable:

—¿Nos disculpa, por favor?

El blando y ancho rostro eurasiático de su tercer oficial se formó sobre la placa vid.

—¿Sí, Ky?

Ky Tung, sin uniforme ya y vestido de civil, le dirigió un breve ademán a guisa de saludo.

—Acabo de terminar los acuerdos en el centro de rehabilitación para nuestros nueve heridos graves. Las perspectivas son buenas en el caso de la mayoría. Son recuperables cuatro de los ocho muertos congelados, tal vez cinco si tienen suerte. Los cirujanos incluso piensan que lograrán reparar el casco de salto de Demmi, una vez que el tejido neuronal haya sanado. Por un precio, naturalmente…

Tung mencionó el precio en créditos federales. Miles los tradujo mentalmente a marcos imperiales barrayareses, y rechinó un poquito por dentro.

Tung sonrió secamente.

—Sí. A menos que quieras renunciar a esa reparación. Es igual a todo lo demás junto.

Miles sacudió la cabeza, hizo una mueca.

—Hay un montón de personas en el universo a quienes me gustaría traicionar, pero mis heridos no se cuentan entre ellas.

—Gracias —dijo Tung—. Estoy de acuerdo. Me dispongo a abandonar este lugar. Lo último que tengo que hacer es firmar un documento aceptando la responsabilidad personal por la tarifa. ¿Estás seguro de que podremos cobrar aquí lo que nos deben por la operación de Dagoola?

—De eso voy a ocuparme a continuación —prometió Miles—. Ve y firma, yo me encargaré.

—Muy bien, señor —dijo Tung—. ¿Podré disfrutar de mi permiso después?

Tung el terrestre, el único terrestre que Miles había conocido… lo cual probablemente explicaba los inconscientes sentimientos favorables que tenía sobre ese lugar, reflexionó.

—¿Cuánto tiempo te debemos ya, Ky, un año y medio?

«Paga incluida, ay», añadió una vocecita interior, que reprimió por considerarla indigna.

—Puedes disfrutar de todo lo que quieras.

—Gracias —el rostro de Tung se suavizó—. Acabo de hablar con mi hija. ¡Tengo un nieto!

—Enhorabuena —lo felicitó Miles—. ¿El primero?

—Sí.

—Adelante, pues. Si sucede algo, nosotros nos encargaremos. Sólo eres indispensable en combate, ¿eh? Uh… ¿Dónde estarás?

—En casa de mi hermana. En Brasil. Tengo cuatrocientos primos allí.

—Brasil, bien. De acuerdo —¿dónde demonios estaba Brasil?—. Que lo pases bien.

—Lo haré.

El semisaludo de despedida de Tung fue decididamente etéreo. Su rostro desapareció del vid.

—Maldición —suspiró Miles—. Lamento perderlo incluso para un permiso. Bueno, se lo merece.

Elli se inclinó sobre el respaldo de la silla de su comuconsola, con un suspiro que apenas sacudió el pelo oscuro y los oscuros pensamientos de Miles.

—¿Puedo sugerir que no es el único oficial veterano a quien le vendría bien un poco de tiempo libre? Incluso tú necesitas aliviar el estrés de vez en cuando. Y también te hirieron.

—¿Me hirieron? —la tensión le atenazó la mandíbula—. Oh, los huesos. Los huesos rotos no cuentan. He tenido los huesos quebradizos toda la vida. Sólo he de resistir la tentación de jugar a oficial de campo. El lugar adecuado para mi culo es una bonita silla acolchada en una sala de tácticas, no en primera línea. Si hubiera sabido con antelación que Dagoola iba a ser tan… físico, habría enviado a otro como prisionero de guerra falso. De todas formas, ahí lo tienes. He tenido mi permiso en la enfermería.

—Y luego te pasaste un mes deambulando como un criocadáver calentado en un microondas. Cuando entraste en la sala fue como si la visitara un muerto viviente.

—Dirigí el asunto de Dagoola por pura histeria. No puedes estar despierto tanto tiempo y no pagarlo después con un poco de cansancio. Al menos, yo no puedo.

—Mi impresión fue que había algo más.

Él se giró en la silla para dirigirle una mueca.

—¿Quieres dejarlo? Sí, perdimos a unos cuantos buenos hombres. No me gusta perder a la buena gente. Lloro lágrimas de verdad… ¡en privado, si no te importa!

Ella retrocedió, el gesto cambiado. Miles suavizó el tono de voz, profundamente avergonzado por su estallido.

—Lo siento, Elli. Sé que he estado muy irascible. La muerte de ese pobre prisionero que cayó de la lanzadera me afectó más de lo que… más de lo que tendría que haber permitido. Parece que no puedo…

—Me he pasado de la raya, señor.

El «señor» fue como una aguja que atravesara un muñeco vudú de sí mismo. Miles dio un respingo.

—En absoluto.

Bueno, bueno, bueno, de todas las idioteces que había hecho como almirante Naismith, ¿había establecido jamás una política explícita de no buscar intimidad física con nadie de su propia organización? Le pareció una buena idea en su momento. Tung la había aprobado. Tung era un abuelo, por el amor de Dios, probablemente las gónadas se le habían secado hacía años. Miles recordó cómo había esquivado el primer paso que Elli dio en su dirección. «Un buen oficial no va de compras al economato de la compañía», había explicado con amabilidad. ¿Por qué no le había dado ella un puñetazo en la boca por ser tan fatuo? Había soportado el insulto inintencionado sin comentarios, y nunca lo volvió a intentar. ¿Comprendió que Miles se refería a sí mismo, no a ella?

Cuando estaba con la flota durante periodos prolongados, solía enviarla en misiones especiales, de las cuales invariablemente regresaba con soberbios resultados. Ella había encabezado la avanzadilla a la Tierra, y había preparado a Kaymer y la mayoría de los otros suministradores para cuando la Flota Dendarii llegó a la órbita. Una buena oficial; después de Tung, probablemente la mejor. ¿Qué no daría él por zambullirse en ese esbelto cuerpo y perderse ahora? Demasiado tarde, había dejado pasar la ocasión.

Su boca de terciopelo se arrugó, burlona. Se encogió de hombros; como una hermana, quizás.

—No te daré más la lata. Pero al menos piénsatelo. Creo que nunca he visto a un ser humano que necesite relajarse más que tú ahora.

Oh, Dios, vaya frase… ¿qué significaban exactamente esas palabras? Su pecho se tensó. ¿El comentario de un camarada, o una invitación? Si era un mero comentario, y él lo confundía con lo segundo, ¿pensaría que contaba con sus favores sexuales? En caso contrario, ¿se sentiría insultada de nuevo y no le dirigiría la palabra en los años venideros? Miles sonrió, lleno de pánico.

—Cobrar —estalló—. Lo que necesito ahora mismo es cobrar, no descansar. Después de eso, después de eso… um, tal vez podemos ver algunos paisajes. Parece un auténtico crimen venir hasta aquí y no ver nada de la vieja Tierra, aunque sea por accidente. Se supone que he de tener a un guardaespaldas en todo momento mientras esté allá abajo, así que podríamos doblarlo.

Ella suspiró y se enderezó.

—Sí, el deber primero, por supuesto.

Sí, el deber primero. Y su siguiente deber era informar a los jefes del almirante Naismith. Después de eso, todos sus problemas se simplificarían enormemente.

Miles hubiese deseado haberse podido vestir de civil antes de embarcarse en aquella expedición. Su uniforme de almirante dendarii, gris y blanco, destacaba como una bengala en el centro comercial. Si al menos hubiese hecho que Elli se cambiara, habrían podido pasar por un soldado de permiso y su novia. Pero su ropa civil se había quedado olvidada varios planetas atrás… ¿la recuperaría alguna vez? Era cara y a medida, no como muestra de su condición social sino por necesidad.

Normalmente no tenía en cuenta las peculiaridades de su cuerpo: una cabeza enorme exagerada para un cuello corto que coronaba una espalda retorcida; todo reducido a una altura de menos de metro y medio, el legado de un accidente congénito. Pero nada resaltaba más sus defectos, según su opinión, que tratar de llevar ropa de alguien de estatura y hechura normales. «¿Estás seguro de que es el uniforme lo que destaca, muchacho? —pensó para sí—. ¿O estás jugando al escondite con tu cabeza otra vez? Déjalo.»

Volvió a prestar atención a su entorno. La ciudad espaciopuerto de Londres, un rompecabezas de casi dos milenios de estilos arquitectónicos contrapuestos, resultaba fascinante. La luz del sol de la tarde a través de las vidrieras de la arcada era de un color rico y sorprendente, sobrecogedor. Con eso le habría bastado para deducir que había regresado a su planeta ancestral. Tal vez más adelante tuviera la posibilidad de visitar más emplazamientos históricos, en una visita submarina al lago Los Ángeles o a Nueva York tras los grandes diques, por ejemplo.

Elli dio otra nerviosa ronda, observando a la multitud. Parecía improbable que los comandos de asalto cetagandanos escogieran ese lugar para aparecer, pero de todas formas Miles se alegraba de que ella estuviera alerta, pues le permitía sentirse cansado. «Puedes venir a buscar asesinos debajo de mi cama cuando quieras, encanto…»

—En cierto modo, me alegro de que acabáramos aquí —le comentó a la mujer—. Podría ser una oportunidad excelente para que el almirante Naismith desaparezca del mapa durante una temporada. Para calmar los ánimos de los dendarii. Los cetagandanos se parecen mucho a los de Barrayar, de veras, tienen una visión muy personal del mando.

—Pareces muy confiado.

—Puro condicionamiento. Que unos auténticos desconocidos intenten matarme me hace sentirme como en casa —una idea le llenó de macabra alegría—. ¿Sabes que es la primera vez que alguien trata de matarme por mí mismo, y no por mis parientes? ¿He llegado a contarte lo que hizo mi abuelo cuando me…?

Ella cortó su cháchara con una indicación de barbilla.

—Creo que esto es…

Él siguió su mirada. Sí que estaba cansado. Elli había localizado a su contacto antes que él. El hombre que se les acercaba con una expresión dubitativa en los ojos llevaba ropa terrestre, pero el pelo trenzado al estilo militar barrayarés. Un suboficial, tal vez. Los oficiales preferían un estilo patricio algo menos severo. «Necesito un corte de pelo», pensó Miles, sintiendo de pronto pegajoso el cuello.

—¿Milord? —dijo el hombre.

—¿Sargento Barth?

El hombre asintió, miró a Elli.

—¿Quién es ésta?

—Mi guardaespaldas.

—Ah.

Un levísimo fruncimiento de labios. Abrió un tanto los ojos para demostrar a la vez diversión y desdén. Miles notó los músculos de su cuello retorcerse.

—Es excelente en su trabajo.

—Estoy seguro, señor. Venga por aquí, por favor.

Se dio la vuelta y abrió la marcha.

Se estaba riendo de él, con mirarle la nuca podía sentirlo. Elli, consciente sólo de la repentina tensión que flotaba en el aire, le dirigió una mirada de preocupación. «No pasa nada», pensó él, colgando la mano de su brazo.

Caminaron tras su guía: atravesaron una tienda, bajaron por un tubo elevador y luego por unas escaleras; después avivaron el paso. El nivel de servicios subterráneo era un laberinto de túneles, conductos y fibra óptica. Miles dedujo que habían recorrido un par de manzanas. Su guía abrió una puerta con una llave de palma. Otro breve túnel conducía a otra puerta. Ante ésta había un guardia humano, extremadamente elegante con su uniforme verde del Imperio barrayarés. Se apartó de su comuconsola, desde donde atendía las pantallas, y apenas pudo evitar saludar al guía vestido de civil.

—Dejaremos nuestras armas aquí —le dijo Miles a Elli—. Todas ellas. Y quiero decir todas.

Elli alzó las cejas por el súbito cambio de acento de Miles, que pasó del sencillo betano del almirante Naismith a los cálidos tonos guturales de su nativo barrayarés. Rara vez lo oía hablar así, por cierto. ¿Qué voz le parecería falsa? Sin embargo, no había duda de cuál le parecería fingida al personal de la embajada, y Miles se aclaró la garganta para asegurarse de que ajustaba completamente su voz al nuevo orden de cosas.

Las contribuciones que Miles hizo al montoncito situado sobre la comuconsola del guardia fueron un aturdidor de bolsillo y un largo cuchillo de acero con vaina de piel de serpiente. El guardia pasó el cuchillo por el escáner, quitó el remate de plata de su empuñadura enjoyada y descubrió un sello; luego se lo devolvió cuidadosamente a Miles. Su guía alzó las cejas al ver el miniaturizado arsenal técnico que descargó Elli. «Chúpate ésa —pensó Miles—. Métete las reglas por la nariz.» A partir de entonces se sintió bastante más sereno.

Subieron por un tubo elevador y, de repente, el ambiente cambió y adquirió un tono de silenciosa y cómoda dignidad.

—La Embajada Imperial de Barrayar —le susurró Miles a Elli.

La esposa del embajador debía de tener buen gusto, pensó Miles. Pero el edificio olía extrañamente a cierre hermético, que al experimentado Miles se le antojó como seguridad paranoica en acción. Ah, sí, la embajada de un planeta es suelo de ese planeta. Uno se siente como en casa.

Su guía los condujo por otro tubo abajo hasta lo que era evidentemente un pasillo de oficinas (Miles divisó al pasar los sensores escáner en un arco tallado), luego atravesaron dos conjuntos de puertas automáticas hasta entrar en una oficina pequeña y silenciosa.

—Teniente lord Miles Vorkosigan, señor —anunció su guía, poniéndose firmes—. Y… su guardaespaldas.

Las manos de Miles se crisparon. Sólo un barrayarés podía deslizar un insulto tan delicado en una pausa de medio segundo entre tres palabras. Otra vez en casa.

—Gracias, sargento, retírese —dijo el capitán tras la comuconsola. Uniforme verde imperial otra vez: la embajada debía mantener las formalidades.

Miles miró con curiosidad al hombre que iba a ser, le gustara o no, su nuevo comandante en jefe. El capitán le devolvió la mirada con la misma intensidad.

Un hombre de aspecto impresionante, aunque estuviera lejos de ser guapo: pelo oscuro; ojos almendrados, sombríos; una boca dura y protegida; una gran nariz para su perfil romano a tono con el corte de pelo de oficial. Tenía las manos, gruesas y limpias, unidas en un gesto tenso. Poco más de treinta años, calculó Miles.

«¿Pero por qué me está mirando este tipo como si yo fuera un cachorrito que se le acaba de mear en la alfombra? —se preguntó—. Acabo de llegar, no he tenido tiempo de ofenderlo todavía. Oh. Dios, espero que no sea uno de esos paletos campesinos barrayareses que me ven como un mutante, un refugiado de un aborto lastrado…»

—Así que es usted el hijo del Gran Hombre, ¿eh? —dijo el capitán, reclinándose en su asiento con un suspiro.

A Miles se le heló la sonrisa en el rostro. Una bruma roja nubló su visión. Pudo oír su sangre batiéndole en los oídos como una marcha fúnebre. Elli, al verlo, se quedó inmóvil, sin apenas respirar. Los labios de Miles se movieron; tragó saliva. Lo intentó de nuevo.

—Sí, señor —se oyó decir, como desde una gran distancia—. ¿Y quién es usted?

Consiguió, por los pelos, no preguntar: «¿Y usted de quién es hijo?» Debía disimular la furia que retorcía su estómago; iba a tener que trabajar con ese hombre. Puede que el insulto ni siquiera fuese intencionado. No podía haberlo sido, ¿cómo iba a saber aquel desconocido cuánta sangre había derramado Miles rechazando acusaciones de privilegio, insultos a su competencia? «El mutante sólo está aquí porque su padre lo enchufó…» Le pareció oír la voz de su padre, replicando: «¡Por el amor de Dios, saca la cabeza de tu culo, muchacho!» Dejó escapar la ira con un largo y tranquilizante suspiro y ladeó la cabeza, animado.

—Oh —dijo el capitán—, sí, sólo ha hablado usted con mi ayudante, ¿verdad? Soy el capitán Duv Galeni. Agregado militar de la Embajada y, por defecto, jefe de Seguridad Imperial y del Servicio de Seguridad. Y, lo confieso, me encuentro bastante sorprendido de verle aparecer en mi cadena de mando. No tengo completamente claro qué se supone que he de hacer con usted.

No era un acento rural; la voz del capitán resultaba fría, educada, neutralmente urbana. Miles no logró situarla en la geografía barrayaresa.

—No me sorprende, señor —dijo Miles—. Yo mismo no esperaba presentarme en la Tierra, no tan tarde. Debía haberme presentado en el mando de Seguridad Imperial del Sector Dos, en Tau Ceti, hace más de un mes. Pero la Flota de Mercenarios Libres Dendarii fue expulsada del espacio local de Mahata Solaris por un ataque sorpresa cetagandano. Como no nos pagaban para que hiciéramos directamente la guerra a los cetagandanos, huimos, y acabamos sin poder regresar por otra ruta más corta. Ésta es literalmente mi primera oportunidad para informar desde que entregamos a los refugiados a su nueva base.

—No era… —El capitán hizo una pausa, su boca se retorció, y empezó otra vez—. No era consciente de que la extraordinaria huida de Dagoola fuese una operación encubierta de la Inteligencia Barrayaresa. ¿No estuvo eso peligrosamente cerca de ser un acto de guerra declarada contra el Imperio cetagandano?

—Precisamente por eso se empleó a los mercenarios dendarii, señor. Se suponía que iba a ser una operación pequeña, pero las cosas se nos fueron un poco de la mano… Bastante, en realidad.

A su lado, Elli mantuvo la mirada al frente, y ni siquiera se atragantó.

—Yo, uh… tengo un informe completo.

El capitán parecía librar una lucha interna.

—¿Cuál es exactamente la relación entre la Flota de Mercenarios Libres Dendarii y Seguridad Imperial, teniente? —dijo por fin. Había una cierta queja en su tono.

—Er… ¿qué sabe usted ya, señor?

El capitán Galeni se encogió de hombros.

—No había oído hablar de ellos más que por encima hasta que usted contactó por vid ayer. Mis archivos… ¡mis archivos de Seguridad!, dicen exactamente tres cosas sobre la organización. No debe ser atacada, cualquier petición de ayuda de emergencia debe ser satisfecha a la mayor velocidad y, para más información, debo dirigirme al cuartel general de Seguridad del Sector Dos.

—Oh, sí —dijo Miles—, así es. Esto es una embajada sólo de clase III, ¿verdad? Um, bien, la relación es bastante simple. Los dendarii son un remanente para operaciones encubiertas fuera del alcance de Seguridad Imperial o que supondrían una molestia política si se demostrara alguna conexión directa con Barrayar. Dagoola fue ambas cosas. Las órdenes del Alto Estado Mayor se trasmiten, con el conocimiento y aprobación del Emperador, a través del jefe de Seguridad Imperial, Illyan, hasta llegar a mí. Es una cadena de mando muy corta. Soy el intermediario, supuestamente la única conexión. Salgo del cuartel general imperial como teniente Vorkosigan y aparezco, donde sea, como almirante Naismith, agitando un nuevo contrato. Hacemos aquello que nos ordenan, y luego, desde el punto de vista dendarii, desaparezco tan misteriosamente como vine. Dios sabe qué piensan que hago en mi tiempo libre.

—¿Quieres saberlo realmente? —preguntó Elli, los ojos encendidos.

—Más tarde —murmuró él con la comisura de los labios.

El capitán hizo tamborilear sus dedos sobre la comuconsola y estudió una pantalla.

—Nada de esto aparece en su expediente oficial. Veinticuatro años… ¿no es usted un poco joven para su rango, ah… almirante? —fue seco, sus ojos recorrieron burlones el uniforme dendarii.

Miles trató de ignorar el tono.

—Es una larga historia. El comodoro Tung, un oficial dendarii veterano, es el verdadero cerebro del asunto. Yo sólo interpreto un papel.

Elli, escandalizada, abrió mucho los ojos. Una severa mirada de Miles trató de obligarla a guardar silencio.

—Puedes hacer mucho más que eso —objetó ella.

—Si es usted el único contacto —Galeni frunció el ceño—, ¿quién demonios es esta mujer?

Sus palabras dejaban claro que la consideraba una no-persona, o al menos una no-soldado.

—Sí, señor. Bueno, para casos de emergencia, hay tres dendarii que conocen mi verdadera identidad. La comandante Quinn, que estuvo en el ajo desde el principio, es una de ellas. Tengo órdenes estrictas de Illyan de llevar guardaespaldas en todo momento, así que la comandante Quinn ocupa mi puesto cada vez que tengo que cambiar de identidades. Confío en ella de manera tácita.

«Respetarás a los míos, malditos sean tus ojos burlones, pienses lo que pienses de mí…»

—¿Cuánto tiempo lleva esto en marcha, teniente?

—Ah —Miles miró a Elli—, siete años, ¿no es así?

Los brillantes ojos de Elli chispearon.

—Parece que fue ayer —dijo, en tono neutro. Al parecer también a ella le costaba trabajo ignorar el retintín. Miles confiaba en que lograra mantener bajo control su agudo sentido del humor.

El capitán se estudió las uñas y, bruscamente, miró a Miles.

—Bueno, voy a tener que recurrir a Seguridad del Sector Dos, teniente. Y si descubro que esto es otra idea de los lores Vor de una broma pesada, haré todo lo que esté en mi mano para llevarlo a juicio. No me importa quién sea su padre.

—Todo es cierto, señor. Tiene mi palabra de Vorkosigan.

—Por eso mismo —dijo el capitán Galeni entre dientes.

Miles, furioso, tomó aliento… y entonces situó por fin el acento regional de Galeni.

Alzó la barbilla.

—¿Es usted… komarrés, señor?

Galeni asintió, en guardia. Miles le devolvió la mirada gravemente, inmóvil. Elli le dio un codazo y susurró:

—¿Qué demonios…?

—Más tarde —replicó Miles, también en un susurro—. Política interna de Barrayar.

—¿Tendré que tomar notas?

—Probablemente —alzó la voz—. Debo ponerme en contacto con mis auténticos superiores, capitán Galeni. Ni siquiera sé cuáles son mis órdenes.

Galeni arrugó los labios.

—Yo soy su superior, teniente Vorkosigan —observó con suavidad.

Y debía de estar bastante molesto, juzgó Miles, por haber sido apartado de su propia cadena de mando. ¿Quién podía echárselo en cara? Le respondió con amabilidad.

—Por supuesto, señor. ¿Cuáles son mis órdenes?

Las manos de Galeni se crisparon brevemente en un gesto de frustración, su boca se curvó en una mueca irónica.

—Tendré que asignarlo a mi personal, supongo, mientras todos esperamos una aclaración. Tercer agregado militar.

—Ideal, señor, gracias —dijo Miles—. El almirante Naismith necesita imperiosamente desaparecer, ahora mismo. Los cetagandanos pusieron precio a su… mi cabeza después de Dagoola. He sido afortunado dos veces.

Ahora le tocó a Galeni el turno de quedarse inmóvil.

—¿Está bromeando?

—Obtuve un saldo de cuatro dendarii muertos y catorce heridos por ello —dijo Miles, envarado—. No lo encuentro nada divertido.

—En ese caso —repuso Galeni, sombrío—, considérese confinado en el complejo de la embajada.

«¿Y perderme la Tierra?» Miles suspiró, reacio.

—Sí, señor —accedió sombrío—. Siempre que la comandante Quinn, aquí presente, pueda hacer de intermediaria con los dendarii.

—¿Por qué necesita continuar sus contactos con los dendarii?

—Son mi gente, señor.

—Me ha parecido entender que el comodoro Tung dirigía el espectáculo.

—Ahora mismo está de permiso. Cuanto necesito, antes de que el almirante Naismith desaparezca por el foro, es pagar algunas facturas. Si me adelantara algo para los gastos inmediatos, podría poner fin a esta misión.

Galeni suspiró; sus dedos bailotearon sobre la comuconsola, y se detuvo.

—Ayuda a toda velocidad. Bien. ¿Cuánto necesitan?

—Unos dieciocho millones de marcos, señor.

Los dedos de Galeni quedaron paralizados en el aire.

—Teniente —dijo despacio—, eso es más de diez veces el presupuesto de toda esta embajada para un año. ¡Varios cientos de veces el presupuesto de este departamento!

Miles extendió las manos.

—Gastos de explotación para cinco mil soldados y técnicos, y once naves durante más de seis meses, más pérdidas de equipo (perdimos un montón de cosas en Dagoola), nóminas, comida, ropa, combustible, gastos médicos, munición, reparaciones… tengo las facturas, señor.

Galeni se sentó.

—Sin duda. Pero el cuartel general de Seguridad del Sector tendrá que encargarse de esto. Aquí ni siquiera existen fondos para cubrir esas cantidades.

Miles se mordió el lado del dedo índice.

—Oh.

Ciertamente, oh. No tenía que dejarse llevar por el pánico…

—En ese caso, señor, ¿puedo pedirle que se ponga en contacto con el cuartel general del Sector cuanto antes?

—Créame, teniente, considero que transferirle a usted a la responsabilidad de otro es un asunto de la máxima prioridad. —Se levantó—. Discúlpeme. Espere aquí.

Salió del despacho sacudiendo la cabeza.

—¿Qué demonios? —preguntó Elli—. Creía que estabas a punto de destrozar a ese tipo, capitán o no… y luego te paraste. ¿Cuál es la magia de ser komarrés, y dónde puedo encontrar un poco?

—No es magia. Decididamente no es magia —dijo Miles—. Pero es muy importante.

—¿Más importante que ser un lord Vor?

—En cierto sentido, sí, en estos momentos. Mira, sabes que el planeta Komarr fue la primera conquista imperial interestelar de Barrayar, ¿no?

—Creía que lo considerabais una anexión.

—Otra forma de llamar las cosas. Lo ocupamos por sus agujeros de gusano, porque se encuentra ante nuestra única conexión con el nexo, porque estaba estrangulando nuestro comercio y, sobre todo, porque aceptó un soborno para dejar pasar a la flota cetagandana cuando los cetagandanos trataron de anexionarnos a nosotros. Tal vez recuerdes también quién fue el principal conquistador.

—Tu padre. Cuando sólo era el almirante lord Vorkosigan, antes de que se convirtiera en regente. Eso le valió su reputación.

—Sí, bueno, se labró más de una. Si alguna vez quieres que le salga humo de las orejas susúrrale al oído: «Carnicero de Komarr.» Lo llamaban así.

—Han pasado treinta años. Miles. —Ella hizo una pausa—. ¿Hay algo de verdad en eso?

Miles suspiró.

—Algo hubo. Nunca he podido sonsacarle toda la historia, pero estoy seguro de que no es lo que dicen los libros. De todas maneras, la conquista de Komarr fue un poco oscura. Como resultado, durante los cuatro años de su regencia tuvo lugar la revuelta komarresa, y eso sí que fue un jaleo. Los terroristas komarreses han sido la pesadilla de Seguridad desde ese momento. Supongo que hubo mucha represión entonces.

»De todas formas, ha pasado el tiempo, las cosas se han calmado un poco, cualquiera de cualquier planeta con energía que gastar se marcha al recién colonizado Sergyar. Ha habido movimientos entre los liberales (acicateados por mi padre) para integrar plenamente Komarr en el Imperio. No es una idea muy popular entre la derecha barrayaresa. Para el viejo es una especie de obsesión: “Entre justicia y genocidio no hay, a la larga, término medio” —entonó Miles—. Se pone muy elocuente al respecto. Así que la ruta hacia la cima en la vieja y militarista Barrayar, con su sistema de castas, fue y ha sido siempre el servicio militar imperial. Se permitió que los komarreses se alistaran por primera vez hace sólo ocho años.

»Eso significa que todos los komarreses que cumplen ahora el servicio están en el punto de mira. Tienen que demostrar su lealtad del mismo modo que yo demostré mi… —se detuvo— que yo demostré mi valor. Si resulta que estoy trabajando con o bajo las órdenes de un komarrés y me encuentran muerto un día, ese komarrés lo tendrá crudo. Porque mi padre fue el Carnicero, y nadie creerá que no se ha tratado de algún tipo de venganza por su parte.

»Y no sólo será sospechoso ese komarrés: todos los komarreses del servicio imperial quedarán ensombrecidos por la misma nube. La política barrayaresa retrocederá años. Si me asesinaran ahora —se encogió de hombros, indefenso—, mi padre me mataría.

—Confío en que no estés planeándolo —rió ella.

—Y ahora llegamos a Galeni —continuó Miles rápidamente—. Está en el servicio, es oficial, tiene un puesto en la misma Seguridad. Tiene que haberlas pasado canutas para llegar hasta aquí. Un hombre muy digno de confianza… para ser un komarrés. Pero el suyo no es un puesto importante o estratégico: ciertas informaciones estratégicas de Seguridad se le ocultan deliberadamente. Y ahora aparezco yo y se lo restriego por la cara. Y si tuvo algún pariente en la revuelta komarresa… bueno, estamos en las mismas. No creo que me ame, pero tendrá que cuidarme como a la niña de sus ojos. Y yo. Dios me ayude, voy a tener que dejar que lo haga. Es una situación bastante peliaguda.

Ella le dio una palmadita en el brazo.

—Podrás manejarlo.

—Mm —gruñó él, sombrío—. Oh, Dios, Elli —gimió de pronto, apoyando la frente contra el hombro de ella—, no he conseguido el dinero para los dendarii… no lo obtendré hasta Dios sabe cuándo… ¿qué le diré a Ky? ¡Le di mi palabra…!

Ella le palmeó la cabeza esta vez. Pero no dijo nada.

2

Mantuvo la cabeza apoyada contra el terso tejido de la chaquetilla de su uniforme un instante más. Ella cambió de postura, extendió los brazos hacia él. ¿Iba a abrazarlo? Si lo hacía, decidió Miles, iba a agarrarla y besarla allí mismo. Y luego ya se vería qué pasaba…

Tras él, las puertas del despacho de Galeni se abrieron. Elli y él se separaron de un salto. Ella adoptó la postura de descanso militar con una sacudida de sus cortos rizos oscuros, y Miles se quedó de pie maldiciendo interiormente la interrupción.

Oyó y reconoció la voz familiar antes de darse la vuelta.

—… brillante, seguro y activo como el infierno. Uno cree que va a volcar su volador en cualquier instante. Cuidado cuando empieza a hablar demasiado rápido. Oh, sí, claro que es él…

—Ivan —suspiró Miles, cerrando los ojos—. ¿Cómo, Dios, he pecado contra Ti, para que me envíes a Ivan… aquí?

Como Dios no se dignó contestar, Miles sonrió forzadamente y se dio la vuelta. Elli tenía la cabeza ladeada, el ceño fruncido, y escuchaba con repentina atención.

Galeni había regresado seguido de un teniente alto y joven. Por indolente que fuera, Ivan Vorpatril se había mantenido obviamente en forma, pues con su atlético físico el uniforme verde le quedaba a la perfección. El rostro despejado y afable tenía rasgos armónicos, enmarcados por un cabello oscuro y rizado con un bonito corte estilo patricio. Miles no pudo dejar de mirar a Elli, esperando su reacción. Dados su rostro y su figura, Elli tendía a hacer que todos los que se colocaban a su lado parecieran unos patosos; pero Ivan bien podría ponerse junto a ella y no quedar ensombrecido.

—Hola, Miles —dijo Ivan—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Podría preguntarte lo mismo.

—Soy segundo agregado militar. Me destinaron aquí para que adquiera cultura, supongo. La Tierra, ya sabes.

—Oh —dijo Galeni, torciendo hacia arriba una comisura de los labios—, para eso estás aquí. Me lo andaba preguntando.

Ivan sonrió mansamente.

—¿Cómo va la vida con los irregulares últimamente? —le preguntó a Miles—. ¿Sigues saliéndote con la tuya con el truquito del almirante Naismith?

—A duras penas —dijo Miles—. Los dendarii me acompañan. Están en órbita —apuntó con el dedo hacia arriba—, comiéndose las uñas mientras hablamos.

Galeni puso cara de haber mordido un limón.

—¿Conoce todo el mundo esta operación encubierta menos yo? Usted, Vorpatril… ¡sé que su acceso de Seguridad no es más alto que el mío!

Ivan se encogió de hombros.

—Un encuentro previo. Es de la familia.

—Maldita red de poder Vor —murmuró Galeni.

—Oh —dijo Elli Quinn cayendo en la cuenta de repente—, ¡éste es tu primo Ivan! Siempre me había preguntado qué aspecto tendría.

Ivan, que le había estado lanzando miraditas desde que entrara en la habitación, le prestó toda su atención con la temblorosa tensión de un perro perdiguero. Sonrió encantador y se inclinó sobre la mano de Elli.

—Encantado de conocerla, milady. Los dendarii deben de estar mejorando, si es usted una muestra de ellos. La más hermosa, sin duda.

Elli recuperó su mano.

—Nos conocemos.

—Seguro que no. No podría olvidar ese rostro.

—No tenía esta cara. «Una cabeza como una cebolla», fue la forma en que lo definió usted, que yo recuerde —sus ojos chispearon—. Como estaba ciega en ese momento, no tenía ni idea de qué aspecto tenía la prótesis de plastipiel. Hasta que usted me lo dijo. Miles nunca lo mencionó.

La sonrisa de Ivan se había vuelto fláccida.

—Ah. La dama con las quemaduras de plasma.

Miles sonrió y se acercó un poquito a Elli, que colocó posesivamente la mano sobre el brazo que le ofrecía y le dirigió a Ivan una fría sonrisa de samurai. Ivan, tratando de morir con dignidad, miró al capitán Galeni.

—Ya que se conocen mutuamente, teniente Vorkosigan, he asignado al teniente Vorpatril para que le oriente sobre la embajada y sobre sus deberes aquí —dijo Galeni—. Vor o no Vor, mientras esté en la nómina del Emperador, bien podría serle de alguna utilidad. Confío en que llegue pronto la clarificación de su estatus.

—Confío en que la nómina de los dendarii llegue igualmente pronto —dijo Miles.

—Su mercenaria… guardaespaldas, puede regresar a su puesto. Si por algún motivo necesita abandonar el complejo de la embajada, le asignaré a uno de mis hombres.

—Sí, señor —suspiró Miles—. Pero sigo necesitando contactar con los dendarii, por si se produce una emergencia.

—Me encargaré de que la comandante Quinn reciba un enlace comunicador seguro cuando se marche. De hecho —tocó su comuconsola—, ¿sargento Barth?

—¿Sí, señor? —respondió una voz.

—¿Tiene preparado ya ese comunicador?

—Acabo de terminar de codificarlo, señor.

—Bien, tráigalo a mi despacho.

Barth, todavía de civil, apareció en cuestión de segundos. Galeni acompañó a Elli a la salida.

—El sargento Barth la escoltará fuera de la embajada, comandante Quinn.

Ella miró por encima del hombro a Miles, que le esbozó un saludo tranquilizador.

—¿Qué les digo a los dendarii? —preguntó.

—Diles… diles que sus fondos vienen de camino —respondió Miles. Las puertas se cerraron con un susurro, eclipsándola.

Galeni regresó a la comuconsola, que parpadeaba para llamar su atención.

—Vorpatril, por favor, encárguese de que su primo se libre de ese… disfraz, y de que llevar un uniforme adecuado sea la principal prioridad.

«¿Le asusta el almirante Naismith… sólo un poco, señor?», se preguntó Miles, irritado.

—El uniforme dendarii es tan auténtico como el suyo propio, señor.

Galeni se lo quedó mirando desde el otro lado de su mesa destellante.

—No puedo saberlo, teniente. Mi padre sólo pudo comprarme soldaditos de juguete cuando yo era niño. Pueden retirarse.

Miles, ardiendo, esperó a que las puertas se hubieran cerrado tras ellos antes de quitarse la chaqueta gris y blanca y arrojarla al suelo del pasillo.

—¡Disfraz! ¡Soldaditos de juguete! ¡Creo que voy a matar a ese komarrés hijo de puta!

—Oh —dijo Ivan—. Sí que estamos quisquillosos hoy.

—¡Has oído lo que ha dicho!

—Sí, claro… Galeni tiene razón. Un poco de regulación nunca viene mal. Hay una docena de pequeños puestos de mercenarios dispersos por todos los rincones del nexo de agujero de gusano. Algunos de ellos hacen equilibrios entre lo legal y lo ilegal. ¿Cómo puede saber que tus dendarii no están a un paso de convertirse en secuestradores?

Miles recogió la chaquetilla del uniforme, la sacudió y la dobló cuidadosamente sobre su brazo.

—Ja.

—Vamos —dijo Ivan—. Te llevaré a intendencia y te buscaré un traje más de tu gusto.

—¿Tienen algo de mi tamaño?

—Hacen un mapa-láser de tu cuerpo y confeccionan las prendas una a una, todo controlado por ordenador, igual que ese pirata carero al que acudes en Vorbarr Sultana. Esto es la Tierra, hijo.

—Mi hombre en Barrayar lleva diez años confeccionándome la ropa. Tiene algunos trucos que no están en el ordenador… Bueno, supongo que sobreviviré. ¿Puede fabricar la embajada ropa civil?

Ivan hizo una mueca.

—Si tus gustos son conservadores. Pero si quieres algo de moda para asombrar a las chicas locales, debes ir a otro sitio.

—Con Galeni como carabina, tengo la impresión de que no voy a poder ir muy lejos —suspiró Miles—. Tendrá que valer.

Miles contempló la manga verde bosque de su uniforme de gala barrayarés, alisó el puño y alzó la barbilla para acomodar mejor la cabeza al cuello alto. Casi había olvidado lo incómodo que era aquel maldito cuello. Por delante, los rectángulos rojos de su rango de teniente se le clavaban en la mandíbula; por detrás, se le enganchaba en el pelo, aún sin cortar. Y las botas le daban calor. El hueso del pie izquierdo que se había roto en Dagoola aún le dolía, incluso después de que lo hubieran vuelto a romper, enderezado y tratado con estimulación eléctrica.

Con todo, el uniforme verde era su hogar. Su auténtico yo. Tal vez fuera el momento de tomarse unas vacaciones del almirante Naismith y sus intratables responsabilidades, hora de recordar los problemas más razonables del teniente Vorkosigan cuya única tarea era ahora aprender los procedimientos de una pequeña oficina y soportar a Ivan Vorpatril. Los dendarii no le necesitaban para dirigir su descanso y el rutinario avituallamiento, ni podría haber preparado una desaparición más segura y concienzuda para el almirante Naismith.

El destino de Ivan era una diminuta habitación sin ventanas situada en las entrañas de la embajada; su tarea: suministrar cientos de discos de datos a un ordenador seguro que los concentraba en resúmenes semanales de la situación de la Tierra para enviarlos al jefe Illyan y al personal general de Barrayar. Allí, supuso Miles, eran filtrados por ordenador con cientos de otros informes similares para crear la visión del universo que tenía Barrayar. Miles esperaba fervientemente que Ivan no estuviera anotando kilovatios y megavatios en la misma columna.

—Con diferencia, el grueso de este material consiste en estadísticas públicas —explicaba Ivan, sentado ante su consola y con aspecto complacido—. Variaciones de población, cifras de producción agrícola e industrial, los presupuestos militares publicados de las diversas facciones políticas. El ordenador los calibra de dieciséis formas distintas y llama la atención cuando no encajan. Como en su origen también hay ordenadores, esto no sucede demasiado a menudo… todas las mentiras son coladas antes de que lleguen a nosotros, dice Galeni. Más importante para Barrayar son los informes de movimiento de las naves que entran y salen del espacio local terrestre.

»Luego tenemos material más interesante, auténtico trabajo de espías. Hay varios centenares de personas en la Tierra a quienes esta embajada intenta seguir la pista, por una razón de seguridad u otra. Uno de los grupos mayores es el de los expatriados komarreses rebeldes.

Un gesto con la mano, y docenas de rostros se sucedieron sobre la placa vid.

—¿Ah, sí? —dijo Miles, interesado a su pesar—. ¿Tiene Galeni contactos secretos con ellos y cosas así? ¿Por eso lo han destinado aquí? Doble agente… triple agente.

—Qué más quisiera Illyan —respondió Ivan—. Por lo que sé, consideran a Galeni un apestado. Un colaborador maligno con los opresores imperialistas y todo eso.

—Sin duda no supondrán una gran amenaza para Barrayar a estas alturas y esta distancia. Refugiados…

—Algunos fueron los refugiados listos, te lo advierto, los que sacaron su dinero antes de que la cosa estallara. Algunos tuvieron relación con la financiación de la revuelta komarresa durante la Regencia… la mayoría son ahora mucho más pobres. Viejos además. Otra media generación, si la política de integración de tu padre funciona, y habrán perdido por completo el impulso; eso dice el capitán Galeni.

Ivan cogió otro disco de datos.

—Y finalmente llegamos a la auténtica patata caliente, que es seguir la pista de lo que hacen las otras embajadas. Como la cetagandana.

—Espero que estén en el otro lado del planeta —dijo Miles con toda sinceridad.

—No, la mayoría de las embajadas y los consulados galácticos están concentrados aquí, en Londres. Eso hace que vigilarnos unos a otros resulte mucho más cómodo.

—Dioses —gimió Miles—, no me digas que están al otro lado de la calle o algo por el estilo.

Ivan sonrió.

—Casi. Están a unos dos kilómetros de distancia. Asistimos mucho a las recepciones mutuas, para practicar nuestras habilidades sinuosas, y jugar al sé-que-sabes-que-sé.

Miles se sentó, hiperventilando un poco.

—Oh, mierda.

—¿Qué te pasa, primito?

—Esa gente está intentando matarme.

—No, hombre, no. Empezarían una guerra. Ahora mismo estamos en paz, más o menos, ¿recuerdas?

—Bueno, intentan matar al almirante Naismith, al menos.

—Que desapareció ayer.

—Sí, pero… uno de los motivos por los que toda la cortina de humo de los dendarii ha aguantado tanto tiempo es la distancia. El almirante Naismith y el teniente Vorkosigan nunca aparecen a menos de cientos de años luz el uno del otro. Nunca hemos sido atrapados en el mismo planeta juntos, mucho menos en la misma ciudad.

—Mientras dejes tu uniforme dendarii en mi armario, ¿quién va a hacer la conexión?

—Ivan, ¿cuántos jorobados de metro y medio, morenos y de ojos grises puede haber en este maldito planeta? ¿Crees que aquí se tropieza uno con enanos deformes a cada esquina?

—En un planeta de nueve mil millones de habitantes tiene que haber al menos seis. ¡Cálmate! —Ivan hizo una pausa—. Sabes, es la primera vez que te oigo emplear esa palabra.

—¿Qué palabra?

—Jorobado. En realidad no lo eres.

Ivan lo miró con amistosa preocupación.

Miles cerró el puño, lo abrió con gesto de desdén.

—Volvamos a los cetagandanos. Si tienen a alguien haciendo lo mismo que haces tú…

Ivan asintió.

—Lo conozco. Se llama ghem-teniente Tabor.

—Entonces saben que los dendarii están aquí, y saben que el almirante Naismith ha sido visto. Probablemente tienen una lista de todas las órdenes de compra que hemos introducido en la red de comunicación… o la tendrán pronto, cuando le presten atención. Están en guardia.

—Quizá lo estén, pero no pueden recibir órdenes de arriba más rápido que nosotros —razonó Ivan—. Y en cualquier caso, van faltos de gente. Nuestro personal de seguridad es cuatro veces superior al suyo, gracias a los komarreses. Quiero decir que esto puede ser la Tierra, pero sigue siendo una embajada menor, aún más para ellos que para nosotros. No temas —adoptó una pose en su asiento, la mano sobre el pecho—, el primo Ivan te protegerá.

—Eso no es ninguna garantía —murmuró Miles.

Ivan sonrió por el sarcasmo y volvió a su trabajo.

El día se arrastró interminablemente en la habitación tranquila e inamovible. Su claustrofobia, descubrió Miles, estaba mucho más desarrollada de lo que solía. Asimiló las lecciones de Ivan y caminó de pared a pared entre tanto.

—Podrías hacer eso el doble de rápido, ¿sabes? —observó Miles, señalando su análisis de datos.

—Pero entonces habría acabado justo después de almorzar y no tendría nada más que hacer.

—Sin duda Galeni te encontraría algo.

—Eso es lo que me temo —dijo Ivan—. El cambio de turno llegará pronto. Luego nos vamos de parranda.

—No, luego tú te vas de parranda. Yo me voy a mi habitación, como me han ordenado. Tal vez pueda recuperar el sueño, por fin.

—Eso es, piensa en positivo —dijo Ivan—. Entrenaré contigo en el gimnasio de la embajada, si quieres. No tienes buen aspecto, ¿sabes? Pálido y, um… pálido.

«Viejo —se dijo Miles—, es la palabra que acabas de evitar.» Contempló la imagen distorsionada de su rostro en el cromado de la consola. ¿Tan mal?

Ivan se golpeó el pecho.

—El ejercicio te sentará bien.

—Sin duda —murmuró Miles.

Los días adoptaron rápidamente una pauta monótona. Ivan lo despertaba en la habitación que compartían. Miles hacía un poco de ejercicio en el gimnasio, se duchaba, desayunaba y acudía a trabajar a la sala de datos. Empezaba a preguntarse si le permitirían volver a ver la maravillosa luz solar de la Tierra. Al cabo de tres días, Miles le quitó a Ivan el trabajo del ordenador y empezó a terminarlo a mediodía con el fin de disponer al menos de las horas de tarde para leer y estudiar. Devoró los procedimientos de la embajada y de seguridad, historia terrestre, noticias galácticas. Más tarde, se agotaban en el gimnasio otra vez. Las noches en que Ivan no salía, Miles veía dramas de vid con él; las noches en que salía, leía guías de viaje de todos los lugares de interés que no le permitían visitar.

Elli informaba diariamente por el enlace seguro de la situación de la Flota Dendarii, todavía en órbita. Miles, a solas con el enlace, se sentía cada vez más ansioso de aquella voz externa. Los informes de ella eran sucintos. Pero después pasaban a charlas sin importancia, ya que a Miles le resultaba cada vez más difícil cortar la comunicación, y Elli nunca le colgó. Miles fantaseó con cortejarla en su propia personalidad: ¿aceptaría una comandante una cita de un simple teniente? ¿Le gustaría siquiera lord Vorkosigan? ¿Le dejaría Galeni alguna vez abandonar el complejo de la embajada para averiguarlo?

Miles decidió que diez días de vida ordenada, ejercicio y horarios regulares habían sido malos para él. Su nivel de energía estaba a tope. A tope y embotellado en la inmovilizada personalidad de lord Vorkosigan, mientras la lista de deberes a los que se enfrentaba el almirante Naismith aumentaba y aumentaba y aumentaba…

—¿Quieres dejar de moverte, Miles? —se quejó Ivan—. Siéntate. Inspira. Quédate quietecito durante cinco minutos. Puedes hacerlo si lo intentas.

Miles recorrió una vez más la sala del ordenador, luego se arrojó sobre una silla.

—¿Por qué no me ha llamado Galeni todavía? ¡El correo del cuartel general del Sector llegó hace una hora!

—Chico, dale tiempo para ir al cuarto de baño y tomarse una taza de café. Dale tiempo para leer sus informes. Estamos en época de paz, todo el mundo tiene tiempo de sobra para sentarse a escribir informes. Les molestaría si nadie los leyera.

—Ése es el problema de las tropas mantenidas por el Gobierno —dijo Miles—, estáis mal acostumbrados. Os pagan para no hacer la guerra.

—¿No hubo una flota mercenaria que hizo eso una vez? Aparecía en la órbita de cualquier parte y cobraba… para no hacer la guerra. Funcionaba, ¿no? No eres un comandante mercenario suficientemente creativo, Miles.

—Sí, la flota de LaVarr. Funcionó bastante bien hasta que la Armada de Tau Ceti los alcanzó, y entonces lo enviaron a la cámara de desintegración.

—No tienen sentido del humor, los taucetanos.

—Ninguno —reconoció Miles—. Ni mi padre tampoco.

—Muy cierto. Bien…

La comuconsola trinó. Ivan tuvo que hacerse a un lado mientras Miles se abalanzaba hacia ella.

—¿Sí, señor? —dijo Miles, sin aliento.

—Venga a mi despacho, teniente Vorkosigan —ordenó Galeni. Su cara, tan saturnina como siempre, nada dejaba entrever.

—Sí, señor; gracias, señor —Miles cortó la comunicación y corrió hacia la puerta—. ¡Mis dieciocho millones de marcos, por fin!

—O bien eso —bromeó Ivan—, o te ha encontrado un trabajito para que hagas inventario. Tal vez te ponga a contar los peces de colores de la fuente del patio principal.

—Seguro, Ivan.

—¡Eh, es un auténtico desafío! No paran de dar vueltas, ¿sabes?

—¿Y tú cómo lo sabes? —Miles hizo una pausa, los ojos encendidos—. Ivan, ¿te ordenó hacer eso?

—Tuvo que ver con un fallo de seguridad —dijo Ivan—. Es una larga historia.

—Apuesto a que sí. —Miles dio un pequeño redoble en la mesa, y la rodeó—. Más tarde. Me voy.

Miles encontró al capitán Galeni contemplando dubitativo la pantalla de su comuconsola, como si estuviera aún en código.

—¿Señor?

—Mm. —Galeni se arrellanó en su asiento—. Bien, han llegado sus órdenes del cuartel general del Sector, teniente Vorkosigan.

—¿Y?

La boca de Galeni se tensó.

—Y confirman su asignación temporal a mi personal. Oficial y públicamente. Ahora podrá obtener su paga de teniente en mi departamento con fecha de hace diez días. Respecto a sus órdenes, son las mismas que las de Vorpatril, con el nombre cambiado. Me ayudará en lo que se le pida, se mantendrá a disposición del embajador y su esposa para servicios de escolta y, cuando el tiempo se lo permita, se aprovechará de las ventajas educativas que son únicas en la Tierra y apropiadas para su condición de oficial imperial y lord de los Vor.

—¿Qué? ¡No puede ser! ¿Qué demonios son servicios de escolta?

«Suena a chica de alterne.»

Una leve sonrisa torció la boca de Galeni.

—Principalmente, permanecer en posición de descanso en los acontecimientos sociales de la embajada y hacer de Vor para los nativos. Hay un sorprendente número de gente que encuentra a los aristócratas, incluso a los de fuera del planeta, particularmente fascinantes.

El tono de Galeni dejaba claro que encontraba esa fascinación verdaderamente peculiar.

—Comerá usted, beberá, bailará quizá… —su tono se volvió dubitativo durante un segundo—, y en líneas generales será exquisitamente amable con todo aquel a quien el embajador quiera, ah, impresionar. A veces, se le pedirá que recuerde conversaciones e informe de ellas. Vorpatril lo hace bastante bien, para mi sorpresa. Podrá explicarle los detalles.

«No necesito que Ivan me dicte notas sociales —pensó Miles—. Y los Vor son una casta militar, no la aristocracia.» ¿En qué demonios estaba pensando el cuartel general? Parecía algo extraordinariamente obtuso incluso para ellos.

Sin embargo, si no tenían ningún nuevo proyecto preparado para los dendarii, ¿por qué no aprovechar la oportunidad para que el hijo del conde Vorkosigan adquiriera un poco más de lustre diplomático? Nadie dudaba de que estaba destinado a los niveles más complicados del servicio, difícilmente podía quedar expuesto a experiencias menos variadas que Ivan. No era el contenido de las órdenes, era sólo la falta de separación de su otra personalidad lo que era tan… insospechado.

Sin embargo… informe de conversaciones. ¿Podía ser el inicio de algún tipo de trabajo especial de espionaje? Quizá venían de camino nuevos detalles clarificadores.

Ni siquiera quiso plantearse la posibilidad de que el cuartel general hubiera decidido que era por fin el momento de acabar por completo con las operaciones encubiertas de los dendarii.

—Bueno… —dijo Miles a regañadientes—, muy bien…

—Me alegro de que encuentre las órdenes de su gusto, teniente —murmuró Galeni.

Miles se ruborizó y apretó la mandíbula. Si podía encargarse de los dendarii, todo lo demás no importaba.

—¿Y mis dieciocho millones de marcos, señor? —preguntó, cuidando esta vez de expresarse en un tono humilde.

Galeni tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—No ha llegado ninguna orden de crédito con este correo, teniente. Ni mención alguna.

—¡Qué! —exclamó Miles—. ¡Tiene que haberla!

Casi se abalanzó sobre la mesa de Galeni para examinar el vid en persona, pero se contuvo justo a tiempo.

—Calculé diez días para todo el…

Su cerebro desechó los datos no deseados, repasando mentalmente: combustible, tarifas de atraque orbital, reavituallamiento, atenciones quirúrgicas-dentales-médicas, el agotado inventario de suministros, pagas, nóminas, liquidez, margen…

—¡Maldición, derramamos nuestra sangre por Barrayar! No pueden… ¡tiene que haber algún error!

Galeni abrió las manos, indefenso.

—Sin duda. Pero no está en mi poder repararlo.

—¡Solicítelo otra vez…, señor!

—Oh, lo haré.

—Aún mejor… déjeme ir como correo. Si hablara con el cuartel general en persona…

—Mm —Galeni se frotó los labios—. Una idea tentadora… no, mejor que no. Sus órdenes, al menos, fueron claras. Sus dendarii tendrán simplemente que esperar el siguiente correo. Estoy seguro de que todo se arreglará si las cosas son como usted dice.

A Miles no le pasó por alto el retintín.

Esperó un momento interminable, pero Galeni no añadió nada.

—Sí, señor —saludó y se marchó. Diez días… diez días más… diez días más como mínimo… Podrían esperar otros diez días. Pero confiaba en que, para entonces, en el cuartel general hubieran recuperado la razón de su cerebro colectivo.

La invitada femenina de más alto rango de la recepción de la tarde era la embajadora de Tau Ceti. Era una mujer esbelta de edad indeterminada, fascinante estructura ósea facial y ojos penetrantes. Miles sospechaba que su conversación sería educativa en sí misma, política, sutil y chispeante. Lástima, ya que el embajador barrayarés la había monopolizado. Miles dudaba que fuera a tener oportunidad de averiguarlo.

La matrona a cuya escolta le habían asignado mantenía su rango gracias a su marido, el lord alcalde de Londres, y ahora se entretenía con la esposa del embajador. La señora alcaldesa parecía capaz de charlar interminablemente, sobre todo de la ropa que llevaban los otros invitados. Un criado ataviado de militar (todos los criados humanos de la embajada eran miembros del departamento de Galeni) ofreció de pasada a Miles un vaso de vino lleno de un líquido pajizo que Miles aceptó con voracidad. Sí, dos o tres copas, con su baja tolerancia al alcohol, y estaría lo suficientemente aturdido para soportar incluso aquello. ¿No era exactamente el constreñido escenario social del que había escapado, a pesar de sus defectos físicos, para abrirse paso en el servicio imperial? Naturalmente, más de tres vasos y se quedaría tumbado dormido en el suelo con una sonrisita tonta en la cara, y estaría metido en graves problemas cuando despertara.

Miles tomó un buen trago y casi se atragantó. Zumo de manzana… Maldito Galeni, era concienzudo. Una rápida mirada alrededor le confirmó que no era la misma bebida que se servía a los invitados. Miles se pasó el pulgar por el alto cuello de la chaquetilla de su uniforme y sonrió tenso.

—¿Sucede algo con su vino, lord Vorkosigan? —inquirió la matrona con preocupación.

—La cosecha es un poco, ah… joven —murmuró Miles—. Quizá deba sugerir al embajador que la conserve en la bodega un poco más de tiempo.

«Hasta que yo me marche de este planeta, por ejemplo…»

El salón principal de recepciones era una cámara alta y elegante con claraboyas que debería haber resonado cavernosamente, pero estaba extrañamente silenciosa para la gran multitud que sus niveles y recovecos podían albergar. Absorbedores de sonido ocultos en alguna parte, supuso Miles… y, apostó, si sabías dónde situarte, conos de seguridad para impedir la escucha ya fuese humana o electrónica.

Tomó nota de dónde se encontraban los embajadores barrayarés y taucetano para referencias futuras; sí, incluso el movimiento de sus labios parecía algo oscurecido y difuso. Ciertos tratados de derecho de paso por el espacio local de Tau Ceti tendrían que ser renegociados pronto.

Miles y su matrona se dirigieron hacia el centro arquitectónico de la sala: la fuente y su estanque. Era una escultura graciosa y borboteante, con helechos y musgo de colores a juego. Formas doradas se movían misteriosamente en las aguas oscuras.

Miles se envaró, luego se obligó a relajarse. Un joven con el negro uniforme de gala cetagandano y las marcas de pintura amarilla y roja en la cara de un ghem-teniente se acercaba, sonriente y alerta. Intercambiaron un saludo cauteloso.

—Bienvenido a la Tierra, lord Vorkosigan —murmuró el cetagandano—. ¿Es una visita oficial, o está haciendo turismo?

Miles se encogió de hombros.

—Un poco de cada. Me han destinado a la embajada para complementar mi, ah, educación. Pero creo que tiene usted ventaja sobre mí, señor.

No era así, por supuesto. Los dos cetagandanos de uniforme y los dos que iban de paisano, más tres individuos sospechosos de ser chacales encubiertos, eran los primeros sobre quienes le habían puesto en guardia.

—Ghem-teniente Tabor, agregado militar, embajada cetagandana —recitó Tabor amablemente. Volvieron a intercambiar saludos—. ¿Estará aquí mucho tiempo, milord?

—Espero que no. ¿Y usted?

—Mi hobby es el arte del bonsái. Se dice que los antiguos japoneses trabajaban en un solo árbol hasta cien años. Aunque tal vez sólo lo parecía.

Miles desconfió del humor de Tabor, pero el teniente mantuvo el rostro tan impasible que era difícil de saber. Quizá temiera estropear la pintura de su cara.

Un cascabeleo de risas, suave como campanillas, atrajo su atención hacia el otro extremo de la fuente. Ivan Vorpatril estaba apoyado en la barandilla cromada con la cabeza inclinada hacia una melena rubia. Ella iba vestida con un traje rosa salmón y plata que parecía ondular incluso mientras estaba quieta, como ahora. Una artística trenza de cabello dorado le caía sobre un hombro blanco. Sus uñas destellaron en rosa plateado cuando gesticuló animadamente.

Tabor susurró algo, se inclinó con exquisitez sobre la mano de la matrona y siguió de largo. Miles lo vio a continuación al otro lado de la fuente, situándose cerca de Ivan… pero sospechó que no eran secretos militares lo que buscaba. No era extraño que hubiera parecido interesado en Miles sólo de refilón. Pero el acecho a la rubia fue interrumpido por una señal de su embajador, y Tabor tuvo que acompañar a los dignatarios a la salida.

—Es un joven tan agradable, lord Vorpatril —canturreó la matrona de Miles—. Lo apreciamos mucho por aquí. La esposa del embajador me ha dicho que son ustedes parientes, ¿no es así? —ladeó la cabeza, animada y expectante.

—Primos, más o menos —explicó Miles—. Ah… ¿quién es la joven dama que le acompaña?

La matrona sonrió orgullosa.

—Es mi hija, Sylveth.

Hija, por supuesto. El embajador y su esposa tenían una aguda apreciación barrayaresa de los matices del rango social. Miles, al ser el mayor del linaje familiar y por ende hijo del primer ministro conde Vorkosigan, superaba a Ivan social aunque no militarmente. Lo que significaba, oh Dios, que estaba condenado. Quedaría atrapado con todas las matronas VIP eternamente mientras que Ivan… Ivan se llevaría a todas las hijas.

—Una pareja encantadora —dijo, haciendo un esfuerzo.

—¿Verdad que sí? ¿Qué tipo de primos, lord Vorkosigan?

—¿Uh? Oh, Ivan y yo, sí. Nuestras abuelas eran hermanas. Mi abuela fue la hija mayor del príncipe Xav Vorbarra, la de Ivan la más joven.

—¿Princesas? Qué romántico.

Miles pensó en describir con detalle cómo su abuela, su hermano y la mayoría de sus hijos habían sido convertidos en carne picada durante el reino de terror del loco emperador Yuri. No, la esposa del alcalde podría considerarlo un relato de miedo pasado de moda, o aún peor, una historia romántica. Miles dudaba de que pudiera comprender la violenta estupidez de los asuntos de Yuri, con sus consiguientes huidas en todas direcciones para complicar la historia de Barrayar hasta la fecha.

—¿Posee un castillo lord Vorpatril? —inquirió ella, con segundas.

—Ah, no. Su madre, mi tía Vorpatril —«que es una barracuda social que te comería viva»—, tiene un apartamento muy bonito en la capital de Vorbarr Sultana. —Miles hizo una pausa—. Nosotros solíamos tener un castillo. Pero acabó ardiendo al final de la Era del Aislamiento.

—Un castillo en ruinas. Es casi mejor.

—Pintoresco como el infierno —le aseguró Miles.

Alguien había dejado un platito con los restos de los aperitivos apoyado en la barandilla, junto a la fuente. Miles cogió el bollito de pan y empezó a lanzar migas para los peces de colores, que se acercaron a devorarlas de un breve bocado.

Uno se negó a morder el anzuelo y permaneció acechando en el fondo. Qué interesante, un pez de colores que no comía… bueno, era una solución a los problemas de inventario de peces de Ivan. Quizás el pez testarudo era una maligna construcción cetagandana, cuyas frías escamas brillaban como si fueran de oro porque lo eran.

Miles podría sacarlo del agua de un salto felino, aplastarlo con el pie en medio de un chasquido mecánico y un chisporroteo metálico, y luego alzarlo con un grito triunfal:

—¡Ah! ¡Gracias a mi inteligencia y mis rápidos reflejos, he descubierto al espía!

Pero si sus suposiciones eran equivocadas, ah. El chirrido viscoso bajo sus botas, la matrona retrocediendo, y el hijo del primer ministro de Barrayar habría adquirido una instantánea reputación de tener serias dificultades emocionales…

—¡Ajá! —se imaginó riéndose ante la vieja horrorizada mientras las vísceras del pez se rebullían bajo sus pies—. ¡Tendría que ver lo que hago con los gatitos!

El gran pez de colores se alzó perezosamente por fin y cogió la miga con una salpicadura que ensució las pulcras botas de Miles. «Gracias, pez. Me acabas de salvar de una tremenda vergüenza social.» Naturalmente, si los artificieros cetagandanos eran realmente listos, habrían diseñado un pez mecánico que comiera de verdad y excretara un poco…

La esposa del alcalde acababa de hacer otra interesante pregunta sobre Ivan, que Miles, entretenido, no había acabado de pillar.

—Sí, es una lástima lo de su enfermedad —murmuró, y se preparaba para enzarzarse en un monólogo sobre los malignos genes de Ivan, debidos a la consanguinidad aristocrática, las zonas de radiación tras la primera guerra cetagandana y el loco emperador Yuri, cuando el comunicador que llevaba en el bolsillo trinó.

—Discúlpeme, señora. Me llaman.

«Bendita seas, Elli», pensó mientras abandonaba a la matrona para encontrar un rincón tranquilo desde donde contestar. No había cetagandanos a la vista. Encontró un hueco libre en el segundo piso e inició la comunicación.

—¿Sí, comandante Quinn?

—Miles, gracias a Dios —su voz era apremiante—. Parece que tenemos una Situación aquí, y eres el oficial dendarii más cercano.

—¿Qué tipo de situación? —no le importaban las situaciones en mayúsculas. Elli no solía dejarse llevar por el pánico ni era dada a las exageraciones. Su estómago se tensó, nervioso.

—No he podido conseguir detalles fiables, pero parece que cuatro o cinco de nuestros soldados de permiso en Londres se han encerrado en una especie de tienda con un rehén, y se enfrentan a la policía. Van armados.

—¿Nuestros chicos o la policía?

—Por desgracia, ambos. El comandante de la policía con el que hablé parecía dispuesto a manchar las paredes de sangre. Muy pronto.

—Tanto peor. ¿Qué demonios piensan que están haciendo?

—Que me aspen si lo sé. Estoy en órbita ahora mismo, preparándome para partir, pero pasarán entre cuarenta y cinco minutos y una hora antes de que consiga llegar. Tung está en una posición aún peor, ya que el vuelo suborbital desde Brasil dura dos horas. Pero creo que tú podrías estar allí en diez minutos. Ten, introduciré la dirección en tu comunicador.

—¿Cómo se ha permitido que nuestros chicos lleven armas dendarii a tierra?

—Buena pregunta, pero me temo que tendremos que reservarla para el post mortem. Es una forma de hablar —dijo, sombría—. ¿Encontrarás el lugar?

Miles miró la dirección en su lector.

—Creo que sí. Te veré allí.

De algún modo…

—Bien. Corto y cierro.

La comunicación se cortó con un chasquido.

3

Miles se metió el comunicador en el bolsillo y echó un vistazo al salón principal. La recepción iba en declive. Tal vez un centenar de asistentes constituían todavía un deslumbrante despliegue de modas terrestres y galácticas, y había un buen montón de uniformes además de los de Barrayar. Unos cuantos de los primeros en llegar se marchaban ya, franqueando las medidas de seguridad acompañados por sus escoltas barrayareses. Al parecer los cetagandanos se habían ido con sus amigos. Su escapada debía de ser oportuna más que astuta.

Ivan estaba aún charlando con su bella acompañante al otro lado de la fuente. Miles lo asaltó, implacable.

—Ivan. Reúnete conmigo en la puerta principal dentro de cinco minutos.

—¿Qué?

—Es una emergencia. Ya te lo explicaré más tarde.

—¿Qué tipo de…? —empezó a decir Ivan, pero Miles salió de la sala y se encaminó hacia los tubos ascensores del fondo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr.

Cuando la puerta de la habitación que compartía con Ivan se cerró tras él, se quitó el uniforme verde y las botas y se lanzó hacia el armario. Cogió la camiseta negra y los pantalones grises de su uniforme dendarii. Las botas barrayaresas eran una tradición de caballería; las de los dendarii de infantería. Para ir a caballo las barrayaresas eran más prácticas, aunque Miles nunca había podido explicárselo a Elli. Habría hecho falta una cabalgada de dos horas a campo traviesa y que sus pantorrillas sangraran llenas de ampollas para convencerla de que el diseño tenía otro propósito que el aspecto. Allí no había caballos.

Selló las botas de combate dendarii y se ajustó la chaquetilla blanca y gris en el aire, mientras bajaba por el tubo a máxima velocidad. Se detuvo abajo para alisarse la chaqueta, alzar la barbilla y tomar aire. Uno llamaba forzosamente la atención si jadeaba. Cogió por un pasillo alternativo y rodeó el patio principal hasta la entrada. Seguía sin haber ningún cetagandano, gracias a Dios.

Los ojos de Ivan se abrieron de par en par cuando vio acercarse a Miles. Le dirigió una sonrisa a la rubia, excusándose, y siguió a Miles hasta una de las plantas como para ocultarlo de la vista.

—¿Qué demonios…? —susurró.

—Tienes que sacarme de aquí. Hay guardias.

—¡Oh, no, no puedo! Galeni convertirá tu pellejo en alfombra si te ve con ese atuendo.

—Ivan, no tengo tiempo para discutir ni para dar explicaciones, y por eso precisamente estoy esquivando a Galeni. Quinn no me habría llamado si no me necesitara. Tengo que salir ahora.

—¡Estarás abandonando tu puesto sin permiso!

—No, si no me echan en falta. Diles… diles que me retiré a nuestra habitación debido a un terrible dolor en los huesos.

—¿Te vuelve a molestar esa osteo-como-se-llame tuya? Apuesto a que el médico de la embajada podría conseguirte ese fármaco antiinflamatorio para…

—No, no… no más que de costumbre… pero al menos es algo real. Es posible que se lo crean. Vamos. Tráela —Miles señaló con la barbilla a Sylveth, que esperaba un poco apartada mirando a Ivan con expresión intrigada en su rostro de pétalo.

—¿Para qué?

—Camuflaje.

Sonriendo entre dientes. Miles empujó a Ivan con el codo hacia la puerta.

—¿Cómo está usted? —saludó Miles a Sylveth, mientras capturaba su mano y se la colgaba del brazo—. Encantado de conocerla. ¿Está disfrutando de la fiesta? Maravillosa ciudad, Londres…

Miles decidió que Sylveth y él hacían también una bonita pareja. Miró a los guardias por el rabillo del ojo mientras pasaban. Se fijaron en ella. Con suerte, él sería un borrón gris bajito en sus recuerdos.

Sylveth miró asombrada a Ivan, pero ya se encontraban en el exterior.

—No tienes guardaespaldas —objetó Ivan.

—Me reuniré con Quinn dentro de poco.

—¿Cómo vas a volver a la embajada?

Miles se detuvo.

—Tendrás que esperar a que se me ocurra cómo hacerlo.

—¡Buf! ¿Y cuándo será?

—No lo sé.

La atención de los guardias exteriores se centró en un vehículo de tierra que se detenía en la entrada de la embajada. Miles abandonó a Ivan y cruzó corriendo la calle y se zambulló en la entrada del sistema de tubotransporte.

Diez minutos y dos conexiones más tarde, emergió para encontrarse en una sección mucho más antigua de la ciudad: arquitectura restaurada del siglo XXII. No tuvo que comprobar los números de la calle para localizar su destino. La multitud, las barricadas, las luces destellantes, los hovercoches de la policía, los bomberos, las ambulancias…

—Maldición —murmuró Miles, y echó a andar calle abajo. Paladeó las palabras en la boca, cambiando de registro, para conseguir el plano acento betano del almirante Naismith. «Oh, mierda…»

Miles supuso que el policía al mando era el que sostenía el altavoz, y no alguno de la media docena con armaduras y rifles de plasma. Se abrió paso entre la multitud y saltó la barricada.

—¿Es usted el oficial al mando?

El comisario volvió la cabeza, desconcertado, y luego la bajó. Al principio se quedó mirando, luego frunció el ceño al observar el uniforme de Miles.

—¿Es usted uno de esos psicópatas? —exigió saber.

Miles se meció sobre los talones, preguntándose cómo responder a eso. Reprimió las tres primeras respuestas que se le ocurrieron y escogió en cambio:

—Soy el almirante Miles Naismith, comandante en jefe de la Flota de Mercenarios Libres Dendarii. ¿Qué ha pasado aquí?

Se interrumpió para extender lenta y deliberadamente un dedo índice y empujar hacia el cielo la boca del rifle de plasma con el que le apuntaba una mujer acorazada.

—Por favor, querida, estoy de su parte.

Los ojos de ella destellaron desconfiados a través del visor, pero el comandante de la policía sacudió la cabeza y la mujer retrocedió unos pasos.

—Intento de robo —dijo el comisario—. Cuando la empleada trató de impedirlo, la atacaron.

—¿Robo? —inquirió Miles—. Discúlpeme, pero eso no tiene sentido. Creía que aquí todas las transacciones se hacen por créditos de ordenador. No hay dinero en metálico que robar. Debe de tratarse de algún error.

—Dinero no —dijo el comisario—. Mercancía.

La tienda, advirtió Miles por el rabillo del ojo, era una licorería. Un escaparate estaba resquebrajado. Reprimió un inoportuno temblor y continuó con voz despreocupada.

—En ese caso, no comprendo esta vigilancia con armas letales por un simple caso de hurto. ¿No se están sobrepasando un poco? ¿Dónde están sus aturdidores?

—Tienen a la mujer como rehén —dijo el comisario, sombrío.

—¿Y qué? Atúrdalos a todos, Dios reconocerá a los suyos.

El comisario le dirigió una mirada peculiar. Miles supuso que no leía su propia historia; la fuente de la cita estaba justo al otro lado del charco, por el amor de Dios.

—Dicen que han preparado un dispositivo. Dicen que toda la manzana volará por los aires. —El comisario hizo una pausa—. ¿Es posible?

Miles hizo una pausa también.

—¿Han identificado ya a alguno de esos tipos?

—No.

—¿Cómo se comunican con ellos?

—A través de la comuconsola. Al menos, hasta hace poco… parece que la han destruido hace unos minutos.

—Naturalmente, pagaremos los daños —se atragantó Miles.

—Eso no es todo lo que pagarán —gruñó el comisario.

—Bueno…

Por el rabillo del ojo, Miles vio un hovercoche con el cartel EURONEWS NETWORK que aparcaba sobre la acera.

—Creo que es hora de acabar con esto.

Se dirigió hacia la licorería.

—¿Qué va a hacer? —preguntó el comisario.

—Arrestarlos. Se enfrentarán a cargos dendarii por sacar material de la nave.

—¿Usted solo? Le dispararán. Están locos y borrachos.

—No lo creo. Si fueran a matarme mis propios soldados, tendrían oportunidades mucho mejores que ésta.

El comisario frunció el ceño, pero no lo detuvo.

Las autopuertas no funcionaban. Miles se detuvo ante el cristal un instante, indeciso, luego las aporreó. Hubo un tenue movimiento tras el vidrio iridiscente. Una pausa muy larga y las puertas se abrieron unos treinta centímetros. Miles entró de lado. Desde dentro, un hombre volvió a cerrar las puertas a mano y las atrancó con una barra de metal.

El interior de la licorería era un desastre. Miles jadeó debido a los vapores del aire, surgidos de las botellas rotas. «Podrías emborracharte sólo con respirar…» Chapoteaba al pisar la alfombra.

Miles miró a su alrededor para decidir a quién asesinar primero. El que había abierto la puerta destacaba, ya que sólo llevaba puesta la ropa interior.

—Es el almirante Naismith —siseó el portero. Se puso firmes, más o menos, y saludó.

—¿A qué cuerpo pertenece usted, soldado? —rugió Miles.

Las manos del hombre hicieron pequeños movimientos, como para ofrecer una explicación por medio de mímica. Miles no pudo sacarle su nombre.

Otro dendarii, éste de uniforme, permanecía sentado en el suelo con la espalda apoyada en una columna. Miles se agachó. Pensó en obligarlo a ponerse en pie, o al menos de rodillas, cogiéndolo por la chaqueta. Lo miró a la cara. Unos ojillos rojos como carbones encendidos en las cavernas de sus cuencas lo miraron sin reconocerlo.

—¡Uf! —murmuró Miles, y se levantó sin intentar comunicarse. La conciencia de aquel soldado estaba en algún lugar en el espacio del agujero de gusano.

—¿A quién le importa? —dijo una voz ronca desde el suelo, tras uno de los pocos estantes que no habían sido volcados con violencia—. ¿A quién demonios le importa?

«Oh, aquí tenemos hoy a la flor y nata, ¿no?», pensó Miles con amargura. Una persona erecta surgió de detrás del estante.

—No puede ser. Había desaparecido otra vez… —dijo.

Al fin alguien a quien Miles conocía por su nombre. Demasiado bien. Más explicaciones para el caso eran casi innecesarias.

—Ah, soldado Danio. Me alegra verle aquí.

Danio consiguió ponerse firmes, alzándose sobre Miles. Una antigua pistola, las cachas llenas de muescas, colgaba amenazante de su gruesa mano. Miles la señaló.

—¿Es ésta el arma mortal que me han dicho que venga a recoger? Hablaban como si hubieran bajado aquí la mitad de nuestro maldito arsenal.

—¡No, señor! —dijo Danio—. Eso iría contra las ordenanzas.

Acarició afectuosamente la pistola.

—Es de mi propiedad. Porque nunca se sabe. Hay locos por todas partes.

—¿Llevan ustedes otras armas?

—Yalen tiene su cuchillo de monte.

Miles logró controlar un retortijón de alivio prematuro. Al fin y al cabo, si aquellos subnormales actuaban por su cuenta, la Flota Dendarii tal vez no se viera involucrada oficialmente en aquel asunto.

—¿Sabían que llevar armas es un delito criminal en esta jurisdicción?

Danio lo meditó.

—Mariquitas —comentó por fin.

—En cualquier caso —dijo Miles con firmeza—, voy a tener que recogerlas y llevarlas a la nave insignia.

Miles se asomó detrás del estante. El hombre que estaba en el suelo (Yalen, presumiblemente) tenía en las manos un enorme pedazo de acero adecuado para abrir a un ciervo entero, si llegaba a encontrar uno bramando por las calles metálicas y las aeropistas de Londres. Miles, tras pensárselo, se lo pidió.

—Entrégueme ese cuchillo, soldado Danio.

Danio soltó el arma de la tenaza de su camarada.

—Nooo… —dijo el que estaba en posición horizontal.

Miles respiró más tranquilo cuando tuvo las dos armas en las manos.

—Ahora, Danio… rápido, porque se están poniendo nerviosos ahí fuera… ¿Qué ha pasado aquí exactamente?

—Bueno, señor, estábamos celebrando una fiesta. Habíamos alquilado una habitación —señaló con la cabeza al portero medio desnudo que escuchaba cerca—. Nos quedamos sin suministros y vinimos aquí a comprar más, porque estaba cerquita. ¡Lo teníamos todo preparado y empaquetado, y entonces la zorra no quiso aceptar nuestro crédito! ¡Buen crédito dendarii!

—¿La zorra…? —Miles miró en derredor y más allá del desarmado Yalen. «Oh, dioses…» La empleada de la tienda, una mujer regordeta de mediana edad, yacía de costado en el suelo al otro lado del estante, amordazada, atada con la chaqueta del soldado desnudo y sus pantalones.

Miles desenfundó el cuchillo de monte y se acercó. La mujer emitió histéricos sonidos guturales.

—Yo de usted no la soltaría —advirtió el soldado desnudo—. Hace un montón de ruido.

Miles se detuvo y estudió a la mujer. Su pelo gris destacaba salvajemente, excepto allí donde lo tenía pegado al cuello y la frente por el sudor. Sus ojos aterrorizados giraron enloquecidos; se debatió contra las ligaduras.

—Mm.

Miles se guardó el cuchillo en el cinturón temporalmente. Leyó por fin el nombre del soldado desnudo en su uniforme, e hizo una desagradable conexión mental.

—Xaviera. Sí, ahora lo recuerdo. Se portó usted bien en Dagoola.

Xaviera se enderezó aún más.

Maldición. Se acabó su incipiente plan de entregar a todo el grupo a las autoridades locales y rezar para que estuvieran aún en la cárcel cuando la flota abandonara la órbita. ¿Podría separar de algún modo a Xaviera de sus indignos camaradas? Ay, parecía que todos estaban en aquello juntos.

—Así que ella no quiso aceptar sus tarjetas de crédito. Usted, Xaviera… ¿qué pasó a continuación?

—Er… se intercambiaron insultos, señor.

—¿Y?

—Los nervios se desbocaron un tanto. Se lanzaron botellas y cayeron al suelo. La mujer llamó a la policía. Recibió un puñetazo —Xaviera miró con cautela a Danio.

Miles captó la falta de protagonistas de toda la acción en la sintaxis de Xaviera.

—¿Y?

—Y la policía llegó. Y les dijimos que volaríamos el lugar en pedazos si trataban de entrar.

—¿Y tienen ustedes los medios para llevar a cabo esa amenaza, soldado Xaviera?

—No, señor. Fue todo un farol. Intentaba pensar… bueno, qué haría usted en esta situación, señor.

«Éste es demasiado observador. Aunque esté como una cuba», pensó Miles con amargura. Suspiró y se pasó las manos por el pelo.

—¿Por qué no quiso aceptar sus tarjetas de crédito? ¿No son las Universales Terrestres que les asignaron en el espaciopuerto? No intentarían colarle las que quedaron de Mahata Solaris, ¿no?

—No, señor —dijo Xaviera. Sacó su tarjeta para probarlo. Parecía en orden. Miles se volvió con intención de pasarla por la comuconsola del mostrador, sólo para descubrir que había sido hecha pedazos de un disparo. El agujero de bala de la placa estaba centrado con precisión y debía de haber sido considerado el tiro de gracia, aunque la comuconsola aún emitía leves ruiditos de vez en cuando. Miles añadió su precio a la factura que llevaba ya en mente, y dio un respingo.

—De hecho —Xaviera se aclaró la garganta—, fue la máquina la que la escupió, señor.

—No tendría que haber hecho eso —empezó a decir Miles—, a menos…

«A menos que suceda algo en la central de cuentas», pensó. Sintió la boca del estómago súbitamente helada.

—Lo comprobaré —prometió—. Mientras tanto, tenemos que acabar con este asunto y sacarlos de aquí sin que los policías locales los frían a tiros.

Danio señaló excitado la pistola que Miles empuñaba.

—Podríamos abrirnos paso por detrás. Echar a correr hacia el tubo más cercano.

Miles, momentáneamente sin habla, pensó en cargarse a Danio con su propia pistola. El hombre se salvó solamente porque Miles tuvo en cuenta que el retroceso podría romperle el brazo. Se había roto la mano derecha en Dagoola y el recuerdo del dolor estaba aún fresco.

—No, Danio —dijo Miles cuando pudo controlar su voz—. Vamos a salir tranquilamente… muy tranquilamente, por la puerta principal. Y nos vamos a rendir.

—Pero los dendarii no se rinden nunca —dijo Xaviera.

—Esto no es una base de instrucción —dijo Miles con paciencia—. Es una licorería. O al menos lo era. Aún más, ni siquiera es nuestra licorería. —«Aunque sin duda me veré obligado a comprarla.»—. Piensen en los policías de Londres no como en sus enemigos, sino como en sus mejores amigos. Lo son, ¿saben? Porque —miró fríamente a Xaviera—, hasta que ellos acaben con ustedes, yo no podré empezar.

—Ah —dijo Xaviera, sometido por fin. Tocó a Danio en el brazo—. Sí. Tal vez… tal vez será mejor que dejemos que el almirante nos lleve a casa, ¿eh, Danio?

Xaviera puso en pie al ex propietario del cuchillo de monte. Tras pensarlo un momento, Miles se situó silenciosamente detrás del de los ojos rojos, sacó su aturdidor de bolsillo y le disparó una ligera descarga en la base del cráneo. El de los ojos rojos se desplomó de lado. Miles rezó para que aquel estímulo final no le provocara un shock traumático. Sólo Dios sabía qué cóctel químico llevaba encima, pero seguro que no era de alcohol solamente.

—Cójalo por la cabeza —ordenó Miles a Danio—, y usted, Yalen, por los pies.

De esa forma, los tres quedaban inmovilizados de forma muy efectiva.

—Xaviera, abra la puerta, ponga las manos sobre la cabeza y camine, sin correr, hasta el lugar donde se entregará para que lo arresten. Danio, sígalo. Es una orden.

—Ojalá tuviéramos al resto de la tropa —murmuró Danio.

—La única tropa que necesitan es una tropa de expertos legales —dijo Miles. Miró a Xaviera y suspiró—. Les enviaré una.

—Gracias, señor —contestó Xaviera, y avanzó con solemnidad. Miles cubrió la retaguardia, apretando la mandíbula.

Parpadeó ante la luz de la calle. Su pequeña patrulla cayó en los brazos de los policías que esperaban. Danio no luchó cuando empezaron a esposarlo, aunque Miles sólo se relajó cuando vio que conectaban por fin el campo de maraña. El comisario de policía se acercó, tomando aire para hablar.

Un suave ¡foomp! surgió de la puerta de la licorería. Llamas azules lamieron la acera.

Miles gritó, se dio la vuelta y corrió como un loco tomando una gran bocanada de aire. Atravesó las puertas de la licorería, se zambulló en la oscuridad y sorteó el mostrador. La alfombra empapada de alcohol estaba ardiendo; las llamas, como cortinas de trigo dorado, corrían alocadamente tras el humo. El fuego avanzaba hacia la mujer atada en el suelo. Al cabo de un instante su pelo sería un terrible halo…

Miles se abalanzó hacia ella, se la cargó al hombro, luchó por ponerse en pie. Habría jurado que notaba sus huesos combarse. La mujer pataleó, sin colaborar para nada. Miles caminó dando tumbos hacia la salida, brillante como la boca de un túnel, como la puerta de la vida. Sus pulmones latían, buscando oxígeno contra sus labios cerrados. Tiempo total, once segundos.

Al duodécimo segundo, la habitación que dejaban atrás se iluminó, rugiendo. Miles y su carga cayeron a la acera; mientras las llamas les lamían las ropas, ellos rodaban una y otra vez. La gente chillaba y gritaba desde una distancia indeterminada. El tejido del uniforme dendarii, preparado para el combate, ni se derretiría ni ardería, pero seguía siendo una mecha apetecible para los líquidos volátiles que lo manchaban. El efecto era terriblemente espectacular. Pero la ropa de la pobre empleada no constituía la misma protección…

Miles se atragantó con la andanada de espuma con la que los roció el bombero que había saltado dispuesto a intervenir. Debía de haber estado esperando este momento. La policía de aspecto asustado aferraba ansiosa su rifle de plasma, completamente sobrante ahora. La espuma del extintor era como la de la cerveza, aunque no sabía tan bien. Miles escupió los asquerosos productos químicos y permaneció tendido un instante, jadeando. Dios, qué bueno era el aire. Nadie lo alababa lo suficiente.

—¡Una bomba! —gritó el comandante de policía.

Miles se tumbó de espaldas, apreciando la rendija de cielo azul que le mostraban sus ojos, milagrosamente nítidos, ilesos, sin quemaduras.

—No —jadeó tristemente—, coñac. Montones de botellas de coñac carísimo. Y alcohol barato. Probablemente prendido por un cortocircuito de la comuconsola.

Se apartó para dejar paso a los bomberos ataviados de blanco. Uno de ellos lo ayudó a ponerse en pie y lo alejó del edificio en llamas. Se quedó mirando a una persona que le apuntaba con una pieza de equipo que le pareció, durante un confuso momento, un cañón de microondas. El arrebato de adrenalina lo barrió sin efecto, no le quedaba capacidad de respuesta. La persona le farfullaba. Miles parpadeó, aturdido, y el cañón de microondas se convirtió en una cámara de holovid.

Deseó que hubiera sido un cañón de verdad…

La empleada de la licorería, liberada por fin, le señalaba y gritaba y chillaba. Para ser alguien a quien acababan de salvar de una muerte horrible, no parecía muy agradecida. El holovid la enfocó un instante, hasta que el personal de la ambulancia se la llevó. Miles supuso que le suministrarían un sedante. Se la imaginó llegando a casa esa noche, con su marido y sus hijos… «¿Y cómo te ha ido el trabajo en la tienda hoy, querida…?» Se preguntó si aceptaría dinero por su silencio y, si era así, cuánto.

Dinero, oh, Dios…

—¡Miles! —la voz de Elli Quinn por encima de su hombro le hizo dar un salto—. ¿Lo tienes todo bajo control?

En el tubo que los conducía al espaciopuerto de Londres, la gente se los quedaba mirando. Miles, al verse en una pared de espejo mientras Elli compraba los billetes, no se sorprendió. El elegante y atildado lord Vorkosigan que había visto por última vez mirándolo antes de la recepción de la embajada se había transmutado, como un hombre lobo, en un monstruito degradado. Su uniforme mojado, chamuscado y arrugado estaba salpicado de pequeños trocitos de espuma seca. La pechera blanca de su chaquetilla estaba sucia. Tenía la cara tiznada, la voz cascada, los ojos rojos y fieros por la irritación causada por el humo. Apestaba a humo y sudor y licor, sobre todo a licor. Se había revolcado en él, después de todo. La gente que se les acercaba en la cola captaba una vaharada y se apartaba. Los policías, gracias a Dios, se habían quedado con la pistola y el cuchillo, requisados como pruebas. Con todo, Elli y él tenían el vagón burbuja para ellos solos.

Miles se hundió en su asiento con un gruñido.

—Vaya guardaespaldas que eres —le dijo a Elli—. ¿Por qué no me protegiste de esa entrevistadora?

—No intentaba dispararte. Además, acababa de llegar. No podía decirle lo que había sucedido.

—Pero eres mucho más fotogénica. Habría mejorado la imagen de la Flota Dendarii.

—Los holovids me dejan muda. Pero tú parecías bastante tranquilo.

—Intentaba restarle importancia. «Los muchachos siempre serán muchachos», ríe el almirante Naismith, mientras al fondo sus soldados queman Londres…

Elli sonrió.

—Además, no estaban interesados en mí. No fui yo el héroe que se abalanzó hacia un edificio en llamas… por los dioses, cuando saliste rodando de ese incendio…

—¿Lo viste? —Miles se animó un poquitín—. ¿Salió bien en las tomas largas? Tal vez compense lo de Danio y su alegre pandilla en la mente de nuestra ciudad anfitriona.

—Resultaba aterrador —ella se estremeció—. Me sorprende que no tengas quemaduras graves.

Miles alzó las cejas chamuscadas y se metió la mano izquierda quemada bajo el brazo derecho.

—No ha sido nada. Ropa protectora. Me alegro de que no todo nuestro equipo tenga defectos de diseño.

—No sé. Si he de serte sincera, me da miedo el fuego desde… —se tocó la cara con la mano.

—Es lógico. Se encargaron de todo el asunto mis reflejos espinales. Cuando mi cerebro por fin controló el cuerpo, todo se había acabado, y empecé a temblar. He visto unos cuantos incendios, en combate. No pensé más que en correr, porque cuando los incendios alcanzan cierto punto se extienden rápido.

Miles se abstuvo de confesar sus otras preocupaciones sobre los aspectos de seguridad de aquella maldita entrevista. Ya era demasiado tarde, aunque su imaginación jugueteaba con la idea de una incursión dendarii secreta a Euronews Network para destruir el disco vid. Tal vez estallara la guerra, o se estrellara una lanzadera, o en el Gobierno hubiera un grave escándalo sexual y todo el incidente de la licorería fuera archivado en las prisas por cubrir las otras noticias. Además, los cetagandanos sin duda sabían ya que el almirante Naismith había sido visto en la Tierra. Desaparecía muy pronto para volver a ser lord Vorkosigan, quizá permanentemente esta vez.

Miles salió del tubo agarrándose la espalda.

—¿Los huesos? —preguntó Elli, preocupada—. ¿Le ha pasado algo a tu columna?

—No estoy seguro —él avanzó junto a ella, bastante encorvado—. Espasmos musculares… esa pobre mujer debía de ser más gorda de lo que me pareció. La adrenalina te engaña…

No se sentía mejor cuando su pequeña lanzadera de personal amarró en la Triumph, la nave insignia dendarii en órbita. Elli insistió en visitar la enfermería.

—Tirón muscular —dijo fríamente la cirujana después de examinarlo—. Guarde cama una semana.

Miles hizo falsas promesas y salió aferrando un frasco de píldoras con la mano vendada. Estaba bastante seguro de que el diagnóstico de la cirujana era correcto, pues el dolor remitía ahora que se hallaba a bordo de su propia nave. Podía sentir la tensión de su cuello ceder por fin, y esperaba que continuara menguando. Empezaba a librarse de la subida de adrenalina también. Era mejor zanjar aquel asunto allí, mientras aún podía caminar y hablar al mismo tiempo.

Se puso bien la chaqueta, frotó inútilmente las manchas blancas y alzó la barbilla antes de entrar en el santuario de la contable de la flota.

Era por la tarde, hora de la nave (sólo una hora de diferencia con Londres), pero la contable de los mercenarios continuaba aún en su puesto. Vicki Bone era una mujer precisa, de edad mediana, fornida, decididamente una técnica, no una soldado; su voz normal era un tranquilo canturreo. Se giró en su asiento y le preguntó:

—¡Oh, señor! ¿Tiene ya la transferencia de crédi…? —advirtió su aspecto y su voz recuperó el timbre habitual—. Santo Dios, ¿qué le ha sucedido?

Tras un segundo de indecisión, saludó.

—Eso es lo que vengo a averiguar, teniente Bone.

Miles enganchó un segundo asiento en las abrazaderas del suelo y le dio la vuelta para sentarse a horcajadas con los brazos apoyados en el respaldo. Tras dudar también él un segundo, le devolvió el saludo.

—Tenía entendido que informó usted ayer de que todos nuestros pedidos de suministros no esenciales para el mantenimiento de la vida a bordo estaban en suspenso y nuestro crédito en Tierra bajo control.

—Temporalmente bajo control —replicó ella—. Hace catorce días me dijo usted que tendríamos una transferencia de créditos al cabo de diez días. Traté de reducir los gastos al mínimo. Hace cuatro días me dijo usted que pasarían otros diez días…

—Como mínimo —confirmó Miles, sombrío.

—He vuelto a reducir los gastos cuanto he podido, pero ha habido que pagar algunas cosas para conseguir que se prolongara el crédito otra semana. Nos hemos estado quedando peligrosamente sin fondos de reserva desde Mahata Solaris.

Miles pasó cansinamente un dedo por el respaldo del asiento.

—Sí, tal vez tendríamos que haber seguido directamente hasta Tau Ceti.

Demasiado tarde ya. Si al menos estuvieran tratando con el cuartel general de Seguridad del Sector Dos…

—Tendríamos que haber dejado dos tercios de la flota en la Tierra de todas formas, señor.

—Y no quise dividir el convoy, lo sé. Pero si nos quedamos aquí mucho más, ninguno de nosotros podrá marcharse… un agujero negro financiero. Mire, active sus programas y dígame qué ha pasado con la cuenta de crédito de personal a eso de las 16.00, hora de Londres.

—¿Mm?

Sus dedos conjuraron arcanos y pintorescos bancos de datos en la consola de su holovid.

—Oh, cielos. No tendría que haber hecho eso. ¿Dónde ha ido el dinero…? Ah, anulación directa. Eso lo explica.

—Explíquemelo a mí —instó Miles.

Ella se volvió.

—Bueno, naturalmente, cuando la flota se halla estacionada durante cierto tiempo en algún lugar que tenga una red financiera, no dejamos nuestros activos paralizados.

—¿No?

—No, no. Todo lo que no haga falta de modo inmediato se mantiene el máximo tiempo posible en algún tipo de inversión a corto plazo que genere intereses. Así, todas nuestras cuentas de crédito se encuentran bajo el mínimo legal; cuando hay que pagar una factura la paso al ordenador y saco lo suficiente de la cuenta de inversión para cubrir la deuda de la cuenta de crédito.

—¿Y, er, merece la pena correr el riesgo?

—¿Riesgo? ¡Es una buena práctica básica! Ganamos más de cuatro mil créditos federales GSA en intereses y dividendos la semana pasada, hasta que nos pasamos del mínimo establecido.

—Oh.

Miles tuvo una momentánea visión: se vio renunciando a la guerra para jugar a la bolsa. ¿La Compañía de Acciones de los Mercenarios Dendarii Libres? Por desgracia, el Emperador tal vez tuviera un par de palabritas que decir al respecto…

—Pero esos idiotas —la teniente Bone indicó el esquema que representaba su versión de las aventuras de Danio esa tarde— intentaron contactar directamente con la cuenta a través de su número, en vez de a través de la cuenta central de la flota, como se le ha dicho que haga a todo el mundo. Y estamos tan cortos de fondos ahora mismo que rebotó. A veces me parece estar hablando con sordos.

Más extrañas gráficas de barras florecieron bajo sus dedos.

—¡Pero sólo puedo desviar y desviar por un tiempo limitado, señor! La cuenta de inversión ya está a cero, así que no genera ningún dinero extra. No estoy segura de que podamos aguantar diez días más. Y si la transferencia de crédito no llega, entonces… —alzó las manos— ¡toda la Flota Dendarii podría empezar a caer en manos de los acreedores!

—Oh.

Miles se frotó el cuello. Se había equivocado, su dolor de cabeza no mejoraba.

—¿No hay nada que pueda hacer pasando de cuenta en cuenta para crear, er… dinero virtual? ¿Temporalmente?

—¿Dinero virtual? —los labios de la teniente se arrugaron en gesto de repulsa.

—Para salvar la flota. Igual que en combate. Contabilidad mercenaria… —unió las manos, entre las rodillas, y le sonrió esperanzado—. Naturalmente, si está más allá de sus habilidades…

Las aletas de la nariz de la teniente Bone se hincharon.

—Por supuesto que no. Pero eso que usted pide se basa principalmente en lapsos de tiempo. La red financiera de la Tierra está plenamente integrada; no hay lapsos de tiempo a menos que quieras empezar a convertirla en interestelar. Pero le diré qué podría funcionar… —Su voz se apagó—. Bueno, tal vez no…

—¿Qué?

—Vaya a un banco importante y pida un préstamo a largo plazo sobre, digamos, un bien de valor considerable.

Sus ojos, al mirar en derredor, se referían a la Triumph y revelaban qué clase de bien de valor tenía en mente.

—Puede que tengamos que ocultarles otros gravámenes destacados y el grado de depreciación, por no mencionar ciertas ambigüedades sobre lo que pertenece o no pertenece a la corporación de la flota o a los capitanes… pero al menos sería dinero de verdad.

¿Y qué diría el comodoro Tung cuando descubriera que Miles había hipotecado su nave? Pero Tung no estaba allí. Estaba de permiso. Todo podría estar resuelto para cuando regresara.

—Tendremos que pedir dos o tres veces la cantidad que realmente necesitamos, para asegurarnos de recibir suficiente —continuó la teniente Bone—. Usted tendría que firmar, como oficial al mando.

El almirante Naismith tendría que firmar, reflexionó Miles. Un hombre cuya existencia legal era estrictamente… virtual, aunque no se podía esperar que un banco terrestre lo descubriera. Los dendarii apoyaban convincentemente su identidad. Quizás aquél fuese uno de los movimientos más seguros que había hecho jamás.

—Adelante, teniente Bone. Hágalo. Um… use la Triumph, es lo más grande que tenemos.

Ella asintió y enderezó los hombros recuperando parte de su habitual serenidad.

—Sí, señor. Gracias, señor.

Miles suspiró y se puso en pie. Sentarse había sido un error; sus cansados músculos le pasaron factura. La teniente arrugó la nariz cuando lo olió al pasar. Quizá debiera invertir unos minutos en lavarse. Ya sería bastante difícil explicar su desaparición, cuando regresara a la embajada, para tener que dar explicaciones sobre su aspecto.

—Dinero virtual —oyó murmurar con desaprobación a la teniente Bone mientras salía—. Santo Dios.

4

Para cuando Miles terminó de ducharse y acicalarse y se puso un uniforme limpio y un brillante par de botas, las píldoras habían hecho su efecto y no sentía ningún dolor. Cuando se dio cuenta de que silbaba mientras se rociaba de loción para el afeitado y se ajustaba un pañuelo de seda negra bastante llamativo y solamente semi-reglamentario, y se colocó la chaquetilla blanca y gris, decidió que sería mejor reducir la dosis para la próxima vez. Se sentía demasiado bien.

Lástima que el uniforme dendarii no incluyera una boina que uno pudiera colocar en ángulo atrevidamente ladeado. Podría ordenar que añadieran una. Probablemente Tung lo aprobaría: tenía la teoría de que los uniformes llamativos ayudaban a captar reclutas y subir la moral.

Miles no estaba completamente seguro de que así no acabarían adquiriendo un montón de reclutas que quisieran jugar a los disfraces. Al soldado Danio tal vez le gustara una boina… Miles descartó la idea.

Elli Quinn le esperaba pacientemente en el pasillo de la compuerta de la lanzadera número seis. Se puso en pie con gracilidad y se le adelantó, diciendo:

—Será mejor que nos demos prisa. ¿Cuánto tiempo piensas que podrá cubrirte tu primo en la embajada?

—Sospecho que ya es una causa perdida —dijo Miles, atándose junto a ella. Como el prospecto de las píldoras advertía de los riesgos de manejar equipo, dejó que la comandante pilotara de nuevo. La pequeña lanzadera se apartó suavemente del costado de la nave insignia y empezó a caer en su pauta orbital.

Miles meditó morosamente sobre la recepción que le esperaba cuando apareciera de vuelta en la embajada. Confinado a sus habitaciones era lo menos que cabía esperar, aunque podría alegar circunstancias atenuantes por si acaso. No le apetecía nada tener que cargar con esa pena. Aquí estaba, en la Tierra, en una cálida noche de verano, con una amiga hermosa y brillante. Sólo eran (miró su cronómetro) las 23.00. La vida nocturna estaría comenzando. Londres, con su enorme población, era una ciudad que nunca descansaba. Se le aceleró el corazón inexplicablemente.

Sin embargo, ¿qué podían hacer? Beber quedaba descartado; Dios sabía qué iba a sucederle si añadía alcohol a su actual carga farmacológica; no mejoraría su coordinación, sin duda. ¿Un espectáculo? Los mantendría inmovilizados un buen rato, algo que no era demasiado seguro. Mejor hacer alguna cosa que los mantuviera en marcha.

Al diablo con los cetagandanos. Estaba perdido si se convertía en rehén del simple miedo hacia ellos. Que el almirante Naismith disfrutara de una última correría antes de que volvieran a guardarlo en el cajón. Las luces del espaciopuerto parpadearon bajo ellos, se alzaron para atraerlos. Mientras rodaban por su pista alquilada (ciento cuarenta GSA federales por día) con su guardia dendarii a la espera. Miles estalló:

—Ey, Elli. Vamos… vámonos a ver escaparates.

Y así se encontraron paseando por un centro comercial de moda a medianoche. Allí, para el visitante con dinero, se exponían mercancías no sólo de la Tierra, sino de toda la galaxia. Los transeúntes eran un desfile que merecía ser contemplado por derecho propio, para el estudiante de modas y tendencias. Se llevaban las plumas aquel año, y la seda sintética, el cuero y la piel, en un revival de tejidos primitivos naturales del pasado. Y la Tierra tenía un montón de pasado que revivir. La joven dama del… atuendo vikingo-azteca, supuso Miles, que paseaba del brazo de un joven con botas del siglo XXIV y plumas le llamó particularmente la atención. Quizás una boina dendarii no fuera algo demasiado arcaico y poco profesional después de todo.

Elli, observó Miles tristemente, no se relajaba ni disfrutaba de aquello. Su atención hacia los peatones estaba más en la línea de la caza de armas ocultas y movimientos bruscos. Pero se detuvo por fin realmente intrigada ante una tienda que anunciaba discretamente: PIELES CULTIVADAS, UNA DIVISIÓN DE BIOINGENIERÍAS GALATECH. Miles la condujo al interior.

La zona de exposiciones era espaciosa, un claro indicativo de la gama de precios en la que operaban. Abrigos de zorro rojo, alfombras de tigre blanco, chaquetas de leopardo extinto, chillones bolsos de lagarto perlado de Tau Ceti, y botas y cinturones, chalecos de macaco blancos y negros… una pantalla holovid pasaba un programa continuo explicando que la mercancía no procedía de la matanza de animales vivos, sino de los tubos de ensayo y las tinas de la división de ocio de GalaTech. Se ofrecían diecinueve especies extinguidas en colores naturales. Para la línea de otoño, aseguraba el vid, venían el cuero de rinoceronte arco iris y el zorro blanco en tonos pastel. Elli hundió las manos hasta las muñecas en algo que parecía una explosión de gato persa albaricoque.

—¿Pierde pelo? —preguntó Miles, divertido.

—En absoluto —les aseguró el vendedor—. Las pieles cultivadas de GalaTech están garantizadas para no gastarse, pelarse ni desteñir. También son resistentes a las manchas.

Una enorme piel satinada negra ronroneó entre los brazos de Elli.

—¿Qué es esto? No es un abrigo…

—Ah, es un nuevo artículo muy popular —dijo el vendedor—. Lo último en sistemas de realimentación biomecánica. La mayoría de los artículos de piel que ven ustedes aquí son cueros corrientes teñidos… pero ésta es una piel viva. Este modelo es adecuado para una manta, una colcha o una alfombra. Se están confeccionando varios tipos de vestidos para el año que viene con ella.

—¿Una piel viva? —ella alzó las cejas, encantada.

El vendedor se puso de puntillas en un eco inconsciente: el rostro de Elli producía su efecto habitual sobre los no iniciados.

—Una piel viva —asintió el vendedor—, pero sin ninguno de los defectos del animal vivo. No pierde pelo, ni come ni —tosió discretamente— necesita un cajón de arena.

—Espere —dijo Miles—. ¿Cómo lo anuncian como vivo, entonces? ¿De dónde saca la energía, si no es por la descomposición química de los alimentos?

—Una red electromagnética en el nivel celular capta pasivamente la energía del entorno: ondas de holovid y similares. Y cada mes o así, si parece estar gastándose, pueden darle una ayudita metiéndola en el microondas unos minutos a baja potencia. Pieles Cultivadas, sin embargo, no se responsabiliza del mal uso por parte de los propietarios.

—Eso sigue sin hacer que esté viva —objetó Miles.

—Le aseguro que esta manta fue compuesta con los mejores genes de felix domesticus. También tenemos en stock el persa blanco y las franjas color chocolate de los siameses, en los colores naturales. Tengo muestras de otros tonos decorativos que pueden ser ordenados en cualquier tamaño.

—¿Le hicieron eso a un gato? —Miles se atragantó mientras Elli cogía en brazos la gran piel sin huesos.

—Acaríciela —instruyó el vendedor, ansioso.

Ella así lo hizo, y se echó a reír.

—¡Ronronea!

—Sí. También tiene una orientación termotáxica programable… en otras palabras, se enrosca.

Elli se la puso al cuello. La piel negra cayó en cascada sobre sus pies como la cola del vestido de una reina; se frotó la mejilla con el sedoso pelaje.

—¿Qué inventarán luego? Oh, cielos. Dan ganas de frotártela por toda la piel.

—¿Sí? —murmuró Miles, dubitativo. Luego se le dilataron las pupilas cuando imaginó a Elli, con su maravillosa piel, acariciándose con aquella cosa peluda—. ¿Sí? —dijo en un tono completamente distinto. Sus labios dibujaron una ansiosa sonrisa. Se volvió hacia el vendedor—. Nos la llevamos.

Se encontró en un apuro cuando sacó la tarjeta de crédito, la miró y cayó en la cuenta de que no podía emplearla. Era la del teniente Vorkosigan, completamente dependiente de su paga de la embajada y plenamente comprometido en su actual misión. Quinn, a su lado, le miró por encima del hombro al ver su vacilación. Miles ladeó la tarjeta para que pudiera verla, oculta en su palma, y sus ojos se encontraron.

—Ah… no —reaccionó ella—. No, no —sacó su cartera.

«Tendría que haber preguntado el precio primero», pensó Miles mientras salían de la tienda llevando el molesto bulto en su elegante envoltorio de plástico plateado. El paquete, los había convencido por fin el vendedor, no requería agujeros de ventilación. Bueno, la piel le había encantado a Elli, y una oportunidad para encantar a Elli no era algo que perder por mera imprudencia (u orgullo) por su parte. Se la pagaría más tarde.

Pero ahora, ¿adónde ir para probarla? Miles trató de pensar mientras salían del centro comercial y se dirigían al acceso de tubo más cercano. No quería que la noche terminara. No sabía qué quería. No, sabía perfectamente bien lo que quería, sólo que no sabía si lograría obtenerlo.

Elli, sospechó, no sabía hasta dónde lo habían llevado sus pensamientos. Un poco de romance colateral era una cosa; el cambio de carrera que pensaba proponerle (bonita expresión, por cierto) daría un vuelco a su existencia. Elli, nacida en el espacio, que llamaba comedores de polvo a los que vivían en la superficie; Elli, que tenía planes propios para su carrera; Elli, que caminaba por tierra con el dudoso desdén de una sirena salida del agua. Elli era un país independiente. Una isla. Y él era un idiota y aquello no podía continuar sin ser resuelto mucho más tiempo o estallaría.

Una vista de la famosa luna de la Tierra, calculó Miles, era lo que necesitaban, preferiblemente brillando sobre el agua. El viejo río de la ciudad, por desgracia, era subterráneo en aquel sector. Había sido canalizado en tuberías arteriales por la explosión arquitectónica del siglo XXIII que había cubierto con una cúpula la mitad del paisaje no ocupado por torres deslumbrantes y arquitectura histórica preservada. Quietud, un lugar tranquilo y privado, no era algo fácil de encontrar en una ciudad de tantos millones de habitantes.

«La tumba es un lugar bonito y privado, pero nadie, creo, quiere allí abrazarse…» Los letales flashbacks de Dagoola habían remitido en las últimas semanas, pero éste lo cogió de improviso en un tubo elevador corriente que bajaba hasta el sistema de coches burbuja. Elli caía, arrancada de su torpe asidero por un sañudo vórtice (defecto de diseño en el sistema antigravedad), engullida por la oscuridad…

—¡Miles, ay! —se quejó Elli—. ¡Suéltame el brazo! ¿Qué pasa?

—Caemos —jadeó Miles.

—Claro que caemos, éste es el tubo de descenso. ¿Te encuentras bien? Deja que te mire las pupilas.

Se agarró a un asidero y se acercó a la pared del tubo, alejándose de la zona central de tráfico rápido. Los londinenses noctámbulos continuaban pasando ante ellos. El infierno se había modernizado, decidió Miles descabelladamente, y aquello era un río de almas perdidas que borboteaba hacia algún desagüe cósmico, más y más rápido.

Las pupilas de los ojos de ella eran grandes y oscuras…

—¿Se te dilatan o se te contraen cuando tienes esas extrañas reacciones a los medicamentos? —le preguntó ella, preocupada, el rostro a centímetros del suyo.

—¿Qué están haciendo ahora?

—Laten.

—Estoy bien —Miles tragó saliva—. La cirujana comprueba dos veces todo lo que me administra. Puede que me maree un poco, eso me dijo —no había soltado su asidero.

En el tubo de descenso, advirtió Miles de pronto, su diferencia de altura se anulaba. Flotaban cara a cara, sus botas colgando por encima de los talones de ella… ni siquiera necesitaba un cajón en el que subirse, ni tenía que arriesgarse a lastimarse el cuello. Por impulso, hundió los labios en los de ella. En su mente aulló durante una milésima de segundo un gemido de terror, como en el momento después de lanzarse desde las rocas a treinta metros de aguas claras que sabía heladas, después de haberse rendido a la gravedad pero antes de que las consecuencias lo envolvieran.

El agua era cálida, cálida… Ella abrió mucho los ojos, sorprendida. Miles vaciló, perdiendo su valioso ímpetu, y empezó a apartarse. Los labios de Elli se abrieron y enroscó un brazo en su nuca. Era una mujer atlética; la tenaza fue una inmovilización efectiva, no sujeta a las ordenanzas. Sin duda la primera vez que lo clavaban al suelo quería decir que había ganado. Devoró sus labios ansiosamente, besó sus mejillas, párpados, cejas, nariz, barbilla… ¿dónde estaba el dulce pozo de su boca? Ah, sí, allí… El grueso paquete que contenía la piel viva empezó a caer, rebotando tubo abajo. Una mujer que descendía los miró con mala cara, un adolescente que bajaba por el centro del tubo aplaudió e hizo gestos groseros y explícitos. El busca que Elli llevaba en el bolsillo sonó.

Torpemente, atraparon la piel y escaparon por la primera salida que encontraron. Pasaron a un andén de coches burbuja. Salieron tambaleándose al descubierto y se miraron, aturdidos. En un lunático instante, advirtió Miles, habían dado la vuelta a su relación de trabajo tan cuidadosamente mantenida. ¿Qué eran ahora? ¿Oficial y subordinada? ¿Hombre y mujer? ¿Amigos amantes? Tal vez fuese un error fatal.

Quizá fuese fatal de necesidad. Dagoola les había dado esa lección. La persona dentro del uniforme era más grande que el soldado, el hombre, más complejo que su papel. La muerte podía llevárselos a ambos al día siguiente y un universo de posibilidades, no sólo un oficial militar, se extinguiría. La habría besado de nuevo… maldición, si esa garganta de marfil hubiese seguido a su alcance…

La garganta de marfil emitió un gruñido de preocupación. Elli pulsó la tecla para abrir el canal del enlace seguro.

—¿Qué demonios…? No puedes ser tú, estás aquí. ¡Quinn al habla!

—¿Comandante Quinn? —la voz de Ivan Vorpatril sonaba débil pero clara—. ¿Está Miles con usted?

Miles frunció los labios en una mueca de frustración. El don de la oportunidad de Ivan era sobrenatural.

—Sí, ¿por qué? —preguntó Quinn al comunicador.

—Bueno, dígale que vuelva aquí inmediatamente. Tengo abierto un agujero en Seguridad para él, pero no podré mantenerlo así mucho más. Demonios, no conseguiré permanecer despierto más tiempo.

Una larga pausa que Miles interpretó como un bostezo surgió del enlace comunicador.

—Dios mío, no creí que fuera a conseguirlo —murmuró Miles. Agarró el comunicador—. ¿Ivan? ¿De verdad puedes colarme dentro sin que me vean?

—Durante unos quince minutos. Y he tenido que mandar todas las ordenanzas al infierno para hacerlo. Estoy reteniendo el puesto de guardia del tercer subnivel, donde se encuentran la energía municipal y las conexiones del alcantarillado. Puedo interrumpir la grabación vid y cortar la toma de tu entrada, pero sólo si vuelves antes que el cabo Veli. No me importa jugarme el cuello por ti, pero sí jugármelo por nada, ¿captas?

Elli estaba estudiando el pintoresco mapa holovid del sistema de tubotransporte.

—Puedes conseguirlo, creo.

—No servirá de nada…

Ella lo agarró por el codo y lo empujó hacia los coches burbuja. El firme brillo del deber nublaba la suave luz de sus ojos.

—Estaremos diez minutos más juntos por el camino.

Miles se frotó la cara mientras ella iba a comprar los billetes, tratando de obligarse a recuperar la racionalidad perdida. Vio su tenue reflejo mirándole desde la pared de espejo, ensombrecido por una columna, la cara enrojecida por la frustración y el terror. Cerró los ojos y luego volvió a mirar tras colocarse delante de la columna. De lo más desagradable: durante un segundo se había visto de nuevo llevando su uniforme verde barrayarés. Malditas fueran las píldoras. ¿Estaba su subconsciente tratando de decirle algo? Bueno, suponía que no estaría metido en verdaderos problemas hasta que un escáner cerebral tomado con sus dos uniformes distintos revelara dos pautas diferentes.

Al verse reflejado, la idea de pronto dejó de parecer graciosa.

Cuando regresó, abrazó a Quinn con sentimientos más complicados que el simple deseo sexual. Se robaron besos en el coche burbuja; más dolor que placer. Para cuando llegaron a su destino, Miles se encontraba en el estado físico de excitación más incómodo que recordaba. Seguro que toda la sangre había abandonado su cerebro para bajarle a la entrepierna, volviéndolo idiota de hipoxia y lujuria.

Ella lo dejó en el andén del distrito de las embajadas con un angustiado susurro de «¡Más tarde!». Sólo después de que el tubo se la hubiera tragado Miles se dio cuenta de que se había quedado la bolsa, que vibraba con un rítmico ronroneo.

—Lindo gatito.

Miles se la echó al hombro con un suspiro y empezó a caminar, cojeando, de vuelta a casa.

Despertó a la mañana siguiente sofocado por la ronroneante piel negra.

—Amistosa, ¿eh? —comentó Ivan.

Miles se liberó, escupiendo pelos. El vendedor había mentido: estaba claro que la bestia se nutría de personas, no de radiación. Las envolvía en secreto durante la noche y se las tragaba como una ameba: la había dejado a los pies de la cama, maldición. A millares de niños pequeños, que se escondían bajo las mantas para protegerse de los monstruos del armario, les esperaba una desagradable sorpresa.

Seguro que el vendedor de pieles cultivadas era un agente provocador asesino cetagandano…

Ivan, en ropa interior y con el cepillo de dientes asomando entre sus brillantes incisivos, se detuvo a pasar las manos por la seda negra, que onduló intentando arquearse con la caricia.

—Es sorprendente —la barbilla sin afeitar de Ivan se movió y el cepillo cambió de lado—. Dan ganas de frotártela por toda la piel.

Miles se imaginó a Ivan acariciando…

—¡Uf! —se estremeció—. Dios, ¿dónde hay café?

—Abajo. En cuanto te hayas vestido según las ordenanzas. Trata de que parezca al menos que has estado en cama desde ayer por la tarde.

Miles olió problemas al instante cuando Galeni lo llamó para que se presentara a solas en su despacho media hora después de empezado su turno de trabajo.

—Buenos días, teniente Vorkosigan —sonrió Galeni, con fingida amabilidad. La sonrisa falsa de Galeni era tan horrenda como encantadora la verdadera.

—Buenos días, señor —asintió Miles, cansado.

—Ya veo que se ha recuperado de su agudo ataque osteoinflamatorio.

—Sí, señor.

—Siéntese.

—Gracias, señor.

Miles se sentó, torpemente: no había tomado píldoras para el dolor esa mañana. Después de la aventura de la noche anterior, rematada por aquella inquietante alucinación en el metro, Miles las había tirado a la basura y anotado mentalmente que debía decirle a su cirujana que había otro medicamento más que podía tachar de su lista. Galeni bajó las cejas en un destello de duda. Luego sus ojos repararon en la mano vendada de Miles. Éste se rebulló en su asiento, y trató de esconderla disimuladamente a su espalda. Galeni sonrió con acritud y conectó el holovid.

—Esta mañana he encontrado un reportaje fascinante en las noticias locales —dijo Galeni—. Me ha parecido que le gustaría verlo también.

«Creo que preferiría caerme muerto en su alfombra, señor.» Miles no tenía ninguna duda de lo que se le avecinaba. Maldición, y sólo se había preocupado de que la embajada cetagandana lo encontrara.

La periodista de Euronews Network comenzó su introducción. Evidentemente, aquel fragmento había sido filmado un poco después, pues el incendio de la licorería moría al fondo. Cuando la imagen cambió al rostro chamuscado y dolorido del almirante Naismith, aún ardía alegremente.

—… desafortunado error. —Miles oyó toser su propia voz betana—. Prometo una completa investigación…

La toma de sí mismo y la desgraciada empleada rodando por la puerta en llamas fue sólo moderadamente espectacular. Lástima que no hubiera sido de noche, para aprovechar todo el esplendor de la pirotecnia. La asustada furia del rostro de Naismith en el holovid tuvo un leve eco en el de Galeni. Miles sintió cierta conmiseración. No era ningún placer mandar a subordinados que no seguían tus órdenes y se metían en peligrosas estupideces por su cuenta. Galeni no iba a alegrarse de aquel asunto.

La cuña de noticias terminó por fin, y Galeni pulsó el interruptor de apagado. Se arrellanó en el asiento y miró firmemente a Miles.

—¿Bien?

Los instintos de Miles le advirtieron de que aquél no era momento para hacerse el gracioso.

—Señor, la comandante Quinn me llamó a la embajada ayer por la tarde para que manejara esta situación porque yo era el oficial dendarii más cercano. Sus temores resultaron justificados. Mi rápida intervención impidió daños innecesarios, quizá muertes. Debo pedir disculpas por ausentarme sin permiso. Sin embargo, no lo lamento.

—¿Disculpas? —ronroneó Galeni, reprimiendo la ira—. Se marchó usted sin permiso, sin protección y desafiando directamente las órdenes recibidas. Me perdí el placer, evidentemente por cuestión de segundos, de que mi próximo informe al cuartel general de Seguridad fuera para preguntar adónde enviar su cuerpo calcinado. Lo más interesante de todo es que se las apañó usted, según parece, para entrar y salir de la embajada sin dejar ninguna huella en mis registros de seguridad. ¿Y piensa resolverlo todo con una disculpa? Creo que no, teniente.

Miles defendió lo único que podía.

—No iba sin guardaespaldas, señor. La comandante Quinn estuvo presente. No pretendo resolver nada.

—Entonces puede empezar explicando exactamente cómo salió, y entró, a través de mi red de seguridad sin que nadie lo advirtiera —Galeni se echó atrás en su asiento con los brazos cruzados, frunciendo ferozmente el ceño.

—Yo…

Aquí estaba el meollo del asunto. Quizá confesar fuese bueno para su alma, ¿pero debía delatar a Ivan?

—Salí con un grupo de invitados que se marchaba de la recepción, por la puerta pública principal. Como llevaba el uniforme dendarii, los guardias supusieron que era uno de ellos.

—¿Y el regreso?

Miles guardó silencio. Galeni necesitaba recabar todos los datos para reparar su red, pero entre otras cosas Miles no sabía exactamente cómo había manipulado Ivan los escáneres vid, por no mencionar al cabo de guardia. Se había tendido en la cama sin preguntar los detalles.

—No puede usted proteger a Vorpatril, teniente —puntualizó Galeni—. Iré por él a continuación.

—¿Qué le hace pensar que Ivan está implicado? —continuó la boca de Miles, ganando tiempo para pensar. No, tendría que haber pensado primero.

Galeni parecía disgustado.

—Seamos serios, Vorkosigan.

Miles tomó aire.

—Todo lo que Ivan hizo, lo hizo siguiendo mis órdenes. La responsabilidad es completamente mía. Si accede usted a que no haya ningún cargo contra él, le pediré que le entregue un informe completo de cómo creó el agujero temporal en la red.

—Eso hará, ¿eh? —los labios de Galeni se torcieron—. ¿Se ha dado cuenta ya de que el teniente Vorpatril está por encima de usted en la cadena de mando?

—No, señor —deglutió Miles—. Esto, er… se me pasó por alto.

—Y a él también, parece.

—Señor, en un principio había planeado ausentarme durante un corto espacio de tiempo, y preparar mi regreso era la menor de mis preocupaciones. Como la situación se prolongó, me quedó claro que tendría que volver al descubierto, pero cuando lo hice eran las dos de la madrugada y él se había tomado un montón de molestias… No quise ser desagradecido…

—Y además —interrumpió Galeni sotto voce—, parecía que podría funcionar…

Miles reprimió una sonrisa involuntaria.

—Ivan es parte inocente. Acúseme de lo que quiera, señor.

—Gracias, teniente, por su amable permiso.

Picado, Miles replicó:

—Maldición, señor, ¿qué quería que hiciera? Los dendarii son tan soldados de Barrayar como cualquiera que lleve el uniforme del Emperador, aunque ellos no lo sepan. Están bajo mi mando. No puedo desatender sus necesidades urgentes, ni siquiera para representar el papel del teniente Vorkosigan.

Galeni se meció en su asiento, sus cejas se alzaron.

—¿Representar el papel del teniente Vorkosigan? ¿Quién cree que es usted?

—Yo soy…

Miles guardó silencio, atenazado por una súbita sensación de vértigo, como al caer por un tubo defectuoso. Durante un cegador momento, ni siquiera entendió la pregunta. El silencio se prolongó.

Galeni cruzó las manos sobre la mesa, el ceño fruncido. Su voz se suavizó.

—Ha perdido la pista, ¿no?

—Yo… —Miles abrió las manos, indefenso—. Es mi deber, cuando soy el almirante Naismith, ser el almirante Naismith lo mejor que pueda. No suelo tener que cambiar de uno a otro de esta forma.

Galeni ladeó la cabeza.

—Pero Naismith no es real. Eso mismo ha dicho usted.

—Uh… cierto, señor. Naismith no es real. —Miles tomó aire—. Pero sus deberes sí lo son. Debemos establecer algún acuerdo más racional para que yo pueda cumplirlos.

Galeni no parecía darse cuenta de que, al entrar Miles inadvertidamente en su cadena de mando, la había aumentado no en una persona, sino en cinco mil. Sin embargo, de haber sido consciente del hecho, ¿habría empezado a mediar con los dendarii? Miles apretó la mandíbula, siguiendo el impulso de descartar esta posibilidad en todos los sentidos. Un caluroso arrebato de… ¿celos? lo atravesó. Que Galeni continúe, por favor, Dios, considerando a los dendarii como asunto personal de Miles…

—Mm —Galeni se frotó la frente—. Sí, bien… mientras tanto, cuando llamen los deberes del almirante Naismith, acuda a mí primero, teniente Vorkosigan —suspiró—. Considérese a prueba. Le ordenaría quedar confinado en sus habitaciones, pero el embajador solicitó específicamente su presencia como escolta esta tarde. Pero sea consciente de que podría haber presentado cargos serios contra usted. El de desobedecer una orden directa, por ejemplo.

Yo… soy plenamente consciente de eso, señor. Uh… ¿e Ivan?

—Ya veremos —Galeni sacudió la cabeza, aparentemente reflexionando sobre Ivan. Miles no podía reprochárselo.

—Sí, señor —dijo Miles, decidiendo que había presionado todo lo posible, de momento.

—Puede retirarse.

«Magnífico —pensó Miles sardónicamente, y salió del despacho—. Primero me tomó por un insubordinado. Ahora sólo por un loco. Sea quien sea yo.»

El acontecimiento político-social de la tarde era una recepción con cena para celebrar la visita a la Tierra del Baba de Lairouba. El Baba, jefe de Estado hereditario de su planeta, combinaba deberes políticos y religiosos. Tras completar su peregrinaje a La Meca, había viajado a Londres para participar en las conversaciones sobre derechos de paso por el grupo de planetas del Brazo de Orión Occidental. Tau Ceti era el centro de ese nexo, y Komarr conectaba con él a través de dos rutas: de ahí el interés de Barrayar.

Los deberes de Miles eran los de costumbre. En este caso, se encontró escoltando a una de las cuatro esposas del Baba. No estaba seguro de si clasificarla de matrona aburrida o no: sus brillantes ojos castaños y sus suaves manos de chocolate eran bastante hermosos, pero el resto de su persona estaba envuelto en capas de seda cremosa con bordados de oro que sugerían una pulcritud puntillosa, como un colchón tentador.

No era capaz de calibrar su inteligencia, ya que ella no hablaba inglés, francés, ruso ni griego, en sus dialectos barrayareses ni en ningún otro, y él no hablaba ni lairoubano ni árabe. La caja de aparatitos traductores, por desgracia, había sido entregada a una dirección desconocida al otro lado de Londres, dejando a la mitad de los diplomáticos presentes con la única posibilidad de mirar a sus homólogos y sonreír. Miles y la dama se comunicaban las necesidades básicas mediante mímica (¿sal, señora?) con buena voluntad durante la cena, y él consiguió hacerla reír dos veces. Ojalá hubiese sabido a santo de qué.

Todavía más lamentable: antes de que los discursos de sobremesa pudieran ser cancelados, apareció un lacayo sudoroso con una caja de micros de repuesto. Se sucedieron varios discursos en diversas lenguas para beneficio de la prensa. Las cosas se dispersaron, la dama acolchada fue rescatada de las manos de Miles por otras dos coesposas, y él empezó a cruzar la sala de vuelta a la fiesta del embajador barrayarés. Al rodear una chillona columna de alabastro que sostenía el techo abovedado, se encontró de cara con la periodista de Euronews Network.

Mon Dieu, es el pequeño almirante —dijo ella alegremente—. ¿Qué está haciendo usted aquí?

Ignorando el grito de angustia que resonaba en su cerebro. Miles consiguió manipular sus rasgos para componer una expresión de exquisito y amable vacío.

—¿Perdone usted, señora?

—Almirante Naismith, o… —Ella advirtió su uniforme y los ojos se le iluminaron de interés—. ¿Se trata de algún tipo de operación mercenaria encubierta, almirante?

Pasó un segundo. Miles abrió unos ojos como platos y se llevó una mano crispada al cinturón sin armas.

—Dios mío —se atragantó, con voz de espanto, algo que no le resultó difícil—. ¿Quiere usted decir que han visto al almirante Naismith en la Tierra?

Ella alzó la barbilla y abrió los labios en una sonrisita de incredulidad.

—En su espejo, naturalmente.

¿Tenía las cejas visiblemente chamuscadas? Todavía llevaba la mano derecha vendada. «No es una quemadura, señora —pensó Miles a la desesperada—. Me corté al afeitarme…»

Miles se puso firmes con un fuerte taconazo y le dirigió un saludo formal. Con voz orgullosa, grave y cargada de acento barrayarés, dijo:

—Se confunde usted, señora. Soy lord Miles Vorkosigan de Barrayar. Teniente del servicio imperial. No es que no aspire al rango que menciona, pero es un poquitín prematuro.

Ella sonrió con dulzura.

—¿Se ha recuperado por completo de las quemaduras, señor?

Miles alzó las cejas… No, no tendría que haber llamado la atención sobre ellas.

—¿Naismith se ha quemado? ¿Le ha visto usted? ¿Cuándo? ¿Podemos hablar de esto? El hombre que menciona es del mayor interés para Seguridad Imperial de Barrayar.

Ella lo miró de arriba abajo.

—Eso diría yo, ya que son ustedes iguales.

—Venga, venga aquí.

¿Y cómo iba a salir de ésta? La cogió por el codo y la empujó hacia un rincón privado.

—Claro que somos iguales. El almirante Naismith de los dendarii es mi…

¿Hermano ilegítimo? No, eso no colaría. La luz no se encendió, estalló como una explosión nuclear.

—…mi clon —concluyó Miles tranquilamente.

—¿Qué? —el aplomo de ella se resquebrajó; su atención osciló.

—Mi clon —repitió Miles con voz más firme—. Es una creación extraordinaria. Pensamos, aunque nunca hemos podido confirmarlo, que fue el resultado de una presunta operación encubierta cetagandana que salió mal. Los cetagandanos, sin duda, son capaces de esas proezas médicas. Los resultados de sus experimentos genéticos militares la horrorizarían. —Miles hizo una pausa. Eso último era cierto—. ¿Quién es usted, por cierto?

—Lise Vallerie —ella le mostró su cubo de prensa—. Euronews Network.

El hecho mismo de que estuviera dispuesta a volver a presentarse confirmaba que Miles había escogido el camino adecuado.

—Ah —se apartó un poco de ella—, los servicios de noticias. No me había dado cuenta. Discúlpeme, señora. No debería estar hablando con usted sin permiso de mis superiores.

Hizo un amago de marcharse.

—No, espere… ah… lord Vorkosigan. Oh… no estará usted relacionado con ese Vorkosigan, ¿verdad?

Él alzó la barbilla y trató de parecer severo.

—Mi padre.

—Oh —ella suspiró en tono de comprensión—, eso lo explica todo.

«Eso pensaba», reflexionó Miles, orgulloso.

Hizo unos cuantos intentos de escapar. Ella se aferró a él como una lapa.

—No, por favor… si no me lo dice, sin duda que investigaré por mi cuenta.

—Bueno… —Miles hizo una pausa—. Son datos bastante antiguos, desde nuestro punto de vista. Puedo decirle unas cuantas cosas, supongo, ya que está relacionado personalmente conmigo. Pero no es para hacerlo público. Debe darme su palabra primero.

—La palabra de un lord Vor de Barrayar es sagrada, ¿no? —dijo ella—. Nunca revelo mis fuentes.

—Muy bien —asintió Miles fingiendo tener la impresión de que ella le había hecho una promesa, aunque nada en sus palabras lo indicaba. Acercó un par de sillas y se sentaron lejos de los roboservidores que retiraban los restos del banquete.

Miles se aclaró la garganta, y se lanzó.

—La construcción biológica que se llama a sí mismo almirante Naismith es… quizás el hombre más peligroso de la galaxia. Astuto, resuelto. Los equipos de Seguridad barrayaresa y cetagandana han intentado, en el pasado, asesinarlo. Sin éxito. Ha empezado a construirse una base de poder, con sus dendarii. Aún no sabemos cuáles son sus planes a largo plazo para este ejército privado, excepto que debe de tener alguno.

Vallerie se acercó un dedo a los labios, dubitativa.

—Parecía… bastante agradable cuando hablé con él. Dadas las circunstancias. Un hombre valiente, sin duda.

—Sí, ahí está el genio y la maravilla del hombre —gimió Miles, luego decidió que sería mejor que no se pasara—. Tiene carisma. Sin duda los cetagandanos, si fueron los cetagandanos, pretendían algo extraordinario con él. Es un genio militar, ¿sabe?

—Espere un momento. ¿Es un clon auténtico, dice usted… no sólo una copia exterior? Entonces debe de ser aún más joven que usted.

—Sí. Su crecimiento, su educación, fueron acelerados artificialmente, aparentemente hasta los límites del proceso. ¿Pero dónde lo ha visto usted?

—Aquí, en Londres —respondió ella; iba a añadir algo y se detuvo—. Pero ¿no dice que Barrayar trata de matarlo? —Se apartó un poco de él—. Creo que será mejor que yo deje que lo localicen ustedes mismos.

—Oh, ya no —rió Miles—. Ahora nos limitamos a seguirle la pista. Lo perdimos de vista recientemente, lo que hace que mis servicios de seguridad se pongan extremadamente nerviosos. Claramente fue creado para algún tipo de plan de sustitución cuyo objetivo último era mi padre. Pero hace siete años se volvió un renegado, escapó de sus captores-creadores y empezó a actuar por su cuenta. Nosotros, Barrayar, sabemos demasiadas cosas de él ahora, y él y yo nos hemos diferenciado demasiado para que intente sustituirme a estas alturas.

Ella lo miró.

—Podría hacerlo. De verdad que podría.

—Casi —Miles sonrió, sombrío—. Pero si nos tuviera a ambos en la misma habitación, vería que soy casi dos centímetros más alto. Crecimiento tardío por mi parte. Tratamientos de hormonas…

Debía terminar pronto con aquella invención. Siguió farfullando.

—Los cetagandanos, sin embargo, todavía tratan de matarlo. Hasta ahora, ésa constituye la mejor prueba que tenemos de que es creación suya. Es evidente que sabe demasiado sobre algo. Nos encantaría saber qué.

Le dirigió una sonrisa encantadora, perruna, horriblemente falsa. Ella se apartó un poco más.

Miles cerró los puños, enfadado.

—Lo más ofensivo de ese tipo es su valor. Al menos, debería haber escogido otro nombre, pero ensucia el mío. Tal vez se acostumbró a él cuando se entrenaba para ser yo. Habla con acento betano y usa el apellido de soltera de mi madre, al estilo betano. ¿Y sabe usted por qué?

«Sí, ¿por qué, por qué…?»

Ella sacudió la cabeza, muda, mirándole con involuntaria fascinación.

—¡Porque según la ley betana referida a los clones, sería mi hermano legal, por eso! Intenta conseguir una identidad falsa para sí. No estoy seguro de por qué. Quizá sea la clave de su debilidad. Debe de tener algún punto flaco, alguna grieta en la coraza… además de padecer de locura hereditaria, por supuesto…

Se interrumpió, jadeando levemente. Que ella pensara que se debía a la ira reprimida y no al terror.

El embajador, gracias a Dios, le hacía señas desde el otro lado de la sala. Su grupo se disponía a marcharse.

—Discúlpeme, señora —Miles se puso en pie—. Debo dejarla. Pero, ah… en caso de que encuentre al falso Naismith de nuevo, consideraría un gran favor que contactara usted conmigo en la embajada de Barrayar.

Pourquoi?, silabearon los labios de ella. Con cuidado, se levantó también. Miles se inclinó sobre su mano, ejecutó un elegante saludo y se marchó.

Tuvo que contenerse para no bajar dando saltitos los escalones del Palais de Londres tras el embajador. Un genio. Un puñetero genio. ¿Por qué no se le había ocurrido aquella tapadera antes? A Illyan, el jefe de Seguridad Imperial, iba a encantarle. Quizás incluso Galeni se alegrara un poco.

5

Miles acampó en el pasillo, ante la puerta del despacho de Galeni, el día en que el correo regresó por segunda vez del Sector. Haciendo gala de gran contención, Miles no asaltó al hombre en la puerta al salir y le dejó despejar el marco antes de zambullirse en la entrada.

Miles se cuadró ante la mesa de Galeni.

—¿Señor?

—Sí, sí, teniente, lo sé —dijo Galeni, irritado, haciéndole señas para que esperara. Se hizo el silencio mientras, pantalla tras pantalla, los datos surcaban la placa vid. Al final, Galeni se arrellanó, las arrugas cada vez más profundas entre sus ojos.

—¿Señor? —insistió Miles con impaciencia.

Galeni, con el ceño aún fruncido, se levantó y señaló la comuconsola a Miles.

—Véalo usted mismo.

Miles la repasó dos veces.

—Señor, aquí no hay nada.

—Ya me he dado cuenta.

Miles se volvió para encararse a él.

—Ninguna transferencia de crédito… ninguna orden… ninguna explicación… nada de nada. Ninguna referencia a mis asuntos. Hemos esperado aquí veinte malditos días para nada. Podríamos haber ido y regresado a Tau Ceti en ese tiempo. Es una locura. Es imposible.

Galeni se apoyó pensativo en su mesa y contempló la silenciosa placa vid.

—¿Imposible? No. He visto órdenes perdidas antes. Fallos burocráticos. Datos importantes mal dirigidos. Peticiones urgentes descartadas mientras se espera a que alguien de permiso regrese. Ese tipo de cosas suelen pasar.

—A mí no me pasan —siseó Miles entre dientes.

Galeni alzó una ceja.

—Es usted un pequeño Vor arrogante —se enderezó—. Pero sospecho que dice la verdad. Ese tipo de cosas no le pasarían a usted. A cualquier otro, sí. A usted, no. Naturalmente —casi sonrió—, siempre hay una primera vez para todo.

—Ésta es la segunda vez —puntualizó Miles. Miró receloso a Galeni mientras en sus labios ardían salvajes acusaciones. ¿Era ésta la idea de una broma pesada que tenían los burgueses de Komarr? Si las órdenes y la transferencia de crédito no estaban allí, tenían que haber sido interceptadas. A menos que las solicitudes no se hubieran enviado. A ese respecto, sólo contaba con la palabra de Galeni. Pero era inconcebible que el oficial arriesgara su carrera simplemente por molestar a un subordinado irritante. Y no era que la paga de un capitán de Barrayar supusiera una gran pérdida, como bien sabía Miles.

No como dieciocho millones de marcos.

Las pupilas de Miles se dilataron y apretó la mandíbula. Un hombre pobre, un hombre cuya familia había perdido todas sus riquezas en, digamos, la conquista de Komarr, podría considerar realmente tentadores dieciocho millones de marcos. Merecía la pena correr el riesgo… desde luego. No era así como habría juzgado a Galeni, pero, después de todo, ¿qué sabía realmente de aquel tipo? Galeni no había dicho una palabra sobre su vida personal en los veinte días que llevaban de relación.

—¿Qué va a hacer usted ahora, señor? —preguntó Miles, envarado.

Galeni se encogió de hombros.

—Solicitarlo otra vez.

—Solicitarlo otra vez. ¿Eso es todo?

—No puedo sacarme dieciocho millones de marcos de la manga, teniente.

«¿Ah, no? Habrá que verlo…» Tenía que salir de allí, y de la embajada, regresar con los dendarii. Había dejado a sus propios expertos en la recogida de información mientras desperdiciaba veinte días inmovilizado… Si Galeni se había burlado de él hasta ese punto, juró Miles en silencio, no iba a haber un agujero lo bastante profundo para que se escondiera con sus dieciocho millones de marcos robados.

Galeni se enderezó y ladeó la cabeza, los ojos entornados y ausentes.

—Para mí es un misterio… —añadió en voz baja, casi para sí mismo— y no me gustan los misterios.

Valeroso… frío… Miles sintió admiración por una capacidad de fingimiento casi igual a la suya propia. Sin embargo, si Galeni se había apropiado de su dinero, ¿por qué no se había largado hacía tiempo? ¿A qué esperaba? ¿Alguna señal de la que Miles no tenía noticia? Pero lo averiguaría, vaya que sí.

—Diez días más —dijo Miles—. Otra vez.

—Lo siento, teniente —contestó Galeni, todavía abstraído.

«Lo sentirás…»

—Señor, debo pasar un día con los dendarii. Los deberes del almirante Naismith se acumulan. Para empezar, gracias a este retraso, ahora nos vemos absolutamente obligados a pedir un préstamo temporal a fuentes comerciales para estar al día en nuestros gastos. Tengo que encargarme de eso.

—Considero su seguridad personal con los dendarii totalmente insuficiente, Vorkosigan.

—Entonces asigne algún miembro de la embajada si considera que es su deber. La historia del clon sin duda ha aliviado parte de la presión.

—La historia del clon fue una idiotez —replicó Galeni, saliendo de su ensimismamiento.

—Fue brillante —dijo Miles, ofendido por esa crítica a su creación—. Separa por completo a Naismith y a Vorkosigan por fin. Elimina la más peligrosa debilidad de todo el plan, mi… único y memorable aspecto. Los agentes secretos no deberían ser memorables.

—¿Qué le hace pensar que esa reportera vid compartirá sus descubrimientos con los cetagandanos?

—Nos vieron juntos. Millones de personas en el holovid, por el amor de Dios. Oh, aparecerán para hacerle preguntas, desde luego, de un modo u otro.

Un leve estertor de miedo… sin duda los cetagandanos enviarían a alguien para sonsacar información sutilmente a la mujer. No sólo agarrar, escurrir y eliminar; no a una ciudadana terrestre tan prominente y allí mismo, en su propio planeta.

—En ese caso, ¿por qué demonios señaló a los cetagandanos como los creadores putativos del almirante Naismith? Lo único que saben con seguridad es que ellos no fueron.

—Verosimilitud —explicó Miles—. Aunque nosotros no sepamos de dónde procede realmente el clon, puede que a ellos no les sorprenda tanto no haber oído hablar de él hasta ahora.

—Su lógica tiene unos cuantos puntos débiles —sonrió Galeni—. Puede que ayude a cubrirlo a largo plazo, posiblemente. Pero no me ayuda a mí. Tener en mis manos el cadáver del almirante Naismith sería tan embarazoso como tener el de lord Vorkosigan. Esquizofrénico o no, ni siquiera usted puede dividirse hasta ese punto.

—No soy un esquizofrénico —replicó Miles—. Un poco maníaco depresivo, tal vez —admitió tras pensárselo mejor.

Galeni torció los labios.

—Conócete a ti mismo.

—Lo intentamos, señor.

Galeni se quedó parado y luego decidió, quizá sabiamente, la respuesta.

Con una mueca, continuó:

—Muy bien, teniente Vorkosigan. Ordenaré al sargento Barth que le prepare un perímetro de seguridad. Pero quiero que me informe como máximo cada ocho horas a través de un enlace seguro. Le concedo veinticuatro horas de permiso.

Miles, que tomaba aire para expresar su próximo argumento, se quedó sin habla.

—Oh —consiguió decir—. Gracias, señor.

¿Y por qué demonios cambiaba de opinión Galeni de esa forma? Miles habría dado sangre y huesos por saber qué ocultaba aquel perfil romano en ese preciso momento.

Miles se retiró en buen orden antes de que Galeni pudiera volver a cambiar de opinión.

Los dendarii habían elegido la pista más lejana de todas las disponibles en alquiler del espaciopuerto de Londres por motivos de seguridad, no por economía. El hecho de que la distancia también la hiciera la más barata era simplemente una ventaja añadida y que se agradecería. La pista se encontraba al aire libre, al otro lado del campo de aterrizaje, rodeada de montones de asfalto pelado y desnudo. Nada podía acercarse sin ser visto. Y si alguna actividad no prevista tenía lugar a su alrededor, reflexionó Miles, era mucho menos probable que se implicara de modo fatal a ningún civil inocente. La elección había sido lógica.

También era una caminata condenadamente larga. Miles trató de andar a paso vivo sin escurrirse como una araña por el suelo de la cocina. ¿Se estaba volviendo un poquitín paranoico, además de esquizofrénico y maníaco depresivo? El sargento Barth, que marchaba a su lado incómodamente vestido de civil, había querido llevarlo hasta la compuerta de la lanzadera en el coche blindado de la embajada. Con cierta dificultad, Miles había logrado convencerlo de que siete años de cuidadosos subterfugios se irían al garete si se veía salir alguna vez al almirante Naismith de un vehículo oficial barrayarés. La buena vista de la pista de la lanzadera era algo que funcionaba en dos direcciones, ay. De todas formas, nada podía echárseles encima.

A menos que estuviera psicológicamente disfrazado, por supuesto. Pongamos por caso aquel enorme camión flotante de mantenimiento del espaciopuerto que avanzaba a toda velocidad sobre el terreno. Los había por todas partes; los ojos se acostumbraban rápidamente a su paso irregular. Si fueran a lanzar un ataque, decidió Miles, sin duda elegirían uno de aquellos vehículos. Era maravillosamente engañoso. Hasta que disparara primero, ningún defensor dendarii tendría la seguridad de no estar asesinando al azar a algún estibador despistado. Criminalmente embarazoso, algo así; el tipo de error que echaba a perder carreras.

El camión flotante cambió de ruta. Barth se giró y Miles se envaró. Parecía un curso de intercepción. Pero maldición, no se abría ninguna puerta o ventanilla, ningún hombre armado se asomaba para apuntar ni siquiera con una honda. De todas formas, Miles y Barth desenfundaron sus aturdidores legales. Miles trató de separarse del sargento y Barth intentó colocarse ante él: otro precioso momento de confusión.

Y entonces el camión flotante, ya lanzado, se alzó sobre ellos en el aire, cubriendo el luminoso cielo de la mañana. Su lisa superficie sellada no ofrecía ningún blanco al que un aturdidor pudiera afectar. Al menos a Miles le quedó claro el método de aquel asesinato: iba a morir por aplastamiento.

Miles chilló y se volvió y echó a correr, tratando de ganar velocidad. El camión flotante cayó como un ladrillo monstruoso cuando su antigrav fue desconectada bruscamente. En cierto sentido, era una exageración: ¿no sabían que sus huesos se quebrarían con una sencilla plataforma de reparto demasiado cargada? No quedaría de él más que una repulsiva mancha húmeda sobre el asfalto.

Se tiró al suelo, rodó… sólo el impacto del aire desplazado cuando el camión cayó sobre el pavimento lo salvó. Abrió los ojos para encontrarse con el borde de la máquina a escasos centímetros de su nariz, y se puso en pie mientras el vehículo de mantenimiento volvía a elevarse. ¿Dónde estaba Barth? Miles todavía llevaba en la mano el aturdidor inútil; tenía los nudillos despellejados y sangrientos.

En el reluciente costado del camión se veían los huecos de los asideros de una escalerilla. Si estuviera sobre el camión no podría estar debajo… Miles soltó el aturdidor y saltó, casi demasiado tarde, para agarrarse a los asideros. El camión se alzó de lado y volvió a caer, aplastando el lugar donde Miles se encontraba un segundo antes. Se alzó y cayó de nuevo con furioso estrépito, como un gigante histérico tratando de aplastar una araña con una zapatilla. El impacto arrancó a Miles de su precario asidero y cayó al suelo rodando, tratando de salvar sus huesos. No había una grieta en el terreno donde esconderse.

Una línea de luz se ensanchó bajo el camión mientras volvía a alzarse. Miles buscó un bulto enrojecido en la pista. No vio ninguno. ¿Barth? No, allí, acurrucado a lo lejos y gritándole a su comunicador de muñeca. Miles se puso en pie de un salto, zigzagueó. Su corazón latía con tanta fuerza que le parecía que la sangre iba a brotarle por las orejas por sobredosis de adrenalina; casi no respiraba a pesar del esfuerzo de sus pulmones. Cielo y asfalto giraron a su alrededor. Había perdido la lanzadera… no, allí estaba. Empezó a correr en esa dirección. Correr nunca había sido su mejor habilidad. Tenían razón aquellos tipos que querían apartarlo del entrenamiento como oficial debido a su aspecto físico. Con un profundo y vil gemido, el camión de mantenimiento se abrió camino en el aire tras él.

El violento estallido blanco lo hizo caer de bruces, resbalando sobre la pista. Fragmentos de metal, vidrio y plástico hirviendo llovieron a su alrededor. Algo pasó brillando tras su nuca. Miles se echó las manos a la cabeza y trató de fundir un agujero en el pavimento sólo con el calor del miedo. Le zumbaban los oídos y oyó solamente una especie de rugiente ruido blanco.

Otro milisegundo y se dio cuenta de que era un blanco inmóvil. Se volvió de lado, miró hacia arriba y esperó la caída del camión. No había ningún camión.

Un reluciente coche aéreo negro, sin embargo, bajaba suave e ilegalmente a través del espacio de control de tráfico del espaciopuerto, sin duda iluminando consolas y disparando alarmas en los ordenadores de control de los londinenses. Bueno, ya era causa perdida tratar de no llamar la atención. Miles lo catalogó como refuerzo barrayarés antes incluso de atisbar los uniformes verdes de su interior porque Barth corría hacia él afanoso. Sin embargo, no había ninguna garantía de que los tres dendarii que se les acercaban a la carrera desde su lanzadera hubieran llegado a la misma conclusión. Miles trató de levantarse y apenas se puso a cuatro patas. El movimiento, brusco e interrumpido, lo dejó mareado. Al segundo intento, logró ponerse en pie.

Barth trataba de arrastrarlo por el codo hacia el coche aéreo, ya posado en tierra.

—¡Volvamos a la embajada, señor! —urgió.

Un dendarii uniformado de gris se detuvo maldiciendo a unos cuantos metros de distancia y apuntó con su arco de plasma directamente a Barth.

—¡Tú, atrás! —rugió.

Miles se interpuso rápidamente entre los dos mientras Barth dirigía la mano a su chaqueta.

—¡Amigos, amigos! —gritó, las manos extendidas hacia ambos combatientes. El dendarii se detuvo, dubitativo y receloso, y Barth bajó los puños con esfuerzo.

Elli Quinn se acercó balanceando un lanzacohetes en una mano, la caja apoyada en el sobaco, el humo aún surgiendo de los cinco centímetros de su cañón. Debía haber disparado casi sin apuntar. Tenía el rostro enrojecido y aterrorizado.

El sargento Barth miró el lanzacohetes con furia reprimida.

—Ha estado un poco cerca, ¿no le parece? —le espetó a Elli—. Casi lo vuela junto con su blanco.

Celoso, advirtió Miles, porque él no tenía un lanzacohetes.

Los ojos de Elli se ensancharon de furia.

—Ha sido mejor que nada. ¡Que es aparentemente con lo que ustedes han venido!

Miles alzó la mano derecha (sufrió un espasmo en el hombro izquierdo cuando trató de levantar el otro brazo) y se tocó con torpeza la nuca. Retiró la mano, roja y húmeda. Una herida en el cuero cabelludo; sangraba como un cerdo, pero no era peligrosa. Otro uniforme limpio echado a perder.

—Es molesto llevar armas grandes en el metro, Elli —intervino Miles amablemente—, y no podríamos haberlas hecho pasar a través de la seguridad del espaciopuerto.

Se detuvo y miró los restos humeantes del camión flotante.

—Ni siquiera ellos pudieron pasarlas, parece. Fueran quienes fuesen.

Hizo un gesto significativo al segundo dendarii, que, siguiendo la insinuación, se acercó a investigar.

—¡Vámonos, señor! —instó Barth de nuevo—. Está usted herido. La policía llegará pronto. No debe mezclarse en esto.

El teniente lord Vorkosigan no tenía que mezclarse en aquello, quería decir, y tenía toda la razón.

—Dios, sí, sargento. Váyase. Dé un rodeo para regresar a la embajada. No deje que nadie le siga.

—Pero señor…

—Mi propia gente… que acaba de demostrar su efectividad, creo, se encargará de la seguridad ahora. Váyase.

—El capitán Galeni se servirá mi cabeza en un plato si…

—Sargento, Simon Illyan tendrá la mía en un plato si se descubre mi tapadera. Es una orden. ¡Váyase!

El temido jefe de Seguridad Imperial era un nombre a tener en cuenta. Abatido y preocupado, Barth permitió que Miles lo acompañara al coche aéreo. Miles suspiró aliviado cuando se marchó. Galeni lo encerraría para siempre en el sótano si regresaba ahora.

El guardia dendarii regresó, sombrío y un poco verde, tras inspeccionar los restos del camión flotante.

—Dos hombres, señor —informó—. Creo que eran varones, y había al menos dos, a juzgar por el número de, um, partes que quedan.

Miles miró a Elli y suspiró.

—No queda nada para interrogar, ¿eh?

Ella se encogió de hombros, expresando disculpas poco sinceras.

—Oh, estás sangrando… —se puso a atenderlo, inquieta.

Maldición. Si hubiera quedado algo que interrogar, Miles habría estado dispuesto a subirlo a la lanzadera y despegar, con permiso o sin permiso, para continuar su investigación en la enfermería de la Triumph sin las restricciones legales que sin duda plantearían las autoridades locales. La policía de Londres difícilmente podría estar más insatisfecha con él de todas formas. Por tal como se desarrollaban las cosas, pronto tendría que tratar con ella. Vehículos de bomberos y de mantenimiento del espaciopuerto convergían hacia el lugar donde se encontraban.

La policía de Londres empleaba a unos sesenta mil individuos: un ejército mucho más grande, aunque bastante peor equipado, que el suyo propio. Tal vez lograra lanzarlos contra los cetagandanos, o contra quien demonios estuviera detrás de aquello.

—¿Quiénes eran esos tipos? —preguntó el guardia dendarii, mirando en la dirección por la que se había marchado el coche aéreo.

—No importa —dijo Miles—. No han estado aquí, usted no los ha visto nunca.

—Sí, señor.

Amaba a los dendarii: nunca discutían con él. Se sometió a los primeros auxilios de Elli y empezó a preparar mentalmente su historia para la policía. Sin duda, la policía y él iban a cansarse mutuamente antes de que su estancia en la Tierra terminara.

Antes incluso de que el equipo del laboratorio forense llegara a la pista, Miles se volvió y se encontró con Lise Vallerie a su lado. Tendría que haberla esperado. Como lord Vorkosigan había decidido rechazarla, el almirante Naismith desplegó ahora sus encantos, esforzándose por recordar cuál de sus personalidades le había contado qué cosas.

—Almirante Naismith. ¡Desde luego, los problemas parecen seguirle! —empezó a decir ella.

—Éstos sí —dijo amablemente, sonriéndole con toda la calma que pudo dadas las circunstancias. El encargado del holovid estaba grabando en otra parte: ella trataba de preparar algo más que una entrevista en el lugar de los hechos.

—¿Quiénes eran esos hombres?

—Muy buena pregunta, ahora en el terreno de la policía londinense. Mi teoría personal es que eran cetagandanos en busca de venganza por ciertas operaciones dendarii dirigidas, ah, no contra ellos, sino en apoyo de una de sus víctimas. Pero será mejor que no cite eso. No hay pruebas. Podrían demandarla por difamación o algo por el estilo.

—No si es una cita. ¿No cree que fueran barrayareses?

—¡Barrayareses! ¿Qué sabe usted de Barrayar? —Miles dejó que la sorpresa se convirtiera en diversión.

—He estado investigando en su pasado —sonrió ella.

—¿Preguntando a los barrayareses? Confío en que no crea todo lo que dicen de mí.

—No lo hice. Ellos creen que fue creado usted por los cetagandanos. He estado buscando una confirmación independiente; tengo mis propias fuentes privadas. Encontré a un inmigrante que trabajaba en un laboratorio de clonación. Por desgracia su memoria fallaba, no recordaba los detalles: lo desprogramaron a la fuerza cuando lo despidieron. Pero lo que podía recordar era sorprendente. La Flota de Mercenarios Libre Dendarii está registrada oficialmente en Jackson's Whole, ¿no?

—Por conveniencia legal, solamente. No existe ninguna otra conexión, si es eso lo que está preguntando. Se ha aplicado, ¿eh?

Miles volvió la cabeza. Elli Quinn gesticulaba vigorosamente a un capitán junto a un vehículo de tierra de la policía.

—Naturalmente —dijo Vallerie—. Me gustaría, con su colaboración, realizar un reportaje en profundidad sobre ustedes. Creo que sería enormemente interesante para nuestros espectadores.

—Ah… Los dendarii no buscan publicidad. Más bien al contrario. Eso podría poner en peligro nuestras operaciones y agentes.

—Sobre usted personalmente, entonces. Nada de actualidad. Cómo se metió en esto, quién lo clonó y por qué… ya sé a partir de quién. Sus primeros recuerdos. Tengo entendido que se sometió a crecimiento acelerado y entrenamiento hipnótico. ¿Cómo fue? Ese tipo de cosas.

—Fue desagradable —dijo él secamente. El ofrecimiento del reportaje en profundidad era una idea tentadora, en efecto, si se obviaba el hecho de que Galeni lo haría despellejar e Illyan haría que lo disecaran y lo volvieran a montar. Y le caía bien Vallerie. Estaba muy bien dejar que circularan unas cuantas ficciones útiles a través de ella, pero una asociación demasiado íntima con él ahora por ahora… miró al equipo de la policía forense que llegaba y hurgaba entre los restos del camión flotante… sí, asociarse con él podía ser malo para su salud.

—Tengo una idea mejor. ¿Por qué no destapa el negocio de clonaciones civiles ilegales?

—Ya se ha hecho.

—Sin embargo, las prácticas continúan. Por lo visto no se ha hecho suficiente.

Ella no parecía muy entusiasmada.

—Si trabaja en estrecha cooperación conmigo, almirante Naismith, tendrá crédito en el reportaje. Si no… bueno, será noticia. Juego limpio.

Él sacudió la cabeza, reluctante.

—Lo siento. Es cosa suya.

La escena que se desarrollaba junto al vehículo de la policía llamó su atención.

—Discúlpeme —dijo, distraído. Ella se encogió de hombros y fue a reunirse con su cámara mientras Miles se marchaba.

La policía iba a llevarse a Elli.

—No te preocupes, Miles. Me han arrestado otras veces —trató de tranquilizarlo—. No es gran cosa.

—La comandante Quinn es mi guardaespaldas personal —Miles dirigió sus protestas al capitán de policía— y estaba de servicio. Es evidente. Aún lo está. ¡La necesito!

—Miles, cálmate —le susurró Elli—, o acabarán llevándote a ti también.

—¡A mí! ¡Soy la maldita víctima! Son esos dos payasos que trataron de aplastarme quienes tendrían que ser arrestados.

—Bueno, van a llevárselos también en cuanto los forenses terminen de llenar las bolsas. No puedes esperar que las autoridades acepten nuestra palabra en todo. Comprobarán los hechos, corroborarán nuestra historia y me soltarán —le dirigió una sonrisa al capitán, que se derritió visiblemente—. Los policías son humanos.

—¿No te dijo nunca tu madre que no te subieras a un coche con desconocidos? —murmuró Miles. Pero ella tenía razón. Si creaba mucho alboroto, a los policías se les podría ocurrir ordenar que su lanzadera fuera retenida en tierra o algo peor. Se preguntó si los dendarii recuperarían alguna vez el lanzacohetes, requisado ahora como arma asesina. Se preguntó si arrestar a su principal guardaespaldas era el primer paso de un retorcido plan contra él. Se preguntó si la cirujana de su flota dispondría de alguna droga psicoactiva para tratar la paranoia galopante. Si así era, probablemente resultara alérgico a ella. Apretó los dientes e inspiró profundamente para tranquilizarse.

Una minilanzadera dendarii de dos plazas rodaba por la pista. ¿Qué era aquello? Miles miró su crono de muñeca para descubrir que casi había perdido cinco horas de su precioso permiso de veinticuatro tonteando allí, en el espaciopuerto. Al enterarse de qué hora era, supo quién había llegado y maldijo frustrado entre dientes. Elli aprovechó la nueva distracción para poner en movimiento al capitán de policía y dedicó a Miles un saludo tranquilizador a guisa de despedida. La periodista, gracias a Dios, se había ido a entrevistar a las autoridades del espaciopuerto.

La teniente Bone, atildada, elegante y sorprendente con su mejor uniforme de terciopelo gris, salió de la lanzadera y se acercó a los hombres que quedaban al pie de la rampa de la otra lanzadera mayor.

—Almirante Naismith, señor. ¿Está preparado para nuestra cita…? Oh, cielos…

Él le dirigió una sonrisa de oreja a oreja, consciente de que llevaba la cara sucia y magullada, el pelo revuelto y pegajoso por la sangre seca, el cuello empapado de sangre, la chaqueta manchada y las rodilleras de los pantalones rotas.

—¿Le compraría una fortaleza ambulante a este hombre?

—No saldrá bien —suspiró ella—. El banco con el que tratamos es muy conservador.

—¿No tienen sentido del humor?

—No cuando hay dinero de por medio.

—Bien.

Se abstuvo de gastar más bromas. Estaban demasiado cerca del ataque de nervios. Iba a pasarse las manos por el pelo, pero gimió y cambió el gesto a un suave roce alrededor de la venda temporal.

—Todos mis uniformes de repuesto se encuentran en órbita… y no estoy demasiado dispuesto a deambular por Londres sin Quinn a mi espalda. Ahora no, por lo menos. Y necesito que la cirujana me vea este hombro, hay algo que no va bien… —una terrible agonía para ser más precisos—, y tengo algunas nuevas y serias dudas sobre adónde fue a parar nuestra transferencia de crédito.

—¿Cómo? —dijo ella, atenta al punto esencial.

—Dudas desagradables que necesito comprobar. Muy bien —suspiró, rindiéndose a lo inevitable—, cancele nuestra cita con el banco por hoy. Prepare otra para mañana, si puede.

—Sí, señor —ella saludó y se marchó.

—Ah —la llamó Miles—, no necesita mencionar por qué me ha sido imposible acudir a la cita, ¿eh?

Una esquina de su boca se torció hacia arriba.

—Ni se me ocurriría —le aseguró fervientemente.

De vuelta a la órbita a bordo de la Triumph, una visita a la cirujana de la flota reveló una fina grieta en el omóplato izquierdo de Miles, un diagnóstico que no le sorprendió en absoluto. La cirujana lo trató con electroestim y le metió el brazo izquierdo en un inmovilizador plástico excesivamente molesto. Miles protestó hasta que la mujer amenazó con meter todo su cuerpo en otro. Salió de la enfermería en cuanto ella terminó de curarle la herida de la nuca, antes de que se dejara seducir por las obvias ventajas médicas de la idea.

Después de lavarse, Miles localizó a la capitana Elena Bothari-Jesek, miembro, junto con su marido e ingeniero de la flota el comodoro Baz Jesek, del triunvirato que conocía su verdadera identidad. De hecho, Elena sabía tanto sobre Miles como él mismo. Era hija de su difunto guardaespaldas, habían crecido juntos. Se había convertido en oficial de los dendarii a las órdenes de Miles cuando éste los creó o se los encontró vagando o comoquiera que uno quisiera describir los caóticos comienzos de toda aquella larguísima y complicada operación encubierta. Lejos de ser oficial sólo de nombre, se había ganado el puesto a base de sudor y agallas y feroz estudio. Su concentración era intensa y su fidelidad absoluta. Miles estaba tan orgulloso de ella como si la hubiera creado personalmente. Sus otros sentimientos hacia ella no eran de la incumbencia de nadie.

Cuando entraba en la sala de recreo, Elena le dirigió un gesto que estaba a medio camino entre el saludo militar y el amistoso, y le ofreció una sombría sonrisa. Miles le devolvió un movimiento de cabeza y se sentó a su mesa.

—Hola, Elena. Tengo una misión de seguridad para ti.

Su cuerpo largo y flexible se adelantó, los ojos oscuros iluminados por la curiosidad. Un corto casquete de pelo negro y suave enmarcaba su rostro; piel pálida, rasgos no hermosos pero sí elegantes, esculpidos como los de un sabueso. Miles se miró las manos, las cruzó sobre la mesa para no distraerse en los sutiles planos de aquel rostro. Todavía. Siempre.

—Ah… —Miles miró en derredor y atisbó a un par de interesados técnicos en una mesa cercana—. Lo siento, amigos, es privado.

Un gesto con el pulgar y sonrieron; captaron la insinuación, recogieron su café y se largaron.

—¿Qué tipo de misión de seguridad? —preguntó ella, mordiendo su bocadillo.

—Esto hay que sellarlo por ambos extremos, tanto desde el punto de vista de los dendarii como del de la embajada barrayaresa en la Tierra. Sobre todo desde la embajada. Un trabajo de correo. Quiero que consigas un billete en el transporte comercial más rápido disponible a Tau Ceti y lleves un mensaje del teniente Vorkosigan al cuartel general de Seguridad Imperial del Sector y a la embajada que hay allí. Mi oficial al mando barrayarés aquí, en la Tierra, no sabe que te envío, y me gustaría mantenerlo así.

—No me siento… ansiosa por tratar con la estructura de mando barrayaresa —dijo ella suavemente tras un instante. Se miró las manos.

—Lo sé. Pero como esto está relacionado con mis dos identidades, tenéis que ser tú, Baz o Elli Quinn. La policía de Londres ha detenido a Elli, y no puedo enviar a tu marido; algún idiota confundido de Tau Ceti podría tratar de arrestarlo.

Elena dejó de mirarse las manos.

—¿Por qué Barrayar nunca retiró los cargos de deserción contra Baz?

—Lo intenté. Creí que casi los había convencido. Pero entonces Simon Illyan tuvo un ataque de remilgos y decidió dejar vigente la orden de arresto, aunque no fuera a cumplirse, para que le diera una ventaja extra sobre Baz en caso de, eh, emergencia. También proporciona un toque artístico a la tapadera de los dendarii como empresa verdaderamente independiente. Pensé que Illyan se equivocaba… de hecho, así se lo dije, hasta que me ordenó tajantemente que cerrara el pico sobre ese tema. Algún día, cuando yo dé las órdenes, me encargaré de que eso cambie.

Ella alzó las cejas.

—Podría ser una larga espera, a tu ritmo actual de ascensos… teniente.

—Mi padre es muy sensible a las acusaciones de nepotismo, capitana.

Cogió el disco sellado de datos con el que había estado jugueteando sobre la mesa.

—Quiero que entregues esto al agregado militar de Tau Ceti, el comodoro Destang. No lo envíes a través de nadie más, porque entre mis recelos está el de que podría haber una filtración en el canal correo barrayarés entre allí y aquí. Creo que el problema está en esta parte, pero si me equivoco… Dios, espero que no sea el propio Destang.

—¿Paranoico? —preguntó ella, solícita.

—Y aumenta por minutos. Tener al loco emperador Yuri en mi árbol genealógico no me ayuda ni pizca. Siempre me estoy preguntando si ya he empezado a desarrollar su enfermedad. ¿Se puede ser paranoico respecto a ser paranoico?

Ella sonrió con dulzura:

—Si alguien puede, ése eres tú.

—Mm. Bien, esta paranoia en concreto es un clásico. Suavicé el lenguaje en el mensaje para Destang… será mejor que lo leas antes de embarcar. Después de todo, ¿qué pensarías de un joven oficial que está convencido de que sus superiores se lo quieren cargar?

Ella ladeó la cabeza, las cejas levantadas.

—Eso es —asintió Miles. Golpeó el disco con un dedo—. El propósito de tu viaje es comprobar una hipótesis… sólo una hipótesis, te lo advierto, de que el motivo por el que nuestros dieciocho millones de marcos no están aquí es porque han desaparecido en el camino. Posiblemente para acabar en los bolsillos del querido capitán Galeni. No hay ninguna prueba fehaciente todavía, como la súbita y permanente desaparición de Galeni, y no es el tipo de acusación que un oficial joven y ambicioso pueda hacer por error. He incluido otras cuatro teorías en el informe, pero ésa es la que más me escama. Debes averiguar si el cuartel general ha enviado nuestro dinero.

—No pareces escamado. Pareces desgraciado.

—Sí, bueno, desde luego es la posibilidad más incómoda. Tiene mucha lógica.

—Entonces ¿cuál es el problema?

—Galeni es komarrés.

—¿A quién le importa? Tanto más probable que tengas razón, entonces.

«A mí me importa.» Miles sacudió la cabeza. Después de todo, ¿qué representaba la política interna de Barrayar para Elena, que había jurado apasionadamente no volver a poner un pie en su odiado mundo natal?

Ella se encogió de hombros y se puso en pie, guardándose el disco en el bolsillo.

Miles no intentó cogerle las manos. No hizo ni un solo movimiento que pudiera avergonzarlos a ambos. Los viejos amigos eran más difíciles de encontrar que los nuevos amores.

«Oh, mi amiga más antigua.»

Todavía. Siempre.

6

Comió un bocadillo y tomó café para cenar en su camarote mientras repasaba los informes de situación de la Flota Dendarii. Las reparaciones de las lanzaderas de combate supervivientes de la Triumph habían sido terminadas y aprobadas. Y pagadas, ay, por una cantidad astronómica. Las tareas de reacondicionamiento se habían terminado en toda la flota, los permisos se habían acabado, los trabajos de limpieza también. El aburrimiento imperaba. Y la bancarrota.

Los cetagandanos lo habían entendido todo al revés, decidió Miles amargamente. No era la guerra lo que destruiría a los dendarii, sino la paz. Si sus enemigos se cruzaran de brazos y esperaran con paciencia, los dendarii, su creación, se derrumbarían por su cuenta sin ninguna ayuda exterior.

El timbre del camarote sonó: una bienvenida interrupción a la oscura y serpenteante cadena de sus pensamientos. Pulsó el comunicador de la mesa.

—¿Sí?

—Soy Elli.

Su mano saltó ansiosa hacia el control de la cerradura.

—¡Entra! Has vuelto antes de lo que esperaba. Temía que te quedaras atrapada allí como Danio. O peor, con Danio.

Giró en su silla. La habitación se le antojó de pronto más brillante cuando la puerta se abrió, aunque un fotómetro no habría detectado el cambio. Elli le dirigió un saludo y acomodó una cadera sobre el borde de la mesa. Sonrió, pero tenía una mirada cansada.

—Te lo dije —comentó—. De hecho, hablaron de convertirme en huésped permanente. Fui dulce, cooperativa, casi tonta tratando de convencerlos de que no era en realidad una amenaza homicida para la sociedad y de que podían dejarme suelta por las calles, pero no hice ningún progreso hasta que sus ordenadores de pronto dieron en el clavo. El laboratorio reveló la identidad de esos dos hombres que… maté en el espaciopuerto.

Miles captó la breve vacilación en su elección de los términos. Otra persona habría escogido un eufemismo («eliminé» o «quité de en medio») para distanciarse de las consecuencias de su acción. Quinn no.

—Interesante, supongo —la animó. Procuró que su voz sonara tranquila, sin ninguna carga de presunción. Ojalá los fantasmas de tus enemigos sólo te escoltaran al infierno. Pero no, los llevabas a hombros constantemente, esperando su oportunidad. Tal vez las muescas que Danio grababa en las cachas de sus armas no eran una idea de tan mal gusto, a fin de cuentas. Sin duda era un pecado mayor olvidar a uno solo de los hombres que matas—. Háblame de ellos.

—Resultaron ser conocidos y buscados por la Red Euroley. Eran, cómo diría yo, soldados de la subeconomía. Asesinos profesionales. Locales.

Miles dio un respingo.

—Santo cielo, ¿qué les he hecho yo?

—Dudo que fueran por ti de motu proprio. Eran casi con toda seguridad gente contratada por un grupo desconocido de terceros, aunque ambos podemos imaginar de quién se trata.

—Oh, no. ¿La embajada cetagandana está subcontratando mi asesinato? Supongo que tiene sentido. Galeni dijo que andaban cortos de personal. ¿Pero te das cuenta… —se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro en su agitación— de que esto significa que podrían volver a atacarme desde cualquier parte? En cualquier sitio, en cualquier momento. Desconocidos totalmente carentes de motivaciones personales.

—Una pesadilla para seguridad —reconoció ella.

—Supongo que la policía no ha podido localizar a quien los empleó.

—No ha habido tanta suerte. De momento, al menos. Dirigí su atención hacia los cetagandanos como candidatos de una de las tres patas del triángulo método-motivo-oportunidad: el motivo.

—Bien. ¿Podemos sacar por nuestra cuenta algo del método y la oportunidad? —se preguntó Miles en voz alta—. Los resultados finales del atentado parecen indicar que estaban un pelín mal preparados para su tarea.

—Desde mi punto de vista, el método estuvo horriblemente a punto de funcionar —observó ella—. Sin embargo, sugiere que la oportunidad ha sido un factor limitador. Quiero decir que el almirante Naismith no se esconde cuando tú vas abajo, por difícil que sea encontrar a un hombre entre nueve mil millones de habitantes. ¡Literalmente deja de existir en todas partes, zas! Había pruebas de que esos tipos llevaban varios días deambulando por el espaciopuerto, esperándote.

—¡Uf!

Su visita a la Tierra echada a perder. Al parecer el almirante Naismith era un peligro para sí mismo y para los demás. La Tierra estaba demasiado congestionada. ¿Y si sus atacantes intentaban la próxima vez hacer volar un vagón de metro o un restaurante para alcanzar su objetivo? Una escolta para espantar de muerte a sus enemigos era una cosa, pero ¿y si se encontraban junto a una clase de niños de enseñanza primaria la próxima vez?

—Oh, por cierto, vi al soldado Danio cuando estuve abajo —añadió Elli, examinándose una uña rota—. Su caso se verá en los tribunales dentro de un par de días, y me pidió que te pidiera que vayas.

Miles rezongó entre dientes.

—Oh, claro. Hay un número potencialmente ilimitado de completos desconocidos que intentan liquidarme y quiere que haga una aparición pública. Para que me convierta en el blanco de sus prácticas de tiro, sin duda.

Elli sonrió y se mordisqueó la uña.

—Quiere un testigo de carácter, alguien que le conozca.

—¡Testigo de carácter! Ojalá supiera dónde esconde su colección de cabelleras, se la llevaría al juez. La terapia de sociópatas fue inventada para gente como él. No, no. La última persona que necesita como testigo de carácter es alguien que le conozca. —Miles suspiró, claudicando—. Envía al capitán Thorne. Betano, tiene un montón de savoir faire cosmopolita, debería poder mentir bien en el estrado.

—Buena elección —aplaudió Elli—. Ya era hora de que empezaras a delegar parte de tu trabajo.

—Delego constantemente —objetó él—. Estoy contentísimo, por ejemplo, de haber delegado en ti mi seguridad personal.

Ella agitó una mano, sonriendo, como para descartar el cumplido implícito. ¿Le molestaron sus palabras?

—Fui lenta.

—Fuiste lo suficientemente rápida. —Miles se giró para encararse a ella, o en cualquier caso para enfrentarse a su garganta. Ella se había echado atrás la chaqueta por comodidad y el arco de su camiseta negra, en la intersección con la clavícula, formaba una especie de escultura abstracta y estética. Su olor (ningún perfume, sólo a mujer) emanaba cálido de la piel.

—Creo que tenías razón —dijo ella—. Los oficiales no deberían comprar en las tiendas de la compañía…

«Maldición —pensó Miles—. Sólo lo dije porque estaba enamorado de la esposa de Baz Jesek y no quería admitirlo; mejor no decir nunca que no…»

—… realmente te distrae de tu deber. Te observé, caminando hacia nosotros a través del espaciopuerto y, durante un par de minutos, minutos críticos, la seguridad fue lo último que tuve en cuenta.

—¿Qué fue lo primero? —preguntó Miles, esperanzado, antes de que el buen sentido lo detuviera. «Despierta, hombre, podrías destrozar todo tu futuro en los próximos treinta segundos.»

Elli le ofreció una sonrisa dolida.

—Me preguntaba qué habrías hecho con la estúpida manta gato, de hecho —dijo con frivolidad.

—La dejé en la embajada. Iba a traértela —y qué no daría por tenderla ahora e invitarla a sentarse en el borde de su cama—, pero tenía otras cosas en la cabeza. No te he contado lo de la última pega en nuestras revueltas finanzas. Sospecho…

Maldición, otra vez los negocios inmiscuyéndose en aquel momento de intimidad, en aquel posible momento de intimidad.

—Te lo contaré más tarde. Ahora quiero hablar de nosotros. Tengo que hablar de nosotros.

Ella se apartó un poco. Miles se corrigió rápidamente.

—Y sobre el deber.

Ella dejó de retirarse. La mano derecha de Miles tocó el cuello de su uniforme, lo volvió, acarició la lisa y fría superficie de su insignia de rango. Nervioso como un pollito. Retiró la mano, la cerró sobre su pecho para controlarla.

—Yo… tengo un montón de deberes, ¿sabes? Casi una doble dosis. Están los deberes del almirante Naismith y los del teniente Vorkosigan. Y luego están los deberes de lord Vorkosigan. Una triple dosis.

Ella arqueó las cejas, arrugó los labios, preguntando con los ojos; paciencia suprema, sí, había esperado a que quedara como un idiota por su cuenta. Y estaba consiguiéndolo a marchas forzadas.

—Estás familiarizada con los deberes del almirante Naismith. Pero son el menor de mis problemas, en realidad. El almirante Naismith es un subordinado del teniente Vorkosigan, que existe solamente para servir a Seguridad del Imperio de Barrayar, para la cual ha sido destinado por la sabiduría y piedad de su Emperador. Bueno, por los consejeros de su Emperador, al menos. En resumen, mi padre. Ya conoces esa historia.

Ella asintió.

—Ese asunto de no implicarse personalmente con nadie del personal es de cumplimiento para el almirante Naismith…

—Me pregunté, más tarde, si ese… incidente en el tubo de descenso no había sido algún tipo de prueba —dijo ella, reflexiva.

Tardó un momento en captar las implicaciones de sus palabras.

—¡Ah! ¡No! —aulló Miles—. Qué truco tan sucio y sibilino habría sido… no. Ninguna prueba. Bastante real.

—Ah —dijo ella, pero no consiguió tranquilizarlo con, digamos, un abrazo sentido. Un abrazo sentido habría sido muy tranquilizador en aquellos momentos. Pero ella permaneció allí de pie, observándolo, con una pose que se parecía incómodamente a la de descanso militar.

—Pero tienes que recordar que el almirante Naismith no es un hombre real. Es un artificio. Yo lo inventé. Y le faltan algunas partes importantes, visto en retrospectiva.

—Oh, tonterías, Miles —ella le tocó ligeramente la mejilla—. ¿Qué es esto, ectoplasma?

—Volvamos atrás, a lord Vorkosigan —consiguió decir Miles, desesperado. Se aclaró la garganta y con esfuerzo bajó la voz para recuperar su acento barrayarés—. Apenas has conocido a lord Vorkosigan.

Ella sonrió al oír su cambio de voz.

—Te he oído imitar su acento. Es agradable aunque, um, un poco incongruente.

—Yo no imito su acento, él imita el mío. Es decir… eso creo —se detuvo, confundido—. Llevo Barrayar marcado en los huesos.

Ella alzó las cejas, la ironía olvidada por pura fuerza de voluntad.

—Literalmente, según tengo entendido. No pensaba que fueras a agradecerles que te envenenaran antes incluso de que hubieras conseguido nacer.

—No iban por mí, sino por mi padre. Mi madre…

Considerando hacia dónde intentaba desviar aquella conversación, quizá fuese mejor evitar explicar los infructuosos intentos de asesinato de los últimos veinticinco años.

—De todas formas, ese tipo de cosas apenas suceden ya.

—¿Qué ha sido eso del espaciopuerto de hoy, ballet callejero?

—No un asesinato barrayarés.

—Eso no lo sabes —recalcó ella alegremente.

Miles abrió la boca y se quedó así, aturdido por una nueva y aún más horrible paranoia. El capitán Galeni era un hombre sutil, si Miles lo había calado bien. Podía estar muy por delante de cualquier cadena lógica de interés por él. Suponiendo que fuera en efecto culpable de desfalco. Y suponiendo que se hubiera anticipado a las sospechas de Miles. Y suponiendo que hubiera encontrado un modo de conservar dinero y carrera, eliminando a su acusador. Galeni, después de todo, sabía el momento exacto en que Miles estaría en el espaciopuerto. Cualquier asesino a sueldo que la embajada cetagandana pudiera contratar, podía estar igualmente al servicio de la barrayaresa.

—Hablaremos de eso… más tarde —tosió.

—¿Por qué no ahora?

—PORQUE ESTOY… —se detuvo, tomó aire— tratando de decir otra cosa —continuó con vocecita contenida.

Hubo una pausa.

—Dila —lo instó Elli.

—Um, deberes. Bueno, igual que el teniente Vorkosigan asume todos los deberes del almirante Naismith, más otros propios, lord Vorkosigan tiene todos los del teniente Vorkosigan, más los propios. Deberes políticos separados y superiores a los deberes militares de un teniente. Y, um… deberes familiares.

Tenía húmeda la palma de la mano; se la frotó con disimulo en los pantalones. Aquello era aún más difícil de lo que esperaba. Pero no más, sin duda, de lo que sería para alguien que había visto una vez cómo le volaban la cara con fuego de plasma tener que enfrentarse otra vez a lo mismo.

—Hablas como un diagrama de Venn. «El conjunto de todos los conjuntos que se pertenecen», o algo parecido.

—Así me siento —admitió él—. Pero tengo que evitar perderme.

—¿Qué contiene a lord Vorkosigan? —preguntó ella con curiosidad—. Cuando te miras en el espejo al salir de la ducha, ¿quién te mira desde allí? ¿Te dices a ti mismo «Hola, lord Vorkosigan»?

«Evito mirarme en los espejos…»

—Miles, supongo. Sólo Miles.

—¿Y qué contiene a Miles?

Con el índice derecho se acarició el dorso de su inmovilizada mano izquierda.

—Esta piel.

—¿Y ése es el último perímetro externo?

—Supongo.

—Dioses —murmuró ella—, me he enamorado de un hombre que se considera una cebolla.

Miles hizo una mueca; no pudo evitarlo. Pero… ¿«enamorado»? Su corazón se animó enormemente.

—Mejor que mi antepasada, que pensaba que era…

No, sería mejor no mencionar ese caso tampoco.

Pero la curiosidad de Elli era insaciable. Por eso la había asignado en primer lugar a la inteligencia dendarii, para la que había obtenido éxitos tan espectaculares.

—¿Qué?

Miles se aclaró la garganta.

—Se decía que la quinta condesa Vorkosigan sufría delirios periódicos y creía que estaba hecha de cristal.

—¿Y qué le pasó? —preguntó Elli, fascinada.

—Una de sus irritadas relaciones acabó por tirarla al suelo y romperla.

—¿Tan intenso era el delirio?

—Fue desde una torre de veinte metros. No sé —dijo él, impaciente—. No soy responsable de mis extraños antepasados. Todo lo contrario. Exactamente al contrario —tragó saliva—. Verás, uno de los deberes no militares de lord Vorkosigan es acabar por encontrar, en algún momento, en algún lugar, a una lady Vorkosigan. La undécima condesa Vorkosigan. Es algo que se espera de un hombre de una cultura estrictamente patriarcal. Ya sabes…

Parecía como si tuviera la garganta llena de algodón, su acento oscilaba de una personalidad a otra.

—… que estos, uh, problemas físicos míos —pasó la mano por toda la longitud, o carencia de longitud, de su cuerpo— fueron teratogénicos, no genéticos. Mis hijos deberían ser normales. Un hecho que tal vez me haya salvado la vida, en vista de la tradicional actitud implacable de Barrayar hacia las mutaciones. Creo que mi abuelo nunca estuvo totalmente convencido de ello. Siempre he deseado que hubiese vivido para ver a mis hijos, sólo para demostrárselo.

—Miles —lo interrumpió Elli amablemente.

—¿Sí? —dijo él, sin aliento.

—Estás farfullando. ¿Por qué? Podría escucharte una hora entera, pero es preocupante cuando te atascas.

—Estoy nervioso —confesó. Sonrió, cegado.

—¿Reacción retrasada por lo de esta tarde? —Elli se acercó, tranquilizándolo—. Lo comprendo.

Él acomodó el brazo derecho alrededor de su cintura.

—No. Sí, bueno, tal vez un poco. ¿Te gustaría ser la condesa Vorkosigan?

Ella sonrió.

—¿Hecha de cristal? No es mi estilo, gracias. La verdad es que el título sugiere a alguien vestido de cuero negro con tachuelas de cromo.

La imagen mental de Elli vestida de esa manera fue tan arrebatadora que Miles tardó medio minuto en volver al tema.

—Déjame que lo exprese de otra forma —dijo por fin—. ¿Quieres casarte conmigo?

El silencio fue esta vez mucho más largo.

—Creía que tratabas de pedirme que me fuera a la cama contigo, y me reía. Por tus nervios.

No se reía ahora.

—No —dijo Miles—. Eso habría sido fácil.

—No quieres mucho, ¿no? Sólo cambiar por completo el resto de mi vida.

—Es bueno que comprendas eso. No se trata sólo de un matrimonio. Lleva unido un trabajo muy concreto.

—En Barrayar. Abajo.

—Sí. Bueno, habría algunos viajes.

Ella permaneció en silencio durante demasiado rato, y luego dijo:

—Nací en el espacio. Crecí en una estación de tránsito en el espacio profundo. He trabajado la mayor parte de mi vida adulta a bordo de naves. El tiempo que he pasado con los pies pisando tierra auténtica no pasa de meses.

—Sería un cambio —admitió Miles, incómodo.

—¿Y qué le sucedería a la futura almirante Quinn, mercenaria libre?

—Presumiblemente… es de esperar que encuentre el trabajo de lady Vorkosigan igualmente interesante.

—Déjame adivinar. El trabajo de lady Vorkosigan no incluiría el mando de naves.

—Los riesgos de seguridad por permitir una carrera así me sorprenderían incluso a mí. Mi madre renunció al mando de una nave (Investigación Astronómica Betana) por ir a Barrayar.

—¿Me estás diciendo que buscas a una chica que sea como mamá?

—Tiene que ser lista, tiene que ser rápida, tiene que ser una superviviente decidida —explicó Miles tristemente—. Cualquier otra cosa supondría una masacre de inocentes. Tal vez la suya, tal vez la de nuestros hijos. Los guardaespaldas, como bien sabes, no lo resuelven todo.

Ella dejó escapar un largo y silencioso silbido mientras observaba cómo la observaba él. El contraste entre la incomodidad de sus ojos y la sonrisa de sus labios hería a Miles. «No quería hacerte daño… lo mejor que puedo ofrecerte no debería resultarte doloroso… Es demasiado, demasiado poco… ¿demasiado horrible?»

—Oh, querido —suspiró ella apenada—, piensa.

—Quiero lo mejor para ti.

—Y por eso quieres encadenarme el resto de mi vida a una, lo siento, pelota de polvo de segunda clase que apenas ha salido del feudalismo, que trata a las mujeres como muebles o ganado… y que me negaría la práctica de todas las habilidades militares que he aprendido en los últimos doce años, desde el amarre de lanzaderas a la química de interrogatorios… lo siento. No soy antropóloga. No soy una santa, y no estoy loca.

—No tienes que decir que no ahora mismo —dijo Miles con un hilo de voz.

—Oh, claro que sí. Antes de que mirarte haga que se me debiliten los tobillos. O la cabeza.

«¿Y qué decir a eso? —se preguntó Miles—. Si realmente me amaras, ¿querrías renunciar a toda tu historia personal por mí? Oh, claro. No le va la inmolación. Esto la hace fuerte, su fuerza me hace quererla, y así completamos el círculo.»

—El problema entonces es Barrayar.

—Por supuesto. ¿Qué mujer humana en su sano juicio se trasladaría voluntariamente a ese planeta? Con la excepción de tu madre, al parecer.

—Ella es excepcional. Pero… cuando ella y Barrayar chocan, es Barrayar el que cambia. Lo he visto. Tú podrías ser una fuerza de cambio similar.

Elli sacudió la cabeza.

—Conozco mis límites.

—Nadie conoce sus límites hasta que los ha superado.

Ella lo miró.

—Tú sí que tendrías que saberlo bien. ¿Qué pasa contigo y Barrayar, por cierto? Los dejas que te manejen como… Nunca he comprendido por qué nunca has cogido a los dendarii y te has largado. Conseguirías que funcionara, mejor de lo que lo hizo funcionar el almirante Oser, mejor incluso que Tung. Podrías acabar siendo emperador de tu propia roca.

—¿Contigo a mi lado? —Miles sonrió enigmáticamente—. ¿Sugieres en serio que me embarque en un plan de conquista galáctica con cinco mil tipos?

Ella se echó a reír.

—Al menos yo no tendría que renunciar al mando de la flota. No, en serio. Si estás tan obsesionado con ser soldado profesional, ¿para qué necesitas a Barrayar? Una flota mercenaria ve diez veces más acción que una planetaria. Una bola de tierra entra en guerra una vez por generación, si tiene suerte…

—O no la tiene —concluyó Miles.

—Una flota mercenaria la sigue.

—Ese hecho estadístico ha sido advertido por el alto mando barrayarés. Es una de las principales razones por las que estoy aquí. He tenido más experiencia de combate real, aunque a pequeña escala, en los últimos cuatro años, que la mayoría de los otros oficiales imperiales en los últimos catorce. El nepotismo funciona de formas extrañas. —Se pasó un dedo por la limpia línea de su mandíbula—. Ahora comprendo. Estás enamorada del almirante Naismith.

—Por supuesto.

—No de lord Vorkosigan.

—Estoy molesta con lord Vorkosigan. Te tiene en poca estima, amor.

Él dejó pasar el doble sentido. Así que el abismo que se había abierto entre ellos era más profundo de lo que pensaba. Para ella, quien no era real era lord Vorkosigan. Enlazó los dedos tras su nuca y respiró su aliento mientras ella preguntaba:

—¿Por qué dejas que Barrayar te fastidie la vida?

—Es la mano que me han servido.

—¿Quién? No lo entiendo.

—No importa. Da la casualidad de que para mí es muy importante ganar con esa mano. Así sea.

—Tu funeral —hundió los labios en su boca.

—Mmm.

Ella se apartó un instante.

—¿Puedo seguir abrazándote? Con cuidado, por supuesto. No te marcharás cabreado porque te he rechazado, ¿no? Rechazado a Barrayar, quiero decir. No a ti, nunca a ti…

«Me estoy acostumbrando a esto. Casi aturdido…»

—¿Que si voy a marcharme? —preguntó suavemente—. ¿Porque no puedo tenerlo todo, no tomo nada, y me marcho enfurruñado? Espero que me arrastres de cabeza por el pasillo si me comporto de forma tan obtusa.

Ella se echó a reír. No pasaba nada, si todavía conseguía hacerla reír. Si Naismith era todo lo que ella quería, sin duda lo tendría. La mitad de hombre a la mitad de precio. Se acercaron a la cama, las bocas hambrientas de besos. Fue fácil, con Quinn. Ella así lo permitió.

Hablar en la cama con Quinn fue hablar de trabajo. Miles no se sorprendió. Junto con un masaje con el que a punto estuvo de fundirse y derramarse por el borde de la cama para formar un charquito en el suelo, Miles asimiló el resto de su completo informe sobre las actividades y los descubrimientos de la policía londinense. Él a cambio la puso al día sobre los acontecimientos en la embajada y la misión que había encomendado a Elena Bothari-Jesek. Y durante todos aquellos años él había pensado que necesitaba una sala de conferencias para intercambiar información. Claramente, se había topado con un insospechado universo de estilo de mando alternativo. Lo sibarítico se había impuesto a lo cibernético.

—Pasarán diez días —se quejó Miles a su colchón—, antes de que Elena pueda regresar de Tau Ceti. Y no hay ninguna garantía de que traiga consigo el dinero que falta. Sobre todo si ya lo habían enviado. Mientras, la Flota Dendarii permanece mano sobre mano en órbita. ¿Sabes lo que nos hace falta?

—Un contrato.

—Exactamente. Hemos aceptado antes contratos en el ínterin. A pesar de que Seguridad Imperial de Barrayar es un cliente permanente, incluso le gusta: da un respiro a su presupuesto. Después de todo, cuantos menos impuestos tengan que exprimir a los ciudadanos, más tranquila se vuelve Seguridad en casa. Es curioso que nunca hayan intentado convertir a la Flota Dendarii en un proyecto generador de ingresos. Habría enviado a nuestros encargados a buscar un contrato hace semanas si no estuviéramos atascados en la órbita de la Tierra hasta que se resuelva este lío de la embajada.

—Lástima que no podamos poner la flota a trabajar aquí mismo, en la Tierra —dijo Elli—. La paz se ha impuesto en todo el planeta, desgraciadamente.

Con las manos aflojó los nudos de los músculos de sus pantorrillas, fibra a fibra. Miles se preguntó si la convencería para que a continuación le trabajara los pies. Él lo había hecho con los suyos hacía un ratito, después de todo, aunque con vistas a objetivos más elevados. Oh, cielos, no iba a tener siquiera que convencerla… agitó los dedos, deleitado. Nunca había sospechado que los dedos de sus pies fueran sexis hasta que Elli se lo dijo. De hecho, su satisfacción con todo el cuerpo henchido de placer era siempre alta.

—Estoy mentalmente bloqueado —decidió—. Me equivoco en algo. Vamos a ver. La Flota Dendarii no está atada a la embajada, aunque yo sí. Podría despediros a todos…

Elli gimió. Fue un sonido tan inesperado, viniendo de ella, que se arriesgó a sufrir un espasmo muscular para doblar el cuello y mirarla por encima del hombro.

—Ideas tumultuosas —se disculpó.

—Bien, adelante.

—Y además, por culpa del lío de la embajada, no estoy demasiado ansioso por desprenderme de mis refuerzos. Hay… hay algo que no va bien. Lo que significa que si nos quedamos quietos esperando a que la embajada lo resuelva será aún peor. Bien. Un problema cada vez. Los dendarii. Dinero. Trabajitos dispersos… ¡eh!

—¿Eh?

—¿Quién dice que tengo que contratar toda la flota a la vez? Trabajo. Chapucillas aquí y allá. Dinero contante y sonante. ¡Divide y vencerás! Guardias de seguridad, técnicos de ordenador, todo lo que se nos ocurra que pueda constituir una fuente de ingresos…

—¿Robo de bancos? —dijo Elli con creciente interés.

—¿Y dices que la policía te soltó? No te entusiasmes. Pero dispongo de una mano de obra de cinco mil personas de formaciones diversas y altamente especializadas. Seguro que eso es una fuente de recursos de valor superior a la Triumph. ¡Delega! ¡Que ellos se disgreguen y vayan a ganar unas malditas monedas!

Elli, sentada cruzada de piernas al pie de la cama, observó, molesta:

—¡He trabajado una hora para relajarte y mira ahora! ¿De qué eres, de plástico? Todo tu cuerpo se enrosca ante mis ojos… ¿Adónde vas?

—A poner la idea en marcha, ¿adónde si no?

—La mayoría de la gente se pone a dormir, llegados a este punto…

Bostezando, le ayudó a rebuscar entre los uniformes apilados en el suelo. Las camisetas negras resultaron ser casi iguales. La de Elli se distinguía por el leve olor corporal que la impregnaba. Miles casi no quiso devolvérsela, pero comprendió que quedarse la ropa interior de su novia no le iba a ayudar a ganar puntos en el apartado de savoir faire. El acuerdo fue tácito pero claro: esa fase de su relación debía cesar discretamente en la puerta del dormitorio, si no querían desacreditar la fatua consigna del almirante Naismith.

La conferencia inicial del personal dendarii, al principio de una misión, cuando Miles llegaba con un nuevo contrato en la mano, siempre le producía la sensación de ver doble. Era un interfaz, consciente de ambas mitades, intentando ser un espejo unidireccional entre los dendarii y su auténtico jefe, el Emperador. Esta desagradable sensación solía difuminarse rápidamente, mientras concentraba sus facultades en la misión concreta, recentrando su personalidad. El almirante Naismith casi ocupaba entonces toda su piel. «Relajarse» no era el término adecuado para este estado alfa, dada la fuerte personalidad de Naismith. «Sin constricciones» se acercaba más.

Había pasado con los dendarii cinco meses seguidos, algo sin precedentes, y la súbita reaparición del teniente Vorkosigan en su vida había sido desusadamente molesta esta vez. Por supuesto, no era normalmente el lado barrayarés del asunto lo que se fastidiaba. Siempre había contado con que la estructura de mando fuera sólida, el axioma del cual fluía toda la acción, el estándar por el que se medía el subsiguiente éxito o fracaso.

Esta vez, no.

Esta noche se encontraba en la sala de reuniones de la Triumph con sus jefes de departamento y sus capitanes, todos congregados rápidamente, y se vio asaltado por una súbita y esquizofrénica parálisis: ¿qué iba a decirles? «Tendréis que arreglároslas por vuestra cuenta, capullos…»

—Tendremos que arreglárnoslas por nuestra cuenta durante algún tiempo —empezó a decir el almirante Naismith, saliendo de la cueva situada en el interior del cerebro de Miles en la que habitaba, y se lanzó de lleno al tema. La noticia, hecha pública por fin, de que había un problema en su paga levantó la esperada preocupación; más sorprendente fue su aparente tranquilidad cuando les dijo, la voz cargada de énfasis amenazador, que estaba investigando el asunto personalmente. Bueno, al menos explicaba desde el punto de vista dendarii todo el tiempo que había pasado atiborrando los ordenadores en las entrañas de la embajada barrayaresa. «Dios —pensó Miles—, juro que podría venderles a todos granjas radiactivas.»

Pero cuando se vieron ante el desafío, lanzaron un impresionante montón de ideas para conseguir dinero a corto plazo. Miles se sintió enormemente aliviado, y los dejó seguir. Después de todo, nadie llegaba al Estado Mayor dendarii siendo idiota. Su propio cerebro parecía agotado. Esperaba que fuera porque sus circuitos estuvieran trabajando a nivel subconsciente en la mitad barrayaresa del problema, y que no fuera un síntoma de deterioro senil prematuro.

Durmió solo y mal, y se despertó cansado y dolorido. Atendió algunos aspectos rutinarios internos y aprobó los siete planes menos descabellados para conseguir dinero que su gente había desarrollado durante la noche. Un oficial había conseguido un contrato como guardias de seguridad para un escuadrón de veinte, no importaba que fuera para la inauguración de un centro comercial en… ¿dónde demonios estaba Xian?

Se vistió cuidadosamente con su mejor túnica de paseo de terciopelo gris —botones plateados en los hombros, pantalones de deslumbrante costura blanca, las botas más relucientes— y acompañó a la teniente Bone al banco de Londres. Elli Quinn lo escoltó con dos de sus más corpulentos dendarii uniformados y un círculo invisible, delante y detrás, de guardias vestidos de civil y provistos de escáneres.

En el banco, el almirante Naismith, acicalado y muy educado para tratarse de un hombre que no existía, cedió cuestionables derechos de una nave de guerra que no poseía a una organización financiera que no la necesitaba ni la quería. Como señaló la teniente Bone, al menos el dinero era real. En vez de un colapso progresivo a partir de esa tarde (la hora en la que la teniente Bone calculaba que las primeras nóminas de los dendarii empezarían a rebotar), sería un gran colapso en una fecha futura indefinida. Hurra.

Miles despidió a los guardias mientras se acercaba a la embajada de Barrayar; sólo quedó Elli. Se detuvieron ante una puerta en los túneles subterráneos que anunciaba: PELIGRO. TÓXICO. PERSONAL AUTORIZADO SOLAMENTE.

—Ahora estamos bajo los escáneres —le advirtió Miles.

Elli se llevó un dedo a los labios, reflexionando.

—Por otro lado, si entras ahí y te encuentras con que han llegado órdenes para enviarte a Barrayar, quizá no te vea hasta dentro de un año. O nunca.

—Me resistiría a eso… —empezó a decir él, pero Elli le cubrió los labios con el dedo, acallando la estupidez que estuviera a punto de decir al transferirle el beso—. Bien —sonrió Miles levemente—. Estaré en contacto, comandante Quinn.

Ella enderezó la espalda, hizo un gesto irónico, un impresionante saludo militar y se marchó. Miles suspiró y colocó la palma abierta sobre la intimidante cerradura de la entrada.

Al otro lado de la segunda puerta, más allá del guardia uniformado sentado ante la consola del escáner, le esperaba Ivan Vorpatril. Descargó su peso de un pie a otro con una sonrisa forzada. Oh, Dios, ¿ahora qué? Sin duda era esperar demasiado que el hombre tuviera simplemente ganas de hacer un pis.

—Me alegro de que vuelvas, Miles —dijo Ivan—. Justo a tiempo.

—No quería abusar del privilegio. Puede que quiera marcharme otra vez. No es que sea probable que lo consiga… Me sorprendió que Galeni no me arrastrara de vuelta a la embajada permanentemente después de ese pequeño episodio en el espaciopuerto de ayer.

—Sí, bueno, hay un motivo para eso.

—¿Sí? —dijo Miles, forzando la voz para que su tono fuese neutro.

—El capitán Galeni salió ayer de la embajada una media hora después que tú. No lo hemos vuelto a ver desde entonces.

7

El embajador los condujo al despacho cerrado de Galeni. Ocultaba sus nervios bastante mejor que Ivan. Se limitó a comentar tranquilamente:

—Comuníqueme lo que descubra, teniente Vorpatril. Sería particularmente deseable obtener alguna indicación segura de si es hora o no de notificarlo a las autoridades locales.

Así que el embajador, que conocía a Duv Galeni desde hacía unos dos años, pensaba también en términos de múltiples posibilidades. Un hombre complejo, su perdido capitán.

Ivan se sentó ante la consola y repasó los archivos de rutina buscando memorandos recientes, mientras que Miles deambulaba por la habitación buscando… ¿qué? ¿Un mensaje garabateado en sangre en la pared a la altura de las rodillas? ¿Fibra vegetal alienígena en la alfombra? ¿Una nota de dimisión en papel perfumado? Cualquiera de esas cosas, o todas ellas, habrían sido deseables a la neutra nada que encontró.

Ivan alzó las manos.

—Nada aparte de lo habitual.

—Déjame a mí. —Miles giró el respaldo de la silla de Galeni para arrancar de allí a su primo y ocupar su lugar—. Siento una ardiente curiosidad por las finanzas personales del capitán Galeni. Ésta es una oportunidad dorada para comprobarlas.

—Miles —dijo Ivan, algo nervioso—, ¿no es esto un poco, um, agresivo?

—Tienes los principios de un caballero, Ivan —dijo Miles, absorto en acceder a los archivos codificados—. ¿Cómo lograste entrar en Seguridad?

—No lo sé —dijo Ivan—. Yo quería servir en una nave.

—¿No queremos todos? Ah —comentó Miles mientras la holopantalla empezaba a escupir datos—. Me encantan estas tarjetas de crédito universales terrestres. Qué reveladoras son.

—¿Qué esperas encontrar en las cuentas corrientes de Galeni, por el amor de Dios?

—Bueno, antes que nada —murmuró Miles, pulsando teclas—, comprobemos los totales de los últimos meses y averigüemos si sus gastos superan sus ingresos.

Fue cuestión de un momento responder a esa pregunta. Miles frunció el ceño, levemente decepcionado. Las dos cuentas estaban equilibradas; había incluso un pequeño superávit a final de mes, fácilmente explicable por la existencia de una modesta cartilla de ahorros. No demostraba nada en un sentido ni en otro, ay. Si Galeni tenía algún problema financiero serio, había tenido la inteligencia y la experiencia de no dejar pruebas en su contra. Miles empezó a repasar la lista de compras.

Ivan se agitó, impaciente.

—¿Qué estás buscando ahora?

—Vicios secretos.

—¿Cómo?

—Fácil. O lo sería si… comparamos, por ejemplo, los registros de las cuentas de Galeni con las tuyas durante el mismo período de tres meses. —Miles dividió la pantalla y cargó los datos de su primo.

—¿Por qué no lo comparas con las tuyas? —dijo Ivan, picado.

Miles sonrió, lleno de científica virtud.

—No llevo aquí el tiempo suficiente para ser una base comparable. Tú eres un controlador mucho mejor. Por ejemplo… vaya, vaya. Mira esto. ¿Un picardías de encaje, Ivan? Qué clase. Va totalmente contra las normas, ya sabes.

—Eso no es asunto tuyo —refunfuñó Ivan.

—Vaya. Y no tienes una hermana, y no es el estilo de tu madre. De esta compra se desprende que hay una chica en tu vida o eres un travestido.

—Advertirás que no es de mi talla —dijo Ivan con dignidad.

—Sí, te quedaría muy cortito. Una chica con aspecto de sílfide, entonces. A quien conoces lo bastante bien para hacerle regalos íntimos. Mira cuánto sé ya de ti, sólo con una compra. ¿Fue Sylveth, por casualidad?

—Se supone que es a Galeni a quien estás investigando —le recordó Ivan.

—Sí. ¿Y qué tipo de regalos compra Galeni?

Pasó la pantalla. No hizo falta mucho tiempo: no había tanto.

—Vino —recalcó Ivan—. Cerveza.

Miles hizo una comprobación.

—Una tercera parte de lo que tú te bebiste en el mismo período. Pero compra librodiscos en una proporción de treinta y cinco a… ¿sólo dos, Ivan?

Ivan se aclaró la garganta, incómodo.

Miles suspiró.

—Aquí no hay ninguna chica. Ningún chico tampoco, no creo… ¿eh? Llevas un año trabajando con él.

—Mm —dijo Ivan—. Me he topado con un par en el servicio, pero… tienen formas de hacértelo saber. No, yo tampoco creo que Galeni…

Miles contempló el regular perfil de su primo. Sí, Ivan probablemente había recogido insinuaciones de ambos sexos. Otra pista descartada.

—¿Ese tipo es un monje? —murmuró Miles—. No es un androide, a juzgar por la música, los libros y la cerveza, pero… es terriblemente elusivo.

Cerró el archivo con un irritado golpe a los controles. Tras pensárselo un instante, abrió el expediente de Galeni.

—Ja. Eso sí que es raro. ¿Sabías que el capitán Galeni se doctoró en historia antes de unirse al servicio imperial?

—¿Qué? No, nunca lo mencionó… —Ivan se inclinó por encima del hombro de su primo, los principios caballerescos superados al fin por la curiosidad.

—Doctorado con honores en historia moderna y ciencias políticas por la Universidad Imperial de Vorbarr Sultana. Dios mío, mira las fechas. A la edad de veintiséis años Duv Galeni renunció a un flamante puesto en la Facultad de Belgravia, en Barrayar, para volver a la Academia del Servicio Imperial con un puñado de chavales de dieciocho. Con sueldo de cadete.

No era la conducta de un hombre el centro de cuya existencia fuera el dinero.

—Uh —dijo Ivan—. Debió de ser todo un empollón en los cursos superiores cuando nosotros llegamos. Salió dos años antes que nosotros. ¡Y ya es capitán!

—Debe de haber sido uno de los primeros komarreses a quienes se ha permitido el acceso al Ejército. Semanas después de la promulgación de la ley. Y va a toda máquina desde entonces. Formación extraordinaria… lenguajes, análisis de información, un puesto en el cuartel general imperial… y luego la guinda, este destino en la Tierra. Duvie es un fenómeno, claramente.

Miles veía el porqué. Un oficial brillante, educado, liberal… Galeni era un anuncio ambulante del éxito del Nuevo Orden. Un ejemplo. Miles sabía bien lo que era ser un ejemplo. Inspiró largamente, y el aire siseó entre sus dientes.

—¿Qué? —lo acució Ivan.

—Estoy empezando a asustarme.

—¿Por qué?

—Porque todo este asunto está cobrando un sutil tinte político. Y todo aquel que no se alarma cuando las cosas barrayaresas empiezan a oler a política no ha estudiado… historia —murmuró la última palabra con sibilante ironía. Al cabo de un momento volvió a entrar en el archivo y prosiguió la búsqueda.

—Bingo.

—¿Eh?

Miles señaló.

—Archivo sellado. Nadie por debajo del rango de oficial del Alto Mando Imperial puede acceder a esta parte.

—Eso nos deja fuera.

—No necesariamente.

—Miles… —gimió Ivan.

—No me propongo nada ilegal —lo tranquilizó Miles—. Todavía. Llama al embajador.

El embajador, nada más llegar, se sentó junto a Miles.

—Sí, tengo un código de acceso de emergencia que anulará ese otro —admitió cuando Miles lo presionó—. Pero la emergencia prevista era algo que estuviera en la línea de una guerra a punto de estallar.

Miles se mordisqueó el dedo índice.

—El capitán Galeni lleva con usted dos años ya. ¿Qué impresión tiene de él?

—¿Como oficial, o como hombre?

—Ambas cosas, señor.

—Es muy consciente de sus deberes. Su inusitada educación…

—Oh, ¿lo sabía usted?

—Por supuesto. Pero eso lo convierte en una elección extraordinariamente buena para la Tierra. Es muy bueno, muy tranquilo en el aspecto social, un brillante conversador. El oficial que lo precedió en el puesto era un hombre de Seguridad de la vieja escuela. Competente, pero soso. Casi… ejem… aburrido. Galeni cumple los mismos deberes, pero más suavemente. Una seguridad suave es una seguridad invisible; la seguridad invisible no molesta a mis invitados diplomáticos y así mi trabajo resulta mucho más fácil. Tanto más en las, er, actividades de recopilación de información. Como oficial, estoy enormemente satisfecho con él.

—¿Cuál es su defecto como hombre?

—«Defecto» es quizás un término demasiado fuerte, teniente Vorkosigan. Es bastante… frío. Suelo encontrar eso tranquilizador. Pero he advertido que en cualquier conversación termina sabiendo mucho más sobre ti que tú sobre él.

—Ja.

Vaya forma tan diplomática de expresarlo. Y, reflexionó Miles, pensando en sus propios roces con el oficial desaparecido, qué certera.

El embajador frunció el ceño.

—¿Cree que hay alguna clave que explique su desaparición en ese archivo, teniente Vorkosigan?

Miles se encogió de hombros apenado.

—No está en ninguna otra parte.

—Soy reacio… —el embajador se calló al ver la cadena de poderosas restricciones del vid.

—Podríamos esperar un poco más —dijo Ivan—. Supongamos que ha encontrado a una amiguita. Si te preocupaba eso tanto como para hacer esa otra sugerencia, Miles, tendrías que alegrarte por él. No va a sentirse demasiado feliz si vuelve de su primera noche fuera en años y descubre que han puesto patas arriba sus archivos.

Miles reconoció la cantinela de Ivan haciéndose el tonto, jugando al abogado del diablo: el subterfugio de una mente aguda pero perezosa que deja que otros hagan su trabajo. Bien, Ivan.

—Cuando tú pasas las noches fuera, ¿no dejas una nota diciendo dónde estás y cuándo regresarás? —preguntó Miles.

—Bueno, sí.

—¿Y no regresas a tiempo?

—Es sabido que me he quedado dormido un par de veces —admitió Ivan.

—¿Qué pasa entonces?

—Me localizan. «Buenos días, teniente Vorpatril, son las ocho.»

El preciso y sardónico acento de Galeni asomó claramente en la parodia de Ivan. Tenía que ser una cita literal.

—¿Crees que Galeni es el tipo de hombre que crea una regla para sus subordinados y otra para sí?

—No —dijeron al unísono Ivan y el embajador, y se miraron de reojo.

Miles inspiró profundamente, alzó la barbilla y señaló el holovid.

—Ábralo.

El embajador frunció los labios y así lo hizo.

—Que me zurzan —susurró Ivan después de unos minutos de pasar pantallas. Miles se situó a codazos en la posición central y empezó a leer rápidamente. El archivo era enorme: la historia de la perdida familia de Galeni por fin.

David Galen era el nombre con el que había nacido. Esos Galen, dueños del Cartel de Trasbordos Orbitales Galen, destacados entre la oligarquía de poderosas familias que habían gobernado Komarr explotando sus importantes conexiones en el agujero de gusano como los antiguos barones ladrones del Rin. Komarr se había hecho rica gracias a sus agujeros de gusano; del poder y las riquezas que manaban de ellos brotaron sus ciudades en forma de cúpula enjoyada, no del suelo estéril del planeta y el sudor.

Miles creyó oír la voz de su padre señalando los puntos que habían formado la guía de la conquista de Komarr para el almirante Vorkosigan. «Una pequeña población concentrada en ciudades de clima controlado; ningún sitio para que las guerrillas se replieguen y se reagrupen. Ningún aliado; sólo tuvimos que hacerles saber que íbamos a reducir al quince por ciento el veinticinco que se llevaban de todo lo que atravesaba su nexo y los vecinos que los habrían apoyado cayeron en nuestros bolsillos. Ni siquiera quisieron librar su propia guerra, hasta que los mercenarios que contrataron vieron contra qué se enfrentaban y dieron media vuelta…»

Naturalmente, lo que no se mencionaba del asunto eran los pecados de los padres komarreses una generación antes: habían aceptado el soborno para dejar que la flota invasora cetagandana atravesara el nexo y conquistara rápida y fácilmente la pobre, recién descubierta y semifeudal Barrayar. Lo cual no había resultado rápido, ni fácil, ni una conquista tampoco. Veinte años y un río de sangre más tarde, las últimas naves de guerra cetagandanas se retiraban por donde habían venido, a través de la «neutral» Komarr.

Los barrayareses tal vez estuvieran atrasados, pero nadie podía acusarlos de ser lentos aprendiendo. Entre la generación del abuelo de Miles, que llegó al poder en la dura escuela de la ocupación cetagandana, creció la obsesiva determinación de que nunca debería volver a permitirse una invasión semejante. Sobre la generación del padre de Miles cayó la responsabilidad de convertir esa obsesión en hecho tomando el absoluto y total control del portal komarrés de Barrayar.

El objetivo jurado de la flota invasora barrayaresa, su concienzuda estrategia, era dejar intacta la rica economía de Komarr con daños mínimos. Conquista, no venganza, sería el lema del Emperador. El almirante lord Aral Vorkosigan, comandante de la Flota Imperial, dejaría eso abundante y explícitamente claro.

Se permitió que los miembros de la oligarquía komarresa, dóciles negociantes como eran, se alineara con ese objetivo, facilitando su rendición en todos los sentidos posibles. Se hicieron promesas, se dieron garantías; una vida subordinada y unas propiedades reducidas seguían siendo vida y propiedades, calculadamente sopesadas con esperanza de recuperación futura. Vivir bien iba a ser la mejor venganza de todas.

Entonces se produjo la masacre de Solsticio.

Un subordinado demasiado ansioso, gruñó el almirante lord Vorkosigan. Órdenes secretas, clamaron las familias supervivientes de los doscientos consejeros komarreses fusilados en un gimnasio de las Fuerzas de Seguridad de Barrayar. La verdad, o en cualquier caso la certeza, se encontraba entre las víctimas. El propio Miles no estaba seguro de que ningún historiador pudiera resucitarla. Sólo el almirante Vorkosigan y el jefe de Seguridad sabían la verdad, y era la palabra del almirante la que estaba en entredicho. El jefe de Seguridad murió sin juicio a manos del furioso almirante. Justamente ejecutado, o asesinado para que no hablara, uno decidía según sus prejuicios.

En términos absolutos, Miles no solía perder los papeles con la masacre de Solsticio. Después de todo, las armas atómicas cetagandanas habían aniquilado la ciudad entera de Vorkosigan Vashnoi, matando no a cientos sino a miles de personas, y nadie levantaba barricadas en las calles por eso. Sin embargo, era la masacre de Solsticio la que centraba la atención y atraía la ansiosa imaginación del público. Fue el apellido Vorkosigan el que se ganó el apodo de Carnicero con mayúscula, y la palabra de un Vorkosigan la que quedaba manchada. Y todo ello constituía un episodio de historia antigua muy personal.

Hacía treinta años. Miles ni siquiera había nacido. David Galen tenía cuatro años el día en que su tía, la consejera komarresa Rebecca Galen, murió en el gimnasio de la ciudad de Solsticio.

El Alto Mando de Barrayar había discutido la admisión de Duv Galeni, de veintiséis años, en el servicio imperial en los términos personales más sinceros.

«No puedo recomendar la elección —escribía el jefe de Seguridad Imperial, Illyan, en un memorando privado al primer ministro, el conde Aral Vorkosigan—. Sospecho que actúa usted quijotescamente impulsado por la culpa. Y la culpa es un lujo que no se puede permitir. Si tiene el deseo secreto de recibir un tiro por la espalda, por favor hágamelo saber por lo menos con veinticuatro horas de antelación, para poder poner en marcha mi retiro. Simon.»

El memorando de respuesta estaba escrito a mano, con la enmarañada letra de un hombre de dedos gruesos para quien todas las plumas eran demasiado pequeñas, una letra que a Miles le resultaba dolorosamente familiar.

«¿Culpa? Tal vez. Hice una pequeña visita a ese maldito gimnasio, poco después, antes de que lo más espeso de la sangre se hubiera secado. Parecía gelatina. Algunos detalles arden permanentemente en la memoria. Pero recuerdo especialmente a Rebecca Galen por la forma en que le dispararon. Fue una de los pocos que murieron de cara a sus asesinos. Dudo mucho que sea mi espalda lo que corra peligro por causa de Duv Galeni.

»La relación de su padre con la Resistencia posterior me preocupa bastante menos. No fue sólo por nosotros por lo que el muchacho adaptó su nombre a la forma barrayaresa.

»Pero si podemos hacernos con esta auténtica alianza, será algo parecido a lo que yo tenía pensado para Komarr en primer lugar. Una generación más tarde, cierto, y después de un desvío largo y sangriento, pero (ya que sacas a colación esos términos teológicos) una especie de redención. Claro que Galeni tiene ambiciones políticas, pero me atrevo a sugerir que son más complejas y más constructivas que el mero asesinato.

»Vuelve a ponerlo en la lista, Simon, y déjalo allí. Este asunto me cansa y no quiero volver a él una y otra vez. Deja correr al muchacho, y que demuestre lo que vale… si puede.»

La firma de despedida era el habitual garabato apresurado.

Después de eso, el cadete Galeni se convirtió en preocupación de oficiales de rango mucho más bajo en la jerarquía imperial, su historial en el público y accesible que Miles había visto antes.

—El problema de todo esto —dijo Miles en voz alta en medio del denso silencio que había invadido la habitación durante los últimos treinta minutos—, fascinante como puede ser, es que no reduce las posibilidades. Las multiplica. Maldición.

Incluyendo, reflexionó Miles, su propia teoría del hurto y la deserción. Allí no había nada que la rebatiera, sólo la volvía más dolorosa si era cierta. Y la idea del asesinato en el espaciopuerto adquirió tonos nuevos y siniestros.

—También podría ser la víctima de un accidente perfectamente corriente —intervino Ivan Vorpatril.

El embajador gruñó y se puso en pie, sacudiendo la cabeza.

—Demasiado ambiguo. Tuvieron razón en encriptarlo. Podría ser perjudicial para la carrera de ese hombre. Creo, teniente Vorpatril, que le daré permiso para continuar y cursar una denuncia de desaparición ante las autoridades locales. Vuelva a encriptarlo, Vorkosigan.

Ivan siguió al embajador a la salida.

Antes de cerrar la consola, Miles repasó los documentos referidos a la tormentosa referencia al padre de Galeni. Después de que su hermana fuera asesinada en la masacre de Solsticio, al parecer se había convertido en un líder activo de la resistencia komarresa. La fortuna que la conquista barrayaresa había dejado a la antiguamente orgullosa familia se evaporó por completo en la época de la violenta Revuelta, seis años más tarde. Los viejos archivos de Seguridad de Barrayar seguían claramente la pista de una parte, transformada en armas de contrabando, nóminas y gastos del ejército terrorista; más tarde, en sobornos para visados de salida y transporte fuera del planeta para los supervivientes. Sin embargo, no había habido ningún transporte de salida para el padre de Galeni: voló con una de sus propias bombas durante el último, inútil y débil ataque al cuartel general de Seguridad de Barrayar. Junto con el hermano mayor de Galeni, por cierto.

Reflexivo, Miles hizo una doble comprobación. Para su alivio, en los archivos de Seguridad de la embajada no encontró ningún otro pariente de los Galeni suelto entre los refugiados de la Tierra.

Naturalmente, Galeni había tenido oportunidades de sobra para corregir esos archivos en los últimos dos años.

Miles se frotó la cabeza dolorida. Galeni tenía quince años cuando se produjo el último espasmo de la Revuelta y fue aniquilada. Demasiado joven, esperó Miles, para haber estado implicado activamente. Y fuera cual fuese su participación, parecía que Simon Illyan la conocía y estuvo dispuesto a dejar que pasara a la historia. Un libro cerrado. Miles cerró el archivo.

Miles permitió que Ivan hiciera todos los tratos con la policía local. Cierto, con la historia del clon de boca en boca estaba protegido en parte de la posibilidad de encontrarse a la misma gente en sus dos personalidades, pero no tenía sentido cargar las tintas. Era de esperar que la policía fuera más suspicaz que la mayoría de la gente, y no había contado con provocar una oleada doble de crímenes.

Al menos la policía pareció tomarse la desaparición del agregado militar con la adecuada seriedad. Prometió cooperación incluso hasta el punto de satisfacer la petición del embajador de que el asunto no se hiciera público. La policía, dotada y equipada para esas cosas, podía hacer el trabajo rutinario como comprobar las identidades de todas las partes humanas que pudieran hallarse en receptáculos de basura, etc. Miles se nombró a sí mismo detective de todos los asuntos que tuvieran lugar dentro de las paredes de la embajada. A Ivan, como nuevo oficial al mando, se le vino encima todo el trabajo de Galeni. Miles lo dejó allí.

Pasaron veinticuatro horas, en las que Miles estuvo principalmente ante la consola comprobando los archivos de la embajada relativos a refugiados de Komarr. Por desgracia, la embajada había recabado enormes cantidades de información. Si había algo significativo, estaba bien camuflado entre toneladas de cosas irrelevantes. No era un trabajo para un solo hombre.

A las dos de la madrugada, bizco, Miles se rindió, llamó a Elli Quinn y arrojó todo el problema al Departamento de Inteligencia de los Mercenarios Dendarii.

«Arrojó» era la palabra adecuada: transferencia de datos en masa vía enlace comunicador desde los ordenadores seguros de la embajada a la Triumph en órbita. A Galeni le habría dado una convulsión; que se fastidiara Galeni, todo aquello era culpa suya, por desaparecer. La postura legal de Miles, llegados al caso, sería que los dendarii eran de facto soldados barrayareses y que la transferencia de datos constituía un asunto interno de los militares del Imperio. Técnicamente. Miles incluyó también todos los archivos personales de Galeni, sin encriptar. La postura legal de Miles en eso era que la contraseña se usaba solamente para proteger a Galeni de los prejuicios de los patriotas barrayareses, cosa que los dendarii, claramente, no eran. Un argumento o el otro tenía que funcionar.

—Comunica a los cazadores que encontrar a Galeni es un contrato —le dijo Miles a Elli—, parte de la operación para conseguir fondos para la flota. Sólo nos pagarán si encontramos al hombre. Eso podría acabar siendo cierto, ahora que lo pienso.

Cayó en la cama esperando que su subconsciente elaborara algo durante lo que quedaba de noche, pero se despertó en blanco y tan agotado como antes. Envió a Barth y un par de suboficiales a comprobar de nuevo los movimientos del oficial correo, el otro posible eslabón débil de la cadena. Permaneció sentado, tenso, esperando que la policía llamara, imaginando escenarios explicativos cada vez más rebuscados y extraños. Sentado inmóvil como una piedra en una habitación a oscuras, dando golpecitos incontrolablemente con un pie, sentía como si su cabeza fuera a estallar de un momento a otro.

Al tercer día llamó Elli Quinn.

Plantó el comunicador en el holovid, ansioso del placer de ver su rostro. Ella sonreía de forma peculiar.

—Pensé que esto podría interesarte —ronroneó—. El capitán Thorne acaba de encontrar una fascinante oferta de trabajo para los dendarii.

—¿Tiene un precio fascinante? —inquirió Miles. Las marchas de su cabeza parecieron rechinar mientras trataba de regresar a los problemas del almirante Naismith, olvidados con las tensiones e incertidumbres de los dos últimos días.

—Cien mil dólares betanos. En dinero imposible de rastrear.

—Ah… —eso se acercaba al medio millón de marcos imperiales—. Pensé que había dejado claro que no íbamos a hacer nada ilegal esta vez. Ya tenemos suficientes problemas.

—¿Qué te parece un secuestro? —rió ella, inexplicablemente.

—¡Absolutamente no!

—Oh, vas a hacer una excepción en este caso —predijo ella con confianza, incluso con entusiasmo.

—Elli… —gruñó él.

Ella se controló con un profundo suspiro, aunque sus ojos siguieron sonriendo.

—Pero Miles… nuestros misteriosos y acaudalados desconocidos quieren contratar al almirante Naismith para que secuestre a lord Miles Vorkosigan, de la embajada de Barrayar.

—Tiene que ser una trampa —comentó Ivan, nervioso, mientras conducía a través de los niveles de la ciudad el vehículo de tierra que Elli había alquilado. La medianoche estaba escasamente menos iluminada que el día, aunque las sombras de sus caras cambiaban a medida que las fuentes de iluminación se relevaban ante la burbuja.

El uniforme gris de sargento dendarii que Ivan llevaba no le sentaba peor que su verde uniforme barrayarés, advirtió Miles, sombrío. El hombre siempre estaba guapo de uniforme, con cualquier uniforme. Elli, sentada al otro lado de Miles, parecía la hermana gemela de Ivan. Simulaba tranquilidad: el esbelto cuerpo estirado, un brazo extendido cuidadosa y protectoramente sobre el respaldo del asiento y la cabeza de Miles. Pero había vuelto a morderse las uñas. Miles iba sentado entre ellos, vestido con el uniforme barrayarés de lord Vorkosigan y sintiéndose como un pedazo de jamón entre dos rebanadas de pan de molde. Estaba demasiado cansado para estas fiestecitas nocturnas.

—Claro que es una trampa —dijo Miles—. Quién la tendió, y por qué, es lo que queremos averiguar. Y cuánto saben. ¿Lo han preparado porque creen que el almirante Naismith y lord Vorkosigan son dos personas distintas… o porque no lo creen? Si es lo segundo, ¿comprometerá la conexión encubierta de Barrayar con los dendarii en operaciones futuras?

Elli y Miles se miraron de reojo. En efecto. Y si el juego de Naismith se acababa, ¿qué futuro tenían?

—O tal vez —propuso Ivan— es algo que no tiene ninguna relación, como criminales locales que pretenden pedir rescate. O algo realmente tortuoso, como los cetagandanos tratando de que el almirante Naismith se meta en un lío gordo con Barrayar, con la esperanza de que nosotros tengamos más suerte que ellos matando al pequeño fantoche. O tal vez…

—Tal vez tú seas el genio malvado que hay detrás de todo esto, Ivan —sugirió Miles afable—. Eliminas la competencia de la cadena de mando para tener la embajada para ti solito.

Elli lo miró bruscamente, para asegurarse de que estaba bromeando. Ivan se limitó a sonreír.

—Oh, me gusta ésa.

—Lo único de lo que podemos estar seguros es de que no es un intento de asesinato cetagandano —suspiró Miles.

—Ojalá estuviera tan segura como tú —murmuró Elli. Habían pasado cuatro días desde la desaparición de Galeni. Las treinta y seis horas transcurridas desde que los dendarii recibieran su peculiar contrato habían dado a Elli tiempo para reflexionar; el encanto inicial se había esfumado para ella, aunque Miles se sentía cada vez más atraído por las posibilidades.

—Mira a la lógica del asunto —argumentó Miles—. Los cetagandanos piensan que soy dos personas distintas, o no. Es al almirante Naismith a quien quieren matar, no al hijo del primer ministro de Barrayar. Asesinar a lord Vorkosigan podría volver a iniciar una guerra sangrienta. De hecho, sabremos que mi tapadera ha sido descubierta el día en que dejen de intentar asesinar a Naismith… e inicien un gran escándalo público sobre las operaciones dendarii contra ellos. No perderían esa oportunidad diplomática. Sobre todo ahora, con el tratado de derechos de paso a través de Tau Ceti en el aire. Podrían aplastar nuestro comercio galáctico de un golpe.

—Quizás intentan demostrar tu conexión como primer paso de ese plan —comentó Ivan, pensativo.

—No he dicho que no sean los cetagandanos —dijo Miles suavemente—. Sólo que si lo fueran, esto no es un asesinato.

Elli gruñó.

Miles miró su crono.

—Hora de la última comprobación.

Miles activó su comunicador de muñeca.

—¿Sigues ahí, Bel?

La aguda voz del capitán Thorne contestó, transmitiendo desde el coche aéreo que los seguía con su tropa de soldados dendarii.

—Os tengo a la vista.

—Muy bien, no nos pierdas. Vigila la retaguardia desde arriba, nosotros vigilaremos el frente. Éste será el último contacto de voz hasta que os invitemos a intervenir.

—Estaremos esperando. Cierro.

Miles se frotó la nuca, nervioso. Quinn, al ver el gesto, observó:

—La verdad es que no me entusiasma poner la trampa en funcionamiento dejando que te capturen.

—No tengo ninguna intención de dejar que me capturen. En el momento en que muestren su mano, Bel aparece y los apresamos a ellos. Pero si no parecen dispuestos a matarme en el acto, aprenderíamos mucho dejando que su operación avanzara unos cuantos pasos más. A la vista de la, ah, situación de la embajada, tal vez merezca la pena correr un pequeño riesgo.

Ella sacudió la cabeza, en mudo gesto de desaprobación.

Los siguientes minutos transcurrieron en silencio. Miles repasaba mentalmente todas las posibilidades que había previsto para la acción de esa noche cuando se detuvieron delante de una fila de antiguas casas de tres plantas apiñadas en torno a una calle en forma de media luna. Estaban muy oscuras y silenciosas, deshabitadas, aparentemente en proceso de derribo o renovación.

Elli miró los números de las puertas y abrió la burbuja del coche. Miles salió y se colocó junto a ella. Desde el vehículo, Ivan puso en marcha los escáneres.

—No hay nadie en casa —informó, esforzándose por ver las lecturas.

—¿Qué? No es posible —dijo Elli.

—Quizá llegamos pronto.

—Ratas —dijo Elli—. Como tanto le gusta decir a Miles, mira la lógica. La gente que quiere comprar a lord Vorkosigan no nos dio este punto de encuentro hasta el último segundo. ¿Por qué? Para que no tuviéramos ocasión de llegar aquí primero y comprobarlo. Tienen que estar cerca y esperando.

Se apoyó en la cabina del coche, pasando la mano por encima del hombro de Ivan. Él se encogió de hombros mientras volvía a manejar el escáner.

—Tienes razón —admitió ella—, pero sigue pareciéndome extraño.

¿Se debía a vandalismo casual que un par de farolas estuvieran rotas, justo allí? Miles escrutó la noche.

—No me gusta —murmuró Elli—. Será mejor que no te atemos las manos.

—¿Podrás conmigo, tú sola?

—Estás drogado hasta las cejas.

Miles se encogió de hombros y dejó la mandíbula colgando y los ojos moviéndose errática y desacompasadamente.

Caminó tras ella, que lo agarraba por el antebrazo guiándolo escalones arriba. Elli probó la puerta, una anticuada, que colgaba de sus goznes.

—Está abierta.

Se abrió con un crujido, revelando negrura.

Elli, reluctante, enfundó el aturdidor y se sacó una linterna del cinturón. Apuntó a la oscuridad. Un recibidor, escaleras de aspecto desvencijado que subían a la izquierda, unos arcos gemelos a cada lado conducían a las sucias y vacías habitaciones frontales. Suspiró y atravesó cautelosa el umbral.

—¿Hay alguien ahí? —llamó en voz baja.

Silencio. Entraron en la habitación de la izquierda; el rayo de la linterna danzaba de esquina en esquina.

—No llegamos temprano ni tarde —murmuró ella—. La dirección es correcta… ¿dónde están?

Miles no podía responder y seguir en su papel. Elli lo soltó, se pasó la linterna a la mano izquierda y volvió a desenfundar el aturdidor.

—Estás demasiado drogado para ir muy lejos —decidió, como si hablara consigo misma—. Voy a echar un vistazo.

Uno de los párpados de Miles tembló en señal de acuerdo. Hasta que ella terminara de comprobar si había micros remotos y rayos escáner, sería mejor que siguiera interpretando a lord Vorkosigan en un convincente estado de secuestrado.

Tras un momento de vacilación, Elli se acercó a las escaleras. Llevándose el aturdidor, maldición.

Él estaba escuchando el suave y débil crujido de sus pasos arriba cuando una mano se cerró sobre su boca y recibió en la nuca el beso de un aturdidor a potencia muy baja, alcance cero.

Se revolvió, pataleando, tratando de gritar, intentando morder. Su atacante bufó de dolor y lo sujetó con más fuerza. Eran dos: le colocaron a la fuerza las manos a la espalda y le metieron una mordaza en la boca antes de que sus dientes acertaran a cerrarse sobre la mano que la alimentaba. La mordaza había sido rociada con algún tipo de droga dulce y penetrante; las aletas de su nariz se agitaron salvajemente, pero sus cuerdas vocales quedaron involuntariamente flojas. Se sentía como si estuviera fuera del cuerpo, como si se hubiera movido hacia no se sabía dónde. Entonces se encendió una pálida luz.

Dos hombres grandes, uno más joven, otro mayor, vestidos con ropa terrestre, se movieron en las sombras, levemente difuminados. ¡Escudos de escáneres, maldición! Y muy, muy buenos para burlar al equipo dendarii. Miles vio las cajas que llevaban sujetas a la cintura: abultaban la décima parte de las últimas que tenían los suyos. Unas baterías muy pequeñas… de aspecto nuevo. La embajada de Barrayar iba a tener que poner al día sus zonas aseguradas. Bizqueó durante un enloquecido instante al tratar de leer la marca del fabricante, hasta que vio al tercer hombre.

Oh, el tercero. «Ya está —la mente de Miles giró, llena de pánico—. Me he vuelto majareta.» El tercer hombre era él mismo.

El álter Miles, elegantemente ataviado con el uniforme verde barrayarés, dio un paso adelante para mirarlo a la cara larga y extrañamente, con ansiedad, mientras los otros dos hombres lo sujetaban. Empezó a vaciar el contenido de los bolsillos de Miles y a pasárselos a los suyos propios. Aturdidor, carnés de identidad, medio paquete de caramelitos de menta… Frunció el ceño al ver los caramelitos, como si estuviera momentáneamente sorprendido, y luego se los guardó mientras se encogía de hombros. Señaló la cintura de Miles.

La daga del abuelo le había sido legada explícitamente. La hoja de trescientos años era aún flexible como la goma, afilada como el cristal. Su empuñadura enjoyada ocultaba el sello Vorkosigan. Se la quitaron de detrás de la chaqueta. El álter Miles se pasó las correíllas por encima del hombro y volvió a abrocharse la túnica. Por último se quitó de la cintura el escudo-escáner y se lo colocó rápidamente a Miles.

Los ojos del álter-Miles brillaron de jubiloso terror mientras se detenía a echarle una última ojeada. Miles había visto aquella mirada una vez antes, en su propio rostro reflejado en la pared de espejo de una estación de metro.

No.

La había visto en la cara de este hombre reflejada en la pared de espejo de una estación de metro.

Debía de hallarse a un palmo de distancia aquella noche, detrás de Miles. Vestido con el uniforme equivocado. El verde, en un momento en que Miles llevaba el atuendo gris dendarii.

«Pero parece ser que esta vez han conseguido hacerlo bien…»

—Perfecto —gruñó el álter Miles, liberado del silencio producido por el escudo-escáner—. Ni siquiera hemos tenido que aturdir a la mujer. No sospechará nada. Os dije que esto funcionaría.

Tomó aire, alzó la barbilla y le sonrió sardónicamente a Miles.

«Pequeño ordenanza afeminado —Miles rezumaba veneno—. Me las pagarás por esto.

»Bueno, siempre he sido mi peor enemigo.»

El intercambio sólo había durado segundos. Sacaron a Miles por la puerta situada en el fondo de la habitación.

Revolviéndose con heroicidad, consiguió golpearse la cabeza con el marco al pasar.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó al instante la voz de Elli desde arriba.

—Yo —respondió enseguida el álter Miles—. He terminado de comprobarlo. No hay nadie aquí tampoco. Esto es una pérdida de tiempo.

—¿Eso crees? —Miles la oyó bajar las escaleras—. Podríamos esperar un poco.

El comunicador de muñeca de Elli trinó.

—¿Elli? —dijo débilmente la voz de Ivan—. He captado un blip curioso en los escáneres hace un minuto.

El corazón de Miles se inundó de esperanza.

—Compruébalo otra vez —la voz del álter Miles sonó fría.

—Ahora nada.

—Nada aquí tampoco. Me temo que algo los ha asustado y han abortado el contacto. Aparca por los alrededores y llévame de vuelta a la embajada, comandante Quinn.

—¿Tan pronto? ¿Estás seguro?

—Ahora sí. Es una orden.

—Tú eres el jefe. Maldición —se lamentó Elli. Tenía la mirada puesta en esos cien mil dólares betanos.

Sus pasos resonaron al unísono en el pasillo y fueron acallados por la puerta al cerrarse. El zumbido de un vehículo de tierra se perdió en la distancia. Oscuridad, silencio resaltado por la respiración.

Pusieron a Miles otra vez en marcha: lo sacaron por una puerta trasera, lo condujeron por un estrecho callejón y lo arrojaron en el asiento trasero de un vehículo. Lo enderezaron como a un maniquí entre ambos; un tercer secuestrador conducía. Los pensamientos de Miles giraban aturdidos al borde de la consciencia. Malditos escáneres… tecnología de hacía cinco años en la zona fronteriza, lo cual quizá significaba diez años de retraso respecto a la terrestre… Ahora tendrían que apretarse el cinturón y renovar el sistema de escáneres de toda la Flota Dendarii… si vivía para ordenarlo. Escáneres, demonios. El fallo no estaba en los escáneres. ¿No era al mitológico unicornio al que se cazaba con espejos, para fascinar a la presumida bestia mientras sus asesinos se preparaban para asestar el golpe? Debía haber alguna virgen cerca…

Era un barrio antiguo. La tortuosa ruta que el vehículo de tierra seguía quizá fuese para confundirlo o simplemente para tomar el mejor atajo conocido. Al cabo de un cuarto de hora entraron en un aparcamiento subterráneo y se detuvieron. El aparcamiento era pequeño, privado evidentemente, con espacio para unos cuantos vehículos.

Lo arrastraron hasta un tubo ascensor y subieron un piso hasta un pequeño salón. Uno de los tipos le quitó a Miles las botas y el cinturón. El efecto del aturdidor empezaba a disiparse. Se notaba las piernas de goma, acuchilladas por agujas, pero al menos lo sostenían. Le soltaron las muñecas; torpemente, trató de frotarse los doloridos brazos. Le quitaron la mordaza de la boca. Miles emitió un gruñido sordo.

Abrieron una puerta ante él y lo arrojaron a una habitación sin ventanas. La puerta se cerró con un chasquido parecido al de unas fauces. Miles se tambaleó pero permaneció de pie, las piernas un poco separadas, jadeando.

Un plafón fijo en el techo iluminaba una habitación estrecha amueblada solamente con dos duros camastros junto a las paredes. A la izquierda, un marco al que habían quitado la puerta conducía a un diminuto lavabo sin ventanas.

Un hombre, vestido solamente con pantalones verdes, camisa crema y calcetines, yacía encogido en uno de los camastros, de cara a la pared. Entumecido, con torpeza, se dio la vuelta y se sentó. Alzó una mano instintivamente para protegerse los enrojecidos ojos de alguna luz demasiado brillante; con la otra se agarró al camastro para no caer. Pelo oscuro revuelto, una barba de cuatro días. Llevaba abierto el cuello de la camisa en forma de uve, que dejaba al descubierto una garganta extrañamente vulnerable, en contraste con el habitual efecto de tortuga acorazada propio del cuello alto y cerrado de la túnica barrayaresa. Su cara estaba demacrada.

El impecable capitán Galeni. Mal momento para encontrarlo.

8

Galeni miró a Miles.

—Demonios del infierno —lo dijo sin entonación.

—Eso mismo digo yo —respondió Miles.

Galeni se enderezó aún más, los ojos entornándose de recelo.

—O… ¿es usted?

—No lo sé —Miles reflexionó—. ¿A cuál estabas esperando?

Fue dando trompicones hasta el camastro de enfrente antes de que las rodillas le cedieran y se sentó, la espalda contra la pared, los pies sin llegar a tocar el suelo. Ambos guardaron silencio un momento, observando con detalle al otro.

—Carecería de sentido arrojarnos a los dos a la misma habitación a menos que estuviera vigilada —dijo Miles por fin.

Como respuesta, Galeni señaló con el índice el plafón de la luz.

—Ah. ¿Visual también?

—Sí.

Miles enseñó los dientes y miró hacia arriba.

Galeni seguía mirándolo con cautelosa inseguridad, casi con dolor.

Miles se aclaró la garganta. En la boca le quedó un regusto amargo.

—¿He de suponer que ha conocido a mi álter ego?

—Ayer. Creo que fue ayer —Galeni miró la luz.

Los secuestradores le habían quitado también a Miles su crono.

—Ahora es aproximadamente la una de la madrugada del principio del quinto día desde su desaparición de la embajada —informó Miles, respondiendo a la silenciosa pregunta de Galeni—. ¿Dejan esa luz encendida todo el tiempo?

—Sí.

—Ah.

Miles combatió una incómoda asociación de ideas. La iluminación continuada era una técnica carcelaria cetagandana para provocar desorientación temporal. El almirante Naismith la conocía bien.

—Lo vi sólo unos segundos —continuó Miles—, cuando hicieron el cambio. —Tocó la ausencia de la daga y se frotó la nuca—. ¿Tengo… tengo realmente ese aspecto?

—Pensé que era usted. Hasta el final. Me dijo que estaba practicando. Examinándose.

—¿Aprobó?

—Estuvo aquí durante cuatro o cinco horas.

Miles dio un respingo.

—Eso es malo. Muy malo.

—Eso pensé.

—Ya veo —un silencio pesado llenó la habitación—. Bien, historiador. ¿Y cómo se distingue a una falsificación de la persona real?

Galeni sacudió la cabeza, luego se llevó la mano a la sien como si deseara no haberlo hecho; sufría un dolor de cabeza cegador, aparentemente. Miles también.

—Creo que ya no lo sé —añadió Galeni, reflexivo—. Él saludó.

Una amarga mueca torció la boca de Miles.

—Naturalmente, podría haber sólo uno y todo esto ser un plan para volverle loco…

—¡Basta! —Galeni estuvo a punto de gritar. Una sonrisa fantasmal le iluminó el rostro fugazmente.

Miles miró hacia la luz.

—Bueno, sea quien sea yo, todavía puede decirme quiénes son ellos. Ah… espero que no sean los cetagandanos. Me resultaría un poco demasiado raro para servirme de consuelo, si tenemos en cuenta a mi… duplicado. Es una creación quirúrgica, espero.

«No un clon, por favor… que no sea mi clon…»

—Dijo que era un clon —explicó Galeni—. Naturalmente, al menos la mitad de las cosas que dijo eran mentira, fuera quien fuese.

—Oh —exclamaciones más fuertes hubiesen estado completamente fuera de lugar.

—Sí. Eso hizo que me preguntara por usted. El usted original, quiero decir.

—Ah… ejem. Sí. Ahora sé por qué se me ocurrió esa… historia cuando la periodista me arrinconó. Lo había visto una vez con anterioridad. En el metro, cuando estaba con la comandante Quinn. Hace ocho, diez días ya. Estarían haciendo una maniobra para efectuar el cambio. Pensé que me veía a mí mismo en el espejo. Pero él llevaba el uniforme equivocado, y debieron de abortar el intento.

Galeni se miró la manga.

—¿No se dio usted cuenta?

—Tenía un montón de cosas en la cabeza.

—¡Nunca me informó de eso!

—Estaba tomando analgésicos. Lo tomé por una pequeña alucinación. Estaba un poco estresado. Cuando regresé a la embajada me había olvidado del tema. Y además —sonrió débilmente—, no creo que nuestra relación de trabajo se hubiera beneficiado de haberle planteado serias dudas sobre mi cordura.

Galeni apretó los labios, exasperado, luego se dejó llevar por algo parecido a la desesperación.

—Tal vez no.

A Miles le alarmó ver la desesperación en el rostro de Galeni. Siguió farfullando.

—De todas formas, me he sentido aliviado al darme cuenta de que no me había vuelto clarividente de pronto. Temo que mi subconsciente sea más listo que el resto de mi cerebro. Simplemente, no pillé su mensaje. —Señaló de nuevo hacia arriba—. ¿No son cetagandanos?

—No —Galeni se apoyó contra la pared, el rostro de piedra—. Komarreses.

—Ah —exclamó Miles—. Un plan komarrés. Qué… apropiado.

Galeni torció la boca.

—Bastante.

—Bueno —dijo Miles débilmente—, no nos han matado todavía. Debe de haber algún motivo para mantenernos con vida.

Los labios de Galeni se curvaron en una mueca letal, los ojos encogidos.

—Ninguno en absoluto.

Las palabras surgieron acompañadas de una risita sibilante que se cortó bruscamente. Un chiste privado entre Galeni y el plafón de la luz, al parecer.

—Él cree que tiene un motivo, pero está muy equivocado.

La amarga carga de esas palabras también estaba dirigida hacia arriba.

—Bueno, pues que no se enteren —dijo Miles entre dientes. Tomó aliento—. Vamos, Galeni, escúpalo. ¿Qué sucedió la mañana en que desapareció usted de la embajada?

Galeni suspiró, y pareció recuperarse.

—Recibí una llamada esa mañana. De un viejo… conocido komarrés. Me pedía que me reuniera con él.

—No había ningún registro de ninguna llamada. Ivan comprobó su comuconsola.

—Lo borré. Eso fue un error, aunque no me di cuenta en ese momento. Pero algo que dijo me hizo pensar que podría ser una pista para resolver el misterio de sus peculiares órdenes.

—Así que le convencí de que mis órdenes habían sido alteradas.

—Oh, sí. Pero estaba claro que si había sido así, la seguridad de la embajada había sido penetrada, comprometida desde dentro. Probablemente fue a través del correo. Pero no me atreví a hacer esa acusación sin aportar pruebas objetivas.

—El correo, sí —dijo Miles—. Ésa era mi segunda opción.

Galeni alzó las cejas.

—¿Cuál era la primera?

—Usted, me temo.

La amarga sonrisa de Galeni lo dijo todo.

Miles se encogió de hombros, cortado.

—Pensé que usted se había quedado con mis dieciocho millones de marcos. Pero si lo había hecho, ¿por qué no se había largado? Y entonces se largó.

—Oh —dijo Galeni a su vez.

—Todos los hechos encajaron entonces —explicó Miles—. Le tenía catalogado: desfalcador, desertor, ladrón e hijo de puta komarrés.

—¿Y qué le impidió presentar acusaciones a ese respecto?

—Nada, desgraciadamente. —Miles se aclaró la garganta—. Lo siento.

La cara de Galeni se puso ligeramente verde. Estaba demasiado angustiado para mirarlo con determinación, aunque lo intentó.

—Cierto —dijo Miles—. Si no salimos de aquí, su nombre acabará en el lodo.

—Todo para nada… —Galeni apretó la espalda contra la pared y apoyó la cabeza, los ojos cerrados como si sintiera un gran dolor.

Miles dedujo las probables consecuencias políticas que se producirían si Galeni y él desaparecían sin dejar huella. Los investigadores encontrarían la teoría del desfalco aún más atractiva que él, aumentada ahora con secuestro, asesinato, evasión, Dios sabía qué. Sin duda el escándalo sacudiría los esfuerzos de integración komarreses hasta los cimientos, quizá los destruiría por completo. Miles contempló al hombre a quien su padre había elegido para darle una oportunidad. «Una especie de redención…»

Ese solo motivo sería más que suficiente para que la resistencia komarresa los asesinara a ambos. Pero la existencia (¡oh, Dios, un clon no!) del álter Miles sugería que aquella mancha sobre la personalidad de Galeni, cortesía de Miles, era simplemente un feliz añadido desde el punto de vista komarrés. Se preguntó si estarían adecuadamente agradecidos.

—Así que fue usted a ver a ese hombre —lo instó Miles—. Sin llevarse un busca ni una escolta.

—Sí.

—Y fue secuestrado. ¡Y critica mis técnicas de seguridad!

—Sí —Galeni abrió los ojos—. Bueno, no. Primero almorzamos.

—¿Se sentó a almorzar con ese tipo? ¿O… era bonita? —Miles recordó el género elegido por Galeni cuando se estaba dirigiendo a la luz. No, no era una chica.

—Difícilmente. Pero intentó sobornarme.

—¿Lo consiguió?

Ante la dura mirada de Galeni, Miles se explicó:

—Que toda esta conversación sea una representación en beneficio mío, ¿de acuerdo?

Galeni hizo una mueca, medio irritado, medio conforme. Falsificaciones y originales, verdad y mentiras, ¿cómo iban a probarlas aquí?

—Le dije que se fuera a hacer gárgaras —Galeni dijo esto último tan fuerte que la luz sin duda no pudo ignorarlo—. Tendría que haber advertido, en el curso de nuestra discusión, que me había dicho demasiado de lo que sucedía para atreverse a dejarme marchar. Pero intercambiamos garantías, le di la espalda… dejé que los sentimientos nublaran mi juicio. Él no. Y por eso acabé aquí —Galeni echó una ojeada a la estrecha celda—. Por algún tiempo al menos. Hasta que él supere su arrebato sentimental. Y lo hará, tarde o temprano.

Miró desafiante el plafón de la luz. Miles inspiró, sintiendo el aire frío a través de los dientes.

—Debe de haber sido un viejo conocido muy importante.

—Oh, sí. —Galeni volvió a cerrar los ojos, como si pensara en escapar de Miles, y de todo aquel lío, echándose a dormir.

¿Eran los movimientos envarados y entrecortados de Galeni debidos a la tortura?

—¿Le han estado forzando para que cambie de opinión? ¿Le han interrogado a las duras?

Galeni abrió un poquito los ojos, se tocó el moretón que tenía bajo el izquierdo.

—No, usaron pentarrápida para el interrogatorio. No hubo ninguna necesidad de ponerse duros. Me han tratado tres, cuatro veces. Ahora ya no hay mucho que no sepan de la seguridad de la embajada.

—¿A qué se deben las contusiones, entonces?

—Hice un intento de escapar… ayer, creo. Los tres tipos que me detuvieron tienen peor aspecto, se lo aseguro. Todavía esperan que cambie de opinión.

—¿No podría haber fingido cooperar al menos lo suficiente para escapar? —dijo Miles, exasperado.

Galeni abrió los ojos truculento.

—Nunca —susurró. El espasmo de ira se evaporó con un suspiro de cansancio—. Supongo que debería haberlo hecho. Ya es demasiado tarde.

¿Habían afectado las drogas el cerebro del capitán? Si el viejo y frío Galeni había dejado que la emoción embotara su razón hasta ese punto… tenía que ser una emoción enormemente fuerte. Los sentimientos profundos que ninguna capacidad intelectual explicaba.

—Supongo que no se tragarían una oferta de cooperación por mi parte —dijo Miles, sombrío.

La voz de Galeni volvió a su tono habitual.

—Difícilmente.

—Vaya.

Unos minutos después, Miles observó:

—No puede ser un clon mío, ¿sabe?

—¿Por qué no?

—Cualquier clon mío, desarrollado a partir de las células de mi cuerpo, tendría que parecerse… oh, a Ivan. Metro ochenta o más y no… deforme de cara y espalda. Con buenos huesos, no estos palillos de tiza. A menos… —horrible pensamiento—, que los médicos me hayan estado mintiendo toda la vida respecto a mis genes.

—Debe de haber sido deformado para que se parezca —comentó Galeni, reflexivo—. Por medios químicos, o quirúrgicos o ambos. No es más difícil hacerle eso a un clon que a un ser quirúrgico. Tal vez sea más fácil.

—Pero lo que me sucedió a mí fue un accidente casual… incluso las reparaciones fueron experimentales. Mis propios médicos no sabían lo que saldría hasta el final.

—Hacer bien el duplicado habrá sido complicado, pero está claro que no imposible. Quizás el… individuo que vimos es el último de una serie de pruebas.

—En ese caso, ¿qué han hecho con los descartes? —preguntó Miles con rabia. Un desfile de clones pasó ante su imaginación como un gráfico de la evolución en sentido inverso: erectos Cro-Magnon al estilo de Ivan involucionando a través de eslabones perdidos hasta Miles chimpancescos.

—Imagino que fueron eliminados —la voz de Galeni era alta y suave, no tanto negando como desafiando el horror.

El vientre de Miles tiritó.

—Despiadados.

—Oh, sí —coincidió Galeni con el mismo suave tono.

Miles buscó una lógica.

—En ese caso, el… el clon —«mi hermano gemelo», ya está, ya había resuelto el término—, debe ser significativamente más joven que yo.

—Varios años —reconoció Galeni—. Supongo que unos seis.

—¿Por qué seis?

—Aritmética. Tenía usted unos seis años cuando terminó la Revuelta de Komarr. Ése debió de ser el momento en que este grupo se vio forzado a volver su atención hacia otro plan de ataque menos directo a Barrayar. La idea no les habría interesado antes. Pero de haber empezado mucho más tarde, el clon sería demasiado joven para sustituirle, incluso con crecimiento acelerado. Demasiado joven para encargarse de la representación. Parece que debe actuar además de ser igual a usted, durante un tiempo.

—¿Pero por qué un clon? ¿Por qué un clon mío?

—Creo que está previsto un sabotaje que coincida con un levantamiento en Komarr.

—Barrayar nunca dejará ir a Komarr. Nunca. Son ustedes nuestra puerta de entrada.

—Lo sé —dijo Galeni, cansado—. Pero alguna gente prefiere ahogar nuestras cúpulas en sangre antes que aprender de la historia. O que aprender nada —miró involuntariamente hacia la luz.

Miles tragó saliva, hizo acopio de voluntad, y habló en medio del silencio.

—¿Cuánto tiempo hace que sabe que su padre no voló en pedazos con aquella bomba?

Los ojos de Galeni lo miraron rápidamente; su cuerpo se envaró y luego se relajó, si un movimiento tan tenso podía ser considerado relajación. Pero dijo simplemente:

—Cinco días.

Tras un momento, añadió:

—¿Cómo lo sabía?

—Abrimos sus archivos personales. Era su único pariente cercano sin registro en el depósito de cadáveres.

—Creímos que estaba muerto —la voz de Galeni era distante, átona—. Mi hermano desde luego murió. Seguridad Barrayaresa vino y nos llevó a mi madre y a mí para que identificáramos lo que quedaba. No era mucho. No supuso mucho esfuerzo creer que no quedaba literalmente nada de mi padre, que había sido visto muy cerca del centro de la explosión.

El hombre estaba agarrotado, quebrándose ante sus ojos. Miles decidió que no le gustaba la idea de ver cómo lo barrían del mapa. Desde el punto de vista del Imperio, era un desperdicio que algo así le sucediera a un oficial. Algo parecido a un asesinato. O un aborto.

—Mi padre hablaba constantemente de la libertad de Komarr —continuó Galeni suavemente. ¿Para Miles, para la luz, para sí mismo?—. De los sacrificios que todos debemos hacer por la libertad de Komarr. Insistía mucho en los sacrificios. Humanos o de lo que fuera. Pero nunca pareció importarle mucho la libertad de la gente de Komarr. Hasta el día en que murió no me convertí en un hombre libre. El día en que murió. Libre para mirar con mis propios ojos, hacer mis propias valoraciones, elegir mi propia vida. O eso pensaba. La vida está llena de sorpresas —la voz de Galeni era infinitamente sarcástica. Dirigió a la luz una sonrisa lobuna.

Miles cerró los ojos, tratando de pensar. No era fácil, con Galeni sentado a dos metros emanando tensión asesina al límite. Miles tenía la desagradable sensación de que su superior había perdido de vista toda estrategia, enzarzado como estaba en una guerra privada con viejos fantasmas. O viejos no-fantasmas. Dependía todo de Miles.

Dependía de Miles hacer… ¿qué? Se levantó y recorrió la habitación con piernas temblorosas. Galeni lo observó, con los ojos entrecerrados, sin hacer ningún comentario. No había más que una salida. Rascó las paredes con las uñas: eran impenetrables. Las grietas del suelo y techo (se aupó en el camastro y estiró los brazos, mareado) no cedieron. Entró en el diminuto cuarto de aseo, orinó, se lavó las manos y la cara y la boca agria en el fregadero (agua fría solamente), y bebió ayudándose de las manos. No había vasos, ni siquiera de plástico. El agua se revolvió nauseabunda en su estómago, las manos se le retorcían por los efectos secundarios del aturdidor. Se preguntó cuál sería el resultado de atascar el desagüe con la camisa y dejar correr el agua. Ése parecía ser el máximo acto de vandalismo posible. Regresó al camastro secándose las manos en los pantalones y se sentó antes de caerse.

—¿Le han dado de comer? —preguntó.

—Dos o tres veces al día —dijo Galeni—. Un poco de lo que demonios cocinen arriba. Al parecer viven varias personas en la casa.

—Entonces ése es el único momento en que se puede intentar la fuga.

—Lo fue —reconoció Galeni.

Lo fue, claro. Después del intento de Galeni, habrían doblado la guardia. No era algo que Miles se atreviera a imitar; una paliza como la que había recibido su compañero lo incapacitaría por completo.

Galeni contemplaba la puerta cerrada.

—Proporciona cierta diversión. Uno nunca sabe, cuando la puerta se abre, si va a ser la cena o la muerte.

Miles tuvo la impresión de que Galeni esperaba morir. Maldito kamikaze. Conocía perfectamente esa sensación. Podías enamorarte de la estrecha opción de la tumba, era la enemiga del pensamiento estratégico creativo. Era el enemigo, punto.

Pero no consiguió materializar su resolución, aunque no dejó de darle vueltas. Sin duda Ivan reconocería inmediatamente al impostor. ¿O achacaría cualquier error que cometiera el clon a que Miles tenía un mal día? Desde luego, existían precedentes. Y si los komarreses se habían pasado cuatro días sonsacando a Galeni los procedimientos de la embajada, era bastante posible que el clon siguiera la rutina de Miles sin cometer fallos. Después de todo, si la criatura era verdaderamente un clon, sería tan lista como Miles.

O tan estúpida… Miles se aferró a ese reconfortante pensamiento. Si él cometía errores, en su desesperado baile a través de la vida, el clon cometería los mismos. El problema era, ¿distinguiría alguien los errores?

¿Pero y los dendarii? Su dendarii, en manos de un… ¿un qué? ¿Cuáles eran los planes de los komarreses? ¿Cuánto sabían de los dendarii? ¿Y cómo demonios iba el clon a dividirse entre lord Vorkosigan y al almirante Naismith cuando el propio Miles tenía que ir improvisando sobre la marcha?

Y Elli… si Elli no había sido capaz de distinguir la diferencia en la casa abandonada, ¿notaría la diferencia en la cama? ¿Se atrevería aquel sucio y diminuto impostor a tirarse a Quinn? ¿Pero qué ser humano de cualquiera de los tres sexos se resistiría a una invitación a retozar entre las sábanas con la brillante y hermosa…? La imaginación de Miles se llenó de detalladas imágenes del clon, allí fuera, haciendo cositas con su Quinn, la mayoría de las cuales él mismo no había tenido tiempo de poner en práctica. Descubrió que sus manos se aferraban al borde del camastro, los nudillos blancos, y que corría peligro de romperse los huesos de los dedos.

Lo dejó correr. Sin duda el clon trataría de evitar situaciones íntimas con gente que conocía bien a Miles, momentos en los que correría más peligro de ser descubierto. A menos que fuera un mierdecilla valeroso con tendencias experimentales compulsivas como el que Miles afeitaba diariamente en su espejo. Miles y Elli acababan de empezar a intimar… ¿no notaría ella la diferencia? Si no… Miles tragó saliva y trató de que su mente volviera al escenario político. El clon no había sido creado simplemente para que se volviera loco; eso no era más que una ventaja añadida. El clon había sido forjado como un arma dirigida contra Barrayar. A través del primer ministro, el conde Aral Vorkosigan, contra Barrayar, como si los dos fueran uno. Miles no se hizo ilusiones; no habían preparado todo esto por él. Se le ocurrían una docena de formas de usar a un falso Miles contra su padre: iban desde lo relativamente benigno hasta lo horriblemente cruel. Miró a Galeni, tendido tan tranquilo al otro lado de la celda, esperando que su propio padre lo matara. O usando esa misma frialdad para forzar a su padre a matarlo y demostrar… ¿qué? Miles borró lo relativamente benigno de su lista de posibilidades.

Al final el cansancio pudo con él y se quedó dormido en el duro camastro.

Durmió mal. Revivió repetidas veces un sueño desagradable sólo para encontrarse de nuevo al despertar con la realidad, aún más desagradable: el frío camastro, los músculos doloridos, Galeni tendido al otro lado retorciéndose con igual incomodidad, los ojos brillando a través del parapeto de sus pestañas sin revelar si estaba dormido o despierto. Volvía al país de los sueños como autodefensa. Miles perdió totalmente la noción del tiempo, aunque, cuando finalmente se sentó, los músculos agarrotados y el reloj líquido de su vejiga le indicaron que había dormido mucho. Después de un viaje al cuartito de baño, echarse agua fría en la cara ahora sucia de barba y beber, su mente se puso de nuevo en marcha y ya no consiguió volver a dormir. Deseó tener su manta-gato.

La puerta chasqueó. Galeni salió de su aparente modorra y se incorporó, los pies bajo su centro de gravedad, la cara inescrutable. Pero, por esta vez, era la cena. O el desayuno, a juzgar por los ingredientes: huevos revueltos tibios, pan dulce de pasas, bendito café en una taza blanda, una cuchara cada uno. Lo sirvió uno de los jóvenes con cara de póquer que Miles había visto la noche anterior. Otro esperaba en la puerta, con el aturdidor preparado. Sin quitarle ojo a Galeni, el hombre depositó la comida en el extremo de uno de los camastros y salió rápidamente.

Miles observó la comida, cauto. Pero Galeni recogió los dos platos y comió sin vacilación. ¿Sabía que no estaba drogada ni envenenada, o simplemente ya no le importaba un pimiento? Miles se encogió de hombros y comió también.

Apuró las últimas preciosas gotas de café y preguntó:

—¿Tiene alguna idea de cuál es el propósito de toda esta mascarada? Deben haberse esforzado muchísimo para producir a este… duplicado mío. No puede ser un plan de poca monta.

Galeni, que parecía un poco menos pálido gracias a la comida decente, hizo rodar cuidadosamente la taza entre sus manos.

—Sé lo que me han dicho. No sé si lo que me han dicho es la verdad.

—Bien, continúe.

—Tiene que comprender que el grupo de mi padre es una facción radical de la resistencia komarresa. Esos grupos no han hablado entre sí desde hace años, y ésa es una de las razones por las que nosotros… Seguridad de Barrayar —una sonrisita irónica asomó a sus labios— los pasamos por alto. El grupo principal ha estado perdiendo impulso a lo largo de la última década. Los hijos de los expatriados, sin ningún recuerdo de Komarr, han crecido como ciudadanos de otros planetas. Y los más viejos han… bueno, han envejecido. Han muerto. Y como las cosas no están tan mal en casa, no consiguen nuevos conversos. Su base de poder se reduce drásticamente.

—Comprendo que los radicales se mueran por hacer algún movimiento. Mientras aún haya una posibilidad —observó Miles.

—Sí. Están en un aprieto. —Galeni aplastó lentamente la taza con la mano—. Obligados a movimientos desesperados.

—Este parece bastante exótico. Esperar… ¿dieciséis, dieciocho años? ¿Cómo demonios consiguieron los recursos médicos? ¿Su padre era médico?

Galeni hizo una mueca.

—Ni hablar. La parte médica fue sencilla, aparentemente, una vez que se apoderaron de las muestras de tejidos robadas en Barrayar. Aunque cómo lo lograron…

—Me pasé los primeros seis años de mi vida siendo sondado, examinado, cortado en trocitos, escaneado y convertido en pasto de biopsias para los médicos. Debe de haber kilos de mí flotando en diversos laboratorios médicos para elegir, un banquete de tejidos. Eso era sencillo. Pero la clonación real…

—Fue contratada. A algún oscuro laboratorio médico de Jackson's Whole, según tengo entendido, dispuesto a hacer cualquier cosa por un precio.

Miles se quedó con la boca abierta.

—Oh. Ellos.

—¿Conoce usted Jackson's Whole?

—He… tenido contacto con su trabajo en otro contexto. Que me aspen si no puedo nombrar el laboratorio más indicado para hacer algo así. Son expertos en clonación. Entre otras cosas, realizan intervenciones ilegales de transplante de cerebro… ilegales en todas partes menos en Jackson's Whole, claro, donde el joven clon es cultivado en una tina y el viejo cerebro transferido… el viejo cerebro rico, no hace falta decirlo. Además, um, han hecho algún trabajito de bioingeniería del que no puedo hablar… sí. Y todo el tiempo tenían una copia mía en el cuarto trasero. ¡Hijos de puta, esta vez van a descubrir que no son tan intocables como se creen!

Miles controló su incipiente hiperventilación. La venganza personal contra Jackson's Whole debía esperar una ocasión mejor.

—Bien. La resistencia komarresa no invirtió más que dinero en el proyecto durante los primeros diez o quince años. No me extraña que nunca fuera localizado.

—Sí —dijo Galeni—. Y hace unos años tomaron la decisión de sacar ese as de la manga. Sacaron de Jackson's Whole al clon terminado, ahora un joven adolescente, y empezaron a entrenarlo para que fuera usted.

—¿Por qué?

—Parece que quieren hacerse con el Imperio.

—¡¿Qué?! —exclamó Miles—. ¡No! ¡No conmigo!

—Ese… individuo… se plantó aquí mismo —Galeni señaló un punto cerca de la puerta— hace dos días, y me dijo que estaba mirando al próximo emperador de Barrayar.

—Tendrían que matar al emperador Gregor y a mi padre para conseguir una cosa de ese calibre… —empezó a decir Miles frenético.

—Me imagino que es justo lo que van a hacer —contestó Galeni secamente. Se sentó en su camastro, los ojos brillantes, las manos tras el cuello para hacer de almohada, y susurró—: Por encima de mi cadáver, por supuesto.

—De nuestros cadáveres. No se atreverán a dejarnos con vida…

—Creo que mencioné eso ayer.

—Con todo, si algo sale mal —la mirada de Miles se dirigió a la luz—, les sería de utilidad tener rehenes.

Enunció esta idea con claridad, poniendo énfasis en el plural. Aunque temía que desde el punto de vista komarrés sólo uno de ellos tuviera valor como rehén. Galeni no era tonto; también él sabía quién era el chivo expiatorio.

Maldición, maldición, maldición. Miles se había metido en aquella trampa, sabiendo que lo era, con la esperanza de conseguir la clase de información que ahora poseía. Pero no pretendía quedar atrapado. Se frotó la nuca, completamente frustrado… Qué bueno sería poder llamar a una fuerza de choque dendarii para que cayera sobre ese… ese nido de rebeldes ahora mismo.

La puerta chasqueó. Era demasiado pronto para almorzar. Miles se dio la vuelta, esperando durante un descabellado instante encontrarse a la comandante Quinn que dirigía una patrulla de rescate… no. Eran sólo los dos payasos otra vez, y había un tercero en la puerta, con un aturdidor.

Uno señaló a Miles.

—Tú. Ven.

—¿Adónde? —preguntó Miles, receloso. ¿Sería ya el fin? ¿Lo llevarían al subnivel del aparcamiento y le pegarían un tiro o le romperían el cuello? No estaba dispuesto a caminar voluntariamente hacia su propia ejecución.

Algo así debió de pensar también Galeni, pues mientras la pareja agarraba sin miramientos a Miles por los brazos, el capitán saltó hacia ellos. El del aturdidor lo derribó antes de que hubiera dado dos pasos. Galeni se revolvió, mostrando los dientes en desesperada resistencia, y luego se quedó quieto.

Aturdido, Miles dejó que lo sacaran por la puerta. Si le sobrevenía la muerte, quería al menos estar consciente para escupirle en el ojo una última vez mientras se cernía sobre él.

9

Para alivio momentáneo de Miles, lo llevaron arriba, no tubo abajo. No es que no pudieran matarlo perfectamente en cualquier otra parte que no fuera el subnivel del aparcamiento. A Galeni sí que tendrían que asesinarlo en el garaje para evitar arrastrar el cuerpo, pero el peso muerto de Miles, por así decirlo, no representaba la misma carga logística.

La habitación a la que lo empujaron los dos hombres era una especie de estudio o despacho privado, luminoso a pesar de la ventana polarizada. Archivos de datos de biblioteca llenaban un estante transparente en la pared; una comuconsola corriente ocupaba un rincón. El vid de la comuconsola mostraba una panorámica de la celda de Miles. Galeni todavía yacía aturdido en el suelo.

El más mayor de los hombres, que parecía a cargo del secuestro de Miles la noche anterior, estaba sentado en un sofá beige y cromo ante la ventana oscurecida; examinaba un hipospray que acababa de sacar de una maleta, abierta a su lado. Bien. Interrogatorio, no ejecución, era el plan. O, en cualquier caso, interrogatorio previo a la ejecución. A menos que simplemente pretendieran envenenarlo.

Miles apartó la mirada del deslumbrante hipo mientras el hombre se movía, volviendo la cabeza para estudiar a Miles con los ojos entornados. Comprobó la comuconsola un breve instante. Fue una postura inconsciente, una mano aferrada al borde del asiento, lo que hizo que Miles cayera en la cuenta, porque el hombre no se parecía gran cosa al capitán Galeni, excepto quizás en la palidez de su piel. Tendría unos sesenta años. Pelo gris recortado, cara arrugada; el cuerpo, grueso por la edad, claramente no pertenecía a un deportista o un atleta. Llevaba ropa terrestre conservadora distanciada una generación de la de los adolescentes que Miles había visto en los centros comerciales. Podría haber sido un hombre de negocios o un maestro, cualquier cosa menos un encallecido terrorista.

Excepto por la terrible tensión. En eso, en el agarrotamiento de sus manos, la distensión de las aletas de la nariz, el hierro de su boca y el envaramiento del cuello. Ser Galen y Duv Galeni eran una misma persona.

Galen se levantó y caminó lentamente alrededor de Miles con el aire de un hombre que estudia la escultura de un artista menor. Miles permaneció muy quieto, sintiéndose más pequeño que de costumbre con sus calcetines, la barba de un día y la ropa arrugada. Había llegado por fin al centro, a la fuente última de la que manaban todos sus problemas de las últimas semanas. Y el centro era aquel hombre que orbitaba a su alrededor mirándolo con odio ansioso. O quizá Galen y él eran dos centros, como los extremos de una elipse, unidos y superpuestos por fin para formar un diabólico círculo perfecto.

Miles se sintió muy pequeño y muy frágil. Galen podría muy bien empezar a romperle los brazos con el mismo aire nervioso y ausente con el que Elli Quinn se mordía las uñas, sólo para liberar la tensión. «¿Me ve acaso? ¿O soy un objeto, un símbolo que representa al enemigo? ¿Me asesinará por ser una alegoría?»

—Bien —dijo Ser Galen—. Éste es el verdadero, por fin. No muy impresionante, para haberse ganado la lealtad de mi hijo. ¿Qué ve en usted? Con todo, representa muy bien a Barrayar. El hijo monstruoso de un padre monstruoso, el genotipo moral secreto de Aral Vorkosigan hecho carne para que todos puedan verlo. Quizás existe algo de justicia en el universo después de todo.

—Muy poético —susurró Miles—, pero biológicamente inadecuado, como debe de saber, después de haberme clonado.

Galen sonrió con acritud.

—No insistiré en ello —completó su circuito y se encaró a Miles—. Supongo que no pudo evitar nacer. ¿Pero por qué no se ha rebelado nunca contra el monstruo? Lo convirtió en lo que es… —un expansivo gesto con la mano abierta resumió la hechura retorcida de Miles—. ¿Qué carisma de dictador posee ese hombre, que es capaz de hipnotizar no sólo a su propio hijo, sino al de otro? —La figura tendida en la consola vid pareció reflejarse en los ojos de Galen—. ¿Por qué lo sigue usted? ¿Por qué lo sigue David? ¿Qué corrupto placer obtiene mi hijo al ponerse un uniforme barrayarés y marchar detrás de Vorkosigan? —A Galen se le daba muy mal la fingida socarronería; los tonos subyacentes se retorcieron con angustia.

—Para empezar, mi padre no me ha abandonado nunca en presencia del enemigo —replicó Miles.

Galen echó la cabeza atrás, extinguida toda pretensión de farsa. Se giró bruscamente y fue a recoger el hipospray.

Miles maldijo en silencio su propia lengua. En vez de aquel estúpido impulso de decir la última palabra, de devolver el golpe, bien podría haber hecho que el hombre siguiera hablando, para descubrir algo. Ahora la charla, y el descubrimiento, se producirían en sentido inverso.

Los dos guardias lo cogieron por los brazos. El de la izquierda le subió la manga de la camisa. Aquí venía. Galen presionó el hipospray contra la vena, en la sangría de Miles: un siseo, un mordisco picante.

—¿Qué es esto? —apenas tuvo tiempo de preguntar Miles. Su propia voz le sonó desafortunadamente débil y nerviosa.

—Pentarrápida, por supuesto —respondió Galen con tranquilidad.

Miles no se sorprendió, aunque se revolvió interiormente, sabiendo lo que le esperaba. Había estudiado efectos, farmacología y uso adecuado de la pentarrápida en el curso de seguridad de la Academia Imperial de Barrayar. Era la droga preferida para realizar interrogatorios, no sólo en el servicio imperial, sino en toda la galaxia. El suero de la verdad casi perfecto, irresistible, inofensivo para el sujeto incluso en dosis repetidas, excepto para los pocos desafortunados que tenían alergia natural o inducida a la droga. Miles nunca había sido considerado candidato para esta última condición, ya que su persona se consideraba más valiosa que ninguna información secreta que contuviera. Otros agentes de espionaje no tenían tanta suerte. El shock anafiláctico era una muerte aún menos heroica que la cámara de desintegración normalmente reservada para los espías convictos.

Desesperado, Miles esperó a que la droga actuase. El almirante Naismith había sido sometido a más de un interrogatorio con pentarrápida. La droga arrastraba toda sensatez al mar en una riada de benigna buena voluntad y risitas caritativas. Como un gato en su cesta. Era muy divertido de ver… si se trataba de otra persona. En unos instantes se vería reducido a la completa idiotez.

Era inquietante que el resuelto capitán Galeni hubiera sido reducido tan vergonzosamente. Cuatro veces, había dicho. No era extraño que estuviera nervioso.

Miles se notaba el corazón desbocado, como por una sobredosis de cafeína. Su visión se agudizó hasta un extremo casi doloroso. Los bordes de cada objeto de la habitación se destacaron, se volvieron palpables para sus sentidos exacerbados. Galen, de pie junto a la ventana, era un diagrama viviente, eléctrico y peligroso, cargado de letal voltaje, a la espera de una descarga liberadora.

No, no era agradable.

Había entrado en estado de shock… Miles inspiró por última vez. Sí que se sorprendería su interrogador…

Pero para su propia sorpresa, siguió jadeando. No se trataba de un shock anafiláctico, entonces. Sólo otra de sus malditas reacciones a las drogas. Deseó que la pentarrápida no le provocara alucinaciones espectrales como aquel maldito sedante que le habían dado una vez. Quiso gritar. Sus ojos se esforzaron para seguir el más mínimo movimiento de Galen.

Uno de los guardias empujó una silla y lo obligó a sentarse. Miles cayó sobre ella agradecido, temblando de un modo incontrolado. Sus pensamientos parecieron explotar en fragmentos y reconstruirse, como fuegos artificiales que avanzaran y retrocedieran en un vid. Galen le miró con el ceño fruncido.

—Describa los procedimientos de seguridad para entrar y salir de la Embajada barrayaresa.

Sin duda ya habrían arrancado esa información básica al capitán Galeni. Debía de ser una simple pregunta para comprobar los efectos de la pentarrápida.

—… de la pentarrápida —se oyó Miles decir, haciéndose eco de sus pensamientos. Oh, demonios. Esperaba que su extraña reacción a la droga incluyera la habilidad de resistirse a expulsar los sesos por la boca.

—… qué imagen tan repulsiva…

Bajó la cabeza y miró el suelo ante sus pies, como si viera una pila de sesos ensangrentados vomitados allí.

Ser Galen avanzó, lo cogió por el pelo y repitió entre dientes:

—¡Describa los procedimientos de seguridad para entrar y salir de la embajada barrayaresa!

—El sargento Barth está al cargo —empezó Miles impulsivamente—. Matón molesto. Ningún savoir faire en absoluto, y un coñazo además…

Incapaz de detenerse, Miles escupió no sólo códigos, claves y perímetros de escáneres, sino también esquemas de personal, sus opiniones privadas acerca de todos y cada uno de los individuos y una enconada crítica a los defectos de la red de seguridad. Una idea disparaba la otra y luego la siguiente en una explosiva cadena, como una traca de fuegos artificiales. No podía pararse. Farfullaba.

No sólo él no conseguía parar, tampoco Galen. Los prisioneros tratados con pentarrápida tendían a desviarse del tema con asociaciones libres a menos que sus interrogadores los mantuvieran controlados con pistas frecuentes. Miles se encontró haciendo lo mismo a toda velocidad. Las víctimas normales se detenían en seco con una palabra, pero Miles sólo se detuvo cuando Galen lo golpeó con fuerza y repetidamente en la cara, gritándole que se callara; se quedó sentado, jadeando.

La tortura no formaba parte de los interrogatorios con pentarrápida porque los sujetos eran felizmente inmunes a ella. Para Miles el dolor latía dentro y fuera, apartado y distante un momento, inundando a continuación su cuerpo y rebulléndose en su mente como un estallido de estática. Para su propio horror, empezó a llorar. Entonces se detuvo con un súbito hipido.

Galen se quedó mirándolo con desagrado y fascinación.

—No va bien —murmuró uno de los guardias—. No debería ser así. ¿Está resistiéndose a la pentarrápida con algún tipo de condicionamiento nuevo?

—No se resiste a ella —puntualizó Galen. Comprobó su crono de muñeca—. No retiene ninguna información. Está dando más de la cuenta. Demasiada.

La comuconsola empezó a trinar insistentemente.

—Yo la atenderé —se ofreció Miles—. Probablemente es para mí.

Se levantó del asiento, se le doblaron las rodillas y cayó de bruces sobre la alfombra, que le hizo cosquillas en la mejilla hinchada. Los dos guardias lo levantaron y volvieron a colocarlo en la silla. La habitación trazó un lento círculo a su alrededor. Galen atendió la comuconsola.

—Informando —la propia voz de Miles en su encarnación barrayaresa sonó desde el vid.

La cara del clon no le resultaba tan familiar a Miles como la que se afeitaba diariamente ante el espejo.

—Tiene que hacerse la raya en el otro lado si quiere ser yo —comentó Miles a nadie en particular—. No, no es…

Nadie le estaba escuchando, de todas formas. Miles reflexionó sobre ángulos de incidencia y ángulos de reflejo, sus pensamientos rebotando a la velocidad de la luz entre las paredes de espejo de su cráneo vacío.

—¿Cómo va? —Galen se asomó ansioso a la comuconsola.

—Casi lo fastidió todo en los primeros cinco minutos, anoche. El dendarii conductor del coche resultó ser el maldito primo —la voz del clon era baja e intensa—. Por suerte, conseguí que mi primer error fuera considerado una broma. Pero me tienen en la misma habitación que el hijo de puta. Y ronca.

—Cierto —comentó Miles, sin que se lo preguntara nadie—. Para diversión de verdad, espera a que empiece a hacer el amor en sueños. Maldición, ojalá tuviera yo sueños como los de Ivan. Lo único que sufro son pesadillas… jugar al polo desnudo contra un montón de cetagandanos con la cabeza cortada del teniente Murka como balón. Gritaba cada vez que marcaba gol. Rebotaba y se enganchaba… —las palabras de Miles se perdieron, puesto que continuaron ignorándolo.

—Tendrás que tratar con todo tipo de personas que lo conocieron, antes de que esto se acabe —dijo Galen ásperamente—. Pero si logras engañar a Vorpatril, engañarás a cualquiera…

—Podrás engañar a todo el mundo alguna vez —canturreó Miles—, y a algunas personas todas las veces, y podrás engañar a Ivan siempre que quieras. No presta atención.

Galen lo miró, irritado.

—La embajada es un microcosmos perfectamente aislado —continuó, dirigiéndose al vid—. Antes de que salgas al ruedo mayor de Barrayar, la presencia de Vorpatril nos proporciona una oportunidad de prácticas única. Si te descubre, encontraremos algún medio de eliminarlo.

—Mm —el clon no parecía muy satisfecho—. Antes de que empezáramos, creí que habíais conseguido atiborrarme la cabeza de todo conocimiento posible sobre Miles Vorkosigan. En el último minuto descubren que ha estado llevando una doble vida todo este tiempo… ¿qué más se les ha pasado por alto?

—Miles, hemos hablado de eso…

Miles advirtió con un sobresalto que Galen llamaba al clon por su nombre. ¿Tan concienzudamente había sido acondicionado para aquel papel que no tenía un nombre propio? Qué extraño…

—Sabíamos que habría lagunas en las que tendrías que improvisar. Pero nunca tendremos una oportunidad mejor que esta visita suya a la Tierra. Mejor que esperar otros seis meses y tratar de actuar en Barrayar. No. Es ahora o nunca.

Galen tomó aliento. Se tranquilizó.

—Bien. Superaste esta noche.

El clon hizo una mueca.

—Sí, si no contamos que a punto estuve de ser estrangulado por un maldito abrigo de piel animado.

—¿Qué? Oh, la piel viviente. ¿No se la dio a la mujer?

—Evidentemente, no. Casi me meé encima antes de darme cuenta de lo que era. Desperté al primo.

—¿Sospechó algo? —preguntó Galen, nervioso.

—Lo tomó por una pesadilla. Parece que Vorkosigan las tiene muy a menudo.

Miles asintió sabiamente.

—Es lo que les decía. Cabezas cortadas… huesos rotos… parientes mutilados… alteraciones inusitadas en partes importantes de mi cuerpo…

La droga parecía estar surtiendo algún tipo de extraño efecto memorístico, lo cual hacía en parte que la pentarrápida fuera tan efectiva en los interrogatorios, sin duda. Sus sueños recientes acudían a él con mucha más claridad de lo que los recordaba conscientemente. En el fondo, se alegraba de tender a olvidarlos.

—¿Dijo algo Vorpatril sobre el tema por la mañana?

—No. Yo no hablo mucho.

—Eso no es propio de mí —observó Miles, solícito.

—Finjo estar pasando por un episodio leve de una de esas depresiones de las que habla su informe psíquico… ¿quién habla, por cierto? —El clon giró la cabeza.

—El propio Vorkosigan. Le hemos dado pentarrápida.

—Ah, bien. Llevo toda la mañana recibiendo llamadas por un enlace seguro. Sus mercenarios piden órdenes.

—Acordamos que evitarías a los mercenarios.

—Bien, díselo a ellos.

—¿Cuánto tardarás en tener las órdenes que te saquen de la embajada y te envíen de vuelta a Barrayar?

—No lo suficientemente pronto para evitar a los dendarii por completo. Se lo comenté al embajador, pero parece que Vorkosigan está encargado de la búsqueda del capitán Galeni. Creo que le sorprendió que yo quisiera marcharme, así que me eché atrás. ¿Ha cambiado ya el capitán de opinión? ¿Colaborará? Si no, tendrás que generar mis órdenes de regreso a casa desde allí y deslizarlas con el correo o algo por el estilo.

Galen vaciló visiblemente.

—Veré qué puedo hacer. Mientras tanto, sigue intentándolo.

«¿No sabe Galen que sabemos que el correo está implicado?», pensó Miles con un destello de lucidez casi normal. Consiguió mantener la vocalización en un murmullo.

—De acuerdo. Bueno, me prometiste que lo mantendrías con vida para hacerle preguntas hasta que me marchara, así que ahí va una. ¿Quién es la teniente Bone, y qué se supone que tiene que hacer con el superávit de la Triumph? No dijo de qué había sobrantes.

Uno de los guardias pinchó a Miles.

—Contesta a la pregunta.

Miles luchó por conseguir claridad de pensamiento y expresión.

—Es la contable de mi flota. Supongo que debería invertirlo en su cuenta y jugar como de costumbre. Es un superávit de dinero —se vio obligado a explicar, entonces chasqueó la lengua con pesar—. Temporal, estoy seguro.

—¿Valdrá eso? —preguntó Galen.

—Creo que sí. Le dije que era una oficial experimentada y que actuara a su discreción, y pareció marcharse satisfecha, pero me preguntaba qué le había ordenado. Muy bien, la siguiente. ¿Quién es Rosalie Crew, y por qué demanda al almirante Naismith por medio millón de créditos federales de la GSA?

—¿Quién? —boqueó Miles, con sincero asombro, cuando el guardia volvió a pincharlo—. ¿Qué?

Miles era incapaz de traducir medio millón de créditos GSA a marcos imperiales barrayareses en su cabeza confundida por la droga en otra cosa que no fueran «montones y montones y montones». Durante un momento, la asociación del nombre permaneció bloqueada. Luego cayó en la cuenta.

—Dioses, es esa pobre empleada de la licorería. La salvé del incendio. ¿Pero por qué me demanda a mí? ¿Por qué no demanda a Danio, que le quemó la tienda…? Claro, está sin blanca…

—¿Pero qué hago al respecto? —preguntó el clon.

—Querías ser yo —dijo Miles con voz áspera—, resuélvelo tú.

Sus procesos mentales actuaron de todas formas.

—Amenázala con una contrademanda por daños médicos. Creo que me torcí la espalda al levantarla. Todavía me duele…

Galen no dio importancia al tema.

—Ignóralo —instruyó—. Estarás fuera de allí antes de que pase nada.

—Muy bien —dijo el clon de Miles, dubitativo.

—¿Y cargarles el muerto a los dendarii? —protestó Miles, furioso. Cerró los ojos, tratando desesperadamente de pensar mientras la habitación se estremecía—. Pero, por supuesto, no te importan nada los dendarii, ¿verdad? ¡Tienen que importarte! Ponen sus vidas en peligro por ti… por mí… no está bien. Los traicionarás, como si nada, sin pensarlo siquiera, apenas sabes lo que son…

—Cierto —suspiró el clon— y, hablando de lo que son, ¿cuál es su relación con esa comandante Quinn? ¿Habéis decidido finalmente si se la estaba tirando, o no?

—Sólo somos buenos amigos —canturreó Miles, y se echó a reír histérico. Saltó hacia la comuconsola (los guardias intentaron agarrarlo y fallaron) y, tras subirse a la mesa, se asomó al vid—. ¡Apártate de ella, pequeño mierda! Ella es mía, lo oyes, mía, toda mía… Quinn, Quinn, hermosa Quinn, Quinn de la noche, hermosa Quinn —cantó desafinando mientras los guardias lo arrastraban. Los golpes le hicieron guardar silencio.

—Creía que le habíais administrado pentarrápida —le dijo el clon a Galen.

—Así es.

—¡Pues no lo parece!

—Sí. Pasa algo raro. Sin embargo, se supone que no ha sido condicionado… Empiezo a dudar seriamente de la utilidad de mantenerlo con vida como fuente de información si no podemos confiar en sus respuestas.

—Magnífico —rezongó el clon. Miró por encima del hombro—. Tengo que irme. Informaré de nuevo esta noche. Si todavía estoy vivo.

Se desvaneció con un pitido irritado.

Galen acosó a Miles con una lista de preguntas: sobre el cuartel general imperial de Barrayar; sobre el emperador Gregor; sobre las actividades habituales de Miles cuando estaba destinado en la capital de Barrayar, Vorbarr Sultana; y, con insistencia, sobre los mercenarios dendarii. Miles, rebulléndose, contestó y contestó y contestó, incapaz de detener su rápido parloteo. Pero a la mitad se topó con un verso y acabó recitando todo el soneto. Los bofetones de Galen no pudieron desviarlo; las cadenas de asociación eran demasiado fuertes para romperlas. Después de eso consiguió esquivar el interrogatorio repetidamente. Las obras de metro y rima fuertes funcionaban mejor; los malos versos, las canciones obscenas de farra dendarii, todo lo que pudiera disparar una palabra o frase casual de sus captores. Su memoria parecía fenomenal. El rostro de Galen se ensombreció de frustración.

—A este paso estaremos aquí hasta el próximo invierno —dijo disgustado uno de los guardias.

Los labios ensangrentados de Miles esbozaron una sonrisa maniática.

—«Ahora es el invierno de nuestro descontento —gimió—, vuelto glorioso verano por este sol de York…»

Habían pasado años desde que memorizara la antigua obra, pero los sugestivos pentámetros yámbicos lo llevaron implacables de la mano. Aparte de golpearlo hasta dejarlo inconsciente, no parecía que Galen pudiera hacer nada por desconectarlo. Miles ni siquiera había llegado al final del Acto I cuando los dos guardias lo arrastraron de vuelta al tubo elevador y lo arrojaron a su prisión.

Una vez allí, sus aceleradas neuronas lo impulsaron de pared a pared, caminando y recitando, dando saltos arriba y abajo en el camastro en los momentos adecuados, adoptando todos los papeles femeninos con un agudo falsete. Llegó hasta el último amén antes de desplomarse en el suelo y quedarse allí jadeando.

El capitán Galeni, que llevaba una hora acurrucado en un rincón de su camastro protegiéndose los oídos con las manos, alzó la cabeza con cautela.

—¿Ha terminado ya? —preguntó suavemente.

Miles se tendió de espaldas y miró aturdido la luz del techo.

—Tres hurras por la cultura… estoy mareado.

—No me extraña —el propio Galeni, pálido, parecía enfermo; seguía tembloroso por los efectos del aturdidor—. ¿Qué ha sido eso?

—¿La obra, o la droga?

—Reconozco la obra, gracias. ¿Qué droga ha sido?

—Pentarrápida.

—Está bromeando.

—Para nada. Tengo varias reacciones extrañas a los medicamentos. Hay toda una gama de sedantes que no puedo tocar. Al parecer, la pentarrápida está relacionada.

—¡Qué buena suerte!

«Dudo seriamente de la utilidad de mantenerlo con vida…»

—No lo creo —dijo Miles, distante. Se puso en pie, se abalanzó hacia el cuarto de baño, vomitó y se desmayó.

Despertó con la fija mirada de la luz acuchillando sus ojos, y se pasó un brazo por la cara para anularla. Alguien (¿Galeni?) le había arrastrado de vuelta al camastro. Galeni estaba ahora dormido al otro lado de la habitación, respirando pesadamente. Una comida, fría y olvidada, esperaba en un plato situado en el extremo del camastro de Miles. Debía ser de madrugada. Contempló inquieto la comida, luego la apartó de su vista, bajo la cama. El tiempo se estiró inexorable mientras se agitaba, se volvía, se sentaba, se tumbaba, dolorido y mareado. Imposible escapar ni siquiera en sueños.

A la mañana siguiente, después del desayuno, vinieron y se llevaron no a Miles, sino a Galeni. El capitán salió con una expresión de sombrío disgusto en los ojos. Desde el pasillo llegaron los sonidos de un violento altercado: Galeni intentando que lo aturdieran; una manera draconiana pero sin duda efectiva de evitar el interrogatorio. No tuvo éxito. Sus captores lo devolvieron a la celda, riendo como un loco, después de una sesión maratoniana.

Yació fláccido en la cama durante aproximadamente otra hora antes de sumirse en un sueño inquieto. Miles resistió amablemente la oportunidad de aprovecharse de los efectos residuales de la droga para plantearle unas cuantas preguntas propias. Lástima, los sujetos sometidos a la pentarrápida recordaban sus experiencias. Miles estaba bastante seguro de que una de las motivaciones personales de Galeni se hallaba en la palabra clave traición.

Galeni regresó por fin a una pastosa pero fría consciencia, sintiéndose enfermo. La resaca de la pentarrápida era una experiencia enormemente desagradable. En eso, la respuesta de Miles a la droga era la habitual. Se estremeció cuando Galeni hizo su viaje al cuarto de baño.

Regresó y se sentó pesadamente en el camastro. Sus ojos se posaron en el plato frío de la cena; lo apartó dubitativo con un dedo.

—¿Quiere usted esto? —le preguntó a Miles.

—No, gracias.

—Mm —Galeni quitó el plato de la vista, colocándolo bajo la cama, y se sentó, agotado.

—¿Qué buscaban en su interrogatorio? —Miles volvió la cabeza hacia la puerta.

—Esta vez, historia personal, principalmente.

Galeni se miró los calcetines, que se estaban quedando tiesos de tan sucios. Sin embargo, Miles no estaba seguro de que viera lo que estaba mirando.

—Parece tener dificultades para comprender que yo hablaba en serio. Al parecer estaba verdaderamente convencido de que sólo tenía que aparecer, silbar y tenerme corriendo a sus talones como lo hacía a mis catorce años. Como si el peso de toda mi vida adulta no contara para nada. Como si me hubiera puesto este uniforme de broma, o por desesperación o confusión… todo menos por una decisión razonada y de principios.

No había necesidad de preguntar a quién se refería. Miles sonrió con amargura.

—¿Qué, no fue por las botas de caña?

—Me dejé deslumbrar por los oropeles del neofascismo —le informó Galeni suavemente.

—¿Así es como lo definió? Es feudalismo, por cierto, no fascismo (aparte de algunos experimentos en centralización del difunto emperador Ezar Vorbarra). El deslumbrante oropel del neo-feudalismo, se lo aseguro.

—Conozco perfectamente los principios del Gobierno barrayarés, gracias —observó Galeni.

—Da igual —murmuró Miles—. Todo se ha ido consiguiendo sobre la marcha, ya sabe.

—Sí, lo sé. Me alegra saber que no es un analfabeto histórico como el oficial medio de hoy en día.

—Bueno… —dijo Miles—, si no fue por los galones dorados y las botas brillantes, ¿por qué está usted con nosotros?

—Oh, claro. —Galeni dirigió la mirada hacia la luz—. Siento un sádico placer psicosexual siendo un matón, un hampón y un gallito. Es una búsqueda de poder.

—Hola —le saludó Miles desde el otro lado de la habitación—, hable conmigo, no con él, ¿vale? Ya ha tenido su turno.

—Mm —Galeni se cruzó de brazos, sombrío—. En cierto modo, supongo que es verdad. Busco el poder. O lo buscaba.

—Por si sirve de algo, eso no es ningún secreto para el Alto Mando de Barrayar.

—Ni para ningún barrayarés, aunque por lo visto la gente de fuera de su sociedad lo pasa siempre por alto. ¿Cómo imaginan que una sociedad de castas aparentemente tan rígida ha soportado sin desintegrarse las increíbles tensiones de este siglo desde el final de la Era del Aislamiento? En cierto modo, el servicio imperial ha sido algo que tiene la misma función social que la Iglesia medieval aquí en la Tierra: una válvula de seguridad. A través del servicio, todo aquel que tenga talento puede superar sus orígenes de casta. Veinte años de servicio imperial, y salen siendo a todos los efectos Vor honorarios. Los nombres puede que no hayan cambiado desde la época de Dorca Vorbarra, cuando los Vor eran una casta cerrada de matones a caballo…

Miles sonrió al oír la descripción de la generación de su abuelo.

—… pero la sustancia se ha alterado hasta lo irreconocible. Y sin embargo, durante todo este tiempo los Vor han conseguido, de forma desesperada, aferrarse a ciertos principios vitales de servicio y sacrificio. Al conocimiento de que es posible, para un hombre que no quiere detenerse y agacharse, correr calle abajo con la oportunidad de dar… —Se detuvo en seco y se aclaró la garganta, ruborizado—. Mi tesis doctoral, ¿sabe? El servicio imperial barrayarés, un siglo de cambio.

—Ya veo.

—Quería servir a Komarr…

—Como su padre antes que usted —terminó Miles.

Galeni alzó bruscamente la mirada, sospechando sarcasmo, pero sólo encontró en sus ojos, confió Miles, ironía compasiva.

Galeni abrió la mano en un breve gesto de acuerdo y de comprensión.

—Sí. Y no. Ninguno de los cadetes que entraron en el servicio cuando lo hice yo han visto todavía una guerra. Yo la vi desde la calle…

—Sospechaba que estaba usted más íntimamente relacionado con la Revuelta komarresa de lo que revelan los informes de seguridad —observó Miles.

—Como aprendiz reclutado por mi padre —confirmó Galeni—. Algunas incursiones nocturnas, misiones de sabotaje… era bajo para mi edad. Hay lugares en los que un niño puede meterse como si jugara, mientras que un adulto es detenido. Antes de cumplir catorce años había ayudado a matar hombres… No abrigo ninguna ilusión sobre las gloriosas tropas imperiales durante la Revuelta de Komarr. Vi a hombres que llevaban este uniforme —se pasó un dedo por los pantalones verdes— hacer cosas vergonzosas. Por furia o miedo, por frustración o desesperación, a veces sólo por mala fe. Pero no vi que hubiera ninguna diferencia palpable para los cadáveres, para la gente corriente pillada en el fuego cruzado, ya resultaran quemados con el fuego de plasma de los malvados invasores o volados en pedazos por las implosiones gravitatorias de los buenos patriotas. ¿Libertad? Difícilmente podemos pretender que Komarr fuera una democracia antes de que llegaran los barrayareses. Mi padre decía que Barrayar había destruido Komarr, pero cuando yo miraba alrededor, Komarr seguía allí.

—No se pueden cobrar impuestos a una tierra yerma —murmuró Miles.

—Una vez vi a una niña pequeña… —se detuvo, se mordió los labios, continuó—: Lo que sí constituye una diferencia palpable es que no haya guerra. Yo pretendo, pretendía, crear esa diferencia palpable. Una carrera en el servicio, un retiro honorable, subir hasta ocupar un cargo ministerial… luego pasar a las filas del lado civil, luego…

—¿El virreinato de Komarr? —sugirió Miles.

—Esa pretensión sería un poco megalomaníaca —dijo Galeni—. Un nombramiento en el personal, desde luego —su mirada se apagó de manera visible mientras contemplaba la celda y arrugó los labios en una risa silenciosa, autodespectiva—. Mi padre, por otro lado, quiere venganza. La dominación extranjera de Komarr no es sólo un abuso, sino intrínsecamente maligna por principio. Tratar de convertirla en no extranjera por integración no es un compromiso, es colaboración, capitulación. Los revolucionarios komarreses murieron por mis pecados. Y así una y otra vez. Una y otra vez.

—Entonces, sigue intentando persuadirle para que se pase a su bando.

—Oh, sí. Creo que seguirá hablando hasta que apriete el gatillo.

—No es que le esté pidiendo, um, que sacrifique sus principios ni nada por el estilo, pero la verdad es que no creo que cometiera ningún pecado extra si usted, digamos, suplica por su vida. «El que lucha y huye vive para luchar otro día», y todo eso.

Galeni sacudió la cabeza.

—Precisamente por esa lógica no puedo rendirme. No voy a hacerlo porque no puedo. Si diera marcha atrás, él lo haría también, y se vería obligado a razonar que habría que matarme igual que ahora finge razonar lo contrario. Ya ha sacrificado a mi hermano. En cierto sentido, la muerte de mi madre fue consecuencia de esa pérdida, y de otras que le infligió en nombre de la causa. Supongo que eso hace que todo parezca muy edípico —añadió, en un destello de reflexión—, pero… la angustia de tomar las decisiones difíciles siempre ha atraído su alma romántica.

Miles sacudió la cabeza.

—Admito que conoce usted al hombre mejor que yo. Y sin embargo… bueno, la gente siente fascinación por las elecciones difíciles, y deja de buscar alternativas. La voluntad de ser estúpido es una fuerza muy poderosa…

Esto provocó una risita de Galeni, y una mirada pensativa.

—… pero siempre hay alternativas. Sin duda es más importante ser leal a una persona que a un principio.

Galeni alzó las cejas.

—Supongo que eso no debería sorprenderme, viniendo de un barrayarés. De una sociedad que tradicionalmente se organiza por juramentos internos de lealtad en vez de un marco externo de ley abstracta… ¿es debido a la política de su padre?

Miles se aclaró la garganta.

—A la teología de mi madre, en realidad. Desde dos puntos de partida completamente distintos llegan a esta extraña intersección en sus puntos de vista. La teoría de ella es que los principios vienen y van, pero que las almas humanas son inmortales, y que por tanto hay que decantarse hacia lo importante. Mi madre tiende a ser enormemente lógica. Es betana, ya sabe.

Galeni se adelantó con interés, las manos relajadas sobre las rodillas.

—Me sorprende que su madre haya tenido algo que ver con su educación. La sociedad barrayaresa tiende a ser tan, er, radicalmente patriarcal… Y la condesa Vorkosigan tiene fama de ser la más invisible de las esposas políticas.

—Sí, invisible —reconoció Miles alegremente—, como el aire. Si desapareciera uno apenas se daría cuenta. Hasta la próxima vez en que hubiera que respirar.

Reprimió un arrebato de añoranza de casa y un temor atroz… «si no regreso esta vez…».

Galeni sonrió, amablemente incrédulo.

—Es difícil imaginarse al gran almirante claudicando ante, ah, presiones matrimoniales.

Miles se encogió de hombros.

—Cede ante la lógica. Mi madre es una de las pocas personas que conozco que casi ha conquistado por completo la voluntad de ser estúpido —frunció el ceño, introspectivo—. Su padre es un hombre bastante inteligente, ¿no? Quiero decir, dadas sus premisas. Ha eludido a Seguridad, ha podido preparar al menos unos cuantos planes de acción temporalmente efectivos, tiene seguidores, es sin duda persistente…

—Sí, supongo que sí.

—Mm.

—¿Qué?

—Bueno… hay algo en todo este asunto que me molesta.

—¡Yo diría que mucho!

—No personalmente. Lógicamente. En abstracto. Como plan, hay algo que no encaja desde mi punto de vista. Claro que es un lío: hay que correr riesgos, siempre pasa cuando tienes que convertir un plan en acción. Pero por encima de todo están los problemas prácticos. Algo intrínsecamente retorcido.

—Es atrevido. Pero si tiene éxito, lo conseguirá todo. Si su clon toma el imperio, se plantará en el centro de la estructura de poder barrayaresa. Lo controlará todo. Poder absoluto.

—Chorradas —dijo Miles.

Galeni alzó las cejas.

—El hecho de que el sistema de comprobaciones y equilibrios de Barrayar no esté escrito no significa que no exista. Debe usted saber que el poder del Emperador no consiste más que en la cooperación de los militares, los condes, los ministros, el pueblo en general. A los emperadores que no cumplen su función al gusto de todos estos grupos les suceden cosas terribles. El desmembramiento del loco emperador Yuri no fue hace mucho tiempo. Mi padre estuvo presente en aquella sangrienta ejecución, cuando era niño. ¡Y la gente se pregunta todavía por qué nunca ha intentado tomar el Imperio para sí!

»Así he aquí que tenemos el cuadro de esa imitación mía, pretendiendo hacerse con el trono de un sangriento golpe, y eso seguido por una rápida transferencia de poder y privilegios a Komarr, digamos que incluso con la concesión de su independencia. ¿Resultados?

—Continúe —dijo Galeni, fascinado.

—Los militares se sentirán ofendidos, porque estaré tirando por la borda sus victorias tan duramente conseguidas. Los condes se ofenderán, porque me habré alzado por encima de ellos. Los ministros se ofenderán, porque la pérdida de Komarr como fuente de impuestos y nexo comercial reducirá su poder. El pueblo se ofenderá por todos estos motivos más el hecho de que a sus ojos soy un mutante físicamente sucio según la tradición de Barrayar. El infanticidio por defectos de nacimiento obvios sigue realizándose en secreto en el campo, a pesar de que hace cuatro décadas de su prohibición, ¿lo sabía? Si se le ocurre algo más desagradable que ser desmembrado vivo, bueno, ese pobre clon va de cabeza a ello. Ni siquiera estoy seguro de que yo pudiera asaltar el Imperio y sobrevivir, incluso sin las complicaciones komarresas. Y ese chico sólo tiene… ¿cuántos, diecisiete, dieciocho años? Es un plan estúpido. O…

—¿O?

—O es algún otro plan.

—Mm.

—Además —dijo Miles más despacio—, ¿por qué Ser Galen, que si no he interpretado mal odia a mi padre más que ama a nadie… por qué iba a tomarse todas estas molestias para poner sangre Vorkosigan en el trono imperial de Barrayar? Es una venganza de lo más oscuro. ¿Y cómo, si por algún milagro logra que el muchacho consiga el poder, se propone entonces controlarlo?

—¿Condicionamiento? —sugirió Galeni—. ¿La amenaza de descubrirlo?

—Mm, tal vez.

Llegados a esta situación, Miles guardó silencio. Pasado un buen rato, volvió a hablar.

—Creo que el auténtico plan es mucho más sencillo e inteligente. Pretende soltar al clon en medio de la pugna de poder sólo para crear el caos en Barrayar. Los resultados de esa pugna son irrelevantes. El clon no es más que un peón. Hay prevista una revuelta en Komarr para que coincida con el momento de máximo clamor en Barrayar, cuanto más sangrienta mejor. Debe de tener un aliado en el entramado preparado para intervenir con suficientes fuerzas militares y bloquear la salida del agujero de gusano de Barrayar. Dios, espero que no haya hecho un pacto diabólico con los cetagandanos.

—Intercambiar una ocupación barrayaresa por una cetagandana me parece un movimiento demasiado tonto… sin duda no está tan loco. ¿Pero qué le ocurrirá a su carísimo clon? —dijo Galeni, siguiendo los hilos.

Miles sonrió, maligno.

—A Ser Galen no le importa. Es sólo un medio para lograr un fin —abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir—. Excepto que… no paro de oír mentalmente la voz de mi madre. De ahí es de donde saqué ese perfecto acento betano, ¿sabe?, el que uso para el almirante Naismith. La oigo ahora mismo.

—¿Y qué es lo que dice? —las cejas de Galeni se alzaron, divertidas.

—«Miles —dice—, ¿qué has hecho con tu hermano pequeño?»

—¡Pero el clon no lo es! —rió Galeni.

—Al contrario, según la ley betana mi clon es exactamente eso.

—Una locura —Galeni se detuvo—. Su madre no esperaría que cuidara de esa criatura.

—Oh, sí, claro que lo haría —suspiró Miles, sombrío. Un nudo de silencioso pánico se convirtió en un bulto en su pecho. Complejo, demasiado complejo…

—¿Y ésa es la mujer que, según usted, está detrás del hombre que está detrás del Imperio barrayarés? No lo comprendo. El conde Vorkosigan es el más pragmático de los políticos. Mire todo el esquema de integración komarrés.

—Sí —dijo Miles cordialmente—. Mírelo.

Galeni le dirigió una mirada recelosa.

—Personas antes que principios, ¿eh? —dijo lentamente por fin.

—Ajá.

Galeni se sentó cansinamente en su camastro. Poco después, murmuró:

—Mi padre fue siempre un hombre de grandes… principios.

10

A cada minuto que pasaba las posibilidades de ser rescatados parecían más remotas. Pasado un tiempo, les entregaron otra comida con aspecto de desayuno, lo cual indicaba, si semejante reloj era digno de confianza, que para Miles era el tercer día de encierro. Al parecer el clon no había cometido ningún error inmediato y obvio que revelara su verdadera naturaleza a Ivan o Elli. Y si era capaz de engañar a Ivan y Elli, podría engañar a cualquiera. Miles se estremeció.

Inhaló profundamente, se levantó del camastro y se puso a realizar una serie de ejercicios con intención de expulsar de su cerebro los residuos de la droga. Galeni, hundido esa mañana en una desagradable mezcla de resaca, depresión y furia impotente, se quedó acostado y lo observó sin hacer ningún comentario.

Resoplando, sudoroso y mareado, Miles recorrió la celda para refrescarse. El lugar empezaba a apestar, y eso lo empeoraba. Sin demasiadas esperanzas, entró en el cuarto de baño y trató de atascar el desagüe. Como sospechaba, el mismo sistema sensor que conectaba el agua al pasar la mano la desconectaba antes de que hubiera una inundación. El inodoro funcionaba de la misma forma. Y aunque por algún milagro consiguiera que sus captores abrieran la puerta, Galeni había demostrado las pocas posibilidades que tenían de luchar contra sus aturdidores.

No. Su único punto de contacto con el enemigo se hallaba en el caudal de información que esperaban sacarle. Después de todo, era la única razón por la que seguía con vida. Tal como estaban las cosas, era algo potencialmente muy poderoso. Sabotaje informativo. Si el clon no iba a cometer errores por su cuenta, quizá necesitara un pequeño empujoncito. ¿Pero cómo lo conseguiría Miles, atiborrado de pentarrápida? Podría plantarse en el centro de la celda y hacer confidencias falsas al plafón de la luz, como si hablara con el capitán Galeni, pero no esperaba que se las tomaran en serio.

Estaba sentado en el camastro mirándose los pies helados (se había quitado los calcetines húmedos para ponerlos a secar) cuando se abrió la puerta. Dos guardias con aturdidores. Uno apuntó a Galeni, que lo miró sin moverse. El dedo del guardia permanecía tenso sobre el gatillo; ninguna vacilación por su parte. Hoy no necesitaban a Galeni consciente. El otro hizo un gesto a Miles. Si el capitán iba a ser aturdido instantáneamente, no tenía mucho sentido que Miles atacara unilateralmente a los guardias; suspiró, obedeció y salió al pasillo.

Miles resopló, sorprendido. El clon le esperaba, mirándolo con ojos devoradores.

El álter Miles iba vestido con su uniforme de almirante dendarii. Le sentaba perfectamente, hasta las botas de combate.

Sin perder ni un segundo, el clon ordenó a los guardias que escoltaran a Miles hasta el estudio. Esta vez lo ataron firmemente a una silla en el centro de la habitación. Interesante, Galen no estaba allí.

—Esperad fuera —dijo el clon a los guardias.

Éstos se miraron, se encogieron de hombros y obedecieron llevándose un par de sillas acolchadas para estar cómodos.

El silencio que se hizo al cerrarse la puerta fue profundo. El duplicado caminó lentamente alrededor de Miles a la distancia segura de un metro, como si Miles fuera una serpiente que pudiera golpear de pronto. Se retiró para encararse a él desde un metro y medio de distancia, apoyado en la comuconsola, agitando un pie. Miles reconoció la postura como propia. Nunca volvería a utilizarla sin ser dolorosamente consciente de ello: un pequeño trocito de sí mismo que el clon le había robado. Uno de muchos trocitos diminutos. Se sintió súbitamente perforado, desgastado, harapiento. Y temeroso.

—¿Cómo, ah…? —empezó a decir Miles, y tuvo que detenerse para aclararse la garganta reseca—. ¿Cómo conseguiste escapar de la embajada?

—Acabo de pasar la mañana atendiendo los deberes del almirante Naismith —le dijo el clon. A regañadientes, Miles hizo un gesto con la cabeza—. Tu guardaespaldas creyó que me entregaba a la seguridad de la embajada barrayaresa. Los barrayareses creerán que mi guardia komarrés es un dendarii. Y yo gano un poco de tiempo sin tener que dar explicaciones. Bonito, ¿no?

—Arriesgado —observó Miles—. ¿Qué esperas conseguir que merezca la pena? La pentarrápida no funciona demasiado bien conmigo, ya sabes.

De hecho, Miles advirtió que el hipospray no estaba a la vista. Desaparecido, como Ser Galen. Curioso.

—No importa —el clon hizo un brusco gesto de desdén, otro trocito arrancado de Miles, twang—. No me importa si dices la verdad o mientes. Sólo quería oírte hablar. Verte, sólo una vez. Tú, tú, tú… —la voz del clon se redujo a un susurro, twang—, cómo he llegado a odiarte.

Miles se aclaró de nuevo la garganta.

—Quisiera señalar que, de hecho, nos conocimos por primera vez hace tres noches. Lo que te hayan hecho, no lo he hecho yo.

—Tú —dijo el clon—, me jodiste sólo con existir. Me duele que respires —se cruzó las manos sobre el pecho—. Sin embargo, eso se curará muy pronto. Pero Galen me prometió una entrevista primero. —Se levantó de la mesa y empezó a caminar; Miles se agitó—. Me lo prometió.

—¿Y dónde está Ser Galen esta mañana, por cierto?

—Fuera —el clon le dirigió una sonrisa agria—. Durante un ratito.

Miles alzó las cejas.

—¿Esta conversación no está autorizada?

—Me lo prometió. Pero luego se echó atrás. No quiso decir por qué.

—Ah… mm. ¿Desde ayer?

—Sí —el clon dejó de caminar para mirar a Miles con los ojos entornados—. ¿Por qué?

—Creo que tal vez por algo que yo haya dicho. Pensando en voz alta. Me temo que descubrí demasiadas cosas sobre su plan. Algo que ni siquiera tú puedes saber. Tenía miedo de que lo escupiera bajo los efectos de la pentarrápida. Eso me venía bien. Cuanto menos consiguieras sacar de mí, más probable era que cometieras un error.

Miles esperó, sin apenas respirar, para ver cómo mordía el anzuelo. Un eco de la jubilosa hiperconsciencia del combate resonó en sus nervios.

—Picaré —accedió el clon. Sus ojos brillaron, sardónicos—. Escúpelo, entonces.

Cuando tenía diecisiete años, la edad de este clon, había inventado a los mercenarios dendarii, recordó Miles. Quizá fuese mejor no subestimarlo. ¿Cómo sería ser un clon? ¿Hasta qué punto bajo la piel terminaba su similitud?

—Eres un sacrificio —dijo Miles bruscamente—. No pretende que llegues vivo al Imperio de Barrayar.

—¿Crees que no lo he pensado? —se burló el clon—. Sé que no me cree capaz de conseguirlo. Nadie me considera capaz…

Miles contuvo la respiración, como si le hubieran dado un golpe. Este twang caló hasta el hueso.

—Pero les daré una lección —los ojos del clon chispearon—. Ser Galen se llevará una gran sorpresa cuando vea lo que pasa cuando yo llegue al poder.

—Y tú también —predijo Miles morosamente.

—¿Crees que soy estúpido? —preguntó el clon.

Miles sacudió la cabeza.

—Me temo que sé exactamente lo estúpido que eres.

El clon sonrió, tenso.

—Galen y sus amigos pasaron un mes recorriendo Londres, persiguiéndote, intentando hacer el cambio. Fui yo quien les dijo que tenías que secuestrarte a ti mismo. Te he estudiado más tiempo, más intensamente que todos ellos. Sabía que no podrías resistirlo. Te supero.

Demostrablemente cierto, ay, al menos en ese momento. Miles combatió una oleada de desesperación. El chico era bueno, demasiado bueno… lo tenía todo, hasta la tensión que irradiaba a gritos de cada músculo de su cuerpo. Twang. ¿O era inducido? ¿Producían tensiones distintas los mismos gestos? ¿Cómo sería, tras aquellos ojos…?

Miles observó el uniforme dendarii. Su propia insignia le hizo un guiño malévolo mientras el clon caminaba.

—¿Pero superas al almirante Naismith?

El clon sonrió, orgulloso.

—He sacado a tus soldados de la cárcel esta mañana. Algo que tú no habías logrado hacer, evidentemente.

—¿Danio? —croó Miles, fascinado. «No, no, di que no es así…»

—Ha vuelto al servicio —asintió incisivamente el clon.

Miles reprimió un gemido.

El clon se detuvo, miró a Miles con intensidad, perdida parte de su determinación.

—Hablando del almirante Naismith… ¿te acuestas con esa mujer?

«¿Qué clase de vida había llevado aquel chico? —se preguntó de nuevo Miles—. Secreta, siempre vigilado, constantemente educado a la fuerza, contacto permitido sólo con unas cuantas personas seleccionadas… casi enclaustrado. ¿Habían pensado los komarreses en incluir eso en su entrenamiento, o era un muchacho virgen de diecisiete años? En ese caso, debía de estar obsesionado por el sexo…»

—Quinn —dijo Miles— es seis años mayor que yo. Enormemente experimentada. Y exigente. Acostumbrada a un alto grado de exquisitez en los compañeros que elige. ¿Estás iniciado en las prácticas de los cultos amorosos Deeva Tau tal como se practican en la Estación Kline? —era una apuesta segura, pensó Miles, ya que se lo acababa de inventar—. ¿Estás familiarizado con los Siete Caminos Secretos del Placer Femenino? Después de haber llegado al clímax cuatro o cinco veces, ella suele dejarte tranquilo…

El clon dio una vuelta a su alrededor, con aspecto claramente inquieto.

—Estás mintiendo. Creo.

—Tal vez —Miles sonrió mostrándole los dientes, deseando que su improvisada fantasía fuera real—. Piensa a qué te arriesgarías para averiguarlo.

El clon lo miró con mala cara. Él le devolvió la mirada.

—¿Se parten tus huesos como los míos? —preguntó Miles de pronto. Horrible idea. Supongamos que, por cada golpe que hubiera sufrido, le hubieran roto los huesos a ese muchacho. Supongamos que por cada error de cálculo de Miles, el clon lo hubiera pagado con creces… razones de sobra para odiar…

—No.

Miles ocultó su suspiro de alivio. Así que las lecturas de los sensores médicos no encajarían exactamente.

—Debe ser un plan a corto plazo, ¿no?

—Tengo que estar en la cima dentro de seis meses.

—Eso había entendido. ¿Y qué flota espacial sembrará el caos en Barrayar, tras su salida del agujero de gusano, cuando Komarr vuelva a levantarse? —Miles habló con ligereza, tratando de parecer sólo casualmente interesado en este fragmento vital de información.

—Íbamos a llamar a los cetagandanos. Eso se ha anulado.

Sus peores temores…

—¿Anulado? Me encanta, ¿pero por qué, en un plan singularmente insensato, habéis recobrado el sentido en esa parte?

—Encontramos algo mejor, más a la mano. —El clon sonrió extrañamente—. Una fuerza militar independiente, altamente experimentada en el bloqueo espacial, sin ningún desafortunado lazo con otros vecinos planetarios que pudieran sentirse tentados de añadir sus fuerzas a la acción. Y parece que personal y ferozmente leales a mi más pequeño capricho. Los mercenarios dendarii.

Miles trató de abalanzarse hacia la garganta del clon. Éste retrocedió. Como estaba firmemente atado, Miles cayó hacia delante con silla y todo, aplastándose dolorosamente la cara contra la alfombra.

—¡No, no, no! —farfulló, pataleando, tratando de soltarse—. ¡Imbécil! ¡Sería una masacre…!

Los dos guardias komarreses entraron corriendo por la puerta.

—¿Qué, qué ha pasado?

—Nada. —El clon, pálido, se asomó desde detrás de la comuconsola donde se había refugiado—. Se cayó. Ponedlo derecho, ¿queréis?

—Se cayó o fue empujado —murmuró uno de los komarreses mientras enderezaban la silla entre los dos. Miles la acompañó a la fuerza. El guardia se quedó mirando su cara con interés. Una cálida humedad, que se enfriaba rápidamente, manaba haciéndole cosquillas en el labio superior y el bigote de tres días. ¿Hemorragia nasal? Miró, bizco, y la lamió. Tranquilo. Tranquilo. El clon nunca llegaría tan lejos con los dendarii. Sin embargo, su futuro fracaso sería de poco consuelo para un Miles muerto.

—¿Necesitas, ah, alguna ayuda? —preguntó al clon el mayor de los dos komarreses—. Hay una especie de técnica de la tortura, ya sabes. Para conseguir el máximo dolor con el mínimo daño. Yo tenía un tío que me contó lo que solían hacer los matones de Seguridad de Barrayar… siempre que la pentarrápida fuera inútil.

—No necesita ayuda —replicó Miles, en el mismo momento en que el clon empezaba a decir:

—No necesito ayuda.

Entonces los dos se detuvieron y se miraron mutuamente. Miles recuperó cierta seguridad junto con su respiración, el clon estaba ligeramente sorprendido.

De no ser por la clara marca de la maldita barba de días, aquél sería el momento ideal para empezar a gritar que Vorkosigan lo había asaltado y se había cambiado de ropa con él, que era el clon ¿o acaso no podían notar la diferencia y desatarlo, cretinos? Una oportunidad perdida, lástima.

El clon se enderezó, tratando de recuperar algo de dignidad.

—Dejadnos, por favor. Cuando os necesite, os llamaré.

—O tal vez lo haga yo —observó alegremente Miles.

El clon se lo quedó mirando. Los dos komarreses salieron sin dejar de mirar atrás, dubitativos.

—Es una idea estúpida —empezó a decir Miles inmediatamente después de que se quedaran solos—. Tienes que comprender que los dendarii son un grupo de elite, grande, pero según los baremos planetarios una fuerza pequeña. «Pequeña», ¿entiendes lo que es «pequeña»? Lo pequeño se utiliza para operaciones encubiertas, golpear y huir, sustraer información. No para enfrentamientos abiertos en un campo espacial determinado con todos los recursos y voluntad de un planeta desarrollado apoyando al enemigo. ¡No tienes ningún sentido de la economía de la guerra! Juro por Dios que no estás pensando más allá de los seis primeros meses. Aunque no es que lo necesites… morirás antes de que acabe el año, espero.

La sonrisa del clon fue fina como una cuchilla.

—Los dendarii, como yo mismo, están previstos como un sacrificio. Después de todo, los mercenarios muertos no tienen que cobrar. —Hizo una pausa y miró dubitativo a Miles—. ¿Hasta dónde piensas tú por adelantado?

—Últimamente, unos veinte años —admitió Miles, sombrío. Y mucho bien que le hacía. Mira al capitán Galeni. En su mente Miles lo veía ya como el mejor virrey que Komarr iba a tener… su muerte no significaría la pérdida de un oficial imperial menor de dudosos orígenes, sino la del primer eslabón de una cadena de millares de vidas que luchaban por un futuro menos atormentado. Un futuro en el que el teniente Miles Vorkosigan se habría convertido en el conde Miles Vorkosigan y necesitaría amigos de pro en puestos de poder. Si lograba que Galeni saliera de todo aquel lío con vida, y cuerdo…

—Admito —añadió Miles— que cuando tenía tu edad no miraba nunca más allá de un cuarto de hora.

El clon hizo una mueca.

—Hace un siglo, ¿no?

—Eso parece. Siempre he pensado que es mejor vivir rápido, si quiero hacerlo todo.

—Muy previsor por tu parte. A ver cuántas cosas consigues hacer en las próximas veinticuatro horas. Tengo orden de embarcar para entonces. Y llegados a ese punto te volverás… redundante.

Tan pronto… No quedaba tiempo para experimentos. No quedaba tiempo más que para acertar, una vez.

Miles tragó saliva.

—La muerte del primer ministro debe entrar en los planes, o la desestabilización del Gobierno barrayarés no se producirá, aunque el emperador Gregor sea asesinado. Así que dime —añadió cuidadosamente—, ¿qué destino habéis planeado Galen y tú para nuestro padre?

El clon echó la cabeza hacia atrás.

—Oh, no, eso sí que no. Tú no eres mi hermano, y el Carnicero de Komarr nunca ha sido un padre para mí.

—¿Qué hay de nuestra madre?

—No tengo ninguna. Salí de un replicador.

—Y yo también —observó Miles—, antes de que los médicos acabaran. Que yo sepa, para ella nunca significó ninguna diferencia. Siendo betana, está libre de los prejuicios contra los nacimientos tecnológicos. A ella no le importa cómo llegas, sino sólo lo que haces después de llegar. Me temo que tener una madre es un destino que no puedes evitar, desde el momento en que descubra tu existencia.

El clon espantó el fantasma de la condesa Vorkosigan.

—Un factor nulo. Ella no es nada en la política de Barrayar.

—¿Ah, sí? —murmuró Miles, luego controló su lengua. No había tiempo—. ¿Y sin embargo continúas, sabiendo que Ser Galen pretende traicionarte y matarte?

—Cuando sea emperador de Barrayar… nos encargaremos de Ser Galen.

—Si pretendes traicionarlo de todas formas, ¿por qué esperar?

El clon ladeó la cabeza.

—¿Eh?

—Hay otra alternativa para ti —Miles habló con voz calmada, persuasiva—. Déjame ir ahora. Y ven conmigo. De vuelta a Barrayar. Eres mi hermano… te guste o no. Es un hecho biológico y nunca desaparecerá. De todas formas, nadie elige a sus parientes, sean clones o no. Quiero decir, si tuvieras la oportunidad, ¿escogerías a Ivan Vorpatril por primo?

El clon soltó una risita, pero no interrumpió. Empezaba a parecer levemente fascinado.

—Pero lo es. Y es exactamente tan primo tuyo como mío. ¿Te has dado cuenta de que tienes un nombre? —le preguntó Miles de pronto—. Ésa es otra cosa que no eliges en Barrayar. Hijo segundo… eso es lo que tú eres, mi gemelo retrasado seis años. El hijo segundo recibe los segundos nombres de sus abuelos paternos y maternos, igual que al primer hijo le tocan los primeros. Eso te convierte en Mark Pierre. Lo siento por lo de Pierre. El abuelo siempre lo odió. En Barrayar eres lord Mark Pierre Vorkosigan, por derecho propio.

Habló cada vez más rápido, inspirado por los ojos sorprendidos del clon.

—¿Qué has soñado alguna vez ser? Mamá se encargará de que recibas toda la educación que quieras. Los betanos le dan mucha importancia a la educación. ¿Has soñado con escapar… qué tal ser el piloto estelar Mark Vorkosigan? ¿Comercio? ¿Agricultura? Tenemos un negocio vinícola en la familia, desde las uvas a la exportación… ¿te interesa la ciencia? Podrías ir a vivir con tu abuela Naismith a la Colonia Beta, estudiar en las mejores academias de investigación. También tienes unos tíos, ¿te das cuenta? Dos primos y un primo segundo. Si la atrasada Barrayar no te atrae, hay toda una vida nueva esperando en la Colonia Beta, para la cual Barrayar y todos sus problemas no son más que una arruga en el horizonte de sucesos. Tu origen clónico no será novedad suficiente para que merezca la pena mencionarlo allí. La vida que quieras. La galaxia al alcance de tus dedos. Elección… libertad… pide, y es tuyo.

Tuvo que detenerse para respirar. El clon estaba lívido.

—Mientes —siseó—. La Seguridad de Barrayar nunca me dejaría vivir.

No era, ay, un miedo irracional.

—Pero imagínate por un minuto que es, que pudiera ser real. Sería tuyo. Mi palabra como Vorkosigan. Mi protección como lord Vorkosigan contra todo el que se oponga, incluida Seguridad Imperial —Miles tragó saliva mientras hacía esta promesa—. Galen te ofrece la muerte en bandeja de plata. Yo puedo conseguirte vida. Puedo conseguirla por tu propio bien…

¿Era esto sabotaje informativo? Su idea era preparar la caída del clon, si podía… «¿Qué le has hecho a tu hermano pequeño?»

El clon echó atrás la cabeza y se echó a reír, un brusco ladrido histérico.

—¡Dios mío, mírate! Prisionero, atado a una silla, a horas escasas de la muerte… —hizo ante Miles una amplia, irónica reverencia—. Oh, noble señor, me siento abrumado por tu generosidad. Pero no creo que tu protección valga un pimiento ahora mismo.

Avanzó hacia Miles, situándose más cerca de lo que se había aventurado hasta entonces.

—Megalómano engreído. Ni siquiera eres capaz de protegerte a ti mismo —impulsivamente, abofeteó a Miles sobre las magulladuras del día anterior—, ¿puedes?

Dio un paso atrás, sorprendido por la fuerza de su propio experimento, e inconscientemente se llevó la mano a la boca. Los labios sangrantes de Miles revelaron una sonrisa, y el clon bajó rápidamente la mano dolorida.

«Bien. Nunca habías golpeado de verdad a un hombre. Ni matado tampoco, seguro. Oh, pequeño virgen, sí que te espera una desfloración sangrienta.»

—¿Eres capaz? —insistió el clon.

«¡Bah! Toma mi verdad por mentiras, cuando pretendía que tomara mis mentiras por verdad… vaya saboteador estoy hecho. ¿Por qué me siento obligado a decirle la verdad?

»Porque es mi hermano y le hemos fallado. No fuimos capaces de descubrirlo antes, no fuimos capaces de preparar un rescate…»

—¿Soñaste alguna vez con ser rescatado? —preguntó Miles de pronto—. ¿Después de descubrir quién eras… o incluso antes? ¿Qué tipo de infancia tuviste, por cierto? Se piensa que los huérfanos sueñan con padres principescos, cabalgando al rescate… en tu caso, podría haber sido cierto.

El clon hizo una mueca de amargo desdén.

—Difícilmente. Siempre conocí la situación. Supe lo que era desde el principio. Verás, los clones de Jackson's Whole son entregados a padres adoptivos pagados para que los críen hasta la madurez. Los clones criados en depósitos tienden a tener desagradables problemas de salud: son propensos a infecciones, a un mal funcionamiento cardiovascular… la gente que paga para que le trasplanten el cerebro espera despertar en un cuerpo sano.

»Tuve una especie de hermano adoptivo una vez… un poco mayor que yo —el clon hizo una pausa, inspiró profundamente—. Se crió conmigo. Pero no se educó a mi lado. Le enseñé a leer, un poco… Poco antes de que los komarreses vinieran por mí, la gente del laboratorio se lo llevó.

»Por pura casualidad, lo vi después. Me habían enviado a recoger un encargo en el espaciopuerto, aunque se suponía que no iría a la ciudad. Lo vi al otro lado de la pista, entrando en el vestíbulo de pasajeros de primera clase. Corrí hacia él. Sólo que ya no era él. Era un horrible viejo rico sentado en su cabeza. Su guardaespaldas me empujó…

El clon se volvió y miró a Miles con odio.

—Oh, conocía la situación. Pero una vez, una vez, sólo esta vez, un clon de Jackson's Whole le va a dar la vuelta. En vez de que tú canibalices mi vida, yo tendré la tuya.

—¿Entonces dónde estará tu vida? —preguntó Miles, a la desesperada—. Enterrado en una imitación de Miles, ¿dónde estará entonces Mark? ¿Estás seguro de que en mi tumba estaré sólo yo?

El clon dio un respingo.

—Cuando sea emperador de Barrayar —dijo entre dientes—, nadie podrá alcanzarme. El poder es seguridad.

—Déjame que te diga una cosa. No hay ninguna seguridad. Sólo estados diversos de riesgo. Y fracaso.

¿Y por qué dejaba que su antigua soledad de hijo único lo traicionara, a estas alturas? ¿Había algo tras aquellos familiares ojos grises que le miraban con tanta fiereza? ¿Qué trampa lo atraparía? Comienzos, el clon comprendía claramente los comienzos. Era en los finales donde carecía de experiencia…

—Siempre supe —dijo Miles en voz baja; el clon se acercó— por qué mis padres nunca tuvieron otro hijo. Aparte del daño a los tejidos producido por el gas soltoxin. Pero podrían haber tenido otro hijo, con la tecnología entonces disponible en la Colonia Beta. Mi padre siempre puso la excusa de que no se atrevía a dejar Barrayar, pero mi madre podría haber tomado su muestra genética y marchado sola.

»El motivo era yo. Estas deformidades. Si hubiera existido un hijo completo, habría habido una horrible presión social para que me desheredaran y lo pusieran en mi lugar como heredero. ¿Crees que exagero el horror que sienten en Barrayar por las mutaciones? Mi propio abuelo trató de zanjar el asunto eliminándome en la cuna, cuando era niño, después de haber perdido la discusión sobre el aborto. El sargento Bothari… tuve un guardaespaldas desde que nací, que medía unos dos metros, no se atrevió a apuntar con su arma al gran general. Así que el sargento lo agarró y lo alzó sobre su cabeza, pidiéndole disculpas… estaban en el balcón de un segundo piso, hasta que el general Piotr pidió, con la misma educación, que lo soltara. Después de eso, llegaron a un acuerdo. Mi abuelo me contó esta historia, mucho más tarde; el sargento no hablaba mucho.

»Más tarde, mi abuelo me enseñó a cabalgar. Y me dio esa daga que llevas prendida en la camisa. Y me legó la mitad de sus tierras, la mayoría de las cuales aún brillan en la oscuridad por culpa de las armas nucleares cetagandanas. Y se colocó detrás de mí en un centenar de situaciones sociales tormentosas, peculiarmente barrayaresas, y no me dejó escapar, hasta que me vi forzado a aprender a manejarme en ellas o morir. Lo consideraba la muerte.

»Mis padres, por otro lado, fueron tan amables y cuidadosos… su absoluta falta de sugerencias hablaba más fuerte que los gritos. Me sobreprotegían incluso cuando me dejaban que arriesgara los huesos en cada deporte, en la carrera militar… porque me dejaron superar a mis hermanos antes de que nacieran. No fuera a ser que pensara, por un momento, que no era lo bastante bueno para complacerlos…

Miles guardó bruscamente silencio. Luego, añadió:

—Tal vez eres afortunado por no tener una familia. Después de todo, sólo te vuelven loco.

«¿Y cómo voy a rescatar a este hermano que nunca he tenido? Por no mencionar sobrevivir, escapar, desbaratar el plan komarrés, rescatar al capitán Galeni de su padre, salvar al Emperador y a mi padre de ser asesinados e impedir que los mercenarios dendarii sean metidos en una máquina de picar carne…

»No. Si puedo salvar a mi hermano, todo lo demás vendrá detrás. Eso es. Aquí, ahora, es el lugar donde empujar, donde luchar, antes de que se desenfunde la primera arma. Rompe el primer eslabón y toda la cadena se suelta.»

—Sé exactamente lo que soy —dijo el clon—. No me tomes por tonto.

—Eres lo que haces. Elige otra vez y cambia.

El clon vaciló, mirando directamente a Miles a los ojos casi por primera vez.

—¿Qué garantía ibas a darme en la que yo pudiera confiar?

—¿Mi palabra como Vorkosigan?

—¡Bah!

Miles consideró seriamente aquel problema desde el punto de vista del clon… de Mark.

—Toda tu vida hasta ahora ha estado centrada en la traición, a un nivel u otro. Como no has tenido ninguna experiencia con la confianza, naturalmente, no puedes juzgar con ella. Supongamos que tú me dices en qué garantía estarías dispuesto a creer.

El clon abrió la boca, la cerró, y permaneció en silencio, ruborizándose levemente.

Miles casi sonrió.

—Ves el pequeño dilema, ¿eh? —dijo suavemente—. ¿El fallo lógico? El hombre que asume que todo es mentira está al menos tan equivocado como el que asume que todo es verdad. Si no te complace ninguna garantía, tal vez el fallo no esté en la garantía, sino en ti. Y tú eres el único que puede hacer algo al respecto.

—¿Qué puedo hacer? —murmuró el clon.

Por un instante, la angustia aleteó en sus ojos.

—Inténtalo —jadeó Miles.

El clon permaneció inmóvil. Miles tembló. Estaba tan cerca, tan cerca… casi lo tenía.

La puerta se abrió de golpe. Galen, hecho una furia, entró flanqueado por los sorprendidos guardias komarreses.

—¡Maldición, el momento…! —susurró el clon. Se enderezó, culpable, elevando la barbilla.

«¡Maldito momento!», gritó Miles mentalmente. De haber tenido unos minutos más…

—¿Qué demonios te crees que estás haciendo? —exigió saber Galen, la voz pastosa por la furia, como un trineo sobre grava.

—Mejorando mis posibilidades de sobrevivir más allá de los cinco primeros minutos después de que ponga los pies en Barrayar, confío —dijo el clon fríamente—. Necesitas que sobreviva un poco, incluso para servir a tus propósitos, ¿no?

—¡Te dije que era demasiado peligroso! —Galen estaba casi gritando, pero sólo casi—. Tengo la experiencia de toda una vida combatiendo a los Vorkosigan. Son los propagandistas más insidiosos que puedas imaginar, capaces de recubrir su egoísta codicia con pseudopatriotismo. Y éste está sacado del mismo molde. Sus mentiras te engañarán, te atraparán… es un bastardo sutil y nunca aparta los ojos del objetivo principal.

—Pero su elección de mentiras ha sido muy interesante. —El clon se movió como un caballo nervioso, pateando la alfombra, medio desafiante, medio conciliador—. Me has hecho estudiar cómo se mueve, cómo habla, cómo escribe. Pero nunca he tenido realmente claro cómo piensa.

—¿Y ahora? —rezongó Galen peligrosamente.

El clon se encogió de hombros.

—Está chiflado. Me parece que se cree de verdad su propia propaganda.

—La pregunta es, ¿te la crees tú?

«¿Te la crees, te la crees?», pensó Miles frenético.

—Por supuesto que no —el clon hizo una mueca, alzó la barbilla, twang.

Galen volvió la cabeza hacia Miles y dirigió una mirada a los guardias.

—Cogedlo y encerradlo.

Los siguió con cautela mientras desataban a Miles y lo llevaban fuera. Miles vio que su clon, detrás de Galen, miraba al suelo, todavía rozando con el pie la alfombra.

—¡Te llamas Mark! —le gritó mientras la puerta se cerraba—. ¡Mark!

Galen apretó los dientes y descargó sobre Miles un sincero, devastador y anticientífico puñetazo. Miles, sujeto por los guardias, no logró esquivarlo, pero sí apartarse lo suficiente para que el puño de Galen no le destrozara la mandíbula. Por fortuna, Galen retiró la mano, recuperando una fina corteza de control, y no volvió a golpearlo.

—¿Era para mí, o para él? —inquirió Miles con dulzura a través de una creciente burbuja de dolor.

—Encerradlo —gruñó Galen a los guardias—, y no lo dejéis salir hasta que yo, personalmente, os lo ordene.

Se dio la vuelta y regresó a su estudio.

«Dos a dos —pensó Miles mientras los guardias lo llevaban por el tubo elevador hasta el siguiente nivel—. O al menos dos a uno y medio. Las probabilidades nunca serán mejores, y el margen de tiempo sólo va a empeorar.»

Cuando la puerta de la celda se abrió, Miles vio a Galeni dormido en su camastro: el único desesperado plan de un hombre para eludir el dolor. Se había pasado casi toda la noche recorriendo en silencio la celda, inquieto hasta el frenesí… el sueño que se le había escapado había sido capturado ahora. Maravilloso. Ahora, justo cuando Miles lo necesitaba de pie y a punto de saltar como un resorte.

«Inténtalo de todas formas.»

—¡Galeni! —aulló Miles—. ¡Ahora, Galeni! ¡Vamos!

Simultáneamente, se abalanzó contra el guardia más cercano y aplicó una tenaza capaz de paralizar los nervios sobre la mano que sujetaba el aturdidor. La articulación de uno de los dedos de Miles chasqueó, pero hizo caer el aturdidor y lo alejó de una patada hacia Galeni, que saltaba desconcertado de su camastro como un cerdo de la charca. A pesar de estar semiconsciente, actuó de manera rápida y precisa; se abalanzó hacia el aturdidor, lo cogió y, rodando por el suelo, se apartó de la línea de fuego de la puerta.

Un guardia pasó un brazo por el cuello de Miles, lo levantó del suelo y le dio la vuelta para encararlo al otro. El pequeño rectángulo gris de la boca del arma del segundo guardia estaba tan cerca que Miles casi tuvo que ponerse bizco para enfocarlo. Cuando el dedo del komarrés se tensó sobre el gatillo, el zumbido del aturdidor se fragmentó y la cabeza de Miles pareció explotar en una cascada de dolor y luces de colores.

11

Despertó en una cama de hospital, un entorno desagradable pero familiar. En la distancia, a través de la ventana, las torres de Vorbarr Sultana, la capital de Barrayar, brillaban extrañamente verdes en la oscuridad. MilImp, entonces, el Hospital Militar Imperial. La habitación no estaba decorada con el mismo estilo severo que había conocido de niño, cuando entraba y salía tan a menudo de laboratorios clínicos y operaciones para luego someterse a dolorosas terapias que consideraba MilImp su casa fuera de casa.

Entró un doctor. Tenía aproximadamente sesenta años: pelo gris corto, rostro pálido y arrugado, el cuerpo abotargado por la edad. DR. GALEN decía su placa. Los hiposprays resonaban en sus bolsillos. Copulando y reproduciéndose, tal vez. Miles siempre se había preguntado de dónde venían los hiposprays.

—Ah, está usted despierto —dijo el doctor alegremente—. No intentará escapar de nosotros otra vez, ¿no?

—¿Escapar? —estaba atado con tubos y cables sensores, sondas y correas de control. No parecía que fuera a ir a ninguna parte.

—Catatonia. La tierra del nunca jamás. Gagá. En resumen, loco. Supongo que es la única manera de escapar, ¿no? La sangre lo dirá.

A Miles le pareció oír el susurro de los glóbulos rojos en sus oídos, confiándose miles de secretos militares unos a otros, sacudiéndose ebrios en una danza campestre con moléculas de pentarrápida que agitaban sus grupos hidróxilos como enaguas. Parpadeó para espantar la imagen.

Galen rebuscó en el bolsillo; entonces su rostro cambió.

—¡Oh! —sacó la mano, sacudió un hipospray y se chupó el pulgar ensangrentado—. ¡El pequeño hijo de puta me ha mordido!

Miró hacia abajo, donde el joven hipospray se tambaleaba inseguro sobre sus patitas de metal, y lo aplastó con el pie. Murió con un chirrido diminuto.

—Este tipo de fallo mental no es inusitado en un criocadáver redivivo, por supuesto. Lo superará usted —le aseguró Galen.

—¿Estuve muerto?

—Muerto en el acto, en la Tierra. Se pasó un año en suspensión criogénica.

Extrañamente, Miles recordaba esa parte. Tendido en un ataúd de vidrio como una princesa de cuento de hadas bajo un cruel hechizo, mientras unas siluetas se asomaban silenciosas y espectrales a los paneles de escarcha.

—¿Y usted me revivió?

—Oh, no. Salió mal. El peor caso de quemaduras por congelamiento que se haya visto.

—Oh. —Miles hizo una pausa, aturdido, y añadió con tenue vocecita—: ¿Sigo muerto entonces? ¿Podré tener caballos en mi funeral, como el abuelo?

—No, no, no, por supuesto que no —el doctor Galen rió como una gallina clueca—. Usted no se puede morir, sus padres nunca lo permitirían. Trasplantamos su cerebro a un cuerpo de repuesto. Afortunadamente, había uno disponible. De segunda mano, pero apenas usado. Enhorabuena, es usted virgen otra vez. ¿No fue previsor por mi parte tener a su clon ya preparado?

—¿Mi cl… mi hermano? ¿Mark?

Miles se enderezó, desparramando tubos a su alrededor. Temblando, agarró la bandeja de su mesa y miró en el espejo de su pulida superficie de metal. Una línea irregular de grandes puntadas rojas le recorría la frente. Se miró las manos, las volvió horrorizado.

Miró a Galen.

—Si yo estoy aquí dentro, ¿qué ha hecho con Mark? ¿Dónde ha puesto el cerebro que estaba en esta cabeza?

Galen señaló.

En la mesa situada junto a la cama de Miles había un gran frasco de cristal. Dentro, un cerebro entero, como un champiñón sobre su tallo, flotaba esponjoso, muerto y malévolo. El líquido que lo envolvía era denso y verdoso.

—¡No, no, no! —chilló Miles—. ¡No, no, no!

Se levantó de la cama y agarró el frasco. El líquido se desparramó, frío, sobre sus manos. Corrió hacia el pasillo, descalzo, la bata ondeando abierta detrás. Allí tenía que haber cuerpos de repuesto: aquello era MilImp. De repente, recordó dónde había dejado uno.

Atravesó otra puerta y se encontró en la lanzadera de combate sobre Dagoola IV. La compuerta de la lanzadera estaba abierta, atascada; nubes negras salpicadas de denditras amarillas de luz se agitaban más allá. La lanzadera osciló, y hombres y mujeres sucios y heridos con chamuscados uniformes de combate dendarii entraron gritando y maldiciendo. Miles se deslizó hasta la compuerta abierta, aún sujetando el frasco, y salió.

Parte del tiempo flotó, parte cayó. Una mujer que gritaba pasó ante él, estirando los brazos para que la ayudara, pero Miles no podía soltar el frasco. Su cuerpo reventó al impactar contra el suelo.

Miles aterrizó de pie, sobre piernas de goma, y casi soltó el frasco. El lodo era denso y negro y tiraba de sus rodillas.

El cuerpo del teniente Murka, y su cabeza, yacían justo donde los había dejado en el campo de batalla. Con manos frías y temblorosas, Miles sacó el cerebro del frasco y trató de introducirlo por la herida ya cauterizada del disparo de plasma en el cuello. Testarudo, el cerebro se negó a cooperar.

—Ya no tiene cara de todas formas —criticó la cabeza del teniente Murka desde donde yacía, a varios metros de distancia—. Será feo como el pecado, caminando con mi cuerpo con esa cosa asomando.

—Cállate, no tienes derecho a voto, estás muerto —le replicó Miles. El resbaladizo cerebro se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo. Lo recogió y trató de limpiarle la suciedad con la manga de su uniforme de almirante dendarii, pero el áspero tejido rayó la retorcida superficie del cerebro de Mark, dañándolo. Miles colocó disimuladamente el tejido en su lugar, esperando que nadie lo advirtiera, y siguió intentando meter el cerebro por el cuello.

Miles abrió los ojos y se quedó mirando. Contuvo la respiración. Temblaba, húmedo de sudor. El plafón de la luz ardía firmemente en el hosco techo de la celda, el camastro era duro y frío.

—Dios. Gracias a Dios —jadeó.

Galeni se acercó, preocupado, apoyando un brazo contra la pared.

—¿Está bien?

Miles tragó saliva, respiró profundamente.

—Uno sabe que se trata de un mal sueño cuando despertar aquí es una mejora.

Con una mano acarició la fría, reconfortante solidez del camastro. La otra no encontró ninguna puntada en su frente, aunque sentía la cabeza como si algún aficionado hubiera estado practicando la cirugía con ella. Parpadeó, cerró los ojos, los volvió a abrir, y con esfuerzo se apoyó en el codo derecho. Tenía la mano izquierda hinchada y pulsante.

—¿Qué sucedió?

—Fue un empate. Uno de los guardias y yo nos aturdimos mutuamente. Por desgracia, eso siguió dejando a un guardia en pie. Me desperté hará cosa de una hora. Fue a máxima potencia. No sé cuánto tiempo hemos perdido.

—Demasiado. Pero fue un buen intento. Maldición —se detuvo justo antes de golpear con su mano mala el borde del camastro—. Estuve tan cerca. Casi lo tenía.

—¿Al guardia? Parecía que él lo tenía a usted.

—No, a mi clon. Mi hermano. Sea lo que fuere —destellos del sueño acudieron a él, y se estremeció—. Un tipo nervioso. Creo que tiene miedo de acabar en un frasco.

—¿Eh?

—¡Uf! —Miles intentó sentarse. El aturdidor le había dejado una sensación nauseabunda. Tenía espasmos en brazos y piernas. Galeni, que no se encontraba en mejor forma, regresó a su propio camastro y se sentó.

Poco después la puerta se abrió. «La cena», pensó Miles.

El guardia los apuntó con su aturdidor.

—Vosotros dos. Fuera.

El segundo guardia lo cubría desde atrás, a varios metros de distancia, con otro aturdidor preparado. A Miles no le gustó la expresión de sus rostros, uno solemne y pálido, el otro sonriendo nervioso.

—Capitán Galeni —sugirió Miles con voz algo más aguda de lo que pretendía—. Creo que ahora sería un buen momento para que hablara con su padre.

Diversas expresiones cruzaron por el rostro de Galeni: furia, tozudez, reflexión, duda.

—Por ahí —el guardia les indicó el tubo elevador.

Bajaron hacia el nivel del garaje.

—Usted puede hacerlo, yo no —murmuró Miles en un canturreo sotto voce.

Galeni siseó entre dientes: frustración, conformidad, resolución. Cuando entraron en el aparcamiento, se volvió bruscamente hacia el guardia más cercano y rezongó:

—Quiero hablar con mi padre.

—No puede.

—Creo que será mejor que me deje —la voz de Galeni era peligrosa, cargada, por fin, de miedo.

—No es cosa mía. Nos dio órdenes y se marchó. No está aquí.

—Llámelo.

—No me dijo dónde estaría —la voz del guardia era tensa e irritada—. Y si lo supiera, no lo llamaría de todas formas. Póngase ahí, junto a ese volador.

—¿Cómo vais a hacerlo? —preguntó Miles de pronto—. Siento auténtica curiosidad. Consideradlo mi última voluntad.

Se acercó al volador, buscando con la mirada un escondite, cualquier escondite. Si conseguía agacharse o pasar al otro lado del vehículo antes de que dispararan…

—Os aturdiremos, volaremos hasta la costa sur, os dejaremos caer al agua —recitó el guardia—. Si aparecéis flotando en la costa, la autopsia sólo revelará que os habéis ahogado.

—No es exactamente un crimen sangriento —observó Miles—. Más fácil para vosotros de esa forma, espero.

Si Miles los juzgaba bien, aquellos hombres no eran asesinos profesionales. De todas maneras, siempre había una primera vez para todo. Esa columna de allí no era lo bastante ancha para detener una descarga aturdidora. Las herramientas de la pared opuesta ofrecían algunas posibilidades… sufría furiosos calambres en las piernas…

—Y así el Carnicero de Komarr recibe por fin su merecido —comentó el guardia solemne, con desapego—. Indirectamente.

Alzó el aturdidor.

—¡Esperad! —chilló Miles.

—¿A qué?

Miles todavía buscaba una respuesta cuando las puertas del garaje se abrieron.

—¡Soy yo! —gritó Elli Quinn—. ¡Quietos!

Una patrulla dendarii pasó corriendo ante ella. En el instante que el guardia komarrés tardó en apuntar, un tirador dendarii lo abatió. El segundo guardia se dejó llevar por el pánico y corrió hacia el tubo elevador. Un dendarii lo detuvo a la carrera, y en cuestión de segundos lo tuvo boca abajo en el suelo con las manos a la espalda.

Elli se acercó a Miles y Galeni, sacando un sensor sónico de su oído.

—Dioses, Miles, no podía creer que fuera tu voz. ¿Cómo has hecho eso? —al ver su aspecto, una expresión de extremo disgusto asomó a su cara.

Miles capturó sus manos y las besó. Un saludo militar habría sido más adecuado, pero su adrenalina estaba aún bombeando y esto era más sentido. Además, no iba de uniforme.

—¡Elli, eres un genio! ¡Tendría que haber sabido que el clon no te engañaría!

Ella se lo quedó mirando, casi retrocediendo, la voz agudizada hasta el punto de ruptura.

—¿Qué clon?

—¿Cómo que qué clon? Por eso estás aquí, ¿no? Metió la pata… y has venido a rescatarme, ¿no?

—¿Rescatarte de qué? Miles, me ordenaste hace una semana que encontrara al capitán Galeni, ¿recuerdas?

—Oh —dijo Miles—. Sí. Eso hice.

—Y eso hicimos. Llevamos toda la noche vigilando esta zona de edificios, esperando captar un análisis positivo de voz suyo, para poder notificarlo a las autoridades locales. No les gustan las falsas alarmas. Pero cuando finalmente apareció en los sensores, pareció que sería mejor no esperar a las autoridades, así que corrimos el riesgo… no creas que no se me pasaron por la cabeza visiones de dendarii arrestados en masa por irrupción ilegal…

Un sargento dendarii se acercó y saludó.

—Maldición, señor, ¿cómo lo hace? —continuó caminando mientras consultaba un escáner, sin esperar respuesta.

—Sólo para descubrir que habías llegado antes que nosotros.

—Bueno, en cierto modo, sí…

Miles se frotó la frente dolorida. Galeni se rascó la barba sin hacer ningún comentario. Galeni sabía callar a voces.

—¿Recuerdas hace tres o cuatro noches, cuando me llevaste para que fuera secuestrado y así infiltrarme en la oposición y descubrir quiénes eran y qué querían?

—Sí…

—Bueno —Miles inspiró profundamente—, funcionó. Enhorabuena. Acabas de convertir un absoluto desastre en una importante acción de inteligencia. Gracias, comandante Quinn. Por cierto, el tipo con el que saliste de aquella casa vacía… no era yo.

Elli abrió los ojos de par en par. Se acercó una mano a la boca. Entonces las oscuras pupilas se estrecharon en furiosa reflexión.

—Hijo de puta —jadeó—. ¡Pero Miles… creía que la historia del clon era algo que te habías inventado!

—Eso hice. Espero que haya desarmado a todo el mundo.

—¿Había… hay un clon de verdad?

—Eso dice él. Las huellas dactilares, retinales y de voz son iguales. Hay, gracias a Dios, una diferencia objetiva. Si radiografían mis huesos encontrarán un enloquecido pespunte de roturas antiguas, a excepción de en mis piernas sintéticas. Sus huesos no tienen ninguna. O eso dice él —Miles se sujetó la mano izquierda, dolorida—. Creo que me dejaré la barba de momento, por si acaso.

Miles se volvió hacia el capitán Galeni.

—¿Cómo nos encargaremos… se encargará Seguridad Imperial de esto, señor? —dijo, deferente—. ¿Quiere que llamemos a las autoridades locales?

—Oh, así que soy otra vez «señor», ¿eh? —murmuró Galeni—. Claro que llamaremos a la policía. No podemos extraditar a esa gente. Pero ahora que son culpables de un crimen cometido aquí en la Tierra, las autoridades de Euroley los detendrán por nosotros. Será el fin de todo este grupúsculo radical.

Miles contuvo la impaciencia y procuró que su voz fuese fría y lógica.

—Pero un juicio público revelaría toda la historia del clon al detalle. Atraería un montón de atención no deseada hacia mí, desde el punto de vista de Seguridad. Incluyendo, puede estar seguro, la atención cetagandana.

—Es demasiado tarde para echar tierra a todo esto.

—No estoy tan seguro. Sí, los rumores vuelan, pero unos cuantos rumores suficientemente confusos resultan muy útiles. Esos dos —Miles señaló a los guardias capturados—, no son peces gordos. Mi clon sabe mucho más que ellos, y ya ha regresado a la embajada. Que es, legalmente, suelo barrayarés. ¿Para qué los necesitamos? Ahora que le hemos recuperado a usted, y tenemos al clon, el plan carece de validez. Mantenga vigilado a este grupo como al resto de los expatriados komarreses aquí en la Tierra, y ya no supondrán ningún peligro para nosotros.

Galeni lo miró a los ojos, luego apartó la vista, el pálido perfil tenso por el significado tácito de aquello: «Y su carrera no se verá comprometida por un escándalo público. Y no tendrá que enfrentarse a su padre.»

—Yo… no sé.

—Yo sí —dijo Miles, confiado. Hizo un gesto a un dendarii cercano—. Sargento. Suba con un par de técnicos y vacíe los archivos de la comuconsola de estos tipos. Haga un repaso rápido en busca de archivos secretos. Y ya que está en ello, registre la casa a ver si hay un par de artilugios antiescáner personal en forma de cinturón; deben de estar guardados en alguna parte. Llévelos al comodoro Jesek y dígale que quiero encontrar al fabricante. En cuanto indique usted que todo está despejado, nos marchamos.

—Vaya, eso sí que es ilegal —observó Elli.

—¿Qué van a hacer, ir a la policía y quejarse? Creo que no. Ah… ¿quiere dejar algún mensaje en la comuconsola, capitán?

—No —dijo Galeni en voz baja después de un instante—. Nada de mensajes.

—Bien.

Un dendarii aplicó primeros auxilios al dedo roto de Miles y le anestesió la mano. El sargento regresó en menos de media hora, con los cinturones antiscan colgando del hombro, y le entregó un disco de datos.

—Aquí tiene, señor.

—Gracias.

Galen no había regresado aún. Visto el panorama, Miles consideraba eso un añadido.

Se arrodilló junto al komarrés que estaba aún consciente, y acercó un aturdidor a su sien.

—¿Qué va a hacer? —croó el hombre.

Los labios resquebrajados de Miles se distendieron en una sonrisa que empezó a sangrar.

—Vaya, aturdirte por supuesto, llevarte a la costa sur y tirarte. ¿Qué si no? Buenas noches.

El aturdidor zumbó, y el komarrés pataleó y se derrumbó. El soldado dendarii le soltó las ligaduras y Miles dejó a los dos guardias tendidos uno al lado del otro en el suelo. Salieron y cerraron con cuidado las puertas del garaje.

—De vuelta a la embajada, pues, y crucifiquemos al pequeño bastardo —dijo Elli Quinn sombría, solicitando la ruta a su destino en la consola del coche alquilado. El resto de la patrulla se retiró a ocupar posiciones encubiertas.

Miles y Galeni se acomodaron. Galeni parecía tan agotado como se sentía Miles.

—¿Bastardo? —suspiró—. No. Me temo que eso es lo que no es.

—Crucifiquémoslo primero —murmuró Galeni—. Definámoslo después.

—De acuerdo —dijo Miles.

—¿Cómo entraremos? —preguntó Galeni mientras se acercaban a la embajada.

—Sólo hay una manera —dijo Miles—. Por la puerta principal. Desfilando. Adelante, Elli.

Miles y Galeni se miraron e hicieron una mueca. La barba de Miles iba por detrás de la de Galeni (después de todo, el capitán le llevaba cuatro días de ventaja), pero los labios partidos, las magulladuras y la sangre seca de su camisa lo compensaban, calculó Miles. Su sensación general de total degradación aumentó. Además, Galeni había encontrado las botas y la chaquetilla de su uniforme en la casa de los komarreses, y Miles no. El clon se las había llevado, tal vez. Miles no estaba seguro de cuál de ellos olía peor (Galeni llevaba más tiempo encarcelado, pero Miles opinaba que había sudado más), y no iba a pedirle a Elli Quinn que olisqueara y los calificara. Por los labios torcidos de Galeni y las arrugas de sus ojos, Miles supuso que debía de estar experimentando la misma reacción retardada de enloquecido alivio que burbujeaba en su propio pecho. Estaban vivos, y era un milagro y una maravilla.

Avanzaron marcando el paso y subieron la rampa. Elli se quedó atrás, observando la actuación con interés.

El guardia de la entrada saludó por acto reflejo mientras el asombro se extendía por su cara.

—¡Capitán Galeni! ¡Ha vuelto! Y, er… —miró a Miles, abrió y cerró la boca—, usted. Señor.

Galeni le devolvió el saludo sin ganas.

—Llame al teniente Vorpatril y dígale que se presente aquí. A Vorpatril solamente.

—Sí, señor.

El guardia de la embajada habló a través de su comunicador de muñeca, sin apartar los ojos de ellos. No paraba de mirar de reojo a Miles, con expresión sorprendida.

—Er… me alegro de que haya vuelto, capitán.

—Yo también, cabo.

Al cabo de un instante, Ivan salió de un tubo elevador y se acercó corriendo por el vestíbulo de mármol.

—Dios mío, señor, ¿dónde ha estado? —exclamó, agarrando a Galeni por los hombros. Recordó comportarse un poco tarde, y saludó.

—Mi ausencia no ha sido voluntaria, se lo aseguro.

Galeni se tiró del lóbulo de una oreja, parpadeando, y se pasó la mano por la barba de días, un poco conmovido por el entusiasmo de Ivan.

—Lo explicaré con detalle, más tarde. Ahora mismo… ¿teniente Vorkosigan? Quizá sea el momento de sorprender a su, er, otro pariente.

Ivan miró a Miles.

—¿Te dejaron salir, entonces? —miró con más atención y se puso blanco—. Miles…

Miles le enseñó los dientes y se apartó del hipnotizado cabo.

—Todo quedará explicado cuando arrestemos al otro yo. ¿Dónde estoy, por cierto?

Ivan arrugó los labios, cada vez más preocupado.

—Miles… ¿intentas jugar con mi cabeza? No tiene demasiada gracia…

—Nada de juegos. Y no tiene ninguna gracia. El individuo que ha estado durmiendo en tu cuarto los últimos cuatro días… no era yo. He estado alojado con el capitán Galeni, aquí presente. Un grupo revolucionario komarrés trató de colocarte un doble, Ivan. El cretino es mi clon, de verdad. ¡No me digas que no has notado nada!

—Bueno… —dijo Ivan. El alivio, y un creciente embarazo, empezaron a nublar sus rasgos—. Hiciste algo, um, poco propio de ti, estos dos últimos días.

Elli asintió dubitativa; comprendía muy bien el azoramiento de Ivan.

—¿Qué? —inquirió Miles.

—Bueno… te he visto maniático. Y te he visto depresivo. Pero nunca te había visto… bueno, neutral.

—Eso me pasa por preguntar. ¿Y sin embargo nunca sospechaste nada? ¿Tan bueno era?

—¡Oh, sospeché algo la primera noche!

—¿Y qué? —chilló Miles. Tenía ganas de tirarse de los pelos.

—Y decidí que no podía ser. Después de todo, tú mismo te inventaste esta historia del clon hace unos cuantos días.

—Pues ahora demostraré mi sorprendente presciencia. ¿Dónde está?

—Bueno, por eso me ha sorprendido tanto verte.

Galeni se había cruzado de brazos y tenía una mano en la frente. Miles no pudo leer sus labios, aunque se movían ligeramente… contando hasta diez, tal vez.

—¿Por qué, Ivan? —dijo Galeni, y esperó.

—Dios mío, no se habrá marchado ya a Barrayar, ¿verdad? —dijo Miles impaciente—. Tenemos que detenerlo…

—No, no —contestó Ivan—. Han sido los locales. Por eso tenemos aquí este lío.

—¿Dónde está? —rugió Miles, agarrando la chaqueta verde del uniforme de Ivan con la mano buena.

—¡Cálmate, eso es lo que estoy intentando decirte! —Ivan contempló los blancos nudillos del puño de su primo—. Sí, eres tú, desde luego. La policía local ha venido aquí hace un par de horas y te ha arrestado… lo arrestó a él… lo que sea. Bueno, no exactamente, pero tenían una orden de detención prohibiéndote dejar esta jurisdicción legal. Ibas a marcharte esta noche. Traían una orden judicial para interrogarte ante el fiscal municipal y asegurarse de que había pruebas suficientes para presentar cargos formales.

—¿Cargos de qué, qué estás farfullando, Ivan?

—Bueno, pues ahí está el lío. Tuvieron una especie de cortocircuito en sus cerebros sobre las embajadas… vinieron y te arrestaron, teniente Vorkosigan, por sospecha de conspiración para cometer asesinato. Como remate, se sospecha que contrataste a esos dos matones que intentaron asesinar al almirante Naismith en el espaciopuerto la semana pasada.

Miles dio una patada en el suelo.

—Ah. Ah. ¡Ah!

—El embajador está presentando protestas por todas partes. Naturalmente, no podíamos decirles por qué están equivocados.

Miles agarró a Quinn por el codo.

—No te dejes llevar por el pánico.

—No me dejo llevar por nada —observó Quinn—. Estoy viendo cómo tú te dejas llevar por el pánico. Es mucho más divertido.

Miles se frotó la frente.

—Bien. Bien. Empecemos por asumir que no todo está perdido. Supongamos que el chico no se ha dejado llevar por el… que no se ha venido abajo. Todavía. Supongamos que le ha dado la vena aristocrática y los mira a todos con desdén sin decir palabra. Lo haría bien, si es así como supone que actuamos los Vor. Pequeño capullo. Supongamos que está resistiendo.

—Supuesto —concedió Ivan—. ¿Y qué?

—Si nos apresuramos, conseguiremos salvar…

—¿Tu reputación? —dijo Ivan.

—¿A su… hermano? —aventuró Galeni.

—¿Nuestros culos? —dijo Elli.

—Al almirante Naismith —terminó de decir Miles—. Ahora quien corre peligro es él. —La mirada de Miles se encontró con la de Elli; las cejas de la comandante se alzaron preocupadas—. La palabra clave es «tapadera». Tanto si se destapa… como si, sólo posiblemente, se asegura de modo permanente.

Se volvió hacia Galeni.

—Nosotros dos tenemos que lavarnos. Reúnase conmigo aquí dentro de quince minutos. Ivan, trae un bocadillo. Dos bocadillos. Te llevaremos como fuerza bruta —Ivan venía muy bien para esas cosas—. Elli, tú conduces.

—¿Conducir adónde?

—A los juzgados. Vamos al rescate del pobre e incomprendido teniente Vorkosigan. Regresará con nosotros la mar de agradecido, lo quiera o no. Ivan, será mejor que lleves un hipospray con dos centímetros cúbicos de tolizona, además de esos bocadillos.

—Espera, Miles —dijo Ivan—. Si el embajador no consiguió sacarlo de allí, ¿cómo esperas que lo hagamos nosotros?

Miles sonrió.

—Nosotros no. El almirante Naismith.

Los juzgados municipales de Londres eran un gran edificio negro de cristal de unos dos siglos de antigüedad. Ejemplos de arquitectura similar brotaban de vez en cuando en un distrito compuesto por estilos aún más antiguos, resto de los bombardeos e incendios del Quinto Disturbio Civil. La renovación urbana allí no llegaba hasta después de un desastre. Londres estaba abarrotado, era un rompecabezas de épocas yuxtapuestas, y los londinenses se aferraban obstinadamente a los pedazos de su pasado; había incluso un comité para salvar los espantosos restos de finales del siglo XX. Miles se preguntó si Vorbarr Sultana, actualmente en franco proceso de expansión, tendría aquel aspecto al cabo de mil años, o si aniquilaría su historia en la prisa por modernizarse.

Miles se detuvo en el vestíbulo para ajustarse el uniforme de almirante dendarii.

—¿Se me ve respetable? —le preguntó a Quinn.

—La barba te hace parecer, um…

Miles se la había recortado apresuradamente.

—¿Distinguido? ¿Mayor?

—Desaliñado.

—Ja.

Los cuatro cogieron el tubo elevador hasta la planta noventa y siete.

—Sala W —les indicó el panel de recepción después de que accedieran a sus archivos—. Cubículo 19.

El cubículo 19 resultó contener un terminal asegurado de Euronet JusticeComp y un ser humano vivo, un joven serio.

—Ah, investigador Reed —le sonrió cálidamente Elli cuando entraron—. Volvemos a vernos.

Una breve mirada sirvió para comprobar que el investigador Reed estaba solo. Miles aclaró un retortijón de pánico en su garganta.

—El investigador Reed se encarga de ese desagradable incidente en el espaciopuerto, señor —explicó Elli, confundiendo su tos con una solicitud de explicaciones y adoptando un tono profesional—. Investigador Reed, el almirante Naismith. Tuvimos una larga charla en mi último viaje aquí.

—Ya veo —dijo Miles. Mantuvo una expresión amable y neutral.

Reed lo miraba de arriba abajo.

—Increíble. ¡Así que es usted de verdad el clon de Vorkosigan!

—Prefiero considerarlo mi hermano gemelo apartado. Por lo común, procuramos mantenernos lo más lejos posible el uno del otro. Así que ha hablado usted con él.

—Un poco. No me ha parecido muy cooperativo —Reed miraba con incertidumbre a Miles y a Elli y a los dos barrayareses uniformados—. Cerrado. Bastante desagradable, más bien.

—Sí, lo imagino. Le estaba usted pisando un callo. Es bastante sensible en lo que a mí respecta. Prefiere que no le recuerden mi embarazosa existencia.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Rivalidad de hermanos —improvisó Miles—. He llegado más lejos que él en la carrera militar. Se lo toma como un reproche, un desmérito de sus propios logros tan perfectamente razonables…

«Dios mío, que alguien me saque de este lío.» La mirada de Reed se volvía penetrante.

—Al grano, por favor, almirante Naismith —gruñó el capitán Galeni.

«Gracias.»

—Cierto. Investigador Reed, no pretenderé que Vorkosigan y yo seamos amigos, ¿pero de dónde sacaron esa curiosa idea de que fue él quien trató de orquestar mi muerte?

—Su caso no ha sido fácil. Los dos presuntos asesinos —Reed miró a Elli—, eran un callejón sin salida. Así que seguimos otra pista.

—No sería la de Lise Vallerie, ¿verdad? Me temo que soy culpable de haberla desviado un poco del camino. Tengo un curioso sentido del humor, me temo. Es un defecto…

—… que todos debemos soportar —murmuró Elli.

—Consideré interesantes las sugerencias de Vallerie, no concluyentes —dijo Reed—. En casos pasados he descubierto que es una investigadora cuidadosa por propio derecho, que no se deja detener por ciertas reglas de orden que entorpecen, digamos, mi trabajo. Y resulta muy valiosa a la hora de transmitir asuntos de interés.

—¿Qué está investigando ahora? —inquirió Miles.

Reed le dirigió una mirada neutra.

—La clonación ilegal. Tal vez pueda usted darle algunas indicaciones.

—Ah… me temo que mis experiencias llevan unas dos décadas pasadas de moda para sus objetivos.

—Bueno, no se puede tener todo. En este caso la pista fue bastante objetiva. Se vio a un coche aéreo salir del espaciopuerto a la hora del atentado; pasó ilegalmente a través de un control de tráfico. Lo seguimos hasta la embajada barrayaresa.

«El sargento Barth.» Galeni parecía a punto de escupir; Ivan adoptó esa expresión agradable y ligeramente bobalicona que en el pasado había descubierto tan útil para evadir cualquier acusación de responsabilidad.

—Oh, eso —dijo Miles tranquilamente—. Fue simplemente la tediosa vigilancia que Barrayar me hace. Con toda sinceridad, la embajada de la que yo sospecharía es la cetagandana. Recientes operaciones dendarii en su zona de influencia, muy lejos de su jurisdicción, les molestaron enormemente. Pero no es una acusación que pueda demostrar, y por eso me contenté con dejar el trabajo a su gente.

—Ah, el famoso rescate de Dagoola. He oído hablar de ello. Un motivo de peso.

—De bastante más peso que la vieja historia que le conté a Lise Vallerie. ¿Resuelve eso los contratiempos?

—¿Y obtiene usted algo a cambio por este caritativo servicio a la embajada de Barrayar, almirante?

—¿Mi buena acción del día? No, tiene usted razón. Ya le he advertido sobre mi sentido del humor. Digamos que mi recompensa es suficiente.

—Nada que pudiera ser considerado como obstrucción a la justicia, espero —Reed alzó las cejas.

—Yo soy la víctima, ¿recuerda? —Miles se mordió la lengua—. Mi recompensa no tiene nada que ver con el código penal de Londres, se lo aseguro. Mientras tanto, ¿puedo pedirle que entregue al pobre teniente Vorkosigan a la custodia, digamos, de su oficial al mando, el capitán Galeni, aquí presente?

La cara de Reed era un retrato de la suspicacia, se había redoblado su desconfianza. «¿Qué ocurre, maldición? —se preguntó Miles—. Se supone que le estoy haciendo la rosca…»

Reed alzó las manos, se echó atrás e inclinó la cabeza.

—El teniente Vorkosigan se ha marchado con un hombre que se presentó como capitán Galeni hace una hora.

—Aaah… —dijo Miles—. ¿Un hombre mayor vestido de civil? ¿Pelo gris, grueso?

—Sí.

Miles tomó aire, sonriendo fijamente.

—Gracias, investigador Reed. No le haremos perder más su valioso tiempo.

De vuelta en el vestíbulo, Ivan dijo:

—¿Y ahora qué?

—Creo que es hora de regresar a la embajada. Y de enviar un informe completo al cuartel general —dijo el capitán Galeni.

«La urgencia por confesar, ¿eh?»

—No, no, nunca envíe informes en el ínterin —dijo Miles—. Sólo informes finales. Los informes en el ínterin tienden a desencadenar órdenes. Y entonces hay que obedecerlas o perder energías y un tiempo valiosísimo en evitarlas, en vez de resolver el problema.

—Una interesante filosofía de mando. Debo recordarla. ¿La comparte usted, comandante Quinn?

—Oh, sí.

—Los mercenarios dendarii deben de ser una organización fascinante con la que trabajar.

—Así lo creo —dijo Quinn sonriendo.

12

Regresaron de todas formas a la embajada: Galeni decidido a poner en marcha a su personal para que emprendiera una investigación a fondo sobre el oficial correo, ahora altamente sospechoso; Miles para ponerse un uniforme barrayarés y dejar que el médico le atendiera bien la mano. Si quedaba un momento libre en su vida después de que se solucionara aquel lío, reflexionó Miles, quizá sería mejor que se tomara algún tiempo para que sustituyeran por sintéticos los huesos y articulaciones de sus brazos y manos, no sólo los de las piernas. Operarse las piernas había resultado doloroso y tedioso, pero demorar la operación de los brazos no iba a mejorar nada. Y desde luego no podía pretender que todavía iba a seguir creciendo.

Algo alicaído por estos pensamientos, salió de la clínica de la embajada y bajó al subnivel de seguridad. Encontró a Galeni sentado solo ante su comuconsola tras haber cursado un hervidero de órdenes que enviaron a sus subordinados en todas direcciones. Las luces del despacho eran tenues. Galeni tenía los pies apoyados en la mesa, y Miles pensó que habría preferido sostener en la mano una botella de alguna fuerte bebida alcohólica antes que el lápiz óptico al que no paraba de dar vueltas y más vueltas.

Galeni sonrió débilmente, se sentó bien y dio un golpecito con el lápiz sobre la mesa cuando Miles entró.

—He estado reflexionando, Vorkosigan. Me temo que tal vez no podamos evitar llamar a las autoridades locales.

—Ojalá no hiciera eso, señor. —Miles acercó una silla y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo—. Implíquelos, y las consecuencias escaparán a nuestro control.

—Ahora hará falta un pequeño ejército para encontrar a esos dos en la Tierra.

—Yo tengo un pequeño ejército —le recordó Miles—, y acaba de demostrar su efectividad para este tipo de cosas, creo.

—Ja. Cierto.

—Dejemos que la embajada contrate a los mercenarios dendarii para encontrar a nuestras… personas desaparecidas.

—¿Contratar? ¡Creía que Barrayar les estaba pagando ya!

Miles sonrió con inocencia.

—Pero señor, parte de la tapadera es que esa relación es desconocida incluso para los propios dendarii. Si la embajada los contrata formalmente… eso tapará la tapadera, como si dijéramos.

Galeni alzó las cejas, sardónico.

—Ya veo. ¿Y cómo se propone explicarles lo de su clon?

—Si es necesario, como un clon… del almirante Naismith.

—¿Tres usted, ahora? —dijo Galeni, dudoso.

—Envíelos simplemente a buscar a su… a buscar a Ser Galen. Donde él esté, estará también el clon. Funcionó una vez.

—Mm —dijo Galeni.

—Una cosa más —añadió Miles. Pasó pensativo un dedo por el respaldo de la silla—. Si conseguimos capturarlos… ¿qué es lo que planeamos hacer con ellos?

Galeni dio un golpecito con el lápiz óptico.

—Solamente hay dos o tres posibilidades. Una, serán arrestados, juzgados y encarcelados por los crímenes cometidos aquí en la Tierra.

—Y durante el proceso —observó Miles seriamente—, la tapadera del almirante Naismith como agente supuestamente independiente se verá comprometida casi con toda certeza, y su verdadera identidad será pública. No es que pretenda que el Imperio barrayarés aguante o caiga por los mercenarios dendarii, pero Seguridad nos ha considerado útiles en el pasado. Espero que el Mando… considere esta acción poco conveniente. Además, ¿ha cometido mi clon algún crimen del que se le pueda hacer responsable? Creo que incluso es menor de edad, según la Euroley.

—Segunda alternativa —recitó Galeni—. Secuestrarlos y devolverlos en secreto a Barrayar para que sean juzgados, eludiendo el estatuto de no extradición terrestre. Si tuviéramos una orden procedente de arriba, supongo que ésa sería la respuesta menos paranoica de Seguridad.

—Serían juzgados o mantenidos indefinidamente a la espera —dijo Miles—. Para mi… hermano, eso quizá no resultara tan malo como pensaba. Tiene un amigo en un puesto muy alto. Si logra antes evitar ser asesinado en secreto por algún… sicario sobreexcitado, claro. —Galeni y Miles intercambiaron una mirada—. Pero nadie va a interceder por su padre. Barrayar siempre ha considerado que las muertes de la Revuelta komarresa eran crímenes civiles, no actos de guerra, y él nunca se sometió al juramento de lealtad y la amnistía. Presentarán cargos capitales contra él. Su ejecución será inevitable.

—Inevitable —Galeni hizo una mueca, se contempló las puntas de las botas—. La tercera posibilidad es… como usted ha dicho, que se les asesine en secreto.

—A las órdenes de asesinar se puede uno resistir con bastante éxito —observó Miles—, si tiene un estómago fuerte. El Alto Mando no está tan libre para ordenar ese tipo de cosas como en los tiempos del Emperador Ezar, afortunadamente. Propongo una cuarta posibilidad. Puede que sea mejor no capturar a esos… molestos parientes.

—Francamente, Miles, si no entrego a Ser Galen mi carrera se convertirá en humo. Ya debo de ser sospechoso por no haberlo hecho en estos dos años. Su sugerencia bordea, no la insubordinación, que parece ser su modo normal de comportarse, sino algo peor.

—¿Qué me dice de su predecesor, que no lo descubrió en cinco años? Y si lo entrega usted ahora, ¿mejorará eso su carrera? Será sospechoso de todas formas para todos aquellos cuya obligación es ser recelosos.

—Ojalá —el rostro de Galeni tenía una expresión reflexiva, letalmente calmada, su voz era un murmullo—, ojalá hubiera muerto entonces. Su primera muerte fue mucho mejor, gloriosa, en el calor de la batalla. Él tenía un lugar en la historia y yo estaba solo, superado el dolor, sin padres que me atormentaran. Qué suerte que la técnica no haya descubierto la inmortalidad humana. Es una gran bendición que podamos vivir más que antiguas guerras. Y antiguos guerreros.

Miles reflexionó sobre el tema. Encarcelado en la Tierra, Galen destruía las carreras de Galeni y del almirante Naismith, pero vivía. Enviado a Barrayar, moría; la carrera de Galeni mejoraría un poco, pero el hombre… no quedaría del todo cuerdo. El parricidio no tendría la enraizada serenidad para servir a las complejas necesidades futuras de Komarr, sin duda. «Pero Naismith viviría», susurraron tentadores sus pensamientos. Si los dejaban sueltos, Galen y Mark seguirían siendo una amenaza de proporciones desconocidas y, por tanto, intolerables. Si Miles y Galeni no hacían nada, el alto mando decidiría por ellos, cursando quién-sabía-qué órdenes para sellar el destino de sus enemigos.

Miles repudiaba la idea de sacrificar la prometedora carrera de Galeni por aquel viejo revolucionario malhumorado que se negaba a rendirse. Sin embargo, la destrucción de Galen perjudicaría también, sin ninguna duda, a Galeni. Maldición, ¿por qué no podía el viejo haberse largado a algún paraíso tropical, en vez de dedicarse a crear problemas para la generación más joven con la idea, seguro, de que era bueno para ellos? Retiro obligatorio para los revolucionarios, eso es lo que necesitaban ahora.

¿Qué se elige cuando todas las opciones son malas?

—La elección es mía —dijo Galeni—. Tenemos que ir por ellos.

Se miraron, ambos muy cansados.

—Lleguemos a un compromiso —sugirió Miles—. Envíe a los mercenarios dendarii a localizarlos, seguirlos y espiarlos. No intente detenerlos todavía. Eso le permitirá dedicar todos los recursos de la embajada al caso del correo, un asunto puramente interno de Barrayar se mire como se mire.

Hubo un momento de silencio.

—De acuerdo —dijo Galeni por fin—. Pero pase lo que pase al final… quiero acabarlo rápido.

—De acuerdo —dijo Miles.

Miles encontró a Elli sentada sola en la cafetería de la embajada, contemplando cansada y un poco aturdida los restos de su cena, ignorando las miradas disimuladas y las sonrisas vacilantes de varios trabajadores. Miles cogió un bocadillo y un té y se sentó frente a ella. Sus manos se rozaron brevemente bajo la mesa, luego ella apoyó de nuevo la barbilla sobre las palmas y alzó las cejas.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—¿Cuál es la recompensa tradicional para un trabajo bien hecho en el ejército de este hombre?

Sus ojos oscuros chispearon.

—Otro trabajo.

—Ya lo tienes. Persuadí al capitán Galeni para que dejara que los mercenarios dendarii encontraran a Galen, igual que tú nos encontraste a nosotros. ¿Cómo lo hiciste, por cierto?

—Con un montón de esfuerzo, así lo hice. Empezamos revisando esa montaña de datos sobre los komarreses que nos enviaste desde la embajada. Eliminamos los bien documentados, los niños pequeños, y todo eso. Luego el equipo informático de Inteligencia irrumpió en la red económica para sacar archivos de crédito, y en la red de Euroley, eso sí que fue difícil, para sacar archivos criminales, y empezamos a buscar anomalías. Ahí fue donde encontramos la pista. Hace aproximadamente un año, cuando el hijo nacido en la Tierra de un expatriado komarrés fue detenido por los polis de Euroley a causa de un incidente menor, se descubrió que poseía un aturdidor sin registrar. Al no ser un arma letal, simplemente le costó una multa y, en lo referente a Euroley, eso fue todo. Pero el aturdidor no había sido fabricado en la Tierra. Era un viejo artículo militar de Barrayar.

»Empezamos a seguirlo, físicamente y a través de la red informática, y descubrimos quiénes eran sus amigos: gente que no figuraba en el ordenador de la embajada. Al mismo tiempo, estuvimos siguiendo otras pistas que no condujeron a nada. Pero con ésta tuve una corazonada. Uno de los frecuentes contactos de ese muchacho, un hombre llamado Van der Poole, estaba registrado como emigrante del planeta Escarcha IV. Ahora bien, durante esa investigación que hice hace un par de años referida a los genes robados, estuve en Jackson's Whole… —Miles asintió al recordarlo—. Así que sabía que allí se pueden comprar pasados bien documentados, uno de los pequeños servicios con alto margen de beneficios que proporcionan ciertos laboratorios para ir tirando junto con las nuevas caras y voces y huellas retinales y dactilares que ofrecen. Uno de los planetas que suelen utilizar para esto es Escarcha IV, ya que el desastre tectónico destruyó su red de ordenadores… por no mencionar el resto del lugar, hace veintiocho años. Un montón de gente perfectamente legítima que abandonó entonces Escarcha IV tiene documentación imposible de comprobar. Si tienes más de veintiocho años, Jackson's Whole puede proporcionarte una. Así que cada vez que veo a alguien de cierta edad que dice ser de Escarcha IV, desconfío automáticamente. Van der Poole era Galen, por supuesto.

—Por supuesto. Mi clon fue otro lindo producto de Jackson's Whole, por cierto.

—Ah. Todo encaja, qué bonito.

—Mis felicitaciones a ti y a todo el departamento de Inteligencia. Recuérdame que cuando vuelva a la Triumph curse una enhorabuena oficial.

—¿Y eso será cuándo? —Aplastó un trozo de hielo del fondo del vaso e hizo girar el resto, tratando de parecer interesada sólo profesionalmente.

«Su boca sabría fresca, y sabrosa…» Miles parpadeó centrándose también en lo profesional, consciente de los ojos curiosos del personal de la embajada sobre ellos.

—No sé. Desde luego, todavía no hemos acabado. Deberíamos transmitir de vuelta a los archivos de la embajada todos los nuevos datos recopilados por los dendarii. Ivan está trabajando ahora mismo en lo que sacamos de la comuconsola de Galen. Va a ser más difícil esta vez. Galen… Van der Poole, se ocultará. Y tiene un montón de experiencia a la hora de desaparecer. Pero si lo encuentras, ah, infórmame directamente a mí. Yo informaré a la embajada.

—¿Informar de qué a la embajada? —inquirió Elli, alerta a su tono de voz.

Miles sacudió la cabeza.

—Todavía no estoy seguro. Puede que esté demasiado cansado para pensar con claridad, ya veré si tiene más sentido por la mañana.

Elli asintió y se levantó.

—¿Adónde vas? —preguntó Miles, alarmado.

—De vuelta a la Triumph, a poner la masa en movimiento, desde luego.

—Pero puedes transmitir por tensorrayo… ¿Quién está de servicio ahora mismo?

—Bel Thorne.

—Bien, muy bien. Vamos a buscar a Ivan. Transmitiremos el intercambio de datos desde aquí, y las órdenes también. —Estudió los círculos oscuros bajo sus luminosos ojos—. ¿Y cuánto tiempo llevas sin dormir, por cierto?

—Oh, aproximadamente las últimas, um —miró su crono—, treinta horas.

—¿Quién tiene problemas para delegar el trabajo, comandante Quinn? Envía las órdenes, no a ti misma. Y duerme un poco antes de que empieces a cometer errores también. Te encontraré un lugar para que te acuestes, aquí mismo, en la embajada…

Ella lo miró a los ojos, sonriendo de pronto.

—… si quieres —se apresuró a añadir Miles.

—¿Lo harás? —dijo ella en voz baja—. Me gustaría mucho.

Le hicieron una visita a Ivan, asaltaron su comuconsola, y transmitieron los datos seguros a la Triumph. Ivan, advirtió Miles con júbilo, tenía montones y montones de trabajo que hacer. Escoltó a Elli hasta los tubos ascensores y sus habitaciones.

Elli se lanzó hacia el cuarto de baño nada más entrar. Mientras colgaba el uniforme, Miles encontró la manta-gato arrugada en un oscuro rincón del armario, sin duda donde su aterrorizado clon la había arrojado la primera noche. La negra piel emitió un extasiado ronroneo cuando la recogió. La tendió cuidadosamente sobre la cama, con una palmadita.

—Ahí.

Elli salió de la ducha en poquísimos minutos, ahuecándose los cortos rizos oscuros con los dedos, una toalla sujeta atractivamente alrededor de las caderas. Divisó la manta-gato, sonrió, y saltó y hundió los dedos descalzos en ella. La manta se estremeció y ronroneó más fuerte.

—Ah —suspiró Miles contemplándolos a ambos, feliz. Entonces la duda asaltó su jardín del edén. Elli observaba la habitación con interés. Tragó saliva—. ¿Es ésta, ah, la primera vez que estás aquí? —preguntó con lo que esperaba que fuera un tono casual.

—Ajá. No sé por qué, me esperaba algo medieval. Es más parecido a una habitación corriente de hotel de lo que cabría esperar de Barrayar.

—Esto es la Tierra —puntualizó Miles—, y la Era del Aislamiento terminó hace cien años. Tienes unas ideas muy raras respecto a Barrayar. Pero me preguntaba si mi clon había, uh… ¿estás segura de que nunca notaste ninguna diferencia en absoluto durante los cuatro días? ¿Tan bueno era?

Sonrió de lado, esperando su respuesta. ¿Y si ella había advertido algo, qué? ¿Era él realmente tan transparente y simple que cualquiera podía interpretarlo? Peor, ¿y si ella había notado alguna diferencia… y le gustaba más el clon?

Elli pareció cohibida.

—Lo noté, sí. Pero de pensar que te pasaba algo raro, a darme cuenta de que no eras tú… tal vez si hubiéramos pasado más tiempo juntos. Sólo hablamos a través de enlace comunicador, menos durante el viaje de dos horas al centro de la ciudad para rescatar a Danio y sus alegres muchachos de la policía local. En esa ocasión pensé que te habías vuelto majareta. Luego decidí que debías tener algún as en la manga, y que no me lo decías porque yo… —su voz se apagó de pronto— había caído en desgracia, de algún modo.

Miles calculó y respiró aliviado. Así que el clon no había tenido tiempo de… ejem. Sonrió con picardía.

—Verás, cuando me miras —explicó ella—, me siento… bueno, bien. No una sensación cálida y mareante, aunque también está eso…

—Cálida y mareante —suspiró Miles feliz, apoyándose en ella.

—Basta, tonto, hablo en serio.

Pero lo rodeó con sus brazos. Firmemente, como si estuviera preparada para plantar batalla inmediata a quien quisiera arrebatárselo de nuevo.

—Bueno, verás… actúo de manera competente. Tú haces que no tenga miedo. No tengo miedo de intentarlo, no tengo miedo de lo que los demás puedan pensar. Tu… clon, santos dioses qué bueno es saberlo, hacía que empezara a preguntarme qué había de malo en mí. Aunque cuando pienso en lo fácilmente que te cogieron, aquella noche en la casa vacía, yo…

—Ssss —Miles silenció sus labios con un dedo—. No hay nada malo en ti, Elli. Eres mi Quinn, mi reina perfecta.

Su Quinn…

—¿Ves a lo que me refiero? Supongo que te salvó la vida. Yo pretendía mantenerte…, mantenerlo a él, informado sobre la búsqueda de Galeni, aunque fuera sólo un informe de falta de progresos en el ínterin. Y eso habría sido su primera noticia de que había una búsqueda en marcha.

—Y habría ordenado detenerla.

—Precisamente. Pero luego, cuando se produjo el avance en el caso, yo… consideré que sería mejor asegurarme. Guardarlo para luego, sorprenderte con el resultado final todo envuelto con un lazo grande… y recuperar tu aprecio, para ser sincera. En cierto modo, él impidió que lo mantuviera informado.

—Si te sirve de algún consuelo, no era por antipatía. Lo aterrorizabas. Tu cara… por no mencionar el resto de tu persona, produce ese efecto en algunos hombres.

—Sí, la cara… —casi inconscientemente se tocó una mejilla, luego se revolvió el pelo—. Creo que has puesto el dedo en la llaga. Tú me conociste cuando tenía mi antigua cara, y ninguna cara, y la cara nueva, y sólo para ti fueron todas la misma cara.

Él acarició con la mano sin vendar el arco de sus cejas, la nariz perfecta; se detuvo en los labios para recolectar un beso, luego bajó por el ángulo ideal de su barbilla y la piel de terciopelo de su garganta.

—Sí, la cara… yo entonces era joven y tonto. Me pareció una buena idea en su momento. Sólo más tarde me di cuenta de que podría ser un inconveniente para ti.

—Yo también —suspiró Elli—. Durante los seis primeros meses, estuve encantada. Pero la segunda vez que un soldado se me insinuó en vez de acatar una orden, supe que, decididamente, tenía un problema. Tuve que descubrir y aprender todo tipo de trucos para que la gente respondiera a lo que hay dentro de mí, y no a la imagen externa.

—Comprendo.

—Por los dioses, más te vale —ella lo miró un instante como si lo viera por primera vez, luego depositó un beso en su frente—. Acabo de darme cuenta de cuántos de esos trucos he aprendido de ti. ¡Cuánto te amo!

Cuando se separaron en busca de aire tras el beso que siguió, Elli se ofreció:

—¿Un masaje?

—Eres el sueño de un borracho, Quinn.

Miles se tumbó, hundió la cara en la piel y dejó que ella se explayara a sus anchas. Cinco minutos en sus vigorosas manos le hicieron olvidar todas las ambiciones, menos dos. Una vez satisfechas, ambos durmieron como lirones, sin ser molestados por ningún mal sueño que Miles recordara más tarde.

Miles despertó aturdido al oír que llamaban a la puerta.

—Lárgate, Ivan —gimió a la carne y la piel que abrazaba—. Vete a dormir a alguna parte…

La carne lo sacudió con decisión. Elli encendió la luz, saltó de la cama, se puso la camiseta negra y los pantalones grises, y caminó hasta la puerta ignorando las súplicas de Miles.

—No, no, no le dejes entrar…

Los golpes se hicieron más fuertes e insistentes.

—¡Miles! —Ivan entró en tromba por la puerta—. Oh, hola, Elli. ¡Miles! —Ivan lo sacudió por el hombro.

Miles trató de enterrarse bajo la piel.

—Muy bien, puedes quedarte con tu cama —murmuró—. No hace falta que me avasalles…

—¡Levántate, Miles!

Miles asomó la cabeza, cerrando los ojos para protegerse de la luz.

—¿Por qué? ¿Qué hora es?

—Medianoche, más o menos.

—¡Oooh!

Volvió a taparse. Tres horas de sueño apenas contaban, después de lo que había vivido los cuatro últimos días. Demostrando una vena cruel y despiadada que Miles nunca hubiese imaginado, Ivan le arrancó la piel viva de las manos y la arrojó lejos.

—Tienes que levantarte —insistió—. Vestirte. Lavarte los hongos de la cara. Espero que tengas un uniforme limpio por alguna parte… —Ivan rebuscó en su armario—. ¡Aquí está!

Miles agarró adormilado el uniforme verde que le arrojó.

—¿Está ardiendo la embajada? —preguntó.

—Casi. Elena Bothari-Jesek acaba de llegar de Tau Ceti. ¡Ni siquiera sabía que la hubieses enviado allí!

—¡Oh! —Miles se despertó. Quinn estaba ya completamente vestida, incluidas las botas, y comprobaba el aturdidor de su funda—. Sí. Tengo que vestirme, cierto. A ella no le importará la barba.

—A ella no se la frotarás por la cara —murmuró Elli entre dientes, rascándose un muslo, ausente. Miles reprimió una sonrisa; uno de los párpados de ella tembló.

—Tal vez no —dijo Ivan, sombrío—, pero no creo que al comodoro Destang le entusiasme demasiado.

—¿Destang está aquí? —Miles se despertó del todo. Al parecer, todavía le quedaba un poco de adrenalina—. ¿Por qué?

Entonces se acordó de algunas de las sospechas que había incluido en el informe que había enviado con Elena y cayó en la cuenta de por qué el jefe de Seguridad del Sector Dos se había sentido tentado de investigar en persona.

—Oh, Dios… tengo que informarlo de todo antes de que fusile al pobre Galeni nada más verlo.

Se duchó con agua fría de chorro de aguja. Elli le puso una taza de café en la mano mientras salía y le pasó revista cuando se hubo vestido.

—Todo está bien menos la cara —le informó—, y no puedes hacer nada al respecto.

Él se pasó una mano por la barbilla, ahora desnuda.

—¿He pasado por alto una zona con el depilador?

—No, estaba admirando las magulladuras. Y los ojos. He visto ojos más brillantes en un colgado de la juba tres días después de quedarse sin droga.

—Gracias.

—Tú lo has preguntado.

Miles repasó lo que sabía de Destang mientras bajaban por los tubos. Sus contactos previos con el comodoro habían sido breves, oficiales y, por lo que sabía Miles, satisfactorios para ambas partes. El comandante de Seguridad del Sector Dos era un oficial experimentado, acostumbrado a ocuparse de sus diversos deberes (coordinación de recogida de datos, supervisar la seguridad de las embajadas barrayaresas, consulados y VIPS de visita, rescatar al ocasional súbdito barrayarés en problemas) con poca supervisión directa de la lejana Barrayar.

Durante las dos o tres operaciones que los dendarii habían realizado en zonas del Sector Dos, las órdenes y el dinero habían circulado bien, y los informes finales de Miles, sin que hubiera impedimentos por su parte.

El comodoro Destang estaba sentado en el centro del despacho de Galeni, con la comuconsola encendida, cuando entraron Miles, Ivan y Elli. El capitán Galeni estaba de pie, aunque había sillas disponibles junto a la pared; tan envarado estaba que parecía que llevara una armadura, con los ojos oscuros y la cara neutra como un visor. Elena Bothari-Jesek esperaba insegura al fondo, con el aspecto preocupado de quien es testigo de una cadena de acontecimientos que han empezado pero ya nadie controla. Los ojos se le iluminaron de alivio al ver a Miles, y saludó… inadecuadamente, ya que él no iba de uniforme dendarii; fue algo parecido a un tácito traspaso de la responsabilidad, como alguien que se deshace de una bolsa de serpientes vivas. «Toma, es todo tuyo.» Él le devolvió el saludo con un gesto de cabeza. «Muy bien.»

—Señor —dijo Miles.

Destang devolvió el saludo militar y se lo quedó mirando; en un leve arrebato de nostalgia, Miles recordó al primer Galeni. Otro comandante apurado. Destang era un hombre de unos sesenta años, delgado, con el pelo gris, más bajo que la mayoría de los barrayareses. Sin duda nacido después del final de la ocupación cetagandana, cuando la malnutrición generalizada privó a muchos de aprovechar su pleno potencial de crecimiento. Habría sido un oficial joven en la época de la Conquista de Komarr, de rango medio durante su última revuelta; tendría experiencia de combate, como todos los que habían vivido ese pasado sacudido por la guerra.

—¿Le ha informado alguien ya, señor? —empezó a decir Miles, ansiosamente—. Mi memorando original está más que desfasado.

—Acabo de leer la versión del capitán Galeni —Destang indicó la comuconsola.

Galeni insistía en escribir informes. Miles suspiró para sus adentros. Era un viejo impulso académico, sin duda. Se esforzó por no ladear la cabeza y tratar de echar un vistazo.

—No parece que usted haya redactado el suyo todavía —observó Destang.

Miles hizo un vago gesto con la mano vendada.

—He estado en la enfermería, señor. ¿Pero ha advertido ya que los komarreses deben de haber tenido algún control sobre el oficial correo de la embajada?

—Arrestamos al correo hace seis días en Tau Ceti.

Miles suspiró aliviado.

—¿Y era…?

—Fue la habitual historia sórdida —Destang frunció el ceño—. Cometió un pequeño pecado; eso les dio el punto de apoyo para hacerle cometer otros cada vez mayores, hasta que no hubo vuelta atrás.

Un curioso judo mental, ese tipo de chantaje, reflexionó Miles. En el análisis final, era el miedo a su propio bando, no a los komarreses, lo que había entregado al correo a manos enemigas. Así que un sistema que pretendía potenciar la lealtad acababa destruyéndola… ahí había un fallo.

—Llevaba en su poder al menos tres años —continuó Destang—. Todo lo que ha entrado o salido de la embajada desde entonces puede haber pasado ante sus ojos.

—Oh.

Miles reprimió una sonrisa, que sustituyó, esperaba, por una expresión de adecuado horror. Así que la subversión del correo era claramente anterior a la llegada de Galeni a la Tierra. Bien.

—Sí —dijo Ivan—. Acabo de encontrar copias de cosas nuestras hace un rato en ese vaciado de datos en masa que sacaste de la comuconsola de Ser Galen, Miles. Ha sido toda una sorpresa.

—Imaginé que estaría allí —dijo Miles—. No había muchas otras posibilidades una vez sabido que nos estaban espiando. Confío en que el interrogatorio del correo haya librado al capitán Galeni de toda sospecha.

—Si estaba implicado con los expatriados komarreses de la Tierra, el correo no lo sabía —dijo Destang, neutral.

No era exactamente una declaración de apasionada confianza.

—Quedó bastante claro que el capitán Galeni era una carta que Ser Galen mantenía en reserva. Pero la carta se negó a jugar —dijo Miles—. A riesgo de su vida. Fue la casualidad, después de todo, lo que trajo al capitán Galeni a la Tierra, ¿no?

Galeni sacudió la cabeza.

—No —dijo, todavía en posición de firmes—. Solicité la Tierra.

—Oh. Bueno, desde luego fue la casualidad lo que me trajo aquí —Miles pasó por alto la metedura de pata—, la casualidad y mis heridos y criocadáveres que necesitaban la atención de un centro médico importante en cuanto fuera posible. Hablando de los mercenarios dendarii, comodoro, ¿se quedó el correo con los dieciocho millones de marcos que les debe Barrayar?

—Nunca se enviaron —dijo Destang—. Hasta que la capitana Bothari-Jesek llegó a mi despacho, nuestro último contacto con sus mercenarios fue el informe que envió usted desde Mahata Solaris tras el asunto Dagoola. Entonces desaparecieron. Desde el punto de vista del cuartel general del Sector Dos, llevan ustedes desaparecidos más de dos meses. Para nuestra consternación. Sobre todo porque las solicitudes semanales de informes de situación del jefe Illyan se convirtieron en diarias.

—Ya… veo, señor. ¿Entonces no recibieron nunca nuestras urgentes peticiones de fondos? ¡Entonces nunca me destinaron a la embajada!

Un ruidito muy pequeño, como de un dolor profundo y sofocado, escapó del por lo demás impasible Galeni.

—Cosa de los komarreses. Al parecer fue una argucia para mantenerlo inmovilizado hasta conseguir el cambio que pretendían.

—Eso pensaba yo. Ah… no habrá traído usted por casualidad mis dieciocho millones de marcos, ¿verdad? Esa parte no ha cambiado. Lo mencionaba en mi memorando.

—Varias veces —dijo Destang secamente—. Sí, teniente, pagaremos a sus irregulares. Como de costumbre.

—Ah —Miles se derritió por dentro y sonrió cegadoramente—. Gracias, señor. Es un gran alivio.

Destang ladeó la cabeza con curiosidad.

—¿De qué han estado viviendo este último mes?

—Ha sido… un poco complicado, señor.

Destang abrió la boca para preguntar algo más, pero al parecer se lo pensó mejor.

—Ya veo. Bien, teniente, puede usted regresar a su puesto. Su participación aquí ha terminado. En realidad, no tendría que haber aparecido en la Tierra como lord Vorkosigan.

—¿A qué puesto se refiere, señor? ¿A los mercenarios dendarii?

—Dudo que Simon Illyan los buscara urgentemente porque se sentía solo. No es aventurado suponer que se cursarán nuevas órdenes en cuanto el cuartel general esté al corriente de su localización. Deben estar preparados para ponerse en marcha.

Elli y Elena, que habían estado hablando en voz baja al fondo, se alegraron de la noticia. Ivan pareció más agobiado.

—Sí, señor —dijo Miles—. ¿Qué va a pasar aquí?

—Ya que, gracias a Dios, no han implicado ustedes a las autoridades terrestres, resolveremos nosotros mismos este intento abortado de traición. He traído un equipo de Tau Ceti…

Miles supuso que el equipo era un grupo de limpieza: comandos de Inteligencia dispuestos, a la orden de Destang, a restaurar el orden en una embajada llena de traidores con la fuerza o las estratagemas que hicieran falta.

—Ser Galen habría figurado antes en nuestra lista de los más buscados si no lo hubiéramos creído muerto. ¡Galen! —Destang sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo—. Aquí en la Tierra, todo el tiempo. ¿Sabe?, serví durante la Revuelta de Komarr… ahí es donde empecé en Seguridad. Estaba en el equipo que excavó en los escombros de los barracones de Halomar después de que los hijos de puta lo volaran en plena noche… buscando supervivientes y pruebas, encontrando cadáveres y poquísimas pistas… Quedaron un montón de plazas vacantes en Seguridad esa mañana. Maldición. Cómo vuelve todo. Si encontramos a Galen otra vez, después de que se les escapara de las manos —los ojos de Destang cayeron fríamente sobre Galeni—, accidentalmente o de otro modo, lo llevaremos a Barrayar para que responda por esa sangrienta mañana por lo menos. Ojalá se le pudiera hacer responder por todo, pero no hay suficiente para repartir. Como con el loco emperador Yuri.

—Un plan loable, señor —dijo Miles cuidadosamente. Galeni tenía la mandíbula apretada; no recibiría ninguna ayuda por esa parte—. Pero hay una docena de ex rebeldes komarreses en la Tierra con pasados tan sangrientos como el de Ser Galen. Ahora que ha sido descubierto, no supondrá más amenaza para nosotros que ellos.

—Llevan años inactivos —dijo Destang—. Galen, claramente, es el caso contrario.

—Si está usted pensando en un secuestro ilegal, eso podría dañar nuestras relaciones diplomáticas con la Tierra. ¿Merece la pena?

—La justicia permanente bien merece una protesta temporal, se lo aseguro, teniente.

Para Destang, Galen era carne muerta. Muy bien.

—¿En base a qué secuestrará entonces a mi… clon, señor? No ha cometido ningún crimen en Barrayar. Ni siquiera ha estado allí nunca.

«¡Cállate, Miles! —silabeó en silencio Ivan desde detrás de Destang, con una expresión de alarma cada vez mayor en el rostro—. ¡No se discute con un comodoro!» Miles lo ignoró.

—El destino de mi clon me concierne de cerca, señor.

—Me lo imagino. Espero que eliminemos pronto el peligro de nuevas confusiones entre ustedes.

Miles esperó que eso no significara lo que imaginaba. Si tenía que torear a Destang…

—No hay ningún peligro de confusión, señor. Un simple escáner médico revela la diferencia entre nosotros. Sus huesos son normales, los míos no. ¿Con qué acusación o reclamación seguimos estando interesados en él?

—Traición, por supuesto. Conspiración contra el Imperio.

Como la segunda parte era demostrablemente cierta, Miles se concentró en la primera.

—¿Traición? Nació en Jackson's Whole. No es súbdito imperial por conquista ni lugar de nacimiento. Para acusarlo de traición —Miles tomó aire— hay que permitir que sea súbdito imperial por sangre. Y si lo es, lo es del todo, un lord de los Vor con todos los derechos de su rango… incluyendo el de ser juzgado por sus pares, el Consejo de Condes, en sesión plenaria.

Destang alzó las cejas.

—¿Se le ocurriría a él intentar una defensa tan forzada?

«Si no lo hiciera, yo se lo señalaría.»

—¿Por qué no?

—Gracias, teniente. Es una complicación que no había considerado —Destang parecía en efecto pensativo, y cada vez más decidido.

El plan de Miles para convencer a Destang de que dejar marchar al clon era idea suya parecía volverse peligrosamente retrógrado. Tenía que saber…

—¿Se plantea el asesinato como una opción, señor?

—Y apremiante —Destang enderezó resuelto la espalda.

—Ahí podría haber problemas legales, señor. O bien no es un súbdito imperial, y no tendríamos de entrada ninguna autoridad sobre él, o lo es, y entonces tendría derecho a toda la protección de la ley imperial. En cualquier caso, su asesinato sería…

Miles se humedeció los labios. Galeni, el único que sabía adónde quería ir a parar, cerró los ojos como el hombre que ve un accidente a punto de ocurrir.

—… una orden criminal, señor.

Destang parecía impaciente.

—No había planeado darle a usted la orden, teniente.

«Piensa que no quiero mancharme las manos…» Si Miles empujaba la confrontación con Destang hasta su conclusión lógica, habiendo dos oficiales imperiales como testigos, existía la posibilidad de que el comodoro se echara atrás; había al menos la misma posibilidad de que Miles se encontrara en profundidades muy… profundas. Si la confrontación los llevaba a un consejo de guerra, ninguno de ellos saldría ileso. Aunque Miles ganara, Barrayar no quedaría bien parada, y los cuarenta años de servicio imperial de Destang no merecían un final tan innoble. Y si lo confinaban en sus habitaciones, todos los cursos alternativos de acción (¿y en qué estaba pensando, por el amor de Dios?) estarían bloqueados para él. No quería verse encerrado en otra habitación. Mientras tanto, el equipo de Destang ejecutaría sin vacilación cualquier orden que se le diera…

Mostró los dientes con algo parecido a una sonrisa y dijo solamente:

—Gracias, señor.

Ivan pareció aliviado.

Destang hizo una pausa.

—Los legalismos son una preocupación poco habitual para un especialista en operaciones encubiertas, ¿no?

—Todos tenemos nuestros momentos ilógicos.

La atención de Quinn estaba ahora fija en él; con un leve movimiento de ceja preguntó: «¿Qué demonios…?»

—Intente no tener demasiados, teniente Vorkosigan —dijo Destang secamente—. Mi ayuda de cámara tiene la orden de crédito de sus dieciocho millones de marcos de origen ilocalizable. Véalo al salir. Llévese a estas mujeres —señaló a las dos dendarii uniformadas.

Ivan, al recordarlas, les sonrió. «Son mis oficiales, maldición, no mi harén», se rebeló Miles en silencio. Pero ningún oficial barrayarés de la edad de Destang lo vería de esa forma. Algunas actitudes no cambiaban nunca; había que superarlas con la propia vida.

Las palabras de Destang eran una clara despedida. Miles corrió el riesgo de ignorarlas, sin embargo. Destang no había mencionado…

—Sí, teniente, adelante —la voz del capitán Galeni era absolutamente neutra—. No he terminado de escribir mi informe. Le daré un Mark-o, contra los dieciocho millones del comodoro, si se lleva con usted a los dendarii.

Los ojos de Miles se ensancharon levemente al oír al capitán. «Galeni no le ha dicho todavía a Destang que los dendarii están en el caso. Por tanto, no puede despedirlos, ¿no?» Una cabeza de ventaja… si encontraba a Galen y Mark antes que el equipo de Destang.

—Trato hecho, capitán —oyó Miles decir a su propia voz—. Es sorprendente lo mucho que pesa un Mark-o.

Galeni asintió una vez y se volvió hacia Destang.

Miles huyó.

13

Ivan siguió a Miles cuando éste regresó a sus habitaciones para ponerse por última vez el uniforme de almirante dendarii con el que había llegado, hacía ya una vida y media.

—Creo que no quiero quedarme abajo a mirar —le explicó Ivan—. Destang va lanzado al cuello. Apuesto a que mantendrá a Galeni en vela toda la noche, tratando de romperlo si puede.

—¡Maldición! —Miles hizo un gurruño con la chaquetilla verde barrayaresa y la arrojó contra la pared, pero no tuvo el impulso necesario para ventilar su frustración. Se tumbó en la cama, se quitó una bota, la sopesó, pero luego sacudió la cabeza y la dejó caer, disgustado—. Me fastidia. Galeni se merece una medalla, no una carga de culpa. Bueno… si Ser Galen no logró romperlo, supongo que tampoco podrá Destang. Pero no es justo, no es justo… —rezongó—. Y yo contribuí a que le cayera eso encima. Maldición, maldición, maldición…

Elli le tendió el uniforme gris sin hacer ningún comentario. Ivan no fue tan sabio.

—Sí, muy bonito, Miles. Pensaré en ti, a salvo en la órbita, mientras los hombres de Destang limpian la casa aquí abajo. Recelosos como el infierno… no confiarán ni en sus propias abuelas. Todos seremos responsables. Nos frotarán, enjuagarán y tenderán a secar al frío viento. —Se acercó a su propia cama y la contempló con añoranza—. No tiene sentido entregarme; vendrán a por mí antes de mañana o algo por el estilo —se sentó, cabizbajo.

Miles miró a Ivan, sorprendido.

—Mm. Sí, te encontrarás en medio de todo el fregado durante unos cuantos días, ¿no?

Ivan, apreciando su cambio de tono, lo miró suspicaz.

—Cierto. ¿Y qué?

Miles se quitó los pantalones. Su mitad del enlace comunicador seguro cayó sobre la cama. Se puso el uniforme dendarii.

—Supongamos que me acuerdo de entregar mi enlace comunicador antes de marcharme. Y supongamos que Elli se olvida de entregar el suyo. —Miles alzó un dedo, y Elli dejó de rebuscar en su chaqueta—. Y supongamos que tú te lo guardas en el bolsillo, con la intención de entregárselo al sargento Barth en cuanto recibas la otra mitad.

Le lanzó el enlace comunicador a Ivan, que lo atrapó instintivamente, pero luego lo mantuvo apartado sujetándolo con dos dedos, como si fuera algo que hubiera encontrado rebulléndose bajo una roca.

—Y supongamos que me acuerdo de lo que me sucedió la última vez que te ayudé a salir de uno de tus líos —dijo Ivan truculento—. El truquito que empleé para ayudarte a volver a la embajada la noche en que trataste de incendiar Londres figura ahora en mi historial. Los perros de caza de Destang tendrán espasmos en cuanto lo descubran, a la luz de las actuales circunstancias. Supongamos que te lo meto en el… —sus ojos cayeron sobre Elli— el oído, ¿vale?

Miles se puso la camiseta negra y sonrió un poco. Empezó a introducir los pies en las botas de combate dendarii.

—Sólo es una precaución. Tal vez no lo utilizaremos nunca. Únicamente en el caso de que necesite una línea privada con la embajada en una emergencia.

—No se me ocurre ninguna emergencia que un oficial de rango inferior no pueda confiar a su comandante de seguridad del sector —dijo Ivan. Su voz se volvió más grave—. Ni tampoco lo haría Destang. ¿Qué estás incubando en el fondo de esa mente retorcida tuya, primito?

Miles selló sus botas e hizo una pausa.

—No estoy seguro. Pero todavía puede que haya una oportunidad de salvar… algo, de todo este lío.

Elli, que escuchaba atentamente, observó:

—Creía que habíamos salvado algo. Descubrimos a un traidor, cerramos una grieta en seguridad, chafamos un secuestro y deshicimos un plan de importancia contra el Imperio de Barrayar. Y nos pagaron. ¿Qué más quieres para una semana?

—Bueno, habría estado bien si hubiéramos hecho algo de todo eso a propósito, en vez de por accidente —musitó Miles.

Ivan y Elli se miraron por encima de la cabeza de Miles; sus rostros empezaban a reflejar una intranquilidad similar.

—¿Qué más quieres salvar, Miles? —preguntó Ivan.

Miles frunció el ceño, se miró las botas, reflexionó.

—Algo. Un futuro. Una segunda oportunidad. Una… posibilidad.

—Es el clon, ¿verdad? —dijo Ivan, la boca agria—. Has empezado a obsesionarte con ese maldito clon.

—Carne de mi carne, Ivan —Miles se miró las palmas de las manos—. En algunos planetas, sería considerado mi hermano. En otros, puede que incluso lo consideraran hijo mío, dependiendo de las leyes sobre la clonación.

—¡Una célula! —dijo Ivan—. En Barrayar lo consideran tu enemigo cuando te dispara. ¿Tienes problemas de memoria? ¡Esa gente intentó matarte! Esta ma… ¡ayer por la mañana!

Miles sonrió débilmente a Ivan, sin replicar.

—¿Sabes? —dijo Elli con cautela—, si decidieras que realmente quieres un clon, podrías hacerte uno. Sin los, ah, problemas del actual. Tienes millones de células…

—No quiero un clon —dijo Miles. «Quiero un hermano.»—. Pero parece que me han… endosado a éste.

—Tenía entendido que Ser Galen lo compró y lo pagó —se quejó Elli—. Lo único que ese komarrés pretendía era matarte. Según la ley de Jackson's Whole, su planeta de origen, el clon pertenece claramente a Galen.

«Jockey de Norfolk, no seas atrevido —susurró la antigua cita en la memoria de Miles—, pues Dickson tu amo fue comprado y vendido…»

—Ni siquiera en Barrayar —dijo suavemente— un ser humano puede poseer a otro. Galen cayó muy bajo, en la búsqueda de su… principio de libertad.

—En cualquier caso, ahora estás fuera de escena —le recordó Ivan—. El alto mando se ha hecho cargo. He oído que te daban la orden de marcharte.

—¿También has oído a Destang decir que pretendía matar a mi… clon, si puede?

—Sí, ¿y qué? —Ivan parecía obstinado, una testarudez casi dominada por el pánico—. No me gustaba de todas formas. Es una pequeña comadreja insidiosa.

—Destang domina también el arte del informe final —dijo Miles—. Aunque abandonara mi puesto ahora mismo, me resultaría físicamente imposible regresar a Barrayar, suplicarle a mi padre por la vida del clon, hacer que recurra a Simon Illyan para dar una contraorden, y que esa orden llegue aquí a la Tierra antes de que se ejecute la acción.

Ivan parecía sorprendido.

—Miles… siempre me pareció embarazoso pedirle un favor al tío Aral, pero pensaba que tú preferías que te despellejaran y cocieran vivo antes de suplicarle nada a tu padre. ¿Y quieres empezar incordiando a un comodoro? ¡Nadie del servicio te querría después de eso!

—Preferiría morir —reconoció Miles—, pero no puedo pedir que otro muera por mí. Pero eso es irrelevante. No tendría éxito.

—Gracias a Dios.

Ivan se lo quedó mirando, completamente inquieto.

«Si no consigo convencer a dos de mis mejores amigos de que tengo razón, tal vez esté equivocado —pensó Miles—. O tal vez tenga que hacer esto solo.»

—Sólo quiero mantener una puerta abierta, Ivan. No te estoy pidiendo que hagas nada…

—Todavía —replicó Ivan taciturno.

—Le entregaría el enlace comunicador al capitán Galeni, pero sin duda a él lo vigilarán de cerca. Se lo quitarían y parecería… ambiguo.

—¿Y a mí me sentaría bien? —se quejó Ivan.

—Hazlo. —Miles terminó de abrocharse la chaqueta, se levantó, y tendió la mano a Ivan para que le devolviera el comunicador—. O no lo hagas.

—Aah —Ivan desvió la mirada y se metió desconsolado el comunicador en el bolsillo—. Me lo pensaré.

Miles ladeó la cabeza, agradecido.

Cogieron una lanzadera dendarii que estaba a punto de salir del espaciopuerto de Londres, con personal que volvía de permiso. En realidad, Elli llamó e hizo que los esperaran. Miles agradeció la sensación de no tener que ir a toda prisa y hasta la habría disfrutado si las presiones de los deberes del almirante Naismith, que ahora hervían en su cabeza, no hubieran avivado automáticamente sus pasos.

Su retraso se convirtió en una ventaja para otros. Un último dendarii con el petate al hombro corrió por la pista cuando los motores se ponían ya en marcha, y llegó por los pelos a la rampa que se contraía. El guardia de la puerta alzó el arma cuando reconoció al recién llegado y le echó una mano mientras la lanzadera empezaba a rodar.

Miles, Elli Quinn y Elena Bothari-Jesek estaban sentados al fondo. El soldado recién llegado, al detenerse para recuperar el aliento, divisó a Miles. Sonrió y saludó.

Miles respondió a ambas acciones.

—Ah, sargento Siembieda. —Ryann Siembieda era un eficaz sargento técnico de Ingeniería, encargado del mantenimiento y reparación de las armaduras de batalla y demás equipo ligero—. Le han descongelado.

—Sí, señor.

—Me dijeron que su diagnóstico era bueno.

—Me descongelaron en el hospital hace dos semanas. He estado de permiso. ¿Usted también, señor? —Siembieda indicó la bolsa de la compra plateada a los pies de Miles, que contenía la piel viva.

Miles la guardó disimuladamente bajo el asiento empujándola con el talón de la bota.

—Sí y no. De hecho, mientras usted estuvo jugando, yo trabajaba. Como resultado, todos tendremos trabajo pronto. Menos mal que disfrutó de su permiso cuando pudo.

—La Tierra es magnífica —suspiró Siembieda—. Fue toda una sorpresa despertar aquí. ¿Ha visto el Parque de Unicornios? Está en esta misma isla. Estuve allí ayer.

—Me temo que no he visto gran cosa —se lamentó Miles.

Siembieda se sacó un holocubo del bolsillo y se lo tendió.

El Parque de Unicornios y Animales Salvajes (una división de Bioingenierías GalaTech) ocupaba los terrenos del grande e histórico estado de Wooton, Surrey, según le informó el cubo guía. En la pantalla vid, una brillante bestia blanca que parecía un cruce entre un caballo y un ciervo, y que probablemente lo era, saltaba entre el follaje.

—Te dejan dar de comer a los leones mansos —le contó Siembieda.

Miles parpadeó ante la imagen mental de Ivan con toga siendo arrojado por un camión flotante para alimentar a un montón de gatos hambrientos que galopaban excitados tras él. Había estado leyendo demasiada historia terrestre.

—¿Qué comen?

—Cubos de proteínas, igual que nosotros.

—Ah —dijo Miles, tratando de no parecer decepcionado. Devolvió el cubo.

Sin embargo, el sargento no se marchó.

—Señor… —empezó a decir, vacilante.

—¿Sí? —Miles procuró que su tono fuera tranquilizador.

—He revisado mis procedimientos, me han dado el alta para realizar servicios ligeros, pero… no recuerdo nada del día en que me mataron. Y los médicos no quisieron contármelo. Me… incomoda un poco, señor.

Los ojos almendrados de Siembieda eran extraños y cautelosos; Miles opinaba que le incomodaba un montón.

—Ya veo. Bueno, los médicos no podían contarle gran cosa de todas formas. No estuvieron allí.

—Pero usted sí, señor —sugirió Siembieda.

«Por supuesto —pensó Miles—. Y si no hubiera estado, no habrías muerto en mi lugar.»

—¿Recuerda nuestra llegada a Mahata Solaris?

—Sí, señor. Algunas cosas, hasta la noche anterior. Pero todo ese día entero ha desaparecido, no sólo la batalla.

—Ah. Bueno, eso no es ningún misterio. El comodoro Jesek, yo mismo, usted y su equipo técnico hicimos una visita a un almacén para efectuar una comprobación del control de calidad de nuestros suministros… Hubo un problema con el primer envío…

—Recuerdo eso —asintió Siembieda—. Células de energía agrietadas que filtraban radiación.

—Cierto, eso es. Usted localizó el defecto, por cierto, al descargarlas para hacer inventario. Hay gente que simplemente las habría almacenado.

—No en mi equipo —murmuró Siembieda.

—Un escuadrón de asalto cetagandano nos atacó en el almacén. Nunca averiguamos si hubo alguna filtración, aunque sospechamos de alguien en puestos destacados cuando nuestros permisos orbitales fueron revocados y las autoridades nos invitaron a abandonar el espacio local de Mahata Solaris. O tal vez no les gustó la excitación que llevábamos con nosotros. Sea como fuere, una granada gravítica estalló al fondo del almacén. Usted fue alcanzado en el cuello por un fragmento de metal que rebotó por la explosión. Murió desangrado en cuestión de segundos.

Era increíble la cantidad de sangre que tenía un hombre delgado; esparcida durante la refriega… Su olor, y la sensación de quemado volvieron a Miles mientras hablaba, pero mantuvo la voz firme y tranquila.

—Lo llevamos de vuelta a la Triumph y lo congelamos una hora después. La cirujano fue muy optimista, ya que no había daños de importancia en los tejidos.

No como en el caso de uno de los técnicos, que había volado en trocitos casi en el mismo momento.

—Yo… me preguntaba qué había hecho. O dejado de hacer.

—Apenas tuvo tiempo de hacer nada. Fue prácticamente la primera baja.

Siembieda pareció levemente aliviado. «¿Y qué pasa por la cabeza de un muerto ambulante? —se preguntó Miles—. ¿Qué fallo personal podía temer más que la muerte misma?»

—Si le sirve de consuelo —intervino Elli—, esa pérdida de memoria es común en las víctimas de todo tipo de traumas, no sólo en las criorresurreciones. Pregunte y verá que no es el único.

—Será mejor que se ate —dijo Miles, mientras la lanzadera se preparaba para despegar.

Siembieda asintió, un poco más alegre, y se volvió en busca de un asiento.

—¿Recuerdas tu quemadura? —le preguntó Miles a Elli con curiosidad—. ¿O está todo piadosamente en blanco?

Elli se pasó una mano por la mejilla.

—Nunca perdí del todo la consciencia.

La lanzadera se abalanzó hacia delante y despegó. El teniente Ptarmigan está a los mandos, juzgó Miles secamente. Algunos comentarios procaces de los pasajeros de delante confirmaron su suposición. Miles vaciló y terminó por apartar la mano del control situado en el brazo de su asiento que comunicaba con el piloto: no molestaría a Ptarmigan a menos que empezara a volar boca abajo. Afortunadamente para Ptarmigan, la lanzadera se estabilizó.

Miles volvió la cabeza para echar un vistazo por la ventanilla mientras las brillantes luces de la Gran Londres y su isla se perdían bajo ellos. Un momento después vio la desembocadura del río; los grandes diques y los muelles se extendían a lo largo de cuarenta kilómetros, definiendo la costa por diseño humano, derrotando al mar y protegiendo los tesoros históricos y a varios millones de almas del lecho del Támesis inferior. Uno de los grandes puentes que cruzaban el canal brillaba contra las aguas plomizas del amanecer. Y así los hombres se organizaban por bien de su tecnología como nunca lo hacían por sus principios. La política del mar era indiscutible.

La lanzadera viró, ganando altitud rápidamente, proporcionando a Miles un último atisbo del resplandeciente laberinto de Londres. En alguna parte de aquella monstruosa ciudad se escondían Galen y Mark, o corrían, o planeaban, mientras el equipo de espías de Destang revisaba y volvía a revisar la antigua morada de Galen y la red de comuconsolas buscando pistas, en un mortal juego del escondite. Sin duda Galen tendría el suficiente sentido para evitar a sus amigos y mantenerse alejado de la red a toda costa. Si reducía sus pérdidas y huía ahora, tendría la oportunidad de eludir la venganza de Barrayar durante otra media vida.

Pero si Galen estaba huyendo, ¿por qué había vuelto para recoger a Mark? ¿De qué le servía ya el clon? ¿Tenía Galen algún oscuro sentido de responsabilidad paterna hacia su creación? De algún modo, Miles dudaba que fuera el amor lo que unía a aquellos dos. ¿Podría el clon ser utilizado… como criado, como esclavo, como soldado? ¿Podía el clon ser vendido… a los cetagandanos, a un laboratorio médico, a un circo?

¿Podía el clon ser vendido al propio Miles?

Vaya, ésa era una propuesta que incluso el hiperreceloso Galen se tragaría. Que creyera que Miles quería un cuerpo nuevo, sin las anormalidades óseas que le habían mortificado desde el nacimiento… que creyera que Miles pagaría un alto precio por conseguir el clon para aquel vil propósito… y Miles conseguiría a Mark y fondos y cobertura suficientes para que Galen pudiera escapar sin darse cuenta de que era objeto de caridad por el bien de su hijo. La idea sólo tenía dos fallos: uno, hasta que entablara contacto con Galen no tendría la posibilidad de hacer ningún trato; dos, si Galen estaba dispuesto a colaborar en un plan tan diabólico Miles no estaba tan seguro de que le importara verle eludir la venganza de Barrayar. Un curioso dilema.

Subir de nuevo a bordo de la Triumph fue como regresar a casa. Nudos de los que Miles no había sido consciente se deshicieron en su cuello mientras inhalaba el familiar aire reciclado y absorbía los pequeños sonidos y vibraciones subliminales del adecuado funcionamiento de la nave. Las cosas tenían el aspecto de haber sido reparadas bastante bien desde lo de Dagoola, y Miles anotó mentalmente averiguar a qué agresivos sargentos de ingenieros tenía que dar las gracias. Sería agradable volver a ser Naismith, sin ningún problema más complejo que los que planteaba el cuartel general en sencillo lenguaje militar, definido y sin ambigüedades.

Cursó órdenes. Canceló nuevos contratos de trabajo para dendarii individuales o sus grupos. Todo el personal repartido por el planeta por motivos de trabajo o descanso debía presentarse al cabo de seis horas. Todas las naves iniciarían sus comprobaciones de veinticuatro horas previas a la partida. Mandó llamar a la teniente Bone. Eso le produjo la agradable sensación megalomaníaca de atraer todas las cosas hacia un centro, él mismo, aunque ese buen humor se enfrió cuando contempló el problema no resuelto que le esperaba en su división de Inteligencia.

Seguido por Quinn, Miles les hizo una visita. Encontró a Bel Thorne manejando la comuconsola de seguridad. Thorne pertenecía a la minoría hermafrodita de la Colonia Beta; los desventurados herederos de un proyecto genético de dudoso mérito. En opinión de Miles, aquello había sido uno de los experimentos más descabellados de todos los tiempos. La mayoría de los hombres/mujeres se quedaban en su propia y cómoda subcultura, en la tolerante Colonia Beta; el que Thorne se hubiera aventurado en el ancho mundo galáctico indicaba valentía, aburrimiento mortal, o más probablemente, si conocías a Thorne, mala uva de incomodar a la gente. El capitán Thorne llevaba el suave pelo castaño cortado en un estilo deliberadamente ambiguo, pero lucía su uniforme y rango dendarii, tan duramente ganados, con clara definición.

—Hola, Bel —Miles acercó una silla y la enganchó a sus abrazaderas. Thorne le respondió con un amistoso saludo a medias—. Pon todo lo que el equipo de vigilancia encontró en casa de Galen después de que Quinn y yo rescatáramos al agregado militar barrayarés y lo devolviéramos a su embajada.

Quinn se mantuvo impasible ante esta dosis de revisionismo histórico.

Thorne pasó la grabación obedientemente durante media hora de silencio hasta detenerse en la conversación deslabazada de dos de los infelices guardias komarreses que despertaban de su aturdimiento.

Luego el trino de la comuconsola; una imagen algo degradada, resintetizada a partir del rayo vid; la lenta voz átona y la cara del propio Galen, solicitando un informe sobre la misión asesina de los guardias; la brusca subida del tono cuando se enteró en cambio del dramático rescate.

—¡Idiotas! —Una pausa—. No intentéis contactar conmigo de nuevo.

Corte.

—Localizamos la fuente de la llamada, espero —dijo Miles.

—Una comuconsola pública en una estación tubo —respondió Thorne—. Para cuando enviamos a alguien allí, el radio potencial se había ampliado a unos cien kilómetros. Buen sistema tubo, ése.

—Cierto. ¿Y nunca regresó a la casa después?

—Parece que lo abandonó todo. Supongo que tiene experiencia previa a la hora de evadir la seguridad.

—Era ya experto antes de que yo naciera —suspiró Miles—. ¿Qué hay de los dos guardias?

—Todavía estaban en la casa cuando los tipos de vigilancia de la embajada barrayaresa llegaron y se hicieron cargo. Recogimos nuestras cosas y volvimos a casa. Por cierto, ¿nos han pagado ya los barrayareses este trabajito?

—Espléndidamente.

—Oh, bien. Temía que lo retuvieran hasta que les entregáramos también a Van der Poole.

—Sobre Van der Poole… Galen —dijo Miles—. Ah… ya no trabajamos para los barrayareses en ese caso. Han traído su propio equipo desde el cuartel general del Sector en Tau Ceti.

Thorne frunció el ceño, aturdido.

—¿Y todavía estamos trabajando?

—Por el momento. Pero será mejor que corras la voz a nuestra gente de abajo. A partir de este momento, hay que evitar todo contacto con los barrayareses.

Thorne alzó las cejas.

—¿Para quién trabajamos, entonces?

—Para mí.

Thorne hizo una pausa.

—¿No se está tomando esto muy a pecho, señor?

—Demasiado a pecho, si mi gente de Inteligencia tiene que continuar siendo efectiva —suspiró Miles—. Muy bien. Un extraño e inesperado contratiempo personal ha aparecido en mitad de este caso. ¿Te has preguntado alguna vez por qué nunca hablo de mi entorno familiar, o de mi pasado?

—Bueno… hay un montón de dendarii que no lo hacen, señor.

—Cierto. Yo nací siendo un clon, Bel.

Thorne sólo pareció ligeramente compasivo.

—Algunos de mis mejores amigos son clones.

—Tal vez debería decir que fui creado como clon. En el laboratorio militar de una potencia galáctica de cuyo nombre no quiero acordarme. Fui creado para sustituir en un plan secreto al hijo de cierto hombre importante, clave de otra potencia galáctica… ya puedes imaginar a quién con un poco de investigación, estoy seguro… pero hace unos siete años decliné el honor. Escapé, huí y me establecí por mi cuenta, creando a los mercenarios dendarii a partir de, er, lo que encontré a mano.

Thorne sonrió.

—Un acontecimiento memorable.

—Aquí es donde entra Galen. La potencia galáctica abandonó su plan y me creí libre de mi desgraciado pasado. Pero varios clones habían sido eliminados, como si dijéramos, en el intento de generar un duplicado físico exacto, con ciertos refinamientos mentales, antes de que el laboratorio diera finalmente conmigo. Pensé que habían muerto hacía tiempo, vilmente asesinados, aniquilados. Pero al parecer uno de los primeros prototipos fue puesto en criosuspensión. Y, de algún modo, ha caído en manos de Ser Galen. Mi único hermano-clon superviviente. —Miles cerró el puño—. Esclavizado por un fanático. Quiero rescatarlo —abrió la mano, suplicante—. ¿Comprendes por qué?

Thorne parpadeó.

—Conociéndolo… supongo que sí. ¿Es muy importante para usted, señor?

—Mucho.

Thorne se enderezó un poco.

—Entonces se hará.

—Gracias —Miles vaciló—. Mejor que se suministre a todos los líderes de patrulla que están abajo un pequeño escáner médico. Que lo lleven en todo momento. Como sabes, me reemplazaron los huesos de las piernas por otros sintéticos hace un año. Los suyos son normales. Es la forma más fácil de detectar la diferencia entre nosotros.

—¿Tan similar es su apariencia? —dijo Thorne.

—Nuestras apariencias son idénticas.

—Lo son —confirmó Quinn—. Yo lo he visto.

—Ya… veo. Interesantes posibilidades de confusión por esa parte, señor. —Thorne miró a Quinn, que asintió triste.

—Cierto. Confío en que la distribución de escáneres médicos ayude a resolver las cosas. Adelante… llámame de inmediato si consigues algún avance en el caso.

—Bien, señor.

En el pasillo, Quinn observó:

—Buen movimiento, señor.

Miles suspiró.

—Tenía que encontrar algún modo de advertir a los dendarii sobre Mark. No puedo dejar que vaya otra vez por ahí tan campante haciendo de almirante Naismith.

—¿Mark? —dijo Elli—. ¿Quién es Mark, o me atrevo a imaginarlo? ¿Miles Mark Dos?

—Lord Mark Pierre Vorkosigan —dijo Miles tranquilamente. Al menos, eso esperaba parecer—. Mi hermano.

Elli, consciente de los significados de los juramentos de los clanes de Barrayar, frunció el ceño.

—¿Entonces Ivan tiene razón? ¿Te ha hipnotizado el pequeño cabroncete?

—No lo sé —dijo Miles despacio—. Si soy el único que lo ve así, entonces tal vez, tal vez…

Elli hizo un ruido tranquilizador.

Una ligera sonrisa asomó a la boca de Miles.

—Puede que todo el mundo esté equivocado menos yo.

Elli hizo una mueca.

Miles volvió a ponerse serio.

—La verdad es que no lo sé. En siete años, nunca he abusado de los poderes del almirante Naismith por motivos personales. No es un récord que tenga muchas ganas de malograr. Bueno, quizá no consigamos encontrarlos, y la cuestión dejará de tener importancia.

—Mala cosa —le reprochó Elli—. Si no quieres encontrarlos, tal vez será mejor que no los busques.

—Lógica aplastante.

—¿Entonces por qué no la sigues? ¿Y qué planeas hacer con ellos si los capturas?

—No es demasiado complicado. Quiero encontrar a Galen y a mi clon antes que Destang, y separarlos. Y luego asegurarme de que Destang no los encuentra hasta que yo pueda enviar a casa un informe privado. Al final, si intercedo por él, creo que llegará una contraorden que impida el asesinato de mi clon sin que yo aparezca directamente conectado con ella.

—¿Y qué hay de Galen? —preguntó Elli, escéptica—. De ningún modo lograrás una contraorden para él.

—Probablemente no. Galen es… un problema que no he resuelto.

Miles regresó a su camarote, donde la contable de la flota se reunió con él.

La teniente Bone cayó sobre la orden de crédito de dieciocho millones de marcos con apasionamiento y alegría muy poco comerciales.

—¡Salvados!

—Inviértalos como haga falta —dijo Miles—. Y saque a la Triumph de la casa de empeños. Necesitamos poder marcharnos en cualquier momento sin tener que discutir con la Armada Solar si se trata o no de un robo. Ejem… ¿sería capaz de crear una orden de crédito, en dinero contante o como sea, en fondos galácticos, que no pueda ser relacionada en modo alguno con nosotros?

Los ojos de ella se iluminaron.

—Un desafío interesante, señor. ¿Tiene algo que ver con nuestro inminente contrato?

—Seguridad, teniente —respondió Miles suavemente—. No puedo discutirlo ni siquiera con usted.

—Seguridad —ella hizo una mueca— no oculta tanto a Contabilidad como cree.

—Quizá debería unir ambos departamentos. ¿No? —sonrió ante su aterrorizada mirada—. Bueno, tal vez no.

—¿A nombre de quién debe ir la orden?

—Al portador.

Ella alzó las cejas.

—Muy bien, señor. ¿Cuánto?

Miles vaciló.

—Medio millón de marcos. Sea cuanto fuere eso en créditos locales.

—Medio millón de marcos —advirtió ella cortante— no es poca cosa.

—Siempre que sea en efectivo.

—Haré lo que pueda, señor.

Permaneció a solas en su camarote cuando ella se marchó, con el ceño profundamente fruncido. La situación estaba clara. No cabía esperar que Galen iniciara el contacto a menos que tuviera alguna forma, por no mencionar algún motivo, para controlar la situación o darles una sorpresa. Dejar que Galen planificara sus movimientos parecía fatal, y a Miles no le molestaba la idea de esperar hasta que escogiera el momento de sorprenderlo. Con todo, lanzar una finta para crear una figura quizá fuese mejor que no hacer ningún movimiento en absoluto, a la vista del poco tiempo disponible. Líbrate de la maldita desventaja defensiva, actúa en lugar de reaccionar… Una gran decisión, pero con el pequeño defecto de que, hasta que localizaran a Galen, Miles no tenía ningún objeto sobre el que actuar. Gruñó lleno de frustración y se fue agotado a la cama.

Despertó por su cuenta en la oscuridad del camarote unas doce horas más tarde, según comprobó por los brillantes dígitos del reloj de pared, y permaneció acostado un rato regocijándose en la notable sensación de haber conseguido dormir por fin lo suficiente. El cuerpo le sugería, con la pesada lentitud de sus miembros, que dormir más no habría estado mal, cuando sonó la comuconsola de la cabina. Salvado del pecado de la pereza, se levantó de la cama y la atendió.

Apareció la cara de uno de los oficiales de comunicaciones de la Triumph.

—Señor. Una llamada por tensorrayo de la embajada de Barrayar, allá en Londres. Preguntan personalmente por usted, codificado.

Miles confió en que aquello no fuera literalmente cierto. No podía ser Ivan. Habría llamado por el comunicador privado. Tenía que ser un comunicado oficial.

—Descodifíquelo y páselo aquí, entonces.

—¿Debo grabarlo?

—Ah… no.

¿Habrían llegado ya las nuevas órdenes del cuartel general para los dendarii? Miles maldijo en silencio. Si se veían forzados a salir de la órbita antes de que su gente encontrara a Galen y Mark…

Sobre la placa vid apareció el rostro de Destang.

—«Almirante Naismith.» —Miles captó las comillas alrededor de su nombre—. ¿Estamos solos?

—Por completo, señor.

La cara de Destang se relajó un poco.

—Muy bien. Tengo una orden para usted… teniente Vorkosigan. Debe permanecer a bordo de su nave en órbita hasta que yo, personalmente, le llame de nuevo y le notifique lo contrario.

—¿Por qué, señor? —dijo Miles, aunque lo suponía demasiado bien.

—Para mi tranquilidad. Cuando una sencilla precaución puede impedir la más leve posibilidad de accidente, es una tontería no tomarla. ¿Comprende?

—Por completo, señor.

—Muy bien. Eso es todo. Destang fuera.

La cara del comodoro se disolvió en el aire.

Miles maldijo en voz alta, con sentimiento. La «precaución» de Destang sólo podía significar que sus matones habían localizado ya a Mark, antes que los dendarii… y se disponían a matarlo. ¿Con qué rapidez? ¿Quedaba aún alguna oportunidad?

Miles se puso los pantalones grises, colgados cerca, y sacó del bolsillo el comunicador. Lo pulsó.

—¿Ivan? —dijo en voz baja—. ¿Estás ahí?

—¿Miles? —no era la voz de Ivan, sino de Galeni.

—¿Capitán Galeni? Encontré la otra mitad del comunicador… ah, ¿está usted solo?

—De momento —la voz de Galeni era seca; daba a entender con el tono su opinión sobre la historia del comunicador perdido y quienes la inventaron—. ¿Por qué?

—¿Cómo ha encontrado el comunicador?

—Su primo me lo entregó justo antes de marcharse a cumplir con sus deberes.

—¿Se marchó adónde? ¿Qué deberes?

¿Habían reclutado a Ivan para la caza del hombre? Si así era, Miles le retorcería el cuello por no informarle sobre los procedimientos justo cuando le habría venido mejor. ¡Idiota fanfarrón! Si al menos…

—Está escoltando a la señora del embajador en la Exposición Botánica Mundial y Muestra de Flores Ornamentales del Salón Horticultor de la Universidad de Londres. Va todos los años, para contentar a la jet-set local. Hay que admitir que también le interesa el tema.

Miles alzó un poco la voz.

—¿En mitad de una crisis de seguridad envió usted a Ivan a un espectáculo floral?

—Yo no. El comodoro Destang. Creo que… consideró que Ivan era el más prescindible. No le cae bien Ivan.

—¿Y usted?

—Yo tampoco le caigo bien.

—No, quiero decir que qué va a hacer usted. ¿Está relacionado directamente con… la actual operación?

—Lo dudo.

—Ah. Me alegro. Tenía un poco de miedo de que a alguien se le hubieran cruzado los cables y le hubiera requerido a usted como prueba de lealtad o alguna tontería por el estilo.

—El comodoro Destang no es un sádico ni un loco. —Galeni hizo una pausa—. Sin embargo, es cuidadoso. Estoy confinado en mis habitaciones.

—No tiene acceso directo a la operación, entonces. No sabe dónde están, ni a qué distancia, ni cuándo planean… actuar.

La voz de Galeni fue cuidadosamente neutral, no ofrecía ni negaba ayuda.

—Más bien no.

—Mm. Acaba de confinarme también en mis habitaciones. Creo que ha conseguido algún avance y las cosas están en marcha.

Hubo un breve silencio. Las palabras de Galeni surgieron en un suspiro.

—Lamento oír eso… —su voz se quebró—. ¡Es tan condenadamente inútil! La mano muerta del pasado sigue sacudiendo los hilos galvanizados y nosotros, pobres marionetas, bailamos… Nadie sale beneficiado: ni nosotros, ni él, ni Komarr…

—Si contactara con su padre… —empezó a decir Miles.

—Sería inútil. Luchará, y seguirá luchando.

—Pero ahora no tiene nada. Destruirá su última oportunidad. Es un viejo, está cansado… quizás esté dispuesto a cambiar, a rendirse por fin —argumentó Miles.

—Ojalá… no. No va a renunciar. Por encima de su propia vida debe demostrar que tiene razón. Tener razón lo redime de todos sus crímenes. Haber hecho todo lo que él ha hecho y estar equivocado… ¡insoportable!

—Ya veo. Bien, me pondré en contacto de nuevo con usted si… tengo algo útil que decir. No tiene sentido entregar el enlace comunicador hasta que reúna las dos mitades, ¿eh?

—Como desee —el tono de voz de Galeni no estaba precisamente cargado de esperanza.

Miles cortó la comunicación.

Llamó a Thorne, que no informó de ningún progreso visible.

—Mientras tanto —dijo Miles—, aquí tienes otra indicación. Es una lástima. El equipo de Barrayar, evidentemente, ha localizado a nuestro objetivo hace una hora o cosa así.

—¡Ja! Tal vez si los seguimos nos guíen hasta Galen.

—Me temo que no. Tenemos que adelantarlos, no pisarles los talones. Su caza es letal.

—Armados y peligrosos, ¿eh? Transmitiré la noticia. —Thorne silbó, pensativo—. Su compañero de cuna es bastante popular.

Miles se lavó, se vistió, comió, se preparó: el cuchillo en la bota, escáneres, aturdidores en la canana y ocultos, enlaces de comunicación, una amplia gama de herramientas y juguetes que pasaban por los puestos de seguridad del espaciopuerto de Londres. Distaba mucho de ser equipo de combate, ay, aunque su chaqueta casi tintineaba cuando caminaba. Llamó al oficial de guardia, se aseguró de que cargaran combustible en una lanzadera personal con el piloto preparado. Esperó impaciente.

¿Qué pretendía Galen? Si no estaba huyendo… El hecho de que el equipo de seguridad barrayarés casi lo hubiera localizado sugería que aún estaba cerca por algún motivo. ¿Por qué? ¿Mera venganza? ¿Algo más arcano? ¿Era el análisis que Miles había hecho de él demasiado simple, demasiado sutil? ¿Qué se le había pasado por alto? ¿Qué quedaba en la vida para el hombre que tenía que tener razón?

La comuconsola trinó.

Miles recitó una pequeña plegaria silenciosa: «Que sea algún avance, alguna pista, algo…»

Apareció la cara del oficial de comunicaciones.

—Señor, tengo una llamada desde la red comercial de comuconsolas de abajo. Un hombre que se niega a identificarse dice que quiere usted hablar con él.

Miles se enderezó de un salto.

—Localice la llamada y pase una copia al capitán Thorne de Inteligencia. Pásemela.

—¿Quiere visual o sólo audio?

—Ambas cosas.

La cara del oficial se desvaneció y apareció la de otro hombre, lo que produjo una inquietante ilusión de transmutación.

—¿Vorkosigan? —dijo Galen.

—¿Sí?

—No me repetiré —Galen hablaba bajo y rápido—. Me importa un comino si están grabando o localizando la llamada. Es irrelevante. Se reunirá usted conmigo dentro de setenta minutos exactamente. Vendrá a la Barrera del Támesis, entre la Torre Seis y la Siete. Caminará por el paseo hasta el farallón más bajo. Solo. Entonces hablaremos. Si incumple alguna condición, simplemente no estaremos allí cuando llegue. E Ivan Vorpatril morirá a las 02.07.

—Ustedes son dos. Debo ir acompañado —empezó a decir Miles. «¿Ivan?»

—¿Su bonita guardaespaldas? Muy bien. Dos.

El vid se quedó en blanco.

—No…

Silencio.

Miles llamó a Thorne.

—¿Lo has localizado, Bel?

—Claro que sí. Qué amenazador. ¿Quién es Ivan?

—Una persona muy importante. ¿Desde dónde se efectuó la llamada?

—Desde un nexo-tubo, comuconsola pública. Tengo a un hombre de camino, tardará sólo seis minutos en llegar allí. Desgraciadamente…

—Lo sé. Seis minutos producen un radio de búsqueda de varios millones de personas. Creo que le seguiremos el juego. Hasta cierto punto. Pon una patrulla aérea sobre la Barrera, suministra un plan de vuelo para mi lanzadera, que un coche aéreo y un conductor dendarii y un guardia la esperen. Dile a Bone que quiero ahora ese crédito. Dile a Quinn que se reúna conmigo ante la compuerta de la lanzadera, y que traiga un par de escáneres médicos. Y permanece a la espera. Quiero comprobar algo.

Inspiró profundamente y abrió el enlace comunicador.

—¿Galeni?

Una pausa.

—¿Sí?

—¿Sigue aún confinado en sus habitaciones?

—Sí.

—Necesito una información urgente. ¿Dónde está de verdad Ivan?

—Por lo que sé, sigue aún en…

—Compruébelo. Compruébelo rápido.

Hubo una larga, larguísima pausa, que Miles aprovechó para comprobar meramente el armamento, encontrar a la teniente Bone y dirigirse hacia la lanzadera. Quinn estaba ya esperando, muerta de curiosidad.

—¿Qué pasa ahora?

—Hemos descubierto algo. Más o menos. Galen quiere una reunión, pero…

—¿Miles? —dijo por fin la voz de Galeni. Sonaba bastante forzada.

—Hola.

—El soldado que enviamos como conductor y guardia ha llamado hace unos diez minutos. Sustituyó a Ivan, que escoltaba a milady, mientras éste iba a hacer un pis. Cuando transcurrieron veinte minutos sin que volviera, el conductor fue a buscarlo. Se pasó treinta minutos… el Salón de Horticultura es enorme, y esta noche estaba repleto de gente… Luego nos informó. ¿Cómo lo sabía usted?

—Creo que lo pillé por el otro extremo. ¿Reconoce el estilo de alguien?

Galeni maldijo.

—Cierto. Mire. No me importa cómo lo haga, pero quiero que se reúna conmigo dentro de cincuenta minutos en la Barrera del Támesis, Sección Seis. Lleve al menos un aturdidor, y lárguese preferiblemente sin alertar a Destang. Tenemos una cita con su padre y mi hermano.

—Si Ivan está en su poder…

—Si no tuviera alguna carta, no vendría a jugar. Nos queda una última oportunidad de que salga bien. No es gran cosa, pero es lo que nos queda. ¿Está conmigo?

Una leve pausa.

—Sí —el tono era decidido.

—Nos veremos allí.

Tras guardarse el comunicador en el bolsillo, Miles se volvió hacia Elli.

—Ahora, en marcha.

Entraron en la lanzadera. Por una vez, Miles no puso ninguna pega a la costumbre de Ptarmigan de hacer todos los descensos a velocidad de combate.

14

La Gran Barrera Contra las Mareas del Támesis, conocida por los graciosos locales como el «Monumento al rey Canuto», era una estructura mucho más impresionante vista desde cien metros de altura que desde la panorámica de kilómetros que ofrecía la lanzadera. El vehículo aéreo trazó una vuelta. La montaña de sintarmigón se extendía en ambas direcciones hasta mucho más allá de lo que alcanzaba el ojo de Miles, convertida en una ilusión de mármol por los reflectores que acuchillaban la negra neblina de la noche.

En las torres de vigilancia emplazadas a cada kilómetro no había soldados que protegieran la muralla, sino los ingenieros y técnicos del turno de noche que atendían las compuertas y estaciones de bombeo. Con toda seguridad, si el mar se abría paso alguna vez arrasaría la ciudad más implacablemente que ningún ejército.

Pero el mar estaba tranquilo aquella noche de verano, salpicado de luces de navegación de colores, rojas, verdes, blancas, y por el distante chispear móvil de las luces de los barcos. Al este, el horizonte brillaba débilmente: un falso amanecer producido por las radiantes luces de Europa, más allá de las aguas. Al otro lado de la barrera blanca, hacia el viejo Londres, la noche se tragaba toda la suciedad y la porquería y los lugares derruidos, dejando sólo la enjoyada ilusión de algo mágico, perfecto e inmortal.

Miles apretó el rostro contra la burbuja del auto aéreo para echar una última ojeada estratégica al ruedo en el que estaba a punto de lidiar antes de que el vehículo se lanzara hacia la zona de aparcamientos, casi vacía, situada detrás de la Barrera. La Sección Seis no era una de las principales secciones del canal, con sus enormes compuertas ocupadas a todas horas; estaba formada por un dique y varias estaciones de bombeo auxiliares, casi desiertas a esa hora. Eso le convenía. Si la situación degeneraba en tiroteo, cuantos menos curiosos civiles hubiera cerca, mejor. Pasarelas elevadas y escaleras conectaban con portillas de acceso a la estructura, negros acentos geométricos sobre la blancura; barandillas arañiles marcaban los pasillos, algunos anchos y públicos, otros estrechos, reservados sin duda al personal autorizado. En aquel momento todos estaban desiertos; ni rastro de Galen o Mark. Ni rastro de Ivan.

—¿Qué tiene de significativo las 02.07? —se preguntó Miles en voz alta—. Tengo la sensación de que debería ser obvio. Es una hora tan exacta…

Elli, nacida en el espacio, sacudió la cabeza, pero el soldado dendarii que pilotaba el vehículo aéreo apuntó:

—Es la marea alta, señor.

—¡Ah! —dijo Miles. Se acomodó en su asiento, pensando furiosamente—. Qué interesante. Sugiere dos cosas. Han escondido a Ivan por alguna parte… y será mejor que concentremos nuestra búsqueda bajo la línea de la marea alta. ¿Lo habrán encadenado a una barandilla junto a las rocas o algo por el estilo?

—La patrulla aérea podría hacer una pasada y comprobarlo —dijo Quinn.

—Sí, que lo haga.

El vehículo aéreo se posó en un círculo pintado sobre el pavimento.

Quinn y el segundo soldado salieron primero, con cautela, e hicieron una rápida comprobación de la zona.

—Alguien se acerca a pie —informó el soldado.

—Recemos para que sea el capitán Galeni —murmuró Miles, echando una ojeada a su crono. Faltaban siete minutos para su tiempo límite.

Era un hombre que corría con su perro. La pareja miró a los cuatro dendarii uniformados y los evitó nerviosamente dando un rodeo para llegar al otro extremo del aparcamiento antes de desaparecer en los matorrales que adornaban la zona norte. Todos apartaron las manos de los aturdidores. «Una ciudad civilizada —pensó Miles—. No harías eso a tales horas en algunas partes de Vorbarr Sultana, a menos que tuvieras un perro mucho más grande.»

El soldado comprobó sus infrarrojos.

—Ahí viene otro.

Esta vez no era el suave roce de unas zapatillas de deporte, sino el rápido resonar de unas botas. Miles reconoció el sonido antes de distinguir la cara en el baile de luces y sombras. El uniforme de Galeni pasó de gris oscuro a verde cuando entró en la zona más iluminada del aparcamiento, caminando rápidamente.

—Muy bien —le dijo Miles a Elli—, aquí nos separamos. Permanece fuera de la vista a toda costa, pero si puedes encontrar un punto de observación, adelante. ¿Está abierto el comunicador?

Elli pulsó su comunicador de muñeca. Miles se sacó el cuchillo de la bota y utilizó la punta para desmontar y apagar la diminuta luz de transmisión del suyo propio, luego sopló. El siseo se repitió en la muñeca de Elli.

—Transmite bien —confirmó ella.

—¿Tienes tu escáner médico?

Elli lo mostró.

—Haz una comprobación.

Le apuntó con él, lo agitó arriba y abajo.

—Grabado y listo para una autocomparación.

—¿Se te ocurre alguna otra cosa?

Ella negó con la cabeza, pero seguía sin parecer satisfecha.

—¿Qué hago si él vuelve y tú no?

—Agárralo, llénalo de pentarrápida… ¿llevas el equipo de interrogatorios?

Ella se abrió la chaqueta para destapar una bolsita marrón cosida a un bolsillo interior.

—Rescata a Ivan si eres capaz. Luego —Miles inspiró profundamente—, puedes volarle al clon la cabeza o lo que se te antoje.

—¿Qué pasó con aquello de «es mi hermano me equivoque o no»?—dijo Elli.

Galeni, que llegó en medio de la conversación, ladeó con interés la cabeza para escuchar la respuesta, pero Miles no contestó. No se le ocurría una respuesta sencilla.

—Quedan tres minutos —le dijo a Galeni—. Será mejor que nos movamos.

Se encaminaron por una vereda que conducía a unas escaleras y rebasaron la cadena que anunciaba a los ciudadanos respetuosos de la ley que estaban cerradas durante la noche. Las escaleras conducían por la parte trasera de la barrera hasta un paseo público que se extendía por toda la parte superior para permitir a los ciudadanos ver el océano a la luz del día. Galeni, que evidentemente había venido corriendo, respiraba entrecortadamente ya al comienzo de la subida.

—¿Tuvo algún problema para salir de la embajada? —preguntó Miles.

—En realidad no. Como bien sabe, lo difícil es volver a entrar. Creo que demostró usted que lo más sencillo es lo mejor. Salí por la puerta lateral y cogí el tubo más cercano. Afortunadamente, el guardia de servicio no tenía orden de dispararme.

—¿Lo sabía de antemano?

—No.

—Entonces Destang sabe que se ha marchado.

—Lo sabrá, desde luego.

—¿Cree que le habrán seguido? —Miles miró involuntariamente por encima de su hombro. Vio el aparcamiento y el vehículo aéreo abajo; Elli y los dos soldados habían desaparecido de la vista, buscando sin duda un puesto de observación.

—No inmediatamente. La Seguridad de la embajada —los dientes de Galeni brillaron en la oscuridad— anda corta de personal en estos momentos. Dejé mi comunicador de muñeca, y traje dinero para el tubo en vez de usar mi tarjeta, así que no tienen modo de rastrearme.

Llegaron jadeando a la cima; el aire húmedo se volvió frío contra la cara de Miles; olía a limo de río y sal marina, un leve hedor a estuario podrido. Miles cruzó el amplio paseo y se asomó a echar un vistazo a la cara exterior del dique de sintarmigón. Una estrecha cornisa corría unos veinte metros por debajo, perdiéndose de vista a la derecha en una curva de la Barrera. Al no ser parte de la zona pública, se alcanzaba por escaleras extensibles que asomaban a intervalos en la balaustrada; naturalmente, estaban todas plegadas de noche. Era una tontería tratar de romper y descodificar uno de los controles sellados: llevaría tiempo, y era probable que encendiera las luces de alarma de algún supervisor nocturno en una de las lejanas torres… o que bajaran de golpe.

Miles suspiró entre dientes. Deslizarse sobre duras superficies de roca era una de las actividades que menos le entusiasmaban. Sacó un carrete de cable del bolsillo de su chaquetilla dendarii, ató el arpeo gravítico cuidadosa y firmemente a la balaustrada; lo comprobó dos veces. Al contacto, unos asideros surgieron de los lados del carrete y liberaron el amplio arnés que siempre parecía tremendamente endeble a pesar de su fenomenal fuerza tensora. Miles se envolvió en él, lo tensó, saltó por encima de la balaustrada y bajó por la pared de espaldas, sin mirar hacia abajo. Cuando llegó al fondo era un torrente de adrenalina.

Envió el carrete de vuelta a Galeni, quien imitó la maniobra. Éste no hizo ningún comentario acerca de sus sentimientos sobre la altura cuando le devolvió el aparato. Miles tampoco lo hizo; pulsó el control que liberaba el arpeo, rebobinó el carrete y se lo guardó.

—Vamos bien —comentó Miles. Desenfundó el aturdidor—. ¿Qué ha traído?

—Sólo he conseguido un aturdidor —Galeni se lo sacó del bolsillo, comprobó su carga y alcance—. ¿Y usted?

—Dos. Y unos cuantos juguetitos más. Hay severos límites a lo que uno puede pasar a través de la seguridad de un espaciopuerto.

—Considerando lo abarrotado que está este sitio, creo que hacen bien —observó Galeni.

Aturdidores en mano, caminaron en fila india por el saliente, Miles el primero. El mar se agitaba bajo sus pies: una transparencia marrón verdosa veteada de espuma dentro de los círculos de luz y aterciopelado negro más allá. A juzgar por la decoloración, aquel pasillo se inundaba con la marea alta.

Miles indicó a Galeni que se detuviera y avanzó poco a poco. Pasada la curva, el pasillo se ensanchaba hasta formar un círculo de cuatro metros sin salida; la barandilla lo bordeaba hasta el muro del fondo, donde había una puerta: una sólida escotilla oval.

De pie delante de la escotilla estaban Galen y Mark, con los aturdidores en la mano. Mark llevaba una camiseta negra, pantalones grises y botas dendarii; iba sin chaquetilla… Miles se preguntó si era su propia ropa robada, o un duplicado. Las aletas de la nariz se le distendieron cuando vio la daga de su abuelo en la vaina de piel de lagarto colgando de la cintura del clon.

—Un empate —comentó tranquilamente Galen cuando Miles se detuvo, mirando el aturdidor de Miles y el suyo propio—. Si todos disparamos a la vez, mi Miles o yo quedaremos en pie, y el juego será mío. Pero si por algún milagro consiguiera abatirnos a ambos, no estaríamos en condiciones de decirle dónde está su fornido primo. Moriría antes de que pudiera usted encontrarlo. Su muerte ha sido programada. No necesito volver junto a él para ejecutarlo. Más bien lo contrario. Su bonita guardaespaldas bien podría reunirse con nosotros.

Galeni salió de la curva.

—Algunos empates son más curiosos que otros —dijo.

La cara de Galen olvidó su dura ironía, los labios abiertos en un profundo suspiro de desazón, y luego se volvió a tensar al mismo tiempo que su mano se cerraba sobre el arma.

—Tenía que traer a la mujer —susurró.

Miles sonrió apenas.

—Por ahí andará. Pero usted dijo dos, y somos dos. Todas las partes interesadas están presentes. ¿Ahora qué?

La mirada de Galen contó armas, calculó distancias, músculos, probabilidades. Miles hacía lo mismo.

—El empate continúa —dijo Galen—. Si los dos son aturdidos, pierden; si somos aturdidos nosotros, pierden también. Es absurdo.

—¿Qué sugiere usted?

—Propongo que todos dejemos las armas en el centro del círculo. Luego podremos hablar sin distracciones.

«Tiene otra arma oculta —pensó Miles—. Igual que yo.»

—Una proposición interesante. ¿Quién suelta su arma el último?

La cara de Galen era un retrato de tristes cálculos. Abrió la boca, la volvió a cerrar y sacudió levemente la cabeza.

—Yo también preferiría hablar sin distracciones —dijo Miles con cuidado—. Propongo lo siguiente. Yo soltaré el arma primero. Luego mi… el clon. Luego usted. El capitán Galeni el último.

—¿Qué garantía…? —Galen miró bruscamente a su hijo. La tensión entre ellos era casi enfermiza, un extraño y silencioso compendio de ira, desesperación y angustia.

—Él le dará su palabra —dijo Miles. Miró a Galeni en busca de confirmación, y el capitán asintió despacio.

Se hizo el silencio durante tres segundos.

—Muy bien —convino Galen por fin.

Miles avanzó, se arrodilló, dejó el aturdidor en el centro de la cubierta, retrocedió. Mark repitió su actuación, mirándolo mientras tanto. Galen vaciló un largo, agónico momento, los ojos aún llenos de recelo; luego depositó su arma junto a las otras. Galeni lo siguió sin vacilación, con una sonrisa como el tajo de una espada y la mirada insondable excepto por el transfondo de dolor que acechaba en ella desde que su padre había decidido resucitar.

—Su propuesta primero —le dijo Galen a Miles—. Si tiene una.

—Vida —dijo Miles—. He ocultado… en un lugar que sólo yo conozco, y que si me hubiera aturdido nunca habría descubierto a tiempo, una orden de crédito de cien mil dólares betanos… eso son medio millón de marcos imperiales, amigos… pagaderos al portador. Puedo dárselos, más una ventaja: información útil sobre cómo eludir la Seguridad barrayaresa… que por cierto anda muy cerca de usted…

El clon parecía enormemente interesado; sus ojos se habían ensanchado al mencionar Miles la suma y todavía más ante la mención de la Seguridad barrayaresa.

—A cambio de mi primo —Miles tomó aliento—, mi hermano y su promesa de… retirarse y abstenerse de forjar nuevos planes contra el Imperio de Barrayar. Tales planes sólo provocarían inútiles derramamientos de sangre y un dolor innecesario a sus pocos parientes vivos. La guerra ha terminado, Ser Galen. Es hora de que otros intenten otra cosa. Un camino distinto, tal vez un camino mejor… Después de todo, difícilmente sería peor.

—La revolución no puede acabar —susurró Galen, casi para sí.

—¿Aunque todo el mundo muera? ¿«No funcionó, sigamos un poco más»? En mi trabajo a eso lo llaman estupidez militar. No sé cómo lo llaman en la vida civil.

—Mi hermana mayor se rindió porque aceptó la palabra de un barrayarés —observó Galen. Su rostro era muy frío—. También el almirante Vorkosigan estaba lleno de suave y lógica persuasión, y de promesas de paz.

—La palabra de mi padre fue traicionada por un subordinado que no supo reconocer cuándo se acabó la guerra —dijo Miles—. Pagó el error con su vida; fue ejecutado por su crimen. Mi padre le dio su venganza entonces. Fue todo lo que pudo darle: no pudo devolver aquellos muertos a la vida. Ni yo tampoco. Sólo puedo intentar impedir más muertes.

Galen sonrió con amargura.

—Y tú, David. ¿Qué soborno me ofrecerías por traicionar a Komarr, por aceptar el dinero de tu amo barrayarés?

Galeni se estaba mirando las uñas. Una sonrisa peculiar asomó a sus labios mientras escuchaba. Se frotó levemente los dedos en la costura de los pantalones, se cruzó de brazos, parpadeó.

—¿Nietos?

Galen tuvo un instante de sorpresa.

—¡Ni siquiera estás prometido!

—Quizá lo esté algún día. Si vivo, claro.

—Y todos serían buenos súbditos imperiales —Galen escupió su desprecio, recuperando con esfuerzo el equilibrio inicial.

Galeni se encogió de hombros.

—Parece encajar con la oferta de vida de Vorkosigan. No puedo darte nada más que quieras de mí.

—Creo que son ustedes dos más parecidos de lo que piensan —murmuró Miles—. ¿Entonces cuál es su propuesta, Ser Galen? ¿Por qué nos ha hecho venir aquí?

Galen dirigió la mano derecha a su chaqueta. Luego se detuvo, sonrió, ladeó la cabeza como si pidiera permiso. «Aquí viene el segundo aturdidor —pensó Miles—. Tímidamente, pretendiendo hasta el último minuto que no es un arma.» Miles no parpadeó, pero por su mente pasó un cálculo involuntario de cómo saltar la balaustrada y hasta dónde nadar bajo el agua conteniendo la respiración con la fuerte marea. Y con las botas puestas. Galeni, frío como siempre, no se movió tampoco.

Ni siquiera cuando el arma que Ser Galen reveló bruscamente resultó ser un letal disruptor neural.

—Algunos empates son más igualados que otros —dijo Galen. Su sonrisa se convirtió en una parodia—. Recoge esos aturdidores —le ordenó al clon, que se inclinó, los recogió y se los guardó en el cinto.

—¿Qué va a hacer con eso? —preguntó Miles, tratando de no dejar que sus ojos y su mente se paralizaran hipnotizados por la boca plateada del arma.

—Matarlos —explicó Galeni. Sus ojos volaron hacia su hijo, se desviaron. Se concentró en Miles como si tratara de afianzar su resolución.

«Entonces ¿por qué hablas en vez de disparar?» Miles no expresó ese pensamiento en voz alta, no fuera a ser que Galen se dejara llevar por el buen sentido.

«Haz que siga hablando, quiere decir más, está deseando decir más.»

—¿Por qué? No veo cómo servirá eso a Komarr a estas alturas, excepto tal vez para aliviar sus sentimientos. ¿Simple venganza?

—Nada de simple. Completa. Mi Miles saldrá de aquí siendo el único.

—¡Oh, venga ya! —Miles no tuvo que recurrir a su habilidad como actor para prestar ira a su tono; le salió de forma bastante natural—. ¡No seguirá todavía con el dichoso plan de sustitución! Toda la Seguridad barrayaresa está advertida, lo identificarán de inmediato ahora. No es factible —miró al clon—. ¿Vas a dejar que te meta de cabeza en un eliminador? Serás carne muerta en el momento en que asomes la cabeza. Es inútil. Y no es necesario.

El clon parecía claramente incómodo, pero alzó la barbilla y consiguió mantener una postura orgullosa.

—No voy a ser lord Vorkosigan. Voy a ser el almirante Naismith. Ya lo hice una vez, así que sabes que puedo. Tus dendarii nos ofrecerán la salida de aquí… y una nueva base de operaciones.

—¡Bah! —Miles hizo ademán de tirarse de los pelos—. ¿Crees que habría venido hasta aquí si eso fuera remotamente posible? Los dendarii están también advertidos. Todos los líderes de las patrullas de ahí fuera (y será mejor que creas que tengo patrullas por ahí) llevan un escáner médico. A la primera orden que des, te escanearán. Si encuentran hueso en las piernas donde debería haber prótesis sintéticas, te volarán la cabeza. Fin del plan.

—Pero si los huesos de mis piernas son sintéticos —dijo el clon, sorprendido.

Miles se quedó inmóvil.

—¿Qué? Me dijiste que los huesos no se te rompían…

Galen volvió la cabeza hacia el clon.

—¿Cuándo le dijiste que…?

—No se rompen —le respondió el clon a Miles—. Pero después de que reemplazaran los tuyos, también reemplazaron los míos. De lo contrario, el primer escáner médico lo habría descubierto todo.

—¿Pero sigues sin tener las viejas fracturas en los otros huesos…?

—No, eso requeriría un análisis mucho más detallado. Y cuando los tres sean eliminados, podré evitarlo. Estudiaré tus archivos…

—¿Los tres?

—Los tres dendarii que saben que tú eres Vorkosigan.

—Su bonita guardaespaldas, y la otra pareja —explicó vengativo Galen ante la mirada horrorizada de Miles—. Lamento que no la haya traído. Ahora tendremos que darle caza.

¿Era aquello que asomó al rostro de Mark una expresión de fugaz desazón? Galen también se dio cuenta y frunció el ceño.

—No saldrá bien —argumentó Miles—. Hay cinco mil dendarii. Conozco a centenares de ellos por su nombre, o de vista. Hemos combatido juntos. Sé cosas sobre ellos que sus madres no saben, cosas que no están en ningún archivo. Y me han visto bajo todo tipo de tensiones. Ni siquiera sabrías qué chiste es adecuado contar. Y aunque tuvieras éxito durante un tiempo y te convirtieras en el almirante Naismith como antes quisiste convertirte en el Emperador… ¿dónde está entonces Mark? Tal vez Mark no quiera ser un mercenario del espacio. Tal vez quiera ser un… un diseñador textil. O médico.

—Oh —suspiró el clon, dirigiendo una mirada a su cuerpo retorcido—, médico no…

—O programador de holovid o piloto estelar o ingeniero. O estar muy lejos de él. —Miles indicó a Galen con la cabeza; por un instante los ojos del clon se llenaron de apasionada ansia que rápidamente disimuló—. ¿Cómo lo descubrirás?

—Es verdad —dijo Galen, mirando al clon con los ojos entornados—, debes hacerte pasar por un soldado experimentado. Y no has matado nunca.

El clon se agitó incómodo, mirando de reojo a su mentor.

La voz de Galen se había suavizado.

—Debes aprender a matar si esperas sobrevivir.

—No, no es así —intervino Miles—. La mayoría de la gente no mata a nadie en toda la vida. Es un argumento falso.

El disruptor neural apuntó firmemente a Miles.

—Habla demasiado —los ojos de Galen se posaron una última vez en su silencioso hijo, que alzó la barbilla desafiante y luego desvió la mirada como si la visión le quemase—. Es hora de irnos.

Galen, el rostro endurecido, se volvió hacia el clon.

—Toma —le tendió el disruptor neural—. Es hora de completar tu educación. Dispárales y vámonos.

—¿Qué hay de Ivan? —preguntó en voz baja el capitán Galeni.

—El sobrino de Vorkosigan tiene para mí tan poca utilidad como su hijo —dijo Galen—. Pueden irse al infierno de la mano. —Volvió la cabeza hacia el clon y añadió—: ¡Empieza!

Mark tragó saliva y alzó el arma con ambas manos.

—Pero… ¿qué hay de la orden de crédito?

—No hay ninguna orden de crédito. ¿No distingues una mentira en cuanto la oyes, idiota?

Miles alzó el comunicador de muñeca y le habló claramente.

—Elli, ¿tienes todo esto?

—Grabado y transmitido al capitán Thorne —respondió con regocijo la voz de Quinn, fina en el aire húmedo—. ¿Quieres compañía ya?

—Todavía no. —Miles bajó la mano, se enderezó, miró los ojos enfurecidos de Galen y sus dientes apretados—. Lo que decía. Fin del plan. Discutamos las alternativas.

Mark había bajado el disruptor neural, el rostro preocupado.

—¿Alternativas? ¡Venganza! —susurró Galen—. ¡Fuego!

—Pero… —dijo el clon, agitado.

—En este momento, eres un hombre libre —Miles habló en voz baja y deprisa—. Él pagó por ti, sin embargo no te posee. Pero si matas por él, te poseerá para siempre. Para siempre jamás.

«No necesariamente», silabeó Galeni, pero no interrumpió el discurso de Miles.

—Tienes que matar a tus enemigos —rugió Galen.

La mano de Mark tembló, la boca abierta en protesta.

—¡Ahora, maldición! —aulló Galen, e hizo un intento de recuperar el disruptor neural.

Galeni se colocó delante de Miles, que rebuscó en su chaqueta el segundo aturdidor. El disruptor neural chisporroteó. Miles desenfundó, demasiado tarde, demasiado tarde, el capitán Galeni jadeó —«ha muerto por mi lentitud, mi estupidez de último momento»—, el rostro encogido, la boca abierta en un alarido silencioso. Miles saltó de detrás de él, apuntó el aturdidor…

Y vio a Galen desmoronarse entre convulsiones, la espalda arqueada en un movimiento que le rompió los huesos, la cara retorcida… y entonces se desplomó muerto.

—Mata a tus enemigos —jadeó Mark, la cara blanca como el papel—. Bien. ¡Ah! —añadió, alzando de nuevo el arma mientras Miles avanzaba—. ¡Quédate quieto ahí mismo!

Un siseo a los pies de Miles. Miró hacia abajo para ver una fina capa de espuma barrer sus botas, perder impulso, retroceder. Al cabo de un instante, otra. La marea rebasaba el saliente. La marea subía…

—¿Dónde está Ivan? —exigió Miles, la mano cerrada sobre el aturdidor.

—Si disparas, nunca lo sabrás —dijo Mark.

Su mirada oscilaba nerviosa de Miles a Galeni, del cadáver de Galen a sus pies al arma que tenía en la mano, como si todo formara una suma imposiblemente incorrecta. Respiraba de manera entrecortada, dominado por el pánico; los nudillos con los que sujetaba el disruptor neutral estaban pálidos como el hueso. Galeni permanecía muy, muy quieto, con la cabeza ladeada, contemplando a quien allí yacía o mirando hacia dentro; no parecía ser consciente del arma ni de su portador.

—Bien —dijo Miles—. Tú nos ayudas y nosotros te ayudaremos. Llévanos con Ivan.

Mark retrocedió hacia la pared, sin bajar el arma.

—No te creo.

—¿Adónde vas a ir? No puedes volver con los komarreses. Hay un escuadrón de choque barrayarés pensando en asesinarte y te pisa ya los talones. No puedes acudir a las autoridades locales buscando protección; tienes un cadáver que explicar. Soy tu única oportunidad.

Mark miró el cadáver, el disruptor neural, a Miles.

El suave chirrido de un carrete de rappel al desenrollarse apenas fue audible por encima del siseo del mar. Miles miró hacia arriba. Quinn volaba en un largo arco, como un halcón, el arma en una mano y el carrete de control en la otra.

Mark abrió de una patada la compuerta y entró por ella.

—Busca tú a Ivan. No está lejos. No tengo ningún cadáver que explicar… tú sí. ¡El arma del crimen lleva tus huellas!

Arrojó el disruptor neural y cerró la escotilla.

Miles saltó hacia la puerta con la mano extendida pero ya estaba sellada: a punto estuvo de romperse algunos huesos más. El chasquido de un mecanismo de cierre diseñado para desafiar la fuerza del mar sonó apagado a través de la compuerta. Miles siseó entre dientes.

—¿La vuelo de un tiro? —preguntó Quinn mientras aterrizaba.

—¡Santo Dios, no! —la decoloración de la pared producida por la marca del agua estaba a más de dos metros por encima de la compuerta—. Inundaríamos Londres. Intenta abrirla sin dañarla. ¡Capitán Galeni!

Miles se volvió. Galeni no se había movido.

—¿Se encuentra en estado de shock?

—¿Mm? No… no, no creo. —Galeni se recuperó con esfuerzo. Añadió, en un tono extraño y reflexivo—: Más tarde, tal vez.

Quinn estaba agachada junto a la compuerta; se sacaba artilugios de los bolsillos y los colocaba sobre la superficie vertical, comprobando lecturas.

—Electromecánica con anulación manual… si uso un imán…

Miles se acercó y le quitó a Quinn el arnés deslizante.

—Suba —le dijo a Galeni—, a ver si encuentra una entrada por el otro lado. ¡Tenemos que capturar al pequeño cabrito!

Galeni asintió y se enganchó el arnés.

Miles empuñó el aturdidor y el cuchillo de su bota.

—¿Quiere un arma? —Mark se había marchado con todos los aturdidores en el cinturón.

—El aturdidor es inútil —advirtió Galeni—. Será mejor que se quede con el cuchillo. Si lo alcanzo, usaré las manos desnudas.

«Con placer», añadió Miles en silencio. Asintió. Los dos habían recibido entrenamiento básico barrayarés para la lucha sin armas. Tres cuartas partes de los movimientos le habían sido prohibidos a Miles en una lucha real debido a la secreta debilidad de sus huesos; eso no iba con Galeni. El capitán ascendió, rebotando en la pared colgado del hilo invisible con la precisión de una araña.

—¡Lo tengo! —exclamó Quinn. La gruesa compuerta se abrió, revelando un profundo y oscuro agujero.

Miles se sacó la linterna del cinturón y entró. Miró el cadáver ceniciento de Galen, envuelto por la espuma, liberado de la obsesión y el dolor. No se podía confundir la tranquilidad de la muerte con la tranquilidad del sueño ni de ninguna otra cosa; era el absoluto. El rayo del disruptor neural debía de haberle alcanzado directamente en la cabeza. Quinn cerró la compuerta tras ellos y se detuvo para guardarse el equipo en los bolsillos mientras el mecanismo de la puerta trinaba y parpadeaba, se deslizaba y chasqueaba, manteniendo a raya de nuevo al Támesis.

Los dos recorrieron el pasillo. Apenas cinco metros más adelante llegaron a una intersección en forma de T. El pasillo principal estaba iluminado y se perdía de vista en ambas direcciones.

—Tú ve por la izquierda, yo iré por la derecha —dijo Miles.

—No deberías ir solo —objetó Quinn.

—Tal vez debería duplicarme, ¿eh? ¡Ve, maldición!

Quinn alzó las manos, exasperada, y echó a correr.

Miles corrió en la dirección contraria. Sus pasos resonaban extrañamente en el pasillo, en las profundidades de la montaña de sintarmigón. Se detuvo un momento, escuchó; sólo oyó los leves pasos de Quinn perdiéndose en la distancia. Siguió corriendo, dejando atrás cientos de metros de sintarmigón liso, oscuras y silenciosas estaciones de bombeo y otras iluminadas que zumbaban levemente. Se estaba preguntando si habría pasado por alto una salida (¿una portilla en el techo?) cuando divisó un objeto en el suelo. Uno de los aturdidores se había caído del cinturón de Mark. Miles lo recogió con un rápido ¡ajá! y se lo guardó sin dejar de correr.

Activó el comunicador de muñeca.

—¿Quinn?

El pasillo se transformó de pronto en una especie de vestíbulo con tubo elevador. Debía de estar debajo de una de las torres de vigilancia. Personal autorizado solamente.

—¿Quinn?

Se introdujo en el tubo y se elevó. Oh, Dios, ¿en qué nivel se había bajado Mark? La tercera planta ante la que pasó daba a una zona de paredes de cristal, con aspecto de recibidor, con puertas y la noche más allá. Claramente, una salida. Miles salió del tubo.

Un auténtico desconocido, vestido de civil con una chaqueta y pantalones, se volvió al oír el sonido de sus pasos y se apoyó en una rodilla. El destello plateado de un espejo parabólico parpadeó en sus manos: la boca de un disruptor neural.

—¡Allí está! —exclamó el hombre, y disparó.

Miles retrocedió hacia el tubo elevador tan rápido que rebotó en la otra pared. Extendió las manos hacia la escalerilla de seguridad en el costado del tubo y empezó a asir peldaños más rápido de lo que el campo antigrav podía elevarlo. Contrajo los músculos faciales, lleno de picotazos por el nimbo del rayo disruptor. Los zapatos del hombre, advirtió Miles, eran botas del servicio barrayarés.

—¡Quinn! —aulló de nuevo por el comunicador de muñeca.

El siguiente nivel daba a un pasillo sin pistoleros. Las tres primeras puertas que probó estaban cerradas. La cuarta cedió; daba a una oficina profusamente iluminada, al parecer desierta. Al echarle un rápido vistazo Miles captó un ligero movimiento en las sombras, bajo una consola. Se agachó para encontrarse con dos mujeres vestidas con el mono azul de técnicos de la Autoridad de Mareas. Una chilló y se cubrió los ojos; la segunda la abrazó y miró desafiante a Miles, que trató de sonreír amistosamente.

—Ah… hola.

—¿Quiénes son ustedes? —dijo la segunda mujer con mala cara.

—Oh, no estoy con ellos. Son, um… asesinos contratados —una descripción justa, después de todo—. No se preocupen, no van por ustedes. ¿Han llamado ya a la policía?

Ella negó con la cabeza, muda.

—Les sugiero que lo hagan inmediatamente. Ah… ¿me han visto antes?

Ella asintió.

—¿Por qué camino tomé?

Ella retrocedió, aterrorizada, creyéndose acorralada por un psicópata. Miles se encogió de hombros y se acercó a la puerta.

—¡Llame a la policía! —ordenó. El leve pitido de las teclas de una comuconsola al ser pulsadas le siguió pasillo abajo.

Mark no estaba en aquel nivel. El campo gravitatorio del tubo elevador había sido desconectado; la barra de seguridad automática estaba extendida sobre la abertura y el brillo rojo de la luz de advertencia inundaba el pasillo. Miles asomó con cuidado la cabeza, para encontrarse con otra cabeza que le miraba desde en el nivel inferior; se retiró cuando un disruptor neural chispeó.

Un balcón corría por la parte exterior de la torre. Miles atravesó la puerta y miró en derredor, y hacia arriba. Sólo había un piso más. Su balcón era fácilmente alcanzable con un garfio. Sonrió, sacó el carrete y lo lanzó; consiguió enganchar firmemente el garfio en la balaustrada al primer intento. Tragó saliva. Un breve oscilar sobre la torre, el dique y el rugiente mar cuarenta metros más abajo, y se encontró en el siguiente balcón.

Se acercó de puntillas a la puerta de cristal y comprobó el pasillo. Mark estaba agachado, recortado por la luz roja, cerca de la entrada del tubo ascensor, con el aturdidor en la mano. La forma (inconsciente, esperaba Miles) de un hombre con mono de técnico yacía tendida en el suelo.

—¿Mark? —llamó Miles en voz baja, y retrocedió. Mark se dio la vuelta y lanzó una descarga en su dirección. Miles se apretujó contra la pared—. Coopera conmigo y te sacaré vivo de ésta. ¿Dónde está Ivan?

El recordatorio de que Mark aún tenía un as en la manga tuvo el esperado efecto tranquilizador. No volvió a disparar.

—Sácame de ésta y te diré dónde está —replicó.

Miles sonrió en la oscuridad.

—Muy bien. Voy a acercarme.

Atravesó la puerta y se reunió con su imagen, deteniéndose sólo para comprobar el pulso en el cuello del hombre tendido. Estaba vivo, menos mal.

—¿Cómo vas a sacarme de ésta? —exigió Mark.

—Bueno, ésa es la parte difícil —admitió Miles. Se detuvo a escuchar. Alguien trataba de subir por la escalerilla del tubo elevador; todavía no estaba cerca de su nivel—. La policía viene de camino y, cuando llegue, espero que los barrayareses se marchen a toda prisa. No querrán ser capturados en un embarazoso incidente interplanetario que el embajador tendría que explicar a las autoridades locales. La operación de esta noche ya está fuera de control porque la gente los ha visto. Destang hará que rueden sus cabezas por la mañana.

—¿La policía? —Mark apretó con más fuerza su aturdidor; el miedo luchó por abrirse paso en su rostro.

—Sí. Podríamos intentar jugar al escondite en esta torre hasta que la policía llegue. O podríamos subir al tejado y hacer que el vehículo aéreo dendarii nos recoja ahora mismo. Sé lo que prefiero yo. ¿Y tú?

—Entonces sería tu prisionero —susurró Mark, lleno de furia y miedo—. Muerto ahora, muerto después, ¿cuál es la diferencia? Sé qué utilidad le darías a un clon tuyo.

Miles advirtió que Mark volvía a verse a sí mismo como un banco de partes corporales ambulante. Suspiró. Miró su crono.

—Según el horario de Galen, me quedan once minutos para encontrar a Ivan.

Una mirada astuta se apoderó del rostro de Mark.

—Ivan no está arriba. Está abajo. Por donde hemos venido.

—¿Sí? —Miles se arriesgó a echar una ojeada al tubo elevador. El escalador había salido por otra planta. Los cazadores eran concienzudos en su búsqueda. Para cuando llegaran allí, estarían bastante seguros de su presa.

Miles aún llevaba el arnés deslizador. Muy tranquilamente, cuidando de que no sonara, extendió la mano, enganchó el garfio a la barra de seguridad y lo probó.

—Así que quieres bajar, ¿no? Puedo arreglarlo. Pero será mejor que tengas razón en lo de Ivan. Porque si muere te diseccionaré personalmente. Corazón e hígado, filetes y chuletas.

Miles se agachó, comprobó el arnés, fijó las coordenadas de giro y parada del carrete y se situó bajo la barra, dispuesto a lanzarse.

—Sube.

—¿Para mí no hay correa de seguridad?

Miles miró por encima del hombre y sonrió.

—Rebotas mejor que yo.

Con aspecto dubitativo, Mark se guardó el aturdidor en el cinturón, se acercó a Miles y, torpemente, rodeó con brazos y piernas su cuerpo.

—Será mejor que te agarres con más fuerza. La deceleración al fondo va a ser grande. Y no grites al bajar. Llamaría la atención.

La presa de Mark se tensó convulsivamente. Miles comprobó una vez más que no había compañía no deseada (el tubo seguía vacío), y se lanzó.

El doble peso ganó impulso de forma aterradora. Cayeron a plomo en silencio cuatro pisos; Miles se notaba el estómago flotando cerca de las muelas y los costados del tubo elevador eran una mancha de color… Entonces el carrete comenzó a gemir, resistiendo su giro. Las correas mordieron y Mark empezó a soltarse. Miles extendió la mano para sujetarlo por la muñeca. Se detuvieron un centímetro o dos por encima del suelo del tubo, de vuelta al vientre de la montaña de sintarmigón. A Miles le zumbaban los oídos.

El ruido del descenso le había parecido estentóreo, pero ninguna cabeza sorprendida asomó por las aberturas de arriba, ningún arma chisporroteó. Miles y Mark salieron de la línea de visión del tubo al pequeño vestíbulo situado detrás del pasillo interno. Miles pulsó el control para liberar el garfio y dejar que el carrete se rebobinara; el hilo no hizo ningún ruido al caer, pero el garfio chasqueó al golpear el suelo y Miles dio un respingo.

—Por allí —Mark señaló a la derecha. Corrieron pasillo abajo, uno al lado del otro. Una profunda vibración empezó a ahogar otros sonidos más ligeros. La estación de bombeo que parpadeaba y zumbaba cuando Miles pasó por primera vez por allí estaba ahora en pleno funcionamiento para elevar el agua del Támesis hasta el nivel de la marea alta a través de tuberías ocultas. La siguiente estación, anteriormente oscura y silenciosa, estaba ahora iluminada, preparada para entrar en acción.

Mark se detuvo.

—Aquí.

—¿Dónde?

Mark señaló.

—Cada cámara de bombeo tiene una compuerta de acceso, para limpieza y reparaciones. Lo pusimos ahí dentro.

Miles maldijo.

La cámara de bombeo tenía el tamaño de un armario grande. Sellada, sería oscura, fría, viscosa, apestosa y completamente silenciosa. Hasta que el impulso del agua, tamborileando con inmensa fuerza, la inundara para convertirla en una cámara de muerte. La inundara para llenar los oídos, la nariz, los ojos oscuros; la inundara para llenar la cámara hasta arriba, arriba, ni un pequeño bolsillo de aire para una boca frenética; la inundara para retorcer y golpear el cuerpo incesantemente, haciéndolo chocar contra las gruesas paredes hasta que la cara quedara aplastada sin posibilidad de reconocimiento, hasta que, con la marea, las hediondas aguas se retiraran, dejando… nada de valor. Un obstáculo en la línea.

—Tú… —jadeó Miles, mirando a Mark—. ¿Te prestaste a este…?

Mark se frotó las palmas, nervioso, y retrocedió.

—Estás aquí… te he traído —empezó a decir, quejumbroso—. Dije que lo haría…

—¿No es un castigo demasiado severo para un hombre que nunca te ha hecho otro daño que roncar y no dejarte dormir? ¡Ah!

Miles se volvió, la espalda rígida de disgusto, y empezó a golpear los controles de cierre de la compuerta.

El último paso era manual, girar la barra que la liberaba. Cuando Miles empujó la pesada puerta hacia dentro, una alarma empezó a sonar.

—¿Ivan?

—¡Ah! —el grito que surgió del interior era casi mudo.

Miles se introdujo hasta los hombros, la linterna en la mano. La compuerta estaba cerca de la parte superior de la cámara; se encontró mirando la mancha blanca del rostro de Ivan, medio metro por debajo de él.

—¡Tú! —exclamó Ivan con voz asqueada mientras resbalaba en el fango.

—No, él no —corrigió Miles—. Yo.

—¿Eh? —la cara de Ivan estaba arrugada, agotada, casi más allá de cualquier pensamiento coherente. Miles había visto esa misma expresión en hombres que habían pasado demasiado tiempo en combate.

Miles lanzó su oportuno arnés (se estremeció, recordando que casi había decidido no incluirlo cuando preparaba las cosas a bordo de la Triumph) y agarró el carrete.

—¿Listo para subir?

Los labios de Ivan se movieron en un murmullo, pero se pasó el arnés por los brazos. Miles golpeó el control del carrete e Ivan voló. Lo ayudó a salir por la compuerta. Ivan se incorporó, las piernas separadas, las manos en las rodillas, jadeando pesadamente. Llevaba el uniforme verde empapado, arrugado y sucio. Sus manos parecían carne de perro. Debía de haber golpeado y arañado, escarbado y gritado en la oscuridad, ahogado y sin que lo oyera nadie…

Miles volvió a cerrar la compuerta. Chasqueó con sonoridad. Giró la barra manual de cierre. La alarma dejó de sonar. Los circuitos de seguridad volvieron a conectarse, la bomba inmediatamente empezó a trabajar. Ningún ruido penetraba desde la cámara de bombeo, aparte de un monstruoso siseo subliminal. Ivan se sentó pesadamente y hundió la cara entre las rodillas.

Miles se arrodilló junto a él, preocupado. Su primo alzó la cabeza y consiguió esbozar una sonrisa enferma.

—Creo que voy a hacer de la claustrofobia una afición a partir de ahora…

Miles le devolvió la sonrisa y le dio una palmada en el hombro. Se levantó y se volvió. Mark no estaba por ninguna parte.

Escupió y se llevó el comunicador de muñeca a los labios.

—¿Quinn? ¡Quinn!

Salió al corredor, miró arriba y abajo, escuchó con atención. El levísimo eco de unos pasos se perdía en la distancia, en la dirección opuesta a la torre de vigilancia repleta de barrayareses.

—Pequeño mierda —murmuró Miles—. Al diablo con él —llamó a la patrulla aérea—. ¿Sargento Nim? Aquí Naismith.

—Sí, señor.

—He perdido contacto con la comandante Quinn. Mire a ver si logra recogerla. Si no, empiece a buscarla. La vi por última vez yendo a pie dentro de la barrera, a medio camino entre la Torre Seis y la Siete, en dirección sur.

—Sí, señor.

Miles se volvió y ayudó a Ivan a ponerse en pie.

—¿Puedes andar? —preguntó ansioso.

—Sí… claro —Ivan parpadeó—. Sólo estoy un poco…

Echaron a andar pasillo abajo. Ivan se tambaleó un tanto, apoyado en Miles; luego caminó con paso más firme.

—No sabía que mi cuerpo pudiera bombear tanta adrenalina. O durante tanto tiempo. Horas y horas… ¿Cuánto tiempo he estado ahí dentro?

Miles miró su crono.

—Menos de dos horas.

—Mm. Me ha parecido mucho más —Ivan recuperaba el equilibrio—. ¿Adónde vamos? ¿Por qué llevas tu traje de Naismith? ¿Está bien milady? No la cogieron a ella, ¿no?

—No, Galen sólo te cogió a ti. Esto es una operación dendarii independiente. Destang me ordenó quedarme a bordo de la Triumph mientras sus matones trataban de eliminar a mi doble. Para que no hubiera confusiones.

—Sí, bueno, tiene sentido. De esa forma, sabrán que pueden disparar a cualquier tipo bajito que vean. —Ivan volvió a parpadear—. Miles…

—Eso es —dijo Miles—. Por eso vamos hacia allí y no hacia allá.

—¿Debería caminar más rápido?

—Estaría bien, si eres capaz.

Avivaron el paso.

—¿Por qué has bajado a tierra? —preguntó Ivan después de un minuto o dos—. No me digas que aún intentas salvarle el pellejo a esa desgraciada copia tuya.

—Galen me mandó una invitación grabada en tu pellejo. No tengo demasiados parientes, Ivan. Para mí son de un valor incalculable. Aunque sólo sea por su rareza, ¿eh?

Intercambiaron una mirada. Ivan se aclaró la garganta.

—Bien. Vale. Pero te puedes buscar un lío, tratando de desafiar a Destang. Dime… si ese escuadrón de asalto está tan cerca, ¿dónde está Galen? —la alarma nubló su rostro.

—Galen ha muerto —informó Miles brevemente. De hecho pasaban ante la oscura intersección que conducía al saliente donde se encontraba el cadáver.

—¿Sí? Me alegra oírlo. ¿Quién hizo los honores? Quiero besarle la mano.

—Creo que tendrás la oportunidad dentro de un instante.

El rápido tableteo de unas pisadas, como de una persona con las piernas cortas, era apenas audible al otro lado de la curva del pasillo. Miles desenfundó el aturdidor.

—Y esta vez no tengo que discutir con él. Tal vez Quinn lo haya hecho correr en esta dirección —añadió esperanzado. Estaba muy preocupado por Quinn.

Mark dobló la curva y se detuvo ante ellos con un grito agónico. Se volvió, dio un paso, se detuvo, se volvió de nuevo como un animal enjaulado. La parte derecha de su cara era una veta roja, tenía la oreja llena de ampollas blancuzcas y el hedor de pelo quemado flotaba levemente en el aire.

—¿Y ahora qué? —preguntó Miles.

La voz de Mark era aguda y forzada.

—¡Hay unos lunáticos pintados que me persiguen con pistolas de plasma! Se han apoderado de la siguiente torre de vigilancia…

—¿Has visto a Quinn por alguna parte?

—No.

—Miles —dijo Ivan, aturdido—, los nuestros no llevarían arcos de plasma en una misión antipersonal de estas características, ¿no? No en una instalación vital como ésta… no querrían arriesgarse a dañar la maquinaria…

—¿Pintados? ¿De qué manera? —instó Miles—. No será por casualidad como una máscara de ópera china, ¿verdad?

—No sé cómo es una máscara de ópera china —jadeó Mark—. Pero ellos… bueno, uno va pintado de oreja a oreja.

—El ghem-comandante, sin duda —suspiró Miles—. De caza formal. Parece que han subido la apuesta.

—¿Cetagandanos? —dijo Ivan bruscamente.

—Sus refuerzos habrán llegado por fin. Habrán seguido mi pista en el espaciopuerto. ¡Oh, Dios… y Quinn fue por allí!

También Miles dio una vuelta sobre sí mismo y se tragó el pánico para devolverlo a donde pertenecía, a la boca del estómago. No debía permitir que le alcanzara el cerebro.

—Relájate, Mark. No quieren matarte a ti.

—¡Y un cuerno que no! ¡Gritó «Ahí está», y trató de volarme la cabeza!

Miles sonrió malicioso.

—No, no —canturreó tranquilizador—. Es un simple caso de confusión de identidades. Esa gente quiere matarme a mí… al almirante Naismith. Son los que están al otro lado del túnel los que quieren matarte a ti. Naturalmente —añadió jovial—, ninguno de ellos nos distingue.

Ivan farfulló entre dientes.

—Por aquí —indicó Miles, y echó a correr. Giró en la intersección y se detuvo ante la compuerta de acceso. Ivan y Mark galopaban detrás.

Miles se puso de puntillas y apretó los dientes. Según el indicador, la marea se había alzado ya por encima de la escotilla. Esa salida estaba sellada por el mar.

15

Miles abrió el canal de su comunicador de muñeca.

—¡Nim! —llamó.

—¡Señor!

—Hay un escuadrón encubierto cetagandano en la Torre Siete. Fuerza desconocida, pero tienen arcos de plasma.

—Sí, señor —respondió sin aliento Nim—. Acabamos de encontrarlos.

—¿Dónde están y qué ven?

—Tengo a un par de soldados ante cada una de las tres entradas a las torres, con un refuerzo en los matorrales de la zona de aparcamiento. Los… ¿cetagandanos dice usted, señor?, dispararon algunos arcos de plasma en el corredor principal cuando tratábamos de entrar.

—¿Algún herido?

—Todavía no. Estamos en el suelo.

—¿Algún rastro de la comandante Quinn?

—No, señor.

—¿Puede localizar su comunicador de muñeca?

—Está en alguna parte de los niveles inferiores de esta torre. No responde y no se mueve.

¿Aturdida? ¿Muerta? ¿Llevaba todavía puesto el comunicador? No había forma de saberlo.

—Muy bien —Miles tomó aliento—, haga una llamada anónima a la policía local. Dígales que hay hombres armados en la Torre Siete… tal vez saboteadores tratando de volar la Barrera. Sea convincente, trate de parecer asustado.

—No habrá problema, señor —respondió Nim.

Miles se preguntó cómo habría peinado a Nim el rayo de plasma.

—Hasta que lleguen los polis, mantenga a los cetagandanos dentro de la torre. Aturda a todo el que intente salir. Los locales ya los distinguirán más tarde. Ponga a un par de oteadores en la Torre Ocho para bloquear esa salida; que avancen hacia el norte y hagan retroceder a los cetagandanos si tratan de salir por el sur. Pero creo que se dirigirán al norte —cubrió el comunicador con la mano y le comentó a Mark—: persiguiéndote.

Retiró la mano y continuó hablando con Nim.

—En cuanto llegue la policía, repliéguense. Evite contacto con ellos. Pero si son acorralados, ríndanse. Somos los buenos. Es a esos desagradables extranjeros de la torre con los arcos de plasma ilegales a quienes deberían perseguir. Nosotros sólo somos turistas que advirtieron algo raro mientras daban un paseo nocturno. ¿Entendido?

La voz de Nim era un poco forzada.

—Entendido, señor.

—Mantenga un observador a la vista en la Torre Seis. Informe cuando llegue la policía. Naismith fuera.

—Comprendido, señor. Nim fuera.

Mark soltó un gemido ahogado y se abalanzó adelante para agarrar a Miles por la chaqueta.

—Idiota, ¿qué estás haciendo? Llama otra vez a los dendarii… ¡ordénales que limpien de cetagandanos la Torre Seis! O lo haré yo.

Hizo ademán de agarrar a Miles por la muñeca, pero éste lo mantuvo a raya y le puso la mano izquierda a la espalda.

—¡Eh! Cálmate ya. Nada me gustaría más que jugar al tiro al blanco con los cetagandanos, sobre todo cuando los superamos en número… pero llevan arcos de plasma. Los arcos de plasma tienen un alcance tres veces superior al de los aturdidores. No le pido a mi gente que afronte una desventaja práctica como ésa si no es imperioso.

—Si esos hijos de puta te pillan, te matarán. ¿Tiene que ser mucho más imperioso?

—Pero Miles —dijo Ivan, mirando pasillo arriba y abajo, dubitativo—, ¿no nos has atrapado en el centro de un movimiento de pinza?

—No —sonrió Miles, alborozado—. No mientras tengamos un manto de invisibilidad. ¡Vamos!

Volvió corriendo hasta la intersección en forma de T y giró a la derecha, hacia la Torre Seis en poder de los barrayareses.

—¡No! —ladró Mark—. ¡Los barrayareses quizá te maten a ti por accidente, pero me matarán a mí a propósito!

Miles miró por encima del hombro.

—Los de ahí atrás nos matarán a ambos sólo para asegurarse. La operación de Dagoola dejó a los cetagandanos más fastidiados con el almirante Naismith de lo que pareces comprender. Vamos.

Reacio, Mark lo siguió. Ivan protegía la retaguardia.

El corazón de Miles redoblaba. Deseaba sentirse la mitad de confiado de lo que sugería su sonrisa. Pero no podía permitir que Mark notara sus dudas. Un par de cientos de metros de sintarmigón pelado quedaron atrás mientras corría de puntillas, tratando de hacer el menor ruido posible. Si los barrayareses ya habían llegado hasta esa parte del túnel…

Llegaron a la última estación de bombeo, y seguía sin haber rastro del problema letal que les esperaba delante. O detrás.

Aquella estación se encontraba otra vez tranquila. Faltaban doce horas para la siguiente marea alta. Si ninguna avalancha insospechada llegaba corriente abajo, debería permanecer desconectada hasta entonces. Con todo, Miles no quería dejar las cosas al azar, y por la forma en que Ivan se movía de un lado a otro, observándolo con creciente alarma, sería mejor que ofreciera alguna garantía.

Empezó a examinar los paneles de control; destapó uno para echar un vistazo a su interior. Por fortuna, era mucho más sencillo que, por ejemplo, el nexo de control de la cámara de propulsión de una nave de salto. Un cortecito aquí, otro allá, desmontaría esta bomba sin encender nada en la torre de vigilancia. Esperaba. Nadie de la torre presta demasiada atención a las pantallas en aquellos momentos. Miles miró a Mark.

—Necesito mi cuchillo, por favor.

A regañadientes, Mark le tendió la antigua daga y, a una mirada de Miles, también la vaina. Miles usó la punta para pelar los alambres finos como cabellos. Su suposición sobre cuáles eran resultó acertada; trató de fingir que lo sabía de antemano. No devolvió el cuchillo cuando terminó.

Se acercó a la compuerta de la cámara de bombeo y la abrió. Esta vez no sonó ninguna alarma. Su garfio gravítico se aferró al instante a la lisa superficie interna. El último problema era aquella maldita barra de cierre manual. Si algún inocente, o no tan inocente, pasaba por delante y le daba un tiento… ah, no. El mismo modelo de palanca tensora de campo, aliada del garfio gravítico, que Quinn había utilizado antes funcionó aquí. Miles suspiró aliviado. Regresó al panel de control del pasillo y dio un golpecito a la microcámara tras situarla al final de una fila de diales. No se notaba nada.

Señaló la compuerta abierta de la cámara de bombeo, como invitándolos a meterse en un ataúd.

—Muy bien. Todo el mundo adentro.

Ivan se puso blanco.

—Oh, Dios. Temía que fuera eso lo que tenías en mente —Mark no parecía mucho más entusiasmado que Ivan.

Miles bajó la voz, suavemente persuasivo.

—Mira, Ivan, no puedo obligarte. Sigue pasillo arriba y corre el riesgo de que tu uniforme impida que alguien te fría el cerebro por reflejo nervioso, si quieres. En caso de que sobrevivas al encuentro con la escuadra de asalto de Destang, te arrestará la policía local, aunque probablemente no será fatal. Pero preferiría que te quedaras conmigo —bajó la voz aún más— y no me dejaras a solas con él.

Ivan parpadeó.

—Oh.

Como Miles esperaba, esta petición de ayuda fue más efectiva que la lógica, las demandas o las exigencias.

—Mira, es como estar en una sala de tácticas —añadió.

—¡Es como estar en una trampa!

—¿No has estado nunca en una sala de tácticas cuando se va la luz? Son trampas. Toda sensación de mando y control es una ilusión. Preferiría encontrarme en el campo de batalla —sonrió, e indicó a su doble con la cabeza—. Además, ¿no crees que Mark merece la oportunidad de compartir tu experiencia?

—Dicho así, tiene cierto atractivo —gruñó Ivan.

Miles bajó el primero a la cámara de bombeo. Creyó oír pasos lejanos en el pasillo. Mark parecía querer salir disparado, pero con Ivan jadeándole al oído tenía pocas posibilidades. Finalmente Ivan, tras tragar saliva, bajó junto a ellos. Miles encendió la linterna. Ivan, el único que era lo bastante alto, cerró la pesada compuerta. El silencio fue sepulcral durante un instante, a excepción de su respiración, mientras permanecían agachados rodilla contra rodilla.

Las manos hinchadas y enrojecidas de Ivan se abrían y se cerraban, pegajosas por el sudor y la sangre.

—Al menos sabemos que no nos oyen.

—Es acogedor —gruñó Miles—. Reza para que nuestros perseguidores sean tan estúpidos como lo fui yo. Pasé por aquí delante dos veces.

Abrió la caja del escáner y colocó el receptor para proyectar la visión norte-sur del pasillo aún vacío. Advirtió que había una leve corriente en la cámara. Cualquier otra cosa anunciaría una riada de agua a través de las tuberías, y sería hora de salir corriendo, con cetagandanos o sin cetagandanos.

—¿Y ahora qué? —dijo Mark con un hilo de voz. Parecía sentirse realmente atrapado, emparedado entre los dos barrayareses.

Con falso aire de tranquilidad, Miles se apoyó contra la pared húmeda y resbaladiza.

—Ahora esperamos. Igual que en una sala de tácticas. Pasas mucho tiempo esperando en una sala de tácticas. Si tienes imaginación, es… un puro infierno —pulsó el comunicador de muñeca—. ¿Nim?

—Sí, señor. Estaba a punto de llamarlo —la voz entrecortada de Nim indicaba que estaba corriendo, o tal vez reptando—. Un vehículo aéreo de la policía acaba de aterrizar en la Torre Siete. Nos retiramos a través del paseo del parque tras la Barrera. El observador informa que los policías acaban de entrar también en la Torre Seis.

—¿Hay alguna novedad sobre el comunicador de muñeca de Quinn?

—Todavía no se ha movido, señor.

—¿Ha establecido alguien ya contacto con el capitán Galeni?

—No, señor. ¿No estaba con usted?

—Se marchó aproximadamente al mismo tiempo en que perdí a Quinn. Lo vi por última vez fuera de la Barrera, aproximadamente en la zona central. Lo envié a buscar otra entrada. Ah… informe inmediatamente si alguien lo localiza.

—Sí, señor.

Maldición, otra preocupación más. ¿Había tenido Galeni problemas con los cetagandanos, los barrayareses o los policías locales? ¿Lo había traicionado su propio estado mental? Miles deseó haber retenido a Galeni a su lado tan apasionadamente como deseaba haber retenido a Quinn. Pero entonces aún no habían encontrado a Ivan: difícilmente podría haber hecho otra cosa. Se sentía como un hombre que intentaba montar un rompecabezas de piezas vivas que se movía y mudaba de forma a intervalos aleatorios con risitas maliciosas. Cambió de expresión. Mark le miraba nervioso; Ivan estaba acurrucado, sin prestar demasiada atención a nada, enzarzado por la forma en que se mordía los labios en una lucha interna con su recién adquirida claustrofobia.

Hubo un movimiento en la distorsionada visión de ciento ochenta grados que el escáner ofrecía del pasillo: un hombre avanzaba en silencio por la curvatura desde el extremo sur. Un oteador cetagandano, supuso Miles, aunque civil. Sostenía en la mano un aturdidor, no un arco de plasma… aparentemente los cetagandanos estaban al corriente de que la policía había entrado en escena con fuerzas demasiado numerosas para ser silenciadas con un conveniente asesinato, y se proponían minimizar la situación o, al menos, quitarle importancia. El cetagandano escrutó el pasillo unos cuantos metros más, luego desapareció por donde había venido.

Un minuto más tarde, movimiento desde el norte: un par de hombres avanzaban de puntillas, tan silenciosamente como podía hacerlo una pareja de gorilas de ese tamaño. Uno de ellos era el atontado que había conseguido participar en una operación encubierta llevando las botas reglamentarias de servicio. También había cambiado el arma por un aturdidor más comedido, aunque su compañero seguía empuñando un mortífero disruptor neural.

Parecía que realmente tendrían ocasión de jugar al tiro al blanco. Ah, el aturdidor, el arma elegida para todo tipo de situaciones inciertas, la única arma con la que te permitías disparar primero y preguntar después.

—¡Enfunda el disruptor neural, eso es, buen chico! —murmuró Miles, mientras el segundo hombre cambiaba también de arma—. Levanta la cabeza, Ivan. Esto quizá sea el mejor espectáculo que veremos en todo el año.

Ivan obedeció, su sonrisa absorta e insegura transmutada en algo genuinamente sardónico, más parecido al Ivan de siempre.

—Oh, mierda, Miles. Destang te cortará las pelotas por orquestar esto.

—De momento, Destang ni siquiera sabe que estoy implicado. Sss. Allá vamos.

El oteador cetagandano había regresado. Hizo un gesto de avance, y un segundo cetagandano se reunió con él. Al otro extremo del pasillo, más allá de su visión debido a la curvatura, los tres barrayareses restantes vinieron corriendo. Eran todos los barrayareses que había en la torre; cualquier vigilancia del perímetro exterior había sido aislada ahora por el cordón policial. Los barrayareses, al parecer, habían renunciado a su presa, misteriosamente desaparecida, y andaban en retirada, esperando salir a través de la Torre Seis lo más rápidamente posible sin tener que dar explicaciones a un puñado de antipáticos terrestres. Los cetagandanos, que habían visto en efecto al supuesto almirante Naismith correr en esta dirección, iban todavía de caza, aunque su retaguardia presumiblemente se cerraba con la presión de los policías que venían detrás.

No había ningún rastro de la retaguardia todavía; ningún indicio de que Quinn estuviera prisionera. Miles no sabía si desear que así fuera o no. Sería agradable saber que estaba aún viva, pero enormemente difícil librarla de las garras cetagandanas antes de que la policía cerrara el cerco. La previsión de bajas mínimas posibles exigía dejarla aturdida o hacerla arrestar, y reclamarla a la policía más tarde… pero ¿y si algún matón cetagandano decidía en el calor de la batalla que las mujeres muertas no hablan? Miles se estremeció como una cafetera hirviendo con la idea.

Tal vez tendría que haber convencido a Mark e Ivan y atacado. Lo rompible dirigiendo a lo discapacitado y lo indigno de confianza en un asalto a lo desconocido… no. ¿Pero habría hecho más, o hecho menos, por cualquier otro oficial bajo su mando? ¿Tanto le preocupaba que su lógica militar estuviera siendo emboscada por sus emociones que ahora fallaba en la dirección opuesta? Eso sería una traición tanto a Quinn como a los dendarii…

El oteador cetagandano apareció en la línea de visión del oteador barrayarés. Los dos dispararon de inmediato y cayeron convertidos en un fardo.

—Reflejos de aturdidor —murmuró Miles—. Es maravilloso.

—Dios mío —dijo Ivan, embobado hasta el punto de olvidar su hermético encierro—, es como el protón aniquilando al antiprotón. Poof.

Los barrayareses restantes, distribuidos a lo largo del pasillo, se aplastaron contra la pared. El cetagandano se tiró al suelo y se arrastró hasta su camarada caído. Un barrayarés se asomó al pasillo y le disparó; el tiro de respuesta del cetagandano se perdió en el aire. Dos de los cuatro barrayareses corrieron hasta los cuerpos inconscientes de sus misteriosos oponentes. Uno se preparó para ofrecer cobertura de fuego, el otro empezó a revisar armas, bolsillos, ropa. Naturalmente, no encontró ninguna identificación. El aturdido barrayarés estaba sacando un zapato para examinarlo (Miles supuso que seguiría con el cuerpo mismo en un momento) cuando una voz ampliada y distorsionada empezó a resonar por todo el pasillo, desde su espalda. Miles no distinguía las palabras, deformadas por el eco, pero su sentido estaba claro.

—¡Aquí! ¡Alto! ¿Qué es todo esto?

Uno de los barrayareses ayudó a levantar al que había resultado aturdido para llevarlo en hombros; tenía que ser el hombre más grande, el propio Boots. Estaban tan cerca de la cámara que Miles apreció el temblor de piernas mientras se enderezaba y empezaba a tambalearse bajo su carga; dos hombres ocupaban el puesto del oteador y el último cubría la retaguardia.

El pequeño ejército condenado había avanzado unos cuatro pasos cuando otra pareja de cetagandanos apareció en la curva sur. Uno disparaba el aturdidor por encima del hombro mientras corría. Su atención estaba tan dividida que no vio caer a su compañero cuando el oteador barrayarés lo abatió hasta que tropezó con su cuerpo tendido y cayó de bruces. No soltó el aturdidor, convirtió la caída en una voltereta controlada y disparó a su vez. Uno de los oteadores barrayareses cayó.

El barrayarés que cubría la retaguardia saltó adelante y ayudó a su compañero a abatir al cetagandano; luego corrió con él, apretado contra la pared. Por desgracia, rebasaron la curva que los protegía en el mismo momento en que una andanada de fuego de aturdidores despejaba el pasillo: un equipo de combate de la policía, dedujo Miles tanto por la táctica como por el hecho de que el cetagandano había estado disparando en esa dirección. Los hombres se enfrentaron a la oleada de energía con resultados predecibles.

El barrayarés restante permaneció en el pasillo, lastrado por el peso de su camarada inconsciente y maldiciendo, los ojos cerrados como si con ello evitara la abrumadora vergüenza de toda la situación. Cuando la policía apareció tras él se dio la vuelta y alzó las manos para rendirse lo mejor que pudo, mostrando las palmas vacías y dejando que su aturdidor castañeteara por el suelo.

Ivan comentó con voz apagada:

—Me imagino la llamada vid al comodoro Destang. «Esto… ¿señor? Nos hemos topado con un pequeño problema. ¿Quiere venir a recogerme?»

—Quizá prefiera desertar —comentó Miles.

Los dos escuadrones de policía convergentes estuvieron a un pelo de repetir la aniquilación mutua de sus sospechosos en fuga, pero consiguieron comunicarse a tiempo sus verdaderas identidades. Miles se sintió casi decepcionado. Con todo, nada duraba eternamente; en algún momento el pasillo habría quedado intransitable debido al montón de cuerpos caídos y al caos subsiguiente relativo a la típica curva de senectud de un sistema biológico ahogado en sus propios desperdicios. Probablemente era mucho pedir que la policía se quitara de enmedio, llevándose a los nueve asesinos, para así poder escapar. Se avecinaba claramente otra larga espera. Maldición.

Con los huesos crujiéndole, Miles se levantó, se desperezó y se apoyó contra la pared, cruzado de brazos. Sería mejor que la espera no fuera demasiado larga. En cuanto la policía declarara que todo estaba despejado, el equipo de técnicos de la Autoridad de Mareas y los encargados de mantenimiento de las bombas aparecerían y empezarían a examinar cada centímetro del lugar. El descubrimiento de la pequeña compañía de Miles era inevitable, pero no letal. Mientras que… Miles miró a Mark, agachado a sus pies… mientras que nadie se dejara llevar por el pánico.

Miles siguió la mirada de Mark hasta la pantalla del escáner, donde los policías comprobaban los cuerpos aturdidos y se rascaban la cabeza. El barrayarés capturado se mostraba adecuadamente hosco y poco comunicativo. Como agente de operaciones encubiertas estaba entrenado para soportar la tortura y también la pentarrápida; los policías londinenses le sacarían poca cosa con los métodos a su disposición, y obviamente él lo sabía.

Mark sacudió la cabeza contemplando el caos del pasillo.

—¿De qué lado estás tú, por cierto?

—¿Es que no has prestado atención? —preguntó Miles—. Todo esto es por ti.

Mark lo miró bruscamente, el ceño fruncido.

—¿Por qué?

Por qué, claro. Miles miró al objeto de su fascinación. Comprendía que un clon se convirtiera en una obsesión, y viceversa. Alzó la barbilla en su tic habitual; al parecer de forma inconsciente, Mark hizo lo mismo. Miles había oído chismes sobre extrañas relaciones entre la gente y sus clones. Pero claro, todo aquel que deliberadamente encargara un clon debía de ser ya raro para empezar. Era mucho más interesante tener un hijo, a ser posible con una mujer más lista, más rápida y más guapa que uno; en ese caso habría al menos una posibilidad de evolución en el clan. Miles se rascó la muñeca. Mark, un momento después, se rascó el brazo. Miles se abstuvo de bostezar deliberadamente. Sería mejor no empezar nada que no pudiera parar.

Bien. Sabía lo que era Mark. Tal vez fuera más importante comprender lo que no era. Y no era un duplicado del propio Miles, a pesar de los esfuerzos de Galen. Ni siquiera era el hermano soñado de un hijo único. Ivan, con quien Miles compartía clan, amigos, Barrayar, recuerdos privados del pasado cada vez más lejano, era cien veces más hermano suyo de lo que Mark sería jamás. Era posible que hubiera subestimado los méritos de Ivan. No era posible volver a empezar de cero, pero sí enmendar un mal comienzo (Miles se miró las piernas, viendo mentalmente los huesos artificiales de su interior). A veces.

—Sí, ¿por qué? —intervino Ivan, ante el prolongado silencio de Miles.

—¿Qué? ¿No te gusta tu nuevo primo? —dijo Miles—. ¿Dónde están tus sentimientos familiares?

—Uno de vosotros es más que suficiente, gracias. Tu Gemelo Malvado aquí presente —Ivan hizo cuernos con los dedos para espantar el mal de ojo— es más de lo que puedo soportar. Además, los dos me encerráis en sitios estrechos.

—Ah, pero yo al menos pedí voluntarios.

—Sí, ese chiste ya me lo sé. «Quiero tres voluntarios. Tú, tú y tú.» Solías mangonearme a mí y a la hija de tu guardaespaldas de esa forma incluso antes de entrar en el ejército, cuando éramos críos. Lo recuerdo.

—Nacido para mandar —sonrió Miles brevemente.

Mark arrugó el entrecejo, mientras trataba aparentemente de imaginar a Miles como un matón de recreo para el grande y saludable Ivan.

—Es un truco mental —le informó Miles.

Estudió a Mark. Estaba agachado incómodamente con la cabeza entre los hombros, como una tortuga protegiéndose de su mirada. ¿Era malvado? Estaba confundido, sin duda. Distorsión de espíritu además de corporal… aunque Galen no podía haber sido mucho más horrible como mentor infantil que el propio abuelo de Miles. Pero para ser un sociópata adecuado hay que estar centrado en uno mismo hasta un grado extremo, cosa que no parecía describir a Mark; apenas le habían permitido tener un yo. Tal vez no estaba lo suficientemente centrado en sí mismo.

—¿Eres malvado? —le preguntó alegremente.

—Soy un asesino, ¿no? —replicó Mark—. ¿Qué más quieres?

—¿Eso ha sido asesinato? Me ha parecido detectar una cierta confusión.

—Él agarró el disruptor neural. Yo no quise soltarlo. Se disparó —el rostro de Mark estaba pálido, blanco y ensombrecido por la brusca iluminación lateral producida por la linterna de Miles al reflejarse en la pared—. En serio.

Ivan alzó las cejas, pero Miles no se entretuvo en darle detalles.

—No premeditado, tal vez —sugirió.

Mark se encogió de hombros.

—Si fueras libre… —empezó a decir Miles lentamente.

Mark arrugó los labios.

—¿Libre? ¿Yo? ¿Qué posibilidad tengo? La policía habrá encontrado ya el cadáver.

—No. La marea rebasó la barandilla. El mar se lo ha llevado. Pasarán tres, cuatro días antes de que vuelva a salir a la superficie. Si sale alguna vez.

Y entonces sería un objeto repelente. ¿Desearía reclamarlo el capitán Galeni, para enterrarlo adecuadamente? ¿Dónde estaba Galeni?

—Supongamos que fueras libre. Libre de Barrayar y Komarr, libre también de mí. Libre de Galen y la policía. Libre de la obsesión. ¿Qué elegirías? ¿Quién eres? ¿O sólo eres reacción, nunca acción?

Mark se retorció visiblemente.

—Vete a la mierda.

Miles torció la boca. Frotó el suelo con la bota y se detuvo antes de empezar a marcar dibujitos con el pie.

—Supongo que nunca lo sabrás mientras yo me imponga sobre ti.

Mark escupió las heces de su odio.

—¡Tú eres libre!

—¿Yo? —Miles casi se sorprendió de verdad—. Nunca seré tan libre como lo eres tú ahora mismo. Estabas atado a Galen por el miedo. Su control sólo era igual a su alcance, y ambas cosas se rompieron juntas. Yo estoy atado… a otras cosas. Dormido o despierto, cerca o lejos, no hay ninguna diferencia. Sin embargo… Barrayar puede ser un lugar interesante, visto a través de otros ojos que no sean los de Galen. Su propio hijo vio las posibilidades.

Mark sonrió con acritud contemplando la pared.

—¿Tienes otra utilidad para mi cuerpo?

—¿Para qué? No se puede decir que tengas la altura que mis… nuestros genes pretendían ni nada de eso. Y mis huesos van camino de convertirse en plástico de todas formas. No hay ninguna ventaja en eso.

—Estaré en la reserva, entonces. Un repuesto para caso de accidente.

Miles alzó las manos.

—Ya ni siquiera crees eso. Pero mi oferta original sigue en pie. Vuelve conmigo, con los dendarii, y te esconderé. Te llevaré a casa. Allí podrás tomarte tu tiempo y decidir cómo ser el auténtico Mark y no una imitación de nadie.

—No quiero conocer a esa gente —declaró Mark llanamente.

Con eso se refería a sus padres. Miles lo entendió con dificultad, aunque Ivan había perdido claramente el hilo.

—No creo que vayan a reaccionar mal. Después de todo, ya están en ti, a nivel fundamental. Tú, ah, no puedes huir de ti mismo. —Hizo una pausa, lo intentó de nuevo—. Si tuvieras la oportunidad de hacer algo, ¿qué sería?

Mark frunció profundamente el ceño.

—Cargarme el negocio de clones de Jackson's Whole.

—Mm —consideró Miles—. Está bastante protegido. De todas formas, ¿qué esperabas de los descendientes de una colonia que empezó siendo una base de secuestradores? Naturalmente, se convirtieron en una aristocracia. Tendré que contarte un par de historias sobre tus antepasados que no aparecen en las crónicas oficiales…

Así que Mark había adquirido una cosa buena de su asociación con Galen: una sed de justicia que iba más allá de su propia piel aunque la incluyera.

—Tal como es la vida, te mantendría ciertamente ocupado. ¿Cómo lo harías?

—No lo sé —Mark pareció sorprendido por este súbito cambio—. Volaría los laboratorios. Rescataría a los niños.

—Buena táctica, mala estrategia. Simplemente, reconstruirían. Necesitas más de un nivel de ataque. Si imaginaras alguna forma de hacer que el negocio no diera beneficios, se moriría solo.

—¿Cómo?

—Déjame ver… Están los clientes. Gente rica y sin ética. Supongo que difícilmente se los podría persuadir para que elijan la muerte sobre la vida. Un logro médico que ofreciera alguna otra forma de extensión personal de vida quizá los dividiera.

—Matarlos los dividiría también —gruñó Mark.

—Cierto, pero sería poco práctico a la larga. La gente de esa clase suele tener guardaespaldas. Tarde o temprano uno te pillaría y todo se acabaría. Mira, debe de haber cuarenta puntos de ataque. No te atasques con el primero que te venga a la cabeza. Por ejemplo, supongamos que regresas conmigo a Barrayar. Como lord Mark Vorkosigan, podrías esperar amasar con el tiempo una base de poder financiero y personal. Completar tu educación… adecuarte para atacar el problema estratégicamente, no sólo, ah, abalanzarte contra la primera pared con la que te encuentres y, zas.

—Nunca iré a Barrayar —dijo Mark entre dientes.

«Sí, y parece que todas las mujeres con un coeficiente superior de la galaxia están en completo acuerdo contigo… puede que seas más listo de lo que crees.» Miles suspiró entre dientes. «Quinn, Quinn, Quinn, ¿dónde estás?» En el pasillo, la policía cargaba a los últimos asesinos inconscientes en una plataforma flotante. La posibilidad de salir de allí se presentaría pronto, o nunca.

Miles se dio cuenta de que Ivan lo estaba mirando.

—Estás completamente chiflado —dijo, con total convicción.

—¿Qué, no piensas que ya es hora de que alguien se las haga pagar a esos bastardos de Jackson's Whole?

—Claro, pero…

—Yo no puedo estar en todas partes. Pero sí apoyar el proyecto —Miles miró a Mark—, si has acabado de intentar ser yo, claro está.

Mark vio cómo se llevaban a los últimos asesinos.

—Puedes quedártelo. Me extraña que no seas tú quien intenta cambiar de identidad conmigo —miró a Miles con la cabeza ladeada, lleno de renovado recelo.

Miles se echó a reír, dolorosamente. Qué tentación. Tirar su uniforme, meterse en un tubo y desaparecer con una nota de crédito por valor de medio millón de marcos en el bolsillo. Ser un hombre libre… Posó la mirada sobre el sucio uniforme verde imperial de Ivan, símbolo de su servicio. «Eres lo que decides ser… elige otra vez.» No. El hijo más feo de Barrayar elegiría seguir siendo su campeón. No se arrastraría a un agujero para no ser nadie.

Hablando de agujeros, era hora de salir de aquél. Los últimos miembros del comando policial desaparecieron tras la curva del pasillo, tras la plataforma flotante. Los técnicos llegarían de un momento a otro. Sería mejor actuar rápido.

—Es hora de irnos —dijo Miles, desconectando el escáner y recuperando la linterna.

Ivan gruñó aliviado y alargó los brazos para abrir la compuerta. Empujó a Miles para ayudarlo a salir. Miles a su vez le lanzó la cuerda del equipo de rappel, como antes. El pánico inundó el rostro de Mark durante un instante cuando vio a Miles enmarcado en la salida y advirtió por qué él podía ser el último; su expresión se cerró de nuevo cuando Miles hizo bajar la cuerda. Miles recogió la pequeña cámara, la devolvió a su caja y pulsó el comunicador de muñeca.

—Nim, informe de situación —susurró.

—Tenemos ambos vehículos de vuelta en el aire, señor, a un kilómetro tierra adentro. La policía ha acordonado su zona. El lugar está repleto de ellos.

—Muy bien. ¿Alguna noticia de Quinn?

—Ningún cambio.

—Déme sus coordenadas exactas dentro de la torre.

Nim así lo hizo.

—Muy bien. Estoy dentro de la Barrera, cerca de la Torre Seis, con el teniente Vorpatril de la embajada barrayaresa y mi clon. Vamos a intentar salir por la Torre Siete y recoger a Quinn de paso. O al menos —Miles tragó saliva, sintiendo estúpidamente que la garganta se le había agarrotado—, vamos a averiguar qué le ha pasado. Mantenga su actual situación. Naismith fuera.

Se quitaron las botas y tomaron pasillo abajo en dirección sur, pegados a la pared. Miles oyó voces, pero estaban detrás de ellos. La intersección en forma de T estaba ahora iluminada. Miles alzó las manos mientras se acercaban, se arrastró hasta la esquina y se asomó. Un hombre ataviado con un mono de la Autoridad de Mareas y un policía uniformado examinaban la compuerta. Les daban la espalda. Miles indicó a Mark e Ivan que avanzaran. Todos se introdujeron en silencio en la boca del túnel.

Había un policía estacionado en el vestíbulo del tubo elevador en la base de la Torre Siete. Miles, con las botas en una mano y el aturdidor en la otra, hizo una mueca de frustración. Se acabaron sus esperanzas de salir sin dejar rastro.

No podía evitarlo. Tal vez compensaran con velocidad la falta de sigilo. Además, el hombre se interponía entre Miles y Quinn y, por tanto, se merecía su destino. Apuntó con el aturdidor y disparó. El policía se desplomó.

Flotaron tubo arriba. «Este nivel», señaló Miles en silencio. El corredor estaba muy iluminado, pero no había ningún sutil sonido que indicara la presencia de gente cerca. Miles siguió las indicaciones que Nim le había dado y se detuvo ante una puerta cerrada con el rótulo: MATERIALES. Tenía el estómago revuelto. Supongamos que los cetagandanos hubieran preparado una muerte lenta para ella, supongamos que los minutos que Miles había pasado escondido lo significaran todo…

La puerta estaba cerrada. Habían atascado el control. Miles lo rompió, provocó un cortocircuito y abrió la puerta manualmente. Casi estuvo a punto de romperse los dedos.

Ella yacía en el suelo, demasiado pálida y quieta. Miles se arrodilló a su lado. El pulso en la garganta, el pulso en la garganta… lo había. La piel estaba caliente, el pecho subía y bajaba. Aturdida, sólo aturdida. Miró a Ivan que se acercaba ansioso, tragó saliva y controló su respiración entrecortada. Aquélla era, después de todo, la posibilidad más lógica.

16

Se detuvieron en la entrada lateral de la Torre Siete para volver a ponerse las botas. El parque se extendía entre ellos y la ciudad, salpicado de chispas blancas y zonas verdes a lo largo de los paseos iluminados, oscuro y misterioso en la zona intermedia. Miles calculó la carrera hasta los matorrales más cercanos y supuso la situación de los vehículos policiales dispersos por los aparcamientos.

—Supongo que no llevarás tu petaca encima —le susurró a Ivan.

—Si la tuviera la habría vaciado hace horas. ¿Por qué?

—Me preguntaba cómo dar veracidad a tres tipos que arrastran a una mujer inconsciente por un parque a estas horas de la noche. Si rociáramos a Quinn con un poco de coñac, al menos podríamos simular que la llevábamos a casa después de una fiesta o algo así. La resaca provocada por los aturdidores se parece bastante a la de verdad, sería convincente aunque ella se despertara un poco grogui.

—Confío en que tenga sentido del humor. Bueno, ¿qué significa un pequeño desprestigio entre amigos?

—Es mejor que un tiro.

—Uh. De todas formas, no tengo mi petaca. ¿Estamos listos?

—Supongo. No, espera…

Otro coche aéreo se estaba posando en tierra. Civil, pero el policía de guardia en la entrada principal de la torre fue a recibirlo. Un hombre mayor salió del vehículo y corrieron juntos a la torre.

—Ahora.

Ivan cogió a Quinn por los hombros y Mark por los pies. Miles pasó cuidadosamente por encima del cuerpo aturdido del policía que protegía aquella salida y todos cruzaron la acera en busca de cobijo.

—Dios, Miles —jadeó Ivan mientras se detenían en el césped para observar el siguiente tramo—, ¿por qué no te lías con mujeres pequeñitas? Tendría más sentido…

—Vamos, vamos. Sólo pesa lo que una mochila de combate llena. Puedes conseguirlo.

No hubo gritos desde detrás, ningún perseguidor a la carrera. La zona más cercana a la torre era probablemente la más segura. Habría sido examinada y barrida antes, y declarada libre de intrusos. La atención policial estaría concentrada en las inmediaciones del parque. Y tendrían que cruzarlo para alcanzar la ciudad y escapar.

Miles escrutó las sombras. Con tanta luz artificial, sus ojos no se adaptaban tan bien a la oscuridad como hubiese querido.

Ivan le imitó.

—No se ve a ningún poli en los matorrales —murmuró.

—No estoy buscando a la policía.

—¿Entonces qué?

—Mark dijo que un hombre con la cara pintada le disparó. ¿Has visto a alguien con pintura en la cara?

—Ah… tal vez la policía lo cogió antes de que viéramos a los otros.

Pero Ivan miró por encima de su hombro.

—Tal vez. Mark… ¿de qué color era la cara? ¿Qué dibujo llevaba?

—Casi toda azul, con una especie de manchas blancas, amarillas y negras. Un ghem-lord de rango medio, ¿no?

—Un capitán de centuria. Si pretendías hacerte pasar por mí, tendrías que ser capaz de leer las ghem-marcas al dedillo.

—Había tanto que aprender…

—De todas formas, Ivan… ¿de verdad crees que un capitán de centuria, altamente entrenado, enviado desde su cuartel general con un juramento de caza, dejó que un pobre poli de Londres lo sorprendiera y lo aturdiera? Los otros no eran más que soldados corrientes. Los cetagandanos los sacarán más tarde. Un ghem-lord moriría antes que pasar esa vergüenza. Será también un cabroncete persistente.

Ivan puso los ojos en blanco.

—Maravilloso.

Avanzaron un centenar de metros entre árboles, matorrales y sombras. El siseo y el zumbido del tráfico de la principal carretera costera llegaba ahora débilmente. Los pasos subterráneos de peatones estaban sin duda vigilados. La autopista de alta velocidad, protegida por una valla, quedaba estrictamente prohibida al tráfico a pie.

Una caseta de sintarmigón cubierta de lianas y matorrales con la esperanza de ocultar su tosca función, se alzaba cerca del sendero principal que conducía al paso subterráneo. Al principio Miles la consideró una letrina pública, pero una segunda mirada reveló que tenía una única puerta cerrada. Los reflectores que deberían haber iluminado ese lado estaban apagados. Mientras Miles observaba, la puerta empezó a abrirse lentamente. Un arma sostenida por una mano pálida brilló débilmente en la oscuridad. Miles apuntó con su aturdidor y contuvo la respiración. La oscura forma de un hombre se asomó.

Miles resopló.

—¡Capitán Galeni!

Galeni se sacudió como si le hubieran disparado, se agachó, y corrió hacia ellos a cuatro patas. Maldijo entre dientes al descubrir, como había hecho Miles, que los matorrales de adorno tenían espinas. Sus ojos hicieron un rápido inventario del grupito: Miles y Mark, Ivan y Elli.

—Que me zurzan. Todavía están vivos.

—Me estaba preguntando lo mismo acerca de usted —admitió Miles.

Galeni parecía… parecía extraño. Había desaparecido de él la fría tranquilidad que había absorbido sin comentarios la muerte de Ser Galen. Casi sonreía, electrizado por una sensación de júbilo algo desequilibrada, como si se hubiera pasado con alguna droga estimulante. Respiraba de manera entrecortada; tenía la cara magullada, la boca le sangraba. Su mano hinchada sujetaba un arma… la última vez iba desarmado y ahora llevaba un arco de plasma cetagandano. El mango de un cuchillo le asomaba de la bota.

—¿Se ha topado, ah, con un tipo con la cara pintada de azul? —inquirió Miles.

—Oh, sí —dijo Galeni, con cierta satisfacción.

—¿Qué demonios le ha pasado, señor?

Galeni habló en un rápido susurro.

—No encontré una entrada a la Barrera cerca de donde le dejé. Divisé eso de allí —indicó la caseta—, y supuse que tal vez habría algún túnel de tuberías de fibra óptica o de agua que condujese hasta la Barrera. Casi acerté. Hay túneles por todo el parque. Pero me confundí bajo tierra y, en vez de salir en la Barrera, acabé en una portilla del paso de peatones bajo la autopista del canal. ¿Y adivina a quién encontré allí?

Miles sacudió la cabeza.

—¿A la policía? ¿Los cetagandanos? ¿Barrayareses?

—Caliente, caliente. Era mi viejo amigo y homólogo en la embajada cetagandana, el ghem-teniente Tabor. La verdad es que tardé un par de minutos en darme cuenta de qué hacía allí. Actuaba como refuerzo en el perímetro exterior para los expertos enviados por el cuartel general. Lo mismo que habría hecho yo de no estar —Galeni hizo una mueca— confinado en mis habitaciones.

»No se alegró de verme —continuó—. No imaginaba qué hacía yo allí. Ambos fingimos contemplar la luna, mientras yo miraba el equipo que había metido en su vehículo de tierra. Puede que me creyera; creo que pensó que estaba borracho o drogado. —Miles se abstuvo amablemente de observar: «Comprendo por qué.»—. Pero entonces empezó a recibir señales de su equipo y tuvo que deshacerse rápidamente de mí. Me disparó con un aturdidor, lo esquivé… no me dio de lleno, pero me tumbé fingiendo estar más tocado de lo que estaba y escuché su conversación con el escuadrón de la torre mientras esperaba una oportunidad de invertir la situación.

»Recuperaba la sensibilidad de la parte izquierda del cuerpo cuando apareció su amigo azul. Su llegada distrajo a Tabor, y salté sobre ambos.

Miles alzó las cejas.

—¿Cómo demonios consiguió hacer eso?

Galeni flexionó las manos mientras hablaba.

—No lo sé del todo —admitió—. Recuerdo haberlos golpeado… —miró a Mark—. Fue agradable tener un enemigo claramente definido para variar.

Miles supuso que había descargado sobre ellos todas las tensiones acumuladas durante la última semana y en esa enloquecida noche. Miles ya había sido testigo de arrebatos de salvajismo.

—¿Siguen vivos?

—Oh, sí.

Miles decidió que lo creería cuando tuviera la oportunidad de comprobarlo con sus propios ojos. La sonrisa de Galeni era alarmante, con aquellos dientes enormes brillando en la oscuridad.

—Su coche —dijo Ivan impaciente.

—Su coche —coincidió Miles—. ¿Sigue allí? ¿Podemos llegar a él?

—Tal vez —respondió Galeni—. Ahora hay al menos una patrulla de la policía en los túneles. Los he oído.

—Tendremos que correr el riesgo.

—Para ti es fácil decirlo —se quejó Mark rencoroso—. Tienes inmunidad diplomática.

Miles lo miró, resistiendo una inspiración salvaje. Con un dedo acarició el bolsillo interno de su chaqueta gris.

—Mark —susurró—, ¿qué te parecería ganar esa nota de crédito de cien mil dólares betanos?

—No hay ninguna nota de crédito.

—Eso es lo que dijo Ser Galen. Podrías reflexionar sobre en qué otras cosas se ha equivocado esta noche —Miles alzó la cabeza para comprobar qué efecto tenía sobre Galeni la mención del nombre de su padre. Un efecto tranquilizador, al parecer; parte de la expresión reservada y abstraída regresó a sus ojos—. Capitán Galeni. ¿Están conscientes esos dos cetagandanos, o se les puede hacer recuperar el sentido?

—Al menos uno lo está. Tal vez ambos. ¿Por qué?

—Testigos. Dos testigos. Ideal.

—Pensaba que toda la gracia de escapar en vez de rendirnos era evitar los testigos —se quejó Ivan.

—Creo que será mejor que yo sea el almirante Naismith —le ignoró Miles—. No es por ofender, Mark, pero no se te da bien el acento betano. No rematas las erres finales con la suficiente dureza. Además, has practicado más a lord Vorkosigan.

Galeni alzó las cejas cuando captó la idea. Asintió pensativo, aunque su rostro, cuando se volvió a mirar a Mark, fue lo suficientemente críptico para que el clon diera un respingo.

—Muy bien. Nos debe esa cooperación, creo. —Y añadió, en voz aún más baja—: Me la debe.

Aquél no era el momento para señalar cuánto le debía Galeni a Mark a cambio, aunque una breve mirada a los ojos convenció a Miles de que Galeni, al menos, era perfectamente consciente del flujo biunívoco de esa sombría deuda. Pero Galeni no desperdiciaría esta oportunidad.

Seguro de su alianza, el almirante Naismith dijo:

—Al túnel, pues. Guíenos, capitán.

Cuando salieron del tubo elevador del paso de peatones subterráneo vieron el vehículo de tierra cetagandano aparcado en una zona de sombras, bajo un árbol, a unos cuantos metros a su izquierda. Seguía sin haber vigilancia policial en esta zona; Galeni les había informado de la presencia de una pareja en la zona del parque, aunque no se habían arriesgado a volver a comprobar ese hecho. Deslizarse por los túneles ya había sido bastante peligroso, y habían esquivado por los pelos a unos artificieros de la policía.

El gran platanar ocultaba el vehículo de la mayoría de las tiendas (cerradas a esta hora) y apartamentos que ocupaban el otro lado de la estrecha calle. Miles esperaba que ningún insomne asomado a una ventana hubiera sido testigo del encuentro de Galeni. La autopista que se alzaba por encima y por detrás de ellos estaba protegida por un muro. Miles seguía sintiéndose al descubierto.

El vehículo de tierra no llevaba ninguna identificación de la embajada, ni tenía otros rasgos característicos que llamaran la atención; neutro, ni viejo ni nuevo, un poco sucio. Decididamente, operaciones encubiertas. Miles alzó las cejas y silbó débilmente al ver las muescas recientes del costado, aproximadamente del tamaño de un hombre, y la sangre que manchaba el pavimento. Con la oscuridad, afortunadamente, el color rojo no destacaba demasiado.

—¿No fue un poco ruidoso? —le preguntó a Galeni, señalando los golpes.

—¿Mm? En realidad no. Golpes secos. Ninguno gritó.

Galeni, tras echar una rápida ojeada arriba y abajo de la calle y hacer una pausa para que un coche solitario pasara de largo, alzó la burbuja de espejo.

Había dos formas acurrucadas en el asiento trasero, atadas con su propio equipo. El teniente Tabor, de civil, parpadeó amordazado. El hombre con la cara pintada de azul estaba desplomado junto a él. Miles comprobó su estado alzándole un párpado y descubrió que seguía inconsciente. Rebuscó en la guantera un equipo médico. Mark se sentó junto a Tabor y Galeni emparedó a sus prisioneros desde el otro lado. A un toque de Ivan, la burbuja se cerró con un suspiro, cubriéndolos a todos. Siete eran multitud.

Miles se estiró desde el asiento trasero y descargó un hispospray de sinergina, primeros auxilios para el trauma, contra el cuello del capitán de centuria. Le haría recuperar el sentido y, desde luego, no le causaría ningún daño. En ese peculiarísimo instante, la vida y salud de los presuntos asesinos de Miles eran un tesoro precioso. Tras pensárselo bien, Miles le administró a Elli una dosis también. Ella emitió un gemido alentador.

El vehículo de tierra se alzó y avanzó. Miles suspiró aliviado cuando dejaron la costa atrás y se internaron en el laberinto de la ciudad. Pulsó su comunicador de muñeca y dijo con su más claro acento betano:

—¿Nim?

—Sí, señor.

—Localice mi comunicador. Síganos. Aquí hemos acabado.

—Le tenemos, señor.

—Naismith fuera.

Apoyó la cabeza de Elli en su regazo y se volvió para observar a Tabor en el asiento trasero. El cetagandano no paraba de mirar a Miles y a Mark, sentado a su lado.

—Hola, Tabor —dijo Mark, cuidadosamente aleccionado, con su mejor acento de Vor barrayarés. ¿De verdad sonaba tan remilgado?—. ¿Cómo está su bonsái?

Tabor retrocedió un poco. El capitán de centuria se agitó y trató de enfocar la vista. Lo intentó un poco más, descubrió sus ligaduras y se quedó quieto… no se relajaba, pero tampoco malgastaba energías en un esfuerzo fútil.

Galeni soltó la mordaza de Tabor.

—Lo siento, Tabor. Pero no podrá tener al almirante Naismith. No aquí en la Tierra, por lo menos. Haga correr la voz por su cadena de mando. Está bajo nuestra protección hasta que su flota abandone la órbita. Parte del precio acordado por su ayuda a la embajada de Barrayar para encontrar a los komarreses que secuestraron a algunos miembros de nuestro personal. Así que retírense.

Tabor miró de un lado a otro mientras escupía su mordaza, movía la mandíbula y tragaba saliva.

—¿Están trabajando juntos? —croó.

—Desgraciadamente —gruñó Mark.

—Un mercenario vive de lo que puede —canturreó Miles.

—Cometió un error cuando aceptó un contrato contra nosotros en Dagoola —siseó el capitán de centuria, concentrándose en el almirante.

—Y que lo diga —reconoció Miles alegremente—. Después de que rescatáramos a su maldito ejército, la Resistencia nos la jugó. Nos pagó la mitad de lo prometido. Supongo que a Cetaganda no le gustaría contratarnos para ir a por ellos, ¿eh? ¿No? Por desgracia, no puedo permitirme venganzas personales. En este momento, al menos. O no habría aceptado ser empleado por —mostró los dientes en una sonrisa poco amistosa hacia Mark, que imitó el gesto— estos viejos amigos.

—Así que es usted realmente un clon —jadeó Tabor, contemplando al legendario comandante mercenario—. Pensábamos… —guardó silencio.

—Nosotros lo consideramos suyo, durante años —dijo Mark, en su papel de lord Vorkosigan.

—¡Nuestro! —profirió Tabor en el colmo de su asombro.

—Pero la actual operación ha confirmado su origen komarrés —acabó de decir Mark.

—Hemos llegado a un acuerdo —Miles habló como si le molestara el tono de Mark. Miró a Galeni—. Me cubren hasta que me marche de la Tierra.

—Tenemos un acuerdo —dijo Mark—, mientras nunca vuelvas a acercarte a Barrayar.

—Puedes quedarte con el maldito Barrayar. Yo me quedaré con el resto de la galaxia, gracias.

El capitán de centuria estaba a punto de volver a perder el sentido, pero luchaba por impedirlo cerrando los ojos y respirando de forma controlada. Conmoción cerebral, juzgó Miles. En su regazo, Elli abrió los ojos. Él le acarició los rizos y a Elli se le escapó un femenino eructo. Salvada por la sinergina del habitual vómito posaturdimiento. Se sentó, miró alrededor, vio a Mark, a los cetagandanos, a Ivan, y cerró de golpe la mandíbula para disimular su desorientación. Miles le apretó la mano. «Te lo explicaré más tarde —prometió su sonrisa. Ella lo miró exasperada—. Será mejor.» Alzó la barbilla, dispuesta ante el enemigo incluso en las fauces de su propio asombro.

Ivan volvió la cabeza y preguntó a Galeni:

—¿Qué hacemos con estos cetagandanos, señor? ¿Los tiramos a alguna parte? ¿Desde qué altura?

—Creo que no hay ninguna necesidad de provocar un incidente interplanetario —Galeni hablaba con placer lobuno, como Miles—. ¿La hay, teniente Tabor? ¿O desea que comuniquemos a las autoridades lo que el ghem-camarada intentaba realmente hacerle a la Barrera? ¿No? Eso pensaba. Muy bien. Los dos necesitan tratamiento médico, Ivan. El teniente Tabor se rompió desgraciadamente el brazo, y creo que su, ah, amigo tiene conmoción… entre otras cosas. Usted decide, Tabor. ¿Los dejamos en un hospital o preferiría ser atendido en su propia embajada?

—La embajada —croó Tabor, claramente consciente de las posibles complicaciones legales—. A menos que quiera ser acusado de intento de asesinato —amenazó a su vez.

—Sólo de asalto, sin duda —los ojos de Galeni chispearon.

Tabor sonrió incómodo. Parecía dispuesto a echar a correr de haber espacio.

—Lo que sea. Ninguno de nuestros embajadores se sentirá muy satisfecho.

—Cierto.

Amanecía. El tráfico iba en aumento. Ivan sobrevoló un par de calles antes de divisar una parada desierta de autotaxis en la que no había cola de gente esperando. Aquel barrio estaba lejos del distrito de las embajadas. Galeni, muy solícito, ayudó a bajar a sus pasajeros… pero no lanzó la llave de las esposas del capitán de centuria y Tabor hasta que Ivan empezó a acelerar de nuevo.

—Uno de mis hombres les devolverá el vehículo esta tarde —dijo Galeni mientras se marchaban. Se acomodó en su asiento con una mueca mientras Ivan sellaba la burbuja y añadió, entre dientes—: Después de que lo examinemos.

—¿Creéis que esta charada funcionará? —preguntó Ivan.

—A corto plazo… Convencer a los cetagandanos de que Barrayar no tuvo nada que ver con Dagoola, tal vez sí, tal vez no —suspiró Miles—. Pero en cuanto al principal tema de seguridad… ahí tenéis a dos oficiales leales que jurarán bajo quimiohipnosis que el almirante Naismith y lord Vorkosigan son, sin ninguna duda, dos hombres distintos. Eso valdrá mucho para nosotros.

—¿Opinará igual Destang? —preguntó Ivan.

—Creo que no me importa un maldito comino lo que piense Destang —dijo Galeni, distante, mirando a través de la burbuja.

Miles compartía ese sentimiento. Aunque, claro, todos estaban muy cansados. Pero todos estaban allí. Miró a su alrededor saboreando los rostros: Elli e Ivan, Galeni y Mark; todos vivos, todos habían sobrevivido a la noche.

Casi todos.

—¿Dónde quieres que te deje, Mark? —preguntó Miles. Miró a Galeni con los ojos entornados, esperando una objeción, pero el capitán no puso ninguna. Con la liberación de los cetagandanos, Galeni había perdido el impulso de la subida de adrenalina; parecía seco. Parecía viejo. Miles no le pidió su opinión. «Ten cuidado con lo que pides, tal vez lo consigas.»

—En una estación de tubo —respondió Mark—. Cualquiera.

—Muy bien.

Miles solicitó un mapa a la consola del coche.

—Sube tres calles y avanza dos, Ivan.

Se bajó con Mark cuando el coche se posó sobre la acera, en una zona de descarga.

—Vuelvo dentro de un momento.

Caminaron juntos hasta la entrada del tubo de descenso.

Aquel distrito estaba todavía tranquilo, sólo había unas cuantas personas caminando por la calle, pero no tardaría en ser la hora punta de la mañana.

Miles se desabrochó la chaqueta y sacó la tarjeta codificada. Por la tensa expresión de su rostro, Mark esperaba un disruptor neural, al estilo de Ser Galen, hasta el final. Mark cogió la tarjeta y le dio la vuelta, maravillado y receloso.

—Ahí tienes —dijo Miles—. Si no logras desaparecer de la Tierra con tu pasado y esta fortuna, no podrá hacerlo nadie. Buena suerte.

—Pero… ¿qué quieres de mí?

—Nada. Nada en absoluto. Eres un hombre libre mientras puedas. Desde luego, no informaremos de la, ah, muerte semiaccidental de Galen.

Mark se guardó la nota en el bolsillo de los pantalones.

—Querías más.

—Cuando no puedes conseguir lo que quieres, te quedas con lo que puedes conseguir. Como has descubierto —señaló el bolsillo de Mark. La mano de éste se cerró protectoramente sobre él.

—¿Qué quieres que haga? ¿Qué me tienes preparado? ¿De verdad te tomaste en serio lo de Jackson's Whole? ¿Qué esperas que haga?

—Puedes cogerlo y retirarte a las cúpulas de placer de Marte mientras dure. O pagarte una educación, o dos o tres. O tirarlo en la primera recicladora de desperdicios que encuentres. No soy tu dueño. No soy tu mentor. No soy tus padres. No tengo ninguna expectativa. No tengo ningún deseo.

«Rebélate contra eso… si eres capaz, hermanito…» Miles se encogió de hombros y dio un paso atrás.

Mark entró en el tubo, sin darle la espalda.

—¿POR QUÉ NO? —aulló de pronto, aturdido y furioso.

Miles echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—¡Descúbrelo! —gritó.

El campo del tubo lo envolvió y desapareció, tragado por la tierra.

Miles regresó junto a sus amigos.

—¿Ha sido un acto inteligente? —Elli, informada rápidamente por Ivan, parecía preocupada—. ¿Dejarlo ir sin más?

—No sé —suspiró Miles—. «Si no puedes ayudar, no molestes.» No está en mi mano ayudarlo. Galen lo volvió demasiado loco. Soy su obsesión. Sospecho que siempre lo seré. Lo sé todo sobre las obsesiones. Lo mejor que puedo hacer es apartarme de su camino. Con el tiempo, quizá se calme si no tiene que reaccionar contra mí. Con el tiempo tal vez… se salve.

Su propio cansancio le pasó factura. Sintió a Elli cálida a su lado y se alegró mucho, mucho de su presencia. Entonces se acordó, pulsó el comunicador de muñeca y despidió a Nim y su patrulla, enviándolos de vuelta al espaciopuerto.

—Bueno —parpadeó Ivan después de un minuto entero de agotado silencio por parte de todos los presentes—, ¿y ahora adónde? ¿Queréis volver vosotros dos al espaciopuerto también?

—Sí —suspiró Miles—, y huir del planeta… Me temo que la deserción no es práctica. Destang me pillaría tarde o temprano. Será mejor que regresemos a la embajada y presentemos un informe. Verdadero. No hay nada por lo que mentir, ¿no?

—Por lo que a mí respecta, no lo hay —murmuró Galeni—. Pero ya me dan igual los informes falsos. Al final se convierten en historia. Pecado absuelto.

—Sabe que no pretendía que las cosas salieran así —le dijo Miles después de un instante de silencio—. Me refiero a la confrontación de anoche.

Parecía una disculpa enormemente pobre por haber hecho volar al padre del capitán…

—¿Cree que lo controlaba? ¿Que es omnisciente y omnipotente? Nadie le nombró Dios, Vorkosigan —débilmente, una comisura de su boca se curvó hacia arriba—. Estoy seguro de que se le pasó por alto —se echó hacia atrás y cerró los ojos.

Miles se aclaró la garganta.

—De vuelta a la embajada, Ivan. Ah… sin prisas. Conduce despacio. No me importaría ver un poco de Londres, ¿eh?

Se apoyó en Elli y contempló las primeras luces del verano cubrir la ciudad, el tiempo y todos los tiempos unidos y yuxtapuestos como la luz y la sombra entre una calle y la siguiente.

Cuando todos se pusieron en fila en el despacho de Seguridad de Galeni en la embajada, Miles recordó el juego de monos chinos que Tung, su jefe de personal dendarii, guardaba en un estante en sus habitaciones. Ivan era sin duda No-Ver. Por la tensión de la mandíbula de Galeni mientras devolvía la mirada al comodoro Destang, era un magnífico candidato a No-Hablar. Eso le dejaba a Miles No-Oír, pero cubrirse las orejas con las manos no le ayudaría mucho.

Miles esperaba que Destang estuviera furioso, pero más bien parecía disgustado. El comodoro les devolvió el saludo y se apoyó en la silla de Galeni. Cuando su mirada cayó sobre Miles frunció los labios en una línea particularmente morbosa.

—Vorkosigan —el apellido de Miles gravitó en el aire ante ellos como algo palpable. Destang lo contempló sin favoritismos y continuó—. Cuando terminé de tratar con un tal investigador Reed del juzgado municipal de Londres, a las 07.00 de esta mañana, estaba convencido de que sólo la intervención divina podría salvarle de mi furia. La intervención divina llegó a las 09.00 en la persona de un correo especial del cuartel general imperial —Destang alzó entre su pulgar y su índice un disco de datos marcado con el sello imperial—. Aquí están las nuevas y urgentes órdenes para sus irregulares dendarii.

Ya que Miles había visto al correo en la cafetería, la cosa no le pilló totalmente desprevenido. Reprimió los deseos de abalanzarse hacia adelante.

—¿Sí, señor? —animó.

—Parece que cierta flota de mercenarios libres que opera en la lejana zona del Sector Cuatro, supuestamente contratada por un gobierno subplanetario, ha pasado de la guerrilla a la piratería descarada. Su bloqueo del agujero de gusano ha degenerado desde la detención y el registro de naves a la confiscación. Hace tres semanas secuestraron a una nave de pasajeros de Tau Ceti para convertirla en transporte de tropas. Hasta ahí muy bien, pero entonces a algún listillo entre ellos se le ocurrió la brillante idea de aumentar sus beneficios pidiendo rescate por los pasajeros. Varios gobiernos planetarios cuyos ciudadanos están retenidos han dispuesto un equipo negociador, dirigido por los taucetanos.

—¿Y nuestra participación, señor?

El Sector Cuatro estaba muy lejos de Barrayar, pero Miles imaginaba lo que vendría a continuación. Ivan parecía tremendamente curioso.

—Entre los pasajeros había once súbditos barrayareses… entre ellos la esposa del ministro de Industrias Pesadas, lord Vorvane, y sus tres hijos. Como los barrayareses son minoría entre las doscientas dieciséis personas secuestradas, se nos negó el control del equipo negociador, naturalmente. Y se ha negado a nuestra flota el permiso para atravesar tres de los nexos de agujero necesarios para tomar por la ruta más corta entre Barrayar y el Sector Cuatro. La ruta alternativa más corta requeriría dieciocho semanas de viaje. Desde la Tierra, sus dendarii tardarán en llegar menos de dos semanas a esa zona.

Destang frunció el ceño, pensativo. Ivan parecía fascinado.

—Sus órdenes, naturalmente, son rescatar con vida a los súbditos del Emperador, y a tantos otros ciudadanos planetarios como sea posible, y aplicar todas las medidas punitivas compatibles con el primer objetivo, las suficientes en todo caso para impedir que los perpetradores repitan su actuación. Ya que nosotros nos encontramos inmersos en críticas negociaciones con los taucetanos, no queremos que sean conscientes de la fuente de esta unilateral fuerza de rescate si, ah, algo sale mal. El método de conseguir esos logros queda totalmente a su discreción. Aquí encontrará todos los detalles de Inteligencia que el cuartel general tenía hace ocho días.

Entregó por fin el disco de datos. La mano de Miles se cerró sobre él, impaciente. Ivan parecía ahora envidioso. Destang sacó otro objeto, que tendió a Miles con el aire de un hombre al que le arrancan el hígado.

—El correo también entregó otra nota de crédito por valor de dieciocho millones de marcos. Para los gastos de los próximos seis meses de operación.

—¡Gracias, señor!

—Ja. Cuando termine, debe informar al comodoro Rivik del cuartel general del Sector Cuatro, en Estación Oriente. Con suerte, cuando sus irregulares regresen al Sector Dos yo me habré jubilado.

—Sí, señor. Gracias, señor.

Destang se volvió hacia Ivan.

—Teniente Vorpatril.

—¿Señor?

Ivan se puso firmes con su mejor aire de ansioso entusiasmo. Miles se dispuso a protestar por la total inocencia e ignorancia de Ivan, una mera víctima, pero resultó innecesario. Destang contempló a su primo un buen rato y suspiró.

—No importa.

El comodoro se volvió hacia Galeni, que permanecía estirado y tieso. Tras regresar a la embajada esa mañana antes que Destang, todos se habían lavado. Los dos oficiales de la embajada se habían puesto un uniforme limpio, y cada cual había redactado un lacónico informe que Destang acababa de ver. Pero ninguno había dormido todavía. ¿Cuánta basura más tragaría Destang sin explotar?

—Capitán Galeni. Por la parte militar, se le acusa de desobedecer la orden de permanecer confinado en sus habitaciones. Ya que la acusación es idéntica a la que Vorkosigan acaba de eludir tan afortunadamente, eso me presenta ciertos problemas de justicia. También está el factor atenuante del secuestro de Vorpatril. Su rescate, y la muerte de un enemigo de Barrayar, son los dos únicos resultados tangibles de las… actividades de anoche. Todo lo demás es especulación, afirmaciones indemostrables sobre sus intenciones y estado mental. A menos que quiera someterse a un interrogatorio con pentarrápida para despejar cualquier duda.

Galeni parecía asqueado.

—¿Es una orden, señor?

Miles advirtió que al capitán le faltaban un par de segundos para presentar su dimisión… ahora, cuando se había sacrificado tanto. Quiso darle una patada. «¡No, no!» Salvajes defensas inundaron la mente de Miles: «La pentarrápida es degradante para la dignidad de un oficial, señor.» O incluso: «Si lo droga debe drogarme a mí también. No importa, Galeni, perdí la dignidad hace años.» Pero la curiosa reacción de Miles a la pentarrápida convertía la oferta en inútil. Se mordió la lengua y esperó.

Destang parecía preocupado.

—No —dijo después de un momento de silencio. Alzó la cabeza y añadió—: Pero significa que mis informes, y los suyos, y los de Vorkosigan, y los de Vorpatril, serán enviados todos juntos a Simon Illyan para que los revise.

»Me negaré a cerrar el caso. No he alcanzado mi rango absteniéndome de tomar decisiones militares, ni por implicarme gratuitamente en las decisiones políticas. Su… lealtad, como el destino del clon de Vorkosigan, se ha convertido en una cuestión política demasiado ambigua. No estoy convencido de la viabilidad a largo plazo del plan de integración komarrés… pero no querría pasar a la historia como su saboteador.

»Mientras el caso esté pendiente, y a falta de pruebas de traición, continuará con sus deberes en la embajada. No me dé las gracias —añadió sombrío, mientras Miles sonreía, Ivan reprimía una risotada y Galeni parecía un poquitín menos envarado—, ha sido a petición del embajador. Pueden retirarse todos.

Miles contuvo las ganas de echar a correr antes de que Destang cambiara de opinión; le devolvió el saludo y caminó con normalidad hacia la puerta. Cuando la alcanzaron, Destang añadió:

—¿Capitán Galeni?

Galeni se detuvo.

—¿Señor?

—Mi más sentido pésame —las palabras podrían haberle sido sacadas con tenazas, pero su incomodidad era quizás una medida de su sinceridad.

—Gracias, señor.

La voz de Galeni carecía por completo de emoción, pero consiguió hacer un ligero gesto de reconocimiento con la cabeza.

Las compuertas y los pasillos de la Triumph resonaban ruidosamente con el regreso del personal, la colocación definitiva del equipo, las reparaciones de los técnicos y la carga de los últimos suministros. Ruido, pero no caos; energía y propósito, pero no frenesí. La ausencia de frenesí era buena señal, considerando cuánto tiempo llevaban amarrados. Los duros suboficiales de Tung no habían permitido que los preparativos de rutina aguardaran hasta el último minuto.

Miles, con Elli a su espalda, fue el centro de un huracán de curiosidad desde el momento en que subió a bordo. «¿Cuál es el nuevo contrato, señor?» La velocidad con que los rumores esparcían especulaciones a la vez absurdas y temerarias era sorprendente. Despidió a los especuladores con un repetido: «Sí, tenemos un contrato… Sí, salimos de la órbita. En cuanto estén preparados. ¿Está preparado, amigo? ¿Está preparado el resto de su escuadrón? Entonces tal vez será mejor que vaya a echarles una mano…»

—¡Tung! —Miles saludó a su jefe de personal. El grueso eurasiático iba vestido de civil y cargado de equipaje—. ¿Recién llegado?

—Me marcho. ¿No te localizó Auson, almirante? Llevo una semana intentando ponerme en contacto contigo.

—¿Qué? —Miles lo llevó aparte.

—He entregado mi dimisión. Voy a aprovecharme de mi opción de retiro.

—¿Qué? ¿Por qué?

Tung sonrió.

—Felicítame. Voy a casarme.

—Enhorabuena —croó Miles, aturdido—. Ah… ¿cuándo ha sido eso?

—Durante el permiso, claro. Ella es mi prima segunda política. Viuda. Lleva dirigiendo un barco de turistas en el Amazonas ella sola desde que murió su marido. Es la capitana y la cocinera también. Prepara un cerdo moo shu frito para chuparse los dedos. Pero se está haciendo un poco mayor… necesita algo de músculos —Tung, macizo como una bala de cañón, sin duda podría proporcionárselos—. Vamos a ser socios. Demonios, cuando acabes de pagarme la Triumph, hasta podríamos pasarnos sin turistas. Si alguna vez quieres hacer esquí acuático en el Amazonas detrás de un hoverbarco de cincuenta metros, hijo, pásate por allí.

Y las pirañas mutantes podrían comerse lo que quedara, sin duda. El encanto de la visión de Tung pasando sus años de ocaso contemplando… ocasos, desde la cubierta de un barco fluvial, con una gruesa (Miles estaba seguro de que era gruesa) dama eurasiática en su regazo, una bebida en una mano y engullendo cerdo moo shu con la otra, quedó en segundo plano mientras Miles reflexionaba sobre: a) lo que iba a costarle a la flota comprarle a Tung su parte de la Triumph; b) el enorme agujero en forma de Tung que iba a quedar en su estructura de mando.

Sollozar, sudar o correr a saltitos no eran respuestas válidas, así que Miles preguntó con cautela:

—Ah… ¿seguro que no te aburrirás?

Tung, malditos fueran sus agudos ojos, bajó la voz y respondió a la auténtica pregunta.

—No me marcharía si no pensara que eres capaz de manejarte solo. Has mejorado mucho, hijo. Sigue como hasta ahora —sonrió de nuevo e hizo crujir sus nudillos—. Además, tienes una ventaja que no comparte ningún otro comandante mercenario de la galaxia.

—¿Cuál? —picó Miles.

Tung bajó aún más la voz.

—No tienes que obtener beneficios.

Y eso, y su sardónica sonrisa, fue lo más cerca que el avispado Tung estuvo jamás de admitir que hacía tiempo que había adivinado quién era su auténtico jefe. Saludó al marcharse.

Miles tragó saliva y se volvió hacia Elli.

—Bueno… convoca una reunión de Inteligencia para dentro de media hora. Querremos que todas nuestras naves exploradoras se pongan en ruta lo más pronto posible. Lo ideal sería infiltrar a un equipo en la organización enemiga antes de llegar.

Miles hizo una pausa, al darse cuenta de que estaba mirando a la cara a la exploradora más dispuesta de toda su flota para las situaciones humanas, así como las situaciones sobre el terreno requerían el talento de cierto teniente Christof. Enviarla a ella por delante, fuera de su alcance, al peligro… «No, no», era lo más lógico. Los mejores talentos ofensivos de Quinn se malgastaban con su trabajo como guardaespaldas; era por puro accidente que realizaba ese trabajo protector tan a menudo. Miles se obligó a mover los labios como si nunca lo tentara nada ilógico.

—Son mercenarios; algunos de los nuestros podrían unirse a ellos sin problemas. Si encontramos a alguien capaz de imitar de modo convincente la mente de psicópata criminal de esos piratas…

El soldado Danio, que caminaba por el pasillo, se detuvo a saludarlo.

—Gracias por sacarnos de la cárcel, señor. Yo… realmente no me lo esperaba. No lo lamentará, lo juro.

Miles y Elli se miraron mientras el soldado se marchaba.

—Es todo tuyo —dijo Miles.

—Bien. ¿Y luego?

—Que Thorne busque en la red de comunicaciones de la Tierra todo sobre este secuestro antes de que nos larguemos del espacio local. Quizás el cuartel general imperial haya pasado por alto un par de cosas.

Palpó el disco de seguridad de su bolsillo y suspiró, concentrándose para la tarea que se avecinaba.

—Al menos esto debería ser más sencillo que nuestras vacaciones en la Tierra —dijo esperanzado—. Una operación puramente militar, sin parientes, ni política, ni altas finanzas. Sólo los buenos contra los malos.

—Magnífico —dijo Quinn—. ¿Y nosotros cuáles somos?

Miles todavía estaba pensando en la respuesta cuando la flota salió de la órbita.

Título original: Brothers in Arms

Traducción: Rafael Marín

1. ª edición: septiembre 1999

© 1989 by Lois McMaster Bujold

© Ediciones B, S.A., 1999

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