Frank Rosenthal, El Zurdo, tuvo algo de simbólica: como la traca final de una era en la historia de la capital mundial del juego, Las Vegas.

Rosenthal, formado en la escuela de las apuestas deportivas ilegales llegó, como otros muchos, a Las Vegas con el propósito de hacer olvidar su pasado y seguir trabajando en lo que siempre había hecho: ser jugador. La pequeña ciudad de Nevada, sumidero de esperanzas bajo una capa febril y brillante, era una verdadera mina de oro, ideal para quienes patrocinaron la mudanza de Rosenthal, como también la de su viejo amigo Tony Spilotro, tan amante del dinero como de la violencia. Ambos fueron símbolos de una etapa frenética, trufada de violencia e ilegalidades, marcada por los intentos de la Mafia de establecer su hegemonía sobre los casinos. Una ciudad sin sitio para el amor, por lo que éste -como el que sentía Rosenthal hacia Geri, su esposa- estaba abocado al fracaso.

Casino, basada en hechos reales es, más allá de una novela de ritmo casi cinematográfico, un fascinante documento sobre el mundo del juego, sus leyes y sus corruptelas. Amor y adulterio, negocio y delito se entremezclan en una obra intensa y original, reveladora y absorbente.

Nicholas Pileggi

Casino: Amor y honor en Las Vegas

Traducción de Carme Geronés y Carlos Urritz

Título original: CASINO, Love and Honor in Las Vegas

A Nora

Agradecimientos

Quisiera expresar mi reconocimiento y gratitud al gran número de personas que me ha ayudado en el libro, pero también deseo manifestar un agradecimiento especial a Gene Strohlein, Mert Wilbur, Dennis Arnoldy, Jack Tobin, Joseph Gersky, Murray Ehrenberg, Wally Gordon, Oscar Goodman, Emmett Michaels, Mike Simón, William Ouseley, Bud Hall, Bo Dietl, Beecher Avants, Jeffrey Silver, Marty Jacobs, Mike Reynolds, Jeff German, Ed Becker, A.D. Hopkins, Jim Neff, Phil Hannifin, Shannon Bybee, Lem Banker, Dick Odessky, Allen Glick, Matt Marcus, Richard Crane, Loren Steven, Russ Childers, Jack Roberts, Brian y Myra Greenspun, Angela Rich, Manny Cortez, Douglas Owens, Frank Cullotta, Ray LeNobel, Melissa Prophet, Lo-well Bergman, Tommy Scalfaro, Tim Heider, Scott Malone, Ellen Lewis, Kristina Rebelo, Joey Boston, George Hartman, Bobby Kay, Bill Bastone, Kenny Brown, Bob Vanucci, Claudette Miller, Victor Gregor, Arlyne Brickman, John Manca, Buddy Clark, Joe Coffey, Don Furey, Joe Spinelli, Phil Taylor, Rosalie DiBlasio, Howard Schwartz, Bob Stoldal, Lee Rich, Shirley Strohlein y, evidentemente, Frank Rosenthal.

Introducción

«¿Por qué se me ha incendiado el coche?»

Frank Rosenthal cuenta:

Acababa de cenar y me había metido en el coche. No recuerdo si puse el motor en marcha, pero todo lo que vi fueron aquellas pequeñas llamas. Apenas subían unos cinco o seis centímetros. Procedían de la salida de aire caliente. No había oído el menor ruido. Tan sólo vi las llamas reflejadas en el parabrisas. Recuerdo que me pregunté: «¿Por qué se me ha incendiado el coche?», y luego las llamas fueron creciendo.

Sin duda se produjo un impacto lo suficientemente fuerte como para arrojarme contra el volante, pues me lastimó las costillas, pero no lo recuerdo. Lo único que se me ocurrió es que tenía algún problema mecánico en el coche.

El pánico no se apoderó de mí. Sabía que tenía que salir del coche. Tenía que alejarme de las llamas. Llamar al garaje. Intenté alcanzar el tirador de la puerta. Por poco me quemo el brazo. Las llamas se alzaban entre el asiento y la puerta. Comprendí que de no salir del coche no volvería a ver a mis hijos. Decidí utilizar la mano derecha para agarrar el tirador y al mismo tiempo empujar la puerta con el hombro. Aquello funcionó.

Me caí al suelo. A mi alrededor todo eran llamas; habían prendido en la ropa que llevaba. Me estaba quemando. Fui dando tumbos por el suelo hasta apagar las llamas.

Dos hombres me ayudaron a incorporarme y me llevaron a unos veinte o treinta metros del coche. Me dijeron que me tumbara pero yo no quería hacerlo. Iba repitiendo que estaba perfectamente. Ellos insistieron en que me echara al suelo, y cuando lo hice, pareció que había explotado la bomba atómica. Vi como mi coche se alzaba del suelo un par de metros, y seguidamente las llamas atravesaron el techo del vehículo, levantándose hasta la altura de un par de pisos.

Entonces comprendí por primera vez que aquello no había sido un accidente. Entonces supe que alguien me había colocado una bomba en el coche.

Antes de que la explosión le destrozara totalmente el coche, delante del restaurante Marte Callender en la avenida East Sahara, el 4 de octubre de 1982, Frank Rosenthal, El Zurdo, había sido una de las personas más poderosas y controvertidas de Las Vegas. Dirigía el complejo de casinos más importante de Nevada. Había adquirido su fama al haber llevado las apuestas deportivas a Las Vegas, un triunfo que le había convertido en un auténtico visionario en los anales de la historia local. Era un jugador de jugadores, el hombre que establecía la ventaja, un perfeccionista que en otra época había asombrado a todo el personal de la cocina del hotel Stardust al insistir que todo bollito de arándanos debía contener como mínimo diez arándanos.

Sin embargo, Frank Rosenthal había pasado la mayor parte de su existencia evitando los problemas. Había empezado como contable y corredor de apuestas para los jugadores y mafiosos de Chicago antes de tener suficiente edad para votar. En efecto, antes de empezar a trabajar dentro de los casinos en 1971, El Zurdo había tenido un solo trabajo legal: como policía militar en Corea entre 1956 y 1958. En 1961, cuando, a los treinta y un años, compareció ante un comité del Congreso de Washington que investigaba la influencia de la delincuencia organizada sobre el juego, recurrió treinta y siete veces a la Quinta Enmienda. Ni siquiera les dijo si era zurdo, a pesar de que, por cierto, dicha particularidad le había proporcionado el mote. Unos años después, se negó a declarar ante la acusación de soborno a un jugador de baloncesto universitario en Carolina del Norte, sin admitir jamás, no obstante, la culpabilidad. En Florida se le prohibió el acceso a las pistas de las carreras de caballos y de galgos por haber supuestamente sobornado a la policía de Miami Beach. Y en 1969, junto a una docena de corredores de apuestas entre los más importantes a nivel nacional, fue procesado por el Departamento de Justicia por un caso de conspiración en el juego y la delincuencia organizada interestatal que se alargó unos cuantos años: hasta que el abogado de El Zurdo consiguió librarlo de la acusación porque John Mitchell, fiscal general a la sazón, no había firmado personalmente las órdenes para realizar escuchas telefónicas, tal como marcaba la ley. El día en que había que firmar las órdenes judiciales, Mitchell estaba en un partido de golf y había dado instrucciones a un ayudante para que falsificara su firma.

Frank Rosenthal llegó a Las Vegas en 1968 por la misma razón que lo habían hecho tantos americanos: librarse del pasado. Las Vegas era una ciudad sin memoria. Era el lugar adonde se acudía en busca de una segunda oportunidad. Era la ciudad americana a la que se llegaba después del divorcio, de la quiebra, incluso después de haber pasado un corto periodo en una cárcel de condado. Constituía el destino final para los que deseaban recorrer media América en busca del perfecto tren de lavado de la moralidad nacional.

Era asimismo la tierra donde uno podía descubrir un buen filón, una especie de Lourdes rebosante de dinero donde los peregrinos no tenían más que colgar sus historias psíquicas y empezar una nueva vida. Era el país de las maravillas -la ciudad americana como una olla de oro-, el único lugar en el país donde un tipo normal podía apuntar hacia el milagro. ¿Grandes probabilidades? Evidentemente; ahora bien, para muchos de los que iban a vivir a Las Vegas y también para muchos de los que acudían allí de visita, las grandes probabilidades de Las Vegas eran mejores que las que se les habían ofrecido en su vida en su lugar de procedencia.

Era un lugar mágico, la capital de neón del mundo. Durante los años setenta, el estigma de su historia mafiosa estaba menguando, y no parecía existir límite en cuanto a su potencial de crecimiento. Bugsy Siegel, al fin y al cabo, ya había muerto en 1947. Y ni siquiera lo mataron en Las Vegas. Le acribillaron a balazos en la ciudad que ahora tiene el código postal 90210: Beverly Hills.

Durante los setenta, Las Vegas experimentó un crecimiento tan inaudito que alcanzó un volumen que escapó al control, incluso a la influencia, de un puñado de hombres de curioso acento y anillos en el dedo meñique. Empezaron a interesarse por ella corporaciones importantes como Sheraton, Hilton y MGM, junto con empresas de inversión de Wall Street y el Drexel Burnham Lambert de Michael Milken; la inversión de tanteo ya había empezado a convertir aquella ciudad situada en el extremo oriental del desierto de Mojave, inhóspito, yermo, azotado por el viento y de suelo salado, en la ciudad con el crecimiento más acelerado de Estados Unidos. Entre 1970 y 1980, en Las Vegas se duplicó el número de visitantes, alcanzando los 11.041.524, y la cantidad de dinero líquido que dejaron éstos aumentó un 273,6%, llegando a los 4.700 millones de dólares. El núcleo de todo el crecimiento fue, evidentemente, el negocio de los casinos; hacia 1993, los visitantes habían dejado 15.100 millones de dólares en la ciudad.

Un casino es un palacio matemático montado a partir del dinero de cada uno de los jugadores. Cada apuesta hecha en un casino ha sido calibrada dentro de una fracción de su vida para sacar el máximo provecho y al mismo tiempo seguir ofreciendo a los jugadores la ilusión de que tienen una oportunidad.

Los casinos implican dinero líquido. Desde las ranuras en las que se introducen cinco centavos hasta las superranuras progresivas de quinientos dólares, el dinero constituye la sangre que da vida a todas las cosas y personas de su interior. Los edificios no son más que una reiteración del dinero. Desde los ruidosos géisers de las monedas que ha de recoger el ganador en una bandejita metálica ahuecada a propósito hasta los timbres, las campanillas y luces que anuncian las ganancias al minuto, el dinero domina la sala. Las técnicas ordinarias de negocios de responsabilidad fiduciaria y la contabilidad de caja se desmoronan bajo las montañas de billetes y monedas que entran a diario en los casinos.

Probablemente no exista en el mundo otro tipo de negocio en que tantas personas entreguen diariamente tantos billetes de banco con más seguridad que en un casino. Los croupiers tienen que dar una palmada bajo el Ojo Electrónico antes de abandonar la mesa para demostrar que no se llevan ninguna ficha. Los delantalitos que llevan sirven para cubrirlos bolsillos, y para impedir que puedan llenárselos. Cuando el croupier cambia un billete de cien dólares en fichas, debe comunicarlo en voz alta al jefe de mesas, a fin de que éste pueda ver cómo lo introduce en la estrecha hendedura con una paleta metálica.

Por muy concurrida que esté una mesa de ruleta o de dados, las fichas han de apilarse uniformemente por colores para facilitar a los supervisores su casi continuo recuento, y los croupiers de blackjack tienen que aprenderá ocultar la carta a quienes pudieran observar de reojo, a fin de que los jugadores que actúan en comandita no sustituyan alguna carta vista y hagan saltar la banca. El supervisor con experiencia en la mesa de los dados jamás aparta la vista de éstos, sobre todo cuando el borracho de turno del extremo de la mesa derrama su copa sobre el fieltro, deja caer las fichas al suelo y se balancea hacia su mujer. Es justamente en estos desconcertantes momentos, como una foto instantánea, cuando se pasan disimuladamente los dados «ful» o con truco. La idea de hacer saltar la banca -por medio de una victoria milagrosa o, como alternativa, siguiendo métodos más fiables para hacer trampas- es la que atrae a todo el mundo a la ciudad. En Las Vegas pegar un palo al casino por las buenas o por las malas se ha ido convirtiendo en una forma de arte.

Sin embargo, es evidente que la gran mayoría de robos en los casinos no tienen nada que ver con las trampas de los jugadores o la corrupción de los croupiers. Casi ninguno de los grandes robos en casinos ha tenido lugar en el interior de sus salones. Los robos más importantes se han producido a puerta cerrada en el sanctasanctórum, la zona del casino más delicada y deliberadamente segura, el lugar donde va a parar finalmente todo el efectivo que va dando tumbos por los centenares de máquinas de juego, las sagradas dependencias de contabilidad del casino.

Se trata de una sala generalmente sin ventanas, con doble cerradura, un lugar de trabajo sin aditamento alguno, con unas sobrias sillas de administrativo, mesas de plástico de color claro y estantes y suelos de acero reforzado para aguantar las toneladas de monedas y los inmensos montones de billetes que hay que contar a diario, un lugar donde se vacían cientos de cajas metálicas con doble cerradura y se clasifican sus billetes de 10, 20 y 100 dólares en fajos de 10.000 dólares, un grosor aproximado de unos dos centímetros, y, en los días de más movimiento, se apilan contra la pared en unas estibas que llegan hasta el pecho de una persona.

En las dependencias donde se cuenta el dinero no hay forasteros que puedan robarlo. El dinero desaparece a pesar de que normalmente haya cámaras conectadas, de que los guardianes cacheen a todos los que entran y salen de allí, de que tengan acceso al lugar un número muy limitado de personas (las leyes estatales prohíben el acceso incluso a los propietarios del casino) y de que cada dólar que se cuenta de cada una de las cajas en cada tumo vaya acompañado por la firma y las iniciales de como mínimo dos o tres contables y supervisores imparciales.

Los que trabajan en las dependencias donde se cuenta el dinero cumplen con su tarea con la mortecina mirada de quien se ha endurecido a partir de la experiencia diaria de verse inmerso en la visión, el olor y el tacto del dinero. A toneladas. A montones. Fajos de billetes y cajas de monedas tan pesados que hay que utilizar grúas hidráulicas para trasladar de un lugar a otro de la sala el volumen de dinero.

Pasa por las dependencias de contabilidad tal fortuna diaria en forma de billetes de banco que casi en lugar de contarse se clasifica con distintas denominaciones y se pesa. Un millón de dólares en billetes de 100 pesa 10 kilos; un millón en billetes de 20, 45 kilos; y un millón en billetes de 5, 195 kilos.

Las monedas se introducen en una báscula electrónica especial fabricada por la Reliance Electric Company -el modelo preferido en la época en que El Zurdo dirigía el Stardust era el 8130- que las ordena y cuenta. Un millón de dólares de las máquinas de monedas de 25 centavos pesa veintiuna toneladas.

El sueño de casi todos los que un día se convierten en propietarios de casino, incluso de los que trabajan en él, consiste en imaginar exactamente cómo apartar la sala de contabilidad de las ganancias. A lo largo de los años, los métodos han pasado desde el propietario que dispone de las llaves de las cajas hasta los empleados que sacan puñados de dinero antes de que se haya contado el efectivo. Existen complicados métodos para falsificar los comprobantes y desequilibrar las balanzas a fin de que pesen únicamente una tercera parte del líquido que entra a la sala de contabilidad. Los sistemas de camuflaje de ganancias de los casinos son tan variados como el ingenio de los que los practican.

En 1974, tan sólo seis años después de su llegada a Las Vegas, Frank Rosenthal había conseguido de la ciudad exactamente lo que había deseado: una nueva vida. Dirigía allí cuatro casinos. Se había casado con una atractiva ex corista llamada Geri McGee y vivían, junto a sus dos hijos, en una casa valorada en un millón de dólares que daba al catorceavo tee del campo de golf Las Vegas Country Club. Tenía piscina y ama de llaves. Guardaba en el armario del dormitorio más de doscientos pantalones de seda, algodón y lino hechos a medida -casi todos en tonos pastel-, confeccionados especialmente para él por sastres venidos ex profeso de Beverly Hills y Chicago. Era el hombre al que uno esperaba ver en el Stardust y su fama como director de casino innovador, que había alcanzado el éxito, pronto se extendió por todo Nevada. Llegó a formar parte de un grupo de elite de empresarios de casino, gestores de fondos de pensiones, banqueros de fondos de inversiones y políticos de Nevada empeñados en transformar Las Vegas, en alejarla de sus raíces vaqueras y gangsteriles para convertirla finalmente en el parque temático de orientación familiar para adultos de 30.000 millones de dólares.

Tenía que funcionar a la perfección.

Pero diez años más tarde, se estaba investigando a Frank Rosenthal como el gángster de los casinos de la ciudad, como presunto cerebro de una operación de defraudación multimillonaria. Se le había denegado una licencia de juego y actuaba de presentador en un programa de debate involuntariamente jocoso de noventa minutos, al que él con toda modestia había bautizado como El Show de Frank Rosenthal. Se sospechaba que trabajaba compinchado con su amigo de la infancia, Anthony Spilotro, Tony El Renacuajo, de quien el FBI afirmaba que era el principal representante de la mafia de Chicago en la ciudad, un asesino a sueldo de quien se sospechaba que había cometido como mínimo una docena de homicidios. En el momento de la explosión del coche de El Zurdo, se acusaba a Spilotro, junto con otros ocho miembros de su banda, de extorsión, de préstamo con usura y de organizar una banda para el robo de una joyería de su propiedad en el Strip. Era asimismo el principal sospechoso del intento de asesinato de El Zurdo, como hombre con un motivo para ello: tenía un asunto amoroso con la esposa de Rosenthal El Zurdo. En realidad tal vez no fuera un asunto amoroso -casi nada de lo que ocurría en Las Vegas tenía relación con el amor-, pero sí era un asunto, un asunto documentado por los agentes del FBI a quienes se había asignado el seguimiento de Spilotro y que finalmente ya era de dominio público.

El hecho de haber llegado a aquel punto en unos cuantos años era algo que no sólo habría obsesionado a El Zurdo sino también a los capos de la mafia que lo habían colocado en la dirección de los casinos. En lugar de tranquilidad, El Zurdo les proporcionó el caos. En lugar de una senda segura hacia la nueva Las Vegas, El Zurdo y su colega Spilotro habían organizado tal alboroto, habían provocado tal investigación policial que los septuagenarios capos de la mafia de Chicago, Kansas y Milwaukee, lejos de jubilarse empollando los limpios huevos de los millones que habían despistado, tuvieron que enfrentarse con una condena a perpetuidad.

No tenía que haber acabado así. Tenía que haber sido tan agradable… Todo estaba en su sitio. Aquello era mejor que una apuesta igualada. Era una jugada que no se podía perder. Y sin embargo, ocho años más tarde, todo saltó por los aires en el aparcamiento de la avenida East Sahara.

Primera parte

Apostar sobre la línea

1

«Mis colegas creyeron que yo era el mesías.»

Rosenthal El Zurdo no creía en la suerte. Creía en las probabilidades. En los números. En las posibilidades. En las matemáticas. En las fracciones de datos que había acumulado copiando estadísticas de equipos en ficheros. Consideraba que los partidos estaban decididos de antemano y que se podía comprar a los árbitros. Conocía a algunos jugadores de baloncesto que practicaban durante muchas horas al día el arte del lanzamiento al aro y a otros jugadores que apostaban por el intermedio entre las probabilidades existentes y conseguían un beneficio del diez por ciento del dinero apostado. Estaba seguro de que determinados atletas hacían el vago y otros el lesionado. Creía en las rachas de victoria o derrota; creía en la gama de puntos, en las apuestas sin límite y en los que dominaban hasta tal punto la mecánica de las cartas que podían repartir sin cortar el celofán de la baraja. En otras palabras, en lo referente al juego, El Zurdo creía en todo menos en la suerte. La suerte era el enemigo en potencia. La suerte era la tentadora, la que susurraba con aire seductor y le alejaba a uno de los datos. No tardó El Zurdo en aprender que si quería dominar la técnica y convertirse en un profesional, tenía que eliminar del proceso incluso la más remota posibilidad de casualidad.

Frank Rosenthal, El Zurdo, nació el 12 de junio de 1929, unos meses antes del crash de la Bolsa. Creció en el West Side de Chicago, un barrio pintoresco, mafioso, donde los locales de los corredores de apuestas, los polis y cargos municipales corruptos y la boca cerrada constituían un sistema de vida. En palabras de Rosenthal:

Mi padre era un mayorista de verduras. De la rama administrativa. Se le daban bien los números. Listo. Próspero. Mi madre era ama de casa. Crecí leyendo las hojas de información sobre las carreras de caballos. Casi siempre las rompía. Sabía todo lo que se tenía que saber al respecto. Las leía en clase. Era un muchacho alto, delgaducho, tímido. Yo medía un metro ochenta cuando era más joven y era un muchacho reservado. Era bastante solitario y las carreras de caballos constituían un reto para mí.

Mi padre poseía unos cuantos caballos, por eso yo estaba todo el tiempo en las pistas con él. Vivía en las pistas. Era mozo de cuadra, el que pasea el caballo. Limpiaba la cuadra. Estaba allí a las cuatro y media de la mañana. Me convertí en una parte de la cuadra. Empecé a frecuentar el ambiente cuando tenía trece o catorce años y era hijo de un propietario. Nadie me molestaba.

En mi casa pusieron mala cara cuando empecé a meterme en las apuestas deportivas. Mi madre ya sabía que jugaba y no le gustaba, pero yo era muy duro de mollera. No escuchaba a nadie. Me gustaba consultar los marcadores, las clasificaciones anteriores, los jockeys, las posiciones en meta. Solía copiar todo el material en mis propias fichas en mi habitación, por la noche.

Un día falté a la escuela para ir a las pistas. Me llevé a dos compañeros. Chicos listos. Nos quedamos ocho carreras y yo acerté siete ganadores. Mis compañeros creyeron que yo era el mesías. Mi padre apartó la vista cuando me descubrió allí. No quería dirigirme la palabra. Le cabreaba que hubiera faltado a la escuela. No le dije nada cuando volví a casa. No hubo ninguna discusión. Tampoco dije nada sobre las ganancias. Al día siguiente falté a la escuela otra vez, volví a las pistas y lo perdí todo.

Pero donde realmente aprendí a apostar fue en las gradas de Wrigley Field y Comiskey Park. Allí había unos doscientos tipos en cada partido y apostaban por todo. Cada lanzamiento, cada swing. Todo tenía un precio. Había tíos gritándote números. Era colosal. Era un casino al aire libre. Acción constante.

Si tenías talento, algo de ego y conocías el juego, te sentías inducido a aceptar la apuesta. Habías metido dinero en el bolsillo y sentías que podías conquistar el mundo. Había un tipo llamado Stacy; tendría más de cincuenta años y llevaba el bolsillo lleno de billetes. Aceptaba apuestas de todo el mundo.

– Eh, chaval, ¿van a marcar en esta entrada o no?

En vez de dejado pasar, ponías tu amor propio en ello, aceptabas la apuesta y pagabas el montante. Stacy siempre hacía que tú fijaras el montante.

Pongamos por caso que Chicago gana por seis a dos en la octava y tú quieres apostar que marcarán de nuevo o que perderán en la novena. O bien que alcanzarán un doble juego al final de la entrada. Si quieres, con un hit de cuatro bases ganarán el partido. Un doble, un triple o un fly. Lo que sea. Stacy quería acción y ofrecía posibilidades. Había dado la vuelta a una de veinticinco a una. ¡Pum! Así, sin más. Un fly, veinte a uno. Un «eliminado», ocho a cinco. Si buscabas acción, tú hacías la apuesta y él establecía sus probabilidades.

Yo no lo supe al principio, pero cada una de las apuestas que aceptaba Stacy se basaba en unas probabilidades determinadas. Una eliminación por strikes al final del partido, por ejemplo… no recuerdo las probabilidades reales ahora, pero podía ser de ciento sesenta y seis a una, y no treinta a una… lo que Stacy estaba apostando.

Un hit de cuatro bases en el primer golpe de un partido podía ser tres mil a una, no setenta y cinco a una. Y así sucesivamente; si estabas apostando con Stacy, tenías que saber estas probabilidades o te quedabas a dos velas.

En cuanto lo entendí, sólo me sentaba y escuchaba cómo establecía sus probabilidades, las apuntaba y confeccionaba una lista. Al cabo de poco, ya hacía proposiciones de apuestas por mi cuenta. Con los años, Stacy hizo una pequeña fortuna en las gradas. Sacó una buena tajada. Era fabuloso ver cómo tenía a todo el mundo a su alrededor esperando apostar. Era un gran showman.

Por aquel entonces no tenías canales deportivos, revistas, periódicos y programas de radio especializados en apuestas deportivas. Si te encontrabas en el Medio Oeste no te era fácil averiguar lo que estaba pasando con los equipos de la Costa Este y Oeste entre bastidores. Te enterabas del resultado final y esto era todo.

Pero para apostar en serio necesitabas mucha más información. Así yo empecé leyéndolo todo. Mi padre me consiguió una radio de onda corta y recuerdo que pasaba horas escuchando las incidencias de los equipos de fuera en los que estaba pensando apostar. Me subscribí a diferentes periódicos de todo el país. Iba a un quiosco que tenía todos los periódicos de los equipos de fuera. Fue allí donde conocí a Hymie El As. Era un profesional célebre. Yo no digo que la gente sea célebre a no ser que lo sea. Hymie El As lo era. Lo encontraba allí en el mismo quiosco comprando montones de periódicos, igual que yo. Se metía en el coche y se ponía a leer. Yo también estaba allí, aunque no tenía coche. Tenía una bicicleta. Tiempo después nos conocimos. Él sabía lo que yo hacía.

Hymie era unos diez o doce años mayor que yo. Cogí la costumbre de saludarlo siempre a él y a los demás profesionales, y me consideraba afortunado cuando ellos me dirigían la palabra. Continuaba siendo un niño, pero ellos veían que yo era serio y que tenía talento, por eso estaban dispuestos a ayudarme. Eran muy amables. Me admitieron en su círculo. Me pareció estupendo.

Pero también iba afirmándome. Iba avanzando. Me sentía bien. Había en cartel un partido de baloncesto Northwestern-Michigan. Tenía gente en las dos universidades que me proporcionaba información y me sentía realmente fuerte. Me gustaba el Northwestern.

Bien, no quiero decir que me «gustara» el Northwestern. En realidad era un hincha. Tenía su banderín en la habitación. Me refiero a que me gustaba como apuesta. Esto es lo que eran todos los equipos para mí. Apuestas. Había estado esperando este partido. Lo había seguido. Por ello aposté que el Northwestern ganaría al Michigan State. Había un llenazo. Entré y allí me encontré a Hymie El As. Hymie sabía más de baloncesto que nadie. Nos saludamos. Quedaban diez minutos para el saque de salida.

Le dije que jugaba al Northwestern y le pregunté qué pensaba hacer él. Yo estaba tan seguro de mi información que había jugado lo que yo denominaba un triple juego: había apostado dos mil dólares. Era a lo máximo que llegaban mis fondos. En aquella época, para mí, un simple juego eran doscientos dólares, un doble juego eran quinientos y un triple eran dos mil. Era sólo un crío. Aquél era el límite. Me refiero a la época en que mi capital se reducía a ocho mil.

– ¿Cómo? -dijo Hymie, sorprendido- ¿Por qué juegas al Northwestern? ¿No te has enterado de lo de Johnny Green?

– ¿Quién? -le pregunté.

– Johnny Green. ¿Qué pasa contigo?

Johnny Green era un jugador negro al que no se había considerado apto durante toda la temporada. De repente, unos días antes del partido, se decidió que jugara. Me había pasado por alto.

– Green va a coger todos los rebotes en el partido -dijo El As, y se me paró el corazón.

Corrí a los teléfonos, pero había sólo dos cabinas y veinticinco personas esperando en cada una. Trataba de deshacerme de alguna de mis apuestas. Librarme de ellas. Equilibrar algo el movimiento. Estaba en la fila esperando para llamar por teléfono cuando oí al locutor y creí que me moría. No podía librarme de ellas.

Volví y me senté. Vi a Green. Tal como dijo El As, controló los dos tableros. En la media parte ya había visto suficiente. El Michigan aniquiló al Northwestern. El As había hecho sus deberes y yo no.

El As sabía, que iba a jugar Green y además sabía qué tipo de jugador era, que era único en el rebote, que era el elemento capaz de vencer al Northwestern. Green fue mejorando hasta convertirse en un profesional de elite.

Había aprendido una lección de campeonato. Descubrí que no era tan listo como pensaba. Había dependido demasiado de la gente. Les había otorgado el poder de que decidieran por mí. Me di cuenta de que si quería dedicar mi vida al juego, compitiendo con los mejores corredores de apuestas, no tenía que escuchar a la gente. Si iba a ganarme la vida haciendo esto, iba a tener que contar sólo conmigo y hacérmelo yo todo por mí mismo.

Así que empecé con el baloncesto y el fútbol universitario. Para estos deportes, me suscribí a todos los periódicos universitarios y me lanzaba a las páginas deportivas cada día. Llamé a los cronistas de las diferentes universidades y me monté todo tipo de historias para conseguir informaciones que no venían en los periódicos.

Al principio, no les decía por qué quería la información, pero muy pronto lo pescaron; entonces encontré algunos chicos listos a los que pagaba regularmente. Cuando ganaba, les pasaba algunos dólares y al cabo de un tiempo tenía una gran red de gente que me mantenía informado sobre los deportes universitarios.

Al hacerme mayor, ya iba a los partidos con un casete. Tenía ojeadores que trabajaban para mí. Mandaba a algunos tipos a observar detalles específicos. Les tenía vigilando únicamente a dos o tres jugadores. Todo lo demás me daba igual; ellos tenían que observar a quien yo les había encargado. Cogía sus notas. Después me iba volando a la siguiente ciudad donde jugaba el equipo y volvía a observarlos. Cotejaba los datos. El resultado final nunca es lo más importante cuando uno quiere recoger dinero en vez de perderlo. Yo sabía si un jugador tenía el tobillo lesionado y jugaba más lento. Sabía cuándo un quarterback estaba enfermo. Sabía si su novia había quedado embarazada o lo había dejado por algún otro. Sabía si fumaba canutos o esnifaba coca. Sabía las lesiones que no figuraban en los periódicos. Las lesiones que los jugadores ocultaban a sus entrenadores.

O sea que, con este tipo de información, no era difícil para mí saber cuándo los corredores de apuestas habían cometido un error en sus pronósticos. Era lógico. Se ocupaban de gran cantidad de deportes y de montones de partidos. Yo me concentraba en unos pocos. Sabía todo lo que se tenía que saber sobre un número limitado de partidos y aprendí una cosa muy importante: aprendí que no se tiene que apostar en cada partido. A veces sólo puedes apostar en uno o dos partidos de catorce o quince. Aprendí que a veces durante todo un fin de semana no había una sola apuesta que valiera la pena. Cuando sucedía aquello, no quería apostar o adoptar una postura seria.

Solía dejarme caer por una tienda de tabaco en Kinzie. George y Sam llevaban el negocio. De cara al público, vendían puros y material de este tipo. Pero en la trastienda había un telégrafo de la Western Union, teléfonos y un tablón de apuestas. En aquella época ellos tenían la información más actualizada. Durante la temporada de béisbol, la relación más definitiva de los lanzadores iniciales llegaba por el telégrafo algo antes del inicio del partido.

George y Sam eran efectivamente grandes corredores de apuestas. Habían venido a Chicago desde Tanytown, Nueva York. Y habían conseguido el visto bueno de los poderes que operaban en el mercado. Estaban completamente a resguardo. Incluso tenían el visto bueno del capitán de la policía local para organizar partidas de póker, algo muy ilegal.

Tenían un bar y servían bebidas y comida gratis. El telégrafo estaba siempre sonando. Era como un teletipo de la bolsa. Era difícil que un apostador pudiera tener máquinas de la Western Union. Estaban pensadas para los periódicos, pero si llenabas una solicitud dirigida a la compañía y conocías el manejo, podías conseguir una. En aquella época era tan estúpido que traté de lograr una para mi casa y fracasé.

George y Sam eran operadores independientes, pero tenían que pagar protección, de todas formas. Todas las casas de juegos de cartas y de corredores de apuestas pagaban en aquella época. Los corredores se cuidaban de los polis y éstos se cuidaban de la organización. Y a veces la organización se cuidaba de los polis. En definitiva, todos acababan cuidándose de todos, y todo el mundo sacaba dinero.

Cuando tenía diecinueve años, conseguí un trabajo como contable en la sección de deportes de Bill Kaplan, Angel-Kaplan. Estaba bien. Estábamos en los teléfonos todo el día comunicando por nuestra línea con los corredores de apuestas y los jugadores. Todos los del país estaban conectados entre sí. Teníamos líneas especiales que nos habían instalado trabajadores jubilados de la compañía de teléfonos. Todos conocíamos cada voz y los nombres codificados, pero después de un tiempo llegabas a conocer el nombre real de todos.

No soy más que un crío y continúo en Chicago, aunque estoy conectado con la mayor oficina de los Estados Unidos de la época, Gil Beckley, en Newport, Kentucky. Gil controlaba toda la ciudad de Newport. Los polis. Los políticos. Toda la maldita ciudad.

Gil era la empresa más importante de Newport. Tenía a treinta contables trabajando para él. Controlaba la mayor oficina de compensación del país. Allí era donde llamaban todos los despachos de corredores de apuestas del país cuando el movimiento en una parte se había hecho demasiado intenso.

Por ejemplo, si tú eras un corredor de apuestas de Dallas, naturalmente ibas a coger más apuestas en Dallas de las que querías, porque no podías tener suficiente gente apostando en otro lugar para cubrir todas las ganancias. Por lo tanto, el corredor de apuestas de Dallas podía reclamar una operación de compensación y los contables de Beckley podían coger lo suficiente de Dallas como para equilibrar su registro. Teniendo en cuenta que Beckley es nacional, puede cubrir las apuestas de Dallas contra sus adversarios aquella semana y todo vuelve a nivelarse de nuevo.

Fuera adonde fuera, Gil era el jefe. En invierno estaba en Miami. Invitaba a veinte o treinta tipos a cenar. «¡Vamos a Joe's Stone Crab! ¡Vamos aquí! ¡Vamos allí!» Siempre iba un séquito con él, y él siempre sacaba la cartera.

Naturalmente, yo sólo trataba con Gil Beckley por teléfono. Estuvimos hablando unos cuantos años y él reconoció que yo era un muchacho prometedor, un chaval al que se le podía pedir lo que fuera. Un buen pronosticador y un jugador. Iba edificando mi pequeña reputación. Y cuanto más hablaba con Beckley, más cuenta me daba de lo que era totalmente sorprendente: si preguntabas a Gil Beckley cuántos hombres formaban un equipo de béisbol, él tenía que consultarlo a otro. Tal como suena.

No podía responderte. Aquello no era cuestión suya. Soy sincero, ¿Mickey Mantle? ¿Quién? Sencillamente, Beckley no lo conocía. No tenía ni puñetera idea. Aunque, después de todo, no tenía que conocerle. Era un corredor de apuestas y un hombre del juego. Él no apostaba. Sólo llevaba el despacho con la cuenta mayor del país. A mí me tenía asombrado.

Pero pronto me di cuenta de que aquello no tenía importancia. Lo único que tiene que hacer el que se dedica a compensar apuestas es asegurar que mantiene las apuestas cubiertas y que recoge su diez por ciento. No tiene que ser un experto en los equipos ni siquiera estar al corriente de los partidos. Yo estaba asombrado, pero resultaba que así sucedía con la mayoría de compensadores y corredores de apuestas. Muchos de los tipos más importantes no apostaban. En Chicago teníamos a Benny El Centella. Benny era el corredor de apuestas más importante de la ciudad. Como tal, reunía millones y millones, y como Gil Beckley, Benny no podía decir a qué jugaba Joe DiMaggio. En serio.

Yo apostaba y conseguía buena información en la época en que mi amigo Sidney, que era un importante contable de Benny, me pidió, como un favor, que llamara a su oficina cuando me enterara de algo sobre un partido, algo que pudiera afectar al resultado, como que había un arreglo o que uno de los jugadores estaba lesionado.

Así pues, un día me enteré de una lesión de la que no se había informado y llamé a mi amigo Sidney, pero no estaba. De todos modos, hablé con Benny, el jefe en persona. Le dije a Benny lo del jugador. Me acuerdo del jugador, Bobby Avila, segundo base del Cleveland Indians. Dije: «Avila, fuera».

Quería alertarlo para que hiciera modificaciones en su línea y no lo atropellaran todos los profesionales, los cuales, puedo asegurarlo, tenían ya la misma información que yo.

Benny escucha la información como si supiera de lo que le estoy hablando, pero cuando acabo me pregunta: «¿Pero no tienen otro segundo base?» Pensé: «¿Otro Bobby Avila? ¿En serio?». No podía creérmelo.

Aquella noche encontré a Sidney y le pregunté si estaba trabajando para un loco. Me dijo que Benny no seguía los partidos, sólo la cuantía. Benny era el corredor de apuestas más importante de Chicago, no porque estuviera al corriente de los jugadores y deportes, sino porque pagaba el lunes. No importaba la cantidad que te debiera pasado el fin de semana, Benny pagaba el lunes. Su contable estaría allí con un sobre y billetes nuevos y flamantes. Y si el dinero se lo debías tú, siempre te daba más tiempo. Así pues, tanto si sabía quién era Bobby Avila como si no, tenía una enorme clientela y se hacía de oro.

2

«Un día de éstos voy a ser el jefe de toda la organización.»

Tony Spilotro El Renacuajo se crió en un chalé de madera de dos plantas en un barrio italiano a unas cuantas manzanas de la casa de El Zurdo. Tony y sus cinco hermanos -Vincent, Victor, Patrick, Johnny y Michael- dormían en una habitación en tres literas.

El padre de Tony, Patsy, era el dueño del restaurante Patsy's en la esquina de las avenidas Grand y Ogden. Era un establecimiento pequeño, famoso por sus albóndigas caseras que atraían a clientes de toda la ciudad, incluso tipos del mundo del hampa como Tonny Accardo, Paul Ricca El Camarero, Sam Giancana, Gussie Alex y Jackie Cerone. El aparcamiento de Patsy se utilizaba a menudo para reuniones de la banda. Según cuenta el propio Frank Cullotta, que pasó a formar parta de la organización de Spilotro:

Tony y yo nos conocimos cuando éramos críos. Nos caíamos fatal. Los dos andábamos con nuestras cajas de limpiabotas; yo me dedicaba a limpiar zapatos en un lado de la Grand Avenue y Tony limpiaba zapatos al otro lado de la calle. Tuvimos una gran pelea. Me dijo que tenía que mantenerme en mi lado de la calle. Yo le dije que él tenía que quedarse en el suyo. Empezarnos a empujones. No sacamos nada en claro y él se fue a su lado y yo al mío.

Como Tony Spilotro, Frank Cullotta había nacido en el South Side de Chicago. Cullotta era un ladrón. Que él recordara, era lo único a que se había dedicado. Empezó mangando en los grandes almacenes y entrando en los pisos cuando tenía doce años, el año en que mataron a su padre mientras conducía un coche cuando huía de un atraco a mano armada; las circunstancias de la muerte de su padre constituían un mérito en el barrio.

Tony y yo éramos bajitos, él algo más bajito que yo, por eso no me asustaba nada. Pero Tony siempre tenía un montón de chavales alrededor. Normalmente le seguían unos quince muchachos. A mí me seguían seis.

Un día estaba hablando a su hermano sobre mí y su padre oyó mi apellido. Dijo a Tony que se enterara de si yo era hijo de Joe Cullotta.

Su padre era un delincuente que funcionaba por su cuenta; mucho tiempo atrás unos espagueti mafiosos lo habían estado extorsionando. Acudió a mi padre y éste le solucionó la papeleta. De modo que cuando salió que yo era hijo de Joe Cullotta, el padre de Tony decidió que se habían acabado las rencillas.

Al día siguiente, Tony se me acercó y dijo:

– Quiero hablar contigo.

Le respondí que yo no estaba huyendo y él añadió:

– Mi padre y el tuyo eran amigos, y nosotros vamos a ser amigos de ahora en adelante.

Mi padre era chófer de una banda de maleantes. Era considerado el mejor conductor de la ciudad; no había nadie que pudiera ganarlo. Por las historias que he oído, podía ir marcha atrás tan de prisa como la mayoría de la gente puede ir hacia delante. De todos modos, mi padre murió al volante en una persecución. No le dispararon ni nada. La policía le perseguía en coche y él murió de repente.

Por el momento nos convertimos en amigos. Tony y yo corríamos por las calles. Yo pasaba tanto tiempo en su casa como en la mía. Aunque su madre, Antoinette, era una bruja, yo iba a su casa de todos modos. Ella me lanzaba miradas aviesas. Llegaba a su casa y me gruñía: «¡Siéntate allí!» y no me ofrecía ni agua para beber. Tony era el chico más violento que he conocido. Era tan resistente que su hermano Victor solía ofrecer cinco dólares a tipos para ver si podían pegarle. Normalmente, Victor cogía a un tomador de apuestas y el tipo intentaba pegar una patada en el culo de Tony pero si se veía que Tony iba a perder, todos nosotros saltábamos sobre el chaval y le rompíamos la cabeza.

Tony y yo robábamos juntos. Circulábamos con coches robados. No tragábamos la escuela. Acabamos en una academia de comercio atestada de chavales negros.

Cerca había un barrio judío con montones de almacenes, y cada día Tony, yo y un grupo de muchachos íbamos a robar en ellos y después subíamos a un tranvía o teníamos un coche robado aparcado cerca. Nos llevábamos el material al barrio y lo vendíamos.

Nos peleábamos casi a diario con los chavales negros, y una vez, cuando yo no estaba allí, le asaltaron. Pero Tony tenía un cuchillo e hirió a uno de los chicos negros. Todo el mundo supo que había sido Tony, pero el chico no presentó cargos.

Una semana después yo me metí en una pelea y me cayeron seis meses en una escuela reformatorio. Mi madre me visitaba siempre que podía. Constantemente.

Cuando salí, Tony andaba con un rubio que se llamaba Joe Hansen y yo empecé a salir con Paulie Schiro y Bob El Loco, haciendo atracos. Un día Tony vio cómo nos perseguía un coche de policía tras haber disparado contra tres tipos en un bar. Vino a verme. No habíamos matado a nadie, sólo los herimos, pero Tony decía que teníamos que desmontar las pistolas y arrojarlas al río Des Plaines.

– Tíos, eso no podéis hacerlo; os van a liquidar. Mejor atracar bancos.

Y empieza a contarnos cómo él atraca mensajeros de bancos. Tenía a un tipo fuera del banco y a otro dentro. El de dentro se metía en la cola y controlaba a los que sacaban fajos de billetes y volvían a sus negocios para pagar a los clientes o lo que fuera. En una bolsa, normalmente había entre trescientos y mil doscientos.

El que permanecía fuera del banco debía vigilar a todos los que salían y recordar qué dirección habían tomado. Entonces los seguíamos y nos aprendíamos la ruta, pues sabíamos que iban a repetirla muchas veces. La siguiente, los estábamos esperando. Somos diecisiete chavales de dieciocho años que sacábamos dos mil quinientos dólares al mes por cabeza. El negocio funcionaba a la perfección; tanto que decidimos comprarnos coches nuevos. Recuerdo el día que aparqué el flamante Cadillac delante del bar Mark Seven, donde todos pasábamos muchas horas.

Tony sale del local. Observa el coche y dice:

– Apuesto lo que quieras a que sé de quién es el carro.

Nadie abre la boca. Me pregunta si es mío.

– Pues claro -respondo.

– Oye -me dice-, ese coche no es para ti. Se van a mosquear con nosotros.

Sabía que se refería a los de la organización. Le mostré los billetes que llevaba encima:

– Fíjate, Tony -dije-. ¿O sea que andamos robando y no podemos disfrutarlo comprando lo que nos dé la puta gana?

– Sí, pero ellos no lo entienden -respondió-. Quieren que sigamos conduciendo Fords y Chevrolets.

Para mí aquello no tenía lógica. Yo opinaba que si te dedicas a robar y corres un riesgo, al menos disfrútalo, pero el objetivo de Tony no era seguir robando como todos nosotros. Quería dedicarse al timo.

Pasan un par de años y Tony empieza a juntarse con un tal Vinnie Inserro, el Santo, un elemento más bajito que él mismo. Mediría un metro sesenta, pero fue quien presentó a Tony tipos como Turk (Jimmy Torello), Chuckie (Charles Nicoletti), Phil el de Milwaukee (Philip Alderisio), El Patatas (William Daddano), Sammy Pigs, Joe El payaso (Joseph Lombardo) y Joe El Palomas (Joseph Aiuppa), quien más tarde pasó a ser el capo máximo de la organización.

Aquella gente fue subiendo en el escalafón y Tony no se separaba de ellos. Hacía lo que le decían.

– Brahma -me dijo un día; me llamaba así por mi aspecto de res brava-, Brahma, un día de éstos seré el jefe de toda la organización.

A mí aquello nunca me quitó el sueño. Lo que más me interesaba era el dinero. Divertirme. En cambio Tony esperaba ir a por todas y la ocasión llegó enseguida. Conocíamos a dos atracadores de cuidado llamados Billy McCarthy y Jimmy Miraglia. Yo había colaborado en algún trabajillo con ellos. Frecuentaban un local de la organización de Mannheim Road, donde se ponían a gusto y montaban broncas con Philly y Ronnie Scalvo.

Pues bien, una noche aparece por allí Billy McCarthy a tomarse unas copas y le da por montársela a los Scalvo, y una semana después va Jimmy Miraglia y organiza un escándalo mucho mayor con los Scalvo, delante de la mujer.

La siguiente vez que me encuentro con McCarthy y Miraglia me dicen que van a matar a los Scalvo. Les digo que están chalados. En cuanto la banda se entere de que se han cargado a los Scalvo sin su consentimiento, son hombres muertos.

Al día siguiente, cuando iba para casa, a las siete y media de la mañana, oigo por la radio un boletín informativo en el que dicen que en Elmwood Park han sido abatidos a tiros dos hombres y una mujer, obra al parecer de una banda, a primera hora de la mañana. Y dan sus nombres.

Vi que aquello sería un desastre. En primer lugar, McCarthy y Miraglia no tenían el visto bueno para la acción. En segundo lugar, jamás hay que matar a nadie en Elmwood Park. De momento, dos a dos. Me empecé a inquietar, pues todo el mundo sabía que yo había trabajado con los dos elementos.

Aquel mismo día me llama Spilotro y me dice que quiere verme. Nos citamos en la bolera. Él iba a su rollo. Comprendí que le habían asignado una misión. Era la prueba que tenía que pasar, y a mí no me interesaba que me metiera en ello.

Cogí un par de armas por si acaso. Dos revólveres del treinta y ocho con cañones cortos. Tenía miedo y sabía que aquello se podía complicar. Apareció Tony y me dijo que la cosa no iba conmigo pero que tenía que llamar a casa de McCarthy y montarle una cita para aquella noche. Lo que le diría luego era que tenía una buena perspectiva.

No me apetecía hacer aquella llamada porque sabía que McCarthy estaba en un aprieto, pero Tony me aseguró que no había problemas. Quería informarse sobre el tema de los Scalvo. Nada más. Tan sólo quería hablar con McCarthy media hora.

No le dije lo que McCarthy y Miraglia estaban dispuestos a hacer, y al comprobar que no tenía intención de hablar con Miraglia pensé que tal vez los de la banda todavía no tenían claro quién lo había hecho.

Llamé y se puso al teléfono la mujer de Billy. Me dijo: «¿Qué hay, Frankie?», y me pasó a Billy. Le monté una cita en el Chicken House, en Melrose Park, un barrio también de la organización. Le dije que le quería enseñar algo interesante.

Dijo que de acuerdo y durante todo el tiempo que estuve hablando por teléfono Tony estuvo a mi lado. Se me ocurrió que tal vez lo hacía para comprobar si le daba alguna pista a McCarthy.

Tony no me dejó ni a sol ni a sombra. Hacia las ocho y media cogimos mi coche para ir al Chicken House, pero de camino paramos en otro restaurante. No entramos; Tony me hizo aparcar detrás y allí vi a un tío que nos esperaba dentro de un Ford azul marino.

El que nos esperaba en el coche era Vinnie Inserro. El Santo en persona. Nos acercamos al coche y Tony salió. Hablaron un minuto, Tony volvió a mi coche y me dijo que esperara en el coche de El Santo.

Luego Tony se metió en mi coche y se largó. Me quedé a la espera con El Santo unos cuarenta minutos. Durante todo el tiempo tuve el arma a punto. Evidentemente se trataba de un coche de trabajo, y El Santo y yo no nos dirigimos la palabra en todo el rato.

Cuarenta minutos después llegó Tony. Se acercó a nosotros y le dijo a Inserro que le llevara al Chicken House a recoger el coche de Billy McCarthy. Le dijo también que todo había salido bien. En cuanto se marcharon, cogí mi coche y me fui para casa.

Al día siguiente sonó el teléfono de casa. Era la mujer de Billy. Me preguntó si había visto a Billy la noche anterior. Le dije que no y le pregunté por qué. Dijo que era raro que Billy pasara la noche fuera de casa sin llamarla, pero que aquella noche había utilizado el coche del padre de ella y que nunca complicaría a su padre en nada.

Le dije que haría unas investigaciones para localizarlo. Aquello me preocupó de verdad. Tuve claro que yo sería el próximo. No volví a salir desarmado. Tres noches después de que desapareciera Billy, me encontré con Jimmy Miraglia en el restaurante Colony House. Iba con su mujer.

Lo cogí aparte para hablar con él. Le pregunté si en los tres últimos días había visto a Billy. Me contestó que no y le dije que yo en su lugar abandonaría la ciudad a todo correr. Se rió y dijo: «¿Por qué? ¿Si no tengo nada que esconder ni nada de qué huir?»

Dos días después, Jimmy Miraglia desapareció. Al cabo de once días aparecieron los dos cadáveres en el portaequipajes del coche de Jimmy.

Pasó una semana y me llamó Tony. Estaba alarmado. Quería hablar.

Me contó que había agarrado a Billy McCarthy en el Chicken House la noche que yo estaba esperando en el coche con El Santo. Había aparcado mi coche delante del restaurante para que cuando apareciera Billy creyera que yo estaba dentro. Y se encontró con Tony.

Billy le preguntó dónde estaba yo, y Tony le dijo que él también me estaba esperando, que había visto mi coche aparcado fuera. De modo que estuvieron dándole al pico un rato y cuando se cansaron de esperarme, salieron.

En cuanto cruzaron el umbral de la puerta, Billy vio a Chuckie Nicoletti y al Phil Alderisio, el de Milwaukee. Tony agarró a Billy y entre todos lo metieron en el coche. En aquel preciso instante él se enteró de qué iba la movida. Chuckie y Phil eran muy conocidos. Tenían quince o veinte años más que Tony. Cuando esta gente te agarra, estás perdido.

Sabían que Billy llevaba pistola y se la quitaron en el acto. Luego lo tumbaron en el suelo del coche y se largaron.

Fue cuando Tony volvió con el coche y yo lo recuperé. Él se metió en el de El Santo y salieron a toda pastilla y yo hice lo mismo con el mío.

Tony dijo que El Santo lo dejó en un taller donde habían metido a Billy por la fuerza. Seguidamente Vinnie Inserro se deshizo del coche de Billy.

Tony me explicó que no quisieron matar a Billy enseguida porque no sabían quién estaba con él cuando mataron a los Scalvo. Por lo visto, tuvieron que torturarlo bastante tiempo para sacarle con quién estaba. Lo tuvieron que apalear. Pegarle patadas. Incluso le pincharon los cojones con un punzón para hielo, pero Billy no cantó. Tony dijo que en su vida se había encontrado con un tipo tan duro como Billy McCarthy.

Finalmente, se ve que arrastró a Billy a un torno de banco, le fijó la cabeza al tornillo y fue atornillándolo.

Dijo que mientras Phil y Chuckie lo observaban, él atornilló hasta que la cabeza de Billy se fue aplastando y se le salieron los ojos. Tony dijo que fue entonces cuando Billy pronunció el nombre de Jimmy Miraglia.

Tony parecía estar muy orgulloso de la proeza de aquella noche. Se diría que era la primera vez que mataba a alguien. Como pasar la prueba de fuego. Al menos eso me pareció a mí entonces. Como si se le reconociera por primera vez la participación en una acción de la banda. Recuerdo que Chuckie Nicoletti le impresionó vivamente.

– Tío, ese sí que no tiene entrañas -dijo Tony hablando de Chuckie-. Cuando a Billy le saltaron los ojos, él estaba comiendo pasta.

3

«Casi un requerimiento papal.»

El Zurdo no tuvo nada que ver con el violento final de la historia de la organización. Creció relacionándose prácticamente con los mismos jefes que Spilotro; sólo que les proporcionaba un tipo de servicio distinto. Les daba la oportunidad de ganar en las apuestas.

Según los federales, Fiore Buccieri, Fifi, el jefe del hampa del West Side, fue uno de los que sacaron más provecho del prematuro talento de El Zurdo en las previsiones. Fifi era un personaje de aire intelectual, corpulento, con gafas y una prótesis dental en el paladar. Empezó su carrera criminal como delincuente juvenil, y a los diecinueve años ya era un elemento importante en el círculo de Al Capone. Sus primeras detenciones se remontaban a 1925, con acusaciones de extorsión, soborno, robo y asesinato. Únicamente fue declarado culpable del cargo de robo con allanamiento de morada, que le redujeron a robo menor.

El Zurdo había conocido durante toda su vida al capo de la calle, que tenía aspecto de persona seria. Las fuerzas del orden sospechaban que la familia de El Zurdo se relacionaba con Buccieri desde que el jefe mafioso y el padre de El Zurdo habían estado en el mismo negocio de venta de verduras al por mayor. Hacia 1950, cuando El Zurdo contaba veinte años, ya se le había visto circular por la ciudad con Buccieri. Tras pasar todo un día en las pistas, Buccieri a menudo le invitaba a dar una vuelta. Según los federales, afirma Bill Roemer, agente retirado del FBI:

El Zurdo sabía perfectamente quien era Buccieri, y una invitación de aquel tipo era casi un requerimiento papal.

En general, los corredores de apuestas y pronosticadores jóvenes se mantenían alejados de las personas que controlaban el hampa, si bien, según el FBI, la policía de Chicago y el Comité contra la Delincuencia de Chicago, Rosenthal ocupaba una plaza especial entre los jefes del hampa. Como recuerda Roemer;

Podía verse a El Zurdo circulando por la ciudad con algunos personajes clave de la organización. Iba a tomar café con ellos. Entraba en locales donde la organización no solía admitir a extraños. Teníamos información de que acudía a muchas de sus residencias en la ciudad y el campo, en Winsconsin y en Lake Geneva. Conocía a todo el mundo, pero tenía una relación más estrecha con dos elementos que más tarde pasaron a la dirección: Turk Torello y Joey Aiuppa. Y probablemente Fifi Buccieri habría asumido la dirección suprema de no haber muerto de un cáncer.

A causa de su relación de amistad con los principales dirigentes del hampa, Rosenthal siempre tuvo un acceso poco corriente a la cúpula. Al ser judío y no poder por ello entrar en la organización, no tuvo que atenerse a las múltiples normas tradicionales de protocolo, que restringían el acceso a aspirantes como su compañero Tony Spilotro o incluso a hombres hechos y derechos. El Zurdo no tenía que pedir permiso para hablar con Buccieri, con Turk o cualquier otro de la cúpula de la organización. Según los federales, El Zurdo alcanzó su situación única al conseguir que estos personajes ganaran dinero. En primer lugar, era un buen pronosticador y en segundo lugar, podía proporcionarles el tipo de información interna que se negaba incluso a los jefes. En palabras de Roemer:

El Zurdo estaba en la posición ideal para enterarse de los caballos dopados, los combates amañados, los árbitros comprados, y hasta el último apaño en el juego que uno pueda imaginarse, aparte de que conocía siempre a la gente adecuada con quien compartir tal información. Más tarde, los jefes lo utilizaron cada vez que se percataron de que sus propios negocios de apuestas u otras operaciones no les reportaban tantos beneficios como antes. Disponíamos de información fidedigna según la cual los jefes supremos llamaban a El Zurdo en cuanto se les planteaba cualquier problema en sus operaciones de juego. Era algo así como el detector de problemas de la organización. Él interrogaba a la gente, incluso a los importantes.

Dirigir una franquicia de juego ilegal no es tan fácil como uno pueda imaginar. Los que trabajan para los jefes intentan constantemente timarlos. Se trata de gente muy ambiciosa y muy corrupta. Los propios integrantes de una banda intentan constantemente robarse entre sí. Incluso a sabiendas de que alguien va a acabar en el portaequipajes de un coche si lo pillan, siguen intentando mangar unos dólares aquí o allá.

El Zurdo creció andando de aquí para allá con tipos de la organización. En realidad casi no conocía nada más. Para él aquello era normalísimo.

Tal vez El Zurdo no formara nunca parte del engranaje violento del hampa, pero nunca estuvo muy lejos de él. Si hacemos caso a Roemer:

Si bien Rosenthal pretende que no hizo más que apuestas y tal vez algo de correduría, es imposible mantenerse tan cerca del hampa sin mancharse las manos de sangre.

Una noche, según Roemer, El Zurdo se hallaba en el restaurante Blackmoor. El propietario del local era un hombre de negocios normal, a pesar de que por allí solían circular corredores de apuestas y jugadores relacionados con la mafia, como El Zurdo. El propio Roemer afirma:

Aquella noche el local estaba abarrotado cuando aparece por allí un personaje importante de la organización. Iba solo. El hombre conocía bastante a El Zurdo y se saludaron. Nuestros agentes de paisano tomaron buena nota de la situación.

Transcurre una media hora. Serían casi las doce de la noche y de pronto aparecen otros cuatro de la banda. Tipos violentos. Saludan con la cabeza a El Zurdo y uno de ellos se dirige al propietario diciéndole:

– ¡Ya puedes cerrar, todo el mundo fuera!

El dueño normalmente cerraba entre las tres y las cuatro de la madrugada, pero cuando los tipos le dijeron, «¡Apaga las luces!», todo el mundo, incluso El Zurdo y el mismo propietario, salió a la calle.

Cuando el mafioso que había llegado solo se dispuso a salir, los gorilas lo detuvieron.

– ¡Tú te quedas, mamón! -le dijeron-. No te muevas del taburete.

En cuanto nuestros agentes estuvieron en la calle con el resto de clientes, los gorilas propinaron una paliza de muerte al pobre tipo. Uno de nuestros hombres fue al teléfono y llamó a la policía. El Zurdo se quedó fuera oyendo el sangriento incidente como todos los demás. Cuando salieron los gorilas, ya lo habían dejado por muerto.

En realidad, uno de ellos dijo a El Zurdo y a otros que permanecían por allí:

– Vale, podéis socorrerle si es que sigue vivo.

El tipo estuvo dos o tres meses en el hospital. Se salvó por los pelos. Le inutilizaron los riñones. Tuvo que ir en silla de ruedas el resto de su vida. Creo que sigue vivo, porque en una ocasión preguntamos por él.

Más tarde descubrimos que el tipo recibió la paliza porque se complicó la vida discutiendo estúpidamente con la mujer de otro gerifalte y no se le ocurrió más que decir: «Que te jodan, que le jodan a tu marido y a todos vuestros putos amigos». La mujer se lo contó al marido y éste acudió al jefe superior a decir que él y su mujer querían una reparación. Éste es el mundo en el que creció El Zurdo. Aquí se demuestra con qué facilidad puede acabar una persona, aunque pertenezca a las altas esferas del hampa, en una silla de ruedas para siempre. Precisamente por ello la gente como El Zurdo aprendió a andar con muchísimo cuidado. Saben que por más dinero que consigan para sus jefes no pueden cometer el más mínimo error.

No obstante, según Frank Culotta, El Zurdo en una ocasión tuvo la valentía de hablar con Buccieri y probablemente aquello contribuyó a salvar la vida de Spilotro.

Era la época en que Buccieri tenía a todo Chicago aterrorizado. Oí contar la historia en aquellos momentos, pero más tarde Tony me explicó lo sucedido. Aunque pueda parecer una locura, un maníaco entró en casa de Fiore Buccieri con un revólver y asaltó a la mujer de Fiore. Cuando Buccieri volvió a casa se puso hecho una furia. Quiso saber todos los detalles. Su mujer le dijo que se trataba de un tipo bastante elegante, con acento de Nueva York. Que apareció en la puerta, la apuntó con el revólver y le hizo abrir la caja fuerte. El ladrón se llevó unos 400.000 dólares en efectivo y prácticamente todas las joyas de ella. Como quiera que no se había molestado en cubrirse la cara, cabía esperar que no fuera de la ciudad, pero Fiore pidió a la poli una docena de álbumes con fotos de los sospechosos y obligó a su mujer a pasar las miles de páginas en busca del rostro del ladrón.

Dos semanas más tarde, Buccieri sigue sin saber quién ha ido a robar a su casa y está cada vez más exasperado. Todo el mundo está aterrorizado. Con tan sólo sospechar que sabías lo que había ocurrido, eras hombre muerto, pero la verdad es que nadie tenía la menor información. Luego, un individuo que pretendía poner los puntos sobre las íes a Buccieri le comenta que el único que está lo suficientemente majara como para conocer a quien puede haber hecho algo así es Tony Spilotro.

Años después, cuando Tony descubrió quién había sido el rastrero mamón quiso matarlo, pero el tipo ya había muerto.

De todas formas, por aquellos días, Buccieri dice que quiere que Tony se presente en su casa. Tony sabe que El Zurdo es amigo íntimo de Buccieri y al parecer le pregunta si sabe lo que quiere el otro. El Zurdo le dice que no lo sabe y se van los dos juntos a ver a Buccieri. El Zurdo siempre estaba en casa de Buccieri.

Cuando llegaron allí, según comentó Tony, Buccieri tenía dos individuos del tamaño de dos frigoríficos junto a la puerta. Entraron y la mujer de Fiore se quedó mirándole como si viera al diablo. Dijo que ni siquiera lo reconoció. Al parecer no las tenía todas consigo. Hacen pasar a Tony y a El Zurdo al sótano y allí Buccieri le dice a Tony que se siente en una silla. Según Tony, Buccieri no hacía el menor caso a El Zurdo, que permanecía de pie en segundo término. Entonces Buccieri mira a Tony y le dice:

– ¿Tú sabes lo que me ha sucedido?

– Sí -responde Tony-, y lo siento.

– Yo no te preguntaba eso -dice Buccieri-. Limítate a responder a mi pregunta.

– Sí -dice Tony-, he oído hablar de ello.

– ¿Tienes idea de a quién puede corresponder este palo? -dice Buccieri.

– No -responde Tony, con un aire algo molesto ante tanto rollo. Como si estuviera respondiendo a un poli.

– ¿Seguro? -pregunta Fiore.

Tony se cabrea y dice, quizás con cierto sarcasmo:

– Ya he contestado a esta pregunta.

Tal como lo contaba Tony, no había cerrado aún la boca y ya tenía en el cuello las manos de Buccieri, que empezaban a estrangularlo. Tony pensó que iba a morir. Según él, ya no podía respirar. Sintió náuseas y debilidad.

Entonces se dio cuenta de que El Zurdo estaba allí de pie, a su lado, implorando a Buccieri que se detuviera. Oyó como decía que de saber Tony quien lo había hecho, habría delatado al tipo. El Zurdo dijo que Tony tenía la lengua muy larga pero que no tenía intención de faltarle al respeto. Él mismo oía que El Zurdo seguía hablando al oído a Buccieri hasta que por fin éste lo soltó. Dio un paso hacia atrás. Tony estaba mareado, tosía. Estaba a punto de desvanecerse.

Buccieri lo miró y le dijo:

– No quiero volver a verte por el Cicero, y, si descubro que estabas al corriente de lo que pasó en mi casa y no me lo dijiste, te limpio el forro a ti y a toda tu familia.

Tony comentó que, a pesar de que El Zurdo le salvó la vida, los dos salieron de aquella casa antes de que su dueño cambiara de opinión.

4

«Daría la mitad de lo que tengo por ser honrado como tú. Sigue así.»

El Zurdo era probablemente el empleado más joven que había tenido en su vida Donald Angelini, el Mago de las Probabilidades. Angelini y Bill Kaplan llevaban el despacho de apuestas más popular y mejor conectado de Chicago. Tenían como socios a los jefes del hampa y como protectores a la policía de la ciudad. Sus clientes o bien eran los propietarios de la ciudad o bien los que la dirigían. Quien trabajaba para Angel-Kaplan tenía que ser un veterano aguerrido de la batalla de las apuestas. El despacho estaba atestado de viejos que mascaban puros del día anterior, deshechos de Guys and Dolls, jugadores que se habían pasado la vida compitiendo con timadores de todo pelaje. El Zurdo se encontraba allí en el paraíso. Él mismo afirma:

Llevaba un par de años trabajando en Angel-Kaplan cuando Gil Beckley alquiló dos grandes suites en el hotel Drake y me invitó allí. En la ciudad se preparaba un combate importante. No recuerdo exactamente quién participaba en él, pero me sentía el dueño del mundo. Me acababa de invitar a una fiesta el corredor de apuestas y el compensador más importante de los Estados Unidos de América.

Era consciente de que estaba ganando fama en los últimos tiempos y tuve la sensación de que aquélla era la forma que tenía Gil de hacerme participar en el club.

En la fiesta no había ningún cliente. Ningún jugador importante. Nada de eso. Todo eran profesionales. La crema del negocio. Corredores de apuestas, pronosticadores, compensadores. Y un par de jugadores profesionales que vivían de apostar en los deportes. Ningún gilipollas, ningún político.

Jamás había visto a Gil Beckley. Llevaba un par de años hablando con él por teléfono. Hablábamos seis o siete veces al día, en un plan muy amistoso.

Cuando lo conocí en persona, comprobé que era muy agradable. Le sorprendió que tuviera poco más de veinte años. En la fiesta había unas quince personas, y todas me llevaban veinte, treinta o cuarenta años.

Beckley me coge por su cuenta y me presenta a todo el mundo. Aquello es algo espectacular. Había comida y titis a manta. Él se ocupó de las titis.

Cuando ya llevaba un rato en la fiesta, va y me dice:

– Zurdo -porque me llamaba Zurdo, no me llamaba Frank-, tengo que decirte algo. Tú eres muy joven. Tienes un brillantísimo futuro. Te diré algo que tienes que tener muy en cuenta durante el resto de tu vida. Daría la mitad de lo que tengo -dijo; y era un hombre muy rico entonces- por ser honrado como tú. Sigue así. Eres inteligente. Tienes habilidad -siguió diciéndome-. ¡Sigue siendo honrado!

Nunca lo he olvidado, aunque en aquel momento no sabía exactamente a qué se refería. No respondí. Pero me decía que jugara con calma, que no me dejara pillar. Que vigilara mi reputación. Que no me pusieran etiquetas.

No le escuché. No sabía lo importantes que eran sus palabras. Era un jodido imberbe. Tenía demasiada energía. Había demasiado ego. El reto era demasiado importante. Quería convertirme en el mejor. ¿Qué importa que te detengan? ¿Por corredor de apuestas? Una multa de cincuenta dólares. Una condena condicional de diez días. A tomar por culo la poli.

Pero Gil Beckley lo sabía. Y además sabía todo lo que yo sabía. Sabía el precio que hay que pagar para ser conocido. Me estaba advirtiendo que jugara sobre seguro. Que me mantuviera en segundo plano. Que me apartara de los focos. No lo dijo exactamente, pero intuí que se refería a que no tuvieran que asociarme con el mundo del hampa.

Me limité a escuchar a Beckley y a asentir con la cabeza. Pero yo estaba lleno de energía. Dispuesto a desafiar al mundo. Sabía lo que hacía. Era capaz de controlarlo.

Al cabo de una semana de la fiesta vi a Hymie y a El As. Sabía que le habían invitado pero no apareció. Le dije que se había perdido una gran fiesta. Le conté que por fin había conocido a Gil Beckley y que era un tipo estupendo.

El As me miró como si estuviera apestado. No quería oír hablar de la fiesta. No le importaba quien se hubiera reunido allí. Ni Gil Beckley ni nadie. De todas formas, El As nunca quería que le contaras nada. No le interesaba el cotilleo ni el mundo del hampa ni nada que no fuera su baloncesto. El As nunca iba a ninguna fiesta. Nunca entraba en restaurantes y bares que frecuentaban las bandas. Como consecuencia, no lo pescaron en su vida.

El 26 de mayo de 1966, cuando Gil Beckley tenía cincuenta y tres años, fue detenido junto con diecisiete personas más, entre las que cabe citar a Gerald Kilgore, director del J.K. Sports Journal de Los Ángeles, y Sam Green, quien dirigía el Multiple Sports Service de Miami, tras una investigación de sus operaciones de compensación, para las que, según el FBI tenía sucursales en Nueva York, Maryland, Georgia, Tennessee, Carolina del Norte, Florida, Texas, California y Nueva Jersey. Fue juzgado, se le declaró culpable de transgresión de las leyes interestatales de regulación del juego y se le condenó a diez años. En 1970, antes de que se celebrara la vista de apelación a la sentencia, desapareció. El FBI considera que fue asesinado, pues los jefes de la organización temieron que pudiera hablar al enfrentarse a tan larga condena.

A principios de los sesenta, Tony Spilotro estaba completamente integrado en la vida del hampa. Ganaba mucho dinero y lo invertía en la calle. Por cada mil dólares que prestaba sacaba un beneficio de cien dólares a la semana. Tenía a su servicio unas bandas que se dedicaban al robo -al igual que Frank Cullotta- actuando por toda la ciudad, que le pasaban entre el diez y el veinte por ciento de sus beneficios. Tony trabajaba básicamente en el principal negocio de la organización mafiosa: asegurar impunidad. Evidentemente, Tony tenía que desviar un tanto por ciento del montante que conseguía hacia los capos y sus lugartenientes que estaban por encima de él, hacia individuos como Joe Lombardo, El Payaso, y Phil, el de Milwaukee.

Tony era asimismo un ladrón avezado. Conocía a los mejores maestros de la ganzúa, sorteadores de alarmas y peristas. Era capaz de poner un grupo a trabajar y dejar el objetivo limpio como una patena. Trabajaba básicamente con joyas. Conocía perfectamente las piedras. Podía haber sido joyero. De hecho, más tarde, abrió una joyería.

En verano de 1964, Tony y su esposa, Nancy -que había trabajado en una guardarropía-, hicieron un viaje de vacaciones a Europa con sus amigos John y Marianne Cook. John Cook tenía un negocio de esquí acuático en Miami, pero en los registros del FBI constaba como ladrón de joyas internacional. Los Spilotro y los Cook tomaron un vuelo hasta Amsterdam, alquilaron un Mercedes Benz y se fueron a Amberes, Bélgica, la capital europea de los diamantes. La Interpol y la policía del país siguieron sus pasos.

La policía belga puso vigilancia en el hotel donde se hospedaban. Observó como Spilotro y Cook hacían una ronda de inspección por las grandes joyerías y mayoristas del ramo. Comprobaron que examinaban los sistemas de alarma, escaparates y sistemas de seguridad. Visitaron asimismo la tienda de Salomon Goldenstein, joyero de la ciudad, de quien despertaron las sospechas cuando Cook utilizó un nombre falso y una dirección de hotel equivocada al intentar efectuar una compra con tarjeta de crédito. El joyero activó una alarma silenciosa y Spilotro y Cook fueron detenidos al salir del establecimiento. La policía descubrió que Cook llevaba un efectivo tirachinas y cojinetes, una pequeña palanca y llaves maestras para cerraduras Yale.

Al ser interrogado, explicó a la policía que llevaba las llaves maestras por temor a no poder abrir la puerta del coche y que el tirachinas y los cojinetes eran para su hijo.

Cuando la policía llevó a Spilotro y Cook de vuelta al hotel, encontró a las dos mujeres esperando con las maletas preparadas. Registraron el equipaje y encontraron más cojinetes.

Las autoridades belgas expulsaron a los Spilotro y los Cook del país.

Las dos parejas abandonaron Bélgica y siguieron sus vacaciones; viajaron en coche por los Alpes suizos, entraron en Mónaco para pasar dos días en Montecarlo y fueron a París antes de volver a casa.

Spilotro y Cook no supieron que les habían estado siguiendo desde Bélgica. Al llegar a París, los gendarmes los detuvieron de nuevo. En esta ocasión, la policía francesa encontró montones de ganzúas.

Cuando los Spilotro volvieron a Chicago tuvieron que pasar un registro de aduana en el que los agentes encontraron una fortuna en diamantes, dos de los cuales estaban cosidos a la cartera de Spilotro. En la aduana se les confiscó el botín, en el que además había ganzúas y herramientas para el robo. Según Frank Cullotta, que por aquel entonces se había convertido en la mano derecha de Spilotro:

Fui a recoger a Tony al aeropuerto. La poli revolvió todo su equipaje. Tony quedó totalmente sorprendido, pero Nancy estaba que mordía. No creo que él supiera que venía señalado desde París. No creo que supiera que estaba quemado y que la cosa iba a más.

Cuando llegamos a casa, recuerdo que dieron de comer a Vincent, su hijo, y luego Tony sacó una toalla blanca y la extendió en la mesa de la cocina. Seguidamente Nancy inclinó la cabeza sobre la mesa y se fue sacando uno a uno los diamantes que llevaba en el pelo. Iban saltando uno tras otro. Él se los había hecho esconder allí. Los de aduanas les habían confiscado algunos diamantes, pero las piedras más valiosas pasaron ocultas en el moño de Nancy.

Dos meses después, la policía francesa descubrió que Spilotro y Cook habían asaltado un apartamento en el Hotel de Paris de Montecarlo la noche del 7 de agosto, del que habían sacado 525.220 dólares en joyas y 4.000 dólares en cheques de viaje. Había alquilado dicho apartamento una acaudalada americana casada que había permanecido allí con un joven y por tanto estaba poco dispuesta a prestarse a una investigación. Cuando decidió hacerlo, Spilotro y Cook ya habían vuelto a los Estados Unidos.

Spilotro y Cook fueron declarados culpables en ausencia por la Audiencia de Monaco y sentenciados a tres años de cárcel si decidían volver a dicho país.

Según Cullotta:

Llevaba cinco años en la banda de Tony y jamás había visto a Rosenthal El Zurdo. Yo trabajaba con sus desvalijadores y gorilas. El Zurdo actuaba en su rollo de apuestas. Sam El Loco se ocupaba del tinglado del prestamismo y romper la crisma al personal. A Tony le gustaba mantener cada cosa en su sitio.

Cuando quería que le llevaras a algún sitio, por ejemplo, nunca te decía a quién encontrarías allí ni nada de nada. Tenías que limitarte a hacerlo y luego, tal vez, te contaba el próximo paso. Además, al llegar al sitio, te dabas cuenta de que el que estaba allí no tenía la menor idea de que se iba a encontrar contigo.

Y así, aquella tarde recibo una llamada de Tony y me dice que pase por su piso. Yo sabía que me necesitaba para hacer algo; no dice el qué ni nada de nada. Tampoco espero que lo haga. Y me voy para allá.

Tony y Nancy tenían un bonito piso de dos habitaciones en la cuarta planta de un edificio de Elmwood Park. Llego allí y me encuentro jugando al gin rummy con un individuo alto, delgado, de tez blanca. Era El Zurdo.

Nancy iba de acá para allá preparando café o llamando por teléfono. Me quedé detrás de Tony mientras jugaba unas cuantas manos, pero no abrí la boca. En algún momento me dirigí en voz baja a Nancy, pero me daba cuenta de que Tony le estaba pegando una paliza al otro.

Hay que tener en cuenta que Tony jugaba al gin rummy muy, pero que muy bien. Podía jugar doscientos puntos sin perder. El tipo podía ser perfectamente un jugador profesional de gin rummy. Una noche estaba en el bar de Jerry, en la barra, jugando al gin rummy con Jerry. Al otro le iban interrumpiendo todo el rato los clientes, y por fin Tony me dijo que atendiera yo a la barra.

Hice lo que me decía y estuvieron jugando hasta que Tony le sacó al pobre hombre quince mil dólares. Jerry se cayó del taburete y empezó a llorar.

– Me será imposible pagarlo -le dijo a Tony.

– Vale, me quedo con el bar -respondió el otro.

Jamás vi que Tony tuviera que pagar. Te obligaba a jugar hasta que le abandonaba la suerte. Normalmente, cuando ganaba a alguien, pongamos por caso quince mil dólares, me mandaba a acompañar al individuo al banco, yo tenía que esperarme allí mientras hacía efectivo un cheque y luego me entregaba el dinero para que yo se lo llevara a Tony.

De un montante de quince mil dólares, Tony reservaba tres mil para mí por el trabajo de asegurar que el otro no se escaqueara y por llevarle el dinero en efectivo. Tony era muy generoso. Cuando andaba por la ciudad, siempre pagaba todas las cuentas él. Le daba igual que fueran veinte o treinta personas, la cuenta siempre era para Tony. Y se cabreaba muchísimo con quien intentaba hacerse cargo de las propinas. Éstas también le tocaban a él. Jamás nadie pagó su comida.

Por fin, El Zurdo se levanta. Dice que ya le basta. «Se acabó», dice. Aquellos fulanos sabían latín. El Zurdo soltó tan sólo unos ocho mil y dijo que no llevaba más efectivo, que lo conseguiría y se lo pasaría más tarde a Tony.

Me di cuenta de que eran íntimos porque Tony no me dijo que fuera con El Zurdo a buscar el dinero. Me mandó tan sólo a acompañarlo a una parada de taxis situada entre las avenidas Grand y Harlem, en la frontera entre Elmwood Park y Chicago.

Aquélla era la única razón por la que Tony me mandó ir a su casa. No quería que El Zurdo llamara a un taxi desde allí. No le interesaba que se registrara ninguna recogida en taxi en su domicilio. Así, cuando dejé a El Zurdo en la parada nadie supo de donde venía. Y también por ello él no acudió a casa de Tony conduciendo su coche. No quería que nadie pudiera anotar su matrícula delante del domicilio de Tony. Por aquel entonces, Tony iba con mucho cuidado con este tipo de detalles. Era muy cauteloso.

Durante el trayecto, El Zurdo apenas abrió la boca. Permaneció allí sentado con aire abatido. Creo que no estaba acostumbrado a perder.

El Zurdo era misterioso. No podías leerle el pensamiento. A Tony le encantaba estar con él porque incluso entonces El Zurdo era uno de los mejores pronosticadores del país. Los viernes por la noche solíamos andar por ahí antes de apostar. Tony le preguntaba a veces a El Zurdo: «¿Qué me dices del Kansas?» y el otro se limitaba a responder: «No tengo formada ninguna opinión». Entonces Tony podía decirle: «¿Y el Rutgers-Holy Cross?» Y El Zurdo respondía: «Sin opinión».

Tony tiene la lista de los partidos universitarios impresa con las probabilidades; es larga como una nota de supermercado y va repasando partido por partido, mostrándoselo El Zurdo, y éste, allí de pie, apoyado contra la barra, tomando su agua Mountain Valley, mirando algún combate en diferido por la tele, va repitiendo su falta de opinión a Tony hasta asesinarlo.

Por fin, Tony explota. Mete la lista entre las manos de El Zurdo.

– Venga, escoge, escoge tú mismo.

Sin apenas apartar la vista del combate, El Zurdo coge la lista de Tony, señala rápidamente un par de puntos con un lápiz y se la devuelve a Tony.

Tony observa la lista, mientras El Zurdo sigue mirando la televisión.

– ¡Eh! -dice Tony-. ¿Qué es eso? Aquí tengo cien partidos. El próximo fin de semana juegan todos los equipos de baloncesto del país, ¿y tú me marcas dos?

En el bar todo el mundo permanece en silencio. Nadie quiere meterse con ellos dos. El Zurdo se vuelve hacia Tony como si éste fuera un crío y dice:

– Sólo hay dos buenas apuestas.

– Sí, sí -le responde Tony-. Eso ya lo sé pero ¿y el Oklahoma-Oklahoma State? ¿Y el Indiana-Washington State? Por Dios, fíjate en todos éstos.

– Mira, Tony, te he marcado las dos mejores apuestas de la lista. Olvida el resto.

Tony se exalta y empieza a refregar el papel por la cara de El Zurdo.

– ¿Dos apuestas entre cien? ¿Así es como juegas tú?

El Zurdo se lo mira como quien mira a una cucaracha.

– Creía que tenías la intención de ganar -dice.

– Pues claro que quiero ganar, pero también quiero divertirme. ¿Por qué no te relajas un poco? ¿Por el amor de Dios!

– ¿Cuánto piensas apostar? -pregunta El Zurdo.

– Un par de los grandes, lo que sea… ¿Tú cuánto apuestas?

– Yo juego mucho más que esto -responde El Zurdo. El Zurdo prácticamente nunca dijo que «apostaba»; siempre «jugaba», «tenía una opinión» o «tomaba partido».

– ¿Mucho más que qué? -salta Tony-. Si sólo juegas en dos puñeteros partidos. ¿Qué coño has apostado?

– No quieres saberlo -dice El Zurdo.

– Sí que quiero saberlo.

– ¿Sacarás algo si pierdo?

– Vamos, dímelo. Quiero saberlo. Yo te lo he dicho, ¿no?

El Zurdo se acerca a Tony y le habla casi en un susurro, pero yo estoy entre ellos fijándome en sus labios mientras articula estas palabras:

– Nosotros, si no es por cincuenta por barba, no nos movemos.

Llegaría un día en que Tony apostaría cincuenta o sesenta mil dólares en un partido de fútbol o de baloncesto, pero aquél no era el momento. Nosotros teníamos poco más de veinte años. El Zurdo tenía unos treinta. Apostaba por su cuenta y para gente bastante importante, gente de la organización, todos nosotros sabíamos para quién.

– ¡Ah, perdone usted! -dice Tony agarrando la lista y examinando de nuevo partido por partido-. Olvidé con quien estaba hablando. No tengo derecho a la vida. Estoy apostando calderilla.

Y en cuanto El Zurdo vuelve la vista hacia la tele, Tony le pregunta:

– ¿Y el West Virginia, qué? Tienen aquel africano de dos metros diez. ¿Cómo demonios van a perder?

– No tengo una opinión al respecto -responde El Zurdo sin siquiera volver la vista.

Entonces Tony pierde los estribos. Enrolla el papel de las apuestas y empieza a golpear la cabeza de El Zurdo con él.

– Si pierdo, gilipollas -grita-, nos pagas una cena a todos.

Todos soltamos una enorme carcajada, incluso El Zurdo, y Tony se vuelve hacia nosotros diciendo:

– El gilipollas éste me lo pone todo negro.

5

«Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.»

A finales de los cincuenta, antes de que el terror de la droga invadiera el país, los jugadores ilegales eran considerados el enemigo público número uno. El FBI había organizado redadas en todo el país para detener a los jugadores más conocidos. Se habían aprobado unas leyes federales que castigaban la transmisión de pronósticos deportivos o resultados de carreras por las líneas interestatales. Las vistas de la Comisión contra el Delito Kefauver -una de las primeras investigaciones oficiales televisada- se lo ponían también difícil a los sheriffs y jefes de policía que habían permitido que los corredores de apuestas, los compensadores y los casinos ilegales funcionaran en su demarcación mediante un pago determinado. Incluso en Chicago, la patria de Al Capone, una ciudad donde la policía había tenido problemas para cerrar uno solo de los miles de establecimientos de venta de bebidas alcohólicas ilegales, empezaba a presionar a los corredores de apuestas de la ciudad. En 1960, Rosenthal El Zurdo fue detenido por primera vez como corredor de apuestas. De pronto apareció su nombre en distintas listas de jugadores importantes que distribuyó a la prensa como churros el Comité contra la Delincuencia de Chicago.

En 1961, a los treinta años, Rosenthal El Zurdo se trasladó. Según él:

Decidí salir a trabajar por cuenta propia. Dejar de hacer dinero para los demás. Pensé que había llegado el momento de empezar a jugar sin contar con nadie. Me trasladé a Miami. Mi padre ya se había trasladado allí con alguno de sus caballos y me pareció que aquello era lo más adecuado.

Tenía la intención de jugar poco. Disponía de cinco mil dólares para invertir y dos tipos se asociaron conmigo poniendo cinco mil dólares cada uno. El capital inicial era pues de quince mil dólares. Propuse empezar con jugadas de doscientos dólares, seguidamente doblar a cuatrocientos y finalmente, a dos mil dólares.

A finales de la temporada de baloncesto universitario, cuando faltaban dos semanas para finalizar el campeonato, nuestro capital de quince mil dólares había ascendido a setecientos cincuenta mil dólares.

Tenía amigos en diferentes partes del país. Nos apoyábamos mutuamente. Yo les ayudaba y ellos me ayudaban a mí.

Un día recibí una llamada de un colega de Kansas City. Me dijo que no creía que Wilt Chamberlain, jugador a la sazón del Kansas City, jugara aquella noche.

Chamberlain era el equipo. Si él no jugaba, no había victoria posible. Le pregunté por qué. Respondió que no lo sabía bien, pero que alguien, tal vez una enfermera, había dicho que a Chamberlain se le habían hinchado tanto las pelotas que apenas podía andar.

Mi colega dijo estar seguro de tal información, pero yo hice mis comprobaciones y constaté que los médicos que atendían a Chamberlain corroboraban dicha dolencia.

Adopté la decisión enseguida. No tenía nada que perder pues siempre estaba a tiempo de modificar la apuesta al final de la semana. Me metí a fondo contra el Kansas antes de que anunciaran que Chamberlain no iba a jugar.

Ofrecí al colega que me había pasado el chivatazo una apuesta de cinco mil dólares para el partido. Chamberlain jugó todos los partidos excepto aquél.

Además, al hacer la apuesta, comenté a los corredores de apuestas lo que había oído. A eso se le llama cortesía profesional. Mantener informado al corredor. Es gente que conoces. Estás siempre hablando con ella. Evidentemente, primero haces la apuesta y luego lo dices. Es lo lógico en el oficio. A veces te escuchan y a veces no. En mi caso, escucharon. Aquello les dio la oportunidad de retirar determinada cantidad del Kansas.

En una apuesta como aquélla, nosotros -mis socios y yo- intentábamos bajar al máximo. Llamábamos a distintos corredores de apuestas de todo el país. Teníamos instalados en mi piso unos teléfonos especiales.

Unos cuantos empleados jubilados de la compañía telefónica nos habían instalado un sistema para acceder a la línea rápida antes de que existiera la línea rápida. Cuando nos lanzábamos sobre un partido y formulábamos las apuestas, en tres o cuatro minutos transmitíamos la información a todo el país. No exagero. No tardábamos más que eso.

Marcaba un número y hablaba con Washington, Nueva Orleans, Alabama, Kansas City, casi con todo el país excepto con lugares como Dakota del Norte, Dakota del Sur y Wyoming. Podía apostar donde quisiera. Los corredores de apuestas sabían mi nombre en código. Sabían que si perdía, pagaba.

Tienes un número de contratación con el corredor y ellos, su propio sistema de tasación de crédito. No les hace falta evaluar intuitivamente.

Si deciden, por ejemplo, que a mí me conceden veinticinco mil dólares ello significa que puedo llegar con ellos a veinticinco. Puede haber oscilaciones y cuando llegamos a los veinticinco mil dólares saldamos la cuenta. O me manda él un mensajero o se lo mando yo.

Mis socios y yo nos habíamos establecido como en un negocio. Teníamos unos hombres de paja que apostaban por nosotros para no despertar sospechas. Disponíamos de mensajeros. Recaderos. Cada cual tenía su cometido en el negocio. Le decías al mensajero: «¡Lleva eso a Tuscaloosa!». Los mensajeros en general querían formar parte de la organización. Era gente que siempre rondaba por allí. Conseguían un trozo del pastel. Era una especie de intercambio. Yo era el que estudiaba el caso. Era el pronosticador.

Apostaba entre veinte mil y treinta mil dólares por partido. Luego, en las dos últimas semanas de la temporada, con todo el engranaje trabajando a ritmo sostenido, perdimos ciento cincuenta mil dólares. Encajé un par de golpes serios. De todas formas, cerramos la temporada con cuatrocientos mil dólares de ganancias sobre la inversión de quince mil dólares y quedamos en paz de momento.

Pero en definitiva, las probabilidades están en contra de ti. Tienes que avanzar en equilibrio sobre una cuerda floja. De pequeño, en Chicago, siempre les oía comentar: «En verano, los corredores de apuestas van a Florida y los jugadores quedaban helados como pajaritos».

Con todo, la cosa funcionaba bien. Mi padre y yo compramos a medias unos cuantos potros. En realidad, empecé a pasar cada vez más tiempo en las pistas. Teníamos allí trece caballos. Había que estar atento. Alimentarlos ya nos costaba unos siete mil dólares al mes. Aquello era casi vivir en las pistas. Pero a mí me encantaba estar allí.

Por aquella época, tal como cuenta El Zurdo, recibió la visita de un hombre a quien llamaban Eli, El Zumos. Eli El Zumos poseía un almacén en Miami y enviaba naranjas y pomelos por todo el país. Era en realidad el intermediario de la zona, el individuo que recaudaba fondos para proporcionar inmunidad en todo Miami Beach. Sugirió a Rosenthal que le convenía pagarle quinientos dólares al mes.

Rosenthal afirma que le respondió que no hacía nada ilegal: pronosticaba y trabajaba en las carreras de caballos.

Le dije que si me dedicara a las apuestas con mucho gusto le complacería, pero que no era el caso. En aquellos momentos era estrictamente un jugador. Al cabo de una semana poco más o menos, volvió Eli El Zumos y me preguntó si había cambiado de parecer. En esta ocasión lo traté con menos cordialidad. De forma que una palabra se encadenó con la siguiente y le dije que se fuera a la mierda. Cometí el error de decirle que hiciera lo que le diera la gana. Eso hizo. El día de Año Nuevo la poli derribó la puerta de mi casa y me detuvo.

Martin Dardis, jefe del Departamento de North Bay Village, y el sargento Edward Clode de la División de Seguridad Pública del condado de Dade, llevaron a cabo la detención. El Zurdo se hallaba sentado en la cama, llevaba un pijama azul y miraba un partido por la tele aquella tarde cuando le interrumpió el asalto de los dos hombres. Lo que habría podido ser una detención rutinaria él lo convirtió en una catástrofe.

En cuanto oyó que la policía estaba en la puerta, El Zurdo se puso a gritar que iban a por él tan sólo porque se había negado a pagarle a Eli El Zumos.

– ¿Qué pasa? -dijo-. ¿No habéis conseguido la astilla? ¿Por eso estáis aquí?

La acusación vertida sobre el jefe Dardis fue una imperdonable violación del ritual kabuki que conllevaba la etiqueta poli-corrupción.

Después de esto -admitió luego El Zurdo- el partido fue imparcial.

El jefe Dardis declaró más tarde:

Cuando entré en la habitación, encontré al señor Rosenthal sentado en la cama. Tenía el teléfono en una mano y un pequeño libro-negro en la otra. El ayudante del sheriff le leyó la orden de registro, y yo, mientras tanto, le cogí el auricular y pregunté a la persona que estaba al otro lado de la línea quién era. Le dije que yo era El Zurdo. El otro respondió:

– Aquí Cincinnati. Dispones de diez y diez para Windy Fleet, y yo me quedo con cuatro y cuatro.

Más tarde supimos que Windy Fleet era un caballo que tenía que correr aquella tarde en el Tropical Park. Llegó a la meta en segundo lugar.

Quince días después de la detención, El Zurdo dijo que tuvo una pelea de tráfico con dos hombres que resultaron ser agentes federales. Según él, los agentes se hallaban en una calle secundaria, cerca del Biscayne Boulevard. El Zurdo se dirigía a un conocido restaurante de allí cerca. Supo que eran agentes porque la policía local le acababa de multar por no señalar un giro a la derecha. Los agentes habían permanecido detrás de la policía y empezaron a insultarle cuando le entregaron la multa. El Zurdo dijo que los polis que lo multaron sabían que eran agentes del FBI. Según Rosenthal:

Una noche me hallaba yo conduciendo por una calle muy mal iluminada de Miami y aparecieron detrás de mí un par de agentes. Es cierto que ocurrió eso. Lo juro. Una calle muy oscura y muy estrecha y el coche de atrás que se me va pegando. Me obligan a apartarme a un lado de la calle y a detener el vehículo. Los dos agentes se identifican y empiezan a darme la lata y yo les devuelvo la pelota. Uno de ellos era muy corpulento. Estábamos en una zona con árboles. Salió del coche y me sacó del mío; lo hizo a empujones, diciéndome:

– Por fin te tenemos. Te vamos a meter en el puñetero bosque y te haremos picadillo.

Por la forma como me miraba, tenía toda la intención de hacerlo. Y mientras me hablaba, veo que en dirección contraria circula, por pura casualidad, ni más ni menos que Tony Spilotro. ¡La Virgen! Ve mi coche. Aparca. Sale del suyo. Se enfrenta con los dos mamones que me habían parado. Les planta cara, y eso que él no pasa de metro sesenta y cinco. Les suelta:

– Vosotros, gallinas de mierda, no vais a hacerle nada.

¡Alabado sea Dios! Tony y yo nos habíamos criado juntos. Cuando hablaba de él, yo decía que le conocía desde el momento en que lo concibieron. Frecuentábamos los mismos lugares en Chicago. La relación, sin embargo, aumentó en North Miami. Tony aparecía por allí tres veces al año y a la primera persona que veía era a mí. La verdad es que el primer amor de Tony fue el juego. Por aquellos días él tenía la impresión de que no podía jugar sin mí. Que apostar en lo que fuera sería un desastre si no contaba con mi opinión. Siempre me estaba llamando. Me habría perseguido hasta la tumba por conseguir mi parecer. Era un adicto. Cuando hablamos de juego y de Tony estamos hablando de un alcohólico.

Una noche, nos encontramos cenando en un restaurante italiano del Biscayne Boulevard unas seis o siete personas. Todos tíos. Estaba Tony, todos sus muchachos y yo. Había también unos cuantos machos duros en la mesa. No sé por qué razón yo ponía a cien a uno de ellos. Por lo que fuera, no le gustaba Frank Rosenthal. Y me insultó en la mesa. Pasaron tres o cuatro minutos. Tony dice que se va al servicio. Se lleva al muchacho aquél. Y no han llegado a la puerta, ¡lo que le dijo al tipo! ¡Copón bendito! ¡Vaya lenguaje!:

– Eres un hijo de puta. Voy a cortarte el cuello si te atreves a mirarle otra vez de esta forma. Vuelve a la puta mesa y discúlpate, mamón.

El muchacho vuelve a la mesa y se disculpa.

– Resulta que no tendría que beber -dice- y bebo. No quería hacerlo. ¿Podrás perdonarme?

– Claro, no te preocupes -dije.

En 1961, el recién nombrado fiscal general, Robert F. Kennedy, empezó a investigar las conexiones entre la mafia, el juego ilegal y el sindicato de camioneros.

El FBI ya conocía a la mayor parte de jugadores. Estaba más al corriente de lo que se cocía en el seno del hampa que muchos de sus componentes. Las relaciones de Frank Rosenthal con la organización de Chicago eran de dominio público. Se le había visto por las calles de Chicago con capos de la altura de Turk Torello, Phil el de Milwaukee, Jackie Cerone y Fiore Buccieri. El Bureau estaba convencido de que además de apostar en Miami, hacía de corredor. La detención por parte de la policía local lo situó en un estadio lo suficientemente importante como para recibir la amistosa visita de los federales, quienes le plantearon que se hiciera chivato a cambio de la inmunidad; se negó a ello y subsiguientemente tuvo que hacer frente a una citación de la Subcomisión McClellan sobre el juego y la delincuencia organizada.

Al senador McClellan no le hizo ninguna gracia la picaresca de tipos y tipas de uñas pintadas que desfilaba ante él, acompañados de abogados caros que les proporcionaban unas tarjetas recién impresas en las que se leía la Quinta Enmienda.

La Comisión había seleccionado a unos cuantos testigos colaboradores para que declararan acerca del poder del hampa sobre el juego ilegal y su influencia en el mundo del deporte, en el que era de dominio público que se ofrecía dinero a atletas y entrenadores para reducir puntuaciones o influir en los resultados de los partidos.

El Zurdo contrató a un abogado, tomó el avión para Washington y allí se encontró con que lo acusaban de intentar sobornar a Michael Bruce, un mediocampista de veinticinco años de la Universidad de Oregón, quien declaró que cuando fue con su equipo a Ann Arbor a jugar un importante partido contra la Universidad de Michigan tuvo una cita con El Zurdo y con otra persona del mundo de las apuestas, David Budin, un ex jugador de baloncesto que, además de apostar, había sido estafador con los naipes y finalmente se había convertido en confidente, pagado por el gobierno.

Bruce declaró que la cita había tenido lugar en una habitación de hotel y que le habían ofrecido 5.000 dólares por asegurar la derrota de su equipo -uno de los peor clasificados- en ocho puntos en lugar de seis. Bruce dijo haber fingido estar de acuerdo con la proposición de El Zurdo, si bien había informado inmediatamente sobre ello a su entrenador.

El Zurdo negó haber intentado sobornar a nadie. Pero cuando subió al estrado ante la Comisión McClellan sus abogados le aconsejaron que si respondía a una sola de las preguntas, por insignificante que fuera, tendría que responder a todo cuanto se le preguntara o sería acusado de desacato y probablemente encarcelado. Su comparecencia ante la comisión fue un fracaso total.

Sr. Presidente: ¿Le llaman a usted El Zurdo?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Senador Mundt: ¿Es usted zurdo?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Sr. Presidente: Señor Rosenthal, según esta transcripción de su declaración del 6 de enero del año en curso, 1961 (en la detención de un corredor de apuestas), se le formuló la siguiente pregunta: «A usted también se le conoce como El Zurdo». Y su respuesta fue: «Sí, éste era mi apodo en béisbol». ¿Es esto correcto?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Sr. Presidente: ¿Juega usted a béisbol?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Sr. Adlerman: Señor Rosenthal, ¿trabajó usted para Angel-Kaplan como pronosticador?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Sr. Adlerman: ¿Es usted un jugador profesional y compensador de apuestas?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Sr. Adlerman: ¿Conoce usted a Fiore Buccieri, FiFi?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Sr. Adlerman: ¿Se relaciona usted con Sam Giancana, Mooney?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Sr. Adlerman: ¿Ha intentado alguna vez sobornar a algún jugador de fútbol?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.

Sr. Adlerman: ¿Alguna vez ha intentado específicamente sobornar a algún jugador de fútbol en los partidos Oregón-Michigan?

Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.

El Zurdo recurrió treinta y siete veces a la Quinta Enmienda.

El Zurdo volvió a Florida, pero la justicia lo seguía de cerca. Robert Kennedy había promovido un proyecto de ley en el Congreso por el que se prohibía la transmisión interestatal de toda información en cuanto al juego, con lo cual las llamadas telefónicas de El Zurdo sobre los temas de lesiones de deportistas, alineaciones, probabilidades e incluso situación meteorológica quedaban fuera de la ley y lo exponían a ser detenido.

En 1962, cuando se produjo la medida enérgica contra el juego tan esperada por el FBI y J. Edgar Hoover anunció personalmente las detenciones de centenares de jugadores e integrantes del hampa en todo el país, El Zurdo se contaba entre ellos. A lo largo del siguiente año, se le detuvo en distintas ocasiones acusándosele de corredor de apuestas, pronosticador, infracciones de tráfico, blasfemia, mala conducta, vagabundeo y juego.

El Bureau Federal instaló dos transmisores en su piso. Los micrófonos ocultos autorizados por el tribunal, que formaban parte de las rigurosas medidas establecidas por el Departamento de Justicia para combatir el juego ilegal y la actividad de las bandas, permanecieron en el piso de El Zurdo durante un año y un día. (Él no descubrió que le habían colocado las escuchas hasta que fue procesado Gil Beckley por un caso relacionado con el crimen organizado a nivel federal y, durante la presentación de motivos previa al juicio, uno de los abogados de éste detectó las declaraciones juradas del FBI en las que reconocían las escuchas en casa de El Zurdo.)

Posteriormente, la Comisión sobre Competiciones del Estado de Florida anunció que se anulaba la licencia de Rosenthal en cuanto a propiedad de caballos de carreras e incluso la de entrar en sus pistas, o en cualquier frontón de cesta punta o canódromo de todo el Estado. A pesar de los consejos de sus amigos, Rosenthal insistió en solicitar una vista a la Comisión de Competiciones, lo que le reportó únicamente más publicidad negativa.

Finalmente, todas las acusaciones que pesaban sobre El Zurdo como corredor de apuestas fueron sobreseídas o desechadas. Efectivamente, cada uno de los cargos -aparte de una infracción de tráfico en Miami- fue sobreseído sin juicio, hasta 1962, año en que procesaron a Rosenthal en Carolina del Norte por intento de soborno en la persona de un jugador de baloncesto universitario de veinte años de la Universidad de Nueva York. De nuevo en esta ocasión tuvo como acusador a David Budin, el mismo confidente del gobierno que había manifestado ser testigo del supuesto intento de soborno en Ann Arbor, cargo por el que nunca había sido condenado Rosenthal. Efectivamente, los únicos cargos que se imputaron en el caso de soborno de Ann Arbor fueron contra Budin, por registrarse con nombre falso en el hotel de Dearborn.

En el caso de Carolina del Norte, no obstante, el abogado de Rosenthal, un letrado de la zona experto en cuestiones de juego y procesos en este campo, le dijo que el juez de Carolina del Norte que llevaba el caso había dejado claro que si Rosenthal insistía en llegar al juicio y en éste se le declaraba culpable, tenía asegurada una larga condena.

El Zurdo comunicó a sus abogados que no tenía intención de declararse culpable. Las negociaciones entre la acusación y los abogados de El Zurdo se alargaron más de un año. Finalmente, los abogados de éste dijeron que la acusación y el juez aceptarían de él que se negara a declarar. El Zurdo no admitiría el cargo; simplemente no replicaría a las acusaciones que se formularan contra él y aceptaría el veredicto de la sala.

6

«No podéis imaginaros el peso que me quité de encima pensando que me había librado de aquellos locos.»

En 1967 terminó el contencioso de Frank Rosenthal con el Estado de Florida, y lo ganó dicho estado. La Western Union interrumpió el suministro telefónico a Select Sports Service de El Zurdo -el golpe de gracia- y la compañía telefónica cortó la línea en su domicilio.

Rosenthal afirma:

Al volver a casa, lo primero que pensé fue que podía seguir apostando en Chicago. Pero me equivoqué. Llegué a dicha ciudad en el momento justo de iniciarse la temporada de fútbol americano y las cosas me iban bien, pero, a medida que iban transcurriendo las semanas, cada vez veía más claro que en lugar de Chicago donde tenía que estar jugando era en Las Vegas.

Tenía un ático en Lakeshore Drive de Chicago y las personas adecuadas en Las Vegas, que hacían las apuestas por mí, pero me sentía cada vez más frustrado.

Preguntaba al hombre que tenía en Las Vegas:

– ¿Qué han sacado de ellos en tal juego?

Es decir, ¿qué parte ha correspondido a los corredores de apuestas de Las Vegas?

El tipo que estaba a mis órdenes hacía la comprobación, me llamaba y me decía:

– Siete.

Yo respondía:

– Adelante.

Entonces se ponía de nuevo en contacto conmigo y decía:

– Ahora son seis y medio.

– ¡Santo cielo! -exclamaba yo-. Pues rápido, a por los seis y medio.

Dos minutos después, insistía:

– Ahora son seis.

– ¡Seis!

– ¿Qué quieres que te diga, Frank? Las posibilidades oscilan.

Y así sucesivamente, semana tras semana. Por fin, recuerdo un fin de semana que disfruté realmente con el juego. Conseguí ganar la apuesta, pero precisamente aquel día decidí que si pretendía ganarme la vida apostando en el deporte, no podía hacerlo a distancia. Tenía que ir a Las Vegas. Recoger los bártulos y trasladarme allí, donde pudiera permanecer sentado observando el número hasta estar dispuesto al ataque.

El día en que me iba, Tony tenía que recogerme delante del hotel Belmont, llevarme a casa de Fiore para despedirme de él y luego acompañarme al aeropuerto. Y, evidentemente, Tony llegaba tarde.

Buccieri, tenía una residencia de verano en el lago Geneva, Wisconsin. Quedaba aproximadamente a una hora en coche de Chicago. Era una propiedad inmensa, con caballos, jardines, un fusil y un campo de tiro, donde Fiore se distraía los fines de semana.

Finalmente apareció Tony, con más de una hora de retraso. Siempre llegaba tarde. Incluso llegó tarde a su propia boda. En serio. Pero retrasarse para ir a ver a Fiore era una estupidez, porque Fiore no soportaba tener que esperar.

En definitiva, Tony aparece con dos colegas. Uno de ellos ahora está en la cárcel. Era un tipo realmente peligroso. Un auténtico duro. Casi me atrevería a decir que era el peor hijoputa que había conocido en mi vida. En mi vida. En mi vida. Y estoy hablando de muchos conocimientos.

A mí me odiaba. Me odiaba de verdad. Con pasión. Odiaba a todo el mundo. Incluso odiaba a Tony, pero a él le tenía miedo. No creo que Tony supiera hasta qué punto le odiaba el tipo, pero yo sí lo sabía.

Tony le agobiaba, al tipo. «¡Haz esto! ¡Haz aquello!» Lo insultaba. Un día que Tony lo estaba atosigando, gritándole, pegándole codazos en el pecho, vi al tipo tan frustrado que empezó a pegar cabezazos contra la pared. Yo estaba allí. Lo vi. Tony se limitó a reír.

Cuando por fin llegamos a casa de Fiore, apenas quedaba tiempo para tomar un café. Creo que Fiore ya nos había dejado de lado. Había salido a montar a caballo. Tenía que volver y bajarse del caballo, de modo que dispondríamos tan sólo de unos minutos. Creo que más bien lo que quería era simplemente decir adiós. Nos abrazamos, yo me fui otra vez para el coche y nos dirigimos al aeropuerto.

Estaba cabreado con Tony por haber ido a buscarme tan tarde. Me jodió lo de Fiore e iba a perder mi puto avión para Las Vegas. ¡Vaya faena! En aquella época había muy pocos vuelos directos a Las Vegas desde Chicago.

El tipo no dice nada y se pone en marcha. Nos metemos en la autopista. Hay que puntualizar que Tony, como conductor, era extraordinario. Era uno de sus puntos. Circula a ciento cincuenta y algo la hora. Nos metemos en medio del tráfico. Sorteando automóviles. Yo, sentado a su lado, aterrorizado.

Lleva a los colegas atrás, aterrorizados. Y para colmo, aparecen las sirenas. La pasma.

En cuanto oí las sirenas, le dije: «¡Lo que faltaba! Ahora sí que pierdo el maldito avión».

Él, más tranquilo imposible. Me suelta inesperadamente: «¡Aquí no se pierde nada! ¡Cállate la boca!».

Las sirenas se oyen cada vez más cerca, pero él no reduce. Y ya tenemos a dos coches patrulla pisándonos los talones. Nosotros, a toda mecha. Conduce durante kilómetros por delante de los polis, esquivando coches, haciendo chirriar los neumáticos y repitiendo todo el rato: «No te preocupes. Llegas al avión. No te preocupes».

Por fin, siempre con los coches patrulla detrás nuestro, enfila la vía del aeropuerto y para el coche delante de mi terminal. Ordena a uno de los muchachos que vaya a facturar mi equipaje. Luego le dice al otro que suba y no permita que cierren la puerta de embarque.

El primero saltó del coche, se fue al principio de la cola con mi equipaje y cuando el empleado le dijo algo, él le respondió otra cosa y el otro se echó atrás. El otro colega de Tony se fue corriendo a la puerta de embarque y consiguió que no me la cerraran.

No podéis imaginaros el peso que me quité de encima al llegar al avión y despegar, pensando que me había librado de aquellos locos.

El Zurdo iba hacia Las Vegas y el mismo recorrido hacía su expediente policial. El Departamento de Investigación Criminal de Chicago iba a avisar a la policía de Las Vegas de que Frank Rosenthal, El Zurdo, de treinta y ocho años, un corredor de apuestas que tenía su camarilla, un ventajista, un individuo que había permanecido inactivo una temporada, estaba a punto de llegar. El Departamento de Investigación Criminal enviaría a Las Vegas, de forma rutinaria, los informes de los miembros del grupo y de sus socios, siguiendo un programa extraoficial de intercambio de información que llevaba años en funcionamiento. Se informó a la policía de Las Vegas de que Rosenthal, El Zurdo, había sido detenido por asuntos relacionados con el juego como mínimo una docena de veces, que no se le había declarado culpable en ninguna ocasión, que en 1961 se había negado a declarar en relación con el intento de soborno a un jugador de baloncesto de Carolina del Norte y se había acogido treinta y siete veces a la Quinta Enmienda ante un subcomité del Congreso que investigaba las posibles conexiones entre el juego y la mafia.

No llevo ni una semana en La Vegas y ya me aparecen en la puerta. Recuerdo que tenía la gripe. Era la pasma.

Les hice pasar.

– ¿Qué se les ofrece?.

– Está detenido.

– ¿Por qué?

– Robo -dicen.

– ¡Vaya estupidez! -respondo. Me sorprenden de verdad. Soy consciente de que no he hecho nada.

– No te pases de listo con nosotros -dicen, y me esposan. Me hacen salir por el vestíbulo del hotel, me llevan a la jefatura de policía y allí, directamente al despacho de Gene Clark.

Allí estaba Clark. El jefe de policía. Un témpano de hielo. Un individuo muy corpulento.

– La verdad es que no pareces tan duro como te pintan -me dijo.

– Estoy de acuerdo con usted, señor Clark -respondí.

– No me interesan lo más mínimo tus salidas sarcásticas -dice él.

– No tenía intención de practicar el sarcasmo -respondo.

Me doy cuenta de que hace un gesto a los agentes que me llevaron hasta allí y éstos salen del despacho. Me encuentro allí solo y esposado.

– Quiero que hayas abandonado la ciudad a medianoche y que no vuelvas a aparecer por aquí -dice-. No nos interesa que la gente de tu calaña circule por aquí. ¿Me entiendes?

– Creo que sí -respondo.

– Veamos, ¿cuándo te vas?

– No lo sé -digo.

Seguidamente, se levanta, da la vuelta a la mesa, se coloca detrás de mí y de pronto me agarra por el cuello y empieza a apretar. Aprieta tanto que casi pierdo el aliento. Me mareo. Notaba que me iba a desvanecer. Entonces me soltó.

– Ya me has oído, Zurdo -dice. Me llamaba Zurdo-. A medianoche, fuera de aquí, porque ahí fuera, en el desierto, tenemos un montón de agujeros y no querrás tapar alguno, ¿verdad?

Cuando me soltaron, llamé a Dean Shandell, un amigo mío, que estaba en el Caesar's. Un individuo importante. Sabía por dónde andaba. Un fulano de primera. Sabía que él y el sheriff eran uña y carne. Le conté la historia. Me citó en el Galleria. Eran las ocho o las nueve de la noche. Fui al bar y empezamos a hablar. Le pregunté: «¿Qué pasa aquí? ¿Por qué me detienen por robo en mi propia habitación?».

En aquel momento, levantamos la vista y vemos que aparece por allí precisamente Gene Clark, el jefe de policía, y los dos agentes que me habían detenido hacía poco.

– Tienes mala memoria, ¿verdad? -dice-. El último avión está a punto de salir.

– ¿Por qué no lo dejas tranquilo? -dijo Dean levantándose.

– Tú a lo tuyo -le dice Clark-. Es asunto del sheriff.

Dicho esto, me detiene de nuevo. Tras pasar una noche en chirona, me metieron en un avión hacia Chicago a la mañana siguiente.

Pasé unos días haciendo una serie de llamadas y arreglé la vuelta. El sheriff dijo a Dean que me habían dado la lata tan sólo por mi conflictivo expediente. El FBI y la poli de Chicago afirmaron que yo estaba relacionado con un montón de historias, pero la verdad es que trabajaba totalmente por mi cuenta. Así pues, volví para allá.

Me instalé en el hotel Tropicana. Pasaba todo el día en la habitación del hotel leyendo los periódicos. O bien iba con Elliott Price al garito de apuestas en deportes Rose Bowl. Quedaba en la misma calle del Caesar's y allí se apostaba. Hacía mis apuestas en el Rose Bowl. Luego, por la noche, me iba al Galleria, en el Caesar's, y pasaba el rato con individuos como Toledo Blacky, Bobby El Jorobado, Jimmy Caselli y Bobby Martin.

Los domingos me iba bien. Fue una buena temporada. El lunes siempre fue un día especial. El lunes por la noche era definitivo. Por aquella época estaba totalmente concentrado. Apostaba contra los principales corredores de apuestas del país y los superaba de lejos.

Durante aquella temporada gané en todos los partidos de fútbol americano jugados el lunes por la noche excepto en uno. Al cabo de un tiempo, lo curioso fue observar el cambio y ser consciente de que éste se producía por culpa mía.

Había visto que el juego se abría con seis. Sin ninguna oscilación. Ni un secreto. El juego no podía bajar de cinco ni pasar de siete. Un punto en cada sentido. Pero, por aquel entonces, cuando hacía un movimiento, era capaz de ampliar la gama hasta en tres puntos.

Me iba a casa a ver cada uno de los partidos. Desconectaba el teléfono. Si tenía una apuesta fuerte en un partido, jamás lo veía acompañado. Siempre lo miraba solo. Estaba demasiado comprometido. No quería que me distrajera nadie.

Mientras tanto, conocí a Geri. Bailaba en el Tropicana. Jamás había visto una muchacha tan bonita. Era alta. Escultural. Un porte extraordinario. Todos los que la conocían quedaban prendados de ella a los cinco minutos. La muchacha tenía un maravilloso encanto. Dónde quiera que fuera, la gente se volvía para mirarla. Era así de espectacular.

Cuando la conocí, también se buscaba la vida en las mesas de juego. Era una trabajadora. Salía con un par de tipos y sacaba unos cincuenta mil dólares al año.

Casi siempre la veía cuando salía de trabajar, pero cuanto más tiempo salí con ella, más cosas le encontraba. Me di cuenta de que cambiaba mi actitud con relación a la chica una noche que fui a verla bailar al Trop. Cuando salió a escena, vi que bailaba desnuda de cintura para arriba. De pronto, aquello me molestó. Me fui. Luego le dije que la había visto y que había tenido que salir del local antes de que se acabara el espectáculo.

Ella no le dio mucha importancia. Pensó que yo andaría atareado. No creo ni que se le ocurriera pensar que empezaba a sentir algo por ella.

Se dedicaba a bailar, luego liquidaba sus chanchullos de juego y finalmente venía a verme al Caesar's. Una noche me dijo que tenía una cita en el Dunes y que ya nos veríamos más tarde.

No sé por qué, pero me entró la curiosidad. Quería ver qué llevaba entre manos. Con quién estaba. De forma que hice lo que no había hecho nunca. Me fui al Dunes para verla en acción.

Cuando llegué allí, el ambiente estaba al rojo vivo. Ella controlaba una tirada tras otra en la mesa de dados y el individuo que estaba a su lado iba amontonando las ganancias. A juzgar por las pilas de fichas de cien dólares que tenía él delante, la muchacha tenía que haberle conseguido sesenta mil dólares. Geri levantó la vista y, cuando me vio, me dirigió una mirada siniestra. Yo ya sabía que a ella no le gustaba que apareciera por allí. Se centró de nuevo en los dados y falló.

Mientras tanto, había amasado una pequeña fortuna para el tipo. Evidentemente, a cada tirada de ella, yo me daba cuenta de que despistaba unas cuantas fichas negras de cien dólares de la pila y las dejaba caer en su bolso.

Cuando el tipo se disponía a cambiar las fichas por dinero, Geri lo miró y le preguntó:

– ¿Qué hay de mi astilla?

El tipo miró hacia el bolso de ella y dijo:

– La llevas aquí dentro.

Lo establecido, cuando una chica hace una operación de este tipo para ti, marca que le entregues cinco, seis o siete de los grandes. Geri no había llegado a esta cifra ni de lejos, aun tratándose de fichas de cien dólares.

– Quiero mi astilla -dijo ella en voz muy alta.

El individuo le coge el bolso. Va a vaciarlo delante de todo el mundo. Pero antes de que lo haga, Geri se inclina hacia delante, agarra los montones de fichas y las lanza hacia arriba con todas sus fuerzas.

De pronto por todo el casino llueven fichas negras de cien dólares y fichas verdes de veinticinco dólares. Caen y rebotan por las mesas, las cabezas, los hombros de la gente y van rodando por el suelo.

En unos segundos, todos los que se hallan en el casino se lanzan a por las fichas. Me refiero a los jugadores, los croupiers, los encargados, los guardias de seguridad: todo el mundo intenta pescar las fichas del tipo esparcidas por el suelo.

El tipo va gritando y recogiendo todas las que puede. Los de seguridad y los croupiers le entregan seis y se meten tres en el bolsillo. Es una escena de locos.

En este punto, yo soy incapaz de quitarle los ojos de encima. Geri se mantiene de pie como un miembro de la realeza. Ella y yo somos las dos únicas personas en todo el casino que no se han echado al suelo. Me mira y yo la miro.

– Te gusta, ¿verdad? -dice y sale por la puerta.

Entonces me di cuenta de que me había enamorado.

7

«¿Verdad que nunca has estado con alguien como yo?»

Cuando El Zurdo la conoció, Geri McGee llevaba unos ocho años saliendo con individuos de los casinos. Era propietaria de la casa donde vivía. Cuidaba de su hija de once años, Robin Marmor, cuyo padre era el novio que había tenido Geri en el instituto, Lenny Marmor. Ayudaba a su madre, Alice, que estaba enferma, y a su hermana, Barbara, a quien el marido había abandonado con dos hijos. De vez en cuando, Lenny Marmor acudía a casa de Geri para ver a su hija y casi siempre para pedirle dinero prestado para algún negocio que iba a salir redondo. En alguna ocasión, recibía la visita de su padre, Roy McGee, un mecánico de automóviles de California, que llevaba muchos años separado de su madre.

Geri ganaba entre 300.000 y 500.000 dólares anuales embaucando clientes del casino y acudiendo a fiestas con destacados jugadores. Sacaba unos 20.000 dólares al año con su trabajo de bailarina en el Tropicana, empleo que le proporcionaba el permiso de trabajo, expedido por la oficina del sheriff de Las Vegas, que demostraba que se dedicaba a una actividad remunerada. Al disponer de dicho permiso, en los casinos no podían molestarla los polis de la brigada antivicio ni los guardianes de seguridad de los hoteles de Las Vegas.

– Todo el mundo adoraba a Geri porque se dedicaba a mover mucho dinero -comentaba Ray Vargas, un ex aparcacoches del hotel Dunes-. Se solía juntar por aquel entonces con otra chica de bandera: Evelyn. Geri era rubia. Evelyn, pelirroja. Se lo montaban fenomenal.

Geri tenía claro que había que cuidar a la gente, y lo hacía. La verdad es que, en Las Vegas, cualquier persona inteligente se dedica a buscarse la vida en los casinos. Nadie vive de una nómina de aparcacoches o de croupier. En Las Vegas funciona así. El que sea algo listo y viva allí, está metido en el ajo. Precisamente por eso viven allí.

Y Geri se las apañaba bien, porque cada vez que sacaba tajada repartía unos cuantos billetes. Siempre sabía dónde conseguir estimulantes para mantener despierto a algún tío forrado del mundo del hampa. En general sacaba la pasta de los pavos, claro que a mí me daba igual. A mí siempre me conseguía dinero, y yo lo necesitaba. Por aquel entonces, la protección en el aparcamiento me costaba cincuenta mil dólares al año, cantidad con la que untaba al gerente del casino para poder acceder.

Las Vegas es la ciudad de los sobornos. Una ciudad del desierto a la que le ocurre lo mismo que al que anda entre miel: que algo se le pega. Un lugar en el que un billete de veinte dólares sirve para comprar un visto bueno, uno de cien, la adulación, y uno de mil, la canonización. Se cuentan historias de croupiers que han conseguido miles de dólares en propinas de destacados jugadores que han tenido buenas rachas, incluso se espera que alguno de los más fuertes apueste unos cientos o miles de dólares para corresponder a la cortesía de la casa. Las Vegas es una ciudad en la que todo el mundo se ocupa de los demás. Los maîtres de los establecimientos más lujosos no sólo pagan por conseguir el puesto de trabajo sino que a menudo pasan a quien les ha contratado un tanto por ciento de sus propinas semanales. Las chicas listas como Geri reparten propinas a diestro y siniestro. Ella sembraba dólares para que se le multiplicaran en la cosecha.

Como afirmaba Frank Rosenthal:

Geri estaba enamorada del dinero. Para ella salir una noche era perder el tiempo si no volvía a casa con los bolsillos llenos. Al principio, a mí me trataba como si yo fuera un pardillo. Uno de los primos que la rodeaban. Ya me había metido en su engranaje.

Tuve que regalarle un broche de diamantes de dos quilates en forma de corazón para conseguir salir con ella. Cuando íbamos a alguna parte, me pedía dinero para ir al lavabo. Yo solía darle un billete de cien dólares. Contaba con que me devolvería algo de cambio, pero jamás lo hizo. Nunca me devolvió un solo centavo.

En una ocasión se lo comenté y me respondió que lo había perdido jugando al blackjack camino de la mesa. Sabía que mentía. Me importaba poco el dinero. Lo que no quería era que me utilizara para jugar con otro de sus pardillos. Tenía un fichero con todos sus nombres. Conocía a elementos de todo el país. Clientes. Cuando iban a aparecer por la ciudad, la llamaban. Eran como amigos. Gente con la que iba de copas. Con algunos de ellos jugaba. Con otros salía y con algunos llegaba hasta el final. Todo dependía de lo que podía sacar. Si no tenía claro que quería volverte a ver o sacarte dinero, podías olvidarte de ella. Te había tachado.

Por aquella época, Geri trabajaba mucho. Llevaba el peso de toda la familia. Tenía que mantener en casa a su madre, a su hija, a la hermana y a dos sobrinos. Aparte del ex novio, el padre de la criatura. También lo mantenía, sobre todo después de que lo pillaran haciendo de macarra en Los Ángeles.

Más tarde retiraron a Marmor los cargos de proxenetismo.

Geri McGee y su hermana, Barbara, se criaron en Sherman Oaks y asistieron al instituto Van Nuys con Robert Redford y Don Drysdale. Su padre, Roy McGee, trabajó en estaciones de servicio y como calderero. Su madre, Alice, fue hospitalizada por enfermedad mental; una vez curada, se dedicó a planchar. Según Barbara McGee Stokich:

Probablemente nuestra familia era la más pobre del barrio. Hacíamos de canguros, rastrillábamos las hojas secas, dábamos de comer a las gallinas y los conejos de los demás. No era muy divertido. De pequeñas, toda la ropa la sacábamos de los vecinos. Era lo que menos podía soportar Geri.

Geri empezó a salir con Lenny Marmor en el instituto. Era el muchacho más avispado del centro. Llevaba gafas de sol en clase. Geri tan sólo tenía quince años. Ella y Lenny bailaban horas y horas. Baile de salón. Ella era una excelente bailarina. Veía a alguien realizar un paso de baile y ya era capaz de repetirlo.

Ganaron trofeos de plata y distintos premios bailando en concursos por todo el valle y en el Hollywood Palladium. Geri ganó concursos de modelo en bañador e hizo algunos trabajillos en este campo. En la familia, a nadie le gustaba Lenny, pero él siempre rondaba por allí, actuaba como si fuera su agente. Ella no quería que lo viéramos con las gafas de sol.

A nuestro padre no le gustaba nada Lenny. Intentó que lo dejaran. Fue a hablar con el director del instituto. Mi padre siempre había querido ser poli. Una vez se puso tan furioso con Lenny que fue a su casa y le pegó una paliza.

Pero Lenny era astuto y convenció a Geri de que su propio padre lo trataba con crueldad. Consiguió que Geri se compadeciera de él ya en la época del instituto. Por ello, empezaron a verse a escondidas.

En 1954, cuando se graduó Geri, nuestra tía Ingram, la hermana de mi padre, que heredó muchísimo dinero al morir su esposo, propuso mandar a Geri a la Woodbury Business School, al mismo centro donde me había mandado a mí dos años antes. Pero Geri no quería ir a Woodbury. Quería ir a la Universidad de California en Los Ángeles o a la Universidad del Estado. Nuestra tía se negó a ello. No quería hacer por Geri más de lo que había hecho por mí. Y entonces Geri dijo: «No, gracias. No me interesa Woodbury. No es lo que me conviene». En lugar de ello, consiguió un trabajo de dependienta en Thrifty Drugs. No le gustaba. Luego trabajó de cajera en el Bank of America. Tampoco le gustó. Más tarde se empleó en las oficinas de Lockheed Aero Jet. Al director de allí le gustó mucho mi hermana. Consiguió que me contratara a mí como taquígrafa de los técnicos.

Mi hermana cogió un piso y Lenny se trasladó allí; él la llevaba a fiestas en Hollywood para que conociera gente y ella seguía bailando y posando en concursos de modelos en bañador.

En 1958, nació su hija Robin y Lenny convenció a Geri para trasladarse a Las Vegas. Era capaz de convencerla de lo que fuera. Él decía que era un jugador de billar profesional. Decía que era vendedor de coches. Pero la verdad es que yo no recuerdo que hubiera trabajado en su vida. Él vivía en Los Ángeles pero decía que ella podía hacer mucho dinero en Las Vegas. Nuestra madre se fue a vivir allí para ayudarla con Robin.

Cuando Geri llegó a Las Vegas, hacia 1960, trabajó como camarera en un club y como corista. Mi padre la visitaba de vez en cuando, pero le afectó mucho descubrir lo que hacía Geri. Fue muy duro para papá. Se percataba de lo que sucedía, pero para no perder a una hija tuvo que aceptar su sistema de vida.

En 1968, ya salía con Frank, en la época en que tuve que instalarme con ella cuando se largó mi marido. Geri era muy generosa conmigo. En aquellos momentos, sin ella no habría podido salir adelante. Ella lo tenía todo. Tenía inversiones muy seguras. Había ahorrado dinero. Sabía, sin embargo, que no iba a durar. Decía que tenía más de treinta años. Me contaba que no podía durar.

Un día, ella y yo estábamos charlando con una amiga suya que se llamaba Linda Pellichio. Geri nos contaba que había una serie de hombres que querían casarse con ella. Hombres de todas partes querían casarse con ella. Tipos de Nueva York y de Italia. Pero ella tenía la impresión de que no se podía marchar. Tenía a Robin, a mamá, a Lenny y a nuestro padre. Se preguntaba si podía casarse con Lenny. Nos dijo que él pretendía casarse con ella, pero yo le dije que acababan de detenerle en Los Ángeles por macarra y que por ello le habían entrado de pronto las ganas de casarse. Le dije que Lenny quería casarse con ella porque tenía dinero y podía sacarlo de la cárcel y pagar a los abogados. Pero todo aquello ya lo sabía ella. Nos miró a mí y a Linda:

– ¿Qué hago? -dijo.

Linda Pellichio tenía la respuesta. Jamás lo olvidaré.

– Cásate con Frank Rosenthal -le dijo Linda-. Es muy rico. Cásate con él, sácale el dinero y luego te divorcias.

Geri respondió:

– No puedo casarme con él. Es triple géminis. Todo dualidades -Geri creía en el horóscopo-. Géminis es la serpiente. Hay que andar con tiento con una serpiente.

Por aquella época, Geri también salía con Johnny Hicks. Le encantaba Johnny Hicks, y él se habría casado con ella de no haber tenido unos padres tan ricos. Eran los propietarios del hotel Algiers y no querían que se casara con ella. Él lo habría perdido todo. La verdad es que Johnny tenía un fondo de fideicomiso de diez mil dólares al mes. Creo que si hubiera podido se habría casado con ella.

Cada día hablaba más de casarse. No quería seguir viviendo de la forma que lo había hecho hasta entonces. Me dijo que iba a encontrar marido.

Rosenthal, El Zurdo, había estado casado de joven durante poco tiempo. Le ponía nervioso pensar en casarse de nuevo. Geri no era exactamente la chica ideal para presentar a mamá. Nadie la habría tomado por una persona capaz de sentar la cabeza; cada cita era una aventura. Según él:

Antes de salir conmigo, había tenido relaciones con Johnny Hicks. El muchacho era diez años más joven que Geri. Procedía de una familia acaudalada. Habían sido propietarios del hotel Algiers y del casino Thunderbird. Le gustaba hacerse el duro. Se juntaba con una peña que se dedicaba a apalear putas. Él era de ese estilo.

Geri salió con él antes de llegar yo. Salían, y si alguien intentaba irse con ella o acercársele un poco, Hicks le pegaba una paliza. De las gordas.

Le gustaba pegar patadas a la gente cuando la tenía en el suelo. Un auténtico camorrista.

Una noche me encuentro con Geri en el Caesar's. Nos juntamos con Bert Brown, un amigo mío jugador, y con Bobby Kay, el enano que llevaba el Galleria del Caesar's. Sin venir a cuento, Geri dice: «Vámonos al Flamingo». Dice que tiene ganas de bailar. Sabe que yo no bailo, pero quiere ir de todas formas. Salir con Geri era eso. ¿Vale? Vale.

Nos vamos allí, nos sentamos en una mesa del pasillo y allí aparece ni más ni menos que Johnny Hicks con tres de sus colegas, uno de ellos, Bates, experto en armar follón en los clubs. Cuando Hicks pasa junto a mi mesa me doy cuenta de que me dirige una mirada asesina. Sabe que salgo en serio con Geri. Que ahora está conmigo. Se acabaron las tonterías. Por la mirada comprendo que allí se va a armar una gorda, pero no puedo hacer nada por evitarlo.

Ahora bien, Geri, en lugar de quedarse sentada y no provocar el lío, decide ir a bailar. Yo le digo: «Ya sabes que no bailo, Geri». Y ella va, se levanta y se pone a bailar con Bert Brown.

Todo va como una seda hasta que veo que Hicks se levanta y le da unas palmadas en el hombro. Bert Brown se retira un poco. Veo que Geri y Hicks están hablando pero no oigo lo que dicen.

Luego, Geri se pone a bailar con Hicks. De golpe, me fijo en que le pone las manos sobre los hombros como empujándola con muy poca delicadeza.

Perdí el control. Recuerdo que me abalancé hacia él. Recuerdo que me precipité contra él, chocamos y los dos fuimos a parar al suelo. Él era más fuerte que yo y consiguió ponerse encima de mí; con las manos y los dedos empezó a arañarme la cara y desgarrarme la piel. Unos cuantos de seguridad e incluso su colega, Bates, lo apartaron de mí y lo contuvieron. Mientras lo empujaban hacia atrás, él iba pegando patadas y no me dio en la cabeza por milímetros.

Yo estaba enloquecido. Volví al Trop, donde vivía, abrí la maleta y cogí una pistola. Iría a buscar al hijoputa aquél y lo mataría. Queda claro que estaba fuera de mí.

Salí en busca de Hicks. La cara me había sangrado mucho. Bobby Kay y Geri me salen con ruegos y súplicas, pero no les hago caso. Al cabo de poco, Elliott Price y Danny Stein, del Caesar's, me frenaron, me llevaron a mi habitación y me tranquilicé.

¿Qué esperaba yo? Empiezo a salir con una de las tipas más espectaculares de todo el puto Estado, por no decir de todo el puto país. ¡Válgame Dios!

Claro que lo era. ¡Ahí es nada!

Era tonto de remate. Ingenuo. ¿Me entendéis o qué? Y no paraba de repetirme: «¿Qué hago yo con esta mujer? ¿De dónde la habría sacado?».

La verdad es que durante esta época, en una ocasión, le dio por tirarse un farol. Fue interesantísimo. Nos disponíamos a meternos en la cama. Me miraba con una leve sonrisa.

– ¿Verdad que nunca has estado con alguien como yo? -me dice, con la sonrisa en los labios-. ¡A que no!

Ya sé que tenía razón, pero le pregunté a qué se refería.

– ¿Alguien como tú?

– Sabes perfectamente a qué me refiero -dice-. Nunca has estado con alguien como yo. Con alguien que tenga un aspecto como el mío. ¡A qué no!

– Pues te diré la verdad, Geri -dije-. No, nunca.

Pensé en ella en aquel preciso instante y comprobé que tenía razón. No acababa de creerme que aquello fuera todo mío. Nunca me había metido en la cama con alguien como ella.

Ella se limitó a mirarme y seguir sonriendo.

El juez de paz Joseph Pavlikowski casó a Frank y Geri el 1 de mayo de 1969. Según El Zurdo:

Nunca se cuestionó nada. Sabía que Geri no me amaba cuando nos casamos. Pero me atraía tanto cuando se lo propuse que pensé que sería capaz de crear una familia perfecta y una relación perfecta.

Antes de casarnos, hablamos sobre el hecho de que una persona podía crear o alimentar una forma de amor, de admiración, de respeto. ¿Qué es el amor? Hablé con ella sobre el tema. Pero no andaba confundido.

Se casó conmigo por lo que yo representaba. Seguridad. Fuerza. Un tipo bien relacionado. Un tipo que inspira respeto. Podía convertirme en un buen padre. Y ella ya no era una niña. No quería seguir de embaucadora en las mesas de juego. Tontear con sus jugadores. Quería ser respetable. Dejar el trabajo del Tropicana.

Cuando salía con ella, algunos amigos me avisaron. Me decían: «Oye, esta chica te va a desplumar. No sabes de dónde viene».

La verdad es que me consideraban un pardillo. Y lo era. Y aquella era gente que, creo, se preocupaba por mí. Intentaba decirme: «No lo hagas». Me veían siempre con ella. Estaba comprometido al máximo con ella.

Algunos la conocían desde hacía unos años. Yo la conocía de unos meses. Y tenía la impresión de que era más avispado que los demás. El ventajista era yo. Yo era eso, yo era aquello. Y me veía capaz de domar a Geri. Me importa un rábano que beba demasiado. ¿Qué pasa? Podía acabar con aquello en un día. No sabía nada sobre el alcoholismo. ¿Cómo iba a saberlo? Nunca había bebido. Mi vida se limitaba a hacer de ventajista, de ventajista y de ventajista. Eso era todo lo que sabía.

El día de la boda, se levantó y se fue a una cabina a llamar por teléfono. Salí a comprobar si le ocurría algo y oí que hablaba con Lenny Marmor. Le oí decir que se acababa de casar con Frank Rosenthal. Mientras hablaba me di cuenta de que estaba llorando. Oía que decía: «Lo siento, Lenny. Te quiero. Es lo mejor que puedo hacer». Estaba despidiéndose del amor de su vida. Colgó el teléfono y me vio. Me dijo que era algo que tenía que hacer. Le respondí que lo comprendía, pero que el pasado ahora era el pasado. Nos habíamos casado. La vida sería distinta. Cogí la copa que Geri llevaba en la mano y volvimos juntos al banquete.

De modo que nos casamos. Formidable. Fue una noche terrible. Tal vez reunimos a quinientas personas. Su familia. Mi familia. Amigos. Caviar. Langostas. Champán para quinientas personas. Erigieron una capilla en el Caesar's Palace. No tengo ni idea de a cuánto ascendió la factura. En mi boda, todo casó.

8

«No es como un hijo; es mi hijo.»

Rosenthal El Zurdo tenía cuarenta y un años. Se había cansado de trabajar por cuenta propia. Llevaba un despacho de apuestas de nombre Rose Bowl y en un periodo de tiempo de cuatro meses lo habían detenido seis veces. Estaba harto de las jornadas de dieciocho horas y del continuo hostigamiento a que le tenía sometido la poli. Tenía que dejarlo. Conseguir un trabajo estable. Sentar la cabeza. Claro que tal vez Las Vegas sea la única ciudad del mundo donde sentar la cabeza equivale a trabajar en un casino. En palabras de Rosenthal:

En 1971 la tensión llegó al punto en que Geri me pidió que dejara el juego y buscara un trabajo normal. Que la familia tuviera algo de respetable, ahora que teníamos un hijo. Quería una vida normal. Geri se sentía marginada. Decía que Steven se sentía marginado. Yo tenía la sensación de que le debía cuando menos intentar vivir una vida normal por una temporada. Me dijo: «Utiliza en un casino la energía que aplicas en las apuestas semanales». Respondí que de acuerdo y rellené unas cuantas solicitudes. Tenía unos amigos en el Stardust y conseguí un empleo de supervisor. La categoría inmediatamente superior a la de croupier. Me pagaban sesenta dólares al día. Hacía un turno de ocho o nueve horas. Tenía bajo mi control cuatro mesas de blackjack.

El hotel y casino Stardust fueron construidos en 1959. Fue el primero que se edificó en un rascacielos, y según los agentes federales había tenido distintos propietarios, todos ellos conectados con la mafia de Chicago. Era famoso sobre todo por su rótulo -tan sólo la A contenía 932 bombillas eléctricas- y porque en su interior se hallaba el Lido Show. Se consideraba un establecimiento exento de emoción, un lugar en el que los jugadores perdían de una forma lenta y progresiva y no espectacular; los jugadores punteros acudían al Caesar's y al Desert Inn.

El tipo que me asignaron la primera noche fue Frank Cursoli, encargado del blackjack. Bobby Stella, vicepresidente del Stardust, a quien yo conocía de Chicago, me llevó a ver a Cursoli para presentármelo. Éste me soltó una delirante retahíla de palabras sobre los casinos y en ningún momento supe de qué coño me estaba hablando.

Luego, en mi primera noche, resulta que me llamaban por los altavoces. Yo desde el lugar donde estaba no podía acudir, pero vi que la mirada de Cursoli decía: «¿Quién coño es éste?» y también que preguntaba a Bobby Stella: «¿Quién es ese tipo? ¿A qué viene tanto lío de localización?».

Y Bobby le respondió: «Tranquilo. Tranquilo. Tú no sabes quién es. No te preocupes». Es decir que Bobby intentaba hacerle comprender a Cursoli que yo no era un empleado normal y corriente.

Cuando le pedí un descanso a Cursoli -se me estaba despertando la úlcera-, él me miró bastante mal. «Veremos qué se puede hacer», me responde como si yo fuera imbécil. Volví a mi puesto realmente hecho un basilisco. No estaba acostumbrado a tenérselo que suplicar a nadie cuando necesitaba un vaso de leche.

Vi pasar por allí a Bobby Stella. Le hice señas. Vino hacia mí. Le dije: «Oye, Bobby, ¿está pirado el tío ése? ¿Qué problema tiene?». «Tranquilo, tranquilo», y se va hacia Cursoli y me concede un cuarto de hora libre.

Al final del primer turno, cuando mi esposa me recogió, apenas me sostenía de pie. Las piernas me dolían. Le dije: «Geri, se acabó».

Pero ella me convenció de volver. Y a medida que me fui metiendo en el ajo, fui reduciendo las apuestas en deportes. A finales del primer año, las apuestas se reducían a la liga nacional de fútbol americano. Incluso había abandonado el baloncesto.

Nunca me había pasado por la cabeza la idea de trabajar en un casino hasta que me lo sugirió mi esposa, pero en cuanto me vi allí, aquello me intrigó. En mi vida había visto un negocio en el que la gente estuviera tan dispuesta a entregarte su dinero. Les proporcionas una copa y un sueño y ellos te entregan la cartera.

Una noche cogí el coche y fui a Henderson a cenar tranquilamente con alguien. Era un lugar pequeño. Había una mesa de dados y dos de blackjack. Allí se detuvo una caravana y de ella salió un tipo con toda la familia. Estaban a casi cincuenta kilómetros de Las Vegas, pero era su primera parada.

Se habían detenido allí porque fuera vieron un letrero que decía: COMIDAS A 49 CENTAVOS DURANTE LAS 24 HORAS DEL DÍA. Aquel individuo se metió en el establecimiento para comer barato y se puso a jugar al blackjack. Tan sólo durante el tiempo que permanecí yo allí sentado, él dejó dos mil cuatrocientos dólares. Ni siquiera llegó a Las Vegas. Metió de nuevo a la familia en la caravana y se volvió para casa.

El Zurdo nunca olvidó aquel incidente. Le fue obsesionando la idea de aprender todo lo posible en aquel negocio. Decía:

Tenía miles de preguntas, pero ninguna respuesta. Los veteranos no querían contarme nada. Para ellos, todo era secreto. No tendría más remedio que aprender por mi cuenta.

Y lo que aprendí fue que no había secretos. Era casi imposible no hacer dinero en un casino. Algunos de éstos tenían que duplicar o triplicar el dinero, porque quienes los llevaban o eran demasiado holgazanes o no tenían un pelo de honradez.

Vi a muchos directores de casino que se tumbaban a la bartola. Se lo tomaban todo a la ligera. Mi trabajo consistía en circular por la zona de las mesas; ahora bien, en las noches más ajetreadas me paseaba por la parte exterior, por detrás de los croupiers, les observaba desde detrás y comprobaba si levantaban demasiado las cartas. Entonces me acercaba a ellos y decía: «Un flamante diez de picas veo por aquí».

Descubrí que una de las prácticas más corrientes en los casinos en los que no se iba a por todas, consistía en situar a un buscavidas detrás de un croupier poco contundente que mostraba las cartas y aquél se dedicaba a indicar el juego a su compadre, que estaba jugando en la mesa de dicho croupier. Se hacían señales con la cabeza, con los ojos y las manos, incluso utilizaban transmisores de impulsos. Algunos eran elementos de cuidado -estafadores de casino profesionales-, fichados y con foto incluida en la lista negra. Aparecían por allí con barbas, pelucas y narices postizas. Llevaban colegas que contaban las cartas, rociaban con un líquido la rueda de la ruleta, echaban algo sobre la mesa de los dados y utilizaban unos imanes especiales para sacar las monedas de las máquinas tragaperras. Se las arreglaban para montar el número que fuera para que uno de ellos pudiera hacer deslizar el mecanismo que sostenía las barajas sobre la mesa de blackjack -algo que normalmente sólo puede hacerse con la complicidad del croupier y el jefe de mesas- y acababan llevándose unos cuantos de los grandes, que nadie volvía a ver.

Intenté detectar las señales más insignificantes. Pistas. Aprendí que cuando quien tira los dados no abre las manos al soltarlos, puede que esconda alguno trucado. Pasa por allí gente tan rápida que resulta imposible ver cómo introducen dados trucados sobre la mesa. Es gente que trabaja en equipo, especialistas. A veces resulta que la persona que suelta uno de esos dados es una viejecita encantadora. No suele hacerlo el tirador. El que utiliza un dado trucado suele abandonar la mesa poco después. Uno no puede evitar que un experto introduzca dados trucados en la mesa, pero el jefe de mesas o el de turnos debería detectarlos antes de empezar el juego.

En poco tiempo uno aprende todos los trucos. Aprendes a estar ojo avizor ante cualquier movimiento de distracción. Con la gente que vierte una copa. Los que piden un cigarrillo al croupier. El que empieza a discutir con éste. Quien le detiene pidiéndole cambio. Aprendí a detectar un submarino, una especie de largo calcetín cosido con disimulo al pantalón del croupier, donde éste desliza las fichas que roba de las mesas. Tienes la pista del submarino cuando el croupier corrupto se toca constantemente la ropa. Me fijaba en si las botas del croupier se abrían algo por fuera del pantalón. Le quitas las botas a uno que las lleva de esta forma y en el noventa por ciento de los casos encuentras fichas dentro. Durante la primera semana que trabajé en el casino, pesqué a un croupier despistando fichas bajo su cronógrafo de pulsera.

Otra práctica habitual es la de «volver la cara», como dicen los que se dedican a estafar en las tragaperras. Recibe este nombre porque hacen volver la cara al encargado de sala con preguntas como: «Disculpe, ¿dónde está el servicio?», mientras sus compinches se colocan alrededor de las máquinas, obstaculizando la perspectiva, y uno de ellos la abre o bien le coloca dentro un imán que hace expulsar las monedas. Es cuestión de poco tiempo. Un experto puede vaciar una máquina en unos segundos.

Unos años más tarde, cuando yo llevaba el establecimiento, una noche recibí una llamada de Bobby Stella, padre, el director del casino, quien me dijo que un tipo vestido de vaquero nos estaba desplumando. El chaval jugaba en los seis puestos de una mesa de blackjack de cien dólares y tenía ochenta billetes de mil dólares ante él.

Fui para allá y pregunté a Bobby si conocía al muchacho. ¿Se alojaba en el hotel? ¿Sabía su nombre? Nadie tenía idea de él. La gestión de aquel casino era un desastre total. Cuando aparece un jugador de estas características, el jefe de mesas tiene que acudir en el acto para ofrecerle habitación gratis, copas gratis, todo gratis. El tipo tiene que sentirse mejor que en casa. En aquellos momentos es una personalidad y hay que darle jabón, en primer lugar, para que vuelva y pierda y, en segundo lugar, para que tú mismo tengas tiempo de averiguar quién es el hijoputa y hasta qué punto es legal.

Vamos a decir las cosas por su nombre: no vais a encontrar en todo el país un jefe de casino que, al ver a un elemento que gana ochenta mil dólares, no tenga claro, profundamente claro, que el cabrón le está robando. Yo sabía que estaba robando. Bobby sabía que estaba robando. Lo que no sabíamos es cómo lo hacía.

Sabíamos además que se pasaba de listo por la forma que tenía de apostar. Rechazaba lo que podían considerarse buenas manos y apostaba por un fracaso cantado. Arrojaba fichas de quinientos dólares en jugadas estúpidas y ganaba. No caía en los errores típicos, como para demostrar que seguía las normas.

Di las órdenes oportunas para que pudiera seguir a su aire. No quería que los de seguridad lo agobiaran ni que el algún jefe de mesas se pegara al hombro del croupier. Yo buscaba algo. De lo primero que me percaté fue de la forma en que cogía y tocaba las fichas. Antes de apostar aguantaba unas cuantas con los dedos y jugaba con aire nervioso con ellas, como un croupier profesional. O sea que con sólo este detalle comprobé que el hijoputa era un experto. Nos estaba dando el palo y hacía gala de ello ante el público.

Circulé por detrás de la mesa y me fijé en que nuestro croupier era de los poco rigurosos. No arqueaba las manos lo suficiente. Levantaba demasiado la carta cuando tenía que mantenerse firme. Y éste es precisamente el tipo de fallo que buscan los timadores redomados. Merodean de un lado para otro en busca de croupiers de manga ancha igual que el león al acecho del antílope. Bobby y yo subimos a observar el panorama a través del Ojo y allí nos fijamos en otro individuo inclinado sobre la mesa de detrás del croupier del vaquero, que veía la carta de abajo y hacía señas a su amigo. Bajé y me di cuenta de que el observador utilizaba algún aparato electrónico que llevaba en el bolsillo. Reclamé en seguida al señor Armstrong en BJ diecisiete; el mensaje en código que significaba que había que aplicar medidas de seguridad especiales a la mesa de blackjack número diecisiete. No quería que los tipos se largaran con aquel dinero.

Se había reunido mucha gente alrededor de la mesa, y como no queríamos problemas, dispusimos que uno de los de seguridad sin uniforme se situara cerca del ganador mientras otro, también perteneciente al personal de seguridad, distraía a los congregados un momento, aquél apretó una diminuta chapa electrónica -una especie de arma paralizante- contra el pecho del tipo y éste se desplomó.

Lo recogimos rápidamente gritando: «¡Un ataque cardíaco! ¡Un ataque cardíaco!» y le llevamos a uno de los almacenes del fondo. Los de seguridad hicieron como que se ocupaban de sus ganancias y en cuanto lo tuvimos en el suelo, el juego se reanudó como si ni él ni sus ganancias hubieran pasado por allí.

Le desgarramos el pantalón y descubrimos el dispositivo electrónico que utilizaba para recibir las señales. Para mí ya era una prueba suficiente. Le pregunté si era diestro o zurdo. Cuando respondió que era diestro, un par de guardianes le agarraron la mano derecha y se la colocaron contra el borde de la mesa mientras otro se la machacaba con todas sus fuerzas con un gran mazo de goma amarillo. «Pues bien, ahora serás zurdo», le dije. Seguidamente cogimos a su compinche y les dijimos que haríamos lo mismo con él a menos que los dos se largaran del Stardust y comunicaran a todos sus colegas que no intentaran entrar de nuevo en nuestro casino. Nos dieron las gracias, se disculparon y aseguraron que lo comentarían a todos sus conocidos. Les hicimos la foto de rigor, les pedimos el carné de identidad y los dejamos marchar. No volvieron más.

Los que jugaban fuerte procedían de cualquier campo. Entre ellos había dentistas, abogados, cirujanos que operaban a corazón abierto, corredores de bolsa, hombres de negocios, comerciantes, fabricantes, toda gente anónima. No solían acudir al Stardust jugadores de primerísima fila y genios del oficio como Adnan Khashoggi.

Claro que allí teníamos el Lido Show y a Khashoggi le gustaba. Entonces, el Lido era la principal atracción de Las Vegas. Nos llamaban del Caesar's y reservábamos la primera fila a Khashoggi. Acomodábamos y hacíamos los honores a las celebridades o artistas, tanto si se hospedaban con nosotros como si no. Khashoggi aparecía con veinte personas o con ocho y le agasajábamos con Dom helado y caviar, con lo que hiciera falta.

Al final de la velada, él ofrecía una de las apuestas a la casa, como cortesía por la hospitalidad. Podían ser unos cientos de dólares o incluso mil. Era un jugador y podía perder desde cinco mil dólares hasta dos millones. Khashoggi era único con los dados. Yo me quedaba allí delante admirado. Su crédito no tenía límite.

En una ocasión entró en la joyería. De la misma forma que nosotros vamos a comprar un yogur. Le compró a una chica una joya de cien mil dólares. La dependienta, al ver que iba a pagar con tarjeta de crédito, pensó adiós negocio, pero al comprobar la Visa resultó que el límite de crédito era de un millón de dólares.

Cuando Khashoggi aterrizaba en un casino, casi todas las beldades de Beverly Hills tomaban el avión. Era un jugador increíble, pero algunos asiáticos estaban a su altura. Superándole incluso. Elementos que aparecían por allí, ponían sobre la mesa dos, tres, cuatro millones y al cabo de unos meses volvían y repetían la operación.

Casi todo el personal del Stardust opinaba que la súbita aparición de Rosenthal El Zurdo como encargado en el casino no podía obedecer al deseo de cambiar de sistema de vida de un hombre maduro a petición de su esposa. Tal como afirma George Hartman, ex croupier de blackjack del Stardust, quien instruyó a El Zurdo en aquellos menesteres:

El Zurdo nunca se comportó como un principiante. Conocía a toda la dirección del establecimiento. Llegó como encargado de sala. Al cabo de una semana, todo el mundo lo trataba como a un jefe, a pesar de que el cargo no se ajustaba a ello. Y la noticia se fue propagando.

Todos sabíamos que Chicago dirigía el Stardust. Alan Sachs era de Chicago. Bobby Stella, el director del casino, y Gene Cimorelli, el jefe de turnos, venían de Chicago, así como la mayor parte de jefes de mesas, supervisores y croupiers. Con la constancia de que El Zurdo procedía de Chicago quedaba más claro que tenía sus conexiones, pero, ¿quién se atrevía a preguntar?

En la época, el problema que tenían casi todos los casinos era que nadie sabía quién era su propietario. Independientemente de lo que constara en la hipoteca, la propiedad de la mayoría de ellos era algo tan enmarañado y se remontaba a tantos años atrás, tantos socios y medio socios silenciosos, tantos titulares y tenedores que desde el exterior nadie era capaz de sacar nada en claro, y desde dentro la mayoría tampoco esclarecía nada.

La importancia y el poder de El Zurdo en el Stardust quedaron tan patentes que, al cabo de dos o tres meses, los agentes del Departamento de Control del Juego empezaron a plantearse si debían exigirle que presentara una solicitud de licencia para un empleo clave.

Rosenthal poseía permiso de trabajo, pero la diferencia entre una licencia de juego y un permiso de trabajo es la misma que se establece entre un jugador profesional y uno que se dedica a las máquinas tragaperras. Según Shannon Bybee, miembro del Departamento de Control del Juego en aquella época:

Tanto el permiso de trabajo como la licencia exigen un control de huellas dactilares por parte del FBI; ahora bien, para extender una licencia de juego para la propiedad o dirección de un casino, queremos saberlo todo, incluso todos los lugares donde ha trabajado y vivido la persona desde los dieciocho años. Hacemos una valoración global del individuo, comprobamos sus cuentas bancarias, acciones y créditos. Interrogamos a los directores de banco y corredores de bolsa. Enviamos investigadores a comprobar el activo, esté donde esté. Mandamos investigadores por todo el mundo a verificar las pertenencias del solicitante, y éste debe pagar de antemano la propia investigación.

Jeffrey Silver, asesor del Departamento de Control del Juego en Nevada, se hallaba en su despacho cuando apareció Downey Rice, un agente retirado del FBI de Miami. En palabras de aquél:

Downey buscaba una información clave para un caso en el que estaba trabajando en Florida. Empezamos a charlar, él me preguntó qué sucedía y yo le respondí que no gran cosa, que tenía entre manos un trabajo rutinario sobre un individuo llamado Frank Rosenthal que iba a solicitar la licencia. Downey permaneció allí sentado un momento y luego dijo:

– Ah, te refieres a El Zurdo.

Le pregunté si conocía a Frank Rosenthal y respondió:

– Fui uno de los agentes que trabajó en la investigación que se le hizo en Florida. Disponemos de mucho material sobre él.

Yo ya había recibido unos informes preliminares sobre Rosenthal de manos de nuestro jefe de investigación, si bien se limitaba exclusivamente a su historial en Nevada. En él no se mencionaba ninguno de sus problemas en Florida ni en otros lugares. Estábamos a punto de pasar a la vista pública la licencia cuando por casualidad me enteré del pasado de El Zurdo.

Luego, Downey empezó a hablarme de que se le había acusado de soborno a un jugador de baloncesto en Carolina del Norte y que él se había negado a declarar; me comentó también que se tenía constancia de otro intento de soborno a un jugador y de que tuvo que aparecer ante un comité del Congreso para aclarar estos puntos. Yo seguía en mi silla inmóvil. Me preguntó si disponía de copias del expediente. Respondí: «No». Él dijo que creía tener los expedientes en su garaje, a lo que respondí que me encantaría verlos. Al cabo de una semana, poco más o menos, me llegó un paquete que contenía los típicos libros verdes con las vistas ante el Senado, y en ellos encontré los interrogatorios a que fue sometido El Zurdo con preguntas muy concretas sobre sus actividades.

Lo llevé al jefe de investigación del Departamento y le dije que tendríamos que investigar algo más la vida de Rosenthal; y descubrimos que uno de los atletas a quienes El Zurdo presuntamente había intentado sobornar era abogado en San Diego. Conseguimos una declaración jurada de él y por primera vez reunimos toda la información sobre el caso de su licencia.

Como afirma Rosenthal:

No llevaba más de tres o cuatro meses en las mesas cuando aparecieron los del Departamento de Control del Juego. ¡Caramba! Frank Rosenthal controlando las mesas. Shannon Bybee me somete a un juicio ful e intenta que me echen del establecimiento. Insistían en que tenía que poseer una licencia de empleado de alto rango para poder trabajar en el casino, y mis empeños por conseguirla ante su tribunal de opereta fueron una pérdida de tiempo.

Mientras tanto, empiezo a escurrir el bulto y a escaquearme. Intento mantenerme en la empresa utilizando todos los recursos a mi alcance, con la esperanza de que se cansen y se enfríe el tema del control. Hice otros trabajos. Acepté un puesto en el hotel que no tenía nada que ver con las normativas sobre el juego; con ello no tenía que enfrentarme al Departamento de Control. Me convertí en ejecutivo de relaciones públicas del hotel. Tenía mis propias tarjetas de visita. Trabajaba como relaciones públicas, pero la verdad es que se me escapaba poco de lo que ocurría en las salas y en las mesas.

Se suponía que no tenía que circular por las salas de juego. No podía ofrecer crédito. Se esperaba de mí que no tuviera nada que ver con el juego. Pero, en realidad, era la mano derecha de Bobby Stella. Cuando la gente quería aclarar algo, acudía a mí y charlábamos. Para llevar un casino no hace falta estar en las salas. Y poco a poco me encuentro haciendo casi todo el trabajo de Bobby.

Bybee seguía intentando pescarme. No podía soportar que hubiera dado un corte de mangas al Departamento de Control. Un departamento de este tipo puede llegar a hacer la vida imposible a un casino, y al cabo de una temporada, Alan Sachs, el presidente del nuestro, ya había decidido despedirme. Contó que no le interesaba quemarse.

Sachs no vio por qué tenía que mantener a Rosenthal, El Zurdo, por allí. Rosenthal era inteligente. Era un trabajador eficiente. Pero de este tipo se encuentran a montones. Nadie arriesgaría por ellos un enfrentamiento con el Departamento de Control del Juego. Eddy Torres, propietario del Riviera, al otro lado de la calle, había intentado explicar a Sachs que a El Zurdo se le tenía en gran consideración en Chicago. Claro que, ¿a quién no? El propio Sachs era hijo de los primeros mensajeros que trasladaban el dinero desviado de los casinos en la primera época de Las Vegas. Sachs tenía simpatía por El Zurdo. No era una cuestión personal. Lo único que no quería eran problemas.

En medio del follón, aparece un amigo mío. Ha pensado venir a Las Vegas de visita. Yo soy un don nadie. Estoy intentando mantener el puesto de trabajo. Y él me pide que lo meta en el hotel más o menos de incógnito. Por aquel tiempo, la llegada a Las Vegas de un elemento de cuidado como aquél era como una visita papal.

Al Sachs lo conocía de oídas, pero nunca se habían encontrado. Yo me sentí obligado -como cortesía hacia Sachs, porque el nombre del individuo sonaba mucho- a decir como mínimo: «¿Qué te parece si el tipo se aloja en el Stardust?». Añadiendo que si no, él mismo había comentado que podía parar en otra parte. No había problema. Le dije a Al:

– Viene tan sólo con la intención de quedarse unos días. Y quiere verme en mis ratos libres.

Recuerdo que Sachs vaciló un poco y luego dijo:

– No hay ningún problema. Oye, Frank, ¿no crees que yo debería presentarle mis respetos y hablar con él personalmente?

Yo le respondí:

– Sí, Al, me imagino que sí. Pero es cosa tuya. Tú decides.

Al continuaba en su empeño de mantenerse sin tacha y lo seguía a rajatabla.

Cuando mi amigo llegó a Las Vegas se registró en el Stardust como lo habría hecho otra persona, salvo que él lo hizo con otro nombre. Luego me localizó, fui a su habitación, donde estuvimos hablando, poniéndonos mutuamente al corriente de nuestros asuntos.

Entonces le dije que Al Sachs, el director del hotel, quería saludarlo.

– ¿Por qué coño voy a hablar con él? No tengo por qué molestarle. ¿Qué necesidad tengo de meterle la pasma en los talones? -me respondió; el tipo era así-. Olvídalo, Frank -concluyó.

– No, creo que va a ofenderse -le dije-. Me imagino que cree que tiene que hacerlo por cortesía.

No hay que olvidar que durante aquella época el tipo tenía un gran peso en Chicago. Así pues, lo convencí de que lo mejor para ambos sería un apretón de manos. Sesenta segundos y listo. Voy al casino y le digo a Sachs:

– Está en su habitación.

Al se emocionó muchísimo y organizó aquel encuentro clandestino de una forma increíble.

He aquí cómo lo montó: se fue a la parte de atrás de la cocina del Aku Aku, que estaba cerrado a aquellas horas. Allí no había nadie. Punto. Yo tenía que acompañar a mi amigo desde el ascensor hacia el comedor del Aku Aku para que nadie lo viera. Pasamos las puertas batientes y nos metimos en la cocina vacía. Allí nos esperaba Sachs.

Yo me quedo junto a la puerta para comprobar que el tipo se sitúa; se acerca a Sachs y veo que éste, que estaba a unos cinco o seis metros de él, se precipita hacia el otro con los brazos extendidos y le da un gran abrazo a mi amigo. No hay que olvidar que Sachs es el director del hotel y el casino Stardust y en su vida ha visto al tipo.

Mientras me alejo, oigo sus voces, pues en la cocina reina un silencio total. Sachs dice:

– Vaya, es un placer. Me alegra muchísimo. Es algo que no olvidaré en la vida. -Y seguidamente añade-: La verdad es que estoy encantado con Frank aquí. Ya sé que para ti es como un hijo.

– Te equivocas -responde mi amigo con gran seriedad.

– ¿Cómo? -dice Sachs.

– No es como un hijo; es mi hijo -dice mi amigo.

Y aquello fue lo último que oí. Seguí andando. Al cabo de poco, todo se tranquilizó y recuperé el cargo.

9

«Tony sabía cómo chinchar a la gente.»

Tony Spilotro tenía diez años menos que su amigo Frank Rosenthal, pero en 1971 sus vidas seguían un curioso curso paralelo. Ambos eran personajes públicos, por razones negativas, evidentemente. Ambos habían sido detenidos muchas veces; en el caso de El Zurdo por una serie de infracciones sin importancia, en el de Tony, por una serie de infracciones a las que se había otorgado una importancia mucho menor de la cuenta. Los dos habían conseguido la libertad demandando a las autoridades. Al estar tan quemados, ambos habían decidido cambiar de vida trasladándose al oeste.

En 1971, Tony seguía en Chicago, donde en poco tiempo se había convertido en una persona capaz de triunfar en el mundo específico del hampa. Como cuenta Frank Cullotta:

Tras derrotar a Billy McCarthy y Jimmy Miraglia, Tony subió como la espuma. Primero trabajó como recaudador para Sam DeStefano, El Loco, un prestamista completamente chalado que en una ocasión esposó a su cuñado a un radiador, le pegó una paliza de campeonato, incitó a los compinches a que se le mearan encima y luego se lo llevó a una cena familiar.

Luego Tony quedó bajo las órdenes de Phil Alderisio, el de Milwaukee, aunque debería decir que fue Phil quien metió a Tony en la historia. Phil tenía una buena fuente de ingresos. Es el primer tipo al que se le ocurrió sangrar a los corredores de apuestas de deportes. Antes de que apareciera Phil el de Milwaukee, únicamente pagaban el impuesto callejero los corredores de apuestas de caballos. Phil cambió el panorama y empezó a reclutar elementos de la calle a diestro y siniestro.

Hacia 1962-1963, Tony se dedicó a avalar fianzas. Realmente. Recorría todas las salas de justicia del condado de Cook. Accedía a los despachos. Ojeaba los expedientes. Los muchachos de su equipo se lo facilitaban. Trabajaba con Irwin Weiner en South State Street. Weiner era el fiador de todo el mundo. Se ocupaba de las finanzas de los muchachos de Phil el de Milwaukee, y de las de Joey Lombardo y Turk Torello.

Tony tenía a seis o siete tipos que apostaban por él en distintos locales y se dedicaba al prestamismo. En una ocasión, Tony apareció por casa y me entregó seis mil dólares de una operación en la que habíamos trabajado juntos. Me dijo:

– Oye, Frank, esto es un montón de dinero. ¿Por qué no lo inviertes, como yo, en la historia del prestamismo? Ahora mismo yo tengo dinero en la calle. No te estoy pidiendo que lo inviertas todo, pero podrías poner, por ejemplo, cuatro de los grandes. Sacarías cuatrocientos dólares a la semana y dispondrías siempre de los cuatro mil, para cuando te hicieran falta.

La verdad es que no me apetecía lo más mínimo entregarle los cuatro mil dólares, así que le ofrecí invertir dos mil. Tony dijo que de acuerdo, pero comentó también que estábamos en 1961, que el dinero escaseaba y aquello implicaba que existía una gran demanda. Creyó que era una broma.

En fin, le di los dos mil y los puso a trabajar en la calle. Cada semana yo recibía doscientos dólares en efectivo. Además, teníamos las cuentas de los préstamos y conseguíamos un porcentaje de las ganancias, es decir que aquello funcionaba a todo tren. Yo también gastaba a todo tren. Siempre me han gustado los coches nuevos y flamantes. De modo que me desprendí del Ford del sesenta y uno de potente motor y me dirigí al representante del Hope Park Cadillac, al que le compré un cupé de Ville azul: el coche que había deseado siempre.

Una noche, Tony me llevó al Steak House de la North Avenue con Mannheim Road, que era propiedad de la organización. Allí Tony quería presentarme a unos cuantos peces gordos. Aquella noche decidí pasarme a otra banda.

Jackie Cerone estaba en la barra con Sam DeStefano, El Loco, y una rubia. Los tres estaban borrachos y no hay nada peor que Jackie Cerone cuando ha bebido demasiado. Cuando entramos, pregunté a Tony quién era el menda calvo que hablaba a gritos en la barra.

Supongo que hablé demasiado fuerte, pues Tony me dijo que bajara la voz y me contó quiénes eran los dos tipos. En aquel preciso instante, Jackie Cerone cogía del brazo a la camarera y le decía que le chupara la polla. La chica se negó y él le pegó un bofetón en la cara y la echó del local.

Entonces se nos acercó Sam DeStefano, El Loco, y se puso a hablar de lo gilipollas que era Jackie Cerone. Sam también iba servido aquella noche. De pronto aparece de nuevo Jackie Cerone y pregunta a Tony quién es su amigo, refiriéndose a mí. Tony me presenta a Sam y a Jackie. Así fue como conocí a Jackie Cerone.

Permanecimos allí una hora poco más o menos. Ellos montaron un gran jaleo y mucho ruido en el local. El tal Jackie Cerone era un tipo realmente ignorante. Metía mano a todas las chicas que entraban. Le daba igual que fueran acompañadas o no.

Era bastante incómodo estar cerca de él, porque siempre tenías que andar alerta. Vigilar lo que decías. Nos quedamos allí como pasmarotes. Riéndole las gracias a Jackie para que se sintiera importante. Por fin nos largamos. Nos metimos en el coche y nos fuimos a algún otro local simplemente para alejarnos de él.

Dejé que mi dinero circulara por la calle un par de meses más, pero me fue exaltando aquello de tener que lamerles el culo, andar con tanto cuidado y la bronca constante de que tenía que deshacerme del coche. Tony sí que quería llegar a ser alguien importante en el tinglado. Yo, no.

O sea que finalmente me dije: «¡A tomar por culo el barrio! ¡A tomar por culo los mendas ésos!». Y le solté a Tony:

– Yo me lío la manta a la cabeza y me voy al este.

– ¿Pero qué dices? -respondió él.

Y le comenté que quería seguir en contacto con los suyos, pero que no hacían gran cosa y yo necesitaba actividad. Seguimos siendo muy amigos, pero como yo necesitaba acción, me empecé a relacionar con una banda de atracadores del East Side.

Según William Roemer, agente del FBI retirado, que siguió la carrera ascendente de Spilotro durante los sesenta y escribió sobre ella en su libro The Enforcer:

Tony sabía cómo chinchar a la gente. Por aquella época era fiador, yo me percaté de que me seguía al salir del gimnasio. Iba en un Oldsmobile verde. Lo hacía bien. Se mantenía bastante alejado de mí, pero hizo un par de giros que me confirmaron que iba por mí. Le permití que me siguiera hasta Columbus Park, donde lo esperé en una zona desierta.

Sabía lo que quería. Intentaba descubrir a quién veía, qué informadores tenía, porque habíamos presentado cargos contra Sam Giancana y Phil, el de Milwaukee, y ellos sabían que teníamos informadores dentro. Eso es lo que hacía para la banda, paseándose todo el día por las salas de justicia.

Me perdió de vista un rato, pero siguió en su intento. Cuando estaba a unos diez metros de mí, le apunté con la pistola gritando:

– ¿Me estabas buscando, colega?

El sobresalto le duró un segundo. Se recuperó en el acto.

– Estaba dando un paseo. Es un parque público, ¿no?

Eché una ojeada al tipo. En aquel momento no sabía que se trataba de Spilotro. Llevaba un sombrero flexible. Del estilo de los que llevaba Sam Giancana. Vestía pantalón gris, jersey gris, corbata y mocasines negros. Era terriblemente bajo, si bien de lo más eléctrico. Musculoso. No se le veía enclenque. Al contrario.

Cuando me hube identificado y le pedí el carné, me dijo:

– ¡Y a ti qué coño te importa quién soy yo! Me da igual quién seas, cabrón; a mí no tienes por qué preguntarme nada a menos que tengas una orden de detención.

Le dije que evidentemente me importaba, lo agarré por el brazo izquierdo, se lo mantuve levantado hacia atrás y le cogí la cartera. Su permiso de conducir iba a nombre de Anthony John Spilotro. Tenía que haberlo imaginado. Lo había visto fuera de la casa de Sam DeStefano. Le pregunté por DeStefano y respondió que no tenía ni idea del tipo. Quise saber por qué me seguía y dijo:

– ¿Quién te está siguiendo? Yo me paseaba por el parque. -Y cuando añadí que no me lo creía, concluyó-: Me importa un carajo lo que tú creas.

Tony era así. En lugar de seguir la corriente, camelarme, intentar hacerse el simpático, me salía con patas de gallo. Yo incluso intenté ser amable con él. Le dije que aún era joven. Era un fiador. Podía librarse del embrollo en el que estaba metido.

– Vaya, como tú, capullo -me responde-. No sabré yo cómo vives. He visto tu casa. ¡Vaya potentado! Vives en una barriada de mala muerte allí en la siderúrgica. ¿Eso es lo que tendría que hacer yo?

Tal como decía antes, Tony sabía cómo chinchar a la gente. Le advertí que si alguna vez lo veía cerca de mi casa, me lo tomaría como algo personal. Pero él, a lo suyo:

– ¡Que te la pique un pollo! -respondió.

Yo, allí entre los árboles, apuntándole con una pistola. Yo que mido metro ochenta y peso cien kilos. Si me ha estado siguiendo, está al corriente de que todos los días voy a practicar boxeo en el Y. Él no llega a metro sesenta y cinco, pesa sesenta kilos y me está hinchando las pelotas en un lugar solitario del parque. Tony era así. Te desafiaba a que lo mataras.

Le pegué un empujón y lo arrastré hacia el aparcamiento.

– ¡Lárgate de aquí, puto renacuajo! -le dije; se fue hacia el coche y se marchó.

Tras el incidente, siempre que me referí a Spilotro, hablando con mis amigos de la prensa, lo hice llamándole «puto renacuajo». Sandy Smith del Tribune, Art Petacque del Sun Times y más tarde John O'Brien del Trib empezaron a utilizar «el renacuajo» cuando escribían sobre él. Creo que en aquella época la palabra «puto» no resultaba adecuada para la prensa.

En 1970, Spilotro aparecía todos los días en los periódicos. Hacía muecas y burla a las cámaras al entrar y salir de las vistas del Comité contra la Delincuencia. Incluso insistía en demandar a la policía y al fisco por los 12.000 dólares que le habían confiscado en un registro. La policía afirmó que el dinero procedía de una operación de juego y el fisco se quedó la suma como derecho de retención contra posibles irregularidades en el pago de impuestos.

Spilotro perdió el proceso; y para colmo de males, la ley permitió a los agentes federales acceder a su historial de Hacienda. En poco tiempo consiguieron acusar a Spilotro por una solicitud de crédito hipotecario para su vivienda cuando afirmaba trabajar para una empresa de cementos. Los agentes del fisco demostraron que había declarado que sus únicos ingresos durante el año, 9.000 dólares, eran fruto exclusivo de ganancias obtenidas con el juego. No constaba ingreso alguno procedente de una empresa de cementos.

– Tony no podía salir a la calle sin tener una sombra detrás -dijo Cullotta-. La poli estaba al acecho. Muchos de su banda, incluyéndome a mí, teníamos ya un pie en la cárcel, lo mismo que él, a menos que abandonara la ciudad. En mi fiesta de despedida -me habían condenado a seis años por una serie de atracos, robos y asaltos-, Tony dijo que él, Nancy y el crío se iban de vacaciones al oeste. Comentó que tal vez se instalaría en Las Vegas y que yo podía ir a verle en cuanto me soltaran. Me quedé con la idea y me fui a pasar los seis años a la sombra.

Durante la primavera de 1971, la época en que Frank Rosenthal se planteó trabajar en el Stardust, Tony Spilotro alquiló un piso en Las Vegas, y, el seis de mayo de 1971, un camión de mudanzas de Transworld Van Lines, con el correspondiente personal, aparcó frente a la casa de Spilotro en Oak Park y se dispuso a cargar el vehículo con todas sus pertenencias. Unos minutos después, dos coches con inspectores de Hacienda aparcaron en la calle y empezaron a tomar nota de todo lo que iba saliendo de la casa.

Spilotro sospechó en seguida que, en cuanto hubieran cargado el camión con las propiedades familiares, los inspectores iban a retener el camión como garantía de embargo. Así pues, ordenó a los de Transworld Van Lines descargar el camión y colocar de nuevo en la casa todo su contenido. Seguidamente llamó a su abogado y presentó una demanda contra Hacienda; las autoridades federales le habían acosado hasta hacerle abandonar la ciudad, según él, y ahora le negaban el «derecho constitucional de viajar e instalarse en cualquier estado de los EE.UU.».

Al cabo de una semana, la acusación cedió y la compañía Transworld Van Lines empaquetó de nuevo y cargó los tres mil quinientos kilos de material perteneciente a Spilotro, entre el que se incluían nueve barriles con platos, nueve cajas de cartón con ropa, cuarenta y cinco cajas con utensilios domésticos, una cuna, cuatro mesitas de noche, una mesa de comedor con seis sillas, tres aparatos de televisión, una máquina de coser, un reloj de pared, tres cómodas, un sofá, un canapé, seis espejos, seis sillas sueltas, cuatro mesas y el mobiliario de jardín. Según la nota del cargamento, el material estaba valorado en 9900 dólares, y la mayor parte de éste estaba rayado o astillado.

En la cabecera de la factura del transporte -donde ponía «Contacto de recepción, persona responsable del pago»-, los Spilotro escribieron: Frank o Jerry Rosenthal.

Según Frank Rosenthal:

Tony llegó a Las Vegas de visita con Nancy. Para unas vacaciones. Aquello fue justo antes de decidir trasladarse aquí.

– Vamos a dar una vuelta -dijo.

Salimos en coche de la ciudad, nos fuimos hacia el desierto y charlamos sobre lo que sucedía en Chicago.

Me dijo que el ambiente estaba muy caldeado por allí y si a mí me parecería bien que se instalara en Las Vegas. ¿Por qué me lo preguntaba? Creo que se quedaba conmigo. Quería tener las espaldas cubiertas, así cuando se viera acorralado, podría decir: «¡Rediez, si ya te lo había preguntado!».

Durante el paseo le advertí que aquí era muy distinto que en Chicago. Le comenté que la poli de Las Vegas tenía fama de muy dura. Le dije que los que detenían podían contar primero con verse enterrados en la arena del desierto antes de llegar a juicio.

Tony no respondió. Yo era consciente de que si Tony decidía instalarse en Las Vegas, tenía que portarse bien.

Según el FBI, cuando Spilotro llegó, no disponía de permiso de la organización para empezar a extorsionar a todo el mundo ni para iniciar ningún tipo de operación de prestamismo que pudiera comprometer los turbios negocios de la mafia en los casinos, que constituía su principal fuente de ingresos.

Bud Hall, agente retirado del FBI afirma:

– Tony era inteligente. Sabía hasta dónde podía llegar con los jefes de la organización en Chicago. Joe Aiuppa, por ejemplo, era de los de «no me alborotes el gallinero». Aiuppa pasaba olímpicamente de Spilotro, pero Tony sabía que, en cuanto saliera de allí, podría montárselo bastante a su aire.

Cuando llegamos a casa después del paseo en coche, notamos que Nancy y Geri habían estado bebiendo. Las dos estaban a gusto. Tony hizo el número de rigor. Empezó a gritar a Nancy:

– No me hagas eso. Me estás creando problemas. Si sigues así, Frank no querrá que nos quedemos.

Tenía la idea de camelarme, de hacerme ver que todo iría a las mil maravillas. Que los dos se comportarían.

Pues bien, unas semanas más tarde, llegaron para establecerse allí, y aquello fue el toque de alerta para el Departamento. Las cosas se pusieron calientes. Empezaron a controlarle a él y a mí. Y en cierta manera, era algo natural. Dieron por supuesto -a todo el mundo le ocurrió lo mismo- que Tony había llegado a la ciudad con instrucciones de Chicago. Que había llegado el capo y yo era la pieza clave de la organización en el interior de los casinos.

Nada más lejos de la realidad, pero Tony se aprovechó de aquel análisis que no correspondía a la verdad. Les siguió la corriente. Hizo todo lo posible para no desmentirlo. Decía a la gente: «Yo soy el asesor de Frank. Su protector».

Incluso Geri creyó que era mi jefe. Un día, entré en el club social con unos cuantos ejecutivos y uno de ellos dijo que en la esquina estaba mi jefe. Eché un vistazo esperando ver a uno de mis jefes del Stardust, y en su lugar vi a Tony jugando a las cartas. Al ver que aquello me irritaba, el tipo dijo que era una broma, que era una idea que circulaba por la ciudad desde el principio.

No llevaba tres días en la ciudad cuando se me presenta el sheriff Ralph Lamb.

– Dile a tu amigo que quiero verlo fuera de la ciudad dentro de una semana -dijo.

Intenté hablar en favor de Tony, diciéndole:

– Ralph, el tipo no está a mis órdenes, pero ya verás como se comporta. Déjalo un poco en paz.

Aquello no cambió nada. Quería que el otro se fuera de la ciudad.

Pasé el recado a Tony, pero creo que se acercaba su cumpleaños o algo así y nada, en vez de largarse aquel fin de semana, llegaron sus cinco hermanos. Toda gente legal. Uno de ellos era dentista. Lo que no impidió que el sheriff Lamb los ligara en cuanto llegaron a la ciudad y los metiera en el calabozo unas horas.

A Tony lo dejaron toda la noche en el depósito de los borrachos. Un agujero cargado de humedad donde te hacen baldeos constantes, pues todos los recluidos allí tienen piojos.

Cuando Spilotro salió por fin de allí, estaba fuera de sí. No hacía más que gritar: «Voy a matar a ese hijoputa». Pero se fue calmando. La verdad es que tenía todo el derecho a permanecer en la ciudad, y se estableció una tregua, aun cuando él y el sheriff Lamb no eran exactamente lo que podría calificarse de amigos.

Ni siquiera creo que Tony hubiera previsto lo que iba a suceder. Tengo la impresión de que no tenía un plan marcado. Yo diría que las cosas fueron tomando su curso a medida que iban pasando los días y, lo que es más importante, lo habían dejado solo para montárselo sin ningún tipo de interferencia.

Tony, Nancy y su hijo de cuatro años, Vincent, se instalaron en un piso, y Nancy se convirtió en la típica esposa de Las Vegas. El Zurdo y Geri los ayudaron en ello: El Zurdo llamó al Bank of Nevada para hablar de Tony y Geri presentó a Nancy sus peluqueros y manicuras del Caesar's Palace. Geri y Nancy se hicieron amigas íntimas. Iban de compras juntas, salían a cenar las noches en que sus maridos estaban ocupados (muy a menudo) y jugaban al tenis tres o cuatro veces por semana en el Las Vegas Country Club, donde El Zurdo consiguió inscribirlas como socios.

A diferencia de los elegantes Rosenthal, con sus coches caros y su casa en el campo de golf, Nancy y Tony vivían modestamente. Llevaban coches normales y corrientes y compraron una casa de tres habitaciones en Balfour Avenue, un barrio de clase media. Nancy matriculó a Vincent en la escuela católica Obispo Gorman, se apuntó a la asociación de padres del centro y acudió a la comisaría de policía cuando a su hijo le robaron la bici delante de casa. Tony asistía con regularidad a los partidos de la liga infantil, donde se instalaba en las gradas o detrás del entrenador con los demás padres que animaban a sus hijos.

Tony abrió una tienda de objetos de regalo en Circus Circus, llamada Anthony Stuart Ltd., y Nancy a veces trabajaba allí. Tony pasaba la mayor parte de su tiempo en la sala de póquer del Circus o en el Dunes prestando dinero a los que habían quedado sin blanca, cobrándoles unos intereses desorbitados. Al cabo de poco, prácticamente hasta el último croupier de los dos casinos le debía dinero.

Sus especulaciones con los préstamos, chantajes y sus juegos sucios iban atrayendo tanto la atención que pronto se desmoronó la comedia de la parejita feliz. Colocó un bloque de cemento junto a la pared trasera de su casa para poder observar por encima de la valla si le seguían aquel día. En general, era así. Los agentes lo pescaron a últimas horas de la noche con las muchachas más jóvenes e ingenuas de la ciudad. Mientras tanto, detuvieron a Nancy por conducir en estado de embriaguez; en aquella ocasión citó el nombre de Geri -no el de Tony- como persona a quien llamar en caso de urgencia.

Tony llevaba apenas quince días en la ciudad cuando los federales recibieron un telegrama a propósito de él. El FBI de Chicago avisaba a Las Vegas de su llegada. Lo siguieron en una de sus primeras reuniones, en pleno desierto, donde se le pidió que introdujera una empresa de productos cárnicos en los grandes hoteles. Más tarde, en un encuentro con los dirigentes del sindicato de hostelería.

Posteriormente, dichos dirigentes sindicales se reunieron con los principales jefes de compras de los hoteles-casino, y a principio de verano, todos los hoteles compraban la carne a esta empresa. Como declara el sargento William Keeton, de la policía metropolitana de Las Vegas:

Lo deteníamos cada tres o cuatro meses como norma general, presentando cargos contra él; Tony alegaba que aquella gente le estaba ayudando a salir de un apuro y entonces lo soltábamos.

Pero a Tony le gustaba la publicidad. Era un tipo inestable. Engreído. Tenía incluso cierto encanto. El Comité contra la Delincuencia de Chicago nos había mandado la foto de un individuo a quien supuestamente Tony había fijado la cabeza en un torno de banco. Yo, de vez en cuando, la miraba para recordarme a mí mismo lo peligroso que era. Había encajado la cabeza del individuo en un espacio de unos doce centímetros, entonces le había rociado la cara con un líquido inflamable y le había pegado fuego. Se le habían salido los globos de los ojos.

En septiembre de 1972, lo detuvimos por una orden de arresto por homicidio en Chicago del 1963. Quedó detenido sin que se estableciera fianza -lo normal en casos de homicidio- a la espera de la extradición a Chicago. Supongo que Tony no tenía ninguna intención de pasar la noche en la cárcel, porque en seguida se presentó Rosenthal en el juzgado ofreciendo una fianza para Spilotro. No era lo más inteligente que podía hacer El Zurdo, pero al parecer no tuvo otra alternativa.

Según Frank Rosenthal:

Cuando Tony llevaba aproximadamente un año en la ciudad, un día me llamó por teléfono. Estaba en la cárcel.

– Tendrás que responder por mí. No tienes más remedio -me dijo-. Necesito que atestigües sobre mi buena conducta.

Resultó que lo relacionaban con un homicidio en Chicago de 1963. Le dije:

– No me jodas, Tony, estoy trabajando en el casino. He solicitado la licencia.

Intento hacerle comprender que presentarme ante el tribunal en una vista por homicidio no es lo más adecuado para mí en aquel momento. Sería el toque de alerta para el Departamento de Control del Juego.

– Lo necesito muchísimo -dice-. Tienes que hacerlo.

De modo que me fui al Juzgado. Respondí por él y le fijaron una fianza de diez mil dólares. Tony me juró que no tenía nada que ver con el caso. Era muy convincente. Al día siguiente, leí todos los periódicos para comprobar si aparecía mi nombre en relación con el caso. Tuve suerte. No apareció.

El agente del FBI Bill Roemer declara:

Llevaron a Spilotro a Chicago para el juicio. Se declaró inocente y dijo que no tenía idea de dónde estaba el día del homicidio. Dijo que sabía que una semana después había sido asesinado el presidente Kennedy y que intentaría tomar la fecha como referencia para reconstruir los hechos y saber dónde estaba el día del asesinato.

Era muy astuto. Dijo que pediría a su familia que lo indagaran. Según él, podían descubrir algo que demostrara que no se hallaba en el lugar del crimen.

Poco más o menos un mes antes del juicio, uno de los otros dos acusados que debían presentarse junto a Tony ante el juez, Sam DeStefano, El Loco, muere en su garaje. Dos rápidos disparos de escopeta. La esposa de éste y su guardaespaldas habían salido media hora antes a visitar a unos familiares.

A Tony le tenía intranquilo Sam El Loco. Había intentado por todos los medios que no lo relacionaran con Sam en el caso. A Sam lo acababan de sentenciar a tres años por amenazar a un testigo gubernamental en un caso de drogas, y se había presentado al juicio en una silla de ruedas, en pijama y con un megáfono. A Tony le inquietaba que Sam pudiera predisponer al jurado contra él. Existían también unos informes que afirmaban que Sam tenía un cáncer y el miedo a morir en la cárcel lo llevaría a traicionar a los demás acusados, es decir, a su hermano Mario y a Tony. Nos enteramos de que Tony había recurrido con gran cautela al jefe de la organización, Anthony Accardo, para decirle que Sam El Loco iba a desprestigiarle.

Spilotro ganó el caso. Su cuñada Arlene, casada con su hermano John, subió al estrado. Declaró que el día del asesinato, ella, su esposo, Nancy y Tony habían estado juntos, comprando muebles y electrodomésticos y que durante la comida habían estado discutiendo sobre combinaciones de colores. El tribunal absolvió a Tony.

Yo estuve allí aquel día. Cuando se hizo público el veredicto, Tony levantó los brazos en señal de victoria. Luego nos dirigió una mirada a nosotros, los de las fuerzas del orden que estábamos allí sentados. Vi una gran sonrisa sarcástica en su rostro. Centró un momento la mirada en mí.

Cuando salía de la sala, ya como un hombre libre, me fui para el pasillo. «Sigues siendo un puto renacuajo -le dije-. Ya te pescaremos», añadí en voz baja.

Tony me miró con una sonrisa en los labios.

– Jódete! -dijo.

Segunda parte

Aceptar la apuesta

10

«No sabes dónde te has metido.»

En 1971, cuando Frank Rosenthal entró a trabajar en el Stardust, el hotel-casino estaba en venta. Dick Odessky, director de relaciones públicas del Stardust, manifiesta:

– Era propiedad de la Recrion Corporation, dueña también del Fremont, y los principales accionistas deseaban venderlo. Habían subido el precio de las acciones y todos pretendían deshacerse de ellas. La Security and Exchanges Comission, sin embargo, tenía sus recelos y les obligó a firmar un acuerdo según el cual no podían vender las acciones.

Aquello era como tener delante un inmenso filete y no poder catarlo. Quien hubiera intentado vender su parte habría tenido problemas con la justicia. De modo que la única solución que les quedaba a los accionistas para recuperar el dinero era vender la empresa como un todo.

Del Coleman -presidente de Recrion- representaba a los principales inversores, y se le presionó mucho para que liquidara y sacara tajada del negocio.

La presión no cedió ni siquiera cuando Al Sachs le relevó en el cargo de presidente. Y por la época apareció Allen Glick.

Allen Glick era más duro de lo que parecía. En 1974, cuando aquel personaje de treinta y un años, agente inmobiliario de San Diego, se convirtió de pronto en el número dos en la explotación de casinos de la historia de Las Vegas, la mayor parte de agentes reguladores del juego del estado y propietarios de casino no podían dar crédito a sus ojos. Hasta entonces, Glick había tenido un peso insignificante en la ciudad. Llevaba tan sólo un año en Las Vegas cuando, junto con tres socios, obtuvo un crédito de tres millones de dólares para construir un aparcamiento para caravanas en el solar donde se hallaba el casino-hotel Hacienda, que se había declarado en quiebra y estaba situado en la zona de renta limitada del extremo sur del Strip.

Tanto el aspecto como el estilo de Glick -era bajito, se estaba quedando calvo y tenía un semblante grave- chocaban con su tenacidad. Muy pocos sabían que aquel hombre juvenil, que se esforzaba por demostrar buen carácter y hablaba tan bajo que a veces apenas se le oía, había pasado dos años en un helicóptero Huey en Vietnam, donde había ganado una Estrella de bronce. Según Glick:

Vietnam me enseñó que la vida era corta. Recuerdo que escribí a mi cuñado diciéndole que no esperaba volver. Por ello, cuando se hizo realidad la vuelta, decidí que no iba a hacer lo que no me apeteciera. En primer lugar, no quería ejercer la abogacía. Había sacado la licenciatura de Derecho en la Universidad estatal de Ohio y la especialidad en la Case Western Reserve, pero tenía claro que no iba a meterme en el oficio. En segundo lugar, quería vivir en San Diego y no en Pittsburgh, donde había pasado mi infancia. Un amigo de mi hermana me consiguió un empleo como asesor legal en American Housing, los principales promotores de viviendas multifamiliares de San Diego, y Kathy, los niños y yo nos fuimos para allá. Allí empecé mi carrera en el campo inmobiliario.

En febrero de 1971, cuando llevaba aproximadamente un año en American Housing, me asocié con Denny Wittman, un tipo estupendo, para un negocio inmobiliario que englobaba una gran extensión de solares, y edificios comerciales.

En 1972 tuve mi primer contacto con Las Vegas. A Denny Wittman le habían hablado de unos terrenos de veinte hectáreas en la parte sur del Strip que podían convertirse en un excelente aparcamiento para caravanas. El único problema que presentaba la propiedad era el hotel Hacienda, en bancarrota, edificado allí, y su casino, sobre el que pesaban tres gravámenes de Hacienda. No sé cómo se me ocurrió, pero tuve la idea de que en vez de derribarlo y montar el aparcamiento tal vez podríamos conseguir dinero suficiente para resucitar el hotel y el casino. Ahora bien, Denny Wittman no quería invertir en un casino. Era una persona con creencias religiosas. Para él aquello constituía un problema y por tanto descartó la idea.

Por la época, yo disponía de veintiún mil dólares a mi nombre, pero con una serie de truquillos y la ayuda de Denny para exagerar el valor del capital de nuestra pequeña empresa podíamos hacernos con los tres millones de dólares del First American Bank de Tennessee, con el que habíamos trabajado anteriormente y en el que teníamos amigos.

Tenía que conseguir una licencia de la Comisión del Juego de Nevada como propietario de un casino en Las Vegas, y he aquí que a los veintinueve o treinta años me convertí en presidente de un casino de Las Vegas. De la noche a la mañana, todo el mundo en la ciudad me ofrecía negocios.

Al cabo de unos cinco meses, Chris Caramanis, que llevaba el servicio de chárters que utilizaba el hotel, comentó que el King's Castle del lago Tahoe se había declarado también en bancarrota y la caja de pensiones del Sindicato de Camioneros había ejecutado una hipoteca sobre él; sugirió que podíamos conseguir el dinero y encargarnos del King's Castle tal como habíamos hecho con el Hacienda.

Así fue como conocí a Al Baron, el gestor de los fondos de pensiones de la central del Sindicato de Camioneros. Chris me lo presentó. Yo tenía la idea de encontrarme con el banquero típico que se ocupa de los fondos de una caja de pensiones multimillonaria. En lugar de ello, se presentó ante mí un individuo rudo, de los que mascan puros, y me dijo:

– ¿Qué coño haces aquí?

Por aquellos días, Al estaba muy irritado porque se había ido al garete un trato que se había establecido para arrebatarle al fondo de pensiones del Sindicato la bancarrota del King's Castle.

Cuando le dijeron que yo había conseguido capital para comprar el Hacienda, preguntó:

– ¿Tienes líquido?

– No, pero puedo conseguir un préstamo -respondí.

Baron tenía tantas ganas de borrar de la contabilidad del fondo de pensiones la bancarrota del King's Castle que dijo que al cabo de quince días volvería a Las Vegas y yo podría presentarle una propuesta.

Cuando volvió, se la presenté y él se enojó muchísimo.

– No tengo tiempo para leerlo -dijo.

Todo lo que quería de mí era que consiguiera el dinero de la hipoteca y que la caja de pensiones del Sindicato quedara fuera de la historia.

En fin, el trato no se materializó, pero poco después me vi envuelto en la urbanización de un gran complejo de oficinas gubernamentales en Austin, Texas, en el que iban a instalarse despachos de Hacienda, oficinas del Congreso y distintos organismos. Se trataba de un negocio de tal envergadura que no podíamos financiarlo con los típicos préstamos bancarios, y entonces pensé, «Voy a llamar a Al Baron». Le llamé tres veces, le dejé mensajes y él no se puso en contacto conmigo. Después, pasados cuatro días, su secretaria me dijo que no volviera a molestarle llamándolo de nuevo.

Le dije que vale, pero que quería informarle de que el Gobierno se había puesto en contacto conmigo y tenía que hablar con él. Me llamó al cabo de tres segundos. Cuando le conté que el Gobierno me había propuesto la edificación de un inmenso complejo gubernamental se puso a insultarme a diestro y siniestro. Utilizaba las palabras e imágenes más groseras que uno pudiera imaginarse.

Pero entre tanto juramento tal vez logré colar que se trataba de un proyecto del Gobierno federal y una oportunidad inmejorable, pues finalmente dijo:

– Vale, hijo de la gran puta, preséntame el jodido montante del préstamo.

A Baron y a los del Sindicato les encantó aquel proyecto para el Gobierno que yo les presenté, porque era algo totalmente legal y al mismo tiempo Denny Wittman, nuestros socios de Austin y yo hicimos todo el trabajo, mientras el Sindicato era el dueño del proyecto.

Más tarde apareció el negocio de Recrion. Yo había oído decir que el Recrion estaba en venta y que Morris Shenker, el propietario del Dunes, estaba en negociaciones para comprar la empresa a Del Coleman. Resultó que Shenker ofrecía tan sólo a Coleman participaciones de cuarenta y dos dólares. Mis contables examinaron las cifras y se dieron cuenta de que se podía pedir el préstamo que fuera para comprar el Stardust y el Freemont y seguir disponiendo de efectivo para cubrir los costes.

Era el negocio de toda una vida. Llamé inmediatamente a Del Coleman en Nueva York para organizar una reunión. Cogí un vuelo nocturno y lo primero que hice aquel viernes por la mañana al llegar fue presentarme en su casa, en la calle Setenta y siete Este. Del Coleman era un hombre de un gusto exquisito y creo que por aquella época estaba casado o comprometido con una modelo famosa.

Le dije que quería comprar toda su participación en la empresa. Le conté que era el propietario del hotel y el casino Hacienda y que mi empresa me apoyaba en una oferta que yo sabía que por lo menos era dos dólares superior por participación que la que le había ofrecido Shenker. Añadí que necesitaba un poco de tiempo para conseguir el dinero pero que estaba seguro de poder conseguirlo.

Coleman dijo de entrada que estaba en negociaciones con Morris Shenker. Es más, que los abogados estaban redactando los documentos en aquel preciso instante, algo que yo ignoraba. Me dijo que si yo podía poner en sus manos el dinero él se vería obligado a comunicarlo a los accionistas, lo cual significaría que podía encontrarme en la posición adecuada para la oferta pública.

Dijo que si yo iba en serio disponía de tiempo hasta el lunes a las doce del mediodía para entregarle dos millones de dólares en un pago en efectivo no reembolsable, y que él me concedería ciento veinte días para conseguir el resto. Me mostré de acuerdo con el trato pero tragué saliva. Tenía que entregar dos millones de dólares en efectivo a Coleman el lunes al mediodía, y aun en el caso de poder reunir tal suma, era viernes por la tarde y los bancos cerraban durante todo el fin de semana. Llamé a Denny Wittman. Le dije que necesitaba un préstamo de dos millones de dólares. Él sabía lo que significaba aquello y me planteó que dispusiera de dos certificados de depósito de quinientos mil dólares que tenía nuestra empresa en el First National Bank de Nashville, Tennessee. Luego añadió que podía conseguir una póliza de crédito de un millón de dólares del mismo banco, con el que teníamos excelentes relaciones.

Telefoneé a Steven Neely, el presidente del banco, y le dije lo que necesitaba.

– Está loco -me contestó.

Le repliqué que era el negocio de toda una vida.

– Si me está hablando en serio, tendrá que venir aquí esta misma noche.

Colgué, llamé a la compañía aérea y descubrí que ya no había ningún vuelo que me acercara a Nashville para poder llegar a tiempo.

Cogí un autobús para el aeropuerto de Teterboro, en Nueva Jersey, y allí alquilé los servicios de un Learjet para llegar a destino. No llevaba dinero, pero les presenté la tarjeta de crédito y afortunadamente disponía de crédito suficiente para pagar el viaje.

Cuando aterricé en Nashville y Neely me vio salir del Lear me preguntó de dónde había sacado el avión; respondí que me lo había prestado un amigo. No me interesaba decir que había utilizado la tarjeta de crédito. Nos fuimos a su casa y estuvimos toda la noche trabajando, calculando las participaciones y garantías de la póliza de crédito.

Al día siguiente, llegó Whitman en avión. Presentó las garantías que yo necesitaba, el banco me concedió el crédito y todo quedó listo el domingo por la mañana. Volví en avión a Nueva York.

Llamé a Coleman desde el aeropuerto:

– Ya tengo su dinero, Del, y no me apetece esperar hasta el lunes por la mañana.

– ¿Tiene dos millones de dólares? -preguntó.

– En el portafolios -respondí.

Me acerqué a su casa, rellenamos los papeles y Coleman dijo que el lunes por la mañana notificaría la operación a la Comisión de Seguridad e Intercambio y paralizaría la operación del Recrion.

Volví a San Diego en avión el lunes de madrugada y me dispuse a confeccionar listas con posibles inversores. Llamé a Al Baron, pues el fondo de pensiones llevaba las hipotecas del Stardust y el Fremont, aparte de que sabía que les había complacido la operación de urbanización para el Gobierno que les había puesto en la mano. Se me ocurrió que podían estar interesados en el negocio.

Cuando conté a Al Baron lo que había hecho y que me disponía a licitar las acciones del Recrion, saltó:

– Escúchame bien, voy a darte el mejor consejo que has recibido en tu vida: olvida este negocio. Anula el trato. No sabes lo que haces. No sabes dónde te has metido.

Dijo que él no se metía ni loco en aquel embrollo. Visto con perspectiva, me doy cuenta de que me previno con todos los medios a su alcance.

Puesto que la caja de pensiones del Sindicato no se prestó a mis propósitos, intenté que otras personas del campo de la inversión me consiguieran fuentes de financiación diferentes. Uno de mis contactos en Los Ángeles me proporcionó a un tal J. R. Simplot, un inversor de Idaho interesado en la operación. Fui a verle. Se mostró muy contemporizador. Llevaba un traje de doscientos dólares. Dijo tener participaciones en hoteles y estar dispuesto a avanzarme el dinero, con la condición de acceder al cincuenta y uno por ciento de la propiedad.

No tenía la menor idea de quién era aquel individuo. Al volver al despacho llamé a Kenny Solomon del Valley Bank y le dije que me investigara a un tal Simplot. Respondió que no hacía falta investigar, que el señor Simplot podía entregarme 62,7 millones de dólares con sólo rellenar un cheque de su cuenta personal. Simplot era el productor de patatas más importante de los Estados Unidos, y tal vez McDonald's no freía una sola patata que no procediera de sus explotaciones.

De todas formas, a mí no me interesaba ceder el control de la empresa. Así pues, volví a llamar a Al Baron para decirle que a la mañana siguiente se iba a enterar de que me había convertido en socio de J. R. Simplot, de que íbamos a comprar las acciones del Recrion y a apoderarnos de la parte que tenía el Sindicato en el Stardust y el Fremont.

– No hagas ningún movimiento hasta que te llame.

Me llamó de nuevo diciéndome:

– Ven a Chicago a una reunión.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Vas a concederme el préstamo?

Dijo que aún no lo sabía.

Al día siguiente cogí el avión hacia Chicago, me fui a la oficina de la caja de pensiones y allí encontré a Al Baron.

– Ahora que te has metido en el juego, tendrás que utilizar el bate.

Luego me explicó cómo funcionaba aquello.

Me dijo que tenía que conocer a un administrador de fondos de inversiones, pues sólo ellos pueden formular propuestas de préstamo. Por lo visto, dichos administradores entregaban las propuestas al gestor de bienes para las diligencias requeridas; seguidamente, las peticiones pasaban a una comisión ejecutiva, que podía o no darles el visto bueno, y luego todo el consejo de dirección tenía que votarlas.

Luego, Baron me llevó a dar una vuelta por el edificio y me presentó a Frank Ranney, quien acababa de comer con Frank Balistrieri. Baron me contó que Ranney era el síndico del fondo de pensiones del Sindicato de Milwaukee, uno de los tres miembros de la comisión ejecutiva que supervisaba todos los créditos que se concedían al oeste del Mississippi, lo que incluía también a Las Vegas.

Baron me dijo que Balistrieri podía ser mi enlace con Frank Ranney. Balistrieri era un hombre muy apuesto y discreto. Me dijo que estaría encantado de echarme un cable y que la próxima vez que fuera a Las Vegas nos reuniríamos.

Volví a ver a Balistrieri cuando apareció en el Hacienda. Hablamos del crédito y del montante de la solicitud y me dijo que me ayudaría. Me dijo que en cuanto hubiera presentado la petición en Chicago me acercara a Milwaukee donde conocería a sus hijos. No sabía exactamente cómo o de qué forma encajaba Balistrieri en todo aquello, pero las cosas que no quería plantearme no me las planteaba, y Baron había precisado que Balistrieri era mi contacto clave con Frank Ranney, el síndico y miembro de la comisión ejecutiva encargada de mi crédito.

Una vez presentados los papeles, me fui a Milwaukee, donde conocí a sus dos hijos, John y Joseph. Ambos eran abogados. Balistrieri dijo que le complacería que sus hijos entraran como fuera en el negocio. Puntualizó que Joseph había colaborado con él en la gestión de unos cuantos cafés teatro, que era experto en el tema del espectáculo y podía encargarse de este apartado en el Stardust. No quise comprometerme. Repetí que podíamos discutirlo en cuanto se hubiera cerrado el trato.

Al llegar a casa, llamé a Jerry Soloway. Trabajaba como abogado con Jenner y Block, un bufete con el que yo había tenido tratos. Le pedí que me investigara a un tal Frank Balistrieri. Le conté lo que yo sabía y colgué. Tenía que acudir al despacho del Control del Juego. Shanon Bybee, uno de los de la junta, había dejado caer que tenía una «sensación extraña» en cuanto a mi compra de una de las principales empresas del Estado, teniendo en cuenta que no llevaba allí más de un año, y me preguntó si sería tan amable de pasar la prueba del detector de mentiras. Mi abogado repuso que era algo injustificado e innecesario; Bybee estuvo de acuerdo con él, pero añadió que dormiría más tranquilo sabiendo que yo estaba limpio. Yo era consciente de que lo estaba y acabé aceptando aquella prueba de dos horas que se utiliza en casos de crimen capital, y para mí fue coser y cantar. El resultado convenció a Bybee y me concedió la licencia imprescindible para efectuar la compra.

Dos días después de pasar por la máquina de la verdad recibí una llamada urgente de Jerry Soloway. Parecía estar histérico. Me hizo repetir el nombre de Frank Balistrieri. Le confirmé que aquel era el nombre. «¿Qué haces con él?» exclamó.

Le conté que había cenado con él. Que me había venido a ver al Hacienda. Que había estado en unos cuantos restaurantes con él. Que había ido a su casa, conocido a sus hijos, que había acudido al bufete de ellos.

Soloway salió de sus casillas. Dijo que nadie tenía que verme con Balistrieri. Dijo que el FBI lo tenía fichado como el jefe de la mafia de Milwaukee. Que si alguien me veía hablando con un personaje tan importante en el mundo del hampa mi licencia de juego corría peligro.

Respondí a Jerry que allí tenía que haber algún error. Yo había conocido a Balistrieri en las oficinas de la caja de pensiones del Sindicato. Precisamente él venía de comer con Frank Ranney, uno de los síndicos.

Dijo que le daba igual donde hubiera conocido a Balistrieri, que aquel hombre era el jefe del hampa de Milwaukee.

Aquella noche apenas pude conciliar el sueño. No podía quitarme de la cabeza qué habría ocurrido de haber hablado con Jerry antes de pasar la prueba del detector de mentiras. Luego recordé que había estado hablando con Balistrieri por teléfono casi todos los días, comentando el curso del crédito. Me habían visto con él también por todas partes.

Por otro lado, poco podía hacer ya. ¿Qué iba a decirle, ya sé que eres el jefe de la mafia de Milwaukee, o sea que no me ayudes a conseguir el crédito? Sentía una inmensa desconfianza, pero tenía la sensación de poderlo controlar todo.

La siguiente vez que contactó conmigo por teléfono, noté que se sentía feliz. Dijo que había conseguido la aprobación de la comisión ejecutiva para el crédito de compra fijado en 62,7 millones de dólares, pero que Ranney le había comentado que existía discusión en cuanto a la segunda parte del préstamo de 65 millones de dólares. Bill Presser, el síndico de Cleveland, se oponía a la segunda parte. Nosotros necesitábamos la suma adicional para restaurar y ampliar el Stardust.

Balistrieri dijo que quería reunirse conmigo en Chicago para tratar del tema de la segunda parte del crédito. Me aterrorizaba pensar que pudieran verme con él. Pero quería que la solicitud siguiera su camino. Me citó en el hotel Hyatt, cerca del aeropuerto O'Hare. Allí acudí. Entré en su habitación y me dijo que la comisión ejecutiva estaba estudiando la segunda parte del crédito: el primer plazo de veinte millones de dólares para empezar la renovación. El resto se concedería un poco más tarde, y habría que utilizarlo para ampliar el Stardust y construir una lujosa torre para los huéspedes. Todo aquello se había estudiado minuciosamente y se había llegado a un acuerdo, pues la propiedad necesitaba unas obras importantes para poder competir en el mercado.

Según él, Bill Presser seguía oponiéndose a ello, y quedaban tan sólo dos semanas para la aprobación de todo el montante. Ahora me doy cuenta de que él estaba presionando.

Luego me recordó que le había prometido que sus hijos tendrían cargos en la nueva empresa, a lo que respondí que todo se solucionaría en cuanto hubiéramos conseguido el crédito. Balistrieri me planteó entonces ir con él a Milwaukee a ver a sus hijos.

Me mostré de acuerdo. Al día siguiente nos encontramos en el bufete de sus hijos y Balistrieri dijo que le gustaría formalizar algo. Abandonó la sala, y sus hijos, Joe y John hablaron de un acuerdo, mejor dicho, de una opción de acuerdo, según la cual, por veinticinco o treinta mil dólares, no recuerdo la cantidad exacta, ellos tendrían derecho a comprar el cincuenta por ciento de la nueva empresa en caso de que yo decidiera en algún momento vender.

– Sin eso -dijo uno de los abogados- se rechazará la operación.

Planteé si podíamos discutirlo más tarde, después de cerrarse el trato.

Respondieron que no.

Yo había declarado ya bajo juramento al Departamento de Control del Juego que no tenía ningún socio. Sabía que los Balistrieri jamás conseguirían la licencia.

Les dije que lo haría con mucho gusto, pero que había firmado ante el Estado que no disponía de socios. Sugirieron que fechara con posterioridad la opción.

Les pregunté si consideraban que podían conseguir la licencia y ambos respondieron que aquello no representaba ningún problema para ellos. Tenía la impresión de que aquella gente vivía en un mundo de fantasía. Parecía que no sabían quiénes eran ni qué lastre llevaban. O tal vez sabían que yo estaba al corriente de todo y estaban montando un espectáculo absurdo. Me sentía como Alicia en el país de las maravillas.

Les dije que firmaría con la condición de que me prometieran que no utilizarían la opción. Estuvieron de acuerdo.

Aquella noche cambié de opinión. Llamé a Joe y le dije que no podía aceptar la opción de acuerdo. Que si el Departamento de Control lo descubría, ponía en peligro toda la operación. Lo perdía todo.

Añadí que si el trato dependía de la opción, sintiéndolo mucho, tendría que retirarme del trato. Dije que respetaba a su padre y le agradecía lo que había hecho por mí, pero que no me podía jugar todo lo que tenía, incluyendo el Hacienda. También le dije que podían seguir como abogados míos -finalmente quedaron como asesores cobrando cinco mil dólares al año-, pero que la opción podía destruirlo todo.

Al cabo de unos minutos me llamó él.

– Va a llamarte mi padre y te dirá que es el «tío John» -me dijo-. Quiere hablar contigo.

¡El tío John! Nunca había utilizado conmigo un nombre en clave. ¿Por qué lo hacía? No tenía ni idea y tampoco podía mostrarme sorprendido, pues no quería que supieran que yo estaba al corriente de quienes eran ellos.

Llamó Balistrieri, se identificó como el tío John, y me dijo:

– No puedes echarte atrás.

– Por supuesto, tal como están las cosas -respondí.

– ¿Estás seguro de ello? -preguntó.

– Sí, y tendré que atenerme a las consecuencias.

– Me decepcionas -dijo Balistrieri. Lo noté triste.

Poco después llamó su hijo diciendo que iban a destruir los papeles de la opción y que ya estudiaríamos algo en cuanto se hubiera cerrado el trato.

Le dije que no los rompiera, que me los mandara a mí. Yo ya había destruido mi copia y no quería que circulara otra, que por casualidad podía ir a parar al Departamento de Control.

– ¿No confías en mí? -dijo Joe, muy resentido.

Le dije que no era una cuestión de confianza. Que se trataba de un negocio. Respondió que iba a mandarme la copia pero evidentemente nunca llegó a mis manos.

Al cabo de una semana, aproximadamente, se discutió el crédito. Obtuve la aprobación de toda la junta. En definitiva, la discusión sobre mi crédito no duró más de dos minutos. Al final, Bill Presser, el jefe de la caja de pensiones del Sindicato de Chicago, quien se había mostrado el más reacio de todos los síndicos, concluyó: «¡Suerte!», y eso fue todo.

Había conseguido los 62,7 millones de dólares del crédito del Sindicato en sesenta y siete días.

El veinticinco de agosto de 1974, más del ochenta por ciento de los accionistas del Recrion ofertaron sus acciones a Argent, la empresa de Allen Glick. El nombre de dicha empresa correspondía las siglas de Allen R. Glick Enterprises y, evidentemente, significaba «dinero» en francés, lengua que no dominaba ninguno de los que tenían relación con el negocio. El mismo Glick recuerda:

Joe Balistrieri me llamó y dijo que su padre venía a Chicago e iba a organizar una cena de celebración.

Respondí que no me parecía una buena idea, pero Joe insistió diciendo: «No puedes decirle que no a mi padre».

No quería que nadie me viera con él ni siquiera en un restaurante de las afueras de la ciudad, pero acabamos en el Pump Room del hotel Ambassador de Chicago. Él era muy conocido allí. Camareros, chefs, todos vinieron a saludarle. Pidió Dom Pérignon. Durante toda la cena no dejé de pensar que si aquella noche el FBI nos seguía ya podía despedirme de mi vida en Las Vegas.

Hacia el final del banquete me dijo que si tenía alguna pregunta con respecto al crédito -en concreto sobre los sesenta y cinco millones de dólares adicionales para renovación y ampliación- tenía que planteársela a él y solamente a él. Que no intentara comentar nada de lo que habíamos hecho con otros administradores o dirigentes de los sindicatos. Afirmó que él y yo habíamos establecido un modelo próspero y que éste era el que tenía que prevalecer.

Luego, cuando ya nos íbamos, Frank me dijo:

– Tendrás que hacerme un favor, Allen. Es sobre un tipo que vive en Las Vegas y ahora trabaja para ti. Estaría bien que le dieras más importancia. Él puede ayudarte.

– ¿Quién? -dije.

– Ahora no te lo puedo decir -respondió.

Y así terminó la velada.

Al cabo de una semana recibí una llamada del tío John. Dijo que quería presentarme a la persona de quien me había hablado. Yo me hallaba en La Jolla y Balistrieri me dijo:

– Irá a verte ahí. Tienes que ascenderlo. Y ofrecerle más dinero, ¿vale?

– ¿Quién es? -pregunté.

– Se llama Frank Rosenthal -dijo-. Si no te cae bien, me llamas y yo lo solucionaré.

Dijo que determinadas personas de la junta verían con mejores ojos la concesión del resto del crédito si decidía promocionar a Rosenthal. Al mostrarme algo indeciso, noté cómo le cambiaba el tono de voz. Parecía molesto. En cuanto le dije que estaba de acuerdo con ello respondió que intentara recibir a Rosenthal en cuanto me fuera posible.

Inmediatamente después de colgar el teléfono llamé a Rosenthal. Me dijo que había estado esperando mi llamada.

Rosenthal acudió a La Tolla, a mi casa. Me dijo que Al Sachs era un inútil. Consideraba que la empresa prometía mucho. Era alguien excelente. Además, muy inteligente. Puede ser el diablo -personalmente eso opino de él- pero es muy inteligente.

Le dije que estaba al corriente de sus dotes en cuanto al juego y que me interesaba nombrarlo ayudante o asesor mío. Al principio se mostró muy acomodaticio. Dijo que comprendía el caso, que haría lo que yo dijera, que me agradecía la promoción y que pondría todo su esmero en el cargo.

Me pidió constancia del ascenso por medio de un contrato y también un aumento de sueldo. Le ofrecí el contrato y el aumento.

Al día siguiente hablé con el presidente de la Comisión del Juego. Me enteré de que Rosenthal era un genio con los números, un maestro con los pronósticos. Conocía todos los juegos del casino. Me enteré también de que probablemente nunca conseguiría la licencia.

Frank Rosenthal volvió a Las Vegas con una nueva categoría laboral y un aumento de entre 75.000 y 150.000 dólares al año. Empezó inmediatamente a organizar cambios en las actividades del casino. Según Glick:

Prácticamente todos los cargos lo consideraban la persona de autoridad. Se suponía que todo debía aclararlo conmigo, pero nunca lo hizo. Al principio, cuando lo interrogaba sobre todos estos detalles, no se mostraba descortés. Pero día a día iba usurpando más poder. Oí comentar que cuando entraba en el casino, los croupiers se ponían firmes. Era capaz de despedir a uno si no lo veía con los brazos cruzados ante él, incluso en una mesa vacía. Contrataba a quien le parecía. Cambió determinados proveedores. Sin comentármelo, contrató a otra empresa de alquiler de coches, cambió la de la publicidad e intentó introducir su propia agencia de espectáculos en el Lido Show.

Cuando llegaban a mis oídos este tipo de cosas a veces las detenía y otras las anulaba, a pesar de que resultaba complicado preverlas. Yo podía estar desenmarañando algo que había montado él y tenerlo ya en la cocina diciendo a los chefs cómo había que hacer la comida.

Me desplazaba desde mi casa en San Diego a Las Vegas y cada vez que llegaba a la ciudad tenía que oír las historias de todo lo que había hecho él en mi ausencia. Durante unos días acabamos a pelea diaria. Lo vi actuar. Era de aquéllos que se ponen el cigarrillo en los labios y esperan que se lo enciendas. Se mostraba muy altivo con la gente. No utilizaba palabrotas. Nunca levantaba la voz. Pero cualquiera hubiera preferido un buen puñetazo en la boca a una perorata de las suyas.

Se montó un despacho que hubiera causado la envidia de Mussolini. Tenía cuatro veces más espacio que cualquier otro del negocio. No le gustaron los paneles de madera que había encargado y mandó que se los quitaran y le pusieran otros nuevos. Lo único que contaba era su ego. No tenía bastante con ser el jefe entre bastidores; todo el mundo tenía que enterarse de que lo era.

Por fin, en octubre de 1974, le convoqué. Yo acababa de llegar de California. Era un lunes. Me volví a enterar de una serie de cosas que habían sucedido en los casinos durante el fin de semana y pensé que había llegado el momento de hacerle cambiar de actitud.

Me reuní con él en la cafetería del Stardust, que se llamaba Palm Room.

– Vamos al fondo del bar -dije-. Tengo que explicarte algunas cosas.

Le repetí lo que ya le había dicho en distintas ocasiones: que tenía que controlar un poco su actividad y que se suponía que su trabajo tenía que ceñirse al modelo que yo le había marcado en nuestra reunión de septiembre en California.

Le dije que me había mentido en repetidas ocasiones, que andaba con evasivas, que incluso me había enterado de que había ordenado a mi secretaria que le contara mis movimientos diarios, que lo pusiera al corriente sobre dónde iba yo y qué pensaba hacer. Le dije que aquello me parecía intolerable.

Puso aire de sorpresa. Me preguntó si aquello se lo había dicho mi secretaria. Respondí que sí. Y en lugar de disculparse por espiarme, dijo que iba a despedirla.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no estaba tratando con una persona normal. Nos hallábamos al fondo de la cafetería. Un lugar apartado. Dudó un segundo y luego se levantó y se alejó de la mesa. Volvió al cabo de poco. Noté que su presión sanguínea se disparaba.

– Creo que ha llegado el momento de hablar, Glick -dijo; me llamó por el apellido. Siempre me había llamado Allen. Pero esta vez lo hizo por el apellido como preparando la escena.

– Ha llegado el momento de ponerte al corriente de lo que pasa aquí, de dónde vengo yo y de cuál es tu lugar -dijo-. No me colocaron en este cargo para que te aprovecharas tú sino para que se aprovecharan otros, y tengo órdenes de no aguantar la menor estupidez tuya, aparte de que no tengo por qué escuchar lo que me digas, ya que no eres mi jefe.

Empecé a discutirle todo aquello pero dijo:

– Voy a cortarte de entrada. Cuando te digo que no tienes alternativa, no estoy hablando a nivel administrativo, estoy hablando incluso de la salud. Si te entrometes en cualquier actividad del casino o intentas poner obstáculos a lo que quiera hacer yo, ten por seguro que no te despedirás de la empresa con vida.

Me sentía como si acabara de llegar de otro planeta. Yo era un hombre de negocios, todo lo había llevado con un estilo metódico, y aquello era una subcultura completamente distinta. No sabía cómo tomármelo. Respecto a la conversación que había tenido con Jerry Soloway sobre el tema de Frank Balistrieri, me di cuenta de que me había metido en una trampa.

Le dije que deseaba verlo fuera del hotel. Él respondió:

– He oído lo que me dices, pero será mejor que me escuches atentamente de nuevo. Cuando he dicho que no te despedirías vivo de la empresa, me refería a que las personas a quienes represento tienen poder para eso y para mucho más. Te aconsejo que no lo tomes a la ligera. Eres una persona inteligente, pero no me pongas a prueba.

Conseguí recuperarme pero me encontraba en una especie de estado de shock. Llamé a Frank Balistrieri y le dije:

– Me has metido en algo que yo no había previsto, pues de haberlo sabido no lo habría aceptado. Tenía la impresión de que la inclusión de tus hijos como asesores de la empresa se había hecho de una forma cabal, no veo ningún problema al respecto, pero sí lo veo con lo que te voy a contar.

Le expliqué la conversación que había tenido con Rosenthal y él se mostró muy conciliador. Dijo que me apoyaría. Pero que recordara que con el único que debía tocar el tema era con él. Con Frank Balistrieri. Si hablaba con alguien más, lo haría sin tomar en consideración sus deseos. Era muy tajante. No seguí con el tema.

Al cabo de unos días me llamó Balistrieri. Me explicó por teléfono que se hacía cargo de la situación pero que de momento no podía hacer nada al respecto y que yo debía seguir prestando atención a los consejos del señor Rosenthal y mantenerlo en el cargo.

Le discutí lo que me había mencionado Rosenthal sobre el hecho de ser «socios», y añadí que había comprado la empresa con mis propios esfuerzos, reconociendo, eso sí, que él me había ayudado a conseguir el crédito, pero que allí no había socios.

– Pero lo que te ha dicho el señor Rosenthal es correcto -respondió Balistrieri.

Durante unos meses, Glick estuvo al quite con Rosenthal. Tenía miedo de enfrentarse a él e intentó limitar sus actividades. Lo excluyó de las reuniones. Intentó mantenerlo alejado del círculo del poder. Anuló las órdenes dadas por él. Rechazó sus sugerencias. Y por fin, una noche de marzo de 1975, se hizo realidad la peor pesadilla de Allen Glick. Estaba cenando en el restaurante Palace Court del Stardust cuando llamó Rosenthal. Glick explica:

Dijo que era un asunto urgente. Tenía que reunirme con él. Le pregunté qué clase de urgencia. Dijo que no podía contármelo por teléfono. Que tenía que ir a verlo. Respondí que no era el momento adecuado. Que podíamos tratar de lo que fuera por la mañana.

– Es una urgencia y no tienes otra alternativa.

– De acuerdo, ¿dónde estás?

– En Kansas City -respondió.

Pensé que aquello era ridículo. Le dije que no podía llegar allí antes de las tres o cuatro de la madrugada.

– Si no vienes voluntariamente, tendremos que ir a por ti -dijo.

Dijo también que me esperaría en el aeropuerto. Por aquella época, la empresa disponía de un par de Lears, y entre las dos y media y las tres de la madrugada aterricé en Kansas City.

Rosenthal me esperaba en el aeropuerto con un coche, y me presentó al conductor, Carl DeLuna, un hombre de lo más rudo y vulgar. Rosenthal le llamaba por su apodo: El Broncas.

Cogimos inmediatamente la tortuosa ruta hacia donde fuéramos; me di cuenta de que pasábamos una y otra vez por los mismos lugares. El viaje duró unos veinte minutos. Vueltas y más vueltas y nadie abrió la boca. Por fin llegamos a un hotel. Subimos al segundo piso. Una suite con una puerta de conexión entreabierta que daba a la habitación contigua.

La suite estaba bastante oscura. Al entrar, me presentaron a un hombre mayor de pelo blanco llamado Nick Civella. No tenía la menor idea de quién era Nick Civella. Resultó ser el jefe de la mafia de Kansas City. Le ofrecí la mano y me dijo:

– No quiero estrecharte la mano.

Al fondo había una silla y una mesa con una lámpara encima. Me dijo que me sentara. Vi que Rosenthal abandonaba la habitación. Me quedé solo con DeLuna y Civella, aunque oía que entraba y salía gente por la puerta de conexión; yo estaba de espaldas.

Civella me dijo todo lo que puede decirse a una persona en el mundo y luego añadió:

– Tú no me conoces, pero por mí jamás saldrías vivo de aquí. Ahora bien, teniendo en cuenta las circunstancias, si escuchas atentamente, tal vez lo consigas.

Cuando me quejé de que la luz me molestaba a los ojos, dijo que tal vez podía solucionármelo arrancándomelos. Luego prosiguió.

– Has faltado al acuerdo. Nos debes 1,2 millones de dólares y ahora vas a permitir a El Zurdo que haga lo que quiera.

Yo estaba totalmente desconcertado. Dije que no sabía a qué se refería. Y era cierto.

Me miró y, dejando un revólver sobre la mesa, dijo:

– O empiezas a contarme la verdad ahora mismo o no sales con vida de esta habitación.

Me preguntó sobre el acuerdo que tenía con Balistrieri y cuando respondí que no tenía ningún acuerdo con Balistrieri, exclamó:

– ¿Qué?

Parecía sorprendido. Dijo que quería enterarse del acuerdo que le habían contado que yo tenía con Balistrieri.

Le dije que el único acuerdo que tenía con Balistrieri era el de contratar a sus hijos, y también le hablé de la opción, explicándole, de todas formas, que la opción no tenía efecto, pues íbamos a estudiar algo ahora que se había conseguido el crédito.

Más tarde descubrí que Civella no estaba al corriente de mis tratos con Balistrieri: la contratación de sus hijos y su opción del cincuenta por ciento. Creía que Balistrieri se había quedado con una comisión en efectivo de 1,2 millones de dólares por haberme conseguido el crédito. Como quiera que Civella consideraba que él también me había ayudado en dicho crédito por medio de su síndico -Roy Williams, el jefe del fondo de pensiones de Kansas City y próximo presidente de todo el Sindicato- pensaba que a él también le correspondía la misma comisión.

Balistrieri me había dicho que no hablara jamás con nadie sobre nuestro acuerdo, pero vi que en aquellas circunstancias no tenía otra opción. Empecé a comprender asimismo por qué Balistrieri insistía en que no hablara con nadie sobre ello.

Civella era un tipo duro pero un hombre listo. Cuando me formulaba las preguntas me daba cuenta de que iba atando cabos. De pronto, alguna campana le sonó y se puso de pie. Dijo que seguía teniendo un compromiso con él y que exigía que le pagara el dinero.

Cuando le respondí que no veía cómo la empresa podía pagarle aquella suma dijo:

– Que se ocupe de ello El Zurdo.

Añadió que como yo no le caía bien, se ocuparía personalmente de que no consiguiera los préstamos adicionales del fondo para la renovación y la ampliación.

– Sacadlo de aquí -dijo finalmente y ordenó a De Luna que nos llevara El Zurdo y a mí al aeropuerto y «se fuera inmediatamente a Milwaukee, sacara de la cama aquel maniquí hijoputa y se lo llevara a él».

En aquella ocasión, en cinco minutos llegamos al aeropuerto, y DeLuna estuvo todo el tiempo refunfuñando sobre lo de conducir hasta Milwaukee a recoger a Balistrieri, como si se tratara de un saco de ropa sucia.

A la mañana siguiente, cuando vi a Rosenthal le dije que no podía aceptar las condiciones de Civella en cuanto al dinero y los socios y Rosenthal me respondió que yo ya no tenía autoridad alguna. Dijo que yo ya no disponía sobre mi destino.

Cuando conté a Balistrieri mi encuentro con Civella y le informé de que me había amenazado con negarme los préstamos adicionales, me respondió que ya no podía hacer nada para ayudarme. Dijo que le habían quitado de las manos todas las cuestiones de la caja de pensiones.

11

«¿Sabes quién soy? En esta ciudad mando yo.»

Cuando Tony Spilotro en 1971 llegó a la ciudad, Las Vegas era una ciudad relativamente tranquila. Los jefes habían reunido tanto dinero con sus propios negocios ilegales, como las apuestas fuera de la ley, los préstamos con usura y los chanchullos en los casinos que la propia mafia se había puesto de acuerdo para mantener la ciudad limpia, segura y tranquila. Las reglas eran simples. Había que solucionar pacíficamente las peleas. No podían producirse tiroteos ni explosiones de coches en la ciudad. Los cadáveres no había que dejarlos en el portaequipajes del coche en el aeropuerto. Los asesinatos autorizados se llevaban a cabo fuera de la ciudad o bien los cadáveres desaparecían para siempre en el amplio desierto que la rodeaba.

Antes de la llegada de Tony, las cuestiones del hampa se gestionaban con tal suavidad que Jasper Speciale, el prestamista más importante de Las Vegas, llevaba su negocio en su pizzería La Torre Inclinada y sus camareras hacían pluriempleo encargándose de las recaudaciones una vez finalizado el trabajo. Los delincuentes menores de la ciudad -traficantes de drogas, corredores de apuestas, macarras e incluso estafadores de naipes- trabajaban por libre. Las Vegas era una ciudad abierta: los gángsters procedentes de las distintas familias del país no necesitaban permiso alguno para deambular por allí, extorsionar a los jugadores importantes, llevar alguna operación de crédito fraudulento en un casino y volver para casa. Allí nadie había oído hablar del sistema de impuesto callejero establecido por la mafia en Chicago.

Bud Hall junior, el agente jubilado del FBI que durante años estuvo al cargo de las escuchas telefónicas en el domicilio de Spilotro, puntualiza:

Tony cambió todo aquello. Cambió la forma de llevar los negocios en Las Vegas. Tomó el relevo. Lo primero que hizo fue llevar a allí a algunos de sus hombres e imponer un impuesto callejero a cada corredor de apuestas, prestamista, traficante de drogas y macarra de la ciudad. Unos cuantos, como un corredor de apuestas llamado Jerr Dellman, se resistieron a ello, pero él mismo acabó acribillado en un atraco en pleno día en el garaje que tenía detrás de su casa. Nadie intentó esconder el cadáver. Era el mensaje de que había llegado un auténtico gángster a la ciudad.

Tony comprendió enseguida que podía gobernar Las Vegas de la forma que le apeteciera, pues los jefes estaban a dos mil quilómetros de allí y en Las Vegas no había los confidentes que abundaban en Elmwood Park.

Según Rosenthal:

Cuando Tony llegó por primera vez a Las Vegas, muy pocos sabían quién era. Recuerdo que conmigo trabajaba un tipo de lo más arrogante, John Grandy, que se ocupaba de todo lo referente a construcción y compras. Nadie le tomaba el pelo a John Grandy. Cuando alguien le preguntaba algo, respondía: «¿Por qué coño me molestas? ¡Vete a dar un barrigazo por ahí!». Yo lo trataba con sumo cuidado.

Una mañana vino Tony a verme. Grandy estaba allí dando órdenes a tres o cuatro empleados que organizaban unas mesas de blackjack para los croupiers. Llevaba un montón de material de construcción en los brazos; echó un vistazo, vio que Tony se acercaba a mí y le dijo:

– ¡Eh, tú, ven aquí! ¡Aguántame eso! Ya te diré dónde tienes que colocarlo.

Nunca olvidaré aquella escena. Lo que estaba sujetando pesaría entre quince y veinte kilos. A Tony le sorprendió muchísimo que lo aguantara siquiera durante un segundo.

– Oye -respondió Tony-, eso lo llevas tú, a mí qué me cuentas. ¿Quién cojones te has creído que eres? La próxima vez que salgas con una de ésas, te arrojo por la puta ventana. -Ni más ni menos.

Grandy me mira a mí. Yo miro a Tony. Tony está hecho un basilisco. Grandy hace lo que le dice Tony. Recoge de nuevo el material y no dice ni mu. Tony me cita en la cafetería y se va.

Cuando se ha ido Tony, Grandy dice:

– ¡Eh! ¿Quién coño es el menda ése? ¿Qué se ha creído?

– El menda ése no trabaja aquí -respondí-. Déjalo correr.

Pero Grandy sabe que allí pasa algo. Baja al casino, encuentra a Bobby Stella y lo arrastra hacia la cafetería a buscar a Tony.

– Bobby, ¿quién es el menda que está allí? ¿Qué cojones se ha creído?

Grandy está que echa humo.

Bobby, al darse cuenta de que se está refiriendo a Tony, intenta calmarlo.

– Despacio. Tranquilo.

– ¿Qué significa eso de «despacio»?

– Es Tony Spilotro -dice Bobby.

Grandy se quedó allí plantado y exclamó:

– ¡Copón bendito! ¡Copón bendito!

Al parecer, conocía el nombre pero no el rostro. Se fue directo a Tony y estuvo cuatro o cinco minutos disculpándose:

– Lo siento muchísimo. No tenía intención de insultarte. Las cosas se habían complicado un poco y no sabía quién eras. ¿Querrás aceptar mis disculpas?

Tony dijo que sí y miró hacia otro lado. Grandy echó a correr.

Frank Cullotta salió de la cárcel tras cumplir una condena de seis años por un asalto a un camión Brinks, y Spilotro se fue en avión a Chicago para la fiesta de bienvenida. Cullotta lo explica:

Me presentaron un pastel de cumpleaños que decía, «Por fin libre». Todo el mundo asistió a la fiesta, todos me entregaron sobres, y al final de la velada tenía en el bolsillo unos veinte mil dólares, pero lo que me hizo sentir mejor fue comprobar que tenía a mucha gente conmigo que me apreciaba. Seguía en libertad vigilada; por tanto, no podía salir de Chicago en aquellos momentos, pero Tony me dijo que en cuanto consiguiera la definitiva, me llevaría a Nevada.

Cuando llegué allí, Tony ya dirigía la ciudad. Tenía a todo el mundo en nómina. Había situado a un par de tipos en la oficina del sheriff. Tenía gente en los juzgados que le entregaban actas del Gran Jurado y a unos cuantos en la compañía telefónica que le informaban sobre las escuchas instaladas.

Tony tenía la ciudad cubierta. Todos los días salía en los periódicos. Tenía chavalas que aparecían en Rolls-Royces con la única intención de salir con él. Todo el mundo quería estar alrededor de un gángster. Estrellas de la pantalla. Todos sin excepción. No entiendo qué provoca el maldito atractivo pero iba así. Apuesto a que es la sensación de poder. La gente tiene la sensación, no sé, de que estos tipos son triunfadores, y de que si les hace falta algo, ellos se lo resolverán.

Él sabía que yo era un ladrón profesional y me dijo que juntos podíamos sacar mucho dinero. A Tony siempre le hacía falta el dinero. Lo fundía con mucha rapidez. Le gustaban las apuestas en deportes y nunca estaba en casa. Siempre iba rodeado de gente. Se encargaba normalmente de pagar la cuenta en los establecimientos. Le daba igual que fuéramos diez o quince personas, él siempre pedía la nota.

– Oye, móntame un grupo. Me importa un bledo lo que tengas que hacer con los colegas, siempre tendrás mi aprobación. Lo único que quiero es mi parte. Por lo demás, tienes carta blanca -me dijo.

Mandé llamar a Wayne Matecki, a Larry Neumann, a Ernie Davino, a una pandilla de malhechores de este estilo, y empezamos a meter a todo el mundo en cintura. Corredores de apuestas, usureros, traficantes de drogas, macarras. Todos pasaron por el aro, ¡vaya que sí! Les apaleamos. Disparamos contra sus malditos perros guardianes. ¡Qué más nos daba! Tenía el visto bueno de Tony. A decir verdad, la mitad de las veces Tony nos indicaba a quién asaltar.

Luego, en cuanto les habíamos robado y asustado, acudían a Tony a pedir protección para que no siguiéramos a sus talones. Jamás supieron que era Tony quien nos mandaba actuar contra ellos.

Sacamos mucho dinero revolviendo casas. Siempre efectivo y joyas. Me estoy refiriendo a treinta, cuarenta, cincuenta mil dólares en billetes de veinte y de cien guardados en las cómodas de la habitación. En una ocasión encontré quince billetes de mil dólares junto a la cama de un individuo. ¿Cómo leches iba a cambiarlos? Es bastante difícil deshacerse de un billete de mil dólares. Si intentas cambiarlo en un banco, te exigen el nombre. Decidí, pues, colarlos en el Stardust. Los entregué a Lou Salerno, los metió en un cajón y me dio el cambio en billetes de cien.

¿Cómo pensáis, si no, que reuní dinero para montar el restaurante de Upper Crust? En dos días lo tuve. Wayne, Ernie y yo asaltamos a dos maîtres de hotel y les sacamos sesenta mil dólares. Los maîtres cobran veinte dólares a la gente que les pide una buena mesa. Pues los de veinte fueron para nosotros. Uno de ellos incluso llevaba un reloj Patek Philippe de treinta mil dólares, y se lo vendimos a Bobby Stella por tres mil. Bobby se deshizo de él regalándolo.

Sacábamos la información de la gente del casino. Encargados del hotel, recepcionistas, oficinistas, personal de la agencia de viajes. Ahora bien, los corredores de seguros eran nuestras mejores fuentes de información, pues ellos vendían las pólizas del material que nosotros robábamos. Nos ofrecían todo tipo de información: del tipo de joyas y de la cantidad por la que las habían asegurado, dónde las guardaban en las casa, qué tipo de sistema de alarma utilizaban. Cuando contratas un seguro, tienes que incluir todos estos datos en la póliza.

Cuando las puertas, ventanas y sistemas de alarma presentaban algún problema, entrábamos por la pared. Eso de atravesar paredes fue idea mía. Lo inventé yo. Es muy fácil. Casi todas las casas de Las Vegas tienen las paredes exteriores de estuco. Tan sólo hace falta un mazo de dos kilos para practicar un agujero por el que se pueda pasar. Luego se utilizan unas tijeras de podar para cortar los alambres que utilizan para encofrar. Pegas un par de mazazos más hasta romper la plancha de yeso y ya estás dentro de la casa.

Es algo que sólo puede hacerse en Las Vegas, porque las casas son de estuco y están rodeadas por unos altos muros para proteger la intimidad. En el interior, tienen piscinas y rollos, y no quieren que nadie les moleste. Los vecinos no se conocen entre sí. Es una ciudad de esas. Un lugar donde, cuando la gente oye ruido en la casa de al lado, desconecta. Hicimos tantos trabajos con este método que los periódicos ya nos llamaban la banda del agujero en la pared. La poli nunca descubrió quiénes éramos.

– Unos puñeteros cerdos, eso es lo que sois -decía Tony, orgulloso de la banda-. Fijaos la que habéis armado.

Conocíamos bien el paño. Entre la entrada y la salida de la casa pasaban de tres a cinco minutos. Cuando realizábamos uno de estos trabajos siempre dejábamos a un colega fuera de la casa en un coche con una emisora que captaba las llamadas de la policía. Disponíamos también de un desmodulador para sintonizar con el FBI. Tony nos proporcionó los desmoduladores y también las frecuencias de la policía.

Eso sí, por muy bien que nos salieran las cosas, siempre necesitábamos más dinero. El dinero del robo se va volando. Siempre teníamos que hacer cuatro partes: para mí, para mis dos colegas y la de Tony. De un trabajo de cuarenta mil dólares, Tony se llevaba diez mil. Por quedarse sentado en su casa. Le tocaba una parte igual y siempre.

A veces, cuando no teníamos líquido y las cosas iban lentas, organizábamos asaltos directos. De esta forma atacamos el Rose Bowl. Por aquella época, el propietario del Rose Bowl lo era también del Chateau Vegas; Tony me proporcionó toda la información y luego me dijo:

– Vas a necesitar a un tipo que no esté quemado.

Importé pues a un chaval de Chicago limpio como una patena. No podíamos utilizar a alguien conocido porque se suponía que ninguno de nosotros se dedicaba a eso. Si los jefes descubrían que Tony organizaba robos a mano armada en plena ciudad, duraría poco en Las Vegas. Pero en nuestra ciudad natal nadie sabía que nos dedicábamos al robo y al asalto. Aquél era nuestro pequeño secreto.

La tipa que llevaba el Rose Bowl y su guardaespaldas salieron del aparcamiento posterior tal como había previsto Tony, con una bolsa llena de dinero. Ella se va hacia el coche. El guardaespaldas se queda vigilándola. El chaval que yo había reclamado de la ciudad se va directamente a ella, le apunta con un revólver y le quita la bolsa de la mano.

El individuo que la había estado cubriendo intentó hacerse el héroe y mi chaval le pegó un revés que lo dejó sentado en el suelo. Mi muchacho era durillo. Ahora está en la cárcel por no sé qué. Cumple una condena de cuarenta años.

El chaval sale corriendo por la manzana paralela al Strip. Allí hay una capilla. Ernie Davino lo estaba esperando. Larry Neumann estaba en el aparcamiento, justo al lado, como apoyo por si el muchacho necesitaba ayuda. Cuando éste se mete en el coche con Ernie, Larry ya había llegado por detrás. Mientras salen de la calle, yo hago lo mismo. A cuatro manzanas de allí, estábamos repartiendo el dinero cuando oímos que la policía llegaba al aparcamiento del Rose Bowl.

Pensándolo bien, ahora me doy cuenta de las locuras que hacíamos. Estábamos en Las Vegas, teníamos mil sistemas para conseguir pasta de forma ilegal y Tony nos metió en el negocio de los robos en domicilios particulares, asaltos a mano armada en locales 7-Eleven. Una insensatez.

Todas las industrias prósperas crean puestos de trabajo, y las actividades de Spilotro no constituían una excepción. En un año, Spilotro proporcionó puestos de trabajo no sólo a su propio equipo sino a montones de agentes que tuvieron que seguirle, instalar escuchas en su entorno e intentar atraparlo mediantes sofisticadas celadas. Llegó un momento en que Spilotro apostaba 30.000 dólares semanales en una correduría de apuestas que no era más que una celada del fisco; le había atraído el hecho de que ofrecían las mejores probabilidades de la ciudad. Cuando el agente del fisco que estaba al cargo de la celada tuvo la osadía de pedir garantías a Spilotro, éste le respondió sacando un bate de béisbol. «¿Sabes quién soy yo? -le dijo-. En esta ciudad mando yo.»

Spilotro había trasladado su joyería de Circus Circus a la avenida West Sahara, junto al Strip. La joyería Gold Rush era un edificio de planta y piso con acera y plataforma y unos pilares de amarre de imitación. Tal como cuenta Bud Hall.

Teníamos la causa verosímil y necesaria e instalamos un micro en el techo de la sala del fondo del Gold Rush. La sala delantera se utilizaba estrictamente para la venta de anillos y relojes de pulsera. Arriba, Tony disponía de mecanismos de intercepción de vigilancia, desmoduladores telefónicos, prismáticos de barco de guerra para poder captar un supuesto control a más de un kilómetro, y también radios de onda corta capaces de captar las llamadas de la policía e incluso desmodular las frecuencias del Bureau. Tony consiguió la información sobre las frecuencias a través de unos agentes de la poli metropolitana que tenía en nómina. Contaba también con un experto en electrónica de Chicago, Ronnie DeAngelis, Cabeza de Globo, que venía en avión a la ciudad cada dos o tres semanas y limpiaba el lugar de aparatos de escucha y derivaciones. Todo quedaba perfecto cuando DeAngelis abandonaba la ciudad. «El Cabeza de Globo dice que lo ha dejado limpio como una patena», anunciaba orgullosamente Tony, y todo el mundo respiraba.

Tony era un ser humano con una gran capacidad de concentración. Se despertaba por la mañana sabiendo exactamente qué iba a hacer aquel día. Recibía un gran número de llamadas en el Golden Rush. Tenía todo tipo de negocios funcionando a la vez. Controlaba distintos grupos, cientos de personas, un millón de proyectos, y todo ello en distintos estadios de desarrollo. Y a pesar de que muchos no conseguían el resultado esperado, tenía que dedicar entre dieciséis y dieciocho horas al día a la coordinación de sus asuntos.

Le habría resultado más difícil hacer lo que hacía si hubiera contado con secretarias, sistemas de archivo, fotocopiadoras y utilización del teléfono con plena libertad. Pero Tony seguía el sistema de la improvisación y de tenerlo todo en la cabeza. Tan sólo anotaba algunos números de teléfono, y lo hacía escribiendo en letra tan minúscula que sólo podía leerse con la ayuda de una lupa; cuando nos hicimos con ellos, descubrimos que alteraba el orden de los números o bien escribía la mitad o tres cuartas partes al revés.

El hecho de escuchar a diario a alguien a través del hilo telefónico es distinto de estar a su alrededor en el trato social. Crea una curiosa relación entre la persona que escucha y la que es escuchada. Te encuentras escuchando su vida, y al cabo de poco estás dentro de su vida. No me refiero a que te inspire simpatía, pero llega un punto en que tan sólo por el sonido de la voz sabes determinar su estado de humor y el lugar exacto de la pieza donde se halla el otro. A veces sucede que tú mismo estás articulando una respuesta antes de que el otro la formule. Llegas a conocerle tan íntimamente que casi pasas a formar parte de la otra persona.

Tony era el gángster más inteligente y eficaz que he conocido en mi vida. Considero que era un genio. El problema más grande era que siempre se rodeaba de gente que le jodía la marrana. Eso oíamos que él lo repetía una y otra vez. Pegaba unas solemnes broncas a su gente y siempre citaba su incompetencia y que no le quedaba más remedio que hacer las cosas él mismo si quería que salieran bien.

Cuando alguien hablaba con él por teléfono, a la tercera o cuarta palabra ya había asimilado el objetivo de la llamada, y al otro más le valía que lo que tuviera que plantearle fueran negocios, que interesaran a Tony a ser posible.

A Tony no se le daba bien la conversación banal. Era capaz de ser simpático, cordial, agradable, pero nadie podía hacerle perder el tiempo. No he conocido a nadie que saliera de sus casillas con tanta rapidez. Y sin transición. Pasaba de una actitud amable a chillar y a violentar la situación en un segundo. Nadie tenía forma de prepararse para aquellos arrebatos. Creo que la velocidad con que te veías amenazado de pronto era tan aterradora como la idea de imaginar a Tony hecho una furia contra ti. De todas formas, una vez pasado, pasado. Lo olvidaba. Volvía a sus asuntos.

Llevaba una vida completamente aparte de Nancy. Compartían su hijo Vincent, pero nada más. Dormía en su propia habitación de la parte baja de la casa, tras una puerta de acero blindada. Cuando se levantaba por la mañana, entre las diez y media y las once, Nancy ya había desaparecido. Él mismo se preparaba el café y cuando recogía el periódico en el peldaño de delante de la puerta o en el sendero del jardín, miraba a uno y otro lado de la avenida Balfour por si había vigilancia. Cuando se disponía a marcharse, jamás decía «adiós» ni «hasta la noche». Cogía su deportivo Corvette azul y daba unas cuantas vueltas a la manzana comprobando que no lo siguieran. El trayecto de su casa al Gold Rush, que podía hacerse en diez minutos, a Tony le llevaba tres cuartos de hora, ya que se libraba de sus seguidores pasando por centros comerciales, parándose en semáforos en verde, pasando los rojos, saltándose las normas y efectuando giros de ciento ochenta grados, sin perder nunca de vista el espejo retrovisor.

Después de pasar tanto tiempo en el Gold Rush y en su casa, decidí que poseía lo que nosotros los marines denominábamos «aptitud de mando». Cuando hablaba, la gente escuchaba. Si entraba en una sala, siempre llevaba la batuta. ¿Pero la batuta de qué? Aquél era su problema.

Un día oímos que Joe Ferriola, uno de los jefes de Chicago, intentaba conseguir trabajo para una parienta suya como croupier en el Stardust. Tony dijo a Joe Cusumano que se encargara del caso. Éste, que era uno de los brazos derechos de Spilotro, se apalancó en el Stardust difundiendo a los cuatro vientos los mensajes de Tony, hasta el punto de que la mayor parte de empleados del casino creyó que trabajaba allí.

Pasó una semana y Tony recibió otra llamada de parte de Ferriola en la que le decían que la muchacha seguía sin el empleo. Tony tuvo un ataque. Cusumano hizo sus comprobaciones y descubrió que el casino no iba a contratarla como croupier al no tener experiencia y que tendría que hacer un cursillo de seis semanas en la escuela de croupiers.

Entonces Tony le dice a Joey que plantee a El Zurdo, quien simulaba estar al cargo de la restauración y la bebida del Stardust, que emplee a la chica como camarera.

Unos días después, Joey vuelve diciendo que El Zurdo no la quiere contratar porque no le parece lo suficientemente atractiva para el puesto de camarera en la coctelería y que además tiene las piernas feas.

Spilotro estalló e hizo algo que no debería haber hecho nunca: llamó personalmente al Stardust. Habló con Joey Boston, un ex corredor de apuestas que El Zurdo había contratado para llevar la parte de apuestas deportivas.

Tony no tenía que haber llamado personalmente al Stardust pues a partir de entonces en el FBI teníamos una cinta en la que Spilotro pedía a un ejecutivo del Stardust que consiguiera un trabajo para una parienta de un capo de Chicago. Aquello era exactamente lo que habíamos estado esperando. El vínculo directo entre el hampa y un casino con licencia que ni una ni otra parte habría deseado hacer público, el tipo de conexión que podía poner en peligro la licencia del casino y cuestionar la propiedad real del centro, así como quién daba la cara.

La familiar de Ferriola entró por fin a trabajar como guardia de seguridad en otro hotel de Las Vegas. Pero el hecho de que Tony Spilotro, el más terrorífico gángster de Las Vegas, no consiguiera un puesto de trabajo en el Stardust para la parienta del capo de Chicago no le ayudó en nada en su reputación.

Matt Marcus, un corredor de apuestas ilegales, que pesaba más de 150 kilos y solucionaba buena parte del expediente a Spilotro, explica:

Siempre me hallaba cerca de Tony y sé que a él le preocupaba que la gente pudiera escucharlo. A veces estábamos en el Food Factory de la calle Twain, un establecimiento en el que tenía participación, y se comunicaba conmigo a través del lenguaje corporal. Se echaba hacia atrás, encogía los hombros, giraba la cabeza y fruncía el ceño. Siempre tomaba té. Nada de café. Siempre lo veías sentado, la bolsita del té colgando fuera de la taza, inclinándose, encogiéndose de hombros, haciendo muecas y poniendo aire ceñudo. Estaba convencido de que el siguiente que pasaría por delante de él sería del FBI. Cambiaba constantemente de coche. El Departamento de Inteligencia estaba constantemente comprobando sus placas de matrícula. Se acercaban a los coches y anotaban los números.

Según Frank Cullotta:

Tony parecía tener la obsesión de rivalizar en ingenio con el FBI, pero no era estúpido. Cada vez que tenía algo que decirte, dábamos un paseo por algún aparcamiento vacío o al borde de la carretera en el desierto. Cuando le decías algo, casi siempre se limitaba a responder con una mueca, fruncir el ceño, sonreír y con ello te comunicaba lo que pretendía que hicieras. Incluso cuando hablaba, se cubría la boca con la mano por si los federales tenían observándole con prismáticos a algún experto en leer los labios.

Llegó un momento en que el FBI se sintió tan frustrado con las escuchas telefónicas y el micrófono instalado en el Gold Rush, tan prometedor en principio, que instalaron una cámara de vigilancia en el techo de una sala situada al fondo del restaurante de Cullotta, donde sospechaban que Spilotro iba a celebrar una de sus reuniones claves. Según el propio Cullotta:

Nos llegó el chivatazo de que allí había algo y subimos al falso techo y lo arrancamos. Era como una pequeña cámara de televisión que ponía «Gobierno de los Estados Unidos» o algo así, y habían rascado el número de serie. Cogí un cabreo de mil demonios. Quería hacer añicos el maldito invento, pero Tony nos mandó llamar a Oscar para devolverlo. Creo que le gustaba la idea de ver a los federales con el sombrero en la mano recogiendo el aparato.

En cuanto el FBI constató que más de dos años de vigilancia electrónica habían fallado en la trampa tendida a Spilotro, mandaron a un agente de paisano, Rick Baken, al Gold Rush con el falso nombre de Rick Calise.

Como parte de la estratagema, Baken, unos meses antes, les había hecho la pelota perdiendo a las cartas con John, el hermano de Tony. En el curso de aquellas partidas, Baken había dejado caer que acababa de salir de la cárcel por unos robos de joyas, que necesitaba dinero en efectivo desesperadamente y que tenía la intención de deshacerse de unos diamantes robados de gran valor. El Bureau, qué duda cabe, había proporcionado a Baken el historial necesario para sostener su pasado delictivo en caso de que Spilotro hiciera alguna comprobación. Pero Baken, incluso después de conocer a Spilotro, descubrió que Herbie Blitzstein, el machaca de Tony, procuraba mantenerlo alejado de la conversación directa con el jefe.

Pasaron once meses de trabajo de tapadillo, tan infructuoso como peligroso, y los federales vieron tan frustradas sus esperanzas que pusieron en marcha una operación desesperada. Utilizando un micrófono oculto, como de costumbre, Baken acudió directamente a Spilotro diciéndole que el FBI lo había detenido, interrogado y amenazado con meterlo en la cárcel a menos que les hablara de las actividades de él.

Baken tuvo la sorpresa de comprobar que Spilotro le sugería ir a ver a su abogado, Oscar Goodman.

El siguiente paso que le tocó afrontar a Baken fue acudir al despacho de un abogado con un micrófono conectado y simulando ser un atracador. Goodman escuchó el relato de Baken durante un cuarto de hora y luego le proporcionó unos cuantos nombres de abogados a quienes podía llamar. Posteriormente, Goodman se lo pasó muy bien exagerando el incidente para aparentar que el FBI había intentado violar la prerrogativa abogado-cliente llevando a cabo una escucha entre un posible acusado y su abogado.

A medida que iba pasando el tiempo, Spilotro cada vez dedicaba menos atención a su esposa Nancy. Cuando estaban juntos, se peleaban, y el FBI escuchaba. Nancy se quejaba de que Tony había perdido el interés por ella. Lo acusaba de tener aventuras. Él nunca estaba en casa. Nunca hablaba con ella. Por la mañana, el FBI grababa el sonido del silencio mientras Tony preparaba su café y Nancy leía el periódico. Luego se marchaba a la tienda sin ni siquiera despedirse.

Alguna vez Nancy tenía que llamarlo al trabajo para pasarle un encargo; según Bud Hall, Tony siempre se mostraba grosero:

Nancy solía decir: «No sé si es algo que puede esperar, pero ha llamado fulano de tal». «Puede esperar», respondía él, con cierto sarcasmo, y colgaba. A veces le respondía en tono exasperado: «Estoy ocupado, Nancy», y colgaba. Nunca se comportaba como un caballero con ella, y Nancy se quejaba de ello a Dena Harte, la novia de Herbie Biltzstein, que llevaba las ventas del Gold Rush. Nancy contaba a Dena que Tony la pegaba y también sus sospechas de que andaba con fulana o zutana, y ésta la informaba de lo que hacía Tony.

En una ocasión, Dena llamó a Nancy, a casa, y le dijo: «Ha venido la bruja». Nancy cogió el coche a toda velocidad y en un instante se plantó en la tienda y empezó a chillar a Sheryl, la novia de Tony, llamándola coño podrido delante de todo el mundo.

Oímos los chillidos a través del hilo; aparece Tony, Nancy empieza a gritar que deje de pegarla. Le estaba dando una paliza de miedo. Llegamos a pensar que iba a matarla. Se organizó un gran barullo. Llamamos al 911 diciendo que estábamos en el restaurante alemán Black Forest y que en el Gold Rush, la puerta de al lado, se había producido una agresión. No podíamos identificarnos ante los polis pues en aquella época daba la sensación de que Tony dominaba la policía metropolitana y nosotros no queríamos poner en peligro nuestra vigilancia. Al cabo de unos minutos, llegó la policía allí y volvió a reinar la calma.

Según Frank Cullotta:

Nancy hacía su vida y Tony lo propio. La de Nancy consistía básicamente en jugar al tenis y andar todo el día vestida de blanco. Tenía a Vincent, a los hermanos de Tony y a sus familias. Una vez a la semana, Tony la llevaba a cenar fuera o a algún sitio. Él no la asustaba. Nancy le gritaba, le armaba broncas y le hacía perder los estribos.

Según me contó él, en una ocasión intentó matarlo. Habían estado discutiendo sobre cualquier tema y él le pegó un puñetazo. Nancy le apuntó con un 38 cargado en la cabeza.

– Si vuelves a pegarme, te mato -dijo ella.

– Piensa en Vincent, Nancy -respondió él.

«Me veía muerto -me dijo él más tarde-. Fui hablando con ella hasta que bajó el arma y a partir de aquel momento escondí todas las armas que tenía en casa.»

En palabras de Rosa Rojas, la mejor amiga de Sheryl:

Sheryl tenía unos veinte años, pero parecía más joven. Era mormona, del norte de Utah, una chica mona y natural. Cuando Tony la conoció, la llamaba «mi novia del campo». Era tan ingenua que cuando le pedía para salir con ella, Sheryl respondía que no a menos que pudiera llevar también a su amiga.

Sheryl y yo trabajábamos en el hospital al que acudía Tony por su problema cardíaco; allí fue donde se conocieron. Salían a cenar fuera, pero él nunca se le insinuó. La mantuvo a distancia durante muchísimo tiempo.

Antes de intimar, él se informó de todo lo referente a ella. Encargó a Joey Cusumano que investigara de dónde procedía, quiénes eran sus amigos y cuánto tiempo llevaba viviendo allí. Quiso saber todo lo referente a ella antes de comprometerse o decidir que podía confiar en la muchacha.

Aquello se produjo mucho tiempo antes de que Sheryl descubriera quién era él. La muchacha empezó a sospechar que sucedía algo raro porque siempre que salían les seguían polis de paisano. El hermano de Tony le contó que existían unos problemas legales y que lo controlaban a él por cuestiones de esas. Tony siempre nos decía que veríamos cosas sobre él en los periódicos, añadiendo que éstos a menudo se equivocaban.

Pasó mucho tiempo antes de que Tony y Sheryl se metieran en la cama. Él siempre fue un caballero. Muy discreto, muy reservado. A veces lo vi hecho una furia, pero ni una sola vez lo oí jurar o utilizar palabrotas.

Por fin, compró a Sheryl una propiedad de planta y piso entre Eastern y Flamingo, con dos dormitorios, por unos sesenta y nueve mil dólares. Estaba equipada con todo lo necesario. Frigorífico, persianas, lavadora-secadora. Tenía garaje, un pequeño patio y una puerta corrediza que conducía abajo; en la planta tenían las habitaciones y una gran sala con lo último en equipo estereofónico y aparato de televisión. Allí era donde pasaban la mayor parte del tiempo: mirando partidos por la tele y escuchando música.

Tony era muy generoso. Dejaba mil dólares a la semana en un bote de galletas con forma de osito que tenían en la cocina. Nunca mencionó el dinero y jamás se habló de que la mantenía, pero cuando le compró un abrigo de visón ella notó que por fin Tony se había comprometido. Sheryl se había enamorado locamente de él.

Estuvo mucho tiempo sin saber que estaba casado. Cuando lo descubrió, lo pasó muy mal. Ella pensaba que no se casaban porque Tony era un católico acérrimo y abandonar a su mujer le causaría problemas. Durante una temporada, incluso quiso que Sheryl se convirtiera al catolicismo. Le regaló libros religiosos. Él conocía bien la Biblia.

Nunca dijo nada en contra de su mujer. Se habían casado por la Iglesia y era una situación delicada. Además, Tony quería mucho a su hijo. Vincent lo era todo para él. Vincent era su alma. Tony siempre iba a su casa a las seis y media de la mañana para preparar el desayuno a Vincent. Sheryl decía que lo hacía incluso cuando estaba en la cama en casa de ella.

Más tarde, Tony le compró un coche: un Plymouth Fury. No era un coche ostentoso.

Cuando Nancy descubrió lo que sucedía, las cosas se complicaron un poco. Sheryl había pasado por el Golden Rush para ver a Tony. Llevaba un collar de diamantes que Tony le había regalado, y cuando apareció Nancy y vio a Sheryl con el collar montó en cólera y quiso arrebatárselo.

Yo llegué allí en el preciso instante en que las dos luchaban en el suelo. Sheryl consiguió que no le quitara el collar. Tony salió de la trastienda, consiguió separarlas y así Sheryl y yo logramos escapar.

Al final, cuando lo de Tony y Sheryl se acabó, él no contestaba a sus llamadas. Ella estaba realmente loca por él, pero tal vez llevó las cosas demasiado lejos. Tony tenía muchos problemas con la poli cuando se separaron y quizás quería protegerla.

Su hermano John le decía que no intentara contactar con él. «No lo llames», le decía. «No te expongas». Pero ella lo vio por televisión en los juicios, se dio cuenta de que había engordado y tenía mal aspecto y culpaba a Nancy por no cuidarlo. Sheryl se empeñaba en que siempre comiera lo adecuado; siempre tenía el frigorífico lleno de fruta, hortalizas y productos saludables, indicados para los que padecían del corazón.

Cuando ella y Tony se separaron, Sheryl trabajó de noche en una coctelería. A Tony no le gustaba aquello, pero ella se había acostumbrado al estilo de vida de él. Necesitaba dinero. Luego se metió de croupier de blackjack. Trabajaba en el MGM en Bally. Tenía el primer turno y sacaba muchísimo dinero. Empezó a salir con jugadores importantes. Se enteró de la historia. Aprendió con la experiencia y empezó a buscar otra tabla de salvación.

Frank Cullotta cuenta:

Un día, en el aparcamiento de atrás del restaurante My Place, Tony va y me dice que mate a Jerry Lisner, que era un traficante de drogas de poca monta y un buscavidas.

– Tienes que hacerte cargo del tipo, Frankie -me dijo Tony-. Roba a borrachos. Es una rata de alcantarilla.

Le dije que me sería difícil hacerlo, ya que acababa de estafarlo con cinco mil anfetas y él y su mujer no confiaban en mí.

Tony se puso a cien:

– Mataré yo al hijoputa ése -me dice-. Tú tráemelo.

Le dije que no fuera a pensar que no lo quería hacer, sino que Lisner desconfiaba de mí. Que me iba a costar acercarme a él.

– ¡Quiero que esto se solucione ahora mismo! -dijo-. ¡Pero ya!

No dijo más. Entró en el local. Por aquella época nos seguían constantemente a todos, de modo que me metí en el coche, pasé por casa, preparé una maleta y me fui de Las Vegas al aeropuerto Burbank de Los Ángeles, donde cogí el primer vuelo para Chicago. Nadie supo que había abandonado la ciudad.

En Chicago, me puse en contacto con Wayne Matecki. Tomamos aquella misma noche un vuelo hacia Burbank utilizando nombres falsos, cogimos el coche y llegamos a Las Vegas.

Del aeropuerto nos fuimos directos a la residencia donde yo vivía, desde donde tenía intención de llamar a Lisner. Pensé para mis adentros: «Vamos a hacer una prueba. A ver si está en casa». Pues sí. Le digo:

– Aquí tengo a un primo, de los mejores. Podemos sacarle un montón de dinero.

Le explico que el tipo está en la ciudad. Le hablo de una suma importante.

Me dice que se lo pase. Cogemos un coche de los del trabajo, equipado con antena de detección de la policía y una automática del calibre 25. No disponía de silenciador y tuve que cargarla a medias: vacié la mitad de las balas para que no hicieran tanto ruido.

Dejé a Wayne en el coche con la antena y me metí dentro. Le dije a Lisner que quería hablar con él antes de presentarle al individuo. Tenía que asegurarme que no había nadie más en la casa. Sabía que su mujer trabajaba. Sabía que tenía dos hijos, pero siempre se quejaba de que no los podía soportar.

Mientras entramos en la casa le digo:

– ¿Seguro que no hay nadie aquí? ¿Segurísimo? ¿Dónde están tus hijos? ¿Dónde está tu mujer?

Me responde que está solo y yo insisto en que quiero comprobarlo antes de que entre el primo.

Nos metemos para adentro y le digo:

– Oigo ruido.

Me dice que no es nada. Miro por la ventana del salón hacia la piscina y bajo las persianas. Salimos juntos de su madriguera, saco el arma y le pego dos tiros en la nuca.

Vuelve la cabeza y se queda mirándome.

– ¿Qué haces? -dice.

Sale de la cocina y se va hacia el garaje.

La verdad es que miré el arma pensando:

«¿Qué coño he metido aquí? ¿Salvas o qué?» Echo a correr detrás de él y le vacío el cargador en la cabeza. Cada disparo es como una explosión.

Pero no se cae. El mamón corre que se las pela. Es como una pesadilla. Lo persigo alrededor de la casa y le he metido ya todas las balas en la cabeza.

Lo pillo en el garaje. Cuando llego a él ya tiene la mano en el tirador de la puerta, pero se la agarro. Me doy cuenta de que se va debilitando. Lo arrastro de nuevo hacia la cocina.

No me quedan balas. Pienso: «¿Qué hago con el tipo?» Agarro un cordón eléctrico del refrigerador del agua, se lo anudo en el cuello y se rompe. Estoy a punto de coger un cuchillo y acabar la faena cuando aparece Wayne con más balas.

Lisner sigue resollando. Me dice:

– Mi mujer sabe que estás aquí.

Volví a vaciar el cargador en su cabeza. En los ojos. Luego se desplomó, cayó como una rueda pinchada y comprendí que había concluido la faena.

Luego tenía que limpiar la casa. Había sangre por todas partes. La sangre cubría su cuerpo. Me preocupaba dejar huellas en la sangre de su cuerpo o en la ropa.

No me había puesto guantes porque sabía que Lisner no era tonto. No me habría dejado pasar de haber visto que llevaba guantes. Intenté asegurar que no había tocado nada. El único lugar en que había puesto los dedos era la pared, al golpearlo junto al refrigerador de agua. Enseguida lo limpié todo con gran rapidez.

Quedaba, sin embargo, la posibilidad de haber dejado huellas en su cuerpo, y por ello lo agarré por los tobillos -Wayne me abrió la puerta corredera-, lo arrastré hacia la piscina y lo deslicé, con las piernas por delante, hacia el agua. Bajó directo, como un tablón. Parecía que nadara.

Sabía que metiéndolo en la piscina, la sangre se diluiría y desaparecerían las huellas que hubiera podido dejar en su cuerpo. Miré como flotaba el cadáver y constaté que la sangre empezaba a esparcirse.

Entonces, Wayne y yo registramos la casa. Quería asegurarme de que el tipo no había grabado nuestra conversación. Yo me dediqué a la planta baja y Wayne a la superior. Encontré su agenda y me la llevé.

Volvimos a mi casa y me duché con detergente de fregar los platos para eliminar cualquier resto de sangre. Luego nos deshicimos de la ropa que llevábamos. La hicimos jirones, la metimos en unas cuantas bolsas, nos fuimos en coche hacia el desierto y las repartimos por allí.

Wayne cogió un taxi hacia el aeropuerto y volvió a Chicago. Yo pasé en coche por delante de la casa de Lisner y comprobé que no había ningún movimiento. Me dirigí pues al restaurante My Place. Cuando aparcaba, Tony hacía lo mismo con Sammy Siegel.

Le pregunté si tenía un momento.

Nos apartamos un poco.

– Misión cumplida -le dije.

– ¿Cumplida? -dijo.

– Me he ocupado de él -respondí.

– ¿Te has deshecho de todo? -dijo.

– Sí. Le he metido diez balas en la cabeza y lo he arrojado a la piscina.

Me miró y dijo:

– Perfecto. De lo de hoy que no se hable más.

Y así fue.

Recuerda Rosenthal:

Llevaba a Tony a un lugar a setenta y cinco kilómetros de la ciudad para cenar, porque entre su corazón y mis problemas con la licencia, no nos podían ver juntos en el centro. Todo el camino me habla de que está bajo vigilancia constante y de que él lo único que pretende es ganarse la vida, y llevar una existencia tranquila. Yo sólo puedo decirle «sí, sí». Tony no me decía todo esto para discutirlo. No parecía que ligara el haber estado creándose enemigos entre todo tipo de gente con el hecho de que ellos podían haberse pasado en secreto la noticia de lo que estaba haciendo o dejando de hacer. No creo que comprendiera, de manera correcta o equivocada, que cuando estás quemado como él lo estaba, cada policía del estado tiene tu foto delante en su hoja de servicio. Tiempo después, sus abogados se encontraron con que las unidades de intervención federales tenían fotos de Tony y de toda su familia, amigos e incluso de sus abogados. Los agentes y acusadores tenían la foto de Tony con una pinza en sus carpetas y calificativos insultantes escritos en la mayoría de reproducciones. Esto es lo que te ocurre cuando te conviertes en el blanco. No hay ningún poli del estado que no sepa quién eres y no pretenda meterte en la cárcel o liquidarte.

Cuando llegamos al restaurante de las afueras, dos de sus chicos estaban esperando. Habían cogido un compartimiento en la parte trasera.

Acabábamos de sentarnos cuando un tipo se acercó a la mesa:

– Señor Rosenthal -dijo-, permítame que me presente. Soy el dueño de este establecimiento. He visto su foto en los periódicos y quería que supiera que todos nosotros estamos a su lado. ¿Qué tal el servicio? Espero que le guste la comida.

Le dije que todo iba bien y le di las gracias, precisándole sin embargo que me sentaba fatal que me hubiera identificado. Después, en vez de irse, se volvió hacia Tony:

– Y el señor Spilotray -pronunció así el apellido de Tony-, ¿puedo presentarme yo mismo?

Tony se levantó y puso su brazo en el hombro del tipo y se alejó unos pasos con él, unos cinco metros, justo fuera del alcance de mis oídos.

Veo como Tony estrecha la mano del tipo y observo la cara sonriente de este, cuando después veo que palidece, se da la vuelta y se dirige hacia la cocina.

Cuando Tony se sienta todo son sonrisas.

– ¿Qué demonios le has dicho al tipo? -le pregunté.

– Nada -responde.

Lo que sucedió fue que Tony se llevó al tipo aparte y le dijo: «No me llamo Spilotray, hijoputa. No me has visto en tu vida. Y Frank Rosenthal tampoco ha estado aquí. Y si llega a mis oídos que has dicho algo a alguien, este lugar se convertirá en una bolera y tú vas a pasar por el jodido potro de torturas».

Spilotro era vigilado con micrófonos, le pisaban los talones, era hostigado, era detenido, era acusado. Pero nunca fue condenado. En sus primeros cinco años en Las Vegas, se habían cometido más asesinatos que en los veinticinco anteriores. Estaba acusado del asesinato del taquillero del Caesar's Palace llamado Red Kilm, pero el caso no llegó nunca a juicio. Era sospechoso del asesinato del marido de Barbara Mc Nair, Rick Manzi, que estaba involucrado en un negocio de drogas que salió mal pero tampoco pasó nada. A Spilotro le gustaba pasear por los juzgados contoneándose y sonriendo, junto con su abogado, Oscar Goodman, mientras las cámaras de televisión andaban por allí. Decía Frank Cullotta:

Cuantos más periodistas veía Oscar, más lejos aparcaba su maldito coche para tener más tiempo para las entrevistas. Tony tenía absoluta confianza en Oscar. En todos los años que corría por allí no había perdido más de un par de horas esperando en los calabozos para una fianza. Cuando le advertí sobre Oscar, quien en mi opinión lo que buscaba era publicidad, Tony sólo meneó la cabeza y mordisqueó su pulgar. Solía morderse la cutícula del pulgar derecho. A veces tenía el pulgar en carne viva.

Tiempo después, cuando Oscar se hizo rico, Tony contemplaba el alto edificio de ladrillos que había construido en la calle Fourth y decía: «Yo he construido este edificio». Como si se sintiera orgulloso de él. Pero nunca comprendí por qué a Tony le gustaba tanto Oscar. El tipo era un abogado. Había hecho una fortuna gracias a Tony. Yo jamás confiaría en un hombre que lleva un Rolex de imitación.

12

«Es uno de los problemas que tiene el casarse con una mujer diez, incluso con una nueve.»

Después de dos o tres años, el matrimonio con El Zurdo parecía una mala apuesta. Geri había dado a luz a un hijo, Steven, a quien adoraba; pero encontró que la vida doméstica que El Zurdo le exigía era terriblemente limitada, especialmente porque él se negó a jugar siguiendo las mismas reglas que esperaba que siguiera ella. El Zurdo trabajaba día y noche en el casino, y Geri empezó a sospechar que salía con otras. Dijo a su hermana que había encontrado facturas de joyas y regalos en sus bolsillos cuando llevaba sus trajes a la tintorería. Cuando le acusó de tontear por ahí, él le dijo que estaba loca. La acusó de emborracharse y tomar demasiadas pastillas.

Así que Geri empezó a salir. A veces estaba fuera toda la noche. A veces desaparecía durante un fin de semana. En más de una ocasión, El Zurdo contrató a detectives privados para que la siguieran. Era capaz de hacer la ronda por sus bares preferidos y pedirle que volviera a casa. Finalmente amenazó con divorciarse de ella. Mantuvo una reunión con ella en el despacho de Oscar Goodman y presentó declaraciones juradas que atestiguaban su adicción al alcohol y las pastillas. Le puso en claro que habían acabado sus días de poder y riqueza y que también podía perder la custodia de su hijo. Según su hermana, Barbara Stokich:

Geri no lo quería perder todo, pero El Zurdo sólo la admitía de nuevo si estaba de acuerdo en tener otro hijo y hacer un gran esfuerzo por alejarse de las pastillas y el alcohol. Estoy convencida de que Geri no quería otro hijo, pero era la única forma de no encontrarse en la calle. Ella me comentaba que él era un hombre muy influyente. Que tenía comprados a jueces y tribunales. Que contra él no había nada que hacer.

Así pues, cedió, y en 1973 tuvieron a Stephanie, aunque aquello no resolvió sus problemas. A decir verdad, en muchos aspectos empeoró las cosas; pues Geri se sentía herida por haberse visto obligada a tener a Stephanie. Steven era maravilloso. Era un niño. A Geri le encantaba tener un niño. Pero aquello de que la forzaran a volver a dar a luz, con el resultado de una niña -una niña que hacía la competencia a su hija Robin- afectó mucho a Geri. Era incapaz de mostrarse cariñosa con Stephanie. Creo que nunca le perdonó a Frank aquel segundo embarazo.

Según El Zurdo:

Ya sabía que en casa las cosas no iban a las mil maravillas, pero estuve mucho tiempo sin enterarme de hasta qué punto iban mal. Geri seguía siendo bastante imprevisible. Algunos días se levantaba contenta y otros era imposible estar cerca de ella. Todo lo que decías era motivo de pelea.

No le gustaba que me metiera con ella por la bebida, como tampoco le gustó cuando la regañé por dejar que Steven, que tenía siete años, pegara a Stephanie, que tenía sólo tres.

Geri adoraba a Steven. Lo malcriaba muchísimo. Era su trofeo, un muñeco precioso. Siempre lo trataba mejor que a su hermana.

Además, Geri era muy independiente. Le importaba un rábano lo que pensara o dijera la gente. Y la gente que nos conocía a los dos intentaba no hacer ningún comentario sobre lo que sabía de nosotros.

Yo no tenía idea, por ejemplo, de los poderes hipnóticos que seguía teniendo Lenny Marmor sobre ella mucho tiempo después de casarnos. Era consciente de que seguían en contacto a causa de Robin, pero lo que no sabía era que Geri, cuando iba a Berverly Hills de compras con Kathy, la mujer de Allen Glick, se citaba allí con Marmor.

Geri y Kathy cogían el Lear de Argent una o dos veces al mes. En el aeropuerto de Burbank les recogía una limusina y se iban a algunos almacenes a dar una vuelta. Al cabo de unos minutos, Geri desaparecía. Ni siquiera le decía a Kathy a dónde iba. Se marchaba y luego, tres o cuatro horas más tarde, encontraba a Kathy en algún sitio, ya fuera el aeropuerto u otro lugar, y volvían juntas. Ninguna explicación. Nada de nada.

Kathy Glick se lo contaba a su marido, pero Allen, por miedo a complicaciones o lo que fuera, jamás me comentó nada. De modo que yo no sabía lo que estaba sucediendo. Geri estaba convencida de que nadie la delataría, y estaba en lo cierto.

Dos de mis mejores amigos, Harry y Bibi Solomon, tal vez las personas más honradas que he conocido en mi vida, por fin me avisaron. De vez en cuando salían con Geri cuando yo estaba trabajando. Una noche les reservé mesa en el hotel Dunes. Era el restaurante más distinguido. Música, baile, platos de gourmet.

Más tarde, Harry se me acercó y me dijo que tenía que confesarme algo. Era un tipo así. Me dijo:

– Ya sé que no vas a perdonármelo, pero te lo diré de todas formas. Tenía que habértelo comentado antes. Es algo que me tiene alterado.

– Vamos, Harry, al grano -respondí.

– Voy a contarte lo que sucedió -dijo-. Estábamos cenando y sonaba la música. Aparece un individuo en la mesa, pregunta a Geri si quiere bailar y yo le digo que se vaya por ahí. «¿Estás loca?», le dije a ella. Y ella me respondió: «Tú a lo tuyo». Se levantó de la silla, se fue hacia el tipo y le dijo: «Encantada».

Harry se puso negro. No sabía qué hacer. Pidió la cuenta. Cuando acabó el baile, le dijo a Geri: «Oye, eso no se lo voy a contar a Frank. No pienso sentarme más en una mesa contigo si no está Frank». A Geri le dio igual. Pensó que estaban todos chalados.

Geri siempre había vivido su vida. No quería cambiar. Pensándolo bien, creo que siguió con Lenny Marmor todos aquellos años -y cabe recordar que el fulano jamás le mandó una tarjeta de cumpleaños- porque él nunca le impidió hacer lo que le apetecía.

Aquél era el poder que tenía sobre ella. Le daba igual lo que hiciera con tal de que sacara dinero. Y me da la impresión de que a Geri le gustaba más eso que alguien como yo, que siempre le estaba encima con esto, aquello y lo de más allá.

Cuando Geri se dedicaba a hacer la calle por ahí, Lenny no le decía: «¡Basta! Te quiero. No lo hagas más». Pues no. Lenny le dejaba hacer lo que quería. No le importaba. ¿Beber? Pues claro. ¿Tomar pastillas? Adelante. Lenny nunca le prohibió hacer nada porque Geri sacaba mucho dinero.

Luego aparezco yo, y probablemente por primera vez en su vida se encuentra con un tipo que impone unas normas. La verdad es que Geri no siguió en su vida más normas que las suyas propias.

Tal como cuenta Tommy Scalfaro, el chófer de El Zurdo:

Geri era una bruja del arroyo colgada. Su actitud dependía de lo que se había tomado aquel día. Cuando iba de Percodan, era simpática y cariñosa. Te ofrecía dinero. Se veía obligada a actuar así. Se había ocupado ella misma de los niños y de que no les faltara detalle.

Cuando le faltaba el Percodan, era detestable. Todo era a tomar por culo esto, a tomar por culo lo otro. Le montaba el cirio a El Zurdo. Era capaz de ponerse realmente odiosa.

Empezaba a chillar diciendo que El Zurdo jodía con ésta y con la otra y que ella empezaría a salir y a hacer lo mismo. «Te he visto con Donna -gritaba-. Te he pillado tocando el culo a Mary -decía-. Tú sigue así y verás lo que hago yo.»

¿Quién demonios sabía lo que hacía ella? En definitiva, El Zurdo paraba poco en casa. Llevaba los casinos e intentaba tener bajo control lo de su licencia. Él era muy exigente. Todo tenía que ser perfecto. Tenía la obsesión de que las americanas y los trajes le cayeran impecablemente. Una vez a la semana iba al sastre, y éste cuando lo veía, temblaba. Siempre le estaba chinchando con medio centímetro o veinte milímetros en el lado izquierdo. Durante todo el día se iba ajustando el cuello, las mangas y los puños.

Nadie puede imaginarse la cantidad de trajes que tenía. Tenía un armario de doce metros de largo con todos los trajes colgados. Aparte de los pantalones, camisas y jerseys, que todos tenían que ajustársele a la perfección.

Y hete aquí que se había casado con una adicta a las pastillas. Él tenía receta para el Percodan, como remedio para su úlcera, y Geri me mandaba a la farmacia cada quince días a buscar más provisiones. El Zurdo prácticamente no tocaba el medicamento.

Cuando conocí a Geri, enseguida me di cuenta de que sería una fuente de problemas. Se refería a El Zurdo llamándolo «señor R.» y me acribillaba a preguntas. Enseguida tuve la sensación de que me estaba preparando para los recados que surgirían más tarde. La verdad es que tardó muy poco en mandarme al Burger King a comprar hamburguesas para los niños, a recoger la ropa de la tintorería. No sólo te mandaba a hacer recados sino que te daba las órdenes con desprecio.

De no haberme plantado un poco, me habría tenido todo el día recorriendo la ciudad. Me quejé de ello a El Zurdo y a partir de entonces ella me odió, pero me importaba un bledo.

Geri frecuentaba los centros comerciales. Se iba de compras a California. La criada y la hija de la criada se ocupaban de los niños.

El Zurdo ocupaba todo su tiempo en el casino o en reuniones con gente del casino. Un par de veces tuve que recogerlo a las tres de la madrugada y llevarlo a un 7-Eleven, donde iba a encontrarse con gente de Chicago.

En pijama, saltaba de nuestro coche y se metía en el de otro individuo. Yo no quería observar muy de cerca, pero muchas veces me dio la impresión de que El Zurdo era quien daba las órdenes y otras que se las daban a él.

En palabras de El Zurdo:

Un año después de que Allen Glick se hiciera cargo de la empresa, organizó una fiesta en su residencia, en La Jolla, y Geri yo acudimos a ella. Allí había tres o cuatrocientas personas.

Organizó seis vuelos en Lear que recogieron a los de Las Vegas y los llevaron a San Diego. Todo eso lo hizo un personaje que nada más hacerse cargo de la empresa tuvo que pedirme prestados siete mil dólares porque no se había formalizado el préstamo. Me los devolvió enseguida, todo hay que decirlo.

Para la fiesta, me ofreció dos jets, tan sólo para mí y mis amigos.

Al llegar allí, descubrimos que Glick había dispuesto que yo me sentara entre él y Geri.

De camino hacia San Diego dije a Geri:

– Ni una puta gota de alcohol.

Llevábamos una temporada peleando por su problema con el alcohol, pero yo no sabía a qué me estaba enfrentando.

En aquella época de mi vida yo no bebía, no bebía nada. No sabía que se trataba de algo que una persona no puede controlar. Tampoco tenía idea de los estimulantes y los tranquilizantes. En realidad era muy ingenuo. Era un pardillo. Ni un solo trago. «Esto son negocios», le dije. Sí, sí…

Y empieza la fiesta, aparece un camarero con una bandeja con champán Dom Pérignon y ella coge una copa. Yo digo para mis adentros: «La puta». A nuestro alrededor hay trescientas personas. No tengo ganas de subirme a la parra y montar una escena.

Geri se acaba la copa. Yo no la pierdo de vista, pero ella no dice ni mu. Creo que ni siquiera se da cuenta de que la estoy mirando.

Alguien la invita a bailar. Se levanta y baila. Entonces veo que la copa ya le ha hecho efecto. Nadie más se da cuenta de ello, pero yo la conozco tan bien que advierto el impacto.

Después del baile, se sienta de nuevo, pasa otra vez el camarero con la bandeja y ella asiente con la cabeza. El camarero le deja una copa de champán delante.

– Oye, bruja, atrévete a acercar los labios a la copa y saltas de la silla del bofetón que te doy -le murmuro.

– No tienes cojones de hacerlo -responde mirándome a los ojos.

– Por supuesto que sí -digo.

Me doy cuenta de que Glick me está mirando, pero no oye lo que estamos diciendo.

– Me da exactamente igual el lío que se pueda montar, incluso soy capaz de jugarme el empleo, pero acerca los labios a la copa y verás como saltas de la silla -le digo.

Coge la copa con los dedos. La levanta. Me daba cuenta de la que se iba a armar, de forma que me incliné un poco hacia Glick y le dije que no tenía intención de molestarlo, pero que me hiciera el favor de intentar convencer a Geri para que dejara la copa pues de lo contrario tal vez obligaría a hacer algo de lo que tendría que arrepentirme durante el resto de mi vida.

– Si toca esa copa, Allen, tendré que darle un buen sopapo -le dije a Glick.

Glick palideció.

– Si me viene con evasivas -le dije-, la tumbo.

– ¿Me harás el favor de escuchar a tu marido, Geri? -le dice Glick.

Ella dejó la copa, se volvió hacia mí casi sin aliento y me dijo:

– Ésta me la vas a pagar hijoputa.

Podéis imaginaros cómo se estaba poniendo la fiesta, aunque no creo que nadie se diera cuenta. Geri era una gran actriz y una borracha. Supo llevarlo. No se tambaleaba.

Cuando me casé con Geri oí un montón de historias. Pero a mí me importaba un rábano lo que hubiera hecho. «Soy Frank Rosenthal -me dije-, y soy capaz de cambiarla».

En opinión de Barbara Stokich:

Tenían unas peleas terribles. Los dos eran testarudos y no cedían. Él la amenazaba con quitarle a Steven porque bebía, pero luego se reconciliaban y él le compraba una bonita joya.

Recuerdo que después de una de sus peleas ella me dijo que prefería morir antes que abandonar el alcohol. Le encantaba ver a Frank con una copa de vino en la mano. Él se tranquilizaba. Ella se tranquilizaba. Estoy segura de que Frank empezó a beber tan sólo para complacerla, pero tenía úlcera y no podía.

Como cuenta El Zurdo:

Un día Tony había venido a casa para una reunión. Estaba a punto de marcharse y se disponía a llamar por teléfono a uno de sus muchachos para que lo recogiera. Geri iba a llevar a Steven y a Stephanie a alguna parte y se ofreció para acompañarlo.

Tony me consultó si me parecía bien y le dije que claro, por supuesto. No me lo pensé dos veces.

Al cabo de una semana o así, Tony me llamó. Dijo que tenía que verme. Lo noté muy serio. Nos citamos entre las doce y la una de la madrugada. Lo recogí en la esquina en que habíamos quedado y seguí conduciendo. Era algo que hacíamos normalmente antes de que nos tuvieran tan controlados.

Me dijo que tenía algo que contarme. Algo que lo inquietaba mucho. Algo que había visto cuando había estado en el coche con Geri y los niños. No me imaginaba lo que iba a decirme. Ponía un aire muy solemne. Un tipo que había hecho de todo y ahora estaba afectado. Seguí conduciendo con el corazón en un puño. Tragándome los nervios.

Dijo que cuando se había metido en el coche con Geri y los niños, Steven había empezado a martirizar a Stephanie. Cosas de críos. Nada serio. Pero que luego, de repente, Stephanie se puso a gritar: «¡Socorro, mamá! ¡Socorro, mamá!». Tony miró hacia el asiento de atrás y vio que Steven estaba pegando unos puñetazos terribles a Stephanie.

– Geri -dijo Tony-, ¿no puedes detenerlo?

– Lo hace en broma -respondió Geri.

Stephanie está chillando en el asiento de atrás. Tony se vuelve y ve que la niña ha caído del asiento y él sigue pegándole puñetazos mientras está en el suelo. Según Tony, por fin tuvo que obligar a Geri a detenerse y acabar con la pelea.

Tony me hizo jurar que no se lo diría a Geri, añadiendo, sin embargo, que le había parecido tan fuerte que me lo tenía que contar. Dijo que le daba náuseas. Que tuvo la impresión de que Geri disfrutaba viendo como le hacían daño a su propia hija.

Una noche, Rosenthal llevó a Geri a bailar al club. Estaba muy atractiva, encantadora. Según El Zurdo:

Estaba muy orgulloso de ella. Adonde quiere que fuera llamaba la atención. Era realmente una mujer de bandera. Es uno de los problemas que tiene el casarse con una mujer diez, incluso con una nueve. Son peligrosas.

En fin, nos hallamos en el club y se nos acerca un joven ejecutivo que yo había contratado, un chaval elegante, de muy buen ver, y me felicita por algo. Ni siquiera recuerdo el tema. Luego se vuelve hacia Geri y le dice:

– Señora Rosenthal, es usted la mujer más bella que he visto en mi vida.

Ella le agradeció el cumplido al chaval. Yo sonreí. También se lo agradecí. A veces Geri hacía estas cosas con la gente. Lo animó una pizca tan sólo. De todas formas, el chaval tuvo agallas. Lo despedí al día siguiente.

13

«Él no tenía ni idea de lo que estaban haciendo ni de cómo lo hacían.»

Allen Glick era en ese momento el propietario del segundo casino más grande de Las Vegas. Hacía el trayecto entre Las Vegas y su casa en La Jolla -una mansión de estilo normando con pista de tenis, piscina y una colección de coches entre los que se encontraban un Lamborghini y un Stutz Bearat con moqueta y tapicería de piel de visón- en un Beechcraft Hawker 600. Su despacho, en el ático del Stardust, estaba decorado en tono morado y blanco, y allí se sentaba para conceder entrevistas sobre su éxito como hombre de negocios. Incluso le hablaba a la prensa sobre su capacidad de mantenerse quieto, sin apenas moverse, durante largos períodos. «Soy muy disciplinado», decía.

Abajo en la sala, Frank Rosenthal era el ejecutivo en temas de juego más importante de la ciudad, independientemente de cuál fuera su cargo. Había negociado un contrato de 2,5 millones de dólares. Tenía la intención de introducir una sección de apuestas deportivas en el Stardust y compareció ante la asamblea legislativa del estado en calidad de testigo pericial. Fue el primero en permitir que trabajaran mujeres como croupiers de blackjack en el Strip y en un año dobló los ingresos de éste. Contrató a Siegfriedy Roy y a sus tigres blancos de la MGM y les ofreció construir un camerino para ellos siguiendo sus indicaciones; añadió un Rolls-Royce como gratificación. Según el propio Rosenthal:

La verdad es que había comprado el Rolls para Geri, pero ella prefería el Mercedes deportivo pequeño, y estaba siempre allí en el garaje, así que se lo di a ellos.

Los dos extravagantes magos hicieron de su espectáculo el más estupendo y duradero de la historia de Las Vegas.

Pero la vida en Argent no era nada tranquila. La prensa, en vez de agasajarlo, ridiculizó a Glick como canal de circulación para el dinero del sindicato de camioneros. En lugar de felicitarle por su gestión innovadora del casino, a Frank Rosenthal lo tenían siempre entretenido con problemas en relación con su licencia. Crisis tras crisis. Glick y Rosenthal debían esperar que las cosas se normalizarían y mejorarían una vez solucionada la cotidiana, pero al día siguiente siempre surgía una nueva. La fricción constante entre los dos hombres era lo de menos. A Rosenthal le había seleccionado la mafia para que fuera el hombre que llevara los casinos; ahora bien, su lucha contra los problemas de la licencia implicaba un control más exhaustivo de lo que era de desear. Allen Glick fue escogido como el hombre de paja de la mafia porque se consideraba que estaba limpio; pero incluso los que están limpios tienen pasado. En 1975, la operación inmobiliaria en San Diego de Glick desencadenó la aplicación del Capítulo 11, y Glick no cumplió el pago de un préstamo de tres millones de dólares que había pedido para comprar el Hacienda. Después se presentó un antiguo socio de dicha operación de Glick para amenazar a toda la organización de Argent.

Lo único que funcionaba bien era la desviación de dinero. Y durante mucho tiempo, esto era lo único que les importaba a los jefes de la mafia de Chicago. Durante años, el dinero desviado procedía de los casinos Stardust y Fremont; el motivo por el cual la mafia necesitaba en el lugar a un ingenuo rigurosamente correcto como Allen Glick era que el dinero siguiera entrando.

La práctica de despistar dinero -el bombeo ilegal de dinero en efectivo del casino, dinero que no se declara ni como impuestos ni como ingresos de la empresa- es tan antigua como la primera cuenta de casino. Durante los últimos años de la década de los cuarenta y en los cincuenta, después de que Bugsy Siegel abriera el Flamingo, esta práctica se utilizó para reembolsar en secreto a los primeros inversores de la mafia, quienes querían sus dividendos en efectivo para evitar problemas con el FBI y el fisco.

Existen muchas maneras de desviar dinero de un casino, y la mayoría de ellas ya se llevaban a cabo antes de que se incorporaran Glick y Rosenthal. Había desviaciones de facturas, sobornos en la comida y la bebida, robo en la sala de cuentas. Pero, sorprendentemente, las máquinas tragaperras durante mucho tiempo habían sido intocables debido a un problema logístico grave: la dificultad de transportar las monedas. Un millón de dólares en monedas de veinticinco centavos, por ejemplo, pesa veintiuna toneladas. Ahora bien, como las máquinas tragaperras cada vez tenían más importancia en el total de beneficios del casino, tenía que haber un sistema de hacerse con ese dinero.

Así, contrataron a George Jay Vandermark para controlar las máquinas tragaperras de Argent. Vandermark estaba perfectamente cualificado para el empleo: se le conocía como el mayor tramposo en las tragaperras de la historia. Según Ted Lynch, un conocido de Vandermark:

Jay se iba cuatro meses al año y recorría el estado abriendo máquinas. Todo lo que tenía que hacer era mirar la máquina y ésta entregaba el contenido. Le encantaba hacerlo. Yo le he visto abrir máquinas de hielo en las gasolineras únicamente por el placer de ver caer las monedas.

Vandermark era tan conocido por sus timos y por hacer trampas en las tragaperras que aparecía en la lista negra de Bob Griffin: un quién es quién de los estafadores de casino utilizado principalmente por los casinos. De hecho, cuando uno de los ejecutivos del casino Fremont vio entrar por primera vez a Vandermark en el casino, intentó echarlo; dio marcha atrás cuando le comunicaron que Vandermark era su nuevo jefe.

Una de las primeras cosas que hizo Vandermark al incorporarse a Argent fue eliminar los controles que protegían el registro exacto de todo el dinero en efectivo en la sala de cuentas. Centralizó la supervisión de las tragaperras de los cuatro casinos Argent y hacía transportar las monedas del Fremont, el Hacienda y el Marina al Stardust, donde se recontaban a diario.

Vandermark redujo, asimismo, el número de interventores que se dedicaban a comprobar dos veces que el peso y el valor de las monedas empaquetadas y apiladas se correspondiera con la cantidad de monedas sueltas que habían entrado en la sala de cuentas.

Cuando uno de los interventores se quejaba a Vandermark de que se le estaba privando de una garantía fiscal extremadamente importante, se le decía que eso no era de su incumbencia.

Después, el interventor lo ponía en conocimiento del Departamento de Control del fuego que iba inmediatamente a quejarse al tesorero de Argent, Frank Mooney, de que sospechaba que Vandermark robaba. Según el interventor, Mooney le dijo simplemente: «Haga lo que considere mejor en estas circunstancias».

Entre las innovaciones que Vandermark introdujo en el Stardust se encontraba el sistema de amañar los contadores de monedas para que registraran un tercio más de ganancias de las que se pagaban en realidad.

Era un golpe excelente, ya que, cuando se vaciaban las máquinas y se llevaban las monedas a la sala de cuentas, la báscula electrónica utilizada para pesar las monedas se había manipulado para que redujera el peso de las monedas en una tercera parte.

Vandermark disponía entonces de una tercera parte del total de monedas procedentes de las máquinas tragaperras para despistar, puesto que se habían amañado las tragaperras con la finalidad de que indicaran que los jugadores se habían llevado a casa aquella cantidad en concepto de ganancias.

No obstante, había un problema: cómo sacar toneladas y toneladas de monedas de la sala de cuentas, tan vigilada, por no hablar del casino. Pero Vandermark tenía una solución: creó bancos auxiliares en la planta del casino, donde los empleados que se encargaban del cambio de las tragaperras cambiaban las monedas que se querían despistar por billetes. Los bancos auxiliares burlaban el procedimiento normal del casino: nunca se llevaban los billetes a la ventanilla del cajero para que se contaran junto con el resto de billetes del casino. Vandermark hizo instalar unas pequeñas puertas metálicas a uno de los lados de los bancos auxiliares, de modo que una vez el empleado había deslizado los billetes en un compartimiento cerrado dentro del banco, un colaborador de Vandermark abría la puerta desde fuera y se llevaba los billetes en unos grandes sobres.

Los sobres procedentes de los bancos auxiliares de cada uno de los casinos de Argent se llevaban al despacho de Vandermark. Después el dinero se entregaba a unos mensajeros especiales que efectuaban viajes regulares transportando el dinero en efectivo entre Las Vegas y Chicago, donde se distribuía hacia Milwaukee, Cleveland, Kansas City y Chicago.

La práctica de despistar dinero de Argent era descarada. Nadie se dedicaba a llevarse a hurtadillas el dinero escondido debajo de la camisa en mitad de la noche. La gente que trabajaba en la sala de cuentas y en la ventanilla del cajero lo sabían todo al respecto. En una ocasión, tras manipular las básculas electrónicas, se instalaron los dispositivos detrás, de modo que al accionarlos la báscula reduciría el peso del recuento de monedas en un treinta o bien un setenta por ciento. Un día especialmente agitado, uno de los chicos de Vandermark accionó el dispositivo equivocado, y de repente la báscula reducía el peso de las monedas en un setenta por ciento. Vandermark se dio cuenta en seguida de lo elevado que era el recuento final y se percató de lo que ocurría. Exclamó:

– Tú, hijo de puta, nos vas a meter a todos en un lío. No podemos robar tanto.

Los ejecutivos más expertos del casino, quienes sospechaban que se estaba llevando a cabo algún tipo de desviación, tenían la experiencia suficiente para saber que no les interesaba de ningún modo seguir la pista de esa clase de asuntos.

Sabían que incluso una amenaza implícita involuntaria a la seguridad de la desviación de dinero podría tener consecuencias fatales.

Edward Buccieri, Marty, un primo lejano de Fiore Buccieri, era jefe de mesas en el Caesar's Palace. Corredor de apuestas que había cumplido condena, conoció a Allen Glick cuando éste intentó comprar por primera vez el King's Castle en el lago Tahoe el año 1972. Buccieri presentó a Glick a Al Baron y a Frank Ranney, los gestores de fondos del sindicato de camioneros, que después contribuyeron en la compra del Stardust por parte de Glick en 1974. En 1975, después de que la práctica del desvío de dinero hubiera empezado a hinchar bolsas de la compra con dinero en efectivo para los capos de la mafia que habían dispuesto el préstamo, Buccieri empezó a agobiar a Glick. Quería una gratificación en concepto de su descubrimiento y pedía de 30.000 a 50.000 dólares. Según Beecher Avants, el jefe del departamento de homicidios local en ese momento:

Buccieri hacía años que tenía ojeriza a Glick. Buccieri le contaba a todo el que le escuchaba que primero él le consiguió a Glick los préstamos de la Caja de Pensiones y después Glick lo defraudó. Ahí estaba Glick como propietario de cuatro casinos, tres hoteles, aviones y casas por todas partes, mientras Marty seguía en las mesas del Caesar's en un turno de ocho horas.

Una tarde de mayo, Glick y Buccieri se encontraron en el hotel Hacienda. De nuevo, Buccieri sacó el tema de la gratificación. La conversación subió de tono, y Buccieri agarró a Glick por el cuello y lo amenazó. Los guardias de seguridad los separaron. Según Rosenthal:

Recuerdo a Glick cuando volvió después al Stardust. Tenía el rostro totalmente enrojecido. Estaba nervioso.

– Tengo que hablar contigo -me dice-. Es urgente. ¿Conoces a Marty Buccieri?

Yo no conocía al tipo. Lo conocía de oídas, pero no personalmente. Sabía que era un pariente lejano de mi amigo Fiore Buccieri, tal vez primos lejanos o algo así. Pero no lo había visto nunca.

Glick está desquiciado. Muy raro en él.

– Frank, no dejaré que esto vuelva a suceder. Y tú tienes que ayudarme -dice.

Le pregunté qué había ocurrido y me explicó que Marty lo había agarrado por el cuello y lo había empujado. Le pregunté por qué Buccieri había hecho algo así, pero Glick sólo quería describir lo que había sucedido. Me respondió con una gilipollez pero la cosa no quedó demasiado clara. Más tarde tuve la sensación de que se debió a que Buccieri consideraba que lo había estafado.

Una semana después del incidente, Buccieri estaba a punto de poner el coche en marcha en el aparcamiento para empleados del Caesar's Palace cuando dos hombres armados con sendas automáticas del calibre 25 con silenciador le dispararon cinco tiros en la cabeza. Como cuenta el jefe del departamento de homicidios Beecher Avants:

Fui a hablar con Glick sobre el asesinato. Glick tenía uno de esos despachos ostentosos, con un montón de espejos. Por allí tenía los aparatos electrónicos más modernos. Estanterías con libros y placas por todas partes. Máquinas electrónicas que registraban las cotizaciones de la bolsa. Lámparas caras, jarrones con flores. Era el despacho de un presidente. En todos los sitios donde te podías sentar te veías reflejado en un espejo. Glick era uno de esos tipos pequeñajos que se esconden tras una mesa grandiosa.

Glick dijo que había tenido un «altercado» con Buccieri, pero negó que Buccieri le hubiera agredido físicamente.

Mientras hablaba, Glick se mantenía quieto en su sitio. Muy controlado. Los hombres de negocios te dan respuestas a todo lo que les preguntas. Era como un zombi. Un ser inexistente. Y todos los espejos de la estancia reflejaban el mismo ser inexistente. Al cabo de un rato, me empecé a preguntar cuál de ellos era realmente Glick.

El Zurdo era otra historia. En su despacho no había espejos. Estaba limpio como una patena. Encima de la mesa no había nada. Detrás, tenía ese póster con un gran «¡NO!» que ocupaba el noventa por ciento del espacio y un pequeño «sí» apretujado en la parte de abajo.

El Zurdo estaba de pie detrás de la mesa, y lo único que movía era el lápiz, con el que siguió jugueteando. El Zurdo era uno de esos tipos que no quieren decirte nada, pero siempre te hacía saber que sabía mucho más de lo que revelaba.

Beecher Avants y el departamento de homicidios pasaron meses intentando acusar a Tony Spilotro del asesinato de Buccieri, al cual habían controlado una semana antes del asesinato hablando con los del sindicato de camioneros en la cafetería del Tropicana. Mientras tanto, el FBI sabía al cabo de unos días que Frank Balistrieri había ordenado el asesinato desde Milwaukee. Según un importante confidente de Milwaukee, Balistrieri estaba convencido de que Buccieri era un delator y se dirigió a los capos de Chicago en busca de la aprobación para llevar a cabo la acción. Se asignó el asesinato a Spilotro y su banda. Según el confidente, Spilotro insistió enfurecido a Balistrieri en que Buccieri no era un confidente; sin embargo, desempeñó la misión de todos modos. Hizo venir a dos asesinos: uno de California y otro de Arizona. A ninguno de ellos se le imputó jamás el crimen.

El FBI tenía gran parte de razón. Lo que no supieron en el momento, pero sí descubrieron más tarde, era que Marty Buccieri fue asesinado porque amenazó a Glick, y Glick era el hombre de paja de la mafia. Una amenaza a Glick se entendía como una amenaza a los capos y al desvío de dinero. Puesto que preservar la inviolabilidad y seguridad del desvío de dinero nunca supondría un motivo para asesinar a Buccieri, los capos que dieron la orden filtraron en la organización la historia de que se había convertido en confidente del gobierno. Ni siquiera Spilotro, el hombre a quien se asignó el asesinato desde Chicago, supo la verdadera razón que se escondía detrás del asesinato de Buccieri.

Seis meses después de la muerte de Buccieri, el 9 de noviembre de 1975, una acaudalada mujer de cincuenta y cinco años, llamada Tamara Rand, recibió cinco disparos en la cabeza y cayó muerta en la cocina de su casa en el barrio de Mission Hills de San Diego. Se trataba de una acción profesional. Los asesinos utilizaron un arma del calibre 22 con silenciador; no había señales de que hubieran forzado la entrada y no faltaba nada. El marido de Rand encontró el cadáver cuando volvía del trabajo. En palabras de Beecher Avants, del departamento de homicidios:

La mañana siguiente al asesinato, empecé a recibir llamadas de la prensa. Resultaba que Tamara Rand acababa de volver de Las Vegas y había discutido con Allen Glick.

¡Un gran parecido con lo de Marty Buccieri! No se puede discutir con este hombre y terminar sin que te asesinen. La cuestión era que Rand había reclamado determinadas acciones a Glick y había ido a los tribunales para exigir una parte del Stardust.

Era una mujer dura. Había volado hasta la ciudad en mayo para presentar la demanda y, al volver a San Diego, le contó a su sobrina que había discutido con Glick. También dijo que la habían amenazado, pero quién lo había hecho exactamente no quedó claro. Su sobrina dijo que no le dio importancia a la amenaza: «Lo que realmente le interesaba era poner en orden todas sus deducciones fiscales para el juicio».

Glick había luchado discretamente contra las reclamaciones de Rand de ser socia del Stardust durante años, pero el repentino asesinato al estilo mafioso provocó que el oscuro litigio pasara de las páginas de economía a la portada.

Glick se enteró de que habían asesinado a Tamara Rand al descender del avión de Argent en Las Vegas, y los periodistas y cámaras de televisión le dieron la bienvenida preguntándole por su reacción ante el asesinato. Tras mostrarse conmocionado, subió en una limusina de Argent y huyó del lugar. Al día siguiente, el departamento de relaciones públicas de Argent emitió un comunicado que decía que si bien Glick conocía a Rand y tenía gratos recuerdos de su amistad con ella, no había más comentarios.

Los periódicos encontraron los comentarios en alguna otra parte. Descubrieron que, unos dos meses antes del asesinato, Rand había intensificado sus acciones civiles contra Glick presentando contra él cargos por delito de estafa. Y ella había conseguido una importante y peligrosa victoria en el tribunal: ella y sus abogados tuvieron acceso a los documentos de la empresa referentes a los préstamos de la Caja de Pensiones del sindicato de camioneros.

Una semana después del asesinato, el San Diego Union publicó una carta que había escrito Rand siete meses antes de su muerte, donde se detallaba su relación con Glick. No era nada halagadora. Se acusaba a Glick de vivir como un rey, de llevar a sus amigos en el avión de la empresa a los partidos de fútbol americano, de rodearse de un «ejército de juguete».

La publicidad en torno al asesinato -rematada por un artículo en Los Angeles Times que informaba de que Glick era una de las diversas personas a las que se había interrogado en relación con ello- obligó a Glick a comparecer ante los periodistas en las oficinas de gestión del Stardust para emitir un comunicado replicando a las acusaciones. Rezaba así:

Durante las dos últimas semanas, y estos últimos días, se ha ofrecido de mí una vil imagen basada en puras mentiras, sucias insinuaciones y deducciones con un trasfondo delictivo sin ninguna otra finalidad que el periodismo sensacionalista.

Me siento obligado a responder a estos ataques desmesurados, no sólo por la tensión emocional que han provocado en mi familia, sino por respeto a los más de cinco mil empleados de Argent, a mis socios y amigos.

Dejar de responder a estas mentiras publicadas recientemente constituiría una traición a la integridad de mi familia, mis amigos y Argent.

Hace dos semanas, se encontró el cadáver de una mujer en su casa de San Diego. La señora Rand era una antigua socia en algunos de mis negocios y más recientemente fue parte interesada en un pleito interpuesto contra una empresa en la cual yo me encontraba en activo, así como contra mí personalmente.

La imagen que se ha dado de mí y las insinuaciones de que yo estuviera relacionado con el asunto o de que supiera algo de esa horrible tragedia constituyen una práctica irresponsable y carente de ética por parte de ciertos medios de comunicación.

El hecho de deducir que un desacuerdo empresarial podría tener relación con un cruel asesinato es despreciable. Agradezco a determinados miembros de la familia de la señora Rand que se hayan presentado para expresar personalmente su indignación ante tales acusaciones falsas.

Mi relación o bien la de alguna sección o empleado de mi empresa con el llamado «crimen organizado» es falsa.

La verdad es que nunca se me ha condenado o declarado culpable de un delito mayor que una infracción de tráfico. La verdad es que Argent gestiona tres hoteles y cuatro casinos en Las Vegas. La verdad es que se me concedió por unanimidad la licencia para gestionar el funcionamiento de esos hoteles y casinos después de una exhaustiva y minuciosa investigación… La verdad es que he tratado de llevar una vida social discreta basada en una relación familiar sana.

En lugar de reconocer estas verdades, ciertos miembros de los medios de comunicación han difundido continuas deformaciones de la realidad.

Yo no dispongo de ningún periódico, revista o cadena de televisión para responder abiertamente en contra de estas falsas acusaciones, pero cuento con algo a mi favor que no se puede deformar, difamar ni falsificar cuando se conoce: esto es la certeza de que Allen R. Glick no ha tenido relación, ni la tendrá nunca, con nada que no sea estrictamente legal.

Según el FBI, Tamara Rand fue asesinada para proteger el desvío de dinero; su asesinato lo ordenó Frank Balistrieri. Cuando a la señora Rand se le reconoció el derecho a exigir la presentación de los documentos relacionados con el préstamo concedido por el Sindicato de Camioneros a Glick y Argent, Balistrieri tuvo claro que el juicio tenía que suspenderse.

Así que Balistrieri viajó de nuevo a Chicago. Esta vez dijo a los capos de la organización que Tamara Rand estaba a punto de poner en peligro todo el plan. Si se tenían que presentara juicio los libros del Sindicato de Camioneros sobre el préstamo concedido a Argent, en poco tiempo también tendrían que comparecer las personas en cuestión. Rand iba a hundir a Glick y a todo aquel que estuviera implicado en el proyecto.

Un confidente de Milwaukee le dijo más tarde al FBI lo que Balistrieri había dicho a los capos de Chicago: «No queremos ningún fracaso. Tenemos que mantener una imagen limpia del genio. Él se vería en un aprieto si ella consigue continuar con el juicio».

No se procesó a nadie por el asesinato de Rand.

Y el desvío de dinero continuaba.

Se estima que Vandermark consiguió despistar entre siete y quince millones de dólares de Argent entre 1974 y 1976, suma que no incluye lo que se desviaba de las carreras y las apuestas deportivas del Stardust, del departamento de crédito o de las cuentas de comida y bebida. No había ningún departamento bajo el control de las reservas económicas de la empresa que no contara con la infiltración de socios de los capos.

Para los individuos que disponían los préstamos, el desvío de dinero del casino equivalía a haber encontrado petróleo. El dinero salía a raudales cada mes. Durante el primer año de gestión de Glick, entre agosto de 1974 y agosto de 1975, Argent registró una pérdida neta de 7,5 millones de dólares. Eso sobresaltó a Glick, ya que los ingresos totales de la empresa superaban en 3,4 millones de dólares los 82,6 millones del mismo período. Glick estaba tan fuera del ajo que atribuyó las pérdidas de los casinos Argent a los pagos adicionales de intereses que no se habían previsto, a la elevada depreciación de la moneda y los costes de amortización, a los adelantos a las filiales e incluso al aumento de los costes y gastos de gestión. «Él no tenía ni idea de lo que estaban haciendo ni de cómo lo hacían», dice Bud Halls.

14

«Si se niega la licencia a todo el mundo que tiene algo en su pasado, seguramente habrá que acabar con el cincuenta por ciento de la gente de esta ciudad.»

Según recuerda Dick Odessky, ex director de relaciones públicas del Stardust:

Después de que me despidieran del Stardust, conseguí un empleo de periodista en el Valley Times, y utilizaba mis columnas para volver locos El Zurdo y a Glick.

No ganaba mucho dinero, pero me divertía un montón. Ahí estaba aquella empresa de cien millones de dólares, una de las mayores de Las Vegas, rodeada de polémica.

A finales de 1975, después de un año en funcionamiento, se interrogaba al presidente del Departamento sobre su relación con los dos asesinatos de la mafia y sobre si contaba con la influencia de ésta para obtener créditos del Sindicato de Camioneros, y el tipo que había contratado para llevar los casinos tenía tanto miedo de no pasar el examen para conseguir la licencia que se ocultaba tras cualquier tipo de empleo mientras seguía moviendo todos los hilos desde atrás.

Seguía teniendo muchos amigos en la empresa, y había muchas filtraciones. Un día recibí una llamada de una mujer que decía que Rosenthal se dirigió a las mesas, señaló a todos los que estaban allí y los despidió.

Ella me había proporcionado anteriormente buenas informaciones sobre Argent y Frank, pero no había podido comprobar nada. En ese momento tenía algo que sí podía comprobar, y cuando lo hice, descubrí que era verdad.

El Zurdo había hecho justo lo que la mujer decía que había hecho. No tenía sentido. Era suficiente para que el Departamento de Control le denegara la licencia. Pero parecía que a él no le preocupaba. Así es como se sentía de fuerte y seguro en su posición.

No obstante, había algunos tipos del Departamento de Control que trabajaban en el caso. De hecho, dos de ellos pasaron por allí y querían saber cuál era mi relación con Frank. Yo les respondí que no tenía ninguna. Me habían despedido.

– ¿Y cuándo trabajaba para usted? -me preguntaron.

Les dije que él no había trabajado nunca para mí. Era absurdo.

Después, me enseñaron unas tarjetas que identificaban a Rosenthal como ayudante del director de relaciones públicas. Como yo me encargaba de las relaciones públicas, dieron por sentado que él había trabajado para mí. En cambio, él había ordenado imprimir las tarjetas, pensando que con aquello lo tenía todo solucionado.

Los agentes siguieron con su informe, pero, como es típico, no sacaron nada.

Otro día, se me informó de que dos agentes del Departamento de Control estaban interrogando a Bobby Stella en el Stardust; éste les detuvo y les dijo que deberían hablar con Rosenthal. Les llevó arriba a hablar con El Zurdo.

La historia que me llegó fue que los agentes entraron en el despacho de Rosenthal, empezaron a formularle preguntas y El Zurdo les hizo callarse.

Le pidió a su secretaria que marcara un número de teléfono y, tras hablar unos minutos, le pasó el auricular a uno de los agentes.

– El comisario Hannifin quiere hablar con usted -dijo Frank, pasándole el teléfono.

Los agentes quedaron perplejos. Phil Hannifin era su jefe. Era uno de los miembros más estrictos del Departamento de Control. No permitía que sus agentes lo llamaran después del horario laboral, independientemente de lo urgente que éstos pudieran considerar que era que se pusieran en contacto con él; y ahí estaba el hombre que veían como el jugador más importante sin licencia de la ciudad llamando a Hannifin a casa.

Hannifin estaba al teléfono y empezó a gritar a los agentes. Les recordó que había una orden en el Departamento de Control que no permitía a ningún agente entrar en el Stardust sin que él lo autorizara personalmente.

Hannifin echó la bronca a los agentes y éstos se pusieron tan furiosos que hicieron correr el rumor de que la relación personal entre él y El Zurdo permitía a este último trabajar sin licencia.

Yo consideré que el rumor era lo suficientemente grave como para exigir una explicación a Hannifin. Negó que hubiera sucedido algo así. Nunca echaba la bronca a sus agentes, dijo, y evidentemente nunca delante de Frank Rosenthal en su propio despacho. Tuve que creerle.

Aunque Hannifin negaba la historia que contaban los descontentos agentes, los rumores sobre la estrecha relación entre Rosenthal y Hannifin tenían, de hecho, su base. Se conocía la admiración de Hannifin por la pericia en el juego de El Zurdo. Fue idea de Hannifin autorizar a los casinos para que dispusieran de apuestas deportivas, e incluyó a Rosenthal en la campaña; con el tiempo, Hannifin se convirtió en su admirador. Según Hannifin:

Entonces no se podían llevar apuestas de carreras y deportes en un casino. Normalmente estaban fuera y tenían muchos problemas. No se llevaba ningún tipo de registro y el estado nunca tenía un recuento total. Había dos o tres grupos de apuestas. Tenías un tipo con una pizarra, un teléfono y un contrato de alquiler, y al primer indicio de problemas, desaparecía. Siempre pensé que funcionaría mejor si metíamos las apuestas deportivas dentro de los casinos ya que así podríamos regularlas. Seguramente, El Zurdo era el que sabía más de apuestas deportivas de Las Vegas, y le pregunté si colaboraría explicando a la asamblea legislativa del estado las ventajas de que el Departamento de Control del Juego autorizara las apuestas deportivas. Le encantó la idea. Viajó a Carson City unas seis veces y prestó declaración. Estuvo estupendo. Le gustaba subir al estrado y dominaba el tema. Se puso de pie y vendió el sistema.

Según Rosenthal, El Zurdo:

Hannifin tramaba algo con el tema de meter las apuestas deportivas en los casinos. En 1968, cuando llegué aquí, sólo había dos o tres sitios en Las Vegas donde se pudieran realizar apuestas deportivas. Pero estaba a punto de estallar una revolución. La televisión empezaba a cubrir los deportes, y cada año después de la primera Superbowl en 1967, se cuadruplicaba el interés por apostar en deportes.

Antes de eso, no había partido de fútbol americano los lunes por la noche. La mayoría de garitos de apuestas deportivas se dedicaban a las carreras de caballos y parecían más bien establos y no lo que son ahora. Eran unos sitios muy desagradables. Antros llenos de serrín. La mayoría tenían aquellas viejas pizarras. No había comodidades.

Cuanto obtuvimos el visto bueno, yo sabía exactamente lo que había que hacer. Me había pasado la vida en aquellos garitos y sabía lo que les hacía falta. No se pueden contar las horas que pasé con el tema del diseño, horas y horas para elegir los asientos adecuados, el espacio, la altura, los tablones, las pantallas de televisión. Quería que parecieran teatros.

Pero trabajaba con gente que no sabía de qué les hablaba. Nunca había habido una sala de deportes como ésa.

Eran unos tres mil metros cuadrados con cabida para seiscientas personas, además de doscientas cincuenta butacas iluminadas individualmente con sus propias mesas y reguladores de intensidad para los jugadores asiduos.

Colocamos una barra que medía casi cuatrocientos metros de madera labrada, un espejo y el sistema de proyección de luz más grande del mundo. Teníamos una pantalla de televisión de quince metros cuadrados, y puesto que los que se dedicaban a los caballos eran los que apostaban más fuerte, disponíamos de tableros de registro para cinco carreras distintas que ocupaban cincuenta metros cuadrados. Era el sistema más grande y caro que existía. Y lo teníamos todo. Quinielas, dobles, gemelas, triples y triples gemelas, además de las apuestas normales.

Yo estaba en una situación magnífica. Las apuestas deportivas empezaron a reportar dinero a los casinos y, por lo tanto, al estado. En algunos círculos, era mi época dorada. Tenía una buena racha.

Phil Hannifin le estaba sinceramente agradecido a Rosenthal por su ayuda. Le comentó que votaría en su favor para que le concedieran la licencia. Y le dio un buen consejo:

Mantén una línea discreta. Una posición discreta. Tendrás más oportunidades de obtener la licencia si te mantienes en un segundo plano.

Pero en junio de 1975, en el Business Week apareció un artículo sobre Allen Glick que supuso un paso decisivo hacia su destrucción. Se citaba que El Zurdo había dicho: «Glick es el punto final económico, pero la táctica sale de mi despacho».

Nadie podía creerlo. El Departamento de Control del Juego había intentado durante meses pillar a El Zurdo dirigiendo el Stardust, y él había insistido repetidamente en que sólo era el ayudante ejecutivo, o el responsable de relaciones públicas, o el encargado de la cuestión de comida y bebida. Siempre que aparecía un detective, Rosenthal se esfumaba del casino. Y ahí estaban las pruebas, más claro el agua: Rosenthal preparaba la táctica. Si lo hacía, las consecuencias estaban claras: tenía que solicitar una licencia de juego. Evidentemente, El Zurdo adujo que se habían tergiversado sus palabras. Nadie le creyó. «La cuestión real es si tiene que poseer licencia», dijo Robert Broadbent del Departamento de Control del Juego y Licencias del condado de Clark. «Y en caso de que no deba tenerla, ¿por qué no? Y si no tiene licencia, y no se le puede conceder, ¿debería estar ahí?.»

Allen Glick me pidió que inspeccionara el Hacienda. Quería que hiciera una evaluación completa. Lo hice y el informe que le presenté era muy negativo. Se incurría en hechos delictivos y había mala gestión. El incumplimiento de las normas del Departamento de Juego era evidente.

El Zurdo decidió que había que deshacerse del ejecutivo del Hacienda. El Zurdo no sabía nada de la amistad del ejecutivo con Pete Echeverría, el director de la Comisión del Juego.

Como afirma El Zurdo:

Debería haberlo sabido, pero lo desconocía. Cuando despidieron al tipo, le dijo a todo el mundo que Pete Echeverría se encargaría de Frank Rosenthal de manera adecuada y rápida. Me enteré de la amenaza después de los hechos. No le di importancia.

Pete Echeverría era un abogado de cincuenta años que se enorgullecía de «no haber lanzado nunca los dados, jugado una mano a la veintiuna, ni puesto un dólar en la ruleta» en toda su vida, pero sabía que «el juego era una parte esencial de la economía de nuestro estado y se tenía que llevar como un negocio verdaderamente claro y honrado».

Ex senador del estado que había trabajado en el Departamento de Planificación estatal, Echeverría había crecido en Ely, Nevada, se había licenciado en la Universidad de Nevada y en la Facultad de derecho de Stanford, y durante veinticinco años había ejercido como abogado especializado en temas inmobiliarios cuando, en octubre de 1973, el gobernador Mike O'Callaghan le eligió para el cargo superior en temas de juego.

Según Rosenthal:

Sabía que Echeverría iba a ser mi verdugo, y localicé a Phil Hannifin. Nos encontramos en la cafetería del Stardust. Le pregunté qué posibilidades tenía de obtener una licencia de juego como empleado clave. Le hablé de mi pasado, de todo. Si se trataba de algo imposible, le dije que yo no tenía problema en retirarme. Adoptaría otra posición. Le dije: «Te hablo como amigo». Añadí que sentía un gran respeto por él. ¿Puedo presentarme ante el Departamento de Control y que se me haga justicia teniendo en cuenta mi pasado?

Era todo lo que quería saber: si podía contar con un empujoncito Hannifin era un tipo duro y me dijo, mirándome fijamente a los ojos:

– Te diré una cosa. Votaré en tu favor con la conciencia tranquila.

Tenía delante un regalo de Navidad. La licencia clave me permitiría estar en la cima de la empresa de manera oficial. Tendría la posibilidad de aprovechar las opciones de acciones. Todo.

Hannifin me proporcionó una posibilidad de éxito al cincuenta por ciento. Echeverría había estado presionando a Hannifin y al Departamento de Control para que me presentara a solicitar la licencia.

Si tenía una oportunidad, tenía que ir a por ello. La ocasión era demasiado maravillosa. Argent contrató una empresa de detectives privados -todos ex agentes del FBI- y recibieron cien mil dólares para que descubrieran todo lo posible sobre mí. Yo deseaba saber todo lo que los detectives del Departamento de Control sabían por si tenían la intención de hundirme.

Los chicos del FBI hicieron un trabajo increíble. Eran tipos duros. No hubieran aceptado la misión si yo no les hubiera dado mi aprobación de que si encontraban algo grave contra mí, podían presentarlo a las autoridades.

Empecé a sentirme bastante bien. Incluso el Departamento de Justicia finalmente había llegado a desestimar los cargos de la Rose Bowl contra nosotros, y se remontaban a 1971. Fui a ver a Glick y le dije que iba a solicitar una licencia para un empleo clave.

Pero un par de semanas antes de la vista, Hannifin dejo de pasar por allí. No tenía noticias suyas. No conseguía localizarle por teléfono. Le llamaba dos veces a la semana y nunca estaba. Una noche, hablé con su esposa. Me dijo que él me llamaría, pero no lo hizo. Tenía la sensación de que me iban a traicionar.

Las vistas del Departamento de Control se llevaban a cabo en Carson City, lo cual era habitual e incómodo. Teníamos que desplazarnos hasta allí en avión con dos o tres Lears para poder llevar a mis abogados y a la mayor parte de mis testigos, que vivían y trabajaban en Las Vegas.

Las vistas se realizaron en una sala enorme. Me acuerdo de contemplar a Linda Rogers, la secretaria de Oscar Goodman, empujando un carrito con montones de informes míos y demás material.

Las vistas duraron dos días en la segunda planta del edificio estatal de Carson City. El Zurdo fue interrogado a fondo: sobre Eli El Zumos, sobre su presunto soborno al jugador de fútbol americano de Carolina del Norte, sobre su relación con Tony Spilotro. «El Zurdo respondió las preguntas del Departamento con todo detalle -dijo Don Diglio, un periodista del Las Vegas Review Journal-, a veces con demasiada profusión de detalles.»

Según Diglio, cuando El Zurdo respondía las preguntas, se ponía tan nervioso que no podía parar de seguir dando más explicaciones y justificaciones. Cuando le preguntaron por su relación con Spilotro, por ejemplo, El Zurdo inició un monólogo plagado de divagaciones: dijo que conocía a Spilotro desde su nacimiento, que sus padres se conocían, pero que desde que se habían instalado en Las Vegas no habían tenido nada que ver ni a nivel social ni profesional.

Según declaró El Zurdo:

Admito que con toda la publicidad negativa y las acusaciones contra Tony… y manifiesto que no estoy de acuerdo con ello. He leído que el señor Spilotro estaba aquí para vigilarme, controlarme, y otras cosas. Admito que me estaba introduciendo en una zona delicada de juego, y me familiaricé con el Departamento de Control, la Comisión, y el negocio como una rama punta.

Pero también me di cuenta de mi derecho o del derecho de mi familia, del hecho de que estaba casado y de que era afortunado de tener dos hijos sanos, de que era mejor ser consciente de ello.

Lo intenté desde el primer día en que entré en el Stardust. Pienso en mis antecedentes, pienso que la autoridad -y ahí, según Diglio, Rosenthal miró intencionadamente a Hannifin- estaría de acuerdo en que mi historial señala que soy casi perfecto o que estoy cerca de la perfección.

Creo que Tony era consciente de ello. Tony vino a Nevada por su cuenta. Tenía el derecho de elegir vivir con su familia donde deseara. Yo respeto ese derecho. Creo que él respeta el mío.

Tony evitó a Frank Rosenthal y yo evité a Tony, hasta el punto de que no recuerdo que Tony Spilotro haya entrado en ningún establecimiento Argent. No puedo recordarlo. Si me preguntan: «Frank, ¿tenías algún plan o llegaste a algún acuerdo con Tony para no encontraros?», la respuesta es un no rotundo. Creo que había respeto, y yo valoro ese respeto.

Rosenthal se defendió durante cinco horas; el total de las vistas duró dos días. Allen Glick también declaró, y afirmó que no conocía los detalles del pasado de Rosenthal cuando lo contrató. Pero, dijo, estaba satisfecho con el trabajo de Rosenthal y volvería a tomar la misma decisión. «Si se niega la licencia a todo el mundo que tiene algo en su pasado -dijo Glick a la Comisión-, seguramente habrá que tachar al cincuenta por ciento de la gente de esta ciudad.»

«Durante el segundo día de interrogatorio -dijo Jeff Silver, el asesor jefe del Departamento de Control-, quedó patente que El Zurdo no tenía suficientes respuestas para las preguntas que se le formulaban. Le pregunté a uno de los miembros del Departamento, Jack Straton, que si iban a denegar la licencia al pobre tipo de todos modos, ¿por qué lo sometían a todas esas preguntas? Detuvimos las vistas.»

El 15 de enero de 1976, tras dos días de vistas, el Departamento de Control presentó su recomendación de denegar la licencia a El Zurdo.

Según El Zurdo:

Cuando los otros dos miembros del Departamento votaron para denegarme la licencia, Hannifin se negó a que el voto fuera público. Pero después de que los otros dos miembros acabaran sus discursos y pidieran que el voto fuera unánime, él se mostró de acuerdo.

Después de la vista, Hannifin vino y me alargó la mano. «Me gustaría disculparme ante ti y tu familia -dijo-, pero hice lo que debía.»

Yo sabía que Hannifin se sentía mal. Él sabía que yo había pasado un mal trago; ahora bien él, no era más que un maestro de escuela y funcionario de libertades condicionales de profesión, y el gobernador lo tenía en un puño.

Una semana después, mis abogados y yo volvimos a Carson City para apelar la decisión del Departamento, pero estaba claro que Echeverría nos iba a vapulear. En cuanto mis abogados iniciaron la presentación de su alegato, se le podía ver a él levantar el brazo de manera ostentosa, mirar el reloj y bostezar. No había mucho que apelar. El comité respaldó por unanimidad al Departamento de Control.

Deberían haberme concedido la licencia. Hannifin tenía mi expediente, todo el expediente, y no había nada en él que me pudiera impedir la obtención de la licencia para un empleo clave. Había individuos en la ciudad que poseían licencia que jamás lo hubieras dicho. Pero eso no era asunto mío. No podía señalar a los demás. Tenía que convencerles de que yo reunía las condiciones.

Ahora bien, entre tanto, llevaba cuatro casinos. Nadie más tenía cuatro casinos. Nadie en toda la ciudad tenía una responsabilidad como la mía en las salas. Si la comida no funcionaba en el Stardust o pasaba algo en el Fremont, yo tenía que estar allí. Contaba con gente cualificada para que me llamara a cualquier hora. En muchas ocasiones me tenía que levantar y volver a uno de los casinos a las tres de la madrugada.

Recuerdo que había oído varias veces que el cocinero del Stardust encargado de preparar la comida al momento servía algo horrible. Las quejas llegaron a mi despacho. Decían que los huevos revueltos no estaban hechos. Los sacaba crudos independientemente de lo que pidieran las camareras o los clientes.

Un día me levanté a las cuatro de la madrugada y fui al restaurante. Me senté, pedí unos huevos revueltos y le advertí a la camarera que quedaba despedida si le decía al cocinero que era yo quien los pedía. Cuando me los trajo, estaban crudos. Me levanté, entré en la cocina y lo despedí en el acto. Chico, por esto voy a tener problemas con el sindicato. Pero no podía soportar la incompetencia. Yo era muy estricto. Estúpido. Creo que se debía a tantos años de trabajar con los pronósticos. Tantos años recopilando información dieciocho horas al día, estudiando detenidamente veinte kilos de papel al día, en contacto con fuentes de todo el país. Es un negocio algo obsesivo, y ahora veo que apliqué las mismas costumbres laborales en un ambiente de más relación social.

La negativa del comité a concederle la licencia tenía que ser el final de Rosenthal, El Zurdo, en el Stardust. El Zurdo salía del juego. Ya no podía simular más cargos como director de relaciones públicas o encargado de restauración y cafetería. Le dieron cuarenta y ocho horas para vaciar el despacho. Y así lo hizo. El 29 de enero de 1976, El Zurdo dejó su despacho recién decorado en el Stardust y se fue a casa. Al día siguiente, los detectives del Departamento de Control descubrieron que su contrato de diez años de 2,5 millones de dólares seguía vigente.

Tercera parte

La retirada

15

«A joderse. Reviéntala.»

Rosenthal El Zurdo no tenía intención de abandonar ni de darse por vencido. Montó el estado mayor en su casa y emprendió una doble campaña: en primer lugar, seguir ejerciendo la máxima influencia en los casinos, y en segundo lugar, iniciar una serie de batallas legales con las autoridades estatales en el campo del juego para desafiar el poder del estado a que equilibrara las licencias de juego. Tales pleitos, acompañados de una gran publicidad, que cada vez se hicieron más duros, duraron años. Cada uno de ellos parecía perpetuarse toda una vida. Empezando por los tribunales de la ciudad y de allí a los estatales, a las salas de apelación, a los tribunales de distrito, a los de apelación a nivel federal hasta llegar al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, El Zurdo organizó un verdadero despliegue de maniobras legales. En alguna ocasión ganó, en otras perdió. Cuando ganaba, se trasladaba de nuevo a su despacho del Stardust. Cuando perdía, se retiraba de él. Tal como afirma Murray Ehrenberg, su gerente del Stardust:

A El Zurdo le encantaba aquello. Pronosticaba sus pleitos de la misma forma que pronosticaba los partidos de fútbol. Empezó a leer. Empezó a investigar. Empezó a volver locos a sus abogados. Estaba en su ambiente.

Simplemente empezó. En enero de 1976, cuando se ordenó a El Zurdo que abandonara el Stardust, siguió dirigiendo el casino. Murray Ehrenberg y Bobby Stella continuaban en sus puestos. Conectó el teléfono rojo entre su habitación y la zona de las mesas del Stardust. Antes de su despido se habían invertido miles de dólares del capital de Argent en la conexión entre su residencia y el sistema electrónico del casino, y en ello se incluían las cámaras de vigilancia del Ojo; veía todas las mesas de juego del Stardust a través de los aparatos de televisión instalados en su casa. Como cuenta Shirley Daley, camarera retirada del Stardust:

Nosotros sabíamos que él nos observaba porque de pronto Murray o Bobby empezaban a criticarte por detalles insignificantes que sólo podía haber detectado El Zurdo, por ejemplo, una camarera que tardara demasiado en servir las bebidas o un croupier que no llamara al jefe de mesas antes de cambiar un billete de cien dólares.

Según Ehrenberg:

Tenía que estar fuera de allí pero seguía dando órdenes. Recuerdo que una noche El Zurdo nos convocó a todos a su casa. Por lo menos había quince coches aparcados fuera. Gene Cimorelli, Art Garelli, Joe Cusumano, Bobby Stella padre. Todos los jefes de casino se reunieron allí.

Lo que había sucedido era que yo había pescado a uno de los croupiers de blackjack despistando unos mil seiscientos dólares y quería echarlo a la calle. Bobby Stella, sin embargo, pretendía que lo dejáramos pasar. Yo no tenía intención de perjudicar al tipo, sólo quería decirle que se había terminado. Pero Bobby quería discutirlo. Estábamos de pie en el salón y El Zurdo nos escuchaba a los dos. Habían acudido también algunos jefes de mesa y de turnos pues habían presenciado el incidente. Tras escuchar a todo el mundo, El Zurdo me dio la razón. Bobby tuvo un gran disgusto. No quería que echaran a aquel individuo, pero El Zurdo se lo quitó de encima sin vacilar.

– ¿Qué quieres, la palmatoria? -le dijo El Zurdo.

Bobby sabía a lo que se refería éste. Bobby se había dedicado al negocio de los dados por cuenta de Momo Giancana. Cerró la boca al instante.

Tanto inquietaron a Allen Glick las reuniones de El Zurdo con el personal del casino que decidió encararse con ello:

Todos las negaron o afirmaron que se trataba de unas visitas estrictamente sociales. Por fin contraté los servicios de una agencia de detectives privados para que los siguieran. Quería comprobar con qué periodicidad se organizaban aquellas «reuniones sociales».

En cuanto tuve el informe de los investigadores, recibí una llamada de Frank Balistrieri. Estaba muy alterado. Dijo que quería verme. Fue algo que me sorprendió, pues evidentemente durante todo aquel período mis contactos con él habían sido muy limitados. Dijo que se trataba de algo tan importante que iba a personarse en Las Vegas, que me llamaría en cuanto llegara a la ciudad.

Nos encontramos en una suite del hotel MGM. Balistrieri me esperaba allí junto con un hombre a quien yo no conocía. Al entrar noté que estaba nervioso. Dijo que se trataba de algo muy difícil para él. Algo que no le apetecía hacer, si bien le habían obligado a ello, ya que me conocía mucho.

Dijo que había cometido una incorrección que no sólo desaprobaban él y sus socios sino que, en su opinión, era lo peor que podía haber hecho.

– De no ser por mí -dijo-, ya no estarías aquí. Te habrían matado.

Añadió también que si volvía a hacer algo por el estilo, no podía garantizar mi seguridad.

Seguía sin saber de qué me estaba hablando hasta que puso sobre la mesa el informe de la agencia de detectives privados. Resultó que los detectives que yo había contratado para controlar las reuniones en casa de El Zurdo trabajaban también para Tony Spilotro, y le habían entregado copias de todos los informes que yo tenía en la mano.

Al cabo de unas semanas, el Departamento de Control captó las reuniones nocturnas de El Zurdo y las maniobras del juego del escondite del Ojo, determinando que caducaría la licencia de juego de Argent caso de que El Zurdo siguiera haciendo tales ostentaciones de desacato a las normas del Departamento. A partir de ello, El Zurdo concentró básicamente sus energías en la batalla legal por su rehabilitación en el puesto.

En febrero de 1976, él y su abogado, Oscar Goodman, presentaron una querella contra el Comité de Juego de Nevada, acusándolo de ser un ente anticonstitucional y de que su resolución había sido arbitraria e incongruente. Presentó luego otra querella contra el Departamento de Control del Tribunal del Distrito de Las Vegas, cuestionando la autoridad de dicho Departamento para negarle el derecho a ganarse la vida. El Zurdo precisó que no tenía antecedentes en Nevada y que mucho tiempo atrás había pagado las deudas que hubiera tenido pendientes con la sociedad. Su plan consistía en desafiar por la vía legal al Comité del Juego y obligarlo o bien a entregarle la licencia o bien a aplicar menos rigurosamente la resolución, de la misma forma que había obligado a ceder a Hannifin y a los miembros del Comité de Control, en 1971, cuando Shannon Bybee le había intentado arrebatar su permiso de trabajo.

Pete Echeverría, presidente de la Comisión del Juego, se indignó al comprobar que El Zurdo desafiaba a las autoridades del juego ante el Tribunal. Dijo que El Zurdo, por lo que a él se refería, jamás debería conseguir la licencia, añadiendo: «En tres años y medio que llevo en la Comisión Estatal del Juego no he encontrado un solicitante con un pasado tan repulsivo». Echeverría dijo también que se negaba la licencia a El Zurdo por su «célebre pasado y relaciones, y que el hecho de haber pagado una deuda con la sociedad no habilita a una persona para conseguir una licencia de juego en Nevada».

Oscar Goodman se defendió alegando que Echeverría y el Departamento de Control «violaban de raíz hasta la última cláusula expuesta del proceso legal».

Según Goodman: «Frank Rosenthal es un Horatio Alger actual. No existe otro igual en este campo». Dijo que a Rosenthal se le habían presentado los cargos que existían contra él tan sólo seis días antes de convocar la vista.

«No se ha proporcionado al señor Rosenthal una oportunidad de enfrentarse a un testigo -dijo Goodman-. Ha tenido que enfrentarse a unos informes de quince años atrás. Ha llegado el momento de que en Nevada se actúe con imparcialidad con alguien de la categoría del señor Rosenthal.»

Al pasar El Zurdo cada vez más tiempo fuera de casa, aumentó la tensión de su vida doméstica. El Zurdo y Geri se chinchaban constantemente; su relación, ya frágil de por sí, fluctuaba entre las riñas con guerras de platos incluidas y los gélidos tiempos muertos durante los cuales apenas se dirigían la palabra. La afición por la bebida de Geri -que ella siempre negó que constituyera un problema- empeoró la situación. En palabras de Barbara Stokich, le hermana de Geri:

Frank siempre había sido muy generoso. Luego empezó a quejarse de todo lo que hacía ella. No le preparaba bien las chuletas de cordero; le gustaba que ella se las preparara de una forma especial. Geri no atendía bien a los niños. Ella no era una santa, pero Frank tenía también sus puntos.

Según El Zurdo:

Geri empezó a montar el número y a mí no me gustaba nada. Cuando llegaba la fiesta de cumpleaños de uno de los niños, por ejemplo, ya no la organizaba en casa como antes. Lo hacía en el Jubilation o en el club, derrochando de forma escandalosa. Yo disfrutaba del tiempo que podía pasar con la familia, pues era la mía, pero no me gustaba nada aquella forma de malgastar tan estúpida.

La» batallas más arduas acababan normalmente con un portazo y el abandono de la casa de El Zurdo o Geri.

Como cuenta Murray Ehrenberg, su gerente del casino:

Cuando El Zurdo se iba de fiesta, todo el mundo en la ciudad estaba al corriente de ello. La noticia se difundía enseguida. El Zurdo salía con ésta o con aquélla y llegaba a oídos de Geri que una corista había recibido el regalo de un brazalete de diez mil dólares o incluso de un coche, y entonces la que le esperaba era de campeonato.

Creo que lo que más enfurecía a Geri era la generosidad de El Zurdo con sus novias y no el hecho de que las tuviera. Pensaba que los regalitos tenían que ir dirigidos a ella y no a una cualquiera, como una corista o una bailarina. Se enteraba de todo ello en casa de la manicura, en la peluquería. A veces alguna amiga se lo contaba. La verdad es que no era ningún secreto.

Creo que en parte él actuaba tan abiertamente para hacerle perder el seso. Luego, sin embargo, se reconciliaban, le regalaba otro collar o anillo de diamantes y las cosas se sosegaban una temporada.

Cuando Geri salía de la casa hecha una furia a pasar la noche fuera o unos cuantos días, El Zurdo nunca sabía a dónde iba. Siempre sospechó que se iba a Beverly Hills a ver al hombre que él consideraba el hechicero de Geri, Lenny Marmor. Sospechaba asimismo que tenía citas con quien en otro tiempo había despertado su pasión, Johnny Hicks, el duro de Las Vegas con quien El Zurdo se había enzarzado en una pelea en 1969 en el salón de baile del Flamingo.

Barbara Stokich considera que Geri seguía casada con él por miedo a perder la custodia de Steven. Y, evidentemente, por sus joyas. Barbara había dicho que para Geri las joyas tenían el mismo valor que los hijos. Cuando se sentía deprimida, se iba a la agencia del Valley Bank del Strip a ver sus tres cajas de seguridad.

En la intimidad de la pequeña sala dispuesta para ello, Geri iba contemplando una por una las joyas. Las contaba. Las acariciaba. Se las probaba. Geri tenía más de un millón de dólares en joyas en las cajas de seguridad del banco. Entre sus preferidas se contaban un impecable diamante redondo valorado en 250.000 dólares; un inmenso rubí estrella valorado en 100.000 dólares; un anillo ovalado de 5,98 quilates con un perfecto diamante valorado en 250.000 dólares; unos servilleteros con diamantes valorados en 75.000 dólares; un par de relojes Piaget con diamantes y ópalo valorados en 20.000 dólares cada uno; y unos pendientes con diamantes montados por Fred y valorados en 25.000 dólares.

Había otro sitio al que acudía Geri en busca de desahogo durante esta época: la casa de Spilotro. Allí, ella y Nancy se servían unos vodkas y desgranaban sus infortunios domésticos. Geri se quejaba de El Zurdo. Nancy se quejaba de Tony.

Geri también trasladaba sus quejas al único hombre que creía que podía ejercer alguna influencia sobre su marido: Tony Spilotro. Se veían en el Villa d'Este, un restaurante propiedad de Joseph Pignatelli, Joe Pig.

Según Frank Cullotta:

Se sentaban en la barra o en un compartimiento. Ella siempre tomaba vodka con hielo. Yo observaba cómo él asentía e intentaba hacerla entrar en razón. Me situaba en el extremo opuesto y constataba que a veces se quedaban una hora hablando y que luego ella se levantaba y se iba. Sé lo que se alargaba la conversación porque yo tenía asuntos pendientes con él y sólo podía abordarlo cuando Geri había abandonado el local.

En febrero de 1976, poco después de que despidieran a El Zurdo, los auditores afirmaron haber llamado a Frank Mooney, el tesorero del Stardust, para decirle que las balanzas de contar las monedas de las máquinas tragaperras estaban descompensadas en un tercio. Posteriormente, Mooney declaró ante el Comité de Seguridad e Intercambio no recordar dicha llamada, si bien aquello constituyó la primera señal de alarma que detectó problemas en la sala de contabilidad del Stardust.

Por aquella época toda la atención de Glick se centraba en conseguir cuarenta y cinco millones de dólares adicionales de la caja de pensiones del Sindicato para sus planificadas restauraciones y la contratación de un sustituto de El Zurdo (tarea esta última mucho más fácil puesto que ya se le había indicado a quien debía contratar). Allen Dorfman, el principal asesor financiero de la caja de pensiones había convocado a Glick a Chicago. Frank Balistrieri ya había comentado a Glick que Dorfman tenía en mente al sustituto de Rosenthal.

Dorfman, un atlético ex profesor de gimnasia de cincuenta y tres años, estaba a cargo del fondo de pensiones desde 1967, cuando enviaron a la cárcel a su amigo íntimo James R. Hoffa, presidente del Sindicato de Camioneros. Dorfman había intimado con Hoffa gracias a su padre, Paul Dorfman, El Rojo, agente empresarial del Sindicato, con amigos en el mundo del hampa, quien ayudó a Hoffa a tomar el control de éste.

El joven Dorfman no podía accederá ningún cargo oficial en el sindicato al haber sido condenado en 1972 por haber aceptado una suma de dinero por la concesión de un préstamo de la caja de pensiones. No obstante, en 1976, cuando Glick acudió a verlo, seguía controlando los miles de millones del fondo. Dorfman dirigía secretamente, a través de los socios del hampa que tenía en todo el país, la mayor parte de síndicos de la Caja y utilizaba como tapadera su compañía de Seguros Confederados. Dicha compañía ocupaba incluso el segundo piso de la caja de pensiones en la avenida Bryn Mawr, edificio próximo al aeropuerto O'Hare de Chicago, donde trabajaban unas doscientas personas y se sacaban más de diez millones de dólares anuales tan sólo procesando las demandas de incapacidad del Sindicato. Dorfman también llevaba los seguros de las empresas que solicitaban préstamos del fondo de pensiones.

Según Glick, tras celebrar una reunión con los abogados de la caja de pensiones del piso superior, se fue al despacho de Dorfman del segundo piso, donde éste le informó de que el sustituto de El Zurdo sería Carl Wesley Thomas, un ejecutivo de casinos de cuarenta y cuatro años con mucha experiencia y buenas relaciones. Una sugerencia que constituyó una agradable sorpresa.

Carl Wesley Thomas era uno de los ejecutivos más prestigiosos de Nevada. Con sus conservadores trajes y sus gafas con montura de acero, Carl Thomas parecía más un banquero de Carson City que un jefe de casino de Las Vegas. Se había trasladado a esta ciudad en 1953 y en diez años había pasado de croupier de blackjack en el Stardust a socio minoritario del casino Circus Circus, propiedad a la sazón de Jay Sarno, uno de los empresarios de casinos más importante. Sarno había construido, además del Circus Circus, el primer casino de la ciudad que permitía la entrada a los niños, el Caesar's Palace, el casino más boyante de la historia de Las Vegas. Sarno tenía gran amistad con Allen Dorfman y había utilizado los créditos del fondo para la construcción de ambos casinos.

Las autoridades del juego en todo el estado se sintieron aliviadas cuando se enteraron de que Carl Thomas iba a sustituir a Frank Rosenthal en Argent. Ni uno solo dudó de que Allen Glick había optado por una alternativa brillante y saneadora en su problemática empresa.

Lo que no sabía Glick acerca de Carl Thomas -y por otra parte tampoco sabía nadie en todo el estado- era que, además de su gran fama como el primero en la nueva raza de ejecutivos de casino de Nevada, el hombre era el mayor experto en desviar fondos de los casinos de todo América.

Él y su reducido equipo de ejecutivos de casinos, que había captado en el medio, habían ideado unos métodos tan hábiles para despistar millones de dólares de los casinos que en ningún momento nadie sospechó que se había extraviado dinero. Thomas a veces lo desviaba para los propietarios; otras, para los propietarios camuflados; y en alguna ocasión, él y su equipo desviaban el dinero hacia sus bolsillos.

Carl Thomas había aprendido este oficio en el Circus Circus, donde despistar dinero formaba parte de su trabajo. Dicha práctica ya se llevaba a cabo bajo el mando de Sarno, incluso antes de que Thomas llegara allí y tuviera que hacer efectivos los pagos de los préstamos de la caja de pensiones del Sindicato. A principios de los sesenta, el desvío de fondos en los casinos era una práctica relativamente común, y Thomas demostró ser tan capaz y discreto en ella que no tardó en convertirse en gerente de casinos. Durante esta época, Sarno le presentó a Allen Dorfman, que visitaba Las Vegas como mínimo una vez al mes, al acecho de empresarios que precisaran préstamos del Sindicato para construir nuevos casinos.

Thomas y Dorfman entablaron una gran amistad, y en 1963, Dorfman invitó a Thomas a Chicago, a la fiesta que organizó cuando cumplió cuarenta años. Allí se reunieron unos trescientos invitados, la mayoría procedentes de Las Vegas, pero en el transcurso de ésta, Allen Dorfman se fijó como objetivo presentar a Thomas a Nick Civella. Tal como descubrió Thomas, Civella era uno de los beneficiarios del desvío del dinero, y al cabo de poco, Thomas ya se reunía en secreto con el jefe de la mafia cada vez que Civella acudía a la ciudad.

Frank Rosenthal puntualiza:

Vamos a aclarar eso del desvío de dinero. No hay ningún casino, al menos en este país, capaz de protegerse contra esta práctica. No existe ninguna garantía de seguridad. No puede evitarse el desvío de dinero del casino si el tipo que lo lleva a cabo conoce el paño. Por otro lado, existen dos tipos de desvío. A uno lo llamamos sangrar. Digamos que es el chocolate del loro. Tienes a un tipo encargado de la veintiuna. Se dedica a apartar unos trescientos, cuatrocientos dólares por noche. A eso se le llama sangrar a un casino. Para ello tan sólo se precisan dos personas: el encargado y el recadero, el chaval que lleva y trae las fichas de la caja a las mesas. Ahora bien, por lo que se refiere al desvío organizado, ya estamos hablando de algo sofisticadísimo. En mi época no se podía pensar en ello a menos que la corrupción se hubiera adueñado del casino. No es una cuestión de normas, reglas y criterios establecidos por el Departamento de Control y la Comisión, porque éstos no tenían ni idea de la historia. Un desvío organizado exige como mínimo tres personas. Al más alto nivel. Sin ello resulta imposible. No hay forma. Y si la hay, que alguien me la cuente, porque podrá patentarla.

Dennis Gomes, el jefe de la auditoría del Departamento de Control, un muchacho de veinticinco años, tuvo noticia, a partir de unos confidentes que trabajaban en el Stardust, de que en la contabilidad de las tragaperras sucedía algo. A Gomes siempre le había llamado la atención que Argent hubiera contratado a un personaje tan famoso como Jay Vandermark para llevar las operaciones de las tragaperras. Lo normal era que los casinos contrataran a timadores, técnicos electrónicos y estafadores de dados. ¿Quién mejor que un timador para pescar a otros de su pelaje bregados en el tema? Lo poco corriente, tal vez incluso temerario, era colocara un timador de primera como Jay Vandermark en un puesto de confianza y responsabilidad.

Gomes estaba seguro de que había desvío en las monedas en Argent. Pero precisaba ayuda. Como jefe de auditoría del Departamento tenía bajo su mando a una serie de contables que efectuaban el seguimiento rutinario de los pagos de impuestos y honorarios de los casinos. En su departamento, nadie buscaba siquiera segundos o terceros libros de contabilidad. Dennis Gomes no disponía de un auditor de investigación capaz de utilizarla propia contabilidad del casino para desenmascarar un fraude o algo peor. El Departamento de Control nunca se había planteado tal necesidad.

Gomes decidió cambiar aquello de raíz, y puso un anuncio en el California Law Journal. Tal como afirma él:

Lo hice y punto. Todavía hoy no sé por qué lo hice.

Dick Law, un gris contable jurado de veintiocho años, con el título de abogado, respondió al anuncio. Law, que en la universidad se había especializado en filosofía, pensó que aquel trabajo podía constituir un reto para él. Y lo consiguió.

Law y Gomes empezaron a rebuscar en los libros de contabilidad de las máquinas tragaperras y a recopilar y contrastar los datos y las listas de personas y puestos de trabajo de los nombres pertenecientes a destacadas figuras de la delincuencia organizada. Como precisa Gomes:

Todo lo que íbamos encontrando nos conducía a algo más.

Gomes y Law organizaron auditorías sin previo aviso en los casinos Argent. Descubrieron una serie de fraudes a pequeña escala: acuerdos entre dos, por medio de los cuales un empleado de las máquinas con acceso a la llave las trucaba para que otra persona, externa a la empresa, consiguiera los premios entrando tranquilamente al casino.

Luego, Gomes se dedicó al control de los bancos auxiliares de la planta del casino Stardust, comparando el número de juegos que indicaban las máquinas con los totales que registraban los auditores de Argent. Empezaron a surgir amplias diferencias. Quedaba claro que dichos bancos tenía como único objetivo evitar que el efectivo de la máquina tragaperras pasara a la sala de contabilidad y a la caja, donde podía ser controlada por personas ajenas al desvío. Las sospechas de Gomes y Law fueron en aumento cuando descubrieron que otros casinos de Argent, el Fremont y el Hacienda, mandaban sus ingresos procedentes de las máquinas al Stardust para su recuento, a pesar de que tenían sus propias salas de contabilidad.

El 18 de mayo de 1976, Gomes, Law y dos agentes del Departamento de Control del Juego se presentaron a la caja del Stardust y solicitaron los libros de contabilidad. Los empleados de la caja quedaron estupefactos. En palabras de Gomes:

Esperamos hasta las cinco, pues sabíamos que el departamento de control estaba fuera de la ciudad. Teníamos a unos chivatos dentro que nos habían contado que allí habían establecido un fondo especial y que despistaban dinero de las máquinas fuera del casino.

Cuando entramos preguntamos por el fondo especial. El jefe de turno palideció y dijo que no sabía nada sobre un «fondo especial». Llamó al responsable de las máquinas, que estaba en su casa. El responsable de las máquinas dijo también no saber nada sobre un fondo especial. Le cogí el auricular y dije:

– Oye, gilipollas, me importa un bledo como lo llaméis, lo que yo quiero comprobar es a dónde va el dinero que no pasa por la sala de contabilidad.

Nos fuimos luego hacia las dos taquillas de acero situadas al fondo de la cabina de cambio. Pedimos la llave, al cabo de un rato encontraron una, pero únicamente abría una de las taquillas. Estaba atestada de monedas. Parecía que nadie encontraba la otra llave. Por fin le dije al encargado de las máquinas que o me daba la llave o tendríamos que reventarla.

– A joderse -dijo él-. Reviéntala.

La reventamos, pues, y en su interior encontramos montones y montones de billetes de cien dólares. En la comprobación descubrimos que en los libros mayores no había ningún registro de monedas. Era todo líquido para el desvío y se mantenía allí hasta que las chicas del cambio lo convertían en papel en los bancos auxiliares.

Uno de los empleados del Fremont contó a Gomes que el técnico de balanzas de la empresa Toledo, que había abandonado dicha empresa para entrar a trabajar para Vandermark, poco después de la intervención había recibido una llamada de éste en el Stardust en la que le decía: «Límpialo todo. Han ido al Stardust».

Como consecuencia de ello fue desmantelado el banco auxiliar del Fremont y se almacenó su contenido en el sótano del hotel antes de que los cuatro hombres capitaneados por Gomes acabaran su trabajo en el Stardust y se dirigieran hacia el Fremont. Como afirma Gomes:

Mientras se desarrollaba la operación intentamos localizar a Jay Vandermark, quien estaba en el casino a nuestra llegada, pero al notar el primer indicio se escabulló a través de la cocina y fue a refugiarse a casa de Bobby Stella.

Vandermark pasó la noche en casa de Bobby Stella y a la mañana siguiente cogió un avión hacia Mazatlán, México, con un nombre falso. A quien preguntaba por él en el Stardust se le respondía que se había tomado unas semanas de vacaciones.

El registro del Stardust descubrió el principal desvío de monedas en la historia de Las Vegas y sumió el hotel en un profundo caos. Al principio, Glick calificó los cargos de desvío de dinero como sandeces y más tarde afirmó que había sido víctima de un «desfalco por parte de ex empleados». El Departamento de Control del Juego estuvo de acuerdo en ello: «No estamos hablando de desvío de dinero- afirmó uno de los miembros del Departamento-, ya que para ello tendríamos que haber demostrado la participación del personal de gestión. Estamos investigando la posibilidad de un desfalco.»

La palabra «desfalco» -en vez de «desvío»- costaba millones de dólares a Allen Glick: de haber decidido el Departamento de Control que quien gestionaba Argent había participado en el desvío se habría cancelado la licencia del casino.

El Departamento de Control emitió una citación para Vandermark, a pesar de que no existía la más remota posibilidad de que se presentara aquel hombre, que había salido con nombre falso y se ocultaba en algún lugar de México. En palabras de Dick Law:

Tras el registro, quedó claro que todo el mundo estaba al corriente de lo que se cocía en Argent, aunque nadie estaba dispuesto a hacer nada al respecto. Las investigaciones siguieron su curso. Intenté relacionar a Argent y a Glick con la mafia. Sabía que estaba allí. Había acumulado hasta el último cheque formalizado por la Saratoga Development Corporation a nombre de Glick. Tenía una pila de documentos que llegaba hasta el techo. Me parecía obvio que Glick estaba al corriente del desvío.

Pero, ¿qué hizo Glick? Mantuvo la pretensión de que no sabía nada del despiste del dinero, e incluso insistió en solicitar el dinero del seguro que cubría las pérdidas del desfalco. Creo que por fin hasta consiguió algo.

Entre tanto, el Departamento de Control iba exigiéndome el informe y yo le pasaba información en cuentagotas mientras intentaba establecer el vínculo entre la mafia y Argent. Sabía que existía. Sólo me faltaba demostrarlo.

Carl Thomas empezó a trabajar en el Stardust un par de meses antes de que Gomes y Law registraran el casino. Él mismo precisó más tarde:

Era un caos total.

Thomas descubrió, con gran asombro, que además de las cuentas de las máquinas de Vandermark, había un montón de desvíos distintos en marcha, de los que informó cumplidamente a Civella.

Me asombró lo que sucedía. Yo quería controlarlo todo estrictamente. Comenté a Nick que aquello era como sostener un cubo lleno de agua con veinte agujeros. Habían pagado por adelantado un contrato de publicidad de trescientos mil dólares: se paga por el anuncio antes de difundirlo. La comida y la bebida eran una tomadura de pelo. La correduría de apuestas de caballos y deportes, un terrible embrollo. Tuve la impresión de que tan sólo en apuestas hípicas y deportivas podían despistarse entre cuatrocientos mil y quinientos mil dólares al mes. Algunos recepcionistas aceptaban reservas y cuando la persona pagaba su cuenta en efectivo se metían el dinero en el bolsillo y destruían toda prueba que demostrara que aquella persona había estado allí.

Thomas habló también a Civella de las operaciones fraudulentas en la sala de espectáculos del casino, donde se robaba el efectivo correspondiente a unas seiscientas entradas cada noche, pues las localidades no constaban ni siquiera en el proyecto y plan de construcción del teatro. Thomas sugirió que se detuvieran todos los escapes de dinero, y Civella le dio la razón en todo, excepto en el tema de las localidades de los espectáculos. «Vamos a dejar la sala de fiestas en paz», le dijo Thomas. Pero éste sigue con la explicación:

Por lo que se refiere al desvío de dinero, yo pretendía sacar el efectivo de las cabinas, sólo el líquido, nada de comprobantes, nada de comida y bebida, nada de espectáculos; un solo movimiento: sacar el dinero de las cajas. Nick opinó que era una gran idea. Dijo que todo requiere su tiempo.

Luego pedí que viniera Allen Dorfman. Le dije que existía un gran problema y que dentro de poco se llevaría a cabo otra investigación de envergadura como la que se estaba desarrollando en cuanto a las tragaperras, que a veces no podía trabajar al tener a los agentes del FBI por todo el local, ya que venían a diario. La primera pregunta que formulé a Dorfman fue: «¿Cómo me había metido en aquel embrollo y cómo podía acabarlo yo?» Me respondió lo mismo, que el tiempo se ocuparía de ello.

Dorfman también me dio la razón en cuanto al método de desvío que yo proponía. Tal vez estuviera pasada de moda la utilización de cajas con efectivo, pero con ello no queda registrado nada. No hay que estampar ninguna firma. Tan sólo llevarse el líquido. Salir con él. No tiene nada que ver con firmar un contrato y sacar la astilla; yo nunca había hecho nada parecido. Además, con el dinero en la caja éste se puede controlar perfectamente. Se implica a dos personas y punto. Cada mesa tiene una caja. Se coloca en un contenedor de acero. Al final del turno, el guardia de seguridad introduce una llave en el contenedor de acero, saca la caja y la lleva a la sala de contabilidad. Las cajas permanecen allí hasta que al día siguiente aparece el equipo que cuenta el dinero. Si dispones de la llave, puedes sacar la caja, abrirla, coger el dinero y volver a cerrarla. No queda constancia de ello. Ningún comprobante.

Durante los seis meses en que Thomas dirigió los casinos Argent, consiguió colocar a sus hombres y establecer el desvío del dinero en el Fremont y el Hacienda pero jamás llegó a controlar el Stardust. Intentó despedir a algunos de los que había contratado El Zurdo pero éste se resistió a ello. Según El Zurdo:

Tony Spilotro fue el primero que me habló de que me iba a sustituir Carl Thomas. Intentaba ganar puntos con Allen Dorfman y precisaba mi voto. Yo no conocía mucho a Carl, y cuando pregunté a Tony el porqué me dijo:

– Es un favor que me haces.

No creo que Thomas estuviera lo suficientemente capacitado. Me daba la impresión de mucha tontería y pocos conocimientos. Pero Tony seguía presionando.

– Soy yo, Frank, Tony. ¿No lo entiendes? Para mí es importante. Soy tu colega, te pido un favor.

Así que utilicé los medios que tenía a mi alcance y Carl me sustituyó.

De todas formas, una de las condiciones que impuse antes de que tomara el relevo fue que al llegar allí no empezara a despedir a mi gente. Aquello me afectaba. Quería proteger el puesto de trabajo de las personas que a mí me parecían bien, las que yo consideraba trabajadores leales, honrados y fieles a la empresa. Y en esa condición estuvieron de acuerdo tanto Spilotro como Dorfman. Incluso hablé de ello con Dorfman. Conocía a Dorfman bastante bien. Al final, me sentí tranquilo con Carl en el puesto.

Ahora bien, un día, a las diez en punto de la noche, cuando había abandonado el edificio, recibo una llamada de Bobby Stella. Me llama a casa y me dice:

– Oye, el menda tiene a punto doce rescisiones de contrato.

– ¿Y qué? -respondí.

No capté el asunto y la verdad es que Bobby no habla muy claro.

– Vamos, Bobby, suéltalo -dije.

– Bueno… -empieza- El caso es que quiere deshacerse de fulano, mengano, zutano…

– ¿Cómo? -dije.

Y siguió con una lista en la que estaba la mejor gente, mis hombres clave.

Evidentemente el nombre de Bobby no estaba en la lista. Era intocable. Pero me fue recitando los otros nombres.

– ¡Copón bendito, Bobby! ¿Estás seguro de lo que dices? -exclamé.

Respondió que estaba seguro de ello.

– De acuerdo -dije.

Y me puse en contacto con el que te dije, con Tony. Y lo puse a caldo. No digo más. Nos encontramos en un aparcamiento con cabinas telefónicas cerca de una tienda de comidas preparadas. Recuerdo que eran las diez y media cuando apareció.

– ¿Qué cojones pasa, Tony? -le dije-. Me diste tu palabra. El tipo despide a Art Garelli, a Gene Cimorelli, a éste y al otro. No sabe por dónde anda. ¿Abandono un día y ya tienen que armármela?

Tony se había sonrojado, se sentía violento.

– Oye, Tony, llama a Carl Thomas -le dije.

Coge el teléfono allí mismo. Yo, a la escucha. Ya eran casi las once de la noche, pues los de la tienda estaban cerrando.

– Tengo que verte -dijo Tony a Carl-. Ahora mismo.

– De acuerdo -respondió Carl, y Tony le dio las señas de donde estábamos.

Al cabo de diez minutos, Carl aparca y se mete en nuestro coche. Aquel Tony era un diplomático redomado. Yo no abrí la boca.

– Escúchame bien, mamón -le dijo Tony. Era así de diplomático-. ¿Es que te has vuelto loco, mamón?

– ¿Qué ocurre, Tony? ¿Algún problema? -va diciendo Carl.

– Tú no despides a nadie, hijoputa -dice Tony-. ¿Me has oído?

– Un momento, Tony -responde Carl-. Estás echando la bronca a quien no corresponde.

– ¿Pero qué dices? -exclama Tony.

– Pues que aquí hay un malentendido -dice Carl-. Me ordenaron que me mostrara respetuoso al máximo con Frank, independientemente de lo que me pidiera, siempre que me encontrara con él. Cualquier cosa en cualquier momento. También se me dijo que hiciera lo que quisiera, que llevara mi propia gente.

– ¿Quién dice eso? -pregunta Tony.

– Lo dice Dorfman -responde Carl.

Me di cuenta de que Tony se había sobresaltado.

– Me importa un cojón lo que te haya dicho Dorfman -le dijo Tony-. Ya lo arreglaré con él. Pero tú no toques a nadie, ¡leche! Y ahora, lárgate de una puta vez.

Conseguimos un aplazamiento de resolución y mi gente siguió en su puesto de trabajo.

Como cuenta Thomas:

Durante los meses que estuve allí, Glick estuvo casi siempre ausente, unos cuantos viajes a Europa. Disponía de un jet y solía marcharse el domingo por la noche y… el martes por la mañana estaba de vuelta. No recuerdo un período de tiempo en el que pasara dos semanas seguidas allí.

Cuando yo estaba, discutía con Glick a cuenta de Rosenthal. Era uno de sus temas preferidos cuando cenábamos juntos. Él y Rosenthal no congeniaban. No hablábamos del desvío de dinero. En cuanto a este tema, no ejercía ningún tipo de control. Jamás lo mencionaba y de haberlo hecho él, yo habría cortado.

Al cabo de un tiempo, intenté hablarle de contratos y despidos, porque yo no podía resolver nada, no podía tocar a nadie. Sus reacciones fueron primero el desconcierto y luego la indiferencia. Se limitó a no hacer nada al respecto. Entonces empecé a comprender que Rosenthal llevaba las riendas.

Después de mes o mes y medio de portazos, una noche recibí una llamada de Frank Rosenthal. Nos citamos y le dije que tenía intención de limpiar el Stardust, de poner a trabajar a mi gente.

Me respondió que volviera a ver a quien había hablado conmigo y que aclaráramos las cosas. Dijo que sin duda alguna yo no tenía todos los datos. Se mostró ofensivo, por no decir otra cosa. Le afectaba muchísimo que yo intentara despedir a la gente que él había tenido allí y que quisiera dirigir algo. Estaba muy enojado y parecía que estaba hablando de su casa… La entrevista duró cuarenta minutos y yo tuve pocas respuestas. Estaba bastante disgustado. Más tarde, cuando Dorfman vino a Las Vegas a pasar tres o cuatro días, le pregunté qué sucedía y me respondió:

– No te preocupes. Todo funcionará. Se preparan cosas. Tú sigue el camino que has trazado y si sacas dinero se lo entregas a Rosenthal.

Le expresé mis reservas en cuanto a pasar dinero a Rosenthal pero Dorfman nunca se tomaba nada demasiado en serio.

– No te preocupes por ello -dijo-. A su debido tiempo funcionará.

El Zurdo siempre negó haber tenido nada que ver con el desvío de dinero, y nunca se le acusó de desviar dinero en un casino.

El debido tiempo no llegó jamás. El 2 de diciembre de 1976 todo cambió de nuevo: se produjo una de las remotas posibilidades de Rosenthal. El juez del tribunal del distrito de Las Vegas, Joseph Pavlikowski ordenó a Argent contratar de nuevo a Rosenthal.

Tras tres días de vistas, Pavlikowski decidió que había que rehabilitar a El Zurdo porque en las vistas de la Comisión del Juego no se le habían reconocido todos sus derechos. El Zurdo, el ex pronosticador, no mencionó a la prensa que el juez Pavlikowski era el hombre que les había casado a él y a Geri en el Caesar's Palace en 1969 ni que cuando se casó la hija de Pavlikowski en una de las salas principales del Stardust unos años antes, la boda le había salido a mitad de precio. Según el Las Vegas Sun, Pavlikowski rechazó cualquier implicación de conducta delictiva.

La sentencia de Pavlikowski constituyó un golpe para la legislación estatal en el tema de las licencias y cogió por sorpresa a las autoridades estatales en el campo del juego y a sus aliados políticos. Peter Echeverría, presidente de la Comisión del Juego, prometió recurrir contra la sentencia; afirmó que aceptarla significaría que el estado cedía en su empeño de mantener la delincuencia fuera de los casinos.

A la mañana siguiente del fallo del tribunal, Rosenthal El Zurdo volvió al hotel Stardust y dijo a Thomas que sacara sus pertenencias del gran despacho inmediatamente; de lo contrario al día siguiente las encontraría en la calle.

El desvío de dinero en Argent por parte de Carl Thomas acabó el día en que volvió Rosenthal. Harry McBride, uno del equipo de Thomas que trabajó como jefe de seguridad de Argent, declaró más tarde:

Hablé con Rosenthal. Nos sentamos en el comedor y me dijo:

– La verdad es que aquí se puede hacer mucho dinero, pero… no creo que seas tú quien se aproveche de ello.

Después de aquello, el señor Rosenthal y yo tuvimos muy pocas conversaciones.

16

«Permítame que le haga una pregunta. ¿Hablamos de Minnesota o de Fats?»

Rosenthal era peor que una lapa. El 4 de febrero de 1977, tan sólo dos meses después de que Rosenthal volviera y reclamara su despacho a Carl Thomas, el Tribunal Supremo revocó la sentencia de Pavlikowski, pero El Zurdo no se movió. El Tribunal determinó que no existían «derechos constitucionalmente protegidos» en casos que tuvieran que ver con licencias de juego y que «el juego no conlleva los mismos derechos que otras ocupaciones». También decía que si Rosenthal quería permanecer en tal puesto de trabajo, tendría que solicitar la licencia como empleado clave. Rosenthal estaba preparado para ello: dimitió como jefe del casino e inmediatamente Glick le nombró director de restauración y cafetería de Argent. Dicho puesto implicaba un salario de 35.000 dólares al año, 5.000 menos del que la Comisión de Juego consideraba el mínimo para los empleados clave, es decir, 40.000 dólares.

Rosenthal abordó entonces de lleno la campaña para conseguir la licencia. Lo que había empezado un año antes como un simple litigio en cuanto al derecho a conseguir un permiso de juego, pasó a convertirse en una batalla a gran escala entre El Zurdo y los jerarcas con poder político para otorgar licencias del estado. Si Rosenthal triunfaba desafiando las leyes del juego de Nevada, podía poner en cuestión el derecho del estado a conceder licencias en el campo del juego a cualquier persona. Él y Oscar Goodman acudieron a un tribunal federal alegando que se le había negado el derecho constitucional a un proceso justo; juró llegar hasta el Tribunal Supremo si era necesario. Se fue a Florida a intentar solucionar sus problemas legales en este estado y en Carolina del Norte pues en ambos casos se pedía su presencia. Contrató a Erwin Griswold, ex decano de la Facultad de derecho de Harvard y procurador general del estado, para que lo representara en el tribunal federal de distrito.

Al cabo del tiempo, Rosenthal y Oscar Goodman acumularon más de trescientas páginas de resoluciones, así como gráficos, esquemas y dos folletos: «Campañas de los organismos de control del juego para negar el derecho de Frank Rosenthal a ejercer su oficio» y el biográfico, «Toda una vida apostando, pronosticando y calculando probabilidades».

Se pidió a uno de los jueces que leyera los seis volúmenes de resoluciones antes de emitir un fallo y se negó rotundamente a hacerlo. «Ni puedo leer todo esto como tampoco puedo leer los tres catálogos de Sears ni el Antiguo y el Nuevo Testamento», dijo el juez Carl Christensen.

Rosenthal ya no era únicamente una persona irritante y amante de pleitos. Se había convertido en peligroso. Estaba en todas partes. Al igual que muchos de los que llegan a la vida pública armando ruido -como Donald Trump y George Steinbremer, para poner dos ejemplos-, empezó a ansiar estar en el candelero. Consideraba que su cambio de cargo podía ayudarle a sortear sus problemas con la licencia. El director de espectáculos del Tropicana, Joe Agosto, tenía unas responsabilidades completamente alejadas del mundo del espectáculo: era el encargado del desvío del dinero del casino. Agosto, conocido socio de Nick Civella, había estado en la cárcel, pero el título de director de espectáculos le servía de escudo para no tener que sacarse la licencia de hombre clave.

Pero en caso de que se acusara a Rosenthal de que su puesto constituyera una tapadera de lo que realmente tenía entre manos -dirigir el casino, como siempre-, El Zurdo se volcó en su nueva ocupación. Anunció que presentaría un programa de variedades para promocionar el Stardust y, evidentemente, sus restaurantes y cafeterías. Empezó a escribir asimismo una columna en Las Vegas Sun.

De una columna de Frank Rosenthal:

La liberación de la mujer… Se me ha ocurrido ir a dar una vuelta al Country Club de Las Vegas y comer allí con el vicepresidente ejecutivo de Argent, Bob Stella. Buscando un cambio de aires y, por qué no, alguna historia. Me llaman inmediatamente la atención las damas de Las Vegas… Phyliss La Forte (muy pendiente del estilo, originaria de Nueva York, ojos biónicos para detectar líneas esbeltas y curvas de aúpa… una joven muy elegante tanto con su equipo de tenis como sin él)… Sandy Tueller (la esposa del doctor), una mujer inmensamente bella, tenis subido, muy auténtica, también chic… Barbara Greenspun (el summum de la moda). La mujer del editor es un genuino «bombón» (sabor a perfección). Conjunto pantalón, vestidos caros, blusas, y lo que cuelga, un plato de la moda de Nueva York. Enorme ropero. Barbara Greenspun podría ser perfectamente una de las mujeres mejor vestidas de costa a costa. Mi ojo profesional (mi esposa Geri está de acuerdo en ello) y no se hable más. Al resto de damas del club, mis disculpas. Mi ojo profesional (Geri) advierte que no se os ve, y a mí se me acaba el espacio.

Del show de Frank Rosenthal:

Pam Peyton: Señor Rosenthal, esta semana tengo también unas cartas para el consultorio.

Frank Rosenthal: Muy bien, estoy a punto… a punto para lo que se le ofrezca.

Pam Peyton: No hace falta. No hace ninguna falta.

Frank Rosenthal: Estoy a punto, Pam.

Pam Peyton: Perfecto. La semana pasada resolvió usted muy bien las consultas, todo hay que decirlo.

Frank Rosenthal: Estoy a punto para lo que usted mande.

Pam Peyton: Pues adelante, aquí tenemos una que da en el clavo.

Frank Rosenthal: Vamos para allá.

Pam Peyton: Dice así. «Apreciado señor Rosenthal: Tengo la sensación de que usted y los jugadores han enterrado el hacha y se les ve una actitud mucho más pasiva y satisfecha. ¿He captado bien la situación?» J. M., Las Vegas, Nevada.

Frank Rosenthal: Los jugadores no entierran el hacha. Enterrar el hacha implicaría disponerse a una emboscada. Lo que hay que hacer es levantarse y ser consciente de su situación. Son hombres entregados al plan de expulsarme y mandarme a Chicago. Y dudo mucho que lo consigan.

Pam Peyton: ¿Y Timbuktu?

Frank Rosenthal: Vamos a quedarnos aquí con ellos, y cuando entierren el hacha, yo haré lo mismo. Aunque no veo que sea algo inminente.

Pam Peyton: Realmente se lo han puesto muy difícil.

Frank Rosenthal: Sí, son duros. Pero, ¿qué más da? Nosotros estamos aquí. Aquí estamos.

Pam Peyton: La vida sigue, ¿verdad?

Frank Rosenthal: Nosotros estamos aquí.

Pam Peyton: Aquí tengo una pregunta clave. La verdad es que ésta me encanta… «Apreciado señor Rosenthal: Tal vez le parecerá a usted una pregunta absurda». Debo añadir que no es una pregunta concisa. «Me pregunto si un muchacho que no lleva en Las Vegas ni tres meses es capaz de encontrar a una mujer guapa y atractiva frecuentando el Jubilation. Parece que usted se encuentra como pez en el agua en este ambiente, sobre todo en el Jubilation. He conocido a gente que afirma que usted conoce a todas las chicas guapas de la ciudad. ¿Podría usted ofrecer a un solitario recién llegado a la ciudad algún consejo, ya sea respondiendo a mi carta o durante el programa? Se lo agradecería muchísimo. Y también se lo agradecerían otros solteros amigos míos que están en el mismo barco. No puede decirse que yo sea un remilgado, tengo buen aspecto y deseo establecerme en Las Vegas. Pero, Frank, las mujeres de esta ciudad, por mi corta experiencia, afirmaría que son difíciles de abordar.» Él es R. L. de Las Vegas, Nevada.

Frank Rosenthal: Esto casi parecería una autobiografía… Pues, ahora en serio…

Pam Peyton: ¿Quiere que se la repita?

Frank Rosenthal: No… Conozco a la mayor parte de encantadoras coristas de Las Vegas. He tenido la suerte de ser director de espectáculos en el hotel Stardust. Y evidentemente uno allí tiene el placer de conocer a muchas señoras atractivas como usted misma. Claro que, Pam, yo estoy casado, y el muchacho que escribe la carta… la verdad, ¿qué voy a decirle? Puede pasar por el Jubilation y echar un vistazo, esta noche están todas allí.

Pam Peyton: Pero si hay un montón de chicas atractivas aquí. Este chico está loco. Tal vez no se haya molestado en dirigir la palabra a ninguna de ellas…

Frank Rosenthal: Puede que sea un solitario, pero no se sentirá así en el Jubilation. Seguro.

Pam Peyton: Es cierto. Y vamos a por otra carta. «Apreciado señor Rosenthal: ¿La salida de Claire Haycock y de Walter Cox de la Comisión del Juego tendrá algún efecto sobre su situación en cuanto a la licencia o su estrategia legal?» La pregunta es de J. B., Las Vegas, Nevada.

Frank Rosenthal: No, no creo, Pam. Tengo la impresión de que la Comisión del Juego está a tope… digamos que está colapsada.

Pam Peyton: Es algo como que el mundo da muchas vueltas.

Frank Rosenthal: Exactamente. Y antes de pasar a la siguiente, vamos a hacer una pausa para los anuncios. Volveremos con el excelente dúo, Sharon Tagano y David Wright.

El show de Frank Rosenthal empezó en abril de 1977 y a partir de entonces se emitió de forma irregular durante dos años los sábados a las once de la noche. En una ocasión, el crítico de televisión Jim Seagrave del Valley Times escribió a propósito de tal imprevisible irregularidad refiriéndose al programa como ¿Dónde está Frank?, pero Seagrave fue pescado enseguida: «Algo tendrá Frank Rosenthal que mueve a sus invitados a decir la verdad», escribió tras el debut del programa. «Tal vez sean esos ojos fríos, pequeñitos, hipnóticos y penetrantes. O quizá sea su forma de hablar pausada, cuidadosa y comedida, como la del juez que dicta sentencia. Por encima de todo está su porte global, que irradia la austeridad del maestro de escuela, la intolerancia ante la frivolidad.»

Los primeros invitados de Rosenthal fueron Allen Glick y los hermanos Doumani, accionistas de cuatro hoteles de Las Vegas. Fred Doumani afirmó a Rosenthal que Nevada se estaba convirtiendo en un estado policial, opinión que recogieron disciplinadamente los periódicos del lunes. Por regla general, durante el programa se hacían una serie de desconexiones para los múltiples hoteles y clubs nocturnos de Argent, así como los espectáculos del Lido Show; entrevistas con los pronosticadores Joey Boston y Marty Kane sobre los partidos de la semana siguiente, invitados promesa como Jill St. John y O.J. Simpson; y la ocasional aparición de alguna consagrada superestrella como Frank Sinatra. Rosenthal introducía a cada uno de sus invitados con el peculiar estilo popularizado por el igualmente sin par presentador Ed Sullivan: las mujeres eran «encantadoras», los grupos, «buenísimos», las bailarinas no solamente «buenísimas» sino «de alta escuela» y «muy ágiles, muy guapas y de largas piernas», los que actuaban en el Stardust tenían «un inmenso talento». Era un espectáculo de aficionados y del estilo hágaselo usted mismo, pero tenía algo que enganchaba al público, por lo que no tardó en convertirse en el show punta, cuando se emitía.

Frank Rosenthal: Permítame que le haga una pregunta.

Minnesota Fats: Adelante.

Frank Rosenthal: ¿Hablamos de Minnesota o de Fats?

Minnesota Fats: Yo nací y pasé mi infancia en Nueva York, y vivo en Illinois, pero al director de El buscavidas le gustó Minnesota Fats. Dijo que era un nombre más distinguido. Y eso le parecía más taquillero. Y escribieron un gran artículo en Illinois, donde vivo. Me casé con una Miss América de Illinois. Llevo cuarenta y tantos años por allí. Por ello el estado de Illinois escribió un gran artículo sobre este nombre tan ilustre. La cosa va por ahí.

Frank Rosenthal: Si tuviera que empezar de nuevo, ¿cómo lo haría?

Minnesota Fats: Si tuviera que empezar de nuevo, no se me ocurriría otra forma. Me paseo por las salas de billar y los bares desde que tenía dos años. Que yo recuerde, en mi vida no ha habido ni un día malo.

Risas. Aplausos.

Minnesota Fats: He estado con los seres más maravillosos que hay en el mundo. Viajé en limusina cuando los millonarios se tiraban por las ventanas. En 1930, podías pescar a los millonarios con una red. Con una red, en Broadway.

Frank Rosenthal: Lo que más me gusta es que su estrellato en los billares le reportó fantásticos idilios.

Minnesota Fats: ¿Idilios? He vivido los mejores del mundo. Jane Russell fue una de mis novias.

Frank Rosenthal: ¿De verdad?

Minnesota Fats: Mucho antes de que conociera a Howard Hughes.

Frank Rosenthal: ¡No me diga!

Minnesota Fats: Mae West sigue mandándome tarjetas de felicitación en Navidad. Y Hope Hampton se cuenta entre mis amistades. Femeninas, por supuesto. En 1890 ejecutaba la danza del vientre. Y Fatima. Fatima bailó para mí en el palacio del sultán de Estambul y más tarde en El Cairo, Egipto, en el hotel Shepheard's. La verdad es que he tenido una vida bastante agradable. He estado en todas partes. El año pasado estuve un par de veces en el Polo Norte. Para Sports Illustrated. En un espectáculo para un grupo de científicos de elite. Veintisiete grados bajo cero. Y yo con mi traje de verano. Los mamones aquellos llevaban pieles de oso encima… Un tipo tuvo que llevarme a cincuenta kilómetros en un trineo arrastrado por perros. Fui incapaz de levantar el abrigo que llevaba él. Y yo con un traje de seda. Jamás había pasado frío en mi vida.

Frank Rosenthal: ¿Y a dónde nos lleva todo esto? ¡Válgame Dios!

Aplausos.

El Zurdo se había convertido en una estrella. Y Geri se sentía cada vez más desatendida. En palabras de Mike Simon, ex agente del FBI:

Se colocaba, se marchaba unos días y El Zurdo se inquietaba por su paradero. Volvía a casa y él la acusaba de haber estado con Lenny Marmor. Ella lo negaba. Aquello constituía la base de su relación: la acusación y la negación.

Según El Zurdo, Lenny sólo tenía que chasquear los dedos y ella acudía corriendo.

Llegó un momento en que El Zurdo se irritó tanto con lo de Geri y Lenny que se ligó con una joven que era amiga de Marmor. Aunque cueste creerlo, la chica se llamaba Meñique.

Tal como confesó El Zurdo:

La muchacha tenía veinte o veintiún años y yo la perseguí para intentar humillar a Lenny Marmor. Era la preferida de Marmor. Le dije a Geri: «Voy a demostrarte como traigo a la bruja aquí». Y eso hice. La hice venir a Las Vegas. Luego la vi en California.

Quería iniciar una historia de amor. Supongo que era una tontería en aquella época. La chica era maravillosa. Pero cuando la llamé desde el hotel en Los Ángeles, lo primero que me dijo fue: «Tienes que mandarme uno de mil». Pues claro. Eso hice. Y luego, naturalmente, después de un par de citas, pretendía doses y treses.

Le hablé de Lenny. Al principio, pensaba que la tenía en el bolsillo, pero no. Me tomaba el pelo. Grababa o memorizaba cada una de mis palabras y se las repetía a Marmor. Parece increíble, pero el tipo sabía cómo manejar determinado tipo de chicas. De verdad. La tenía en el bote.

Rosenthal llegó a un punto en que se sintió tan frustrado con que su mujer siguiera atada a Marmor que le dijo que éste había sido asesinado. Él mismo cuenta:

Geri se puso como loca. Le entró el pánico. Echó a correr hacia el teléfono y llamó a Robin.

– ¿Dónde está tu padre? -chilló a través del auricular-. ¡Tienes que buscar a tu padre! ¡Tienes que encontrarlo! Luego se sentó y esperó casi una hora a que llamara Robin. Yo no dije esta boca es mía.

Cuando llamó Robin, le dijo que él estaba bien. Geri se volvió hacia mí:

– Eres un hijo de puta -me dijo-. ¿Por qué lo has hecho?

– Nunca se sabe -respondí.

Pero lo había hecho para poder comprobar con mis propios ojos que seguía pendiente de él y no de mí. Seguía en su corazón.

A finales de 1976, Geri volvió a establecer contacto con su antiguo amante Johnny Hicks. Hicks trabajaba como jefe de sala en el casino Horseshoe y vivía de manera holgada en una urbanización situada al otro lado de la calle donde Rosenthal tenía la residencia. «Geri siempre lo perseguía», decía Beecher Avants, jefe de homicidios del Departamento de Policía de Las Vegas.

Una tarde, al abandonar Hicks su piso, recibió cinco disparos en la cabeza. Steven Rosenthal, el hijo de ocho años de Geri y El Zurdo, se encontró inesperadamente con los hechos cuando iba hacia su casa y dijo a su madre y a su padre que fuera había pasado algo. Geri y Steven salieron a ver qué hacían los coches de policía en aquella calle normalmente tan tranquila y se encontraron con que habían disparado contra Hicks. Según Beecher Avants:

Intentamos hablar con Geri pero nos respondió: «Que os den por culo. Yo no hablo con vosotros.

El Zurdo dijo:

Volvió a casa hecha una furia. En el fondo, pensó que yo tenía algo que ver con aquello. Era una locura. Pero ella siempre tuvo el presentimiento de que yo lo había matado.

Rosenthal El Zurdo no tenía la cabeza en sus problemas domésticos. Tenía cuatro casinos que dirigir y encima fingir que ni siquiera los tocaba. Un programa de televisión, que cuando llevaba tan sólo unos meses en antena ya había alcanzado tanto éxito que Rosenthal decidió trasladarlo del estudio de televisión que había estado utilizado al propio hotel Stardust. «Por primera vez en la historia de Las Vegas -afirmó un crítico de televisión de la prensa-, un programa de televisión de emisión regular se emitirá en directo desde un casino.» El programa, a decir verdad, no tenía una emisión regular, pues durante los primeros cinco meses se había emitido tan sólo cinco veces, pero el anuncio prometía muchísimo: Frank Sinatra iba a ser entrevistado en el primero de estos directos. Aparecerían asimismo Jill St. John y Robert Conrad. Se construyó un estudio especial en el Stardust y el 27 de agosto de 1977 mil personas acudieron a presenciar el programa que se iba a grabar a las siete y media de la tarde. Se entusiasmaron cuando Sinatra expuso su opinión sobre un tema que tenía un interés fuera de lo corriente: cargarse a la NCAA por someter a dos años de prueba al equipo de baloncesto de la Universidad de Las Vegas.

A las once de la noche, la audiencia conectó el televisor al canal de la KSHO para ver el programa y lo que surgió en sus pantallas fue un personaje de dibujos animados que sostenía un cartel en el que podía leerse un momento por favor. El momento se convirtió en minuto y luego en más de una hora. El equipo de grabación de la emisora se había averiado. Unas horas más tarde, la emisora prosiguió su programación con La caída del Imperio Romano «No sabemos exactamente lo que ha sucedido -afirmó Red Gilson, director general del Canal 13-. Es algo que ocurre una vez entre un millón. Resulta prácticamente imposible que se averíen dos equipos de grabación al mismo tiempo.»

De nuevo, Frank Rosenthal figuraba en las primeras páginas de los periódicos de Las Vegas; y al día siguiente volvió a aparecer con su demanda a la emisora por unos daños calculados en 10.000 dólares, afirmando que la avería había perjudicado terriblemente la fama del Show de Frank Rosenthal. Él mismo y su equipo estuvieron unos días armando jaleo y amenazando con pasar el programa a otra emisora; uno de los críticos de televisión llegó a hablar incluso de sabotaje. Ahora bien, como no picó otra cadena, el programa lo reemprendió el Canal 13, convirtiéndose en una curiosidad local rara y sorprendente, la cual pareció afianzar a Rosenthal de forma permanente.

Mientras tanto, seguían librándose las aparentemente eternas batallas legales entre El Zurdo y la Comisión del Juego. El Tribunal de los EE. UU. decidió no revisar su caso y las autoridades pertinentes exigieron de nuevo a Glick que le despidiera de su cargo como director de restauración y cafetería y le negara la utilización del Stardust para su programa de televisión. El Zurdo y Oscar Goodman buscaron inmediatamente una orden de amparo en el tribunal federal, y el 3 de enero de 1978 El Zurdo recibió un regalo navideño con demora. Carl Christensen, juez del distrito federal, afirmó que si bien la Comisión del Juego podía impedir que El Zurdo consiguiera su licencia, no podía impedirle que trabajara en el Stardust en un cargo no vinculado al juego.

A partir de ahí, Glick contrató rápidamente a El Zurdo como director de espectáculos del Stardust, un cargo considerado de siempre lo suficientemente alejado del funcionamiento del casino que a menudo se había utilizado como refugio para los que tenían problemas con la licencia, como era el caso de Joe Agosto en el Tropicana.

Murray Ehrenberg, que siguió siendo el gerente de Rosenthal en el casino, afirma:

En todo el estado, nadie se tragó aquello, y por ello a partir de entonces el casino se llenó de agentes que vigilaban a Frank, a mí y a todos cada noche intentando pescarlo ejerciendo de jefe. Pero a Frank no le hacía falta hacer las cosas de cara a la galería. Hablábamos más tarde sobre esto o aquello. Mientras nos tomábamos un bocadillo, podíamos solucionar la cuestión del crédito a un cliente, por ejemplo. Mientras veíamos su programa, nos podía decir a quién teníamos que contratar o despedir. A él, ¿qué más le daba? Era el jefe.

La fama de Rosenthal irritaba tanto a sus amistades en el mundo del hampa como a sus enemigos, que pretendían aplicar la ley. Joe Agosto, el director de espectáculos del Tropicana, quien en realidad supervisaba el desvío del dinero de dicho casino, acudió a su jefe, Nick Civella, para quejarse de Rosenthal El Zurdo; le preocupaba que la pasión por la publicidad de éste pudiera afectarle a él de rebote y que acabaran los dos fuera de los casinos. En una ocasión, Agosto llamó por teléfono a Carl DeLuna, el capo que estaba por debajo de la dinastía de los Civella; el FBI estaba a la escucha.

Agosto: Esto ya nadie puede controlarlo. El tipo (Rosenthal) es un asesino, tiene instintos asesinos y va a arrastrarnos a todos por el fango. A mí me preocupa. No quiero que la mierda se desborde, que acabe resultando imposible vivir en esta ciudad. Ha empezado con mal pie y alguien… tendrá que decirle a ese mamón dónde está el límite. Me refiero a que si él mismo se ha suicidado, tendría que aceptar el jodido trato, eso es, y no poner en peligro el puesto de media docena de tíos que dan el callo.

DeLuna: Ajá.

Agosto: ¿Me explico o qué?

DeLuna: Ajá.

Agosto: O sea, las cosas se están desmadrando. Es que si yo fuera un forastero, si no conociera a los amigos del fulano, si lo único que me preocupara fuera el ande yo caliente… no sé si me explico…

DeLuna: Ajá.

Agosto: Me tomaría la justicia por mi mano, sin pedir permiso a nadie, ¿me explico? Eso si no supiera de qué va el rollo…

DeLuna: ¿De qué tienes miedo, Joe?

Agosto: Me mosquea que el cabrón ése no pueda pagar las consecuencias de sus actos. Ya está amenazando… Me refiero a que me tiene frito… Y sé que hay señales de stop, determinadas limitaciones para cuando el fango puede salpicar a todo el mundo… Me da pánico que las salpicaduras nos dejen a todos calados. Qué duda cabe de que esto es lo que va a suceder. Lo mejor que podemos esperar es que no lo procesen, pero es indiscutible que lo van a echar de ahí cagando leches, y si él mismo no se da cuenta, será que el mamón está más ciego que un topo.

17

«Fíjate en el mamón ése. Ni siquiera saluda.»

A Tony Spilotro cada día le costaba más digerir la fama de El Zurdo. Tenía que verlo por televisión. Le tocaba verle entrar en el Jubilation con su séquito de coristas, abogados y corredores de apuestas, todos lamiéndole el culo. Según el propio Rosenthal:

La gente se mataba por conseguirme una mesa, y creo que Tony estaba resentido porque yo me movía con más libertad que él.

En palabras de Frank Cullotta:

Tony le tenía inquina a El Zurdo porque él se consideraba el auténtico jefe de Las Vegas, y ahí estaba El Zurdo paseándose tranquilamente mientras todos se inclinaban a su paso como si fuera el mandamás de la ciudad. Una noche estaba yo con Tony en el Jubilation cuando apareció El Zurdo. Cuando íbamos los dos al club, el jefe siempre nos buscaba una mesa. Jamás colocaba a nadie ahí cerca pues nosotros no queríamos a nadie a la escucha. Incluso cuando el local estaba abarrotado, a nuestro alrededor no había más que los manteles blancos.

Y aquella noche hace su aparición El Zurdo con todos sus acólitos del programa de televisión. Entre ellos hay un par de bailarinas a las que ha echado el ojo, están también Oscar y Joey Boston y el resto de sus lameculos.

Tony se fija en que El Zurdo entra por la puerta y todo el mundo se levanta para estrecharle la mano. Además, que a El Zurdo le encanta. Tony se limita a observar. Se va mosqueando, sobre todo al ver que El Zurdo ni siquiera le hace un gesto con la cabeza en señal de respeto. Es como si le estuviera diciendo: «Aquí mando yo y te jodes».

Yo no sé si eso es lo que piensa El Zurdo. Lo que digo es cómo se lo está tomando Tony. Una noche me dice:

– Fíjate en el mamón ése. Ni siquiera saluda.

– ¿Cómo coño te va a saludar? -le respondo-. Si se supone que ni siquiera está en el mismo local que tú.

Tony me dice que ya lo sabe, pero que hay formas y formas de saludar y de no saludar.

Tony empezaba a intuir que El Zurdo se estaba descontrolando. Que el programa de televisión y lo demás le había subido a la cabeza. Que su ego adquiría unas dimensiones extraordinarias y que todo se desmandaba. Dijo que El Zurdo estaba tan ido que la otra noche, cuando él se estaba tomando unas copas, Joey Cusumano, el amigo de Tony, estaba en la mesa de El Zurdo y éste había comentado: «Soy el judío más importante de América», refiriéndose al judío más importante de la mafia.

Joey le respondió: «Ah, claro, Frank, no sabía que Lansky había muerto». A Tony le encantaba la historia. Se la contó a todo el mundo. Joey le había dado donde más le dolía.

Rosenthal se quejaba de que:

Cada vez que se mencionaba a Tony en los periódicos, mi nombre salía en el párrafo siguiente. Les había repetido mil veces que a pesar de que me unía una larga relación de amistad con Spilotro, no tenía ningún negocio con él, pero los periodistas siempre nos relacionaban. No había nada que hacer. Estoy seguro de que de no haberme vinculado tanto ellos a Tony no habría tenido tantos problemas con la licencia.

La verdad es que -y estoy seguro de ello- en el mundo del hampa Tony tenía un peso ínfimo. Lo que la gente pensaba no se ajustaba a la realidad. Todo Nevada -Moe Dalitz, hasta mi propia esposa, ¡por el amor de Dios!- creía que Tony era el jefe de Las Vegas. Pero en realidad no era así. Empezó a creer que él era su propio relaciones públicas.

Pero no todo el mundo coincidía con él. Muchos aparecían con todo tipo de propuestas diciendo que venían de Tony. La mayoría ni siquiera conocía a Tony. Muchas veces las propuestas eran un mal negocio y eran desechadas.

En gran número de ocasiones se habían negado cosas a los miembros de su familia por el simple hecho de la fama de éste, y aquello había minado su moral. Una vez, su propio hermano solicitó un puesto de trabajo en un casino. Era una persona capaz para ello, todo hay que decirlo. Sensata. Pero en cuarenta y ocho horas lo echaron a la calle, por culpa de su apellido. El propietario del casino no quiso enfrentarse a la vigilancia que sabía que iba a establecer el Departamento de Control. A Tony le cogió un ataque. Se dispuso a montarle un gran cirio al propietario del casino. Le dije que se tomara un Valium y se fuera a casa.

Según Cullotta:

Eran malos tiempos para Tony. Cogía tales rabietas que se liaba a puñetazos con todo el mundo. En una ocasión, un periodista contó unas historias sobre él en el periódico y se le atragantaron:

– Voy a matar al menda ése -me dice.

Le respondí que aquello sería el fin para todo el mundo; desencadenaría la intervención de todo el ejército.

– Te equivocas -me iba repitiendo-. Vamos a reunir a unos cuantos. Ya lo solucionaremos.

Una noche quedé con él en una de las carreteras que conducían al desierto. Tenía un plan. Quería apoderarse del Oeste Medio. Me empieza a hablar de todos los tipos con los que él cuenta. Luego va enumerando a los que hay que matar.

Yo no paro de preguntarme: «¿Con quién tengo que vérmelas?». Tiene la intención de apoderarse del mundo entero. Conozco a todos los jugadores y él me va soltando la lista de los que hay que apalear.

Le paré los pies.

– Oye, Tony, pensemos por un momento que tienes éxito, y no creo que las probabilidades estén niveladas. ¿Qué crees que puede suceder en Kansas City, Milwaukee, Detroit y Nueva York?

Salta rápidamente diciendo que le estoy hablando de lugares que quedan al este del Mississippi. A nosotros no nos corresponden. Vamos a centrarnos en el Oeste Medio. Discute de geografía. La verdad es que las bandas del este del Mississippi no tienen nada que ver con las del Oeste Medio y con las del Oeste, pero si asesinan a algunos capos de determinadas familias la cosa puede dar un giro.

No, no, Tony sólo quiere discutir a nivel de bandas del Oeste Medio.

Yo le digo que vale, pero que probablemente los demás grupos se percatarán de que en Chicago hay una banda fuera de control que ha tomado las riendas sin permiso. Que van a considerarlo como la banda más peligrosa del mundo. Además, si deja fuera de combate a los máximos dirigentes de Chicago, ¿qué le hace pensar que sus subalternos van a alinearse con él?

Pero él soñaba. Él iba a convertirse en el Papa de la mafia y El Zurdo pasaría a ser Lansky. Decía todas aquellas barbaridades allí de pie, en el desierto. Yo tenía que seguirle la corriente, de lo contrario no habría vuelto a casa.

¿Alguien se imagina que de haberle llevado la contraria me habría permitido andar por ahí consciente de sus planes? Me habría eliminado sin darme tiempo a meterme en el coche.

Creo que pretendía que El Zurdo apoyara sus proyectos, pero también tengo la sensación de que éste lo dejó en la estacada o algo porque posteriormente cada vez que salía su nombre se ponía hecho una furia. Decía que cada vez que se le ocurría una idea y necesitaba la ayuda de El Zurdo, éste no le hacía ningún caso. Me di cuenta de que empezaba a odiarle. Consideraba que se pitorreaba de él. El Zurdo lo había dejado demasiadas veces colgado.

El FBI de Las Vegas llevaba años tras Spilotro y había elaborado un considerable dossier sobre él y su banda. Habían reunido la información para demostrar que Spilotro era lo que repetían sin cesar los periódicos: la mano derecha del hampa en Las Vegas y quien mandaba en realidad tras los bastidores del hotel Stardust. Pero prácticamente nada de lo que había captado el FBI a base de pinchazos podía confirmar la fama de Spilotro.

Spilotro y su banda de corredores de apuestas, profesionales de la extorsión, usureros y atracadores no eran más que eso: corredores de apuestas, profesionales de la extorsión, usureros y atracadores. Al parecer no trabajaban en nada relacionado con grandes negocios de los casinos. A decir verdad, podían considerarse afortunados si cumplían los encargos menores que les asignaba la dirección de Chicago. «Teníamos a Spilotro más para llevar la responsabilidad de los recados que la de los casinos», admitió Bud Hall, agente retirado.

La actividad normal captada por medio de las escuchas telefónicas y micrófonos instalados entre el 13 de abril y 13 de mayo de 1978 se centraba en detalles triviales y aburridos sobre adjudicación de puestos de trabajo y regalos. El FBI oyó una llamada efectuada por Michael, hermano de Spilotro, a otro de sus hermanos, John, para discutir la introducción de un amigo suyo en el Hacienda.

Oyeron también como Stephen Bluestein, dirigente del Sindicato de Restauración, llamaba a Spilotro para conseguir trabajo para la hija de algún conocido en el Stardust. Oyeron la llamada de Spilotro a Marty Kane, el gerente de la correduría de apuestas del Stardust en la que le decía que despidiera a una mujer que acababan de contratar y pusieran en su lugar a una joven amiga de Spilotro. Grabaron la llamada de Herbie Blitzstein, machaca de Spilotro, a Joe Cusumano, en el Stardust pidiéndole a éste que le consiguiera unos sobres de nómina del Stardust para poder utilizarlos él mismo. Incluso captaron a la policía local llamando a Spilotro para advertirle de que un agente del fisco había conseguido permiso para revisar sus antecedentes policiales.

La serie de llamadas telefónicas que tal vez tipificarían con más perfección el trabajo de segundón que encargaba la dirección de Chicago a Spilotro se produjeron el 1 de mayo de 1978. Empezó con una de Joseph Lombardo, Joey El Payaso, uno de los personajes de la cúpula del hampa y capo de Spilotro. Herbie Blitzstein, que se encontraba en el Gold Rush con su novia, Dena Harte, respondió al teléfono. Lombardo quería saber por qué Barbara Russel, la secretaria de Gregory Peck, no había conseguido lo que se había pedido para ella: habitación, comida y bebida gratis en el Stardust. Spilotro se puso inmediatamente al habla con su capo en Chicago y le prometió que se ocuparía enseguida del problema.

– Lo siento muchísimo -dijo Spilotro-. No sé qué puede haber sucedido.

– Desde el momento en que se te da una orden -respondió Lombardo-, se supone que tienes que cumplirla.

Spilotro dijo haber dejado incluso un mensaje en el hotel precisando que se trataba de una petición de Lombardo.

– Es decir -concluyó Lombardo-, que no has movido ni un dedo.

Spilotro le aseguró a Lombardo que iba a solucionar el error de inmediato y durante las horas que siguieron el FBI escuchó como Spilotro intentaba desembrollar la chapuza. En cuanto Blitzstein le confirmó que la petición había sido cursada, llamó a Leonard Garmisa, conocido de Lombardo y del director del fondo de pensiones del Sindicato, Allen Dorfman. Garmisa había sido el primero en pedir el favor a Lombardo.

Día 1 de mayo de 1978, a las tres horas y doce minutos de la tarde en el Gold Rush. Llamada grabada por el FBI entre Spilotro, Leonard Garmisa y Dena Harte, novia de Blitzstein:

Spilotro: (apartando el auricular) …el pájaro es amigo de Dormían.

¿Qué quieres que te diga?

Garmisa: Oye…

Spilotro: Dime, Irv.

Garmisa: ¿Cómo?

Spilotro: Irv.

Garmisa: ¿Cómo, Irv?

Spilotro: ¿No hablo con Irv Garmisa? Pues eso.

Garmisa: ¿Con quién hablo?

Spilotro: Con Tony Spilotro.

Garmisa: Soy Lenny Garmisa, Tony.

Spilotro: ¡Ah, Lenny! ¿Qué tal van las cosas, Lenny?

Garmisa: Bien.

Spilotro: Ya decía yo…

Garmisa: ¿Eh?

Spilotro: Estaba en sintonía, ¿no?

Garmisa: Sí, en sintonía, pero yo no te había conocido. ¿Qué tal, Tony?

Spilotro: Muy bien, aparte de la llamada, es algo molesto, la verdad.

Garmisa: Yo ya le dije que no te llamara. Pero quería que lo supiera.

Spilotro: Vamos a ver si me cuentas qué pasó, Irv.

Garmisa: Lenny.

Spilotro: Dime lo que pasó, Lenny.

Entonces Garmisa le cuenta a Tony que al no haber podido hablar directamente con él, había pasado el encargo al que se había puesto al teléfono en el Gold Rush.

Spilotro: Vale, perfecto, recibió el mensaje y…

Garmisa: Así que yo le dije, oye, llama a esta señora, a Barbara Russel, tiene habitación en el Stardust, ya está ahí. Haz por ella lo que esté en tu mano. Si quieres cargarlo a mi cuenta, yo encantado, pero hay que tratarla como a una reina. Le dije que eso era todo. Y hasta hoy. Resulta que hoy me llama Gregory Peck para invitarme a la fiesta de cumpleaños de su hija, y he tenido que hablar con su secretaria. Le he dicho: «Oye, Barbara, ¿qué tal lo pasaste?» Me responde que de cine. «¿Te llamó alguien?» Me pregunta a qué me refiero. Le digo que eso, que ya le había dicho que alguien se pondría en contacto con ella, y me responde que no, que no la llamó nadie.

Spilotro: Vale. De acuerdo. Y ahora una pregunta.

Garmisa: Dime.

Spilotro: ¿Le pasaron la cuenta?

Garmisa: Creo que ella… pues no lo sé.

Spilotro: ¿No lo sabes? Vamos a hacer una cosa, Lenny. Ahora mismo coges el puto teléfono y lo investigas, ¿vale? Y yo mando que le reembolsen el dinero, ¿qué te parece?

Garmisa: Por favor…

Spilotro: Pero si ella… un momento, escúchame. Si se le pasó la cuenta, coges el teléfono y vuelves a llamar a Joey. La chica tenía que constar en rojo. ¿Sabes lo que significa en rojo, Lenny?

Garmisa: Sí.

Spilotro: Que se trata de una cortesía.

Garmisa: Sí, ya lo sé.

Spilotro: O sea que no sabes si le ofrecieron trato preferente.

Garmisa: Ni idea, pero no creo.

Spilotro: ¿No crees?

Garmisa: No creo, pero voy a llamarla, si quieres, lo hago por el otro teléfono mientras esperas.

Garmisa llamó al despacho de Peck y al contactar de nuevo por el otro teléfono su tono traducía, según los del FBI que estaban a la escucha, que estaba arrepentido de haberse visto envuelto en aquel embrollo.

Garmisa: Dice que se registró con el nombre de señora Barbara Russel, pero que no sabe por qué le apuntaron el nombre de su marido. Tal vez los que tú tenías avisados intentaron localizarla buscando el nombre de Barbara Russel cuando en el registro constaba como Dale Russel.

Spilotro: ¿Dale Russel?

Garmisa: Y total fueron tres putas noches, ¿cómo voy a reembolsarle algo? Te lo juro, Tony, ya sabes lo que te aprecio, has sido muy amable al llamar pero no te preocupes. Le hice el comentario a JP (Joey Lombardo, El Payaso), pero…

Spilotro: Sí, pero no es eso, Lenny. Cuando Joey dice que quiere que se haga algo, eso está hecho.

Garmisa: Ya lo sé.

Spilotro: Claro que si se registra con el nombre de Dale Russel, ¿cómo podemos localizarla?

Garmisa: Tampoco lo sabía yo. Si me acabo de enterar hace unos segundos. O sea que no le des más vueltas, ¿vale?

Spilotro: Es que tienes que llamar a Joey y decirle…

Garmisa: Voy a llamar a Joey.

Spilotro: Ahora mismo está en casa.

Garmisa: Se lo explicaré inmediatamente.

Spilotro: Mientras tanto, voy a hacer otra comprobación. Pero casi estoy seguro de lo que pasó.

Garmisa: Déjalo, ya lo sabemos…

Spilotro: De acuerdo, Lenny.

Garmisa:…por la otra línea. Tengo que dejarte. Tengo que dejarte, Tony.

Spilotro: Tranquilo.

Garmisa: Vale.

Spilotro: Adiós.

Durante setenta y nueve días de la primavera de 1978, el FBI grabó más de ocho mil conversaciones en 278 cintas magnetofónicas, y la mayor parte de éstas con temas tan banales como el de la secretaria de Gregory Peck. Con todo, en junio, el Bureau emprendió un registro masivo durante el que más de cincuenta agentes ejecutaron órdenes de busca y captura desde Spilotro a Allen Glick. Dichas órdenes, que se ejecutaron en Chicago y Las Vegas, habilitaban a los agentes para embargar dinero en efectivo, archivos, armas, grabaciones y expedientes económicos, detalles que fueron pormenorizados en las portadas de los periódicos de Las Vegas, acompañados por los comentarios habituales que vinculaban a Spilotro con Rosenthal y el Stardust. No obstante, al cabo de unos meses, prácticamente todo el material embargado se devolvió a sus propietarios; el registro acogido con tanta publicidad había sido un fracaso. Spilotro seguía libre para continuar con su trabajo.

18

«Lo cierto es que Allen R. Glick nunca ha estado ni estará vinculado a algo que no sea perfectamente legal.»

A veces lo llamaban el Genio y otras el Calvo; lo llamaran como lo llamaran, Allen Glick había representado un error y la mafia quería deshacerse de él. Al principio, Glick había dado la impresión de ser el blanco perfecto, pero resultaba que en vez de resolver los problemas los creaba. De entrada, era el objetivo ideal: a la prensa le encantaba azuzarlo, divertirse a costa de su falta de experiencia, burlarse de su seriedad y dar por supuesto que tanta gestión resultaba sospechosa. Por otro lado, era mucho más listo de lo que habían esperado los del fondo de pensiones del Sindicato.

En 1976, el American Stock Exchange, como parte de una investigación rutinaria en la solicitud de Glick de conseguir capital adicional para compensar a los propietarios de las obligaciones, descubrió que Glick había prestado diez millones de dólares del capital de Argent a algunos de sus socios subsidiarios, sin haber planificado la devolución de dicho dinero. Más tarde, en 1977, la Comisión de Garantías y Cambio descubrió que al cabo de una semana de recibir el préstamo del Sindicato en 1974, Glick había utilizado 317.500 dólares de éste para restaurar su casa y pagar deudas personales. La Comisión acusó a Glick de utilizar Argent «como fuente particular de financiación, desatendiendo de forma flagrante su deber de garante ante los propietarios de obligaciones de Argent». Según el Wall Street Journal, Glick había cobrado más de un millón de dólares por sus servicios de gestión y había cargado dicha suma a la deuda que tenía con Argent, reduciendo así de forma unilateral su montante. La Comisión acusó asimismo a Glick de malversar fondos de Argent en una serie de negocios improductivos, entre los que se contaba un proyecto de urbanización para el gobierno en Austin, Texas.

«Allen Glick, el propietario prodigio de casinos de Las Vegas» se había convertido en «el acosado propietario de casinos de Las Vegas». La Comisión de Garantías y Cambio había presentado una demanda contra Argent; el desvío de dinero de las máquinas tragaperras seguía bajo control; no se había resuelto el asesinato de Tamara Rand. Se había pagado por adelantado 300.000 dólares a una agencia de publicidad por unos anuncios en un periódico de Las Vegas, Valley Times, algunos de los cuales jamás se habían publicado. Se habían entregado aportaciones a determinados candidatos políticos, y éstos las habían devuelto haciéndolo público.

Los problemas de Glick se agravaron al hundirse el imperio del Sindicato de Camioneros; él no era más que una nota a pie de página en dicho hundimiento, pero una nota con mucho jugo. La desmedida soberbia de Glick pedía a gritos un castigo justo. «Lo cierto es que Allen R. Glick nunca ha estado ni estará vinculado a algo que no sea perfectamente legal», anunció Allen R. Glick al Wall Street Journal.

Uno de los que leyeron el artículo del Wall Street Journal sobre los préstamos que Glick se otorgaba a sí mismo fue Nick Civella, el jefe el hampa de Kansas City, a quien había acudido aquél a visitar cuatro años antes en la habitación de la bombilla solitaria. Civella montó en cólera al enterarse de que Glick metía mano en la caja. Bastante duro resultaba ya sablear a un casino como para encima tener que soportar que se te adelante el dueño. Civella habría llamado directamente a Glick para decírselo de no ser por un pequeño inconveniente: estaba en la cárcel cumpliendo una corta condena por haber efectuado apuestas ilegales a través de una llamada telefónica interestatal (tenía el teléfono controlado). Pero durante una comunicación con su hermano, Carl Civella, El Corcho, ordenó que se hiciera algo con Glick. Así pues, Carl Civella y su principal lugarteniente, Carl DeLuna, El Curtido, emprendieron una serie de viajes a Chicago para reunirse con otros mafiosos, socios de Argent del grupo de Kansas City. El plan consistía en echar a Glick o bien obligarlo a entregar a la mafia millones de dólares en efectivo.

El hombre clave de la operación fue DeLuna, atracador a mano armada y asesino a sueldo, a pesar de que tenía alma de contable: tomó unas meticulosas notas de sus viajes y pormenorizó todos los gastos en pequeñas fichas y blocs de notas. Escribía los nombres de las personas en código pero podían descifrarse con facilidad. A Allen Glick lo llamaba el Genio, a Rosenthal el Zurdo o el Loco, que ortografiaba como «Loko». Joe Agosto del Tropicana era Caesar, ortografiado «Ceasar».

A finales de 1977, DeLuna y Carl Civella tomaron el avión para Chicago para reunirse con el jefe, Joe Aiuppa, y el subjefe, Turk Torello. «Corrían rumores de que el Genio se estaba adueñando de todo», escribió DeLuna en una de sus tarjetas, documentando así el primer intento de la mafia de desprenderse de Glick después de entregarles el dinero. Quien formuló la propuesta a Glick fue Rosenthal El Zurdo, tal como aquél declaró años más tarde.

P: Permítame una pregunta, señor Glick, ¿usted y Frank Rosenthal tuvieron alguna discusión a propósito de Frank Rosenthal y la empresa Argent?

R: Sí.

P: ¿Cuándo tuvieron lugar aproximadamente estas discusiones, si es que lo recuerda?

R: Creo que fue hacia 1977.

P: ¿Y cuál fue la naturaleza de estas discusiones?

R: El señor Rosenthal se presentó una tarde en mi despacho y me informó de que tenía el consentimiento de los socios para proponerme la compra de todas las participaciones, una compra por parte de los socios. Y precisó lo que a él le parecía que podía resultar aceptable para los socios.

P: ¿Y cuáles eran las condiciones?

R: Dijo que consideraba que había que ofrecer unos 10 millones de dólares en efectivo a los socios a fin de recuperar su 50% de la propiedad.

P:…¿Quién, si es que se identificó a alguien, actuaba como representante de los supuestos socios?

R: El señor DeLuna, Carl DeLuna. Tal como declaramos el señor Rosenthal, el señor Thomas… yo diría que el señor Dorfman…

P: ¿Se planteó seriamente la propuesta, señor Glick, de adquirir la empresa Argent a sus socios, los supuestos socios por 10 millones de dólares?

R:…Mis intenciones eran serias en cuanto al señor Rosenthal. En cuanto a la idea de lo que me propuso, no lo consideré en serio.

P: ¿Se tomó en serio Frank Rosenthal tales sugerencias?

R: Me permito remitirme a lo que acabo de decir. Lo tomé en serio porque procedía del señor Rosenthal. No lo tomé en serio como algo factible o plausible. Pero sí, él se lo tomó muy en serio.

P: ¿Cómo se dio cuenta de que Frank Rosenthal se tomaba en serio las discusiones con usted?

R: Un tiempo después de esta discusión en concreto, acudió de nuevo a mí y dijo que por parte de las personas que él representaba -utilizó la palabra «socios»- era una propuesta aceptable.

P: ¿Y qué le respondió usted al señor Rosenthal?

R: Le dije que no veía forma de negociar algo así. No me interesaba ni quería involucrarme en una operación de este tipo, pues me estaba hablando de 10 millones de dólares en efectivo sin declarar. Dije que no quería complicarme con ello. Él replicó que representaba a los socios con los que yo había estado de acuerdo, cuya representación yo había sancionado para un acuerdo de ratificación respecto a esta compra del total de las acciones según lo calificaba él. No sabía qué pensar de ello, pues por la relación que yo tenía con él consideraba al señor Rosenthal como un mentiroso patológico y un psicópata, y trataba con él a diario teniendo siempre en cuenta el tipo de persona que tenía delante.

P: ¿Cómo reaccionó el señor Rosenthal a su rechazo a la transacción de los 10 millones de dólares?

R: Se disgustó muchísimo y dijo que sus socios verían con muy malos ojos mi respuesta negativa. De nuevo, las amenazas se hicieron patentes en todas sus frases al detallar la réplica que podían decidir los socios. Amenazas que yo me tomé en serio a pesar de considerarle un mentiroso patológico en otras condiciones…

P: En la idea primigenia, en la discusión que llevaron usted y el señor Rosenthal, ¿qué papel imaginaba para sí mismo el señor Rosenthal si es que preveía alguno?

R:…el de jefe ejecutivo, dirigir la empresa como presidente de hecho.

P: ¿Y tendría algún título de propiedad?

R: Sí. Dispondría de un interés de propiedad del 50%…

Allen Glick siguió comportándose como si creyera tener algún poder en su propia empresa. Rosenthal intentó obligarle a vender el Lido Show a Joe Agosto, del Tropicana, pero Glick se negó a ello. Como consecuencia, Carl Civella y Carl DeLuna siguieron con sus viajes a Chicago para organizar el complot contra Glick, y DeLuna continuó anotando todo lo que sucedía, creando inconscientemente un extraordinario rastro de papel para los agentes del orden, que finalmente lo descubrieron.

En enero de 1978, se reunieron con Frank Balistrieri, Joe Aiuppa, Jackie Cerone y Turk Torello, que recibía tratamiento por un cáncer de estómago. Según las notas de DeLuna: «No se hablaba más que de sustituir al Genio. El Loko (Frank Rosenthal) debía estar ahí pero no pudo acudir». El 10 de abril se reunió de nuevo con Aiuppa, Cerone, Torello y Tony Spilotro, quien al parecer andaba por la zona y se dejó caer allí. Según las notas: «Se habló de quien iba a ver al Genio. Se decidió que fuera yo». El 19 de abril, De Luna volvió a Chicago con Carl Civella para reunirse con Aiuppa, Cerone y Frank Rosenthal: «Se habló otra vez de que yo tenía que ir a ver al Genio. (De ello habíamos hablado hacía diez días. Nota: ficha del 4-10.) El Loko me dio su teléfono personal. Él y yo quedamos de acuerdo en que la primera reunión sería donde el avocatto (despacho del abogado Oscar Goodman) y establecimos una cita provisional para la semana siguiente. 22 (Joe Aiuppa sugirió esperar a que ON (Nick Civella) estuviera aquí (hubiera salido de la cárcel) pero MM (Carl Civella) dijo que prefería solucionarlo antes (del retorno de Civella). Por ello, el Loko y yo con el Genio la semana que viene». DeLuna anotó meticulosamente sus gastos para el viaje: salida, 180 dólares, vuelta, 180 dólares, aparcamiento, 7 dólares, con un total de 387 dólares, quedando un remanente de 8.702 dólares.

A finales de abril, Carl DeLuna voló hacia Las Vegas y tuvo una reunión que constituyó el capítulo final en la formación de Allen Glick, como el propio Glick declaró posteriormente.

P: Señor Glick, le ruego que centre la atención en la fecha del 25 de abril de 1978 o alrededor de ella pues he de preguntarle si tuvo ocasión de reunirse con Carl DeLuna.

R: Sí, la tuve.

P: ¿Dónde se reunió con Carl DeLuna?

R: Me reuní con el señor DeLuna en el bufete del señor Goodman.

P: ¿Y quién es Oscar Goodman?

R: Oscar Goodman es un abogado de Las Vegas.

P: ¿Conocía usted al señor Goodman con anterioridad?

R: Sí. En una época representó a la empresa Argent.

P: ¿Y quién más había allí?

R: Estábamos yo, el señor DeLuna y el señor Rosenthal…

P: ¿Estuvo presente aquel día el señor Goodman?

R: No, no estuvo.

P: Cuando entró en el despacho, ¿qué observó?

R: Entré en el despacho, donde había una recepción en la que estaba la secretaria del señor Goodman, pasé por delante de ella y fui hacia el despacho particular del señor Goodman.

P: Y cuando entró en el despacho particular, ¿qué observó?

R: Entré en el despacho del señor Goodman y tras el escritorio del señor Goodman estaba el señor De Luna con los pies apoyados en la mesa.

P: Explique a las señoras y caballeros del jurado qué ocurrió en aquel despacho el 25 de abril de 1978.

R: Entré en el despacho del señor Goodman. El señor DeLuna, con voz bronca, utilizando un lenguaje gráfico, me dijo que me sentara. Luego sacó un papel del bolsillo -creo que llevaba un traje con chaleco-, del bolsillo del chaleco… Y se quedó unos segundos mirando el papel. Luego levantó la vista hacia mí y me informó de que le habían enviado sus socios para comunicarme un último mensaje. Empezó a leer el papel. Quiere que yo…

P: Describa como mejor recuerde lo que se dijo e hizo allí prescindiendo de las blasfemias.

R: Dijo que él y sus socios estaban hartos de verme por allí y que ya no iban a tolerarlo más. Me precisó que todo lo que iba a decir sería la última vez que lo oiría yo de boca de alguien, pues no tendría otra oportunidad de escucharlo a menos que me atuviera a lo que él iba a decirme. Me informó de que quería que yo vendiera Argent inmediatamente y dijo que tenía que hacer pública la venta en cuanto abandonara el despacho del señor Goodman tras la entrevista con el señor DeLuna. Dijo ser consciente de que tal vez no había tomado las amenazas recibidas con la seriedad con que se habían proferido. Dijo también que, visto que quizás yo no me consideraba una persona imprescindible, estaba seguro de que la vida de mis hijos sí que sería para mí algo imprescindible. Luego dijo que si no se enteraba en un corto período de tiempo de que yo anunciaba la venta, vería como asesinaban a mis hijos uno por uno. Y siguió con su proceder habitual, vulgar y bárbaro. La entrevista acabó cuando yo admití estar dispuesto a vender, disposición anterior a mi entrada al despacho, y que iba a hacerlo.

P: ¿Hizo algún comentario el señor DeLuna acerca de si él se consideraba imprescindible?

R: Pues sí.

P: ¿Qué dijo?

R: Dijo que si tenía alguna duda sobre si hablaba en serio o por alguna razón pensaba que él podía desaparecer, siempre habría alguien que se responsabilizaría de los socios en tal circunstancia.

Al cabo de unos días de la entrevista con Carl DeLuna, Allen Glick acudió a la Comisión del Juego de Nevada y les comunicó que iba a vender sus participaciones en los casinos. Sin embargo, no lo anunció públicamente; quería esperar a cerrar el trato. Inició una serie de negociaciones desafortunadas: al principio intentó vender estableciendo un acuerdo mediante el cual él mismo pudiera alquilar los casinos; luego negoció con una serie de grupos de futuros compradores, muchos de los cuales, según él mismo, estaban coordinados por Rosenthal. Entre ellos se incluían Allen Dorfman, Bobby Stella y Gene Cimorelli, ejecutivos de Argent fieles a Rosenthal, así como los hermanos Doumani.

Entre tanto, en mayo, se produjo en Kansas City un asesinato que no tenía ningún tipo de relación con los negocios de los casinos. La familia Civella llevaba unos años en guerra con otra familia del hampa local a raíz del control de los bares de top-less en una nueva organización de Kansas City. En noviembre de 1973, se encontró muerto, metido en el portaequipajes de su propio coche, a Nick Spero, integrante del clan familiar rival; en mayo de 1978, sus hermanos Carl, Mike y Joe recibieron unos disparos de bala en un bar, como consecuencia de los cuales Mike resultó muerto. Como consecuencia de ello, el FBI de Kansas City intensificó el control telefónico sobre la familia Civella e instaló escuchas en la parte trasera del Villa Capri, una pizzería de la ciudad.

Según afirma Bill Ouseley, agente retirado del FBI:

Colocamos las escuchas en aquel punto pues buscábamos información sobre el asesinato. En lugar de ello, la noche del 2 de junio de 1978 a eso de las diez y media de la noche, Carl DeLuna y El Corcho, el hermano de Nick Civella se sentaron en una de las mesas del fondo de la pizzería y se pusieron a hablar sobre compras y ventas de casinos en Las Vegas, sobre la orden que había recibido Allen Glick de vender los suyos. Citaron los distintos grupos dispuestos a la compra de los casinos de Glick y precisaron que sus preferencias iban dirigidas al grupo apoyado por su hombre -Joe Agosto, del Tropicana- y no por el grupo que recibía el apoyo de la mafia de Chicago en el que se encontraban Rosenthal El Zurdo, Bobby Stella y Gene Cimorelli.

La conversación -que duró unos quince minutos- precisó por primera vez en voz de la propia mafia la influencia y el poder que ejercía la delincuencia organizada en Las Vegas. Bill Ouseley estaba estupefacto; llevaba años confeccionando gráficos y archivos sobre el hampa, y en la conversación de DeLuna y Civella no se perdió ni en una de las frases pronunciadas a medias ni en uno de los nombres en clave. Además, su madre era italiana, por lo que incluso comprendió las frases en siciliano. Él mismo afirma:

Aquello fue la piedra de Rosetta que aclaró todas nuestras sospechas. Hasta entonces nadie había registrado una conversación entre mafiosos sobre compras y ventas de casinos, sobre a quién puede permitirse o no hacerse con ellos. De todas formas, nos costaba creer que DeLuna El Curtido, con su guardapolvo y su delantal de pizzero, estuvieran negociando la venta multimillonaria de unos casinos en Las Vegas. No tuvimos la certeza de ello hasta ocho días después, el 10 de junio, cuando Allen Glick convocó una rueda de prensa en Las Vegas, en la que anunció que tenía intención de retirarse de la empresa Argent.

El FBI de Kansas City acudió a los tribunales para solicitar permiso para ampliar la autorización de las escuchas en la banda de Civella; asignaron un helicóptero de vigilancia sobre DeLuna a fin de presentar al tribunal cada uno de los pasos que realizaba en un día normal y corriente para evitar el seguimiento. Según Ouseley:

Todas las operaciones de evasión, el hecho de que DeLuna y Civella anduvieran de un lado para otro para hacer las llamadas telefónicas, que DeLuna incluso transportara un maletín lleno de monedas de veinticinco centavos, que efectuara maniobras para escabullirse entre el tráfico, como cambios de sentido en la autopista o colarse en caminos particulares, demostraron al tribunal que de estos elementos no podía esperarse nada bueno. El seguimiento sobre DeLuna nos llevó al hotel Breckinridge. DeLuna acudía casi a diario allí, donde había muchos teléfonos públicos. Para conseguir una orden de escucha en un teléfono público teníamos que demostrar a un juez de un tribunal federal -a nivel privado, evidentemente- que DeLuna utilizaba dichos teléfonos con intenciones delictivas y que los propios teléfonos se usaban como parte de la conspiración. Llevamos a todos los de las oficinas al hotel. Teníamos secretarias y contables apostados junto a los teléfonos a fin de que cuando llegara DeLuna e iniciara sus conversaciones pudieran oír lo que pudiera considerarse sospechoso y proporcionarnos una causa para colocar legalmente las escuchas en los teléfonos del hotel.

Los agentes del FBI oyeron a DeLuna hablar de Caesar (Joe Agosto) y del Tenor (el nombre en clave que daban a Carl Carusso, el hombre que más tarde se descubrió que trasladaba el dinero desviado del Tropicana de Las Vegas a Kansas City). Hablaban de C. T. (Carl Thomas) y de investigaciones. Por fin el Bureau consiguió permiso para pinchar prácticamente todos los teléfonos utilizados con regularidad por la banda de Civella, incluyendo el del bufete de abogados de éste.

Según declaró Mike DeFeo, Mike El Hierro, subdirector en 1978 de las Fuerzas de Intervención contra la Delincuencia Organizada del Departamento de Justicia:

Hasta finales de los setenta, se vivió un compás de espera en lo referente a la aplicación de la ley en Las Vegas. Existía corrupción. Algunos jueces dificultaban la tarea. Paul Laxalt, como senador y gobernador, se quejó de que en el estado había demasiados agentes del FBI y del fisco. En nuestras escuchas había fugas. Uno de los jueces desprecintaba actas del gran jurado que nosotros habíamos exigido que se sellaran. En una época, uno de los polis corruptos que trabajaba para Tony Spilotro colocó a su cuñada como responsable administrativa en los juzgados. Todo ello conllevó años y años de frustración en cuanto a la aplicación de la ley. Nos dábamos de cabeza contra la pared.

Por fin llegó el respiro, pero no procedente de Las Vegas sino de la sala del fondo de una pizzería de Kansas City. Fue algo casual, cuestión de suerte. Pero básicamente se debió a que Gary Hart, supervisor de Kansas City, y su equipo estaban al corriente de que había que seguir un hilo y lo hicieron hasta el final. Para quien está a la escucha de uno de los hilos telefónicos, incluso hoy en día, no resulta tan obvio. Los pájaros aquellos tampoco precisaban tanto las cosas. Escuchaban a DeLuna decir a Carl Civella que conseguiría sacar al Genio del Stardust. Nada resultaba tan claro o tan directo. Buena parte de la conversación suele ser indescifrable. Un agente distraído podía perder el hilo con facilidad.

De las grabaciones de la pizzería Villa Capri. Habla Carl DeLuna:

Pues ya ves, el tipo quiere anunciarlo públicamente. El Genio, el Genio quiere anunciarlo públicamente. Es lo último que me ha dicho Caesar, suponiendo que pueda contar con Jay Brown (el socio del bufete de Oscar Goodman)… Sí, sí, Carl, ya te hablé de lo de anunciarlo públicamente. Recuerda lo que te dije, que el Genio estaba allí la noche que Joe hizo efectivo el cheque, y Jay Brown estaba en el Stardust. El Genio miraba a Jay Brown… igual que Joe. Dijo que el Genio iba a por el trato. Quiere llevarlo adelante. Quiere hacerlo público. Y yo le dije estas palabras: «Tú cumple con tu deber. Haz público que abandonas por la puñetera razón que se te ocurra y lárgate». Le metí eso en la cabeza. Rueda de prensa.

Según Mike DeFeo:

La clave radicaba en interpretar correctamente la conversación, pero en definitiva quien nos facilitó las cosas fue Carl DeLuna. Era un redactor de notas enrevesado y compulsivo. Tomaba notas de todo. Contabilizaba cada fajo de veinte dólares. Todos los desplazamientos. Cada vez que llenaba el depósito. Lo hacía así para que no se le cuestionaran nunca los gastos, para poder demostrar dónde gastaba el dinero. Las notas de DeLuna junto con las escuchas telefónicas en el Gold Rush de Spilotro y posteriormente en la compañía de seguros de Allen Dorfman en Chicago confirmaban lo que sabíamos hacía tiempo -que existía un sólido vínculo entre la mafia, el fondo de pensiones del Sindicato y Las Vegas-, la única diferencia era que nos hallábamos en una situación en la que tal vez podríamos intervenir.

Abrimos brecha en una serie de campos. Iniciamos la investigación en el campo de las escuchas y la instalación de micrófonos ocultos a mayor escala y más complicada de la historia para poner al descubierto la influencia de la mafia en Las Vegas. Se amplió, por ejemplo, la pauta en a cuanto la vigilancia electrónica de quince a treinta días, y conseguimos cobertura para todas las cabinas del Breckinridge a pesar de disponer tan sólo de causa probable en aproximadamente un cuatro por ciento de ellas.

Conseguimos permiso para forzar la puerta del coche de DeLuna para evitar la posibilidad de que descubrieran el micrófono. Conseguimos permiso para entrar a robar en casa de Josephine Mario, familiar de Civella, para coger el mando que tenía en el coche y usarlo para abrir la puerta del garaje e instalar el micrófono que iba a convertirse en el más importante del caso.

Tuvimos que echar mano también de los aspectos de la ley tradicionalmente reservados la intimidad y el respeto. La norma había establecido siempre que no podían instalarse micrófonos en dormitorios o cuartos de baño, pero durante nuestra investigación descubrimos que Allen Dorfman siempre se iba a hablar al dormitorio o al cuarto de baño. Tuvimos que solicitar permiso para superar aquel inconveniente. Y evidentemente nos metimos en el bufete de Quinn & Peebles.

En Quinn & Peebles el FBI grabó a Nick Civella, que había salido de la prisión federal el 14 de junio de 1978 y había montado su cuartel general en el bufete de sus abogados. Allí lo conocían por señor Nichols. Qué duda cabe que Civella y sus socios se enfrentaban a una crisis: el hotel Tropicana, que había proporcionado miles de dólares en desvío de dinero al grupo de Civella, tenía problemas económicos; durante los trámites para la licencia de un nuevo propietario, la Comisión del Juego había descubierto que el desviador de dinero del Tropicana, Joe Agosto, era en realidad Vincenzo Pianetti, y que el Departamento de Inmigración de los EE. UU. llevaba diez años intentando deportarlo. El propio Agosto complicó las cosas: convocó inmediatamente una rueda de prensa y perdió los estribos, empezando a chillar y gritar en dialecto siciliano. Lo que temía Agosto -que a la larga los problemas de Rosenthal El Zurdo le iban a salpicar- tenía un buen fundamento: en julio, cuando el Departamento de Control del Juego ordenó a Rosenthal solicitar una licencia como directivo clave a pesar de poseer el cargo de director de espectáculos, exigió la misma solicitud a Joe Agosto.

Si bien Civella tenía fama por su cautela, utilizó con la máxima tranquilidad los teléfonos del bufete de abogados para resolver todos estos problemas. Estaba convencido de que ni el FBI podía plantearse grabar las exclusivas conversaciones de un abogado con un cliente.

19

«Caballeros, éstos son los riesgos del negocio. a veces incluso esta gente te roba a ti.»

El 28 de noviembre de 1978, Carl Thomas y Joe Agosto llegaron a Kansas City para reunirse con Nick Civella. Poco antes habían encargado a Thomas el desvío de dinero en el hotel Tropicana y en aquellos momentos se planteaba un problema: Civella consideraba que lo estafaba precisamente el personal al que Carl Thomas había encargado dicho desvío. Don Shepard, el gerente del casino -conocido por el sobrenombre de Bee Bee y uno de los más fieles manipuladores de la sala de contabilidad que tenía Thomas- había perdido 40.000 dólares en efectivo en una partida de cartas; en cuanto Civella se enteró de ello, inmediatamente dedujo que Shepard no podía haber acumulado tal cantidad de dinero a menos que lo robara; la idea consistía en desenmascarar el goteo: si las ganancias de la casa no aumentaban en la cantidad que normalmente se desviaba, Civella y Agosto tenía que concluir que los desviadores desviaban el desvío. Pero después de seis semanas, la moratoria se había demostrado no concluyente, y Civella había decidido anularla. El problema que se planteaba era cómo controlar el desvío cuando se iniciara de nuevo. ¿Habían investigado todos los posibles métodos de desvío? ¿Existía algún sistema para evitar que personas como Shepard robaran?

Ese era, evidentemente, un problema tan trillado como el propio desvío. Como cuenta Murray Ehrenberg, ex gerente de El Zurdo en el Stardust:

Al principio contaban el dinero los propietarios de los casinos.

Pero el estado no tardó en darse cuenta de que no presentaban cuentas exactas en el pago de impuestos y aprobaron una ley que prohibía a los propietarios entrar en sus salas de contabilidad. Aún hoy en día el propietario tiene prohibido su acceso a la sala de contabilidad.

Dicha legislación significó que los propietarios eligieran a unos hombres de paja que llevaran a cabo dicha tarea por ellos, y al cabo de poco, los hombres de paja se preguntaron: «¿Por qué contar para que se aproveche otro?». Poco después, las cuentas reales no salieron de la sala.

Existieron hombres de paja como Charlie Rich, El Cubo, íntimo amigo de Cary Grant, quien poseía una caja fuerte tan atestada de pilas de diez mil dólares formadas por fajos de billetes de 100 dólares que en una ocasión en que yo estaba presente en su apertura, la tapa saltó disparada. Aquella caja fuerte contenía a buen seguro tres o cuatro millones de dólares.

En la primera época, cuando no había crédito, durante los cincuenta, los sesenta e incluso principios de los setenta, la gente acudía a Las Vegas con dinero en efectivo. Todo el mundo jugaba con dinero contante y sonante. Resultaba casi imposible meter la espátula en la ranura de la mesa de los dados por tantos billetes de cien dólares que se habían acumulado en las cajas de recogida.

Precisamente por esta razón los hombres de paja, que mandaban en la ciudad, consiguieron que se aprobara una ley para expulsar de ésta a los listos, que por otra parte eran los propietarios reales por aquella época. Los hombres de paja se pusieron de acuerdo con los políticos y la poli para que los propietarios de hecho, el hampa, no pudieran pisar la ciudad.

Ciertos hombres de paja como Jake, hermano de Meyer Lansky, fueron los primeros en llevar las cuentas para los de Nueva York. Moe Dalitz fue el primero que las llevó para los del Oeste Medio y Cleveland. Y los jefes, que permanecían en su ciudad, los que constaban en la lista negra de Nevada, no podían moverse y tenían que confiar en sus hombres de paja en las cuentas del dinero.

Ése era el juego. El primer recuento estableció veinte para el Gran Tony y treinta para el sur, directo al bolsillo. Al cabo de poco: «¿Por qué decirle al Gran Tony que son veinte?»

La gente del hampa podía ser dura en su medio, pero fuera de él se les podía manejar fácilmente. Podemos remontarnos hasta Bugsy Siegel. Del Webb cobró a Bugsy cincuenta dólares por un tirador de puerta de cinco dólares y le vendió hasta seis y siete veces las mismas palmeras. Tenía asimismo un grupo de croupiers de blackjack griegos procedentes de Cuba, con un montón de familiares, que en un solo año sacaron suficiente dinero del Flamingo para abrir casinos en todas las islas. Los superjefes de fuera jamás se enteraron.

Aun cuando uno está al corriente de lo que puede suceder, resulta casi imposible controlar el goteo de efectivo de un casino. En el Stardust, por ejemplo, tenemos a un croupier que saca cincuenta dólares al día. El que controla el Ojo, cien dólares al día. Y por la sala circulan millones de dólares. La gente, ¿no acude al trabajo con todo ello en la cabeza? El hampa tiene miles de espías y, a pesar de todo, deja cabos sueltos.

En el Fremont, la sala de contar el dinero estaba en el primer piso, y los guardias de seguridad recogían las cajas de debajo de las mesas, las cargaban en unas carretillas y las llevaban arriba para contar su contenido. Pero, de camino, en el montacargas, con la puerta cerrada, como quiera que disponían de una copia de la llave que abría las cajas, agarraban un puñado de billetes. Nunca cogían una cantidad excesiva de ninguna de las cajas y solían alisar el montón.

Era gente lista. Siempre que podían, daban una vuelta por la sala para comprobar qué mesas estaban más calientes y luego recogían el dinero de las elegidas.

Nadie les habría pescado de no haber sido por la ocasión en que agarraron sin querer un recibo (el justificante de las fichas solicitado por las mesas al cajero), y entonces los auditores, al descubrir que faltaba un justificante de una de las cajas, se dieron cuenta de que alguien metía mano en ellas y se acabó la historia. En el Stardust teníamos técnicos que se hacían de oro. Circulaban por todo el casino sin levantar la menor sospecha. ¿Quién iba a cuestionarles algo? Comprobaban las tuberías, los circuitos eléctricos, el aire acondicionado. ¿Estaban ocupados? ¡Quién sabe! ¿A quién le importa?

Pues bien, uno de los puntos que tenían que controlar continuamente los técnicos era el Ojo; subían hasta allí y si no encontraban a nadie -los jefes eran tan indolentes que no estaban allí las veinticuatro horas controlando- bajaban con una tarjeta azul en el bolsillo. Si encontraban algún control allí, bajaban con una tarjeta roja. La tarjeta azul era la señal para robar. El técnico se quedaba con una parte de lo que robaba el croupier que seguía la señal.

Hoy en día, la estafa en un casino es un delito mayor, por el que se llegan a cumplir entre cinco y veinte años. Pero en aquella época, cuando pescaban a alguien, le pegaban una paliza y lo echaban.

Agosto y Thomas se reunieron para discutir el desvío de dinero del Tropicana con Civella, su hermano Carl y Carl DeLuna en casa de Josephine Mario, cuñada de Carl Civella. La casa de Mario estaba a unos pasos de la de Civella en un barrio italiano, y poseía una gran ventaja: se podía entrar por el garaje, cerrar la puerta de éste y meterse en la casa a partir de ahí, evitando así las miradas de vecinos u otros que pudieran merodear por la zona. Ahora bien, como quiera que el FBI sabía que Civella utilizaba la casa de Mario para las reuniones, había conseguido autorización para instalar en ella unos micrófonos en el comedor del sótano.

Nadie estaba al corriente de ello. La reunión empezó a las diez de la mañana y acabó a las seis de la tarde, y cuando se levantó la sesión se habían grabado siete cintas que constituyeron un hito para las fuerzas del orden: los hermanos Civella, DeLuna, Agosto y Thomas comieron espaguetis, bebieron vino y elaboraron las pautas para el desvío de dinero en un casino. Las grabaciones de casa de Mario constituyeron un extraordinario documento, esclarecedor, divertido, impresionantemente ingenuo; representó la puntilla que puso fin a la influencia de la mafia en Las Vegas. En él, Carl Thomas explicaba cómo funcionaba el desvío en el Tropicana y cómo había funcionado en Argent. Fue explicando a los de Kansas City las ventajas e inconvenientes de los distintos métodos de desvío, empezando por su favorito, simplemente robar el efectivo y acabando con el que menos le convencía, rellenar por triplicado los justificantes y luego retirar el dinero. Habló sobre las formas de alterar el peso de las monedas y los bancos auxiliares. Describió el método que utilizaba en Slots O'Fun, el pequeño casino que funcionaba bajo su control en el Strip, y explicó por qué no podía funcionar en un casino mayor. Filosofaba hablando de que los hombres en los que has depositado la confianza para que roben para ti se ven obligados a robar algo para ellos mismos. Él mismo afirmó en un momento dado de la reunión:

Caballeros, éstos son los riesgos del negocio. A veces incluso esta gente te roba a ti… Tengo dos tipos (en el Slots O'Fun) que diariamente me cuentan el dinero. Y sólo sacamos cien dólares al día. Pero cien dólares son cien dólares, treinta mil dólares al año; para nosotros, es mucho dinero. Un garito de nada. Soy consciente de que los tipos se llevan cien al día. Tal vez ciento treinta. Pero te volverías loco intentando averiguar a cuánto asciende el pico. Uno tiene que darse cuenta de que: ¿y si los pescan, Nick? ¿Sabes a lo que se exponen? A no volver a trabajar en su vida… Les estamos pidiendo que pongan en peligro su modus vivendi. Ahora bien, Nick, sabes lo que te aprecio, sabes que somos íntimos, pero tú eres más consciente que nadie de que cada vez que vengo a verte estoy arriesgando todo lo que tengo… Y a los muchachos les pasa igual. Se quedan con el dinero porque son nuestros muchachos. Tenemos que darles cierto margen de libertad.

Carl Thomas siguió hablando y hablando. Tal como afirmó años más tarde, tras ser condenado a quince años de cárcel a raíz de aquella tarde:

Se me habían cruzado los cables, seguro.

Apenas tres meses después de la reunión en casa de Mario, Shea Airey, agente del FBI y Gary Jenkins, del Departamento de Inteligencia de la policía de Kansas City, llamaron a la puerta de Carl DeLuna con una orden de registro que les permitía inspeccionar archivos y papeles. Durante meses, el Bureau había estado controlando cómo DeLuna utilizaba las cabinas telefónicas del hotel Breckinridge; le habían oído hablar de la entrega de «bultos» y «bocadillos»; le habían visto arrancar notas de los envoltorios de los cartuchos de monedas.

Había llegado el momento de registrar su casa. Encontraron en ella paquetes de dinero en efectivo: cuatro mil dólares en el cajón de la ropa interior de Sandra DeLuna; ocho mil dólares escondidos bajo la ropa interior de DeLuna, quince mil dólares en un ropero. Encontraron asimismo cuatro pistolas, un manual sobre envenenamientos, una radio para captar la frecuencia de la policía, una peluca negra, un aparato para fabricar llaves, ciento treinta llaves para copias y un libro para fabricar silenciadores. Encontraron todo tipo de cosas pero ningún archivo o papel. Luego bajaron al sótano. Y tal como precisa un agente de policía de Kansas City:

A veces uno va a casa de un pariente y se da cuenta de que allí hace muchos años que nadie tira nada. Aquel sótano era algo así. El propietario tenía que ser de los que comentan: «Nunca se sabe cuando te hará falta».

En una habitación cerrada con llave del sótano, los agentes encontraron blocs de notas, cuadernos taquigrafiados, tacos de facturas de hoteles, ficheros, todo ello lleno de notas manuscritas con una caligrafía clara en tinta roja o negra, fechadas, en las que se pormenorizaban a la perfección los gastos de DeLuna. Las notas estaban en clave, pero ésta pudo descifrarse con facilidad al confrontarla con las conversaciones que se habían grabado. Las notas demostraban el fin y la distribución del desvío de dinero: al 22, o Joe Aiuppa de Chicago; al Cazador de Ciervos, o Maishe Rockman de Cleveland; a Berman, o Frank Balistrieri de Milwaukee; a ON, o Nick Civella de Kansas City.

Según William Ouseley, agente del FBI:

Por lo que se refiere al registro, DeLuna se comportó como un perfecto caballero. Su mujer preparó café y trajo galletas.

Mientras Airey y Jenkins examinaban las notas, los agentes del FBI detenían a Carl Carusso -El Tenor- al aterrizar en el aeropuerto de Kansas City procedente de Las Vegas. El negocio legal de Carusso consistía en suministrar productos lácteos a Las Vegas; al mismo tiempo, llevaba el dinero desviado de Joe Agosto, del Tropicana, a la banda de Civella. Aquella noche llevaba 80.000 dólares en los bolsillos de la americana, dinero que le había entregado Joe Agosto, a quien a su vez se lo había entregado Don Shepard.

Se presentaron también órdenes de registro a Joe Agosto de Las Vegas, a Deil Gustavson, accionista del Tropicana, a Don Shepard, y en Kansas City, a Nick y Carl Civella. Uno de los agentes comentó:

Nick Civella era consciente de la orden de registro y se libró del golpe. Creo que nunca le habían registrado la casa. No encontramos en ella nada relevante. Lo único que encontramos fueron diamantes. Bolsas llenas de diamantes tallados. Tal vez en eso había invertido el dinero. Encontramos también un recorte de una publicación desconocida que nunca olvidaré. Al parecer, Civella lo había recortado -no llevaba fecha ni firma- y lo había guardado por su significado. Cuando lo leímos nos quedamos paralizados. Comprendimos hasta qué punto se tomaba en serio los principios de su tierra natal y sus negocios. Decía: «Este monstruo -el monstruo que han engendrado en mí- volverá para atormentar a su creador, se levantará de la tumba, del infierno, del infierno predestinado. Y me arrojará con violencia a la existencia futura. El descenso al abismo no va a cambiarme. Volveré arrastrándome para seguir su rastro eternamente. No conseguirán que fracase mi venganza. Jamás, jamás».

Dos días después del registro, DeLuna se entrevistó con tres de su banda en el Wimpy's, un restaurante de Kansas City. Los micrófonos del FBI instalados en el restaurante captaron toda la conversación, en la que DeLuna incluso admitía que contaba con que lo condenarían a unos años de cárcel. Éstas eran sus palabras:

Pero creo que con el tiempo, pude pasar un año, un año y medio, todos acabaremos con tres o cuatro. Es lo que tengo previsto. Ya he empezado a hacerle un lavado de cerebro a Sandy.

Incluso animaba a los demás para que prepararan a sus esposas.

DeLuna fue condenado finalmente a treinta años de cárcel. Su detención y la recuperación de sus notas proporcionaron al FBI el plan de la conspiración respecto al desvío del dinero; en realidad no exageraríamos si dijéramos que a raíz de la reunión en casa de Mario y de las notas de DeLuna se eliminó la mafia de los casinos de Chicago.

20

«Reconozco la voz. La conozco de toda la vida. Es la de Tony.»

Según El Zurdo:

Geri bebía y tomaba pastillas. No parecía darse cuenta de la tensión a que yo estaba sometido. Una noche, la úlcera me martirizaba y me había metido en la cama, arriba. La llamé por el interfono y le dije que me preparara la cena. El dolor se agudizaba.

Al cabo de un rato, insistí de nuevo por el interfono:

– ¿Ya está lista, Geri?

– Enseguida, cariño -dijo.

Pero lo que no precisó es que estaba borracha como una cuba y ni siquiera había entrado en la cocina. Luego, presa de pánico, preparó de cualquier forma unos huevos pasados por agua, chamuscó una tostada y me subió la bazofia.

Miro aquello y el dolor va en aumento. Le pego una bronca. Me incorporo en la cama. Geri está frente a mí y pega un bote hacia la vitrina.

Me echo boca abajo. Intento, como puedo, casi rodando, saltar a su lado, pero ella coge antes que yo el tirador de la vitrina. Probablemente por cuestión de una fracción de segundos se me adelanta y coge la pistola.

Nos pegamos un coscorrón: yo empiezo a sangrar por la frente y ella, por la nariz. Le había dado justo en el caballete.

Aparecieron los dos críos que estaban en las habitaciones del fondo. Vieron que nos estábamos peleando.

– ¡Geri! ¡Geri! ¡Los niños! ¡Basta!

Por fin apartó la pistola, pero no había forma de detener la pelea porque llevaba una curda de miedo.

Llamé a Bobby Stella diciéndole que viniera enseguida a ayudarme con los niños, con la sangre, con todo. Le dije también que llamara al médico, quien apareció enseguida. Nos llevó a su consulta, donde a mí me curó con cierta facilidad pero a ella tuvo que ponerle un par de puntos de sutura.

Ella iba mascullando que le había roto la nariz.

– Oye Geri, ¿qué pensabas hacer con la pistola? -le pregunté.

– Nada -respondió-. Había bebido. No tenía que hacerlo. No tengo que beber.

Cuando llegamos a casa, ya reinaba la calma.

A la mañana siguiente, me voy a trabajar y me acompaña hasta el coche; la perfecta ama de casa de un barrio residencial.

– Cuídate mucho -me dice, y me da un beso.

Cuando llevo una hora en el trabajo, llamo a casa. Le pregunto cómo se encuentra y me dice:

– Estupendamente. ¿Y tú como estás, amor mío?

Por la voz detecté que había bebido.

Cogí el coche y volví para casa. Aparqué en la esquina y entré a hurtadillas. Quería comprobar qué sucedía. Geri estaba al teléfono. Creo que hablaba con Robin, su hija. Oí que decía:

– Tienes que ayudarme a matar a este cabrón. Por favor, ayúdame.

– No podrá ayudarte, Geri -dije, entrando en la sala-. Aquí estoy.

Por poco se muere.

– No hace ni dos horas me has dicho que me querías y ahora quieres matarme.

Colgó el teléfono.

– Fíjate lo que me hiciste en la nariz -me dice, acercándose a mí. Siempre tenía la última palabra. Llevábamos ya unos años así.

Luego, cada vez que volvía a casa, lo hacía con extrema cautela. No sólo por la pistola de ella, sino porque pensaba que podía contratar a alguien.

Como recuerda Barbara Stokich, hermana de Geri:

Geri y Frank tenían muy mal carácter. Allí se organizaban batallas campales. En el techo había catsup y mostaza. Geri era una niña consentida. Ya de niña, cuando cogía una rabieta, se ponía a chillar, se echaba al suelo y pegaba puñetazos y patadas como una posesa.

Era muy terca. Para ella, la vida era una calle con un solo sentido. Ella tenía que dictar las normas. Y Frank era exactamente igual.

Un día, en mi casa, después de una de las peleas, admitió que no siempre era culpa de Frank. Aceptó que no siempre jugaba limpio con él. Pero dijo también que Frank quería que dejara la bebida pero ella prefería morir antes que hacerlo.

Creo que el plan que tenía Geri al principio era el de divorciarse de Frank cuando las cosas no funcionaran, pero a los nueve meses de la boda tuvo a Steven y el niño lo era todo para ella. Lo adoraba. No había comprendido que podían cambiar las cosas cuando tuviera un hijo. Luego vio que sería incapaz de abandonar a Steven.

Se sentía sola. A veces me llamaba a las tres de la madrugada. ¿Por qué no estaba su marido en casa con ella y los niños? El Zurdo se pegaba la gran vida. Le habían contado que salía con coristas. Ella estaba al corriente de ello. Había encontrado facturas de joyas en sus bolsillos al llevar los trajes a la tintorería.

Venía a casa, se desahogaba y decía que si él podía echar una cana al aire, ella también lo haría. Y lo hizo.

Según El Zurdo:

Geri se llevó los niños de vacaciones a la costa. Cuando se marchó, las cosas no iban muy bien entre nosotros. Cuando llevaba dos días fuera, estaba tan borracha que no pudo ponerse al teléfono. Estuve dos días más sin llamar.

Luego, poco antes de la fecha en que tenían que regresar, seguía sin noticias de ella. Llamé al hotel y me dijeron que se habían ido hacía dos días. Empecé a asustarme de verdad. No conseguí localizarlos en ninguna lista de embarque de líneas aéreas.

Llamé al novio de Robin. Era un buen chaval. Le dije que estaba buscando a mi esposa y a mis hijos. Al principio respondió que no sabía nada de ellos. Luego confesó que Geri y los niños estaban con Leni Marmor y Robin. Me dio su número de teléfono.

Lenny Marmor contesta al teléfono. Lo noto cortante. Astuto. Habla tranquilamente. Finge un ligero acento del sur.

– Oye, Lenny, soy Frank Rosenthal -le digo-. Quiero hablar con Geri.

Me dice que no está.

– Lenny -repito-, quiero hablar con Geri. Es muy importante. Quiero ver a los niños. Que me los mande por avión enseguida.

– Oye, Frank, de verdad que no sé dónde está -responde, con toda sinceridad-. ¿Puedo llamarte dentro de unos minutos?

– De acuerdo -respondo, y cuelgo.

Y se acabó. Se largaron todos. Geri, Robin, mis hijos y Marmor.

Aquella noche Geri llama a Spilotro. Él me localiza inmediatamente y me dice que Geri teme que yo los haga seguir y los mate.

Él le dijo:

– No puedo ayudarte. Manda a los niños inmediatamente. Frank está desesperado.

Geri llama:

– Hola.

– Hola.

Le digo que no pienso preguntarle dónde está; que se limite a mandarme a Steven y Stephanie por avión lo más rápido posible. Que me llame luego para concretar la hora de la llegada. Y que, a partir de aquí, haga ella lo que quiera.

– Si decidiera volver, ¿me perdonarías? -me pregunta luego.

Le digo que no lo sé. Que puedo intentarlo. Soy consciente de que aún me importa, pero digo:

– Ahora mismo lo que tienes que hacer es mandarme a los niños.

Colgó y habló con Lenny y Robin. ¿Y qué le dijo Lenny? Le dijo que sacara el dinero de una caja de seguridad que tenía yo en un banco en Los Ángeles, se tiñera el pelo y se fuera con él llevándose los niños a Europa. Geri le dijo que no porque me conocía y sabía que iniciaría la busca y captura hasta encontrarlos. Me llamó de nuevo diciendo que me mandaba a los niños. Hizo una segunda llamada para darme el número de vuelo. Me fui al aeropuerto con el ama de llaves y recogimos a los dos niños.

Poco después, llama Geri. Me tantea. Le digo:

– ¿Verdad que no has ido a por la caja fuerte?

No responde. Añado:

– ¿Qué ha sucedido con el dinero, Geri?

Dice que ha cometido un error.

– ¿Un error serio?

– Serio -responde.

Hay más de dos millones en efectivo en la caja.

– ¿Cuánto falta? -pregunto.

– Veinticinco -dice.

– ¿Veinticinco mil?

– Sí -dice ella.

Le ha comprado ropa, un reloj nuevo. Chorradas. Rollos de macarra.

– No te preocupes. No es nada -respondo-. En un par de horas te mando un Lear para que te recoja. Tú guarda la llave. Que Lenny no se acerque a ella. Si te la coge, abrirá la caja.

»Has perdido veinticinco mil dólares con el macarra -añado-. Puede soportarse pero se acabó.

Según Geri, cuando dijo a Robin que volvía conmigo, ella respondió que tenía la sensación de no tener madre. Robin se había sentido más inclinada hacia Lenny Marmor, su padre.

Len nunca se había casado con Geri. Se había casado tres veces, pero nunca con Geri, la madre de su hija. Sin embargo, ella le era más fiel que a nadie. Era algo inconcebible.

Unas horas después recibo una llamada del piloto, precisándome la hora exacta del aterrizaje, me voy al aeropuerto y ella baja tambaleándose del avión. Luce una amplia sonrisa. Como si nada hubiera sucedido.

De camino a casa, hablamos de la caja. Dice que no ha conseguido sacarle la llave a Robin. Pero que no hay peligro porque los bancos están cerrados.

Empezamos a discutir de nuevo. Llegamos a casa y suena el teléfono. Es Spilotro.

– ¿Qué tal están las cosas? -quiere saber.

Le digo que bien. Interviene Geri:

– ¿Es Tony? ¿Puedo hablar con él?

Respondo que no.

– Pásamela -dice Tony.

Repito que no.

– Quiero hablar con ella. ¿Me oyes? -dice Tony. Lo noto algo duro.

Le repito que no y le doy las gracias por su ayuda, pero me interrumpe:

– Te he dicho que quiero hablar con ella -dice.

Le cuelgo el teléfono.

– ¿Era Tony? -pregunta Geri-. Quería hablar con él.

Le digo que yo lo que quiero es hablar del dinero de la caja. A la mañana siguiente esperamos una llamada de Robin. Yo no me puse al teléfono porque no quería meterle miedo.

Robin dice que Lenny ha intentado que ella le dé la llave de la caja.

– Te lo pido por lo que más quieras. No lo hagas -dice Geri-. No hagas caso a tu padre.

Geri llora por teléfono mientras suplica a Robin. Un espectáculo terrible. Robin cede… Promete que no asaltará la caja.

En palabras de Barbara Stokich, la hermana de Geri:

Cuando el matrimonio se hacía pedazos, Frank la apaleaba y ella venía a casa. Llevaba un ojo amoratado. La cara llena de moratones y cardenales. Las costillas igual. Una noche, el espectáculo era tan lamentable que incluso hicimos fotos. En mi casa.

Luego Geri y Robin se enojaron muchísimo conmigo porque no quería entregarles las fotos. Pretendían llevarlo a los tribunales. No se las entregué porque las fotos no demostraban que era Frank la que la había pegado. Demostraban sólo que la habían pegado. Recuerdo que me deshice de ellas. Ella creía que podría utilizar las fotos para demostrar que la pegaba cuando llevara el caso a los tribunales. Robin me tenía al corriente de todo lo que sucedía. Hasta que se volvió contra mí cuando no quise entregarles las fotos.

Según testimonio de un agente del FBI retirado, que conocía bien el caso:

El Zurdo le hacía la vida imposible. La engañaba constantemente y le daba igual que ella lo descubriera. Empezó a controlarla como si fuera una esposa Stepford versión Las Vegas.

Por la mañana le hacía una planificación del día, que pegaba al frigorífico, y quería saber lo que hacía a cada minuto. También la obligaba a establecer contacto con él varias veces al día.

Incluso le compró un busca para localizarla cuando le apeteciera, pero ella siempre lo «perdía», lo que acababa de envenenar a Frank. En una ocasión, llegó media hora tarde a casa con los niños. Dijo que había estado en un atasco a causa de un tren de carga que circulaba a última hora de la tarde. La obligó a permanecer de pie a su lado al lado del teléfono mientras él llamaba a la compañía ferroviaria para confirmar a qué hora circulaba dicho tren.

Pero le hiciera lo que le hiciera, ella nunca lo abandonaba, pues siempre había regalos. Era una puta de la vieja escuela. Él la compró cuando se casaron y así siguió.

En palabras de El Zurdo:

Visto con perspectiva, me doy cuenta de que en nuestro matrimonio apenas hubo tres o cuatro meses de paz. Y se acabó. Fui un estúpido. Un ingenuo. Deseaba realmente tener una familia. Nunca me di cuenta de que era incapaz de controlarla.

Una noche, estaba en el Jubilation presentando mi espectáculo televisivo y Geri se encontraba entre el público. Me doy cuenta de que Tony también está. Veo que ella se va al lavabo. Me fijo en que Tony intenta detenerla pero ella se lo sacude. No sé por qué, pero aquello no me cuadraba. No dije nada.

En palabras de Frank Cullotta, colega de Tony Spilotro:

Geri era un desastre. Bebía como una cosaca. Esnifaba coca por un tubo, tomaba estimulantes, tranquilizantes, de todo.

Consiguió avergonzar muchísimo El Zurdo en el momento en que tenía sus propios problemas con la Comisión del Juego.

El Zurdo no caía bien a nadie. Era egoísta, entraba en un local público sin saludar a nadie. Era arrogante. El Zurdo pagó sus cuotas a Chicago pero siempre se comportó como si él ya no tuviera que tener en cuenta a Tony.

Según testimonio de Murray Ehrenberg, gerente del casino Stardust:

Eran hacia las dos de la madrugada y aparece Tony en el Stardust con otro tipo; los dos van servidos. Tony no debería estar allí, pero todos simulan no conocerlo.

Se dirige a una mesa de blackjack de cien dólares y empieza jugando a cinco negras (500 dólares) la mano. Está jugando solo y pierde. En veinte minutos veo que saca del bolsillo diez mil dólares.

Empieza a maltratar al croupier. Le da una carta, no le gusta, se la tira por la cara y pide otra. El jefe de la zona de las mesas indica con la cabeza al croupier que siga. No le gusta la segunda, la arroja de nuevo y le dice al croupier que se la meta en el culo. Casi rezamos para que le salga alguna de su gusto, pero las va rechazando una tras otra, y cada vez se va exaltando más. Nosotros lo único que intentamos es acabar la noche con vida.

Luego Tony pide al jefe de mesas que le preste cincuenta mil dólares. Es consciente de que él no está autorizado para tal suma y al cabo de poco ya me veo implicado en ello.

– Llama al que te dije y consígueme el dinero -dice Tony.

Llamé a El Zurdo a través de la línea especial que habíamos instalado. Le dije que teníamos allí al Enano y pedía prestados cincuenta mil. Añadí que el pájaro ya había perdido los diez mil que llevaba encima.

El Zurdo se puso furioso. Todo el mundo sabía que Tony no tenía que poner los pies en el Stardust y no digamos ya jugar o pedir dinero prestado. El Zurdo me dijo que Tony se pusiera al teléfono y le puntualizó que iba a ofrecerle un trato equitativo. Le devolvería el dinero que había perdido. Eso sí, le ordenó que saliera del casino inmediatamente, antes de que alguna de las ratas que teníamos por allí camufladas avisara al Departamento de Control y nos metieran en un buen lío.

Tony no estaba tan borracho como era de esperar. No iba en plan guerrero. A causa del desvío de dinero, la licencia de El Zurdo y todo lo demás, el Departamento de Control se estaba poniendo duro con el Stardust.

Di el visto bueno a los diez mil que, por cierto, nunca reembolsó, pero al Zurdo le dio igual. Lo único que le interesaba era que no constara el nombre de Tony en ningún impreso de solicitud de crédito o bien otros papeles del casino.

Tony salió del local realmente enojado, pero tuvo que aguantarse. En el fondo, seguro que sabía que El Zurdo tenía razón, aunque no le gustara.

Como lo cuenta El Zurdo:

Era un viernes o un sábado por la noche. Había terminado el programa de televisión y yo estaba en el Jubilation. A mi lado estaba Joe Cusumano. Nadie respondió. Son las dos de la madrugada y no responden al teléfono.

Dije a Cusumano que me iba a casa. Total eran cinco minutos en coche.

Al llegar allí comprobé que Geri y Steven no estaban. Habían atado a mi hija por el tobillo a la cama con una cuerda de tender la ropa.

Me parece increíble. Desato a la niña y suena el teléfono.

– ¿Qué tal? -Es Tony.

– Mal. ¿Qué pasa?

– Tranquilo. Tranquilo. No ocurre nada. Ella está bien. Os habéis peleado. Ella quería hablar de los problemas que tenéis.

Dijo que Geri había dejado a Steven con unos vecinos. Dijo que tenía que tranquilizarme e ir al Village Pub.

Conduje hasta allí hecho una furia. El local estaba a tope. Tony me esperaba tras la puerta de entrada. Intentó calmarme.

– No hagas una escena -dice. Se queda de píe entre la puerta y yo, pero lo conozco demasiado. No voy a pasar rozándolo para que se ofenda. Le digo que estoy perfectamente y entro pasándole por detrás.

Ya dentro, veo que ella está en un compartimiento de espaldas a la puerta. Tengo que ir hasta donde está ella y dar la vuelta a la mesa para colocarme delante. Me siento.

Le canté las cuarenta. Ella actuaba con tiento. Llevaba un buen globo. No dejaba de repetir que la dejara tranquila. Al cabo de poco, me la llevé. Al salir, Tony me dijo que no me pasara con ella.

– Está intentando salvar vuestro matrimonio -dijo.

Como recuerda Suzanne Kloud, amiga de Geri y maquilladora del programa televisivo de El Zurdo:

Geri era una persona encantadora, pero él la empujó a la bebida. Él hubiera empujado a quien sea a la bebida. Llegaba a su casa a las tres o las cuatro de la madrugada, después del programa, la sacaba de la cama a empujones y se ponía a hablar por teléfono durante un par de horas con alguna de sus novias.

Nunca tuvo en cuenta los sentimientos de Geri. Siempre andaba follando con alguna de las bailarinas y haciendo alardes de ello. Geri me contó que una vez El Zurdo se fue a Los Ángeles y se gastó catorce mil dólares en Gucci para regalos para unas bailarinas y a otra le compró un collar de diecisiete mil dólares.

Ella contaba que encontraba las facturas en los bolsillos de los trajes cuando los llevaba a la tintorería. La verdad es que no puede decirse que El Zurdo fuera exactamente del estilo de los que sólo ansían una velada tranquila en casa.

Siempre la maltrataba, casi como si la odiara. Una noche, después del programa, ella esperaba ir a cenar con él. Lo encontró rodeado de todos sus pelotas y fue a interrumpirlos.

Lo agarró por el brazo. Quería que le dijera, delante de toda aquella gente, cuándo iban a marcharse. Fue una estupidez. El se deshizo de ella como pudo.

– ¡A mí no me toques, leche! -dijo a su propia esposa delante de todos.

Yo la cogí y nos fuimos las dos a cenar. Le pregunté por qué hacía aquello, si sólo servía para montar una escena. Pero al parecer Geri siempre le montaba escenas. Sabía exactamente lo que podía sacarlo de sus casillas y sin embargo no se reprimía. Me confesó que no sabía por qué lo hacía. Se veía impulsada a ello.

Ahora bien, por muy despreciable que fuera El Zurdo, siempre le llevaba regalos. Le compró las joyas más fantásticas del mundo. Por ejemplo, un collar de coral rosa y diamantes, y otro con un solitario rodeado de diamantes. Los collares valían doscientos y trescientos mil dólares. Aquello la hacía vivir. Éste es el dios que persigue una buscavidas.

En palabras de El Zurdo:

Recuerdo que estaba viendo un partido de fútbol y ella sabía que yo estaba preocupado.

– Me voy a casa de mi hermana -dijo. Añadió que dejaría a Steven con unos vecinos y se iría a casa de Barbara con Stephanie.

Me preguntó si de vuelta quería que me trajera unas hamburguesas de McDonald's. Dije que tal vez. Sabía que me gustaban. Me dejó el número de Barbara. Yo no tenía el número de su hermana. Me importaba un bledo su hermana. Dejó el papel junto al teléfono y se fue.

Al cabo de un buen rato decidí llamar a su hermana. Iba a decirle que me trajera algo de McDonald's.

Llamé y Barbara me dijo que estaba en McDonald's comprando algo para Stephanie.

Respondí que vale, que me llamara cuando volviera.

Volví a centrarme en el partido, pero pasó media hora y seguía sin noticias de Geri, y el ordenador mental iba marcando el tiempo.

Llamé de nuevo a Barbara y le pregunté si Geri había vuelto.

– No -responde.

Me empiezo a mosquear. Tenía que haber ido a buscar algo a McDonald's para Stephanie y no lo había hecho. ¿La dejaría sin comer?

– Que me llame en cuanto vuelva -le digo a Barbara.

Pasan quince minutos. De Geri, nada.

Vuelvo a llamar.

– Oye, Barbara -digo-, coge el coche y tráeme a mi hija a casa. Luego me voy a buscar a Steven, Barbara me trae a Stephanie y, con los críos ya en casa, intento localizar a Geri.

Aquel día Geri se había llevado mi coche. Era mayor que el suyo. Llevaba teléfono móvil. Llamo al móvil por si acaso. Lo cogen, pero es la voz de un hombre. Disimulada. Tapando el auricular. Pero la reconozco. La conozco de toda la vida. Es la voz de Tony. La reconocería como fuera.

Cuelgo enseguida. ¡Vaya! ¿Con qué ésas tenemos? Para andar sobre seguro, marco de nuevo el número, pero ahora me responde la operadora diciendo que ese número de teléfono móvil no opera en este momento.

Soy incapaz de mirar el partido de fútbol. Se me presenta un grave problema. Serán ya las siete o las ocho de la noche. Ni rastro de Geri. Por fin me llama su manicura.

– Frank -me dice-, Geri está histérica. Se ha quedado sin gasolina y han tenido que remolcarla. Tiene la impresión de que te lo vas a tomar a mal.

Yo mantenía la calma.

– Ningún problema -dije-. Que se ponga al aparato.

Está llorando.

– Te quiero. Lo siento.

Daba la impresión de que estaba mal; creo que no estaba al corriente de que era yo quien había tenido contacto con Tony por el teléfono móvil, pero en aquel momento no quería sacar el tema.

Al día siguiente, yo tenía que estar unas horas en Los Ángeles. Le dije si quería acompañarme. Hacer unas compras. Dijo que no le apetecía. Quería hacerse la manicura. De modo que me fui y ella se quedó en casa.

Cuando volví aquella tarde, seguía en casa y me fijé en sus manos.

– ¡Vaya! -exclamé-. ¿Y la manicura?

– No -dijo-. No me apetecía. Llovía.

– ¿Qué has hecho?

– Pues nada. Comer con mi hermana.

– ¡Qué bien! -dije, pero estaba prácticamente seguro de que me la jugaba-. ¿Dónde?

Yo lo decía como quien no quiere la cosa pero notaba que ella captaba el tema.

– En el club.

– ¿Qué has comido?

Me habló de una ensalada o algo.

– ¿Qué ha comido Barbara?

Me lo contó.

– Vale -dije-, llama a tu hermana. Quiero preguntarle qué ha comido.

Geri coge un papel, escribe el número de su hermana y va hacia la escalera para mandar al ama de llaves que llame a Barbara.

Le agarro el papel.

– ¿A que no has comido con Barbara?

– Sí -dice ella.

– De acuerdo -digo-, pues voy a llamarla.

Cojo el teléfono.

– Vale, vale -dice, algo molesta-. No he comido con Barbara.

– ¿Qué has hecho pues?

– Ir por ahí con unas colegas. Como no te gustan, no quería decírtelo. Nada más.

– Oye, Geri -le digo-, creo que será mejor que me cuentes las cosas como son. Tengo la impresión de que has estado con alguien. Es más, lo sé. Los dos lo sabemos. Lo único que espero es que no hayas estado con uno de los dos.

– ¿Qué dos? -me pregunta, mirándome a los ojos. Casi con una sonrisa.

– Tony o Joey -digo. Se limita a mirarme con una media sonrisa-. Oye, Geri -añado-, esto no es un puto juego. A partir de ahora se acabó la comedia. O pasas por el tubo ya o sales pitando de aquí.

Le digo que si me la vuelve a jugar, puede despedirse del matrimonio.

Se había tomado Tuinal a punta de pala. Me dijo que se trataba de Tony. Lo soltó directamente. Sin darle importancia. Dijo que habían empezado medio colocados. La iba escuchando y me entraban náuseas.

– Ah, por cierto, va a llamar a las seis -dijo luego.

Me entran ganas de suicidarme. Tendré que hablar con él como si no estuviera al corriente de lo que ella me acababa de decir. Le intenté contar que todos estábamos en peligro. Le dije que no comentara a Tony que me había hablado de ello. De sospechar Tony que yo lo sabía, podía deducir que había montado un cirio en casa y Geri y yo podíamos perder la vida. Conocía bien a Tony. Los dos desapareceríamos. Geri dijo comprender la situación. Había sido una locura.

Conseguiría que saliéramos del embrollo. Necesitaba, sin embargo, tiempo para apartar a Tony. No podía dejar de verlo de la noche a la mañana. Sospecharía que yo lo había descubierto. El plan consistía en dejar que aquello se extinguiera lentamente.

A las seis, sonó el teléfono. Jamás me había parecido tan estridente su zumbido. Geri dijo a Tony que yo acababa de volver a casa, que no me sentía bien y que se pondría en contacto con él por la mañana.

Me contó cómo había ido la cosa. Dijo que llevaban viéndose entre seis meses y un año. Recordé la primera época en que salía con Geri. Una vez que la llevé conmigo a Chicago. Una de las primeras visitas a donde la llevé fue a casa de Tony, Nancy y sus hermanos. Entré en casa de él con Geri. Ella llevaba una elegante minifalda. Recuerdo que él exclamó: «¡La leche! ¿De dónde la has sacado?».

También la llevé a visitar a otros amigos. Fuimos a ver a Fiore en el campo. Me di cuenta de que ella le caía bien, de que aprobaba mi elección.

Pero ahora se había terminado y me quedaba una alternativa. Podía ir a Chicago y ponerme contra Tony, pero intentaba evitar que se desencadenara la guerra. Presentía que no habría vencedores. Se lo comenté a ella. Dijo que lo comprendía, que se había terminado, que se desharía de él.

Le pregunté qué ocurriría en caso de que él no estuviera de acuerdo en dejarla y respondió que no habría problema. Que lo apartaría de su vida. Si la escuchabas, dirías que era muy convincente.

Y en cambio más tarde descubrí que seguían viéndose: en moteles, en el piso que él tenía en Towers, frente al club, donde fuera.

Además, no paraba de hacerme preguntas del estilo de: «¿Ocurre algo? ¿Algún problema?». Él estaba pinchando. Lo conozco bien. Una noche, estoy en el Stardust y uno de los muchachos me dice:

– Va a llamar el colega.

Sabía que llamaría a una de las seis cabinas del fondo del casino. Esperé la llamada.

– ¿Qué tal? -me pregunta.

– Muy bien -respondo.

– Quería preguntarte algo -dice, y me empieza a hablar de no sé qué chorrada que no le interesa para nada. Luego va al grano.

– ¿Qué tal te va con Geri? -pregunta.

– ¿Por qué lo dices?

– Es que quería saber algo.

– ¿Qué?

– ¿Todavía la quieres? -me pregunta.

– Sí -respondo-. Pues claro. ¿Por qué no habría de quererla?

– No, no -dice él-, no era más que una pregunta.

Evidentemente, ella le había contado que habíamos ido a ver a Oscar. Le había dicho a Geri que pensaba en una separación formal. En el divorcio. Le había dicho que incluso de no haber ocurrido lo de Tony, de lo que nadie estaba al corriente, lo nuestro no funcionaba.

Como afirma Emmett Michaels, agente retirado del FBI:

A finales de 1979 y principios de 1980, no dejamos ni a sol ni a sombra a Spilotro. Era algo rutinario. Él creía que nos despistaba, pero siempre estábamos tras su rastro. En esta ocasión, el helicóptero lo siguió hasta la caravana que tenía en la avenida Tropicana.

Hacía mucho calor, y cuando llegamos allí tuvimos que esperarnos un par de horas. Era el sitio adonde llevaba a las novias. Yo ya sabía que su vida doméstica no funcionaba porque en una ocasión en que tuve que hacerle unas preguntas, pidió a Nancy dinero para comprar tabaco y ella le respondió: «Jódete, arréglatelas tú mismo para buscar tabaco».

Aquel día, Tony no tenía la menor idea de que el helicóptero le hubiera seguido la pista hasta la caravana y que le estaríamos esperando. Ni siquiera había micrófonos instalados allí. Nos quedamos a la espera en una furgoneta, a unas manzanas, utilizando prismáticos. No se me olvidará nunca. Se abrió la puerta de la caravana, sale Tony e inmediatamente después Geri Rosenthal. Habían pasado allí más de una hora.

Geri era la mejor amiga de Nancy Spilotro. No nos lo acabábamos de creer. Nos íbamos pasando los prismáticos para confirmarlo. Claro que era ella. Era un par de palmos más alta que él. No había error posible. Sabíamos que no podía pasar mucho tiempo sin que se difundiera la noticia de que Tony tenía un asunto con la mujer de El Zurdo. Porque, ¿quién podía guardar un secreto como aquél?

En palabras de Mike Simon, agente del FBI retirado:

Aun cuando Spilotro intentaba ser discreto, ella lo desbarataba todo. Era el secreto peor guardado de la ciudad. Enseguida lo supo todo el mundo. Geri empezó a alardear en la peluquería y el gimnasio de los regalos que decía procedía de su nuevo patrocinador, palabra del lenguaje de la prostitución que equivale a querido o protector.

Se dedicó también a contar a sus amigas que su nuevo patrocinador era Tony Spilotro. Geri no tenía ninguna pretensión.

Kent Clifford, jefe del servicio de inteligencia de la policía de Las Vegas afirmó:

Spilotro hacía gala de su relación con Geri como demostración de poder. Podía conseguir miles de mujeres más jóvenes y guapas que Geri Rosenthal, pero el poder es afrodisíaco.

Ahora bien, el ego de Spilotro entorpeció su camino. Estoy convencido de que Spilotro se decía a sí mismo: «Soy capaz de ello y nadie podrá detenerme. Geri es mi novia, mi ja». Fue una de sus estupideces.

Como cuenta Cullotta:

Me voy a Chicago y allí han oído campanas.

– ¿Qué coño sucede allí? -pregunta Joey Lombardo-. ¿A qué se dedica ése? ¿A follarse a la mujer del otro?

Mentí. Dije que no. Me hice el loco. Aseguré que no sabía nada al respecto. ¿Qué podía decirles, que Tony se cepillaba a la mujer de El Zurdo y que el FBI y la policía local estaban pisándoles los talones a todos?

– Esperemos que no sea así -dijeron, pero me di cuenta de que estaban inquietos.

Luego me encuentro con Joe Nick, es decir con Joe Ferriola.

– ¿Qué pasa con el puñetero judío? -dice-. Está pirado. Porque… ¿No se estará follando a la mujer el Enano? Porque, si es así, va a haber problemas.

Mentí de nuevo. Dije que no. Que todo estaba tranquilo. Que el tipo estaba como una regadera. Podían haber llamado a Tony y haberlo eliminado por enmarañarlo todo, pero se habían convencido de que El Zurdo era un psicópata. Sólo los capos, como Joey Aiuppa, apoyaban El Zurdo, y eso porque lo conocían de hacía tantos años.

Aquella noche, ya tarde, estaba en el restaurante Rocky's, en la North Avenue con Melrose Park, el garito de Jackie Cerone; estaba en la barra con Larry Neumann y Wayne Matecki, dos asesinos a sueldo de aspecto espeluznante, y se me acerca Cerone.

– ¿Hay algún problema con el judío y su parienta? -me pregunta.

«¡Arrea!», digo para mis adentros, lo sabe toda la ciudad. Alguien les ha ido con la historieta y el único que se me ocurre que puede haberlo hecho es El Zurdo.

Le dije a Cerone que El Zurdo y su parienta se peleaban constantemente pero que la cosa no iba más allá. Él me miró a los ojos y me preguntó:

– ¿Se la tira el Enano?

Dije que no. ¿Qué podía decir? Jackie Cerone era un jefazo y odiaba tanto a Tony como a El Zurdo.

– Vale -dice Cerone-, pero no nos gustaría que nuestros amigos estuvieran en peligro.

Cuando volví a Las Vegas, se lo conté a Tony y se puso hecho una furia. Paseábamos arriba y abajo por West Sahara, delante del Gold Rush, y él se tapaba la boca porque la pasma utilizaba prismáticos y expertos en leer los labios.

– El mamón del judío -dijo-. Le faltó tiempo para ir a gimotear allí. El puto judío hará estallar la guerra. Tendré que meditarlo.

Como comentaba El Zurdo:

Di por sentado que Geri había roto con Tony, pero cuando empecé a sospechar que seguía viendo a Lenny Marmor, mandé pinchar el teléfono de casa. Coloqué las escuchas porque cuando llegaba y ella estaba hablando por teléfono, colgaba inmediatamente o bien decía: «Ya te llamaré luego». Y lo que yo no quería era que intentara secuestrarme de nuevo a los niños.

Las cintas tenían una hora de duración. Tenía la grabadora montada en el garaje. Durante los primeros días, encontré muchas conversaciones con Nancy Spilotro. Se grabaron frases como: «¿A que no sabes lo que me ha dicho el Sabelotodo?».

Un día llamó a su padre y le dijo:

– Ojalá pudieras matar a ese hijoputa.

Por la grabación oía el ruido de fondo del tintineo del vaso. Su padre le preguntó si estaba bebiendo.

– Papá -dijo ella-, hace meses que no pruebo el alcohol.

Escuchando aquellas cintas tuve que tragar muchos sapos. Era terrible. Nunca estaba del todo seguro de lo que ella podía estar diciendo a mis espaldas.

Luego, al cabo de unos días, oí la grabación de una conversación con Tony. Geri hablaba muy de prisa. Le decía a qué hora llegaba yo a casa. Eso después de decirme que lo habían dejado. Después de avisarla yo del peligro y de todo. Y mira por dónde escucho con mis propios oídos cómo traman un nuevo encuentro.

– Nos veremos en el campo de béisbol. Vincent juega mañana por la tarde. Nos encontramos en el partido. Él estará trabajando. Frank no aparecerá.

Historias de ésas.

Era incapaz de mirarla; estaba enojadísimo con todo lo que había oído. Geri conseguiría que nos mataran a los dos.

Los niños tenían una competición de natación al día siguiente, se acostaron pronto y aquella noche le dije:

– Oye, Geri, vamos a hablar claro. Si no lo has hecho antes, hazlo ahora, dime la verdad. ¿Sigues viendo a nuestro amigo común?

Y añadí:

– Corres el mismo riesgo que yo. A ti te matarán antes que a mí o a él.

– No te preocupes -responde-. Se acabó.

Pero yo sé por las grabaciones que sigue con sus citas.

– ¿No tienes ningún tipo de contacto con él? -le pregunto.

– No, querido -dice.

– ¿Seguro? -repito.

– Con todo lo que hemos pasado, no entiendo cómo puedes preguntármelo -dice ella.

– De acuerdo, Geri -digo-. Júralo.

– Lo juro -dice Geri-. Ni se me ocurriría. ¿No serás capaz de quitártelo de la cabeza?

– Júramelo -repito-. Júralo por tu hijo y me lo quitaré de la cabeza.

Me mira de hito en hito. Está enojada.

– Lo juro por la vida de nuestro hijo -dice-. ¿Satisfecho?

– ¡Puta! -exclamo-. Te he grabado.

Cogí la grabadora con la cinta, apreté el botón y oyó su propia conversación con Tony.

– ¡Apaga eso! -chillaba-. ¡No quiero oír nada más!

– Eres una zorra -le digo. Estoy perdiendo los estribos-. Te voy a arrojar por la ventana.

– ¡Steven! ¡Socorro, Steven! -empieza a gritar.

Aparece el pobre chaval medio dormido. Es un niño de nueve años. Geri consigue que me retire.

– Si no me dejas en paz -dice-, llamo a la policía.

Cedí y me fui al casino. Cené, volví a casa y me dormí. Decidí que lo más importante era el concurso de natación de Steven y Stephanie.

El Zurdo ya había empezado a abordar la separación de bienes cuando Geri volvió de su viaje a Beverly Hills con Lenny Marmor. Había presentado un acuerdo ante los tribunales sobre dicha separación como paso previo a la disolución del matrimonio. De acuerdo con los términos en que estaba redactado el acuerdo, El Zurdo se quedaba prácticamente con todo: la casa, situada en el 972 del Valley Drive de Las Vegas; los solares 144 y 145 del Club Las Vegas en Augusta Drive; y los cuatro caballos Thoroughbred de la pareja: Isla Luna, Último motivo, Mi Amigo Est y Míster Commonwealth.

No obstante, las cajas de seguridad guardadas en la sucursal del Strip del First National Bank de Nevada siguieron a nombre de los dos. Él mismo manifestó que alguien tenía que tener acceso al dinero en efectivo si lo detenían o no podía sacarlo por alguna otra razón.

Hizo firmar asimismo a Geri un acuerdo por el que perdía sus derechos sobre «la atención, custodia y control de sus hijos menores si abusaba del alcohol o los barbitúricos».

Carta de Geri a Robin:

4-5-79

3,12 de la madrugada

Queridísima Robin:

Cariño, no quisiera preocuparte pero no sé si podré resistirlo. Te escribo esta noche con una costilla rota, los ojos amoratados, el cuerpo lleno de cardenales, y creo que no es necesario que te diga quién me ha propinado los golpes. Todo en estas dos últimas semanas. Anoche llegó a casa borracho y me intentó estrangular; perdí totalmente la conciencia. Todo eso no se lo puedo contar a nadie más que a ti, pues a nadie le importa. Lo creas o no, soy capaz de capear el temporal y además alguna noche incluso podría coger la pistola y matarlo de una puñetera vez. Anoche él estuvo a punto de matarme a mí. Cuando recuperé el conocimiento, lo vi de pie a mi lado, borracho perdido y a punto de pegarme una patada. Cuando bebe, no sabe lo que hace ni le importa. Esta noche, cuando ha vuelto, ha empezado de nuevo y yo me he puesto a chillar que se fuera de casa, que me dejara, pero él ha cogido otro de sus ataques y no me ha quedado más remedio que permanecer quieta, oír como vociferaba y deliraba mientras yo iba rezando para que no me apaleara de nuevo. Me tiene terriblemente asustada…

Escríbeme, por favor. Te quiero. No hables conmigo por teléfono, él escucha.

Mamá

Frank Cullotta dice:

Estábamos en el Jubilation y a Tony se le ocurrió la idea de pegar una paliza a El Zurdo. No se refirió a él llamándole El Zurdo, dijo el judío. Dijo:

– El judío, aún no estoy seguro. Pero si no me equivoco, te necesitaré para que me proporciones a un tipo. ¿Se te ocurre alguien?

– Sí, el grandullón -respondo.

– Lo que no quiero es que lo zumbes por la calle -dijo.

– ¿A quién? -pregunto.

– Al judío -dice.

– Yo lo preparo y cuando se levante, tú lo recoges. Ya te enterarás donde está el agujero -dice.

– No tendremos más que apartar la plancha de madera contrachapada, dejarla caer en el agujero y tapar de nuevo.

Y luego Tony añade:

– Pero no hagas nada hasta que te avise.

– De acuerdo -respondo.

– Ya te diré algo, hoy por hoy todavía no estoy seguro -dice.

En palabras de Murray Ehrenberg:

Geri empezó a pasar las noches fuera. ¡Quién sabe lo que hacía! La mayor parte del tiempo estaba borracha o colocada. Pero Frank no se portaba mejor. Se cocía cada noche y andaba por ahí con sus bailarinas. Derrochaba dinero. Les compraba esto. Les compraba aquello. Perdió un montón de dinero jugando al blackjack. No sé si era el peor jugador de blackjack del mundo o que se estaba castigando a sí mismo por algo.

Según Frank Cullotta:

Yo era propietario de la pizzería Upper Crust. Servíamos comida, pero el local también era una guarida. Una mañana, a primera hora, cuando estábamos preparando la comida -serían las siete, las ocho, las ocho y media-, aparece Geri. Sale del coche y deja la puerta abierta. Se la ve ojerosa. Era de aquellas mujeres a las que no se puede desafiar en público porque montan unas escenas terribles. Era de las que se debaten, chillan y agitan los brazos. Era alta e imponente, intentar controlarla era una pesadilla.

Entra en el restaurante lanzando improperios.

– ¿Dónde coño está? -grita.

– Por favor, Geri -digo-, cálmate. No provoques un alboroto.

– Quiero verlo ahora mismo -dice-. ¿Dónde está? Voy a matar a ese hijoputa. Pero ya.

Le digo a la parienta que no la pierda de vista pues está histérica. La colocamos en un compartimiento y cierro la puerta del restaurante. Ella quiere hablar con Tony inmediatamente.

Llamo a Tony mientras ella, al fondo, va chillando que matará al judío. Por otro lado, sé que si Nancy se entera de lo que hay con Geri, se va a armar una de pronóstico.

Tony nunca conducía en Las Vegas. Siempre se sentaba en el asiento del acompañante. Aquella mañana llega a los dos minutos. Lo acompaña Sammy Siegel. Éste suele aparecer por su casa a primera hora de la mañana y se pasa el día jugando al gin rummy con Tony y lo lleva donde le apetece. Es su trabajo.

Tony entra y me dice que lleve el coche de ella atrás para que nadie lo vea. Se lo mando hacer a Ernie.

Me aparto de allí pero veo que habla con ella, va moviendo las manos como si machacara algo, su estilo de siempre; las lágrimas corren por las mejillas de ella, asiente ligeramente, y por fin Tony le dice que se vaya.

El coche de Geri estaba atrás y cuando se marchó nosotros estábamos fuera. Tony se volvió para mirarme:

– La hemos jodido -dice.

21

«Me acabo de tirar a Tony Spilotro.»

Como cuenta Murray Ehrenberg:

Frank estaba muerto de miedo. Era una persona bastante reservada. Nunca quería mostrar sus sentimientos. Jamás lo hizo. Se encerraba siempre en sí mismo, a excepción de la noche en que me llamó para pedirme que fuera a verle. Fue la primera vez que noté el pánico en su voz. «Ven -dijo- y trae un arma». Dijo que necesitaba protección, que, por lo que fuera, no quería estar solo. Quería a alguien con él. Le dije que tal vez precisara un testigo o algo.

– No te preocupes, voy enseguida. Voy a coger el rifle de caza de mi hijo.

Cuando lo vi, comprobé que estaba realmente conmocionado. Nunca lo había visto en aquel estado y había trabajado con él durante años.

En cuanto llegué, se tranquilizó y permanecimos allí sentados medio amodorrados mucho rato hasta que oímos un ruido. Nos levantamos de un salto, salimos y nos encontramos con que llegaba Geri. Llevaba una buena curda. Tenía la mirada extraviada. Estaba fuera de sí. Completamente desmadrada. Chocó frontalmente con la puerta del garaje. Abolló el coche. Yo estaba allí delante y por poco me aplasta el pie. Ni esperó a que subiera la puerta. Le dio de frente.

– Ha estado fuera toda la noche.

Según El Zurdo:

La oí a través de las ventanas cerradas. Decía: «¿Dónde están mis hijos, cabrón?».

Geri no solía hablar así. Otra razón por la que pensé que le sucedía algo. ¿Copas? ¿Pastillas? ¿Drogas? No podía precisarlo.

Le dije que bajara un poco el cristal, y lo hizo en un par de centímetros; me acerqué tanto como pude a ella y le pedí que se calmara.

– ¿No podríamos discutirlo? ¡Cuidado!

– ¡A tomar por culo! -chilla de nuevo, pone el coche en marcha y le da de lleno a la puerta del garaje.

Los vecinos se han despertado, se han reunido en la calle y aparecen un par de coches de la poli. Veo a dos polis. Los conozco.

Geri dice que quiere entrar en casa. A freír espárragos, pienso yo. Pero soy consciente de que tengo pocas alternativas. Me tiene atado. La encantadora esposa de un famoso hombre de casinos, de un jugador relacionado con el hampa. El no va más. Van a hacerme picadillo en el tribunal.

Con todo, respondiendo a su pregunta, le formuló otra:

– ¿Dónde está el gilipollas de tu novio?

– ¿Qué novio? -dice, impasible.

– Sabes bien quién -preciso.

Geri se dirige a los polis y les pide que consigan que yo la deje entrar en casa. La mitad de la casa es mía, dice.

Los dos polis son anti Frank Rosenthal. Queda clarísimo. Yo soy el de la mala fama.

– ¡Eh, Frank! -dice uno de ellos-. ¿Por qué no la dejas entrar? Abre y así nos podremos marchar.

Les digo que voy a dejarle la llave si me promete que no se quedará más de cinco minutos. ¿Por qué no? El dinero, las joyas y los niños ya no están. Ya no tiene nada que vender.

Al cabo de tres minutos, ya está fuera. Yo estoy en la senda con Murray Ehrenberg y la pasma. Sale con las manos a la espalda.

Se acerca a mí, a unos tres metros, se da una rápida vuelta y me encuentro con que me apunta a la cabeza con una pistola. La poli desaparece. Nunca había visto a nadie correr de aquella forma. Fueron a esconderse detrás de sus coches.

– Quiero mi dinero y mis joyas o te mato -me dice Geri mirándome fijamente.

Está agitando la pistola.

Y aparece la que faltaba: Nancy Spilotro.

Se ponen a hablar las dos y Nancy toma partido por Geri.

– Oye, Nancy, esto no es problema tuyo -le digo-. Ya tienes suficientes en casa.

Por el rabillo del ojo veo que Tony Spilotro viene en coche a toda pastilla. Lleva una gorra y una barba.

La pasma le dice a Geri que deje el arma. Nancy le dice a Geri que deje el arma.

– Geri, no dispares -le digo-. Supongo que no querrás acabar en la silla eléctrica.

Aquello es tan disparatado que casi hace reír.

De pronto, Nancy agarra el brazo de Geri y los polis salen de detrás de los coches y la esposan. A mí aquello me turba la cabeza. Veo a Geri esposada y gritando:

– ¡Cariño, me hacen daño! ¡No permitas que me hagan daño! ¡No les dejes!

Digo a los polis que la dejen tranquila. Insisto en que no presentaré cargos contra ella y que disponemos de permiso de armas.

Estoy agotado. Creo que lo que intentaba era salvar algo allí. No lo sé. Visto con frialdad, no tenía ninguna lógica. Nada de aquello tenía lógica.

En fin, cuando se fue la poli, entramos todos en casa: Geri, yo y Murray Ehrenberg.

INFORME DE LOS AGENTES DEL DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE LA CIUDAD DE LAS VEGAS

REGISTRO DE DISTRITO 80-72481

09-08-80 0900 HORAS

LOCALIZACIÓN DEL INCIDENTE… 972 Vegas Valley Drive, Las Vegas, Nevada. Urbanización Country Club.

INCIDENCIAS:

El 09-08-80, a las 9 horas aproximadamente, el abajo firmante, agente Archer, junto con el agente Brady Frank, fuimos enviados a la Urbanización Country Club, al 972 de Vegas Valley Drive, Las Vegas, Nevada, en relación a un altercado doméstico que estaba tomando unas proporciones alarmantes según el servicio de seguridad del Country Club.

Al llegar a la puerta de seguridad este, acudió a nosotros la señora de Frank Rosenthal, terriblemente alterada, quien expresó su deseo de acceder a su domicilio, en el 972 de Vegas Valley Drive, y recuperar sus pertenencias personales.

Estaba a su vez comentando que los agentes de seguridad no la acompañaban hasta casa y que quería contactar con el FBI.

Mientras intentábamos obtener información de la señora de Frank Rosenthal, llegó una tal Nancy Spilotro en un Oldsmobile de color azul, matrícula Ut (Utah) NLE697. La señora Rosenthal conducía un Mercedes cupé color tostado, matrícula CWN014, NV.

La señora Spilotro advirtió a estos agentes que había acudido allí para recoger a la señora de Frank Rosenthal, que se encontraba terriblemente alterada e histérica, pero que la señora Rosenthal se negó a subir al vehículo con ella y salió con su Mercedes a toda velocidad.

La señora Spilotro advirtió a estos agentes que se había iniciado una gran pelea y que pretendía intervenir en un intento de interrumpir el altercado entre marido y mujer.

Nos dirigimos todos al 972 de Vegas Valley Drive, y allí encontramos al señor Frank Rosenthal en la senda junto con su esposa; ésta chocó con su coche, un Mercedes, contra la parte trasera del Cadillac de él en el interior del garaje, causándole daños menores.

Conseguimos parar el vehículo y la señora de Frank Rosenthal empezó a discutir con su marido, si bien no aceptó la ayuda de los agentes y manifestó que no era más que un altercado doméstico y que iba a resolver la situación.

Nancy Spilotro ayudó también a Frank Rosenthal cuando intentaba calmar a su esposa y evitar molestar a los vecinos. En este momento, preguntaron a estos agentes si todo estaba en regla y dijeron que podían marcharse.

Dichos agentes se disponían a abandonar el lugar cuando la señora de Frank Rosenthal entró corriendo a la casa situada en el 972 de Vegas Valley y dejó a su marido, Frank, fuera.

Luego, la mujer salió por una puerta lateral de la residencia con las manos en el estómago. Gritaba algo sobre joyas, que Frank se había quedado las suyas y que las exigía. También reclamaba dinero.

Estos agentes no se dieron cuenta de que llevaba un arma hasta que se situó frente al 972 de Vegas Valley Drive, momento en que estos agentes observaron que sacaba una 38 especial cromada del interior de la blusa.

La mujer hacía oscilar el arma y estos agentes pidieron ayuda. Seguidamente, Nancy Spilotro se acercó a la señora de Frank Rosenthal intentando tranquilizarla y cuando aquélla estaba de espaldas contra el edificio, la señora Spilotro agarró a la señora Rosenthal por los brazos, peleando por tumbarla en el suelo, momento en que estos agentes se acercaron y ayudaron a Nancy Spilotro a arrebatar el arma a la señora de Frank Rosenthal.

El arma en cuestión era una Smith & Wesson cromada, de cañón corto calibre 38 «Especial Damas», serie #37J508. Llevaba grabado en la empuñadura de nácar el nombre de Geri Rosenthal. Llevaba un cargador de cinco balas del calibre 38. La primera había sido disparada, si bien estos agentes no pueden precisar si se disparó en el interior de la casa o en otro lugar. Se hizo cargo de la custodia del arma el agente A. Archer.

Durante todo el altercado familiar, la señora de Frank Rosenthal estuvo repitiendo a su marido que iba a acudir al FBI. Él respondía: «Adelante, soplona». Añadía que, de hacerlo, ella también tendría problemas. El señor Frank Rosenthal se encargó de su esposa en cuanto el agente, junto con Nancy Spilotro, recuperó el arma; los dos volvieron hacia la zona del garaje de su domicilio. Posteriormente cerraron las puertas del garaje y estos agentes quedaron en el exterior del edificio.

Según Ehrenberg:

Estábamos en la cocina. Nancy se había ido a casa. Geri empezó a fregar los platos. Como si nada hubiera sucedido. Permanecía allí de pie. Había vuelto a la normalidad. Geri se vuelve, como si buscara el paquete de tabaco, y él le dice:

– ¿Qué?

Y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, ella responde:

– Me acabo de tirar a Tony Spilotro.

– ¿Cómo dices? -preguntó Frank.

– Que me acabo de tirar a Tony Spilotro -dijo ella.

– Cierra la boca -respondió él; no se exaltó de la forma que podía haberlo hecho el marido típico. No dijo nada de: «Te voy a pegar una patada en el culo, puta más que puta». Se limitó a lo de:

– Tú, a cerrar la boca.

La verdad es que aquello podía haber representado un duro golpe para él. Con su ego y todo lo demás. Geri podía haber dejado planchado a cualquiera menos a él. Luego ella dijo que tenía que hacer una llamada pero que no quería utilizar ningún teléfono de la casa. Cogió el coche y aceleró tan a fondo que oímos los botes que pegaban las ruedas en las bandas de frenado.

Una vez se hubo marchado, permanecimos un rato allí sentados y de pronto él tuvo un sobresalto: se dio cuenta de que ella se iba al banco.

Me dijo que me metiera en el coche y yo, como un imbécil me metí en el coche. Se puso al volante. Iba lanzado pues el banco estaba en el Strip.

DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE LAS VEGAS

80-72481 9-08-80

Continuación del informe redactado por el agente A. Archer PN489 el 9-08-80 sobre un altercado familiar ocurrido en el domicilio de los Rosenthal, situado en el 972 de Vegas Valley Drive.

INCIDENCIAS:

A las 10,30 minutos aproximadamente, yo mismo, el agente B. Frank, junto con el agente A. Archer, fuimos enviados por razón de un altercado familiar a la Urbanización Las Vegas Country Club. La persona que nos requirió, la señora Rosenthal, especificó que los agentes debían reunirse con ella en el puesto de vigilancia de la urbanización, sito en la avenida Karen.

Yo formaba parte de la primera patrulla que llegó al lugar de los hechos, la 2-J-2, y establecí contacto con la señora Rosenthal, que se hallaba al teléfono en dicho puesto de control.

Al cabo de un minuto poco más o menos, aún con el auricular en la mano, la señora Rosenthal se dirigió a mí para pedirme que hablara con el individuo con quien ella estaba conversando, un tal señor Bob Ballou, de quien dijo era director de la sucursal que tiene el First National Bank en el Strip.

Hablé pues con el individuo, señor Ballou, quien afirmó que se habían puesto en contacto con él el señor Rosenthal y también la señora Rosenthal por separado en el curso de la noche anterior y primeras horas de la madrugada por razón de unos valores propiedad de los Rosenthal depositados en cajas de seguridad en sus oficinas.

Afirmó asimismo que había advertido a cada uno de ellos que los valores depositados en las cajas de seguridad estaban a nombre indistinto y que si uno de ellos deseaba retirarlos, podía hacerlo a la hora de apertura del banco, es decir, a las diez horas de la mañana del lunes día 9-08-80.

Al parecer, habían formulado solicitudes para retirar distintos valores ingresados en las cajas de seguridad ambos integrantes del matrimonio Rosenthal antes de la apertura de las diez de la mañana. El señor Ballou me comunicó que la señora Rosenthal había afirmado que se dirigiría a la sucursal mencionada anteriormente y que probablemente sería pertinente que a su llegada se encontrara allí un agente, a causa del altercado familiar que se había producido antes. Respondí que si la señora Rosenthal lo solicitaba, yo mismo podía acompañarla al banco para salvaguardar el orden en la oficina bancaria. Seguidamente colgué y la señora Rosenthal me pidió que la acompañara, siguiendo su vehículo hasta el banco, pues iba a retirar unos valores de las cajas de seguridad del FNB, sito en el 2780 de Las Vegas Boulevard South.

Acto seguido comuniqué a control que iba a seguir a la señora Rosenthal, que conducía un Mercedes cupé de color tostado, con matrícula de Nevada CWN014 desde la entrada de la urbanización hasta el FNB del Strip. Me advirtió que iba a recoger sus pertenencias de unas cajas de seguridad. Le advertí que yo iba para salvaguardar el orden y que lo que ella hiciera en el banco era asunto suyo personal.

En el interior de la sucursal, la señora Rosenthal discutió con el señor Ballou, quien al parecer es subdirector de dicho establecimiento. La señora Rosenthal presentó creo que fueron dos o tres llaves de cajas de seguridad, las cuales fueron trasladadas por la propia señora Rosenthal y unos empleados del banco a un mostrador, donde ella extrajo lo que yo calificaría una gran cantidad de dinero en efectivo. Manifestó asimismo que iba a retirar joyas de dichas cajas y al parecer extrajo también algunos documentos. La señora Rosenthal había comunicado a este agente, cuando se hallaba en la entrada del puesto de control de la urbanización y de nuevo al llegar al banco, que este agente podía quedarse con el dinero en efectivo de las cajas de seguridad, pero este agente le advirtió que no iba a aceptar efectivo alguno bajo ninguna circunstancia. Luego, la señora Rosenthal salió del banco y se dirigió a su coche.

Mientras la señora Rosenthal y este agente abandonaban la sucursal, apareció el sargento Greenwood en el aparcamiento situado frente al banco. Estos agentes estuvieron hablando con la señora Rosenthal mientras ella colocaba los valores mencionados anteriormente, es decir, dinero en efectivo, joyas y documentos, en el maletero de su Mercedes, y aproximadamente un par de minutos después, la señora Rosenthal, mirando hacia Las Vegas Boulevard, dijo: «Ahí está Frank».

Se metió en el coche de un salto y se alejó a considerable velocidad en dirección Sur por Las Vegas Boulevard. Entonces llegó el señor Rosenthal y otro hombre (de raza blanca), que había estado también presente en el altercado doméstico que había tenido lugar aquella misma mañana; dicho señor Rosenthal conducía un Cadillac amarillo que había estado aparcado junto a la casa durante el altercado.

El sargento Greenwood habló unos minutos con el señor Rosenthal mientras este agente permanecía a unos metros de ellos. El señor Rosenthal y el individuo de raza blanca que le acompañaba entraron en el banco y salieron unos minutos después. Se metieron en el Cadillac amarillo y abandonaron también la zona, momento en el que el sargento Greenwood y un servidor reemprendimos la patrulla.

Según testimonio de Murray Ehrenberg:

Paramos junto a la acera y vimos policía por la zona. No dejaban salir a Frank del coche. Decían: «Intentamos evitar problemas».

Frank se sulfuró muchísimo. Intentó pasar a la fuerza pero lo detuvieron. Se apoyaron contra las puertas del coche y no pudimos salir. Él quería conseguirlo a empujones.

– Tranquilo, Frank -le dije.

Pero él, mirando fijamente a los polis, exclamó:

– ¡Apartad esas cochinas manos del coche! -Se lo decía a los polis.

– ¡Me está robando el dinero! -gritaba. Pero los polis no lo dejaban salir. Lo retuvieron hasta que Geri arrancó y luego le dijeron: -Vale, ya puedes salir.

Todo aquello lo habían tramado la pasma y ella.

Según el Zurdo:

Aquella noche Geri llamó desde Beverly Hills. Eran más de las doce de la noche.

– Geri, eso no está bien -le dije-. Puedes quedarte con tus joyas, pero yo quiero mi dinero y las mías.

Un clic como respuesta. Colgó.

Luego recibo una llamada de Tony.

– Me he enterado de lo que ha sucedido -dice-. ¿Puedo ayudarte en algo?

Tengo la impresión de que no sabe si estoy al corriente de los suyo con Geri, y por lo tanto me callo. Me hago el loco.

Le digo que no, que llevamos una mala racha.

Entonces Tony me dice que quiere verme. Las célebres palabras de despedida. No me interesa quedar con él. Sé lo que puede suceder.

Le digo que le montaré una cita pero que no quiero que nadie nos vea, por lo que le doy el nombre de otro abogado -no el de Oscar- y quedamos allí.

– ¿Puedo hacer algo? -pregunto otra vez.

Respondo que si por casualidad puede hablar con Geri le diga que me devuelva lo que es mío.

Tony se da cuenta de que las cosas han tomado un mal cariz. A buen seguro está pensando: «¡Madre mía, vaya error!».

Sonrío. Mi colega de toda la vida. No lo entendía. Yo que no había deseado nunca nada de él. No me entraba en la cabeza que deseara a mi mujer. No lo podía digerir.

En el despacho del abogado me mostré tranquilo. Sabía que no corría peligro alguno. Él sabía que si se enteraban mis amigos de Chicago de lo que había hecho estaba perdido. Si las cosas van a mayores, puede despedirse. Él lo sabe perfectamente. Precisamente por esto tenía que andar con tanto tiento.

– Gracias por acudir -le digo.

– Espero que funcione -responde.

Entonces Geri llama a Tony.

– Oye, será mejor que escuches a Frank -le dice Tony-, de lo contrario van a liquidarnos a los dos.

Eso lo sé porque Geri me lo dijo más tarde.

– ¿Y qué quieres que haga, enano de mierda? -dice Geri.

– Le devuelves la mitad del dinero, doscientos cincuenta mil dólares, y sus joyas -dice Tony-. Te lo ordeno yo.

La verdad es que aquello es lo más parecido a la orden de un capo; cuando Geri me lo repitió más tarde, estaba hecha un basilisco.

Según Geri, ella le respondió:

– ¡A tomar por culo!

Luego Geri me llamó.

– Me ha llamado el puto enano de tu amigo dándome órdenes -dice.

– Geri, estás con el agua al cuello -respondo.

– ¿Tienes a alguien para que recoja el dinero y las joyas? -pregunta-. Si te lo devuelvo, ¿prometes dejarnos tranquilos?

Respondo que sí y mando a un amigo a Los Ángeles a recogerlo. Pero ella le entrega sólo doscientos mil dólares y las joyas. Más tarde me contó que Tony le había robado cincuenta mil dólares del coche cuando fue a su casa a descansar tras marcharse de la sucursal.

Rosenthal presentó la demanda de divorcio el 11 de setiembre de 1980, tres días después de que Geri acudiera al banco. Al cabo de tres días, él recibió una llamada del Departamento de Psiquiatría del Harbor General Hospital de Torrance, California. Le dijeron que su esposa, Geraldine McGee Rosenthal, había sido detenida por el Departamento de Policía de Los Ángeles cuando intentaba desnudarse en Sunset Boulevard. Estaba bajo los efectos del alcohol y las drogas.

El Zurdo se fue en avión a Torrance.

Llegué al hospital, entré en su habitación, llevaba camisa de fuerza. Me pidió que se la quitara pero le dije que no podía hacerlo. Empezó a chillar contra mí. Estaba histérica.

El psiquiatra sugirió que Geri permaneciera quince días en Torrance. Teniendo en cuenta lo que vi, estuve de acuerdo con él. Tomé un avión para Las Vegas aquella misma noche, y un par de días después descubrí que le habían dado el alta en el hospital y que su padre y su hija hacían gestiones para conseguirle atención psiquiátrica.

Presenté la demanda de divorcio. No hubo oposición.

El Zurdo consiguió lo que deseaba: la custodia de sus hijos. Como compensación, accedió a pasarle una pensión alimenticia de 5.000 dólares mensuales y a concederle el derecho a visitarlos. Geri se quedó con el millón de dólares en joyas y el Mercedes con el que se marchó.

En palabras de Murray Ehrenberg:

Prácticamente todo el mundo lo habría dejado correr. En realidad, la mujer está enferma y se ha marchado. Él consigue el divorcio. Obtiene la custodia. Ya ha recuperado la mitad del dinero y todas sus joyas. Geri se quedó tan sólo con unos cien mil dólares y sus propias joyas. Cualquiera se hubiera considerado afortunado quitándosela de encima, pero Frank no.

Con todo lo que ha llegado a tocar los cojones, decide presentar una demanda contra el Departamento de Policía de Las Vegas por detención arbitraria y seguidamente presenta otra contra los policías que nos impidieron salir del coche en el banco, por valor de seis millones de dólares. No son más que polis. No tienen una perra gorda. Una locura. Y, evidentemente, no ganó. Todo lo que consiguió fue que los periódicos repitieran hasta la saciedad los detalles del maldito culebrón.

22

«Hoy o bien ganamos un montón de dinero o bien nos hacemos muy famosos».

En los periódicos, aparecían artículos sobre El Zurdo y Geri, Tony y Geri, y El Zurdo y Tony, y relatos de agentes anónimos encargados de la aplicación de la ley que «temían una guerra mafiosa Rosenthal-Spilotro». El FBI explotó la publicidad deliberadamente. William K. Lambie Jr., director del Departamento de Investigación Criminal de Chicago, recibió copias de recortes de prensa sobre Spilotro y Rosenthal procedentes de un oficial de policía de Las Vegas, quien le pedía que difundiera la historia por Chicago con el «objetivo concreto de desconcertar a Joe Aiuppa».

Un informe de Lambie en el expediente presentado ante la Comisión indicaba que su fuente de Las Vegas había «suministrado copias de recortes de prensa en relación con el asunto Spilotro-Rosenthal… Me pidió que me pusiera en contacto con un miembro de la prensa local de modo que la historia se pudiera publicar junto con una nota que indicara que las autoridades federales hacía mucho tiempo que estaban al corriente del asunto Spilotro-Rosenthal debido al seguimiento que se hacía de Spilotro. Esta información tiene la intención de desconcertar aún más a Aiuppa».

Aparecían artículos sobre Rosenthal y Spilotro en los periódicos de Chicago, la columna de Art Petacque y la dominical de Hugh Hough en el Chicago Sun Times, por ejemplo. En aquella época, Joe Aiuppa tenía más motivos para estar preocupado por el tema de Tony Spilotro que para andar mariposeando.

Según comentaba Cullotta:

Nadie sabía que hacíamos los robos hasta que nos hicimos demasiado famosos. Pero en cuanto abrí el puto antro de las pizzas, Tony empezó a rondar demasiado por allí. Era mejor cuando quedábamos de tapadillo y nos encontrábamos en distintos parques. Tony había sido un tipo de restaurante toda la vida, y mi garito para él era un placer. Le encantaba el negocio y quería formar parte de cualquier negocio de restauración, sobre todo con su colega.

Y no había nada que él no pudiera hacer. Te decía: «Oye, si necesitas dinero, me lo dices. Pondré lo que sea en este garito».

Es mi garito, pero le encantaba trajinar con las recetas, y rondaba por allí siempre. Le chiflaba. Y entre tanto, me estaba jodiendo el negocio. El tema es que por allí solían venir todas las estrellas de cine. Y los polis las paraban en la calle.

Como Wayne Newton. Viene al local a comer, se acerca y se encuentra con toda una comitiva a su alrededor. Los polis saltan de los coches y le dicen a Wayne:

– ¿Sabe adónde va?

– Sí -responde-. Voy al Upper Crust.

– Los propietarios del local son tipos del hampa -dicen ellos.

– Vengo a comer, no a hablar con ellos -dice él.

Y por eso los polis observaron que Tony estaba siempre allí. Fue entonces cuando todo empezó a ir cuesta abajo. Normalmente yo podía circular. Ellos pensaban que yo no era nadie. Un don nadie por allí. Hasta que me controlaron en el antro con él. Me controlaron allí con él. «Eh, ¿quién es ese tipo?». Y entonces me investigaron y vieron que volvíamos a lo de cuando éramos unos chiquillos.

Ahí se acabó todo. Era demasiado tarde. Y dije: «Joder!». Hasta entonces me había movido discretamente. Vivía a tope, pero seguía una línea discreta. Me investigaban por varias cosas, pero no por estar asociado con Tony ni con la organización. Hasta que estuvimos juntos demasiado a menudo.

Yo era un tipo testarudo. No creo que tenga que registrarme cuando vengo a la ciudad por el hecho de tener antecedentes o haber cumplido condena. De modo que nunca me presenté en la oficina del sheriff. Y nadie me molestó hasta que me vieron tan a menudo con Tony.

Para mí eso era una gilipollez. A la mierda. A la mierda esa ciudad de elite. Solía mandarlos a tomar por culo. No les decía dónde vivía.

Entonces me detuvieron; me cayó un buen marrón. Y luché contra ellos. Todo me importaba un huevo. El juez rechazó los cargos, pero la poli me detenía continuamente. Y yo seguía luchando contra ellos. Nunca les decía dónde vivía. Ellos ya sabían dónde vivía. Pero yo me negaba a decírselo.

Les tocaba las pelotas sin cesar.

Y ahora Tony está siempre en mi garito y me envía a su chaval y al equipo de béisbol, y están todos allí todo el día. Y si tengo que ser sincero, a mí no me importa. Me gusta. Y a los demás también, incluida la policía.

Solían estacionar el coche en el aparcamiento y observar. Y desde allí tomaban las fotos. ¿Todas aquellas fotos de Tony saliendo de un restaurante? En todas salía de mi restaurante.

Allí nos fue bien hasta que una noche la poli mató a Frankie Blue. Tony y yo estábamos sentados fuera delante del restaurante. Frankie Blue pasó por allí. Trabajaba de maître en el Hacienda. Su padre, Stevie Blue, Stevie Bluenstein, era agente de negocios en el sindicato de restauración.

Era un buen chaval.

– Frankie, quita de una puta vez esa matrícula de Illinois del coche -le dije.

– No es muy buena idea llevar esa matrícula, Frankie -le dijo Tony.

– La cambiaré -respondió el chico-. Me andan siguiendo un par de individuos.

– Seguramente es la pasma -dijimos.

Le comentamos lo de la matrícula de Illinois. Para los polis de Las Vegas eso sólo significa Chicago.

– No sé -dijo-. Me han seguido demasiado. Hasta la esquina me ha seguido un Bonneville.

Nos dio un beso a mí y a Tony, y se fue. Era un muchacho muy respetuoso.

Ahora creo que él pensaba que intentaban robarle. Resulta que había algunos individuos que se dedicaban a robar a mano armada a los maîtres porque llevaban los bolsillos llenos de billetes de veinte dólares. Él no sabía que esos tipos eran policías porque si no jamás hubiera hecho lo que hizo. No era estúpido. Toda su vida había andado con matones. Y la bofia lo mató. Iban en un coche sin identificación.

Media hora después, recibimos una llamada de Herbie Blitzstein. Herbie vivía allí mismo donde sucedió todo.

– Han matado a Frankie -dijo.

– Pero si acaba de irse -dije.

– Los muy jodidos le han vaciado dos cargadores al lado de mi casa.

– Tenemos que coger a esos cabronazos -dije.

– Han declarado la guerra -respondió.

– En cuanto estén a punto -dije.

Le dije que sabía que tenía que haber sido Gene Smith. Porque sabía que Gene Smith iba por él. Smith era un jodido poli patriotero.

Lo que ocurrió fue que Frankie se fue y lo siguieron. Llevaba un arma en el coche. No nos lo había dicho. Decía no saber quién le estaba siguiendo. Ellos afirmaron que cuando intentaban retenerlo, él sacó el arma. Ellos saltaron del coche y dispararon con una nueve milímetros y un treinta y ocho hacia la puerta del coche. Sí, lo mataron. En el acto. Después dijeron que habían encontrado el arma en el coche. «En su mano.» Eso es lo que dijeron.

Tal vez había efectuado un movimiento imprudente al acercarse a las puertas de seguridad. Estaba en un barrio con vigilancia, en el cual hay puertas que se abren y entras con el coche. Y lo asesinaron justo fuera, enfrente.

Tony y ellos se dirigen al lugar. Me dice que me quede allí. «Por si llaman por teléfono -dice-. Vuelvo enseguida.» Se metieron en los coches y se fueron para allá. Fue horrible. Los polis se asustaron. La situación se estaba poniendo muy tensa. Y la policía ahí fuera es muy rápida en sacar la pistola. Tienen miedo. Siempre tiemblan. Siempre están como un flan.

Después volvieron todos. Tony. Herbie. El padre, Stevie Blue, Ronnie Blue, el hermano. Volvieron todos allí; todos lloraban y hablábamos. Intentábamos hablar esquivando la vigilancia. No vimos ni a un puto policía por allí. Se limitaron a apartar a toda la gente de la calle porque sabían que algo iba a pasar, ya que Tony estaba fumando.

Sí, estaba fumando. Estaba tramando algo. Tenía alguna idea para desencadenar un disturbio racial. Se le ocurrió utilizar a los negros para arrancar y entonces podemos cargarnos algunos; no se refería a los negros.

Utilizarlos como excusa. Fingir que unos polis asesinaban a unos cuantos negros y empezar el jaleo, porque en esta ciudad los polis se meten realmente con los negros. Los tenían encerrados en unas zonas determinadas y nosotros íbamos a liberarlos del encierro.

Eso es lo que realmente quería hacer Tony, pero no ocurrió nunca. Empezaron a suceder otras muchas cosas. Primero, ellos intentaron acusarnos de pasar en coche por allí y disparar contra la casa de un policía. No lo hicimos. Alguien lo hizo y nos cayó a nosotros.

En ese momento, Tony dijo: «Estos cabronazos tratan de incriminarme por disparar contra la casa de ese soplapollas. Quieren dar la vuelta a la situación». Lo hicieron a propósito para quitarles a la bofia de encima por el asesinato de Bluestein.

Los polis mataron al muchacho. Nunca había visto a Tony tan desquiciado. Daba patadas a las sillas. A las paredes. A todo. Quería mucho a aquel chaval. En el funeral, apareció todo el mundo. Tony ordenó que se mostrara respeto por el chico. Incluso El Zurdo fue al velatorio, pero no se situó cerca de Tony.

Los interrogantes surgidos del asesinato intensificaron la tensión en la relación de Spilotro con la policía local. La policía haría cualquier cosa para coger a Tony, y él haría cualquier cosa para dificultarles la acción. En noviembre, cuando un guardián de seguridad del casino Sahara sopló al departamento de inteligencia que Spilotro estaba almorzando en la cafetería con Oscar Goodman, Kent Clifford, el jefe del departamento en cuestión, tuvo una gran satisfacción. El agente Rich Murray, que estaba patrullando por la zona, se dirigió rápidamente al lugar. Spilotro estaba en la lista negra estatal y tenía prohibido oficialmente entrar en todos los casinos de Nevada. La infracción supondría que al él le detendrían y al casino se le impondría una multa de 100.000 dólares.

Los guardias de seguridad del Sahara habían vigilado la mesa de Spilotro, puesto que habían recibido la información de Mark Kaspar, un agente especial del FBL. Antes de llamar a la policía, los de seguridad incluso habían llamado al FBI para asegurarse de que existía el agente Kaspar.

Cuando el agente Rich Murray entró en la cafetería, los de seguridad lo saludaron y le señalaron la mesa de Spilotro. Dijeron que el abogado de Spilotro, Oscar Goodman, se acababa de levantar para ir al servicio.

Murray se acercó a Spilotro y le pidió la documentación; Spilotro dijo que no la llevaba. Cuando Murray dijo que sospechaba que era Anthony Spilotro, el tipo negó que fuera Anthony Spilotro. En el momento en que Murray estaba a punto de detener a Spilotro y llevárselo para ficharlo, volvió Oscar Goodman e insistió en que ese hombre no era Tony Spilotro. Murray lo detuvo de todos modos.

Diez minutos después, mientras Murray estaba rellenando la ficha de Spilotro, llegó el detective Gene Smith y vio que Murray había detenido al hermano dentista de Tony, Pasquale Spilotro. Evidentemente, soltaron a Pasquale Spilotro enseguida, si bien antes comunicaron el fracaso a la prensa.

El jefe del departamento de inteligencia, Kent Clifford, siempre creyó que habían elegido como objetivo el departamento. Por una razón: Mark Kaspar negó, en una declaración jurada, haber realizado una llamada al Sahara por el tema Spilotro. Y, por otra parte, parece ser que Goodman no le había dicho a Murray que el hombre en cuestión era el hermano de Spilotro.

La ira entre Clifford y los agentes locales y Spilotro y su banda iba en aumento, y llegaron al punto de acusarse mutuamente de disparar contra sus casas y coches. Empeoró de tal forma que un día, cuando se informó a Clifford de que dos de sus agentes estaban en la lista de acciones, se ciñó el arma, cogió a un colega armado, y se fueron los dos a Chicago.

Se dirigió directamente a los domicilios de Joe Aiuppa y Joey Lombardo -los dos jefes inmediatos de Spilotro- con el objetivo de hacerles un careo. Pero cuando Clifford y su colega llegaron a casa de Aiuppa, la única persona que había era la esposa del jefe, que tenía setenta y dos años. Después fueron a casa de Joey Lombardo, pero, igualmente, su esposa era la única que estaba en casa.

En su posterior relato del viaje a Chicago en Los Angeles Times, Clifford comentó que después «localizó» al abogado de Lombardo y fue a visitarlo, advirtiéndole: «Si alguno de mis hombres sale herido, volveré a las casas que acabo de visitar y dispararé contra todo lo que se mueva, camine o se arrastre».

Clifford explicó que entonces fue a un hotel y esperó hasta las dos y media de la madrugada, momento en que recibió una llamada que le deseaba un «viaje seguro». Eso, dijo, era la contraseña preestablecida con el abogado de Lombardo de que se había anulado la supuesta acción contra los dos agentes. Clifford, que ahora trabaja como agente inmobiliario en Nevada, se negó repetidas veces a conceder entrevistas.

Según Cullotta:

Las cosas se iban poniendo peor. Teníamos al chalado de Kent Clifford llamando a la puerta de Lomby y Aiuppa. No quiero imaginarme lo que le dijo la mujer a Aiuppa cuando llegó a casa esa noche. Unos cuantos polis locales se armaron una noche, dispararon unos tiros contra la casa de John Spilotro y por poco le dan a su chaval. A buen seguro asesinaron a Frankie Blue y todo el mundo lo sabía, independientemente de lo que ellos dijeran. Y encima, Tony estaba sometido a fuertes presiones por el tema del dinero y nos presionaba a nosotros para conseguirlo.

Acababan de acusar a Joey Lombardo junto con Allen Dorfman y Roy Williams de intento de soborno al senador de Nevada en relación con el tema de los fondos del Sindicato de Camioneros, y Lomby necesitaba efectivo. Tony me tenía volviendo locos a los chicos. Cada dos semanas desvalijábamos joyerías. Se nos acababan los sitios en Las Vegas. Volamos a San Jose, San Francisco, Los Ángeles y Phoenix. Normalmente, yo le llevaba todo el botín a su hermano Michael, a Chicago, pero incluso a Michael le habían caído dieciocho meses por un caso de apuestas, de modo que liquidábamos el material como podíamos.

Primero me enteré de que había más de un millón en efectivo y joyas de Joey DiFranzo en la cámara acorazada de la joyería Berma de la West Sahara Avenue, desde hacía más o menos un año. Sabíamos que se trataba de un negocio familiar y que había una caja fuerte con al menos quinientos mil dólares en efectivo. Cada día se podían ver las joyas con sólo mirar los escaparates.

El local estaba totalmente equipado con alarmas, pero entré fingiendo que deseaba comprar algo para reconocer el terreno. Mientras hablaba con la mujer que me atendía, la manipulé de forma que pude ver el interior de la cámara acorazada. Observé que allí dentro no había alarma.

Le comenté a Tony el golpe y me dijo que «metiera» a Joe Blasko. Blasko había sido poli, pero le echaron cuando descubrieron que trabajaba más para Tony que para el sheriff, así que Tony siempre se aseguraba de que ganara.

Tony dijo que tal vez Blasko pudiera conseguir rápidamente cincuenta mil dólares del golpe en Bertha, de modo que pudiera sacarse de encima al tipo por el momento.

Por desgracia, uno de los tipos que estaba en el asunto trabajaba para el FBI. Era el gilipollas de Sal Romano. En ese momento no lo sabíamos, pero los federales lo habían pillado en un caso de drogas e intentaba esquivarlos entregando a Tony y a nosotros.

Siempre supe que no era trigo limpio, pero todos consideraban que era un buen tipo y Ernie Davino dijo que dominaba la ganzúa y que era un experto en cerraduras.

Teníamos a Ernie Davino, Leo Guardino y Wayne Matecki, que eran los que entrarían por el tejado.

Sal Romano, Larry Neumann y yo estaríamos en el coche, arriba y abajo de la calle, con los ojos bien abiertos; además todos teníamos antenas detectoras y walki-talkis de la policía, tanto los chicos de dentro como los de los coches.

Al otro lado de la calle teníamos a Blasko, el poli, dentro de un camión que utilizaba para esconder el cemento, con un gran supermán pintado en él. Blasko estaba sentado allí también con una antena y un walki-talki de la policía.

Escogimos el fin de semana del Cuatro de Julio porque contábamos que no habría nadie rondando por allí, y si teníamos que provocar alguna explosión, la gente pensaría que se trataba de fuegos artificiales. Además, como el lunes era fiesta, seguramente no entraría nadie hasta el martes, dándonos aún más tiempo para deshacernos de la mercancía.

Empezamos a media tarde. Recuerdo que cuando llegamos aún había luz de día.

Entramos en Bertha por el tejado para evitar las alarmas. Yo había reconocido el terreno en busca de detectores de movimiento. Son esas cajitas con luces rojas colocadas en la pared o en la puerta. Parecen alarmas contra incendios domésticas.

En Bertha no había detectores de movimiento, pero sí otras alarmas corrientes. Vi la cinta. Había cinta en todas las puertas.

Normalmente, se aparca el camión a un lado del edificio y se practica un agujero. En Bertha, sin embargo, pensamos que si la cámara acorazada era de acero, no sólo de cemento, necesitaríamos sopletes y se tarda unos cuarenta y cinco minutos. Por eso decidimos entrar por el tejado.

Pero justo cuando empezamos, recibo un aviso de Sal Romano. Dice que tiene el coche clavado en el aparcamiento detrás del centro comercial, a una manzana de Bertha. Dice que no puede empezar la maldita acción.

Me dirijo hacia allí en el coche y le recojo, y no lo entiendo porque yo mismo había comprobado el coche antes del robo. Mal asunto. Me cabreo. Utilizo mi Riviera para apartar su coche. Para dejarlo lejos. No queremos que quede por los alrededores del lugar de la acción.

Además, llamé por radio a Larry Neumann y le dije que recogiera a Sal en Sahara Avenue, al otro lado de la calle de donde se hallaba Bertha, para que pudieran recorrer la calle arriba y abajo vigilando juntos. Ya se sabe, cuatro ojos ven mejor que dos.

Entre tanto, oí que los chicos ya habían perforado el tejado y que se disponían a entrar.

Entonces, recibí una llamada de Larry que decía que estaba recorriendo Sahara Avenue y que no encontraba a Sal. Éste tenía que estar en la acera esperando que lo recogiera Larry.

Larry estaba maldiciendo a Sal y proclamando que tendrían que haberlo matado hace mucho.

«Ajá», pensé. Después vi que bajaban por la calle coches patrulla, y por el walki-talki comuniqué que saliera todo el mundo fuera.

Habíamos acordado citas de seguridad para los chicos de dentro y les dije que salieran todos fuera, que teníamos a la poli encima. Oí que desde dentro decían que era demasiado tarde; los polis ya estaban en el tejado.

A mí me pararon en seguida, pero a Larry no lo cogieron hasta Paradise Road.

Finalmente, nos detuvieron a todos, pero no había ni rastro de Sal Romano. Entonces vi que realmente se trataba de un chota. Los federales nos habían pillado. Conocían nuestro plan desde el principio.

Después de aquello, Sal se paseó por las calles de Chicago durante una semana. Me ofendió que Tony no matara al individuo por mí. Le dije a Tony que Sal era el delator, pero él no hizo nada al respecto.

De todos modos, el FBI nos había estado esperando en un edificio justo al otro lado de la calle. Nos habían estado vigilando con prismáticos desde las ventanas. No teníamos ninguna opción. Iban a utilizar el caso de Bertha para hundirnos a todos, y lo hicieron.

La detención en Bertha fue el principio del final de la banda de Tony en el Gold Rush. Nos retuvieron todo el día, y eso dejaba a Tony al descubierto.

La mañana del golpe, recuerdo que vi pasar al FBI. Conocía la mayoría de sus coches y de sus rostros.

– El FBI no trabaja los fines de semana -le dije a Tony-. ¿Por qué están ahí?

– Puede que no estén ahí por ti, seguramente me siguen a mí -dijo. Nos vigilaban constantemente.

Al irme, le dije: «Hoy o bien ganamos un montón de dinero o bien nos hacemos muy famosos».

Las detenciones de Spilotro, Cullotta, el ex poli Blasko y la Banda del agujero en la pared fueron la culminación de tres años de investigación de la actuación de Spilotro en Las Vegas, según el fiscal Charles Wehner, de las Fuerzas de intervención contra la delincuencia organizada. Y aunque el Departamento de Justicia no obtuvo exactamente los tipos de pruebas que reafirmaran su primera premisa -que Spilotro llevaba el funcionamiento de casinos para la mafia-, había miles de conversaciones grabadas mediante micrófonos ocultos y metros de cintas magnetofónicas y de vídeo de seguimiento que demostraban que Spilotro, como capo de la mafia en la ciudad, había ordenado asesinatos, robos a mano armada, robos con allanamiento de morada y conspiraciones para la exacción de dinero.

Oscar Goodman, que acompañó en su comparecencia a Spilotro, de la cual salió en libertad bajo una fianza de 600.000 dólares -reducida después a 180.000-, comentó que las detenciones no eran más que una vendetta por parte de la policía contra su cliente. Dijo que a ninguno de sus clientes lo habían agobiado tanto como a Spilotro. Y también según comentó Goodman:

Estas últimas escuchas telefónicas son consecuencia de un seguimiento continuo por parte del gobierno en un intento de encontrar alguna excusa vaga y distorsionada para continuar con la acción de llegar a algo con que incriminar a Anthony Spilotro.

Pero según el agente del FBI jubilado Joe Gersky, que trabajó durante años en el caso Spilotro:

Eso era diferente. Esta vez teníamos un testigo directo, alguien que había formado parte de la Banda del agujero en la pared, alguien que estaba en el plan de Bertha: teníamos a Sal Romano.

Antes nunca habíamos contado con un testigo real contra Spilotro. Romano nos habló del robo, en el cual tenía que haber participado, y sobre cuándo y dónde se tenía que llevar a cabo, y todo había coincidido a la perfección. Además lo teníamos bajo custodia, protegido y vivo.

23

«En realidad, ya no lo considero amigo mío.»

Ésa fue la época más peligrosa. Años de vigilancia y escuchas telefónicas se habían empezado a traducir en procesos. Además de los procesos contra la Banda del agujero en la pared, se encausó a Allen Dorfman, Roy Williams y Joey Lombardo por intento de soborno al senador de Nevada Howard Cannon.

Se inculpó a Nick Civella, Carl Civella, Joe Agosto, Carl DeLuna, Carl Thomas y otros por participar en el desvío de dinero del Tropicana, y se esperaba que Joe Aiuppa, Jack Cerone y Frank Balistrieri y sus hijos, entre otros, fueran acusados del desvío de dinero del Stardust. A Allen Glick, diversos jurados de acusación le habían concedido la inmunidad en compensación a su declaración, pero hasta entonces sus abogados habían mantenido a raya a los fiscales.

Era un momento en que los acusados y sus abogados pasaban meses estudiando detenidamente horas de escuchas telefónicas y volúmenes encuadernados de transcripciones mecanografiadas. Los abogados buscaban alguna escapatoria. Los acusados buscaban posibles testigos para asesinarlos.

Era una época en que el mero hecho de ser sospechoso de cooperar con el gobierno era motivo suficiente para que te asesinaran. Y aunque no hubieras cooperado y hubieras pasado una buena temporada en la cárcel, seguías en peligro, porque entonces se te consideraba mucho más susceptible de aceptar las apetecibles proposiciones del gobierno.

Según Cullotta:

Les oí circulando por una habitación. «Joe, ¿qué piensas de Mike?» «Mike es fabuloso. Los tiene bien puestos.» «Larry, ¿qué piensas de Mike?» «¿Mike? Un jodido marine. Hasta el final.» «Frankie, ¿qué piensas de Mike?» «¿Mike? ¿Bromeas? Mike pondría la mano en el fuego por ti.» «Charlie, ¿qué piensas de Mike?» «¿Por qué arriesgarse?» Y ése fue el final de Mike. Así ocurrió.

Son momentos peligrosos porque los capos de la mafia saben que, además de las escuchas telefónicas -que los abogados podían discutir-, los fiscales necesitaban testigos o elementos que hubieran participado en la conspiración que puedan explicar lo que sucedió realmente, que puedan señalar con el dedo, que puedan traducir la indescifrable verborrea taquigrafiada de la mayor parte de escuchas.

Sigue Frank Cullotta:

Charlie Parsons, el tipo del FBI, vino a verme. Fue unos ocho meses después de que nos detuvieran a todos en Bertha.

– Tenemos información -dice- de que a tu amigo Tony Spilotro le han encargado que te mate.

Era un viernes. Me limité a asentir al tipo. Estoy pensando en lo que ocurrió hace unas semanas. Yo estaba durmiendo. ¡Pum! ¡Cataplum! ¡Pum! ¡Pum! «¿Qué coño pasa?- dije. -¿Qué demonios son esos tiros?» Me levanté de un salto. Miro por la ventana. Pasan unos individuos dentro de una camioneta. Disparan al tipo del piso de al lado.

El tipo iba a su casa. La puerta de al lado. Es un tipo honrado. ¿Qué coño es todo esto? Y me volví a dormir. En ese momento tenía que haberlo creído a pie juntillas, pero empecé a pensar en ello.

Después, Parsons me pone una cinta. Se oía con gran dificultad. Pero pude oírla. Pude oír a Tony pidiendo la aprobación.

La verdad es que, cuando piden la confirmación, no dicen: «Eh, ¿me cargo a Frank Cullotta esta noche?». Sino que más bien es algo así: «Tengo que ocuparme de la ropa Sucia. El tipo no la ha lavado de la manera correcta, lo cual ocasiona el problema que te he comentado…».

Soy yo. Yo soy el problema porque era el único que podía vincular a Tony con todo. Sal Romano, el puto chivato, no habló nunca con Tony. Sal habló conmigo, y yo hablé con Tony. Así es como lo establecimos desde el principio. Mis chicos nunca hablaban con Tony de ningún tema. Ellos ni siquiera sabían que tuve que dejarle participar en una cuarta parte de los beneficios; lo sospecharon porque operábamos sin interferencias.

Pero tengo que pensar que Tony sabe que me enfrento a un largo período. Está claro que soy un delincuente. Me van a caer treinta años. Tony debe pensar por qué no le delataría yo a cambio de un trato. El tipo no es estúpido. Yo hubiera pensado lo mismo.

Y el colega de Tony con el que habla acerca de la ropa sucia sabe perfectamente de qué habla Tony.

Oigo que el tipo dice: «Muy bien, ocúpate de ello. Lava la ropa. No hay ningún problema».

Pero los chicos con que contaba Tony para el trabajo fallaron. Si me hubiera tenido a mí en el caso, todo hubiera salido bien, pero ¿quién sabe a dónde se dirigió para el trabajo, ahora que toda mi banda está enterrada?

Encargó hacer el trabajo fuera, y mataron al hombre equivocado. Dispararon contra el tipo de la puerta de al lado.

Pensé: «Eh, ese individuo intentaba dispararme en la cabeza». Si ahora voy con el cuento al FBI, lo máximo que podrá hacer es conseguir una sentencia de diez años: cumplir seis y a la calle.

No le hará ningún daño. Es un chaval joven; saldrá. ¿Cómo podría perjudicarle? No le aplicarán los cargos federales de crimen organizado que conllevan largas condenas en la cárcel. Nunca podrían aplicárselos y dejarlo vivo. Tony era demasiado inteligente para eso.

Tres días después, el lunes por la mañana a las ocho y cuarto, el agente del FBI Parsons recibió una llamada telefónica.

– ¿Reconoce mi voz? -preguntó Cullotta.

– Sí -respondió.

Al cabo de veinte minutos, Cullotta se hallaba en una casa segura protegida por media docena de agentes. Empezaron a redactar el informe de la operación y le llevaron a Chicago para que se presentara a una vista.

No sé cómo acabé con aquella inmunidad de negociación, pero así fue. Es la mejor clase de inmunidad que se puede conseguir. En otras palabras, cuando tienes inmunidad de negociación, no se te puede procesar por nada de lo que dices. Independientemente de lo que se trate. Ahora bien, el juez de Chicago me ofreció este tipo de inmunidad y yo ni sabía qué coño estaba haciendo al proporcionármela. ¿Qué sé yo sobre la inmunidad? Salgo de la sala de justicia y el del FBI dice: «Creo que el juez se ha equivocado».

Se escandalizaron.

Después de que obligaran a Rosenthal a dejar el Stardust, podías ajustar el reloj siguiendo su horario. Y, asimismo, una bomba lapa en el coche.

Se levantaba temprano por la mañana para llevar a los niños al colegio. Después pasaba la mayor parte del día en casa trabajando en los pronósticos para el fin de semana y sacando algunas acciones en las que se había interesado. Dos o tres días a la semana iba al Roma's, el restaurante de Tony en East Sahara Avenue, y a las seis de la tarde se encontraba con sus viejos colegas de apuestas Marty Kane, Ruby Goldstein y Stanley Green. Solían quedarse en la barra y tomar un par de copas mientras discutían las opciones deportivas de la semana y, poco después de las ocho, El Zurdo encargaba unas chuletas para llevar. El grupo solía separarse hacia las ocho y media o bien cuando el pedido del Zurdo estaba a punto. Entonces Rosenthal salía del restaurante, se metía en el coche y llegaba a casa antes de que los niños se fueran a la cama.

El 4 de octubre de 1982, El Zurdo siguió su rutina habitual. Pero cuando entró en el coche con la comida, explotó. Recuerda que vio unas llamas diminutas que salían de las rejillas de ventilación del coche, y también recuerda que el interior del coche quedó invadido por las llamas mientras luchaba por abrir la puerta.

Agarró el tirador de la puerta y se arrojó a la acera, rodando por el suelo durante unos momentos porque sus ropas estaban ardiendo. Después se puso de pie y vio que el coche ardía por completo. De pronto, dos hombres se precipitaron hacia él y le obligaron a tirarse al suelo, diciéndole que conservara la calma y se cubriera la cabeza.

En cuanto los tres se tiraron al suelo, las llamas alcanzaron el depósito de gasolina y el Cadillac El dorado de mil ochocientos kilos se elevó a más de un metro del suelo. Una bola de fuego de piezas destrozadas de metal y de plástico salió disparada a unos ciento cincuenta metros de altura, empezó a caer una lluvia de fragmentos ennegrecidos y el concurrido aparcamiento de cientos de metros cuadrados quedó cubierto de hollín. (Los dos hombres que obligaron a El Zurdo a tirarse al suelo resultaron ser dos agentes del servicio secreto que acababan de cenar.)

La explosión fue tan intensa y ruidosa, según Barbara Lawry, que vivía enfrente, que «parecía que un tren hubiera atravesado el tejado». Lori Wardle, la cajera del restaurante Marie Callender, enfrente del Roma's de Tony, dijo: «Corrí afuera y el aparcamiento estaba atestado de coches. El coche de Rosenthal voló por los aires y las llamas llegaron a una altura de dos pisos. Fue una explosión enorme. Se rompieron los cristales de la parte trasera del restaurante».

Un equipo de reporteros de la televisión local estaba tomando café allí cerca cuando se produjo la explosión, y tomaron fotos de Rosenthal, minutos después de ésta, vagando por el aparcamiento con un aire atolondrado y sosteniendo un pañuelo con el que se secaba la sangre de la cabeza. También le sangraban las heridas del brazo y la pierna izquierdos. Observó que Marty Kane y los demás colegas llamaban a su médico, se aseguraban de que los niños supieran que él estaba bien y de que los llevaran al hospital.

El agente encargado de las licencias de venta de alcohol y tabaco John Rice, que investigaba el caso junto con la policía local, dijo que El Zurdo había tenido «mucha suerte» de haber sobrevivido a la explosión. Según él mismo:

Tenía un noventa y nueve por ciento de probabilidades de morir con una bomba como ésa. Ahora bien, el Cadillac modelo Eldorado lleva instalado de fábrica una plancha de acero en el suelo, delante del asiento del conductor para proporcionar una mayor estabilidad. Lo que salvó la vida de El Zurdo fue esa plancha de acero.

La plancha de acero desvió la bomba arriba y hacia la parte trasera del coche en vez de hacia arriba y adelante. Debería haberse cambiado el apodo de El Zurdo por el del Afortunado.

La prensa y la policía llegaron a la sala de urgencias mientras a El Zurdo le curaban las heridas y las quemaduras. Cuando tuvo la cabeza despejada, miró hacia arriba desde aquella cama de hospital y vio un grupo de rostros con aire preocupado mirando hacia abajo. Tal como comentó Rosenthal:

Todos eran los número uno del FBI y la poli local. Y no estaban allí por amistad.

Todavía me realizaban curas cuando entraron los dos primeros del FBI. Eran atentos. Dijeron: «Dios mío, lo sentimos mucho. ¿Podemos ayudar en algo?».

Yo les dije: «No. ¿Harían el favor de dejarme solo?». Y ellos siguieron: «¿Está seguro?». Yo respondí que sí. Se fueron.

Después vinieron los de la policía local. En esa época, John McCarthy era el sheriff. De todos modos, entraron. Me dijeron: «¿Está listo para hablar ahora?». Yo les respondí: «Lárguense de una puta vez». Son palabras textuales. «Lárguense de una puta vez.»

Tras el tratamiento en el hospital, le dije a mi médico que necesitaba algo más de ayuda. Necesitaba más analgésicos. Realmente sufría unos terribles dolores. De modo que me administró una segunda dosis, y después me ayudó a salir por una puerta trasera que él conocía para poder esquivar a los de la prensa que se agolpaban en el vestíbulo y la entrada del edificio. Al llegar a casa, el ama de llaves estaba allí y me alegré de que los niños ya estuvieran durmiendo.

Al cabo de una media hora de estar en casa, sonó el teléfono. Era Joey Cusumano.

– ¿Te encuentras bien? -pregunta él.

– Sí, ¿y tú? -respondo enseguida.

– Gracias a Dios. Gracias a Dios -dice-. ¿Necesitas algo, Frank?

– No, nada, Joe -digo-, pero si necesito algo serás el primero en saberlo.

Yo le sigo la corriente, porque sé que Tony Spilotro está allí con él. Cusumano está al aparato, pero es Tony quien formula las preguntas. Pero en aquellos momentos, me encontraba calmado. Trataba de repasar las cosas. Entonces, el dolor ya no era tan fuerte. La morfina seguía actuando. Intentaba reconstruir lo que había sucedido y trataba de descubrir quién lo había hecho.

La explosión fue una importante noticia. Los periódicos y los noticiarios de la televisión tuvieron pasto durante días. Surgió de inmediato la especulación sobre si Spilotro tenía algo que ver con la bomba y sobre si el odio entre los dos viejos amigos a raíz de la historia de Spilotro con la mujer de la que se había separado El Zurdo podía haber constituido el detonante de la bomba.

El agente del FBI Charlie Parsons comentó a la prensa que Spilotro y la mafia de Chicago probablemente estaban detrás del intento de asesinato. Apuntó que la persistente amargura y el resentimiento entre Spilotro y Rosenthal a causa de Geri fueran probablemente la causa.

Parsons dijo que incluso le había hecho a Rosenthal la oferta de ser testigo del gobierno: «Zurdo, la mafia no se arriesga a que tú no hables. Tienen que matarte. ¿Vas a arriesgarte tú por lo que ellos no van a hacer? Ven con nosotros. Te ofrecemos protección para ti y tus hijos».

Joseph Yablonsky, el jefe del FBI de Las Vegas, dijo que Rosenthal se libró por «milagro» y que «el asesino seguramente no era de la ciudad; si bien en Las Vegas hay personas capaces de fabricar un artefacto de esas características».

Al día siguiente de la explosión, El Zurdo recuerda que los polis locales y los agentes federales seguían llamando a su puerta con preguntas. El Zurdo estaba preocupado por qué iba a hacer la policía para protegerlo a él y a su familia, pero los polis sólo querían saber cuál era su relación con Spilotro y si los dos tipos tenían alguna pelea entre manos. El Zurdo comentó que Parsons hasta le había ofrecido carta blanca en el programa federal de testigos.

«Después de la típica acción mafiosa que han intentado contra ti -insistió Parsons-, no les debes ningún tipo de lealtad.»

El jefe del servicio de inteligencia Kent Clifford lo planteó sin ningún tipo de rodeos: «Zurdo, eres un muerto andante y no recibirás protección policial a menos que nos proporciones información».

Rosenthal respondió a Clifford con una llamada al sheriff y a los periódicos para quejarse del trato de Clifford, indicando que, como contribuyentes sin ninguna acusación, él y su familia tenían derecho a protección policial independientemente de lo que el jefe del servicio de inteligencia pensara de él a título personal.

Al día siguiente, en los editoriales de Las Vegas se criticó el trato de Clifford hacia El Zurdo, y el sheriff John McCarthy se disculpó públicamente por las observaciones de Clifford. Dijo que Rosenthal tenía derecho a protección policial sin tener en cuenta su personalidad o su falta de cooperación a la hora de ayudar a los agentes de la ley. Los editoriales, tanto en los diarios como en la televisión, se aliaron en la batalla de El Zurdo, señalando que sus hijos pequeños y el ama de llaves podían haber estado perfectamente en el coche en ese momento y que todos los ciudadanos tienen derecho a protección según la ley.

Kent Clifford llevó a cabo una proeza que Rosenthal, El Zurdo, fue incapaz de conseguir en años: lograr que la prensa le fuera favorable.

La atención de los medios de comunicación y de la policía fue tan intensa que El Zurdo decidió realizar una rueda de prensa en su propia casa y dejar así a un lado algunas de las insinuaciones e historias más provocadoras y peligrosas que estaban apareciendo en los periódicos. Recibió a una media docena de periodistas en pijama de seda. Todavía se le veían algunas vendas en la frente y el brazo izquierdo.

Durante los cuarenta y cinco minutos que duró la sesión de entrevista, El Zurdo dijo que los federales y los polis locales habían «sugerido insistentemente» que Spilotro había ideado la bomba lapa del coche. Si bien sabía que la bomba «no procedía de los Boy Scouts de América», El Zurdo se negó a acusar a algún conocido de tal acción.

Dijo que se sentiría «muy desgraciado y se indignaría muchísimo» si resultara que su viejo amigo Tony Spilotro fuera el responsable. El Zurdo comentó que no lo creía posible y que «se trataría de una situación muy perjudicial para todos nosotros». No quiero ni siquiera considerar esa idea. Tal como continuó El Zurdo:

En realidad, ya no lo considero amigo mío, pero tampoco estoy preparado en este momento para creer que Spilotro fue el responsable. No estoy dispuesto a creer que él podría haber hecho algo así. No tenía ningún motivo para pensar que yo o cualquier miembro de mi familia nos hallábamos en peligro, y llevaba una vida como todo el mundo. Obviamente, estaba equivocado. No voy a ponerme en contra de Spilotro. No tengo ninguna necesidad. No es mi estilo de hacer las cosas.

El Zurdo dijo que quería descubrir «quién lo había hecho y asegurarme de que no volviera a suceder… pero no tengo ningún ánimo de venganza. Si dijera que quiero venganza, me estaría situando en un nivel tan bajo como ellos». No consideraba que la bomba fuera un mensaje o una advertencia. «No conozco el motivo de este primer intento. Haré todo lo que pueda para frenarlos. Haré lo necesario para protegerme a mí y a mi familia.»

Existen dos teorías sólidas sobre quién intentó asesinar a Frank Rosenthal. La primera -defendida por el FBI- sostiene que fue Frank Balistrieri. A éste se le conoce como el Bombardero Loco, debido a su costumbre de hacer volar a sus adversarios. Y mediante una escucha telefónica en el despacho de Balistrieri unas semanas antes del atentado quedó grabado que Balistrieri decía a sus hijos que creía que Frank Rosenthal había ocasionado sus problemas. Les prometió que «obtendría una entera satisfacción».

La segunda teoría, generalizada entre la policía local, afirma que lo hizo Spilotro.

Según El Zurdo:

Geri vino a la ciudad después de la bomba. Dijo que quería cuidarme. Protegerme. Pero mi pasión se había apagado. Me dijo: «Sabes que puedo cambiar».

Intentó darme su número de teléfono ese día, pero yo le dije que no lo necesitaba. Ella siempre podía encontrarme.

24

«No se descarta la posibilidad de asesinato.»

Geri Rosenthal se trasladó a un piso de Beverly Hills. Tal como comentaba El Zurdo:

Circulaba con pájaros de mal agüero. Chorizos, macarras, drogadictos, tíos de bandas de motoristas. Tenía un novio músico que le pegaba unas buenas zurras.

Llevaba una vida bastante dura. Vino a Las Vegas en vacaciones. Aparecía cuando los niños tenían competiciones de natación, cuando celebraban fiestas, las típicas cosas de los hijos. Yo nunca contaba con ella para estos acontecimientos porque jamás sabías qué haría. En una ocasión, la acompañé al aeropuerto para que tomara su avión de vuelta y por el camino se puso a chillar que quería más dinero. Me di cuenta de que iba completamente servida. Tenía que cumplir con los encargos que le habían hecho sus venados colegas. «Sácale más pasta al canalla éste.» Pues claro. Sabía perfectamente para qué la querían. La amenacé con arrojar su equipaje en plena Paradise Road si no se callaba. Me dirigió una mirada asesina y no volvió a abrir la boca.

Otro día, cuando llegó, mi hijo estaba mirando por la ventana y comentó que estaba delgadísima. Cuando entró me di cuenta de ello. Estaba como un fideo. Había perdido muchísimos kilos. No era más que un saco de nervios y pastillas.

Desnutrición. No ingería más que pastillas.

– Fíjate cómo estás quedando -le dije.

Me pasó por delante, subió las escaleras y se metió en la bañera como si siguiera viviendo en la casa. Se comportaba como si continuara siendo Geri Rosenthal.

En cuanto nos hubimos divorciado le ofrecí cien mil dólares para que se cambiara el nombre, y me dijo:

– ¿Quieres quedarte conmigo o qué?

Utilizaba el nombre para sacar lo que fuera. «¿No sabe con quién está hablando? ¿Quién es mi marido?» Salidas de este tipo. Se protegía con la fantasía.

Me llamaban de algún bar a la una de la madrugada y ella decía por ejemplo: «Dile a ese mamón que me deje tranquila».

Cierta noche recibo una llamada histérica desde un teléfono público.

– ¿No te jode, la paliza que me ha pegado el menda?-dice.

Por aquella época Geri salía con un chaval joven. Cuando coincidía conmigo por teléfono me llamaba «señor Rosenthal».

Yo le había advertido que se comportara.

– Tienes que comprender que sales con la madre de mis hijos -le dije.

– Pues claro, señor Rosenthal -dijo aquel día.

Y de repente Geri me llama desde una cabina. Dice que está sangrando y que el chaval la ha vapuleado. Le pregunto qué puedo hacer por ella y me dice que le llame a él. Que consiga que deje de pegarla. Estará en este número al cabo de una hora aproximadamente.

Anoto el número y me levanto. Me quedo una hora mirando el reloj. Una hora cuesta mucho que pase; luego marco el número y, ¿quién responde? Geri.

– Hola.

– ¿Qué coño pasa? ¿Estás majara o qué? -le pregunté-. ¿No quedamos en que el chaval te apaleaba? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has vuelto?

– ¡Bah! -dice-. Ya estoy bien.

– Déjame hablar con el gamberro ese -le digo.

– No pasa nada -responde-. Está controlado.

Luego me enteré de que ella tenía un piso, vivían allí, él la había amenazado con dejarla y ella, histérica, había decidido, en plena borrachera, que yo amenazara al muchacho para que no la dejara.

El 6 de noviembre de 1982, a las 4,35 de la madrugada -al cabo de un mes de la bomba en el coche de El Zurdo-, Geri Rosenthal empezó a chillar en la acera de delante del motel Beverly Sunset, situado en el 8775 de Sunset Boulevard, entró tambaleándose al vestíbulo y allí se desplomó.

Uno de los recepcionistas llamó a la policía, pero cuando llegaron con una ambulancia Geri estaba en coma. No se recuperó. Murió tres días después en el Cedar Sinai Hospital. Tenía cuarenta y seis años. El hospital manifestó que los médicos habían encontrado indicios de tranquilizantes, alcohol y otras drogas en su organismo. Tenía un gran cardenal en el muslo y pequeñas magulladuras en las piernas.

Se cebaron en la historia los periódicos de Los Ángeles y Las Vegas, que informaron de que había muerto al parecer de una sobredosis y aprovecharon para remachar el clavo explicando los últimos capítulos de su tempestuoso matrimonio, el lío que tuvo con Spilotro, su apropiación de tres cajas de seguridad que contenían más de un millón de dólares, así como la bomba que se colocó en el coche de El Zurdo. Fue una historia tramada para la prensa sensacionalista y la poli. El capitán Ronald Maus, de la oficina del fiscal del distrito, declaró a Los Angeles Times: «Estamos interesados en ello por las antiguas conexiones de la difunta y la posibilidad de intervención por parte de la delincuencia organizada. El doctor Lawrence Maldonado, quien certificó su defunción, dijo: "No se descarta la posibilidad de asesinato"».

El Zurdo comentó:

Yo me enteré a través de una llamada de Charlotte, la esposa de Bob Martin. Me dijo:

– Frank, tengo malas noticias. Acaba de llamarme mi peletero y me ha dicho que Robin estaba en su establecimiento recogiendo los abrigos de Geri. Robin ha dicho que Geri había fallecido.

Llamé inmediatamente al peletero. Le dije que me llamaba Frank Rosenthal. Sabía con quien estaba hablando y me agradeció el negocio que le había proporcionado durante todos aquellos años.

– Oiga, ¿está aquí Robin Marmor? -le corté.

– Sí, ha venido a recoger los abrigos de Geri. Dice que su madre ha muerto.

El peletero se llamaba Fred no sé cuántos.

– Oye, Fred, no le des ni una puñetera prenda. ¿Me has entendido? -le dije.

– De acuerdo -respondió. Y colgó el teléfono.

Llame al depósito. El cadáver estaba allí. Había muerto.

Hablé con el médico.

Finalmente, dos días después, recibí una llamada de Robin:

– Mamá ha muerto -dice; tal cual-. Mamá ha muerto.

Simulo no estar al corriente. La sonsaco. Está organizando el funeral. Le digo que podemos vernos. Cuando lo hacemos, discutimos sobre dónde hay que enterrar a Geri. Yo quería que fuera en Las Vegas, junto a su madre, que también había muerto. Robin y Len Marmor querían enterrarla en Los Ángeles. Finalmente, Robin organizó el sepelio y el responso.

Hablé con los niños y les conté lo que había sucedido. Ya tenían edad para comprenderlo. Les pregunté si querían asistir al funeral y Steve dijo:

– Yo no, por favor.

– No vamos -dijo Stephanie.

Había división en los rumores: un cincuenta por ciento afirmaba que yo la había matado y el otro cincuenta por ciento que la había matado la mafia. Todos se equivocaban. Yo me gasté unos quince mil dólares en una investigación. Conseguí todos los detalles.

Estoy convencido de que fue una sobredosis.

La mataron ellos. Lo hicieron ellos… los que la rodeaban. Sabían que era una mujer rica. Yo le pasaba una pensión mensual de cinco mil dólares. Tenía todas sus joyas. Pero cuando la policía registró su piso, todo había volado.

Frank Cullotta declaró:

Al principio creyeron que tal vez Geri había sido asesinada porque sabía demasiado sobre la mafia. Pero esto son estupideces.

Lo que sucedió probablemente es que algunos de los colgados con los que se relacionaba imaginaron que Geri podía heredar una fortuna del seguro si de pronto se convertía en viuda. De modo que primero intentaron que El Zurdo saltara por los aires, y al fallar, vieron que podían tener problemas, sobre todo si Geri ataba cabos.

He aquí por qué la mataron. Y sólo a las cuatro semanas de la explosión en el coche de El Zurdo. ¡Vaya coincidencia! ¿Y qué hacía ella pululando por un barrio tan miserable de Hollywood a las cuatro y media de la mañana? No fue así. Estaba en un coche con sus asesinos, sus colegas, los pájaros que habían intentando deshacerse de El Zurdo, los que ahora la atiborraban de pastillas y copas.

No tenían más que parar el coche, arrojarla a la calle y arrancar de nuevo.

Como cuenta Barbara Stokich:

Asesinaron a mi hermana. Alguien le puso una inyección de algo.

Geri se llevó un millón en joyas cuando dejó a Frank. Él tuvo que ponerse en contacto con ella para recuperar su dinero, pero Geri se quedó con las joyas, y todas desaparecieron.

Después de instalarse en Los Ángeles quiso volver con Frank. Echaba de menos el lujo, la protección, la seguridad. Le gustaba llamarle «señor R».

Después de la muerte de Geri, mi padre fue a los lugares donde ella solía comprar. Una de las amigas de Geri le dijo que había estado en manos de un psicólogo durante dos meses y que ya casi estaba bien.

Geri consiguió de El Zurdo cinco mil dólares al mes, además de las tarjetas de crédito y el Mercedes. Pero no le gustaba estar sola. Iba de bares y bebía toda la noche. Cuando Geri volvió, Lenny se había casado, y un negro que conoció le pegó unas palizas atroces. Para sacarle dinero y joyas.

Nos enteramos de que había muerto porque mi esposo, Mel, y yo estábamos de visita en casa de papá y llamó el propietario. Unos amigos suyos habían visto una esquela a nombre de Geraldine McGee Rosenthal y se preguntaron si se trataba de mi hermana. Llamamos a Robin y ella no paró de repetirnos que no había tenido tiempo de hablar con nosotros. Por fin dijo que el funeral se celebraría al cabo de dos días. Mi hermana había estado una semana entre el hospital y el depósito, y nadie nos había dicho nada.

Geri fue enterrada en el Mount Sinai Memorial Park, en el 5950 de Forest Lawn, en una ceremonia privada. El Zurdo y sus dos hijos no asistieron a ella.

«No quise que mis hijos pasaran el mal trago», declaró él.

En enero de 1983, el forense del condado de Los Ángeles afirmó que la muerte había sido accidental, una clara combinación letal de cocaína, Valium y whisky Jack Daniel's.

Unos documentos del archivo del tribunal de testamentarías de Los Ángeles puntualizaban:

La finada murió sin dejar un patrimonio efectivo; sus pertenencias se reducían a numerosas monedas depositadas en la caja de seguridad 107 de la sucursal Maryland Square del First Interstate Bank sita en el 3681 de South Maryland Parkway, Las Vegas. Las monedas fueron valoradas por el tribunal en 15.468 dólares.

Entre las 125 monedas se incluían, entre otras, 4.000 dólares de plata; 1.200 dólares en dólares de plata de 1887; 133 dólares en fichas del casino Stardust; 6.000 dólares en dólares de plata de 1887; 100 dólares en monedas 22 centavos Indian Head, de 25 centavos Liberty, de cinco centavos Shield, y un gran centavo de 1797.

La mitad de las monedas de la caja pasaron a El Zurdo, siguiendo los acuerdos del divorcio, la otra mitad se dividió en tres partes iguales para sus hijos: Robin, Steven y Stephanie. Según documentación judicial, cada uno de los herederos de Geri recibió 2.581 dólares.

Se acercaba el fin para todo el mundo. A la explosión de El Zurdo y a la muerte de Geri le siguieron procesos, condenas y más muertes.

Los innumerables pinchazos telefónicos del Departamento de Justicia dieron como resultado el proceso -y la posterior condena- de los principales jefes del hampa implicados en el desvío de dinero en los hoteles Stardust y Tropicana.

Se cortaron delicados lazos. El 20 de enero de 1983, dispararon contra Allen Dorfman, de sesenta años, causándole la muerte, cuando salía de un restaurante situado en un barrio de las afueras de Chicago. Poco antes habían condenado a Dorfman, junto con Joey Lombardo, Joe Aiuppa, Jackie Cerone, Maishe Rockman y Roy Williams, presidente del Sindicato de Camioneros, por la utilización del fondo de pensiones de dicho sindicato en un intento de soborno al senador Howard Cannon de Nevada con el fin de conseguir una legislación que les fuera favorable. Era aquélla la segunda condena que pesaba sobre Dorfman por delito grave en relación con el fondo de pensiones, y el juez le había garantizado una larga permanencia en la cárcel.

Dorfman acababa de salir del restaurante con Irwin Weiner, un corredor de seguros de sesenta y cinco años, ex fiador, persona que había contratado primeramente a Tony Spilotro años antes como fiador en Chicago. Dorfman había entrado en un videoclub y había escogido la cinta de Absence of Malice para verla aquella noche en su casa. La película cuenta la historia de un hombre a quien la prensa acusa sin fundamento de estar relacionado con la mafia.

Weiner declaró a la policía que oyó que se les acercaban dos hombres por detrás y decían: «¡Esto es un atraco!» y que cuando se agachó oyó unos disparos y no pudo ver bien lo que había sucedido. Los hombres armados se dieron a la fuga. El asesinato nunca se esclareció.

El 13 de marzo de 1983, Nick Civella murió de cáncer de pulmón. Había salido del Centro Médico Penitenciario Federal Springfield, en Missouri, quince días antes para poder «tener una muerte digna».

Joe Agosto fue condenado por un negocio turbio de peloteo de cheques que le había permitido extraer fondos en las mermadas arcas del Tropicana para aumentar el desvío. El 12 de abril de 1983, Agosto decidió convertirse en testigo del gobierno. A raíz de sus testimonios -junto con los cuadernos de notas de DeLuna- se condenó, en algunos casos con duras sentencias, a Carl Civella y Carl DeLuna, a cada uno de los cuales le cayeron treinta años; Carl Thomas, le cayeron quince años, y por su parte, a Frank Balistrieri, trece.

Joe Agosto murió de un ataque al corazón unos meses después. Para la segunda fase del caso Argent -en la que se acusaba a algunos de los mismos inculpados del desvió de cerca de dos millones de Argent- se requirió un testigo de excepción. El gobierno otorgó inmunidad a Allen Glick, quien subió al estrado.

En dicho caso, estuvieron presentes en la sala los capos de Chicago Joe Aiuppa, de setenta y siete años, y Jackie Cerone, de setenta y uno; el jefe subalterno de Cleveland, Milton Maishe Rockman, de setenta y tres años; y el jefe de Milwaukee, Frank Balistrieri, de sesenta y siete años, así como sus hijos abogados, John y Joseph. La condena de éstos habría significado con toda certeza que los capos más ancianos morirían en la cárcel.

Glick subió al estrado y declaró durante cuatro días, precisando con toda suerte de detalles sus entrevistas con Frank Balistrieri y el proceso que siguió su préstamo. Explicó también que se vio obligado a firmar la cesión de más de un 50% de las acciones de la empresa a los hijos de Balistrieri a cambio de 25.000 dólares. Declaró que se vio obligado a promocionar a Frank Rosenthal y haber recibido amenazas de Nick Civella en una oscura habitación de hotel de Kansas City y de Carl DeLuna en el bufete de Oscar Goodman situado en el centro de Las Vegas.

Glick fue un testigo contundente. Se mostró preciso e imperturbable. Irradió una gran honradez. Carl Thomas se había convertido asimismo en testigo del gobierno, con la esperanza de conseguir benevolencia en el cumplimiento de su condena de trece años por el caso Tropicana. Declaró sobre el desvío de dinero y la influencia de la mafia en el Sindicato de Camioneros. Los federales apresaron también a Joe Lonardo, ex segundo de Cleveland, de setenta y siete años, quien declaró haber ejercido la función de mensajero con Rockman y explicó cómo se llevó a cabo la concesión del crédito a Glick y quién sacó provecho de aquél.

Incluso Roy Williams, tras ser sentenciado a cincuenta y cinco años por el caso de soborno a Cannon, decidió cooperar en el proceso de Argent. Lo llevaron en silla de ruedas a la sala, conectado a una botella de oxígeno, y declaró que Nick Civella le había pasado durante siete años mil quinientos dólares en efectivo al mes como compensación por haber votado la concesión del préstamo del fondo de pensiones a Glick.

Durante el juicio, Carl DeLuna se rindió. Se declaró culpable incluso antes de que se dictara sentencia. Ya tenía que enfrentarse a treinta años por el caso Tropicana. ¿Qué más podían hacerle? ¿Condenarle a treinta años más? No veía por qué tenía que permanecer en la sala observando cómo los fiscales mostraban ampliaciones de sus fichas de notas al jurado mientras una serie de dandis de vía estrecha contemplaban con incredulidad la riqueza de detalles que DeLuna había conseguido encajar en las minúsculas fichas.

Frank Balistrieri ya había tenido que enfrentarse a una condena de trece años por un caso diferente. Él también se declaró culpable.

El caso de Tony Spilotro, quien había sido procesado en el caso Argent junto con todos los demás, principalmente a raíz de las llamadas telefónicas a los directivos del Stardust exigiendo puestos de trabajo y obsequios, fue tratado aparte a causa de su afección cardíaca. Médicos autorizados determinaron que Spilotro no utilizaba su salud como estratagema, y se le concedió el tiempo necesario para una operación quirúrgica. Su vista se celebraría más tarde.

Al dictarse los veredictos de culpabilidad no hubo sorpresas, como tampoco las causaron las duras sentencias: Joe Aiuppa, el capo de Chicago de setenta y siete años, y su ayudante Jackie Cerone, de setenta y uno, fueron condenados a veintiocho años de cárcel cada uno. Maishe Rockman, de setenta y tres años, fue condenado a veinticuatro años. Carl DeLuna y Carl Civella fueron condenados a dieciséis años. John y Joseph Balistrieri fueron absueltos de todos los cargos.

Mil novecientos ochenta y tres marcó el cambio decisivo en la historia de Las Vegas. Los casos Tropicana y Argent se fueron encarrilando a través de vistas previas a los juicios, procesos y finalmente la aplicación de condenas. Se liquidó el último crédito concedido por el fondo de pensiones del Sindicato de camioneros. La hipoteca del Golden Nugget fue adquirida por Steve Wynn y liquidada con bonos basura. El implacable poder de la mafia -por lo que se refería al control económico de los casinos- había terminado.

En 1983, las máquinas tragaperras pasaron a ser la principal fuente de ingresos de los casinos, superando todas las demás formas de juego. Las Vegas, que había empezado su andadura como ciudad de destacados jugadores, se convirtió en una meca para los americanos en busca de apuestas de poca monta y bufetes libres por 2,95 dólares.

En 1983, la Comisión del Juego de Nevada canceló la licencia del Stardust por razón de otra investigación sobre el desvío del dinero y colocó a uno de sus propios supervisores en el antiguo despacho de El Zurdo para dirigir el Stardust. Los funcionarios estatales tuvieron poder para despedir o jubilar anticipadamente a muchos de los empleados que habían participado en los distintos desvíos de dinero que se habían llevado a cabo durante años.

Y en 1983 Rosenthal El Zurdo se trasladó con su familia a California.

El propio Zurdo declara:

Por un lado jugaba a la Bolsa y por el otro seguía con los pronósticos, estrictamente como jugador. Pero los niños… Stephanie, en concreto, se había convertido en una nadadora de primera clase. Ya había destacado en Las Vegas y posteriormente participó y venció en gran número de competiciones.

A fin de echarte una mano en sus objetivos -estaba ya preparada para las pruebas de calificación olímpica-, me trasladé a Laguna Niguel para que pudiera entrenar y competir con los de Mission Viejo Nadadores, uno de los equipos de elite del país.

La mansión de los Rosenthal estaba situada en Laguna Woods, en Laguna Niguel, una zona residencial a medio camino entre Los Ángeles y San Diego. Formaba parte de un conjunto de diecinueve casas encajadas en las exuberantes colinas costeras, con vistas panorámicas sobre el mar, el Crown Valley y El Niguel Country Club. El sistema de seguridad de la mansión de los Rosenthal disponía de una serie de monitores de televisión de circuito cerrado controlada por un panel que ocupaba toda una pared del garaje.

Durante casi todo el año 1983, la vida de El Zurdo giró alrededor de las extraordinarias proezas de sus hijos en el campo de la natación.

Rosenthal comentaba:

No puede existir orgullo mayor que el de ver un titular sobre un hijo tuyo que dice: rosenthal se hace con otras dos medallas de oro. Sigue guardando los recortes.

Stephanie era una fuera de serie. Una maravillosa atleta. Y su nivel de tolerancia en cuanto al dolor… Soy incapaz de describirlo… No podría decir hasta que punto sufría. Yo la observaba mientras entrenaba. Yo mismo la acompañaba a sus sesiones de mañana y tarde. Y eran a las cuatro y media de la madrugada y a las tres y media de la tarde. Realmente me encantaba aquello. Me pasaba el rato mirando entrenar a mi hija. Veía como se le hinchaban las venas, como se le enrojecían los ojos, y ella entrenaba con agua nieve, lluvia y frío. Yo sentía una especie de temor reverencial ante el sacrificio a que estaba dispuesta para alcanzar su meta. La verdad es que sentía un profundo respeto por ella.

Porque independientemente del talento que uno tenga, hace falta resistencia, fuerza, aguante. Para eso, para ganar. Y Stephanie deseaba el jodido triunfo. A esa chica no la vence nadie. Ella jamás lo permitiría.

Y no es orgullo de papá. Quien habla es el pronosticador. Era la mejor. Adondequiera que fuera, arrasaba. Claro que sí.

Y estoy hablando de bandas, medallas, trofeos. Y a Steven, por desgracia, le tocó formar parte de aquello. Yo mismo no comprendía hasta que punto pudo arraigarse el resentimiento. No eran más que niños. Él tenía sólo trece años y ella diez. El niño se sintió muy dolido porque yo abrazaba a Stephanie, le ponía la mano en la cabeza, le daba un beso, un apretón de manos. Tenía que animarla.

Y su hermano estaba en la misma competición y acababa en la calle. ¿Y qué iba a hacer yo? Pues bien, a veces le decía: «¡Eh, Steve, muy bien! Tienes que entrenar más a fondo». Pero Steven estaba resentido con nosotros. Y con ello me refiero a mí y a Stephanie.

Steve era un experto nadador. A nivel técnico, más que Stephanie. Es la pura verdad. Los entrenadores de todo el país, su propio entrenador, decía a menudo: «Frank, si consigues que el chaval se lance, nadie será capaz de alcanzarlo. El muchacho es mejor que Stephanie».

Pero le faltaba voluntad para saltar a la palestra y sufrir. Entrenarse. Nadar mil quinientos metros al día. Correr. Hacer ejercicios en pista. Levantar pesas. No estaba dispuesto a pagar aquel precio. Por consiguiente, cuando llegaba a una competición, no estaba preparado. Y lo apartaban de un codazo.

Claro que no todo el mundo sirve para lo mismo. Yo no lo respetaba menos por ello. Creo que tenía que haberlo dejado. Haberse convertido en un nadador que practica por afición.

Stephanie, sin embargo, iba a por el oro. Aquellos fueron los mejores años de mi vida. Le dije a ella y a unos cuantos amigos íntimos que si se clasificaba para los Juegos Olímpicos del 84 y conseguía una medalla consideraría que mi jodida vida había sido completa.

Y me importaba un rábano que me la pegaran un minuto después. No desearía la vuelta atrás. Lo decía con toda sinceridad. En otras palabras, pongámoslo de esta forma: «Stephanie, es todo lo que deseo. Quiero verlo con mis ojos».

Le dije:

– Fue un milagro que pudiera salir del coche el día de la bomba. Consigue que yo vea que ganas la medalla de oro, Stef, y después estoy dispuesto a despedirme de todo.

Ella me entendió. Pero era joven. Era sólo eso, una niña. Había estado entrenando desde los seis años. Pues bien, nos fuimos a Austin, Texas, donde empezaban las pruebas olímpicas. Se clasificó en tres pruebas, pero durante el período de entrenamiento que precedió a lo de Austin, yo la estuve observando. Ya se sabe, soy un pronosticados Estoy acostumbrado a observar.

Y me imagino que tenía dos opciones, poco o nada, y lo poco estaba fuera de la ciudad. Los entrenadores me dijeron:

– No la desanimes, Frank. Vas a echarlo todo a perder. Ve con cuidado, Frank.

Pero yo, mientras la acompañaba a casa después de un entreno le decía:

– Tienes que entrenar más duro, Stef.

Y ella respondía:

– No sabes lo que dices, papá.

En fin, lo supe antes de ir a Austin. La prueba principal. Los cien metros braza de espalda. Mi sobrino Mark Mendelson quería venir desde Chicago pero yo le dije que no subiera al avión hasta que llegara a la final. Estuvo en O'Hare esperando comprobar si Stef se clasificaba por la mañana para la final de la tarde. Tenía que acabar entre las ocho primeras. En aquella prueba iban a participar ciento y pico de personas. Las ocho primeras pasaban a la final; las dos primeras, a los Juegos Olímpicos.

De forma que él esperó en el aeropuerto y me hizo llegar un mensaje preguntando si tomaba el vuelo o no. En el fondo, yo sabía que no tenía la menor posibilidad. Vino a mi encuentro tres cuartos de hora antes de la prueba. Dijo que el entrenador le había comentado que estaba en plena forma. Yo respondí para mis adentros: «Que le den por culo a tu entrenador, por bocazas».

Estaba jugando con ella. Estaba echando un farol. Tal vez ella conseguiría un milagro. La verdad es que en deporte no hay milagros. Es uno contra uno.

Recuerdo el tiempo que hizo. Dos segundos y medio menos de la marca que había conseguido seis meses antes, cuando se clasificó. Bajó la cabeza. Bajé la cabeza. Luego corrí hacia el teléfono y dejé un mensaje para mi sobrino, que esperaba en el aeropuerto.

– Mark Mendelson, vuelve a casa -dije.

El Zurdo también volvió a casa. La casa de Laguna Niguel, que le había costado 365.000 dólares tenía una fuente de aguas termales en la entrada, un mirador y una consola de madera exótica en el dormitorio. Pero cuando Rosenthal decidió empapelar, descubrió que era imposible pues las paredes no eran rectas, defecto que hizo también imposible la instalación de puertas con apertura electrónica, ventanas y contraventanas nuevas. Él mismo comentó por aquellos días:

La casa se tambalea, se derrumba y se hunde. Hay una inmensa grieta en el muro del fondo, incluso el encargado de los cristales ha tenido problemas porque el edificio no es sólido. Me he puesto en contacto con el contratista para comprobar si reúne los requisitos legales.

El Zurdo los llevó ante el tribunal.

Dijo que no le quedaba más remedio, pues los constructores «ya ni siquiera respondían a mis llamadas telefónicas».

De no haber estado Mike Kinz en el elevado asiento de su tractor, jamás habría reparado en el pedazo de tierra yermo. Kinz había arrendado un campo de maíz de un par de hectáreas en Enos, Indiana, a unos setenta y cinco kilómetros al sureste de Chicago; el maíz tenía una altura de unos diez centímetros y en unos quince días habría crecido lo suficiente como para cubrir el campo y disimular las huellas sobre el suelo que daban la impresión de que se había arrastrado algo desde la carretera hasta aquel espacio yermo, es decir, en un recorrido de unos treinta metros.

Kinz sospechó que algún cazador furtivo habría enterrado los restos del cadáver de un ciervo en el campo tras descuartizarlo y llevarse sus partes comestibles. Otras veces había sucedido. Así pues, llamó a Dave Hudson, biólogo y conservador de la fauna y guarda de caza.

Hudson estuvo media hora escarbando en la mullida y arenosa tierra hasta topar con material firme. Observó el agujero de metro y medio y en él vio un pedazo de piel blanca.

«Aparté un poco la arena -explicó Hudson-, y vi que había ropa interior.»

En una fosa de un par de metros habían arrojado dos cadáveres, uno encima del otro. No llevaban más que calzoncillos. Tenían el rostro tan desfigurado que el laboratorio del FBI no pudo examinar las huellas dactilares, cuatro días más tarde, pudieron identificarse los cadáveres como el de Anthony Spilotro, de cuarenta y ocho años, y el de su hermano Michael, de cuarenta y uno.

Anne, la esposa de Michael había denunciado la desaparición de éstos nueve días antes, y corrían rumores de que los Spilotro, quienes tenían que presentarse a juicio en unas semanas, habían desaparecido por decisión propia. Spilotro había conseguido permiso del tribunal para pasar ocho días en Chicago en visita familiar y para que su hermano dentista le arreglara la boca.

A Spilotro le esperaban unos días de gran actividad. Iban a juzgarle por el desvío de dinero del Stardust. Tendría que presentarse de nuevo a la sala por el caso del agujero en la pared; la primera vista había acabado en juicio nulo por desacuerdo del jurado a causa de un intento de soborno a uno de los miembros. Le preparaban asimismo otro juicio por violación de los derechos civiles de un testigo del gobierno al que se sospechaba que había asesinado. Su hermano Michael estaba a la espera de un juicio en Chicago pues una investigación encubierta sobre extorsiones demostró los vínculos entre el hampa y los clubs de alterne de los barrios situados al oeste de Chicago.

La consideración de Tony Spilotro en el seno de la mafia de Chicago había disminuido mucho en los últimos años. Como afirma Frank Cullotta: «Tony había llenado un montón de negativos». Y las escuchas a Spilotro acusando a algunos de sus socios, en concreto a Joe Ferriola -que se reproducían en la sala-, servían de poca ayuda. La noche del 14 de junio, cuando Michael y Tony salieron de la casa de aquél, en uno de los barrios periféricos de Chicago, Michael dijo a su esposa Anne: «Si no hemos vuelto a las nueve, es que las cosas se han complicado mucho».

La fosa se encontraba a unos seis kilómetros de una casa de campo propiedad de Joseph J. Aiuppa, ex capo de la mafia de Chicago, quien se encontraba a la sazón en la cárcel cumpliendo condena por desvío de dinero en los casinos de Las Vegas.

Edward D. Hegarty, agente del FBI de Chicago encargado del caso, afirmó:

No estaba previsto que se encontraran los cadáveres, pero quien los asesinó no tuvo en cuenta que el granjero podía esparcir herbicida por el campo.

Los hermanos murieron a causa de «unas contundentes heridas que se les infligieron en el cuello y la cabeza», según el doctor John Pless, jefe de medicina forense de la Universidad de Indiana, quien llevó a cabo las autopsias. Los dos habían sido golpeados duramente, pero no se observaron fracturas ni huesos rotos. Se supuso que los golpes se los habían propinado a pocos metros de la fosa. Cerca de allí se encontraron sus ropas. La fosa había sido excavada a una profundidad que impidiera el afloramiento de los cadáveres al arar los campos durante la siguiente primavera.

Tal como afirmó el ex agente del FBI Bill Roemer antiguo perseguidor de Spilotro:

Los asesinos tenían que actuar movidos por un terrible rencor. Normalmente, se encuentran un agujero, dos o máximo tres limpios en la nuca, procedentes por lo general de un veintidós. Es algo rápido y el individuo no sufre. A ésos los apalearon hasta matarlos. Los torturaron.

Hoy en día, los del sombrero de fieltro que levantaron la ciudad se han esfumado. Los jugadores sin alias ni maletas repletas de dinero en efectivo se resisten a aparecer por el nuevo Las Vegas por temor a que un universitario de veinticinco años del ramo de hostelería que trabaja en la sección de crédito de los casinos los entregue al fisco.

Las Vegas se ha convertido en un parque temático para adultos, como un lugar al que los padres pueden ir acompañados de sus hijos y pasárselo bien también ellos. Mientras los críos juegan a piratas de cartón piedra en el casino de la Isla del Tesoro o bien a torneos con los caballeros en el Excalibur, mamá y papá van metiendo el dinero de la hipoteca y de la futura matrícula universitaria de la prole en las ranuras de las máquinas.

El aire acogedor de la habitación 147 del hotel Flamingo, que utilizó Bugsy Siegel e incluso la primera de El Zurdo, la 900 del Stardust, han sido sustituidas por la 5.008 del MGM Grand o las series del 3 000 al 4.000 de los hoteles que dan al Strip, en forma de pirámides, castillos y naves espaciales. Un volcán hace su erupción cada treinta minutos en el Mirage. Justo al lado, en el Strip, aparece un barco pirata en un lago artificial seis veces al día y derrota a la Armaba británica.

Hace tan sólo veinte años, los croupiers sabían tu nombre. La copa que tomabas, a lo que jugabas, cómo jugabas. Te ibas directo a las mesas y te registraban automáticamente. Un botones conocido te llevaba el equipaje arriba, deshacía las maletas y dejaba en tu habitación las botellas de tu marca preferida y unos recipientes con fruta fresca y cubitos de hielo. La habitación te esperaba en lugar de ser tú quien tuviera que esperarla.

Hoy en día, registrarte en un hotel de Las Vegas es casi como recoger la tarjeta de embarque de un avión. Incluso se aplica la lista de espera a las suites reservadas a los jugadores destacados mientras los ordenadores comprueban el crédito de sus American Express para confirmar que la persona sea realidad la que dice ser.

El fondo de pensiones del Sindicato de Camioneros ha sido sustituido por los bonos basura como fuente básica de financiación del casino; ahora bien, por altos que sean los intereses de los bonos basura, nunca llegarán a las cantidades marcadas por la mafia. Los ejecutivos de casino que solicitan un préstamo ya no tienen que citarse con sus agentes financieros en oscuras habitaciones de hotel en Kansas City a las tres de la madrugada y que alguien les diga que les va a arrancar los ojos.

Tony y Geri están muertos y El Zurdo se marchó. Éste actualmente vive en una casa junto a un campo de golf en una zona residencial cercada en Boca Raton. Juega un poco, vigila sus inversiones y ayuda a su sobrino en la gestión de una sala de fiestas. A veces se sienta en un pequeño recinto elevado de dicha sala y apunta su bolígrafo linterna hacia el camarero que él considera que no recoge las mesas con suficiente rapidez. Durante años albergó la esperanza de volver a Las Vegas, pero en 1987 pasó a la lista negra y se le prohibió volverá ponerlos pies en un casino; unos años de lucha contra tal decisión no sirvieron para nada.

Ya lo dijo Frank Cullotta:

Todo tenía que ir como una seda. Cada cosa estaba en su lugar. Teníamos el Paraíso en la Tierra pero lo mandamos todo al infierno.

Sería la última vez que se entregaría algo tan valioso a los hijos de la calle.

Nicholas Pileggi

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